Villacañas, J. (1989) - Nihilismo, Especulación y Cristianismo en F. H. Jacobi. Un Ensayo Sobre Los Orígenes Del Irracionalismo Contemporáneo. Barcelona, España - Anthropos-Universidad de Murcia
Villacañas, J. (1989) - Nihilismo, Especulación y Cristianismo en F. H. Jacobi. Un Ensayo Sobre Los Orígenes Del Irracionalismo Contemporáneo. Barcelona, España - Anthropos-Universidad de Murcia
Villacañas, J. (1989) - Nihilismo, Especulación y Cristianismo en F. H. Jacobi. Un Ensayo Sobre Los Orígenes Del Irracionalismo Contemporáneo. Barcelona, España - Anthropos-Universidad de Murcia
Y CRISTIANISMO
EN F.H. JACOBI
AUTORES, TEXTOS Y TEM AS
FI LO SO FíA
C o le c c ió n d ir ig id a p o r J a u m e M a s c a r ó
26
José L. Villacañas Berlanga
NIHILISMO, ESPECULACIÓN
Y CRISTIANISMO
EN F.H. JACOBI
E n sa y o so b re lo s o ríg e n e s
del irra c io n a lis m o c o n te m p o rá n e o
jg j UNIVERSIDAD DE MURCIA
Secretariado de publicaciones
Nihilismo, especulación y cristianismo en F. H. Jacobi:
Un ensayo sobre los orígenes del irracionalismo
contemporáneo / José L. Villacañas Berlanga. —
Barcelona: Anthropos; Murcia: Universidad de
Murcia, 1989. — 527 pp.; 20 cm. — (Autores, Textos y
Temas / Filosofía; 26)
Bibliografía, pp. 519-524
ISBN: 84-7658-176-9
T o d o s los d e re c h o s r e s e rv a d o s . E s ta p u b lic a c ió n no p u e d e se r re p ro d u
c id a , ni en to d o n i en p a rte , n i re g is tr a d a en , o tr a n s m itid a p o r, u n s is
te m a d e re c u p e ra c ió n d e in fo rm a c ió n , en n in g u n a fo rm a ni p o r n in g ú n
m ed io , se a m ecán ico , fo to q u ím ic o , e le c tró n ic o , m a g n é tic o , ele c tro ó p tic o ,
p o r fo to co p ia, o c u a lq u ie r o tró , sin el p e rm is o p re v io p o r e s c rito de la
e d ito ria l.
Es para mí cada vez más claro que la mera reli
gión de la razón es una pura idolatría que se
tiene que encaminar necesariamente hacia el ateís
mo. El Dios de los deístas no es sino la razón
humana idolatrada, su ideal. La razón humana
diluida en su elemento es la nada. Su ideal, por
consiguiente, es la nada. Esto es una monstruo
sidad evidente. Lo mismo sucede con la virtud
de la mera razón. Su ideal es el egoísmo puro, al
que Dios mismo se somete, teniendo que quedar
fuera de ella. Nosotros no podemos llegar a ser
como Dios. No debemos convertirnos en el dia
blo. ¿Qué nos queda sino ser jóvenes cristianos?
Amor, creencia y obediencia; este es el gran me
canismo por el que debemos llegar a la libertad,
a la verdadera vida.
(Jacobi a Buchholz,
19-5-1786, N. 81-82)
i-::. .5- ;:
AGRADECIMIENTOS
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11
serio la obra de Jacobi, sin filisteísmos hipócritas ni escánda
los fingidos, podemos comprender el dolor del mundo que
constituye la esencia del problema especulativo, la carne y san
gre de esa filosofía tan aparentemente lejana de la existencia
humana. Sin Jacobi, por lo demás, eso que se llama Idealis
mo no hubiera encontrado la falsa razón que le condujo más
allá de Kant. Sin la crítica de Jacobi al criticismo, éste no se
hubiera trascendido nunca. Sin las intuiciones originarias de
Jacobi, el hegelianismo no hubiera encontrado las intuiciones
originarias con las que hacer su basamento.
Pero ante todo, en sí misma, la obra de Jacobi es un do
cumento de primera importancia para la historia de las Ideas,
como testigo y representante de la burguesía renana aliada
de la nobleza no prusiana, como formadora de los ideales vi
tales, políticos y filosóficos de esa clase, como modelo y guía
para valorar los acontecimientos centrales de la historia de la
Humanidad de finales del siglo xviii y principios del xix. Re
conocer y comprender este papel fundamental de Jacobi en
la historia cultural de Alemania, y por tanto de Europa, sig
nifica también dotar al idealismo alemán de los referentes so
ciales, culturales y políticos que lo acogen, y estar en condi
ciones de diagnosticar su papel en la lucha ideológica conti
nua y en el uso de las ideas siempre renovado que atraviesa
la historia moderna.
Pues bien, al dar a conocer esta obra al público de habla
castellana, pretendo cumplir buena parte de los objetivos
apuntados en el párrafo anterior. En este sentido se puede
decir que el presente trabajo no está cerrado. Pero tampoco
es ya un trabajo abierto. Fuera de él quedarán cuestiones su-
gerentes y necesarias para redondear nuestra imagen de Ja
cobi. Una historia del pensamiento alemán y europeo del siglo
X IX no puede dejar pasar sin estudio el papel de Jacobi en la
corte de Baviera, sus relaciones con la política pro austríaca
y antiprusiana de ese reino, su ideario al frente de la Acade
mia de las Ciencias,* sus vínculos con los círculos católicos
de Sailer y Corres,^ el sentido político e ideológico de su po
lémica con Schelling, a cuyas relaciones con Jacobi no podre
mos dedicar aquí la atención que merecen, pero que ha en
contrado en otros trabajos.^ Fuera de nuestro estudio queda
también el papel de Jacobi en el origen del romanticismo,
sobre todo su relación con Jean Paul Richter y F. Schlegel,
asiduos confidentes y corresponsales de Jacobi, quien es para
ellos el mejor bastión en su lucha contra la filosofía de Fich-
12
te, tema que aún espera un estudioso, como ya reconoció
Heimsoeth en su Fichte^ y como ha recordado más reciente
mente Hammacher en su libro dedicado a Jacobi.^ Fuera que
darán las relaciones de Jacobi con Fries, de tanta importan
cia para comprender sus relaciones con la filosofía de Kant:
que Fries fuera kantiano y jacobiano a la vez muestra a las
claras la continuidad de la voluntad de Jacobi de aproximar
se cada vez más a los planteamientos kantianos mediante la
adopción de sus puntos de vista, principios y vocabulario, ex
cepto en el punto clave donde se concretan todas las diferen
cias: la validez y la realidad objetiva de lo espiritual. Tam
bién queda fuera de nuestra aproximación una historia efec-
tual de Jacobi más allá de la filosofía clásica alemana. Las
sugerencias de Verra^ sobre las conexiones de Jacobi con Kier
kegaard, o de Bollnow^ sobre los antecedentes de la filosofía
de la vida en Jacobi, son hilos conductores que debería acep
tar cualquiera que se dispusiera a ese empeño, para el que
serán de excelente ayuda algunos capítulos de la obra de Zirn-
gielb® y Homann.’
Quizás el lector se pregunte qué resta después de todo eso.
¿Por dónde entrar en Jacobi desde una perspectiva interesan
te, que no se limite a exponer y resumir sus obras cronológi
camente? (el libro de Verra es inmejorable a este respecto).
Al fin y al cabo Heraeus ha escrito un buen libro sobre Jaco
bi y el Sturm und Drang,'® Nicolai ha dejado sin el menor
secreto la relación entre Jacobi y Goethe," Knoll y Ollivetti
han atendido con igual éxito las relaciones de Jacobi y Ha
mann,'^ y Hammacher ha estudiado en dos sugerentes libros,
entre otras cosas, las filosofías de Jacobi y Hemsterhuis:*^
Philonenko, por su parte, ha escrito una crónica completa del
enfrentamiento con Kant a raíz de Was heißt. y Verra in
cluye en su libro un excelente capítulo sobre las relaciones
de Jacobi con el idealismo.'® Y se tiene la idea de que Jacobi
apenas es alguien con independencia de estas polémicas.'® Sin
embargo, quizás lo que constituye la novedad de mi punto
de vista es que Jacobi es alguien no con independencia de,
pero sí a través de todas esas polémicas, y lo es justo porque
ya era alguien cuando comenzó con Wieland su carrera como
intelectual, la que habría de llevarle a ser el mejor represen
tante de los compromisos ideológicos de su clase, una pers
pectiva que no deseo olvidar como historiador de las ideas.
Entre todas estas relaciones y polémicas no hay una suce
sión discreta, sino una línea continua, un plan, un proyecto.
13
una dirección y, sobre todo, una voluntad de ser coherente y
significativo para y desde su mundo, que Jacobi mantendrá
firmemente a lo largo de su vida. Por eso, lo que dijimos acer
ca de no estudiar su praxis como presidente de la Academia
de las Ciencias de Baviera, su relación con el Romanticismo,
etcétera, apunta a reales imperfecciones de este trabajo que
deberán subsanarse, porque todos esos elementos son esen
cialmente significativos en el proyecto general y orgánico del
pensamiento de Jacobi.
¿Qué proyecto es ese? ¿Qué línea continua atraviesa toda
esta serie de pugnas dialécticas con sus contemporáneos? Ante
todo un proyecto de coherencia vital construido desde la acep
tación de ciertos prejuicios (Vorurteile) Jacobi tiene una po
sición inaugural dentro de la historia de las ideas porque es
el primer pensador consciente de que su propia posición re
posa sobre prejuicios a modo de principios extrateóricos, ele
mentos a priori materiales y plenos de contenido, en los que
ya se da un presentimiento de la finalidad general a la que
tiende su pensar, que integran una predeterminación y una
teleología íntima que sólo al final del proceso del pensar queda
revelada en toda su dimensión y plenitud.*’ Pues bien, si tu
viera que decidirme por su último prejuicio, diría que es el
nihilismo de la naturaleza sensible, su negación como reino
autónomo de sentido, o más platónicamente: el prejuicio de
la estabilidad, del valor del ser frente a la mera apariencia
del devenir. Pero estabilidad, ser y paz a todos los niveles:
personal, social, económico, religioso, familiar, amoroso. Los
mismos procedimientos sobre los que reposa el orden estable
de la personalidad deberán aplicarse para la configuración del
orden estable de la sociedad y de la historia. Pero para ello
debemos denunciar como Nada sin valor toda sensibilidad,
todo afecto concebido como pasión (Leidenschaft), porque en
su misma esencia es un reino que no permite principios in
manentes de estabilidad. El nihilismo se convierte en un pen
samiento que es síntoma de una impotencia para dominar y
ordenar una naturaleza pasional que se ha «desnaturalizado»,
en el sentido rousseauniano, como consecuencia de una prác
tica moral burguesa en la que el hombre no modera sus afec
tos a cambio de otros afectos, sino que los somete y los anula
por una autoridad sagrada y deshumanizada cuyo símbolo so
cial es la propiedad y la producción de capital. La aceptación
y la interiorización de esa práctica moral burguesa, legitima
da porque está destinada a destruir un mero fantasma, una
14
nada, la pasión sensible sin valor, es el prejuicio más profun
do de Jacobi. Pero prejuicio ahora en el sentido más origina
rio del término, como representación con la que vive Jacobi,
sin elevarla nunca a juicio, como elemento inconsciente que
guía su vida hasta la obtención de esa estabilidad soñada.
Efectivamente, hay que decir, como en Kant, que en la
moralidad reside el punto de vista desde el que hay que juz
gar el pensamiento de Jacobi en su totalidad. El problema de
la estabilidad moral —que se concentra en el problema de la
ética, de la formación de un ethos, del carácter como reali
dad individual estable— tras la aceptación del nihilismo de
toda sensibilidad, ese es el punto de partida del pensamiento
que vamos a estudiar. El punto de llegada, una interpreta
ción del cristianismo que implica, genera y determina la gé
nesis del movimiento especulativo, que no es sino una refle
xión sobre la posibilidad de racionalizar el cristianismo como
elemento básico de la verdadera manifestación de la subjeti
vidad espiritual consciente de sí misma.
Nihilismo de la sensibilidad, cristianismo, especulación a
partir de la definición de la noción de espíritu, recuperación
del providencialismo teocrático, estos son los temas centrales
que atraviesan la propuesta de Jacobi. Ciertamente que esta
serie no puede entenderse sin otro elemento: el de la creencia
(Glaube). Pero haríamos mal en considerar esta creencia como
la fe cristiana positiva, ortodoxa, como un fideísmo que acep
ta la autoridad de la Iglesia o la de alguien ajeno al propio
sujeto que la propone y la vive. No estamos ante una fe en
los dogmas. Su fe, su creencia, trata de una relación entre
espíritu infinito y finito entendida en términos de diálogo entre
un Tú y un Yo, entre dos personas, dos individuos; una creen
cia perfectamente filosófica, definida y únicamente alcanza-
ble desde una filosofía. Y si esta posición la reconoce Jacobi
como no-filosofía, eso se debe a que es el punto final de toda
reflexión, de toda lógica antigua; pero, por eso mismo —y este
es un tema kantiano—, se convierte en un puro palpar intui
tivo de la realidad. Viendo las cosas con objetividad, es pre
ciso decir que si Jacobi llamó No Filosofía a su teoría se debía
a una fijación en la antigua lógica y el antiguo racionalismo,
que le impidió desplegar una lógica diferente como la exigida
por las relaciones entre lo infinito y lo finito, a saber, una
lógica especulativa. Confundió su propia incapacidad con una
imposibilidad. Pero eso no impide decir que su Glaube inte
gra en el fondo el mismo germen especulativo que sirve de
15
punto de partida a la Doctrina de la ciencia de Fichte o a la
filosofia de Hegel: el misterio de la unión real de lo infinito y
lo finito. Por eso todo el idealismo posterior deseará demos
trar que lo que Jacobi considera imposible se ha hecho en
ellos real, que donde parecía que sólo podía hacer pie la creen
cia, se ha desplegado el suelo del saber. Pero lo que interesa
mostrar es que ese germen especulativo común surge de ma
nera directa y precisa desde la problemática del nihilismo de
la realidad sensible y de su racionalidad como heterónoma,
infundada y finita. El idealismo será el primer intento de su
perar el nihilismo de Jacobi, ciertamente; pero intenta supe
rarlo una vez aceptada la premisa nihilista propiamente dicha,
dejando atrás para siempre la afirmación luminosa, positiva
e inmediata de la realidad sensible que nos propone la filoso
fía trascendental kantiana. El problema de superar a Kant,
básico de la filosofía clásica alemana, tiene entonces el su
puesto común de aceptar la denuncia de la realidad sensible
como mera apariencia, esto es, la interpretación nihilista del
Erscheinung, que propició Jacobi en 1787. Esta denuncia es
el punto de partida del despliegue de la filosofía del siglo xix,
tanto de la vertiente que lleva a Hegel como de la que lleva a
Schopenhauer.
En efecto, en toda esa batalla el blanco común fue Kant
el único que había realizado un ejercicio del pensar que, a
partir de la segunda edición de la KrV, se proponía como
punto de partida la negación del nihilismo fenomenalista y
subjetivo, típico de una interpretación falsa de la realidad em
pírica; el único también que quería construir una racionali
dad finita como razón que trabaja la sensibilidad. Lo más in
genioso de ese ataque, que con tanto cuidado planeó Jacobi,
fue definir la estrategia del Tu quoque: negándose a aceptar
la suprema clarificación del pensamiento kantiano que se pro
duce a partir de la primera edición de la KrV, obligando a
Kant a permanecer atado a las expresiones fenomenalistas que
hacían del fenómeno mera representación, Jacobi sólo tendrá
que decir: «Kant es el auténtico nihilista porque se queda eri
ese fenómeno ilusorio como única realidad accesible al hom
bre, y se niega a reconocer al espíritu como lo absoluto. Yo,
Jacobi, al negar precisamente el fenómeno, niego la nada y
doy un firme paso para que brille la auténtica realidad del
espíritu». Se comprenderá ahora por qué he puesto tanto én
fasis en defender el realismo empírico de Kant en anteriores
trabajos: porque se trata de rechazar la interpretación nihi
16
lista del fenómeno, de rechazar el punto de partida y la pre
misa de todo idealismo especulativo.
A partir de Jacobi, el idealismo aceptó su planteamiento
antikantiano y quiso ir más allá del fenómeno, buscar el fun
damento explicativo y constructivo de su existencia, la fuente
de su realidad o de su sentido, el principio de la sustanciali-
dad que Jacobi negaba, y que Kant le otorgaba en sentido
empírico de manera inmanente. El idealismo, por tanto, bus
caba reconciliarse con el fenómeno y con lo inmediato, pero
por un camino que se alejaba tanto más de él cuanto más
parecía acercarse. Éste, que era el auténtico problema, se dis
frazó de otro mucho más técnico que sólo adquiere valor como
síntoma: el rechazo de la filosofía de Kant porque no era el
auténtico sistema; esto es, porque no integraba ningún fun
damento incondicionado de lo fenoménico. A partir de este
planteamiento, Jacobi y el idealismo unen sus caminos, oscu
ra, secreta pero férreamente: ambos aceptan contra Kant una
subjetividad infinita y se enfrentan a un único problema, el
de su relación con el sujeto finito. Idealismo y Jacobi, así veo
las cosas, se diferencian en que mientras que el segundo plan
ta ahí los mojones de la frontera de la razón y eleva como
guardiana la esfinge milagrosa y enigmática de la creencia, el
idealismo acepta el reto de racionalizar esa relación y mos
trar su lógica. El objeto de la filosofía será el mismo en
ambos: sólo que para uno la filosofía acaba autonegándose
dada la incomprensibilidad de ese objeto, mientras que para
los idealistas es preciso empezar a entender la filosofía como
justamente esa visión de la subjetividad finita que es tam
bién y propiamente la visión de la subjetividad infinita. En
todo caso, el enemigo siempre será Kant, que sólo desea ha
blar del mundo desde esa subjetividad finita que se sabe tal.
Pero no hay que olvidar que este problema surge desde la
voluntad ética de Jacobi, ámbito de su pensamiento que le
da fuerza y vida. Y deberíamos preguntarnos hasta qué punto
ese primado de la ética, de la construcción del carácter, sigue
vigente en los motivos del idealismo, sobre todo en su perío
do de Jena. Pero estas son preguntas lejanas, sólo produci
das por la constatación en Jacobi de la carne y la sangre his
tóricas de los orígenes del pensamiento especulativo, de la re
ferencia a la vida que de manera continua entreteje los
problemas de un hombre, de un ambiente, de una clase y de
una época, con los problemas y planteamientos más abstrac
tos que jamás hayan ocupado a mente humana desde Platón,
17
como son de hecho los del nuevo idealismo. Ciertamente que
esa constatación deberá mostrarse a lo largo de este trabajo,
mientras que sus relaciones con el idealismo sólo podrán
apuntarse. Pero deseo dar a este estudio sobre Jacobi un ca
rácter preparatorio. Constituye, junto con los dedicados a
Kant, el elemento básico sin el que sería imposible desplegar
una investigación que altere nuestra visión del idealismo hasta
acabar con algunos rasgos básicos de esta etiqueta histórica.
18
ción de que el discurso es inteligible por sí mismo porque
transparenta la vida de tal forma que podemos prescindir de
la referencia a ella.
Desde los textos sobre la vida a los textos de la especula
ción: esa es la dirección de mi trabajo, que denota así una
voluntad de marcar las dependencias carnales, los padres te
rrenales de la especulación, de esas vírgenes del pensamien
to, como Hamann llamaba a los conceptos puros. Ese cami
no es una serie continua, de igual forma que los textos hege-
lianos sobre el dolor, el amor, la muerte, la desesperación o
la mirada pacífica de la filosofía constituyen también una
serie. Creer que Jacobi habla de su vida es un error cuya sus
tancia reside en olvidar que se está hablando con categorías
filosóficas y en elevar a único dato importante la fecha en
que esas categorías se usan como válidas para una persona
en concreto. Trazar esa serie continua de textos es defender
la unidad categorial de la experiencia de Jacobi más allá in
cluso de su unidad vital. Esa tesis le da a este trabajo su
lugar en la bibliografía.
Por eso estamos obligados a mostrar la íntima relación
entre diferentes tipos de documentos y textos que no siempre
se han reconocido como filosóficamente relevantes. La filoso
fía también penetra todos esos textos porque para Jacobi fi
losofía es expresión, vocalización de la existencia. Ahora bien,
lo no textualizado, lo no escrito, no está filosóficamente vivi
do, y queda allí en una vida opaca, reacia a la exégesis, eter
namente carente de la palabra que le haga objeto de com
prensión y de valoración por nuestra parte. Pero por eso es
síntoma de realidad poderosa y no dominada, frontera de todo
nihilismo: pues sólo se niega aquello de lo que se habla. Lo
que se quiere olvidar, eso es lo que nos persigue. El supues
to básico de mi posición es que la menor reflexión sobre la
vida, si se expresa en palabras, está ya cargada teóricamen
te, porque la palabra se independiza en una vida propia que
rechaza y supera el estrecho reino del suceso. Por tanto aquí
hablarán por igual novelas, cartas y obras filosóficas. Jacobi
pensaba que esa era su misión: desvelar la existencia, descri
birla. Buscó ansiosamente esa finalidad con la idea de encon
trar por fin una realidad que poder describir con la palabra
Ser, con la palabra Paz. Por eso, lejos de usarlo para hacer
psicología, debemos ver en todo texto un retazo teórico de la
comprensión de la existencia que el autor nos propone, un
fragmento de la teorización global que quiere construir. Y en
19
la medida en que esos textos son recibidos y acogidos por su
entorno como iluminadores de los problemas de los hombres
que los leen, se transforman no en documentos de una subje
tividad, sino en expresiones que representan la teorización de
una época y de una clase, y sus palabras son entonces las
que constituyen el ser histórico de esa clase y de esa época.
Es preciso recoger ese reto desde el distanciamiento, desde
la crítica a la teorización que el filósofo nos ofrece de su exis
tencia. Hay que interpretar su texto como uno más dentro de
los posibles, sus palabras como unas más a la mano para
exponer el mismo objeto, su filosofía como el reflejo de una
decisión que podía ser alterada. También tenemos que pre
sentar una alternativa al propio texto de Jacobi que describi
mos y que incluso debería albergar aquello de lo que él no
habla. La interpretación subjetiva, la que el autor Jacobi cree,
vive y dice, debe enmarcarse y transparentarse en el claros
curo de la interpretación objetiva —que no es a su vez sino
la mía propia y subjetiva—, de tal forma que mi texto, el texto
de mi trabajo, sea otra forma de decir y de exponer filosófi
camente lo que Jacobi dice y expone. El hecho de que Jacobi
exp>onga su vida es algo insalvable pero insignificante; no le da
derecho a nada frente a nosotros, que no hacemos otro texto
porque conozcamos mejor su vida, sino p>orque no nos creemos
sus palabras, porque las alteramos, ponemos otro sentido en
ellas. Todas las palabras, incluso las de dolor, enfermedad,
ansiedad, desesperación y sus contrarias, tan frecuentes en
Jacobi, incluyen una interpretación por el mero hecho de es
cribirse lindando con otras, acompañando a otras. El juego
infinito de la literatura consiste en poder alterar esta compa
ñía creando otro sentido. A eso aspira realmente este trabajo:
no a una objetividad falsa como sería exponer la verdad vital
de Jacobi, sino a una objetividad auténtica: convencer al lec
tor de que, en la valoración y teorización que Jacobi ofrece de
la existencia, hay una visión sesgada, unilateral, olvidadiza
de ciertos textos antiguos y, en esa medida, cobarde. Nosotros
no tenemos una mejor memoria de su vida. Pero tenemos
delante mejor que él una copia completa de sus escritos.
20
la experiencia de la filosofía en Jacobi, por lo que también
podría llamarse experiencia y filosofía. Recojo aquí la idea que
tiene el propio autor sobre la esencia de la filosofía y, por
tanto, creo que constituye el punto de partida para decidir
desde qué perspectiva deseaba ser comprendido y estudiado.
La tesis fundamental es que la filosofía es esencialmente una
dialéctica de la personalidad, siempre ascendente hacia la con
quista del Ser, de la estabilidad, de la paz, atravesada por
momentos de total desesperación, que marcan las etapas de
esa dialéctica y que, por eso, sólo emergen como tales desde
la superación de continuos espejismos, cuyo desenlace es la
valoración como Nada del ámbito de realidad que se queda
atrás superado.
En el segundo capítulo ofrezco la carne de esta estructura
dialéctica en los textos del propio Jacobi, demostrando que
esa teoría de la filosofía es una teorización, una reflexión po
sible sobre la propia existencia. Pero al mismo tiempo doy
textos que, aunque Jacobi después olvidó interpretar y poner
en primer plano de su filosofía, nos darán a nosotros las cla
ves para interpretar su filosofía desde otro ángulo, desde otras
palabras. Es así como el texto paralelo de interpretación ob
jetiva, que vamos creando al compás de las palabras de Ja
cobi, tendrá verosimilitud; esto es, podrá ser también un texto
sobre Jacobi y sobre su teoría. En efecto, por mucha unidad
que el autor quiera poner en su obra, siempre existirán unos
textos elevados a interpretación pública, oficial, y otros que
sólo parecen ser manifestaciones inocentes de otros aspectos
de la existencia. Nuestro método obliga a ponerlos en pie de
igualdad y ver qué se sigue si estos textos «privados» devie
nen públicos, esto es, si el autor se atreviera a ponerlos en el
centro de su pensamiento, de su recuerdo y de su teoría.
El tercer capítulo es importante porque propone esos tex
tos «oficiales» de interpretación, frente a los que iremos pro
porcionando sugerencias desde textos «privados» acerca de
temas o asuntos cercanos. En este tercer capítulo hablo de
las novelas, de Allwill y Woldemar en sus primeras edicio
nes. Aquí está Jacobi tal y como desea ser visto, y nosotros
debemos preguntarnos qué desea ocultar con ello, qué juego
de enseñar y de ocultar le entretiene, qué corriente subterrá
nea atraviesa su visión escrita de la vida que en vano encuen
tra reconciliación en los personajes de sus novelas.
En el cuarto capítulo, que recoge quizás el Jacobi más se
creto de todos, el que va creciendo lentamente desde la crisis
21
de Woldemar hasta las Briefe de 1785, esa corriente subte
rránea apenas puede encauzarse y aparece entonces brusca y
terrible. Son los años del cambio de ambiente y de influen
cias, ahora centradas en Lessing, Gallitzin, Lavater, Hems-
terhuis, Hamann y, por fin, Herder. Fruto de lo que durante
esos años bulle en la caldera de Jacobi, las Briefe, que estu
diamos en el capítulo quinto, dejan de aparecemos como una
obra polémica exclusivamente teórica, y se convierten en
una obra con inexcusables claves existenciales, en un texto
sobre la vida humana con igual derecho que cualquier otro.
El capítulo sexto es la reflexión teórica sobre su propia
filosofía de la creencia, llevada a cabo en David Hume. Ex
pongo esta obra, que no ha merecido la suficiente atención
de los comentaristas, según el proyecto inicial de Jacobi, uti
lizando para ello la primera edición de 1787: una primera
parte dedicada a la noción de creencia, una segunda donde
define su realismo frente al idealismo kantiano y una tercera
donde define una noción de razón y de deducción transcen
dental a partir de la reivindicación de la filosofía de Leibniz,
lo que va a ser decisivo para los sucesivos ensayos de Mai
món y del propio Fichte, tendentes a la reconciliación de la
filosofía kantiana y la leibniziana. La obra sobre David Hume
se editó en la primavera de 1787, como he dicho. Tras ella,
el objetivo fundamental en la producción de nuestro autor se
centra en la relación con Hamann y en la voluntad de es
cribir una «Hamanniana». La discusión sobre la noción de
creencia, que domina la correspondencia final de los dos ami
gos, debe ser estudiada casi como una cuarta parte de David
Hume, y eso es lo que hacemos.
El capítulo séptimo recoge la aplicación del pensamiento
nihilista al problema de la historia de la sociedad burguesa,
de la que tan consciente es el propio Jacobi, así como la evo
lución de su pensamiento político antes y después de la Re
volución francesa. La influencia de este suceso sobre Jacobi,
que siempre había dedicado sus esfuerzos a la construcción
de una sociedad dominada por los ideales liberales y fisiócra
tas en los terrenos político y económico, no ha sido suficien
temente estudiada. Pero sin esa faceta de su producción no
es posible situar a Jacobi como representante de ese mundo
bien definido y condenado con la revolución: el de la burgue
sía liberal alemana. La filosofía de la historia que emerge de
esa impotencia para dominar la época es una copia de las
soluciones que determinó la impotencia ante el dominio de la
22
propia existencia personal, lo que testifica que estas solucio
nes tenían una estructura suficientemente abstracta que hacía
de ellas un modelo de pensamiento. Esta impotencia ante la
existencia histórica —expuesta en las figuras del rey Lear y
de Edipo—, que cristalizará en la propuesta de una teocra
cia, forzó a Jacobi a un repliegue sobre su obra más perso
nal, sobre sus novelas, que vieron a partir de 1792 sus defi
nitivas ediciones. Si merece la pena ensayar una exposición
de estas ediciones es porque integran, junto con algunos pe
queños escritos contemporáneos, una teoría del instinto {Trie-
be) que será de extraordinaria importancia para entender la
reflexión que Fichte llevará a cabo en Jena. Para el Jacobi
que tiembla ante los tiempos presentes y que urge una rege
neración de la historia y del hombre, el instinto será ese punto
de partida indestructible de la nueva humanidad, por cuanto
manifiesta una energía teleológicamente dirigida hacia una
comprensión del mundo que viene a coincidir curiosamente
con la que nos propone la filosofía de Jacobi. Esto lo expon
dremos en el capítulo octavo.
La conclusión recoge la polémica de Jacobi con el idealis
mo; la denuncia de Kant, su identificación con el espinosis-
mo, la definición del nihilismo y la superación del mismo, la
polémica con Fichte y, finalmente, con Schelling, el anuncio
del tema básico de la especulación hegeliana alrededor del pro
blema de Dios como espíritu {Geist), etc. El mito del idealis
mo alemán como unidad portadora de una lógica necesaria
de despliegue inmanente: eso es lo que debe presentarse en
este capítulo, a fin de reducirlo a su justa proporción; la de
ser un invento personal de Jacobi útilísimo para su propia
propaganda, pero sin contenido ni realidad filosófica por lo
que concierne al punto clave, a saber, su dimensión de cul
minación de la filosofía de Kant.
NOTAS
23
tamente, la valoración política del escrito sobre las ciencias y las
letras, Deber gelehrte Gesellschaften, leído en mayo de 1807 en la
Academia de Baviera, se analiza en el último punto de este primer
capítulo del libro, pp. 125-134, donde se nos propone el análisis de
nuevas fuentes (unas cuarenta nuevas cartas existentes en las bi
bliotecas de la ciudad y del Estado de Düsseldorf, importantísimas
para descifrar en todo su sentido la valoración de la figura de Na
poleón) (p. 125). Es realmente importante la exégesis de la distin
ción entre razón y entendimiento como un ataque frontal al positi
vismo en ciernes, que sólo se basa en un dominio de los medios y
cifra en ello todo el sentido del progreso: «Los hombres llegarán a
ser más razonables, pero nunca más racionales, más dotados de me
dios, pero nunca verdaderamente felices» (p. 130). Surge aquí desde
luego un primer apunte de la diferencia weberiana entre conducta
instrumental y conducta moral, entre conducta calculada y conduc
ta de la convicción (cf. pp. 138-139). Desde esta perspectiva, el libro
de Homann es de una importancia filosófica relevante para poner a
Jacobi en vinculación con aspectos fundamentales de la cultura ale
mana. Importante también nos parece su relación con la filosofía de
la historia de Hegel (pp. 122 ss.). Por nuestra parte, analizaremos
estos temas posteriormente. Para las ideas económicas de Jacobi, cf.
el trabajo de Schulte «Die wirtschaftliche Ideen de F.H. Jacobi», en
Düsseldorfer Jahrbuch, voi. 48, Düsseldorf, 1956. Para la filosofía de
la historia de Jacobi, cf. Krieck, E., «F.H. Jacobi als Geschichtphilo-
soph», en Monatshefte der Comenius-Gesellschaft für Kultur und
Geistesleben, 26, 1917, pp. 118-126.
2. El estudio más importante de las relaciones de Jacobi con Sai
ler es el de W. Durig, J.M. Sailer, Jean Paul y F.H. Jacobi. Enin
Beitrag zur Quellen-analyse der sailerchen Menschenauffasung, Bres-
lavia, Nischkowsky, 1941. Para la relación de Jacobi con Görres, cf.
la importante obra de E. Xirngiebl, F.H. Jacobi, Leben, Dichten und
Denken, Viena, 1867, Wilhem Braumüller, pp. 347-359. Otras obras
sobre esta temática, cf. Fischer, G., J.M. Sailer und F.H. Jacobi, Der
Einfluß evangelischer Christen auf Sailers Erkenntnistheorie und Re
ligionsphilosophie in Auseinandersetzung mit I. Kant, Herder, Fri
burgo, 1955. Cf. también Homann, op. cit., pp. 174-177.
3. La bibliografía para la relación entre Schelling y Jacobi es muy
abundante, pero hay dos obras que son absolutamente centrales: la
de W. Weischedel, que sirve de introducción a la publicación de la
polémica acerca de Sobre las cosas divinas, Jacobi und Schelling.
Eine philosophische-theologische Kontroverse (Darmstadt, Wissens
chaftliche Buschgesellschaft, 1969), y la serie de artículos de Cl. Cian
cio en la revista Filosofia, verdadera monografía perfectamente do
cumentada: «Il dialogo polemica tra Schelling e Jacobi, I-VI», año
XXVI, 1975. Luego, la serie de artículos es interminable. Podemos
citar los de Brüggen, M., «Jacobi und Schelling», erx'Philosophisches
Jahrbuch, 75, 1967-1968, pp. 419-420: del mismo autor «Jacobi, Sche-
24
lling und Hegel», en el colectivo editado por Hammacher F.H. Jaco
bi, Philosoph und Literal der Goethezeit; Ford, L.S., «The Gantro-
versy between Schelling und Jacobi», en Journal of the History of
Philosophy, 1965, pp. 75-89. Una reseña bibliográfica se encontrará
en Tilliette, X., Bulletin de Videalisme alemand. III, «Schelling, Ja
cobi, Scheleiermacher, en Archives de Philosophie, 34 (1971), pp.
287-331.
4. Es lamentable que la relación entre Fichte y Jacobi no esté
estudiada con la profundidad que se merece. Para el propio Jacobi,
Fichte había desarrollado algunos aspectos de su propia teoría (cf.
la correspondencia con Jean Paul Richter), y no hay que olvidar que
para personas como F. Schlegel, Fichte era una variante del misti
cismo de Jacobi. Aquí la nota de Heimsoeth de primeros de siglo:
«La importancia de Jacobi para la evolución filosófica de Fichte ne
cesitaría una investigación especial; lo dicho hasta ahora es insufi
ciente» {Fichte, Madrid, Revista de Occidente, 1931) está plenamen
te vigente. Personalmente estoy convencido de que esa influencia se
realiza vía Woldemar y Alwill, y está centrada en la versión del im
perativo categórico como coherencia en las relaciones entre el Yo in
ferior y el Yo superior que en estas obras nos ofrece Jacobi: esto es,
en la ontologización de los dos mundos, el sensible y el inteligible, y
no en la cuestión del espinosismo ni en la disyunción entre religión
del corazón y religión de la cabeza, de corte determinista, distinción
vigente en la época y presente de Fichte desde el tiempo del escrito
sobre Die Abschiten des Totes Jesu, de 1786. Hay que tener en cuen
ta que el determinismo que profesa Fichte en 1790, en los Aphoris-
men über Religion und Deismus, es uno de los términos de la duali
dad en la representación de Dios, esto es, consiste en un determi
nismo religioso de corte predestinacionista, y no en un determinismo
ateo, como en cierto sentido podía implicar el espinosismo. Se trata
de la representación de Dios de la teología racional, no del ateísmo
con que Jacobi valora esta posición. No es pues aquí Jacobi el punto
clave. La influencia de nuestro hombre sobre Fichte es posterior, y
debe centrarse en el Fichte de Jena, tanto en las Vorlesungen über
die Bestimmung des Gelehrten como en la Sittenlehre.
5. Se trata de Die Philosophie Friedrich Henrich Jacobis (Wil-
hem Fink, 1969), que ha dedicado un excelente epígrafe a las rela
ciones entre Fichte y Jacobi (cf. pp. 166-184). El punto en el que
nuestro autor cree que deben vincularse esencialmente Fichte y Ja
cobi es precisamente el de la primacía del sentimiento sobre el resto
de la vida de la conciencia, en tanto que sólo mediante el sentimien
to se trasluce la determinación del espíritu desde la libre actividad
(p. 176). Aquí es donde reposa la semejanza de apelación a la Über-
sinnliche Eingebung y a la intelectuelle Anschauung como formas
básicas de autoconciencia de esta libre actividad (p. 177). La dife
rencia entre ambos pensadores residiría en que Fichte se separa de
esas donaciones básicas y del mundo de la vida, para introducirse
25
en el camino del mero pensar que tiene como finalidad fundamentar
ese propio sentimiento inicial en sus mediaciones necesarias, mien
tras que Jacobi siempre se atendrá a ellas como dato irreductible en
la vida y en la filosofía (cf. p. 181). Creo absolutamente acertadas
estas indicaciones.
6. El libro de Verra, F.H. Jacobi Dall'lluminismo all’Idealismo
(Turín, Edizioni di Filosofia, 1963), tiene que ser perfectamente asi
milado por cualquiera que se aproxime a Jacobi. De ahí que las deu
das que el investigador contrae con él apenas puedan reflejarse en
un índice de citas. Sería difícil proponer un tema de la filosofía de
Jacobi que no esté tratado e iluminado por este ensayo. Por lo que
se refiere a este punto concreto de las relaciones entre Jacobi y Kier-
kegaard, Verra recoge el hecho de que con Jacobi se hace valer la
exigencia cristiana del insustituible valor de la persona como exis
tencia singular irreductible al proceso histórico-social y sus necesi
dades (p. XXIV, cf. también 87, 92, 93, 100-101). Tendremos oca
sión de referirnos en otros lugares a este importante libro.
7. El libro ya clásico de Bollnow, Die Lebensphilosophie F.H.
Jacobi (Stuttgart, Kohlhammer, 1933), ha sido muy discutido en sus
interpretaciones básicas. Por ejemplo, excesivamente sesgada nos pa
rece su visión de la filosofía de Jacobi como un despliegue movido
exclusivamente por su enfrentamiento inicial con el Sturm und Drang
(p. 10), olvidando que con el tiempo el enemigo fundamental será
Kant y la filosofía que de él se deriva. Desde esta misma perspecti
va, Bollnow piensa que el fondo de la filosofía del Sturm lleva a
Jacobi hacia un panteísmo ya desde Allwill. Ciertamente que en esta
obra hay expresiones panteístas (cf. I, 175, 1, 198-199), pero parece
excesivo concluir desde ahí que «el nuevo concepto de vida desem
boca en el concepto panteísta antiguo de naturaleza» (op. cit., p. 20),
en el sentido de «unidad del hombre con la naturaleza, de la vida
individual en el hombre con la vida cósmica del todo». Bollnow cita
en su favor I, 16, 17, 192, o V, 271, desde los que concluye que
«esta relación panteísta con la naturaleza fuera del hombre y en el
hombre es el sentimiento de la vida común de la generación del
Sturm und Drang, a la que pertenece Jacobi» (p. 23). Es imposible
en este espacio seguir rastreando las consecuencias que se derivan
desde la aceptación de esta tesis. Sólo me interesa decir que toda la
filosofía de Jacobi se construye desde la voluntad de rechazar el pan
teísmo, desde la voluntad de marcar la discontinuidad de lo real.
Sólo así se puede entender la incorporación del nihilismo de la sen
sibilidad que rezuman los textos donde Sylli habla con desprecio de
la naturaleza como mero mecanismo, y la necesidad de una sustan
cia espiritual que no puede fundarse en la naturaleza externa.
8. El libro de Eberhard Zirngiebl, F.H. Jacobi, Leben, Dichten
und Denken. Ein Beitrag zur Geschichte der deutschen Literatur und
Philosophie (Viena, Wilhem Braumüller, 1867), es, sin duda, la pri
mera gran aproximación a la obra de Jacobi y, por decirlo así, el
26
padre de toda la exégesis sobre este autor. Su estructura, perfecta
mente ordenada, hace de él un libro indispensable y completo, aun
que su horizonte teórico es decididamente ajeno. La primera parte
hace un análisis de todas las obras de Jacobi, con tres sendos capí
tulos sobre Kant, Fichte y Schelling que apenas pueden caracteri
zarse salvo como introducciones a nuestra temática (cf. pp. 81-181).
La segunda parte es una exposición de la filosofía de Jacobi desde
sus temas nucleares, incluidos aquí la filosofía del amor, del dere
cho y de lo bello (cf. para estos temas tratados, las páginas 292-304).
La última parte, la que interesa realmente a la nota, trata del valor
histórico de la filosofía de Jacobi, hace una relación completa de sus
discípulos más directos como Winzemann, Neeb, Koppen (el rival
de Schelling), Salat, Fries, etc. (pp. 309-323), y estudia más deteni
damente las relaciones con Baader (pp. 347-359).
9. El libro ya mencionado de Homann dedica a la Wirkungsges
chichte de Jacobi una amplia atención, coherentemente con la orien
tación hermenéutica de su autor. Entre los autores estudiados está
Salat (p. 207), que intervino en la polémica contra Schelling; Wei-
11er, que defendió la teoría del sentimiento como última fuente de
nuestro conocimiento de lo suprasensible (p. 208); Ch. Weiss, que
acepta la creencia como un hecho de conciencia que se legitima por
su propia existencia (pp. 209-210), y fundamentalmente Fries, que
intenta una reconstrucción de la filosofía de Kant a partir de consi
derar a Jacobi como su complemento: entre ambos es preciso hacer
una «antropología psíquica» o una teoría de la vida interior. La dife
rencia básica es que la tarea reconstructiva de Fries es mucho más
próxima a las inquietudes estrictamente filosóficas de fundamenta-
ción de la razón, mientras que en Jacobi la filosofía sistemática es
algo que es preciso limitar, repudiar o en todo caso usar como medio,
pero nunca como un fin en sí. Importancia tiene la nota dedicada a
las relaciones entre Jacobi y Krause, siempre en el ámbito de una
filosofía de la religión (p. 214). Pero luego Homann pasa a apuntar
brevemente las relaciones con Feuerbach (p. 217), con el último Sche
lling (pp. 219-223), con Hegel (pp. 224-242), con Ruge y su valora
ción de la actitud de Jacobi frente a la Revolución francesa (pp.
242-244). Por lo demás, todo el capítulo quinto va dedicado al «Wir
kungsgeschichte der Philosophie Jacobis seit 1850», lo que en todo
caso es mucho más una Forschungsgeschichte (cf. pp. 245-265).
10. El libro de Heraeus, Fritz Jacobi und der Sturm und Drang
(Heidelberg, 1928), es el líder de la interpretación subjetivista y psi
cologista de Jacobi, en lo que sigue la tesis de A. Schmidt, FM. Ja
cobi. Eine Darstellung seiner Personalität und seiner Philosophie als
Beitrag zu einer Geschichte des modernes Wert Problem (Heidelberg,
Winter, 1908), quien ya había establecido la filosofía de Jacobi en
dependencia de su carácter pasivo, o, como dice Heraeus, de su ac
tividad juvenil limitada (p. 10) desde la que interioriza los proble
mas de Rousseau antes de haberlo leído (p. 11), apuntes todos que
27
no son problematizados ni estudiados desde las dimensiones socia
les y culturales en que vive Jacobi, como exige una historia de las
ideas, sino aceptados como «el destino de Jacobi». El libro es im
portante sobre todo por la atención que presta a las relaciones con
Wieland y el Sturm und Drang (para Heraeus, Jacobi no sería es
trictamente un Sturmer por lo que hace a su expresión literaria; no
escribe drama, reduce la acción al máximo y elimina todo suceso
horrible y tremendo (pp. 98-100), todo lo cual es discutible si se pien
sa en las escenas trágicas de Woldemar-, Jacobi, además, «no escri
be en sentido irracionalista ante todo para sí, sino para el público.
Escribe novelas para defender ideas» (p. 101), lo que en todo caso
choca con la defensa de los intereses descriptivo-naturalistas de Ja
cobi (pp. 39 y 40). El estudio de la relación con el joven Goethe ha
sido radicalmente superado por Nicolai, quien también estudia las
relaciones de Jacobi con Wieland y con todo el ambiente del Roco
có, justo en su primer capítulo «Hostilidades» (hasta p. 37). Pero el
libro quizás más interesante para este período, el que intenta defi
nir categorialmente la época, es el de H.A. Korff, Der Geist der Goet
hezeit (4 vols., Leipzig, Koehler y Amelang, 1955), donde muestra
cómo los ideales del Sturm son los emancipatorios a partir de una
rebelión frente a la razón en el nombre de la vida como bien supre
mo, en defensa de las excepciones vitales. De ahí la oposición al
espíritu democrático que llevan en germen y su inclinación hacia el
ideal aristocrático del genio (I, 198). Es obvio que Jacobi integra
estos rasgos en mayor o menor medida. Por su parte, Verra se ha
ocupado de estos temas y ha reivindicado la amplitud de los intere
ses filosóficos de Wieland. En este sentido, Agathon pretende ser
una narración sobre la verdad humana (op. cit., p. 10), desde la ne
cesidad de fundar una moral. Como luego Jacobi, hará del oficio de
novelista el de «historiador de la humanidad» (op. cit., p. 11), pero
todo ello con una voluntad mucho más distante, más irónica y de
sencantada que surtirá sus efectos en Goethe. Para la relación de
Jacobi con el ambiente de la Empfindsamkeit cf. además Verra, p.
63, p. 30, nota 12, y pp. 66-67. Otra cuestión importante de esta
temática es la de la evolución del concepto de alma bella, que desde
Wieland llega hasta Schiller (cf. Verra, p. 62, y Schmeer, H., «Der
Begriff der schönen Seele besonders bei Weiland und in der 18 Jahr
hundert», Germanische Studien, 44, Berlin, Emil Ebering, 1926).
11. El libro de H. Nicolai, Goethe und Jacobi, Studien zur Ge
schichte ihrer Freundschaft (Stuttgart, Metzlersche, 1965), es en todos
los sentidos imprescindible para cualquier estudioso de Jacobi y de
Goethe, sobre todo por lo que respecta a los primeros encuentros de
Jacobi con Goethe (pp. 37 y ss.) en 1774, la emergencia de las in
quietudes espinosistas en ambos pensadores (p. 47), la crisis alre
dedor del asunto Stella (pp. 79 y ss.), y la redacción de Allwill y
Woldemar (pp. 87 y ss.; pp. 124 y ss.), así como la renovación de
los contactos en Weimar (pp. 150 y ss.) en 1784. Menos interés tiene
28
para nosotros la evolución de esta relación hasta llegar a los últi
mos años de la vida de ambos personajes. Por lo demás, Nicolai es
el editor de las primeras versiones de las novelas de Jacobi: de
Eduard Allwills Papiere, en una Faksimildruck del Teutscher Mer
kur, editada por la editorial Metzlersche, 1963, y de Woldemar, en
edición facsímil en 1779 por la misma editorial. Tiene además un
artículo sobre (dacobi Romane», en F.H. Jacobi, Philosoph und Lite
rat der Goethezeit (Frankfurt, Klostermann, 1971), pp. 347-361.
12. Se trata del libro de Renate Knoll, J.G. Hamann und F.H.
Jacobi (Heidelberg, Carl Winter, 1963), posteriormente complemen
tado por otro artículo importante de la autora, «Hamanns Kritik an
Jacobi mit Jacobis Briefen vom 1 , 6 , und 30.4. 1787 und Hammanns
Briefen vom 17, 22. und 27.4.1787», en el colectivo J.G. Hamann
Acta des Internationalen Hamann-Colloquiums im Lüneburg (Klos
termann, Frankfurt, 1979), donde se edita completo este fundamental
intercambio epistolar entre los dos amigos, a raíz de la publicación
del David Hume, que por razones fáciles de suponer no fue publicado
por Roth en el volumen de la Werke de Jacobi dedicado a la corres
pondencia con Hamann. El libro de Knoll trata del origen de la amis
tad entre Hamann y Jacobi a raíz de la disputa con Mendelssohn
(p. 22) y su mutua alianza en la cruzada contra la Ilustración de
los berlineses, del profundo desacuerdo que a pesar de todo recorre
ambos pensamientos, sobre todo respecto de la noción de verdad y
de evidencia (pp. 27 y ss.), de la necesidad de salir del laberinto de
la Weltweissheit para entrar en la «kindliche Einfalt des Evangelii»
(p. 28), de la interpretación espinosista de Kant (p. 33), del malen
tendido con motivo de David Hume, obra en la que Jacobi creía estar
exponiendo el genuino pensar de Hamann, etc. El libro informa tam
bién detalladamente de las reacciones de la época ante la polémica
con Mendelssohn (pp. 40 y ss.), sobre los preparativos del viaje de
Hamann hacia Münster (pp. 57 y ss.) y sobre las incomprensiones
que Jacobi manifiesta en el escrito Sobre las cosas divinas respecto
de la filosofía de Hamann (pp. 99 y ss.). De especial importancia es
el ensayo de objetivar las relaciones del último Schelling de la Filo
sofía de la mitología con la filosofía de Hamann (pp. 105 y ss.).
Ollivetti también ha prestado especial atención a las relaciones
entre Hamann y Jacobi, fundamentalmente en un libro titulado L ’e-
sito teológico della filosofia del linguaggio di Jacobi (Padua, Cedam,
1970) y en un artículo en J.G. Hamann, Acta des Internationales
Hamann-Colloquiums in Lüneburg, 1976, titulado «Vernunft, Ver
stehen und Sprache im Verhältnis Hamanns zu Jacobi», pp. 169-194.
En ambos, el autor documenta perfectamente la relación de Jacobi
con ese ambiente filosófico que testimonia el paso del iluminismo al
idealismo: el de la conciencia dramática de la inocencia perdida, que
hace de Jacobi un representante de la época superior al propio Kant
(p. 41), como reflejo de la conciencia del vacío de la existencia hu
mana en tanto que experiencia psicológica fundamental (p. 43). Ha-
29
mann le indicará que el camino que llena el mundo de significado
es el lenguaje, lenguaje real en la creación y en el cosmos, lenguaje
humano en la palabra divina (pp. 46 y ss.), temas que aparecerán,
y es un mérito de Ollivetti, en las desatendidas páginas de las Zufä
llige Ergiessungen de 1793 (publicadas en 1795). Todo ello determi
nará un paralelismo en la temática de la inmediatez en Jacobi; desde
un conocer inmediato como percibir de lo verdadero se pasará a un
comprender inmediato del lenguaje divino (pp. 87 y ss.) creador que
otorga realidad sustancial a todo, que evade el nihilismo del fenó
meno subjetivo. Dios entonces aparece como garantía de la inmedia
tez hermenéutica (pp. 92 y ss.). Todo ello permite que las relaciones
con Dios se establezcan en términos de diálogo y que, entonces, el
método hermenéutico —que cuestiona fundamentalmente las condi
ciones para entenderse subjetivamente entre dos dialogantes, y no
tanto las condiciones para entenderse objetivamente— adquiera un
carácter central en la exégesis de Jacobi. Aquí coinciden Knoll y Olli
vetti (cf. el artículo de este último citado, pp. 170-171). Pero desde
la necesidad de comprenderse subjetivamente, Ollivetti defiende que
la discusión teórica no puede separarse de la discusión sobre la per
sonalidad de Jacobi (p. 171). Este último artículo es de una densi
dad filosófica superior al libro y desarrolla la temática de éste en
dos aspectos; el problema de los límites de la libertad y del ideal
contrario de la feliz dependencia que Hamann defiende (cf. su p. 14
y las pp. 173-178 del artículo), y el problema de la recepción del
lenguaje divino o bien por un órgano exterior —Biblia— o bien por
un órgano interior, problema que arrastra Jacobi desde el ensayo de
Herder, de 1773 (cf. p. 183), que volverá a aparecer en David Hume
y que Jacobi defiende frente a Hamann para garantizar la posibilidad
de una revelación puramente espiritual, sin letra ni cosificaciones.
13. Aparte del anterior libro dedicado a Jacobi, Hammacher ha
escrito un excelente libro sobre Hemsterhuis titulado Unmittelbar
keit und Kritik bei Hemsterhuis (Munich, Fink, 1971), para el que
se usa el Nachlass tanto del autor como de la princesa Gallitzin. De
especial importancia para Jacobi es el capítulo 4, sobre la certeza
intuitiva como posición de la inmediatez (pp. 41-54) y la fundamen-
tación del realismo en el «sentir» (pp. 63 y ss.), así como el proble
ma del órgano moral u órgano de la naturaleza espiritual (pp. 76 y
ss.). Es digna de constatación la influencia de Gravesande sobre
Hemsterhuis, sobre todo cuando se tiene en cuenta el hecho de que
éste fue el primer autor que leyó Jacobi en Ginebra, a instancia de
su profesor Le Sage.
14. El resumen más importante y accesible que conozco sobre la
polémica entre Jacobi y Kant es la introducción a la edición france
sa de Philonenko de Qué significa orientarse en el pensamiento
(París, Vrin, 1960). Para una descripción de la polémica especial
mente centrada en Winzenmann, cf. el epílogo de Reiner Wild a la
edición moderna de Die Resultate der Jacobischen und Mendelssonhs-
30
chen Philosophie (Hildesheim, Gerstenberg, 1984). Todo los libros
de esa polémica se encontrarán en Die Haupt Schriften zum Pan
theismusstreit zwischen Jacobi und Mendelssohn, editado por Hein
rich Scholz, Berlin, 1916, en Neudrucke Seltener Philosophischen
Werke, vol. VI. La fuente de todos los estudios sobre Winzenmann
es Goltz, A., Thomas Winzenmann, der Freund F.H. Jacobi, in mit-
theilungen aus seinem Briefwechsel und handschriftlichen Nachlas
se, wie nach Zeugnissen von Zeitgenossen. Ein Beitrag zur Ges
chichte des innern Glaubenskampfes christlicher Gemüther in der
zweiten Hälfte des 18 Jahrhunderts (2 vols., Gothe, 1859). Otra
documentación sobre este problema fundamental se encontrará en
Timm, H., Gott und die Freiheit. Studien zur Religionsphilosophie
der Goethezeit. Bd. 1. Die Spinozarenaissance (Frankfurt, Studien
zur Philosophie und Literatur des 19 Jahrhunderts, vol. 22, 1974).
El mismo autor tiene una aportación al coloquio Düsseldorf in der
deutschen Geistesgeschichte de octubre de 1982, titulada «Ges
chichtstheologie zwischen Winzenmann und Lessing», que hasta
donde sé no está editada. Otra obra importante es la del especialis
ta en Lessing , M. Bollacher, «Der junge Goethe und Spinoza. Stu
dien zur Geschichte des Spinozismus in der Epoche des Sturm und
Drangs», en Studien zur deutschen Literatur, vol. 18, Tubinga, 1969,
y el colectivo editado por Höhle, Th., Lessing und Spinoza, Halle,
1982. Un libro resumen de la cuestión de Spinoza desde Jacobi es el
de Hebeisen, Alfred, F.H. Jacobi, Seine Auseinandersetzung mit Spi
noza, Berna, 1960.
15. El capítulo octavo del libro de Verra y la importantísima
treintena de notas que lo acompañan está dedicado al tema de las
relaciones de Jacobi con el idealismo alemán (pp. 231-260). La bi
bliografía sobre este tema es también abundante: cf. Brüggen, M.,
«La critique de Jacobi par Hegel dans “Foi et savoir”», Archiv de
Philosophie, 30 (1967), pp. 187-198; Krischer, G., «Hegel et la philo
sophie de F.H. Jacobi», en Hegel Studien, Beiheft 4, Bonn, 1969,
pp. 181-191; id., «Hegel et Jacobi critiques de Kant», Archives de
Philosophie, 33, 1970, pp. 801-828; Lachmann, J., F.H. Jacobi Kants
Kritik (Dissertation), Halle, 1881: Lauth, R., «Fichtes Verhältnis zu
Jacobi unter besonderer Berücksichtigung der Rolle F. Schlegel in
dieser Sache», en F.H. Jacobi, Philosoph und Literat der Goethezeit,
pp. 165-197; Verra, Jacobis Kritik am deutschen Idealismus, Hegel
Studien Bd. 5, Bonn, 1969, pp. 201-223, etc.
16. Esta es una idea tan vieja como el propio discípulo de Jaco
bi, J.F. Fries, que mantuvo que Jacobi nunca había sido capaz de
exponer su propio pensamiento de una manera científica y argumen
tada, esto es, sobrepasando los límites de una polémica. Cf. Von
deutschen Philosophie, Art und Kunst, Ein Votum für F.H. Jacobi
gegen F.W.J. Schelling, Heidelberg, 1812, p. 40. Ciertamente que
Verra no propone abiertamente esta tesis, pero de hecho expone la
obra de Jacobi como una especie de motivo o de ocasión para abrir
31
nos panoramas generales sobre el entorno cultural del propio Jaco-
bi. Si se aprecia cuidadosamente su obra, descubrimos que se com
pone de dos clases de exposiciones: las que se limitan a resumir las
obras de Jacobi sin una problematización ni exégesis filosófica pro
piamente dicha, cuyo mérito fundamental es dar a conocer al lector
italiano una serie de textos no traducidos, y, en segundo lugar, las
exposiciones que podríamos llamar ambientales, quizás las más in
teresantes y ricas de la obra, pero que no tratan directamente la
filosofía de Jacobi: así, el capítulo tercero es una exposición de la
historia del espinosismo desde Bayle hasta el propio Lessing (pp.
96-103). El siguiente capítulo presta más atención a la posición del
propio Goethe o de Herder que a la filosofía de Jacobi; lo mismo
puede decirse respecto de Leibniz, de Stark, de Kant, etc. Esto cier
tamente es un inestimable mérito de la obra de Verra, pero a veces
la figura del propio Jacobi queda diluida en el ambiente en exceso.
Pero si se repasa el título de la inmensa mayoría de estudios dedi
cados a Jacobi, se comprobará que es mucho mayor el número de
trabajos que se dedican a las relaciones con otro pensador que el
que se dedica a la exposición de sus posiciones propias. Es cierto
que esta perspectiva se ha roto fundamentalmente con dos trabajos
en Alemania: el de Hammacher ya mencionado, y el de Baum, Ver-
nunft und Erkenntnis in der Philosophie F.H. Jacobi (Inaugural Dis-
sertation, Mainz, 1968), quien rechaza la idea de que Jacobi sólo
tenga hoy un interés histórico (p. 3). Para contestar esta pregunta
hay que decidir primero si Jacobi ha concedido a la reflexión una
preeminencia sobre la experiencia inmediata de la vida (op. cit., p.
4), y, segundo, si esa reflexión sólo se refiere a su propia vida, de
tal manera que permanecería incomprensible como reflexión si se la
intentara captar al margen de su propia vida y personalidad, posi
ción que no ha mantenido ni Bollnow. En este sentido, Baum se
opone a Bollnow y a la reducción de Jacobi a un filósofo de la vida,
interpretación que el autor desprecia como «psicologista» (op. cit.,
p. 5) de una manera injusta, ya que Bollnow pretende referir la filo
sofía de Jacobi al problema de la vida en general, y no a la vida de
Jacobi en particular. Sobre el origen de una verdadera reducción in
dividualista, cf. la nota 19. Es fácil comprender que Baum pretende
proponernos entonces la existencia de una filosofía propiamente
dicha, esto es, de una teoría del conocimiento y de una metafísica,
que sólo puede apoyarse desde un relativo abandono de las novelas,
en las que la exégesis de Bollnow se fundamenta: lo primero no tiene
por qué ser lo más relevante, nos dice Baum (op. cit., p. 6), pero
tampoco tiene que ser despreciado. También se soporta esta posi
ción sobre la distinción radical entre filosofía teórica y filosofía prác
tica que, al parecer, para Baum no sería realmente filosofía: las no
velas pueden aspirar a fundamentar una ética, pero esto no parece
ser relevante para la «filosofía» de Jacobi, sino que en todo caso
tiene que ser comprendido desde el todo de la especulación jacobia-
32
na (op. cit., p. 7), esto es: en la teoría del conocimiento y en la me
tafísica, que constituyen la esencia de la filosofía jacobiana, centra
da alrededor de una teoría de la razón. Creo que esta posición se
sostiene en muchos supuestos infundados: primero, que el hecho de
que un pensamiento tenga mero valor histórico implique no tener
valor filosófico: en efecto, si se acepta que no hay filosofía perenne,
toda filosofía, cualquier filosofía, sólo tiene un interés histórico. Para
mí, Jacobi sólo tiene un interés histórico, pero desde luego tiene una
filosofía: sólo que no creo que sea verdadera, ni que ilumine la reali
dad en general, sino sólo la realidad de la conciencia histórica que
encarna Jacobi. Tampoco es cierto que referir la filosofía de Jacobi
como valiosa desde el hombre Jacobi signifique una psicologización
de la exégesis: es valiosa y comprensible para la visión del mundo
que Jacobi encarna y representa. Y desde luego es difícil aceptar la
idea de sistema filosófico que parece defender Baum: primero, una
metafísica y una teoría del conocimiento; luego, una ética, o una po
lítica. Una filosofía puede integrar una relación inversa de elemen
tos y yo pretendo demostrar que de hecho en el caso de Jacobi la
relación es inversa. Por último, es dudoso que Jacobi pueda ser ex
plicado desde una teoría de la razón, noción que como es sabido
sufre una alteración absolutamente fundamental en la propia intro
ducción de 1816 a su segundo volumen de Werke, lo que testimonia
una escasa atención a tal concepto. Aunque tendremos ocasión de
discutir la obra de Baum en el cuerpo del trabajo, merece la pena
reseñar que la filosofía de Jacobi queda en este libro marginada del
verdadero curso de la historia y de las ideas, salvo en la relación
con Berkeley, Reid y Bonnet, lo que parece a todas luces unilateral.
17. En este sentido el historiador de las ideas debe referir siem
pre las categorías centrales de la filosofía a los usuarios subjetivos
de las mismas, pero adaptando respecto de los sujetos una perspec
tiva no ontològica, esto es, refiriéndolos a la objetividad que los acoge
y cuyos problemas genera el uso peculiar de sus categorías. Se trata
entonces de una hermenéutica objetiva. No es este el momento para
desarrollar estos pensamientos, que en todo caso deberían colocar
se en la línea de la tradición Marx-Weber, y lejos de la obra de
Gadamer.
18. El problema del Vorurteil tiene una recepción fundamental
por parte de Schelling en sus Cartas filosóficas sobre dogmatismo y
criticismo, VI carta: «Si queremos establecer un sistema, y por con
siguiente principios, no lo podemos hacer sino por una anticipación
de la decisión práctica; no estableceríamos aquellos principios si pre
viamente no nos hubiésemos decidido por ellos según nuestra liber
tad. En tanto afirmaciones de nuestro saber no son sino afirmacio
nes prolépticas o, como las llamó Jacobi, de una manera algo torpe
e incorrecta, pero no exenta de sentido filosófico, prejuicios origina
rios invencibles». Esta recepción inicia toda la cuestión de la dife
rencia esencial entre los sistemas filosóficos y su referencia al rasgo
33
intrínseco de la personalidad del filósofo. Es evidente por lo demás
que este problema de los prejuicios hace a Jacobi muy cercano del
supuesto básico de toda hermenéutica, cuya vocación es traer a clave
de comprensión lo que como prejuicio no está dicho. En este senti
do, Homann ha mediado en la problemática de la anterior nota desde
una posición hermenéutica: naturalmente no se trata de encontrar
«la filosofía» de Jacobi, sino de aceptar nuestro presente como hori
zonte en el que se efectúa el pensamiento de Jacobi como tradición;
no se trata de lo que Jacobi ha pensado realmente, sino «qué cone
xiones y aspectos de la filosofía de Jacobi aparecen filosóficamente
instructivos para un contemporáneo del siglo XX» (pp. 10-11). Esto
es así porque «no hay en la historia de la filosofía ninguna continui
dad ininterrumpida de problemas y planteamientos. Lx>s problemas
de Jacobi en su forma genuina no son nuestros problemas, y consi
derar sus soluciones o intentos de solución como inmediatamente
aplicables en el presente sería un anacronismo» (p. 11). Sólo pode
mos acceder a Jacobi entonces desde la conciencia de la distancia
histórica, esto es, desde la diferencia básica de prejuicios que se ele
van sobre la continuidad del curso de la historia. Por tanto, contes
tando a Baum, Homann establece que sólo desde una «interpreta
ción histórica consecuente se puede mostrar la significación de la
filosofía de Jacobi para una filosofía presente históricamente reflexi
va» (p. 13). Todos los problemas de su filosofía aparentemente pura
surgen desde estos prejuicios que son los problemas de su tiempo
(p. 14), vinculados por un continuo de intereses que se manifiestan
en todos los campos del pensar. Homann ve todos estos intereses
centrados alrededor del problema de la libertad, de la subjetividad
libre que en Hegel recibirá el nombre de Geist (pp. 18-19). Induda
blemente, mi planteamiento coincide con el de Homann con mati
ces: primero, que no necesitamos una filosofía en el presente como
horizonte dentro del cual se efectúa la exégesis de Jacobi, antes bien,
la investigación histórica genuina surge de una puesta entre parén
tesis real de una filosofía propia: hoy no tenemos horizonte filosófi
co y por eso necesitamos hacernos con la experiencia del pensar en
los dos últimos siglos. No hay una guía conceptual, un concepto que
pueda vertebrar teóricamente nuestra investigación, sino que se trata
de captar justamente el movimiento del pensar en su obediencia al
uso histórico del mismo. Lo que queremos aprender no es un pen
samiento concreto, sino la relación entre el movimiento de lo real y
el movimiento del pensar: esto es hacer historia de las ideas y esto
es comprender a Jacobi.
19. Ya hemos reconocido esa proyección como filosofía en un
cuerpo de posiciones firmemente asentados en la vida individual, lo
que en cierto sentido ha sido la premisa última de toda interpreta
ción personalista de Jacobi, que al fin y al cabo olvida hasta qué
punto esas posiciones son menos individuales de lo que parece, que
sólo son singulares en esa radicalidad, pero que de manera menos
34
trágica atraviesan la época hasta el punto de ser representativas de
ella. La tradición que pretende referir desde la doctrina de Jacobi a
su propia vida surge desde Schopenhauer y F. Schlegel. El primero,
en su Nachlass, II bd. Kritische Auseinandersetzung (1809-1818, dtv.
Klassik, 1985), discute que Jacobi haya entendido realmente el criti
cismo (p. 369) a causa de su sincretismo. Es verdad que este sin
cretismo hace inútil un estudio que muestre las fuentes del pensa
miento de Jacobi. En todo caso, Schopenhauer demuestra aquí una
cierta seriedad que, sin embargo, no tuvo continuidad en el prólogo
a la primera edición de Die Welt ais Wille und Vorstellung, donde
denuncia a «un gran filósofo aún vivo que ha escrito libros verdade
ramente conmovedores y que sólo tiene la pequeña debilidad de tener
por fundamentos innatos del pensamiento del espíritu humano todo
lo que aprendió y aprobó en sus quince años» {A. Schopenhauer,
Hürcher Ausgabe, reed. en Diogenes, 1977, detebe 140-141, p. 13).
Schlegel consideró la personalidad de Jacobi de una manera más
constructiva en su recensión de Woldemar, editada por primera vez
en Deutschland, III bd., Berlín 1796 bei Unger, Achíes Stück, n.°
IX, pp. 185-213, y después en las Charakteristiken und Kritiken, Ni-
kolovius, 1801 (ahora se encuentra en Kritischer Ausgabe seiner
Werke, II, Munich, F. Schoningh, pp. 56 y ss.). Se nos dice aquí con
claridad que «la filosofía viva de Jacobi es un maduro resultado de
su experiencia individual y una decidida enemiga de aquella filoso
fía muerta que sólo aspira a conseguir con letras el fantasma de
algo pasado efectivo, una forma que ha sobrevivido a su espíritu»
(p. 58). De ahí que ni las novelas, ni la propia filosofía sea el fin de
la producción literaria de Jacobi, sino sólo «una unidad de espíritu
y de tono, una unidad individual que se hace tanto más comprensi
ble cuando más nos es conocido el carácter y la historia del indivi
duo que la ha producido..., aquí se tiene que comprender por "hu
manidad” la visión de un individuo, y esto en el fondo quiere decir
sólo la F.H. Jacobidad» (p. 68). Por eso, su filosofía no se puede
sistematizar, sino sólo caracterizar, en el sentido preciso que otorga
Schlegel a esta noción: descubrir la personalidad interesante que hay
detrás de ella (cf. p. 75). Pero esto nos muestra hasta qué punto
Jacobi es «moderno» para Schlegel.
20. Cf. J. Starobinski, Jean Jacques Rousseau, la transparencia y
el obstáculo, Taurus, 1983, p. 9.
21. A pesar de todo, tampoco podemos tener la obra de Jacobi
frente a nuestros ojos reunida y ordenada. La dispersión de sus car
tas —tan extraordinariamente importantes— es muy grande, y mien
tras no poseamos una verdadera edición de las mismas será muy
difícil realizar una exégesis acabada de su pensamiento. Verrà ha
numerado todas las cartas que él conoce en un importantísimo apén
dice. Homann nos ha dejado la mejor relación de ediciones donde
se puede ir completando esta riquísima correspondencia (cf. pp.
274-276). Es una tarea vana reproducir aquí esta lista.
35
C a p ít u l o I
EXPERIENCIA Y FILOSOFÍA
EN JACOBI
37
Reflexionemos un momento sobre este pequeño texto. Es
evidente que ante él tenemos la sensación de que se nos tiene
que decir, para captarlo en todo su sentido, algo más sobre
lo que sea ese «hombre» y sus verdades. Si tenemos que ini
ciar el despliegue de la idea de hombre desde este pasaje, en
tonces debemos colocar en primer plano un hecho; sabemos
que se encuentra en contradicción consigo, «Widersprucht mit
sich selbst». Pero también sabemos que la filosofía tiene en
su base una experiencia dolorosa, puntual, un suceso: el hom
bre cae (gerath) en contradicción, pierde {verliert) la cohe
rencia de sus verdades. Esta caída y esta pérdida han suce
dido, aunque sería prematuro indicar cuándo. Así las cosas,
es la experiencia de un suceso, la historia de una caída. El
dolor surge a partir del hecho de que lo antes ordenado se
escinde ahora en verdades que se destruyen entre sí («vertil-
gen sich gegenseitig»). Dos páginas después se nos dice;
38
Es un maravilloso avance buscar la verdad de modo com
pletamente desinteresado. El hombre la busca de manera de
sinteresada, como consecuencia de un instinto [VI, 167],
39
nos mueve hacia el ser, hacia lo inmutable, hacia el Yo origi
nario, profundo e intemporal. El instinto manifiesta entonces
la estructura teleológica de la naturaleza humana; «por ins
tinto se conduce el hombre y todos sus instintos pertenecen
a la naturaleza» (VI, 136).
Pero, y esto es importante, la aparición del instinto de fi
losofar es wunderliches, maravillosa, misteriosa, inexplicable.
El hombre encuentra en sí ese instinto, obedece esa indica
ción, descubre en sí ese proceso y lo encuentra raro y miste
rioso en su positividad, en su realidad, en su fuerza vincu
lante. La carencia de explicación histórica del surgimiento de
esa necesidad de filosofar, que en el fondo es síntoma de la
necesidad de salvación personal, lleva a Jacobi a hipostasiar-
la como dimensión natural y a valorarla como un milagro.
Después la elevará a previsión de una inteligencia divina, ya
que la estructura teleológica del instinto le impondrá la ape
lación a una inteligencia buena que vela por la curación del
hombre. Porque en efecto, si la experiencia de la contradic
ción es dolorosa, el instinto de verdad es un instinto de salud.
Es imposible esa experiencia de la filosofía como milagro si
no fuera también una experiencia de salvación-salud (Heil)
ante la que estamos agradecidos. Pero la condición prehistó
rica de toda filosofía es la convicción sentida de que la exis
tencia se ha tornado problemática y enferma, y que el dolor
es la experiencia universal. Sólo en este contexto la filosofía
nos conserva la vida:
40
fía. Ciertamente Jacobi hablará de otras cosas, pero su ocu
pación es el individuo, el Selbst, la propia terapia que él cree
intransferible, el propio combate irrepetible. De ahí la necesi
dad de que la filosofía sea vida íntima, y de que esto equi
valga a vida comprendida, reunida, gesammeltes Leben. No
hay auténtica vida sin conciencia plena de la dialéctica de
nuestra personalidad, pero esto no es posible sin la concien
cia plena del comienzo de nuestro mal. Este es el objetivo de
la meditación y de la retrospección:
41
Y en todo caso el criterio últim o de la filosofía ya no es el
teórico, sino el higiénico: «Mediante la verdadera filosofía el al
m a se tranquiliza y finalm ente deviene devota» (VI, 173). E s
tabilidad, reposo, tran q u ilid ad , unidad, superación del deve
nir y del tiem po, creación de un Ich inm utable y coherente, a
eso induce la auténtica filosofía, la filosofía de los ideales de
la época burguesa. En esto coincidirán Schopenhauer y Freud.
Y el propio Nietzsche es trib u tario de estos planteam ientos,
aunque recoja el reto que llevan consigo y acepte la estabili
dad dentro del devenir, el eterno retorno y el presente eterno
como síntesis. El final, no o b stan te, es m uy diferente respec
to de Jacobi. Para él la m eta es poseer un alm a andächtig,
esto es, atenta, pero tam bién devota, replegada, tran sp aren te
a sí m ism a, y no d isp ersa y afirm adora de la pluralidad de
las apariencias.
La coherencia es así u n a exigencia del p en sar porque es
ante todo una exigencia de la vida. No hay aquí apriorism os:
la coherencia la reconocem os a posteriori, al final de la lucha;
es lo que proporciona reposo. A hora debem os profundizar en
los elem entos de ese reposo, en los elem entos de esa contra
dicción que surge en nosotros m ás allá del tiem po, en el olvi
do, arru in an d o la unidad. Una reflexión nos ilum inará al res
pecto.
42
este punto de reunificación real y definitivo se le puede se
guir llam ando pasión, y en qué sentido. Nuestro capítulo sobre
los instintos decidirá esta cuestión al final del libro. Sea como
sea, el hom bre que filosofa deberá encontrar, m ediante la me
ditación y la retrospección, lo m ás fuerte en sí, el punto reu-
nificador.
43
de esas pasiones diversas en los objetos a que aspiran. La
m eta de la superación de las pasiones en una pasión queda
lejos:
44
entregar sus exigencias; desaparece delante de sí mismo en
la reflexión sobre sí mismo, y se siente aún más que todo lo
demás [VI. 200].
45
es liberadora cuando se contempla desde los grados superio
res de la evolución dialéctica de la persona; el hombre —dice
Jacobi— no se encuentra en la naturaleza, pero tampoco
puede entregar sus exigencias de orden y de paz, porque esas
son las exigencias de algo distinto, del espíritu.
Profundizar algo en todo esto nos lleva a entender la esen
cia de la naturaleza en su carácter temporal, y la tragedia del
hombre que vive en la pasión, como la tragedia del tiempo.
Comprender este asunto es la condición indispensable para
dar un paso en esa época que identificó la esencia temporal
del hombre con su esencia trágica, y que aspiró a la anula
ción de ambas dimensiones humanas mediante la propuesta
de una realidad extratemporal en el hombre, primero, o me
diante una nueva concepción del tiempo, segundo. Jacobi es
el hombre de la primera solución. Novalis apuntará a la se
gunda y con él todos los demás hasta Heidegger. Pero aquí
sólo nos interesa el primero. El hombre natural, el hombre
en el tiempo, es la nada del hombre;
46
raleza en Jacob! refiere a fuentes alemanas, a Kant o al leib-
nizianismo profundo que alberga incluso la reflexión kantia
na. Pero mientras que en Kant el tiempo y el fenómeno cons
tituyen la objetividad y la realidad sensible como dimensiones
condicionantes de toda donación de sentido, y en Leibniz son
«phaenomena bene fundata», en Jacob! estamos ante algo ca
rente de realidad, porque las unidades temporales, los ahora,
no son nada en sí. La naturaleza es un fluir sin unidades rea
les, y por eso una nada; un fenómeno, sí, pero en el sentido
de mera apariencia cuyo rasgo más característico es el de po
seer como forma de existencia un devenir que nunca cesa,
«die nie Stili pteht». Por todo eso comprendemos que hay que
matizar la posición de Verrà: la caracterización ontològica de
la naturaleza no se da en Jacobi desde la Ilustración, ni si
quiera desde Kant, sino desde Platón, al considerar el reino
del devenir como reino del nihilismo, de la nada. Si ese
reino viene descrito también desde la mecánica es porque per
mite activar el resorte de las pasiones. Pero en todo caso
damos con ello una característica derivada y secundaria res
pecto de la consideración más fuerte de la experiencia de la
naturaleza como experiencia de la nada.
Justo desde aquí comprendemos que no hay pensamiento
teórico alguno en esta noción de naturaleza. Estamos ante el
supuesto de todo proyecto educativo entendido como proyec
to represor de pasiones. Se las reprime legítimamente desde
la coartada de que se reprime la nada. Es este un pensamien
to paradójico de transustanciación de la realidad: es preciso
anular la propia nada que es así, ante todo, positividad ilu
soria, pero terriblemente efectiva sobre la naturaleza humana
por algún destino prefijado de antemano desde los tiempos
de la caída. La pasión que poseo en el presente es un reflejo
(Widerschein), pero ahora en el sentido de espejismo que car^
rece de realidad, como algo incapaz de concederme reconci
liación y orden. La falacia de Jacobi será negarse a todo tipo
de crítica frente a esa imposibilidad de reconocerse como un
ser pasionalmente marcado impuesta por el mundo burgués,
camuflando esa experiencia personal y social al hacerla gené
rica y universal; él no la considera propia de la época, sino
que la hace índice de la naturaleza humana. Así nos dice:
47
quien se esfuerza tras bienes aparentes, ¿no está igualmente
engañado, tanto si no los alcanza como si los consigue? O,
¿dónde está aquel de vuestros discípulos que haya encontra
do en vuestro presente tranquilidad y felicidad? [VI, 203].
Negación del presente, del tiem po, de la n aturaleza y de
los bienes aparentes: experiencia del dolor, incapacidad de or
denar las pasiones: pero en m odo alguno sentim iento de de
rrota. Siem pre queda la posibilidad de co n stru ir un orden sin
ellas. La búsq u ed a de la coherencia y de la estabilidad perso
nal debe continuar, aho ra ya ilum inada por algo no natural,
por una idea. No debem os p en sar en K ant. Debemos seguir
pensando en Platón. Posteriorm ente expondrem os las nocio
nes de idea y razón. A hora básten o s con sab er que es el pro
cedim iento para encontrarse m ás allá de la naturaleza, y que,
desde luego, la idea no es un concepto, sino en todo caso un
objeto de intuición, esto es, algo existente, positivo, realidad
de algún Triebe, algo que llena y reconoce el Geist m ediante
la Glaube.
La ru p tu ra con el supuesto optim ista es aquí evidente: el
ideal no es inm anente a la natu raleza: ésta no es form adora
ni creadora por sí m ism a. Por eso, en el Jacobi m aduro se
escinde la noción de naturaleza respecto de la noción de vida,
al contrario de lo que sucederá en Goethe y en el R om anticis
mo. La vida n atu ral debe dejar paso a la vida que siente y
que vive la idea. E sta vivencia de la idea tiene tam bién la
form a subjetiva de ser sem ejante a la pasión, de ser im pulsa
da por un Triebe, pero no es u na pasión en el sentido m ate
rial, pues no posee un instinto n atu ral. Debe poseer Evidenz
en el sentido vitalista definido anteriorm ente, y que ahora con
creta Jacobi como la «conciencia clara de una percepción» (VI,
201): esto es, aprehensión de lo verdadero que tiene relevan
cia y positividad como ordenador de la vida interior. La con
ducta guiada por esta idea no sigue u na pasión m aterial, que
siem pre tiene su origen en representaciones sensibles {Emp
findungen, Vorstellungen, no Wahrnehmungen), sino otra rea
lidad, igualm ente positiva, igualm ente vital, pero en modo al
guno n atural.'* T endrem os ocasión de com prender que esta
prim era independencia de la pasión la lleva a cabo una idea
concreta: la am istad , Freundschaft. M ediante ella el hom bre
tam bién se separa del anim al'^ y comienza a organizarse como
Yo. Por eso una idea es u na orientación de futuro, realizada
a p artir de la negación de la natu raleza y del presente. El Yo
im pone así u na form a de representación del tiem po radical
48
mente alterada respecto de la representación natural: sólo
desde una voluntad de aspirar, de esforzarse (Streben), de
no identificarse con el presente, de negar su mera realidad
aparente, surge la idea como promesa de auténtica realidad in
mutable. De ahí que, en tanto que sigue denotando todavía
la estructura temporal del hombre, la idea también puede
estar sometida a cambios.*^ Pero en sí misma es el único
medio eficaz contra el nihilismo del presente:
49
eia filosòfica es el d isfrute de un Yo que ya no es tem poral,
sino que yace m ás allá de todo fenóm eno:
50
pensaban ser kantianos cuando en el fondo otorgaban a
los pensamientos kantianos el sentido que tenían las nocio
nes paralelas en el pensamiento de Jacobi. Así sucedió con la
cuestión del Yo, del imperativo como ideal de coherencia con
sigo mismo, de la intuición de ese Yo como intuición ya inte
lectual, del mundo fenoménico como mundo unilateralmente
subjetivo, etc. La gran confusión de eso que se iba a llamar
idealismo estaba tramándose.
Por otra parte, desde ese Yo era fácil avanzar hacia el pen
samiento de la eternidad del alma, ya no como un postulado
moral, sino como una consecuencia inevitable de la sustan-
cialidad del espíritu. Con la experiencia de la filosofía descu
brimos que somos criaturas para la eternidad, si bien sólo a
partir de la desesperación y el dolor: «para la eternidad crea
dos, pero de naturaleza finita» (VI, 203). Con el paso a la
idea se produce algo más que un mero reencuentro con una
realidad originaria: ésta se transforma, se purifica y deja de
ser naturaleza finita. Por eso la experiencia de purificación
es también la del dolor. La paradoja es que la eliminación de
la naturaleza explicada como nada produzca dolor. El hecho,
sin embargo, es que en el Yo como idea se cumple la realidad,
el Ser. Su vida no es ya dependiente del reflejo de las cosas,
no es dependiente de la pasión. Se sostiene a sí mismo, gusta
de sí mismo, se siente a sí mismo, se afirma a sí mismo.
Estamos ante un Individuo*^ y como tal autosuficiente y
eterno, un individuo leibniziano que ahora no es dado, sino
conquistado. ¿Pues quién hará que deje de existir si sólo de
pende de sí? Repárese cómo se ha alterado el pensamiento
de Leibniz, porque esta alteración será definitiva para el idea
lismo posterior: el individuo monadológico, eterno, simple, au
tosuficiente y sustancial no es el punto de partida, no es la
realidad inmediata, sino punto final, resultado de la forma
ción y del esfuerzo, experiencia. Y sin embargo se mantiene
intacta la diferencia leibniziana entre cuerpo como fenómeno
y espíritu como sustancia. La cuestión es dónde situar la idea:
si al principio como sujeto o al final como objeto de todo el
proceso. El idealismo llevará esta pregunta a perfecta clari
dad y contestará, explicitando el carácter circular de la expe
riencia, que si esa idea no estuviera ya al principio de mane
ra inconsciente, como instinto o en sí, no podría emerger al
final en toda la plenitud de su autoconciencia. Fichte, Hegel,
Schleiermacher y Schelling coincidirán en esto. Pero Jacobi,
mucho más apegado al aspecto vital y existencial de la cues
51
tión y desde su voluntad de negar toda posibilidad al pan
teísmo, sólo tendrá una solución: la idea es el final, la natu
raleza finita el comienzo, y el instinto de orden no es sino un
instinto del nihilismo, de negación de la naturaleza, y no una
voluntad de ordenarla, de reconocerla y de elevarla a «para
sí» y a conciencia. Positivamente, el único instinto que debe
llegar a autoconocimiento es el de la sustancia profunda del
espíritu.
Desde este punto de vista existencial, propio de Jacobi,
interesa recordar que se da cita aquí todo el vocabulario de
la ascesis,'^ íntimamente vinculada con la opción nihilista. La
ascesis es el resultado de la decisión de nihilismo que hace
mos recaer sobre la propia naturaleza sensible. Pero debemos
preguntarnos acerca de los motivos de esa decisión de redu
cir la sensibilidad a la nada; ¿por qué el tiempo fenoménico
se considera como el filtro mágico de la nada? Y la única res
puesta posible es la apelación al dolor y a la contradicción
que la sensibilidad representa para la vida histórica alberga
da por la época burguesa. Esta experiencia está en la base
de Schiller y, antes, de Goethe. La distinta relación con el
problema del panteísmo señala y marca el diferente papel y
diagnóstico del problema de la sensibilidad respecto del
mundo burgués; porque si se afirma la sensibilidad desde el
pensamiento panteísta, resulta claro que se bloquea toda de
cisión de nihilismo sobre ella, por lo que se hace inevitable
la crítica social; ahora bien, si se da opción al platonismo,
entonces la solución de sublimación en el ideal conduce ine
vitablemente a la consideración del marco burgués —que
ahora ya no choca contra lo que desde la lógica panteísta es
la auténtica y divina naturaleza sensible del hombre, sino con
tra la nada de las pasiones— como marco natural de relacio
nes humanas, y por tanto como algo irrelevante respecto de
la tragedia humana, como un detalle que no tiene que sacar
se a la luz. Por eso el discurso nihilista de Jacobi nunca se
cuestionará la influencia del orden burgués sobre las pasio
nes, ni sabrá que sólo dentro de ese marco alcanzan un nivel
de contradicción tan insuperable que sólo permite el alivio de
su total destrucción.
Es fácil entender desde aquí que el reconocimiento de la
experiencia del dolor no sea una experiencia social para Jaco
bi, sino natural. La decisión de nihilismo que recae sobre uno
de los elementos del juego, sobre la pasión —ya que la socie
dad burguesa ha pasado desapercibida, valorada como cua-
52
dro necesario de relaciones humanas, como espacio vacío del
mecanismo de las pasiones que no altera las constantes exis-
tenciales—, obliga ciertamente a la concesión de auténtica rea
lidad al orden ideal alcanzado tras aquella decisión. Surge así,
como contrapunto inevitable de la ascesis, la valoración del
hombre como poseedor de dignidad ( Würde), de un destino
superior, höhere Bestimmung (palabra que pasará a Fichte
en toda la plenitud de significado) (VI, 121). Todo ello da
lugar a una nueva actitud existencial que disfraza su compo
nente místico con una nueva expresión; la kantiana:
53
rales de Jacobi. Por ahora no podemos perder de vista que
el producto de esta ley incondicionada de dominar sobre el
mundo sensible es, sin duda, la paz consigo mismo, el en
contrarse a sí mismo,*® la consecución de la coherencia,*^ que
no es sino la forma en que Fichte expondrá el destino moral
del hombre en las Vorlesungen über die Bestimmung des Ge-
lerhtes de 1 7 9 4 . Y sin embargo la conquista de la paz se
lleva a cabo exclusivamente sobre la destrucción de la natu
raleza pasional: la coherencia, desde la ruina de la naturale
za corporal, sólo puede ser la del espíritu consigo mismo, lo
que chocará con el despliegue de la filosofía fichteana. Este
final de viaje significa también la reintroducción de las viejas
categorías estoicas: el individuo ya no es marioneta del azar,
sino dueño de su destino y de su vida. La ley ya no es algo
externo, letra muerta, sino ley hecha vida, personificada.^* Su
carácter: «semper idem veile atque idem nolle» (VI, 140);
su mejor rasgo: la «Virtuosität, jene Prudentia der Alten»
(VI, 141).22
3. La idea y el am or
54
te con lo que se quiere creer desde el obstinado corazón. Y
sin embargo no es ya el ambiente de Schelling.
Este camino dialéctico de etapas está atravesado por la
realidad del genio moral. Porque en cada una de estas eta
pas, el individuo cree, se siente llevado allí por un instinto,
por una necesidad de la que apenas es consciente. Lo ve como
un paso inevitable hacia su propia coherencia, como un des
pliegue de su destino autónomo e intocable. Pero la insatis
facción le señala al mismo tiempo su culpa, su placer contra
dictorio y provisional. El motor de esta dialéctica es la supe
ración de ese dolor que supone un placer culpable, un placer
que no llena toda la naturaleza del hombre, ni cumple su des
tino. El fruto de la fijación a un momento parcial de su ca
mino le fuerza a sentirse contradictorio e incoherente. Noche
amarga, noche oscura, llamaron los místicos a este proceso,
porque el hombre no disfruta de lo que se le ofrece y no se le
ofrece lo que le haría gozar, viéndose culpable al no obtenerlo:
55
ese orden del sabio instinto que lo presiente, es el coraje, la
fuerza, la voluntad, el querer. ¿Podemos pensar que todo esto
tiene poco que ver con las alturas especulativas de la Wis-
senschaftslehre de Fichte? Por mi parte creo que sin una re
flexión sobre la concepción del mundo que albergan estas
ideas es muy difícil comprender hasta qué punto el mundo
de Fichte es diferente del de Kant; hasta qué punto la filoso
fía de Fichte va sobre todo destinada a justificar transcen
dentalmente elementos fundamentales de la filosofía de Jaco-
bi y vigentes en Fichte por ósmosis respecto del mismo espa
cio cultural.
56
luego, la vida en el amor. El «Sturm und Drang» es aquí el
contexto general de Jacobi, como en Goethe y el primer Schi-
ller.^^ El amor es la sustancia de la vida, lo que une todo el
proceso vital auténtico, pero también aquello que se siente
íntimamente bloqueado en cada uno de los estadios, testifi
cando así la inadecuación a su objeto. El proceso dialéctico
de aprendizaje y de reconocimiento será el proceso del encuen
tro con el objeto auténtico de nuestro amor, primero separán
dolo de nuestras pasiones, desnaturalizándolo, distinguiendo
entre Liebe pasional y Freundschaft-, luego, penetrando den
tro del alma amiga para concluir la imposibilidad de trans
parencia y la ruina de la amistad; después, elevando nuestro
propio Yo descubierto a la autonomía e independencia propia
del que pasea solitario por el mundo, ensayando inútilmente
vivir con nuestras propias fuerzas; finalmente, buscando y dia
logando con el Tú amigo de Dios en una relación dual y con
tradictoria, pero definitiva. Mas es justo ese primer paso, esa
primera decisión de impulsar una desnaturalización del amor,
purificándolo de toda Leidenschaft, la que bloquea el camino
hacia el pensamiento panteista. Efectivamente, el amor es
siempre religatio, vinculo universal. En él nos representamos
la primada del todo sobre las partes, en tanto que sin él no
llegaríamos a reconocemos como Yo, como individuos. Su san
tificación como movimiento pasional sensible en Goethe per
mite que la naturaleza entera sea considerada como un todo.
Al desnaturalizarlo, Jacobi sólo permite una religatio entre na
turalezas espirituales, un panteísmo espiritual, que sólo puede
encontrar auténtico significado en la religión entendida como
diálogo entre un Yo y un Tú imposible de cosificar, de deve
nir letra, materialidad, institución, historia o naturaleza. Con
ello el nihilismo de lo sensible y la religión se asocian rígida
mente en Jacobi, configurando el único organismo filosófico
que podía hacer frente a la religión de lo sensible que pronto
desarrollarán Schelling y el Romanticismo, inspirándose en
Goethe.
En el momento del paso a Dios se da el final del proceso
dialéctico. Superada la naturaleza, con la idea adecuada de
nuestro Yo reflejada desde el Yo divino, es el momento del
diálogo amoroso, del encuentro con un Tú al que querer. En
esta relación no nos alimentamos de otra naturaleza, sino de
otro espíritu. La experiencia del diálogo platónico cuya esen
cia es el amor, y la amistad como forma de perfeccionamien
to y de pedagogía dialéctica, todo eso es íntimamente jaco-
57
biano, aunque recibió apoyo de Hemsterhuis.^^ Sólo en el diá
logo se potencia el reconocimiento del propio Yo, «pues sólo
nos vemos reflejados en un espejo» (VI, 201). Así, cuanto más
perfecto es el Tú más perfecta nuestra imagen se reflejará en
él, más satisfecho quedará nuestro instinto de autoamor. Este
es el secreto de la teología del diálogo en Jacobi:^^ Dios es el
único que me refleja y me devuelve una imagen clara, sere
na, plena, tranquila, la imagen que queremos ver. Dios es por
tanto la meta. Por Él obtengo realidad. Si es, yo soy. La nueva
premisa de la filosofía no es ya «Cogito ergo sum», sino, «Él
es, luego yo soy». «Tú eres. Yo soy» (VI, 224), dice feliz Ja-
cobi. Sin duda ha encontrado esa sensación de placer, de goce,
que es el signo característico de la acción adecuada a nuestra
naturaleza, sólo que ahora nuestra naturaleza es la espiritual.
Pero esto que ocurre en el punto final se lo oiremos decir y
repetir en las ocasiones fundamentales de su existencia, en
cada una de esas etapas de su aprendizaje; en el amor, en la
amistad, en la autonomía, en sus relaciones con Wieland, con
Sophie La Roche, con Goethe.
Y aquí está la clave de la actitud antikantiana de Jacobi:
el universo de Kant es, para Jacobi, un universo sin perfec
ción, de sensibilidad, de nada, sin objeto definitivo de amor.^®
Y sin embargo el viejo Kant encuentra fácil y natural la vida
en ese universo. Lo que le reprocha Jacobi a Kant es no bus
car una salida contra ese nihilismo, o mejor, no valorarlo
como nihilismo. En el fondo, lo que no puede compartir es
positivamente la voluntad de hacer del Erscheinung, del fe
nómeno, la realidad natural al hombre, aquella en la que el
hombre debe trabajar y reconocer su razón, el huerto del hom
bre. La decisión y la voluntad nihilista es ajena al criticismo.
Por eso Jacobi tendrá que ocultar esa verdad desde una in
terpretación parcial y fenomenalista del Fenómeno; porque el
criticismo bien entendido le mostraba con evidencia que el
nihilismo es una decisión l i b r e , u n a más dentro de las posi
bles, y que no tomarla implicaba reconocer como necesaria
compañera a esa sensibilidad quebrada y destruida con la que
Jacobi no se atrevía a hablar. Por eso, desprovisto de todo
rostro sensible, mera nada mundana, Jacobi tendrá necesidad
nada menos que del propio Dios para verse reflejado en el
espejo de los ojos divinos.
Por eso mismo comprendemos hasta qué punto lucidez y
engaño se dan la mano en Jacobi en relación con la totalidad
del proceso dialéctico personal. Ante todo reconoce el instin-
58
to antes descrito como la instancia que dota de auténtica sus-
tancialidad a la existencia humana, en tanto que garantiza
todo el proceso mediante esa mezcla de insatisfacción y an
helo. Por él nos separamos, nos liberamos de los objetos con
quistados y amados y los destruimos como reflejos imperfec
tos. Pero Jacobi, por otra parte, se niega a darle un nombre
real a ese instinto, a investigarlo, a descubrir su secreto, su
fuerza. En este sentido el instinto es una instancia sacral.
59
suceso de su historia personal, no puso esta negación, que le
privó de todo rasgo de identidad, en relación con su soberbio
anhelo de autoamor. Forzó una noción de religión como reli-
gatio personal, sin preguntarse hasta qué punto le era necesa
ria y urgente por una desligatio previa respecto de su propia
naturaleza. Por eso sus rivales filosóficos, conscientes de que
una religión no puede basarse en una negación, sino en un su
premo espíritu reunificador, buscaron el reino de Dios en la
Tierra. Eran los hombres del Hen kaí Pan. Resta saber hasta
cuándo y hasta qué punto permanecieron fieles a su divisa.
4. Experiencia y teoría fílosófíca
60
rácter de exorcismo frente a sus propios fantasmas. Jacobi
denunciaba el ateísmo de las ideas de Spinoza, de Goethe, de
Lessing, de Kant, de Fichte y de Schelling (y no el de las
personas) porque defendían formas de existencia inferiores,
pasionales, naturales, que para él constituían el peor de los
infiernos. Mas nunca se preguntó por qué lo que era un in
fierno para él, no lo era para todos. Y cuando al final con
quistó la paz y se reconoció en sí mismo, ¿no eran los reales
brazos de Dios en los que creía reposar, y los reales ojos di
vinos en cuyo fondo se creía ver, los brazos y los ojos de su
clase que descubrieron en él el modelo y arquetipo de sus
vidas y proyectos? ¿Acaso no fue el reconocimiento público
de Jacobi como conciencia de su clase burguesa, el reconoci
miento de Schlegel, de Jean Paul, de Fries, del propio Goe
the, de la corte de Baviera, sin olvidar el de Lavater, de Ha-
mann, de Claudios, de Galitzin, de Schlosser, de Stolberg, y
de Gorres, etc., la más firme columna de la creencia de que
al fin y al cabo su combate no era individual sino esencial al
hombre? ¿No obtiene su filosofía estatus de tal, esto es, uni
versalidad, por representar precisamente a esa clase? ¿No tra
duce el reconocimiento social en autorreconocimiento? Si ellos
me reconocen, yo soy, podría haber dicho menos patéticamen
te. Pero ya dijimos que ese contexto social, esa forma de vida
generalizada, esa clase con sus prejuicios, constituye siempre
el marco determinante pero ignorado del análisis, la platafor
ma material, pero imperceptible, de los movimientos de los
actores, que creyéndose en el espacio vacío atribuyen a su
propia naturaleza las figuras resultantes de sus juegos, sin
preguntarse nunca por la ecuación concreta de ese movimien
to complejo de la vida.
Así vivió y narró Jacobi su experiencia. Así tejió los tex
tos de su obra. Si podemos hacer uso de esta perspectiva es
porque el propio Jacobi fue consciente de la relación entre
vida y filosofía, con las limitaciones que ya hemos señalado
antes. La polémica acerca de si Jacobi expone su filosofía en
las novelas o en las obras filosóficas es falsa desde esta pers
pectiva.^* Sus novelas no son novelas, pero sus obras filosó
ficas tampoco son tales. No hay diferencia entre estos dos gé
neros de producción literaria para Jacobi: él siempre escribió
lo mismo, lo único que podía dar cuenta de su dialéctica per
sonal: diálogos. Allwill, el que es todo voluntad, su primera
obra, es un conjunto de cartas que se entrecruzan algunas
almas amigas que acabarán separándose. Retazos de vida o
61
de enfrentamiento a otro Tú. Woldemar tiene casi la misma
estructura. Pero ¿acaso no es también esta la estructura de
las Briefel ¿Y qué es David Hume? Cuando Jacobi tiene que
enfrentarse con Fichte, le escribe una carta, y sólo cuando
se enfrenta a Schelling lo hace de una manera indirecta, por
que de hecho vivía cerca de él, y se reunía en la misma sala
de la Academia de las Ciencias de Munich. Por eso toda su fi
losofía es polémica, reflejo de la dialéctica personal. Porque al
fin y al cabo hay dos tipos de espejos; los que nos reflejan y
los que reflejan lo que no queremos ser. Pero siempre delan
te de un Tú en el que conocernos positiva o negativamente.
Sólo este método permite a Jacobi interiorizar la filosofía,
hacerla parte de su vida, trozo de su existencia, siempre an
siosa de alcanzar unos rasgos de identidad que se revelan es
quivos, vaporosos y hostiles. De ahí que también esté su filo
sofía en la correspondencia, en un sentido diferente a como
está en Leibniz; no como comunicación entre expertos, sino
como vehículo de ese diálogo entre los amantes. En efecto,
los límites entre su obra impresa y su correspondencia han
sido anulados por Nicolai a propósito de Allwill, al mostrar
cómo se usan para esta obra documentos reales de las cartas
a Goethe. Y siempre la misma ansiedad, el mismo instinto,
recorriendo toda esa actividad, sólo que ahora podemos nom
brarlo sin misticismos: el ansia de ser él, Jacobi, individuo,
plenamente reconocido, diferente. Una vez Goethe le llamó
Bruder, quería decir que los dos eran almas hermanas. ¿Pero
es posible que tuviera razón? ¿Jacobi y Goethe almas herma
nas? Sí, si pensamos que buscaron únicamente su propio ca
mino, realizar su propia experiencia, resistir la voluntad ne-
gadora de su entorno. ¡Pero qué diferencia entre ellos respec
to de la consideración de esta afirmación! Mística de la propia
individualidad frente a ironía de la misma; ansia irrefrenable
de reconocerse en Dios frente a la búsqueda secreta de sí
mismo en las tabernas romanas, donde las muchachas tra
zan con vino en los labios el sendero del amor real; la vida
tal como puede ser posible tras interiorizar la represión bur
guesa —la ruina de la sensibilidad individual— frente a la
búsqueda constante de equilibrio en el seno de esa misma
sociedad, bendiciendo tanto los compromisos como la sensi
bilidad y la individualidad libre. Estos son los caminos res
pectivos de Jacobi y Goethe. Son sin duda medios bien dife
rentes de afirmación en el ámbito de la sociedad burguesa.
Pero al fin y al cabo medios de adquisición de armonía.
62
Nosotros no podemos comprender a Jacobi simpatizando
con él. Pero creo saber y entender lo que quería decir cuan
do aún escucho por muchos sitios las mismas palabras. Creo
que lo que estas palabras exigen o explican son algo parecido
a lo que exigían o describían en Jacobi. Puedo hallar ahora ex
periencias que estarían dispuestas a dejarse catalogar como
experiencias jacobianas. Al fin y al cabo lo contemporáneo es
la realidad, no la vivencia de Jacobi. No hay razón entonces
para el aristocratismo que tiñe todas sus convicciones. Senti
miento de zozobra, de angustia, de falta de identidad perso
nal, de lucha y búsqueda de reconciliación, incapacidad para
edificar la casa en un mundo habitable, desconocimiento es
quivo de aquello que nos calmaría, todo esto no es el camino
forzado del hombre, pero parece propio de la forma de vida
de la sociedad burguesa; puede llenar la vida humana más
sencilla y la más complicada, y puede ser resultado del en
frentamiento con la propia vida cuando éste se produce desde
ciertas situaciones y se lleva a cabo con alguna sinceridad.
Pero lo más propio de esta época malsana, y hablo de la de
Jacobi, es traspasar ese combate por la decisión nihilista que
condena toda pasión sensible y por la aceptación de un pla
tonismo que potencia el ideal de estabilidad, levantado sobre
la muerte de todo lo que pueda significar devenir, cambio,
alteración, inconstancia, y que eleva a los altares una imagen
espiritual de nosotros mismos, salvadora y tirana al mismo
tiempo.
Comprender a Jacobi no es sentir como él, sino reconocer
sus descripciones en nuestro mundo, comprobar hasta qué
punto están usadas en el diálogo social que hoy nos alberga.
Entonces, como una posibilidad más de entrar en ese diálo
go, cabe preguntarse por qué describe su experiencia como lo
hace, por qué elige las calificaciones que otorga, los nombres
que utiliza y que después le fuerzan a los juicios que hace.
Comprender a Jacobi no es convencernos de que él muestra
la esencia de la lucha interior del hombre, pero tampoco es
verlo como un mero azar histórico, sino como un esfuerzo por
encontrar una solución con ciertos datos, jugando con una
cierta baraja y usando ciertas cartas de las que nunca desea
desprenderse. Entenderlo es algo parecido a captar la incli
nación o el cálculo de Jacobi para apostar por su tirada, pero
también captar la causa por la que nunca deseó desprender
se de algunas cartas que, con afán de reconocerlas, llamó lú
cidamente prejuicios. Y por último, comprenderlo es también
63
reconocer que, a veces, en nuestras tiradas hay jugadores que
llevan las mismas cartas que él. Pero en todo caso implica
ver su jugada como una dentro de las posibles. ¿Por qué Ja
cob! no hace la jugada de Goethe?, esa es la pregunta. La
contestación que se obtenga de ella es la comprensión. Por
que entonces no hay que ir más allá de lo que dice su autor,
sino sólo ver la defensa de su opción; cobarde desde nuestro
ángulo, necesaria desde su creencia subjetiva. La opción de
Jacobi de obtener cierta curación y salud dentro de una de
terminada concepción de la sociedad burguesa, esto es lo que
tenemos que comprender. Mas nuestro proyecto es posible
porque nuestro autor pretendió universalizar ese proceso de
curación mediante el lenguaje filosófico, ese lenguaje que al
mismo tiempo que describe, juzga y valora.
Cuando descubramos las opciones más elementales, los
marcos inquebrantables, los valores asumidos, las decisiones
que ya estaban tomadas desde antes del pensar, entonces com
prenderemos la necesidad subjetiva que el autor ve en su pro
ceso. Negarlos como marcos necesarios, como palabras inevi
tables, es presentar su experiencia en su dimensión histórica,
comprenderla objetivamente de tal manera que la visión del
propio autor quede integrada como una parte de la nuestra
propia. Por eso, ante todo tenemos que describir los marcos
que imponen esa necesidad condicionada y que no siempre
están escritos de manera subrayada en el texto de Jacobi, si
bien siempre acaban reflejándose en él. Sólo desde ahí damos
sentido expreso a las palabras, a las designaciones, funcio
nes y valoraciones escritas de las cosas. En terminología de
Jacobi, estamos frente a los prejuicios y principios que en
marcan la existencia y la hacen concreta:
64
toda acción humana, sus Grundsätze, sean prejuicios que
nunca son analizados, sino dogmáticamente aceptados; reali
dades cuya expresión conforma el marco de lo dicho, pero
que no se hacen objeto de ninguna crítica ni están dichos en
ningún saber. Por eso la hermenéutica tiene aquí su princi
pal objetivo: hallar lo no dicho desde lo dicho. Esta tensión
entre lo dicho como filosofía y lo no dicho como prejuicio,
como válido subjetivamente, es la que debemos mantener en
lo que sigue.
NOTAS
65
señas de identidad tras la aceptación de la experiencia de su inmo
lación a la razón productiva familiar.
5. «Aquellos que se precian de que buscan la verdad meramente
por la verdad, en verdad la mayoría buscan un sistema; y cuando
han encontrado uno, ya están contentos» (W, VI, 168).
6. Para esta vinculación entre psicología del filósofo y la propia
filosofía, cf. mi trabajo, «El Idealismo como Metafilosofía», en las
Actas del I Congreso de Filosofía del País Valenciano. Cf. también
para todo esto Yerra, p. 277.
7. El aristocratismo implícito de este pasaje es algo que nos en
contraremos repetidamente en Jacobi, y que va a recorrer toda la
filosofía alemana alrededor del tema fundamental del Genio. Para
un tratamiento de este tema, cf. B. Rosenthal, «Der Geniebegriff des
Aufklárungszeitalters», Germanische Studien, 138, Berlín, 1933. Con
el conjunto de problemas de este asunto determinado entramos ya
en pleno Romanticismo. Cf. Holl, K., «Deber Begriff und Bedeutung
der “daimonischen Persónnlichkeit’’», Vierteljahrsschrift für Litera-
turwissenschaft und Ceistesgeschichte, vol. IV, 1926, pp. 1 y ss. En
la misma revista n.° III, 1925, pp. 401 y ss., cf. también el artículo
de Wolf, H, «Die Genielehre des jungen Herder».
8. Cf. el siguiente texto: «Lo que el hombre busca es la alegría.
Él busca, se dice, alegría en sí mismo, la que es constante, pues él
mismo no puede nunca confiarse a sí mismo. ¡Falso!».
9. Yerra, op. cit., p. XIII.
10. Hammacher tiene razón cuando introduce toda esta proble
mática dentro del mundo de origen cartesiano, continuado en Ale
mania, en este sentido, por el pensamiento ilustrado de Mendels-
sohn. Cf. Die Philosophie F.H. Jacobis, pp. 10-19.
11. Se trata de hecho de la elevación de la razón a conocimiento
inmediato de lo suprasensible, como ha mantenido Verra, pp. 271 y
ss.
12. Cf. para todo esto los textos importantes de VI, 169: «Cuan
do el hombre dice: “yo mismo", parece entender bajo el concepto de
Yo propiamente al hombre sensible, al hombre que siente. Quien sabe
dejar fuera de consideración este Yo, se aproxima a una naturaleza
más pura, a una naturaleza divina. El animal tiene un Yo, pero no
puede decir: Yo mismo, porque él no puede decir: Yo un otro. Para
esto se exigiría la representación de un Yo al que pudiera ser atri
buido tanto el Yo mismo como el Yo un otro. [...] La razón es la
conciencia del espíritu. Quien pierde la razón se pierde a sí mismo,
la autoconciencia, el propio ser y permanecer de una persona. Per
sonalidad es, por tanto, inseparable de razón y a la inversa. [...] Con
la razón está necesariamente vinculada la libertad, y la conciencia
de la personalidad es la conciencia de la libertad».
13. Cf. el siguiente texto: «Pero también nuevas ideas pueden al
canzar una tal soberanía. Si esto sucede, entonces se le da una nueva
forma a la vieja idea. Así Pablo pasó de ser el perseguidor de los
66
judíos a ser el más tolerante de los apóstoles. La evidencia triunfa
sobre todo. [...] La raíz de toda evidencia está en la conciencia clara
de una percepción». Vemos aquí perfectamente cómo Jacobi hace de
la razón una capacidad de la percepción de las ideas, de intuición
espiritual de las ideas, en clara respuesta a la filosofía kantiana.
14. Para la estructura metafísica del pensamiento de Rousseau,
cf. Moreau, Rousseau y la fundamentación de la democracia, Aus
tral, 1977, Madrid, fundamentalmente las páginas 112-123, donde se
trata el problema del bisustancialismo. Cf. también las Méditations
métaphysiques de J.J. Rousseau, París, 1970, de H. Gouhier.
15. «La paz es la obra maestra de la razón. Esto no es sólo ver
dadero en relación con la constitución burguesa, sino en cualquier
consideración» (VI, 151).
16. Así se defiende en el texto: «Es adecuado a la dignidad del
hombre mantener a las inclinaciones en sumisión, dominarlas» (VI,
141). «Quien puede actuar desde la decisión de librarse de la incli
nación presente, oponerse al movimiento de ánimo presente, a la pa
sión presente, de éste decimos que tiene un carácter, que es un hom
bre» (id., 143). «Aunque nosotros como seres finitos vivamos en el
tiempo como en nuestro elemento, de tal manera que no nos pode
mos hacer de una vida fuera del tiempo ninguna representación, cier
tamente somos tan íntimamente conscientes de nuestro Yo como algo
extratemporal, que somos animados por este Yo a destruir todo lo
temporal, de eliminar lo diverso, de transformar todo lo pasajero en
imperecedero» (VI, 220). El lenguaje de la ascesis está santificado
en otros pasajes desde una interpretación platónica de la tradición
mosaica de la creación. De la misma manera que el género humano
fue creado después de todas las especies animales, así cualquier hom
bre individual debe llegar a ser después de desplegar todas las dis
posiciones animales en sí y superarlas, abriéndose camino hacia la
inmortalidad. La historia de la creación es la expresión cifrada de
la historia de la personalidad, y las relaciones de Dios con el mundo
son semejantes a las del hombre consigo mismo. (Cf. VI, 135): «El
hombre, cuenta Moisés, fue creado el último: todos los géneros ani
males después. Este orden es repetido en cada hombre individual:
primero van los instintos animales y groseros, el placer animal y
grosero. Pero ha sido creado para la inmortalidad y puede encon
trar el camino a la inmortalidad». Esta relación analógica entre Dios
y mundo por una parte, y el hombre y su propia realidad por otra,
es una idea que ya aparece en Hemsterhuis, sobre todo en el Aris-
tée.
17. «El hombre se adjudica la capacidad de ser continuamente a
partir de sus propias fuerzas, y en esto pone su honra» (VI, 143).
18. «Los hombres no buscan la verdad, la justicia y la libertad;
ellos se buscan sólo a sí mismos; y ellos sólo saben buscarse a sí
mismos» (VI, 151).
19. Cf. para esto (VI, 169): «El hombre racional, el investigador.
67
busca continuamente la conexión de lo contingente con lo necesario,
esto es, busca cómo se conecta la parte que percibe con el todo que
necesariamente tiene que presuponer. En tanto se encuentra el todo
para la parte, o indica a la parte su lugar en el todo, gana conoci
miento».
20. Para la fortuna del ideal moral como ideal de coherencia, cf.
las Vorlesungen über die Bestimmung des Gelehrten de Fichte, dadas
en Jena en 1794, obra que Jacobi recordará en su carta abierta de
1799 como inspirada en su propia filosofía.
21. Cf. este texto; «Ellos —Bayard, Montrose, Ruyter, Douglas,
etc.— no eran lo que el azar quiso hacer de ellos, sino lo que ellos
mismos habían decidido ser. Aquel que no considera la ley que quie
re seguir como un Dios, éste tiene solo una letra muerta que en modo
alguno puede animarle» (VI, 139).
22. Cf. (VI, 151); «¡Lo que no han ensayado y aplicado los hom
bres para garantizarse recíprocamente su unidad, el ser y permane
cer de nuestro Yo! Todas las constituciones burguesas tienen por
primer y último fin que la voluntad de hoy valga también para ma
ñana. Por esto era tan sagrada la religión para todos los pueblos;
ella fijaba la mutabilidad de su naturaleza».
23. Indudablemente los Himnos a la Noche representan una re
novación de la experiencia mística, pero ahora desde una clave on
tològica que le ha proporcionado el pensamiento nihilista que en
cuentra en Jacobi su más grande impulsor. Quizás la obra entera de
Novalis consista en un poner a Kant invertido, en la denuncia del
terreno del fenómeno, de la luz triste del día de la tierra —para Kant
la única realidad— como campo de la nada, y la exigencia de una
experiencia de la desesperación y de la noche. Pero esta inversión y
denuncia de Kant, y esta misma experiencia de la resurrección tras
la desesperación, son ya la estructura del pensar de Jacobi, inde
pendientemente de su relación o no con Hardenberg.
24. Cf. para el origen de la filosofía de Reinhold y el problema
de la religión, mi Introducción a la edición de Sobre el fundamento
del saber filosófico, de próxima aparición en «Textos Cardinales» de
la Editorial Península. Para los planteamientos fichteanos en para
lelo, cf. mi traducción de los Aforismos sobre religión y deísmo,re-
vista Er, número IV. Seguirá un breve trabajo sobre la primera re
cepción fichteana de Kant en el contexto de la problemática de la
filosofía de la religión, esto es, de la mediación entre determinismo
y religión cristiana.
25. Sobre este tema ya había publicado Herder un breve tratado
en el Teutsches Merkur. Goethe indudablemente centra en él todas
sus preocupaciones en Werther. El pensamiento de Schiller es aquí
más complejo por participar de toda la metafísica neoplatónico-
leibniziana cuyo abandono marcará el momento crucial de su apro
ximación a Kant. Efectivamente, el amor es una potencia cósmica
cuya atracción reúne tanto a los elementos del mundo corporal como
68
espiritual. Cf. Philosophische Briefe, Sämtliche Werke, Hauser, V, p
353. Cf. para todo esto el trabajo de J. García, «Totalidad y armonía
en los escritos del joven Schiller», en Actas del II Congreso de Filo
sofía del País Valenciano.
26. Cf. para las relaciones de Hemsterhuis y Jacobi en este
problema del diálogo, Hammacher, Die Philosophie F.H. Jacobi,
pp. 38-39 y ss.
27. El problema del diálogo, considerado desde el sesgo teológi
co, cristaliza en Jacobi en una teoria de la prescindibilidad de toda
letra, esto es, en la necesidad de que el lenguaje sea espiritual, jamás
cosificado. Este principio es el que exige que la relación hermenéuti
ca sea intuitiva e inmediata: sobran los conceptos —desde una
perspectiva kantiana— y las palabras —desde una perspectiva ha-
manniana —. Como ha recordado Ollivetti, siguiendo a Verrà (pp.
216-222), Jacobi tiene una noción del lenguaje como expresión y de
caimiento del espíritu, como muerte del espíritu, con lo que el diálo
go vivo entre espíritus tiene que superar todo lenguaje. Hamann, por
el contrario, tiene una concepción luterana según la cual el espíritu
está caracterizado intrínsecamente por la propiedad de la palabra,
por lo que no puede vivir fuera del lenguaje. Cf. Marco M. Ollivetti,
L'esito teologico della filosofía del linguaggio de Jacobi, Padua,
Cedam, 1970, pp. 122-123. El propio Hammacher ha tratado este
tema en el Coloquio sobre Hamann de Lüneburg, 1976, en un traba
jo titulado Der persönliche Gott im Dialog!, pp. 194 y ss., pero sobre
todo en discusión con Metzke: el principio teológico de Hamann no
es dialógico ni existe la noción de Dios personal, por lo que Jacobi no
se puede hacer un epígono de Hamann (cf. pp. 196-197). La razón
está con Hammacher.
28. Vinzenzo Vitiello ha escrito un reciente librito, magnífico y
bello, sobre Ethos ed Eros in Hegel e Kant, Edizioni Scientifiche Ita
liane, 1984, donde muestra que el propio surgimiento del ethos kan
tiano implica ya la ruptura con los vínculos amorosos que unen al
hombre con la tierra. Un pensamiento que se levanta sobre el ethos
apenas recuerda ya aquel profundo ligamen, pero tiene necesidad
de elevar a principio inmediato la escisión. Por eso no hay un texto
de Kant sobre el amor como Liebe, y cuando usa este concepto es
para afirmar que debe convertirse en amor práctico y no patológico
{KpV, A, 13). Por eso nadie tiene el deber de amar, dirá Kant en un
texto absolutamente antirromántico {Metaphysik der Sitten, A, 39-42).
Por eso siempre van juntos Liebe und Achtung, como el rasgo más
genuino que debemos tener hacia el otro. El libro de Vitiello merece
desde luego un análisis más extenso.
29. Este es el formidable avance que se registra en filosofía con
el texto de Schelling, Cartas sobre dogmatismo y criticismo, sobre
todo en las cartas VII y VIII (cf. mi edición, pp. 115-123).
30. Brentano llamó a Jacobi «Superintendente del cielo» en una
carta a Achim von Arnim, 18-3-1804. {Brentano Briefe, ed. F. See-
69
baer, Nürnberg, 1951, B, I, 306.) Schopenhauer era mucho más bru
tal: le llamó sencillamente Atheistendenunzianter y lo colocó en la
cima de todos los filosofastros y fantasmas (Phantasten) («Kleinere
Schriften, II», en Diogenes, 1977, p. 186).
31. Esta polémica ha dado lugar a que se vierta mucha tinta. La
posición de Verra es que resulta difícil otorgar a cada uno de los
personajes una posición ética, ya que no se puede llevar hasta las
últimas consecuencias sin forzar mucho la correspondencia. Al fin y
al cabo, reconoce que es preciso tener bien presente que Jacobi quie
re expresar la naturaleza humana en todas sus tendencias contra
dictorias, difícilmente expresables en una teoría ética cerrada. El texto
más claro de la posición de Verra es el siguiente: «todos estos moti
vos, sea por el modo en que vienen presentados, sea por lo que es
pera el ulterior desarrollo del pensamiento de Jacobi, no parecen
constituir tanto principios o doctrinas bien definidas, cuanto aspira
ciones, formas de sensibilidad y de interés, abiertas a muchas sali
das posibles a veces contrarias entre sí, salidas que Jacobi anhela
individualizar y en cierto sentido experimentar. [...] Lo que se acuer
da perfectamente con el carácter intrínsecamente problemático de las
novelas» (F.H. Jacobi, dall’..., p. 37). La exposición de los temas
centrales de las novelas se halla en las páginas 39-61. En este asun
to, creo que Verra peca por exceso de cautela y que su aproxima
ción es demasiado externa a la evolución del pensamiento de Jaco
bi. Cf. también las pp. 16-20. Creo que no es acertado pensar que
en las novelas se exponen Ideas, como quiere Heraeus {Jacobi und
der Sturm..., p. 101), o principios: se exponen estados de ánimo,
situaciones existenciales en las que aparecen implicadas personas o
individuos inevitablemente. Otra posibilidad es ver en las novelas
una suerte de itinerario espiritual de Jacobi como punto de verifica
ción. Pero esto tiene sus defectos ya que atribuye a Jacobi posicio
nes basadas en inducciones psicológicas no verificables (cf. pp.
37-38). Para rechazar esta posibilidad Verra se basa en Bollnow,
quien considera difícil identificar a los héroes con Jacobi, pues aqué
llos ni siquiera en las primeras ediciones pueden considerarse como
portavoces incondicionales de las posiciones de Jacobi (Bollnow, p.
42). Por tanto, Verra prefiere ver las novelas desde un interés natu
ralista: Jacobi las escribe con ánimo descriptivo, con una voluntad
de objetividad irreductible a un esquema dialéctico único (Verra, p.
39). En efecto, puesto que la literatura se basa en la vida, lo que se
describe en estas obras son hechos (Verra, p. 14). Su finalidad es
revelar la existencia y «persuadir mediante la intuición», mediante
las representaciones individuales, por la sensibilidad y no por la
razón, ya que la dimensión sensible y pasiva es inalienable en el
hombre (p. 15). En este sentido las novelas son una forma adecua
da de representación filosófica, al menos de esta filosofía. Pero Verra
está lejos de aceptar la tesis de Zierngiebl, para quien de hecho las
novelas son las únicas obras auténticamente filosóficas de Jacobi,
70
salvo en el sentido de una biografía idealizada, hecha teoría. Por
eso tampoco se trata de que Jacobi exponga ideas, como quiere He-
raeus en la cita ya mencionada de la p. 101 de su libro. De hecho
esta era la posición de Körner y de Schiller, para quien las obras
tenían una escasa elaboración artística, con lo que la filosofía apa
recía demasido descarnada (cf. Verra, p. 21). Pero creo que sin esa
ambigüedad del propio Jacobi entre Teoría y Vida, que le hace ex
poner teorías de la existencia cuando él cree que expone biografías,
no se entenderán sus novelas. En todo caso se trata de comprender
la tipicidad de la filosofía de Jacobi, sin aplicarle modelos externos.
Creo que estaba acertado Humboldt, quien mantenía que esa filoso
fía necesitaba justamente ese tipo de novelas y que había una indu
dable adecuación de medios y fines (cf. Verra, p. 31). Ya vimos la
opinión de Schlegel en una nota anterior. Por mi parte creo que Goe
the tenía razón cuando juzgaba que las novelas de Jacobi estaban a
mitad de camino de todo: el tema podía desarrollarse literariamen
te, pero apenas quedó esbozado antes de limitarse completamente a
una discusión filosófica. Sin tener en cuenta por otra parte la for
mación y la crisis de la producción literaria de Jacobi, apenas cabe
hacer un juicio sobre el papel y el estatus de las novelas. Lauth, a
su vez, en su aportación inaugural a la reunión de Düsseldorf (p. 2)
muestra la necesidad de considerar a Allwill como un Fausto inver
tido, y de interpretar también Woldemar como una crítica inicial al
Romanticismo emergente, esto es, siempre desde referencias cultura
les de la época, y en modo alguno desde el propio interior de las
relaciones entre los personajes. Este sesgo es otra dimensión a tener
en cuenta, ya que nos dirige realmente a los estímulos iniciales de
la producción literaria de Jacobi.
71
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Ca p ít u l o I I
ENFERMO
73
de vida, que no se permite decir aquello que determina el sen
tido de todo lo que se expresa.
La tesis general del presente capítulo es que Jacobi se en
frenta a la experiencia del choque con el mundo familiar bur
gués de manera dolorosa, porque le impone la experiencia de
la represión, y le fuerza a interesarse por una problemática
filosófica que potencia las propias contradicciones experimen
tadas con su medio social y con su propia experiencia perso
nal. Todo ello irá entretejiendo un discurso interior del que
aflorarán, en una proporción mayor de lo que ha visto Yerra
y otros estudiosos, las tesis preparatorias del Jacobi maduro.
Por lo tanto, mi opinión es que con anterioridad al conoci
miento de Goethe y de Allwill, Jacobi tiene unos rasgos pro
pios profundamente decisivos para su desarrollo filosófico y
personal. El grado de crecimiento autónomo, de despliegue
filosófico y personal de Jacobi se descubre mucho mayor de
lo que se ha creído, cuando se observa su auténtico punto de
partida hasta 1774. Este hecho lo observó el propio Jacobi
cuando presentó su teoría del genio en Allwill: él estaba ali
mentado de su propio germen, de sus propias raíces, desde
hacía 10 años, y se concebía a sí mismo como un alma que
desplegaba su personalidad desde sí misma. Y justo esta ri
queza propia, esta profundidad de carácter, que en el fondo
no puede querer decir sino agudeza y sensibilidad para los
problemas y para el malestar que producen, es lo que debió
impresionar a Goethe en su primera visita a Düsseldorf tal
como se ha conservado en la correspondencia, y que en modo
alguno permite dudar que ambos hombres se trataban en pie
de igualdad.*
Pero ¿cuáles son los elementos de este conglomerado vital?
Ante todo las relaciones con el padre y la experiencia de la
vida familiar en la burguesía comercial de la época. Segundo,
la estancia en Ginebra, donde tiene oportunidad de enfren
tarse a la avalancha de las corrientes ilustradas y de abrir su
inquietud a todo tipo de estímulos intelectuales. Tercero, su
matrimonio y la experiencia de la vida familiar en el contexto
de la gran burguesía ennoblecida del siglo xviii prerrevolu-
cionario. Cuarto, el enfrentamiento al mundo cultural de esa
misma burguesía, al mundo del Rococó que representaban su
hermano y Gleim junto con el propio Wieland, con quien aca
bará manteniendo una importante polémica. Tenemos enton
ces cinco puntos; represión, ilustración, comercio. Rococó y
Wieland. Cinco elementos que van a saltar por los aires, por
74
que en el fondo entretejen una experiencia de la contradic
ción que sólo se resolverá provisionalmente mediante la adap
tación provisional de la ideología del Sturm und Drang. Va
yamos analizándolos.
1. Represión
75
algo bueno, ya que con toda su viveza era muy perezoso para
estudiar y si se hubiera manifestado en toda su sinceridad
hubiera sido terco, obstinado y travieso. Se le tenía por débil
de espíritu porque sus compañeros le aventajaban continua
mente y le inducían sin dificultad a cualquier cosa, dejándo
le siempre pagar el pato. Me impresionan sobre todo algunos
rasgos que lo dibujarán pronto y fácilmente.
Hacia los seis años se le metió en la cabeza que su co
lumpio, al que llamaba su «Zorro» podría tener vida si pu
diera hacerle volar libremente. Se torturaba incansablemente
con los preparativos para su experimento, que por lo demás
no se podía llevar a cabo con facilidad porque el columpio
no reunía las perfectas condiciones. Una vez que lo puso en
movimiento empujándole continuamente con el fin previsto,
se dio cuenta inesperadamente que continuaba moviéndose.
Empujó más fuerte al «animal» hasta que alcanzó bastante
velocidad y estuvo a punto de dar la vuelta. Su alegría fue
extraordinaria. Ningún hombre podría quitarle de la cabeza
que su «Zorro» comenzaba a vivir y por nada del mundo hu
biera dejado de creerlo. Era mediodía y Eduardo [Allwill] no
tenía hambre. Su padre le avisó: debía bajarse del columpio.
Pero aunque le temía mucho al Mayor, no podía obedecerle
en esta ocasión: todo fue inútil. El Mayor, que quería hacer
se obedecer incondicionalmente [schlechterdings], ordenó que
bajaran al niño a la fuerza. Así se hizo y una vez que fue
reñido debía sentarse a la mesa. No. No tenía hambre. Se le
amenazó, se le forzó. Todo inútil: el veía únicamente a su
«Zorro» y al cielo abierto.
Algún tiempo después se encaramó ya casi a oscuras, por
la tarde, a un pedestal elevado, con el propósito de intentar
saltarlo, pues después de varios intentos y muchos ejercicios
creía estar en condiciones de atreverse a ello. Saltó con todo
su valor, pero con tanta fuerza que se reventó la nariz. ¡Una
tontería! ¡Pero tener que aparecer al día siguiente delante de
su padre! El muchacho podía sufrir cualquier cosa en el
mundo menos una riña... Esto le producía una gran congoja.
A la mañana siguiente el tímido muchacho no quería bajar
hasta que su hermano mayor, Wilhem, un muchacho delica
do, elocuente y bueno, le aseguró solemnemente que el padre
no se enfadaría por su nariz destrozada. La costó bastante
pedírselo porque Eduardo ya había utilizado el arte de Gui
llermo en otros asuntos del mismo tipo; pero una creencia
invencible en el fondo de su corazón borraba rápidamente su
memoria, así que en este aspecto tampoco era más sabio.
Eduardo esperó al padre en los brazos del hermano, siendo
recibido de la manera prometida. Pero el padre no dejó de
observar que llevaba la nariz destrozada. Rápidamente ame
76
nazó a Eduardo y a Guillermo: ¡Embustero!, dijo al tiempo
que le daba un empujón tan fuerte que caía cuatro pasos más
atrás en una artesa de arena. El Mayor se separó de él y lo
echó a un lado como al más despreciable monstruo.
Cosas parecidas sucedían todos los días, pero el coraje y
el buen humor de Eduardo no se rendían. Pocos hombres han
sufrido más golpes que él, pero nunca quiso comprar la
menor afrenta mediante la sumisión voluntaria, ni endulzar
las injusticias de los superiores con lágrimas y lamentos. Hace
poco me contaba él mismo que una vez fue azotado casi hasta
la muerte, pues su preceptor había intentado llevarle men-
diante preguntas socráticas a la confesión de que los palos
eran beneficiosos y él siempre rechazaba la conclusión con
su tozudez constante. Muchas veces recibió la culpa y el cas
tigo que merecían sus camaradas, no tanto por una amistad
entusiasta o por compasión, sino porque a él le asqueaban
de una manera insoportable las súplicas y lloriqueos. Pero
no había en él una sombra de atrevimiento, al contrario, era
tan tímido y tan humilde frente a quien consideraba bueno, tan
amable y agradecido, dulce y bueno que la mayoría lo tenían
en parte por bobo y en parte por un adulador.
Si quieres volveré a este tema y te contaré los contrastes
del pequeño Eduardo; cómo a pesar de su independencia no
estaba hecho para la vida salvaje, sino para la paz, para una
vida confiada: cómo siempre cavilaba y se entregaba a obje
tos invisibles, a pesar de todas sus inclinaciones violentas
hacia el placer sensible, de toda su irreflexión en la actua
ción; de cómo a los catorce años se hizo pietista, etc. Es ex
traordinariamente importante saber todo esto del niño y ob
servarlo después en el joven; al fin y al cabo siempre son las
mismas cartas, barajadas o jugadas de la misma manera
[I, 27-33J
Olvidemos al Jacobi real. Dejemos al margen que se esté
aquí autorretratando; dejemos a un lado el hecho de que los
detalles corresponden fielmente a su vida real: su mala salud,
la pésima relación con el padre,'* el peso del ejemplo del her
mano, mucho más dócil o mucho más libre, la desconfianza
propia y ajena por su talento, que el joven Fritz confesará al
sabio Le Sage y que narrará en su David Hume} También
está comprobada su pertenencia al grupo pietista Die Peinen,^
la inclinación hacia la especulación filosófica en un sentido
peculiar, su entrega a los objetos invisibles.^ Digamos sólo
de paso que Allwill no es enteramente Goethe, sino que inte
gra lo común de Goethe y Jacobi, aquello en lo que Jacobi
ponía la identidad de sus almas gemelas, los rasgos de una
77
individualidad característica o genial. Pero dejando aparte todo
ello debemos concentrarnos en la personalidad que está tex-
tualizada, en el relato únicamente y en su verdad propia, no
referida a la verdad de una vida, incluso sabiendo que Jacobi
es autoconsciente de la importancia de saber y conocer la in
fancia: aquí están las cartas de una vida, las que permiten
entender las jugadas posteriores. En toda su obra está pre
sente esta convicción de unidad vital, de destino, de obliga
ción: en todas sus obras principales hay apelaciones a las ex
periencias que predeterminaban y hacen explicable su posi
ción estrictamente filosófica.
La cuestión fundamental es que cuando Jacobi describe
una experiencia originaria a la que quiere asignar un papel
determinante sobre la vida de un individuo, dejando al mar
gen el que éste exista o no, lo hace en los términos mencio
nados. Para Jacobi, en ese texto hay una personalidad con
capacidad de proyectarse virtualmente sobre la existencia en
tera del individuo. En términos literarios: hay un carácter,
un ethos, independientemente de que sea el suyo. Desde esta
perspectiva, el texto adquiere así la dimensión de teoría. Y la
clave para la definición de ese carácter es su descripción en
términos de contrastes, de contradicción: tímido y obstinado,
agradecido y violento, humilde y altanero, cobarde y valiente,
receptivo y orgulloso, incapaz de concentrarse en el estudio
pero con un mundo rico e intenso, riguroso con los demás y
adulador, independiente y deseoso de reconocimiento, sin con
fianza en sí mismo pero sin resignarse a pensar algún día
por su cuenta, consciente de sus inclinaciones violentas hacia
el placer sensible y siempre refugiado en los objetos invisi
bles. Ciertamente tenemos aquí elementos contradictorios que
además son reconocidos como tales y, por tanto, un caldo de
cultivo idóneo para potenciar la experiencia filosófica en la
forma en que la hemos descrito en el capítulo anterior.
Pero debemos profundizar en el texto literario porque los
adjetivos matizan la comprensión que Jacobi tiene del carác
ter que fuerza a la experiencia filosófica. En esa realidad es
crita hay dichas muchas más cosas. La experiencia del co
lumpio es quizás una de las más evocadoras que Jacobi haya
escrito. Comparada con las ciénagas sentimentales de Wolde-
mar, llenas de afectación, posee una gracia y un ritmo indu
dables. Para entenderla como escena literaria hay que dar vida
a la tensión con el padre. El Mayor no comienza aquí a re
primir el juego del niño. Antes bien, quien escribe ya sabe
78
que el padre «siempre quiere hacerse obedecer incondicional
mente»; ha sentido ya antes la fuerza que a buen seguro va a
usar de nuevo contra él. El niño sabe lo que le va a venir:
será reñido, golpeado, sentado a la fuerza en la mesa fami
liar. Su obstinación consiste en que no le importa. El padre
sabe también que mientras el niño aumenta la violencia de
su columpio, en su interior ya se está rebelando contra él.
Por eso interpreta su acción como rebeldía, obstinación, or
gullo. Esas palabras están ahí porque existe ese doble cono
cimiento. El combate entre el padre y el hijo es perfectamen
te consciente; cada uno posee sus armas y conoce las del otro.
Es sordo, pero transparente.
Por eso el niño de esta historia sabe que el Mayor acaba
rá haciéndose obedecer, pase lo que pase, absolutamente. ¿Por
qué combatir entonces? No hay respuesta a esta pregunta.
Será un instinto. El columpio volará, se hará vivo, correrá
por el cielo abierto. Con un poco de suerte le llevará lejos del
padre que rapta la personalidad y podrá vivir en paz. Pero la
imagen del padre sigue el vuelo del columpio, está siempre
delante, son las propias alas ficticias del animal de madera.
Sólo que esa imagen impulsa más y más hasta los límites de
la destrucción del movimiento, porque esa imagen va siem
pre consigo. El mecanismo de la represión está perfectamen
te descrito donde no se quiere: en la violencia del movimien
to y en la endeblez del niño a su merced. La enfermedad que
produce es una huida con sombras que siempre hay que re
petir, un gozo señalado y marcado con la conciencia de culpa,
de la violación del orden. Conforme crece el placer de ser libre,
la huida avanza y avanza la culpa. El infierno de un ansia de
paz nunca satisfecha, que estaba en el fondo de la esencia de
la experiencia descrita por Jacobi, tiene su asiento en este tipo
de carácter hecho literatura en Allwill. La inclinación, la pa
sión humana, como cualquier otro movimiento natural, tiene
su fin, su telos, es algo que exige y permite medida, como
todo lo finito, como cualquier otro fenómeno. Jacobi nos des
cubre el mecanismo por el que llega a convertirse en desor
denada al hacerse infinita: su consideración como rebelión,
obstinación, atentado contra la autoridad, esto es, por la re
presión, que falsea para siempre con la culpa el fin natural
de la misma y hace imposible el disfrute en que podría con
cluir. Cuando Jacobi acaba su relato dice: «Er sah nur seinen
Fuchs und den Himmel offen». Compone entonces en silencio
una escena literaria de contraposición; una mesa bien servi
79
da y un padre autoritario que el niño no quiere ver. Sólo ante
eso no dicho aparece en Jacobi la necesidad de escribir esas
palabras.
Mas Allwill se sentó a la mesa. El mundo en la escena
queda tras la ventana. Su placer, su vida, su libertad, fuera.
Al fin y al cabo nadie tuvo la culpa de la primera obediencia
salvo el que nos la impuso. Así que la única opción de All
will es pensar el cielo abierto, no vivirlo. El largo camino de
la experiencia filosófica que el carácter de Alwill determina
es el de acostrumbrarse a una cierta felicidad de puertas para
adentro. Allí podría sentarse otra vez en su columpio y reírse
abiertamente de sú padre. Pero, enfrente, también su padre
podría seguir vanidoso y triunfante viendo al niño sentado
de hecho en la mesa familiar. El modo de equilibrio de la
filosofía es el que deja a todos contentos; el mundo familiar
intocado en su realidad, el mundo del individuo resarcido en
su venganza pobre. Posteriormente veremos los detalles de
esta proyección. Ahora lo que nos interesa es el sufrimiento
que narra.
Porque ante todo hemos descubierto escrito en el texto un
contraste aún más profundo que todos los que Jacobi ha ele
vado a conciencia: el que enfrenta lo que está fuera con lo
que está dentro, el que opone padre y hogar al cielo abierto
libre. La contraposición antinómica de dos cosas igualmente
necesarias, la imposibilidad de síntesis de las mismas, se pro
yecta así a todas las demás parejas de palabras: la imposibi
lidad de reconocer en la familia un espacio abierto es lo que
hace al muchacho soñador y ensimismado, inclinado a lo in
visible ya que lo visible le niega, necesitado de sentirse en
aquello ya que el padre visible le expulsa como el peor de los
monstruos; la expulsión impone la necesidad de defender esta
realidad secreta e ideal que determina su actitud arrogante y
orgullosa, obstinada. Él tiene su mundo, y lo siente tanto más,
con tanta más realidad, cuando el mundo familiar, la sensi
bilidad real, corporal, material, le golpea casi hasta la muer
te para que confiese una culpa de la que no tiene noticia. La
realidad de la idea sólo alcanza valor para sustituir la deci
sión de nihilismo vertida sobre la realidad sensible. Esta es
la base que presupone un carácter como el dibujado por All
will. En él ya se ha olvidado, sin embargo, que antes se deseó
de manera inmediata la síntesis de esos dos mundos escindi
dos, el de «fuera» y el de «dentro»; de lo exterior y lo inte
rior: que el deseo presupuesto de Allwill fue sentirse acogido
80
en una libertad concreta, familiar, visible y sensible. Sólo
desde este presupuesto tiene sentido su dolor.
Confesión {Geständnis) es la palabra clave para compren
der a Allwill. Tiene que confesar que la represión es buena,
participar de la evidencia de que la disolución de la realidad
sensible es la disolución de una apariencia. Tiene que ser
sabio, es decir, no perder la memoria de esa evidencia. Tiene
que abjurar de su individualidad. Es llevado a la muerte —ex
presión suprema del nihilismo— se nos dice en la escena. Pa
rece evidente la estulticia del preceptor; la muerte próxima
—para un niño golpeado la experiencia de la muerte próxi
ma viene con el primer latigazo— significa la confesión de la
realidad del mundo invisible. Pero es justo lo que todo precep
tor quiere conseguir: que el joven encuentre su realidad en
un mundo ideal y fingido, en una filosofía de lo invisible. Este
mundo sólo se puede levantar sobre la nada de la vida visi
ble familiar. Ante la experiencia descrita se descubre con toda
su plenitud, como única realidad, como creencia absoluta. All-
will se hace un Schwärmer, un Sturmer, un Mystiker. Cierta
mente, eso es lo que se le pide. Todo lo que Jacobi haga des
pués, todo lo que polemice, juzgue, ataque, critique, denun
cie y condene lo hará desde esta inocencia del que habla desde
su mundo ideal, suficientemente sólido como para que el
mundo real siga su marcha autónomo, negado como una nada
personal a fin de que bajo ese camuflaje alguien imponga sus
prejuicios de manera autoritaria y firme. La cuestión es ¿Jue
lo externo, visible, real y material es nada para aquel que ha
sido expulsado de su reino, para aquel que ha quedado fuera
sin ser acogido, como nos describe el Kafka de la Carta al
padre. Nadie escoge el reino de lo invisible por principio. Sólo
el que queda exiliado del reino de lo real, y en primera ins
tancia del mundo familiar, tiene necesidad de paraísos idea
les. La segunda escena del relato de Allwill es también reve
ladora.
Se trata de una escena de autoafirmación. Como tal se de
sarrolla en silencio. Allwill se prepara, se da fuerzas, se au-
toconvence de sus posibilidades en la sombra. Realiza el salto
mortal en la oscuridad. Es alguien. Todos estos preparativos
le hacen vibrar, sentir que no ha cedido, que aún no se ha
entregado. Su salto es excesivo, desmesurado, desmedido,
apropiado a su enorme necesidad de salir victorioso. El padre
le promete un trato normal a su hijo preferido. Pero se siente
engañado. Él no sabía que se trataba de una afirmación per
81
sonal, lo más peligroso para su autoridad. Ese acto es mons
truoso para él: «der Major entsetzte sich und warf den Thä-
ter als das verächtlichste Ungeheuer von sich». La frase es
bíblica: el padre echa de su lado a Jacobi como el viejo Dios
echa de su lado a Adán. El germen de la desgracia humana
como la represión autoritaria del padre, esa es la enseñanza
primera de la Biblia que aquí personaliza Allwill. El senti
miento de arbitrariedad de esa imposición queda fijado en los
mitos por el hecho del tabú, objeto de por sí indiferente, sin
valor, pero cargado de significado arbitrariamente por quien
posee el poder para hacerlo. Porque la rebelión contra él no
es desde luego algo que se le hace al objeto, sino al poder del
sujeto que impuso el tabú. Como si la afirmación de la indi
vidualidad en el mundo fuera una cantidad fija, que exige ser
retirada de alguien cuando es poseída por otro, así la viola
ción del tabú sólo puede ser entendida como una merma de
autoridad y poder. La cuestión es que desde entonces el ám
bito humano es un infierno, sólo dulcificado porque la débil
memoria de la indiferencia feliz en que habitaba la vida antes
de ese acto de expulsión obliga a calificar aquel tiempo como
paraíso. El carácter de Allwill es el del expulsado justo por
aquel acto de afirmación por el que él desearía ser reconoci
do y aplaudido. Esta experiencia marca de una manera muy
concreta el tipo de relaciones de ese carácter.
«No hay mayor placer que ver abrir delante de sí un alma
grande», escribe a Sophie La Roche.® Y ¿qué es el alma gran
de sino la que se afirma continuamente a sí misma? Lo que
Allwill va a imponer, una vez descrito de esa manera, es ob
viamente una relación personal en la que se produzca un re
conocimiento válido, esto es, tejido desde la simpatía, desde
la igualdad de la comprensión del destino humano como des
tino individual. El camino de esta relación personal está jalo
nado por textos donde se nos habla de los interlocutores de
Allwill: Sophie La Roche, Wieland, Goethe, Gallitzin, Förs
ter, Humboldt, Hamann, etc. Luego, más tarde, con Dohm,
Schlegel, Jean Paul, Fries. En todo caso sería inútil buscar
en los años de formación de Jacobi una renuncia a la expe
riencia del salto de la columna: al rumiar el acto de su pro
pio ejercicio, al medir sus fuerzas en silencio, al ensayar el
obstáculo. Jacobi siempre entra en relación con alguien para
llegar a ser él. Nunca se entrega, ni siquiera a Goethe. Siem
pre a cuestas con esa voluntad, Jacobi va a crear una sensi
bilidad que asustará a Wieland y que enojará a Goethe, pero
82
que en todo caso le forzará a estar solo, siempre en los már
genes de la vida de los otros. Esa sensibilidad hacía que Ja-
cobi fuera para casi todos un adulador que sólo buscaba a
su vez ser adulado, y por eso siempre desequilibrado, incon
trolable; indomable pero al mismo tiempo con una exigencia
de fidelidad casi enfermiza, que ha hecho que algunos auto
res hablen de un Jacobi débil y pasivo.^ Pero lo específico de
su carácter es más bien su extraordinario afán de sentirse re
conocido incondicionalmente, como el hijo espera de su padre.
Esa proyección es la que nos ruboriza hoy cuando leemos los
textos de Jacobi en los que expresa —no describe— su
personalidad.
Pero al mismo tiempo eso que hoy nos ruboriza, acaba
mos apreciándolo como el punto de máxima tensión de un
equilibrio que intenta dar solución a su pasión dentro del ám
bito de la sociedad burguesa, antes de renunciar por comple
to a todo, en un nihilismo universal de la sensibilidad. Punto
de máxima tensión por cuanto se hace transparente el enor
me peligro de rompimiento, de contradicción suprema. La evo
lución dialéctica de la experiencia de la personalidad que nos
presentó Jacobi tiene, desde este punto de vista, un significa
do radicalmente diferente del que Jacobi pretendía subjetiva
mente darle. Cada una de sus etapas consiste en otros tantos
ensayos voluntarios y febriles de reunificación de sensibilidad
y mundo ideal —diferentemente proporcional— en lo que el
joven Allwill, o el joven Jacobi, cifra su esperanza de sentirse
acogido dentro de las pautas autoritarias y afirmándose al
mismo tiempo en su realidad material y pasional. Vista desde
el Jacobi maduro, sin embargo, esta experiencia dolorosa
queda sublimada como experiencia de la formación de su per
sonalidad hacia el Yo superior e ideal. Vista desde nuestra
perspectiva, por el contrario, no es sino el continuo e irrefre
nable avance de la negación de su realidad pasional, el avan
ce hacia el nihilismo completo. Ambas descripciones son po
sibles. La diferencia entre ellas es que la primera bendice el
dolor que la segunda cuestiona. Veamos un ejemplo de la des
cripción jacobiana de ese equilibrio en un texto de juventud.
El texto que nos describe a Sophie La Roche pretende ser li
teratura también, esto es, presenta la experiencia tamizada
por un código social. Pero transluce con absoluta claridad
cómo ese mismo código se quiebra por todas partes. Hay una
lucha aquí a fin de controlar la turbulencia de una pasión
crecida por la propia dinámica de la represión y la mala con
83
ciencia, y dejar las cosas donde imponen las prácticas litera
rias de la época, en el fondo prácticas sociales;
84
propios marcos contenidos de la práctica social.*' Sin duda,
esa zozobra le llevó a fortalecer la antinomia desde el lado
del mundo inteligible, integrándose en el grupo pietista de Los
Distinguidos. Completemos ahora la descripción de este otro
polo del contraste, la alteridad de esta violenta sensibilidad,
la experiencia de las cosas invisibles.
Hay dos textos de estas experiencias, ambos en las Brie~
fe. El segundo es una ampliación del primero, pero éste es
para mí insustituible porque nos coloca en el ámbito de su
infancia, da ciertas claves del segundo, y además constituye
un texto plenamente homologable al de A llw ill en todos los
sentidos. Veámoslos por orden:
85
terrible. Lo que antes se nos presentaba como un limbo do
rado donde reposar, ahora se nos presenta como una amena
za tenebrosa y peligrosa. Es indiferente que estas experien
cias hayan tenido existencia, igual que es indiferente que Ga
lileo haya llevado a cabo sus experimentos mentales. La
expresión matemática de los mismos es lo que cuenta. Los
textos del filósofo son sus experimentos mentales. Lo que Ja
cob! nos describe aquí es teoría, vuelvo a repetirlo. Nosotros
lo tomamos así. La filosofía del último Jacobi tiene por tanto
como bases teóricas estos textos. No es que la filosofía de
Jacobi tenga como base vital sus experiencias. Tiene por base
sólo una experiencia: la de escribir justo lo que escribe. Sin
esos textos no existiría filosofía en Jacobi: ellos forman parte
de los prejuicios que, según el mismo autor, es preciso poner
como Grundsätze de la filosofía. Así que el mundo inteligible
es ante todo una angustia por las cosas del otro mundo cen
trada en ciertas visiones (Ansichten). En relación con estas
visiones se pone en el texto el destino de la persona que habla,
y esto no es sino la expresión filosófica de la tesis de que en
la fidelidad a ese mundo inteligible reside la verdadera for
mación de una experiencia filosófica. Y, sin embargo, el se
gundo texto centra el hecho de la angustia, le da contenido
filosófico, y permite matizar la expresión acerca del destino
humano, del destino que Jacobi ve como el suyo.
El contenido filosófico de esta experiencia tiene que ver
fundamentalmente con la temporalidad. Surge en el contexto
de la reflexión acerca del carácter indefinido del tiempo tal y
como se capta, por ejemplo, en la antinomia kantiana: no po
demos otorgar al tiempo fenoménico un final «a parte ante».
Esta representación es la de una duración infinita —endloser
Fortdauer— construida a base de un fluir temporal continuo.
Lo que permanece aquí es el propio fluir, no alguno de los
momentos. Lo eterno no es sino el propio tiempo fenoméni
co, la imposibilidad de dar entrada a algo realmente perma
nente como realidad, que no tuviera que desgranarse en ese
devenir, en esa secuencia. Estamos, por tanto, ante una re
presentación del mundo que fuerza a la desesperación, pero
que al mismo tiempo sirve de punto de partida a la experien
cia filosófica: sólo la eternización del fluir y del devenir de lo
que ha de ser negado, de lo sensible, puede despertar el ins
tinto violento de la necesidad de estabilidad, de paz y de idea
lidad. Sólo en esta lectura platónica del texto estamos en con
diciones de entender el giro que se nos descubre inmediata-
86
mente: la desesperación se produce porque esa experiencia
queda interpretada como «pensamiento de la anulación» {Ge
danke der Vernichtung). ¿Qué tiene que ver la experiencia de
la eternidad del tiempo con la experiencia de la anulación?
Sólo pueden conectarse ambos extremos si reparamos en que
el reino del devenir, el reino del fluir temporal indefinido, ya
está decidido como el reino de la sensibilidad carente de ver
dadera realidad. Sólo porque la realidad sensible queda cate-
gorizada como nada, el reino del fluir temporal indefinido (y,
por lo tanto, pensado como absoluto), en tanto forma de esa
realidad, queda pensado como la forma de la nada, como el
pensamiento de la anulación, de la imposibilidad de la obten
ción de peso sustancial. Desde ahí surge el hecho de la de
sesperación y de la angustia. Y la cuestión fundamental es
que esa experiencia como tal surge de una representación es
peculativa producida por el propio entendimiento cuando pien
sa la realidad fenoménica e indefinida del tiempo como deve
nir, esto es, como aún no-ser: «so wird es doch immer merk
würdig bleiben, daß eine vom Menschen selbst in ihm
hervorgebrachte bloß spekulative Vorstellung auf ihm selbst
so fürchterlich zurückwirken könne». Desde aquí ya no es po
sible seguir creyendo el juego de Jacobi, pensar que él cuenta
experiencias reales, fechables, históricas, que deban ser com
prendidas referidas a la vida: la construcción de estos textos
literarios supone una elaboración tan doctrinal como cualquier
otro texto filosófico; exigen un ajuste de tesis, una elección
de palabras para la presentación de la teoría, una búsqueda
de coherencia con la que defender en general el sentido de lo
real. Y esto es así porque la «experiencia» que quieren expo
ner es una elaboración teórica. «Sie war, und hatte ein in dem
Masse objetives Wesen, daß sie jede menschliche Seele, in wel
cher sie Dasein erhielt, gerade so wie die meinige afficiren
müßte» (VI¿>, 69). ¿Se puede mantener que Jacobi cuenta algo
que le ha pasado? No se trata de que a los cinco o a los doce
años no le «podía» pasar eso a nadie. Se trata de que eso no
le «pasa» a nadie en general: es un pensamiento. Lo real es
la desesperación, la infelicidad, la angustia. Pero lo que Jaco
bi propone es una teoría sobre esas sensaciones. No es la an
gustia lo que debemos entender, sino su teoría. Ésta tiene
esencia objetiva porque puede afectar a toda alma humana
que la piense. Pero sólo si se piensa. Por tanto estamos aquí
ante la construcción pensada de la experiencia de la nada,
del nihilismo, como forma objetiva de experiencia humana.
87
Pero ¿qué relación tiene el otro mundo, el sensible, la ex
periencia de la represión, de la desconfianza de sí mismo, con
esta experiencia inteligible de la nada? ¿Cómo juega esta últi
ma experiencia dentro del contexto de un carácter personal
definido teóricamente como poseedor de una sensibilidad ex
traordinariamente aguda? Reunir todos estos elementos es en
tender la esencia del nihilismo. La clave de bóveda de todo
es la interiorización y la secreta aceptación de la represión
como programa; las mejores fuerzas, las que reconcilian al
hombre consigo mismo por el placer que producen, tienen que
ser eliminadas. Las que se desarrollan no se sienten íntima
mente como propias y entrañan desconfianza. El desajuste
entre lo que constituye su inclinación y lo que constituye su
posibilidad no es tranquilizador. Ese continuo negarse, esa
vida en la que poco a poco se atenta contra su propia reali
dad sensible, es en el fondo la única experiencia real de anu
lación. Y, sin embargo, constituye en cierto modo la propie
dad del hombre, lo que es indiscutiblemente propio de aquel
que ha interiorizado el pensamiento platónico acerca del
mundo sensible. El proceso de destrucción es lo que da señas
de identidad y sirve de clave de reconocimiento para el hom
bre; en cierto sentido es también un proceso de construcción.
Pero si el hombre ha de llegar a ser algo positivo, permanen
te en este combate, éste ha de perder su faz de peligro, ha de
ser dominada esa angustia que deja la sensación de anula
ción y de negación de todo lo sensible, lo que se alcanza justo
desde el pensamiento de que ese ámbito sensible es una im
posibilidad metafísica de ser. Ahí, en el reencuentro con esa
problemática interior está su salvación como persona, una vez
sufrida la experiencia irreversible de la libertad frustrada.
Hacer de su problema su realidad; de su anulación, afirma
ción, como dice Schelling en las siempre citadas en este con
texto Philosophische Briefe; de su muerte, resurrección. Cier
tamente que lo que Jacobi describe es especulación. «No es
una experiencia religiosa», pero acabará siéndolo porque sólo
puede ser caracterizada como la experiencia cristiana del na
cimiento del hombre nuevo. Sólo entonces saldrá a la luz la
religión cristiana como aquella única que se basa en una es
peculación nihilista.
Ahí está la diferencia entre Goethe y Jacobi. El primero
decide recuperar la libertad externa, mundana, sensible, real,
que el padre le niega, quizás porque nunca valoró ni pensó
la tragedia burguesa como destrucción total, como algo radi-
88
cálmente antinatural. Jacobi es aquí más rousseauniano, y de
ahí que tenga que sentirse a sí mismo desde la experiencia
de la anulación, tenga que curarse del espanto de no ser me
diante la construcción de un Yo ideal, porque la solución de
la libertad material, entendida como libertad pasional, está
bloqueada en sus textos desde la interiorización de la repre
sión. Todo esto lo veremos en su proceso concreto. Pero me
gustaría decir que la única realidad que analizamos es la de
escribir, sabiendo que cuando alguien se permite escribir una
cosa adquiere con ella el compromiso de hacerla vivible. Lo
que decimos no es que Jacobi no pudiera vivir ciertas cosas,
sino que sólo podía escribir ciertas cosas. Y el hecho de que
no nos haya descrito nunca una pasión sensible que no esté
tamizada por la interpretación sublimada del platonismo, que
no tengamos ningún texto sobre ello, no es síntoma de que in
teriorizara la represión, sino el hecho mismo de que la ha
llevado a cabo.*^
2. Ilustración
89
cripción del momento en que trabaron amistad es sincera.*^
Un gran hombre le reconocía por fin. La figura del padre que
daba lejos en todos los sentidos. Porque el hecho es que en
Ginebra pudo leer a Voltaire, a Rousseau, a Helvetius y otras
figuras menores, con quienes los estudiosos han buscado re
laciones, magnificadas en exceso, como Bonet, Duelos.*® Pero
como se puede testimoniar por la correspondencia con el li
brero Rey, las aficiones literarias de Jacobi eran extensísimas;
su información amplia y su carencia de dogmas sorprenden
te. Como posiblemente el dinero no le iba a la zaga, podemos
mantener que Jacobi se hizo en Ginebra un hombre culto, sin
duda uno de los mejor informados de la Alemania de la época.
Esto significaba ser ante todo rousseauniano. Ya de vuelta
en Düsseldorf, su afán por conocer todo lo que hace referen
cia al ginebrino es extraordinario.*^ Pero no sólo se ha hecho
culto: se ha hecho filósofo, liberal y de costumbres más salu
dables y libres. Veamos cada uno de estos puntos.^**
Es imposible confesar admiración por Rousseau y por Di
derot a la vez. Jacobi comprendió perfectamente la diferencia
que hoy establecemos entre Ilustración materialista y la que
no lo es. Y desde luego por sensibilidad, por historia perso
nal, por temas y por necesidades vitales, Jacobi se inclinaba
hacia Rousseau.^* Es difícil profundizar en los rasgos filosó
ficos esenciales de esa relación. Jacobi admira a Rousseau
como figura de la época y juzga a veces a la p erso n a.P o d e
mos concluir que antes que con cualquier tesis concreta, Ja
cobi se identifica con el tipo de actividad cultural que lleva a
cabo Rousseau: una producción a medio camino entre la filo
sofía y la literatura en la que la experiencia «íntima» del es
critor se refleja en sus convicciones. De ahí que el Rousseau
fundamental para Jacobi es el del Emilio y el de la Nueva
Eloísa. Cuando Booy y Mortier dicen: «Jacobi debe a Rous
seau su convicción indestructible de que el sentimiento es
nuestro mediador con Dios y que el fundamento de la ética
no está fuera bajo la forma del mandato, sino en nosotros
mismos», no pueden querer decir sino que Jacobi se ha leído
el Emilio, s o b r e todo en su parte central: «La declaración
de fe del vicario saboyano». Es curioso observar que las fuen
tes de la moralidad de Jacobi son también las fuentes de la
moralidad de Kant:^^ en ese pasaje del libro de Rousseau pu
dieron encontrar ambos definida por primera vez la doctrina
de la creencia moral como fundamento de la religión y de toda
ética. Pero no se conserva ningún documento de crítica a
90
Rousseau por parte de Jacobi, mientras que tenemos todas
las Bemerkungen zu den Beobachtungen des Gefühles des
Schönes und des Erhabenes de Kant como testimonio de la
insatisfacción del regiomontano con las instancias rousseau-
nianas para establecer su teoría (cf. La formación de la críti
ca de la razón pura, cap. I). Estas instancias eran la referen
cia a la inmediatez del sentimiento, la convicción en la inma
terialidad del alma, el bisustancialismo espíritu-cuerpo, que
Kant atacará en los Träume, etc. Así tenemos que no sólo
Jacobi asumirá la convicción de la prioridad del sentimiento
sobre el razonamiento, sino también la de la inmaterialidad o
espiritualidad del alma, la espontaneidad o libertad de la
misma. Debemos situar en este punto uno de los problemas
fundamentales de la época para Jacobi. Pero no es preciso
pensar que Jacobi viera claro en esta dirección. Rousseau
había despertado el problema en un joven de apenas veinte
años. A diferencia de Kant, que en esos momentos tiene ya
los cuarenta y una madurez intelectual envidiable —como lo
demuestran las sagaces y profundas obras de 1760—, Jacobi
busca instruirse y formarse un juicio. No puede quedarse en
la «profesión de fe», porque siente inclinación a la reflexión.
Lejos de ser un elemento más que deberá buscar su integra
ción en un pensamiento maduro, como en Kant, Rousseau le
vanta en Jacobi los problemas, siembra las inquietudes, pero
sin poder producir una respuesta filosófica creativa. No hay
una recepción de problemas filosóficos aquí, sino urgencia de
decisiones que pueden arrastrar consigo cambios radicales en
las actitudes vitales. Por eso el problema de la inmateriali
dad del alma es central, ya que de él depende toda la actitud
moral.
Consciente de la debilidad de la instancia teórica, apelan
do a un sentimiento de la espiritualidad ahogado en los sen
timientos mucho más palpables de la corporeidad, Jacobi
busca una evidencia racionalista acerca de la sustancia de su
alma que le ofrezca coartadas para una conducta que siem
pre le resulta contradictoria. Pero en modo alguno podemos
suponer que el joven Jacobi sea ya el defensor de la intuición
que conocemos. Ciertamente que no hay en él una antinomia
entre demostración filosófica e intuición. El Jacobi del medio
ginebrino lucha por una demostración racional de la inmorta
lidad del alma y por un sentimiento evidente de su realidad
que frene la experiencia de la anulación que ya describimos,
y le otorgue una coherencia que elimine una situación perso-
91
nal de contraste y contradicción. Fruto de esta voluntad de
demostración y de búsqueda racional de la inmortalidad del
alma —que implica dudas razonables sobre la posibilidad de
existencia de una materia absoluta y que supone ya el plan
teamiento de la cuestión en términos de la dualidad libertad-
necesidad, conducta moral y «libertina»— son una serie de
lecturas de las que nos ha dejado testimonio en su corres
pondencia.
Así, en una carta a Le Sage le promete comentar un libro
de psicología sobre la cuestión de la libertad y la necesidad.
Le Sage nos testimonia que ésta es una cuestión debatida por
doquier en la época. Pero también nos indica el verdadero
trasunto de la cuestión: la decisión al respecto implica auto
máticamente una toma de postura moral respecto a las cos
tumbres y sobre todo respecto de las prácticas represivas. El
mentor de Jacobi no es aquí más que un representante de la
actitud tradicional ante la cuestión. Por eso le dice sobre el
libro en cuestión:
92
persona que debe ser muy cercana a Jacobi y que debe ha
berle introducido en estas lecturas. Por tanto, debemos alejar
la imagen del Jacobi reaccionario, antiilustrado, etc. Es un
resultado, no un punto de partida. Y un resultado de la aguda
captación de hasta qué punto las premisas de la Ilustración
destruyen su visión del mundo burgués, de la comprensión
real de que ese mundo no puede sostenerse sobre los princi
pios con los que coqueteó en su juventud. Así, pues, la tra
yectoria individual le hace acercarse a Rousseau. Pero todo
ello dentro de un contexto de lucha interior en la que todas
las lecturas sobre el tema de la antinomia alma-cuerpo son
bienvenidas. A veces, las cartas de Le Sage apuntan a dibu
jar este estado de ánimo intranquilo, lleno de urgencias:
93
aparente. Pero llamar a algo bien aparente es algo distinto
de llamarle mal: refleja la experiencia propia de la seducción.
Jacobi no es inicialmente irracionalista. Su posición madura
será la del fracaso de la razón para solucionar las contradic
ciones mencionadas, y lo que debe hacer el historiador de las
ideas aquí es mostrar la impotencia de cualquier razón para
resolver esas contradicciones, propias de la burguesía que re
presenta Jacobi, excepto la razón nihilista.
La última carta que se nos conserva de Le Sage nos ofre
ce otro sesgo de la cuestión. Jacobi no sólo busca la distin
ción rigurosa entre bien y mal, no sólo se esfuerza en oponer
la razón al instinto,^® sino que se pregunta por las razones
metafísicas de la necesidad de sufrir las consecuencias del
combate que él experimenta. Ya el hecho de esa pregunta por
el origen indica una comprensión de la arbitrariedad de la
tragedia de un combate doloroso respecto del cual Jacobi se
siente inocente. Que Jacobi ha conocido esta actitud, queda
testimoniado por la carta del 12.12.1767. La respuesta del
maestro no podía sino empeorar las cosas. Veámoslo breve
mente
Le Sage centra la cuestión en el mito de Pandor a. Es t o
significa no solamente preguntarse por qué existe el mal, sino
por qué Dios ha dotado al mal de la capacidad de seducir.
No testimonia sólo una experiencia de sufrir el mal, sino sobre
todo de verse inclinado a apreciarlo como bello y bueno. Lo
absurdo es la existencia de algo aparentemente bueno y de
seable pero cuya atracción hay que reprimir porque en el
fondo se trata de un mal. La pregunta es así sobre la consti
tución del hombre, sobre la propia interioridad, sensible a lo
que ha de ocasionar su propia ruina. Jacobi nunca se pre
gunta si Pandora brindaba realmente la caja de los males.
Alguien ha decidido que sí. Pero se pregunta por qué él los
siente como buenos. Y ¿qué es lo que contesta el viejo maes
tro? En primera instancia mantiene que un bon payen diría
que la razón de esta conducta de Dios «est cachée dans les
profondeurs impénétrables de sa sagesse» {AB, I, 22). Pero
ni siquiera Le Sage se queda contento. Porque la sabiduría
divina debe tender sobre todo a la felicidad mayor de la más
importante de sus criaturas. Así pues, hay que preguntar por
qué «des maux réels se trouvoient indissolublement liés avec
les biens qui nous destinoit le fils de Saturne?» {AB, I, 22).
La vieja teodicea se restablece: o bien su sabiduría no es tan
grande como podría parecer, porque no ha encontrado el mé-
94
todo de llevarnos al mayor bien por medio de bienes, o el
poder de Júpiter no es el supremo, porque aun sabiendo en
contrar medios no dolorosos para su fin, no puede propiciar
los porque hay otro poder coercitivo sobre la voluntad de Dios.
El miope Le Sage debió de sumir al discípulo en terribles
dudas al decirle;
95
la paz de la inteligencia. Una vez más Booy y Mortier tienen
perfecta razón cuando dicen;
96
nio vivaz y atrevido, «aber gewiss ist das herrschende Gefühl
des Schönen und Wahren nicht das, was ihn zum Genie
macht, wenn er ein Genie ist».'^^ sin duda tenía Jacobi que
desprestigiar este aspecto de Diderot, el más certero crítico
de Francia, para quitarle valor al juicio negativo que hizo de
la poesía de su hermano. Pero la impresión que le confiesa a
Wieland es más interesante desde el punto de vista filosófi
co: Diderot es un «angemachter Atheist und folgich ein äch-
ter Philosoph».'*^ Su informe lo amplía en la carta siguiente
de octubre de 1773. Nadie puede decir que Jacobi no vaya al
grano:
Zuerst von Diderot. Ein Christ ist er nicht; folglich hält er
auch nichts vom dem Ausspruche des Apostels Paulus: nie
mand unter euch halte von sich mehr als ihm zu halten ge
bühret. —Y añade—: Überhaupt ist Diderot durch und durch
affektiert; il ment de tout sa personne. Was er ist, ist er
durch Kunst geworden et avec cela il a la manie de vouloir
jouer l’homme simple, l’homme uni, le bon homme [B, 1, 1,
217-218],
97
Desde luego que éste es un tema central en la compren
sión de lo que significa Jacobi en la cultura filosófica alema
na. Sus pensamientos sobre la religión merecen una minucio
sa atención porque van a definir la problemática del giro del
idealismo a partir de 1800. La primera noticia nos la da una
carta al editor ilustrado Rey. En ella se puede apreciar que
Jacobi tiene conciencia del papel positivo de la dinámica de
la teología protestante como instrumento de liberación del pen
sar, como proceso de seculariación respecto de toda autori
dad eclesiástica.
98
la religión de sus padres porque le fue imposible aceptar la
autoridad de sus padres. El rechazo de la religión revelada y
arbitraria es íntimo, directo, y demuestra que, pese a todo, la
actividad filosófica representaba para Jacobi, si no el intento
de liberarse de todos los marcos conceptuales de obediencia
impuestos por su entorno, sí al menos el reconciliarse con
ellos mediante una selección y justificación racional de los mis
mos y una oposición cerrada a los demás.'^^
Lo que Jacobi opone a la moral revelada, lo que entiende
por moral racional, se concentra en una expresión bien cono
cida de Rousseau: los deberes esenciales de la humanidad,
que vienen representados esencialmente por las virtudes anti
guas, también encarnadas por los héroes más queridos de
Rousseau, los que pudo leer en las Vidas paralelas de Plutar
c o . E n el fondo, virtud es inclinación a la sociabilidad (que
se caracteriza como el instinto más noble del hombre), desa
rrollo de todas las disposiciones espirituales, amor a la co
munidad patria como consecuencia de una constitución polí
tica adecuada, generosa entrega y, sobre todo, separación de
la norma de la felicidad respecto de la observancia de la ley
moral, aceptando una conducta por su valor intrínseco.Fren
te a todo ello, la época viene caracterizada en términos igual
mente rousseaunianos que evocan el Segundo discurso: es una
época dominada por el egoísmo, el afán de riqueza, la pérdi
da del instinto de sociabilidad, de los sentimientos de com
pasión, de afecto y del desinterés.'*® Las prácticas educativas
religiosas no son sino un síntoma más del espíritu de los tiem
pos, incapaz de nada generoso y grande. Es por tanto falso
pensar que Jacobi toma de Rousseau sólo su espíritu entu
siasta, como una mera forma que luego aplicará a otros asun
tos. Jacobi toma de Rousseau su crítica a la forma de vida
de la sociedad de mediados del xviii, expresión del equili
brio entre las formas tradicionales del estado aristocrático y
las formas burguesas ascendentes de propiedad y de prota
gonismo civil. Con ello también, valorando y criticando el ma
terialismo como expresión de triunfo radical del afán de lucro,
Jacobi cree estar buscando una nueva forma de pensar y sen
tir que dé expresión a un nuevo momento de aquellas rela
ciones y un nuevo equilibrio entre burguesía e ideología tra
dicional. De ahí que se oponga tanto a las manifestaciones
típicas del antiguo régimen —religión'*^ y nobleza^®— como a
las que cree expresiones filosóficas de una solución radical
(materialismo y ateísmo). Su planteamiento crítico es esen-
99
cialmente rousseauniano y esta plataforma le va a permitir
ser receptor del mayor rousseauniano de toda Alemania por
aquel entonces; Inmanuel Kant. Sólo que ese componente
queda acogido en él con el entusiasmo sentimental, que el de
Königsberg se esforzó conscientemente en apagar, y dentro
del contexto de una voluntad que busca una nueva alianza
de la burguesía que exige la libertad material, productiva y
política, con los aspectos ideológicos del antiguo régimen con
venientemente reformados en una concepción de la religión y
de la moral válida para soportar las contradicciones y las ten
siones que aquella dimensión productiva determina en el su
jeto humano.
Esta era ya, objetivamente vista, la función del ensayo de
Jacobi: unos planteamientos políticos-económicos homologa-
bles con los de Montesquieu, esto es, los típicos burgueses:
librecambio, división de poderes, secularización del Estado,
etc. Pero en m odo alguno dem ocratism o.^^ Su ataque al ma
terialismo no es tanto una crítica a la época sino una previ
sión de futuro; consiste en un distanciamiento de la burgue
sía radical democrática que va a iniciar el estallido revolucio
nario. Su ideal es aquí también conocido: una monarquía con
un fuerte poder representativo del tercer estado y una anula
ción de la nobleza y de la Iglesia como poderes políticos.
Pero lo típico es que todo ello debe estar cohesionado con
unas convicciones ideológicas morales antiguas, clásicas, sos
tenidas por unas creencias metafísicas propias del vicario sa-
boyano —existencia de Dios e inmaterialidad del alma— que
contrastan con, y limitan, los efectos perturbadores de una
actividad económica tendente al lucro, como expresión de
la actividad personal e individual.
Jacobi descubre que el ideal es una defensa de la forma
liberal de la sociedad civil y del Estado, sintetizada con un
espiritualism o consciente de la inm aterialidad del alma. Fren
te a la actividad económica ficticia de la nobleza y de la bur
guesía especulativa y cortesana, la doctrina fisiócrata, la acti
vidad económica real que defenderán Necker y Quesnay; fren
te al hombre ficticio del lujo, de la nobleza, de la Iglesia y la
burguesía radical avarienta, el hombre auténtico de Rousseau;
frente al materialismo y su metafísica, el descubrimiento de
la sana razón y de la integridad humana sentida. Y sobre todo
la creencia de que el estado burgués puro y la religiosidad
auténtica, el librecambio y el sentimiento de la sociabilidad,
la introducción del espíritu de ganancia y la firme fe en la
100
espiritualidad, la defensa de la propiedad ya adquirida y el
postulado de la libertad, la felicidad basada en dicha propie
dad y la virtud, todos estos pares, son elementos coherentes,
naturales, perfectamente ajustables y defendibles como pro
puestas para una sociedad como la alemana. Este es el espí
ritu de Jacobi aproximadamente hacia 1770. Su defecto; no
poner en duda la forma de la actividad burguesa como marco
de conducta humana, justo lo que descubre asustado Rous
seau. Su inconsciencia: no descubrir que todo el sentimenta
lismo, toda la moralidad de Rousseau se alza vibrante contra
precisamente esa forma de vida burguesa que Jacobi acepta
como marco intocable. Sólo eso le hace creer que sus dos ele
mentos, a saber, burguesía y cristianismo moral, son amplia
mente coherentes. Con el tiempo irá alterando la valoración de
los elementos que se propone sintetizar, la forma que tiene
de describirlos. Pero no alterará la voluntad de sintetizar
los, de crear un mundo donde la actividad económica permita
la aceptación de una espiritualidad que le trace sus límites,
donde la racionalidad calculadora no posea un valor absoluto
como propuesta ordenadora de la vida, sino únicamente váli
da para la ordenación de las cosas materiales de la propie
dad. Lo que comprenderá Jacobi con el tiempo es que esta
síntesis sólo es viable manteniendo un acuerdo de los valores
religiosos cristianos, individualmente vividos como expresión
natural del drama del hombre, y los valores de la racionali
dad económica basada en el fisiocratismo. En el fondo, esta
mos aquí en una forma de reacción frente al sistema burgués
puro, industrial, que señala el germen de todos los utopis-
mos: formas productivas limitadas por apelaciones a la espi
ritualidad.
Naturalmente ya está en Jacobi la íntima comprensión de
que esa apelación a la espiritualidad puede funcionar como
límite a la actividad productiva material sólo si proviene no
del frío razonamiento sino desde algo auténtico, dotado de
fuerza, de sentido: no fruto de una teoría artificial sino basa
do en la realidad más auténtica del hombre. Pero esa reali
dad profunda no es por el momento el instinto de una mane
ra unilateral. Su crítica a la teoría no es una crítica a la razón:
es más bien al tratamiento escolástico de las disciplinas vita
les para el hombre. La asimilación de razón a teoría y a sis
tema es una vez más resultado, no punto de partida de la
filosofía de Jacobi. En la carta a Fürstenberg de 1771 se ma
nifiesta siempre en la órbita de Rousseau, contra las «lange
101
Theorien»; se las considera como algo peligroso, se niega su
efectividad para hacer virtuoso a un hombre sólo «durch die
abstrackte Erkenntniss seiner Pflichten» (I, 1, 120). Pero no
es un ataque contra la razón ni una defensa del carácter ab
soluto del sentimiento. Es más bien una defensa del requisi
to de que lo que descubra la razón tiene que ser real, esto es,
sentido, con incidencia en la naturaleza humana. Este apego
a la naturaleza humana revelada por el sentimiento está en
la base y es más profundo que el intuicionismo; éste no es
explicable sin aquello. Pero el mecanismo para describir y des
cubrir estas manifestaciones reales es la razón, la razón au
téntica, el modo de pensar ordenado que puede hacer verdad
la exigencia humana de felicidad y autenticidad. No hay to
davía aquí huella del salto mortal ni de la negación posterior
de la razón. Es sólo la íntima convicción y evidencia de que
para luchar contra la deformación de los tiempos, esa larva
virtuosa que existe en todo hombre no puede fortalecerse con
las armas de los silogismos, sino con otros sentimientos fuer
tes:
102
dida como instinto hacia la virtud. El descubrimiento de esta
antinomia será decisivo para la evolución intelectual de Jaco
bi porque exigirá espiritualizar lo que antes era instinto na
tural hacia el bien. Pero para que ello sucediera tenía que
manifestarse con virulencia ese aspecto fatal de la naturaleza
como orden necesario del bien aparente, y con él la escisión
definitiva y clara del propio Yo, lo que describimos como
punto de partida de la experiencia filosófica.
3. Comerciante
103
de su clase y de su mundo, cuando ya nadie se acordaba de
su primogénito. Sin tener como referente ese tesón, esa fuer
za, ese impulso, ese instinto, es muy difícil ver lo que Jacobi
quiere decir.
Tenemos al joven de dieciocho años en la casa paterna.
Pero ahora es otro. Es un joven ilustrado, agudo, informado,
en modo alguno se resigna a ser el contable de su padre. Este
pronto le cede una parte del negocio. Pero no se fía de Jaco
bi. Sospecha de su fuerza, de su obstinación, de su rebeldía,
de la violencia de sus pasiones. En Ginebra sus costumbres
se liberalizaron, como podemos deducir con claridad. Tras ese
aire fresco, la casa paterna debía de resultar asfixiante, con
sus pretensiones de austeridad, de buena fama, etc. El joven
ilustrado con su cuarto lleno de libros franceses debía de tener
para el padre un futuro completamente problemático, sobre
todo tras una antigua historia de antipatía. Una experiencia
lamentable pero significativa vino a enturbiar las relaciones
y a fortalecer la posición del padre. Jacobi no puede evitar
mantener relaciones con su criada, con la que tiene un hijo.
La correspondencia con Rey, exhumada por Booy y Mortier
nos informa de este a s u n t o . L o fundamental para nosotros
es el complejo de culpa con que Jacobi nos describe su expe
riencia. Pero desde los otros textos, el hecho revela más cosas:
primero, amenazas de marginación social para Jacobi (que
apenas tiene veinte años); luego, desconfianza de su medio
provinciano; más tarde, descalificación personal ante el padre,
que ve cumplida su previsión: al final el negocio acaba resin
tiéndose con las pasiones. Pero esta amenaza social interiori
zada significa repudio de su constitución pasional, fortaleci
miento de la interiorización de la represión como condición
de auténtico burgués y, a nivel filosófico, denigración de la
naturaleza sensible en la que se concentra esta parte de su
persona que nadie reconoce en su medio. Este hecho no venía
sino a subrayar el carácter conflictivo del joven, que bien pron
to empezará a desprenderse de la sinceridad como única ma
nera de sobrevivir en su medio. El marco de prejuicios de
Jacobi se va a ampliar: porque no sólo su futuro como co
merciante está decidido, sino también su futuro como padre
de familia.
Esto significaba para el joven Jacobi un paso más hacia
la independencia del padre. Pero también un auténtico cho
que con la auténtica burguesía ennoblecida renana. Si hasta
ahora Jacobi no había rozado la burguesía más que como ám-
104
bito familiar, ahora va a gustar de ella como posición social.
Y sin embargo, entra en ella con una ideología hecha y bus
cada para conseguir un equilibrio que desde luego quiere
transformar lo recibido del padre, por lo que resulta terrible
mente sospechosa para éste (y con mucho más motivo para
sus nuevos familiares). Así pues, Jacobi intenta una huida
hacia adelante. Obtendrá la independencia del padre, pero a
costa de convertirse socialmente en su semejante al ingresar
en un medio mucho más reaccionario que el suyo propio. Per
sonalmente tiene conciencia de seguir su camino. Así que no
sospecha que se introduce en marcos de salvación personal
todavía más estrechos. El choque con la familia Clermont,
cuya hija menor Helene Elisabeth (Betty) se va a convertir
en su esposa, no puede sino imponerle trabas a su desarrollo
intelectual. Su autoafirmación tendrá que realizarse aún más
en la sombra.
En efecto, la familia Clermont, una de las más antiguas y
ricas de Aachen^^ tenía muy pocas cosas claras, pero sin duda
una de ellas era que no se podía dirigir una gran fábrica,
como la suya, con sensiblerías. Tampoco, desde luego, una
boda. Así que las negociaciones no fueron breves. La familia
Jacobi tenía todo por ganar y casi nada que ofrecer: un Jaco
bi que mantenía una criada madre de su hijo, con rumores
continuos sobre sus costumbres e ideas, con una pésima repu
tación ante su padre y con una débil hacienda. Apenas le que
da otra opción que propiciar este acto de humillación. Así
que mandó a la criada y al hijo a Holanda y se dispuso a
callar todos lo rumores. Detalle fundamental para la familia
Clermont eran las opiniones religiosas de Jacobi, tal y como
lo certifica la correspondencia de Betty con su tía Juliana.^®
Esta, mucho más rigurosa que la joven novia, le insiste para
que pruebe e interrogue a Jacobi. Era imposible: ¡un ateo en
la familia! ¡Si al menos fuera rico! Cuando su sobrina sigue
la indicación de la tía, el resultado es este:
105
Sí señora, lo he sido hasta cierto punto cuando estaba en
Suiza. Algunos libros y algunos amigos me habían introduci
do en el error, pero gracias a la infinita bondad divina hace
más de dos años que me he arrepentido totalmente... El en
fado de mi padre, las cartas de mi tío y la verdad me han
curado completamente.*®
106
uno de los amigos de Ginebra, llena de camaradería, libertad
y aire fresco. Después de pedirle disculpas por su tardanza,
se excusa diciendo que durante el intervalo ha tenido ocupa
ciones serias. La carta navega entre la ironía y la sinceridad,^^
hasta que de repente estalla:
107
suya con elevación. Experimenté un placer delicioso: hasta
qué punto es dulce ver la felicidad de lo que se ama, estar
unido por una ternura mutua y por una dicha total de verla
para siempre. Lx) sé, querido Comparet, los sentimientos que
nos hacen amar tan afortunados lazos durarán toda la vida;
cuando el amor tiene el rostro de la virtud, es eterno como
él, y su imperio es el de la dicha [B, I, 2, 15].
108
al punto separar a Hugo. La venganza consiste en confiar al
viejo Jacobi cartas personales donde el hijo habla de su padre
en términos sinceros. El viejo rompe con su hijo. El 23 de
noviembre de 1770 Johanna Fahlmer, la valiente tía, llama a
su hermano para intervenir^'* porque se ha resucitado el pro
blema del hijo natural para justificar sin duda los motivos
por los que Jacobi quiere tener las manos libres en la caja
del negocio. El blanco es desde luego indisponer a Jacobi con
la familia Clermont, sin duda sensible al rumor por sus anti
guas sospechas. La tía Johanna escribe: «Un concurso de cir
cunstancias desgraciadas ha renovado la cólera no apagada».
El viejo, nos enteramos, le acusa de dilapidar sus bienes, de
estar al borde de la bancarrota, de su mala conducta y de su
aventura con Anne Catherine. Fahlmer confiesa que tales acu
saciones no pueden influir sobre ella. Pero no está claro que
tuvieran el mismo escaso eco sobre Betty y sobre Vaals, resi
dencia de los Clermont. Ante la acusación de libertino, la
noble familia optó por la solución más humillante: trasladar
al ama de llaves actual de Jacobi como objeto de sospecha.
«El hecho debía ser frecuente en la burguesía a la que per
tenecía Jacobi», escriben Booy y Mortier. Supongo que tienen
razón. Pero Jacobi quería ser auténtico. De esto no cabe duda.
Y todo este asunto debía de pesar en su historia personal,
debía de llenarlo de inquietud, zozobra y de plena conciencia
de ser un destino especial. Este tipo de acontecimientos sig
nificaba para él nuevas luchas, y por tanto nuevas dificulta
des anímicas. La revelación a Betty de las «locuras» de la ju
ventud de su marido no debió de facilitar la voluntad de Ja
cobi de encontrar en la relación con su esposa la solución
sublimada, la síntesis de pasión y virtud. Pero no le quedaba
otra solución. Ya en 1768, a poco del matrimonio, cita con
entusiasmo un poema de Rousseau que da la clave de este
proyecto, que narra la experiencia de sublimación platónica
de la pasión:
A los primeros ecos de la santa locura
mi espíritu en guardia rechaza del genio
el victorioso asalto.
Se asombra. Combate el ardor que le posee
y quisiera sacudir del demonio obsesivo
el yugo dominante.
Pero tan pronto cede ante el furor divino
reconoce al fin del Dios que le domina
la soberana ley.'
109
y todo penetrado de su virtud suprema
ya no es un mortal, sino Apolo mismo
quien habla por mi voz.
[I. 1, 56]
lio
¿Qué queda de la paz? ¿Qué quedaba de la paz de 1764
en medio de la tormenta de 1768? Nada. Jacobi estaba ahora
enfermo. La preocupación por la hipocondría es de un año
antes (28.8.1767). Pero ya no la abandonará más. La natura
leza de su enfermedad es una habitual, cotidiana, vulgar neu
rosis obsesiva. Una idea le asalta con un poder imposible de
controlar, una santa locura, decía el poema de Rousseau que
acabamos de citar; juicios e imaginaciones falsos, dice la
carta, pero nosotros recordamos el mal aparente y seductor
de La Sage. La experiencia debe enseñarle a luchar contra
ella. ¿Pero dónde está su origen? ¿Cuál es su naturaleza? Los
libros dicen que vapores, vapores malignos. Puede ser. Esto
nunca es objeto de investigación para Jacobi, ya que su padre
al prohibirle estudiar medicina, le ha prohibido tomar con
ciencia de la enfermedad. No hay textos sobre la enfermedad
porque ésta es inconfesable. Forma parte del combate obsti
nado en la oscuridad. El mundo debe saber sólo si ese com
bate se ha vencido, no la historia del mismo. Sólo tenemos
textos de cuando esta experiencia de sublimación alcanza
éxito, no de cuando fracasa; de cuando esa obsesión puede
canalizarse socialmente en alguna actividad virtuosa. Por eso
el medio de curación es hacer de este estado agudo de sensi
bilidad el momento idóneo para la lectura, para la proclama
ción de valores superiores, quizás para la escritura; «Wenn
ich andere Dichter eben so studiert, ich glaube, jezt, in mei-
nem Alter würde ich noch selbst ein Dichter» {B, I, 1, 55).
La profecía se iba a cumplir: el instinto de Jacobi le dicta
que su tranquilidad ya no pasa por integrarse en el marco
social de la familia burguesa, sino por la aceptación del papel
de poeta burgués, como actividad ideológica que le permite
la defensa de un sentimentalismo sublimador de las contra
dicciones, y que exige al mismo tiempo unos límites más am
plios de conducta justificados por la índole peculiar y aristo
crática de la naturaleza del poeta. Las relaciones burguesas
son y siguen siendo naturales, normales, y los efectos enfer
mizos que producen sobre el individuo se justifican ahora
desde la especial naturaleza de éste (¡es un poeta!) y no desde
la maldad intrínseca de aquéllas.
En 1768 empieza a tomar contacto con Wieland.^^ Su evo
lución le atrae. Un poeta siempre es un hombre a quien se le
reconoce un carácter especial, una constitución pasional pe
culiar, una naturaleza que exige leyes propias, ajenas a las
de la comunidad social, que deben ser bendecidas. El movi
111
miento de Jacobi es claro. Admira a Wieland: «Cet homme a
20 ans, prêchoit de rigorisme, se déchaînoit contre les poetes
érotiques et faisoit classer ses livres».
Pero desde hace cuatro años ha cambiado enteramente,
«il a devenu homme sage et produit les ouvrages le plus ad
mirables». No se sabe si Jacobi tenía la que sigue por una de
ellas. La traduciré:
112
Bref, ma très chère soeur, si vous êtes si délicate, il ne
faut lire que de luthériens très ortodoxes: mais malhereuse-
ment ces messieurs ne sont guère amusants. Ma femme vous
a envoyée Le Spectateur. Je ne vous répond de rien. Je ne
sais pas trop, s’il étoit presbytérien ou de la religion anglica
ne. Pour moi, quand je lis un auteur que s’égare un instant,
je lui pardonne le mauvais en faveur du bon. [I, 1, 20-21].
4. Kant
113
mienda a Wieland que reforme su Agathon, ya que la morali
dad implícita del libro, sobre todo el personaje de Hippias,
había recibido críticas duras de los berlinesesJ^ Teniendo en
cuenta lo que hemos dicho en nuestro punto anterior, era per
fectamente comprensible que Jacobi se alineara con los Aufk
lärer oficiales de Alemania. Pero que no quedaba muy con
vencido de sus demostraciones, puede confirmarlo el hecho
de que se sintiera inclinado a leer otro tipo de obras sobre el
tema, a veces de orientación muy diferente,^^ y el hecho de
que valorara mucho más la incipiente figura de Kant. Del pri
mer encuentro con los escritos del gran filósofo, Jacobi nos
ha dejado un documento expreso en David Hume (II, 184).
Este pasaje es esencial por muchas cosas. La primera porque
nos testimonia qué hacía Jacobi con sus lecturas, cómo en
tendía su formación, cuál era su método de trabajo. Esto tam
bién nos da una idea del momento en que se encontraba Ja
cobi; incapaz de decidir, consciente de su inmadurez, un poco
perplejo ante las diferentes orientaciones de su educación, in
seguro de las impresiones que esas lecturas le sugerían, bus
caba entender y comprender con relativa claridad ante todo,
simpatizar con los autores, interiorizarlos para examinar si
podía vivir con su doctrina, si efectivamente le colmaban las
dudas, si podía hacer de ellas una propiedad sobre la que
seguir construyendo. Si tuviéramos que hacer un inventario
de ese tipo de ideas en este período, seríamos muy breves y
desde luego presentaríamos un Jacobi seguro en política, eco
nomía y religión, pero no en filosofía. Por esto cuando em
pieza su relato, dice:
114
que Jacobi dice conocer: la Deutlichkeit y la Beweissgrurtd.
De la primera nos dice algo críptico: le ayudó a revelar el
secreto de su idiosincrasia (II, 184). Es difícil dotar de senti
do esta expresión. Pero afortunadamente tenemos algunas no
ticias de la época que nos ayudan a valorar el encuentro con
el escritor premiado. A Fürstenberg, después de manifestarle
que lleva doce años estudiando profundamente (estamos en
1771) esta ciencia (la metafísica), le dice:
115
analizarse hasta una experiencia interna, ¿qué quedaba de las
demostraciones de la existencia del alma o de Dios a partir
de meros conceptos? ¿Acaso no sería inevitable buscar ahora
experiencias originarias del alma o de Dios para dotar de sen
tido estos conceptos? Y si las experiencias originarias dan la
existencia de esas realidades, y si esto se produce mediante
una intuición, ¿acaso no implicaba buscar intuiciones de estas
realidades para hacerlas significativas? ¿Pero no es esta la
lógica que lleva inevitablemente al Jacobi maduro y que im
pone la primacía de la intuición sobre el pensar, común a
Kant? Ciertamente que la influencia de Kant es determinante
para la evolución del pensamiento de Jacobi, hasta una me
dida que los estudiosos han ignorado sistemáticamente.
Según el relato de Jacobi que venimos citando, a raíz de
la lectura de este ensayo de Kant, Jacobi concentra todas sus
sospechas sobre la demostración ontològica de la existencia
de Dios. Estudió la prueba con la voluntad de demostrar su
falacia, de la que quizás sospechaba hacía unos años (II, 185).
Esto le lleva a leer a Descartes, a Leibniz y Spinoza. Cuando
estudia la Ethica (en 1763) comprende con claridad «para qué
Dios valía y para cuál no» (II, 188). Esto es fundamental,
porque en este contexto significa que valía para el Dios del
que no tenemos experiencia interna, para un Dios muerto,
para el Dios del deísmo. Con esto podemos ver hasta qué
punto con la ruina de la demostración racional de la existen
cia de Dios se derrumba también la actitud deísta de Jacobi,
base de su equilibrio anterior entre razón e instinto natural.
La necesidad de posiciones diferentes, de síntesis nuevas, se
empieza a sentir desde aquí: si Dios y el alma son reales,
deben sentirse o intuirse, y por ello lo que hay que buscar en
el análisis vital es la eficacia, la presencia, el mantenimiento
y la fuerza de esos sentimientos. Jacobi experimenta así cómo
la filosofía kantiana alberga un potencial superador de la Ilus
tración francesa.
Pero lo importante es que, según el relato, Jacobi quedó
convencido de la verdad de las consecuencias que extrajo a
partir de la lectura del Preisschrift , justo a partir de la lectu
ra del pasaje de la siguiente obra de Kant reseñado en la Li-
teraturbriefe. Ello le exigió la lectura completa de la Beweiss-
grundP^ Si el principio metodológico de la Deutlichkeií amena
zaba con arruinar el racionalismo y el deísmo, la siguiente
obra cumplía la amenaza. Lo que Jacobi pudo leer de esta
obra en las Literaturbriefe se resume en los siguientes puntos:
116
1. Existencia es la posición absoluta de una cosa.
2. Es la cosa misma.
3. No debemos decir «Dios existe», sino: una cosa existe,
y es Dios.
4. Si todo lo posible exige algo real existente, debe haber
algo cuya anulación supone la anulación de cualquier
posibilidad.
5. Lo que contiene el último fundamento de una posibili
dad interna debe contener todas las cosas en general y
este fundamento no debe ser dividido entre numerosas
sustancias diferentes.
117
los particulares, con lo que podría ser referido a experiencias
originarias de las que necesariamente no habría de excluir la
naturaleza sensible. Por lo demás, también pasa a formar
parte de su arsenal filosófico definitivo la consideración me
todológica de referir todos los conceptos a una experiencia ori
ginaria, a la evidencia íntima. ¿Ese Dios se presentaba a la
evidencia interna? ¿Su alma se presentaba a la evidencia in
terna? Este es el nuevo rumbo de la filosofía de Jacobi que
se vino a asociar con su inclinación recién descubierta de ser
poeta, esto es, aquel que experimenta como manifestaciones
divinas sus propias pasiones y exige libertad a la sociedad.
Ambas tendencias son muy profundas en Jacobi y, lo que es
más importante, tienen muchas posibilidades de entrecruzar
se: porque si desea ser poeta es para escribir la experiencia
personal dolorosa de su propia realidad interna; y si busca
una filosofía es para aclarar las relaciones de Dios y del alma
con esa propia experiencia interna, evidente, pasional. Es así
como las motivaciones y las influencias culturales de Jacobi
empiezan a ordenarse y a converger. Esta convergencia será
lo que admirará Goethe cuando en 1774 se enfrentará a Jaco
bi. Pero nuestro autor todavía tenía que tomar conciencia de
que él era más fuerte que el medio cultural en que se movía,
que sólo necesitaba un estímulo cristalizador poderoso, que
la atmósfera del Rococó no le era suficiente. Ser poeta era
ahora su destino aparente. Pero no al modo de su hermano,
ni de Gleim, ni del mismo Wieland.
5. Rococó
La atmósfera cultural de la alta burguesía ennoblecida era
muy semejante en Weimar, donde vivia Wieland, que en Re-
nania. Los Gleim, G. Jacobi y el autor de Agathon conforma
ban un colegio invisible alrededor de una bandera: Empfind-
samkeit. Cuando Jacobi ve avanzar su vida sin que sus afa
nes culturales cristalicen en algo tangible, lo que se le ofrece
es enrolarse bajo esa bandera, que pronto merecerá las bur
las de los jovenes de Frankfurt. El Sturm und Drang está a
las puertas y debe surgir naturalmente con fuerza. La expe
riencia de Jacobi vista en perspectiva es la de un espejismo
una vez más. Está con los poetas del Rococó porque no tiene
otro entorno social y cultural. Pero pronto se descubrirá un
Stürmer. Estamos en 1770 y todo gira alrededor de Wieland.
118
Nicolai^^ ha estudiado bien este período y debemos seguirle
estableciendo unos puntos fundamentales. No nos van a inte
resar los aspectos formales y estilísticos de los autores de la
Empfindsamkeit. Es evidente su vinculación con una Ilustra
ción más que moderada, su deseo de «enseñar y deleitar» vol
cando sobre su poesía una concepción de la vida. El ejemplo
fundamental es el de Agathon, que desde bien pronto llama
la atención sobre Jacobi.^^ Pero es mucho más importante el
culto a la amistad, el ideal de Freundschaft expuesto en las
Cartas del mayor de los hermanos Jacobi y Gleim, como forma
de relación entre dos personas que se entregan mutuamente
a los sentimientos más profundos.^®
No se puede pensar que Jacobi coincidiera plenamente con
este círculo. La sensibilidad de nuestro autor es mucho más
fuerte que la de su hermano como para conformarse con ese
anacreontismo vulgar y mediocre, que se declara enemigo de
toda pasión y de toda gran exigencia de libertad. De ahí que,
desde el principio, Jacobi puja por llevar adelante los supues
tos de la cultura rococó, por radicalizarla criticando toda afec
tación, invención o ficción en los sentimientos.^^ Con ello te
nemos una Empfindsamkeit que ya es equívoca: a veces posee
un sentido natural, otros afectado; unas veces relajado, otras
intensísimo; en momentos saludable, en otras ocasiones en
fermizo. Estos límites son fluidos, por lo que dan lugar a los
correspondientes autoengaños. Sin duda la amistad de Jacobi
y Wieland lo fue.
Creo que han sido Booy y Mortier los que han señalado
que Empfindsamkeit posee otra ambigüedad íntima, inter
na, que apenas captan sus propios defensores; la de significar
tanto sensibilidad como sensualidad.®® El anacreontismo de
los autores da pie a ello. La poesía del Rococó valora el trans
porte ante una realidad bella. Pero en ese transporte hay una
forma de sentir placer, y no sólo un índice de sensibilidad,
de finura del alma. El poeta confesará las virtudes espiritua
les llenas de delicadeza de una dama, pero al mismo tiempo
sentirá un estremecimiento real, material, que designará como
Liebe, como afección del corazón. Recordemos la experiencia
de Jacobi ante Sophie La Roche. Pero la categoría Liebe es
igualmente ambigua: se vivirá como una pasión, pero se con
fesará como un movimiento espiritual, como un asunto del
Herz. Ciertamente que el mayor de los Jacobi, ya un respeta
ble canónigo, no se permitirá grandes pasiones. Wieland, per
fectamente consciente de quién era, dónde estaba y de qué
119
vivía, tampoco. Jacobi era un extraño entre ellos porque sí
las tenía. Pero no sabe hasta qué punto. Cuando cita alguna
poesía de su hermano o de Gleim lo hace con gusto. Sin duda
forma parte de la historia de la cultura, parte triste de la his
toria de la cultura, saber que Jacobi disfrutaba con esperpen
tos como éste:
120
Jacobi allein zu lesen» {B, I, 1, 85). Sin duda, también esto
era ejercitar el ideal de Freundschaft. Pero en modo alguno
eran estas las vivencias que podían curar a Jacobi de su hi
pocondría. Su instinto, por hablar con él, su insatisfacción,
apuntaba hacia el más importante de los poetas alemanes del
momento: Wieland.
Dentro del contexto de la relación .con Wieland, iniciada
alrededor de 1770, hay que destacar el creciente desequilibrio
de Jacobi: la conciencia de enfermedad aumenta en nuestro
hombre, y con ella la necesidad de curación y de compren
sión. La carta al poeta de 27 de mayo de 1771 tiene realmen
te acentos dramáticos: «Usted se lamenta querido hermano
de que vive en un movimiento perpetuo, como un círculo; a
mí no me va mejor. Ando de un rincón a otro y desde hace
diez días no he podido leer ni unas páginas, ni mucho menos
pensar. Ni siquiera estoy tranquilo el tiempo de comer al me
diodía. Como me levanto a las cinco de la mañana, tendría
que coger la pluma y debería dejarla sólo a la tarde. Mi in
tranquilidad llega hasta la desesperación. [...] Hoy estoy de
masiado hipocondríaco hasta el punto de que cualquier He-
gesias tendría poco trabajo en rebanarme el cuello».
Neurosis obsesiva en 1768, neurosis depresiva en 1771. Ja
cobi cree con razón que es la misma enfermedad, y desde
luego cree que se sigue debiendo a los vapores. Pero de hecho
sufre. A Fürstenberg le dice:
121
dieser Zeit wieder zu mir selbst zu kommen] y ser capaz de
poder escribirle el próximo martes [AB, I, 30-31].
122
Placer y tristeza ante el recuerdo de la libertad pasada.
Esa es la expresión más simple de la melancolía, madre de
la hipocondría, madre de la neurosis, madre de la infelicidad
de Jacobi. Madre también del pensamiento.
Su consciencia de la infelicidad todavía se profundiza con
la conciencia de lo que le hace feliz. No repetiré el encuentro
con La Roche, la dulce agitación del corazón que sentía con
forme se aproximaba el tiempo del encuentro (AB, 1, 37). Pero
sí que merece la pena fijarnos en la reflexión que hace Jacobi
sobre lo que siente, en cómo lo nombra. Porque aquí vemos
cómo Jacobi utiliza la cultura del Rococó y cómo se introdu
ce en el equívoco de considerarse uno más del grupo, siendo
así que él jugaba mucho más fuerte. La palabra para el sen
timiento que le produce La Roche es Zärtlichkeit. De él dice
en buen kantiano que es un sentimiento autónomo, no anali
zable, una experiencia originaria. Pero también es una expe
riencia metafísica. Como tal es difícil de traducir. Forma parte
de la jerga de los enamorados; ternura, cariño, afecto, todo
eso. Pero es algo más: al menos Jacobi siente más que eso.
Veamos lo que quiere decir:
Pues cuando reunifica todos los demás sentimientos en
un solo sentido, y éste por una vez parece conmovido por
toda la creación, entonces, este disfrute inmediato, que es cier
tamente el más grande que se puede pensar, queda esencial
mente caracterizado por aquel sentimiento indescriptible que
supera a todos los demás en dicha, y que llamamos amor
[Zärtlichkeit] [AB. I, 400-401
123
la emplea en otro sentido: toda su persona está en juego. La
experiencia es metafísica en el sentido de que es curativa. En
ella está implicada su conciencia de salvación personal total,
de redención, tal y como sucederá en el teatro de Schiller.
Produce en él cierto íntimo sentimiento de que la creación es
acogedora, de que su dolor va a encontrar calma; su pasión,
respuesta: su personalidad, otro tú. Por eso Jacobi no sepa
ra, como el obsceno Gleim, el amor de la cabeza, el cuerpo
del alma: el amor reúne todos los sentidos, cura, reconforta,
aleja la melancolía y la hipocondría. Ese sentimiento de aco
gida que nos dispensa el mundo vía otra persona es la Zärt
lichkeit. Esto no es nada rococó. Es antes bien algo nuevo,
inventado o sentido por Jacobi por primera vez en alemán,
en ese mundo burgués extraño y negador: a pesar de toda la
nada, por el amor, la tierra se torna habitable.
Por eso en alemán y para Jacobi, la Zärtlichkeit lleva con
sigo una palabra hermana: Sympathie. Antes de la experien
cia de La Roche, Jacobi no ha sentido nunca esto, o al menos
hasta el grado de hacerle feliz. No hay que engañarse. Tam
poco con B e t t y . Economía, negocio, comercio, trato, fami
lia, todo eso queda demasiado cerca. La simpatía a la que se
refiere Jacobi es una experiencia total, de reconocimiento de
un tú que también queda salvado, curado, mejorado por él,
en cuya compañía nos disponemos a mirar el mundo entero
y nuestra propia realidad como hábitat natural. Frente a esta
experiencia, la vida anterior parece cosa de fruslería (Tand)
y su recuerdo desaparece insignificante. El resultado de esta
nueva relación viene expresado por otra palabra: Freund
schaft, amistad en el sentido de transparencia total de cada
una de las realidades personales en juego, de compromiso
mutuo de sinceridad, de anulación de las diferencias perso
nales y de reencuentro en esta confusión. Y cuando el amor
por Sophie pasa, Jacobi siente esto mismo con Wieland:
124
pió despliegue personal necesitara antes de una disolución,
de una ruptura definitiva con el pasado, como si su propia
historia personal hasta la fecha fuera su mayor enemigo, in
capaz de integrarse en un todo armonioso. Sólo la elimina
ción total de la batalla vivida, el sentimiento de sentirse des
cansar en el otro, le da ánimos y fuerzas para continuar su
formación, paradójicamente, como veremos, en rebelión con
tra los defectos de ese otro que le acoge. Forma parte de los
espejismos de la especie humana considerar y ansiar desde
la enfermedad un medio milagroso para una curación impo
sible. Este es el mecanismo de la superstición, del entusias
mo, y Jacobi lo empleó como nadie. Pero si él sentía que las
nuevas relaciones le hacían feliz, también podía suponer que
la curación era posible por ahí. De hecho no era así.
La acumulación de afectividad no entregada, de reconoci
miento no dado ni recogido, de pasión no desplegada, de mo
mentos en que el mundo es extraño y nosotros con él, exige
momentos de sensibilidad, afectividad, pasión, simpatía y ne
cesidad de reconocimiento desbordados y desmedidos. Ambas
son las caras de la misma moneda, como lo descubrirá Schi-
11er: la depresión es la otra cara de la manía. Para sentir lo
que siente delante de La Roche, Jacobi tiene que recibir mu
chas visitas de negocios; para sentirse alguien debatiendo pro
blemas poéticos con Wieland o metafísicos con Kant, Jacobi
tiene que hacer muchos cálculos de ganancias; para concen
trar su simpatía sobre alguien, tiene que recordar muchas
veces el engaño a su esposa, la ocultación de su hijo, los tra
tos de matrimonio, las relaciones con el padre, las humilla
ciones recibidas. Sólo entonces, cuando su energía personal
naufrague, sentirá lo que llama sentimiento indescriptible de
amistad, amor, simpatía. Estos encuentros son efectivos en
la misma medida en que son temporales y pasajeros, justo a
la medida de mantenerse en una carta, de hilar correspon
dencia. Significan también una moderna economía de super
vivencia, no una economía higiénica. Son otros tantos espe
jismos donde concentrar las expectativas vitales, que entra
rán en crisis con el tiempo, más o menos b r e v e . P e r o lo
que Jacobi pone en ellos, siente en ellos, aunque objetivamen
te ilusorio y aparente, es algo subjetivamente distinto. Es vivir
por primera vez lo que se le ha negado. Comprende que su
ansiedad y nerviosismo, su enfermedad, responde y obedece
a que hay personas que sin saberlo le llaman, le atraen, col
man su instinto, le buscan para llevarlo hacia una vida más
125
noble que la de comerciante. La comprensión de su ansiedad
como un dictado del instinto que le lleva a los objetos real
mente existentes, todavía no conocidos, pero con capacidad
de hacerle feliz, esta comprensión o interpretación de la en
fermedad, digo, es la clave para entender la propia vida como
destino y dialéctica, es la convicción básica que caracteriza
como necesaria la infelicidad presente, la mistifica y la hace
sublime. Es así como esta dialéctica de la enfermedad y de
la exaltación le llevará poco a poco a quemar diferentes esta
dios de su historia personal, que ya estaban apuntados en el
capítulo anterior sobre la experiencia filosófica. Es justo todo
esto lo que hace caer a Jacobi en la trampa de que su exis
tencia propia es la típica de un filósofo. Pero Jacobi no ve
ambos polos, enfermedad y exaltación, como causa y efecto,
como compañeros, como una misma enfermedad —ahora ni
hilismo ahora idealismo místico— de los tiempos de la divi
sión del trabajo burgués, de la escisión del Yo entre el co
merciante y el espíritu vital,*® sino como enfermedad y cura
ción. Es así como el nihilismo sólo podrá curarse con el
idealismo,y la burguesía, con la especulación.Todo esto queda
claro en una carta de Jacobi a Wieland;
Y ahora la solución:
126
La tragedia de Jacobi en todas estas ca rta s es que se cree
com prendido. P ensaba que el am biente rococó perm itía ese
fuego, esa fuerza, esa experiencia del am or total entre los hom
bres. Todo ello era fruto de su ilusión de que su sociedad
perm itía u na gran pasión espiritual por el m ero hecho de que
no im plicaba relación cam al. W ieland retrocedió asustado sin
entender el papel que ju g ab a en la vida de Jacobi. Éste se
sentía legitim ado porque, en su platonism o radical, toda rela
ción pasional p uram ente intelectual era virtuosa, síntom a de
un alm a noble, de fuego, etérea. Al poner el enemigo en la
carne, al creer que esto es lo que rom pe el m arco de sus pre
juicios asum idos, Jacobi no ve problem a de aceptación de su
conducta. Desconoce que la esencia de la represión burguesa
atenta contra la pasión, no contra la pasión carnal fundam en
talm ente, sino contra to d a conducta pasional. Goethe lo com
prendió perfectam ente, porque entendió desde siempre, desde
su panteísm o, que toda pasión es n atu ral, es m aterial, sensi
ble, tam bién carnal, y antib u rg u esa. Por eso Jacobi no en
tiende por qué su conducta va a ser incom prendida: porque
ignora que su propio m arco social no se cree el platonism o
de la existencia de pasiones inteligibles, porque el m undo b u r
gués sí que ve detrás de cada pasión un cuerpo y por eso
detesta toda pasión excepto la form adora de capital, la p a
sión de la abstracción perfecta, el idealismo sin carne, el único
no peligroso. Jacobi cree que su am or por Wieland®^ es acep
table porque es virtuoso, inteligible. Desconoce que es m aldi
to no porque sea en el fondo carnal o deje de serlo, sino por
que lo que no está perm itido es am ar a un objeto sobre la
tierra «aus alle Kräfte», porque no está perm itida «eine grös
sere Glückseligkeit auf Erden». Que su am or por W ieland sea
con to d as sus fuerzas, eso es lo dem oníaco e inaceptable.
No es difícil sospechar entonces que las relaciones con el
am biente rococó en tra ra n pronto en crisis. La últim a carta
de Jacobi a W ieland es interesan tísim a precisam ente porque
no se conoce. Sólo se sabe que se m encionaba la carta 54 de
la Nueva Eloísa.^^ La pérdida de la carta puede suplirse desde
una lectura de la o bra de Rousseau, ju sto desde ese pasaje
que se m encionaba. Lo de m enos es que Jacobi citara un p a
saje u otro. La cuestión es que W ieland podía leer la carta de
la novela y que lo que allí leía se aproxim aba a lo que Jacobi
quería decirle. Que Jacobi se identificara con esta carta: esto
es lo desvelador. El personaje de la Nueva Eloísa escribe a
Julia. El prim er párrafo n a rra la sensación de e n trar en el
127
despacho p ara escribir. P ara el que escribe, ese despacho es
un asilo, un san tu ario al que le guían los pasos del am or,
«lieu ch arm an t, lieu fortuné», testim onio de la constancia in
m ortal de los sentim ientos. Es la recám ara, el otro m undo, la
división del trabajo, allí donde no hay visitas p ara vender gé
neros de punto. Jacobi en tra en su despacho, se aleja del ne
gocio, el ruido, los núm eros y la fam ilia. ¡Va a am ar!
128
Rousseau, pero Jacobi cree que él, como buen literato, lo en
tenderá. No sabe que W ieland tam bién tiene su doble yo: el
de su oficio y el de hom bre y que el literato es el -oficio, no el
hom bre. Ahí reside la diferencia en la concepción de la litera
tura: W ieland escribe de oficio y recibe las c artas como hom
bre privado; Jacobi es com erciante de oficio, como hom bre
privado, y hace literatu ra com o hom bre real, entero. No se
pueden entender:
129
siasmo.^"' D entro de estos detalles a perfeccionar estaba la fi
losofía m oral y religiosa de la obra. Y éste precisam ente es
nuestro tem a, porque nos va a d a r una idea m uy clara de lo
que pen sab a Jacobi en 1772-1774, antes de escribir A llw ill y
de conocer a Goethe.
En este sentido habíam os dejado a Jacobi refinando su
deísm o a p artir de su lectura de la filosofía de Kant. Fruto
de esta lectura fue el estudio de Spinoza, de D escartes, la
aceptación del criterio de intuición como verdad de los con
ceptos m etafísicos en tan to que por ella se p resenta una evi
dencia interna. Tam bién describim os en él una posición moral
b a sa d a en toda negación del m aterialism o y del egoísm o
m oral. Veamos cómo defiende y profundiza estas posiciones
en la correspondencia con W ieland en tre agosto y noviem
bre de 1772. El m otivo de esta correspondencia era un p asa
je donde A gathon es derrotado dialécticam ente por H ippias y
donde aquél defendía u na m oral no específicam ente cristiana
b asad a en Sócrates y Confucio {AB, I, 81). Este pasaje hacía
a Jacobi tem er el juicio de Lessing y M endelssonh {AB, I,
83). Es difícil hom ogeneizar los pasajes que cita Jacobi por
que es difícil en co n trar la prim era edición de Agathon y no
corresponden con los de la Sam m liche Werke.^^ En todo caso
el prim er pun to es el de la dem ostración de la existencia de
Dios. A gathon se lim ita a defender su creencia en Él de una
m anera que Jacobi juzga problem ática;
130
entendimiento rechaza este pensamiento como el absurdo más
evidente. Tengo que aceptar algo estable; antes del primer
movimiento una causa del movimiento que es algo completa
mente distinto de él. Todo lo que se puede objetar contra esa
primera causa, p.ej. por qué no ordenó el mundo antes o des
pués, acaba en la incomprensibilidad, pero no hace absurda
la idea de su existencia. No sabemos nada de la naturaleza
de un ser infinito, pero sabemos que ningún ser finito puede
ser eterno e infinito. Que la primera causa tiene que ser ra
cional se puede demostrar desde el hecho de que existen seres
racionales, «ex nihilo nihil». La primera causa tiene que ser
también ilimitada en sus propiedades, no puede existir un
tiempo ajeno a ella por el que sólo hubiera 10 o 15 grados de
una cierta realidad. Lo repito; no sé absolutamente nada de
la naturaleza de ese ser; no comprendo cómo un ser omnipo
tente puede tener la voluntad de producir algo; pero tengo
que aceptar su existencia o desterrar todos los fundamentos
del conocimiento de la verdad, todas las leyes del pensar. [...]
Tiene algo de chocante que usted quiera demostrar la necesi
dad de la doctrina de Dios sólo desde la moral y la política
[AB. I, 72-74].
131
pensam iento de la nada de lo finito que nunca puede llegar a
la estabilidad, al ser, alojado necesariam ente en ese eterno
devenir. Pero antes de todo esto ha esbozado una prueba su b
sidiaria: consiste en perfeccionar la propia idea que establece
W ieland sobre la dem ostración efectiva de la existencia de
Dios. El error del au to r es ju stam en te no g u ard ar el parale
lism o entre «Veo el sol, existe el sol», «Me siento, existo»,
«Pienso Dios, existe», porque W ieland in terp reta la noción de
E m p fin d u n g en este ú ltim o caso com o «tengo n ecesidad
de Dios». Es evidente que necesito cosas que no existen, pero
siem pre veo cosas que existen. Si «pensar Dios» fuera algo
sem ejante a «ver a Dios» la p rueba estaría hecha. Desde aquí
se form ará la noción de intuición propia de Jacobi.
Como W ieland va a establecer una prueba m oral-política
de Dios, sólo tiene que d em o strar que un orden político esta
ble necesita de Dios. Pero Jacobi quiere una dem ostración de
la existencia de Dios, no de la necesidad de que Dios exista
para el hom bre. Como es evidente, esta crítica se proyectará
tam bién contra el K ant de los Postulados. La cuestión está
en este m om ento en que el órgano de ver a Dios, de tener la
experiencia originaria o intuitiva de Dios, es el pensar. Luego
el paralelism o es «Veo el sol, me siento a mí mismo, pienso,
siento a Dios, luego existen». ¿Por qué salta Jacobi por enci
m a de D escartes? Porque el racio n alista p arte de «Pienso,
luego existo» y pretende llegar a Dios m ediante razonam ien
tos circulares, ya que puede p en sar incorrectam ente. Pero yo
me siento tan inm ediatam ente como las cosas externas y aquí
no puedo e star equivocado. Desde la evidencia de las cosas
externas e in tern as y sobre esta evidencia, el p ensar puede
alcanzar la suya; no a la inversa. La cuestión es que este p a
ralelism o entre intuiciones —ahora bajo el nom bre de E m p
fin d u n g e n — y ese p en sar de Dios como presencia inm ediata
de su existencia, es absolutam ente cercano de la posición de
finitiva de J a c o b i . P e r o lo curioso es que lo que entrelaza
am b as prueb as es la necesidad de d em o strar la im posibili
dad de la creación desde un núm ero infinito de ju g ad as apro-
xim ativas. Repárese: Jacobi dem uestra la im posibilidad de ex
plicar así la creación porque de esta m anera no llegam os a
ningún p unto últim o. E sto es com ún con su posición definiti
va. En todo caso es diferente ahora la consideración de esta
im posibilidad com o u na evidencia a favor de la tesis contra
ria —de que la creación tiene un punto fijo—, y por tanto
una im p o sib ilid ad explicativa nos d escu b re la evidencia a
132
favor de la tesis contraria. La esencia de la filosofía definiti
va del pensam iento de Jacobi consiste en m antener que esa
im posibilidad de explicar la creación m ediante una proyección
indefinida de ju g ad as aproxim ativas to d as ellas finitas, es la
esencia del entendim iento y del conocim iento hum ano; que
por tan to indica la im posibilidad de la com prensión racional
de la creación y señala como única alternativa el salto m ortal
a la fe. Por cierto, ésta no será sino la prim era opción, la
opción de W ieland convenientem ente reform ada, en tanto que
la fe es la intuición inm ediata de la existencia de Dios; intui
ción que está en la base de todo pensam iento de Dios.
La clave está aquí, como el lector se dará cuenta, en el ex
nihilo nihil. Si efectivam ente todo lo finito tiene un comienzo,
por vía de la razón todo lo finito debe tener u na causa y, por
tanto, todo lo finito desem boca en lo infinito, tal y como que
ría K ant en el punto 5 de la p aráfrasis de la B ew eissgrund,
antes citado. La dialéctica de lo finito y lo infinito llevaba, a
poco que se pen sara, al panteísm o de Spinoza como única
visión racional de la divinidad. Pero ya en este estado de su
pensam iento hay en Jacobi elem entos altam ente contradicto
rios. Dios como infinito tiene todas las propiedades (infinitos
atrib u to s en Spinoza) en infinitos grados. Y sin em bargo J a
cobi afirm a que no sabem os nada de su naturaleza. Es una
«X» que existe, pero que es desconocida. Jacobi tenía, pues,
elem entos m uy profundos p ara asociar el modelo de la su s
tancia espinosiana y el objeto transcendental k a n t i a n o .P e r o
aún qued ará m ucho p a ra que Jacobi purifique sus posicio
nes. Lo que nos interesa a nosotros, sin em bargo, serán los
motivos por los que Jacobi lleve adelante este proceso.
Lo que m ás sorprende es que en 1773, ap en as después de
esta correspondencia con W ieland, Jacobi ya considera públi
cam ente la filosofía de Spinoza com o un ateísm o, diciendo de
su au to r que, aun p artien d o de tales principios, es el que
mejor ha razonado,’®desprestigiando el juicio de Bayle. ¿Tiene
Jacobi otra opinión privada sobre Spinoza? Según el pasaje
de las c artas donde h ab lab a del Agathon hay que sospechar
que sí y que como p ara m uchos otros grandes filósofos de la
época, su Dios era espinosiano, siendo perfectam ente cons
ciente de que la religión ortodoxa no reconocía a ese Dios
como tal, por lo que públicam ente llam a ateo al espinosista.
Pero en todo caso el «ateo» Spinoza no puede confundirse con
el negador de Dios, el que pretende levantar razonam ientos
frente a Él, con el m aterialista. Éste, en el fondo, es m ás cré-
133
dulo y confiado que el creyente. En un texto de un pequeño
trabajo, titulado Briefe über die Recherches philosophiques sur
les Egiptiens et les Chinois par M. de Pauw, se dice:
134
dad. Aceptar esa posición teórica, indem ostrable como tal, exi
gía m ucha m ás credibilidad que acep tar la contraria. De ahí
que Jacobi anuncie su paradoja, pues el ateo tendría realm en
te que o to rg a r co nfianza a u n a proposición o b jetivam ente
m ucho m enos creíble. Pero lo que queda perfectam ente claro
ya es que en esta época Jacobi piensa que su afirm ación de
la necesidad de acep tar la creación desde el Ser racional infi
nito, tiene u na base com plem entaria en la referencia a una
vivencia de esa existencia com o algo inm ediato que, por lo
dem ás, salva el problem a de su experiencia terrible personal
de la nada.
P ara c e n tra r un poco m ás esta posición, que es desde
luego el m ism o problem a de identificar la relación de Jacobi
con Spinoza antes de la década de los ochenta, podem os re
ferirnos a otro texto olvidado, de 1777, Sobre el derecho y la
fuerza. Jacobi alinea Spinoza con W ieland, com o el m ás co
herente rep resen tan te de la posición que ataca (VI, 439). En
Spinoza, el derecho de fuerza es el derecho de la naturaleza
{Recht der N atur). Su ley es la de su propio poder:
135
parte coherentem ente de su posición (naturaleza = fuerza =
derecho) llega necesariam ente a la de Jacobi (la razón tiene
que in fu n d ir el derecho). Así se llega a una situación en
la que todos «wie es d as gem eine Beste verlangt, gern oder
ungern, freiwilling oder gezwungen, nach den Vorschriften der
V ernunft d u rchaus handeln m üssen» (VI, 444). Así surge una
legitim ación del poder, pero desde lo que es el bien com ún
—cosa que Jacobi conoce perfectam ente—, m ientras que Wie-
land, desde su argum entación no conoce sino una legitim a
ción por usurpación (VI, 445). Spinoza llega al ideal de una
m onarquía apoyada por los rep resen tan tes burgueses; Wie-
land a la m onarquía p ru sian a (VI, 446).
R esulta im posible p en sar que Spinoza es un perro m uerto
para Jacobi en la década de los setenta. Es im posible olvidar
que fue él quien m otivó a Goethe a su estudio en su prim er
encuentro de 1774; es sensato concluir que Jacobi veía una
extraordinaria coherencia entre Spinoza y K ant en 1772-1774;
es sensato m antener que su Dios le parecía el m ism o y que
en cierta m edida era el suyo. Es realm en te ex trao rd in ario
m irar la evolución de Jacobi desde estas conclusiones. Sin em
bargo, hay un pun to en el que deseo in sistir y que es funda
m ental. Si los hom bres siguen su n aturaleza instintiva, cier
tam ente serán desgraciados porque el instinto es ciego. Pero
es la propia n aturaleza la que, llevando a los hom bres a un
callejón sin salida, les pone delante de los ojos tam bién la
salvación. La razón es un instru m en to n atu ral y form a parte
del despliegue de la naturaleza instintiva. Verra ha dicho que
la idea de naturaleza en Jacobi es la de D’H olbach. No siem
pre. Ahora es la idea de Spinoza: n aturaleza como fuerza or
denadora intrínseca que nos hace p a sa r desde el desorden al
instinto del orden. Sólo será la naturaleza de D’H olbach, el
reino indefinido del m ecanicism o, cuando la posibilidad de la
acción libre no pueda ser objeto de la razón, sino de una fe,
porque entonces lo único que dicta la razón es precisam ente
ese reino de lo indefinido finito, el reino de la naturaleza de
D’H olbach. Pero p ara eso ten d rían que p a sa r dos cosas: pri
mero, desesp erar del poder orden ad o r de la razón propia de
la naturaleza, esto es, de la viabilidad de salvación personal
entregándose a ella, porque su dinám ica en este terreno de
generará en un despliegue de deseos que se descubren infini
tos y nunca satisfechos —exactam ente igual que se descubre
indefinida la cadena causal de las criatu ras fin itas—; y, se
gundo, que K ant dem uestre que la n aturaleza —y la razón —
136
es un ám bito de causalidad igualm ente indefinida en la que
ese m om ento prim ero de la creación por la que un ser infini
to produce un ser finito no es representable. Ju sto entonces
Spinoza será inm antenible; cuando la n aturaleza externa y la
n atu rale z a in tern a, objetiva y perso n al, coincidan en una
m ism a posición; la indefinición del devenir continuo sin p rin
cipio, sin form a, y sin posibilidad de obtenerlo de m anera in
m anente a ella, la negación incluso de la dem ostración a pos
teriori de la existencia de Dios y la negación de la pasión n a
tural del poeta como vehículo de curación y como base de la
razón. En a m b a s facetas (ex tern a e in te rn a ), la solución
com ún y paralela para la com prensión del m undo y del Yo
será la fe.
¿Pero es que Jacobi pensó en algún m om ento entregarse
a la naturaleza, salvarse en ella, seguir a nivel personal lo
que a nivel político tenía tan claro, confiarse a su poder or
denador? C iertam ente. Su am or por W ieland lo entendía J a
cobi como expresión de su naturaleza, com o liberación de su
naturaleza y confianza en ella. Es lo de m enos que objetiva
mente esa naturaleza fuera su constitución pasional tal y como
quedó conform ada d esp u és de represiones y hum illaciones.
El hecho es que sólo dan d o satisfacción a eso que llam aba
su natu raleza entendía que podía en co n trar un cam ino fren
te a la enferm edad. Pero al acceder a esos sentim ientos, al
querer dejarlos libres, Jacobi tenía plena conciencia de que
e sta b a diciendo «no» a u n a rep resió n h a b itu a l en él y en
su entorno, que esta b a negando la negación. El d ram a del
hom bre burgués, em bebido en los deberes de la relación pro
ductiva, en el que el estad o h ab itu al es el de anulación p a
sional, p ara quien la liberación sólo puede ser negación de
la negación, pero no u n a expresión in m e d ia ta y dichosa.
C onfundir n atu raleza con lo resu ltan te de un com plejo m e
canism o de lucha y dolor es ciertam ente un espejism o. Sería
tam bién un espejism o p e n sa r que la n atu raleza es algo dife
rente a u n a re su lta n te ; pero p o d ríam o s d e se a r a p e sa r de
todo que debería ser una resu ltan te de u na p rehistoria y una
historia p ersonal de placer, u na afirm ación de afirm aciones.
C iertam ente que esto debería alterar toda n u estra pedagogía.
E ntregarse a la n atu raleza en el gabinete, solo, escribiendo
cartas, ju g an d o en la tra stie n d a con nom bres conocidos, nos
parece u na ilusión. Pero Jacobi vivía en ella com o «su n a tu
raleza» y no lo sentía.
Testim onio de esta entrega a la naturaleza es una de las
137
p rim eras c a rta s a La Roche. Pero tam b ién en las c a rta s a
W ieland se r a s t r e a . A n a l i c e m o s la p rim era m encionada:
138
do del que pudo leer en K ant: de la intuición, de la presencia
inm ediata de lo real. Pero de aquí al genio como órgano de
la natu raleza no hay sino un paso. Y no hay que olvidar que
en todo el ideal de la E m p fin d sa m keit subyace un aristocra-
tismo, una idea de naturaleza mejor, que cuadra perfectam en
te con el ideal del genio.
Así pues, el genio se expresa m ediante pasiones fuertes.
Y Jacobi cree tenerlas. No es de ex trañ ar que a veces se sien
ta relativam ente f e l i z , e n la prim avera de su alm a (no dice
nada de la estación por la que atraviesa su persona total).
Jacobi tiene apenas trein ta años y puede decirle cosas como
éstas a Sophie La Roche.
139
imposible permanecer virtuoso cuando no ayudan las circuns
tancias externas, por lo que mi esfuerzo fundamental va en
este sentido a lograr que los intereses de mi mejor Yo no cai
gan en colisión fuerte y plural como los intereses de mi Yo
inferior, a hacerme una forma de vida igualmente prescrita y
agradable con la que, por una mediación socrática, mis sen
tidos se mantengan sanos, mi entendimiento lúcido y mi vo
luntad libre. Mientras permanezca en este sistema, el exten
so mundo estará abierto para mí en acontecimientos con
trapuestos para buscar y encontrar consuelo en él [^45, I,
85-86],
140
E stos son los elem entos del equilibrio: principios que se
im ponen, siguiendo la filosofía de la D eutlichkeit, por intui
ción y que m u estran su juego com o guías inm utables de la
conducta. De ellos resulta la convicción en una naturaleza su
perior que hay que seguir, que hay que potenciar con senti
m ientos fuertes. Pero estos sentim ientos no son pasivos, no
los producen los objetos, las cosas, los fenóm enos, las perso
nas enteras, sino el espíritu en ellas. Son actividad, no p asi
vidad, porque suponen desprenderse de las autén ticas pasio
nes que las cosas externas nos producen, de ese trügerischer
G ennus que denunciaba en el texto anterior. Pero justo en
este ejercicio de fortalecim iento de la naturaleza superior, el
corazón —el órgano que puede a m a r tan to a lo inferior como
a lo su p e rio r— se purifica. Y todo esto dentro de una dialéc
tica hacia el perfeccionam iento de raíz estoica-platónica, per
fectam ente coherente en últim a instancia con el espinosism o,
que tam bién busca recorrer los grados de conocim iento h asta
apro p iarse de la idea en un conocim iento intuitivo. Por lo
tanto, y dentro de la órbita del rococó, Jacobi está haciendo
filosofía cuya única m isión era interpretar su propia experien
cia perso n al, com o una dialéctica de perfección que en el
fondo era un proceso de separación, descubrim iento y cons
trucción de un Yo superior.
Pero a veces Jacobi no ve tan claro su com bate. Esto es
esencial al hecho m ism o de com batir por un equilibrio perso
nal, sobre la base de estos elem entos. Cuando se siente incli
nado a escribir algo original, propio, filosófico, e stará en re
lación con lo que hem os descrito p árrafos arrib a. En 1771 su
proyecto es u na filosofía de la ilusión, aún relacionado con el
problem a del bien aparen te de las ca rta s a Le Sage y que
tenem os que poner en relación con dos textos m ás, que nos
van a servir para concluir este capítulo y que nos van a poner
en condiciones de entender el p unto de p artid a del siguiente.
¿Qué im plica una filosofía de la ilusión? Ante todo una filo
sofía en la que se describa el m ecanism o por el que algo nos
parece verdad. E ste m ecanism o es fundam ental para explicar
toda evolución personal: los hom bres ad o p tan u na serie de
norm as o creencias que les parecen verdad y que en el nivel
superior de evolución personal perciben y valoran como fal
sedades. ¿De qué depende esto? Recordem os el pasaje sobre
el genio que cité antes. E ste es el que conoce la verdad y el
que la enseña porque la siente. ¿Pero qué es lo que siente?
F undam entalm ente principios con los que alu m b ra el com ba-
141
te de la existencia h um ana. Así pues, un tratad o de la ilusión
es inevitablem ente un tratad o sobre el genio. Esa era la am
bigüedad de Jacobi: cuando se siente fuerte en sus principios
debe escribir un tratad o sobre el genio; cuando se encuentra
débil debe escribir el m ism o tratad o , pero ahora sobre la ilu
sión. ¿De qué depende? L iteralm ente sólo de una cosa: de
tener o no tener una naturaleza definida y reconocida. C uan
do esta últim a no se presenta, entonces Jacobi «juega al al
quim ista» m oral y puede escribir un tratad o sobre «gem ein
nützige N achriften, w elche n u r ein N arr zu entdecken fähig
war» {AB, I, 89). Pero o tras veces su h istoria personal no es
la de un loco, no es un caos. Este bello texto lo manifiesta:*®^
142
NOTAS
143
ha hablado de carácter femenino de Jacobi. El reconocimiento no es
ni masculino ni femenino; es desmedido en su afán o no, y esto a
su vez, proporcional a su disfrute o a su negación. Lo que nos rubo
riza de Jacobi es esa necesidad de proyectar sobre toda relación hu
mana su necesidad de reconocimiento, no el que para eso emplee
armas especiales.
10. Esta carta aparece en AB, I, pero justo sin el texto que diri
gido al conde Chotek, el 16.6.1771, vamos a transcribir. El amigo
Roth debía considerarlo excesivo para el recuerdo de la familia. La
moderna edición de la Briefwechsel lo incluye entero en I, 1, 110. El
pasaje final, cuando Wieland y La Roche se vuelven a ver —des
pués de haberse separado un tiempo—, también es extraordinaria
mente significativo, aunque esta vez Roth no lo consideró censura
ble: «Ninguno de los que estábamos de pie pudo reprimir las lágri
mas: a mí me corrían mejillas abajo, me desplomaba, estaba fuera
de mí y no sabía decir hasta el día de hoy cómo acabó esta escena
y cómo es que entramos todos juntos en la sala» {ibíd., 113).
11. El otro pasaje sintomático es de 1780 a Heinse {AB, I, 2,
205), y es mucho más breve. Jacobi narra su experiencia del viaje a
Hamburgo donde conoce a Claudius, Stolberg, Klopstock, etc. Pero
entre todas recuerda a una muchacha de diecisiete años llamada
Hannchen, parecida en gestos y forma a lady Eleonore, pero infini
tamente más bella, dice Jacobi, <(y tan llena de espíritu, tan llena de
graciosa dignidad que por ella no perdería desgraciadamente los sen
tidos, pero desde luego sí, ¡ay dolor!, mi pobre corazón [die Sinne
leider nicht, sondern abermals, o Weh!, mein armes Herz ver/orj».
Jacobi no se permite perder los sentidos; sólo el corazón, dar curso
a ese Liebe tan absolutamente confuso de la época que no hace sino
esconder impotencia y miedo a perderse realmente en conductas no
reconocidas socialmente.
12. Ciertamente que no es todavía una experiencia religiosa ex
plícita. Pero de hecho, y manteniendo esta misma estructura de ex
periencia, Jacobi desembocará pronto en la evidencia de que su
experiencia sólo puede comprenderse como auténticamente cristiana.
De su problema indudablemente quiere hacer su esencia, de su anu
lación, su realidad; de su muerte, su vida. Esta es la experiencia del
bautismo, del renacer al hombre nuevo, que es íntimamente cristia
na.
13. Cf. Lettres inédites, p. 32, donde se retrata al joven Jacobi y
donde se defiende que la inclinación religiosa de Jacobi no es sino
una resultante. La sugerencia es correcta.
14. Jacobi ha sentido perfectamente esta escisión entre comer
ciante y hombre, entre el Jacobi burgués y el verdadero Jacobi. Cf. la
correspondencia con Rey, Lettres inédites, p. 134. El tema del doble
sujeto en el hombre es también bastante recurrente en la correspon
dencia con Wieland.
15. Cf. Das Haus Jacobi, p. 19: Zierngiebd, pp. 6 y ss.
144
16. Id., p. 6.
17. Cf. David Hume. II. 180.
18. Cf. la monografía de Isenberg sobre la influencia de Bonnet
sobre Jacobi. También Lettres inédites, p. 20.
19. Cf. B, I, 1, 6-7, acerca de su interés sobre Rousseau.
20. Sobre el medio cultural de Jacobi en Ginebra, cf. H.A.
Schmidt, pp. 217-218, aunque algunas de sus observaciones tendrían
que ser matizadas, en el sentido de que Jacobi reunía un conoci
miento de los tres grandes pensamientos europeos; el inglés de Bacon
y del sensualismo moral, el de la escuela de Leibniz y Wolff y el
materialista y racionalista de la Enciclopedia. No se da una influen
cia convergente de estas escuelas, sino solamente sucesiva. Como ve
remos, en cierta medida mi trabajo propone una sedación de esa
influencia, en la que desde luego la peor parte corresponde al pen
samiento empirista inglés, cuya influencia es más bien superficial e
incluso se podría decir que deshonesta.
21. La ansiedad de Jacobi por saber cosas relacionadas con Rous
seau se deja traslucir en las cartas a Rey, donde toma además claro
partido en favor del ginebrino contra Hume (B, I, 1, 32, 39). El es
cocés es un pseudofilósofo. Cuando pasan unos meses sin noticias
de Ginebra, a Jacobi le parece un tiempo infinito {B, I, 1, 40).
22. Así en (fi, I, 1, 39) exige que publiquen la memoria de todos
los problemas de Rousseau en su ciudad natal a fin de que sus de
fensores (entre los que sin duda se encuentra Jacobi) satisfagan su
derecho de saber explicar su conducta.
23. Cf. Lettres inédites, p. 49.
24. Parece evidente que Jacobi leyó el Emilio. En su carta a Le
Sage perdida debía de referirle a su maestro una serie de reflexio
nes sobre la filosofía de Rousseau que debía de estar íntimamente
relacionada con esta obra. El anciano Le Sage le contestaba así: «J’ai
relu le passage de votre lettre du 15 eme septembre, qüi peignoit les
escrits de Rousseau avec de couleurs atout au moins aussi brillan
tes que les siennes, et que j’a fait copier a la tête de mon exemplair
d’Emile» (fî, I, 2, 35). ¿Si estas reflexiones no se referían al Emilio,
por qué La Sage las copia justamente en su ejemplar?
25. Cf. Schmidt, p. 229.
26. Cf. AB. I, 5.
27. Cf. la carta de 4.12.1764 donde se niega a discutir de «matiè
res métaphysiques et morales que vous avez si profondément méditées
et senties». Las excusas son muy diversas, pero la más pintoresca,
aunque parezca también la más sincera, es esta: «Si je n’y pas répon
du c’est parce que je n’avois alors auprès de moi que de jeunes copis
tes, dont ces discussions auroient pu ebranler la foi» {AB, I. 21).
28. Obsérvese lo diferente de esta posición de la madura de Ja
cobi, que recogerá la positividad del juego del instinto en la dinámi
ca de la salvación personal. Aquí instinto es fuente de mal, y sólo
de bien aparente.
145
29. El texto completo se encuentra en AB, I, 21.
30. Incluso cuando edite Woldemar le hará llegar un ejemplar
con las mayores muestras de cariño y afecto.
31. Para el interés por las obras de los materialistas franceses,
reflejado por las compras que hace a su librero Rey, cf. Lettres iné
dites, p. 52.
32. Cf. Lettres inédites, p. 45.
33. Levy Brühl en su monografía sobre Jacobi consideraba este
rasgo de Jacobi absolutamente paradójico con su pensamiento gene
ral. Booy y Mortier, por el contrario, han puesto las cosas en su
sitio: para ellos es una consecuencia natural de su individualismo y
naturalmente de su situación burguesa que sólo podía funcionar real
mente con la instauración del libre cambio, cf. Lettres inédites,
p. 49.
34. A Kopstad, febrero de 1765, Booy, Lettres inédites, pp. 19-20.
Sobre la admiración a Montaigne, del que pide sus novedades, cf. a
Rey, 17.10.1767, B, I, 1, 45. A él le dedica el mejor elogio pensable
para Jacobi: compararlo con Montaigne: cf. a Reich, 22.10.1771, B,
I, 1, 145. La influencia de este pensador es sobre todo visible en
Über Gewat, eine politische Rapsodie y demás escritos políticos. Fer-
gurson desde 1771 aparece a la misma altura que Montesquieu, B,
I, 1,145; se interesa por sus obras, sobre todo p>or la traducida como
la Geschichte der bürgerliche Gesellschaft, y es completamente entu
siasta en su carta a Sophie La Roche de 17.6.1771: «Wie kommt es,
dass Sie nichts von Fergurson sagen? Sollte Inhen dieses Buch,
welches ich für eins der vortreflichten, so je geschrieben worden,
halte weniger als mir gefallen haben?» (ß, I, 1, 115).
35. Cf. todo B, I, 1, 5 donde se llama a los escritos de Voltaire
quolibets que no prueban sino las bondades de sus enemigos.
36. Sin duda leyó su Carta sobre la tolerancia (cf. a Rey, carta
del 20.1.1764, B, I, 1, 11), Diccionario filosófico (cf. a Rey, 28.8.1767,
B, I, 2, 40; 7.10.1768. B, I, 1, 60)
37. Cf. carta de 6.12.1770, B, I, 1, 101.
38. A Wieland, 20.4.1776, B, I, 2, 40.
39. Cf. Heine a Jacobi, 9.10.1780, B, I, 2, 197.
40. Cf. ß, I, 1, 10, y 29.
41. Cf. a Sophie La Roche, 30.8.1773 (ß, I, 1, 211).
42. Cf. B, I, 1, 211: El interés de Jacobi por Diderot sin embar
go se mantuvo. En 1784 lee Jacques le Phataliste. Cf. Herder a Ja
cobi, 20.12.1784, Nachlass Herder, II, 266.
43. Cf. carta de 5.10.1773 (ß, I, 1, 213).
44. A Sophie La Roche, 19.11.1772, B, I, 1, 178.
45. La descripción de las prácticas educativas «cristianas» no deja
de testimoniar por un lado la vivencia interna de las mismas y, por
otro, su igualmente sincera repulsa. Por lo que sabemos de la edu
cación de sus hijos, Jacobi en modo alguno estuvo influido por la
obra dejsu padre. Cf. este texto: «¿Cómo se harán realmente buenos
146
si no se les presenta otro motivo para impedirles hacer el mal que
el miedo a los castigos; cuando los ejercicios de piedad se confun
den en su cabeza con los deberes más esenciales de la humanidad y
cuando incluso la infracción de estos últimos puede ser reparada con
penitencias que no tienen nada que ver con la moralidad. Después,
si su creencia viene a vacilar, no tiene deberes y toda moral ha de
saparecido» (B, I, 1, 118).
46. Cf. B, 1, 1, 119.
47. La alabanza de los antiguos como exponente de la verdadera
moralidad se encuentra en la p. 119 de la carta. Entresaco los tex
tos principales; «Su amor a la patria no era un fanatismo, un entu
siasmo ciego; era la consecuencia de su constitución política que pa
recía hecha expresamente para poner en movimiento todas las capa
cidades del espíritu y del corazón, para desarrollar siempre
verdaderos ejercicios y elevar a su grado más elevado de fuerza y
desarrollo el instinto de sociabilidad, el más noble de nuestra natu
raleza, y la única fuente de cualquier virtud verdadera. Desde los
más tiernos años se esforzaban por obtener este poder por sí mis
mos, para mantener su alma libre y abierta a cualquier noble im
presión. Para ellos no era problemático, como para nuestros cosmo
politas, si al final la felicidad quedaba en un camino completamente
diferente del suyo. No sopesaban las situaciones contrarias y no sur
gía en ellos con facilidad la consiguiente confusión de los principios.
Todo era simple, concreto, coherente, adecuado. [...] Los griegos, dice
Winckelmann, no necesitaban ser instruidos; sabios podían serlo
todos». Es perfectamente audible la voz de Rousseau en todos estos
párrafos.
48. «¿Hacia qué aspiramos nosotros? En todos los estados y es
tamentos miro a mi alrededor y sólo veo que el instinto general es
el de riqueza y el de la prepotencia. ¿Y por qué es este ahora el
último fin de cada uno de los hombres? Respecto de este fin final se
pueden intercambiar fácilmente los objetos de la opulencia y los dis
frutes sensibles. Hemos perdido el instinto de sociabilidad, las me
jores capacidades de nuestro espíritu están adormecidas; somos com
pletamente voluptuosos, incluso el piadoso, el santo, es un volup
tuoso larvado» {ibíd., 119).
49. La crítica a la religión esclesiástica se encuentra de la mano
de la crítica a los órdenes clericales. Fürstenberg era partidario de
no destruir las órdenes de monjes, pues se les puede impedir hacer
el mal y son un ejemplo de austeridad y de costumbres relativamen
te rousseaunianas, si poseen una educación ordenada y se les deja
libres en sus asuntos internos (I, 2, 97); todo ello si la administra
ción, dice Fürstenberg, no les muestra odio y limita su dependencia
de Roma. A Jacobi todo esto le parece «surpasser toutes les bonnes
intentions qu’on a jamais eues» (B, 1, 2, 109). Los conventos no le
parecen en modo alguno encarnar reglas de conducta rousseaunia-
na, sino «la vanidad, la envidia, la intriga, el despotismo y el odio
147
más enraizado», por lo que cree que todo esto son consuelos que se
busca el que no se atreve a medidas más radicales. Fürstenberg no
cambió de opinión (ß, I. 2, 210). Jacobi, como se puede imaginar,
mucho menos (ß, I, 2, 116). Muy cerca de este tiempo, en una carta
a Müller, Jacobi escribe; «Religión ha sido en general fuente de edu
cación, pero nunca fuente de libertad. De sus demás virtudes como
medio político tampoco se puede salvar ninguna, suponiendo que se
hayan considerado así alguna vez» (III, 463).
50. Las convicciones anti-nobles de Jacobi se dejarán sentir en
su relación con el cuento Le Noble, narración anónima editada por
Rey a petición de Jacobi, en el que se hacia una crítica interna,
por una persona perteneciente a esta clase, de la nobleza. Jacobi le
hizo un prefacio; cf. Lettres inédites. Apéndice.
51. Cf. Booy y Mortier, Lettres inédites, p. 49. En efecto, Jacobi
es menos demócrata que enemigo del Despotismo.
52. Su opción sobre los problemas políticos de Ginebra, centra
dos en la disputa entre el senado y los representantes, es clara a
favor de los segundos, llamando a los primeros «imbéciles, maîtres,
tiranie» etc. cf. Lettres inédites, p. 50.
53. No podemos aceptar por tanto el veredicto de Zimgielb sobre
el estado intelectual de Jacobi en esta época: «Er war bereits zu
gleich Aufgeklärter und Mystiker, Atheist und Theist, es halten für
ihm Glauben und Demostration —jedes für sich an seiner Ortglei
che Berechtigung. Den Mittelpunkt, die Versöhnung dieser Gegen
sätze aber sah er selbst nie, wie er wie eine Janusgestalt, zwischen
beiden stand» (p. 7). Creo que Jacobi nunca fue ateo, que nunca
consideró en esta época a la demostración y a la creencia como te
rrenos escindidos, que no comprendía ya la antinomia que desperta
rá a partir de 1780.
54. Cf. II, 183; los estudios que deseaba realizar eran sobre me
dicina, esencialmente sobre lo que hoy podría llamarse psiquiatría.
Los libros que le pide a Rey son claros, como p. ej. Les vapeurs et
maladies nerveuses dans les deux sexes, de Pômme, Lyon, 1767.
55. Testimonios sobre el carácter diplomático de Jacobi en Let
tres inédites: «El joven Jacobi es una naturaleza compleja, ambigua,
contradictoria incluso y se comprende que le haya exasperado el bur
gués austero e intransigente que era su padre. Niño secreto, reple
gado en sí mismo, impaciente de las disciplinas que se le quieren
imponer. Fritz es también una naturaleza pasiva, femenina, que odia
el poder, la energía, la voluntad le falta» (p. 33). Gallitzin le ha juz
gado bien cuando escribe a Hemsterhuis en julio 1780: «Su defecto
más esencial, es decir, el más enemigo de su propia felicidad, es ser
adorado como un dios por toda su familia. Es un poco el niño mi
mado» (cf. Brachin, P., Le cercle de Münster, 1779-1806, et la pen
sée religieuse de F.L. Stolberg, p. 55).
56. Todo esto es un síntoma más de una historia personal trau
matizada. En efecto, en la carta XVI dirigida a Rey, Jacobi declara
148
para qué son ciertos envíos periódicos de dinero. Se trata de asegu
rar la suerte de su hijo, «faut de quoi Jacobi ne saurait n’y vivre n’y
mourir tranquile» {Lettres inédites, p. 95). Y añaden los editores:
«Quizás sea preciso ver aquí la explicación y el origen del sentimien
to de culpabilidad que ciertos comentaristas modernos han revelado
en la obra de Jacobi» {ibíd., p. 28).
57. El padre de Betty, Isaías V. Clermont, burgués ennoblecido,
era un fabricante de tejidos, poseedor de las instalaciones más mo
dernas de Europa en su momento. El número de los obreros de su
fábrica era extraordinariamente elevado para esta época. La familia
de su esposa, Helena Margarita von Huyssen, también gozaba de
una posición social elevada. Su padre era alcalde de Essen, y su
hermano ministro del zar. Desde el siglo Xlll se registra la activi
dad de los Clermont en la zona. Pero no vamos a exponer los deta
lles. Algunos de ellos se pueden ver en Das Hause Jacobi, p. 22, y
en J. Líese, Das Klassische Aachen, II, 1939, pp. 108 y ss.
58. Cf. Lettres inédites, p. 25 de la introdución, y Liese, op. cit.,
p p . 1 41-143.
59. Lettres inédites, p. 42. *
60. Ibid., p. 61.
61. Ibid., p. 25.
62. La amistad por Jean Marie Comparer debió ser intensa. Desde
luego, sólo así se explica que en 1768, nueve años después de su
estancia en Ginebra, aún le considere su amigo, y se lo recomiende
a Rey para una traducción de una obra italiana. Jacobi después de
autorreprenderse por no escribirle dice: «Pero en este momento mis
lágrimas se llenan de ternura y reconocimiento», producto de su re
cuerdo lleno de sentimientos mezclados de placer y de tristeza (5, 1,
1, 63). Este hombre fue jefe de los representantes en los disturbios
de Ginebra, lo que testimonia que Jacobi era mucho más avanzado
y libre que su medio.
63. «Jamás tiempo alguno fue mejor empleado, si no se hiciera
alguna vez, con mucha pena y preocupación, pésimos negocios» {B,
I. 1, 14).
64. Cf. Para todo esto Lettres inédites, p. 134. Por lo demás las
relaciones de su hermano con su padre han empeorado mucho desde
que el primero decidió tomar los hábitos, convirtiéndose, según su
padre, en un parásito para la sociedad. Cf. Lettres inédites, carta
XLIV.
65. Lettres inédites, p. 31.
66. Ibid., p. 39, carta LUI.
67. 21.8.1768 a Rey; B, I, 1, 62.
68. Cf. 25.11.1768; B, 1, 1. 66-67.
69. Las razones que daba Jacobi para no hacerse cargo de la
misma eran sólidas. Por tanto es preciso suponer un interés aún más
elevado. Jacobi comunicó a Mendelssohn que se esforzaba en la tra
ducción a primeros de junio de 1769.
149
70. Por fin Rey buscó un traductor. Jacobi desautorizó, sin em
bargo, la traducción en términos radicales (11.7.1769). Jacobi mien
tras tanto había recibido el visto bueno de Mendelssohn y su volun
tad de colaborar en la versión francesa de la obra. Así pues, Jacobi
se vió en un apuro. Rey ya se había gastado ocho ducados en la
mala traducción (julio 1769, Lettres inédites, p. 77), por lo que du
daba en aceptar la empresa de Jacobi. Al final lo hace. Pero será
Jacobi quien falle, dejando al final la obra sin hacer (cf. a Wieland,
24.8.1771, B, I, 1, 126). Quizás este asunto cortó la correspondencia
con Rey.
71. Cf. a Wieland, 28.10.1772; B. I, 1, 172.
72. Jacobi a Wieland, 27.10.1772; B, I, 1, 168.
73. Aquí hay que situar la atención que Jacobi prestó a la Palin-
genesie de Bonnet. A su librero le dice, por haberle mandado dicha
obra, «ya la he leído en gran parte. Me habéis hecho un gran servi
cio cediéndomela, pues mi deseo de leer esta obra era extremo» (B,
I, 1, 80). Pero Bonnet no volvió a aparecer en su correspondencia,
señal inequívoca de que la obra no le debió de parecer profunda.
74. Cf. pafa todo esto el primer capítulo de mí Formación de la
crítica de la razón pura.
75. Cf. para la manera como Jacobi describe esta experiencia,
en II, 190-191. Desde luego que Verra subraya adecuadamente este
pasaje en su exposición de David Hume, si bien es prácticamente el
único punto que toca con extensión de este libro. Aún más extraño
es que un libro tan importante en la bibliografía de Jacobi como el
de Baum, no haga referencia a esta influencia de Kant sobre Jacobi,
que desde luego es relevante para la problemática central de su in
terpretación: el valor objetivo de las representaciones.
76. Cf. su libro Geschichte einer Freundschaft, sobre todo el pri
mer capítulo, fundamentalmente p. 11.
77. Cf. la carta a Rey de 21.10.1768, donde la ensalza, y de
25.11.1768, donde muestra su simpatía con el poeta de Weimar como
defensor de una concepción dulce y fácil del placer.
78. Nicolai, p. 11.
79. Id., pp. 13-15.
80. Lettres inédites, p. 35.
81. Jacobi emplea el vocabulario típico de la cultura rococó para
expresar sus reacciones ante un poema de la «Venus en el Baño»,
que encuentra al menos en sus primeras cuatro estrofas «ungemein
frappant» (B, I, 1, 56). «Aquí domina el entusiasmo arrebatador y
el dulce entusiasmo (ce charmant delire) que se apodera del cora
zón del lector con fuerza arrebatadora y le hace sentir [empfinden]
como un poeta» (B, I, 1, 56).
82. Cf. carta a J.G. Jacobi, 19.9.1769.
83. Hay aspectos de esta carta muy significativos para entender
la diferencia entre Liebe y Freundschaft, y para comprender hasta
qué punto existía una ambigüedad consentida en todos estos con-
150
ceptos. Pero la forma de valorar a la mujer cuando no hablan de
ella en clave «poética» es de tan dudoso gusto como cuando preten
den hacerlo poéticamente.
84. Cf. Gleim sobre el amor, B, I, 1, 83, 84, 85, 96-97. Una des
cripción semejante la tenemos en el prólogo a la traducción al fran
cés de los poemas del hermano. Lx> que describe Jacobi como senti
mientos que producen las poesías debían de ser exclusivamente los
suyos propios, su personal forma de sentirlos; «Une délicatesse, une
profondeur de sentiments qui le met ronnent, et fait que les rap
ports le plus cachés qu’ils ont avec l’homme, se présentent naturell-
ment à son esprit serieux, il vait y répandre une douce sérénité, et
les larmes qu’il fait verse bout toujours accompagnées d’un agréable
sourire» {AB, I, 47-48). Wieland saludó este prólogo como una mues
tra de lo que Jacobi podía hacer de decidirse a escribir.
85. Cf. AB, 1, 41 «Vor meiner... gefühlt».
86. «Desde que conozco a Wieland, me siento infinitamente más
feliz que antes de ser su amigo. La sensibilidad natural, bella y va
ronil de su alma, la indestructible bondad de su corazón, su increí
ble corrección y distinción que le hace incapaz de cualquier envidia
y celo y muchas otras propiedades excelentes, hacen su carácter tan
digno de honra y amor como su genio. Nuestra amistad creció en
poco más de dos días hasta la más íntima confianza» {AB, I, 42).
87. La crisis de esta amistad tiene profundas raíces filosóficas y
psicológicas por parte de los dos hombres, lo que debería sorpren
der si fuera verdad la descripción de la nota anterior. Las diferen
cias sobre el Agathon, sobre la forma de desplegar la corresponden
cia, sobre el valor de la literatura del Sturm, sobre todo Goethe y
Merk, quienes habían atacado duramente a Wieland, la inclinación
personal de Jacobi hacia ellos y hacia Klospstock; todo ello enfriará
la relación, que estallará con la polémica sobre el fundamento del
poder político.
88. Cf. para este asunto mi trabajo «Sujeto burgués e ideal de
humanidad en Schiller», Actas del II Congreso de Filosofía del País
Valenciano. El tema del doble Yo hay que seguirlo en AB, I, 58-59,
de 2.8.1773 y 14.8.1773.
89. Cf. las cartas 15.9.1771; 25.9.1771; 24.11.1771.
90. Cf. las cartas 15.9.1771; B, I, 1, 135-136; 25.9.1771 {B, 1, 1,
139) y B, I, 1, 146.
91. Lo que Wieland sabe y dice de Jacobi debería bastar para
destruir de una vez la imagen de un Jacobi pasivo, inactivo, femeni
no. Sólo la estulticia puede hacer pensar que la relación tan intensa
con Wieland tenga que testimoniar este tipo de carácter, si es que
este tipo de carácter es algo. Jacobi tiene para Wieland «l’esprit
comme un démon» {AB, I, 53). «Tous vous appelle à la vie active» y
le hace poseedor de una «prodigieuse energie» {ibid., 61). Claro que
Jacobi se muestra celoso y le exige fidelidad en cualquier otra amis
tad (cf. 19.1.1772), y que todo esto implica una carga de dependen-
151
cia. Eso lo sabemos. Pero hay que distinguir aquí las causas de los
efectos. La dependencia es consecuencia de una inseguridad en sí y
en su mundo sentida de una manera enfermiza. Pero es un efecto a
su vez de una fuerza de carácter, de una obstinación, de un comba
te y de una voluntad de afirmación. La dependencia hasta este punto
no es sino una manifestación extrema de posesión, de una voluntad
fuerte que le sirve de causa.
92. A partir de 1772 Jacobi deja su negocio y acepta un puesto
de Hofkammerrat (cf. carta a La Roche 18.1.1772, B, 1, 150). A
partir de este momento es el período más fructífero de la amistad,
centrado en una nueva edición de Agathon. Aún en septiembre de
1772 Jacobi escribía; «Mi amor por usted es ciertamente, la sensa
ción dominante en mi alma» {AB, 1, 75). Y en diciembré, cuando
Wieland reconoce de alguna manera el talento de Jacobi para la lite
ratura y la filosofía, Jacobi exclama lleno de júbilo: «¡Yo soy el que
mueve este corazón, es una llama de un espíritu, lo que en él se
siente! ¡Yo creador, creador de sensaciones divinas, y no lo soy en
este momento y no sólo aquí, sino que nunca descansará la fuerza
que sale de mí!» {AB, I, 105). Es el tiempo en el que empieza a edi
tarse el Merkur, en el que Jacobi colabora enviando sus trabajos
sobre Herder y Pope, etc. La revista pensaba sobre todo en Herder,
que editaría sus pequeños tratados sobre el amor, sobre Lessing,
sobre Kant, etc. «La gente que necesitamos», como consta en una de
las cartas, es justamente esa. Los problemas entre ellos van a surgir
en abril de 1773, cuando Wieland publique una recensión laudatoria
sobre una novela de Nicolai, que según Jacobi —lo que no es impo
sible, dado la forma que tenía Nicolai de entender la literatura— no
era sino una afrenta a su hermano (que en la novela era llamado
Sebaldus Nothanker) (B, I, 1, 190). Jacobi exigía que Wieland se
retractara y pusiera las cosas en su sitio. En su contestación, Wie
land mantenía que «el entusiasmo de las almas nobles las hace in
tolerables» (B, I, 1, 191). Jacobi contestará con una acusación muy
peculiar: Wieland padece de un «zu weitgetriebeenen Tolerantismus,
zu allgemeine Sympathie» (ibíd., 191) que rompe todos los impulsos
del alma. A Gleim le contesta lo mismo (ibíd., 192). El final de esta
carta es realmente impresionante: «Sie sehen, mein Liebster, wie es
mit mir ist, kund dass itzt du Peder hinlegen muss. Sie wollen dich
Ihre Briider Jacobi nicht verberen, nicht auf ewig verberen?» (ibíd.,
192). Ya no había duda, el juego literario se había acabado. Ahora
estaban frente a frente personas con su lugar dentro de la sociedad.
Jacobi, ministro de un rey, no podía consentir la burla hacia su her
mano; Wieland, el autor cortesano, no podía enfrentarse a un hom
bre tan prominente en la cercana Berlín como lo era el editor de las
Literaturbriefe. Así que Wieland contestó con un «lo escrito, escrito
está». Pero aún deseaba quedarse tranquilo con algunas observacio
nes sobre el carácter de Jacobi; se da por vencido respecto de su
deseo de dominar un Vesubio, que es lo que Jacobi lleva en el pecho
152
(Aß, I, 119). Lo que sigue es melodramático. Wieland no puede ceder
porque «un grado de debilidad hace morir el respeto» (Aß, I, 121).
Jacobi, sabiéndose débil ante esta disyuntiva, retrocede: «No temo
en el mundo sino perder su respeto, no parecer un hombre ante
usted: pues yo merezco en el mundo respeto. Soy un hombre» (Aß,
I, 121) Continúa denunciando las alabanzas ilimitadas que la Deuts
che Bibliotek recibía en el Merkur (p. 125) y le parece incríble que
Wieland estuviera bajo la protección de Nicolai. Todo esto obliga a
que Wieland descubra su verdad más profunda: él no es sino un
siervo, un autor de la corte que debe estar bien con todo el mundo,
pero con ironía y realismo confiesa: «Ich habe nie eine sehr grosse
Meinung von mir selbst gehabt, und ich kenne meiner schwache Seite
besser als jemand. Es mag also wohl sein, dass ich ein so armseli
ges Personnage bin. Streiten will ich nit Inhnen nicht darum» {ibid.,
131). Pero la Deutsche Bibliotek es para él la mejor institución cul
tural alemana por lo que, continúa, «debemo agradecimiento al edi
tor del rey», a Nicolai. Y concluye: «de una vez por todas, mi queri
do Jacobi, su genio es demasiado fuerte para el mío. Abraham y
Loth eran también hermanos como nosotros, pero cuando vieron que
podrían llegar a donde nosotros hemos llegado, fueron inteligentes y
separaron sus caminos en paz. Esto es lo mejor que podemos hacer».
(Aß, I, 137-138). Luego, el Wieland diplomático bajará el tono de
su exigencia. Pero la señal estaba dada: la amistad había encontra
do unos límites en los que no podía desarrollarse. Esto era matarla
para Jacobi, a quien se le obliga a aceptar las reglas del juego que
dictaba Wieland (cf. 20.8.1773, Aß, I, 139). Wieland contesta a par
tir de ahora fríamente a los entusiasmos de Jacobi: «Mein Dasein
ist die insipidesde Sache von der Welt; mein Genius ist erloschen
und sehe keine Möglichkeit ihn wieder zu erwecken» {ibi'd., 144).
Luego la conversación epistolar será sobre las contribuciones del Mer
kur (21.10.1773, p. 152). El sentimiento desaparece sabiéndolo ambos
{ibíd., 154). Jacobi se siente atado: Wieland es lo mejor que conoce
y sin embargo ya no le llena. La carta de 1.3.1774 desde Aachen es
un intento de Jacobi de apostar por el menor mal: «¿A dónde quere
mos ir si nos separamos? ¿Qué queremos? ¿Buscar hombres mejo
res que aquéllos que hemos encontrado el uno en el otro?» (ß, I, 1,
222). Ciertamente que Wieland tampoco quería perder totalmente el
contacto con Jacobi, dentro de su política universal de no tener ene
migos. Por eso su contestación tiene alguna efusión: Jacobi es tam
bién lo mejor que conoce. Debían mantener un equilibrio: «ir tan
cerca como sea posible sin llegar a chocar con la cabeza» {ibíd., 157),
lo que en el fondo hubiera deseado Wieland desde un principio. Todo
se diluirá entonces cuando se tenga conciencia de que se ha encon
trado otro hombre mejor: Goethe. En el fondo, Wieland se sabe ata
cado con él y busca un acuerdo con Jacobi para no tener más flan
cos. Así en la página 165 le dice: «Usted es el mejor y más cálido
mortal que conozco, usted, alma de fuego, si pudiera arder un poco
153
más suavemente, sería como el sol benefactor que alumbra y calien
ta». Aunque no aplicado a Jacobi, Wieland da a la enfermedad de
Jacobi este acertado nombre: Seelen-Priapismus {ibíd., 168), de la
que afirma que sólo el tiempo tiene la clave de su curación. Pero
mientras se acerca el verano de 1774 donde Jacobi se aproximará al
enemigo momentáneo de Wieland: Goethe. Entonces todo habrá aca
bado.
93. Es el ideal que defiende en 1773 en una discusión con Dide
rot, quien le recomienda sobre todo un corazón frío para escribir.
Cf. B, 1, 1, 217.
94. Jacobi se siente eufórico cuando Wieland le acepta alguna
corrección, (cf. 14.12.1772, AB, I, 105). En el fondo Jacobi se identi
ficaba totalmente con la novela porque él se identifica con el héroe,
Agathon. Esto era una especie de consideración implícita en su cír
culo. Cuando Gleim le dedica el Laidion lo hace con estas palabras:
«Al excelente Jacobi Agathon, el autor, para que le enseñe como en
contrar su perdida "Kalogatia"» (cf. ß, 1, 1, 239). La novela trataba
literalmente de eso, de una kalogatia, un proceso de aprendizaje para
ser más bello y mejor.
95. Cf. C.M. Wieland, Sämmtliche Werke, Hamburgo, 1984.
96. En esta carta, esa intuición de Dios no se llamará razón, pero
desde luego esta misma noción será recogida posteriormente hasta
llegar a la cristalización de la teoría en David Hume. La evolución
de Jacobi se nos parece como un profundo regreso a sí, que en su
punto final es ya una perfecta autoconciencia de las posiciones ele
mentales de su primer pensamiento.
97. Con todo ello Jacobi se demuestra un filósofo mucho más
avanzado que Wieland, que así lo reconoció enviándole un texto me
jorado convenientemente (28.8.1772, B, 1, 162). No así los razona
mientos sobre la moral, que no fueron alterados (15.10.1772, B, I,
1, 167).
98. Briefe sur les Recherches Philosophiques, VI, 301.
99. Wieland, 16.11.1770: «Die Natur hat nie Unrecht, Liebster Ja
cobi» (AB, I, 25).
100. Cf. 30.8.1773: «Beim allem dem fühle ich Jugendkraft in mei
ner Seele, und ich glaube fest diese tritt ihr Jünglingsalter nun esrt
an» {AB, I, 1-42).
101. Esta carta es de 9.10.1773, AB, I, 146. Ciertamente Jacobi
está reñido con Wieland. Cf. también esta otra carta: «Es tan dulce,
tan inexpresablemente dulce conocer a Sofía! ¿Puede usted percibir
el flotar de mi alma alrededor de la suya, cómo la contemplo tran
quilamente?» {AB, I, 161).
102. Wieland describía el Liebe-Sympathie como aquél en que el
«Herz und Geist mehr Antheil nehmen als die Sinne» {AB, I, 87).
103. A Fürstenberg, 16.10.1771. B, I, 1, 143.
154
Ca p ít u l o III
LA DIALÉCTICA DE LA EXISTENCIA
EN LAS NOVELAS DE F.H. JACOBI
1. Introducción
155
La categoría fundam ental de la reflexión jacobiana sobre
la existencia es la de enferm edad. Sin duda, este hecho nos
hace presentir una conclusión: Jacobi inicia una línea del pen
sam iento burgués que, p asan d o por Schopenhauer y Kierke
gaard, llega h asta Freud, Th. M ann y Kafka, a p u n tan d o esa
centralidad de la enferm edad para la existencia hum ana. Pero
hay una razón m ás que avala esta conclusión: la enferm edad
con que la existencia se hace presente a la conciencia viene
provocada por la relación con el padre, relación fijada en el
dolor del au to ritarism o y la represión de las inclinaciones. El
resultado es la interiorización de la represión contra sí mismo,
la pérdida de identidad, la incapacidad de tolerancia para con
sigo m ism o. Jacobi es un p ensador burgués en la m edida en
que es plenam ente consciente de que todas estas tensiones
obedecen a razones económ icas —no se olvide que Jacobi es
destinado a priori por su padre a con tin u ar su negocio fam i
liar—, en la m edida en que es testigo de la insoportable con
tradicción entre el hom bre y el com erciante, y en la m edida
en que con estos dato s de su p rehistoria in tenta recom poner
una historia personal en la que puede identificarse como in
dividuo aceptado por ese m ism o entorno burgués que le pro
dujo la enferm edad. La reflexión filosófica es así un complejo
proceso de adaptación del enferm o a la enferm edad, un casi
eterno aprendizaje a vivir con ella y sobre ella. En las nove
las asistim os a ese cam ino casi infinito que, partiendo de la
experiencia resu ltan te de la represión inicial y m ítica, perm i
te llegar al reconocim iento del Yo individuo, pleno de su sta n
cia, autocom placencia y reconocim iento social. Por eso se nos
describe en ellas u na dialéctica de la existencia que, en tanto
integra elem entos y problem as universales y esenciales a las
clases b u rguesas de la época, representa la lógica de una de
las posibles soluciones siem pre al alcance de la m ano para
aquellos m ism os problem as: el nihilism o y su co n trap artid a
en el m isticism o platónico.
Ya vim os cómo piensa Jacobi la enferm edad básica del
ser hum ano. Ante todo como desintegración y carencia de uni
dad de las fuerzas hum anas. «Porque el hom bre cae en con
tradicción consigo m ism o, por eso filosofa. Pierde de inconta
bles m aneras la conexión de sus verdades, es decir, caen unas
con o tras en contradicción y se d estruyen recíprocam ente»
(VI, 166). E ste texto recoge la actitud básica de Jacobi sobre
la enferm edad del hom bre: la contradicción de su s instintos,
de sus fuerzas, de sus verdades. Puesto que su vida consciente
156
se halla situada en medio de esta contradicción, la filosofía es
un ejercicio de recomposición de la unidad. El instrumento
de esa recomposición es la reflexión, una reflexión curiosa por
que debe llevarnos a la fuente de la enfermedad; «De la me
ditación surge la filosofía, que es un regreso \_Rückweg] de la
reflexión hasta el comienzo [bis zum Anfänge]. Quien es cons
ciente de este regreso en la meditación hasta el comienzo, y
vuelve allí donde estaba situado antes, éste ha encontrado una
filosofía» (VI, 173). Todas estas reflexiones son del Jacobi más
temprano. Y estén escritas antes o después de Allwill, su pri
mera novela de 1775, reflejan perfectamente el sentido de la
reflexión de Jacobi: explicitar su propia historia desde el co
mienzo a fin de realizar una genealogía de su enfermedad.
Pues bien, de eso se trata ante todo en las novelas.
Pero no solamente descripción de la enfermedad. Ciertas
preguntas se vuelven inevitables. ¿De dónde surge esta con
ciencia de la contradicción, de la escisión, de la enfermedad?
¿Acaso no indica la presencia inmanente a la persona de un
ansia de unidad? Nuestra conciencia real plena de dolor, ¿no
refleja platónicamente la memoria lejana de una conexión exis
tencia!, de un equilibrio perdido? ¿No es el dolor la presencia
de un instinto sin cumplir? (VI, 135). Por tanto, desde una
clave platónica que forma parte de los prejuicios (VI, 134)
radicales de los que Jacobi nunca se desprende, ¿no es acaso
el dolor el punto de partida para la reconstrucción de esa uni
dad anhelada? Regresar a las fuentes de la enfermedad es re
presentar el mito de la caverna: el viajero interior se desata
de las propias cadenas, se alza con fuerza hacia el reino de
la luz, toma en su poder una noticia clara de la idea de su
individualidad, para regresar después a una vida ya para
siempre iluminada.
157
ese zam bullirse en su propia existencia hasta sus fuentes, esta
reconquista de la u nidad y de la verdad de u na individuali
dad, se tiene que hacer en diálogo con otros, con los am igos
que buscan la verdad conjuntam ente, y que rep resentan sim
bólicam ente las fuerzas escindidas ya p ersonalizadas que de
berán recom poner la u nidad m ediante la am istad como ce
m ento. Pues bien, esta dialéctica q u ed ará descrita cuando la
existencia h u m an a experim ente los correspondientes espejis
mos en su noción de la am istad y así atraviese todos los gra
dos dialécticos que llevan a la intuición del Yo individual
pleno de identidad. Espejism o, confusión (éste es el tem a del
prim er proyecto de libro de Jacobi), contradicción nueva y rei
terad a en un exponente superior, se entretejen siem pre como
categorías tran scen d en tales de esta existencia, de la m ism a
form a que en la construcción platónica de la dialéctica en el
pasaje de la línea, las sucesivas e ta p a s vienen propiciadas
por contradicciones in m anentes a cada uno de los grados in
feriores del sab er h asta llegar al grado suprem o, esa noesis
que se ilum ina a sí m ism a dan d o los fu ndam entos de todo el
saber posterior. V eam os brevem ente estos estadios de la dia
léctica de la existencia.
E ntre los prim eros atisbos de este com plejo m undo, re
plegado sobre sí m ism o, descubre G oethe a Jacobi en D ussel
dorf, en 1774, cuando se conocen y se en cuentran por prim e
ra vez. En Dichtung und Wahrheit nos dirá, recordando aquel
encuentro:
158
extraña. Por eso se llaman hermanos, camaradas. Fruto de
este encuentro, Jacobi recibe ánimos para convertirse en es
critor, lo que ya antes había intentado. ¿Y qué otro modelo a
seguir que el del propio Werther? Allwill es el fruto de esta
recomendación goethiana de regresar a las fuentes mediante
el análisis de personajes literarios. Cada una de las fuerzas
que luchan en el hombre escindido queda ahora personifica
da. Ese Proteo de mil caras que es Jacobi, se refracta en per
sonajes. Si entran en diálogo entre sí es porque son llamados
por la voluntad del escritor para reconstruir con ellos una uni
dad. Y así, al hilo de lo que Jacobi canta y detesta, vamos
comprendiendo la miseria y la grandeza de su propio mundo.
Veamos todo esto en un apretado resumen de un estudio más
amplio sobre los personajes de estas novelas, que no puedo
reproducir aquí.
¿Cuál es la estructura de Allwill? ¿Qué diálogo quedaba
previsto? ¿Cuáles son los amantes predestinados al encuen
tro? ¿Quién es Allwill? Estamos ante un personaje que reco
ge todo aquello que de común existe entre Jacobi y Goethe.
Un personaje típico del Sturm, un hombre señalado por la
divinidad, un genio, dotado de una voluntad omnipoderosa,
de un sentimiento profundo para captar la secreta herman
dad de todo lo real, armado de una firme voluntad de pose
sión y de un ansia inextirpable de experimentar y de amar.
Es la aparición muy germinal, si se quiere, del héroe fáusti-
co. No hay que olvidar que Goethe ya ha comentado con él
sus planes del Urfaust. Pues bien, hasta ahora Alwill sólo ha
desplegado su personalidad en una dimensión sensible. Situa
do en el primer momento del pasaje de la línea de la dialécti
ca de la personalidad, posee la fuerza infinita para recorrer
todo el camino, pero hasta ahora sólo se concentra en la po
sesión sensible del mundo y, sobre todo, en esa forma de
amistad que es el amor entendido como pasión carnal. Que
esta personalidad es un rasgo central de Jacobi no cabe du
darlo. Pero la cuestión es, ¿cómo poder aspirar a ser un genio
moral cuando se está dotado de una naturaleza semejante?
¿Qué estrategia no directamente represiva puede mantener la
fuerza infinita de esta personalidad genial sin caer en una in
terpretación sensible de la misma, contradictoria de plano con
el mundo burgués y consigo misma?
El primer es¡>ejismo consiste en dejarse llevar por este sen
timiento de hermandad y de unión con la naturaleza sensi
ble, como si ahí residiera la salvación y la plenitud humana.
159
En ese espejismo ha vivido Allwill. Por eso es un cabeza de
Jano; mitad ángel, mitad demonio. Ese espejismo se resque
braja conforme recibe otros estímulos capaces de revelarnos
dimensiones ocultas de su personalidad profunda, capaces de
entregarle a la contradicción de una conciencia escindida de
fuerzas opuestas. Esos otros estímulos representan otros tan
tos amigos. Aquí vemos ya los primeros pasos del diálogo de
la existencia: en el círculo burgués de los Clerdon, el apasio
nado Allwill debe purificar su extremada necesidad de amar
lo sensible. El primer efecto de este diálogo sobre Allwill
es la confusión, la niebla, la pérdida de la certeza sensible
(I, 61, 62), con la consiguiente pérdida de la pasión (I, 64). La
necesidad de la represión queda interiorizada mediante el des
cubrimiento de la freundschaftliche Verbindung. El mundo de
sensibilizado colma aquí su dicha y le permite exclamar: «Kein
Gefühl, kein Hass, kein Wunsch, Nichts» (I, 64). Y todo esto
viene producido por la introducción de Allwill en el mundo
burgués familiar de los Clerdon, imagen pública del propio
Jacobi, al que nuestro autor le presta sin pudor sus propios
contornos y los de su esposa Betty Clermont, que es retrata
da como la Amalia de la novela. La síntesis es perfecta. El
desdoblamiento literario nos da las claves de la curación: la
naturaleza apasionada de Jacobi (Allwill) interioriza la repre
sión ejercida desde siempre sobre él aceptando la familia bur
guesa de los Clerdon —también el Jacobi real— como marco
donde resolver la contradicción, purificando su noción del
amor y elevándolo hacia la amistad (cf. I, 65-66). No pode
mos detenernos en los procesos de separación de lo sensible,
en ese viaje que sentencia como nada todo lo sensible, pero
citaremos una expresión final de Allwill: «Qué claramente me
repite mi corazón palpitante que sólo por este camino hay que
buscar la verdadera curación» (IV, I, 69). Aquí no hay fan
tasmagoría ni artificio (IV, I, 71-72). El proyecto es vivir de
manera natural en este contexto burgués de los Clerdon, sal
varse en él.
Allwill acepta el ideal de la amistad como irreductible al
interés y como forma de autoconocimiento en el otro: «El ob
jeto por el que ambos se unen es sólo un medio, un sentido,
un órgano para sentirse el uno al otro» {W, I, 74). Desde la
amistad puede salir de su insaciable afán de posesión de lo
sensible para replegarse en la posesión de sí. La contraparti
da de su alma mientras tanto se forma a distancia. Se trata
del personaje de Silli, sin duda el mejor de la novela, la tras-
160
tienda real de Jacobi, llena de íntima conciencia de la enfer
medad sustancial al hombre. Y Jacobi nunca se nos muestra
tan original como cuando intenta descubrir esta enfermedad.
Sabe que se enfrenta a algo nuevo, a una realidad que toda
vía no tiene nombre (W, I, 6-7). No es melancolía, no es mi
santropía. No es odio ni desprecio por el hombre. Al menos
no sólo eso: es la noticia de habitar un desierto azotado por
pensamientos hoscos e insoportables. Se trata de una expe
riencia que Jacobi interpreta desde su metafísica platónica.
El texto clave es este:
161
lidad, de autoconciencia de la identidad del Yo, que permite
luchar contra el espanto de ser muñecos de madera.
Por tanto, Silli debe ayudar a Allwill a rechazar la inter
pretación sensible de lo real, a despertar en él la voluntad
del ser. La segunda carta de Silli a Clerdon (IV, I, 10) nos
describe una realidad ajena al tiempo, estable, eterna, propia
de la creación superior del primer y único día, mundo inma
culado donde Silli olvida el espanto de lo sensible, esa calde
ra de las brujas de Macbeth (IV, I, 10). Para acceder a esta
experiencia Silli confiesa: «tenía que salir fuera del mundo,
al mundo abierto» (IV, I, 10), una expresión que nos recuer
da la ilusión del joven Allwill por escapar a la represión del
padre.
162
significaba reincidir en la lectura sensible de la búsqueda del
Ser, alejarse de la experiencia iluminadora de la nulidad de
lo sensible. Así que Jacobi interpretó la pieza como el final
de una ilusión. Lo intentó todo: quedarse con el manuscrito,
forzarle a corregir el final, presionarle mediante amigos. Po
demos imaginar que le dictó a Goethe en este caso su sincera
y segura independencia. La amistad quedó rota; el proyecto
de equilibrio burgués de Jacobi se alumbró con toda su car
ga de cobardía. El material de la novela tenía que ser reo
rientado. Puesto que Allwill era lo común a Jacobi y Goethe,
lo-que Jacobi entendía que era común, el personaje tenía que
encarnar ahora a uno de ellos: o al Goethe amigo del deve
nir, nuevo Calióles, o a Jacobi, nuevo Platón. En la segunda
entrega de cartas al Teutscher Merkur, con la que acaba la
novela, Goethe y la moral del genio sensible son atacadas con
dureza. Allwill no puede enfrentarse con Silli y es expulsado
del círculo de los Clerdon por haber seducido y engañado a
una chica, Luzie, reincidiendo en su vieja historia pasional.
Ahora es un bribón {W, I, 184-185) que jamás gozará de la
«existencia entera» (W, I, 203-204). En el fondo Jacobi utiliza
todas las noticias que Goethe le había comunicado acerca del
Fausto, pero testimonia no haberlas entendido: al maldecir
esa figura como modelo de vida, al reparar eh sus rasgos trá
gicos, al adelantar el dolor de no poseer jamás la paz o la
salvación desde la voluntad de experimentar lo sensible, Ja
cobi no dice nada nuevo a Goethe, que mantiene a pesar de
todo su compromiso con ese héroe; el proyecto de forzar al
héroe a un compromiso con el ámbito burgués marca las dis
tancias con la genialidad de la figura de Goethe, profunda
mente antiburguesa.
La obra se cierra con una apelación a los principios mo
rales, llena de sentido: quien como Allwill no muestra instin
to para el ser, tendrá que conformarse con la ley, con el en
tendimiento moral, como instrumento represivo y mediador.
Quien no pueda como el personaje de Amalia vivir con natu
ralidad en el mundo familiar y espiritual del platonismo, ten
drá que experimentar el dolor de conformar su propio Yo
(W, I, 216-217, 215) mediante la frialdad de la ley. Una vez
más Platón está al fondo: desde la sensibilidad a la intuición
espiritual del Yo sólido y total es preciso ejercitar la dianoia,
la experiencia discursiva y reflexiva de la moralidad de los
principios para conseguir por esos medios lo que de manera
natural ya tenía Silli: que el mundo natural y sensible sea una
163
nada sin carga ontològica ni vital, idea hecha a la medida de
un programa urgente de represión.
164
Esto nos descubre algo importante; los amigos no pueden
ser los esposos. Hay algo de sensible en la relación familiar,
algo de bajo a pesar de todo: se asume como marco, sin duda,
en el que debe permitirse la realización de la experiencia de
la amistad con el arquetipo gemelo. Pero dado que el proyec
to formador aspira a realizar la experiencia del nihilismo de
lo sensible, debe sostenerse en vínculos absolutamente ajenos
a la naturaleza animal, inseparable del matrimonio como fun
ción de crear una prole. La trama integra al fin y al cabo
una situación triangular, pero en clave anti-Stella: el adulte
rio es sólo inteligible. La división de roles deja para el matri
monio la perpetuación de la casa y para la relación extrama
rital el papel del autoconocimiento.
El objetivo es demasiado claro: aceptar la estructura de
vida burguesa intentando obviar su consecuencia destructora
sobre la salud y vitalidad humana, tal y como se dibujó en la
experiencia enferma de Siili, conseguir una experiencia exclu
sivamente intelectual, testimonio preciso de la dimensión on
tològica superior del hombre. Ese equilibrio se define con una
sola frase: «Ohne Tumult der Leidenschaft und doch alie Fi-
bern seines Herzes regen» (W, 20). Una vida de espaldas a la
sensibilidad y sin la amenaza cierta de la depresión; ese es el
único sistema de equilibrio pensable por Jacobi para su medio
social. La sustancia de ese equilibrio es Die himmliche Liebe
(ibíd.). Conseguir una sustancialidad para ese amor significa
escapar tanto al afán autodestructor de posesión de lo sensi
ble como al delirio maníaco-depresivo, en el que lo sensible
se reduce a nada, pero lo inteligible no puede aún salvarnos,
pues su ilusión no prepara sino la siguiente zozobra. La clave
es una comprensión del amor, Liebe, ajeno a la Leidenschaft,
a la pasión, categoría en la que se ha perdido Goethe (cf. W,
33-34).
La relación inicial de Woldemar y Henriette, la única que
podemos atender aquí, tiene efectos ordenadores sobre la sen
sibilidad atormentada de Woldemar, reflejo de los conflictos
de Allwill y del propio Jacobi (cf. W, 51). Pero ese es el punto
de partida, no el final de la novela. La formación del indivi
duo, la autoconciencia y la paz de la estabilidad no se han
conquistado. Las expresiones, sin embargo, nos hablan de otro
reino; Woldemar ha renacido —neugebohren— (W, 60) tras
el encuentro con Henriette-Silli. Su estado es ahora gleichmü-
tiger, sereno, pero también sin altibajos, ajeno a la violencia
de la manía y de la depresión. Es la base para una comuni-
165
cación entre amigos (W, 62). La definición de su nuevo esta
do sorprende a sus amigos, que conocen el pasado secreto de
Woldemar: «Mis labios quedan abiertos sólo a la amistad y
al amor. No han sentido pasión» (W, 70). La clave de esta
imposibilidad es que la pasión destruiría el proyecto de auto-
conocimiento (W, 70). El momento de equilibrio y de pleni
tud, en el que el hombre da respuesta a sus dimensiones con
tradictorias y libera el conflicto que producen, es definido
como un estado de inocencia, un paraíso {W, 87).
5. La copia y el arquetipo
166
amante, el otro pasa a imposibilitar la consolidación narcisis
ta del disfrute de sí. Ahí están ya los límites de autoafirma-
ción en el otro. El héroe de Jacobi, carente de una identidad
natural, incapaz de reconocerse en su positividad en tanto que
arrastra una historia de represión y de castración desperso
nalizada, puso toda la esperanza de alcanzar una sustanciali-
dad mediante un ideal de transparencia que apenas oculta la
necesidad de ser alguien en el dominio perfecto del otro, en
su penetración y enseñoramiento. En esta situación nada se
da porque nada se tiene, sino el ansia de dominar y de ver
en el interior. Fracasado en el intento, Woldemar se muestra
incapaz de reconocerse. La lucha por la identidad del Yo a
través del otro resulta un fracaso. Las palabras son ahora des
concierto, desasosiego, dolor, descontrol de los impulsos, de
sesperación y locura.
Y sin embargo, la amistad era perfecta, todo lo perfecta
que puede ser entre hombres. La conclusión es obvia: la amis
tad humana es incapaz de ordenar la vida cuando se pide de
ella producir una sustancialidad personal perdida. No hay Tú
idóneo en otro hombre porque no hay posibilidad de que éste
se convierta en un espejo limpio donde vernos reflejados. Para
ello tendríamos que anular su positividad en un ideal de de
pendencia y de dominio perfecto. El componente sádico de
este ideal de transparencia es más que evidente en las pági
nas siguientes (VF, 178): Woldemar se siente legitimado a pro
ducir en la muchacha un dolor inmenso porque ella no aspi
ra a la perfección de la transparencia. Esa es su culpa. El
cambio deshonesto de lo ideal por lo real muestra aquí toda
su pésima ética, subrayada más aún por la nimiedad del mo
tivo (cf. W, 178-180). Por fin aparece la palabra: se trata de
locura. La ruptura del ideal de amistad no es sólo ruptura
del Tú, sino del Yo, pues éste sólo existe reflejado en el otro
dominado y reducido a mero espejo (VP, 194-200). ¿Dónde pro
seguirán entonces los intentos de reconstrucción? ¿Con quién
dialogar? ¿Quién reflejará ahora nuestro Yo de manera per
fecta, hasta tal punto que pueda hacer de ese haz reflejo, sus
tancia y ser?
Lleno de despecho, Woldemar vive el infierno del egoísmo
total. «Ich habe entdeckt dass alie Freundschaft, alie Liebe,
nur Wahn ist, Narrheit ist» (VP, 239), se repite orgulloso, in
tentando rellenar con el escepticismo su propio vacío. La ten
sión hacia la perfección que explicaba el camino deviene ilusa
y grávida a un tiempo, diluyéndose en una mera apariencia.
167
La búsqueda del espejo perfecto se quiebra reconociéndose
mero espejismo. «Que en el hombre tuviera que ser puesto el
anhelo de simpatía, la inclinación ardiente hacia el corazón
humano, si al final sólo hay falso placer, hambre enfermiza...
a la que sigue siempre el asco. Pero no. Esto es lo que pare
ce desde cierto ángulo. No es falso deseo ni hambre enfermi
za, sino que la satisfacción es sólo un fantasma..., una apa
riencia. Esta es la miseria. El rumor del amor, de la amistad,
es como un fantasma de los muchos que se han visto. Justo
eso» (W, 242).
Repárese en este texto porque en él se inicia la recompo
sición final del camino dialéctico del héroe. Sólo desde el án
gulo de la decepción humana parece el deseo de perfección
un espejismo. Pero desde otra excéntrica que precisamos en
contrar, lo iluso se concentra en la satisfacción de ese deseo
mediante la entrega a un falso arquetipo. Y puesto que Hen-
riette es el mejor ser humano posible {W, 215), la conclusión
es que el ansia y el hambre que anidan en el ser humano no
pueden satisfacerse en otro ser humano. Todos los hombres
son entonces meros espejismos, copias imperfectas de un ar
quetipo mayor de cuyo presentimiento es síntoma el afán de
perfección. La dialéctica del reconocimiento personal, la vo
luntad de poseer señas de identidad mediante el reflejo del
otro, el ideal de amistad, debe transcenderse en diálogo con
el otro genuinamente sustancial, individuo original y eterno.
Es el último extremo del pasaje de la línea. El instinto, el
presentimiento de perfección, apunta ahora hacia algo real, a
un Ser, superando todas las quiebras de los momentos ante
riores. Por eso es preciso desesperar de todos los hombres
para poder alumbrar entre el hombre y arquetipo un diálogo
que, manteniendo la forma de la amistad humana, invente
una personalidad que no puede defraudar: el Yo de Dios. Pero
en el fondo, lo que en ese arquetipo divino se concentra es
una necesidad desmedida de afirmación, fruto de la privación
radical de inclinaciones propia del orden burgués. Y lo que él
sustancia es la propia permanencia del combate, la perma
nencia de la voluntad de no naufragar para siempre en el Ab-
grund, en el agujero negro de la anulación total (I, 366, como
Jacobi confiesa a Hamann). El mismo delirio amoroso pre
sentido por Silli y vivido p>or Woldemar con Henriette, las mis
mas palabras, potencian ahora una relación mística inteli
gible que sacraliza y normaliza el nihilismo de todo lo sensi
ble, gustosamente entregado por una realidad espiritual de la
168
que depende la tensión del proceso educativo entero, la histo
ria personal ya racionalizada en su desgracia, en su devenir
y en su insatisfacción. En el Yo divino por fin se sustancia
un Ser cuyo reflejo nos otorga la Idea de nuestro propio Yo
unificada y estable. Pero antes, el Yo sólo e independiente
tiene que soportar su última ilusión, la de su propia sustan-
cialidad.
Así se muestra en unos breves rasgos la lógica que une
ese comienzo y este final, el hilo dialéctico por el cual es com
prensible que un hombre que jamás puede encontrarse en el
mundo de la naturaleza sensible, tendrá que reconocerse,
según el misticismo platónico, en la sustancia de una divini
dad reconocida como Tú, y elevada sobre el desierto del nihi
lismo. Y he querido defender que de esta dialéctica depende
el destino de Jacobi como filósofo. Porque el ataque a Spino
za tiene como premisa esta tesis: la natura naturans no reco
noce ni afirma individuos, no refleja mi deseo infinito de con
quistar una imagen propia en la que reconocerme.
Toda la actitud de Woldemar está calculada para desem
bocar en un individualismo total. Es curioso que los mejores
representantes del pensamiento burgués alemán hayan opta
do siempre por la solución o curación individualista, desde
ñando implícitamente una salvación de su propio régimen so
cial que, sin embargo, defienden con saña.‘ Ambas cosas jue
gan solidariamente: la solución individualista se levanta sobre
el compromiso implícito de considerar el régimen social como
sagrado, aunque sea bajo la apariencia de algo detestablemen
te natural, de apariencia humana necesaria, fantasma típico
de la realidad sensible. Y la consideración de este régimen so
cial como nada estructural humana, incapaz de producir gozo,
es lo que fuerza a la solución individualista. Pero aquí vemos
la peculiaridad del nihilismo de Jacobi y por qué encontrará
en Kant su más firme enemigo: porque sacraliza más la rea
lidad considerarla como un fantasma inasible, y en el fondo
insustancial, en el que nada importante le va al hombre, que
hacerla Erscheinung, fenómeno, realidad humana, sensible,
transformable, manejable, homogénea con el hombre, el cual
tendría que desaparecer también como hombre con la desa
parición o desvalorización de dicha realidad. Toda la filosofía
contraria a Jacobi emerge desde este punto de partida radi
cal. Jacobi lo entenderá perfectamente: sólo sobre la destruc
ción del criticismo podrá mantener su idealismo. Sólo sin el
testigo de cargo del criticismo, que ve en ese idealismo místi-
169
co la negación de la auténtica realidad empírica y natural
sobre la que el hombre levanta su acción cultural y moral,
que ve en ese idealismo místico un auténtico nihilismo, podrá
Jacobi sentirse satisfecho dentro del orden de su pensar. La
victoria está de su parte.
Debemos prestar atención a las últimas páginas de la no
vela, donde se expone la mística individualista, porque van a
marcar el estado personal y, por tanto, filosófico del Jacobi
que llega a 1784, a las mismísimas Briefe. En realidad com
prendemos que Jacobi sigue donde empezó. Cuando dice: «Pre
sentar sólo un momento de este estado en espíritu y verdad
es imposible» (W, 349), está repitiendo palabra por palabra
la impotencia para describir el estado de Siili, al principio de
Allwill: el sentimiento de insatisfacción con todo, pero al
mismo tiempo la convicción aristocrática de aspirar a lo mejor.
Esta es la médula del proceso dialéctico de perfección: cada
estado debe concluirse con una desesperación total. En este
caso hemos comprendido que el estado de amistad humana
no puede ser definitivo, no implica conquistar la paz y la sal
vación. Es más, implica el combate más duro, más difícil, más
duradero. Los términos de ese combate son los de la lucha
por conquistar la fe de Dios. La fe permanente, estable, in
mutable, que no hace sino cristalizar la fe en sí mismo y la
posesión de la identidad personal nunca disfrutada. Pero no
hay que olvidar que aquí sigue la dialéctica, sigue la lucha
agonal por la conquista del reino del ser, no del reino de los
seres normales, no del reino de los seres fantasmales. Lucha
agonal, combate, porque se dan cita en el individuo la fe y el
descreimiento. Pero no de manera externa, sino internamente
relacionados, sosteniéndose una cosa en la otra. Esta actitud
dual aparece en Woldemar todavía como externa, como las
dos caras de la inestabilidad, como inesenciales al momento
dialéctico alcanzado. Así, cuando Woldemar escribe a su es
posa con entusiasmo ante el nuevo evangelio, ya lo hace con
términos perfectamente religiosos, transcendentes:
170
Pero este paso hay que darlo desde la negación de todo
mundo sensible. Por tanto sólo se puede llevar a cabo si se
siente el vacío bajo los pies, vacío que implica incluso la ruina
de la individualidad. La dinámica del salto mortal está aquí
vivida, apuntada, encarnada, en la plenitud de su significa
do, inalcanzable desde un análisis descontextualizado de las
Briefe; descubrimos aquí que el salto es mortal porque sólo
lo sostiene y lo impulsa la sensación de la muerte que vuela
con nosotros en el abismo. Esto tiene que ser experimentado,
pues de otra manera el salto carece de realidad, de necesi
dad, de fuerza. Woldemar tiene esta experiencia;
171
la obra para así evitar enfrentarse a ella en serio.“* Supongo
que esto reconfortaría a Jacobi, pero lo que desagradaba a
Goethe de Woldemar era sin más sus escenas, que caían de
lleno en el ridículo. El caso es que cuando Jacobi sigue escri
biendo para completar Woldemar ya hace filosofía en diálo
gos, y nunca más novelas sentimentales. Todos salimos ga
nando con ello. Pero sobre todo alguien que tuvo la osadía,
la paciencia y el valor de leerlas enteramente: Fichte.
Por lo pronto Woldemar significó un giro en las amista
des de Jacobi. Lessing alabó la obra^ e iniciará una corres
pondencia que le llevará a visitarlo poco antes de su muerte.
Vía Lessing, Jacobi se corresponderá también con Elisa Rei-
marus y su familia. El joven Forster, que acaba de acompa
ñar a Cook en su vuelta al mundo, entra también en su círcu
lo de amistades.^ Del primero confiesa que ha leído con sa
tisfacción La educación del género humano^ y Nathan} Quiere
hablar con él acerca de algunos tratados de su mano que le
envía. El 13 de junio Lessing le escribe confirmando la entre
vista. No quiere hablar aparentemente de las Cartas sobre las
investigaciones filosóficas, una obrita del Teutscher Merkur,
sino mucho más sobre la prolongación de Woldemar, esto es,
sobre cuestiones artísticas. El resto de la correspondencia la
tenemos ya en las Briefe y la trataremos luego.^ La otra gran
amistad es la princesa Gallitzin, con quien inicia la corres
pondencia el 20 de julio de 1780'® y, por mediación de ella
con Hemsterhuis." Lavater, con quien ya antes tenía relacio
nes, aparece también con fuerza en la correspondencia. Por
fin Hamann, con quien empezará a cartearse en 1783 y con
quien en cinco años llenará un volumen entero de cartas, de
mucho menor contenido filosófico que extensión. Tenemos en
tonces a un Jacobi que se sale de la órbita de Goethe y de
Wieland, de la órbita de Geniezeit y se adentra a la vez en la
Ilustración alemana —Reimarus, Lessing— y en los núcleos
religiosos de Münster y Zürich. Es el tiempo en que se siente
más ilustrado que nunca y rompe con Wieland por motivos
de divergencia política que expondré en otro capítulo. Es nor
mal entonces que buscara relaciones con un hombre liberal
como Lessing. Pero su interioridad religiosa era más atormen
tada y esto le hacía muy cercano a Lavater y a Gallitzin. Pron
to la Ilustración berlinesa le aparecerá como Babel en la que
Lessing habla con un espíritu incomprensible para los demás,
y entonces, de la mano de Hamann, iniciará el ataque defini
tivo contra lo que quedaba de ella tras la muerte de Lessing.
172
Las contradicciones del Jacobi ilustrado y el Jacobi místico
empezaban a disolverse. Cuando la Revolución Francesa le
haga retroceder en su liberalismo político, entonces alcanzará
la coherencia, pero ya en un pensamiento anti-ilustrado.
Mientras tanto seguía empeñado en saldar sus cuentas
contra Goethe y la moral del genio. Justo cuando acaba Wol-
demar, publica una narración filosófica dialogada, Ein Stück
der Philosophie des Lebens und der Menscheit, que después,
con el título de Der Kunstgarten, editará en sus Versmisch-
ten Schriften de 1781. Aquí podemos dar por terminada la
polémica con la moral del genio tal y como la entendía Goe
the.*^ Pero también podemos ver aquí el final de la relación
entre sensibilidad y principios tal y como se da en las etapas
vistas de la dialéctica de la evolución personal.*^ En efecto,
las dos veces que aparece mencionado en la correspondencia
este diálogo filosófico del Kunstgarten, se considera como una
continuación de la última carta de Luzie a Allwill en esta obra,
o como un contraveneno de Goethe.Realm ente es así.*^ Y
debemos tenerlo en cuenta para acabar esta época de Jacobi.
6. ((Kunstgarten»
173
la destrucción del auténtico sujeto humano. Como es sabido,
el carácter auténtico del hombre está para Jacobi en lo que él
llama «corazón» {Herz) (V, 170), mientras que el espíritu de
los tiempos reside en la cabeza {ibíd., 171). El primero es el
órgano de la naturaleza profunda del hombre, fruto de la pro
videncia, órgano que permite la emergencia de las fuerzas del
amor {Liebekräften)] su corrupción incapacita al hombre para
prestar significado a lo espiritual, para descubrir los auténti
cos objetos idóneos a su naturaleza. Este hombre no poseerá
necesidad de encontrar dichos objetos que posteriormente cris
talizarán en las cosas divinas: no sentirá la carencia: «ningu
na de las necesidades que pueden elevar el alma con fuerza
existen más; ningún objeto para despertar las aspiraciones me
jores y libres» (V, 177). En este hombre sólo hay Begierde y
Leidenschaften, inclinaciones y pasiones: nunca Liebe y reine
Triebe, amor e instintos puros. Y el veredicto es terminante:
«La Europa entera aplaude la nueva teoría» {ibíd., 177) que,
resultado de una subjetividad mermada y privada del órgano
y del objeto espiritual, sólo tendrá como realidad sombras
{Schatten). Esta misma calificación se aplicará a los fenóme
nos de la KrV, y cuando se presente la Revolución Francesa,
entonces, todos los enemigos de Jacobi podrán ser atacados
con las mismas categorías, porque el acontecimiento repre
sentará la reunión triunfante del espíritu de las sombras de
quien Kant o Robespierre son meros representantes. Ambos,
«Die Terroristen des kategorischen Imperatives», serán los alia
dos de esta exégesis unificadora que diagnostica el espíritu
de los tiempos.
Pues bien, frente a esta sociabilidad hueca, la teoría del
diálogo parte del convencimiento de que el hombre se siente
más en los otros que en sí mismo {K, 392) y propone que la
única posibilidad de desarrollar la sociabilidad sana es con
formar ambientes reducidos y aristocráticos —en sentido es
piritual— que reflejen en sí idóneamente su esencia. Pero real
mente la meta y el final de todo diálogo es el autoconocimien-
to, la posibilidad de un genuino y auténtico individualismo.*^
Esta es la relación más profunda entre el Kunstgarten y el
conjunto de Woldemar: preparar una ética del individualis
mo, que constituye un escalón superior de la ética del diálo
go y de la amistad, toda vez que ésta se ha mostrado inca
paz de satisfacer plenamente las exigencias de transparencia
total del hombre superior. Desde esta perspectiva, la primera
parte de Woldemar está a mitad de camino {K, 398) hacia
174
esta nueva virtud que es la Selbstheit, simplicidad, ipseidad,
pero también independencia, Selbständigkeit (K, 415) produ
cida por el amor, frente a la sociedad de esclavos que pro
duce la realidad burguesa dominada por el lujo. El tono triun
fante del final de Woldemar de 1779 cuadra perfectamente
con la predicación del nuevo evangelio que se nos expone en
K. 415:
175
gra los principios morales con seguridad y rigor. No hay por
tanto rechazo del amor puro como valor superior: hay recha
zo de la suficiencia del mismo como ideal. Y por eso, frente
a esa situación en la que Woldemar apenas podía encontrar
se, perdido en los laberintos del amor puro, ahora podemos
oírle decir que el laberinto tiene una salida {K. 414). Cierta
mente que sólo puede descubrirse en la desesperación. Va
unida con ella. Todas las paradojas del nihilismo vienen de
aquí: muerte y resurrección, abismo y suelo firme, desgracia
y felicidad, desesperación y creencia, se dan la mano en la
experiencia que resultará ser la cristiana. «Aquí está el abis
mo de la corrupción» {K, 412), pero también el momento de
la salvación {K, 415).
La cuestión decisiva es medir la capacidad de autososte-
nimiento que puedan tener ese hombre y ese mecanismo de
salvación en la Selbstheit. En este sentido, toda la órbita pa
rece apoyar todavía la filosofía del Herz y del Triebe desde el
primer momento. Por eso decía Jacobi que para entender
hasta qué punto es un ataque a Goethe, hay que leer esta
obra desde el principio al final y no sólo en pasajes aislados.
Porque lo que ataca definitivamente a Goethe en esta obra es
precisamente su noción de Triebe, de naturaleza humana, su
comprensión de eso que constituye la Selbstheit y la interio
ridad o ipseidad. Desde luego que Jacobi reconoce que los
Begierde sólo pueden ser destruidos por otros Begierde, la pa
sión vencida por otra pasión. El carácter moral no lo decide
nunca el entendimiento, sino el corazón {K, 410). Todo esto
parece ir contra la teoría del juego de los principios. Aquí
están de acuerdo todos los contertulios: la virtud no puede
consistir en conceptos, sino que tiene que ser viva,*® esto es,
tiene que satisfacer un instinto. Justo este es el concepto pro
blemático dentro de una moral del individuo como punto
firme. Uno de los personajes, Vierdertal, en la página 417,
propone la objeción:
Yo no comprendo ni capto la virtud en su forma propia
que pueda producirse como por sí misma a partir de nuestro
instinto más compulsivo. Pues no hay ningún impulso inter
no en el hombre que no esté puesto en movimiento por el
estímulo de un objeto externo. De la misma manera que nues
tra cara no se puede mirar a sí misma, tampoco se puede
mirar nuestra alma. Ella sólo percibe su ser interno median
te un choque o una reacción. Llegamos al descubrimiento de
nuestra alegría mejor, más pura e insensible, en tanto que
176
actuamos sensiblemente. [...] Por consiguiente, la virtud tiene
que confluir con pasión y necesidad si debe ser auténtica. Si
tuación y circunstancias tienen que venir en ayuda para que
mediante el uso cotidiano se llegue al hábito [/C, 417-418].
Aquí esta la clave del espejismo. Lo que Vierdertal dice
parece coincidir con lo que dice Woldemar: pasiones, instin
tos, corazón, carencia de conceptos, la moralidad tiene que
residir ahí. Estamos ante el lenguaje normal de la Geniezeit,
del Sturm. Pero lleno de ambigüedades: porque la noción de
instinto como mecanicismo y como necesidad, y de pasión
como forma de relación pasiva con la realidad externa, esto
no es lo que defiende Jacobi con su repliegue en la idpsei-
dad». Veamos este largo texto:
177
decir que Jacobi no se identifica con el nuevo ideal de inde
pendencia del Yo. Ni que esta posición tuviera antecedentes
en su obra. En el fondo, este maravilloso Yo es el descen
diente de aquella bessere Natur des Menschens de Allwill, que
ahora se manifiesta como el puntal único sobre el que gira la
moralidad. Para entender este juego, hay que poner ese Yo
en relación con la cuestión de los principios de la carta de
Luzie y de las últimas escenas de Woldemar, esto es, con la
apelación a algo sólido cuando nuestra situación personal
queda destruida por causas externas, sean objetos que pro
ducen pasión sensible, sean otras almas que han violado el
ideal de la amistad. Contra el deterioro de la vida personal
moral producida por las causas externas, Jacobi sitúa los prin
cipios morales como algo inalcanzable por cualquier causali
dad externa, con lo que se garantiza para siempre su posibi
lidad de empleo, su estar a la mano en una situación crítica.
Esos principios sólo dependen de mi interioridad, de mi ip-
seidad, de mi maravilloso Yo.
Dos consecuencias fundamentales se siguen de este replie
gue en el Yo. Primera, que ese Yo se puede conocer de mane
ra inmediata, sin que medie acción causal de los objetos, ni
mecanicismo, ni necesidad, por un sentimiento inexpresable.
Este sentimiento otorga el conocimiento evidente de la propia
personalidad. Esto es; el Yo superior no necesita en modo
alguno la mediación de las cosas externas para conocerse, no
necesita ni choque ni reacción, sino que antes bien es la pro
pia vida, la propia condición de ese choque y esa reacción
con las cosas externas. Por eso mismo sólo puede hacérsele
presente a Woldemar cuando ha desesperado de las cosas ex
ternas en toda su extensión, cuando ha negado la posibilidad
de reconocerse incluso en un alma que él creía arquetípica
suya. Pero eso es lo mismo que el viejo procedimiento de la
purificación, de desprendimiento, de distanciamiento de las
cosas. Justo este sesgo nos pone en camino de mostrar la se
gunda consecuencia; que sólo desde la libertad de las cosas
se llega a ese conocimiento inmediato del Yo, y por lo tanto
que este Yo es por sí también la conciencia de la libertad.
Desde ahí, y sólo desde ahí, es la fuente de todos los valores
morales, lo más valioso para nosotros. Pero repárese en que
es la fuente porque se puede someter a Betrachtung, a Beur
teilung, a consideración y juicio. Desde aquí surgen los prin
cipios que otorgan forma a nuestra existencia temporal en
cualquier situación que sea, puesto que dependen absoluta-
178
mente de nosotros como principios. El sentimiento de la amis
tad, aunque fracasado, es necesario para ayudar a expresar
y dar cuerpo a lo inexpresable, cristalizando nuestra esencia y
permitiendo que salga a consideración y juicio; es la escalera
que necesitamos dejar caer una vez que la hemos recorrido,
porque al final nos hemos hecho fuertes en el sentimiento de
nuestra propia personalidad.’’ Pero lo importante es que el
paso desde el sentimiento de nuestro Yo al principio y al con
cepto se realiza desde el i ns t i nt o. Hay por ello que aceptar
una fuerza del Yo superior, maravilloso, que consiste en el
instinto de conocer, de dominar sensaciones y sentimientos
expresándolos. Es el «instinto de la razón que contempla y
domina sensaciones, inclinaciones y pasiones» {K, 419).
¿Cree Jacobi en esto o, como el autor que escribe su no
vela, sabe que narra el pasado de sus personajes en cuanto
que sólo él conoce el futuro? ¿Cree Jacobi en este poder libe
rador y ordenador del Yo? ¿Es su última palabra una deci
sión optimista sobre la capacidad del hombre de controlar sus
propias pasiones —a pesar de entender que este control se
asienta sobre la represión nihilista— o esta creencia forma
parte de lo que tiene que pasarle al hombre que recorre todos
los grados de la dialéctica personal? ¿El Evangelio de Wolde-
mar es esta prédica heroica del hombre solo ante sus datos
para construir con ellos el edificio estable de una personali
dad? Porque Jacobi desde luego que habla aquí del Yo supe
rior, como función ordenadora, formadora de principios, que
inevitablemente tiene que tener en su base pasiones. Y la pa
radoja que surge desde aquí es obvia; sólo aquel que ha teni
do pasiones fuertes desde el principio de la evolución dialéc
tica de la personalidad está en condiciones de recorrer el pro
ceso. Por tanto, los principios sólo se reconocerán allí donde
realmente se hayan reconocido y negado las pasiones formi
dables. Esta es la legitimación del Sturm und Drang. Porque
sea como sea, los principios deben ser también apasionada
mente vividos. La paradoja es ésta; los principios serán tanto
más fuertemente reconocidos cuanto más pasiones tengan que
vencer, esto es, cuanto más se vivan en lucha contra la natu
raleza inferior. Desde esta paradoja surge otro punto de inte
rés; los principios —justo por ser reconocidos en un ser pa
sional— cuanto más conscientes sean tanto más mostrarán
su íntima posibilidad de debilidad ordenadora, tanto más lle
gará al hombre la conciencia del peligro de quebrarlos. Pero
esto va unido al mismo tiempo a una vivencia pasional de
179
esos mismos principios, y por tanto cuanto más en precario
estén más intensamente serán vividos. La conclusión es igual
mente paradójica: en modo alguno podremos considerar este
estadio como el final de la evolución personal, pero también
debemos reconocer que ya estamos en un estadio definitivo,
esto es, que esa situación es permanentemente la base para
la elevación por encima de sí. Veamos el texto donde se apun
tan todas estas paradojas que expongo:
180
guiada por la idea ejercemos la libertad, somos libres. Si no,
¿cómo concede Jacobi a ese Yo el valor supremo sobre todas
las demás dimensiones humanas? Hay un germen de teoría
importante aquí: la libertad no puede explicarse como reac
ción y choque con cosas externas, sino como algo previo a
ellas, como condición de que ese choque se eleve a conoci
miento. La cuestión es cómo naturaleza y libertad se dan la
mano. La misma vieja cuestión que ya teníamos planteada
en la correspondencia con el viejo La Sage, vuelve ahora tras
una órbita excéntrica a la mente de Jacobi.
Paralelamente a este canto humanista, que Hamann re
chazará con energía, a esta confianza en las fuerzas huma
nas, hay un canto a los espíritus fuertes de la humanidad, a
los espíritus de Lacedemonia que le sacan de su continua de
presión (K, 420), que mostraron el valor ordenador del con
cepto, a las virtudes constitucionales de estos pueblos y el
valor de su política. Estamos aquí en el momento en que se
forja el ataque al autoritarismo político de Wieland, donde
por todos lados sopla el espíritu liberal de la burguesía en
alza, aunque con inevitables resabios antidemocráticos que
aquí se repiten (K, 422). Este humanismo lleva consigo la con
sideración de la filosofía como valor supremo, la sal de la
tierra de siempre {K, 424), la renovación del genio platónico,
con su voluntad de incidir políticamente en los acontecimien
tos de su país, en la revocación de las tesis rousseaunianas
del sabio como ciudadano inútil, la elevación de la ciencia y la
filosofía a suprema pasión {K, 424-425), etc. Pero también
la definición del ideal del destino del sabio como el que ha
de gobernar el mundo en todo tiempo, adelantándose a la
perspectiva de Fichte de 1794. ¿Acaso no es este el ideal que
Jacobi va encarnando poco a poco? ¿No es él consejero real,
hombre público, filósofo, pensador político y economista? ¿No
es además un luchador contra sus propios demonios, un es
píritu fuerte? Jacobi debía pensar que tenía motivos para sen
tir su pecho pleno de fuerza. No es de extrañar que el canto
final del Kunstgarten esté dedicado a los estoicos como mo
delo de «mächtige Philosophie» {K, 427) y que no haya sal
vación sino por el «philosophisch-heroischer Geist».
¿Pero y Dios? ¿Dónde situar a Dios en este momento que,
no se olvide, hay que colocar antes de la ruina total de Wol-
demar? ¿Qué relación tiene Dios con la ética de la autonomía
individual y con el hombre fuerte del espíritu filosófico? Lo
que salta a la vista es la carencia de un Dios personal. Desde
181
luego que se defiende el carácter divino del Yo superior. Pero
en modo alguno esto significa afirmar un Dios personal; todo
lo contrario, significa la defensa de la participación personal
de un Dios suprapersonal que sólo permite —aunque Jacobi
no lo entienda así— un concepto panteísta espiritualista, como
unidad de vida espiritual. El texto clave es el de las páginas
427-428:
182
Pues el instinto moral en el hombre no podrá dejar de
actuar ni demostrarse como activo en relación con el todo de
la humanidad: sería la energía humana verdadera, Dios en el
hombre. El objeto de ese instinto sería la virtud, en su forma
propia, a saber la virtud pura, virtud como fin en sí mismo
[K, 428],
183
alegre de la estabilidad no es sino una misma cosa que el ser
y la misma cosa que la virtud. Vemos que Jacobi no se en
frentó a Kant por capricho: los dos pensadores convergían
en la realización de un humanismo de la virtud, en su creen
cia en la capacidad ordenadora de la razón. Jacobi, sin em
bargo, como un paso más en el proceso dialéctico caracteri
zado esencialmente por la obsesión nihilista. Kant como un
punto final definitivo construido no sobre la destrucción de
la sensibilidad, sino de su dulcificación previa y moral, para
buscar así una síntesis del estoicismo y del epicureismo. De
ahí que toda la voluntad de Jacobi sea demostrar que Kant
está a la mitad del camino, que su posición no se puede man
tener, que como cualquier otro momento de la línea dialécti
ca se convierte en nada, en nihilismo, si no sigue el camino
hacia la fundamentación perfecta. El humanismo tenía que
destruirse para poder resucitar purificado y transformado en
concepción antropomòrfica de Dios. Kant era demasiado sano
para dar ese paso.
Desde el pensamiento de Dios como energía inmortal en
el hombre, surge naturalmente el pensamiento de la providen
cia y de la libertad como atributos de esa energía. El pensa
miento de Dios está completo excepto en un punto: como Dios
creador y personal. No hay rastro de esto. Por el contrario,
en el momento final del Kunstgarten, donde se expone la vi
sión de las cosas que tiene el hombre nuevo, se dice así:
184
años o cuatro, si contamos desde Vermischten Schriften, en
los que Jacobi se empeña en reformular la relación auténtica
entre ese Yo superior y lo divino desde la quiebra del ideal
de autonomía, desde la quiebra del absolutismo del Yo. Por
que esa parte de lo divino no basta para conducirnos a la
estabilidad, es preciso llegar a reconocer algo absolutamente
divino como transcendencia en quien nos podamos reconocer,
en quien poder verificar la amistad imposible entre huma
nos, en quien proyectar la misma lógica de reconocimiento en
el otro. Dios como transcendencia sólo puede entonces presen
tarse como el Dios de la amistad, como el Tú, como la perso
na sublimada o como el Yo sublimado. Pero esto dejará in
tacta la cuestión del instinto moral, de la libertad, de la in
mortalidad, del conocimiento intuitivo e inmediato de nuestro
Yo. La cuestión es que ese Yo espiritual sigue existiendo, pero
se relaciona ahora de otra manera con lo divino. ¿Qué impli
cará esta relación? Obviamente la teoría de la creación del
alma por Dios y la de la posibilidad del diálogo entre ese Tú
y ese Yo en el ámbito de la certeza de la fe. La ruina del
panteísmo larvado que las citas anteriores mostraban. Y con
ello la ruina de esa filosofía que fue suya, que sólo puede
pensar a Dios como dominando en el todo y a través del todo,
como siendo el todo, energía del todo propia del espinosis-
mo. Pero la base de todo esto es la formación de un Dios
como Tú necesario dentro del proyecto de salvación de Jaco
bi. Sólo este Dios personal moverá hacia otra filosofía.
NOTAS
1. Cf. este texto: «En todos los caminos, cuanto más capaz de
viene el hombre de felicidad, más infeliz llega a ser de hecho; cuan
to más excelentes llegan a ser los hombres que son buenos el uno
para el otro, tanto más vulnerable deviene su vinculación. En tanto
que el uno o el otro o los dos se educan cada vez más, cada uno en
su aspecto, ellos se van haciendo distintos en tanto que ganan fuer
zas para extender su espíritu, extienden su corazón y se hacen cada
vez más independientes entre sí. La antipatía combate la simpatía y
la amistad tiene su fin» (IV, 243).
2. El final es premonitorio de la segunda parte: «Probablemente
todo hubiera ido cada vez mejor, si no se hubiera desarrollado un
suceso extraño desde el pasado que fue de las peores consecuencias
para Woldemar y Henriette y todos los que los querían» (W, 252).
185
3. Goethe se mofa de Woldemar hasta el punto de escribir una
parodia de la obra que representó en el círculo de sus allegados, ya
en Weimar. El tono pretencioso de los héroes era lo que más moles
taba a Goethe que acababa la obra llevando a Woldemar directa
mente al infierno. Cf. para todo este asunto en B, I, 2, 119 (carta
de 31.10.1779).
4. Cf. la carta a Fahlmer, B, I, 2, 126, la carta a Goethe de
13.9.1779, en B, 2, 105-106; a Schlosser, I, 2, 126.
5. Cf. la carta a Jacobi de 18.5.1779, B, I, 2-96.
6. A partir de 24.11.1778, B. I, 2, 82.
7. Cf. la carta de 1.6.1780, B, I. 2, 141.
8. Cf. la carta del 20 de agosto de 1779, AB, 1, 309.
9. Es interesante la carta del 22.11.1780, donde Jacobi invita a
Lessing a su casa. Éste, ya enfermo de muerte, rechaza su ofreci
miento. AB, 1, 307 y ss.
10. Cf. B, I, 2, 146.
11. Con quien trabó conocimiento en marzo de 1781. AB, 1, 309.
12. Aquí en Vermischten Schriften se editaban sólo Kunstgarten
y Allwill en una edición reducida, junto con algunos pensamientos
sueltos. Este texto es prácticamente inencontrable. Pero el Kunstgar-
ten se puede encontrar en Bibliotek der Deutschen Klassiker, IX, 3. Cf.
para esta edición, la carta a Westenrieder, del 6.11.1781, B, I, 2, 372.
13. Cf. a Förster 21.10.1775, B, I, 2, 118; «Salude usted a Lich
tenberg de mi parte. Si me hace sospechoso de "Empfidelei" o de
"Geniesucht” enséñele la carta de Luzie de diciembre de 1776. Pien
so que incluso los “Fragmentos” del Deutsches Museum serían sufi
cientes si se leyeran enteros y no saltando de aquí a allí».
14. Para captar este sentido, la carta a J.A.H. Reimarus, del
23.10.1781, B, I, 2, 357: «Una teoría completa de nuestros instintos
(tomada esta palabra en un sentido amplio, sería también la mejor
moral, y cualquier moral verdadera es más o menos teoría de los
instintos. Pero esta teoría no nos proporcionaría ninguna teoría de
la felicidad que fuera de hecho válida para todos y cada uno de los
hombres. [...] No se trata de la pregunta del ordenamiento posible o
transcendental de las inclinaciones de los hombres en general sino
de la ordenación efectiva que corresponde a cada hombre».
15. Cf. para esto la página 395 de Kunstgarten.
16. Esta vida queda caracterizada como «Dumpfeit des Gefühls,
Verworrenheit des Herzens ist die allgemein Krankheit» (X, 390). Apa
rece como vida de vanidad {Eitelkeit), Nachäffung, Menschenfurt, etc.
17. Cf. el siguiente texto de Kunstgarten: «Zuverlässing ist alle
mal das Beste für uns und unsere Freunde, Anverwandten, Mitbü-
rer. Genossen, ja für das gesammte Universum, dass ein jeder thue
sein eigenes Werk, gehe seinen eigenen Weg, besorge sein eigenes
liebstes Glück» {K, 392).
18. Cf. Kunstgarten, 417.
19. Cf. Kunstgarten, 419.
20. Ibid., id.
186
Ca p ít u l o IV
1. Introducción
187
las doctrinas de la intuición como forma de conocimiento su
perior, o en el amor intellectualis Dei, sino en el primer libro
de la Ethica, en la filosofía del determinismo, o en el apéndi
ce al primer libro, con su oposición a la providencia. De todo
esto no hay rastro en los informes que Jacobi da en sus car
tas sobre la visita que acaba de hacer a Lessing. De igual
manera, no hay rastro en estas cartas de 1780-1781 de críti
cas a Hemsterhuis, presentes en la edición de las Briefe. Por
el contrarío hay multitud de pasajes en la correspondencia que
van preparando lentamente todas las posiciones definitivas de
las Briefe, sin acabar de exponerlas con claridad. Es más que
dudoso que Jacobi mantuviera en silencio una teoría cerrada
nada menos que durante cuatro años. Pero en cualquier caso
esto sería un detalle menor. El problema es que, independien
temente de a qué distancia, nosotros tenemos un Jacobi que
ha sido humanista y que en Woldemar, al final, entra en
crisis. Sabemos cómo se resuelve esa crisis en las Briefe, pero
no sabemos el proceso que permite deducir, justificar y com
prender esa solución en todos sus detalles. Y defiendo que ese
punto es la noción de Dios como persona y la quiebra del
ideal de autonomía del yo, pues sólo estas representaciones
ofrecen la posibilidad de representarse una victoria en su
lucha personal por la estabilidad, de acabar su proceso dialéc
tico de formación y de superar la crisis del valor de la amistad
como relación entre dos personas humanas que acaban des
truyendo su identidad al mismo tiempo y en la misma medida
en que antes pensaban conformar su realidad individual.
Por lo tanto, tenemos que seguir a Jacobi en los textos
que continúan la atmósfera de Woldemar para entender el pro
ceso de formación de las tesis de las Briefe. Porque también
en las páginas de esta obra hay vida interior, propia, secreta,
sólo que ya resuelta, triunfante, que sólo se deja problemati-
zar cuando se estudia desde otros textos.
Para empezar a reconocerla recordemos las relaciones de
Jacobi con Lessing, al margen de lo que aparece en las Brie
fe. Una carta a Fahlmer de 1779, después de estar escrito el
Kunsígarten, es muy reveladora de lo que Jacobi veía en Les
sing: un moralista en la misma dirección que él. En el fondo
ya lo veía así cuando avisaba a Wieland de que su Agathon
no había merecido un buen juicio moral del bibliotecario. Pero
dado que la carta a Fahlmer es un ataque a la moral del genio
y a Goethe, tenemos que concluir que Jacobi ve en Lessing
un aliado contra ambas cosas. Después de explicar de nuevo
188
su tesis del autodominio, de los principios, de la libertad y
de su relación con la animalidad, cita a Lessing como defen
sor de esa misma doctrina.* Así pues, Jacobi va a ver a Les
sing porque lo cree un aliado, un hombre que defiende sus
ideas, con el que podría dialogar. Por eso, cuando Lessing
saluda al autor de Woldemar (18 de mayo de 1779), Jacobi
se atreve a contestar en una carta humilde, después de pen
sárselo mucho, llamándole «König untern den Geistern»
(20.8.1779, B, I, 2, 103) y anunciándole una visita. La memo
ria de las grandes emociones de Wieland y Goethe le impul
sará a ello, ahora que además está solo. Pero ya vemos su
carácter audaz tras la máscara de timidez: ¡No está contento
con el final de Nathan\ (ibíd., 104). La relación, sin embar
go, continúa. El primero de junio de 1780 afirma haber leído
la Educación y se atreve a enviarle unos fragmentos de los
que le recomienda que lea el segundo (ß, I, 2, 141). Desgra
ciadamente no sé de qué tratados se habla aquí, pero es po
sible que sean los escritos contra Wieland. Lo que sí sabe
mos es que Jacobi recomienda centrarse en un texto de la
cuarta de las Cartas sobre las investigaciones de 1774, que
ya mencionamos. Lessing prefiere hablar de la continuación
de Woldemar. Pero, ¿por qué quiere Jacobi centrar la cues
tión en los temas de la citada carta? ¿De qué habla este es
crito de 1774? Naturalmente de Lessing y de su tesis, de ori
gen leibniziano, de que toda teoría filosófica ajena es com
prensible y «composible» si es genuina y auténtica (VI, 325).
Puesto que en este caso concreto se trata de la religión de los
pueblos primitivos, la cuestión es encontrar la clave para en
tenderlas y hacerlas composibles. Esto supone, contra Hume,
que el politeísmo, que diversifica e individualiza las religio
nes hasta hacerlas no composibles, es un fenómeno secunda
rio, en modo alguno la auténtica y genuina religión natural o
inicial (VI, 332). Por tanto, Jacobi quiere hablar de la reli
gión natural o de la representación natural de Dios:
La gran aunque confusa idea de una fuerza omnipotente,
de un ser de todos lo seres, era de una manera natural la
primera consecuencia de los sentimientos de su dependencia
que confluyen sobre el hombre por todos los lados de su na
turaleza. No puede menos que atribuir a este Ser todas aque
llas propiedades que valora preferentemente en sí y en otros:
fuerza, inteligencia, valor. Pero precisamente esta consecuen
cia instintiva desde la conciencia de su propio pensar racio
nal a la inteligencia del Omnidonador [Allgebärer'\ le induce
189
cada vez más a atribuirle sensación y arbitrio a todas aque
llas cosas cuya fuerza, movimiento, acción y origen no está
en condiciones de explicar físicamente [VI, 33].
190
exactamente el mismo de la carta cuarta del escrito de 1774,
el de la composibilidad de toda filosofía auténtica;
191
veamos qué es lo que sucedió aquel verano de 1780 entre Ja-
cobi y Lessing. La primera carta nos informa sólo de la con
tinuación de la neurosis de Jacobi, la «schwärzeste Misan-
thropie» y, lo que es peor, la nueva especulación que le acom
paña {AB, I, 298). Se nos muestra aquí de manera clara la
incapacidad de que la especulación fortalezca cualquier solu
ción vital. A pesar de sus posiciones contrapuestas, Jacobi
coincide con Kant en que la especulación es un combate in
deciso entre antinomias igualmente falsas y vacías. Sólo que
el talento menos poderoso de Jacobi y su nihilismo de lo
sensible no le permiten encontrar ningún terreno sólido para
el pensar. Y también desde aquí se ve con claridad cómo en
1780, justo después de la visita a Lessing, Jacobi vinculaba
sus depresiones, su incapacidad para ordenar su vida, con la
especulación, a la que consideraba como una amenaza. No
estamos entonces ante un juicio teórico que denuncia la se
ducción de la especulación, como en Kant, sino vital. Y por
eso es fácil comprender que la visita a Lessing debía tener
un contenido especulativo que no hizo sino confundir aún más
a Jacobi como pensador, y que no hacía sino ponerle en ca
mino de una salida radical y única, la ruptura con los con
ceptos especulativos que todavía le servían en esta época para
defender la filosofía del corazón y del Gefühl, centrados como
hemos visto en la representación especulativa de Dios. Y esto
no puede significar sino una cosa: Jacobi rondaba de cerca el
peligro vital de esa propia especulación que había integrado
de manera parcial el peligro de lo que significaría ser conse
cuente. O al menos, la entrevista debió aumentar sus dudas
al respecto. Y esto porque Lessing le mostró que la actitud
que reflejaba Goethe en el poema Prometeo era perfectamen
te compartida por él, y además que la entendía coherente con
el espinosismo que mantenía. Jacobi descubrió así que espi-
nosismo y Goethe eran compatibles y no contradictorios, que
ese Dios natural que Jacobi invocaba en las cartas de 1774 en
el fondo permitía la defensa de la moralidad natural-sensible
de Goethe, el otro punto de su obsesión. Sólo un camino que
daba abierto para acabar con la moral del genio goethiano:
atacar a Spinoza.
Pero no nos equivoquemos; la especulación es un terreno
de confusión y de indecisión, pero no provoca (como en Kant)
una autocrítica de la razón para librarse de representaciones
del mundo en las que no es posible confiar y que obstaculi
zan el progreso del conocimiento y de la propia autoconcien-
192
eia. No. Es una arena estéril porque no ofrece salida que or
ganice la vida; porque todos los despliegues de la razón es
peculativa se convierten en peligrosos. Aquí está la diferencia
entre Kant y Jacobi. Aquél juzga desde unos intereses de la
razón que se pretenden universalizables, con capacidad para
albergar a cualquier persona como fin final en todas sus di
mensiones sensibles e inteligibles. Ninguna especulación le
hace dar un paso hacia ese interés, y por eso es preciso de
jarla abandonada. Jacobi juzga desde los intereses de su in
dividualidad, y desdeña la especulación en nombre de la im
posibilidad de encontrar el equilibrio, de reencontrarse en una
imagen. No se puede ser determinista, materialista, criticista,
porque el individuo no puede reconocerse, no puede ordenar
se en esa representación del mundo, no puede justificar ni
bendecir ni encontrar un destino especial para la historia de
dolor en que se desgrana su individualidad. Pero ahora el
cerco es más estrecho. Porque Jacobi descubre que ha defen
dido una filosofía, la espinosista, con una noción de Dios y
de naturaleza, que especulativamente le lleva a pensamientos
que también le impiden el autoconocimiento y que le sumen
en la más negra de las depresiones, que le someten a la inde
fensión o a la tentación de la misantropía, del desprecio uni
versal: el determinismo del primer libro de la Ethica, esa es
la clave que le lleva al desprecio de sí mismo y del hombre.
Podemos pensar entonces que la conversación de Lessing
echó ante todo sombras sobre las propias bases especulati
vas de Jacobi, lanzó la sospecha de que siendo espinosista se
era en el fondo todo lo que Jacobi no quería ser: Goethe,
el Goethe que él quería denunciar ante Lessing, llevándole el
poema Prometeo. La especulación con ello no ofrecía una re
presentación natural de Dios, sino que era descubierta como
soporte fundamental del gran rival; se convirtió en traicione
ra, haciendo aumentar el torbellino de la inseguridad. Espe
culación, speculum, espejo, espejismo. Así mostraba su esen
cia como instrumento de duda, de inseguridad, de incerteza,
como herramienta del escepticismo vital que es preciso supe
rar, pero que al mismo tiempo llevamos atado como dimen
sión irrevocable de la mente. Aquí podemos ver el sentido del
progreso dialéctico de la personalidad que se inicia ahora: eli
minada la sensibilidad, eliminado el pensamiento sensible, el
pensamiento de la amistad, el pensamiento del Yo, debemos
seguir progresando en esa filosofía negadora mediante la se
paración de toda especulación, de todo el proceso dianoètico
193
que busca un fundamento vital ordenador. Ahora no sabemos
el final de Jacobi. Pero la especulación se cierne a su alrede
dor con todas sus contradicciones, avalando una representa
ción filosófica de lo divino como Él, como causa primera,
como el ser de todo, que puede justificar formas de vida per
versas, amorales y deterministas como la de Goethe.
El caso es que muy pocos días después de este breve
apunte sobre la visita a Lessing, escribe a su nueva interlo-
cutora, la princesa Gallitzin:
194
no racional— somos miserables», significa: no puedo dejar de
bendecirme, no puedo ser autocrítico en mi última decisión
porque eso implicaría diluirme en la especulación. Nunca exis
te en Jacobi la posibilidad de concluir de la siguiente mane
ra: bien puede ser que las bases de mi conducta sean mera
apariencia. Aquí está el irracionalismo en su esencia: no atre
verse nunca a poner en duda que yo como individuo bien po
dría no tener realidad, que bien podría ser que no fuera sal-
vable en mi totalidad ni despreciable en mi totalidad. Es una
cuestión de indefensión ante sí mismo.
Pero lo fundamental es que Jacobi hace esa defensa de la
fe religiosa desde una filosofía de la creencia como forma de
vida caracterizada por la Gesinnung, por la convicción que le
era propia desde siempre. Se mantiene la misma estructura
filosófica apoyada en el Gefühl como instancia inmediata, pero
que ahora no se aviene a servir de apoyo a ninguna represen
tación especulativa ni apunta al mismo objeto que antes. No
se trata ahora de que sin la creencia en el amor, en la amis
tad, en el Yo o en los principios seamos miserables, sino que
lo somos sin la creencia en Dios, clave de la dimensión abso
luta con que revestimos todas las demás convicciones. En la
carta posterior a la visita a Lessing este Dios tiene la forma
de Uno. Esta no es la forma en que aparece en la formula
ción final. Pero en aquella carta a Gallitzin se hacía referen
cia a que en todo caso tenía que vincularse a la fe recibida
en la niñez. Por tanto, frente a la especulación, apropiación
vivida de la fe de la infancia. Este es el supuesto del salto
mortal de 1784.
Pero para comprender qué oscilante es la posición de Ja
cobi, hasta qué punto se encuentran a la mano las dos posi
ciones alternas de especulación y fe, para comprender la zo
zobra teórica de su posición y la impotencia ante su propia
complejidad filosófica y vital, veamos lo que piensa Jacobi
de su gran viaje en la carta a Heinse {B, 1, 2, 200 y ss.) Ante
todo extraña una cosa: que Jacobi hable de Lessing como
antes hablaba de Wieland o de Goethe. Es su amigo, con lo
que eso significa dentro de la filosofía y de la representación
vital de Jacobi. Es el amigo para conocer conjuntamente a
Dios. Pasará la primavera con él {ibíd., 201) y se llevan muy
bien. La carta rezuma complicidad por todas partes,^ y desde
luego el afecto y la consideración se extiende a la figura de
Mendelssohn.^ Lessing le comenta sus proyectos acerca de
Diálogos entre masones {ibíd., 202) y la conclusión de sus
195
escritos teológicos con una historia de la Iglesia. El viejo Je-
nisalem le brinda su amor. Jacobi es uno de ellos y cree haber
encontrado, una vez más, su sitio. No hay aquí rastros de
discusión filosófica con Lessing en los términos del relato que
poseemos, ni una huella de esa sospecha de especulación
negra que sirve de apoyo a su misantropía. Pero no sólo esto.
Hay abundantes detalles que testimonian que Jacobi no calla
nada. El primero, un breve informe sobre la metafísica. Si la
conversación con Lessing que conocemos hubiera sido real,
Jabobi no habría podido coincidir con él acerca del valor de
la metafísica como criterio decisivo de toda verdad superior,
pues esto es irreconciliable con su propia propuesta de salto
mortal. Y sin embargo informa a Heinse:
Lessing y yo le contestábamos [a Gleim] muchas veces
con nuestra filosofía y aseverábamos en caso de necesidad
que la metafísica es útil para todas las cosas, y tiene la pro
mesa de la vida presente y de la futura porque de ella de
pende toda certeza de lo presente y del futuro, de lo real y
de lo posible.
196
mo y la metafísica, por un lado, y la creencia cristiana por
otro. Desde una perspectiva lessingiana sí. Pues bien, cuan
do habla de Claudius en el informe a Heinse, dice;
197
tivo, el todo. Tiene elementos antiespeculativos porque el Dios
como Uno es vivido, participado, sentido. Pero también es el
Dios especulativo, primera causa, ser de todo ser, fuente de
todo lo posible y de todo lo efectivo. Ser antideísta significa
aquí ser partidario del Dios-Uno. Y esto era reconocer tanto
esa vieja filosofía, el cristianismo y Spinoza, como la creen
cia, el sentimiento, la intuición inmediata de Dios por el co
razón. Así que la cuestión es descubrir que ese Dios-Uno no
es persona y que el hombre tiene necesidad de ese Dios-
Persona. Sólo entonces toda metafísica, incluso la que sostie
ne ese Dios-Uno, incluso la suya propia, deviene pura especu
lación.
Cuando Jacobi informa a Heinse dice:
Bellezas de este cierto género son innombrables, como la
divinidad que, infinita en cada determinación de su esencia,
sólo puede ser presentada por y en sí misma \ibíd., 202],
198
rio del palacio de Wolfenbüttell, siguiendo en silencio la filoso
fía de Spinoza, hecha también para el silencio agradable del
oficio de pulidor de lentes. La fuerza de la filosofía en estado
puro sosteniendo ella sola la vida de sus hombres. Pero Jacobi
necesitaba demasiado el reconocimiento ajeno como para re
tirarse del mundo. El espinosismo y el kantismo eran, al fin y
al cabo, filosofías de marginados. Jacobi no quería serlo.®
Hay un detalle más que permite sostener que el informe
que nos da Jacobi en las Briefe de los tiempos de su visita a
Lessing no es ajustado a su época; la relación con Hemster-
huis en modo alguno es crítica. Pero Hemsterhuis significaba
una extraña síntesis de platonismo,^ espinosismo y estoicis
mo que era perfectamente compatible con la situación filosó
fica de nuestro autor en esta época. Pero cuando Jacobi es
cribe las Briefe tiene necesidad de mostrar que la filosofía de
Hemsterhuis es perfectamente rebatible por Spinoza y que,
por tanto, no soluciona el acceso filosófico a la salvación de
la personalidad. En modo alguno es la posición de 1780. En
esta época lo que sucede entre Jacobi y Hemsterhuis es lo
siguiente:
El viaje de sus escritos, tal y como se nos muestra en las
Briefe, es cierto. La carta a Gallitzin de 15.7.1780 lo demues
tra claramente. Así pues, empieza a leer el Aristée a su regre
so a Düsseldorf. En agosto de 1780 {B, I, 2, 159) da noticia
de estas lecturas que refieren al Aristée, Sur Vhomme, Sophi-
le, Sur les desoirs, etc. Pero todo lo que tiene que decir Jaco
bi sobre Hemsterhuis tiende a mostrar la identidad de pun
tos de vista de los dos hombres.'® A Gallitzin le reconoce que
Aristée es un «herrliches Buch» y que participa de su idea
preferida: que la felicidad es una propiedad de la persona (cf.
Kunstgarten), si bien aquí la ve en conexión con importantes
verdades {B, I, 2, 200). Su afición a estas lecturas crece."
Ahora, un poco después, dice a Heinse que posee dos nuevos
escritos completamente divinos aunque no impresos (fi, I, 2,
210).'^ A partir de enero de 1781 puede estudiar la Carta
sobre los deseos {B, I, 2, 257). El 8.3.1781 se conocen los
dos (fi, I, 2, 281).'® En las siguientes cartas ha estudiado ya
tanto el Aristée que puede prescindir de él (fí, I, 2, 301).
Por tanto 1780-1781 fue el año de la lectura de Hemster
huis. Y desde luego en principio no de una manera distante,
como tendría que ser si Jacobi tuviera definida su filosofía
del salto mortal como decisión vital. Crítico con Spinoza, con
la filosofía, pero incapaz de separarse de ella, incapaz de de-
199
cidirse, sin el apoyo de Lessing (ya muerto), Jacobi se \a a
enfrentar a una obra sin coherencia, altura ni profundidad
como es la de Hemsterhuis, llena de extraños sincretismos
que no pueden dar solidez a una vida atormentada cuya pro
pia inseguridad le fuerza a un hipercriticismo. El resultado
de su lectura lo veremos luego, en el capítulo siguiente.
Mientras tanto, de lo que no cabe duda es de que para
desembocar en sus tesis positivas van a ser mucho más im
portantes los estímulos de Claudius y Lavater que la lectura
de aquel autor. Su lectura crítica no le sirve sino para vivir
el hecho de que ninguna postura alcanzada por el discurso
filosófico es sólida como filosofía vital. Por tanto, lo que au
mentó las dudas especulativas debía de ser algo que ya trans
portaba Jacobi desde antiguo, y posiblemente sobre todo el
hecho de que esa solución del Dios-Uno carecía de eficacia
para asentar realmente una estabilidad personal, ahora todo
ello reforzado por el hecho quizás señalado por Lessing de
que la filosofía de Spinoza era compatible con la filosofía del
Prometeo de Goethe. En todo caso, el estudio de Hemster
huis potenció esta incertidumbre ya que en esa filosofía todo
perdía sus rasgos propios y devenía incapaz de ser vivido con
la fuerza que requería la creencia. El proceso tenía que acom
pañarse del despliegue de dos temas; el de la creencia y el de
Dios. Hay que tener en cuenta que lo que llamaba «creencia»
no era en principio incoherente con sus posiciones filosóficas
de corte panteísta, pues este Dios-Uno podía ser vivido con
fuerza y con inmediatez, ya que permitía reconocer algo divi
no en nosotros. Poco a poco, sin embargo, estas posiciones
se fueron haciendo insostenibles. Veámoslo.
3. Creencia
200
paso,*^ la recuperación de la dignitas, ratio, fides o libertac;
(ibid., 256). Hay aquí una gradación de palabras que la exé-
gesis no ha tenido en cuenta. Sentido de la posesión del alma,
ejercicio de la racionalidad y esa extraña palabra fides, senti
miento del deber, firmeza, carácter rocoso de la personalidad,
el elemento final de la educación ideal de razón y fe que en el
Kunstgarten quedó integrada en la noción de Yo. La edu
cación no se dirige hacia una evidencia teórica, sino’ práctica,
al reconocimiento del bien. Y en este contexto Jacobi trans
cribe un texto de la carta XXXI:
201
cerle feliz. Pero él tiene que creer. Por esto la más sublime
religión pone con derecho todo el mérito en la fe y enseña
que sólo ella hace bienaventurado. Nosotros no podemos lle
gar a lo mejor hasta que no nos hayamos desprendido de lo
peor; y meramente en base a la palabra, a la creencia; pre
sente por futuro, visible por invisible. Dios te da, mi querido
hijo, el supremo presentimiento que te hace capaz de ello y
que es la luz de su gracia [fi, I, 2, 243].
202
Por eso la existencia cristiana auténtica es la de creer para
que se ayude a la fe, creer para no hacer significativo el pe
cado, creer para creer. Esta es la noción de «palabra». Al
guien cree en la palabra cuando no cree en lo real, en lo con
seguido, en lo hecho. Así, lo que el cristiano cree de la predi
cación de Cristo, de su palabra, es llegar a tener fe. La palabra
de Cristo es la que produce fe por sí misma, moviendo a creer
antes de creer. Ese es el presentimiento, aceptación de ser
colmado y salvado antes de serlo, de gozar de la vida beata a
pesar de todo. Esta es la realidad de los viajeros de Emaús,
la realidad que tanto se nos cuenta en el Evangelio de la se
ducción de Cristo. Pero curiosamente estamos aquí ante un
sibi fidere que sólo es efectivo —sólo conforma confianza en
sí mismo, estabilidad— si es un alterum fidere, un creer en el
que habla, en la palabra de otro. Este es el cristianismo de
Jacobi: sólo puedo confiar en mí mismo tras tanta inestabili
dad, vanidad, avatar y devenir, si creo en otro y si creyendo
en ese otro tengo al menos un rasgo estable de mi carácter.
Mi ser —como contraposición al devenir—, es el hecho vital
de la lucha por la fe, y por esa batalla alcanzo identidad per
sonal, firmeza, carácter en el que creer a su vez; lo que ali
menta la fe es una idea pedagógica elemental, pero que está
atravesada por un antiguo y profundo conocimiento de la rea
lidad humana como autohacerse.
El punto final de la dialéctica de la personalidad no es un
estado final, sino un proceso indefinido de lucha por hacer
estable y confiada la existencia en la fe, proceso entre fe e
increencia, entre paganismo y cristianismo, entre inteligencia
y corazón, certeza y duda (cf. AB, II, 475-478, a Reinhold,
8.11.1817). Todo esto encierra la noción de creencia en Jaco
bi. Pero en este nivel del drama, los primeros estadios de la
dialéctica de la personalidad ya no juegan; ahora la fe y el
ateísmo son la única obsesión. Jacobi, sin embargo, sabe que
entregarse a un punto final no dialéctico de este drama sería
aceptar ese cristianismo sólido e indiscutido de sus padres,
hacer del cristianismo una religión de la letra y no del espíri
tu. El suyo, como vivido, real, verdadero, no es positivo
nunca; siempre se resquebraja de nuevo para ser reconstrui
do. Nunca es letra, sino palabra, diálogo interior.*^ Esa dia
léctica nunca aspira a hacerse letra, estado final, libro. Bi
blia, perfección de la experiencia dialéctica, como posterior
mente sucederá con Hegel. Sustancializar la fe como palabra
ya dicha de manera permanente es negar el valor de la exis-
203
tencia abierta como único suelo del que brota la propia fe.
Jacobi es demasiado auténtico como para cambiar su «frágil»
cristianismo por un «cristianismo histórico y positivo» {AB,
I, 459). Pero esto quiere decir: su cristianismo surge dema
siado cerca del problema de la consolidación de la conducta
y de la vida como para que pueda convertirse en algo al mar
gen de ella. Desde ese mismo problema insoluble de antiguas
raíces ya olvidadas, es inevitable que el cristianismo sea siem
pre gebrechliches. Aquí tenemos la base de toda la reflexión
moderna sobre el cristianismo: los individuos ocupados en su
propia obra. Y también para apreciar las bases cristianas de
toda filosofía existencial. En el fondo, como manifestará Hegel,
el cristianismo es un punto de no retorno en la historia, por
que cifra la salvación en la obra guiada por la fe en la pala
bra, en el logos, y por eso, para Hegel, desde luego fe en la
razón. Esa es la religión: «la vrai religión n’est que la raison
se contemplant dans son oeuvre» (II, 355).
¡Cómo se carga ahora de sentido la expresión de que «sin
creencia somos miserables»! Ahora significa que no podemos
fiamos de nosotros, que no podemos vivir confiadamente, pero
también que sin fe no podemos vivir con autenticidad nues
tra propia vulnerabilidad. Elend tiene aquí una intima raíz
religiosa. Significa no tener sensibilidad para el pecado, para
la imperfección y, por tanto, albergarla de la peor manera.
Ser miserable es tener buena fe, no tener conciencia de la fi-
nitud; no es creerse inocente, sino no creerse ni inocente ni
culpable: amoral. Frente a quien él llama miserable, el cre
yente tiene noción del bien, del único bien, y por tanto del
pecado, del mal. Si se siente inocente y perdonado es porque
cree, porque al creerse libre del mal en la última y definitiva
tirada, se empieza a librar de él en la siguiente, en la próxi
ma, en la inmediata. A Jacobi no tenía nada que decirle la
escuálida filosofía de Hemsterhuis. Mucho más tenía que de
cirle la filosofía del libro V de la Ethica. Pero en la misma
proporción le parecían distantes de la vida real los primeros
libros de esa misma obra, de los que no se podía derivar una
teoría existencial del bien y del mal. Sólo entonces, y median
te la profundización en la esencia del proyecto de la perfec
ción personal y de la dialéctica de la personalidad, sobre una
reflexión acerca del cristianismo vivo, alcanzó a ver Jacobi la
centralidad de la Glauben y, por tanto, llegó a racionalizar el
asco ante la especulación y la metafísica. Esta profundización
se llevó a cabo en la correspondencia con la princesa Gallitzin.
204
4. Gallitzin
205
Ese juego de confianza-zozobra, que de hecho es la esen
cia de la creencia en Dios, lo descubrirá Jacobi a Gallitzin en
cartas llenas de emoción y de sinceridad que parten todas de
la situación final de Woldemar: la oscura noche de quien todo
lo cifra en sí mismo,'® del reconocimiento de la vanidad de
la creencia en sí mismo sin Dios, pero de otro Dios diferente
del Dios-Uno que todo lo reúne. Y esto es lo que le hace lle
gar a este fragmento, donde el cáncer del nihilismo sufre su
metástasis:
206
ca (caso Goethe), Jacobi transforma el hecho histórico de lle
gar a sentirse en la nada en un hecho mítico (el pecado) y
establece una respuesta igualmente mítica; la palabra salva
dora dicha para producir fe. Pero como todo este proceso lo
vive el filósofo que escribe, se pretende, por una ilusión sub
jetiva, estar contando no una historia real (que lo es) sino
una existencia natural universal*^ con ojos imparciales.
Nada más elemental, por tanto, que negar entidad al tiem
po y a la historia, a lo real empírico existente en todas sus
causas, a la historia personal entera, para conceder única rea
lidad a la historia mística de la personalidad como historia
de un destino universal humano, escindido entre el devenir
real irrelevante y los momentos que perdieron su carácter de
tiempo al ser recibidos como puntos finales de la huida, agu
jeros negros del recuerdo, delicia falsa de quien transforma
el débil reposo —que siempre se puede medir con un reloj —
en momentos de la transcendencia de la salvación y de con
tacto con lo eterno. Así se olvida no su conciencia de pecado,
que no es sino la conciencia de no ser estable, de la caída, de
la depresión, sino la historia real de la represión que antece
de a la culpa. Perdón es olvido, parece la consigna. O mejor,
perdón como olvido. Sólo que así se hace presente la conde
na siempre perenne de la recaída, porque deja las causas de
la caída más allá de la conciencia, fuera de nuestro control,
en la esencia pecaminosa del hombre. Ese es el descubrimien
to básico del psicoanálisis; que el perdón auténtico y profundo
es el recuerdo y la reducción a suceso real, sensible, natural
y temporal de nuestras propias obsesiones y miedos. Así, la
forma de la vida trágica del cristianismo es la forma esencial
de la vivencia maníaco-depresiva, de la vivencia de ser salvado
y condenado, inocente y pecador, de morir y resucitar. Pero
esencialmente nunca la del hombre real, lúcido, pleno, inteli
gente y crítico, conocedor y activo, que se niega al olvido.
Mas el infierno es la razón, la esperanza de la curación
siempre insatisfecha, de estabilidad nunca lograda, la concien
cia del dolor que se sabe inocente y arbitrario. Hay algo te
rrible en la trasmutación de Jacobi; su individualidad como
combate triste y doloroso se alza violenta ante la considera
ción de toda su trayectoria como gratuita, absurda, acciden
tal. Es y tiene que ser un combate esencial del hombre. El
gran enemigo, el gran peligro, es la voz que amenaza la re
ducción de este combate a suceso explicable causalmente, in
significante y nimio en el transcurso de las sucesiones natu-
207
rales, de las constelaciones celestes, del universo entero, de
la infinitud de la materia, en el que el desenlace es la futili
dad total, la desaparición que se presenta como consecuencia
natural. El gran miedo es la pregunta triste pero liberadora;
¿por qué la positividad de ese dolor personal? Por eso el sen
timiento del absurdo se nos muestra solidario con la búsqueda
de una transcendencia que quiere hacernos héroes, cuando
sólo somos cobardes incapaces de luchar por nuestra pasión.
Pero ahora podemos ver de una manera clara lo que sig
nificaba el peligro de la especulación, aquél que sumía a Ja-
cobi en las más negras depresiones. Ahora podemos ver el
lado infernal de Spinoza, el gran reconciliado. Porque su filo
sofía de las causas naturales, de la inexistencia de las causas
finales, exigía hacerse la pregunta: ¿Y si mi combate al fin y
al cabo fuera representativo de nada? ¿Y si yo como indivi
duo no fuera sino un reflejo de la naturaleza total, un mero
apéndice, una cristalización de causas naturales, de elemen
tos, una falsa apariencia de entidad que en el fondo está di
luida en el continuo de realidad infinita? ¿Y si así fuera, por
qué tanto dolor, por qué tanta lucha, si voy realmente en con
tra de la naturaleza infinita en su poder? ¿Por qué no su
cumbir y renegar de mi pretensión de encontrar la estabili
dad distanciándome de la naturaleza material? El absurdo de
mi historia personal entera es lo que se sigue de esa pregun
ta. Esto es lo que le susurraba al oído la especulación, y la
especulación espinosiana sobre todo. Pero también estaba el
libro V de la Ethica, con su amor a Dios, su intuición del
mundo estable de las Ideas. Jacobi buscaba ayuda para en
cajar estas dos facetas de Spinoza. Las dos facetas, ese hom
bre absurdo y ese héroe, constituirían de ahora en adelante
los aspectos de base de la increencia y de la fe.
Frente a ese dilema, el realismo de la inteligencia de Goethe
sabe descubrir en todo héroe el elemento de su realidad pro
funda, de su historia material y personal, de la pasión que ha
quedado bloqueada y de la lucha concreta por su satisfaccióri
—tal y como se presenta en esa historia clara de la conciencia
personal del deseo insatisfecho que es las Afinidades; pero por
eso mismo también resulta ser realismo irónico que conoce por
qué realmente se lucha más allá de las justificaciones pom
posas y oficiales, siempre tan alejadas del tinglado de la farsa
donde representamos la escena de nuestro propio combate.
El desconocimiento de que la base reside en las escenas
de Allwill, que describimos al principio, tiene su explicación
208
no en que Jacobi proyecte al inconsciente aquellas escenas,
sino en que las vea como un primer acto de dolor, de su des
tino de sufrimiento, de inestabilidad, y no como la mera causa
de su incapacidad para aceptarse tal y como es y luchar con
tra su entorno de manera decidida. Son para él primeros actos
del drama de sufrimiento que es su destino, pero no causas
naturales de que su destino sea de sufrimiento. Su rechazo
de toda investigación causal tiene entonces este referente vital;
si su existencia tuviera causas no tendría destino, porque toda
causa se podría haber alterado por un cúmulo de circunstan
cias diferentes. Su olvido le obliga a elevar su conducta más
allá de toda respuesta real, histórica, crítica. Esta es la idea
de Bestimmung, que Fichte aceptará con entusiasmo. Pero la
misma característica mística de esta respuesta fuerza inevita
blemente de nuevo a la pregunta. Esta es la dialéctica de
«dudo» y «creo» en la carta a Knebel (ß, I, 2, 301). Esta es
la dialéctica que poco a poco va caracterizándose como mis
teriosa y como síntoma de la finitud del hombre, como el des
tino que tiene que reconocer todo hombre auténtico dotado
de un alma noble:
209
sin conceder una oportunidad a la mirada clara que deja a
las cosas en su sitio, con su grado de realidad, de perfil, de
positividad idónea para la naturaleza de nuestra sensibilidad,
homogéneas con ella, afines transcendentalmente a ella, per
mitiendo el sentimiento placentero de recorrerlas y la expre
sión de un juicio de belleza sobre ellas. Ese estado estético,
que Kant elevó a clave de toda su filosofía, compatible con
un auténtico idealismo crítico, no lo conoce Jacobi. Por eso
hablamos de una sensibilidad enferma, como Übermass o
como Unvermögen, de exceso o de cansancio ante la vida,^°
de ese cansancio que inevitablemente debe suceder a todo en
tusiasmo, pero nunca de Vermögen, de una capacidad orde
nada según principios productores de placer sensible.
Ciertamente, Jacobi no acepta esta sensibilidad crítica. Ha
gritado: si el misterio no se resuelve en la apelación a un in
finito, lo finito es no-ser, nada, nihilismo, impotencia. Pero
afortunadamente somos testigos de que el motivo que ha lle
vado a Jacobi a hundir el mundo de lo finito en la nada es
ante todo su impotencia para arreglarse con él, para ordenar
los afectos que ese mundo le produce, exigiendo la destruc
ción sistemática de la personalidad sensible en una dialéctica
que, aceptadas las bases de la represión, sólo significaba una
huida hacia adelante.
Tenemos aquí otro tema moderno: Jacobi da el salto hacia
lo infinito (que es el salto mortal) por y tras la desesperación
y el nihilismo, eso que los románticos llamaron la noche o la
muerte. Su teoría de la creencia surge así en toda su dimen
sión: tenemos que creer porque la desesperación no puede ser
el final del viaje. ¿Pero qué es desesperación? No ser nadie,
ser incapaz de dominar su propia persona, sucumbir sin re
conocer su Yo profundo y sin poder aspirar a reconciliarse
con él. El pensamiento de no ser nadie como individuo es el
pensamiento aceptado por Spinoza. Las Briefe van a poner
este pensamiento en primera línea. Con ello comprendemos
en qué problema vital ancla este libro más allá de su apa
riencia estrictamente teórica.
La desesperación no es sino sucumbir en lo que se teme.
¿Mas qué se teme? Obviamente, no-ser. Esto se puede decir
de otra manera: ser sólo naturaleza, suceso, accidente, y no
sustancia, sujeto y espíritu (VI, 155). Y esto significa sobre
todo no ser, sino sólo devenir en la corriente del devenir eter
no. No alcanzar un estado final en la dialéctica de la perso
nalidad es un resultado inevitable de un cosmos sometido a
210
una dialéctica igualmente infinita. Sólo desde aquí se impone
para siempre esa convicción de que el «hombre en todo su
hacer es tan variable, tan mudable, tan inseguro, un ser com
pletamente ambiguo, pobre y vano ein durch und durch zwei-
deutiges, armes, nichtiges Wesens» (V, 27). Jacobi creía que
el único remedio contra la desesperación era la afirmación del
ser infinito, divino, existente, para asegurar la convicción
de ser en todo lo finito. Y aquí estaba la cuestión definitiva:
ese Dios uno, infinito, que todo lo atraviesa, que a todo da ser,
¿acaso no es una destrucción de todo individuo? ¿Acaso no
sacraliza todo devenir e impide todo reposar? ¿Acaso ese Dios
infinito permite individuos? Desde este Dios Uno, ¿acaso no
es todo lo individual, lo consciente, lo inteligente, la voluntad
y la exigencia de individuación, un mero suceder y está desti
nado a desaparecer en una divinidad que no es nada de todo
ello? Creer en ese Dios, el de Jacobi en 1780, el de Lessing,
el de Spinoza, también es desesperar. Voy a traducir una carta
de Jacobi a la Gallitzin, del 14 de marzo de 1782, tres años
después de la entrevista con Lessing y dos años antes de la
publicación de las Briefe:
211
en general como lo primero. También los antiguos lo vieron
así, sin hacerse una imagen de él, pues para ellos era el Dios
de los dioses ante el cual se inclinaba incluso Júpiter, el su
premo, el principal.
¡Pero cómo he caído en estas odiosas cavilaciones! En ver
dad Amalia, yo no tenía el propósito. Pero según su exigen
cia, debía darle noticia de lo que pasa en mi interior, y ¿qué
podía mostrarle sino estas ensoñaciones de enfermedad y lo
cura, de un ojo invertido que entre todos los colores el que
menos soporta es el de la esperanza. Déjeme que pueda a
menudo proclamar esto en voz alta, déjeme sufrir en paz y
en paz desesperar [A/, 52-53].^'
La enfermedad, la depresión, la locura de Jacobi tenía una
representación peculiar, latente, tenebrosa, pero tozuda y rei
terada: no-ser, no ser individuo, no poseer sentido de sí
mismo. Y esto equivalía a representarse el mundo en térmi
nos de necesidad, de mecanicismo, de gratuidad. Muy lúcido
había que ser en el 1780 para representarse con claridad esta
enfermedad y esta sensación. Pero mucho más valiente para
mantenerse en ella. Jacobi sintió lo primero, pero no pu
do mantenerse en ese lado increíblemente audaz del espinosis-
mo, base de todo existencialismo moderno, en un mundo sin
sentido, sin finalidad, donde el individuo es gratuito. Pero el
texto permite unir con absoluta claridad depresión, enferme
dad y tentación espinosista, con la visión de ese Dios-Uno de
las cartas anteriores, que no es sino el nombre de la necesi
dad y del mecanicismo, y con ello representante absoluto de
la realidad sensible, indomable, que no deja posibilidad a la
esperanza de un proyecto personal como el que mantiene
Jacobi.
«Sólo podemos pensar lo que hacemos», dice Jacobi ade
lantando el análisis de una de las posibilidades que luego de
sarrolla en el apéndice a las Briefe «Sobre la existencia de la
libertad». Ciertamente no es ésta la posición definitiva, pero
es una de las que luchan por imponerse. Lo que esta alterna
tiva significa es que no podemos pensar lo que vamos a hacer,
que no hay posibilidad de dominar nuestra conducta con el
pensar porque no hay libertad originaria. Los principios, la
norma, el Yo, aquello que en Kunstgarten se conocía de una
manera inmediata, intuitiva, previa al choque con la realidad
sensible, según esta carta sólo puede ser reconocido de ma
nera posterior a ese choque, es decir, de manera causal, de
terminista, impidiendo así el pensamiento de la libertad y ne
gando la posibilidad de que la realidad se pliegue a un pen-
212
samiento que es ajeno a su mecanicismo o mero resultado
inercial de él. Ese sufrimiento íntimo de la impotencia del pen
sar es lo que introduce y da vida personal al espinosismo
como convicción de la necesidad que rige en el decurso de
los hechos y de las cosas, que en modo alguno está teleológi-
camente ordenado hacia el individuo. Esa reflexión sobre la
impotencia que da como resultado «ensoñaciones llenas de en
fermedad y de locura» va a cristalizar en una teoría de la ac
ción que Jacobi combatirá el resto de su vida con decisión,
justo porque le va a rondar siempre como la sombra amarga
de la recaída.
Esta teoría de la acción, cuya expresión más sólida es el
texto citado sobre la libertad, con que se abre la segunda edi
ción de las Briefe, y que empieza a gestarse ahora, como una
convicción vital en pugna con aquella que permite la fe, tiene
los siguientes rasgos: toda acción se funda en un instinto des
pertado por un objeto, vale decir, un instinto sensible. Por
tanto, toda voluntad es voluntad de un objeto y está atada a
él (como proponía la moral de Allwill-Goethe); no hay posi
bilidad de pensar una voluntad que se mueva por un concep
to de su acción, por un Grundsatz independiente de los obje
tos, esto es, libre. Y, aquí está la clave, esto es así metafísi-
camente porque voluntad y pensar no son algo originario,
primario, original, sino resultado, accidente de la dinámica
de expansión de los instintos, de la naturaleza, de la pasión.
El pensar ha surgido de algo que no es pensar, el querer de
algo que no es querer, el alma de algo que no es alma. Por eso
ninguna de estas instancias puede aspirar a ser soberana de
la existencia, porque han surgido al servicio del instinto na
tural. Y esto significa espinosismo: que mi alma individual es
el fruto de la necesidad de seguir mi «ímpetu», y por tanto,
es impotente ante la diosa, ante la necesidad que determinó
causalmente ese instinto como fuerza. De hecho conocíamos
algunos detalles de esta tesis del instinto sensible. La había
mos visto empleada para caracterizar los escalones más bajos
de la dialéctica de la personalidad. La habíamos visto carac
terizar la figura del genio tal y como se nos presentaba en
Allwill-Goethe. Pero ahora es pensada de otra manera: como
condena y desesperación después de todo fracaso curativo,
como lo real absoluto que tiene que elevarse a visión metafí
sica del mundo, el rasgo desesperado de la auténtica expre
sión de la existencia humana. No hay que perder de vista el
tono demoníaco de las últimas palabras de Jacobi: quiere gri-
213
tarlo alto, quiere que conozcan su desesperación, el mundo
tenebroso que descubre el que lucha por la verdad: la nada
como expresión de una dinámica personal que ahora se vive
como condena. Este es el Jacobi que nos parece honesto: el
que es capaz de hablarle alto a su entorno social aun a sa
biendas de que va a escandalizar. Pero justo en la medida en
que ahora le consideremos honesto, nos parecerá engañosa la
solución dogmática hacia la que se encamina.
Pero no es la citada la única carta que nos interesa en
este contexto. Algún tiempo antes le había escrito también a
la Gallitzin, sin duda alguna criticando el Simón de Hemster-
huis (ahora se inicia esa crítica y no antes), donde se expo
nía una teoría de la felicidad como armonía de todas las ca
pacidades humanas:
214
una felicidad o estabilidad humana, sería debida a la existen
cia de otra materia, otro contenido salvador. Jacobi no va a
tardar en darse cuenta de que esa materialidad personal no
puede reducirse a naturaleza, no puede integrarse en ese Uno-
Todo del universo. Pero tampoco puede ser el hombre autó
nomo que ha fracasado, el Woldemar ingenuo y ufano de su
Yo independiente, de su Selbstheit. Luego sólo se puede aspi
rar hacia un Dios no-natural, un Dios que no pueda ser de
vorado por el universo. O eso o la nada. Espinosismo es aho
ra también nihilismo. Por tanto o cristianismo o nihilismo.
Y cuando más cerca tenga Jacobi el sentimiento de caer, más
profundamente luchará en su interior por encontrar plausible
para su sentimiento el camino que lleva a ese Dios no-natural.
Una vez más, Jacobi empezó a ver claro, en diálogo con otro
amigo de la época, con Lavater. Sólo así se podía superar ese
momento, sólo así se podían alterar las conclusiones metafí
sicas del nihilismo, y se podía integrar ese momento de de
sesperación en la dialéctica de la personalidad. Pero desde lo
que dijimos acerca de la fe parece claro que la solución sólo
podía canalizarse a través de la reflexión sobre la fe cristia
na, la fe de la infancia.
5. Lavater
215
mucho escribí a alguien: «lo que no es eterno, lo que no es
inmutable, no deseo llevarlo ante ti; y ¿qué tiene un pobre
prisionero de la tierra que pueda llamar eterno e inmutable?
¡Oh, si no fuera un sueño vacío, si de verdad existiera un
futuro en el que no fuéramos un juego, una marioneta de los
elementos!» ¿Qué hago yo, mi noble amigo? ¿Lo que quiero?
Sea feliz y consérvese bueno para mí.
Estas cosas las sabía Jacobi, pero no las sentía, vale decir,
no las realizaba, no podían entusiasmarle, no se le presenta
ban con la fuerza inapelable de la compulsión típica de la fe.
Así que buscó donde debía: frente a desesperación, esperan
za: frente al sentimiento de la nada, el de lo existente; frente
al mundo, lo divino extramundano en nosotros. Lavater era
216
un creyente sin fisuras en estas cosas. Dios, el ser, lo eterno,
lo existente está en nuestro Theíon, en lo divino en nosotros.
Pero ahora viene la clave fundamental. Ante la pregunta críp
tica del final de la carta de Jacobi («¿qué hago yo? ¿lo que
quiero?»), Lavater contesta:
217
Por eso, al animar a Jacobi en su papel de liderazgo, en
el fondo le estará animando a defender sus propias doctri
nas. Y eso será lo que realmente haga Jacobi.
El mecanismo amplio y efectivo de la fe se ponía como
alternativa a la desesperación. En el fondo ella sólo actúa
cuando realmente se opone a la desesperación. Lavater refor
zaba la lógica del cristianismo tal y como fue definida en las
páginas anteriores. Incluso la desesperanza forma parte de la
dinámica normal de la revelación de lo divino, porque la re
velación es secreta, misteriosa, milagrosa, y puede abrirse ca
mino en la nada más impenetrable, incluida la del pobre Ja
cobi. Pero esta representación tiene realmente consecuencias
cosmológicas: el mundo material es también un milagro, una
revelación que Dios ha traído a la luz penetrando la ancha
virgen de la nada. El pensamiento de la creación rige el mismo
esquema lógico que el pensamiento de la fe. Esto será lo que
descubra Jacobi: que ese pensamiento de la fe es eficaz no
sólo frente a lo que en el espinosismo atenta contra nuestra
individualidad, sino también frente a su concepción del mundo
como cadena continua de causas. Hacer coincidir el proble
ma de la creación con el de la salvación personal, esa es la
más antigua arqueología del mito cristiano. Ciertamente que
todo esto es un truismo. Pero un truismo salvador: indica que
no hay que cejar nunca porque la salvación como misterio es
gracia, don, milagro, creación desde la nada. Pero Justo en
ese no cejar ya se está siendo algo, un sujeto que se niega a
ceder y que construye en ese combate su personalidad. De
ahí la reconciliación íntima que asiste al cristiano auténtico,
el tono triunfante y descarado de su forma de vida. La acti
tud era de apertura ante lo inesperado, pero al mismo tiem
po el mantenerse abierto ante ese Dios desconocido que lle
garemos a ser porque ya lo somos desde que hemos decidido
serlo. Toda actividad no tiene otra función que mantener in
tacta esa actitud abierta ante lo que ha de venir, o lo que es
lo mismo, mantener posible la creencia, la pasividad ante lo
auténticamente real, lo productor del milagro. Cuando Lava
ter dice: «Die Gebenheit aller Dingen ist der Hauptartikel mei-
ner Religión» (19.1.1784, AB, I, 315), nos está alumbrando la
actitud básica ante la revelación como milagro, gracia, don o
fe; actitud que será en adelante la de Jacobi. Perfectamente
sabedor de este carácter realizativo, truístico de la fe, Lava
ter acaba su carta así:
218
Decir una sola palabra. Esto es lo eterno e inmutable. Tal
palabra es camino de inmortalidad. ¿Y a qué mortal no le ha
venido nunca tal palabra a la lengua? [AB, I, 315].
La palabra es «Creo en Dios-Jesús», en Dios en mí, en Yo-
Dios, o en Dios-Hombre. Decir esto es ya salvarse porque
nada puede atentar contra esta palabra; esto es, ella misma
construye el futuro en el que todo se consolida a pesar de
todo, pues al mantenernos abiertos al milagro, ninguna des
trucción será la definitiva. Esa palabra nos hace luchar un
combate con sentido y diviniza nuestra experiencia. Este es
el secreto del cristiano, que para un protestante es también el
secreto de Cristo. Mas para eso se tiene que desesperar.
Y el estado de desesperación sólo se realiza en la vida humana
cuando se ha destruido la libre manifestación afectiva de la
personalidad y se quiere, después de ello, reencontrarse con
una realidad, con nosotros mismos como individuos, tras la
anulación y la represión mortal. El combate de la fe no es
autónomo. Sólo es un epifenómeno de otro combate, mucho
más real, con nosotros mismos, en el que siempre hay un ven
cedor: los padres que encendieron el mecanismo represivo, y
un vencido: nuestros afectos e inclinaciones.
No hay que minusvalorar esta carta. No hay que explicar
por el azar que Jacobi se volviera a Lavater, después de acer
carse sobre todo a Lessing y al espinosismo. Mucho tiempo
antes, el 1 de julio de 1770, Lavater había escrito a Jacobi:
«Ist niemand, der dem erzseelenlosen Sophisten Lessings die
Schamm entblóst? Niemand der nicht Priester ist?».
La opinión de Lavater sobre Lessing era conocida por Ja
cobi desde antiguo. Su poca estima de la figura de Jesús, y
su intento de limitarla en el tiempo como un personaje histó
rico más, no llevaban, para él, sino al ateísm o .P ero en el
período en el que Jacobi buscaba una síntesis de filosofía y
existencia, Jacobi quedaba más cerca de Lessing que de La
vater. Y esta situación no se le escapaba al de Zürich. Por
eso, cuando Jacobi le escribe, en el fondo está reconociendo
el fracaso de su ensayo, de clara filiación lessingiana. De ahí
la acusación de Lavater al principio de su carta y de ahí que
pusiera de relieve los aspectos cristianos de su creencia justo
a alguien que había tenido tratos con la filosofía. La relación
con Lavater representa la convicción de Jacobi de que su ca
mino hacia Lessing no tenía salida. Y como veremos, signifi
ca en el fondo un giro decisivo en las alianzas intelectuales
219
de la época que va a preparar poco a poco el ataque general
contra los berlineses.
¿Pero cuál era su camino hacia Lessing y cuál era la clave
nueva que le daba Lavater? Su camino hacia Lessing era el
intento de conciliar la filosofía con un proyecto de salvación
personal en el que estuvieran incluidos los aspectos raciona
les del hombre; una noción espiritualista del hombre que fuera
compatible con una representación racional de Dios, en la que
la revelación, la relación hombre-Dios estaba mediada por la
naturaleza, por la razón y por la propia historia del género
humano. La cuestión clave es que ahora la naturaleza y la
historia quedan al margen de la revelación y, por tanto, tam
bién la razón sensible. Revelación es un misterio, algo inex
plicable que tiene lugar en el corazón humano. Esta actitud
nueva no era radicalmente extraña a Jacobi. Lo nuevo era lo
que excluía, a saber: la naturaleza, la razón y la historia; esto
es, la posición de Lessing.
A Jacobi le interesó el mensaje de Lavater. Pasaron algu
nos meses desde la fecha de la carta citada, quizás dedica
dos a releer a su amigo. Y hacia octubre de 1781 le escribió
la carta más importante como testimonio de la nueva noción
de Dios, ahora ya como Dios-persona. Pero este Dios-persona
debe poseer la forma de la verdad, esto es, la de presentarse
al sentimiento, al sentido íntimo, a la intuición: debe ser vi
vido. El Dios de la creencia debe ser sentido en la fe. Esta
mos aquí ante una fe especial: debe ser fe vivida, sentida, no
desde luego en la plenitud de la presencia de lo divino, sino
en la plenitud del diálogo claroscuro con Él, del diálogo en
que se da y se oculta graciosamente, vale decir, al ritmo de
mis alteraciones emocionales continuamente incontroladas, que
reciben ahora el aspecto de ser donaciones divinas, gracia.
Es la fe como presentimiento, anuncio, revelación o anticipo
del gozo total; es la consagración de la enfermedad nihilista.
Este es el camino hacia la verdad, el punto final de la dialéc
tica personal;
220
algo que no es inmediatamente sentido. Sólo la nada sensible
es lo inmediatamente sentido; por eso la búsqueda de la ver
dad es esfuerzo (Streben); porque no se siente más que en
parte, podemos decir que se presiente. De ahí que la búsque
da de la verdad es también la construcción del sentimiento.
Jacobi siente la presencia de lo divino, de lo eterno, de lo in
mutable; pero sólo en parte. Lo que busca es sentirse lleno
de esta realidad para, en diálogo con ella, sentirse lleno de
sí. ¿Pero cómo llegar a este sentir de Dios? ¿Cómo llegar a
este sentir de sí mismo, si la razón dice lo que afirmaba Ja
cobi ante la Gallitzin, a saber, que sólo pueden sentirse obje
tos externos? En el fondo Jacobi tenía muchas más razones
que Lavater para defender que este sentimiento sólo podía
ser obra de la gracia, del milagro, porque sabía mejor que
Lavater hasta dónde llegaba la explicación natural;
Nosotros sólo pensamos representaciones —presentes o au
sentes— y en esta misma medida somos pasivos, pues nues
tros objetos no pueden producirse. Digo nuestros objetos y
no nuestras ideas, pues éstas son naturalmente producidas
por el alma misma. Allí donde no hay nada externo a ellas,
allí tampoco pueden conformar nada. Por consiguiente, en
tanto que es un ser receptivo, el alma mantiene su autosenti-
miento, se mantiene a sí misma sólo de prestado, y no se
puede hacer ninguna imagen en el pensamiento acerca de una
cosa espontánea que pueda pensar algo distinto que repre
sentaciones, ni acerca de la idea que es previa al objeto y
que lo produce, en lugar de ser producido por él. Ella puede
creer en ello sólo por un milagro de Su gracia [AB, I, 330].
Sólo Kant podía escribir en Alemania, además de Jacobi,
un texto con tanta complejidad doctrinal. De hecho, las tesis
centrales de la carta tienen cierta semejanza con tesis de la
estética y la analítica trascendental de la KrV. Su esencia;
la negación filosófica de la intuición originaria, del conocimien
to natural de algo independiente, libre, espiritual y creador.
Esto es lo esencial. Sólo tenemos al conocimiento de la recep
tividad, de la intuición derivada que viene producida por el
objeto, pero no aquélla que produce de forma creativa el ob
jeto propiamente dicho. Si a pesar de ello tenemos una intui
ción, una creencia como premonición de lo divino, es por una
gracia. ¿Pero qué implica esto? Que Jacobi acepta como buena
toda la filosofía espinosista del modelo pasivo de la mente
como idea del cuerpo. Que considerará esta filosofía como la
que realmente da cuenta de lo que ocurre en la naturaleza.
221
Por eso la premisa de todo Jacobi reside en su aceptación del
espinosimo como única filosofía posible. La lucha contra Men
delssohn va dirigida a defender este objetivo. Desde esta filo
sofía de base, la fe es una pasión más, una receptividad más,
sólo que altera nuestra propia naturaleza milagrosamente, por
especial voluntad divina. Pero también implica que la fe no
es una representación normal. Por eso obliga y determina un
modelo rupturista, escindido, cortante entre naturaleza y re
velación, entre razón y creencia, modelo que será el de las
Briefe, pero que Jacobi intentará apuntalar con su David
Hume.
Resulta claro de todo esto que Jacobi ha recogido la ofer
ta de Lavater: la introducción de la donación, del presenti
miento que constituye la creencia, esa es la clave del pen
samiento cristiano. Racionalmente este pensamiento es oscuro,
tenebroso, exige la muerte de toda luz natural. De hecho es
más fácil comprender la divinidad del Universo que la divini
dad de Dios. Por eso es más difícil ser cristiano que ateo;
esta última es ciertamente la condición natural del hombre y
de su razón. Por eso el milagro de la fe es una reforma en la
creación y en la naturaleza del hombre ante la imposibilidad
de salvarse de otra manera.^* Pero ello implica aceptar la tesis
que ilumina toda la impotencia humana sentada por Jacobi:
la condición perversa y mala de la naturaleza del hombre
antes de ser restaurada por la fe y por la palabra {AB, I, 333).
De ahí que la doctrina más iluminadora que Jacobi conozca
ahora sea la del «orden cristiano de salvación» {AB, I, 332).
Y sin embargo su cristianismo no es sólo el de Cristo, sino
el de Sócrates y el de Epícteto. ¿Por qué? ¿Cuál es la esencia
del cristianismo? ¿Cuál es la esencia de la revelación para
que esos tres hombres puedan ser considerados como objetos
de fe? ¿Cuál es la esencia del que se opone al ateísmo?
Jacobi se afirma en este punto frente a Lavater. Ha acep
tado de él demasiado como para no marcar distancias. Fue
demasiado amigo de Lessing como para no aceptar la esen
cia del cristianismo como algo diferente de la esencia de Cris
to, la propia trascendencia de la doctrina cristiana sobre el
hecho histórico de Cristo; la esencia de toda la doctrina cris
tiana es ahora, frente a la doctrina de la Trinidad de Lessing
—y este será un detalle de excepcional importancia para la
historia del idealismo— sólo una expresión; «mi reino no es
de este m undo».Tenem os otra vez aquí el carácter dualis
ta, ultranatural, de la propuesta de Jacobi.
222
Algunas lecturas menores, pero de extraordinaria impor
tancia, le afirmaron en ese camino.^® Así en abril de 1782 tiene
muy clara una proposición decisiva de las Briefe: «Si existe
un Dios, tiene que haber otra relación distinta de la natural»
{AB, 342). Esto significaba también desde luego una relación
diferente de la historia. Y ante todo exige hacer de Dios algo
incomprensible. Repárese en este texto;
Pero es imposible llegar por medios históricos al conoci
miento de lo incomprensible: es imposible que pueda haber
una revelación general en sentido estricto, un instrumento fí
sico del conocimiento de Dios; toda revelación que no es in
dividual puede ser una revelación humana, pero no divina.
Aquí se trasluce algo que podría corresponder perfectamente
a la doctrina cristiana» [AB, I, 343].
223
lizada en Cristo, tan milagrosa porque es la misma; la encar
nación de algo divino en algo enfermo— tras la experiencia
de la desesperación; cuando es una experiencia que, encamada
originariamente en nosotros, sentida como tal, no puede dejar
lugar a dudas sobre la realidad de lo comunicado.
Así pues, todo hombre es Cristo cuando descubre al Padre
y habla con él como su primera persona, su mejor Yo. La
Trinidad no es un misterio especulativo; es un misterio vital,
un diálogo entre un Tú y un Yo, entre dos personas y dos
individuos más allá de toda realidad natural, vinculados por
un amor igualmente espiritual. Aquí está el resultado de toda
teología trinitaria, el mayor intento especulativo de Lessing,
ahora desvinculado de la metafísica leibniziana. Esta expe
riencia es la que escuchábamos cuando Jacobi decía a Gallit-
zin; «sin el que somos nada, Amalia, ¡nada!». Suena esa frase
a Gòlgota, a pasión, a «Padre, no me abandones». Pero aún
más detallada nos aparece en otra carta a Lavater que, según
Jacobi, la escribió en 1774, el 16 de octubre;^'
224
Si fueras uno sin número, entonces estarías sin vida, sin
amor, sin poder y sin semen. ¡Pero vives de eternidad en eter
nidad y yo permaneceré en el amor eterno contigo! [AB, I,
331, 332J
No hay texto que resuma mejor la trayectoria de Jacob!,
que recoja más explícitamente la zozobra de fe e increduli
dad, de salvación y condena, que muestre más a las claras
cómo esa fe y esa condena en el fondo son fe en sí mismo y
condena de sí mismo. Pero es dudoso que se escribiera en
1774. Sin embargo esto da lo mismo. Relevante para el pro
pio Jacobi, clave para su propia historia, texto dispuesto a la
exégesis con fuerza hermenéutica, sólo llega a ser a finales
de 1781. Aquí tiene sentido. Antes no era un texto menciona
do, no era en el fondo texto con historia efectual, no era texto
en absoluto. Todo lo que le ha pasado a Jacobi está recogido
aquí; su continuo diálogo con un Tú sostenido por el lazo del
amor, esa tercera persona de esta Trinidad existencial. Tú que
es al principio natural, del que se toman fuerzas sólo para la
vida terrena, del que llegamos a depender —como de Hen-
riette—, pero al que llegamos a destruir como tal aunque ya
para siempre quede su espíritu en nosotros. Wieland, Goe
the, La Roche, Gallitzin, Lessing,.todos Tú que sostuvieron las
fuerzas de Jacobi, fuentes de vida, queridos. Mas todos ellos
muertos al amor una vez que el camino personal que debía
recorrer con ellos quedaba superado e integrado en una dia
léctica de la personalidad. Toda muerte al amor es para una
mayor vida, para una mayor independencia, plenitud y poder.
Pero sin hallar nunca al supremo compañero, al Tú sobre el
que reposar con total independencia, sin hallar al Tú que nos
dé esa imagen. Pero cuando se habla de Dios, se mantiene la
misma relación que con todos los demás Tú, siempre el mismo
esquema vital, como diálogo amoroso y pleno de dependen
cia. El Tú divino que ya por fin nos da un ser, que une con
amor sustancial, que cumple aquel ideal de amistad de Wol-
demar, que hacía de dos seres una síntesis que no es sino el
Yo constituido o fortalecido, no tiene una estructura diferen
te que cualquier otro Tú encontrado en el camino; sólo que
ya es ideal y no nos defraudará. Es nuestra propia creación
para que otorgue fortaleza a esa otra creación que es nuestro
Yo. Por eso Jacobi dice de ese Dios; «Separados y uno, yo en
ti, tú en mí». Pero esto es lo mismo que Woldemar decía a
Henriette mientras duró su espejismo de amor; lo mismo que
Jacobi decía en las cartas llenas de amor a Goethe. Es la
225
misma experiencia, las mismas palabras, la misma necesidad.
Sólo que ahora, tras la desesperación de encontrar un Tú real-
sensible, se propone una experiencia definitiva: la de un Tú
que vive de eternidad en eternidad y sostiene con su ser mi
ser siempre amenazado y ahora salvado. Aquí, al final de la
dialéctica, del diálogo, surge el reino del ser, de la estabili
dad, de la calma y del reposo personal como salvación. Jaco-
bi reposa: «En tus manos encomiendo mi espíritu». Es Cris
to, tiene la experiencia de Cristo. La tragedia, la pasión ha
acabado. Empieza la dicha.
La muerte en el Gòlgota tiene en toda revelación personal
un simulacro. O según se mire: una reproducción sustancial
y real. Como en Sócrates, la filosofía tiene que ir precedida
por la pasión, por el sufrimiento de la negación del mundo
sensible, por el dolor que eso inflige a un ser nervioso y vivo
como Jacobi. Tiene que seguir al sentimiento de desespera
ción, de dolor. Mas la muerte natural, cuyo último paso es la
muerte de la razón, de la naturaleza, de la capacidad de ex
plicar, es justificada porque es la muerte de una nada a la
que sigue la resurrección, el nuevo bautismo, el nuevo mila
gro en el que la dicha que comienza es el mejor aliciente para
sostener la fe. Esa muerte de la razón, muerte de la filosofía,
que nos presenta la existencia personal en Dios y su noticia
revelada y milagrosa, ese nuevo conocimiento —que es tanto
resurrección como salto mortal—, empezó a verlo claro Jaco
bi justo con un autor que nunca nadie mencionó en su exége-
sis: Francis Bacon. A Klenker, en una carta anteriormente ci
tada, escribe el siguiente texto:
226
lación que producen los seres sensibles. Sólo que aquí es más
importante la transmisión de la doctrina que la doctrina
misma: la ciencia de Dios a partir de la admiración que pro
duce la contemplación de la naturaleza y de las creaturas es
quasi abrupta scientia. En términos de Jacobi: salto mortal
del que la filosofía es incapaz, y por tanto también no-filoso-
fía. La tesis de las Briefe estaba firmada. Ahora, en 1782. No
antes. Pero aún quedaba mucho para que quedara expuesta:
necesitaba consolidarse existencialmente, sentir realmente
como Tú a ese fantasma divino inventado por Jacobi para que
acompañara a su Yo en una perfección urdida por él en la
lucha contra toda la naturaleza y en especial contra la suya
propia. En el fondo Lavater había visto este peligro. En un
texto importante dice:
¡Hasta que no tenga un Dios personal con el que pueda
dialogar tan confiadamente como contigo, y que conteste tan
concretamente como tú [no tengo] ningún Dios! Pero el Dios
que se puede mostrar es, por así decirlo, sólo una silueta de
Dios, de lo no intuible, sólo un Dios relativo, un Dios para
las personas [II, 457],
Era demasiado evidente el antropocentrismo de Jacobi y
Lavater lo denuncia. Pero a Jacobi este detalle no le preocu
pa: Dios tiene que ser persona, espíritu. Tú, Uno con vida.
Fuera de la persona sólo hay naturaleza y la naturaleza no
posee amor, fuerza, vida, poder. Tiene que ser persona para
que mi alma comience en algo que es alma, el pensar en al
go que es pensar, la voluntad en algo que es voluntad; esto es,
para que el hecho de la existencia de la individualidad y
de la subjetividad no sea un accidente, algo gratuito, juego de
los elementos, sino previsión, reflejo del ser divino, realidad
permanente y destinada a la salvación en el reencuentro con
el otro Tú, en su diálogo, en su unidad-diferencia. Este será el
mecanismo que hará que Fichte proponga como principio
un Yo impidiendo el determinismo. Pero eso ya estaba implí
cito en Jacobi: desde él, aquello con que todo comienza, el
principio de todo, lo que existe más allá de la razón, es un
Yo, una persona con pensamiento, con voluntad, amor y vida
eterna, que podrá ser Tú para el hombre. Era la única estra
tegia para evitar el primado de la naturaleza, de la necesi
dad, del mecanismo. Eso lo va a comprender Fichte perfecta
mente. Sin esa estrategia, y sin las necesidades que la forza
ron, el Yo absoluto no habría podido emerger en la historia
227
de la especulación. La cuestión es que no sólo transparentó
ese concepto, sino también las necesidades vivenciales que lo
habían impuesto: la comprensión de la salvación personal
frente al enemigo común del determinismo. Pero para que
Fichte pudiera utilizar todo este material tenía que salir a la
luz. Las obras de 1785 y 1787 debían publicar el nuevo Evan
gelio. Mas para esto aún quedaba algún tiempo.
6. Hamann
228
una edición fiable de las cartas, pues se puede verificar que
Roth seleccionaba los textos con extrañas preferencias, tal y
como se pone de manifiesto en los estudios de Knoll. Por eso
vamos a centrarnos sólo en un tema; la preparación de la filo
sofía del no-saber, esto es, de la disputa con Mendelssohn y la
emergencia de la convicción de que Kant es el gran enemigo.
La primera relación de Jacobi con Hamann se remonta a
1782. Con motivo del envío del Kunstgarten, Hamann escribe
a Jacobi el 12 de agosto de 1782 contestando con franqueza.
La magia directa de la carta es un buen testimonio del genio
de Hamann, que parece entusiasmar a Jacobi. No hay que ol
vidar el contexto de esta amistad: Woldemar está inacabado.
No posee una solución final para el destino de su héroe, que
sólo ha mediado su proceso de formación. Pero acabar Wolde
mar era un problema filosófico; ¿cómo poner punto y final al
proceso de un hombre que busca el ideal humano? Mas tam
bién era un problema vital: ¿cómo asentar definitivamente la
personalidad en una creencia firme? La provisionalidad de Wol
demar le ha llevado al destierro de la amistad perfecta, a un
repliegue en el ideal de independencia que hace del Yo solita
rio el único consuelo y baluarte. No hay que olvidar que todo
el momento culminante del Kunstgarten en la defensa del ideal
de independencia era realmente cuestionado en el final del Wol
demar de 1778, aunque se describa aquí una degradación sa-
domasoquista de esa personalidad que se pretende superior y
autónoma. Hamann, que olvida o desconoce este final de 1778,
ataca directamente el problema después de confesar que le ha
costado trabajo analizar el carácter de Woldemar (I, 361).
229
Es el momento álgido de su relación con Lavater, que justo
llega a su ambiguo final en 1783. En el mes de junio, Jacobi
escribe por fin hacia Königsberg:
230
hombre dejado a su destino meramente humano. Porque es
preciso desesperar, encontrar el muro final ante el que se es
trella el hombre destruyendo en fragmentos el ideal de su in
dependencia. Sólo esta experiencia permite saltar, en un nuevo
milagro de la existencia, hacia el hombre nuevo. Ciertamente
que Woldemar no ha saltado. Jacobi tampoco ha definido su
estrategia del salto mortal; «la historia sigue y echará más
luz sobre esto», dice concluyendo (I, 366). Pero mientras tanto,
más acá del muro, «¿acaso no tiembla Woldemar con lo mejor
que aún no ha encontrado?» (I, 366). El último temblor que
embarga a Woldemar, ¿no es acaso el presentimiento de lo
que está más allá del muro como lo mejor aún no poseído?
¿No parece indicar esta metáfora del muro que la realidad no
está de nuestro lado, sino del lado de allá, y que en el fondo
se trata de superar el destierro que padecemos más acá del
contorno que nos cierra el acceso al jardín originario del que
hemos sido expulsados? ¿No estamos aqui de hecho ante el
mundo más genuino de Hamann, el que interpreta la Histo
ria Sagrada como una hermenéutica universal de la existen
cia humana? Dos grandes mitos del cristianismo, el de la ex
pulsión del jardín y el de la promesa de la salvación, mues
tran aquí su conexión: el destierro sólo es superable mediante
el salto mortal, que ahora es el milagro del nacimiento del
hombre nuevo, una vez interiorizado el punto focal de la His
toria Sagrada, el momento de la desesperación del hombre,
del Cristo. Y Jacobi continúa diciendo:
231
namiento de que esa existencia de nuestro propio Yo no nos
ofrece la clave de un último fundamento racional. La conclu
sión es un repliegue radical en la tesis de Hamann:
232
pero ¿cómo pasar al concepto, a una filosofía que niegue real
mente el vacío de la especulación? Estos son los planteamien
tos que anteceden inmediatamente a las Briefe: ¿cómo hacer
una filosofía que salve el agujero del entendimiento de Kant,
el recurso a la causalidad de Spinoza? Porque de hecho la
polémica con Spinoza es un mero primer acto de la polémica
con Kant. Pero la solución de 1784-1785 no está conformada.
La no-filosofía tiene como premisa inevitable el fracaso de la
filosofía del entendimiento para reflejar lo que para Jacobi es
un milagro; la paz de la existencia confiada. La formación de
la convicción en la irreductibilidad de la lógica del corazón
y la del entendimiento es lo que antecede a la no-filosofía de
las Briefe. Esa convicción se fue afirmando en la correspon
dencia y tiene un momento importante en este texto:
En mi corazón hay una luz, pero desaparece tan pronto
como quiero llevarla al entendimiento. ¿Cuál de ambas evi
dencias es la verdadera? ¿La del entendimiento, que muestra
formas fijas pero que deja tras ellas sólo un abismo [Abgrund]
sin suelo firme, o la del corazón que ilumina hacia adelante
calentando, pero hace que se eche de menos el conocer deter
minado? ¿Puede el espíritu humano captar la verdad si no
unifica en él aquellas dos evidencias en una luz? Y esta reu
nificación, ¿se puede pensar de otra manera que por un mi
lagro? [1, 367],
233
1782) y que acababa planteando un tema tan sugerente e ín
timo como el de las relaciones entre el espíritu y la letra; la
posibilidad de que el espíritu deviniera forma, expresión clara,
lenguaje, entendimiento. Pero desde luego no hay todavía el
tono franco que veremos después. Ambos dudan de compren
derse (I, 372), aunque buscan el terreno firme en que encon
trarse. En noviembre, y con motivo del envío del escrito Etwas
dass Lessing..., Hamann propone lo que podría ser la base de
la nueva amistad: la insatisfacción con «nuestra filosofía»
(I, 369), la denuncia del ideal de la razón de Kant (a quien
Hamann cita expresamente) como un ídolo (I, 370), y la bús
queda de lo que no puede reposar en la razón. Pero Hamann
propone que ese escándalo de la razón está denunciado pre
cisamente en la propia Biblia, fundando su posición en el pri
mado del lenguaje divino como constitutivo del mundo, de la
naturaleza, de la historia y del gobierno divino; y sin embar
go sabe que esta posición no es la de Jacobi, que nada indica
que el «ilustrado Jacobi» (según todas las obras filosóficas que
hasta el momento había publicado) se entregue ante la ape
lación a la Biblia, porque incluso su rechazo de la filosofía
le parece a Hamann poco bíblico, demasiado inspirado por
Pascal (I, 371), demasiado «ilustrado» también.
En todo caso, el futuro debe abrirse ante la claridad de
opciones. Hamann, al plantear las posiciones con sinceridad,
invoca al destino: si hay entre ellos realmente algunos stamina
germen de sentimiento simpático, los confirmará el porvenir.
El hecho de que la siguiente carta de Jacobi a Hamann tenga
la fecha de un año más tarde, en octubre de 1784, puede in
dicar que esos gérmenes no habían crecido. Pero Jacobi ha ob
tenido evidencias vitales fundamentales que le han devuelto
la paz^^ y por otra parte —sin decidir la relación con lo ante
rior— está dispuesto a lanzarse a dar la batalla a la filosofía
sin preocuparse ya por la síntesis entre corazón y conocimien
to del entendimiento que apuntaba en el texto anterior. Para
esta propuesta necesita a Hamann como aliado. La apelación
a la Biblia como letra del espíritu puede quedar ahora en se
gundo plano. Asistimos al momento de plenitud de la relación.
Este momento de iniciación del período más intenso de la
amistad entre ambos autores es también el de una especial
productividad por parte de Jacobi, quien con la carta envía a
Hamann el primer escrito a Mendelssohn sobre el espinosis-
mo de Lessing, junto a los Mendelssohns Erinnerungen y la
Carta a Hemsterhuis, además de algunas cartas a Herder
234
sobre estos escritos (I. 379). No es por tanto un momento
cualquiera: su ataque contra Mendelssohn le hace aliado obje
tivo de Hamann. La cuestión ulterior es ganar vía Hamann la
influencia de Herder. Pero para buscar esta alianza era preciso
secundar a Hamann en lo que a sinceridad se refiere. Una
dura prueba para Jacobi. Pero sin duda el esfuerzo permitirá
la amistad de dos hombres radicalmente diferentes durante
cuatro años plenos de correspondencia. Esa sinceridad sólo
podía venir dada si Jacobi manifestaba precisamente la esencia
de su estado, que frente a la fe serena de Hamann se caracte
riza por la tragedia de una creencia impotente para mantener
se: «Creo Señor, ayuda a mi incredulidad» (I, 380), le dice en
una carta. Jacobi propone con esta frase una traducción bí
blica de su filosofía del no-saber: habla a Hamann en el único
lenguaje que éste conoce. Pero no podemos engañarnos: es el
tema de Bacon, el tema de la vieja crítica a la racionalidad,
la crítica a la modernidad sólo que expuesta para Hamann:
235
queresas en virtud de la KrV como antes en virtud de la
ontologia latina de Wolff» (I, 384-385). Esto es: Mendelssohn,
como un epígono de Wolff, es cosa de ehemals, algo antiguo,
viejo. Frente a ello lo jüngot es la KrV. Pero Hamann no quie
re dejar nada en el olvido. Sabe su papel frente a Jacobi: él
es un convencido y tiene que mostrarse firme frente a ese fi
lósofo que no puede salir de una filosofía negativa. Su no-
saber debe superarse. De otra manera es inmantenible. Por
eso Hamann critica duramente las posiciones de Jacobi, esas
posiciones que recorren las Briefe. Por eso la influencia de
Hamann se dejará notar luego en David Hume, igual que la
de Herder, como veremos. Las Briefe aparecen así esencial
mente negativas y prehamannianas. Frente a ese no-saber de
Jacobi, Hamann dice orgulloso: «Ich weiss genug» (I, 388).
¿Pero qué es saber? ¿Cómo sabe Hamann? La respuesta
la obtenemos desde un cierto empirismo que en Hamann fun
damentará un saber histórico-bíblico y en Jacobi esa referen
cia a Hume que acabará en el misticismo de su Diálogo sobre
realismo e idealismo. Así que Hamann mantiene que sabe bas
tante, pero «en tanto que me ejercito en el sentir [Empfin-
de«]» (I, 388). Este es el final de toda la metafísica y no el
final inmanente al que Jacobi la somete. El gran mérito de
Hamann será descubrirle a Jacobi que su crítica inmanente a
la metafísica racionalista-kantiana como carente de fundamen
to (Abgrund), es coherente y puede complementarse con una
referencia a un tipo especial de sensibilidad, a una sensación
que en David Hume fraguará en una intuición y en una ca
pacidad nueva igualmente filosófica (el Tiefsinn). Pero Ha
mann incorpora a ese empfinden aspectos importantes que le
hacen coincidir con Jacobi: primero, ser aquello que da senti
do al lenguaje, porque en el sentir reside la donación de la
existencia: «en palabras y conceptos no es posible una exis
tencia, que meramente corresponde a las cosas» (I, 385); po
sición que Hamann conoce de Hume y que Jacobi conoce por
medio del joven Kant de 1762. Así pues hay un paralelismo
aquí entre Herder, Jacobi y Hamann: los tres acusarán a Kant
de abandonar su primer momento auténtico y creador, el em
pirista de la década de los sesenta con el que sustituyó su
leibnizianismo inicial; y curiosamente, cuando Jacobi y Ha
mann se vuelven a Hume será para usar contra el Kant críti
co las posiciones empiristas de su primera época, plenamen
te imbuidas del espíritu humeano.
El segundo elemento que Hamann introduce en ese emp-
236
finden es el de disfrute: empfinden es genüssen. Genuss se
enfrenta así a la especulación. Mientras que los conceptos
están destinados a la especulación, la existencia apunta al dis
frute mediante el sentir (I, 385). Pero hay también un tercer
elemento: el sentir es el fundamento de la historia, puesto que
aquello que se siente es un factum. Así que el principio «sen-
sus ist das Principium alies intellecti» (sic), implica para Ha-
mann que la historia es el principio de todo conocimiento
(I, 385). Una consecuencia ulterior es que el lenguaje histórico
es más básico que el lenguaje filosófico y que por lo tanto la
Biblia es toda la filosofía que necesitamos. La conclusión de
Hamann es esta: «Sentido e historia es el fundamento y el
suelo firme» (I, 387).
El Abgrund ciertamente es eliminado. Y parece claro que
Jacobi aceptará esta propuesta, sólo que su noción de histo
ria no será esencialmente bíblica, sino secular, clásica: basta
con señalar las referencias continuas a los tiempos de Espar
ta en las Briefe. También la noción de sentido [Sinn) es con
venientemente alterada: en Hamann nos proporciona una ex
periencia gozosa que nos abre a la historia porque «la expe
riencia es una misma cosa que revelación [Offenbarung^)
(I, 387). Y sin embargo esta Offenbarung es para Hamann
esencialmente la experiencia personal interpretada desde la
Biblia. Jacobi aceptará la correlación completa: sentido-expe
riencia-revelación, pero no aceptará un referente inicialmente
bíblico para esa revelación. Como queda claro en las Briefe y
en el Woldemar definitivo, también la historia profana es reve
lación. Pero ante todo la revelación en Jacobi es la presencia
inmediata e intuitiva de la existencia del Tú divino en. el espí
ritu. No hay pues una noción cosificada de la noción de revela
ción, sino más bien un concepto normativo general: revelación
es toda experiencia histórica que nos transmita una noticia de
los límites de la razón y la apelación a algo divino en nosotros,
venga de los labios del santo Job o de Sócrates. Este es un
reducto ilustrado de Jacobi que no se perderá con el tiempo.
Indudablemente Kant es el principal objetivo a criticar
desde toda esta metafísica del Ser y de la historia. Esta vin
culación es mucho más clara en la siguiente carta, de apenas
un mes más tarde. Si la existencia es la cuestión básica de
todo sentir, entonces el Ser es la clave de toda metafísica por
que el «Ser es claramente lo uno y el todo de cada cosa. Pero
desgraciadamente el “To ón” de la vieja metafísica se ha trans
formado en un ideal de la razón pura, cuyo ser y no-ser no
237
puede ser constituido por ella. El Ser originario es la verdad,
el ser participado es la gracia» (I, 392). Si aplicamos la me-
tacrítica al ideal, éste se nos descubre como una mera pala
bra que sólo puede confundirse con la realidad para una razón
todavía ignorante de sí, aún no sometida a su propia crítica.
Por tanto, una metacrítica de la razón es urgente para hacer
una gramática auténtica de la razón (I, 392), de tal manera
que se normalicen los elementos que esa razón puede emplear.
Pero la cuestión es si el lenguaje de la razón puede ser autó
nomo o si sólo puede alcanzarse desde la revelación del len
guaje divino, pues Dios y razón son tan inseparables como
autor y lector. Aquí está el punto nuclear del pensamiento de
Hamann, que desde luego Jacobi acepta; si Dios es el autor
del lenguaje originario y la razón es el lector, ¿dónde estará
la clave de ese lenguaje, en el autor o en el lector, en el plan
del creador o en el espíritu del intérprete? (I, 393). Kant ha
hecho del intérprete el centro de la filosofía y mediante la es
trategia del giro copernicano ha fundado un antropocentris-
mo hermenéutico que olvida que al propio intérprete le ha
sido concedido el lenguaje en el que se expresa para llevar a
cabo su hermenéutica. Este es el sentido de la metacrítica:
mostrar que a la crítica se le ha dado precisamente el len
guaje en el que ella se expresa, en el que defiende una doctri
na de autonomía y de independencia que tras esta reflexión
aparece enteramente ilusoria. Indudablemente esta propuesta
está en la base de todo el ensayo de Herder y del escrito de
Jacobi Sobre la empresa... Pero en ambos casos hay que decir
que es difícil precisar hasta qué punto Hamann fue entendi
do realmente por sus seguidores.
La cuestión que nos interesa, sin embargo, apunta ha
cia otra dirección. Una reivindicación de los sentidos se hacía
valer frente a la especulación. Pero, ¿qué era este sentir? Para
Hamann era la dimensión corporal natural del hombre; «Dios,
naturaleza, y razón tienen una relación recíproca tan interna
como luz, ojos y todo lo que aquélla revela a éstos» (II, 393).
Jacobi no puede aceptar esta relación tan interna. Para él la
naturaleza, como ámbito de la relación casual-mecánica, está
escindida de toda relación interna con Dios y el espíritu. Así
que hay que definir ese «sentir» de tal manera que elimine la
especulación sin caer en el naturalismo, principal enemigo de
Jacobi en la década anterior. El modelo ideal para ese sentir
sería el kantiano de la intuición intelectual. Pero Jacobi no se
refiere a él. Todo lo que necesita es aclararse con Hamann a
238
este respecto. Parte para esta polémica de un pasaje de Gal-
gota: «La infinita distancia del hombre a Dios sólo puede su
perarse y disolverse si el hombre participa de una naturaleza
divina o si la divinidad toma en él carne y sangre» (I, 400).
La carne y la sangre como órgano de sensibilidad y como ór
gano de revelación, ésta es la cuestión. Jacobi invoca el Evan
gelio de Juan: Pedro reconoce a Cristo y es bienaventurado
porque no ha sido la carne ni la sangre la que se lo ha reve
lado, sino el Padre. También hay que nacer de nuevo, elimi
nando al natürlicher Mensch. Por tanto (I, 401), la cuestión
es una revelación del espíritu y para el espíritu. El hombre
debe poder recibir el espíritu, «una fuerza que es la vida ínti
ma de mi existencia» (I, 402) y que no puede revelarse en la
carne ni en la sangre, esto es, en los sacramentos de ninguna
iglesia. Sólo por ello el camino hacia Dios no es natural ni
mecánico, sino misterioso, plena y exclusivamente espiritual.
Desde aquí Jacobi puede reconstruir toda la cuestión de
la interrelación de revelación, historia y experiencia, asociada
a la crítica de toda dimensión a priori de la subjetividad hu
mana (I, 404); pero ahora como revelación, historia y expe
riencia del espíritu cierto, no de la letra o del lenguaje de la
sensación, de la Biblia y de la naturaleza. De otra manera:
para Jacobi, la relación entre hombre y Dios mediada por el
lenguaje sensible natural se convierte necesariamente en una
relación entre natura naturata y natura naturans. Hamann no
saldría entonces de la órbita del espinosismo. Jacobi expli-
cita esta sospecha sin contemplaciones, lo que testimonia
el carácter terriblemente personal de sus pesquisas anti-
espinosianas. No hay aquí voluntad de denunciar al amigo,
sino afán de lucidez. Así que no queda otra opción: o re
conocer «el sentido más originario e [interno intnerster ur-
prünglichsten Smn]» para percibir el espíritu, un sentido es
piritual, el Tiefsinn que tan profusamente ha analizado Verra
(capítulo VI de su libro), tal y como se defenderá en David
Hume, o recaer en el espinosismo. Ahora descubrimos el sig
nificado profundo de una súplica de Jacobi en una carta an
terior a Hamann:
239
Esta opinión la tenemos en una carta del 16 de enero de
1785, que tiene importancia para el origen del primer apéndi
ce a las Briefe, de la segunda edición de 1789. La opinión de
Hamann es terminante: el espinosismo es contra natura.
Hacer del término relativo causa un término absoluto median
te el concepto de causa sui, es algo tan insensato como hacer
a un padre, padre de sí mismo, dice el cándido Hamann. La
causa y el efecto no pueden coincidir en una sustancia, como
tampoco pueden hacerlo lo sensible y lo pensable. Tiene que
haber una causa del mundo, pero no una causa sui. Lo mismo
sucede con lo sensible y lo pensable. Si coinciden, entonces
tenemos el principio kantiano del idealismo y lo pensado es
el Ser y el concepto la cosa, con lo que la palabra y el fenó
meno serían uno. Entonces tendríamos que alumbrar un pen
samiento que propusiera la coincidentia oppossitorum. Spino-
za sólo puede llevarnos realmente a Bruno y Hamann llama
la atención del Della Causa, principio ed uno de 1584, como
modelo del pensamiento que podría superar esa combinación
especial del principio de contradicción y razón suficiente que
es la clave del racionalismo de Spinoza (cf. IV, 3, 20-21).
La carta del 22 de enero de 1785 es una continuación de
la que acabamos de comentar. Sus tesis, que se pueden ver
recogidas en el final de las Briefe y algunos apéndices, jue
gan perfectamente contra las tesis de Jacobi y manifiestan con
total claridad el mundo de Hamann, ante todo su escepticis
mo filosófico de partida, que le hace esperar la coincidencia
de los opuestos como contradicción última e insuperable de
nuestra conciencia: «la miseria no es el Ser, sino la concien
cia» (IV, 3, 29). Por eso no hay en Hamann voluntad alguna
de reconstruir otra filosofía tras el escepticismo radical, sino
que éste debe dar paso a la aceptación de la Biblia como ór
gano de sabiduría. Al entender que en el fondo aquella re
construcción es la voluntad de Jacobi, su esfuerzo tiene que
expresarse de la siguiente manera:
240
ninguna criatura está en situación de expresar. Sagrado y
señor, o como dice Job, grande y desconocido. [...] Dios
crea en nosotros todos un corazón puro y nos da un espíritu
nuevo y cierto y el espíritu alegre nos mantiene. Hay dudas
que no tienen que retirarse con fundamentos y respuestas,
sino absolutamente con un ¡Bah! [IV, 3, 44-34].
241
filosofía tradicional (por medio de una auténtica metacrítica)
y construida la opción positiva de un órgano específico de lo
espiritual, que inevitablemente limitaba el papel de la Biblia
en el conocimiento de lo divino, todo el entramado de la po
sición de Hamann era plenamente aceptable, y sus huellas
quedan perfectamente marcadas en la producción posterior de
Jacobi, incluida esa apelación a la obediencia como consecuen
cia del ideal de dependencia humana, esa Gehorsam bis zum
Tode (IV, 3, 43) que se refleja en las Briefe. Por lo demás,
sería vano pensar en la correspondencia de Hamann con Ja
cobi como un estricto diálogo filosófico. Es más bien una su
cesión de comunicaciones libres y espontáneas, que no se so
meten a la rigidez de contestar a las cuestiones previas. De
ahí que sean más bien estudiables en puntos de vista concre
tos que en secuencias lógicas. Uno de estos problemas será
el de la discusión de las tesis de David Hume sobre la creen
cia y en este sentido le dedicaremos la atención cuando nos
ocupemos de esta obra en el capítulo VII. Ahora, para finali
zar nuestra descripción del contexto anterior a las Briefe, es
de interés dirigirnos a la correspondencia con Herder.
242
(Ili, 475) le entusiasmò. Ahora surge un problema que Jaco-
bi tiene en ciernes y que desea comentar: el de la scientia
abrupta de Bacon. Y corno adorno, ese gusto moderno de ai
rear su propio nihilismo, su vida siempre con el Nicht-Sein
presente, esa afición entre masoquista y exhibicionista que le
induce a decir que él, Jacobi, tiene una vida trágica (III, 477).
Grito de la época del Sturm, porque Herder comienza la
contestación de su carta con la misma clave: «con el calor de
su corazón sentí mucho más la frialdad del mío, cuya flama
se ha apagado como carbón muerto» (HN, 248). En el fondo
grito superficial, que deja un hueco al entusiasmo para la
construcción de la filosofía de la historia, de la que le asaltan
un mundo de ideas, aunque sólo como sombras {HN, 250).
Pero ni una palabra de la problemática de la scientia abrupta,
principal motivo teórico de Jacobi y núcleo configurador de
las posiciones de las Briefe. La siguiente carta, del 22.11.1783,
fue mucho más directa: junto a ella iba la primera carta a
Mendelssohn (IV, I, 47 y ss). Herder, que ya había criticado
la teoría del progreso propia de la Ilustración más mimètica,
que era algo más que amigo de Hamann pero mucho más
filósofo que éste, podía ser el hombre que coronara ese grupo
en el que también había que integrar a Lavater.
Tres meses después llegó la carta de Herder inaugurada
con su motivo: Hen kaí pan, el mismo que él, Herder, había
oído en el jardín de Gleim («por lo demás —confiesa—. Lea
sing está expuesto de tal manera que le veo y le oigo hablar»),
el mismo que ahora Jacobi quiere sacar a la luz como fondo
de toda metafísica de la desesperación. Ahora Herder puede
decirlo: «Leasing es un camarada de fe [Glaubengenosser'\ de
mi credo filosófico» {HN, 251). ¿¡Herder también es espino-
sista!? {HN, 252). No, se contesta a sí mismo. Hay mucho
sin desarrollar en el pensamiento del holandés, por lo que c(yo
no llamaría a mi sistema espinosista» {HN, 252). ¿Entonces
cuál es la clave de este espinosismo no desarrollado, pero ge
nuino, que Herder comparte con Leasing? Este: Spinoza re
cupera la más antigua sabiduría para la modernidad —es
decir, bajo la forma de sistema—, y por ello de una manera
un tanto desgraciada. De ahí que nadie haya hecho justicia
al Hen kaí Pan desde la muerte de Spinoza: ni Bayle, ni Men
delssohn, ni nadie. ¡Que Lessing no haya hecho esto!, excla
ma Herder en un sincero lamento. «La mala muerte se ha
dado prisas con él» {HN, 252).
¿Pero qué entiende Herder por hacerle justicia al tema del
243
Hen kaí Pañi Ante todo la necesidad de luchar por la reuni
ficación de la filosofía de Leibniz y Spinoza, empresa en la
que Herder lleva empleados siete años (HN, 253). Si se pro
duce esta reunificación no hay necesidad de scientia abrupta,
no hay necesidad de salto mortal, y la filosofía podrá recon
ciliarse perfectamente con la idea de Dios. Para ello es preci
so dejar de entender el Uno como el concepto más abstracto
y vacío, igual a cero. Este protos pseudos {HN, 254) debe ser
eliminado de la exégesis de Spinoza. Y justo el pensamiento
de Leibniz hace imposible esta exégesis y reconcilia este Uno
con la expresión bíblica; «Yo soy el que soy y seré». ¿Cómo
explicar filosóficamente este motto desde Leibniz? Así: soy el
que soy a través de todos los cambios de mis fenómenos. Her
der acepta que esto hace de Dios una Natur, un ser en el
mundo {HN, 255).
244
leza, porque esta última no es nada en sí. Deus sive natura
es un enunciado falso desde la filosofía más profunda de Leib
niz, porque para una capacidad de conocimiento no finita,
los cuerpos no son cuerpos y la naturaleza no es naturaleza,
y en este sentido puede decirse que Dios se manifiesta real
mente en lo que todos estos fenómenos son en sí, aunque
nosotros no podemos divinizarlos en sus aspectos individuales
concretos, porque no representan a Dios sino en tanto fenó
meno para nosotros;
245
fecto sentido una individualidad espiritual, porque todos sus
problemas filosóficos estaban relacionados precisamente con
la existencia individual.
Ahora bien, desde el momento en que reconocemos una re
lación inmediata e intuitiva con Dios, desde el momento en que
favorecemos cualquier tipo de solución mística, inevitablemen
te tenemos que confesar una especie de panteísmo espiritual
en el que dos almas (el Yo y el Tú) quedan unidas por el vín
culo sustancial del amor (Hen) a pesar de poseer cada una una
vida separada, esto es, de constituir número {Pan). El panteís
mo de Herder es una propuesta cercana a la de Jacobi, sólo
que cosifica como sustancia-fuerza lo que en Jacobi es amor,
esto es, realidad personal, manifestación de la individualidad.
Amor o vis-Kraft, ese es el punto real de contacto o de diferen
cia entre los dos pensadores. Su punto de partida es, sin em
bargo, el que sepulta esta coincidencia: no es lo mismo partir
del drama existencial del individuo que del supuesto metafisi
co de la unidad profunda entre el fenómeno y lo Uno sustancial
y del sentimiento de la unidad de lo vivo que se da en Herder.
Jacobi sabe que el verdadero problema es el del individuo hu
mano, dotado de una fuerte conciencia de su sustancialidad in
dividual. Entonces, ¿cómo hacer deseable su caracterización en
términos de mero fenómeno? Esto ciertamente no le era trans
parente a Herder (como antes no le era claro a Lessing):
Lo que no comprendo todavía es la idea de Lessing de la
contracción de Dios en el fenómeno de un individuo, o no
comprendo en el fondo la ley de una expansión y una con
tracción [HN, 253].
Frente a esta incomprensión, la noticia evidente y real de
la existencia individual se alza sin apelaciones. En este terre
no Jacobi pisaba fuerte.
De cualquier manera. Herder no entendió la necesidad de
Jacobi de presentar la cuestión como una afirmación exis
tencial. Creía que se trataba de una refutación escéptica
tradicional, de un discurso filosófico. Por tanto le pidió que
publicara el diálogo con Lessing fuera del contexto de la
refutación de Mendelssohn, como un tratado aparte. «El en
frentamiento filosófico es siempre el final más seguro del
diálogo filosófico» {HN, 256). Jacobi tardó cuatro meses en
contestar la carta. El envío de las Ideen für die Geschichte
der Menschheit fue el momento preciso para ello. Las prime
ras relaciones que fraguaban con Hamann también. Pero ello
246
no forzó a una contestación clara de la cuestión de la publi
cación de la conversación con Lessing, aunque sí de la cues
tión de la ley de la contracción y expansión de Dios. Para
Jacobi son residuos del pensamiento oriental (III, 492) que
se traslucen ya en la Biblia (p. ej. en el salmo 104) y que
llevan al pensamiento de algo inmutable eternamente móvil.
La posibilidad de rellenar este pensamiento con metáforas y
analogías es muy grande; pero nula la de explicar realmente
su contenido. Jacobi se muestra radical. Por lo demás, frente
a esto incomprensible, Jacobi sí que entiende algo de la Ethi-
ca: sabe perfectamente que el libro I se opone a la creencia
en una providencia, a un plan del mundo, a un Dios que tenga
conciencia de sí mismo en sí mismo, y no en sus creaturas,
al Dios de la palabra, la creación y la fe (III, 494).
Jacobi viajó a Weimar.^“* Tuvo oportunidad de hajjlar de
toda la cuestión espinosista con Herder y Goethe. Mantuvo
las diferencias amistosamente. Hizo valer sobre todo la común
animosidad contra Mendelssohn, una sombra más que un au
téntico rival {HN, 259). Participó en el proyecto de Hamann
sobre la metacrítica, etc. Todo esto sigue muy vigente en la
correspondencia reiniciada. Lutero, Hamann y Cristo quedan
en el centro, desplazando por el momento a Spinoza (III, 499)
y la discusión con Mendelssohn. Jacobi parece aceptar que
Herder posee un auténtico espinosismo que en algún momen
to debería exponer a Mendelssohn. La disputa sobre el äch
tet Spinozismus no puede olvidarse. El Elucidarius Cabbalis-
ticus de Wächter, que Jacobi envió a Herder, dio nuevos mo
tivos para ella. El Ens realissimum no es un concepto
abstracto, sino «la raíz eterna e infinita del árbol de la vida»
{HN, 263). Herder vuelve por tanto a la discusión de lo que
antes llamaba el protos pseudos de Jacobi. Justo por esa ca
racterística de ser el Ens supremamente concreto, no puede
ser extramundano. Sólo así es posible incluso la posición bá
sicamente mística de Jacobi:
247
el espíritu trágico del pecador cristiano, con el espíritu del
propio Cristo que dañado de muerte invoca a Dios en térmi
nos de Padre, esto es, con la expresión más individualiza da
que posee el lenguaje después del término «Yo». Herder sa
be que éste es el Dios de Jacobi; «tú quieres a Dios como un
amigo, en forma humana, que piense en ti» (HN, 264). Her
der no ve la necesidad de ello, porque carece del sentimiento
trágico del cristiano, porque su vida no es una literal repro
ducción de la pasión de Cristo, porque muy en el fondo no es
un Christ. Por eso tenía que pedir explicaciones a Jacobi:
248
sonal angustiada significaba precisamente poner en cuestión
el carácter acogedor de la tradición, que en Herder actua
ba perfectamente. Las posiciones eran irreductibles; se trataba
de saber qué es el cristianismo auténtico, el concepto auténti
co de Dios, límites en los que la tolerancia siempre se impo
ne con dificultad. Las acusaciones son, por tanto, recíprocas;
249
imposible entender mal a Spinoza, y que por lo tanto sólo él
lo ha entendido bien {AB, I, 377). La carta de Herder de junio
de 1785 acaba con estas palabras: «Das System Spinozas ist
hier im wesentlichen dargestellt, wie ich mir denke» {HN, 277).
Pero en medio propuso algunas objeciones y observaciones,
tras reconocer que Mendelssohn es el primer culpable de toda
la polémica {HN, 271), al tomar a Jacobi por espinosista.
La primera cuestión es que Herder no conoce perfectamente la
intención de Jacobi: reconoce que la conversación con Les-
sing es formidable; que la exposición de la doctrina de Spi
noza también; que la carta a Hemsterhuis es admirable, pero
no conoce claramente la finalidad del todo. La objeción si
guiente es la conveniencia o no del último momento: la ape
lación de la creencia. La objeción ante esta noción está en la
base de la necesidad de David Hume. Herder deseaba que la
Glaube quedara reducida a una certeza subjetiva interna {HN,
272), que no debe quedar mezclada con las disputas de la
razón. Pero naturalmente, así entendida, también puede invo
carla Mendelssohn. Lo que Herder no entiende es la relación
interna entre creencia y razón que reivindica Jacobi, para quien
«también la convicción mediante fundamentos racionales tiene
que proceder de la creencia» {HN, 276), esto es: la creencia
tiene fuerza objetiva, implica conocimiento y concede el funda
mento y el contenido material a todo conocimiento racional. La
intervención de la convicción en la creencia, esto es, la inter
pretación subjetivista de la creencia, es meramente formal:
se trata exclusivamente de la capacidad de dejarse convencer,
del vigor en la defensa de una opinión, de una fuerza divina
—göttliche Kraft— o una energía del alma —Energie der See
le—. Esta es la vida de la convicción, pero vida meramente
subjetiva que no puede pretender que la realidad sea como
dicta la creencia {HN, 276). Jacobi, por tanto, al usar además
la creencia como capacidad cognoscitiva, objetiva y material,
introduce una seria ambigüedad en el concepto y se distancia
de la tradición filosófica de una manera irrecuperable:
250
te y esencial de nuestro pensar», esto es, como otra instancia
interna a la razón. Todo ello exigía a Jacobi una aclaración
conceptual inevitable, que poco a poco se fue convirtiendo en
el diálogo que hoy conocemos.
Pero hay una objeción que ya recogimos en otras cartas,
y que aquí se presenta de una manera clara y explícita; todo
el territorio teórico de Jacobi se vuelve movedizo si se niega el
principio: que el concepto de Dios —tal y como lo trata
Spinoza— sea el de una «esencia indeterminada» -u n b es-
timmtes Wesen —. Para Herder era más bien la esencia su
premamente determinada —hochbestimmtes Wesen—, que por
sí misma es determinada sin privaciones (HN, 275). Cierta
mente que Herder tenía razón al proponer esta objeción como
básica. La filosofía podía abrirse más allá de las estrechas
barreras especulativas del racionalismo, en las que Jacobi se
sentía cómodo, si retiraba de sí el concepto puramente abs
tracto de Dios, si rompiendo la primacía del entendimiento
hacía coincidir el mayor grado de abstracción con el grado
mayor de auténtica realidad. Con ello debe quedar claro que
el ensayo del idealismo poskantiano era una necesidad senti
da desde diferentes frentes y autores, entre los cuales Herder
y Lessing deben ocupar una posición preferente. Pero esta pro
puesta no le decía nada a Jacobi, porque de cualquier mane
ra, desde la sentencia de que Dios era la fuerza que unía todo
ser individual, no se pensaba efectivamente a Dios como el ser
más determinado. Para él, el ser omnideterminado tenía que
reconocerse a sí mismo en sí mismo, no en la mera diversi
dad externa. Este elemento de autoconciencia cierta de sí y
en sí tenía en todo caso que integrarse en esa superación es
peculativa del racionalismo (o del criticismo), y en este senti
do Jacobi también contribuirá decididamente al momento cul
minante de ese nuevo idealismo. Hegel será muy sensible a
la necesidad de unir esos dos elementos en su nueva noción de
Dios: omnideterminación y conciencia en sí. Desde su punto
de vista, Jacobi no tenía razones para ceder. Pero Herder tenía
razones para buscar el camino, el único camino que permiti
ría a la larga una reconciliación entre teología y filosofía.
En septiembre ya estaban impresas las Briefe según el
gusto de Jacobi, incorporadas una buena parte de las observa
ciones de Herder, excepto el apartado dedicado a la creencia;
251
cisamente lo mismo que expuse con otras palabras en las car
tas anteriores, y lo que he afirmado como mi filosofía perso
nal. Tus dudas sobre los principios de los que parto aquí,
puede disolverlas el mismo Spinoza, pues son sus principios.
La definición de certeza es literal y el primer punto está tra
ducido de él casi literalmente: sólo que él no se sirve de la
palabra ((creencia», por lo que yo, a consecuencia de mis ex
plicaciones expresas, me he servido de ella en la medida en
que quiero llamar creencia sólo a aquel tener algo por verda
dero que no se sigue desde principios \AB, I, 389-390].
252
mismo y de la filosofía de su época. El reconocimiento públi
co estaba a las puertas. Con matices, pero reconocimiento.
La disputa de Spinoza es el segundo acontecimiento por el
que la filosofía alemana se abre a la contemporaneidad, tan
importante como el primero (la publicación de la KrV) y ra
dicalmente enfrentado a él. Estudiémoslo.
NOTAS
1. «Esta coherencia —dice Lessing—, mediante la cual se puede
predecir cómo actuará o hablará un hombre en el caso dado, es lo
que le hace, le da su carácter y estabilidad, los grandes rasgos de
un hombre que piensa. Carácter y estabilidad corrigen con el tiem
po los principios, pues es imposible que un hombre pueda actuar
según principios sin percibir si son falsos» (5, I, 2, 125-126).
2. Según dice en la VI, 334, con la idea de un ser supremo está
íntimamente vinculada la de la creación del mundo o, según el con
cepto de los antiguos, el de la organización del caos.
3. Sobre Platón, cf. a Gallitzin, 9.3.1781; B, I, 2, 282.
4. Sobre Séneca, a su hijo, el 12.12.1780.
5. Cf. Lessing, Escritos, Ed. Nacional, «Conversación con Jaco-
bi». Cf. más precisamente la nota 1 y 2 de las páginas 374-375, para
una valoración novelesca del encuentro.
6. Siempre que puede, Jacobi presenta a Lessing alejado y dis
tante de Wieland y de Goethe, dando a entender que su relación
con Lessing en el fondo es una nueva alianza intelectual.
7. A su futuro enemigo le dedica elogios del tiempo «den hells-
ten Kopf, den vortrefflichsten Philosoph und den besten Kunstkriti-
ker unseres Jahrhunderts» (B, I, 2, 101). Lichtenberg piensa tam
bién así.
8. El resto de la relación con Lessing no tiene un gran interés
filosófico, pero tiene cierta importancia personal. La Allgemeine
Deutsche Bibliothek reseñó Allwill de una manera bastante crítica.
Jacobi se sintió extrañado y dolido del juicio y se lo hizo saber a
Lessing, a quien suponía con capacidad de presionar en la revista
de los berlineses (28.10.1780). Realmente no lo esperaba (B, I, 2,
225). Esto le fuerza a preparar y revisar sus escritos, incluido VJol-
demar y los Vermischten Schriften, para lo que pide consejo a Les
sing, el único del que se fía (p. 226) y al que le preguntará incluso
si le recomienda no imprimir nada. Lessing le contesta una carta
que hace presentir la muerte: es incapaz de cualquier actividad es
piritual, pero manifiesta de manera clara la comprensión que había
alcanzado de Jacobi (p. 203). La siguiente carta del 26 de diciembre
de 1780, sirve para invitar a Lessing a Düsseldorf. Como se sabe,
Lessing moriría en marzo de 1781. Ante Elisa Reimarus recuerda el
253
último encuentro con él, el 15 de marzo de 1781 (AB, I, 315-318),
en el que debió de discutirse sobre Spinoza.
Antes de acabar con el problema de la relación entre Jacobi y
Lessing es preciso señalar que existe aquí un problema interno a Le-
ssing. En efecto, por la misma época de la entrevista con Jacobi,
Lessing había manifestado posiciones deístas incompatibles con el
espinosismo. Como refiere Verrà, op. cit., pp. 84-85, Lessing había
establecido en el párrafo 73 de la Educación del género humano la
validez de la Trinidad como unidad que no excluye la pluralidad y
que constituye la auténtica interpretación de Dios. Según Jacobi esto
sólo podía defenderse moviendo hacia Spinoza, desde el momento
en que Lessing aceptaba que Dios era al mundo lo que el alma al
cuerpo. ¿Pero qué dimensión trinitaria de Dios tenía esta analogía?
¿El Padre o el Hijo? Jacobi podía entender que si era el Hijo, enton
ces quedaba reproducido el sistema de Spinoza, en tanto que el Hijo
sería algo parecido al atributo infinito «logos» o «pensan>, y el mundo
el atributo «extensión». Es posible que esta fuera una buena repre
sentación del problema, que chocaría con las ideas morales de Jaco
bi. Según Verrà, Lessing estaba dispuesto a asumir las consecuen
cias morales de este Dios, pero desde un luteranismo ortodoxo que
negaba la posibilidad de delimitar con precisión la filosofía y la reli
gión (p. 85). En todo caso, no parece que en Nathan se defienda un
espinosismo y por tanto no parece haber una solución clara al pro
blema de hasta qué punto se pueden integrar las posiciones deístas
con las espinosistas. Para un intento de solución cf. Scholz, H., «Ein-
leitung zu Hauptschriften zum Pantheismusstreit zwischen Jacobi
und Mendelssohn», Neudrucke seltener phil. Werke, Kantgesellschaft,
voi. VI, Berlín, 1916. Pero creo que aunque podían realmente tra
zarse puntos de relaciones entre un deísmo trinitario y Spinoza, en
el sentido indicado, Lessing no lo tenía elaborado. Cuando Jacobi le
presenta el problema, «ensaya» una vez más pensamientos que sin
duda había acariciado, desarrollando su ingenio y su sentido lúdico
de la polémica y del pensar. En este sentido, cf. Thielicke, H., Of-
fenbarung, Vernunft und Existenz, Cari Bertelsmann V. Gütersloh,
1957, p. 106, donde se exponen las diferentes soluciones y se re
cuerda el carácter absolutamente desinhibido de Lessing en los diá
logos entre amigos, a cuyos resultados no se sentía necesariamente
vinculado. Carece de sentido además aceptar un cambio radical en
las convicciones de Lessing. Pero el problema que se levanta enton
ces es por qué Lessing nunca jugó a espinosista con Mendelssohn
(cf. ibíd., 107). Quizás pudo hacerlo, pero en todo caso Mendels
sohn realmente temía el uso que un enemigo de los berlineses podía
hacer de esos juegos, por lo que quizás decidió negarlos enteramen
te. En todo caso, cabe la posibilidad de que fueran debilidades de
última hora de Lessing (ibíd. 108), pero estas debilidades de últi
ma hora tienen por lo general un sentido trágico, mientras que el
diálogo con Jacobi está atravesado de un finísimo humor, que choca
254
desde luego con la seriedad de Jacobi. Thielicke reconoce que sin
embargo todo esto nos lleva a un subjetivismo en la interpretación
de Lessing (p. 110). ¿Habría una posibilidad de solucionar la cues
tión desde la cosa misma? Esto es lo que ensaya este autor en las
p. 111-113. Ante todo hay que reconocer que Lessing defendía que
en todo gran sistema habita un logos espermatikos o que es una
expresión rota del Ur-logos. La verdad así sólo se conseguiría en mo
mentos parciales, y la aproximación a Spinoza no sería una cues
tión de humor, sino de aplicación de este principio, que desde luego
en sí mismo es irónico, o mejor trágico, en el que se mezcla el humor
y el dolor. Todo esto determina que «la noción de ensayo, [tentatio\
se convierta en los labios de Lessing en una media sonrisa cuya otra
mitad es seriedad» (op. cit., p. 112). A esto hay que añadir que la
aplicación de este método no px>día menos que ofrecer una base pro
blemática y abierta a la concepción lessingiana del mundo (p. 113),
que nunca se cierra en sistema, sino que siempre apunta a una di
rección abierta (p. 114). Sin duda Mendelssohn era injusto cuando
cerraba incluso esa dirección del interrogar de Lessing sobre Spino
za. Pero Jacobi debía serlo cuando daba la respuesta por cerrada.
En todo caso este es un tema mucho menos tratado ahora en la lite
ratura sobre Lessing. No está presente ni en el Congreso de Ohio de
1976, Lessing in heutiger Sicht, Bremen, Jacobi, 1977; ni en el libro
de Schilson, Lessings Christentum, Gotinga, Vandenhoeck, 1980; ni
el de Pelter, W., Lessing Standort, Literatur und Geschichte, Heidel-
berg, Lothar Stiehm, 1972 ni —lo que es más significativo— el de
Bothe, B., Glauben und Erkennen, Meisenheim, A. Hain, 1972, tra
tan el tema. Bolacher, en su excelente Lessing: Vernunft und Ge
schichte, Niemeyer, 1978, se muestra mucho más inclinado a respe
tar el valor histórico del diálogo de Jacobi, así como las razones que
apoyaban sus pretensiones sobre Mendelssohn (cf. pp. 223 y ss).
9. «A él le corresponde —dice Wieland— el nombre de Platón
en nuestros días» (a Jacobi, 2.10.1785, un poco antes de que salgan
las Briefe).
10. Ya Lessing le había mostrado la importancia de la obra de
Hemsterhuis para la cuestión del amor, en su carta de diciembre
de 1780.
11. Hay que tener en cuenta la importancia del precio de estos
escritos, rarísimos en Alemania, por lo que eran enormemente soli
citados y «prestados». Cf. A. Gallitzin, 17.12.1780; B, I, 2, 245.
12. Probablemente se trata de Simón o de las facultades del alma,
no editado hasta 1789 y que sin embargo constituye la clave para la
crítica de Hemsterhuis que llevará a cabo Jacobi en las Briefe. Cf.
Hemsterhuis, Oeuvres philosophiques, ed. Meyboom, 1972, p. 81,
t. II. El 2.1.1781 ya ha leído Simón, sobre todo el discurso de Dióti-
ma.
13. Cf. a Lavater, 8 de marzo de 1781, AB, I, 309.
14. Epistulae, 40, 5.
255
15. «Hane ergo sanam et salubrem», Epistulae, I, VIII, p. 38, 5
y S S ., ep. XIV, p. 84, 1-2 de la edición de Loeb Classical (ß, I, 2,
142).
16. Es este un problema que realmente preocupa a Jacobi. Cf.
las cartas del 18.11.1979, B, I, 2, 219.
17. De ahí su cercanía y su lejanía de Hamann.
18. «Die fürchterliche Unmacht, hatte mich nur Schwärzer Um
hüllt» (ß, 1, 2, 316).
19. Desde luego un texto perfectamente elegido para reflexionar
sobre la felicidad de los locos y de la vanidad humana. Cf. B, 1, 2,
317.
20. Cf. La carta a Reimarus, B, I, 2 pp. 357 y 358.
21. Carta a Gallitzin, 14 de marzo de 1782.
22. Para Lavater cf. sobre todo los libros de Maier, H., An der
Grenze der Philosophie, 1909; Voemel, A., J.G. Lxivater, 1923; Gi-
naudeau, O., J.G. Lavater, études sur sa vie et sa pensée jusqu'en
1786, Paris, 1924; Bracken, E., Die Selbstbeobachtung bei Lavater,
1932; el de Forsmann, J. Lavater und die religiosische Strömmun-
gen des 18Jhr., 1934; y por último el de Hasler, Th., Lavater, de
1942.
■ 23. ß, I, 2, 283. Lavater organizaba en su Physiognomie los di
ferentes tipos de rostros en clave de los rostros de los pensadores y
hombres famosos.
24. «Ah, cómo los hombres se alejan unos de otros tan inhuma
namente. Hablo de aquellos hombres que se elevan realmente sobre
el mismo círculo. Quien no pueda con todo, entero o medio, fuerte o
débil, como sea, este no es mi hombre» (Aß, 1, 331).
25. «Die Lehre Christi ist nur Eine Wahrheit: die göttliche Würde
und Erhabenheit der menschlichen Natur. Die Summe seiner Lehre:
Der Mensch ist göttliche Geschlechtes, Gotes Vollkommenheit ist das
letzte Ziel, dem er engegenstreben soll». Cf. Ch. Janentzky, J.C. La
vater und der Sturm und Drang im Zusammenhang seiner Religiö
sen Bewusstsein, Halle, Max Niemeyer, 1916, p. 194.
26. Citado por Janentzky; para relaciones Lavater-Jacobi, cf.
pp. 212 y S S ., 146.
27. Cf. Janentzky, p. 166. Cf. también las manifestaciones de
17-19 de marzo de 1781.
28. «La divinidad de la revelación y la divinidad del Universo la
veo aclarada en una muy parecida divinidad. O me parece a mi
mucho más difícil ser un cristiano que ser un ateo» (Aß, I, 332).
29. «El alma santa no la encontramos entre los antiguos en nin
gún grado superior que en Sócrates: también él pudo decir con ver
dad: Mi reino no es de este mundo» (Aß, I, 334).
30. Sobre todo el Lebenläufer, del que dice que le ha despertado
y edificado como ningún otro libro, haciéndole salir del agujero en
el que estaba desde hacia tres años, esto es, desde 1778, desde el
final de Woldemar como nosotros sabemos. Este libro, por una refe-
256
rencia que tenemos de Lavater, debía de defender la posibilidad de
una comunicación no natural entre Dios y el hombre, pero dentro
de unos planteamientos próximos a los de la dialéctica de la perso
nalidad de Jacobi. Cf. AB, 339; AB, 1, 340. El caso es que Jacobi
sigue hablando perfectamente de este libro en su carta a Klenker,
AB, 1, 343.
31. Como dije antes no hay que creer demasiado esa confesión
de Jacobi. Además Jacobi habla aquí de «haber estado entre los fi
lósofos», entre los que precisamente se ha sentido, si no cómodo, sí
inevitablemente inclinado hasta ahora. Cf. AB, I, 330.
32. Aprovecharé esta nota para introducir al lector en el signifi
cado de Hamann en la cultura alemana. De ahí la extensión de la
misma. Para una introducción breve, cf. J.G. Hamann, de S.A. Jor-
gessen, Stuttgart, J.M. Metzlersche, pp. 93-95. También Puppi, A.,
«L’inizio del cartegio tra Hamann e Jacobi», en la Rivista di Filoso
fía Neoscolastica, 1962, pp. 148-173. Las relaciones entre Hamann y
Jacobi han sido analizadas fundamentalmente por Knoll y Ollivetti
en los dos libros citados en la Introducción. Nosotros, analizamos
en este parágrafo solamente la correspondencia de los amigos con
anterioridad a David Hume. Para una introducción a las relaciones
entre Hamann y Jacobi, cf. Verra, pp. 85, 174; Ollivetti, L’esito....
pp. 32-38; Más panorámico es el trabajo de Renate Knoll, J.G. Ha
mann und F.H. Jacobi, Heidelberg, Carl Winter, 1963. Este libro co
mienza exponiendo el juicio de Hegel sobre Hamann y Jacobi, a quien
dedicó las dos más largas recensiones que nunca hizo (cf. Sämtliche
Werke, ed. Hoffmeister, Meiner, vol. 11). Para Hegel, el Mago del
Norte es una muestra plena de «destino individual» incapaz de so
portar el impulso hacia cualquier forma de universalidad. Justo en
eso reside su interés. Y justo desde ahí es fácil anunciar la imposi
bilidad de comprensión recíproca con Jacobi (pp. 12-14). Sigue un
comentario sobre la comprensión de Dilthey, quien señala mucho más
en Hamann el carácter integral de su personalidad, en el que todas
las dimensiones sirven a una formación individual (p. 15). Este ideal,
el de una vida plena orientada hacia Dios (p. 16) es el que ha in
fluido en Herder, y en Jacobi; la nueva religiosidad de la soledad
con Dios. Hamann así inicia el movimiento que por Herder, Jacobi
y Schleiermacher «ha llevado la independencia y la característica pro
pia del proceso religioso a la conciencia científica» (p. 17). El libro
despliega una visión completa de las relaciones entre los dos hom
bres: el origen de la amistad a raíz de la disputa de Hamann con
Mendelssohn (p. 22) que Jacobi prepara en paralelo. El 13 de no
viembre ya tiene todo el material de las futuras Briefe y sitúa a Ja
cobi entre los tres Juanes, junto a Herder y Lavater (p. 25). Así pues,
Hamann no interviene en la formación de la filosofía de Jacobi, sino
que es un aliado en la defensa. Ambos quieren encontrar agua para
sus respectivos molinos. Pero en la mayoría de las veces el desa
cuerdo profundo se hace evidente. Así, por ejemplo, en el tema de
257
la verdad y la evidencia, que Jacobi entiende como evidencia subje
tiva que se puede conquistar, y Hamann sólo como participación y
gracia del Ser (cf. p. 27). Y sin embargo, la relación es beneficiosa
para ambos y por ello la mantienen hasta el final, a pesar de las
premoniciones de Herder (pp. 32 y 29). La impresión de Hamann
acerca del libro sobre Spinoza debía de ser pobre, y su máximo in
terés fue introducir a Kant entre los acusados, para hacer despre
ciable la forma verdadera de la razón pura (p. 35). Por eso Hamann
informa a Jacobi de todas las reacciones, y de las posiciones de Kant.
Cuando la serie de recensiones negativas del libro se sucede, Ha
mann le recrimina que se haya mezclado con la filosofía y que no
haya defendido la creencia sin exigencias filosóficas. Pasa luego a
tratar David Hume, que veremos nosotros en el capítulo siguiente.
Efectivamente el movimiento de Hamann es el que preveía Dilthey:
la soledad con Dios: «Dios me comprende. Dios sólo, el verdadero
amigo». Dios es un escritor y la única relación posible con él es la
hermenéutica, ya no en el sentido de la comprensión de la Ilustra
ción, como puramente interno a la razón del hombre, sino como se
comprende un escritor que hace de su Autorschaft su propia reali
dad (p. 96). Y aquí la pregunta es que en el libro divino de la natu
raleza o de la Biblia, ¿dónde reside el enigma, en el lenguaje o en
el contenido, en el plan del creador o en el espíritu del exegeta?
(p. 96). Parece sin duda que en todos los pares a la vez. Porque lo
genuino para Hamann es no separar lo inseparable. Por eso Knoll
acaba concediendo la razón a la tesis de Dilthey según la cual Ha
mann debe figurar en los comienzos de la tradición hermenéutica
(p. 98). Para una mayor información sobre Hamann, cf. la obra de
Metzke E., J.G. Hamann Stellung in der Philosophie des 18 Jahr
hunderts, Wissenschaftliche Burchgesellschaft, 1967. Una recopila
ción de los mejores trabajos tradicionales sobre Hamann se encon
trará en la selección de Reiner Wild, J.G. Hamann, de la WBG, Wege
der Forschung, vol. 511, Darmstadt, 1878. (Incluye trabajos de Ro
senkranz, Dilthey, Lieb, Unger, Nadler, Metzke, Henkel, Seils, Oel-
müller, Simon.) Una introducción en un idioma más asequible se
puede ver en J.C. O’Flaherty, J.G. Hamann, Twayne Publ., 1979. Y
aunque vieja, puede ser útil aún La vie et l’oeuvre de J.G. Hamann,
de Blum, J., Alean, París, 1912. Una obra íntegramente dedicada a
la relación entre Kant y Hamann es la de Weber H., Hamann und
Kant. Ein Beitrag zur Geschichte der Philosophie im Zeitalter der
Aufklärung, Munich, Beck, 1904.
33. Sobre Herder también carecemos de estudios en España, aun
que desde luego podemos leer algunas cosas: cf. Obras selectas, de
Editorial Alfaguara, traducidas y anotadas por Francisco Ribas. Tam
poco podemos aquí hacer referencia a toda la obra de Herder. Indu
dablemente la relación entre él y Jacobi no es tan interesante como
la existente con Hamann. Por eso es comprensible que no exista nin
gún estudio sobre el asunto. Y sin embargo la polémica con Jacobi
258
determinó el principal ensayo metafísico por parte de Herder, su
Gott, en el que demostró su escaso poder especulativo. Jacobi le con
testó en algunos apéndices a la segunda edición de las Briefe, lo
que motivó la práctica ruptura de la correspondencia. Herder editó
una segunda edición considerablemente alterada pero que tampoco
consiguió éxito. Que no posee esta obra una especial relevancia den
tro del pensamiento de Jacobi lo demuestra el hecho de que una
obra tan espléndida como la de R.T. Clark, Herder, his Life and
Thought, Univ. California Press, 1969, no le dedique un tratamiento
específico. Claro que esto no es universal. Monografías más atentas
al ambiente cultural como la de Emil Adler, Herder und die deut
sche Aufklärung, Europa, 1968, dedican una extensión considerable
a la problemática de Spinoza (cf. pp. 233-287). Pero en el fondo,
como el mismo Adler reconoce, el espinosismo de Herder hay que
buscarlo más bien en sus Ideen, cuya primera parte acababa en 1784,
justo cuando las relaciones con Jacobi sobre este tema rondaban el
problema sin que nadie sospechara que Jacobi se iba a emplear en
una defensa tan agresiva de sus puntos de vista. Desde esta pers
pectiva Gott no sería sino una presentación más desarrollada y abs
tracta de lo que ya se había expuesto in concreto en las Ideen. Adler,
por lo demás, nos ofrece interesantes noticias sobre la tradición es-
pinosista en Alemania antes de Herder {op.cit., 238) y un análi
sis del panteísmo de Herder desde la noción fundamental de Kraft
aller Kräfte. Sobre este tema cf. B. Leondaris, «Bemerkungen Kräf-
tedialektik» en Herder-Kolloquium 1978, p. 157, Weimar, Hermann
Bôhlaus, 1980. Cf. también Schade, E.J., Herder Schrift «Gott»
und ihre Aufnahme bei Goethe, Berlin, Germanische Studien, fas.
CXLIX, 1934; Kuhfus, H., Gott und Welt in Herders Ideen zur Phi
losophie der Geschichte der Menschheit, Emsdetten, Lechte, 1938.
Para el tema de la historia, cf. Rouché, M., La philosophie de l’his
toire de Herder, Paris, Beiles Lettres, 1940. Una traducción de Gott
al inglés se encontrará en Hafner, Nueva York, 1949, God some con
versations. También Dieterle, J.A., Die Grundgedanken in Herder
Schrift Gott und ihr Verhältnis zur Spinozas Philosophie, Gotha,
1914, y Hoffart, E., Herders «Gott», en Bausteine der deutschen Li
teratur, Halle, 1918; Libner, H., Das Problem des Spinozismus im
Schaffen Goethes und Herders, Weimar, Arion, 1960. Un ensayo en
este mismo colectivo sobre las relaciones entre Jacobi y Herder, pero
en un campo ajeno a nuestro interés actual es el de A. Springert-
Liepert, Kleinbürgerlich und Bürgerlich-liberal. Zur Beziehung
Herder-Jacobi in der ächtziger Jahren, id., pp. 138-188. Este congreso,
sin duda el más reciente sobre Herder, no ha dedicado a Gott ni un
solo artículo. El mejor tratamiento de todos los temas de filosofía de
la naturaleza es el de Dreike, B.M., Herder Naturauffassung in ihrer
Einfluss durch Leibniz’s Philosophie, Wiesbaden, Franz Steiner, 1973.
34. Efectivamente, en el entreacto ha muerto su tercer hijo y su
esposa (I, 375-376) y ha realizado a instancias de sus amigos una
259
estancia en Weimar, con Goethe y Hender (I, 377). El resultado,
según confesión propia, es que se siente tan sano como no lo había
estado hacía mucho tiempo. No hay que entender esto como una
paradoja: la presencia de los difuntos se despliega en un recuerdo
amoroso sin contradicciones. El propio Jacobi nos dejó una defensa
de la relevancia de estos acontecimientos en su último apéndice a
las Briefe.
35. A partir de ahora lo fundamental de la correspondencia es
que Kant aparece continuamente en el punto de mira de los dos ho-
bres y poco a poco se convierte en el centro de la polémica. En cier
to sentido se puede decir que de una manera desorganizada las car
tas de la época anticipan un ataque que tardaría mucho en realizar
se. Así, Hamann informa a Jacobi en octubre de 1785 de que
Hamann, aunque se dispone a refutar a Mendelssohn, tampoco en
tiende el análisis que Jacobi hace de Spinoza (III, 88-89). Hamann
se ofrece para visitar a Kant y recomendarle que prepare una buena
respuesta a la obra de Mendelssohn. La carta de noviembre informa
que Kant, ahora ya después de haber leído las notas de las Briefe
sobre él, se encuentra muy enojado, sugiriendo dar tiempo al tiem
po. Jacobi no retrocede: «Dígame, querido, si usted cree que al autor
de la KrV le pasa lo que a Mendelssohn: que no comprenda mi exé-
gesis del texto de Spinoza ni el texto mismo. He vuelto a tomar la
KrV y no puedo pensar sino que a esta exposición le subyace una
sofistería» (IV, 3, 198). El 22 de noviembre confiesa que quiere es
cribir algo sobre Kant, quizás lo que está en la base del Apéndice
de David Hume. Hamann quiere ahora calmar a Jacobi, informán
dole que Kant le ha confesado no saber nada de Spinoza ni haber
tomado nada de su sistema, que está contento con el libro de Jacobi
y que desea mantener la paz con todos (IV, 3, 114). El 14 de di
ciembre insiste: Kant no se alineará con Mendelssohn p>orque no está
contento con su obra y porque tiene mucho trabajo (ibíd., 116). Cuan
do Mendelssohn muere, Hamann le aconseja a Jacobi tratar las cosas
con frialdad (IV, 3, 132) para ganarse el respeto del público. Las
agresiones hacia Kant comienzan en las pp. IV, 3, 174. Decidida
mente, prepara la segunda edición de la KrV. Mendelssohn le pare
ce una ilusión, pero tampoco es amigo de la otra parte en liza
(IV, 3, 191). «Es un hombre de nobles talentos con buenas y nobles
convicciones», le dice Hamann (IV, 3, 202), y su imparcialidad no
debe intranquilizar a Jacobi. El consejo es preparar la segunda edi
ción del «Spinoza-Buchlein» (p. 205) y desarrollar el acuerdo con
Winzemmann (IV, 3, 233). Jacobi, como siempre, impondrá su es
pecial ley y no tendrá en cuenta las orientaciones de su amigo, veci
no de Kant y, por tanto, dispuesto a la paz personal, aunque no
desde luego a la cesión filosófica. Su moderación proviene de su com
prensión de que Jacobi no sabe distinguir estos dos terrenos con
claridad.
260
Ca p ít u l o V
1. Introducción
261
siguiente texto a Haefeli puede ayudarnos a establecer esa
conclusión;
262
primera reflexión ad intra de la vida burguesa sobre sí misma.
Todo ello exige tratar a Jacobi por sí mismo, cambio de pers
pectiva que ya ha sido reclamado por otros estudiosos.^ Por
que hasta ahora se pensaba que la influencia de nuestro autor
era meramente negativa. Se había pensado incluso que la po
sición de Jacobi hacia Spinoza era meramente crítica. Noso
tros hemos visto que albergó como propio el pensamiento de
Spinoza durante la mayor parte de su vida filosófica, y que
incluso en su última época no se puede comprender su pro
puesta sin reparar en la reactualización de la doctrina de Spi
noza desde terrenos antropológicos y epistemológicos® vin
culados sobre todo al problema del instinto y de la intuición.
Entonces se estrechan los lazos con Fichte (que eleva a cen
tral también el concepto de Trie be)-, pero se descubre que Ja
cobi transciende al idealismo y exige una conexión con la otra
tradición clásica alemana, la llamada tradición irracionalista
de Schopenhauer de Kierkegaard y de Nietzsche.’
Cuando le seguimos la pista desde el principio, valoramos
a Jacobi como la primera reacción irracionalista consciente
que conoce la cultura b urguesa.Y entonces descubrimos con
asombro que él va a ofrecer el modelo estructural de las si
guientes reacciones. Pero reacciones, ¿ante qué? Ante todo lo
que signifique una comprensión del universo dominada por
la ciencia y la racionalidad compatible y homogénea con ella,
ante un único modelo continuo de racionalidad que sostenga
todas las dimensiones de la vida humana. Reacción que va a
luchar por instaurar una heterogeneidad esencial entre los mo
delos de aproximarse al mundo corpóreo de la ciencia y los
que nos permiten acceder a los fenómenos humanos, sean per
sonales o sociales. Pero también reacción ante el humanismo
absoluto de lo mejor de Goethe, que por veneros secretos y
profundos venía a coincidir y confluir con el criticismo más
genuino. Aún más, reacción ante el mundo burgués incipien
te, lleno de frialdad, dominado por el mercado, la objetiva
ción y el cálculo, considerado de manera mítica como la au
téntica naturaleza de la realidad sensible y material del hom
bre, y, por tanto, reacción que meramente se limita a negarlo
dentro de la gran y baldía negación universal de lo sensible.
Frente a su primer rival, un ideal de racionalidad interna
mente vinculado al estudio de la naturaleza, como era el kan
tiano, opondrá una teoría de la intuición y de la realidad que
será aceptada con mayores o menores transformaciones por
los idealistas posteriores y por los irracionalistas posteriores;
263
frente al h um anism o de Goethe, sim bolizado por el poem a
Prometeo, Jacobi va a proponer un hom bre que participe de
la su stan cia y de la vida divina sólo en su espiritualidad, no
en su corporeidad, com o es típico de la gran tradición pietis
ta, cuyo origen hay que situ a r en los g randes m ovim ientos
religiosos con que alborea la m odernidad en Europa;** frente
a ese m undo burgués de la objetivación y frente a toda res
ponsabilidad social tran sfo rm ad o ra, Jacobi va a oponer una
vida dom inada por los sentim ientos, las relaciones sim páti
cas p rofundas e inexpresables que testim onian la com unidad
de las alm as, un m undo dom inado por la revitalización de
los valores m ísticos internos a la espiritualidad cristiana: por
últim o, frente al m undo de la revolución burguesa, Jacobi no
nos va a proponer el régim en autocràtico realm ente existente,
sino un régim en político tradicional idealizado en el que es
posible el progreso m aterial atem perado con el m antenim ien
to de las institu cio n es g aran tes de la interio ridad hum ana,
como la religión, la fam ilia, etc. Pero lo im po rtante es que la
obra que vam os a analizar significa el prim er m om ento orde
nador de todas estas prop u estas, el vehículo m ás form idable
de su propaganda, la presentación hom ologable de las m is
m as respecto de la filosofía real de la época, el vehículo que
concedió a Jacobi el puesto central en la v ibrante polémica
de su tiem po. Ante esta obra deciden form arse tan to los que
con entu siasm o em prenden la tarea de la reconstrucción de
la razón, como los que bajo su liderazgo, que reúne todos los
espíritus antikantianos de la época, se ap restan a señalar, con
toda la agudeza de que son capaces, la vanidad de los inten
tos id ealistas que el m ism o Jacobi ha propiciado con su ata
que a la razón crítica. Por eso es relevante esa obra y por
eso obliga al historiad o r de las ideas a no considerarla como
una m era polém ica, ni com o un tra ta d o epistemológico,*^ o
religioso,*^ o prerromántico,*'* o por su relación con el idealis
mo posterior,*^ sino en su to talidad, en su coherencia y en
su juego dentro del m undo que le tocó vivir y d entro del pen
sar organizado del au to r que la creó. Ante ella da igual el
p un to de p a rtid a que elijam os, p o rq u e inev itablem ente se
transciende a sí m ism o y nos lleva a la voluntad del autor
que lo determ ina. En todo caso, el m undo que acabam os de
describir en los cuatro capítulos anteriores se h ará tra n sp a
rente en cada línea de n uestro com entario.
He llam ado a este capítulo «Spinoza vive en Königsberg»
porque testim onia perfectam ente el espíritu de Jacobi, su vo-
264
luntad de denunciar ante todo la filosofía de Kant como un
cripto-espinosismo, lo que motivará desde luego que todos los
idealistas intenten salvar el criticismo desde el pensamiento
de Spinoza. Creo que Jacobi estaba en lo cierto por lo que
respecta a las tesis de Kant y de Spinoza que a él le interesa
ban, esto es, aquéllas que apuntaban al mantenimiento de un
escepticismo acerca de la esencia de la persona divina, acer
ca de la cosa en sí, de la sustancia o de la natura como Real-
wesen. Pero en Jacobi, esta asimilación de Kant a Spinoza
venía reforzada e incluso impuesta por su propia experiencia
filosófica, que creció en la filosofía apoyándose en esas dos
muletas a un tiempo. Por eso dedicaremos toda la segunda
parte de este capítulo a esa reconstrucción del espinosismo
con elementos kantianos que ya se dibuja en las Briefe, para
así preparar el gran ataque que se producirá en el Apéndice
de David Hume, que será la obra que analicemos en nuestro
próximo capítulo.
265
noza y va ganando capacidad para iluminar dónde está el ver
dadero punto de ruptura con su filosofía, al mismo tiempo
que para proponer lo que le parece su aspecto oculto pero
fundamental: la doctrina de la intuición y del amor dei.^^
Estos detalles, frente al determinismo del primer libro de la
Ethica, hacían perversa y atractiva al mismo tiempo la figura
de Spinoza para una mentalidad como la de Jacobi. De ahí
que el momento inicial de enfrentamiento sea una solicitud
de ayuda a Lessing para luchar contra ese fantasma del espi-
nosismo, sentido por Jacobi como una íntima amenaza. Hay
aquí un problema que debe ser analizado. Pero vayamos para
ello a la exposición de nuestro primer punto.
266
el enfrentamiento con Spinoza surge en la lógica del enfren
tamiento a Goethe. Y aunque no podemos repetir todos los
problemas de la relación entre Jacobi y Goethe^* ni estudiar
las relaciones con los místicos franceses del podemos
preguntamos: ¿qué tiene que ver Prometeo con Spinoza y con
la filosofía cristiana?
En principio, Prometeo es una blasfemia. Porque no sólo
se expulsa a Dios de la tierra, sino que además se proclama
que Dios envidia al hombre y que si los hombres recupera
ran su cordura, los dioses morirían. Este canto a la autono
mía del hombre, que bajo la figura del Titán se nos aparece
como un autocreador en la misma dirección del ideal de Wol-
demar, contrapone la actividad libre de lo que es natural con
el «torpe cabeceo de los dioses». Pero hay algo más. Se canta
a una nueva divinidad superior: el Tiempo omnipotente, el
hado sempiterno: la oscura necesidad. La negación de la di
vinidad que dormita, la afirmación del «yunque de la necesi
dad», de la creatividad interna de la vida que se despliega
sin descanso, sin reposo, tan eterna como esa continua exis
tencia que asusta a Jacobi, todo era lessingiano. Pero en Goe
the mostraba su aspecto espinosiano. Así las cosas, ¿cómo un
pensamiento indudablemente religioso como el de Lessing
había solucionado esta antinomia entre necesidad y divini
dad?^^ ¿Cómo era sufrible la representación de un continuo
fluir de la existencia sin ningún reposo en el regazo de una
divinidad personal? Esta era la preocupación máxima de Ja
cobi. Lessing debía haber encontrado la forma de hacer com
patible su afirmación de la imperfección actual de la existen
cia, su búsqueda de la perfección, con la existencia de un Dios
real en el que reside ya la perfección desde siempre. Pero en
el fondo, ambas dimensiones estaban presentes en Spinoza:
la afirmación de una naturaleza que se despliega en un tiem
po infinito y una divinidad en cuya intuición amorosa repo
samos contemplando sus ideas y escapando a la corriente fre
nética del tiempo y del devenir. Entonces la cuestión es ver
cómo había sintetizado Lessing ambos aspectos de Spinoza.
Jacobi buscó ayuda en Lessing porque él no veía posible man
tener en el espinosismo estos dos aspectos a la vez. Su teoría
del salto mortal tiene aquí su más profunda explicación: era
preciso mantener sólo al Spinoza de la intuición intelectual y
del amor dei y rechazar el Spinoza que exige mediar esta su
última doctrina cuasi mística, por una teoría del saber que
lleva a una teoría de la sustancia contraria a la afirmación
267
básica de toda m ística: a la b ú sq u ed a continua e infinita de
m ediaciones in satisfactorias. E ste es el contexto de la conver
sación con Lessing con que se abre el libro.
Pero repito, no debem os pensar que la escena que nos des
cubre Jacobi es real. Como vem os, tiene dem asiadas connota
ciones com o para que sea un am asijo inocente de detalles.
Es, por tanto, una escena literaria. Jacobi se había ejercitado
en este tipo de escenas en sus novelas y cartas. Con ello, cuan
do Jacobi hace decir a Lessing que el Prometeo de Goethe le
resulta fam iliar, no hace sino presen tarn o s al bibliotecario de
W olfenbüttel, el m ás representativo de los ilu strados berline
ses, com o el portavoz del Sturm und Drang. De hecho era
así: H erder estab a de acuerdo con los planteam ientos de Les
sing y con este papel e n tra rá a ju g a r en esta polém ica.
Y sin em bargo Jacobi quería en co n trar en Lessing una ayuda
contra Spinoza. ¿Son sinceras estas p alab ras? Con Jacobi la
categoría «sinceridad» apenas tiene sentido. De lo que se trata
es de entender qué significa una ayuda contra Spinoza. Cuan
do Lessing reconoce que no hay otra filosofía que la de Spi
noza, aún queda un gran m argen de posibilidad de acuerdo
con Jacobi. Porque el prim er paso p a ra luchar contra Spino
za, tal y com o Jacobi entiende esta extrañ a lucha, es recono
cer que e sta r contra Spinoza exige una superación de toda
filosofía. L uchar contra Spinoza adquiere así un sentido p a
radójico: significa ante todo reconocer frente al ingenuo Men-
delssohn que la filosofía de Spinoza es la única coherente:
esto es, significa darle la razón al filósofo holandés. Dentro
de la perfecta ordenación teatral de la pieza, Lessing ayuda a
Jacobi sobre todo por la defensa de Spinoza que realiza. De
ahí que los auténticos enem igos de Jacobi se em peñaran en
dem o strar que Spinoza es incoherente o que es com patible
con la afirm ación de u na divinidad p ersonal. M endelssohn
quedará mal ante la historia por sus intentos sucesivos y frus
trad o s por d em o strar todo eso. Lessing m ism o prepara la ló
gica del salto m ortal al proponer su prem isa: el espinosism o
es la única filosofía posible. Desde aquí, toda la batalla a favor
de la divinidad que requiere la m ística cristiana se convierte
necesariam ente en extrafilosófica.
Debemos definir, sin em bargo, las características de esa
lucha. Porque no debem os caer en el peligro de concretar este
desplazam iento hacia un terreno extrafilosófico como una po
sición irra c io n a lista e incom unicable. Baum ha llam ado la
atención sobre el hecho de que el salto m ortal es sólo una
268
primera caracterización de distanciamiento de Jacobi frente a
la trad ició n .E ste distanciamiento llegará a matizarse pos
teriormente hasta pasar a ser una posición filosófica que se
pretende fundamentada. Podemos afirmar que este proceso
de matización y fundamentación filosófica va a consistir en
una vinculación con la tradición empirista inglesa, fundamen
talmente Reid y Hume,^^ por una parte, y con los primeros
escritos kantianos, concretamente con el Preisschrift de 1762
y con Der Einzige Beweisgrund^^ por otra, coincidentes en
una crítica radical a la filosofía racionalista y en una defensa
de la primacía de la existencia inmediatamente dada en la
intuición sobre los conceptos destinados a ordenarla y siste
matizarla. Y desde esta perspectiva se puede afirmar que la
filosofía de Jacobi es una filosofía sobre la mística cristiana,
destinada a fundamentar las actitudes místicas como elemento
básico del cristianismo; actitudes que Jacobi veía reflejadas
en el último libro de la Ethica de Spinoza y que ahora, se
paradas de los principios racionalistas de los primeros libros
de la Ethica, se sostenían en una filosofía pseudoempirista.
Pero este proyecto sólo adquirirá madurez a partir de David
Hume?^ De ahí que la actitud de Jacobi en las Briefe deba
ser definida diciendo que él desea marcar un punto de se
paración radical respecto de la filosofía tradicional, elevada
a la perfección por Spinoza, y que si se tiene esta filosofía
por la única, entonces él está fuera de toda filosofía. Pero Ja
cobi tiene mucho que decir para fundar su posición. De ahí
que al acusarle Mendelssohn de enemigo de la razón, Jacobi
contestará con su alineamiento dentro de la tradición filosófi
ca antirracionalista, modelando una teoría de la razón —que
podríamos decir de la razón mística— perfectamente defendi
ble filosóficamente, en su opinión.
Pero mientras tanto, la preocupación del primer Jacobi es
caracterizar esa filosofía racionalista. ¿Cuál es su espíritu? El
primer punto a destacar, y en el que Jacobi insiste repetidas
veces, es su afirmación del Ex nihilo nihil fit}^ Y desde la
presente perspectiva, lo más significativo del punto es la ne
gación de la creación cristiana, en la que Dios produce desde
la nada la propia sustancia de la cosa finita, dando lugar a
una finitud ajena a él. Frente a esta doctrina, el espinosismo
niega la diferencia sustancial entre lo finito y lo infinito. Hace
de lo finito una limitación de lo infinito, un aspecto suyo. El
conjunto de todos los aspectos finitos nos da de nuevo lo in
finito. No hay dos sustancias, sino sólo una existencia ya con-
269
siderada limitada o ya considerada en su conjunto. La conse
cuencia de todo esto es la imposibilidad de discurso sobre
esa sustancia única considerada en sí. En tanto que unidad,
no posee determinación alguna, no es un ente, no tiene pro
piedades concretas, no podemos hablar de ella. Vidal Peña^'
ha visto muy bien el aspecto crítico de la teoría de la sustan
cia de Spinoza y está acertado en atribuirle una función que
prácticamente anticipa el problema de la cosa en sí kantiana.
Lo segundo importante es que lo infinito mismo no puede
ser representado. Podemos intentarlo. Para ello sólo podemos
partir de nuestra posición finita. Y elevarnos limitación tras
limitación indefinidamente. Así pues, estamos ante un proce
so doblemente infinito: no podemos representar una causa
ción desde la nada; por eso proponemos una causa para todo
ser; con ello tenemos una cadena infinita de causas que se
otorgan el ser. Pero eso tampoco es representable y entonces
tenemos necesidad de un ser que sea causa sui. Pero como
este ser sólo nos aparece como punto final y como entre él y
las demás cosas finitas no puede haber saltos, lo que real
mente tenemos es la representación de la unidad de ser de
todo lo finito. La filosofía racionalista, en las Briefe, filosofía
tout court para Jacobi, consiste en mantener como proposi
ción básica la siguiente: «No podemos aceptar como explica
tiva una causa a partir de la nada, sino sólo la unidad del
ser de lo finito, a partir de una continuidad sustancial con
el ser que es "causa sui”, el cual entonces no puede ser repre
sentado sino en los seres finitos en los que se derrama y des
pliega». Pero la premisa menor es mucho más breve: «Es lo
mismo el pensar y el ser: lo que no puede ser pensado, no
puede ser». De ahí que si la anterior premisa mayor nos es
impuesta por nuestra capacidad de pensar y por nuestra
forma de explicar, entonces tiene que ser una auténtica ex
presión del ser. Se eleva así la capacidad de representar
explicativamente, de buscar causas, del pensar mediato, a
único criterio de posibilidad de lo real. El adverbio «explica
tivamente» es fundamental. Porque se trata de considerar
como única realidad posible la que podemos explicar, aquella
de la que podemos dar su causa, aquélla cuya posibilidad de
existencia comprendemos.
No hay una realidad que pueda aceptarse como dada si
no comprendemos su posibilidad. Es la definición de conocer
como «dar causa» la que aquí triunfa. Según esta posición,
sólo lo que queda mediado por su determinante llega a ser
270
objeto para nosotros. Y lo que entonces añade Jacobi es que
si esto es la filosofía, él quiere situarse al margen de ella por
el carácter limitativo de su punto de vista, que exige despre
ciar aquel tipo de realidades de las que no podemos dar una
causa, pero de las que es imposible negar su existencia. Sobre
este supuesto eleva Jacobi su filosofía de la mística. Y si bien
en cierta parte tenía razón respecto de los excesos de la valo
ración espinosiana de la explicación racional-causal como
única forma de conocimiento real, en modo alguno el suyo
(el salto mortal más allá de la razón) era el único expediente
que permitía salir de dicha posición. La solución kantiana ma
dura, que venía a hacer del espinosismo un ideal regulativo
de la práctica científica, pero que reconocía el aspecto secun
dario del discurso conceptual respecto del conocimiento in
tuitivo y primario de la existencia sensible, va a ser explícita
mente rechazada por Jacobi que, desde luego, no se anduvo
con muchos matices respecto de Kant, acusándole de espino-
sista de una manera menos que directa pero más que implí
cita.
Desde este primer punto se sigue de manera clara la cali
ficación de la filosofía de Spinoza como determinista, contern-
plativa y espectadora. ¿Qué relación existe entre ambos con
ceptos? Jacobi es muy sutil en todo este punto, y su máxima
preocupación es la demostración de que, para el espinosismo,
la noción de libertad carece de sentido. El punto de partida
es éste: puesto que no hay sino causas que se desprenden de
la sustancia única determinante, el pensar no interviene en
esa determinación sino como un mero conocimiento de la
misma, como una reflexión sobre ella, como su registro o re
flejo. Es una especie de resultado espúreo, un efecto, una
reproducción en la conciencia de lo que sucede en lo real,
pero que en modo alguno sobredetermina el proceso de lo
real, sino que solamente lo acompaña. Obviamente, esto supo
ne —aquí hay un punto débil en la exégesis de Jacobi que
Mendelssohn le echará en cara— que la relación causal es una
relación mecánica desarrollada esencialmente en la extensión
y que las relaciones de ideas no son relaciones «causales» sino
sólo «conciencia de relaciones causales»: en una palabra, su
pone que la extensión es un atributo originario y el movimiento
y el reposo los modos originarios y, consiguientemente, pen
samiento, voluntad y entendimiento sólo atributos y modo de
rivados, reflejos. El hecho es que, si bien Spinoza no defiende
esta teoría, la tiene efectiva e implícitamente en cuenta al ex-
271
poner su concepción de las relaciones entre cuerpo y alma en
el hombre. En esta parte de su filosofía se cumple escrupulo
samente esta prioridad del cuerpo, del movimiento y del re
poso sobre su reflejo en la conciencia, sobre el alma, en tanto
mera idea de estos movimientos corporales. Lo que entiende
Jacobi por determinismo juega fundamentalmente en este te
rreno. Porque desde esta perspectiva el alma pierde toda sus-
tancialidad propia. Y desde luego Spinoza no está interesado
en modo alguno en defender este realismo sustancial del alma
humana, que es lo que de hecho busca Jacobi. Esta es la po
sición que denuncia en el tomo IV, 1, 6-7: «El pensamiento
no es la fuente de la sustancia, sino que la sustancia es la
fuente del pensamiento. Por ello se debe aceptar como lo pri
mero y previo al pensamiento algo no pensante, algo que debe
ser pensado como previo a todo, aunque no exista totalmente
en la realidad, sino en la representación, la esencia o la natu
raleza interior». El alma pierde así toda posibilidad de inter
vención sobre el cuerpo. Su esencia es representar lo externo,
las relaciones entre los cuerpos, su deseo por reunirse o su
aversión por separarse de ellos, movimientos todos que pue
den analizarse en términos de causas eficientes. El hombre
haría lo que hace y después lo piensa, y no al revés. Tene
mos aquí la conceptualización de los problemas de las cartas
a Lavater de dos años antes. Lo que Jacobi pregunta enton
ces es ¿qué significa hablar de proyectos de la vida humana?
¿Cómo representarnos así la vida humana? Este era justamen
te el final de la carta a Lavater: ¿Hacemos lo que queremos?
¿Podemos decidir nuestra vida?
El salto mortal se plantea ante este choque frontal entre
los resultados lógicos de la filosofía de Spinoza, por una parte,
y las bases evidentes de la conciencia de la vida y de la pro
pia decisión de estabilidad, por otra: si este caos de pensa
mientos contradictorios es el final de la voluntad de explicar
la vida, es preciso darle la espalda y vivirla sencillamente,
sin buscar explicaciones y causas. De aquí surge también en
Jacobi un programa crítico que tiende fundamentalmente a
limitar las pretensiones explicativas de la razón. Pero este pro
grama crítico frente a la vieja metafísica, sólo aparentemente
se asemeja al kantiano. Primero, está motivado por intereses
totalmente diferentes. Se busca ante todo la reconciliación con
la representación tradicional y religiosa del mundo, no la re
conciliación de la razón consigo misma, exigida por el escán
dalo de los sistemas contradictorios entre sí. Y sin embargo
272
no podemos decir que a Jacobi no le interese la verdad. Al
menos le interesa demostrar la verdad del error de Spinoza,
y es sincero su escándalo frente a la descripción de la vida
subjetiva que hace Spinoza. Pero esto no es lo fundamental
mente diferente respecto a Kant. El asunto central reside en
otro punto.
273
bi. Pensar su posibilidad, descubrir su causa, eso es siempre
un acto derivado. Y se puede dar el uno sin el otro. Y enton
ces ¿podemos decir, o no, que conocemos lo que simplemen
te se nos da como existente? Para Spinoza esto era imposi
ble, pues para él conocer no es saber de una existencia, sino
saber de la posibilidad de una existencia, esto es, conocer la
causa que la hace posible. Se trata aquí de distintos enfo
ques y valoraciones de la esencia de la razón. Para Jacobi,
conocer la presencia real es más que, y previo a, conocer la
posibilidad desde la causa, porque la causa es un mero con
cepto probable obtenido por reflexión conceptual, mientras que
la existencia es el testimonio ante nosotros del propio ser
de la cosa. Desde esta perspectiva, la efectividad es más que
la posibilidad, como también lo afirma la modalidad kantiana.
Para Spinoza, sin embargo, la causa era algo más que un con
cepto obtenido por abstracción. Se trata más bien de lo real
que otorga el ser al efecto. Posibilidad aquí no es menos que
efectividad, sino lo que es necesario para que la propia reali
dad exista; esto es, equivale a necesidad, a condición de po
sibilidad para la presencia de algo. En este sentido, su no
ción de conocimiento causal hacía que fuera redundante el
conocimiento directo de existencia. Estamos así ante una teo
ría de la causalidad extraída de los empiristas, en el caso de
Jacobi, y ante una teoría de la causalidad preempirista, en el
caso de Spinoza. Quizás por eso el programa fundacionalista
queda invertido en Jacobi: ya no se trata de encontrar un fun
damento último pensando una causa que explique toda posi
bilidad de la existencia y que sea por tanto una causa sui,
sino de encontrar la existencia que se presente de manera in
mediata sobrepasando la mera posibilidad de todo lo pensa-
ble. Si el de causa es un mero concepto producido por abs
tracción, no será de extrañar que algunas realidades se nos
puedan presentar de tal manera que sea imposible encontrar
les una causa; esto es, que sean inexplicables en términos hu
manos. Y esta es la clave de la diferencia entre el proyecto
de Jacobi y el proyecto kantiano: mientras que el primero en
cuentra incompatibles el ideal de explicación y el ideal de re
velación de la existencia, el segundo consigue su engarce per
fecto. Pero posteriormente veremos cómo.
Ahora nos interesa explicar brevemente por qué llegaron
a ser incompatibles para Jacobi. Y hemos de contestar en re
sumen: por la sacralización del momento de la presentación
de la existencia, por su conceptualización en términos de re-
274
velación. ¿Cómo existe lo finito, lo individual, lo que se nos
presenta? Jacobi contesta; como es imposible buscarle una
causa determinante, porque esto nos llevaría al infinito tras
un camino infinito de causas parciales, lo único que pode
mos afirmar es su existencia misteriosa, milagrosa, como si
surgiera de la nada. La negación de una causa explicativa úl
tima se confunde con la inexistencia de causas; la necesidad
de colocar un momento sin causa concreta representable al
comienzo de la serie se confunde con la inexistencia de cau
sas. Puesto que el programa explicativo está descabezado,
como también reconoce Kant, no se aplica nunca, concluye
Jacobi. Surge así la propuesta de que cualquier realidad in
mediata presente es un milagro explicativamente hablando, y
para nosotros es como si surgiera de la nada. Es una revela
ción o una creación desde la nada. Así pues, si hacemos la
pregunta; ¿cómo existe lo finito?, se nos contestará; existe in
mediatamente, se nos revela creado desde la nada. Cada ob
jeto concreto nos presenta el misterio insondable de la exis
tencia. Se niega así el proceso mediador, porque en el fondo
nunca es explicativo radicalmente. ¿De qué nos serviría ele
varnos a una causa dada, si tenemos que repetir la pregun
ta? La única manera de poner fin a todo esto es afirmando el
surgimiento misterioso, incluso según su sustancia, de al
menos una cosa. Pero una vez que lo afirmamos de una cosa,
tenemos que afirmarlo de todas. Porque, ¿quién puede real
mente hacer surgir una sustancia desde la nada? La misma
realidad suprema que puede hacer esto una vez, tiene que ha
cerlo siempre. Y así todas las realidades concretas deben su
ser inmediatamente a Dios. Aceptar su existencia es una cues
tión de fe-creencia en Dios. De otra manera no podemos estar
seguros de su entidad, de su sustancialidad. Aquí están las
raíces del misticismo cristiano de Jacobi; del uso del misti
cismo como receta contra el nihilismo. Cada realidad supone
un acto creador y por tanto tiene un contacto directo con la
creatividad divina, tiene lo divino en sí.
Repárese en la sutil diferencia que introduce Jacobi en la
noción kantiana de existencia inmediata. Como es sabido,
desde la Beweisgrund Kant había defendido una noción de
intuición como conocimiento inmediato de existencia de la
cosa y había elevado dicho conocimiento a referente último
de todo sistema conceptual. Como tal, dicha doctrina se man
tendrá perfectamente en los tiempos críticos. La clave aquí
es que la presentación de la existencia de la cosa es algo in-
275
mediato en lo que no intervienen en lo más mínimo los con
ceptos. Pero la propia existencia no tiene por qué ser inme
diata. La cuestión es que, por muchas causas que la hayan
mediado, nunca será plenamente conocida hasta que no se
nos presente en la intuición. «Inmediata» hace siempre refe
rencia a esa presentación ante nosotros, no al mismo acto de
existir. Esto es lo que hace que, en el kantismo, el programa
explicativo no sea imposible. En efecto: el que exista algo en
general, y no la nada, el que exista sustancialidad, seguirá
siendo un misterio que nos produce asombro y aquí tiene sus
límites el conocimiento; pero la existencia concreta de un ser
finito no nos produce asombro, porque en nuestro programa
explicativo podemos reconocer que el «X» inmediatamente
dado en la intuición existe debido a tal fundamento causal.
La presentación de la existencia de «X» es tan inmediata como
antes, pero no queda sacralizada, no apela a lo infinito en un
acto misterioso de emergencia, sino a algo finito como causa:
su existencia misma es algo mediado. Que el conjunto entero
de las causas sea algo asombroso, no nos ciega para quedar
nos atónitos ante una de ellas; el hecho de que una causa no
sea definitivamente explicativa no le quita que sea explicati
va de «X» de una manera relevante para nosotros. Kant logra
así una síntesis de los ideales explicativos e intuitivos: la in
mediatez de la existencia es previa, la mediación por otra exis
tencia concreta es su explicación. La extrapolación hasta una
realidad omnicomprensiva y total es sólo un pensamiento que
nos da la conciencia de nuestra propia finitud y de nuestra
propia accidentalidad en el reino de lo real, pero que no nos
separará de nuestro camino ni de nuestra ruta destinada a
revelar las conexiones existentes entre las existencias reales.
Y entonces es cuando aparece la diferencia básica: la causa
no es ni la esencia productora de Spinoza, ni la mera abs
tracción conceptual de Jacobi, sino la conexión real entre las
existencias reales que constituyen el entramado del mundo.
En Jacobi todo es distinto. La inmediatez no se predica ante
todo de la presentación de la realidad de una cosa a nuestro
conocimiento intuitivo, sino de la propia existencia. No es que
la cosa exista mediatamente y se nos presente a nosotros in
mediatamente, como mantiene Kant. Es que existe inmedia
tamente porque la única mediación efectiva es la primera,
la que se produce entre Dios y la cosa: la que consiste en la
recepción de la sustancialidad de manos de Dios.
Surge así la auténtica cuestión. La existencia, toda la exis-
276
tencia, está sacralizada por Jacobi, porque la primera existen
cia infinita, Dios, no es un pensamiento, sino una realidad
suprasensible, incomprensible como en Kant, pero realmente
existente y conocida de forma inmediata en la intuición co
rrespondiente. Puesto que para Kant era una idea, no per
turba el proceso explicativo ascendente; puesto que para Ja
cobi es una realidad, proyecta la sombra productora sobre
toda la serie descendente de la creación y hace que no exista
de hecho relación mediata entre las cosas, sino relación di
recta e inmediata de cada una de éstas con su fuente origina
ria y divina. El hecho de la emergencia de la nada, exige un
acto creador respecto de la sustancialidad de cada cosa que
sólo Dios puede proporcionar. De ahí que la relación ente-
Dios sea la única verdadera y existente. Tenemos así que,
desde el principio, lo que separa a Jacobi de Kant es la dife
rente concepción de los tópicos de la dialéctica transcenden
tal. Aquí le sigue todo el idealismo. Pero desde luego Jacobi
fue matizando estas diferencias dirigiéndolas hacia una teo
ría alternativa de la razón que va a criticar duramente la con
cepción kantiana.
277
la esencia profunda del espinosismo no es el sistema geomé
trico sino su ansia radical de encontrar una explicación cau
sal a todo y su afirmación de «Gigni de nihili nihil in nihilo
nihil potest reverti». El determinismo y esta propia afirma
ción son una exigencia de su afán explicativo. Pero, ¿cómo se
desarrolla en esta segunda escena la esencia del determinis
mo? Jacobi descubre que no puede partir de la dudosa tesis
de que Spinoza primaba la extensión respecto del pensar.
Mendelssohn se lo ha echado en cara y Jacobi debe evitar el
equívoco. Así pues, pensamiento y extensión son ambas se
ries originarias. Pero, ¿qué produce un pensamiento determi
nado? No un objeto determinado, como podía dar a entender
Jacobi en la primera escena. ¿Qué, entonces? El resultado de
una relación externa, hace decir Jacobi a Spinoza (IV, I,
129-130). Cuerpos concretos e ideas concretas, ambos, no son
sino resultantes de relaciones entre puntos extensos o entre
representaciones. Cuerpo y alma se fundamentan recíproca
mente; tienen la misma relación, pero ninguno produce al otro.
El alma, sin embargo, continúa siendo efecto, pero no de las
relaciones entre los cuerpos, sino de las relaciones con otras
representaciones u otros puntos de pensar indeterminados.
Ahora la cuestión es que sin relación exterior no hay interio
ridad ni representación concreta. La voluntad es esa alma con
creta resultante; la representación del sentimiento de sí mismo
resultante de la relación externa. «La voluntad no es in
mediata a la sustancia ni al pensar, sino un efecto lejano»
(IV, 1, 130). Tenemos así transformada la posición para que
permanezca la misma; el alma no es efecto de un cuerpo, sino
efecto de una relación externa, y la voluntad, efecto de esta
relación. La clave es que si la relación es lo determinante,
entonces no hay interioridad y, por tanto, la vida personal
carece de autonomía. La sustancia personal nunca es princi
pio de la acción, sino que previamente tiene que ser sujeto
de pasión con lo que al fin y al cabo Goethe y el Sturm ten
drían razón. Lo que hace que una cosa se individualice es un
choque, y su voluntad es derivada respecto de ese choque y
está determinada por él.
La cuestión que se plantea, por lo demás obvia, es la si
guiente; si ha habido un choque, tan necesario como que exis
ta pasión es que exista acción en la sustancia finita que ex
perimenta ese choque. Y si tenemos necesidad de esa acción,
entonces es preciso reconocerle dirección e interioridad pre
via. Pues bien, el Spinoza de Jacobi reconoce la necesidad de
278
esa acción positiva y previa, pero la priva de toda dirección y
voluntad. La dirección, la selección de acción, la concentra
ción de la fuerza en un punto, sólo es pensable como resulta
do del choque y de la relación y, por tanto, (IV, I, 131) toda
acción voluntaria es una acción secundaria y determinada. Es
algo ajeno lo que dicta la dirección a la acción, no la interio
ridad. Puesto que en esa relación nos hacemos individuos,
nuestra voluntad no es sino el sentimiento de ser determina
do en esa relación. No hay libertad aquí. La paradoja de Spi
noza, la terrible verdad de su filosofía es ésta: los individuos
somos accidentes en el mundo. Sólo de esa relación acciden
tal con otros obtenemos un sentido y una tarea. Pero, ¿qué
valor concederle a una tarea «accidental», contingente? ¿Cómo
seguir hablando entonces de destino, de proyecto, de trans
cendencia en el hombre? Reparemos en que se sigue mante
niendo el carácter esencialmente contemplativo del alma, sólo
que ahora no contempla el cuerpo y sus relaciones, sino sus
propias relaciones previas a la fijación de un pensar repre
sentativo concreto. Ahora, como antes, ese carácter contem
plativo impone el determinismo. Pero hay un detalle relevan
te que se ha introducido de pasada y que tiene importancia
para comprender las críticas que Fichte realizará en su análi
sis de la filosofía de Reinhold.^^ El primero acusaba a la filo
sofía del segundo de caer en el determinismo. La capacidad
de representar, decía, es inevitablemente una capacidad so
metida al mecanismo causal. Quien no tenga en cuenta la crí
tica de Jacobi al pensar representativo no verá el profundo
sentido de la crítica de Fichte. En un individuo, el pensamien
to es necesariamente representativo porque es imposible que
el individuo tenga el sentimiento de su ser si no tiene el de
sus relaciones, dice la tesis de Jacobi. Representar es una ac
tividad derivada y supone una pasión. Por consiguiente, no
tiene otro principio que el fatalismo. Es así que Reinhold sólo
llega a la capacidad de representar, luego se queda en la mera
pasividad y en el determinismo. El paso siguiente es: luego
tiene que haber un primer principio superior al individuo y
caracterizado como acción. El paso siguiente de Fichte es ya
muy breve, y también lo ha dado Jacobi: el problema será
caracterizar esa acción.
Y lo es aún más cuando descubrimos que Hemsterhuis,
en su diálogo ficticio con el Spinoza de Jacobi, casi llega a
darlo. Es preciso, mantiene, que en todo este proceso algo
tenga la capacidad de actuar, la fuerza previa de poder que-
279
rer, la que le va a permitir chocar inicialmente y constituirse
en individualidad. La contestación de Spinoza es rotunda: todo
esto no sería sino una idea abstracta (IV, 1, 136-137); la ca
pacidad de poder actuar no es sino un concepto. Además sería
algo irrepresentable. La realidad de esa capacidad es cada una
de las voliciones concretas, de las potencias efectivas que rea
liza. Y para esto ya se requiere el choque y la exterioridad.
Una vez que hemos aceptado que la individualidad se institu
ye por y en la determinación, todos los efectos de la indivi
dualidad son determinados: el querer consciente también. No
hay así sino voliciones concretas; sólo de ellas tenemos con
ciencia. Y entonces toda nuestra actuación tiende a satisfacer
un deseo cuyo origen ya nos viene dado, pero no elegido. El
individuo se encuentra con sus deseos como hechos, pero es
absurdo decir que deseamos nuestros deseos. Estos se nos
imponen. Podíamos decir que ellos nos eligen a nosotros. Y
sobre ellos montamos nuestras nociones de bien y mal. No
es que exista lo mejor y lo deseemos, sino que deseamos algo
y eso es lo mejor. Toda la teoría del instinto {Triebe) secun
dario, sensible, inmoral, tiene su fundamento aquí. Toda la
moral de Allwill se nos muestra ahora como espinosiana.
Pero, con anterioridad al choque, ¿qué son esas fuerzas
que chocan? ¿Cuál es el origen de esa relación? Si no hubiera
fuerzas antes del choque, éste sería imposible. Sabemos que
la dirección —y la representación— le vienen dadas desde
fuera, pero ¿y la fuerza, de dónde le viene? Es evidente que el
deseo es una fuerza caracterizada por una dirección. Esta
queda determinada en la relación, pero la fuerza misma tiene
que ser previa. ¿Qué es? Aquí parece que el espinosismo está
a punto de naufragar. El individuo tiene que ser ya una fuerza
antes de que se produzca el choque, y por tanto tiene que po
seer una sustancialidad, una existencia en sí, un destino pro
pio, algo que en modo alguno se pueda considerar un mero
accidente. Pero justo ahora es cuando estamos en condiciones
de ver el juego de la unidad de la sustancia en la filosofía de
Spinoza. Porque la respuesta a nuestra pregunta es ésta: efec
tivamente, el individuo tiene en sí una fuerza sustancial, algo
que permite el choque entre los individuos, pero eso que posee
no es algo individual, sino la fuerza derivada de la unidad
sustancial de todo lo que existe: la fuerza anónima, indeter
minada, irrepresentable que busca en todo ser mantenerse en
la existencia, eso que en Schopenhauer se llamará voluntad
de vivir. Si nos sentimos inclinados a preguntar: ¿pero en-
280
tonces no es esto una voluntad concreta, la voluntad de vivir?
es que no hemos entendido a Spinoza. Porque esa tendencia
tampoco la elegimos, sino que es la sustancialidad misma, la
naturaleza de la realidad, que está en todo ápice de realidad.
Y no busca nada ajeno, sino su propio disfruté. No posee di
rección ni por tanto voluntad, a no ser que se ponga en peli
gro. Entonces, en ese choque se hace consciente o se siente
como existencia. Pero solamente en tanto entra en relación
con otro que le amenaza. Su resultado es el deseo o la aver
sión. Cuando un individuo contempla una lógica de sus de
seos, un equilibrio en sus relaciones con la exterioridad, y apli
ca el intelecto a medir ese equilibrio, entonces surge la vo
luntad racional, que no tiene como objeto sino una economía
de deseos para mantener la supervivencia. No puede así pro
ducir deseos propios, sino sólo administrarlos, afirmarlos o
negarlos.
Podemos llamar libertad a esa fuerza anónima y unitaria
que lucha por su subsistencia. Pero entonces no es sino la
cantidad de sustancia que entra en esa relación en la que se
produce el choque y el deseo, la potencia entera de su ser o
la capacidad de ser eficaz. Podemos decir que la libertad es,
así, directamente proporcional a la abundancia de ser, a la
fuerza con que deja sentir su actuación en la relación siguien
do su propia tendencia a existir, su naturaleza, pero no su
representación. Con ello tenemos igualmente arruinada la vi
sión cristiana del mundo: la libertad no es la fuerza de hacer
el bien, la capacidad de ponernos al servicio de los motivos
racionales de conducta, sino la inclinación a seguir existien
do que pone su deseo en una relación. Dios sería libertad ab
soluta porque siempre actuaría dejando desbordar su natura
leza, derramando existencia, pero, al mismo tiempo, sin ser
consciente de sí mismo, porque nada se le opone, porque nin
gún choque reprime su libertad, de la misma manera que el
Yo absoluto de Fichte será libertad absoluta a la que no se
opone ningún no-Yo, pero que por ello mismo no puede ser
representado.
Entonces sí que surge aquí algo importante: y es que la
conciencia no es el momento originario del alma. El alma, ya
lo hemos dicho, no es la contemplación del cuerpo en el sen
tido de ser algo derivado. Es un modo del atributo del pen
samiento, y podemos decir que los cuerpos reflejan los pensa
mientos tanto como que los pensamientos reflejan los cuer
pos. Pero ese pensar es ante todo acción ciega por la
281
supervivencia, acción natural, y sólo después reflexión, de la
misma manera que el cuerpo es antes ímpetu, y sólo después
de la relación, reposo. Lo que se desprende de aquí, de lo
que va a tomar Fichte buena nota, es el carácter derivado de
la conciencia respecto de la acción inconsciente. Y esto impli
caba un duro golpe a las causas finales (a no ser que esa
acción, en lugar de ser la de una naturaleza, como Spinoza,
fuera ya la de un Yo o un espíritu, como en Fichte). Según la
teoría de las causas finales, primero, pensamos, y luego, ac
tuamos; conocemos el bien, y lo buscamos. El Spinoza de Ja-
cobi propone que actuamos por naturaleza, esto es, sin que
tengamos opción, y sólo después reflexionamos. Por lo tanto,
lo que representamos como bueno es posterior a la acción pri
mitiva, que en sí misma es ciega como momento originario
de la sustancia. Y todo lo que se subordina a una acción ciega
en última instancia en modo alguno puede considerarse te-
leológicamente ordenado. El último fin nunca es elegido, y por
lo tanto, todos los fines subordinados carecen de autonomía.
No hay pues una razón teleológica sustancial, no hay una pro
videncia. La única salida era representarse esa sustancia úni
ca como subjetividad, como Yo, como persona, y por lo tanto
como realidad en la que ya se integra el actuar según los fines
de manera originaria. Este movimiento venía, de hecho, pro
piciado por el propio Jacobi. Él buscaba salvar la individua
lidad del Yo. Desde el espinosismo era imposible hacerlo, a
no ser que ese Yo se colocara justo en el lugar que ocupaba
la sustancia. La natura naturans convertida en Yo. Eso es lo
que hizo Fichte. Schopenhauer mantendrá a la natura natu
rans en ese sentido espinosista que le brinda la exégesis de
Jacobi, como voluntad ciega que, invirtiendo la expresión deus
sive natura, se reconocerá más en la alternativa de diabo-
lus sive natura.
4. La fe en la que nacimos
282
o frente a la zozobra de una continua búsqueda sin descanso
de lo absoluto, de la paz. Según el espinosismo, esto lo hacía
por una exteriorización ciega de la naturaleza. No era sino
un hecho más del mundo, causado por algo ajeno y no espe
cialmente significativo. No era ni mejor ni peor sino gratuito,
revelador si acaso de una naturaleza débil, dotada de escaso
«ímpetu» pero sin bondad ni voluntad. No puede considerar
se su inclinación como una necesidad de su individualidad
que debe ser santificada, como un síntoma de algo transcen
dente, de un destino al que hay que otorgar sentido como una
necesidad buena. Desde el espinosismo, su existencia perso
nal le parecía un absurdo. Para que no fuera así, ¿qué debía
pensar? Encontrar ese pensamiento era exorcizar Spinoza.
Pero Mendelssohn debía enterarse bien: Jacobi no era espi-
nosista. Pero no lo era porque Spinoza no le dejaba ser Jaco
bi, no le permitía encontrarse cómodo con su individualidad.
En efecto, desde la perspectiva que estudiamos, ser indi
viduo no era sino una cierta determinación producida por la
totalidad de lo real. No era lo que se era (IV, 1, 183), sino lo
que el resto de la realidad le dejaba ser. Para el espinosismo,
el todo es lo importante, lo determinante. Y Jacobi temía per
derse en la infinitud de un todo impersonal, tanto como un
buen burgués teme perderse en el anonimato de una mani
festación de masas. Spinoza le ofrecía ser una cualidad del
todo (IV, 1, 181), esto es, una cualidad de un ser sin con
ciencia, sin voluntad, sin inteligencia (IV, 1, 186). Gratuita,
como la de un ser sin justificación, su experiencia vital se
perdía en una realidad indiferente. Esta era la experiencia que
desde joven le había horrorizado. Atreverse con Spinoza era
el único medio de disolverla, de enfrentarse al fantasma y es
pantarlo.
Pero positivamente no había salida filosófica: «Todos
hemos nacido en la fe y tenemos que permanecer en ella» (IV,
1, 210-211). Llevado nuestro afán explicativo tan lejos como
quiere Spinoza, pondremos en duda incluso nuestra propia
existencia. Ahora bien, el programa explicativo de Spinoza no
lleva al conocimiento, sino a una cadena indefinida de cau
sas de la que lo único cierto que sabemos es que no acaba
nunca. Así las cosas, saber tampoco sabemos nada definiti
vo. Por tanto, si hay algo sólido, estable, donde reposar, es
porque lo creemos así, porque lo aceptamos como una con
vicción. Sólo si aceptamos dicha convicción como punto de
partida y de llegada, la cadena de las mediaciones puede co-
283
menzar y concluir, otorgando un sentido a nuestro saber. Si
no hay punto fijo en la convicción y en la creencia, tampoco
hay saber. Tenemos aquí un nuevo punto de aproximación y
de repulsión del kantismo. De éste se acepta que sólo la creen
cia puede poner fin a una cadena de razonamientos que nunca
nos ofrece razones últimas objetivas y definitivas para una
tesis. Pero en modo alguno respeta Jacobi la autonomía de
los ámbitos del conocimiento y de la acción. La creencia se
convierte así también en el fundamento del conocimiento.
Y solamente desde este paso se puede concluir, precisamente
en la obra que discutimos, que toda nuestra racionalidad se
basa en fundamentos irracionales (id.,), y que no se fun
damenta en sí misma, como pretendía Spinoza y todo el ra
cionalismo.
¿Cuál es la posición dominante en este paso? La conside
ración de la actividad de conocer sólo y exclusivamente desde
su aspecto material, desde su contenido. Me explicaré. Jacobi
dice: conocer es una actividad que se legitima por su éxito al
descubrir causas. Es así que nunca acabará de conocer las
causas que busca, luego nunca estará legitimada por sí
misma. La posición kantiana nos ilustra bien el error de Ja
cobi —y en general de las actitudes irracionalistas—. Kant
mantiene que la actividad de conocer se legitima, quizás, por
su éxito en descubrir causas, pero no se fundamenta en dicho
éxito sino en sus propias reglas. Como actividad autónoma
puede darnos a conocer sólo una pequeña parte del mundo,
pero su fundamentación reside en su propio método, en su
propio proceder ajustado a reglas, no en su éxito pragmático
valorado en absoluto. El que encuentre o no la causa última
no cambia sustancialmente las cosas, pues no cambiará la
comprensión que tenemos del proceder general que seguimos
para descubrir causas. Los fundamentos últimos de esas re
glas pueden ser o no razones] de hecho no lo son, pero tampo
co tienen por qué ser creencias. Pueden ser, por ejemplo, he
chos. El hecho de que el campo de conocimiento no sea cerra
do influye notablemente en nuestras vidas, en tanto que deja
un amplio sitio a las creencias. Pero estas creencias tienen su
propia lógica, responden a necesidades de la acción, etc. En
modo alguno se ponen ahora en la base de toda la actividad
de nuestras vidas, y sobre todo no de nuestro conocimiento.
Es evidente que si la creencia debe ahora cumplir esta mi
sión, debe transformar profundamente su concepto respecto
del sentido que le otorgaba la filosofía kantiana. En efecto, si
284
la creencia es un punto de partida subjetivo, que responde
únicamente a necesidades subjetivas de la praxis, si la creen
cia es una convicción que en nada refiere a lo real, si es una
sugestión que proyectamos sobre algo cualquiera, ¿qué vamos
a edificar sobre ella? Ciertamente que Jacobi identifica esta
posición con la kantiana. De ahí que para desmarcarse de ella,
Jacobi da objetividad y realidad objetiva a la creencia en tanto
que la considera como el sentimiento o la conciencia que pro
duce «una revelación de la naturaleza que nos fuerza y nos
obliga a creer» (IV, 1, 211). La producción de Jacobi se orien
tará en obras posteriores a delimitar un concepto de razón
que dé entrada al concepto de creencia y de revelación supe
rando a la vez la oferta humeana de una racionalidad basada
en razones sensibles. Naturalmente que aquí se va a profun
dizar en el diálogo con Kant: frente a una creencia racional
práctica escasamente defendible y sin relevancia teórica para
revelar existencias, Jacobi va a intentar una creencia racional
teórica y moral y, a la vez, compatible con y basada en el
modelo de la creencia sensible que fundamenta el conocimien
to empírico. Y ese modelo común a ambas creencias, la em
pírica y la intelectual, va a consistir en apelar al carácter in
tuitivo de todo fundamento o punto de partida del conocimien
to. Habrá así un entendimiento intuitivo y una sensibilidad
intuitiva (IV, 1, 213), que desde luego va a tener extraordina
ria influencia en el despliegue de la filosofía de la última dé
cada de 1700. Claro que Jacobi recoge aquí todos los ataques
de Hume y de Kant contra el programa del racionalismo, en
tanto que pretensión de mediar el mundo con una red com
pleta de razones, y que en este mismo sentido su filosofía
hay que entenderla como una reacción contra las miserias de
la especulación (IV, 1, 214). Pero su finalidad es proponer
una filosofía de la creencia cristiana; o mejor, demostrarla
como creencia perfectamente racional. Reunir al hombre y a
Dios como individuos según repite en la carta a Lavater, me
diante una relación que no disuelve, sino que sólo une; la del
amor; esta es su pretensión última. Para él, la verdad cristia
na originaria es que el hombre se puede divinizar y la divini
dad se puede humanizar. Ese doble hecho es el que funda
menta ese diálogo amoroso entre el Yo y el Tú, frente a fren
te, en que consiste su teología. Y lo que Jacobi desea mostrar
es que esa vía es tan racional como la que sostiene la cien
cia, que en el fondo es más racional que ella, porque tam
bién la ciencia se basa en una creencia que además es sólo
285
empírica, esto es, de naturaleza inferior. En el fondo, teolo
gía y ciencia tienen estructuras esencialmente análogas: una
se basa en hechos empíricos, la otra, la teología, en hechos
espirituales (IV, 1, 229).
286
y Nietzsche es inconcebible sin este giro. También el de Fich-
te y el de Schelling.
Pero si se parte del individuo, se tiene que partir de la
existencia de una comunidad de individuos como un dato
igualmente elemental e inmediato (tesis I, IV, 1, 17). En esta
relación con los otros individuos tiene lugar una dimensión
forzada de nuestra conducta, al mismo tiempo que una di
mensión libre; una vida sensible y una vida espiritual. La pri
mera parte de las tesis, que pretende exponer la filosofía de
Spinoza, describe esa vida carente de libertad. También pre
tende dar las reglas constitutivas del mundo sensible, pues el
conjunto de relaciones que funda la necesidad de la conducta
viene mediado por sensaciones (tesis II, id.). El comporta
miento libre, que se expone en la segunda parte de las tesis,
la que constituye la primera exposición clara de la filosofía
de Jacobi, traza las señales del mundo inteligible, habitado
por la religión y el amor. Vayamos a recorrer brevemente las
características del mundo sensible.
Las diferentes sensaciones determinan en mí un compor
tamiento mecánico en función de su contribución a mi super
vivencia (deseo) o a mi anulación (aversión) (tesis III, id.,).
La fuerza de la que se nutren los deseos y aversiones es el
instinto natural de seguir existiendo (tesis IV, p. 18), que es
la ley universal y a priori de todo lo existente. La única dife
rencia entre animales y personas consiste en que la persona
es consciente de este ímpetu en virtud de su poder de refle
xión (tesis IX, IV, 1, 19) más elevado. Este hecho le otorga
su personalidad definida. Pero en el fondo toda persona está
dotada de un ímpetu universal; ampliar su personalidad abs
tracta. En esto consiste la voluntad. Tenemos así que la ley
básica, el deseo incondicional y a priori en la criatura racio
nal —según el espinosismo— es la voluntad de existir mante
nida en el tiempo (tesis XII, p. 20). Este mantenimiento de
la identidad en el tiempo se concreta en ciertos principios per
manentes y derivados que definen lo armonioso con dicha per
sonalidad (tesis XII, id.) distinguiendo en sus deseos entre
racionales e irracionales. Esa calificación viene dada, obvia
mente, por aumentar o disminuir la existencia, y así obtienen
su aspecto de bondad y de maldad (tesis XV, p. 20). Cuando
se es consciente de una conducta que no se guía por el princi
pio de armonía (tesis XVII-XIX, p. 21), surge la conciencia de
culpa y de escisión. Esta armonía no es sino un equilibrio
de deseos o instintos particulares, o una justicia interna entre
287
los principios particulares de los deseos concretos. La clave
de la acusación de determinismo ya la conocemos casi pala
bra por palabra: todos los deseos particulares dependen de
la sensación, y toda sensación, de las relaciones con el exte
rior. Por tanto, toda acción dirigida a algo es simplemente
reactiva y en modo alguno libre. Este es el sentido de la tesis
XXL Y esto tiene ya un motivo conocido: lo que de activo
tiene una reacción, tampoco posee una teleología específica y
libre, sino una necesidad instintiva de conservar la existencia
(tesis XXII, p. 23). La conjunción de estos dos momentos es
lo que le permite afirmar a Jacobi que toda la vida racional,
incluso en su más alto desarrollo, no testimonia desde el es-
pinosismo sino mecanicismo. Pero lo más importante no es
ni siquiera esto, sino que las diferencias personales no exis
ten para esta filosofía. No existe un principio interno que in
dividualice, que dé la ley de la reacción, sino única y exclusi
vamente el mismo instinto fundamental en todo lo existente,
siempre en pugna únicamente por alcanzar una diferenciación
mediante su cantidad de existencia o de fuerza vital, que en
Spinoza es sentida como alegría. Este hecho debía de ser el
más descorazonador en una personalidad como Jacobi: que
toda la lucha por la existencia era baldía en tanto que de an
temano no cristalizaba en una verdadera adquisición de per
sonalidad, sino en una redistribución de la cantidad de fuer
za existencial en el universo. Resulta fácil entender que Jaco
bi no se sintiera identificado con una teoría que hacía su ideal
de la acumulación de fuerza vital, de potencia existencial que
no estaba en función de la realización de una personalidad
previa, sino que ella misma constituía, sin ulterior porqué,
la función y el disfrute de la personalidad. Ese disfrute de la
potencia vital que se agota en sí, esto era lo monstruoso de
Allwill para Sylli, lo monstruoso de Goethe, lo monstruoso
de ese no reposar del Sturm und Drang que obsesionaba a
Jacobi. De ahí que para Spinoza, el padre espiritual de todo
ello, «el grado de existencia vital que alcanza una persona es
solamente una modalidad de la existencia vital en general;
en modo alguno de una existencia o esencia propia o particu
lar» (tesis XVI, p. 20). Tenemos aquí la experiencia terrible
de Jacobi, la que le asustaba desde que llevaba ropas pola
cas, ropas de niño. Esta incapacidad de solidarizarse con el
todo es lo peculiar de la figura de Jacobi en el mundo del
Sturm und Drang y del Romanticismo. Su rechazo viene con
dicionado por la profunda comprensión de lo absurdo del
288
hecho de la individualidad en esta teoría. Y de hecho esta
mos aquí ante los propios abismos de nuestra propia com
prensión en tanto hombres. Así, cuando se considera desde
esta perspectiva, el problema de Jacobi es de una profundi
dad indudable: si se acepta la comunidad de la vida, ¿qué
determina que exista el hecho y el sentimiento de la indivi
dualidad? Leibniz surge del profundo hallazgo de este pro
blema de los destinos individuales. Pero queda para Spinoza
el honor de descubrir que en la alegría no somos individuos,
sino algo más que individuos: somos la positividad de la sus
tancia y de la existencia desbordada y contenida al mismo
tiempo. Desde esta concepción de lo real, el triste Jacobi era
una nada. Esa acusación era la que no podía soportar.
No necesito señalar que ésta es la clave de la filosofía es
peculativa del idealismo alemán. Si existe un infinito, ¿cómo
es que existe lo finito en tanto individuo? ¿En base a qué
una porción de materia se instituye no sólo en conciencia, sino
en unidad de acción en lucha con otras unidades, creyendo
disponer de un destino propio? Spinoza también se quedaba
sorprendido de este hecho y atribuía este «ímpetu» a la posi
tividad de una sustancia que alcanzaba a todas sus partes, a
la inercia de existir que deja sentir su violencia ante un obs
táculo. Su materialismo era radical: el individuo resulta de
un juego de fuerzas y no llega a él ya constituido, porque las
fuerzas que chocan en primera instancia no son individuales.
¿Cómo lo no individual por esencia puede dar como resulta
do una individualidad?, ¿cómo lo ciego puede instituir una
teleología, y lo natural una valoración? Aquí estaba el proble
ma: el paso de un mundo natural a un mundo cultural. En
términos jacobianos: el paso de un mundo sensible a un
mundo espiritual. O en términos kantianos: el paso del mundo
sensible al mundo inteligible. Spinoza daba principios que se
mostraban insuficientes para explicar la riqueza de la diver
sidad del mundo cultural. Su naturalismo mecanicista no era,
en modo alguno, exitoso en ese sentido. Pero Jacobi no deseó
perfeccionarlo, sino acabar con él. Ante su fracaso para ex
plicar bien el hecho de la individualidad, Jacobi lo desautori
za y sacraliza el mundo del individuo dándole un nuevo con
tenido a la noción del alma. Ahora el sendero del salto moral
nos parece una cobardía: la de no enfrentarse a una posible
explicación arguyendo que, o la filosofía de Spinoza, o ningu
na. Y desde esta valoración se comprende que su ataque al
criticismo fuera deshonesto: no tenía como finalidad valorar-
289
lo como alternativa propia y peculiar del pensar, sino des
truirlo para hacer brillar la premisa de que o el espinosismo
o nada. De ahí que en modo alguno esté interesado en la re
visión del espinosismo desde un materialismo cultural que
haga del sentimiento de la individualidad un resultante histó
rico, sino que lo va a elevar a hecho de creación divina, esto
es, a constituyente estructural de la creación. ¡Qué diferencia
con el Romanticismo y con Hölderlin, para quien el hecho bá
sico de la vida es la reunificación con el todo y la disolución
de la personalidad en el universo! Jacobi supo ver lo anticris
tiano de la posición prerromántica y la atacó duramente revi
sando la tradición cristiana. ¡Pero cómo nos recuerda esto la
terrible oposición de una clase social privilegiada a diluirse
en el magma de los ideales democráticos que ese mismo pre-
rromanticismo traía consigo! En el fondo, ¿no es acaso un
símbolo escondido en el E m pédocles, de Hölderlin, la reunifi
cación con el pueblo mediante una constitución democrática
y la reunificación con la naturaleza mediante la muerte?, ¿no
es la misma heroicidad?, ¿no busca el héroe prerromántico
ambas cosas al mismo tiempo? Con la misma lógica Jacobi
las rechaza ambas al mismo tiempo: la opción democrática y
la panteísta.
Pero curiosamente, Jacobi va a revisar la misma religión
cristiana desde el pensamiento de Spinoza. Detectado el error
del espinosismo, había que darle la vuelta a sus principios, a
fin de sacar a relucir en ellos lo que había de positivo. Es así
como en la segunda parte de las tesis sobre la libertad, Jaco
bi se propone describir un ámbito propio de la libertad hu
mana, un segundo territorio de conducta estrictamente com
patible con el cristianismo, pero sólidamente apoyado tam
bién en los conceptos del espinosismo. Y bien, este uso de
los conceptos de Spinoza para afirmar la libertad humana va
a otorgar a Fichte las mejores herramientas para la exposi
ción de sus Vorlesungen über die B estim m u n g des Gelehrten
y consecuentemente de su W issenschaftslehre. Expongamos
brevemente dónde está el matiz que, introducido en la termi
nología de Spinoza, transforma completamente su doctrina ha
ciéndola doctrina de libertad y no de necesidad.
Spinoza hablaba de dos deseos o dimensiones prácticas:
la previa a toda relación y la posterior a la mediación y rela
ción entre los sujetos. El determinismo total resultaba de que
la dimensión inmediata y previa a toda realidad no era sino
un instinto ciego, impersonal, cuantitativo, de mantener el dis-
290
frute gratuito de la existencia. Los demás deseos y fines, aun
que fueran una conducta teleológicamente ordenada, eran to
talmente determinados porque dependían de los obstáculos en
contrados en nuestra relación y porque en última instancia
obedecían a algo gratuito y carente de sentido. Jacobi refuer
za así un hecho evidente; para que pueda existir esa conduc
ta mediata, el individuo tiene que ser algo. El problema resi
de en si ese algo es sólo una cierta cantidad de fuerza dis
puesta a reaccionar o es algo más. Y la cuestión es cómo
decidirnos respecto de esta alternativa.
Para aproximarnos a esta problemática debemos exponer
la diferencia entre sensible e inteligible en Jacobi. Es sensi
ble toda instancia de acción, mediada por y posterior a la re
lación con lo exterior. Tenemos aquí el terreno de las repre
sentaciones claras (tesis XXVII, p. 26), de la conciencia re-
presentacional, que equivale al terreno de la mediación.
Conocimiento claro, sensible, mediato y representativo, todos
estos son aspectos de la acción desplegada en y tras la rela
ción con lo externo; con el No-Yo, dirá Fichte. Naturalmente,
también corresponde al mundo del determinismo; en Fichte,
al mundo de la experiencia, donde todas las representaciones
se acompañan del sentimiento de necesidad. Pero según Spi
noza, de esta relación surge el deseo. El hombre así conside
rado «se determina por las cosas del deseo, vive según las
leyes de esas cosas y se somete a ellas de una manera con
forme a sus deseos, con la finalidad de emocionarse y alte
rarse sin cesar». Este tipo de vida es la que defiende el Sturm
und Drang, con su afán de experimentar.
Pero la relación, la mediación es imposible sin algo que
ya fuera previo a esa relación. Las cosas que se relacionan
tienen que ser algo previo a esa relación. Y si en esa relación
son pasivas, previo a la relación tienen que ser activas. Jaco
bi llama espontaneidad pura a esto que son las cosas antes
de la pasividad de la relación. Como inciso: se puede demos
trar que este concepto de espontaneidad y no el kantiano es
el que toma Fichte como punto de partida de su especula
ción. Pero sigamos: si antes de la relación existe una espon
taneidad, ésta no puede ser sensible, ni mediata, ni represen
tada. Constituye así un terreno de oscuridad para la concien
cia, pero también un terreno intelectual e inmediato para otra
capacidad. Desde luego que aquí hay muchos aspectos que
tenemos que señalar. Por la tesis XXVI, el terreno de lo me
diato, sensible, era el de la finitud. Ahora se descubre un ám-
291
bito inmediato que debe caracterizarse en buena lógica como
infinitud, si ha de recibir las calificaciones alternativas a las
que implicaba la finitud. Pero, además, tenemos un ámbito
de realidad que debemos considerar como inconsciente, y por
tanto surge el problema de mediante qué instancia especial
conocemos lo que no puede ser sensible. Por último, tenemos
aquí el supuesto de que sólo la existencia de algo auténtica
mente inmediato y absoluto, pero que además pertenezca ín
tima y personalmente a un individuo, sólo esto> digo, puede
garantizar la libertad. De otra manera no tendríamos sino la
sustancia impersonal de Spinoza. No necesito subrayar que
estos puntos son absolutamente decisivos para la configura
ción de la filosofía especulativa de Fichte. Pero dejemos esto.
Aún hay que hacer algunas observaciones importantes de esta
segunda parte de las tesis sobre la libertad.
Centrémonos en el problema del conocimiento de esa es
pontaneidad pura. Como algo inmediato, en modo alguno po
demos aspirar a comprender las condiciones de posibilidad
de la misma. Hacerlo significaría mediarla, siendo así que ella
es el comienzo de toda mediación. Esto implica romper con
la obsesión especulativa de Spinoza, marcar un punto abso
luto de partida y de llegada. Pero sólo rompemos objetiva
mente esta obsesión si de hecho existe eso inmediato. Por
tanto: si existe algo inconcebible en su posibilidad, pero real
y auténtico en su presentación y en su existencia, desde aquí
se deriva que tiene que haber una forma inmediata de darse
la espontaneidad pura para la propia conciencia, forma pura
que impone por sí misma una teleología, una moral a la vo
luntad y una dirección a la acción. No necesito decir que esa
forma será caracterizada como intuición. Y además, como in
tuición no sensible. Ciertamente que no se dice que esa intui
ción sea intelectual, pero sí que esta conciencia inmediata se
conforma alrededor de la acción, se da en la acción. La cues
tión es si existe tal presencia absoluta e inmediata de lo inte
ligible y dónde hay que buscarla.
Jacobi dice que sí existe y que se concreta además en el
sentimiento del honor. Este sentimiento es inmediato, nos hace
renunciar a los deseos y a lo provechoso (tesis XXXV, p. 28).
En él colocamos lo más valioso de nosotros mismos {ibíd.) y,
por tanto, lleva consigo la conciencia de que es una fuerza
omnipotente frente a toda instancia determinante de la con
ducta (tesis XXXVI, p. 29). Por todo ello, presenta una reali
dad interior al hombre dotada de voluntad soberana (tesis
292
XXXII-XXXIV), independiente y superior al ser sensible. Ja
cob! pasa a caracterizar esta esencia de la razón como impe
rativo categórico, que nos lleva a despreciar lo útil como único
camino para no sentir vergüenza de sí, proporcionándonos con
ello un juicio absoluto, una exigencia radical que debe ser
aceptada apodícticamente, so pena de despreciar al hombre
en nosotros (tesis XXXVII-XXXVIII, pp. 30-31). Por eso pode
mos reconocer en esta instancia una «inteligencia por sí misma
activa» (tesis XLII). ¿Quién no reconoce aquí el lenguaje kan
tiano?, ¿quién no puede dejar de pensar que estamos ante una
peculiar traducción de la noción kantiana de hombre noumé-
nico?, ¿y quién puede negar que esta traducción implica una
ontologización de ese mismo hombre, una lectura de la tesis
kantiana desde la vieja teoría del alma espiritual que Kant
literalmente había destrozado en una fecha tan temprana como
1766, justo con sus Träume? De ahí que debamos tener muy
presente la pregunta de si cuando Fichte usa conceptos kan
tianos —sobre todo el parágrafo 6 de la Segunda Introduc
ción de la Doctrina de la ciencia—, los está empleando en el
sentido genuino de Kant o en la traducción que Jacob! hace
de ellos.
Pero veamos ahora cómo se le ha dado la vuelta a Spino
za. Ese principio incondicional no es sino el principio de la
propia existencia, el ímpetu que lleva a cada ente finito a cho
car con los obstáculos externos y a superarlos. En terminolo
gía del joven Jacobi, es ciertamente un Triebe propio de la
moralidad. Como tal, tiene su teleología interna: está dotado
de la voluntad de subsistir. Como en Spinoza, se dirá. Pero
en modo alguno igual, en tanto que ahora esa voluntad de
subsistir se muestra como una voluntad de someter los deseos,
las inclinaciones y todas las instancias mediatas de conducta,
y nunca como una voluntad de realizarse y de expandirse en
ellas: no pretende conseguir una justicia o un equilibrio entre
esas dimensiones, sino una soberanía incondicionada sobre
las mismas, y esto es así porque esa voluntad de subsistir
que posee el instinto moral es señal y testigo de una dimen
sión ontològica del hombre radicalmente separada del cuer
po, lo que el pensamiento de Spinoza no puede aceptar.
Vemos así cómo la lucha contra Spinoza está culminando todo
un proceso de auto-explicación de la moralidad que impulsa
el pensamiento de Jacobi desde su etapa más temprana y que
en modo alguno constituye un episodio unilateralmente teóri
co o especulativo.
293
Tenemos, por tanto, una estructura dual del hombre. Pero
¿a qué responde? A dos instintos diferentes; el sensible y el
inteligible (tesis XLIX, p. 32). Recordemos que Jacobi em
plea la palabra Triebe, la misma que Fichte usará para desa
rrollar su Doctrina de la moralidad y su Doctrina del derecho
de Jena. Aquella estructura dual señala que el hombre perte
nece a la naturaleza, pero también a algo no natural. Mas si
una de esas dimensiones es la dominante y la incondiciona
da, entonces en ella habrá que cifrar el sentido originario de
la existencia humana. La conclusión de todo ello es que el
hombre es fundamentalmente una naturaleza sobrenatural.
Cuando sigue a su razón, ama esta parte sobrenatural con
un amor no sensible, sino puro. Así, principio del honor, es
pontaneidad, libertad y amor a lo sobrenatural en nosotros
son una y la misma cosa. Por tanto, se afirma con ello algo
divino en el hombre (tesis XLVI, p. 33), tal y como exigía
Lavater. Ahora bien, si esta parte divina del hombre, en tanto
que incondicionada, no puede tener condiciones naturales de
posibilidad pensables, entonces es preciso concluir que sólo
puede concebirse siguiendo a la nada. Sin duda que esto exige
el acto creador por excelencia. Luego el hombre recibe su in
dividualidad directamente de las manos de Dios (tesis XLVIII,
p. 34), el cual realiza su esfuerzo creador en cada ser huma
no. Cómo se produzca esta reunión de dos naturalezas en el
hombre es un problema ante el cual la especulación debe re
troceder; basta con verificar su existencia (tesis LI, p. 35) y
con reconocer que Dios lo ha hecho, porque es el único que
puede hacerlo. La diferencia con Spinoza aquí reside en que
esa existencia divina ya es inteligencia, voluntad, persona. Yo
originario, y no una sustancia sin propiedades ni rasgos de
terminantes propios. Sólo por eso nos ha podido hacer a su
imagen y semejanza. La voluntad de Jacobi por adecuarse a
la fe es aquí extraordinariamente explícita. Por lo demás, hay
que dejar de lado la cuestión de hasta qué punto este amor a
Dios, como amor de lo imperecedero en el hombre y fuera de él
(tesis LII, p. 36), como algo originario y no como algo deri
vado y secundario, como voluntad de permanencia frente al
mundo variable de la sensación, ya está en Spinoza. Incluso
si esta revaluación de la intuición como forma del conocimien
to más elevada es deudora, sobre todo, del conocimiento que
Jacobi tiene de Spinoza, y no de los mentores empiristas ofi
ciales que Jacobi va a invocar en su David Hume. Ahora no
es eso lo que más nos interesa.
294
Debemos reparar ante todo en el hecho de que Jacobi ha
decidido exponer lo que considera positivamente su filosofía
mediante una mezcla peculiar de pensamiento kantiano y de
espinosismo. Ese reducto de inmediatez que Spinoza preveía
en todo ser finito y que caracterizaba desde la sustancia uni
versal, Jacobi lo transforma en una voluntad moral pura, que
equivale a la razón práctica de Kant convenientemente sus-
tancializada y espiritualizada. Veamos sino los conceptos que
emplea: espontaneidad pura, incondicionado, mundo intelec
tual, imperativo categórico, razón pura, acción, dimensión sen
sible e inteligible del hombre. Todo esto suena a Kant. Pero
ahora veamos: impulso, instinto, sentimiento del honor, amor
dei, amor de lo permanente, intuición no sensible. Todo esto
suena a Spinoza y viene de Spinoza. Ahora comprendemos la
finalidad del proyecto general de Jacobi: explicitar el núcleo
verdadero de Spinoza, rescatar la concepción de la relación
con Dios incompatible e incoherente con su mecanicismo, para
reconstruirla en términos de un realismo espiritualista y per
sonalista, de un sentimiento compulsivo e instintivo, pero libre
y voluntario, que es capaz de reintroducir una pasio dei plena
de realidad y convicción. Pero ahora también sabemos qué
significa exorcizar a Spinoza: descubrir la manera de denun
ciar la íntima contradicción entre la teoría de la sustancia in
finita y despersonalizada, y la teoría de la salvación median
te el conocimiento intuitivo de Dios; o encontrar la manera
de mantener esta última dimensión de su pensamiento sin
aceptar la primera. Kant le va a ayudar más que nadie en
esta tarea. La teoría de la ciudadanía del hombre respecto de
dos mundos, que Kant venía configurando desde la década
de los sesenta, va a ser su herramienta fundamental para ello.
Pero entonces la cuestión inevitable que se le planteará a Ja
cobi será exorcizar a Kant, mostrar su filosofía como profun
damente contradictoria, en tanto defensora de una serie de
tesis que no puede apoyar en sus propios principios; mostrar
que la buena voluntad del kantismo sólo se hace racional y
coherente en Jacobi, mientras que, por el contrario, la diná
mica de los principios críticos y de la ontologia de la sensibi
lidad, rigurosamente desarrollada, sólo puede llevar a la ne
gación de ese mundo inteligible. En suma, el kantismo, o bien
deberá renunciar a sus tesis críticas sobre dicho mundo inte
ligible cayendo en el materialismo o en el idealismo subjeti
vo, o bien deberá desarrollar sus principios de una manera
consecuente, a fin de otorgarle a ese mundo inteligible algo
295
más que realidad subjetiva. En caso contrario deberá acabar
reconociendo la única salida del salto mortal que Jacobi pro
pone. Por debajo de todas las acusaciones más concretas acer
ca de su filosofía especulativa, ésta será la objeción funda
mental que Jacobi lance contra Kant, aquélla que concede vida
a todas las demás. Pero entonces comprobamos, como con
clusión, que todos los problemas de coherencia que Jacobi de
tectaba en Spinoza se trasladan ahora a Kant. Esa será la
nueva y definitiva obsesión.
296
razón consistirá en ampliar la noción de sensibilidad típica
de Kant. Éste dividía la sensibilidad en interna y externa. Pero
ambas eran igualmente empíricas, fenoménicas. Los sentimien
tos y representaciones eran realidades fenoménicas, munda
nas, si bien no necesariamente materiales. Formaban parte
de la experiencia interna, tan objetiva como la externa y rea
lizada según la misma estructura categorial. Eran así entida
des naturales, cuerpo y conciencia, unidad de vida, unidad
personal, etc., pero en modo alguno dos sustancias diferentes
ontològicamente insalvables. El giro comienza aquí. Jacobi
rompe esta categoría de sensibilidad y la reduce a lo que en
Kant es el sentido externo. Sensibilidad para él es relación
con cuerpos, con lo exterior. Pero el conocimiento de los sen
timientos, la intuición interna en Kant, deja entonces de ser
parte de la sensibilidad y se convierte en un conocimiento in
teligible, tan objetivo e intuitivo como el sensible, pero sus
tancialmente diferente. Sin este paso resulta imposible enten
der toda la continuidad de la filosofía alemana y ahí encuen
tra el írracionalismo su puerta grande. No es que haya ahora
dos tipos de realidad, la interna y la externa, dentro del orden
de la sensibilidad, sino la sensible y la espiritual, la de nues
tro cuerpo y la de nuestra alma. Toda la teoría kantiana de
la intuición sensible y de la razón tiene que ser transformada
para abrir paso a las teorías de Jacobi. Porque la teoría de la
razón se basaba en Kant en la negativa a poseer una intui
ción intelectual. Sólo por ello se le negaba la posibilidad de
conocer, sólo por ello sus conceptos carecían de toda referen
cia y significado objetivos. Ahora existe una intuición intelec
tual, y por lo tanto, o bien otorga realidad a todos los con
ceptos de la razón, o bien sustituye a la propia razón. Tanto
da. El hecho es que ahora la dialéctica transcendental kantia
na no sólo pasa a considerarse un terreno de objetividad ba
sado en la intuición interna intelectual peculiar, sino que ade
más esta razón se considera la base de todo conocimiento, el
punto final de todas nuestras investigaciones, el fundamento
de todo conocer y ser, y la unidad de conocimiento y razón
práctica. El esquema formal del sistema sigue siendo el kan
tismo, pero la valoración de sus ingredientes radicalmente dis
tinta. Seguir la crítica de Jacobi a Kant es seguir la construc
ción de esta nueva idea de razón como receptividad intuitiva
de esa realidad intelectual hasta su propuesta definitiva en
1815, en la Introducción a sus obras filosóficas. Pero esto es
capa a los límites de este capítulo. El diálogo sobre realismo
297
e idealismo, anunciado ya en las Briefe, debía centrarse en
ese tema.
Jacobi ha presentado sus cartas. Ha defendido la realidad
estructuralmente equiparable de lo sensible y lo inteligible;
su presentación al sentimiento, a la intuición, a la inmedia
tez; su misma incapacidad para darse por razones o por con
ceptos abstractos. Ahora tenía que matizar su tema. La expe
riencia inmediata de una realidad espiritual-inteligible, sin po
sibilidad de mediación conceptual, esto es, de una realidad
que sólo está mediada por la nada, ¿cómo llamarla? Y ¿qué
relación dar a esta experiencia con toda la experiencia con
ceptual, mediada, típica de las relaciones explicativas? Nues
tro autor, como Kant, llamó a esta experiencia inmediata,
creencia, creencia racional. Pero se cuidó de mantener que la
relación de la intuición sensible con sus objetos fuera algo
diferente de una creencia. Al hacer así de la razón una capa
cidad intuitiva, Jacobi no podía mantener en pie la diferencia
entre la creencia racional kantiana, meramente subjetiva, y el
conocimiento objetivo de la intuición sensible externa. No
podía mantener en pie la distinción entre conocimiento y
creencia, la diferencia entre razón teórica y razón práctica.
Así sólo tenía dos opciones: o las dos partes (sensibilidad y
espíritu) eran conocimiento, o las dos partes, creencia. Debía
darles a las dos el mismo valor subjetivo o el mismo valor
objetivo. La diferencia en cualquier caso quedaba arruinada
y no tenía sentido mantener un calificativo sin contrarios. Así
que al llamarles a las dos creencia, no hacía sino afirmar que
todo lo que puede poseer un hombre son creencias. En este
asunto se sirvió de Hume. Él había mostrado que nuestra ac
titud ante los cuerpos sólo está fundada en la creencia. Kant
mantenía que toda nuestra moralidad, todo el mundo inteli
gible, se basa también en la creencia. Sintetizando a los dos
autores, los dos quedaban refutados.
Pero la cuestión era: ¿cómo el hombre puede llegar a tener
creencias, convicciones, conocimientos relativos a eso que ya
no puede fundarse en otra razón, intuiciones de todos esos
elementos de nuestra construcción de la realidad? Tenía que
ser una experiencia que en sí misma llevara la impronta no
sólo de la cosa, sino también del hecho de que no era posible
mediarla por otra cosa finita. Ahora bien, esto sólo era posi
ble si lo único que la mediaba era la comprensión de la nada
anterior a ella, o lo que es lo mismo, si se aceptaba como
revelación, como donación inmediata de la divinidad. Todo
298
ello cuadraba con la experiencia personal de Jacobi, que le
dictaba la absoluta gratuidad de su propia existencia al mismo
tiempo que la profunda positividad de su nada, la plenitud
de su sentimiento personal sólo explicada por la apelación al
hecho creador de la libertad de Dios y en su voluntad santa,
ante la cual Jacobi zozobraba de miedo y de júbilo. Después
de verse a sí mismo de esta manera, aprendió a mirar todas
las cosas de la misma forma. Su existencia absurda sólo podía
deberse a un vacío de razones finitas para explicarla; su exis
tencia plena y positiva, a un acto que supera la carencia de
razones y crea. En cualquier caso, siempre la misma relación
inmediata con Dios, que hace de todo lo existente una revela
ción. Creemos en las cosas porque las intuimos, esto es, por
que no las demostramos mediante conceptos. Y las intuimos
solamente porque se nos revelan, porque sólo en la revela
ción es posible una aceptación inmediata sin más razones.
Buscar razones a la revelación sería bucear en la mente de
Dios, lo que sería un absurdo.
Curiosamente, esta consideración de la experiencia inter
na como espiritual, como creencia que lleva consigo la marca
de la transcendencia al dársenos mediante una revelación, va
a producir una filosofía apegada a la historia, a lo que Jaco
bi llamó historia natural del hombre. Cuando habla de Es-
pertias y Bulis, dice de ellos, en tanto hombres bien consti
tuidos y en modo alguno corruptos: «No tenían ninguna filo
sofía o su filosofía era sencillamente su historia». Y añade:
«¿Puede ser la filosofía viva algo distinto de su historia?»
Cuando tiene que hacer algún comentario sobre la filosofía
materialista de Helvetius y de Diderot, no se le ocurre sino:
«Han dicho la verdad de su época». Y lo han hecho porque
han salido fuera de la escuela y de la academia para procla
mar verdades de las que estaban convencidos. ¿Cómo es esto?
¿Jacobi el espiritualista alabando a Helvetius y Diderot? No
hay que engañarse. Jacobi envenena todas las alabanzas que
lanza a siis adversarios. Quedémonos con las premisas y va
yamos avanzando poco a poco hasta comprender esta posi
ción. Si lo espiritual se da a la experiencia, entonces sólo es
cognoscible en su individualidad, respetando la forma y el con
tenido propios de su existencia manifiesta y revelada. Jacobi
llama historia a esa sucesión de momentos individuales que
muestran la realidad de una persona. Conocer a un hombre
es conocer la historia de su vida. Comprenderle es repetir su
experiencia. Sólo filosofamos cuando no podemos repetir la
299
historia pasada (IV, 1, 236-237). Hablamos y filosofamos
sobre Platón porque no podemos repetir su experiencia. Así
las cosas, la verdad profunda de cada época le es propia, in
transferible, porque está constituida por su propia experien
cia. Su filosofía, en la medida en que es algo vivo, surge de
esa experiencia como su fondo rocoso y su contexto determi
nante. Ahora comprendemos la alabanza a Diderot. Ha ex
presado su época, la ha vivido personalmente en su experien
cia concreta. Pero también el veneno: ha vivido la verdad de
una época materialista y corrupta. Pero no ha especulado, se
ha limitado a recoger y elevar a conciencia los únicos objetos
con los que tenía trato, los objetos materiales, y según esa
experiencia ha construido su filosofía. «Como los objetos, así
las representaciones; como las representaciones, así las incli
naciones y las pasiones; como éstas, así las acciones; como
las acciones, así son los principios y el conocimiento de todo»
(IV, 1, 235). Diderot y Helvetius son testigos de una época
que ha olvidado el objeto espiritual, lo sagrado en el hombre.
Son los materialistas, no porque hayan defendido abstracta
mente un sistema, sino porque son los experimentadores de
lo sensible. ¿Queda por hacer una filosofía de los experimen
tadores de lo espiritual? No, no hay tal época. Lo espiritual
sólo se ha refugiado en algunas personas y sólo vive en his
torias personales e individuales. De ahí la importancia de la
novela como método de hacer filosofía en el único sentido po
sible: como historia natural de los pocos hombres que aún
conservan la huella de lo divino. Allwill y Woldemar son el
mejor ejemplo de esta historia natural de lo espiritual, que
sólo es posible, naturalmente, en el ambiente de la burguesía
vinculada con la nobleza que se describe en sus novelas.
Tendría que surgir así un cierto «materialismo espiritual»;
un nuevo Diderot que comprendiera la primacía de la reali
dad espiritual y de la historia vivida sobre la filosofía y el
concepto de esta realidad. Aquí vemos apuntado por todos
los sitios al famoso «según el hombre, así la filosofía» de Fich-
te. Porque, para Jacobi, «las acciones de los hombres no tie
nen que ser derivadas de su filosofía, sino su filosofía de sus
acciones; su historia no se produce a partir de su forma de
pensar, sino su forma de pensar a partir de su historia»
(IV, I, 236). Bien entendido que lo determinante en dichas ac
ciones es su abandono o su preservación de la realidad espiri
tual. Es así como la acción tiene primacía sobre la filosofía;
es así como se convierte en su fundamento. Pero no la acción
300
humana en general, sino la acción determinada por la pre
sencia o ausencia del elemento espiritual. Tenemos una vez
más un tema aparentemente kantiano que se desarrolla con
un matiz radicalmente diferente y propio, y volvemos a plan
tearnos el problema de si realmente pasó a los idealistas pos
teriores con matices kantianos o jacobianos.
Con todo esto, Jacobi se aleja de una perspectiva de au
téntica transformación de la época en base a la filosofía. El
principio es genuinamente revolucionario: si la filosofía es algo
secundario, no puede ser, como creen los ilustrados, el ve
hículo de reeducación humana. Sólo una transformación radi
cal de la forma de vida puede significar un avance en la his
toria (IV, 1, 238). Pero esto sólo se puede conseguir desde
una definitiva superación del «gusto del siglo». Aquí Jacobi
recoge todas las imprecaciones de Rousseau, con sus augu
rios de una paz del diablo que Jacobi sólo podía pensar en
sus preliminares. Pero si la única transformación radical es
reencontrar la realidad divina en el hombre, tenemos que «sólo
la religión es el único medio de elevar la mísera naturaleza
del hombre» (IV, 1, 240), porque sólo ella puede llevarnos a
«experimentar lo sobrenatural». Aquí es donde apreciamos la
continua fijación espinosiana; sólo de ese disfrute de lo divi
no, puede surgir una idea y una filosofía de lo divino.
Introducido en el terreno de la historia, Jacobi puede en
frentarse a Lessing. Si la filosofía procede de la historia, ésta
procede de unos orígenes y de unas disposiciones. Desde luego
que esta historia también es el àmbito de la educación. Pero
no de una educación según leyes racionales abstractas o re
presentaciones conceptuales que puedan exponerse en un sis
tema metafisico sobre la Trinidad divina, sino de mandatos,
consejos y órdenes procedentes directamente de la divinidad
mediante revelación. La historia es educativa si, y sólo si,
acepta el modelo educativo paterno-familiar típico de las re
laciones feudales: el templo más sagrado debe ser el miedo,
la firme creencia en una autoridad superior, la obediencia in
cluso sin comprensión de las intenciones del que manda, la
disciplina estricta, la creencia firme. Estos son los procedi
mientos educativos. Ahora Jacobi olvida un poco el disfrute
de esa experiencia individual-espiritual de lo divino y nos pre
senta una experiencia del sometimiento incondicionado al
pater familias que domina nuestro pecho y que impone el
miedo como sabiduría. La experiencia del joven Allwill queda
olvidada y el padre resulta al final plenamente interiorizado.
301
Pero podemos preguntarnos: ¿podría ser de otra manera?
Si Dios existe, ¿puede existir de otra manera? ¿Puede tener
otras relaciones diferentes con nosotros? El Schelling de las
Briefe dirá: No, no puede; anularía nuestro ser aunque no
quisiera, nos privaría de libertad aunque decidiera concedér
nosla. El escándalo de Schelling se puede expresar así: ¿Cómo
tal ser que destruye y oprime puede ser mi honor y mi orgu
llo? Y la reivindicación renovada del programa ilustrado se
basa justo en esta pregunta: esa conciencia, sentido interno o
razón, con la que tenemos experiencia de la religión, ¿es tes
tigo de una realidad sustancial y por tanto inmutable, o por
el contrario, es el efecto de una corrupción de la voluntad de
ser libre, de una confusión subjetiva no teórica? No se trata
entonces de negar que exista una experiencia de todo esto. Se
trata de explicar que alguien disfrute con ella. Por tanto,
se trata de una valoración. El hecho de que Jacobi no distin
guiera entre realidad y valoración, no era sino síntoma de una
estrategia de sacralización de todo lo real existente como algo
revelado, como índice de la creación divina. De otra manera,
dice Jacobi, no sería sino una mentira de la naturaleza. Ahora
bien, ¿por qué no podría darse una tal mentira?
Nunca se enfrentó Jacobi con honestidad a esta pregunta.
Porque desde ella la creencia aparece en toda su dimensión
subjetiva, en el sentido teórico kantiano de «subjetivo» como
ilusión, y no de racionalidad moral. Nunca emprenderá el ca
mino intermedio de investigar la coherencia y la justificación
de tal creencia, porque nunca intentó comprender honestamen
te la teoría kantiana de la realidad y la experiencia, el juego
del contexto explicativo y del contexto constatativo, la rela
ción entre teoría y praxis. En efecto, la realidad interna siem
pre se presenta inmediatamente a la intuición. Pero esto no
obvia el hecho de que su existencia sea algo mediato. Su pre
sentación a nosotros es inmediata, pero su propia existencia
puede ser mediada por otras existencias. De otra manera: no
toda existencia se nos presenta en una revelación, esto es, en
una incomprensibilidad que sólo permite una referencia a la
voluntad creadora o donadora de existencia de Dios (IV, 1,
249). Al contrario, no hay ninguna existencia que exija recu
rrir a esa instancia, porque no hay ninguna que no pueda
apelar a una realidad anterior como condicionante. El proble
ma de Spinoza se obvia tan pronto como nos mantenemos en
esa práctica de búsqueda indefinida de mediaciones y nos ne
gamos a dar una última palabra sobre el momento último de
302
la serie. Entonces la realidad interior nos aparece corno un
fenòmeno tan determinable y tan mediable corno la exterior.
La experiencia interna no es así indice de una sustancia par
ticular, sino la unidad integrada de causas y efectos que se
pueden conocer. La conciencia de Dios es, en esta perspecti
va, un efecto histórico, como la conciencia del honor. Nadie
le quita la realidad que «experimenta» Jacobi y otros como
él, pero no la hace divina, sino un momento más de las me
diaciones de la existencia fenoménica.
Surge entonces un problema al que forzaba el kantismo;
¿Cuáles son las causas de estas representaciones? ¿Cómo han
evolucionado? ¿Qué es lo previo a la historia? ¿Qué es lo edu
cativo en ella? Todas estas cuestiones transformarían ese rea
lismo espiritualista de Jacobi en un materialismo cultural que
la filosofía de Kant preparaba. Por esto, sin duda alguna,
Kant era el gran enemigo a abatir si Jacobi quería mantener
su realismo espiritualista e intuitivo. Esa concepción de la ex
periencia interna como algo que se ha ido haciendo histórica
mente en un proceso de mediaciones, semejante al de la rea
lidad exterior, impedía claramente ese sustancialismo espiri
tual que permitía fundar una religión natural (IV, 1, 48)
violentada y destruida por la corrupción de los tiempos. La
reducción kantiana de lo espiritual a lo inteligible, a lo cultu
ral, a lo ideal o meramente construido por el hombre para
orientarse en los problemas de su praxis real, no podía ser
para Jacobi sino voluntad de anular la realidad de una sus
tancia en la que él creía reconocerse y salvarse. Por eso esta
voluntad kantiana de negar a la razón capacidad intuitiva, de
poder recibir la realidad espiritual, fue reconocida por Jacobi
como la manifestación suprema del nihilismo.
303
ro a la filosofia kantiana, ampliado luego en otro ensayo,
Sobre el intento kantiano de reducir la razón al entendimien
to. Sirva esto para explicar que el diálogo con Kant tiene un
carácter emergente, que aparece según avanza Jacobi en la
construcción de su propia filosofía y según los obstáculos que
tiene que salvar en este camino.
Por lo que respecta a las Briefe, hay tres puntos centrales
a destacar en las relaciones entre Kant y Jacobi. El primero
es completamente positivo; se trata de la entusiasta recepción
de los primeros escritos del joven Kant por parte de Jacobi,
en los que verá, primero, una filosofía profundamente empi
rista y realista, y segundo, una refutación radical de la meta
física tradicional racionalista de Mendelssohn y Crusius. Ja
cobi comulgó con este Kant que aparentemente no tenía otra
salida que la que el propio Jacobi propiciaba. Y sin embargo,
este entusiasmo por el propio Kant no tiene otra función en
la economía de la exposición de Jacobi que la de presentar
con tanta más claridad el distanciamiento posterior de nues
tros dos autores. En efecto, cuando Jacobi se pregunta por
qué Kant no siguió su camino, la respuesta es bien clara: lisa
y llanamente, porque Kant ha caído en el espinosismo. Jaco
bi no dice esto, pero lo indica. ¿Cómo ha caído Kant en el
espinosismo? Porque ha rechazado toda auténtica interioridad
en el sujeto; porque ha mantenido la primacía de la sensibili
dad externa; porque ha hecho de la conciencia sólo un reflejo
de la relación externa; porque entre espacio y conciencia exis
te la misma relación que entre extensión y pensamiento en
Spinoza; y porque, aunque Kant no haya dado el paso poste
rior de unirlos en una sola sustancia, es evidente que ese paso
queda implícito en la consideración de la conciencia como es
pejo de la realidad sensible. Esto nos lleva a un tercer pro
blema. Kant ha dado implícitamente ese paso porque ha ne
gado que algo no espacial pueda llegar intuitivamente a la
conciencia, excepto la propia conciencia fenoménica temporal.
En todo caso se niega la posibilidad de una intuición de lo
incondicionado por la razón. Veamos primero la versión que
da Jacobi del espinosismo kantiano.
Para Jacobi la relación entre la sustancia espinosiana y
sus atributos y modos era la de una prioridad natural, esen
cial, aunque no temporal. Sin la sustancia no se podía pen
sar ninguna de sus determinaciones y modos, pero ella misma
no existía nunca en sí como prioridad temporal, previamente
a esas determinaciones, sino sólo en ellas. Esta misma rela-
304
ción se podía expresar como la existente entre el todo y la
parte. El todo no existe sino en cada una de las partes, pero
si él no existiera, nada podría pensarse. Esta realidad del todo
nunca existe separada e independiente de sus partes, sino que
se hace cualidad en cada una de ellas; pero si el todo no tu
viera prioridad ontològica, ninguna de sus partes existiría.
Como es sabido, entendida así la teoría espinosiana de la sus
tancia, se asemeja bastante a la teoría kantiana del todo ana
lítico. Un todo analítico, para Kant, proporciona un marco de
condiciones particulares que definen un ámbito cerrado de dis
curso. El hecho de que ese ámbito se caracterice a partir
de su principio constitutivo, hace que sea absoluto respecto de
toda expresión concreta de su campo, esto es, prioritario res
pecto de sus partes. En contraposición a esto, un todo sinté
tico es aquel cuyas partes constitutivas tienen que ser dadas
previamente a su propia constitución. El todo analítico defi
ne dichas partes desde la radicalidad de las condiciones que
ofrece, y permite considerarlas sólo como limitaciones inter
nas. El espacio y tiempo eran ejemplos preclaros de estas to
talidades analíticas: la idea de mundo era el ejemplo prototí-
pico de todo sintético o real. En esta problemática se centró
primitivamente Kant al tratar la cuestión del uso sintético de
la razón. Por eso Jacobi estaba bastante afortunado al detec
tar semejanzas estructurales y formales entre las relaciones
atributo-modo de Spinoza y las relaciones totalidad espacio-
temporal y tiempos y espacios concretos en Kant. Porque tam
bién para Kant el espacio único y originario de la intuición
pura era un condicionamiento a priori de todo espacio con
creto, no existiendo independiente de una región espacial
concreta y determinada. Así, Jacobi se sintió objetivamente
justificado para identificar el kantismo con el espinosismo,
pasando por alto todas las diferencias reales entre ambas doc
trinas, y a la proposición VII de su exposición del espinosismo
adjuntó los textos de A 25 / B 39 y A 32 / B 46 como prueba
del paralelismo de ambas doctrinas. Pero el espacio no era
en el fondo sino otra denominación de la extensión, y así, qui
siera o no Kant, su teoría del espacio puro de la sensibilidad
se convirtió en la teoría del atributo de la «extensión» de Spi
noza. En vano se debía apelar a la diferencia radical entre
una intuición a priori, que únicamente jugaba como condi
ción de posibilidad de reconocimiento objetivo de aquello que
existe de tal manera que es dable al hombre como ser sensi
ble, y una dimensión necesaria de la sustancia absoluta, esto
305
es, una determinación de la realidad independiente de toda
subjetividad y de todo pensar, un atributo que expresa en el
espacio la totalidad de la sustancialidad de lo real. Jacobi
no repara en estas menudencias. Porque lo que le interesa no
es, a fin de cuentas, la filosofía, sino dónde nos lleva esa fi
losofía. El espinosismo no es lo que coincide con la filosofía
de Spinoza, sino lo que lleva a sus mismos resultados: al de-
terminismo, a las tesis de la prioridad de lo externo, a la ne
gación de la sustancialidad espiritual. Y la filosofía de Kant
llegaba a esto último si, y sólo si, la subjetividad completa se
limitaba a dar cuenta de la sensibilidad espacio-temporal ofre
cida por la intuición sensible. Por tanto, la filosofía de Kant
era espinosismo porque hacía de lo sensible, lo fenoménico y
el espacio, no lo absoluto en sí mismo, pero sí lo único cog
noscible para el hombre y, por tanto, absoluto para él. En
cualquier caso, la filosofía se mostraba negadora de la espiri
tualidad que propugnaba Jacobi, y frente a esta realidad fun
damental, las demás diferencias eran insignificantes para él.
Pero además había en el kantismo otra instancia que tenía la
estructura del «atributo-pensamiento» en Spinoza, esto es, un
todo que expresaba en el pensar lo que el espacio expresaba
en la intuición externa, que lo reflejaba y lo llevaba a con
ciencia.
Jacobi, midiendo de una manera increíblemente fina los
tiempos de su acusación, hace acompañar a su XXV tesis
(donde define el atributo «pensamiento» como la conciencia
absoluta pura del ser en general), con el siguiente pasaje de
Kant: «No pueden darse en nosotros conocimientos, como tam
poco vinculación ni unidad entre los mismos, sin una unidad
de conciencia que preceda a todos los datos de las intuicio
nes. Sólo en relación con tal unidad son posibles las repre
sentaciones de los objetos. Esa conciencia pura, originaria e
inmutable, la llamaré la apercepción transcendental. El que
merezca este nombre se desprende claramente del hecho de
que hasta la más pura unidad objetiva, es decir, la de los
conceptos a priori (espacio-tiempo), sólo es posible gracias a
la relación que con esa unidad de conciencia sostienen las in
tuiciones. La unidad numérica de esa apercepción sirve, pues,
de base a priori a todos los conceptos, al igual que lo diverso
del espacio y del tiempo lo hace respecto de las intuiciones
de la sensibilidad» (KrV/A 107). En este texto, sin paralelo
en la segunda edición de la KrV/B, Kant realmente fijaba una
relación entre pensamientos concretos y unidad de conciencia
306
semejante a la que existía entre espacio-tiempo originario y
los momentos y regiones espaciales concretos. En él se pre
sentaba a la unidad de conciencia como un todo analítico: la
unidad analítica de conciencia de la segunda edición, mero
ámbito de pensar determinado por el principio de identidad.
La cuestión central es que en el presente texto, incluso espa
cio y tiempo se hacen conscientes por dicha unidad transcen
dental de apercepción, mientras que en la segunda edición,
la unidad analítica de conciencia sólo trata de relaciones de
conceptos, no de relaciones entre intuiciones. Por eso el texto
de KrV/A. permitía la lectura espinosiana de que esa unidad
transcendental de conciencia era el reflejo subjetivo de la ex
tensión absoluta y se podía elevar a condición de posibilidad
de la conciencia de todas las partes espacio-temporales. De
hecho, es conciencia pura por hacer consciente de manera bá
sica el espacio y el tiempo como intuiciones puras, casi lite
ralmente lo mismo que el pensar de Spinoza de la tesis XXV.
Insisto. Lo de menos es que Spinoza definiera estas rela
ciones todo-parte como absolutas, o que Kant las definiera
como válidas exclusivamente para el hombre. Es de poca im
portancia para Jacobi que esos pensamientos expresen la rea
lidad del universo o sólo la estructura de la subjetividad hu
mana. Porque, ¿qué ganamos con decir que no negamos la
realidad absoluta, si añadimos inmediatamente después que,
sin embargo, en lo fenoménico reside lo único que tiene sen
tido para el hombre? La consecuencia es la misma: el hom
bre no tiene acceso consciente a una realidad espiritual sus
tancial, ni a una realidad divina personal. La diferencia entre
una afirmación metafísica y una afirmación crítica no tiene
aquí valor. Jacobi cree descubrir lo que considera el juego del
kantismo: éste niega el último paso del espinosismo y todo
su discurso sobre la sustancia que reunifica los atributos, en
tanto que hace de él un caso de las inclinaciones dialécticas
de la razón. Pero se queda con todo lo que el pensamiento de
Spinoza extraía de aquella sustancia, a saber, la extensión y
el pensar absolutos como dos series paralelas e idénticas. Pero
además era falso que el kantismo no reuniera estos dos «atri
butos» en una sustancia originaria. Era falso que no los ele
vara a absolutos. ¿Acaso no eran manifestaciones necesarias
de la esencia del hombre? ¿No ponía Kant en el hombre la
esencia divina, la natura naturans del espinosismo? Con esto
no hacía sino agravarse la distancia respecto de una filosofía
que reconociera la realidad personal de la divinidad y el ca-
307
rácter espiritual del alma humana. Porque ahora seguía en
pie el materialismo y la caracterización de la sustancia de Spi
noza, sólo que personificada en el hombre. La natura natu-
rans, ese monstruo metafisico de Spinoza, se había achicado
hasta convertirse en Yo, pero conservaba todos sus caracte
res monstruosos. En el fondo, era la tesis del poema Prome
teo de Goethe: el hombre usurpando el papel de la divinidad.
La misma blasfemia contra la verdadera divinidad, la misma
soberbia de presentarse a sí mismo como única realidad ab
soluta. El círculo de las acusaciones se cerraba: Spinoza, Kant,
Goethe, no eran sino tres grados y tres manifestaciones del
olvido del ser de Dios y del hombre como criatura derivada.
El materialismo era el vínculo elemental entre ellos. Jacobi,
dejándose llevar por su agudo olfato, vio así más hondo en
Kant que la mayoría de sus contemporáneos.
Que todo esto llevaba al mismo ateísmo que ya defendie
ra Spinoza era algo que no se podía decir con claridad. Pero
que llevaba a otro ateísmo, esto era evidente. Y Jacobi, que
urgía a todo el mundo a decidirse sobre el estado de sus creen
cias religiosas, no podía dejar este asunto sin consideración.
El texto de Kant es ahora KrV/A 631. Y Jacobi refiere al se
gundo volumen de su obra, a su carta a Schlosser de 8 de
diciembre de 1787 para analizar el problema de un tercer ca
mino entre el deísmo y el ateísmo. La nota en la que Jacobi
habla de esto dice únicamente que Kant ha intentado un ca
mino intermedio entre deísmo y ateísmo, llamado teísmo. Pero
desde luego Jacobi quiere dar la idea de que este teísmo no
es sino el cosmoteísmo, esto es, la identificación de Dios y
del mundo infinito. Se concluye desde aquí que Jacobi quiere
identificar Kant y Spinoza en un punto más. Y naturalmente,
lo que mantiene es que todo eso son eufemismos para no lla
mar a las cosas por su nombre. Esto es: el cosmoteísmo es
un ateísmo. Se infiere de aquí que el kantismo también. Ja
cobi pensaba eso en 1787, cuando escribía a Schlosser, esto
es, en el tiempo de la segunda edición de las Briefe. En efec
to, la clave del asunto está en las reservas personales que
Jacobi ve en el fondo del tercer camino de Kant. Un deísta
no sería sino el que cree y afirma un ser supremo o una causa
suprema del mundo. Y Kant dice: «En tanto que nadie puede
ser culpado de querer negar algo que no está dispuesto a afir
mar, entonces es justo y apropiado decir que el deísta cree
en un Dios, pero que el teísta cree en un Dios vivo». Kant no
era Jacobi: aquél veía en la posición del deísta la positividad
308
de su afirmación de la existencia de Dios, aunque no afirma
ra su inteligencia y bondad. Jacobi señala sobre todo un
hecho: que el deísmo supone positivamente no estar dispues
to a afirmar la inteligencia y personalidad de Dios, y por lo
tanto, para él, esto es lo mismo que negar ambas cosas. Por
eso dice:
309
Ahora bien, ¿Kant no había hablado de un Dios racional,
creador y providente? ¿No era este el postulado de la morali
dad? ¿No se oponía así su ética radicalmente a la de Spino-
za? ¿Qué pasaba entonces? ¿Por qué esa voluntad de Jacobi
de identificar cosmoteísmo, es decir, espinosismo, con el kan
tismo? Es fácil entenderlo si consideramos que el Dios-provi
dencia de Kant era sólo un mera idea subjetiva creada por el
hombre para orientarse en su acción en el mundo. Esta era
la clave. Porque si Kant hacía de Dios sólo una idea, ¿qué
era lo real, lo absolutamente real para él, independientemen
te de toda creencia subjetiva humana? El apéndice VII de la
segunda edición de las Briefe está dedicado entre líneas a este
asunto.
Se abre este apéndice con tres textos retomados del cuer
po de las Briefe, donde se indica que cualquier método de
demostración conduce al fatalismo, que Lessing quería exi
girlo todo de un modo completamente natural, y que el Dios
de Spinoza es el principio puro de la efectividad de todo lo
real, el ser absolutamente infinito, el ideal de la razón pura.
Pero en el tercer párrafo introduce un texto de indudable re
gusto kantiano; «Al hombre en general le fue dado, entre sus
necesidades más primarias, investigar lo permanente en la in
constante naturaleza que le rodeaba y penetraba. Esta inves
tigación tenía que llevarle [...] a una serie indefinida de de
ducciones» (IV, 2, 148, cf. comienzo KrV/A). Las páginas si
guientes están destinadas a mostrar que el hombre no podía
quedarse satisfecho con una ordenación conceptual del mundo
sensible, con la tarea que la filosofía de Kant encomienda al
entendimiento. Había dos cuestiones concretas que escapaban
a esa actividad analítico-conceptual: la imposibilidad de ex
plicar el pensar desde la extensión y la imposibilidad de
explicar la vida desde la materia. Spinoza es la voluntad de
reunir ambas cosas en una sola sustancia, obviando así el
problema de reducir una de las dos dimensiones a la otra.
Pero ello imponía la afirmación de una serie infinita de media
ciones para el pensamiento y la extensión sin que se llegara a
un punto de reunión. Pero esta proyección al infinito no es
de hecho una explicación del mundo, arguye Jacobi. La pre
tensión de Lessing de que todo se diera de una manera natu
ral no podía cumplirse, ya que la única posibilidad de que el
mundo fuera explicado es que se diera su causa última. Ahora
bien, una causa es un concepto de experiencia; la experiencia
es orden en el tiempo; el tiempo es infinito; luego, el número
310
de causas que se nos puede dar es infinito sin llegar nunca a
la última. «Por tanto, el mundo de ninguna manera es com
prensible, explicable de modo natural». Expresado en térmi
nos kantianos, el mundo no es un todo sintético según la ley
de la causalidad. Jacobi recoge esto muy bien: «La condición
de posibilidad de la existencia de un mundo sucesivo cae fuera
del ámbito del concepto, a saber, fuera de la conexión de los
seres condicionados o de la naturaleza» (IV, 2, 149). Si la
razón quiere presentar lo incondicionado en lo sensible, pier
de el tiempo, decía Kant. Lo incondicionado es lo no sensi
ble, y aplicando el entendimiento no nos aproximamos un
ápice a él. Jacobi estaba de hecho contento con estas conclu
siones de Kant: la razón, en tanto que entendimiento, no tiene
uso para el conocimiento de lo incondicionado. No introduci
remos aquí la posterior evolución de Jacobi sobre este tema
de la razón. Bástenos con saber que razón no tiene por qué
ser reducida a entendimiento, a la capacidad de formar meros
conceptos en la reflexión sobre las cosas sensibles y finitas.
Lo que ahora nos podemos hacer es la pregunta kantiana:
¿Por qué el destino de la razón es aspirar siempre al conoci
miento de lo incondicionado?
Hay dos soluciones posibles aquí. O la razón es un ser
incoherente regalo de un Dios malicioso, o nosotros no hemos
contemplado la verdadera esencia de la razón. Pero en modo
alguno podemos quedarnos en el estado de una búsqueda que
siempre se niega. Como veremos, la solución de Jacobi es la
segunda: existe una razón diferente que hay que descubrir.
En todo caso, no se puede ofrecer una solución del entendi
miento al problema del origen del mundo. Y entonces lo que
hay que negar es la salida kantiana, que así queda como un
compromiso cobarde. En efecto, ¿cómo resolvía Kant este pro
blema? Manteniendo que las dos afirmaciones contrapuestas
(el mundo tiene comienzo y el mundo no tiene comienzo) obe
decen a una necesaria diferencia de intereses. Queda reduci
da la contradicción tan pronto como los dos enunciados con
trapuestos se establecen como dos máximas regulativas: aqué
lla que busca guiarse en la experiencia y aquélla que busca
guiarse en la praxis. En la investigación física se tiene que
trabajar suponiendo que el mundo no tiene comienzo, en la
investigación moral, suponiendo que existe un comienzo ab
soluto en la libertad transcendental. La razón teórica es cier
tamente un veneno, pero tiene el contraveneno en sí misma.
Cuando Jacobi se enfrenta a esta antinomia, la compren-
311
de de manera diferente. La pregunta por un comienzo del
mundo es absurda, pues no puede representarse ni explicar
se con claridad. Hasta aquí Kant. Pero, en el fondo, ¿cuál es
la solución kantiana? Conceder la razón al científico mientras
conoce: con lo que el mundo objetivamente se despliega en
una sucesión indefinida. Este es el campo de la objetividad y
de lo real. En el fondo, esto significa la negación objetiva de
lo incondicionado y con ello de lo sobrenatural, extrafísico y
no mecánico. ¿Qué queda delante de nosotros? El campo in
finito de la realidad espacial de Spinoza, que aspiramos a cru
zar, pero que nunca lo hacemos. Por otro lado, Kant nos ofre
ce la creencia subjetiva de que tal incondicionado existe. Pero,
¿qué es una creencia subjetiva ante la realidad objetiva inde
finida y tenebrosa?
Por eso la razón kantiana se reduce de facto al entendi
miento natural. Queda eliminada como órgano de conocimien
to de lo incondicionado. Pero también, por eso, al reducir todo
a demostración natural, es determinismo. La única solución
es, por una parte, la afirmación primera, pura y simple de la
existencia de lo incondicionado. «No necesitamos buscar lo
incondicionado, sino que de su existencia tenemos una mayor
certeza que de nuestra propia existencia condicionada» (IV,
2, 153). Por consiguiente, afirmando también que lo incondi
cionado enlaza con lo natural de una manera completamente
sobrenatural. De ahí que no podamos hacernos la pregunta
por la relación entre sobrenatural y natural, y de que no tenga
sentido preguntar por el origen del mundo. No podemos inte
rrogar aquí porque una pregunta supone condiciones. Lo so
brenatural es dado como un hecho. Y el vínculo con lo natu
ral es otro hecho. Volvemos aquí al realismo espiritual que
expusimos. Pero ahora entendemos que su aceptación supo
ne una transformación de la idea de razón y comprendemos
cómo esta transformación sólo pudo surgir desde un enfren
tamiento con Kant y desde una equiparación de su posición
con el espinosismo al elevar el determinismo a principio cons
titutivo real de la existencia. Sólo desde esta recepción de las
tesis de Kant, desde su necesidad de superarlas, se puede en
tender la razón como una capacidad de intuir lo no sensible,
lo incondicionado, cumpliendo en sí la condición que el criti
cismo proponía a todo conocimiento: referirse a la intuición.
Kant negaba un conocimiento racional puro porque negaba
una intuición intelectual: por eso su razón quedaba reducida
a entendimiento. Jacobi, al afirmarla como capacidad de in-
312
tuir los hechos espirituales, la caracterizaba de la única ma
nera que el criticismo permitía: como una sensibilidad para
lo espiritual. Si el entendimiento se basa en una sensibilidad
física y material, y sólo así puede conocer, guardando este
paralelismo, la razón sólo se puede apoyar sobre una intui
ción espiritual para que de esta manera pueda darnos cono
cimientos.
Pero, ¿qué razón puede ser ésa? No una que el hombre
posee como consecuencia del mecanismo, sino una que el
hombre recibe junto con su dimensión espiritual. Es una vi
sión que al mismo tiempo integra lo visto. Esa razón no es
humana, no está al arbitrio del hombre, sino que es extrahu
mana y posee al hombre. No es razón, sino espíritu que hace
al hombre en lo que éste tiene de auténtico ser. «Si se entien
de por razón el principio del conocimiento en general, enton
ces es el espíritu que constituye toda la naturaleza viva del
hombre; en este caso el hombre existe para ella y él sólo es
una forma que ella ha tomado» (IV, 2, 153). Kant quedaba
así muy lejos. Pero no superado. Una nueva terminología, en
cierta medida apoyada en su propia obra, había venido a re
plantear las mismas cuestiones que de hecho y filosóficamen
te estaban destruidas en su obra. Una nueva figura de con
ciencia surgía así sobre el fondo claro de las capacidades hu
manas que él había delineado: el Geist como un nuevo sujeto
sustancial venía a sustituir al hombre kantiano; la participa
ción en el mismo sustituía la participación práctica en el uso
de ciertas reglas de experiencia; la inmediatez, a la argumen
tación verificable y controlada. Frente al humanismo kantia
no, surgía una nueva filosofía de lo absoluto y de sus relacio
nes confusas y místicas con el hombre. La premisa de la es
peculación y del idealismo quedaba dada. Y para mayor
desgracia y confusión, justificada y avalada como si de una
superación del criticismo se tratara. Kant repitió a menudo:
¡ningún contacto con hombres como Jacobi y otros fanáticos!
Fichte no tuvo tantos escrúpulos y se decidió a fundamentar
el kantismo sobre la aceptación de esa intuición intelectual
de Jacobi. La gran confusión había comenzado. Quizás poda
mos alegrarnos si miramos las cosas desde la perspectiva de
que esa confusión cristalizó al final en obras poderosas del
espíritu humano. Pero no podemos reprimir la tristeza de ver
hundirse para siempre la obra más preclara de la sensatez y
de la profundidad de un talento que siempre se quiso mera
mente humano.Tendría que pasar más de medio siglo para
313
que se recuperara la claridad crítica del pensamiento kantia
no en la obra de Feuerbach y Marx. Pero ya para siempre se
habría cometido la injusticia histórica más irreparable de la
filosofía: asociar la memoria de Kant con el idealismo poste
rior como si fuera su desarrollo coherente. Y es evidente que
hoy da casi lo mismo cualquier decisión sobre lo que pudo
ser la verdad. Da casi lo mismo para casi todo el mundo.
Pero el filósofo siempre se ha movido por el placer de la inte
ligencia. Y aún hoy es placentero admirar el complejo, mati
zado y ordenado sistema kantiano sin mancharlo con lo que
no le es propio.
NOTAS
314
voi. p. 36). La escuela de Adickes, por ejemplo, Richard Kuhlmann,
en Die Erkenntnislehre F.H. Jacobi, p. 28, mantiene que «la inter
pretación de Jacobi no ha sido refutada hasta hoy». Herring, en Das
Problem der Affektion bei Kant, Mainz, 1953, resuelve el problema
así; «El objeto trascendental nos afecta en el fenómeno con repre
sentaciones. No somos afectados por representaciones, sino con re
presentaciones» (p. 87). Baum, en su excelente libro Vernunft und
Erkenntnis, pp. 51 y ss., da por buena esta solución que, sin em
bargo, no puede considerarse válida. Sobre este problema, cf. mi tra
bajo La filosofía teórica de Kant, Valencia, Gules, 1985, en toda su
primera parte, y Racionalidad crítica, una introducción al pensamien
to de Kant, fundamentalmente el capítulo II, «Realismo crítico», Tec-
nos, 1987.
3. Este problema de la relación entre Spinoza y el problema cen
tral del idealismo ha sido abundantemente tratado en la bibliografía
alemana. Cf. por ejemplo los excelentes trabajos de Timm, «Die Be
deutung der Spinozabriefe Jacobis für die Entwicklung der idealis
tischen Religionsphilosophie»; o de Hammacher, «Jacobi und das Pro
blem der Dialektik»; Lauth, «Fichte Verhältnis zu Jacobi unter be
sonderer Berücksichtigung der Rolle Friedrich Schlegel in dieser
Sache»; De Brüggen, «Jacobi, Schelling und Hegel», y Höhn, «Die
Geburt der Nihilismus und die Wiedergeburt des Logos F.H. Jacobi
y Hegel als Kritiker der Philosophie». Todos estos trabajos se en
cuentran en el libro editado por Hammacher, Friedrich Heinrich Ja
cobi, Philosoph und Literat der Goethezeit.
4. A esta finalidad va destinado el texto «Was heisst in Denken
zu orientieren», publicado en 1786 en la Berlinische Monatsschrift.
Como es sabido, este texto pretende un distanciamiento tanto de la
posición de Jacobi como de la de Mendelssohn, lo que determinó
que Jacobi, ante la imposibilidad de acuerdo con Kant, emprendiera
la crítica en el apéndice de David Hume. Para los detalles de esta
polémica no creo que exista nada más completo y accesible que la
introducción de Philonenko a la traducción francesa del escrito men
cionado, para la editoral Vrin, París, 1967.
5. Aún está por hacer una verdadera historia de la evolución de
la Doctrina de la ciencia, de Fichte. Lo más completo es el monu
mental trabajo de Gueroult, reeditado ahora por G. Olms, Hildes
heim, pero que no tiene en cuenta prácticamente el sistema de Jena,
el conjunto de escritos sistemáticos de Fichte desde 1797-1800.
Y además Gueroult nos propone una evolución demasiado interna.
Hasta qué punto la filosofía de Fichte se transforma en diálogo con
el propio Schelling y con Jacobi, y hasta qué punto la recepción del
System de 1800 y la cuestión del Atheismusstreit motivaron la radi
cal transformación de Fichte desde la Nova Methodo a la Neue Dars
tellung de 1801, esto es algo que necesita ulterior investigación. Cf.
para esto Lauth en su interesante librito Die Entstehung von Schel
ling Identitätsphilosophie in der Auseinandersetzung mit Fichtes
315
Wissenschaftslehre, Munich, Alber, 1975. Para ello es preciso revi
sar los textos claves de ese período. El autor y Manuel Ramos Valo
ra han traducido la Nova Methodo para Natán, Valencia, 1987, texto
clave para la época. El propio Ramos Valora realizó su tesis docto
ral sobre este tema.
6. Esta es la tesis general del libro de O. Bollnow, como ya ex
pusimos en el primer capítulo, bastante discutido, dado el uso uni
lateral de las novelas de Jacobi como texto filosófico inmediato. Verra
ha continuado esta temática en su aportación al volumen anterior
mente citado de Hammacher, titulado Lebensgefühl, Naturbegriff und
Naturauslegung bei F.H. Jacobi. Para una crítica de Bollnow, cf. las
primeras páginas del trabajo de Baum anteriormente citado.
7. Esta exigencia la ha realizado sobre todo Baum, en Vernunft
und Erkenntnis, denunciando el prejuicio de los viejos comentaris
tas como Harm y Dreyck, que sólo valoraban al Jacobi polémico (cf.
p. 1): «Es conocido que Jacobi es el primero que inaugura el enfren
tamiento crítico acerca del idealismo trascendental de Kant, pero son
menos conocidas las realizaciones de su propia filosofía, cuyos re
sultados eran casi una crítica de Kant, que no debía ser valorado
como un suceso aislado sobre sus contemporáneos y seguidores. Aquí
me parece ver un desiderátum no cumplido de la investigación de
Jacobi».
8. Para un punto de vista diferente desde el que se analiza el
problema de las relaciones con Spinoza cf. el estudio monográfico
de Hebeissen, F.H. Jacobi, seine Auseinandersetzung mit Spinoza,
Haupt, Berna, 1960.
9. El problema de las relaciones entre Jacobi y Schopenhauer, al
que ya hemos dedicado alguna nota en la introducción, debe consi
derarse a partir de la problemática del nihilismo, que Jacobi es el
primero en plantear en la filosofía moderna. Esta influencia está
apuntada por Baum, op. cit., p. 35; pero ya había sido señalada antes
por Harm, Über die Lehre von F.H. Jacobi, Berlin, Akademieabhand
lung, 1876, p. 3: «Lo que para Jacobi es una carencia de la filosofía,
el fatalismo, el ateísmo, el nihilismo, en esto consiste según Scho
penhauer la esencia verdadera de la filosofía. Antes que Schopen
hauer, Jacobi ha elevado al fatalismo, al ateísmo y nihilismo como
carencia de la filosofía, que surge desde su forma de demostración.
Schopenhauer se atiene a reconocer en esta carencia la esencia de la
filosofía». Cf. también Verra, p. 265. La cuestión es situar estas ob
servaciones en un contexto metodológico correcto para que dejen de
ser exclusivamente analogías y parecidos circunstanciales y mues
tren no un paralelismo externo, sino las razones por las que lo que
en un momento determinado es una carencia, en otro se convier
te en una opción masivamente apoyada por una clase social.
10. Lukács no analiza la obra de Jacobi en su Die Zerstörung
der Vernunft, a pesar de hacer bastantes referencias a Salomón Mai
món. Creo que este es un déficit muy señalado de la obra de Lukács,
316
que deja así fuera de lugar al iniciador de todo el irracionalismo
posterior, al que determinó todo el movimiento que el propio Lu-
kács se empeña en historiar, al que forzó toda la solución del idea
lismo al dar la interpretación que se consideró ortodoxa del auténti
co criticismo. Dado que Lukács ve en el criticismo una filosofía que
hay que superar, no podía encontrar que el motor de su superación
fuera realmente el irracionalismo, para él un fenómeno aún más de
testable que el propio criticismo y sólo explicable desde el imperia
lismo. Por lo demás, el idealismo es un camino que conduce direc
tamente al marxismo, según el filósofo húngaro, que difícilmente p)o-
día reconocer que ese motor hacia el marxismo fue precisamente
el que un irracionalista introdujo en la filosofía alemana. Si hubiera
estudiado este fenómeno le hubiera sido difícil bendecir todas las
connotaciones de la filosofía hegeliana, incomprensible sin algunas
de las claves de Jacobi, típicamente místicas y cristianas. Desde esta
perspectiva, Lukács hubiera estado indefenso ante las tesis de Dil
they —que el problema de la religión es la clave en la evolución del
idealismo—, que al fin y al cabo era su enemigo fundamental.
11. Cf. para esta religiosidad el excelente estudio de Koyré, Mysti
ques, spirituels, alchimistes du XVIe siècle allemand, Idées, NRF,
1971. Cf. también el más reciente y más apropiado colectivo de es
tudios «Zur neueren Pietismusforschung», Wege der Forschung, 440,
M. Greschat, donde se analizan las figuras de Ph.J. Spener y su
«Pia desideria», de A.H. Francke, de N.L. von Zinzerdorf y de J.A.
Bengel, todas ellas figuras básicas del pietismo en Alemania. Para
los elementos del pietismo en Jacobi, cf. Verra, op. cit., pp. 7-8.
12. Así lo han tratado sobre todo Hammacher, Die Philosophie
F.H. Jacobi, y Baum, Vernunft und Erkenntnis. En cierta medida se
puede considerar el trabajo de Hammacher, «Jacobi und das Pro
blem der Dialektik», en F. H. Jacobi als Philosoph und Literat der
Goethezeit, como una contestación al trabajo de Baum.
13. Desde una perspectiva esencialmente religiosa, ha tratado a
Jacobi sobre todo A. Schmidt, Jacobis Religionsphilosophie, y la pri
mera parte de su F.H. Jacobi, Eine Darstellung seiner Persönlich
keit und seiner Philosophie als Beitrag zu einer Geschichte des mo
dernen Wertproblems.
14. Cf. para este problema los trabajos de T. Bossert, Jacobi und
die Frühromantiker, donde expone con extraordinaria concisión y lu
cidez los problemas de la relación de Jacobi con Schlegel, funda
mentalmente a través de la relación de la novela Lucinde con el ideal
de amor de Jacobi expuesto en Woldemar. Este tema merece un es
tudio más detenido. La novela de Schlegel, verdadero testimonio de
la época del Romanticismo emergente, ha sido editada por Natán,
Valencia, 1987, traducida y anotada por Berta Raposo e introducida
por R. Münster. Otro tema importante es la relación entre Jacobi y
Jean Paul, analizado fundamentalmente en los siguientes trabajos:
Geissendörfer, Th., «Jacobis Allwill and Jean Paul’s Titan», en The
317
Journal of English and Germanic Philology, 27, 1928, pp. 361-370;
Hartmanshenn, H., Jean Pauls Titan und die Romane F.H. Jacobi,
Marburgo, Dissertation, 1934; Jappe, H.F., (dean Paul anci F.H. Ja
cobi», en Jean Paul Blätter, ed. por la Jean Paul Gesellschaft, 5, 1930,
pp. 15-22; cf. también la misma publicación, 4, 1929; Müller, «Jean
Paul und Jacobi», en Zeitschrift für Philosophie und philosophische
Kritik, 140 (1910), pp. 108-110. Cf. también, para las relaciones con
otros autores románticos. Schrick, W., «Coleridge and F.H. Jacobi»,
en Revue beige de Philosophie et Histoire, 36, 1958, pp. 812-850.
15. Cf. para esto las notas de la introducción.
16. Cf. sobre todo el capítulo 4, 1.
17. La valoración de las relaciones de Jacobi con Spinoza es una
constante en los estudios de Jacobi. De entre las opiniones y juicios
concretos destaco ante todo los siguientes; para una historia de la
problemática de la recepción de Spinoza en Alemania, cf. el recuen
to de Verra, pp. 76-82 (donde se trata Bayle, Wolff, la primera tra
ducción de la Ethica, en 1744, por J.L. Schmidt, Mendelssohn y Les
sing en su común ensayo Pope, un metafísica, 1753 y la extraña y
forzada relación entre Lessing y el Prometeo de Goethe, tal y como
la ve la época, mencionando las recensiones más importantes). Verra
mantiene, a lo que creo con razón, que la clave del espinosismo de
Lessing reside en poner en solfa la concepción ortodoxa de la divini
dad, que según Lessing debe carecer de caracteres antropomórficos,
que según la tradición espinosista correspondían a la imaginación y
no a la razón. Por esto no podía haber acuerdo entre Jacobi y Les
sing, pues para el primero el espinosismo era precisamente el antro
pomorfismo perfecto, en tanto que hacía del criterio de razón sufi
ciente, de causalidad, un principio al que se debía someter el propio
Dios. El salto mortal tiene esa misión lateral: al aplicar la noción de
creación nos obligamos a romper el carácter absoluto del principio
de razón. Por eso creo que Timm (Die Bedeutung..., p. 53) está acer
tado al centrar el significado de la polémica no en la presentación
de Spinoza como ateo, sino en la nueva fundamentación de esa pre
sentación de la filosofía de Spinoza de tal manera que por sí misma
atenta contra toda la filosofía, es decir, contra toda pretensión de
usar indefinidamente el principio de razón —que no otra cosa es
para Jacobi y para la época la filosofía que se pretende sistemáti
ca—. Pero por eso mismo la mayor significación de la polémica será,
en segundo lugar (Timm, p. 37), exponer la filosofía transcendental
desde el espinosimo y el espinosismo desde la filosofía transcenden
tal, esto es, rehacer la filosofía aceptando de entrada que tiene que
ser una forma de espinosismo. Homann entiende el problema desde
una perspectiva radicalmente diferente, pero no por eso menos inte
resante. Para Homann, la cuestión del salto mortal tiene que ver
fundamentalmente con el mismo problema de Weber en su Wissen
schaft als Beruf, de 1919: si es posible fundar científica o racional
mente los últimos elementos de la vida práctica y de la vida perso-
318
nal (Homann, Die Philosophie der Freiheit, p. 138). La voluntad de
Jacobi es llevar toda posición racionalista hasta sus últimas conse
cuencias, hasta el momento en que queden claras las contradiccio
nes, que exigen sin más una decisión que debemos tomar por salto
mortal, por elección. Jacobi aceptaría a medias esta posición, por
que posteriormente dirá que dar el salto mortal es una decisión ra
cional, porque es reconocer lúcidamente el carácter infundado del
entendimiento y permite aceptar que la creencia sea la base de la
vida: ésta es la nueva noción de razón. Timm dice de este particular
que en cierta medida la filosofía de Spinoza era más cercana a esta
limitación del entendimiento, a esta decisión, que a la mediación in
finita del saber por razones: «La contradicción en la relación de Ja
cobi con Spinoza corre también finalmente sobre la pregunta de si
según Jacobi la filosofía de Spinoza es un racionalismo o la supera
ción positiva del mismo. ¿Se aprecia su principio en la demostrabili
dad absolutamente puesta de la mediación infinita del saber o en la
inmediatez de la verdad que se asegura a sí misma, y para la cual
la discursividad racional es un medio? Sobre esta pregunta las Brie-
fe no dan ninguna respuesta clara. [...] Spinoza es el «Woher», pero
también el «Wohin» del salto mortal de Jacobi. [...] Spinoza es
la filosofía de Jacobi negativamente, pero también es la filosofía de la
creencia positivamente. Lo antiespinosiano en él reside en la oposi
ción de ambos» (op. cit., p. 57). Y expresado aún más concretamen
te: «El conflicto de Spinoza —que para Jacobi prosigue en su crítica
a Kant, a Fichte y a Schelling— era propiamente si la Ethica de Spi
noza debía leerse desde arriba o desde abajo, desde el concepto de
Dios de la primera parte o desde el “amor intellectualis Dei” la últi
ma» (p. 58). Lo que es preciso decir como único complemento a estas
acertadas manifestaciones, es que el idealismo de Schelling y Hegel
intenta fundamentalmente reunir estas dos dimensiones de la filoso
fía de Spinoza en un solo discurso que vincule el determinismo de
la primera parte de la Ethica con el sentimiento de la libertad inte
lectual que se invoca en la última, y que el propio Jacobi integra en
su pensamiento. Verra también ha visto esta escisión introducida por
Jacobi en el cuerpo uniforme del pensamiento de Spinoza (cf. su
obra, pp. XVIII y ss.), que él expresa como una disociación entre la
ética y la metafísica, lo que obliga a una teoría del conocer diferente
de la mediación racionalista: la intuición intelectual y la libertad
como «senso del divino» (p. XIX) Esta es la otra cara de la nega
ción de Spinoza: la afirmación del carácter inmanente de la libertad
al conocer, a la razón y a la intuición intelectual (p. XIX). Por lo
demás, para la continuación de la polémica, cf. Verra, op. cit.,
p. 85, sobre An die Freunde Lessings, donde Mendelssohn defiende al
Lessing deísta, al Lessing de la religión de la razón; sobre Morgen-
stunden, donde Mendelssohn se repliega y acepta que <cun espinosis-
mo purificado es compatible con todo lo que la moral y la religión
tienen en lo práctico», pudiéndose conciliar con el judaismo. Lessing
319
defendería un panteísmo purificado, una voluntad de no aceptar nin
guna revelación (Verrà, p. 86), que se sostiene en la posibilidad de
armonizar el sistema de las causas finales y eficientes. Para el papel
de Hamann, cf. p. 90. Para la participación de Herder y Goethe en
la polémica, cf. Verrà, pp. 114-119. Para la polémica sobre el cripto
catolicismo, cf. pp. 180-181. Sobre el contenido concreto de la polé
mica, cf. pp. 105-113. La tesis fundamental de Verrà es que el signi
ficado de la polémica es sobre todo ético: la defensa de la libertad
humana contra el fatalismo (p. 139). «Fatalismo consiste en recha
zar que el pensamiento pueda tener función autónoma alguna en la
vida ética y no en negar que tenga en sí una peculiaridad» (Verrà,
p. 139). Verrà pasa a comentar las tesis sobre la libertad a partir de
la p. 148. Timm, en su ensayo en Tagung in Düsseldorf, mantiene
que existe de hecho un problema teológico: «Espinosismo para
Jacobi-Lessing quiere decir: un Dios que es consciente de sí mismo
no en sí, sino en sus criaturas, en otro de sí mismo, que él produce
en virtud de su ser» (cf. p. 48); pero en el fondo aceptar esta dimen
sión de Dios, que en principio es inconsciente de sí, es aceptar la ne
cesidad del Hijo como logos. Así que insisto en que la cuestión resi
de en hacer una equivalencia entre el Dios Padre de la Trinidad con
la sustancia espinosista. Pero la significación de esta proyección es
fundamental cuando descubramos la polémica de Schelling con Jaco-
bi: es preciso reconocer una naturaleza en Dios que es abismo, in
consciencia, pero también inquietud por llegar a reconocerse, por lle
gar a ser Dios genuinamente. Sólo que este reconocimiento de Dios en
el espinosismo reformado de Schelling —como en Lessing— no se da
inicialmente en alguien diferente de sí, sino que en la lógica de la teo
logía trinitaria sólo se puede dar en sí, pero como segunda persona.
En una palabra: no es un naturalismo como el de Herder. Con clari
dad podemos decir que el espinosismo se media en la generación más
joven por el problema central de la renovación de la teología trinitaria.
18. Sobre Allwill y su significación como personalidad prototípi-
ca, reenvío al lector a nuestro capítulo III.
19. Jacobi describe esta experiencia en el tomo IV, 1, 48, de las
Briefe; la vuelve a narrar en David Hume, y constituye el motivo
fundamental de su apéndice III a la segunda edición de las Briefe,
cf. IV, 2, pp. 67-73.
20. Para las relaciones entre Jacobi y Goethe reenvío también al
estudio de Nicolai, Goethe und Jacobi. Studien zur Geschichte ihrer
Freundschaft, y a lo que ya dijimos sobre todo esto en nuestro III ca
pítulo.
21. Otros trabajos sobre esta relación son Deycks, F.H. Jacobi
in seinem Verhältnis zu seinen Zeitgenossen, besonders zu Goethe,
y Kühn, J., Der Junge Goethe im Spiegel der Dichtung seiner Zeit.
Para una breve semblanza, cf. Verrà, p. 12 para la relación de las
figuras de Woldemar en las cartas a Goethe, y en la p. 13 para la
concepción del arte como algo nacido de la experiencia.
320
22. Pascal y Fenelón, así como Bossuet, serán referencias cons
tantes a partir de ahora en las obras de Jacobi, si bien no conozco
un estudio dedicado a esas relaciones, que desde luego no son exce
sivas en los años de la formación de la doctrina de Jacobi. Otros
elementos de la cultura francesa, como Bonnet, sí que han merecido
la atención de los estudiosos, cf. p. ej. Isenberg, Der Einfluss der
Philosophie C. Bonnet auf Jacobi, Leipzig, Neske, 1906. Para Bon
net, cf. Savioz, R., La philosophie de Ch. Bonnet de Géneve, París,
Vrin, 1948. Se echa de menos también un estudio monográfico sobre
la influencia de Rousseau y sus novelas sobre las novelas de Jacobi.
Para Rousseau-Jacobi, cf. Verra, p. 7. Esta influencia entró en Ale
mania fundamentalmente a través de un artículo del propio Wieland,
Werke, Berlín, 1909, vol. VII, p. 378. A partir de aquí se introduce
el ideal de la Sympathie como forma de alegría natural, como Emp-
findsamkeit, etc., valores que comparten las dos novelas de Jacobi:
cf. para todo esto Verra, op. cit., p. 63, nota 4.
23. La filosofía de Fichte parte de este pathos, como queda refle
jado perfectamente en sus Einige Aphorismen über Religión und Deis-
mus, y en las Reflexionen religio-philosophisches de 1791, traduci
dos por mí en la revista Er de Sevilla y que se centran en el proble
ma de las relaciones entre la religión del corazón y la religión de la
cabeza. Esta zozobra fue compartida también por el Reinhold inme
diatamente anterior a su conversión a la filosofía kantiana. Curiosa
mente, en ambos autores la teología moral de Kant será el puente
capaz de sintetizar una religión que calme a la razón y al corazón.
Kant sin duda nunca vivió esa zozobra, ni previó este uso de su
teoría de los postulados. Este uso de Kant es decisivo para entender
la recepción kantiana de la época. Fichte se vuelve a Reinhold mucho
antes de la problemática de Aenesidemo, porque tiene un programa
de por sí coincidente con el suyo: exponer popularmente el kantis
mo como premisa para defender la teología moral. Pero Fichte verá
en el kantismo desde siempre un problema central: la emergencia
de la libertad y la posibilidad de una acción libre en un mundo sen
sible. Por eso Fichte se preocupará siempre de un problema que de
termina toda su filosofía: la síntesis del mundo de la libertad —in
teligible— con el mundo de la naturaleza —sensible—.
24. Es curioso que una filosofía como la de Spinoza, que surge
como un rechazo de la experiencia vital que luego resultará típica
de los protorrománticos, como un rechazo de la inclinación continua
a la experimentación subjetiva permanente —véase para esto las con
fesiones de los primeros parágrafos del De Emendatione intellecti, re
forme de Ventendement, Pléyade, Oeuvres Completes, pp. 102 y ss. —
y de una búsqueda del objeto que proporcione alegría permanen
te y creciente por sí solo, se utilice ahora para fundamentar precisa
mente justo la experiencia prerromántica como la única legítima, hu
mana y natural.
25. Herder, como sabemos, terció en la polémica sobre Spinoza
321
con un diálogo, Goti, que conoció dos ediciones radicalmente dife
rentes, dado que la segunda está considerablemente reducida, justo
en la parte en que Jacobi centró su crítica. Ésta se llevó a cabo en
su apéndice V de la segunda edición de las Briefe, IV, 2, 82-96. Sin
embargo, frente a Kant supieron hacer ambos un frente común cuan
do el idealismo fue obligado a abandonar su cátedra principal, a co
mienzos de siglo: en efecto, ambos supieron usar las anotaciones de
Hamann sobre la Metacrítica de la razón pura, en dos obras de di
ferente ambición y de escaso éxito: la Metakritik zur Kritik der rei
nen Vernunft, titulada globalmente Verstand und Erfahrung, Leip
zig, 1799, parcialmente traducida en la edición de «Obras selectas»
de Alfaguara, y el escrito de Jacobi, Sobre la empresa del criticismo
de reducir la razón a entendimiento. El escrito madre de ambas «me-
tacríticas» era mucho más sugerente y punzante. Una traducción ase
quible al italiano se encuentra en Croce Saggi Filosofici, III , Bari,
Laterza, 1913, pp. 291-315.
26. Baum, siempre atento a los elementos positivos de la filoso
fía de Jacobi, ha mostrado que la teoría del salto mortai es mucho
menos definitiva de lo que parece, y que en el fondo equivale a un
momento metodológico más que debe ser complementado con una
explicación positiva de la teoría de la creencia, de la percepción
—como superación de la teoría tradicional de la representación—
y de la intuición. Cf. fundamentalmente Vernunft und Erkenntnis,
pp. 18, 25 y 97. Y sin embargo hacia 1792 resurgirá como categoría
central de la historia de Jacobi.
27. Las relaciones positivas con el empirismo ya fueron señala
das por Harm de una manera tan rotunda como ésta: «El elemento
positivo en Jacobi es un empirismo. Su empirismo es un empirismo
de la vida y no de la ciencia» (op. cit., p. 14). Baum ha centrado el
problema rastreando la influencia de Reid y de Berkeley (cf. Baum,
pp. 78 y 106).
28. Baum no cita esta influencia del joven Kant sobre Jacobi.
Quizás por eso está inclinado a interpretar el empirismo de Jacobi
desde el empirismo inglés, que en modo alguno era una filosofía rea
lista; y por eso tampoco señala la solidaridad entre un empirismo
de corte kantiano —de la época de 1670— y la apelación a la intui
ción —y no a la sensación— como forma de conocimiento inmediato
de la realidad externa. Cf. para todo este período kantiano y el papel
de la intuición mi libro La formación de la crítica de la razón pura.
Universidad de Valencia, 1981, cap. I.
29. David Hume se editó en la primavera de 1787 antes de la
segunda edición de las Briefe y contenía el archifamoso apéndice
sobre el idealismo transcendental, donde se mostraba la íntima in
coherencia de la doctrina kantiana. En la edición de sus Werke apa
rece como la primera obra auténticamente filosófica de su autor, que
compuso un prefacio para ella como introducción a toda su obra
filosófica, en el que se defendía una noción de razón radicalmente
322
distinta de la que se defendía en el propio libro introducido (de una
razón como diferencia gradual con la sensibilidad, se pasó a la razón
como una diferencia radical con todo el entendimiento y la sensibili
dad). El trato de Jacobi con Kant no acaba en David Hume sino
que tiene los siguientes jalones: 1792, en el apéndice a la nueva edi
ción de Allwill titulado «A Erhard O*»; 1800, en Sobre la empresa
del criticismo de reducir la razón a entendimiento; 1815, la intro
ducción al tomo II de sus Werke; y por fin una «Epistel über die
Kantische Philosophie», aún inédita y en posesión del Archivo
Goethe-Schiller de Weimar, y cuya importancia para el tema que nos
ocupa desconozco.
30. Cf. para esta expresión en su primera ocurrencia, cf. IV, 1, 55.
31. Cf., sobre esto Vidal Peña, El materialismo de Spinoza, Re
vista de Occidente, 1974, sobre todo el capítulo 2, «La idea de sus
tancia en Spinoza como materia ontológica-general», pp. 77-117.
32. Para este problema de las relaciones entre Fichte, Reinhold
y Jacobi, cf. la introducción a mi edición de las Obras filosóficas de
K.L. Reinhold (incluye «El destino de la filosofía kantiana», «Sobre
el fundamento del saber filosófico» y otros ensayos), que próxima
mente editará Península en su colección «Textos cardinales».
33. Timm ha mostrado que Jacobi tenía la opinión de que Kant
era espinosista antes de que construyera las Briefe en su primera
edición, y sólo por prudencia debió callar. A sus amigos, sin embar
go, les comentó la verdad; así a Winzenmann, en carta de 17.6.1784
reconoce que Kant ha tomado la noción de intuición a priori de Spi
noza: «Usted puede ver desde este pasaje que también nuestro Kant
ha leído a Spinoza con provecho». Cf. Timm, Die Bedeutung der Spi-
nozabriefe Jacobis für die Entwicklung der idealistische Religión Phi
losophie, pp. 62 y ss.
323
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Ca p ít u l o V I
325
prendió que las cosas no podían quedarse así; él no era ni
había sido nunca el defensor de un irracionalismo radical, de
un fanatismo religioso fácilmente confundible con un fideís
mo autoritario. Él no se sentía así en su interior y se veía
legitimado para defenderse de las acusaciones de criptojesui-
tismo que sobre él se habían vertido. Necesitaba mostrar qué
cosa peculiar era para él la fe. Herder le hizo ver que este
problema quedaba pendiente en las Briefe, y que sin él este
libro carecía de unidad. Si alguna dirección debía tomar su
pensamiento era ésta: una reflexión fundamental sobre la
creencia.*
La cuestión era romper la estrategia de la defensa que
había iniciado en las Briefe y con la serie de réplicas y con
trarréplicas intercambiadas con Mendelssohn. No podía de
fenderse haciendo apelaciones personales. Su defensa tenía
que poseer autoridad filosófica. Para eso sólo quedaba un pro
cedimiento; mostrar que su argumento en las Briefe era es
trictamente racional, que era una exigencia de la razón la que
forzaba a dar el paso hacia la aceptación de un no-saber, de
una creencia. Esta era la clave: la propia razón exige la creen
cia. No se trataba entonces de querer ser irracional, oscuran
tista, sino que se apelaba a la creencia justo porque se quería
ser consecuentemente racional. Y para ello no había otra po
sibilidad que vincular su estrategia a pensadores clásicos sin
sospecha alguna de oscurantismo, de anti-ilustración. La pa
radoja así quedaba garantizada: David Hume, el ideal de la
Ilustración, sostenía exactamente la posición de Jacobi, el apa
rente ideal de oscurantismo.^
Ciertamente que Jacobi no conocía, al componer David
Hume, todas las consecuencias de su posición. Cuando escri
ba su prefacio a las Obras completas corregirá entonces al
guna debilidad de su argumentación, referente sobre todo a
la relación entre entendimiento y razón (II, 7-8). Esto le obli
gará a perfilar toda su posición general; porque la razón no
puede configurarse como una capacidad aislada respecto de
las demás facultades cognoscitivas, sino que como facultad
de la creencia (esto es, de la intuición de la realidad inteligi
ble) debe ser mediada ulteriormente por el entendimiento
como capacidad general del pensar discursivo. Se descubría
por fin aquello de lo que se trataba; la razón era una capaci
dad de auténticos principios intelectuales, exactamente igual
que la sensibilidad era la capacidad de los auténticos princi
pios sensibles.
326
Resultaba claro que el tema del libro era una discusión
con el fundacionalismo larvado que recorría toda la filosofía
moderna.^ Pero también que era esencialmente un ataque a
la filosofía de Kant en tanto carente de auténtica fundamen-
tación, y un reto para que la filosofía reconociera valiente
mente que no había otro principio último que la creencia. Ja-
cobi sabía que con eso se volvía a la dinámica de la filosofía
prekantiana, pero ahí residía un elemento central de su estra
tegia. Repudiaba de Kant su rechazo a entregarse a un últi
mo principio absolutamente idealista, su escepticismo trans
cendental, su dualismo empírico, que impedía que la razón
ofreciera principios propios y que forzaba su reducción a mera
capacidad ordenadora del entendimiento, lo que significaba
para Jacobi quedar reducida al entendimiento propiamente
dicho. Jacobi sabe todo esto, pero lo justifica como en las Brie-
fe: manteniendo que la auténtica filosofía es la de Spinoza,
esto es, la que busca ser un sistema perfecto fundamentado
en sí mismo. Es la estrategia de siempre: negarse a alterar el
concepto de filosofía del racionalismo para hacer inevitables
sus conclusiones frente a Kant.
Ese era el objeto del libro: mostrar que el proyecto funda-
cionalista del conocimiento, típico del pensamiento moderno,
o bien se disolvía en una negativa arbitraria a seguir buscan
do una instancia unificadora de la dualidad (tal le parecía a
Jacobi la posición de Kant) o se entregaba a algún tipo de
principio que no era realmente conocido o representado, sino
creído. La base de todo conocimiento no podía a su vez ser
conocida; la base de toda representación no podía ser a su vez
representada. Con ello surge la obsesión de construir el siste
ma que va a dominar en toda la llamada filosofía poskantiana.
Sin esta obsesión la filosofía de Fichte no tendría sentido. Por
eso este capítulo tiene que mostrar cómo Jacobi impuso esta
obsesión, esta estrategia fundacionalista extrema, cómo lo hizo
mediante una crítica a Kant, cómo soportó esta crítica sobre la
filosofía del Yo de Leibniz, y cómo al hacerlo así marcó el ca
mino hacia Reinhold y hacia Fichte a un mismo tiempo. Y todo
ello fue posibilitado porque Jacobi supo defender que él deba
tía un problema estrictamente filosófico, una exigencia de ra
cionalidad. Como el mismo Jacobi escribiría más tarde:
327
Briefe y dos años antes de la segunda edición de las mismas.
La afirmación que expuse en mi obra sobre la doctrina
de Spinoza, de que todo conocimiento humano procede de la
revelación y de la creencia, suscitó un escándalo generaliza
do en el mundo filosófico alemán. No podía ser completamen
te verdad que existiera un saber de primera mano que condi
cionara todo el saber de segunda mano (la ciencia), un saber
sin pruebas que precediera necesariamente al saber de lo pro
bado, que lo fundamentara, lo dominara completamente y lo
mantuviera.
De hecho escribí este diálogo para justificar aquella afir
mación tan combatida y para presentar en toda su falsedad
e incoherencia aquellas acusaciones contra mí en el sentido
de que era un enemigo de la razón, un predicador de la fe
ciega que despreciaba la ciencia y la filosofía; en suma, de
que era un fanático y un papista [II, 3-4].
328
esté lista para la siguiente feria, para S. Miguel del año si
guiente. Pues bien, dentro de los preparativos de esa segun
da edición hay uno, sin duda concebido como uno de tantos
apéndices a las Briefe, que Jacobi describe así:
329
Realität, Wahrheit und Irrtum» en el que expondrá su «Phi
losophie, Moral und Religion» (cf. AB, I, 411), justo en el
mismo orden que pretendía la obra crítica, y justo desde un
análisis que ya de por sí parece cuestionar el vocabulario bá
sico de la filosofía kantiana. Sin embargo, realmente aquí des
cubrimos las serias diferencias de formación que separan a
Jacobi de los demás miembros de esa reacción. Comparado
con Kant, quizás nos parezca un aprendiz, pero compara
do con Lavater y Hamann nos parece —y esto es lo fundamen
tal— filósofo: habla desde una tradición perfectamente reco
nocible por todos los que se dedican al pensar. Por eso será
el único del grupo que tenga influencia genuina: defenderá
desde una tradición estrictamente filosófica justo lo que La
vater va a defender desde la apelación a la magia (cf. AB, I,
413). Es más, justo porque sus objeciones al criticismo vie
nen hechas desde tradiciones filosóficas bien asentadas
—mejor asentadas desde luego que el propio criticismo, como
es el caso del leibnizianismo—, van a obtener perfecto eco
sobre pensadores que, aunque convertidos al kantismo, son
por formación y por sedimento cultural prekantianos. De otra
manera no se comprenderá el papel ni la centralidad de Jaco
bi en todos estos procesos.
Antes de pasar a una exposición de la filosofía de esta
obra, interesa llevar a cabo una pequeña, protesta por la es
casa atención que ha merecido por parte de los estudiosos.
Verra sólo le dedica algunos párrafos en los que resume sus
tesis principales poniendo de manifiesto sobre todo su rela
ción con el Kant precrítico. El siempre excelente Zierngiebd
le dedica un pequeño epígrafe para pronto introducirse en las
relaciones sistemáticas de Kant y Jacobi. Quizás esto sea de
bido a la propia presentación paradójica de la obra, que cier
tamente es forzada o buscada por el autor para otorgar dig
nidad filosófica a sus tesis. Pues en el fondo es fácil pensar
que ese intento de mezclar la fe de Lavater con el concepto
de Belief de Hume no puede tener sino resultados endebles.
Sin embargo, no debemos hacer juicios prematuros a este res
pecto pues la obra tiene más repliegues que ese elemental que
se recoge en el título.
En efecto, en la introducción a la edición de 1787, que no
aparece luego en la Werke, se nos informaba de que el libro
estaba concebido para tener tres partes: una primera sobre
David Hume y su teoría de la creencia; una segunda sobre las
diferencias entre realismo e idealismo y una tercera que
330
trataba expresamente sobre la teoría de la razón o sobre Leib-
niz. Cuando Jacobi decidió acortar la obra, haciendo de ella
el diálogo que todos conocemos, no rompió totalmente con
esa idea —pues ya debía tener materiales concretos para
ello—, sino que se limitó a dejarla implícita. Para nosotros
es perfectamente reconocible en el proceso dialéctico de esos
dos personajes, el Yo y el Él. Por tanto, ni mucho menos co
rresponde a Hume el papel central de la obra, sino sólo de la
primera parte. La segunda se concentraba en el ataque a Kant,
y en la tercera y conclusiva destacaba la figura de Leibniz
como la única que podía ser eficaz para reconstruir una teo
ría de la razón. La síntesis final entonces no era Hume-Lavater
sino Leibniz-Jacobi.^ Si la obra hubiera reflejado ese título, a
buen seguro que habría sido leída con más atención por los
comentaristas, al menos con la misma atención que la leye
ron los contemporáneos, quien desde luego conocieron este
prefacio. Desde lo dicho, por tanto, es fácil comprender nues
tra decisión de respetar esa estructura en nuestra exposición.
Vayamos entonces a nuestro tema y expongamos ante todo
la alteración de la noción de creencia por parte de Jacobi.
2. La noción de »Glaube»
331
es un fenómeno contrario a la racionalidad, sino antes bien,
funciona como el fundamento de toda racionalidad. Puestas
así las cosas, la estrategia de Jacobi no puede ser más des
honesta, porque traiciona perfectamente la voluntad última de
los análisis de Hume: destacar qué puede ser una creencia
natural a fin de mostrar el absurdo de algunas de nuestras
creencias «artificiales» o religiosas. Sin embargo, y en honor
a la verdad, Jacobi no altera lo que él entiende por fe religio
sa hasta hacer que cuadre formalmente con el modelo de la
Belief humeana, sino que desde siempre había tenido ese con
cepto de fe. Desde siempre defendió ese realismo espiritual
que le es característico y que enlazaría la primera y la segun
da parte de la obra.
Aunque Jacobi es un buen diplomático, creo que en esta
obra es ciertamente transparente. Veamos, pues, cómo mati
za esa estrategia general en los meandros de su exposición.
El punto de partida de toda la obra, como ya dije, es la acu
sación que ha recaído sobre Jacobi de fomentar el oscuran
tismo y «la creencia ciega e indigna de la razón» (II, 137).
Jacobi entonces decide definir esa «creencia ciega» de una ma
nera absolutamente pulcra, pero también ambigua: es «ein auf
Ansehen gestützter Beifall, ohne Gründe oder eigene Einsich-
te» (II, 137), esto es: una aprobación apoyada sobre el con-
•templar, sin fundamentos o ideas propias. Repárese en la
palabra que emplea Jacobi para definir la creencia: Ansehen,
y la opone a eigene Einsicht, todas ellas derivadas de ver, de
sehen, de mirar o de intuir con evidencia. Y Jacobi va a de
fender que eso en modo alguno es algo que caracteriza las
tesis de Roma sobre la fe religiosa, sino que es algo que ca
racteriza toda actividad que llamamos racional, y por ello se
tiene que poner en la base de todo uso del entendimiento. O
de otra manera: que toda racionalidad reposa sobre afirma
ciones que no descansan a su vez sobre fundamentos racio
nales. Y esto pasa a demostrarlo diciendo que toda nuestra
relación con los objetos externos —por tanto, todas las ope
raciones del entendimiento comparativo y de la facultad de
juzgar— se basan en la creencia sobre los objetos externos.
Pero repárese en la estrategia: Jacobi define la noción de
creencia con una nota amplísima: aquella aceptación que no
descansa ni en fundamentos racionales ni en una visión pro
pia. La visión que funda creencia tiene que superar esa dimen
sión de privaticidad y estar en condiciones de ser común. La
tesis de Jacobi es que esta superación de la visión propia sólo
332
puede ser propiciada por el propio objeto real en su propia
donación. Demuestra luego que esa noción juega en algo tan
básico como la relación con los objetos externos. Y luego pasa
a afirmar que la creencia religiosa es exactamente lo mismo,
la aceptación inmediata de otro objeto externo a mí, sólo que
espiritual. Pero todos sabemos que en la creencia religiosa en
tran muchos más componentes de sentido que están ausen
tes de aquella definición tan abstracta y que no pueden ser
fundados por ella. Y sin embargo creo que todo esto es se
cundario para valorar la filosofía de Jacobi, porque si algo
debe quedarnos claro desde los capítulos anteriores es que
Jacobi no era un cristiano ortodoxo. Las sospechas de los ber
lineses, y sobre todo de un berlinés tan dogmático como Ni-
colai, estaban en el fondo provocadas porque, aun sin enten
der a Jacobi, sabía que él no era de los suyos. Luego tenía
que ser de Roma.
Sin embargo, la exposición que hace de la tesis de Hume
introduce algunos detalles importantes, aunque sólo sea a ni
vel terminológico. Para eso distingue entre glauben y wissen,
manteniendo que respecto de los objetos externos wissen es
idéntico a empfinden. Por eso bastará hacer un análisis de
lo que se siente-sabe para dejar en un residuo lo que se
cree de ellos, a saber: todo lo que sin sentirlo decimos o
nos representamos de ellos. Así, ante un objeto externo, nues
tra relación es más amplia de lo que se siente de él: «Die
Empfindung, verknüpft mit ihrer Ursache, giebt mir diejeni-
ge Vorstellung, die ich Sie nenne» (II, 141), dice el que dialo
ga con Jacobi. Por tanto, en nuestras relaciones con los obje
tos, en nuestras representaciones, incluimos las sensaciones
que tenemos de ellos más la idea de que ellos son la causa
de esas sensaciones. Pero la idea de que ellos son la causa de
nuestras sensaciones no es a su vez una sensación: yo sien
to los efectos de esa causa, pero no siento la causa misma.
Pero si no siento la causa misma entonces no «sé», no conoz
co, no puedo tener Wissen de la causa misma, esto es, del
objeto independientemente de mi sensación. Y entonces sólo
puedo afirmar la exterioridad del objeto mediante Glaube.
Cuando el otro miembro del diálogo define esta Glaube, habla
de una «sinnliche Evidenz» que produce una «unmittelbare
Gewissheit wie die von meinem eigenen Dasein» (II, 142).
Jacobi pide razones de esa certeza inmediata. Porque cier
tamente nosotros podemos estar absolutamente ciertos de que
poseemos sensaciones, pero ¿cómo lo estamos de que esas sen
333
saciones obedecen a objetos externos? Toda prueba acerca de
ello tendría que basarse en sensaciones a su vez, lo que en
modo alguno nos permitiría afirmar nada acerca de la causa
de esas sensaciones, y no nos haría escapar más allá de su
ámbito hacia el objeto externo. Por tanto, si desde el ámbito
.inmanente de las sensaciones no hay posibilidad de apelar a
la causa, no hay posibilidad de apelar a la razón —repárese
cómo Jacobi juega con la identificación entre causa y razón—,
y nuestra afirmación sobre la existencia de cosas externas es
algo infundado, Grundlos, y por lo mismo cae dentro de la
definición de creencia: no se deriva de Vernunftgründen (II,
145). Pero si esa creencia es la que conecta el mundo de las
sensaciones con el mundo de la realidad externa, si es la base
para que se pueda apelar a causas, entonces no sólo la creen
cia es refractaria a la racionalidad, sino que además es el fun
damento de la racionalidad: sin ella no habría noción alguna
de causalidad ni de razón real de las cosas.
Podemos llamar a esta Glaube como queramos, pero es
evidente que para Hume era algo muy parecido a un instin
to, dado que él la proyectaba a todo el género animal: «Even
the animal creation is governed by a like opinión, and pre
serve this belief of external objects» {Enquiry, XII). Por todo
eso, esta noción de creencia entra dentro del grupo de nocio
nes que Jacobi reúne bajo el nombre de Triebe. Como aquí,
la creencia no depende de nuestra voluntad: nos sentimos obli
gados a distinguir entre imaginación y realidad llevados me
diante una especie de necesidad que produce en nosotros un
Gefühl. «Die Natur muss es erregen, gleich alien andern Ge-
fühlen» (II, 160). Sólo así se distinguen todo tipo de relacio
nes conceptuales de ideas respecto de las relaciones de he
chos y la diferencia viene a residir, en la línea del Sturm, en
que las últimas están asentadas en relaciones vitales-naturales
y las primeras en relaciones reflejas y muertas.
Todos los temas de la primacía de la intuición como do
nación real del objeto, que Jacobi había extraído de la filoso
fía kantiana de la década de los sesenta, tan bañada ella de
espíritu humeano, vuelven a aparecer aquí. En efecto, la creen
cia es un sobreañadido a la mera sensación. Pero como tal es
una sensación más fuerte, viva y vigorosa que la de la imagi
nación, hasta tal punto que no podemos hablar de ella como
eigene, como privada, lo que sí sería posible en el caso de las
imágenes. Pues bien, esa sobredeterminación, ese sentimien
to que produce la naturaleza, es sin duda el sentimiento de
334
lo real, es, «aquel acto del alma en que lo real, o lo que tene
mos por tal, obtiene más presencia, más peso en el entendi
miento y un influjo más fuerte sobre las pasiones y la imagi
nación» (II, 162). Como la propia seriación de las ideas no
puede por sí misma, en sus relaciones discursivas, producir
esa sobredeterminación, inevitablemente creemos en lo real ex
terno como su causa. Creencia así es el sentimiento de lo real,
Gefühl des Reales, sobre el que el entendimiento traza sus
relaciones discursivas. «Die Philosophie kann nicht mehr he-
rausbringen» (II, 163).
Lo fundamental es que no podemos demostrar la existen
cia de la cosa, pero la creemos. Y esto significa que no la
sentimos, pero que tenemos una certeza insuperable de ella.
La verificamos y la afirmamos con una convicción perfecta
que carece de razones (II, 167). Y la cuestión es que si bien
no podemos explicarla, podemos describir esa relación con lo
externo que es la creencia. Porque efectivamente, nosotros sólo
nos asomamos al curso de nuestras sensaciones. Y en algu
nas de ellas, sin ninguna razón, surge el sentimiento de lo
real, transformando nuestra propia pasión, nuestra propia ac
ción, dotando de sentido nuestra actividad. Esta sensación así
sentida produce en nosotros el sentimiento de lo real sin ul
terior razón, por sí misma, independiente de nuestra volun
tad, sin otro apoyo que la cosa misma creída, «nichts ais das
Factum dass die Dinge wirklich vor ihm stehen» (II, 166).
Desde aquí hay que juzgar las cosas para nombrar de una
manera idónea esa experiencia por la que se nos abre, dentro
de un curso de la conciencia, la sensación de algo a lo que
acompaña el nítido sentimiento de lo real. Porque entonces
es el propio contenido de nuestra conciencia el que se nos
impone como creído, el que muestra su propia realidad digna
de fe, el que nos hace salir de nuestro propio curso de ficcio
nes al mismo tiempo que lo real sale de su propia opacidad
y se refleja en la conciencia. Esa salida de lo real de sí para
entrar en una conciencia de una manera avasalladora, produ
ciendo el sentimiento de lo real, es lo que Jacobi llama Of-
fenbarung: apertura, revelación. Doble, ciertamente, porque
es tanto apertura de la conciencia a lo Real, relación con lo
otro de sí aunque sea en la inmanencia de sí, y apertura de
lo real a la conciencia, esto es, ser lo real mismo pero en lo
otro de sí. La creencia es entonces revelación de lo real mismo
al margen de la sensibilidad. Pues bien, así es nuestra rela
ción con la existencia de lo espiritual.
335
He querido exponer la tesis de Jacobi desde la experien
cia por la que el curso autónomo de la vida de la conciencia
se separa incomprensiblemente del reino de ficciones y acoge
de manera natural un sentimiento de lo real, porque sólo así
se comprende la relevancia de esta tesis para su propia teo
ría de la dialéctica de la personalidad. Como vimos, ésta no
era sino la progresiva solución de espejismos, la progresiva
disolución en nihilismo de aquello que como mera imagina
ción era objeto ficticio de la confianza de la conciencia. Esa
dinámica no puede ser rota más que por la irrupción de lo
auténticamente real en la vida interna de la persona median
te una revelación, una sensación en la que la calificación como
real la impone lo experimentado mismo, en la que eso real
lleva en sí y por sí mismo las credenciales para imponerse:
esa es la creencia. Pero por eso mismo la creencia sólo es
auténtica cuando viene impuesta por la cosa, por un conteni
do, en el factum mediante el cual la cosa se yergue delante
de nosotros, se abre y se revela. Sin la revelación de lo real
con su propia credencial no hay creencia propiamente dicha.*
Y como no hay razones para ella, sino que antes bien sólo
desde ella se usa la noción de razón y causa, no podemos
considerarla sino como verdaderamente milagrosa. Con ello,
Jacobi da un paso más allá en la reflexión sobre su propia
experiencia filosófica, pero también un paso más hacia la uni
versalización de la actitud religiosa como actitud natural ante
la vida, hacia una universalización de la religión como mode
lo respecto a todas las demás relaciones con lo real. Así, la
relación con lo real en la creencia natural y en la creencia en
la revelación religiosa es estructuralmente la misma. Pero re
párese, el modelo funciona si y sólo si Dios es objeto de Ge-
fühl, si existe el sentimiento de la realidad de Dios; si revela
ción queda entendida como apertura de lo real de Dios en la
conciencia del hombre, apertura del espíritu infinito en la sub
jetividad finita, si religión no es nunca religión de la letra sino
del espíritu. Jacobi se sentía justificado en su rechazo de la
acusación de criptocatolicismo. En el fondo, su religión era
la consumación del espíritu protestante, como indudable lo
verá Hegel.
336
3. R ealism o
337
Llamaremos a esta definición de realismo, que no se ol
vide, hay que adjuntar a la anterior, «realismo-B». Jacobi pro
fesa la doctrina completa: mediante los sentidos aceptamos
indudablemente cosas externas como una experiencia origina
ria a la que referimos todo el entendimiento, pero el medio
por el que realmente aceptamos las cosas externas es la pre
sencia de la cosa misma, el hecho de que la cosa misma se
alza delante de nosotros. Sólo por el realismo-B, el realismo-A
se constituye en una experiencia.
Pero ni siquiera así se agota lo que entiende Jacobi por
realismo. Es preciso definir un tercer componente. Se trata
de que, según lo acepta Hemsterhuis, el medio perceptivo es
una constante matemática igual para todos los usos de la sen
sibilidad. Por lo tanto, si uno de los componentes de la sensa
ción es siempre el mismo, los resultados diferentes de la
conciencia sólo pueden explicarse porque el otro componente
—la materia procedente de la cosa misma— es efectivamente
diferente. Jacobi traza un ejemplo matemático: supongamos
que atribuimos al medio perceptivo (luz, órganos, etc.) la can
tidad 3. Si efectivamente hay representaciones diversas (dé
mosles los números, 6, 9, 12, 15, 18, etc.), entonces desde
luego esas diferencias no pueden venir causadas por el medio
constante, incluso aunque se le conceda un grado de varia
ción, sino que tienen que venir producidas por las propias
diferencias entre los objetos externos que ha aceptado el rea
lista B. Son estos objetos los que tienen que señalarse con
las cifras 2, 3, 4, 5, 6, etc., para que, multiplicados por el
medio constante, nos dé la cifra de cada representación. Esto
indudablemente significa que las sensaciones no reproducen
idénticamente el objeto, pero sí que mantienen una analogía
con él. Esta analogía relativa entre representaciones y obje
tos externos es el tercer componente de este realismo:
De esta manera muestra Hemsterhuis que tiene que exis
tir una analogía verdadera entre las cosas y nuestras repre
sentaciones de ellas; y que en las relaciones de nuestras re
presentaciones se nos dan de la manera más precisa las rela
ciones de las cosas mismas, lo que también queda confirmado
por la experiencia [II, 172],
338
que desde aquí se va a seguir una definición terminológica
de fundamental importancia para el proceso de la filosofía
idealista. Si toda esta tesis realista que hemos venido afir
mando implica una relación inmediata entre el sujeto y el ob
jeto, entonces la experiencia de la exterioridad (realismo-A)
de la cosa aceptada en realismo-B es exactamente simultánea
a la experiencia de la interioridad:
339
Nada tiene lugar dentro del alma entre la percepción de
lo real fuera de ella y de lo real en ella. Las representaciones
todavía no existen. Ellas se presentan después en la reflexión,
como sombras de las cosas que estuvieron presentes [II, 175].
340
Por tanto, el que quiera ser realista inevitablemente tiene
que sostenerse en la experiencia verdadera e inmediata del
Tú. Por eso la existencia auténtica es realmente dialéctica, diá
logo. Pero para todo eso es preciso negar como originaria la
filosofía de la reflexión, que cambia el mundo de realidad por
el mundo de sombras. El platonismo sigue siendo evidente;
las representaciones son meras copias de las percepciones (II,
231); meramente las reproducen y no pueden existir sin ellas.
Entonces tenemos que introducir un cuarto elemento para ma
tizar el punto que hacíamos en el realísmo-C. Allí hablába
mos de que las cosas y las representaciones tenían que tener
una relación de analogía. Veíamos esa relación desde su as
pecto positivo. Ahora, desde la distinción entre percepción,
que muestra lo real mismo, y representación como copia, te
nemos que ver la misma relación de analogía desde su aspec
to negativo. La integración de esos dos aspectos es lo que
diferencia una relación de analogía de una relación de igual
dad. Pero antes que nada, esa diferencia, como en el caso de
la analogía, tenía que ser descubierta mediante una compara
ción con la cosa misma. Sólo que ahora esto equivale a decir
con la percepción de la cosa misma:
«Tiene que haber algo en la percepción de lo real que
falte en las meras representaciones pues de otra manera no
podría distinguirse. Ahora bien, esta distinción concierne
precisamente a lo real y nada más. Por consiguiente lo real
mismo, la objetividad, no puede presentarse en la mera re
presentación» (II, 232). Por lo tanto, se supone que lo efec
tivo, lo real, sólo puede exhibirse en la unmittelbare Wahr
nehmung, en el Gefühl der Wahrheit. Con ello podemos atri
buir a las representaciones verdad, esto es, podemos ser
realistas-C en la medida en que reconozcamos el verdadero
realismo de la percepción («realismo-D»), pues sólo enton
ces podremos efectivamente sentir lo real de las representa
ciones ya muertas, interpretarlas en su valor de copias sin
sucumbir al peligro del nihilismo. Con ello Jacobi está di
ciendo; el reino del nihilismo que son las representaciones
sólo se llena de una estela de vida, cierto que secundaria,
si lo hacemos depender del sentimiento superior de lo real
que se nos descubre en la percepción; de la misma manera
que el platonismo mantiene que sólo podemos volver a la
caverna para reconocer las cosas como tales una vez que
hayamos aprendido a familiarizarnos con los auténticos mo
delos. Pero con ello se ve cómo esa percepción en el fondo
341
está delineada como intuición de ideas, superando así la dia
léctica transcendental kantiana.
Aún queda un ulterior punto en la definición de realismo
que es fundamental para los planes de Jacobi. Y es que esa
definición de realismo, en última instancia fundada sobre
la definición de percepción —que no hace sino retomar las
notas de la definición anterior de la creencia de lo real como
revelación milagrosa— no solamente no es irracional, sino
que constituye la más auténtica definición de la razón. La ce
remonia de la confusión se cierra con esta definición natura
lista, vitalista y espiritualista de la razón. En efecto, lo que
hemos hecho al apelar a una relación con el objeto más pro
funda que la meramente representacional, ha sido apelar a
una acción vital con lo real. Por eso la percepción es el ejerci
cio del instinto, el hecho de la creencia inconsciente. «Leben
und Bewusstsein sind Eins» (II, 263). Pues bien, la razón no
es más que un alto grado de vida, esto es, una capacidad de
sentir, una sensibilidad terriblemente aguda y elevada que
pt.. mite captar lo real.** Pero por eso mismo es el hecho de
la creencia tanto como el hecho mismo de la sensibilidad:
342
el que no pueda sentir a Dios en este sentido, no puede expe
rimentarlo ni estar cierto de él de ninguna manera» (II, 284).
Es así como Jacobi llega al final de su razonamiento. Nada
se entenderá si no recordamos la línea dialéctica que tienen
que atravesar los espíritus auténticos, ese continuo de nega
ciones hasta reposar en ese sentimiento que es la meta final
de toda la purificación de lo sensible. El vocabulario es el
mismo al principio y al final de la definición de realismo.
Desde el realismo-A hasta el realismo-D hay una línea conti
nua, una comunidad de términos (creencia, percepción, cosa,
verdad, sentimiento de lo real, sensibilidad etc.). Pero al final
se descubre que todo está preparado para afirmar la relación
de la subjetividad con lo espiritual como una relación de
creencia, de realismo y de vida, en idénticas condiciones ra
cionales que la relación con la realidad de los objetos exter
nos. El dualismo*^ de Jacobi estaba consumado: existe sensi
bilidad corporal y espiritual, razón corporal y espiritual; pero
también su platonismo; los primeros términos son la razón
inferior, la sensibilidad inferior, impura, la de las representa
ciones. La vieja concepción que realizó la crítica a la moral
pasional-sensible del genio, en el final de Allwill, tiene aquí
expresión filosófica. Por eso mismo esta expresión no se en
tenderá sin aquella vieja concepción
343
impone la prohibición de llegar a los conceptos puros, a los
conceptos básicos de la racionalidad, desde un análisis de
estos objetos o de esta capacidad. Y desde aquí se seguirá
que el origen de estos conceptos debe buscarse en otro sitio.
Jacobi demuestra su premisa de una manera más bien pro
blemática. Su análisis se centra en la noción de causa. El in
terlocutor de Jacobi mantiene que en este concepto no se
puede ser humeano, no se puede aceptar que el concepto de
causa se forme a partir de la experiencia y de la inducción.
Pero desde la definición de realismo del punto anterior, se
nos impone dirigirnos hacia alguna intuición para darle vali
dez o realidad objetiva a ese sentimiento. Con ello reconoce
mos que sólo la efectividad otorga verdad objetiva a cualquier
concepto; «Cualquier definición que no se deje comparar in
tuitivamente con su objeto, para esto soy ciego e insensible»
(II, 178), dice Jacobi parafraseando a Kant. Ciertamente que
para él esta exigencia es la misma que la de validar sólo aque
llos conceptos que podemos definir genéticamente (genetisch),
lo que desde luego no será un detalle sin importancia. La cues
tión está en si podemos referir la noción de causa y efecto a
una intuición desde la que podamos explicarla genéticamente.
En relación con esta cuestión, el libro de Jacobi es un au
téntico fracaso. Porque en lugar de aceptar el reto que se nos
plantea, falsea la cuestión aceptando desde el principio el plan
teamiento leibniziano. Para él no se plantea la cuestión, como
en Kant, desde la perspectiva de comprender cómo la noción
de causa puede tener sentido y significado objetivo en la or
denación de la experiencia sensible de representaciones, sino
simplemente qué significado puede tener y de qué depende
esa ordenación de la sensibilidad desde una filosofía que ha
aceptado el carácter derivado de la misma. A la hora de defi
nir el problema, nos propone el siguiente texto, difícil pero al
mismo tiempo meridiano:
Este fue el caso cuando tenía que comprender la posibili
dad de que una cosa real surgiera en el tiempo a partir de la
posibilidad del desarrollo de una representación evidente a
partir de una representación confusa, y debía derivar el prin
cipio de generación desde el principio de composición. Según
mis libros, si había comprendido correctamente el principio
de razón, tenía que estar en condiciones de comprender con
evidencia también la vinculación necesaria de causa y efecto
o la fuente de la sucesión real [W, II, 192-193],
344
Repárese en las tesis de este texto;
345
es anterior a las partes para nuestro juicio, pero de hecho es
la misma cosa que ellas; por eso funciona aquí tanto el prin
cipio de que el todo es necesariamente anterior a las partes y
de que el todo es también igual a las partes. En el fondo, el
principio de causalidad es válido sólo para llegar a ser cons
cientes de una diversidad; sólo ahí existe tiempo: como una
mera forma de llegar a ser conscientes de una totalidad en el
despliegue de su identidad. Pero no podemos confundir esa
mera sucesión aparencial y representacional, con el devenir
de las cosas mismas, como si la sucesión de nuestra concien
cia representara la emergencia a la existencia de la cosa
misma. Y por eso mismo, podemos explicar esa apariencia
de emergencia de la cosa desde el conocimiento preciso de
su esencia, desde la derivación necesaria de su diversidad
de representaciones a partir de su núcleo de identidad o
desde su totalidad. Esta es la tesis de este texto:
346
es esencialmente el principio de razón conceptual para expli
car las consecuencias que componen un concepto esencial,
consecuencias que en la representación tienen una forma tem
poral, pero que en la percepción sólo tienen una forma lógica
regida por el principio de identidad: «este concepto racional
se toma de las relaciones de sujeto y predicado, del todo a la
parte y no contiene nada de un producir o de un surgir obje
tivo que sea externo al concepto» (II, 196).
La consecuencia de todo ello es más bien espinosiana: en
el mundo real según la naturaleza, en el mundo de las per
cepciones, en el ámbito de las relaciones ideales o de las esen
cias no hay sucesión, sino la más estricta simultaneidad. Por
tanto, el principio de razón no hace referencia al tiempo sino
a consecuencias conceptuales que forman parte de la idea
de una cosa. Y así, la sucesión es un mero fenómeno. El
devenir, el reino del devenir, tal y como vimos en las nove
las, es un reino sin sustancia, exclusivamente subjetivo, pro
pio de aquéllos que no se han elevado al mundo de las ideas
y de la estabilidad de la percepción. Aquí estamos ante la
carne de las propuestas especulativas de Jacobi: nada de
disturbio, de historia, de evolución, de cambio, de altera
ción: la paz y la estabilidad de una naturaleza esencial, éste
es el objetivo moral. El reino de la sucesión es para Jacobi
tenebroso porque se muestra incapaz de dominarlo, porque
no puede encontrar una forma inmanente al mismo; y por
eso también desea privar de valor el principio de causali
dad como representación de la emergencia de los fenóme
nos reales de las cosas: porque no sólo se muestra impo
tente para explicarse causalmente su realidad personal y so
cial, sino porque además tiene que sublimarla desde una
consideración idealizada de la misma, desde el pensamien
to de que todo lo que se sigue en su representación no es
sino el despliegue apariencial de una esencia, de un desti
no, de una naturaleza ideal y superior que percibe en sí,
pero que en modo alguno puede considerarse objetiva en su
secuencia, sino explicable como mero análisis de sí, mero
llegar a una comprensión clara de su propia idea o
arquetipo. Por tanto, la sucesión, lo que sucede, no puede
llamarse sino apariencia, Wahn, ilusión, porque no tiene
objetividad (II, 197). Pero como sucesión de ilusiones, es
un proceso que tiene, como residuo de su desvelamiento y
disolución, un genuino autoconocimiento.
347
Aparece entonces lo que llamamos razón, lo que llama
mos persona. El ser razonable se distingue del irracional por
un más alto grado de conciencia y, por tanto, de vida, y este
grado tiene que elevarse en la misma proporción en que se
eleva la capacidad de distinguirse extensiva o intensivamente
de las demás cosas. [...] De ahí que no sea posible despre
ciar lo más mínimo a la razón, si no se quiere odiar uno a sí
mismo y a su propia vida. [...] ¿No actuaremos de la manera
más sabia si intentamos aprehenderla inmediatamente y for
talecer y aumentar continuamente sus fuerzas? [II, 264-265].
En efecto, vimos que la razón no era sino un sentido pu
rificado. Por el Jacobi que se nos muestra desde la filosofía
de las novelas, sabemos que esa purificación no es sino un
proceso de nihilismo de la sensibilidad, un proceso ascético.
Mediante este proceso se trataba de adquirir una idea del pro
pio Yo, primero descubriendo el arquetipo en la amistad, luego
descubriendo que el único arquetipo real de nuestro espíritu
es el Tú de Dios.*^ Pero lo que es evidente es que por ese
proceso, que ahora lo hacemos idéntico con el proceso de des
cubrir la auténtica razón en nosotros, reconocemos nuestra
diferencia de las cosas, nuestra persona, nuestro Yo libre e
independiente de todo lo externo, en tanto objeto de percep
ción, lejos del Yo sensible y corporal.C uando llegamos a
este punto, entonces, la razón no es sino el sentimiento de
nosotros mismos, es la autoconciencia. Y entonces podemos
«aprehenderla inmediatamente» en una percepción que nos
llena de creencia, del sentimiento de lo real de nuestro pro
pio Yo. ¿Tiene que ver algo esta percepción de nosotros mis
mos con la justificación de los conceptos racionales, sobre todo
con la justificación del concepto de causalidad? Naturalmen
te. Pero el camino hasta llegar a ver la relación en toda su
profundidad es complejo.
Porque todo lo que hemos venido defendiendo en el epí
grafe anterior era que la subjetividad como conciencia es re
sultante de la percepción como relación vital entre la cosa y
el sujeto, y que, por tanto, la estructura de la conciencia siem
pre reposa en una dualidad. ¿Cómo es posible la emergencia
de una conciencia que apunte únicamente al Yo, a uno de los
polos? ¿Es eso posible en una Vorstellung! ¿O en una Wahr
nehmung! ¿Y de qué tipo? Veamos la relación entre dualis
mo, que es inevitable desde el realismo, y la necesidad de
una conciencia del Yo.
348
5. Autoconciencia
349
es la de dualidad. Por todo ello se puede afirmar que ellos
son los auténticos conceptos a priori (II, 215). Pero lo impor
tante para Jacobi es que se hacen posibles desde la estructu
ra del realismo, desde la noción de creencia como relación
dual entre una cosa en sí y la subjetividad. Por eso «tienen
una referencia verdadera y objetiva en la cosa en sí» (II, 214)
sin relación alguna con una subjetividad pura como la kan
tiana.
Repárese en que esa dualidad era necesaria para poder
distinguirnos de algo, para poder hallar nuestra identidad. De
alguna manera tiene Jacobi que expresar esa dialéctica de la
personalidad que hemos expuesto en los capítulos anteriores,
en los que desde luego el fin final era el reconocimiento del
Yo en su libertad y en su pureza. Entonces, y sólo entonces,
Jacobi reconoce que algo querrá decir en el fondo la noción
de razón pura, «ya que no puede surgir en el alma un pensa
miento completamente infundado» ¿Cuál es el auténtico sig
nificado de la razón pura? Ante todo, tiene que ser algo que
se manifiesta y muestra su valor en el ámbito de la dualidad
definida por el realismo. Dijimos que era inevitable que esa
dualidad fuera la de acción y reacción. Ahora vemos que para
que exista acción es también inevitable que el polo subjetivo
sea algo en sí. Veamos este texto:
350
sólo pueden intuir y juzgar, en este lenguaje [el concepto de
causa] no habría aparecido nunca. Pero, ¿somos nosotros tales
seres? Querido, nosotros podemos actuar [Handelnlfy (II, 200).
Ahora adquiere sentido el hecho de que necesitemos de la dua
lidad para diferenciarnos de la cosa; porque actuando sobre
ella paulatinamente nos diferenciamos de ella reconociendo en
ese combate nuestra individualidad y nuestra persona, nues
tro Yo, que podemos reforzarlo hasta el punto de llegar a in
tuirlo inmediatamente cuando nuestra razón y nuestra acción
se han perfeccionado. Ahora apuntamos hacia el sentido de
lo que puede significar una razón pura. Por lo pronto, vea
mos qué impone el concepto de Handeln.
Ante todo impone el concepto de causa, pero ahora sepa
rado de toda dimensión temporal. Causa no es sino la expe
riencia de la fuerza en nosotros, del polo subjetivo que está
en juego en la estructura de la creencia. Pero ya vimos que
lo que allí estaba en juego era la vida. La fuerza de actuar es
fuerza viva, pero también libre y personal. Ésta es la repre
sentación natural de causalidad, y la representación natural
de la existencia humana:
351
Como usted sabe, nosotros tenemos la representación
«fuerza» sólo a partir del sentimiento de nuestra propia fuer
za, y más concretamente, desde el sentimiento de su uso para
superar un obstáculo [um einen Widerstand zu überwinden^
[II, 204],
352
imposible la coexistencia de las cosas y de mi voluntad; exige
la ruina de la voluntad de lo real para que al final de todas
las purificaciones domine el Yo soberano, el individuo subli
mado. Porque de Yo soberano se trata aquí;
353
recto camino y llegar a su meta únicamente por su razón así
limitada, sin añadir otros conocimientos ni fuerzas, y que re
flexione siempre sobre sí mismo únicamente respecto de los
demás fines mantenidos [II, 278-279].
Veamos las tesis de este largo texto: el alma humana es
idéntica a la razón y al Yo. Pero sólo en tanto que se eleva a
conceptos desde las representaciones y percepciones de las
cosas. Mas ya sabemos qué quiere decir esto para Jacobi: en
tanto que se eleva a principios, a los principios morales que
imponen el nihilismo de la sensibilidad. Ahora en el texto Ja
cobi les llama leyes de actuar y omitir. Sólo cuando el Yo se
ha elevado a estas leyes, alcanza el reconocimiento de su in
dividualidad, de su Yo. Por tanto, sólo adquiere conciencia
de sí mediante la separación de un no-Yo. Cuando esto suce
de el Yo reconoce su autonomía y su sustancialidad: la ac
ción tiene que ir destinada a mantener esa autonomía, a ex-
plicitar su propia naturaleza: su voluntad es hacer concordar
su acción con su propia naturaleza, concordar consigo mismo.
Pero esto es lo mismo que concordar con la razón. Alma, Yo
y razón son una misma cosa, una vez alcanzada la purifica
ción que dijimos al principio. En este mismo momento el Yo
se rige sólo por sí mismo. Y toda esta soberanía del Yo es
fruto del esfuerzo, de las limitaciones, de las represiones, a
las que el Yo se quiera someter para alcanzar ese estado. Con
plena lucidez, estas limitaciones son comparables a mutila
ciones {Vertümmenlungen). Por tanto, la afirmación del indi
viduo ideal «Yo» se hace a cambio y como compensación de
las mutilaciones de algo otro que también nos debe pertene
cer. Entonces ese Yo se sostiene a sí mismo, y sólo en su
propia lucha suicida puede encontrar fuentes de vida para re
conocerse resucitado en ese combate.
Pero entonces nos damos cuenta de cómo la más mínima
palabra de Jacobi rezuma filosofía de la existencia por todos
los lados; cómo el mundo cultural de Allwill y de Woldemar
aparece significativo detrás de todas las esquinas. También
subyace a Fichte. Su pensamiento no surge de una reflexión
puramente interna a las frías páginas de la KrV. La confu
sión estaba servida desde el momento en que Jacobi también
planteaba todo lo dicho como una razón pura. Porque este
proceso de «mutilación» en el fondo no es sino un proceso de
desmaterialización de la razón radicalmente opuesto al proce
so de sensibilización que impulsa el criticismo: una vez cum-
354
plido hasta el final, entonces queda realmente como residuo
la conciencia de la razón pura. En efecto:
355
el principio de conciencia de Reinhold como la conciencia por
la que un objeto y un sujeto se refieren y se distinguen entre
sí. La dualidad que mantiene el realismo de Jacobi posee la
dualidad del principio de representación de Reinhold. La con
tinua polaridad de la conciencia debió de tomarla Reinhold
de II, 176 y II, 263, donde se dice que «cualquier percepción
expresa al mismo tiempo algo externo e interno y am bos en
relación entre sí». Y nació muerta porque todo iba destina
do a mostrar que la conciencia que Reinhold elevaría a prin
cipio en el fondo es una operación de Yo, de la mónada. Cier
tamente que desde esta perspectiva Jacobi parecía destruir su
realismo externo. De hecho era así respecto de los cuerpos,
aunque quisiera salvarlo mediante la armonía preestablecida
diciendo en el fondo que todo lo que hemos visto existe por
el alma, pero es como si existiera también por el cuerpo. Con
todo, el dualismo de lo externo y lo interno no tenía como
referente esencial la relación alma-cuerpo, sino la del Yo y
el Tú.
En efecto, la posición dualista del realismo de Jacobi res
pecto de los cuerpos, como la de Reinhold, era insostenible
desde el momento en que negamos la posibilidad de comuni
cación entre el Yo monadológico y el cuerpo. Pero Jacobi ne
cesitaba de esa sustancia Yo para representarse su vida como
destino, como acuerdo consigo mismo, como purificación; para
hacer soportable su nihilismo. Si el Yo se determina a sí
mismo, si es un individuo en sí y por sí (II, 244), entonces
«no tendrá usted reparo en acordar y me concederá probable
mente que los objetos que percibimos fuera de nosotros, no
pueden producir nuestras percepciones mismas, esto es, la ac
ción interna [die innere H an d lu n g \ del sentir, del representar
y del pensar; sino que es nuestra alma, o la fuerza pensante
en nosotros, la que tiene que producir como tal, ella misma y
sola, toda representación y todo concepto [oder die denken-
den K raft in uns, jede Vorstellung und jeden Begriff, ais sol-
che, selb st und allein hervorbringen m üsse?^^ (II, 244-245).
«Onhe Anstand», dice el interlocutor de Jacobi. Pero lo que
se ha concedido es que toda representación, toda esa duali
dad que Reinhold tomó al pie de la letra, es ahora producida
por la unidad de la mónada, por la unidad del Yo, por el
monismo del Yo. Y esto porque la sustancia espiritual —que
ahora es siempre también razón pura, ser pensante— no tiene
ninguna propiedad común con los seres corporales, y por lo
tanto no puede ponerse en contacto con las cosas. El siguien
356
te texto adquiere un extraño sentido: «La razón humana es
esto que distinguiendo el Yo del Tú —o del no-Yo— nos re
vela con evidencia el Yo» (II, 278); a saber: el sentido de que
la razón humana es aquélla que siempre y por debajo de ese
Yo finito que tiene delante un no-Yo igualmente finito, revela
el Yo que ha tenido que percibirlos a ambos desde sí mismo.
Esto adquiere un sentido absolutamente fichteano, mas sólo
si el Yo se hace impermeable a la exterioridad, esto es, si es
una mónada. Pero ésta era la posición de este otro breve texto:
«Pues según Spinoza las representaciones sólo acompañan a
las acciones» (II, 205). Si la mónada no podía dejarse afectar
por las cosas externas, si no podía ponerse en contacto con
el cuerpo, enconces toda representación inevitablemente tenía
que producirla el Yo mediante su acción. Ya sabíamos que
desde la mónada todo es un That, un hecho. El principio en
tonces no podía ser la acción-reacción de Jacobi, ni de Rein-
hold, sino la acción, la Handlung, la vis, la vida. Con ello no
sólo los conceptos a priori debían ser producidos, operados por
la subjetividad; también la propia materia de la sensibilidad,
la representación, debía ser operada, producida por la subje
tividad permitiendo así un tratamiento deductivista y a priori:
«Y esto se tiene que decir no sólo de los llamados conocimien
tos a priori, sino en general de todos los conocimientos: que
no son dados por los sentidos, sino que únicamente son pro
ducidos por la capacidad activa y viva del alma» (II, 272).
Y todavía forzaba Jacobi un paso más cuando reconocía
que no había posibilidad de tener una conciencia de ese Yo que
fuera semejante a todo aquello que era su propio efecto. El Yo
no se podía dar a sí mismo mediante una representación:
Creo haberlo dicho ya. En el fondo no me puedo hacer
ninguna representación de ella, pues lo propio de su esencia
es distinguirse de todas las sensaciones y representaciones.
Es aquello que llamo en sentido estricto «Yo mismo» y de
cuya realidad tengo la convicción más perfecta, la más ínti
ma conciencia, porque es la fuente misma de mi conciencia y
el sujeto de todos sus cambios. Para tener una representa
ción de sí misma, el alma tendría que distinguirse de sí
misma, poder llegar a ser ajena a sí misma [II, 257].
357
misma no por sensaciones o por representaciones, pues para
eso tendría que darse de una manera externa a sí misma,
como si fuera un objeto más. Pero ella es el Yo mismo {Ich
selbst). Por tanto, tengo que tener una conciencia interna,
junto con la convicción más perfecta. Pero ya vimos que esa
forma que nos da una conciencia de lo real es una percep
ción, una percepción interna. Si pensamos que esa percepción
interna es de una acción, y si vimos que cuando tenemos con
ciencia de una acción voluntaria lo que tenemos es una intui
ción, prácticamente estaban puestas todas las piezas para que
esa forma de la autoconciencia del propio Yo fuera una intui
ción. ¿Y no decía Jacobi que la sabiduría era esforzarse por
llegar a ella inmediatamente (II, 265)? ¿Qué conciencia era
esa que se obtenía cuando se estaba inmediatamente frente
al alma? Esta es la respuesta; «Con todo su poder mantiene
firme la intuición, piensa y piensa, y reflexionando la acerca
cada vez más a los ojos de su espíritu. [...] El alma es activa
sólo en la intuición, en la consideración voluntaria» (II,
270-271). Se trata de la intuición, la intuición que es ahora el
ojo del espíritu, la conciencia de la espontaneidad y de la ac
tividad, en el más profundo sentido fichteano: como auto-
observación (II, 220).
Pero entonces había que revisar las tesis del realismo
desde la nueva tesis leibniziana. Cuando Jacobi expone esta
tesis dice:
358
tividad, sometiéndose a nuestro arbitrio, y aquellas otras que
se nos imponen con necesidad, que estoy coaccionado a unir
las y a aceptarlas de una manera determinada (II, 173-174).
Esta misma posición se puede encontrar al principio de la
Wissenschaftslehre Nova Methodo de Fichte. Pero al princi
pio de este capítulo vimos que esas representaciones conecta
das con el sentimiento de necesidad equivalían a las percep
ciones, a la noticia de lo real. Ahora esas percepciones tam
bién las produce el Yo según su propia ley, la fuerza pensante
{die denkende Kraft). Por tanto, ahí estaba el gran reto para
Fichte; cómo es posible que la actividad de la subjetividad
siguiendo su propia ley produjera representaciones que pos
teriormente reconoce como necesarias. Pero este problema era,
para Fichte, el mismo que este otro: ¿cómo era posible que
el Yo infinito llegara a limitarse a sí mismo? Este problema
era en sí insoluble. Porque Fichte no había reparado en que
para Jacobi ese Yo era ante todo espíritu, esto es, unidad de
lo finito y de lo infinito. Mas esta característica del Yo de
Jacobi la apreciaría Hegel. Mientras tanto sólo nos resta decir
que en el fondo, al retirarse hacia ese Yo monadológico, Ja
cobi estaba aparentemente regresando a posiciones kantianas.
Al fin y al cabo, cuando reconocía que el Yo debía producir
el mundo sensible como si sólo existiera él y Dios, ¿no esta
ba quedándose a solas con su Yo? ¿No estaba reduciendo el
mundo a Yo? ¿No estaba dando el paso que exigía cualquier
kantiano que fuera coherente? ¿No caía de pleno en la propia
crítica que había elaborado páginas antes contra el pro
pio Kant? ¿No es el siguiente párrafo aplicable a sus propias
conclusiones?
359
Lo que todo esto demuestra es que el criticismo se con
vertía en leibnizianismo con sólo regresar a una noción sus
tancial del Yo, esto es, si no se respetan los paralogismos; que
ambos pensamientos convergían si no se rompía con la con
cepción inmediata de la apercepción de la subjetividad, lo que
se lleva a cabo en la deducción transcendental. Fichte no res
petó ninguno de estos dos puntos. Aceptó ese Yo sustancial,
monadológico, hiperactivo, independiente y productor, porque
todo llevaba hacia ahí; no sólo la propia defensa de Leibniz
que acababa de hacer Jacobi, sino además la propia predic
ción de éste en el sentido de que ese era el camino para otor
gar verdadera coherencia a Kant. Fichte, al recoger el pensa
miento del Yo como centro del sistema, pensaba apoyarse
sobre el punto de palanca que unificaría la filosofía alemana.
Impulsado por Reinhold y por Maimón, creyendo que Jacobi
le sostenía en este movimiento, debió de sorprenderse cuan
do se encontró con sus denuncias. ¿Qué había pasado? Que
al Yo monadológico de Jacobi siempre le queda ese residuo
de pasividad para el que fue pensado: el de la receptividad
de Dios —aunque como veremos ni siquiera este asunto es
así de simple—. El Yo de Fichte suplía a Dios. Fichte había
resbalado hacia el ateísmo. El Yo de Jacobi siempre fue pia
doso. En nuestra conclusión trataremos del balance acerca de
la incidencia de Jacobi en todo el despliegue que nos lleva a
Hegel, de la creación por parte de Jacobi del mito del idealis
mo alemán como despliegue necesario de la filosofía kantia
na. Pero antes de esto veamos el impacto de David Hume
sobre el buen Hamann.
360
Berlín, contra Mendelssohn y Nicolai. La apelación de las Brie-
fe a la «fe en la que hemos nacido», no podía sino recibir la
bendición de Hamann, que hacía de la fe ciertamente el prin
cipio medular de su pensamiento. Cuando Jacobi esboza David
Hume como defensa de la filosofía de las Briefe, cree since
ramente —aunque en un movimiento mal medido— que está
ofreciendo la filosofía que subyace al pensamiento de la fe,
que está homologando filosóficamente —única posibilidad de
ser oído en una época filosófica— el frente común que en prin
cipio parecen formar él, Hamann, Lavater y Claudius. El cálcu
lo fallaba por el desconocimiento de Jacobi de la actitud
destructiva de Hamann hacia la filosofía en general y de su
resuelta oposición a dejar caer su noción de fe, cuyo único
referente era el bíblico, en una ambigüedad filosófica alcan
zada por una más que dudosa operación de afeite con la tra
dición empirista de Hume. El fundamento positivo del cálcu
lo de Jacobi, lo que le hacía creer que Hamann le apoyaría
en su movimiento, era precisamente que se defendía la nece
sidad de la creencia desde Hume, tradición a la que Hamann
no sólo había prestado atención en su juventud, sino que
había tenido una influencia real en la formación de su pensa
miento. Jacobi conocía aquel momento inicial de Hamann,
pero sin duda no tenía noticias del momento real de su pen
samiento en 1785, mucho más inflexible y opaco hacia la fi
losofía tradicional.*’
Sin embargo, haríamos mal en considerar a priori que la
actitud de Hamann —dictada desde la apelación a la creen
cia luterana radical— carece de relevancia filosófica y de in
fluencia en el curso de la historia de las ideas. Bien que apun
tada, hay una elección meditada de la filosofía que puede jus
tificar la vinculación estrecha a la Biblia como única fuente
de conocimiento. Esa filosofía era la de Giordano Bruno. A
ella dedicará Jacobi un apéndice, el primero de su segunda
edición de las Briefe, que significará la entrada de este filó
sofo en la filosofía idealista, hasta su elevación a modelo de
filosofía por parte de Schelling. Vamos a asistir por tanto a
la disolución del equívoco de Jacobi con Hamann y a la in
troducción de la filosofía de Bruno en las páginas de la co
rrespondencia a partir del 1 de abril de 1787, fecha en la que
Jacobi envía «mein neues Buchlein»; David Hume (IV, 3,
333).
Hamann no responde inmediatamente a la exigencia de Ja
cobi respecto de un comentario sobre el libro. El asunto Win-
361
zemmann, el problema de los Resultate y la publicación de
un trabajo pòstumo de este amigo de Jacobi en el Deutsches
Museum («Fragment und Testament»), le ocupa más directa
mente por cuanto está muy relacionado con la exégesis bíbli
ca (IV, 3, 335 y Renate Knoll, p. 242), ocupación de Hamann
en estos momentos (Knoll, p. 243) centrados en la preparación
del tema sobre «Christentum und Luthertum» (Knoll, p. 244).
Pero sin embargo, ese trabajo del difunto Winzemmann no
le había parecido importante a Jacobi, albacea de su testa
mento y testigo de la muerte del amigo. Así que ya vemos un
primer momento de separación entre los dos hombres. El texto
clave para expresar esa distancia inicial en nuestro tema es éste;
362
brería de imágenes. Ayer tarde me fui a la cama tan desgra
ciado y desanimado por todos mis trabajos perdidos, sin co
nocer el principio ni el fin, que no podría encontrar ninguna
salida, ninguna puerta de emergencia [Knoll, p. 246].
363
tanto idealismo, genuino y auténtico idealismo. Desde esta
perspectiva, tanto el realismo como el idealismo filosóficos
son, a su vez, idealismos. Sólo luteranismo y cristianismo son
reales. Entre idealismo y realismo filosóficos sólo hay un
medio en el que ambos se unifican: verbalismo, concesión de
vida a meras palabras carentes de realidad porque son pro
nunciadas por el hombre, mero ser dependiente (Knoll, p. 248).
Por tanto no son sino otra forma de afirmar ilusamente la
independencia del hombre, del antropocentrismo. «Idealismos
und Realismos sind nichts ais entia rationis» (Knoll, p. 248).
¿Acaso el ser que evoca Jacobi con su realismo es un objeto
efectivo? ¿Acaso no es la más vacía abstracción, «la relación
más universal cuya existencia y propiedades tienen que ser
creídas?» (Knoll, p. 279). Definir el realismo como una rela
ción con ese ser es tan idealista como definirlo en relación
con nuestras propias representaciones.
En las cartas siguientes Hamann destaca la falta de
unidad del diálogo, sin duda a partir del informe de Kraus
(Knoll, p. 252). Por su parte sigue juzgando sólo desde el ex
terior: «El título es para mí la cara y el prólogo la cabeza, a
los que me atengo siempre y acerca de los cuales fisiognomi-
zo» (Knoll, p. 253). Sin duda Hamann continúa su ataque
desde este escaso conocimiento verbal comunicado por Kraus
y desde su propia capacidad intuitiva de valoración. La dife
rencia entre realismo e idealismo es inventada desde el mo
mento en que genera la dualidad creencia-razón. También esta
última es una diferencia inventada, esto es, no está fundada
en la naturaleza de las cosas (Knoll, p. 255). Tan inventada
como la diferencia Hume-Kant o ahora la propuesta entre
Leibniz y Spinoza. Hamann aprecia el movimiento de Jacobi
como un intento de destacar dentro de la tradición filosófica
general una subtradición que sirva a la fe: realismo, creen
cia, Hume, Leibniz, contra el idealismo, razón, Kant y Spino
za. El resultado es que la auténtica tradición, la cristiano-
luterana, perdía toda relevancia cultural. Así que el título en
el fondo revela bastante la pretensión de Jacobi: realismo o
idealismo. Esta disyuntiva básica, dice Hamann, en modo al
guno se puede justificar y exige una disculpa (Knoll, p. 255).
Ese aut... aut es un error calculi. Pero también el motto de
Pascal parece equivocado: naturaleza y razón aparecen aquí
como opuestos, cuando no lo son.
Pues bien, ¿por qué no calificar todas estas oposiciones
como elementos correlativos, en modo alguno disyuntivos?
364
Ambas confunden su contrario, pero también lo aclaran. Por
eso escepticismo y dogmatismo son igualmente tanto opues
tos como solidarios (Knoll, p. 251). En efecto, desde aquí apa
rece el tema preciso: cdo que Dios ha unido que no lo separe
ninguna filosofía» (Knoll, p. 249). Pero es que además, ¿quién
podía decir que la creencia en la que Jacobi afirmaba haber
nacido, en las Briefe, era la creencia humeana o filosófica?
Desde esta pregunta era fácil darle la razón a Mendelssohn:
la creencia de Jacobi no es la genuinamente cristiana. Si Ja
cobi hubiera nacido realmente en la fe no habría tenido nece
sidad de tan sospechosas autoridades (Knoll, p. 283); de otra
manera la creencia cristiana se antepondría a todo ruido filo
sófico (Knoll, p. 278). La conclusión es dura:
365
Una palabra universal es un bote vacío, que puede ser mo
dificado, cambiado de sitio y que siempre tendrá como con
tenido mero aire [Knoll, p. 282].
366
(Knoll, p. 284). Los conceptos nos descubren, justo como quie
re Kant, sólo aspectos parciales regidos por una ley de iden
tidad. Por eso siempre son susceptibles de alterarse si se al
tera la uniformidad con la que observamos las cosas. De ahí
que todo concepto puede ser afirmado o negado desde la razón
individual que rechaza las identidades establecidas (Knoll,
p. 284). De ahí que cualquier concepto puede ser anulado por
una mostración del lado de la cosa no recogido en el concep
to. Por eso las disyunciones de Jacobi entre pensar y sensa
ción, creer y razón son contradictorias en cuanto que él las
piensa como reales, siendo meros nombres. Incurre entonces
en el idealismo de tomar los conceptos por las cosas. Desde
aquí podemos entender el informe que Goethe nos da de Ha-
mann; éste deseaba la unidad de todas las fuerzas, de todas
las disposiciones humanas, sabedor de la falsedad y unila-
teralidad de todas ellas consideradas como realidad separa
da. Y también podemos entender perfectamente la simpatía
de Hegel por este crítico original de las cosificaciones de
los conceptos del entendimiento; desde el momento en que los
conceptos son instrumentos sociales y sólo así sirven, tienen
el principio de su mutabilidad garantizado:
La sociabilidad es el verdadero principio de la razón y del
lenguaje, por el que se modifican nuestras sensaciones y re
presentaciones. Esta y aquella filosofía siempre separa cosas
que no pueden ser separadas [Knoll, p. 284],
367
preciso llamar milagro, y que el tiempo se encargará de pre
sentar (Knoll, p. 285): que no se puede creer en una filoso
fía. Esto es una contradicción en los términos. Pero no en el
sentido racionalista de que una filosofía se sabe y se conoce,
y no se cree, sino porque el órgano de la filosofía, el concep
to, exige la comunicabilidad, ya que su principio es la socia
bilidad. Pero la creencia real, la apuesta real ante nuestra
vida, no se rige por ese principio:
368
aquí procede la valoración propiamente hamanniana de la Bi
blia: porque ella encierra la fuente fundamental de esa sabi
duría contradictoria y humana, que es revelación porque tam
bién revela la naturaleza contradictoria de Dios, que en su
momento de mayor gloria se rebaja hasta el fondo del abis
mo humano. La Biblia así dispone al hombre a vivir ante la
cara de la contradicción, y al hacerlo eleva al hombre a ima
gen y semejanza de Dios. Pero lo hace de una manera afilo
sófica, por medio de imágenes, en un lenguaje que expresa
internamente su esencia, que apela sólo a sí en un recogimien
to circular, pero que impide la cosificación idealista, porque
para ser entendido exige ser descreído, reproducido en la pro
pia vida. No se comprende su significado desde una reflexión
conceptual, esto es, desde una valoración del mismo como rea
lidad ideal; sino que exige siempre la creación de una analo
gía en la que el ser individual se exprese (Knoll, pp. 249, 279)
en tanto que expresa su propia vida. Por eso toda auténtica
filosofía es una gramática del lenguaje figurativo sacado de
la Biblia. Aquí está la raíz luterana de Hamann, el punto de
separación más preciso de Jacobi, que siempre exigirá una
creencia en la cosa misma, y no en la cosa mediada por la
palabra, por la letra.
Pero por lo que hace a la experiencia contradictoria de la
divinidad, es evidente que Hamann estaba mucho más de
acuerdo con la experiencia personal de Jacobi, con la materia
de Jacobi, que con la forma de explicarla por medio de la
filosofía tradicional, en detrimento de la opción que se abría
en todas las cartas de 1780-1784 de llevar adelante una ver
dadera reflexión sobre el cristianismo como experiencia inter
na. Por eso, el programa escéptico y destructor de las Briefe
estaba mucho más en la línea de Hamann que este breve en
sayo lleno de pretensiones acerca de una nueva teoría de la
razón. De ahí que Hamann acabe diciendo;
Tu historia secreta corre bastante paralela con la mía y
es la parábola de todo buscador, de Nicodemo y de Natanael
[Knoll, p. 256, sub. mío].
369
No es ciertamente ésta una carta ante la que Jacobi exul
tara de alegría. Wieland, Goethe, Lavater, no le habían dicho
ni la mitad y había sido suficiente para la ruptura. Hamann
sin embargo era otra cosa. El grado de amistad está aquí fir
memente sostenido por la compenetración auténtica de senti
mientos.
Pero el interés de Jacobi en la contestación del 12 de mayo
de 1788 se centra en el Wass heisst... de Kant. Debemos su
poner que Jacobi también necesitaba de un aliado tan cerca
no a Kant. De ahí que la opción de Jacobi sea ganar tiempo,
pasarlo todo por alto, no entender realmente nada de lo que
Hamann le dice:
De todo lo siguiente no comprendo lo más mínimo y cada
proposición siguiente me hace la anterior aún más incompren
sible. No he visto nunca algo que me pareciera tan inexpug
nable. Tienes que explicármelo absolutamente a vuelta de co
rreo [Knoll, p. 293].
370
NOTAS
371
Jacobi, con su David Hume, ha conducido a sus contemporáneos, y
a sí mismo, por un falso camino. Su principio de creencia o saber
inmediato no tiene ni origen empírico ni teológico-revelado, sino que
ha sido fijado en el sentido de la inmediatez ontoteológicamente fun
dada por Spinoza». {Tagung in Dusseldorf, p. 42.) Sin embargo,
queda como otra posibilidad la extensión del modelo de intuición
kantiano incluso a la realidad espiritual, esto es, la fortaleza de la
influencia de la teoría de la inmediatez del conocimiento intuitivo de
la realidad en Kant. Por lo demás, el tratamiento de Verra ocupa
las páginas 159-173 y parte de un análisis de la verdad de las opi
niones de Hegel y de su interpretación de la Glaube en sentido psi
cológico (p. 159); reconoce la importancia del Kant precrítico, tal y
como hemos defendido en nuestro estudio (p. 161); recoge luego la
polémica con Stark y el problema del criptocatolicismo como am
biente en el que se produce la polémica (p. 165), así como la in
fluencia de Hamann sobre la decisión de Jacobi de exponer su teo
ría de la creencia basándose en Hume (p. 166). Pasa luego a definir
el realismo en David Hume: «Consiste en afirmar, excluyendo el ca
rácter originario de la representación, una conexión radical y origi
naria entre el hombre y el ambiente, el Yo y el Tú, más que entre
sujeto y objeto, que son términos gnoseológicos demasiado refina
dos y estilizados; [...] y en afirmar al mismo tiempo la inmediatez
de esta relación» (p. 168). Verra se centra luego en las relaciones
entre Heydenreich y Jacobi con motivo de la indivisibilidad del Yo y
del Tú (cf. Natur und Gott nach Spinoza, Müller, Leipzig, 1789,
pp. 113-116), donde se critica, primero, que no exista posibilidad de
representarse el Yo sin el Tú, y segundo que la relación con las cosas
externas sea inmediata al sujeto. Para él son mediadas por repre
sentaciones y razonamientos (p. 113). La tesis básica es que existe
primacía del Yo (que se manifiesta también en la discusión de la
tesis de que el sentimiento de sí nace al mismo tiempo que el sen
timiento de la realidad externa), ya que el Yo es «el acto vivo, el
alma misma en todos los instantes del sentimiento de sí. El Yo y el
Tú son dos direcciones diversas de nuestra actividad cognoscitiva»
(pp. 115-116). Hay aquí una defensa clara, aunque no perfectamen
te dibujada, de la inmanencia total de la conciencia, cuya relación
con Fichte habría que estudiar. No hay que olvidar que Heydenreich
estaba de profesor en Leipzig cuando Fichte viaja allí a estudiar fi
losofía. Por fin, Verra analiza la diferencia entre Tiefssinn y Scharf-
sinn, entre comprensión de lo real y comprensión lógica de las rela
ciones conceptuales. Por último, Baum nos ofrece otra interpreta
ción que depende más de la introducción de 1816 que de la propia
obra de 1787 (recuérdese que el interés de Baum es sistemático y
no tanto histórico). Para él (Tagung in Dusseldorf, p. 18) «razón
como intuición quiere decir aquí experiencia de mí mismo como es
pontaneidad, pero también como condicionado por la efectividad tras
cendente a la conciencia —sea esta un mundo objetivo sensiblemen
372
te percibido o la actividad de almas ajenas espiritualmente experi-
mentables—: pero también quiere decir la tendencia interna a la
autoconciencia, la intuición condicionada que hay que transformar
en intuición incondicionada, esto es, en conocimiento de sí mismo,
en libertad originaria. Este proceso de transformación no se puede
pensar sin una dialéctica del conocimiento discursivo e intuitivo. [...]
La intuición, según Jacobi, no es acoger pasivamente el contenido
de la percepción, sino una formación según un punto de vista teleo-
lógico transportado en las formas del espacio-tiempo, las cuales pro
ducen la condición de poder identificar y mantener objetos en la con
ciencia». Sólo hay una objeción: en 1787 Jacobi define la razón como
una forma más refinada de sensibilidad en una orientación clara
mente naturalista de su teoría, que choca con toda la construcción
de su pensamiento y que, naturalmente, reformulará en la introduc
ción de 1816. Por eso Baum se ajusta más a esta reformulación que
al trabajo originario. Para los textos de David Hume que son refor
mulados y reinterpretados después, cf. II, 225, y la importante nota
que añadió Jacobi en 1816: «Desde aquí al fin del diálogo entra en
juego de manera visible el error señalado en la introducción acerca
de la no distinción entre entendimiento y razón [...] pues al autor no
le quedó, para esta capacidad de la certeza inmediata, para esa ca
pacidad de la revelación que ahora llama razón, ninguna otra pala
bra que «sentido», que posee una indestructible ambigüedad en el
uso».
3. Para valorar todas estas dimensiones del texto de Jacobi es
absolutamente indispensable referirse al prefacio a la edición de 1787,
desaparecido de todas las demás ediciones de la obra. Voy a tradu
cir aquí este texto, que avalará también dos cosas: la identificación
de razón y sensación, y la centralidad del modelo kantiano de la
intuición como conocimiento inmediato de existencia:
«El siguiente diálogo se divide en tres partes, que debían dife
renciarse desde el principio. El primer diálogo tiene como título David
Hume sobre la creencia. El segundo el de Idealismo y Realismo, y
el tercero Leibniz o sobre la razón. Pero ciertos sucesos dificultaron
este esbozo y los tres diálogos se quedaron refundidos en uno.
»Al contenido de la tercera parte podía añadirse fácilmente el tí
tulo de la segunda. Pero el «o» tras el título de la primera [Jacobi se
refiere a la «o» de David Hume sobre la creencia o realismo e idea
lismo] no se podía justificar completamente y por eso tengo que p>edir
disculpas por esta forma de conexión.
»El uso que hice de la palabra creencia en las Cartas sobre la
doctrina de Spinoza —ajeno al uso común— se refiere a la necesi
dad, no mía propia, sino de aquella filosofía que afirma que el co
nocimiento racional no apunta meramente a relaciones, sino a la exis
tencia efectiva misma de las cosas y propiedades, y en verdad se
extiende de tal forma que tal conocimiento de la existencia efectiva
mediante la razón tiene certeza apodíctica, que nunca debe adscri-
373
birse al conocimiento sensible. Según esta filosofía, tiene lugar un
doble conocimiento de la existencia efectiva: uno cierto y otro in
cierto. El último, digo, debe por tanto llamarse creencia. Pues se ha
presupuesto que todo conocimiento que no surge desde fundamen
tos racionales es creencia.
»Mi filosofía no afirma un doble conocimiento de la existencia
efectiva, sino sólo uno simple, por sensación; y limita la razón, con
siderada en sí misma, a una mera capacidad de percibir relaciones
evidentes, esto es, a formar el principio de identidad y a juzgar con
él. Ahora bien, tengo que confesar que sólo la afirmación de propo
siciones meramente idénticas es apodíctica y lleva consigo una cer
teza absoluta, y que la afirmación de la existencia en sí de una cosa
fuera de mis representaciones nunca es una tal afirmación apodícti
ca y puede llevar consigo una certeza absoluta. El idealista, apoya
do en esta distinción, no puede sino reconocer que mi convicción de
la existencia de las cosas efectivas externas a mí sólo es creencia.
Pero entonces, como realista, tengo que decir: todos los conocimien
tos pueden proceder sólo y únicamente de la creencia, porque las
cosas me tienen que ser dadas antes de que esté en condiciones de
considerar las relaciones.
»Esta materia es el contenido del siguiente diálogo [...]» {David
Hume über den Glauben oder Realismus und Idealismus. Ein Ges
präch, bey Gotti. Loewe, Breslavia, 1787, pp. III-VI; subrayado de
Jacobi).
Desde este prefacio se ve claro: primero, que se realiza un ata
que a la filosofía racionalista mostrando la vanidad de pretender co
nocer la existencia y las relaciones de existencia por la razón; que
la existencia sólo se conoce por sensación; que el ámbito de la razón
es el de los juicios analíticos; que si no se da la existencia no se
dan las relaciones; que el conocimiento de sensación y de existencia
es más básico que el de razón; que si las cosas no son dadas, no
pueden ser pensadas; que a este conocimiento extrarracional él (Ja
cobi) no le llamaría creencia motu propio; éste es el nombre que le
ponen los propios racionalistas para designar aquel conocimiento que
no se da desde fundamentos racionales; que para él es conocimien
to propiamente dicho; concluyo que hay que entender la obra como
una destrucción de la razón racionalista mostrando la debilidad in
terna de su posición, en el sentido de que justo lo que ellos colocan
extrarradio de la racionalidad es la base de toda racionalidad: pero
son ellos los que colocan la creencia extrarradio de la racionalidad,
no Jacobi, que pugna fundamentalmente por alterar la noción de
razón proponiendo otra relación con la sensibilidad. Todo ello era
un proyecto rigurosamente kantiano en la forma, pero de un conte
nido ontològico radicalmente diferente: de lo que se trataba era de
mantener para la realidad espiritual todo lo que Kant mantenía de
la realidad espacial.
4. La obsesión del momento de Jacobi es, justo por lo que hemos
374
acabado de decir en la última nota, separarse de la filosofía de Kant,
de la que a pesar de todo tiene que reconocer su grandeza. Así lo
dice ya en la parte que no hemos traducido todavía del prefacio de
1787: «En el presente diálogo me declaro a favor del realismo y con
tra el idealismo; precisamente así me había manifestado en las Brie-
fe con suficiente evidencia (pp. 162-164 y 180-181), según creo, a
propósito de ese concepto. A pesar de esto se me ha querido atri
buir después que me inclino al idealismo transcendental. Esta atri
bución contra toda evidencia podía fundarse sólo en esto: que en mi
justificación contra Mendelssohn he hablado de Kant como un gran
pensador, con la estima y la admiración que siento y nunca negaré.
Esta acusación se apoyó en el pasaje acerca de la creencia de la
KrV que para esta justificación había insertado, sin considerar lo
más mínimo la nota que inmediatamente le añadí, y otra que igual
mente le seguía. El cuidado y el tono de mi expresión habrían mere
cido una mejor contestación que la que encontró por parte de aque
llos idealistas transcendentales que me habían entendido suficiente
mente» (VII-VIII). Es más que probable que ese tratado que debía
anteceder al diálogo, referido en la cita aludida en el texto, haga
referencia al apéndice sobre idealismo transcendental, del cual decía
en el prefacio: «En el apéndice de este diálogo, sobre el idealismo
transcendental, he usado en general para la exposición de la doctri
na de Kant las propias palabras del autor. [...] Pero como no es
imposible que se diga que he entendido incorrectamente el idealis
mo transcendental, entonces estoy dispuesto a reconocer aquí que esta
objeción me alcanzará bajo la única condición de que se me mues
tre al mismo tiempo cómo puede ser comprendido el idealismo trans
cendental de forma diferente a la que expongo sin caer en la más
irreconciliable contradicción consigo mismo, y perder así todas sus
exigencias. Sobre este «aut ... aut» está justificado todo mi ensayo»
(Vlll-IX).
Indudablemente Jacobi muestra de Kant lo que no es asimilable
en su doctrina; lo asimilable de ella ya no es de Kant, sino de Jaco
bi. Timm ha expuesto con su claridad habitual estos dos lados de la
cuestión: Jacobi toma de Kant esto: «Existencia es el elemento de
todo conocimiento y de toda acción», sólo que esa existencia en Kant
se da por intuición y en Jacobi por una sensación que en el raciona
lismo recibe el nombre peyorativo de creencia; pero en ambos suce
de de manera inmediata y aconceptual. Lo que Jacobi objeta a Kant
es que al privar al hombre de intuición de los objetos de la metafísi
ca, ha convertido la conciencia en un espejo vacío que no refleja sino
su infinita precariedad y su absoluta Nichtigkeit (nulidad) (Timm,
Tagung in Dusseldorf, p. 79). Jacobi objeta a Kant, por tanto, su
nihilismo espiritualista.
5. Ya hemos visto que éste era el objetivo del prefacio de la edi
ción del 1787.
6. Es curioso que en el prefacio tantas veces citado, la figura de
375
Leibniz quede absolutamente ocultada, siendo así que en ese ensayo
de reconstruir la teoría de la razón su papel era de protagonista ab
soluto. En el fondo, Leibniz había sido el primero en defender la
inmediatez del autoconocimiento del espíritu monadológico, base de
todo intuicionismo espiritualista. Es más, esta relación con Leibniz
tampoco es reconocida en el informe muy posterior de la edición
de 1816. Allí se nos dice: «En el momento de su aparición, el autor
se mantenía con sus convicciones discrepantes en medio del sistema
leibniz-wolffiano aún dominante (con cuyos defensores sobre todo
había tenido que ver)» (II, 5). Esta expresión es terriblemente am
bigua, ya que no se matiza si ese «tener que ver» hace referencia a
su oposición crítica a Mendelssohn o más bien a una actitud más
positiva hacia la filosofía de Leibniz. Creo de todas formas que
David Hume es el primer intento serio de toda una larga serie de
reformulaciones de la teoría de la razón frente a Kant desde bases
leibnizianas. Los intentos más importantes son los de Maimón, que
estará íntimamente relacionado con Fichte, y el mucho más reaccio
nario de Eberhard, que motivó la célebre respuesta de Kant. En
este sentido la filosofía de Jacobi también es inaugural. Cf. para
esto Yerra, p. 142. Es digna de mención la expresión de Schlosser
tras recibir David Hume: «Tú me has reconciliado con la teoría
leibniziana del hombre y en general del espíritu» (cf. Yerra, p. 154,
nota). El pensamiento de Leibniz siguió ocupando a Jacobi en los
apéndices de la segunda edición de las Cartas, sobre todo respecto
del problema de la relación alma-cuerpo en el ámbito de la teoría de
la monadología.
7. Ya hemos hecho mención en las notas anteriores al problema
de la fijación del concepto de creencia de Jacobi y mi defensa de
que se orienta mucho más por la noción de intuición en Kant que
por las posiciones sensualistas de Hume. Timm tiene una opinión
matizada: «Si se pregunta por la procedencia del concepto jacobiano
de creencia y existencia que la filosofía tiene que revelar, se choca
con una cosa paradójica, pues los “texti veritatis" que invoca Jacobi
no son otros que Spinoza y Kant, que por otra parte representaban
a los ateos consecuentes desde la esencia de la razón» (Tagung in
Düsseldorf, p. 41). Timm cita la correspondencia con Herder que
acabamos de analizar, pero creo que no tiene en cuenta que la defi
nición de creencia es entendida por Jacobi de una manera negativa:
como llaman los racionalistas mismos a la convicción que no está
apoyada en principios racionales. Pero si Jacobi tuviera que llamar
le de alguna manera ex novo, le hubiera dado la palabra «sensa
ción», más cercana a la posición de Kant.
8. Para ver el origen kantiano de las posiciones de Jacobi acerca
del realismo hay que ir, como siempre, a ciertos textos de la prime
ra edición del diálogo que estudiamos. Así, en la página 79, se ex
cluyó un largo texto que parafraseaba las posiciones de la Beweis-
grund sobre la primacía de la existencia sobre todos los demás pre
376
dicados; «pues qué puede ser más claro y evidente, más obvio que
la verdad de las siguientes proposiciones; el ser no es una propie
dad sino lo que soporta todas las propiedades. Las propiedades son
del ser, no sólo en él; modificaciones y expresiones de él. Consiguien
temente, puesto que todas las cosas sólo pueden pensarse como cua
lidades de un ser real o absoluto subyacente como fundamento, en
tonces es absurdo poner su posibilidad como lo primero, y hablar
de esta posibilidad como si fuera algo absoluto que pudiera consis
tir por sí o por lo menos pensarse; sería absurdo en el más alto
grado querer derivar lo real desde las cualidades en lugar de deri
var estas desde lo real». Tenemos aquí las mismas críticas a la razón
racionalista hechas por Kant desde la noción de existencia e intui
ción, convenientemente subrayadas en sus aspectos estrictamente me-
tafísicos. Cf. para esto mi artículo «El problema de la existencia en
Kant», Teorema, 1981, n.° 3. Es sin embargo cierto que la tendencia
a reducir el valor de la mera razón racionalista y lógica está muy
extendida en Alemania. Jacobi citará también a otro ilustrado: Rei-
marus, quien se proponía sin embargo este proyecto desde un análi
sis interno a la propia adquisición de evidencia por métodos lógi
cos. (Cf. David Hume, ed. 1787, p. 88.)
9. Tenemos que tener en cuenta que cuando Jacobi habla de la
cosa como lo dado por la representación inmediata, no está hacien
do referencia al fenómeno kantiano —que para él es exclusivamente
la propia sensación— sino a la cosa en sí. Así se desprende del texto
de 1787; en la página 142 de la Werke, II, se nos dice; «¿Cómo sabe
usted que la sensación lo es de una causa en tanto causa, la sen
sación de una causa externa, de un objeto efectivo fuera de la sensa
ción?». En la edición de 1787, p. 21, se añade: «de una cosa en sí».
La misma denominación se vuelve a omitir en la p. 61; «¿Llegamos
a ser para usted cosas en sí sólo en virtud de un razonamiento a
partir de representaciones?». En la página 50 se nos dice mucho más
claramente: «Y un realista decidido, ¿cómo debe llamar al medio por
el que participa de la certeza de los objetos externos como cosas en
sí?».
10. Todo el libro de Baum, Vernunft und Erkenntnis, debería ser
discutido en este contexto. En principio su exposición parte de la
distinción efectiva entre sensación, Empfindung, y percepción, Wahr-
nehmung: la primera es sólo una modificación de nuestra concien
cia, mientras que la segunda es una conciencia inmediata del ser; la
primera nos ofrece algo gedacht, subjetivo, mientras que la segunda
nos da lo real, el Sein (pp. 29-30). A partir de aquí, el gran proble
ma es la diferencia entre intuición y abstracción que tiene que de
terminar toda la historia de la filosofía como historia del idealismo
desde Aristóteles (p. 32). Mientras que intuición es un conocimiento
inmediato sea de un objeto material o inmaterial, la abstracción es
un medio de ayuda {Hilfsmittel) que no posee ninguna verdad de
por sí. El problema es que la evidencia del primer conocimiento se
377
reconoce por ir acompañado de un sentimiento vinculante; el de
creencia. En este sentido Jacobi se pone en relación con Hume y
con Reid (p. 97). «El primado de la intuición sensible no significa,
según Jacobi, que el sentimiento entre en escena sólo tras una intui
ción cumplida, sino que intuición y sentimiento —creencia, esto es,
conciencia inmediata de la transcendencia de los objetos— están
dados recíprocamente en una conexión indisoluble» (op. cit., p. 97).
Creencia sería la certeza interna al hecho de la intuición. Ambos mo
mentos constituyen la conciencia de la percepción (op. cit., p. 98). Y
esto corresponde a la explicación que da Th. Reid de la teoría de la
percepción (Baum, pp. 78-98; para la relación Jacobi-Berkeley, cf.
p. 106). Menos fuerza tiene ciertamente el intento de Baum de acor
tar distancias entre Hume y Jacobi respecto de la transcendencia de
la realidad acerca de la cual tenemos la certeza de su existencia (cf.
Baum, p. 18), en discusión con el libro de Levy-Brühl, La philoso-
phie de Jacobi, París, Félix Alean, 1894, que negaba de hecho esa
influencia (p. 107). Más acertado me parece su tratamiento de las
relaciones entre Jacobi y Kant en el contexto de la teoría de la razón
reducida a mera idea subjetiva y conceptual sin validez real (op. cit.,
p. 33). Baum ve claro que desde aquí surge el problema del «nihilis
mo kantiano» (p. 45), que en todo caso sería caracterizable como
nihilismo espiritual. A partir de aquí es fácil mostrar la imposibili
dad de una síntesis a priori desde Jacobi (op. cit., pp. 61 y ss.).
Todo esto lo veremos en nuestro capítulo «Nihilismo y especulación».
11. Aquí hay que situar la parte de la teoría de la razón de 1787
que se autocrítica en 1816: aquella que hace de la razón un sentido.
El motivo profundo que obligó a Jacobi a alterar sus puntos de vista
creo que hay que buscarlo sobre todo en su lucha contra el natura
lismo de Schelling, plenamente vigente en aquellos momentos. Ese
naturalismo potenciaba sobre todo una explicación de lo más per
fecto desde lo menos perfecto, del espíritu desde la naturaleza. Así
las cosas, era fácil asimilar las posiciones de 1787 a las propias po
siciones criticadas de Schelling. En efecto, la razón como sentido no
era sino un grado más de sensibilidad respecto de todos los demás
animales, y por tanto una dimensión natural cuyo último grado de
evolución daba lo estrictamente espiritual. El esquema era el schel-
lingiano y sólo se podía destruir si se aceptaba no una teoría gra
dualista para explicar las diferencias entre sentido y razón, sino una
posición que subrayara la diferencia esencial y cualitativa entre
ambas. Sólo esta posición bloqueaba todo equívoco naturalista. De
hecho esta inclinación naturalista estaba apoyada también por el uso
masivo de Leibniz en la primera edición del David Hume. Un texto
clave para esta orientación leibniziana-evolucionista puede verse en
la p. 148 y fundamentalmente el final: «los gérmenes animales del
hombre no son racionales y llegaron a serlo sólo cuando la concep
ción \_Empfágniss'\ determinó estos animales a la naturaleza huma
na». Para otro texto claramente evolucionista, cf. p. 193, nota. Por
378
eso Jacobi tiende también a reducir la presencia de Leibniz en la
segunda edición y por eso tiende a reducir el valor de la tercera parte
del diálogo, de la que dice que, más que terminar, acaba abrupta
mente. Otra razón para el cambio de posición puede verse en la nota
siguiente.
12. Este dualismo que comentamos ha llevado a hablar de la
doble verdad. Cf. el libro de Kuhlmann, Die Erkenntnistheorie F.H.
Jacobi (1906). El autor señala con claridad el carácter reactivo de la
filosofía de Jacobi y por tanto sus muchas veces inconsciente adop
ción de los puntos de vista de las filosofías que critica (pp. 8-9).
Esto obliga a una incoherencia considerable en el uso de sus térmi
nos filosóficos (p. 10), objeción que proviene del propio Fríes. El
problema que Kuhlmann se plantea es precisamente este: Jacobi
parte del pensamiento fundamental del dualismo: tenemos dos ca
pacidades de conocimiento separadas y diferentes que nos dan un
conocimiento perfectamente fiable de sus objetos. Por los sentidos
conocemos las cosas como son, sin nada entre las cosas y la subje
tividad perceptora; la percepción no está mediada. Hay aquí un ins
tinto de verdad sensible (pp. 6-7). Esa es la intuición sensible que
da la creencia sensible. Luego hay una intuición de lo suprasensi
ble, de Dios, por medio del carácter moral del hombre, por un ins
tinto puro. Y sin embargo desde esta equivalencia de la creencia sen
sible e inteligible, que nos ofrece dos tipos de realidades, Jacobi de
fiende que en realidad nada sabemos sino que sólo podemos creer
(p. 12). Y sin embargo Jacobi, dice Kuhlmann, se empeña en decir
nos que él no ha usado el vocabulario filosófico con ambigüedad
(cf. p. 12). El entendimiento queda así despreciado en tanto que hace
de todas las representaciones una mera nada. En cuanto que esto
es así, al instaurar una dualidad insuperable en el conocimiento hu
mano, entre dos corrientes que no pueden ser unidas por ningún
puente (p. 15), Jacobi está condenado al salto mortal entre ambas.
«Desde la contradicción del conocimiento del corazón y del entendi
miento, Jacobi extrajo la conclusión de que en principio sólo el pri
mero puede ser verdadero y que nosotros tenemos que creerlo todo,
y que también podemos conocer correctamente en la creencia. Pero
aquí reside la piedra de escándalo en el camino: la igualdad del co
nocimiento, la cual hace una exigencia de verdad científica» (p. 62).
Kuhlmann, que trabaja desde el neokantismo, es más profundo: el
escándalo es la afirmación del primado de lo suprasensible y la nu
lidad del conocimiento del entendimiento, por un lado, y la defensa
de que ambos se basan en Glaube del mismo tipo. Pero Kuhlmann
no descubre que este escándalo impuso la segunda edición de David
Hume y el papel puente del entendimiento que hace inútil el salto
mortal. ¿Cómo aclarar esto? Recordando el carácter polémico del sal
to mortal y el carácter sistemático de la introducción de 1816. Mien
tras se hable polémicamente contra el entendimiento se debe mostrar
que éste no es absoluto, sino que antes bien, desde sí mismo es
379
el principio de todo nihilismo. Salir de este ámbito sólo es posible
por la potencia negadora del salto mortal, que restaura la inmedia
tez de la intuición, ya sea sensible, ya sea inteligible. Pero Jacobi
descubre que el entendimiento puede jugar elaborando tanto los datos
de la intuición sensible como de la intuición espiritual, de la natura
leza sensible y de la espiritual (II, 119), consagrando un dualismo
no paradójico. El entendimiento no atenta contra estas dos realida
des sino que permite su conocimiento y su ordenación cuando se
parte de la convicción de que el entendimiento no es sustancial, sino
puro medio. El nihilismo no surge del poder del entendimiento como
medio, sino del punto de partida en la representación subjetiva y no
en la percepción o en la intuición. La paradoja de Jacobi es que toma
la noción de realidad de la teoría de la intuición de Kant, de la teo
ría del realismo crítico o empírico, y al mismo tiempo acusa a Kant
de nihilista, porque Jacobi confunde el idealismo transcendental con
el realismo empírico, porque, para él, el realismo sólo puede ser
transcendental, afirmación de la donación inmediata de la realidad
como cosa en sí. Jacobi nunca reconoce el realismo empírico de Kant
y, por tanto, nunca entiende el idealismo transcendental. No se mo
lesta en pensar que para Kant la intuición es percepción, como en
él; rinde una existencia independiente del sujeto, como en él; nos
muestra la cosa en sí, como en él; pero siempre en la dimensión
empírica y no transcendental. Al pensar así, Kant pretende impedir
la existencia de una intuición intelectual de la cosa en sí externa o
interna en sentido transcendental, que es justo lo que Jacobi nos
propone.
13. Que un Yo no se pueda dar sin un Tú se desprende de otro
principio más profundo y estrictamente leibniziano, según el cual no
es pensable una capacidad de receptividad pura sino como una mo
dificación de un principio activo (cf. II, 284, nota). Esto significa
que no se puede dar ningún Tú (que al fin y al cabo sólo puede
reconocerse mediante una dimensión pasiva) sin que se ponga en
juego la representación del Yo, de la actividad. A la página 176, de
la edición de 1787, Jacobi le propuso una nota que decía así: «El Yo
y el Tú se distinguen inmediatamente con la primera perceix:ión. Pero
en la misma medida en que el Tú se haga evidente, se hará también
el Yo».
14. El imperativo de moralidad como imperativo de coherencia
tendrá una gran repercusión en el Fichte de 1794. Y sin embargo es
difícil referirnos a los textos donde Jacobi lo expone de una manera
clara. Desde luego no en las Briefe. Es más fácil hallarlo en la nueva
edición de Allwill, y también en Woldemar, obras que sin duda Fich
te leyó. Pero hay un texto de la edición de 1787, eliminado de la
edición de 1816, que dice así: «Los ojos del alma humana o la razón
humana no son como el ojo corporal, una parte que puede separar
se; pues el alma no tiene ninguna parte que exista externa a las
otras. Por tanto el ojo del alma humana, o la razón humana, es el
380
alma humana misma, en tanto que ella tiene conceptos evidentes.
Lx) que en el hombre expresa evidentemente el Yo, a esto llama él
su razón, y esto es su razón. Si el Yo concuerda consigo mismo en
sus acciones entonces concuerda con su razón. Por tanto, el Yo que
concuerda y actúa meramente por su propio instinto y según las leyes
de su concordancia posible, se rige a sí mismo o se rige única y
exclusivamente por su razón. La posibilidad o imposibilidad de tal
autogobierno depende de los objetos a los que el alma aspira. Sus
esfuerzos pueden ser limitados de tal forma que ella estuviera en
condiciones de alcanzar todos sus fines sólo por medio de su razón,
esto es, por ella misma en tanto que tenga conceptos evidentes. Y si
un tal estado de limitación es la edad de oro, entonces ésta puede
perfectamente alcanzarse» (pp. 194 y ss).
15. El propio Jacobi emplea esta expresión en un texto que aña
dió a la edición de 1816; «Esta deducción de los conceptos y princi
pios universales y generales me la dio la Ethica de Spinoza (Op.
post., 74-81), esto es, los pensamientos fundamentales y principales
para ella. La contrapongo a la deducción kantiana de las categorías
según la cual estos conceptos y juicios surgen desde un entendimien
to puro acabado en sí mismo que transfiere a la naturaleza el meca
nismo del pensar sólo en él mismo fundado y lleva delante un juego
de conocimiento lógico por el cual el entendimiento universal del
hombre en modo alguno se satisface, sino que antes bien, como en
Hume, se ridiculiza» (cf. II, 216, nota). Pero en un texto que retira
en la segunda edición prevé otro tipo de deducción transcendental,
mucho más cercana a las tesis del Kant precrítico; «No puedes sino
pensar que a partir de esta experiencia fundamental tienen que pro
ducirse todos los conceptos, incluso aquellos que llamamos a prio-
ri» (1787, p. 50). Recuérdese la tesis de Kant de la Deutlichkeit, de
1762 (cf. mi Formación de la KrV, cap. I).
16. Estos textos, que reintroducen a Leibniz en el debate de la
deducción transcendental y de la reconstrucción de la razón, deben
ser tenidos en cuenta de manera fundamental para explicar la op
ción de Fichte. El texto citado puede ser complementado por este
otro, eliminado de la edición de 1816; «Todas las modificaciones y
alteraciones del ser pensante mismo, consiguientemente, posean el
nombre que sea, tienen que ser también fundadas única y exclusi
vamente sobre él mismo, bajo aquellas limitaciones. Imaginación, me
moria, entendimiento como propiedades que pueden corresponder al
ser pensante, tiene que ser como tales producidas o ser operadas en
él sólo por el ser pensante» (ed. 1787, p. 169). La capacidad pro
ductiva de la dimensión pensante, reconocida por Jacobi como Yo,
se establece ahora como absoluta respecto de todas las demás di
mensiones de la subjetividad. Este será el camino de Fichte, radi
calmente apartado del camino de Kant.
17. Preparo una edición de David Hume con todas las variantes
de 1787 en la que espero mostrar claramente el extraordinario peso
381
de Leibniz en esta primera aproximación de Jacobi a la filosofía pro
piamente dicha. Prácticamente todo el aparato de notas sobre Leib
niz, de extraordinaria importancia para el curso del idealismo ale
mán, se retiró en la segunda edición.
18. Todo este epígrafe se ha hecho posible por la edición de las
cartas de 17-22.4.1787 y 1.6.1787, llevada a cabo por Renate Knoll
en Johann Georg Hamann, Acta des Internationalen Hamann Collo-
quiums in Lüneberg, 1976, Vittorio Klostermann, Frankfurt am Main,
1979, pp. 236-276. La misma autora nos propone con anterioridad
un artículo excelente sobre «Hamanns Kritik an Jacobi» .
19. Para las posiciones de Verra sobre las relaciones entre Ha
mann y Jacobi, cf. su libro, páginas 174-179, donde se subraya la
diferencia en la comprensión de la fe por parte de Jacobi (p. 174),
esencialmente como angustia y como duda. Verra se refiere a las
conversaciones de Jacobi con Thomas Winzemmann que desconoz
co. Sin embargo, Verra no cita las cartas que nosotros hemos referi
do en este epígrafe. Por lo demás sitúa bien la polémica respecto
de la cooperación humana en la recepción de la gracia (pp. 178-179).
20. Hume no es usado precisamente como una autoridad dentro
de esa reivindicación realista, sino como un defensor de la creencia
como vía de acceso a lo real. Lo que sucede es que aunque para
Hume eso real es subjetivo, ideal, la diferencia para Jacobi es un
detalle menor; la creencia es aquí una forma universal de relacio
narse con lo real, sea esto lo real subjetivo o lo real objetivo. Aquí
es donde Hume es útil. Ni qué decir tiene que el diálogo no entra en
una demostración estricta de la realidad transcendente que Hume
negara. Sólo verifica una jerarquía de creencias que Jacobi se empe
ña en hacer decisiva para la comprensión de la segunda edición de
la KrV: si no creyéramos en la propia realidad externa, no creería
mos en la propia realidad interna; sin Tú no hay Yo. Sería difícil
llamar a esto filosofía bien construida, y desde luego la pretensión
de que esta doctrina es usurpada por Kant en su refutación del idea
lismo, en 1787, no deja de ser ilusa, ya que Kant afirma mediante
su refutación la primacía del sentido externo sobre el interno, esto
es, trata de llevar a cabo una ordenación jerárquica de la sensibili
dad y del fenómeno, y no una referencia al Tú externo espiritual
como única posibilidad de reconocimiento del Yo propio.
382
C a p ít u l o V I I
1. Introducción
383
cial al régimen de vida burgués, y que ahí estaba la clave
para que el pensamiento de Dios pudiera tener realmente in
fluencia en la cohesión social, para que se asentara en el hom
bre la apelación a un orden sagrado con repercusiones en la
sacralización del orden político. Por eso es posible decir que
todo su pensamiento religioso tiene una dimensión política
que veremos con claridad al final de este capítulo.
Pero, por eso también, Jacobi vivió siempre como si su
opción religiosa fuese perfectamente coherente con su opción
política liberal. En el fondo lo era: el individuo era el sujeto
de la economía en la misma medida que era sujeto de la tra
gedia religiosa. Nosotros sabemos que lo era en el último caso
porque lo era en el primero. Y el curso de los acontecimien
tos y la evolución de su pensamiento político mostrarán que
sin esa apelación auténtica, vivida y personal de un Dios
amigo, providente y personal, no había posibilidad de recom
poner ideológicamente el orden burgués posrevolucionario.
Esto indica ya con claridad que en este ámbito del pensa
miento de Jacobi hay que marcar una clara distinción entre
antes y después de la Revolución Francesa. En esto Jacobi sigue
paradigmáticamente al mundo burgués, y la inflexión que pro
dujo en Alemania puede seguirse en la evolución del pensamien
to idealista. En principio, Jacobi dedicó cuatro escritos a la re
flexión política prerrevolucionaria: Eine Politische Rapsodie,
Noch eine politische Rapsodie, Über Rechi und Gewalt y Etwas
dass Lessing... En ellos siempre es visible una orientación que
viene a coincidir con la opción Necker que lucha por abrirse
paso en la Francia prerrevolucionaria. A estos escritos les de
dicaremos los primeros puntos de este capítulo.
384
2. La base inevitable de la economía del Estado es la agri
cultura {die kunstliche Bearbeitung der Erde) (VI, 348). Esta
es la fuente de riqueza originaria (VI, 352). Frente a ella, el
comercio se alza como una actividad en cierta medida secun
daria, por cuanto requiere la existencia de lo prescindible, del
excedente {Überflüssige), ya que en tanto relación libre de in
tercambio supone que nadie se va a desprender de aquello
de lo que no puede prescindir. De ahí que se necesita cierta
transformación diabólica de los bienes para hacer de ellos
mercancías: se tiene que transformar lo excedentario y super
fino en necesario {der Überflüssig in Nothdurf verwandeln
werden) (VI, 351), adquiriendo así un valor venal.
3. La necesidad de garantizar el punto 2 define la autori
dad del Estado, que se tiene que poner al servicio de la clase
productiva.^ En efecto: no se puede desarrollar la agricultura
sin la fijación (Festsetzung) de la propiedad y sin un poder
protector {beschützende Machí) que asegure su mantenimien
to contra ataques externos e internos (VI, 348). Aquí tiene su
fundamento el deber inicial de la sociedad de propietarios:
mantener con sus contribuciones a la autoridad y a todas las
administraciones: «obere Gewalt, Oberherrn, Soldaten, Civil-
bedienten», etc. (VI, 349).
4. Si bien el punto 2 define la sociedad básica como so
ciedad de propietarios productores, como sociedad natural,
o sociedad burguesa, el punto 3 concreta esa sociedad civil o
burguesa en Estado ya organizado. La condición de un Es
tado burgués es la propiedad (VI, 351); la condición de 3 es
2. Ahora bien, el vínculo de ese Estado, lo que hace que sea
el Estado que organiza y administra la sociedad burguesa,
su carácter social, le viene dado por el propio comercio. Los
hombres valen en la situación burguesa en la medida en
que se implican en ese tráfico, son sociales en la medida
en que trafican, son burgueses en la medida en que saben
transformar lo prescindible en necesario:
385
Una expresión terriblemente cruda de las cosas. Con la ino
cencia de una posición primigenia, que aún no ha conquista
do las consecuencias de la experiencia histórica guiada por
esos principios, ni ha sentido la necesidad de camuflarlas, Ja-
cobi define al miembro de la sociedad burguesa esencialmen
te como consumidor. Alguien que no consume es menos que
un animal para esta sociedad. Es este un ejemplo magnífico
de hasta qué punto el estado inicial de una forma de vida o
de una sociedad puede esconder intuiciones formidables de
lo que es su destino. A partir de aquí se sigue la ulterior pre
misa del liberalismo de Jacobi: librecambio interior dentro de
un Estado, pero protección respecto de la invasión comercial
de otro Estado ajeno (VI, 352-353).
5. Esto significa que hay que distinguir entre Staatgeset
ze y Bürgerlichen Gesetze: «las unas no pueden decir nada
sobre los objetos de las otras y por tanto nunca puede tener
lugar entre ellas una lesión recíproca desde auténticos princi
pios» (II, 433). Jacobi se representa las cosas así: el verdade
ro objeto de la Staatgesetz es la reunión de la realidad pro
ductiva en un todo, procurando para sus miembros la misma
seguridad y libertad. Este paso significa no el sacrificio de la
independencia a la libertad y la seguridad: independencia no
existe en ningún sitio: en todo caso ese movimiento significa
el paso desde una independencia más amplia, general e inde
terminada, a una más estrecha y determinada. Las leyes bur
guesas, por el contrario, tienen como verdadero objeto el dis
frute exclusivo e inmediato de la propiedad dentro de la se
guridad y libertad y constituye el fin para el que la ley del
Estado proporciona los medios (II, 434).
6. Desde esta perspectiva sería absurdo proponer un sa
crificio de una parte individual de la sociedad respecto del
todo. Por tanto, las leyes burguesas son inviolables por las
estatales: «el todo es un absurdo si no es el conjunto de todas
sus partes» (II, 446). Toda acción en contra del individuo lleva
al despotismo, esto es, al sacrificio del derecho natural frente
al derecho positivo, de la sociedad burguesa frente al estado.
No es preciso decir que la fuente de todo esto es Montesquieu,
concretamente el libro XXVI, cap. 15 del Esprit des Lois; y
que para Jacobi el estado de despotismo es el habitual en
Europa y debe ser reformado: que hay que seguir el modelo
inglés de reformas, y que esta propuesta no constituye un
ideal de perfección transcendental, sino el único estado social
compatible con la naturaleza humana (II, 447).
386
El resto de la teoría fisiócrata de Jacobi es igualmente tra
dicional: la necesidad de describir mejor las leyes del dinero
dentro de una economía de cambio, la voluntad de aproxi
marse al análisis de los síntomas de la inflación —lo que él
califica de necesidad siempre creciente de dinero— y del ex
cedente monetario, clave del ahorro y del bienestar social,
fruto de un intercambio ordenado y realista de mercancías
(VI, 356, 357), que a su vez tiene que fundarse en una políti
ca proteccionista; el intento de establecer una teoría acerca
del valor-precio de una mercancía (VI, 369) sobre la base del
valor de uso-necesidad de un producto que se eleva a precio
natural (VI, 371) y que inevitablemente es el grano (VI, 372).
Es curiosa la analogía que, de acuerdo con lo dicho en la in
troducción a este capítulo, traza Jacobi respecto de estos pro
blemas:
387
dera reflexión sobre lo que podemos considerar a grandes ras
gos derecho natural, y cuya publicación en 1777 motivó el dis-
tanciamiento definitivo entre los dos hombres. De hecho se
trata de la primera defensa en Alemania de las tesis de Mon-
tesquieu, cuyos modelos de Ilustración y noción de libertad
como «poder hacer lo que permite la ley de manera racional»
Jacobi aceptó con fidelidad absoluta.^
La posición de Wieland era simplemente que todo poder
o preeminencia se basa en un atributo personal (personelle
Eigenschaft), que viene a reducirse en último extremo a la
fuerza. Con ello era inmediata la tesis de que «Das Recht des
Stárkern sei, “jure divino”, die Quelle aller obrigkeichtlichen
Gewalt» (VI, 423). A esta ley debe referirse todo el orden so
cial. Con ello, Wieland traza una línea continua entre la ley
de la naturaleza y derecho natural, o entre ley física y ley mo
ral, que a su vez pretende caracterizarse como derecho di
vino (VI, 424). El nuevo juego de palabras debió de molestar
profundamente a Jacobi: se trataba de equiparar Natur, Gott
y Moral en cuya estricta y nítida separación trabajaba desde
1776.
En la perspectiva de Wieland, uno no tiene primero dere
chos y como consecuencia de ello alcanza autoridad y des
pués fuerza para administrar y gobernar. El asunto es justo
al revés: se tiene algún tipo de fuerza natural (Kraft de Natur,
Muth, List, etc.), y esto da lugar a la posesión de la capaci
dad de gobernar (Gewalt), instituyéndose después el derecho.
No hay apelación alguna a la posesión de la gemeinschaftli-
che Ueberlegung, a una decisión racional, sino a la misma
ley que domina el todo, la ley de la necesidad (VI, 426). Este
es el verdadero derecho divino. Por nuestra parte, creemos
que aquí está una de las claves para comprender la exigencia
de Jacobi de negar una cierta lectura naturalista de Spinoza,
para entender por qué este pensamiento se le presenta a Ja
cobi como inaceptable en su totalidad. Porque en cierta me
dida se puede decir que Jacobi interpreta que los principios
de Wieland están basados en una cierta y unilateral lectura
de la filosofía de Spinoza.^ Si se acepta que el derecho es la
ley de la necesidad, es preciso concluir que lo que sucede se
efectúa por esa fuerza de la necesidad y que, por tanto, nada
de lo que es real puede considerarse como injusto. Con las
propias palabras de Jacobi: «Que todo lo que efectivamente
sucede es justo, y que nada es injusto sino lo que no pue
de suceder» (VI, 427). En el fondo, la tesis citada quería ex
388
presar ante todo el escepticismo personal de Wieland, su más
profundo carácter, su autoconciencia de súbdito indefenso ante
un poder protector que podría tornarse agresivo. Su peculiar
y débil posición en el mundo no estaba para retos idealistas.
Pero esa tendencia latitudinaria de Wieland, que significaba
que él era consciente de que nunca sería de los fuertes, era
monstruosa para un Jacobi que tomaba parte en los aconte
cimientos y que valoraba la posición de Wieland como una
coartada de la tiranía despótica de los príncipes alemanes.
Por lo demás, el concepto de tirano es claramente ilustrado
en Jacobi: lo es todo aquél que pretende mantener en una
eterna minoría de edad a los ciudadanos del Estado burgués,
«sein und bleiben in Absicht des bürgerlichen Zustandes ewige
Kinder» (VI, 428).
Wieland seguía desarrollando su tesis apelando a un sen
timiento innato de la autoridad, del reconocimiento de nues
tros superiores naturales {Obern, Führer und Regenten zu er-
kennen) (VI, 429). Y este sentimiento, que motiva realmente
la estabilidad de los pueblos a pesar de tantos cambios his
tóricos, que es en el fondo la sustancia de la historia, es tam
bién el que rige y constituye la sociedad burguesa (VI, 430).
Es el sentimiento biológico del niño ante su padre, que se
despliega en toda la naturaleza animal. Ciertamente que Ja
cobi es aquí sensible al vitium circuli que Kant denunciará
con fuerza: el planteamiento de Wieland exige perpetuar el
estado de infancia en el hombre como única forma de perpe
tuar la misma autoridad.
Los ataques contra este escepticismo naturalista son en
Jacobi los típicos en el idealismo posterior, si bien tienen su
origen en Leibniz, a quien se citará más adelante (VI, 436):
el hombre no es una cosa natural, sino que tiene dignidad; el
hombre conoce a Dios y mira más allá de la vida presente.
Es libertad y piensa. No debe representarse a Dios en los tér
minos idólatras de una teocracia, sino como el Tú de un diá
logo íntimo. No puede reducirse a leyes físicas, a la causali
dad física (VI, 434). Donde exista este contexto conceptual,
donde exista el hombre como ser relativamente ajeno a la na
turaleza, allí tiene sentido la existencia del derecho; donde se
habla de la dimensión moral del hombre, de causas finales
(Endursachen) y de elección (VI, 434), allí no cabe hablar de
mera fuerza natural. El problema es la relación conceptual
de todas estas instancias, su juego recíproco en la definición
de las demás.
389
Jacobi es aquí kantiano, como en otras tantas ocasiones:
dimensión moral es aquélla que tiene su causa en la libertad
humana. Esta no es sino la capacidad de la autodetermina
ción según fundamentos racionales {Selbstbestimmung nach
vernünftigen Gründen) respecto del bien y del mal. Podemos
decir que desarrollar esta capacidad, emplearla, llevarla a la
práctica, es el derecho de toda naturaleza moral. Entonces:
cuando alguien actúa por deber respecto de nosotros, la causa
de esa actuación es el respeto de nuestro derecho (VI, 434).
El deber es respetar nuestra capacidad de autodeterminación,
nuestra libertad, y por eso es incomprensible sin un ser que
posee derechos. Cualquier otra relación exigiría emplear la
fuerza. Pero repárese en que deber y derecho son conocimien
tos del bien moral. Así que el derecho inevitablemente tiene
su fuente en la razón, en el conocimiento racional. ¿Cual podía
ser la alternativa?, podemos preguntarnos con Jacobi.
Una lectura unilateral de Spinoza, esa sería la única alter
nativa: hacer derivar todo derecho y, sobre todo, cualquier
actividad humana, del instinto, del instinto ciego, de la natu
raleza entendida como pasión. Ahora bien, en vano se busca
rá en Jacobi una teoría desplegada del derecho natural ni, por
tanto, una tesis concreta sobre la razón moral como funda
mento del Estado. En su lugar, Jacobi nos propone una serie
de tesis histórico-teóricas que caracterizan muy certeramente
las opciones que el burgués contempla como naturaleza de las
cosas, también deseable para el presente:
a) Que toda constitución originaria es una especie de au
tocracia (VI, 456).
b) Que la monarquía fue de manera igualmente origina
ria electa, y que por lo tanto la autoridad originaria fue com
partida y consentida, lo que implica un inicial reconocimien
to de la libertad humana y su sociabilidad implícita (VI, 458).
c) Sólo con el tiempo y la voluntad fue debilitándose el
sentimiento de igualdad y de independencia (VI, 459).
d) Que por lo tanto, ni por historia ni por razón se puede
afirmar la existencia de una autoridad y un poder sin condi
ciones: este es un fenómeno moderno. Nadie se ha sometido
a otro meramente por la obediencia del mismo (VI, 460).
e) Las consecuencias de estas posiciones son a mi modo
de ver muy claras y están relacionadas con las bases econó
micas del Estado: éste es una cooperación de hombres uni
dos por el sentimiento de obediencia condicionada a una au
toridad electa y justificada por su mayor capacidad para cum
390
plir las funciones y fines de la misma comunidad y de sus
miembros. No hay en modo alguno democratismo aquí; el
hombre, por lo general, no puede gobernarse a sí mismo, ya
que por todos sitios domina una personalidad en la que la
razón está debilitada. La solución ideal es una monarquía elec
tiva en la línea alemana tradicional, o una aristocracia repre
sentativa del mérito, idea perfectamente capaz de unificar no
bleza y burguesía. Indudablemente no hay necesidad de una
compleja teoría para definir y dar materialidad a esta orien
tación; el mérito y la capacidad se miden por el éxito econó
mico, que es la funcionalidad básica del Estado.
Estamos ante el Jacobi plenamente burgués de 1777, con
una personalidad aún lejana de la del Jacobi que generalmen
te se estudia y se conoce; ante el Jacobi de la edad de Mon-
tesquieu, ligeramente voltairiano. Aún apela a la razón para
la definición de la moralidad y del deber. Aún no se ha pro
ducido el desplazamiento de su idea de razón hacia lugares
menos centrales. No hemos llegado a su decisión de abando
nar esta razón que, necesariamente espinosista, conduce al
ateísmo y, no se olvide, también a una justificación de otro
despotismo diferente de la ensayada por Wieland, pero no
menos terrible. Cuando este desplazamiento suceda, Jacobi no
renunciará a su orientación general, pero alterará la instan
cia última de fundamentación; fe, obediencia, autoridad, reci
ben ya su canto en las Briefe:
391
clad desde la lectura espiritualista de la misma. No obstante,
antes de llegar a 1785 debemos seguir un poco más el cami
no de Jacobi. Se trata del trabajo Etwas dass Lessing gesagt
hat, verdadera continuación de la polémica con Wieland.
392
sucede mediante el predominio de la razón sobre la pasión,
tal y como defiende también en la conclusión de Allwill. El
canto a la razón aquí es total;
Claramente, es la razón la verdadera vida propia de nues
tra naturaleza, el espíritu del alma, el vínculo de todas
nuestras fuerzas, una imagen de la causa inmutable de todo
lo verdadero, de todo ser que se percibe a sí mismo y que se
alegra de sí mismo (II, 343).
393
volución Francesa: un equilibrio de los cuerpos nacionales ba
sado en el contrapeso de los intereses propios de cada uno de
ellos reconocidos políticamente. El punto se dirige fundamen
talmente a destruir el poder desmedido del monarca despótico,
que supone la «opresión de todos los derechos» (II, 358). La
denuncia del despotismo se prolonga con todos los argumentos
de Ferguson, a quien Jacobi cita asiduamente. Toda ulterior
consideración política pasa a un segundo plano hasta la cons
trucción de ese equilibrio (Gleichgewicht) de las inclinaciones
partidistas interesadas: sin pacto entre la monarquía, nobleza
y burguesía, «keine Freiheit, also keines Vaterland» (II, 363).
En todo este contexto se trata, naturalmente, de permitir
una traducción de la categoría de libertad moral interna a la
categoría de libertad política externa, de establecer una rela
ción entre la capacidad de autodeterminación moral y la ca
pacidad de autodeterminación política; del derecho a dispo
ner de los medios para esa autodeterminación como derecho
de propiedad. Y sólo porque existe esta relación interna entre
moral y política, es posible desde luego una política racional,
esto es, basada en un conocimiento de la esencia del hombre,
en una justificación «universal» (II, 365). Pero también exis
te un aspecto en el que esta relación interna entre moral y
política se hace transparente, si bien de un modo negativo:
la esclavitud, y la degradación política que potencia el despo
tismo, produce una degradación moral que fuerza a no tener
esperanzas en que el nuevo pacto social se haga mediante la
virtud y la religión. La degradación de la naturaleza humana
moral tiene causas políticas: y por tanto el mecanismo de re
generación no puede ser la apelación directa a la moralidad,
sino un equilibrio de las pasiones, de los intereses, un pacto
de los propietarios, y no un pacto de los hombres libres, como
lo entenderá la facción jacobina y radical de la Revolución
Francesa. La virtud sólo podrá ser regenerada a partir de la
supresión del despotismo y de la esclavitud política, esto es,
eliminada su causa fundamental.
De aquí se sigue la diversidad de funciones que se debe
encomendar a la ley política. Ésta no puede pretender orde
nar hacer lo bueno, porque ello depende estrictamente de la
libertad y voluntad moral, sino que debe prohibir lo que hace
malo al hombre. No tiene un objeto o un fin positivo, sino
negativo: coaccionar. ¿Tiene esta solución alguna otra relevan
cia que la de servir de base a una teoría de la justicia enten
dida como «razonable igualdad» para autodeterminarse en la
394
vida como agentes económicos (ámbito fundamental de la vida
extema y no moral)?, ¿acaso no va dirigida a prohibir la apro
piación por otro del fruto real de mi autodeterminación? Por
tanto, la ley coactiva no tiene que regular la obtención del pro
ducto de mi autodeterminación, o en el terreno económico, del
beneficio, sino prohibir que alguna instancia exterior entre o
participe de él: sólo prohibirá herir la propiedad (II, 387). Esa*
intervención en el beneficio ajeno estaría sólo guiada por las
pasiones y daría testimonio en todo caso de una maldad moral.
Ciertamente que Jacobi está muy atento frente al peligro
de afán y lucro que permanece abierto en su planteamiento.
Rousseau deja sentir su presencia en todo este contexto y orien
ta toda la denuncia del celo obsesivo de la ganancia, siempre
dependiente de una pasión devoradora de las cosas, que sólo
ama la imagen de las mismas, que nunca acaba cumpliéndo
se porque nunca puede llegar a poseer realidad (II, 383). Ja
cobi reconoce en esta obsesión una especie infernal de supers
tición (Aberglaugen), un idealismo realmente implantado en
la vida humana, un fanatismo {Schwärmerei) que reproduce
las formas de comportamiento de la idolatría. Con ello, y su
tilmente, Jacobi denuncia el profundo acuerdo entre idealis
mo y materialismo económico: sólo una realidad meramente
aparente puede impulsar una lógica infinita de posesión, pues
sólo la posesión de algo ideal nos deja siempre insatisfechos.
Por eso es fácil entender que Hobbes, el padre del materialis
mo moderno, acabe siendo el blanco fundamental: al no re
conocer más que pasiones en el hombre, no entiende la posi
bilidad de que realmente se construya una virtud (II, 348).
Con Hobbes no cabe engaño: ha tenido la valentía de recono
cer que desde la base de su mundo sensible, material, pasivo
y pasional (II, 452), no cabe fundamentar el ámbito de la vir
tud y del derecho, y se ha limitado a negarlos antes de conce
derles una fundamentación espúrea. Sólo si se acepta la exis
tencia sustancial de la razón, cabe apuntar hacia un Estado en
el que se deje libre juego a una autodeterminación del indivi
duo que consista en una necesaria autolimitación de las pasio
nes respecto de sí y respecto de la propiedad de los demás.
Pero todas estas son posiciones anteriores al terrible test
histórico de la Revolución Francesa, en el que se decidirá el
valor real de esa pretensión racional de ordenar la vida so
cial, y de la posibilidad de que un pacto equilibrado de todos
los sectores interesados en el Estado fragüe en un compromi
so de consenso y de racionalidad. Mientras tanto la ilusión
395
seguía abierta y nadie se atrevería a afirmar que la conse
cuencia de la puesta en práctica de la razón sería el Terror.
En efecto, cuando en vísperas de la Revolución Francesa, el
rey de Francia llama como ministro a Necker,^ el ideal jacobi
no de liberalismo fisiócrata e ilustrado parecía encontrar su
oportunidad. El mundo entonces parecía llevar su rumbo ne
cesario y bueno.^ Alemania, que en el fondo tenía en la insti
tución imperial el principal obstáculo hacia una renovación
económica y política (por lo que fue el blanco de los ataques
de Jacobi en la correspondencia, cf. 13.11.1786, AB, I, 396-
397), podría seguir pronto aquel modelo (cf. AB, I, 440-441).
La constitución alemana, en este sentido, es un difunto^ y se
sueña con que el liberalismo pronto atravesará las fronteras de
Francia. La principal misión de la Ilustración alemana es, en
este sentido, permitir que el movimiento francés encuentre
en suelo teutón hombres decididos que lo impulsen. Jacobi
conoce aquí su liderazgo natural, tal y como escribe Le Sage
en enero de 1788. Es un tiempo de esperanza para la burgue
sía renana, que cree impulsar un modelo liberal-moderado
capaz de hacer frente al modelo militar-imperial de Prusia.
No hay aquí tentación alguna de nacionalismo alemán. La
polémica contra los berlineses adquiere desde lo dicho otro
sentido y hace más coherente la historia. Si se repasa la
carta de Stolberg a Jacobi del 28 de abril de 1788 podemos
comprobar lo que su clase le pide a Jacobi: reconstruir el
cristianismo auténtico frente al semicristianismo de los berli
neses, frente al materialismo radical de los franceses, frente
a la voluntad filosófica de hacer idéntico cristianismo y su
perstición {AB, I, 478). Pero Jacobi tiene una conciencia dife
rente: construir un liberalismo económico y político que acabe
con el modelo feudal del imperio y del reino prusiano. Por
eso Jacobi está realmente solo en la comprensión de su fun
ción histórica.** Su combate es apreciado parcialmente.
Nadie comprende que su filosofía de la libertad y de la creen
cia es orgánica con un ideal de burguesía moderada, fisió
crata, de una burguesía que en su autolimitación tiene un
componente ajeno al capitalismo, a saber: la ideología espiri
tualista como contrapeso a la teoría inmoderada de lucro.
Esta burguesía, que pretendía sólo una representación
política, que no deseaba abolir la propiedad feudal sino alterar
su estatuto jurídico, pero que no tenía conciencia de iniciar
una lógica capitalista, esto es, fundada en la reproducción per
manente e ilimitada del capital como única manera de super
396
vivencia, esta burguesía, digo, esperaba triunfar en toda Eu
ropa continental una vez que el rey más poderoso la había
llamado de facto al gobierno. El Estado francés se convierte
entonces para Jacobi en la herramienta capaz de garantizar
la ley de la libertad y de la seguridad de la propiedad. Por
eso Jacobi nunca será pura y simplemente antirrevoluciona-
rio: «Con todo, no soy nada en menor medida que un anti-
rrevolucionario. ¿Quiere una prueba de que pertenezco a los
“engagés”?» {AB, II, 29) dice a Heyne, y le reenvía a sus ata
ques continuos contra el emperador. La parte estrictamente
burguesa de la Revolución siempre fue del agrado de Jacobi
y siempre se sintió contento de vivir una época donde la hu
manidad quedaba abierta al finalizar el Antiguo Régimen. En
AB, II, 33, se nos dice con claridad el adjetivo con el que Ja
cobi desea caracterizarse: no es un reaccionario, sino un refor
mista. Todos estos ideales se le vinieron abajo en 1793. Cuando
los acontecimientos de París se consoliden en una dirección
radical, en su tendencia democrática y no meramente fisiócra
ta, y hagan emerger el componente social que encerraba la
idea de voluntad general rousseauniana, Jacobi, reafirmado en
sus denuncias contra la Revolución, no parará de acusar a esa
razón —que antes él invocara— como el auténtico sujeto co
rrupto de la Revolución. La asociación de los defensores de
la razón con los defensores de la Revolución implicará la
asociación entre Kant y los líderes del París del Terror, lo
que será de importancia decisiva para la crisis de la filosofía
crítica a finales de siglo. Entonces empezará a considerarse
la filosofía kantiana como una teoría que no podía cubrir las
necesidades ideológicas de la época.Curiosamente, a partir
de 1790, la reacción leibniziano-wolffiana contra Kant arre
ciará hasta obtener una victoria pírrica: la leibnización de la
filosofía transcendental que dará paso a una nueva filosofía, la
que hoy se conoce como idealismo. La filosofía política repro
ducía la evolución de la filosofía teórica. Y aún debía reprodu
cirla más. Ahora nos debe ocupar la evolución del pensamiento
político de Jacobi a partir de la experiencia de la Revolución.
4. Jacobi y la Revolución
397
pectantes, Jacobi escribe una larga carta a Le Harpe, de ra
dical importancia para descubrir los intereses y proyectos de
la clase burguesa que representa Jacobi y la reflexión filosó
fica que ordena la conciencia a esos intereses.
Ante todo, causa sensación que una carta para atacar la
Revolución sea ante todo una carta contra la filosofía kantia
na. Ciertamente que Mirabeau había facilitado las cosas al
hablar de que a partir del Gran Hecho la especie humana
sería gobernada par la seule raison. La relación entre la seule
raison y la puré raison es demasiado evidente. Pero el agudo
olfato de Jacobi muestra prisas para poner de manifiesto el
paralelismo. A Heyne le escribe empleando literalmente esa
imagen:
398
todo valor racional la realidad concreta y material, y propo
niendo una ordenación social de nueva planta, esto es, revo
lucionaria; «El espíritu se retira inadvertidamente de lo par
ticular a lo universal, toda relación contingente desaparece,
se olvida; y sólo se alza el terrible contorno de una historia
del hombre y del mundo universal» [I, 258].
399
Una razón insolente porque se mezcla en nuestros nego
cios. Porque nos dice: respeta en tus negocios al hombre como
fin en sí. Esta razón no tiene entrañas ni corazón porque nos
propone el sacrificio de alcanzar la felicidad sin usar al hom
bre como medio, lo que significaría eliminar todo aquello en
lo que el burgués pone su corazón. Insolente a fin de cuentas
porque se niega a ser razón meramente utilitaria, a nuestro
servicio, razón instrumental (razón como papel moneda, dice
Jacobi en II, 540), y se atreve a ponerse a sí misma como fin
que representa a toda voluntad humana. Y sin embargo, Ja
cobi jamás se pregunta: ¿cómo ese monstruo contra natura
llega a tener eficacia, mueve masas y produce revoluciones?
Jamás comprenderá que no es sino el movimiento objetivado
de la voluntad de todo hombre aún no reconocido por esa
materialidad concreta, por ese corazón y entrañas de la bur
guesía que encarna Jacobi. La insolencia de la razón que de
nuncia Jacobi apenas puede ocultar su verdadero rostro: es
la insolencia de los hombres que exigen no ser medios por
más tiempo al antojo de un poder individual, sea cual sea, y
que tiene su concreción histórica en los movimientos revolu
cionarios franceses que luchan por la implantación de tasas
generales de precios, frente a la libertad del precio del grano
que quieren mantener los fisiócratas, en cuya p>osición el ham
bre del pueblo no es sino una variable económica que propicia
mayores cultivos. La insolencia de la razón es, pues, la inso
lencia de los hombres, de la democracia social, del «sans-
culotismo». Al negar racionalidad esencial a la materia histó
rica concreta, esa razón concede siempre el derecho a trans
formar lo real y a preguntar por qué yo como hombre no soy
reconocido como fin en sí dentro de esta situación material.
Esa razón siempre me da derecho de insolencia. Hace sustan
cialmente racional sólo y exclusivamente al hombre que inso
lentemente pregunta y exige reconocimiento universalizable.
Hace racional sólo al sujeto que exige reconocimiento como
fin en sí. Jacobi lo sabe; esa razón sólo sabe definir «je ne
sais pas quels droits de l’homme» (II, 522). Jacobi reconoce,
hasta qué punto la humanidad vivió un momento fundamen
tal cuando fueron convocados los Estados Generales (11, 525),
cuando la burguesía se disponía a salvar Francia bajo la
autoridad de Luis, que por ese mero hecho se convierte en un
rey justo y virtuoso, «père du peuple, fondateur de la liberté
publique». Su trono era en esos momentos el de la humani
dad triunfante, el de la majestad real. Jacobi se funde en
400
lágrimas ante el momento; ningún soberano en Europa
habría dejado de seguir el ejemplo del monarca más podero
so del continente (II, 526). El modelo inglés, que tanto había
soñado Voltaire y que sueña Jacobi, se extendería posibili
tando todas las reformas económicas que vimos en el primer
punto. Porque con Luis XVI triunfaría Necker y con éste
todos los Neckers de las pequeñas cortes alemanas, entre
ellos Jacobi. Se trata por tanto de una lucidez total: la razón
pura los niega, Luis XVI los reconoce.
Pero los Estados Generales se declaran Asamblea Nacio
nal y luego Constituyente. Es la revolución. Allí ciertamente
hay muchos burgueses, pero son reconocidos sólo como hom
bres, igual que la mayoría del clero humilde y de los nobles
liberales. Aquí está el cambio de valoración. Ya no hay lágri
mas de alegría: «Ellos quieren hacerlo todo a partir de cero y
se cuidan muy mucho de que no subsista nada entre el pasa
do y el porvenir» (II, 529). Es la crisis entonces de la propia
concepción del derecho natural que defendiera contra Wieland,
la crisis de la razón como directora del proceso, la inversión
de los ideales burgueses hasta hacerse ideales de conserva
ción. Un nuevo derecho natural debe imponerse. No del hom
bre en general, que potencia la insolencia, sino el que tenga
en cuenta el hombre concreto, el individuo, el Yo. Esta no
ción de derecho natural es de una importancia decisiva para
apreciar el giro que Fichte imprimirá a esta disciplina frente
a Kant.
Ciertamente que en esta autocrítica de las posiciones de
1778-1786, Jacobi sigue atento para no responder únicamente
con la ley del más fuerte y se muestra coherente en la firme
za con que rechaza esta alternativa (II, 521). No se trata de
afirmar la individualidad mediante la mera fuerza, sino de
que la razón no puede seguir siendo la fuente del derecho na
tural, sino el instinto y el deseo superior de la individuali
dad. El razonamiento por el que se construye el derecho desde
el deseo como materialidad de la existencia humana es com
plicado y nebuloso, pero también fundamental para apreciar
la posición filosófica final de Jacobi.
La premisa de toda la teoría es clara; el deseo es «el prin
cipio único de toda actividad, de toda perfectibilidad en el
hombre» (II, 532). Dejando aparte que el deseo permite tam
bién determinar la condición humana como situada a medio
camino entre el ser y el no ser, el bien y el mal, el rasgo que
Jacobi quiere destacar es que en el hombre el deseo no puede
401
ser único ni puede desplegarse en varios deseos perfectamen
te coherentes. Es curiosamente prefichteano este pasaje, que
por lo demás Fichte no pudo conocer:
Si el hombre tuviera sólo un único deseo indivisible, su
actividad ideal sería nula, viviría sin reflexión, no regresaría
nunca a sí mismo, no tendría ninguna idea de lo que es él
mismo en relación con las cosas; estaría completamente pri
vado de sentido moral [II, 533].
402
en Jacobi no hay sentimiento del Yo sin sentimiento del Tú
(II, 534). Pero esta relación jugaba en el contexto de una teo
ría del amor y de la comunicación transparente, mientras que
ahora se trata de una relación de poder y de competencia.
Quede la relación amorosa para otros ámbitos; el del derecho
natural es relación de poderes.
Así pues, el hombre se define en relación con lo que él no
es. Ambas dimensiones tienen que darse sintéticamente reu
nidas en su conciencia: «Es pues imposible que tenga per
cepción de sus relaciones sin tener percepción o sentimiento
de sí, igual que es imposible tener conocimiento de sí, sin
percepción de las relaciones» (II, 536). La individualidad es
entonces una síntesis de espontaneidad y de pasividad, de au
tonomía y de receptividad, de independencia y de dependen
cia, de naturaleza interna y de relaciones. Esta individuali
dad sintética es lo que Jacobi llama «naturaleza particular»
del ser en cuestión (II, 536). Pero en el fondo, más allá de
las palabras, esto significa: el sujeto del derecho natural au
téntico es el individuo concreto y material, la naturaleza hu
mana en concreto, radicalmente distinta de la humanidad abs
tracta kantiana y ante la que ésta tiene que rendirse, el deseo
absoluto del individuo, la jerarquía de sus deseos, su poten
cia en relación con las otras potencias o poderes, esto es, con
otros deseos absolutos.
Esta conclusión indica ante todo que el derecho natural
es la legitimación de las acciones de los individuos que po
seen una naturaleza particular material. Se presupone enton
ces que Jacobi aspira a definir un derecho natural concreto,
vinculado a la historia y sus momentos. No pueden darse leyes
que valgan para todo hombre, sino para cada individuo en
particular. ¿Pero cuál puede ser el deseo absoluto de un indi
viduo caracterizado como deseo desplegado en las relaciones
con las cosas? Obviamente: «mantenerse y mejorar en su na
turaleza particular» (II, 536). En este sentido, sus acciones
estarán legitimadas, tendrá derecho a ellas con una condición
que está implícita en lo dicho: si tiene naturaleza individual,
si su esencia se ha reconocido en las relaciones sociales, si
hay algún Tú que choque con su poder y potencia. Recuérde
se la lucidez de Jacobi: quien no consuma en la sociedad bur
guesa es menos que una bestia. El momento de la sociedad
burguesa en que nos encontramos con un Tú y le hacemos
ver nuestro deseo, nuestra potencia, y en el que él nos reco
noce como deseo absoluto, es el del mercado, el del consu-
403
mo. Pero obviamente, sólo si se es burgués se podrá desple
gar en la sociedad el deseo absoluto de conservar y mejorar
su naturaleza particular. Sólo él posee humanidad concreta
porque sólo él tiene síntesis de actividad independiente y de
relación de conocimiento con los demás. Por eso la base de
toda naturaleza concreta material, su deseo primario, es con
servarse; y con ello la base de toda ideología burguesa es
desde ahora conservadora. «La conservación y la mejora de
esta naturaleza particular es el objeto del deseo absoluto del
individuo» (II, 536). Es grotesca esta tesis cuando se compa
ra con el ideal de autonomía kantiano, que exige siempre la
necesidad de estar en condiciones de universalizar cualquier
deseo racional. La naturaleza concreta e histórica de los sier
vos, de los esclavos, de los asalariados, de los sans-culottes,
¿también provocaba en ellos el deseo de ser conservada y me
jorada? ¿Mejorar a partir de esa naturaleza concreta? La ino
cencia del pensar es, cuando llegamos aquí, sencillamente dia
bólica. Ese autoengaño inocente es la característica peculiar
del peor pensamiento burgués y del propio Jacobi. Pero vemos
también que ese momento conservador de la burguesía, el que
da entrada a su período estrictamente ideológico (caracteriza
do por una idea de derecho natural que en el fondo sólo es
asumióle por una parte de la sociedad), surge con Jacobi y
precisamente al compás de los propios acontecimientos revo
lucionarios.
Antes hablamos de una condición para que un individuo
concreto esté legitimado en la acción que persigue realizar su
deseo absoluto; que su naturaleza concreta sea un todo vi
viente, un ser organizado. Derecho natural es aquél que tiene
un individuo para actuar conforme a su naturaleza concreta
organizada. Toda acción así caracterizada es «naturalmente
legítima» (II, 537):
404
que romper con todas las viejas teorías del derecho, que «con
ceden a la razón una potencia legislativa y ejecutiva que no
podría tener» (II, 540). La fuente de los derechos es el orga
nismo individual, entendido como la síntesis entre nuestra
esencia o deseo y las relaciones de reconocimiento, como na
turaleza social concreta. La razón que juegue en esa natura
leza social concreta tiene que ser también una razón material
y concreta. Sólo de esta manera se bloquea la posibilidad del
uso revolucionario de la razón. Pero con ello se le impedía
también a la razón su despliegue crítico, el único que le ser
vía de motor para una ordenación de la realidad con preten
siones de universalidad. La Ilustración llegaba a su fin. El
compromiso de la burguesía con ella quedaba disuelto. A par
tir de ahora vendrá el ataque más filosófico. La filosofía que
acabará con esta Ilustración llevará una marca concreta: teo
cracia. Cuando el pensamiento racional se recupere y se le
vante con más fuerza aparentemente que nunca, cuando el
idealismo de Schelling y de Hegel parezcan perfeccionar esta
Ilustración y su razón, el hecho de que acaben construyendo
una teocracia perfecta, nos fuerza a la pregunta de si real
mente sirvieron a la Ilustración o a su reacción. Pero veamos
cómo el pensamiento de Jacobi apunta a esa solución.
405
tencial, propio de la mística individualista y apolítica de All-
will y Woldemar, proyectos literarios que Jacobi recoge de
nuevo justo en estas fechas. Así se explica que el ataque cada
vez más concentrado a la filosofía de Kant se despliegue ahora
precisamente en la continuación de estas dos novelas, reedi
tadas considerablemente ampliadas entre 1792 y 1794. Creo
que este movimiento de Jacobi ha pasado excesivamente de
sapercibido para los críticos y que éste ha sido uno de los
motivos que ha impedido valorar la influencia de estas nove
las en la evolución filosófica de Fichte, lector atento de ambas.
El resultado de esta nueva orientación es que la actitud do
minante en Woldemar, ese escepticismo personal que se evoca
ya al final de la pieza, ese mundo de apariencias tensas, cuasi
histéricas, vacío de auténtica calma y de auténtica sustancia,
agitado e hiperestésico, todo ese mundo de fantasmagoría se
traslada al ámbito político generando una filosofía de la his
toria paralela. Esta transferencia del escepticismo personal al
escepticismo histórico, tan terriblemente pesimista que no
puede resolverse más que en una teocracia, de la misma ma
nera que el errar psicológico de Woldemar sólo puede tener
como salida del laberinto el Dios que es Tú y que proporcio
na fe y firmeza, esta transferencia se destaca ya en una carta
a Forster, de abril de 1790:
Dígale a Teresa que quien a sus treinta años escribió All-
will y Woldemar, difícilmente espera de los hombres más de
lo que hay que esperar de ellos \AB, II, 37],
406
expondremos con detenimiento esta teoría de los instintos.
Ahora sólo nos interesa comprobar su incidencia sobre la fi
losofía de la historia.
Durante esta retirada en el escepticismo no se produce en
modo alguno una pérdida de contacto con la realidad históri
ca y sus acontecimientos. Muy al contrario; a partir de una
fecha muy cercana a la propia revolución, el seguimiento con
tinuo de los acontecimientos se mantiene, aunque cambia de
signo. Si bien antes la atención buscaba fundamentalmente
síntomas que permitieran encaminar la historia hacia el triun
fo de los ideales fisiócratas-burgueses, ahora la atención busca
impaciente la menor señal que permita anunciar la restaura
ción de una autoridad sagrada, la inauguración de un régi
men de la providencia. Es preciso recordar que cuando Ha-
mann comenta las reflexiones de Jacobi sobre el derecho na
tural en el contexto de su polémica con Wieland, su posición
es radical: el único camino es una teocracia. Así que pode
mos suponer que esa opción al menos tenía cierto peso sobre
Jacobi y, al aire de los acontecimientos, se fue imponiendo
como necesaria. Pero, en aquel caos, ¿cómo afirmar la exis
tencia de esa autoridad sagrada, si ésta no se presentaba con
unos rasgos claros y peculiares?
La propia creencia en una providencia tenía la misma apli
cación que la fe en el contexto de la dialéctica de la persona
lidad; aguzar el oído y la vista para interpretar a nuestro favor
los acontecimientos y acabar realizando lo que al principio
sólo era una mera palabra, una entrega programática. Pero
la dialéctica de la historia tenía que seguir también a la de la
personalidad en una característica ulterior: antes de la salida
era preciso hundirse en la desesperación*'* de la comprensión
de la historia como final sin salida, como noche oscura, como
locura total. También la historia tiene que tener su muro y
su puerta, su salto mortal y su no-saber.
Es obvio que esta desesperación, esta comprensión de la
historia como territorio cerrado, como abismo, tiene su motto
en la valoración de la Revolución Francesa y sus consecuen
cias. No sólo significa la pérdida de la paz interior para el
burgués consolidado,*^ sino la pérdida de todo punto de refe
rencia firme, de todo Sí y No claro y definido; es el hundi
miento del mundo sólido y la emergencia de un mundo de
sombras, que en la dialéctica de la personalidad era el terre
no del ideal de independencia y la irrupción de la inseguri
dad y el caos. Hay una cierta contrapropaganda en esta va
407
loración; se trata de invertir la propia ideología básica de
la revolución, que se presentaba como la meta y el final de la
historia humana, el alba de una nueva y feliz humanidad. Una
constitución política basada en la razón era para Rousseau y
Kant el fin final del hombre. Esta metafísica del progreso es
trivialmente invertida por Jacobi; «si esta es la meta de la
humanidad, la humanidad es para mí asco y horror» {AB, II,
99). Es la conclusión de Woldemar, sólo que ampliada desde
el sujeto a la especie humana.
No hay que tomarse a la ligera estas palabras: es la pro
pia humanidad, como valor central del antropocentrismo ilus
trado, lo que tiene que ponerse en cuestión. Una teocracia,
inevitablemente, tiene que integrar algún razonamiento que
permita concluir que una instancia transcendente usa a la hu
manidad como instrumento de sus planes, sin reconocerle su
carácter de fin final. Ese asco teórico ante la humanidad se
concreta cuando los franceses llegan a Renania, el 29 de sep
tiembre de 1792 (cf. a Herder, 23 oct. AB, II, 112), y empie
zan a instaurar medidas democratizadoras: un consejo pro
vincial, un consulado, una Asamblea Nacional en Aachen, etc.
{AB, II, 120), que privan a Jacobi no de su estatus político
privilegiado, pero sí de poder intervenir en los acontecimien
tos. Cuando pensamos en Jacobi, con su necesidad de medi
tar en la trastienda y de preparar diplomáticamente cada uno
de sus movimientos, en una asamblea de ciudadanos libres,
podemos entender perfectamente su actitud, reflejada en este
comentario:
408
la burguesía a ese momento histórico. De cualquiera de las
maneras, los ideales liberales-fisiócratas, los únicos que Jaco-
bi conoce y defiende, no encuentran el camino de imponer su
ideal de autoridad monárquica representativa, tal y como lo
consiguió Inglaterra. Así las cosas y en un ejercicio de obvie
dad, Jacobi se reconoce impotente para imponer una solución
favorable al despliegue de sus puntos de vista. Curiosamente
tenemos aquí un caso paralelo al problema existencial de Ja
cobi en la década de los setenta; su impotencia para resolver
un conflicto pasional y su lucha de inclinaciones, le encami
na hacia una solución fundada en la apelación a una fe reco
nocida negativamente como no-saber. También aquí el uso de
las categorías existenciales se amplía hasta convertirse en ca
tegorías históricas. Pero en todo caso el esquema de su pen
samiento es el mismo: la impotencia para el control racional
de pasiones o de intereses existenciales y personales en un
caso, históricos y sociales en otro. La historia es también una
naturaleza opaca, con la que no puede haber avenencia ni sín
tesis inmediata, sin que preceda el momento de la sacraliza-
ción de su ámbito como terreno en el que se despliega la pro
videncia.
El paralelismo entre las dos épocas y las dos solucio
nes es más amplio aún; igual que Jacobi veía en la moral
de Allwill el cumplimiento del materialismo o del natura
lismo, ahora también se reconoce a la revolución como la
culminación del materialismo, de la reducción del concep
to de hombre al de animalidad, del espíritu a carne (cf.
AB, II, 169). Esa impotencia común y general, que sólo apa
rentemente es negativa, espera su momento para producir
una opción positiva, que también en el caso de la historia
viene anunciada como milagro, exactamente lo que recla
maba Jacobi para comprender la fe. El problema entonces
es que esa opción positiva necesariamente será mística.
Hasta qué punto esta opción va a ser la base de la filoso
fía de la historia de autores reputados, de racionalistas,
como Hegel, es algo que sólo se puede plantear aquí como
interrogante. Por lo que hace a Jacobi, la cosa no ofrece
mucha discusión. En una carta a Pestalozzi, en 1794, que
es extraordinariamente importante para el inicio del pen
samiento de una auténtica teocracia, y para dar razones del
auténtico y profundo sentido del no-Saber de Jacobi apli
cado a la historia, se nos dice;
409
Es universalmente conocida la contestación a la pregun
ta; ¿cuál es la primera necesidad para llevar adelante una
guerra? Dinero. ¿Y la segunda? Más dinero. ¿Y la tercera?
Todavía más dinero. Así, creo yo, se puede contestar a la pre
gunta: ¿cuál es la primera necesidad de que un orden social
vaya por el buen camino público y doméstico? Una religión
positiva, una revelación histórica. ¿Y la segunda? Eso mismo.
¿Y la tercera? Igual. Pues todo en el hombre descansa sobre
la palabra y la confianza, sobre esto: que el Sí sea Sí y el No
sea No por encima de todo juicio propio y a cualquier riesgo.
Tal Sí y No inquebrantables no son posibles sin la más firme
creencia en una providencia y en un gobierno divino: tengo
que estar convencido de que sólo tengo que cumplir mi deber
y que un ser superior llevará todo lo demás hacia lo mejor,
pero sin mí. ¿Cómo llegamos a tal convicción? Ni la expe
riencia cotidiana, ni su historia puede ayudarnos aquí; sino
que necesitamos antes bien de un contramedio frente a toda
experiencia cotidiana, frente a su historia y la filosofía que
resulta de ello. Entre nosotros ha servido para esto hasta
ahora la Biblia, y no veo qué debamos poner en su lugar si
ésta pierde su consideración como libro de historia divina.
Este pensamiento me deprime extraordinariamente, me amar
ga la vida. Desde hace tiempo no veo en la humanidad nin
gún consejo, y hago votos por el día más joven [N, I, 176
y ss.].
410
que esta revelación nunca adquiere la dimensión objetiva su
ficiente para ordenar una sociedad civil, ni puede universali-
zarse, ya que depende de una relación intransferible de un
Yo y un Tú. Si la Biblia no puede invocarse ya como texto
sagrado, si la revelación interna no puede universalizarse,
¿dónde obtener el texto sagrado que fundamente la fe en una
providencia? Es fácil reconocer que Jacobi no ve entonces con
sejo alguno en la humanidad: desde ahí surge el no-saber y
desde ahí la esperanza de milagro como única salida salva
dora. Pero desde este planteamiento entendemos perfectamen
te la misión que tiene que cumplir la filosofía idealista, in
cluido Hegel, a partir de la polémica del ateísmo; sustituir de
alguna manera el texto sagrado, escribir ella misma el texto
sagrado ahora llamado ciencia (Wissenschaft), para fundar
algún tipo de teocracia, esto es, de ordenación providencial
de la sociedad civil. La presentación idealista de la identidad
entre providencia y racionalidad no puede esconder entonces
el hecho básico: la búsqueda de una reconciliación con el
curso histórico, la huida decidida ante un no-saber impotente.
A partir de este 1792 se inicia el momento de la desespe
ración. Se está a punto de sufrir «lo que ya una vez se sufrió
de los godos, de los hunos, de los vándalos» (N, I, 164). La
idea de una Santa Alianza está muy en germen, aunque desde
luego esbozada. Es factible en la realidad, pero hay pocas es
peranzas de que represente algo distinto a la reacción pura y
dura, y de que emplee los principios de la sabiduría, esto es,
de la fisiocracia liberal (N, I, 164). El curso de la historia es
errático.*^ Para simbolizarlo servirán a Jacobi dos figuras li
terarias de riqueza prodigiosa. Europa es rey Lear, Europa
es el ciego Edipo pagando su crimen, que mira hacia su futu
ro invisible (AB, II, 85), el futuro invisible que imaginan los
ciegos. Estas figuras se examinan en un importante ensayo
que aparece en Die Horen, en 1795, y que sirvió de fuente a
Schelling para sus citas de Jacobi en las Cartas sobre dog
matismo y criticismo.
Europa es rey Lear en la misma medida en que Luis XVI
lo es. No hay aquí piedad ni para una ni para el otro. Cuan
do rey Lear pretende ser acogido por sus hijas bajo el recuer
do hiriente de que «Yo os lo di todo», obtiene la respuesta
cruel de que «era ya el tiempo colmado de que nos lo dieras»
(I, 257), de la misma manera que cuando Luis XVI recuerda
que él dio la oportunidad de reunir los Estados Generales,
recibe la contestación implícita de que incluso los convocó
411
tarde y a regañadientes. Aquí escribe el fisiócrata que ha pe
dido al rey reformas a tiempo y no a destiempo, cuando ya
los herederos han dejado de amarle. Y cuando Jacobi cita el
siguiente pasaje: «Dejadle ir —gritaron las hijas—. No hay
quien lo entienda. Es culpa suya no tener paz alguna; tiene
que sentir las consecuencias de su locura» (I, 2-57), ¿quién
no oirá en esta acusación una alusión velada a la política ab
solutamente incomprensible de Luis XVI, incapaz de atraerse
siquiera el favor del partido aristocrático de la Asamblea Na
cional, perdido en infinidad de traiciones suicidas y de ame
nazas dirigidas a los únicos que podían ser sus salvadores,
los girondinos? Asistimos aquí entonces a una locura conse
cuencia de una culpa. El errar de Europa es culpable. En Lear
estamos ante una proclama de la inexistencia de la inocen
cia. Y es fácil adivinar cuál es la culpa: la no instauración de
la reforma constitucional liberal-fisiócrata.
Edipo es otra cosa. La culpa era suya, pero también obje
tivamente del destino. En todo caso es la culpa de la incons
ciencia. Y sin embargo, el Edipo de Jacobi es el que avanza
hacia Colonos. El motivo con el que se inicia el breve análi
sis es común al de Lear:
412
Lear fue siempre mi preferido entre las figuras de Sha
kespeare. Pero todavía no había captado y comprendido hasta
qué punto en esta representación están los hombres, la natu
raleza y el destino tan tenebrosos como son, y cómo un re
lámpago de la providencia ilumina por un momento la noche
más terrible [AB, II, 186].
Lear es el momento central de la desesperación. Tras él
sólo cabe vivir si, y sólo si, se espera el relámpago de la pro
videncia divina. Esa vivencia, esa esperanza es la que man
tiene el camino difícil del ciego Edipo. La noche oscura de
Europa, de la posrevolución, de la que Luis XVI es el secreto
culpable, es como la ceguera de Edipo, el caos de Lear. Pero
un relámpago de la providencia iluminará la noche y la ce
guera, realizando el milagro que Jacobi siempre llama «el día
más nuevo». Pues bien, Edipo ciego busca el día nuevo y da
testimonio de la búsqueda. Es un ejemplo vivo de esa fe, con
fianza y restauración de la convicción en la providencia;
Firme aceptación, confianza sagrada, ¿dónde quedas?, si
los Olímpicos no te hacen valer ya como guía del destino [1,
261].
Por eso Edipo es el que sigue su camino seguro de encon
trar de nuevo el favor de los dioses, y simboliza la humani
dad que Jacobi encarna, que considera la historia como un
camino a ciegas guiado únicamente por la expectativa de reen
contrar la ocasión de recomponer la situación tras la revolu
ción. Edipo, por tanto, «tenía que dar testimonio de la pala
bra de los dioses» (I, 261). Mientras no se dé este testimonio
—que restablecerá la creencia en la providencia— «sólo el azar
domina el mundo» (I, 262), dice Yokastq. Pero no hay que
olvidar que la actitud que domina la pieza es esencialmente
pasiva: «Edipo se detiene. El ímpetu tiene que disiparse, in
vestigando obstinadamente, para que todo se revele a todo,
para que él muestre el más puro testimonio delante de su pue
blo, delante de todos los dioses» (I, 262).
En una carta {AB, 87), Jacobi daba el mismo consejo para
conquistar la sabiduría: guardarse sobre todo de las convul
siones impacientes que vuelven al hombre terrible. Edipo, fren
te a Lear, se ha convertido en sabio antes de que la naturale
za lo hiciera viejo. Está en condiciones de encontrar la pala
bra de Dios en el errático camino de su ceguera; él será capaz
de mostrar que la culpa heredada puede superarse;
413
Dios, el que le golpea, lo elevará.
Dios, el justo, le recompensará.
(I. 263)
Es fácil descubrir aquí entre líneas el mismo milagro del
cristianismo: la resurrección que Jacobi invocaba como cen
tral en la fe cristiana, como núcleo auténtico del bautismo.
La historia resucitará del caos. Pero el texto es también un
ejemplo claro de la base de la nueva teocracia: la providencia
lleva siempre a lo mejor sin la colaboración del sujeto huma
no; es más: exigiéndole dolor, condenándole al dolor. Jacobi
subraya así los aspectos inconscientes de Edipo: sus cami
nos son Unbekannte, él es unwissend, etc. Frente a estos ad
jetivos, hay que destacar los aspectos omnividentes de la di
vinidad (I, 263). Pero Edipo se deja llevar confiado: ese es
su mérito y su fortaleza. De eso testifica: de confianza y de
fe. Y al final, cuando llega a Colonos de la mano de Antígo-
na, dice:
414
Hijas mías, seguid las guías del padre. Ahora soy yo vues
tro guía \^Führer\ Avanzad hacia allí, hacia allí me impulsa
Hermes, el guía de las sombras y las sacerdotisas de las se
pulturas. Oh, dónde estabas, dónde estabas antes, tú, luz de
los ojos ciegos que ahora en la muerte ilumina mi cuerpo.
415
inteligencia, le entreguen el testigo de la historia. Esa situa
ción de preeminencia social que busca conservarse paciente
mente hasta el momento oportuno, es la que condiciona de
hecho la posibilidad de decir «Ich bin jetzt der Führer». Aga
zaparse y resistir, siempre dispuesto a usar cualquier relám
pago divino; esa es la estrategia histórica real que Jacobi des
cribe poéticamente como el camino de Edipo.
416
volución desde el exterior, sencillamente porque no ve en las
potencias de la época las fuerzas espirituales efectivas y ope
rativas para esa reconstrucción política satisfactoria que en
el fondo es la propia restauración monárquica teocrática sin
la ordenación feudal-eclesiástica, esto es, incluyendo los prin
cipios liberales fisiócratas y una crítica de todo tipo de reli
gión positiva, la cual, de hecho, siempre acaba proporcionan
do las bases para la intervención de la institución eclesiásti
ca en la historia secular. Por tanto, la reflexión que mira al
exterior sigue apreciando la historia como un callejón sin sa
lida. Lo que realmente ha cambiado es la propia situación
francesa: la gran mayoría no quiere en absoluto revoluciones.
La mayoría aparece por primera vez como fuerza histórica
aliada de la burguesía fisiocrática que hasta ahora se había
sostenido como grupo de opinión cercano al soberano e influ
yente sobre la opinión pública. Ahora es grupo de apoyo para
la política restauracionista. Esa gran y buena mayoría —que
en Francia ya ha comprado las tierras de la Iglesia y de buena
parte de la nobleza— es antirrevolucionaria, una vez que la
revolución se ha podrido. Esta enseñanza histórica es de es
pecial importancia dentro del archivo de las capas sociales
dominantes de la historia moderna y justo por eso la estrate
gia de Jacobi será elevada a conciencia de clase; ante la revo
lución, ante cualquier tipo de revolución, lo mejor es esperar
y dejar que la situación se pudra. Las clases dominantes han
ejercitado este saber con astucia, si bien no con aplomo. En
todo caso, los márgenes de tiempo que la historia precisó para
darle razón a Jacobi han ido disminuyendo hasta el mínimo
de mayo de 1968, en el que ya resultó una obviedad que tan
sólo eran necesarios varios días para imponer el orden. Ese
effroi de la revolución será ahora una ley histórica: es el caos
replegándose sobre sí mismo para organizarse, la emergencia
visible de un espíritu desde una situación material degrada
da. Frente a esto el rey es lo de menos; la cuestión es la ideo
logía, la forma ideológica que impondrá Termidor: la esperan
za de que el destino del mundo está confiado a una fuerza
salvadora trascendente, ordenadora, que hace del caos orden,
que crea un mundo nuevo de la nada en que lo dejó la razón
«de los filósofos puritanos de la Asamblea Nacional» (N, I,
124).
Invoquemos otro testimonio: la carta a su hijo del 3 de
abril de 1799, por lo demás entrañable y significativa del tran
quilo autorreconocimiento que obtuvo de sí Jacobi y que sin
417
duda constituye su mejor mérito, el que más le honra: luchar
contra la propia naturaleza y su propia situación hasta con
seguir un cierto equilibrio. Pero esta carta testimonia también
el despertar de lo real auténtico, la vivencia de que el relám
pago divino a veces puede presentarse en cualquier momen
to. En 1797, dice, si no hubiera aparecido el terrible 18 Fruc-
tidor, estaba dispuesto a hacerse francés. Si Termidor hubie
ra significado una reordenación interna y no el despertar
renovado del terror de la guerra, «no era para mí moralmen
te imposible y no me parecía más duro que la muerte incluso
llegar a ser un republicano» {AB, II, 268). Esto es así porque
antes del Fructidor, «el orden, la legalidad, la moralidad y la
religión parecían resucitar y parecían hacerse valer con una
fuerza imponente» (id.). El tiempo en que se escribe la carta
es radicalmente distinto: «una nueva, grande, universal agi
tación se prepara». En vigor sigue un idea: la gran mayoría.
La situación, cree Jacobi, merece el desprecio y el odio de
treinta millones de hombres con el corazón y con su alma
entera.
A partir de aquí, la figura de Napoleón centra toda la aten
ción y, naturalmente, todas las críticas de Jacobi. Y con esto
dos ideas nuevas: la gran mayoría cristalizará en una restau
ración de los Borbones, y Napoleón sólo puede ser contra
rrestado por un poderoso Estado alemán vehiculado desde Ba
viera. Así, en 1804, a raíz de un suceso en Francia, dice Ja
cobi:
Debes saber lo que pienso de los más recientes sucesos
de Francia. Por el momento estoy completamente convencido
de que no ha existido ninguna conspiración formal. [...] Na
poleón sabía ya hace tiempo que, si los Borbones pudieran
presentarse sólo un momento, la nación entera se pondría de
su lado. Recordarás lo que te dije hace ya dos años. Desde
entonces, el descontento de la nación, la vergüenza de su Es
tado ha crecido y en la misma medida el desprecio a Napo
león por esta vergüenza. También los Borbones y sus parti
darios saben lo que sucede en los ánimos. Él se lo dice a sí
mismo todos los días y teme sus ataques, a los que sólo debe
llegar en su ayuda el momento propicio. Él ve claro que tiene
que emplear cada día más fuerza y que no tiene a nadie para
mantenerse. Él mismo se ha construido, de acuerdo con esta
necesidad, una conspiración aparente, como se demuestra su
ficientemente desde los propios informes franceses [Dohm,
AB. II, 350].
418
Este parece ser ahora el momento del relampagueo divi
no, el momento propicio, ese día que «ya se anuncia en las
cosas oscuras» (AB, II, 397); el día en que Napoleón se mos
trará como una herramienta del hado, en el que el empera
dor pagará su soberbia de «considerarse fuera del círculo de
la humanidad» (AB, II, 397). Pero este momento se asocia
ahora, siempre desde una hermenéutica cristiana de la histo
ria, con el de la resurrección de Alemania:
419
imponerse en el interior, frente a las facciones republicanas.
Así lo estimaba Jacobi en lo que llamó la convicción más com
pleta de su vida:
No hay en mí convicción más completa y más íntima que
ésta: que los hombres que han operado la disolución de la
Cámara de 1815 y han obtenido la ordenanza de 5 de sep
tiembre de 1816, han merecido [dominar] no solamente Fran
cia sino Europa entera. Si la humanidad, la razón y la justi
cia ganan la carrera, se lo deberemos a Francia, a esta ma
yoría de la nación que llamaré aquí, falto de un témino mejor,
el «Royer Collard». Siempre conté con esta mayoría francesa,
y no habría querido que se hiciera de ella lo que la mayoría
de mi nación deseaba.
No puedo imaginarme, querido amigo, que no seáis en el
fondo de la misma opinión que Platón en su admirable diá
logo El político, a saber: que una monarquía absoluta, para
llegar a ser legítima, supone un soberano no solamente supe
rior por naturaleza a su rebaño, sino un soberano superior a
sus súbditos en un sentido diferente, esto es, de una manera
divina [AB, II, 483].
420
(que Jacobi sin embargo esbozó, N, I, 269-271). Esta creen
cia tenía que integrar una reordenación de la noción de razón
y una reconstrucción de la propia visión de la historia desde
el punto de vista del destino del pueblo alemán y no desde el
punto de vista limitado del espíritu subjetivo y privado del
individualismo místico. Hegel aquí es el culminador del pro
yecto de Jacobi y, en este sentido, el más grande represen
tante de los ideales de los grupos dominantes alemanes, si
bien al servicio de una de las posibilidades nacionalistas: la
prusiana. Una vez, C. Treumann escribió a Jacobi la siguien
te carta:
La lectura de vuestra obra me ha persuadido más toda
vía de que sois el hombre que puede hacer útil la filosofía.
Vuestra Alemania puede ser todavía salvada, puede serlo.
Aunque se la considera fría, a mí me parece que su calor es
solitario e interno, que fermenta más allá y que bulle sin
fuego; desde siempre ha tenido un gran poder sobre las ideas
metafísicas. Los seres metafísicos toman en su cabeza con
sistencia y cuerpo. ¡Qué más noble empleo de las luces que
revelar el ser real que existe en ellas y que los otros ignoran!
Esa es vuestra verdadera vocación. Cuanto más corrupto está
el siglo, cuanto más engañosas y falsas son sus luces, cuan
to más depravadas y envilecidas están las almas, más debe
elevarse la vuestra, más debe inflamarse. Usted debe colocar
el fanal que señala el puerto en medio de las tempestades
[AB. II. 231-232].
421
NOTAS
422
cada vez más parte en ella por una mejor organización del Estado»
(442). En este momento, antes de la revolución, Jacobi cree que se
ventila la gran ocasión, y se dispone a jugar en cierta medida en la
política; cf. a Le Sage, 30 de enero de 1788: «Depende de mí más
que nunca en esta hora jugar un papel en los asuntos públicos de
Alemania, pero estoy muy decidido a no sacrificar mis gustos más
queridos por una ambición que no tengo». Cuando se suceden los
acontecimientos, Jacobi no para de ensalzar la figura de Necker: cf.
octubre de 1789, AB, II, 5 y 6; «Ahora que la sanción real y el veto
de suspensión se ha establecido [...] tengo la esperanza de que se
deje domar el espíritu de confusión de la Asamblea Nacional. Nec
ker ha demostrado desde años una constitución bajo tantas circuns
tancias cambiantes como sólo es capaz de dar un alma de primera
magnitud. Él sabía desde hacía tiempo lo que nosotros hemos sabi
do después, con qué clase de rey y con qué obstáculos ha tenido
que actuar. Estaba desde todos los ángulos tan solo como difícil
mente lo haya podido estar un hombre». Al mismo Necker, en mayo
de 1793 (AB, II, 129-134), cuando recibe las obras recientes de Nec
ker, le dice; «Continuad señor iluminando Europa; elevaos sobre
todo; me atrevo a conjuraros en nombre de la humanidad desolada,
a poner en su día más grande todo lo que ha contribuido a que Fran
cia no haya podido llegar a ser libre y feliz, y a forzar a todos los
Estados de Europa a llegar a serlo después de ella. [...] Pedimos a
Necker, me atrevo a decir, exigimos a Necker que, renunciando en
la crisis actual a los cansancios que no son más que estacionales,
rompa todos los velos y ponga el proceso de la humanidad, que ha
llegado a ser de alguna manera el suyo, en estado de ser juzgado».
8. «Jamás hubo un momento de esperanza más bello» (II, 524).
9. El 24 de noviembre de 1789 Jacobi escribe; «Las consecuen
cias desagradables de la paz de Westfalia aún no han aparecido a
plena luz. [...] La constitución antes de la paz de Westfalia era tam
bién suficientemente mala, pero permitía mejoras; la presente sólo
puede caer en el despotismo; entonces la causalidad de la razón pura
se apoderará de la nuestra y el imperio milenario comenzará en Ale
mania. Ayer recibí una larga carta de La Harpe desde París. Allí se
ve todo aún muy ambiguo. Me intereso de la manera más activa en
aquellos asuntos y me arruino en revistas y periódicos». Desde siem
pre Jacobi se había opuesto a la figura del emperador. El 13.11.1786
dice en su carta (AB, I, 396-397): «Sólo estoy en desacuerdo con la
alabanza del emperador. [...] Sé perfectamente que no le está permi
tido pintarlo de manera realista; pero decir de él que se muestra
esforzado sin desaliento por dar a todos sus súbditos derechos de
hombre y de ciudadano, libertad, celo, virtud e ilustración, y que
sus características son las de los escasos y grandes gobernantes, esto
no habría debido salir de la pluma de un hombre para quien el asun
to de la humanidad es el fundamental. En el momento en que vivi
mos, reclama la atención del filósofo más la superstición política y
423
la idolatría que la superstición religiosa, cuyas fuerzas me parecen
haber tomado sólo otra forma» (cf. también, a Gleim, 31 de marzo
de 1782, Nachlass, I, 54). Pero también critica reiteradamente la
constitución alemana (a Dohm, 4.5.1790, AB, II, 26, 27): «Cuán mi
serable es la constitución del imperio alemán lo vemos nosotros aún
más claro en esta situación que destruye el espíritu y el corazón».
Esta situación es que «desde ahora debe gobernarlo todo una razón
pura, que sólo ella nos mueva externamente, y no internamente y
en los hombres particulares» {ibíd.). Repárese en que la denuncia de
la mera razón como forma de gobierno es la expresión inicial del
rechazo de la burguesía frente al hecho revolucionario. Jacobi en
estas fechas toma conciencia de esto: «Como es sabido, yo estoy en
el “Regiment bourgeois” no por el principio del bien general, que ha
sido siempre el punto de apoyo donde el despotismo ha colocado su
palanca para romper la dignidad personal; sino sólo por el único
principio de la justicia universal inmutable» (2 de mayo de 1788,
AB, \, 468). Sólo que ahora el despotismo es ante todo la mera razón,
el despotismo revolucionario: «Dios quiera librar a Alemania de esa
manera fija de ser gobernado por la razón» {AB, II, 7; 14 de octu
bre de 1789).
10. Cf. AB, II, 33, (16.7.1790): «Lo que no puedo sentir comple
tamente con usted es su patriotismo alemán. Somos un pobre pue
blo y no veo cómo podemos ir a mejor. El entendimiento humano
ha desaparecido poco a poco de nuestra constitución; todas sus or
denanzas son absurdas, y es tan ridicula que se le puede aplicar el
refrán: «Señor, permítenos ir por debajo de los cerdos».
11. Cf. a Schenk, 12 de enero de 1795, AB, II, 202: «Soy un fe
nómeno completamente extraño en este país; cuanto más me mira
la gente tanto menos sabe encontrarme, y por eso me tratan todavía
con benevolencia».
12. Cf. para este asunto Wilhelm von Humboldt e la Rivoluzione
tedesca, de Franco Serra, Bolonia, II Mulino, 1966.
13. Es preciso señalar que Jacobi se ocupa aquí sólo del Kant
especulativo. Sólo a éste critica: al Kant de la dialéctica transcen
dental. No al Kant de la analítica transcendental (por mucho que
Jacobi sea inconsciente de su inconsecuencia). Respecto de este últi
mo Kant reconoce que «su fama durará mientras el engranaje de
nuestro juicio conserve sus dientes» {AB, II, 41). El Kant crítico del
entendimiento es aceptado por Jacobi, no así el teórico de la reali
dad tanto sensible como inteligible: él cree que el fenomenalismo de
la sensibilidad determina también el subjetivismo de la realidad in
teligible, lo que evidentemente es un non sequitur. Los temas del
fenomenalismo de Kant son tratados en el final de Allwill, anticipa
dos en AB, II. 47 y ss. (29.12.1790) y en AB, II, 59, donde se pre
senta a Kant como el final de la filosofía, como el culminador del
proceso idealista iniciado por Aristóteles y su teoría de las species.
Estos son los pensamientos que permiten rastrear en Jacobi una com
424
prensión de la historia de la filosofía, como la ha desarrollado Kir-
scher, G., uLa conception de l’histoire de la philosophie de F.H. Ja-
cobi» (^Tagung in Dusseldorf, 237 y ss.)- Su tesis fundamental es
que «la filosofía de la fe no tiene historia ni antes de ella ni después
de ella y la elección que propone es ahistórica, inmediatamente dada
a todo individuo. La fe es originaria, consustancial a la humanidad
y al hombre y no sobrepasable; la filosofía aparece al término de
una historia que no es la suya y en tanto tal no es sino la crítica de
los sistemas históricos» (p. 240). La verdadera filosofía es ahistóri
ca por esencia y cierra la historia del idealismo. Para reformar pre
cisamente el aspecto moral-subjetivista de la filosofía de Kant, Jaco-
bi se propuso escribir un tratado de «libertad, derecho natural y le
gislación civil y religión en el que deseo exponer mi visión de la
filosofía kantiana de la forma más precisa» (Aß, II, 44). Este pro
yecto tuvo dificultades (cf. AB, II, 64: «tengo cuadernos llenos de
reflexiones que desearía revisar»; y p. 74: «He prometido a Nicolo-
vius en Königsberg un pequeño volumen para la próxima feria, que
tiene que estar completamente listo, pero que no quiere estarlo». El
9 de septiembre de 1790 confiesa: «Mi tratado sobre la capacidad
legislativa y ejecutiva de la mera razón progresa. [...] Verdaderamen
te parte de la exigencia de aclararme de una vez y para siempre con
la filosofía kantiana. Pero no sé comenzarlo de otra manera que es
tableciendo ante la luz de mis ojos su relación con las filosofías an
teriores, lo que exige mucha y gran dedicación. La fortuna de la fi
losofía kantiana es para mí tan comprensible como la universal im
presión y la influencia permanente del Espíritu de las leyes treinta
años antes. Por eso no puedo admirarme de que una ilusión tan ruda
como aquélla sobre la que descansa la filosofía moral y la teología
kantiana, no haya sido todavía descubierta por nadie. Esta ilusión
es más vieja que Kant. Se puede aplicar a este gran hombre desde
muchas perspectivas una excelente sentencia de Turgot: “Ha perfec
cionado el abuso”. Efectivamente, ha perfeccionado el abuso de la
especulación como uso en su grado supremo y así ha introducido
una inevitable revolución que hizo época». Podemos comprender que
esta serie de trabajos plasmó en las Zufällige Ergiessungen que edi
tará en 1795 con Schiller, pero que se componen alrededor de
1791-1793. El tema de estos artículos de 1795 es justamente la apli
cación de las categorías de las Briefe a la comprensión de los suce
sos de la historia reciente. Justo en 1791 se había dicho: «Como es
critor no tengo otra profesión que exponer mi no-saber» (Aß, II, 58).
Lo mismo dice a Herder, en octubre de 1792: «No veo ningún cami
no ni delante de mí ni detrás. Hay un silencio en mi alma, un no-
saber por todos los lados, que desearía poder exponer tal y como lo
experimento» (Aß, II, 118). Como veremos, justo éste será el tema
de Zufällige Ergiessungen.
14. Cf. a Haeseli, 11 de mayo de 1788: «Él [Hamann] me repetía
muchas veces que había que desesperar de la verdad antes de que
425
ella se nos descubra. Una necesidad aguza el ojo y el sentimiento
para sufrimientos semejantes, y he visto cómo hombres de los que
no se suponía, se angustiaron por la duda en lo más profundo de
su corazón. ¿Qué será el fin de esto? Si fuera la fijación en la in
creencia, entonces yo estaría decidido a acabar, pues el pensamien
to de ser vencido y traicionado en este mundo, y poseer la razón
como un regalo de un ser que se alegra dañando, me amarga a me
nudo en un grado que podría quitarme la vida» {Nachlass, I, 95).
15. Cf. a Reimarus, AB, II, 95: «Mi querida amiga, acuerdo con
usted en el difícil deseo de que el empuje y la crueldad del extranje
ro me expulse de estas regiones, pues no temo nada en el mundo
más que la seguridad y la tranquilidad que se nos prepara. Estoy
muy decaído. Mi paz desapareció con la Revolución Francesa, en
agosto de 1789, y desde entonces estoy cada vez más sin consuelo.
En general, no veo cómo hay que ayudar a la humanidad, a qué
queremos vincular un firme sí y un no. Confianza y fe en cada peli
gro son en toda constitución, tanto para el hombre particular como
para las sociedades, un mero juego de sombras en la pared. Doy
por tanto mi voz por el día más nuevo».
16. Cf. sobre el final de la historia, AB, II, 72: «Apenas puedo
pensar que usted crea que, respecto del presente estado de cosas, se
puede afirmar más el sistema histórico que el metafísico. Lo que es
no tiene en modo alguno ningún fundamento en lo que era. El vino
se conserva mejor en el tonel podrido que derramado cuando aquél
se destruye; pero si el tonel deja de ser un tonel y no puede conte
nerlo, ¿qué puede hacer el vino? Sí, querido; la situación tiene sólo
una esencia histórica; pero la vieja historia ha llegado a su fin y las
fábulas que deben sustituirla son demasiado despreciables para que
se puedan armonizar con la razón. ¡Con esto comenzamos una nueva
historia! ¡Dadme un punto de apoyo!» (a Rehberg, noviembre de
1791). Un poco después dice a Forster: «La mañana del día en que
comencé a leer su introducción, había tenido una larga conversación
sobre el presente estado de la humanidad y nos afirmamos en el
pensamiento de que todo parece diluirse completamente entre las
manos. Ahora bien, en su introducción, página 8, encuentro el si
guiente pasaje: "aquí comienza una nueva época en la historia tan
notable del comercio europeo, comercio en el que parece disolverse
paulatinamente la historia mundial completa”. En la página 85 se
dice: “Filósofos e investigadores del hombre miran un futuro invisi
ble”. Yo añado: “¿Mirar qué?”» (21.3.1792, AB, II, 81). Sobre filoso
fía de la historia en Jacobi cf. Yerra, op. cit., p. XXIII. A mi modo
de ver. Yerra se mueve aquí con debilidad: mantiene la posición bá
sica de que la historia siempre queda como un problema extrínseco
a la filosofía propiamente dicha, ya que el problema filosófico cen
tral reside en la interioridad del hombre. Yerra está acertado al man
tener que la historia no es para Jacobi el ámbito insustituible de la
revelación, como Hamann, pero es unilateral considerar la historia
426
como campo de lucha de la mera letra, de la mera exterioridad. Como
defenderemos, la historia puede interiorizarse hasta convertirse en
otra experiencia categorizable por las mismas categorías que la ex
periencia personal. Cf. también sobre este tema, Krieck, E., «F.H.
Jacobi ais Geschichtsphilosoph», en Monatshefte der Comenius Ges-
sellschaft für Kultur und Geisterleben, Jena, 1917, vol. IX,
pp. 18-126. Su tesis: que la historia como progreso apunta a un esta
dio que no es el histórico o natural, sino la redención religiosa obte
nida mediante la penetración de la humanidad por el espíritu de la
divinidad (p. 121). Así que su filosofía de la historia es de carácter
ético-religioso. Aunque ciertas, estas manifestaciones deben mostrar
su juego real en la consideración de la época.
17. Esta metáfora del día más joven, que indica el final de la no
che, el final de ceguera y de locura, pero también el final de la
época revolucionaria, aparece en un número considerable de pasajes
(en VI, 540; AB, II, 95, 99; N, I, 176 y ss). Homann interpreta todos
estos conceptos como pasos inciales hacia la construcción de una
filosofía hegeliana de la historia, lo que ya había sido defendido por
Hammacher, Jacobi und das Problem der Dialektik pp. 144-145. La
diferencia con Hegel, tal y como él mismo nos la propone en Ver-
nunft in der Geschichte, es que Jacobi defiende una providencia abs
tracta que sólo tiene como cumplimiento real la caída de Napoleón
(cf. N, II, 118 y 120). El libro de Homann es el único que analiza
los textos a los que nosotros hemos prestado atención. Cf. p. ej. las
pp. 105-107 para la valoración de Luis XVI, Necker, Burke; de espe
cial importancia es la relación con Mounier, miembro de la Asam
blea que defendía con claridad las tesis de reformas según el mode
lo inglés, a quien Jacobi apoya con decisión (pp. 108-109). También
analiza las figuras de Lear y de Edipo (pp. 109 y ss.). Homann nos
informa además de que tenemos más de 40 cartas aún sin editar en
Düsseldorf de relevancia para este tema, así como una serie de mar-
ginalia a libros y revistas de la época. Cf. para todo esto las
pp. 97-102 de su libro.
18. También Homann, siguiendo a D. Baumgardt, ha sido casi
el único en llamar la atención sobre la relevancia de la tarea teórica
de Jacobi al frente de la Academia de Munich. El mismo Homann
valora el escrito sobre las Sociedades de Sabios como un intento de
defender todo aquello que Napoleón pretendía destruir bajo el nom
bre peyorativo de ideología. En el fondo, la segunda parte plantea
la relación entre ciencia y progreso (VI, 44-62) y aplica políticamen
te la distinción entre razón y entendimiento que en este sentido se
debe interpretar como una crítica de la época. El entendimiento se
refiere a la sensibilidad y su organización. Es el territorio del cálcu
lo (VI, 50), está en cierta medida más allá o más acá de las califica
ciones morales y no posee fines sino sólo medios para los fines que
dan las inclinaciones o las pasiones. El entendimiento es útil, no
bueno, y su virtud es la inteligencia (VI, 48). La razón, por el con
427
trario, hace al hombre conocedor de la virtud, lo verdadero, lo bueno
y lo bello. Su objeto es el primer fundamento y el último fin (VI,
51). Como tal, la razón aspira a la educación de la humanidad pro
piamente dicha, a la «autodeterminación moral» y al «autodesplie-
gue verdadero». Por tanto, el entendimiento tiene una actitud dual;
si se convierte en única instancia —y este es el fin de Napoleón,
reducir toda razón a técnica— puede destruir a la humanidad y opri
mir a la razón (VI, 47). Pero correctamente usado, sometido a la
razón, puede promocionar, ampliar y acompañar a todas las accio
nes de la verdadera humanidad (VI, 47). El entendimiento como di
mensión natural del hombre forzará también toda la lucha contra el
naturalismo. Naturalmente Jacobi extrae consecuencias antidemocrá
ticas de toda su posición (mantiene Hamann acertadamente, recor
dando la cuestión de los héroes de la humanidad cf. pp. 131 y ss.).
428
C a p ít u l o VIII
LA TEORIA DE LOS INSTINTOS COMO
RESORTE DE LA REORGANIZACIÓN
HISTÓRICA
1. De la política a la antropología
429
poder real teocrático y defender el papel básico del individuo,
integrantes imprescindibles de la opción política de Jacobi. Y
si tenemos en cuenta el veredicto sobre la época, expuesto en
el capítulo anterior, hes de pensar que el instinto es la fuer
za inconsciente que guía a Edipo ciego a lo largo de su viaje
hacia Colonos, el último fondo de la realidad humana del que
providencialmente hay que esperar el relámpago que nos con
duzca al fin deseado. En este contexto general juega, por lo
tanto, la última crítica a Kant y los últimos intentos sistemá
ticos de Jacobi.
Es evidente que la crítica a Kant en este período se levan
ta en términos de la denuncia de su fenomenalismo. El signi
ficado político que Jacobi confiere a esta doctrina es que re
duce la realidad a mera apariencia dejándola a merced de la
razón constructivista. La relación entre sensibilidad fenomé
nica y razón es semejante en el interior de la doctrina de Kant
a la que existe en el interior de la Asamblea Nacional: nin
gún fenómeno sensible puede traer consigo títulos de reali
dad racional frente al poder legislativo de la razón; ésta puede
disolver, aceptar, rechazar o reconocer las pretensiones de lo
que es real, legislando de nuevo y a su arbitrio. La actitud
revolucionaria surge directamente de negar sustancialidad a
la historia anterior, de negarle racionalidad, de reducirla a
mero fenómeno. Lo sensible real, lo particular, el hombre in
dividual con sus privilegios burgueses no puede tenerse en
cuenta con sus desorbitadas exigencias propias. «El espíritu
se ha retirado inadvertidamente de lo particular a lo univer
sal; toda relación contingente desaparece, se olvida, y sólo
queda el terrible contorno de un mundo universal y su histo
ria universal» (I, 258). La realidad empírica como fenómeno
significa la primacía absoluta de la razón pura en su espon
taneidad legisladora.
Cualquiera que conozca alguno de mis trabajos sobre Kant,
podrá imaginar lo lejos que estoy de considerar acertada esta
exégesis de Jacobi. Pero cualquiera que conozca el curso de
la historia de las ideas, también reconocerá lo ampliamente
que Jacobi se ha impuesto al pensamiento posterior. Pero no
puede ser nuestro asunto rebatir la interpretación kantiana
de Jacobi, por lo demás ya hecha en mi Racionalidad crítica.^
La cuestión que debe ocuparnos aquí es que en ese ser indi
vidual, sustancial y real, que Jacobi opone a la realidad feno
ménica, están anclados todos los resortes sobre los que se
puede levantar aún la efectiva reordenación de la humanidad.
430
Sólo a este respecto podemos permitirnos algunos comenta
rios.
Defiendo que la razón crítica en Kant confiesa naturalmen
te su dependencia de la sensibilidad en general como forma,
pero rechaza la fijación de la razón a una ordenación concre
ta de la sensibilidad como si ésta fuera la única naturaleza
racional. El espíritu crítico significa esencialmente esto: ser
capaz de unlversalizar nuestra observación, valoración, acción
y sentimiento sobre el mundo sensible, ponerse en lugar de
otra inteligencia para juzgar incluso nuestras propias expe
riencias. El imperativo de unlversalizar el juicio se ejercita
sobre nuestras propias opiniones, sobre su legitimidad. Con
esto reducimos nuestra individualidad: no hacemos nuestras
sino las opiniones que poseen fundamento objetivo suficien
te. Este ejercicio de autocrítica parece que repugna a toda de
tentación humana privilegiada del poder. Y desde luego re
pugna a la burguesía histórica en cuanto que se la impulsa
más allá de su metafísica particular de la armonía preesta
blecida entre el bien general y el bien particular. En una si
tuación revolucionaria, esa armonía preestablecida no puede
ser ulteriormente invocada. Tampoco podía serlo desde las im
pugnaciones valientes de Rousseau, recogidas por Kant. Tam
bién desde aquí, y con más concreción, la filosofía crítica lle
vaba directamente al debate revolucionario: instituir un Esta
do teniendo en cuenta la razón, contando con la sensibilidad
histórica pero sin hipotecarse a ella. Jacobi tenía entonces
razón en vincular la filosofía de Kant al hecho revoluciona
rio, que en el fondo se basaba en el establecimiento de una
nueva soberanía republicana. Pero las razones a las que ape
laba Jacobi no eran las acertadas: aunque ninguna sensibili
dad encarna el ideal racional, eso no quiere decir que en Kant
toda sensibilidad o realidad histórica equivaliera a una mera
nada frente al poder ordenador de la razón. Desde esta pers
pectiva Kant es mucho menos partidario de la revolución, una
vez, eso sí, que se ha aceptado revolucionariamente el nuevo
principio de soberanía, el único que permite la universaliza
ción del señorío humano sobre la sensibilidad.
Pero Jacobi pretendió superar al kantismo combatiendo esa
noción de sensibilidad insustancial que, según él, le permitía
demasiados derechos a la razón pura. La otra opción hubiera
sido justificar realmente el papel histórico de la clase domi
nante que él encarnaba desde los intereses generales de la
sociedad. Esta tesis es de facto la del primc.r Jacobi, con todas
431
las apelaciones iniciales a la razón, pero en la situación revo
lucionaria significaba inevitablemente abrirse hacia un demo
cratismo inaceptable. Así las cosas, Jacobi prefiere engañarse
con un fantasma —el fenomenalismo— y elaborar una teoría
que lo exorcice (la teoría del instinto). En todo caso se nega
rá a captar el auténtico sentido del criticismo. Y es así como
propone que el individuo está dotado de una realidad sustan
cial, originaria, primaria, inmediata y esencialmente prerra-
cional, donante de opiniones y valores previos a toda su exis
tencia. Las opiniones, desde esta perspectiva, no deben so
meterse al test de universalización de una razón que se
constituye precisamente en esa acción, una razón que valora
y legitima, sino que antes bien son ellas las que ofrecen a la
propia razón su dirección y su fuerza, su motivo y su interés.
Tenemos otra vez el tema humeano de la razón esclava de las
pasiones como aquello originariamente constitutivo del hom
bre. Pero ahora captamos su significado político: se trata de
la repugnancia de la clase dominante a poner en cuestión los
propios datos fundamentales de su existencia, exigiendo su
aceptación como inmutables y originarios, sin ningún tipo de
referencia a su propia historicidad. La clave de esta visión
metafísica de la opinión como algo originario que somete a la
razón a su servicio, pero que por sí mismo está más allá de
una hipotética razón pura libre de prejuicios (razón que Ja
cobi se empeña vana pero sutilmente en confundir con la
razón del criticismo, cuando es evidente que la razón crítica
es interesada, sólo que por un contenido distinto del que Ja
cobi propone, a saber: en una consideración del hombre como
fin en sí de toda acción humana), es la teoría de que las opi
niones, sentimientos, intuiciones constitutivas de la sustancia
individual brotan directamente de la vida:
432
dos pueden sin duda convertirse en fuerzas que orienten la
vida, pero sólo si ha antecedido la decisión de seguirlos acrí-
ticamente, de igual manera que la razón y la lógica pueden
guiar nuestra vida si antecede la decisión de usar ambas ins
tancias. En este sentido, Schelling recogerá la doctrina de Ja-
cobi en sus Briefe, equiparándola a la tesis crítica de la pri
macía de la práctica: nada puede llevarme teóricamente a
aceptar la racionalidad crítica, sino una decisión práctica. Pero
la teoría de los prejuicios quiere ocultar precisamente este mo
mento de decisión práctica que en el fondo tiene que realizar
se. Se rechaza entonces toda exigencia autocrítica radical y
se priva a priori de valor «personal» respecto de mí a todas
las opiniones rivales y los retos que nos plantean, bajo el su
puesto de que no corresponden a mis instintos. Por tanto, la
teoría de los prejuicios apenas puede ocultar que se trata de
un expediente para justificar el dogmatismo radical de una
cosmovisión. Esa pretensión de elevar la opinión a verdad
—pretensión que el criticismo pretende regular y objetivar
es camuflada por Jacobi desde su metafísica de la vida al pro
poner ese paso como inmediato.
Como tales «prejuicios» serían la luz pura de la verdad;
más aún, darían la ley a la verdad [I, 274].
433
Cuando Kant busca y potencia la universalidad, entiende
que sólo esta voluntad garantiza que todo hombre sea inter
locutor en la construcción de una objetividad y de una orde
nación social-política. Ahora tenemos la clave última: si no
se da el paso a esa voluntad de universalización es porque
no se desea tanto universalizar el carácter de fin en sí del
hombre, cuanto estar seguro de que mi carácter se respete.
Pero ese respeto sin ulterior consideración sólo puede impo
nerse por la fuerza. La razón del prejuicio es en el fondo la
razón de la puissance, de la fuerza, pues apela como último
fundamento a algo que sólo pertenece a una subjetividad con
creta, a la fuerza que se requiere para estar seguro de sí
mismo:
Es una vieja observación que los conceptos, juicios y re
glas que aceptamos mediante prueba, deben demostrarse efec
tivos en nosotros como una fuerza, tienen que aceptar o tomar
ante todo la naturaleza del prejuicio, y devenir en nosotros
una opinión personal y obtener fijeza [I, 275].
434
Nosotros no podemos experimentar justamente lo que es
enteramente verdad. Ella se oculta a nuestra vida; misterio
en lo aún más misterioso. Aquí tintinea sin embargo una luz
de esperanza. Es un pensamiento de elevado presentimien
to que sólo el desarrollo de la vida es desarrollo de la ver
dad, que ambas, verdad y vida, son uno y lo mismo [I, 281].
Aquí está el criterio formal de verdad: con esta verdad
fundamental, igual que con la luz natural de Descartes, pon
deramos todas las demás verdades y conocimientos (I, 280).
Aquí llegamos al fondo: en toda lucha social también está aga
zapado el drama de la pérdida de identidad personal, lo que
resulta inevitable cuando se pierden los medios con los que la
hemos construido trabajosamente. Con ello resulta precisa
la contraposición al kantismo: frente a una realidad sensible
vacía, dominada por una forma universal, una realidad indi
vidual e instintiva, plena de materia histórica místicamente
elevada a inmediatez, que impone desde ella misma la forma
y la ley. Frente al democratismo universalista de aquella
razón, la conservación forzada de los privilegios. Con ello
vemos que especulación y política se dan la mano por debajo
de la comedia de distanciamiento que representan.
La cuestión paradójica es que Jacobi profundiza conside
rablemente en la relación interna vida-historia justo en el pro
blema de cómo una personalidad construye su propia vida.
Parece evidente que para ello debe aceptar toda una serie de
creencias implícitas transmitidas históricamente. Aquí intro
duce Jacobi su propia noción de crítica: un individuo debe
hacer explícitos los prejuicios implícitos. Aquellos que con
serven su fuerza después de devenir explícitos mediante el
análisis, es porque obtienen y reciben su fuerza de una «co
nexión adecuada a la naturaleza de la cosa» (I, 282). Pero de
hecho, esta crítica puede significar únicamente una selección
de las creencias, destacando aquéllas que eran esenciales para
la conservación de ciertas soluciones vitales aún deseables en
una situación concreta. La tesis que Jacobi extrae de aquí es
que todas las creencias explícitas en la historia alguna vez
tuvieron su razón de ser, alguna vez ayudaron a mantener la
vida de un individuo, de la misma manera que todas las pa
labras han debido su origen a algún tipo de relación natural
y desde aquí Jacobi va a hilvanar su crítica al «purismo» de
la razón kantiana. Los principios que iluminan esta crítica son,
primero, que «todas las formas tienen necesidad respecto del
435
principio, y contingencia respecto de la formación» (I, 285-286),
y, segundo, «que no es la forma la que produce la cosa, sino
que es la cosa la que sólo acepta una forma» (I, 284). Surge
así una referencia a la historicidad concreta de todos los prin
cipios, como creencias, opiniones y formas, que parece denun
ciar la inexistencia de una razón pura. Naturalmente, esa con
tingencia histórica total oculta un hecho no menos evidente:
que esta historicidad real está atravesada por una dinámica
que potencia la aplicación cada vez más amplia de una racio
nalidad universalizable. Esta dinámica no es un invento kan
tiano, sino justamente el hecho de la razón. Jacobi se sitúa
externamente a este Faktum cuyo carácter histórico Kant no
ignora, si bien descuida a favor de un análisis más estructu
ral del mismo. La ligereza de Jacobi es aquí clara: la razón
separada de la vida de los hombres no es nada cierto (I, 285).
Esta es la acusación repetida a Kant desde Hamann. Pero
esto sirve de excusa a Jacobi para desatender los aspectos de
la vida que se construyen desde y dan apoyo al hecho de la
razón universalizable (la ciencia, la técnica, la construcción
racional del Estado y de la cultura, ¿acaso no son vida?), por
que estos aspectos ponen en peligro su noción mística de in
dividualidad natural y los medios de su equilibrio. Con ello
su defensa de la historicidad de la existencia humana se nos
parece demasiado vinculada y apegada a los aspectos de la
vida individual. Lo que descubrimos en Jacobi es el intento
de hacer de esta razón existencial la instancia absoluta y vá
lida para decidir en todos los aspectos de la vida humana.
Quizás entonces las dos filosofías que comparamos, la de Kant
y la de Jacobi, nos parezcan igual de unilaterales, con la
diferencia de que mientras que Kant no pretendía resolver el
problema del plan personal de felicidad, sino sólo mostrar
algunas condiciones de ordenación social para que dicho
plan sea una posibilidad accesible universalmente, para que
esa felicidad fuera digna, Jacobi pretendió usar su nueva
razón individual para establecer también la ordenación de la
vida social, olvidando las poderosas tendencias universales
implícitas en la misma. Así que podemos decir que Jacobi se
dirigía directamente a una razón «fuerza» que en último
extremo se nos muestra como dogmática, mientras que Kant
se inclina por una razón universal que pretende ganar
facetas del orden social como condición de felicidad personal
independiente e individual digna.
Esta visión tan unilateral del criticismo (y quizás también
436
tan interesada), que oponía irreductiblemente realidad empí
rica y dimensión transcendental, fenómeno y forma, sensibi
lidad y razón, historia y regla, es la que Jacobi pretende des
truir desde su noción de instinto como contenido sustancial
de la vida, como orden inconsciente de toda opinión, como
aquello que hace a la creencia algo adecuado a la naturaleza
de las cosas, como clave que conduce a la existencia indivi
dual, lo que da la fuerza y la firmeza a todas las instancias
de la persona, y se constituye en última razón de la acción
humana:
437
a Silli en la segunda edición de Allwill (I, 112 y ss.). en la
que la heroína argumenta contra toda la filosofía especulati
va en general y sobre todo contra el binomio Kant-Berkeley,
que Jacobi asocia rígidamente.'*
En principio, la conversación se centra en el problema de
la esencialidad del cuerpo y de la sensibilidad para el hom
bre, planteado en términos de la permanencia de la sensibili
dad tras la muerte. Berkeley es mencionado en este contexto;
en uno de sus libros hay un grabado en el que un filósofo se
ríe de un niño que intenta coger su imagen en un espejo, pen
sando que es real. Bajo el grabado hay una inscripción: «él
se ríe de sí mismo». Esto es; el filósofo también intenta coger
imágenes que toma por seres reales. ¿Por qué? Porque el fi
lósofo cree en el mundo de los fenómenos como si fuera un
mundo de realidad, toda vez que defiende que vemos con los
ojos y oímos con los oídos; esto es, que sólo tenemos conoci
miento de nuestras propias representaciones. Esto implica
para Clara que los ojos no ven nada, nada auténtico, nada
real, nada exterior a la propia subjetividad «ein reines sehen
von Nichts, eines reinen hören von Nichts» (I, 130). Desde
esta posición, la razón «se ocupa por toda la eternidad en una
pura nada» (I, 116) cuya raíz es el espacio vacío y la con
ciencia vacía, «una pura capacidad de vivir desde y hacia la
nada» (I, 131). En el paso kantiano desde un fenómeno a otro,
en esa serie indefinida que nos hace avanzar inútilmente hacia
lo incondicionado, sólo ve Jacobi un «ir desde una nada a
otra» (I, 116). Nunca se pone en cuestión una tesis: para Kant
los fenómenos son representaciones, «fantasmas que no re
presentan nada» (I, 116), sensaciones internas al órgano de
la sensibilidad que impiden el acceso a la realidad efectiva
(I, 120). La identificación Kant-Berkeley es absolutamente ne
cesaria para un pensamiento rival del kantiano, y aquí Jaco
bi sigue y fortalece la orientación de la época desde la recep
ción de la KrV por Garve-Feder.
La intervención de Allwill es iluminadora. Porque en cier
ta manera aplica la teoría del no-saber a las cuestiones es
cépticas clásicas. Efectivamente, tenemos que usar el cuerpo
y los órganos de la sensibilidad y podemos decir que el feno-
menalista tiene razón en el hecho de que poseemos sensacio
nes. El problema reside en explicar racionalmente cómo ade
más de sentir, conocemos algo diferente de nuestras propias
sensaciones. Pero en David Hume se llamó a esto percepción
{Wahrnehmung), captación de lo verdadero, de algo que po
438
demos distinguir de nosotros mismos y representarlo así (I,
120). El paso entonces desde la Empfindung a la Wahrneh
mung es lo milagroso para Jacobi. Pero si el mundo de la
Empfindung, de la sensación, es el mundo del nihilismo, de
la Nichts, del Nicht-Etwas, entonces el milagro supera el
mundo del nihilismo, la negación de la nada; como tal mila
gro es la negación de la negación, el Nicht-Nichts, el Doch-
Etwas, el puro milagro de la existencia de lo positivo, la crea
ción (I, 121). Con esto no deseo concluir que el propio Jacobi
arroje por la borda la apelación al Yo de David Hume como
mecanismo mediador en este milagro. De nuevo veremos emer
ger al Yo como sustancia instintiva penetrada por el espíritu
sustancial.
Pero esto no supone sino que el mundo del fenómeno, de
Kant, es el natural, el animal, el que llega al hombre si éste
yace privado del milagro de la revelación de lo real. Es el
mundo que «para el espíritu creador del mundo tiene que
parecer un desierto, semejante a un desierto» (I, 131). Sólo
que el paso desde el desierto del fenómeno al reino de lo real
ya no es la ciencia, como en Leibniz, sino la intuición otorga
da por el geheimnisvoller Gott. Retiremos del leibnizianismo
la mediación científico-filosófica y unamos los dos extremos
de su sistema (cosa en sí y fenómeno) milagrosamente, y ten
dremos las claves de la propuesta de Jacobi. Pero «milagro
samente» es una expresión llena de contenido en Jacobi; des
cribe también la autoincomprensible salvación personal y
moral de una existencia que encuentra la base firme de la
creencia incuestionable en algo real, que interpreta en térmi
nos de una «conciencia oscura del arquetipo divino de la razón
humana» (I, 132) y hace de su vagar una prueba de que
«todos los fenómenos de la naturaleza son sueños, aspectos,
enigmas, cifras, que tienen significado y sentido secreto» (I,
133).
En el fondo, el misterio de esa aspiración más allá del
fenómeno ya había sido subrayado por Kant como la clave
de la metafísica. Pero en su obra se llegaba a reconciliar con
el propio hecho de la ciencia y con la moral objetivable. Para
Jacobi, sin embargo, es la manifestación esencial de la vida:
439
Ahora bien, una vez ganada esta dimensión de lo real, «co
lores, tonos, y todo lo que de otra forma pudiéramos llamar
mero reflejo sensible e ilusión inesencial, surgirá de nuevo de
repente, desde una mayor conexión, como intuición de lo ver
dadero» (I, 123).
Pero, naturalmente, este reencuentro con lo real no surge
desde el esfuerzo del concepto, sino desde la inmediatez de
la intuición precedida por el heroísmo de la existencia místi
ca, cristiana, que busca reducir el templo a la nada, el mundo
a la nada, no para gustar de esa nada, sino para reconstruir
la, resucitarla desde el momento mismo de la muerte. Con
esa nueva intuición, con esa noticia del instinto, comenzó el
mundo, nos dice Jacobi en I, 175. Efectivamente, el nihilismo
de Jacobi es falso en la misma medida en que es de inspira
ción cristiana. El problema es hasta qué punto se puede des
terrar de todo nihilismo esa raíz cristiana, su raíz ascética.
Ese problema es el que vio claro Nietzsche al descubrir esa
especie de juicio sintético a priori cultural de que nihilismo
es cristianismo, y de que por tanto la única manera de supe
rar el nihilismo era superar el cristianismo.
El instinto, como en el caso de Hume, es el que media
entre sensación y percepción, entre nada y realidad. El órga
no de la percepción de lo verdadero no es la sensibilidad, ni
la razón, sino el instinto, una razón vital. Ahí reside la supe
ración del nihilismo: en la recuperación del carácter instinti
vo del hombre. La diferencia aquí con Nietzsche es que no
hay que recuperar todo instinto, y por supuesto hay que des
terrar el instinto sensible. Lo que hay que recuperar, a decir
de Jacobi, es aquel instinto constitutivo fundamental de la es
piritualidad: «me parece mucho más fiable invocar aquí un
instinto originario con el que comenzarían todos los conoci
mientos de la verdad» (I, 121), «ese instinto que nos ofrece
inmediatamente la esencia y la verdad como lo primero y lo
más firme, y nos da inmediatamente una representación de
ello» (I, 122) en una intuición efectiva (id.) que se impone y
se presenta por su propia fuerza (Gewalt) y su propia primo-
genitura {Erstgeburt) (I, 123). Tenemos entonces algo impor
tante: la noción fenomenalista de sensibilidad y la búsqueda
de un primer principio sólo puede resolverse desde una teo
ría de los instintos y del sentimiento que imponen (I, 160):
440
justo ningún otro, este sentimiento, el vivo, el único que pone
mi corazón en movimiento [I, 160],
441
«Lo que a él debía derrotarle, le dirigía a la cima, le apoya
ba, le daba solidez» (1, 15), dice la novela ya desde el princi
pio. Esa creencia queda recogida en expresiones como ésta;
«Tú encontrarás ayuda, pues tú la tienes en ti mismo» (I, 15).
En paralelo a esta resolución definitiva de los caracteres
personales, el de Allwill queda también perfectamente defini
do en las páginas 80-81:
442
En la más elevada abstracción, cuando se separa como
pura la propiedad racional, ya no se la considera más como
propiedad, sino completamente por sí sola, y entonces el ins
tinto de una tal mera razón apunta a la personalidad con ex
clusión de la persona y de la existencia, porque persona y
existencia exigen individualidad, que aquí desaparecen nece
sariamente.
La eficacia pura de este último instinto podría llamarse
voluntad pura. Spinoza le dio el nombre de «afecto de la
razón». Se podría llamar también el corazón de la mera razón.
Creo que si se persigue filosóficamente esta indicación, se en
contrarán perfectamente comprensibles muchos fenómenos di
fíciles de explicar, incluso el de un imperativo categórico de
moralidad existente sin discusión [I, XIV-XV].
443
que brota del cuerpo. Determinan así dos formas de vida; la
estoica y la epicúrea. Y no pueden ser reunidos en un único
instinto (I, 300), puesto que la virtud tiene que ser fin últi
mo, fin en sí. El principio fundamental de la teoría de Jacobi
es «la independencia del principio de moralidad respecto del
principio de amor propio» (I, 304). Pero para ello no hay que
apelar al complejo procedimiento argumentativo de Kant.
Basta confesar que «mi corazón y mi razón me reveló todo
ello» (I, 301). No hay aquí ningún apunte de crítica a Kant,
de quien incluso se aceptan los postulados como creencias in
ternamente vinculadas al cumplimiento de las «exigencias de
la naturaleza moral, de nuestro mejor Yo en la perfección
moral» (I, 304). ¿Cuál es la diferencia entonces con Kant?
Esta: que la moralidad expuesta no puede ser fundamentada
coherentemente por el sistema teórico de Kant. Lo que signi
fica que ese imperativo no se impone desde una subjetividad
ajena a la materialidad sensible, sino desde la espiritualidad
instintiva concreta que analizamos en el capítulo anterior.
No cabe duda de que la teoría de los instintos quiere re
coger todos los aspectos de la teoría moral de Kant, que es
su expresión idónea para un pensador que ha crecido en el
ámbito del Sturm und Drang. Pero si en el artículo de Die
Horen asistimos a la reconciliación de los aspectos más po
pulares de la filosofía moral, en la cita de Allwill que traduji
mos se ponen en juego los conceptos más problemáticos del
criticismo. Estos hacían depender toda la moralidad de la po
sibilidad de iniciar una acción en el mundo sensible de la que
nos pensamos responsables y libres, esto es, de la que deci
mos que está causada por nuestra voluntad. Todo criticismo
reposa aquí sobre la libertad como expresión moral de la es
pontaneidad. Si la libertad era un Faktum originario o uno
derivado desde el Faktum de la ley moral y del concepto de
lo bueno, éste era un problema que no obtuvo una respuesta
definitiva en Kant. De todas formas quedaba claro en esta
situación que Kant tenía necesidad de apelar a un Faktum
como principio básico de su doctrina. Jacobi ofrece con la teo
ría del instinto moral una base real de la libertad, con lo que
se coloca ante el problema fichteano básico: fundamentar un
Faktum en el instinto que lleva a él. La libertad es instinto,
manifestación de la naturaleza del hombre. Pero, según aca
bamos de ver, de la naturaleza común del hombre, de su Yo
mejor; no de la individualidad, no de aquellos rasgos de la
corporeidad, sino de la espiritualidad. Si este instinto hace
444
posible la moral kantiana es, ante todo, porque en sí mismo
posee leyes {Gesetze) (I, 298), energía, fuerza, sustancialidad
humana, capacidad efectiva de motivación. Esta nota es in
trínseca a una palabra que procede inequívocamente del verbo
treiben, mover, funcionar. Pero es energía que determina ori
ginariamente. Esto es, que no posee una ley recibida de otra
capacidad. Gesetze e instinto llegan a hacerse sinónimos en
la página 298. Las naturalezas que poseen instinto moral son,
por tanto, inevitablemente selbstatige, actúan por sí mismas,
son independientes. Un instinto es una determinación de esta
autoactividad, de ser libre.
Llegamos así al pensamiento de la unidad de libertad y
vida: las naturalezas vivas tienen que pensarse iniciando ac
ciones constitutivas de su propia existencia. La vida es el
hecho natural básico y fundamental de la libertad. Y esa vida
instintiva como criterio interno del despliegue de la existen
cia es lo que permite introducir el concepto de a priori y con
tinuar con la estrategia kantiana de la revolución copernica
na: el instinto, como seguridad interna de la adecuación a la
propia existencia y a las condiciones de su mantenimiento,
determina la actividad del sujeto con independencia de la ex
periencia concreta y empírica, con independencia del placer y
del dolor, ya que el instinto busca y determina el objeto con
anterioridad a su presencia. Esta traducción sutil de la sub
jetividad transcendental kantiana a la noción de subjetividad
instintiva y vital está en la base de todas las reinterpretacio
nes morales del fenomenalismo kantiano: fenómeno no será
ya lo que aparece a una sensibilidad teórica, a un uso teórico
de los sentidos, sino lo que una subjetividad instintiva y moral
debe buscar y predeterminar secretamente.
Pero con esta traducción de la moralidad a vitalidad no
tenemos en modo alguno recapturado lo principal del pensa
miento kantiano: se trata ahora de determinar y reconocer la
nota que hace que el ser vivo, el instinto y la ley sean mora
les y racionales. ¿A qué apunta el instinto racional y moral?
En el artículo de 1795 apunta hacia la autoestima, la digni
dad y lo divino, a nuestro besseres Ich, a la virtud y al bien.
Todo esto se olvida en la cita traducida, donde se nos dice
pura y llanamente que el instinto racional apunta a la eleva
ción de la existencia personal, a la autoconciencia, a la uni
dad de la conciencia reflexiva. Si unimos ambas direcciones,
tenemos la única formulación concreta que Jacobi da del ins
tinto racional: potenciar la existencia autoconsciente, mante
445
ner la continuidad del drama de la existencia humana, tal y
como entiende el autor que se despliega en su vida; morali
dad es autoconocimiento, lucha por la identidad y por la con
cordancia consigo mismo. Pero se supone que esa concordan
cia con nuestro mejor Yo no está constituida, ni realizada, ni
hallada. Como objeto del instinto moral es algo a descubrir y
en esta medida ese instinto busca de manera pareja la auto-
conciencia. Entonces, de hecho, la energía del instinto es la
tensión hacia la autoconciencia y el autorreconocimiento, hacia
la salvación de nuestra historia personal culminada por la paz
interior. O lo que es lo mismo, la voluntad de ser Yo, volun
tad de obtener una personalidad en lucha con toda la diná
mica de los instintos inferiores y, en esta misma medida, vo
luntad pura.
Es así como Jacobi pretende ofrecernos una especie de me-
tacrítica de toda filosofía kantiana. Efectivamente, como ella,
parte de un Yo transcendental; pero como tal, éste no existe
salvo en la medida en que se reconozca detrás de un instinto
de serlo, de una voluntad de serlo, que el propio Kant no ha
expuesto. En modo alguno repara Jacobi en que toda su teo
ría parte del presupuesto acrítico y anticrítico de una natura
leza espiritual o sustancial superior del hombre, y que la única
exigencia metacrítica del criticismo sería exponer las bases na
turales sensibles y sociales para la racionalidad y moralidad.
Esta referencia a la sensibilidad, exigida por el método críti
co, tendría en todo caso un naturalismo convenientemente ma
tizado como base, sólo como base, de una teoría de la histo
ria de la razón, pero en modo alguno una confianza mística
en el carácter natural y sustancial de la razón apoyada en
una metafísica de la vida.
En efecto, el instinto de Jacobi, no tiene un referente na
tural, orgánico o social sino esencialmente moral. Cuando Silli
contesta a Amalia en la segunda edición de Allwill, la repre
sentante de la personalidad superior y etérea deja las cosas
exactamente en su sitio. En un texto que deseo traducir por
extenso, se nos dice:
446
respeta ningún dolor ni ningún placer. Su germen apunta a
la intuición, admiración y respeto de un Otro. Entonces pier
de el hombre su vida para ganarla. Esto despierta el instinto
de su naturaleza racional que mantiene, eleva y aspira [strebt~\
a hacer dominante no el alma del cuerpo, sino el alma del
espíritu. Y con esto, con la implantación \einsetzung'\ de un
amor que supera la muerte y genera la inmortalidad, ha co
menzado el mundo [I, 175].
447
El hombre entero, según su parte moral, se ha convertido
en poesía [...] La perfección de este estado es un misticismo
peculiar de la animosidad contra la ley y un quietismo de la
inmoralidad. Entre los egoístas, estos magos constituyen una
especie propia [I, 178-179],
448
Pero recojamos las cuestiones; instinto no hace referencia
a nada orgánico (de ahí el ensayo ilustrado de Freud al darle
una base fisiológica y orgánica). Constituye en todo caso una
segunda alma, la del espíritu (I, 260), una naturaleza supe
rior, «aquella espontánea que se conduce a sí misma, que se
forma progresivamente» (I, 231). Esta definición de la natu
raleza espiritual, del «en sí» del espíritu como algo espontá
neo, autodirigido y autoconformante, no es bueno perderla de
vista para entender a Hegel. Tampoco hay que olvidar la de
finición de instinto como «principio de toda autodetermina
ción» (I, 238), ni los adjetivos que por lo general se le adhie
ren; «unbedingter Trieb» (I, 238), «lebendiger, sehender, ord-
nender, bestimmender Geist» (I, 232) y sobre todo un nombre;
«Ich, jenes Ich das wir unser Selbst nenen» (I, 231), que apun
ta más allá de lo temporal, a lo eterno (I, 250). Aquí acaba
Allwill. Pero W oldem ar continúa esta materia con un movi
miento peculiar; apelar a Aristóteles como el mejor soporte
de su propia teoría.
449
bre, aquél que ordena su naturaleza, el que le proporciona
coherencia y completud. Es todavía una historia natural, como
rezaba en el motto de Woldemar. Por tanto, la base de toda
la nueva posición es una teoría de la naturaleza humana ins
pirada en Aristóteles. A exponerla vamos a dedicar lo que nos
queda de este capítulo.
1. La primera tesis aristotélica de la que Jacobi se hace
eco es que las acciones virtuosas se definen exclusivamente
por ser las que llevan a cabo los hombres virtuosos (V, 421).
Esto implica que las virtudes son previas a los conceptos, a
las prescripciones y a los mandatos. La moralidad como cuer
po conceptual o doctrinal es posterior y brota de la existen
cia moral propiamente dicha. Por lo demás, es evidente que
esta posición implicaba una radical humanización de todas
las definiciones básicas de la moralidad: «el hombre sólo
puede medirse y examinarse con el hombre» (V, 421), dice
Jacobi otra vez, casi parafraseando a Protágoras. No hay aquí,
por tanto, ninguna referencia inicial a una virtud definida
desde una instancia divina, aunque Jacobi siempre encuentra
el camino para llegar a ella.
2. Puesto que el hombre no ha podido guiarse en su con
ducta de una manera originaria para realizar por primera vez
la virtud, es preciso que la posibilidad de esa realización
quede confiada a una instancia no conceptual; a un sentido
particular y propio, a un «instinto inmediato». Este problema
viene a colocarse en paralelo con el estrictamente kantiano
del origen último de las reglas, esto es, con el de la facultad
de juzgar reflexionante. La capacidad del juicio que reposa
en la hipótesis metodológica de la idoneidad de la realidad
para la formación de una objetividad emotiva, es sustituida
sin embargo en Jacobi por la instancia inmediata de un sen
tido, tal y como también había usado Hemsterhuis.^ Es un
sentido el que decide qué acción se realiza de una manera
adecuada al instinto: «lo que desde este instinto se ejecu
ta adecuado a aquel sentido, sería lo virtuoso» (V, 422).
3. Esta tesis supone una disposición natural del hombre
a la virtud. No se puede decir que la virtud sea una resultan
te mediada por el juicio de una comunidad, sino que antes
bien esa comunidad lo es y se forma porque los hombres po
seen la disposición idéntica —en el sentido del mito de Epi-
meteo, en el Protágoras— que sabe captar una acción como
imitable y por tanto virtuosa: «A todos los hombres les sería
innata con aquel sentido e instinto una destreza moral» (V,
450
422). Pero ciertamente, no en la misma medida en todo hom
bre. Sólo como disposición alcanza a cualquier ser humano.
En esta versión de Aristóteles, el peculiar naturalismo espiri
tualista de Jacobi domina sobre el papel educador del hábito.
Éste apenas es otra cosa que el resultante normal de una na
turaleza superior, algo así como un sentido y un instinto ex
celente. Pero en todo caso estamos ante un don, una «Gabe
der Natur» (V, 422): un ojo espiritual más agudo que «per
mite percibir distintamente el bien efectivo en general y el ins
tinto igualmente efectivo de querer en todo caso lo mejor y
operar con el celo más firme» (V, 423). La teoría de los ins
tintos, así establecida, da paso a la teoría del genio moral
como el poseedor de ese órgano superior que permite estable
cer la acción moral que sirve de regla.
4. Algo común a la propuesta del genio moral y a la teo
ría de los instintos es la imposibilidad de un aprendizaje ver
bal, racional o expreso de la virtud moral. El aprendizaje en
esta área debe llevarse a cabo de una manera ejemplar: sólo
la visión o la imitación de una acción moral puede enseñar a
actuar moralmente. Una de las necesidades de la teoría es en
tonces la de definir el ejemplo moral (V, 78), el arquetipo (Ur-
bild) moral a ser imitado en su concreción sensible y viva.
La virtud, la frónesis, sólo se aprende siguiendo el ejemplo
de los hombres buenos. Y el primero de estos hombres, el que
inicia la serie o la restaura en tiempos de corrupción general,
es el genio. La virtud sería...
451
es al mismo tiempo feliz, demostrando con el ejemplo que la
acción moral se puede realizar con naturalidad y puede lle
nar todas las necesidades humanas (cf. V, 383, 266-286). Ella,
el alma bella, es la humanidad originaria, vinculada a la vida
porque es por sí misma el regazo, el seno de la sociedad más
originaria, la familia. En ella existe de manera imborrable el
Grundtriebe de la naturaleza humana por el que se ordena
«decisivamente la determinación de la existencia» (V, 80), y
le otorga conciencia de su valor mediante una «conciencia in
mediata» (V, 81).
Estamos así ante una peculiar traducción del valor en sí
del hombre, dictado ahora no por la apelación y la exigencia
de un lugar igual en la comunidad civil (Kant), sino por una
organización de la sensibilidad moral que hace a ciertos seres
humanos especialmente atentos a esta condición de la vida hu
mana como fin en sí. Estos son los genios, que hacen de
su vida su propia obra, un «vortreffliche Muster». No es una
dimensión del reconocimiento recíproco en una práctica de
universalización de la voluntad lo que nos otorga conciencia
de individualidad, sino una inmediata «inneres Bewusstsein»
(V, 82). Personalidad no es un reflejo de la mediación social,
sino un sentimiento previo de la vida que le mueve hacia la
creatividad, que se sostiene no en el proceso de mediación
cultural, sino en la sustancialidad del «reines Geist» (V, 82).
El genio moral atiende a esa sustancialidad y por eso la deja
libre: aquí está el sentido de la libertad que ahora no es sino
una autodeterminación {Selbstbestimmung) que se supone ori
ginaria, no mediata; en el fondo un destino impuesto por la
sustancialidad espiritual. En esta autodeterminación y auto-
destino, está afincada la «Bestimmung des Menschen» (V, 93).
El genio moral cumple con su destino, con su «streben nach
Tugend» (V, 118). Y en este sentido es un modelo de conduc
ta (V, 118).
5. Pero en el fondo, ese genio moral guiado por el impulso
dictado inmediatamente por el sentimiento de su propia in
dividualidad y personalidad creadora, exige como transcen
dental básico de su conducta un sentimiento aún más cer
cano e inmediato, un suelo firme imposible de remover: el
de su propia certeza como Yo. Aquí está la base de todo
genio moral. Pero también la base decisiva de toda crítica a
la mediación conceptual de la moral llevada a cabo por
Kant:
452
Hay proposiciones que no necesitan ninguna prueba y que
no soportan ninguna prueba, porque todo lo que puede ser
admitido como prueba es más débil que lo que es la convic
ción ya existente, con lo que ésta quedaría confundida. Tal
proposición la expresamos cuando decimos: ¡Yo soy! Esta
convicción es un deber inmediato y todo otro saber será exa
minado desde él, medido con él, valorado con él [V, 122],
453
restaura el valor originario de la moralidad en tanto que es
capaz de hacer brotar las acciones morales de la misma fuen
te de la naturaleza superior que las produjo al comienzo de
la historia. Y en ellos hay que creer en la misma medida en
que creamos en el carácter providente de la ordenación de la
naturaleza. Por eso Jacobi los define como héroes; porque tie
nen enfrente a la época oscura en la que Edipo arrastra su
sombra, porque tienen que desplegar el combate descarnado
y fiero del nihilismo frente a toda sensibilidad. En esos dos
sentidos Jacobi los llama héroes de la libertad, uhombres a
los que un sentimiento divino e interno de la libertad eleva
sobre su época, esos son la verdadera sal de la tierra, y lo
que de ellos exige su vocación lo tengo por bueno aunque los
contemporáneos y la posterioridad los trate de tiranos, visio
narios o malvados» (V, 426).
Desde este sesgo, la teoría del genio moral como héroe
muestra su juego dentro de una idea de la historia más rege-
neracionista que conservadora. Se trata de los primeros atis
bos del hombre providencial, la concreción de ese relámpago
divino que anuncia el día más joven y que saluda la emer
gencia de un personaje carismàtico que puede decir: «Ahora
soy el líder». Lo fundamental es la entrega en manos de al
guien que sabe lo que es el bien y el mal por su órgano más
profundo; no desde una apelación a reglas comunicables que
sólo son aceptables en la medida en que permiten o poten
cian una comunicación o una universalización de conducta,
esto es, una racionalización de la vida, sino a reglas que al
considerarse intuiciones se proponen como una verdad ins
tintiva y sin criterios que, por lo demás y de antemano, se
suponen incomprendidas por una época corrupta.
7. Los conceptos y valores morales adquieren así una di
mensión diferente: cierto que el hombre heroico actúa desde
la libertad y desde la autodeterminación como primera fuen
te de toda ley (V, 426); pero estos conceptos adquieren otro
matiz; el héroe está libre de las ataduras de la época, de los
falsos conceptos, de los instintos debilitados. No se ha pro
ducido aquí la síntesis entre libertad y razón por el interme
diario de una apelación a la universalización deliberada y con
sentida de conducta: al mediar sólo la noción de instinto y
de época depravada, Jacobi fuerza inevitablemente a una in
terpretación de la razón como aquella pauta de conducta que
se impone sobre el rechazo deliberado de toda instancia so
cial o comunitaria, rechazo que no es sino la garantía de la
454
libertad como expansión de la propia estructura instintiva.
Desde esta conclusión sólo el héroe es auténtica y genuina-
mente racional.
La polémica sobre el espíritu y la letra adquiere ahora una
nueva dimensión. Las pautas comunitarias de conducta, lo que
Jacobi llama la opinión dominante (V, 429), la ley concreta,
deben suprimir y destruir la conciencia y el espíritu. Y esto
supone de antemano la destrucción de toda moralidad, pues
destruye la convicción básica, el sentimiento del ¡Yo soy! Cual
quier cristalización de la conducta personal en conducta so
cial queda radicalmente denunciada como letra, y fuerza a una
reacción revitalizadora en la que el hombre alcanza su digni
dad (V, 429). Y sin embargo Jacobi es íntimamente conscien
te de la inevitable dialéctica que esta dinámica comporta. Por
que si bien el hombre debe reconquistar en cada situación su
libertad, tampoco puede evitar dotarla de una forma y de una
exterioridad. Allí está lo permanente y lo sustancial de su na
turaleza; aquí, en la exteriorización, lo pasajero (V, 429-439).
Pero ambas son dimensiones inevitables. ¿Cómo sintetizar esta
dualidad humana? ¿Cómo reorientar la dimensión condicio
nada e incondicionada de la praxis humana a fin de ordenar
las sin contradicción? El hombre al fin y al cabo debe reco
nocerse en una concreción, «porque una mera y vacía satis
facción o autosatisfacción, es un absurdo». La pregunta es,
¿satisfecho, con qué? (V, 431). Aquí parece que toda opción
formal es radicalmente insuficiente. El mandato «racional» de
ser «uno consigo mismo, sin más, es un dibujo demasiado
débil» (V, 432). Estamos aquí ante una moralidad sin conte
nido y debemos avanzar hacia una moral concreta, hacia una
reunificación concreta de espíritu y letra, de instinto y acción,
de imperativo y vida, de creatividad moral y de regeneración
histórica, o más en términos aristotélicos, de potencia y acto.
Pues bien, esa síntesis de concreción es imposible, nos pro
pone Jacobi, sin la fuerza de la simpatía o del amor. La mujer
es el arquetipo moral porque lleva en su naturaleza el acceso
inmediato al amor filial. Aristóteles también es invocado aquí:
«Virtud sin amor es un absurdo. [...] Aristóteles encuentra la
disposición del hombre a la virtud en la disposición a la amis
tad» (V, 433). Aquí está la base natural de la virtud, y en la
medida en que ofrezca el suelo firme a la misma, no se podrá
hablar de virtud como algo contra natura.
Así, la dinámica entre espíritu y letra se traduce a la dia
léctica entre Anlage y Fertigkeit, entre disposición y destreza.
455
habilidad y acto. La disposición es algo natural, la destreza
en acto algo adquirido. Pero lo fundamental es que esa ad
quisición se debe a la «innere Seelentátigkeit aus eigener
Kraft» (V, 435). Este resultado determina la posición inicial:
la disposición es el instinto, la potencia; la destreza, el acto,
es la libre determinación, el libre despliegue y desarrollo de
ese instinto. Para que todo esto cristalice, sin embargo, se
requiere que la amistad sea capaz de integrarse dentro de la
estructura vital del hombre y pueda servir a sus fines pro
pios.
8. Sería demasiado parcial la apropiación de Aristóteles
si no hiciera mención a la estructura teleológica de la vida
y si no se tuviera en cuenta esta estructura para definir esa mo
ralidad concreta. La exigencia de la vida es la de que todas
las fuerzas apunten a un punto común del esfuerzo (V,
437-438). En el fondo esta proposición es analítica de la pro
pia definición de la vida como vida individual. Lo importante
es que ese punto común del esfuerzo define la naturaleza del
ser en cuestión porque le ofrece su fin. Todo lo que contribu
ye al fin es bueno; el fin mismo es el bien supremo (V, 438).
¿Cuál es entonces ese fin que orienta toda la dialéctica del
espíritu y la letra, que le otorga dirección a esta amistad, que
permite pasar desde la potencia al acto? Si este fin orienta y
define la esencia de la vida, si ordena sus fuerzas, entonces
debe estar confiado decididamente al instinto: se trata del ins
tinto esencial, del instinto hacia la unidad y perfección, moti
vado por la conciencia de lo imperfecto. Esta referencia a la
unidad otorga a la problemática del espíritu y la letra un sesgo
interesante: sólo la conducta que concede a todas las fuerzas
su exterioridad, está en condiciones de impedir la conversión
de esa expresión en letra muerta. Sólo esa conducta aban
donará en un momento dado lo conseguido para manifestar
otra fuerza. Sólo así cada fuerza obtiene expresión sin im
pedir la reunión con las demás; pero sólo así la felicidad
que produce la exteriorización de una fuerza implica perfec
ción moral, perfección unitaria del hombre. La felicidad no
es sino un resultante fundamental de la moral concreta, en
tanto que potencia la consecución del fin esencial de reuni
ficación. Y esto es así porque esa actuación guiada por dicho
fin promueve retrospectivamente la propia actividad, la au
menta. Estamos ante el mismo mecanismo reproductor de
la alegría en Spinoza:
456
En suma: sentimiento de bienestar es una propiedad fun
damental del alma; pues el vivir es un bien en sí y somos y
vivimos sólo por las exteriorizaciones de nuestra actividad.
Sin exteriorización de fuerza no tiene lugar satisfacción algu
na; toda exteriorización de fuerza tiene un cierto bienestar
propio que eleva a su vez la actividad [welche die Tätigkeit
selbst allemal erhöht\ que la hace más perfecta, más com
pleta. Quien hace una cosa con placer, la juzga suya y la ela
bora cuidadosamente. [...]. Se podría decir que la virtud es
la más alta dicha; y de esta dicha suprema que es la virtud
y la perfección, se podría decir que es la bienaventuranza de
los dioses [V, 442].
457
salto mortal no sólo se olvida que estas dos formas de vida
debían considerarse continuas: es que se enfrentan hasta tal
punto, que sólo la ruina de la primera mediante la destruc
ción total de la personalidad autosuficiente por la locura, per
mite acceder a la estabilidad de la sabiduría. Locura es así
una categoría inevitable de la vida humana, un grado más de
la experiencia del espejismo, un momento agudo y vivido del
no-saber, pérdida general del sentido de todo lo humano,
noche plena del nihilismo:
Yo he sentido hondo, hondo, hondo, la miseria, la nada
de la humanidad [V, 371].
458
A él le engaña su arte propio, verdaderamente bello; se
engaña por la actividad libre que lo produce y que ahora,
mediante este arte, tenía que acrecentar a su vez. Concluye
desde algo pasajero y menor, desde algo contingente, a algo
imperecedero y verdaderamente eterno, que el hombre pro
duce en su sentimiento, y como un Dios se atiene a aquello
en su hacer y en su poetizar, en el sufrir, en el esforzarse y en
el huir [V, 386].
459
De ahí que la definición naturalista de la dicha no hace
sino vehicular la toma de conciencia de un amor superior que
le hace salir de sí, de la suficiencia, y provoca el presenti
miento de un objeto no intuible que le hace capaz de creer y
esperar lo que la razón naturalista, la razón sensible, le mues
tra como imposible (V, 443). Cuando esto sucede, el ideal de
genio queda no completamente arruinado, pero sí transforma
do. Si el genio se busca en la certeza de su propio Yo como
base y guía de toda conducta, la puesta entre paréntesis del
ideal de autosuficiencia no puede dejar de provocar la pregun
ta por la razón y el fundamento de ese especial entusiasmo
por el propio Yo. Si este entusiasmo desaparece radicalmen
te, se hunde con él toda la tensión del proceso dialéctico; si
se mantiene, como hemos visto, surge la vida diabólica que
se niega a una reconciliación con Dios a pesar de albergar la
conciencia del mal. Así que sólo queda un camino: mantener
el carácter central del Yo en la vida subjetiva, pero recono
cerlo como algo que en modo alguno puede mantenerse a sí
mismo. Es la escalera que nos hace subir hacia otra cosa,
pero que tenemos que soltar si queremos poseerla. El vacío
momentáneo es la locura. La solución consiste en mirar todo
el proceso ya a la luz de la nueva conquista y del nuevo
amor: el Yo fue una gracia que estaba destinada a errar
hasta encontrar su hogar, hasta cumplir su destino. Enton
ces deviene Muster, Urbild de la conducta, porque llega a ser
autoconsciente de la necesidad de apelar a otra instancia
como donadora. Considerado desde sí mismo, el Yo es
gratuito en su intento de hacerse valer como rasgo esencial.
Sólo alcanza esta dimensión de esencialidad cuando reconoce
que su centralidad en el mundo es otorgada, creada:
460
dòn. El hombre entonces se siente dependiente, pero de una
dependencia privilegiada por cuando llena y ocupa la volun
tad creadora y previsora de Dios. Ese es el mayor privilegio
del hombre frente a toda la naturaleza: interiorizar la expe
riencia de la Creación como experiencia personal.
¿Estamos aquí ante un recurso a la astucia de la razón
para mantener la tensión existencial a toda costa, para con
quistar ulteriores manifestaciones activas, para la apertura de
nuevos ámbitos de actividad? No. Porque este nuevo objeto
de amor divino se convierte, no en un medio de despliegue
de la propia teleología humana, sino en culminación de la
misma; no sólo es sustancia que mantiene el proceso de in
conformismo con la letra, sino fin de ese mismo inconformis
mo. No es un postulado para cumplir la estructura instintiva
del hombre, sino una manifestación más de la propia estruc
tura instintiva que denota ahora una naturaleza supraterre-
nal en el hombre. Tenemos la sofia aristotélica. Si el hombre
cifra su esencia en aquello a lo que aspira, en aquello que
quiere, ahora, mediante este nuevo amor, el hombre se mues
tra como naturaleza divina, überirdische (V, 444). Sin esta
asunción, la dialéctica espíritu-letra, moral concreta-abstracta,
le parece inmantenible a Jacobi. Pero entonces apenas cabe
definir esa moral concreta salvo como aspiración «hacia»,
como amor a lo supraterreno, no como síntesis de instintos,
de pasiones, de tendencias concretas.
Apenas se nos permite aquí la duda de que estemos ante
un ideal regulativo que se cumple en la ordenación de dimen
siones sensibles y reales particulares. Todos los instintos y
actuaciones concretas pierden su función desde el momento
en que se niega la posibilidad de ordenarlos con absoluta uni
dad y suficiencia. En modo alguno se aceptan unidades in
termedias, provisionales, resignadas. La condena de la vida
natural de la frónesis es radical porque es traumática, me
diada por la locura. Hay aquí una decisión sólo justificable
desde el hecho de una imposibilidad de una síntesis comple
ta de instintos parciales, de cualquier dicha, de cualquier bie
nestar. A duras penas se enlaza así el talante realista y afir-
mador de Aristóteles —que lo es incluso en la definición de
la vida teórica de la sabiduría— con la aceptación del nihilis
mo. Tenemos aquí el paso hacia una teoría de la vida concre
ta como vida mística, inequívoca en Jacobi.^ La relación
espíritu-letra, que apuntaba a una síntesis concreta, se redu
ce ahora a una relación misticismo-nihilismo, en la que el
461
hombre, negándose a cualquier manifestación sensible, sólo
encuentra la reunificación de fuerzas en la continua apelación
a ese amor supra terrenal. Lo que se alcanza así es un Yo sus
tancial, pero no mediado por lo temporal, por lo pasajero, con
lo que el propio problema se cierra en sus términos:
No hay ninguna mezcla o elaboración de tales inclinaciones,
deseos o pasiones, por la que el hombre llegue a una segura
soberanía sobre sí y obtenga un Yo inalterable [V, 445].
462
NOTAS
463
cunstancias vitales del autor: «Vie de malingre, vie insupportable,
mort continuelle avec des moments de résurrectionl». Y acaba de la
siguiente manera: «Cuando me visitó este mal por primera vez esta
ba en medio del trabajo de Woldemar. Ahora busco en mis papeles
de nuevo y ataco la obra una vez más. [...] Vuelvo hacia Pempelfort
y trabajo sin descanso en acabar mi obra».
3. Cf. Racionalidad crítica. Introducción a la filosofía de Kant,
Madrid, Tecnos, 1987, cap. II.
4. Algunas cartas de la época nos proponen esa interpretación
con claridad. Primero que Kant culmina la tradición aristotélica: «Ya
las especies del Estagira no eran otra cosa que nuestros fenómenos.
Pero ahora esta doctrina se ha desarrollado más y se ha desplegado
hasta sus últimas conclusiones: son percepciones mediatas, percep
ciones de representaciones. Por consiguiente sólo verificamos nues
tros propios cambios y por eso nuestro conocimiento entero se refie
re a sensaciones, imaginación y apercepción y es, por tanto, comple
tamente subjetivo. Kant tuvo el valor de confesar esto y propuso a
su razón la pregunta: ¿cómo las sensaciones llegan a ser objetos?
Su solución es una obra maestra» (29.12.1790) (A5, II, 47 y ss.).
Segundo, que Kant continúa la labor de Berkeley: «hace un año apro
ximadamente escribí a Reinhold lo siguiente: sólo puede haber en
principio un idealismo y este único idealismo es el Dios desconocido
en cuyo altar los amantes de la filosofía especulativa introducen con
devoción, especialmente desde Descartes, hoy este ídolo, mañana
aquél. Berkeley, un pensador verdaderamente excelente, estaba en
el camino correcto después de Locke, pero ni él mismo ni su suce
sor Hume pudieron acabar este proceso. Kant llegó a la meta con
un paso de gigante. Desde el lugar donde él desplegó su bandera
abarcamos siglos del pensar humano con una claridad que es su
obra, aunque no fuera su fin. La teoría admirable completada por él
de un idealismo totalmente concluyente devora todos los demás sis
temas» {AB, II, 50 y ss.).
5. Para el órgano moral en Hemsterhuis, cf. el libro de Hamma-
cher, Unmittelbarkeit und Kritik bei Hemsterhuis, Munich, Fink,
1971, pp. 69-88.
6. Para la actitud de Jacobi ante la mística recordaré la Carta a
Stolberg, el 29.1.1794 {AB, II, 144): «Te refiero a Fenelón y a su
poderoso tratado Del amor puro. El divino hombre, a quien el mundo
cristiano despreció como un entusiasta, se refugió en los paganos,
entre los cuales se había demostrado el espíritu de su cristianismo,
en doctrina y en vida, como verdad. [...] Perdona que este sea un
místico, y déjame citar aquí a mi favor al doctor Plank que no es
ningún místico: "Esta teología, dice en su Historia del origen de la
doctrina protestante, se había mantenido durante siglos casi com
pletamente inalterada en los claustros de las comunidades alemanas
del norte y en el azul cielo de África, en las primeras comunidades
de Egipto". Esto es una prueba irrefutable de que ella no es una
464
dogmática sistemática, sino un estado determinado del alma huma
na que se da en todas las regiones y permanece igual en cualquier
siglo, y que por decirlo así, es natural. Antes, en una nota, observa
el mismo Plank lo siguiente: “la creciente nueva luz de las ciencias,
que en Alemania despertó una mejora de la religión, formó en Italia
deístas. Nunca vivieron allí tantos pecadores reunidos como desde
la conquista de Constantinopla a la ruptura de la Reforma, y si la
filosofía platónica, y la mística que genera, no hubiera contenido la
corriente, en este tiempo de los Pompanaze y los Aretinos, la más
brutal caída de las costumbres habría sido la consecuencia de la Ilus
tración científica”. Todo esto debería llevarme al reconocimiento de
que tengo por igualmente verdaderas todas las teologías en su parte
mística, y por igualmente erróneas, si no corruptas y odiosas en otros
sentidos, en su parte no mística. [...] La religión cristiana es supe
rior a todas las otras religiones por la doctrina del milagro perma
nente que puede ser experimentado por cualquiera: el renacer por
una fuerza superior. Quien cree en la efectividad de ese milagro neo-
testamentario permanente del despliegue del espíritu, puede mirar
con desprecio e indiferencia a todas las filosofías, y quien no esté
convencido de la efectividad de este milagro, debía por lo menos des
preciar a todos aquellos filósofos que aceptan una existencia sobre
natural. Este es el caso de la más nueva filosofía respecto de las
filosofías de Pitágoras, Sócrates y Platón. Suma: sólo el que actúa
milagrosamente es Dios, todo lo demás es naturaleza». Desde luego
que ese misticismo constituye la forma peculiar que tiene Jacobi de
entender el cristianismo: «En la medida en que el cristianismo es
misticismo, es para mí la única religión de la filosofía que se puede
pensar; pero tanto menos me mantengo en la creencia histórica» (AB,
II, 55).
Para comprender mejor la actitud de Jacobi frente al catolicis
mo, lo mejor es referirnos a los escritos del llamado asunto Stol-
berg, la conversión de éste al catolicismo y las explicaciones de Ja
cobi (cf. Nachlass, II, 223-225). El texto más claro es el siguiente:
«Para mí es imposible mantener una convicción profunda y ser un
papista evangélico. Del papismo no se dice una palabra en la Bi
blia; para comprender esto sólo se necesitan ojos y un entendimien
to común que no esté enloquecido. Quien se haga católico romano o
papista, ha abandonado la Biblia por algo distinto. Cree que el espí
ritu del hombre debe volver a la minoría de edad y la letra en tanto
letra tiene que dictarle la ley. Así piensa también el zar Pablo. [...]
Lo que hace a la religión católica una religión particular es su esen
cia a-divina pura. Pues ella, como tal, extirpa la conciencia, somete
todo lo sagrado a lo profano, hace al Dios vivo portador de sus ído
los ridículos, quiere elevar la estrecha locura de su clero por encima
de su verdad infinita. Por eso desprecio y odio al papado tanto como
amo a Dios y la verdad. [...] Sólo hay una comunidad de todos los
sabios, sólo una iglesia invisible en la que se reúnen Cristo, Epami-
465
nondas, Sócrates, Fenelón, Ardnt, Hamann, todos verdaderamente
Dios y sobre todo alma, amantes en Dios sólo y en su verdad, en su
luz universal como la única que no puede mentir. Por esto es una
ruda y la más infame de todas las mentiras que sólo existe una igle
sia visible y ninguna invisible, que la visible sea la única verdadera
y fuera de ella no sea posible ninguna salvación. Esta doctrina pro
fundamente atea es la más propia y exclusiva de los católicos roma
nos. Divinamente católica es la opuesta, la que no teme decir, según
el santo Hamann, que toda religión formal como tal es sólo servicio
del lama, un comer barro».
466
Capítulo IX
CONCLUSIÓN: NIHILISMO, ESPECULACIÓN
Y CRISTIANISMO
467
eos fundamentales —nihilismo, especulación y cristianismo—
se dan la mano en una lógica que el propio autor nos plantea
como necesaria. Debemos aquí entender las razones por las
que Jacobi convenció a su época de que esa misma lógica ne
cesaria era la lógica interna del sistema kantiano. Y podre
mos comprobar cómo este hecho significó el desplazamiento
del propio debate filosófico a estas dos cuestiones: la supera
ción interna de la filosofía kantiana por parte de Fichte y
Schelling, y la definición de las relaciones entre teología, cris
tianismo y filosofía, como la tarea básica del pensamiento fi
losófico.
1. Antropocentrismo es espinosismo
468
estrictamente lógica. De lo que se trata es de que el principio
de razón sólo funciona conectando y relacionando una diver
sidad que posee la característica común e idéntica de ser fi
nita, condicionada, igualmente necesitada de razón. De ahí que
hablemos de sumisión, no de derivación del principio de razón
desde el principio de identidad. En sí mismo considerado, el
principio de razón o de mediación es originario del entendi
miento (IV, 2, 159 y ss.); y lo es porque la representación de
lo condicionado es intuitiva y elemental, produciendo por sí
misma el ansia {Sehnen) de alcanzar lo incondicionado. Esta
división de papeles es fundamental en Jacobi: lo incondicio
nado no es objeto de juicio, de identidad o de razón, sino sólo
de presentimiento y de búsqueda. Con esto tenemos que la
pretensión de nuestro filósofo es crítica, como la de Kant;
mostrar que el entendimiento no puede conocer lo incondicio
nado. Que lo que podemos comparar, ordenar, juzgar, es sólo
lo finito, lo condicionado, lo que está definido por esta iden
tidad que el entendimiento reflexivo le proporciona. Esta es
la conclusión en la que coinciden Kant y Jacobi. La relación
causa-efecto es poco profunda, porque en ella sólo se pone
de manifiesto la esencial finitud y condicionamiento de todo
(cf. IV, 2, 149 y ss.).
Pues bien, el antropocentrismo se caracteriza por elevar
esta forma del conocimiento del entendimiento a forma abso
luta del conocer, esto es, por pretender conocer lo absoluto
con esas mismas herramientas. ¿Cómo se efectúa este paso?
Sustantivando el reino de unidad que define el entendimiento
lógico entre todo lo que conoce y compara y haciendo de ese
reino la suprema realidad. Esta es una idea difícil de captar.
Quedó claro que el entendimiento sólo compara lo finito con
lo finito. Puede hacerlo de manera indefinida. Surge así una
yuxtaposición de elementos iguales, que en sí misma puede
ser infinita. Si consideramos esa yuxtaposición como forman
do un reino total, una realidad, entonces tenemos un todo del
que cada elemento finito es una parte, una idea que recuerda
vagamente el ideal de la razón kantiana. Pero como cada ele
mento finito es condicionado, lo único que se capta como in
condicionado por el principio de identidad es el todo que for
man. La aplicación de la identidad a lo incondicionado obtie
ne como resultado la noción de «Totus parte prius esse
necesse», o lo que es lo mismo; lo particular sólo tiene su
realidad en la identidad absoluta (cf. IV, 1, 176). Pero como
«nosotros sólo podemos pensar según el principio de razón
469
suficiente» (IV, 2, 159), esta absoluta identidad tiene que re
presentarse también desde este principio del entendimiento.
Representar lo incondicionado como algo sometido al princi
pio de razón suficiente propio del entendimiento es conside
rarlo como «causa sui». Tenemos así la esencia de la filosofía
de Spinoza: la elevación de la categoría del entendimiento fi
nito y humano {Grund, Ursache) a categoría de lo incondicio
nado, de lo absoluto, de lo infinito o de Dios. Esta elevación
de lo finito a órgano de lo absoluto es el momento esencial
del antropocentrismo.
Mas sigamos descubriendo sus elementos. Al conceder a
la intuición la evidencia originaria, ella es la que determina
el ámbito del conocimiento. La intuición sensible, como pre
sencia de lo finito, de lo mudable, de lo pasajero, de lo que
supone pasión y mediación, determina la aplicación de la re
flexión del entendimiento, definiendo el ámbito de la natura
leza (IV, 1, 26, prop. XXVI, cf. 192). Según esto, absolutizar
el antropocentrismo del entendimiento es representar el ser
incondicionado como naturaleza. La natura que es causa sui
es natura naturans (IV, 1, 180, prop. IX). La voluntad de unl
versalizar este antropocentrismo es justo la de demostrarlo
todo, la de dar razón de todo, la propia de la especulación
racionalista, la que define la lógica de la Ilustración. Por eso
nos vemos abocados con ella al fatalismo, vale decir, a la con
sideración de la naturaleza, con sus causas mecánicas y de
terminantes, como el reino absoluto de lo real (IV, 1, 173.
Prop. IV). La libertad queda excluida de la naturaleza, la fi
nalidad también. Cualquier otra representación de la natura
leza es ajena al entendimiento reflexivo y, por tanto, contra
dictoria (IV, 2, 158 y ss.).
Lo que nos hace repudiar esta concepción del mundo, dice
Jacobi, es justo nuestro sentimiento de ser individuos, el hecho
de que la individualidad no queda explicada desde la natura
leza. Dejemos de lado la cuestión de que el problema de la
individualidad sólo pudo surgir en un ámbito cultural dado.
Señalemos brevemente que la fuerza que lleva a Jacobi a opo
nerse al antropocentrismo del entendimiento es paradójicamen
te la convicción de que con ello el hombre se degrada real
mente, de que el hombre sólo puede encontrarse cuando él
mismo se somete a una realidad incondicionada en la que se
cobija. Pero tampoco esa paradoja es la que nos hace avan
zar. Lo importante es que en esta concepción del individuo
que impone la filosofía de Spinoza, el hombre sólo puede re-
470
lacionarse con el todo como una negación con lo infinito,
según el principio «Omnia determinatio negatio est». Este re
chazo de la idea de considerarse a si mismo como algo pura
mente negativo, el principio protestante del Norte, del que
habla Hegel en Glauben und Wissen, es así el hilo conductor
de toda la reflexión de Jacobi; la certeza de la propia positi
vidad como espíritu finito, este es el apriori de toda su filo
sofía. Obviamente, esta protesta de la individualidad tiene que
llegar hasta una natura naturans que bloquea toda posibili
dad de reconocimiento de la positividad de lo finito. Surge
así la transformación más paradójica de la filosofía moderna,
la que siempre negará Schopenhauer, en tanto que constituye
la clave de todo idealismo; sólo una consideración de la na
tura naturans como persona puede posibilitar el reconocimien
to de otros seres también como personas individuales. Dios
debe pensarse como un Tú si he de reconocerme en Él como
otro Yo. La relación de lo incondicionado con lo condiciona
do pasa a ser entonces diálogo, y la relación de lo infinito con
lo finito, dialéctica. La paradoja reside en que sólo pensar a
Dios como hombre, como Tú, permite superar el antropocen
trismo. En la imposibilidad de superar esta paradoja se ancla
la negativa de Jacobi a conceder validez absoluta a la filoso
fía. Esa paradoja es un misterio y así debe quedar.
Posteriormente desarrollaremos estos aspectos. Por ahora
debemos comprender sólo lo que Jacobi pretende criticar. En
este sentido, la negación de una relación entre lo infinito y lo
finito que tenga lugar en el ámbito de la natura naturans es,
ante todo, una negación de la capacidad del entendimiento
para guiarnos en este terreno. Veamos por qué. En principio,
desde esta comprensión, nunca puede pensarse una verdade
ra unión entre lo finito y lo infinito, y puesto que lo finito
necesita de esa unión para mantenerse en su ser dependien
te, nunca podemos explicar realmente la existencia de lo fini
to. Esto es así porque entre lo finito y lo infinito siempre hay
una infinidad de mediaciones, porque la cadena explicativa
nunca tiene fin (IV, 1, 173 y ss., prop. VI y XXXV). Tampo
co podemos decir que lo finito sea en lo infinito, pues en él
queda anulada la independencia de las partes (IV, 1, 176,
prop. VII). Así, lo finito no existe plenamente fuera de lo in
finito ni dentro de él. Pero, a su vez, lo infinito mismo nunca
es una cosa particular, pues carece de toda determinación.
Tenemos así que el summum reale no es Individuum y que
los individua son non-entia (IV, 1, 180 y ss., prop, X-XII).
471
Pero esto no significa sino que el summum reale es sólo el
summum abstractum, alcanzable únicamente a través de la
negación de toda determinación (IV, 1, 186, prop. XIX). El
Dios del entendimiento es así una nada. El Dios de Spinoza
es un Dios muerto y por eso el espinosismo es un ateísmo.
Mas también un antihumanismo, pues al negar a Dios como
individuo, se niega todo individuo con él.
No se olvide que todo esto tiene como punto de partida la
voluntad desmedida de conocimiento liderada por el entendi
miento. No es extraño entonces que éste sea para Jacobi la
capacidad de desesperación (II, 205) como imposibilidad de
autoencontrarse. La negación del entendimiento no es así una
mera cuestión de razonamiento, sino que se basa en el hecho
de que allí ve el hombre arruinado todo su valor hasta con
vertirse en algo gratuito, sin razón. Por tanto, se tiene que
negar la negación. Y si el entendimiento es filosofía, entonces
debe negarse la filosofía. Jacobi se queda por el momento
aquí; en la no-filosofía. Pero su rechazo es inmediato, funda
do sólo en el instinto, en la vida (II, 206): «el entendimiento
que explica y demuestra no tiene en el hombre la última pa
labra» (II, 207). El propio sentimiento (Gefühl) de su activi
dad indestructible es el último criterio. Si el entendimiento
no puede explicarlo, entonces ese hecho deberá considerarse
como un milagro, un misterio. La no-filosofía es así revela
ción interior {innere Offenbarung). La relación individuo fini
to con individuo infinito es irrepresentable, mas puede vivir
se. Vida contra filosofía, esta parece ser la cuestión.
Que la filosofía de Jacobi es reactiva ya puede quedar de
manifiesto en lo que antecede; de ahí que conforme va au
mentando el ámbito de su crítica, también aumenta la pro
fundidad de su defensa y la complejidad de su pensamiento
positivo. El siguiente punto importante del diálogo de Jacobi
es Kant. Veámoslo.
472
al espacio y al tiempo como a la unidad de conciencia, en
tanto que ejemplos que pueden hacer más evidente el autén
tico pensar de Spinoza. En efecto, de la misma manera que
la sustancia infinita sólo permite individuos como meras li
mitaciones, así, el espacio, el tiempo y la unidad de concien
cia de Kant sólo permiten espacios, tiempos y conciencias con
cretas como negaciones, determinaciones o partes de dichos
ámbitos. De otra manera; lo a priori es lo infinito, la natura
naturans que decididamente condiciona lo a posteriori, lo fi
nito, lo individual, como una parte o una limitación suya. Así,
en las notas a las props. VII y XXV (IV, 1, 176 y 192) cita
Jacobi KrV A 25, A 32 y A 107, donde se expone esta proble
mática. Traigamos aquí sólo el primer texto, ya que los otros
repiten insistentemente las mismas propuestas;
Sólo se puede representar un único espacio y, cuando se
habla de muchos espacios, se entiende con ello sólo partes
del uno y mismo espacio universal. Estas partes no pueden
anteceder al único espacio omniabarcador [allbefassenden]
como si fueran sus partes constitutivas (a partir de cuya sín
tesis sería posible), sino sólo pensadas en él. Este espacio es
esencialmente único y lo diverso en él reposa únicamente
sobre limitaciones [Einschränkungen] [A 25].
473
como la natura naturans completa? Por tanto, lo decisivo del
espinosismo queda recogido en el criticismo. El hecho de no
hablar explícitamente de la sustancia no puede cubrir al kan
tiano de toda sospecha. Pero si el mencionado (el hecho de
no nombrar una sustancia única) hubiera sido todo el proce
dimiento kantiano para esconder su espinosismo, seguramen
te no hubiera engañado a nadie. La cuestión es más refina
da. Y para entenderla debemos referirnos a otro texto de Ja-
cobi: el Apéndice a David Hume.
En términos generales podemos decir, para preparar este
texto, que Kant propone un dualismo de atributos originarios
(sensibilidad y pensar) sin dar el paso a un monismo, a una
reducción de ambos en una sustancia. Jacobi cree que Kant
no llega a dar ese paso por falta de valentía frente a las con
secuencias. Prefiere pecar contra su sistema a pecar contra
su propia convicción defensora de la libertad. Así, mantiene
un espinosismo descabezado. Y sin embargo la casa sigue
siendo la misma aunque no tenga tejado; su orden permane
ce: una necesaria limitación a la naturaleza, una concepción
del pensar infinito como entendimiento, una noción de con
ciencia como reflejo de la sensibilidad y del espacio, una ne
cesidad de reflexión sobre la sensibilidad y por tanto la defi
nición de un ámbito de determinismo. La diferencia entre Kant
y Spinoza es que el primero quiere mostrar que el carácter
limitado del entendimiento nunca llegará a construirse su pro
pio tejado, a erigirse en razón {Vernunft), mientras que el se
gundo absolutiza de entrada el entendimiento como conoci
miento causal cerrando el sistema en la noción de causa sui.
Pero esta diferencia quedará minimizada cuando Kant niegue
a la razón toda posibilidad de objetividad y la reduzca a una
capacidad de construir ficciones. Con ello también se entrega
al entendimiento la sustancia del conocer. Y así tenemos una
vez más espinosismo encubierto: se comienza confesando que
el proyecto consiste en limitar al entendimiento para dar paso
a la razón, y se acaba dando paso a la razón, sí, pero a la
razón subjetiva, que no puede conocer. El proyecto se altera
sobre la marcha: lo que se pensaba como el objeto a limitar
(entendimiento) se convierte en el juez limitante que expulsa
a la razón del reino de la objetividad.
Jacobi entonces se pregunta: ¿Todo este cambio de rumbo,
no es un síntoma claro de que Kant ha dado pasos hacia el
monismo espinosista, de que ha abandonado el dualismo? ¿No
habrá avanzado hacia esa unidad de los principios infinitos
474
de sensibilidad y entendimiento hasta el punto de hacer de
este último el principio absoluto? De otra manera, ¿cómo afir
mar el entendimiento como el único ámbito de objetividad?
En efecto: el criticismo es un espinosismo escondido porque
ha dado este paso, pero sin decirlo: fuerza ese paso, pero sin
avisarnos, subrepticiamente. Sólo anuncia el monismo como
el Bautista anunció al nuevo Mesías. Ha jugado con un dua
lismo para mostrar que es preciso superarlo; empezó mante
niendo la razón y entendimiento para mostrar que era nece
sario desprenderse de la primera. Pero vayamos al hecho.
¿Cómo descubre Jacobi ese paso subrepticio? De la manera
más interesante. Por eso conviene avisar de entrada que, al
hacerlo, Jacobi ha determinado para siempre la exégesis de
Kant o, como prefiero decir, la ha equivocado. Se puede esta
blecer una cadena desde Jacobi hasta Heidegger en la inter
pretación de la KrV, que pasa por Fichte, Schopenhauer,
Nietzsche, Vaihinger y Kemp Smith. Esta exégesis consiste
en la valoración de Kant como un idealista fenomenalista.
Pero vayamos a la argumentación de Jacobi.
Según todas las protestas de Kant, el idealista transcen
dental puede ser un realista, vale decir, puede apreciar y re
conocer la existencia de sustancias diferentes de la suya pro
pia { Kr V/ A 370). Pero sin embargo, Kant no desarrolla nin
guna filosofía basada en la aceptación de la existencia de algo
radicalmente externo, no define ninguna forma de conocimien
to para ella, sino que cuando habla de conocer sólo se refiere
a una forma de representar. En efecto, la función del atribu
to infinito del pensar es la de representación {Vorstellung).
Ahora bien, esto es lo que Kant mantiene cuando habla de
conocer Erscheinungen (II, 293 y ss.). Pero una representa
ción como Erscheinung, una representación sensible, es algo
que está en el Yo, dice Jacobi parafraseando a Kant (A 101),
y por tanto el espacio y el tiempo como natura naturans de
toda diversidad empírica también están en el sujeto, en el pen
sar, que así se revela como la auténtica sustancia única, como
natura naturans universal. Por tanto, el criticismo es de facto
un monismo, un espinosismo, sólo que invertido: en vez de
una sustancia en la que el Yo es algo derivado respecto de la
serie de la extensión, tenemos una sustancia en la que Yo es
lo originario, el productor de la serie del pensar. El criticis
mo es el espinosismo que transparenta su verdadera esencia
como pensar del Yo, como antropocentrismo.
¿Mas y la cosa en sí? ¿Acaso no dice Kant que es algo
475
radicalmente distinto de la subjetividad finita? ¿No es ella el
auténtico atributo de la exterioridad, de la objetividad? ¿Y no
defiende Kant que la cosa en sí nos afecta y que de su afec
ción surge el fenómeno? ¿Cómo dejar de tomar en serio este
dualismo radical? Y si lo mantenemos, ¿cómo decir que Kant
es monista? Lo que Jacobi contesta es que no podemos com
prender cómo Kant integra esa cosa en sí en su sistema. Este
es el principal problema. Porque según el criticismo no pode
mos aplicar el entendimiento para nombrar o conocer esen
cial o existencialmente esta cosa en sí, pues las nociones de
causalidad, sustancia, relación recíproca, etc., sólo tienen sen
tido y significado sometidas a las condiciones de la sensibili
dad. En una frase terminante de Jacobi: «según esta doctri
na, del objeto transcendental lo ignoramos absolutamente
todo» (II, 303). Su concepto es problemático y subjetivo. Se
comprende ahora el escándalo de Fichte: ¿un mero concepto
problemático afectándonos y produciendo una representación
sensible? Si el criticismo fuera esto, ¿acaso no sería el mayor
de los absurdos? Así que o bien pretendemos que nuestras
categorías alcanzan la cosa en sí, y entonces la convertimos
en un fenómeno más, o bien lo dejamos absolutamente fuera
de nuestra subjetividad, sin relación alguna con ella y sin
poder nombrarla. Sea como sea, los objetos fenoménicos son
nuestros constructos y la cosa en sí no puede ser objeto en
este sentido de la palabra (II, 303). Por tanto no hay ningu
na vía de acceso a la cosa en sí en el sistema kantiano, y la
noción de afección se nos muestra gratuita. Pero si la retira
mos completamente del sistema, entonces ¿cómo explicar el
pensar representativo, que exige que algo produzca en noso
tros el contenido de la conciencia? ¿Cómo explicar el hecho
de la sensibilidad, considerada por Kant como algo derivado,
dependiente de lo que a ella se le da? (II, 303-304). Por tanto,
la pregunta no sólo es: ¿cómo mantener el pensamiento de la
cosa en sí en el sistema?, sino esta otra: ¿cómo se mantiene
el sistema sin la cosa en sí? La conclusión de Jacobi es fa
mosa:
476
sentación, sin representación no hay entendimiento y enton
ces el sistema se hunde; por el contrario, aceptemos que hay
entendimiento, entonces tiene que haber sensibilidad, pero
entonces no puede haber cosa en sí, pues las categorías no
pueden aplicarse a conocerla. La otra posibilidad es aceptar
que hay cosa en sí, que hay sensibilidad, que hay entendi
miento, pero que tenemos otra forma de conocer la cosa en
sí diferente del entendimiento y más fundamental que éste.
La esencia de la filosofía de Jacobi consiste en reconocer y
explicitar esta forma de conocimiento de lo radicalmente real
y externo al sujeto más profundo que el propio entendimien
to, forma que Kant se niega a reconocer dejando sin funda
mento su apelación a la cosa en sí: esta forma es la Glauben,
la creencia producida por el sentimiento. Tendríamos así dos
formas de conocimiento: una, que conoce objetos en tanto Ers-
cheinungen, meramente subjetiva, que trabaja con represen
taciones de nuestra sensibilidad; y otra que saltándose las ca
tegorías, previa a ellas, establece la existencia de la cosa en
sí y nos une internamente a ella. En tanto que Kant sólo trata
del conocimiento del entendimiento, se niega a esta segunda
forma de conocimiento. Es fácil anticipar que para Jacobi esta
capacidad de acceso interno a la cosa en sí, a la realidad sus
tancial, a lo que él llama ser sustantivo, es la propia razón
{Vernunft), no desde luego mediante el pensar representati
vo, sino mediante la comunicación interna de vida, de espíri
tu y de amor (Leben, Geist und Liebe).
Más tarde hablaremos de todo esto. Lo que ahora nos in
teresa es lo que queda del sistema kantiano sin la cosa en sí.
Y Jacobi mantiene: sólo el construccionismo universal de la
forma y la materia del pensar por el Yo, la producción por
parte del Yo de un No-Yo interno a él, el monismo de la sub
jetividad, el espinosismo invertido, vale decir, Fichte. Enton
ces, «todo nuestro conocimiento no contiene absolutamente
nada que tenga una significación verdadera objetiva» (II, 307).
De otra manera: la entrada de la cosa en sí en Kant es irra
cional en el sentido de contraria al entendimiento: es una en
trada mística, es un no-saber. En el fondo es la propia filoso
fía de Jacobi, sólo que inconsciente, inaceptada. Kant de facto,
aunque no de dicto, ha reconocido la sexta proposición de las
Briefe: «Das Element aller menschlichen Erkenntnis und Wir-
samkeit ist Glaube» (IV, 1, 223). La cosa en sí en el criticis
mo es objeto de Glaube y así podemos decir que «si la filoso
fía transcendental quiere alejarse de la conjetura de la creen-
477
da, perderá toda su consistenda» (II, 310). Sólo así el sistema
es salvable; pero entonces se funda en un no-saber (en el sen
tido del entendimiento), como hace la propia filosofía de Ja
cobi. Pero esta opción no era posibilitada por la esencia de la
filosofía crítica, cuyo espíritu era el subjetivismo cartesiano y
el constructivismo del antropocentrismo. Por eso era preciso
exigir claridad al criticismo; «es preciso que el idealismo trans
cendental tenga el coraje de sostener el idealismo más enérgi
co que se haya profesado jamás e incluso no retroceder de
lante del reproche del egoísmo especulativo» (II, 310). Así
pues, el criticismo como espinosismo y antropocentrismo de
clarado acaba en egoísmo especulativo. Aquí se pone punto y
final a la piel de camaleón del criticismo (III, 75), y resplan
decerá por fin el nuevo Dios: el Yo.
478
creadora originaria: imaginación (III, 73). La cosa en sí, el
verdadero objeto, no resulta sino una nada manifiesta en el
sistema {offenbares Nichts). Aquí empiezan las preguntas que
llevan a la definición de nihilismo.
Pues obviamente, esta nada del verdadero objeto, de la
cosa en sí, ¿no traspasa todo el sistema reduciéndolo a la nada
también? El final del objeto, ¿no significa también el final del
auténtico sujeto? Abandonado a la propia sustancia de la ima
ginación como fundamento, sin apertura a otra realidad dis
tinta de la que produce la propia imaginación, ¿no pierde el
sujeto su propia vida dentro de un sueño neblinoso? Y justo
entonces lanza Jacobi su acusación; «¿No debe ponerse como
última intención [del idealismo] su propia anulación como su
jeto y con ello el final perfecto de todas las cosas?» (III, 75).
Lo que Jacobi pretende demostrar es que esta conclusión
se impone. Que privado de la cosa en sí, del conocimiento de
la creencia, el idealismo (y aquí Jacobi habla tanto de Kant
como de Fichte) se convierte necesariamente en nihilismo.
Veamos en qué sentido. Ante todo nos interesa mostrar el ca
rácter circular del criticismo en este terreno, porque dicha cir-
cularidad es para Jacobi sinónimo de Grundlosigkeit, caren
cia de fundamento. En efecto, el criticismo pretende que la
imaginación es una natura naturans productora, y por otra
parte que produce desde una síntesis originaria. Ahora bien,
si la imaginación es una síntesis, necesita una antítesis, y en
tonces no puede ser originaria. Por tanto, los objetos que ella
produce deben ser secundarios; la síntesis, un resultado de
algo condicionante, y, por fin, el sujeto-objeto del egoísmo
transcendental, algo condicionado. Desde la consideración de
síntesis, surge la necesidad de fundar también la imaginación
productiva. Ahora bien, la voluntad de negarse a la cosa en
sí le impide al criticismo fundar a la imaginación, con lo que
no queda otro recurso que hacer depender la síntesis de una
antítesis que ella misma produce desde la nada, incluso desde
la propia nada de su existencia, que sólo es tal una vez pro
ducida la antítesis. Existir antes de existir, eso es lo que debe
hacer la imaginación. Esta es la esencia que Jacobi denuncia
en el criticismo. Pero veamos sus pasos con detenimiento;
1. La imaginación es una síntesis; «Si debe explicarse una
síntesis, entonces debe explicarse al mismo tiempo una antí
tesis» (III, 79), esto es una diversidad a sintetizar.
2. Esta síntesis de diversidad es, en resumidas cuentas,
la de una antítesis entre sensibilidad y entendimiento.
479
3. Esta sensibilidad se funda, en último extremo, en el ob
jeto = X, y el entendimiento en el sujeto = X (III, 87).
4. Estas dos X, como cosas en sí en el criticismo, son ab
solutamente nada y entonces «se inaugura una total carencia
de fundamentación» (III, 89).
5. La diversidad que requiere la síntesis originaria es, por
tanto, una pura nada, «es un vincular la nada, en la nada,
por la nada» (III, 92):
Pues todo está anclado en la nada, reunido en la nada,
dirigido a la nada, sólo una y la misma cámara vacía de cá
maras vacías del espacio vacío carente de diversidad fuera
de nosotros, a la que vemos únicamente por un movimiento
transcendental vermicular que no sabemos explicarnos. La
sensibilidad que tiene tras de sí el entendimiento no se tiene
sino a sí misma delante de sí —cuando se la contempla cla
ramente—. En un humo doble de brujas, llamado espacio y
tiempo, andan como trasgos los fenómenos en los que nada
aparece. [...] Así sólo sentimos nuestra propia sensibilidad,
que nunca es receptora de algo verdadero: sólo intuye su in
terior intuyente, tanto a posteriori como a priori [III, 111],
480
que no puede resolverse porque un sintetizar originario sería
un determinar originario y un tal determinar sería un crear
de nada [III, 80].
481
y dejó claro lo que se encubría con ella. En efecto, Kant, man
teniendo la ambigüedad de la cosa en sí, parecía dar entrada
a la transcendencia en su sistema, a lo que Jacobi llamaba
una buena fundamentación. Fichte, al eliminarla, quería esen
cialmente acabar con ese lugar místico en Kant, reducirlo todo
a saber (Wissen). El criticismo recurría a la creencia sin de
cirlo; Fichte recoge el reto de Jacobi y decide invocar sólo a
la ciencia. Kant dejaba abierta una actitud personal ante la
creencia, a costa de ser contradictorio y pecar contra el siste
ma; Fichte no puede pecar contra el sistema porque éste es
auténticamente sagrado. Por eso ese sistema se llama ahora
«saber absoluto», inmanencia plena. La transcendencia total
es negada, y la relativa al sujeto es deducida por éste. Este
proceso creador lo descubre la Wissenschaftslehre, la doctrina
de la ciencia. Esta es la blasfemia:
Desde aquí es fácil ver cómo Fichte engloba todas las acu
saciones anteriores en una: ateísmo, el último ateísmo. Por
que un Dios conocido, un Dios reducido al sujeto humano,
un Dios fundamentado desde el saber, un Dios racionalizado,
el Dios de la Doctrina de la ciencia, es la negación del Dios
supremo, es el Dios devenido gratuito, expulsado de su ma
jestad. No es un Dios vivo, sino un Dios muerto (III, 7). Si
la filosofía transcendental no hubiera hablado de Dios no sería
atea. Lo es porque pretende demostrarlo, traspasarlo con el
saber, eliminarlo'.
Pero el verdadero interés de Jacobi es mostrar que Fichte
continúa el ciclo de la filosofía, y no sólo de la filosofía kan
tiana. Desde ahora no podrá haber engaño: quien quiera lle
gar a Dios tendrá que seguir el camino de la negación de la
filosofía, pues de otra manera sólo obtendrá un Yo vacío.
Quien quiera ser filósofo, tendrá que cargar con el ateísmo,
con el antropocentrismo o egoísmo absoluto. El antiguo dua
lismo kantiano «Yo soy y existen las cosas fuera de mí», debía
sustituirse por el único «Yo soy» (III, 10). Esta es la tesis
originaria, la autoposición divina de la que surge el Yo y el
no-Yo finitos; la materia ahora la pone el sujeto, pero esto no
482
deja de ser un materialismo sin materia, un mero artificio lò
gico. Coincidiendo con Kant, Jacobi defiende que justo cuan
do la ciencia adquiere su perfección como ideal constructivo
(III, 12), muestra también su vanidad;
483
rio de la creación. Cuando Schelling escriba su Bruno preten
derà justo esto: que la filosofía es el misterio razonado, ex
plicado, una misma cosa que la religión porque ambas ape
lan a un mismo modelo: la creación artística.
Este ensayo de Fichte demuestra al mismo tiempo, siem
pre para Jacobi, el fin de toda filosofía. Porque al enfrentar
se a su auténtico objetivo, puede por fin descubrir que su in
tento es explicar lo imposible.
484
mismo como individuo o persona, como algo pleno de deter
minación. Toda la experiencia existencial de Jacobi, que desde
luego sostiene su filosofía, se recoge aquí; la nada infinita es
también nada en mí:
El hombre se pierde a sí mismo tan pronto se quiere fun
damentar exclusivamente en sí mismo. Todo se pierde enton
ces poco a poco en la nada. El hombre tiene que hacer esta
elección, sólo ésta: la nada o Dios. Eligiendo la nada, el hom
bre se hace Dios a sí mismo, pero es imposible que, si no
hay Dios, el hombre o todo lo que rodea, sea algo más que
un fantasma: o Dios es, y entonces es un ser consistente por
sí mismo, vivo, ajeno a mí, o yo soy Dios: no hay tercero
[III, 49],
El problema especulativo quedaba negado en su forma tra
dicional. La razón reflexionante, lógica, propia del entendi
miento, no puede llegar más allá de la última abstracción.
Entonces descubre que es una mera nada aquello que posee.
Empeñarse en llamar Dios a ese incondicionado abstracto y
vacío es empeñarse en querer ser dioses con nuestra razón;
es pretender que la razón finita exponga y haga redundante
a la razón infinita, dirá Jacobi. El Dios que se alcanza enton
ces es un Dios muerto, sin vida, mera letra. Ese Dios, nega
ción del auténtico, debe ser negado. Con ello se niega tam
bién toda la filosofía anterior del entendimiento. Cuando Ja
cobi mantiene: «Yo soy el ateo» no hace sino decir: si Dios
es el del entendimiento, yo no quiero creer en Dios. De esta
manera, Jacobi anticipa el Viernes Santo especulativo. Él
desea ser ateo para el Dios de la Ilustración (III, 37). Mas
entonces no hace sino recuperar el principio interno del es
cepticismo de la filosofía. Lo que él niega, de hecho, es el
postulado del carácter central del entendimiento. Su proble
ma, visto desde cierto ángulo, es estrictamente epistemológi
co. Pero Jacobi no puede comprender que esa filosofía de la
finitud es sólo una de las posibles; al rechazarla cree estar
rechazando toda filosofía para así centrarse en la defensa de
una nueva inmediatez, de una nueva obviedad, que tiene que
presentarse en él como no filosófica, pero que otorga de hecho
las intuiciones claves de otra filosofía nueva. Y sin embargo
Jacobi no avanza hacia ella. Es capaz, como buen escéptico,
de negar una filosofía constructiva y dogmática, pero no de
establecer una filosofía propia. Niega el entendimiento pero
apenas si apunta a una nueva razón. Es más; presenta esa
485
nueva razón como sensibilidad; rechaza la especulación anti
gua, pero es incapaz de ver la tremenda carga especulativa
de su no-filosofía. Comprende que para salvar su propia indi
vidualidad, el principio tiene que ser persona, algo infinito-
finito al mismo tiempo, absoluto pero determinado, un otro
radical del hombre pero al mismo tiempo inmanente a él, vale
decir. Dios como Geist. Así lo dice: «Por esto, mi solución o
la de mi razón no es ésta: "Yo”, sino "más que Yo”, "mejor
que Yo”, "un otro radical”» (III, 35). Pero no sabe ver que
en esa representación, paradójica y misteriosa para él, se es
conde una nueva lógica, una nueva filosofía, una nueva época.
486
tiempos de las polémicas entre la razón y la fe, que desde
luego aparecen a la vuelta del siglo como ecos apagados de
la época ilustrada, sin duda lejanos de los espíritus presen
tes. Jacobi aquí es pura inercia. La nueva filosofía buscaba
una alianza clara y útil entre la razón y la fe, pero la fe en
su sentido más fuerte, más precisamente jacobiano, fe en el
misterio. Filosofía como explicación racional del misterio, esto
es lo que voceaba Schelling por todas partes a la vuelta del
siglo, desde su Bruno. Que esto no gustara a Jacobi era com
prensible. Para él la filosofía era, antes bien, una maestra que
nos enseña a descifrar el misterio, diluyéndolo y confundién
dolo. Pero en todo caso se buscaba realmente una síntesis
entre filosofía y fe, y en cierto sentido Jacobi no había hecho
otra cosa en toda su vida. Así que, estudiando el asunto en
su llana objetividad, parece que no hay razones para que Sche
lling siga siendo un enemigo doctrinal de Jacobi, en el mismo
sentido y virulencia en que lo era el primer Fichte o Kant.
Esa sucesión de malentendidos (muy bien estudiada por Wei-
schedel) que apenas produjo una discusión honesta, con pun
tos de encuentro reales y atravesada por razones políticas,
¿apenas tenía un fondo filosófico real?
Ciertamente, esta última polémica de Jacobi tenía un fondo
filosófico en la medida en que lo tenían todas las demás. No
se busca un conocimiento profundo, desinteresado, cuidado
so y matizado de la filosofía que se ataca. Antes bien, se habla
de las propias obsesiones, y entonces de lo que se trata es de
buscar el sesgo desde el cual la otra filosofía parezca enemi
ga mortal de las convicciones propias. Cuando se descubre
este sesgo, entonces se descubre el fondo filosófico de la dis
cusión que, desde luego en nuestro caso, es mucho más útil
para comprender los fantasmas de Jacobi que las posiciones
genuinas de Schelling. ¿Cuál es este sesgo en la problemática
que nos ocupa? En vano podemos ir a los textos de Schelling
para descubrirlo. Sólo con decir que Jacobi vio en el natura
lismo el espíritu de la filosofía de Schelling, podemos com
probar qué grado de subjetivismo proyecta nuestro hombre
en la comprensión de las filosofías ajenas. Y a esta refuta
ción del naturalismo dedicó Jacobi las últimas energías en dos
textos que él pretendió su testamento: la Introducción a sus
obras filosóficas de 1815 y el escrito Sobre las cosas divinas.
Jacobi conoce lo suficiente de Schelling como para apun
tar hacia el aspecto central de su diferencia con Fichte: la
superación del orden moral basado en el sujeto humano, o lo
487
que es lo mismo, el abandono del idealismo moral que tan
subterráneamente une a Jacobi, Fichte y Kant. Ha seguido
también su rastro hasta el punto de descubrir en las Cartas
sobre dogmatismo y criticismo un punto de partida de la
orientación naturalista, en forzada convivencia todavía con el
ideal moral, que se pone en juego de forma vibrante a través
de la crítica de la teología moral de los postulados kantianos.
En efecto, lo que preocupa a Jacobi es el paso más allá de
Fichte dado por el joven Schelling: mientras que el primero,
en el escrito Sobre el gobierno divino del mundo, había ha
blado de Dios como orden moral mismo (Fichte, Werke, V,
50-51 ), Schelling se siente con fuerza para rechazar toda aso
ciación entre Dios y moralidad. La cuestión es que esta evo
lución de las ideas morales es clave y decisiva para entender
la posición de Jacobi: porque sin ella no se hace inteligible la
acusación concreta de poner a la naturaleza por encima de
todo. El Dios que ha eliminado Schelling es el Dios concep-
tualizado desde la moralidad subjetiva del ser racional finito.
En justa correspondencia con lo dicho se alzaba la reivindi
cación de la acción estética como superior a la acción moral
subjetiva y la concepción de la primera en términos de ac
ción natural. Así, la filosofía de Schelling pasaba por encima
del dualismo entre acción natural y moral: en la acción esté
tica se dan ambas sintetizadas, igual que se sintetizaban en
ella libertad y necesidad. Se daba con ello el primer monis
mo auténtico, que acababa reduciendo a unidad el par más
básico de la filosofía de Fichte: el abismo insuperable exis
tente entre lo real y lo ideal. Pero al negar que Dios fuera
unilateralmente fuente de libertad sin necesidad, de inteligen
cia sin instinto natural, de acción moral sin materia, la filo
sofía de Schelling se levantaba, para Jacobi, sobre el monis
mo de la naturaleza (II, 51), tenía únicamente valor cognos
citivo y estético, y escamoteaba todo auténtico combate moral,
que en el fondo es un combate contra la naturaleza, por la
liberación del espíritu respecto de la naturaleza.
Desde esta perspectiva macro-filosófica, Jacobi acierta real
mente el punto de la polémica: en las Investigaciones filosó
ficas sobre la libertad, de Schelling, se dice:
488
das de Dios, deben devenir en un fundamento diverso de Él.
Pero puesto que nada puede ser fuera de Dios, esta contra
dicción se resuelve sólo así; que las cosas tienen el funda
mento en esto que en Dios no es Él mismo, vale decir, en
esto que es el fundamento de su existencia [Schelling, Werke,
VII, 359],
489
Esto es: la naturaleza se pierde cuando se hace absoluta,
por el acto de Hybris que pretende hacerla sustancia única,
divinidad. Por eso es preciso superar a la naturaleza por amor
a la naturaleza misma, no en un ejercicio nihilista de nega
ción definitiva, sino en un ejercicio de conciencia de su de
pendencia. La pregunta sin embargo era más básica: ¿qué
bendición recibe la naturaleza corporal humana, como con
junto de pasiones concretas, cuando la leemos desde Dios?
Esta pregunta y esta actitud hubiera obligado a Jacobi a ela
borar también una teoría de la naturaleza sobre la que Dios
derrama bendiciones. Pero la prueba de que Jacobi sólo ha
blaba de la naturaleza para defenderse de su divinificación
es que jamás mostró inclinación a elaborar positivamente una
tal teoría. Por eso, cuando en los textos de 1812 Sobre las
cosas divinas, Jacobi matiza su oposición al naturalismo como
si no implicara oposición a la naturaleza, sólo está proponien
do palabras sin contenido filosófico. En efecto, esa revisión
de la actitud hacia la naturaleza sólo habría tenido significado
filosófico si Jacobi hubiera sabido dotar a la naturaleza
de entidad moral positiva, y no meramente negativa. Para ello
hubiera debido retirar su valoración unilateral de la misma
como reino de la necesidad: lo que le hubiera llevado cerca
de la posición de Schelling. Que esta valoración unilateral es
taba firmemente afincada en Jacobi queda claro desde el dua
lismo de toda su producción filosófica, y en el siguiente texto:
El espíritu que se eleva en el hombre sobre la naturaleza
no es un espíritu adverso, enemigo de la naturaleza. [...] Todo
lo que existe, a excepción de Dios, pertenece a la naturaleza
y puede subsistir sólo en relación con ella. [...] El que quiera
reducir a la nada la naturaleza, reducirá a la nada la crea
ción misma. [...] Mas todo lo que acaece en la naturaleza,
acaecerá en virtud de las leyes de la conexión recíproca de
todas las partes, de modo necesario y meramente mecánico.
Por sí mismo no ejercita ni la sabiduría ni la bondad, sino
por todos sitios sólo la fuerza [III, 398-402],
490
realmente a esta posición cuando proponía justo lo contrario:
recoger la productividad de la naturaleza y elevarla a norma
moral objetiva, lo que en todo caso era un directo expediente
contra la interpretación nihilista de lo real sensible, por mucha
especulación del peor cuño que integrara en otros sentidos.
Una vez más tenemos aquí el problema básico, con lo que
podemos ver claro que las polémicas de Jacobi sirven bien
poco para conocer la filosofía de los autores en cuestión, pero
son fundamentales para discriminar su obsesión central: el
nihilismo.
Por tanto, sin la tesis del dualismo irreductible de natura
leza y espíritu es imposible entender la crítica a Schelling.
Pero Jacobi nunca acepta el reto de Schelling: someter
a juicio la premisa misma de que naturaleza y espíritu bien
pueden no ser principios sustanciales radicalmente diferentes.
En tanto que jamás se impulsa la reflexión hasta ahí, cuando
Jacobi afirma que para Schelling no hay nada sobre la natu
raleza y que sólo ella existe, que esa es la esencia de su filo
sofía, que por tanto no hace sino reproducir la vieja cosmo
gonía y mitología de las físicas especulativas (III, 349), sólo
está haciendo enunciados internos a su propia filosofía: está
marcando realmente su enemigo imaginario y proyectando
sobre Schelling asociaciones subjetivas que expresan funda
mentalmente lo que Jacobi no quiere ser. La secreta diferen
cia siempre es metafilosófica, ideológica: la que media entre
una filosofía entendida como justificación de una moral nihi
lista que ya hemos expuesto, y una moral estética y genial
basada en una consideración de la naturaleza como fuerza for-
madora que es posible conocer y explicar para estabilizar de
terminados productos creativos, como el mito o el arte. De
ahí que la disputa no sea estrictamente filosófica: nunca se
acepta un mínimo supuesto del enemigo para discutir desde
él; sino ideológica: se trata de desmarcarse de y enfrentarse
silenciosa e irreflexivamente a estos supuestos.
Esta crítica ideológica eminentemente reactiva es la que
lleva a Jacobi a buscar una paternidad de esta filosofía de
Schelling en el espíritu de Kant, la que permite a Jacobi des
cubrir una evolución necesaria en las obras de Kant, Fichte
y Schelling. La comprensión de la filosofía clásica alemana
como una secuencia lógica es una herencia ideológica de Ja
cobi y el resultado propagandístico más notable de su volun
tad de combatir como un solo enemigo a toda filosofía que
elimine la centralidad de la moralidad espiritualista y nihilis-
491
ta frente a la naturaleza. Lo importante es que, para Jacobi,
la filosofia estaba condenada a esta evolución con la misma
necesidad con que se seguían las etapas de la dialéctica de la
personalidad: a la posición inicial del criticismo debe seguir
el ideal del Yo, el ideal de la autosuficiencia de Woldemar
encarnado por Fichte; y a este ideal sólo le podía seguir o la
humildad jacobiana o el Yo satánico y estético que se entre
ga a la propia naturaleza, tal y como la propuso Goethe y
como ahora lo defiende el propio Schelling. Podemos aproxi
marnos inicialmente a este problema de la evolución necesa
ria del idealismo con un texto fundamental:
Desde el descubrimiento kantiano —que sólo conocemos
y comprendemos perfectamente lo que estamos en condicio
nes de construir— sólo había un paso hacia el sistema de la
identidad. El criticismo kantiano desarrollado con las más fir
mes consecuencias tenía que tener como resultado la Doctri
na de la ciencia; y ésta, a su vez, desarrollada estrictamente,
tenía que llegar a una doctrina de la totalidad, a un espino-
sismo invertido o transformado, a un ideal-materialismo [III,
354],
Vayamos ahora a captar el sentido profundo de esta evo
lución lógica necesaria. ¿Por qué el naturalismo, como espíri
tu de la filosofía de Schelling, era el último paso del camino
que iniciara Kant? ¿Por qué el espíritu de esta cadena es el
espinosismo? Porque el nihilismo kantiano y el naturalismo
son para Jacobi las dos caras del espinosismo, el primero cier
tamente subjetivo, que lleva a negar la realidad del mundo y
con ella la del sujeto sobre el que sin embargo quiere fundar
se; el otro, la cara del espinosismo objetivo, que afirma la
realidad absoluta de una natura naturans indiferente de la
que se deriva tanto la realidad del mundo como la de ese su
jeto kantiano. El primero era espinosismo porque intentaba
deducir y explicar el surgimiento del No-Yo desde un Yo ab
soluto sin límites de personalidad, esto es, el atributo de la
materia desde el atributo del pensar; el segundo era espino-
sismo jxjrque, convencido de que el Yo no podía reposar sobre
sí mismo sin caer en el nihilismo, no pretende aceptar su rea
lidad dependiente de un Dios personal, sino explicar y pen
sar el Yo finito desde una realidad superior en evolución,
desde un fondo abisal y natural siempre en devenir. Nunca
se afirmaba como primera sustancia y clave de bóveda de lo
real ese Dios personal del que tiene necesidad la moralidad
492
de Jacobi, porque ese Dios, en tanto que moral, jamás puede
atender todos los problemas sistemáticos de una filosofía que
siempre debe acabar racionalizando el papel del propio Dios
en el conocimiento y en la acción humana. Pero justo esta
era la esencia del espinosismo: la explicación de ese misterio
de la intervención de Dios en lo finito.
¿Pero por qué esta radical oposición a toda explicación de
lo que, desde una determinada comprensión de la religión, se
consideraba misterio? Indudablemente hay aquí un aspecto
interesante de Jacobi que le acerca a Kant tanto como le dis
tancia de él. Cualquier explicación supone un concepto de cien
cia y por tanto de saber. La conversión de la fe en saber, de
la religión en dogma, en letra muerta, en saber aprendible:
aquí está la base de su ataque a una ciencia desmedida en
sus pretensiones. Tenemos aquí el motivo kantiano de que la
religión no puede ser objeto del saber, de que la razón teóri
ca no puede ponerle las manos encima a la fe racional, de
que la religión es un asunto moral, un recogimiento sobre sí
y sobre el deber personal reacio al saber y a la letra, y sólo
abierto a la convicción, a la fe y al espíritu. Todo ello era
imposible sin la limitación estrictamente racional de la meta
física mecanicista de la naturaleza, limitación que el propio
Kant exige y cuyo desconocimiento fuerza a Jacobi a la acep
tación de una metafísica espiritualista rival. Por eso, desde el
momento en que Jacobi no acepta la metodología crítica como
complemento de su moral, tiene necesidad tanto de atacar el
naturalismo como de defender el esplritualismo, ambas op
ciones rechazadas de plano por el método kantiano. Por eso
la reivindicación que hace Jacobi de Kant como limitador de
las pretensiones del saber de la ciencia y de la capacidad ex
plicativa del hombre son ideológicas una vez más, porque no
van acompañadas de la limitación de la metafísica espiritua
lista como forma espúrea de representarse los intereses mo
rales ante la que el criticismo había protestado con agudeza.
Al proponer el misterio como forma mística de limitar la me
tafísica mecanicista, Jacobi de hecho está introduciendo sin
necesidad una metafísica igualmente espiritualista. Cuanto
más usa el criticismo para la primera operación, tanto más
se aleja de él para esta segunda.
Jacobi por eso tiene necesidad imperiosa de distinguir
entre la moralidad kantiana y la teoría del conocimiento, entre
la propuesta limitadora de la ciencia y el método con que esa
limitación se produce; entre la voluntad de otorgar sitio a la
493
fe y la forma concreta en que se construye ese sitio. La mo
ralidad de Kant es estrictamente platónica, dice al final de
su vida Jacobi frente a Schelling; pero su letra es constructi-
vista. Ya lo hemos visto. De ahí que la evolución idealista es
resultado del constructivismo, no del espíritu platónico de su
moral (III, 357). Pero al integrar estas dos opciones (plato
nismo y constructivismo) sin unificar, Kant mantuvo la exi
gencia de la ciencia, con todas sus limitaciones pero recono
ciendo su aspiración al infinito, que por lo tanto no puede
conocer a Dios y que da paso a una moral que cree sin cono
cer. Ahora bien, la exigencia de conocer proyectada al infini
to, por una parte, y la fe sin saber, por otra, chocaban objeti
vamente como tendencias. Por eso Kant...
[...] tenía razón dos veces y por eso no tenía razón, por
que no transformó su doble derecho en uno simple y perfec
to, sino que lo mantuvo doble y ambiguo hasta el final de
sus días, pasando a ser uno de los más instructivos resulta
dos de la historia de la filosofía. [...] De manera racional, tenía
que parecerle una insensatez la búsqueda de una prueba de
la existencia de un mundo real distinto de las representacio
nes y correspondiente a ellas, y de un creador supremo de
dicho mundo, igual que una prueba de la inmortalidad del
alma y la libertad del espíritu humano. El deseo de que aque
llas demostraciones y pruebas fueran encontradas tendría que
haber desaparecido de él como algo verdaderamente absur
do. Le habría sido evidente y tendría que estar claro para los
ojos de cualquier espíritu profundo, penetrante y libre de pre
juicios, que estas verdades o había que aceptarlas por la au
toridad inmediata de la razón, cuyo saber completamente ca
rece de pruebas, al ser absolutamente supremo como conoci
miento independiente de conceptos, o habría que despreciarlas
como ilusiones vacías. [...] En esto reside el dilema interno
de Kant y la diversidad del espíritu y la letra de su doctrina;
que él, como hombre, confiaba incondicionadamente en las
revelaciones inmediatas y positivas de la razón, en sus jui
cios fundamentales y nunca perdió esa confianza, al menos
de una forma completa y decisiva: pero como filósofo consi
deró necesario transformar este saber puro, revelado e inde
pendiente, en un saber dependiente de pruebas, lo conocido
inmediatamente en algo mediatamente conocido. Quería fun
damentar la razón en el entendimiento y a su vez fundamen
tó el entendimiento en su razón [III, 365-370].
494
forma de vincular ambos argumentos, pues reconocía de hecho
la primacía de la subjetividad y de su afán de saber infinito.
Esta diversidad entre espíritu y letra recoge una vez más el
carácter contradictorio de su doctrina; como hombre, dice Ja-
cobi, era un jacobiano, pero exigió mediar ese reconocimiento
interno de la fe por la razón teórica como criterio general.
Ahora bien, la razón teórica como criterio general es el enten
dimiento. Desde la noción de validez del entendimiento, las
creencias inmediatas de la auténtica fe, las ideas, eran subje
tivas. Es esa primacía del entendimiento la que hace de los
Phaenomena algo real, cuando no son sino fenómenos cons
truidos. Aquí Kant carga con el nihilismo y se muestra inca
paz de reconocer la realidad objetiva de sus ideas, su espíri
tu platónico. Por eso concluye Jacobi:
Y así es como nuestro gran crítico llegó tan cerca de la
comprensión y del resultado que cumpliría realmente su pro
yecto filosófico, al resultado decisivo: al hombre sólo le cabe
esta elección, o aceptar en general una nada manifiesta o al
' Dios verdadero sobre todo y que todo lo toma verdadero [III,
372-373; cf. III, 233].
495
era que en todo caso se trataba de «renunciar a las ideas mo
rales como conocimientos originarios de validez objetiva» (III,
377) y aceptar como programa el kantiano: exigir la deriva
ción de la inteligencia desde la base natural del hombre como
sensibilidad (III, 378). Desde aquí podemos ver cómo de
hecho Jacobi sigue luchando mucho más contra Kant que con
tra Schelling; sólo aquél era su genuino enemigo, en tanto que
profesaba otra forma de entender la moralidad directamente
rival de la suya, apoyada por una fundamentación que des
truía el misticismo platónico en que la suya se apoyaba.
Había, sin embargo, una semejanza entre los dos filósofos,
Kant y Schelling, que no escapa a Jacobi y que se desprende
de lo dicho: ambos profesaban un evolucionismo cósmico que
exigía explicar la historia natural del universo entero como
un despliegue a partir de un estado originario fundamental
mente indeterminado e imperfecto. Una vez más la semejan
za inicial era suficiente para Jacobi, a quien importaba poco
que este proyecto se realizara en Kant desde la premisa de
una teleología subjetiva que permitía dirigir la investigación
hacia explicaciones de las condiciones de la autoconciencia,
de la inteligencia, y que se transformara por Schelling en un
programa metafísico en el que se da por hecho que esa expli
cación de la inteligencia es posible mediante meros conceptos
especulativos. Para Jacobi la diferencia no existe, no sólo por
que ambas filosofías testimonian el mismo afán infinito de
saber, sino porque, ya materialmente, contemplan el espíritu
como un resultado de la evolución de la naturaleza. Desde
aquí, ¿qué más da que la investigación natural, la biología y
la historia natural se dirijan hacia la discriminación de las
causas y condiciones naturales de la inteligencia, o que se
quiera representar conceptualmente a la propia inteligencia
como una mera naturaleza consciente? Ambas posiciones coin
ciden en lo que para Jacobi es genuinamente peligroso: el evo
lucionismo. Los adjetivos y determinaciones que pueda reci
bir esa doctrina son indiferentes:
496
hipótesis científicas, metafísicas o lógicas, esto es indiferen
te: la cuestión es que todo se considera como evolución desde
ese Uno más imperfecto que su resultado (cf. III, 382). Schel
ling así no hace sino seguir la línea concreta que va desde
Aristóteles a Kant.
La importancia de esta reducción reside justamente en lo
que ataca: lo perfecto no es lo inicial; Dios no es lo primero,
la providencia no es lo que domina el mundo, sino lo imper
fecto, un hecho, y no una voluntad (III, 383). Aquí es donde
regresamos a la polémica con Spinoza: el alma sólo acompa
ña o sigue a ciertos hechos naturales anteriores. Pero por eso
la evolución como tal es ciega, inconsciente, azarosa (III, 383
y ss.). Ahora bien; la acción inconsciente sólo es posible desde
el mecanismo. Aquí Jacobi asegura que no hay que dejarse
engañar ni por las palabras ni por la dialéctica de Schelling.
¿Qué es exactamente la finalidad inconsciente? Palabras: si
no hay conciencia y se actúa, entonces hay mecanismo. Todo
proceso evolutivo es mecánico y por tanto nosotros somos fru
tos de esa falta de previsión, de azar, de acción ciega (V, 68).
Pensar que Dios no existe al principio perfecto (cf. III, 233)
es negar que exista en absoluto. Pensar que al principio exis
te sólo la acción inconsciente es proponer a la naturaleza como
principio. Por eso lo que Jacobi ataca no es el naturalismo
explícito. Para él no constituye sino el momento teórico cohe
rente de la ciencia. Lo que ataca es la voluntad de la ciencia
de presentarse como un pensamiento de Dios, como un in
tento de explicar a Dios, y con ello de pensar la moralidad
como algo derivado de una acción inconsciente y natural:
El naturalismo no heterodoxo ni engañoso, el que se re
conoce a sí mismo con franqueza, claridad y desnuda correc
ción, se salva junto al teísmo como una doctrina especulativa
igual de inatacable. [...] Pero el naturalista tiene que mante
ner sin cambios este mismo lenguaje sincero y franco para
mantenerse en esta invulnerabilidad. Nunca tiene que hablar
de Dios ni de las cosas divinas, ni de la libertad, del bien o
del mal moral, de la moralidad propiamente, pues, según su
más íntima convicción, estas cosas no existen [III, 386-387].
497
dias: pues falta en Schelling una nota fundamental del con
cepto de Natur que exige el naturalismo definido por Jacobi.
En efecto, la naturaleza como Grund no es nunca suficiente
en sí (III, 388). Justamente al contrario, la inconsciencia es
su insuficiencia, y por eso necesita dar el paso a la concien
cia de sí, que es efectivamente el Dios existente. Sólo por su
insuficiencia se inicia el proceso evolucionista propiamente
dicho, y se despliega eso que Jacobi llama «productividad ab
soluta» (III, 389). Pero sólo un ser insuficiente en estado de
naturaleza puede elevarse a productividad absoluta. Schelling
hace bien entonces en quejarse frente a Jacobi en el sentido
de que él nunca concede a la naturaleza la suficiencia ni la
primacía. Como el «en sí» de Hegel, la naturaleza es una mera
potencia que ya alberga la diferencia y la insatisfacción con
su esencia. Y por eso algún derecho asiste a Schelling en su
pretensión de que poner a la base el concepto de naturaleza
no implica anular el concepto de Dios como conciencia, pro
videncia y libertad. Porque cuando se da la productividad ab
soluta, ésta ya no es ni mucho menos ciega como pretende
Jacobi, ni brota de la naturaleza como Grund; no es incondi
cionada ni absoluta, sino que surge de la naturaleza ya ele
vada a conciencia, a Dios, y por tanto condicionada por la
inteligencia y las ideas. Ciertamente: en Jacobi rige todavía
un concepto de naturaleza que no tiene definida su relación
con la inteligencia, que presupone un estado productivo sus
tancial y eterno, inmediato en la misma; en suma, rige el con
cepto espinosiano de natura naturans, concepto que ya está
decididamente alterado en Schelling, porque la naturaleza por
sí misma, para él, no es naturans, no posee productividad,
sino cuando está elevada a Dios con inteligencia y voluntad.
Jacobi no distingue esto y en la citada Introducción establece:
Lo absolutamente imperfecto se pone como lo absoluto
pleno, dado que lo imperfecto absoluto es lo uno desde el
que todo llega a ser, si bien de una manera dependiente y,
por tanto, pasajera. Pero lo absolutamente imperfecto es,
según esto, lo único no pasajero, el único ser eterno efectiva
mente verdadero, la «natura naturans». No el Dios persona,
sino el Dios cosa [II, 83].
498
de las ideas o logos). Y sin embargo esta síntesis es imposi
ble para Jacobi porque implicaría una introducción del más
profundo Platón en el seno oscuro de la sustancia espinosia-
na. Pero en esta operación Jacobi no entra ni puede entrar:
el paso desde la naturaleza a Dios no es en Schelling deduc
tivo en el sentido de que la naturaleza produzca o construya
a Dios, sino que es un paso mítico, algo que tiene que darse
en la historia divina para que Dios se autoconstituya no sólo
en esencia sino en existencia, no sólo en naturaleza sino en
logos, no sólo en Padre sino en Hijo. Ese giro de la filosofía,
que revoca la metodología espinosiana y su frío deductivis-
mo, frente a una forma de argumentación diferente e incalifi
cable, reunión de mito y de lógica (por cierto, mucho más
cercana al genuino Platón, y no al simulacro que Jacobi quie
re presentar), permanece esencialmente ajeno a Jacobi, que
siempre trabaja con el supuesto racionalista del deductivis-
mo y constructivismo de la realidad física o fenoménica.
Pero justo porque Jacobi entiende que Schelling viene a
fundamentar a Kant, necesita creer que esa productividad de
la Natur genera las cosas finitas, lo que Kant llama fenóme
no, aquello que habita el tiempo, y por tanto el tiempo mismo
(III, 391). Pero esto significa algo decisivo en la terminología
de Jacobi: la productividad de Schelling es la generación de
la nada, y toda apelación a la Natur es fundamentación del
fenómeno del criticismo, legitimación del nihilismo:
499
Esto es: tenemos una nada plena, un ser sin determina
ción concreta que posee todas las determinaciones contrarias,
indiferencia absoluta, como quería Schelling. Sólo que Schel
ling, obviamente, separaría toda su argumentación del con
texto del nihilismo. En efecto, el estatus de su principio es la
indiferencia, pero no ciertamente porque produzca el tiempo
como estructura general de la nada, del reino de la sensibili
dad y del devenir. No alberga la nada en este sentido, sino
exclusivamente porque, no siendo nada determinado, es el
aprisco en el que pastorean los contrarios ideales. Por eso
cualquiera que haya leído el Bruno de Schelling sabe que éste
tiene íntima conciencia del carácter limitado de la realidad
temporal, y comprende que la productividad inicial del inte
lecto no son los fenómenos, sino los arquetipos, las ideas eter
nas de las cosas, y que sólo por referencia a estos arquetipos
tienen realidad las cosas, si bien realidad disminuida. La
Naíur de Schelling no es meramente el conjunto de todo lo
finito (como quiere Jacobi en III, 339).
Todos estos matices de Schelling eran inalcanzables para
Jacobi, quien trabajaba con asociaciones muy rígidas entre
Natur y sensibilidad, ciencia y mecanicismo, inconsciencia y
azar (III, 398; III, 377; II, 50-51). El tipo de ciencia de Schel
ling, que tiene por objeto ideas separadas de toda sensibili
dad, una Natur que no puede fundar inmediatamente la na
turaleza externa espacio-temporal sometida a planteamientos
mecanicistas, sino por una serie de mediaciones dialécticas
atravesada por una fuerte teleología, es algo que escapa al
mundo conceptual de Jacobi. Se descubre así otro rasgo que
es posible elevar a regla en el comportamiento crítico de Ja
cobi: que él reduce las ideas nuevas a las ideas viejas conoci
das, que está ciego ante la novedad de la época. Este plan
teamiento de no entrar en lo nuevo obliga a que Jacobi esté
en el fondo discutiendo con Kant y con Spinoza, con la Ilus
tración francesa mecanicista y deísta, y no con Fichte y Schel
ling salvo en la medida en que son objeto de asociaciones
con aquellos movimientos anteriores.
Por eso el Apéndice A Sobre las cosas divinas pretende
sencillamente identificar a Schelling con Spinoza y se vuelve
a repetir todo el argumento en la Introducción (II, 114 y ss.).
En efecto, en tanto que Spinoza afirmó el paralelismo en
tre pensar y extensión, reconoció la identidad de ambos y,
así, «fundó creativamente un nuevo sistema que, de hecho
y en verdad, es uno y el mismo con el más reciente de la
500
objetividad-subjetividad, o de la identidad absoluta del ser y
la conciencia» (III, 429). La única sustancia indivisible los
acoge a ambos. El Schelling de 1800 y de los sistemas de esa
época se ha limitado a establecer un criterio para probar esta
unidad sustancial, que justifica la identidad meramente afir
mada en el espinosismo desde el reconocimiento de la infini
tud de la sustancia: Schelling prueba que partiendo del suje
to es posible llegar a la extensión y al objeto externo, tal y
como proponía la Doctrina de la ciencia de Fichte, pero tam
bién que si se parte del objeto, de la naturaleza, es posible
llegar a una teleología, al sujeto de la propia Doctrina de la
ciencia y del criticismo; se obtiene con ello la identidad real
suprema que está en la base de ambos principios y que en
ellos se manifiesta (III, 430), identidad que no se capta en
uno de los sistemas por separado, sino en ambos a la vez.
Por eso Jacobi entendió estas posiciones como necesarias
desde Kant hasta Schelling: una carencia de fundamentación
real, ya fuera desde el sujeto o desde el objeto, sólo podía
romperse desde un recurso a la fundamentación circular. Su
jeto y objeto se determinaban recíprocamente de la misma ma
nera que la imaginación en Kant y en Fichte se autoelevaba
a sujeto-objeto.
Es notorio, sin embargo, que Jacobi reunificaba los plan
teamientos del sistema de la indiferencia con los más concre
tos de la Naturphilosophie, que hasta cierto punto eran in
compatibles. En este sentido Jacobi no entendió o no quiso
entender en qué medida Schelling había evolucionado extraor
dinariamente desde 1800 a 1810. Para un hombre como Jaco
bi, que hasta cierto punto es un filósofo inflexible, con una
extrema conciencia de coherencia y con profundas fijaciones
conceptuales, el caso Schelling era difícil de seguir en sus
pasos concretos, pero explicable en el fondo: ¿acaso esta ca
rencia de reposo teórico y de resultados no denunciaba la
misma futilidad de sus planteamientos, de su dirección cien
tífica en conjunto? ¿No era un caso más de falsedad vital,
moral, de la inestabilidad característica de la vida sensible,
mala, natural? ¿No era la propia venganza que descendía
sobre Schelling y le hacía incapaz de la tierra prometida, de
la paz? ¿No era un síntoma más de los que llevan el estigma
de Heráclito, que por aceptar el devenir y el evolucionismo
se ven obligados a aceptar que ellos no son, sino que sólo
fluyen? Condenados a no entenderse ni a sí mismos, ¿no son
un resultado lógico de su incapacidad para establecer un ser
501
en su vida? Así, en Schelling se cumple en sentido filosófico
la maldición que Luzie lanzó a Allwill en su última carta. No
es ni mucho menos una casualidad que Goethe, aquel Allwill
denunciado por Luzie, salga en defensa del propio Schelling
en esta polémica: al fin y al cabo se trataba de las mismas
ideas, de la necesidad de un Dios que redimiera a la natura
leza mediante una referencia a la fuerza divina y formadora
del arte. Frente a esta posibilidad Jacobi había dado su pro
pio paso: denunciando el espinosismo, el criticismo, la filoso
fía de Fichte y la de Schelling, sólo le quedaba un refugio:
afirmar el Dios-espíritu, el Dios-persona, el Dios de la místi
ca. Vamos a verlo.
502
dòn inmediata de Jacobi y ver por qué imponen una nueva
lógica, la lógica dialéctica hegeliana. Mas apuntemos que la
nueva lógica, si surge, sólo tendrá como motivo uno preciso;
pensar lo hasta ahora sólo sentido, la relación entre el hom
bre o la finitud y Dios como lo absoluto.
Ante todo, Jacobi se deja llevar por la inercia de su críti
ca a Kant hasta dotar a Dios de las características de la cosa
en sí kantiana. La transcendencia es una de ellas. Pero vea
mos qué tipo de transcendencia. Como podemos suponer, Ja
cobi desarrolla este problema dentro de su batalla contra el
antropocentrismo kantiano. Se trata de ver si la razón es esen
cialmente la humana, si la verdad es sólo algo humano, si la
persona radical es la humana, o si por el contrario existe una
razón superior, una verdad superior, una persona superior.
Esto ya no tiene que ver con la filosofía meramente crítica de
Jacobi, no se trata de negar la comprensibilidad de la rela
ción entre lo finito y lo infinito, sino de la positividad del diá
logo entre Dios y el hombre. Así que la única manera de di
solver el antropocentrismo del Yo es hacerse la pregunta: «¿El
hombre tiene una razón o la razón tiene al hombre?» (IV, 2,
152). La contestación es sorprendente; «Si se entiende por
razón el alma del hombre en la medida en que tiene ideas
claras o en la medida en que es entendimiento, [...] la razón
es una propiedad que el hombre va obteniendo paulatinamen
te; una herramienta de la que el hombre se sirve, que le per
tenece» (IV, 2, 152). Esta es la razón que representa a Dios
como nada, como un infinito malo, vacío. Esta es la razón
reducida al entendimiento, propia del nihilismo y del ateís
mo. Por eso sigue Jacobi:
503
schen) (II, 313), frente a la razón adjetiva que es una mera
propiedad (Eigenschaft) del hombre (II, 314). Una es la sus
tancia del hombre al mismo tiempo que sustancia ajena al
hombre, una transcendencia que al mismo tiempo es inma
nencia; la otra es nada fuera del hombre y una mera herra
mienta para él, una inmanencia finita. La razón adjetiva no
es un ser, la sustantiva es un ser personal y además es la
sustancia de todo ser, la vida que todo ser finito contiene.
Esta diferencia es la que también se encuentra entre el espí
ritu y la letra; el ser sustantivo no puede cosificarse, hacerse
letra inerte y, por tanto, no puede devenir objeto de saber
finito (II, 314). «Hacemos desaparecer el espíritu cuando in
tentamos transformarlo en letra.» Pero justo este carácter re
fractario del espíritu a devenir letra, obliga a Jacobi a la bús
queda de formas positivas no lógicas de relacionarse con él.
Esto es lo que le fuerza a comprender la experiencia del espí
ritu como único conocimiento de sí mismo. Esta experiencia
es la que se reconoce con el nombre de Glaube.
Pero en vano nos va a convencer Jacobi de que él experi
menta o siente a Dios según los atributos que le otorga. Así,
este espíritu sustantivo queda caracterizado como libertad au
ténticamente productora (II, 315), poseyendo un carácter in
telectual, moral y personal. Es el único creador {Urheber) do
tado de inteligencia y contrario a la naturaleza (II, 315), y
por lo tanto obra con proyectos {Entwürfe) o intenciones (Ab-
sichten) (II, 316). Sólo cuando reconocemos a este espíritu
infinito llegamos a ser igualmente espíritu (II, 316). Si no lle
gamos a esta autoconciencia somos seres naturales, anima
les, dotados sólo de un grado superior de conciencia (II, 318),
sin dignidad ni humanidad (id., 329-331). Aquí no cabe en
gaño: Jacobi no conoce todas estas tesis mediante sentimien
tos, pero para él no implican problemas conceptuales espe
ciales. Y sin embargo todas estas no son las cuestiones im
portantes o decisivas. La gran cuestión comienza ahora:
¿Cómo se relaciona ese espíritu en sí con el espíritu humano?
¿Cómo el espíritu infinito habita en lo finito y le presta su
vida? ¿Por qué no es el espíritu finito sólo la razón adjetiva?
Todo esto es un milagro para Jacobi, un hecho misterioso que
hay que guardar, que no se puede explicar. Pero lo importan
te es comprobar cómo se expresa;
504
lagro y nos obliga [nothiget^ a creer su testimonio con una
fuerza a la que no alcanza ningún razonamiento. Lo que afir
ma lo produce con los hechos, pues ni la más mínima acción
podría suceder sin el influjo de la capacidad libre, sin la in
tervención [Zuthun^ del espíritu [11, 318].
Repárese; que esa experiencia del sentimiento se caracte
rice de la forma descrita no es sino parte de lo que nos reve
la el espíritu mismo cuando nos cede su propia sustancia. Es
un dato tan inmediato como la propia vida. Es una palabra
de Dios en nosotros que con su certeza vital sustituye toda
revelación externa y bíblica. Entonces el espíritu está cierto
de sí mismo, se habla a sí mismo, es autoconciencia. Esta
mos aquí ante un nuevo principio de la filosofía, pero tam
bién sabemos ver por debajo lo viejo. La cuestión es que esa
relación inmediata del hombre con el espíritu, este devenir
inmediatamente cierto de sí como espíritu, es ahora vivir a
Dios, y lo que se obtiene es el Dios vivido. No es que Dios
sea vivo, no es que el Geist sea la vida, sino que por serlo
sólo puede ser conocido siendo vivido desde dentro.
Para desarrollar todo esto debemos establecer otra distin
ción semejante a la anterior, pero ahora entre lo verdadero,
la verdad sustantiva, y la verdad adjetiva, entre das Wahre
selbst y die Wahrheit (III, 17). En III, 32, queda expuesto
este asunto de la siguiente manera:
Entiendo por verdadero algo que es previo y exterior al
saber, lo que le da antes que nada su valor al saber y a la
capacidad de saber, a la razón; percibir supone lo percepti
ble, la razón supone lo verdadero.
La noción fundamental del texto es la de razón capaz de
conocer lo verdadero, no la razón capaz de conocer la ver
dad, que no es otra que el entendimiento. Ella es la que
recoge la presencia universal de lo verdadero, que no es otra
cosa que Dios («das des wahren Gottes Gegenwart nur eine
Allgemeine ist»; Carta a Fichte, II, 53). Mas, ¿cómo se reco
ge esa presencia? Ante todo, el espíritu llega a estar cierto
de sí mismo en la conciencia moral (II, 39). Sólo por ella
puede elevarse el hombre sobre su razón temporal y llegar
a poseer la noción de libertad, a tomar autoconciencia de sí
como espíritu (II, 48). Pero aquel conocimiento es inmedia
to y directo:
505
Para buscar a Dios se tiene que poseer en el espíritu y en
el corazón a Él mismo, [...] pues lo que no se conoce de cier
ta manera no podemos buscarlo ni investigarlo. Pero Dios vive
en nosotros y nuestra vida está escondida en Dios. Si no es
tuviera presente en nosotros, inmediatamente presente su ima
gen en nuestro Yo más íntimo, ¿qué podría hacer el espíritu
para manifestarse al espíritu? [Jacobi a Fichte, Akademie Aus-
gabe, III, 3, 249].
506
representación externa, puede resolver el problema de la re
lación entre lo infinito y lo finito:
Cualquier filosofía que niegue al hombre una capacidad
de percepción más elevada y no necesitada de la intuición
sensible, y que pretenda elevarle mediante un reflexionar con
tinuo desde lo sensible a lo inteligible, desde lo finito a lo
infinito, tiene que perderse por arriba o por debajo en una
nada [II, 119],
507
a la lujuriosa Eva: seríamos como dioses» (II, 56). Cuando
Hegel se pregunte de qué modo habría que retomar hoy la
idea de Dios, cuando exclame que la tarea no es otra que pen
sar la vida, cuando conteste con Fausto: «¡Espíritu siempre
viviente, cómo te siento!», ¿acaso no está preso de la misma
intuición originaria? Y cuando establece en 1800 que la mi
sión de la filosofía es poner el Ser en la nada, la escisión de
lo absoluto como manifestación y lo finito en lo infinito como
vida, ¿acaso no asistimos a un nuevo acto del intento siem
pre repetido de la «lujuriosa Eva», de la filosofía, de llegar a
ser como Dios? Mientras tanto, la única opción no pecamino
sa para Jacobi seguía siendo la ruptura radical de las media
ciones: entre lo sensible y lo inteligible, la nada y el Ser, lo
finito y lo infinito, la naturaleza y el espíritu, sólo era posible
el milagro, la creación y la creencia mística.
508
el entendimiento y la ciencia como criterio de realidad huma
na, de realidad objetiva, de sustancialidad. La consecuencia
fue la reducción de la moralidad a una mera idea subjetiva.
Es preciso descubrir lo que no puede soportar Jacobi de ese
pensamiento. Ante todo, la subjetividad de las ideas morales
en Kant significaba que no podían apoyarse, para bien ni para
mal, en la realidad, en el Ser o en la ciencia. La realidad no
nos condena a ser inmorales ni nos lleva irremediablemente
a ser buenos. Es un ámbito en el que no tiene el más leve
significado la palabra «bondad». Este adjetivo ya no es trans
cendental del Ser, sino sólo de la voluntad humana. Por eso
para Kant el mal reside única y exclusivamente en que la vo
luntad debe autoconstituirse en su dimensión moral y, por
tanto, carece por sí misma de causas que garanticen su cons
titución. Todo lo que constituye la vida moral responde a una
decisión que sólo es imputable a la propia exigencia para con
sigo mismo, ajena a todo control heterónomo y movida úni
camente por el valor intrínseco de este tipo de vida. Pero
desde la KrV como método, la voluntad moral no tiene reali
dad alguna. No es nuestro Ser, sino cómo tenemos que pen
sarnos si debemos ser sujetos morales. Siempre tenemos un
círculo: el de una especie que quiere constituirse a sí misma
como especie moral que todavía no es. Esto es lo que Jacobi
necesita refutar desde su espiritualismo moral.
Aceptemos que la voluntad moral es una idea, podría decir
Jacobi. Por el contrarío, ¿qué tiene que decir de la realidad
del ser humano la ciencia formada con el criterio de la KrV?
Ante todo que el universo está en movimiento, que todo está
en evolución desde la explosión originaria hasta nosotros; que
la tierra está sometida a continuas catástrofes y que así como
no hay necesidad de que la materia inorgánica dé origen a la
vida, así tampoco la hay respecto de que la vida conduzca al
hombre. Esto es; no hay necesidad en la existencia de nin
gún hecho natural, aunque si tal hecho existe, debe poseer
causas concretas sin las cuales no podría llevarse a cabo. El
camino que va desde el estado originario de materia hasta el
hombre es un camino atravesado por diferentes epigénesis,
apariciones de algo nuevo, que aunque se supone causado,
no podemos sino entenderlo como contingente en su presen
cia real, en su existencia. Esto dice la ciencia: que el hombre
es un ser contingente en el universo. Así lo reconoce Kant en
la conclusión de la KpV, sin aparente dolor.
Pero no sólo eso: la ciencia dice que el procedimiento por
509
el cual los animales han ido evolucionando hasta el hombre,
a través de millones de años, es la lucha egoísta por la exis
tencia; la disputa por territorios, por la pareja, por mejores
condiciones de vida frente a otras especies, llevada a cabo
por la fuerza y la astucia, y dentro de ciertos marcos de soli
daridad. Todas estas tesis están en Kant y las conoce Jacobi.
Así que la cuestión es: si la ciencia dice todo esto como ver
dad, ¿cómo es que Kant se empeña en apelar a la voluntad
buena como el único soporte de la decisión humana para la
realización de la moralidad? Este fiat de la voluntad que ins
tituye la moral, ¿no sería un milagro más grande que todos
los que ha descrito Jacobi, por lo que tiene de antinatural,
por carecer de toda base en el Ser? ¿Cómo va a contrarrestar
el hombre, sólo con su decisión, los millones de años de vio
lencia natural, de realidad natural? Muchos textos de Kant,
aquéllos que presentan la definición de la ley moral, refuer
zan esta impresión; la ley moral sólo puede imponerse por
una lucha a muerte contra la sensibilidad, contra la naturale
za, por un control de las inclinaciones naturales, de los prin
cipios egoístas que han sido los mecanismos de subsistencia
durante milenios. La moral parece entonces suponer un aban
dono por parte del hombre de justo aquellos mecanismos a
los que debe su propia supervivencia, una suerte de autoin-
molación del sentimiento egoísta natural ante sentimientos de
solidaridad débiles, una autonegación que sólo es inocente por
que es ilusa e imposible.
Jacobi participa de esta descripción de la moralidad en
términos de muerte a la sensibilidad. Es la comprensión de
la moral como instrumento y voluntad ascética de nihilismo.
Pero mantiene que ese combate no puede triunfar si se deja
en manos de otra nada; la voluntad moral. Debe confiarse a
un Ser: al instinto espiritual como segunda naturaleza, como
aspecto ontològico del hombre distinto de su dimensión feno
ménica. Por tanto, Jacobi acusa a Kant de incoherencia: darle
prioridad a la ciencia natural, a la realidad de la KrV y pre
tender afirmar una moralidad sólo en una voluntad que, apli
cando el criterio de la KrV, no es nada real (III, 387 y ss.).
Quien haga esto, dice Jacobi, es un iluso y en el fondo no
quiere asegurarse el éxito de la acción moral. Jacobi, que cree
en la identidad de su moralidad y la kantiana —por muy su
perficial que sea esa creencia— considera a Kant un iluso bien
intencionado cuya filosofía es preciso reformular privando a
la naturaleza y a la ciencia de su papel de criterio exclusivo
510
de la realidad, rechazando la KrV como criterio de la ontolo-
gía y reduciéndola a tratado criteriológico del fenómeno, de
la naturaleza o de la nada. Al proponer este cambio, Jacobi
pretende otorgar una ontología a su moralidad; sólo si la mo
ralidad se basa en lo real, tiene garantizado su éxito. Esta
ontología no puede ser la de ciencia y naturaleza; su forma
de conocimiento no puede ser la representación y el entendi
miento; es la ontología del espíritu y la de la percepción, de
la razón y del instinto. Lo que fundamenta a la moral es una
realidad sustancial ajena a la materia, el espíritu que conoce
mos tan pronto como nos reconocemos como Yo inmortal. La
dignidad humana es así una realidad y no una conquista siem
pre en precario, basada en nuestros compromisos y exigen
cias para con ella. La disputa contra la sensibilidad tiene po
sibilidad de triunfar porque la vida del espíritu es autónoma,
posee la consistencia en sí de la sustancia y del Ser. Y lo que
es importante; desde ella la realidad natural, que en Kant es
la realidad por excelencia, es nihilismo, nada, devenir, que el
hombre oprime gustoso hasta reducir a su verdadero estado;
el de nada. La moralidad del nihilismo es natural vista desde
el espíritu y está ordenada según el Ser de las cosas, porque
reduce la sensibilidad a su verdadera dimensión. Aquí está el
fundamento de que la moral provoque esta tragedia personal
que el sujeto mismo interpreta, desde la esencia del cristia
nismo, como experiencia prototípica humana, como muerte y
resurrección angustiosa hacia una vida pura.
El cristianismo es la verdad profunda del nihilismo, la ele
vación a evidencia de la existencia del espíritu triunfante sobre
la naturaleza; «Si la naturaleza es lo único, entonces es lo
más poderoso y no existe voluntad sagrada en general. Tibe
rios, Nerones y Borgias son posibles, pero no Sócrates ni Cris
to. El cristianismo así entendido es la única religión» (III,
426). Esto es, como religión del espíritu, como la lucha an
gustiosa hasta la muerte con nuestra naturaleza sensible, por
la primacía del espíritu que extrae su fuerza de su propia sus-
tancialidad, de la certeza objetiva y del goce de su realidad
en nosotros. Cristo en la cruz lanzando los dos gritos contra
dictorios de sentirse abandonado y de sentirse protegido en
el Padre, expresa la batalla y la victoria moral (III, 428), que
no puede acabar sino con la muerte de la naturaleza y la
transparencia del espíritu. Cuando Cristo exclama, «¿Por qué
me has abandonado?», habla en él la naturaleza, la persona
humana sensible, que se sabe morir; pero el triunfo es para
511
la expresión confiada en la que el propio espíritu se entrega
en los brazos del Tú del espíritu divino. La escisión del hom
bre, el dualismo de sus dos dimensiones, queda explicitado y
sacralizado: hasta el Dios hecho hombre tiene que acabar pro
nunciando dos gritos contradictorios, irreconciliables.
Por esto no le interesa a Jacobi la realidad de Cristo como
hombre real, como historia, como hecho; la moral no tiene
como base la historia, sino la ontologia. Cristo no es una re
velación puntual, una historia sagrada, sino que vale en tanto
que revela la ontologia profunda del hombre, porque es testi
monio de esa ontologia. Cristo revela el Ser del hombre. Toda
la polémica de Jacobi con Claudius en la primera parte de
las Cosas divinas tiene este sentido: Cristo es lo esencial al
hombre, la historia total de la humanidad (III, 254), igual
que Sócrates. «Sea una historia o una leyenda, quien la in
ventó es un profeta de Dios» (III, 427). Por eso no vale en el
cristianismo ningún materialismo, ninguna doctrina positiva,
ninguna crítica de la Biblia (cf. III, 270, 277, 291) (ésta po
dría desaparecer sin destruir el cristianismo, como aceptaban
Lessing y Reimarus); sino sólo esto; reconocer el espíritu que
fuerza a reproducir el combate de Cristo (III, 273-274), a ele
varse por encima de la naturaleza. La revelación en Cristo
debe hacerse interior en nuestra vivencia de la moral (III,
279-280). Sólo en esa interiorización viva. Dios deviene hom
bre; esto es, se sacraliza ese combate a muerte, el combate
nihilista, como parto y alumbramiento de Dios (III, 279),
como parto virginal, pues ¿qué es más puro que un hijo de
la muerte? Cristo es mero sirviente (III, 286): él no es la per
sona importante en la vida religiosa, sino cada hombre, cada
nuevo Cristo que tiene que olvidar para siempre aquella his
toria para encarnarla. La persona de Cristo era un medio de
revelación, no lo revelado. Esto último no tiene sustancia más
que en la vida y tiene por eso que ser revivido en el espíritu
del hombre. No se puede adorar a la persona de Cristo, sino
sólo la divinidad del espíritu que obtiene en Cristo forma, in
tuición (III, 286) por la que llegamos al conocimiento de lo
que el espíritu es: vida trágica que exige autenticidad. Es cier
to que esta posición ataca toda comprensión del cristianismo
positivo, que siempre acaba en fanatismo muerto (III, 308),
y exige un cristianismo moral y vital. En este sentido Jacobi
se alinea con Lessing, e incluso lo supera: pues si, para el
bibliotecario, la divinidad del Hijo es lo genuino de la reli
gión cristiana e inaugura la segunda época de la religión tri-
512
nitaria, Jacobi, al reducir la religión a espíritu, se coloca un
paso más allá, en una tercera época de la autoconciencia de
la esencia de la religión cristiana.
Pero con todo, la cuestión central sigue afectando al bi-
sustancialismo de naturaleza y espíritu. Porque aquí, en el
postulado de una sustancia espiritual está Ta garantía del éxito
de la moral. No es que el hombre esté condenado por su sus
tancia a ser bueno; pero es imposible que el hombre tome
conocimiento profundo de su espíritu sin triunfar moralmen
te. Hay en la base de Jacobi un cierto socratismo que reduce
la moral a autoconocimiento. Porque además, desde esta con
ciencia de sí, el lugar del hombre —fruto azaroso de la natu
raleza del kantismo— se torna ahora el lugar central designa
do por la providencia (III, 21-23), y la moral, en oposición a
la decisión escuálida atravesada por el mal radical en Kant,
se convierte en un instinto radical hacia el bien —amor, eros,
Liebe— por el que seguimos nuestra naturaleza espiritual. En
tonces vemos cómo el cristianismo sólo puede ser también pla
tónico (III, 298 y cf. III, 446 y ss. 459 y ss.) y místico (III,
437-438), cristales que siempre acaban produciendo esa mi
rada nihilista sobre la realidad sensible.
Tenemos por tanto, como decíamos al principio, a Platón
frente a Kant. Realidad objetiva de las ideas frente a reali
dad subjetiva; ideas regulativas e ideas como objeto de cono
cimiento místico e instintivo; ideas que generan responsabili
dad e ideas que generan convicción, podríamos decir con
Weber, quien siempre emerge como transfondo teórico de cual
quier estudio sobre el irracionalismo. ¿Pero es débil esta di
ferencia? ¿Son las mismas ideas? ¿Mira Kant la realidad sen
sible con ojos de nihilista, negadores? ¿Es la moral de Kant
también la de Jacobi, la de Cristo en la cruz, la de la trage
dia? Sigamos preguntando un poco. ¿Es Kant el filósofo de
la contradicción radical entre naturaleza y voluntad? Sólo el
supuesto de esta contradicción radical nos hace pensar que la
idea de la voluntad moral no tiene base real. ¿Pero se en
cuentra realmente la voluntad en el aire, no a la hora de lle
gar a tener conciencia de sí racionalmente, sino a la hora de
realizarse? ¿No hay entre la naturaleza mecanicista y la mera
ilusión una realidad que Jacobi se niega a reconocer en su
carácter fenoménico, real, humano, positivo? ¿Acaso lo que
media entre el hombre de hoy y la primera manifestación viva
es la lucha por la vida, el combate egoísta, primario? ¿Qué
pasa con todo el esquema de Jacobi cuando introducimos la
513
sustancialidad humana de la historia, esos cuatro o cinco mil
años en que el hombre, junto al egoísmo, ha tenido que desa
rrollar cada vez más amplios resortes de sociabilidad; en que
siempre una mínima conciencia del valor superior de la vida
humana se mezcla con una continua ofensa a la misma? Ca
rece de sustancialidad, dirá Jacobi: es un mero devenir, tiem
po, naturaleza, fenómeno, nada. El nihilismo de Jacobi niega
la historia en tanto que ésta es una parte de la realidad sen
sible. Pero sólo por el olvido de la Historia material, de la
realidad espacio-temporal, es posible mantener la interpreta
ción jacobiana de Kant y proponer como solución alternativa
la que hemos analizado en los párrafos de arriba. En efecto,
la historia humana también es una parte de la historia natu
ral. Ella también está atravesada por la contingencia y el azar.
Podría haber resultado de otra manera. Pero en todo caso este
asunto es menos importante que la cuestión de que la histo
ria tiene una base natural desde la que es explicable, posible,
y real como acción humana ya efectuada y cosificada, sin que
necesitemos proponer una sustancialidad espiritual como su
jeto. Es más, ahora vemos el juego de Jacobi, el juego ele
mental de Hegel: el producto de la historia —las categorías
morales— se eleva a sujeto último de la historia, el final es
puesto al principio, la conquista siempre en peligro elevada a
sustancia: las dimensiones inteligibles, que en Kant son pro
yectos libres, se tornan instinto, espíritu en sí inconsciente
que sostiene la historia providencialmente hacia la realización
consciente de sí.
Pero Kant no da ese paso jamás. No hay predestinacio-
nismo. La noción de providencia sólo funciona plena de sen
tido en la política moral como acción comprometida con la
razón. Lo que parecía una moral responsable en el aire, se
convierte desde el hecho de la historia en una moral con bases
naturales y, sobre todo, con retos históricos. Lo que parecía
una ingenuidad, exigir la acción moral a una voluntad sin na
turaleza, se convierte en una prueba de lucidez: la misma
naturaleza histórica que da bases naturales para el combate
egoísta las da también para el combate moral. La salida no
está en provocar una escisión entre naturaleza y espíritu como
dos sustancias, sino en sacar a la luz el carácter contradicto
rio de la naturaleza cuando se torna histórica: manifestación
del interés, del egoísmo, pero también de la simpatía, de la
cooperación; la solución no es una oposición entre sensibili
dad y razón, sino la conciencia de que la sensibilidad es tanto
514
la que produce la conciencia egoísta del interés en los obje
tos, como la que guía el sentimiento estético que encierra la
consideración de todo hombre como fin en sí en tanto sujeto
de comunicación. Debemos decir que en esta estructura con
tradictoria de la sensibilidad —y de la razón que emerge sobre
ella, racionalidad técnica y moral— reposa el mecanismo de
la historia, la construcción de sociedades, la emergencia de
valores sociales: en la insociable sociabilidad humana.
Pero entonces vemos que la racionalidad y la moralidad
no emergen en nosotros por medio de una decisión volunta-
rista, suspendida en el vacío y siempre violentada por la na
turaleza, aunque la definición de su principio de acción nece
site integrar análisis que simulen indicarlo así. Ambas son
decisiones internas a las que nadie nos fuerza como personas
individuales, pero que la historia siempre nos propone como
una pregunta eternamente repetida, como un reto que sólo
puede desplegarse en la lucha por ser reconocido como hom
bre dentro de un grupo social. Una pregunta, un reto y una
lucha por el reconocimiento como sujeto libre y digno, una
orientación general de la conducta según ciertas máximas,
todo esto no es una sustancia en el sentido de Jacobi. Es his
toria, la dimensión a la que el hombre está condenado como
ser natural, sensible, como está condenado el universo entero
en razón de su esqueleto infinito de tiempo. Pero en esa di
mensión real histórica siempre hay instancias que apoyan tam
bién la dimensión social, lo mismo que siempre existen las
que apoyan una dimensión interesada. Por eso no hay garan
tías de triunfo. Cuando Jacobi exige de entrada una lucha ni
hilista contra todo ámbito de la naturaleza y del tiempo com
prendemos que quiere asegurarse ese triunfo, pero lo paga a
un precio demasiado caro. Podemos refugiarnos cuanto que
ramos en la vida del espíritu, pero los retos a los que nos
condena la historia están ahí, tozudos y reales. El nihilismo
de lo sensible entonces es también la ceguera ante la reali
dad y en cierto sentido una cobardía.
Un kantiano puede pensar que es preferible reconocer que
el combate moral siempre está abierto en la historia; que la
categoría de triunfo carece de sentido en la historia, que toda
la actuación humana se halla sometida al mal radical, y que
cada jugada moral es nueva, libre, nunca condenada al cinis
mo, que no hay ninguna transcendencia divina que la bendi
ga ni ninguna instancia que la sacralice; prefiere pensar esto
que refugiarse en el odio nihilista frente a la sensibilidad o
515
en la ilusión mística del espíritu con la excusa de que así que
dará garantizado el éxito del combate, porque entonces, para
el kantiano, ya no será combate humano ni será real, esto es,
histórico. Frente a este nihilismo, pretenderá desarrollar los
apoyos, pocos o muchos, que ofrezca el continuo evolutivo de
la naturaleza y la historia para despertar en todo organismo
humano ansias de reconocimiento y de otogar reconocimien
to, ansias de autonomía personal y social. Y en este combate
histórico, que tiene como campo de batalla las instituciones
sociales y políticas, la idea moral de autonomía y felicidad
sensible digna regulan el uso de los resultados de la evolu
ción y de la historia. Por eso podemos decir que la morali
dad de Jacobi no es la de Kant, a pesar de todas las confe
siones en contrario del primero. No podía ser la misma desde
el momento en que la primera se basa en el nihilismo de la
sensibilidad y la segunda sólo busca el medio digno de ser
felices con nuestra sensibilidad; desde el momento en que la
segunda tiene su modelo en la pasión de Cristo y la primera
en la Revolución Francesa; desde el momento en que la pri
mera busca una ontologia abierta y fenoménica de la natura
leza y de la historia como devenir, y la segunda sólo se en
cuentra cómoda en una ontologia espiritualista.
Justo este olvido del devenir y de la historia personal y
social está en la base de Jacobi. Olvido de la historia en tanto
que, para él, no es sino mero devenir sin sustancialidad in
trínseca. Quizás esa historia le pareciera a Jacobi demasiado
desorganizada. Kant intentó organizaría como cualquier terri
torio natural, mediante hipótesis regulativas, que en este caso
eran también morales; descubriendo los resortes naturales
para hacer avanzar las instancias de racionalidad. Pero Kant
no pensó que pudiera ser terreno de salvación. La nostalgia
de esa salvación es el mayor peligro frente a toda acción moral
histórica, porque cristaliza tarde o temprano en el más para
lizante escepticismo o en la búsqueda de medios «salvadores»
místicos e intuitivos. Es preciso así desacralizar la historia
en la misma medida en que es preciso desnaturalizarla, pro
ceso y crítica en la que nadie ha avanzado tanto como Weber:
y eso sólo es posible si tomamos conciencia de su carácter
esencialmente contradictorio, a la vez natural y tensado hacia
el ideal, y si aceptamos la responsabilidad de guiar nuestra
realidad política y social hacia el reconocimiento de los acto
res como fines, sabiendo que eso será posible porque la mera
existencia en sociedad produce el valor del reconocimiento hu
516
mano, aunque siempre de manera contradictoria e incoheren
te. Desde esa realidad social básica que ya integra una dosis
de reconocimiento, la acción moral siempre es posible, quera
mos o no, y por eso depende de nuestra mayor exigencia de
reconocimiento y de la mayor conciencia de nuestro valor y
de nuestra voluntad. Mas también por eso nunca será perfec
ta, ni salvadora, porque se construye en una lucha que siem
pre implica contradicción. La salvación, por tanto, sólo está
en no ceder al cinismo.
Para quien no comprende esta esencia de la historia, debe
aparecérsele cualquier situación temporal como unilateralmen
te demoníaca, como algo ciego que no lleva a ninguna parte.
Es la historia, como locura, como el camino de Edipo, el cuen
to de un ciego que guía a otro ciego. Y quien comprenda así
la historia, ¿qué otra cosa puede hacer sino buscar como esen
cial el combate individual, romántico, místico, de su salva
ción personal, posibilitado por una situación social de privi
legio que, cuando se pone en cuestión, genera una concep
ción autoritaria de la política, o se entrega a un héroe que
esté en condiciones de decir: «Jetzt, binn ich der Führer»?
Quien no comprenda la historia como una estructura abierta
y dependiente en cierta medida de la responsabilidad huma
na, pedirá a gritos una providencia ante el menor suceso que
contraríe su situación privilegiada. Porque quien garantiza esa
materialidad privilegiada en la que una individualidad con
creta se reconoce es nada menos que el espíritu. Al reducir el
antropocentrismo, y al formular su ideal de dependencia res
pecto de Él, Jacobi elige un mundo sin más peligros que los
de su propia locura sensible, pero que en todo caso permite
encogerse de hombros en ese momento clave en que se reco
noce que otro, sea Dios, partido, Führer, Estado o Yo, carga
con la responsabilidad de mi salvación. Una responsabilidad
que, Kant nos recordará, pertenece sencilla y exclusivamente
al hombre, a cada hombre, y a su voluntad. O pertenece a él
o no debe pertenecer a nadie.
De ahí la actitud coincidente de Jacobi y del idealismo de
Schelling y de Hegel: su crítica a Kant, emergida desde la
incapacidad de asumir la lucidez que representa tener con
ciencia de ser el único animal que se comprende como natu
ralmente azaroso y, sin embargo, como obligado moralmente a
purificar la obra de ese azar en la historia, es también la crí
tica de los idealistas: una providencia, una providencia real,
absoluta, gritan todos a coro. Y con ellos los que no sopor
517
tan esa impotencia natural al hombre para dominar radical
mente y hasta sus últimos pliegues su historia personal, para
ser felices con la sensibilidad, para comprender y dominar la
historia de Europa, y justo por eso aspiran a una salvación
radical como sólo podría ofrecerla Dios. Pero no sólo habla
mos ya de idealismo. Providencia y nihilismo, afirmación mís
tica del espíritu y devaluación interiormente sentida de lo con
creto y real, platonismo del Ser y rechazo del devenir, cristia
nismo y olvido de la historia material, individualidad trágica
y filisteos materialistas, héroes y masas, genios estéticos y
obreros del entendimiento; todos estos pares de conceptos, que
configuran la estructura del pensamiento de Jacobi, iban a
constituir el esqueleto del siglo xix, de la cultura de la época
burguesa, ya sea desde la defensa o desde la crítica, ya sea
desde Schopenhauer y Kierkegaard, ya sea desde Nietzsche o
Thomas Mann. Lo que he pretendido defender en este libro
es que sin Jacobi resulta difícil hablar de esta tradición. Por
que resulta difícil hablar de las cosas sin conocer sus oríge
nes y curar las enfermedades sin conocer las causas. Hoy,
cuando parecemos salir del último brote de esta enfermedad
endémica del pensamiento europeo, consustancial con él a lo
largo de toda la contemporaneidad, tenemos que recordar esta
historia de los orígenes del irracionalismo filosófico alemán.
Parafraseando a Weber, tenemos que hacernos viejos como
el diablo, ponernos a su altura, y mirarle a la cara frente a
frente y sin miedo. Los que intentan exorcizarlo con el viejo
y hueco amuleto, los que se limitan a gritar «¡Ilustración, Ilus
tración!», deberían saberlo.
518
BIBLIOGRAFÍA
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524
ÍNDICE
I ntroducción ............................................................................. 11
1. El objetivo de este tr a b a jo ..................................................... 11
2. Sobre el método de este trabajo .......................................... 18
3. Los capítulos de este trabajo ................................................. 20
525
3. El desenlace real y el desenlace p re v isto ............................. 162
4. La recomposición de los personajes en la segunda
novela; Woldemar .................................................................. 164
5. La copia y el arquetipo ......................................................... 166
6. Kunstgarten ............................................................................. 173
526
Capítulo Vili. La teoría de los instintos
COMO RESORTE DE LA REORGANIZACIÓN HISTÓRICA . . . 429
1. De la política a la antropología ...................................... 429
2. Allwill y la teoría del instinto ........................................ 441
3. Woldemar y la reconstrucción de la teoría
de los instintos como teoría del genio ............................. 449
Capítulo IX. Conclusión : n ih ilism o , especulación
Y CRISTIANISMO
527
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17 J a v ie r S A N M A R T ÍN
El se n tid o de la filo s o fía del hom bre
18 V ic e n te M U Ñ IZ R O D R ÍG U E Z
In tro d u c c ió n a la filo s o fía d e l lenguaíe.
P roblem as o n to ló g ic o s
P resen ta ció n d e Enrique Rivera d e Ventosa
19 P a tric io P E Ñ A LV E R
Del E s p íritu al Tiem po.
Le ctura s de E l Ser y el Tiempo de H eidegger
20 F e lip e M A R T ÍN E Z M A R Z O A
R eleer a K ant
21 J o s é M.» G . G Ó M E Z -H E R A S
El a p rio rí de l m undo de la vida.
Fundam entación fen om e nològica
de una é tic a de la cie n cia y de la té c n ic a
22 A le x is P H IL O N E N K O
S chopenhauer. U na filo s o fía de la tra g e d ia
Traducción d e G e m m a M u ó o z-A lo n so L ó p e z
R evisió n d e Inm a cu la d a C órdoba R o d ríg u ez
23 C a rla C O R D U A
El m undo é tic o . Ensayos sob re la esfe ra d e l hom bre
en la filo s o fía de H egel
24 F é lix D U Q U E
Los d e s tin o s de la tra d ic ió n .
F ilo s o fía de la h is to ria de la filo s o fía
25 D ie g o S Á N C H E Z M E C A
En to m o al superhom bre.
N ietzsche y la c ris is de la m odernidad
26 J o s é L. V IL L A C A Ñ A S B E R L A N G A
N ihilism o, esp eculación y c ris tia n is m o en F.H. Jacob!.
Un ensayo sob re lo s o ríg e n e s del irra c io n a lis m o
con tem p orán eo
Próxima aparición
Ig n a c io IZ U Z Q U IZ A
G eorge S antayana o la iro n ía de la m a teria
A n d ré s M A R T ÍN E Z L O R C A (C oord.)
Ensayos sob re la filo s o fía en al-A ndalus
J u a n D a v id G A R C ÍA B A C C A
Nueve grandes filó s o fo s contem poráneos y sus tem as