Villacañas, J. (1989) - Nihilismo, Especulación y Cristianismo en F. H. Jacobi. Un Ensayo Sobre Los Orígenes Del Irracionalismo Contemporáneo. Barcelona, España - Anthropos-Universidad de Murcia

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NIHILISMO, ESPECULACION

Y CRISTIANISMO
EN F.H. JACOBI
AUTORES, TEXTOS Y TEM AS
FI LO SO FíA
C o le c c ió n d ir ig id a p o r J a u m e M a s c a r ó

26
José L. Villacañas Berlanga

NIHILISMO, ESPECULACIÓN
Y CRISTIANISMO
EN F.H. JACOBI

E n sa y o so b re lo s o ríg e n e s
del irra c io n a lis m o c o n te m p o rá n e o

I ED ITO R IAL DEL HOMBRE

jg j UNIVERSIDAD DE MURCIA
Secretariado de publicaciones
Nihilismo, especulación y cristianismo en F. H. Jacobi:
Un ensayo sobre los orígenes del irracionalismo
contemporáneo / José L. Villacañas Berlanga. —
Barcelona: Anthropos; Murcia: Universidad de
Murcia, 1989. — 527 pp.; 20 cm. — (Autores, Textos y
Temas / Filosofía; 26)
Bibliografía, pp. 519-524
ISBN: 84-7658-176-9

1. Jacobi, F. H. — estudios y crítica


2. Irracionalismo
1 Jacobi, F. H.
165-61

Primera edición: octubre 1989

© José L. Villacañas Berlanga, 1989


© Editorial Anthropos, 1989
Edita: Editorial Anthropos. Promat, S. Coop. Ltda.
Vía Augusta, 64, 08006 Barcelona
En coedición con el Secretariado de Publicaciones
de la Universidad de Murcia
ISBN: 84-7658-176-9
Depósito legal: B. 22.265-1989
Impresión: Ingraf. Badajoz. 147. Barcelona
Impreso en Españí\-Printed in Spain

T o d o s los d e re c h o s r e s e rv a d o s . E s ta p u b lic a c ió n no p u e d e se r re p ro d u ­
c id a , ni en to d o n i en p a rte , n i re g is tr a d a en , o tr a n s m itid a p o r, u n s is ­
te m a d e re c u p e ra c ió n d e in fo rm a c ió n , en n in g u n a fo rm a ni p o r n in g ú n
m ed io , se a m ecán ico , fo to q u ím ic o , e le c tró n ic o , m a g n é tic o , ele c tro ó p tic o ,
p o r fo to co p ia, o c u a lq u ie r o tró , sin el p e rm is o p re v io p o r e s c rito de la
e d ito ria l.
Es para mí cada vez más claro que la mera reli­
gión de la razón es una pura idolatría que se
tiene que encaminar necesariamente hacia el ateís­
mo. El Dios de los deístas no es sino la razón
humana idolatrada, su ideal. La razón humana
diluida en su elemento es la nada. Su ideal, por
consiguiente, es la nada. Esto es una monstruo­
sidad evidente. Lo mismo sucede con la virtud
de la mera razón. Su ideal es el egoísmo puro, al
que Dios mismo se somete, teniendo que quedar
fuera de ella. Nosotros no podemos llegar a ser
como Dios. No debemos convertirnos en el dia­
blo. ¿Qué nos queda sino ser jóvenes cristianos?
Amor, creencia y obediencia; este es el gran me­
canismo por el que debemos llegar a la libertad,
a la verdadera vida.
(Jacobi a Buchholz,
19-5-1786, N. 81-82)

Nadie tiene un Dios [...] y nadie puede llegar a


tenerlo, sino el que ha nacido a 1 en sí mismo,
aquel en cuyo pecho Dios llegó a ser hombre por
primera vez.
(A Herder,
AB, II, 252)
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AGRADECIMIENTOS

La lista de personas que desearía recordar al dar a la luz


este ensayo es numerosa. En principio, esta investigación fue
posibilitada por una Beca del CSIC. El trabajo fue amable­
mente avalado por el Dr. Artola, a quien ahora agradezco la
confianza al aceptar la tutoría del mismo. La mencionada beca
me permitió investigar un año en la Universidad de Mainz.
Quiero en este sentido agradecer a los Profs. G. Funke y R.
Malter las facilidades que me ofrecieron para realizar mi labor,
así como las sugerencias que me brindaron. En una versión
aproximada a la que ahora edito este trabajo fue presentado
como investigación para la Cátedra de Metafísica de Sevilla.
Quiero agradecer en este contexto a los Profs. José Jiménez y
Laureano Robles el apoyo que me brindaron. Posteriormente,
este ensayo tuvo ocasión de ser juzgado por los Profs. E.
Lledó, R. Valls, F. Jarauta y M. Falgueras. Todos ellos me
hicieron observaciones y me animaron para que este trabajo
fuera publicado. Desde aquí les expreso mi agradecimiento.
El conjunto de circunstancias que han acompañado la vida
de este trabajo resulta, de este modo, inolvidable. Por eso me
permito la debilidad de recordarlo ahora. Posteriormente de­
searía agradecer a Javier Benet, Román García y Carlos Con­
chillo su valiosa ayuda en la preparación del texto definitivo.
Antonio Villacañas, con la cariñosa atención que le es habi­
tual, también puso su tiempo para que el texto quedara mejor.
Sin todos ellos este trabajo sería menos claro y preciso de lo
que es. Una de las pocas cosas que mantienen vivo a un pro­
fesor es la atención que le dispensan sus alumnos. Quizás
ellos no sepan hasta qué punto. En este sentido mis alumnos
de la Universidad de Murcia han sido generosos, y desde aquí
deseo devolverles la atención.

Onteniente 5 de julio de 1988


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INTRODUCCIÓN

1. El objetivo de este trabajo

La obra de F.H. Jacobi ha tenido escaso eco entre los


investigadores españoles, quizás alejados de ella por el pre­
juicio de misticismo e irracionalismo con que la tradición la
ha presentado. Hoy, sin embargo, se alza para los estudiosos
de la filosofía clásica alemana como un punto de referencia
clave para entender la lógica de los problemas centrales de
ese período, y como punto de partida para al menos dos nú­
cleos de cuestiones fundamentales: la exigencia de un pensa­
miento de lo absoluto y la exigencia de un pensamiento sobre
y desde la existencia humana, en general, y la existencia cris­
tiana, en particular. La evidencia de que en sus escritos ger­
minan las intuiciones básicas de todo pensar especulativo y
existencial, se va abriendo paso poco a poco. La condición
necesaria para ello es destruir la imagen tenebrosa del Jacobi
inquisidor, criptocatólico y reaccionario, para recuperar la rea­
lidad genuina de su pensamiento, sin duda auténticamente trá­
gico, lleno de vida, dolor y angustia, siempre en lucha contra
la enfermedad que corroe a su autor. Sólo desde una nueva
valoración general de su obra y de su influencia podemos se­
guir el consejo convencido de Hegel de ponerlo a la altura de
Kant como elemento dinamizador del despliegue de la filoso­
fía clásica alemana. Y más concretamente: sólo tomando en

11
serio la obra de Jacobi, sin filisteísmos hipócritas ni escánda­
los fingidos, podemos comprender el dolor del mundo que
constituye la esencia del problema especulativo, la carne y san­
gre de esa filosofía tan aparentemente lejana de la existencia
humana. Sin Jacobi, por lo demás, eso que se llama Idealis­
mo no hubiera encontrado la falsa razón que le condujo más
allá de Kant. Sin la crítica de Jacobi al criticismo, éste no se
hubiera trascendido nunca. Sin las intuiciones originarias de
Jacobi, el hegelianismo no hubiera encontrado las intuiciones
originarias con las que hacer su basamento.
Pero ante todo, en sí misma, la obra de Jacobi es un do­
cumento de primera importancia para la historia de las Ideas,
como testigo y representante de la burguesía renana aliada
de la nobleza no prusiana, como formadora de los ideales vi­
tales, políticos y filosóficos de esa clase, como modelo y guía
para valorar los acontecimientos centrales de la historia de la
Humanidad de finales del siglo xviii y principios del xix. Re­
conocer y comprender este papel fundamental de Jacobi en
la historia cultural de Alemania, y por tanto de Europa, sig­
nifica también dotar al idealismo alemán de los referentes so­
ciales, culturales y políticos que lo acogen, y estar en condi­
ciones de diagnosticar su papel en la lucha ideológica conti­
nua y en el uso de las ideas siempre renovado que atraviesa
la historia moderna.
Pues bien, al dar a conocer esta obra al público de habla
castellana, pretendo cumplir buena parte de los objetivos
apuntados en el párrafo anterior. En este sentido se puede
decir que el presente trabajo no está cerrado. Pero tampoco
es ya un trabajo abierto. Fuera de él quedarán cuestiones su-
gerentes y necesarias para redondear nuestra imagen de Ja­
cobi. Una historia del pensamiento alemán y europeo del siglo
X IX no puede dejar pasar sin estudio el papel de Jacobi en la
corte de Baviera, sus relaciones con la política pro austríaca
y antiprusiana de ese reino, su ideario al frente de la Acade­
mia de las Ciencias,* sus vínculos con los círculos católicos
de Sailer y Corres,^ el sentido político e ideológico de su po­
lémica con Schelling, a cuyas relaciones con Jacobi no podre­
mos dedicar aquí la atención que merecen, pero que ha en­
contrado en otros trabajos.^ Fuera de nuestro estudio queda
también el papel de Jacobi en el origen del romanticismo,
sobre todo su relación con Jean Paul Richter y F. Schlegel,
asiduos confidentes y corresponsales de Jacobi, quien es para
ellos el mejor bastión en su lucha contra la filosofía de Fich-

12
te, tema que aún espera un estudioso, como ya reconoció
Heimsoeth en su Fichte^ y como ha recordado más reciente­
mente Hammacher en su libro dedicado a Jacobi.^ Fuera que­
darán las relaciones de Jacobi con Fries, de tanta importan­
cia para comprender sus relaciones con la filosofía de Kant:
que Fries fuera kantiano y jacobiano a la vez muestra a las
claras la continuidad de la voluntad de Jacobi de aproximar­
se cada vez más a los planteamientos kantianos mediante la
adopción de sus puntos de vista, principios y vocabulario, ex­
cepto en el punto clave donde se concretan todas las diferen­
cias: la validez y la realidad objetiva de lo espiritual. Tam­
bién queda fuera de nuestra aproximación una historia efec-
tual de Jacobi más allá de la filosofía clásica alemana. Las
sugerencias de Verra^ sobre las conexiones de Jacobi con Kier­
kegaard, o de Bollnow^ sobre los antecedentes de la filosofía
de la vida en Jacobi, son hilos conductores que debería acep­
tar cualquiera que se dispusiera a ese empeño, para el que
serán de excelente ayuda algunos capítulos de la obra de Zirn-
gielb® y Homann.’
Quizás el lector se pregunte qué resta después de todo eso.
¿Por dónde entrar en Jacobi desde una perspectiva interesan­
te, que no se limite a exponer y resumir sus obras cronológi­
camente? (el libro de Verra es inmejorable a este respecto).
Al fin y al cabo Heraeus ha escrito un buen libro sobre Jaco­
bi y el Sturm und Drang,'® Nicolai ha dejado sin el menor
secreto la relación entre Jacobi y Goethe," Knoll y Ollivetti
han atendido con igual éxito las relaciones de Jacobi y Ha­
mann,'^ y Hammacher ha estudiado en dos sugerentes libros,
entre otras cosas, las filosofías de Jacobi y Hemsterhuis:*^
Philonenko, por su parte, ha escrito una crónica completa del
enfrentamiento con Kant a raíz de Was heißt. y Verra in­
cluye en su libro un excelente capítulo sobre las relaciones
de Jacobi con el idealismo.'® Y se tiene la idea de que Jacobi
apenas es alguien con independencia de estas polémicas.'® Sin
embargo, quizás lo que constituye la novedad de mi punto
de vista es que Jacobi es alguien no con independencia de,
pero sí a través de todas esas polémicas, y lo es justo porque
ya era alguien cuando comenzó con Wieland su carrera como
intelectual, la que habría de llevarle a ser el mejor represen­
tante de los compromisos ideológicos de su clase, una pers­
pectiva que no deseo olvidar como historiador de las ideas.
Entre todas estas relaciones y polémicas no hay una suce­
sión discreta, sino una línea continua, un plan, un proyecto.

13
una dirección y, sobre todo, una voluntad de ser coherente y
significativo para y desde su mundo, que Jacobi mantendrá
firmemente a lo largo de su vida. Por eso, lo que dijimos acer­
ca de no estudiar su praxis como presidente de la Academia
de las Ciencias de Baviera, su relación con el Romanticismo,
etcétera, apunta a reales imperfecciones de este trabajo que
deberán subsanarse, porque todos esos elementos son esen­
cialmente significativos en el proyecto general y orgánico del
pensamiento de Jacobi.
¿Qué proyecto es ese? ¿Qué línea continua atraviesa toda
esta serie de pugnas dialécticas con sus contemporáneos? Ante
todo un proyecto de coherencia vital construido desde la acep­
tación de ciertos prejuicios (Vorurteile) Jacobi tiene una po­
sición inaugural dentro de la historia de las ideas porque es
el primer pensador consciente de que su propia posición re­
posa sobre prejuicios a modo de principios extrateóricos, ele­
mentos a priori materiales y plenos de contenido, en los que
ya se da un presentimiento de la finalidad general a la que
tiende su pensar, que integran una predeterminación y una
teleología íntima que sólo al final del proceso del pensar queda
revelada en toda su dimensión y plenitud.*’ Pues bien, si tu­
viera que decidirme por su último prejuicio, diría que es el
nihilismo de la naturaleza sensible, su negación como reino
autónomo de sentido, o más platónicamente: el prejuicio de
la estabilidad, del valor del ser frente a la mera apariencia
del devenir. Pero estabilidad, ser y paz a todos los niveles:
personal, social, económico, religioso, familiar, amoroso. Los
mismos procedimientos sobre los que reposa el orden estable
de la personalidad deberán aplicarse para la configuración del
orden estable de la sociedad y de la historia. Pero para ello
debemos denunciar como Nada sin valor toda sensibilidad,
todo afecto concebido como pasión (Leidenschaft), porque en
su misma esencia es un reino que no permite principios in­
manentes de estabilidad. El nihilismo se convierte en un pen­
samiento que es síntoma de una impotencia para dominar y
ordenar una naturaleza pasional que se ha «desnaturalizado»,
en el sentido rousseauniano, como consecuencia de una prác­
tica moral burguesa en la que el hombre no modera sus afec­
tos a cambio de otros afectos, sino que los somete y los anula
por una autoridad sagrada y deshumanizada cuyo símbolo so­
cial es la propiedad y la producción de capital. La aceptación
y la interiorización de esa práctica moral burguesa, legitima­
da porque está destinada a destruir un mero fantasma, una

14
nada, la pasión sensible sin valor, es el prejuicio más profun­
do de Jacobi. Pero prejuicio ahora en el sentido más origina­
rio del término, como representación con la que vive Jacobi,
sin elevarla nunca a juicio, como elemento inconsciente que
guía su vida hasta la obtención de esa estabilidad soñada.
Efectivamente, hay que decir, como en Kant, que en la
moralidad reside el punto de vista desde el que hay que juz­
gar el pensamiento de Jacobi en su totalidad. El problema de
la estabilidad moral —que se concentra en el problema de la
ética, de la formación de un ethos, del carácter como reali­
dad individual estable— tras la aceptación del nihilismo de
toda sensibilidad, ese es el punto de partida del pensamiento
que vamos a estudiar. El punto de llegada, una interpreta­
ción del cristianismo que implica, genera y determina la gé­
nesis del movimiento especulativo, que no es sino una refle­
xión sobre la posibilidad de racionalizar el cristianismo como
elemento básico de la verdadera manifestación de la subjeti­
vidad espiritual consciente de sí misma.
Nihilismo de la sensibilidad, cristianismo, especulación a
partir de la definición de la noción de espíritu, recuperación
del providencialismo teocrático, estos son los temas centrales
que atraviesan la propuesta de Jacobi. Ciertamente que esta
serie no puede entenderse sin otro elemento: el de la creencia
(Glaube). Pero haríamos mal en considerar esta creencia como
la fe cristiana positiva, ortodoxa, como un fideísmo que acep­
ta la autoridad de la Iglesia o la de alguien ajeno al propio
sujeto que la propone y la vive. No estamos ante una fe en
los dogmas. Su fe, su creencia, trata de una relación entre
espíritu infinito y finito entendida en términos de diálogo entre
un Tú y un Yo, entre dos personas, dos individuos; una creen­
cia perfectamente filosófica, definida y únicamente alcanza-
ble desde una filosofía. Y si esta posición la reconoce Jacobi
como no-filosofía, eso se debe a que es el punto final de toda
reflexión, de toda lógica antigua; pero, por eso mismo —y este
es un tema kantiano—, se convierte en un puro palpar intui­
tivo de la realidad. Viendo las cosas con objetividad, es pre­
ciso decir que si Jacobi llamó No Filosofía a su teoría se debía
a una fijación en la antigua lógica y el antiguo racionalismo,
que le impidió desplegar una lógica diferente como la exigida
por las relaciones entre lo infinito y lo finito, a saber, una
lógica especulativa. Confundió su propia incapacidad con una
imposibilidad. Pero eso no impide decir que su Glaube inte­
gra en el fondo el mismo germen especulativo que sirve de

15
punto de partida a la Doctrina de la ciencia de Fichte o a la
filosofia de Hegel: el misterio de la unión real de lo infinito y
lo finito. Por eso todo el idealismo posterior deseará demos­
trar que lo que Jacobi considera imposible se ha hecho en
ellos real, que donde parecía que sólo podía hacer pie la creen­
cia, se ha desplegado el suelo del saber. Pero lo que interesa
mostrar es que ese germen especulativo común surge de ma­
nera directa y precisa desde la problemática del nihilismo de
la realidad sensible y de su racionalidad como heterónoma,
infundada y finita. El idealismo será el primer intento de su­
perar el nihilismo de Jacobi, ciertamente; pero intenta supe­
rarlo una vez aceptada la premisa nihilista propiamente dicha,
dejando atrás para siempre la afirmación luminosa, positiva
e inmediata de la realidad sensible que nos propone la filoso­
fía trascendental kantiana. El problema de superar a Kant,
básico de la filosofía clásica alemana, tiene entonces el su­
puesto común de aceptar la denuncia de la realidad sensible
como mera apariencia, esto es, la interpretación nihilista del
Erscheinung, que propició Jacobi en 1787. Esta denuncia es
el punto de partida del despliegue de la filosofía del siglo xix,
tanto de la vertiente que lleva a Hegel como de la que lleva a
Schopenhauer.
En efecto, en toda esa batalla el blanco común fue Kant
el único que había realizado un ejercicio del pensar que, a
partir de la segunda edición de la KrV, se proponía como
punto de partida la negación del nihilismo fenomenalista y
subjetivo, típico de una interpretación falsa de la realidad em­
pírica; el único también que quería construir una racionali­
dad finita como razón que trabaja la sensibilidad. Lo más in­
genioso de ese ataque, que con tanto cuidado planeó Jacobi,
fue definir la estrategia del Tu quoque: negándose a aceptar
la suprema clarificación del pensamiento kantiano que se pro­
duce a partir de la primera edición de la KrV, obligando a
Kant a permanecer atado a las expresiones fenomenalistas que
hacían del fenómeno mera representación, Jacobi sólo tendrá
que decir: «Kant es el auténtico nihilista porque se queda eri
ese fenómeno ilusorio como única realidad accesible al hom­
bre, y se niega a reconocer al espíritu como lo absoluto. Yo,
Jacobi, al negar precisamente el fenómeno, niego la nada y
doy un firme paso para que brille la auténtica realidad del
espíritu». Se comprenderá ahora por qué he puesto tanto én­
fasis en defender el realismo empírico de Kant en anteriores
trabajos: porque se trata de rechazar la interpretación nihi­

16
lista del fenómeno, de rechazar el punto de partida y la pre­
misa de todo idealismo especulativo.
A partir de Jacobi, el idealismo aceptó su planteamiento
antikantiano y quiso ir más allá del fenómeno, buscar el fun­
damento explicativo y constructivo de su existencia, la fuente
de su realidad o de su sentido, el principio de la sustanciali-
dad que Jacobi negaba, y que Kant le otorgaba en sentido
empírico de manera inmanente. El idealismo, por tanto, bus­
caba reconciliarse con el fenómeno y con lo inmediato, pero
por un camino que se alejaba tanto más de él cuanto más
parecía acercarse. Éste, que era el auténtico problema, se dis­
frazó de otro mucho más técnico que sólo adquiere valor como
síntoma: el rechazo de la filosofía de Kant porque no era el
auténtico sistema; esto es, porque no integraba ningún fun­
damento incondicionado de lo fenoménico. A partir de este
planteamiento, Jacobi y el idealismo unen sus caminos, oscu­
ra, secreta pero férreamente: ambos aceptan contra Kant una
subjetividad infinita y se enfrentan a un único problema, el
de su relación con el sujeto finito. Idealismo y Jacobi, así veo
las cosas, se diferencian en que mientras que el segundo plan­
ta ahí los mojones de la frontera de la razón y eleva como
guardiana la esfinge milagrosa y enigmática de la creencia, el
idealismo acepta el reto de racionalizar esa relación y mos­
trar su lógica. El objeto de la filosofía será el mismo en
ambos: sólo que para uno la filosofía acaba autonegándose
dada la incomprensibilidad de ese objeto, mientras que para
los idealistas es preciso empezar a entender la filosofía como
justamente esa visión de la subjetividad finita que es tam­
bién y propiamente la visión de la subjetividad infinita. En
todo caso, el enemigo siempre será Kant, que sólo desea ha­
blar del mundo desde esa subjetividad finita que se sabe tal.
Pero no hay que olvidar que este problema surge desde la
voluntad ética de Jacobi, ámbito de su pensamiento que le
da fuerza y vida. Y deberíamos preguntarnos hasta qué punto
ese primado de la ética, de la construcción del carácter, sigue
vigente en los motivos del idealismo, sobre todo en su perío­
do de Jena. Pero estas son preguntas lejanas, sólo produci­
das por la constatación en Jacobi de la carne y la sangre his­
tóricas de los orígenes del pensamiento especulativo, de la re­
ferencia a la vida que de manera continua entreteje los
problemas de un hombre, de un ambiente, de una clase y de
una época, con los problemas y planteamientos más abstrac­
tos que jamás hayan ocupado a mente humana desde Platón,

17
como son de hecho los del nuevo idealismo. Ciertamente que
esa constatación deberá mostrarse a lo largo de este trabajo,
mientras que sus relaciones con el idealismo sólo podrán
apuntarse. Pero deseo dar a este estudio sobre Jacobi un ca­
rácter preparatorio. Constituye, junto con los dedicados a
Kant, el elemento básico sin el que sería imposible desplegar
una investigación que altere nuestra visión del idealismo hasta
acabar con algunos rasgos básicos de esta etiqueta histórica.

2. Sobre el método de este trabajo


Después de apuntar brevemente el objetivo del trabajo, per­
mítaseme unas palabras sobre el método. Jacobi pertenece a
los autores que, como Rousseau, han repudiado toda separa­
ción entre su obra y su vida, y es sabido que estos autores
integran dificultades metodológicas que están ausentes en au­
tores como Hegel o Kant. Cuando Hegel habla del amor o de
la muerte, apenas cabe la tentación de poner sus textos en
relación con vivencias y sentimientos personales. Tampoco
cabe esa tentación cuando Kant habla de la unidad analítica
de conciencia. Pero Jacobi deseaba que se le entendiera como
si sus textos y su vida estuvieran perfectamente unidos y los
primeros hablaran de la segunda. Cuando Starobinsky inicia
su magnífico libro sobre Rousseau nos dice;

Con razón o sin ella, Rousseau no ha aceptado separar


su pensamiento y su individualidad, sus teorías y su destino
personal. Hay que tomarle tal y como se nos da, en esta fu­
sión y en esta confusión de tal existencia y de la idea. Nos
vemos conducidos así a analizar la creación literaria de Jean
Jacques como si representase una acción imaginaria, y su
comportamiento como si constituyese una ficción vivida.^®

El caso de Jacobi, empapado de la misma sensibilidad, es


muy semejante. Pero mi solución metodológica va a ser dife­
rente de la que propone Starobinski: nada de confusión de la
vida y la obra, nada de considerar la vida de Jacobi como
una ficción. Yo no sé nada de la vida de Jacobi. No explico
los textos por la vida ni la vida por los textos. Siempre los
textos por otros textos, las palabras por otras palabras, las
ideas por otras ideas. No me interesa su vida, sino lo que él
escribió sobre la vida, independientemente de que fuera la
suya o la de un personaje. Reposo entonces sobre la convic­

18
ción de que el discurso es inteligible por sí mismo porque
transparenta la vida de tal forma que podemos prescindir de
la referencia a ella.
Desde los textos sobre la vida a los textos de la especula­
ción: esa es la dirección de mi trabajo, que denota así una
voluntad de marcar las dependencias carnales, los padres te­
rrenales de la especulación, de esas vírgenes del pensamien­
to, como Hamann llamaba a los conceptos puros. Ese cami­
no es una serie continua, de igual forma que los textos hege-
lianos sobre el dolor, el amor, la muerte, la desesperación o
la mirada pacífica de la filosofía constituyen también una
serie. Creer que Jacobi habla de su vida es un error cuya sus­
tancia reside en olvidar que se está hablando con categorías
filosóficas y en elevar a único dato importante la fecha en
que esas categorías se usan como válidas para una persona
en concreto. Trazar esa serie continua de textos es defender
la unidad categorial de la experiencia de Jacobi más allá in­
cluso de su unidad vital. Esa tesis le da a este trabajo su
lugar en la bibliografía.
Por eso estamos obligados a mostrar la íntima relación
entre diferentes tipos de documentos y textos que no siempre
se han reconocido como filosóficamente relevantes. La filoso­
fía también penetra todos esos textos porque para Jacobi fi­
losofía es expresión, vocalización de la existencia. Ahora bien,
lo no textualizado, lo no escrito, no está filosóficamente vivi­
do, y queda allí en una vida opaca, reacia a la exégesis, eter­
namente carente de la palabra que le haga objeto de com­
prensión y de valoración por nuestra parte. Pero por eso es
síntoma de realidad poderosa y no dominada, frontera de todo
nihilismo: pues sólo se niega aquello de lo que se habla. Lo
que se quiere olvidar, eso es lo que nos persigue. El supues­
to básico de mi posición es que la menor reflexión sobre la
vida, si se expresa en palabras, está ya cargada teóricamen­
te, porque la palabra se independiza en una vida propia que
rechaza y supera el estrecho reino del suceso. Por tanto aquí
hablarán por igual novelas, cartas y obras filosóficas. Jacobi
pensaba que esa era su misión: desvelar la existencia, descri­
birla. Buscó ansiosamente esa finalidad con la idea de encon­
trar por fin una realidad que poder describir con la palabra
Ser, con la palabra Paz. Por eso, lejos de usarlo para hacer
psicología, debemos ver en todo texto un retazo teórico de la
comprensión de la existencia que el autor nos propone, un
fragmento de la teorización global que quiere construir. Y en

19
la medida en que esos textos son recibidos y acogidos por su
entorno como iluminadores de los problemas de los hombres
que los leen, se transforman no en documentos de una subje­
tividad, sino en expresiones que representan la teorización de
una época y de una clase, y sus palabras son entonces las
que constituyen el ser histórico de esa clase y de esa época.
Es preciso recoger ese reto desde el distanciamiento, desde
la crítica a la teorización que el filósofo nos ofrece de su exis­
tencia. Hay que interpretar su texto como uno más dentro de
los posibles, sus palabras como unas más a la mano para
exponer el mismo objeto, su filosofía como el reflejo de una
decisión que podía ser alterada. También tenemos que pre­
sentar una alternativa al propio texto de Jacobi que describi­
mos y que incluso debería albergar aquello de lo que él no
habla. La interpretación subjetiva, la que el autor Jacobi cree,
vive y dice, debe enmarcarse y transparentarse en el claros­
curo de la interpretación objetiva —que no es a su vez sino
la mía propia y subjetiva—, de tal forma que mi texto, el texto
de mi trabajo, sea otra forma de decir y de exponer filosófi­
camente lo que Jacobi dice y expone. El hecho de que Jacobi
exp>onga su vida es algo insalvable pero insignificante; no le da
derecho a nada frente a nosotros, que no hacemos otro texto
porque conozcamos mejor su vida, sino p>orque no nos creemos
sus palabras, porque las alteramos, ponemos otro sentido en
ellas. Todas las palabras, incluso las de dolor, enfermedad,
ansiedad, desesperación y sus contrarias, tan frecuentes en
Jacobi, incluyen una interpretación por el mero hecho de es­
cribirse lindando con otras, acompañando a otras. El juego
infinito de la literatura consiste en poder alterar esta compa­
ñía creando otro sentido. A eso aspira realmente este trabajo:
no a una objetividad falsa como sería exponer la verdad vital
de Jacobi, sino a una objetividad auténtica: convencer al lec­
tor de que, en la valoración y teorización que Jacobi ofrece de
la existencia, hay una visión sesgada, unilateral, olvidadiza
de ciertos textos antiguos y, en esa medida, cobarde. Nosotros
no tenemos una mejor memoria de su vida. Pero tenemos
delante mejor que él una copia completa de sus escritos.

3. Los capítulos de este trabajo

Voy a exponer muy brevemente el tema y la relación de


los diferentes capítulos de este trabajo. El primero habla de

20
la experiencia de la filosofía en Jacobi, por lo que también
podría llamarse experiencia y filosofía. Recojo aquí la idea que
tiene el propio autor sobre la esencia de la filosofía y, por
tanto, creo que constituye el punto de partida para decidir
desde qué perspectiva deseaba ser comprendido y estudiado.
La tesis fundamental es que la filosofía es esencialmente una
dialéctica de la personalidad, siempre ascendente hacia la con­
quista del Ser, de la estabilidad, de la paz, atravesada por
momentos de total desesperación, que marcan las etapas de
esa dialéctica y que, por eso, sólo emergen como tales desde
la superación de continuos espejismos, cuyo desenlace es la
valoración como Nada del ámbito de realidad que se queda
atrás superado.
En el segundo capítulo ofrezco la carne de esta estructura
dialéctica en los textos del propio Jacobi, demostrando que
esa teoría de la filosofía es una teorización, una reflexión po­
sible sobre la propia existencia. Pero al mismo tiempo doy
textos que, aunque Jacobi después olvidó interpretar y poner
en primer plano de su filosofía, nos darán a nosotros las cla­
ves para interpretar su filosofía desde otro ángulo, desde otras
palabras. Es así como el texto paralelo de interpretación ob­
jetiva, que vamos creando al compás de las palabras de Ja­
cobi, tendrá verosimilitud; esto es, podrá ser también un texto
sobre Jacobi y sobre su teoría. En efecto, por mucha unidad
que el autor quiera poner en su obra, siempre existirán unos
textos elevados a interpretación pública, oficial, y otros que
sólo parecen ser manifestaciones inocentes de otros aspectos
de la existencia. Nuestro método obliga a ponerlos en pie de
igualdad y ver qué se sigue si estos textos «privados» devie­
nen públicos, esto es, si el autor se atreviera a ponerlos en el
centro de su pensamiento, de su recuerdo y de su teoría.
El tercer capítulo es importante porque propone esos tex­
tos «oficiales» de interpretación, frente a los que iremos pro­
porcionando sugerencias desde textos «privados» acerca de
temas o asuntos cercanos. En este tercer capítulo hablo de
las novelas, de Allwill y Woldemar en sus primeras edicio­
nes. Aquí está Jacobi tal y como desea ser visto, y nosotros
debemos preguntarnos qué desea ocultar con ello, qué juego
de enseñar y de ocultar le entretiene, qué corriente subterrá­
nea atraviesa su visión escrita de la vida que en vano encuen­
tra reconciliación en los personajes de sus novelas.
En el cuarto capítulo, que recoge quizás el Jacobi más se­
creto de todos, el que va creciendo lentamente desde la crisis

21
de Woldemar hasta las Briefe de 1785, esa corriente subte­
rránea apenas puede encauzarse y aparece entonces brusca y
terrible. Son los años del cambio de ambiente y de influen­
cias, ahora centradas en Lessing, Gallitzin, Lavater, Hems-
terhuis, Hamann y, por fin, Herder. Fruto de lo que durante
esos años bulle en la caldera de Jacobi, las Briefe, que estu­
diamos en el capítulo quinto, dejan de aparecemos como una
obra polémica exclusivamente teórica, y se convierten en
una obra con inexcusables claves existenciales, en un texto
sobre la vida humana con igual derecho que cualquier otro.
El capítulo sexto es la reflexión teórica sobre su propia
filosofía de la creencia, llevada a cabo en David Hume. Ex­
pongo esta obra, que no ha merecido la suficiente atención
de los comentaristas, según el proyecto inicial de Jacobi, uti­
lizando para ello la primera edición de 1787: una primera
parte dedicada a la noción de creencia, una segunda donde
define su realismo frente al idealismo kantiano y una tercera
donde define una noción de razón y de deducción transcen­
dental a partir de la reivindicación de la filosofía de Leibniz,
lo que va a ser decisivo para los sucesivos ensayos de Mai­
món y del propio Fichte, tendentes a la reconciliación de la
filosofía kantiana y la leibniziana. La obra sobre David Hume
se editó en la primavera de 1787, como he dicho. Tras ella,
el objetivo fundamental en la producción de nuestro autor se
centra en la relación con Hamann y en la voluntad de es­
cribir una «Hamanniana». La discusión sobre la noción de
creencia, que domina la correspondencia final de los dos ami­
gos, debe ser estudiada casi como una cuarta parte de David
Hume, y eso es lo que hacemos.
El capítulo séptimo recoge la aplicación del pensamiento
nihilista al problema de la historia de la sociedad burguesa,
de la que tan consciente es el propio Jacobi, así como la evo­
lución de su pensamiento político antes y después de la Re­
volución francesa. La influencia de este suceso sobre Jacobi,
que siempre había dedicado sus esfuerzos a la construcción
de una sociedad dominada por los ideales liberales y fisiócra­
tas en los terrenos político y económico, no ha sido suficien­
temente estudiada. Pero sin esa faceta de su producción no
es posible situar a Jacobi como representante de ese mundo
bien definido y condenado con la revolución: el de la burgue­
sía liberal alemana. La filosofía de la historia que emerge de
esa impotencia para dominar la época es una copia de las
soluciones que determinó la impotencia ante el dominio de la

22
propia existencia personal, lo que testifica que estas solucio­
nes tenían una estructura suficientemente abstracta que hacía
de ellas un modelo de pensamiento. Esta impotencia ante la
existencia histórica —expuesta en las figuras del rey Lear y
de Edipo—, que cristalizará en la propuesta de una teocra­
cia, forzó a Jacobi a un repliegue sobre su obra más perso­
nal, sobre sus novelas, que vieron a partir de 1792 sus defi­
nitivas ediciones. Si merece la pena ensayar una exposición
de estas ediciones es porque integran, junto con algunos pe­
queños escritos contemporáneos, una teoría del instinto {Trie-
be) que será de extraordinaria importancia para entender la
reflexión que Fichte llevará a cabo en Jena. Para el Jacobi
que tiembla ante los tiempos presentes y que urge una rege­
neración de la historia y del hombre, el instinto será ese punto
de partida indestructible de la nueva humanidad, por cuanto
manifiesta una energía teleológicamente dirigida hacia una
comprensión del mundo que viene a coincidir curiosamente
con la que nos propone la filosofía de Jacobi. Esto lo expon­
dremos en el capítulo octavo.
La conclusión recoge la polémica de Jacobi con el idealis­
mo; la denuncia de Kant, su identificación con el espinosis-
mo, la definición del nihilismo y la superación del mismo, la
polémica con Fichte y, finalmente, con Schelling, el anuncio
del tema básico de la especulación hegeliana alrededor del pro­
blema de Dios como espíritu {Geist), etc. El mito del idealis­
mo alemán como unidad portadora de una lógica necesaria
de despliegue inmanente: eso es lo que debe presentarse en
este capítulo, a fin de reducirlo a su justa proporción; la de
ser un invento personal de Jacobi útilísimo para su propia
propaganda, pero sin contenido ni realidad filosófica por lo
que concierne al punto clave, a saber, su dimensión de cul­
minación de la filosofía de Kant.

NOTAS

1. El libro de Karl Homann F.H. Jacobis Philosophie der Frei­


heit (Friburgo, Karl Alber, 1973) es realmente el mejor y más mo­
derno estudio dedicado a la filosofía de Jacobi, tanto en lo que co­
rresponde a los escritos iniciales de 1773-1774 (pp. 38-40), a la ob­
sesión crítica contra el despotismo del poder de los príncipes (pp.
40-61), como a los escritos ya posteriores dedicados a la valoración
y posicionamiento frente a la Revolución francesa (pp. 97-125). Jus-

23
tamente, la valoración política del escrito sobre las ciencias y las
letras, Deber gelehrte Gesellschaften, leído en mayo de 1807 en la
Academia de Baviera, se analiza en el último punto de este primer
capítulo del libro, pp. 125-134, donde se nos propone el análisis de
nuevas fuentes (unas cuarenta nuevas cartas existentes en las bi­
bliotecas de la ciudad y del Estado de Düsseldorf, importantísimas
para descifrar en todo su sentido la valoración de la figura de Na­
poleón) (p. 125). Es realmente importante la exégesis de la distin­
ción entre razón y entendimiento como un ataque frontal al positi­
vismo en ciernes, que sólo se basa en un dominio de los medios y
cifra en ello todo el sentido del progreso: «Los hombres llegarán a
ser más razonables, pero nunca más racionales, más dotados de me­
dios, pero nunca verdaderamente felices» (p. 130). Surge aquí desde
luego un primer apunte de la diferencia weberiana entre conducta
instrumental y conducta moral, entre conducta calculada y conduc­
ta de la convicción (cf. pp. 138-139). Desde esta perspectiva, el libro
de Homann es de una importancia filosófica relevante para poner a
Jacobi en vinculación con aspectos fundamentales de la cultura ale­
mana. Importante también nos parece su relación con la filosofía de
la historia de Hegel (pp. 122 ss.). Por nuestra parte, analizaremos
estos temas posteriormente. Para las ideas económicas de Jacobi, cf.
el trabajo de Schulte «Die wirtschaftliche Ideen de F.H. Jacobi», en
Düsseldorfer Jahrbuch, voi. 48, Düsseldorf, 1956. Para la filosofía de
la historia de Jacobi, cf. Krieck, E., «F.H. Jacobi als Geschichtphilo-
soph», en Monatshefte der Comenius-Gesellschaft für Kultur und
Geistesleben, 26, 1917, pp. 118-126.
2. El estudio más importante de las relaciones de Jacobi con Sai­
ler es el de W. Durig, J.M. Sailer, Jean Paul y F.H. Jacobi. Enin
Beitrag zur Quellen-analyse der sailerchen Menschenauffasung, Bres-
lavia, Nischkowsky, 1941. Para la relación de Jacobi con Görres, cf.
la importante obra de E. Xirngiebl, F.H. Jacobi, Leben, Dichten und
Denken, Viena, 1867, Wilhem Braumüller, pp. 347-359. Otras obras
sobre esta temática, cf. Fischer, G., J.M. Sailer und F.H. Jacobi, Der
Einfluß evangelischer Christen auf Sailers Erkenntnistheorie und Re­
ligionsphilosophie in Auseinandersetzung mit I. Kant, Herder, Fri­
burgo, 1955. Cf. también Homann, op. cit., pp. 174-177.
3. La bibliografía para la relación entre Schelling y Jacobi es muy
abundante, pero hay dos obras que son absolutamente centrales: la
de W. Weischedel, que sirve de introducción a la publicación de la
polémica acerca de Sobre las cosas divinas, Jacobi und Schelling.
Eine philosophische-theologische Kontroverse (Darmstadt, Wissens­
chaftliche Buschgesellschaft, 1969), y la serie de artículos de Cl. Cian­
cio en la revista Filosofia, verdadera monografía perfectamente do­
cumentada: «Il dialogo polemica tra Schelling e Jacobi, I-VI», año
XXVI, 1975. Luego, la serie de artículos es interminable. Podemos
citar los de Brüggen, M., «Jacobi und Schelling», erx'Philosophisches
Jahrbuch, 75, 1967-1968, pp. 419-420: del mismo autor «Jacobi, Sche-

24
lling und Hegel», en el colectivo editado por Hammacher F.H. Jaco­
bi, Philosoph und Literal der Goethezeit; Ford, L.S., «The Gantro-
versy between Schelling und Jacobi», en Journal of the History of
Philosophy, 1965, pp. 75-89. Una reseña bibliográfica se encontrará
en Tilliette, X., Bulletin de Videalisme alemand. III, «Schelling, Ja­
cobi, Scheleiermacher, en Archives de Philosophie, 34 (1971), pp.
287-331.
4. Es lamentable que la relación entre Fichte y Jacobi no esté
estudiada con la profundidad que se merece. Para el propio Jacobi,
Fichte había desarrollado algunos aspectos de su propia teoría (cf.
la correspondencia con Jean Paul Richter), y no hay que olvidar que
para personas como F. Schlegel, Fichte era una variante del misti­
cismo de Jacobi. Aquí la nota de Heimsoeth de primeros de siglo:
«La importancia de Jacobi para la evolución filosófica de Fichte ne­
cesitaría una investigación especial; lo dicho hasta ahora es insufi­
ciente» {Fichte, Madrid, Revista de Occidente, 1931) está plenamen­
te vigente. Personalmente estoy convencido de que esa influencia se
realiza vía Woldemar y Alwill, y está centrada en la versión del im­
perativo categórico como coherencia en las relaciones entre el Yo in­
ferior y el Yo superior que en estas obras nos ofrece Jacobi: esto es,
en la ontologización de los dos mundos, el sensible y el inteligible, y
no en la cuestión del espinosismo ni en la disyunción entre religión
del corazón y religión de la cabeza, de corte determinista, distinción
vigente en la época y presente de Fichte desde el tiempo del escrito
sobre Die Abschiten des Totes Jesu, de 1786. Hay que tener en cuen­
ta que el determinismo que profesa Fichte en 1790, en los Aphoris-
men über Religion und Deismus, es uno de los términos de la duali­
dad en la representación de Dios, esto es, consiste en un determi­
nismo religioso de corte predestinacionista, y no en un determinismo
ateo, como en cierto sentido podía implicar el espinosismo. Se trata
de la representación de Dios de la teología racional, no del ateísmo
con que Jacobi valora esta posición. No es pues aquí Jacobi el punto
clave. La influencia de nuestro hombre sobre Fichte es posterior, y
debe centrarse en el Fichte de Jena, tanto en las Vorlesungen über
die Bestimmung des Gelehrten como en la Sittenlehre.
5. Se trata de Die Philosophie Friedrich Henrich Jacobis (Wil-
hem Fink, 1969), que ha dedicado un excelente epígrafe a las rela­
ciones entre Fichte y Jacobi (cf. pp. 166-184). El punto en el que
nuestro autor cree que deben vincularse esencialmente Fichte y Ja­
cobi es precisamente el de la primacía del sentimiento sobre el resto
de la vida de la conciencia, en tanto que sólo mediante el sentimien­
to se trasluce la determinación del espíritu desde la libre actividad
(p. 176). Aquí es donde reposa la semejanza de apelación a la Über-
sinnliche Eingebung y a la intelectuelle Anschauung como formas
básicas de autoconciencia de esta libre actividad (p. 177). La dife­
rencia entre ambos pensadores residiría en que Fichte se separa de
esas donaciones básicas y del mundo de la vida, para introducirse

25
en el camino del mero pensar que tiene como finalidad fundamentar
ese propio sentimiento inicial en sus mediaciones necesarias, mien­
tras que Jacobi siempre se atendrá a ellas como dato irreductible en
la vida y en la filosofía (cf. p. 181). Creo absolutamente acertadas
estas indicaciones.
6. El libro de Verra, F.H. Jacobi Dall'lluminismo all’Idealismo
(Turín, Edizioni di Filosofia, 1963), tiene que ser perfectamente asi­
milado por cualquiera que se aproxime a Jacobi. De ahí que las deu­
das que el investigador contrae con él apenas puedan reflejarse en
un índice de citas. Sería difícil proponer un tema de la filosofía de
Jacobi que no esté tratado e iluminado por este ensayo. Por lo que
se refiere a este punto concreto de las relaciones entre Jacobi y Kier-
kegaard, Verra recoge el hecho de que con Jacobi se hace valer la
exigencia cristiana del insustituible valor de la persona como exis­
tencia singular irreductible al proceso histórico-social y sus necesi­
dades (p. XXIV, cf. también 87, 92, 93, 100-101). Tendremos oca­
sión de referirnos en otros lugares a este importante libro.
7. El libro ya clásico de Bollnow, Die Lebensphilosophie F.H.
Jacobi (Stuttgart, Kohlhammer, 1933), ha sido muy discutido en sus
interpretaciones básicas. Por ejemplo, excesivamente sesgada nos pa­
rece su visión de la filosofía de Jacobi como un despliegue movido
exclusivamente por su enfrentamiento inicial con el Sturm und Drang
(p. 10), olvidando que con el tiempo el enemigo fundamental será
Kant y la filosofía que de él se deriva. Desde esta misma perspecti­
va, Bollnow piensa que el fondo de la filosofía del Sturm lleva a
Jacobi hacia un panteísmo ya desde Allwill. Ciertamente que en esta
obra hay expresiones panteístas (cf. I, 175, 1, 198-199), pero parece
excesivo concluir desde ahí que «el nuevo concepto de vida desem­
boca en el concepto panteísta antiguo de naturaleza» (op. cit., p. 20),
en el sentido de «unidad del hombre con la naturaleza, de la vida
individual en el hombre con la vida cósmica del todo». Bollnow cita
en su favor I, 16, 17, 192, o V, 271, desde los que concluye que
«esta relación panteísta con la naturaleza fuera del hombre y en el
hombre es el sentimiento de la vida común de la generación del
Sturm und Drang, a la que pertenece Jacobi» (p. 23). Es imposible
en este espacio seguir rastreando las consecuencias que se derivan
desde la aceptación de esta tesis. Sólo me interesa decir que toda la
filosofía de Jacobi se construye desde la voluntad de rechazar el pan­
teísmo, desde la voluntad de marcar la discontinuidad de lo real.
Sólo así se puede entender la incorporación del nihilismo de la sen­
sibilidad que rezuman los textos donde Sylli habla con desprecio de
la naturaleza como mero mecanismo, y la necesidad de una sustan­
cia espiritual que no puede fundarse en la naturaleza externa.
8. El libro de Eberhard Zirngiebl, F.H. Jacobi, Leben, Dichten
und Denken. Ein Beitrag zur Geschichte der deutschen Literatur und
Philosophie (Viena, Wilhem Braumüller, 1867), es, sin duda, la pri­
mera gran aproximación a la obra de Jacobi y, por decirlo así, el

26
padre de toda la exégesis sobre este autor. Su estructura, perfecta­
mente ordenada, hace de él un libro indispensable y completo, aun­
que su horizonte teórico es decididamente ajeno. La primera parte
hace un análisis de todas las obras de Jacobi, con tres sendos capí­
tulos sobre Kant, Fichte y Schelling que apenas pueden caracteri­
zarse salvo como introducciones a nuestra temática (cf. pp. 81-181).
La segunda parte es una exposición de la filosofía de Jacobi desde
sus temas nucleares, incluidos aquí la filosofía del amor, del dere­
cho y de lo bello (cf. para estos temas tratados, las páginas 292-304).
La última parte, la que interesa realmente a la nota, trata del valor
histórico de la filosofía de Jacobi, hace una relación completa de sus
discípulos más directos como Winzemann, Neeb, Koppen (el rival
de Schelling), Salat, Fries, etc. (pp. 309-323), y estudia más deteni­
damente las relaciones con Baader (pp. 347-359).
9. El libro ya mencionado de Homann dedica a la Wirkungsges­
chichte de Jacobi una amplia atención, coherentemente con la orien­
tación hermenéutica de su autor. Entre los autores estudiados está
Salat (p. 207), que intervino en la polémica contra Schelling; Wei-
11er, que defendió la teoría del sentimiento como última fuente de
nuestro conocimiento de lo suprasensible (p. 208); Ch. Weiss, que
acepta la creencia como un hecho de conciencia que se legitima por
su propia existencia (pp. 209-210), y fundamentalmente Fries, que
intenta una reconstrucción de la filosofía de Kant a partir de consi­
derar a Jacobi como su complemento: entre ambos es preciso hacer
una «antropología psíquica» o una teoría de la vida interior. La dife­
rencia básica es que la tarea reconstructiva de Fries es mucho más
próxima a las inquietudes estrictamente filosóficas de fundamenta-
ción de la razón, mientras que en Jacobi la filosofía sistemática es
algo que es preciso limitar, repudiar o en todo caso usar como medio,
pero nunca como un fin en sí. Importancia tiene la nota dedicada a
las relaciones entre Jacobi y Krause, siempre en el ámbito de una
filosofía de la religión (p. 214). Pero luego Homann pasa a apuntar
brevemente las relaciones con Feuerbach (p. 217), con el último Sche­
lling (pp. 219-223), con Hegel (pp. 224-242), con Ruge y su valora­
ción de la actitud de Jacobi frente a la Revolución francesa (pp.
242-244). Por lo demás, todo el capítulo quinto va dedicado al «Wir­
kungsgeschichte der Philosophie Jacobis seit 1850», lo que en todo
caso es mucho más una Forschungsgeschichte (cf. pp. 245-265).
10. El libro de Heraeus, Fritz Jacobi und der Sturm und Drang
(Heidelberg, 1928), es el líder de la interpretación subjetivista y psi­
cologista de Jacobi, en lo que sigue la tesis de A. Schmidt, FM. Ja­
cobi. Eine Darstellung seiner Personalität und seiner Philosophie als
Beitrag zu einer Geschichte des modernes Wert Problem (Heidelberg,
Winter, 1908), quien ya había establecido la filosofía de Jacobi en
dependencia de su carácter pasivo, o, como dice Heraeus, de su ac­
tividad juvenil limitada (p. 10) desde la que interioriza los proble­
mas de Rousseau antes de haberlo leído (p. 11), apuntes todos que

27
no son problematizados ni estudiados desde las dimensiones socia­
les y culturales en que vive Jacobi, como exige una historia de las
ideas, sino aceptados como «el destino de Jacobi». El libro es im­
portante sobre todo por la atención que presta a las relaciones con
Wieland y el Sturm und Drang (para Heraeus, Jacobi no sería es­
trictamente un Sturmer por lo que hace a su expresión literaria; no
escribe drama, reduce la acción al máximo y elimina todo suceso
horrible y tremendo (pp. 98-100), todo lo cual es discutible si se pien­
sa en las escenas trágicas de Woldemar-, Jacobi, además, «no escri­
be en sentido irracionalista ante todo para sí, sino para el público.
Escribe novelas para defender ideas» (p. 101), lo que en todo caso
choca con la defensa de los intereses descriptivo-naturalistas de Ja­
cobi (pp. 39 y 40). El estudio de la relación con el joven Goethe ha
sido radicalmente superado por Nicolai, quien también estudia las
relaciones de Jacobi con Wieland y con todo el ambiente del Roco­
có, justo en su primer capítulo «Hostilidades» (hasta p. 37). Pero el
libro quizás más interesante para este período, el que intenta defi­
nir categorialmente la época, es el de H.A. Korff, Der Geist der Goet­
hezeit (4 vols., Leipzig, Koehler y Amelang, 1955), donde muestra
cómo los ideales del Sturm son los emancipatorios a partir de una
rebelión frente a la razón en el nombre de la vida como bien supre­
mo, en defensa de las excepciones vitales. De ahí la oposición al
espíritu democrático que llevan en germen y su inclinación hacia el
ideal aristocrático del genio (I, 198). Es obvio que Jacobi integra
estos rasgos en mayor o menor medida. Por su parte, Verra se ha
ocupado de estos temas y ha reivindicado la amplitud de los intere­
ses filosóficos de Wieland. En este sentido, Agathon pretende ser
una narración sobre la verdad humana (op. cit., p. 10), desde la ne­
cesidad de fundar una moral. Como luego Jacobi, hará del oficio de
novelista el de «historiador de la humanidad» (op. cit., p. 11), pero
todo ello con una voluntad mucho más distante, más irónica y de­
sencantada que surtirá sus efectos en Goethe. Para la relación de
Jacobi con el ambiente de la Empfindsamkeit cf. además Verra, p.
63, p. 30, nota 12, y pp. 66-67. Otra cuestión importante de esta
temática es la de la evolución del concepto de alma bella, que desde
Wieland llega hasta Schiller (cf. Verra, p. 62, y Schmeer, H., «Der
Begriff der schönen Seele besonders bei Weiland und in der 18 Jahr­
hundert», Germanische Studien, 44, Berlin, Emil Ebering, 1926).
11. El libro de H. Nicolai, Goethe und Jacobi, Studien zur Ge­
schichte ihrer Freundschaft (Stuttgart, Metzlersche, 1965), es en todos
los sentidos imprescindible para cualquier estudioso de Jacobi y de
Goethe, sobre todo por lo que respecta a los primeros encuentros de
Jacobi con Goethe (pp. 37 y ss.) en 1774, la emergencia de las in­
quietudes espinosistas en ambos pensadores (p. 47), la crisis alre­
dedor del asunto Stella (pp. 79 y ss.), y la redacción de Allwill y
Woldemar (pp. 87 y ss.; pp. 124 y ss.), así como la renovación de
los contactos en Weimar (pp. 150 y ss.) en 1784. Menos interés tiene

28
para nosotros la evolución de esta relación hasta llegar a los últi­
mos años de la vida de ambos personajes. Por lo demás, Nicolai es
el editor de las primeras versiones de las novelas de Jacobi: de
Eduard Allwills Papiere, en una Faksimildruck del Teutscher Mer­
kur, editada por la editorial Metzlersche, 1963, y de Woldemar, en
edición facsímil en 1779 por la misma editorial. Tiene además un
artículo sobre (dacobi Romane», en F.H. Jacobi, Philosoph und Lite­
rat der Goethezeit (Frankfurt, Klostermann, 1971), pp. 347-361.
12. Se trata del libro de Renate Knoll, J.G. Hamann und F.H.
Jacobi (Heidelberg, Carl Winter, 1963), posteriormente complemen­
tado por otro artículo importante de la autora, «Hamanns Kritik an
Jacobi mit Jacobis Briefen vom 1 , 6 , und 30.4. 1787 und Hammanns
Briefen vom 17, 22. und 27.4.1787», en el colectivo J.G. Hamann
Acta des Internationalen Hamann-Colloquiums im Lüneburg (Klos­
termann, Frankfurt, 1979), donde se edita completo este fundamental
intercambio epistolar entre los dos amigos, a raíz de la publicación
del David Hume, que por razones fáciles de suponer no fue publicado
por Roth en el volumen de la Werke de Jacobi dedicado a la corres­
pondencia con Hamann. El libro de Knoll trata del origen de la amis­
tad entre Hamann y Jacobi a raíz de la disputa con Mendelssohn
(p. 22) y su mutua alianza en la cruzada contra la Ilustración de
los berlineses, del profundo desacuerdo que a pesar de todo recorre
ambos pensamientos, sobre todo respecto de la noción de verdad y
de evidencia (pp. 27 y ss.), de la necesidad de salir del laberinto de
la Weltweissheit para entrar en la «kindliche Einfalt des Evangelii»
(p. 28), de la interpretación espinosista de Kant (p. 33), del malen­
tendido con motivo de David Hume, obra en la que Jacobi creía estar
exponiendo el genuino pensar de Hamann, etc. El libro informa tam­
bién detalladamente de las reacciones de la época ante la polémica
con Mendelssohn (pp. 40 y ss.), sobre los preparativos del viaje de
Hamann hacia Münster (pp. 57 y ss.) y sobre las incomprensiones
que Jacobi manifiesta en el escrito Sobre las cosas divinas respecto
de la filosofía de Hamann (pp. 99 y ss.). De especial importancia es
el ensayo de objetivar las relaciones del último Schelling de la Filo­
sofía de la mitología con la filosofía de Hamann (pp. 105 y ss.).
Ollivetti también ha prestado especial atención a las relaciones
entre Hamann y Jacobi, fundamentalmente en un libro titulado L ’e-
sito teológico della filosofia del linguaggio di Jacobi (Padua, Cedam,
1970) y en un artículo en J.G. Hamann, Acta des Internationales
Hamann-Colloquiums in Lüneburg, 1976, titulado «Vernunft, Ver­
stehen und Sprache im Verhältnis Hamanns zu Jacobi», pp. 169-194.
En ambos, el autor documenta perfectamente la relación de Jacobi
con ese ambiente filosófico que testimonia el paso del iluminismo al
idealismo: el de la conciencia dramática de la inocencia perdida, que
hace de Jacobi un representante de la época superior al propio Kant
(p. 41), como reflejo de la conciencia del vacío de la existencia hu­
mana en tanto que experiencia psicológica fundamental (p. 43). Ha-

29
mann le indicará que el camino que llena el mundo de significado
es el lenguaje, lenguaje real en la creación y en el cosmos, lenguaje
humano en la palabra divina (pp. 46 y ss.), temas que aparecerán,
y es un mérito de Ollivetti, en las desatendidas páginas de las Zufä­
llige Ergiessungen de 1793 (publicadas en 1795). Todo ello determi­
nará un paralelismo en la temática de la inmediatez en Jacobi; desde
un conocer inmediato como percibir de lo verdadero se pasará a un
comprender inmediato del lenguaje divino (pp. 87 y ss.) creador que
otorga realidad sustancial a todo, que evade el nihilismo del fenó­
meno subjetivo. Dios entonces aparece como garantía de la inmedia­
tez hermenéutica (pp. 92 y ss.). Todo ello permite que las relaciones
con Dios se establezcan en términos de diálogo y que, entonces, el
método hermenéutico —que cuestiona fundamentalmente las condi­
ciones para entenderse subjetivamente entre dos dialogantes, y no
tanto las condiciones para entenderse objetivamente— adquiera un
carácter central en la exégesis de Jacobi. Aquí coinciden Knoll y Olli­
vetti (cf. el artículo de este último citado, pp. 170-171). Pero desde
la necesidad de comprenderse subjetivamente, Ollivetti defiende que
la discusión teórica no puede separarse de la discusión sobre la per­
sonalidad de Jacobi (p. 171). Este último artículo es de una densi­
dad filosófica superior al libro y desarrolla la temática de éste en
dos aspectos; el problema de los límites de la libertad y del ideal
contrario de la feliz dependencia que Hamann defiende (cf. su p. 14
y las pp. 173-178 del artículo), y el problema de la recepción del
lenguaje divino o bien por un órgano exterior —Biblia— o bien por
un órgano interior, problema que arrastra Jacobi desde el ensayo de
Herder, de 1773 (cf. p. 183), que volverá a aparecer en David Hume
y que Jacobi defiende frente a Hamann para garantizar la posibilidad
de una revelación puramente espiritual, sin letra ni cosificaciones.
13. Aparte del anterior libro dedicado a Jacobi, Hammacher ha
escrito un excelente libro sobre Hemsterhuis titulado Unmittelbar­
keit und Kritik bei Hemsterhuis (Munich, Fink, 1971), para el que
se usa el Nachlass tanto del autor como de la princesa Gallitzin. De
especial importancia para Jacobi es el capítulo 4, sobre la certeza
intuitiva como posición de la inmediatez (pp. 41-54) y la fundamen-
tación del realismo en el «sentir» (pp. 63 y ss.), así como el proble­
ma del órgano moral u órgano de la naturaleza espiritual (pp. 76 y
ss.). Es digna de constatación la influencia de Gravesande sobre
Hemsterhuis, sobre todo cuando se tiene en cuenta el hecho de que
éste fue el primer autor que leyó Jacobi en Ginebra, a instancia de
su profesor Le Sage.
14. El resumen más importante y accesible que conozco sobre la
polémica entre Jacobi y Kant es la introducción a la edición france­
sa de Philonenko de Qué significa orientarse en el pensamiento
(París, Vrin, 1960). Para una descripción de la polémica especial­
mente centrada en Winzenmann, cf. el epílogo de Reiner Wild a la
edición moderna de Die Resultate der Jacobischen und Mendelssonhs-

30
chen Philosophie (Hildesheim, Gerstenberg, 1984). Todo los libros
de esa polémica se encontrarán en Die Haupt Schriften zum Pan­
theismusstreit zwischen Jacobi und Mendelssohn, editado por Hein­
rich Scholz, Berlin, 1916, en Neudrucke Seltener Philosophischen
Werke, vol. VI. La fuente de todos los estudios sobre Winzenmann
es Goltz, A., Thomas Winzenmann, der Freund F.H. Jacobi, in mit-
theilungen aus seinem Briefwechsel und handschriftlichen Nachlas­
se, wie nach Zeugnissen von Zeitgenossen. Ein Beitrag zur Ges­
chichte des innern Glaubenskampfes christlicher Gemüther in der
zweiten Hälfte des 18 Jahrhunderts (2 vols., Gothe, 1859). Otra
documentación sobre este problema fundamental se encontrará en
Timm, H., Gott und die Freiheit. Studien zur Religionsphilosophie
der Goethezeit. Bd. 1. Die Spinozarenaissance (Frankfurt, Studien
zur Philosophie und Literatur des 19 Jahrhunderts, vol. 22, 1974).
El mismo autor tiene una aportación al coloquio Düsseldorf in der
deutschen Geistesgeschichte de octubre de 1982, titulada «Ges­
chichtstheologie zwischen Winzenmann und Lessing», que hasta
donde sé no está editada. Otra obra importante es la del especialis­
ta en Lessing , M. Bollacher, «Der junge Goethe und Spinoza. Stu­
dien zur Geschichte des Spinozismus in der Epoche des Sturm und
Drangs», en Studien zur deutschen Literatur, vol. 18, Tubinga, 1969,
y el colectivo editado por Höhle, Th., Lessing und Spinoza, Halle,
1982. Un libro resumen de la cuestión de Spinoza desde Jacobi es el
de Hebeisen, Alfred, F.H. Jacobi, Seine Auseinandersetzung mit Spi­
noza, Berna, 1960.
15. El capítulo octavo del libro de Verra y la importantísima
treintena de notas que lo acompañan está dedicado al tema de las
relaciones de Jacobi con el idealismo alemán (pp. 231-260). La bi­
bliografía sobre este tema es también abundante: cf. Brüggen, M.,
«La critique de Jacobi par Hegel dans “Foi et savoir”», Archiv de
Philosophie, 30 (1967), pp. 187-198; Krischer, G., «Hegel et la philo­
sophie de F.H. Jacobi», en Hegel Studien, Beiheft 4, Bonn, 1969,
pp. 181-191; id., «Hegel et Jacobi critiques de Kant», Archives de
Philosophie, 33, 1970, pp. 801-828; Lachmann, J., F.H. Jacobi Kants
Kritik (Dissertation), Halle, 1881: Lauth, R., «Fichtes Verhältnis zu
Jacobi unter besonderer Berücksichtigung der Rolle F. Schlegel in
dieser Sache», en F.H. Jacobi, Philosoph und Literat der Goethezeit,
pp. 165-197; Verra, Jacobis Kritik am deutschen Idealismus, Hegel
Studien Bd. 5, Bonn, 1969, pp. 201-223, etc.
16. Esta es una idea tan vieja como el propio discípulo de Jaco­
bi, J.F. Fries, que mantuvo que Jacobi nunca había sido capaz de
exponer su propio pensamiento de una manera científica y argumen­
tada, esto es, sobrepasando los límites de una polémica. Cf. Von
deutschen Philosophie, Art und Kunst, Ein Votum für F.H. Jacobi
gegen F.W.J. Schelling, Heidelberg, 1812, p. 40. Ciertamente que
Verra no propone abiertamente esta tesis, pero de hecho expone la
obra de Jacobi como una especie de motivo o de ocasión para abrir­

31
nos panoramas generales sobre el entorno cultural del propio Jaco-
bi. Si se aprecia cuidadosamente su obra, descubrimos que se com­
pone de dos clases de exposiciones: las que se limitan a resumir las
obras de Jacobi sin una problematización ni exégesis filosófica pro­
piamente dicha, cuyo mérito fundamental es dar a conocer al lector
italiano una serie de textos no traducidos, y, en segundo lugar, las
exposiciones que podríamos llamar ambientales, quizás las más in­
teresantes y ricas de la obra, pero que no tratan directamente la
filosofía de Jacobi: así, el capítulo tercero es una exposición de la
historia del espinosismo desde Bayle hasta el propio Lessing (pp.
96-103). El siguiente capítulo presta más atención a la posición del
propio Goethe o de Herder que a la filosofía de Jacobi; lo mismo
puede decirse respecto de Leibniz, de Stark, de Kant, etc. Esto cier­
tamente es un inestimable mérito de la obra de Verra, pero a veces
la figura del propio Jacobi queda diluida en el ambiente en exceso.
Pero si se repasa el título de la inmensa mayoría de estudios dedi­
cados a Jacobi, se comprobará que es mucho mayor el número de
trabajos que se dedican a las relaciones con otro pensador que el
que se dedica a la exposición de sus posiciones propias. Es cierto
que esta perspectiva se ha roto fundamentalmente con dos trabajos
en Alemania: el de Hammacher ya mencionado, y el de Baum, Ver-
nunft und Erkenntnis in der Philosophie F.H. Jacobi (Inaugural Dis-
sertation, Mainz, 1968), quien rechaza la idea de que Jacobi sólo
tenga hoy un interés histórico (p. 3). Para contestar esta pregunta
hay que decidir primero si Jacobi ha concedido a la reflexión una
preeminencia sobre la experiencia inmediata de la vida (op. cit., p.
4), y, segundo, si esa reflexión sólo se refiere a su propia vida, de
tal manera que permanecería incomprensible como reflexión si se la
intentara captar al margen de su propia vida y personalidad, posi­
ción que no ha mantenido ni Bollnow. En este sentido, Baum se
opone a Bollnow y a la reducción de Jacobi a un filósofo de la vida,
interpretación que el autor desprecia como «psicologista» (op. cit.,
p. 5) de una manera injusta, ya que Bollnow pretende referir la filo­
sofía de Jacobi al problema de la vida en general, y no a la vida de
Jacobi en particular. Sobre el origen de una verdadera reducción in­
dividualista, cf. la nota 19. Es fácil comprender que Baum pretende
proponernos entonces la existencia de una filosofía propiamente
dicha, esto es, de una teoría del conocimiento y de una metafísica,
que sólo puede apoyarse desde un relativo abandono de las novelas,
en las que la exégesis de Bollnow se fundamenta: lo primero no tiene
por qué ser lo más relevante, nos dice Baum (op. cit., p. 6), pero
tampoco tiene que ser despreciado. También se soporta esta posi­
ción sobre la distinción radical entre filosofía teórica y filosofía prác­
tica que, al parecer, para Baum no sería realmente filosofía: las no­
velas pueden aspirar a fundamentar una ética, pero esto no parece
ser relevante para la «filosofía» de Jacobi, sino que en todo caso
tiene que ser comprendido desde el todo de la especulación jacobia-

32
na (op. cit., p. 7), esto es: en la teoría del conocimiento y en la me­
tafísica, que constituyen la esencia de la filosofía jacobiana, centra­
da alrededor de una teoría de la razón. Creo que esta posición se
sostiene en muchos supuestos infundados: primero, que el hecho de
que un pensamiento tenga mero valor histórico implique no tener
valor filosófico: en efecto, si se acepta que no hay filosofía perenne,
toda filosofía, cualquier filosofía, sólo tiene un interés histórico. Para
mí, Jacobi sólo tiene un interés histórico, pero desde luego tiene una
filosofía: sólo que no creo que sea verdadera, ni que ilumine la reali­
dad en general, sino sólo la realidad de la conciencia histórica que
encarna Jacobi. Tampoco es cierto que referir la filosofía de Jacobi
como valiosa desde el hombre Jacobi signifique una psicologización
de la exégesis: es valiosa y comprensible para la visión del mundo
que Jacobi encarna y representa. Y desde luego es difícil aceptar la
idea de sistema filosófico que parece defender Baum: primero, una
metafísica y una teoría del conocimiento; luego, una ética, o una po­
lítica. Una filosofía puede integrar una relación inversa de elemen­
tos y yo pretendo demostrar que de hecho en el caso de Jacobi la
relación es inversa. Por último, es dudoso que Jacobi pueda ser ex­
plicado desde una teoría de la razón, noción que como es sabido
sufre una alteración absolutamente fundamental en la propia intro­
ducción de 1816 a su segundo volumen de Werke, lo que testimonia
una escasa atención a tal concepto. Aunque tendremos ocasión de
discutir la obra de Baum en el cuerpo del trabajo, merece la pena
reseñar que la filosofía de Jacobi queda en este libro marginada del
verdadero curso de la historia y de las ideas, salvo en la relación
con Berkeley, Reid y Bonnet, lo que parece a todas luces unilateral.
17. En este sentido el historiador de las ideas debe referir siem­
pre las categorías centrales de la filosofía a los usuarios subjetivos
de las mismas, pero adaptando respecto de los sujetos una perspec­
tiva no ontològica, esto es, refiriéndolos a la objetividad que los acoge
y cuyos problemas genera el uso peculiar de sus categorías. Se trata
entonces de una hermenéutica objetiva. No es este el momento para
desarrollar estos pensamientos, que en todo caso deberían colocar­
se en la línea de la tradición Marx-Weber, y lejos de la obra de
Gadamer.
18. El problema del Vorurteil tiene una recepción fundamental
por parte de Schelling en sus Cartas filosóficas sobre dogmatismo y
criticismo, VI carta: «Si queremos establecer un sistema, y por con­
siguiente principios, no lo podemos hacer sino por una anticipación
de la decisión práctica; no estableceríamos aquellos principios si pre­
viamente no nos hubiésemos decidido por ellos según nuestra liber­
tad. En tanto afirmaciones de nuestro saber no son sino afirmacio­
nes prolépticas o, como las llamó Jacobi, de una manera algo torpe
e incorrecta, pero no exenta de sentido filosófico, prejuicios origina­
rios invencibles». Esta recepción inicia toda la cuestión de la dife­
rencia esencial entre los sistemas filosóficos y su referencia al rasgo

33
intrínseco de la personalidad del filósofo. Es evidente por lo demás
que este problema de los prejuicios hace a Jacobi muy cercano del
supuesto básico de toda hermenéutica, cuya vocación es traer a clave
de comprensión lo que como prejuicio no está dicho. En este senti­
do, Homann ha mediado en la problemática de la anterior nota desde
una posición hermenéutica: naturalmente no se trata de encontrar
«la filosofía» de Jacobi, sino de aceptar nuestro presente como hori­
zonte en el que se efectúa el pensamiento de Jacobi como tradición;
no se trata de lo que Jacobi ha pensado realmente, sino «qué cone­
xiones y aspectos de la filosofía de Jacobi aparecen filosóficamente
instructivos para un contemporáneo del siglo XX» (pp. 10-11). Esto
es así porque «no hay en la historia de la filosofía ninguna continui­
dad ininterrumpida de problemas y planteamientos. Lx>s problemas
de Jacobi en su forma genuina no son nuestros problemas, y consi­
derar sus soluciones o intentos de solución como inmediatamente
aplicables en el presente sería un anacronismo» (p. 11). Sólo pode­
mos acceder a Jacobi entonces desde la conciencia de la distancia
histórica, esto es, desde la diferencia básica de prejuicios que se ele­
van sobre la continuidad del curso de la historia. Por tanto, contes­
tando a Baum, Homann establece que sólo desde una «interpreta­
ción histórica consecuente se puede mostrar la significación de la
filosofía de Jacobi para una filosofía presente históricamente reflexi­
va» (p. 13). Todos los problemas de su filosofía aparentemente pura
surgen desde estos prejuicios que son los problemas de su tiempo
(p. 14), vinculados por un continuo de intereses que se manifiestan
en todos los campos del pensar. Homann ve todos estos intereses
centrados alrededor del problema de la libertad, de la subjetividad
libre que en Hegel recibirá el nombre de Geist (pp. 18-19). Induda­
blemente, mi planteamiento coincide con el de Homann con mati­
ces: primero, que no necesitamos una filosofía en el presente como
horizonte dentro del cual se efectúa la exégesis de Jacobi, antes bien,
la investigación histórica genuina surge de una puesta entre parén­
tesis real de una filosofía propia: hoy no tenemos horizonte filosófi­
co y por eso necesitamos hacernos con la experiencia del pensar en
los dos últimos siglos. No hay una guía conceptual, un concepto que
pueda vertebrar teóricamente nuestra investigación, sino que se trata
de captar justamente el movimiento del pensar en su obediencia al
uso histórico del mismo. Lo que queremos aprender no es un pen­
samiento concreto, sino la relación entre el movimiento de lo real y
el movimiento del pensar: esto es hacer historia de las ideas y esto
es comprender a Jacobi.
19. Ya hemos reconocido esa proyección como filosofía en un
cuerpo de posiciones firmemente asentados en la vida individual, lo
que en cierto sentido ha sido la premisa última de toda interpreta­
ción personalista de Jacobi, que al fin y al cabo olvida hasta qué
punto esas posiciones son menos individuales de lo que parece, que
sólo son singulares en esa radicalidad, pero que de manera menos

34
trágica atraviesan la época hasta el punto de ser representativas de
ella. La tradición que pretende referir desde la doctrina de Jacobi a
su propia vida surge desde Schopenhauer y F. Schlegel. El primero,
en su Nachlass, II bd. Kritische Auseinandersetzung (1809-1818, dtv.
Klassik, 1985), discute que Jacobi haya entendido realmente el criti­
cismo (p. 369) a causa de su sincretismo. Es verdad que este sin­
cretismo hace inútil un estudio que muestre las fuentes del pensa­
miento de Jacobi. En todo caso, Schopenhauer demuestra aquí una
cierta seriedad que, sin embargo, no tuvo continuidad en el prólogo
a la primera edición de Die Welt ais Wille und Vorstellung, donde
denuncia a «un gran filósofo aún vivo que ha escrito libros verdade­
ramente conmovedores y que sólo tiene la pequeña debilidad de tener
por fundamentos innatos del pensamiento del espíritu humano todo
lo que aprendió y aprobó en sus quince años» {A. Schopenhauer,
Hürcher Ausgabe, reed. en Diogenes, 1977, detebe 140-141, p. 13).
Schlegel consideró la personalidad de Jacobi de una manera más
constructiva en su recensión de Woldemar, editada por primera vez
en Deutschland, III bd., Berlín 1796 bei Unger, Achíes Stück, n.°
IX, pp. 185-213, y después en las Charakteristiken und Kritiken, Ni-
kolovius, 1801 (ahora se encuentra en Kritischer Ausgabe seiner
Werke, II, Munich, F. Schoningh, pp. 56 y ss.). Se nos dice aquí con
claridad que «la filosofía viva de Jacobi es un maduro resultado de
su experiencia individual y una decidida enemiga de aquella filoso­
fía muerta que sólo aspira a conseguir con letras el fantasma de
algo pasado efectivo, una forma que ha sobrevivido a su espíritu»
(p. 58). De ahí que ni las novelas, ni la propia filosofía sea el fin de
la producción literaria de Jacobi, sino sólo «una unidad de espíritu
y de tono, una unidad individual que se hace tanto más comprensi­
ble cuando más nos es conocido el carácter y la historia del indivi­
duo que la ha producido..., aquí se tiene que comprender por "hu­
manidad” la visión de un individuo, y esto en el fondo quiere decir
sólo la F.H. Jacobidad» (p. 68). Por eso, su filosofía no se puede
sistematizar, sino sólo caracterizar, en el sentido preciso que otorga
Schlegel a esta noción: descubrir la personalidad interesante que hay
detrás de ella (cf. p. 75). Pero esto nos muestra hasta qué punto
Jacobi es «moderno» para Schlegel.
20. Cf. J. Starobinski, Jean Jacques Rousseau, la transparencia y
el obstáculo, Taurus, 1983, p. 9.
21. A pesar de todo, tampoco podemos tener la obra de Jacobi
frente a nuestros ojos reunida y ordenada. La dispersión de sus car­
tas —tan extraordinariamente importantes— es muy grande, y mien­
tras no poseamos una verdadera edición de las mismas será muy
difícil realizar una exégesis acabada de su pensamiento. Verrà ha
numerado todas las cartas que él conoce en un importantísimo apén­
dice. Homann nos ha dejado la mejor relación de ediciones donde
se puede ir completando esta riquísima correspondencia (cf. pp.
274-276). Es una tarea vana reproducir aquí esta lista.

35
C a p ít u l o I

EXPERIENCIA Y FILOSOFÍA
EN JACOBI

¿Ha reflexionado Jacobi sobre la experiencia de filosofar,


sobre el propio hecho de la filosofía, sus motivaciones y sus
raíces en la vida hum ana? Ciertam ente. No en vano dice con
orgullo a Le H arpe en 1790; «Nous som m es philosophes» (II,
527), hom bres atentos y observadores de lo real y de lo exis­
tente. Desde esta opción de la filosofía, era inevitable que Ja­
cobi observara tam bién su propia condición de filósofo, en un
ejercicio de desdoblam iento productor de una metafilosofía. Las
Fliegende Blätter, editadas en el VI volumen de sus Werke, re­
cogen una buena serie de reflexiones sobre este asunto. Y he
de lam entar que estas reflexiones ocasionales y afiladas de Ja ­
cobi no hayan merecido la atención de los estudiosos. Podría­
mos ordenar en tres grupos esta serie de reflexiones sobre la ex­
periencia del pensar; sobre el origen de la filosofía, sobre la
coherencia del pensar y sobre la dialéctica de la personalidad.

1. Jacobi sobre el origen de la filosofía

Acerca de este problem a Jacobi es claro y tajante;

Porque el hombre cae en contradicción consigo mismo, por


esto filosofa. Pierde de incontables maneras la conexión de
sus verdades, es decir, caen unas con otras en contradicción
y se destruyen recíprocamente [VI, 166].

37
Reflexionemos un momento sobre este pequeño texto. Es
evidente que ante él tenemos la sensación de que se nos tiene
que decir, para captarlo en todo su sentido, algo más sobre
lo que sea ese «hombre» y sus verdades. Si tenemos que ini­
ciar el despliegue de la idea de hombre desde este pasaje, en­
tonces debemos colocar en primer plano un hecho; sabemos
que se encuentra en contradicción consigo, «Widersprucht mit
sich selbst». Pero también sabemos que la filosofía tiene en
su base una experiencia dolorosa, puntual, un suceso: el hom­
bre cae (gerath) en contradicción, pierde {verliert) la cohe­
rencia de sus verdades. Esta caída y esta pérdida han suce­
dido, aunque sería prematuro indicar cuándo. Así las cosas,
es la experiencia de un suceso, la historia de una caída. El
dolor surge a partir del hecho de que lo antes ordenado se
escinde ahora en verdades que se destruyen entre sí («vertil-
gen sich gegenseitig»). Dos páginas después se nos dice;

Su origen [de la filosofía] es que surge una contradicción


en nosotros de tal manera que bizqueamos [VI, 168].

Esta escisión en el hombre consiste en la imposibilidad


de integrar en una única mirada la noticia de sus órganos,
literalmente en ver doble («wir doppelt sehen»), en no tener
una única perspectiva integradora para contemplar el mundo.
Divididos en una doble naturaleza, nos resulta imposible acep­
tar como verdadero uno de los elementos de la contradicción.
Y sin embargo, el hecho de que todo esto sea un suceso per­
mite la apertura hacia otros sucesos: antes de la filosofía el
hombre no carece de verdad, pero quizás la lleva a cuestas
inconsciente: sólo el dolor presente le lleva al deseo de recon­
quistar la coherencia y la unidad. La estructura platónica* de
la experiencia de la filosofía en Jacobi queda evidenciada
desde el principio: «Nos fue retirada una verdad que quere­
mos volver a tener» (VI, 168). Platonismo del estado unitario
originario, de la caída, de la rememoración y reconquista de
la unidad perdida, pero platonismo interiorizado, moral, que
hace de la teoría de la dialéctica, del tránsito y ascenso hacia
la unidad, índice de la existencia humana personal.
La relación con el platonismo no acaba aquí. Es preciso
dar el paso desde el estado de contradicción al hecho de filo­
sofar, dotar al hombre de las alas para iniciar el vuelo supe-
rador de la caída. En otro texto se nos dice;

38
Es un maravilloso avance buscar la verdad de modo com­
pletamente desinteresado. El hombre la busca de manera de­
sinteresada, como consecuencia de un instinto [VI, 167],

Una vez más debemos explicar este texto como síntoma


de muchas posiciones que será preciso desvelar en lo que
sigue. Para un lector alejado de la terminología de Jacobi, mu­
chas de las palabras de este pasaje están vacías de significa­
do filosófico, y le parecerán apenas sin carga semántica. Para
el que empieza a escribir un libro sobre él, cada una de ellas
le brinda una ocasión para romper ese círculo que es pene­
trar en el pensamiento ajeno. La tesis del pasaje es bien clara:
el hombre sale de aquel estado de contradicción y busca la
filosofía y la verdad obedeciendo una realidad interior, deján­
dose llevar por la inclinación irrefrenable. La palabra Triebe
—instinto—, que va a ser decisiva en el Idealismo y en el Ro­
manticismo, tiene en Jacobi dos antecedentes culturales bien
distintos: la teoría del Bros de Platón, por un lado, y la teo­
ría del «ímpetu» de Spinoza, por otro. Seguir un instinto es
dejarse caer por un plano inclinado; pero ese plano inclinado
nos lleva a la reconquista de la verdad ideal. Por eso la obe­
diencia al instinto es incondicionada y por eso Jacobi habla,
en términos kantianos, de un imperativo del instinto {Gebot
des Instinkts) (VI, 167). El desinterés del texto anterior queda
ahora muy matizado: seguir un instinto es llevar adelante una
acción no calculada, no sometida a la lógica de los medios
instrumentales, sino a un mandato imperativo.^
Pero al mismo tiempo surge ante nosotros la fuerza de la
comparación: se hace filosofía, se busca la verdad como el
animal busca la comida, por constitución, por naturaleza. Lo
que parecía que señalaba un suceso —la pérdida de la cohe­
rencia— caracteriza ahora la naturaleza humana propiamen­
te dicha como ordenada a superar aquel suceso. El hombre
ha sufrido cambios y tiene una historia; pero esa historia es
sagrada: sucedió fuera del tiempo y hace referencia a una rea­
lidad personal igualmente ajena a la vida fenoménica. No hay
una historia temporal, concreta y material de la caída; la his­
toria sólo describe el hecho de las contradicciones y las ope­
raciones de la naturaleza humana para recuperar la unidad.
Por tanto, la naturaleza temporal del hombre es algo poste­
rior, secundario y, desde luego, atravesado por la filosofía. Y
ésta es dialéctica porque es tránsito temporal, vida en el tiem­
po, condena en el reino del devenir, acción del instinto que

39
nos mueve hacia el ser, hacia lo inmutable, hacia el Yo origi­
nario, profundo e intemporal. El instinto manifiesta entonces
la estructura teleológica de la naturaleza humana; «por ins­
tinto se conduce el hombre y todos sus instintos pertenecen
a la naturaleza» (VI, 136).
Pero, y esto es importante, la aparición del instinto de fi­
losofar es wunderliches, maravillosa, misteriosa, inexplicable.
El hombre encuentra en sí ese instinto, obedece esa indica­
ción, descubre en sí ese proceso y lo encuentra raro y miste­
rioso en su positividad, en su realidad, en su fuerza vincu­
lante. La carencia de explicación histórica del surgimiento de
esa necesidad de filosofar, que en el fondo es síntoma de la
necesidad de salvación personal, lleva a Jacobi a hipostasiar-
la como dimensión natural y a valorarla como un milagro.
Después la elevará a previsión de una inteligencia divina, ya
que la estructura teleológica del instinto le impondrá la ape­
lación a una inteligencia buena que vela por la curación del
hombre. Porque en efecto, si la experiencia de la contradic­
ción es dolorosa, el instinto de verdad es un instinto de salud.
Es imposible esa experiencia de la filosofía como milagro si
no fuera también una experiencia de salvación-salud (Heil)
ante la que estamos agradecidos. Pero la condición prehistó­
rica de toda filosofía es la convicción sentida de que la exis­
tencia se ha tornado problemática y enferma, y que el dolor
es la experiencia universal. Sólo en este contexto la filosofía
nos conserva la vida:

El hombre busca la verdad porque le mata la mentira [Un­


wahrheit] [...]. Él quiere llegar a la fuente de lo bueno, de lo
bello, de la verdad y de la vida [VI, 167].

Vernos dobles, muertos, enfermos; vernos curados, vivos


en la filosofía, reencontrados en la verdad;^ todo esto se re­
sume en una disyuntiva: desconocemos o autocomprendernos.
Aquí está el comienzo y el fin, el Absicht de la filosofía: la
Selbstverständigung, la autocomprensión. El mundo clásico de
Jacobi es decididamente nuestro contemporáneo, el contem­
poráneo de Kierkegaard y Freud, de Schopenhauer y Nietz­
sche:“* «Filosofía es una vida interior. Una vida filosófica es
una vida reunida» (VI, 173).
Meditación como Nachsinnen, como introspección, descu­
brimiento del origen del mal en nosotros, de nuestra enfer­
medad, de nuestra contradicción: esta es la tarea de la filoso­

40
fía. Ciertamente Jacobi hablará de otras cosas, pero su ocu­
pación es el individuo, el Selbst, la propia terapia que él cree
intransferible, el propio combate irrepetible. De ahí la necesi­
dad de que la filosofía sea vida íntima, y de que esto equi­
valga a vida comprendida, reunida, gesammeltes Leben. No
hay auténtica vida sin conciencia plena de la dialéctica de
nuestra personalidad, pero esto no es posible sin la concien­
cia plena del comienzo de nuestro mal. Este es el objetivo de
la meditación y de la retrospección:

De la meditación surge la filosofía, que es un regreso de


la reflexión hasta los inicios. Quien es consciente de este re­
greso en la meditación hasta el comienzo, y entonces vuelve
allí donde estaba situado antes, éste ha encontrado una filo­
sofía [VI, 173].

Un camino de ida y vuelta es el que se nos describe aquí,


como el del intrépido viajero que penetra en la caverna plató­
nica. Persigue allí las sombras de las auténticas cosas con la
finalidad de conocer sus arquetipos, ese comienzo que sólo
cabe buscar mediante un ir detrás de lo sentido, de lo vivido,
en ese Nachsinnen, pero sólo para volver fuera de la caverna,
al sitio donde se hallaba antes, al presente, y reconocerse en
él. Tener una filosofía es propiciar ese reconocimiento.
Así las cosas, toda experiencia personal auténtica debería
cristalizar en una filosofía. Cuando esta reflexión, ese regreso
hasta el comienzo de la experiencia, son auténticos, entonces
también lo es la filosofía, que penetra así hasta el suceso sa­
grado tras el cual quedamos escindidos, dobles, carentes de
unidad. Entonces es filosofía en sentido genuino: vale decir,
salvación y paz. Lo demás, confiesa Jacobi, es meramente sis­
tema que, por ser indiferente para la salud del individuo, ca­
rece de verdad y es gratuito.^ Por eso, como defenderá tam­
bién Fichte, el único sistema auténtico es el que expresa nues­
tra individualidad, esto es, nuestra vida sistemática, con el
que nos reconciliamos y del que podemos estar convencidos.
Por eso cada tipo de hombre tiene el sistema que se merece.
El pensamiento de la genealogía como clave de sentido se vis­
lumbra aquí. El sujeto de la filosofía es determinante en un
sentido que ya no es el transcendental, sino empírico, el psi­
cológico; y con él surge la necesidad de poner la metafiloso-
fía, la psicología del autor tal y como él la comprende, la teo­
riza y la expresa, como parte interna de la propia filosofía.^

41
Y en todo caso el criterio últim o de la filosofía ya no es el
teórico, sino el higiénico: «Mediante la verdadera filosofía el al­
m a se tranquiliza y finalm ente deviene devota» (VI, 173). E s­
tabilidad, reposo, tran q u ilid ad , unidad, superación del deve­
nir y del tiem po, creación de un Ich inm utable y coherente, a
eso induce la auténtica filosofía, la filosofía de los ideales de
la época burguesa. En esto coincidirán Schopenhauer y Freud.
Y el propio Nietzsche es trib u tario de estos planteam ientos,
aunque recoja el reto que llevan consigo y acepte la estabili­
dad dentro del devenir, el eterno retorno y el presente eterno
como síntesis. El final, no o b stan te, es m uy diferente respec­
to de Jacobi. Para él la m eta es poseer un alm a andächtig,
esto es, atenta, pero tam bién devota, replegada, tran sp aren te
a sí m ism a, y no d isp ersa y afirm adora de la pluralidad de
las apariencias.
La coherencia es así u n a exigencia del p en sar porque es
ante todo una exigencia de la vida. No hay aquí apriorism os:
la coherencia la reconocem os a posteriori, al final de la lucha;
es lo que proporciona reposo. A hora debem os profundizar en
los elem entos de ese reposo, en los elem entos de esa contra­
dicción que surge en nosotros m ás allá del tiem po, en el olvi­
do, arru in an d o la unidad. Una reflexión nos ilum inará al res­
pecto.

2. Los elem entos de la contradicción

Sin la tranquilidad del alma nada grande llega a ser.


Donde pequeñas pasiones arrastran al hombre, éste sólo
puede llevar a cabo pequeñas cosas aisladas. Sólo allí donde
una gran pasión produce grandes cosas, hay una especie de
tranquilidad en el alma. Todo está orientado hacia esta única
cosa y el alma reposa en este punto [VI, 207].

Hay aquí varios m om entos a destacar.^ El fundam ental


es que esa búsqueda del equilibrio personal, la filosofía, tiene
que ver sobre todo con pasiones. Pero no sólo eso: tiene que
ver con pasiones fuertes. Cuando dichas pasiones son peque­
ñas, y persiguen cosas plurales, son contradictorias y el hom ­
b re se ve escindido. C uando surge u n a a u té n tica filosofía,
todas esas pasiones se han reunificado en un punto. Pero este
punto no puede ser a su vez sino otra pasión, la m ás fuerte,
la que tenga la virtualidad ordenadora. La cuestión es si a

42
este punto de reunificación real y definitivo se le puede se­
guir llam ando pasión, y en qué sentido. Nuestro capítulo sobre
los instintos decidirá esta cuestión al final del libro. Sea como
sea, el hom bre que filosofa deberá encontrar, m ediante la me­
ditación y la retrospección, lo m ás fuerte en sí, el punto reu-
nificador.

Aquí entra en juego la ley del más fuerte. Pero la intensi­


dad de una verdad no es la intensidad de las otras, ellas no
tienen una misma fuerza. Verdad es claridad. ¿Qué es en
mayor y supremo grado lo positivo?, sobre esto se discute
[VI, 166].

E stam os aquí en el m om ento conflictivo resultante de la


caída. Cada pasión tiene su verdad, su fuerza, su positividad.
¿Pero cuál es la dom inante? E ste es el conflicto. R epárese
en que aquí hablam os de u na noción de verdad como aquello
que tiene peso en mi vida. C laridad (Klarheit) no perm ite una
definición cartesiana, sino vital; es u na opción pasional do­
m inante con exclusión de los objetos de las dem ás pasiones.
Es im po rtan te tener todo esto en cuenta porque ahí están las
bases de la teoría de la intuición en Jacobi, e incluso de su
teoría de Dios: en la teoría de la positividad interna como
fuerza pasional. Una pasión tiene u na fuerza, se mueve, es
algo con rasgos propios, existe, me hace existir: constituye
mi problem a o mi salvación según la reprim a o me reconcilie
con ella; pero no es algo indiferente, neutro, conceptual, un
mero rep resen tar p ara el conocim iento sensible, un aporte al
frío conocim iento objetivo. Como resultado consciente de un
despliegue del instinto, constituye el elem ento de la vida p er­
sonal. La descubro en mí, la hallo en mí cuando me veo en
m ovim iento guiado por ella o cuando tengo que reprim irla.
Pero estos elem entos del problem a determ inan tam bién la im ­
posibilidad de la solución. Porque es im posible desconocer la
pasión en su carácter dependiente de la exterioridad, de sus
objetos, y con ello, su carácter m utable, su juego en el deve­
nir, en el tiem po. Surge entonces la evidencia de la im posibi­
lidad de un equilibrio pasional en tan to que toda pasión de­
penda del azar de las afecciones y de las experiencias de sus
objetos. Así pues, la prim era experiencia del filosofar es el
dolor, la enferm edad, la contradicción sentida en la que las
pasiones se autodestruyen. La segunda es el caos, la im posi­
bilidad de autocom prendernos cuando buscam os la síntesis

43
de esas pasiones diversas en los objetos a que aspiran. La
m eta de la superación de las pasiones en una pasión queda
lejos:

A un hombre le parece esto lo positivo, a aquél esto otro.


Incluso en el mismo hombre puede ser hoy positivo esto, ma­
ñana aquello. Si esto sucede habitualmente, entonces el en­
tendimiento entero cae en confusión; no encuentra en ningún
sitio nada en lo que pueda mantenerse firme [VI, 167].

Los fenóm enos de la m odernidad están recogidos aquí en


toda su ingenuidad, pero tam bién en toda su inm ediatez: la
ansiedad, el nerviosism o, la insatisfacción, la intranquilidad;
he ahí los criterios de la falsedad, de la confusión del enten­
dim iento: Verwirrung contra Klarheit. Es la experiencia esen­
cial h u m ana porque es el a priori de toda existencia au tén ti­
ca. No todos los hom bres la viven con sinceridad porque no
todos los hom bres poseen grandeza pasional. Un gran com ­
bate es el signo m ás preciso de un alm a grande. A la des­
cripción de la m odernidad como confusión corresponde la re­
presentación del héroe como el tipo de hom bre por excelencia
que m ide su altura, ante todo, por una gran experiencia de
desesperación frente a la gran pregunta: ¿dónde dejar repo­
sar n u estra exigencia de paz? Diré que Jacobi acab ará encon­
tran d o un cam ino m ediante la equiparación de Leidenschaft
con n aturaleza, y aceptando que la conducta guiada por la
pasión hace im posible la estabilidad al depender del arbitrio
de las cosas cam biantes. Desde esta equiparación es evidente
que la n a tu ra le z a no puede a te n d e r n u e stra exigencia de
orden. La naturaleza es informe, m onstruosa; he aquí el abis­
mo que poco a poco va a ir separando a Jacobi de Goethe
prim ero y de Schelling después, el pensam iento que le cerra­
rá el cam ino hacia toda solución panteísta, el que determ inará
que el héroe de Jacobi sea el héroe nihilista y negador. Un
nuevo concepto tendrá que em erger desde esta consideración:
el de espíritu (G eist). La consecuencia de todo ello es que el
Geist tiene que poseer algún tipo de instinto, de positividad,
de sustancialidad: el de coherencia, orden,verdad, salvación.

Nuestro espíritu plantea exigencias a la naturaleza y a la


historia que no encuentran ni la menor audiencia. Precisa­
mente las mismas exigencias hace él a su razón, a su volun­
tad, a su corazón, a su conciencia. Él se sobrepone a todas
las respuestas negativas que obtiene y por tanto no puede

44
entregar sus exigencias; desaparece delante de sí mismo en
la reflexión sobre sí mismo, y se siente aún más que todo lo
demás [VI. 200].

No es preciso poner detrás de éstas palabras el estado de


desequilibrio que un día reflejaron para poder entenderlas.
Sólo es preciso poner tras esta noción de exigencia (Forde­
rung), el ansia de paz y de unidad, de superación de la con­
tradicción; detrás de esas abschlägigen Antworten, la deses­
peración de no encontrar en la naturaleza un lugar en el que
sentirse acogido y reconciliado. Es preciso representarse el
juego de todas nuestras inclinaciones, de todos nuestros de­
seos, y la imposibilidad de que se integren produciendo esa
gaudio de la que hablara Spinoza.® ¿Pero acaso no apunta el
principio del De emendatione intellecti a la misma experien­
cia, esa que Kierkegaard definió como estadio de D. Juan,
como experiencia estética? ¿Pero no repiten todas estas des­
cripciones la visión platónica de la experiencia humana pa­
sional como el castigo de Calicles, aquel que inevitablemente
sufrirá su deseo como suplicio eterno? Sin duda todo esto es
bien cierto. Ahora bien, lo radicalmente nuevo en Jacobi es
que esa experiencia de la pasión natural y sensible finalmen­
te quedará caracterizada como experiencia de la Nada.
En efecto, hay un texto característico de este último paso:
Él [el hombre] se busca en la naturaleza entera y no se
encuentra. Lo que descubría para sí era sólo un reflejo de
otro, y esto otro desapareció, fue pasajero. Entonces él cayó
de nuevo en su Nada [VI, 202].

Este pasaje nos permite ante todo definir la esencia de la


pasión: es el reflejo del otro, de lo que nos afecta, de lo que
nos motiva. Vivir en la pasión es vivir en la dependencia. Es
estar siempre al borde de experimentar la nada, porque en la
pasión nuestro autosentimiento, nuestra positividad, adquie­
ren vida y verdad sólo como consecuencia de ese otro objeto
pasajero. Ahora bien, la naturaleza es todo el reino de lo tem­
poral, de lo que produce pasiones. Mientras el hombre de­
penda de la naturaleza, concluye Jacobi, no se encontrará más
que como en un juego de espejos que produce en sus ojos el
brillo de las cosas. Y entonces experimentará la nada que in­
ternamente es. No debemos pensar esta experiencia como trá­
gica. Esta sería una observación unilateral. Es trágica para
el que vive en la pasión, en ese estadio de la dialéctica. Pero

45
es liberadora cuando se contempla desde los grados superio­
res de la evolución dialéctica de la persona; el hombre —dice
Jacobi— no se encuentra en la naturaleza, pero tampoco
puede entregar sus exigencias de orden y de paz, porque esas
son las exigencias de algo distinto, del espíritu.
Profundizar algo en todo esto nos lleva a entender la esen­
cia de la naturaleza en su carácter temporal, y la tragedia del
hombre que vive en la pasión, como la tragedia del tiempo.
Comprender este asunto es la condición indispensable para
dar un paso en esa época que identificó la esencia temporal
del hombre con su esencia trágica, y que aspiró a la anula­
ción de ambas dimensiones humanas mediante la propuesta
de una realidad extratemporal en el hombre, primero, o me­
diante una nueva concepción del tiempo, segundo. Jacobi es
el hombre de la primera solución. Novalis apuntará a la se­
gunda y con él todos los demás hasta Heidegger. Pero aquí
sólo nos interesa el primero. El hombre natural, el hombre
en el tiempo, es la nada del hombre;

El hombre natural se encuentra en el tiempo, el cual nunca


reposa ni tiene un momento propio. ¿Qué es el presente? Un
fenómeno de pasado y futuro [VI, 202].

La exégesis tradicional, sobre todo Verra,^ ha mantenido


que el pensamiento de Jacobi sobre la naturaleza es funda­
mentalmente ilustrado, mecanicista, el propio de D’Holbach,
el que Jacobi aprendió en la época de Ginebra. Hay que ma­
tizar esa posición. Porque no hay en Jacobi un pensamiento
de la exterioridad como tal, un pensamiento que apunte a la
realidad de la naturaleza en un sentido radicalmente ajeno a
la interioridad humana entendida como norma de existencia
vital. Jacobi habla de la pasión como sometida el mecanicis­
mo de los objetos, y en este sentido acepta como modelo de
hombre natural al hombre de Helvetius. Pero hay diferencias:
la noción de mecanicismo no integra en Jacobi la dimensión
cognoscitiva que le es esencial, o al menos no la integra en
primer plano; su noción refiere mucho más a una dimensión
vital, subjetiva y pasional que puede ser descrita en términos
mecánicos por su carácter compulsivo, automático, motivacio-
nal, pero siempre alejado de todo control y previsión. Por lo
demás no hay que olvidar que esa naturaleza mecanicista, con
el tiempo como forma, es para Jacobi mero Erscheinung. Es
preciso reconocer, por tanto, que el pensamiento de la natu­

46
raleza en Jacob! refiere a fuentes alemanas, a Kant o al leib-
nizianismo profundo que alberga incluso la reflexión kantia­
na. Pero mientras que en Kant el tiempo y el fenómeno cons­
tituyen la objetividad y la realidad sensible como dimensiones
condicionantes de toda donación de sentido, y en Leibniz son
«phaenomena bene fundata», en Jacob! estamos ante algo ca­
rente de realidad, porque las unidades temporales, los ahora,
no son nada en sí. La naturaleza es un fluir sin unidades rea­
les, y por eso una nada; un fenómeno, sí, pero en el sentido
de mera apariencia cuyo rasgo más característico es el de po­
seer como forma de existencia un devenir que nunca cesa,
«die nie Stili pteht». Por todo eso comprendemos que hay que
matizar la posición de Verrà: la caracterización ontològica de
la naturaleza no se da en Jacobi desde la Ilustración, ni si­
quiera desde Kant, sino desde Platón, al considerar el reino
del devenir como reino del nihilismo, de la nada. Si ese
reino viene descrito también desde la mecánica es porque per­
mite activar el resorte de las pasiones. Pero en todo caso
damos con ello una característica derivada y secundaria res­
pecto de la consideración más fuerte de la experiencia de la
naturaleza como experiencia de la nada.
Justo desde aquí comprendemos que no hay pensamiento
teórico alguno en esta noción de naturaleza. Estamos ante el
supuesto de todo proyecto educativo entendido como proyec­
to represor de pasiones. Se las reprime legítimamente desde
la coartada de que se reprime la nada. Es este un pensamien­
to paradójico de transustanciación de la realidad: es preciso
anular la propia nada que es así, ante todo, positividad ilu­
soria, pero terriblemente efectiva sobre la naturaleza humana
por algún destino prefijado de antemano desde los tiempos
de la caída. La pasión que poseo en el presente es un reflejo
(Widerschein), pero ahora en el sentido de espejismo que car^
rece de realidad, como algo incapaz de concederme reconci­
liación y orden. La falacia de Jacobi será negarse a todo tipo
de crítica frente a esa imposibilidad de reconocerse como un
ser pasionalmente marcado impuesta por el mundo burgués,
camuflando esa experiencia personal y social al hacerla gené­
rica y universal; él no la considera propia de la época, sino
que la hace índice de la naturaleza humana. Así nos dice:

Algunos sabios han propuesto al hombre que olvide el pre­


sente, que pase soñando su vida con esperanzas y que estú­
pidamente desprecie todo auténtico disfrute. Decidme, sabios:

47
quien se esfuerza tras bienes aparentes, ¿no está igualmente
engañado, tanto si no los alcanza como si los consigue? O,
¿dónde está aquel de vuestros discípulos que haya encontra­
do en vuestro presente tranquilidad y felicidad? [VI, 203].
Negación del presente, del tiem po, de la n aturaleza y de
los bienes aparentes: experiencia del dolor, incapacidad de or­
denar las pasiones: pero en m odo alguno sentim iento de de­
rrota. Siem pre queda la posibilidad de co n stru ir un orden sin
ellas. La búsq u ed a de la coherencia y de la estabilidad perso­
nal debe continuar, aho ra ya ilum inada por algo no natural,
por una idea. No debem os p en sar en K ant. Debemos seguir
pensando en Platón. Posteriorm ente expondrem os las nocio­
nes de idea y razón. A hora básten o s con sab er que es el pro­
cedim iento para encontrarse m ás allá de la naturaleza, y que,
desde luego, la idea no es un concepto, sino en todo caso un
objeto de intuición, esto es, algo existente, positivo, realidad
de algún Triebe, algo que llena y reconoce el Geist m ediante
la Glaube.
La ru p tu ra con el supuesto optim ista es aquí evidente: el
ideal no es inm anente a la natu raleza: ésta no es form adora
ni creadora por sí m ism a. Por eso, en el Jacobi m aduro se
escinde la noción de naturaleza respecto de la noción de vida,
al contrario de lo que sucederá en Goethe y en el R om anticis­
mo. La vida n atu ral debe dejar paso a la vida que siente y
que vive la idea. E sta vivencia de la idea tiene tam bién la
form a subjetiva de ser sem ejante a la pasión, de ser im pulsa­
da por un Triebe, pero no es u na pasión en el sentido m ate­
rial, pues no posee un instinto n atu ral. Debe poseer Evidenz
en el sentido vitalista definido anteriorm ente, y que ahora con­
creta Jacobi como la «conciencia clara de una percepción» (VI,
201): esto es, aprehensión de lo verdadero que tiene relevan­
cia y positividad como ordenador de la vida interior. La con­
ducta guiada por esta idea no sigue u na pasión m aterial, que
siem pre tiene su origen en representaciones sensibles {Emp­
findungen, Vorstellungen, no Wahrnehmungen), sino otra rea­
lidad, igualm ente positiva, igualm ente vital, pero en modo al­
guno n atural.'* T endrem os ocasión de com prender que esta
prim era independencia de la pasión la lleva a cabo una idea
concreta: la am istad , Freundschaft. M ediante ella el hom bre
tam bién se separa del anim al'^ y comienza a organizarse como
Yo. Por eso una idea es u na orientación de futuro, realizada
a p artir de la negación de la natu raleza y del presente. El Yo
im pone así u na form a de representación del tiem po radical­

48
mente alterada respecto de la representación natural: sólo
desde una voluntad de aspirar, de esforzarse (Streben), de
no identificarse con el presente, de negar su mera realidad
aparente, surge la idea como promesa de auténtica realidad in­
mutable. De ahí que, en tanto que sigue denotando todavía
la estructura temporal del hombre, la idea también puede
estar sometida a cambios.*^ Pero en sí misma es el único
medio eficaz contra el nihilismo del presente:

Sin unidad [Zussamenhang] el hombre no puede pensar­


se. Su Yo se forma cada vez más y él se pierde a sí mismo si
pierde la conexión de esta formación. [...] Por esto una idea
puede llegar a ser omnidominante, pues nuestro Yo, nuestra
conciencia refleja misma, es una Idea [VI, 203].

Todas las palabras de este texto merecen subrayarse, por­


que son las claves del ideal burgués: coherencia, educación,
formación, imagen de sí, idea. Yo. El ideal burgués como pro­
ceso de transformación total de la naturaleza humana que en
el fondo equivale a su ruina en favor de la realización de la
idea de Yo: esa es la tesis del párrafo. Estamos en un proce­
so educativo, formativo, que necesita concluir, cristalizar en
una idea como orden abierto al futuro, como proyecto domi­
nante de toda nuestra personalidad que, a pesar de mante­
nerse abierto, ya es estable; que a pesar de no ser todavía,
ya es también. Este proceso, por lo demás, no se puede man­
tener sin dos categorías ulteriores: la de «perderse», que siem­
pre describe una amenaza, un peligro, y la de «esforzarse»
{Streben). Estamos realmente ya en el universo de Fichte.
Pero la clave de todo está en la inversión del orden temporal:
frente a la nada del presente se alza el futuro con su prome­
sa de realidad: «Una cosa de futuro, eso es el hombre, y tiene
que esforzarse continuamente» (VI, 203). Pero esfuerzo sobre
el camino de la idea: «sobre la vereda del bien verdadero se
encuentra él, junto con los frutos de la esperanza, también la
tranquilidad del disfrute» (VI, 203). Aquí desemboca el ins­
tinto de salud, aquel mandato de coherencia, aquel interés ori­
ginario por la verdad. Pero podemos decir que, según Jacobi,
aquí desemboca toda experiencia personal auténtica. Cuando
esa idea del Yo es verdadera, entonces se obtiene el reconoci­
miento y la reconciliación de nuestra realidad más profunda.
La filosofía ha llegado a su fin. La negación de la naturaleza,
su destrucción represora, ya es total: el final de la experien-

49
eia filosòfica es el d isfrute de un Yo que ya no es tem poral,
sino que yace m ás allá de todo fenóm eno:

Si bien nosotros vivimos ciertamente como seres finitos


en nuestro elemento temporal, de tal manera que no pode­
mos hacernos ninguna representación de una vida fuera del
tiempo, también ciertamente somos tan íntimamente conscien­
tes de nuestro Yo como algo extratemporal, que a partir de
este Yo sólo nos esforzamos por destruir lo destruible, por
superar todo lo diverso y por transformar todo lo pasajero
en algo imperecedero [VI, 220].

El reino del ser frente al reino del devenir, el reino de la


idea frente al de la sensibilidad, el de la libertad frente al de
la naturaleza. Yo frente a exterioridad, ¿no es este un m undo
estru ctu ralm en te parecido al kantiano, con todo su dualism o
prim itivo de m undo sensible e inteligible? Debemos p ensar
que sean cuales sean las fuentes de esta visión jacobiana del
m undo —y m e inclino a p e n sa r que fo rm an p a rte de la
época—, ofrece suficientes claves p ara hacer viable e inevita­
ble el diálogo con K ant, por u na parte, y p a ra com prender
que las relaciones de este diálogo no son, por parte de Jaco-
bi, de una antipatía general hacia Kant. El de D üsseldorf apre­
cia perfectam ente que sus diferencias con el de Königsberg
son fu n dam entalm ente ontológicas, esto es, acerca del esta tu ­
to que esos dos m undos poseen. M ientras que Jacobi va a
m antener un pensam iento ontològico tradicional que los tra ta
como su stan cias diferentes, K ant va a revolucionar precisa­
m ente estos p lanteam ientos ju sto a p a rtir de su diálogo con
Rousseau, que paradójicam ente m antiene un bisustancialism o
de raíz m aleb ran ch ian a inaceptable para Kant,*"* pero que se
sitúa perfectam ente en la tradición de Jacobi.
El caso es que la época, que no reparó esencialm ente en
la novedad del planteam iento ontològico de K ant, pudo caer
fácilm ente en la confusión de que todas las d ualidades que
Jacobi expone en estos textos, podían resum irse fácilm ente
en la oposición k a n tian a entre P haenom enon y N oum enon.
Con ello el dualism o de Jacobi qued ab a consagrado, siendo
fácil p a ra la época p en sar que ese dualism o era com ún a Ja­
cobi y a Kant. Por lo dem ás, al estar el de Jacobi m ucho m ás
asentado en la tradición leibniziana, fue en su propia inter­
pretación y sentido como dicho dualism o pasó a la época. Pero
al acep tar a K ant desde el pensam iento de Jacobi, m uchos

50
pensaban ser kantianos cuando en el fondo otorgaban a
los pensamientos kantianos el sentido que tenían las nocio­
nes paralelas en el pensamiento de Jacobi. Así sucedió con la
cuestión del Yo, del imperativo como ideal de coherencia con­
sigo mismo, de la intuición de ese Yo como intuición ya inte­
lectual, del mundo fenoménico como mundo unilateralmente
subjetivo, etc. La gran confusión de eso que se iba a llamar
idealismo estaba tramándose.
Por otra parte, desde ese Yo era fácil avanzar hacia el pen­
samiento de la eternidad del alma, ya no como un postulado
moral, sino como una consecuencia inevitable de la sustan-
cialidad del espíritu. Con la experiencia de la filosofía descu­
brimos que somos criaturas para la eternidad, si bien sólo a
partir de la desesperación y el dolor: «para la eternidad crea­
dos, pero de naturaleza finita» (VI, 203). Con el paso a la
idea se produce algo más que un mero reencuentro con una
realidad originaria: ésta se transforma, se purifica y deja de
ser naturaleza finita. Por eso la experiencia de purificación
es también la del dolor. La paradoja es que la eliminación de
la naturaleza explicada como nada produzca dolor. El hecho,
sin embargo, es que en el Yo como idea se cumple la realidad,
el Ser. Su vida no es ya dependiente del reflejo de las cosas,
no es dependiente de la pasión. Se sostiene a sí mismo, gusta
de sí mismo, se siente a sí mismo, se afirma a sí mismo.
Estamos ante un Individuo*^ y como tal autosuficiente y
eterno, un individuo leibniziano que ahora no es dado, sino
conquistado. ¿Pues quién hará que deje de existir si sólo de­
pende de sí? Repárese cómo se ha alterado el pensamiento
de Leibniz, porque esta alteración será definitiva para el idea­
lismo posterior: el individuo monadológico, eterno, simple, au­
tosuficiente y sustancial no es el punto de partida, no es la
realidad inmediata, sino punto final, resultado de la forma­
ción y del esfuerzo, experiencia. Y sin embargo se mantiene
intacta la diferencia leibniziana entre cuerpo como fenómeno
y espíritu como sustancia. La cuestión es dónde situar la idea:
si al principio como sujeto o al final como objeto de todo el
proceso. El idealismo llevará esta pregunta a perfecta clari­
dad y contestará, explicitando el carácter circular de la expe­
riencia, que si esa idea no estuviera ya al principio de mane­
ra inconsciente, como instinto o en sí, no podría emerger al
final en toda la plenitud de su autoconciencia. Fichte, Hegel,
Schleiermacher y Schelling coincidirán en esto. Pero Jacobi,
mucho más apegado al aspecto vital y existencial de la cues­

51
tión y desde su voluntad de negar toda posibilidad al pan­
teísmo, sólo tendrá una solución: la idea es el final, la natu­
raleza finita el comienzo, y el instinto de orden no es sino un
instinto del nihilismo, de negación de la naturaleza, y no una
voluntad de ordenarla, de reconocerla y de elevarla a «para
sí» y a conciencia. Positivamente, el único instinto que debe
llegar a autoconocimiento es el de la sustancia profunda del
espíritu.
Desde este punto de vista existencial, propio de Jacobi,
interesa recordar que se da cita aquí todo el vocabulario de
la ascesis,'^ íntimamente vinculada con la opción nihilista. La
ascesis es el resultado de la decisión de nihilismo que hace­
mos recaer sobre la propia naturaleza sensible. Pero debemos
preguntarnos acerca de los motivos de esa decisión de redu­
cir la sensibilidad a la nada; ¿por qué el tiempo fenoménico
se considera como el filtro mágico de la nada? Y la única res­
puesta posible es la apelación al dolor y a la contradicción
que la sensibilidad representa para la vida histórica alberga­
da por la época burguesa. Esta experiencia está en la base
de Schiller y, antes, de Goethe. La distinta relación con el
problema del panteísmo señala y marca el diferente papel y
diagnóstico del problema de la sensibilidad respecto del
mundo burgués; porque si se afirma la sensibilidad desde el
pensamiento panteísta, resulta claro que se bloquea toda de­
cisión de nihilismo sobre ella, por lo que se hace inevitable
la crítica social; ahora bien, si se da opción al platonismo,
entonces la solución de sublimación en el ideal conduce ine­
vitablemente a la consideración del marco burgués —que
ahora ya no choca contra lo que desde la lógica panteísta es
la auténtica y divina naturaleza sensible del hombre, sino con­
tra la nada de las pasiones— como marco natural de relacio­
nes humanas, y por tanto como algo irrelevante respecto de
la tragedia humana, como un detalle que no tiene que sacar­
se a la luz. Por eso el discurso nihilista de Jacobi nunca se
cuestionará la influencia del orden burgués sobre las pasio­
nes, ni sabrá que sólo dentro de ese marco alcanzan un nivel
de contradicción tan insuperable que sólo permite el alivio de
su total destrucción.
Es fácil entender desde aquí que el reconocimiento de la
experiencia del dolor no sea una experiencia social para Jaco­
bi, sino natural. La decisión de nihilismo que recae sobre uno
de los elementos del juego, sobre la pasión —ya que la socie­
dad burguesa ha pasado desapercibida, valorada como cua-

52
dro necesario de relaciones humanas, como espacio vacío del
mecanismo de las pasiones que no altera las constantes exis-
tenciales—, obliga ciertamente a la concesión de auténtica rea­
lidad al orden ideal alcanzado tras aquella decisión. Surge así,
como contrapunto inevitable de la ascesis, la valoración del
hombre como poseedor de dignidad ( Würde), de un destino
superior, höhere Bestimmung (palabra que pasará a Fichte
en toda la plenitud de significado) (VI, 121). Todo ello da
lugar a una nueva actitud existencial que disfraza su compo­
nente místico con una nueva expresión; la kantiana:

Es una ley incondicionada [unbedingtes Gesetz] para el


hombre que el pensamiento domine en él, que su espíritu
siempre reine [Schwebe] sobre los objetos: éstos no deben po­
seerle, sino a la inversa, él debe poseerlos. Él debe reunirlo
todo en su espíritu [VI. 143].

Yo supratemporal, ley incondicional, dominar sobre todos


los objetos, elevarse sobre ellos, flotar, que eso significa li­
teralmente Schweben (una palabra tan repetida en Fichte
para designar la relación del Yo con el No—Yo finito, y por
F. Schlegel para definir la esencia de la ironía), destino supe­
rior, dignidad, sostenerse sobre la propia fuerza,*^ todo ello
recuerda vagamente a Kant. Pero mucho menos vagamente a
Fichte. Y no hay que olvidar que cuando los pensamientos
de Schelling y Fichte se enfrenten realmente con motivo de
su polémica de 1800-1802, la cuestión de base será la incapa­
cidad de Fichte para comprender el problema de la naturale­
za dentro del sistema de idealismo, y para desvincularse de
hecho de Jacobi. En el fondo esa incapacidad era perfecta­
mente coherente con el origen histórico de la filosofía de Fich­
te, heredera del absolutismo moral de Jacobi tanto como de
la primacía de la práctica kantiana, y que se levanta sobre
una perfecta conciencia del hecho de que un pensamiento de
la naturaleza en pie de igualdad con el pensamiento del Yo
implicaría una ruina de la primacía moral de este último. Por
eso a partir de 1800 la ruina del idealismo subjetivo de Fich­
te coincide con la ruina de la moralidad como aspecto central
de la existencia humana, frente a la valoración de la morali­
dad objetiva de la naturaleza concentrada en el arte o en el
Estado.
Más tarde tendremos ocasión de analizar la verdad de esta
sensación que nos hace pensar en Kant al leer los textos mo­

53
rales de Jacobi. Por ahora no podemos perder de vista que
el producto de esta ley incondicionada de dominar sobre el
mundo sensible es, sin duda, la paz consigo mismo, el en­
contrarse a sí mismo,*® la consecución de la coherencia,*^ que
no es sino la forma en que Fichte expondrá el destino moral
del hombre en las Vorlesungen über die Bestimmung des Ge-
lerhtes de 1 7 9 4 . Y sin embargo la conquista de la paz se
lleva a cabo exclusivamente sobre la destrucción de la natu­
raleza pasional: la coherencia, desde la ruina de la naturale­
za corporal, sólo puede ser la del espíritu consigo mismo, lo
que chocará con el despliegue de la filosofía fichteana. Este
final de viaje significa también la reintroducción de las viejas
categorías estoicas: el individuo ya no es marioneta del azar,
sino dueño de su destino y de su vida. La ley ya no es algo
externo, letra muerta, sino ley hecha vida, personificada.^* Su
carácter: «semper idem veile atque idem nolle» (VI, 140);
su mejor rasgo: la «Virtuosität, jene Prudentia der Alten»
(VI, 141).22

3. La idea y el am or

Debemos describir ahora con más detalle el proceso de se­


paración de la naturaleza y el descubrimiento del Yo. Debe­
mos describir el juego de la idea. Sólo así estaremos en con­
diciones de introducirnos en la esencia de la filosofía de Ja-
cobi. Y el detalle fundamental a tener en cuenta en este
sentido es que todas estas etapas del despliegue de la perso­
nalidad se viven como definitivas, como verdaderas, como au­
ténticas en un momento dado. Esto significa que deben venir
mediadas por una experiencia de desesperación y desolación,
único criterio para comprobar a posteriori la autenticidad que
pusimos en ellas. El individuo ha debido naufragar en cada
una de ellas, pues sólo entonces se produce el encuentro con
la realidad de la nada, con la confusión y la zozobra ante el
vacío. Estas experiencias son el único camino que lleva a la
verdad, idéntico en algunos de sus aspectos al camino que
describen los místicos, o el que luego describirá Novalis.^^
Pero estamos ante la sensibilidad de la época, no ante un
único caso. Quien quiera entender a Fichte y a Reinhold^“* de­
berá aplicar estas categorías como clave de comprensión de
sus escritos de juventud, plenos de la conciencia de la trage­
dia que significa la imposibilidad de reconciliarse teóricamen­

54
te con lo que se quiere creer desde el obstinado corazón. Y
sin embargo no es ya el ambiente de Schelling.
Este camino dialéctico de etapas está atravesado por la
realidad del genio moral. Porque en cada una de estas eta­
pas, el individuo cree, se siente llevado allí por un instinto,
por una necesidad de la que apenas es consciente. Lo ve como
un paso inevitable hacia su propia coherencia, como un des­
pliegue de su destino autónomo e intocable. Pero la insatis­
facción le señala al mismo tiempo su culpa, su placer contra­
dictorio y provisional. El motor de esta dialéctica es la supe­
ración de ese dolor que supone un placer culpable, un placer
que no llena toda la naturaleza del hombre, ni cumple su des­
tino. El fruto de la fijación a un momento parcial de su ca­
mino le fuerza a sentirse contradictorio e incoherente. Noche
amarga, noche oscura, llamaron los místicos a este proceso,
porque el hombre no disfruta de lo que se le ofrece y no se le
ofrece lo que le haría gozar, viéndose culpable al no obtenerlo:

Tenemos que poder hacernos daño a nosotros si quere­


mos conseguir virtud y honra. Coraje, arrojo, es necesario
para el hombre con anterioridad a cualquier otra cosa [VI,
139].

El orden ascético como voluntarismo: esa es la lucidez in­


genua de Jacobi, la que acogerá el propio Schopenhauer como
fondo invisible de su reflexión. Pero, ¿qué es ese coraje, ese
arrojo que impide considerar cada uno de los estadios educa­
tivos como definitivos, que nos impone el dolor de tener que
destruirlos? ¿Cuál es la fuente de esta capacidad de cumplir
el proceso hasta conformar la idea? El instinto inconsciente
que nos fuerza a una interpretación de nuestra existencia. La
ansiedad, la imposibilidad de obtener la paz en cada uno de
estos estadios, la propia consciencia de culpa, todas esas ma­
nifestaciones del desorden burgués, son interpretadas ahora
como síntomas de que estamos destinados a una vida supe­
rior, de que una necesidad queda insatisfecha, de que un ins­
tinto mejor está por descubrir, de que una inclinación no ha
encontrado objeto, de que un presentimiento pugna por salir
a la luz abriéndose paso entre nuestro mundo vulnerable. Este
instinto juega como presentimiento {Anhung) de una verdad
superior, como criterio de juicio inconsciente {Vorurteile) que
condena sin nosotros saberlo cada una de las etapas y nos
impulsa más allá. Esa atracción de un objeto desconocido.

55
ese orden del sabio instinto que lo presiente, es el coraje, la
fuerza, la voluntad, el querer. ¿Podemos pensar que todo esto
tiene poco que ver con las alturas especulativas de la Wis-
senschaftslehre de Fichte? Por mi parte creo que sin una re­
flexión sobre la concepción del mundo que albergan estas
ideas es muy difícil comprender hasta qué punto el mundo
de Fichte es diferente del de Kant; hasta qué punto la filoso­
fía de Fichte va sobre todo destinada a justificar transcen­
dentalmente elementos fundamentales de la filosofía de Jaco-
bi y vigentes en Fichte por ósmosis respecto del mismo espa­
cio cultural.

Tenemos, por tanto, que no anhelamos [begehren'] ante


todo lo agradable, sino que anhelamos originariamente algo
desconocido, adecuado a nuestra naturaleza, de lo que sabe­
mos sólo por presentimiento, por un instinto profètico. Una
acción adecuada a nuestra naturaleza será caracterizada como
tal por la sensación de goce [VI, 135].

Pero ese presentimiento cristaliza en el hombre en una


energía concreta: la que se entrega y se realiza en el amor.
Así las cosas, el amor no es causado por lo amado, a poste­
riori, sino que desconocido y ambiguo, es tal porque nuestra
naturaleza lo busca y pone sobre él la cualidad que lo hace
amado. Nos atrae a distancia, pero en el fondo, cuando lo
buscamos seguimos nuestra propia inclinación. Hay aquí una
revisión de la armonía preestablecida. Pero justo por ese ca­
rácter oculto del objeto, por esa ceguera propia de lo incons­
ciente, necesita fracasar en sus identificaciones. Por eso nues­
tra historia personal debe quedar insatisfecha, bloqueada,
atada a espejismos e impedida en su afán irresistible de en­
tregarse al objeto amado. El malentendido y el espejismo son
categorías necesarias, son a priori de cualquier historia per­
sonal. La búsqueda de esa Empfindung der Lust no es nada
diferente a la búsqueda de una acción idónea a nuestra natu­
raleza, que la cumpla en su coherencia. Con ello, buscando
su objeto, la estructura formal de la vida conserva su estruc­
tura pasional; pero pasión que se autotransciende en tanto
que el objeto final de amor ya no puede ser ningún objeto
natural, ningún cuerpo, ni siquiera ningún Tú humano, sino
sólo el Tú divino que en su reflejo permite que nos reconoz­
camos por fin.
La vida superior a la que nos conduce el instinto es, desde

56
luego, la vida en el amor. El «Sturm und Drang» es aquí el
contexto general de Jacobi, como en Goethe y el primer Schi-
ller.^^ El amor es la sustancia de la vida, lo que une todo el
proceso vital auténtico, pero también aquello que se siente
íntimamente bloqueado en cada uno de los estadios, testifi­
cando así la inadecuación a su objeto. El proceso dialéctico
de aprendizaje y de reconocimiento será el proceso del encuen­
tro con el objeto auténtico de nuestro amor, primero separán­
dolo de nuestras pasiones, desnaturalizándolo, distinguiendo
entre Liebe pasional y Freundschaft-, luego, penetrando den­
tro del alma amiga para concluir la imposibilidad de trans­
parencia y la ruina de la amistad; después, elevando nuestro
propio Yo descubierto a la autonomía e independencia propia
del que pasea solitario por el mundo, ensayando inútilmente
vivir con nuestras propias fuerzas; finalmente, buscando y dia­
logando con el Tú amigo de Dios en una relación dual y con­
tradictoria, pero definitiva. Mas es justo ese primer paso, esa
primera decisión de impulsar una desnaturalización del amor,
purificándolo de toda Leidenschaft, la que bloquea el camino
hacia el pensamiento panteista. Efectivamente, el amor es
siempre religatio, vinculo universal. En él nos representamos
la primada del todo sobre las partes, en tanto que sin él no
llegaríamos a reconocemos como Yo, como individuos. Su san­
tificación como movimiento pasional sensible en Goethe per­
mite que la naturaleza entera sea considerada como un todo.
Al desnaturalizarlo, Jacobi sólo permite una religatio entre na­
turalezas espirituales, un panteísmo espiritual, que sólo puede
encontrar auténtico significado en la religión entendida como
diálogo entre un Yo y un Tú imposible de cosificar, de deve­
nir letra, materialidad, institución, historia o naturaleza. Con
ello el nihilismo de lo sensible y la religión se asocian rígida­
mente en Jacobi, configurando el único organismo filosófico
que podía hacer frente a la religión de lo sensible que pronto
desarrollarán Schelling y el Romanticismo, inspirándose en
Goethe.
En el momento del paso a Dios se da el final del proceso
dialéctico. Superada la naturaleza, con la idea adecuada de
nuestro Yo reflejada desde el Yo divino, es el momento del
diálogo amoroso, del encuentro con un Tú al que querer. En
esta relación no nos alimentamos de otra naturaleza, sino de
otro espíritu. La experiencia del diálogo platónico cuya esen­
cia es el amor, y la amistad como forma de perfeccionamien­
to y de pedagogía dialéctica, todo eso es íntimamente jaco-

57
biano, aunque recibió apoyo de Hemsterhuis.^^ Sólo en el diá­
logo se potencia el reconocimiento del propio Yo, «pues sólo
nos vemos reflejados en un espejo» (VI, 201). Así, cuanto más
perfecto es el Tú más perfecta nuestra imagen se reflejará en
él, más satisfecho quedará nuestro instinto de autoamor. Este
es el secreto de la teología del diálogo en Jacobi:^^ Dios es el
único que me refleja y me devuelve una imagen clara, sere­
na, plena, tranquila, la imagen que queremos ver. Dios es por
tanto la meta. Por Él obtengo realidad. Si es, yo soy. La nueva
premisa de la filosofía no es ya «Cogito ergo sum», sino, «Él
es, luego yo soy». «Tú eres. Yo soy» (VI, 224), dice feliz Ja-
cobi. Sin duda ha encontrado esa sensación de placer, de goce,
que es el signo característico de la acción adecuada a nuestra
naturaleza, sólo que ahora nuestra naturaleza es la espiritual.
Pero esto que ocurre en el punto final se lo oiremos decir y
repetir en las ocasiones fundamentales de su existencia, en
cada una de esas etapas de su aprendizaje; en el amor, en la
amistad, en la autonomía, en sus relaciones con Wieland, con
Sophie La Roche, con Goethe.
Y aquí está la clave de la actitud antikantiana de Jacobi:
el universo de Kant es, para Jacobi, un universo sin perfec­
ción, de sensibilidad, de nada, sin objeto definitivo de amor.^®
Y sin embargo el viejo Kant encuentra fácil y natural la vida
en ese universo. Lo que le reprocha Jacobi a Kant es no bus­
car una salida contra ese nihilismo, o mejor, no valorarlo
como nihilismo. En el fondo, lo que no puede compartir es
positivamente la voluntad de hacer del Erscheinung, del fe­
nómeno, la realidad natural al hombre, aquella en la que el
hombre debe trabajar y reconocer su razón, el huerto del hom­
bre. La decisión y la voluntad nihilista es ajena al criticismo.
Por eso Jacobi tendrá que ocultar esa verdad desde una in­
terpretación parcial y fenomenalista del Fenómeno; porque el
criticismo bien entendido le mostraba con evidencia que el
nihilismo es una decisión l i b r e , u n a más dentro de las posi­
bles, y que no tomarla implicaba reconocer como necesaria
compañera a esa sensibilidad quebrada y destruida con la que
Jacobi no se atrevía a hablar. Por eso, desprovisto de todo
rostro sensible, mera nada mundana, Jacobi tendrá necesidad
nada menos que del propio Dios para verse reflejado en el
espejo de los ojos divinos.
Por eso mismo comprendemos hasta qué punto lucidez y
engaño se dan la mano en Jacobi en relación con la totalidad
del proceso dialéctico personal. Ante todo reconoce el instin-

58
to antes descrito como la instancia que dota de auténtica sus-
tancialidad a la existencia humana, en tanto que garantiza
todo el proceso mediante esa mezcla de insatisfacción y an­
helo. Por él nos separamos, nos liberamos de los objetos con­
quistados y amados y los destruimos como reflejos imperfec­
tos. Pero Jacobi, por otra parte, se niega a darle un nombre
real a ese instinto, a investigarlo, a descubrir su secreto, su
fuerza. En este sentido el instinto es una instancia sacral.

Lo interior del instinto humano puro, como asiento pro­


pio de la libertad, como el misterio de la sustancia, es impe­
netrable para nosotros [VI, 137].

De este instinto puro el hombre sólo conoce lo exterior,


las manifestaciones a través de las cuales él opera sobre sí;
siente que todas las dimensiones de la subjetividad quedan
penetradas por él, que le hacen aspirar a un amor superior.
En efecto:

Ya en la mera capacidad de la percepción [Perception-


Fähigkeit'\ es visible este instinto hacia una vida superior,
pues la capacidad de la percepción, la capacidad de distan­
ciarse de los objetos, de elevarse sobre ellos para considerar­
los, es objetiva y la base para la dignidad regia del hombre.
Ella enciende las primeras chispas de un amor que se distin­
gue mucho de lo que llamamos placer, de tal manera que
aquél puede oponerle resistencia y vencerlo [VI, 136].

Pero como tal, en su esencia, es tan impenetrable como el


hombre nouménico de Kant, si éste se hubiera convertido en
sustancia real, efectiva. Y sin embargo la meta final es dotar
a ese hombre de un rostro, de una individualidad. Jacobi re­
conoce todo esto lúcidamente, incluso está dispuesto a esta­
blecer que el amor que nos libera de los objetos y que impi­
de que nos confundamos en el calidoscopio de la vida, en los
destellos chillones de la pasión, ese Liehe es sobre todo Selbst­
liebe. Pero no está dispuesto a investigar el porqué de esa
necesidad de autoafirmación que no repara hasta llegar a di­
vinizar el sujeto: esa es la sustancia de su vida que él desea
mantener impenetrable. Porque la pregunta lúcida a este res­
pecto es: ¿qué profunda negación, qué negación diabólica, nos
hiere hasta el punto de exigir como remedio una afirmación
definitiva y eterna, una afirmación divina? Jacobi supo real­
mente que algo antes se le había negado. Pero, olvidando este

59
suceso de su historia personal, no puso esta negación, que le
privó de todo rasgo de identidad, en relación con su soberbio
anhelo de autoamor. Forzó una noción de religión como reli-
gatio personal, sin preguntarse hasta qué punto le era necesa­
ria y urgente por una desligatio previa respecto de su propia
naturaleza. Por eso sus rivales filosóficos, conscientes de que
una religión no puede basarse en una negación, sino en un su­
premo espíritu reunificador, buscaron el reino de Dios en la
Tierra. Eran los hombres del Hen kaí Pan. Resta saber hasta
cuándo y hasta qué punto permanecieron fieles a su divisa.
4. Experiencia y teoría fílosófíca

A Jacobi le aparece su propia experiencia como una lucha


a la que todo hombre auténtico se siente llamado de una
forma misteriosa. Ni siquiera cuando la describe «literariamen­
te» es Jacobi un artista que se sabe describiendo individuos..
El no puede soportar la idea de que esa es su mera experien­
cia personal. Necesita fortalecerse en el supuesto de que se
trata de la experiencia de la realidad humana, acallada en los
demás por la falta de atención y de autoamor. No puede bas­
tarle la idea de que es su destino personal, porque como tal
sería azaroso y gratuito. No es lo que le ha pasado a él, sino
lo que debe pasar. Si Jacobi tiene necesidad de la filosofía, si
la busca desde siempre, es para hacer esa experiencia nece­
saria, inevitable, connatural al hombre, expresión de su cons­
titución. Queda por aclarar la secreta venganza que medita
al tratar de imponerla también como deber y destino supremos.
Es de suponer también que, tras la larga enfermedad que
atraviesa sus días, la cierta paz de la que disfrutó al final le
debía de parecer una recompensa divina merecida y deseable.
Pero medido con sus propios listones, Jacobi triunfó en
su experiencia vital y llegó hasta las costas de la tierra que
él mismo se había prometido. Su existencia en la madurez,
la que le permitió narrar esta filosofía, fue coherente y fir­
me. Su celo incansable, su sentimiento de la propia verdad,
de todos conocido y de algunos sufrido, le llevó a que le con­
siderasen «superintendente del Cielo», ya que condenó a los
mayores filósofos de su época al infierno del ateísmo. Pero
hay que entender a Jacobi; sus condenas no son para el futu­
ro. En este sentido no son excomuniones y el primer supues­
to para acercarse a Jacobi es no confundirle con un inquisi­
dor. Sus condenas son para el presente y tienen más bien ca­

60
rácter de exorcismo frente a sus propios fantasmas. Jacobi
denunciaba el ateísmo de las ideas de Spinoza, de Goethe, de
Lessing, de Kant, de Fichte y de Schelling (y no el de las
personas) porque defendían formas de existencia inferiores,
pasionales, naturales, que para él constituían el peor de los
infiernos. Mas nunca se preguntó por qué lo que era un in­
fierno para él, no lo era para todos. Y cuando al final con­
quistó la paz y se reconoció en sí mismo, ¿no eran los reales
brazos de Dios en los que creía reposar, y los reales ojos di­
vinos en cuyo fondo se creía ver, los brazos y los ojos de su
clase que descubrieron en él el modelo y arquetipo de sus
vidas y proyectos? ¿Acaso no fue el reconocimiento público
de Jacobi como conciencia de su clase burguesa, el reconoci­
miento de Schlegel, de Jean Paul, de Fries, del propio Goe­
the, de la corte de Baviera, sin olvidar el de Lavater, de Ha-
mann, de Claudios, de Galitzin, de Schlosser, de Stolberg, y
de Gorres, etc., la más firme columna de la creencia de que
al fin y al cabo su combate no era individual sino esencial al
hombre? ¿No obtiene su filosofía estatus de tal, esto es, uni­
versalidad, por representar precisamente a esa clase? ¿No tra­
duce el reconocimiento social en autorreconocimiento? Si ellos
me reconocen, yo soy, podría haber dicho menos patéticamen­
te. Pero ya dijimos que ese contexto social, esa forma de vida
generalizada, esa clase con sus prejuicios, constituye siempre
el marco determinante pero ignorado del análisis, la platafor­
ma material, pero imperceptible, de los movimientos de los
actores, que creyéndose en el espacio vacío atribuyen a su
propia naturaleza las figuras resultantes de sus juegos, sin
preguntarse nunca por la ecuación concreta de ese movimien­
to complejo de la vida.
Así vivió y narró Jacobi su experiencia. Así tejió los tex­
tos de su obra. Si podemos hacer uso de esta perspectiva es
porque el propio Jacobi fue consciente de la relación entre
vida y filosofía, con las limitaciones que ya hemos señalado
antes. La polémica acerca de si Jacobi expone su filosofía en
las novelas o en las obras filosóficas es falsa desde esta pers­
pectiva.^* Sus novelas no son novelas, pero sus obras filosó­
ficas tampoco son tales. No hay diferencia entre estos dos gé­
neros de producción literaria para Jacobi: él siempre escribió
lo mismo, lo único que podía dar cuenta de su dialéctica per­
sonal: diálogos. Allwill, el que es todo voluntad, su primera
obra, es un conjunto de cartas que se entrecruzan algunas
almas amigas que acabarán separándose. Retazos de vida o

61
de enfrentamiento a otro Tú. Woldemar tiene casi la misma
estructura. Pero ¿acaso no es también esta la estructura de
las Briefel ¿Y qué es David Hume? Cuando Jacobi tiene que
enfrentarse con Fichte, le escribe una carta, y sólo cuando
se enfrenta a Schelling lo hace de una manera indirecta, por­
que de hecho vivía cerca de él, y se reunía en la misma sala
de la Academia de las Ciencias de Munich. Por eso toda su fi­
losofía es polémica, reflejo de la dialéctica personal. Porque al
fin y al cabo hay dos tipos de espejos; los que nos reflejan y
los que reflejan lo que no queremos ser. Pero siempre delan­
te de un Tú en el que conocernos positiva o negativamente.
Sólo este método permite a Jacobi interiorizar la filosofía,
hacerla parte de su vida, trozo de su existencia, siempre an­
siosa de alcanzar unos rasgos de identidad que se revelan es­
quivos, vaporosos y hostiles. De ahí que también esté su filo­
sofía en la correspondencia, en un sentido diferente a como
está en Leibniz; no como comunicación entre expertos, sino
como vehículo de ese diálogo entre los amantes. En efecto,
los límites entre su obra impresa y su correspondencia han
sido anulados por Nicolai a propósito de Allwill, al mostrar
cómo se usan para esta obra documentos reales de las cartas
a Goethe. Y siempre la misma ansiedad, el mismo instinto,
recorriendo toda esa actividad, sólo que ahora podemos nom­
brarlo sin misticismos: el ansia de ser él, Jacobi, individuo,
plenamente reconocido, diferente. Una vez Goethe le llamó
Bruder, quería decir que los dos eran almas hermanas. ¿Pero
es posible que tuviera razón? ¿Jacobi y Goethe almas herma­
nas? Sí, si pensamos que buscaron únicamente su propio ca­
mino, realizar su propia experiencia, resistir la voluntad ne-
gadora de su entorno. ¡Pero qué diferencia entre ellos respec­
to de la consideración de esta afirmación! Mística de la propia
individualidad frente a ironía de la misma; ansia irrefrenable
de reconocerse en Dios frente a la búsqueda secreta de sí
mismo en las tabernas romanas, donde las muchachas tra­
zan con vino en los labios el sendero del amor real; la vida
tal como puede ser posible tras interiorizar la represión bur­
guesa —la ruina de la sensibilidad individual— frente a la
búsqueda constante de equilibrio en el seno de esa misma
sociedad, bendiciendo tanto los compromisos como la sensi­
bilidad y la individualidad libre. Estos son los caminos res­
pectivos de Jacobi y Goethe. Son sin duda medios bien dife­
rentes de afirmación en el ámbito de la sociedad burguesa.
Pero al fin y al cabo medios de adquisición de armonía.

62
Nosotros no podemos comprender a Jacobi simpatizando
con él. Pero creo saber y entender lo que quería decir cuan­
do aún escucho por muchos sitios las mismas palabras. Creo
que lo que estas palabras exigen o explican son algo parecido
a lo que exigían o describían en Jacobi. Puedo hallar ahora ex­
periencias que estarían dispuestas a dejarse catalogar como
experiencias jacobianas. Al fin y al cabo lo contemporáneo es
la realidad, no la vivencia de Jacobi. No hay razón entonces
para el aristocratismo que tiñe todas sus convicciones. Senti­
miento de zozobra, de angustia, de falta de identidad perso­
nal, de lucha y búsqueda de reconciliación, incapacidad para
edificar la casa en un mundo habitable, desconocimiento es­
quivo de aquello que nos calmaría, todo esto no es el camino
forzado del hombre, pero parece propio de la forma de vida
de la sociedad burguesa; puede llenar la vida humana más
sencilla y la más complicada, y puede ser resultado del en­
frentamiento con la propia vida cuando éste se produce desde
ciertas situaciones y se lleva a cabo con alguna sinceridad.
Pero lo más propio de esta época malsana, y hablo de la de
Jacobi, es traspasar ese combate por la decisión nihilista que
condena toda pasión sensible y por la aceptación de un pla­
tonismo que potencia el ideal de estabilidad, levantado sobre
la muerte de todo lo que pueda significar devenir, cambio,
alteración, inconstancia, y que eleva a los altares una imagen
espiritual de nosotros mismos, salvadora y tirana al mismo
tiempo.
Comprender a Jacobi no es sentir como él, sino reconocer
sus descripciones en nuestro mundo, comprobar hasta qué
punto están usadas en el diálogo social que hoy nos alberga.
Entonces, como una posibilidad más de entrar en ese diálo­
go, cabe preguntarse por qué describe su experiencia como lo
hace, por qué elige las calificaciones que otorga, los nombres
que utiliza y que después le fuerzan a los juicios que hace.
Comprender a Jacobi no es convencernos de que él muestra
la esencia de la lucha interior del hombre, pero tampoco es
verlo como un mero azar histórico, sino como un esfuerzo por
encontrar una solución con ciertos datos, jugando con una
cierta baraja y usando ciertas cartas de las que nunca desea
desprenderse. Entenderlo es algo parecido a captar la incli­
nación o el cálculo de Jacobi para apostar por su tirada, pero
también captar la causa por la que nunca deseó desprender­
se de algunas cartas que, con afán de reconocerlas, llamó lú­
cidamente prejuicios. Y por último, comprenderlo es también

63
reconocer que, a veces, en nuestras tiradas hay jugadores que
llevan las mismas cartas que él. Pero en todo caso implica
ver su jugada como una dentro de las posibles. ¿Por qué Ja­
cob! no hace la jugada de Goethe?, esa es la pregunta. La
contestación que se obtenga de ella es la comprensión. Por­
que entonces no hay que ir más allá de lo que dice su autor,
sino sólo ver la defensa de su opción; cobarde desde nuestro
ángulo, necesaria desde su creencia subjetiva. La opción de
Jacobi de obtener cierta curación y salud dentro de una de­
terminada concepción de la sociedad burguesa, esto es lo que
tenemos que comprender. Mas nuestro proyecto es posible
porque nuestro autor pretendió universalizar ese proceso de
curación mediante el lenguaje filosófico, ese lenguaje que al
mismo tiempo que describe, juzga y valora.
Cuando descubramos las opciones más elementales, los
marcos inquebrantables, los valores asumidos, las decisiones
que ya estaban tomadas desde antes del pensar, entonces com­
prenderemos la necesidad subjetiva que el autor ve en su pro­
ceso. Negarlos como marcos necesarios, como palabras inevi­
tables, es presentar su experiencia en su dimensión histórica,
comprenderla objetivamente de tal manera que la visión del
propio autor quede integrada como una parte de la nuestra
propia. Por eso, ante todo tenemos que describir los marcos
que imponen esa necesidad condicionada y que no siempre
están escritos de manera subrayada en el texto de Jacobi, si
bien siempre acaban reflejándose en él. Sólo desde ahí damos
sentido expreso a las palabras, a las designaciones, funcio­
nes y valoraciones escritas de las cosas. En terminología de
Jacobi, estamos frente a los prejuicios y principios que en­
marcan la existencia y la hacen concreta:

Eliminar todos los prejuicios {Vorurteile^ significa eliminar


todos los principios [Grundsatze\ Quien no tiene principios
se rige teórica y prácticamente por el azar [VI, 134].

El azar es pues el gran enemigo. Pero ya es sobremanera


significativo que un contemporáneo de Kant, quien puso toda
su voluntad en fundamentar los Juicios básicos de la racio­
nalidad humana, teórica, práctica o política, desde una expli-
citación que sacara a la luz sus elementos, también en cierta
manera prejuicios, pero ahora ya dichos, iluminados y selec­
cionados en su necesidad o en su falsedad, es significativo
digo, que un contemporáneo suyo aceptara que lo que rige

64
toda acción humana, sus Grundsätze, sean prejuicios que
nunca son analizados, sino dogmáticamente aceptados; reali­
dades cuya expresión conforma el marco de lo dicho, pero
que no se hacen objeto de ninguna crítica ni están dichos en
ningún saber. Por eso la hermenéutica tiene aquí su princi­
pal objetivo: hallar lo no dicho desde lo dicho. Esta tensión
entre lo dicho como filosofía y lo no dicho como prejuicio,
como válido subjetivamente, es la que debemos mantener en
lo que sigue.

NOTAS

1. El pensamiento de Platón está centralmente presente en el ám­


bito de ideas en que se mueve Jacobi, introducido sobre todo por
Hemsterhuis. Wieland llegó a escribir a Jacobi que el filósofo holan­
dés merecía más que nadie el nombre de «Platón de nuestro tiem­
po». Algunos de los temas centrales de su pensamiento, Belleza,
Amor, entusiasmo, configuración mítica de la Historia a partir de la
categoría de la Edad de Oro, etc, son variaciones de pensamiento
platónico; cf. para todos estos temas Hammacher, Unmittelbarkeit
und Kritik, pp. 123-162.
2. El tema del instinto será objeto de un amplio tratamiento en
nuestro último capítulo.
3. «Nosotros nos encontramos en la verdad» (W, VI, 168).
4. También se podría decir'el contemporáneo de Kafka, el con­
temporáneo de la experiencia auténticamente burguesa que se man­
tiene en una constancia indudable a lo largo de los dos últimos si­
glos. Uno de los rasgos fundamentales de esta experiencia es la ele­
vación a central para el significado de la vida justo de las relaciones
humanas más alojadas en el seno de la familia. Cualquiera que lea
la revisión del mito de Abraham que lleva a cabo Kierkegaard en
Temor y temblor, Kafka en su Carta al padre, Jacobi en Allwill y
Freud en su revisión del mito de Moisés, adquiere la convicción de
que la problemática de la relación padre-hijo está en la base de la
cultura burguesa: el padre, alguien que aparentemente está ahí para
defenderte, se convierte de repente y de manera arbitraria —por un
mandato absoluto externo— en tu propio verdugo, que sin embargo
te exige comprensión, que te pide compartir ese mandato, asumir tu
propia muerte como necesaria en la cadena infinita de crímenes. La
grandeza de Kafka reside justo en llevar la experiencia de su inmo­
lación hasta el final, en negarse a introducir su propia expulsión del
seno de la familia dentro de la historia sagrada en la que dotarla de
sentido. Toda la reflexión de Jacobi surge en cierto sentido de la
necesidad de establecer un pensamiento que le vuelva a ofrecer unas

65
señas de identidad tras la aceptación de la experiencia de su inmo­
lación a la razón productiva familiar.
5. «Aquellos que se precian de que buscan la verdad meramente
por la verdad, en verdad la mayoría buscan un sistema; y cuando
han encontrado uno, ya están contentos» (W, VI, 168).
6. Para esta vinculación entre psicología del filósofo y la propia
filosofía, cf. mi trabajo, «El Idealismo como Metafilosofía», en las
Actas del I Congreso de Filosofía del País Valenciano. Cf. también
para todo esto Yerra, p. 277.
7. El aristocratismo implícito de este pasaje es algo que nos en­
contraremos repetidamente en Jacobi, y que va a recorrer toda la
filosofía alemana alrededor del tema fundamental del Genio. Para
un tratamiento de este tema, cf. B. Rosenthal, «Der Geniebegriff des
Aufklárungszeitalters», Germanische Studien, 138, Berlín, 1933. Con
el conjunto de problemas de este asunto determinado entramos ya
en pleno Romanticismo. Cf. Holl, K., «Deber Begriff und Bedeutung
der “daimonischen Persónnlichkeit’’», Vierteljahrsschrift für Litera-
turwissenschaft und Ceistesgeschichte, vol. IV, 1926, pp. 1 y ss. En
la misma revista n.° III, 1925, pp. 401 y ss., cf. también el artículo
de Wolf, H, «Die Genielehre des jungen Herder».
8. Cf. el siguiente texto: «Lo que el hombre busca es la alegría.
Él busca, se dice, alegría en sí mismo, la que es constante, pues él
mismo no puede nunca confiarse a sí mismo. ¡Falso!».
9. Yerra, op. cit., p. XIII.
10. Hammacher tiene razón cuando introduce toda esta proble­
mática dentro del mundo de origen cartesiano, continuado en Ale­
mania, en este sentido, por el pensamiento ilustrado de Mendels-
sohn. Cf. Die Philosophie F.H. Jacobis, pp. 10-19.
11. Se trata de hecho de la elevación de la razón a conocimiento
inmediato de lo suprasensible, como ha mantenido Verra, pp. 271 y
ss.
12. Cf. para todo esto los textos importantes de VI, 169: «Cuan­
do el hombre dice: “yo mismo", parece entender bajo el concepto de
Yo propiamente al hombre sensible, al hombre que siente. Quien sabe
dejar fuera de consideración este Yo, se aproxima a una naturaleza
más pura, a una naturaleza divina. El animal tiene un Yo, pero no
puede decir: Yo mismo, porque él no puede decir: Yo un otro. Para
esto se exigiría la representación de un Yo al que pudiera ser atri­
buido tanto el Yo mismo como el Yo un otro. [...] La razón es la
conciencia del espíritu. Quien pierde la razón se pierde a sí mismo,
la autoconciencia, el propio ser y permanecer de una persona. Per­
sonalidad es, por tanto, inseparable de razón y a la inversa. [...] Con
la razón está necesariamente vinculada la libertad, y la conciencia
de la personalidad es la conciencia de la libertad».
13. Cf. el siguiente texto: «Pero también nuevas ideas pueden al­
canzar una tal soberanía. Si esto sucede, entonces se le da una nueva
forma a la vieja idea. Así Pablo pasó de ser el perseguidor de los

66
judíos a ser el más tolerante de los apóstoles. La evidencia triunfa
sobre todo. [...] La raíz de toda evidencia está en la conciencia clara
de una percepción». Vemos aquí perfectamente cómo Jacobi hace de
la razón una capacidad de la percepción de las ideas, de intuición
espiritual de las ideas, en clara respuesta a la filosofía kantiana.
14. Para la estructura metafísica del pensamiento de Rousseau,
cf. Moreau, Rousseau y la fundamentación de la democracia, Aus­
tral, 1977, Madrid, fundamentalmente las páginas 112-123, donde se
trata el problema del bisustancialismo. Cf. también las Méditations
métaphysiques de J.J. Rousseau, París, 1970, de H. Gouhier.
15. «La paz es la obra maestra de la razón. Esto no es sólo ver­
dadero en relación con la constitución burguesa, sino en cualquier
consideración» (VI, 151).
16. Así se defiende en el texto: «Es adecuado a la dignidad del
hombre mantener a las inclinaciones en sumisión, dominarlas» (VI,
141). «Quien puede actuar desde la decisión de librarse de la incli­
nación presente, oponerse al movimiento de ánimo presente, a la pa­
sión presente, de éste decimos que tiene un carácter, que es un hom­
bre» (id., 143). «Aunque nosotros como seres finitos vivamos en el
tiempo como en nuestro elemento, de tal manera que no nos pode­
mos hacer de una vida fuera del tiempo ninguna representación, cier­
tamente somos tan íntimamente conscientes de nuestro Yo como algo
extratemporal, que somos animados por este Yo a destruir todo lo
temporal, de eliminar lo diverso, de transformar todo lo pasajero en
imperecedero» (VI, 220). El lenguaje de la ascesis está santificado
en otros pasajes desde una interpretación platónica de la tradición
mosaica de la creación. De la misma manera que el género humano
fue creado después de todas las especies animales, así cualquier hom­
bre individual debe llegar a ser después de desplegar todas las dis­
posiciones animales en sí y superarlas, abriéndose camino hacia la
inmortalidad. La historia de la creación es la expresión cifrada de
la historia de la personalidad, y las relaciones de Dios con el mundo
son semejantes a las del hombre consigo mismo. (Cf. VI, 135): «El
hombre, cuenta Moisés, fue creado el último: todos los géneros ani­
males después. Este orden es repetido en cada hombre individual:
primero van los instintos animales y groseros, el placer animal y
grosero. Pero ha sido creado para la inmortalidad y puede encon­
trar el camino a la inmortalidad». Esta relación analógica entre Dios
y mundo por una parte, y el hombre y su propia realidad por otra,
es una idea que ya aparece en Hemsterhuis, sobre todo en el Aris-
tée.
17. «El hombre se adjudica la capacidad de ser continuamente a
partir de sus propias fuerzas, y en esto pone su honra» (VI, 143).
18. «Los hombres no buscan la verdad, la justicia y la libertad;
ellos se buscan sólo a sí mismos; y ellos sólo saben buscarse a sí
mismos» (VI, 151).
19. Cf. para esto (VI, 169): «El hombre racional, el investigador.

67
busca continuamente la conexión de lo contingente con lo necesario,
esto es, busca cómo se conecta la parte que percibe con el todo que
necesariamente tiene que presuponer. En tanto se encuentra el todo
para la parte, o indica a la parte su lugar en el todo, gana conoci­
miento».
20. Para la fortuna del ideal moral como ideal de coherencia, cf.
las Vorlesungen über die Bestimmung des Gelehrten de Fichte, dadas
en Jena en 1794, obra que Jacobi recordará en su carta abierta de
1799 como inspirada en su propia filosofía.
21. Cf. este texto; «Ellos —Bayard, Montrose, Ruyter, Douglas,
etc.— no eran lo que el azar quiso hacer de ellos, sino lo que ellos
mismos habían decidido ser. Aquel que no considera la ley que quie­
re seguir como un Dios, éste tiene solo una letra muerta que en modo
alguno puede animarle» (VI, 139).
22. Cf. (VI, 151); «¡Lo que no han ensayado y aplicado los hom­
bres para garantizarse recíprocamente su unidad, el ser y permane­
cer de nuestro Yo! Todas las constituciones burguesas tienen por
primer y último fin que la voluntad de hoy valga también para ma­
ñana. Por esto era tan sagrada la religión para todos los pueblos;
ella fijaba la mutabilidad de su naturaleza».
23. Indudablemente los Himnos a la Noche representan una re­
novación de la experiencia mística, pero ahora desde una clave on­
tològica que le ha proporcionado el pensamiento nihilista que en­
cuentra en Jacobi su más grande impulsor. Quizás la obra entera de
Novalis consista en un poner a Kant invertido, en la denuncia del
terreno del fenómeno, de la luz triste del día de la tierra —para Kant
la única realidad— como campo de la nada, y la exigencia de una
experiencia de la desesperación y de la noche. Pero esta inversión y
denuncia de Kant, y esta misma experiencia de la resurrección tras
la desesperación, son ya la estructura del pensar de Jacobi, inde­
pendientemente de su relación o no con Hardenberg.
24. Cf. para el origen de la filosofía de Reinhold y el problema
de la religión, mi Introducción a la edición de Sobre el fundamento
del saber filosófico, de próxima aparición en «Textos Cardinales» de
la Editorial Península. Para los planteamientos fichteanos en para­
lelo, cf. mi traducción de los Aforismos sobre religión y deísmo,re-
vista Er, número IV. Seguirá un breve trabajo sobre la primera re­
cepción fichteana de Kant en el contexto de la problemática de la
filosofía de la religión, esto es, de la mediación entre determinismo
y religión cristiana.
25. Sobre este tema ya había publicado Herder un breve tratado
en el Teutsches Merkur. Goethe indudablemente centra en él todas
sus preocupaciones en Werther. El pensamiento de Schiller es aquí
más complejo por participar de toda la metafísica neoplatónico-
leibniziana cuyo abandono marcará el momento crucial de su apro­
ximación a Kant. Efectivamente, el amor es una potencia cósmica
cuya atracción reúne tanto a los elementos del mundo corporal como

68
espiritual. Cf. Philosophische Briefe, Sämtliche Werke, Hauser, V, p
353. Cf. para todo esto el trabajo de J. García, «Totalidad y armonía
en los escritos del joven Schiller», en Actas del II Congreso de Filo­
sofía del País Valenciano.
26. Cf. para las relaciones de Hemsterhuis y Jacobi en este
problema del diálogo, Hammacher, Die Philosophie F.H. Jacobi,
pp. 38-39 y ss.
27. El problema del diálogo, considerado desde el sesgo teológi­
co, cristaliza en Jacobi en una teoria de la prescindibilidad de toda
letra, esto es, en la necesidad de que el lenguaje sea espiritual, jamás
cosificado. Este principio es el que exige que la relación hermenéuti­
ca sea intuitiva e inmediata: sobran los conceptos —desde una
perspectiva kantiana— y las palabras —desde una perspectiva ha-
manniana —. Como ha recordado Ollivetti, siguiendo a Verrà (pp.
216-222), Jacobi tiene una noción del lenguaje como expresión y de­
caimiento del espíritu, como muerte del espíritu, con lo que el diálo­
go vivo entre espíritus tiene que superar todo lenguaje. Hamann, por
el contrario, tiene una concepción luterana según la cual el espíritu
está caracterizado intrínsecamente por la propiedad de la palabra,
por lo que no puede vivir fuera del lenguaje. Cf. Marco M. Ollivetti,
L'esito teologico della filosofía del linguaggio de Jacobi, Padua,
Cedam, 1970, pp. 122-123. El propio Hammacher ha tratado este
tema en el Coloquio sobre Hamann de Lüneburg, 1976, en un traba­
jo titulado Der persönliche Gott im Dialog!, pp. 194 y ss., pero sobre
todo en discusión con Metzke: el principio teológico de Hamann no
es dialógico ni existe la noción de Dios personal, por lo que Jacobi no
se puede hacer un epígono de Hamann (cf. pp. 196-197). La razón
está con Hammacher.
28. Vinzenzo Vitiello ha escrito un reciente librito, magnífico y
bello, sobre Ethos ed Eros in Hegel e Kant, Edizioni Scientifiche Ita­
liane, 1984, donde muestra que el propio surgimiento del ethos kan­
tiano implica ya la ruptura con los vínculos amorosos que unen al
hombre con la tierra. Un pensamiento que se levanta sobre el ethos
apenas recuerda ya aquel profundo ligamen, pero tiene necesidad
de elevar a principio inmediato la escisión. Por eso no hay un texto
de Kant sobre el amor como Liebe, y cuando usa este concepto es
para afirmar que debe convertirse en amor práctico y no patológico
{KpV, A, 13). Por eso nadie tiene el deber de amar, dirá Kant en un
texto absolutamente antirromántico {Metaphysik der Sitten, A, 39-42).
Por eso siempre van juntos Liebe und Achtung, como el rasgo más
genuino que debemos tener hacia el otro. El libro de Vitiello merece
desde luego un análisis más extenso.
29. Este es el formidable avance que se registra en filosofía con
el texto de Schelling, Cartas sobre dogmatismo y criticismo, sobre
todo en las cartas VII y VIII (cf. mi edición, pp. 115-123).
30. Brentano llamó a Jacobi «Superintendente del cielo» en una
carta a Achim von Arnim, 18-3-1804. {Brentano Briefe, ed. F. See-

69
baer, Nürnberg, 1951, B, I, 306.) Schopenhauer era mucho más bru­
tal: le llamó sencillamente Atheistendenunzianter y lo colocó en la
cima de todos los filosofastros y fantasmas (Phantasten) («Kleinere
Schriften, II», en Diogenes, 1977, p. 186).
31. Esta polémica ha dado lugar a que se vierta mucha tinta. La
posición de Verra es que resulta difícil otorgar a cada uno de los
personajes una posición ética, ya que no se puede llevar hasta las
últimas consecuencias sin forzar mucho la correspondencia. Al fin y
al cabo, reconoce que es preciso tener bien presente que Jacobi quie­
re expresar la naturaleza humana en todas sus tendencias contra­
dictorias, difícilmente expresables en una teoría ética cerrada. El texto
más claro de la posición de Verra es el siguiente: «todos estos moti­
vos, sea por el modo en que vienen presentados, sea por lo que es­
pera el ulterior desarrollo del pensamiento de Jacobi, no parecen
constituir tanto principios o doctrinas bien definidas, cuanto aspira­
ciones, formas de sensibilidad y de interés, abiertas a muchas sali­
das posibles a veces contrarias entre sí, salidas que Jacobi anhela
individualizar y en cierto sentido experimentar. [...] Lo que se acuer­
da perfectamente con el carácter intrínsecamente problemático de las
novelas» (F.H. Jacobi, dall’..., p. 37). La exposición de los temas
centrales de las novelas se halla en las páginas 39-61. En este asun­
to, creo que Verra peca por exceso de cautela y que su aproxima­
ción es demasiado externa a la evolución del pensamiento de Jaco­
bi. Cf. también las pp. 16-20. Creo que no es acertado pensar que
en las novelas se exponen Ideas, como quiere Heraeus {Jacobi und
der Sturm..., p. 101), o principios: se exponen estados de ánimo,
situaciones existenciales en las que aparecen implicadas personas o
individuos inevitablemente. Otra posibilidad es ver en las novelas
una suerte de itinerario espiritual de Jacobi como punto de verifica­
ción. Pero esto tiene sus defectos ya que atribuye a Jacobi posicio­
nes basadas en inducciones psicológicas no verificables (cf. pp.
37-38). Para rechazar esta posibilidad Verra se basa en Bollnow,
quien considera difícil identificar a los héroes con Jacobi, pues aqué­
llos ni siquiera en las primeras ediciones pueden considerarse como
portavoces incondicionales de las posiciones de Jacobi (Bollnow, p.
42). Por tanto, Verra prefiere ver las novelas desde un interés natu­
ralista: Jacobi las escribe con ánimo descriptivo, con una voluntad
de objetividad irreductible a un esquema dialéctico único (Verra, p.
39). En efecto, puesto que la literatura se basa en la vida, lo que se
describe en estas obras son hechos (Verra, p. 14). Su finalidad es
revelar la existencia y «persuadir mediante la intuición», mediante
las representaciones individuales, por la sensibilidad y no por la
razón, ya que la dimensión sensible y pasiva es inalienable en el
hombre (p. 15). En este sentido las novelas son una forma adecua­
da de representación filosófica, al menos de esta filosofía. Pero Verra
está lejos de aceptar la tesis de Zierngiebl, para quien de hecho las
novelas son las únicas obras auténticamente filosóficas de Jacobi,

70
salvo en el sentido de una biografía idealizada, hecha teoría. Por
eso tampoco se trata de que Jacobi exponga ideas, como quiere He-
raeus en la cita ya mencionada de la p. 101 de su libro. De hecho
esta era la posición de Körner y de Schiller, para quien las obras
tenían una escasa elaboración artística, con lo que la filosofía apa­
recía demasido descarnada (cf. Verra, p. 21). Pero creo que sin esa
ambigüedad del propio Jacobi entre Teoría y Vida, que le hace ex­
poner teorías de la existencia cuando él cree que expone biografías,
no se entenderán sus novelas. En todo caso se trata de comprender
la tipicidad de la filosofía de Jacobi, sin aplicarle modelos externos.
Creo que estaba acertado Humboldt, quien mantenía que esa filoso­
fía necesitaba justamente ese tipo de novelas y que había una indu­
dable adecuación de medios y fines (cf. Verra, p. 31). Ya vimos la
opinión de Schlegel en una nota anterior. Por mi parte creo que Goe­
the tenía razón cuando juzgaba que las novelas de Jacobi estaban a
mitad de camino de todo: el tema podía desarrollarse literariamen­
te, pero apenas quedó esbozado antes de limitarse completamente a
una discusión filosófica. Sin tener en cuenta por otra parte la for­
mación y la crisis de la producción literaria de Jacobi, apenas cabe
hacer un juicio sobre el papel y el estatus de las novelas. Lauth, a
su vez, en su aportación inaugural a la reunión de Düsseldorf (p. 2)
muestra la necesidad de considerar a Allwill como un Fausto inver­
tido, y de interpretar también Woldemar como una crítica inicial al
Romanticismo emergente, esto es, siempre desde referencias cultura­
les de la época, y en modo alguno desde el propio interior de las
relaciones entre los personajes. Este sesgo es otra dimensión a tener
en cuenta, ya que nos dirige realmente a los estímulos iniciales de
la producción literaria de Jacobi.

71
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ENFERMO

Este capítulo quiere tratar los textos fundamentales de la


experiencia personal de Jacobi, descubrir su medio social, su
marco de prejuicios. De él tienen que salir a la luz los puntos
básicos que nunca se harán tema de reflexión en sus escritos
filosóficos, que nunca se cuestionarán en las obras de las dé­
cadas siguientes, ni se recordarán después. Y sin embargo
están escritos, están textualizados. Si Jacobi permite que su
pluma los escriba, sin embargo, es porque sirven para carac­
terizar personas ajenas, actores de sus novelas. Lo más ge­
nuino y propio sólo puede salir a la luz cuando se camufla
bajo la forma de lo ajeno; la exteriorización de sus rasgos
más básicos, la incapacidad de escribirlos con la asunción
clara y precisa de que se escribe sobre sí mismo, esa será la
causa fundamental de las dificultades de identidad personal
que padezca Jacobi; la falta de consciencia de esa propia his­
toria personal vivida desde el prejuicio, forzará a una dialéc­
tica de la personalidad como espíritu en la que el individuo
sólo tiene voluntad de negar su presente contradictorio y es­
cindido para rehacerse de nuevo. La voluntad de Freud co­
rresponde entonces a un momento de lucidez, un reflejo de
salvación auténtica del hombre burgués, que se dispone a
hacer su historia personal en principio sin ningún tipo de coar­
tadas. Pero como actividad analítica, la de Freud supone y
tiene en su base una producción cultural, reflejo de una forma

73
de vida, que no se permite decir aquello que determina el sen­
tido de todo lo que se expresa.
La tesis general del presente capítulo es que Jacobi se en­
frenta a la experiencia del choque con el mundo familiar bur­
gués de manera dolorosa, porque le impone la experiencia de
la represión, y le fuerza a interesarse por una problemática
filosófica que potencia las propias contradicciones experimen­
tadas con su medio social y con su propia experiencia perso­
nal. Todo ello irá entretejiendo un discurso interior del que
aflorarán, en una proporción mayor de lo que ha visto Yerra
y otros estudiosos, las tesis preparatorias del Jacobi maduro.
Por lo tanto, mi opinión es que con anterioridad al conoci­
miento de Goethe y de Allwill, Jacobi tiene unos rasgos pro­
pios profundamente decisivos para su desarrollo filosófico y
personal. El grado de crecimiento autónomo, de despliegue
filosófico y personal de Jacobi se descubre mucho mayor de
lo que se ha creído, cuando se observa su auténtico punto de
partida hasta 1774. Este hecho lo observó el propio Jacobi
cuando presentó su teoría del genio en Allwill: él estaba ali­
mentado de su propio germen, de sus propias raíces, desde
hacía 10 años, y se concebía a sí mismo como un alma que
desplegaba su personalidad desde sí misma. Y justo esta ri­
queza propia, esta profundidad de carácter, que en el fondo
no puede querer decir sino agudeza y sensibilidad para los
problemas y para el malestar que producen, es lo que debió
impresionar a Goethe en su primera visita a Düsseldorf tal
como se ha conservado en la correspondencia, y que en modo
alguno permite dudar que ambos hombres se trataban en pie
de igualdad.*
Pero ¿cuáles son los elementos de este conglomerado vital?
Ante todo las relaciones con el padre y la experiencia de la
vida familiar en la burguesía comercial de la época. Segundo,
la estancia en Ginebra, donde tiene oportunidad de enfren­
tarse a la avalancha de las corrientes ilustradas y de abrir su
inquietud a todo tipo de estímulos intelectuales. Tercero, su
matrimonio y la experiencia de la vida familiar en el contexto
de la gran burguesía ennoblecida del siglo xviii prerrevolu-
cionario. Cuarto, el enfrentamiento al mundo cultural de esa
misma burguesía, al mundo del Rococó que representaban su
hermano y Gleim junto con el propio Wieland, con quien aca­
bará manteniendo una importante polémica. Tenemos enton­
ces cinco puntos; represión, ilustración, comercio. Rococó y
Wieland. Cinco elementos que van a saltar por los aires, por­

74
que en el fondo entretejen una experiencia de la contradic­
ción que sólo se resolverá provisionalmente mediante la adap­
tación provisional de la ideología del Sturm und Drang. Va­
yamos analizándolos.

1. Represión

Jacobi nace el 25 de enero de 1743, como segundo y últi­


mo de los hijos del matrimonio de Conrad Jacobi y Johanna
Maria Fahlmer. Su hermano mayor, nacido tres años antes,
preferido y mimado por su padre, se inclinó pronto hacia la
poesía y la literatura, contando con la bendición familiar. Su
carrera fue meteòrica, casi tanto como su olvido posterior. Con
veinte años era profesor en Halle^ y pronto fue conocido como
uno de los poetas más célebres de Alemania. Su poesía mere­
ció un juicio muy negativo de Diderot, precisamente como res­
puesta a una traducción francesa de su hermano,^ y desde
luego la posteridad se ha dejado guiar por el agudo olfato
del francés en cuestiones estéticas. Si menciono aquí algo del
mayor de los Jacobi, antes de dar más detalles de la vida
del propio Fritz, es porque la experiencia del descarado favori­
tismo de su padre y de la continua comparación con el «genio»
del hermano mayor, debieron marcar al joven Jacobi y ente­
nebrecer desde un principio las relaciones con el padre y su
sentimiento de autoaprecio e identidad. Esto es algo frecuen­
te en la vida. Pero lo peculiar aquí es que ese desprecio al
hermano menor era rentable, jugaba dentro de las razones eco­
nómicas, dentro de la lógica del negocio familiar. Si los dos
hermanos sirvieran para la carrera de las humanidades, la
fábrica del padre se quedaría sin gerente. Por tanto, Fritz Ja­
cobi tenía que ser incapaz de seguir a su hermano a priori,
fuera cual fuera su naturaleza. Este tipo de relaciones nos
las ha dejado Jacobi descritas en un pasaje de Allwill, aun­
que ya hemos dicho antes que sólo se hace texto para descri­
bir a otro personaje, para servir de imaginería a la ficción.
Se trata de la propia infancia de Allwill y dice así;

Contaba su padre que de niño y desde sus tres años nunca


estuvo sano, que siempre tenía chichones en la cabeza y ras­
guños. No se cansaría uno de oir narrar al buen Mayor las
travesuras del niño y cómo él mismo y los preceptores no lo
tenían precisamente por un niño del que hubiera que esperar

75
algo bueno, ya que con toda su viveza era muy perezoso para
estudiar y si se hubiera manifestado en toda su sinceridad
hubiera sido terco, obstinado y travieso. Se le tenía por débil
de espíritu porque sus compañeros le aventajaban continua­
mente y le inducían sin dificultad a cualquier cosa, dejándo­
le siempre pagar el pato. Me impresionan sobre todo algunos
rasgos que lo dibujarán pronto y fácilmente.
Hacia los seis años se le metió en la cabeza que su co­
lumpio, al que llamaba su «Zorro» podría tener vida si pu­
diera hacerle volar libremente. Se torturaba incansablemente
con los preparativos para su experimento, que por lo demás
no se podía llevar a cabo con facilidad porque el columpio
no reunía las perfectas condiciones. Una vez que lo puso en
movimiento empujándole continuamente con el fin previsto,
se dio cuenta inesperadamente que continuaba moviéndose.
Empujó más fuerte al «animal» hasta que alcanzó bastante
velocidad y estuvo a punto de dar la vuelta. Su alegría fue
extraordinaria. Ningún hombre podría quitarle de la cabeza
que su «Zorro» comenzaba a vivir y por nada del mundo hu­
biera dejado de creerlo. Era mediodía y Eduardo [Allwill] no
tenía hambre. Su padre le avisó: debía bajarse del columpio.
Pero aunque le temía mucho al Mayor, no podía obedecerle
en esta ocasión: todo fue inútil. El Mayor, que quería hacer­
se obedecer incondicionalmente [schlechterdings], ordenó que
bajaran al niño a la fuerza. Así se hizo y una vez que fue
reñido debía sentarse a la mesa. No. No tenía hambre. Se le
amenazó, se le forzó. Todo inútil: el veía únicamente a su
«Zorro» y al cielo abierto.
Algún tiempo después se encaramó ya casi a oscuras, por
la tarde, a un pedestal elevado, con el propósito de intentar
saltarlo, pues después de varios intentos y muchos ejercicios
creía estar en condiciones de atreverse a ello. Saltó con todo
su valor, pero con tanta fuerza que se reventó la nariz. ¡Una
tontería! ¡Pero tener que aparecer al día siguiente delante de
su padre! El muchacho podía sufrir cualquier cosa en el
mundo menos una riña... Esto le producía una gran congoja.
A la mañana siguiente el tímido muchacho no quería bajar
hasta que su hermano mayor, Wilhem, un muchacho delica­
do, elocuente y bueno, le aseguró solemnemente que el padre
no se enfadaría por su nariz destrozada. La costó bastante
pedírselo porque Eduardo ya había utilizado el arte de Gui­
llermo en otros asuntos del mismo tipo; pero una creencia
invencible en el fondo de su corazón borraba rápidamente su
memoria, así que en este aspecto tampoco era más sabio.
Eduardo esperó al padre en los brazos del hermano, siendo
recibido de la manera prometida. Pero el padre no dejó de
observar que llevaba la nariz destrozada. Rápidamente ame­

76
nazó a Eduardo y a Guillermo: ¡Embustero!, dijo al tiempo
que le daba un empujón tan fuerte que caía cuatro pasos más
atrás en una artesa de arena. El Mayor se separó de él y lo
echó a un lado como al más despreciable monstruo.
Cosas parecidas sucedían todos los días, pero el coraje y
el buen humor de Eduardo no se rendían. Pocos hombres han
sufrido más golpes que él, pero nunca quiso comprar la
menor afrenta mediante la sumisión voluntaria, ni endulzar
las injusticias de los superiores con lágrimas y lamentos. Hace
poco me contaba él mismo que una vez fue azotado casi hasta
la muerte, pues su preceptor había intentado llevarle men-
diante preguntas socráticas a la confesión de que los palos
eran beneficiosos y él siempre rechazaba la conclusión con
su tozudez constante. Muchas veces recibió la culpa y el cas­
tigo que merecían sus camaradas, no tanto por una amistad
entusiasta o por compasión, sino porque a él le asqueaban
de una manera insoportable las súplicas y lloriqueos. Pero
no había en él una sombra de atrevimiento, al contrario, era
tan tímido y tan humilde frente a quien consideraba bueno, tan
amable y agradecido, dulce y bueno que la mayoría lo tenían
en parte por bobo y en parte por un adulador.
Si quieres volveré a este tema y te contaré los contrastes
del pequeño Eduardo; cómo a pesar de su independencia no
estaba hecho para la vida salvaje, sino para la paz, para una
vida confiada: cómo siempre cavilaba y se entregaba a obje­
tos invisibles, a pesar de todas sus inclinaciones violentas
hacia el placer sensible, de toda su irreflexión en la actua­
ción; de cómo a los catorce años se hizo pietista, etc. Es ex­
traordinariamente importante saber todo esto del niño y ob­
servarlo después en el joven; al fin y al cabo siempre son las
mismas cartas, barajadas o jugadas de la misma manera
[I, 27-33J
Olvidemos al Jacobi real. Dejemos al margen que se esté
aquí autorretratando; dejemos a un lado el hecho de que los
detalles corresponden fielmente a su vida real: su mala salud,
la pésima relación con el padre,'* el peso del ejemplo del her­
mano, mucho más dócil o mucho más libre, la desconfianza
propia y ajena por su talento, que el joven Fritz confesará al
sabio Le Sage y que narrará en su David Hume} También
está comprobada su pertenencia al grupo pietista Die Peinen,^
la inclinación hacia la especulación filosófica en un sentido
peculiar, su entrega a los objetos invisibles.^ Digamos sólo
de paso que Allwill no es enteramente Goethe, sino que inte­
gra lo común de Goethe y Jacobi, aquello en lo que Jacobi
ponía la identidad de sus almas gemelas, los rasgos de una

77
individualidad característica o genial. Pero dejando aparte todo
ello debemos concentrarnos en la personalidad que está tex-
tualizada, en el relato únicamente y en su verdad propia, no
referida a la verdad de una vida, incluso sabiendo que Jacobi
es autoconsciente de la importancia de saber y conocer la in­
fancia: aquí están las cartas de una vida, las que permiten
entender las jugadas posteriores. En toda su obra está pre­
sente esta convicción de unidad vital, de destino, de obliga­
ción: en todas sus obras principales hay apelaciones a las ex­
periencias que predeterminaban y hacen explicable su posi­
ción estrictamente filosófica.
La cuestión fundamental es que cuando Jacobi describe
una experiencia originaria a la que quiere asignar un papel
determinante sobre la vida de un individuo, dejando al mar­
gen el que éste exista o no, lo hace en los términos mencio­
nados. Para Jacobi, en ese texto hay una personalidad con
capacidad de proyectarse virtualmente sobre la existencia en­
tera del individuo. En términos literarios: hay un carácter,
un ethos, independientemente de que sea el suyo. Desde esta
perspectiva, el texto adquiere así la dimensión de teoría. Y la
clave para la definición de ese carácter es su descripción en
términos de contrastes, de contradicción: tímido y obstinado,
agradecido y violento, humilde y altanero, cobarde y valiente,
receptivo y orgulloso, incapaz de concentrarse en el estudio
pero con un mundo rico e intenso, riguroso con los demás y
adulador, independiente y deseoso de reconocimiento, sin con­
fianza en sí mismo pero sin resignarse a pensar algún día
por su cuenta, consciente de sus inclinaciones violentas hacia
el placer sensible y siempre refugiado en los objetos invisi­
bles. Ciertamente tenemos aquí elementos contradictorios que
además son reconocidos como tales y, por tanto, un caldo de
cultivo idóneo para potenciar la experiencia filosófica en la
forma en que la hemos descrito en el capítulo anterior.
Pero debemos profundizar en el texto literario porque los
adjetivos matizan la comprensión que Jacobi tiene del carác­
ter que fuerza a la experiencia filosófica. En esa realidad es­
crita hay dichas muchas más cosas. La experiencia del co­
lumpio es quizás una de las más evocadoras que Jacobi haya
escrito. Comparada con las ciénagas sentimentales de Wolde-
mar, llenas de afectación, posee una gracia y un ritmo indu­
dables. Para entenderla como escena literaria hay que dar vida
a la tensión con el padre. El Mayor no comienza aquí a re­
primir el juego del niño. Antes bien, quien escribe ya sabe

78
que el padre «siempre quiere hacerse obedecer incondicional­
mente»; ha sentido ya antes la fuerza que a buen seguro va a
usar de nuevo contra él. El niño sabe lo que le va a venir:
será reñido, golpeado, sentado a la fuerza en la mesa fami­
liar. Su obstinación consiste en que no le importa. El padre
sabe también que mientras el niño aumenta la violencia de
su columpio, en su interior ya se está rebelando contra él.
Por eso interpreta su acción como rebeldía, obstinación, or­
gullo. Esas palabras están ahí porque existe ese doble cono­
cimiento. El combate entre el padre y el hijo es perfectamen­
te consciente; cada uno posee sus armas y conoce las del otro.
Es sordo, pero transparente.
Por eso el niño de esta historia sabe que el Mayor acaba­
rá haciéndose obedecer, pase lo que pase, absolutamente. ¿Por
qué combatir entonces? No hay respuesta a esta pregunta.
Será un instinto. El columpio volará, se hará vivo, correrá
por el cielo abierto. Con un poco de suerte le llevará lejos del
padre que rapta la personalidad y podrá vivir en paz. Pero la
imagen del padre sigue el vuelo del columpio, está siempre
delante, son las propias alas ficticias del animal de madera.
Sólo que esa imagen impulsa más y más hasta los límites de
la destrucción del movimiento, porque esa imagen va siem­
pre consigo. El mecanismo de la represión está perfectamen­
te descrito donde no se quiere: en la violencia del movimien­
to y en la endeblez del niño a su merced. La enfermedad que
produce es una huida con sombras que siempre hay que re­
petir, un gozo señalado y marcado con la conciencia de culpa,
de la violación del orden. Conforme crece el placer de ser libre,
la huida avanza y avanza la culpa. El infierno de un ansia de
paz nunca satisfecha, que estaba en el fondo de la esencia de
la experiencia descrita por Jacobi, tiene su asiento en este tipo
de carácter hecho literatura en Allwill. La inclinación, la pa­
sión humana, como cualquier otro movimiento natural, tiene
su fin, su telos, es algo que exige y permite medida, como
todo lo finito, como cualquier otro fenómeno. Jacobi nos des­
cubre el mecanismo por el que llega a convertirse en desor­
denada al hacerse infinita: su consideración como rebelión,
obstinación, atentado contra la autoridad, esto es, por la re­
presión, que falsea para siempre con la culpa el fin natural
de la misma y hace imposible el disfrute en que podría con­
cluir. Cuando Jacobi acaba su relato dice: «Er sah nur seinen
Fuchs und den Himmel offen». Compone entonces en silencio
una escena literaria de contraposición; una mesa bien servi­

79
da y un padre autoritario que el niño no quiere ver. Sólo ante
eso no dicho aparece en Jacobi la necesidad de escribir esas
palabras.
Mas Allwill se sentó a la mesa. El mundo en la escena
queda tras la ventana. Su placer, su vida, su libertad, fuera.
Al fin y al cabo nadie tuvo la culpa de la primera obediencia
salvo el que nos la impuso. Así que la única opción de All­
will es pensar el cielo abierto, no vivirlo. El largo camino de
la experiencia filosófica que el carácter de Alwill determina
es el de acostrumbrarse a una cierta felicidad de puertas para
adentro. Allí podría sentarse otra vez en su columpio y reírse
abiertamente de sú padre. Pero, enfrente, también su padre
podría seguir vanidoso y triunfante viendo al niño sentado
de hecho en la mesa familiar. El modo de equilibrio de la
filosofía es el que deja a todos contentos; el mundo familiar
intocado en su realidad, el mundo del individuo resarcido en
su venganza pobre. Posteriormente veremos los detalles de
esta proyección. Ahora lo que nos interesa es el sufrimiento
que narra.
Porque ante todo hemos descubierto escrito en el texto un
contraste aún más profundo que todos los que Jacobi ha ele­
vado a conciencia: el que enfrenta lo que está fuera con lo
que está dentro, el que opone padre y hogar al cielo abierto
libre. La contraposición antinómica de dos cosas igualmente
necesarias, la imposibilidad de síntesis de las mismas, se pro­
yecta así a todas las demás parejas de palabras: la imposibi­
lidad de reconocer en la familia un espacio abierto es lo que
hace al muchacho soñador y ensimismado, inclinado a lo in­
visible ya que lo visible le niega, necesitado de sentirse en
aquello ya que el padre visible le expulsa como el peor de los
monstruos; la expulsión impone la necesidad de defender esta
realidad secreta e ideal que determina su actitud arrogante y
orgullosa, obstinada. Él tiene su mundo, y lo siente tanto más,
con tanta más realidad, cuando el mundo familiar, la sensi­
bilidad real, corporal, material, le golpea casi hasta la muer­
te para que confiese una culpa de la que no tiene noticia. La
realidad de la idea sólo alcanza valor para sustituir la deci­
sión de nihilismo vertida sobre la realidad sensible. Esta es
la base que presupone un carácter como el dibujado por All­
will. En él ya se ha olvidado, sin embargo, que antes se deseó
de manera inmediata la síntesis de esos dos mundos escindi­
dos, el de «fuera» y el de «dentro»; de lo exterior y lo inte­
rior: que el deseo presupuesto de Allwill fue sentirse acogido

80
en una libertad concreta, familiar, visible y sensible. Sólo
desde este presupuesto tiene sentido su dolor.
Confesión {Geständnis) es la palabra clave para compren­
der a Allwill. Tiene que confesar que la represión es buena,
participar de la evidencia de que la disolución de la realidad
sensible es la disolución de una apariencia. Tiene que ser
sabio, es decir, no perder la memoria de esa evidencia. Tiene
que abjurar de su individualidad. Es llevado a la muerte —ex­
presión suprema del nihilismo— se nos dice en la escena. Pa­
rece evidente la estulticia del preceptor; la muerte próxima
—para un niño golpeado la experiencia de la muerte próxi­
ma viene con el primer latigazo— significa la confesión de la
realidad del mundo invisible. Pero es justo lo que todo precep­
tor quiere conseguir: que el joven encuentre su realidad en
un mundo ideal y fingido, en una filosofía de lo invisible. Este
mundo sólo se puede levantar sobre la nada de la vida visi­
ble familiar. Ante la experiencia descrita se descubre con toda
su plenitud, como única realidad, como creencia absoluta. All-
will se hace un Schwärmer, un Sturmer, un Mystiker. Cierta­
mente, eso es lo que se le pide. Todo lo que Jacobi haga des­
pués, todo lo que polemice, juzgue, ataque, critique, denun­
cie y condene lo hará desde esta inocencia del que habla desde
su mundo ideal, suficientemente sólido como para que el
mundo real siga su marcha autónomo, negado como una nada
personal a fin de que bajo ese camuflaje alguien imponga sus
prejuicios de manera autoritaria y firme. La cuestión es ¿Jue
lo externo, visible, real y material es nada para aquel que ha
sido expulsado de su reino, para aquel que ha quedado fuera
sin ser acogido, como nos describe el Kafka de la Carta al
padre. Nadie escoge el reino de lo invisible por principio. Sólo
el que queda exiliado del reino de lo real, y en primera ins­
tancia del mundo familiar, tiene necesidad de paraísos idea­
les. La segunda escena del relato de Allwill es también reve­
ladora.
Se trata de una escena de autoafirmación. Como tal se de­
sarrolla en silencio. Allwill se prepara, se da fuerzas, se au-
toconvence de sus posibilidades en la sombra. Realiza el salto
mortal en la oscuridad. Es alguien. Todos estos preparativos
le hacen vibrar, sentir que no ha cedido, que aún no se ha
entregado. Su salto es excesivo, desmesurado, desmedido,
apropiado a su enorme necesidad de salir victorioso. El padre
le promete un trato normal a su hijo preferido. Pero se siente
engañado. Él no sabía que se trataba de una afirmación per­

81
sonal, lo más peligroso para su autoridad. Ese acto es mons­
truoso para él: «der Major entsetzte sich und warf den Thä-
ter als das verächtlichste Ungeheuer von sich». La frase es
bíblica: el padre echa de su lado a Jacobi como el viejo Dios
echa de su lado a Adán. El germen de la desgracia humana
como la represión autoritaria del padre, esa es la enseñanza
primera de la Biblia que aquí personaliza Allwill. El senti­
miento de arbitrariedad de esa imposición queda fijado en los
mitos por el hecho del tabú, objeto de por sí indiferente, sin
valor, pero cargado de significado arbitrariamente por quien
posee el poder para hacerlo. Porque la rebelión contra él no
es desde luego algo que se le hace al objeto, sino al poder del
sujeto que impuso el tabú. Como si la afirmación de la indi­
vidualidad en el mundo fuera una cantidad fija, que exige ser
retirada de alguien cuando es poseída por otro, así la viola­
ción del tabú sólo puede ser entendida como una merma de
autoridad y poder. La cuestión es que desde entonces el ám­
bito humano es un infierno, sólo dulcificado porque la débil
memoria de la indiferencia feliz en que habitaba la vida antes
de ese acto de expulsión obliga a calificar aquel tiempo como
paraíso. El carácter de Allwill es el del expulsado justo por
aquel acto de afirmación por el que él desearía ser reconoci­
do y aplaudido. Esta experiencia marca de una manera muy
concreta el tipo de relaciones de ese carácter.
«No hay mayor placer que ver abrir delante de sí un alma
grande», escribe a Sophie La Roche.® Y ¿qué es el alma gran­
de sino la que se afirma continuamente a sí misma? Lo que
Allwill va a imponer, una vez descrito de esa manera, es ob­
viamente una relación personal en la que se produzca un re­
conocimiento válido, esto es, tejido desde la simpatía, desde
la igualdad de la comprensión del destino humano como des­
tino individual. El camino de esta relación personal está jalo­
nado por textos donde se nos habla de los interlocutores de
Allwill: Sophie La Roche, Wieland, Goethe, Gallitzin, Förs­
ter, Humboldt, Hamann, etc. Luego, más tarde, con Dohm,
Schlegel, Jean Paul, Fries. En todo caso sería inútil buscar
en los años de formación de Jacobi una renuncia a la expe­
riencia del salto de la columna: al rumiar el acto de su pro­
pio ejercicio, al medir sus fuerzas en silencio, al ensayar el
obstáculo. Jacobi siempre entra en relación con alguien para
llegar a ser él. Nunca se entrega, ni siquiera a Goethe. Siem­
pre a cuestas con esa voluntad, Jacobi va a crear una sensi­
bilidad que asustará a Wieland y que enojará a Goethe, pero

82
que en todo caso le forzará a estar solo, siempre en los már­
genes de la vida de los otros. Esa sensibilidad hacía que Ja-
cobi fuera para casi todos un adulador que sólo buscaba a
su vez ser adulado, y por eso siempre desequilibrado, incon­
trolable; indomable pero al mismo tiempo con una exigencia
de fidelidad casi enfermiza, que ha hecho que algunos auto­
res hablen de un Jacobi débil y pasivo.^ Pero lo específico de
su carácter es más bien su extraordinario afán de sentirse re­
conocido incondicionalmente, como el hijo espera de su padre.
Esa proyección es la que nos ruboriza hoy cuando leemos los
textos de Jacobi en los que expresa —no describe— su
personalidad.
Pero al mismo tiempo eso que hoy nos ruboriza, acaba­
mos apreciándolo como el punto de máxima tensión de un
equilibrio que intenta dar solución a su pasión dentro del ám­
bito de la sociedad burguesa, antes de renunciar por comple­
to a todo, en un nihilismo universal de la sensibilidad. Punto
de máxima tensión por cuanto se hace transparente el enor­
me peligro de rompimiento, de contradicción suprema. La evo­
lución dialéctica de la experiencia de la personalidad que nos
presentó Jacobi tiene, desde este punto de vista, un significa­
do radicalmente diferente del que Jacobi pretendía subjetiva­
mente darle. Cada una de sus etapas consiste en otros tantos
ensayos voluntarios y febriles de reunificación de sensibilidad
y mundo ideal —diferentemente proporcional— en lo que el
joven Allwill, o el joven Jacobi, cifra su esperanza de sentirse
acogido dentro de las pautas autoritarias y afirmándose al
mismo tiempo en su realidad material y pasional. Vista desde
el Jacobi maduro, sin embargo, esta experiencia dolorosa
queda sublimada como experiencia de la formación de su per­
sonalidad hacia el Yo superior e ideal. Vista desde nuestra
perspectiva, por el contrario, no es sino el continuo e irrefre­
nable avance de la negación de su realidad pasional, el avan­
ce hacia el nihilismo completo. Ambas descripciones son po­
sibles. La diferencia entre ellas es que la primera bendice el
dolor que la segunda cuestiona. Veamos un ejemplo de la des­
cripción jacobiana de ese equilibrio en un texto de juventud.
El texto que nos describe a Sophie La Roche pretende ser li­
teratura también, esto es, presenta la experiencia tamizada
por un código social. Pero transluce con absoluta claridad
cómo ese mismo código se quiebra por todas partes. Hay una
lucha aquí a fin de controlar la turbulencia de una pasión
crecida por la propia dinámica de la represión y la mala con­

83
ciencia, y dejar las cosas donde imponen las prácticas litera­
rias de la época, en el fondo prácticas sociales;

La señora La Roche es una bella dama en plena madu­


rez, de una mediana estatura. [...] Sus rasgos no pueden des­
cubrirse porque su actuar sólo parece existir para que la más
bella de todas las almas pueda tener expresión captable por
nuestros sentidos. Su mirada pura y dulce otorga al corazón
la tranquila bienaventuranza libre de deseos de los habitan­
tes del Elíseo: la sangre sublevada tiene en su rostro que cal­
marse y hervir moralmente [I, 1, 113].'°

Estamos en 1771 y Jacobi ya piensa y describe una expe­


riencia concreta en términos platónicos; los rasgos físicos
y materiales están para expresar el alma, la belleza física
para que los ojos puedan captar la belleza moral, el exte­
rior para servir de acceso al interior. La transformación de la
materialidad y de la sensibilidad en moralidad es mucho más
crítica e intensa —porque está literariamente más consegui­
da— cuando se reconoce que la sangre sublevada debe bullir
moralmente ante su presencia. El entusiasmo de Jacobi es total
porque cree estar en un momento de equilibrio, representando
y viviendo algo pleno, sin escisiones: la realidad material no
tiene que ser negada, sino que debe ser valorada como la nece­
saria manifestación externa de la espiritualidad. La sangre bu­
lle de deseo. ¿De qué otra cosa bulle la sangre? Pero aquí tene­
mos un... ¡deseo moral! Su goce es legítimo porque en el fondo
se trata de una experiencia purificadera y moral. No pode­
mos desconocer que se trata de una tensión; es un momento
en que las dos direcciones de la personalidad se ven colma­
das: Sofía es un alma bella, como las que posteriormente de­
finirá Schiller, lo que testimonia la posibilidad de reconcilia­
ción de la naturaleza y la moralidad mediante el tertium de
la belleza sensible. El mundo podía aquí todavía aspirar a la
unidad gozosa. Pero la descripción muestra perfectamente que
esas dos direcciones son fuertes, agudas, y que no siempre
pueden ser mediadas. Si así fuera, el texto literario de La
Roche no hubiera sido excepcional, o mejor, Woldemar —que
en el fondo lo desarrolla— no habría devenido tragedia. Pero
todo esto es adelantar textos. Estamos hablando de los ele­
mentos de un carácter, no de los equilibrios que Jacobi con­
seguirá. Y lo que quería mencionar acerca de estos contras­
tes es la fuerza que en Jacobi tiene el polo de la afirmación
pasional sensible, agudizado por la propia represión, por los

84
propios marcos contenidos de la práctica social.*' Sin duda,
esa zozobra le llevó a fortalecer la antinomia desde el lado
del mundo inteligible, integrándose en el grupo pietista de Los
Distinguidos. Completemos ahora la descripción de este otro
polo del contraste, la alteridad de esta violenta sensibilidad,
la experiencia de las cosas invisibles.
Hay dos textos de estas experiencias, ambos en las Brie~
fe. El segundo es una ampliación del primero, pero éste es
para mí insustituible porque nos coloca en el ámbito de su
infancia, da ciertas claves del segundo, y además constituye
un texto plenamente homologable al de A llw ill en todos los
sentidos. Veámoslos por orden:

Llevaba aún ropas polacas cuando empecé a inquietarme


por las cosas del otro mundo. Mi profundo pensamiento in­
fantil me causó singulares visiones —no sé llamarlas de otra
forma— que han continuado hasta el presente. El anhelo de
alcanzar certeza a propósito de las más legítimas aspiracio­
nes humanas se vio aumentado con el paso de los años y ha
llegado a ser el hilo principal que debería hilvanar el resto
de mis vicisitudes. Mi disposición original y la educación re­
cibida se unieron para mantenerme en una justa desconfian­
za respecto de mí mismo y, posteriormente, en un deseo cada
vez mayor de hacer lo que los otros podían. [IVa, 48].
Aquella visión singular era simplemente una representa­
ción de una permanencia infinita completamente independien­
te de todo concepto religioso, que a la edad que he dicho y
reflexionando sobre la eternidad «a parte ante» me asaltó con
una claridad imprevista y me conmovió con tal violencia que
di un gran grito y caí en una especie de desvanecimiento. Una
reacción muy natural me forzó, tan pronto como volví en mí,
a renovar aquella representación. La consecuencia fue una si­
tuación de desesperación inexpresable. El pensamiento de la
anulación que me había sido espantoso, fue para mí aún más
insoportable, pues precisamente tampoco podía soportar la
visión de una permanencia eterna. [...] Desde que tuve esa
representación me ha sobrecogido todavía a menudo. [...] Por
mucho que desee quitarle importancia a este asunto, siempre
será maravilloso que una representación meramente especu­
lativa producida por el hombre en él mismo pueda actuar de
una manera tan temible que tema despertarla más que cual­
quier otro peligro. [VI&, 67].

Lo decisivo del primer texto es que lo que en A llw ill se


presenta como inclinación hacia los objetos invisibles, aquí
se nos presenta como una experiencia de angustia, de miedo.

85
terrible. Lo que antes se nos presentaba como un limbo do­
rado donde reposar, ahora se nos presenta como una amena­
za tenebrosa y peligrosa. Es indiferente que estas experien­
cias hayan tenido existencia, igual que es indiferente que Ga­
lileo haya llevado a cabo sus experimentos mentales. La
expresión matemática de los mismos es lo que cuenta. Los
textos del filósofo son sus experimentos mentales. Lo que Ja­
cob! nos describe aquí es teoría, vuelvo a repetirlo. Nosotros
lo tomamos así. La filosofía del último Jacobi tiene por tanto
como bases teóricas estos textos. No es que la filosofía de
Jacobi tenga como base vital sus experiencias. Tiene por base
sólo una experiencia: la de escribir justo lo que escribe. Sin
esos textos no existiría filosofía en Jacobi: ellos forman parte
de los prejuicios que, según el mismo autor, es preciso poner
como Grundsätze de la filosofía. Así que el mundo inteligible
es ante todo una angustia por las cosas del otro mundo cen­
trada en ciertas visiones (Ansichten). En relación con estas
visiones se pone en el texto el destino de la persona que habla,
y esto no es sino la expresión filosófica de la tesis de que en
la fidelidad a ese mundo inteligible reside la verdadera for­
mación de una experiencia filosófica. Y, sin embargo, el se­
gundo texto centra el hecho de la angustia, le da contenido
filosófico, y permite matizar la expresión acerca del destino
humano, del destino que Jacobi ve como el suyo.
El contenido filosófico de esta experiencia tiene que ver
fundamentalmente con la temporalidad. Surge en el contexto
de la reflexión acerca del carácter indefinido del tiempo tal y
como se capta, por ejemplo, en la antinomia kantiana: no po­
demos otorgar al tiempo fenoménico un final «a parte ante».
Esta representación es la de una duración infinita —endloser
Fortdauer— construida a base de un fluir temporal continuo.
Lo que permanece aquí es el propio fluir, no alguno de los
momentos. Lo eterno no es sino el propio tiempo fenoméni­
co, la imposibilidad de dar entrada a algo realmente perma­
nente como realidad, que no tuviera que desgranarse en ese
devenir, en esa secuencia. Estamos, por tanto, ante una re­
presentación del mundo que fuerza a la desesperación, pero
que al mismo tiempo sirve de punto de partida a la experien­
cia filosófica: sólo la eternización del fluir y del devenir de lo
que ha de ser negado, de lo sensible, puede despertar el ins­
tinto violento de la necesidad de estabilidad, de paz y de idea­
lidad. Sólo en esta lectura platónica del texto estamos en con­
diciones de entender el giro que se nos descubre inmediata-

86
mente: la desesperación se produce porque esa experiencia
queda interpretada como «pensamiento de la anulación» {Ge­
danke der Vernichtung). ¿Qué tiene que ver la experiencia de
la eternidad del tiempo con la experiencia de la anulación?
Sólo pueden conectarse ambos extremos si reparamos en que
el reino del devenir, el reino del fluir temporal indefinido, ya
está decidido como el reino de la sensibilidad carente de ver­
dadera realidad. Sólo porque la realidad sensible queda cate-
gorizada como nada, el reino del fluir temporal indefinido (y,
por lo tanto, pensado como absoluto), en tanto forma de esa
realidad, queda pensado como la forma de la nada, como el
pensamiento de la anulación, de la imposibilidad de la obten­
ción de peso sustancial. Desde ahí surge el hecho de la de­
sesperación y de la angustia. Y la cuestión fundamental es
que esa experiencia como tal surge de una representación es­
peculativa producida por el propio entendimiento cuando pien­
sa la realidad fenoménica e indefinida del tiempo como deve­
nir, esto es, como aún no-ser: «so wird es doch immer merk­
würdig bleiben, daß eine vom Menschen selbst in ihm
hervorgebrachte bloß spekulative Vorstellung auf ihm selbst
so fürchterlich zurückwirken könne». Desde aquí ya no es po­
sible seguir creyendo el juego de Jacobi, pensar que él cuenta
experiencias reales, fechables, históricas, que deban ser com­
prendidas referidas a la vida: la construcción de estos textos
literarios supone una elaboración tan doctrinal como cualquier
otro texto filosófico; exigen un ajuste de tesis, una elección
de palabras para la presentación de la teoría, una búsqueda
de coherencia con la que defender en general el sentido de lo
real. Y esto es así porque la «experiencia» que quieren expo­
ner es una elaboración teórica. «Sie war, und hatte ein in dem
Masse objetives Wesen, daß sie jede menschliche Seele, in wel­
cher sie Dasein erhielt, gerade so wie die meinige afficiren
müßte» (VI¿>, 69). ¿Se puede mantener que Jacobi cuenta algo
que le ha pasado? No se trata de que a los cinco o a los doce
años no le «podía» pasar eso a nadie. Se trata de que eso no
le «pasa» a nadie en general: es un pensamiento. Lo real es
la desesperación, la infelicidad, la angustia. Pero lo que Jaco­
bi propone es una teoría sobre esas sensaciones. No es la an­
gustia lo que debemos entender, sino su teoría. Ésta tiene
esencia objetiva porque puede afectar a toda alma humana
que la piense. Pero sólo si se piensa. Por tanto estamos aquí
ante la construcción pensada de la experiencia de la nada,
del nihilismo, como forma objetiva de experiencia humana.

87
Pero ¿qué relación tiene el otro mundo, el sensible, la ex­
periencia de la represión, de la desconfianza de sí mismo, con
esta experiencia inteligible de la nada? ¿Cómo juega esta últi­
ma experiencia dentro del contexto de un carácter personal
definido teóricamente como poseedor de una sensibilidad ex­
traordinariamente aguda? Reunir todos estos elementos es en­
tender la esencia del nihilismo. La clave de bóveda de todo
es la interiorización y la secreta aceptación de la represión
como programa; las mejores fuerzas, las que reconcilian al
hombre consigo mismo por el placer que producen, tienen que
ser eliminadas. Las que se desarrollan no se sienten íntima­
mente como propias y entrañan desconfianza. El desajuste
entre lo que constituye su inclinación y lo que constituye su
posibilidad no es tranquilizador. Ese continuo negarse, esa
vida en la que poco a poco se atenta contra su propia reali­
dad sensible, es en el fondo la única experiencia real de anu­
lación. Y, sin embargo, constituye en cierto modo la propie­
dad del hombre, lo que es indiscutiblemente propio de aquel
que ha interiorizado el pensamiento platónico acerca del
mundo sensible. El proceso de destrucción es lo que da señas
de identidad y sirve de clave de reconocimiento para el hom­
bre; en cierto sentido es también un proceso de construcción.
Pero si el hombre ha de llegar a ser algo positivo, permanen­
te en este combate, éste ha de perder su faz de peligro, ha de
ser dominada esa angustia que deja la sensación de anula­
ción y de negación de todo lo sensible, lo que se alcanza justo
desde el pensamiento de que ese ámbito sensible es una im­
posibilidad metafísica de ser. Ahí, en el reencuentro con esa
problemática interior está su salvación como persona, una vez
sufrida la experiencia irreversible de la libertad frustrada.
Hacer de su problema su realidad; de su anulación, afirma­
ción, como dice Schelling en las siempre citadas en este con­
texto Philosophische Briefe; de su muerte, resurrección. Cier­
tamente que lo que Jacobi describe es especulación. «No es
una experiencia religiosa», pero acabará siéndolo porque sólo
puede ser caracterizada como la experiencia cristiana del na­
cimiento del hombre nuevo. Sólo entonces saldrá a la luz la
religión cristiana como aquella única que se basa en una es­
peculación nihilista.
Ahí está la diferencia entre Goethe y Jacobi. El primero
decide recuperar la libertad externa, mundana, sensible, real,
que el padre le niega, quizás porque nunca valoró ni pensó
la tragedia burguesa como destrucción total, como algo radi-

88
cálmente antinatural. Jacobi es aquí más rousseauniano, y de
ahí que tenga que sentirse a sí mismo desde la experiencia
de la anulación, tenga que curarse del espanto de no ser me­
diante la construcción de un Yo ideal, porque la solución de
la libertad material, entendida como libertad pasional, está
bloqueada en sus textos desde la interiorización de la repre­
sión. Todo esto lo veremos en su proceso concreto. Pero me
gustaría decir que la única realidad que analizamos es la de
escribir, sabiendo que cuando alguien se permite escribir una
cosa adquiere con ella el compromiso de hacerla vivible. Lo
que decimos no es que Jacobi no pudiera vivir ciertas cosas,
sino que sólo podía escribir ciertas cosas. Y el hecho de que
no nos haya descrito nunca una pasión sensible que no esté
tamizada por la interpretación sublimada del platonismo, que
no tengamos ningún texto sobre ello, no es síntoma de que in­
teriorizara la represión, sino el hecho mismo de que la ha
llevado a cabo.*^

2. Ilustración

En 1759, Jacobi llega a Ginebra. Su padre, a pesar de la


negativa del muchacho, le ha condenado a una existencia de
comerciante. Así que tiene que enderezar sus habilidades hacia
las matemáticas, los números, el cálculo comercial. Además
tiene que ser honesto porque la honestidad es ahorrativa: hon­
rado porque la gente compra más a un comerciante honrado;
insensible porque de otra manera no pondrá en primer lugar
la razón de la firma; lúcido y desapasionado porque tiene que
aprender lo que ningún hombre normal distingue; entre el di­
nero de la caja y el dinero personal; frío porque tiene que
mantener separados sus dos Yo, el hombre y el tendero.A sí
que Jacobi va a Ginebra a aprender contabilidad, economía,
etc., después de una corta estancia en Francfort.*^ Ginebra,
dice Zirngiebl, «era entonces un puntal fundamental de la Ilus­
tración francesa, y con ésta, de una vida científica extraordi­
naria que no se encerraba en los gabinetes de estudio, sino
que se diluía para mezclarse con la sociedad. Así, de repente,
el pietista se vio en un mundo materialista».*^
No era enteramente así, o al menos no lo era en el am­
biente de Jacobi. Su maestro. Le Sage, era conservador en
filosofía, un caos en ciencia y un hombre cariñoso y afable
en su trato personal. Era lo que Jacobi necesitaba. La des-

89
cripción del momento en que trabaron amistad es sincera.*^
Un gran hombre le reconocía por fin. La figura del padre que­
daba lejos en todos los sentidos. Porque el hecho es que en
Ginebra pudo leer a Voltaire, a Rousseau, a Helvetius y otras
figuras menores, con quienes los estudiosos han buscado re­
laciones, magnificadas en exceso, como Bonet, Duelos.*® Pero
como se puede testimoniar por la correspondencia con el li­
brero Rey, las aficiones literarias de Jacobi eran extensísimas;
su información amplia y su carencia de dogmas sorprenden­
te. Como posiblemente el dinero no le iba a la zaga, podemos
mantener que Jacobi se hizo en Ginebra un hombre culto, sin
duda uno de los mejor informados de la Alemania de la época.
Esto significaba ser ante todo rousseauniano. Ya de vuelta
en Düsseldorf, su afán por conocer todo lo que hace referen­
cia al ginebrino es extraordinario.*^ Pero no sólo se ha hecho
culto: se ha hecho filósofo, liberal y de costumbres más salu­
dables y libres. Veamos cada uno de estos puntos.^**
Es imposible confesar admiración por Rousseau y por Di­
derot a la vez. Jacobi comprendió perfectamente la diferencia
que hoy establecemos entre Ilustración materialista y la que
no lo es. Y desde luego por sensibilidad, por historia perso­
nal, por temas y por necesidades vitales, Jacobi se inclinaba
hacia Rousseau.^* Es difícil profundizar en los rasgos filosó­
ficos esenciales de esa relación. Jacobi admira a Rousseau
como figura de la época y juzga a veces a la p erso n a.P o d e­
mos concluir que antes que con cualquier tesis concreta, Ja­
cobi se identifica con el tipo de actividad cultural que lleva a
cabo Rousseau: una producción a medio camino entre la filo­
sofía y la literatura en la que la experiencia «íntima» del es­
critor se refleja en sus convicciones. De ahí que el Rousseau
fundamental para Jacobi es el del Emilio y el de la Nueva
Eloísa. Cuando Booy y Mortier dicen: «Jacobi debe a Rous­
seau su convicción indestructible de que el sentimiento es
nuestro mediador con Dios y que el fundamento de la ética
no está fuera bajo la forma del mandato, sino en nosotros
mismos», no pueden querer decir sino que Jacobi se ha leído
el Emilio, s o b r e todo en su parte central: «La declaración
de fe del vicario saboyano». Es curioso observar que las fuen­
tes de la moralidad de Jacobi son también las fuentes de la
moralidad de Kant:^^ en ese pasaje del libro de Rousseau pu­
dieron encontrar ambos definida por primera vez la doctrina
de la creencia moral como fundamento de la religión y de toda
ética. Pero no se conserva ningún documento de crítica a

90
Rousseau por parte de Jacobi, mientras que tenemos todas
las Bemerkungen zu den Beobachtungen des Gefühles des
Schönes und des Erhabenes de Kant como testimonio de la
insatisfacción del regiomontano con las instancias rousseau-
nianas para establecer su teoría (cf. La formación de la críti­
ca de la razón pura, cap. I). Estas instancias eran la referen­
cia a la inmediatez del sentimiento, la convicción en la inma­
terialidad del alma, el bisustancialismo espíritu-cuerpo, que
Kant atacará en los Träume, etc. Así tenemos que no sólo
Jacobi asumirá la convicción de la prioridad del sentimiento
sobre el razonamiento, sino también la de la inmaterialidad o
espiritualidad del alma, la espontaneidad o libertad de la
misma. Debemos situar en este punto uno de los problemas
fundamentales de la época para Jacobi. Pero no es preciso
pensar que Jacobi viera claro en esta dirección. Rousseau
había despertado el problema en un joven de apenas veinte
años. A diferencia de Kant, que en esos momentos tiene ya
los cuarenta y una madurez intelectual envidiable —como lo
demuestran las sagaces y profundas obras de 1760—, Jacobi
busca instruirse y formarse un juicio. No puede quedarse en
la «profesión de fe», porque siente inclinación a la reflexión.
Lejos de ser un elemento más que deberá buscar su integra­
ción en un pensamiento maduro, como en Kant, Rousseau le­
vanta en Jacobi los problemas, siembra las inquietudes, pero
sin poder producir una respuesta filosófica creativa. No hay
una recepción de problemas filosóficos aquí, sino urgencia de
decisiones que pueden arrastrar consigo cambios radicales en
las actitudes vitales. Por eso el problema de la inmateriali­
dad del alma es central, ya que de él depende toda la actitud
moral.
Consciente de la debilidad de la instancia teórica, apelan­
do a un sentimiento de la espiritualidad ahogado en los sen­
timientos mucho más palpables de la corporeidad, Jacobi
busca una evidencia racionalista acerca de la sustancia de su
alma que le ofrezca coartadas para una conducta que siem­
pre le resulta contradictoria. Pero en modo alguno podemos
suponer que el joven Jacobi sea ya el defensor de la intuición
que conocemos. Ciertamente que no hay en él una antinomia
entre demostración filosófica e intuición. El Jacobi del medio
ginebrino lucha por una demostración racional de la inmorta­
lidad del alma y por un sentimiento evidente de su realidad
que frene la experiencia de la anulación que ya describimos,
y le otorgue una coherencia que elimine una situación perso-

91
nal de contraste y contradicción. Fruto de esta voluntad de
demostración y de búsqueda racional de la inmortalidad del
alma —que implica dudas razonables sobre la posibilidad de
existencia de una materia absoluta y que supone ya el plan­
teamiento de la cuestión en términos de la dualidad libertad-
necesidad, conducta moral y «libertina»— son una serie de
lecturas de las que nos ha dejado testimonio en su corres­
pondencia.
Así, en una carta a Le Sage le promete comentar un libro
de psicología sobre la cuestión de la libertad y la necesidad.
Le Sage nos testimonia que ésta es una cuestión debatida por
doquier en la época. Pero también nos indica el verdadero
trasunto de la cuestión: la decisión al respecto implica auto­
máticamente una toma de postura moral respecto a las cos­
tumbres y sobre todo respecto de las prácticas represivas. El
mentor de Jacobi no es aquí más que un representante de la
actitud tradicional ante la cuestión. Por eso le dice sobre el
libro en cuestión:

Les opinions sont saines pour le fond, mais exposées avec


una duretée révoltante et prope à faire des libertins de ceux
qui n’ont pas les excellentes dispositions à la vertu qui n’a­
bandonneront jamais mon cher Jacobi \_AB, I, 6].

El buen Le Sage tenía más de una razón para preocupar­


se por Jacobi justo en este terreno. Pero la continuación de
la carta nos muestra por qué. Y es que Jacobi acepta a Rous­
seau como lo que él mismo debe ser, pero no como lo que de
hecho es. También ha leído a Voltaire y Diderot, y su mate­
rialismo describe también una parte de la realidad que Jaco­
bi integra en su compleja personalidad. Y aunque haya deci­
dido su voluntad, debe también buscar las coartadas de la
inteligencia frente al segundo grupo de autores. Que la influen­
cia de Voltaire en esta época es clara nos lo dice el propio Le
Sage:

Je serais bien fâché que vous vinissiez à vous rendre cou­


pable de cette précipitation [de abandonar a los sabios tradi­
cionales como Newton, Locke, Leibniz, Pope y Malebranche]
sur les simples conversations de M.S. et sur la lecture de
Voltaire et d’autres beaux esprits \_AB, I, 7].

La indicación del viejo Le Sage es demasiado precisa como


para ser entendida como una mera precaución. Se cita a una

92
persona que debe ser muy cercana a Jacobi y que debe ha­
berle introducido en estas lecturas. Por tanto, debemos alejar
la imagen del Jacobi reaccionario, antiilustrado, etc. Es un
resultado, no un punto de partida. Y un resultado de la aguda
captación de hasta qué punto las premisas de la Ilustración
destruyen su visión del mundo burgués, de la comprensión
real de que ese mundo no puede sostenerse sobre los princi­
pios con los que coqueteó en su juventud. Así, pues, la tra­
yectoria individual le hace acercarse a Rousseau. Pero todo
ello dentro de un contexto de lucha interior en la que todas
las lecturas sobre el tema de la antinomia alma-cuerpo son
bienvenidas. A veces, las cartas de Le Sage apuntan a dibu­
jar este estado de ánimo intranquilo, lleno de urgencias:

Mais ce que j ’y verrois de plus dangereux pour votre


repos, ce seroit votre goût et votre sagacité pour les ques­
tions de métaphysique relatives a la religion [AB, I., 9]

No hay que sobrevalorar lo que Le Sage podía entender


por sagacidad. Pero desde luego debía de observar la volun­
tad de Jacobi de sacarle punta a estas cuestiones, ante lo cual
el conservadurismo del viejo se sentía en inferioridad de fuer­
zas respecto del discípulo.
No hay que olvidar, tampoco, que la discusión sobre la
dualidad alma-materia, espiritualidad-corporeidad, libertad-
necesidad, tenía un cuarto e importante aspecto que la hacía
aún vitalmente relevante. No sólo se trataba de expulsar la
experiencia de la nada desde la convicción de la existencia
del alma espiritual, sino también de poner fin al combate
moral. El cuarto aspecto, por tanto, es el de la dualidad bien-
mal. La búsqueda del bien, sin embargo, no es algo dejado
al sentimiento, como en Rousseau. La nota de una carta de
contestación de Le Sage a una de Jacobi nos permite aproxi­
marnos a las posiciones de éste:
J’ai lu et relu avec ravissement vos belles et neuves réfle­
xions sur le moyen de rendre la raison que nous porte aux
vrais biens aussi eficace que l’instint qui nous p>orte aux biens
apparens; et j’en ai été extrêmement satisfait [AB, I, 17].

Tenemos aquí la necesidad que fuerza a Jacobi a comba­


tir todos estos problemas: la de encontrar una orientación vital
coherente. También vemos cómo para buscarla parte de una
quinta antinomia entre razón e instinto, entre bien real y bien

93
aparente. Pero llamar a algo bien aparente es algo distinto
de llamarle mal: refleja la experiencia propia de la seducción.
Jacobi no es inicialmente irracionalista. Su posición madura
será la del fracaso de la razón para solucionar las contradic­
ciones mencionadas, y lo que debe hacer el historiador de las
ideas aquí es mostrar la impotencia de cualquier razón para
resolver esas contradicciones, propias de la burguesía que re­
presenta Jacobi, excepto la razón nihilista.
La última carta que se nos conserva de Le Sage nos ofre­
ce otro sesgo de la cuestión. Jacobi no sólo busca la distin­
ción rigurosa entre bien y mal, no sólo se esfuerza en oponer
la razón al instinto,^® sino que se pregunta por las razones
metafísicas de la necesidad de sufrir las consecuencias del
combate que él experimenta. Ya el hecho de esa pregunta por
el origen indica una comprensión de la arbitrariedad de la
tragedia de un combate doloroso respecto del cual Jacobi se
siente inocente. Que Jacobi ha conocido esta actitud, queda
testimoniado por la carta del 12.12.1767. La respuesta del
maestro no podía sino empeorar las cosas. Veámoslo breve­
mente
Le Sage centra la cuestión en el mito de Pandor a. Es t o
significa no solamente preguntarse por qué existe el mal, sino
por qué Dios ha dotado al mal de la capacidad de seducir.
No testimonia sólo una experiencia de sufrir el mal, sino sobre
todo de verse inclinado a apreciarlo como bello y bueno. Lo
absurdo es la existencia de algo aparentemente bueno y de­
seable pero cuya atracción hay que reprimir porque en el
fondo se trata de un mal. La pregunta es así sobre la consti­
tución del hombre, sobre la propia interioridad, sensible a lo
que ha de ocasionar su propia ruina. Jacobi nunca se pre­
gunta si Pandora brindaba realmente la caja de los males.
Alguien ha decidido que sí. Pero se pregunta por qué él los
siente como buenos. Y ¿qué es lo que contesta el viejo maes­
tro? En primera instancia mantiene que un bon payen diría
que la razón de esta conducta de Dios «est cachée dans les
profondeurs impénétrables de sa sagesse» {AB, I, 22). Pero
ni siquiera Le Sage se queda contento. Porque la sabiduría
divina debe tender sobre todo a la felicidad mayor de la más
importante de sus criaturas. Así pues, hay que preguntar por
qué «des maux réels se trouvoient indissolublement liés avec
les biens qui nous destinoit le fils de Saturne?» {AB, I, 22).
La vieja teodicea se restablece: o bien su sabiduría no es tan
grande como podría parecer, porque no ha encontrado el mé-

94
todo de llevarnos al mayor bien por medio de bienes, o el
poder de Júpiter no es el supremo, porque aun sabiendo en­
contrar medios no dolorosos para su fin, no puede propiciar­
los porque hay otro poder coercitivo sobre la voluntad de Dios.
El miope Le Sage debió de sumir al discípulo en terribles
dudas al decirle;

Et de réponse en réponse, il se verroit réduit à avancer


que la nature essentielle des choses emportoit nécessairement
une pareille liason [AB, I, 22].

Todo el carácter dual de Allwill, tal y como era descrito


en el capítulo anterior, sólo podía expresarse por medio de
una serie de antinomias, la más importante de las cuales ya
acaba de manifestarse: Dios contra la naturaleza, Deus sive
natura. Esto parece decirle Le Sage. El mal es necesario por­
que es natural. Esto hubiera obligado a cualquiera a plan­
tearse; ¿Qué tipo de mal es aquel que nos parece un bien y
que además es natural y necesario? No debemos dudar ni por
un momento que Jacobi se hizo esa pregunta. Para que la
filosofía de Spinoza tuviera un significado profundo para él,
esa pregunta debió reverberar durante mucho tiempo en su
mente hasta que llegó a su respuesta —en las antípodas de
Goethe—: ese mal es el de la nada de una naturaleza mera­
mente aparente, mero Schein producido por el espíritu que
se desconoce...
Esta carta pone punto final a la correspondencia con Le
Sage. Jacobi debió de seguir amándole,^® pero no creo que
siguiera considerándole su preceptor en activo. El silencioso
pero obstinado Jacobi se había atrevido a dar el salto en soli­
tario; Le Sage ya no podía reflejarle reconocimiento.
Sin duda no nos equivocamos si decimos que Jacobi era
en estos momentos un espíritu relativamente libre. Sus mar­
cos intocables eran la creencia en Dios y en la espiritualidad
del alma, con las creencias morales que ello imponía. Su credo
podría ser el del vicario saboyano. Pero, como sucede en Kant,
este credo puede ser definido y justificado por un hombre al
final de un ejercicio de reflexión, no al principio de su en­
frentamiento con la filosofía; es un resultado potenciado por
una conclusión escéptica común a Rousseau y a Kant. Y sin
embargo ¿quién puede ser escéptico de la razón antes de ejer­
cerla? Por tanto, con esas convicciones Jacobi se enfrenta y
discute todo lo que cae en sus manos para alcanzar también

95
la paz de la inteligencia. Una vez más Booy y Mortier tienen
perfecta razón cuando dicen;

Lo que Jacobi reivindica es el derecho a leer e informarse


en toda libertad, su independencia espiritual, su rechazo de
todo conformismo, para mantener el debate interior en que
su pensamiento se alimenta.^'

Y algo fundamental en estas lecturas e informaciones son


los ilustrados, tanto Ferguson y Montesquieu como Voltaire
y D id e r o t.Desde luego que su deísmo va a permanecer im­
permeable contra todo materialismo.¿Acaso no son estos ilus­
trados con mayor o menor sinceridad deístas en sus obras
más reconocidas? Pero en el terreno político y religioso, Jaco­
bi es un ilustrado moderado y liberal,com parable en la
época y en Alemania a Kant y a Lessing por su profundidad,
amplitud y sinceridad de convicciones.
En efecto, la admiración de Jacobi por Montesquieu^'* es
profunda desde el principio de su carrera intelectual y se man­
tendrá a lo largo de su vida en una fidelidad sólo compartida
por Ferguson. Ambos representan para él un ideal de refor­
ma de la sociedad aristocrática hacia postulados políticos y
económicos liberales-burgueses, perfectamente aceptables para
Jacobi, aunque no tanto para el medio noble-burgués en que
Jacobi se va a mover en adelante, que veía en esta ideología
liberal-burguesa más un pariente próximo del materialismo
que su muro de contención.
Para Jacobi, como para nosotros, hay que distinguir entre
Voltaire y Diderot. El primero goza de una alta estima en los
años de formación de Jacobi, a juzgar por la insistencia de
Le Sage en desprestigiarlo.^^ Podemos cifrar la simpatía con
él respecto de las afiladas críticas a la religión positiva y a
las instituciones eclesiásticas. Sin duda alguna leyó su Carta
sobre la tolerancia y su Diccionario filosófico, deseando com­
prar su Obras completas a Rey, a quien en cierto modo ad­
mira por ser amigo personal de V o lta ir e .Por lo demás es­
pera con impaciencia la Enciclopedia,^^ juzga muy positiva­
mente sus diatribas,^® y sus amigos le envían noticias de estos
hombres en sus cartas, sabiéndolas bien r e c ib id a s .Diderot
siempre fue y será otra cosa. De él ha leído las Lettres sur
les sourds et les m u e t s , así como los Pensées philosophi­
ques. Mantuvo cierto trato personal,^* pero no fue completa­
mente de su agrado. Reconocía su espíritu de fuego, su inge-

96
nio vivaz y atrevido, «aber gewiss ist das herrschende Gefühl
des Schönen und Wahren nicht das, was ihn zum Genie
macht, wenn er ein Genie ist».'^^ sin duda tenía Jacobi que
desprestigiar este aspecto de Diderot, el más certero crítico
de Francia, para quitarle valor al juicio negativo que hizo de
la poesía de su hermano. Pero la impresión que le confiesa a
Wieland es más interesante desde el punto de vista filosófi­
co: Diderot es un «angemachter Atheist und folgich ein äch-
ter Philosoph».'*^ Su informe lo amplía en la carta siguiente
de octubre de 1773. Nadie puede decir que Jacobi no vaya al
grano:
Zuerst von Diderot. Ein Christ ist er nicht; folglich hält er
auch nichts vom dem Ausspruche des Apostels Paulus: nie­
mand unter euch halte von sich mehr als ihm zu halten ge­
bühret. —Y añade—: Überhaupt ist Diderot durch und durch
affektiert; il ment de tout sa personne. Was er ist, ist er
durch Kunst geworden et avec cela il a la manie de vouloir
jouer l’homme simple, l’homme uni, le bon homme [B, 1, 1,
217-218],

Por fin, concluye sobre su filosofía que hay que buscarla


sobre todo en su System de la Nature {sic), donde se ha reve­
lado radicalmente contrario a los principios de Jacobi sobre ((me­
tafísica y moral», ya que mantiene que el «sistema ateo le sigue
pareciendo el más simple y el mejor». Tenemos aquí, por tanto,
los límites del pensamiento de Jacobi: Diderot y el sistema ateo.
Esto significa, como vemos, no que Jacobi tuviera las cosas
claras en este terreno, ya que al fin y al cabo juzga a Diderot
como el auténtico filósofo, pero sí que reconocía claramente sus
Vorurteile, sus propias decisiones filosófic:as. Mediante una es­
pecie de moral provisional intocable en la vida, Jacobi es un
Christ) pero eso le permite albergar en su casa a un ateo a fin
de polemizar con él y tranquilizar su cabeza. Helvetius tam­
bién será una lectura frecuente,''“* sobre todo alrededor del pro­
blema de la concepción materialista de la felicidad. Pero hay
que decir que estos límites permiten el deísmo como una posi­
bilidad a discutir firmemente asentada en la experiencia inte­
lectual de Jacobi. Y un deísmo, aquí está lo problemático, que
no ha definido perfectamente sus relaciones con la religión cris­
tiana. Su posterior rechazo del deísmo estará motivado tanto por
la propia evolución de Jacobi como por la comprensión de que
la lógica del deísmo no sólo impone posiciones ostensiblemen­
te anticristianas, sino ateas.

97
Desde luego que éste es un tema central en la compren­
sión de lo que significa Jacobi en la cultura filosófica alema­
na. Sus pensamientos sobre la religión merecen una minucio­
sa atención porque van a definir la problemática del giro del
idealismo a partir de 1800. La primera noticia nos la da una
carta al editor ilustrado Rey. En ella se puede apreciar que
Jacobi tiene conciencia del papel positivo de la dinámica de
la teología protestante como instrumento de liberación del pen­
sar, como proceso de seculariación respecto de toda autori­
dad eclesiástica.

Es sorprendente que entre nosotros sean los teólogos los


que combatan la superstición con más fuerza y éxito. Hace
poco, un doctor en teología, Mr. Toelner, ha publicado un
libro en el que prueba evidentemente que la revelación natu­
ral es suficiente para conducirnos a la salvación [B, I, 1,
61-62],

Naturalmente, este juicio implica una aceptación de los re­


sultados del escrito y nos sitúa de lleno en el núcleo de con­
vicciones de Jacobi; su afirmación de una religión natural y
racional, puesto que de hecho es objeto de demostración, en
modo alguno vinculada a una iglesia o credo ortodoxo. Pero
los testimonios más claros de las ideas religiosas de Jacobi
de esta época nos los ofrece su correspondencia con Fürsten-
berg desde 1771 a 1779, en la que se trata de la reforma del
plan de estudios y de los estatutos de las órdenes de monjes.
El contenido de tales reformas, emprendidas por el conde
Fürstenberg, me es desconocido. Lo que sabemos es que Ja­
cobi lo considera «un excelente triunfo de la sana razón y de
la verdadera filosofía» (B, I, 1, 118). Por tanto, todo lo que
Jacobi continúa diciendo está en consonancia o es verdadera
filosofía. El primer postulado de la misma consiste entonces
en que «se debe enseñar separadamente en los colegios la
moral natural o filosófica, y la moral cristiana». Para Jacobi,
la religión revelada destruye «el germen precioso de la mora­
lidad en el corazón de los niños», tal y como defendía Rous­
seau, porque «aprenden a considerar los preceptos como en­
carnación de la voluntad arbitraria de un ser poderoso».Te­
nemos noticias fieles que nos autorizan a pensar que Jacobi
identificaba conscientemente esta religión con hábitos de re­
laciones humanas apegados a las estructuras de autoridad.
Casi al final de su vida dirá que le resultó imposible aceptar

98
la religión de sus padres porque le fue imposible aceptar la
autoridad de sus padres. El rechazo de la religión revelada y
arbitraria es íntimo, directo, y demuestra que, pese a todo, la
actividad filosófica representaba para Jacobi, si no el intento
de liberarse de todos los marcos conceptuales de obediencia
impuestos por su entorno, sí al menos el reconciliarse con
ellos mediante una selección y justificación racional de los mis­
mos y una oposición cerrada a los demás.'^^
Lo que Jacobi opone a la moral revelada, lo que entiende
por moral racional, se concentra en una expresión bien cono­
cida de Rousseau: los deberes esenciales de la humanidad,
que vienen representados esencialmente por las virtudes anti­
guas, también encarnadas por los héroes más queridos de
Rousseau, los que pudo leer en las Vidas paralelas de Plutar­
c o . E n el fondo, virtud es inclinación a la sociabilidad (que
se caracteriza como el instinto más noble del hombre), desa­
rrollo de todas las disposiciones espirituales, amor a la co­
munidad patria como consecuencia de una constitución polí­
tica adecuada, generosa entrega y, sobre todo, separación de
la norma de la felicidad respecto de la observancia de la ley
moral, aceptando una conducta por su valor intrínseco.Fren­
te a todo ello, la época viene caracterizada en términos igual­
mente rousseaunianos que evocan el Segundo discurso: es una
época dominada por el egoísmo, el afán de riqueza, la pérdi­
da del instinto de sociabilidad, de los sentimientos de com­
pasión, de afecto y del desinterés.'*® Las prácticas educativas
religiosas no son sino un síntoma más del espíritu de los tiem­
pos, incapaz de nada generoso y grande. Es por tanto falso
pensar que Jacobi toma de Rousseau sólo su espíritu entu­
siasta, como una mera forma que luego aplicará a otros asun­
tos. Jacobi toma de Rousseau su crítica a la forma de vida
de la sociedad de mediados del xviii, expresión del equili­
brio entre las formas tradicionales del estado aristocrático y
las formas burguesas ascendentes de propiedad y de prota­
gonismo civil. Con ello también, valorando y criticando el ma­
terialismo como expresión de triunfo radical del afán de lucro,
Jacobi cree estar buscando una nueva forma de pensar y sen­
tir que dé expresión a un nuevo momento de aquellas rela­
ciones y un nuevo equilibrio entre burguesía e ideología tra­
dicional. De ahí que se oponga tanto a las manifestaciones
típicas del antiguo régimen —religión'*^ y nobleza^®— como a
las que cree expresiones filosóficas de una solución radical
(materialismo y ateísmo). Su planteamiento crítico es esen-

99
cialmente rousseauniano y esta plataforma le va a permitir
ser receptor del mayor rousseauniano de toda Alemania por
aquel entonces; Inmanuel Kant. Sólo que ese componente
queda acogido en él con el entusiasmo sentimental, que el de
Königsberg se esforzó conscientemente en apagar, y dentro
del contexto de una voluntad que busca una nueva alianza
de la burguesía que exige la libertad material, productiva y
política, con los aspectos ideológicos del antiguo régimen con­
venientemente reformados en una concepción de la religión y
de la moral válida para soportar las contradicciones y las ten­
siones que aquella dimensión productiva determina en el su­
jeto humano.
Esta era ya, objetivamente vista, la función del ensayo de
Jacobi: unos planteamientos políticos-económicos homologa-
bles con los de Montesquieu, esto es, los típicos burgueses:
librecambio, división de poderes, secularización del Estado,
etc. Pero en m odo alguno dem ocratism o.^^ Su ataque al ma­
terialismo no es tanto una crítica a la época sino una previ­
sión de futuro; consiste en un distanciamiento de la burgue­
sía radical democrática que va a iniciar el estallido revolucio­
nario. Su ideal es aquí también conocido: una monarquía con
un fuerte poder representativo del tercer estado y una anula­
ción de la nobleza y de la Iglesia como poderes políticos.
Pero lo típico es que todo ello debe estar cohesionado con
unas convicciones ideológicas morales antiguas, clásicas, sos­
tenidas por unas creencias metafísicas propias del vicario sa-
boyano —existencia de Dios e inmaterialidad del alma— que
contrastan con, y limitan, los efectos perturbadores de una
actividad económica tendente al lucro, como expresión de
la actividad personal e individual.
Jacobi descubre que el ideal es una defensa de la forma
liberal de la sociedad civil y del Estado, sintetizada con un
espiritualism o consciente de la inm aterialidad del alma. Fren­
te a la actividad económica ficticia de la nobleza y de la bur­
guesía especulativa y cortesana, la doctrina fisiócrata, la acti­
vidad económica real que defenderán Necker y Quesnay; fren­
te al hombre ficticio del lujo, de la nobleza, de la Iglesia y la
burguesía radical avarienta, el hombre auténtico de Rousseau;
frente al materialismo y su metafísica, el descubrimiento de
la sana razón y de la integridad humana sentida. Y sobre todo
la creencia de que el estado burgués puro y la religiosidad
auténtica, el librecambio y el sentimiento de la sociabilidad,
la introducción del espíritu de ganancia y la firme fe en la

100
espiritualidad, la defensa de la propiedad ya adquirida y el
postulado de la libertad, la felicidad basada en dicha propie­
dad y la virtud, todos estos pares, son elementos coherentes,
naturales, perfectamente ajustables y defendibles como pro­
puestas para una sociedad como la alemana. Este es el espí­
ritu de Jacobi aproximadamente hacia 1770. Su defecto; no
poner en duda la forma de la actividad burguesa como marco
de conducta humana, justo lo que descubre asustado Rous­
seau. Su inconsciencia: no descubrir que todo el sentimenta­
lismo, toda la moralidad de Rousseau se alza vibrante contra
precisamente esa forma de vida burguesa que Jacobi acepta
como marco intocable. Sólo eso le hace creer que sus dos ele­
mentos, a saber, burguesía y cristianismo moral, son amplia­
mente coherentes. Con el tiempo irá alterando la valoración de
los elementos que se propone sintetizar, la forma que tiene
de describirlos. Pero no alterará la voluntad de sintetizar­
los, de crear un mundo donde la actividad económica permita
la aceptación de una espiritualidad que le trace sus límites,
donde la racionalidad calculadora no posea un valor absoluto
como propuesta ordenadora de la vida, sino únicamente váli­
da para la ordenación de las cosas materiales de la propie­
dad. Lo que comprenderá Jacobi con el tiempo es que esta
síntesis sólo es viable manteniendo un acuerdo de los valores
religiosos cristianos, individualmente vividos como expresión
natural del drama del hombre, y los valores de la racionali­
dad económica basada en el fisiocratismo. En el fondo, esta­
mos aquí en una forma de reacción frente al sistema burgués
puro, industrial, que señala el germen de todos los utopis-
mos: formas productivas limitadas por apelaciones a la espi­
ritualidad.
Naturalmente ya está en Jacobi la íntima comprensión de
que esa apelación a la espiritualidad puede funcionar como
límite a la actividad productiva material sólo si proviene no
del frío razonamiento sino desde algo auténtico, dotado de
fuerza, de sentido: no fruto de una teoría artificial sino basa­
do en la realidad más auténtica del hombre. Pero esa reali­
dad profunda no es por el momento el instinto de una mane­
ra unilateral. Su crítica a la teoría no es una crítica a la razón:
es más bien al tratamiento escolástico de las disciplinas vita­
les para el hombre. La asimilación de razón a teoría y a sis­
tema es una vez más resultado, no punto de partida de la
filosofía de Jacobi. En la carta a Fürstenberg de 1771 se ma­
nifiesta siempre en la órbita de Rousseau, contra las «lange

101
Theorien»; se las considera como algo peligroso, se niega su
efectividad para hacer virtuoso a un hombre sólo «durch die
abstrackte Erkenntniss seiner Pflichten» (I, 1, 120). Pero no
es un ataque contra la razón ni una defensa del carácter ab­
soluto del sentimiento. Es más bien una defensa del requisi­
to de que lo que descubra la razón tiene que ser real, esto es,
sentido, con incidencia en la naturaleza humana. Este apego
a la naturaleza humana revelada por el sentimiento está en
la base y es más profundo que el intuicionismo; éste no es
explicable sin aquello. Pero el mecanismo para describir y des­
cubrir estas manifestaciones reales es la razón, la razón au­
téntica, el modo de pensar ordenado que puede hacer verdad
la exigencia humana de felicidad y autenticidad. No hay to­
davía aquí huella del salto mortal ni de la negación posterior
de la razón. Es sólo la íntima convicción y evidencia de que
para luchar contra la deformación de los tiempos, esa larva
virtuosa que existe en todo hombre no puede fortalecerse con
las armas de los silogismos, sino con otros sentimientos fuer­
tes:

Habitúese el hombre al orden en el pensar; llévesele a un


conocimiento exhaustivo del hombre y de la naturaleza y dé­
sele a su espíritu toda la corrección y finura de la que es
capaz. Este será el mejor medio de hacerlo tan dichoso como
la situación lo permita. Observará pronto si ha actuado de
una manera disparatada, y puesto que en cualquier ser ra­
cional esta observación se acompaña de manera natural de
insatisfacción y asco, se reformará por un instinto natural y
apropiado. Formar al hombre de tal manera que en una si­
tuación cualquiera sea feliz y virtuoso, difícilmente se encon­
trará el secreto de ello alguna vez» [5, I, 121]
Lx)s subrayados indican con fuerza el proyecto más origi­
nario de Jacobi: una nueva razón apoyada en la naturaleza,
una coherencia en la ordenación de los instintos naturales con
esa razón. Todo esto sirve para testimoniar que el proyecto
de Jacobi hace juego dentro de los ideales de Rousseau, a la
vez que, dentro de los ideales de la Ilustración moderada, den­
tro del apunte de una nueva época que se presagia. Pero si
recordamos el problema que Jacobi discutía con Le Sage, el
de la naturaleza del mal, el de la naturaleza como bien apa­
rente, tenemos que en el interior de este proyecto se esconde
ante todo una antinomia entre una naturaleza entendida como
obstáculo para la virtud y otra noción de la naturaleza enten-

102
dida como instinto hacia la virtud. El descubrimiento de esta
antinomia será decisivo para la evolución intelectual de Jaco­
bi porque exigirá espiritualizar lo que antes era instinto na­
tural hacia el bien. Pero para que ello sucediera tenía que
manifestarse con virulencia ese aspecto fatal de la naturaleza
como orden necesario del bien aparente, y con él la escisión
definitiva y clara del propio Yo, lo que describimos como
punto de partida de la experiencia filosófica.

3. Comerciante

Lo primero que se aclaró para Jacobi a la vuelta de Gine­


bra fue su futuro. No desde luego sin traumas. Jacobi desea­
ba estudiar. Pero curiosamente no filosofía, ni matemáticas,
ni economía política, ni teología. Quería estudiar medicina en
Gl as gow. Aún años después se sigue preocupando por la
materia. En 1767 le pide a su librero estudios relacionados
con la medicina. Su tema no parece en principio especial: son
obras sobre la hipocondría y las enfermedades nerviosas. Pero
luego veremos que obedece a una preocupación personal por
su propia salud, a una conciencia de su desequilibrio nervio­
so. Es posible, por tanto, que este fuera también el interés
determinante para la elección de la carrera. De cualquier ma­
nera, su padre se negó en rotundo a dejar marchar al mucha­
cho en busca de su salud. Es lo que había dicho siempre.
Así que cuando Jacobi decide volver a Düsseldorf, hace una
buena provisión de libros decidido a oponerse en silencio a
su padre. De la misma manera que el niño Allwill ensaya en
la oscuridad el salto desde la elevada columna, así Jacobi es­
conde sus maletas llenas de libros en su cuarto para ensayar
a solas, con toda su obstinación, el salto al mundo cultural
de la época que le produzca el suficiente autorreconocimien-
to. En ambas actitudes rige el mismo tesón: la oposición al
padre, a dejarse determinar por él, convertido únicamente en
su negador. Sin embargo, en ambos momentos se trasluce el
mismo defecto: Jacobi no se enfrenta abiertamente; él sabe
rodear, imponerse al f i n a l . E s así como se nos demuestra
la unidad de carácter de Jacobi. Condenado por el padre a
una vida de comerciante, bajo la razón de que nunca alcan­
zaría la gloria del hermano, el agudo y obstinado Jacobi tra­
baja en silencio hasta estar seguro de que el padre se ha equi­
vocado, hasta merecer la fama y el éxito, el liderazgo cultural

103
de su clase y de su mundo, cuando ya nadie se acordaba de
su primogénito. Sin tener como referente ese tesón, esa fuer­
za, ese impulso, ese instinto, es muy difícil ver lo que Jacobi
quiere decir.
Tenemos al joven de dieciocho años en la casa paterna.
Pero ahora es otro. Es un joven ilustrado, agudo, informado,
en modo alguno se resigna a ser el contable de su padre. Este
pronto le cede una parte del negocio. Pero no se fía de Jaco­
bi. Sospecha de su fuerza, de su obstinación, de su rebeldía,
de la violencia de sus pasiones. En Ginebra sus costumbres
se liberalizaron, como podemos deducir con claridad. Tras ese
aire fresco, la casa paterna debía de resultar asfixiante, con
sus pretensiones de austeridad, de buena fama, etc. El joven
ilustrado con su cuarto lleno de libros franceses debía de tener
para el padre un futuro completamente problemático, sobre
todo tras una antigua historia de antipatía. Una experiencia
lamentable pero significativa vino a enturbiar las relaciones
y a fortalecer la posición del padre. Jacobi no puede evitar
mantener relaciones con su criada, con la que tiene un hijo.
La correspondencia con Rey, exhumada por Booy y Mortier
nos informa de este a s u n t o . L o fundamental para nosotros
es el complejo de culpa con que Jacobi nos describe su expe­
riencia. Pero desde los otros textos, el hecho revela más cosas:
primero, amenazas de marginación social para Jacobi (que
apenas tiene veinte años); luego, desconfianza de su medio
provinciano; más tarde, descalificación personal ante el padre,
que ve cumplida su previsión: al final el negocio acaba resin­
tiéndose con las pasiones. Pero esta amenaza social interiori­
zada significa repudio de su constitución pasional, fortaleci­
miento de la interiorización de la represión como condición
de auténtico burgués y, a nivel filosófico, denigración de la
naturaleza sensible en la que se concentra esta parte de su
persona que nadie reconoce en su medio. Este hecho no venía
sino a subrayar el carácter conflictivo del joven, que bien pron­
to empezará a desprenderse de la sinceridad como única ma­
nera de sobrevivir en su medio. El marco de prejuicios de
Jacobi se va a ampliar: porque no sólo su futuro como co­
merciante está decidido, sino también su futuro como padre
de familia.
Esto significaba para el joven Jacobi un paso más hacia
la independencia del padre. Pero también un auténtico cho­
que con la auténtica burguesía ennoblecida renana. Si hasta
ahora Jacobi no había rozado la burguesía más que como ám-

104
bito familiar, ahora va a gustar de ella como posición social.
Y sin embargo, entra en ella con una ideología hecha y bus­
cada para conseguir un equilibrio que desde luego quiere
transformar lo recibido del padre, por lo que resulta terrible­
mente sospechosa para éste (y con mucho más motivo para
sus nuevos familiares). Así pues, Jacobi intenta una huida
hacia adelante. Obtendrá la independencia del padre, pero a
costa de convertirse socialmente en su semejante al ingresar
en un medio mucho más reaccionario que el suyo propio. Per­
sonalmente tiene conciencia de seguir su camino. Así que no
sospecha que se introduce en marcos de salvación personal
todavía más estrechos. El choque con la familia Clermont,
cuya hija menor Helene Elisabeth (Betty) se va a convertir
en su esposa, no puede sino imponerle trabas a su desarrollo
intelectual. Su autoafirmación tendrá que realizarse aún más
en la sombra.
En efecto, la familia Clermont, una de las más antiguas y
ricas de Aachen^^ tenía muy pocas cosas claras, pero sin duda
una de ellas era que no se podía dirigir una gran fábrica,
como la suya, con sensiblerías. Tampoco, desde luego, una
boda. Así que las negociaciones no fueron breves. La familia
Jacobi tenía todo por ganar y casi nada que ofrecer: un Jaco­
bi que mantenía una criada madre de su hijo, con rumores
continuos sobre sus costumbres e ideas, con una pésima repu­
tación ante su padre y con una débil hacienda. Apenas le que­
da otra opción que propiciar este acto de humillación. Así
que mandó a la criada y al hijo a Holanda y se dispuso a
callar todos lo rumores. Detalle fundamental para la familia
Clermont eran las opiniones religiosas de Jacobi, tal y como
lo certifica la correspondencia de Betty con su tía Juliana.^®
Esta, mucho más rigurosa que la joven novia, le insiste para
que pruebe e interrogue a Jacobi. Era imposible: ¡un ateo en
la familia! ¡Si al menos fuera rico! Cuando su sobrina sigue
la indicación de la tía, el resultado es este:

¡Que Jacobi es deísta! ¡Qué novedad para mí! ¿Él deís­


ta?, con tantos sentimientos, tantas inclinaciones hacia la
virtud, que no habla de Dios y de su palabra más que con
admiración y respeto. No, no puedo hacerme a esta sor­
presa.

Mas cuando Jacobi se siente interpelado contesta:

105
Sí señora, lo he sido hasta cierto punto cuando estaba en
Suiza. Algunos libros y algunos amigos me habían introduci­
do en el error, pero gracias a la infinita bondad divina hace
más de dos años que me he arrepentido totalmente... El en­
fado de mi padre, las cartas de mi tío y la verdad me han
curado completamente.*®

Así pues, Jacobi no es deísta. Esto significa: no puede


serlo. Esta comprensión de que socialmente no puede serlo,
¿no es acaso la verdad a la que abstractamente alude como
factor decisivo de su completa curación? Sin embargo, Jacobi
no dice lo que es. Sólo que no es deísta. Pero la diplomacia
en filosofía le hace correr el riesgo de perder su identidad. Al
fin y al cabo Jacobi no había alcanzado una posición sólida
en esta época, por lo que la conciencia de que su medio so­
cial aborrece el deísmo no es sino un problema de ajuste más.
La cuestión es apreciar esto: algo que podía ser Jacobi, no es
reconocido en su medio.
Ciertamente que la experiencia del matrimonio en sí no
fue extraordinariamente problemática. La esposa escribe toda
contenta a su tía: su esposo es un hombre de honor. Lo que
sigue nos ilustra acerca de lo que eso significa:

Por lo demás está elevado a la opulencia y pronto estará


en condiciones de ganar en sólo un año los miserables 5.000
escudos en cuestión. Mi madre debería alegrarse de que yo
sea tan feliz ya que tengo el mejor marido del mundo y he
entrado en una familia que piensa bien.*'

Este relato obedece a la verdad: Betty es una persona per­


fectamente ajustada a su medio. Los Jacobi eran unos recién
llegados a la burguesía y habían tenido que sufrir personal­
mente los costos de esa elevación social. Así que mientras que
Betty se mueve con absoluta libertad en su marco de valores,
Jacobi lucha sin éxito por convertirlo en su propia naturale­
za. La seguridad de Betty en este terreno le permite ser re­
ceptiva; la autodesconfianza de Jacobi le fuerza continuamen­
te a una actitud defensiva. Por eso Betty no debía de carecer
de comprensión para un Jacobi, y desde luego le admira. Ja­
cobi era suficientemente valioso como para que lo apreciara
cualquiera que se asomara a su rincón secreto. Pero para Ja­
cobi el matrimonio representó una experiencia agridulce. Lo
que significaba socialmente ya lo hemos visto. Lo que signifi­
caba personalmente lo sabemos por una carta a Comparet,^^

106
uno de los amigos de Ginebra, llena de camaradería, libertad
y aire fresco. Después de pedirle disculpas por su tardanza,
se excusa diciendo que durante el intervalo ha tenido ocupa­
ciones serias. La carta navega entre la ironía y la sinceridad,^^
hasta que de repente estalla:

En pocas palabras, amigo mío: estoy atado y atado de


por vida, afectado y convencido de enamoramiento. Hace
algún tiempo que tenía tratos con una morenita de nuestros
alrededores, dulce y agradable. He sufrido mi sentencia con
la firme resolución de que después de haber coronado mis
locuras, ya se acabarán para siempre [B, I, 1, 14].

Jacobi sabe que su amigo no puede entender su boda. Bro­


mea sobre la imposibilidad de que se imaginara tal noticia.
¿Cuáles pueden ser los motivos por los que Jacobi «se ha con­
denado de pleno grado a ser razonable abrazando un esta­
do que desde los 21 años le pone en la edad de la razón?
¿Será que temía no llegar a dicho estado a no ser con el re­
medio desesperado o es que su filosofía ha hecho este prodigio
después de tantas otras cosas?» {ibtd.). Sigue bromeando.
Tampoco debe extrañarse mucho su amigo: «Yo a los 16 años
tenía ya grandes principios y hacía uso de ellos mejor de lo
que tú lo harás sin duda a los 50». Comparet conoce cosas que
nosotros ignoramos. Jacobi sabe que su amigo piensa en ellas;
están presentes en ambos, pero Jacobi quiere disolverlas, ol­
vidarlas. Es su recuerdo lo que hace chocante la noticia de la
boda. Comparet tiene una imagen fiel de las locuras pasadas,
de la lucha de Jacobi, de la búsqueda de un remedio deses­
perado para ser razonable, del origen de su filosofía en el in­
tento de conseguirlo. Todo ahora debe olvidarse, dice Jacobi,
porque soy feliz. Pero no emplea la palabra feliz sino otra:
«Je suis tranquille maintenant» (B, I, 1, 15). Y repasa una
vez el momento de su boda para presentarlo en todo su es­
plendor y dejar translucir la esperanza de que sea la solución
para su desequilibrio anterior:

El 26 de julio fue el día afortunado en el que uní solem­


nemente mi destino al de la mujer incomparable que había
elegido para hacerla feliz y para estar en sus brazos. Con una
voz emocionada, con los ojos dulces pero animados de un
fuego celeste, me hizo el juramento tantas veces repetido de
que para siempre jamás yo reinaría sobre el corazón más
noble, más tierno, más generoso y mi alma respondió a la

107
suya con elevación. Experimenté un placer delicioso: hasta
qué punto es dulce ver la felicidad de lo que se ama, estar
unido por una ternura mutua y por una dicha total de verla
para siempre. Lx) sé, querido Comparet, los sentimientos que
nos hacen amar tan afortunados lazos durarán toda la vida;
cuando el amor tiene el rostro de la virtud, es eterno como
él, y su imperio es el de la dicha [B, I, 2, 15].

En las cosas del amor siempre viene bien un poquito de


exageración. Jacobi merecía ser el inventor de este poemilla
porque lo siguió al pie de la letra. Pero esta exageración tenía
un motivo: nuestro hombre interpreta su matrimonio como
una conversión definitiva, como la solución a sus problemas
personales. Su felicidad es total: encuentra elementos sin con­
tradicción consigo o con su medio. Es la solución sin contra­
partidas nefastas. Por primera vez, lo que parece una solu­
ción para su entorno se lo parece a él también. Felicidad y
virtud se dan la mano. Y Jacobi quiere aprovechar ese mo­
mento sin contradicción para ensalzarlo, para hacerlo eterno,
solución definitiva, final de parada. Pero objetivamente ha ido
cerrando el marco de sus prejuicios, las cosas intocables que
ya nunca aparecerán cuestionadas, el contexto donde intenta­
rá resolver sus problemas. Y además con un agravante: Jaco­
bi se sabe sospechoso, por lo tanto se tenía que mostrar en­
tusiasmado con su nuevo paso. Realmente lo estaba. Era 1764,
pero cuatro años después estalla la tormenta.
El día 16 de abril de 1768 escribe angustiado Jacobi a su
hermano:
Hace ya tiempo, mi más querido hermanito, que te ha­
bría escrito si un asunto desgraciado no hubiera intranquili­
zado mi espíritu de la manera más enojosa. La oportunidad
para hacerlo ha sido la separación de la sociedad de comer­
cio que manteníamos mi padre y yo. Ya te contaré el asunto
verbalmente, pues la permanente indignación de mi padre y
la venganza que he de esperar de él, harán imposible que
realice mi deseo de olvidar completamente esta cuestión [I,
1, 52].

El asunto es que aunque el padre le había dejado todo el


negocio al hijo, le había puesto también un hombre de con­
fianza, un tal Hugo, que supervisaría a Jacobi para impedir
que éste gastara el dinero en sus folies passées, que para el
viejo Conrad debían incluir desde luego el gasto desmedido
en libros. Con toda la confianza de su esposa, Jacobi decide

108
al punto separar a Hugo. La venganza consiste en confiar al
viejo Jacobi cartas personales donde el hijo habla de su padre
en términos sinceros. El viejo rompe con su hijo. El 23 de
noviembre de 1770 Johanna Fahlmer, la valiente tía, llama a
su hermano para intervenir^'* porque se ha resucitado el pro­
blema del hijo natural para justificar sin duda los motivos
por los que Jacobi quiere tener las manos libres en la caja
del negocio. El blanco es desde luego indisponer a Jacobi con
la familia Clermont, sin duda sensible al rumor por sus anti­
guas sospechas. La tía Johanna escribe: «Un concurso de cir­
cunstancias desgraciadas ha renovado la cólera no apagada».
El viejo, nos enteramos, le acusa de dilapidar sus bienes, de
estar al borde de la bancarrota, de su mala conducta y de su
aventura con Anne Catherine. Fahlmer confiesa que tales acu­
saciones no pueden influir sobre ella. Pero no está claro que
tuvieran el mismo escaso eco sobre Betty y sobre Vaals, resi­
dencia de los Clermont. Ante la acusación de libertino, la
noble familia optó por la solución más humillante: trasladar
al ama de llaves actual de Jacobi como objeto de sospecha.
«El hecho debía ser frecuente en la burguesía a la que per­
tenecía Jacobi», escriben Booy y Mortier. Supongo que tienen
razón. Pero Jacobi quería ser auténtico. De esto no cabe duda.
Y todo este asunto debía de pesar en su historia personal,
debía de llenarlo de inquietud, zozobra y de plena conciencia
de ser un destino especial. Este tipo de acontecimientos sig­
nificaba para él nuevas luchas, y por tanto nuevas dificulta­
des anímicas. La revelación a Betty de las «locuras» de la ju­
ventud de su marido no debió de facilitar la voluntad de Ja­
cobi de encontrar en la relación con su esposa la solución
sublimada, la síntesis de pasión y virtud. Pero no le quedaba
otra solución. Ya en 1768, a poco del matrimonio, cita con
entusiasmo un poema de Rousseau que da la clave de este
proyecto, que narra la experiencia de sublimación platónica
de la pasión:
A los primeros ecos de la santa locura
mi espíritu en guardia rechaza del genio
el victorioso asalto.
Se asombra. Combate el ardor que le posee
y quisiera sacudir del demonio obsesivo
el yugo dominante.
Pero tan pronto cede ante el furor divino
reconoce al fin del Dios que le domina
la soberana ley.'

109
y todo penetrado de su virtud suprema
ya no es un mortal, sino Apolo mismo
quien habla por mi voz.
[I. 1, 56]

Jacobi lo habría expresado de otra manera en su carta a


Comparet; ese amor, léase deseo, tan lleno de virtud, léase
socialmente reconocido, es tan eterno como la última. Cuan­
do el demonio de Jacobi se transforma en soberana ley divi­
na, es Apolo mismo quien habla por su voz. Es más dudoso
que Betty acabara transformando el demonio obsesivo en apo­
línea voz. Sobre todo después de sentirse engañada y después
de saber que el ardor de Jacobi no siempre había sido bende­
cido por la soberana ley. La sospecha del carácter demoníaco
intrínseco de la pasión tenía que surgir; la idea de que esa
pasión era impermeable a la sublimación, incapaz de copular
con la virtud, era poco menos que necesaria. El caso es que
por estas fechas Jacobi decide dejar a su suerte al hijo natu­
ral que tantos dineros secretos le costaba;

II me paroTt naturel que cet enfant rentre dans l’état d’oú


a été tirée sa mere: dans toutes les conditions humaines les
aventages y desaventages se compensent á peu prés.*^

Sin duda alguna se podría preguntar por qué no era igual­


mente natural que el niño entrara en el estado del que había
sido extraído su padre. Y si la familia Clermont había influi­
do algo en acallar esta pregunta inocente. El caso es que de
aquel «Je suis tranquille maintenant» que decía Jacobi recién
casado, cuatro años más tarde decía a su hemano:
En esta ocasión tengo que descubrirte que desde un tiem­
po a esta parte se han levantado en mí los más tristes pen­
samientos. Quizás vuelvan a tu mente los desdichados recuer­
dos de tu última estancia en Düsseldorf. Es imposible que
puedas haber olvidado lo frío y disgustado que me mostraba
a menudo ante ti. Y difícilmente tendrás esto por un efecto
de mi hipocondría que entonces ya se acercaba a su momen­
to más agudo. Es sabido que esta enfermedad en sus princi­
pios domina de manera absoluta nuestra alma, pues ésta no
ha aprendido todavía por experiencia a poder armarse contra
los juicios e imaginaciones falsos; ella cree pensar y sentir
correctamente. De que llevaba la hipocondría no solamente
en la boca, de esto te convencerá [...] [carta del 16.4.1768; I,
1, 53-54],

lio
¿Qué queda de la paz? ¿Qué quedaba de la paz de 1764
en medio de la tormenta de 1768? Nada. Jacobi estaba ahora
enfermo. La preocupación por la hipocondría es de un año
antes (28.8.1767). Pero ya no la abandonará más. La natura­
leza de su enfermedad es una habitual, cotidiana, vulgar neu­
rosis obsesiva. Una idea le asalta con un poder imposible de
controlar, una santa locura, decía el poema de Rousseau que
acabamos de citar; juicios e imaginaciones falsos, dice la
carta, pero nosotros recordamos el mal aparente y seductor
de La Sage. La experiencia debe enseñarle a luchar contra
ella. ¿Pero dónde está su origen? ¿Cuál es su naturaleza? Los
libros dicen que vapores, vapores malignos. Puede ser. Esto
nunca es objeto de investigación para Jacobi, ya que su padre
al prohibirle estudiar medicina, le ha prohibido tomar con­
ciencia de la enfermedad. No hay textos sobre la enfermedad
porque ésta es inconfesable. Forma parte del combate obsti­
nado en la oscuridad. El mundo debe saber sólo si ese com­
bate se ha vencido, no la historia del mismo. Sólo tenemos
textos de cuando esta experiencia de sublimación alcanza
éxito, no de cuando fracasa; de cuando esa obsesión puede
canalizarse socialmente en alguna actividad virtuosa. Por eso
el medio de curación es hacer de este estado agudo de sensi­
bilidad el momento idóneo para la lectura, para la proclama­
ción de valores superiores, quizás para la escritura; «Wenn
ich andere Dichter eben so studiert, ich glaube, jezt, in mei-
nem Alter würde ich noch selbst ein Dichter» {B, I, 1, 55).
La profecía se iba a cumplir: el instinto de Jacobi le dicta
que su tranquilidad ya no pasa por integrarse en el marco
social de la familia burguesa, sino por la aceptación del papel
de poeta burgués, como actividad ideológica que le permite
la defensa de un sentimentalismo sublimador de las contra­
dicciones, y que exige al mismo tiempo unos límites más am­
plios de conducta justificados por la índole peculiar y aristo­
crática de la naturaleza del poeta. Las relaciones burguesas
son y siguen siendo naturales, normales, y los efectos enfer­
mizos que producen sobre el individuo se justifican ahora
desde la especial naturaleza de éste (¡es un poeta!) y no desde
la maldad intrínseca de aquéllas.
En 1768 empieza a tomar contacto con Wieland.^^ Su evo­
lución le atrae. Un poeta siempre es un hombre a quien se le
reconoce un carácter especial, una constitución pasional pe­
culiar, una naturaleza que exige leyes propias, ajenas a las
de la comunidad social, que deben ser bendecidas. El movi­

111
miento de Jacobi es claro. Admira a Wieland: «Cet homme a
20 ans, prêchoit de rigorisme, se déchaînoit contre les poetes
érotiques et faisoit classer ses livres».
Pero desde hace cuatro años ha cambiado enteramente,
«il a devenu homme sage et produit les ouvrages le plus ad­
mirables». No se sabe si Jacobi tenía la que sigue por una de
ellas. La traduciré:

Siento, me gustan los deseos,


Dios los inspira o los perdona.
El triste enemigo de los placeres
también lo es del Dios que los dona.

Sin duda todo esto le parecía a Jacobi menos genuino que


las folies passées de Ginebra, pero aun con todo era más de
lo que se permitían a sí mismos sus familiares renanos. Por
lo demás participa al mismo tiempo de su estatuto burgués.
Así que todo tenía sus compensaciones. Los negocios le iban
bien, las relaciones comenzaban a ser importantes, la vida de
burgués abría su campo de influencia política, pública. Hay
que entender a Jacobi: está dispuesto a agotar las posibilida­
des de libertad que deja su entorno. Es sintomático de esta
actitud el episodio con su cuñado, pocos meses después de la
boda. Este, llamado Kopstadt, se quejaba, siguiendo la prác­
tica censora de la familia, de que Jacobi leyera Lettres per-
sannes. Es fácil suponer que la reacción de Jacobi hubiera
sido igual tratándose de cualquier otro autor, porque siempre
exigió ese derecho. ¡Pero con Montesquieu! Era excesivo. Así
que, como afortunadamente los vínculos matrimoniales ya es­
taban hechos, contestó con firmeza a sus cuñados. No sólo
defiende el libro, lo limpia de toda acusación contra la reli­
gión, cita a los socorridos doctores de la Sorbona como testi­
gos de su inocencia, etc., sino que además le da la razón por
criticar los vicios, prejuicios, costumbres y absurdos de nues­
tra época (B, I, 1, 19). Así pues, continúa Jacobi:

Es muy natural que un hombre tan ilustrado viera los


errores y ridículos del papismo, que aborreciera el fanatismo
y el espíritu de persecución.

Tenemos aquí otra vez al defensor de la religión natural


frente a la religión revelada, al ilustrado convencido. Pero lo
más brillante es la conclusión de Jacobi, que cito en original:

112
Bref, ma très chère soeur, si vous êtes si délicate, il ne
faut lire que de luthériens très ortodoxes: mais malhereuse-
ment ces messieurs ne sont guère amusants. Ma femme vous
a envoyée Le Spectateur. Je ne vous répond de rien. Je ne
sais pas trop, s’il étoit presbytérien ou de la religion anglica­
ne. Pour moi, quand je lis un auteur que s’égare un instant,
je lui pardonne le mauvais en faveur du bon. [I, 1, 20-21].

Ciertamente, Jacobi no era un pusilánime. Pero sí un di­


plomático. No da lugar al conflicto. Pero en su rodeo deja
claro a lo que no está dispuesto. Sabe que la esencia del medio
en que se mueve es la presión, la re-presión, el intento de
desconocerlo y de imponerle conductas contradictorias con su
naturaleza. Muchas de esas presiones las ha asumido. Le ha
costado una enfermedad nerviosa; pero si ha cecido su dere­
cho a vivir en libertad, todavía reivindica el derecho a la cul­
tura y a las lecturas placenteras. Quiere leer en paz y, justo
en esta época, desde 1761 a 1768, va a leer algo mucho más
importante y transcendental que los poemillas de Wieland; a
Kant.

4. Kant

En efecto, Jacobi continúa pacientemente su formación en


Düsseldorf. Su preocupación esencial sigue siendo la existen­
cia y cualidades del alma. En este sentido, ¡oh paradojas!,
uno de sus autores preferidos es Mendelssohn. Tiene en la
cabeza un proyecto de traducción del Fedón, que recomienda
a Rey con todo calor,^* después de haberle presentado la obra
en una carta anterior en estos términos;

¿Habéis oído hablar de la obra maestra de nuestro famo­


so Moses Mendelssohn? Trata sobre la inmortalidad del alma,
es el esfuerzo del espíritu humano. Se han hecho tres edicio­
nes en un año y a mí me parece demasiado para un libro
profundo [21.8.1768, B. I, 1, 62].

Al final, él mismo decide hacerse cargo del proyecto, lo


que testimonia su valoración de la obra,^^ aunque sin ningún
resultado.’® Por algunas otras referencias podemos concluir
que Jacobi tenía en esta época bastante en cuenta el juicio de
Mendelssohn ( y el de Lessing). Por una parte, admira de él
su juicio del libro de Helvetius De l’Esprit?^ Por otra, reco-

113
mienda a Wieland que reforme su Agathon, ya que la morali­
dad implícita del libro, sobre todo el personaje de Hippias,
había recibido críticas duras de los berlinesesJ^ Teniendo en
cuenta lo que hemos dicho en nuestro punto anterior, era per­
fectamente comprensible que Jacobi se alineara con los Aufk­
lärer oficiales de Alemania. Pero que no quedaba muy con­
vencido de sus demostraciones, puede confirmarlo el hecho
de que se sintiera inclinado a leer otro tipo de obras sobre el
tema, a veces de orientación muy diferente,^^ y el hecho de
que valorara mucho más la incipiente figura de Kant. Del pri­
mer encuentro con los escritos del gran filósofo, Jacobi nos
ha dejado un documento expreso en David Hume (II, 184).
Este pasaje es esencial por muchas cosas. La primera porque
nos testimonia qué hacía Jacobi con sus lecturas, cómo en­
tendía su formación, cuál era su método de trabajo. Esto tam­
bién nos da una idea del momento en que se encontraba Ja­
cobi; incapaz de decidir, consciente de su inmadurez, un poco
perplejo ante las diferentes orientaciones de su educación, in­
seguro de las impresiones que esas lecturas le sugerían, bus­
caba entender y comprender con relativa claridad ante todo,
simpatizar con los autores, interiorizarlos para examinar si
podía vivir con su doctrina, si efectivamente le colmaban las
dudas, si podía hacer de ellas una propiedad sobre la que
seguir construyendo. Si tuviéramos que hacer un inventario
de ese tipo de ideas en este período, seríamos muy breves y
desde luego presentaríamos un Jacobi seguro en política, eco­
nomía y religión, pero no en filosofía. Por esto cuando em­
pieza su relato, dice:

Mi regreso de Alemania coincidió precisamente con el


tiempo de la cuestión que la Academia de Berlín planteó sobre
la evidencia de las cuestiones metafísicas? Ninguna pregunta
habría podido llamar la atención sobre mí en un grado más
alto [II, 183].

Tenemos por tanto que enmarcar las lecturas de Jacobi


en este contexto de provisionalidad. Y desde luego no nos
asombraremos de que sus años de formación sobrepasen la
veintena (1760-1784); él era consciente de que su método era
el peor para llegar pronto a la meta (II, 192). Pero vayamos
al momento concreto, porque éste tiene que ver nada menos
que con la ruina de la convicción en el argumento ontològico,
la prueba favorita de Mendelssohn. Dos son las obras de Kant

114
que Jacobi dice conocer: la Deutlichkeit y la Beweissgrurtd.
De la primera nos dice algo críptico: le ayudó a revelar el
secreto de su idiosincrasia (II, 184). Es difícil dotar de senti­
do esta expresión. Pero afortunadamente tenemos algunas no­
ticias de la época que nos ayudan a valorar el encuentro con
el escritor premiado. A Fürstenberg, después de manifestarle
que lleva doce años estudiando profundamente (estamos en
1771) esta ciencia (la metafísica), le dice:

Puedo referirle a un libro en el que están aducidas una


gran parte de mis razones para esta opinión. Es una diserta­
ción de I. Kant sobre la evidencia de las doctrinas metafísi­
cas [B. I, 1, 121],

¿De qué opinión se trata? De que la filosofía es análisis,


no síntesis; una actividad analítica, no inventiva ni construc­
tora o sistemática. ¿Qué tiene que ver todo esto con la idio­
sincrasia de Jacobi? Justamente eso: su voluntad analítica,
no dar por válida una opinión sin haberla desmenuzado. Aquí
se basaba su obstinación, su falta de docilidad, como dice en
el texto de Allwill. Pero la tesis de Kant en este escrito dice
literalmente que los conceptos tienen que analizarse para re­
ferirlos a experiencias originarias.^'* Jacobi, como Kant en
1762, no sólo desmenuza todo lo recibido, sino que comprue­
ba si se refiere a una experiencia originaria como último paso
de la filosofía. Esta tiene su esencia en desvelar la existencia,
ése será el supuesto básico de nuestros dos autores. De ahí
que Jacobi parezca obstinado, indócil frente a la creencia
ciega que se le exige, él que quiere ver y experimentar las
cosas en su originariedad. Ciertamente es un ilustrado porque
sigue la máxima de atreverse a saber. Kant le reveló lo que
buscaba de hecho con esta actitud: autenticidad en el signifi­
cado de los conceptos, y evidencia en las grandes cuestiones
metafísicas. Un pasaje de esta obra de Kant muestra clara­
mente lo que Jacobi buscaba. Y es fundamental porque mues­
tra también lo que va a indagar el resto de su vida:
Buscar por una experiencia interna cierta, es decir, por
una conciencia evidente, inmediata, los caracteres que se en­
cuentran con seguridad en el concepto de cualquier realidad.

Hacer de esto el criterio de verdad implicaba la ruina del


racionalismo y desde luego la destrucción de la admiración
por Mendelssohn. Si todas las verdades metafísicas debían

115
analizarse hasta una experiencia interna, ¿qué quedaba de las
demostraciones de la existencia del alma o de Dios a partir
de meros conceptos? ¿Acaso no sería inevitable buscar ahora
experiencias originarias del alma o de Dios para dotar de sen­
tido estos conceptos? Y si las experiencias originarias dan la
existencia de esas realidades, y si esto se produce mediante
una intuición, ¿acaso no implicaba buscar intuiciones de estas
realidades para hacerlas significativas? ¿Pero no es esta la
lógica que lleva inevitablemente al Jacobi maduro y que im­
pone la primacía de la intuición sobre el pensar, común a
Kant? Ciertamente que la influencia de Kant es determinante
para la evolución del pensamiento de Jacobi, hasta una me­
dida que los estudiosos han ignorado sistemáticamente.
Según el relato de Jacobi que venimos citando, a raíz de
la lectura de este ensayo de Kant, Jacobi concentra todas sus
sospechas sobre la demostración ontològica de la existencia
de Dios. Estudió la prueba con la voluntad de demostrar su
falacia, de la que quizás sospechaba hacía unos años (II, 185).
Esto le lleva a leer a Descartes, a Leibniz y Spinoza. Cuando
estudia la Ethica (en 1763) comprende con claridad «para qué
Dios valía y para cuál no» (II, 188). Esto es fundamental,
porque en este contexto significa que valía para el Dios del
que no tenemos experiencia interna, para un Dios muerto,
para el Dios del deísmo. Con esto podemos ver hasta qué
punto con la ruina de la demostración racional de la existen­
cia de Dios se derrumba también la actitud deísta de Jacobi,
base de su equilibrio anterior entre razón e instinto natural.
La necesidad de posiciones diferentes, de síntesis nuevas, se
empieza a sentir desde aquí: si Dios y el alma son reales,
deben sentirse o intuirse, y por ello lo que hay que buscar en
el análisis vital es la eficacia, la presencia, el mantenimiento
y la fuerza de esos sentimientos. Jacobi experimenta así cómo
la filosofía kantiana alberga un potencial superador de la Ilus­
tración francesa.
Pero lo importante es que, según el relato, Jacobi quedó
convencido de la verdad de las consecuencias que extrajo a
partir de la lectura del Preisschrift , justo a partir de la lectu­
ra del pasaje de la siguiente obra de Kant reseñado en la Li-
teraturbriefe. Ello le exigió la lectura completa de la Beweiss-
grundP^ Si el principio metodológico de la Deutlichkeií amena­
zaba con arruinar el racionalismo y el deísmo, la siguiente
obra cumplía la amenaza. Lo que Jacobi pudo leer de esta
obra en las Literaturbriefe se resume en los siguientes puntos:

116
1. Existencia es la posición absoluta de una cosa.
2. Es la cosa misma.
3. No debemos decir «Dios existe», sino: una cosa existe,
y es Dios.
4. Si todo lo posible exige algo real existente, debe haber
algo cuya anulación supone la anulación de cualquier
posibilidad.
5. Lo que contiene el último fundamento de una posibili­
dad interna debe contener todas las cosas en general y
este fundamento no debe ser dividido entre numerosas
sustancias diferentes.

Maliciosamente, Jacobi añade en 1787: «Las tesis y los per­


sonajes extractados me decían lo suficiente». Después de es­
tudiar a Spinoza, el punto 5 le debía parecer otra defensa del
monismo sustancial y, por esto, completamente espinosiano.
Por tanto, para el Dios del monismo, el Dios igual al mundo,
a todas las sustancias particulares, que une todas las cosas,
el Dios del Hen kaí Pan, para ese servían todos nuestros con­
ceptos. De cualquier manera, lo que Jacobi no dice en 1787
es que hacia 1770 consideraba esta metafísica como la mejor
entre las posibles, hasta el punto de recomendarla vivamen­
te. Pero si todos estos conceptos debían tener significado, ese
Dios tenía que darse mediante una intuición originaria. ¿Cuál
sería esta intuición? ¿Permitiría la intuición de la inmortali­
dad del alma? ¿Sería una intuición sensible? ¿Se reconocería
a Dios en la naturaleza? ¿Entonces tendría razón Wieland, al
hacer de los deseos y pasiones sensibles algo donado y otor­
gado por Dios? El pensamiento del panteísmo, que empieza
a rondar a Jacobi por esta época, sin duda es un pensamien­
to liberador: tiende a bendecir en parte a la naturaleza pasio­
nal de Jacobi, desconocida y maldita para su entorno bur­
gués. Pero justo también desde este momento debía Jacobi
de albergar la secreta y profunda evidencia de la unidad y la
coherencia del pensamiento de Kant con el de Spinoza, que
explotará violentamente en las Briefe. Sólo que esta unidad
era por ahora un proyecto a consolidar. Sentir intuitivamente
un Dios que conceptualmente era el de Spinoza: ese desajus­
tado proyecto es el motor central de la evolución del pensa­
miento de Jacobi.
Concluyendo: después de la lectura de Kant a Jacobi le
será difícil ser deísta. La única salida era comprender a Dios
conceptualmente como un todo que sostiene la posibilidad de

117
los particulares, con lo que podría ser referido a experiencias
originarias de las que necesariamente no habría de excluir la
naturaleza sensible. Por lo demás, también pasa a formar
parte de su arsenal filosófico definitivo la consideración me­
todológica de referir todos los conceptos a una experiencia ori­
ginaria, a la evidencia íntima. ¿Ese Dios se presentaba a la
evidencia interna? ¿Su alma se presentaba a la evidencia in­
terna? Este es el nuevo rumbo de la filosofía de Jacobi que
se vino a asociar con su inclinación recién descubierta de ser
poeta, esto es, aquel que experimenta como manifestaciones
divinas sus propias pasiones y exige libertad a la sociedad.
Ambas tendencias son muy profundas en Jacobi y, lo que es
más importante, tienen muchas posibilidades de entrecruzar­
se: porque si desea ser poeta es para escribir la experiencia
personal dolorosa de su propia realidad interna; y si busca
una filosofía es para aclarar las relaciones de Dios y del alma
con esa propia experiencia interna, evidente, pasional. Es así
como las motivaciones y las influencias culturales de Jacobi
empiezan a ordenarse y a converger. Esta convergencia será
lo que admirará Goethe cuando en 1774 se enfrentará a Jaco­
bi. Pero nuestro autor todavía tenía que tomar conciencia de
que él era más fuerte que el medio cultural en que se movía,
que sólo necesitaba un estímulo cristalizador poderoso, que
la atmósfera del Rococó no le era suficiente. Ser poeta era
ahora su destino aparente. Pero no al modo de su hermano,
ni de Gleim, ni del mismo Wieland.

5. Rococó
La atmósfera cultural de la alta burguesía ennoblecida era
muy semejante en Weimar, donde vivia Wieland, que en Re-
nania. Los Gleim, G. Jacobi y el autor de Agathon conforma­
ban un colegio invisible alrededor de una bandera: Empfind-
samkeit. Cuando Jacobi ve avanzar su vida sin que sus afa­
nes culturales cristalicen en algo tangible, lo que se le ofrece
es enrolarse bajo esa bandera, que pronto merecerá las bur­
las de los jovenes de Frankfurt. El Sturm und Drang está a
las puertas y debe surgir naturalmente con fuerza. La expe­
riencia de Jacobi vista en perspectiva es la de un espejismo
una vez más. Está con los poetas del Rococó porque no tiene
otro entorno social y cultural. Pero pronto se descubrirá un
Stürmer. Estamos en 1770 y todo gira alrededor de Wieland.

118
Nicolai^^ ha estudiado bien este período y debemos seguirle
estableciendo unos puntos fundamentales. No nos van a inte­
resar los aspectos formales y estilísticos de los autores de la
Empfindsamkeit. Es evidente su vinculación con una Ilustra­
ción más que moderada, su deseo de «enseñar y deleitar» vol­
cando sobre su poesía una concepción de la vida. El ejemplo
fundamental es el de Agathon, que desde bien pronto llama
la atención sobre Jacobi.^^ Pero es mucho más importante el
culto a la amistad, el ideal de Freundschaft expuesto en las
Cartas del mayor de los hermanos Jacobi y Gleim, como forma
de relación entre dos personas que se entregan mutuamente
a los sentimientos más profundos.^®
No se puede pensar que Jacobi coincidiera plenamente con
este círculo. La sensibilidad de nuestro autor es mucho más
fuerte que la de su hermano como para conformarse con ese
anacreontismo vulgar y mediocre, que se declara enemigo de
toda pasión y de toda gran exigencia de libertad. De ahí que,
desde el principio, Jacobi puja por llevar adelante los supues­
tos de la cultura rococó, por radicalizarla criticando toda afec­
tación, invención o ficción en los sentimientos.^^ Con ello te­
nemos una Empfindsamkeit que ya es equívoca: a veces posee
un sentido natural, otros afectado; unas veces relajado, otras
intensísimo; en momentos saludable, en otras ocasiones en­
fermizo. Estos límites son fluidos, por lo que dan lugar a los
correspondientes autoengaños. Sin duda la amistad de Jacobi
y Wieland lo fue.
Creo que han sido Booy y Mortier los que han señalado
que Empfindsamkeit posee otra ambigüedad íntima, inter­
na, que apenas captan sus propios defensores; la de significar
tanto sensibilidad como sensualidad.®® El anacreontismo de
los autores da pie a ello. La poesía del Rococó valora el trans­
porte ante una realidad bella. Pero en ese transporte hay una
forma de sentir placer, y no sólo un índice de sensibilidad,
de finura del alma. El poeta confesará las virtudes espiritua­
les llenas de delicadeza de una dama, pero al mismo tiempo
sentirá un estremecimiento real, material, que designará como
Liebe, como afección del corazón. Recordemos la experiencia
de Jacobi ante Sophie La Roche. Pero la categoría Liebe es
igualmente ambigua: se vivirá como una pasión, pero se con­
fesará como un movimiento espiritual, como un asunto del
Herz. Ciertamente que el mayor de los Jacobi, ya un respeta­
ble canónigo, no se permitirá grandes pasiones. Wieland, per­
fectamente consciente de quién era, dónde estaba y de qué

119
vivía, tampoco. Jacobi era un extraño entre ellos porque sí
las tenía. Pero no sabe hasta qué punto. Cuando cita alguna
poesía de su hermano o de Gleim lo hace con gusto. Sin duda
forma parte de la historia de la cultura, parte triste de la his­
toria de la cultura, saber que Jacobi disfrutaba con esperpen­
tos como éste:

Las muchachas que ven nuestros poetas


como Fidias vio a las diosas.

Ellos las llaman, «venid»


y les dicen «¡mirad aquí;»
Un beso de esta Flavia
es más dulce que la ambrosía
[B, I, 1, 55].

Y Jacobi añade: «Wie treffend!».^* El mismo Jacobi debía


dedicarse a este triste oficio. Hay una historia confusa en la
correspondencia entre los hermanos Jacobi acerca de una cier­
ta composición de nuestro autor, que desea verla publicada
de manera anónima y que representaría todo un manifiesto
poético.Sabem os que se la envía a Gleim. El caso es que
éste comienza su carta de respuesta haciendo referencia al ma­
nifiesto de la siguiente manera (que sólo por ser precisamen­
te un manifiesto cito por extenso):

¡De todas las muchachas, querido hermano,


de todas las que habitan la tierra y el cielo
es Philaide la mejor y más bella!
Las gracias, las Ninfas y la Musas
de los arroyos que al Helicón conducen,
todas la bellas muchachas
de Caris hasta Musarion,
las que amaron poetas y sabios
las tengo ahora presentes, todas atractivas;
las tres Diosas que Paris viera en la montaña,
¡Oh Chor, oh Ida!, también,
pero entre todas,
tu Philaide sin duda es la más encantadora.

Podemos hacernos con ello una idea de lo que contenía


esta composición, sin duda de tanta altura poética como la
glosa. Gleim insistía en el mismo tema en cada una de sus
cartas. Eso sí: al principio avisaba escrupulosamente: «An Fr.

120
Jacobi allein zu lesen» {B, I, 1, 85). Sin duda, también esto
era ejercitar el ideal de Freundschaft. Pero en modo alguno
eran estas las vivencias que podían curar a Jacobi de su hi­
pocondría. Su instinto, por hablar con él, su insatisfacción,
apuntaba hacia el más importante de los poetas alemanes del
momento: Wieland.
Dentro del contexto de la relación .con Wieland, iniciada
alrededor de 1770, hay que destacar el creciente desequilibrio
de Jacobi: la conciencia de enfermedad aumenta en nuestro
hombre, y con ella la necesidad de curación y de compren­
sión. La carta al poeta de 27 de mayo de 1771 tiene realmen­
te acentos dramáticos: «Usted se lamenta querido hermano
de que vive en un movimiento perpetuo, como un círculo; a
mí no me va mejor. Ando de un rincón a otro y desde hace
diez días no he podido leer ni unas páginas, ni mucho menos
pensar. Ni siquiera estoy tranquilo el tiempo de comer al me­
diodía. Como me levanto a las cinco de la mañana, tendría
que coger la pluma y debería dejarla sólo a la tarde. Mi in­
tranquilidad llega hasta la desesperación. [...] Hoy estoy de­
masiado hipocondríaco hasta el punto de que cualquier He-
gesias tendría poco trabajo en rebanarme el cuello».
Neurosis obsesiva en 1768, neurosis depresiva en 1771. Ja­
cobi cree con razón que es la misma enfermedad, y desde
luego cree que se sigue debiendo a los vapores. Pero de hecho
sufre. A Fürstenberg le dice:

J’y ai souvent songé dans le moments de relâche que me


laissoient les cruelles indispositions dont j’ai été constantem-
ment afligé depuis deux mois [16.10.1771, B, I, 1, 153].

Cinco meses después está igual: «Ich bin überzeugt dass


das summum malum darinn besteht, die Hypocondrie in
summo gradu zu haben, und das ist mein Fall» (B, I, 1, 153).
A veces Jacobi es más lúcido y hace algo más que quejar­
se. A Sophie La Roche, que como vimos le quitó momentá­
neamente la hipocondría, le escribe detalladamente qué es lo
que le enferma:

Mis asuntos, en particular asuntos de negocios y pesadas


y aburridas visitas que tengo que hacer o recibir, me con­
vierten en un hombre distinto del que soy; mi mejor espíritu
vital \_Lebensgeister'\ se evapora y mi corazón se agosta con
ello. Espero volver en mí próximamente [Ich hoffe wahrend

121
dieser Zeit wieder zu mir selbst zu kommen] y ser capaz de
poder escribirle el próximo martes [AB, I, 30-31].

Así pues, Jacobi siente el efecto de la profesión de bur­


gués y de comerciante sobre sí. Cierto que su alma de tende­
ro está reñida con su alma de filósofo o, mejor, con su alma
de hombre, con su espíritu vital. Por eso es filósofo. Su pro­
fesión impuesta anula todas sus fuerzas. Es la represión ins­
titucionalizada, bendecida, incluso aceptada como necesaria.
Su consecuencia aparece perfectamente descrita: la alienación,
salir fuera de sí, como ser nada. Pero Jacobi nunca utilizará
esta genealogía, esta etiología para teorizar su nihilismo res­
pecto de la realidad material sensible. Ni usa su experiencia
feliz para teorizar sobre lo que verdaderamente es efectivo y
real. Porque frente a ese no ser nadie, el sentimiento de la
felicidad reside en la libertad del trato personal sin media­
ción comercial, en la relación humana abierta, en la que se
ponen en juego energías creadoras para hacer y sentirse feli­
ces, y en la que la vinculación afectiva se entreteje en el au­
téntico autoaprecio de hacer feliz y la receptividad de serlo,
en el recuerdo dorado de haberlo sido:
Después de dejarla, llegué el sábado antes del mediodía a
Pempelfort, donde todos mis amigos estaban esperándome.
Echamos todo el día en conversaciones sobre usted y me
acuerdo de que me sentía muy feliz \AB, I, 31].
Aquí reside el mal de la melancolía de Jacobi. Saberse una
naturaleza capaz de sentir profundamente la realidad huma­
na en sí y en otros mediante vínculos afectivos, pasionales e
intelectuales fuertes. Y sin embargo saberse condenado a no
disfrutarlos. Pueden en su vida —en esta época— encontrar­
se momentos aislados de disfrute, pero siempre como altos y
descansos de los libros de cuentas. Jacobi siente y ve la im­
posibilidad de hacerlos normales y permanentes. Como la llu­
via en Borges, la felicidad siempre es cosa que ocurre en el
pasado. Cuando Jacobi recuerda con los años su vida en Gi­
nebra junto a Comparet, dice:

Pero a pesar de mi silencio, no tiene un amigo más since­


ro que yo, y en este momento mis ojos se humedecen de lá­
grimas de ternura y reconocimiento, producto de su recuer­
do, con un sentimiento mezclado de placer y de tristeza [B,
I, 1, 63J

122
Placer y tristeza ante el recuerdo de la libertad pasada.
Esa es la expresión más simple de la melancolía, madre de
la hipocondría, madre de la neurosis, madre de la infelicidad
de Jacobi. Madre también del pensamiento.
Su consciencia de la infelicidad todavía se profundiza con
la conciencia de lo que le hace feliz. No repetiré el encuentro
con La Roche, la dulce agitación del corazón que sentía con­
forme se aproximaba el tiempo del encuentro (AB, 1, 37). Pero
sí que merece la pena fijarnos en la reflexión que hace Jacobi
sobre lo que siente, en cómo lo nombra. Porque aquí vemos
cómo Jacobi utiliza la cultura del Rococó y cómo se introdu­
ce en el equívoco de considerarse uno más del grupo, siendo
así que él jugaba mucho más fuerte. La palabra para el sen­
timiento que le produce La Roche es Zärtlichkeit. De él dice
en buen kantiano que es un sentimiento autónomo, no anali­
zable, una experiencia originaria. Pero también es una expe­
riencia metafísica. Como tal es difícil de traducir. Forma parte
de la jerga de los enamorados; ternura, cariño, afecto, todo
eso. Pero es algo más: al menos Jacobi siente más que eso.
Veamos lo que quiere decir:
Pues cuando reunifica todos los demás sentimientos en
un solo sentido, y éste por una vez parece conmovido por
toda la creación, entonces, este disfrute inmediato, que es cier­
tamente el más grande que se puede pensar, queda esencial­
mente caracterizado por aquel sentimiento indescriptible que
supera a todos los demás en dicha, y que llamamos amor
[Zärtlichkeit] [AB. I, 400-401

Cuando Gleim, o el hermano mayor o Wieland utilizan la


palabra alemana, sienten algo dulce, no exento de picardía,
agradable, que incluso puede conmoverles ligeramente, pero
que no pone en cuestión la personalidad plena. Jacobi es otra
cosa. En la Zärtlichkeit están todos sus sentidos reunidos en
uno y éste es sensible a toda la creación. Es amor, como fuer­
za que lo une todo, como sustancia que recorre toda la per­
sona. Tenemos así caracterizado el primer ensayo de Jacobi
para describir ese estado en que la personalidad alcanza una
inclinación dominante, el primer punto de la dialéctica de la
personalidad con la que iniciar realmente una experiencia fi­
losófica. Lo mismo pasa con la palabra Liebe. Cuando la usa
Gleim refiere con ella la relación dichosa pero temporal, rela­
tivamente carnal y pasional,*'* pero nunca perturbadora. No
espera reunir toda su personalidad en esta sensación. Jacobi

123
la emplea en otro sentido: toda su persona está en juego. La
experiencia es metafísica en el sentido de que es curativa. En
ella está implicada su conciencia de salvación personal total,
de redención, tal y como sucederá en el teatro de Schiller.
Produce en él cierto íntimo sentimiento de que la creación es
acogedora, de que su dolor va a encontrar calma; su pasión,
respuesta: su personalidad, otro tú. Por eso Jacobi no sepa­
ra, como el obsceno Gleim, el amor de la cabeza, el cuerpo
del alma: el amor reúne todos los sentidos, cura, reconforta,
aleja la melancolía y la hipocondría. Ese sentimiento de aco­
gida que nos dispensa el mundo vía otra persona es la Zärt­
lichkeit. Esto no es nada rococó. Es antes bien algo nuevo,
inventado o sentido por Jacobi por primera vez en alemán,
en ese mundo burgués extraño y negador: a pesar de toda la
nada, por el amor, la tierra se torna habitable.
Por eso en alemán y para Jacobi, la Zärtlichkeit lleva con­
sigo una palabra hermana: Sympathie. Antes de la experien­
cia de La Roche, Jacobi no ha sentido nunca esto, o al menos
hasta el grado de hacerle feliz. No hay que engañarse. Tam­
poco con B e t t y . Economía, negocio, comercio, trato, fami­
lia, todo eso queda demasiado cerca. La simpatía a la que se
refiere Jacobi es una experiencia total, de reconocimiento de
un tú que también queda salvado, curado, mejorado por él,
en cuya compañía nos disponemos a mirar el mundo entero
y nuestra propia realidad como hábitat natural. Frente a esta
experiencia, la vida anterior parece cosa de fruslería (Tand)
y su recuerdo desaparece insignificante. El resultado de esta
nueva relación viene expresado por otra palabra: Freund­
schaft, amistad en el sentido de transparencia total de cada
una de las realidades personales en juego, de compromiso
mutuo de sinceridad, de anulación de las diferencias perso­
nales y de reencuentro en esta confusión. Y cuando el amor
por Sophie pasa, Jacobi siente esto mismo con Wieland:

Me decía a menudo que se reencontraba en mi cabeza y


en mi corazón, de tal manera que podría decir de mí, como
la Galatea de Rousseau cuando tocó con sus manos la mano
de Pigmalión: c’est moi \_AB, I, 42].

Esto es característico de la vida de perenne lucha contra


sí y contra su medio: la necesidad de una solución radical de
entrega y de reedificación de su propia personalidad en un
«otro». Es como si Jacobi sintiera que para continuar su pro-

124
pió despliegue personal necesitara antes de una disolución,
de una ruptura definitiva con el pasado, como si su propia
historia personal hasta la fecha fuera su mayor enemigo, in­
capaz de integrarse en un todo armonioso. Sólo la elimina­
ción total de la batalla vivida, el sentimiento de sentirse des­
cansar en el otro, le da ánimos y fuerzas para continuar su
formación, paradójicamente, como veremos, en rebelión con­
tra los defectos de ese otro que le acoge. Forma parte de los
espejismos de la especie humana considerar y ansiar desde
la enfermedad un medio milagroso para una curación impo­
sible. Este es el mecanismo de la superstición, del entusias­
mo, y Jacobi lo empleó como nadie. Pero si él sentía que las
nuevas relaciones le hacían feliz, también podía suponer que
la curación era posible por ahí. De hecho no era así.
La acumulación de afectividad no entregada, de reconoci­
miento no dado ni recogido, de pasión no desplegada, de mo­
mentos en que el mundo es extraño y nosotros con él, exige
momentos de sensibilidad, afectividad, pasión, simpatía y ne­
cesidad de reconocimiento desbordados y desmedidos. Ambas
son las caras de la misma moneda, como lo descubrirá Schi-
11er: la depresión es la otra cara de la manía. Para sentir lo
que siente delante de La Roche, Jacobi tiene que recibir mu­
chas visitas de negocios; para sentirse alguien debatiendo pro­
blemas poéticos con Wieland o metafísicos con Kant, Jacobi
tiene que hacer muchos cálculos de ganancias; para concen­
trar su simpatía sobre alguien, tiene que recordar muchas
veces el engaño a su esposa, la ocultación de su hijo, los tra­
tos de matrimonio, las relaciones con el padre, las humilla­
ciones recibidas. Sólo entonces, cuando su energía personal
naufrague, sentirá lo que llama sentimiento indescriptible de
amistad, amor, simpatía. Estos encuentros son efectivos en
la misma medida en que son temporales y pasajeros, justo a
la medida de mantenerse en una carta, de hilar correspon­
dencia. Significan también una moderna economía de super­
vivencia, no una economía higiénica. Son otros tantos espe­
jismos donde concentrar las expectativas vitales, que entra­
rán en crisis con el tiempo, más o menos b r e v e . P e r o lo
que Jacobi pone en ellos, siente en ellos, aunque objetivamen­
te ilusorio y aparente, es algo subjetivamente distinto. Es vivir
por primera vez lo que se le ha negado. Comprende que su
ansiedad y nerviosismo, su enfermedad, responde y obedece
a que hay personas que sin saberlo le llaman, le atraen, col­
man su instinto, le buscan para llevarlo hacia una vida más

125
noble que la de comerciante. La comprensión de su ansiedad
como un dictado del instinto que le lleva a los objetos real­
mente existentes, todavía no conocidos, pero con capacidad
de hacerle feliz, esta comprensión o interpretación de la en­
fermedad, digo, es la clave para entender la propia vida como
destino y dialéctica, es la convicción básica que caracteriza
como necesaria la infelicidad presente, la mistifica y la hace
sublime. Es así como esta dialéctica de la enfermedad y de
la exaltación le llevará poco a poco a quemar diferentes esta­
dios de su historia personal, que ya estaban apuntados en el
capítulo anterior sobre la experiencia filosófica. Es justo todo
esto lo que hace caer a Jacobi en la trampa de que su exis­
tencia propia es la típica de un filósofo. Pero Jacobi no ve
ambos polos, enfermedad y exaltación, como causa y efecto,
como compañeros, como una misma enfermedad —ahora ni­
hilismo ahora idealismo místico— de los tiempos de la divi­
sión del trabajo burgués, de la escisión del Yo entre el co­
merciante y el espíritu vital,*® sino como enfermedad y cura­
ción. Es así como el nihilismo sólo podrá curarse con el
idealismo,y la burguesía, con la especulación.Todo esto queda
claro en una carta de Jacobi a Wieland;

Una enfermedad de los nervios me ha hecho insensible a


cualquier asunto durante ocho días [AB, I, 481].

Ahora la división estricta de capacidades y del trabajo


como causa:

Pienso que además de la capacidad de conocimiento y


de deseo, tengo una capacidad de amar, y que no puede po­
nerse en acción como el entendimiento, ni otorgarle la ma­
teria para ello mediante el sentido externo e interno [AB,
I. 49],

Y ahora la solución:

Usted es el hombre de mi corazón, y no hay mayor felici­


dad en la tierra que conocer un objeto al que se pueda que­
rer con todas sus fuerzas [AB, I, 49],
Acoger una sensación natural cualquiera con tanto fuego
y fuerza como se pueda recibir en el corazón, esto es todo lo
que se necesita; no se tiene que querer inventar nada nuevo
[AB, I, 50].

126
La tragedia de Jacobi en todas estas ca rta s es que se cree
com prendido. P ensaba que el am biente rococó perm itía ese
fuego, esa fuerza, esa experiencia del am or total entre los hom ­
bres. Todo ello era fruto de su ilusión de que su sociedad
perm itía u na gran pasión espiritual por el m ero hecho de que
no im plicaba relación cam al. W ieland retrocedió asustado sin
entender el papel que ju g ab a en la vida de Jacobi. Éste se
sentía legitim ado porque, en su platonism o radical, toda rela­
ción pasional p uram ente intelectual era virtuosa, síntom a de
un alm a noble, de fuego, etérea. Al poner el enemigo en la
carne, al creer que esto es lo que rom pe el m arco de sus pre­
juicios asum idos, Jacobi no ve problem a de aceptación de su
conducta. Desconoce que la esencia de la represión burguesa
atenta contra la pasión, no contra la pasión carnal fundam en­
talm ente, sino contra to d a conducta pasional. Goethe lo com ­
prendió perfectam ente, porque entendió desde siempre, desde
su panteísm o, que toda pasión es n atu ral, es m aterial, sensi­
ble, tam bién carnal, y antib u rg u esa. Por eso Jacobi no en­
tiende por qué su conducta va a ser incom prendida: porque
ignora que su propio m arco social no se cree el platonism o
de la existencia de pasiones inteligibles, porque el m undo b u r­
gués sí que ve detrás de cada pasión un cuerpo y por eso
detesta toda pasión excepto la form adora de capital, la p a­
sión de la abstracción perfecta, el idealismo sin carne, el único
no peligroso. Jacobi cree que su am or por Wieland®^ es acep­
table porque es virtuoso, inteligible. Desconoce que es m aldi­
to no porque sea en el fondo carnal o deje de serlo, sino por­
que lo que no está perm itido es am ar a un objeto sobre la
tierra «aus alle Kräfte», porque no está perm itida «eine grös­
sere Glückseligkeit auf Erden». Que su am or por W ieland sea
con to d as sus fuerzas, eso es lo dem oníaco e inaceptable.
No es difícil sospechar entonces que las relaciones con el
am biente rococó en tra ra n pronto en crisis. La últim a carta
de Jacobi a W ieland es interesan tísim a precisam ente porque
no se conoce. Sólo se sabe que se m encionaba la carta 54 de
la Nueva Eloísa.^^ La pérdida de la carta puede suplirse desde
una lectura de la o bra de Rousseau, ju sto desde ese pasaje
que se m encionaba. Lo de m enos es que Jacobi citara un p a ­
saje u otro. La cuestión es que W ieland podía leer la carta de
la novela y que lo que allí leía se aproxim aba a lo que Jacobi
quería decirle. Que Jacobi se identificara con esta carta: esto
es lo desvelador. El personaje de la Nueva Eloísa escribe a
Julia. El prim er párrafo n a rra la sensación de e n trar en el

127
despacho p ara escribir. P ara el que escribe, ese despacho es
un asilo, un san tu ario al que le guían los pasos del am or,
«lieu ch arm an t, lieu fortuné», testim onio de la constancia in­
m ortal de los sentim ientos. Es la recám ara, el otro m undo, la
división del trabajo, allí donde no hay visitas p ara vender gé­
neros de punto. Jacobi en tra en su despacho, se aleja del ne­
gocio, el ruido, los núm eros y la fam ilia. ¡Va a am ar!

Tout y fíate et nourrit l’ardeur qui me dévore. Oh Julie!


Il est plens de toi, et la flamme de mes désirs s’y répand sur
tout tes vestiges. Oui, tous mes sens y sont enivrés à la fois.

R ousseau se explaya después en arreb ato s que debían de


hacer enrojecer al a stu to W ieland. «Oh spectacle de la volup­
té», concluía esta p arte central. Y al final la invocación: «Oh
vien, vole, ou je suis perdu».
Aquí está desde luego Jacobi. Sin W ieland está perdido.
¿De qué llenar la tra stie n d a sin él? M ientras pueda am ar a
este W ieland, m ientras pueda fugarse a su despacho a forjar­
se con él un tú en el que reconocerse, escribiendo y haciendo
un m undo secreto donde seguir afirm ándose en la oscuridad,
p ara seguir en co n tran d o un m edio de no a c a b ar realm ente
loco, m ientras eso suceda pod rá acep tar su condición de co­
m erciante. Pero no hay un proyecto de reunificación:

Quel bonheur d’avoir trouvé de l’encre et du papier! J’ex­


prime ce que je sens pour en temperer l’excès, je donne le
change à mes transport en les décrivant.

La escritu ra como terapia. E stam os ante la sensibilidad


del Sturm , en W erther. Pero Jacobi no lo sabe. Las coartadas
de la am bigüedad de las p alab ras del Rococó perm iten el en­
gaño. W ieland, sin em bargo, no entiende así la literatura. Él
no tiene «transporte». De ahí que vaya a m arcar distancias
inm ediatam ente, porque adem ás no entiende que las cartas
que recibe de Jacobi son literatu ra ju sto en el m ism o sentido
que las p ropias o b ras de R ousseau. No acepta ser el motivo
y el lector a un tiem po. Cuando Jacobi habla de W ieland no
habla de él como persona burguesa, porque el m undo de la
realidad se ha tran sfig u rad o y la carta ha perdido el sentido
que posee cuando se em plea p ara hacer pedidos o p ara cur­
sa r giros de pago. La c a rta no nos inform a de p erso n as
p rivad as, sino que sirve de expresión de un alm a cargada
de sim patía. W ieland aquí es tan im aginario como la Julia de

128
Rousseau, pero Jacobi cree que él, como buen literato, lo en­
tenderá. No sabe que W ieland tam bién tiene su doble yo: el
de su oficio y el de hom bre y que el literato es el -oficio, no el
hom bre. Ahí reside la diferencia en la concepción de la litera­
tura: W ieland escribe de oficio y recibe las c artas como hom ­
bre privado; Jacobi es com erciante de oficio, como hom bre
privado, y hace literatu ra com o hom bre real, entero. No se
pueden entender:

Souffrez que je vous conjure d’être un peu plus sur vous,


gardez contre le feu de votre tempérament et le chaleur de
votre imagination [AB, I, 53].

En claro: W ieland no es Julia ni quiere serlo. Jacobi de­


bería saberlo.’ * Cuando Jacobi dio m u estras reiteradas de ig­
norarlo, la am istad com enzó a enfriarse h a sta acab ar d esap a­
reciendo en terrad a por G oethe.’ ^

6. La ruptura con Wieland


Pero W ieland no sólo apreciaba al Jacobi dem onio, sino
tam bién al Jacobi poeta y filósofo {AB, I, 53). Y esta relación
filosófica, cen trad a alrededor de la tercera edición del Aga-
thon, novela pedagógica, de formación de la personalidad —re­
párese que es el tem a de la experiencia filosófica en Jaco b i—,
es ciertam ente esencial p ara seguir el polo cultural de la evo­
lución de Jacobi. En ella se enfren tab an H ippias, un filósofo
m oderno, m aterialista y sofista, en quien Jacobi veía un re­
trato de Diderot, sin serlo (fi, I, 1, 213), y A gathon, un m u­
chacho que busca afanosam ente su form ación personal en el
sentido de despliegue unísono de sensibilidad y razón. El re­
sultado era celebrado por P.E. Reich (22.10.1771):

La historia de Agathon es la primera obra alemana en


prosa que ha sido escrita con toda la cabeza y todo el cora­
zón [B, I, 1, 1454].

Este seguirá siendo el ideal artístico de Jacobi’ ^ y desde


este ideal se escribe A llw ill. El interés de Jacobi por la obra
será enorm e, h asta proponerle al au to r u na tercera edición
por suscripción que, a decir de Jacobi, prom etía ser un nego­
cio perfecto. Debido a todas estas circunstancias, los dos hom ­
bres se pusieron a colaborar en perfeccionarla con todo entu-

129
siasmo.^"' D entro de estos detalles a perfeccionar estaba la fi­
losofía m oral y religiosa de la obra. Y éste precisam ente es
nuestro tem a, porque nos va a d a r una idea m uy clara de lo
que pen sab a Jacobi en 1772-1774, antes de escribir A llw ill y
de conocer a Goethe.
En este sentido habíam os dejado a Jacobi refinando su
deísm o a p artir de su lectura de la filosofía de Kant. Fruto
de esta lectura fue el estudio de Spinoza, de D escartes, la
aceptación del criterio de intuición como verdad de los con­
ceptos m etafísicos en tan to que por ella se p resenta una evi­
dencia interna. Tam bién describim os en él una posición moral
b a sa d a en toda negación del m aterialism o y del egoísm o
m oral. Veamos cómo defiende y profundiza estas posiciones
en la correspondencia con W ieland en tre agosto y noviem ­
bre de 1772. El m otivo de esta correspondencia era un p asa­
je donde A gathon es derrotado dialécticam ente por H ippias y
donde aquél defendía u na m oral no específicam ente cristiana
b asad a en Sócrates y Confucio {AB, I, 81). Este pasaje hacía
a Jacobi tem er el juicio de Lessing y M endelssonh {AB, I,
83). Es difícil hom ogeneizar los pasajes que cita Jacobi por­
que es difícil en co n trar la prim era edición de Agathon y no
corresponden con los de la Sam m liche Werke.^^ En todo caso
el prim er pun to es el de la dem ostración de la existencia de
Dios. A gathon se lim ita a defender su creencia en Él de una
m anera que Jacobi juzga problem ática;

Veo el sol, por consiguiente, es; me siento a mí mismo,


por consiguiente, soy. Siento este espíritu supremo, por con­
siguiente, Él es. Por la forma como Agathon desarrolla des­
pués esta última proposición, se transforma en la siguiente;
necesito un espíritu supremo, por consiguiente. Él es. Con ello
queda anulada la conexión con las proposiciones aducidas.
Si Agathon hubiera dicho: pienso este espíritu supremo, luego
existe, entonces se habría podido desarrollar una prueba de
la existencia de Dios sin caer en el abracadabra cartesiano,
que por lo menos habría superado la osadía de las objecio­
nes del Sofista. Obviamente, habría tenido que demostrar
antes la imposibilidad de la creación como un número infini­
to de jugadas aproximativas. Pero esto, pienso yo, es tam­
bién muy fácil. Desde partes finitas no puede componerse nin­
gún todo infinito; un número tiene que dejar de determinar­
se por sí porque uno se desarrolla desde el otro [...] Ningún
hombre negará que una creatura progresiva nunca puede
gozar de la eternidad futura. ¿Como es posible que una cosa
progresiva haya recorrido una eternidad «a parte ante»? Mi

130
entendimiento rechaza este pensamiento como el absurdo más
evidente. Tengo que aceptar algo estable; antes del primer
movimiento una causa del movimiento que es algo completa­
mente distinto de él. Todo lo que se puede objetar contra esa
primera causa, p.ej. por qué no ordenó el mundo antes o des­
pués, acaba en la incomprensibilidad, pero no hace absurda
la idea de su existencia. No sabemos nada de la naturaleza
de un ser infinito, pero sabemos que ningún ser finito puede
ser eterno e infinito. Que la primera causa tiene que ser ra­
cional se puede demostrar desde el hecho de que existen seres
racionales, «ex nihilo nihil». La primera causa tiene que ser
también ilimitada en sus propiedades, no puede existir un
tiempo ajeno a ella por el que sólo hubiera 10 o 15 grados de
una cierta realidad. Lo repito; no sé absolutamente nada de
la naturaleza de ese ser; no comprendo cómo un ser omnipo­
tente puede tener la voluntad de producir algo; pero tengo
que aceptar su existencia o desterrar todos los fundamentos
del conocimiento de la verdad, todas las leyes del pensar. [...]
Tiene algo de chocante que usted quiera demostrar la necesi­
dad de la doctrina de Dios sólo desde la moral y la política
[AB. I, 72-74].

La fuente de esta posición, que ta n to nos coloca en el


m undo del Jacobi m aduro, que tan to nos aproxim a al proble­
ma especulativo de la relación entre lo finito y lo infinito, es
el K ant de la D eutlichkeit y la B ew eisgrund. Se pueden leer
en estas o b ras las m ism as doctrinas; conocem os la existencia
de Dios, no la esencia; conocem os la existencia de Dios sólo
por sus efectos, no a priori. La existencia es algo positivo.
Toda la existencia finita tiene un comienzo. Por lo tan to en
cierto m om ento no fue. M uchos finitos no com ponen el infi­
nito, la eternidad, luego suponen un comienzo. Ahora bien,
ex nihilo nihil, luego ese com ienzo no tiene que ser algo fini­
to y debe poseer todas las propiedades y determ inaciones de
lo finito. De ese ser infinito no sabem os nada. Pero sabem os
que existe. N ada queda fuera de él, luego tiene que ser ilimi­
tado en su s propiedades. E ste Dios es pensado, existe, pero
no m ediante la p rueba ontològica. Tenem os un Dios filosófi­
co asentado en su propia verdad, no un Dios que sólo se im ­
pone porque lo necesitam os. ¿Este es el Dios de K ant en 1763
o el Dios que será de Spinoza en 1784? Ambos. Jacobi es aquí
un filósofo en el sentido que luego él m ism o despreciará al
hab lar de M endelssohn o del propio K ant. Y adem ás lo es
porque ha interiorizado la experiencia personal que nos des­
cribe en David H um e: porque no es posible perderse en el

131
pensam iento de la nada de lo finito que nunca puede llegar a
la estabilidad, al ser, alojado necesariam ente en ese eterno
devenir. Pero antes de todo esto ha esbozado una prueba su b ­
sidiaria: consiste en perfeccionar la propia idea que establece
W ieland sobre la dem ostración efectiva de la existencia de
Dios. El error del au to r es ju stam en te no g u ard ar el parale­
lism o entre «Veo el sol, existe el sol», «Me siento, existo»,
«Pienso Dios, existe», porque W ieland in terp reta la noción de
E m p fin d u n g en este ú ltim o caso com o «tengo n ecesidad
de Dios». Es evidente que necesito cosas que no existen, pero
siem pre veo cosas que existen. Si «pensar Dios» fuera algo
sem ejante a «ver a Dios» la p rueba estaría hecha. Desde aquí
se form ará la noción de intuición propia de Jacobi.
Como W ieland va a establecer una prueba m oral-política
de Dios, sólo tiene que d em o strar que un orden político esta­
ble necesita de Dios. Pero Jacobi quiere una dem ostración de
la existencia de Dios, no de la necesidad de que Dios exista
para el hom bre. Como es evidente, esta crítica se proyectará
tam bién contra el K ant de los Postulados. La cuestión está
en este m om ento en que el órgano de ver a Dios, de tener la
experiencia originaria o intuitiva de Dios, es el pensar. Luego
el paralelism o es «Veo el sol, me siento a mí mismo, pienso,
siento a Dios, luego existen». ¿Por qué salta Jacobi por enci­
m a de D escartes? Porque el racio n alista p arte de «Pienso,
luego existo» y pretende llegar a Dios m ediante razonam ien­
tos circulares, ya que puede p en sar incorrectam ente. Pero yo
me siento tan inm ediatam ente como las cosas externas y aquí
no puedo e star equivocado. Desde la evidencia de las cosas
externas e in tern as y sobre esta evidencia, el p ensar puede
alcanzar la suya; no a la inversa. La cuestión es que este p a­
ralelism o entre intuiciones —ahora bajo el nom bre de E m p­
fin d u n g e n — y ese p en sar de Dios como presencia inm ediata
de su existencia, es absolutam ente cercano de la posición de­
finitiva de J a c o b i . P e r o lo curioso es que lo que entrelaza
am b as prueb as es la necesidad de d em o strar la im posibili­
dad de la creación desde un núm ero infinito de ju g ad as apro-
xim ativas. Repárese: Jacobi dem uestra la im posibilidad de ex­
plicar así la creación porque de esta m anera no llegam os a
ningún p unto últim o. E sto es com ún con su posición definiti­
va. En todo caso es diferente ahora la consideración de esta
im posibilidad com o u na evidencia a favor de la tesis contra­
ria —de que la creación tiene un punto fijo—, y por tanto
una im p o sib ilid ad explicativa nos d escu b re la evidencia a

132
favor de la tesis contraria. La esencia de la filosofía definiti­
va del pensam iento de Jacobi consiste en m antener que esa
im posibilidad de explicar la creación m ediante una proyección
indefinida de ju g ad as aproxim ativas to d as ellas finitas, es la
esencia del entendim iento y del conocim iento hum ano; que
por tan to indica la im posibilidad de la com prensión racional
de la creación y señala como única alternativa el salto m ortal
a la fe. Por cierto, ésta no será sino la prim era opción, la
opción de W ieland convenientem ente reform ada, en tanto que
la fe es la intuición inm ediata de la existencia de Dios; intui­
ción que está en la base de todo pensam iento de Dios.
La clave está aquí, como el lector se dará cuenta, en el ex
nihilo nihil. Si efectivam ente todo lo finito tiene un comienzo,
por vía de la razón todo lo finito debe tener u na causa y, por
tanto, todo lo finito desem boca en lo infinito, tal y como que­
ría K ant en el punto 5 de la p aráfrasis de la B ew eissgrund,
antes citado. La dialéctica de lo finito y lo infinito llevaba, a
poco que se pen sara, al panteísm o de Spinoza como única
visión racional de la divinidad. Pero ya en este estado de su
pensam iento hay en Jacobi elem entos altam ente contradicto­
rios. Dios como infinito tiene todas las propiedades (infinitos
atrib u to s en Spinoza) en infinitos grados. Y sin em bargo J a ­
cobi afirm a que no sabem os nada de su naturaleza. Es una
«X» que existe, pero que es desconocida. Jacobi tenía, pues,
elem entos m uy profundos p ara asociar el modelo de la su s­
tancia espinosiana y el objeto transcendental k a n t i a n o .P e r o
aún qued ará m ucho p a ra que Jacobi purifique sus posicio­
nes. Lo que nos interesa a nosotros, sin em bargo, serán los
motivos por los que Jacobi lleve adelante este proceso.
Lo que m ás sorprende es que en 1773, ap en as después de
esta correspondencia con W ieland, Jacobi ya considera públi­
cam ente la filosofía de Spinoza com o un ateísm o, diciendo de
su au to r que, aun p artien d o de tales principios, es el que
mejor ha razonado,’®desprestigiando el juicio de Bayle. ¿Tiene
Jacobi otra opinión privada sobre Spinoza? Según el pasaje
de las c artas donde h ab lab a del Agathon hay que sospechar
que sí y que como p ara m uchos otros grandes filósofos de la
época, su Dios era espinosiano, siendo perfectam ente cons­
ciente de que la religión ortodoxa no reconocía a ese Dios
como tal, por lo que públicam ente llam a ateo al espinosista.
Pero en todo caso el «ateo» Spinoza no puede confundirse con
el negador de Dios, el que pretende levantar razonam ientos
frente a Él, con el m aterialista. Éste, en el fondo, es m ás cré-

133
dulo y confiado que el creyente. En un texto de un pequeño
trabajo, titulado Briefe über die Recherches philosophiques sur
les Egiptiens et les Chinois par M. de Pauw, se dice:

Es difícil explicar cómo Jablonski mismo ha podido ha­


blar de que los sacerdotes egipcios fueron, en el más estricto
sentido, ateos reales [wirckliche Gotteslaugner], Pienso que
se puede mantener como un principio incontrovertible que
aquéllos que culpan a sociedades enteras e incluso a nacio­
nes de ateísmo se equivocan groseramente. Pues es imposi­
ble arrancar del corazón de muchos hombres la esperanza y
el miedo y después oprimir su espíritu con un enunciado teó­
rico que exige más credulidad que todos los demás teoremas.
Se requiere un grado infinitamente más elevado de creencia
para ser un ateo que para no serlo [VI, 341].

Tenem os aquí obviam ente ante todo un rechazo del ateís­


mo racionalista. La tesis de Jacobi es que para creer en esa
razón teórica, en esos enunciados, se necesita m ás fe que para
creer en la existencia de Dios. Q uizás esto se deba poner en
relación con la carta a W ieland: la creencia en Dios es algo
inm ediato y directo, que exige tan escasa violencia como creer
en mi propia realidad. Se da con ello un p aso m ás en la ne­
gativa a la razón racionalista atea que ya se veía clara en el
reconocim iento de la im posibilidad de conocer la esencia de
Dios m ediante la proyección al infinito de las cadenas finitas
de cau sas. Pero la apelación a la existencia de Dios como
cau sa para im pedir la acusación de ex nihilo nihil no es algo
propio de la razón racionalista, sino igualm ente evidencia in­
m ediata desde los efectos, una cuestión de sentir la contin­
gencia de la existencia finita, de c o n sta ta r su dependencia.
En este sentido se decía: que Dios es racional se sigue inm e­
diatam ente del efecto de que sus creaturas son racionales. Ja ­
cobi entendía que ese conocim iento seguro de la existencia
de Dios, ese «pienso, luego es», representa en el fondo una
relación inm ediata e in tu itiv a con él; no hay razonam iento
aquí para dem ostrar su existencia. El pensar, al contrario que
el razonar, no im pide sino que facilita una afirm ación inm e­
diata y directa de su existencia, si es p en sar auténtico, esto
es: si tiene en su base la intuición. S u stitu ir esta afirm ación
por u na negación de Dios, convertirse en un auténtico ateo,
im plicaba q u edarse con un sim ple razonam iento teórico que
m antenía la posibilidad de producir lo infinito a p artir de lo
finito, la posibilidad de que lo finito llevara en sí la eterni-

134
dad. Aceptar esa posición teórica, indem ostrable como tal, exi­
gía m ucha m ás credibilidad que acep tar la contraria. De ahí
que Jacobi anuncie su paradoja, pues el ateo tendría realm en­
te que o to rg a r co nfianza a u n a proposición o b jetivam ente
m ucho m enos creíble. Pero lo que queda perfectam ente claro
ya es que en esta época Jacobi piensa que su afirm ación de
la necesidad de acep tar la creación desde el Ser racional infi­
nito, tiene u na base com plem entaria en la referencia a una
vivencia de esa existencia com o algo inm ediato que, por lo
dem ás, salva el problem a de su experiencia terrible personal
de la nada.
P ara c e n tra r un poco m ás esta posición, que es desde
luego el m ism o problem a de identificar la relación de Jacobi
con Spinoza antes de la década de los ochenta, podem os re­
ferirnos a otro texto olvidado, de 1777, Sobre el derecho y la
fuerza. Jacobi alinea Spinoza con W ieland, com o el m ás co­
herente rep resen tan te de la posición que ataca (VI, 439). En
Spinoza, el derecho de fuerza es el derecho de la naturaleza
{Recht der N atur). Su ley es la de su propio poder:

Tanto en toda la naturaleza como en cualquier parte indi­


vidual de la misma, derecho y poder tienen la misma exten­
sión; consiguientemente, cualquier hombre hace con el más
elevado derecho todo lo que lleva a cabo según la ley de su
naturaleza, y su derecho en la naturaleza alcanza hasta donde
alcanza su poder [VI, 439-440].

Ahora inicia Jacobi un silogism o; los hom bres por n a tu ­


raleza se m ueven por instintos ciegos. De ahí que todas las
acciones hum anas sean homogéneas —vale decir instintivas—.
Por tan to son im posibles valoraciones acerca de ellas, pues
el hom bre, en esta teoría, «no puede actu ar sino según sus
leyes y prescripciones de la naturaleza» (VI, 440). Jacobi no
alcanza a ver con razón de dónde se puede seguir desde aquí
una prohibición m oral: desde esta perspectiva todo está per­
m itido (VI, 441). Podem os im aginar lo terrible que este esta­
do de cosas le debía de parecer a Jacobi. Pero tam bién lo
superficial que sería la exégesis de Jacobi si se q u edara aquí.
En un m om ento dado la interpretación da un giro. Porque
llevando las cosas h asta el extrem o, tenem os que el hom bre
se convierte en el enem igo de toda la n aturaleza e incluso de
sí m ism o. En o tras p alab ras, el instinto no se puede m edir
a sí m ism o. De ahí que surja en ellos por naturaleza otro ins­
tinto; el de la razón. Así, W ieland queda destrozado: quien

135
parte coherentem ente de su posición (naturaleza = fuerza =
derecho) llega necesariam ente a la de Jacobi (la razón tiene
que in fu n d ir el derecho). Así se llega a una situación en
la que todos «wie es d as gem eine Beste verlangt, gern oder
ungern, freiwilling oder gezwungen, nach den Vorschriften der
V ernunft d u rchaus handeln m üssen» (VI, 444). Así surge una
legitim ación del poder, pero desde lo que es el bien com ún
—cosa que Jacobi conoce perfectam ente—, m ientras que Wie-
land, desde su argum entación no conoce sino una legitim a­
ción por usurpación (VI, 445). Spinoza llega al ideal de una
m onarquía apoyada por los rep resen tan tes burgueses; Wie-
land a la m onarquía p ru sian a (VI, 446).
R esulta im posible p en sar que Spinoza es un perro m uerto
para Jacobi en la década de los setenta. Es im posible olvidar
que fue él quien m otivó a Goethe a su estudio en su prim er
encuentro de 1774; es sensato concluir que Jacobi veía una
extraordinaria coherencia entre Spinoza y K ant en 1772-1774;
es sensato m antener que su Dios le parecía el m ism o y que
en cierta m edida era el suyo. Es realm en te ex trao rd in ario
m irar la evolución de Jacobi desde estas conclusiones. Sin em ­
bargo, hay un pun to en el que deseo in sistir y que es funda­
m ental. Si los hom bres siguen su n aturaleza instintiva, cier­
tam ente serán desgraciados porque el instinto es ciego. Pero
es la propia n aturaleza la que, llevando a los hom bres a un
callejón sin salida, les pone delante de los ojos tam bién la
salvación. La razón es un instru m en to n atu ral y form a parte
del despliegue de la naturaleza instintiva. Verra ha dicho que
la idea de naturaleza en Jacobi es la de D’H olbach. No siem ­
pre. Ahora es la idea de Spinoza: n aturaleza como fuerza or­
denadora intrínseca que nos hace p a sa r desde el desorden al
instinto del orden. Sólo será la naturaleza de D’H olbach, el
reino indefinido del m ecanicism o, cuando la posibilidad de la
acción libre no pueda ser objeto de la razón, sino de una fe,
porque entonces lo único que dicta la razón es precisam ente
ese reino de lo indefinido finito, el reino de la naturaleza de
D’H olbach. Pero p ara eso ten d rían que p a sa r dos cosas: pri­
mero, desesp erar del poder orden ad o r de la razón propia de
la naturaleza, esto es, de la viabilidad de salvación personal
entregándose a ella, porque su dinám ica en este terreno de­
generará en un despliegue de deseos que se descubren infini­
tos y nunca satisfechos —exactam ente igual que se descubre
indefinida la cadena causal de las criatu ras fin itas—; y, se­
gundo, que K ant dem uestre que la n aturaleza —y la razón —

136
es un ám bito de causalidad igualm ente indefinida en la que
ese m om ento prim ero de la creación por la que un ser infini­
to produce un ser finito no es representable. Ju sto entonces
Spinoza será inm antenible; cuando la n aturaleza externa y la
n atu rale z a in tern a, objetiva y perso n al, coincidan en una
m ism a posición; la indefinición del devenir continuo sin p rin­
cipio, sin form a, y sin posibilidad de obtenerlo de m anera in­
m anente a ella, la negación incluso de la dem ostración a pos­
teriori de la existencia de Dios y la negación de la pasión n a­
tural del poeta como vehículo de curación y como base de la
razón. En a m b a s facetas (ex tern a e in te rn a ), la solución
com ún y paralela para la com prensión del m undo y del Yo
será la fe.
¿Pero es que Jacobi pensó en algún m om ento entregarse
a la naturaleza, salvarse en ella, seguir a nivel personal lo
que a nivel político tenía tan claro, confiarse a su poder or­
denador? C iertam ente. Su am or por W ieland lo entendía J a ­
cobi como expresión de su naturaleza, com o liberación de su
naturaleza y confianza en ella. Es lo de m enos que objetiva­
mente esa naturaleza fuera su constitución pasional tal y como
quedó conform ada d esp u és de represiones y hum illaciones.
El hecho es que sólo dan d o satisfacción a eso que llam aba
su natu raleza entendía que podía en co n trar un cam ino fren­
te a la enferm edad. Pero al acceder a esos sentim ientos, al
querer dejarlos libres, Jacobi tenía plena conciencia de que
e sta b a diciendo «no» a u n a rep resió n h a b itu a l en él y en
su entorno, que esta b a negando la negación. El d ram a del
hom bre burgués, em bebido en los deberes de la relación pro­
ductiva, en el que el estad o h ab itu al es el de anulación p a ­
sional, p ara quien la liberación sólo puede ser negación de
la negación, pero no u n a expresión in m e d ia ta y dichosa.
C onfundir n atu raleza con lo resu ltan te de un com plejo m e­
canism o de lucha y dolor es ciertam ente un espejism o. Sería
tam bién un espejism o p e n sa r que la n atu raleza es algo dife­
rente a u n a re su lta n te ; pero p o d ríam o s d e se a r a p e sa r de
todo que debería ser una resu ltan te de u na p rehistoria y una
historia p ersonal de placer, u na afirm ación de afirm aciones.
C iertam ente que esto debería alterar toda n u estra pedagogía.
E ntregarse a la n atu raleza en el gabinete, solo, escribiendo
cartas, ju g an d o en la tra stie n d a con nom bres conocidos, nos
parece u na ilusión. Pero Jacobi vivía en ella com o «su n a tu ­
raleza» y no lo sentía.
Testim onio de esta entrega a la naturaleza es una de las

137
p rim eras c a rta s a La Roche. Pero tam b ién en las c a rta s a
W ieland se r a s t r e a . A n a l i c e m o s la p rim era m encionada:

Je me sens une aversion invincible contre tous les espè­


ces de contorsions corporelles ou spirituelles. Il faut marcher
avec la Nature; und sie simpelm und reinen Empfindungen,
die sie giebt, mit so viel Feuer und Stärke aufnehmen, als sie
einen ein Herz dazu gegeben hat, aber keine neuen erfinden
wollen [14.VI.1971; AB, I, 44].

H ablam os de Liebe, Freundschaft, Sympathie, Empfind­


samkeit. Ahora podem os decir que todo eso era seguir la na­
turaleza p ara Jacobi. Y que era preciso hacerlo. Las diferen­
cias con el Rococó son claras: no hay que inventar sensacio­
nes ni pasiones, no hay que refinarlas, tran sfo rm arlas —ésta
es la acusación de contorsión—, sino sólo aceptarlas con tanta
fuerza com o perm ita el corazón. E sta experiencia vital de J a ­
cobi significa para nosotros: las pasiones que perm ite nues­
tro entorno deben ser hip erd esarro llad as p ara d ar expresión
a aquellos otros afectos prohibidos. Para Jacobi sin em bargo
significaba lo dicho: d ejar correr la n atu raleza con toda la
fuerza que pueda, aunque eso suponga escándalo en W ieland.
Y esto es así porque pone en las p alab ras del Rococó una
variación que las tran sfo rm a radicalm ente: entusiasm o. Con
esto, Jacobi, y por vía propia, está m archando hacia el Sturm
und D rang, y m o stran d o su caso personal podem os analizar
con claridad el juego de este m ovim iento en el seno de la so­
ciedad burguesa. Pero ju sto esto explicará el encuentro fruc­
tífero con G oethe: Jacobi h ab ía llegado tam bién con clari­
dad a la idea de que el entu siasm o y la pasión fuerte es la
m oral del genio. Cuando le com enta a La Roche un libro fran­
cés le dice:

Au reste ce livre est rempli d’un bout à l’autre d’idées


grandes et fortes: c’est le véritable enthousiasme qui l’a dicté,
cet enthousiasme que est l’oeil de genie, qui découvre et rend
visible aux autres, les principes d’où découllent les vérités et
les erreurs [B, I, 1, 150].

Es im portante tener en cuenta este pasaje. El genio es edu­


cador. Sigue estando aquí Jacobi en el Agathon de W ieland.
Pero es educador porque al sentir con fortaleza, claridad y
entusiasmo, está en condiciones de sab er lo que es verdadero
y falso. R epárese en que este criterio de verdad es un deriva-

138
do del que pudo leer en K ant: de la intuición, de la presencia
inm ediata de lo real. Pero de aquí al genio como órgano de
la natu raleza no hay sino un paso. Y no hay que olvidar que
en todo el ideal de la E m p fin d sa m keit subyace un aristocra-
tismo, una idea de naturaleza mejor, que cuadra perfectam en­
te con el ideal del genio.
Así pues, el genio se expresa m ediante pasiones fuertes.
Y Jacobi cree tenerlas. No es de ex trañ ar que a veces se sien­
ta relativam ente f e l i z , e n la prim avera de su alm a (no dice
nada de la estación por la que atraviesa su persona total).
Jacobi tiene apenas trein ta años y puede decirle cosas como
éstas a Sophie La Roche.

¿Puedo decirle algo mejor y más bello que declararle que


mis sentimientos y sensaciones hacia usted son de tal condi­
ción que no sabría desearme algo más apreciable, no digo ya
que ser querido efectivamente ahora así, sino que haber sido
querido una vez en la vida así, como yo la quiero? ¿Y sabe
por qué parece ser la mejor y más bella de todas las dichas?
Porque la creatura que me quisiera así no puedo represen­
tármela sino con la imagen de Sofía y en este ángel deseo
tener mi propia alma. ¿Qué hubiera prendido Sofía La Roche
en mí si mi alma se hubiera colmado antes de esta manera?
[_AB. 1, 146, de 9.10.1773].'°'

Pero Jacobi nunca deja sola a la naturaleza. Él necesita


de principios porque sabe que una p arte de sí es peligrosa.
Lo que filtran esos principios es Liebe, y dem ás sentim ientos
expresables en textos, en cartas. La función del Liebe es de­
sarrollar las pasiones elevadas, espirituales, la n aturaleza su­
perior. La confianza en la n aturaleza significa que la entrega
al entusiasm o ante personas com o Sofía podía ayu dar a puri­
ficar al individuo com pleto y así ay u d ar a que los principios
cum plieran su papel. Con esto se introduce el m ecanism o de
la sublim ación como aliado de la represión. Pero con todo esto
com prendem os la com plejidad del m undo de Jacobi y sus mo­
vim ientos internos. Clave de bóveda de todo es la distinción
entre el Yo superior y el Yo inferior que defiende ante Wie-
land en un texto clave ;

Quizás a causa de mi entusiasmo, estoy organizado de tal


manera que necesito creer que no tengo nada que perder en
el mundo, que lo mejor en mí es el coraje que siento de reco­
nocerme en todo lo que tengo por bello y verdadero, pero es

139
imposible permanecer virtuoso cuando no ayudan las circuns­
tancias externas, por lo que mi esfuerzo fundamental va en
este sentido a lograr que los intereses de mi mejor Yo no cai­
gan en colisión fuerte y plural como los intereses de mi Yo
inferior, a hacerme una forma de vida igualmente prescrita y
agradable con la que, por una mediación socrática, mis sen­
tidos se mantengan sanos, mi entendimiento lúcido y mi vo­
luntad libre. Mientras permanezca en este sistema, el exten­
so mundo estará abierto para mí en acontecimientos con­
trapuestos para buscar y encontrar consuelo en él [^45, I,
85-86],

El juego de los principios es precisam ente m arcar esta di­


ferencia y, al m ism o tiem po, pro cu rar la arm onía, la convi­
vencia entre am bos Yo. El juego del am or aquí es reforzar el
Yo superior purificando por sí m ism o el inferior:*®^

Im ihrem Anschauen, meine Freudin, reiniget sich mein


Herz je mehr und mehr. Kein trügerischer, ekelschawange-
rer Genuss solle forthin von seinem Zeile entfernen; in wah-
ren Ahndungen inniger Verreinigung sol es barren bis es
Leben erwerbe und geneiqfie [A5, I, 147].

Lo que se consigue es un equilibrio personal que busca una


estabilidad m ás que dudosa, que a veces es perfectam ente des­
crita como viable y soportable, y que a veces es descrita como
una tortura. Cuando se describe como viable obtenem os textos
fundamentales para comprender los elementos de las posiciones
futuras de Jacobi: presentim iento, reunificación, intuición, pu­
rificación en el tú; cuando se describe como torturante obtene­
mos elementos para conocer todo aquello que no está integrado
en esa arm onía personal que describim os en el capítulo intro­
ductorio. A Sofía se la describe como viable en estas palabras:

El cielo y el infierno pueden enviarme lo que quieran si


mantengo mi constancia respecto de ser activo como un espí­
ritu que aspira a la perfección y que no está hecho para tra­
bajar objetos que pueden actuar sobre él, sino que debe ser
activo. [...] Lo que le duele a mi espíritu es cuando me dejo
afectar por fenómenos, esto es por cosas que me agitan de
una manera adecuada o inadecuada, cuando pongo en la
misma balanza las ventajas externas, o cuando creo que esto
es lo único que puede suceder. Si la apreciara menos, no me
presentaría con estos principios estoicos. Son verdaderos. Lo
sé por intuición y usted también lo sabe así \AB, I, 78J.

140
E stos son los elem entos del equilibrio: principios que se
im ponen, siguiendo la filosofía de la D eutlichkeit, por intui­
ción y que m u estran su juego com o guías inm utables de la
conducta. De ellos resulta la convicción en una naturaleza su­
perior que hay que seguir, que hay que potenciar con senti­
m ientos fuertes. Pero estos sentim ientos no son pasivos, no
los producen los objetos, las cosas, los fenóm enos, las perso­
nas enteras, sino el espíritu en ellas. Son actividad, no p asi­
vidad, porque suponen desprenderse de las autén ticas pasio­
nes que las cosas externas nos producen, de ese trügerischer
G ennus que denunciaba en el texto anterior. Pero justo en
este ejercicio de fortalecim iento de la naturaleza superior, el
corazón —el órgano que puede a m a r tan to a lo inferior como
a lo su p e rio r— se purifica. Y todo esto dentro de una dialéc­
tica hacia el perfeccionam iento de raíz estoica-platónica, per­
fectam ente coherente en últim a instancia con el espinosism o,
que tam bién busca recorrer los grados de conocim iento h asta
apro p iarse de la idea en un conocim iento intuitivo. Por lo
tanto, y dentro de la órbita del rococó, Jacobi está haciendo
filosofía cuya única m isión era interpretar su propia experien­
cia perso n al, com o una dialéctica de perfección que en el
fondo era un proceso de separación, descubrim iento y cons­
trucción de un Yo superior.
Pero a veces Jacobi no ve tan claro su com bate. Esto es
esencial al hecho m ism o de com batir por un equilibrio perso­
nal, sobre la base de estos elem entos. Cuando se siente incli­
nado a escribir algo original, propio, filosófico, e stará en re­
lación con lo que hem os descrito p árrafos arrib a. En 1771 su
proyecto es u na filosofía de la ilusión, aún relacionado con el
problem a del bien aparen te de las ca rta s a Le Sage y que
tenem os que poner en relación con dos textos m ás, que nos
van a servir para concluir este capítulo y que nos van a poner
en condiciones de entender el p unto de p artid a del siguiente.
¿Qué im plica una filosofía de la ilusión? Ante todo una filo­
sofía en la que se describa el m ecanism o por el que algo nos
parece verdad. E ste m ecanism o es fundam ental para explicar
toda evolución personal: los hom bres ad o p tan u na serie de
norm as o creencias que les parecen verdad y que en el nivel
superior de evolución personal perciben y valoran como fal­
sedades. ¿De qué depende esto? Recordem os el pasaje sobre
el genio que cité antes. E ste es el que conoce la verdad y el
que la enseña porque la siente. ¿Pero qué es lo que siente?
F undam entalm ente principios con los que alu m b ra el com ba-

141
te de la existencia h um ana. Así pues, un tratad o de la ilusión
es inevitablem ente un tratad o sobre el genio. Esa era la am ­
bigüedad de Jacobi: cuando se siente fuerte en sus principios
debe escribir un tratad o sobre el genio; cuando se encuentra
débil debe escribir el m ism o tratad o , pero ahora sobre la ilu­
sión. ¿De qué depende? L iteralm ente sólo de una cosa: de
tener o no tener una naturaleza definida y reconocida. C uan­
do esta últim a no se presenta, entonces Jacobi «juega al al­
quim ista» m oral y puede escribir un tratad o sobre «gem ein­
nützige N achriften, w elche n u r ein N arr zu entdecken fähig
war» {AB, I, 89). Pero o tras veces su h istoria personal no es
la de un loco, no es un caos. Este bello texto lo manifiesta:*®^

Nuestra vida es semejante a un epiciclo tolemaico, decli­


naciones y excéntricas sin fin. Pero siempre volvemos a la
línea de nuestra órbita. Me resulta no poco divertido recor­
dar las veces en que consideraba un gran paso hacia la ver­
dad cualquier cambio experimentado en mi forma de pensar
y me maravillaba de que en pocos días, o a veces en pocas
horas, valorara que se trataba de una locura. Aprendí a ver
mejor las cosas cuando pasé varias veces a considerar como
una locura lo que me hacía un hombre sabio y a tener la
sabiduría por locura. Entonces me esfuerzo en el conocimien­
to de mi naturaleza particular. Me observo con exactitud y
cuidado, y poco a poco reúno de esta forma algunos concep­
tos estables que me conducen siempre más allá [AB, 1, 89],

E stos conceptos los hem os su p u e sto n o sotros arrib a :


Natur, Ich, Geist, Grundsätze, Liebe, Empfindsamkeit,
Freundschaft, Sympathie, Triebe, Vollständikeit, etc. Al des­
cribirlos con detalles desde su propia vida, Jacobi se conver­
tía ante sus propios ojos en un genio m oral. En esto se había
convertido quien en el fondo bu scab a un equilibrio personal
m ás que inestable a p artir de u na situación m oral socialm en­
te insana. Esa era su ilusión p articular, aquella de la que no
pensaba escribir un tratad o ni podía escribirlo, porque enton­
ces h abría tenido que salir fuera de sí. Por el contrario, este
tratad o de la ilusión era sobre la verdad de su naturaleza p ar­
ticular plenam ente observada y descubierta. Cuando Jacobi
tenga un estím ulo potenciará un fortalecim iento de su propia
trayectoria, incluso de sus propios conceptos básicos, una p u ­
rificación de los m ism os y u na elim inación de ilusiones. Este
estím ulo, que adem ás va a ser decisivo p a ra su carrera como
escritor, es Goethe. E stam os en 1774.

142
NOTAS

1. Ciertamente debemos asegurar que Jacobi no mantiene nunca


ese tipo de relaciones y que en contra de lo que Heraeus ha dicho,
Jacobi no es esencialmente un carácter pasivo. Su correspondencia
con Wieland lo testimonia sobremanera, pues inmediatamente Jaco­
bi desea desempeñar la posición hegemónica. Ya veremos más ade­
lante ese asunto.
2. Cf. J. Wilden, Das Haus Jacobi, pp. 18 y ss.
3. El juicio de Diderot sobre la poesía de Jacobi traducida por
su hermano, aparecida en París, en 1771, bajo el título Traduction
de diverses oeuvres composée en allemand en vers et en prose par
Mr. Jacobi, era el siguiente; «¿Cómo es posible que Jacobi no sea
nada, pero nada en absoluto en francés?» (Cf. Correspondance litté­
raire, p. 175 de Lettres inédites. Como Diderot decía que todos los
grandes poetas seguían siendo algo en francés cuando eran traduci­
dos, había que extraer la conclusión de que si Jacobi no era nada
en francés, eso se debía esencialmente a que ni siquiera era nada en
alemán.
4. Esta relación será mala hasta el final de los días de Jacobi.
Cf. la introducción a las Lettres inédites de F. H. Jacobi, ed. Booy y
Mortier, pp. 31 y ss.
5. Cf. II, 179: «se me reprochaba constantemente mi estulticia y
a menudo mi obstinación, mi frivolidad y mi malignidad, pero ni
las palabras ofensivas ni los malos tratos pudieron curarme de mi
mal. Solamente se consiguió que me hiciera una pésima opinión de
mis aptitudes intelectuales, lo que me deprimía tanto más cuanto
más ligada estaba a una aspiración ardiente hacia la reflexión».
6. C f. el e s p l é n d i d o l i b r o d e Z ie r n g e b d , p p . 5 y s s .
7. Testimonios de esta inclinación son abundantes, desde la tem­
prana carta a Merk, donde se confiesa un Schwärmer, Phantax,
Mystiker, hasta el final de su producción literaria, en Die göttliche
Dinge, pasando por las narraciones de las Briefe, IVû 47, IVó 67 ss.,
y en el prefacio a su obra filosófica, II.
8. «No hay mayor placer que ver abrir delante de sí un alma
grande», escribe a Sophie La Roche. Pero Jacobi entiende por alma
grande aquella que se afirma continuamente a sí misma, como lo
vimos en las notas del capítulo anterior. ¿Pero quién puede afirmar­
se sin apoyar su afirmación en otro? Lo que Jacobi va a necesitar
es ese reconocimiento válido, esto es, otorgado desde la simpatía,
desde la igualdad, desde la comprensión del destino humano como
destino individual, pero también transparente. Su camino estará ja­
lonado de estas relaciones.
9. Este afán de Jacobi de sentirse reconocido incondicionalmen­
te, como el hijo espera serlo por su padre, ha dado pie a interpreta­
ciones excesivamente psicologistas de nuestro autor, que no apun­
tan nunca a experiencias textualizadas o hechas literatura. Así, se

143
ha hablado de carácter femenino de Jacobi. El reconocimiento no es
ni masculino ni femenino; es desmedido en su afán o no, y esto a
su vez, proporcional a su disfrute o a su negación. Lo que nos rubo­
riza de Jacobi es esa necesidad de proyectar sobre toda relación hu­
mana su necesidad de reconocimiento, no el que para eso emplee
armas especiales.
10. Esta carta aparece en AB, I, pero justo sin el texto que diri­
gido al conde Chotek, el 16.6.1771, vamos a transcribir. El amigo
Roth debía considerarlo excesivo para el recuerdo de la familia. La
moderna edición de la Briefwechsel lo incluye entero en I, 1, 110. El
pasaje final, cuando Wieland y La Roche se vuelven a ver —des­
pués de haberse separado un tiempo—, también es extraordinaria­
mente significativo, aunque esta vez Roth no lo consideró censura­
ble: «Ninguno de los que estábamos de pie pudo reprimir las lágri­
mas: a mí me corrían mejillas abajo, me desplomaba, estaba fuera
de mí y no sabía decir hasta el día de hoy cómo acabó esta escena
y cómo es que entramos todos juntos en la sala» {ibíd., 113).
11. El otro pasaje sintomático es de 1780 a Heinse {AB, I, 2,
205), y es mucho más breve. Jacobi narra su experiencia del viaje a
Hamburgo donde conoce a Claudius, Stolberg, Klopstock, etc. Pero
entre todas recuerda a una muchacha de diecisiete años llamada
Hannchen, parecida en gestos y forma a lady Eleonore, pero infini­
tamente más bella, dice Jacobi, <(y tan llena de espíritu, tan llena de
graciosa dignidad que por ella no perdería desgraciadamente los sen­
tidos, pero desde luego sí, ¡ay dolor!, mi pobre corazón [die Sinne
leider nicht, sondern abermals, o Weh!, mein armes Herz ver/orj».
Jacobi no se permite perder los sentidos; sólo el corazón, dar curso
a ese Liebe tan absolutamente confuso de la época que no hace sino
esconder impotencia y miedo a perderse realmente en conductas no
reconocidas socialmente.
12. Ciertamente que no es todavía una experiencia religiosa ex­
plícita. Pero de hecho, y manteniendo esta misma estructura de ex­
periencia, Jacobi desembocará pronto en la evidencia de que su
experiencia sólo puede comprenderse como auténticamente cristiana.
De su problema indudablemente quiere hacer su esencia, de su anu­
lación, su realidad; de su muerte, su vida. Esta es la experiencia del
bautismo, del renacer al hombre nuevo, que es íntimamente cristia­
na.
13. Cf. Lettres inédites, p. 32, donde se retrata al joven Jacobi y
donde se defiende que la inclinación religiosa de Jacobi no es sino
una resultante. La sugerencia es correcta.
14. Jacobi ha sentido perfectamente esta escisión entre comer­
ciante y hombre, entre el Jacobi burgués y el verdadero Jacobi. Cf. la
correspondencia con Rey, Lettres inédites, p. 134. El tema del doble
sujeto en el hombre es también bastante recurrente en la correspon­
dencia con Wieland.
15. Cf. Das Haus Jacobi, p. 19: Zierngiebd, pp. 6 y ss.

144
16. Id., p. 6.
17. Cf. David Hume. II. 180.
18. Cf. la monografía de Isenberg sobre la influencia de Bonnet
sobre Jacobi. También Lettres inédites, p. 20.
19. Cf. B, I, 1, 6-7, acerca de su interés sobre Rousseau.
20. Sobre el medio cultural de Jacobi en Ginebra, cf. H.A.
Schmidt, pp. 217-218, aunque algunas de sus observaciones tendrían
que ser matizadas, en el sentido de que Jacobi reunía un conoci­
miento de los tres grandes pensamientos europeos; el inglés de Bacon
y del sensualismo moral, el de la escuela de Leibniz y Wolff y el
materialista y racionalista de la Enciclopedia. No se da una influen­
cia convergente de estas escuelas, sino solamente sucesiva. Como ve­
remos, en cierta medida mi trabajo propone una sedación de esa
influencia, en la que desde luego la peor parte corresponde al pen­
samiento empirista inglés, cuya influencia es más bien superficial e
incluso se podría decir que deshonesta.
21. La ansiedad de Jacobi por saber cosas relacionadas con Rous­
seau se deja traslucir en las cartas a Rey, donde toma además claro
partido en favor del ginebrino contra Hume (B, I, 1, 32, 39). El es­
cocés es un pseudofilósofo. Cuando pasan unos meses sin noticias
de Ginebra, a Jacobi le parece un tiempo infinito {B, I, 1, 40).
22. Así en (fi, I, 1, 39) exige que publiquen la memoria de todos
los problemas de Rousseau en su ciudad natal a fin de que sus de­
fensores (entre los que sin duda se encuentra Jacobi) satisfagan su
derecho de saber explicar su conducta.
23. Cf. Lettres inédites, p. 49.
24. Parece evidente que Jacobi leyó el Emilio. En su carta a Le
Sage perdida debía de referirle a su maestro una serie de reflexio­
nes sobre la filosofía de Rousseau que debía de estar íntimamente
relacionada con esta obra. El anciano Le Sage le contestaba así: «J’ai
relu le passage de votre lettre du 15 eme septembre, qüi peignoit les
escrits de Rousseau avec de couleurs atout au moins aussi brillan­
tes que les siennes, et que j’a fait copier a la tête de mon exemplair
d’Emile» (fî, I, 2, 35). ¿Si estas reflexiones no se referían al Emilio,
por qué La Sage las copia justamente en su ejemplar?
25. Cf. Schmidt, p. 229.
26. Cf. AB. I, 5.
27. Cf. la carta de 4.12.1764 donde se niega a discutir de «matiè­
res métaphysiques et morales que vous avez si profondément méditées
et senties». Las excusas son muy diversas, pero la más pintoresca,
aunque parezca también la más sincera, es esta: «Si je n’y pas répon­
du c’est parce que je n’avois alors auprès de moi que de jeunes copis­
tes, dont ces discussions auroient pu ebranler la foi» {AB, I. 21).
28. Obsérvese lo diferente de esta posición de la madura de Ja­
cobi, que recogerá la positividad del juego del instinto en la dinámi­
ca de la salvación personal. Aquí instinto es fuente de mal, y sólo
de bien aparente.

145
29. El texto completo se encuentra en AB, I, 21.
30. Incluso cuando edite Woldemar le hará llegar un ejemplar
con las mayores muestras de cariño y afecto.
31. Para el interés por las obras de los materialistas franceses,
reflejado por las compras que hace a su librero Rey, cf. Lettres iné­
dites, p. 52.
32. Cf. Lettres inédites, p. 45.
33. Levy Brühl en su monografía sobre Jacobi consideraba este
rasgo de Jacobi absolutamente paradójico con su pensamiento gene­
ral. Booy y Mortier, por el contrario, han puesto las cosas en su
sitio: para ellos es una consecuencia natural de su individualismo y
naturalmente de su situación burguesa que sólo podía funcionar real­
mente con la instauración del libre cambio, cf. Lettres inédites,
p. 49.
34. A Kopstad, febrero de 1765, Booy, Lettres inédites, pp. 19-20.
Sobre la admiración a Montaigne, del que pide sus novedades, cf. a
Rey, 17.10.1767, B, I, 1, 45. A él le dedica el mejor elogio pensable
para Jacobi: compararlo con Montaigne: cf. a Reich, 22.10.1771, B,
I, 1, 145. La influencia de este pensador es sobre todo visible en
Über Gewat, eine politische Rapsodie y demás escritos políticos. Fer-
gurson desde 1771 aparece a la misma altura que Montesquieu, B,
I, 1,145; se interesa por sus obras, sobre todo p>or la traducida como
la Geschichte der bürgerliche Gesellschaft, y es completamente entu­
siasta en su carta a Sophie La Roche de 17.6.1771: «Wie kommt es,
dass Sie nichts von Fergurson sagen? Sollte Inhen dieses Buch,
welches ich für eins der vortreflichten, so je geschrieben worden,
halte weniger als mir gefallen haben?» (ß, I, 1, 115).
35. Cf. todo B, I, 1, 5 donde se llama a los escritos de Voltaire
quolibets que no prueban sino las bondades de sus enemigos.
36. Sin duda leyó su Carta sobre la tolerancia (cf. a Rey, carta
del 20.1.1764, B, I, 1, 11), Diccionario filosófico (cf. a Rey, 28.8.1767,
B, I, 2, 40; 7.10.1768. B, I, 1, 60)
37. Cf. carta de 6.12.1770, B, I, 1, 101.
38. A Wieland, 20.4.1776, B, I, 2, 40.
39. Cf. Heine a Jacobi, 9.10.1780, B, I, 2, 197.
40. Cf. ß, I, 1, 10, y 29.
41. Cf. a Sophie La Roche, 30.8.1773 (ß, I, 1, 211).
42. Cf. B, I, 1, 211: El interés de Jacobi por Diderot sin embar­
go se mantuvo. En 1784 lee Jacques le Phataliste. Cf. Herder a Ja­
cobi, 20.12.1784, Nachlass Herder, II, 266.
43. Cf. carta de 5.10.1773 (ß, I, 1, 213).
44. A Sophie La Roche, 19.11.1772, B, I, 1, 178.
45. La descripción de las prácticas educativas «cristianas» no deja
de testimoniar por un lado la vivencia interna de las mismas y, por
otro, su igualmente sincera repulsa. Por lo que sabemos de la edu­
cación de sus hijos, Jacobi en modo alguno estuvo influido por la
obra dejsu padre. Cf. este texto: «¿Cómo se harán realmente buenos

146
si no se les presenta otro motivo para impedirles hacer el mal que
el miedo a los castigos; cuando los ejercicios de piedad se confun­
den en su cabeza con los deberes más esenciales de la humanidad y
cuando incluso la infracción de estos últimos puede ser reparada con
penitencias que no tienen nada que ver con la moralidad. Después,
si su creencia viene a vacilar, no tiene deberes y toda moral ha de­
saparecido» (B, I, 1, 118).
46. Cf. B, 1, 1, 119.
47. La alabanza de los antiguos como exponente de la verdadera
moralidad se encuentra en la p. 119 de la carta. Entresaco los tex­
tos principales; «Su amor a la patria no era un fanatismo, un entu­
siasmo ciego; era la consecuencia de su constitución política que pa­
recía hecha expresamente para poner en movimiento todas las capa­
cidades del espíritu y del corazón, para desarrollar siempre
verdaderos ejercicios y elevar a su grado más elevado de fuerza y
desarrollo el instinto de sociabilidad, el más noble de nuestra natu­
raleza, y la única fuente de cualquier virtud verdadera. Desde los
más tiernos años se esforzaban por obtener este poder por sí mis­
mos, para mantener su alma libre y abierta a cualquier noble im­
presión. Para ellos no era problemático, como para nuestros cosmo­
politas, si al final la felicidad quedaba en un camino completamente
diferente del suyo. No sopesaban las situaciones contrarias y no sur­
gía en ellos con facilidad la consiguiente confusión de los principios.
Todo era simple, concreto, coherente, adecuado. [...] Los griegos, dice
Winckelmann, no necesitaban ser instruidos; sabios podían serlo
todos». Es perfectamente audible la voz de Rousseau en todos estos
párrafos.
48. «¿Hacia qué aspiramos nosotros? En todos los estados y es­
tamentos miro a mi alrededor y sólo veo que el instinto general es
el de riqueza y el de la prepotencia. ¿Y por qué es este ahora el
último fin de cada uno de los hombres? Respecto de este fin final se
pueden intercambiar fácilmente los objetos de la opulencia y los dis­
frutes sensibles. Hemos perdido el instinto de sociabilidad, las me­
jores capacidades de nuestro espíritu están adormecidas; somos com­
pletamente voluptuosos, incluso el piadoso, el santo, es un volup­
tuoso larvado» {ibíd., 119).
49. La crítica a la religión esclesiástica se encuentra de la mano
de la crítica a los órdenes clericales. Fürstenberg era partidario de
no destruir las órdenes de monjes, pues se les puede impedir hacer
el mal y son un ejemplo de austeridad y de costumbres relativamen­
te rousseaunianas, si poseen una educación ordenada y se les deja
libres en sus asuntos internos (I, 2, 97); todo ello si la administra­
ción, dice Fürstenberg, no les muestra odio y limita su dependencia
de Roma. A Jacobi todo esto le parece «surpasser toutes les bonnes
intentions qu’on a jamais eues» (B, 1, 2, 109). Los conventos no le
parecen en modo alguno encarnar reglas de conducta rousseaunia-
na, sino «la vanidad, la envidia, la intriga, el despotismo y el odio

147
más enraizado», por lo que cree que todo esto son consuelos que se
busca el que no se atreve a medidas más radicales. Fürstenberg no
cambió de opinión (ß, I. 2, 210). Jacobi, como se puede imaginar,
mucho menos (ß, I, 2, 116). Muy cerca de este tiempo, en una carta
a Müller, Jacobi escribe; «Religión ha sido en general fuente de edu­
cación, pero nunca fuente de libertad. De sus demás virtudes como
medio político tampoco se puede salvar ninguna, suponiendo que se
hayan considerado así alguna vez» (III, 463).
50. Las convicciones anti-nobles de Jacobi se dejarán sentir en
su relación con el cuento Le Noble, narración anónima editada por
Rey a petición de Jacobi, en el que se hacia una crítica interna,
por una persona perteneciente a esta clase, de la nobleza. Jacobi le
hizo un prefacio; cf. Lettres inédites. Apéndice.
51. Cf. Booy y Mortier, Lettres inédites, p. 49. En efecto, Jacobi
es menos demócrata que enemigo del Despotismo.
52. Su opción sobre los problemas políticos de Ginebra, centra­
dos en la disputa entre el senado y los representantes, es clara a
favor de los segundos, llamando a los primeros «imbéciles, maîtres,
tiranie» etc. cf. Lettres inédites, p. 50.
53. No podemos aceptar por tanto el veredicto de Zimgielb sobre
el estado intelectual de Jacobi en esta época: «Er war bereits zu­
gleich Aufgeklärter und Mystiker, Atheist und Theist, es halten für
ihm Glauben und Demostration —jedes für sich an seiner Ortglei­
che Berechtigung. Den Mittelpunkt, die Versöhnung dieser Gegen­
sätze aber sah er selbst nie, wie er wie eine Janusgestalt, zwischen
beiden stand» (p. 7). Creo que Jacobi nunca fue ateo, que nunca
consideró en esta época a la demostración y a la creencia como te­
rrenos escindidos, que no comprendía ya la antinomia que desperta­
rá a partir de 1780.
54. Cf. II, 183; los estudios que deseaba realizar eran sobre me­
dicina, esencialmente sobre lo que hoy podría llamarse psiquiatría.
Los libros que le pide a Rey son claros, como p. ej. Les vapeurs et
maladies nerveuses dans les deux sexes, de Pômme, Lyon, 1767.
55. Testimonios sobre el carácter diplomático de Jacobi en Let­
tres inédites: «El joven Jacobi es una naturaleza compleja, ambigua,
contradictoria incluso y se comprende que le haya exasperado el bur­
gués austero e intransigente que era su padre. Niño secreto, reple­
gado en sí mismo, impaciente de las disciplinas que se le quieren
imponer. Fritz es también una naturaleza pasiva, femenina, que odia
el poder, la energía, la voluntad le falta» (p. 33). Gallitzin le ha juz­
gado bien cuando escribe a Hemsterhuis en julio 1780: «Su defecto
más esencial, es decir, el más enemigo de su propia felicidad, es ser
adorado como un dios por toda su familia. Es un poco el niño mi­
mado» (cf. Brachin, P., Le cercle de Münster, 1779-1806, et la pen­
sée religieuse de F.L. Stolberg, p. 55).
56. Todo esto es un síntoma más de una historia personal trau­
matizada. En efecto, en la carta XVI dirigida a Rey, Jacobi declara

148
para qué son ciertos envíos periódicos de dinero. Se trata de asegu­
rar la suerte de su hijo, «faut de quoi Jacobi ne saurait n’y vivre n’y
mourir tranquile» {Lettres inédites, p. 95). Y añaden los editores:
«Quizás sea preciso ver aquí la explicación y el origen del sentimien­
to de culpabilidad que ciertos comentaristas modernos han revelado
en la obra de Jacobi» {ibíd., p. 28).
57. El padre de Betty, Isaías V. Clermont, burgués ennoblecido,
era un fabricante de tejidos, poseedor de las instalaciones más mo­
dernas de Europa en su momento. El número de los obreros de su
fábrica era extraordinariamente elevado para esta época. La familia
de su esposa, Helena Margarita von Huyssen, también gozaba de
una posición social elevada. Su padre era alcalde de Essen, y su
hermano ministro del zar. Desde el siglo Xlll se registra la activi­
dad de los Clermont en la zona. Pero no vamos a exponer los deta­
lles. Algunos de ellos se pueden ver en Das Hause Jacobi, p. 22, y
en J. Líese, Das Klassische Aachen, II, 1939, pp. 108 y ss.
58. Cf. Lettres inédites, p. 25 de la introdución, y Liese, op. cit.,
p p . 1 41-143.
59. Lettres inédites, p. 42. *
60. Ibid., p. 61.
61. Ibid., p. 25.
62. La amistad por Jean Marie Comparer debió ser intensa. Desde
luego, sólo así se explica que en 1768, nueve años después de su
estancia en Ginebra, aún le considere su amigo, y se lo recomiende
a Rey para una traducción de una obra italiana. Jacobi después de
autorreprenderse por no escribirle dice: «Pero en este momento mis
lágrimas se llenan de ternura y reconocimiento», producto de su re­
cuerdo lleno de sentimientos mezclados de placer y de tristeza (5, 1,
1, 63). Este hombre fue jefe de los representantes en los disturbios
de Ginebra, lo que testimonia que Jacobi era mucho más avanzado
y libre que su medio.
63. «Jamás tiempo alguno fue mejor empleado, si no se hiciera
alguna vez, con mucha pena y preocupación, pésimos negocios» {B,
I. 1, 14).
64. Cf. Para todo esto Lettres inédites, p. 134. Por lo demás las
relaciones de su hermano con su padre han empeorado mucho desde
que el primero decidió tomar los hábitos, convirtiéndose, según su
padre, en un parásito para la sociedad. Cf. Lettres inédites, carta
XLIV.
65. Lettres inédites, p. 31.
66. Ibid., p. 39, carta LUI.
67. 21.8.1768 a Rey; B, I, 1, 62.
68. Cf. 25.11.1768; B, 1, 1. 66-67.
69. Las razones que daba Jacobi para no hacerse cargo de la
misma eran sólidas. Por tanto es preciso suponer un interés aún más
elevado. Jacobi comunicó a Mendelssohn que se esforzaba en la tra­
ducción a primeros de junio de 1769.

149
70. Por fin Rey buscó un traductor. Jacobi desautorizó, sin em­
bargo, la traducción en términos radicales (11.7.1769). Jacobi mien­
tras tanto había recibido el visto bueno de Mendelssohn y su volun­
tad de colaborar en la versión francesa de la obra. Así pues, Jacobi
se vió en un apuro. Rey ya se había gastado ocho ducados en la
mala traducción (julio 1769, Lettres inédites, p. 77), por lo que du­
daba en aceptar la empresa de Jacobi. Al final lo hace. Pero será
Jacobi quien falle, dejando al final la obra sin hacer (cf. a Wieland,
24.8.1771, B, I, 1, 126). Quizás este asunto cortó la correspondencia
con Rey.
71. Cf. a Wieland, 28.10.1772; B. I, 1, 172.
72. Jacobi a Wieland, 27.10.1772; B, I, 1, 168.
73. Aquí hay que situar la atención que Jacobi prestó a la Palin-
genesie de Bonnet. A su librero le dice, por haberle mandado dicha
obra, «ya la he leído en gran parte. Me habéis hecho un gran servi­
cio cediéndomela, pues mi deseo de leer esta obra era extremo» (B,
I, 1, 80). Pero Bonnet no volvió a aparecer en su correspondencia,
señal inequívoca de que la obra no le debió de parecer profunda.
74. Cf. pafa todo esto el primer capítulo de mí Formación de la
crítica de la razón pura.
75. Cf. para la manera como Jacobi describe esta experiencia,
en II, 190-191. Desde luego que Verra subraya adecuadamente este
pasaje en su exposición de David Hume, si bien es prácticamente el
único punto que toca con extensión de este libro. Aún más extraño
es que un libro tan importante en la bibliografía de Jacobi como el
de Baum, no haga referencia a esta influencia de Kant sobre Jacobi,
que desde luego es relevante para la problemática central de su in­
terpretación: el valor objetivo de las representaciones.
76. Cf. su libro Geschichte einer Freundschaft, sobre todo el pri­
mer capítulo, fundamentalmente p. 11.
77. Cf. la carta a Rey de 21.10.1768, donde la ensalza, y de
25.11.1768, donde muestra su simpatía con el poeta de Weimar como
defensor de una concepción dulce y fácil del placer.
78. Nicolai, p. 11.
79. Id., pp. 13-15.
80. Lettres inédites, p. 35.
81. Jacobi emplea el vocabulario típico de la cultura rococó para
expresar sus reacciones ante un poema de la «Venus en el Baño»,
que encuentra al menos en sus primeras cuatro estrofas «ungemein
frappant» (B, I, 1, 56). «Aquí domina el entusiasmo arrebatador y
el dulce entusiasmo (ce charmant delire) que se apodera del cora­
zón del lector con fuerza arrebatadora y le hace sentir [empfinden]
como un poeta» (B, I, 1, 56).
82. Cf. carta a J.G. Jacobi, 19.9.1769.
83. Hay aspectos de esta carta muy significativos para entender
la diferencia entre Liebe y Freundschaft, y para comprender hasta
qué punto existía una ambigüedad consentida en todos estos con-

150
ceptos. Pero la forma de valorar a la mujer cuando no hablan de
ella en clave «poética» es de tan dudoso gusto como cuando preten­
den hacerlo poéticamente.
84. Cf. Gleim sobre el amor, B, I, 1, 83, 84, 85, 96-97. Una des­
cripción semejante la tenemos en el prólogo a la traducción al fran­
cés de los poemas del hermano. Lx> que describe Jacobi como senti­
mientos que producen las poesías debían de ser exclusivamente los
suyos propios, su personal forma de sentirlos; «Une délicatesse, une
profondeur de sentiments qui le met ronnent, et fait que les rap­
ports le plus cachés qu’ils ont avec l’homme, se présentent naturell-
ment à son esprit serieux, il vait y répandre une douce sérénité, et
les larmes qu’il fait verse bout toujours accompagnées d’un agréable
sourire» {AB, I, 47-48). Wieland saludó este prólogo como una mues­
tra de lo que Jacobi podía hacer de decidirse a escribir.
85. Cf. AB, 1, 41 «Vor meiner... gefühlt».
86. «Desde que conozco a Wieland, me siento infinitamente más
feliz que antes de ser su amigo. La sensibilidad natural, bella y va­
ronil de su alma, la indestructible bondad de su corazón, su increí­
ble corrección y distinción que le hace incapaz de cualquier envidia
y celo y muchas otras propiedades excelentes, hacen su carácter tan
digno de honra y amor como su genio. Nuestra amistad creció en
poco más de dos días hasta la más íntima confianza» {AB, I, 42).
87. La crisis de esta amistad tiene profundas raíces filosóficas y
psicológicas por parte de los dos hombres, lo que debería sorpren­
der si fuera verdad la descripción de la nota anterior. Las diferen­
cias sobre el Agathon, sobre la forma de desplegar la corresponden­
cia, sobre el valor de la literatura del Sturm, sobre todo Goethe y
Merk, quienes habían atacado duramente a Wieland, la inclinación
personal de Jacobi hacia ellos y hacia Klospstock; todo ello enfriará
la relación, que estallará con la polémica sobre el fundamento del
poder político.
88. Cf. para este asunto mi trabajo «Sujeto burgués e ideal de
humanidad en Schiller», Actas del II Congreso de Filosofía del País
Valenciano. El tema del doble Yo hay que seguirlo en AB, I, 58-59,
de 2.8.1773 y 14.8.1773.
89. Cf. las cartas 15.9.1771; 25.9.1771; 24.11.1771.
90. Cf. las cartas 15.9.1771; B, I, 1, 135-136; 25.9.1771 {B, 1, 1,
139) y B, I, 1, 146.
91. Lo que Wieland sabe y dice de Jacobi debería bastar para
destruir de una vez la imagen de un Jacobi pasivo, inactivo, femeni­
no. Sólo la estulticia puede hacer pensar que la relación tan intensa
con Wieland tenga que testimoniar este tipo de carácter, si es que
este tipo de carácter es algo. Jacobi tiene para Wieland «l’esprit
comme un démon» {AB, I, 53). «Tous vous appelle à la vie active» y
le hace poseedor de una «prodigieuse energie» {ibid., 61). Claro que
Jacobi se muestra celoso y le exige fidelidad en cualquier otra amis­
tad (cf. 19.1.1772), y que todo esto implica una carga de dependen-

151
cia. Eso lo sabemos. Pero hay que distinguir aquí las causas de los
efectos. La dependencia es consecuencia de una inseguridad en sí y
en su mundo sentida de una manera enfermiza. Pero es un efecto a
su vez de una fuerza de carácter, de una obstinación, de un comba­
te y de una voluntad de afirmación. La dependencia hasta este punto
no es sino una manifestación extrema de posesión, de una voluntad
fuerte que le sirve de causa.
92. A partir de 1772 Jacobi deja su negocio y acepta un puesto
de Hofkammerrat (cf. carta a La Roche 18.1.1772, B, 1, 150). A
partir de este momento es el período más fructífero de la amistad,
centrado en una nueva edición de Agathon. Aún en septiembre de
1772 Jacobi escribía; «Mi amor por usted es ciertamente, la sensa­
ción dominante en mi alma» {AB, 1, 75). Y en diciembré, cuando
Wieland reconoce de alguna manera el talento de Jacobi para la lite­
ratura y la filosofía, Jacobi exclama lleno de júbilo: «¡Yo soy el que
mueve este corazón, es una llama de un espíritu, lo que en él se
siente! ¡Yo creador, creador de sensaciones divinas, y no lo soy en
este momento y no sólo aquí, sino que nunca descansará la fuerza
que sale de mí!» {AB, I, 105). Es el tiempo en el que empieza a edi­
tarse el Merkur, en el que Jacobi colabora enviando sus trabajos
sobre Herder y Pope, etc. La revista pensaba sobre todo en Herder,
que editaría sus pequeños tratados sobre el amor, sobre Lessing,
sobre Kant, etc. «La gente que necesitamos», como consta en una de
las cartas, es justamente esa. Los problemas entre ellos van a surgir
en abril de 1773, cuando Wieland publique una recensión laudatoria
sobre una novela de Nicolai, que según Jacobi —lo que no es impo­
sible, dado la forma que tenía Nicolai de entender la literatura— no
era sino una afrenta a su hermano (que en la novela era llamado
Sebaldus Nothanker) (B, I, 1, 190). Jacobi exigía que Wieland se
retractara y pusiera las cosas en su sitio. En su contestación, Wie­
land mantenía que «el entusiasmo de las almas nobles las hace in­
tolerables» (B, I, 1, 191). Jacobi contestará con una acusación muy
peculiar: Wieland padece de un «zu weitgetriebeenen Tolerantismus,
zu allgemeine Sympathie» (ibíd., 191) que rompe todos los impulsos
del alma. A Gleim le contesta lo mismo (ibíd., 192). El final de esta
carta es realmente impresionante: «Sie sehen, mein Liebster, wie es
mit mir ist, kund dass itzt du Peder hinlegen muss. Sie wollen dich
Ihre Briider Jacobi nicht verberen, nicht auf ewig verberen?» (ibíd.,
192). Ya no había duda, el juego literario se había acabado. Ahora
estaban frente a frente personas con su lugar dentro de la sociedad.
Jacobi, ministro de un rey, no podía consentir la burla hacia su her­
mano; Wieland, el autor cortesano, no podía enfrentarse a un hom­
bre tan prominente en la cercana Berlín como lo era el editor de las
Literaturbriefe. Así que Wieland contestó con un «lo escrito, escrito
está». Pero aún deseaba quedarse tranquilo con algunas observacio­
nes sobre el carácter de Jacobi; se da por vencido respecto de su
deseo de dominar un Vesubio, que es lo que Jacobi lleva en el pecho

152
(Aß, I, 119). Lo que sigue es melodramático. Wieland no puede ceder
porque «un grado de debilidad hace morir el respeto» (Aß, I, 121).
Jacobi, sabiéndose débil ante esta disyuntiva, retrocede: «No temo
en el mundo sino perder su respeto, no parecer un hombre ante
usted: pues yo merezco en el mundo respeto. Soy un hombre» (Aß,
I, 121) Continúa denunciando las alabanzas ilimitadas que la Deuts­
che Bibliotek recibía en el Merkur (p. 125) y le parece incríble que
Wieland estuviera bajo la protección de Nicolai. Todo esto obliga a
que Wieland descubra su verdad más profunda: él no es sino un
siervo, un autor de la corte que debe estar bien con todo el mundo,
pero con ironía y realismo confiesa: «Ich habe nie eine sehr grosse
Meinung von mir selbst gehabt, und ich kenne meiner schwache Seite
besser als jemand. Es mag also wohl sein, dass ich ein so armseli­
ges Personnage bin. Streiten will ich nit Inhnen nicht darum» {ibid.,
131). Pero la Deutsche Bibliotek es para él la mejor institución cul­
tural alemana por lo que, continúa, «debemo agradecimiento al edi­
tor del rey», a Nicolai. Y concluye: «de una vez por todas, mi queri­
do Jacobi, su genio es demasiado fuerte para el mío. Abraham y
Loth eran también hermanos como nosotros, pero cuando vieron que
podrían llegar a donde nosotros hemos llegado, fueron inteligentes y
separaron sus caminos en paz. Esto es lo mejor que podemos hacer».
(Aß, I, 137-138). Luego, el Wieland diplomático bajará el tono de
su exigencia. Pero la señal estaba dada: la amistad había encontra­
do unos límites en los que no podía desarrollarse. Esto era matarla
para Jacobi, a quien se le obliga a aceptar las reglas del juego que
dictaba Wieland (cf. 20.8.1773, Aß, I, 139). Wieland contesta a par­
tir de ahora fríamente a los entusiasmos de Jacobi: «Mein Dasein
ist die insipidesde Sache von der Welt; mein Genius ist erloschen
und sehe keine Möglichkeit ihn wieder zu erwecken» {ibi'd., 144).
Luego la conversación epistolar será sobre las contribuciones del Mer­
kur (21.10.1773, p. 152). El sentimiento desaparece sabiéndolo ambos
{ibíd., 154). Jacobi se siente atado: Wieland es lo mejor que conoce
y sin embargo ya no le llena. La carta de 1.3.1774 desde Aachen es
un intento de Jacobi de apostar por el menor mal: «¿A dónde quere­
mos ir si nos separamos? ¿Qué queremos? ¿Buscar hombres mejo­
res que aquéllos que hemos encontrado el uno en el otro?» (ß, I, 1,
222). Ciertamente que Wieland tampoco quería perder totalmente el
contacto con Jacobi, dentro de su política universal de no tener ene­
migos. Por eso su contestación tiene alguna efusión: Jacobi es tam­
bién lo mejor que conoce. Debían mantener un equilibrio: «ir tan
cerca como sea posible sin llegar a chocar con la cabeza» {ibíd., 157),
lo que en el fondo hubiera deseado Wieland desde un principio. Todo
se diluirá entonces cuando se tenga conciencia de que se ha encon­
trado otro hombre mejor: Goethe. En el fondo, Wieland se sabe ata­
cado con él y busca un acuerdo con Jacobi para no tener más flan­
cos. Así en la página 165 le dice: «Usted es el mejor y más cálido
mortal que conozco, usted, alma de fuego, si pudiera arder un poco

153
más suavemente, sería como el sol benefactor que alumbra y calien­
ta». Aunque no aplicado a Jacobi, Wieland da a la enfermedad de
Jacobi este acertado nombre: Seelen-Priapismus {ibíd., 168), de la
que afirma que sólo el tiempo tiene la clave de su curación. Pero
mientras se acerca el verano de 1774 donde Jacobi se aproximará al
enemigo momentáneo de Wieland: Goethe. Entonces todo habrá aca­
bado.
93. Es el ideal que defiende en 1773 en una discusión con Dide­
rot, quien le recomienda sobre todo un corazón frío para escribir.
Cf. B, 1, 1, 217.
94. Jacobi se siente eufórico cuando Wieland le acepta alguna
corrección, (cf. 14.12.1772, AB, I, 105). En el fondo Jacobi se identi­
ficaba totalmente con la novela porque él se identifica con el héroe,
Agathon. Esto era una especie de consideración implícita en su cír­
culo. Cuando Gleim le dedica el Laidion lo hace con estas palabras:
«Al excelente Jacobi Agathon, el autor, para que le enseñe como en­
contrar su perdida "Kalogatia"» (cf. ß, 1, 1, 239). La novela trataba
literalmente de eso, de una kalogatia, un proceso de aprendizaje para
ser más bello y mejor.
95. Cf. C.M. Wieland, Sämmtliche Werke, Hamburgo, 1984.
96. En esta carta, esa intuición de Dios no se llamará razón, pero
desde luego esta misma noción será recogida posteriormente hasta
llegar a la cristalización de la teoría en David Hume. La evolución
de Jacobi se nos parece como un profundo regreso a sí, que en su
punto final es ya una perfecta autoconciencia de las posiciones ele­
mentales de su primer pensamiento.
97. Con todo ello Jacobi se demuestra un filósofo mucho más
avanzado que Wieland, que así lo reconoció enviándole un texto me­
jorado convenientemente (28.8.1772, B, 1, 162). No así los razona­
mientos sobre la moral, que no fueron alterados (15.10.1772, B, I,
1, 167).
98. Briefe sur les Recherches Philosophiques, VI, 301.
99. Wieland, 16.11.1770: «Die Natur hat nie Unrecht, Liebster Ja­
cobi» (AB, I, 25).
100. Cf. 30.8.1773: «Beim allem dem fühle ich Jugendkraft in mei­
ner Seele, und ich glaube fest diese tritt ihr Jünglingsalter nun esrt
an» {AB, I, 1-42).
101. Esta carta es de 9.10.1773, AB, I, 146. Ciertamente Jacobi
está reñido con Wieland. Cf. también esta otra carta: «Es tan dulce,
tan inexpresablemente dulce conocer a Sofía! ¿Puede usted percibir
el flotar de mi alma alrededor de la suya, cómo la contemplo tran­
quilamente?» {AB, I, 161).
102. Wieland describía el Liebe-Sympathie como aquél en que el
«Herz und Geist mehr Antheil nehmen als die Sinne» {AB, I, 87).
103. A Fürstenberg, 16.10.1771. B, I, 1, 143.

154
Ca p ít u l o III
LA DIALÉCTICA DE LA EXISTENCIA
EN LAS NOVELAS DE F.H. JACOBI

1. Introducción

Hem os dicho que Jacobi sólo piensa en polém ica con un


enemigo individual. G eneralm ente se supone que esto es así
desde 1785, fecha en que publica ese germ en de toda la cul­
tu ra idealista que es Sobre la doctrina de Spinoza en cartas a
M. M endelssohn. En esta fecha Jacobi en tra en la historia
grande de la cultura. Pero es preciso recordar dos detalles:
prim ero, que Jacobi vive ya veinte años en la filosofía cuando
se atreve a ed itar sus conclusiones; segundo, que ese largo
cam ino de reflexión tam bién tiene una estru ctu ra polémica,
tam bién está vertebrado alrededor de un enem igo secreto y
obstinado: la propia existencia hum ana como problema. Estos
dos detalles perm iten esta conclusión: los veinte años de filo­
sofía de Jacobi, los que van desde 1765 a 1785 tienen un único
objetivo: ofrecer una teoría de la existencia cuyas bases, lejos
de encontrarse en p rem isas teóricas y en razonam ientos ab s­
tractos, b rotan de la concreción de la conciencia inm ediata
de la vida personal entendida como enferm edad. Si no se re­
para en el hecho sim ple de esa filosofía inicial de la existen­
cia, que se escribe en las dos novelas de Jacobi, Alw ill y Wol-
demar, entonces no se entenderá el sentido profundo del pe­
ríodo filosófico-especulativo ni las claves p o sitivas de la
doctrina de Spinoza.

155
La categoría fundam ental de la reflexión jacobiana sobre
la existencia es la de enferm edad. Sin duda, este hecho nos
hace presentir una conclusión: Jacobi inicia una línea del pen­
sam iento burgués que, p asan d o por Schopenhauer y Kierke­
gaard, llega h asta Freud, Th. M ann y Kafka, a p u n tan d o esa
centralidad de la enferm edad para la existencia hum ana. Pero
hay una razón m ás que avala esta conclusión: la enferm edad
con que la existencia se hace presente a la conciencia viene
provocada por la relación con el padre, relación fijada en el
dolor del au to ritarism o y la represión de las inclinaciones. El
resultado es la interiorización de la represión contra sí mismo,
la pérdida de identidad, la incapacidad de tolerancia para con­
sigo m ism o. Jacobi es un p ensador burgués en la m edida en
que es plenam ente consciente de que todas estas tensiones
obedecen a razones económ icas —no se olvide que Jacobi es
destinado a priori por su padre a con tin u ar su negocio fam i­
liar—, en la m edida en que es testigo de la insoportable con­
tradicción entre el hom bre y el com erciante, y en la m edida
en que con estos dato s de su p rehistoria in tenta recom poner
una historia personal en la que puede identificarse como in­
dividuo aceptado por ese m ism o entorno burgués que le pro­
dujo la enferm edad. La reflexión filosófica es así un complejo
proceso de adaptación del enferm o a la enferm edad, un casi
eterno aprendizaje a vivir con ella y sobre ella. En las nove­
las asistim os a ese cam ino casi infinito que, partiendo de la
experiencia resu ltan te de la represión inicial y m ítica, perm i­
te llegar al reconocim iento del Yo individuo, pleno de su sta n ­
cia, autocom placencia y reconocim iento social. Por eso se nos
describe en ellas u na dialéctica de la existencia que, en tanto
integra elem entos y problem as universales y esenciales a las
clases b u rguesas de la época, representa la lógica de una de
las posibles soluciones siem pre al alcance de la m ano para
aquellos m ism os problem as: el nihilism o y su co n trap artid a
en el m isticism o platónico.
Ya vim os cómo piensa Jacobi la enferm edad básica del
ser hum ano. Ante todo como desintegración y carencia de uni­
dad de las fuerzas hum anas. «Porque el hom bre cae en con­
tradicción consigo m ism o, por eso filosofa. Pierde de inconta­
bles m aneras la conexión de sus verdades, es decir, caen unas
con o tras en contradicción y se d estruyen recíprocam ente»
(VI, 166). E ste texto recoge la actitud básica de Jacobi sobre
la enferm edad del hom bre: la contradicción de su s instintos,
de sus fuerzas, de sus verdades. Puesto que su vida consciente

156
se halla situada en medio de esta contradicción, la filosofía es
un ejercicio de recomposición de la unidad. El instrumento
de esa recomposición es la reflexión, una reflexión curiosa por­
que debe llevarnos a la fuente de la enfermedad; «De la me­
ditación surge la filosofía, que es un regreso \_Rückweg] de la
reflexión hasta el comienzo [bis zum Anfänge]. Quien es cons­
ciente de este regreso en la meditación hasta el comienzo, y
vuelve allí donde estaba situado antes, éste ha encontrado una
filosofía» (VI, 173). Todas estas reflexiones son del Jacobi más
temprano. Y estén escritas antes o después de Allwill, su pri­
mera novela de 1775, reflejan perfectamente el sentido de la
reflexión de Jacobi: explicitar su propia historia desde el co­
mienzo a fin de realizar una genealogía de su enfermedad.
Pues bien, de eso se trata ante todo en las novelas.
Pero no solamente descripción de la enfermedad. Ciertas
preguntas se vuelven inevitables. ¿De dónde surge esta con­
ciencia de la contradicción, de la escisión, de la enfermedad?
¿Acaso no indica la presencia inmanente a la persona de un
ansia de unidad? Nuestra conciencia real plena de dolor, ¿no
refleja platónicamente la memoria lejana de una conexión exis­
tencia!, de un equilibrio perdido? ¿No es el dolor la presencia
de un instinto sin cumplir? (VI, 135). Por tanto, desde una
clave platónica que forma parte de los prejuicios (VI, 134)
radicales de los que Jacobi nunca se desprende, ¿no es acaso
el dolor el punto de partida para la reconstrucción de esa uni­
dad anhelada? Regresar a las fuentes de la enfermedad es re­
presentar el mito de la caverna: el viajero interior se desata
de las propias cadenas, se alza con fuerza hacia el reino de
la luz, toma en su poder una noticia clara de la idea de su
individualidad, para regresar después a una vida ya para
siempre iluminada.

Sin unidad [Zusammenhang] el hombre no puede pensar­


se. Su Yo se forma cada vez más y se pierde a sí mismo si
pierde la conexión de esta formación... Por eso una idea puede
llegar a ser omnidominante, pues nuestro Yo, nuestra con­
ciencia refleja misma, es una Idea [VI, 203].

Así que la existencia humana que describen las novelas


configura el proceso de formación del Yo unitario desde el
Yo escindido de la enfermedad. Lo importante es que este pro­
ceso de formación del individuo es exactamente un proceso
dialéctico, entendido en clave platónica. Y esto es así porque

157
ese zam bullirse en su propia existencia hasta sus fuentes, esta
reconquista de la u nidad y de la verdad de u na individuali­
dad, se tiene que hacer en diálogo con otros, con los am igos
que buscan la verdad conjuntam ente, y que rep resentan sim ­
bólicam ente las fuerzas escindidas ya p ersonalizadas que de­
berán recom poner la u nidad m ediante la am istad como ce­
m ento. Pues bien, esta dialéctica q u ed ará descrita cuando la
existencia h u m an a experim ente los correspondientes espejis­
mos en su noción de la am istad y así atraviese todos los gra­
dos dialécticos que llevan a la intuición del Yo individual
pleno de identidad. Espejism o, confusión (éste es el tem a del
prim er proyecto de libro de Jacobi), contradicción nueva y rei­
terad a en un exponente superior, se entretejen siem pre como
categorías tran scen d en tales de esta existencia, de la m ism a
form a que en la construcción platónica de la dialéctica en el
pasaje de la línea, las sucesivas e ta p a s vienen propiciadas
por contradicciones in m anentes a cada uno de los grados in­
feriores del sab er h asta llegar al grado suprem o, esa noesis
que se ilum ina a sí m ism a dan d o los fu ndam entos de todo el
saber posterior. V eam os brevem ente estos estadios de la dia­
léctica de la existencia.

2. Prim er espejism o: Allwill y Silli o «Liebe»


und «Freundschaft))

E ntre los prim eros atisbos de este com plejo m undo, re­
plegado sobre sí m ism o, descubre G oethe a Jacobi en D ussel­
dorf, en 1774, cuando se conocen y se en cuentran por prim e­
ra vez. En Dichtung und Wahrheit nos dirá, recordando aquel
encuentro:

Fritz Jacobi, el primero a quien yo dejé penetrar en este


caos, cuya naturaleza trabajaba de igual forma en lo más pro­
fundo, aceptó cordialmente mi confianza, me replicó de igual
forma y buscó introducirme en su forma de pensar. También
él sentía una necesidad espiritual inexpresable, y no quería
ser levantado mediante ayudas extrañas, sino que tenía que
explicarse y formarse a sí mismo [JA, 24, 217],

El texto de Goethe está pleno de intención. Él acababa de


publicar W erther y se hallaba en una encrucijada. Jacobi p ar­
ticipa de este pathos de querer explicarse, de trab ajar en lo
m ás profundo, de form arse a p a rtir de sí m ism o, sin ayuda

158
extraña. Por eso se llaman hermanos, camaradas. Fruto de
este encuentro, Jacobi recibe ánimos para convertirse en es­
critor, lo que ya antes había intentado. ¿Y qué otro modelo a
seguir que el del propio Werther? Allwill es el fruto de esta
recomendación goethiana de regresar a las fuentes mediante
el análisis de personajes literarios. Cada una de las fuerzas
que luchan en el hombre escindido queda ahora personifica­
da. Ese Proteo de mil caras que es Jacobi, se refracta en per­
sonajes. Si entran en diálogo entre sí es porque son llamados
por la voluntad del escritor para reconstruir con ellos una uni­
dad. Y así, al hilo de lo que Jacobi canta y detesta, vamos
comprendiendo la miseria y la grandeza de su propio mundo.
Veamos todo esto en un apretado resumen de un estudio más
amplio sobre los personajes de estas novelas, que no puedo
reproducir aquí.
¿Cuál es la estructura de Allwill? ¿Qué diálogo quedaba
previsto? ¿Cuáles son los amantes predestinados al encuen­
tro? ¿Quién es Allwill? Estamos ante un personaje que reco­
ge todo aquello que de común existe entre Jacobi y Goethe.
Un personaje típico del Sturm, un hombre señalado por la
divinidad, un genio, dotado de una voluntad omnipoderosa,
de un sentimiento profundo para captar la secreta herman­
dad de todo lo real, armado de una firme voluntad de pose­
sión y de un ansia inextirpable de experimentar y de amar.
Es la aparición muy germinal, si se quiere, del héroe fáusti-
co. No hay que olvidar que Goethe ya ha comentado con él
sus planes del Urfaust. Pues bien, hasta ahora Alwill sólo ha
desplegado su personalidad en una dimensión sensible. Situa­
do en el primer momento del pasaje de la línea de la dialécti­
ca de la personalidad, posee la fuerza infinita para recorrer
todo el camino, pero hasta ahora sólo se concentra en la po­
sesión sensible del mundo y, sobre todo, en esa forma de
amistad que es el amor entendido como pasión carnal. Que
esta personalidad es un rasgo central de Jacobi no cabe du­
darlo. Pero la cuestión es, ¿cómo poder aspirar a ser un genio
moral cuando se está dotado de una naturaleza semejante?
¿Qué estrategia no directamente represiva puede mantener la
fuerza infinita de esta personalidad genial sin caer en una in­
terpretación sensible de la misma, contradictoria de plano con
el mundo burgués y consigo misma?
El primer es¡>ejismo consiste en dejarse llevar por este sen­
timiento de hermandad y de unión con la naturaleza sensi­
ble, como si ahí residiera la salvación y la plenitud humana.

159
En ese espejismo ha vivido Allwill. Por eso es un cabeza de
Jano; mitad ángel, mitad demonio. Ese espejismo se resque­
braja conforme recibe otros estímulos capaces de revelarnos
dimensiones ocultas de su personalidad profunda, capaces de
entregarle a la contradicción de una conciencia escindida de
fuerzas opuestas. Esos otros estímulos representan otros tan­
tos amigos. Aquí vemos ya los primeros pasos del diálogo de
la existencia: en el círculo burgués de los Clerdon, el apasio­
nado Allwill debe purificar su extremada necesidad de amar
lo sensible. El primer efecto de este diálogo sobre Allwill
es la confusión, la niebla, la pérdida de la certeza sensible
(I, 61, 62), con la consiguiente pérdida de la pasión (I, 64). La
necesidad de la represión queda interiorizada mediante el des­
cubrimiento de la freundschaftliche Verbindung. El mundo de­
sensibilizado colma aquí su dicha y le permite exclamar: «Kein
Gefühl, kein Hass, kein Wunsch, Nichts» (I, 64). Y todo esto
viene producido por la introducción de Allwill en el mundo
burgués familiar de los Clerdon, imagen pública del propio
Jacobi, al que nuestro autor le presta sin pudor sus propios
contornos y los de su esposa Betty Clermont, que es retrata­
da como la Amalia de la novela. La síntesis es perfecta. El
desdoblamiento literario nos da las claves de la curación: la
naturaleza apasionada de Jacobi (Allwill) interioriza la repre­
sión ejercida desde siempre sobre él aceptando la familia bur­
guesa de los Clerdon —también el Jacobi real— como marco
donde resolver la contradicción, purificando su noción del
amor y elevándolo hacia la amistad (cf. I, 65-66). No pode­
mos detenernos en los procesos de separación de lo sensible,
en ese viaje que sentencia como nada todo lo sensible, pero
citaremos una expresión final de Allwill: «Qué claramente me
repite mi corazón palpitante que sólo por este camino hay que
buscar la verdadera curación» (IV, I, 69). Aquí no hay fan­
tasmagoría ni artificio (IV, I, 71-72). El proyecto es vivir de
manera natural en este contexto burgués de los Clerdon, sal­
varse en él.
Allwill acepta el ideal de la amistad como irreductible al
interés y como forma de autoconocimiento en el otro: «El ob­
jeto por el que ambos se unen es sólo un medio, un sentido,
un órgano para sentirse el uno al otro» {W, I, 74). Desde la
amistad puede salir de su insaciable afán de posesión de lo
sensible para replegarse en la posesión de sí. La contraparti­
da de su alma mientras tanto se forma a distancia. Se trata
del personaje de Silli, sin duda el mejor de la novela, la tras-

160
tienda real de Jacobi, llena de íntima conciencia de la enfer­
medad sustancial al hombre. Y Jacobi nunca se nos muestra
tan original como cuando intenta descubrir esta enfermedad.
Sabe que se enfrenta a algo nuevo, a una realidad que toda­
vía no tiene nombre (W, I, 6-7). No es melancolía, no es mi­
santropía. No es odio ni desprecio por el hombre. Al menos
no sólo eso: es la noticia de habitar un desierto azotado por
pensamientos hoscos e insoportables. Se trata de una expe­
riencia que Jacobi interpreta desde su metafísica platónica.
El texto clave es este:

Veo la tenebrosa caverna y la gran caldera donde las bru­


jas reúnen trozos de animales y de hombres... para preparar
la obra sin nombre, hasta que salen los fantasmas, vienen
como sombras, desaparecen de nuevo. Y en medio, la grotes­
ca danza y la música atronadora y el aire encantado. Tan
atrevido, tan terrible, no dura mucho. Tengo que reírme del
espanto que me asalta. No, buen Clerdon, no. Soy una mu­
ñeca de madera pintada, con huesos y ropas de madera, bra­
zos, piel y cabeza encolados y sobre un anaquel. ¿Es esto un
fantasma? [W, I, 8-9]

No nos interesa el complejo nudo de situaciones que nos


traen aquí. Tiene que ver con la imposibilidad de una expe­
riencia amorosa ordenada, casi una condena que se ha decre­
tado sobre Silli. Tampoco es necesario buscar para esa enfer­
medad de Silli un nombre contemporáneo. Y es banal regis­
trar en las cartas de Jacobi descripciones idénticas a las
citadas para informarnos de sus estados de ánimo. Es más
útil reparar en la interpretación nihilista de esta experiencia:
se trata de la muerte como liberación (W, I, 8). La figura
romántica de la muerte como muchacha dulce empieza a con­
figurarse aquí, pues se la dibuja dotada de «dulces manos».
Y, sin embargo, este personaje tiene que reunirse con Allwill.
Debe poseer estratos que posibiliten el vínculo. Aquí reside
lo fundamental: Silli vive el mundo como un desierto mons­
truoso porque posee el firme instinto de la realidad supra­
sensible. La falta de órgano para lo sensible queda compen­
sada por la naturalidad en ella del órgano apropiado para el
reino platónico del ser. Nihilismo de lo sensible, reino del de­
venir, lado del más acá del pasaje de la línea: esas son las
categorías platónicas para describir la experiencia de la zozo­
bra y de la enfermedad. Afirmación de la espiritualidad, reino
del ser, el lado más allá de la línea: ese es el ideal de estabi-

161
lidad, de autoconciencia de la identidad del Yo, que permite
luchar contra el espanto de ser muñecos de madera.
Por tanto, Silli debe ayudar a Allwill a rechazar la inter­
pretación sensible de lo real, a despertar en él la voluntad
del ser. La segunda carta de Silli a Clerdon (IV, I, 10) nos
describe una realidad ajena al tiempo, estable, eterna, propia
de la creación superior del primer y único día, mundo inma­
culado donde Silli olvida el espanto de lo sensible, esa calde­
ra de las brujas de Macbeth (IV, I, 10). Para acceder a esta
experiencia Silli confiesa: «tenía que salir fuera del mundo,
al mundo abierto» (IV, I, 10), una expresión que nos recuer­
da la ilusión del joven Allwill por escapar a la represión del
padre.

3. El desenlace real y el desenlace previsto

Ahora tenemos otro detalle de la enfermedad de Silli; Se


trata de la carencia de unidad de una vida escindida entre el
mundo del devenir y el de la estabilidad. La quiebra absurda
de esta unidad, carente de lógica, librada al naufragio de la
existencia solitaria, en su apariencia gratuita, tiene su razón
en la inexistencia del amigo. Sólo él podría otorgar sustancia-
lidad y permanencia a la experiencia del aspecto supranatu-
ral del Ser. El alma noble de Silli llega a esa experiencia, pero
no puede sostenerse por sí misma. El alma noble de Allwill
busca el Ser, pero su juventud le impide realizar la experien­
cia del nihilismo, cayendo todavía víctima del espejismo de
leer el Ser sólo en lo sensible. La síntesis y la estabilidad es
su diálogo. Mientras tanto, la manía-depresión es el destino
de Silli (de ella se nos dice: «tan cálida y tan fría, tan abierta
y tan cerrada» (IV, I, 6), tanto como la niebla es el destino
de Allwill.
Y sin embargo, los que estaban destinados a la unión
jamás se conocen. Decisiva en este caso fue la ruptura de la
amistad entre Goethe y Jacobi. La figura literaria del espejis­
mo ahora se aplicaba a la realidad de la relación entre los
dos hombres. Jacobi creía realmente en la genuina identidad
de su alma y la de Goethe. Supuso que luchaban por el mismo
equilibrio. Y quedó sorprendido cuando en la siguiente pieza
de Goethe, en Stella, el conflicto de los protagonistas se re­
solvía rompiendo los cauces burgueses de la familia y dejan­
do fluir la pasión amorosa a su libre albedrío. Para Jacobi

162
significaba reincidir en la lectura sensible de la búsqueda del
Ser, alejarse de la experiencia iluminadora de la nulidad de
lo sensible. Así que Jacobi interpretó la pieza como el final
de una ilusión. Lo intentó todo: quedarse con el manuscrito,
forzarle a corregir el final, presionarle mediante amigos. Po­
demos imaginar que le dictó a Goethe en este caso su sincera
y segura independencia. La amistad quedó rota; el proyecto
de equilibrio burgués de Jacobi se alumbró con toda su car­
ga de cobardía. El material de la novela tenía que ser reo­
rientado. Puesto que Allwill era lo común a Jacobi y Goethe,
lo-que Jacobi entendía que era común, el personaje tenía que
encarnar ahora a uno de ellos: o al Goethe amigo del deve­
nir, nuevo Calióles, o a Jacobi, nuevo Platón. En la segunda
entrega de cartas al Teutscher Merkur, con la que acaba la
novela, Goethe y la moral del genio sensible son atacadas con
dureza. Allwill no puede enfrentarse con Silli y es expulsado
del círculo de los Clerdon por haber seducido y engañado a
una chica, Luzie, reincidiendo en su vieja historia pasional.
Ahora es un bribón {W, I, 184-185) que jamás gozará de la
«existencia entera» (W, I, 203-204). En el fondo Jacobi utiliza
todas las noticias que Goethe le había comunicado acerca del
Fausto, pero testimonia no haberlas entendido: al maldecir
esa figura como modelo de vida, al reparar eh sus rasgos trá­
gicos, al adelantar el dolor de no poseer jamás la paz o la
salvación desde la voluntad de experimentar lo sensible, Ja­
cobi no dice nada nuevo a Goethe, que mantiene a pesar de
todo su compromiso con ese héroe; el proyecto de forzar al
héroe a un compromiso con el ámbito burgués marca las dis­
tancias con la genialidad de la figura de Goethe, profunda­
mente antiburguesa.
La obra se cierra con una apelación a los principios mo­
rales, llena de sentido: quien como Allwill no muestra instin­
to para el ser, tendrá que conformarse con la ley, con el en­
tendimiento moral, como instrumento represivo y mediador.
Quien no pueda como el personaje de Amalia vivir con natu­
ralidad en el mundo familiar y espiritual del platonismo, ten­
drá que experimentar el dolor de conformar su propio Yo
(W, I, 216-217, 215) mediante la frialdad de la ley. Una vez
más Platón está al fondo: desde la sensibilidad a la intuición
espiritual del Yo sólido y total es preciso ejercitar la dianoia,
la experiencia discursiva y reflexiva de la moralidad de los
principios para conseguir por esos medios lo que de manera
natural ya tenía Silli: que el mundo natural y sensible sea una

163
nada sin carga ontològica ni vital, idea hecha a la medida de
un programa urgente de represión.

4. La recomposición de los personajes en la segunda


novela: «Woldemar»

Woldemar es una pequeña pieza en su versión original,


publicada en 1779, pero estaba mediada cuatro meses des­
pués de la última entrega de Allwill, en 1777. Después se am­
plió con una reflexión filosófica interesantísima para cualquie­
ra que desee trazar la historia del concepto de Ich-Yo en la
filosofía alemana, y que Jacobi tituló Der Kunstgarten, luego
editada conjuntamente en 1781. La versión definitiva saldrá
en 1794 y encontrará un lector apasionado y secreto; Fichte.
Pero las partes sucesivas hicieron más filosófica la obra, con­
servando intacta la trama novelística. Ésta es la que nos in­
teresa. Su objetivo viene marcado por la cita inicial que re­
produzco ahora:

Una educación humana sólo la obtienen aquellas almas


que ya han visto el campo de la verdad. Pero no todas las
almas invocan los recuerdos de su vida pasada con igual cla­
ridad. Algunas no vieron el ámbito de la verdad durante su­
ficiente tiempo y caen muy hondo en la corrupción y en las
malas costumbres, que desfiguran las imágenes impresas en
ellos hasta casi olvidarlas. Sólo se encuentran unos pocos que
mantengan con vida las huellas de la verdad y éstos serán
sorprendidos por un estremecimiento sagrado cuando perci­
ban sobre esta tierra impresiones semejantes a las de su ar­
quetipo correspondiente.

Las premisas de Allwill siguen intactas. Un profundo rasgo


aristocrático juega como transcendental de la amistad y su
funcióji educadora. El estremecimiento sagrado es la experien­
cia que debían vivir Allwill y Siili, frente a frente, encuentro
para el que sin duda Jacobi usaría sus mejores galas, el vivo
recuerdo de su visita a Sophie La Roche. Este destino, que
lleva al autoconocimiento, esta anamnesis compartida, lo su­
fren ahora dos personajes calcados de Allwill; se trata de Hen-
riette y Woldemar. Los dos personajes centrales. Tenemos el
mismo entorno familiar, las mismas escenas burguesas. Luzie
es ahora Albina, destinada a esposa de Woldemar, igual que
Luzie estaba destinada a esposa de Allwill.

164
Esto nos descubre algo importante; los amigos no pueden
ser los esposos. Hay algo de sensible en la relación familiar,
algo de bajo a pesar de todo: se asume como marco, sin duda,
en el que debe permitirse la realización de la experiencia de
la amistad con el arquetipo gemelo. Pero dado que el proyec­
to formador aspira a realizar la experiencia del nihilismo de
lo sensible, debe sostenerse en vínculos absolutamente ajenos
a la naturaleza animal, inseparable del matrimonio como fun­
ción de crear una prole. La trama integra al fin y al cabo
una situación triangular, pero en clave anti-Stella: el adulte­
rio es sólo inteligible. La división de roles deja para el matri­
monio la perpetuación de la casa y para la relación extrama­
rital el papel del autoconocimiento.
El objetivo es demasiado claro: aceptar la estructura de
vida burguesa intentando obviar su consecuencia destructora
sobre la salud y vitalidad humana, tal y como se dibujó en la
experiencia enferma de Siili, conseguir una experiencia exclu­
sivamente intelectual, testimonio preciso de la dimensión on­
tològica superior del hombre. Ese equilibrio se define con una
sola frase: «Ohne Tumult der Leidenschaft und doch alie Fi-
bern seines Herzes regen» (W, 20). Una vida de espaldas a la
sensibilidad y sin la amenaza cierta de la depresión; ese es el
único sistema de equilibrio pensable por Jacobi para su medio
social. La sustancia de ese equilibrio es Die himmliche Liebe
(ibíd.). Conseguir una sustancialidad para ese amor significa
escapar tanto al afán autodestructor de posesión de lo sensi­
ble como al delirio maníaco-depresivo, en el que lo sensible
se reduce a nada, pero lo inteligible no puede aún salvarnos,
pues su ilusión no prepara sino la siguiente zozobra. La clave
es una comprensión del amor, Liebe, ajeno a la Leidenschaft,
a la pasión, categoría en la que se ha perdido Goethe (cf. W,
33-34).
La relación inicial de Woldemar y Henriette, la única que
podemos atender aquí, tiene efectos ordenadores sobre la sen­
sibilidad atormentada de Woldemar, reflejo de los conflictos
de Allwill y del propio Jacobi (cf. W, 51). Pero ese es el punto
de partida, no el final de la novela. La formación del indivi­
duo, la autoconciencia y la paz de la estabilidad no se han
conquistado. Las expresiones, sin embargo, nos hablan de otro
reino; Woldemar ha renacido —neugebohren— (W, 60) tras
el encuentro con Henriette-Silli. Su estado es ahora gleichmü-
tiger, sereno, pero también sin altibajos, ajeno a la violencia
de la manía y de la depresión. Es la base para una comuni-

165
cación entre amigos (W, 62). La definición de su nuevo esta­
do sorprende a sus amigos, que conocen el pasado secreto de
Woldemar: «Mis labios quedan abiertos sólo a la amistad y
al amor. No han sentido pasión» (W, 70). La clave de esta
imposibilidad es que la pasión destruiría el proyecto de auto-
conocimiento (W, 70). El momento de equilibrio y de pleni­
tud, en el que el hombre da respuesta a sus dimensiones con­
tradictorias y libera el conflicto que producen, es definido
como un estado de inocencia, un paraíso {W, 87).

5. La copia y el arquetipo

Debemos darnos prisa en dejar este primer clímax, tan


exuberante de falsa paz. La segunda parte del primer volu­
men prepara otro clímax, esta vez decisivo. Henriette jura a
su padre no tomar a Woldemar por esposo, cediendo ante el
viejo cargado de sospechas por el antiguo comportamiento de
Woldemar. Pero Henriette oculta ese juramento a Woldemar,
quien sigue disfrutando de su inocencia y virtud (W, 113),
ahora pensando en términos de síntesis de tiempo y eterni­
dad, de divinidad y finitud (W, 123), de naturaleza como crea­
ción y de espiritualidad (W, 128-129). Aquí se despliega la
parte más filosófica de la novela, pues los amantes gozan de
la serenidad suficiente para ello. No hay que olvidar, sin em­
bargo, que toda esta filosofía se entreteje sobre una situación
mentirosa, falsa, opaca entre ellos. Este hecho califica a la
flosofía como bastarda de la amistad.
En este momento, una carta del hermano de Woldemar
recuerda, sin embargo, una profunda verdad de su carácter:
no puede estar contento con nada; ningún ser humano puede
soportarlo o mantenerlo; ninguno puede darle la verdad que
busca (W, 158: «Darum wird dir in die Lange kein Mensch
aushalten... Es ist traurig dass dir nie wohl sein kann ais im
Irrtum»). La negatividad profunda de Woldemar, que equiva­
le a su perpetua aspiración a la perfección total, es síntoma
de una sustancialidad inteligible nunca consumada en ningún
vínculo sensible.
Jacobi tiene que mostrar este rasgo de su héroe para dar
verosimilitud a la continuación de la novela. Los dos aman­
tes se sirven el uno al otro porque cada uno puede verse en
el otro, conocerse en él. Pero si hay una opacidad en esa re­
lación, el propio hombre no puede verse ya en el otro. De ser

166
amante, el otro pasa a imposibilitar la consolidación narcisis­
ta del disfrute de sí. Ahí están ya los límites de autoafirma-
ción en el otro. El héroe de Jacobi, carente de una identidad
natural, incapaz de reconocerse en su positividad en tanto que
arrastra una historia de represión y de castración desperso­
nalizada, puso toda la esperanza de alcanzar una sustanciali-
dad mediante un ideal de transparencia que apenas oculta la
necesidad de ser alguien en el dominio perfecto del otro, en
su penetración y enseñoramiento. En esta situación nada se
da porque nada se tiene, sino el ansia de dominar y de ver
en el interior. Fracasado en el intento, Woldemar se muestra
incapaz de reconocerse. La lucha por la identidad del Yo a
través del otro resulta un fracaso. Las palabras son ahora des­
concierto, desasosiego, dolor, descontrol de los impulsos, de­
sesperación y locura.
Y sin embargo, la amistad era perfecta, todo lo perfecta
que puede ser entre hombres. La conclusión es obvia: la amis­
tad humana es incapaz de ordenar la vida cuando se pide de
ella producir una sustancialidad personal perdida. No hay Tú
idóneo en otro hombre porque no hay posibilidad de que éste
se convierta en un espejo limpio donde vernos reflejados. Para
ello tendríamos que anular su positividad en un ideal de de­
pendencia y de dominio perfecto. El componente sádico de
este ideal de transparencia es más que evidente en las pági­
nas siguientes (VF, 178): Woldemar se siente legitimado a pro­
ducir en la muchacha un dolor inmenso porque ella no aspi­
ra a la perfección de la transparencia. Esa es su culpa. El
cambio deshonesto de lo ideal por lo real muestra aquí toda
su pésima ética, subrayada más aún por la nimiedad del mo­
tivo (cf. W, 178-180). Por fin aparece la palabra: se trata de
locura. La ruptura del ideal de amistad no es sólo ruptura
del Tú, sino del Yo, pues éste sólo existe reflejado en el otro
dominado y reducido a mero espejo (VP, 194-200). ¿Dónde pro­
seguirán entonces los intentos de reconstrucción? ¿Con quién
dialogar? ¿Quién reflejará ahora nuestro Yo de manera per­
fecta, hasta tal punto que pueda hacer de ese haz reflejo, sus­
tancia y ser?
Lleno de despecho, Woldemar vive el infierno del egoísmo
total. «Ich habe entdeckt dass alie Freundschaft, alie Liebe,
nur Wahn ist, Narrheit ist» (VP, 239), se repite orgulloso, in­
tentando rellenar con el escepticismo su propio vacío. La ten­
sión hacia la perfección que explicaba el camino deviene ilusa
y grávida a un tiempo, diluyéndose en una mera apariencia.

167
La búsqueda del espejo perfecto se quiebra reconociéndose
mero espejismo. «Que en el hombre tuviera que ser puesto el
anhelo de simpatía, la inclinación ardiente hacia el corazón
humano, si al final sólo hay falso placer, hambre enfermiza...
a la que sigue siempre el asco. Pero no. Esto es lo que pare­
ce desde cierto ángulo. No es falso deseo ni hambre enfermi­
za, sino que la satisfacción es sólo un fantasma..., una apa­
riencia. Esta es la miseria. El rumor del amor, de la amistad,
es como un fantasma de los muchos que se han visto. Justo
eso» (W, 242).
Repárese en este texto porque en él se inicia la recompo­
sición final del camino dialéctico del héroe. Sólo desde el án­
gulo de la decepción humana parece el deseo de perfección
un espejismo. Pero desde otra excéntrica que precisamos en­
contrar, lo iluso se concentra en la satisfacción de ese deseo
mediante la entrega a un falso arquetipo. Y puesto que Hen-
riette es el mejor ser humano posible {W, 215), la conclusión
es que el ansia y el hambre que anidan en el ser humano no
pueden satisfacerse en otro ser humano. Todos los hombres
son entonces meros espejismos, copias imperfectas de un ar­
quetipo mayor de cuyo presentimiento es síntoma el afán de
perfección. La dialéctica del reconocimiento personal, la vo­
luntad de poseer señas de identidad mediante el reflejo del
otro, el ideal de amistad, debe transcenderse en diálogo con
el otro genuinamente sustancial, individuo original y eterno.
Es el último extremo del pasaje de la línea. El instinto, el
presentimiento de perfección, apunta ahora hacia algo real, a
un Ser, superando todas las quiebras de los momentos ante­
riores. Por eso es preciso desesperar de todos los hombres
para poder alumbrar entre el hombre y arquetipo un diálogo
que, manteniendo la forma de la amistad humana, invente
una personalidad que no puede defraudar: el Yo de Dios. Pero
en el fondo, lo que en ese arquetipo divino se concentra es
una necesidad desmedida de afirmación, fruto de la privación
radical de inclinaciones propia del orden burgués. Y lo que él
sustancia es la propia permanencia del combate, la perma­
nencia de la voluntad de no naufragar para siempre en el Ab-
grund, en el agujero negro de la anulación total (I, 366, como
Jacobi confiesa a Hamann). El mismo delirio amoroso pre­
sentido por Silli y vivido p>or Woldemar con Henriette, las mis­
mas palabras, potencian ahora una relación mística inteli­
gible que sacraliza y normaliza el nihilismo de todo lo sensi­
ble, gustosamente entregado por una realidad espiritual de la

168
que depende la tensión del proceso educativo entero, la histo­
ria personal ya racionalizada en su desgracia, en su devenir
y en su insatisfacción. En el Yo divino por fin se sustancia
un Ser cuyo reflejo nos otorga la Idea de nuestro propio Yo
unificada y estable. Pero antes, el Yo sólo e independiente
tiene que soportar su última ilusión, la de su propia sustan-
cialidad.
Así se muestra en unos breves rasgos la lógica que une
ese comienzo y este final, el hilo dialéctico por el cual es com­
prensible que un hombre que jamás puede encontrarse en el
mundo de la naturaleza sensible, tendrá que reconocerse,
según el misticismo platónico, en la sustancia de una divini­
dad reconocida como Tú, y elevada sobre el desierto del nihi­
lismo. Y he querido defender que de esta dialéctica depende
el destino de Jacobi como filósofo. Porque el ataque a Spino­
za tiene como premisa esta tesis: la natura naturans no reco­
noce ni afirma individuos, no refleja mi deseo infinito de con­
quistar una imagen propia en la que reconocerme.
Toda la actitud de Woldemar está calculada para desem­
bocar en un individualismo total. Es curioso que los mejores
representantes del pensamiento burgués alemán hayan opta­
do siempre por la solución o curación individualista, desde­
ñando implícitamente una salvación de su propio régimen so­
cial que, sin embargo, defienden con saña.‘ Ambas cosas jue­
gan solidariamente: la solución individualista se levanta sobre
el compromiso implícito de considerar el régimen social como
sagrado, aunque sea bajo la apariencia de algo detestablemen­
te natural, de apariencia humana necesaria, fantasma típico
de la realidad sensible. Y la consideración de este régimen so­
cial como nada estructural humana, incapaz de producir gozo,
es lo que fuerza a la solución individualista. Pero aquí vemos
la peculiaridad del nihilismo de Jacobi y por qué encontrará
en Kant su más firme enemigo: porque sacraliza más la rea­
lidad considerarla como un fantasma inasible, y en el fondo
insustancial, en el que nada importante le va al hombre, que
hacerla Erscheinung, fenómeno, realidad humana, sensible,
transformable, manejable, homogénea con el hombre, el cual
tendría que desaparecer también como hombre con la desa­
parición o desvalorización de dicha realidad. Toda la filosofía
contraria a Jacobi emerge desde este punto de partida radi­
cal. Jacobi lo entenderá perfectamente: sólo sobre la destruc­
ción del criticismo podrá mantener su idealismo. Sólo sin el
testigo de cargo del criticismo, que ve en ese idealismo místi-

169
co la negación de la auténtica realidad empírica y natural
sobre la que el hombre levanta su acción cultural y moral,
que ve en ese idealismo místico un auténtico nihilismo, podrá
Jacobi sentirse satisfecho dentro del orden de su pensar. La
victoria está de su parte.
Debemos prestar atención a las últimas páginas de la no­
vela, donde se expone la mística individualista, porque van a
marcar el estado personal y, por tanto, filosófico del Jacobi
que llega a 1784, a las mismísimas Briefe. En realidad com­
prendemos que Jacobi sigue donde empezó. Cuando dice: «Pre­
sentar sólo un momento de este estado en espíritu y verdad
es imposible» (W, 349), está repitiendo palabra por palabra
la impotencia para describir el estado de Siili, al principio de
Allwill: el sentimiento de insatisfacción con todo, pero al
mismo tiempo la convicción aristocrática de aspirar a lo mejor.
Esta es la médula del proceso dialéctico de perfección: cada
estado debe concluirse con una desesperación total. En este
caso hemos comprendido que el estado de amistad humana
no puede ser definitivo, no implica conquistar la paz y la sal­
vación. Es más, implica el combate más duro, más difícil, más
duradero. Los términos de ese combate son los de la lucha
por conquistar la fe de Dios. La fe permanente, estable, in­
mutable, que no hace sino cristalizar la fe en sí mismo y la
posesión de la identidad personal nunca disfrutada. Pero no
hay que olvidar que aquí sigue la dialéctica, sigue la lucha
agonal por la conquista del reino del ser, no del reino de los
seres normales, no del reino de los seres fantasmales. Lucha
agonal, combate, porque se dan cita en el individuo la fe y el
descreimiento. Pero no de manera externa, sino internamente
relacionados, sosteniéndose una cosa en la otra. Esta actitud
dual aparece en Woldemar todavía como externa, como las
dos caras de la inestabilidad, como inesenciales al momento
dialéctico alcanzado. Así, cuando Woldemar escribe a su es­
posa con entusiasmo ante el nuevo evangelio, ya lo hace con
términos perfectamente religiosos, transcendentes:

He sabido largo tiempo. Pero mi saber era sólo imperfec­


to. Ahora lo tengo todo, estoy lleno de la verdad y de la sabi­
duría. Soy un vidente, un profeta, y te he informado de mi
revelación. Te he educado, te he hecho conocedora. Ahora
tengo que seguir hasta que informe de esto a los espíritus
infraterrestres [W, 244].

170
Pero este paso hay que darlo desde la negación de todo
mundo sensible. Por tanto sólo se puede llevar a cabo si se
siente el vacío bajo los pies, vacío que implica incluso la ruina
de la individualidad. La dinámica del salto mortal está aquí
vivida, apuntada, encarnada, en la plenitud de su significa­
do, inalcanzable desde un análisis descontextualizado de las
Briefe; descubrimos aquí que el salto es mortal porque sólo
lo sostiene y lo impulsa la sensación de la muerte que vuela
con nosotros en el abismo. Esto tiene que ser experimentado,
pues de otra manera el salto carece de realidad, de necesi­
dad, de fuerza. Woldemar tiene esta experiencia;

Estoy perdido, déjame morir en tus brazos. ¡No me dejes,


ten compasión, no me dejes! \W, 247].

Esta dualidad de experiencia, de acogimiento en el ideal


de independencia y de seguridad total, de vida plena, autóno­
ma y autosuficiente, por un lado, y de muerte, desesperación
e impotencia por otro, es la cara y la cruz de una actitud que
busca sobre todo la tranquilidad y la calma de la experiencia
mística:

Esto sólo: la perfección de mi fe, la salvación de mi amor,


un ser, un estado más seguro y hasta la eternidad. Quiero
desaparecer sin queja, quiero estar perdido [W, 249].

Desaparecer de lo sensible, del mundo real; mantener la


fe. Cuando Schelling descubra el juego de Jacobi le dirá que
no quiere desaparecer en la nada, sino que todo desaparezca
en él; no quiere destruir su personalidad sino afirmarla; no
quiere morir en el tiempo sino para vivir en la eternidad. Es
el nuevo ideal; reposar sólo sobre sí, independencia, autono­
mía. Pero también desesperación y dolor. De esta dualidad
surgirá la fe en otro Tú definitivo. El mismo Jacobi lo reco­
noce; es nihilista de lo sensible sólo porque quiere afirmarse
demasiado.
Woldemar por tanto no puede acabar ahí.^ Jacobi tenía
previsto un segundo volumen que nunca llegó a escribir. Era
suficiente. La obra fue la confirmación de que Jacobi tenía
un alma angustiada en la misma medida en que era un pési­
mo escritor de novelas. Goethe se mofó de la obra.^ Jacobi
en vano intentó vengarse diciendo que Goethe y él sabían per­
fectamente por qué el primero tenía necesidad de mofarse de

171
la obra para así evitar enfrentarse a ella en serio.“* Supongo
que esto reconfortaría a Jacobi, pero lo que desagradaba a
Goethe de Woldemar era sin más sus escenas, que caían de
lleno en el ridículo. El caso es que cuando Jacobi sigue escri­
biendo para completar Woldemar ya hace filosofía en diálo­
gos, y nunca más novelas sentimentales. Todos salimos ga­
nando con ello. Pero sobre todo alguien que tuvo la osadía,
la paciencia y el valor de leerlas enteramente: Fichte.
Por lo pronto Woldemar significó un giro en las amista­
des de Jacobi. Lessing alabó la obra^ e iniciará una corres­
pondencia que le llevará a visitarlo poco antes de su muerte.
Vía Lessing, Jacobi se corresponderá también con Elisa Rei-
marus y su familia. El joven Forster, que acaba de acompa­
ñar a Cook en su vuelta al mundo, entra también en su círcu­
lo de amistades.^ Del primero confiesa que ha leído con sa­
tisfacción La educación del género humano^ y Nathan} Quiere
hablar con él acerca de algunos tratados de su mano que le
envía. El 13 de junio Lessing le escribe confirmando la entre­
vista. No quiere hablar aparentemente de las Cartas sobre las
investigaciones filosóficas, una obrita del Teutscher Merkur,
sino mucho más sobre la prolongación de Woldemar, esto es,
sobre cuestiones artísticas. El resto de la correspondencia la
tenemos ya en las Briefe y la trataremos luego.^ La otra gran
amistad es la princesa Gallitzin, con quien inicia la corres­
pondencia el 20 de julio de 1780'® y, por mediación de ella
con Hemsterhuis." Lavater, con quien ya antes tenía relacio­
nes, aparece también con fuerza en la correspondencia. Por
fin Hamann, con quien empezará a cartearse en 1783 y con
quien en cinco años llenará un volumen entero de cartas, de
mucho menor contenido filosófico que extensión. Tenemos en­
tonces a un Jacobi que se sale de la órbita de Goethe y de
Wieland, de la órbita de Geniezeit y se adentra a la vez en la
Ilustración alemana —Reimarus, Lessing— y en los núcleos
religiosos de Münster y Zürich. Es el tiempo en que se siente
más ilustrado que nunca y rompe con Wieland por motivos
de divergencia política que expondré en otro capítulo. Es nor­
mal entonces que buscara relaciones con un hombre liberal
como Lessing. Pero su interioridad religiosa era más atormen­
tada y esto le hacía muy cercano a Lavater y a Gallitzin. Pron­
to la Ilustración berlinesa le aparecerá como Babel en la que
Lessing habla con un espíritu incomprensible para los demás,
y entonces, de la mano de Hamann, iniciará el ataque defini­
tivo contra lo que quedaba de ella tras la muerte de Lessing.

172
Las contradicciones del Jacobi ilustrado y el Jacobi místico
empezaban a disolverse. Cuando la Revolución Francesa le
haga retroceder en su liberalismo político, entonces alcanzará
la coherencia, pero ya en un pensamiento anti-ilustrado.
Mientras tanto seguía empeñado en saldar sus cuentas
contra Goethe y la moral del genio. Justo cuando acaba Wol-
demar, publica una narración filosófica dialogada, Ein Stück
der Philosophie des Lebens und der Menscheit, que después,
con el título de Der Kunstgarten, editará en sus Versmisch-
ten Schriften de 1781. Aquí podemos dar por terminada la
polémica con la moral del genio tal y como la entendía Goe­
the.*^ Pero también podemos ver aquí el final de la relación
entre sensibilidad y principios tal y como se da en las etapas
vistas de la dialéctica de la evolución personal.*^ En efecto,
las dos veces que aparece mencionado en la correspondencia
este diálogo filosófico del Kunstgarten, se considera como una
continuación de la última carta de Luzie a Allwill en esta obra,
o como un contraveneno de Goethe.Realm ente es así.*^ Y
debemos tenerlo en cuenta para acabar esta época de Jacobi.

6. ((Kunstgarten»

Esta pequeña parte del Woldemar definitivo hay que si­


tuarla, como sucede realmente en la edición de 1794, en el
momento culminante de las relaciones entre Henriette y Wol­
demar. Consiste entonces en el diálogo que este círculo de
almas refinadas y aristocráticas mantienen entre sí para en­
contrar lo mejor de su personalidad. De ahí que comience
justo con una defensa del diálogo, con una denuncia de las
relaciones humanas a la moda, sometidas al giro continuo de
las costumbres, que hace de los hombres marionetas. La
forma de vida francesa está severamente criticada’* bajo la
denominación de Helvetionismus, que curiosamente se con­
vierte para Jacobi en una expresión filosófica de la teoría del
genio, tal y como la entendía el Allwill ahora reducido unila­
teralmente a Goethe. Especial interés tiene la reflexión dedi­
cada al diagnóstico de la época, que aparece en la edición
definitiva de Roth en las pp. 177 y ss., y que adelantan las
posiciones de Jacobi sobre la Revolución Francesa como re­
sultado inevitable de la corrupción y decadencia de los tiem­
pos. Todas las categorías con las que posteriormente se ana­
lizará el gran acontecimiento están aquí esbozadas. Ante todo

173
la destrucción del auténtico sujeto humano. Como es sabido,
el carácter auténtico del hombre está para Jacobi en lo que él
llama «corazón» {Herz) (V, 170), mientras que el espíritu de
los tiempos reside en la cabeza {ibíd., 171). El primero es el
órgano de la naturaleza profunda del hombre, fruto de la pro­
videncia, órgano que permite la emergencia de las fuerzas del
amor {Liebekräften)] su corrupción incapacita al hombre para
prestar significado a lo espiritual, para descubrir los auténti­
cos objetos idóneos a su naturaleza. Este hombre no poseerá
necesidad de encontrar dichos objetos que posteriormente cris­
talizarán en las cosas divinas: no sentirá la carencia: «ningu­
na de las necesidades que pueden elevar el alma con fuerza
existen más; ningún objeto para despertar las aspiraciones me­
jores y libres» (V, 177). En este hombre sólo hay Begierde y
Leidenschaften, inclinaciones y pasiones: nunca Liebe y reine
Triebe, amor e instintos puros. Y el veredicto es terminante:
«La Europa entera aplaude la nueva teoría» {ibíd., 177) que,
resultado de una subjetividad mermada y privada del órgano
y del objeto espiritual, sólo tendrá como realidad sombras
{Schatten). Esta misma calificación se aplicará a los fenóme­
nos de la KrV, y cuando se presente la Revolución Francesa,
entonces, todos los enemigos de Jacobi podrán ser atacados
con las mismas categorías, porque el acontecimiento repre­
sentará la reunión triunfante del espíritu de las sombras de
quien Kant o Robespierre son meros representantes. Ambos,
«Die Terroristen des kategorischen Imperatives», serán los alia­
dos de esta exégesis unificadora que diagnostica el espíritu
de los tiempos.
Pues bien, frente a esta sociabilidad hueca, la teoría del
diálogo parte del convencimiento de que el hombre se siente
más en los otros que en sí mismo {K, 392) y propone que la
única posibilidad de desarrollar la sociabilidad sana es con­
formar ambientes reducidos y aristocráticos —en sentido es­
piritual— que reflejen en sí idóneamente su esencia. Pero real­
mente la meta y el final de todo diálogo es el autoconocimien-
to, la posibilidad de un genuino y auténtico individualismo.*^
Esta es la relación más profunda entre el Kunstgarten y el
conjunto de Woldemar: preparar una ética del individualis­
mo, que constituye un escalón superior de la ética del diálo­
go y de la amistad, toda vez que ésta se ha mostrado inca­
paz de satisfacer plenamente las exigencias de transparencia
total del hombre superior. Desde esta perspectiva, la primera
parte de Woldemar está a mitad de camino {K, 398) hacia

174
esta nueva virtud que es la Selbstheit, simplicidad, ipseidad,
pero también independencia, Selbständigkeit (K, 415) produ­
cida por el amor, frente a la sociedad de esclavos que pro­
duce la realidad burguesa dominada por el lujo. El tono triun­
fante del final de Woldemar de 1779 cuadra perfectamente
con la predicación del nuevo evangelio que se nos expone en
K. 415:

Despertó mi conciencia más íntima. Descubrí un nuevo


mundo, sentí una nueva existencia. Devino inamovible mi con­
vicción de que los instintos animales no constituyen nues­
tra naturaleza completa, que el más firme disfrute de nuestra
esencia no viene de abajo, sino de arriba y [...] que la más
alta felicidad no es una cierta forma de situación externa, sino
una cualidad del espíritu, una propiedad de la persona.

Frente a esta posición, toda la forma de vida que depen­


de de la exterioridad queda catalogada como una «unwahre
Bestimmung des Menschen», incluida aquí toda forma de
amor. Este dualismo que venía cristalizando desde su discu­
sión con Wieland: esa es ahora su nueva y firme creencia
(Glaube) y de ella extrae el nuevo programa de vida: vivir de
acuerdo con uno mismo: «eigene Sinne, eigener Verstand, eige­
ner Wille, Wahrheit, Harmonie» , sólo esto (K, 402). ¡Cómo
podemos impedir asociar este programa con lo que luego será
la doctrina fichteana del Destino del hombre, aunque ya en
esta obra de 1794 se nos ofrezca traducido a la terminología
del imperativo categórico, que por cierto no será tampoco ex­
traña al propio Jacobi! ¿Pero armonía de qué? Naturalmente
sólo de los instintos puros, que no son todavía la virtud, pero
que son sus elementos (K, 416). Como luego en Fichte, el
hombre tiene que sentir (gezwungen), coaccionado por el ins­
tinto superior (K, 417), por su «notwendigsten und dringend­
sten Triebe» (K, 417). Todo ello implica negar que la virtud
pueda surgir desde meros razonamientos: sólo es posible
desde la Befriedigung, la satisfacción del instinto, de esa vo­
luntad originaria frente a la que nada podemos. Esta tesis
también será mantenida implícitamente por Fichte, si bien no
sostenida desde posiciones irracionalistas.
Sólo hay pues soluciones personales (K, 406). Pero no es­
tamos ante un individualismo egoísta, sensible, inmediato: se
trata del individualismo mediado por una dialéctica de la per­
sonalidad que ya distingue entre la pasión y el amor puro,
que ya no puede caer en la individualidad animal, que inte-

175
gra los principios morales con seguridad y rigor. No hay por
tanto rechazo del amor puro como valor superior: hay recha­
zo de la suficiencia del mismo como ideal. Y por eso, frente
a esa situación en la que Woldemar apenas podía encontrar­
se, perdido en los laberintos del amor puro, ahora podemos
oírle decir que el laberinto tiene una salida {K. 414). Cierta­
mente que sólo puede descubrirse en la desesperación. Va
unida con ella. Todas las paradojas del nihilismo vienen de
aquí: muerte y resurrección, abismo y suelo firme, desgracia
y felicidad, desesperación y creencia, se dan la mano en la
experiencia que resultará ser la cristiana. «Aquí está el abis­
mo de la corrupción» {K, 412), pero también el momento de
la salvación {K, 415).
La cuestión decisiva es medir la capacidad de autososte-
nimiento que puedan tener ese hombre y ese mecanismo de
salvación en la Selbstheit. En este sentido, toda la órbita pa­
rece apoyar todavía la filosofía del Herz y del Triebe desde el
primer momento. Por eso decía Jacobi que para entender
hasta qué punto es un ataque a Goethe, hay que leer esta
obra desde el principio al final y no sólo en pasajes aislados.
Porque lo que ataca definitivamente a Goethe en esta obra es
precisamente su noción de Triebe, de naturaleza humana, su
comprensión de eso que constituye la Selbstheit y la interio­
ridad o ipseidad. Desde luego que Jacobi reconoce que los
Begierde sólo pueden ser destruidos por otros Begierde, la pa­
sión vencida por otra pasión. El carácter moral no lo decide
nunca el entendimiento, sino el corazón {K, 410). Todo esto
parece ir contra la teoría del juego de los principios. Aquí
están de acuerdo todos los contertulios: la virtud no puede
consistir en conceptos, sino que tiene que ser viva,*® esto es,
tiene que satisfacer un instinto. Justo este es el concepto pro­
blemático dentro de una moral del individuo como punto
firme. Uno de los personajes, Vierdertal, en la página 417,
propone la objeción:
Yo no comprendo ni capto la virtud en su forma propia
que pueda producirse como por sí misma a partir de nuestro
instinto más compulsivo. Pues no hay ningún impulso inter­
no en el hombre que no esté puesto en movimiento por el
estímulo de un objeto externo. De la misma manera que nues­
tra cara no se puede mirar a sí misma, tampoco se puede
mirar nuestra alma. Ella sólo percibe su ser interno median­
te un choque o una reacción. Llegamos al descubrimiento de
nuestra alegría mejor, más pura e insensible, en tanto que

176
actuamos sensiblemente. [...] Por consiguiente, la virtud tiene
que confluir con pasión y necesidad si debe ser auténtica. Si­
tuación y circunstancias tienen que venir en ayuda para que
mediante el uso cotidiano se llegue al hábito [/C, 417-418].
Aquí esta la clave del espejismo. Lo que Vierdertal dice
parece coincidir con lo que dice Woldemar: pasiones, instin­
tos, corazón, carencia de conceptos, la moralidad tiene que
residir ahí. Estamos ante el lenguaje normal de la Geniezeit,
del Sturm. Pero lleno de ambigüedades: porque la noción de
instinto como mecanicismo y como necesidad, y de pasión
como forma de relación pasiva con la realidad externa, esto
no es lo que defiende Jacobi con su repliegue en la idpsei-
dad». Veamos este largo texto:

También puede ser verdad que nuestra alma, como nues­


tra cara, no esté en condiciones de intuirse a sí misma, y
que sólo llegue a ser consciente de su esencia por el choque
y la reacción.
Pero ella desde luego es consciente de sí y llega a la con­
templación de sí misma en inexpresables sentimientos. Ella,
su esencia interna, su maravilloso Yo, llega a ser en todos
los hombres objeto de consideración, de juicios, y en este jui­
cio de alegría o de gozo, de bienestar o desprecio, es en ver­
dad el [objeto] más próximo, inmediato, real, fructífero e in­
teresante de todos. Puesto que nosotros determinamos el valor
de las cosas externas según su actuación sobre nosotros, en­
tonces nuestra característica personal interna, en tanto que
se nos presenta inmediatamente, tiene que ser infinitamente
más importante que todas las demás cosas. Las fuentes de
la conciencia moral y de la vergüenza, la alegría de la virtud
y el poder del honor toman de ahí su origen y con sus mara­
villosos fenómenos me dan mil pruebas en la mano. Obvia­
mente, como recordabas y concedo, nuestra conciencia tiene
que ser despertada por una influencia del exterior, pero puede
consistir y permanecer sólo en sí misma por el conocimiento
evidente que da al hombre personalidad, libertad, sentimien­
to interno del alma, vida propia [/í, 418].

Haríamos mal en identificar esta posición con cualquiera


de las conocidas en Jacobi. Haríamos mal en entenderla como
definitiva, como completa. Es diferente del resultado final,
pero está en la línea recta que conduce a él. No tenemos aquí
las posiciones de Allwill (fijación en la sensibilidad), ni las
de Woldemar (fijación de la amistad). Sin que esto quiera

177
decir que Jacobi no se identifica con el nuevo ideal de inde­
pendencia del Yo. Ni que esta posición tuviera antecedentes
en su obra. En el fondo, este maravilloso Yo es el descen­
diente de aquella bessere Natur des Menschens de Allwill, que
ahora se manifiesta como el puntal único sobre el que gira la
moralidad. Para entender este juego, hay que poner ese Yo
en relación con la cuestión de los principios de la carta de
Luzie y de las últimas escenas de Woldemar, esto es, con la
apelación a algo sólido cuando nuestra situación personal
queda destruida por causas externas, sean objetos que pro­
ducen pasión sensible, sean otras almas que han violado el
ideal de la amistad. Contra el deterioro de la vida personal
moral producida por las causas externas, Jacobi sitúa los prin­
cipios morales como algo inalcanzable por cualquier causali­
dad externa, con lo que se garantiza para siempre su posibi­
lidad de empleo, su estar a la mano en una situación crítica.
Esos principios sólo dependen de mi interioridad, de mi ip-
seidad, de mi maravilloso Yo.
Dos consecuencias fundamentales se siguen de este replie­
gue en el Yo. Primera, que ese Yo se puede conocer de mane­
ra inmediata, sin que medie acción causal de los objetos, ni
mecanicismo, ni necesidad, por un sentimiento inexpresable.
Este sentimiento otorga el conocimiento evidente de la propia
personalidad. Esto es; el Yo superior no necesita en modo
alguno la mediación de las cosas externas para conocerse, no
necesita ni choque ni reacción, sino que antes bien es la pro­
pia vida, la propia condición de ese choque y esa reacción
con las cosas externas. Por eso mismo sólo puede hacérsele
presente a Woldemar cuando ha desesperado de las cosas ex­
ternas en toda su extensión, cuando ha negado la posibilidad
de reconocerse incluso en un alma que él creía arquetípica
suya. Pero eso es lo mismo que el viejo procedimiento de la
purificación, de desprendimiento, de distanciamiento de las
cosas. Justo este sesgo nos pone en camino de mostrar la se­
gunda consecuencia; que sólo desde la libertad de las cosas
se llega a ese conocimiento inmediato del Yo, y por lo tanto
que este Yo es por sí también la conciencia de la libertad.
Desde ahí, y sólo desde ahí, es la fuente de todos los valores
morales, lo más valioso para nosotros. Pero repárese en que
es la fuente porque se puede someter a Betrachtung, a Beur­
teilung, a consideración y juicio. Desde aquí surgen los prin­
cipios que otorgan forma a nuestra existencia temporal en
cualquier situación que sea, puesto que dependen absoluta-

178
mente de nosotros como principios. El sentimiento de la amis­
tad, aunque fracasado, es necesario para ayudar a expresar
y dar cuerpo a lo inexpresable, cristalizando nuestra esencia y
permitiendo que salga a consideración y juicio; es la escalera
que necesitamos dejar caer una vez que la hemos recorrido,
porque al final nos hemos hecho fuertes en el sentimiento de
nuestra propia personalidad.’’ Pero lo importante es que el
paso desde el sentimiento de nuestro Yo al principio y al con­
cepto se realiza desde el i ns t i nt o. Hay por ello que aceptar
una fuerza del Yo superior, maravilloso, que consiste en el
instinto de conocer, de dominar sensaciones y sentimientos
expresándolos. Es el «instinto de la razón que contempla y
domina sensaciones, inclinaciones y pasiones» {K, 419).
¿Cree Jacobi en esto o, como el autor que escribe su no­
vela, sabe que narra el pasado de sus personajes en cuanto
que sólo él conoce el futuro? ¿Cree Jacobi en este poder libe­
rador y ordenador del Yo? ¿Es su última palabra una deci­
sión optimista sobre la capacidad del hombre de controlar sus
propias pasiones —a pesar de entender que este control se
asienta sobre la represión nihilista— o esta creencia forma
parte de lo que tiene que pasarle al hombre que recorre todos
los grados de la dialéctica personal? ¿El Evangelio de Wolde-
mar es esta prédica heroica del hombre solo ante sus datos
para construir con ellos el edificio estable de una personali­
dad? Porque Jacobi desde luego que habla aquí del Yo supe­
rior, como función ordenadora, formadora de principios, que
inevitablemente tiene que tener en su base pasiones. Y la pa­
radoja que surge desde aquí es obvia; sólo aquel que ha teni­
do pasiones fuertes desde el principio de la evolución dialéc­
tica de la personalidad está en condiciones de recorrer el pro­
ceso. Por tanto, los principios sólo se reconocerán allí donde
realmente se hayan reconocido y negado las pasiones formi­
dables. Esta es la legitimación del Sturm und Drang. Porque
sea como sea, los principios deben ser también apasionada­
mente vividos. La paradoja es ésta; los principios serán tanto
más fuertemente reconocidos cuanto más pasiones tengan que
vencer, esto es, cuanto más se vivan en lucha contra la natu­
raleza inferior. Desde esta paradoja surge otro punto de inte­
rés; los principios —justo por ser reconocidos en un ser pa­
sional— cuanto más conscientes sean tanto más mostrarán
su íntima posibilidad de debilidad ordenadora, tanto más lle­
gará al hombre la conciencia del peligro de quebrarlos. Pero
esto va unido al mismo tiempo a una vivencia pasional de

179
esos mismos principios, y por tanto cuanto más en precario
estén más intensamente serán vividos. La conclusión es igual­
mente paradójica: en modo alguno podremos considerar este
estadio como el final de la evolución personal, pero también
debemos reconocer que ya estamos en un estadio definitivo,
esto es, que esa situación es permanentemente la base para
la elevación por encima de sí. Veamos el texto donde se apun­
tan todas estas paradojas que expongo:

¡Digo dominar!, pues sensaciones, inclinaciones y pasio­


nes tienen que existir si debe distinguirse la razón como hu­
mana. Sentidos romos nunca producirán conceptos claros, y
donde hay instintos e inclinaciones débiles, no hay para la
virtud ni para la sabiduría. [...] Sin pueblo no hay autoridad,
ni comunidad. Cuanto más numeroso y rico sea el pueblo,
tanto más el príncipe.
Y la razón es igual al príncipe. A ella pertenece aquel sen­
timiento dominante, aquella idea dominante que indica su
lugar a todas las demás y posee en el alma una voluntad su­
prema inmutable. Ella desarrolla en sí misma aquella creen­
cia, aquella sagrada obediencia, la más noble y elevada fuera
del hombre, que es la corona de su libertad [/C, 419].

La corona de su libertad no es la libertad. Es aquello que


la libertad recibe cuando verdaderamente posee autoridad y
se hace obedecer. Ya sabemos en qué consiste la obediencia:
purificar, elevar, transformar lo sensible en síntoma de trans­
cendencia. Esta es la tarea del Yo superior, la tarea de la
razón, ahora expuesta en el símil político, siguiendo muy de
cerca siempre la orientación platónica. Pero esta razón tiene
su propio contenido; no es una capacidad de armonizar, sino
de imponer un sentimiento armonizador, un amor y una creen­
cia invencible que fundan la obediencia en que consiste la li­
bertad y le da su corona. ¿Pero qué creencia? ¿Qué fe es la
supremamente ordenadora? ¿En qué consiste la libertad? Por
lo pronto ya sabemos dónde desemboca el problema del Yo
superior, admirable e inmutable: en la voluntad y en la liber­
tad, todo ello existente como instinto de la razón. Estoy por
decir que la creencia máxima es en sí misma el propio Yo,
esa voz inexpresable pero sentida. Que esa voluntad es la
de ser, la de alcanzar el «höchsten Grad unseres Dasein»
{K, 419), propio del que se sabe en precario; que ese amor es
el de sí mismo, manifestado en todos los momentos de descon­
cierto y desequilibrio. En esa búsqueda de nosotros mismos

180
guiada por la idea ejercemos la libertad, somos libres. Si no,
¿cómo concede Jacobi a ese Yo el valor supremo sobre todas
las demás dimensiones humanas? Hay un germen de teoría
importante aquí: la libertad no puede explicarse como reac­
ción y choque con cosas externas, sino como algo previo a
ellas, como condición de que ese choque se eleve a conoci­
miento. La cuestión es cómo naturaleza y libertad se dan la
mano. La misma vieja cuestión que ya teníamos planteada
en la correspondencia con el viejo La Sage, vuelve ahora tras
una órbita excéntrica a la mente de Jacobi.
Paralelamente a este canto humanista, que Hamann re­
chazará con energía, a esta confianza en las fuerzas huma­
nas, hay un canto a los espíritus fuertes de la humanidad, a
los espíritus de Lacedemonia que le sacan de su continua de­
presión (K, 420), que mostraron el valor ordenador del con­
cepto, a las virtudes constitucionales de estos pueblos y el
valor de su política. Estamos aquí en el momento en que se
forja el ataque al autoritarismo político de Wieland, donde
por todos lados sopla el espíritu liberal de la burguesía en
alza, aunque con inevitables resabios antidemocráticos que
aquí se repiten (K, 422). Este humanismo lleva consigo la con­
sideración de la filosofía como valor supremo, la sal de la
tierra de siempre {K, 424), la renovación del genio platónico,
con su voluntad de incidir políticamente en los acontecimien­
tos de su país, en la revocación de las tesis rousseaunianas
del sabio como ciudadano inútil, la elevación de la ciencia y la
filosofía a suprema pasión {K, 424-425), etc. Pero también
la definición del ideal del destino del sabio como el que ha
de gobernar el mundo en todo tiempo, adelantándose a la
perspectiva de Fichte de 1794. ¿Acaso no es este el ideal que
Jacobi va encarnando poco a poco? ¿No es él consejero real,
hombre público, filósofo, pensador político y economista? ¿No
es además un luchador contra sus propios demonios, un es­
píritu fuerte? Jacobi debía pensar que tenía motivos para sen­
tir su pecho pleno de fuerza. No es de extrañar que el canto
final del Kunstgarten esté dedicado a los estoicos como mo­
delo de «mächtige Philosophie» {K, 427) y que no haya sal­
vación sino por el «philosophisch-heroischer Geist».
¿Pero y Dios? ¿Dónde situar a Dios en este momento que,
no se olvide, hay que colocar antes de la ruina total de Wol-
demar? ¿Qué relación tiene Dios con la ética de la autonomía
individual y con el hombre fuerte del espíritu filosófico? Lo
que salta a la vista es la carencia de un Dios personal. Desde

181
luego que se defiende el carácter divino del Yo superior. Pero
en modo alguno esto significa afirmar un Dios personal; todo
lo contrario, significa la defensa de la participación personal
de un Dios suprapersonal que sólo permite —aunque Jacobi
no lo entienda así— un concepto panteísta espiritualista, como
unidad de vida espiritual. El texto clave es el de las páginas
427-428:

¡Oh amigos! El hombre es completamente mutable y va­


riable en su actuación; pero allí donde puede experimentar
alguna grandeza, alguna estabilidad, es sólo por un concepto
que ha llegado a ser dominante en su alma; entonces actúa
desde la razón, que es la vida del espíritu, el sentimiento de
la divinidad y de su fuerza.

Fuerza, vida, divinidad, espíritu, razón; todo ello se ha reu­


nido en el Yo superior cuando se ha conocido intuitivamente
a sí mismo. Todo esto suena a un único inspirador: el libro V
de la Ethica de Spinoza, que como sabemos ya era un viejo
conocido de Jacobi. Ahora acabamos de ver que todo esto se
da conjuntado con un canto a la filosofía estoica como la única
realmente poderosa. Todo ello no hace de Dios algo ajeno al
hombre, pero permite casi necesariamente la reducción de
Dios a lo divino, a la vida del espíritu que es la razón. Ahora
bien. Dios como lo divino no posibilita la caracterización
de Dios como Tú, no permite el amor salvo como plenitud de
fuerza personal. Pero en sí mismo no es todavía ni Tú para
el hombre, ni Yo para sí. Esta es la paradoja que pronto des­
cubrirá Jacobi: lo que es el Yo de todo hombre no es Yo para
sí mismo, no es individuo.
Naturalmente que este carácter divino del hombre es tam­
bién un instinto: el instinto de la razón, de libertad, de vir­
tud que ya defendiera frente a Wieland. Ahí está contenida
la humanidad frente al instinto natural que no expresa sino
animalidad y bestialidad (/C, 428). La cuestión es cuál de los
dos instintos se libera y obtiene la libertad. Todos los males
se siguen de que hasta ahora sólo los instintos naturales se
liberan, mientras que se reprimen los espirituales. La huma­
nidad, por tanto, sólo se salvará mediante la inversión de la
tendencia de la represión {K, 428). La creencia en la posibili­
dad de ese cambio nos desvela la creencia suprema a la que
hacía referencia Jacobi y que justifica dicha posibilidad:

182
Pues el instinto moral en el hombre no podrá dejar de
actuar ni demostrarse como activo en relación con el todo de
la humanidad: sería la energía humana verdadera, Dios en el
hombre. El objeto de ese instinto sería la virtud, en su forma
propia, a saber la virtud pura, virtud como fin en sí mismo
[K, 428],

La creencia es en el instinto moral como inmortal, como


permanente en su actuación, como Dios en el hombre, como
razón «nach ewigen Gesetzen waltende» (K, 424). La reduc­
ción de Dios al orden moral del Fichte de 1798, contra la que
Jacobi luchará con su contribución a la polémica del ateísmo
¡qué profundamente interna le era al propio Jacobi, y qué ene­
migo más interior combatía entonces! Jacobi tiene que creer
en él: le ha empujado en su lucha interna, en su cpntinua
superación; conoce desde dentro su realidad tal y como se
puso de manifiesto en el primer capítulo, mediante un pre­
sentimiento. Es lo divino en el hombre. Dios en el hombre,
anticipando con eso la verdadera problemática de todo el idea­
lismo: lo infinito en lo finito. Es lo de menos que ese instinto
le dicte justo los mandatos de la moral burguesa, que le de­
termine y llame a una moral represiva. Ahora se han cambia­
do los planos: ese instinto es la verdadera naturaleza supe­
rior, la verdadera naturaleza, que no debe ser reprimida. La
cuestión es que ese instinto, como la búsqueda de la identi­
dad del Yo, de su estabilidad, de su ser, es consustancial con
cualquier proyecto personal, es un transcendental de la mo­
ralidad que no dice nada de su contenido, pues sólo bajo la
creencia del éxito de ese proyecto personal —que Jacobi ve
garantizado por el hecho de su indestructibilidad sustancial —
adquiere sentido la lucha moral. Por eso caracteriza su reali­
dad básica como energía, fuerza auténticamente humana. Pero
en esta misma cita tenemos muy clara la inexistencia de un
Dios personal. Esa energía y sólo eso es Dios en el hombre.
Esto es, parte divina del hombre, sustancia del hombre en
cuanto aspecto inmortal del mismo. Y ahora también se nos
transparenta lo que antes llamaba Jacobi el valor supremo
de todas las cosas: el Yo superior es energía, por ello es su
propia acción. Desde ahí tiene sentido hablar de él como algo
reprimido, obstaculizado. El proceso de virtud es dejar libre
esa energía. Virtud es ser Yo libre. A ese mismo Yo antes de
serlo apunta el instinto moral. Ese proyecto de ser es el in­
condicionado, el que tiene valor por encima de todo, la vir­
tud como fin en sí misma. Ser para ser y por ser. El disfrute

183
alegre de la estabilidad no es sino una misma cosa que el ser
y la misma cosa que la virtud. Vemos que Jacobi no se en­
frentó a Kant por capricho: los dos pensadores convergían
en la realización de un humanismo de la virtud, en su creen­
cia en la capacidad ordenadora de la razón. Jacobi, sin em­
bargo, como un paso más en el proceso dialéctico caracteri­
zado esencialmente por la obsesión nihilista. Kant como un
punto final definitivo construido no sobre la destrucción de
la sensibilidad, sino de su dulcificación previa y moral, para
buscar así una síntesis del estoicismo y del epicureismo. De
ahí que toda la voluntad de Jacobi sea demostrar que Kant
está a la mitad del camino, que su posición no se puede man­
tener, que como cualquier otro momento de la línea dialécti­
ca se convierte en nada, en nihilismo, si no sigue el camino
hacia la fundamentación perfecta. El humanismo tenía que
destruirse para poder resucitar purificado y transformado en
concepción antropomòrfica de Dios. Kant era demasiado sano
para dar ese paso.
Desde el pensamiento de Dios como energía inmortal en
el hombre, surge naturalmente el pensamiento de la providen­
cia y de la libertad como atributos de esa energía. El pensa­
miento de Dios está completo excepto en un punto: como Dios
creador y personal. No hay rastro de esto. Por el contrario,
en el momento final del Kunstgarten, donde se expone la vi­
sión de las cosas que tiene el hombre nuevo, se dice así:

Dios gobierna en la oscuridad. Lo pasado siempre será


para el hombre tan enigmático como oscuro el futuro. Pero
la historia y la observación le han enseñado por lo menos
que en el Todo y por Todo domina un ser libre que en vano
intentamos atar. No ver esto, elevarse a Dios por la fuerza
tanto como querer someterlo, sería el espíritu del tiempo; pero
Él se mostrará invencible [K, 429].

Dios domina en el Todo y por el Todo. Se le puede invocar


y hablar de Él y con Él , como hemos visto; es igual al Yo
profundo en tanto que habita en el Todo. Pero no es un Tú.
La crisis con que acaba la novela Woldemar incluye la cri­
sis de esta concepción, porque implica la impotencia del hom­
bre para dominar la propia situación afectiva y llegar a con­
seguir la virtud. Woldemar hace daño y lo sabe; carece de
equilibrio y lo sabe. Se abre así un período de incertidumbre,
de maduración que emergerá con las Briefe de 1784: son cinco

184
años o cuatro, si contamos desde Vermischten Schriften, en
los que Jacobi se empeña en reformular la relación auténtica
entre ese Yo superior y lo divino desde la quiebra del ideal
de autonomía, desde la quiebra del absolutismo del Yo. Por­
que esa parte de lo divino no basta para conducirnos a la
estabilidad, es preciso llegar a reconocer algo absolutamente
divino como transcendencia en quien nos podamos reconocer,
en quien poder verificar la amistad imposible entre huma­
nos, en quien proyectar la misma lógica de reconocimiento en
el otro. Dios como transcendencia sólo puede entonces presen­
tarse como el Dios de la amistad, como el Tú, como la perso­
na sublimada o como el Yo sublimado. Pero esto dejará in­
tacta la cuestión del instinto moral, de la libertad, de la in­
mortalidad, del conocimiento intuitivo e inmediato de nuestro
Yo. La cuestión es que ese Yo espiritual sigue existiendo, pero
se relaciona ahora de otra manera con lo divino. ¿Qué impli­
cará esta relación? Obviamente la teoría de la creación del
alma por Dios y la de la posibilidad del diálogo entre ese Tú
y ese Yo en el ámbito de la certeza de la fe. La ruina del
panteísmo larvado que las citas anteriores mostraban. Y con
ello la ruina de esa filosofía que fue suya, que sólo puede
pensar a Dios como dominando en el todo y a través del todo,
como siendo el todo, energía del todo propia del espinosis-
mo. Pero la base de todo esto es la formación de un Dios
como Tú necesario dentro del proyecto de salvación de Jaco­
bi. Sólo este Dios personal moverá hacia otra filosofía.

NOTAS

1. Cf. este texto: «En todos los caminos, cuanto más capaz de­
viene el hombre de felicidad, más infeliz llega a ser de hecho; cuan­
to más excelentes llegan a ser los hombres que son buenos el uno
para el otro, tanto más vulnerable deviene su vinculación. En tanto
que el uno o el otro o los dos se educan cada vez más, cada uno en
su aspecto, ellos se van haciendo distintos en tanto que ganan fuer­
zas para extender su espíritu, extienden su corazón y se hacen cada
vez más independientes entre sí. La antipatía combate la simpatía y
la amistad tiene su fin» (IV, 243).
2. El final es premonitorio de la segunda parte: «Probablemente
todo hubiera ido cada vez mejor, si no se hubiera desarrollado un
suceso extraño desde el pasado que fue de las peores consecuencias
para Woldemar y Henriette y todos los que los querían» (W, 252).

185
3. Goethe se mofa de Woldemar hasta el punto de escribir una
parodia de la obra que representó en el círculo de sus allegados, ya
en Weimar. El tono pretencioso de los héroes era lo que más moles­
taba a Goethe que acababa la obra llevando a Woldemar directa­
mente al infierno. Cf. para todo este asunto en B, I, 2, 119 (carta
de 31.10.1779).
4. Cf. la carta a Fahlmer, B, I, 2, 126, la carta a Goethe de
13.9.1779, en B, 2, 105-106; a Schlosser, I, 2, 126.
5. Cf. la carta a Jacobi de 18.5.1779, B, I, 2-96.
6. A partir de 24.11.1778, B. I, 2, 82.
7. Cf. la carta de 1.6.1780, B, I. 2, 141.
8. Cf. la carta del 20 de agosto de 1779, AB, 1, 309.
9. Es interesante la carta del 22.11.1780, donde Jacobi invita a
Lessing a su casa. Éste, ya enfermo de muerte, rechaza su ofreci­
miento. AB, 1, 307 y ss.
10. Cf. B, I, 2, 146.
11. Con quien trabó conocimiento en marzo de 1781. AB, 1, 309.
12. Aquí en Vermischten Schriften se editaban sólo Kunstgarten
y Allwill en una edición reducida, junto con algunos pensamientos
sueltos. Este texto es prácticamente inencontrable. Pero el Kunstgar-
ten se puede encontrar en Bibliotek der Deutschen Klassiker, IX, 3. Cf.
para esta edición, la carta a Westenrieder, del 6.11.1781, B, I, 2, 372.
13. Cf. a Förster 21.10.1775, B, I, 2, 118; «Salude usted a Lich­
tenberg de mi parte. Si me hace sospechoso de "Empfidelei" o de
"Geniesucht” enséñele la carta de Luzie de diciembre de 1776. Pien­
so que incluso los “Fragmentos” del Deutsches Museum serían sufi­
cientes si se leyeran enteros y no saltando de aquí a allí».
14. Para captar este sentido, la carta a J.A.H. Reimarus, del
23.10.1781, B, I, 2, 357: «Una teoría completa de nuestros instintos
(tomada esta palabra en un sentido amplio, sería también la mejor
moral, y cualquier moral verdadera es más o menos teoría de los
instintos. Pero esta teoría no nos proporcionaría ninguna teoría de
la felicidad que fuera de hecho válida para todos y cada uno de los
hombres. [...] No se trata de la pregunta del ordenamiento posible o
transcendental de las inclinaciones de los hombres en general sino
de la ordenación efectiva que corresponde a cada hombre».
15. Cf. para esto la página 395 de Kunstgarten.
16. Esta vida queda caracterizada como «Dumpfeit des Gefühls,
Verworrenheit des Herzens ist die allgemein Krankheit» (X, 390). Apa­
rece como vida de vanidad {Eitelkeit), Nachäffung, Menschenfurt, etc.
17. Cf. el siguiente texto de Kunstgarten: «Zuverlässing ist alle­
mal das Beste für uns und unsere Freunde, Anverwandten, Mitbü-
rer. Genossen, ja für das gesammte Universum, dass ein jeder thue
sein eigenes Werk, gehe seinen eigenen Weg, besorge sein eigenes
liebstes Glück» {K, 392).
18. Cf. Kunstgarten, 417.
19. Cf. Kunstgarten, 419.
20. Ibid., id.

186
Ca p ít u l o IV

CREO, AYUDA MI INCREDULIDAD

1. Introducción

Estamos ante un período oscuro de Jacobi. Desde 1779


no escribe nada hasta 1784 en que las Briefe entran con fuer­
za en el campo de la filosofía alemana. Sabemos que las Brie­
fe cuentan y dan testimonio del movimiento espiritual de Ja­
cobi desde 1780, fecha en que comienza su amistad con Les-
sing. ¿Pero lo cuentan todo? Ciertamente no. ¿Lo que cuentan
es verdadero? Según el informe que dan las Briefe, en el tiem­
po de la visita a Lessing, Jacobi tenía definida perfectamente
su filosofía, su noción de salto mortal, su imposibilidad de
comprender la creación como relación entre dos sustancias,
la finita y la infinita, el Tú de Dios y el Yo del hombre. Esto
es más que dudoso. Por el contrario, que Lessing fuera espi-
nosista es una verdad histórica tan cierta como que el propio
Jacobi estaba cerca de serlo en esta época. Sólo así se expli­
ca la sinceridad de Lessing, que había ocultado su realidad a
Mendelssohn. Lessing, como Goethe cinco años antes, se sin­
tió apoyado en su espinosismo con el espinosismo (ciertamen­
te que sesgado hacia el libro V de la Ethica, y por tanto espi­
ritualista) de Jacobi. Pero también hay que mantener que Ja­
cobi albergaba dudas sobre esa filosofía, que empezaba a verla
como internamente contradictoria y que presentía sus conse­
cuencias, inaceptables para él, si se ponía el énfasis no en

187
las doctrinas de la intuición como forma de conocimiento su­
perior, o en el amor intellectualis Dei, sino en el primer libro
de la Ethica, en la filosofía del determinismo, o en el apéndi­
ce al primer libro, con su oposición a la providencia. De todo
esto no hay rastro en los informes que Jacobi da en sus car­
tas sobre la visita que acaba de hacer a Lessing. De igual
manera, no hay rastro en estas cartas de 1780-1781 de críti­
cas a Hemsterhuis, presentes en la edición de las Briefe. Por
el contrarío hay multitud de pasajes en la correspondencia que
van preparando lentamente todas las posiciones definitivas de
las Briefe, sin acabar de exponerlas con claridad. Es más que
dudoso que Jacobi mantuviera en silencio una teoría cerrada
nada menos que durante cuatro años. Pero en cualquier caso
esto sería un detalle menor. El problema es que, independien­
temente de a qué distancia, nosotros tenemos un Jacobi que
ha sido humanista y que en Woldemar, al final, entra en
crisis. Sabemos cómo se resuelve esa crisis en las Briefe, pero
no sabemos el proceso que permite deducir, justificar y com­
prender esa solución en todos sus detalles. Y defiendo que ese
punto es la noción de Dios como persona y la quiebra del
ideal de autonomía del yo, pues sólo estas representaciones
ofrecen la posibilidad de representarse una victoria en su
lucha personal por la estabilidad, de acabar su proceso dialéc­
tico de formación y de superar la crisis del valor de la amistad
como relación entre dos personas humanas que acaban des­
truyendo su identidad al mismo tiempo y en la misma medida
en que antes pensaban conformar su realidad individual.
Por lo tanto, tenemos que seguir a Jacobi en los textos
que continúan la atmósfera de Woldemar para entender el pro­
ceso de formación de las tesis de las Briefe. Porque también
en las páginas de esta obra hay vida interior, propia, secreta,
sólo que ya resuelta, triunfante, que sólo se deja problemati-
zar cuando se estudia desde otros textos.
Para empezar a reconocerla recordemos las relaciones de
Jacobi con Lessing, al margen de lo que aparece en las Brie­
fe. Una carta a Fahlmer de 1779, después de estar escrito el
Kunsígarten, es muy reveladora de lo que Jacobi veía en Les­
sing: un moralista en la misma dirección que él. En el fondo
ya lo veía así cuando avisaba a Wieland de que su Agathon
no había merecido un buen juicio moral del bibliotecario. Pero
dado que la carta a Fahlmer es un ataque a la moral del genio
y a Goethe, tenemos que concluir que Jacobi ve en Lessing
un aliado contra ambas cosas. Después de explicar de nuevo

188
su tesis del autodominio, de los principios, de la libertad y
de su relación con la animalidad, cita a Lessing como defen­
sor de esa misma doctrina.* Así pues, Jacobi va a ver a Les­
sing porque lo cree un aliado, un hombre que defiende sus
ideas, con el que podría dialogar. Por eso, cuando Lessing
saluda al autor de Woldemar (18 de mayo de 1779), Jacobi
se atreve a contestar en una carta humilde, después de pen­
sárselo mucho, llamándole «König untern den Geistern»
(20.8.1779, B, I, 2, 103) y anunciándole una visita. La memo­
ria de las grandes emociones de Wieland y Goethe le impul­
sará a ello, ahora que además está solo. Pero ya vemos su
carácter audaz tras la máscara de timidez: ¡No está contento
con el final de Nathan\ (ibíd., 104). La relación, sin embar­
go, continúa. El primero de junio de 1780 afirma haber leído
la Educación y se atreve a enviarle unos fragmentos de los
que le recomienda que lea el segundo (ß, I, 2, 141). Desgra­
ciadamente no sé de qué tratados se habla aquí, pero es po­
sible que sean los escritos contra Wieland. Lo que sí sabe­
mos es que Jacobi recomienda centrarse en un texto de la
cuarta de las Cartas sobre las investigaciones de 1774, que
ya mencionamos. Lessing prefiere hablar de la continuación
de Woldemar. Pero, ¿por qué quiere Jacobi centrar la cues­
tión en los temas de la citada carta? ¿De qué habla este es­
crito de 1774? Naturalmente de Lessing y de su tesis, de ori­
gen leibniziano, de que toda teoría filosófica ajena es com­
prensible y «composible» si es genuina y auténtica (VI, 325).
Puesto que en este caso concreto se trata de la religión de los
pueblos primitivos, la cuestión es encontrar la clave para en­
tenderlas y hacerlas composibles. Esto supone, contra Hume,
que el politeísmo, que diversifica e individualiza las religio­
nes hasta hacerlas no composibles, es un fenómeno secunda­
rio, en modo alguno la auténtica y genuina religión natural o
inicial (VI, 332). Por tanto, Jacobi quiere hablar de la reli­
gión natural o de la representación natural de Dios:
La gran aunque confusa idea de una fuerza omnipotente,
de un ser de todos lo seres, era de una manera natural la
primera consecuencia de los sentimientos de su dependencia
que confluyen sobre el hombre por todos los lados de su na­
turaleza. No puede menos que atribuir a este Ser todas aque­
llas propiedades que valora preferentemente en sí y en otros:
fuerza, inteligencia, valor. Pero precisamente esta consecuen­
cia instintiva desde la conciencia de su propio pensar racio­
nal a la inteligencia del Omnidonador [Allgebärer'\ le induce

189
cada vez más a atribuirle sensación y arbitrio a todas aque­
llas cosas cuya fuerza, movimiento, acción y origen no está
en condiciones de explicar físicamente [VI, 33].

La cuestión, entonces, preguntaba por la representación


racional-natural de Dios. Y desde luego Jacobi defiende en
todo este tiempo que la natural es esa representación de Dios
a mitad de camino entre el teísmo y el panteísmo; no el mero
Dios del deísmo, el Dios gobernador de las leyes de la mate­
ria, sino el Ser de todos los seres. Por lo demás, Jacobi sólo
habla de la creación cuando la compara a la organización del
caos de los antiguos y, por tanto, en modo alguno incluye en
esta representación natural lo más típico de la fe cristiana.^
Pero cuando Jacobi habla de la idea originaria del ser supre­
mo sólo se le ocurre decir: «Por cuya eficacia ilimitada con­
sisten y brillan todas las cosas». Desde esta representación
Jacobi se nos muestra ilustrado y tolerante: ésta es la idea
dominante en todas las antiguas teogonias, la que las une con
religiones más avanzadas e incluso con el Dios de los paganos,
pues todos ellos, siguiendo al abate Batteur, «establecieron la
unidad de una primera causa racional» (ibíd.) ¿Se necesitan
más detalles de lo cerca que estaba Jacobi en 1774 del espino-
sismo? Porque Dios como primera causa racional no permane­
ce ajeno al todo, sino que es el ser interno de todas las cosas.
1774 no es 1779, se dirá. Y es cierto. Pero cuando Jacobi
propone esta carta como tema de la conversación, de hecho
está manteniendo que sus problemas le siguen interesando
(B, I, 2, 141). Jacobi debe de tener todavía pensamientos cer­
canos a estas posiciones, debe de conservar más o menos ese
Dios natural casi espinosista. Este, junto con el apoyo contra
Goethe, son los dos temas de la relación con Lessing. La cues­
tión es que ambos aparecen en estos momentos desligados,
diferentes. El proceso de elaboración de Jacobi llevará a po­
nerlos como dos caras de la misma moneda, porque Goethe
es la forma de existencia típica del espinosista. Tras la entre­
vista con Lessing comprendió que pedía cosas contradictorias:
razones contra Goethe y a favor de Spinoza. Por eso la sim­
plificación de la escena consiste en usar contra Spinoza las
mismas razones que contra Goethe. Pero para eso Jacobi ten­
drá que distanciarse previamente de Spinoza, lo que no es
evidente antes de las Briefe. Es curioso e indicativo de esto
que todavía en 1783 Jacobi siguiera hablando de Spinoza y
de Platón al mismo nivel, en una carta que tiene por tema

190
exactamente el mismo de la carta cuarta del escrito de 1774,
el de la composibilidad de toda filosofía auténtica;

Es especialmente llamativa la interna semejanza del pen­


samiento de todos los hombres que buscan con seriedad la
verdad y que se preocupan de esto. Toda esta gente tiene un
cierto sentido profundo que los hace penetrantes y que les
permite encontrar aproximadamente lo mismo. Pitágoras, Pla­
tón, Spinoza, eran gentes completamente distintas de Aristó­
teles y Hobbes. En tanto que somos penetrantes nos roza­
mos las cabezas casi continuamente \AB, I, 363].^
Y junto a estos filósofos, otra corriente claramente central
en su pensamiento; el estoicismo,“* esa antigua filosofía tan
ampliamente coincidente con el filósofo holandés. De ella dice
en una carta algo significativo; que la felicidad humana es la
propiedad de la persona y no consecuencia de las circunstan­
cias externas. Esta convicción, típica de un luchador contra
su propia vida, va a ser reiterada en diferentes ocasiones. La
cuestión de la felicidad no depende de cómo se comporte el
destino frente a nosotros, sino de cómo nos comportemos no­
sotros frente al destino. Y lo curioso ahora es que este siste­
ma queda definido como sistema del corazón {AB, I, 303).
Tenemos así que estoicismo, negación del destino, sistema del
corazón, se confunden en el Jacobi de 1780, justo en el mo­
mento en que se dirige hacia Wolfenbüttel para hablar con
Lessing. La cuestión central no podía sino emerger en toda
su claridad; ¿cómo mantener todo esto tras la lectura interio­
rizada del primer libro de la Ethica de Spinoza?

2. El tiempo de la entrevista con Lessing


La obra literaria que nos ha transmitido Jacobi como ex­
presión de su conversación y que doy por conocida aquí, aun­
que la trataremos en el capítulo siguiente, es una pieza tea­
tral perfectamente construida en su clímax dramático. Por eso
mismo no puede ser comprendida como una crónica. Para
hacer una crónica de este tiempo tenemos que referirnos a
otros documentos que también tratan este encuentro, de tan
radical importancia para la filosofía alemana.^ Tres cartas nos
sirven de apoyo para ello; A Reimarus, el 5 de septiembre de
1780; a Heinse, el 20 de octubre de 1780, y a Reimarus, el 15
de marzo de 1781. Según esta fresca memoria de las cosas.

191
veamos qué es lo que sucedió aquel verano de 1780 entre Ja-
cobi y Lessing. La primera carta nos informa sólo de la con­
tinuación de la neurosis de Jacobi, la «schwärzeste Misan-
thropie» y, lo que es peor, la nueva especulación que le acom­
paña {AB, I, 298). Se nos muestra aquí de manera clara la
incapacidad de que la especulación fortalezca cualquier solu­
ción vital. A pesar de sus posiciones contrapuestas, Jacobi
coincide con Kant en que la especulación es un combate in­
deciso entre antinomias igualmente falsas y vacías. Sólo que
el talento menos poderoso de Jacobi y su nihilismo de lo
sensible no le permiten encontrar ningún terreno sólido para
el pensar. Y también desde aquí se ve con claridad cómo en
1780, justo después de la visita a Lessing, Jacobi vinculaba
sus depresiones, su incapacidad para ordenar su vida, con la
especulación, a la que consideraba como una amenaza. No
estamos entonces ante un juicio teórico que denuncia la se­
ducción de la especulación, como en Kant, sino vital. Y por
eso es fácil comprender que la visita a Lessing debía tener
un contenido especulativo que no hizo sino confundir aún más
a Jacobi como pensador, y que no hacía sino ponerle en ca­
mino de una salida radical y única, la ruptura con los con­
ceptos especulativos que todavía le servían en esta época para
defender la filosofía del corazón y del Gefühl, centrados como
hemos visto en la representación especulativa de Dios. Y esto
no puede significar sino una cosa: Jacobi rondaba de cerca el
peligro vital de esa propia especulación que había integrado
de manera parcial el peligro de lo que significaría ser conse­
cuente. O al menos, la entrevista debió aumentar sus dudas
al respecto. Y esto porque Lessing le mostró que la actitud
que reflejaba Goethe en el poema Prometeo era perfectamen­
te compartida por él, y además que la entendía coherente con
el espinosismo que mantenía. Jacobi descubrió así que espi-
nosismo y Goethe eran compatibles y no contradictorios, que
ese Dios natural que Jacobi invocaba en las cartas de 1774 en
el fondo permitía la defensa de la moralidad natural-sensible
de Goethe, el otro punto de su obsesión. Sólo un camino que­
daba abierto para acabar con la moral del genio goethiano:
atacar a Spinoza.
Pero no nos equivoquemos; la especulación es un terreno
de confusión y de indecisión, pero no provoca (como en Kant)
una autocrítica de la razón para librarse de representaciones
del mundo en las que no es posible confiar y que obstaculi­
zan el progreso del conocimiento y de la propia autoconcien-

192
eia. No. Es una arena estéril porque no ofrece salida que or­
ganice la vida; porque todos los despliegues de la razón es­
peculativa se convierten en peligrosos. Aquí está la diferencia
entre Kant y Jacobi. Aquél juzga desde unos intereses de la
razón que se pretenden universalizables, con capacidad para
albergar a cualquier persona como fin final en todas sus di­
mensiones sensibles e inteligibles. Ninguna especulación le
hace dar un paso hacia ese interés, y por eso es preciso de­
jarla abandonada. Jacobi juzga desde los intereses de su in­
dividualidad, y desdeña la especulación en nombre de la im­
posibilidad de encontrar el equilibrio, de reencontrarse en una
imagen. No se puede ser determinista, materialista, criticista,
porque el individuo no puede reconocerse, no puede ordenar­
se en esa representación del mundo, no puede justificar ni
bendecir ni encontrar un destino especial para la historia de
dolor en que se desgrana su individualidad. Pero ahora el
cerco es más estrecho. Porque Jacobi descubre que ha defen­
dido una filosofía, la espinosista, con una noción de Dios y
de naturaleza, que especulativamente le lleva a pensamientos
que también le impiden el autoconocimiento y que le sumen
en la más negra de las depresiones, que le someten a la inde­
fensión o a la tentación de la misantropía, del desprecio uni­
versal: el determinismo del primer libro de la Ethica, esa es
la clave que le lleva al desprecio de sí mismo y del hombre.
Podemos pensar entonces que la conversación de Lessing
echó ante todo sombras sobre las propias bases especulati­
vas de Jacobi, lanzó la sospecha de que siendo espinosista se
era en el fondo todo lo que Jacobi no quería ser: Goethe,
el Goethe que él quería denunciar ante Lessing, llevándole el
poema Prometeo. La especulación con ello no ofrecía una re­
presentación natural de Dios, sino que era descubierta como
soporte fundamental del gran rival; se convirtió en traicione­
ra, haciendo aumentar el torbellino de la inseguridad. Espe­
culación, speculum, espejo, espejismo. Así mostraba su esen­
cia como instrumento de duda, de inseguridad, de incerteza,
como herramienta del escepticismo vital que es preciso supe­
rar, pero que al mismo tiempo llevamos atado como dimen­
sión irrevocable de la mente. Aquí podemos ver el sentido del
progreso dialéctico de la personalidad que se inicia ahora: eli­
minada la sensibilidad, eliminado el pensamiento sensible, el
pensamiento de la amistad, el pensamiento del Yo, debemos
seguir progresando en esa filosofía negadora mediante la se­
paración de toda especulación, de todo el proceso dianoètico

193
que busca un fundamento vital ordenador. Ahora no sabemos
el final de Jacobi. Pero la especulación se cierne a su alrede­
dor con todas sus contradicciones, avalando una representa­
ción filosófica de lo divino como Él, como causa primera,
como el ser de todo, que puede justificar formas de vida per­
versas, amorales y deterministas como la de Goethe.
El caso es que muy pocos días después de este breve
apunte sobre la visita a Lessing, escribe a su nueva interlo-
cutora, la princesa Gallitzin:

Sin creencia somos miserables. Sobre un Uno descansan


todas nuestras buenas convicciones y éste [Uno] tiene que ser
inculcado desde la infancia [5, I, 2, 200].

Tenemos que la mera especulación destruye la personali­


dad; de ahí que nuestras convicciones tengan que reposar en
el Uno mediante la fe. Pero la fe en la que fuimos educados
desde la niñez. El tono de Jacobi es otro. Ha elegido también
al confidente. La incapacidad ordenadora del instinto de la
razón del escrito de 1779, devaluado ahora a mera especula­
ción, es lo que fuerza la aceptación del Uno distinto del Yo.
Pero la incapacidad de la especulación para establecer una
representación de ese Uno, vinculada a la moral nihilista de
Jacobi, fuerza a la aceptación de ese Uno por la fe, mediante
un corte abrupto con la inteligencia y el regreso a la infancia.
No existe aquí una puesta entre paréntesis para que la razón
decida acerca de qué es lo real y qué la especulación. Por eso
la posición de Jacobi se levanta sobre una cobardía; negarse
a una crítica de la razón. La apelación a la Glauben es inme­
diata, no mediada por la propia crítica. Esa apelación tendrá
sentido en Kant cuando se cierren todas las posibilidades para
alcanzar una decisión cognoscitiva sobre algo, lo que supone
que se ha asentado un terreno del conocimiento que se sos­
tiene, no se olvide, por la necesidad de referirse a la sensibi­
lidad para dotar de sentido y significado a la práctica univer-
salizable del conocimiento. La apelación a la fe en Jacobi es
inmediata y, por eso, dogmática: se ha decidido sin discu­
sión previa de los márgenes donde podía ser legítima la dis­
cusión racional. La razón crítica no tiene otra fe que ella
misma; si cree en algo es en su propio interés, en su apertu­
ra hacia la realidad. La opción de Jacobi es decidir de entre
los elementos de la subjetividad aquéllos que son intocables.
La expresión «Sin fe —que ahora es religiosa por su forma.

194
no racional— somos miserables», significa: no puedo dejar de
bendecirme, no puedo ser autocrítico en mi última decisión
porque eso implicaría diluirme en la especulación. Nunca exis­
te en Jacobi la posibilidad de concluir de la siguiente mane­
ra: bien puede ser que las bases de mi conducta sean mera
apariencia. Aquí está el irracionalismo en su esencia: no atre­
verse nunca a poner en duda que yo como individuo bien po­
dría no tener realidad, que bien podría ser que no fuera sal-
vable en mi totalidad ni despreciable en mi totalidad. Es una
cuestión de indefensión ante sí mismo.
Pero lo fundamental es que Jacobi hace esa defensa de la
fe religiosa desde una filosofía de la creencia como forma de
vida caracterizada por la Gesinnung, por la convicción que le
era propia desde siempre. Se mantiene la misma estructura
filosófica apoyada en el Gefühl como instancia inmediata, pero
que ahora no se aviene a servir de apoyo a ninguna represen­
tación especulativa ni apunta al mismo objeto que antes. No
se trata ahora de que sin la creencia en el amor, en la amis­
tad, en el Yo o en los principios seamos miserables, sino que
lo somos sin la creencia en Dios, clave de la dimensión abso­
luta con que revestimos todas las demás convicciones. En la
carta posterior a la visita a Lessing este Dios tiene la forma
de Uno. Esta no es la forma en que aparece en la formula­
ción final. Pero en aquella carta a Gallitzin se hacía referen­
cia a que en todo caso tenía que vincularse a la fe recibida
en la niñez. Por tanto, frente a la especulación, apropiación
vivida de la fe de la infancia. Este es el supuesto del salto
mortal de 1784.
Pero para comprender qué oscilante es la posición de Ja­
cobi, hasta qué punto se encuentran a la mano las dos posi­
ciones alternas de especulación y fe, para comprender la zo­
zobra teórica de su posición y la impotencia ante su propia
complejidad filosófica y vital, veamos lo que piensa Jacobi
de su gran viaje en la carta a Heinse {B, 1, 2, 200 y ss.) Ante
todo extraña una cosa: que Jacobi hable de Lessing como
antes hablaba de Wieland o de Goethe. Es su amigo, con lo
que eso significa dentro de la filosofía y de la representación
vital de Jacobi. Es el amigo para conocer conjuntamente a
Dios. Pasará la primavera con él {ibíd., 201) y se llevan muy
bien. La carta rezuma complicidad por todas partes,^ y desde
luego el afecto y la consideración se extiende a la figura de
Mendelssohn.^ Lessing le comenta sus proyectos acerca de
Diálogos entre masones {ibíd., 202) y la conclusión de sus

195
escritos teológicos con una historia de la Iglesia. El viejo Je-
nisalem le brinda su amor. Jacobi es uno de ellos y cree haber
encontrado, una vez más, su sitio. No hay aquí rastros de
discusión filosófica con Lessing en los términos del relato que
poseemos, ni una huella de esa sospecha de especulación
negra que sirve de apoyo a su misantropía. Pero no sólo esto.
Hay abundantes detalles que testimonian que Jacobi no calla
nada. El primero, un breve informe sobre la metafísica. Si la
conversación con Lessing que conocemos hubiera sido real,
Jabobi no habría podido coincidir con él acerca del valor de
la metafísica como criterio decisivo de toda verdad superior,
pues esto es irreconciliable con su propia propuesta de salto
mortal. Y sin embargo informa a Heinse:
Lessing y yo le contestábamos [a Gleim] muchas veces
con nuestra filosofía y aseverábamos en caso de necesidad
que la metafísica es útil para todas las cosas, y tiene la pro­
mesa de la vida presente y de la futura porque de ella de­
pende toda certeza de lo presente y del futuro, de lo real y
de lo posible.

No hay aquí un corrimiento en favor de Gleim y de la ne­


gación de la metafísica, que hubiera sido lo coherente con la
tesis de las Briefe. Ciertamente que metafísica no es especu­
lación, se dirá. Pero debemos preguntarnos si alguien que
tiene definida ya la estrategia del salto mortal de 1784 puede
conceder valor a esa distinción. El dilema es claro: si Jacobi
tiene ya en 1781 definido el salto mortal, entonces no puede
mantener que de la metafísica depende toda la certeza sobre
el presente y el futuro. Pero si Jacobi cree esto, ¿cómo escri­
be a la princesa Gallitzin que la especulación es el más firme
aliado de la depresión y la misantropía, esto es, de la falta
de certeza sobre todo? Si la conversación con Lessing fue
sobre la representación natural de Dios tal y como se enten­
día en la obra de 1774 y tal y como se expone en el Kunst-
garten, entonces sólo cabe afirmar algo sensato sobre este di­
lema: a veces Jacobi se sentía soportado por esa representa­
ción filosófica de Dios y a veces no; esto es: Jacobi estaba en
un torbellino de dudas y de inestabilidad. Pero ya es mucho
identificar de qué problemas se trata, cuáles eran los térmi­
nos del dilema. En todo caso, el Jacobi de 1781 no tiene defi­
nida la posición del salto mortal y de la no-filosofía de 1784.
Más detalles. Desde la posición de las Briefe, no hay po­
sibilidad de conciliación entre la antigua filosofía del estoicis-

196
mo y la metafísica, por un lado, y la creencia cristiana por
otro. Desde una perspectiva lessingiana sí. Pues bien, cuan­
do habla de Claudius en el informe a Heinse, dice;

Su cristianismo es la filosofía más sublime y tan antigua


como el mundo; pero está lejos del mero deísmo, a años luz.
Él descansa, como Lavater, sobre la creencia religiosa. Tiene
que parecerle extraño y le resultará difícil creer si le digo que
este hombre está lejos de todo fanatismo y lleno del espíritu
de Luciano [ibíd., 203].

Jacobi no dice que esa sea su posición. A su viejo amigo


Heinse le dice: «me admira la posición de Claudius y no la
juzgo retrógrada». Es una posibilidad, pero él no ha defendi­
do que sea la suya ante Lessing. Cree que puede ser compa­
tible con una filosofía antigua, con el cristianismo y con el
estoicismo. Que en todo caso la posición de Claudius no es
un fanatismo. Cuando vayan cristalizando sus reservas a la
parte especulativa de la filosofía sincrética que defiende, cuan­
do se le muestre contradictoria con la noción de Dios y de
Mal que necesita, echará mano de la creencia milagrosa de
Lavater, de Claudius, ciertamente que reformada, y dará el
salto mortal. Tenemos, pues, que en modo alguno el viaje de
1780 puede verse como algo definitivo, como un viaje en el
que Jacobi ya está formado, sino a la inversa, como una aper­
tura a estímulos nuevos para su mundo, entre los cuales em­
pieza a sonar con fuerza el problema de la creencia cristiana
propiamente dicha —que hasta ahora no ha aparecido en su
filosofía—. Si Jacobi hubiera tenido clara la posición del salto
mortal, ¿por qué no reconocerla aquí? Pero que los plantea­
mientos del problema ya estaban en su evolución anterior lo
testimonia el hecho de que la especulación no le acallara sus
dudas y de que prestara oídos a la reacción fideísta que en­
carnaban la Gallitzin y el círculo de Münster, por una parte,
y Claudius-Lavater por otra.
El tercer detalle. El Dios de la creencia es el Dios-Tú.
Hemos visto que a Gallitzin le habla en términos del Dios-
Uno. También es éste el Dios de Heinse. Mientras que Jacobi
tenga ese Dios-Uno con el que se reúne por el sentimiento
moral, está lejos del deísmo con su Dios mecánico y muerto.
Ciertamente, en esto se aleja de la especulación racionalista y
se acerca más a Claudius. Pero ese Uno sigue siendo el Dios
que permite la metafísica, el discurso sobre la relación entre
nosotros y lo real, el presente y el futuro, lo posible y lo efec-

197
tivo, el todo. Tiene elementos antiespeculativos porque el Dios
como Uno es vivido, participado, sentido. Pero también es el
Dios especulativo, primera causa, ser de todo ser, fuente de
todo lo posible y de todo lo efectivo. Ser antideísta significa
aquí ser partidario del Dios-Uno. Y esto era reconocer tanto
esa vieja filosofía, el cristianismo y Spinoza, como la creen­
cia, el sentimiento, la intuición inmediata de Dios por el co­
razón. Así que la cuestión es descubrir que ese Dios-Uno no
es persona y que el hombre tiene necesidad de ese Dios-
Persona. Sólo entonces toda metafísica, incluso la que sostie­
ne ese Dios-Uno, incluso la suya propia, deviene pura especu­
lación.
Cuando Jacobi informa a Heinse dice:
Bellezas de este cierto género son innombrables, como la
divinidad que, infinita en cada determinación de su esencia,
sólo puede ser presentada por y en sí misma \ibíd., 202],

¿A qué recuerda esta divinidad? A la de Spinoza. Era el


único concepto de Dios que tenía Jacobi y el único que real­
mente superaba el concepto deísta de la Ilustración materia­
lista. Era el que tenía Lessing. Pero Jacobi no veía totalmen­
te claro en Spinoza, y de ahí las dudas acerca de la especula­
ción que le confiesa a la Gallitzin. De ahí también la necesidad
de discutir con Lessing precisamente de eso. Sólo así se puede
entender que el propio Lessing, el 4.12.1780, profèticamente,
cercana su muerte, diga:
Un hombre como usted nunca dejará de tener para mí
razón, incluso si el mundo entero se pone en su contra,
mundo en el que nunca se hubiera debido mezclar [fi, I, 2,
228],

Lessing podía ver en Jacobi su igual, su hermano. Mante­


nía su mismo secreto: ser espinosista. Sólo le quitaba la razón
en una cosa: que no estuviera dispuesto a guardar en secreto
aquello que los hacía iguales, su profundo debate con el espi-
nosismo. En el fondo que no estuviera dispuesto a convertir­
se en bibliotecario. Por eso le avisa de que tendrá en contra
al mundo entero, con el que le aconseja que no se mezcle.
Lessing invoca aquí la estampa quizás más bella de la filoso­
fía del X V I II , comparable sólo al espíritu de Kant consumido
por la noticia de la Revolución Francesa, haciendo guiños al
retrato de Rousseau de su gabinete: la de Lessing, biblioteca-

198
rio del palacio de Wolfenbüttell, siguiendo en silencio la filoso­
fía de Spinoza, hecha también para el silencio agradable del
oficio de pulidor de lentes. La fuerza de la filosofía en estado
puro sosteniendo ella sola la vida de sus hombres. Pero Jacobi
necesitaba demasiado el reconocimiento ajeno como para re­
tirarse del mundo. El espinosismo y el kantismo eran, al fin y
al cabo, filosofías de marginados. Jacobi no quería serlo.®
Hay un detalle más que permite sostener que el informe
que nos da Jacobi en las Briefe de los tiempos de su visita a
Lessing no es ajustado a su época; la relación con Hemster-
huis en modo alguno es crítica. Pero Hemsterhuis significaba
una extraña síntesis de platonismo,^ espinosismo y estoicis­
mo que era perfectamente compatible con la situación filosó­
fica de nuestro autor en esta época. Pero cuando Jacobi es­
cribe las Briefe tiene necesidad de mostrar que la filosofía de
Hemsterhuis es perfectamente rebatible por Spinoza y que,
por tanto, no soluciona el acceso filosófico a la salvación de
la personalidad. En modo alguno es la posición de 1780. En
esta época lo que sucede entre Jacobi y Hemsterhuis es lo
siguiente:
El viaje de sus escritos, tal y como se nos muestra en las
Briefe, es cierto. La carta a Gallitzin de 15.7.1780 lo demues­
tra claramente. Así pues, empieza a leer el Aristée a su regre­
so a Düsseldorf. En agosto de 1780 {B, I, 2, 159) da noticia
de estas lecturas que refieren al Aristée, Sur Vhomme, Sophi-
le, Sur les desoirs, etc. Pero todo lo que tiene que decir Jaco­
bi sobre Hemsterhuis tiende a mostrar la identidad de pun­
tos de vista de los dos hombres.'® A Gallitzin le reconoce que
Aristée es un «herrliches Buch» y que participa de su idea
preferida: que la felicidad es una propiedad de la persona (cf.
Kunstgarten), si bien aquí la ve en conexión con importantes
verdades {B, I, 2, 200). Su afición a estas lecturas crece."
Ahora, un poco después, dice a Heinse que posee dos nuevos
escritos completamente divinos aunque no impresos (fi, I, 2,
210).'^ A partir de enero de 1781 puede estudiar la Carta
sobre los deseos {B, I, 2, 257). El 8.3.1781 se conocen los
dos (fi, I, 2, 281).'® En las siguientes cartas ha estudiado ya
tanto el Aristée que puede prescindir de él (fí, I, 2, 301).
Por tanto 1780-1781 fue el año de la lectura de Hemster­
huis. Y desde luego en principio no de una manera distante,
como tendría que ser si Jacobi tuviera definida su filosofía
del salto mortal como decisión vital. Crítico con Spinoza, con
la filosofía, pero incapaz de separarse de ella, incapaz de de-

199
cidirse, sin el apoyo de Lessing (ya muerto), Jacobi se \a a
enfrentar a una obra sin coherencia, altura ni profundidad
como es la de Hemsterhuis, llena de extraños sincretismos
que no pueden dar solidez a una vida atormentada cuya pro­
pia inseguridad le fuerza a un hipercriticismo. El resultado
de su lectura lo veremos luego, en el capítulo siguiente.
Mientras tanto, de lo que no cabe duda es de que para
desembocar en sus tesis positivas van a ser mucho más im­
portantes los estímulos de Claudius y Lavater que la lectura
de aquel autor. Su lectura crítica no le sirve sino para vivir
el hecho de que ninguna postura alcanzada por el discurso
filosófico es sólida como filosofía vital. Por tanto, lo que au­
mentó las dudas especulativas debía de ser algo que ya trans­
portaba Jacobi desde antiguo, y posiblemente sobre todo el
hecho de que esa solución del Dios-Uno carecía de eficacia
para asentar realmente una estabilidad personal, ahora todo
ello reforzado por el hecho quizás señalado por Lessing de
que la filosofía de Spinoza era compatible con la filosofía del
Prometeo de Goethe. En todo caso, el estudio de Hemster­
huis potenció esta incertidumbre ya que en esa filosofía todo
perdía sus rasgos propios y devenía incapaz de ser vivido con
la fuerza que requería la creencia. El proceso tenía que acom­
pañarse del despliegue de dos temas; el de la creencia y el de
Dios. Hay que tener en cuenta que lo que llamaba «creencia»
no era en principio incoherente con sus posiciones filosóficas
de corte panteísta, pues este Dios-Uno podía ser vivido con
fuerza y con inmediatez, ya que permitía reconocer algo divi­
no en nosotros. Poco a poco, sin embargo, estas posiciones
se fueron haciendo insostenibles. Veámoslo.

3. Creencia

Hay una carta a su hijo donde Jacobi habla largo y tendi­


do sobre Séneca. Se trata de una carta sobre la educación de
los hijos o, lo que es lo mismo, del modo de consolidación
de la conducta. Los puntales de esa educación son los diferen­
tes momentos del proceso dialéctico que venimos estudiando.
El primer estadio es distanciarse del cuerpo, negarlo en tanto
valor en sí, con la consiguiente superación de la sensibilidad
(5, I, 2, 255) en tanto reino del devenir {ibíd., 256). La epís­
tola VIH, del libro I de Séneca es invocada en este sentido.
Frente al cuerpo, la concentración en el alma es el segundo

200
paso,*^ la recuperación de la dignitas, ratio, fides o libertac;
(ibid., 256). Hay aquí una gradación de palabras que la exé-
gesis no ha tenido en cuenta. Sentido de la posesión del alma,
ejercicio de la racionalidad y esa extraña palabra fides, senti­
miento del deber, firmeza, carácter rocoso de la personalidad,
el elemento final de la educación ideal de razón y fe que en el
Kunstgarten quedó integrada en la noción de Yo. La edu­
cación no se dirige hacia una evidencia teórica, sino’ práctica,
al reconocimiento del bien. Y en este contexto Jacobi trans­
cribe un texto de la carta XXXI:

Unum bonum est, quod beata vitae causa et firmamen-


tum est, sibi fidere. Hoc auten contgere non potest, nisi con-
temtum est labor, et in eorum numero habitus, quae ñeque
bona sunt ñeque mala [Ep. XXXI, 222, 3].

Aquí la fides se dirige a algo concreto, sibi fidere, fe en


sí. Pero esto es unus bonus. Creer aquí es algo enteramente
moral, una decisión práctica que está decidida previamente a
toda especulación, una moral que, a pesar de anteceder a toda
teoría, no se sabe provisional, sino definitiva por el carácter
absolutamente impotente de aquélla para fundamentar deci­
siones y, por tanto, para fundamentar la vida, para dotarla de
firmamentum y constituir vita beata, la vida de felicidad es­
piritual que buscaba Spinoza. Aquí tenemos la clave: Spinoza
vivió esa fe, confió en sí mismo, aceptó el unum bonum, pero
pretendió fundamentarlo en la cadena infinita de la razón, que
no podía aceptar Jacobi. Para Jacobi esa era su religión en
este momento: algo idéntico con la virtud (B, I, 2, 242).
¿Pero cómo se confía en sí mismo? ¿Cómo se acepta ese
deber, ese proyecto de consolidar el carácter? Justo aquí es­
tamos en el final del viaje. Porque Woldemar había acabado
en la Eitelkeit del hombre.'^ ¿Cómo transformar esa vanidad
del hombre, absolutamente indomable, inconstante, pecami­
nosa, en algo estable, firme, propio de la fe? ¿Cómo aceptar
la fe en un proyecto de educación siempre defraudado?
¿Dónde está la fuente de la confianza en sí mismo a pesar de
sí mismo hasta el punto de constituir hábito? Jacobi lo sabe
ahora: en Dios.

Comprendo que las verdades sobre las que se apoya esta


doctrina tienen que entrarle difícilmente a un joven porque
no tiene un sentimiento suficiente de lo único que puede ha-

201
cerle feliz. Pero él tiene que creer. Por esto la más sublime
religión pone con derecho todo el mérito en la fe y enseña
que sólo ella hace bienaventurado. Nosotros no podemos lle­
gar a lo mejor hasta que no nos hayamos desprendido de lo
peor; y meramente en base a la palabra, a la creencia; pre­
sente por futuro, visible por invisible. Dios te da, mi querido
hijo, el supremo presentimiento que te hace capaz de ello y
que es la luz de su gracia [fi, I, 2, 243].

Naturalmente, esto es cristianismo. Aquí está el descubri­


miento del núcleo racional del mensaje cristiano, en tanto que
reformulador de la paideia clásica, como ideal de perfección.
El texto de Séneca a Lucillo es así la necesaria introducción
para el texto de Jacobi. Los dos ideales quedan integrados en
uno y muestran recíprocamente su esencia: el mensaje sene-
quiano como esencialmente terrenal busca la solidez que dota
de confianza y felicidad a esta vida como orden pasional. El
mensaje cristiano, no menos terrenal para Jacobi, enseña la
gratuidad —Gnade— de ese proyecto voluntario, libre, con­
fiado y apoyado sólo en la palabra. Ese aspecto central de la
fe en todo proyecto de perfección, de dialéctica de la perso­
nalidad —fe como creencia en que se ha de cumplir la meta,
y firmeza en ese mismo proyecto, lo que ya es tener la meta
conseguida—, es lo que el cristianismo puso de manifiesto res­
pecto de la paideia antigua; porque exige dar el presente por
el futuro y esperar lo mejor después de desdeñar lo que se
tiene. Ese trueque es necesario en toda educación: cambiar
lo visible por lo invisible, un yo sometido a placeres y dolo­
res, por un Yo invisible y estable. Y todo esto porque, y sólo
porque, se nos ha dicho, porque se hace real sólo por ser
dicho, por la palabra. El hombre apuesta por el proyecto y
lo hace real cuando acepta por la palabra como ya realizado lo
que se tiene que realizar en el futuro, porque se da por segu­
ra su realización si se cree que en el fondo ya se ha realiza­
do. Se dan así los dos elementos —formal y material— de la
Glauben en Jacobi: se tiene que dar realidad y aceptar sin
fisuras (forma de vida caracterizada por la confianza) la rea­
lidad de aquello que se quiere llevar a cabo, el bien creído
(creencia en sentido material). La condición es que aquello
creído sea algo estable como objeto, y que así produzca la
verdadera función: hacer estable al sujeto que lo busca. Pero
en el fondo esto significa que se tiene que creer antes de creer.
¿Cómo? Por un presentimiento, un instinto, una luz para creer
que no hace significativo el fracaso momentáneo de la fe.

202
Por eso la existencia cristiana auténtica es la de creer para
que se ayude a la fe, creer para no hacer significativo el pe­
cado, creer para creer. Esta es la noción de «palabra». Al­
guien cree en la palabra cuando no cree en lo real, en lo con­
seguido, en lo hecho. Así, lo que el cristiano cree de la predi­
cación de Cristo, de su palabra, es llegar a tener fe. La palabra
de Cristo es la que produce fe por sí misma, moviendo a creer
antes de creer. Ese es el presentimiento, aceptación de ser
colmado y salvado antes de serlo, de gozar de la vida beata a
pesar de todo. Esta es la realidad de los viajeros de Emaús,
la realidad que tanto se nos cuenta en el Evangelio de la se­
ducción de Cristo. Pero curiosamente estamos aquí ante un
sibi fidere que sólo es efectivo —sólo conforma confianza en
sí mismo, estabilidad— si es un alterum fidere, un creer en el
que habla, en la palabra de otro. Este es el cristianismo de
Jacobi: sólo puedo confiar en mí mismo tras tanta inestabili­
dad, vanidad, avatar y devenir, si creo en otro y si creyendo
en ese otro tengo al menos un rasgo estable de mi carácter.
Mi ser —como contraposición al devenir—, es el hecho vital
de la lucha por la fe, y por esa batalla alcanzo identidad per­
sonal, firmeza, carácter en el que creer a su vez; lo que ali­
menta la fe es una idea pedagógica elemental, pero que está
atravesada por un antiguo y profundo conocimiento de la rea­
lidad humana como autohacerse.
El punto final de la dialéctica de la personalidad no es un
estado final, sino un proceso indefinido de lucha por hacer
estable y confiada la existencia en la fe, proceso entre fe e
increencia, entre paganismo y cristianismo, entre inteligencia
y corazón, certeza y duda (cf. AB, II, 475-478, a Reinhold,
8.11.1817). Todo esto encierra la noción de creencia en Jaco­
bi. Pero en este nivel del drama, los primeros estadios de la
dialéctica de la personalidad ya no juegan; ahora la fe y el
ateísmo son la única obsesión. Jacobi, sin embargo, sabe que
entregarse a un punto final no dialéctico de este drama sería
aceptar ese cristianismo sólido e indiscutido de sus padres,
hacer del cristianismo una religión de la letra y no del espíri­
tu. El suyo, como vivido, real, verdadero, no es positivo
nunca; siempre se resquebraja de nuevo para ser reconstrui­
do. Nunca es letra, sino palabra, diálogo interior.*^ Esa dia­
léctica nunca aspira a hacerse letra, estado final, libro. Bi­
blia, perfección de la experiencia dialéctica, como posterior­
mente sucederá con Hegel. Sustancializar la fe como palabra
ya dicha de manera permanente es negar el valor de la exis-

203
tencia abierta como único suelo del que brota la propia fe.
Jacobi es demasiado auténtico como para cambiar su «frágil»
cristianismo por un «cristianismo histórico y positivo» {AB,
I, 459). Pero esto quiere decir: su cristianismo surge dema­
siado cerca del problema de la consolidación de la conducta
y de la vida como para que pueda convertirse en algo al mar­
gen de ella. Desde ese mismo problema insoluble de antiguas
raíces ya olvidadas, es inevitable que el cristianismo sea siem­
pre gebrechliches. Aquí tenemos la base de toda la reflexión
moderna sobre el cristianismo: los individuos ocupados en su
propia obra. Y también para apreciar las bases cristianas de
toda filosofía existencial. En el fondo, como manifestará Hegel,
el cristianismo es un punto de no retorno en la historia, por­
que cifra la salvación en la obra guiada por la fe en la pala­
bra, en el logos, y por eso, para Hegel, desde luego fe en la
razón. Esa es la religión: «la vrai religión n’est que la raison
se contemplant dans son oeuvre» (II, 355).
¡Cómo se carga ahora de sentido la expresión de que «sin
creencia somos miserables»! Ahora significa que no podemos
fiamos de nosotros, que no podemos vivir confiadamente, pero
también que sin fe no podemos vivir con autenticidad nues­
tra propia vulnerabilidad. Elend tiene aquí una intima raíz
religiosa. Significa no tener sensibilidad para el pecado, para
la imperfección y, por tanto, albergarla de la peor manera.
Ser miserable es tener buena fe, no tener conciencia de la fi-
nitud; no es creerse inocente, sino no creerse ni inocente ni
culpable: amoral. Frente a quien él llama miserable, el cre­
yente tiene noción del bien, del único bien, y por tanto del
pecado, del mal. Si se siente inocente y perdonado es porque
cree, porque al creerse libre del mal en la última y definitiva
tirada, se empieza a librar de él en la siguiente, en la próxi­
ma, en la inmediata. A Jacobi no tenía nada que decirle la
escuálida filosofía de Hemsterhuis. Mucho más tenía que de­
cirle la filosofía del libro V de la Ethica. Pero en la misma
proporción le parecían distantes de la vida real los primeros
libros de esa misma obra, de los que no se podía derivar una
teoría existencial del bien y del mal. Sólo entonces, y median­
te la profundización en la esencia del proyecto de la perfec­
ción personal y de la dialéctica de la personalidad, sobre una
reflexión acerca del cristianismo vivo, alcanzó a ver Jacobi la
centralidad de la Glauben y, por tanto, llegó a racionalizar el
asco ante la especulación y la metafísica. Esta profundización
se llevó a cabo en la correspondencia con la princesa Gallitzin.

204
4. Gallitzin

La dinámica de la creencia le llevaba a Jacobi a proponer


como piedra de toque de toda su posición la existencia de la
palabra o del presentimiento de la gracia. Así las cosas, reti­
rada la promesa de la fe, tiene que desaparecer la confianza
en sí, pues nosotros mismos no podemos elevarnos a garan­
tía de la verdad del proceso, ya que la evidencia de nuestra
debilidad exige otro fiador del buen término del mismo. Pues­
to que nuestro estado es reconocido como finitud, exige otra
garantía en la desesperación de la caída. Jacobi ya ha cono­
cido en sí el dolor de ese sentimiento del mal, esa necesi­
dad de creer, ese anhelo de fe sólida y de estabilidad. Es
entonces cuando para confiar en su propia obra, en su pro­
pio deseo y en su propia fuerza, descubre que tiene que creer
antes en lo que sostiene toda fe: en la existencia de una
palabra cualitativamente diferente que merece confianza, que
nos conmueve con el presentimiento, que nos ilumina con
su luz. En términos reales: tiene que reconciliarse con un
estado de incapacidad endémica para resolver sus propios
problemas, tiene que reconocer ese final no como un estado
pasajero más, sino como algo definitivo, propiamente hu­
mano. Sólo así no proyectará más inquietudes sobre él y
podrá aceptarlo como doloroso, sí, pero no como un peligro
radical y fatal, esto es, como algo infernal. Con esta posi­
ción descubre la posibilidad de mantener un proyecto de per­
fección a pesar de todo fracaso, porque en último extremo
el final no depende de él sino de alguien que está por enci­
ma de él. Con ello eleva a esencial la conciencia de la zozo­
bra permanente en que vive, pero encuentra un medio de
rebajar la tensión y la angustia producida por la reitera­
da impotencia para solucionar su problema de estabilidad.
Desde este momento todo fracaso está permitido, y por eso
se alcanza una existencia religiosa confiada en su totalidad,
aun con la participación de la duda y la increencia en mo­
mentos concretos. Esta dialéctica está perfectamente expli­
cada en un breve pasaje a Von Knebel:

En mi interior estoy tranquilo. Creo y dudo como Sócra­


tes. A ciertas cosas concedo fe y a otras duda, pero todos los
días gano en firmeza, valor y paz interior [16.5.1781, B, I, 2,
301].

205
Ese juego de confianza-zozobra, que de hecho es la esen­
cia de la creencia en Dios, lo descubrirá Jacobi a Gallitzin en
cartas llenas de emoción y de sinceridad que parten todas de
la situación final de Woldemar: la oscura noche de quien todo
lo cifra en sí mismo,'® del reconocimiento de la vanidad de
la creencia en sí mismo sin Dios, pero de otro Dios diferente
del Dios-Uno que todo lo reúne. Y esto es lo que le hace lle­
gar a este fragmento, donde el cáncer del nihilismo sufre su
metástasis:

Su carta, mi más querida amiga, me ha recordado este


pasaje del libro de la sabiduría y le envío como contrapar­
tida este débil eco de la mejor respuesta.
Quiera la paz de Dios reinar eternamente sobre usted,
Amalia. La paz de Dios sin el cual somos nada, sin el que
somos nada, Amalia, ¡nada!
Querida Amalia: ellos no saben todavía bastante de su
buen Fritz [JacobiJ la tranquila profundidad de su alma, bajo
las olas de la superficie. Quiérame bien y tranquilícese sobre
mi destino [10.7.1781, B, I, 2, 317].

Ser alguien sigue siendo la obsesión. Ellos, la exteriori­


dad, el mundo, no conocen todavía a Jacobi. Sólo Jacobi co­
noce el secreto que corre por debajo de las olas, por debajo
de las depresiones y los entusiasmos. Y para poder ser al­
guien, para poder creer en su destino, tranquilizarse en él,
dejar de ser una nada, Jacobi necesita a Dios. Luego vere­
mos cómo va cambiando esa noción de Dios. Pero sin El no
hay fe, y sin fe no hay nada. La zozobra diaria devendría
naufragio y destrucción definitiva. Es ahora el miedo de la
nada el que guía los pasos, el que hace presentir la realidad.
Pero no se olvide el supuesto: el miedo ante la nada se le­
vanta sobre la destrucción represiva de la sensibilidad, sobre
la nada real del cuerpo y de todo afecto propio. Sólo esa nada
real puede explicar el miedo que exige una palabra afirmado-
ra de la existencia de otra realidad invisible exigiendo la Glau­
ben como respuesta. El cristianismo se basa así en el olvido
de los condicionantes personales históricos que hacen del hom­
bre una nada real necesitada de la palabra de salvación de
otro. Se eleva por tanto sobre una mística del Yo intemporal
que juega su vida en un terreno que en el fondo no es histó­
rico, sino esencial. Frente a un ideal moral de perfección que
intenta retirar obstáculos y represiones históricas para poten­
ciar una existencia gradualmente más libre, sensible y estéti-

206
ca (caso Goethe), Jacobi transforma el hecho histórico de lle­
gar a sentirse en la nada en un hecho mítico (el pecado) y
establece una respuesta igualmente mítica; la palabra salva­
dora dicha para producir fe. Pero como todo este proceso lo
vive el filósofo que escribe, se pretende, por una ilusión sub­
jetiva, estar contando no una historia real (que lo es) sino
una existencia natural universal*^ con ojos imparciales.
Nada más elemental, por tanto, que negar entidad al tiem­
po y a la historia, a lo real empírico existente en todas sus
causas, a la historia personal entera, para conceder única rea­
lidad a la historia mística de la personalidad como historia
de un destino universal humano, escindido entre el devenir
real irrelevante y los momentos que perdieron su carácter de
tiempo al ser recibidos como puntos finales de la huida, agu­
jeros negros del recuerdo, delicia falsa de quien transforma
el débil reposo —que siempre se puede medir con un reloj —
en momentos de la transcendencia de la salvación y de con­
tacto con lo eterno. Así se olvida no su conciencia de pecado,
que no es sino la conciencia de no ser estable, de la caída, de
la depresión, sino la historia real de la represión que antece­
de a la culpa. Perdón es olvido, parece la consigna. O mejor,
perdón como olvido. Sólo que así se hace presente la conde­
na siempre perenne de la recaída, porque deja las causas de
la caída más allá de la conciencia, fuera de nuestro control,
en la esencia pecaminosa del hombre. Ese es el descubrimien­
to básico del psicoanálisis; que el perdón auténtico y profundo
es el recuerdo y la reducción a suceso real, sensible, natural
y temporal de nuestras propias obsesiones y miedos. Así, la
forma de la vida trágica del cristianismo es la forma esencial
de la vivencia maníaco-depresiva, de la vivencia de ser salvado
y condenado, inocente y pecador, de morir y resucitar. Pero
esencialmente nunca la del hombre real, lúcido, pleno, inteli­
gente y crítico, conocedor y activo, que se niega al olvido.
Mas el infierno es la razón, la esperanza de la curación
siempre insatisfecha, de estabilidad nunca lograda, la concien­
cia del dolor que se sabe inocente y arbitrario. Hay algo te­
rrible en la trasmutación de Jacobi; su individualidad como
combate triste y doloroso se alza violenta ante la considera­
ción de toda su trayectoria como gratuita, absurda, acciden­
tal. Es y tiene que ser un combate esencial del hombre. El
gran enemigo, el gran peligro, es la voz que amenaza la re­
ducción de este combate a suceso explicable causalmente, in­
significante y nimio en el transcurso de las sucesiones natu-

207
rales, de las constelaciones celestes, del universo entero, de
la infinitud de la materia, en el que el desenlace es la futili­
dad total, la desaparición que se presenta como consecuencia
natural. El gran miedo es la pregunta triste pero liberadora;
¿por qué la positividad de ese dolor personal? Por eso el sen­
timiento del absurdo se nos muestra solidario con la búsqueda
de una transcendencia que quiere hacernos héroes, cuando
sólo somos cobardes incapaces de luchar por nuestra pasión.
Pero ahora podemos ver de una manera clara lo que sig­
nificaba el peligro de la especulación, aquél que sumía a Ja-
cobi en las más negras depresiones. Ahora podemos ver el
lado infernal de Spinoza, el gran reconciliado. Porque su filo­
sofía de las causas naturales, de la inexistencia de las causas
finales, exigía hacerse la pregunta: ¿Y si mi combate al fin y
al cabo fuera representativo de nada? ¿Y si yo como indivi­
duo no fuera sino un reflejo de la naturaleza total, un mero
apéndice, una cristalización de causas naturales, de elemen­
tos, una falsa apariencia de entidad que en el fondo está di­
luida en el continuo de realidad infinita? ¿Y si así fuera, por
qué tanto dolor, por qué tanta lucha, si voy realmente en con­
tra de la naturaleza infinita en su poder? ¿Por qué no su­
cumbir y renegar de mi pretensión de encontrar la estabili­
dad distanciándome de la naturaleza material? El absurdo de
mi historia personal entera es lo que se sigue de esa pregun­
ta. Esto es lo que le susurraba al oído la especulación, y la
especulación espinosiana sobre todo. Pero también estaba el
libro V de la Ethica, con su amor a Dios, su intuición del
mundo estable de las Ideas. Jacobi buscaba ayuda para en­
cajar estas dos facetas de Spinoza. Las dos facetas, ese hom­
bre absurdo y ese héroe, constituirían de ahora en adelante
los aspectos de base de la increencia y de la fe.
Frente a ese dilema, el realismo de la inteligencia de Goethe
sabe descubrir en todo héroe el elemento de su realidad pro­
funda, de su historia material y personal, de la pasión que ha
quedado bloqueada y de la lucha concreta por su satisfaccióri
—tal y como se presenta en esa historia clara de la conciencia
personal del deseo insatisfecho que es las Afinidades; pero por
eso mismo también resulta ser realismo irónico que conoce por
qué realmente se lucha más allá de las justificaciones pom­
posas y oficiales, siempre tan alejadas del tinglado de la farsa
donde representamos la escena de nuestro propio combate.
El desconocimiento de que la base reside en las escenas
de Allwill, que describimos al principio, tiene su explicación

208
no en que Jacobi proyecte al inconsciente aquellas escenas,
sino en que las vea como un primer acto de dolor, de su des­
tino de sufrimiento, de inestabilidad, y no como la mera causa
de su incapacidad para aceptarse tal y como es y luchar con­
tra su entorno de manera decidida. Son para él primeros actos
del drama de sufrimiento que es su destino, pero no causas
naturales de que su destino sea de sufrimiento. Su rechazo
de toda investigación causal tiene entonces este referente vital;
si su existencia tuviera causas no tendría destino, porque toda
causa se podría haber alterado por un cúmulo de circunstan­
cias diferentes. Su olvido le obliga a elevar su conducta más
allá de toda respuesta real, histórica, crítica. Esta es la idea
de Bestimmung, que Fichte aceptará con entusiasmo. Pero la
misma característica mística de esta respuesta fuerza inevita­
blemente de nuevo a la pregunta. Esta es la dialéctica de
«dudo» y «creo» en la carta a Knebel (ß, I, 2, 301). Esta es
la dialéctica que poco a poco va caracterizándose como mis­
teriosa y como síntoma de la finitud del hombre, como el des­
tino que tiene que reconocer todo hombre auténtico dotado
de un alma noble:

Mich tödtet ein gewissen Ubermass von Leben, wobei die


Veränderung von Gegenständen oft mehr schadet als hilft
{AB, I, 364],

Esta desmesura de la vida, del vivir, es el síntoma del


alma noble, vital. Pero justo estas almas son las que re­
pudian el mundo del devenir típico de los objetos sensi­
bles, iniciando toda la dialéctica de la personalidad, vista
ahora así:

Ein finsteres Geheimnis liegt eben schwer auf uns allen:


das Geheimnis des Nichtseins, des Daseins durch Vergänglich­
keit, des Vermögens mit und durch lautere Unvermögen, das
Geheimnis des Endliches [I, 246].

Es decisiva la incapacidad de reconciliación con lo finito


a todos los niveles: considerada desde su lado místico, ma­
níaco, esa incapacidad de reconciliación es síntoma de hiper-
abundancia de vida que trastorna y embarga; vista desde el
lado depresivo, desacralizado, esa incapacidad de reconcilia­
ción aparece como nada, como no-ser, como finitud. La ca­
rencia de sacralización destruye lo que la mística construye.

209
sin conceder una oportunidad a la mirada clara que deja a
las cosas en su sitio, con su grado de realidad, de perfil, de
positividad idónea para la naturaleza de nuestra sensibilidad,
homogéneas con ella, afines transcendentalmente a ella, per­
mitiendo el sentimiento placentero de recorrerlas y la expre­
sión de un juicio de belleza sobre ellas. Ese estado estético,
que Kant elevó a clave de toda su filosofía, compatible con
un auténtico idealismo crítico, no lo conoce Jacobi. Por eso
hablamos de una sensibilidad enferma, como Übermass o
como Unvermögen, de exceso o de cansancio ante la vida,^°
de ese cansancio que inevitablemente debe suceder a todo en­
tusiasmo, pero nunca de Vermögen, de una capacidad orde­
nada según principios productores de placer sensible.
Ciertamente, Jacobi no acepta esta sensibilidad crítica. Ha
gritado: si el misterio no se resuelve en la apelación a un in­
finito, lo finito es no-ser, nada, nihilismo, impotencia. Pero
afortunadamente somos testigos de que el motivo que ha lle­
vado a Jacobi a hundir el mundo de lo finito en la nada es
ante todo su impotencia para arreglarse con él, para ordenar
los afectos que ese mundo le produce, exigiendo la destruc­
ción sistemática de la personalidad sensible en una dialéctica
que, aceptadas las bases de la represión, sólo significaba una
huida hacia adelante.
Tenemos aquí otro tema moderno: Jacobi da el salto hacia
lo infinito (que es el salto mortal) por y tras la desesperación
y el nihilismo, eso que los románticos llamaron la noche o la
muerte. Su teoría de la creencia surge así en toda su dimen­
sión: tenemos que creer porque la desesperación no puede ser
el final del viaje. ¿Pero qué es desesperación? No ser nadie,
ser incapaz de dominar su propia persona, sucumbir sin re­
conocer su Yo profundo y sin poder aspirar a reconciliarse
con él. El pensamiento de no ser nadie como individuo es el
pensamiento aceptado por Spinoza. Las Briefe van a poner
este pensamiento en primera línea. Con ello comprendemos
en qué problema vital ancla este libro más allá de su apa­
riencia estrictamente teórica.
La desesperación no es sino sucumbir en lo que se teme.
¿Mas qué se teme? Obviamente, no-ser. Esto se puede decir
de otra manera: ser sólo naturaleza, suceso, accidente, y no
sustancia, sujeto y espíritu (VI, 155). Y esto significa sobre
todo no ser, sino sólo devenir en la corriente del devenir eter­
no. No alcanzar un estado final en la dialéctica de la perso­
nalidad es un resultado inevitable de un cosmos sometido a

210
una dialéctica igualmente infinita. Sólo desde aquí se impone
para siempre esa convicción de que el «hombre en todo su
hacer es tan variable, tan mudable, tan inseguro, un ser com­
pletamente ambiguo, pobre y vano ein durch und durch zwei-
deutiges, armes, nichtiges Wesens» (V, 27). Jacobi creía que
el único remedio contra la desesperación era la afirmación del
ser infinito, divino, existente, para asegurar la convicción
de ser en todo lo finito. Y aquí estaba la cuestión definitiva:
ese Dios uno, infinito, que todo lo atraviesa, que a todo da ser,
¿acaso no es una destrucción de todo individuo? ¿Acaso no
sacraliza todo devenir e impide todo reposar? ¿Acaso ese Dios
infinito permite individuos? Desde este Dios Uno, ¿acaso no
es todo lo individual, lo consciente, lo inteligente, la voluntad
y la exigencia de individuación, un mero suceder y está desti­
nado a desaparecer en una divinidad que no es nada de todo
ello? Creer en ese Dios, el de Jacobi en 1780, el de Lessing,
el de Spinoza, también es desesperar. Voy a traducir una carta
de Jacobi a la Gallitzin, del 14 de marzo de 1782, tres años
después de la entrevista con Lessing y dos años antes de la
publicación de las Briefe:

No es que mi enfermedad me fuerce a estar completamen­


te parado: apenas tenía algunos de los más grandes dolores;
pero tengo que dejarlo todo lo que me exigen mis más cáli­
dos deseos y han pasado ya tantos años así que no me pare­
ce que valga la pena vivir.
Tampoco me avergüenzo de estos lamentos, y se me ocu­
rren muy a menudo las expresivas palabras de Maquiavelo
cuando sitúa la fuente del desprecio no en la inmoralidad del
carácter, sino sólo en la pobreza de espíritu y en la impoten­
cia. Pero apenas merece la pena hablar de hasta qué punto
me degrada mi estado ante mí mismo y ante otros. Ah, esto
es lo más duro, [...] que cada sensación y cada color de sen­
sación, representación y reflexión (pues sólo podemos pensar
lo que hacemos) nos hace pensar un proceder inverso que es
tanto menos posible cuando más tiempo y más profundamen­
te lo consideramos. ¿Quién puede hacerse la más oscura re­
presentación de un actuar o pensar libre, de un concepto que
no esté despertado por un objeto, de un querer sin instinto,
de un pensar, actuar y ser voluntario e incondicionado? Nues­
tra conciencia se despliega a partir de algo que no tuvo con­
ciencia, nuestro pensar desde algo que no pensó, nuestra alma
racional desde algo que no era alma racional. Un resorte me­
cánico que no necesita ser completamente insensible aparece

211
en general como lo primero. También los antiguos lo vieron
así, sin hacerse una imagen de él, pues para ellos era el Dios
de los dioses ante el cual se inclinaba incluso Júpiter, el su­
premo, el principal.
¡Pero cómo he caído en estas odiosas cavilaciones! En ver­
dad Amalia, yo no tenía el propósito. Pero según su exigen­
cia, debía darle noticia de lo que pasa en mi interior, y ¿qué
podía mostrarle sino estas ensoñaciones de enfermedad y lo­
cura, de un ojo invertido que entre todos los colores el que
menos soporta es el de la esperanza. Déjeme que pueda a
menudo proclamar esto en voz alta, déjeme sufrir en paz y
en paz desesperar [A/, 52-53].^'
La enfermedad, la depresión, la locura de Jacobi tenía una
representación peculiar, latente, tenebrosa, pero tozuda y rei­
terada: no-ser, no ser individuo, no poseer sentido de sí
mismo. Y esto equivalía a representarse el mundo en térmi­
nos de necesidad, de mecanicismo, de gratuidad. Muy lúcido
había que ser en el 1780 para representarse con claridad esta
enfermedad y esta sensación. Pero mucho más valiente para
mantenerse en ella. Jacobi sintió lo primero, pero no pu­
do mantenerse en ese lado increíblemente audaz del espinosis-
mo, base de todo existencialismo moderno, en un mundo sin
sentido, sin finalidad, donde el individuo es gratuito. Pero el
texto permite unir con absoluta claridad depresión, enferme­
dad y tentación espinosista, con la visión de ese Dios-Uno de
las cartas anteriores, que no es sino el nombre de la necesi­
dad y del mecanicismo, y con ello representante absoluto de
la realidad sensible, indomable, que no deja posibilidad a la
esperanza de un proyecto personal como el que mantiene
Jacobi.
«Sólo podemos pensar lo que hacemos», dice Jacobi ade­
lantando el análisis de una de las posibilidades que luego de­
sarrolla en el apéndice a las Briefe «Sobre la existencia de la
libertad». Ciertamente no es ésta la posición definitiva, pero
es una de las que luchan por imponerse. Lo que esta alterna­
tiva significa es que no podemos pensar lo que vamos a hacer,
que no hay posibilidad de dominar nuestra conducta con el
pensar porque no hay libertad originaria. Los principios, la
norma, el Yo, aquello que en Kunstgarten se conocía de una
manera inmediata, intuitiva, previa al choque con la realidad
sensible, según esta carta sólo puede ser reconocido de ma­
nera posterior a ese choque, es decir, de manera causal, de­
terminista, impidiendo así el pensamiento de la libertad y ne­
gando la posibilidad de que la realidad se pliegue a un pen-

212
samiento que es ajeno a su mecanicismo o mero resultado
inercial de él. Ese sufrimiento íntimo de la impotencia del pen­
sar es lo que introduce y da vida personal al espinosismo
como convicción de la necesidad que rige en el decurso de
los hechos y de las cosas, que en modo alguno está teleológi-
camente ordenado hacia el individuo. Esa reflexión sobre la
impotencia que da como resultado «ensoñaciones llenas de en­
fermedad y de locura» va a cristalizar en una teoría de la ac­
ción que Jacobi combatirá el resto de su vida con decisión,
justo porque le va a rondar siempre como la sombra amarga
de la recaída.
Esta teoría de la acción, cuya expresión más sólida es el
texto citado sobre la libertad, con que se abre la segunda edi­
ción de las Briefe, y que empieza a gestarse ahora, como una
convicción vital en pugna con aquella que permite la fe, tiene
los siguientes rasgos: toda acción se funda en un instinto des­
pertado por un objeto, vale decir, un instinto sensible. Por
tanto, toda voluntad es voluntad de un objeto y está atada a
él (como proponía la moral de Allwill-Goethe); no hay posi­
bilidad de pensar una voluntad que se mueva por un concep­
to de su acción, por un Grundsatz independiente de los obje­
tos, esto es, libre. Y, aquí está la clave, esto es así metafísi-
camente porque voluntad y pensar no son algo originario,
primario, original, sino resultado, accidente de la dinámica
de expansión de los instintos, de la naturaleza, de la pasión.
El pensar ha surgido de algo que no es pensar, el querer de
algo que no es querer, el alma de algo que no es alma. Por eso
ninguna de estas instancias puede aspirar a ser soberana de
la existencia, porque han surgido al servicio del instinto na­
tural. Y esto significa espinosismo: que mi alma individual es
el fruto de la necesidad de seguir mi «ímpetu», y por tanto,
es impotente ante la diosa, ante la necesidad que determinó
causalmente ese instinto como fuerza. De hecho conocíamos
algunos detalles de esta tesis del instinto sensible. La había­
mos visto empleada para caracterizar los escalones más bajos
de la dialéctica de la personalidad. La habíamos visto carac­
terizar la figura del genio tal y como se nos presentaba en
Allwill-Goethe. Pero ahora es pensada de otra manera: como
condena y desesperación después de todo fracaso curativo,
como lo real absoluto que tiene que elevarse a visión metafí­
sica del mundo, el rasgo desesperado de la auténtica expre­
sión de la existencia humana. No hay que perder de vista el
tono demoníaco de las últimas palabras de Jacobi: quiere gri-

213
tarlo alto, quiere que conozcan su desesperación, el mundo
tenebroso que descubre el que lucha por la verdad: la nada
como expresión de una dinámica personal que ahora se vive
como condena. Este es el Jacobi que nos parece honesto: el
que es capaz de hablarle alto a su entorno social aun a sa­
biendas de que va a escandalizar. Pero justo en la medida en
que ahora le consideremos honesto, nos parecerá engañosa la
solución dogmática hacia la que se encamina.
Pero no es la citada la única carta que nos interesa en
este contexto. Algún tiempo antes le había escrito también a
la Gallitzin, sin duda alguna criticando el Simón de Hemster-
huis (ahora se inicia esa crítica y no antes), donde se expo­
nía una teoría de la felicidad como armonía de todas las ca­
pacidades humanas:

Yo quería darle a entender en mi penúltima carta que úni­


camente la armonía puede constituir al hombre en la misma
escasa medida en que puede hacerle recto sólo la economía.
Como fundamento tiene que haber algo material, pues de otra
manera desaparece lo formal por sí mismo. Y aquí está pre­
cisamente la clave de que a menudo caiga con mi parte pasi­
va casi en la nada y que, por consiguiente, no pueda reac­
cionar. También a menudo me asalta el pensamiento (como
le he escrito alguna vez) de que sólo somos una marioneta
de los elementos, que el universo es Uno y Todo y nada más
que un monstruo eternamente devorador de Dios, que eter­
namente lo vuelve a masticar. A un hombre que está enfer­
mo hasta este punto y que con un cálido anhelo ha buscado
a Dios como a sus alas ¡sálvelo usted si puede con armonía!
¡Res sacra miserl [AB, I, 310]

Una marioneta de los elementos es lo que en el fondo se


dibujaba en el sistema de Spinoza, lo que Jacobi veía en su
desorden pasional. Es curioso que por primera vez aparezca
la consigna del idealismo: Hen kaí Pan. Eso es el universo.
Pero por serlo se representa como devorador de Dios, porque
desde luego devora toda posibilidad de Dios para Jacobi, y
con él toda individualidad. Hay aquí algo fundamental: acep­
tado el hecho de la enfermedad constitutiva del individuo,
¿cómo puede existir salvación en la armonía de las partes en­
fermas? ¿Cómo puede salvar una forma, la armonía, si aque­
llo que armoniza, el contenido, está enfermo? ¿Qué puede una
forma cuando no hay contenido idóneo? La crítica a Hems-
terhuis es ya la crítica a Kant avant la lettre. Si fuera posible

214
una felicidad o estabilidad humana, sería debida a la existen­
cia de otra materia, otro contenido salvador. Jacobi no va a
tardar en darse cuenta de que esa materialidad personal no
puede reducirse a naturaleza, no puede integrarse en ese Uno-
Todo del universo. Pero tampoco puede ser el hombre autó­
nomo que ha fracasado, el Woldemar ingenuo y ufano de su
Yo independiente, de su Selbstheit. Luego sólo se puede aspi­
rar hacia un Dios no-natural, un Dios que no pueda ser de­
vorado por el universo. O eso o la nada. Espinosismo es aho­
ra también nihilismo. Por tanto o cristianismo o nihilismo.
Y cuando más cerca tenga Jacobi el sentimiento de caer, más
profundamente luchará en su interior por encontrar plausible
para su sentimiento el camino que lleva a ese Dios no-natural.
Una vez más, Jacobi empezó a ver claro, en diálogo con otro
amigo de la época, con Lavater. Sólo así se podía superar ese
momento, sólo así se podían alterar las conclusiones metafí­
sicas del nihilismo, y se podía integrar ese momento de de­
sesperación en la dialéctica de la personalidad. Pero desde lo
que dijimos acerca de la fe parece claro que la solución sólo
podía canalizarse a través de la reflexión sobre la fe cristia­
na, la fe de la infancia.

5. Lavater

La relación de Jacobi con Lavater^^ era antigua. Ya el pri­


mero se defendía de las acusaciones de escribir Allwill siguien­
do demasiado cerca el modelo de Goethe, afirmando que su
estilo era más bien parecido al de Lavater. De hecho, cuando
conoce a Goethe, también está previsto conocer a Lavater.
Esto era el lejano 1775. Ahora, en marzo de 1781 se inicia
una correspondencia entre ambos que vamos a estudiar. El
motivo es baladí; enviarle al autor de la Physiognomié^^ un
retrato de Jacobi para que lo analizara. lero de repente Jaco
bi descubre que desea algo más. Para eso nada mejor que
exponerle con cierto efecto dramático y teatral su concepto
del mundo propio de los días negros. Lavater, un convencido
donde los haya, tendrá algo que decir. Así que Jacobi le es­
cribe:

¿Puedo preguntarle qué hace usted? Pero no quiero for­


zarle a una contestación. Mil veces he tenido la idea de decir
a Lavater una palabra del más íntimo amor, pero [...] No hace

215
mucho escribí a alguien: «lo que no es eterno, lo que no es
inmutable, no deseo llevarlo ante ti; y ¿qué tiene un pobre
prisionero de la tierra que pueda llamar eterno e inmutable?
¡Oh, si no fuera un sueño vacío, si de verdad existiera un
futuro en el que no fuéramos un juego, una marioneta de los
elementos!» ¿Qué hago yo, mi noble amigo? ¿Lo que quiero?
Sea feliz y consérvese bueno para mí.

¿Puede pensarse una carta que exprese con más claridad


un deseo de contestación, que lo prepare con más astucia? Ja-
cobi incluso le da a Lavater la pregunta que éste puede hacer­
le. Así no es de extrañar que la carta de Lavater estuviera en
manos de Jacobi a vuelta de correo. Pero antes de pasar a ella,
reparemos en una cosa. No hay rastro en la correspondencia
de Jacobi de una carta donde ya esté escrito el texto entreco­
millado. Justo al revés. Jacobi lo volverá a utilizar para una
carta a Gallitzin, empleando la misma figura de la marioneta
de los elementos, pero sin que allí exprese la confianza de que
quizás todo sea un sueño. El hecho es que, figura retórica o
juego epistolar, Jacobi va a usar de este procedimiento sin que
debamos pensar por ello que escribe verdades históricas. Y todo
esto ap>oyaría la idea de que las cartas que tenemos de Jacobi
poseen el mismo estatus literario, todas son literatura.
Lavater no dejó pasar la ocasión de recriminar a Jacobi
su prolongado olvido^'* y, después de contarle alguna cosa sin
demasiado interés, contesta realmente a la carta. Lo que él
hace como escritor no nos interesa demasiado. Lo que hace
como cristiano, ese es nuestro tema:
Gamo cristiano anhelo siempre, espero y presiento la apa­
rición de un hombre al que no soy digno de desatar la correa
de su sandalia, al que yo no conozco, al que sólo Dios cono­
ce. No lo llamo, no voy hacia él, pero me aparecerá y hasta
que él llegue no soy sino un simple jornalero. Pero lo que
hay en mí es más grande que lo que hay en el mundo. Si
esto [que hay en mí] no es ningún Dios, entonces no hay nada
divino en general, esto es, nada eterno, nada verdaderamente
existente [AB, I, 314-315].

Estas cosas las sabía Jacobi, pero no las sentía, vale decir,
no las realizaba, no podían entusiasmarle, no se le presenta­
ban con la fuerza inapelable de la compulsión típica de la fe.
Así que buscó donde debía: frente a desesperación, esperan­
za: frente al sentimiento de la nada, el de lo existente; frente
al mundo, lo divino extramundano en nosotros. Lavater era

216
un creyente sin fisuras en estas cosas. Dios, el ser, lo eterno,
lo existente está en nuestro Theíon, en lo divino en nosotros.
Pero ahora viene la clave fundamental. Ante la pregunta críp­
tica del final de la carta de Jacobi («¿qué hago yo? ¿lo que
quiero?»), Lavater contesta:

Ciertamente también pertenece a los misterios de la hu­


manidad, que quizás son las claves de la revelación, el que
mil veces no podamos hacer aquello a lo que estamos llama­
dos y que otras mil tengamos que hacer lo que no queremos
[AB. I, 315J

¿Qué lenguaje secreto y opaco rezuma esta carta? ¿Qué


quiere decir realmente? Creo que Lavater conoce el estado de
Jacobi. Debe acordarse de que también alguna vez fue el suyo.
Por eso quiere convencerle de que nada anda mal. Al revés:
de que todo anda perfectamente, porque él, Jacobi, está des­
tinado a ser alguien a quien Lavater ni siquiera se atreve a
desatar sus sandalias. Y esto es así porque Lavater sabe que
de una gran desesperación saldrá una fe mucho mayor. Co­
noce la lógica. De ahí que le quite importancia al hecho de
que tenga que hacer lo que no quiere. Le hace creer que su
destino está por encima de eso. Lavater tiene razón: de la
historia personal de Jacobi sólo se puede seguir una cosa: con­
vertirse en el líder del movimiento de la fe que pronto va a
agitar Alemania entera. A eso le invita Lavater. Por eso le
contesta en cristiano, lo que hace como cristiano. Mas eso
quería Jacobi: la pregunta y la expresión dramática de su
carta estaban perfectamente medidas para provocar en Lava­
ter una impresión de peligro personal, de inseguridad en la
fe. Comprendiéndola, Lavater refuerza su carta con lo funda­
mental de su concepción de Dios: su existencia personal en
el hombre tal y como ha sido formulada por Janentzky^^ y la
presentación de su verdad mediante Geheimnisse, secretos,
misterios, milagros, que son la clave de la revelación. Aquí
está la atmósfera que va a propiciar el salto mortal; porque
aquí está la imposibilidad de racionalizar la revelación, ha­
ciendo de ella un milagro, tal y como recogerá el Jacobi ma­
duro. Pero Lavater ya había escrito antes esto:

Wunder als Wunder, das heisst als Offenbarung Gottes


subjektiv und objektiv zu erkennen; dazu gehört Genie und
Glaube. Glaube und Geblaubte sind beide Wunder.

217
Por eso, al animar a Jacobi en su papel de liderazgo, en
el fondo le estará animando a defender sus propias doctri­
nas. Y eso será lo que realmente haga Jacobi.
El mecanismo amplio y efectivo de la fe se ponía como
alternativa a la desesperación. En el fondo ella sólo actúa
cuando realmente se opone a la desesperación. Lavater refor­
zaba la lógica del cristianismo tal y como fue definida en las
páginas anteriores. Incluso la desesperanza forma parte de la
dinámica normal de la revelación de lo divino, porque la re­
velación es secreta, misteriosa, milagrosa, y puede abrirse ca­
mino en la nada más impenetrable, incluida la del pobre Ja­
cobi. Pero esta representación tiene realmente consecuencias
cosmológicas: el mundo material es también un milagro, una
revelación que Dios ha traído a la luz penetrando la ancha
virgen de la nada. El pensamiento de la creación rige el mismo
esquema lógico que el pensamiento de la fe. Esto será lo que
descubra Jacobi: que ese pensamiento de la fe es eficaz no
sólo frente a lo que en el espinosismo atenta contra nuestra
individualidad, sino también frente a su concepción del mundo
como cadena continua de causas. Hacer coincidir el proble­
ma de la creación con el de la salvación personal, esa es la
más antigua arqueología del mito cristiano. Ciertamente que
todo esto es un truismo. Pero un truismo salvador: indica que
no hay que cejar nunca porque la salvación como misterio es
gracia, don, milagro, creación desde la nada. Pero Justo en
ese no cejar ya se está siendo algo, un sujeto que se niega a
ceder y que construye en ese combate su personalidad. De
ahí la reconciliación íntima que asiste al cristiano auténtico,
el tono triunfante y descarado de su forma de vida. La acti­
tud era de apertura ante lo inesperado, pero al mismo tiem­
po el mantenerse abierto ante ese Dios desconocido que lle­
garemos a ser porque ya lo somos desde que hemos decidido
serlo. Toda actividad no tiene otra función que mantener in­
tacta esa actitud abierta ante lo que ha de venir, o lo que es
lo mismo, mantener posible la creencia, la pasividad ante lo
auténticamente real, lo productor del milagro. Cuando Lava­
ter dice: «Die Gebenheit aller Dingen ist der Hauptartikel mei-
ner Religión» (19.1.1784, AB, I, 315), nos está alumbrando la
actitud básica ante la revelación como milagro, gracia, don o
fe; actitud que será en adelante la de Jacobi. Perfectamente
sabedor de este carácter realizativo, truístico de la fe, Lava­
ter acaba su carta así:

218
Decir una sola palabra. Esto es lo eterno e inmutable. Tal
palabra es camino de inmortalidad. ¿Y a qué mortal no le ha
venido nunca tal palabra a la lengua? [AB, I, 315].
La palabra es «Creo en Dios-Jesús», en Dios en mí, en Yo-
Dios, o en Dios-Hombre. Decir esto es ya salvarse porque
nada puede atentar contra esta palabra; esto es, ella misma
construye el futuro en el que todo se consolida a pesar de
todo, pues al mantenernos abiertos al milagro, ninguna des­
trucción será la definitiva. Esa palabra nos hace luchar un
combate con sentido y diviniza nuestra experiencia. Este es
el secreto del cristiano, que para un protestante es también el
secreto de Cristo. Mas para eso se tiene que desesperar.
Y el estado de desesperación sólo se realiza en la vida humana
cuando se ha destruido la libre manifestación afectiva de la
personalidad y se quiere, después de ello, reencontrarse con
una realidad, con nosotros mismos como individuos, tras la
anulación y la represión mortal. El combate de la fe no es
autónomo. Sólo es un epifenómeno de otro combate, mucho
más real, con nosotros mismos, en el que siempre hay un ven­
cedor: los padres que encendieron el mecanismo represivo, y
un vencido: nuestros afectos e inclinaciones.
No hay que minusvalorar esta carta. No hay que explicar
por el azar que Jacobi se volviera a Lavater, después de acer­
carse sobre todo a Lessing y al espinosismo. Mucho tiempo
antes, el 1 de julio de 1770, Lavater había escrito a Jacobi:
«Ist niemand, der dem erzseelenlosen Sophisten Lessings die
Schamm entblóst? Niemand der nicht Priester ist?».
La opinión de Lavater sobre Lessing era conocida por Ja­
cobi desde antiguo. Su poca estima de la figura de Jesús, y
su intento de limitarla en el tiempo como un personaje histó­
rico más, no llevaban, para él, sino al ateísm o .P ero en el
período en el que Jacobi buscaba una síntesis de filosofía y
existencia, Jacobi quedaba más cerca de Lessing que de La­
vater. Y esta situación no se le escapaba al de Zürich. Por
eso, cuando Jacobi le escribe, en el fondo está reconociendo
el fracaso de su ensayo, de clara filiación lessingiana. De ahí
la acusación de Lavater al principio de su carta y de ahí que
pusiera de relieve los aspectos cristianos de su creencia justo
a alguien que había tenido tratos con la filosofía. La relación
con Lavater representa la convicción de Jacobi de que su ca­
mino hacia Lessing no tenía salida. Y como veremos, signifi­
ca en el fondo un giro decisivo en las alianzas intelectuales

219
de la época que va a preparar poco a poco el ataque general
contra los berlineses.
¿Pero cuál era su camino hacia Lessing y cuál era la clave
nueva que le daba Lavater? Su camino hacia Lessing era el
intento de conciliar la filosofía con un proyecto de salvación
personal en el que estuvieran incluidos los aspectos raciona­
les del hombre; una noción espiritualista del hombre que fuera
compatible con una representación racional de Dios, en la que
la revelación, la relación hombre-Dios estaba mediada por la
naturaleza, por la razón y por la propia historia del género
humano. La cuestión clave es que ahora la naturaleza y la
historia quedan al margen de la revelación y, por tanto, tam­
bién la razón sensible. Revelación es un misterio, algo inex­
plicable que tiene lugar en el corazón humano. Esta actitud
nueva no era radicalmente extraña a Jacobi. Lo nuevo era lo
que excluía, a saber: la naturaleza, la razón y la historia; esto
es, la posición de Lessing.
A Jacobi le interesó el mensaje de Lavater. Pasaron algu­
nos meses desde la fecha de la carta citada, quizás dedica­
dos a releer a su amigo. Y hacia octubre de 1781 le escribió
la carta más importante como testimonio de la nueva noción
de Dios, ahora ya como Dios-persona. Pero este Dios-persona
debe poseer la forma de la verdad, esto es, la de presentarse
al sentimiento, al sentido íntimo, a la intuición: debe ser vi­
vido. El Dios de la creencia debe ser sentido en la fe. Esta­
mos aquí ante una fe especial: debe ser fe vivida, sentida, no
desde luego en la plenitud de la presencia de lo divino, sino
en la plenitud del diálogo claroscuro con Él, del diálogo en
que se da y se oculta graciosamente, vale decir, al ritmo de
mis alteraciones emocionales continuamente incontroladas, que
reciben ahora el aspecto de ser donaciones divinas, gracia.
Es la fe como presentimiento, anuncio, revelación o anticipo
del gozo total; es la consagración de la enfermedad nihilista.
Este es el camino hacia la verdad, el punto final de la dialéc­
tica personal;

El investigar la verdad es un esfuerzo hacia algo real no


inmediatamente presente a nuestros sentidos, hacia lo que
sólo sentimos en parte. Lo que sentimos y cómo nos senti­
mos. a esto lo llamamos real.» [AB. I, 329].

Tenemos que la forma de la verdad o de la realidad sigue


en pie; sentimiento. Pero ahora la verdad aspira a encontrar

220
algo que no es inmediatamente sentido. Sólo la nada sensible
es lo inmediatamente sentido; por eso la búsqueda de la ver­
dad es esfuerzo (Streben); porque no se siente más que en
parte, podemos decir que se presiente. De ahí que la búsque­
da de la verdad es también la construcción del sentimiento.
Jacobi siente la presencia de lo divino, de lo eterno, de lo in­
mutable; pero sólo en parte. Lo que busca es sentirse lleno
de esta realidad para, en diálogo con ella, sentirse lleno de
sí. ¿Pero cómo llegar a este sentir de Dios? ¿Cómo llegar a
este sentir de sí mismo, si la razón dice lo que afirmaba Ja­
cobi ante la Gallitzin, a saber, que sólo pueden sentirse obje­
tos externos? En el fondo Jacobi tenía muchas más razones
que Lavater para defender que este sentimiento sólo podía
ser obra de la gracia, del milagro, porque sabía mejor que
Lavater hasta dónde llegaba la explicación natural;
Nosotros sólo pensamos representaciones —presentes o au­
sentes— y en esta misma medida somos pasivos, pues nues­
tros objetos no pueden producirse. Digo nuestros objetos y
no nuestras ideas, pues éstas son naturalmente producidas
por el alma misma. Allí donde no hay nada externo a ellas,
allí tampoco pueden conformar nada. Por consiguiente, en
tanto que es un ser receptivo, el alma mantiene su autosenti-
miento, se mantiene a sí misma sólo de prestado, y no se
puede hacer ninguna imagen en el pensamiento acerca de una
cosa espontánea que pueda pensar algo distinto que repre­
sentaciones, ni acerca de la idea que es previa al objeto y
que lo produce, en lugar de ser producido por él. Ella puede
creer en ello sólo por un milagro de Su gracia [AB, I, 330].
Sólo Kant podía escribir en Alemania, además de Jacobi,
un texto con tanta complejidad doctrinal. De hecho, las tesis
centrales de la carta tienen cierta semejanza con tesis de la
estética y la analítica trascendental de la KrV. Su esencia;
la negación filosófica de la intuición originaria, del conocimien­
to natural de algo independiente, libre, espiritual y creador.
Esto es lo esencial. Sólo tenemos al conocimiento de la recep­
tividad, de la intuición derivada que viene producida por el
objeto, pero no aquélla que produce de forma creativa el ob­
jeto propiamente dicho. Si a pesar de ello tenemos una intui­
ción, una creencia como premonición de lo divino, es por una
gracia. ¿Pero qué implica esto? Que Jacobi acepta como buena
toda la filosofía espinosista del modelo pasivo de la mente
como idea del cuerpo. Que considerará esta filosofía como la
que realmente da cuenta de lo que ocurre en la naturaleza.

221
Por eso la premisa de todo Jacobi reside en su aceptación del
espinosimo como única filosofía posible. La lucha contra Men­
delssohn va dirigida a defender este objetivo. Desde esta filo­
sofía de base, la fe es una pasión más, una receptividad más,
sólo que altera nuestra propia naturaleza milagrosamente, por
especial voluntad divina. Pero también implica que la fe no
es una representación normal. Por eso obliga y determina un
modelo rupturista, escindido, cortante entre naturaleza y re­
velación, entre razón y creencia, modelo que será el de las
Briefe, pero que Jacobi intentará apuntalar con su David
Hume.
Resulta claro de todo esto que Jacobi ha recogido la ofer­
ta de Lavater: la introducción de la donación, del presenti­
miento que constituye la creencia, esa es la clave del pen­
samiento cristiano. Racionalmente este pensamiento es oscuro,
tenebroso, exige la muerte de toda luz natural. De hecho es
más fácil comprender la divinidad del Universo que la divini­
dad de Dios. Por eso es más difícil ser cristiano que ateo;
esta última es ciertamente la condición natural del hombre y
de su razón. Por eso el milagro de la fe es una reforma en la
creación y en la naturaleza del hombre ante la imposibilidad
de salvarse de otra manera.^* Pero ello implica aceptar la tesis
que ilumina toda la impotencia humana sentada por Jacobi:
la condición perversa y mala de la naturaleza del hombre
antes de ser restaurada por la fe y por la palabra {AB, I, 333).
De ahí que la doctrina más iluminadora que Jacobi conozca
ahora sea la del «orden cristiano de salvación» {AB, I, 332).
Y sin embargo su cristianismo no es sólo el de Cristo, sino
el de Sócrates y el de Epícteto. ¿Por qué? ¿Cuál es la esencia
del cristianismo? ¿Cuál es la esencia de la revelación para
que esos tres hombres puedan ser considerados como objetos
de fe? ¿Cuál es la esencia del que se opone al ateísmo?
Jacobi se afirma en este punto frente a Lavater. Ha acep­
tado de él demasiado como para no marcar distancias. Fue
demasiado amigo de Lessing como para no aceptar la esen­
cia del cristianismo como algo diferente de la esencia de Cris­
to, la propia trascendencia de la doctrina cristiana sobre el
hecho histórico de Cristo; la esencia de toda la doctrina cris­
tiana es ahora, frente a la doctrina de la Trinidad de Lessing
—y este será un detalle de excepcional importancia para la
historia del idealismo— sólo una expresión; «mi reino no es
de este m undo».Tenem os otra vez aquí el carácter dualis­
ta, ultranatural, de la propuesta de Jacobi.

222
Algunas lecturas menores, pero de extraordinaria impor­
tancia, le afirmaron en ese camino.^® Así en abril de 1782 tiene
muy clara una proposición decisiva de las Briefe: «Si existe
un Dios, tiene que haber otra relación distinta de la natural»
{AB, 342). Esto significaba también desde luego una relación
diferente de la historia. Y ante todo exige hacer de Dios algo
incomprensible. Repárese en este texto;
Pero es imposible llegar por medios históricos al conoci­
miento de lo incomprensible: es imposible que pueda haber
una revelación general en sentido estricto, un instrumento fí­
sico del conocimiento de Dios; toda revelación que no es in­
dividual puede ser una revelación humana, pero no divina.
Aquí se trasluce algo que podría corresponder perfectamente
a la doctrina cristiana» [AB, I, 343].

No se olvide que christliche Lehre no es Lehre von Christ.


Estamos aquí en la órbita de Lessing. Pero la cuestión es que
la doctrina cristiana no es una revelación que pueda raciona­
lizarse en los dogmas de la metafísica racionalista leibniziano-
wolffiana; no es algo que pueda seguirse en la historia —el
ataque a Lessing es aquí frontal— ni desde luego que pueda
considerarse resuelta de una vez para siempre en Cristo —aquí
el ataque es contra Lavater. No hay medio físico que se ma­
terialice como hecho universal de revelación y que permita
un acceso exterior, fácil, positivo y enseñable a la verdad de
Dios. Esta verdad es existencial. Cristo muestra con perfecta
claridad su propio camino personal, y llama a ser seguido, a
reproducir ese camino en nosotros. La verdad de Cristo, esta
es la tesis de Jacobi, sólo la alcanzará el que se haga Cristo
y reproduzca su propia experiencia, su personal morir a este
mundo: el nihilismo de sensibilidad ha quedado para siem­
pre simbolizado en la historia de la pasión. Cristo es la ex­
presión genial y personal de ese nihilismo, el único que puede
resolver el problema de estabilidad personal en el mundo bur­
gués de Jacobi. Esa es la clave del cristianismo no positivo:
al estar su búsqueda inserta en la problemática de la volun­
tad de curarse de la enfermedad, de descubrir en qué reside
la auténtica personalidad, la auténtica fuente que sostiene la
vida justo cuando ya el mundo natural, afectivo, inmediata­
mente propio y cercano se redujo a la nada por nuestra vieja
historia, sólo puede trabajar y operar cuando se vivencia real­
mente como relación personal y milagrosa con Dios, —tan mi­
lagrosa como la propia encarnación de Dios en el hombre rea-

223
lizada en Cristo, tan milagrosa porque es la misma; la encar­
nación de algo divino en algo enfermo— tras la experiencia
de la desesperación; cuando es una experiencia que, encamada
originariamente en nosotros, sentida como tal, no puede dejar
lugar a dudas sobre la realidad de lo comunicado.
Así pues, todo hombre es Cristo cuando descubre al Padre
y habla con él como su primera persona, su mejor Yo. La
Trinidad no es un misterio especulativo; es un misterio vital,
un diálogo entre un Tú y un Yo, entre dos personas y dos
individuos más allá de toda realidad natural, vinculados por
un amor igualmente espiritual. Aquí está el resultado de toda
teología trinitaria, el mayor intento especulativo de Lessing,
ahora desvinculado de la metafísica leibniziana. Esta expe­
riencia es la que escuchábamos cuando Jacobi decía a Gallit-
zin; «sin el que somos nada, Amalia, ¡nada!». Suena esa frase
a Gòlgota, a pasión, a «Padre, no me abandones». Pero aún
más detallada nos aparece en otra carta a Lavater que, según
Jacobi, la escribió en 1774, el 16 de octubre;^'

Los filósofos analizan, razonan, explicitan, concediendo


que experimentamos la existencia de algo externo a nosotros.
Tengo que reírme de la gente entre la que también yo he es­
tado.
Abro los ojos y los oídos, abro mis brazos y en ese mismo
momento siento inseparablemente: tú y yo, yo y tú.
Si todo lo que existe fuera de mí estuviera separado de
mí, entonces caería en la inercia y en la muerte. Tú, tú das
la vida. Pero sólo la vida terrenal ¿Cuánto no es todavía?
¿Hasta qué punto dependo de ello? Cada cosa por tanto fuen­
te de vida, apoyo de la existencia propia de los otros, un Tú
querido. ¡No me dejes, no me abandones o desaparezco!
Todas mis fuerzas no pueden sostener todo esto. Si desapa­
reces, nosotros perecemos.
Su espíritu se queda y yo permanezco. Tú y yo juntos en
uno.
Y ahora el tercero, el nuevo Tú. ¡Aquí existe mucho más
la fuerza de mantenerlo y de sostenerlo! Pero también desa­
parece aunque con aumento de mi fuerza. Muerte como vida,
como vida que se mantiene en sí misma, autopoderosa.
Pero la vida semejante fuera de mí, alma fuera de mi
alma, mejor, supremo Tú, todavía no eres.
Sí. Tú llegas a ser. ¡Corazón, amor. Dios! Dios, yo per­
manezco contigo y en ti; separados y uno, yo en ti y tú en
mí.

224
Si fueras uno sin número, entonces estarías sin vida, sin
amor, sin poder y sin semen. ¡Pero vives de eternidad en eter­
nidad y yo permaneceré en el amor eterno contigo! [AB, I,
331, 332J
No hay texto que resuma mejor la trayectoria de Jacob!,
que recoja más explícitamente la zozobra de fe e increduli­
dad, de salvación y condena, que muestre más a las claras
cómo esa fe y esa condena en el fondo son fe en sí mismo y
condena de sí mismo. Pero es dudoso que se escribiera en
1774. Sin embargo esto da lo mismo. Relevante para el pro­
pio Jacobi, clave para su propia historia, texto dispuesto a la
exégesis con fuerza hermenéutica, sólo llega a ser a finales
de 1781. Aquí tiene sentido. Antes no era un texto menciona­
do, no era en el fondo texto con historia efectual, no era texto
en absoluto. Todo lo que le ha pasado a Jacobi está recogido
aquí; su continuo diálogo con un Tú sostenido por el lazo del
amor, esa tercera persona de esta Trinidad existencial. Tú que
es al principio natural, del que se toman fuerzas sólo para la
vida terrena, del que llegamos a depender —como de Hen-
riette—, pero al que llegamos a destruir como tal aunque ya
para siempre quede su espíritu en nosotros. Wieland, Goe­
the, La Roche, Gallitzin, Lessing,.todos Tú que sostuvieron las
fuerzas de Jacobi, fuentes de vida, queridos. Mas todos ellos
muertos al amor una vez que el camino personal que debía
recorrer con ellos quedaba superado e integrado en una dia­
léctica de la personalidad. Toda muerte al amor es para una
mayor vida, para una mayor independencia, plenitud y poder.
Pero sin hallar nunca al supremo compañero, al Tú sobre el
que reposar con total independencia, sin hallar al Tú que nos
dé esa imagen. Pero cuando se habla de Dios, se mantiene la
misma relación que con todos los demás Tú, siempre el mismo
esquema vital, como diálogo amoroso y pleno de dependen­
cia. El Tú divino que ya por fin nos da un ser, que une con
amor sustancial, que cumple aquel ideal de amistad de Wol-
demar, que hacía de dos seres una síntesis que no es sino el
Yo constituido o fortalecido, no tiene una estructura diferen­
te que cualquier otro Tú encontrado en el camino; sólo que
ya es ideal y no nos defraudará. Es nuestra propia creación
para que otorgue fortaleza a esa otra creación que es nuestro
Yo. Por eso Jacobi dice de ese Dios; «Separados y uno, yo en
ti, tú en mí». Pero esto es lo mismo que Woldemar decía a
Henriette mientras duró su espejismo de amor; lo mismo que
Jacobi decía en las cartas llenas de amor a Goethe. Es la

225
misma experiencia, las mismas palabras, la misma necesidad.
Sólo que ahora, tras la desesperación de encontrar un Tú real-
sensible, se propone una experiencia definitiva: la de un Tú
que vive de eternidad en eternidad y sostiene con su ser mi
ser siempre amenazado y ahora salvado. Aquí, al final de la
dialéctica, del diálogo, surge el reino del ser, de la estabili­
dad, de la calma y del reposo personal como salvación. Jaco-
bi reposa: «En tus manos encomiendo mi espíritu». Es Cris­
to, tiene la experiencia de Cristo. La tragedia, la pasión ha
acabado. Empieza la dicha.
La muerte en el Gòlgota tiene en toda revelación personal
un simulacro. O según se mire: una reproducción sustancial
y real. Como en Sócrates, la filosofía tiene que ir precedida
por la pasión, por el sufrimiento de la negación del mundo
sensible, por el dolor que eso inflige a un ser nervioso y vivo
como Jacobi. Tiene que seguir al sentimiento de desespera­
ción, de dolor. Mas la muerte natural, cuyo último paso es la
muerte de la razón, de la naturaleza, de la capacidad de ex­
plicar, es justificada porque es la muerte de una nada a la
que sigue la resurrección, el nuevo bautismo, el nuevo mila­
gro en el que la dicha que comienza es el mejor aliciente para
sostener la fe. Esa muerte de la razón, muerte de la filosofía,
que nos presenta la existencia personal en Dios y su noticia
revelada y milagrosa, ese nuevo conocimiento —que es tanto
resurrección como salto mortal—, empezó a verlo claro Jaco­
bi justo con un autor que nunca nadie mencionó en su exége-
sis: Francis Bacon. A Klenker, en una carta anteriormente ci­
tada, escribe el siguiente texto:

Si existe un Dios tiene que haber una revelación distinta


de la revelación de la naturaleza. Dice el gran Bacon: «Si quis
enim ex rerum sensibilium et materiatarum intuitu tantum
luminis assequi speret, quantum ad pateficiendam divinam na-
turam aut voluntantam sufficiat, nec istes decipitur per ina-
nem philosophiam. Etenim contemplatio creaturarum, quan­
tum ad creaturas ipsas, producit scientiam, quantum ad
Deum admirationem tantum, qua est quasi abrupta scientia:
ideoque scitissime dixit quidam Platonicus: sensus humane
solem referre qui quidem revelat terrestrem globum, coeles-
tem vero et estellas obsignat» \AB, I, 342-343].

Una vez más Platón y el tema de la intuición no sensible,


recogido por Bacon, que siempre queda ocultada por la reve-

226
lación que producen los seres sensibles. Sólo que aquí es más
importante la transmisión de la doctrina que la doctrina
misma: la ciencia de Dios a partir de la admiración que pro­
duce la contemplación de la naturaleza y de las creaturas es
quasi abrupta scientia. En términos de Jacobi: salto mortal
del que la filosofía es incapaz, y por tanto también no-filoso-
fía. La tesis de las Briefe estaba firmada. Ahora, en 1782. No
antes. Pero aún quedaba mucho para que quedara expuesta:
necesitaba consolidarse existencialmente, sentir realmente
como Tú a ese fantasma divino inventado por Jacobi para que
acompañara a su Yo en una perfección urdida por él en la
lucha contra toda la naturaleza y en especial contra la suya
propia. En el fondo Lavater había visto este peligro. En un
texto importante dice:
¡Hasta que no tenga un Dios personal con el que pueda
dialogar tan confiadamente como contigo, y que conteste tan
concretamente como tú [no tengo] ningún Dios! Pero el Dios
que se puede mostrar es, por así decirlo, sólo una silueta de
Dios, de lo no intuible, sólo un Dios relativo, un Dios para
las personas [II, 457],
Era demasiado evidente el antropocentrismo de Jacobi y
Lavater lo denuncia. Pero a Jacobi este detalle no le preocu­
pa: Dios tiene que ser persona, espíritu. Tú, Uno con vida.
Fuera de la persona sólo hay naturaleza y la naturaleza no
posee amor, fuerza, vida, poder. Tiene que ser persona para
que mi alma comience en algo que es alma, el pensar en al­
go que es pensar, la voluntad en algo que es voluntad; esto es,
para que el hecho de la existencia de la individualidad y
de la subjetividad no sea un accidente, algo gratuito, juego de
los elementos, sino previsión, reflejo del ser divino, realidad
permanente y destinada a la salvación en el reencuentro con
el otro Tú, en su diálogo, en su unidad-diferencia. Este será el
mecanismo que hará que Fichte proponga como principio
un Yo impidiendo el determinismo. Pero eso ya estaba implí­
cito en Jacobi: desde él, aquello con que todo comienza, el
principio de todo, lo que existe más allá de la razón, es un
Yo, una persona con pensamiento, con voluntad, amor y vida
eterna, que podrá ser Tú para el hombre. Era la única estra­
tegia para evitar el primado de la naturaleza, de la necesi­
dad, del mecanismo. Eso lo va a comprender Fichte perfecta­
mente. Sin esa estrategia, y sin las necesidades que la forza­
ron, el Yo absoluto no habría podido emerger en la historia

227
de la especulación. La cuestión es que no sólo transparentó
ese concepto, sino también las necesidades vivenciales que lo
habían impuesto: la comprensión de la salvación personal
frente al enemigo común del determinismo. Pero para que
Fichte pudiera utilizar todo este material tenía que salir a la
luz. Las obras de 1785 y 1787 debían publicar el nuevo Evan­
gelio. Mas para esto aún quedaba algún tiempo.

6. Hamann

En el fondo, por debajo de toda la relación con Lavater


había diferencias inconfesables que acabarán radicalizándose
en la década siguiente. El antropomorfismo espiritual del Dios
de Jacobi, la relación plena con Él en el más seguro de los
medios, el ámbito de las intuiciones, además de todas las po­
siciones anti-racionalistas y fideístas de base, todo esto pre­
disponía a nuestro autor a recibir ahora el apoyo de manos
de Hamann. La teología del diálogo de Jacobi podía fácilmen­
te convertirse en una teología del lenguaje, tal y como propo­
nía el Mago del Norte. En todos los sentidos, y no sólo en
este, se puede hablar de búsqueda por parte de Jacobi de una
afirmación de sus resultados, ahora vía Hamann. Porque no
hay que olvidar que a partir de 1784 empieza a decidirse el
ataque a toda la filosofía racionalista desde la estrategia del
salto mortal, coincidente con la aguda polémica que Hamann
iba a mantener con Mendelssohn en su Galgota. Se puede afir­
mar, en efecto, que sin este frente común con Hamann, en el
que Jacobi se siente apoyado, sería difícil imaginar la gran
polémica del espinosismo. Hamann preparó y animó la polé­
mica de Jacobi con Mendelssohn, entendiéndola como una
continuación de la suya propia. Y lo que es más importante
para la filosofía, Hamann dirigió ese espíritu de cruzada con­
tra Kant, a quien él personalmente no deseaba atacar, pero
contra quien movilizó a todos sus espíritus aliados, Herder y
Jacobi, animándoles a la realización de su idea genial de una
metacrítica, lo que finalmente hicieron ambos, desarrollando
su pequeño apunte.
No podemos en este trabajo atender a todo el proceso de
las relaciones entre Jacobi y Hamann, sin duda las más inten­
sas de ambos autores. Un volumen entero de su Werke está de­
dicado a la correspondencia entre ellos, pero no siempre res­
ponde a las expectativas del lector, ni desde luego constituye

228
una edición fiable de las cartas, pues se puede verificar que
Roth seleccionaba los textos con extrañas preferencias, tal y
como se pone de manifiesto en los estudios de Knoll. Por eso
vamos a centrarnos sólo en un tema; la preparación de la filo­
sofía del no-saber, esto es, de la disputa con Mendelssohn y la
emergencia de la convicción de que Kant es el gran enemigo.
La primera relación de Jacobi con Hamann se remonta a
1782. Con motivo del envío del Kunstgarten, Hamann escribe
a Jacobi el 12 de agosto de 1782 contestando con franqueza.
La magia directa de la carta es un buen testimonio del genio
de Hamann, que parece entusiasmar a Jacobi. No hay que ol­
vidar el contexto de esta amistad: Woldemar está inacabado.
No posee una solución final para el destino de su héroe, que
sólo ha mediado su proceso de formación. Pero acabar Wolde­
mar era un problema filosófico; ¿cómo poner punto y final al
proceso de un hombre que busca el ideal humano? Mas tam­
bién era un problema vital: ¿cómo asentar definitivamente la
personalidad en una creencia firme? La provisionalidad de Wol­
demar le ha llevado al destierro de la amistad perfecta, a un
repliegue en el ideal de independencia que hace del Yo solita­
rio el único consuelo y baluarte. No hay que olvidar que todo
el momento culminante del Kunstgarten en la defensa del ideal
de independencia era realmente cuestionado en el final del Wol­
demar de 1778, aunque se describa aquí una degradación sa-
domasoquista de esa personalidad que se pretende superior y
autónoma. Hamann, que olvida o desconoce este final de 1778,
ataca directamente el problema después de confesar que le ha
costado trabajo analizar el carácter de Woldemar (I, 361).

El ideal de su independencia es discutible para mi apara­


to nervioso débil, que encuentra más seguridad y tranquili­
dad en una feliz dependencia.

Esto es lo más claro que se desprende de su carta. El resto


resulta confuso. Pero es suficiente. Woldemar, el desengaña­
do, predica el ideal de independencia a pesar suyo. En reali­
dad, visto el final, parece que ese ideal no le proporciona la
paz, la confianza y la fe. Así que Hamann parece tener un
secreto que le asegura la virtud platónica de la estabilidad y
del ser: el ideal de dependencia. Puede indicarle el final del
viaje con claridad, la salida del laberinto de ese momento au-
todestructivo en que Woldemar sucumbe. Sin embargo, Jaco­
bi se retrasa exactamente un año en volverse hacia Hamann.

229
Es el momento álgido de su relación con Lavater, que justo
llega a su ambiguo final en 1783. En el mes de junio, Jacobi
escribe por fin hacia Königsberg:

Le abrazo profundamente con el sentimiento fraternal de


que en nuestros corazones no puede haber nada falso, que
los dos buscamos Una verdad, amamos Una verdad, aunque
no con la misma fortuna [I, 363].

Es un nuevo acto de este gran andamiaje de amistades.


Un nuevo acto también del propio Woldemar. Un nuevo mo­
mento de apertura a un Tú humano en el camino de búsque­
da del Tú divino. La diferente fortuna a la que alude Jacobi
obedece simplemente al hecho de que Hamann posee lo que
Jacobi busca. De eso justo desea hablar Jacobi. Por tal moti­
vo dice: «sigo el hilo que su carta me puso en las manos».
Seguir el hilo tras un año. El sentido estratégico de la amis­
tad está orientado instintivamente por la búsqueda del ade­
cuado estímulo formador. El objeto puede reposar lejos largo
tiempo: el hombre desesperado acabará descubriéndolo. Ja­
cobi rehace la esencia de su filosofía. Muestra algo más de
Woldemar, a saber: el hombre que escribe la historia y que
no puede abandonarse a las soluciones de la novela. Explica
a Hamann, en páginas célebres, la orientación general de su
filosofía, su voluntad descriptiva de la existencia humana, lo
que viene a decir que Woldemar no es la última palabra
porque la existencia aún no ha sido revelada en su consuma­
ción. Pero Jacobi, consciente de quién le escucha, reivindica
(I, 364) que su filosofía, al desvelar {enthüllen) la existencia,
propone una crí ica a la filosofía del entendimiento, a la espe­
culación vacía de nuestros días (I, 365). Todo esto tiene que
gustar a Hamann. Pero para ponerle aún mejor las cosas,
el propio Jacobi rechaza ese ideal de independencia como el
punto final de Woldemar.
En efecto, Hamann dudaba en su carta acerca de si Wol­
demar era una pared o una puerta, esto es, una entrada o un
callejón sin salida, el principio de algo o el final de todo. Ja­
cobi contesta ahora: es las dos cosas. Porque no hay un trán­
sito natural para el último término de la dialéctica de la per­
sonalidad que la novela pretende describir. Un muro sólo
puede ser una puerta si se salta. Mas para eso se requiere
justo un salto mortal. Woldemar es el final de la vida cuando
se la juzga de una manera estrictamente natural: se trata del

230
hombre dejado a su destino meramente humano. Porque es
preciso desesperar, encontrar el muro final ante el que se es­
trella el hombre destruyendo en fragmentos el ideal de su in­
dependencia. Sólo esta experiencia permite saltar, en un nuevo
milagro de la existencia, hacia el hombre nuevo. Ciertamente
que Woldemar no ha saltado. Jacobi tampoco ha definido su
estrategia del salto mortal; «la historia sigue y echará más
luz sobre esto», dice concluyendo (I, 366). Pero mientras tanto,
más acá del muro, «¿acaso no tiembla Woldemar con lo mejor
que aún no ha encontrado?» (I, 366). El último temblor que
embarga a Woldemar, ¿no es acaso el presentimiento de lo
que está más allá del muro como lo mejor aún no poseído?
¿No parece indicar esta metáfora del muro que la realidad no
está de nuestro lado, sino del lado de allá, y que en el fondo
se trata de superar el destierro que padecemos más acá del
contorno que nos cierra el acceso al jardín originario del que
hemos sido expulsados? ¿No estamos aqui de hecho ante el
mundo más genuino de Hamann, el que interpreta la Histo­
ria Sagrada como una hermenéutica universal de la existen­
cia humana? Dos grandes mitos del cristianismo, el de la ex­
pulsión del jardín y el de la promesa de la salvación, mues­
tran aquí su conexión: el destierro sólo es superable mediante
el salto mortal, que ahora es el milagro del nacimiento del
hombre nuevo, una vez interiorizado el punto focal de la His­
toria Sagrada, el momento de la desesperación del hombre,
del Cristo. Y Jacobi continúa diciendo:

Quería perseguir a Woldemar en lo profundo de su vida


y mostrar en la más noble filosofía que conozco el gran agu­
jero que yo mismo he encontrado en ella [en la vida] [I, 366].

La experiencia de Woldemar y la de Jacobi se han reco­


nocido unidas. El gran agujero negro es el gran abismo de
desesperación que hemos descubierto en Jacobi. Eso es lo que
persigue en Woldemar. Pero para llegar al gran abismo es
preciso llegar también al momento aparentemente triunfante
de la independencia total, del reposo sobre sí. Sólo el momen­
to de la esperanza total sobre sí puede anteceder al vacío total,
y sólo este vacío puede hacer una puerta del muro, del caos
del ideal humano. Porque este agujero negro es la ruina defi­
nitiva del ideal de independencia, ya mediante la experiencia
personal de que en modo alguno obtenemos fuerza de esta
única referencia a nosotros mismos, o bien mediante el razo-

231
namiento de que esa existencia de nuestro propio Yo no nos
ofrece la clave de un último fundamento racional. La conclu­
sión es un repliegue radical en la tesis de Hamann:

Pobres o ricos de espíritu, elevados o mezquinos, como


queramos, siempre somos seres dependientes, necesitados,
que no pueden darse a sí mismos nada en absoluto [I, 365].

Sólo en la dependencia puede encontrarse la paz y la fe.


Pero ahora Jacobi prepara algo más: realizar una crítica a la
filosofía del día (léase, al criticismo y la Ilustración) a partir
justo de esa categoría del gran agujero negro de la existencia
humana, del carácter insondable e infundado de la existen­
cia finita que se quiere atener a su estricta finitud:

Nuestros sentidos, entendimiento y voluntad están desier­


tos y vacíos, y el fundamento de toda la filosofía especulati­
va es sólo un gran agujero en el que inútilmente miramos al
fondo. En todos los lados se nos propone un ensayo de que­
rer existir por medio de una cierta forma de nuestro pobre
Yo, de conocerlo no dentro, en nosotros, sino sólo puro, fuera
de nosotros, de actuar y disfrutar, de convertirnos en locos
en la noche de los sueños [I, 366].

El ataque está definido. Todo señala a Kant: a una filoso­


fía especulativa que inútilmente mira dentro del terrible agu­
jero negro de lo infundado, a ese «ungeheurn finstern Ab-
grund», para dejar las cosas en una apelación a lo indefini­
do, a un incondicionado que nunca puede descubrirse en lo
finito, sabedora de que el único absoluto es precisamente ese
mirar sin fin, una cierta forma de nuestro propio Yo, una sen­
sibilidad que se vuelca hacia fuera, dejando nuestro propio
interior vacío y desierto. Con esto se produce el momento sin­
tético crucial de la producción de Jacobi: la superación de ese
ideal del Yo de Woldemar como último momento de la dia­
léctica de la personalidad, implica la superación de la filoso­
fía kantiana como último momento de la dialéctica de la filo­
sofía moderna en su propuesta de la primacía del Yo. Y por
el contrario, la fijación de Fichte en el ideal de independencia
de Woldemar implicará el descubrimiento de la filosofía kan­
tiana como el arquitrabe sobre el que construir la grandiosa
bóveda de la Doctrina de la ciencia.
¿Mas cómo hacer una filosofía de esta experiencia? Me­
diante ella, Jacobi ha obtenido una firme Ahnung (I, 367),

232
pero ¿cómo pasar al concepto, a una filosofía que niegue real­
mente el vacío de la especulación? Estos son los planteamien­
tos que anteceden inmediatamente a las Briefe: ¿cómo hacer
una filosofía que salve el agujero del entendimiento de Kant,
el recurso a la causalidad de Spinoza? Porque de hecho la
polémica con Spinoza es un mero primer acto de la polémica
con Kant. Pero la solución de 1784-1785 no está conformada.
La no-filosofía tiene como premisa inevitable el fracaso de la
filosofía del entendimiento para reflejar lo que para Jacobi es
un milagro; la paz de la existencia confiada. La formación de
la convicción en la irreductibilidad de la lógica del corazón
y la del entendimiento es lo que antecede a la no-filosofía de
las Briefe. Esa convicción se fue afirmando en la correspon­
dencia y tiene un momento importante en este texto:
En mi corazón hay una luz, pero desaparece tan pronto
como quiero llevarla al entendimiento. ¿Cuál de ambas evi­
dencias es la verdadera? ¿La del entendimiento, que muestra
formas fijas pero que deja tras ellas sólo un abismo [Abgrund]
sin suelo firme, o la del corazón que ilumina hacia adelante
calentando, pero hace que se eche de menos el conocer deter­
minado? ¿Puede el espíritu humano captar la verdad si no
unifica en él aquellas dos evidencias en una luz? Y esta reu­
nificación, ¿se puede pensar de otra manera que por un mi­
lagro? [1, 367],

Repárese en el carácter inicial de este texto respecto de


las posiciones definitivas de 1784-1785: aquí se trata del en­
tendimiento como capacidad de un bestimmtes Erkennen. Se
habla de una síntesis de entendimiento y corazón, no de una
separación radical. Y se habla de la síntesis como de un mi­
lagro. Frente a ello, en 1785 se hablará del entendimiento
como de una capacidad no necesaria, que no se echa de menos
por el corazón, porque éste es de por sí una capacidad plena­
mente capacitada para obtener la verdad; por eso se puede
hablar también de no-saber, de no-filosofía. Y por último, el
milagro propiamente dicho es tener acceso a esa intuición no
natural humana ajena al mecanismo de la naturaleza. Todos
estos temas tendrán escasamente un año para fijarse y decidir­
se. Pero será el año más transcendental de la obra de Jacobi.
Hamann tenía que contestar una carta que conectaba va­
lientemente con sus propias inquietudes, que integraba el re­
conocimiento de la superioridad de la dependencia sobre la
independencia (que era la solución que él ofrecía a Jacobi en

233
1782) y que acababa planteando un tema tan sugerente e ín­
timo como el de las relaciones entre el espíritu y la letra; la
posibilidad de que el espíritu deviniera forma, expresión clara,
lenguaje, entendimiento. Pero desde luego no hay todavía el
tono franco que veremos después. Ambos dudan de compren­
derse (I, 372), aunque buscan el terreno firme en que encon­
trarse. En noviembre, y con motivo del envío del escrito Etwas
dass Lessing..., Hamann propone lo que podría ser la base de
la nueva amistad: la insatisfacción con «nuestra filosofía»
(I, 369), la denuncia del ideal de la razón de Kant (a quien
Hamann cita expresamente) como un ídolo (I, 370), y la bús­
queda de lo que no puede reposar en la razón. Pero Hamann
propone que ese escándalo de la razón está denunciado pre­
cisamente en la propia Biblia, fundando su posición en el pri­
mado del lenguaje divino como constitutivo del mundo, de la
naturaleza, de la historia y del gobierno divino; y sin embar­
go sabe que esta posición no es la de Jacobi, que nada indica
que el «ilustrado Jacobi» (según todas las obras filosóficas que
hasta el momento había publicado) se entregue ante la ape­
lación a la Biblia, porque incluso su rechazo de la filosofía
le parece a Hamann poco bíblico, demasiado inspirado por
Pascal (I, 371), demasiado «ilustrado» también.
En todo caso, el futuro debe abrirse ante la claridad de
opciones. Hamann, al plantear las posiciones con sinceridad,
invoca al destino: si hay entre ellos realmente algunos stamina
germen de sentimiento simpático, los confirmará el porvenir.
El hecho de que la siguiente carta de Jacobi a Hamann tenga
la fecha de un año más tarde, en octubre de 1784, puede in­
dicar que esos gérmenes no habían crecido. Pero Jacobi ha ob­
tenido evidencias vitales fundamentales que le han devuelto
la paz^^ y por otra parte —sin decidir la relación con lo ante­
rior— está dispuesto a lanzarse a dar la batalla a la filosofía
sin preocuparse ya por la síntesis entre corazón y conocimien­
to del entendimiento que apuntaba en el texto anterior. Para
esta propuesta necesita a Hamann como aliado. La apelación
a la Biblia como letra del espíritu puede quedar ahora en se­
gundo plano. Asistimos al momento de plenitud de la relación.
Este momento de iniciación del período más intenso de la
amistad entre ambos autores es también el de una especial
productividad por parte de Jacobi, quien con la carta envía a
Hamann el primer escrito a Mendelssohn sobre el espinosis-
mo de Lessing, junto a los Mendelssohns Erinnerungen y la
Carta a Hemsterhuis, además de algunas cartas a Herder

234
sobre estos escritos (I. 379). No es por tanto un momento
cualquiera: su ataque contra Mendelssohn le hace aliado obje­
tivo de Hamann. La cuestión ulterior es ganar vía Hamann la
influencia de Herder. Pero para buscar esta alianza era preciso
secundar a Hamann en lo que a sinceridad se refiere. Una
dura prueba para Jacobi. Pero sin duda el esfuerzo permitirá
la amistad de dos hombres radicalmente diferentes durante
cuatro años plenos de correspondencia. Esa sinceridad sólo
podía venir dada si Jacobi manifestaba precisamente la esencia
de su estado, que frente a la fe serena de Hamann se caracte­
riza por la tragedia de una creencia impotente para mantener­
se: «Creo Señor, ayuda a mi incredulidad» (I, 380), le dice en
una carta. Jacobi propone con esta frase una traducción bí­
blica de su filosofía del no-saber: habla a Hamann en el único
lenguaje que éste conoce. Pero no podemos engañarnos: es el
tema de Bacon, el tema de la vieja crítica a la racionalidad,
la crítica a la modernidad sólo que expuesta para Hamann:

Bacon, a quien usted honra también, no quería someter


los misterios a la debilidad del espíritu humano, sino elevar
nuestro espíritu a la altura de los misterios [I, 380].

No se trata de reducir todo misterio a la capacidad analí­


tica del entendimiento, sino de dotar a nuestra subjetividad
de alguna capacidad que esté a la altura del misterio, me­
diante la aceptación plena del mismo, sin justificar esa capa­
cidad por la propia racionalidad de la filosofía, sino por el
hecho mismo de la existencia del misterio. Esa negación de
la razón ciertamente tiene antecedentes bíblicos y evangéli­
cos, pero es discutible que los tenga la solución mística que
en el fondo propone Jacobi y que no transparenta a Hamann,
que sin duda la hubiera rechazado frente a la primacía del
lenguaje bíblico como vehículo de la comprensión de Dios.
Indudablemente, para Hamann había cuestiones a tener
en cuenta. Ante todo el problema del ataque a la Babel de
los berlineses —ese populacho de ateos que tienen un miedo
pánico a las palabras claras (I, 389) —, la confusión de Dios
con ese becerro de oro de la filosofía, el ídolo de la razón.
Desde esta perspectiva y con su escrito a Mendelssohn, dice
Hamann, «Jacobi ha dado agua a mi molino y aceite a mi
lámpara» (I, 383). Pero no hay que perder de vista al gran
enemigo: detrás de los berlineses está Kant: «Todas las in­
vestigaciones metafísicas han llegado a ser para mí tan as-

235
queresas en virtud de la KrV como antes en virtud de la
ontologia latina de Wolff» (I, 384-385). Esto es: Mendelssohn,
como un epígono de Wolff, es cosa de ehemals, algo antiguo,
viejo. Frente a ello lo jüngot es la KrV. Pero Hamann no quie­
re dejar nada en el olvido. Sabe su papel frente a Jacobi: él
es un convencido y tiene que mostrarse firme frente a ese fi­
lósofo que no puede salir de una filosofía negativa. Su no-
saber debe superarse. De otra manera es inmantenible. Por
eso Hamann critica duramente las posiciones de Jacobi, esas
posiciones que recorren las Briefe. Por eso la influencia de
Hamann se dejará notar luego en David Hume, igual que la
de Herder, como veremos. Las Briefe aparecen así esencial­
mente negativas y prehamannianas. Frente a ese no-saber de
Jacobi, Hamann dice orgulloso: «Ich weiss genug» (I, 388).
¿Pero qué es saber? ¿Cómo sabe Hamann? La respuesta
la obtenemos desde un cierto empirismo que en Hamann fun­
damentará un saber histórico-bíblico y en Jacobi esa referen­
cia a Hume que acabará en el misticismo de su Diálogo sobre
realismo e idealismo. Así que Hamann mantiene que sabe bas­
tante, pero «en tanto que me ejercito en el sentir [Empfin-
de«]» (I, 388). Este es el final de toda la metafísica y no el
final inmanente al que Jacobi la somete. El gran mérito de
Hamann será descubrirle a Jacobi que su crítica inmanente a
la metafísica racionalista-kantiana como carente de fundamen­
to (Abgrund), es coherente y puede complementarse con una
referencia a un tipo especial de sensibilidad, a una sensación
que en David Hume fraguará en una intuición y en una ca­
pacidad nueva igualmente filosófica (el Tiefsinn). Pero Ha­
mann incorpora a ese empfinden aspectos importantes que le
hacen coincidir con Jacobi: primero, ser aquello que da senti­
do al lenguaje, porque en el sentir reside la donación de la
existencia: «en palabras y conceptos no es posible una exis­
tencia, que meramente corresponde a las cosas» (I, 385); po­
sición que Hamann conoce de Hume y que Jacobi conoce por
medio del joven Kant de 1762. Así pues hay un paralelismo
aquí entre Herder, Jacobi y Hamann: los tres acusarán a Kant
de abandonar su primer momento auténtico y creador, el em­
pirista de la década de los sesenta con el que sustituyó su
leibnizianismo inicial; y curiosamente, cuando Jacobi y Ha­
mann se vuelven a Hume será para usar contra el Kant críti­
co las posiciones empiristas de su primera época, plenamen­
te imbuidas del espíritu humeano.
El segundo elemento que Hamann introduce en ese emp-

236
finden es el de disfrute: empfinden es genüssen. Genuss se
enfrenta así a la especulación. Mientras que los conceptos
están destinados a la especulación, la existencia apunta al dis­
frute mediante el sentir (I, 385). Pero hay también un tercer
elemento: el sentir es el fundamento de la historia, puesto que
aquello que se siente es un factum. Así que el principio «sen-
sus ist das Principium alies intellecti» (sic), implica para Ha-
mann que la historia es el principio de todo conocimiento
(I, 385). Una consecuencia ulterior es que el lenguaje histórico
es más básico que el lenguaje filosófico y que por lo tanto la
Biblia es toda la filosofía que necesitamos. La conclusión de
Hamann es esta: «Sentido e historia es el fundamento y el
suelo firme» (I, 387).
El Abgrund ciertamente es eliminado. Y parece claro que
Jacobi aceptará esta propuesta, sólo que su noción de histo­
ria no será esencialmente bíblica, sino secular, clásica: basta
con señalar las referencias continuas a los tiempos de Espar­
ta en las Briefe. También la noción de sentido [Sinn) es con­
venientemente alterada: en Hamann nos proporciona una ex­
periencia gozosa que nos abre a la historia porque «la expe­
riencia es una misma cosa que revelación [Offenbarung^)
(I, 387). Y sin embargo esta Offenbarung es para Hamann
esencialmente la experiencia personal interpretada desde la
Biblia. Jacobi aceptará la correlación completa: sentido-expe­
riencia-revelación, pero no aceptará un referente inicialmente
bíblico para esa revelación. Como queda claro en las Briefe y
en el Woldemar definitivo, también la historia profana es reve­
lación. Pero ante todo la revelación en Jacobi es la presencia
inmediata e intuitiva de la existencia del Tú divino en. el espí­
ritu. No hay pues una noción cosificada de la noción de revela­
ción, sino más bien un concepto normativo general: revelación
es toda experiencia histórica que nos transmita una noticia de
los límites de la razón y la apelación a algo divino en nosotros,
venga de los labios del santo Job o de Sócrates. Este es un
reducto ilustrado de Jacobi que no se perderá con el tiempo.
Indudablemente Kant es el principal objetivo a criticar
desde toda esta metafísica del Ser y de la historia. Esta vin­
culación es mucho más clara en la siguiente carta, de apenas
un mes más tarde. Si la existencia es la cuestión básica de
todo sentir, entonces el Ser es la clave de toda metafísica por­
que el «Ser es claramente lo uno y el todo de cada cosa. Pero
desgraciadamente el “To ón” de la vieja metafísica se ha trans­
formado en un ideal de la razón pura, cuyo ser y no-ser no

237
puede ser constituido por ella. El Ser originario es la verdad,
el ser participado es la gracia» (I, 392). Si aplicamos la me-
tacrítica al ideal, éste se nos descubre como una mera pala­
bra que sólo puede confundirse con la realidad para una razón
todavía ignorante de sí, aún no sometida a su propia crítica.
Por tanto, una metacrítica de la razón es urgente para hacer
una gramática auténtica de la razón (I, 392), de tal manera
que se normalicen los elementos que esa razón puede emplear.
Pero la cuestión es si el lenguaje de la razón puede ser autó­
nomo o si sólo puede alcanzarse desde la revelación del len­
guaje divino, pues Dios y razón son tan inseparables como
autor y lector. Aquí está el punto nuclear del pensamiento de
Hamann, que desde luego Jacobi acepta; si Dios es el autor
del lenguaje originario y la razón es el lector, ¿dónde estará
la clave de ese lenguaje, en el autor o en el lector, en el plan
del creador o en el espíritu del intérprete? (I, 393). Kant ha
hecho del intérprete el centro de la filosofía y mediante la es­
trategia del giro copernicano ha fundado un antropocentris-
mo hermenéutico que olvida que al propio intérprete le ha
sido concedido el lenguaje en el que se expresa para llevar a
cabo su hermenéutica. Este es el sentido de la metacrítica:
mostrar que a la crítica se le ha dado precisamente el len­
guaje en el que ella se expresa, en el que defiende una doctri­
na de autonomía y de independencia que tras esta reflexión
aparece enteramente ilusoria. Indudablemente esta propuesta
está en la base de todo el ensayo de Herder y del escrito de
Jacobi Sobre la empresa... Pero en ambos casos hay que decir
que es difícil precisar hasta qué punto Hamann fue entendi­
do realmente por sus seguidores.
La cuestión que nos interesa, sin embargo, apunta ha­
cia otra dirección. Una reivindicación de los sentidos se hacía
valer frente a la especulación. Pero, ¿qué era este sentir? Para
Hamann era la dimensión corporal natural del hombre; «Dios,
naturaleza, y razón tienen una relación recíproca tan interna
como luz, ojos y todo lo que aquélla revela a éstos» (II, 393).
Jacobi no puede aceptar esta relación tan interna. Para él la
naturaleza, como ámbito de la relación casual-mecánica, está
escindida de toda relación interna con Dios y el espíritu. Así
que hay que definir ese «sentir» de tal manera que elimine la
especulación sin caer en el naturalismo, principal enemigo de
Jacobi en la década anterior. El modelo ideal para ese sentir
sería el kantiano de la intuición intelectual. Pero Jacobi no se
refiere a él. Todo lo que necesita es aclararse con Hamann a

238
este respecto. Parte para esta polémica de un pasaje de Gal-
gota: «La infinita distancia del hombre a Dios sólo puede su­
perarse y disolverse si el hombre participa de una naturaleza
divina o si la divinidad toma en él carne y sangre» (I, 400).
La carne y la sangre como órgano de sensibilidad y como ór­
gano de revelación, ésta es la cuestión. Jacobi invoca el Evan­
gelio de Juan: Pedro reconoce a Cristo y es bienaventurado
porque no ha sido la carne ni la sangre la que se lo ha reve­
lado, sino el Padre. También hay que nacer de nuevo, elimi­
nando al natürlicher Mensch. Por tanto (I, 401), la cuestión
es una revelación del espíritu y para el espíritu. El hombre
debe poder recibir el espíritu, «una fuerza que es la vida ínti­
ma de mi existencia» (I, 402) y que no puede revelarse en la
carne ni en la sangre, esto es, en los sacramentos de ninguna
iglesia. Sólo por ello el camino hacia Dios no es natural ni
mecánico, sino misterioso, plena y exclusivamente espiritual.
Desde aquí Jacobi puede reconstruir toda la cuestión de
la interrelación de revelación, historia y experiencia, asociada
a la crítica de toda dimensión a priori de la subjetividad hu­
mana (I, 404); pero ahora como revelación, historia y expe­
riencia del espíritu cierto, no de la letra o del lenguaje de la
sensación, de la Biblia y de la naturaleza. De otra manera:
para Jacobi, la relación entre hombre y Dios mediada por el
lenguaje sensible natural se convierte necesariamente en una
relación entre natura naturata y natura naturans. Hamann no
saldría entonces de la órbita del espinosismo. Jacobi expli-
cita esta sospecha sin contemplaciones, lo que testimonia
el carácter terriblemente personal de sus pesquisas anti-
espinosianas. No hay aquí voluntad de denunciar al amigo,
sino afán de lucidez. Así que no queda otra opción: o re­
conocer «el sentido más originario e [interno intnerster ur-
prünglichsten Smn]» para percibir el espíritu, un sentido es­
piritual, el Tiefsinn que tan profusamente ha analizado Verra
(capítulo VI de su libro), tal y como se defenderá en David
Hume, o recaer en el espinosismo. Ahora descubrimos el sig­
nificado profundo de una súplica de Jacobi en una carta an­
terior a Hamann:

Pero lo que no sé rogarle a usted con suficiente fuerza,


mi excelente y querido Hamann, es esto: cumpla usted, tan
pronto como pueda, su promesa de descrubrirme su opinión
sobre el sistema de Spinoza [I, 399],

239
Esta opinión la tenemos en una carta del 16 de enero de
1785, que tiene importancia para el origen del primer apéndi­
ce a las Briefe, de la segunda edición de 1789. La opinión de
Hamann es terminante: el espinosismo es contra natura.
Hacer del término relativo causa un término absoluto median­
te el concepto de causa sui, es algo tan insensato como hacer
a un padre, padre de sí mismo, dice el cándido Hamann. La
causa y el efecto no pueden coincidir en una sustancia, como
tampoco pueden hacerlo lo sensible y lo pensable. Tiene que
haber una causa del mundo, pero no una causa sui. Lo mismo
sucede con lo sensible y lo pensable. Si coinciden, entonces
tenemos el principio kantiano del idealismo y lo pensado es
el Ser y el concepto la cosa, con lo que la palabra y el fenó­
meno serían uno. Entonces tendríamos que alumbrar un pen­
samiento que propusiera la coincidentia oppossitorum. Spino-
za sólo puede llevarnos realmente a Bruno y Hamann llama
la atención del Della Causa, principio ed uno de 1584, como
modelo del pensamiento que podría superar esa combinación
especial del principio de contradicción y razón suficiente que
es la clave del racionalismo de Spinoza (cf. IV, 3, 20-21).
La carta del 22 de enero de 1785 es una continuación de
la que acabamos de comentar. Sus tesis, que se pueden ver
recogidas en el final de las Briefe y algunos apéndices, jue­
gan perfectamente contra las tesis de Jacobi y manifiestan con
total claridad el mundo de Hamann, ante todo su escepticis­
mo filosófico de partida, que le hace esperar la coincidencia
de los opuestos como contradicción última e insuperable de
nuestra conciencia: «la miseria no es el Ser, sino la concien­
cia» (IV, 3, 29). Por eso no hay en Hamann voluntad alguna
de reconstruir otra filosofía tras el escepticismo radical, sino
que éste debe dar paso a la aceptación de la Biblia como ór­
gano de sabiduría. Al entender que en el fondo aquella re­
construcción es la voluntad de Jacobi, su esfuerzo tiene que
expresarse de la siguiente manera:

Desearía con gusto poder sacarle del laberinto de la sabi­


duría mundana y ponerle en la simplicidad infantil de los
Evangelios, y no sé como debo comenzar a quitarle el gusto
por el árido «on» [...] El miedo del Señor es el comienzo de
la sabiduría, y su amor evangélico fin y punto de la sabidu­
ría. [...] No conozco otro punto firme y no sé más que su
palabra, su juramento, y su «Yo soy y seré» en el que consis­
te la soberanía entera de su nombre antiguo y viejo, que

240
ninguna criatura está en situación de expresar. Sagrado y
señor, o como dice Job, grande y desconocido. [...] Dios
crea en nosotros todos un corazón puro y nos da un espíritu
nuevo y cierto y el espíritu alegre nos mantiene. Hay dudas
que no tienen que retirarse con fundamentos y respuestas,
sino absolutamente con un ¡Bah! [IV, 3, 44-34].

La clave de este texto, desde la obra anterior de Jacobi,


es perfectamente clara. Hamann le propone a Jacobi la trans­
formación del ideal del amor y de la amistad de Woldemar,
estrictamente humano, en el ideal cristiano de la caritas, el
amor evangélico, el amor de Cristo plenamente divino, por el
que resucitamos en Dios y adquirimos la certeza del espíritu;
la sustitución de la filosofía por esta nueva sabiduría retira
con un ¡Bah! todas las preguntas. Sin duda que con ello Ha­
mann se hace merecedor del reproche ilustrado de la razón
perezosa. Pero él mismo contraataca: esa razón no ha resuel­
to el problema de la paz humana, lo que constituye el testi­
monio irrefutable contra la realidad de su sabiduría. Si com­
prendemos esta cita: <da paz interior = Ser; en las aparien­
cias todo es mudable, sombra e intranquilidad» (IV, 3, 185),
entonces tenemos que concluir que la filosofía no capta el ser,
sino sólo apariencias, espejismos vitales. Por tanto, frente a
la conciencia filosófica, Hamann propone la reverencia ante
el único sujeto auténtico, el único que puede decir «Yo soy».
El Yo soy de la conciencia, aquel que puede enunciar la filo­
sofía transcendental, se convierte en la fuente de toda la mi­
seria humana. Decir «Yo» sólo es posible cuando nuestra sub­
jetividad queda constituida en espíritu por el propio «Amor
Dei». Sólo entonces, cuando aceptamos la palabra de Dios,
podemos nosotros enunciar el transcendental de todo lengua­
je, podemos decir también de nosotros mismos «Yo».
Parece indudable, por tanto, que la posición de Hamann
era aceptable para Jacobi en tanto que significaba una conti­
nuación de su escepticismo y de su ideal del amor, en la me­
dida en que podía estar de acuerdo con su apelación a una
constitución espiritual de la subjetividad. El problema era re­
posar en la sabiduría infantil de la Biblia, traducción de la
imbecilitas hominis de la epístola LUI de Séneca (IV, 3, 35),
o elevarse a una reflexión filosófica tradicional sobre este
hecho. Porque al fin y al cabo quedaban las cuestiones de la
metacrítica, del lenguaje y de la sensibilidad natural o espiri­
tual como forma de conocimiento de la divinidad. Y esto sí
que debía resolverse filosóficamente. Resuelta la crítica a la

241
filosofía tradicional (por medio de una auténtica metacrítica)
y construida la opción positiva de un órgano específico de lo
espiritual, que inevitablemente limitaba el papel de la Biblia
en el conocimiento de lo divino, todo el entramado de la po­
sición de Hamann era plenamente aceptable, y sus huellas
quedan perfectamente marcadas en la producción posterior de
Jacobi, incluida esa apelación a la obediencia como consecuen­
cia del ideal de dependencia humana, esa Gehorsam bis zum
Tode (IV, 3, 43) que se refleja en las Briefe. Por lo demás,
sería vano pensar en la correspondencia de Hamann con Ja­
cobi como un estricto diálogo filosófico. Es más bien una su­
cesión de comunicaciones libres y espontáneas, que no se so­
meten a la rigidez de contestar a las cuestiones previas. De
ahí que sean más bien estudiables en puntos de vista concre­
tos que en secuencias lógicas. Uno de estos problemas será
el de la discusión de las tesis de David Hume sobre la creen­
cia y en este sentido le dedicaremos la atención cuando nos
ocupemos de esta obra en el capítulo VII. Ahora, para finali­
zar nuestra descripción del contexto anterior a las Briefe, es
de interés dirigirnos a la correspondencia con Herder.

7. La correspondencia con Herder^^

Sin duda Herder tenía a Jacobi por un próximo a Lessing


cuando el 29 de mayo de 1783 decidió iniciar la corresponden­
cia con él. La melancolía del inicio de la carta apenas desea
evitar la nostalgia por el gran hombre y la tristeza de no poder
reunirse los tres (III, 471). Jacobi efectivamente deseaba pasar
en esos momentos por lessingiano. Era 1783 y había recordado
el liberalismo del genial bibliotecario. Es fácil entender que en
las Briefe su profundo deseo sea el inverso: hacer pasar a Le­
ssing por jacobiano, al aceptar la tesis de que la única filoso­
fía posible es la espinosiana. Por lo demás, su reciente Etwas
dass Lessing... le procuró la simpatía sincera por alguien tan
decidido a continuar la labor de Lessing como era Herder (cf.
III, 472). La amistad común con Gleim y Claudius hizo el
resto. Todo parecía indicar que entre los dos hombres podría
surgir otra espléndida amistad (III, 473). Por parte de Jaco­
bi, ciertamente, la relación con Herder era antiquísima, pues
comenzó su carrera literaria en el Merkur con una recensión
comentada del ensayo de Herder sobre el lenguaje. Luego el
estudio de las Briefe betreffend das Studium der Theologie

242
(Ili, 475) le entusiasmò. Ahora surge un problema que Jaco-
bi tiene en ciernes y que desea comentar: el de la scientia
abrupta de Bacon. Y corno adorno, ese gusto moderno de ai­
rear su propio nihilismo, su vida siempre con el Nicht-Sein
presente, esa afición entre masoquista y exhibicionista que le
induce a decir que él, Jacobi, tiene una vida trágica (III, 477).
Grito de la época del Sturm, porque Herder comienza la
contestación de su carta con la misma clave: «con el calor de
su corazón sentí mucho más la frialdad del mío, cuya flama
se ha apagado como carbón muerto» (HN, 248). En el fondo
grito superficial, que deja un hueco al entusiasmo para la
construcción de la filosofía de la historia, de la que le asaltan
un mundo de ideas, aunque sólo como sombras {HN, 250).
Pero ni una palabra de la problemática de la scientia abrupta,
principal motivo teórico de Jacobi y núcleo configurador de
las posiciones de las Briefe. La siguiente carta, del 22.11.1783,
fue mucho más directa: junto a ella iba la primera carta a
Mendelssohn (IV, I, 47 y ss). Herder, que ya había criticado
la teoría del progreso propia de la Ilustración más mimètica,
que era algo más que amigo de Hamann pero mucho más
filósofo que éste, podía ser el hombre que coronara ese grupo
en el que también había que integrar a Lavater.
Tres meses después llegó la carta de Herder inaugurada
con su motivo: Hen kaí pan, el mismo que él, Herder, había
oído en el jardín de Gleim («por lo demás —confiesa—. Lea­
sing está expuesto de tal manera que le veo y le oigo hablar»),
el mismo que ahora Jacobi quiere sacar a la luz como fondo
de toda metafísica de la desesperación. Ahora Herder puede
decirlo: «Leasing es un camarada de fe [Glaubengenosser'\ de
mi credo filosófico» {HN, 251). ¿¡Herder también es espino-
sista!? {HN, 252). No, se contesta a sí mismo. Hay mucho
sin desarrollar en el pensamiento del holandés, por lo que c(yo
no llamaría a mi sistema espinosista» {HN, 252). ¿Entonces
cuál es la clave de este espinosismo no desarrollado, pero ge­
nuino, que Herder comparte con Leasing? Este: Spinoza re­
cupera la más antigua sabiduría para la modernidad —es
decir, bajo la forma de sistema—, y por ello de una manera
un tanto desgraciada. De ahí que nadie haya hecho justicia
al Hen kaí Pan desde la muerte de Spinoza: ni Bayle, ni Men­
delssohn, ni nadie. ¡Que Lessing no haya hecho esto!, excla­
ma Herder en un sincero lamento. «La mala muerte se ha
dado prisas con él» {HN, 252).
¿Pero qué entiende Herder por hacerle justicia al tema del

243
Hen kaí Pañi Ante todo la necesidad de luchar por la reuni­
ficación de la filosofía de Leibniz y Spinoza, empresa en la
que Herder lleva empleados siete años (HN, 253). Si se pro­
duce esta reunificación no hay necesidad de scientia abrupta,
no hay necesidad de salto mortal, y la filosofía podrá recon­
ciliarse perfectamente con la idea de Dios. Para ello es preci­
so dejar de entender el Uno como el concepto más abstracto
y vacío, igual a cero. Este protos pseudos {HN, 254) debe ser
eliminado de la exégesis de Spinoza. Y justo el pensamiento
de Leibniz hace imposible esta exégesis y reconcilia este Uno
con la expresión bíblica; «Yo soy el que soy y seré». ¿Cómo
explicar filosóficamente este motto desde Leibniz? Así: soy el
que soy a través de todos los cambios de mis fenómenos. Her­
der acepta que esto hace de Dios una Natur, un ser en el
mundo {HN, 255).

Si Dios no existe en el mundo, en general en el mundo


—pues el mundo entero es sólo un fenómeno de su grande­
za, formas que se manifiestan para nosotros— no existe en
absoluto [HN, 255].

La otra posibilidad, la de Jacobi, que hace del fenómeno


natural la nada, exige que Dios sólo sea personalidad espiri­
tual. Para Herder, sin embargo, la personalidad limitada no
cuadra con una esencia divina, «pues la persona sólo llega a
ser para nosotros mediante limitación, como una manera o
modo, o como un agregado de seres que actúa con una apa­
riencia de unidad» {HN, 255). Esta es la acusación principal
a Jacobi, y el uso fundamental del pensamiento de Leibniz
dentro de la esfera del espinosismo: que la noción de indivi­
duo como persona es fenoménica y, por lo tanto, sólo huma­
na, aparente, porque en el fondo es radicalmente solidaria de
la noción de cuerpo. Una persona sin cuerpo es un absurdo.
Este será el pensamiento profundo de Herder y después de
Schelling. Una personalidad limitada, un Yo que permite un
Tú, es explicable sólo desde un cuerpo. Pero un cuerpo es
sólo efecto de la finitud de la representación propia de las
capacidades cognoscitivas humanas. Por tanto, decir que Dios
es a través de todas las cosas, no es decir que Dios es a tra­
vés de todos los cuerpos, pues éstos sólo son fenómenos para
la persona finita. Por eso, lo que Jacobi llama naturaleza es
un fenómeno sin realidad alguna ante Dios, aunque con plena
realidad ante los hombres. No hay un dualismo Dios-natura-

244
leza, porque esta última no es nada en sí. Deus sive natura
es un enunciado falso desde la filosofía más profunda de Leib­
niz, porque para una capacidad de conocimiento no finita,
los cuerpos no son cuerpos y la naturaleza no es naturaleza,
y en este sentido puede decirse que Dios se manifiesta real­
mente en lo que todos estos fenómenos son en sí, aunque
nosotros no podemos divinizarlos en sus aspectos individuales
concretos, porque no representan a Dios sino en tanto fenó­
meno para nosotros;

Si nuestra alma tuviera la claridad de conceptos de sí y


de su cuerpo que Dios tiene, entonces estaría tan lejos que el
cuerpo no sería un cuerpo bruto, sino que ella misma estaría
actuando en tales y tales fuerzas, según tales y sólo según
tales formas; entonces también ella sería Dios [HN, 255].

Aquí está la cuestión: el mundo de los cuerpos para Dios


es sólo alma. Hen kaí Pan dice entonces; un alma en todas
las almas, una única alma que se manifiesta para un ser fini­
to como una diversidad de cuerpos. Pero la condición («si
nuestra alma», etc.) en el fondo no se cumplía. De aquí surge
el auténtico Jacobi: si nuestra alma es finita, realmente fini­
ta, para siempre fnita, ¿por qué llamar a lo que constituye la
individualidad mero fenómeno, apariencia? Y entonces, si hay
realidad espiritual finita, efectiva, natural en sí, individuos con
amor de sí, de su individualidad, ¿cómo pronunciar con gusto
Hen kaí Pani En el fondo Jacobi no fue capaz de descubrir
hasta qué punto Herder y él pensaban lo mismo. Jacobi do­
taba a la naturaleza de realidad extradivina, extrapersonal,
una especie de sustancia cuya esencia, vista desde el espíri­
tu, era preciso rechazar en virtud de la estrategia del nihilis­
mo. En tanto que somos seres naturales, tenemos necesidad
de un milagro para pensar la relación con Dios. Pero no cabe
duda de que Jacobi también despreciaba la realidad de la na­
turaleza y del cuerpo, y por tanto de lo que según Herder
constituía al individuo, hasta reducirla a una mera aparien­
cia moral. Jacobi miraba moralmente a la naturaleza de la
misma manera que Herder la miraba metafisicamente, ambos
como algo sin realidad espiritual profunda, esto es, desde el
punto de vista de Dios. Sin embargo Jacobi tenía una necesi­
dad de conservar a pesar de todo su individualidad espiri­
tual, independiente de la individualidad del cuerpo que desea
negar. Aquí estaba la clave de la diferencia: para él tenía per-

245
fecto sentido una individualidad espiritual, porque todos sus
problemas filosóficos estaban relacionados precisamente con
la existencia individual.
Ahora bien, desde el momento en que reconocemos una re­
lación inmediata e intuitiva con Dios, desde el momento en que
favorecemos cualquier tipo de solución mística, inevitablemen­
te tenemos que confesar una especie de panteísmo espiritual
en el que dos almas (el Yo y el Tú) quedan unidas por el vín­
culo sustancial del amor (Hen) a pesar de poseer cada una una
vida separada, esto es, de constituir número {Pan). El panteís­
mo de Herder es una propuesta cercana a la de Jacobi, sólo
que cosifica como sustancia-fuerza lo que en Jacobi es amor,
esto es, realidad personal, manifestación de la individualidad.
Amor o vis-Kraft, ese es el punto real de contacto o de diferen­
cia entre los dos pensadores. Su punto de partida es, sin em­
bargo, el que sepulta esta coincidencia: no es lo mismo partir
del drama existencial del individuo que del supuesto metafisi­
co de la unidad profunda entre el fenómeno y lo Uno sustancial
y del sentimiento de la unidad de lo vivo que se da en Herder.
Jacobi sabe que el verdadero problema es el del individuo hu­
mano, dotado de una fuerte conciencia de su sustancialidad in­
dividual. Entonces, ¿cómo hacer deseable su caracterización en
términos de mero fenómeno? Esto ciertamente no le era trans­
parente a Herder (como antes no le era claro a Lessing):
Lo que no comprendo todavía es la idea de Lessing de la
contracción de Dios en el fenómeno de un individuo, o no
comprendo en el fondo la ley de una expansión y una con­
tracción [HN, 253].
Frente a esta incomprensión, la noticia evidente y real de
la existencia individual se alza sin apelaciones. En este terre­
no Jacobi pisaba fuerte.
De cualquier manera. Herder no entendió la necesidad de
Jacobi de presentar la cuestión como una afirmación exis­
tencial. Creía que se trataba de una refutación escéptica
tradicional, de un discurso filosófico. Por tanto le pidió que
publicara el diálogo con Lessing fuera del contexto de la
refutación de Mendelssohn, como un tratado aparte. «El en­
frentamiento filosófico es siempre el final más seguro del
diálogo filosófico» {HN, 256). Jacobi tardó cuatro meses en
contestar la carta. El envío de las Ideen für die Geschichte
der Menschheit fue el momento preciso para ello. Las prime­
ras relaciones que fraguaban con Hamann también. Pero ello

246
no forzó a una contestación clara de la cuestión de la publi­
cación de la conversación con Lessing, aunque sí de la cues­
tión de la ley de la contracción y expansión de Dios. Para
Jacobi son residuos del pensamiento oriental (III, 492) que
se traslucen ya en la Biblia (p. ej. en el salmo 104) y que
llevan al pensamiento de algo inmutable eternamente móvil.
La posibilidad de rellenar este pensamiento con metáforas y
analogías es muy grande; pero nula la de explicar realmente
su contenido. Jacobi se muestra radical. Por lo demás, frente
a esto incomprensible, Jacobi sí que entiende algo de la Ethi-
ca: sabe perfectamente que el libro I se opone a la creencia
en una providencia, a un plan del mundo, a un Dios que tenga
conciencia de sí mismo en sí mismo, y no en sus creaturas,
al Dios de la palabra, la creación y la fe (III, 494).
Jacobi viajó a Weimar.^“* Tuvo oportunidad de hajjlar de
toda la cuestión espinosista con Herder y Goethe. Mantuvo
las diferencias amistosamente. Hizo valer sobre todo la común
animosidad contra Mendelssohn, una sombra más que un au­
téntico rival {HN, 259). Participó en el proyecto de Hamann
sobre la metacrítica, etc. Todo esto sigue muy vigente en la
correspondencia reiniciada. Lutero, Hamann y Cristo quedan
en el centro, desplazando por el momento a Spinoza (III, 499)
y la discusión con Mendelssohn. Jacobi parece aceptar que
Herder posee un auténtico espinosismo que en algún momen­
to debería exponer a Mendelssohn. La disputa sobre el äch­
tet Spinozismus no puede olvidarse. El Elucidarius Cabbalis-
ticus de Wächter, que Jacobi envió a Herder, dio nuevos mo­
tivos para ella. El Ens realissimum no es un concepto
abstracto, sino «la raíz eterna e infinita del árbol de la vida»
{HN, 263). Herder vuelve por tanto a la discusión de lo que
antes llamaba el protos pseudos de Jacobi. Justo por esa ca­
racterística de ser el Ens supremamente concreto, no puede
ser extramundano. Sólo así es posible incluso la posición bá­
sicamente mística de Jacobi:

¿Qué debe ser Dios para ti si Él no está en ti, y tú sien­


tes y gustas su existencia de una manera infinitamente inter­
na y Él se disfruta a sí mismo en ti como en un órgano de
uno de sus miles de millones de órganos \_HN, 263-264].

Este misticismo de Herder no era realmente cristiano. Im­


plicaba borrar las diferencias con el Tú de Dios y también en
cierta manera una autocomplacencia que se aviene mal con

247
el espíritu trágico del pecador cristiano, con el espíritu del
propio Cristo que dañado de muerte invoca a Dios en térmi­
nos de Padre, esto es, con la expresión más individualiza da
que posee el lenguaje después del término «Yo». Herder sa­
be que éste es el Dios de Jacobi; «tú quieres a Dios como un
amigo, en forma humana, que piense en ti» (HN, 264). Her­
der no ve la necesidad de ello, porque carece del sentimiento
trágico del cristiano, porque su vida no es una literal repro­
ducción de la pasión de Cristo, porque muy en el fondo no es
un Christ. Por eso tenía que pedir explicaciones a Jacobi:

Dime por tanto, ¿por qué es para ti necesario en una forma


humana? Él te habla y actúa desde todas las formas huma­
nas nobles que fueron sus órganos, y ante todo por el órga­
no de los órganos, el corazón de la creación espiritual, su
único hijo. Pero también por él sólo como órgano, en tanto
que era como nosotros un mortal y para disfrutar en él de la
divinidad tú mismo tienes que ser ya hombre de Dios, tiene
que haber algo en ti que sea participado de su naturaleza
[//A/, 264]).

Este tipo de objeciones tenía su base en las posiciones de


Lessing sobre la humanidad de Cristo, la continuidad de los
profetas, la tradición abierta a otros hombres nobles y la re­
velación a través de toda la naturaleza, pero resbalaban sobre
Jacobi. En el fondo, desde aquí llegamos a la terrible parado­
ja de la disputa: Herder le hace ver a Jacobi que ser un au­
téntico cristiano es integrarse en una tradición que se consi­
dera inapelable por la fe. Por el contrario, lo que se aprecia
en Jacobi es una debilidad de la tradición, una insuficiencia
de la misma, una incapacidad para llegar a penetrar como pa­
labra en su espíritu, una necesidad de renovar y vivir como
experiencia personal la que debía y estaba llamada a ser ex­
periencia única del Hijo del Hombre. En lugar de ser única
para la especie y ser creída por todos los demás, la experien­
cia de Cristo tenía que ser vivida para ser creída: no basta la
fe en la palabra transmitida. Cuando Herder dice: «Esta [que
él defiende] es la doctrina de Cristo y Moisés, de apóstoles,
sabios y profetas» {HN, 264), no hace sino repetir lo que ellos
dijeron. Pero todo esto no es suficiente para Jacobi: lo im­
portante es experimentar lo que ellos hicieron, no guardar las
palabras de su experiencia porque no hay más verdad que
la que tiene su asiento en la vida real del individuo. Esa es la
noción de cristianismo de Jacobi: partir de la existencia per-

248
sonal angustiada significaba precisamente poner en cuestión
el carácter acogedor de la tradición, que en Herder actua­
ba perfectamente. Las posiciones eran irreductibles; se trataba
de saber qué es el cristianismo auténtico, el concepto auténti­
co de Dios, límites en los que la tolerancia siempre se impo­
ne con dificultad. Las acusaciones son, por tanto, recíprocas;

Si tú —dice Herder— haces un nombre vacío de este con­


cepto más íntimo, supremo y omniabarcador, entonces tú eres
el ateo y no Spinoza [HN, 265].

Pero Jacobi buscaba una persona que de una vez garanti­


zara la liberación de la soledad radical de la condición huma­
na. Es claro que el concepto de Ens realissimum, se tomara
como se tomara, abstracto o concreto, no poseía brazos para
acoger el drama de Jacobi. El Dios de la noche de los olivos
no es ni puede ser el Dios de Spinoza. Ni el de Herder. En el
primero no hay posibilidad de que entre en escena un quod
erat demonstrandum, como no lo hay en la propia experien­
cia de la cruz. Pero el Ser pleno y real era el que hacía feliz a
Herder (HN, 265), el que le afirmaba en su experiencia posi­
tiva y feliz del genio creador, que se siente poseedor de una
fuerza originaria, poderosa y divina. Curiosamente, cuando Ja­
cobi introduce su apelación al instinto, se refiere fundamen­
talmente a la necesidad que le empuja a encontrar su destino
moral, la razón de su sufrimiento como ascesis y su propio
deseo de supervivencia personal como una aspiración a la
que se siente llamado, esto es, como cáliz amargo que tie­
ne que vivir. La teoría del genio creador y artístico de Herder
es diferente; este genio posee una fuerza que crea fenómenos,
que se reconcilia con el aspecto sensible de la vida. Cuando
Herder mantiene que Goethe entiende a Spinoza como él
(HN, 265), no hace sino confirmar esta conexión entre fuerza
creadora (que al no estar nunca totalmente dominada, el
genio no puede afirmarla como exclusivamente suya, como
algo individual, ya que por lo demás tiende al desbordamiento
y la alegría) y producción artística concreta. Ambos sabían
que Jacobi no era igual en este respecto.
El caso es que Jacobi prefirió callar ante todas estas acu­
saciones implícitas. La correspondencia carece de interés
—para nuestra cuestión, que no para las relaciones de Her­
der con Kant (cf. HN, 269)— hasta que Jacobi envía las Brie-
fe, el 24 de abril de 1785, junto con la reafirmación de que es

249
imposible entender mal a Spinoza, y que por lo tanto sólo él
lo ha entendido bien {AB, I, 377). La carta de Herder de junio
de 1785 acaba con estas palabras: «Das System Spinozas ist
hier im wesentlichen dargestellt, wie ich mir denke» {HN, 277).
Pero en medio propuso algunas objeciones y observaciones,
tras reconocer que Mendelssohn es el primer culpable de toda
la polémica {HN, 271), al tomar a Jacobi por espinosista.
La primera cuestión es que Herder no conoce perfectamente la
intención de Jacobi: reconoce que la conversación con Les-
sing es formidable; que la exposición de la doctrina de Spi­
noza también; que la carta a Hemsterhuis es admirable, pero
no conoce claramente la finalidad del todo. La objeción si­
guiente es la conveniencia o no del último momento: la ape­
lación de la creencia. La objeción ante esta noción está en la
base de la necesidad de David Hume. Herder deseaba que la
Glaube quedara reducida a una certeza subjetiva interna {HN,
272), que no debe quedar mezclada con las disputas de la
razón. Pero naturalmente, así entendida, también puede invo­
carla Mendelssohn. Lo que Herder no entiende es la relación
interna entre creencia y razón que reivindica Jacobi, para quien
«también la convicción mediante fundamentos racionales tiene
que proceder de la creencia» {HN, 276), esto es: la creencia
tiene fuerza objetiva, implica conocimiento y concede el funda­
mento y el contenido material a todo conocimiento racional. La
intervención de la convicción en la creencia, esto es, la inter­
pretación subjetivista de la creencia, es meramente formal:
se trata exclusivamente de la capacidad de dejarse convencer,
del vigor en la defensa de una opinión, de una fuerza divina
—göttliche Kraft— o una energía del alma —Energie der See­
le—. Esta es la vida de la convicción, pero vida meramente
subjetiva que no puede pretender que la realidad sea como
dicta la creencia {HN, 276). Jacobi, por tanto, al usar además
la creencia como capacidad cognoscitiva, objetiva y material,
introduce una seria ambigüedad en el concepto y se distancia
de la tradición filosófica de una manera irrecuperable:

Tan pronto Pa creencia] es la sensación inmediata, tan


pronto un concepto universal formado de aquélla, en cierta
manera lo formal de la conciencia subjetiva [_HN, 276].

La génesis de David Hume es aún más clara si seguimos


leyendo: la palabra «revelación» también se usa de una ma­
nera inapropiada, en tanto que se considera algo «inmanen-

250
te y esencial de nuestro pensar», esto es, como otra instancia
interna a la razón. Todo ello exigía a Jacobi una aclaración
conceptual inevitable, que poco a poco se fue convirtiendo en
el diálogo que hoy conocemos.
Pero hay una objeción que ya recogimos en otras cartas,
y que aquí se presenta de una manera clara y explícita; todo
el territorio teórico de Jacobi se vuelve movedizo si se niega el
principio: que el concepto de Dios —tal y como lo trata
Spinoza— sea el de una «esencia indeterminada» -u n b es-
timmtes Wesen —. Para Herder era más bien la esencia su­
premamente determinada —hochbestimmtes Wesen—, que por
sí misma es determinada sin privaciones (HN, 275). Cierta­
mente que Herder tenía razón al proponer esta objeción como
básica. La filosofía podía abrirse más allá de las estrechas
barreras especulativas del racionalismo, en las que Jacobi se
sentía cómodo, si retiraba de sí el concepto puramente abs­
tracto de Dios, si rompiendo la primacía del entendimiento
hacía coincidir el mayor grado de abstracción con el grado
mayor de auténtica realidad. Con ello debe quedar claro que
el ensayo del idealismo poskantiano era una necesidad senti­
da desde diferentes frentes y autores, entre los cuales Herder
y Lessing deben ocupar una posición preferente. Pero esta pro­
puesta no le decía nada a Jacobi, porque de cualquier mane­
ra, desde la sentencia de que Dios era la fuerza que unía todo
ser individual, no se pensaba efectivamente a Dios como el ser
más determinado. Para él, el ser omnideterminado tenía que
reconocerse a sí mismo en sí mismo, no en la mera diversi­
dad externa. Este elemento de autoconciencia cierta de sí y
en sí tenía en todo caso que integrarse en esa superación es­
peculativa del racionalismo (o del criticismo), y en este senti­
do Jacobi también contribuirá decididamente al momento cul­
minante de ese nuevo idealismo. Hegel será muy sensible a
la necesidad de unir esos dos elementos en su nueva noción de
Dios: omnideterminación y conciencia en sí. Desde su punto
de vista, Jacobi no tenía razones para ceder. Pero Herder tenía
razones para buscar el camino, el único camino que permiti­
ría a la larga una reconciliación entre teología y filosofía.
En septiembre ya estaban impresas las Briefe según el
gusto de Jacobi, incorporadas una buena parte de las observa­
ciones de Herder, excepto el apartado dedicado a la creencia;

Lo que digo en este apartado —mantiene Jacobi— es para


mí una verdad establecida, si es que tengo alguna, y es pre-

251
cisamente lo mismo que expuse con otras palabras en las car­
tas anteriores, y lo que he afirmado como mi filosofía perso­
nal. Tus dudas sobre los principios de los que parto aquí,
puede disolverlas el mismo Spinoza, pues son sus principios.
La definición de certeza es literal y el primer punto está tra­
ducido de él casi literalmente: sólo que él no se sirve de la
palabra ((creencia», por lo que yo, a consecuencia de mis ex­
plicaciones expresas, me he servido de ella en la medida en
que quiero llamar creencia sólo a aquel tener algo por verda­
dero que no se sigue desde principios \AB, I, 389-390].

Parecía entonces que aquí estaba la piedra de escándalo


sobre la que Jacobi quería edificar su construcción filosófica.
Pero cuando el libro estuvo editado, este escándalo teórico ape­
nas pasó desapercibido en un libro que iba a producir mu­
chos. Como dijo Herder, ((el fuego está encendido, que lo man­
tenga o lo apague quien tenga aire» {HN, 279). Herder no
quiere implicarse: Jacobi ha escrito que el espinosismo es
ateísmo, después de confesarle su espinosismo. Prefiere en­
tonces deletrear con Goethe el catecismo del ateísmo, la Ethi-
ca, tranquilo y en casa {HN, 278). Así que en modo alguno
podía encontrar un aliado por ahí. Jacobi quizás había calcu­
lado todo esto, pero pensaba retener a Herder mediante el
ataque que comienza en las propias Briefe contra Kant.^^ Her­
der, sin embargo, conoce la manera de ((atacar» de Jacobi y
desea mantenerse también al margen aquí. ((En tus disputas
con Kant no me meto, querido. Ha sido mi maestro. Es defi­
nitivo: no escribiré una línea contra él» {HN, 280). Desgra­
ciadamente para Jacobi, Kant todavía no había atacado a su
propio discípulo en las célebres recensiones de las Ideen, ata­
ques que pusieron fin a la promesa de Herder. Por el mo­
mento no había más que hablar. Jacobi dejó la carta sin con­
testar. Y Herder sólo se atrevió a escribirle en enero de 1786
para comunicarle la muerte en combate de Mendelssohn y rea­
firmarse en su rechazo de las disputas con difuntos {HN, 282).
La respuesta de Jacobi, en el mes de abril, no la conozco. La
correspondencia se reanudó en mayo de 1787 para anunciar
Herder a Jacobi la publicación de sus diálogos, Gott {HN, 285),
que Jacobi criticaría duramente en los apéndices a la se­
gunda edición de las Briefe, profundizando en la enemis­
tad. Como correspondencia no se reanuda hasta 1792, pero
entonces carece de interés. Jacobi había llegado a las Briefe,
punto de madurez y de reunión de un larguísimo movimien­
to, obstinado y solitario, de aprehensión del mundo, de sí

252
mismo y de la filosofía de su época. El reconocimiento públi­
co estaba a las puertas. Con matices, pero reconocimiento.
La disputa de Spinoza es el segundo acontecimiento por el
que la filosofía alemana se abre a la contemporaneidad, tan
importante como el primero (la publicación de la KrV) y ra­
dicalmente enfrentado a él. Estudiémoslo.

NOTAS
1. «Esta coherencia —dice Lessing—, mediante la cual se puede
predecir cómo actuará o hablará un hombre en el caso dado, es lo
que le hace, le da su carácter y estabilidad, los grandes rasgos de
un hombre que piensa. Carácter y estabilidad corrigen con el tiem­
po los principios, pues es imposible que un hombre pueda actuar
según principios sin percibir si son falsos» (5, I, 2, 125-126).
2. Según dice en la VI, 334, con la idea de un ser supremo está
íntimamente vinculada la de la creación del mundo o, según el con­
cepto de los antiguos, el de la organización del caos.
3. Sobre Platón, cf. a Gallitzin, 9.3.1781; B, I, 2, 282.
4. Sobre Séneca, a su hijo, el 12.12.1780.
5. Cf. Lessing, Escritos, Ed. Nacional, «Conversación con Jaco-
bi». Cf. más precisamente la nota 1 y 2 de las páginas 374-375, para
una valoración novelesca del encuentro.
6. Siempre que puede, Jacobi presenta a Lessing alejado y dis­
tante de Wieland y de Goethe, dando a entender que su relación
con Lessing en el fondo es una nueva alianza intelectual.
7. A su futuro enemigo le dedica elogios del tiempo «den hells-
ten Kopf, den vortrefflichsten Philosoph und den besten Kunstkriti-
ker unseres Jahrhunderts» (B, I, 2, 101). Lichtenberg piensa tam­
bién así.
8. El resto de la relación con Lessing no tiene un gran interés
filosófico, pero tiene cierta importancia personal. La Allgemeine
Deutsche Bibliothek reseñó Allwill de una manera bastante crítica.
Jacobi se sintió extrañado y dolido del juicio y se lo hizo saber a
Lessing, a quien suponía con capacidad de presionar en la revista
de los berlineses (28.10.1780). Realmente no lo esperaba (B, I, 2,
225). Esto le fuerza a preparar y revisar sus escritos, incluido VJol-
demar y los Vermischten Schriften, para lo que pide consejo a Les­
sing, el único del que se fía (p. 226) y al que le preguntará incluso
si le recomienda no imprimir nada. Lessing le contesta una carta
que hace presentir la muerte: es incapaz de cualquier actividad es­
piritual, pero manifiesta de manera clara la comprensión que había
alcanzado de Jacobi (p. 203). La siguiente carta del 26 de diciembre
de 1780, sirve para invitar a Lessing a Düsseldorf. Como se sabe,
Lessing moriría en marzo de 1781. Ante Elisa Reimarus recuerda el

253
último encuentro con él, el 15 de marzo de 1781 (AB, I, 315-318),
en el que debió de discutirse sobre Spinoza.
Antes de acabar con el problema de la relación entre Jacobi y
Lessing es preciso señalar que existe aquí un problema interno a Le-
ssing. En efecto, por la misma época de la entrevista con Jacobi,
Lessing había manifestado posiciones deístas incompatibles con el
espinosismo. Como refiere Verrà, op. cit., pp. 84-85, Lessing había
establecido en el párrafo 73 de la Educación del género humano la
validez de la Trinidad como unidad que no excluye la pluralidad y
que constituye la auténtica interpretación de Dios. Según Jacobi esto
sólo podía defenderse moviendo hacia Spinoza, desde el momento
en que Lessing aceptaba que Dios era al mundo lo que el alma al
cuerpo. ¿Pero qué dimensión trinitaria de Dios tenía esta analogía?
¿El Padre o el Hijo? Jacobi podía entender que si era el Hijo, enton­
ces quedaba reproducido el sistema de Spinoza, en tanto que el Hijo
sería algo parecido al atributo infinito «logos» o «pensan>, y el mundo
el atributo «extensión». Es posible que esta fuera una buena repre­
sentación del problema, que chocaría con las ideas morales de Jaco­
bi. Según Verrà, Lessing estaba dispuesto a asumir las consecuen­
cias morales de este Dios, pero desde un luteranismo ortodoxo que
negaba la posibilidad de delimitar con precisión la filosofía y la reli­
gión (p. 85). En todo caso, no parece que en Nathan se defienda un
espinosismo y por tanto no parece haber una solución clara al pro­
blema de hasta qué punto se pueden integrar las posiciones deístas
con las espinosistas. Para un intento de solución cf. Scholz, H., «Ein-
leitung zu Hauptschriften zum Pantheismusstreit zwischen Jacobi
und Mendelssohn», Neudrucke seltener phil. Werke, Kantgesellschaft,
voi. VI, Berlín, 1916. Pero creo que aunque podían realmente tra­
zarse puntos de relaciones entre un deísmo trinitario y Spinoza, en
el sentido indicado, Lessing no lo tenía elaborado. Cuando Jacobi le
presenta el problema, «ensaya» una vez más pensamientos que sin
duda había acariciado, desarrollando su ingenio y su sentido lúdico
de la polémica y del pensar. En este sentido, cf. Thielicke, H., Of-
fenbarung, Vernunft und Existenz, Cari Bertelsmann V. Gütersloh,
1957, p. 106, donde se exponen las diferentes soluciones y se re­
cuerda el carácter absolutamente desinhibido de Lessing en los diá­
logos entre amigos, a cuyos resultados no se sentía necesariamente
vinculado. Carece de sentido además aceptar un cambio radical en
las convicciones de Lessing. Pero el problema que se levanta enton­
ces es por qué Lessing nunca jugó a espinosista con Mendelssohn
(cf. ibíd., 107). Quizás pudo hacerlo, pero en todo caso Mendels­
sohn realmente temía el uso que un enemigo de los berlineses podía
hacer de esos juegos, por lo que quizás decidió negarlos enteramen­
te. En todo caso, cabe la posibilidad de que fueran debilidades de
última hora de Lessing (ibíd. 108), pero estas debilidades de últi­
ma hora tienen por lo general un sentido trágico, mientras que el
diálogo con Jacobi está atravesado de un finísimo humor, que choca

254
desde luego con la seriedad de Jacobi. Thielicke reconoce que sin
embargo todo esto nos lleva a un subjetivismo en la interpretación
de Lessing (p. 110). ¿Habría una posibilidad de solucionar la cues­
tión desde la cosa misma? Esto es lo que ensaya este autor en las
p. 111-113. Ante todo hay que reconocer que Lessing defendía que
en todo gran sistema habita un logos espermatikos o que es una
expresión rota del Ur-logos. La verdad así sólo se conseguiría en mo­
mentos parciales, y la aproximación a Spinoza no sería una cues­
tión de humor, sino de aplicación de este principio, que desde luego
en sí mismo es irónico, o mejor trágico, en el que se mezcla el humor
y el dolor. Todo esto determina que «la noción de ensayo, [tentatio\
se convierta en los labios de Lessing en una media sonrisa cuya otra
mitad es seriedad» (op. cit., p. 112). A esto hay que añadir que la
aplicación de este método no px>día menos que ofrecer una base pro­
blemática y abierta a la concepción lessingiana del mundo (p. 113),
que nunca se cierra en sistema, sino que siempre apunta a una di­
rección abierta (p. 114). Sin duda Mendelssohn era injusto cuando
cerraba incluso esa dirección del interrogar de Lessing sobre Spino­
za. Pero Jacobi debía serlo cuando daba la respuesta por cerrada.
En todo caso este es un tema mucho menos tratado ahora en la lite­
ratura sobre Lessing. No está presente ni en el Congreso de Ohio de
1976, Lessing in heutiger Sicht, Bremen, Jacobi, 1977; ni en el libro
de Schilson, Lessings Christentum, Gotinga, Vandenhoeck, 1980; ni
el de Pelter, W., Lessing Standort, Literatur und Geschichte, Heidel-
berg, Lothar Stiehm, 1972 ni —lo que es más significativo— el de
Bothe, B., Glauben und Erkennen, Meisenheim, A. Hain, 1972, tra­
tan el tema. Bolacher, en su excelente Lessing: Vernunft und Ge­
schichte, Niemeyer, 1978, se muestra mucho más inclinado a respe­
tar el valor histórico del diálogo de Jacobi, así como las razones que
apoyaban sus pretensiones sobre Mendelssohn (cf. pp. 223 y ss).
9. «A él le corresponde —dice Wieland— el nombre de Platón
en nuestros días» (a Jacobi, 2.10.1785, un poco antes de que salgan
las Briefe).
10. Ya Lessing le había mostrado la importancia de la obra de
Hemsterhuis para la cuestión del amor, en su carta de diciembre
de 1780.
11. Hay que tener en cuenta la importancia del precio de estos
escritos, rarísimos en Alemania, por lo que eran enormemente soli­
citados y «prestados». Cf. A. Gallitzin, 17.12.1780; B, I, 2, 245.
12. Probablemente se trata de Simón o de las facultades del alma,
no editado hasta 1789 y que sin embargo constituye la clave para la
crítica de Hemsterhuis que llevará a cabo Jacobi en las Briefe. Cf.
Hemsterhuis, Oeuvres philosophiques, ed. Meyboom, 1972, p. 81,
t. II. El 2.1.1781 ya ha leído Simón, sobre todo el discurso de Dióti-
ma.
13. Cf. a Lavater, 8 de marzo de 1781, AB, I, 309.
14. Epistulae, 40, 5.

255
15. «Hane ergo sanam et salubrem», Epistulae, I, VIII, p. 38, 5
y S S ., ep. XIV, p. 84, 1-2 de la edición de Loeb Classical (ß, I, 2,
142).
16. Es este un problema que realmente preocupa a Jacobi. Cf.
las cartas del 18.11.1979, B, I, 2, 219.
17. De ahí su cercanía y su lejanía de Hamann.
18. «Die fürchterliche Unmacht, hatte mich nur Schwärzer Um­
hüllt» (ß, 1, 2, 316).
19. Desde luego un texto perfectamente elegido para reflexionar
sobre la felicidad de los locos y de la vanidad humana. Cf. B, 1, 2,
317.
20. Cf. La carta a Reimarus, B, I, 2 pp. 357 y 358.
21. Carta a Gallitzin, 14 de marzo de 1782.
22. Para Lavater cf. sobre todo los libros de Maier, H., An der
Grenze der Philosophie, 1909; Voemel, A., J.G. Lxivater, 1923; Gi-
naudeau, O., J.G. Lavater, études sur sa vie et sa pensée jusqu'en
1786, Paris, 1924; Bracken, E., Die Selbstbeobachtung bei Lavater,
1932; el de Forsmann, J. Lavater und die religiosische Strömmun-
gen des 18Jhr., 1934; y por último el de Hasler, Th., Lavater, de
1942.
■ 23. ß, I, 2, 283. Lavater organizaba en su Physiognomie los di­
ferentes tipos de rostros en clave de los rostros de los pensadores y
hombres famosos.
24. «Ah, cómo los hombres se alejan unos de otros tan inhuma­
namente. Hablo de aquellos hombres que se elevan realmente sobre
el mismo círculo. Quien no pueda con todo, entero o medio, fuerte o
débil, como sea, este no es mi hombre» (Aß, 1, 331).
25. «Die Lehre Christi ist nur Eine Wahrheit: die göttliche Würde
und Erhabenheit der menschlichen Natur. Die Summe seiner Lehre:
Der Mensch ist göttliche Geschlechtes, Gotes Vollkommenheit ist das
letzte Ziel, dem er engegenstreben soll». Cf. Ch. Janentzky, J.C. La­
vater und der Sturm und Drang im Zusammenhang seiner Religiö­
sen Bewusstsein, Halle, Max Niemeyer, 1916, p. 194.
26. Citado por Janentzky; para relaciones Lavater-Jacobi, cf.
pp. 212 y S S ., 146.
27. Cf. Janentzky, p. 166. Cf. también las manifestaciones de
17-19 de marzo de 1781.
28. «La divinidad de la revelación y la divinidad del Universo la
veo aclarada en una muy parecida divinidad. O me parece a mi
mucho más difícil ser un cristiano que ser un ateo» (Aß, I, 332).
29. «El alma santa no la encontramos entre los antiguos en nin­
gún grado superior que en Sócrates: también él pudo decir con ver­
dad: Mi reino no es de este mundo» (Aß, I, 334).
30. Sobre todo el Lebenläufer, del que dice que le ha despertado
y edificado como ningún otro libro, haciéndole salir del agujero en
el que estaba desde hacia tres años, esto es, desde 1778, desde el
final de Woldemar como nosotros sabemos. Este libro, por una refe-

256
rencia que tenemos de Lavater, debía de defender la posibilidad de
una comunicación no natural entre Dios y el hombre, pero dentro
de unos planteamientos próximos a los de la dialéctica de la perso­
nalidad de Jacobi. Cf. AB, 339; AB, 1, 340. El caso es que Jacobi
sigue hablando perfectamente de este libro en su carta a Klenker,
AB, 1, 343.
31. Como dije antes no hay que creer demasiado esa confesión
de Jacobi. Además Jacobi habla aquí de «haber estado entre los fi­
lósofos», entre los que precisamente se ha sentido, si no cómodo, sí
inevitablemente inclinado hasta ahora. Cf. AB, I, 330.
32. Aprovecharé esta nota para introducir al lector en el signifi­
cado de Hamann en la cultura alemana. De ahí la extensión de la
misma. Para una introducción breve, cf. J.G. Hamann, de S.A. Jor-
gessen, Stuttgart, J.M. Metzlersche, pp. 93-95. También Puppi, A.,
«L’inizio del cartegio tra Hamann e Jacobi», en la Rivista di Filoso­
fía Neoscolastica, 1962, pp. 148-173. Las relaciones entre Hamann y
Jacobi han sido analizadas fundamentalmente por Knoll y Ollivetti
en los dos libros citados en la Introducción. Nosotros, analizamos
en este parágrafo solamente la correspondencia de los amigos con
anterioridad a David Hume. Para una introducción a las relaciones
entre Hamann y Jacobi, cf. Verra, pp. 85, 174; Ollivetti, L’esito....
pp. 32-38; Más panorámico es el trabajo de Renate Knoll, J.G. Ha­
mann und F.H. Jacobi, Heidelberg, Carl Winter, 1963. Este libro co­
mienza exponiendo el juicio de Hegel sobre Hamann y Jacobi, a quien
dedicó las dos más largas recensiones que nunca hizo (cf. Sämtliche
Werke, ed. Hoffmeister, Meiner, vol. 11). Para Hegel, el Mago del
Norte es una muestra plena de «destino individual» incapaz de so­
portar el impulso hacia cualquier forma de universalidad. Justo en
eso reside su interés. Y justo desde ahí es fácil anunciar la imposi­
bilidad de comprensión recíproca con Jacobi (pp. 12-14). Sigue un
comentario sobre la comprensión de Dilthey, quien señala mucho más
en Hamann el carácter integral de su personalidad, en el que todas
las dimensiones sirven a una formación individual (p. 15). Este ideal,
el de una vida plena orientada hacia Dios (p. 16) es el que ha in­
fluido en Herder, y en Jacobi; la nueva religiosidad de la soledad
con Dios. Hamann así inicia el movimiento que por Herder, Jacobi
y Schleiermacher «ha llevado la independencia y la característica pro­
pia del proceso religioso a la conciencia científica» (p. 17). El libro
despliega una visión completa de las relaciones entre los dos hom­
bres: el origen de la amistad a raíz de la disputa de Hamann con
Mendelssohn (p. 22) que Jacobi prepara en paralelo. El 13 de no­
viembre ya tiene todo el material de las futuras Briefe y sitúa a Ja­
cobi entre los tres Juanes, junto a Herder y Lavater (p. 25). Así pues,
Hamann no interviene en la formación de la filosofía de Jacobi, sino
que es un aliado en la defensa. Ambos quieren encontrar agua para
sus respectivos molinos. Pero en la mayoría de las veces el desa­
cuerdo profundo se hace evidente. Así, por ejemplo, en el tema de

257
la verdad y la evidencia, que Jacobi entiende como evidencia subje­
tiva que se puede conquistar, y Hamann sólo como participación y
gracia del Ser (cf. p. 27). Y sin embargo, la relación es beneficiosa
para ambos y por ello la mantienen hasta el final, a pesar de las
premoniciones de Herder (pp. 32 y 29). La impresión de Hamann
acerca del libro sobre Spinoza debía de ser pobre, y su máximo in­
terés fue introducir a Kant entre los acusados, para hacer despre­
ciable la forma verdadera de la razón pura (p. 35). Por eso Hamann
informa a Jacobi de todas las reacciones, y de las posiciones de Kant.
Cuando la serie de recensiones negativas del libro se sucede, Ha­
mann le recrimina que se haya mezclado con la filosofía y que no
haya defendido la creencia sin exigencias filosóficas. Pasa luego a
tratar David Hume, que veremos nosotros en el capítulo siguiente.
Efectivamente el movimiento de Hamann es el que preveía Dilthey:
la soledad con Dios: «Dios me comprende. Dios sólo, el verdadero
amigo». Dios es un escritor y la única relación posible con él es la
hermenéutica, ya no en el sentido de la comprensión de la Ilustra­
ción, como puramente interno a la razón del hombre, sino como se
comprende un escritor que hace de su Autorschaft su propia reali­
dad (p. 96). Y aquí la pregunta es que en el libro divino de la natu­
raleza o de la Biblia, ¿dónde reside el enigma, en el lenguaje o en
el contenido, en el plan del creador o en el espíritu del exegeta?
(p. 96). Parece sin duda que en todos los pares a la vez. Porque lo
genuino para Hamann es no separar lo inseparable. Por eso Knoll
acaba concediendo la razón a la tesis de Dilthey según la cual Ha­
mann debe figurar en los comienzos de la tradición hermenéutica
(p. 98). Para una mayor información sobre Hamann, cf. la obra de
Metzke E., J.G. Hamann Stellung in der Philosophie des 18 Jahr­
hunderts, Wissenschaftliche Burchgesellschaft, 1967. Una recopila­
ción de los mejores trabajos tradicionales sobre Hamann se encon­
trará en la selección de Reiner Wild, J.G. Hamann, de la WBG, Wege
der Forschung, vol. 511, Darmstadt, 1878. (Incluye trabajos de Ro­
senkranz, Dilthey, Lieb, Unger, Nadler, Metzke, Henkel, Seils, Oel-
müller, Simon.) Una introducción en un idioma más asequible se
puede ver en J.C. O’Flaherty, J.G. Hamann, Twayne Publ., 1979. Y
aunque vieja, puede ser útil aún La vie et l’oeuvre de J.G. Hamann,
de Blum, J., Alean, París, 1912. Una obra íntegramente dedicada a
la relación entre Kant y Hamann es la de Weber H., Hamann und
Kant. Ein Beitrag zur Geschichte der Philosophie im Zeitalter der
Aufklärung, Munich, Beck, 1904.
33. Sobre Herder también carecemos de estudios en España, aun­
que desde luego podemos leer algunas cosas: cf. Obras selectas, de
Editorial Alfaguara, traducidas y anotadas por Francisco Ribas. Tam­
poco podemos aquí hacer referencia a toda la obra de Herder. Indu­
dablemente la relación entre él y Jacobi no es tan interesante como
la existente con Hamann. Por eso es comprensible que no exista nin­
gún estudio sobre el asunto. Y sin embargo la polémica con Jacobi

258
determinó el principal ensayo metafísico por parte de Herder, su
Gott, en el que demostró su escaso poder especulativo. Jacobi le con­
testó en algunos apéndices a la segunda edición de las Briefe, lo
que motivó la práctica ruptura de la correspondencia. Herder editó
una segunda edición considerablemente alterada pero que tampoco
consiguió éxito. Que no posee esta obra una especial relevancia den­
tro del pensamiento de Jacobi lo demuestra el hecho de que una
obra tan espléndida como la de R.T. Clark, Herder, his Life and
Thought, Univ. California Press, 1969, no le dedique un tratamiento
específico. Claro que esto no es universal. Monografías más atentas
al ambiente cultural como la de Emil Adler, Herder und die deut­
sche Aufklärung, Europa, 1968, dedican una extensión considerable
a la problemática de Spinoza (cf. pp. 233-287). Pero en el fondo,
como el mismo Adler reconoce, el espinosismo de Herder hay que
buscarlo más bien en sus Ideen, cuya primera parte acababa en 1784,
justo cuando las relaciones con Jacobi sobre este tema rondaban el
problema sin que nadie sospechara que Jacobi se iba a emplear en
una defensa tan agresiva de sus puntos de vista. Desde esta pers­
pectiva Gott no sería sino una presentación más desarrollada y abs­
tracta de lo que ya se había expuesto in concreto en las Ideen. Adler,
por lo demás, nos ofrece interesantes noticias sobre la tradición es-
pinosista en Alemania antes de Herder {op.cit., 238) y un análi­
sis del panteísmo de Herder desde la noción fundamental de Kraft
aller Kräfte. Sobre este tema cf. B. Leondaris, «Bemerkungen Kräf-
tedialektik» en Herder-Kolloquium 1978, p. 157, Weimar, Hermann
Bôhlaus, 1980. Cf. también Schade, E.J., Herder Schrift «Gott»
und ihre Aufnahme bei Goethe, Berlin, Germanische Studien, fas.
CXLIX, 1934; Kuhfus, H., Gott und Welt in Herders Ideen zur Phi­
losophie der Geschichte der Menschheit, Emsdetten, Lechte, 1938.
Para el tema de la historia, cf. Rouché, M., La philosophie de l’his­
toire de Herder, Paris, Beiles Lettres, 1940. Una traducción de Gott
al inglés se encontrará en Hafner, Nueva York, 1949, God some con­
versations. También Dieterle, J.A., Die Grundgedanken in Herder
Schrift Gott und ihr Verhältnis zur Spinozas Philosophie, Gotha,
1914, y Hoffart, E., Herders «Gott», en Bausteine der deutschen Li­
teratur, Halle, 1918; Libner, H., Das Problem des Spinozismus im
Schaffen Goethes und Herders, Weimar, Arion, 1960. Un ensayo en
este mismo colectivo sobre las relaciones entre Jacobi y Herder, pero
en un campo ajeno a nuestro interés actual es el de A. Springert-
Liepert, Kleinbürgerlich und Bürgerlich-liberal. Zur Beziehung
Herder-Jacobi in der ächtziger Jahren, id., pp. 138-188. Este congreso,
sin duda el más reciente sobre Herder, no ha dedicado a Gott ni un
solo artículo. El mejor tratamiento de todos los temas de filosofía de
la naturaleza es el de Dreike, B.M., Herder Naturauffassung in ihrer
Einfluss durch Leibniz’s Philosophie, Wiesbaden, Franz Steiner, 1973.
34. Efectivamente, en el entreacto ha muerto su tercer hijo y su
esposa (I, 375-376) y ha realizado a instancias de sus amigos una

259
estancia en Weimar, con Goethe y Hender (I, 377). El resultado,
según confesión propia, es que se siente tan sano como no lo había
estado hacía mucho tiempo. No hay que entender esto como una
paradoja: la presencia de los difuntos se despliega en un recuerdo
amoroso sin contradicciones. El propio Jacobi nos dejó una defensa
de la relevancia de estos acontecimientos en su último apéndice a
las Briefe.
35. A partir de ahora lo fundamental de la correspondencia es
que Kant aparece continuamente en el punto de mira de los dos ho-
bres y poco a poco se convierte en el centro de la polémica. En cier­
to sentido se puede decir que de una manera desorganizada las car­
tas de la época anticipan un ataque que tardaría mucho en realizar­
se. Así, Hamann informa a Jacobi en octubre de 1785 de que
Hamann, aunque se dispone a refutar a Mendelssohn, tampoco en­
tiende el análisis que Jacobi hace de Spinoza (III, 88-89). Hamann
se ofrece para visitar a Kant y recomendarle que prepare una buena
respuesta a la obra de Mendelssohn. La carta de noviembre informa
que Kant, ahora ya después de haber leído las notas de las Briefe
sobre él, se encuentra muy enojado, sugiriendo dar tiempo al tiem­
po. Jacobi no retrocede: «Dígame, querido, si usted cree que al autor
de la KrV le pasa lo que a Mendelssohn: que no comprenda mi exé-
gesis del texto de Spinoza ni el texto mismo. He vuelto a tomar la
KrV y no puedo pensar sino que a esta exposición le subyace una
sofistería» (IV, 3, 198). El 22 de noviembre confiesa que quiere es­
cribir algo sobre Kant, quizás lo que está en la base del Apéndice
de David Hume. Hamann quiere ahora calmar a Jacobi, informán­
dole que Kant le ha confesado no saber nada de Spinoza ni haber
tomado nada de su sistema, que está contento con el libro de Jacobi
y que desea mantener la paz con todos (IV, 3, 114). El 14 de di­
ciembre insiste: Kant no se alineará con Mendelssohn p>orque no está
contento con su obra y porque tiene mucho trabajo (ibíd., 116). Cuan­
do Mendelssohn muere, Hamann le aconseja a Jacobi tratar las cosas
con frialdad (IV, 3, 132) para ganarse el respeto del público. Las
agresiones hacia Kant comienzan en las pp. IV, 3, 174. Decidida­
mente, prepara la segunda edición de la KrV. Mendelssohn le pare­
ce una ilusión, pero tampoco es amigo de la otra parte en liza
(IV, 3, 191). «Es un hombre de nobles talentos con buenas y nobles
convicciones», le dice Hamann (IV, 3, 202), y su imparcialidad no
debe intranquilizar a Jacobi. El consejo es preparar la segunda edi­
ción del «Spinoza-Buchlein» (p. 205) y desarrollar el acuerdo con
Winzemmann (IV, 3, 233). Jacobi, como siempre, impondrá su es­
pecial ley y no tendrá en cuenta las orientaciones de su amigo, veci­
no de Kant y, por tanto, dispuesto a la paz personal, aunque no
desde luego a la cesión filosófica. Su moderación proviene de su com­
prensión de que Jacobi no sabe distinguir estos dos terrenos con
claridad.

260
Ca p ít u l o V

SPINOZA VIVE EN KÖNIGSBERG

1. Introducción

Nos toca estudiar ahora al Jacobi conocido por todos, el


Jacobi traducido a todos los idiomas,* el que se reconoce como
decisivo para la historia efectual de la filosofía kantiana en
Alemania,^ el que al sacar a escena a Spinoza, introdujo toda
la gama de problemas que hoy reconocemos como los típicos
del idealismo,^ el que adquirió la suficiente importancia como
para que Kant se aviniera a discutir con él y defender su pro­
yecto de Ilustración,'* el que provocó con cálculo la polémica
del ateísmo que alteró sustancialmente el rumbo de la filoso­
fía alemana y obligó a Fichte a guardar silencio sobre su filo­
sofía,^ el que ha sido considerado como el antecedente más
directo de la filosofía de la vida.^
Y sin embargo hemos mostrado hasta ahora un Jacobi
secreto. El mismo no deseaba hacer transparente toda esta
corriente subterránea de su pensamiento, que a pesar de su
carácter fluido le servía de fundamento a su reflexión. Jus­
tamente esa base insegura, incapaz de hacerse sólida, exi­
gió la destrucción de la racionalidad para sobrevivir. Por
tanto, ese Jacobi secreto nos da el auténtico significado de
este Jacobi público que ahora nos toca estudiar. En esta vo­
luntad de unir las dos caras de su producción cultural se
manifiesta, a lo que creo, la originalidad de mi trabajo. El

261
siguiente texto a Haefeli puede ayudarnos a establecer esa
conclusión;

Me repetía esto continuamente: el hombre tiene que de­


sesperar para encontrar la verdad, antes de que ésta se le
descubra. Si esto significa hacer penitencia, entonces hace ya
mucho tiempo que la creencia se debería haber apoderado de
mí. Una necesidad aguzó mis ojos y el sentimiento para pe­
netrar en semejantes sufrimientos, y he visto cómo hombres
de los que no se suponía, estaban angustiados por la duda
en lo más profundo de su corazón. ¿Qué será el fin de todo
esto? Si hubiera constancia en la increencia ya estaría decidi­
do a entregarme, pues el pensamiento de estar vendido y des­
terrado a este mundo, y de poseer la razón como un regalo
de un ser malicioso me amarga hasta un grado que me po­
dría quitar la vida [11 de mayo de 1788, N, 94].

La razón es un regalo de un dios malicioso porque nos


hace sentirnos desterrados en un universo donde sólo prima
la necesidad; porque es fuente de desesperación y de muerte.
Desde esta base y experiencia vital surgen las Briefe, esto es,
el Jacobi público. Ahora nos resta otorgar coherencia, unidad
y lógica a su obra, vinculando el Jacobi secreto y el público,
el hombre y el filósofo, verle la carne a la especulación y la
sangre filosófica a la vida privada. Ya no se trata de seguir
las indicaciones de Jacobi sobre la interpretación correcta de
Kant, ni sobre la manera de superar el espinosismo; no se
trata de comprender la razón de la especulación del joven
Fichte o del joven Schelling. Ahora el proyecto se cierra in­
terno sobre Jacobi: se trata de entender qué problema fuerza
a la negación de la racionalidad sensible y finita de Kant, cuál
es el origen de ese salto más allá de la razón finita. Se trata,
en una palabra, de comprender la totalidad del proyecto ja-
cobiano.
Pero se preguntará, ¿tan importante es esa filosofía en sí
misma? El historiador de las ideas tiene el saludable hábito
de valorar las propuestas en la medida de su incidencia his­
tórica, en sus repercusiones sobre el futuro o incluso sobre el
presente que alberga al mismo historiador. Desde esta pers­
pectiva se ha tendido a pensar que Jacobi era importante en
las Briefe por su polémica, no por su propuesta. Pero me in­
clino a pensar que esto fue así porque no se comprendió lo
que las propias Briefe ocultaban e incluían de manera implí­
cita, a saber; el carácter legitimador y racionalizador de la

262
primera reflexión ad intra de la vida burguesa sobre sí misma.
Todo ello exige tratar a Jacobi por sí mismo, cambio de pers­
pectiva que ya ha sido reclamado por otros estudiosos.^ Por­
que hasta ahora se pensaba que la influencia de nuestro autor
era meramente negativa. Se había pensado incluso que la po­
sición de Jacobi hacia Spinoza era meramente crítica. Noso­
tros hemos visto que albergó como propio el pensamiento de
Spinoza durante la mayor parte de su vida filosófica, y que
incluso en su última época no se puede comprender su pro­
puesta sin reparar en la reactualización de la doctrina de Spi­
noza desde terrenos antropológicos y epistemológicos® vin­
culados sobre todo al problema del instinto y de la intuición.
Entonces se estrechan los lazos con Fichte (que eleva a cen­
tral también el concepto de Trie be)-, pero se descubre que Ja­
cobi transciende al idealismo y exige una conexión con la otra
tradición clásica alemana, la llamada tradición irracionalista
de Schopenhauer de Kierkegaard y de Nietzsche.’
Cuando le seguimos la pista desde el principio, valoramos
a Jacobi como la primera reacción irracionalista consciente
que conoce la cultura b urguesa.Y entonces descubrimos con
asombro que él va a ofrecer el modelo estructural de las si­
guientes reacciones. Pero reacciones, ¿ante qué? Ante todo lo
que signifique una comprensión del universo dominada por
la ciencia y la racionalidad compatible y homogénea con ella,
ante un único modelo continuo de racionalidad que sostenga
todas las dimensiones de la vida humana. Reacción que va a
luchar por instaurar una heterogeneidad esencial entre los mo­
delos de aproximarse al mundo corpóreo de la ciencia y los
que nos permiten acceder a los fenómenos humanos, sean per­
sonales o sociales. Pero también reacción ante el humanismo
absoluto de lo mejor de Goethe, que por veneros secretos y
profundos venía a coincidir y confluir con el criticismo más
genuino. Aún más, reacción ante el mundo burgués incipien­
te, lleno de frialdad, dominado por el mercado, la objetiva­
ción y el cálculo, considerado de manera mítica como la au­
téntica naturaleza de la realidad sensible y material del hom­
bre, y, por tanto, reacción que meramente se limita a negarlo
dentro de la gran y baldía negación universal de lo sensible.
Frente a su primer rival, un ideal de racionalidad interna­
mente vinculado al estudio de la naturaleza, como era el kan­
tiano, opondrá una teoría de la intuición y de la realidad que
será aceptada con mayores o menores transformaciones por
los idealistas posteriores y por los irracionalistas posteriores;

263
frente al h um anism o de Goethe, sim bolizado por el poem a
Prometeo, Jacobi va a proponer un hom bre que participe de
la su stan cia y de la vida divina sólo en su espiritualidad, no
en su corporeidad, com o es típico de la gran tradición pietis­
ta, cuyo origen hay que situ a r en los g randes m ovim ientos
religiosos con que alborea la m odernidad en Europa;** frente
a ese m undo burgués de la objetivación y frente a toda res­
ponsabilidad social tran sfo rm ad o ra, Jacobi va a oponer una
vida dom inada por los sentim ientos, las relaciones sim páti­
cas p rofundas e inexpresables que testim onian la com unidad
de las alm as, un m undo dom inado por la revitalización de
los valores m ísticos internos a la espiritualidad cristiana: por
últim o, frente al m undo de la revolución burguesa, Jacobi no
nos va a proponer el régim en autocràtico realm ente existente,
sino un régim en político tradicional idealizado en el que es
posible el progreso m aterial atem perado con el m antenim ien­
to de las institu cio n es g aran tes de la interio ridad hum ana,
como la religión, la fam ilia, etc. Pero lo im po rtante es que la
obra que vam os a analizar significa el prim er m om ento orde­
nador de todas estas prop u estas, el vehículo m ás form idable
de su propaganda, la presentación hom ologable de las m is­
m as respecto de la filosofía real de la época, el vehículo que
concedió a Jacobi el puesto central en la v ibrante polémica
de su tiem po. Ante esta obra deciden form arse tan to los que
con entu siasm o em prenden la tarea de la reconstrucción de
la razón, como los que bajo su liderazgo, que reúne todos los
espíritus antikantianos de la época, se ap restan a señalar, con
toda la agudeza de que son capaces, la vanidad de los inten­
tos id ealistas que el m ism o Jacobi ha propiciado con su ata ­
que a la razón crítica. Por eso es relevante esa obra y por
eso obliga al historiad o r de las ideas a no considerarla como
una m era polém ica, ni com o un tra ta d o epistemológico,*^ o
religioso,*^ o prerromántico,*'* o por su relación con el idealis­
mo posterior,*^ sino en su to talidad, en su coherencia y en
su juego dentro del m undo que le tocó vivir y d entro del pen­
sar organizado del au to r que la creó. Ante ella da igual el
p un to de p a rtid a que elijam os, p o rq u e inev itablem ente se
transciende a sí m ism o y nos lleva a la voluntad del autor
que lo determ ina. En todo caso, el m undo que acabam os de
describir en los cuatro capítulos anteriores se h ará tra n sp a ­
rente en cada línea de n uestro com entario.
He llam ado a este capítulo «Spinoza vive en Königsberg»
porque testim onia perfectam ente el espíritu de Jacobi, su vo-

264
luntad de denunciar ante todo la filosofía de Kant como un
cripto-espinosismo, lo que motivará desde luego que todos los
idealistas intenten salvar el criticismo desde el pensamiento
de Spinoza. Creo que Jacobi estaba en lo cierto por lo que
respecta a las tesis de Kant y de Spinoza que a él le interesa­
ban, esto es, aquéllas que apuntaban al mantenimiento de un
escepticismo acerca de la esencia de la persona divina, acer­
ca de la cosa en sí, de la sustancia o de la natura como Real-
wesen. Pero en Jacobi, esta asimilación de Kant a Spinoza
venía reforzada e incluso impuesta por su propia experiencia
filosófica, que creció en la filosofía apoyándose en esas dos
muletas a un tiempo. Por eso dedicaremos toda la segunda
parte de este capítulo a esa reconstrucción del espinosismo
con elementos kantianos que ya se dibuja en las Briefe, para
así preparar el gran ataque que se producirá en el Apéndice
de David Hume, que será la obra que analicemos en nuestro
próximo capítulo.

2. La polémica con Spinoza

Puesto que ya tratamos de la vivencia real de la relación


amistosa con Lessing, veamos ahora la refundición filosófica
de su autor. ¿Quién es el enemigo en la polémica sobre el
auténtico sentido de la doctrina de Spinoza? ¿Lessing, Spino­
za, Mendelssohn? Es difícil decirlo. Pero vamos a intentar una
respuesta distribuyendo papeles en este diálogo a cuatro ban­
das. Y para eso procedamos por orden de antigüedad. ¿Quién
es Spinoza para Jacobi? Esta pregunta tampoco permite una
respuesta inmediata y simple. Pensemos sobre todo que las
Briefe poseen un despliegue cronológico que lleva consigo una
profundización paulatina en los temas que tratan. El caso de
la exposición de la doctrina de Spinoza no es ajeno a este
proceso. Antes bien, podemos decir que a medida que avan­
zan las Briefe, vemos con toda claridad cómo progresa la pro­
fundidad con que Jacobi se enfrenta al filósofo holandés. Te­
nemos al menos cuatro momentos de este proceso de clarifi­
cación: 1) La conversación con Lessing. 2) El diálogo ficticio
entre Spinoza y Hemsterhuis. 3) Contestación a las conside­
raciones de Mendelssohn. 4) Las tesis sobre la libertad del
hombre de la segunda edición de las Briefe. Vamos a ir pre­
sentando brevemente estos momentos para comprobar cómo
Jacobi va aclarando progresivamente su posición frente a Spi-

265
noza y va ganando capacidad para iluminar dónde está el ver­
dadero punto de ruptura con su filosofía, al mismo tiempo
que para proponer lo que le parece su aspecto oculto pero
fundamental: la doctrina de la intuición y del amor dei.^^
Estos detalles, frente al determinismo del primer libro de la
Ethica, hacían perversa y atractiva al mismo tiempo la figura
de Spinoza para una mentalidad como la de Jacobi. De ahí
que el momento inicial de enfrentamiento sea una solicitud
de ayuda a Lessing para luchar contra ese fantasma del espi-
nosismo, sentido por Jacobi como una íntima amenaza. Hay
aquí un problema que debe ser analizado. Pero vayamos para
ello a la exposición de nuestro primer punto.

2.1. ¿Por qué una ayuda contra Spinoza?

Jacobi nos refiere en diversos momentos de su obra una


experiencia que le aterrorizó desde pequeño y que le acompa­
ñó durante todo el resto de su vida, si bien se convirtió en la
madurez en una experiencia plenamente controlable. Se tra­
taba del vivo sentimiento de repulsa ante una situación en
que la propia personalidad se extiende sobre un tiempo infi­
nito, sin principio ni fin, sin descanso ni tregua, siempre in­
tegrando existencia, pero nunca reposando. Ya describimos
con todos sus matices esta experiencia al referirnos a las no­
velas de Jacobi, sobre todo a Aquí nos basta pre­
guntarnos: la experiencia terrorífica*^ que siempre persiguió
a Jacobi, ¿acaso no es la que el propio Spinoza conceptuali-
za?, ¿acaso no identifica Jacobi ambas experiencias, como si
fueran sólo una, con la del negro escalofrío de una existencia
eterna y permanente que equivale a la nada, puesto que nunca
se siente satisfecha? ¿Y no hace del espinosismo la tentación
de la razón sensible que se quiere autónoma, indefinida, de­
mostrativa y que en esta progresión indefinida acaba perdién­
dose a sí misma en el concepto contradictorio de un ser que
es causa sui? ¿No había en ambas formas de vida una conti­
nua recurrencia a un más allá sin fin donde nunca se obtiene
la meta deseada? Por lo demás ya sabemos hasta qué punto
esta era la lógica del Sturm und Drang. Dejemos de lado el
hecho de que el motivo determinante de la llamada de auxi­
lio a Lessing es el poema Prometeo, de Goethe, el mayor de
los Stürmer en aquel momento y de quien Jacobi ya se había
distanciado en Allwill?-^ Simplemente debemos apuntar que

266
el enfrentamiento con Spinoza surge en la lógica del enfren­
tamiento a Goethe. Y aunque no podemos repetir todos los
problemas de la relación entre Jacobi y Goethe^* ni estudiar
las relaciones con los místicos franceses del podemos
preguntamos: ¿qué tiene que ver Prometeo con Spinoza y con
la filosofía cristiana?
En principio, Prometeo es una blasfemia. Porque no sólo
se expulsa a Dios de la tierra, sino que además se proclama
que Dios envidia al hombre y que si los hombres recupera­
ran su cordura, los dioses morirían. Este canto a la autono­
mía del hombre, que bajo la figura del Titán se nos aparece
como un autocreador en la misma dirección del ideal de Wol-
demar, contrapone la actividad libre de lo que es natural con
el «torpe cabeceo de los dioses». Pero hay algo más. Se canta
a una nueva divinidad superior: el Tiempo omnipotente, el
hado sempiterno: la oscura necesidad. La negación de la di­
vinidad que dormita, la afirmación del «yunque de la necesi­
dad», de la creatividad interna de la vida que se despliega
sin descanso, sin reposo, tan eterna como esa continua exis­
tencia que asusta a Jacobi, todo era lessingiano. Pero en Goe­
the mostraba su aspecto espinosiano. Así las cosas, ¿cómo un
pensamiento indudablemente religioso como el de Lessing
había solucionado esta antinomia entre necesidad y divini­
dad?^^ ¿Cómo era sufrible la representación de un continuo
fluir de la existencia sin ningún reposo en el regazo de una
divinidad personal? Esta era la preocupación máxima de Ja­
cobi. Lessing debía haber encontrado la forma de hacer com­
patible su afirmación de la imperfección actual de la existen­
cia, su búsqueda de la perfección, con la existencia de un Dios
real en el que reside ya la perfección desde siempre. Pero en
el fondo, ambas dimensiones estaban presentes en Spinoza:
la afirmación de una naturaleza que se despliega en un tiem­
po infinito y una divinidad en cuya intuición amorosa repo­
samos contemplando sus ideas y escapando a la corriente fre­
nética del tiempo y del devenir. Entonces la cuestión es ver
cómo había sintetizado Lessing ambos aspectos de Spinoza.
Jacobi buscó ayuda en Lessing porque él no veía posible man­
tener en el espinosismo estos dos aspectos a la vez. Su teoría
del salto mortal tiene aquí su más profunda explicación: era
preciso mantener sólo al Spinoza de la intuición intelectual y
del amor dei y rechazar el Spinoza que exige mediar esta su
última doctrina cuasi mística, por una teoría del saber que
lleva a una teoría de la sustancia contraria a la afirmación

267
básica de toda m ística: a la b ú sq u ed a continua e infinita de
m ediaciones in satisfactorias. E ste es el contexto de la conver­
sación con Lessing con que se abre el libro.
Pero repito, no debem os pensar que la escena que nos des­
cubre Jacobi es real. Como vem os, tiene dem asiadas connota­
ciones com o para que sea un am asijo inocente de detalles.
Es, por tanto, una escena literaria. Jacobi se había ejercitado
en este tipo de escenas en sus novelas y cartas. Con ello, cuan­
do Jacobi hace decir a Lessing que el Prometeo de Goethe le
resulta fam iliar, no hace sino presen tarn o s al bibliotecario de
W olfenbüttel, el m ás representativo de los ilu strados berline­
ses, com o el portavoz del Sturm und Drang. De hecho era
así: H erder estab a de acuerdo con los planteam ientos de Les­
sing y con este papel e n tra rá a ju g a r en esta polém ica.
Y sin em bargo Jacobi quería en co n trar en Lessing una ayuda
contra Spinoza. ¿Son sinceras estas p alab ras? Con Jacobi la
categoría «sinceridad» apenas tiene sentido. De lo que se trata
es de entender qué significa una ayuda contra Spinoza. Cuan­
do Lessing reconoce que no hay otra filosofía que la de Spi­
noza, aún queda un gran m argen de posibilidad de acuerdo
con Jacobi. Porque el prim er paso p a ra luchar contra Spino­
za, tal y com o Jacobi entiende esta extrañ a lucha, es recono­
cer que e sta r contra Spinoza exige una superación de toda
filosofía. L uchar contra Spinoza adquiere así un sentido p a­
radójico: significa ante todo reconocer frente al ingenuo Men-
delssohn que la filosofía de Spinoza es la única coherente:
esto es, significa darle la razón al filósofo holandés. Dentro
de la perfecta ordenación teatral de la pieza, Lessing ayuda a
Jacobi sobre todo por la defensa de Spinoza que realiza. De
ahí que los auténticos enem igos de Jacobi se em peñaran en
dem o strar que Spinoza es incoherente o que es com patible
con la afirm ación de u na divinidad p ersonal. M endelssohn
quedará mal ante la historia por sus intentos sucesivos y frus­
trad o s por d em o strar todo eso. Lessing m ism o prepara la ló­
gica del salto m ortal al proponer su prem isa: el espinosism o
es la única filosofía posible. Desde aquí, toda la batalla a favor
de la divinidad que requiere la m ística cristiana se convierte
necesariam ente en extrafilosófica.
Debemos definir, sin em bargo, las características de esa
lucha. Porque no debem os caer en el peligro de concretar este
desplazam iento hacia un terreno extrafilosófico como una po­
sición irra c io n a lista e incom unicable. Baum ha llam ado la
atención sobre el hecho de que el salto m ortal es sólo una

268
primera caracterización de distanciamiento de Jacobi frente a
la trad ició n .E ste distanciamiento llegará a matizarse pos­
teriormente hasta pasar a ser una posición filosófica que se
pretende fundamentada. Podemos afirmar que este proceso
de matización y fundamentación filosófica va a consistir en
una vinculación con la tradición empirista inglesa, fundamen­
talmente Reid y Hume,^^ por una parte, y con los primeros
escritos kantianos, concretamente con el Preisschrift de 1762
y con Der Einzige Beweisgrund^^ por otra, coincidentes en
una crítica radical a la filosofía racionalista y en una defensa
de la primacía de la existencia inmediatamente dada en la
intuición sobre los conceptos destinados a ordenarla y siste­
matizarla. Y desde esta perspectiva se puede afirmar que la
filosofía de Jacobi es una filosofía sobre la mística cristiana,
destinada a fundamentar las actitudes místicas como elemento
básico del cristianismo; actitudes que Jacobi veía reflejadas
en el último libro de la Ethica de Spinoza y que ahora, se­
paradas de los principios racionalistas de los primeros libros
de la Ethica, se sostenían en una filosofía pseudoempirista.
Pero este proyecto sólo adquirirá madurez a partir de David
Hume?^ De ahí que la actitud de Jacobi en las Briefe deba
ser definida diciendo que él desea marcar un punto de se­
paración radical respecto de la filosofía tradicional, elevada
a la perfección por Spinoza, y que si se tiene esta filosofía
por la única, entonces él está fuera de toda filosofía. Pero Ja­
cobi tiene mucho que decir para fundar su posición. De ahí
que al acusarle Mendelssohn de enemigo de la razón, Jacobi
contestará con su alineamiento dentro de la tradición filosófi­
ca antirracionalista, modelando una teoría de la razón —que
podríamos decir de la razón mística— perfectamente defendi­
ble filosóficamente, en su opinión.
Pero mientras tanto, la preocupación del primer Jacobi es
caracterizar esa filosofía racionalista. ¿Cuál es su espíritu? El
primer punto a destacar, y en el que Jacobi insiste repetidas
veces, es su afirmación del Ex nihilo nihil fit}^ Y desde la
presente perspectiva, lo más significativo del punto es la ne­
gación de la creación cristiana, en la que Dios produce desde
la nada la propia sustancia de la cosa finita, dando lugar a
una finitud ajena a él. Frente a esta doctrina, el espinosismo
niega la diferencia sustancial entre lo finito y lo infinito. Hace
de lo finito una limitación de lo infinito, un aspecto suyo. El
conjunto de todos los aspectos finitos nos da de nuevo lo in­
finito. No hay dos sustancias, sino sólo una existencia ya con-

269
siderada limitada o ya considerada en su conjunto. La conse­
cuencia de todo esto es la imposibilidad de discurso sobre
esa sustancia única considerada en sí. En tanto que unidad,
no posee determinación alguna, no es un ente, no tiene pro­
piedades concretas, no podemos hablar de ella. Vidal Peña^'
ha visto muy bien el aspecto crítico de la teoría de la sustan­
cia de Spinoza y está acertado en atribuirle una función que
prácticamente anticipa el problema de la cosa en sí kantiana.
Lo segundo importante es que lo infinito mismo no puede
ser representado. Podemos intentarlo. Para ello sólo podemos
partir de nuestra posición finita. Y elevarnos limitación tras
limitación indefinidamente. Así pues, estamos ante un proce­
so doblemente infinito: no podemos representar una causa­
ción desde la nada; por eso proponemos una causa para todo
ser; con ello tenemos una cadena infinita de causas que se
otorgan el ser. Pero eso tampoco es representable y entonces
tenemos necesidad de un ser que sea causa sui. Pero como
este ser sólo nos aparece como punto final y como entre él y
las demás cosas finitas no puede haber saltos, lo que real­
mente tenemos es la representación de la unidad de ser de
todo lo finito. La filosofía racionalista, en las Briefe, filosofía
tout court para Jacobi, consiste en mantener como proposi­
ción básica la siguiente: «No podemos aceptar como explica­
tiva una causa a partir de la nada, sino sólo la unidad del
ser de lo finito, a partir de una continuidad sustancial con
el ser que es "causa sui”, el cual entonces no puede ser repre­
sentado sino en los seres finitos en los que se derrama y des­
pliega». Pero la premisa menor es mucho más breve: «Es lo
mismo el pensar y el ser: lo que no puede ser pensado, no
puede ser». De ahí que si la anterior premisa mayor nos es
impuesta por nuestra capacidad de pensar y por nuestra
forma de explicar, entonces tiene que ser una auténtica ex­
presión del ser. Se eleva así la capacidad de representar
explicativamente, de buscar causas, del pensar mediato, a
único criterio de posibilidad de lo real. El adverbio «explica­
tivamente» es fundamental. Porque se trata de considerar
como única realidad posible la que podemos explicar, aquella
de la que podemos dar su causa, aquélla cuya posibilidad de
existencia comprendemos.
No hay una realidad que pueda aceptarse como dada si
no comprendemos su posibilidad. Es la definición de conocer
como «dar causa» la que aquí triunfa. Según esta posición,
sólo lo que queda mediado por su determinante llega a ser

270
objeto para nosotros. Y lo que entonces añade Jacobi es que
si esto es la filosofía, él quiere situarse al margen de ella por
el carácter limitativo de su punto de vista, que exige despre­
ciar aquel tipo de realidades de las que no podemos dar una
causa, pero de las que es imposible negar su existencia. Sobre
este supuesto eleva Jacobi su filosofía de la mística. Y si bien
en cierta parte tenía razón respecto de los excesos de la valo­
ración espinosiana de la explicación racional-causal como
única forma de conocimiento real, en modo alguno el suyo
(el salto mortal más allá de la razón) era el único expediente
que permitía salir de dicha posición. La solución kantiana ma­
dura, que venía a hacer del espinosismo un ideal regulativo
de la práctica científica, pero que reconocía el aspecto secun­
dario del discurso conceptual respecto del conocimiento in­
tuitivo y primario de la existencia sensible, va a ser explícita­
mente rechazada por Jacobi que, desde luego, no se anduvo
con muchos matices respecto de Kant, acusándole de espino-
sista de una manera menos que directa pero más que implí­
cita.
Desde este primer punto se sigue de manera clara la cali­
ficación de la filosofía de Spinoza como determinista, contern-
plativa y espectadora. ¿Qué relación existe entre ambos con­
ceptos? Jacobi es muy sutil en todo este punto, y su máxima
preocupación es la demostración de que, para el espinosismo,
la noción de libertad carece de sentido. El punto de partida
es éste: puesto que no hay sino causas que se desprenden de
la sustancia única determinante, el pensar no interviene en
esa determinación sino como un mero conocimiento de la
misma, como una reflexión sobre ella, como su registro o re­
flejo. Es una especie de resultado espúreo, un efecto, una
reproducción en la conciencia de lo que sucede en lo real,
pero que en modo alguno sobredetermina el proceso de lo
real, sino que solamente lo acompaña. Obviamente, esto supo­
ne —aquí hay un punto débil en la exégesis de Jacobi que
Mendelssohn le echará en cara— que la relación causal es una
relación mecánica desarrollada esencialmente en la extensión
y que las relaciones de ideas no son relaciones «causales» sino
sólo «conciencia de relaciones causales»: en una palabra, su­
pone que la extensión es un atributo originario y el movimiento
y el reposo los modos originarios y, consiguientemente, pen­
samiento, voluntad y entendimiento sólo atributos y modo de­
rivados, reflejos. El hecho es que, si bien Spinoza no defiende
esta teoría, la tiene efectiva e implícitamente en cuenta al ex-

271
poner su concepción de las relaciones entre cuerpo y alma en
el hombre. En esta parte de su filosofía se cumple escrupulo­
samente esta prioridad del cuerpo, del movimiento y del re­
poso sobre su reflejo en la conciencia, sobre el alma, en tanto
mera idea de estos movimientos corporales. Lo que entiende
Jacobi por determinismo juega fundamentalmente en este te­
rreno. Porque desde esta perspectiva el alma pierde toda sus-
tancialidad propia. Y desde luego Spinoza no está interesado
en modo alguno en defender este realismo sustancial del alma
humana, que es lo que de hecho busca Jacobi. Esta es la po­
sición que denuncia en el tomo IV, 1, 6-7: «El pensamiento
no es la fuente de la sustancia, sino que la sustancia es la
fuente del pensamiento. Por ello se debe aceptar como lo pri­
mero y previo al pensamiento algo no pensante, algo que debe
ser pensado como previo a todo, aunque no exista totalmente
en la realidad, sino en la representación, la esencia o la natu­
raleza interior». El alma pierde así toda posibilidad de inter­
vención sobre el cuerpo. Su esencia es representar lo externo,
las relaciones entre los cuerpos, su deseo por reunirse o su
aversión por separarse de ellos, movimientos todos que pue­
den analizarse en términos de causas eficientes. El hombre
haría lo que hace y después lo piensa, y no al revés. Tene­
mos aquí la conceptualización de los problemas de las cartas
a Lavater de dos años antes. Lo que Jacobi pregunta enton­
ces es ¿qué significa hablar de proyectos de la vida humana?
¿Cómo representarnos así la vida humana? Este era justamen­
te el final de la carta a Lavater: ¿Hacemos lo que queremos?
¿Podemos decidir nuestra vida?
El salto mortal se plantea ante este choque frontal entre
los resultados lógicos de la filosofía de Spinoza, por una parte,
y las bases evidentes de la conciencia de la vida y de la pro­
pia decisión de estabilidad, por otra: si este caos de pensa­
mientos contradictorios es el final de la voluntad de explicar
la vida, es preciso darle la espalda y vivirla sencillamente,
sin buscar explicaciones y causas. De aquí surge también en
Jacobi un programa crítico que tiende fundamentalmente a
limitar las pretensiones explicativas de la razón. Pero este pro­
grama crítico frente a la vieja metafísica, sólo aparentemente
se asemeja al kantiano. Primero, está motivado por intereses
totalmente diferentes. Se busca ante todo la reconciliación con
la representación tradicional y religiosa del mundo, no la re­
conciliación de la razón consigo misma, exigida por el escán­
dalo de los sistemas contradictorios entre sí. Y sin embargo

272
no podemos decir que a Jacobi no le interese la verdad. Al
menos le interesa demostrar la verdad del error de Spinoza,
y es sincero su escándalo frente a la descripción de la vida
subjetiva que hace Spinoza. Pero esto no es lo fundamental­
mente diferente respecto a Kant. El asunto central reside en
otro punto.

2.2. Explicación y revelación de existencia

La clave reside en que Jacobi quiere limitar de una vez el


ámbito de la explicación causal humana, pero no el ámbito
del conocimiento humano. Y la diferencia que se deriva de
aquí es la fundamental; mientras que Kant analiza el ámbito
explicativo-causal y del conocimiento a la vez, dejándolos in­
definidamente abiertos, provisionalmente limitados siempre
por el punto focal de una representación subjetiva ideal, Ja­
cobi cierra el ámbito explicativo-causal, pero precisamente con
un conocimiento —no con una idea— que por sí mismo se
presenta como objetivo y real aunque inexplicable y, por tanto,
con capacidad propia e inherente de fijar los límites a todo lo
causalmente explicable. Y ésta es la misión de la no-filosofía:
limitar el orden de las explicaciones causales por un conoci­
miento que sea inexplicable. La condición del éxito de esta
tarea es que ese conocimiento inexplicable lo sea realmente,
esto es, refiera a una realidad existente y no sea inexplicable
de forma provisional, como todos los objetos que se pueden
encontrar en un límite dado de la experiencia kantiana, sino
definitiva y esencialmente inexplicable para la mente finita del
hombre.
Intentemos comprender lo que dice Jacobi separándonos
un poco de su propio camino. El problema es el del progra­
ma fundacionalista del conocimiento que puso de moda Des­
cartes. Para Jacobi dicho problema se plantea en estos térmi­
nos: si nuestra única pretensión es explicar, entonces tene­
mos que buscar una causa para toda causa y esto nos lleva
siempre a la fijación de un ámbito unitario de sustancialidad
y de método. Esto es justamente lo que hace el espinosismo.
Pero, ¿por qué ha de ser ese nuestro proyecto? ¿Por qué no
ha de ser solamente revelar la existencia, describir lo que hay,
lo que existe de manera inmediata y se nos da de cualquier
manera posible? ¿Acaso no buscamos la explicación de lo que
existe? Pues veamos en primer lugar lo que existe, dice Jaco-

273
bi. Pensar su posibilidad, descubrir su causa, eso es siempre
un acto derivado. Y se puede dar el uno sin el otro. Y enton­
ces ¿podemos decir, o no, que conocemos lo que simplemen­
te se nos da como existente? Para Spinoza esto era imposi­
ble, pues para él conocer no es saber de una existencia, sino
saber de la posibilidad de una existencia, esto es, conocer la
causa que la hace posible. Se trata aquí de distintos enfo­
ques y valoraciones de la esencia de la razón. Para Jacobi,
conocer la presencia real es más que, y previo a, conocer la
posibilidad desde la causa, porque la causa es un mero con­
cepto probable obtenido por reflexión conceptual, mientras que
la existencia es el testimonio ante nosotros del propio ser
de la cosa. Desde esta perspectiva, la efectividad es más que
la posibilidad, como también lo afirma la modalidad kantiana.
Para Spinoza, sin embargo, la causa era algo más que un con­
cepto obtenido por abstracción. Se trata más bien de lo real
que otorga el ser al efecto. Posibilidad aquí no es menos que
efectividad, sino lo que es necesario para que la propia reali­
dad exista; esto es, equivale a necesidad, a condición de po­
sibilidad para la presencia de algo. En este sentido, su no­
ción de conocimiento causal hacía que fuera redundante el
conocimiento directo de existencia. Estamos así ante una teo­
ría de la causalidad extraída de los empiristas, en el caso de
Jacobi, y ante una teoría de la causalidad preempirista, en el
caso de Spinoza. Quizás por eso el programa fundacionalista
queda invertido en Jacobi: ya no se trata de encontrar un fun­
damento último pensando una causa que explique toda posi­
bilidad de la existencia y que sea por tanto una causa sui,
sino de encontrar la existencia que se presente de manera in­
mediata sobrepasando la mera posibilidad de todo lo pensa-
ble. Si el de causa es un mero concepto producido por abs­
tracción, no será de extrañar que algunas realidades se nos
puedan presentar de tal manera que sea imposible encontrar­
les una causa; esto es, que sean inexplicables en términos hu­
manos. Y esta es la clave de la diferencia entre el proyecto
de Jacobi y el proyecto kantiano: mientras que el primero en­
cuentra incompatibles el ideal de explicación y el ideal de re­
velación de la existencia, el segundo consigue su engarce per­
fecto. Pero posteriormente veremos cómo.
Ahora nos interesa explicar brevemente por qué llegaron
a ser incompatibles para Jacobi. Y hemos de contestar en re­
sumen: por la sacralización del momento de la presentación
de la existencia, por su conceptualización en términos de re-

274
velación. ¿Cómo existe lo finito, lo individual, lo que se nos
presenta? Jacobi contesta; como es imposible buscarle una
causa determinante, porque esto nos llevaría al infinito tras
un camino infinito de causas parciales, lo único que pode­
mos afirmar es su existencia misteriosa, milagrosa, como si
surgiera de la nada. La negación de una causa explicativa úl­
tima se confunde con la inexistencia de causas; la necesidad
de colocar un momento sin causa concreta representable al
comienzo de la serie se confunde con la inexistencia de cau­
sas. Puesto que el programa explicativo está descabezado,
como también reconoce Kant, no se aplica nunca, concluye
Jacobi. Surge así la propuesta de que cualquier realidad in­
mediata presente es un milagro explicativamente hablando, y
para nosotros es como si surgiera de la nada. Es una revela­
ción o una creación desde la nada. Así pues, si hacemos la
pregunta; ¿cómo existe lo finito?, se nos contestará; existe in­
mediatamente, se nos revela creado desde la nada. Cada ob­
jeto concreto nos presenta el misterio insondable de la exis­
tencia. Se niega así el proceso mediador, porque en el fondo
nunca es explicativo radicalmente. ¿De qué nos serviría ele­
varnos a una causa dada, si tenemos que repetir la pregun­
ta? La única manera de poner fin a todo esto es afirmando el
surgimiento misterioso, incluso según su sustancia, de al
menos una cosa. Pero una vez que lo afirmamos de una cosa,
tenemos que afirmarlo de todas. Porque, ¿quién puede real­
mente hacer surgir una sustancia desde la nada? La misma
realidad suprema que puede hacer esto una vez, tiene que ha­
cerlo siempre. Y así todas las realidades concretas deben su
ser inmediatamente a Dios. Aceptar su existencia es una cues­
tión de fe-creencia en Dios. De otra manera no podemos estar
seguros de su entidad, de su sustancialidad. Aquí están las
raíces del misticismo cristiano de Jacobi; del uso del misti­
cismo como receta contra el nihilismo. Cada realidad supone
un acto creador y por tanto tiene un contacto directo con la
creatividad divina, tiene lo divino en sí.
Repárese en la sutil diferencia que introduce Jacobi en la
noción kantiana de existencia inmediata. Como es sabido,
desde la Beweisgrund Kant había defendido una noción de
intuición como conocimiento inmediato de existencia de la
cosa y había elevado dicho conocimiento a referente último
de todo sistema conceptual. Como tal, dicha doctrina se man­
tendrá perfectamente en los tiempos críticos. La clave aquí
es que la presentación de la existencia de la cosa es algo in-

275
mediato en lo que no intervienen en lo más mínimo los con­
ceptos. Pero la propia existencia no tiene por qué ser inme­
diata. La cuestión es que, por muchas causas que la hayan
mediado, nunca será plenamente conocida hasta que no se
nos presente en la intuición. «Inmediata» hace siempre refe­
rencia a esa presentación ante nosotros, no al mismo acto de
existir. Esto es lo que hace que, en el kantismo, el programa
explicativo no sea imposible. En efecto: el que exista algo en
general, y no la nada, el que exista sustancialidad, seguirá
siendo un misterio que nos produce asombro y aquí tiene sus
límites el conocimiento; pero la existencia concreta de un ser
finito no nos produce asombro, porque en nuestro programa
explicativo podemos reconocer que el «X» inmediatamente
dado en la intuición existe debido a tal fundamento causal.
La presentación de la existencia de «X» es tan inmediata como
antes, pero no queda sacralizada, no apela a lo infinito en un
acto misterioso de emergencia, sino a algo finito como causa:
su existencia misma es algo mediado. Que el conjunto entero
de las causas sea algo asombroso, no nos ciega para quedar­
nos atónitos ante una de ellas; el hecho de que una causa no
sea definitivamente explicativa no le quita que sea explicati­
va de «X» de una manera relevante para nosotros. Kant logra
así una síntesis de los ideales explicativos e intuitivos: la in­
mediatez de la existencia es previa, la mediación por otra exis­
tencia concreta es su explicación. La extrapolación hasta una
realidad omnicomprensiva y total es sólo un pensamiento que
nos da la conciencia de nuestra propia finitud y de nuestra
propia accidentalidad en el reino de lo real, pero que no nos
separará de nuestro camino ni de nuestra ruta destinada a
revelar las conexiones existentes entre las existencias reales.
Y entonces es cuando aparece la diferencia básica: la causa
no es ni la esencia productora de Spinoza, ni la mera abs­
tracción conceptual de Jacobi, sino la conexión real entre las
existencias reales que constituyen el entramado del mundo.
En Jacobi todo es distinto. La inmediatez no se predica ante
todo de la presentación de la realidad de una cosa a nuestro
conocimiento intuitivo, sino de la propia existencia. No es que
la cosa exista mediatamente y se nos presente a nosotros in­
mediatamente, como mantiene Kant. Es que existe inmedia­
tamente porque la única mediación efectiva es la primera,
la que se produce entre Dios y la cosa: la que consiste en la
recepción de la sustancialidad de manos de Dios.
Surge así la auténtica cuestión. La existencia, toda la exis-

276
tencia, está sacralizada por Jacobi, porque la primera existen­
cia infinita, Dios, no es un pensamiento, sino una realidad
suprasensible, incomprensible como en Kant, pero realmente
existente y conocida de forma inmediata en la intuición co­
rrespondiente. Puesto que para Kant era una idea, no per­
turba el proceso explicativo ascendente; puesto que para Ja­
cobi es una realidad, proyecta la sombra productora sobre
toda la serie descendente de la creación y hace que no exista
de hecho relación mediata entre las cosas, sino relación di­
recta e inmediata de cada una de éstas con su fuente origina­
ria y divina. El hecho de la emergencia de la nada, exige un
acto creador respecto de la sustancialidad de cada cosa que
sólo Dios puede proporcionar. De ahí que la relación ente-
Dios sea la única verdadera y existente. Tenemos así que,
desde el principio, lo que separa a Jacobi de Kant es la dife­
rente concepción de los tópicos de la dialéctica transcenden­
tal. Aquí le sigue todo el idealismo. Pero desde luego Jacobi
fue matizando estas diferencias dirigiéndolas hacia una teo­
ría alternativa de la razón que va a criticar duramente la con­
cepción kantiana.

3. Conversación entre holandeses

Hemos expuesto el momento inicial del enfrentamiento a


Spinoza concentrándonos en cuatro puntos: el de la relación
de lo finito con lo infinito y el problema del ideal explicativo;
el problema del determinismo y la concepción del alma; la
consideración de la existencia como revelación y el problema
de la razón desde la consideración de Dios como realidad exis­
tente. Y hemos mostrado cómo Jacobi se opone a Spinoza
desde argumentos y puntos de vista muy cercanos a las posi­
ciones empiristas del joven Kant. Sin embargo, acabamos de
apuntar también cómo todas estas posiciones aparentemente
convergentes llevan en sí el germen del enfrentamiento poste­
rior. De hecho, la evolución del pensamiento de Jacobi va a
levantarse sobre un diálogo con Kant destinado a marcar las
diferencias con él, esas diferencias que el joven Kant de hecho
había inspirado. Pero por ahora todavía se concentra su inte­
rés en Spinoza. Vayamos, por tanto, a la segunda escena de
este enfrentamiento. El diálogo es ahora decididamente ficti­
cio: Spinoza ha leído a Hemsterhuis y ambos discuten.
El punto primero de nuestra anterior exposición se repite:

277
la esencia profunda del espinosismo no es el sistema geomé­
trico sino su ansia radical de encontrar una explicación cau­
sal a todo y su afirmación de «Gigni de nihili nihil in nihilo
nihil potest reverti». El determinismo y esta propia afirma­
ción son una exigencia de su afán explicativo. Pero, ¿cómo se
desarrolla en esta segunda escena la esencia del determinis­
mo? Jacobi descubre que no puede partir de la dudosa tesis
de que Spinoza primaba la extensión respecto del pensar.
Mendelssohn se lo ha echado en cara y Jacobi debe evitar el
equívoco. Así pues, pensamiento y extensión son ambas se­
ries originarias. Pero, ¿qué produce un pensamiento determi­
nado? No un objeto determinado, como podía dar a entender
Jacobi en la primera escena. ¿Qué, entonces? El resultado de
una relación externa, hace decir Jacobi a Spinoza (IV, I,
129-130). Cuerpos concretos e ideas concretas, ambos, no son
sino resultantes de relaciones entre puntos extensos o entre
representaciones. Cuerpo y alma se fundamentan recíproca­
mente; tienen la misma relación, pero ninguno produce al otro.
El alma, sin embargo, continúa siendo efecto, pero no de las
relaciones entre los cuerpos, sino de las relaciones con otras
representaciones u otros puntos de pensar indeterminados.
Ahora la cuestión es que sin relación exterior no hay interio­
ridad ni representación concreta. La voluntad es esa alma con­
creta resultante; la representación del sentimiento de sí mismo
resultante de la relación externa. «La voluntad no es in­
mediata a la sustancia ni al pensar, sino un efecto lejano»
(IV, 1, 130). Tenemos así transformada la posición para que
permanezca la misma; el alma no es efecto de un cuerpo, sino
efecto de una relación externa, y la voluntad, efecto de esta
relación. La clave es que si la relación es lo determinante,
entonces no hay interioridad y, por tanto, la vida personal
carece de autonomía. La sustancia personal nunca es princi­
pio de la acción, sino que previamente tiene que ser sujeto
de pasión con lo que al fin y al cabo Goethe y el Sturm ten­
drían razón. Lo que hace que una cosa se individualice es un
choque, y su voluntad es derivada respecto de ese choque y
está determinada por él.
La cuestión que se plantea, por lo demás obvia, es la si­
guiente; si ha habido un choque, tan necesario como que exis­
ta pasión es que exista acción en la sustancia finita que ex­
perimenta ese choque. Y si tenemos necesidad de esa acción,
entonces es preciso reconocerle dirección e interioridad pre­
via. Pues bien, el Spinoza de Jacobi reconoce la necesidad de

278
esa acción positiva y previa, pero la priva de toda dirección y
voluntad. La dirección, la selección de acción, la concentra­
ción de la fuerza en un punto, sólo es pensable como resulta­
do del choque y de la relación y, por tanto, (IV, I, 131) toda
acción voluntaria es una acción secundaria y determinada. Es
algo ajeno lo que dicta la dirección a la acción, no la interio­
ridad. Puesto que en esa relación nos hacemos individuos,
nuestra voluntad no es sino el sentimiento de ser determina­
do en esa relación. No hay libertad aquí. La paradoja de Spi­
noza, la terrible verdad de su filosofía es ésta: los individuos
somos accidentes en el mundo. Sólo de esa relación acciden­
tal con otros obtenemos un sentido y una tarea. Pero, ¿qué
valor concederle a una tarea «accidental», contingente? ¿Cómo
seguir hablando entonces de destino, de proyecto, de trans­
cendencia en el hombre? Reparemos en que se sigue mante­
niendo el carácter esencialmente contemplativo del alma, sólo
que ahora no contempla el cuerpo y sus relaciones, sino sus
propias relaciones previas a la fijación de un pensar repre­
sentativo concreto. Ahora, como antes, ese carácter contem­
plativo impone el determinismo. Pero hay un detalle relevan­
te que se ha introducido de pasada y que tiene importancia
para comprender las críticas que Fichte realizará en su análi­
sis de la filosofía de Reinhold.^^ El primero acusaba a la filo­
sofía del segundo de caer en el determinismo. La capacidad
de representar, decía, es inevitablemente una capacidad so­
metida al mecanismo causal. Quien no tenga en cuenta la crí­
tica de Jacobi al pensar representativo no verá el profundo
sentido de la crítica de Fichte. En un individuo, el pensamien­
to es necesariamente representativo porque es imposible que
el individuo tenga el sentimiento de su ser si no tiene el de
sus relaciones, dice la tesis de Jacobi. Representar es una ac­
tividad derivada y supone una pasión. Por consiguiente, no
tiene otro principio que el fatalismo. Es así que Reinhold sólo
llega a la capacidad de representar, luego se queda en la mera
pasividad y en el determinismo. El paso siguiente es: luego
tiene que haber un primer principio superior al individuo y
caracterizado como acción. El paso siguiente de Fichte es ya
muy breve, y también lo ha dado Jacobi: el problema será
caracterizar esa acción.
Y lo es aún más cuando descubrimos que Hemsterhuis,
en su diálogo ficticio con el Spinoza de Jacobi, casi llega a
darlo. Es preciso, mantiene, que en todo este proceso algo
tenga la capacidad de actuar, la fuerza previa de poder que-

279
rer, la que le va a permitir chocar inicialmente y constituirse
en individualidad. La contestación de Spinoza es rotunda: todo
esto no sería sino una idea abstracta (IV, 1, 136-137); la ca­
pacidad de poder actuar no es sino un concepto. Además sería
algo irrepresentable. La realidad de esa capacidad es cada una
de las voliciones concretas, de las potencias efectivas que rea­
liza. Y para esto ya se requiere el choque y la exterioridad.
Una vez que hemos aceptado que la individualidad se institu­
ye por y en la determinación, todos los efectos de la indivi­
dualidad son determinados: el querer consciente también. No
hay así sino voliciones concretas; sólo de ellas tenemos con­
ciencia. Y entonces toda nuestra actuación tiende a satisfacer
un deseo cuyo origen ya nos viene dado, pero no elegido. El
individuo se encuentra con sus deseos como hechos, pero es
absurdo decir que deseamos nuestros deseos. Estos se nos
imponen. Podíamos decir que ellos nos eligen a nosotros. Y
sobre ellos montamos nuestras nociones de bien y mal. No
es que exista lo mejor y lo deseemos, sino que deseamos algo
y eso es lo mejor. Toda la teoría del instinto {Triebe) secun­
dario, sensible, inmoral, tiene su fundamento aquí. Toda la
moral de Allwill se nos muestra ahora como espinosiana.
Pero, con anterioridad al choque, ¿qué son esas fuerzas
que chocan? ¿Cuál es el origen de esa relación? Si no hubiera
fuerzas antes del choque, éste sería imposible. Sabemos que
la dirección —y la representación— le vienen dadas desde
fuera, pero ¿y la fuerza, de dónde le viene? Es evidente que el
deseo es una fuerza caracterizada por una dirección. Esta
queda determinada en la relación, pero la fuerza misma tiene
que ser previa. ¿Qué es? Aquí parece que el espinosismo está
a punto de naufragar. El individuo tiene que ser ya una fuerza
antes de que se produzca el choque, y por tanto tiene que po­
seer una sustancialidad, una existencia en sí, un destino pro­
pio, algo que en modo alguno se pueda considerar un mero
accidente. Pero justo ahora es cuando estamos en condiciones
de ver el juego de la unidad de la sustancia en la filosofía de
Spinoza. Porque la respuesta a nuestra pregunta es ésta: efec­
tivamente, el individuo tiene en sí una fuerza sustancial, algo
que permite el choque entre los individuos, pero eso que posee
no es algo individual, sino la fuerza derivada de la unidad
sustancial de todo lo que existe: la fuerza anónima, indeter­
minada, irrepresentable que busca en todo ser mantenerse en
la existencia, eso que en Schopenhauer se llamará voluntad
de vivir. Si nos sentimos inclinados a preguntar: ¿pero en-

280
tonces no es esto una voluntad concreta, la voluntad de vivir?
es que no hemos entendido a Spinoza. Porque esa tendencia
tampoco la elegimos, sino que es la sustancialidad misma, la
naturaleza de la realidad, que está en todo ápice de realidad.
Y no busca nada ajeno, sino su propio disfruté. No posee di­
rección ni por tanto voluntad, a no ser que se ponga en peli­
gro. Entonces, en ese choque se hace consciente o se siente
como existencia. Pero solamente en tanto entra en relación
con otro que le amenaza. Su resultado es el deseo o la aver­
sión. Cuando un individuo contempla una lógica de sus de­
seos, un equilibrio en sus relaciones con la exterioridad, y apli­
ca el intelecto a medir ese equilibrio, entonces surge la vo­
luntad racional, que no tiene como objeto sino una economía
de deseos para mantener la supervivencia. No puede así pro­
ducir deseos propios, sino sólo administrarlos, afirmarlos o
negarlos.
Podemos llamar libertad a esa fuerza anónima y unitaria
que lucha por su subsistencia. Pero entonces no es sino la
cantidad de sustancia que entra en esa relación en la que se
produce el choque y el deseo, la potencia entera de su ser o
la capacidad de ser eficaz. Podemos decir que la libertad es,
así, directamente proporcional a la abundancia de ser, a la
fuerza con que deja sentir su actuación en la relación siguien­
do su propia tendencia a existir, su naturaleza, pero no su
representación. Con ello tenemos igualmente arruinada la vi­
sión cristiana del mundo: la libertad no es la fuerza de hacer
el bien, la capacidad de ponernos al servicio de los motivos
racionales de conducta, sino la inclinación a seguir existien­
do que pone su deseo en una relación. Dios sería libertad ab­
soluta porque siempre actuaría dejando desbordar su natura­
leza, derramando existencia, pero, al mismo tiempo, sin ser
consciente de sí mismo, porque nada se le opone, porque nin­
gún choque reprime su libertad, de la misma manera que el
Yo absoluto de Fichte será libertad absoluta a la que no se
opone ningún no-Yo, pero que por ello mismo no puede ser
representado.
Entonces sí que surge aquí algo importante: y es que la
conciencia no es el momento originario del alma. El alma, ya
lo hemos dicho, no es la contemplación del cuerpo en el sen­
tido de ser algo derivado. Es un modo del atributo del pen­
samiento, y podemos decir que los cuerpos reflejan los pensa­
mientos tanto como que los pensamientos reflejan los cuer­
pos. Pero ese pensar es ante todo acción ciega por la

281
supervivencia, acción natural, y sólo después reflexión, de la
misma manera que el cuerpo es antes ímpetu, y sólo después
de la relación, reposo. Lo que se desprende de aquí, de lo
que va a tomar Fichte buena nota, es el carácter derivado de
la conciencia respecto de la acción inconsciente. Y esto impli­
caba un duro golpe a las causas finales (a no ser que esa
acción, en lugar de ser la de una naturaleza, como Spinoza,
fuera ya la de un Yo o un espíritu, como en Fichte). Según la
teoría de las causas finales, primero, pensamos, y luego, ac­
tuamos; conocemos el bien, y lo buscamos. El Spinoza de Ja-
cobi propone que actuamos por naturaleza, esto es, sin que
tengamos opción, y sólo después reflexionamos. Por lo tanto,
lo que representamos como bueno es posterior a la acción pri­
mitiva, que en sí misma es ciega como momento originario
de la sustancia. Y todo lo que se subordina a una acción ciega
en última instancia en modo alguno puede considerarse te-
leológicamente ordenado. El último fin nunca es elegido, y por
lo tanto, todos los fines subordinados carecen de autonomía.
No hay pues una razón teleológica sustancial, no hay una pro­
videncia. La única salida era representarse esa sustancia úni­
ca como subjetividad, como Yo, como persona, y por lo tanto
como realidad en la que ya se integra el actuar según los fines
de manera originaria. Este movimiento venía, de hecho, pro­
piciado por el propio Jacobi. Él buscaba salvar la individua­
lidad del Yo. Desde el espinosismo era imposible hacerlo, a
no ser que ese Yo se colocara justo en el lugar que ocupaba
la sustancia. La natura naturans convertida en Yo. Eso es lo
que hizo Fichte. Schopenhauer mantendrá a la natura natu­
rans en ese sentido espinosista que le brinda la exégesis de
Jacobi, como voluntad ciega que, invirtiendo la expresión deus
sive natura, se reconocerá más en la alternativa de diabo-
lus sive natura.

4. La fe en la que nacimos

El problema estaba cerrado. Se trataba de saber qué era


un individuo. De saber qué era la voluntad respecto del co­
nocimiento y respecto de la naturaleza. Y ahora podemos pro­
fundizar en el motivo por el que Jacobi necesitaba exorcizar
el espinosismo. En el fondo, su experiencia personal, la expe­
riencia de su individualidad, siempre le había llevado a bus­
car un ser superior en el que asegurar su ser frente a la nada

282
o frente a la zozobra de una continua búsqueda sin descanso
de lo absoluto, de la paz. Según el espinosismo, esto lo hacía
por una exteriorización ciega de la naturaleza. No era sino
un hecho más del mundo, causado por algo ajeno y no espe­
cialmente significativo. No era ni mejor ni peor sino gratuito,
revelador si acaso de una naturaleza débil, dotada de escaso
«ímpetu» pero sin bondad ni voluntad. No puede considerar­
se su inclinación como una necesidad de su individualidad
que debe ser santificada, como un síntoma de algo transcen­
dente, de un destino al que hay que otorgar sentido como una
necesidad buena. Desde el espinosismo, su existencia perso­
nal le parecía un absurdo. Para que no fuera así, ¿qué debía
pensar? Encontrar ese pensamiento era exorcizar Spinoza.
Pero Mendelssohn debía enterarse bien: Jacobi no era espi-
nosista. Pero no lo era porque Spinoza no le dejaba ser Jaco­
bi, no le permitía encontrarse cómodo con su individualidad.
En efecto, desde la perspectiva que estudiamos, ser indi­
viduo no era sino una cierta determinación producida por la
totalidad de lo real. No era lo que se era (IV, 1, 183), sino lo
que el resto de la realidad le dejaba ser. Para el espinosismo,
el todo es lo importante, lo determinante. Y Jacobi temía per­
derse en la infinitud de un todo impersonal, tanto como un
buen burgués teme perderse en el anonimato de una mani­
festación de masas. Spinoza le ofrecía ser una cualidad del
todo (IV, 1, 181), esto es, una cualidad de un ser sin con­
ciencia, sin voluntad, sin inteligencia (IV, 1, 186). Gratuita,
como la de un ser sin justificación, su experiencia vital se
perdía en una realidad indiferente. Esta era la experiencia que
desde joven le había horrorizado. Atreverse con Spinoza era
el único medio de disolverla, de enfrentarse al fantasma y es­
pantarlo.
Pero positivamente no había salida filosófica: «Todos
hemos nacido en la fe y tenemos que permanecer en ella» (IV,
1, 210-211). Llevado nuestro afán explicativo tan lejos como
quiere Spinoza, pondremos en duda incluso nuestra propia
existencia. Ahora bien, el programa explicativo de Spinoza no
lleva al conocimiento, sino a una cadena indefinida de cau­
sas de la que lo único cierto que sabemos es que no acaba
nunca. Así las cosas, saber tampoco sabemos nada definiti­
vo. Por tanto, si hay algo sólido, estable, donde reposar, es
porque lo creemos así, porque lo aceptamos como una con­
vicción. Sólo si aceptamos dicha convicción como punto de
partida y de llegada, la cadena de las mediaciones puede co-

283
menzar y concluir, otorgando un sentido a nuestro saber. Si
no hay punto fijo en la convicción y en la creencia, tampoco
hay saber. Tenemos aquí un nuevo punto de aproximación y
de repulsión del kantismo. De éste se acepta que sólo la creen­
cia puede poner fin a una cadena de razonamientos que nunca
nos ofrece razones últimas objetivas y definitivas para una
tesis. Pero en modo alguno respeta Jacobi la autonomía de
los ámbitos del conocimiento y de la acción. La creencia se
convierte así también en el fundamento del conocimiento.
Y solamente desde este paso se puede concluir, precisamente
en la obra que discutimos, que toda nuestra racionalidad se
basa en fundamentos irracionales (id.,), y que no se fun­
damenta en sí misma, como pretendía Spinoza y todo el ra­
cionalismo.
¿Cuál es la posición dominante en este paso? La conside­
ración de la actividad de conocer sólo y exclusivamente desde
su aspecto material, desde su contenido. Me explicaré. Jacobi
dice: conocer es una actividad que se legitima por su éxito al
descubrir causas. Es así que nunca acabará de conocer las
causas que busca, luego nunca estará legitimada por sí
misma. La posición kantiana nos ilustra bien el error de Ja­
cobi —y en general de las actitudes irracionalistas—. Kant
mantiene que la actividad de conocer se legitima, quizás, por
su éxito en descubrir causas, pero no se fundamenta en dicho
éxito sino en sus propias reglas. Como actividad autónoma
puede darnos a conocer sólo una pequeña parte del mundo,
pero su fundamentación reside en su propio método, en su
propio proceder ajustado a reglas, no en su éxito pragmático
valorado en absoluto. El que encuentre o no la causa última
no cambia sustancialmente las cosas, pues no cambiará la
comprensión que tenemos del proceder general que seguimos
para descubrir causas. Los fundamentos últimos de esas re­
glas pueden ser o no razones] de hecho no lo son, pero tampo­
co tienen por qué ser creencias. Pueden ser, por ejemplo, he­
chos. El hecho de que el campo de conocimiento no sea cerra­
do influye notablemente en nuestras vidas, en tanto que deja
un amplio sitio a las creencias. Pero estas creencias tienen su
propia lógica, responden a necesidades de la acción, etc. En
modo alguno se ponen ahora en la base de toda la actividad
de nuestras vidas, y sobre todo no de nuestro conocimiento.
Es evidente que si la creencia debe ahora cumplir esta mi­
sión, debe transformar profundamente su concepto respecto
del sentido que le otorgaba la filosofía kantiana. En efecto, si

284
la creencia es un punto de partida subjetivo, que responde
únicamente a necesidades subjetivas de la praxis, si la creen­
cia es una convicción que en nada refiere a lo real, si es una
sugestión que proyectamos sobre algo cualquiera, ¿qué vamos
a edificar sobre ella? Ciertamente que Jacobi identifica esta
posición con la kantiana. De ahí que para desmarcarse de ella,
Jacobi da objetividad y realidad objetiva a la creencia en tanto
que la considera como el sentimiento o la conciencia que pro­
duce «una revelación de la naturaleza que nos fuerza y nos
obliga a creer» (IV, 1, 211). La producción de Jacobi se orien­
tará en obras posteriores a delimitar un concepto de razón
que dé entrada al concepto de creencia y de revelación supe­
rando a la vez la oferta humeana de una racionalidad basada
en razones sensibles. Naturalmente que aquí se va a profun­
dizar en el diálogo con Kant: frente a una creencia racional
práctica escasamente defendible y sin relevancia teórica para
revelar existencias, Jacobi va a intentar una creencia racional
teórica y moral y, a la vez, compatible con y basada en el
modelo de la creencia sensible que fundamenta el conocimien­
to empírico. Y ese modelo común a ambas creencias, la em­
pírica y la intelectual, va a consistir en apelar al carácter in­
tuitivo de todo fundamento o punto de partida del conocimien­
to. Habrá así un entendimiento intuitivo y una sensibilidad
intuitiva (IV, 1, 213), que desde luego va a tener extraordina­
ria influencia en el despliegue de la filosofía de la última dé­
cada de 1700. Claro que Jacobi recoge aquí todos los ataques
de Hume y de Kant contra el programa del racionalismo, en
tanto que pretensión de mediar el mundo con una red com­
pleta de razones, y que en este mismo sentido su filosofía
hay que entenderla como una reacción contra las miserias de
la especulación (IV, 1, 214). Pero su finalidad es proponer
una filosofía de la creencia cristiana; o mejor, demostrarla
como creencia perfectamente racional. Reunir al hombre y a
Dios como individuos según repite en la carta a Lavater, me­
diante una relación que no disuelve, sino que sólo une; la del
amor; esta es su pretensión última. Para él, la verdad cristia­
na originaria es que el hombre se puede divinizar y la divini­
dad se puede humanizar. Ese doble hecho es el que funda­
menta ese diálogo amoroso entre el Yo y el Tú, frente a fren­
te, en que consiste su teología. Y lo que Jacobi desea mostrar
es que esa vía es tan racional como la que sostiene la cien­
cia, que en el fondo es más racional que ella, porque tam­
bién la ciencia se basa en una creencia que además es sólo

285
empírica, esto es, de naturaleza inferior. En el fondo, teolo­
gía y ciencia tienen estructuras esencialmente análogas: una
se basa en hechos empíricos, la otra, la teología, en hechos
espirituales (IV, 1, 229).

5. Spinoza vive en Königsberg

Esta analogía entre la racionalidad sensible y la racionali­


dad inteligible es la que se muestra en la cuarta escena. Pero
deseo reparar explícitamente en el proceso que hemos reali­
zado. En efecto, desde la primera escena, algo ha cambiado.
Un personaje se nos ha ido introduciendo poco a poco. De
otra manera; empezamos a notar una metamorfosis. El páli­
do Spinoza se ha ido transformando poco a poco en un viejo
enjuto y encorvado. Sus ojos lánguidos y tristes son ahora
más vivos y claros. Tras la extensión y el pensamiento infini­
tos comienzan a aparecer el espacio a priori y la apercepción
transcendental. Kant está ya detrás de la careta de Spinoza.
Incluso se le dirigen ataques (IV, 1, 231-232). Aún no invade
la escena porque Jacobi sabe que Kant difícilmente se aven­
dría a un diálogo con él. Pero si alguien golpea a Spinoza, le
acabará doliendo a Kant. Poco a poco, irá apareciendo como
el enemigo principal, precisamente en la medida en que Jaco­
bi vaya transformando sus doctrinas, adecuándolas a su pro­
yecto general. Por lo pronto, otro tema kantiano, interesa mos­
trar cómo el hombre puede ser considerado ciudadano de dos
mundos, cómo puede presentarse sin contradicción súbdito de
dos reinos: del sensible y del espiritual. Luego tendrá que
ajustar las cuentas a Kant. Ahora se trata de usar a Spinoza.
Las tesis provisionales sobre la libertad humana constitu­
yen el último enfrentamiento escrupuloso con Spinoza. Y
desde lo dicho, nos parecerá normal que en esta última expo­
sición de Spinoza, Jacobi se centre en el problema del indivi­
duo y no tanto en las cuestiones metafísicas más generales.
Al fin y al cabo el problema de Jacobi no era abstracto ni
metafísico, si bien a partir de él la metafísica experimentará
un cambio que abrirá un nuevo territorio preñado de cuestio­
nes. Hegel tenía razón: Jacobi ha arruinado tanto como el
sabio de Königsberg la antigua metafísica. Pero a diferencia
de Kant iba a introducir otra; la del sujeto, la del individuo y
sus certezas, ansias, preocupaciones, sentimientos, la de su
vida en suma. El pensamiento de Kierkegaard, Schopenhauer

286
y Nietzsche es inconcebible sin este giro. También el de Fich-
te y el de Schelling.
Pero si se parte del individuo, se tiene que partir de la
existencia de una comunidad de individuos como un dato
igualmente elemental e inmediato (tesis I, IV, 1, 17). En esta
relación con los otros individuos tiene lugar una dimensión
forzada de nuestra conducta, al mismo tiempo que una di­
mensión libre; una vida sensible y una vida espiritual. La pri­
mera parte de las tesis, que pretende exponer la filosofía de
Spinoza, describe esa vida carente de libertad. También pre­
tende dar las reglas constitutivas del mundo sensible, pues el
conjunto de relaciones que funda la necesidad de la conducta
viene mediado por sensaciones (tesis II, id.). El comporta­
miento libre, que se expone en la segunda parte de las tesis,
la que constituye la primera exposición clara de la filosofía
de Jacobi, traza las señales del mundo inteligible, habitado
por la religión y el amor. Vayamos a recorrer brevemente las
características del mundo sensible.
Las diferentes sensaciones determinan en mí un compor­
tamiento mecánico en función de su contribución a mi super­
vivencia (deseo) o a mi anulación (aversión) (tesis III, id.,).
La fuerza de la que se nutren los deseos y aversiones es el
instinto natural de seguir existiendo (tesis IV, p. 18), que es
la ley universal y a priori de todo lo existente. La única dife­
rencia entre animales y personas consiste en que la persona
es consciente de este ímpetu en virtud de su poder de refle­
xión (tesis IX, IV, 1, 19) más elevado. Este hecho le otorga
su personalidad definida. Pero en el fondo toda persona está
dotada de un ímpetu universal; ampliar su personalidad abs­
tracta. En esto consiste la voluntad. Tenemos así que la ley
básica, el deseo incondicional y a priori en la criatura racio­
nal —según el espinosismo— es la voluntad de existir mante­
nida en el tiempo (tesis XII, p. 20). Este mantenimiento de
la identidad en el tiempo se concreta en ciertos principios per­
manentes y derivados que definen lo armonioso con dicha per­
sonalidad (tesis XII, id.) distinguiendo en sus deseos entre
racionales e irracionales. Esa calificación viene dada, obvia­
mente, por aumentar o disminuir la existencia, y así obtienen
su aspecto de bondad y de maldad (tesis XV, p. 20). Cuando
se es consciente de una conducta que no se guía por el princi­
pio de armonía (tesis XVII-XIX, p. 21), surge la conciencia de
culpa y de escisión. Esta armonía no es sino un equilibrio
de deseos o instintos particulares, o una justicia interna entre

287
los principios particulares de los deseos concretos. La clave
de la acusación de determinismo ya la conocemos casi pala­
bra por palabra: todos los deseos particulares dependen de
la sensación, y toda sensación, de las relaciones con el exte­
rior. Por tanto, toda acción dirigida a algo es simplemente
reactiva y en modo alguno libre. Este es el sentido de la tesis
XXL Y esto tiene ya un motivo conocido: lo que de activo
tiene una reacción, tampoco posee una teleología específica y
libre, sino una necesidad instintiva de conservar la existencia
(tesis XXII, p. 23). La conjunción de estos dos momentos es
lo que le permite afirmar a Jacobi que toda la vida racional,
incluso en su más alto desarrollo, no testimonia desde el es-
pinosismo sino mecanicismo. Pero lo más importante no es
ni siquiera esto, sino que las diferencias personales no exis­
ten para esta filosofía. No existe un principio interno que in­
dividualice, que dé la ley de la reacción, sino única y exclusi­
vamente el mismo instinto fundamental en todo lo existente,
siempre en pugna únicamente por alcanzar una diferenciación
mediante su cantidad de existencia o de fuerza vital, que en
Spinoza es sentida como alegría. Este hecho debía de ser el
más descorazonador en una personalidad como Jacobi: que
toda la lucha por la existencia era baldía en tanto que de an­
temano no cristalizaba en una verdadera adquisición de per­
sonalidad, sino en una redistribución de la cantidad de fuer­
za existencial en el universo. Resulta fácil entender que Jaco­
bi no se sintiera identificado con una teoría que hacía su ideal
de la acumulación de fuerza vital, de potencia existencial que
no estaba en función de la realización de una personalidad
previa, sino que ella misma constituía, sin ulterior porqué,
la función y el disfrute de la personalidad. Ese disfrute de la
potencia vital que se agota en sí, esto era lo monstruoso de
Allwill para Sylli, lo monstruoso de Goethe, lo monstruoso
de ese no reposar del Sturm und Drang que obsesionaba a
Jacobi. De ahí que para Spinoza, el padre espiritual de todo
ello, «el grado de existencia vital que alcanza una persona es
solamente una modalidad de la existencia vital en general;
en modo alguno de una existencia o esencia propia o particu­
lar» (tesis XVI, p. 20). Tenemos aquí la experiencia terrible
de Jacobi, la que le asustaba desde que llevaba ropas pola­
cas, ropas de niño. Esta incapacidad de solidarizarse con el
todo es lo peculiar de la figura de Jacobi en el mundo del
Sturm und Drang y del Romanticismo. Su rechazo viene con­
dicionado por la profunda comprensión de lo absurdo del

288
hecho de la individualidad en esta teoría. Y de hecho esta­
mos aquí ante los propios abismos de nuestra propia com­
prensión en tanto hombres. Así, cuando se considera desde
esta perspectiva, el problema de Jacobi es de una profundi­
dad indudable: si se acepta la comunidad de la vida, ¿qué
determina que exista el hecho y el sentimiento de la indivi­
dualidad? Leibniz surge del profundo hallazgo de este pro­
blema de los destinos individuales. Pero queda para Spinoza
el honor de descubrir que en la alegría no somos individuos,
sino algo más que individuos: somos la positividad de la sus­
tancia y de la existencia desbordada y contenida al mismo
tiempo. Desde esta concepción de lo real, el triste Jacobi era
una nada. Esa acusación era la que no podía soportar.
No necesito señalar que ésta es la clave de la filosofía es­
peculativa del idealismo alemán. Si existe un infinito, ¿cómo
es que existe lo finito en tanto individuo? ¿En base a qué
una porción de materia se instituye no sólo en conciencia, sino
en unidad de acción en lucha con otras unidades, creyendo
disponer de un destino propio? Spinoza también se quedaba
sorprendido de este hecho y atribuía este «ímpetu» a la posi­
tividad de una sustancia que alcanzaba a todas sus partes, a
la inercia de existir que deja sentir su violencia ante un obs­
táculo. Su materialismo era radical: el individuo resulta de
un juego de fuerzas y no llega a él ya constituido, porque las
fuerzas que chocan en primera instancia no son individuales.
¿Cómo lo no individual por esencia puede dar como resulta­
do una individualidad?, ¿cómo lo ciego puede instituir una
teleología, y lo natural una valoración? Aquí estaba el proble­
ma: el paso de un mundo natural a un mundo cultural. En
términos jacobianos: el paso de un mundo sensible a un
mundo espiritual. O en términos kantianos: el paso del mundo
sensible al mundo inteligible. Spinoza daba principios que se
mostraban insuficientes para explicar la riqueza de la diver­
sidad del mundo cultural. Su naturalismo mecanicista no era,
en modo alguno, exitoso en ese sentido. Pero Jacobi no deseó
perfeccionarlo, sino acabar con él. Ante su fracaso para ex­
plicar bien el hecho de la individualidad, Jacobi lo desautori­
za y sacraliza el mundo del individuo dándole un nuevo con­
tenido a la noción del alma. Ahora el sendero del salto moral
nos parece una cobardía: la de no enfrentarse a una posible
explicación arguyendo que, o la filosofía de Spinoza, o ningu­
na. Y desde esta valoración se comprende que su ataque al
criticismo fuera deshonesto: no tenía como finalidad valorar-

289
lo como alternativa propia y peculiar del pensar, sino des­
truirlo para hacer brillar la premisa de que o el espinosismo
o nada. De ahí que en modo alguno esté interesado en la re­
visión del espinosismo desde un materialismo cultural que
haga del sentimiento de la individualidad un resultante histó­
rico, sino que lo va a elevar a hecho de creación divina, esto
es, a constituyente estructural de la creación. ¡Qué diferencia
con el Romanticismo y con Hölderlin, para quien el hecho bá­
sico de la vida es la reunificación con el todo y la disolución
de la personalidad en el universo! Jacobi supo ver lo anticris­
tiano de la posición prerromántica y la atacó duramente revi­
sando la tradición cristiana. ¡Pero cómo nos recuerda esto la
terrible oposición de una clase social privilegiada a diluirse
en el magma de los ideales democráticos que ese mismo pre-
rromanticismo traía consigo! En el fondo, ¿no es acaso un
símbolo escondido en el E m pédocles, de Hölderlin, la reunifi­
cación con el pueblo mediante una constitución democrática
y la reunificación con la naturaleza mediante la muerte?, ¿no
es la misma heroicidad?, ¿no busca el héroe prerromántico
ambas cosas al mismo tiempo? Con la misma lógica Jacobi
las rechaza ambas al mismo tiempo: la opción democrática y
la panteísta.
Pero curiosamente, Jacobi va a revisar la misma religión
cristiana desde el pensamiento de Spinoza. Detectado el error
del espinosismo, había que darle la vuelta a sus principios, a
fin de sacar a relucir en ellos lo que había de positivo. Es así
como en la segunda parte de las tesis sobre la libertad, Jaco­
bi se propone describir un ámbito propio de la libertad hu­
mana, un segundo territorio de conducta estrictamente com­
patible con el cristianismo, pero sólidamente apoyado tam­
bién en los conceptos del espinosismo. Y bien, este uso de
los conceptos de Spinoza para afirmar la libertad humana va
a otorgar a Fichte las mejores herramientas para la exposi­
ción de sus Vorlesungen über die B estim m u n g des Gelehrten
y consecuentemente de su W issenschaftslehre. Expongamos
brevemente dónde está el matiz que, introducido en la termi­
nología de Spinoza, transforma completamente su doctrina ha­
ciéndola doctrina de libertad y no de necesidad.
Spinoza hablaba de dos deseos o dimensiones prácticas:
la previa a toda relación y la posterior a la mediación y rela­
ción entre los sujetos. El determinismo total resultaba de que
la dimensión inmediata y previa a toda realidad no era sino
un instinto ciego, impersonal, cuantitativo, de mantener el dis-

290
frute gratuito de la existencia. Los demás deseos y fines, aun­
que fueran una conducta teleológicamente ordenada, eran to­
talmente determinados porque dependían de los obstáculos en­
contrados en nuestra relación y porque en última instancia
obedecían a algo gratuito y carente de sentido. Jacobi refuer­
za así un hecho evidente; para que pueda existir esa conduc­
ta mediata, el individuo tiene que ser algo. El problema resi­
de en si ese algo es sólo una cierta cantidad de fuerza dis­
puesta a reaccionar o es algo más. Y la cuestión es cómo
decidirnos respecto de esta alternativa.
Para aproximarnos a esta problemática debemos exponer
la diferencia entre sensible e inteligible en Jacobi. Es sensi­
ble toda instancia de acción, mediada por y posterior a la re­
lación con lo exterior. Tenemos aquí el terreno de las repre­
sentaciones claras (tesis XXVII, p. 26), de la conciencia re-
presentacional, que equivale al terreno de la mediación.
Conocimiento claro, sensible, mediato y representativo, todos
estos son aspectos de la acción desplegada en y tras la rela­
ción con lo externo; con el No-Yo, dirá Fichte. Naturalmente,
también corresponde al mundo del determinismo; en Fichte,
al mundo de la experiencia, donde todas las representaciones
se acompañan del sentimiento de necesidad. Pero según Spi­
noza, de esta relación surge el deseo. El hombre así conside­
rado «se determina por las cosas del deseo, vive según las
leyes de esas cosas y se somete a ellas de una manera con­
forme a sus deseos, con la finalidad de emocionarse y alte­
rarse sin cesar». Este tipo de vida es la que defiende el Sturm
und Drang, con su afán de experimentar.
Pero la relación, la mediación es imposible sin algo que
ya fuera previo a esa relación. Las cosas que se relacionan
tienen que ser algo previo a esa relación. Y si en esa relación
son pasivas, previo a la relación tienen que ser activas. Jaco­
bi llama espontaneidad pura a esto que son las cosas antes
de la pasividad de la relación. Como inciso: se puede demos­
trar que este concepto de espontaneidad y no el kantiano es
el que toma Fichte como punto de partida de su especula­
ción. Pero sigamos: si antes de la relación existe una espon­
taneidad, ésta no puede ser sensible, ni mediata, ni represen­
tada. Constituye así un terreno de oscuridad para la concien­
cia, pero también un terreno intelectual e inmediato para otra
capacidad. Desde luego que aquí hay muchos aspectos que
tenemos que señalar. Por la tesis XXVI, el terreno de lo me­
diato, sensible, era el de la finitud. Ahora se descubre un ám-

291
bito inmediato que debe caracterizarse en buena lógica como
infinitud, si ha de recibir las calificaciones alternativas a las
que implicaba la finitud. Pero, además, tenemos un ámbito
de realidad que debemos considerar como inconsciente, y por
tanto surge el problema de mediante qué instancia especial
conocemos lo que no puede ser sensible. Por último, tenemos
aquí el supuesto de que sólo la existencia de algo auténtica­
mente inmediato y absoluto, pero que además pertenezca ín­
tima y personalmente a un individuo, sólo esto> digo, puede
garantizar la libertad. De otra manera no tendríamos sino la
sustancia impersonal de Spinoza. No necesito subrayar que
estos puntos son absolutamente decisivos para la configura­
ción de la filosofía especulativa de Fichte. Pero dejemos esto.
Aún hay que hacer algunas observaciones importantes de esta
segunda parte de las tesis sobre la libertad.
Centrémonos en el problema del conocimiento de esa es­
pontaneidad pura. Como algo inmediato, en modo alguno po­
demos aspirar a comprender las condiciones de posibilidad
de la misma. Hacerlo significaría mediarla, siendo así que ella
es el comienzo de toda mediación. Esto implica romper con
la obsesión especulativa de Spinoza, marcar un punto abso­
luto de partida y de llegada. Pero sólo rompemos objetiva­
mente esta obsesión si de hecho existe eso inmediato. Por
tanto: si existe algo inconcebible en su posibilidad, pero real
y auténtico en su presentación y en su existencia, desde aquí
se deriva que tiene que haber una forma inmediata de darse
la espontaneidad pura para la propia conciencia, forma pura
que impone por sí misma una teleología, una moral a la vo­
luntad y una dirección a la acción. No necesito decir que esa
forma será caracterizada como intuición. Y además, como in­
tuición no sensible. Ciertamente que no se dice que esa intui­
ción sea intelectual, pero sí que esta conciencia inmediata se
conforma alrededor de la acción, se da en la acción. La cues­
tión es si existe tal presencia absoluta e inmediata de lo inte­
ligible y dónde hay que buscarla.
Jacobi dice que sí existe y que se concreta además en el
sentimiento del honor. Este sentimiento es inmediato, nos hace
renunciar a los deseos y a lo provechoso (tesis XXXV, p. 28).
En él colocamos lo más valioso de nosotros mismos {ibíd.) y,
por tanto, lleva consigo la conciencia de que es una fuerza
omnipotente frente a toda instancia determinante de la con­
ducta (tesis XXXVI, p. 29). Por todo ello, presenta una reali­
dad interior al hombre dotada de voluntad soberana (tesis

292
XXXII-XXXIV), independiente y superior al ser sensible. Ja­
cob! pasa a caracterizar esta esencia de la razón como impe­
rativo categórico, que nos lleva a despreciar lo útil como único
camino para no sentir vergüenza de sí, proporcionándonos con
ello un juicio absoluto, una exigencia radical que debe ser
aceptada apodícticamente, so pena de despreciar al hombre
en nosotros (tesis XXXVII-XXXVIII, pp. 30-31). Por eso pode­
mos reconocer en esta instancia una «inteligencia por sí misma
activa» (tesis XLII). ¿Quién no reconoce aquí el lenguaje kan­
tiano?, ¿quién no puede dejar de pensar que estamos ante una
peculiar traducción de la noción kantiana de hombre noumé-
nico?, ¿y quién puede negar que esta traducción implica una
ontologización de ese mismo hombre, una lectura de la tesis
kantiana desde la vieja teoría del alma espiritual que Kant
literalmente había destrozado en una fecha tan temprana como
1766, justo con sus Träume? De ahí que debamos tener muy
presente la pregunta de si cuando Fichte usa conceptos kan­
tianos —sobre todo el parágrafo 6 de la Segunda Introduc­
ción de la Doctrina de la ciencia—, los está empleando en el
sentido genuino de Kant o en la traducción que Jacob! hace
de ellos.
Pero veamos ahora cómo se le ha dado la vuelta a Spino­
za. Ese principio incondicional no es sino el principio de la
propia existencia, el ímpetu que lleva a cada ente finito a cho­
car con los obstáculos externos y a superarlos. En terminolo­
gía del joven Jacobi, es ciertamente un Triebe propio de la
moralidad. Como tal, tiene su teleología interna: está dotado
de la voluntad de subsistir. Como en Spinoza, se dirá. Pero
en modo alguno igual, en tanto que ahora esa voluntad de
subsistir se muestra como una voluntad de someter los deseos,
las inclinaciones y todas las instancias mediatas de conducta,
y nunca como una voluntad de realizarse y de expandirse en
ellas: no pretende conseguir una justicia o un equilibrio entre
esas dimensiones, sino una soberanía incondicionada sobre
las mismas, y esto es así porque esa voluntad de subsistir
que posee el instinto moral es señal y testigo de una dimen­
sión ontològica del hombre radicalmente separada del cuer­
po, lo que el pensamiento de Spinoza no puede aceptar.
Vemos así cómo la lucha contra Spinoza está culminando todo
un proceso de auto-explicación de la moralidad que impulsa
el pensamiento de Jacobi desde su etapa más temprana y que
en modo alguno constituye un episodio unilateralmente teóri­
co o especulativo.

293
Tenemos, por tanto, una estructura dual del hombre. Pero
¿a qué responde? A dos instintos diferentes; el sensible y el
inteligible (tesis XLIX, p. 32). Recordemos que Jacobi em­
plea la palabra Triebe, la misma que Fichte usará para desa­
rrollar su Doctrina de la moralidad y su Doctrina del derecho
de Jena. Aquella estructura dual señala que el hombre perte­
nece a la naturaleza, pero también a algo no natural. Mas si
una de esas dimensiones es la dominante y la incondiciona­
da, entonces en ella habrá que cifrar el sentido originario de
la existencia humana. La conclusión de todo ello es que el
hombre es fundamentalmente una naturaleza sobrenatural.
Cuando sigue a su razón, ama esta parte sobrenatural con
un amor no sensible, sino puro. Así, principio del honor, es­
pontaneidad, libertad y amor a lo sobrenatural en nosotros
son una y la misma cosa. Por tanto, se afirma con ello algo
divino en el hombre (tesis XLVI, p. 33), tal y como exigía
Lavater. Ahora bien, si esta parte divina del hombre, en tanto
que incondicionada, no puede tener condiciones naturales de
posibilidad pensables, entonces es preciso concluir que sólo
puede concebirse siguiendo a la nada. Sin duda que esto exige
el acto creador por excelencia. Luego el hombre recibe su in­
dividualidad directamente de las manos de Dios (tesis XLVIII,
p. 34), el cual realiza su esfuerzo creador en cada ser huma­
no. Cómo se produzca esta reunión de dos naturalezas en el
hombre es un problema ante el cual la especulación debe re­
troceder; basta con verificar su existencia (tesis LI, p. 35) y
con reconocer que Dios lo ha hecho, porque es el único que
puede hacerlo. La diferencia con Spinoza aquí reside en que
esa existencia divina ya es inteligencia, voluntad, persona. Yo
originario, y no una sustancia sin propiedades ni rasgos de­
terminantes propios. Sólo por eso nos ha podido hacer a su
imagen y semejanza. La voluntad de Jacobi por adecuarse a
la fe es aquí extraordinariamente explícita. Por lo demás, hay
que dejar de lado la cuestión de hasta qué punto este amor a
Dios, como amor de lo imperecedero en el hombre y fuera de él
(tesis LII, p. 36), como algo originario y no como algo deri­
vado y secundario, como voluntad de permanencia frente al
mundo variable de la sensación, ya está en Spinoza. Incluso
si esta revaluación de la intuición como forma del conocimien­
to más elevada es deudora, sobre todo, del conocimiento que
Jacobi tiene de Spinoza, y no de los mentores empiristas ofi­
ciales que Jacobi va a invocar en su David Hume. Ahora no
es eso lo que más nos interesa.

294
Debemos reparar ante todo en el hecho de que Jacobi ha
decidido exponer lo que considera positivamente su filosofía
mediante una mezcla peculiar de pensamiento kantiano y de
espinosismo. Ese reducto de inmediatez que Spinoza preveía
en todo ser finito y que caracterizaba desde la sustancia uni­
versal, Jacobi lo transforma en una voluntad moral pura, que
equivale a la razón práctica de Kant convenientemente sus-
tancializada y espiritualizada. Veamos sino los conceptos que
emplea: espontaneidad pura, incondicionado, mundo intelec­
tual, imperativo categórico, razón pura, acción, dimensión sen­
sible e inteligible del hombre. Todo esto suena a Kant. Pero
ahora veamos: impulso, instinto, sentimiento del honor, amor
dei, amor de lo permanente, intuición no sensible. Todo esto
suena a Spinoza y viene de Spinoza. Ahora comprendemos la
finalidad del proyecto general de Jacobi: explicitar el núcleo
verdadero de Spinoza, rescatar la concepción de la relación
con Dios incompatible e incoherente con su mecanicismo, para
reconstruirla en términos de un realismo espiritualista y per­
sonalista, de un sentimiento compulsivo e instintivo, pero libre
y voluntario, que es capaz de reintroducir una pasio dei plena
de realidad y convicción. Pero ahora también sabemos qué
significa exorcizar a Spinoza: descubrir la manera de denun­
ciar la íntima contradicción entre la teoría de la sustancia in­
finita y despersonalizada, y la teoría de la salvación median­
te el conocimiento intuitivo de Dios; o encontrar la manera
de mantener esta última dimensión de su pensamiento sin
aceptar la primera. Kant le va a ayudar más que nadie en
esta tarea. La teoría de la ciudadanía del hombre respecto de
dos mundos, que Kant venía configurando desde la década
de los sesenta, va a ser su herramienta fundamental para ello.
Pero entonces la cuestión inevitable que se le planteará a Ja­
cobi será exorcizar a Kant, mostrar su filosofía como profun­
damente contradictoria, en tanto defensora de una serie de
tesis que no puede apoyar en sus propios principios; mostrar
que la buena voluntad del kantismo sólo se hace racional y
coherente en Jacobi, mientras que, por el contrario, la diná­
mica de los principios críticos y de la ontologia de la sensibi­
lidad, rigurosamente desarrollada, sólo puede llevar a la ne­
gación de ese mundo inteligible. En suma, el kantismo, o bien
deberá renunciar a sus tesis críticas sobre dicho mundo inte­
ligible cayendo en el materialismo o en el idealismo subjeti­
vo, o bien deberá desarrollar sus principios de una manera
consecuente, a fin de otorgarle a ese mundo inteligible algo

295
más que realidad subjetiva. En caso contrario deberá acabar
reconociendo la única salida del salto mortal que Jacobi pro­
pone. Por debajo de todas las acusaciones más concretas acer­
ca de su filosofía especulativa, ésta será la objeción funda­
mental que Jacobi lance contra Kant, aquélla que concede vida
a todas las demás. Pero entonces comprobamos, como con­
clusión, que todos los problemas de coherencia que Jacobi de­
tectaba en Spinoza se trasladan ahora a Kant. Esa será la
nueva y definitiva obsesión.

6. La realidad de lo espiritual y la historia

Toda esta operación implicaba rechazar el espíritu del kan­


tismo una vez que se había recogido su letra. Porque Jacobi
va a proponer en el fondo una fundamentación intuicionista
frente a una fundamentación racionalista del mundo inteligi­
ble. Al fin y al cabo, lo que nos ponía en contacto con dicho
mundo era una intuición, un sentimiento, y no una argumen­
tación; no una necesidad racional práctica, sino un conoci­
miento real inmediato de su sustancialidad. No se trataba de
conectar con una idea, como en Kant, sino con una realidad.
Y, siguiendo al propio Kant, no había otra posibilidad de co­
nectar con una realidad excepto por la intuición. Pero Kant
sí que llegaba al mundo inteligible mediante razones, pues
accedía a él en virtud de una reflexión sobre las condiciones
de ordenación de la praxis humana. De ahí que cuando Jaco­
bi dice: «no somos en modo alguno a priori ni podemos saber
ni hacer nada a priori: no podemos llegar a conocer nada sin
experiencias. Adquirimos nuestras propiedades morales de la
misma manera que conseguimos nuestras ideas de todas las
cosas correspondientes a ellas. Como los instintos, así es el
sentido y viceversa. El hombre no puede llegar a ser sabio,
virtuoso o piadoso razonando; tiene que ser movido y mover­
se a ello. [...] Este poderoso descubrimiento no ha posibilita­
do todavía ninguna filosofía hasta el momento, pero ya sería
hora de empezar a prepararla de manera voluntaria. Y es
nuestra tarea poder hacerlo [...]» (IV, 1, 231-233), cuando Ja­
cobi dice todo esto, en el fondo está realizando un ataque a
Kant, en el que va a coincidir con Hamann y Herder; no está
sino denunciando este purismo de la razón incapaz de mover
realmente el alma humana.
La estrategia de Jacobi para oponerse a ese purismo de la

296
razón consistirá en ampliar la noción de sensibilidad típica
de Kant. Éste dividía la sensibilidad en interna y externa. Pero
ambas eran igualmente empíricas, fenoménicas. Los sentimien­
tos y representaciones eran realidades fenoménicas, munda­
nas, si bien no necesariamente materiales. Formaban parte
de la experiencia interna, tan objetiva como la externa y rea­
lizada según la misma estructura categorial. Eran así entida­
des naturales, cuerpo y conciencia, unidad de vida, unidad
personal, etc., pero en modo alguno dos sustancias diferentes
ontològicamente insalvables. El giro comienza aquí. Jacobi
rompe esta categoría de sensibilidad y la reduce a lo que en
Kant es el sentido externo. Sensibilidad para él es relación
con cuerpos, con lo exterior. Pero el conocimiento de los sen­
timientos, la intuición interna en Kant, deja entonces de ser
parte de la sensibilidad y se convierte en un conocimiento in­
teligible, tan objetivo e intuitivo como el sensible, pero sus­
tancialmente diferente. Sin este paso resulta imposible enten­
der toda la continuidad de la filosofía alemana y ahí encuen­
tra el írracionalismo su puerta grande. No es que haya ahora
dos tipos de realidad, la interna y la externa, dentro del orden
de la sensibilidad, sino la sensible y la espiritual, la de nues­
tro cuerpo y la de nuestra alma. Toda la teoría kantiana de
la intuición sensible y de la razón tiene que ser transformada
para abrir paso a las teorías de Jacobi. Porque la teoría de la
razón se basaba en Kant en la negativa a poseer una intui­
ción intelectual. Sólo por ello se le negaba la posibilidad de
conocer, sólo por ello sus conceptos carecían de toda referen­
cia y significado objetivos. Ahora existe una intuición intelec­
tual, y por lo tanto, o bien otorga realidad a todos los con­
ceptos de la razón, o bien sustituye a la propia razón. Tanto
da. El hecho es que ahora la dialéctica transcendental kantia­
na no sólo pasa a considerarse un terreno de objetividad ba­
sado en la intuición interna intelectual peculiar, sino que ade­
más esta razón se considera la base de todo conocimiento, el
punto final de todas nuestras investigaciones, el fundamento
de todo conocer y ser, y la unidad de conocimiento y razón
práctica. El esquema formal del sistema sigue siendo el kan­
tismo, pero la valoración de sus ingredientes radicalmente dis­
tinta. Seguir la crítica de Jacobi a Kant es seguir la construc­
ción de esta nueva idea de razón como receptividad intuitiva
de esa realidad intelectual hasta su propuesta definitiva en
1815, en la Introducción a sus obras filosóficas. Pero esto es­
capa a los límites de este capítulo. El diálogo sobre realismo

297
e idealismo, anunciado ya en las Briefe, debía centrarse en
ese tema.
Jacobi ha presentado sus cartas. Ha defendido la realidad
estructuralmente equiparable de lo sensible y lo inteligible;
su presentación al sentimiento, a la intuición, a la inmedia­
tez; su misma incapacidad para darse por razones o por con­
ceptos abstractos. Ahora tenía que matizar su tema. La expe­
riencia inmediata de una realidad espiritual-inteligible, sin po­
sibilidad de mediación conceptual, esto es, de una realidad
que sólo está mediada por la nada, ¿cómo llamarla? Y ¿qué
relación dar a esta experiencia con toda la experiencia con­
ceptual, mediada, típica de las relaciones explicativas? Nues­
tro autor, como Kant, llamó a esta experiencia inmediata,
creencia, creencia racional. Pero se cuidó de mantener que la
relación de la intuición sensible con sus objetos fuera algo
diferente de una creencia. Al hacer así de la razón una capa­
cidad intuitiva, Jacobi no podía mantener en pie la diferencia
entre la creencia racional kantiana, meramente subjetiva, y el
conocimiento objetivo de la intuición sensible externa. No
podía mantener en pie la distinción entre conocimiento y
creencia, la diferencia entre razón teórica y razón práctica.
Así sólo tenía dos opciones: o las dos partes (sensibilidad y
espíritu) eran conocimiento, o las dos partes, creencia. Debía
darles a las dos el mismo valor subjetivo o el mismo valor
objetivo. La diferencia en cualquier caso quedaba arruinada
y no tenía sentido mantener un calificativo sin contrarios. Así
que al llamarles a las dos creencia, no hacía sino afirmar que
todo lo que puede poseer un hombre son creencias. En este
asunto se sirvió de Hume. Él había mostrado que nuestra ac­
titud ante los cuerpos sólo está fundada en la creencia. Kant
mantenía que toda nuestra moralidad, todo el mundo inteli­
gible, se basa también en la creencia. Sintetizando a los dos
autores, los dos quedaban refutados.
Pero la cuestión era: ¿cómo el hombre puede llegar a tener
creencias, convicciones, conocimientos relativos a eso que ya
no puede fundarse en otra razón, intuiciones de todos esos
elementos de nuestra construcción de la realidad? Tenía que
ser una experiencia que en sí misma llevara la impronta no
sólo de la cosa, sino también del hecho de que no era posible
mediarla por otra cosa finita. Ahora bien, esto sólo era posi­
ble si lo único que la mediaba era la comprensión de la nada
anterior a ella, o lo que es lo mismo, si se aceptaba como
revelación, como donación inmediata de la divinidad. Todo

298
ello cuadraba con la experiencia personal de Jacobi, que le
dictaba la absoluta gratuidad de su propia existencia al mismo
tiempo que la profunda positividad de su nada, la plenitud
de su sentimiento personal sólo explicada por la apelación al
hecho creador de la libertad de Dios y en su voluntad santa,
ante la cual Jacobi zozobraba de miedo y de júbilo. Después
de verse a sí mismo de esta manera, aprendió a mirar todas
las cosas de la misma forma. Su existencia absurda sólo podía
deberse a un vacío de razones finitas para explicarla; su exis­
tencia plena y positiva, a un acto que supera la carencia de
razones y crea. En cualquier caso, siempre la misma relación
inmediata con Dios, que hace de todo lo existente una revela­
ción. Creemos en las cosas porque las intuimos, esto es, por­
que no las demostramos mediante conceptos. Y las intuimos
solamente porque se nos revelan, porque sólo en la revela­
ción es posible una aceptación inmediata sin más razones.
Buscar razones a la revelación sería bucear en la mente de
Dios, lo que sería un absurdo.
Curiosamente, esta consideración de la experiencia inter­
na como espiritual, como creencia que lleva consigo la marca
de la transcendencia al dársenos mediante una revelación, va
a producir una filosofía apegada a la historia, a lo que Jaco­
bi llamó historia natural del hombre. Cuando habla de Es-
pertias y Bulis, dice de ellos, en tanto hombres bien consti­
tuidos y en modo alguno corruptos: «No tenían ninguna filo­
sofía o su filosofía era sencillamente su historia». Y añade:
«¿Puede ser la filosofía viva algo distinto de su historia?»
Cuando tiene que hacer algún comentario sobre la filosofía
materialista de Helvetius y de Diderot, no se le ocurre sino:
«Han dicho la verdad de su época». Y lo han hecho porque
han salido fuera de la escuela y de la academia para procla­
mar verdades de las que estaban convencidos. ¿Cómo es esto?
¿Jacobi el espiritualista alabando a Helvetius y Diderot? No
hay que engañarse. Jacobi envenena todas las alabanzas que
lanza a siis adversarios. Quedémonos con las premisas y va­
yamos avanzando poco a poco hasta comprender esta posi­
ción. Si lo espiritual se da a la experiencia, entonces sólo es
cognoscible en su individualidad, respetando la forma y el con­
tenido propios de su existencia manifiesta y revelada. Jacobi
llama historia a esa sucesión de momentos individuales que
muestran la realidad de una persona. Conocer a un hombre
es conocer la historia de su vida. Comprenderle es repetir su
experiencia. Sólo filosofamos cuando no podemos repetir la

299
historia pasada (IV, 1, 236-237). Hablamos y filosofamos
sobre Platón porque no podemos repetir su experiencia. Así
las cosas, la verdad profunda de cada época le es propia, in­
transferible, porque está constituida por su propia experien­
cia. Su filosofía, en la medida en que es algo vivo, surge de
esa experiencia como su fondo rocoso y su contexto determi­
nante. Ahora comprendemos la alabanza a Diderot. Ha ex­
presado su época, la ha vivido personalmente en su experien­
cia concreta. Pero también el veneno: ha vivido la verdad de
una época materialista y corrupta. Pero no ha especulado, se
ha limitado a recoger y elevar a conciencia los únicos objetos
con los que tenía trato, los objetos materiales, y según esa
experiencia ha construido su filosofía. «Como los objetos, así
las representaciones; como las representaciones, así las incli­
naciones y las pasiones; como éstas, así las acciones; como
las acciones, así son los principios y el conocimiento de todo»
(IV, 1, 235). Diderot y Helvetius son testigos de una época
que ha olvidado el objeto espiritual, lo sagrado en el hombre.
Son los materialistas, no porque hayan defendido abstracta­
mente un sistema, sino porque son los experimentadores de
lo sensible. ¿Queda por hacer una filosofía de los experimen­
tadores de lo espiritual? No, no hay tal época. Lo espiritual
sólo se ha refugiado en algunas personas y sólo vive en his­
torias personales e individuales. De ahí la importancia de la
novela como método de hacer filosofía en el único sentido po­
sible: como historia natural de los pocos hombres que aún
conservan la huella de lo divino. Allwill y Woldemar son el
mejor ejemplo de esta historia natural de lo espiritual, que
sólo es posible, naturalmente, en el ambiente de la burguesía
vinculada con la nobleza que se describe en sus novelas.
Tendría que surgir así un cierto «materialismo espiritual»;
un nuevo Diderot que comprendiera la primacía de la reali­
dad espiritual y de la historia vivida sobre la filosofía y el
concepto de esta realidad. Aquí vemos apuntado por todos
los sitios al famoso «según el hombre, así la filosofía» de Fich-
te. Porque, para Jacobi, «las acciones de los hombres no tie­
nen que ser derivadas de su filosofía, sino su filosofía de sus
acciones; su historia no se produce a partir de su forma de
pensar, sino su forma de pensar a partir de su historia»
(IV, I, 236). Bien entendido que lo determinante en dichas ac­
ciones es su abandono o su preservación de la realidad espiri­
tual. Es así como la acción tiene primacía sobre la filosofía;
es así como se convierte en su fundamento. Pero no la acción

300
humana en general, sino la acción determinada por la pre­
sencia o ausencia del elemento espiritual. Tenemos una vez
más un tema aparentemente kantiano que se desarrolla con
un matiz radicalmente diferente y propio, y volvemos a plan­
tearnos el problema de si realmente pasó a los idealistas pos­
teriores con matices kantianos o jacobianos.
Con todo esto, Jacobi se aleja de una perspectiva de au­
téntica transformación de la época en base a la filosofía. El
principio es genuinamente revolucionario: si la filosofía es algo
secundario, no puede ser, como creen los ilustrados, el ve­
hículo de reeducación humana. Sólo una transformación radi­
cal de la forma de vida puede significar un avance en la his­
toria (IV, 1, 238). Pero esto sólo se puede conseguir desde
una definitiva superación del «gusto del siglo». Aquí Jacobi
recoge todas las imprecaciones de Rousseau, con sus augu­
rios de una paz del diablo que Jacobi sólo podía pensar en
sus preliminares. Pero si la única transformación radical es
reencontrar la realidad divina en el hombre, tenemos que «sólo
la religión es el único medio de elevar la mísera naturaleza
del hombre» (IV, 1, 240), porque sólo ella puede llevarnos a
«experimentar lo sobrenatural». Aquí es donde apreciamos la
continua fijación espinosiana; sólo de ese disfrute de lo divi­
no, puede surgir una idea y una filosofía de lo divino.
Introducido en el terreno de la historia, Jacobi puede en­
frentarse a Lessing. Si la filosofía procede de la historia, ésta
procede de unos orígenes y de unas disposiciones. Desde luego
que esta historia también es el àmbito de la educación. Pero
no de una educación según leyes racionales abstractas o re­
presentaciones conceptuales que puedan exponerse en un sis­
tema metafisico sobre la Trinidad divina, sino de mandatos,
consejos y órdenes procedentes directamente de la divinidad
mediante revelación. La historia es educativa si, y sólo si,
acepta el modelo educativo paterno-familiar típico de las re­
laciones feudales: el templo más sagrado debe ser el miedo,
la firme creencia en una autoridad superior, la obediencia in­
cluso sin comprensión de las intenciones del que manda, la
disciplina estricta, la creencia firme. Estos son los procedi­
mientos educativos. Ahora Jacobi olvida un poco el disfrute
de esa experiencia individual-espiritual de lo divino y nos pre­
senta una experiencia del sometimiento incondicionado al
pater familias que domina nuestro pecho y que impone el
miedo como sabiduría. La experiencia del joven Allwill queda
olvidada y el padre resulta al final plenamente interiorizado.

301
Pero podemos preguntarnos: ¿podría ser de otra manera?
Si Dios existe, ¿puede existir de otra manera? ¿Puede tener
otras relaciones diferentes con nosotros? El Schelling de las
Briefe dirá: No, no puede; anularía nuestro ser aunque no
quisiera, nos privaría de libertad aunque decidiera concedér­
nosla. El escándalo de Schelling se puede expresar así: ¿Cómo
tal ser que destruye y oprime puede ser mi honor y mi orgu­
llo? Y la reivindicación renovada del programa ilustrado se
basa justo en esta pregunta: esa conciencia, sentido interno o
razón, con la que tenemos experiencia de la religión, ¿es tes­
tigo de una realidad sustancial y por tanto inmutable, o por
el contrario, es el efecto de una corrupción de la voluntad de
ser libre, de una confusión subjetiva no teórica? No se trata
entonces de negar que exista una experiencia de todo esto. Se
trata de explicar que alguien disfrute con ella. Por tanto,
se trata de una valoración. El hecho de que Jacobi no distin­
guiera entre realidad y valoración, no era sino síntoma de una
estrategia de sacralización de todo lo real existente como algo
revelado, como índice de la creación divina. De otra manera,
dice Jacobi, no sería sino una mentira de la naturaleza. Ahora
bien, ¿por qué no podría darse una tal mentira?
Nunca se enfrentó Jacobi con honestidad a esta pregunta.
Porque desde ella la creencia aparece en toda su dimensión
subjetiva, en el sentido teórico kantiano de «subjetivo» como
ilusión, y no de racionalidad moral. Nunca emprenderá el ca­
mino intermedio de investigar la coherencia y la justificación
de tal creencia, porque nunca intentó comprender honestamen­
te la teoría kantiana de la realidad y la experiencia, el juego
del contexto explicativo y del contexto constatativo, la rela­
ción entre teoría y praxis. En efecto, la realidad interna siem­
pre se presenta inmediatamente a la intuición. Pero esto no
obvia el hecho de que su existencia sea algo mediato. Su pre­
sentación a nosotros es inmediata, pero su propia existencia
puede ser mediada por otras existencias. De otra manera: no
toda existencia se nos presenta en una revelación, esto es, en
una incomprensibilidad que sólo permite una referencia a la
voluntad creadora o donadora de existencia de Dios (IV, 1,
249). Al contrario, no hay ninguna existencia que exija recu­
rrir a esa instancia, porque no hay ninguna que no pueda
apelar a una realidad anterior como condicionante. El proble­
ma de Spinoza se obvia tan pronto como nos mantenemos en
esa práctica de búsqueda indefinida de mediaciones y nos ne­
gamos a dar una última palabra sobre el momento último de

302
la serie. Entonces la realidad interior nos aparece corno un
fenòmeno tan determinable y tan mediable corno la exterior.
La experiencia interna no es así indice de una sustancia par­
ticular, sino la unidad integrada de causas y efectos que se
pueden conocer. La conciencia de Dios es, en esta perspecti­
va, un efecto histórico, como la conciencia del honor. Nadie
le quita la realidad que «experimenta» Jacobi y otros como
él, pero no la hace divina, sino un momento más de las me­
diaciones de la existencia fenoménica.
Surge entonces un problema al que forzaba el kantismo;
¿Cuáles son las causas de estas representaciones? ¿Cómo han
evolucionado? ¿Qué es lo previo a la historia? ¿Qué es lo edu­
cativo en ella? Todas estas cuestiones transformarían ese rea­
lismo espiritualista de Jacobi en un materialismo cultural que
la filosofía de Kant preparaba. Por esto, sin duda alguna,
Kant era el gran enemigo a abatir si Jacobi quería mantener
su realismo espiritualista e intuitivo. Esa concepción de la ex­
periencia interna como algo que se ha ido haciendo histórica­
mente en un proceso de mediaciones, semejante al de la rea­
lidad exterior, impedía claramente ese sustancialismo espiri­
tual que permitía fundar una religión natural (IV, 1, 48)
violentada y destruida por la corrupción de los tiempos. La
reducción kantiana de lo espiritual a lo inteligible, a lo cultu­
ral, a lo ideal o meramente construido por el hombre para
orientarse en los problemas de su praxis real, no podía ser
para Jacobi sino voluntad de anular la realidad de una sus­
tancia en la que él creía reconocerse y salvarse. Por eso esta
voluntad kantiana de negar a la razón capacidad intuitiva, de
poder recibir la realidad espiritual, fue reconocida por Jacobi
como la manifestación suprema del nihilismo.

7. El ataque inicial al criticismo


Las Briefe no constituyen el principal texto para estudiar
las relaciones entre nuestros dos autores. En la primera edi­
ción, apenas se puede presentir que Kant vaya a entrar en
escena en este libro, pero por cartas sabemos que Jacobi ya
mantenía algunas de las opiniones que iba a verter en la se­
gunda edición de su obra.^^ Aun y con eso, estas opiniones
sólo se dejan ver en las notas, si bien de una manera bastan­
te señalada. En David Hume, que teóricamente sirve de con­
tinuación a las Briefe, Jacobi va a dedicar un Apéndice ente-

303
ro a la filosofia kantiana, ampliado luego en otro ensayo,
Sobre el intento kantiano de reducir la razón al entendimien­
to. Sirva esto para explicar que el diálogo con Kant tiene un
carácter emergente, que aparece según avanza Jacobi en la
construcción de su propia filosofía y según los obstáculos que
tiene que salvar en este camino.
Por lo que respecta a las Briefe, hay tres puntos centrales
a destacar en las relaciones entre Kant y Jacobi. El primero
es completamente positivo; se trata de la entusiasta recepción
de los primeros escritos del joven Kant por parte de Jacobi,
en los que verá, primero, una filosofía profundamente empi­
rista y realista, y segundo, una refutación radical de la meta­
física tradicional racionalista de Mendelssohn y Crusius. Ja­
cobi comulgó con este Kant que aparentemente no tenía otra
salida que la que el propio Jacobi propiciaba. Y sin embargo,
este entusiasmo por el propio Kant no tiene otra función en
la economía de la exposición de Jacobi que la de presentar
con tanta más claridad el distanciamiento posterior de nues­
tros dos autores. En efecto, cuando Jacobi se pregunta por
qué Kant no siguió su camino, la respuesta es bien clara: lisa
y llanamente, porque Kant ha caído en el espinosismo. Jaco­
bi no dice esto, pero lo indica. ¿Cómo ha caído Kant en el
espinosismo? Porque ha rechazado toda auténtica interioridad
en el sujeto; porque ha mantenido la primacía de la sensibili­
dad externa; porque ha hecho de la conciencia sólo un reflejo
de la relación externa; porque entre espacio y conciencia exis­
te la misma relación que entre extensión y pensamiento en
Spinoza; y porque, aunque Kant no haya dado el paso poste­
rior de unirlos en una sola sustancia, es evidente que ese paso
queda implícito en la consideración de la conciencia como es­
pejo de la realidad sensible. Esto nos lleva a un tercer pro­
blema. Kant ha dado implícitamente ese paso porque ha ne­
gado que algo no espacial pueda llegar intuitivamente a la
conciencia, excepto la propia conciencia fenoménica temporal.
En todo caso se niega la posibilidad de una intuición de lo
incondicionado por la razón. Veamos primero la versión que
da Jacobi del espinosismo kantiano.
Para Jacobi la relación entre la sustancia espinosiana y
sus atributos y modos era la de una prioridad natural, esen­
cial, aunque no temporal. Sin la sustancia no se podía pen­
sar ninguna de sus determinaciones y modos, pero ella misma
no existía nunca en sí como prioridad temporal, previamente
a esas determinaciones, sino sólo en ellas. Esta misma rela-

304
ción se podía expresar como la existente entre el todo y la
parte. El todo no existe sino en cada una de las partes, pero
si él no existiera, nada podría pensarse. Esta realidad del todo
nunca existe separada e independiente de sus partes, sino que
se hace cualidad en cada una de ellas; pero si el todo no tu­
viera prioridad ontològica, ninguna de sus partes existiría.
Como es sabido, entendida así la teoría espinosiana de la sus­
tancia, se asemeja bastante a la teoría kantiana del todo ana­
lítico. Un todo analítico, para Kant, proporciona un marco de
condiciones particulares que definen un ámbito cerrado de dis­
curso. El hecho de que ese ámbito se caracterice a partir
de su principio constitutivo, hace que sea absoluto respecto de
toda expresión concreta de su campo, esto es, prioritario res­
pecto de sus partes. En contraposición a esto, un todo sinté­
tico es aquel cuyas partes constitutivas tienen que ser dadas
previamente a su propia constitución. El todo analítico defi­
ne dichas partes desde la radicalidad de las condiciones que
ofrece, y permite considerarlas sólo como limitaciones inter­
nas. El espacio y tiempo eran ejemplos preclaros de estas to­
talidades analíticas: la idea de mundo era el ejemplo prototí-
pico de todo sintético o real. En esta problemática se centró
primitivamente Kant al tratar la cuestión del uso sintético de
la razón. Por eso Jacobi estaba bastante afortunado al detec­
tar semejanzas estructurales y formales entre las relaciones
atributo-modo de Spinoza y las relaciones totalidad espacio-
temporal y tiempos y espacios concretos en Kant. Porque tam­
bién para Kant el espacio único y originario de la intuición
pura era un condicionamiento a priori de todo espacio con­
creto, no existiendo independiente de una región espacial
concreta y determinada. Así, Jacobi se sintió objetivamente
justificado para identificar el kantismo con el espinosismo,
pasando por alto todas las diferencias reales entre ambas doc­
trinas, y a la proposición VII de su exposición del espinosismo
adjuntó los textos de A 25 / B 39 y A 32 / B 46 como prueba
del paralelismo de ambas doctrinas. Pero el espacio no era
en el fondo sino otra denominación de la extensión, y así, qui­
siera o no Kant, su teoría del espacio puro de la sensibilidad
se convirtió en la teoría del atributo de la «extensión» de Spi­
noza. En vano se debía apelar a la diferencia radical entre
una intuición a priori, que únicamente jugaba como condi­
ción de posibilidad de reconocimiento objetivo de aquello que
existe de tal manera que es dable al hombre como ser sensi­
ble, y una dimensión necesaria de la sustancia absoluta, esto

305
es, una determinación de la realidad independiente de toda
subjetividad y de todo pensar, un atributo que expresa en el
espacio la totalidad de la sustancialidad de lo real. Jacobi
no repara en estas menudencias. Porque lo que le interesa no
es, a fin de cuentas, la filosofía, sino dónde nos lleva esa fi­
losofía. El espinosismo no es lo que coincide con la filosofía
de Spinoza, sino lo que lleva a sus mismos resultados: al de-
terminismo, a las tesis de la prioridad de lo externo, a la ne­
gación de la sustancialidad espiritual. Y la filosofía de Kant
llegaba a esto último si, y sólo si, la subjetividad completa se
limitaba a dar cuenta de la sensibilidad espacio-temporal ofre­
cida por la intuición sensible. Por tanto, la filosofía de Kant
era espinosismo porque hacía de lo sensible, lo fenoménico y
el espacio, no lo absoluto en sí mismo, pero sí lo único cog­
noscible para el hombre y, por tanto, absoluto para él. En
cualquier caso, la filosofía se mostraba negadora de la espiri­
tualidad que propugnaba Jacobi, y frente a esta realidad fun­
damental, las demás diferencias eran insignificantes para él.
Pero además había en el kantismo otra instancia que tenía la
estructura del «atributo-pensamiento» en Spinoza, esto es, un
todo que expresaba en el pensar lo que el espacio expresaba
en la intuición externa, que lo reflejaba y lo llevaba a con­
ciencia.
Jacobi, midiendo de una manera increíblemente fina los
tiempos de su acusación, hace acompañar a su XXV tesis
(donde define el atributo «pensamiento» como la conciencia
absoluta pura del ser en general), con el siguiente pasaje de
Kant: «No pueden darse en nosotros conocimientos, como tam­
poco vinculación ni unidad entre los mismos, sin una unidad
de conciencia que preceda a todos los datos de las intuicio­
nes. Sólo en relación con tal unidad son posibles las repre­
sentaciones de los objetos. Esa conciencia pura, originaria e
inmutable, la llamaré la apercepción transcendental. El que
merezca este nombre se desprende claramente del hecho de
que hasta la más pura unidad objetiva, es decir, la de los
conceptos a priori (espacio-tiempo), sólo es posible gracias a
la relación que con esa unidad de conciencia sostienen las in­
tuiciones. La unidad numérica de esa apercepción sirve, pues,
de base a priori a todos los conceptos, al igual que lo diverso
del espacio y del tiempo lo hace respecto de las intuiciones
de la sensibilidad» (KrV/A 107). En este texto, sin paralelo
en la segunda edición de la KrV/B, Kant realmente fijaba una
relación entre pensamientos concretos y unidad de conciencia

306
semejante a la que existía entre espacio-tiempo originario y
los momentos y regiones espaciales concretos. En él se pre­
sentaba a la unidad de conciencia como un todo analítico: la
unidad analítica de conciencia de la segunda edición, mero
ámbito de pensar determinado por el principio de identidad.
La cuestión central es que en el presente texto, incluso espa­
cio y tiempo se hacen conscientes por dicha unidad transcen­
dental de apercepción, mientras que en la segunda edición,
la unidad analítica de conciencia sólo trata de relaciones de
conceptos, no de relaciones entre intuiciones. Por eso el texto
de KrV/A. permitía la lectura espinosiana de que esa unidad
transcendental de conciencia era el reflejo subjetivo de la ex­
tensión absoluta y se podía elevar a condición de posibilidad
de la conciencia de todas las partes espacio-temporales. De
hecho, es conciencia pura por hacer consciente de manera bá­
sica el espacio y el tiempo como intuiciones puras, casi lite­
ralmente lo mismo que el pensar de Spinoza de la tesis XXV.
Insisto. Lo de menos es que Spinoza definiera estas rela­
ciones todo-parte como absolutas, o que Kant las definiera
como válidas exclusivamente para el hombre. Es de poca im­
portancia para Jacobi que esos pensamientos expresen la rea­
lidad del universo o sólo la estructura de la subjetividad hu­
mana. Porque, ¿qué ganamos con decir que no negamos la
realidad absoluta, si añadimos inmediatamente después que,
sin embargo, en lo fenoménico reside lo único que tiene sen­
tido para el hombre? La consecuencia es la misma: el hom­
bre no tiene acceso consciente a una realidad espiritual sus­
tancial, ni a una realidad divina personal. La diferencia entre
una afirmación metafísica y una afirmación crítica no tiene
aquí valor. Jacobi cree descubrir lo que considera el juego del
kantismo: éste niega el último paso del espinosismo y todo
su discurso sobre la sustancia que reunifica los atributos, en
tanto que hace de él un caso de las inclinaciones dialécticas
de la razón. Pero se queda con todo lo que el pensamiento de
Spinoza extraía de aquella sustancia, a saber, la extensión y
el pensar absolutos como dos series paralelas e idénticas. Pero
además era falso que el kantismo no reuniera estos dos «atri­
butos» en una sustancia originaria. Era falso que no los ele­
vara a absolutos. ¿Acaso no eran manifestaciones necesarias
de la esencia del hombre? ¿No ponía Kant en el hombre la
esencia divina, la natura naturans del espinosismo? Con esto
no hacía sino agravarse la distancia respecto de una filosofía
que reconociera la realidad personal de la divinidad y el ca-

307
rácter espiritual del alma humana. Porque ahora seguía en
pie el materialismo y la caracterización de la sustancia de Spi­
noza, sólo que personificada en el hombre. La natura natu-
rans, ese monstruo metafisico de Spinoza, se había achicado
hasta convertirse en Yo, pero conservaba todos sus caracte­
res monstruosos. En el fondo, era la tesis del poema Prome­
teo de Goethe: el hombre usurpando el papel de la divinidad.
La misma blasfemia contra la verdadera divinidad, la misma
soberbia de presentarse a sí mismo como única realidad ab­
soluta. El círculo de las acusaciones se cerraba: Spinoza, Kant,
Goethe, no eran sino tres grados y tres manifestaciones del
olvido del ser de Dios y del hombre como criatura derivada.
El materialismo era el vínculo elemental entre ellos. Jacobi,
dejándose llevar por su agudo olfato, vio así más hondo en
Kant que la mayoría de sus contemporáneos.
Que todo esto llevaba al mismo ateísmo que ya defendie­
ra Spinoza era algo que no se podía decir con claridad. Pero
que llevaba a otro ateísmo, esto era evidente. Y Jacobi, que
urgía a todo el mundo a decidirse sobre el estado de sus creen­
cias religiosas, no podía dejar este asunto sin consideración.
El texto de Kant es ahora KrV/A 631. Y Jacobi refiere al se­
gundo volumen de su obra, a su carta a Schlosser de 8 de
diciembre de 1787 para analizar el problema de un tercer ca­
mino entre el deísmo y el ateísmo. La nota en la que Jacobi
habla de esto dice únicamente que Kant ha intentado un ca­
mino intermedio entre deísmo y ateísmo, llamado teísmo. Pero
desde luego Jacobi quiere dar la idea de que este teísmo no
es sino el cosmoteísmo, esto es, la identificación de Dios y
del mundo infinito. Se concluye desde aquí que Jacobi quiere
identificar Kant y Spinoza en un punto más. Y naturalmente,
lo que mantiene es que todo eso son eufemismos para no lla­
mar a las cosas por su nombre. Esto es: el cosmoteísmo es
un ateísmo. Se infiere de aquí que el kantismo también. Ja­
cobi pensaba eso en 1787, cuando escribía a Schlosser, esto
es, en el tiempo de la segunda edición de las Briefe. En efec­
to, la clave del asunto está en las reservas personales que
Jacobi ve en el fondo del tercer camino de Kant. Un deísta
no sería sino el que cree y afirma un ser supremo o una causa
suprema del mundo. Y Kant dice: «En tanto que nadie puede
ser culpado de querer negar algo que no está dispuesto a afir­
mar, entonces es justo y apropiado decir que el deísta cree
en un Dios, pero que el teísta cree en un Dios vivo». Kant no
era Jacobi: aquél veía en la posición del deísta la positividad

308
de su afirmación de la existencia de Dios, aunque no afirma­
ra su inteligencia y bondad. Jacobi señala sobre todo un
hecho: que el deísmo supone positivamente no estar dispues­
to a afirmar la inteligencia y personalidad de Dios, y por lo
tanto, para él, esto es lo mismo que negar ambas cosas. Por
eso dice:

Pero nosotros añadimos que el deísta positivo no mera­


mente ignora, sino que realmente entra en conflicto con un
Dios vivo, en tanto que cree poder demostrar, acerca de la
más alta esencia, que no existe ni como inteligencia ni como
esencia personal, ni es el autor del mundo por su entendi­
miento y libertad (pues, según todos los filósofos, y según la
sana razón, la personalidad no es sino la identidad de una
inteligencia, así como que con la personalidad se suprime tam­
bién la individualidad, y por consiguiente la autoexistencia y
la realidad objetiva). Por todo ello, tenemos que decir que
un deísta niega a un Dios vivo.
Según mi opinión, es perfectamente fácil dar el nombre
de Dios a un Dios muerto e impersonal del que no podemos
decir sino que existe sin saberlo él mismo, sin que pueda decir
«soy el que soy», el más pobre de entre todos los seres vivos.
Entonces, la ambigüedad que así se introduce alcanza a todas
las partes de la teología natural y confunde su lenguaje que,
en boca de los deístas, se convierte en un [lenguaje] propio,
absurdo y mítico, de tal manera que cuesta los mayores es­
fuerzos arrancar el sentido subyacente al sentido natural de
las palabras, llegando finalmente a una mezcla de teísmo y
deísmo en la que el entendimiento y el corazón no encuen­
tran sino disgusto, pero la fantasía su disfrute [A Schlosser,
8.12.1787, II, 475-476].

Así pues, no se trata de que el deísta afirme otro Dios o


menos Dios; se trata de que lo niega. Y lo que niega es la
propia realidad personal de Dios, su ser entero. Por eso Kant
era un ateo. Porque, ¿qué puede ser una existencia si no es
una existencia personal? Dejando aparte cuestiones políticas
y sociales en la acusación de ateísmo, y el hábito de intole­
rancia que supone tal acusación —el ejercicio de tolerancia
no es precisamente el punto fuerte de Jacobi, que una vez la
definió como la libertad de ser intolerante con los demás y él
se tomaba en este sentido muchísimas libertades—, dejando
aparte todo esto, filosóficamente hablando, Jacobi tenía razón
al destacar lo que Kant negaba más que lo que afirmaba, por­
que esto último en modo alguno lo aproximaba a su posición.

309
Ahora bien, ¿Kant no había hablado de un Dios racional,
creador y providente? ¿No era este el postulado de la morali­
dad? ¿No se oponía así su ética radicalmente a la de Spino-
za? ¿Qué pasaba entonces? ¿Por qué esa voluntad de Jacobi
de identificar cosmoteísmo, es decir, espinosismo, con el kan­
tismo? Es fácil entenderlo si consideramos que el Dios-provi­
dencia de Kant era sólo un mera idea subjetiva creada por el
hombre para orientarse en su acción en el mundo. Esta era
la clave. Porque si Kant hacía de Dios sólo una idea, ¿qué
era lo real, lo absolutamente real para él, independientemen­
te de toda creencia subjetiva humana? El apéndice VII de la
segunda edición de las Briefe está dedicado entre líneas a este
asunto.
Se abre este apéndice con tres textos retomados del cuer­
po de las Briefe, donde se indica que cualquier método de
demostración conduce al fatalismo, que Lessing quería exi­
girlo todo de un modo completamente natural, y que el Dios
de Spinoza es el principio puro de la efectividad de todo lo
real, el ser absolutamente infinito, el ideal de la razón pura.
Pero en el tercer párrafo introduce un texto de indudable re­
gusto kantiano; «Al hombre en general le fue dado, entre sus
necesidades más primarias, investigar lo permanente en la in­
constante naturaleza que le rodeaba y penetraba. Esta inves­
tigación tenía que llevarle [...] a una serie indefinida de de­
ducciones» (IV, 2, 148, cf. comienzo KrV/A). Las páginas si­
guientes están destinadas a mostrar que el hombre no podía
quedarse satisfecho con una ordenación conceptual del mundo
sensible, con la tarea que la filosofía de Kant encomienda al
entendimiento. Había dos cuestiones concretas que escapaban
a esa actividad analítico-conceptual: la imposibilidad de ex­
plicar el pensar desde la extensión y la imposibilidad de
explicar la vida desde la materia. Spinoza es la voluntad de
reunir ambas cosas en una sola sustancia, obviando así el
problema de reducir una de las dos dimensiones a la otra.
Pero ello imponía la afirmación de una serie infinita de media­
ciones para el pensamiento y la extensión sin que se llegara a
un punto de reunión. Pero esta proyección al infinito no es
de hecho una explicación del mundo, arguye Jacobi. La pre­
tensión de Lessing de que todo se diera de una manera natu­
ral no podía cumplirse, ya que la única posibilidad de que el
mundo fuera explicado es que se diera su causa última. Ahora
bien, una causa es un concepto de experiencia; la experiencia
es orden en el tiempo; el tiempo es infinito; luego, el número

310
de causas que se nos puede dar es infinito sin llegar nunca a
la última. «Por tanto, el mundo de ninguna manera es com­
prensible, explicable de modo natural». Expresado en térmi­
nos kantianos, el mundo no es un todo sintético según la ley
de la causalidad. Jacobi recoge esto muy bien: «La condición
de posibilidad de la existencia de un mundo sucesivo cae fuera
del ámbito del concepto, a saber, fuera de la conexión de los
seres condicionados o de la naturaleza» (IV, 2, 149). Si la
razón quiere presentar lo incondicionado en lo sensible, pier­
de el tiempo, decía Kant. Lo incondicionado es lo no sensi­
ble, y aplicando el entendimiento no nos aproximamos un
ápice a él. Jacobi estaba de hecho contento con estas conclu­
siones de Kant: la razón, en tanto que entendimiento, no tiene
uso para el conocimiento de lo incondicionado. No introduci­
remos aquí la posterior evolución de Jacobi sobre este tema
de la razón. Bástenos con saber que razón no tiene por qué
ser reducida a entendimiento, a la capacidad de formar meros
conceptos en la reflexión sobre las cosas sensibles y finitas.
Lo que ahora nos podemos hacer es la pregunta kantiana:
¿Por qué el destino de la razón es aspirar siempre al conoci­
miento de lo incondicionado?
Hay dos soluciones posibles aquí. O la razón es un ser
incoherente regalo de un Dios malicioso, o nosotros no hemos
contemplado la verdadera esencia de la razón. Pero en modo
alguno podemos quedarnos en el estado de una búsqueda que
siempre se niega. Como veremos, la solución de Jacobi es la
segunda: existe una razón diferente que hay que descubrir.
En todo caso, no se puede ofrecer una solución del entendi­
miento al problema del origen del mundo. Y entonces lo que
hay que negar es la salida kantiana, que así queda como un
compromiso cobarde. En efecto, ¿cómo resolvía Kant este pro­
blema? Manteniendo que las dos afirmaciones contrapuestas
(el mundo tiene comienzo y el mundo no tiene comienzo) obe­
decen a una necesaria diferencia de intereses. Queda reduci­
da la contradicción tan pronto como los dos enunciados con­
trapuestos se establecen como dos máximas regulativas: aqué­
lla que busca guiarse en la experiencia y aquélla que busca
guiarse en la praxis. En la investigación física se tiene que
trabajar suponiendo que el mundo no tiene comienzo, en la
investigación moral, suponiendo que existe un comienzo ab­
soluto en la libertad transcendental. La razón teórica es cier­
tamente un veneno, pero tiene el contraveneno en sí misma.
Cuando Jacobi se enfrenta a esta antinomia, la compren-

311
de de manera diferente. La pregunta por un comienzo del
mundo es absurda, pues no puede representarse ni explicar­
se con claridad. Hasta aquí Kant. Pero, en el fondo, ¿cuál es
la solución kantiana? Conceder la razón al científico mientras
conoce: con lo que el mundo objetivamente se despliega en
una sucesión indefinida. Este es el campo de la objetividad y
de lo real. En el fondo, esto significa la negación objetiva de
lo incondicionado y con ello de lo sobrenatural, extrafísico y
no mecánico. ¿Qué queda delante de nosotros? El campo in­
finito de la realidad espacial de Spinoza, que aspiramos a cru­
zar, pero que nunca lo hacemos. Por otro lado, Kant nos ofre­
ce la creencia subjetiva de que tal incondicionado existe. Pero,
¿qué es una creencia subjetiva ante la realidad objetiva inde­
finida y tenebrosa?
Por eso la razón kantiana se reduce de facto al entendi­
miento natural. Queda eliminada como órgano de conocimien­
to de lo incondicionado. Pero también, por eso, al reducir todo
a demostración natural, es determinismo. La única solución
es, por una parte, la afirmación primera, pura y simple de la
existencia de lo incondicionado. «No necesitamos buscar lo
incondicionado, sino que de su existencia tenemos una mayor
certeza que de nuestra propia existencia condicionada» (IV,
2, 153). Por consiguiente, afirmando también que lo incondi­
cionado enlaza con lo natural de una manera completamente
sobrenatural. De ahí que no podamos hacernos la pregunta
por la relación entre sobrenatural y natural, y de que no tenga
sentido preguntar por el origen del mundo. No podemos inte­
rrogar aquí porque una pregunta supone condiciones. Lo so­
brenatural es dado como un hecho. Y el vínculo con lo natu­
ral es otro hecho. Volvemos aquí al realismo espiritual que
expusimos. Pero ahora entendemos que su aceptación supo­
ne una transformación de la idea de razón y comprendemos
cómo esta transformación sólo pudo surgir desde un enfren­
tamiento con Kant y desde una equiparación de su posición
con el espinosismo al elevar el determinismo a principio cons­
titutivo real de la existencia. Sólo desde esta recepción de las
tesis de Kant, desde su necesidad de superarlas, se puede en­
tender la razón como una capacidad de intuir lo no sensible,
lo incondicionado, cumpliendo en sí la condición que el criti­
cismo proponía a todo conocimiento: referirse a la intuición.
Kant negaba un conocimiento racional puro porque negaba
una intuición intelectual: por eso su razón quedaba reducida
a entendimiento. Jacobi, al afirmarla como capacidad de in-

312
tuir los hechos espirituales, la caracterizaba de la única ma­
nera que el criticismo permitía: como una sensibilidad para
lo espiritual. Si el entendimiento se basa en una sensibilidad
física y material, y sólo así puede conocer, guardando este
paralelismo, la razón sólo se puede apoyar sobre una intui­
ción espiritual para que de esta manera pueda darnos cono­
cimientos.
Pero, ¿qué razón puede ser ésa? No una que el hombre
posee como consecuencia del mecanismo, sino una que el
hombre recibe junto con su dimensión espiritual. Es una vi­
sión que al mismo tiempo integra lo visto. Esa razón no es
humana, no está al arbitrio del hombre, sino que es extrahu­
mana y posee al hombre. No es razón, sino espíritu que hace
al hombre en lo que éste tiene de auténtico ser. «Si se entien­
de por razón el principio del conocimiento en general, enton­
ces es el espíritu que constituye toda la naturaleza viva del
hombre; en este caso el hombre existe para ella y él sólo es
una forma que ella ha tomado» (IV, 2, 153). Kant quedaba
así muy lejos. Pero no superado. Una nueva terminología, en
cierta medida apoyada en su propia obra, había venido a re­
plantear las mismas cuestiones que de hecho y filosóficamen­
te estaban destruidas en su obra. Una nueva figura de con­
ciencia surgía así sobre el fondo claro de las capacidades hu­
manas que él había delineado: el Geist como un nuevo sujeto
sustancial venía a sustituir al hombre kantiano; la participa­
ción en el mismo sustituía la participación práctica en el uso
de ciertas reglas de experiencia; la inmediatez, a la argumen­
tación verificable y controlada. Frente al humanismo kantia­
no, surgía una nueva filosofía de lo absoluto y de sus relacio­
nes confusas y místicas con el hombre. La premisa de la es­
peculación y del idealismo quedaba dada. Y para mayor
desgracia y confusión, justificada y avalada como si de una
superación del criticismo se tratara. Kant repitió a menudo:
¡ningún contacto con hombres como Jacobi y otros fanáticos!
Fichte no tuvo tantos escrúpulos y se decidió a fundamentar
el kantismo sobre la aceptación de esa intuición intelectual
de Jacobi. La gran confusión había comenzado. Quizás poda­
mos alegrarnos si miramos las cosas desde la perspectiva de
que esa confusión cristalizó al final en obras poderosas del
espíritu humano. Pero no podemos reprimir la tristeza de ver
hundirse para siempre la obra más preclara de la sensatez y
de la profundidad de un talento que siempre se quiso mera­
mente humano.Tendría que pasar más de medio siglo para

313
que se recuperara la claridad crítica del pensamiento kantia­
no en la obra de Feuerbach y Marx. Pero ya para siempre se
habría cometido la injusticia histórica más irreparable de la
filosofía: asociar la memoria de Kant con el idealismo poste­
rior como si fuera su desarrollo coherente. Y es evidente que
hoy da casi lo mismo cualquier decisión sobre lo que pudo
ser la verdad. Da casi lo mismo para casi todo el mundo.
Pero el filósofo siempre se ha movido por el placer de la inte­
ligencia. Y aún hoy es placentero admirar el complejo, mati­
zado y ordenado sistema kantiano sin mancharlo con lo que
no le es propio.

NOTAS

1. Jacobi está traducido al francés y al italiano desde hace con­


siderable tiempo. La traducción italiana de las Cartas, a cargo de
F. Capra, Laterza, Barí, data de 1914 y es desde luego excelente. La
francesa, realizada por Ansett, es de 1946 y está editada por Aubier
Montagne, pero no es tan buena como la anterior, que incluye todas
las notas y las variantes de las tres ediciones, la inicial de 1785, la
del año 1789 y la de última mano del propio Jacobi. La traducción
francesa incluye una edición prácticamente inservible de la carta a
Fichte, pues no incluye ni las notas ni los apéndices, algunos de
ellos de extraordinaria importancia. De Jacobi hay tres obras tradu­
cidas al italiano y al francés: así Nicola Bobbio tradujo en 1948 el
David Hume (de Silva, Turín) con una fuerza y estilo admirables,
pero que no siempre respeta el texto original en los giros y las me­
táforas. Tampoco tiene cuidado en proponernos las variantes respec­
to de la primera edición de 1787, que son considerables. Reciente­
mente se ha traducido al francés la misma obra, junto con una ex­
traordinaria introducción, a cargo de Louis Guilermit, Univ. Provence,
1981. Tampoco se registran aquí las variantes respecto de la edición
príncipe, cosa comprensible dado que era difícil encontrar esta edi­
ción. Ahora, sin embargo, disponemos de una reproducción de la
misma en la serie The Philosophy of David Hume, editada por Lewis
W. Beck, en Garland, 1983, introducida por Hamilton Beck. En la
actualidad preparo una traducción de esta obra. La Editorial Penín­
sula editará también en su colección «Textos cardinales» una edi­
ción de Las cartas a Mendelssohn sobre la doctrina de Spinoza,
hecha por el que esto escribe y por el Prof. Manuel E. Vázquez
García.
2. Cf. por ejemplo Vaihinger, Kommentar zur Kritik der reinen
Vernunft: «La argumentación de Jacobi es quizás la mejor y más
importante que en general se ha expresado nunca sobre Kant» (II

314
voi. p. 36). La escuela de Adickes, por ejemplo, Richard Kuhlmann,
en Die Erkenntnislehre F.H. Jacobi, p. 28, mantiene que «la inter­
pretación de Jacobi no ha sido refutada hasta hoy». Herring, en Das
Problem der Affektion bei Kant, Mainz, 1953, resuelve el problema
así; «El objeto trascendental nos afecta en el fenómeno con repre­
sentaciones. No somos afectados por representaciones, sino con re­
presentaciones» (p. 87). Baum, en su excelente libro Vernunft und
Erkenntnis, pp. 51 y ss., da por buena esta solución que, sin em­
bargo, no puede considerarse válida. Sobre este problema, cf. mi tra­
bajo La filosofía teórica de Kant, Valencia, Gules, 1985, en toda su
primera parte, y Racionalidad crítica, una introducción al pensamien­
to de Kant, fundamentalmente el capítulo II, «Realismo crítico», Tec-
nos, 1987.
3. Este problema de la relación entre Spinoza y el problema cen­
tral del idealismo ha sido abundantemente tratado en la bibliografía
alemana. Cf. por ejemplo los excelentes trabajos de Timm, «Die Be­
deutung der Spinozabriefe Jacobis für die Entwicklung der idealis­
tischen Religionsphilosophie»; o de Hammacher, «Jacobi und das Pro­
blem der Dialektik»; Lauth, «Fichte Verhältnis zu Jacobi unter be­
sonderer Berücksichtigung der Rolle Friedrich Schlegel in dieser
Sache»; De Brüggen, «Jacobi, Schelling und Hegel», y Höhn, «Die
Geburt der Nihilismus und die Wiedergeburt des Logos F.H. Jacobi
y Hegel als Kritiker der Philosophie». Todos estos trabajos se en­
cuentran en el libro editado por Hammacher, Friedrich Heinrich Ja­
cobi, Philosoph und Literat der Goethezeit.
4. A esta finalidad va destinado el texto «Was heisst in Denken
zu orientieren», publicado en 1786 en la Berlinische Monatsschrift.
Como es sabido, este texto pretende un distanciamiento tanto de la
posición de Jacobi como de la de Mendelssohn, lo que determinó
que Jacobi, ante la imposibilidad de acuerdo con Kant, emprendiera
la crítica en el apéndice de David Hume. Para los detalles de esta
polémica no creo que exista nada más completo y accesible que la
introducción de Philonenko a la traducción francesa del escrito men­
cionado, para la editoral Vrin, París, 1967.
5. Aún está por hacer una verdadera historia de la evolución de
la Doctrina de la ciencia, de Fichte. Lo más completo es el monu­
mental trabajo de Gueroult, reeditado ahora por G. Olms, Hildes­
heim, pero que no tiene en cuenta prácticamente el sistema de Jena,
el conjunto de escritos sistemáticos de Fichte desde 1797-1800.
Y además Gueroult nos propone una evolución demasiado interna.
Hasta qué punto la filosofía de Fichte se transforma en diálogo con
el propio Schelling y con Jacobi, y hasta qué punto la recepción del
System de 1800 y la cuestión del Atheismusstreit motivaron la radi­
cal transformación de Fichte desde la Nova Methodo a la Neue Dars­
tellung de 1801, esto es algo que necesita ulterior investigación. Cf.
para esto Lauth en su interesante librito Die Entstehung von Schel­
ling Identitätsphilosophie in der Auseinandersetzung mit Fichtes

315
Wissenschaftslehre, Munich, Alber, 1975. Para ello es preciso revi­
sar los textos claves de ese período. El autor y Manuel Ramos Valo­
ra han traducido la Nova Methodo para Natán, Valencia, 1987, texto
clave para la época. El propio Ramos Valora realizó su tesis docto­
ral sobre este tema.
6. Esta es la tesis general del libro de O. Bollnow, como ya ex­
pusimos en el primer capítulo, bastante discutido, dado el uso uni­
lateral de las novelas de Jacobi como texto filosófico inmediato. Verra
ha continuado esta temática en su aportación al volumen anterior­
mente citado de Hammacher, titulado Lebensgefühl, Naturbegriff und
Naturauslegung bei F.H. Jacobi. Para una crítica de Bollnow, cf. las
primeras páginas del trabajo de Baum anteriormente citado.
7. Esta exigencia la ha realizado sobre todo Baum, en Vernunft
und Erkenntnis, denunciando el prejuicio de los viejos comentaris­
tas como Harm y Dreyck, que sólo valoraban al Jacobi polémico (cf.
p. 1): «Es conocido que Jacobi es el primero que inaugura el enfren­
tamiento crítico acerca del idealismo trascendental de Kant, pero son
menos conocidas las realizaciones de su propia filosofía, cuyos re­
sultados eran casi una crítica de Kant, que no debía ser valorado
como un suceso aislado sobre sus contemporáneos y seguidores. Aquí
me parece ver un desiderátum no cumplido de la investigación de
Jacobi».
8. Para un punto de vista diferente desde el que se analiza el
problema de las relaciones con Spinoza cf. el estudio monográfico
de Hebeissen, F.H. Jacobi, seine Auseinandersetzung mit Spinoza,
Haupt, Berna, 1960.
9. El problema de las relaciones entre Jacobi y Schopenhauer, al
que ya hemos dedicado alguna nota en la introducción, debe consi­
derarse a partir de la problemática del nihilismo, que Jacobi es el
primero en plantear en la filosofía moderna. Esta influencia está
apuntada por Baum, op. cit., p. 35; pero ya había sido señalada antes
por Harm, Über die Lehre von F.H. Jacobi, Berlin, Akademieabhand­
lung, 1876, p. 3: «Lo que para Jacobi es una carencia de la filosofía,
el fatalismo, el ateísmo, el nihilismo, en esto consiste según Scho­
penhauer la esencia verdadera de la filosofía. Antes que Schopen­
hauer, Jacobi ha elevado al fatalismo, al ateísmo y nihilismo como
carencia de la filosofía, que surge desde su forma de demostración.
Schopenhauer se atiene a reconocer en esta carencia la esencia de la
filosofía». Cf. también Verra, p. 265. La cuestión es situar estas ob­
servaciones en un contexto metodológico correcto para que dejen de
ser exclusivamente analogías y parecidos circunstanciales y mues­
tren no un paralelismo externo, sino las razones por las que lo que
en un momento determinado es una carencia, en otro se convier­
te en una opción masivamente apoyada por una clase social.
10. Lukács no analiza la obra de Jacobi en su Die Zerstörung
der Vernunft, a pesar de hacer bastantes referencias a Salomón Mai­
món. Creo que este es un déficit muy señalado de la obra de Lukács,

316
que deja así fuera de lugar al iniciador de todo el irracionalismo
posterior, al que determinó todo el movimiento que el propio Lu-
kács se empeña en historiar, al que forzó toda la solución del idea­
lismo al dar la interpretación que se consideró ortodoxa del auténti­
co criticismo. Dado que Lukács ve en el criticismo una filosofía que
hay que superar, no podía encontrar que el motor de su superación
fuera realmente el irracionalismo, para él un fenómeno aún más de­
testable que el propio criticismo y sólo explicable desde el imperia­
lismo. Por lo demás, el idealismo es un camino que conduce direc­
tamente al marxismo, según el filósofo húngaro, que difícilmente p)o-
día reconocer que ese motor hacia el marxismo fue precisamente
el que un irracionalista introdujo en la filosofía alemana. Si hubiera
estudiado este fenómeno le hubiera sido difícil bendecir todas las
connotaciones de la filosofía hegeliana, incomprensible sin algunas
de las claves de Jacobi, típicamente místicas y cristianas. Desde esta
perspectiva, Lukács hubiera estado indefenso ante las tesis de Dil­
they —que el problema de la religión es la clave en la evolución del
idealismo—, que al fin y al cabo era su enemigo fundamental.
11. Cf. para esta religiosidad el excelente estudio de Koyré, Mysti­
ques, spirituels, alchimistes du XVIe siècle allemand, Idées, NRF,
1971. Cf. también el más reciente y más apropiado colectivo de es­
tudios «Zur neueren Pietismusforschung», Wege der Forschung, 440,
M. Greschat, donde se analizan las figuras de Ph.J. Spener y su
«Pia desideria», de A.H. Francke, de N.L. von Zinzerdorf y de J.A.
Bengel, todas ellas figuras básicas del pietismo en Alemania. Para
los elementos del pietismo en Jacobi, cf. Verra, op. cit., pp. 7-8.
12. Así lo han tratado sobre todo Hammacher, Die Philosophie
F.H. Jacobi, y Baum, Vernunft und Erkenntnis. En cierta medida se
puede considerar el trabajo de Hammacher, «Jacobi und das Pro­
blem der Dialektik», en F. H. Jacobi als Philosoph und Literat der
Goethezeit, como una contestación al trabajo de Baum.
13. Desde una perspectiva esencialmente religiosa, ha tratado a
Jacobi sobre todo A. Schmidt, Jacobis Religionsphilosophie, y la pri­
mera parte de su F.H. Jacobi, Eine Darstellung seiner Persönlich­
keit und seiner Philosophie als Beitrag zu einer Geschichte des mo­
dernen Wertproblems.
14. Cf. para este problema los trabajos de T. Bossert, Jacobi und
die Frühromantiker, donde expone con extraordinaria concisión y lu­
cidez los problemas de la relación de Jacobi con Schlegel, funda­
mentalmente a través de la relación de la novela Lucinde con el ideal
de amor de Jacobi expuesto en Woldemar. Este tema merece un es­
tudio más detenido. La novela de Schlegel, verdadero testimonio de
la época del Romanticismo emergente, ha sido editada por Natán,
Valencia, 1987, traducida y anotada por Berta Raposo e introducida
por R. Münster. Otro tema importante es la relación entre Jacobi y
Jean Paul, analizado fundamentalmente en los siguientes trabajos:
Geissendörfer, Th., «Jacobis Allwill and Jean Paul’s Titan», en The

317
Journal of English and Germanic Philology, 27, 1928, pp. 361-370;
Hartmanshenn, H., Jean Pauls Titan und die Romane F.H. Jacobi,
Marburgo, Dissertation, 1934; Jappe, H.F., (dean Paul anci F.H. Ja­
cobi», en Jean Paul Blätter, ed. por la Jean Paul Gesellschaft, 5, 1930,
pp. 15-22; cf. también la misma publicación, 4, 1929; Müller, «Jean
Paul und Jacobi», en Zeitschrift für Philosophie und philosophische
Kritik, 140 (1910), pp. 108-110. Cf. también, para las relaciones con
otros autores románticos. Schrick, W., «Coleridge and F.H. Jacobi»,
en Revue beige de Philosophie et Histoire, 36, 1958, pp. 812-850.
15. Cf. para esto las notas de la introducción.
16. Cf. sobre todo el capítulo 4, 1.
17. La valoración de las relaciones de Jacobi con Spinoza es una
constante en los estudios de Jacobi. De entre las opiniones y juicios
concretos destaco ante todo los siguientes; para una historia de la
problemática de la recepción de Spinoza en Alemania, cf. el recuen­
to de Verra, pp. 76-82 (donde se trata Bayle, Wolff, la primera tra­
ducción de la Ethica, en 1744, por J.L. Schmidt, Mendelssohn y Les­
sing en su común ensayo Pope, un metafísica, 1753 y la extraña y
forzada relación entre Lessing y el Prometeo de Goethe, tal y como
la ve la época, mencionando las recensiones más importantes). Verra
mantiene, a lo que creo con razón, que la clave del espinosismo de
Lessing reside en poner en solfa la concepción ortodoxa de la divini­
dad, que según Lessing debe carecer de caracteres antropomórficos,
que según la tradición espinosista correspondían a la imaginación y
no a la razón. Por esto no podía haber acuerdo entre Jacobi y Les­
sing, pues para el primero el espinosismo era precisamente el antro­
pomorfismo perfecto, en tanto que hacía del criterio de razón sufi­
ciente, de causalidad, un principio al que se debía someter el propio
Dios. El salto mortal tiene esa misión lateral: al aplicar la noción de
creación nos obligamos a romper el carácter absoluto del principio
de razón. Por eso creo que Timm (Die Bedeutung..., p. 53) está acer­
tado al centrar el significado de la polémica no en la presentación
de Spinoza como ateo, sino en la nueva fundamentación de esa pre­
sentación de la filosofía de Spinoza de tal manera que por sí misma
atenta contra toda la filosofía, es decir, contra toda pretensión de
usar indefinidamente el principio de razón —que no otra cosa es
para Jacobi y para la época la filosofía que se pretende sistemáti­
ca—. Pero por eso mismo la mayor significación de la polémica será,
en segundo lugar (Timm, p. 37), exponer la filosofía transcendental
desde el espinosimo y el espinosismo desde la filosofía transcenden­
tal, esto es, rehacer la filosofía aceptando de entrada que tiene que
ser una forma de espinosismo. Homann entiende el problema desde
una perspectiva radicalmente diferente, pero no por eso menos inte­
resante. Para Homann, la cuestión del salto mortal tiene que ver
fundamentalmente con el mismo problema de Weber en su Wissen­
schaft als Beruf, de 1919: si es posible fundar científica o racional­
mente los últimos elementos de la vida práctica y de la vida perso-

318
nal (Homann, Die Philosophie der Freiheit, p. 138). La voluntad de
Jacobi es llevar toda posición racionalista hasta sus últimas conse­
cuencias, hasta el momento en que queden claras las contradiccio­
nes, que exigen sin más una decisión que debemos tomar por salto
mortal, por elección. Jacobi aceptaría a medias esta posición, por­
que posteriormente dirá que dar el salto mortal es una decisión ra­
cional, porque es reconocer lúcidamente el carácter infundado del
entendimiento y permite aceptar que la creencia sea la base de la
vida: ésta es la nueva noción de razón. Timm dice de este particular
que en cierta medida la filosofía de Spinoza era más cercana a esta
limitación del entendimiento, a esta decisión, que a la mediación in­
finita del saber por razones: «La contradicción en la relación de Ja­
cobi con Spinoza corre también finalmente sobre la pregunta de si
según Jacobi la filosofía de Spinoza es un racionalismo o la supera­
ción positiva del mismo. ¿Se aprecia su principio en la demostrabili­
dad absolutamente puesta de la mediación infinita del saber o en la
inmediatez de la verdad que se asegura a sí misma, y para la cual
la discursividad racional es un medio? Sobre esta pregunta las Brie-
fe no dan ninguna respuesta clara. [...] Spinoza es el «Woher», pero
también el «Wohin» del salto mortal de Jacobi. [...] Spinoza es
la filosofía de Jacobi negativamente, pero también es la filosofía de la
creencia positivamente. Lo antiespinosiano en él reside en la oposi­
ción de ambos» (op. cit., p. 57). Y expresado aún más concretamen­
te: «El conflicto de Spinoza —que para Jacobi prosigue en su crítica
a Kant, a Fichte y a Schelling— era propiamente si la Ethica de Spi­
noza debía leerse desde arriba o desde abajo, desde el concepto de
Dios de la primera parte o desde el “amor intellectualis Dei” la últi­
ma» (p. 58). Lo que es preciso decir como único complemento a estas
acertadas manifestaciones, es que el idealismo de Schelling y Hegel
intenta fundamentalmente reunir estas dos dimensiones de la filoso­
fía de Spinoza en un solo discurso que vincule el determinismo de
la primera parte de la Ethica con el sentimiento de la libertad inte­
lectual que se invoca en la última, y que el propio Jacobi integra en
su pensamiento. Verra también ha visto esta escisión introducida por
Jacobi en el cuerpo uniforme del pensamiento de Spinoza (cf. su
obra, pp. XVIII y ss.), que él expresa como una disociación entre la
ética y la metafísica, lo que obliga a una teoría del conocer diferente
de la mediación racionalista: la intuición intelectual y la libertad
como «senso del divino» (p. XIX) Esta es la otra cara de la nega­
ción de Spinoza: la afirmación del carácter inmanente de la libertad
al conocer, a la razón y a la intuición intelectual (p. XIX). Por lo
demás, para la continuación de la polémica, cf. Verra, op. cit.,
p. 85, sobre An die Freunde Lessings, donde Mendelssohn defiende al
Lessing deísta, al Lessing de la religión de la razón; sobre Morgen-
stunden, donde Mendelssohn se repliega y acepta que <cun espinosis-
mo purificado es compatible con todo lo que la moral y la religión
tienen en lo práctico», pudiéndose conciliar con el judaismo. Lessing

319
defendería un panteísmo purificado, una voluntad de no aceptar nin­
guna revelación (Verrà, p. 86), que se sostiene en la posibilidad de
armonizar el sistema de las causas finales y eficientes. Para el papel
de Hamann, cf. p. 90. Para la participación de Herder y Goethe en
la polémica, cf. Verrà, pp. 114-119. Para la polémica sobre el cripto­
catolicismo, cf. pp. 180-181. Sobre el contenido concreto de la polé­
mica, cf. pp. 105-113. La tesis fundamental de Verrà es que el signi­
ficado de la polémica es sobre todo ético: la defensa de la libertad
humana contra el fatalismo (p. 139). «Fatalismo consiste en recha­
zar que el pensamiento pueda tener función autónoma alguna en la
vida ética y no en negar que tenga en sí una peculiaridad» (Verrà,
p. 139). Verrà pasa a comentar las tesis sobre la libertad a partir de
la p. 148. Timm, en su ensayo en Tagung in Düsseldorf, mantiene
que existe de hecho un problema teológico: «Espinosismo para
Jacobi-Lessing quiere decir: un Dios que es consciente de sí mismo
no en sí, sino en sus criaturas, en otro de sí mismo, que él produce
en virtud de su ser» (cf. p. 48); pero en el fondo aceptar esta dimen­
sión de Dios, que en principio es inconsciente de sí, es aceptar la ne­
cesidad del Hijo como logos. Así que insisto en que la cuestión resi­
de en hacer una equivalencia entre el Dios Padre de la Trinidad con
la sustancia espinosista. Pero la significación de esta proyección es
fundamental cuando descubramos la polémica de Schelling con Jaco-
bi: es preciso reconocer una naturaleza en Dios que es abismo, in­
consciencia, pero también inquietud por llegar a reconocerse, por lle­
gar a ser Dios genuinamente. Sólo que este reconocimiento de Dios en
el espinosismo reformado de Schelling —como en Lessing— no se da
inicialmente en alguien diferente de sí, sino que en la lógica de la teo­
logía trinitaria sólo se puede dar en sí, pero como segunda persona.
En una palabra: no es un naturalismo como el de Herder. Con clari­
dad podemos decir que el espinosismo se media en la generación más
joven por el problema central de la renovación de la teología trinitaria.
18. Sobre Allwill y su significación como personalidad prototípi-
ca, reenvío al lector a nuestro capítulo III.
19. Jacobi describe esta experiencia en el tomo IV, 1, 48, de las
Briefe; la vuelve a narrar en David Hume, y constituye el motivo
fundamental de su apéndice III a la segunda edición de las Briefe,
cf. IV, 2, pp. 67-73.
20. Para las relaciones entre Jacobi y Goethe reenvío también al
estudio de Nicolai, Goethe und Jacobi. Studien zur Geschichte ihrer
Freundschaft, y a lo que ya dijimos sobre todo esto en nuestro III ca­
pítulo.
21. Otros trabajos sobre esta relación son Deycks, F.H. Jacobi
in seinem Verhältnis zu seinen Zeitgenossen, besonders zu Goethe,
y Kühn, J., Der Junge Goethe im Spiegel der Dichtung seiner Zeit.
Para una breve semblanza, cf. Verrà, p. 12 para la relación de las
figuras de Woldemar en las cartas a Goethe, y en la p. 13 para la
concepción del arte como algo nacido de la experiencia.

320
22. Pascal y Fenelón, así como Bossuet, serán referencias cons­
tantes a partir de ahora en las obras de Jacobi, si bien no conozco
un estudio dedicado a esas relaciones, que desde luego no son exce­
sivas en los años de la formación de la doctrina de Jacobi. Otros
elementos de la cultura francesa, como Bonnet, sí que han merecido
la atención de los estudiosos, cf. p. ej. Isenberg, Der Einfluss der
Philosophie C. Bonnet auf Jacobi, Leipzig, Neske, 1906. Para Bon­
net, cf. Savioz, R., La philosophie de Ch. Bonnet de Géneve, París,
Vrin, 1948. Se echa de menos también un estudio monográfico sobre
la influencia de Rousseau y sus novelas sobre las novelas de Jacobi.
Para Rousseau-Jacobi, cf. Verra, p. 7. Esta influencia entró en Ale­
mania fundamentalmente a través de un artículo del propio Wieland,
Werke, Berlín, 1909, vol. VII, p. 378. A partir de aquí se introduce
el ideal de la Sympathie como forma de alegría natural, como Emp-
findsamkeit, etc., valores que comparten las dos novelas de Jacobi:
cf. para todo esto Verra, op. cit., p. 63, nota 4.
23. La filosofía de Fichte parte de este pathos, como queda refle­
jado perfectamente en sus Einige Aphorismen über Religión und Deis-
mus, y en las Reflexionen religio-philosophisches de 1791, traduci­
dos por mí en la revista Er de Sevilla y que se centran en el proble­
ma de las relaciones entre la religión del corazón y la religión de la
cabeza. Esta zozobra fue compartida también por el Reinhold inme­
diatamente anterior a su conversión a la filosofía kantiana. Curiosa­
mente, en ambos autores la teología moral de Kant será el puente
capaz de sintetizar una religión que calme a la razón y al corazón.
Kant sin duda nunca vivió esa zozobra, ni previó este uso de su
teoría de los postulados. Este uso de Kant es decisivo para entender
la recepción kantiana de la época. Fichte se vuelve a Reinhold mucho
antes de la problemática de Aenesidemo, porque tiene un programa
de por sí coincidente con el suyo: exponer popularmente el kantis­
mo como premisa para defender la teología moral. Pero Fichte verá
en el kantismo desde siempre un problema central: la emergencia
de la libertad y la posibilidad de una acción libre en un mundo sen­
sible. Por eso Fichte se preocupará siempre de un problema que de­
termina toda su filosofía: la síntesis del mundo de la libertad —in­
teligible— con el mundo de la naturaleza —sensible—.
24. Es curioso que una filosofía como la de Spinoza, que surge
como un rechazo de la experiencia vital que luego resultará típica
de los protorrománticos, como un rechazo de la inclinación continua
a la experimentación subjetiva permanente —véase para esto las con­
fesiones de los primeros parágrafos del De Emendatione intellecti, re­
forme de Ventendement, Pléyade, Oeuvres Completes, pp. 102 y ss. —
y de una búsqueda del objeto que proporcione alegría permanen­
te y creciente por sí solo, se utilice ahora para fundamentar precisa­
mente justo la experiencia prerromántica como la única legítima, hu­
mana y natural.
25. Herder, como sabemos, terció en la polémica sobre Spinoza

321
con un diálogo, Goti, que conoció dos ediciones radicalmente dife­
rentes, dado que la segunda está considerablemente reducida, justo
en la parte en que Jacobi centró su crítica. Ésta se llevó a cabo en
su apéndice V de la segunda edición de las Briefe, IV, 2, 82-96. Sin
embargo, frente a Kant supieron hacer ambos un frente común cuan­
do el idealismo fue obligado a abandonar su cátedra principal, a co­
mienzos de siglo: en efecto, ambos supieron usar las anotaciones de
Hamann sobre la Metacrítica de la razón pura, en dos obras de di­
ferente ambición y de escaso éxito: la Metakritik zur Kritik der rei­
nen Vernunft, titulada globalmente Verstand und Erfahrung, Leip­
zig, 1799, parcialmente traducida en la edición de «Obras selectas»
de Alfaguara, y el escrito de Jacobi, Sobre la empresa del criticismo
de reducir la razón a entendimiento. El escrito madre de ambas «me-
tacríticas» era mucho más sugerente y punzante. Una traducción ase­
quible al italiano se encuentra en Croce Saggi Filosofici, III , Bari,
Laterza, 1913, pp. 291-315.
26. Baum, siempre atento a los elementos positivos de la filoso­
fía de Jacobi, ha mostrado que la teoría del salto mortai es mucho
menos definitiva de lo que parece, y que en el fondo equivale a un
momento metodológico más que debe ser complementado con una
explicación positiva de la teoría de la creencia, de la percepción
—como superación de la teoría tradicional de la representación—
y de la intuición. Cf. fundamentalmente Vernunft und Erkenntnis,
pp. 18, 25 y 97. Y sin embargo hacia 1792 resurgirá como categoría
central de la historia de Jacobi.
27. Las relaciones positivas con el empirismo ya fueron señala­
das por Harm de una manera tan rotunda como ésta: «El elemento
positivo en Jacobi es un empirismo. Su empirismo es un empirismo
de la vida y no de la ciencia» (op. cit., p. 14). Baum ha centrado el
problema rastreando la influencia de Reid y de Berkeley (cf. Baum,
pp. 78 y 106).
28. Baum no cita esta influencia del joven Kant sobre Jacobi.
Quizás por eso está inclinado a interpretar el empirismo de Jacobi
desde el empirismo inglés, que en modo alguno era una filosofía rea­
lista; y por eso tampoco señala la solidaridad entre un empirismo
de corte kantiano —de la época de 1670— y la apelación a la intui­
ción —y no a la sensación— como forma de conocimiento inmediato
de la realidad externa. Cf. para todo este período kantiano y el papel
de la intuición mi libro La formación de la crítica de la razón pura.
Universidad de Valencia, 1981, cap. I.
29. David Hume se editó en la primavera de 1787 antes de la
segunda edición de las Briefe y contenía el archifamoso apéndice
sobre el idealismo transcendental, donde se mostraba la íntima in­
coherencia de la doctrina kantiana. En la edición de sus Werke apa­
rece como la primera obra auténticamente filosófica de su autor, que
compuso un prefacio para ella como introducción a toda su obra
filosófica, en el que se defendía una noción de razón radicalmente

322
distinta de la que se defendía en el propio libro introducido (de una
razón como diferencia gradual con la sensibilidad, se pasó a la razón
como una diferencia radical con todo el entendimiento y la sensibili­
dad). El trato de Jacobi con Kant no acaba en David Hume sino
que tiene los siguientes jalones: 1792, en el apéndice a la nueva edi­
ción de Allwill titulado «A Erhard O*»; 1800, en Sobre la empresa
del criticismo de reducir la razón a entendimiento; 1815, la intro­
ducción al tomo II de sus Werke; y por fin una «Epistel über die
Kantische Philosophie», aún inédita y en posesión del Archivo
Goethe-Schiller de Weimar, y cuya importancia para el tema que nos
ocupa desconozco.
30. Cf. para esta expresión en su primera ocurrencia, cf. IV, 1, 55.
31. Cf., sobre esto Vidal Peña, El materialismo de Spinoza, Re­
vista de Occidente, 1974, sobre todo el capítulo 2, «La idea de sus­
tancia en Spinoza como materia ontológica-general», pp. 77-117.
32. Para este problema de las relaciones entre Fichte, Reinhold
y Jacobi, cf. la introducción a mi edición de las Obras filosóficas de
K.L. Reinhold (incluye «El destino de la filosofía kantiana», «Sobre
el fundamento del saber filosófico» y otros ensayos), que próxima­
mente editará Península en su colección «Textos cardinales».
33. Timm ha mostrado que Jacobi tenía la opinión de que Kant
era espinosista antes de que construyera las Briefe en su primera
edición, y sólo por prudencia debió callar. A sus amigos, sin embar­
go, les comentó la verdad; así a Winzenmann, en carta de 17.6.1784
reconoce que Kant ha tomado la noción de intuición a priori de Spi­
noza: «Usted puede ver desde este pasaje que también nuestro Kant
ha leído a Spinoza con provecho». Cf. Timm, Die Bedeutung der Spi-
nozabriefe Jacobis für die Entwicklung der idealistische Religión Phi­
losophie, pp. 62 y ss.

323
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Ca p ít u l o V I

EL CAMINO HACIA FICHTE

1. La razón de ser de »David Hume»

Cuando Jacobi edita sus Obras completas hacia el final


de su vida, escribe una larga introducción en la que expone
los hilos generales de su producción filosófica y el sentido glo­
bal de su actividad polémica. Dejando aparte que progresiva­
mente esa actividad se centre en un ataque contra Kant, lo
importante es que Jacobi propone la obra David Hume como
el punto de referencia esencial para comprender sus posicio­
nes y sus tesis. Por eso es la primera obra que edita, con
anterioridad a las Briefe. Este carácter central de la obra la
hace merecedora de una explicación acerca de su origen y de
su sentido. Y a esto vamos a referirnos.
Desde luego, Jacobi dijo en su polémica con Mendelssohn
mucho más de lo que deseaba. Sólo se dio cuenta de ello cuan­
do comprobó que la falta de matiz de algunas de sus tesis le
hizo perder aliados que de buena gana se hubieran alineado
con él, como Goethe y Herder. Su actitud pareció demasiado
irracionalista, demasiado fideísta, demasiado volcada hacia la
no-filosofía. En esta situación, su pensamiento era un calle­
jón sin salida. Nada más podía decirse sino repetir monóto­
namente la decidida voluntad de respetar la fe y la creencia.
Con todo ello, Jacobi se desmarcaba radicalmente del mundo
filosófico y se condenaba al silencio. Por tanto, pronto com­

325
prendió que las cosas no podían quedarse así; él no era ni
había sido nunca el defensor de un irracionalismo radical, de
un fanatismo religioso fácilmente confundible con un fideís­
mo autoritario. Él no se sentía así en su interior y se veía
legitimado para defenderse de las acusaciones de criptojesui-
tismo que sobre él se habían vertido. Necesitaba mostrar qué
cosa peculiar era para él la fe. Herder le hizo ver que este
problema quedaba pendiente en las Briefe, y que sin él este
libro carecía de unidad. Si alguna dirección debía tomar su
pensamiento era ésta: una reflexión fundamental sobre la
creencia.*
La cuestión era romper la estrategia de la defensa que
había iniciado en las Briefe y con la serie de réplicas y con­
trarréplicas intercambiadas con Mendelssohn. No podía de­
fenderse haciendo apelaciones personales. Su defensa tenía
que poseer autoridad filosófica. Para eso sólo quedaba un pro­
cedimiento; mostrar que su argumento en las Briefe era es­
trictamente racional, que era una exigencia de la razón la que
forzaba a dar el paso hacia la aceptación de un no-saber, de
una creencia. Esta era la clave: la propia razón exige la creen­
cia. No se trataba entonces de querer ser irracional, oscuran­
tista, sino que se apelaba a la creencia justo porque se quería
ser consecuentemente racional. Y para ello no había otra po­
sibilidad que vincular su estrategia a pensadores clásicos sin
sospecha alguna de oscurantismo, de anti-ilustración. La pa­
radoja así quedaba garantizada: David Hume, el ideal de la
Ilustración, sostenía exactamente la posición de Jacobi, el apa­
rente ideal de oscurantismo.^
Ciertamente que Jacobi no conocía, al componer David
Hume, todas las consecuencias de su posición. Cuando escri­
ba su prefacio a las Obras completas corregirá entonces al­
guna debilidad de su argumentación, referente sobre todo a
la relación entre entendimiento y razón (II, 7-8). Esto le obli­
gará a perfilar toda su posición general; porque la razón no
puede configurarse como una capacidad aislada respecto de
las demás facultades cognoscitivas, sino que como facultad
de la creencia (esto es, de la intuición de la realidad inteligi­
ble) debe ser mediada ulteriormente por el entendimiento
como capacidad general del pensar discursivo. Se descubría
por fin aquello de lo que se trataba; la razón era una capaci­
dad de auténticos principios intelectuales, exactamente igual
que la sensibilidad era la capacidad de los auténticos princi­
pios sensibles.

326
Resultaba claro que el tema del libro era una discusión
con el fundacionalismo larvado que recorría toda la filosofía
moderna.^ Pero también que era esencialmente un ataque a
la filosofía de Kant en tanto carente de auténtica fundamen-
tación, y un reto para que la filosofía reconociera valiente­
mente que no había otro principio último que la creencia. Ja-
cobi sabía que con eso se volvía a la dinámica de la filosofía
prekantiana, pero ahí residía un elemento central de su estra­
tegia. Repudiaba de Kant su rechazo a entregarse a un últi­
mo principio absolutamente idealista, su escepticismo trans­
cendental, su dualismo empírico, que impedía que la razón
ofreciera principios propios y que forzaba su reducción a mera
capacidad ordenadora del entendimiento, lo que significaba
para Jacobi quedar reducida al entendimiento propiamente
dicho. Jacobi sabe todo esto, pero lo justifica como en las Brie-
fe: manteniendo que la auténtica filosofía es la de Spinoza,
esto es, la que busca ser un sistema perfecto fundamentado
en sí mismo. Es la estrategia de siempre: negarse a alterar el
concepto de filosofía del racionalismo para hacer inevitables
sus conclusiones frente a Kant.
Ese era el objeto del libro: mostrar que el proyecto funda-
cionalista del conocimiento, típico del pensamiento moderno,
o bien se disolvía en una negativa arbitraria a seguir buscan­
do una instancia unificadora de la dualidad (tal le parecía a
Jacobi la posición de Kant) o se entregaba a algún tipo de
principio que no era realmente conocido o representado, sino
creído. La base de todo conocimiento no podía a su vez ser
conocida; la base de toda representación no podía ser a su vez
representada. Con ello surge la obsesión de construir el siste­
ma que va a dominar en toda la llamada filosofía poskantiana.
Sin esta obsesión la filosofía de Fichte no tendría sentido. Por
eso este capítulo tiene que mostrar cómo Jacobi impuso esta
obsesión, esta estrategia fundacionalista extrema, cómo lo hizo
mediante una crítica a Kant, cómo soportó esta crítica sobre la
filosofía del Yo de Leibniz, y cómo al hacerlo así marcó el ca­
mino hacia Reinhold y hacia Fichte a un mismo tiempo. Y todo
ello fue posibilitado porque Jacobi supo defender que él deba­
tía un problema estrictamente filosófico, una exigencia de ra­
cionalidad. Como el mismo Jacobi escribiría más tarde:

El siguiente diálogo hay que ponerlo en relación con la


obra sobre la doctrina de Spinoza. Apareció en la primavera
de 1787, año y medio después de la primera edición de las

327
Briefe y dos años antes de la segunda edición de las mismas.
La afirmación que expuse en mi obra sobre la doctrina
de Spinoza, de que todo conocimiento humano procede de la
revelación y de la creencia, suscitó un escándalo generaliza­
do en el mundo filosófico alemán. No podía ser completamen­
te verdad que existiera un saber de primera mano que condi­
cionara todo el saber de segunda mano (la ciencia), un saber
sin pruebas que precediera necesariamente al saber de lo pro­
bado, que lo fundamentara, lo dominara completamente y lo
mantuviera.
De hecho escribí este diálogo para justificar aquella afir­
mación tan combatida y para presentar en toda su falsedad
e incoherencia aquellas acusaciones contra mí en el sentido
de que era un enemigo de la razón, un predicador de la fe
ciega que despreciaba la ciencia y la filosofía; en suma, de
que era un fanático y un papista [II, 3-4].

Repárese en algunas de las palabras que emplea Jacobi.


Tiene que haber un Wissen de la Wissenschaft, que sea el
que fundamenta, begründet. Es el concepto fichteano de «cien­
cia de la ciencia», como discurso fundamental de todo cono­
cimiento, el que se está prejuzgando aquí. Y la acusación ra­
dical contra Kant consiste en que no ha fundamentado todo
conocimiento justo porque allí donde reconocía a la razón que
aspiraba hacia un fundamento incondicionado —en la dialéc­
tica transcendental de la KrV— se ha negado a dar el paso a
la afirmación de su valor objetivo. Por eso Jacobi no sólo in­
dica qué problema le queda a Kant por resolver, sino que ade­
más indica qué parte de la KrV debe ser reformulada para po­
der resolverlo; la dialéctica, la teoría de la razón. Y no sólo eso,
sino que además, al mostrar que la filosofía de Kant sólo pue­
de reformularse desde la leibniziana, mantendrá que sólo puede
puede defenderse desde una reestructuración de la filosofía del
Yo a partir de una revisión de los paralogismos.
¿Se puede decir entonces que la obra David Hume es una
continuación de las Briefe sobre Spinoza? ¿Se puede decir que
estamos ante una obra de circunstancias? Este calificativo,
en un autor que ha construido toda su obra desde estímulos
externos, apenas tiene sentido. Pero es claro que Jacobi no
tenía intención inicial de escribir una obra autónoma. Unos
pocos meses antes de la salida pública de esta última obra,
el 15 de septiembre, escribe a Lavater acerca de los últimos
acontecimientos de su polémica con Mendelssohn y le confie­
sa que prepara una segunda edición de la misma que espera

328
esté lista para la siguiente feria, para S. Miguel del año si­
guiente. Pues bien, dentro de los preparativos de esa segun­
da edición hay uno, sin duda concebido como uno de tantos
apéndices a las Briefe, que Jacobi describe así:

Es un tratado detallado que pondré al principio de la obra,


que debe justificar el uso que he hecho de la palabra «creen­
cia» y que separará de la manera más precisa mi filosofía
respecto de la kantiana. [AB, I, 410].^

Es claro que este tratado que debía anteceder las Briefe


es David Hume. Pero ya se manifiesta como algo interno a
ese proyecto la voluntad de romper con la filosofía kantiana
de la manera más clara^ y esto significa para él sobre todo
dar una definición precisa del término Glaube. ¿Por qué? Si
la definición de esa palabra es urgente y tiene relevancia para
su enfrentamiento con Kant, es porque se ha hecho evidente
que desde la noción de creencia racional de la KrV se sigue
un ateísmo (cf. N, 84, a Schlosser, del 23.9.1786). Pero no
cabe la menor duda de que en este proyecto no hace sino de­
fender posiciones que él creía comunes a Lavater y a Hamann,
posiciones con las que todos se sienten identificados. Hasta
tal punto es esto así que Lavater, en la carta de contestación,
le propone con la mayor naturalidad una serie de ideas que
son perfectamente acordes con las que Jacobi ya tenía más
que hilvanadas en su tratado. Entre ellas dos de fundamen­
tal importancia: que la creencia «die Bestimmungskraft des
Anschauens hat», esto es, que tiene que analizarse desde la
noción de intuición, y que aquello que se testimonia por medio
de la fe es «ein positiveres Phänomen». Surge aquí con clari­
dad la necesidad de afirmar la creencia haciendo un uso de
los términos más queridos de la filosofía kantiana, pero justo
para oponerse a ella, para destruir «der unbewollkte Himmel
von negativen Räsonnierern». La conclusión de Lavater, que
no tiene más noticia del contenido de la obra que la carta
anterior, es perfectamente idéntica a la de Jacobi: «Ein Sens-
form Glaubens versetz Berge von Sophistereien» (cf. N, 88,
Lavater a.Jacobi, 27.10.1786).
Estamos así ante una obra-manifiesto que siempre dice
algo más que la mera opinión de Jacobi: es la voluntad de la
reacción fideísta alemana contra el criticismo. Hasta tal punto
esto es así que sabemos que el propio Lavater escribe por
esos días un tratado sobre «Sein und Nichtsein, Schein und

329
Realität, Wahrheit und Irrtum» en el que expondrá su «Phi­
losophie, Moral und Religion» (cf. AB, I, 411), justo en el
mismo orden que pretendía la obra crítica, y justo desde un
análisis que ya de por sí parece cuestionar el vocabulario bá­
sico de la filosofía kantiana. Sin embargo, realmente aquí des­
cubrimos las serias diferencias de formación que separan a
Jacobi de los demás miembros de esa reacción. Comparado
con Kant, quizás nos parezca un aprendiz, pero compara­
do con Lavater y Hamann nos parece —y esto es lo fundamen­
tal— filósofo: habla desde una tradición perfectamente reco­
nocible por todos los que se dedican al pensar. Por eso será
el único del grupo que tenga influencia genuina: defenderá
desde una tradición estrictamente filosófica justo lo que La­
vater va a defender desde la apelación a la magia (cf. AB, I,
413). Es más, justo porque sus objeciones al criticismo vie­
nen hechas desde tradiciones filosóficas bien asentadas
—mejor asentadas desde luego que el propio criticismo, como
es el caso del leibnizianismo—, van a obtener perfecto eco
sobre pensadores que, aunque convertidos al kantismo, son
por formación y por sedimento cultural prekantianos. De otra
manera no se comprenderá el papel ni la centralidad de Jaco­
bi en todos estos procesos.
Antes de pasar a una exposición de la filosofía de esta
obra, interesa llevar a cabo una pequeña, protesta por la es­
casa atención que ha merecido por parte de los estudiosos.
Verra sólo le dedica algunos párrafos en los que resume sus
tesis principales poniendo de manifiesto sobre todo su rela­
ción con el Kant precrítico. El siempre excelente Zierngiebd
le dedica un pequeño epígrafe para pronto introducirse en las
relaciones sistemáticas de Kant y Jacobi. Quizás esto sea de­
bido a la propia presentación paradójica de la obra, que cier­
tamente es forzada o buscada por el autor para otorgar dig­
nidad filosófica a sus tesis. Pues en el fondo es fácil pensar
que ese intento de mezclar la fe de Lavater con el concepto
de Belief de Hume no puede tener sino resultados endebles.
Sin embargo, no debemos hacer juicios prematuros a este res­
pecto pues la obra tiene más repliegues que ese elemental que
se recoge en el título.
En efecto, en la introducción a la edición de 1787, que no
aparece luego en la Werke, se nos informaba de que el libro
estaba concebido para tener tres partes: una primera sobre
David Hume y su teoría de la creencia; una segunda sobre las
diferencias entre realismo e idealismo y una tercera que

330
trataba expresamente sobre la teoría de la razón o sobre Leib-
niz. Cuando Jacobi decidió acortar la obra, haciendo de ella
el diálogo que todos conocemos, no rompió totalmente con
esa idea —pues ya debía tener materiales concretos para
ello—, sino que se limitó a dejarla implícita. Para nosotros
es perfectamente reconocible en el proceso dialéctico de esos
dos personajes, el Yo y el Él. Por tanto, ni mucho menos co­
rresponde a Hume el papel central de la obra, sino sólo de la
primera parte. La segunda se concentraba en el ataque a Kant,
y en la tercera y conclusiva destacaba la figura de Leibniz
como la única que podía ser eficaz para reconstruir una teo­
ría de la razón. La síntesis final entonces no era Hume-Lavater
sino Leibniz-Jacobi.^ Si la obra hubiera reflejado ese título, a
buen seguro que habría sido leída con más atención por los
comentaristas, al menos con la misma atención que la leye­
ron los contemporáneos, quien desde luego conocieron este
prefacio. Desde lo dicho, por tanto, es fácil comprender nues­
tra decisión de respetar esa estructura en nuestra exposición.
Vayamos entonces a nuestro tema y expongamos ante todo
la alteración de la noción de creencia por parte de Jacobi.

2. La noción de »Glaube»

La peculiaridad de todo el tratamiento de Jacobi sobre la


creencia^ se basa en defender que existe una comunidad pro­
funda de sentido entre los supuestos más básicos de nuestra
existencia, indispensables para la vida y fundamento de toda
racionalidad (lo que en inglés es Belief) y la actitud del cre­
yente religioso, el que acepta una fe {Faith). Ambos sentidos
se recogen en alemán en una única palabra y por eso cree
Jacobi que deben poseer una raíz propia, común y originaria.
Así, por tanto, la reflexión de Jacobi se inicia desde la apre­
ciación lingüística de que sólo hay en alemán una palabra
para ambos sentidos: Glaube. Y por eso sólo en alemán puede
surgir la reflexión que busca el sentido unitario de ambos, la
clave que permite que el lenguaje los haya unificado. El uso
que hace Jacobi de Hume es justo este: apropiarse de sus
análisis de la noción de Belief para luego proyectarlos sobre
la noción de Glaube en un sentido que acoge también la no­
ción de fe religiosa: si efectivamente Hume demuestra que su
Belief está en la base de toda la racionalidad humana, enton­
ces Jacobi podrá concluir que la fe religiosa en modo alguno

331
es un fenómeno contrario a la racionalidad, sino antes bien,
funciona como el fundamento de toda racionalidad. Puestas
así las cosas, la estrategia de Jacobi no puede ser más des­
honesta, porque traiciona perfectamente la voluntad última de
los análisis de Hume: destacar qué puede ser una creencia
natural a fin de mostrar el absurdo de algunas de nuestras
creencias «artificiales» o religiosas. Sin embargo, y en honor
a la verdad, Jacobi no altera lo que él entiende por fe religio­
sa hasta hacer que cuadre formalmente con el modelo de la
Belief humeana, sino que desde siempre había tenido ese con­
cepto de fe. Desde siempre defendió ese realismo espiritual
que le es característico y que enlazaría la primera y la segun­
da parte de la obra.
Aunque Jacobi es un buen diplomático, creo que en esta
obra es ciertamente transparente. Veamos, pues, cómo mati­
za esa estrategia general en los meandros de su exposición.
El punto de partida de toda la obra, como ya dije, es la acu­
sación que ha recaído sobre Jacobi de fomentar el oscuran­
tismo y «la creencia ciega e indigna de la razón» (II, 137).
Jacobi entonces decide definir esa «creencia ciega» de una ma­
nera absolutamente pulcra, pero también ambigua: es «ein auf
Ansehen gestützter Beifall, ohne Gründe oder eigene Einsich-
te» (II, 137), esto es: una aprobación apoyada sobre el con-
•templar, sin fundamentos o ideas propias. Repárese en la
palabra que emplea Jacobi para definir la creencia: Ansehen,
y la opone a eigene Einsicht, todas ellas derivadas de ver, de
sehen, de mirar o de intuir con evidencia. Y Jacobi va a de­
fender que eso en modo alguno es algo que caracteriza las
tesis de Roma sobre la fe religiosa, sino que es algo que ca­
racteriza toda actividad que llamamos racional, y por ello se
tiene que poner en la base de todo uso del entendimiento. O
de otra manera: que toda racionalidad reposa sobre afirma­
ciones que no descansan a su vez sobre fundamentos racio­
nales. Y esto pasa a demostrarlo diciendo que toda nuestra
relación con los objetos externos —por tanto, todas las ope­
raciones del entendimiento comparativo y de la facultad de
juzgar— se basan en la creencia sobre los objetos externos.
Pero repárese en la estrategia: Jacobi define la noción de
creencia con una nota amplísima: aquella aceptación que no
descansa ni en fundamentos racionales ni en una visión pro­
pia. La visión que funda creencia tiene que superar esa dimen­
sión de privaticidad y estar en condiciones de ser común. La
tesis de Jacobi es que esta superación de la visión propia sólo

332
puede ser propiciada por el propio objeto real en su propia
donación. Demuestra luego que esa noción juega en algo tan
básico como la relación con los objetos externos. Y luego pasa
a afirmar que la creencia religiosa es exactamente lo mismo,
la aceptación inmediata de otro objeto externo a mí, sólo que
espiritual. Pero todos sabemos que en la creencia religiosa en­
tran muchos más componentes de sentido que están ausen­
tes de aquella definición tan abstracta y que no pueden ser
fundados por ella. Y sin embargo creo que todo esto es se­
cundario para valorar la filosofía de Jacobi, porque si algo
debe quedarnos claro desde los capítulos anteriores es que
Jacobi no era un cristiano ortodoxo. Las sospechas de los ber­
lineses, y sobre todo de un berlinés tan dogmático como Ni-
colai, estaban en el fondo provocadas porque, aun sin enten­
der a Jacobi, sabía que él no era de los suyos. Luego tenía
que ser de Roma.
Sin embargo, la exposición que hace de la tesis de Hume
introduce algunos detalles importantes, aunque sólo sea a ni­
vel terminológico. Para eso distingue entre glauben y wissen,
manteniendo que respecto de los objetos externos wissen es
idéntico a empfinden. Por eso bastará hacer un análisis de
lo que se siente-sabe para dejar en un residuo lo que se
cree de ellos, a saber: todo lo que sin sentirlo decimos o
nos representamos de ellos. Así, ante un objeto externo, nues­
tra relación es más amplia de lo que se siente de él: «Die
Empfindung, verknüpft mit ihrer Ursache, giebt mir diejeni-
ge Vorstellung, die ich Sie nenne» (II, 141), dice el que dialo­
ga con Jacobi. Por tanto, en nuestras relaciones con los obje­
tos, en nuestras representaciones, incluimos las sensaciones
que tenemos de ellos más la idea de que ellos son la causa
de esas sensaciones. Pero la idea de que ellos son la causa de
nuestras sensaciones no es a su vez una sensación: yo sien­
to los efectos de esa causa, pero no siento la causa misma.
Pero si no siento la causa misma entonces no «sé», no conoz­
co, no puedo tener Wissen de la causa misma, esto es, del
objeto independientemente de mi sensación. Y entonces sólo
puedo afirmar la exterioridad del objeto mediante Glaube.
Cuando el otro miembro del diálogo define esta Glaube, habla
de una «sinnliche Evidenz» que produce una «unmittelbare
Gewissheit wie die von meinem eigenen Dasein» (II, 142).
Jacobi pide razones de esa certeza inmediata. Porque cier­
tamente nosotros podemos estar absolutamente ciertos de que
poseemos sensaciones, pero ¿cómo lo estamos de que esas sen­

333
saciones obedecen a objetos externos? Toda prueba acerca de
ello tendría que basarse en sensaciones a su vez, lo que en
modo alguno nos permitiría afirmar nada acerca de la causa
de esas sensaciones, y no nos haría escapar más allá de su
ámbito hacia el objeto externo. Por tanto, si desde el ámbito
.inmanente de las sensaciones no hay posibilidad de apelar a
la causa, no hay posibilidad de apelar a la razón —repárese
cómo Jacobi juega con la identificación entre causa y razón—,
y nuestra afirmación sobre la existencia de cosas externas es
algo infundado, Grundlos, y por lo mismo cae dentro de la
definición de creencia: no se deriva de Vernunftgründen (II,
145). Pero si esa creencia es la que conecta el mundo de las
sensaciones con el mundo de la realidad externa, si es la base
para que se pueda apelar a causas, entonces no sólo la creen­
cia es refractaria a la racionalidad, sino que además es el fun­
damento de la racionalidad: sin ella no habría noción alguna
de causalidad ni de razón real de las cosas.
Podemos llamar a esta Glaube como queramos, pero es
evidente que para Hume era algo muy parecido a un instin­
to, dado que él la proyectaba a todo el género animal: «Even
the animal creation is governed by a like opinión, and pre­
serve this belief of external objects» {Enquiry, XII). Por todo
eso, esta noción de creencia entra dentro del grupo de nocio­
nes que Jacobi reúne bajo el nombre de Triebe. Como aquí,
la creencia no depende de nuestra voluntad: nos sentimos obli­
gados a distinguir entre imaginación y realidad llevados me­
diante una especie de necesidad que produce en nosotros un
Gefühl. «Die Natur muss es erregen, gleich alien andern Ge-
fühlen» (II, 160). Sólo así se distinguen todo tipo de relacio­
nes conceptuales de ideas respecto de las relaciones de he­
chos y la diferencia viene a residir, en la línea del Sturm, en
que las últimas están asentadas en relaciones vitales-naturales
y las primeras en relaciones reflejas y muertas.
Todos los temas de la primacía de la intuición como do­
nación real del objeto, que Jacobi había extraído de la filoso­
fía kantiana de la década de los sesenta, tan bañada ella de
espíritu humeano, vuelven a aparecer aquí. En efecto, la creen­
cia es un sobreañadido a la mera sensación. Pero como tal es
una sensación más fuerte, viva y vigorosa que la de la imagi­
nación, hasta tal punto que no podemos hablar de ella como
eigene, como privada, lo que sí sería posible en el caso de las
imágenes. Pues bien, esa sobredeterminación, ese sentimien­
to que produce la naturaleza, es sin duda el sentimiento de

334
lo real, es, «aquel acto del alma en que lo real, o lo que tene­
mos por tal, obtiene más presencia, más peso en el entendi­
miento y un influjo más fuerte sobre las pasiones y la imagi­
nación» (II, 162). Como la propia seriación de las ideas no
puede por sí misma, en sus relaciones discursivas, producir
esa sobredeterminación, inevitablemente creemos en lo real ex­
terno como su causa. Creencia así es el sentimiento de lo real,
Gefühl des Reales, sobre el que el entendimiento traza sus
relaciones discursivas. «Die Philosophie kann nicht mehr he-
rausbringen» (II, 163).
Lo fundamental es que no podemos demostrar la existen­
cia de la cosa, pero la creemos. Y esto significa que no la
sentimos, pero que tenemos una certeza insuperable de ella.
La verificamos y la afirmamos con una convicción perfecta
que carece de razones (II, 167). Y la cuestión es que si bien
no podemos explicarla, podemos describir esa relación con lo
externo que es la creencia. Porque efectivamente, nosotros sólo
nos asomamos al curso de nuestras sensaciones. Y en algu­
nas de ellas, sin ninguna razón, surge el sentimiento de lo
real, transformando nuestra propia pasión, nuestra propia ac­
ción, dotando de sentido nuestra actividad. Esta sensación así
sentida produce en nosotros el sentimiento de lo real sin ul­
terior razón, por sí misma, independiente de nuestra volun­
tad, sin otro apoyo que la cosa misma creída, «nichts ais das
Factum dass die Dinge wirklich vor ihm stehen» (II, 166).
Desde aquí hay que juzgar las cosas para nombrar de una
manera idónea esa experiencia por la que se nos abre, dentro
de un curso de la conciencia, la sensación de algo a lo que
acompaña el nítido sentimiento de lo real. Porque entonces
es el propio contenido de nuestra conciencia el que se nos
impone como creído, el que muestra su propia realidad digna
de fe, el que nos hace salir de nuestro propio curso de ficcio­
nes al mismo tiempo que lo real sale de su propia opacidad
y se refleja en la conciencia. Esa salida de lo real de sí para
entrar en una conciencia de una manera avasalladora, produ­
ciendo el sentimiento de lo real, es lo que Jacobi llama Of-
fenbarung: apertura, revelación. Doble, ciertamente, porque
es tanto apertura de la conciencia a lo Real, relación con lo
otro de sí aunque sea en la inmanencia de sí, y apertura de
lo real a la conciencia, esto es, ser lo real mismo pero en lo
otro de sí. La creencia es entonces revelación de lo real mismo
al margen de la sensibilidad. Pues bien, así es nuestra rela­
ción con la existencia de lo espiritual.

335
He querido exponer la tesis de Jacobi desde la experien­
cia por la que el curso autónomo de la vida de la conciencia
se separa incomprensiblemente del reino de ficciones y acoge
de manera natural un sentimiento de lo real, porque sólo así
se comprende la relevancia de esta tesis para su propia teo­
ría de la dialéctica de la personalidad. Como vimos, ésta no
era sino la progresiva solución de espejismos, la progresiva
disolución en nihilismo de aquello que como mera imagina­
ción era objeto ficticio de la confianza de la conciencia. Esa
dinámica no puede ser rota más que por la irrupción de lo
auténticamente real en la vida interna de la persona median­
te una revelación, una sensación en la que la calificación como
real la impone lo experimentado mismo, en la que eso real
lleva en sí y por sí mismo las credenciales para imponerse:
esa es la creencia. Pero por eso mismo la creencia sólo es
auténtica cuando viene impuesta por la cosa, por un conteni­
do, en el factum mediante el cual la cosa se yergue delante
de nosotros, se abre y se revela. Sin la revelación de lo real
con su propia credencial no hay creencia propiamente dicha.*
Y como no hay razones para ella, sino que antes bien sólo
desde ella se usa la noción de razón y causa, no podemos
considerarla sino como verdaderamente milagrosa. Con ello,
Jacobi da un paso más allá en la reflexión sobre su propia
experiencia filosófica, pero también un paso más hacia la uni­
versalización de la actitud religiosa como actitud natural ante
la vida, hacia una universalización de la religión como mode­
lo respecto a todas las demás relaciones con lo real. Así, la
relación con lo real en la creencia natural y en la creencia en
la revelación religiosa es estructuralmente la misma. Pero re­
párese, el modelo funciona si y sólo si Dios es objeto de Ge-
fühl, si existe el sentimiento de la realidad de Dios; si revela­
ción queda entendida como apertura de lo real de Dios en la
conciencia del hombre, apertura del espíritu infinito en la sub­
jetividad finita, si religión no es nunca religión de la letra sino
del espíritu. Jacobi se sentía justificado en su rechazo de la
acusación de criptocatolicismo. En el fondo, su religión era
la consumación del espíritu protestante, como indudable lo
verá Hegel.

336
3. R ealism o

No es posible pasar por alto un hecho elemental de todo


lo anterior: que Jacobi ha dado un salto indebido desde ese
sentimiento de lo real hacia la transcendencia efectiva de la
cosa ajena a la conciencia. El sentimiento de lo real le autori­
za a afirmar que, no se sabe por qué, ciertas sensaciones tie­
nen una sobredeterminación de realidad dentro del curso total
de nuestras representaciones. Pero que ese sentimiento nos
venga impuesto con necesidad y lo lleven consigo las propias
sensaciones por sí mismas, hasta el punto de que nos obli­
guen subjetivamente a creer en su realidad, tampoco podría
salvar la duda escéptica de que efectivamente por eso tengan
como causa lo real externo propiamente dicho. Como veremos,
ese sesgo de la cuestión va a ser fundamental para Fichte.
Pero también lo es para entender cómo lo que luego Jacobi
reprochará a Kant podría habérselo aplicado a sí mismo. Lo
fundamental es que, si aceptamos como bueno ese paso desde
la creencia sentida hasta la afirmación de la existencia ajena
a nosotros de lo que creemos real por nuestro sentimiento,
entonces, dice Jacobi, somos realistas. El realista no afirma
que las cosas’ se nos aparezcan como exteriores, que tenga­
mos el fenómeno de cosas exteriores, sino que las representa­
ciones mediadas por la fe lo son de «seres externos existen­
tes por sí mismos». El realista decidido se define así:
El realista decidido, por el contrario, acepta indudablemen­
te cosas externas desde el testimonio de sus sentidos, consi­
dera esta certeza como una convicción originaria y no puede
pensar sino que todo uso del entendimiento respecto del co­
nocimiento del mundo externo se tiene que fundar sobre esta
experiencia fundamental [II, 165],

Llamaremos a esta definición del realista «realismo-A».


Pero, sin embargo, aquí no se agota la definición de rea­
lismo que nos ofrece Jacobi. Hay otra serie de notas que
deben complementarla:

Tal realista decidido, ¿cómo debe llamar al medio por el


que se le participa la certeza de objetos externos como cosas
existentes independiente de su representación de las mismas?
No tiene nada en lo que apoyar su juicio sino las cosas mis­
mas; sino el hecho de que las cosas están efectivamente de­
lante de él [II, 166].

337
Llamaremos a esta definición de realismo, que no se ol­
vide, hay que adjuntar a la anterior, «realismo-B». Jacobi pro­
fesa la doctrina completa: mediante los sentidos aceptamos
indudablemente cosas externas como una experiencia origina­
ria a la que referimos todo el entendimiento, pero el medio
por el que realmente aceptamos las cosas externas es la pre­
sencia de la cosa misma, el hecho de que la cosa misma se
alza delante de nosotros. Sólo por el realismo-B, el realismo-A
se constituye en una experiencia.
Pero ni siquiera así se agota lo que entiende Jacobi por
realismo. Es preciso definir un tercer componente. Se trata
de que, según lo acepta Hemsterhuis, el medio perceptivo es
una constante matemática igual para todos los usos de la sen­
sibilidad. Por lo tanto, si uno de los componentes de la sensa­
ción es siempre el mismo, los resultados diferentes de la
conciencia sólo pueden explicarse porque el otro componente
—la materia procedente de la cosa misma— es efectivamente
diferente. Jacobi traza un ejemplo matemático: supongamos
que atribuimos al medio perceptivo (luz, órganos, etc.) la can­
tidad 3. Si efectivamente hay representaciones diversas (dé­
mosles los números, 6, 9, 12, 15, 18, etc.), entonces desde
luego esas diferencias no pueden venir causadas por el medio
constante, incluso aunque se le conceda un grado de varia­
ción, sino que tienen que venir producidas por las propias
diferencias entre los objetos externos que ha aceptado el rea­
lista B. Son estos objetos los que tienen que señalarse con
las cifras 2, 3, 4, 5, 6, etc., para que, multiplicados por el
medio constante, nos dé la cifra de cada representación. Esto
indudablemente significa que las sensaciones no reproducen
idénticamente el objeto, pero sí que mantienen una analogía
con él. Esta analogía relativa entre representaciones y obje­
tos externos es el tercer componente de este realismo:
De esta manera muestra Hemsterhuis que tiene que exis­
tir una analogía verdadera entre las cosas y nuestras repre­
sentaciones de ellas; y que en las relaciones de nuestras re­
presentaciones se nos dan de la manera más precisa las rela­
ciones de las cosas mismas, lo que también queda confirmado
por la experiencia [II, 172],

Llamaremos a este momento «realismo-C». Y todo esto, de­


fiende Jacobi, es la estructura de la creencia, esto es, de la
donación inmediata de lo real mismo previo a todo uso de
las relaciones lógicas del entendimiento. Lo fundamental es

338
que desde aquí se va a seguir una definición terminológica
de fundamental importancia para el proceso de la filosofía
idealista. Si toda esta tesis realista que hemos venido afir­
mando implica una relación inmediata entre el sujeto y el ob­
jeto, entonces la experiencia de la exterioridad (realismo-A)
de la cosa aceptada en realismo-B es exactamente simultánea
a la experiencia de la interioridad:

El objeto colabora tanto a la percepción de la conciencia


como precisamente la conciencia a la percepción del objeto.
Experimento que soy y que hay algo fuera de mí en el mismo
momento indivisible. En este momento mi alma es pasiva res­
pecto de los objetos en la misma medida en que ella se pade­
ce a sí misma [W, II, 175],

El realista entonces acepta siempre la bipolaridad de la


conciencia, la intencionalidad de la misma, la necesidad de
que se dé un polo subjetivo y objetivo como constituyentes
esenciales de la propia percepción. Pero lo fundamental es que
esta relación es caracterizada como Wahrnehmung. Así pues,
éste es el vehículo de la experiencia de lo real, de la apren­
sión de lo verdadero, de lo creído, de lo que aún no se ha
sometido al entendimiento. Es la sensación con sentimiento
de la realidad de lo dado. Y lo supremanente importante es
que esto es lo que produce la conciencia. La conciencia no
existe previamente a esta unificación inmediata, a esta expe­
riencia con base en los sentidos (realismo-A) por la que se
nos da una cosa (realismo-B) en su verdad analógica
(realismo-C); sino que es esta misma resultante:

Incluso la conciencia nos surge sin nuestra intervención;


también somos incapaces de rechazarla y no nos sentimos
menos pasivos aquí que con aquellas representaciones que
llamamos de las cosas externas. [II, 175],

Pues bien, las representaciones (Vorstellungen), aquello de


lo que somos conscientes, el contenido de la conciencia, son
esencialmente posteriores a las percepciones, a las Wahrneh­
mungen; son un resultante, un residuo. La creencia, el senti­
miento, la percepción, la aprehensión de la verdad, es ante­
rior a toda la conciencia: es la vivencia instintiva de la rela­
ción realista entre el sujeto y el objeto que sólo al final emerge
a la conciencia como representación:

339
Nada tiene lugar dentro del alma entre la percepción de
lo real fuera de ella y de lo real en ella. Las representaciones
todavía no existen. Ellas se presentan después en la reflexión,
como sombras de las cosas que estuvieron presentes [II, 175].

Desde aquí es fácil comprender los ataques de Jacobi al


idealismo de Kant, pero también será fácil entender el replie­
gue de Jacobi hacia Leibniz: la percepción es esencialmente
inconsciente, como el funcionamiento del instinto; la repre­
sentación sólo surge mediante la reflexión sobre lo que ya no
está presente. La verdad es cosa previa a la reflexión, es Vor-
urteile, Triebe. Las representaciones son sombras de nues­
tra verdad de las cosas y no pueden servir de vehículo ni al
conocimiento ni a la acción porque no poseen la convicción,
el sentimiento de lo real. Todo Kant queda alterado de los
pies a la cabeza. La inversión de Maimón estaba ya apunta­
da: las representaciones son únicamente un diferencial de
conciencia derivado de la actividad de la subjetividad en su
percepción que, al ser una subjetividad finita, nunca po­
see percepciones totalmente simples, vale decir, totalmente
inconscientes. Y algo más importante desde aquí: en la re­
presentación, cuando la cosa ya ha desaparecido, entonces es
posible la ilusión de que el Yo está solo, aislado en la única
realidad de su conciencia, en un mundo reducido a su mero
fluir representacional. Es el mundo del espejismo del egoís­
mo, el mundo de la Eitelkeit der Selbstheit, el mundo de Wol-
demar que pretende cifrarlo todo en la independencia del in­
dividuo. Es el mundo que no ha dado el salto sobre todo ni­
hilismo, y que se conforma con las sombras de la propia
conciencia. Por el contrario, aquel que mira por debajo de
su conciencia, el que mira a su alma, reconoce siempre ese
diálogo entre el Yo y el no-Yo que constituye la realidad
humana de la percepción viva y verdadera:*®

Concentre todo su ser en el punto de una percepción sim­


ple, a fin de convencerse internamente y de una manera defi­
nitiva para toda su vida, de que con la percepción más sim­
ple y primaria tienen que existir en el alma el Yo y el Tú, la
conciencia interna y el objeto externo, ambos en el mismo
ahora, en el mismo momento inseparable, sin antes ni des­
pués, sin operación alguna del entendimiento, sin iniciar en
este momento ni de lejos la producción de los conceptos de
causa y efecto [II, 176].

340
Por tanto, el que quiera ser realista inevitablemente tiene
que sostenerse en la experiencia verdadera e inmediata del
Tú. Por eso la existencia auténtica es realmente dialéctica, diá­
logo. Pero para todo eso es preciso negar como originaria la
filosofía de la reflexión, que cambia el mundo de realidad por
el mundo de sombras. El platonismo sigue siendo evidente;
las representaciones son meras copias de las percepciones (II,
231); meramente las reproducen y no pueden existir sin ellas.
Entonces tenemos que introducir un cuarto elemento para ma­
tizar el punto que hacíamos en el realísmo-C. Allí hablába­
mos de que las cosas y las representaciones tenían que tener
una relación de analogía. Veíamos esa relación desde su as­
pecto positivo. Ahora, desde la distinción entre percepción,
que muestra lo real mismo, y representación como copia, te­
nemos que ver la misma relación de analogía desde su aspec­
to negativo. La integración de esos dos aspectos es lo que
diferencia una relación de analogía de una relación de igual­
dad. Pero antes que nada, esa diferencia, como en el caso de
la analogía, tenía que ser descubierta mediante una compara­
ción con la cosa misma. Sólo que ahora esto equivale a decir
con la percepción de la cosa misma:
«Tiene que haber algo en la percepción de lo real que
falte en las meras representaciones pues de otra manera no
podría distinguirse. Ahora bien, esta distinción concierne
precisamente a lo real y nada más. Por consiguiente lo real
mismo, la objetividad, no puede presentarse en la mera re­
presentación» (II, 232). Por lo tanto, se supone que lo efec­
tivo, lo real, sólo puede exhibirse en la unmittelbare Wahr­
nehmung, en el Gefühl der Wahrheit. Con ello podemos atri­
buir a las representaciones verdad, esto es, podemos ser
realistas-C en la medida en que reconozcamos el verdadero
realismo de la percepción («realismo-D»), pues sólo enton­
ces podremos efectivamente sentir lo real de las representa­
ciones ya muertas, interpretarlas en su valor de copias sin
sucumbir al peligro del nihilismo. Con ello Jacobi está di­
ciendo; el reino del nihilismo que son las representaciones
sólo se llena de una estela de vida, cierto que secundaria,
si lo hacemos depender del sentimiento superior de lo real
que se nos descubre en la percepción; de la misma manera
que el platonismo mantiene que sólo podemos volver a la
caverna para reconocer las cosas como tales una vez que
hayamos aprendido a familiarizarnos con los auténticos mo­
delos. Pero con ello se ve cómo esa percepción en el fondo

341
está delineada como intuición de ideas, superando así la dia­
léctica transcendental kantiana.
Aún queda un ulterior punto en la definición de realismo
que es fundamental para los planes de Jacobi. Y es que esa
definición de realismo, en última instancia fundada sobre
la definición de percepción —que no hace sino retomar las
notas de la definición anterior de la creencia de lo real como
revelación milagrosa— no solamente no es irracional, sino
que constituye la más auténtica definición de la razón. La ce­
remonia de la confusión se cierra con esta definición natura­
lista, vitalista y espiritualista de la razón. En efecto, lo que
hemos hecho al apelar a una relación con el objeto más pro­
funda que la meramente representacional, ha sido apelar a
una acción vital con lo real. Por eso la percepción es el ejerci­
cio del instinto, el hecho de la creencia inconsciente. «Leben
und Bewusstsein sind Eins» (II, 263). Pues bien, la razón no
es más que un alto grado de vida, esto es, una capacidad de
sentir, una sensibilidad terriblemente aguda y elevada que
pt.. mite captar lo real.** Pero por eso mismo es el hecho de
la creencia tanto como el hecho mismo de la sensibilidad:

La percepción más perfecta, o el más alto grado de con­


ciencia vinculado a ella, constituye la ventaja esencial de nues­
tra naturaleza, a la que llamamos razón. [II, 268].

La razón es así una capacidad de la intuición. Tiene un


contenido: lo positivo, lo real. Ese es el auténtico objeto de la
creencia, no ciertos objetos propios de sus razonamientos, no
la ordenación de ciertas formas del entendimiento a partir de
representaciones. Vemos ya el ataque a Kant: la razón pura
es justamente lo contrario de aquélla que se vuelca sobre lo
sensible, sobre lo que el entendimiento ha ordenado, sobre
lo que la imaginación transcendental nos brinda: es aquella
sensibilidad purificada que se vuelca sobre su propio objeto.
Pero para eso ha debido pasar toda esa experiencia purifi­
cadera de los héroes de sus novelas, toda esa experiencia
que destruye la sensibilidad inferior y que permite afirmar que
hablamos de una vida, de una sensibilidad, de una positividad
de lo espiritual, que permite defender que «nada es verdade­
ramente algo sino el espíritu» (II, 274), que desvela el senti­
do preciso de lo que estamos hablando: de algo sobrenatural
en el hombre. Porque al final lo que hay que defender es que
Dios es objeto de intuición o de creencia: «Por consiguiente.

342
el que no pueda sentir a Dios en este sentido, no puede expe­
rimentarlo ni estar cierto de él de ninguna manera» (II, 284).
Es así como Jacobi llega al final de su razonamiento. Nada
se entenderá si no recordamos la línea dialéctica que tienen
que atravesar los espíritus auténticos, ese continuo de nega­
ciones hasta reposar en ese sentimiento que es la meta final
de toda la purificación de lo sensible. El vocabulario es el
mismo al principio y al final de la definición de realismo.
Desde el realismo-A hasta el realismo-D hay una línea conti­
nua, una comunidad de términos (creencia, percepción, cosa,
verdad, sentimiento de lo real, sensibilidad etc.). Pero al final
se descubre que todo está preparado para afirmar la relación
de la subjetividad con lo espiritual como una relación de
creencia, de realismo y de vida, en idénticas condiciones ra­
cionales que la relación con la realidad de los objetos exter­
nos. El dualismo*^ de Jacobi estaba consumado: existe sensi­
bilidad corporal y espiritual, razón corporal y espiritual; pero
también su platonismo; los primeros términos son la razón
inferior, la sensibilidad inferior, impura, la de las representa­
ciones. La vieja concepción que realizó la crítica a la moral
pasional-sensible del genio, en el final de Allwill, tiene aquí
expresión filosófica. Por eso mismo esta expresión no se en­
tenderá sin aquella vieja concepción

4. La vuelta a Leibniz o una nueva deducción


transcendental
Si no se tiene en cuenta este nihilismo de la sensibilidad
representacional, si no se descubre que el realismo de Jacobi
es esencialmente un realismo espiritualista de percepciones,
entonces no se comprenderá la vuelta a la filosofía de Leib­
niz ni se entenderá la crítica a la filosofía de Kant. ¿Por qué?
Porque, ante todo, parecerá gratuita toda necesidad de llevar
adelante una nueva noción de deducción transcendental. Lo
curioso del caso es que sin ese nuevo giro en la comprensión
de la deducción transcendental sería radicalmente imposible
entender el inicio de la filosofía de Fichte. Veamos todas estas
cuestiones, antes de pasar a centrarnos en el punto final de
nuestro capítulo: precisamente el de allanar el camino que
lleva hacia el idealismo.
Ante todo, la negativa a conceder auténtica realidad a la
sensibilidad y a los objetos sensibles de las representaciones

343
impone la prohibición de llegar a los conceptos puros, a los
conceptos básicos de la racionalidad, desde un análisis de
estos objetos o de esta capacidad. Y desde aquí se seguirá
que el origen de estos conceptos debe buscarse en otro sitio.
Jacobi demuestra su premisa de una manera más bien pro­
blemática. Su análisis se centra en la noción de causa. El in­
terlocutor de Jacobi mantiene que en este concepto no se
puede ser humeano, no se puede aceptar que el concepto de
causa se forme a partir de la experiencia y de la inducción.
Pero desde la definición de realismo del punto anterior, se
nos impone dirigirnos hacia alguna intuición para darle vali­
dez o realidad objetiva a ese sentimiento. Con ello reconoce­
mos que sólo la efectividad otorga verdad objetiva a cualquier
concepto; «Cualquier definición que no se deje comparar in­
tuitivamente con su objeto, para esto soy ciego e insensible»
(II, 178), dice Jacobi parafraseando a Kant. Ciertamente que
para él esta exigencia es la misma que la de validar sólo aque­
llos conceptos que podemos definir genéticamente (genetisch),
lo que desde luego no será un detalle sin importancia. La cues­
tión está en si podemos referir la noción de causa y efecto a
una intuición desde la que podamos explicarla genéticamente.
En relación con esta cuestión, el libro de Jacobi es un au­
téntico fracaso. Porque en lugar de aceptar el reto que se nos
plantea, falsea la cuestión aceptando desde el principio el plan­
teamiento leibniziano. Para él no se plantea la cuestión, como
en Kant, desde la perspectiva de comprender cómo la noción
de causa puede tener sentido y significado objetivo en la or­
denación de la experiencia sensible de representaciones, sino
simplemente qué significado puede tener y de qué depende
esa ordenación de la sensibilidad desde una filosofía que ha
aceptado el carácter derivado de la misma. A la hora de defi­
nir el problema, nos propone el siguiente texto, difícil pero al
mismo tiempo meridiano:
Este fue el caso cuando tenía que comprender la posibili­
dad de que una cosa real surgiera en el tiempo a partir de la
posibilidad del desarrollo de una representación evidente a
partir de una representación confusa, y debía derivar el prin­
cipio de generación desde el principio de composición. Según
mis libros, si había comprendido correctamente el principio
de razón, tenía que estar en condiciones de comprender con
evidencia también la vinculación necesaria de causa y efecto
o la fuente de la sucesión real [W, II, 192-193],

344
Repárese en las tesis de este texto;

1. El principio de razón tiene por objeto la comprensión


de la posibilidad del surgimiento de una cosa efectiva
en el tiempo.
Esta comprensión se debe entender desde la posibili­
dad de comprender el despliegue de una noción eviden­
te de las cosas a partir de una representación confusa
de las mismas.
3. Esto equivale a derivar el principio de generación desde
el principio de composición.
4. Sólo a partir de entonces se estaría en condiciones de
entender la conexión necesaria de causa y efecto en el
tiempo.

Es más que evidente el supuesto leibniziano de base: desde


la sensibilidad no podemos ir más allá de una representación
confusa, y por tanto mediante la reunión de elementos com­
posibles de la sensibilidad no podemos derivar la generación
real de una cosa porque ésta se tiene que deducir de su no­
ción clara y precisa. Por tanto, mientras se piense en derivar
la representación clara desde la sensibilidad, desde la confu­
sión, no se entenderá la posibilidad del surgimiento efectivo
de las cosas, ni se podrá entender la conexión necesaria en el
tiempo, o la fuente de la sucesión, ni por tanto el principio
de causalidad.
Pero lo importante' es que, de manera coherente con la con­
clusión nihilista de nuestro epígrafe sobre el realismo, si ne­
gamos como punto de partida la sensibilidad y la representa­
ción, y aceptamos como punto de partida la percepción clara
de la esencia de la cosa, entonces el principio de causalidad
se explica fácilmente; «El principio de razón no se puede de­
mostrar ni explicar y no dice sino lo que ya se dice en "totum
parte prius esse necesse est” y en este sentido no significa a
su vez sino "idem est idem”» (II, 193). Esto es; si partimos
desde relaciones ideales, entonces el principio de causalidad
es simplemente el principio de identidad. Los ejemplos de Ja­
cob! son esencialmente matemáticos, porque aquí pueden cua­
drar perfectamente sus exigencias.
Porque las consecuencias que vemos en un triángulo, todas
las propiedades del mismo, en el fondo las apreciamos suce­
sivamente como si fueran efectos de su propia existencia, pero
son derivaciones necesarias de su idea: el todo del triángulo

345
es anterior a las partes para nuestro juicio, pero de hecho es
la misma cosa que ellas; por eso funciona aquí tanto el prin­
cipio de que el todo es necesariamente anterior a las partes y
de que el todo es también igual a las partes. En el fondo, el
principio de causalidad es válido sólo para llegar a ser cons­
cientes de una diversidad; sólo ahí existe tiempo: como una
mera forma de llegar a ser conscientes de una totalidad en el
despliegue de su identidad. Pero no podemos confundir esa
mera sucesión aparencial y representacional, con el devenir
de las cosas mismas, como si la sucesión de nuestra concien­
cia representara la emergencia a la existencia de la cosa
misma. Y por eso mismo, podemos explicar esa apariencia
de emergencia de la cosa desde el conocimiento preciso de
su esencia, desde la derivación necesaria de su diversidad
de representaciones a partir de su núcleo de identidad o
desde su totalidad. Esta es la tesis de este texto:

Las tres líneas que encierran un espacio son el fundamen­


to, el «principium essendi compositionis» de los ángulos que
se encuentran en un triángulo. Pero el triángulo no existe
antes de los tres ángulos, sino que ambos existen al mismo
tiempo en el mismo momento indivisible. Y así sucede en ge­
neral allí donde percibimos una conexión de fundamento y
consecuencia; somos conscientes sólo de lo diverso en una
representación. Porque esto ocurre sucesivamente y fluye un
cierto tiempo. Entonces confundimos este devenir de un con­
cepto con el devenir de la cosa misma y creemos poder expli­
car la secuencia real de la cosa precisamente como se explica
la secuencia ideal de las determinaciones de nuestros concep­
tos a partir de la conexión necesaria en una representación
[W, II, 193-194],

Lo que dice este texto es muy claro: la sucesión tal y como


se interpreta en el principio de causalidad es una confusión.
Dice algo que no existe en realidad; transfiere el orden de
nuestra representación de diversidad, que siempre e inevita­
blemente parte de una representación confusa que no deja que
se transparente el todo esencial de la cosa, y que por tanto
impone sucesión al orden de la realidad, que en modo alguno
es sucesivo. Confunde la relación según la naturaleza esen­
cial dada en la percepción, con la relación según la represen­
tación. La causa y el efecto para la subjetividad temporal no
son sino las partes analizadas desde el todo, el sujeto y el
objeto del despliegue de un juicio. Así, el principio de razón

346
es esencialmente el principio de razón conceptual para expli­
car las consecuencias que componen un concepto esencial,
consecuencias que en la representación tienen una forma tem­
poral, pero que en la percepción sólo tienen una forma lógica
regida por el principio de identidad: «este concepto racional
se toma de las relaciones de sujeto y predicado, del todo a la
parte y no contiene nada de un producir o de un surgir obje­
tivo que sea externo al concepto» (II, 196).
La consecuencia de todo ello es más bien espinosiana: en
el mundo real según la naturaleza, en el mundo de las per­
cepciones, en el ámbito de las relaciones ideales o de las esen­
cias no hay sucesión, sino la más estricta simultaneidad. Por
tanto, el principio de razón no hace referencia al tiempo sino
a consecuencias conceptuales que forman parte de la idea
de una cosa. Y así, la sucesión es un mero fenómeno. El
devenir, el reino del devenir, tal y como vimos en las nove­
las, es un reino sin sustancia, exclusivamente subjetivo, pro­
pio de aquéllos que no se han elevado al mundo de las ideas
y de la estabilidad de la percepción. Aquí estamos ante la
carne de las propuestas especulativas de Jacobi: nada de
disturbio, de historia, de evolución, de cambio, de altera­
ción: la paz y la estabilidad de una naturaleza esencial, éste
es el objetivo moral. El reino de la sucesión es para Jacobi
tenebroso porque se muestra incapaz de dominarlo, porque
no puede encontrar una forma inmanente al mismo; y por
eso también desea privar de valor el principio de causali­
dad como representación de la emergencia de los fenóme­
nos reales de las cosas: porque no sólo se muestra impo­
tente para explicarse causalmente su realidad personal y so­
cial, sino porque además tiene que sublimarla desde una
consideración idealizada de la misma, desde el pensamien­
to de que todo lo que se sigue en su representación no es
sino el despliegue apariencial de una esencia, de un desti­
no, de una naturaleza ideal y superior que percibe en sí,
pero que en modo alguno puede considerarse objetiva en su
secuencia, sino explicable como mero análisis de sí, mero
llegar a una comprensión clara de su propia idea o
arquetipo. Por tanto, la sucesión, lo que sucede, no puede
llamarse sino apariencia, Wahn, ilusión, porque no tiene
objetividad (II, 197). Pero como sucesión de ilusiones, es
un proceso que tiene, como residuo de su desvelamiento y
disolución, un genuino autoconocimiento.

347
Aparece entonces lo que llamamos razón, lo que llama­
mos persona. El ser razonable se distingue del irracional por
un más alto grado de conciencia y, por tanto, de vida, y este
grado tiene que elevarse en la misma proporción en que se
eleva la capacidad de distinguirse extensiva o intensivamente
de las demás cosas. [...] De ahí que no sea posible despre­
ciar lo más mínimo a la razón, si no se quiere odiar uno a sí
mismo y a su propia vida. [...] ¿No actuaremos de la manera
más sabia si intentamos aprehenderla inmediatamente y for­
talecer y aumentar continuamente sus fuerzas? [II, 264-265].
En efecto, vimos que la razón no era sino un sentido pu­
rificado. Por el Jacobi que se nos muestra desde la filosofía
de las novelas, sabemos que esa purificación no es sino un
proceso de nihilismo de la sensibilidad, un proceso ascético.
Mediante este proceso se trataba de adquirir una idea del pro­
pio Yo, primero descubriendo el arquetipo en la amistad, luego
descubriendo que el único arquetipo real de nuestro espíritu
es el Tú de Dios.*^ Pero lo que es evidente es que por ese
proceso, que ahora lo hacemos idéntico con el proceso de des­
cubrir la auténtica razón en nosotros, reconocemos nuestra
diferencia de las cosas, nuestra persona, nuestro Yo libre e
independiente de todo lo externo, en tanto objeto de percep­
ción, lejos del Yo sensible y corporal.C uando llegamos a
este punto, entonces, la razón no es sino el sentimiento de
nosotros mismos, es la autoconciencia. Y entonces podemos
«aprehenderla inmediatamente» en una percepción que nos
llena de creencia, del sentimiento de lo real de nuestro pro­
pio Yo. ¿Tiene que ver algo esta percepción de nosotros mis­
mos con la justificación de los conceptos racionales, sobre todo
con la justificación del concepto de causalidad? Naturalmen­
te. Pero el camino hasta llegar a ver la relación en toda su
profundidad es complejo.
Porque todo lo que hemos venido defendiendo en el epí­
grafe anterior era que la subjetividad como conciencia es re­
sultante de la percepción como relación vital entre la cosa y
el sujeto, y que, por tanto, la estructura de la conciencia siem­
pre reposa en una dualidad. ¿Cómo es posible la emergencia
de una conciencia que apunte únicamente al Yo, a uno de los
polos? ¿Es eso posible en una Vorstellung! ¿O en una Wahr­
nehmung! ¿Y de qué tipo? Veamos la relación entre dualis­
mo, que es inevitable desde el realismo, y la necesidad de
una conciencia del Yo.

348
5. Autoconciencia

Ante todo Jacobi recoge abiertamente la consecuencia del


realismo: «Estábamos de acuerdo en que para nuestra con­
ciencia humana (y puedo añadir, para la conciencia de cual­
quier ser finito) es necesario además de la cosa que siente,
una cosa real que sea sentida. Tenemos que distinguirnos de
algo. Por consiguiente son necesarias dos cosas efectivas aje­
nas la una a la otra; esto es, una dualidad» (W, II, 208).
Pues bien, si no existiera dualidad, no existiría nada de
lo que podríamos distinguirnos, no existirían señas de identi­
dad para ese Yo. ¿Cómo es eso posible? Y no se olvide tam­
poco que estamos dentro del problema de la justificación de
la noción de causalidad, esto es, en el ámbito de una nueva
orientación de la deducción transcendental.*^ Esa dualidad que
acabamos de recoger de la tesis del realismo es fundamental
para ello. Porque según ese dualismo, inevitablemente tene­
mos que pensar una relación entre los dos polos que intervie­
nen en toda percepción. Así, por ejemplo, empezaremos de­
duciendo la extensión de esa relación externa entre dos polos:
para que exista conciencia, puesto que existe dualidad según
el realismo, se exigen dos seres externos entre sí; pero dos
seres externos entre sí determinan extensión: «Donde existan
dos seres ajenos el uno al otro y sometidos a esta relación en
la que uno actúa sobre el otro, aquí existe un ser extenso»
(II, 208). Pero entonces ya hemos dicho de qué tipo de rela­
ción se trata: de una en la que un ser actúa sobre el otro, en
la que se enfrentan dos Reale. Con ello decimos que la exten­
sión es un resultado de la acción-reacción. Pero recuérdese
que esa relación estaba determinando la existencia de repre­
sentaciones; por tanto las representaciones tienen que ser es­
paciales. Tenemos así una deducción transcendental que acep­
ta la necesidad de demostrar las condiciones de posibilidad
de la existencia de representaciones, de no asumirlas como
un hecho, junto con la necesidad de demostrar las represen­
taciones universales que deben acompañar a cualquier repre­
sentación (espacio, acción y reacción, etc.), desde el hecho de
la dualidad originaria. «Pero la resistencia en el espacio, la
acción y la reacción, es la fuente de lo sucesivo, del tiempo,
que es la representación de lo sucesivo» (II, 213). Por tanto,
la sucesión tiene que añadirse a esos conceptos «comunes a
todo ser finito» (II, 214), que son necesarios y universales en
la medida en que la situación básica de la subjetividad finita

349
es la de dualidad. Por todo ello se puede afirmar que ellos
son los auténticos conceptos a priori (II, 215). Pero lo impor­
tante para Jacobi es que se hacen posibles desde la estructu­
ra del realismo, desde la noción de creencia como relación
dual entre una cosa en sí y la subjetividad. Por eso «tienen
una referencia verdadera y objetiva en la cosa en sí» (II, 214)
sin relación alguna con una subjetividad pura como la kan­
tiana.
Repárese en que esa dualidad era necesaria para poder
distinguirnos de algo, para poder hallar nuestra identidad. De
alguna manera tiene Jacobi que expresar esa dialéctica de la
personalidad que hemos expuesto en los capítulos anteriores,
en los que desde luego el fin final era el reconocimiento del
Yo en su libertad y en su pureza. Entonces, y sólo entonces,
Jacobi reconoce que algo querrá decir en el fondo la noción
de razón pura, «ya que no puede surgir en el alma un pensa­
miento completamente infundado» ¿Cuál es el auténtico sig­
nificado de la razón pura? Ante todo, tiene que ser algo que
se manifiesta y muestra su valor en el ámbito de la dualidad
definida por el realismo. Dijimos que era inevitable que esa
dualidad fuera la de acción y reacción. Ahora vemos que para
que exista acción es también inevitable que el polo subjetivo
sea algo en sí. Veamos este texto:

Es llamativo que nuestra conciencia presente expresamen­


te y en un momento comprehensivo el hacer y el padecer, la
acción y la reacción, lo que presupone un principio real, en
sí determinado y espontáneo \_ein reales, in sich bestimmtes
und selbtsthatiges Princip] [W, II, 206-207].'*

El propio realismo del anterior epígrafe exige que el polo


subjetivo también sea real. Pero esto significa para Jacobi que
ha de ser sustancial. La dualidad del realismo es por tanto
dualidad de receptividad y espontaneidad, de acción y pasión.
Y ¿cuál de estos conceptos corresponderá al lado subjetivo?
Parece que los dos: porque la cosa tiene que ser también ac­
tiva sobre nosotros para que así podamos ponernos en rela­
ción con ella. Pero podemos seguir preguntando: ¿de qué ac­
tividad somos conscientes? ¿Somos también conscientes de la
actividad de la cosa? Esto es importante, porque desde la con­
testación negativa a esta pregunta se demuestra que la acti­
vidad de la cosa no puede ser el camino para llegar a obtener
el principio de causalidad. «En el lenguaje de los seres que

350
sólo pueden intuir y juzgar, en este lenguaje [el concepto de
causa] no habría aparecido nunca. Pero, ¿somos nosotros tales
seres? Querido, nosotros podemos actuar [Handelnlfy (II, 200).
Ahora adquiere sentido el hecho de que necesitemos de la dua­
lidad para diferenciarnos de la cosa; porque actuando sobre
ella paulatinamente nos diferenciamos de ella reconociendo en
ese combate nuestra individualidad y nuestra persona, nues­
tro Yo, que podemos reforzarlo hasta el punto de llegar a in­
tuirlo inmediatamente cuando nuestra razón y nuestra acción
se han perfeccionado. Ahora apuntamos hacia el sentido de
lo que puede significar una razón pura. Por lo pronto, vea­
mos qué impone el concepto de Handeln.
Ante todo impone el concepto de causa, pero ahora sepa­
rado de toda dimensión temporal. Causa no es sino la expe­
riencia de la fuerza en nosotros, del polo subjetivo que está
en juego en la estructura de la creencia. Pero ya vimos que
lo que allí estaba en juego era la vida. La fuerza de actuar es
fuerza viva, pero también libre y personal. Ésta es la repre­
sentación natural de causalidad, y la representación natural
de la existencia humana:

Aquellos que miran en general al ser vivo no conocen una


fuerza que no se autodetermine. Toda causa es para ellos
tal fuerza personal, libremente activa y viva que se revela a sí
misma; todo efecto es un hecho \That\ Y sin la experiencia
viva de esta fuerza en nosotros, de la que somos continua­
mente conscientes, que podemos aplicar de muchas maneras
arbitrarias y que podemos dejar salir de nosotros sin amino­
rarla, sin esta experiencia fundamental no tendríamos la
menor representación de causa y efecto [II, 201],

La deducción transcendental va camino de consumarse:


porque vimos que la extensión y la sucesión se derivaban de
la dualidad; ahora la causa y el efecto lo hacen desde la per­
cepción y la creencia del polo subjetivo como acción, como
fuerza. Pero como fuerza que se quiere distinguir de las
cosas, que se quiere liberar de ellas, purificarse de ellas.
Pero esta es la «fuerza de nuestra voluntad» {Willenskraft).
Ahora descubrimos el fundamento de toda lucha contra las
cosas: el nihilismo de lo sensible es ante todo un resultante
de la fuerza de la voluntad del Yo para distinguirse de ellas,
un resultante de la voluntad de individualidad que considera
a las cosas como obstáculos para que impere su propia lógica.

351
Como usted sabe, nosotros tenemos la representación
«fuerza» sólo a partir del sentimiento de nuestra propia fuer­
za, y más concretamente, desde el sentimiento de su uso para
superar un obstáculo [um einen Widerstand zu überwinden^
[II, 204],

Superar un obstáculo, negar una realidad sensible. Esta­


mos en la órbita de Fichte con absoluta claridad. Pero tam­
bién desde aquí tiene sentido toda la experiencia filosófica de
Jacobi. Claro que todo ello supone que hay algo en nosotros
que se impone; que se niega la realidad sensible para que
brille una realidad interna a nosotros; que dentro de las cosas
que sentimos en ese ámbito de la dualidad, nosotros somos
también una sustancia que debe encontrar el camino hacia
su reconocimiento a través de su potencial negador, nihilista,
y, ahora también, voluntarista. Aquí está la sustancia del Yo,
aquí se introduce Leibniz:

La voluntad no es previa a las acciones y sus causas efec­


tivas; pero las acciones tampoco son anteriores a la voluntad
y a sus causas efectivas, sino que el mismo individuo quie­
re y actúa al mismo tiempo en un momento indivisible.
Quiere y actúa según la propiedad de y de una manera
adecuada a las exigencias y relaciones de su naturaleza
particular y todo se presenta a la conciencia de una manera
más o menos evidente. De la misma manera que el individuo
puede determinarse en gran medida desde el exterior,
también puede determinarse según las leyes de la propia
naturaleza y por consiguiente determinarse a sí mismo; pero
tiene que ser absolutamente algo por sí; [...] Tendría que
poder operar él mismo, porque de otra manera sería
imposible que cualquier otra acción fuera producida o
continuada por él mismo o que apareciera en él [II, 205-206].

La voluntad negadora es la del individuo, que sublima


ahora su Bestimmung como Selbsbestimmung, como determi­
nación que es concordancia consigo mismo, con su Yo racio­
nal. Pero sólo puede querer imponerse como tal frente al obs­
táculo si se le dota de una naturaleza interna. Por eso hay
que subrayar estas expresiones: es el mito de la naturaleza
genial del hombre lo que está en la base de toda la filosofía
de Jacobi, el mito de la suprema autoafirmación que justo en
Jacobi denunciamos como producida por no sé qué antigua
autoanulación que le dejó sin señas, sin cosas, sin cuerpos
sensibles en los que reconocerse y fundirse. Ese mito hace

352
imposible la coexistencia de las cosas y de mi voluntad; exige
la ruina de la voluntad de lo real para que al final de todas
las purificaciones domine el Yo soberano, el individuo subli­
mado. Porque de Yo soberano se trata aquí;

Sentimos la diversidad de nuestro ser vinculada en una


unidad pura que llamamos nuestro Yo. Lx) indivisible en un
ser determina su individualidad o lo constituye como un todo
real, y todos aquellos seres cuya diversidad vemos vinculada
en una unidad inseparable y que sólo podemos distinguir
según esta unidad (podemos aceptar que tenga o no concien­
cia del principio de su unidad) los llamamos individuos [II,
209],

Este individuo, este Yo, es el que tenemos que reconocer


distanciándonos de todas las cosas externas. Razón pura es
entonces algo que tenemos que conquistar mediante nuestra
propia acción, mediante la percepción inmediata de nues­
tra propia acción, mediante la intuición de nuestra volun­
tad, ya que «el alma sólo es activa en la intuición, en la
consideración voluntaria» (II, 271). Pero entonces la razón
pura es el alma pura, el alma que actúa por su propia volun­
tad contra toda voluntad de lo sensible, de las impresiones,
de las pasiones. La razón pura es el Yo. Esa es la conclu­
sión; seguir la razón es seguir la autonomía del Yo, hacer
valer su ley, imponer su naturaleza, lograr la coherencia con­
sigo mismo: Veamos este texto que nos suena todavía más a
Fichte:

¿Es la razón humana algo distinto del alma humana


misma, en tanto que se eleva en los conceptos sobre sus pro­
pias sensaciones y percepciones particulares y se determina
en su hacer y omitir según representaciones de leyes? Pero el
alma humana misma es lo que distinguiendo el Yo del Tú
(del no-Yo) nos revela con evidencia al Yo en nosotros. Pero
si la razón es precisamente esto, entonces cada Yo concuer­
da necesariamente también con su razón, puesto que cada
Yo concuerda consigo mismo en sus conceptos, juicios y de­
terminaciones de la voluntad, con lo que tenemos que decir
que se rige sólo por sí, o lo que es lo mismo, sólo por su
razón. La posibilidad de una tal situación de hegemonía de
la razón depende de las limitaciones a las que quiera acomo­
darse el Yo para conseguir dicha situación. Estas limitacio­
nes, que claramente son comparables a mutilaciones, pueden
ser de tal carácter que el Yo esté en condiciones de buscar el

353
recto camino y llegar a su meta únicamente por su razón así
limitada, sin añadir otros conocimientos ni fuerzas, y que re­
flexione siempre sobre sí mismo únicamente respecto de los
demás fines mantenidos [II, 278-279].
Veamos las tesis de este largo texto: el alma humana es
idéntica a la razón y al Yo. Pero sólo en tanto que se eleva a
conceptos desde las representaciones y percepciones de las
cosas. Mas ya sabemos qué quiere decir esto para Jacobi: en
tanto que se eleva a principios, a los principios morales que
imponen el nihilismo de la sensibilidad. Ahora en el texto Ja­
cobi les llama leyes de actuar y omitir. Sólo cuando el Yo se
ha elevado a estas leyes, alcanza el reconocimiento de su in­
dividualidad, de su Yo. Por tanto, sólo adquiere conciencia
de sí mediante la separación de un no-Yo. Cuando esto suce­
de el Yo reconoce su autonomía y su sustancialidad: la ac­
ción tiene que ir destinada a mantener esa autonomía, a ex-
plicitar su propia naturaleza: su voluntad es hacer concordar
su acción con su propia naturaleza, concordar consigo mismo.
Pero esto es lo mismo que concordar con la razón. Alma, Yo
y razón son una misma cosa, una vez alcanzada la purifica­
ción que dijimos al principio. En este mismo momento el Yo
se rige sólo por sí mismo. Y toda esta soberanía del Yo es
fruto del esfuerzo, de las limitaciones, de las represiones, a
las que el Yo se quiera someter para alcanzar ese estado. Con
plena lucidez, estas limitaciones son comparables a mutila­
ciones {Vertümmenlungen). Por tanto, la afirmación del indi­
viduo ideal «Yo» se hace a cambio y como compensación de
las mutilaciones de algo otro que también nos debe pertene­
cer. Entonces ese Yo se sostiene a sí mismo, y sólo en su
propia lucha suicida puede encontrar fuentes de vida para re­
conocerse resucitado en ese combate.
Pero entonces nos damos cuenta de cómo la más mínima
palabra de Jacobi rezuma filosofía de la existencia por todos
los lados; cómo el mundo cultural de Allwill y de Woldemar
aparece significativo detrás de todas las esquinas. También
subyace a Fichte. Su pensamiento no surge de una reflexión
puramente interna a las frías páginas de la KrV. La confu­
sión estaba servida desde el momento en que Jacobi también
planteaba todo lo dicho como una razón pura. Porque este
proceso de «mutilación» en el fondo no es sino un proceso de
desmaterialización de la razón radicalmente opuesto al proce­
so de sensibilización que impulsa el criticismo: una vez cum-

354
plido hasta el final, entonces queda realmente como residuo
la conciencia de la razón pura. En efecto:

Si se ha eliminado realmente todo el contenido material


de su conciencia es imposible que no se le revele incontro­
vertiblemente en este mismo momento una fuerza consisten­
te en sí, operante sólo desde sí misma, la razón pura [II, 220].

Era perfectamente fácil pensar que se era kantiano cuan­


do se seguían esas doctrinas. Pero no se era kantiano. Se era
realmente leibniziano.

6. Hacia Leibniz camino de Fichte 17

¿Por qué Jacobi era realmente leibniziano cuando defen­


día todo eso? Porque concebía ese Yo como una mónada. En
efecto, hemos visto la íntima identidad entre Yo, vida, uni­
dad real, sustancia, individuo y fuerza independiente. A estos
seres se les llama «Unum per se» (II, 254), y se les hace equi­
valer al Yo, «un único punto, indivisible, inmutable, al que
llama su Yo» (II, 265). Y esto es la mónada;
Algo tiene que ser nuestro Yo si se mantiene en justicia
lo que precisamente hemos establecido, a saber, que nunca
puede originarse una verdadera unidad objetiva de la plurali­
dad. Pero este algo tiene que ser real, lo llamado por Leibniz
la forma sustancial del ser orgánico, el «vinculum composi-
tionis essentiale» o la mónada [II, 256].

En el fondo esta conclusión estaba cantada desde lo que


veníamos diciendo en el epígrafe anterior. Si la hemos traído
a éste obedece a la razón de que el camino que lleva hacia
Fichte no es sino el que extrae las consecuencias de esta con­
cepción del Yo como mónada. Este camino lo va a tomar fun­
damentalmente Maimón, al que Fichte admiraba tanto. Pero
es imposible admirar a Maimón si no se comparten las orien­
taciones generales de la solución, si no se comparten sus pre­
misas. Lo que Fichte encuentra en Maimón es lo que él mismo
podría haber concluido desde este estudio de Jacobi. Porque
aquí están las premisas. Ante todo hemos de decir que desde
este estudio de la filosofía de Jacobi, se muestra con eviden­
cia que la filosofía de Reinhold nació muerta. Se pueden en­
contrar aquí muchas expresiones que prácticamente dictan ya

355
el principio de conciencia de Reinhold como la conciencia por
la que un objeto y un sujeto se refieren y se distinguen entre
sí. La dualidad que mantiene el realismo de Jacobi posee la
dualidad del principio de representación de Reinhold. La con­
tinua polaridad de la conciencia debió de tomarla Reinhold
de II, 176 y II, 263, donde se dice que «cualquier percepción
expresa al mismo tiempo algo externo e interno y am bos en
relación entre sí». Y nació muerta porque todo iba destina­
do a mostrar que la conciencia que Reinhold elevaría a prin­
cipio en el fondo es una operación de Yo, de la mónada. Cier­
tamente que desde esta perspectiva Jacobi parecía destruir su
realismo externo. De hecho era así respecto de los cuerpos,
aunque quisiera salvarlo mediante la armonía preestablecida
diciendo en el fondo que todo lo que hemos visto existe por
el alma, pero es como si existiera también por el cuerpo. Con
todo, el dualismo de lo externo y lo interno no tenía como
referente esencial la relación alma-cuerpo, sino la del Yo y
el Tú.
En efecto, la posición dualista del realismo de Jacobi res­
pecto de los cuerpos, como la de Reinhold, era insostenible
desde el momento en que negamos la posibilidad de comuni­
cación entre el Yo monadológico y el cuerpo. Pero Jacobi ne­
cesitaba de esa sustancia Yo para representarse su vida como
destino, como acuerdo consigo mismo, como purificación; para
hacer soportable su nihilismo. Si el Yo se determina a sí
mismo, si es un individuo en sí y por sí (II, 244), entonces
«no tendrá usted reparo en acordar y me concederá probable­
mente que los objetos que percibimos fuera de nosotros, no
pueden producir nuestras percepciones mismas, esto es, la ac­
ción interna [die innere H an d lu n g \ del sentir, del representar
y del pensar; sino que es nuestra alma, o la fuerza pensante
en nosotros, la que tiene que producir como tal, ella misma y
sola, toda representación y todo concepto [oder die denken-
den K raft in uns, jede Vorstellung und jeden Begriff, ais sol-
che, selb st und allein hervorbringen m üsse?^^ (II, 244-245).
«Onhe Anstand», dice el interlocutor de Jacobi. Pero lo que
se ha concedido es que toda representación, toda esa duali­
dad que Reinhold tomó al pie de la letra, es ahora producida
por la unidad de la mónada, por la unidad del Yo, por el
monismo del Yo. Y esto porque la sustancia espiritual —que
ahora es siempre también razón pura, ser pensante— no tiene
ninguna propiedad común con los seres corporales, y por lo
tanto no puede ponerse en contacto con las cosas. El siguien­

356
te texto adquiere un extraño sentido: «La razón humana es
esto que distinguiendo el Yo del Tú —o del no-Yo— nos re­
vela con evidencia el Yo» (II, 278); a saber: el sentido de que
la razón humana es aquélla que siempre y por debajo de ese
Yo finito que tiene delante un no-Yo igualmente finito, revela
el Yo que ha tenido que percibirlos a ambos desde sí mismo.
Esto adquiere un sentido absolutamente fichteano, mas sólo
si el Yo se hace impermeable a la exterioridad, esto es, si es
una mónada. Pero ésta era la posición de este otro breve texto:
«Pues según Spinoza las representaciones sólo acompañan a
las acciones» (II, 205). Si la mónada no podía dejarse afectar
por las cosas externas, si no podía ponerse en contacto con
el cuerpo, enconces toda representación inevitablemente tenía
que producirla el Yo mediante su acción. Ya sabíamos que
desde la mónada todo es un That, un hecho. El principio en­
tonces no podía ser la acción-reacción de Jacobi, ni de Rein-
hold, sino la acción, la Handlung, la vis, la vida. Con ello no
sólo los conceptos a priori debían ser producidos, operados por
la subjetividad; también la propia materia de la sensibilidad,
la representación, debía ser operada, producida por la subje­
tividad permitiendo así un tratamiento deductivista y a priori:
«Y esto se tiene que decir no sólo de los llamados conocimien­
tos a priori, sino en general de todos los conocimientos: que
no son dados por los sentidos, sino que únicamente son pro­
ducidos por la capacidad activa y viva del alma» (II, 272).
Y todavía forzaba Jacobi un paso más cuando reconocía
que no había posibilidad de tener una conciencia de ese Yo que
fuera semejante a todo aquello que era su propio efecto. El Yo
no se podía dar a sí mismo mediante una representación:
Creo haberlo dicho ya. En el fondo no me puedo hacer
ninguna representación de ella, pues lo propio de su esencia
es distinguirse de todas las sensaciones y representaciones.
Es aquello que llamo en sentido estricto «Yo mismo» y de
cuya realidad tengo la convicción más perfecta, la más ínti­
ma conciencia, porque es la fuente misma de mi conciencia y
el sujeto de todos sus cambios. Para tener una representa­
ción de sí misma, el alma tendría que distinguirse de sí
misma, poder llegar a ser ajena a sí misma [II, 257].

Aquí adquiere pleno juego la distinción entre representa­


ción y percepción que desarrollamos en el segundo epígrafe,
diferencia que podríamos expresar en términos de conciencia
originaria y conciencia derivada. La mónada se conoce a sí

357
misma no por sensaciones o por representaciones, pues para
eso tendría que darse de una manera externa a sí misma,
como si fuera un objeto más. Pero ella es el Yo mismo {Ich
selbst). Por tanto, tengo que tener una conciencia interna,
junto con la convicción más perfecta. Pero ya vimos que esa
forma que nos da una conciencia de lo real es una percep­
ción, una percepción interna. Si pensamos que esa percepción
interna es de una acción, y si vimos que cuando tenemos con­
ciencia de una acción voluntaria lo que tenemos es una intui­
ción, prácticamente estaban puestas todas las piezas para que
esa forma de la autoconciencia del propio Yo fuera una intui­
ción. ¿Y no decía Jacobi que la sabiduría era esforzarse por
llegar a ella inmediatamente (II, 265)? ¿Qué conciencia era
esa que se obtenía cuando se estaba inmediatamente frente
al alma? Esta es la respuesta; «Con todo su poder mantiene
firme la intuición, piensa y piensa, y reflexionando la acerca
cada vez más a los ojos de su espíritu. [...] El alma es activa
sólo en la intuición, en la consideración voluntaria» (II,
270-271). Se trata de la intuición, la intuición que es ahora el
ojo del espíritu, la conciencia de la espontaneidad y de la ac­
tividad, en el más profundo sentido fichteano: como auto-
observación (II, 220).
Pero entonces había que revisar las tesis del realismo
desde la nueva tesis leibniziana. Cuando Jacobi expone esta
tesis dice:

Las percepciones, o las representaciones de las cosas ex­


ternas surgirían en el alma en virtud de su propia ley, cons­
tituyendo un mundo particular como si no existiera sino Dios
y el alma [II, 248].

Ya no se dice que las representaciones las forme el alma


como si fueran sombras producidas por la fuerza de la refle­
xión. No hablamos aquí de fuerza de reflexionar sino de la
operación productora del espíritu según su propia ley. Por eso
se dice que también las percepciones las forma el alma a solas
con Dios. Pero las percepciones eran la noticia, la revelación
de lo real, aquello que se nos imponía por la naturaleza, que
nos veíamos forzados a aceptar, ante lo que éramos pasivos.
Hay un pasaje en David Hume en el que el anónimo interlo­
cutor tiene una larga parrafada en la que se dividen las re­
presentaciones que reconocemos en nuestra conciencia en dos
clases; aquellas que se producen desde el sentimiento de ac-

358
tividad, sometiéndose a nuestro arbitrio, y aquellas otras que
se nos imponen con necesidad, que estoy coaccionado a unir­
las y a aceptarlas de una manera determinada (II, 173-174).
Esta misma posición se puede encontrar al principio de la
Wissenschaftslehre Nova Methodo de Fichte. Pero al princi­
pio de este capítulo vimos que esas representaciones conecta­
das con el sentimiento de necesidad equivalían a las percep­
ciones, a la noticia de lo real. Ahora esas percepciones tam­
bién las produce el Yo según su propia ley, la fuerza pensante
{die denkende Kraft). Por tanto, ahí estaba el gran reto para
Fichte; cómo es posible que la actividad de la subjetividad
siguiendo su propia ley produjera representaciones que pos­
teriormente reconoce como necesarias. Pero este problema era,
para Fichte, el mismo que este otro: ¿cómo era posible que
el Yo infinito llegara a limitarse a sí mismo? Este problema
era en sí insoluble. Porque Fichte no había reparado en que
para Jacobi ese Yo era ante todo espíritu, esto es, unidad de
lo finito y de lo infinito. Mas esta característica del Yo de
Jacobi la apreciaría Hegel. Mientras tanto sólo nos resta decir
que en el fondo, al retirarse hacia ese Yo monadológico, Ja­
cobi estaba aparentemente regresando a posiciones kantianas.
Al fin y al cabo, cuando reconocía que el Yo debía producir
el mundo sensible como si sólo existiera él y Dios, ¿no esta­
ba quedándose a solas con su Yo? ¿No estaba reduciendo el
mundo a Yo? ¿No estaba dando el paso que exigía cualquier
kantiano que fuera coherente? ¿No caía de pleno en la propia
crítica que había elaborado páginas antes contra el pro­
pio Kant? ¿No es el siguiente párrafo aplicable a sus propias
conclusiones?

Si nuestros sentidos no nos enseñan nada de las propie­


dades de las cosas, nada de sus relaciones y referencias con­
trapuestas y, ni siquiera, que existan realmente fuera de
nosotros, si nuestro entendimiento se refiere a una sensibili­
dad objetivamente vacía de cosas, que no presenta nada de
las cosas mismas, sino que produce intuiciones completa­
mente subjetivas, entonces no sé lo que gano con una tal
sensibilidad y tal entendimiento sino que vivo con ellos
como podría hacerlo una ostra; yo soy todo, y fuera de mí
no hay nada en sentido estricto. Y Yo, el todo, soy al fin y al
cabo un vacío artificio de algo, la forma de una forma, tan
fantasma como los otros fenómenos a los que llamo cosas
[II, 216-217],

359
Lo que todo esto demuestra es que el criticismo se con­
vertía en leibnizianismo con sólo regresar a una noción sus­
tancial del Yo, esto es, si no se respetan los paralogismos; que
ambos pensamientos convergían si no se rompía con la con­
cepción inmediata de la apercepción de la subjetividad, lo que
se lleva a cabo en la deducción transcendental. Fichte no res­
petó ninguno de estos dos puntos. Aceptó ese Yo sustancial,
monadológico, hiperactivo, independiente y productor, porque
todo llevaba hacia ahí; no sólo la propia defensa de Leibniz
que acababa de hacer Jacobi, sino además la propia predic­
ción de éste en el sentido de que ese era el camino para otor­
gar verdadera coherencia a Kant. Fichte, al recoger el pensa­
miento del Yo como centro del sistema, pensaba apoyarse
sobre el punto de palanca que unificaría la filosofía alemana.
Impulsado por Reinhold y por Maimón, creyendo que Jacobi
le sostenía en este movimiento, debió de sorprenderse cuan­
do se encontró con sus denuncias. ¿Qué había pasado? Que
al Yo monadológico de Jacobi siempre le queda ese residuo
de pasividad para el que fue pensado: el de la receptividad
de Dios —aunque como veremos ni siquiera este asunto es
así de simple—. El Yo de Fichte suplía a Dios. Fichte había
resbalado hacia el ateísmo. El Yo de Jacobi siempre fue pia­
doso. En nuestra conclusión trataremos del balance acerca de
la incidencia de Jacobi en todo el despliegue que nos lleva a
Hegel, de la creación por parte de Jacobi del mito del idealis­
mo alemán como despliegue necesario de la filosofía kantia­
na. Pero antes de esto veamos el impacto de David Hume
sobre el buen Hamann.

7. La recepción del «David Hume» por Hamann 18

Cuando Herder informa a Hamann de haber conocido a Ja­


cobi, nos descubre que el renano está pendiente de sus escri­
tos: «Está muy pendiente de usted; sus escritos son bálsamo
para éb> {Herders Briefe an J.G. Hamann, Berlín, 1889, p. 200).
Esto sucedía en 1784, cuando Jacobi visitó Weimar tras la
muerte de su esposa y su hijo. Es la época de la forma­
ción de las Briefe. Es fácil recoger temas de Hamann en la
filosofía del no-saber, esa defensa del escepticismo socrático
que ya Hamann había tratado en 1759 en sus Sokratischen...
El caso es que subjetivamente Jacobi creía coincidir con el
Mago del Norte y luchar en su mismo frente contra Babel-

360
Berlín, contra Mendelssohn y Nicolai. La apelación de las Brie-
fe a la «fe en la que hemos nacido», no podía sino recibir la
bendición de Hamann, que hacía de la fe ciertamente el prin­
cipio medular de su pensamiento. Cuando Jacobi esboza David
Hume como defensa de la filosofía de las Briefe, cree since­
ramente —aunque en un movimiento mal medido— que está
ofreciendo la filosofía que subyace al pensamiento de la fe,
que está homologando filosóficamente —única posibilidad de
ser oído en una época filosófica— el frente común que en prin­
cipio parecen formar él, Hamann, Lavater y Claudius. El cálcu­
lo fallaba por el desconocimiento de Jacobi de la actitud
destructiva de Hamann hacia la filosofía en general y de su
resuelta oposición a dejar caer su noción de fe, cuyo único
referente era el bíblico, en una ambigüedad filosófica alcan­
zada por una más que dudosa operación de afeite con la tra­
dición empirista de Hume. El fundamento positivo del cálcu­
lo de Jacobi, lo que le hacía creer que Hamann le apoyaría
en su movimiento, era precisamente que se defendía la nece­
sidad de la creencia desde Hume, tradición a la que Hamann
no sólo había prestado atención en su juventud, sino que
había tenido una influencia real en la formación de su pensa­
miento. Jacobi conocía aquel momento inicial de Hamann,
pero sin duda no tenía noticias del momento real de su pen­
samiento en 1785, mucho más inflexible y opaco hacia la fi­
losofía tradicional.*’
Sin embargo, haríamos mal en considerar a priori que la
actitud de Hamann —dictada desde la apelación a la creen­
cia luterana radical— carece de relevancia filosófica y de in­
fluencia en el curso de la historia de las ideas. Bien que apun­
tada, hay una elección meditada de la filosofía que puede jus­
tificar la vinculación estrecha a la Biblia como única fuente
de conocimiento. Esa filosofía era la de Giordano Bruno. A
ella dedicará Jacobi un apéndice, el primero de su segunda
edición de las Briefe, que significará la entrada de este filó­
sofo en la filosofía idealista, hasta su elevación a modelo de
filosofía por parte de Schelling. Vamos a asistir por tanto a
la disolución del equívoco de Jacobi con Hamann y a la in­
troducción de la filosofía de Bruno en las páginas de la co­
rrespondencia a partir del 1 de abril de 1787, fecha en la que
Jacobi envía «mein neues Buchlein»; David Hume (IV, 3,
333).
Hamann no responde inmediatamente a la exigencia de Ja­
cobi respecto de un comentario sobre el libro. El asunto Win-

361
zemmann, el problema de los Resultate y la publicación de
un trabajo pòstumo de este amigo de Jacobi en el Deutsches
Museum («Fragment und Testament»), le ocupa más directa­
mente por cuanto está muy relacionado con la exégesis bíbli­
ca (IV, 3, 335 y Renate Knoll, p. 242), ocupación de Hamann
en estos momentos (Knoll, p. 243) centrados en la preparación
del tema sobre «Christentum und Luthertum» (Knoll, p. 244).
Pero sin embargo, ese trabajo del difunto Winzemmann no
le había parecido importante a Jacobi, albacea de su testa­
mento y testigo de la muerte del amigo. Así que ya vemos un
primer momento de separación entre los dos hombres. El texto
clave para expresar esa distancia inicial en nuestro tema es éste;

Que tú hayas estado tan indiferente a esta reliquia [el es­


crito de Winzemmann] es para mí un enigma del que quizás
encuentre la clave en tu diálogo. Como el difunto, sólo coinci­
do contigo a mitad de camino; «quod materiam» podría decir,
pero «quod formam» pongo esto [David Hume^ junto con los
berlineses y ambos quedan juntos y constituyen un todo, al
que aspiro o me está destinado enfrentarme [Knoll, p. 242].

La edición de Roth no introduce este párrafo, rescatado


ahora por la valiosísima edición de Renate Knoll. Dentro de
la política de Roth de no desfavorecer la imagen de Jacobi y
de mostrarlo íntimamente vinculado a Hamann, es compren­
sible la supresión de este párrafo así como la alteración de
otros muchos. Porque la cita, con una ambigüedad calcula­
da, viene a decir que Jacobi quod formam es un berlinés.
Puede coincidir con Hamann en ser un auténtico cristiano,
en vivir dentro del cristianismo: la materia de su creencia es
la misma. Pero la forma de Jacobi es la del filósofo, la de los
berlineses y por esto Hamann está destinado a oponerse a
dicha forma. Realmente lo va a hacer.
Es fácil entender que Hamann rehúse con buenas pala­
bras hacer una crítica a Jacobi. ¿Desde qué base común iba
a llevarla a cabo? Con la descripción de su estado psíquico
(Knoll, p. 243) intenta justificar y anticipar la tardanza. Ha­
mann está angustiado, paralizado, falto de esa mano firme
que le rapte y escriba por él. Pero en la carta del 22 de abril
las excusas son más explícitas;
Has caído en tu antiguo elemento, en tu antiguo torbelli­
no al que yo no me confío. Y no puedo salir desde el mío. A
mí me pasa con tu palabrería técnica lo que a ti con mi pala­

362
brería de imágenes. Ayer tarde me fui a la cama tan desgra­
ciado y desanimado por todos mis trabajos perdidos, sin co­
nocer el principio ni el fin, que no podría encontrar ninguna
salida, ninguna puerta de emergencia [Knoll, p. 246].

Lo que Hamann quiere decir está mucho más claro en las


páginas siguientes; para leer el David Hume necesita esperar
a Kraus (Crispus, tras el peculiar bautizo al que Hamann so­
metía a todos sus amigos íntimos). En efecto:
Él es «filosophus ex profeso» y se sabe Hume de memo­
ria. Yo lo estudié antes de escribir las Sokratischen y mi doc­
trina de la creencia tiene precisamente las mismas fuentes.
[...] Ahora leo como un molinero que busca agua para su mo­
lino porque le falta. Y me parece haber encontrado más cosas
en el Fragment [de Winzemmann] que en tu diálogo [Knoll,
p. 247].

Parece ciertamente que Hamann, muy deteriorado, no


había leído todavía el diálogo. Su exigencia de saberse de me­
moria a Hume para comprender el diálogo parece desconocer
el propio contenido del mismo, donde Hume está sólo par­
cialmente presente, y desde luego mucho menos que Leibniz.
Los comentarios que siguen intentan atacar por tanto no a
Jacobi, sino a la filosofía propiamente dicha como actividad,
y tienen como finalidad exponer un rechazo radical de la filo­
sofía, quizás el primero auténticamente radical de la filosofía
alemana y el único anterior a Kierkegaard. Por eso los co­
mentarios de Hamann tienen una cláusula: «Yo no puedo, que­
rido Jonathan [Jacobi], hablarte de tu libro más que sin tu
libro» (Knoll, p. 248). Esto es, hablará de su libro sin leer
el libro. Se trata de comentarios previos al libro, y que justo
por eso valen para todo libro de filosofía; son los comenta­
rios que Hamann destinaba más a una autoexplicación que a
una respuesta real de Jacobi.
En cierto sentido se puede decir que Hamann no necesi­
taba sino conocer el título del libro. Se trataba de la defensa
del verdadero realismo desde dentro de la filosofía.^® Pero
para Hamann todo esto es irrelevante. La clave desde su
punto de vista reside en la autoridad que se invoca. Para él
sólo hay una autoridad; la Biblia. Así que al conocer el título
del libro y las líneas generales de su conclusión, su tesis es
rotunda: filosofía, falta de autoridad, palabrería técnica, fa­
natismo de elevar a reales meros constructos humanos, y por

363
tanto idealismo, genuino y auténtico idealismo. Desde esta
perspectiva, tanto el realismo como el idealismo filosóficos
son, a su vez, idealismos. Sólo luteranismo y cristianismo son
reales. Entre idealismo y realismo filosóficos sólo hay un
medio en el que ambos se unifican: verbalismo, concesión de
vida a meras palabras carentes de realidad porque son pro­
nunciadas por el hombre, mero ser dependiente (Knoll, p. 248).
Por tanto no son sino otra forma de afirmar ilusamente la
independencia del hombre, del antropocentrismo. «Idealismos
und Realismos sind nichts ais entia rationis» (Knoll, p. 248).
¿Acaso el ser que evoca Jacobi con su realismo es un objeto
efectivo? ¿Acaso no es la más vacía abstracción, «la relación
más universal cuya existencia y propiedades tienen que ser
creídas?» (Knoll, p. 279). Definir el realismo como una rela­
ción con ese ser es tan idealista como definirlo en relación
con nuestras propias representaciones.
En las cartas siguientes Hamann destaca la falta de
unidad del diálogo, sin duda a partir del informe de Kraus
(Knoll, p. 252). Por su parte sigue juzgando sólo desde el ex­
terior: «El título es para mí la cara y el prólogo la cabeza, a
los que me atengo siempre y acerca de los cuales fisiognomi-
zo» (Knoll, p. 253). Sin duda Hamann continúa su ataque
desde este escaso conocimiento verbal comunicado por Kraus
y desde su propia capacidad intuitiva de valoración. La dife­
rencia entre realismo e idealismo es inventada desde el mo­
mento en que genera la dualidad creencia-razón. También esta
última es una diferencia inventada, esto es, no está fundada
en la naturaleza de las cosas (Knoll, p. 255). Tan inventada
como la diferencia Hume-Kant o ahora la propuesta entre
Leibniz y Spinoza. Hamann aprecia el movimiento de Jacobi
como un intento de destacar dentro de la tradición filosófica
general una subtradición que sirva a la fe: realismo, creen­
cia, Hume, Leibniz, contra el idealismo, razón, Kant y Spino­
za. El resultado es que la auténtica tradición, la cristiano-
luterana, perdía toda relevancia cultural. Así que el título en
el fondo revela bastante la pretensión de Jacobi: realismo o
idealismo. Esta disyuntiva básica, dice Hamann, en modo al­
guno se puede justificar y exige una disculpa (Knoll, p. 255).
Ese aut... aut es un error calculi. Pero también el motto de
Pascal parece equivocado: naturaleza y razón aparecen aquí
como opuestos, cuando no lo son.
Pues bien, ¿por qué no calificar todas estas oposiciones
como elementos correlativos, en modo alguno disyuntivos?

364
Ambas confunden su contrario, pero también lo aclaran. Por
eso escepticismo y dogmatismo son igualmente tanto opues­
tos como solidarios (Knoll, p. 251). En efecto, desde aquí apa­
rece el tema preciso: cdo que Dios ha unido que no lo separe
ninguna filosofía» (Knoll, p. 249). Pero es que además, ¿quién
podía decir que la creencia en la que Jacobi afirmaba haber
nacido, en las Briefe, era la creencia humeana o filosófica?
Desde esta pregunta era fácil darle la razón a Mendelssohn:
la creencia de Jacobi no es la genuinamente cristiana. Si Ja­
cobi hubiera nacido realmente en la fe no habría tenido nece­
sidad de tan sospechosas autoridades (Knoll, p. 283); de otra
manera la creencia cristiana se antepondría a todo ruido filo­
sófico (Knoll, p. 278). La conclusión es dura:

¡Ah, mi querido Jonathan Pollux! Tú no te comprendes a


ti mismo y te has precipitado en hacerte comprender por otros
y a compartir con otros tu enferma filosofía. Quiero ser el
primero en prepararte para estas acusaciones que te vas a
atraer [Knoll, p. 278].

Jacobi se ha dejado llevar por el prejuicio de la «buena


voluntad de los lectores», ese principio kantiano que permite
la existencia misma de la filosofía. Pero esa buena voluntad
es una falsedad inexistente, un ulterior verbalismo: en filoso­
fía nadie quiere comprender a nadie. Esta es la trampa donde
ha caído Jacobi.

Si no se quiere comprender a otra persona, todos los dis­


cursos no ayudan a nada, sino que empeoran el mal. Cuan­
tas más palabras, tanta más materia para las incomprensio­
nes [Knoll, p. 279].

De ahí el lenguaje de Hamann, realmente incomprensible,


invulnerable a la buena fe y a la mala fe de los lectores y de
los filósofos, lenguaje individual, críptico, propio de la razón
individual, creador por tanto, atento sólo a otro creador. De
ahí que no merezca la pena perder una palabra más sobre lo
que entiende por creencia Hume o cualquier otro (Knoll,
p. 282). ¿Por qué?
La raíz más profunda de todo eso es la carencia de refe­
rencia cósica real de toda filosofía en general, que siempre es
una sombra abstracta:

365
Una palabra universal es un bote vacío, que puede ser mo­
dificado, cambiado de sitio y que siempre tendrá como con­
tenido mero aire [Knoll, p. 282].

Las raíces de este nominalismo las veremos posteriormen­


te. Pero lo que realmente significa es que cada uno puede in­
troducir en el interior de este bote vacío la ilusión que desee.
No por eso dejará de ser una ilusión. Así, de cualquier pala­
bra universal se puede seguir una cosa y su contrario: la razón
es la fuente de la verdad y del error, el árbol del conocimien­
to del bien y del mal, la fuente del realismo y del idealismo,
con lo que las dos partes que se enfrentan tienen a la vez
razón y sinrazón, y, por tanto, se puede divinizar a la razón
y al vicio (Knoll, p. 282). Así pues, toda la filosofía es un
juego de prestidigitación, vanidad, y respecto de ella sólo me­
rece la pena afirmar el bote vacío en el que todos los opues­
tos coinciden y residen.

Ser, creencia, razón, son puras relaciones que no se pue­


den tratar absolutamente, que no son cosas, sino meros con­
ceptos escolásticos puros, signos para comprender, no para
admirar, medios auxiliares para despertar nuestra atención,
no para atarla, como la naturaleza no es revelación por sí
misma sino de un objeto superior, no de su vanidad, sino de
su majestad, la cual no es visible sin ojos iluminados y ar­
mados, y no puede ser visible sino bajo nuevas condiciones,
herramientas y disposiciones: abstracciones y construcciones
que tienen que ser también dadas y no creadas del aire, como
los antiguos elementos [Knoll, p. 283].

El contenido positivo de este párrafo será estudiado pos­


teriormente. Lo que nos interesa ahora es la tarea que debe
asignarse todo verdadero creyente: mostrar cómo la cosifica-
ción de los conceptos filosóficos, su consideración como rea­
lidades, debe llevar inevitablemente a contradicciones, porque
la contradicción es siempre posible en los conceptos. En efec­
to, los conceptos, como relaciones, siempre acaban separan­
do y anulando aspectos de las cosas que inevitablemente si­
guen existiendo allí, en las cosas. Desde el principio de que
toda palabra sólo sirve para despertar la atención en aspec­
tos de las cosas, y desde el principio auxiliar de que no hay
una cosa, una creatura absoluta, ni un hombre absoluto, se
sigue que no puede haber absoluta certeza, absoluta verdad
en ningún concepto, absoluta referencia en ninguna palabra

366
(Knoll, p. 284). Los conceptos nos descubren, justo como quie­
re Kant, sólo aspectos parciales regidos por una ley de iden­
tidad. Por eso siempre son susceptibles de alterarse si se al­
tera la uniformidad con la que observamos las cosas. De ahí
que todo concepto puede ser afirmado o negado desde la razón
individual que rechaza las identidades establecidas (Knoll,
p. 284). De ahí que cualquier concepto puede ser anulado por
una mostración del lado de la cosa no recogido en el concep­
to. Por eso las disyunciones de Jacobi entre pensar y sensa­
ción, creer y razón son contradictorias en cuanto que él las
piensa como reales, siendo meros nombres. Incurre entonces
en el idealismo de tomar los conceptos por las cosas. Desde
aquí podemos entender el informe que Goethe nos da de Ha-
mann; éste deseaba la unidad de todas las fuerzas, de todas
las disposiciones humanas, sabedor de la falsedad y unila-
teralidad de todas ellas consideradas como realidad separa­
da. Y también podemos entender perfectamente la simpatía
de Hegel por este crítico original de las cosificaciones de
los conceptos del entendimiento; desde el momento en que los
conceptos son instrumentos sociales y sólo así sirven, tienen
el principio de su mutabilidad garantizado:
La sociabilidad es el verdadero principio de la razón y del
lenguaje, por el que se modifican nuestras sensaciones y re­
presentaciones. Esta y aquella filosofía siempre separa cosas
que no pueden ser separadas [Knoll, p. 284],

Por eso desde el punto de vista de Hamann no puede


haber filosofía propiamente dicha. Su actividad es esencial­
mente crítica: se debe mostrar la filosofía de los demás en
sus contradicciones inevitables, aquéllas que a priori descan­
san en el bote vacío de contenido; hay que procurar el final
de la filosofía porque «sin filosofía se acaban los sofistas» (IV,
3, 427). Desde el momento en que Jacobi expone su filosofía,
también se contradice y por eso hay tanto que decir contra
sus afirmaciones, como había que decir contra las pretensio­
nes de Mendelssohn:
Nadie puede prohibirte llamar ilusión a lo que otros lla­
man razón, como nadie puede negarte llamar a la cosa en
litigio «creencia» [Knoll, p. 284],

Pero nadie puede estar en condiciones de creer en tales


filosofías. Esta es la enseñanza del libro, la revelación que es

367
preciso llamar milagro, y que el tiempo se encargará de pre­
sentar (Knoll, p. 285): que no se puede creer en una filoso­
fía. Esto es una contradicción en los términos. Pero no en el
sentido racionalista de que una filosofía se sabe y se conoce,
y no se cree, sino porque el órgano de la filosofía, el concep­
to, exige la comunicabilidad, ya que su principio es la socia­
bilidad. Pero la creencia real, la apuesta real ante nuestra
vida, no se rige por ese principio:

Creencia no es una cosa cualquiera, tampoco nada comu­


nicable, como la mercancía, sino el reino celestial y el infier­
no en nosotros [Knoll, p. 285].

Eso es: la creencia es la miseria y la altura de nuestra


historia personal. Pero una historia personal plena, vivida en
su dimensión siempre dual: como salvación y como hundi­
miento, como cura y condena, como ala y cadena, como cielo
e infierno. Sólo porque la creencia, la vida, la razón indivi­
dual, son contradictorias, el creyente siempre encuentra en sí
el lado que cada filosofía voluntariamente quiere ocultar. Sólo
por eso el creyente es el auténtico realista, porque desconfía
internamente de los conceptos y exige la cosa, que siempre
acaba dejándolos libres y desprovistos de su aureola y su fi­
jeza al enseñar sus contradicciones. Desde aquí, el creyente
es el que cree en el Dios de su experiencia celestial y triun­
fante, pero también el que lo niega en el fondo de su expe­
riencia tenebrosa y desesperada: «creer que hay un Dios y
creer que no hay ninguno es una idéntica contradicción»
(Knoll, p. 285), porque la única verdad auténtica es creer que
lo hay y que no lo hay. Esa dualidad contradictoria es la única
que apoyan los hechos, la fuerza de las cosas, «die That, die
Kraft der Sachen und Dingen» (Knoll, p. 285), la experiencia
auténticamente humana (Knoll, p. 248). Como Hamann es­
cribe en una carta porterior (16 de mayo de 1788): «el mani-
queísmo y el ateísmo residen en nuestra naturaleza y en nues­
tra incomprensión de la misma; el contraveneno es el espíri­
tu de la verdad invisible y desconocido que ha surgido por el
cristianismo» (IV, 3, 423).
Hay aquí un aspecto del luteranismo que Jacobi recoge
también: esa experiencia, esa realidad humana, contradicto­
ria, mixta de caída y de divinificación. Por eso «Christestum
und Lutherthum sind “res facti”, lebendige Organe und Werk-
zeug der Gottheit und Menschheit» (Knoll, p. 249); pero de

368
aquí procede la valoración propiamente hamanniana de la Bi­
blia: porque ella encierra la fuente fundamental de esa sabi­
duría contradictoria y humana, que es revelación porque tam­
bién revela la naturaleza contradictoria de Dios, que en su
momento de mayor gloria se rebaja hasta el fondo del abis­
mo humano. La Biblia así dispone al hombre a vivir ante la
cara de la contradicción, y al hacerlo eleva al hombre a ima­
gen y semejanza de Dios. Pero lo hace de una manera afilo­
sófica, por medio de imágenes, en un lenguaje que expresa
internamente su esencia, que apela sólo a sí en un recogimien­
to circular, pero que impide la cosificación idealista, porque
para ser entendido exige ser descreído, reproducido en la pro­
pia vida. No se comprende su significado desde una reflexión
conceptual, esto es, desde una valoración del mismo como rea­
lidad ideal; sino que exige siempre la creación de una analo­
gía en la que el ser individual se exprese (Knoll, pp. 249, 279)
en tanto que expresa su propia vida. Por eso toda auténtica
filosofía es una gramática del lenguaje figurativo sacado de
la Biblia. Aquí está la raíz luterana de Hamann, el punto de
separación más preciso de Jacobi, que siempre exigirá una
creencia en la cosa misma, y no en la cosa mediada por la
palabra, por la letra.
Pero por lo que hace a la experiencia contradictoria de la
divinidad, es evidente que Hamann estaba mucho más de
acuerdo con la experiencia personal de Jacobi, con la materia
de Jacobi, que con la forma de explicarla por medio de la
filosofía tradicional, en detrimento de la opción que se abría
en todas las cartas de 1780-1784 de llevar adelante una ver­
dadera reflexión sobre el cristianismo como experiencia inter­
na. Por eso, el programa escéptico y destructor de las Briefe
estaba mucho más en la línea de Hamann que este breve en­
sayo lleno de pretensiones acerca de una nueva teoría de la
razón. De ahí que Hamann acabe diciendo;
Tu historia secreta corre bastante paralela con la mía y
es la parábola de todo buscador, de Nicodemo y de Natanael
[Knoll, p. 256, sub. mío].

Frente a esta historia secreta, el ensayo sobre el realismo


e idealismo se presenta como un desconcertante triunfo de la
«verdad pura» (Knoll, p. 286); esto es, sin referente alguno a
la experiencia del cristianismo, por el que nadie obtiene un
ápice más de conocimiento de lo que es razón y creencia,
realismo e idealismo (Knoll, p. 287).

369
No es ciertamente ésta una carta ante la que Jacobi exul­
tara de alegría. Wieland, Goethe, Lavater, no le habían dicho
ni la mitad y había sido suficiente para la ruptura. Hamann
sin embargo era otra cosa. El grado de amistad está aquí fir­
memente sostenido por la compenetración auténtica de senti­
mientos.
Pero el interés de Jacobi en la contestación del 12 de mayo
de 1788 se centra en el Wass heisst... de Kant. Debemos su­
poner que Jacobi también necesitaba de un aliado tan cerca­
no a Kant. De ahí que la opción de Jacobi sea ganar tiempo,
pasarlo todo por alto, no entender realmente nada de lo que
Hamann le dice:
De todo lo siguiente no comprendo lo más mínimo y cada
proposición siguiente me hace la anterior aún más incompren­
sible. No he visto nunca algo que me pareciera tan inexpug­
nable. Tienes que explicármelo absolutamente a vuelta de co­
rreo [Knoll, p. 293].

Al final de la carta, y después de tratar algunos asuntos


secundarios, le vuelve a recordar lo mismo: «ante todo no tie­
nes que olvidar explicarme los pasajes oscuros de tu carta»
(Knoll, p. 295). Pero eso no sucedió. Hamann contestó real­
mente:
Este verano, cuando y como Dios quiera, nos veremos que­
rido Jonathan. El camino está hecho, el hielo roto, esto es
todo lo que puedo informarte. Breve: viajo «in omni sensu»
[IV, 3, 364].

La cosa quedaba ahí. Poco después, los hechos demostra­


ron que también la muerte era uno de los sentidos de ese
viaje que anunciaba Hamann. Este hecho resultó decisivo,
pues nadie pudo convencer a Jacobi del camino sin salida de
su filosofía. Pero precisamente esa filosofía que invocaba Ja­
cobi para su defensa (ese Yo leibniziano entendido como pura
acción) iba a tener un efecto contradictorio, pero que de hecho
Hamann parecía prever: proporcionar los elementos para re­
construir el pensamiento que Jacobi pretendía atacar: el pen­
samiento crítico de Kant.

370
NOTAS

1. Para el origen de David Hume tenemos dos textos fmere-


cido una mejor contestación que la que encontró por e analizar en
el último epígrafe del capítulo anterior, y la propia introducción de
Jacobi al segundo volumen de sus Werke, con la que debía empezar
la parte propiamente filosófica de las mismas. En este segundo texto
se nos dice: «El siguiente diálogo se relaciona con la obra sobre la
doctrina de Spinoza. Apareció en la primavera de 1787, año y medio
después de la primera edición de las Cartas a Mendelssohn y dos
años antes de su segunda edición ampliada con importantes apéndi­
ces. La afirmación establecida por el autor en la obra sobre la doc­
trina de Spinoza: "todo conocimiento humano procede de la revela­
ción y de la creencia", suscitó un escándalo generalizado en el mundo
filosófico alemán. No podía ser en modo alguno verdad que existie­
ra un saber de primera mano que condicionara todo el saber de se­
gunda mano (la ciencia), un saber sin pruebas que precediera nece­
sariamente al saber a partir de pruebas, que lo fundara, lo domina­
ra completamente y lo mantuviera. De hecho escribí el siguiente
diálogo para justificar aquella afirmación tan combatida y para pre­
sentar en toda su falsedad e incoherencia aquellas acusaciones con­
tra mí en el sentido de que era un enemigo de la razón, un predica­
dor de la fe ciega, que despreciaba la ciencia y la filosofía; en suma,
que era un fanático y un papista» (II, 2-5). Posteriormente recogere­
mos este texto. Baste ahora decir que realmente no se ha prestado
demasiada atención a este escrito. Las obras dedicadas a él son vie­
jas; cf. Beyer, A., Die Philosophie F.H. Jacobi nach seinem Schrift
David Hume, Programm der Realschule beim Doventher zu Bremen,
Bremen, 1082, pp. 3-22; Frand, A., F.H. Jacobi Lehre von Glauben.
Fine Darstellung ihrer Enstehung, Wanklung und Vollendung, Dis-
sertatio. Halle, 1910; Schreiner, H., Der Begriff des Glauben bei
F.H. Jacobi. Beitragen zum Problem des Irrationalen in der Reli-
gionsphilosophie. Erlagen, Diss., 1921.
2. En la propia época de Jacobi, como es natural, ya se cuestio­
na este uso de Hume —también lo hará el propio Hamann, como
veremos en el último epígrafe de este capítulo—. Rehberg escribió
una recensión al David Hume que resume Verra, p. 188, nota 10, en
la que mantenía que el traspaso de la Belief al concepto de Glaube
es incorrecto, pues para el sentido teológico de Glaube en inglés exis­
te el término faith. Jacobi se defendió con vigor apuntando que esa
división no es ni mucho menos exacta ni real en el idioma inglés y
que en todo caso esa diferencia no se respeta en alemán, con lo que
si este idioma ha mantenido sólo una palabra, testimonia la identi­
dad de funciones que en inglés se han escindido en dos palabras:
toda faith es una belief y toda belief es una faith y todo es Glaube.
Bollnow sigue sin embargo a Rehberg (op. cit., pp. 129-130). Timm,
como siempre, tiene una sugerencia importante que hacer: «Creo que

371
Jacobi, con su David Hume, ha conducido a sus contemporáneos, y
a sí mismo, por un falso camino. Su principio de creencia o saber
inmediato no tiene ni origen empírico ni teológico-revelado, sino que
ha sido fijado en el sentido de la inmediatez ontoteológicamente fun­
dada por Spinoza». {Tagung in Dusseldorf, p. 42.) Sin embargo,
queda como otra posibilidad la extensión del modelo de intuición
kantiano incluso a la realidad espiritual, esto es, la fortaleza de la
influencia de la teoría de la inmediatez del conocimiento intuitivo de
la realidad en Kant. Por lo demás, el tratamiento de Verra ocupa
las páginas 159-173 y parte de un análisis de la verdad de las opi­
niones de Hegel y de su interpretación de la Glaube en sentido psi­
cológico (p. 159); reconoce la importancia del Kant precrítico, tal y
como hemos defendido en nuestro estudio (p. 161); recoge luego la
polémica con Stark y el problema del criptocatolicismo como am­
biente en el que se produce la polémica (p. 165), así como la in­
fluencia de Hamann sobre la decisión de Jacobi de exponer su teo­
ría de la creencia basándose en Hume (p. 166). Pasa luego a definir
el realismo en David Hume: «Consiste en afirmar, excluyendo el ca­
rácter originario de la representación, una conexión radical y origi­
naria entre el hombre y el ambiente, el Yo y el Tú, más que entre
sujeto y objeto, que son términos gnoseológicos demasiado refina­
dos y estilizados; [...] y en afirmar al mismo tiempo la inmediatez
de esta relación» (p. 168). Verra se centra luego en las relaciones
entre Heydenreich y Jacobi con motivo de la indivisibilidad del Yo y
del Tú (cf. Natur und Gott nach Spinoza, Müller, Leipzig, 1789,
pp. 113-116), donde se critica, primero, que no exista posibilidad de
representarse el Yo sin el Tú, y segundo que la relación con las cosas
externas sea inmediata al sujeto. Para él son mediadas por repre­
sentaciones y razonamientos (p. 113). La tesis básica es que existe
primacía del Yo (que se manifiesta también en la discusión de la
tesis de que el sentimiento de sí nace al mismo tiempo que el sen­
timiento de la realidad externa), ya que el Yo es «el acto vivo, el
alma misma en todos los instantes del sentimiento de sí. El Yo y el
Tú son dos direcciones diversas de nuestra actividad cognoscitiva»
(pp. 115-116). Hay aquí una defensa clara, aunque no perfectamen­
te dibujada, de la inmanencia total de la conciencia, cuya relación
con Fichte habría que estudiar. No hay que olvidar que Heydenreich
estaba de profesor en Leipzig cuando Fichte viaja allí a estudiar fi­
losofía. Por fin, Verra analiza la diferencia entre Tiefssinn y Scharf-
sinn, entre comprensión de lo real y comprensión lógica de las rela­
ciones conceptuales. Por último, Baum nos ofrece otra interpreta­
ción que depende más de la introducción de 1816 que de la propia
obra de 1787 (recuérdese que el interés de Baum es sistemático y
no tanto histórico). Para él (Tagung in Dusseldorf, p. 18) «razón
como intuición quiere decir aquí experiencia de mí mismo como es­
pontaneidad, pero también como condicionado por la efectividad tras­
cendente a la conciencia —sea esta un mundo objetivo sensiblemen­

372
te percibido o la actividad de almas ajenas espiritualmente experi-
mentables—: pero también quiere decir la tendencia interna a la
autoconciencia, la intuición condicionada que hay que transformar
en intuición incondicionada, esto es, en conocimiento de sí mismo,
en libertad originaria. Este proceso de transformación no se puede
pensar sin una dialéctica del conocimiento discursivo e intuitivo. [...]
La intuición, según Jacobi, no es acoger pasivamente el contenido
de la percepción, sino una formación según un punto de vista teleo-
lógico transportado en las formas del espacio-tiempo, las cuales pro­
ducen la condición de poder identificar y mantener objetos en la con­
ciencia». Sólo hay una objeción: en 1787 Jacobi define la razón como
una forma más refinada de sensibilidad en una orientación clara­
mente naturalista de su teoría, que choca con toda la construcción
de su pensamiento y que, naturalmente, reformulará en la introduc­
ción de 1816. Por eso Baum se ajusta más a esta reformulación que
al trabajo originario. Para los textos de David Hume que son refor­
mulados y reinterpretados después, cf. II, 225, y la importante nota
que añadió Jacobi en 1816: «Desde aquí al fin del diálogo entra en
juego de manera visible el error señalado en la introducción acerca
de la no distinción entre entendimiento y razón [...] pues al autor no
le quedó, para esta capacidad de la certeza inmediata, para esa ca­
pacidad de la revelación que ahora llama razón, ninguna otra pala­
bra que «sentido», que posee una indestructible ambigüedad en el
uso».
3. Para valorar todas estas dimensiones del texto de Jacobi es
absolutamente indispensable referirse al prefacio a la edición de 1787,
desaparecido de todas las demás ediciones de la obra. Voy a tradu­
cir aquí este texto, que avalará también dos cosas: la identificación
de razón y sensación, y la centralidad del modelo kantiano de la
intuición como conocimiento inmediato de existencia:
«El siguiente diálogo se divide en tres partes, que debían dife­
renciarse desde el principio. El primer diálogo tiene como título David
Hume sobre la creencia. El segundo el de Idealismo y Realismo, y
el tercero Leibniz o sobre la razón. Pero ciertos sucesos dificultaron
este esbozo y los tres diálogos se quedaron refundidos en uno.
»Al contenido de la tercera parte podía añadirse fácilmente el tí­
tulo de la segunda. Pero el «o» tras el título de la primera [Jacobi se
refiere a la «o» de David Hume sobre la creencia o realismo e idea­
lismo] no se podía justificar completamente y por eso tengo que p>edir
disculpas por esta forma de conexión.
»El uso que hice de la palabra creencia en las Cartas sobre la
doctrina de Spinoza —ajeno al uso común— se refiere a la necesi­
dad, no mía propia, sino de aquella filosofía que afirma que el co­
nocimiento racional no apunta meramente a relaciones, sino a la exis­
tencia efectiva misma de las cosas y propiedades, y en verdad se
extiende de tal forma que tal conocimiento de la existencia efectiva
mediante la razón tiene certeza apodíctica, que nunca debe adscri-

373
birse al conocimiento sensible. Según esta filosofía, tiene lugar un
doble conocimiento de la existencia efectiva: uno cierto y otro in­
cierto. El último, digo, debe por tanto llamarse creencia. Pues se ha
presupuesto que todo conocimiento que no surge desde fundamen­
tos racionales es creencia.
»Mi filosofía no afirma un doble conocimiento de la existencia
efectiva, sino sólo uno simple, por sensación; y limita la razón, con­
siderada en sí misma, a una mera capacidad de percibir relaciones
evidentes, esto es, a formar el principio de identidad y a juzgar con
él. Ahora bien, tengo que confesar que sólo la afirmación de propo­
siciones meramente idénticas es apodíctica y lleva consigo una cer­
teza absoluta, y que la afirmación de la existencia en sí de una cosa
fuera de mis representaciones nunca es una tal afirmación apodícti­
ca y puede llevar consigo una certeza absoluta. El idealista, apoya­
do en esta distinción, no puede sino reconocer que mi convicción de
la existencia de las cosas efectivas externas a mí sólo es creencia.
Pero entonces, como realista, tengo que decir: todos los conocimien­
tos pueden proceder sólo y únicamente de la creencia, porque las
cosas me tienen que ser dadas antes de que esté en condiciones de
considerar las relaciones.
»Esta materia es el contenido del siguiente diálogo [...]» {David
Hume über den Glauben oder Realismus und Idealismus. Ein Ges­
präch, bey Gotti. Loewe, Breslavia, 1787, pp. III-VI; subrayado de
Jacobi).
Desde este prefacio se ve claro: primero, que se realiza un ata­
que a la filosofía racionalista mostrando la vanidad de pretender co­
nocer la existencia y las relaciones de existencia por la razón; que
la existencia sólo se conoce por sensación; que el ámbito de la razón
es el de los juicios analíticos; que si no se da la existencia no se
dan las relaciones; que el conocimiento de sensación y de existencia
es más básico que el de razón; que si las cosas no son dadas, no
pueden ser pensadas; que a este conocimiento extrarracional él (Ja­
cobi) no le llamaría creencia motu propio; éste es el nombre que le
ponen los propios racionalistas para designar aquel conocimiento que
no se da desde fundamentos racionales; que para él es conocimien­
to propiamente dicho; concluyo que hay que entender la obra como
una destrucción de la razón racionalista mostrando la debilidad in­
terna de su posición, en el sentido de que justo lo que ellos colocan
extrarradio de la racionalidad es la base de toda racionalidad: pero
son ellos los que colocan la creencia extrarradio de la racionalidad,
no Jacobi, que pugna fundamentalmente por alterar la noción de
razón proponiendo otra relación con la sensibilidad. Todo ello era
un proyecto rigurosamente kantiano en la forma, pero de un conte­
nido ontològico radicalmente diferente: de lo que se trataba era de
mantener para la realidad espiritual todo lo que Kant mantenía de
la realidad espacial.
4. La obsesión del momento de Jacobi es, justo por lo que hemos

374
acabado de decir en la última nota, separarse de la filosofía de Kant,
de la que a pesar de todo tiene que reconocer su grandeza. Así lo
dice ya en la parte que no hemos traducido todavía del prefacio de
1787: «En el presente diálogo me declaro a favor del realismo y con­
tra el idealismo; precisamente así me había manifestado en las Brie-
fe con suficiente evidencia (pp. 162-164 y 180-181), según creo, a
propósito de ese concepto. A pesar de esto se me ha querido atri­
buir después que me inclino al idealismo transcendental. Esta atri­
bución contra toda evidencia podía fundarse sólo en esto: que en mi
justificación contra Mendelssohn he hablado de Kant como un gran
pensador, con la estima y la admiración que siento y nunca negaré.
Esta acusación se apoyó en el pasaje acerca de la creencia de la
KrV que para esta justificación había insertado, sin considerar lo
más mínimo la nota que inmediatamente le añadí, y otra que igual­
mente le seguía. El cuidado y el tono de mi expresión habrían mere­
cido una mejor contestación que la que encontró por parte de aque­
llos idealistas transcendentales que me habían entendido suficiente­
mente» (VII-VIII). Es más que probable que ese tratado que debía
anteceder al diálogo, referido en la cita aludida en el texto, haga
referencia al apéndice sobre idealismo transcendental, del cual decía
en el prefacio: «En el apéndice de este diálogo, sobre el idealismo
transcendental, he usado en general para la exposición de la doctri­
na de Kant las propias palabras del autor. [...] Pero como no es
imposible que se diga que he entendido incorrectamente el idealis­
mo transcendental, entonces estoy dispuesto a reconocer aquí que esta
objeción me alcanzará bajo la única condición de que se me mues­
tre al mismo tiempo cómo puede ser comprendido el idealismo trans­
cendental de forma diferente a la que expongo sin caer en la más
irreconciliable contradicción consigo mismo, y perder así todas sus
exigencias. Sobre este «aut ... aut» está justificado todo mi ensayo»
(Vlll-IX).
Indudablemente Jacobi muestra de Kant lo que no es asimilable
en su doctrina; lo asimilable de ella ya no es de Kant, sino de Jaco­
bi. Timm ha expuesto con su claridad habitual estos dos lados de la
cuestión: Jacobi toma de Kant esto: «Existencia es el elemento de
todo conocimiento y de toda acción», sólo que esa existencia en Kant
se da por intuición y en Jacobi por una sensación que en el raciona­
lismo recibe el nombre peyorativo de creencia; pero en ambos suce­
de de manera inmediata y aconceptual. Lo que Jacobi objeta a Kant
es que al privar al hombre de intuición de los objetos de la metafísi­
ca, ha convertido la conciencia en un espejo vacío que no refleja sino
su infinita precariedad y su absoluta Nichtigkeit (nulidad) (Timm,
Tagung in Dusseldorf, p. 79). Jacobi objeta a Kant, por tanto, su
nihilismo espiritualista.
5. Ya hemos visto que éste era el objetivo del prefacio de la edi­
ción del 1787.
6. Es curioso que en el prefacio tantas veces citado, la figura de

375
Leibniz quede absolutamente ocultada, siendo así que en ese ensayo
de reconstruir la teoría de la razón su papel era de protagonista ab­
soluto. En el fondo, Leibniz había sido el primero en defender la
inmediatez del autoconocimiento del espíritu monadológico, base de
todo intuicionismo espiritualista. Es más, esta relación con Leibniz
tampoco es reconocida en el informe muy posterior de la edición
de 1816. Allí se nos dice: «En el momento de su aparición, el autor
se mantenía con sus convicciones discrepantes en medio del sistema
leibniz-wolffiano aún dominante (con cuyos defensores sobre todo
había tenido que ver)» (II, 5). Esta expresión es terriblemente am­
bigua, ya que no se matiza si ese «tener que ver» hace referencia a
su oposición crítica a Mendelssohn o más bien a una actitud más
positiva hacia la filosofía de Leibniz. Creo de todas formas que
David Hume es el primer intento serio de toda una larga serie de
reformulaciones de la teoría de la razón frente a Kant desde bases
leibnizianas. Los intentos más importantes son los de Maimón, que
estará íntimamente relacionado con Fichte, y el mucho más reaccio­
nario de Eberhard, que motivó la célebre respuesta de Kant. En
este sentido la filosofía de Jacobi también es inaugural. Cf. para
esto Yerra, p. 142. Es digna de mención la expresión de Schlosser
tras recibir David Hume: «Tú me has reconciliado con la teoría
leibniziana del hombre y en general del espíritu» (cf. Yerra, p. 154,
nota). El pensamiento de Leibniz siguió ocupando a Jacobi en los
apéndices de la segunda edición de las Cartas, sobre todo respecto
del problema de la relación alma-cuerpo en el ámbito de la teoría de
la monadología.
7. Ya hemos hecho mención en las notas anteriores al problema
de la fijación del concepto de creencia de Jacobi y mi defensa de
que se orienta mucho más por la noción de intuición en Kant que
por las posiciones sensualistas de Hume. Timm tiene una opinión
matizada: «Si se pregunta por la procedencia del concepto jacobiano
de creencia y existencia que la filosofía tiene que revelar, se choca
con una cosa paradójica, pues los “texti veritatis" que invoca Jacobi
no son otros que Spinoza y Kant, que por otra parte representaban
a los ateos consecuentes desde la esencia de la razón» (Tagung in
Düsseldorf, p. 41). Timm cita la correspondencia con Herder que
acabamos de analizar, pero creo que no tiene en cuenta que la defi­
nición de creencia es entendida por Jacobi de una manera negativa:
como llaman los racionalistas mismos a la convicción que no está
apoyada en principios racionales. Pero si Jacobi tuviera que llamar­
le de alguna manera ex novo, le hubiera dado la palabra «sensa­
ción», más cercana a la posición de Kant.
8. Para ver el origen kantiano de las posiciones de Jacobi acerca
del realismo hay que ir, como siempre, a ciertos textos de la prime­
ra edición del diálogo que estudiamos. Así, en la página 79, se ex­
cluyó un largo texto que parafraseaba las posiciones de la Beweis-
grund sobre la primacía de la existencia sobre todos los demás pre­

376
dicados; «pues qué puede ser más claro y evidente, más obvio que
la verdad de las siguientes proposiciones; el ser no es una propie­
dad sino lo que soporta todas las propiedades. Las propiedades son
del ser, no sólo en él; modificaciones y expresiones de él. Consiguien­
temente, puesto que todas las cosas sólo pueden pensarse como cua­
lidades de un ser real o absoluto subyacente como fundamento, en­
tonces es absurdo poner su posibilidad como lo primero, y hablar
de esta posibilidad como si fuera algo absoluto que pudiera consis­
tir por sí o por lo menos pensarse; sería absurdo en el más alto
grado querer derivar lo real desde las cualidades en lugar de deri­
var estas desde lo real». Tenemos aquí las mismas críticas a la razón
racionalista hechas por Kant desde la noción de existencia e intui­
ción, convenientemente subrayadas en sus aspectos estrictamente me-
tafísicos. Cf. para esto mi artículo «El problema de la existencia en
Kant», Teorema, 1981, n.° 3. Es sin embargo cierto que la tendencia
a reducir el valor de la mera razón racionalista y lógica está muy
extendida en Alemania. Jacobi citará también a otro ilustrado: Rei-
marus, quien se proponía sin embargo este proyecto desde un análi­
sis interno a la propia adquisición de evidencia por métodos lógi­
cos. (Cf. David Hume, ed. 1787, p. 88.)
9. Tenemos que tener en cuenta que cuando Jacobi habla de la
cosa como lo dado por la representación inmediata, no está hacien­
do referencia al fenómeno kantiano —que para él es exclusivamente
la propia sensación— sino a la cosa en sí. Así se desprende del texto
de 1787; en la página 142 de la Werke, II, se nos dice; «¿Cómo sabe
usted que la sensación lo es de una causa en tanto causa, la sen­
sación de una causa externa, de un objeto efectivo fuera de la sensa­
ción?». En la edición de 1787, p. 21, se añade: «de una cosa en sí».
La misma denominación se vuelve a omitir en la p. 61; «¿Llegamos
a ser para usted cosas en sí sólo en virtud de un razonamiento a
partir de representaciones?». En la página 50 se nos dice mucho más
claramente: «Y un realista decidido, ¿cómo debe llamar al medio por
el que participa de la certeza de los objetos externos como cosas en
sí?».
10. Todo el libro de Baum, Vernunft und Erkenntnis, debería ser
discutido en este contexto. En principio su exposición parte de la
distinción efectiva entre sensación, Empfindung, y percepción, Wahr-
nehmung: la primera es sólo una modificación de nuestra concien­
cia, mientras que la segunda es una conciencia inmediata del ser; la
primera nos ofrece algo gedacht, subjetivo, mientras que la segunda
nos da lo real, el Sein (pp. 29-30). A partir de aquí, el gran proble­
ma es la diferencia entre intuición y abstracción que tiene que de­
terminar toda la historia de la filosofía como historia del idealismo
desde Aristóteles (p. 32). Mientras que intuición es un conocimiento
inmediato sea de un objeto material o inmaterial, la abstracción es
un medio de ayuda {Hilfsmittel) que no posee ninguna verdad de
por sí. El problema es que la evidencia del primer conocimiento se

377
reconoce por ir acompañado de un sentimiento vinculante; el de
creencia. En este sentido Jacobi se pone en relación con Hume y
con Reid (p. 97). «El primado de la intuición sensible no significa,
según Jacobi, que el sentimiento entre en escena sólo tras una intui­
ción cumplida, sino que intuición y sentimiento —creencia, esto es,
conciencia inmediata de la transcendencia de los objetos— están
dados recíprocamente en una conexión indisoluble» (op. cit., p. 97).
Creencia sería la certeza interna al hecho de la intuición. Ambos mo­
mentos constituyen la conciencia de la percepción (op. cit., p. 98). Y
esto corresponde a la explicación que da Th. Reid de la teoría de la
percepción (Baum, pp. 78-98; para la relación Jacobi-Berkeley, cf.
p. 106). Menos fuerza tiene ciertamente el intento de Baum de acor­
tar distancias entre Hume y Jacobi respecto de la transcendencia de
la realidad acerca de la cual tenemos la certeza de su existencia (cf.
Baum, p. 18), en discusión con el libro de Levy-Brühl, La philoso-
phie de Jacobi, París, Félix Alean, 1894, que negaba de hecho esa
influencia (p. 107). Más acertado me parece su tratamiento de las
relaciones entre Jacobi y Kant en el contexto de la teoría de la razón
reducida a mera idea subjetiva y conceptual sin validez real (op. cit.,
p. 33). Baum ve claro que desde aquí surge el problema del «nihilis­
mo kantiano» (p. 45), que en todo caso sería caracterizable como
nihilismo espiritual. A partir de aquí es fácil mostrar la imposibili­
dad de una síntesis a priori desde Jacobi (op. cit., pp. 61 y ss.).
Todo esto lo veremos en nuestro capítulo «Nihilismo y especulación».
11. Aquí hay que situar la parte de la teoría de la razón de 1787
que se autocrítica en 1816: aquella que hace de la razón un sentido.
El motivo profundo que obligó a Jacobi a alterar sus puntos de vista
creo que hay que buscarlo sobre todo en su lucha contra el natura­
lismo de Schelling, plenamente vigente en aquellos momentos. Ese
naturalismo potenciaba sobre todo una explicación de lo más per­
fecto desde lo menos perfecto, del espíritu desde la naturaleza. Así
las cosas, era fácil asimilar las posiciones de 1787 a las propias po­
siciones criticadas de Schelling. En efecto, la razón como sentido no
era sino un grado más de sensibilidad respecto de todos los demás
animales, y por tanto una dimensión natural cuyo último grado de
evolución daba lo estrictamente espiritual. El esquema era el schel-
lingiano y sólo se podía destruir si se aceptaba no una teoría gra­
dualista para explicar las diferencias entre sentido y razón, sino una
posición que subrayara la diferencia esencial y cualitativa entre
ambas. Sólo esta posición bloqueaba todo equívoco naturalista. De
hecho esta inclinación naturalista estaba apoyada también por el uso
masivo de Leibniz en la primera edición del David Hume. Un texto
clave para esta orientación leibniziana-evolucionista puede verse en
la p. 148 y fundamentalmente el final: «los gérmenes animales del
hombre no son racionales y llegaron a serlo sólo cuando la concep­
ción \_Empfágniss'\ determinó estos animales a la naturaleza huma­
na». Para otro texto claramente evolucionista, cf. p. 193, nota. Por

378
eso Jacobi tiende también a reducir la presencia de Leibniz en la
segunda edición y por eso tiende a reducir el valor de la tercera parte
del diálogo, de la que dice que, más que terminar, acaba abrupta­
mente. Otra razón para el cambio de posición puede verse en la nota
siguiente.
12. Este dualismo que comentamos ha llevado a hablar de la
doble verdad. Cf. el libro de Kuhlmann, Die Erkenntnistheorie F.H.
Jacobi (1906). El autor señala con claridad el carácter reactivo de la
filosofía de Jacobi y por tanto sus muchas veces inconsciente adop­
ción de los puntos de vista de las filosofías que critica (pp. 8-9).
Esto obliga a una incoherencia considerable en el uso de sus térmi­
nos filosóficos (p. 10), objeción que proviene del propio Fríes. El
problema que Kuhlmann se plantea es precisamente este: Jacobi
parte del pensamiento fundamental del dualismo: tenemos dos ca­
pacidades de conocimiento separadas y diferentes que nos dan un
conocimiento perfectamente fiable de sus objetos. Por los sentidos
conocemos las cosas como son, sin nada entre las cosas y la subje­
tividad perceptora; la percepción no está mediada. Hay aquí un ins­
tinto de verdad sensible (pp. 6-7). Esa es la intuición sensible que
da la creencia sensible. Luego hay una intuición de lo suprasensi­
ble, de Dios, por medio del carácter moral del hombre, por un ins­
tinto puro. Y sin embargo desde esta equivalencia de la creencia sen­
sible e inteligible, que nos ofrece dos tipos de realidades, Jacobi de­
fiende que en realidad nada sabemos sino que sólo podemos creer
(p. 12). Y sin embargo Jacobi, dice Kuhlmann, se empeña en decir­
nos que él no ha usado el vocabulario filosófico con ambigüedad
(cf. p. 12). El entendimiento queda así despreciado en tanto que hace
de todas las representaciones una mera nada. En cuanto que esto
es así, al instaurar una dualidad insuperable en el conocimiento hu­
mano, entre dos corrientes que no pueden ser unidas por ningún
puente (p. 15), Jacobi está condenado al salto mortal entre ambas.
«Desde la contradicción del conocimiento del corazón y del entendi­
miento, Jacobi extrajo la conclusión de que en principio sólo el pri­
mero puede ser verdadero y que nosotros tenemos que creerlo todo,
y que también podemos conocer correctamente en la creencia. Pero
aquí reside la piedra de escándalo en el camino: la igualdad del co­
nocimiento, la cual hace una exigencia de verdad científica» (p. 62).
Kuhlmann, que trabaja desde el neokantismo, es más profundo: el
escándalo es la afirmación del primado de lo suprasensible y la nu­
lidad del conocimiento del entendimiento, por un lado, y la defensa
de que ambos se basan en Glaube del mismo tipo. Pero Kuhlmann
no descubre que este escándalo impuso la segunda edición de David
Hume y el papel puente del entendimiento que hace inútil el salto
mortal. ¿Cómo aclarar esto? Recordando el carácter polémico del sal­
to mortal y el carácter sistemático de la introducción de 1816. Mien­
tras se hable polémicamente contra el entendimiento se debe mostrar
que éste no es absoluto, sino que antes bien, desde sí mismo es

379
el principio de todo nihilismo. Salir de este ámbito sólo es posible
por la potencia negadora del salto mortal, que restaura la inmedia­
tez de la intuición, ya sea sensible, ya sea inteligible. Pero Jacobi
descubre que el entendimiento puede jugar elaborando tanto los datos
de la intuición sensible como de la intuición espiritual, de la natura­
leza sensible y de la espiritual (II, 119), consagrando un dualismo
no paradójico. El entendimiento no atenta contra estas dos realida­
des sino que permite su conocimiento y su ordenación cuando se
parte de la convicción de que el entendimiento no es sustancial, sino
puro medio. El nihilismo no surge del poder del entendimiento como
medio, sino del punto de partida en la representación subjetiva y no
en la percepción o en la intuición. La paradoja de Jacobi es que toma
la noción de realidad de la teoría de la intuición de Kant, de la teo­
ría del realismo crítico o empírico, y al mismo tiempo acusa a Kant
de nihilista, porque Jacobi confunde el idealismo transcendental con
el realismo empírico, porque, para él, el realismo sólo puede ser
transcendental, afirmación de la donación inmediata de la realidad
como cosa en sí. Jacobi nunca reconoce el realismo empírico de Kant
y, por tanto, nunca entiende el idealismo transcendental. No se mo­
lesta en pensar que para Kant la intuición es percepción, como en
él; rinde una existencia independiente del sujeto, como en él; nos
muestra la cosa en sí, como en él; pero siempre en la dimensión
empírica y no transcendental. Al pensar así, Kant pretende impedir
la existencia de una intuición intelectual de la cosa en sí externa o
interna en sentido transcendental, que es justo lo que Jacobi nos
propone.
13. Que un Yo no se pueda dar sin un Tú se desprende de otro
principio más profundo y estrictamente leibniziano, según el cual no
es pensable una capacidad de receptividad pura sino como una mo­
dificación de un principio activo (cf. II, 284, nota). Esto significa
que no se puede dar ningún Tú (que al fin y al cabo sólo puede
reconocerse mediante una dimensión pasiva) sin que se ponga en
juego la representación del Yo, de la actividad. A la página 176, de
la edición de 1787, Jacobi le propuso una nota que decía así: «El Yo
y el Tú se distinguen inmediatamente con la primera perceix:ión. Pero
en la misma medida en que el Tú se haga evidente, se hará también
el Yo».
14. El imperativo de moralidad como imperativo de coherencia
tendrá una gran repercusión en el Fichte de 1794. Y sin embargo es
difícil referirnos a los textos donde Jacobi lo expone de una manera
clara. Desde luego no en las Briefe. Es más fácil hallarlo en la nueva
edición de Allwill, y también en Woldemar, obras que sin duda Fich­
te leyó. Pero hay un texto de la edición de 1787, eliminado de la
edición de 1816, que dice así: «Los ojos del alma humana o la razón
humana no son como el ojo corporal, una parte que puede separar­
se; pues el alma no tiene ninguna parte que exista externa a las
otras. Por tanto el ojo del alma humana, o la razón humana, es el

380
alma humana misma, en tanto que ella tiene conceptos evidentes.
Lx) que en el hombre expresa evidentemente el Yo, a esto llama él
su razón, y esto es su razón. Si el Yo concuerda consigo mismo en
sus acciones entonces concuerda con su razón. Por tanto, el Yo que
concuerda y actúa meramente por su propio instinto y según las leyes
de su concordancia posible, se rige a sí mismo o se rige única y
exclusivamente por su razón. La posibilidad o imposibilidad de tal
autogobierno depende de los objetos a los que el alma aspira. Sus
esfuerzos pueden ser limitados de tal forma que ella estuviera en
condiciones de alcanzar todos sus fines sólo por medio de su razón,
esto es, por ella misma en tanto que tenga conceptos evidentes. Y si
un tal estado de limitación es la edad de oro, entonces ésta puede
perfectamente alcanzarse» (pp. 194 y ss).
15. El propio Jacobi emplea esta expresión en un texto que aña­
dió a la edición de 1816; «Esta deducción de los conceptos y princi­
pios universales y generales me la dio la Ethica de Spinoza (Op.
post., 74-81), esto es, los pensamientos fundamentales y principales
para ella. La contrapongo a la deducción kantiana de las categorías
según la cual estos conceptos y juicios surgen desde un entendimien­
to puro acabado en sí mismo que transfiere a la naturaleza el meca­
nismo del pensar sólo en él mismo fundado y lleva delante un juego
de conocimiento lógico por el cual el entendimiento universal del
hombre en modo alguno se satisface, sino que antes bien, como en
Hume, se ridiculiza» (cf. II, 216, nota). Pero en un texto que retira
en la segunda edición prevé otro tipo de deducción transcendental,
mucho más cercana a las tesis del Kant precrítico; «No puedes sino
pensar que a partir de esta experiencia fundamental tienen que pro­
ducirse todos los conceptos, incluso aquellos que llamamos a prio-
ri» (1787, p. 50). Recuérdese la tesis de Kant de la Deutlichkeit, de
1762 (cf. mi Formación de la KrV, cap. I).
16. Estos textos, que reintroducen a Leibniz en el debate de la
deducción transcendental y de la reconstrucción de la razón, deben
ser tenidos en cuenta de manera fundamental para explicar la op­
ción de Fichte. El texto citado puede ser complementado por este
otro, eliminado de la edición de 1816; «Todas las modificaciones y
alteraciones del ser pensante mismo, consiguientemente, posean el
nombre que sea, tienen que ser también fundadas única y exclusi­
vamente sobre él mismo, bajo aquellas limitaciones. Imaginación, me­
moria, entendimiento como propiedades que pueden corresponder al
ser pensante, tiene que ser como tales producidas o ser operadas en
él sólo por el ser pensante» (ed. 1787, p. 169). La capacidad pro­
ductiva de la dimensión pensante, reconocida por Jacobi como Yo,
se establece ahora como absoluta respecto de todas las demás di­
mensiones de la subjetividad. Este será el camino de Fichte, radi­
calmente apartado del camino de Kant.
17. Preparo una edición de David Hume con todas las variantes
de 1787 en la que espero mostrar claramente el extraordinario peso

381
de Leibniz en esta primera aproximación de Jacobi a la filosofía pro­
piamente dicha. Prácticamente todo el aparato de notas sobre Leib­
niz, de extraordinaria importancia para el curso del idealismo ale­
mán, se retiró en la segunda edición.
18. Todo este epígrafe se ha hecho posible por la edición de las
cartas de 17-22.4.1787 y 1.6.1787, llevada a cabo por Renate Knoll
en Johann Georg Hamann, Acta des Internationalen Hamann Collo-
quiums in Lüneberg, 1976, Vittorio Klostermann, Frankfurt am Main,
1979, pp. 236-276. La misma autora nos propone con anterioridad
un artículo excelente sobre «Hamanns Kritik an Jacobi» .
19. Para las posiciones de Verra sobre las relaciones entre Ha­
mann y Jacobi, cf. su libro, páginas 174-179, donde se subraya la
diferencia en la comprensión de la fe por parte de Jacobi (p. 174),
esencialmente como angustia y como duda. Verra se refiere a las
conversaciones de Jacobi con Thomas Winzemmann que desconoz­
co. Sin embargo, Verra no cita las cartas que nosotros hemos referi­
do en este epígrafe. Por lo demás sitúa bien la polémica respecto
de la cooperación humana en la recepción de la gracia (pp. 178-179).
20. Hume no es usado precisamente como una autoridad dentro
de esa reivindicación realista, sino como un defensor de la creencia
como vía de acceso a lo real. Lo que sucede es que aunque para
Hume eso real es subjetivo, ideal, la diferencia para Jacobi es un
detalle menor; la creencia es aquí una forma universal de relacio­
narse con lo real, sea esto lo real subjetivo o lo real objetivo. Aquí
es donde Hume es útil. Ni qué decir tiene que el diálogo no entra en
una demostración estricta de la realidad transcendente que Hume
negara. Sólo verifica una jerarquía de creencias que Jacobi se empe­
ña en hacer decisiva para la comprensión de la segunda edición de
la KrV: si no creyéramos en la propia realidad externa, no creería­
mos en la propia realidad interna; sin Tú no hay Yo. Sería difícil
llamar a esto filosofía bien construida, y desde luego la pretensión
de que esta doctrina es usurpada por Kant en su refutación del idea­
lismo, en 1787, no deja de ser ilusa, ya que Kant afirma mediante
su refutación la primacía del sentido externo sobre el interno, esto
es, trata de llevar a cabo una ordenación jerárquica de la sensibili­
dad y del fenómeno, y no una referencia al Tú externo espiritual
como única posibilidad de reconocimiento del Yo propio.

382
C a p ít u l o V I I

NO SABER Y PROVIDENCIA EN LA HISTORIA

1. Introducción

Se ha dicho que el pensamiento liberal de Jacobi estaba


en contradicción con la orientación general de su concepción
del mundo, generalmente reconocida como tradicional y con­
servadora.* Esto es desconocer el papel que Jacobi deseaba
jugar y de hecho jugó en su época, al menos durante cierto
tiempo. Ya hemos visto que la orientación que pretendía dar
a los asuntos religiosos no era muy distante de la que inspi­
raba el mejor espíritu ilustrado francés, salvo quizás en su
creencia en un Dios-espíritu vivida en términos de tragedia.
Jacobi sabía que, en el fondo, Voltaíre mantenía el pensamien­
to de Dios por razones políticas. De ahí que fuera refractario
a toda la dimensión trágica de la fe. Jacobi mismo no era
ajeno a esta posición, como veremos.^ Pero la cuestión era si
un Dios defendido exclusivamente como necesidad política, sin
raíces en el humus de la existencia personal, podía cumplir
esa función de cohesión social alrededor de la obediencia ciega
a la ley, reconocida en su dimensión de ámbito divino y sa­
grado. Jacobi comprendió perfectamente que la apelación a
un Dios personal como medio de equilibrio y de superviven­
cia personal, de racionalización de la tragedia humana den­
tro del orden represivo de la sociedad burguesa, no era un
problema excepcional o privado, sino una cuestión social esen-

383
cial al régimen de vida burgués, y que ahí estaba la clave
para que el pensamiento de Dios pudiera tener realmente in­
fluencia en la cohesión social, para que se asentara en el hom­
bre la apelación a un orden sagrado con repercusiones en la
sacralización del orden político. Por eso es posible decir que
todo su pensamiento religioso tiene una dimensión política
que veremos con claridad al final de este capítulo.
Pero, por eso también, Jacobi vivió siempre como si su
opción religiosa fuese perfectamente coherente con su opción
política liberal. En el fondo lo era: el individuo era el sujeto
de la economía en la misma medida que era sujeto de la tra­
gedia religiosa. Nosotros sabemos que lo era en el último caso
porque lo era en el primero. Y el curso de los acontecimien­
tos y la evolución de su pensamiento político mostrarán que
sin esa apelación auténtica, vivida y personal de un Dios
amigo, providente y personal, no había posibilidad de recom­
poner ideológicamente el orden burgués posrevolucionario.
Esto indica ya con claridad que en este ámbito del pensa­
miento de Jacobi hay que marcar una clara distinción entre
antes y después de la Revolución Francesa. En esto Jacobi sigue
paradigmáticamente al mundo burgués, y la inflexión que pro­
dujo en Alemania puede seguirse en la evolución del pensamien­
to idealista. En principio, Jacobi dedicó cuatro escritos a la re­
flexión política prerrevolucionaria: Eine Politische Rapsodie,
Noch eine politische Rapsodie, Über Rechi und Gewalt y Etwas
dass Lessing... En ellos siempre es visible una orientación que
viene a coincidir con la opción Necker que lucha por abrirse
paso en la Francia prerrevolucionaria. A estos escritos les de­
dicaremos los primeros puntos de este capítulo.

2. En el campo de la fisiocracia como saber firme

Los puntos centrales de la opción fisiocrática, tal y como


Jacobi la propone para reformar la vida política de las cortes
de la Alemania Occidental, son esencialmente las siguientes:
1. Definición del Estado (Staat) como unidad de adminis­
traciones tendente al mantenimiento y comodidades de sus
miembros ordenados según niveles. Esto significa obviamen­
te la definición de Estado más como una unidad económica
que nacional o política (VI, 347-348). Su finalidad no es tanto
el reconocimiento de las realidades culturales, raciales o geo­
gráficas, sino simplemente el bienestar (Wohlstände).

384
2. La base inevitable de la economía del Estado es la agri­
cultura {die kunstliche Bearbeitung der Erde) (VI, 348). Esta
es la fuente de riqueza originaria (VI, 352). Frente a ella, el
comercio se alza como una actividad en cierta medida secun­
daria, por cuanto requiere la existencia de lo prescindible, del
excedente {Überflüssige), ya que en tanto relación libre de in­
tercambio supone que nadie se va a desprender de aquello
de lo que no puede prescindir. De ahí que se necesita cierta
transformación diabólica de los bienes para hacer de ellos
mercancías: se tiene que transformar lo excedentario y super­
fino en necesario {der Überflüssig in Nothdurf verwandeln
werden) (VI, 351), adquiriendo así un valor venal.
3. La necesidad de garantizar el punto 2 define la autori­
dad del Estado, que se tiene que poner al servicio de la clase
productiva.^ En efecto: no se puede desarrollar la agricultura
sin la fijación (Festsetzung) de la propiedad y sin un poder
protector {beschützende Machí) que asegure su mantenimien­
to contra ataques externos e internos (VI, 348). Aquí tiene su
fundamento el deber inicial de la sociedad de propietarios:
mantener con sus contribuciones a la autoridad y a todas las
administraciones: «obere Gewalt, Oberherrn, Soldaten, Civil-
bedienten», etc. (VI, 349).
4. Si bien el punto 2 define la sociedad básica como so­
ciedad de propietarios productores, como sociedad natural,
o sociedad burguesa, el punto 3 concreta esa sociedad civil o
burguesa en Estado ya organizado. La condición de un Es­
tado burgués es la propiedad (VI, 351); la condición de 3 es
2. Ahora bien, el vínculo de ese Estado, lo que hace que sea
el Estado que organiza y administra la sociedad burguesa,
su carácter social, le viene dado por el propio comercio. Los
hombres valen en la situación burguesa en la medida en
que se implican en ese tráfico, son sociales en la medida
en que trafican, son burgueses en la medida en que saben
transformar lo prescindible en necesario:

Un hombre que se basta con las necesidades imprescindi­


bles de la vida, las produce y las consume, podría ser llama­
do miembro de esta sociedad en medio’de la que se mantie­
ne, en tan escasa medida como el buey que pasta en su apris­
co. Se tiene que gastar y ganar, es preciso implicarse en el
comercio universal para valer en la sociedad burguesa algo
más que un animal [VI, 351].

385
Una expresión terriblemente cruda de las cosas. Con la ino­
cencia de una posición primigenia, que aún no ha conquista­
do las consecuencias de la experiencia histórica guiada por
esos principios, ni ha sentido la necesidad de camuflarlas, Ja-
cobi define al miembro de la sociedad burguesa esencialmen­
te como consumidor. Alguien que no consume es menos que
un animal para esta sociedad. Es este un ejemplo magnífico
de hasta qué punto el estado inicial de una forma de vida o
de una sociedad puede esconder intuiciones formidables de
lo que es su destino. A partir de aquí se sigue la ulterior pre­
misa del liberalismo de Jacobi: librecambio interior dentro de
un Estado, pero protección respecto de la invasión comercial
de otro Estado ajeno (VI, 352-353).
5. Esto significa que hay que distinguir entre Staatgeset­
ze y Bürgerlichen Gesetze: «las unas no pueden decir nada
sobre los objetos de las otras y por tanto nunca puede tener
lugar entre ellas una lesión recíproca desde auténticos princi­
pios» (II, 433). Jacobi se representa las cosas así: el verdade­
ro objeto de la Staatgesetz es la reunión de la realidad pro­
ductiva en un todo, procurando para sus miembros la misma
seguridad y libertad. Este paso significa no el sacrificio de la
independencia a la libertad y la seguridad: independencia no
existe en ningún sitio: en todo caso ese movimiento significa
el paso desde una independencia más amplia, general e inde­
terminada, a una más estrecha y determinada. Las leyes bur­
guesas, por el contrario, tienen como verdadero objeto el dis­
frute exclusivo e inmediato de la propiedad dentro de la se­
guridad y libertad y constituye el fin para el que la ley del
Estado proporciona los medios (II, 434).
6. Desde esta perspectiva sería absurdo proponer un sa­
crificio de una parte individual de la sociedad respecto del
todo. Por tanto, las leyes burguesas son inviolables por las
estatales: «el todo es un absurdo si no es el conjunto de todas
sus partes» (II, 446). Toda acción en contra del individuo lleva
al despotismo, esto es, al sacrificio del derecho natural frente
al derecho positivo, de la sociedad burguesa frente al estado.
No es preciso decir que la fuente de todo esto es Montesquieu,
concretamente el libro XXVI, cap. 15 del Esprit des Lois; y
que para Jacobi el estado de despotismo es el habitual en
Europa y debe ser reformado: que hay que seguir el modelo
inglés de reformas, y que esta propuesta no constituye un
ideal de perfección transcendental, sino el único estado social
compatible con la naturaleza humana (II, 447).

386
El resto de la teoría fisiócrata de Jacobi es igualmente tra­
dicional: la necesidad de describir mejor las leyes del dinero
dentro de una economía de cambio, la voluntad de aproxi­
marse al análisis de los síntomas de la inflación —lo que él
califica de necesidad siempre creciente de dinero— y del ex­
cedente monetario, clave del ahorro y del bienestar social,
fruto de un intercambio ordenado y realista de mercancías
(VI, 356, 357), que a su vez tiene que fundarse en una políti­
ca proteccionista; el intento de establecer una teoría acerca
del valor-precio de una mercancía (VI, 369) sobre la base del
valor de uso-necesidad de un producto que se eleva a precio
natural (VI, 371) y que inevitablemente es el grano (VI, 372).
Es curiosa la analogía que, de acuerdo con lo dicho en la in­
troducción a este capítulo, traza Jacobi respecto de estos pro­
blemas:

Añadiré que las leyes que conciernen al grano, y en gene­


ral a las necesidades inmediatas de la vida, hay que compa­
rarlas a las leyes que conciernen a la religión [VI, 373],

Pero curiosamente, la mejor manera de cumplir con esa


necesidad de estabilidad será conceder plena libertad al mer­
cado interno, sin abrir las fronteras al mercado exterior de
granos, por hambre que se pase en el interior. El hambre ele­
varía los precios y estimularía el cultivo de granos, lo que
resolvería el problema. Esto es así por una armonía entre los
intereses del Volks y los intereses de los comerciantes de gra­
nos (VI, 375). Los razonamientos para sostener esta tesis pue­
den parecer realmente graciosos,'* pero si se piensa en la Re­
volución Francesa y en los motivos reales de su radicaliza-
ción, entonces se tardará bien poco en descubrir su aspecto
dramático.
Todas estas consideraciones orientaron las reformas que
Jacobi emprendió como consejero en la corte de Bayern. Ante
todo su defensa del derecho de propiedad como fundamento
de toda sociedad y del deber de respeto de la propiedad ajena
como única contrapartida del respeto del primero (VI,
366-367): obviamente estamos ante «das helige Recht des Ei-
genthums» (VI, 368), ante una inviolabilidad —Unverletzlich­
keit— (VI, 368). Son los puntos universales de todo pensa­
dor burgués. Más interés tiene la polémica —perfectamente
coherente con lo expuesto— que Jacobi mantuvo con Wieland
respecto de las fuentes de la autoridad y del derecho, verda­

387
dera reflexión sobre lo que podemos considerar a grandes ras­
gos derecho natural, y cuya publicación en 1777 motivó el dis-
tanciamiento definitivo entre los dos hombres. De hecho se
trata de la primera defensa en Alemania de las tesis de Mon-
tesquieu, cuyos modelos de Ilustración y noción de libertad
como «poder hacer lo que permite la ley de manera racional»
Jacobi aceptó con fidelidad absoluta.^
La posición de Wieland era simplemente que todo poder
o preeminencia se basa en un atributo personal (personelle
Eigenschaft), que viene a reducirse en último extremo a la
fuerza. Con ello era inmediata la tesis de que «Das Recht des
Stárkern sei, “jure divino”, die Quelle aller obrigkeichtlichen
Gewalt» (VI, 423). A esta ley debe referirse todo el orden so­
cial. Con ello, Wieland traza una línea continua entre la ley
de la naturaleza y derecho natural, o entre ley física y ley mo­
ral, que a su vez pretende caracterizarse como derecho di­
vino (VI, 424). El nuevo juego de palabras debió de molestar
profundamente a Jacobi: se trataba de equiparar Natur, Gott
y Moral en cuya estricta y nítida separación trabajaba desde
1776.
En la perspectiva de Wieland, uno no tiene primero dere­
chos y como consecuencia de ello alcanza autoridad y des­
pués fuerza para administrar y gobernar. El asunto es justo
al revés: se tiene algún tipo de fuerza natural (Kraft de Natur,
Muth, List, etc.), y esto da lugar a la posesión de la capaci­
dad de gobernar (Gewalt), instituyéndose después el derecho.
No hay apelación alguna a la posesión de la gemeinschaftli-
che Ueberlegung, a una decisión racional, sino a la misma
ley que domina el todo, la ley de la necesidad (VI, 426). Este
es el verdadero derecho divino. Por nuestra parte, creemos
que aquí está una de las claves para comprender la exigencia
de Jacobi de negar una cierta lectura naturalista de Spinoza,
para entender por qué este pensamiento se le presenta a Ja­
cobi como inaceptable en su totalidad. Porque en cierta me­
dida se puede decir que Jacobi interpreta que los principios
de Wieland están basados en una cierta y unilateral lectura
de la filosofía de Spinoza.^ Si se acepta que el derecho es la
ley de la necesidad, es preciso concluir que lo que sucede se
efectúa por esa fuerza de la necesidad y que, por tanto, nada
de lo que es real puede considerarse como injusto. Con las
propias palabras de Jacobi: «Que todo lo que efectivamente
sucede es justo, y que nada es injusto sino lo que no pue­
de suceder» (VI, 427). En el fondo, la tesis citada quería ex­

388
presar ante todo el escepticismo personal de Wieland, su más
profundo carácter, su autoconciencia de súbdito indefenso ante
un poder protector que podría tornarse agresivo. Su peculiar
y débil posición en el mundo no estaba para retos idealistas.
Pero esa tendencia latitudinaria de Wieland, que significaba
que él era consciente de que nunca sería de los fuertes, era
monstruosa para un Jacobi que tomaba parte en los aconte­
cimientos y que valoraba la posición de Wieland como una
coartada de la tiranía despótica de los príncipes alemanes.
Por lo demás, el concepto de tirano es claramente ilustrado
en Jacobi: lo es todo aquél que pretende mantener en una
eterna minoría de edad a los ciudadanos del Estado burgués,
«sein und bleiben in Absicht des bürgerlichen Zustandes ewige
Kinder» (VI, 428).
Wieland seguía desarrollando su tesis apelando a un sen­
timiento innato de la autoridad, del reconocimiento de nues­
tros superiores naturales {Obern, Führer und Regenten zu er-
kennen) (VI, 429). Y este sentimiento, que motiva realmente
la estabilidad de los pueblos a pesar de tantos cambios his­
tóricos, que es en el fondo la sustancia de la historia, es tam­
bién el que rige y constituye la sociedad burguesa (VI, 430).
Es el sentimiento biológico del niño ante su padre, que se
despliega en toda la naturaleza animal. Ciertamente que Ja­
cobi es aquí sensible al vitium circuli que Kant denunciará
con fuerza: el planteamiento de Wieland exige perpetuar el
estado de infancia en el hombre como única forma de perpe­
tuar la misma autoridad.
Los ataques contra este escepticismo naturalista son en
Jacobi los típicos en el idealismo posterior, si bien tienen su
origen en Leibniz, a quien se citará más adelante (VI, 436):
el hombre no es una cosa natural, sino que tiene dignidad; el
hombre conoce a Dios y mira más allá de la vida presente.
Es libertad y piensa. No debe representarse a Dios en los tér­
minos idólatras de una teocracia, sino como el Tú de un diá­
logo íntimo. No puede reducirse a leyes físicas, a la causali­
dad física (VI, 434). Donde exista este contexto conceptual,
donde exista el hombre como ser relativamente ajeno a la na­
turaleza, allí tiene sentido la existencia del derecho; donde se
habla de la dimensión moral del hombre, de causas finales
(Endursachen) y de elección (VI, 434), allí no cabe hablar de
mera fuerza natural. El problema es la relación conceptual
de todas estas instancias, su juego recíproco en la definición
de las demás.

389
Jacobi es aquí kantiano, como en otras tantas ocasiones:
dimensión moral es aquélla que tiene su causa en la libertad
humana. Esta no es sino la capacidad de la autodetermina­
ción según fundamentos racionales {Selbstbestimmung nach
vernünftigen Gründen) respecto del bien y del mal. Podemos
decir que desarrollar esta capacidad, emplearla, llevarla a la
práctica, es el derecho de toda naturaleza moral. Entonces:
cuando alguien actúa por deber respecto de nosotros, la causa
de esa actuación es el respeto de nuestro derecho (VI, 434).
El deber es respetar nuestra capacidad de autodeterminación,
nuestra libertad, y por eso es incomprensible sin un ser que
posee derechos. Cualquier otra relación exigiría emplear la
fuerza. Pero repárese en que deber y derecho son conocimien­
tos del bien moral. Así que el derecho inevitablemente tiene
su fuente en la razón, en el conocimiento racional. ¿Cual podía
ser la alternativa?, podemos preguntarnos con Jacobi.
Una lectura unilateral de Spinoza, esa sería la única alter­
nativa: hacer derivar todo derecho y, sobre todo, cualquier
actividad humana, del instinto, del instinto ciego, de la natu­
raleza entendida como pasión. Ahora bien, en vano se busca­
rá en Jacobi una teoría desplegada del derecho natural ni, por
tanto, una tesis concreta sobre la razón moral como funda­
mento del Estado. En su lugar, Jacobi nos propone una serie
de tesis histórico-teóricas que caracterizan muy certeramente
las opciones que el burgués contempla como naturaleza de las
cosas, también deseable para el presente:
a) Que toda constitución originaria es una especie de au­
tocracia (VI, 456).
b) Que la monarquía fue de manera igualmente origina­
ria electa, y que por lo tanto la autoridad originaria fue com­
partida y consentida, lo que implica un inicial reconocimien­
to de la libertad humana y su sociabilidad implícita (VI, 458).
c) Sólo con el tiempo y la voluntad fue debilitándose el
sentimiento de igualdad y de independencia (VI, 459).
d) Que por lo tanto, ni por historia ni por razón se puede
afirmar la existencia de una autoridad y un poder sin condi­
ciones: este es un fenómeno moderno. Nadie se ha sometido
a otro meramente por la obediencia del mismo (VI, 460).
e) Las consecuencias de estas posiciones son a mi modo
de ver muy claras y están relacionadas con las bases econó­
micas del Estado: éste es una cooperación de hombres uni­
dos por el sentimiento de obediencia condicionada a una au­
toridad electa y justificada por su mayor capacidad para cum­

390
plir las funciones y fines de la misma comunidad y de sus
miembros. No hay en modo alguno democratismo aquí; el
hombre, por lo general, no puede gobernarse a sí mismo, ya
que por todos sitios domina una personalidad en la que la
razón está debilitada. La solución ideal es una monarquía elec­
tiva en la línea alemana tradicional, o una aristocracia repre­
sentativa del mérito, idea perfectamente capaz de unificar no­
bleza y burguesía. Indudablemente no hay necesidad de una
compleja teoría para definir y dar materialidad a esta orien­
tación; el mérito y la capacidad se miden por el éxito econó­
mico, que es la funcionalidad básica del Estado.
Estamos ante el Jacobi plenamente burgués de 1777, con
una personalidad aún lejana de la del Jacobi que generalmen­
te se estudia y se conoce; ante el Jacobi de la edad de Mon-
tesquieu, ligeramente voltairiano. Aún apela a la razón para
la definición de la moralidad y del deber. Aún no se ha pro­
ducido el desplazamiento de su idea de razón hacia lugares
menos centrales. No hemos llegado a su decisión de abando­
nar esta razón que, necesariamente espinosista, conduce al
ateísmo y, no se olvide, también a una justificación de otro
despotismo diferente de la ensayada por Wieland, pero no
menos terrible. Cuando este desplazamiento suceda, Jacobi no
renunciará a su orientación general, pero alterará la instan­
cia última de fundamentación; fe, obediencia, autoridad, reci­
ben ya su canto en las Briefe:

Todas las constituciones derivan de un ser superior, todas


lo tienen teóricamente en su origen. Dios es la primera exi­
gencia y la más necesaria tanto para el hombre como para la
sociedad. El sometimiento perfecto a una autoridad superior,
a la obediencia estricta y santa, ha sido el espíritu de aque­
llas épocas que han producido la mayor cantidad de grandes
hazañas, pensamientos y hombres. El templo más sagrado
de los espartanos estaba dedicado al miedo. Allí donde dis­
minuye la firme creencia en una autoridad superior, la petu­
lancia gana la partida, y allí donde decae toda virtud, irrum­
pe el vicio y se pervierte el sentido, la imaginación y el en­
tendimiento. Mira a tu hijo o al hijo de tu amigo. Obedecen
a la autoridad sin comprender las intenciones del padre. [...]
La disciplina tiene que preparar la educación, la obediencia
y el conocimiento [IV, 1, 242-243].

La posición de Wieland era recuperada en 1785. Pero re­


cuperada al modo de Jacobi, esto es, redoblada en su intensi-

391
clad desde la lectura espiritualista de la misma. No obstante,
antes de llegar a 1785 debemos seguir un poco más el cami­
no de Jacobi. Se trata del trabajo Etwas dass Lessing gesagt
hat, verdadera continuación de la polémica con Wieland.

3. ¿Qué dijo Lessing?

Fundamentalmente, y en lo que respecta a nuestro asun­


to, esto: que todo lo que se puede decir contra el Papa de
Roma podría valer doble o triple contra los príncipes (II, 334).
Aquí ancla todo el pensamiento de Jacobi en la época ilustra­
da: el poder incondicionado no ha producido nunca ni au­
téntica verdad ni auténtico bienestar; ambos beneficios se
deben, antes bien a la oposición (Widerstand) contra dicho
poder desde el espíritu originario de la libertad y desde el
instinto eternamente vivo de la razón (aus dem Urgeist der
Freiheit, aus dem ewigen regen Triebe der Vernunft) (II,
338). De ahí que cualquier tipo de consideración acerca de
la verdadera esencia del poder (Gewalt) sólo puede extraer­
se desde un auténtico conocimiento de la esencia del hom­
bre (des Innersten des Menschen) (II, 339). Así que el dere­
cho natural surge desde la razón, desde la libertad, desde el
conocimiento.
La naturaleza del hombre se diferencia de la naturaleza
animal, como ya quedó apuntado en los escritos polémicos
con Wieland, por la posesión de una capacidad de conexión
de fines (Zusammenhang von Zwecken). De aquí fluye la
razón (II, 339) como pretil que enmarca todas las pasiones.
Esta ordenación de los fines es un determinarse en sí y por
sí (in und nach sich selbst sich bestimmen), en el que resi­
de la libre acción. Cuando esto sucede, el hombre es movido
por la razón, y sólo entonces es hombre: «Donde no hay li­
bertad, no hay autodeterminación y entonces no hay huma­
nidad alguna» (II, 340). Por el contrario, cuando el hombre
actúa movido por las cosas, según impulsos (Antriebe) mo­
tivados por lo externo, entonces realiza lo que exigen las
cosas, no lo que exige su propia naturaleza. Entonces es mo­
vido por la pasión (Leidenschaft) y se convierte en un ani­
mal. De ahí se sigue la definición de la sociedad burguesa
como una «menschliche Gesellschaft und keine thierische,
eine anstalt der Vernunft und nicht der Leidenschaften; ein
Mittel der Freiheit und nicht der Sclaverei» (II, 340). Esto

392
sucede mediante el predominio de la razón sobre la pasión,
tal y como defiende también en la conclusión de Allwill. El
canto a la razón aquí es total;
Claramente, es la razón la verdadera vida propia de nues­
tra naturaleza, el espíritu del alma, el vínculo de todas
nuestras fuerzas, una imagen de la causa inmutable de todo
lo verdadero, de todo ser que se percibe a sí mismo y que se
alegra de sí mismo (II, 343).

Es fundamental entender cómo conceptualiza Jacobi al


hombre que actúa desde el punto de vista de la razón; «en la
razón somos uno inmutable con nosotros mismos, en tanto
que surge un convenio entre todas nuestras inclinaciones {Be-
gierde) adecuado a las leyes eternas de la primacía de nues­
tra naturaleza permanente» (II, 344). Virtud es la mayor reu­
nificación posible de todos los apetitos y la verdadera felici­
dad es la mayor satisfacción posible de todos ellos, úni­
camente permitida por esa reunificación. Así que la exigen­
cia de felicidad no es contraria a la exigencia de virtud racio­
nal (II, 344). Lo único contrario a todo esto es la actua­
ción mediada por la pasión (II, 345).
Si se actuara de una manera racional, no sería necesario
ni posible la existencia de una ley estatal formal. Sólo donde
existe la vida pasional con influjo efectivo sobre el hombre,
se hace necesaria la existencia de un aparato legal, una «ma­
quina de coacción» que tiene como único objeto la protección
(Beschismung) de la propiedad inalienable y necesaria para
la autodeterminación, para el libre uso de las fuerzas y para el
disfrute humano. Esta máquina es la justicia completa e
inviolable que debe sustituir el instinto animal en la consoli­
dación de la sociedad humana, el fruto perfecto de la razón,
y conduce la forma burguesa a sus más altos fines (II, 347).
De otra manera el Estado es un «instrumento ciego de un
cuerpo artificial e insensato, sin alma propia» (II, 347). Mas
para que el Estado sea justo se exige que las partes destina­
das a la autodeterminación produzcan realmente la ley (II,
350), y ya que no cabe esperar efectos positivos de la virtud
o de la religión, destruidas por el Estado actual despótico (II,
357), hay que esperar un equilibrio de las inclinaciones parti­
distas interesadas de los miembros de la sociedad (II, 358).
Tenemos aquí la invocación de un nuevo pacto social, que de
hecho orienta la política de Necker en las vísperas de la Re­

393
volución Francesa: un equilibrio de los cuerpos nacionales ba­
sado en el contrapeso de los intereses propios de cada uno de
ellos reconocidos políticamente. El punto se dirige fundamen­
talmente a destruir el poder desmedido del monarca despótico,
que supone la «opresión de todos los derechos» (II, 358). La
denuncia del despotismo se prolonga con todos los argumentos
de Ferguson, a quien Jacobi cita asiduamente. Toda ulterior
consideración política pasa a un segundo plano hasta la cons­
trucción de ese equilibrio (Gleichgewicht) de las inclinaciones
partidistas interesadas: sin pacto entre la monarquía, nobleza
y burguesía, «keine Freiheit, also keines Vaterland» (II, 363).
En todo este contexto se trata, naturalmente, de permitir
una traducción de la categoría de libertad moral interna a la
categoría de libertad política externa, de establecer una rela­
ción entre la capacidad de autodeterminación moral y la ca­
pacidad de autodeterminación política; del derecho a dispo­
ner de los medios para esa autodeterminación como derecho
de propiedad. Y sólo porque existe esta relación interna entre
moral y política, es posible desde luego una política racional,
esto es, basada en un conocimiento de la esencia del hombre,
en una justificación «universal» (II, 365). Pero también exis­
te un aspecto en el que esta relación interna entre moral y
política se hace transparente, si bien de un modo negativo:
la esclavitud, y la degradación política que potencia el despo­
tismo, produce una degradación moral que fuerza a no tener
esperanzas en que el nuevo pacto social se haga mediante la
virtud y la religión. La degradación de la naturaleza humana
moral tiene causas políticas: y por tanto el mecanismo de re­
generación no puede ser la apelación directa a la moralidad,
sino un equilibrio de las pasiones, de los intereses, un pacto
de los propietarios, y no un pacto de los hombres libres, como
lo entenderá la facción jacobina y radical de la Revolución
Francesa. La virtud sólo podrá ser regenerada a partir de la
supresión del despotismo y de la esclavitud política, esto es,
eliminada su causa fundamental.
De aquí se sigue la diversidad de funciones que se debe
encomendar a la ley política. Ésta no puede pretender orde­
nar hacer lo bueno, porque ello depende estrictamente de la
libertad y voluntad moral, sino que debe prohibir lo que hace
malo al hombre. No tiene un objeto o un fin positivo, sino
negativo: coaccionar. ¿Tiene esta solución alguna otra relevan­
cia que la de servir de base a una teoría de la justicia enten­
dida como «razonable igualdad» para autodeterminarse en la

394
vida como agentes económicos (ámbito fundamental de la vida
extema y no moral)?, ¿acaso no va dirigida a prohibir la apro­
piación por otro del fruto real de mi autodeterminación? Por
tanto, la ley coactiva no tiene que regular la obtención del pro­
ducto de mi autodeterminación, o en el terreno económico, del
beneficio, sino prohibir que alguna instancia exterior entre o
participe de él: sólo prohibirá herir la propiedad (II, 387). Esa*
intervención en el beneficio ajeno estaría sólo guiada por las
pasiones y daría testimonio en todo caso de una maldad moral.
Ciertamente que Jacobi está muy atento frente al peligro
de afán y lucro que permanece abierto en su planteamiento.
Rousseau deja sentir su presencia en todo este contexto y orien­
ta toda la denuncia del celo obsesivo de la ganancia, siempre
dependiente de una pasión devoradora de las cosas, que sólo
ama la imagen de las mismas, que nunca acaba cumpliéndo­
se porque nunca puede llegar a poseer realidad (II, 383). Ja­
cobi reconoce en esta obsesión una especie infernal de supers­
tición (Aberglaugen), un idealismo realmente implantado en
la vida humana, un fanatismo {Schwärmerei) que reproduce
las formas de comportamiento de la idolatría. Con ello, y su­
tilmente, Jacobi denuncia el profundo acuerdo entre idealis­
mo y materialismo económico: sólo una realidad meramente
aparente puede impulsar una lógica infinita de posesión, pues
sólo la posesión de algo ideal nos deja siempre insatisfechos.
Por eso es fácil entender que Hobbes, el padre del materialis­
mo moderno, acabe siendo el blanco fundamental: al no re­
conocer más que pasiones en el hombre, no entiende la posi­
bilidad de que realmente se construya una virtud (II, 348).
Con Hobbes no cabe engaño: ha tenido la valentía de recono­
cer que desde la base de su mundo sensible, material, pasivo
y pasional (II, 452), no cabe fundamentar el ámbito de la vir­
tud y del derecho, y se ha limitado a negarlos antes de conce­
derles una fundamentación espúrea. Sólo si se acepta la exis­
tencia sustancial de la razón, cabe apuntar hacia un Estado en
el que se deje libre juego a una autodeterminación del indivi­
duo que consista en una necesaria autolimitación de las pasio­
nes respecto de sí y respecto de la propiedad de los demás.
Pero todas estas son posiciones anteriores al terrible test
histórico de la Revolución Francesa, en el que se decidirá el
valor real de esa pretensión racional de ordenar la vida so­
cial, y de la posibilidad de que un pacto equilibrado de todos
los sectores interesados en el Estado fragüe en un compromi­
so de consenso y de racionalidad. Mientras tanto la ilusión

395
seguía abierta y nadie se atrevería a afirmar que la conse­
cuencia de la puesta en práctica de la razón sería el Terror.
En efecto, cuando en vísperas de la Revolución Francesa, el
rey de Francia llama como ministro a Necker,^ el ideal jacobi­
no de liberalismo fisiócrata e ilustrado parecía encontrar su
oportunidad. El mundo entonces parecía llevar su rumbo ne­
cesario y bueno.^ Alemania, que en el fondo tenía en la insti­
tución imperial el principal obstáculo hacia una renovación
económica y política (por lo que fue el blanco de los ataques
de Jacobi en la correspondencia, cf. 13.11.1786, AB, I, 396-
397), podría seguir pronto aquel modelo (cf. AB, I, 440-441).
La constitución alemana, en este sentido, es un difunto^ y se
sueña con que el liberalismo pronto atravesará las fronteras de
Francia. La principal misión de la Ilustración alemana es, en
este sentido, permitir que el movimiento francés encuentre
en suelo teutón hombres decididos que lo impulsen. Jacobi
conoce aquí su liderazgo natural, tal y como escribe Le Sage
en enero de 1788. Es un tiempo de esperanza para la burgue­
sía renana, que cree impulsar un modelo liberal-moderado
capaz de hacer frente al modelo militar-imperial de Prusia.
No hay aquí tentación alguna de nacionalismo alemán. La
polémica contra los berlineses adquiere desde lo dicho otro
sentido y hace más coherente la historia. Si se repasa la
carta de Stolberg a Jacobi del 28 de abril de 1788 podemos
comprobar lo que su clase le pide a Jacobi: reconstruir el
cristianismo auténtico frente al semicristianismo de los berli­
neses, frente al materialismo radical de los franceses, frente
a la voluntad filosófica de hacer idéntico cristianismo y su­
perstición {AB, I, 478). Pero Jacobi tiene una conciencia dife­
rente: construir un liberalismo económico y político que acabe
con el modelo feudal del imperio y del reino prusiano. Por
eso Jacobi está realmente solo en la comprensión de su fun­
ción histórica.** Su combate es apreciado parcialmente.
Nadie comprende que su filosofía de la libertad y de la creen­
cia es orgánica con un ideal de burguesía moderada, fisió­
crata, de una burguesía que en su autolimitación tiene un
componente ajeno al capitalismo, a saber: la ideología espiri­
tualista como contrapeso a la teoría inmoderada de lucro.
Esta burguesía, que pretendía sólo una representación
política, que no deseaba abolir la propiedad feudal sino alterar
su estatuto jurídico, pero que no tenía conciencia de iniciar
una lógica capitalista, esto es, fundada en la reproducción per­
manente e ilimitada del capital como única manera de super­

396
vivencia, esta burguesía, digo, esperaba triunfar en toda Eu­
ropa continental una vez que el rey más poderoso la había
llamado de facto al gobierno. El Estado francés se convierte
entonces para Jacobi en la herramienta capaz de garantizar
la ley de la libertad y de la seguridad de la propiedad. Por
eso Jacobi nunca será pura y simplemente antirrevoluciona-
rio: «Con todo, no soy nada en menor medida que un anti-
rrevolucionario. ¿Quiere una prueba de que pertenezco a los
“engagés”?» {AB, II, 29) dice a Heyne, y le reenvía a sus ata­
ques continuos contra el emperador. La parte estrictamente
burguesa de la Revolución siempre fue del agrado de Jacobi
y siempre se sintió contento de vivir una época donde la hu­
manidad quedaba abierta al finalizar el Antiguo Régimen. En
AB, II, 33, se nos dice con claridad el adjetivo con el que Ja­
cobi desea caracterizarse: no es un reaccionario, sino un refor­
mista. Todos estos ideales se le vinieron abajo en 1793. Cuando
los acontecimientos de París se consoliden en una dirección
radical, en su tendencia democrática y no meramente fisiócra­
ta, y hagan emerger el componente social que encerraba la
idea de voluntad general rousseauniana, Jacobi, reafirmado en
sus denuncias contra la Revolución, no parará de acusar a esa
razón —que antes él invocara— como el auténtico sujeto co­
rrupto de la Revolución. La asociación de los defensores de
la razón con los defensores de la Revolución implicará la
asociación entre Kant y los líderes del París del Terror, lo
que será de importancia decisiva para la crisis de la filosofía
crítica a finales de siglo. Entonces empezará a considerarse
la filosofía kantiana como una teoría que no podía cubrir las
necesidades ideológicas de la época.Curiosamente, a partir
de 1790, la reacción leibniziano-wolffiana contra Kant arre­
ciará hasta obtener una victoria pírrica: la leibnización de la
filosofía transcendental que dará paso a una nueva filosofía, la
que hoy se conoce como idealismo. La filosofía política repro­
ducía la evolución de la filosofía teórica. Y aún debía reprodu­
cirla más. Ahora nos debe ocupar la evolución del pensamiento
político de Jacobi a partir de la experiencia de la Revolución.

4. Jacobi y la Revolución

La toma de posición de Jacobi respecto de la Revolución


Francesa es muy temprana. Al año siguiente del evento, y
cuando aún todos los grandes pensadores alemanes están ex­

397
pectantes, Jacobi escribe una larga carta a Le Harpe, de ra­
dical importancia para descubrir los intereses y proyectos de
la clase burguesa que representa Jacobi y la reflexión filosó­
fica que ordena la conciencia a esos intereses.
Ante todo, causa sensación que una carta para atacar la
Revolución sea ante todo una carta contra la filosofía kantia­
na. Ciertamente que Mirabeau había facilitado las cosas al
hablar de que a partir del Gran Hecho la especie humana
sería gobernada par la seule raison. La relación entre la seule
raison y la puré raison es demasiado evidente. Pero el agudo
olfato de Jacobi muestra prisas para poner de manifiesto el
paralelismo. A Heyne le escribe empleando literalmente esa
imagen:

La filosofía especulativa parece tomar en la praxis el ca­


mino que ya tomó la teología especulativa, quiere trazar una
paralela. Si llega a hacerlo, podremos pronto comprobar que
el último engaño es más perjudicial que el primero. Estos pen­
samientos, que puedo contar con toda crudeza a un Heyne,
apenas puedo confiarlos a otra persona [AB, II, 29].

La filosofía especulativa es el fundamento común de una


praxis y de una teología; y de la misma manera que en la
teología ha establecido un simulacro de Dios, en la praxis es­
tablecerá un simulacro de orden político consistente en el ol­
vido de una apelación a la realidad plena de contenido que
se ofrece a la intuición, condenando así al olvido no sólo el
sentimiento del honor, de la libertad concreta y de Dios, sino
ignorando también el contenido inmediato —la propiedad —
de la situación personal material de cada uno de los miem­
bros de la sociedad. La razón pura queda entonces plenamen­
te libre para dirigir la política y bloqueada toda relación con
el hombre social concreto, vale decir, con el burgués. Esta
interpretación es inapelable desde la carta a Dohm de 4 de
mayo de 1790 {AB. II, 26-27):

«Desde ahora deberá gobernarlo todo una razón pura; ella


nos moverá externamente, no internamente y en los hombres
particulares»; esto es: no reconociendo individualidades con­
cretas [cf. manifestaciones de Jacobi sobre Rousseau de AB,
II, 70-71], Carece de sentido, vistas las cosas desde aquí, la
posibilidad de un pacto en el que los hombres particulares
mantengan su situación social como a priori del mismo pacto;
la razón sólo puede mostrar su soberanía declarando nula de

398
todo valor racional la realidad concreta y material, y propo­
niendo una ordenación social de nueva planta, esto es, revo­
lucionaria; «El espíritu se retira inadvertidamente de lo par­
ticular a lo universal, toda relación contingente desaparece,
se olvida; y sólo se alza el terrible contorno de una historia
del hombre y del mundo universal» [I, 258].

Pero el paralelismo entre praxis y teología no es externo:


sólo pque la filosofía especulativa rompió la verdadera reli­
gión, puede ahora pretender el gobierno de la razón pura. Por­
que la religión, tal y como ahora la concibe Jacobi en una
etapa ulterior de autoconciencia, es la auténtica salvadora de
la concreción, de la identidad personal y de su historia. Mis­
ticismo y liberalismo se dan aquí el beso de reconocimiento.
Por eso la religión no puede ser dejada de lado en la ordena­
ción de la realidad: «todo debe y puede ordenarse según la
religión, y por ella ser llevado a la cosa pública» [_AB, II, 30].
Y en esa línea de destrucción filosófica y especulativa de la
religión, el papel de Kant es determinante y fundamental, por­
que ha llevado el deísmo tradicional un paso más allá: no
sólo ha reducido la realidad de Dios a algunas notas raciona­
les y muertas, sino que el propio Dios ha quedado sustituido
por el ideal de la mera razón, por la razón sustancial e ideal.
Al manifestar las consecuencias políticas de este paso, Jaco­
bi nos coloca delante de la interpretación auténtica del papel his­
tórico del formalismo kantiano: el vacío de su noción de razón
implica la puesta entre paréntesis de todo contenido real histó­
rico como sospechoso de irracionalidad. No hay ninguna mate­
ria que sea esencial a la razón, no hay ningún contenido concre­
to que pueda sacralizarse como sustancialización de la razón.
Toda realidad debe pasar por el tribunal de la razón, como todo
orden político tiene que pasar por la nación soberana instituida
en Asamblea Constituyente y representativa. El texto siguiente
refleja un dolor real y sirve de trasunto efectivo de lo que antes
era un enunciado puramente «filosófico» y teórico:

Ahora bien, queremos ser felices ante todo, y odiamos esta


razón insolente que no tiene corazón ni entrañas, que mez­
clándose con nuestros negocios, sólo puede proponernos sa­
crificios, y que nos ordena como si fuéramos para ella, mien­
tras que ella está hecha para nosotros. ¿Se ha oído jamás
que en tal individuo la razón se sirve del hombre? Al contra­
rio, se ha dicho siempre que tal hombre se sirve o no se sirve
de su razón [II, 517].

399
Una razón insolente porque se mezcla en nuestros nego­
cios. Porque nos dice: respeta en tus negocios al hombre como
fin en sí. Esta razón no tiene entrañas ni corazón porque nos
propone el sacrificio de alcanzar la felicidad sin usar al hom­
bre como medio, lo que significaría eliminar todo aquello en
lo que el burgués pone su corazón. Insolente a fin de cuentas
porque se niega a ser razón meramente utilitaria, a nuestro
servicio, razón instrumental (razón como papel moneda, dice
Jacobi en II, 540), y se atreve a ponerse a sí misma como fin
que representa a toda voluntad humana. Y sin embargo, Ja­
cobi jamás se pregunta: ¿cómo ese monstruo contra natura
llega a tener eficacia, mueve masas y produce revoluciones?
Jamás comprenderá que no es sino el movimiento objetivado
de la voluntad de todo hombre aún no reconocido por esa
materialidad concreta, por ese corazón y entrañas de la bur­
guesía que encarna Jacobi. La insolencia de la razón que de­
nuncia Jacobi apenas puede ocultar su verdadero rostro: es
la insolencia de los hombres que exigen no ser medios por
más tiempo al antojo de un poder individual, sea cual sea, y
que tiene su concreción histórica en los movimientos revolu­
cionarios franceses que luchan por la implantación de tasas
generales de precios, frente a la libertad del precio del grano
que quieren mantener los fisiócratas, en cuya p>osición el ham­
bre del pueblo no es sino una variable económica que propicia
mayores cultivos. La insolencia de la razón es, pues, la inso­
lencia de los hombres, de la democracia social, del «sans-
culotismo». Al negar racionalidad esencial a la materia histó­
rica concreta, esa razón concede siempre el derecho a trans­
formar lo real y a preguntar por qué yo como hombre no soy
reconocido como fin en sí dentro de esta situación material.
Esa razón siempre me da derecho de insolencia. Hace sustan­
cialmente racional sólo y exclusivamente al hombre que inso­
lentemente pregunta y exige reconocimiento universalizable.
Hace racional sólo al sujeto que exige reconocimiento como
fin en sí. Jacobi lo sabe; esa razón sólo sabe definir «je ne
sais pas quels droits de l’homme» (II, 522). Jacobi reconoce,
hasta qué punto la humanidad vivió un momento fundamen­
tal cuando fueron convocados los Estados Generales (11, 525),
cuando la burguesía se disponía a salvar Francia bajo la
autoridad de Luis, que por ese mero hecho se convierte en un
rey justo y virtuoso, «père du peuple, fondateur de la liberté
publique». Su trono era en esos momentos el de la humani­
dad triunfante, el de la majestad real. Jacobi se funde en

400
lágrimas ante el momento; ningún soberano en Europa
habría dejado de seguir el ejemplo del monarca más podero­
so del continente (II, 526). El modelo inglés, que tanto había
soñado Voltaire y que sueña Jacobi, se extendería posibili­
tando todas las reformas económicas que vimos en el primer
punto. Porque con Luis XVI triunfaría Necker y con éste
todos los Neckers de las pequeñas cortes alemanas, entre
ellos Jacobi. Se trata por tanto de una lucidez total: la razón
pura los niega, Luis XVI los reconoce.
Pero los Estados Generales se declaran Asamblea Nacio­
nal y luego Constituyente. Es la revolución. Allí ciertamente
hay muchos burgueses, pero son reconocidos sólo como hom­
bres, igual que la mayoría del clero humilde y de los nobles
liberales. Aquí está el cambio de valoración. Ya no hay lágri­
mas de alegría: «Ellos quieren hacerlo todo a partir de cero y
se cuidan muy mucho de que no subsista nada entre el pasa­
do y el porvenir» (II, 529). Es la crisis entonces de la propia
concepción del derecho natural que defendiera contra Wieland,
la crisis de la razón como directora del proceso, la inversión
de los ideales burgueses hasta hacerse ideales de conserva­
ción. Un nuevo derecho natural debe imponerse. No del hom­
bre en general, que potencia la insolencia, sino el que tenga
en cuenta el hombre concreto, el individuo, el Yo. Esta no­
ción de derecho natural es de una importancia decisiva para
apreciar el giro que Fichte imprimirá a esta disciplina frente
a Kant.
Ciertamente que en esta autocrítica de las posiciones de
1778-1786, Jacobi sigue atento para no responder únicamente
con la ley del más fuerte y se muestra coherente en la firme­
za con que rechaza esta alternativa (II, 521). No se trata de
afirmar la individualidad mediante la mera fuerza, sino de
que la razón no puede seguir siendo la fuente del derecho na­
tural, sino el instinto y el deseo superior de la individuali­
dad. El razonamiento por el que se construye el derecho desde
el deseo como materialidad de la existencia humana es com­
plicado y nebuloso, pero también fundamental para apreciar
la posición filosófica final de Jacobi.
La premisa de toda la teoría es clara; el deseo es «el prin­
cipio único de toda actividad, de toda perfectibilidad en el
hombre» (II, 532). Dejando aparte que el deseo permite tam­
bién determinar la condición humana como situada a medio
camino entre el ser y el no ser, el bien y el mal, el rasgo que
Jacobi quiere destacar es que en el hombre el deseo no puede

401
ser único ni puede desplegarse en varios deseos perfectamen­
te coherentes. Es curiosamente prefichteano este pasaje, que
por lo demás Fichte no pudo conocer:
Si el hombre tuviera sólo un único deseo indivisible, su
actividad ideal sería nula, viviría sin reflexión, no regresaría
nunca a sí mismo, no tendría ninguna idea de lo que es él
mismo en relación con las cosas; estaría completamente pri­
vado de sentido moral [II, 533].

Se hace aquí una deducción: puesto que el hombre tiene


sentido moral, se supone que cumple los requisitos necesa­
rios de posibilidad de la conciencia moral: la pluralidad del
deseo. Porque si no hubiera choque de deseos no habría re­
flexión, ni actividad ideal —expresión tan querida por Fich­
te—, ni pensamiento acerca de la coherencia de los deseos
como mi obra, como algo que yo hago.

Si el hombre no tuviera varios deseos, si estos deseos no


se encontraran nunca en oposición o en colisión entre ellos,
sino que se sucedieran de tal manera que pudiera satisfacer­
los a todos por igual, no haría sino seguir el curso de su exis­
tencia, y no tendría ninguna idea del bien y del mal como
siendo el autor de ellos [II, 533].

De este momento de reflexión surge inevitablemente el pro­


yecto de coherencia que está en la base de nuestra propia con­
sideración como autores morales. Este proyecto de coheren­
cia consiste en la unificación según un principio común, según
una forma. Tenemos aquí de nuevo las viejas reflexiones sobre
la relación entre pasión («deseo» en la terminología actual) y
principio moral que ya vimos en Allwill, y que ahora se llama
principio de unificación de los deseos. Ahora bien, como en
Allwill, el principio seguía dependiendo de la razón, y como
ésta se ha convertido en una cláusula innombrable, ese prin­
cipio de unificación tiene que ser también un deseo: «el deseo
absoluto del individuo» (II, 534) que expresa la esencia pro­
pia del mismo. Jacobi caracteriza esa esencia en términos de
potencia {puissance). En sí misma, esta potencia o poder es
inaprensible y tiene que verificarse en su despliegue, «en sus
resultados en relación con otras potencias» (II, 534). La con­
secuencia fichteana de esa tesis es muy clara: ningún hom­
bre se reconoce en su esencia sin reconocerse en sus relacio­
nes con los otros, con el No-Yo. Esto ya lo sabíamos de hecho:

402
en Jacobi no hay sentimiento del Yo sin sentimiento del Tú
(II, 534). Pero esta relación jugaba en el contexto de una teo­
ría del amor y de la comunicación transparente, mientras que
ahora se trata de una relación de poder y de competencia.
Quede la relación amorosa para otros ámbitos; el del derecho
natural es relación de poderes.
Así pues, el hombre se define en relación con lo que él no
es. Ambas dimensiones tienen que darse sintéticamente reu­
nidas en su conciencia: «Es pues imposible que tenga per­
cepción de sus relaciones sin tener percepción o sentimiento
de sí, igual que es imposible tener conocimiento de sí, sin
percepción de las relaciones» (II, 536). La individualidad es
entonces una síntesis de espontaneidad y de pasividad, de au­
tonomía y de receptividad, de independencia y de dependen­
cia, de naturaleza interna y de relaciones. Esta individuali­
dad sintética es lo que Jacobi llama «naturaleza particular»
del ser en cuestión (II, 536). Pero en el fondo, más allá de
las palabras, esto significa: el sujeto del derecho natural au­
téntico es el individuo concreto y material, la naturaleza hu­
mana en concreto, radicalmente distinta de la humanidad abs­
tracta kantiana y ante la que ésta tiene que rendirse, el deseo
absoluto del individuo, la jerarquía de sus deseos, su poten­
cia en relación con las otras potencias o poderes, esto es, con
otros deseos absolutos.
Esta conclusión indica ante todo que el derecho natural
es la legitimación de las acciones de los individuos que po­
seen una naturaleza particular material. Se presupone enton­
ces que Jacobi aspira a definir un derecho natural concreto,
vinculado a la historia y sus momentos. No pueden darse leyes
que valgan para todo hombre, sino para cada individuo en
particular. ¿Pero cuál puede ser el deseo absoluto de un indi­
viduo caracterizado como deseo desplegado en las relaciones
con las cosas? Obviamente: «mantenerse y mejorar en su na­
turaleza particular» (II, 536). En este sentido, sus acciones
estarán legitimadas, tendrá derecho a ellas con una condición
que está implícita en lo dicho: si tiene naturaleza individual,
si su esencia se ha reconocido en las relaciones sociales, si
hay algún Tú que choque con su poder y potencia. Recuérde­
se la lucidez de Jacobi: quien no consuma en la sociedad bur­
guesa es menos que una bestia. El momento de la sociedad
burguesa en que nos encontramos con un Tú y le hacemos
ver nuestro deseo, nuestra potencia, y en el que él nos reco­
noce como deseo absoluto, es el del mercado, el del consu-

403
mo. Pero obviamente, sólo si se es burgués se podrá desple­
gar en la sociedad el deseo absoluto de conservar y mejorar
su naturaleza particular. Sólo él posee humanidad concreta
porque sólo él tiene síntesis de actividad independiente y de
relación de conocimiento con los demás. Por eso la base de
toda naturaleza concreta material, su deseo primario, es con­
servarse; y con ello la base de toda ideología burguesa es
desde ahora conservadora. «La conservación y la mejora de
esta naturaleza particular es el objeto del deseo absoluto del
individuo» (II, 536). Es grotesca esta tesis cuando se compa­
ra con el ideal de autonomía kantiano, que exige siempre la
necesidad de estar en condiciones de universalizar cualquier
deseo racional. La naturaleza concreta e histórica de los sier­
vos, de los esclavos, de los asalariados, de los sans-culottes,
¿también provocaba en ellos el deseo de ser conservada y me­
jorada? ¿Mejorar a partir de esa naturaleza concreta? La ino­
cencia del pensar es, cuando llegamos aquí, sencillamente dia­
bólica. Ese autoengaño inocente es la característica peculiar
del peor pensamiento burgués y del propio Jacobi. Pero vemos
también que ese momento conservador de la burguesía, el que
da entrada a su período estrictamente ideológico (caracteriza­
do por una idea de derecho natural que en el fondo sólo es
asumióle por una parte de la sociedad), surge con Jacobi y
precisamente al compás de los propios acontecimientos revo­
lucionarios.
Antes hablamos de una condición para que un individuo
concreto esté legitimado en la acción que persigue realizar su
deseo absoluto; que su naturaleza concreta sea un todo vi­
viente, un ser organizado. Derecho natural es aquél que tiene
un individuo para actuar conforme a su naturaleza concreta
organizada. Toda acción así caracterizada es «naturalmente
legítima» (II, 537):

Esta definición del derecho natural que le hace consistir


en lo que la naturaleza enseña a todos los animales, esta de­
finición que los filósofos modernos han rechazado con des­
precio, es la única que presenta una idea del derecho verda­
deramente universal y completamente exacta (II, 537).

La razón aquí no es sino el instrumento para servir a este


deseo absoluto de conservar y mejorar. Como tal razón no
posee deseo propio. No debe ser insolente. No puede mover
al hombre: en sí mismo no tiene puissance. Hay por tanto

404
que romper con todas las viejas teorías del derecho, que «con­
ceden a la razón una potencia legislativa y ejecutiva que no
podría tener» (II, 540). La fuente de los derechos es el orga­
nismo individual, entendido como la síntesis entre nuestra
esencia o deseo y las relaciones de reconocimiento, como na­
turaleza social concreta. La razón que juegue en esa natura­
leza social concreta tiene que ser también una razón material
y concreta. Sólo de esta manera se bloquea la posibilidad del
uso revolucionario de la razón. Pero con ello se le impedía
también a la razón su despliegue crítico, el único que le ser­
vía de motor para una ordenación de la realidad con preten­
siones de universalidad. La Ilustración llegaba a su fin. El
compromiso de la burguesía con ella quedaba disuelto. A par­
tir de ahora vendrá el ataque más filosófico. La filosofía que
acabará con esta Ilustración llevará una marca concreta: teo­
cracia. Cuando el pensamiento racional se recupere y se le­
vante con más fuerza aparentemente que nunca, cuando el
idealismo de Schelling y de Hegel parezcan perfeccionar esta
Ilustración y su razón, el hecho de que acaben construyendo
una teocracia perfecta, nos fuerza a la pregunta de si real­
mente sirvieron a la Ilustración o a su reacción. Pero veamos
cómo el pensamiento de Jacobi apunta a esa solución.

5. Europa en el caos: la reinterpretación de Edipo

La evolución del pensamiento político en Jacobi no con­


siste más que en subrayar algunos rasgos de su personalidad
sólidamente asentados en actitudes rígidas y antiguas. En una
imagen brillante, Jacobi había dicho que estaba contento por­
que la época había quedado abierta. Faltaba saber, añadía,
si asistiríamos al final del antiguo período y el comienzo de
uno nuevo o si se había caído en la profunda noche {AB, II,
33). La conclusión que señala y marca la evolución del pen­
samiento de Jacobi consiste en aceptar el segundo punto de
la disyuntiva. Estamos en la noche de Europa. Es fácil com­
prender que la razón pura especulativa se alzará como el gran
manto negro de una época de tinieblas. Así que en la misma
medida en que Jacobi se desplaza hacia un pesimismo políti­
co que roza el escepticismo, recae y se concentra en un ata­
que renovado a la filosofía especulativa. Pero curiosamente
ese abandono al pesimismo político es profundamente solida­
rio con un refugiarse en el drama estrictamente personal, exis-

405
tencial, propio de la mística individualista y apolítica de All-
will y Woldemar, proyectos literarios que Jacobi recoge de
nuevo justo en estas fechas. Así se explica que el ataque cada
vez más concentrado a la filosofía de Kant se despliegue ahora
precisamente en la continuación de estas dos novelas, reedi­
tadas considerablemente ampliadas entre 1792 y 1794. Creo
que este movimiento de Jacobi ha pasado excesivamente de­
sapercibido para los críticos y que éste ha sido uno de los
motivos que ha impedido valorar la influencia de estas nove­
las en la evolución filosófica de Fichte, lector atento de ambas.
El resultado de esta nueva orientación es que la actitud do­
minante en Woldemar, ese escepticismo personal que se evoca
ya al final de la pieza, ese mundo de apariencias tensas, cuasi
histéricas, vacío de auténtica calma y de auténtica sustancia,
agitado e hiperestésico, todo ese mundo de fantasmagoría se
traslada al ámbito político generando una filosofía de la his­
toria paralela. Esta transferencia del escepticismo personal al
escepticismo histórico, tan terriblemente pesimista que no
puede resolverse más que en una teocracia, de la misma ma­
nera que el errar psicológico de Woldemar sólo puede tener
como salida del laberinto el Dios que es Tú y que proporcio­
na fe y firmeza, esta transferencia se destaca ya en una carta
a Forster, de abril de 1790:
Dígale a Teresa que quien a sus treinta años escribió All-
will y Woldemar, difícilmente espera de los hombres más de
lo que hay que esperar de ellos \AB, II, 37],

Pero precisamente de este mismo mes es la confesión de


estar dominado por «la exigencia de aclararme de una vez y
para siempre con la filosofía kantiana» {AB, II, 41), concebi­
da en los términos de especulación práctica y teológica cul­
pable, que ya vimos en la carta a Le Harpe. De ahí que el
derecho natural y la religión centren ahora su atención, como
consecuencias inevitables de la filosofía especulativa. Pero sus
ataques, de manera consecuente, van a dirigirse contra la pro­
pia base especulativa del criticismo, sobre todo contra su no­
ción de Erscheinung, que Jacobi interpreta como realidad sub­
jetiva e insustancial. Su instrumento crítico, del que también
se puede derivar una filosofía de la historia diferente, será en
el fondo una apelación al instinto como sensibilidad origina­
ria y sustancial, precisamente frente a la sensibilidad aparen­
cial y nihilista del fenómeno kantiano. En el capítulo que viene

406
expondremos con detenimiento esta teoría de los instintos.
Ahora sólo nos interesa comprobar su incidencia sobre la fi­
losofía de la historia.
Durante esta retirada en el escepticismo no se produce en
modo alguno una pérdida de contacto con la realidad históri­
ca y sus acontecimientos. Muy al contrario; a partir de una
fecha muy cercana a la propia revolución, el seguimiento con­
tinuo de los acontecimientos se mantiene, aunque cambia de
signo. Si bien antes la atención buscaba fundamentalmente
síntomas que permitieran encaminar la historia hacia el triun­
fo de los ideales fisiócratas-burgueses, ahora la atención busca
impaciente la menor señal que permita anunciar la restaura­
ción de una autoridad sagrada, la inauguración de un régi­
men de la providencia. Es preciso recordar que cuando Ha-
mann comenta las reflexiones de Jacobi sobre el derecho na­
tural en el contexto de su polémica con Wieland, su posición
es radical: el único camino es una teocracia. Así que pode­
mos suponer que esa opción al menos tenía cierto peso sobre
Jacobi y, al aire de los acontecimientos, se fue imponiendo
como necesaria. Pero, en aquel caos, ¿cómo afirmar la exis­
tencia de esa autoridad sagrada, si ésta no se presentaba con
unos rasgos claros y peculiares?
La propia creencia en una providencia tenía la misma apli­
cación que la fe en el contexto de la dialéctica de la persona­
lidad; aguzar el oído y la vista para interpretar a nuestro favor
los acontecimientos y acabar realizando lo que al principio
sólo era una mera palabra, una entrega programática. Pero
la dialéctica de la historia tenía que seguir también a la de la
personalidad en una característica ulterior: antes de la salida
era preciso hundirse en la desesperación*'* de la comprensión
de la historia como final sin salida, como noche oscura, como
locura total. También la historia tiene que tener su muro y
su puerta, su salto mortal y su no-saber.
Es obvio que esta desesperación, esta comprensión de la
historia como territorio cerrado, como abismo, tiene su motto
en la valoración de la Revolución Francesa y sus consecuen­
cias. No sólo significa la pérdida de la paz interior para el
burgués consolidado,*^ sino la pérdida de todo punto de refe­
rencia firme, de todo Sí y No claro y definido; es el hundi­
miento del mundo sólido y la emergencia de un mundo de
sombras, que en la dialéctica de la personalidad era el terre­
no del ideal de independencia y la irrupción de la inseguri­
dad y el caos. Hay una cierta contrapropaganda en esta va­

407
loración; se trata de invertir la propia ideología básica de
la revolución, que se presentaba como la meta y el final de la
historia humana, el alba de una nueva y feliz humanidad. Una
constitución política basada en la razón era para Rousseau y
Kant el fin final del hombre. Esta metafísica del progreso es
trivialmente invertida por Jacobi; «si esta es la meta de la
humanidad, la humanidad es para mí asco y horror» {AB, II,
99). Es la conclusión de Woldemar, sólo que ampliada desde
el sujeto a la especie humana.
No hay que tomarse a la ligera estas palabras: es la pro­
pia humanidad, como valor central del antropocentrismo ilus­
trado, lo que tiene que ponerse en cuestión. Una teocracia,
inevitablemente, tiene que integrar algún razonamiento que
permita concluir que una instancia transcendente usa a la hu­
manidad como instrumento de sus planes, sin reconocerle su
carácter de fin final. Ese asco teórico ante la humanidad se
concreta cuando los franceses llegan a Renania, el 29 de sep­
tiembre de 1792 (cf. a Herder, 23 oct. AB, II, 112), y empie­
zan a instaurar medidas democratizadoras: un consejo pro­
vincial, un consulado, una Asamblea Nacional en Aachen, etc.
{AB, II, 120), que privan a Jacobi no de su estatus político
privilegiado, pero sí de poder intervenir en los acontecimien­
tos. Cuando pensamos en Jacobi, con su necesidad de medi­
tar en la trastienda y de preparar diplomáticamente cada uno
de sus movimientos, en una asamblea de ciudadanos libres,
podemos entender perfectamente su actitud, reflejada en este
comentario:

No veo ningún camino ni delante ni detrás. Hay un silen­


cio en mi alma, un no-saber que debo pensar por todos lados
[AB, II, 118].

Es preciso, desde luego, analizar perfectamente este texto


a la luz de lo dicho. Se trata de poner referentes a las expre­
siones espaciales: Jacobi no ve camino histórico hacia atrás,
hacia la salida autoritaria simple de la monarquía del Anti-.
guo Régimen, o hacia la perpetuación de la monarquía impe­
rial en Alemania, porque no hay en ellas posibilidad de que
la ideología y los intereses burgueses adquieran ningún tipo
de relevancia, ya que unos y otra se entregarían a las manos
de la aristocracia o de la Iglesia. El momento de la revolu­
ción, el camino hacia adelante es el asco, la ruina de la indi­
vidualidad concreta, vale decir, del propio estatus que aporta

408
la burguesía a ese momento histórico. De cualquiera de las
maneras, los ideales liberales-fisiócratas, los únicos que Jaco-
bi conoce y defiende, no encuentran el camino de imponer su
ideal de autoridad monárquica representativa, tal y como lo
consiguió Inglaterra. Así las cosas y en un ejercicio de obvie­
dad, Jacobi se reconoce impotente para imponer una solución
favorable al despliegue de sus puntos de vista. Curiosamente
tenemos aquí un caso paralelo al problema existencial de Ja­
cobi en la década de los setenta; su impotencia para resolver
un conflicto pasional y su lucha de inclinaciones, le encami­
na hacia una solución fundada en la apelación a una fe reco­
nocida negativamente como no-saber. También aquí el uso de
las categorías existenciales se amplía hasta convertirse en ca­
tegorías históricas. Pero en todo caso el esquema de su pen­
samiento es el mismo: la impotencia para el control racional
de pasiones o de intereses existenciales y personales en un
caso, históricos y sociales en otro. La historia es también una
naturaleza opaca, con la que no puede haber avenencia ni sín­
tesis inmediata, sin que preceda el momento de la sacraliza-
ción de su ámbito como terreno en el que se despliega la pro­
videncia.
El paralelismo entre las dos épocas y las dos solucio­
nes es más amplio aún; igual que Jacobi veía en la moral
de Allwill el cumplimiento del materialismo o del natura­
lismo, ahora también se reconoce a la revolución como la
culminación del materialismo, de la reducción del concep­
to de hombre al de animalidad, del espíritu a carne (cf.
AB, II, 169). Esa impotencia común y general, que sólo apa­
rentemente es negativa, espera su momento para producir
una opción positiva, que también en el caso de la historia
viene anunciada como milagro, exactamente lo que recla­
maba Jacobi para comprender la fe. El problema entonces
es que esa opción positiva necesariamente será mística.
Hasta qué punto esta opción va a ser la base de la filoso­
fía de la historia de autores reputados, de racionalistas,
como Hegel, es algo que sólo se puede plantear aquí como
interrogante. Por lo que hace a Jacobi, la cosa no ofrece
mucha discusión. En una carta a Pestalozzi, en 1794, que
es extraordinariamente importante para el inicio del pen­
samiento de una auténtica teocracia, y para dar razones del
auténtico y profundo sentido del no-Saber de Jacobi apli­
cado a la historia, se nos dice;

409
Es universalmente conocida la contestación a la pregun­
ta; ¿cuál es la primera necesidad para llevar adelante una
guerra? Dinero. ¿Y la segunda? Más dinero. ¿Y la tercera?
Todavía más dinero. Así, creo yo, se puede contestar a la pre­
gunta: ¿cuál es la primera necesidad de que un orden social
vaya por el buen camino público y doméstico? Una religión
positiva, una revelación histórica. ¿Y la segunda? Eso mismo.
¿Y la tercera? Igual. Pues todo en el hombre descansa sobre
la palabra y la confianza, sobre esto: que el Sí sea Sí y el No
sea No por encima de todo juicio propio y a cualquier riesgo.
Tal Sí y No inquebrantables no son posibles sin la más firme
creencia en una providencia y en un gobierno divino: tengo
que estar convencido de que sólo tengo que cumplir mi deber
y que un ser superior llevará todo lo demás hacia lo mejor,
pero sin mí. ¿Cómo llegamos a tal convicción? Ni la expe­
riencia cotidiana, ni su historia puede ayudarnos aquí; sino
que necesitamos antes bien de un contramedio frente a toda
experiencia cotidiana, frente a su historia y la filosofía que
resulta de ello. Entre nosotros ha servido para esto hasta
ahora la Biblia, y no veo qué debamos poner en su lugar si
ésta pierde su consideración como libro de historia divina.
Este pensamiento me deprime extraordinariamente, me amar­
ga la vida. Desde hace tiempo no veo en la humanidad nin­
gún consejo, y hago votos por el día más joven [N, I, 176
y ss.].

Analicemos brevemente el fragmento. Su problema es sim­


ple. Hasta ahora ha sido posible una teocracia porque ha ha­
bido un texto sagrado. Pero ya no hay posibilidad de que la
Biblia funcione como texto sagrado y legitimador de una teo­
cracia, de un gobierno de la sociedad civil dominado por una
religión. En la valoración negativa de la Biblia, como texto que
hable directamente al hombre actual, está la gran, la infinita
distancia entre Hamann y el renano. Que la sociedad civil des­
canse sobre una religión significa básicamente dotar a esta
sociedad de una instancia de reconciliación con la propia rea­
lidad, sea ésta la que sea. Mas esto sólo es posible si se reco­
noce que esa propia realidad es necesaria. Reconciliarse con
ella es darle un Sí o un No, para cuyo juicio no utilizamos
como decisivo y fundamental nuestro propio juicio subjetivo.
Afirmar o negar la realidad es entonces reconocer la instan­
cia superior que nos comunica nuestros deberes. ¿Dónde re­
conocemos esta instancia? ¿Cómo surge y se consolida esta
fe en la existencia de una providencia? El Jacobi hombre en­
cuentra el acceso a esta fe en la revelación interior. Pero sabe

410
que esta revelación nunca adquiere la dimensión objetiva su­
ficiente para ordenar una sociedad civil, ni puede universali-
zarse, ya que depende de una relación intransferible de un
Yo y un Tú. Si la Biblia no puede invocarse ya como texto
sagrado, si la revelación interna no puede universalizarse,
¿dónde obtener el texto sagrado que fundamente la fe en una
providencia? Es fácil reconocer que Jacobi no ve entonces con­
sejo alguno en la humanidad: desde ahí surge el no-saber y
desde ahí la esperanza de milagro como única salida salva­
dora. Pero desde este planteamiento entendemos perfectamen­
te la misión que tiene que cumplir la filosofía idealista, in­
cluido Hegel, a partir de la polémica del ateísmo; sustituir de
alguna manera el texto sagrado, escribir ella misma el texto
sagrado ahora llamado ciencia (Wissenschaft), para fundar
algún tipo de teocracia, esto es, de ordenación providencial
de la sociedad civil. La presentación idealista de la identidad
entre providencia y racionalidad no puede esconder entonces
el hecho básico: la búsqueda de una reconciliación con el
curso histórico, la huida decidida ante un no-saber impotente.
A partir de este 1792 se inicia el momento de la desespe­
ración. Se está a punto de sufrir «lo que ya una vez se sufrió
de los godos, de los hunos, de los vándalos» (N, I, 164). La
idea de una Santa Alianza está muy en germen, aunque desde
luego esbozada. Es factible en la realidad, pero hay pocas es­
peranzas de que represente algo distinto a la reacción pura y
dura, y de que emplee los principios de la sabiduría, esto es,
de la fisiocracia liberal (N, I, 164). El curso de la historia es
errático.*^ Para simbolizarlo servirán a Jacobi dos figuras li­
terarias de riqueza prodigiosa. Europa es rey Lear, Europa
es el ciego Edipo pagando su crimen, que mira hacia su futu­
ro invisible (AB, II, 85), el futuro invisible que imaginan los
ciegos. Estas figuras se examinan en un importante ensayo
que aparece en Die Horen, en 1795, y que sirvió de fuente a
Schelling para sus citas de Jacobi en las Cartas sobre dog­
matismo y criticismo.
Europa es rey Lear en la misma medida en que Luis XVI
lo es. No hay aquí piedad ni para una ni para el otro. Cuan­
do rey Lear pretende ser acogido por sus hijas bajo el recuer­
do hiriente de que «Yo os lo di todo», obtiene la respuesta
cruel de que «era ya el tiempo colmado de que nos lo dieras»
(I, 257), de la misma manera que cuando Luis XVI recuerda
que él dio la oportunidad de reunir los Estados Generales,
recibe la contestación implícita de que incluso los convocó

411
tarde y a regañadientes. Aquí escribe el fisiócrata que ha pe­
dido al rey reformas a tiempo y no a destiempo, cuando ya
los herederos han dejado de amarle. Y cuando Jacobi cita el
siguiente pasaje: «Dejadle ir —gritaron las hijas—. No hay
quien lo entienda. Es culpa suya no tener paz alguna; tiene
que sentir las consecuencias de su locura» (I, 2-57), ¿quién
no oirá en esta acusación una alusión velada a la política ab­
solutamente incomprensible de Luis XVI, incapaz de atraerse
siquiera el favor del partido aristocrático de la Asamblea Na­
cional, perdido en infinidad de traiciones suicidas y de ame­
nazas dirigidas a los únicos que podían ser sus salvadores,
los girondinos? Asistimos aquí entonces a una locura conse­
cuencia de una culpa. El errar de Europa es culpable. En Lear
estamos ante una proclama de la inexistencia de la inocen­
cia. Y es fácil adivinar cuál es la culpa: la no instauración de
la reforma constitucional liberal-fisiócrata.
Edipo es otra cosa. La culpa era suya, pero también obje­
tivamente del destino. En todo caso es la culpa de la incons­
ciencia. Y sin embargo, el Edipo de Jacobi es el que avanza
hacia Colonos. El motivo con el que se inicia el breve análi­
sis es común al de Lear:

¿Dónde queda la inocencia? ¿Dónde el esfuerzo irrenun-


ciable a ser puro en cada palabra, en cada hecho?

Pero todo en la pieza apunta al momento en que Edipo


hallará de nuevo, viejo y ciego, aquella inocencia perdida. Por
eso lo que nos interesa en el análisis que Jacobi hace de Edipo
es, fundamentalmente, la parábola del futuro de Europa que
se encierra en sus páginas. Ha recibido de su padre la conde­
na de huir y padecer (I, 263), pero su errar llega al final.
Lear mira al pasado consumado y loco. Edipo mira al futuro
ciego, pero con la firme certeza de que pagará la culpa, de
que reencontrará su destino. Y sin embargo, algo subterrá­
neo une a los dos héroes. Cuando Jacobi ve una representa­
ción de Lear con Reinhold, disputan sobre su veracidad. Rein-
hold cree que se trata de una blasfemia contra la humani­
dad. El ilustrado cree en la capacidad humana que toma bajo
control la propia historia; por eso la locura no le parece sino
fruto de la minoría de edad de la época. Pero para Jacobi es
fiel reflejo de la historia humana. Y sin embargo, no sólo por
la locura endémica del hombre, sino por otro motivo que pone
a Lear en relación directa con Edipo, Jacobi dice:

412
Lear fue siempre mi preferido entre las figuras de Sha­
kespeare. Pero todavía no había captado y comprendido hasta
qué punto en esta representación están los hombres, la natu­
raleza y el destino tan tenebrosos como son, y cómo un re­
lámpago de la providencia ilumina por un momento la noche
más terrible [AB, II, 186].
Lear es el momento central de la desesperación. Tras él
sólo cabe vivir si, y sólo si, se espera el relámpago de la pro­
videncia divina. Esa vivencia, esa esperanza es la que man­
tiene el camino difícil del ciego Edipo. La noche oscura de
Europa, de la posrevolución, de la que Luis XVI es el secreto
culpable, es como la ceguera de Edipo, el caos de Lear. Pero
un relámpago de la providencia iluminará la noche y la ce­
guera, realizando el milagro que Jacobi siempre llama «el día
más nuevo». Pues bien, Edipo ciego busca el día nuevo y da
testimonio de la búsqueda. Es un ejemplo vivo de esa fe, con­
fianza y restauración de la convicción en la providencia;
Firme aceptación, confianza sagrada, ¿dónde quedas?, si
los Olímpicos no te hacen valer ya como guía del destino [1,
261].
Por eso Edipo es el que sigue su camino seguro de encon­
trar de nuevo el favor de los dioses, y simboliza la humani­
dad que Jacobi encarna, que considera la historia como un
camino a ciegas guiado únicamente por la expectativa de reen­
contrar la ocasión de recomponer la situación tras la revolu­
ción. Edipo, por tanto, «tenía que dar testimonio de la pala­
bra de los dioses» (I, 261). Mientras no se dé este testimonio
—que restablecerá la creencia en la providencia— «sólo el azar
domina el mundo» (I, 262), dice Yokastq. Pero no hay que
olvidar que la actitud que domina la pieza es esencialmente
pasiva: «Edipo se detiene. El ímpetu tiene que disiparse, in­
vestigando obstinadamente, para que todo se revele a todo,
para que él muestre el más puro testimonio delante de su pue­
blo, delante de todos los dioses» (I, 262).
En una carta {AB, 87), Jacobi daba el mismo consejo para
conquistar la sabiduría: guardarse sobre todo de las convul­
siones impacientes que vuelven al hombre terrible. Edipo, fren­
te a Lear, se ha convertido en sabio antes de que la naturale­
za lo hiciera viejo. Está en condiciones de encontrar la pala­
bra de Dios en el errático camino de su ceguera; él será capaz
de mostrar que la culpa heredada puede superarse;

413
Dios, el que le golpea, lo elevará.
Dios, el justo, le recompensará.
(I. 263)
Es fácil descubrir aquí entre líneas el mismo milagro del
cristianismo: la resurrección que Jacobi invocaba como cen­
tral en la fe cristiana, como núcleo auténtico del bautismo.
La historia resucitará del caos. Pero el texto es también un
ejemplo claro de la base de la nueva teocracia: la providencia
lleva siempre a lo mejor sin la colaboración del sujeto huma­
no; es más: exigiéndole dolor, condenándole al dolor. Jacobi
subraya así los aspectos inconscientes de Edipo: sus cami­
nos son Unbekannte, él es unwissend, etc. Frente a estos ad­
jetivos, hay que destacar los aspectos omnividentes de la di­
vinidad (I, 263). Pero Edipo se deja llevar confiado: ese es
su mérito y su fortaleza. De eso testifica: de confianza y de
fe. Y al final, cuando llega a Colonos de la mano de Antígo-
na, dice:

Ahora sé que ningún azar me llevó, que no he llegado aquí


sin la mano de Dios [I, 264],

El comentario de Jacobi lleno de esplendor, se aplica per­


fectamente a la historia:

Aquí estaba el final de su errar para él, el último desplie­


gue de su maravilloso destino; la maldición que le había al­
canzado debía transformarse en salvación y victoria: estaba
en la meta [I, 264],

Otra vez la histeria cerrada: pero ahora como historia sa­


grada, ordenación bendecida por la providencia previsora, his­
toria que aflora ante todos con el rasgo definitivo del gobier­
no divino, de una teocracia. La escena, como en Lear, está
simbólicamente dominada también por el relampagueo pro­
pio de la presencia milagrosa y alumbradora de Dios, esa luz
instantánea que tiene que sobrecoger y alumbrar al mismo
tiempo, y que sin embargo pasa furtiva, exigiendo la actitud
atenta de la vigilia. Pero cuando aparece, «el ciego no necesi­
ta ya más guía» (I, 265). Al contrario: Jacobi propone el si­
guiente paso, el del triunfo del que sabe orientarse por el re­
lámpago divino:

414
Hijas mías, seguid las guías del padre. Ahora soy yo vues­
tro guía \^Führer\ Avanzad hacia allí, hacia allí me impulsa
Hermes, el guía de las sombras y las sacerdotisas de las se­
pulturas. Oh, dónde estabas, dónde estabas antes, tú, luz de
los ojos ciegos que ahora en la muerte ilumina mi cuerpo.

Son dos formas de entender la evolución y la orientación


en la historia, ésta la de Jacobi y la de Kant. La razón pro­
pone su propio foco, su propio punto final, su propio criterio
de juicio, su objetivo. Cada vez que la voluntad lo acepta ejer­
ce la crítica de la realidad y destaca aquel aspecto concreto y
material que permite avanzar hasta el ideal. Este es el que
orienta la voluntad tensa en el ejercicio de superar las con­
tradicciones de lo real, que siempre son síntoma y reflejo de
un uso inconsciente o no asumido de las instancias raciona­
les. Esta acción es constante, provoca la atención y el estu­
dio ordenado de lo real, ejerce su lucidez sobre los diferentes
agentes enfrentados en la acción histórica y permite que el
hombre cree ámbitos de dominio de su propia realidad histó­
rica, que exigen llevar aún más adelante el proyecto racional
de síntesis entre ordenamiento social y personal. Este es el
espíritu de Kant. Jacobi niega esta forma de orientarse en la
historia. Sin los ojos de la razón, sin el ideal, sin el estudio
de la historia y de los agentes históricos, con una representa­
ción metafísica de los mismos en términos especulativos y abs­
tractos (son materialistas, naturalistas, deístas, etc.), sin la
tensión de la voluntad y la inteligencia que se saben las úni­
cas fuerzas progresistas en la historia, el hombre posee, según
Jacobi, un elemental sentido crítico, que consiste en una ne-
gatividad total que sólo encubre la imposibilidad de reconci­
liación total de su deseo con lo real y que le entrega a una
impotencia respecto del dominio de los resortes de la reali­
dad, que podrían permitir la intervención en relación con sus
problemas reales. Entonces su situación es la del ciego ex­
pectante de una luz divina que le permita decir: «Ahora soy
yo el que guía». Mientras tanto mantiene sólo su instinto ciego
de conservar lo que es, como veremos. Pero la versión autén­
tica de la situación es relativamente diferente: mantenerse en
su concreción, en aquello que configura su realidad burgue­
sa, significa de hecho mantenerse en la situación de preemi­
nencia social que, por sí sola, le dará su opción cuando el
momento revolucionario pase y las energías cansadas y ago­
tadas de la voluntad libre, pero sin base material y sin la

415
inteligencia, le entreguen el testigo de la historia. Esa situa­
ción de preeminencia social que busca conservarse paciente­
mente hasta el momento oportuno, es la que condiciona de
hecho la posibilidad de decir «Ich bin jetzt der Führer». Aga­
zaparse y resistir, siempre dispuesto a usar cualquier relám­
pago divino; esa es la estrategia histórica real que Jacobi des­
cribe poéticamente como el camino de Edipo.

6. Hacia el día más joven*^


Usar cualquier relampagueo para reconducir la situación.
Esa es la voluntad de Jacobi en todos los años que van desde
1794 hasta su muerte. Ante todo exigiendo combatividad a
sus correligionarios franceses, Necker ante todo (cf. a Nec-
ker, mayo de 1793). Luego rechazando toda ilusión acerca de
la república (cf. junio de 1797 a Fürstenberg). Obviamente,
la primera señal en la noche fue Termidor. Jacobi lo valorará
de la siguiente manera;
Habrá que ver si la paz que nos llega es La paz. Desde
hace dos años se ha hecho más de una. En cuanto a Francia
no creo como usted en la alternativa monarquía y explosio­
nes violentas. Si se hace la paz general, el orden se estable­
cerá poco a poco en Francia, puesto que la mayoría lo desea
en el fondo de su alma y no quiere en modo alguno revolu­
ciones. Es el enfriamiento de la revolución lo que ha permiti­
do todo lo que en Francia viene sucediendo desde hace un
año. Ejemplo único en la historia y en cierto sentido fuera de
la historia; el caos replegándose sobre sí mismo para organi­
zarse. Reflexionando sobre este suceso único se llega a una
multitud de reflexiones nuevas, tanto sobre el pasado como
sobre el porvenir. Es el espíritu quien hace la materia y no
la materia la que hace al espíritu. En todo estado de cosas
hay un principio, una razón relativa que lo somete todo, al
principio destruyendo y luego reconstruyendo. [...] Al virtuo­
sismo de los franceses era preciso oponer el genio de las vir­
tudes; a la razón en delirio, la sana razón; a la superstición
del ateísmo, la religión sin superstición; en fin, la verdad al
error y no todos los errores al error mezclado con la verdad
[junio 1797 a Fürstenberg].

El énfasis de esta nota no hay que ponerlo en «la multi­


tud de reflexiones nuevas tanto sobre el pasado como sobre
el porvenir». En efecto, Jacobi no cree en una ruina de la re­

416
volución desde el exterior, sencillamente porque no ve en las
potencias de la época las fuerzas espirituales efectivas y ope­
rativas para esa reconstrucción política satisfactoria que en
el fondo es la propia restauración monárquica teocrática sin
la ordenación feudal-eclesiástica, esto es, incluyendo los prin­
cipios liberales fisiócratas y una crítica de todo tipo de reli­
gión positiva, la cual, de hecho, siempre acaba proporcionan­
do las bases para la intervención de la institución eclesiásti­
ca en la historia secular. Por tanto, la reflexión que mira al
exterior sigue apreciando la historia como un callejón sin sa­
lida. Lo que realmente ha cambiado es la propia situación
francesa: la gran mayoría no quiere en absoluto revoluciones.
La mayoría aparece por primera vez como fuerza histórica
aliada de la burguesía fisiocrática que hasta ahora se había
sostenido como grupo de opinión cercano al soberano e influ­
yente sobre la opinión pública. Ahora es grupo de apoyo para
la política restauracionista. Esa gran y buena mayoría —que
en Francia ya ha comprado las tierras de la Iglesia y de buena
parte de la nobleza— es antirrevolucionaria, una vez que la
revolución se ha podrido. Esta enseñanza histórica es de es­
pecial importancia dentro del archivo de las capas sociales
dominantes de la historia moderna y justo por eso la estrate­
gia de Jacobi será elevada a conciencia de clase; ante la revo­
lución, ante cualquier tipo de revolución, lo mejor es esperar
y dejar que la situación se pudra. Las clases dominantes han
ejercitado este saber con astucia, si bien no con aplomo. En
todo caso, los márgenes de tiempo que la historia precisó para
darle razón a Jacobi han ido disminuyendo hasta el mínimo
de mayo de 1968, en el que ya resultó una obviedad que tan
sólo eran necesarios varios días para imponer el orden. Ese
effroi de la revolución será ahora una ley histórica: es el caos
replegándose sobre sí mismo para organizarse, la emergencia
visible de un espíritu desde una situación material degrada­
da. Frente a esto el rey es lo de menos; la cuestión es la ideo­
logía, la forma ideológica que impondrá Termidor: la esperan­
za de que el destino del mundo está confiado a una fuerza
salvadora trascendente, ordenadora, que hace del caos orden,
que crea un mundo nuevo de la nada en que lo dejó la razón
«de los filósofos puritanos de la Asamblea Nacional» (N, I,
124).
Invoquemos otro testimonio: la carta a su hijo del 3 de
abril de 1799, por lo demás entrañable y significativa del tran­
quilo autorreconocimiento que obtuvo de sí Jacobi y que sin

417
duda constituye su mejor mérito, el que más le honra: luchar
contra la propia naturaleza y su propia situación hasta con­
seguir un cierto equilibrio. Pero esta carta testimonia también
el despertar de lo real auténtico, la vivencia de que el relám­
pago divino a veces puede presentarse en cualquier momen­
to. En 1797, dice, si no hubiera aparecido el terrible 18 Fruc-
tidor, estaba dispuesto a hacerse francés. Si Termidor hubie­
ra significado una reordenación interna y no el despertar
renovado del terror de la guerra, «no era para mí moralmen­
te imposible y no me parecía más duro que la muerte incluso
llegar a ser un republicano» {AB, II, 268). Esto es así porque
antes del Fructidor, «el orden, la legalidad, la moralidad y la
religión parecían resucitar y parecían hacerse valer con una
fuerza imponente» (id.). El tiempo en que se escribe la carta
es radicalmente distinto: «una nueva, grande, universal agi­
tación se prepara». En vigor sigue un idea: la gran mayoría.
La situación, cree Jacobi, merece el desprecio y el odio de
treinta millones de hombres con el corazón y con su alma
entera.
A partir de aquí, la figura de Napoleón centra toda la aten­
ción y, naturalmente, todas las críticas de Jacobi. Y con esto
dos ideas nuevas: la gran mayoría cristalizará en una restau­
ración de los Borbones, y Napoleón sólo puede ser contra­
rrestado por un poderoso Estado alemán vehiculado desde Ba­
viera. Así, en 1804, a raíz de un suceso en Francia, dice Ja­
cobi:
Debes saber lo que pienso de los más recientes sucesos
de Francia. Por el momento estoy completamente convencido
de que no ha existido ninguna conspiración formal. [...] Na­
poleón sabía ya hace tiempo que, si los Borbones pudieran
presentarse sólo un momento, la nación entera se pondría de
su lado. Recordarás lo que te dije hace ya dos años. Desde
entonces, el descontento de la nación, la vergüenza de su Es­
tado ha crecido y en la misma medida el desprecio a Napo­
león por esta vergüenza. También los Borbones y sus parti­
darios saben lo que sucede en los ánimos. Él se lo dice a sí
mismo todos los días y teme sus ataques, a los que sólo debe
llegar en su ayuda el momento propicio. Él ve claro que tiene
que emplear cada día más fuerza y que no tiene a nadie para
mantenerse. Él mismo se ha construido, de acuerdo con esta
necesidad, una conspiración aparente, como se demuestra su­
ficientemente desde los propios informes franceses [Dohm,
AB. II, 350].

418
Este parece ser ahora el momento del relampagueo divi­
no, el momento propicio, ese día que «ya se anuncia en las
cosas oscuras» (AB, II, 397); el día en que Napoleón se mos­
trará como una herramienta del hado, en el que el empera­
dor pagará su soberbia de «considerarse fuera del círculo de
la humanidad» (AB, II, 397). Pero este momento se asocia
ahora, siempre desde una hermenéutica cristiana de la histo­
ria, con el de la resurrección de Alemania:

«Una vez morimos como pueblo desamparado. Pero veo


también una buena cantidad de auténticos espíritus alema­
nes, que transportarán más allá el germen de la libertad cier­
tamente indestructible y surgirá y florecerá todavía un nuevo
género de arte alemán. Alemania no morirá. Tengo esperan­
zas fundadas sobre la observación precisa, sobre los hechos
y sobre la experiencia

Ese fondo filosófico, esa fuerza ideológica del pueblo ale­


mán, ese espíritu alemán, que hace que Napoleón desconfíe
de todo sabio alemán que no sea matemático o físico (AB, II,
417), ese ideal de Bildung que se resiste a perder su identi­
dad, ese es el gran resorte del nacionalismo alemán hasta Tho­
mas Mann. Jacobi, como es obvio, proyecta sus propias con­
vicciones en «lo alemán» y aplica también sus viejas catego­
rías a Napoleón: él quiere construir la gran Babel positivista.
Frente al mismo intento, la misma receta; religión personal,
mística de la libertad personal, pero ahora elevadas a rasgos
típicos del espíritu alemán, a rasgos del espíritu nacional (AB,
II, 385).
Frente a ello Napoleón queda caracterizado perfectamente
como el detractor de todas las ideologías (a Klinger, junio
1803, AB, II, 334-335), como el impulsor del espíritu positi­
vista (a C.V., AB, II, 380, de 1806). Curiosamente, positivis­
mo y nacionalismo místico serán las dos instancias fundamen­
tales que reagrupen y ordenen las diferentes clases dominan­
tes, los diferentes proyectos posrevolucionarios de Francia y
Alemania respectivamente.
Jacobi, desde luego, respiró cuando todo indicaba que
apuntaba una restauración de los Borbones, que de hecho pro­
piciaba una solución no imperialista para Francia —pues en
cierta medida esa restauración sólo triunfaría con el apoyo
de Austria y Prusia—. La mayoría del pueblo francés, orde­
nado bajo un rey Borbón relativamente teocrático, no sería
un enemigo del pueblo alemán, pues necesitaría de él para

419
imponerse en el interior, frente a las facciones republicanas.
Así lo estimaba Jacobi en lo que llamó la convicción más com­
pleta de su vida:
No hay en mí convicción más completa y más íntima que
ésta: que los hombres que han operado la disolución de la
Cámara de 1815 y han obtenido la ordenanza de 5 de sep­
tiembre de 1816, han merecido [dominar] no solamente Fran­
cia sino Europa entera. Si la humanidad, la razón y la justi­
cia ganan la carrera, se lo deberemos a Francia, a esta ma­
yoría de la nación que llamaré aquí, falto de un témino mejor,
el «Royer Collard». Siempre conté con esta mayoría francesa,
y no habría querido que se hiciera de ella lo que la mayoría
de mi nación deseaba.
No puedo imaginarme, querido amigo, que no seáis en el
fondo de la misma opinión que Platón en su admirable diá­
logo El político, a saber: que una monarquía absoluta, para
llegar a ser legítima, supone un soberano no solamente supe­
rior por naturaleza a su rebaño, sino un soberano superior a
sus súbditos en un sentido diferente, esto es, de una manera
divina [AB, II, 483].

Los sueños de teocracia parecían cumplirse. Quedaba por


dilucidar qué modelo llegaría a imponerse en el centro de Eu­
ropa: abandonada por el momento la posibilidad de que Fran­
cia se erigiera en imperio, quedaba por saber cuál de las dos
potencias centroeuropeas (Austria o Prusia) se alzaba con la
hegemonía imperial. Pero en todo caso, hegemonía basada en
algún modelo teocrático. El último Fichte y Hegel trabajaban
hacia esa teoría del imperio que además fuera teocrático y
alemán. Jacobi, apegado a una forma agraria de propiedad y
a una burguesía comerciante, no podía fijar los caracteres con­
cretos de ese Estado. Sólo alguien mucho más atento a los
problemas de la moderna sociedad europea, como Hegel, podía
hacerlo. Pero todos coinciden en que lo que se ha llamado
burguesía —y que en realidad es una alianza de poderes po­
líticos, económicos e ideológicos de muy diversa índole— ne­
cesitaba el imperio como forma de asentamiento y despliegue
de su influencia y dominio. El único elemento que no era or­
gánico con esta salida era ese individualismo místico y mora­
lizante de Jacobi, que encerraba su secreto momento de auto­
ritarismo, pero que hacía impensable una ordenación social
efectiva a no ser ese democratismo aparente que hace a todos
iguales bajo la sombra del monarca teocrático, demasiado es­
cuálido para proponer una creencia providencialista objetiva

420
(que Jacobi sin embargo esbozó, N, I, 269-271). Esta creen­
cia tenía que integrar una reordenación de la noción de razón
y una reconstrucción de la propia visión de la historia desde
el punto de vista del destino del pueblo alemán y no desde el
punto de vista limitado del espíritu subjetivo y privado del
individualismo místico. Hegel aquí es el culminador del pro­
yecto de Jacobi y, en este sentido, el más grande represen­
tante de los ideales de los grupos dominantes alemanes, si
bien al servicio de una de las posibilidades nacionalistas: la
prusiana. Una vez, C. Treumann escribió a Jacobi la siguien­
te carta:
La lectura de vuestra obra me ha persuadido más toda­
vía de que sois el hombre que puede hacer útil la filosofía.
Vuestra Alemania puede ser todavía salvada, puede serlo.
Aunque se la considera fría, a mí me parece que su calor es
solitario e interno, que fermenta más allá y que bulle sin
fuego; desde siempre ha tenido un gran poder sobre las ideas
metafísicas. Los seres metafísicos toman en su cabeza con­
sistencia y cuerpo. ¡Qué más noble empleo de las luces que
revelar el ser real que existe en ellas y que los otros ignoran!
Esa es vuestra verdadera vocación. Cuanto más corrupto está
el siglo, cuanto más engañosas y falsas son sus luces, cuan­
to más depravadas y envilecidas están las almas, más debe
elevarse la vuestra, más debe inflamarse. Usted debe colocar
el fanal que señala el puerto en medio de las tempestades
[AB. II. 231-232].

Hay que concluir que esta carta acertaba en la realidad:


Jacobi señaló hacia el puerto en el que tenían que refugiarse
ideológicamente los Estados salidos de la Revolución France­
sa. Como Moisés, no estaba destinado a construir el templo
del nuevo Estado, pero transportó el misterio del Arca de la
Alianza en una época de peregrinaje y de desierto para su
propia clase.*®

421
NOTAS

1. La monografía de Levy-Brühl sigue siendo la única en fran­


cés íntegramente dedicada al pensamiento de Jacobi (La philoso­
phie de Jacobi, París, Alean, 1984), y aunque anticuada en sus fuen­
tes y en muchos de sus comentarios, sigue teniendo observaciones
agudas y desde luego ofrece una imagen ponderada de Jacobi. Para
sus ideas económicas y políticas, cf. el punto 3 del capítulo IV (pp.
125 y ss.), donde se pasa revista a las influencias de Ouesnay y
Adam Smith, de Ferguson y Montesquieu, a la polémica con Wie-
land, así como a la incidencia de la Revolución Francesa en su pen­
samiento. Para los temas políticos, cf. Verra, op. ait, pp. 26-27, que
se centra en las posiciones políticas de 1779-1782.
2. En su escrito político más comprometido, Über Recht und Ge-
walt, comienza citando a Aristóteles, Política, lib. IV, cap. XII, justo
en el paso en que se dice: «qui legem praesse vult, is velle videtur
Deum ac leges imperare» (VI, 421).
3. «Das Intéresses der produktiven Clase das wahre Interesse des
Staates ist» (VI, 353).
4. Así dice Jacobi: «Con la elevación del precio se limita el con­
sumo y se obliga a todo el mundo más o menos, pero en particular
a las clases bajas del pueblo, al ahorro y a la buena economía» (VI,
376).
5. Montesquieu es ciertamente el pensador político que más in­
cidencia tiene sobre Jacobi. Cf. II, 432, donde se le celebra como el
gran promotor de la Ilustración, puesto que ha aumentado conside­
rablemente la suma de los conceptos evidentes. Aquí se llama a su
obra una de la más «ricas, profundas, elevadas y nobles produccio­
nes del espíritu humano». Compara su obra con la metafísica de Aris­
tóteles, que contiene la fuente de toda verdad, y tiene como objeto
el medio originario del conocimiento; «la obra de Montesquieu nos
debe enseñar los principios y causas de la posibilidad de todas las
sociedades, de todos los vínculos humanos en sus diversas formas;
por tanto, la perfección de todo género de leyes humanas» (VI, 447).
Cf. sobre Montesquieu y el tema de la propiedad, II, 432. Ferguson
es sin duda otra influencia fundamental, cf. II, 353.
6. «El alma del artículo de Wieland es aquel concepto de necesi­
dad natural o el de un derecho de la naturaleza de las cosas y de la
necesidad» (VI, 439).
7. Para Necker y su política, cf. la carta del 14 de enero de 1788,
{AB, I, 440-441): «Donde la constitución entera está corrompida,
todas las partes están corruptas también. Nosotros tenemos la en­
fermedad moral de los nervios, los miembros se nos caen del cuer­
po. [...] Cómo sería posible un cambio hacia lo mejor, lo vemos en
los ensayos que se hacen ahora en Francia. La seguridad, el senti­
miento del honor y religión, resurgirían de nuevo no porque se nos
excluya a todos de la administración estatal, sino porque tomemos

422
cada vez más parte en ella por una mejor organización del Estado»
(442). En este momento, antes de la revolución, Jacobi cree que se
ventila la gran ocasión, y se dispone a jugar en cierta medida en la
política; cf. a Le Sage, 30 de enero de 1788: «Depende de mí más
que nunca en esta hora jugar un papel en los asuntos públicos de
Alemania, pero estoy muy decidido a no sacrificar mis gustos más
queridos por una ambición que no tengo». Cuando se suceden los
acontecimientos, Jacobi no para de ensalzar la figura de Necker: cf.
octubre de 1789, AB, II, 5 y 6; «Ahora que la sanción real y el veto
de suspensión se ha establecido [...] tengo la esperanza de que se
deje domar el espíritu de confusión de la Asamblea Nacional. Nec­
ker ha demostrado desde años una constitución bajo tantas circuns­
tancias cambiantes como sólo es capaz de dar un alma de primera
magnitud. Él sabía desde hacía tiempo lo que nosotros hemos sabi­
do después, con qué clase de rey y con qué obstáculos ha tenido
que actuar. Estaba desde todos los ángulos tan solo como difícil­
mente lo haya podido estar un hombre». Al mismo Necker, en mayo
de 1793 (AB, II, 129-134), cuando recibe las obras recientes de Nec­
ker, le dice; «Continuad señor iluminando Europa; elevaos sobre
todo; me atrevo a conjuraros en nombre de la humanidad desolada,
a poner en su día más grande todo lo que ha contribuido a que Fran­
cia no haya podido llegar a ser libre y feliz, y a forzar a todos los
Estados de Europa a llegar a serlo después de ella. [...] Pedimos a
Necker, me atrevo a decir, exigimos a Necker que, renunciando en
la crisis actual a los cansancios que no son más que estacionales,
rompa todos los velos y ponga el proceso de la humanidad, que ha
llegado a ser de alguna manera el suyo, en estado de ser juzgado».
8. «Jamás hubo un momento de esperanza más bello» (II, 524).
9. El 24 de noviembre de 1789 Jacobi escribe; «Las consecuen­
cias desagradables de la paz de Westfalia aún no han aparecido a
plena luz. [...] La constitución antes de la paz de Westfalia era tam­
bién suficientemente mala, pero permitía mejoras; la presente sólo
puede caer en el despotismo; entonces la causalidad de la razón pura
se apoderará de la nuestra y el imperio milenario comenzará en Ale­
mania. Ayer recibí una larga carta de La Harpe desde París. Allí se
ve todo aún muy ambiguo. Me intereso de la manera más activa en
aquellos asuntos y me arruino en revistas y periódicos». Desde siem­
pre Jacobi se había opuesto a la figura del emperador. El 13.11.1786
dice en su carta (AB, I, 396-397): «Sólo estoy en desacuerdo con la
alabanza del emperador. [...] Sé perfectamente que no le está permi­
tido pintarlo de manera realista; pero decir de él que se muestra
esforzado sin desaliento por dar a todos sus súbditos derechos de
hombre y de ciudadano, libertad, celo, virtud e ilustración, y que
sus características son las de los escasos y grandes gobernantes, esto
no habría debido salir de la pluma de un hombre para quien el asun­
to de la humanidad es el fundamental. En el momento en que vivi­
mos, reclama la atención del filósofo más la superstición política y

423
la idolatría que la superstición religiosa, cuyas fuerzas me parecen
haber tomado sólo otra forma» (cf. también, a Gleim, 31 de marzo
de 1782, Nachlass, I, 54). Pero también critica reiteradamente la
constitución alemana (a Dohm, 4.5.1790, AB, II, 26, 27): «Cuán mi­
serable es la constitución del imperio alemán lo vemos nosotros aún
más claro en esta situación que destruye el espíritu y el corazón».
Esta situación es que «desde ahora debe gobernarlo todo una razón
pura, que sólo ella nos mueva externamente, y no internamente y
en los hombres particulares» {ibíd.). Repárese en que la denuncia de
la mera razón como forma de gobierno es la expresión inicial del
rechazo de la burguesía frente al hecho revolucionario. Jacobi en
estas fechas toma conciencia de esto: «Como es sabido, yo estoy en
el “Regiment bourgeois” no por el principio del bien general, que ha
sido siempre el punto de apoyo donde el despotismo ha colocado su
palanca para romper la dignidad personal; sino sólo por el único
principio de la justicia universal inmutable» (2 de mayo de 1788,
AB, \, 468). Sólo que ahora el despotismo es ante todo la mera razón,
el despotismo revolucionario: «Dios quiera librar a Alemania de esa
manera fija de ser gobernado por la razón» {AB, II, 7; 14 de octu­
bre de 1789).
10. Cf. AB, II, 33, (16.7.1790): «Lo que no puedo sentir comple­
tamente con usted es su patriotismo alemán. Somos un pobre pue­
blo y no veo cómo podemos ir a mejor. El entendimiento humano
ha desaparecido poco a poco de nuestra constitución; todas sus or­
denanzas son absurdas, y es tan ridicula que se le puede aplicar el
refrán: «Señor, permítenos ir por debajo de los cerdos».
11. Cf. a Schenk, 12 de enero de 1795, AB, II, 202: «Soy un fe­
nómeno completamente extraño en este país; cuanto más me mira
la gente tanto menos sabe encontrarme, y por eso me tratan todavía
con benevolencia».
12. Cf. para este asunto Wilhelm von Humboldt e la Rivoluzione
tedesca, de Franco Serra, Bolonia, II Mulino, 1966.
13. Es preciso señalar que Jacobi se ocupa aquí sólo del Kant
especulativo. Sólo a éste critica: al Kant de la dialéctica transcen­
dental. No al Kant de la analítica transcendental (por mucho que
Jacobi sea inconsciente de su inconsecuencia). Respecto de este últi­
mo Kant reconoce que «su fama durará mientras el engranaje de
nuestro juicio conserve sus dientes» {AB, II, 41). El Kant crítico del
entendimiento es aceptado por Jacobi, no así el teórico de la reali­
dad tanto sensible como inteligible: él cree que el fenomenalismo de
la sensibilidad determina también el subjetivismo de la realidad in­
teligible, lo que evidentemente es un non sequitur. Los temas del
fenomenalismo de Kant son tratados en el final de Allwill, anticipa­
dos en AB, II. 47 y ss. (29.12.1790) y en AB, II, 59, donde se pre­
senta a Kant como el final de la filosofía, como el culminador del
proceso idealista iniciado por Aristóteles y su teoría de las species.
Estos son los pensamientos que permiten rastrear en Jacobi una com­

424
prensión de la historia de la filosofía, como la ha desarrollado Kir-
scher, G., uLa conception de l’histoire de la philosophie de F.H. Ja-
cobi» (^Tagung in Dusseldorf, 237 y ss.)- Su tesis fundamental es
que «la filosofía de la fe no tiene historia ni antes de ella ni después
de ella y la elección que propone es ahistórica, inmediatamente dada
a todo individuo. La fe es originaria, consustancial a la humanidad
y al hombre y no sobrepasable; la filosofía aparece al término de
una historia que no es la suya y en tanto tal no es sino la crítica de
los sistemas históricos» (p. 240). La verdadera filosofía es ahistóri­
ca por esencia y cierra la historia del idealismo. Para reformar pre­
cisamente el aspecto moral-subjetivista de la filosofía de Kant, Jaco-
bi se propuso escribir un tratado de «libertad, derecho natural y le­
gislación civil y religión en el que deseo exponer mi visión de la
filosofía kantiana de la forma más precisa» (Aß, II, 44). Este pro­
yecto tuvo dificultades (cf. AB, II, 64: «tengo cuadernos llenos de
reflexiones que desearía revisar»; y p. 74: «He prometido a Nicolo-
vius en Königsberg un pequeño volumen para la próxima feria, que
tiene que estar completamente listo, pero que no quiere estarlo». El
9 de septiembre de 1790 confiesa: «Mi tratado sobre la capacidad
legislativa y ejecutiva de la mera razón progresa. [...] Verdaderamen­
te parte de la exigencia de aclararme de una vez y para siempre con
la filosofía kantiana. Pero no sé comenzarlo de otra manera que es­
tableciendo ante la luz de mis ojos su relación con las filosofías an­
teriores, lo que exige mucha y gran dedicación. La fortuna de la fi­
losofía kantiana es para mí tan comprensible como la universal im­
presión y la influencia permanente del Espíritu de las leyes treinta
años antes. Por eso no puedo admirarme de que una ilusión tan ruda
como aquélla sobre la que descansa la filosofía moral y la teología
kantiana, no haya sido todavía descubierta por nadie. Esta ilusión
es más vieja que Kant. Se puede aplicar a este gran hombre desde
muchas perspectivas una excelente sentencia de Turgot: “Ha perfec­
cionado el abuso”. Efectivamente, ha perfeccionado el abuso de la
especulación como uso en su grado supremo y así ha introducido
una inevitable revolución que hizo época». Podemos comprender que
esta serie de trabajos plasmó en las Zufällige Ergiessungen que edi­
tará en 1795 con Schiller, pero que se componen alrededor de
1791-1793. El tema de estos artículos de 1795 es justamente la apli­
cación de las categorías de las Briefe a la comprensión de los suce­
sos de la historia reciente. Justo en 1791 se había dicho: «Como es­
critor no tengo otra profesión que exponer mi no-saber» (Aß, II, 58).
Lo mismo dice a Herder, en octubre de 1792: «No veo ningún cami­
no ni delante de mí ni detrás. Hay un silencio en mi alma, un no-
saber por todos los lados, que desearía poder exponer tal y como lo
experimento» (Aß, II, 118). Como veremos, justo éste será el tema
de Zufällige Ergiessungen.
14. Cf. a Haeseli, 11 de mayo de 1788: «Él [Hamann] me repetía
muchas veces que había que desesperar de la verdad antes de que

425
ella se nos descubra. Una necesidad aguza el ojo y el sentimiento
para sufrimientos semejantes, y he visto cómo hombres de los que
no se suponía, se angustiaron por la duda en lo más profundo de
su corazón. ¿Qué será el fin de esto? Si fuera la fijación en la in­
creencia, entonces yo estaría decidido a acabar, pues el pensamien­
to de ser vencido y traicionado en este mundo, y poseer la razón
como un regalo de un ser que se alegra dañando, me amarga a me­
nudo en un grado que podría quitarme la vida» {Nachlass, I, 95).
15. Cf. a Reimarus, AB, II, 95: «Mi querida amiga, acuerdo con
usted en el difícil deseo de que el empuje y la crueldad del extranje­
ro me expulse de estas regiones, pues no temo nada en el mundo
más que la seguridad y la tranquilidad que se nos prepara. Estoy
muy decaído. Mi paz desapareció con la Revolución Francesa, en
agosto de 1789, y desde entonces estoy cada vez más sin consuelo.
En general, no veo cómo hay que ayudar a la humanidad, a qué
queremos vincular un firme sí y un no. Confianza y fe en cada peli­
gro son en toda constitución, tanto para el hombre particular como
para las sociedades, un mero juego de sombras en la pared. Doy
por tanto mi voz por el día más nuevo».
16. Cf. sobre el final de la historia, AB, II, 72: «Apenas puedo
pensar que usted crea que, respecto del presente estado de cosas, se
puede afirmar más el sistema histórico que el metafísico. Lo que es
no tiene en modo alguno ningún fundamento en lo que era. El vino
se conserva mejor en el tonel podrido que derramado cuando aquél
se destruye; pero si el tonel deja de ser un tonel y no puede conte­
nerlo, ¿qué puede hacer el vino? Sí, querido; la situación tiene sólo
una esencia histórica; pero la vieja historia ha llegado a su fin y las
fábulas que deben sustituirla son demasiado despreciables para que
se puedan armonizar con la razón. ¡Con esto comenzamos una nueva
historia! ¡Dadme un punto de apoyo!» (a Rehberg, noviembre de
1791). Un poco después dice a Forster: «La mañana del día en que
comencé a leer su introducción, había tenido una larga conversación
sobre el presente estado de la humanidad y nos afirmamos en el
pensamiento de que todo parece diluirse completamente entre las
manos. Ahora bien, en su introducción, página 8, encuentro el si­
guiente pasaje: "aquí comienza una nueva época en la historia tan
notable del comercio europeo, comercio en el que parece disolverse
paulatinamente la historia mundial completa”. En la página 85 se
dice: “Filósofos e investigadores del hombre miran un futuro invisi­
ble”. Yo añado: “¿Mirar qué?”» (21.3.1792, AB, II, 81). Sobre filoso­
fía de la historia en Jacobi cf. Yerra, op. cit., p. XXIII. A mi modo
de ver. Yerra se mueve aquí con debilidad: mantiene la posición bá­
sica de que la historia siempre queda como un problema extrínseco
a la filosofía propiamente dicha, ya que el problema filosófico cen­
tral reside en la interioridad del hombre. Yerra está acertado al man­
tener que la historia no es para Jacobi el ámbito insustituible de la
revelación, como Hamann, pero es unilateral considerar la historia

426
como campo de lucha de la mera letra, de la mera exterioridad. Como
defenderemos, la historia puede interiorizarse hasta convertirse en
otra experiencia categorizable por las mismas categorías que la ex­
periencia personal. Cf. también sobre este tema, Krieck, E., «F.H.
Jacobi ais Geschichtsphilosoph», en Monatshefte der Comenius Ges-
sellschaft für Kultur und Geisterleben, Jena, 1917, vol. IX,
pp. 18-126. Su tesis: que la historia como progreso apunta a un esta­
dio que no es el histórico o natural, sino la redención religiosa obte­
nida mediante la penetración de la humanidad por el espíritu de la
divinidad (p. 121). Así que su filosofía de la historia es de carácter
ético-religioso. Aunque ciertas, estas manifestaciones deben mostrar
su juego real en la consideración de la época.
17. Esta metáfora del día más joven, que indica el final de la no­
che, el final de ceguera y de locura, pero también el final de la
época revolucionaria, aparece en un número considerable de pasajes
(en VI, 540; AB, II, 95, 99; N, I, 176 y ss). Homann interpreta todos
estos conceptos como pasos inciales hacia la construcción de una
filosofía hegeliana de la historia, lo que ya había sido defendido por
Hammacher, Jacobi und das Problem der Dialektik pp. 144-145. La
diferencia con Hegel, tal y como él mismo nos la propone en Ver-
nunft in der Geschichte, es que Jacobi defiende una providencia abs­
tracta que sólo tiene como cumplimiento real la caída de Napoleón
(cf. N, II, 118 y 120). El libro de Homann es el único que analiza
los textos a los que nosotros hemos prestado atención. Cf. p. ej. las
pp. 105-107 para la valoración de Luis XVI, Necker, Burke; de espe­
cial importancia es la relación con Mounier, miembro de la Asam­
blea que defendía con claridad las tesis de reformas según el mode­
lo inglés, a quien Jacobi apoya con decisión (pp. 108-109). También
analiza las figuras de Lear y de Edipo (pp. 109 y ss.). Homann nos
informa además de que tenemos más de 40 cartas aún sin editar en
Düsseldorf de relevancia para este tema, así como una serie de mar-
ginalia a libros y revistas de la época. Cf. para todo esto las
pp. 97-102 de su libro.
18. También Homann, siguiendo a D. Baumgardt, ha sido casi
el único en llamar la atención sobre la relevancia de la tarea teórica
de Jacobi al frente de la Academia de Munich. El mismo Homann
valora el escrito sobre las Sociedades de Sabios como un intento de
defender todo aquello que Napoleón pretendía destruir bajo el nom­
bre peyorativo de ideología. En el fondo, la segunda parte plantea
la relación entre ciencia y progreso (VI, 44-62) y aplica políticamen­
te la distinción entre razón y entendimiento que en este sentido se
debe interpretar como una crítica de la época. El entendimiento se
refiere a la sensibilidad y su organización. Es el territorio del cálcu­
lo (VI, 50), está en cierta medida más allá o más acá de las califica­
ciones morales y no posee fines sino sólo medios para los fines que
dan las inclinaciones o las pasiones. El entendimiento es útil, no
bueno, y su virtud es la inteligencia (VI, 48). La razón, por el con­

427
trario, hace al hombre conocedor de la virtud, lo verdadero, lo bueno
y lo bello. Su objeto es el primer fundamento y el último fin (VI,
51). Como tal, la razón aspira a la educación de la humanidad pro­
piamente dicha, a la «autodeterminación moral» y al «autodesplie-
gue verdadero». Por tanto, el entendimiento tiene una actitud dual;
si se convierte en única instancia —y este es el fin de Napoleón,
reducir toda razón a técnica— puede destruir a la humanidad y opri­
mir a la razón (VI, 47). Pero correctamente usado, sometido a la
razón, puede promocionar, ampliar y acompañar a todas las accio­
nes de la verdadera humanidad (VI, 47). El entendimiento como di­
mensión natural del hombre forzará también toda la lucha contra el
naturalismo. Naturalmente Jacobi extrae consecuencias antidemocrá­
ticas de toda su posición (mantiene Hamann acertadamente, recor­
dando la cuestión de los héroes de la humanidad cf. pp. 131 y ss.).

428
C a p ít u l o VIII
LA TEORIA DE LOS INSTINTOS COMO
RESORTE DE LA REORGANIZACIÓN
HISTÓRICA

1. De la política a la antropología

Las Zufällige Ergiessungen hacen un cuerpo con otras dos


producciones de Jacobi; la segunda edición de AllwilP y la
segunda edición de Woldemar,^ de 1792 y 1794 respectiva­
mente. Las tres obras están dominadas por una circunstan­
cia común: ser testigos de una época en la que Jacobi era
hipersensible a la situación política europea, que él se repre­
senta en términos generales como el triunfo de la filosofía es­
peculativa liderada por el criticismo. Pero es curioso que las
tres obras contengan esbozos de lo que podríamos llamar una
teoría del instinto. Así que es fácil pensar que esta teoría es
la respuesta ideológica de Jacobi al problema de la reorgani­
zación espiritual de Europa. Pero si Jacobi hace del criticis­
mo la culminación de esa filosofía especulativa que sostiene
la revolución, es posible pensar que la clave de la teoría del
instinto, como elemento básico de reconstrucción, hay que co­
locarla en su virtualidad crítica frente a la filosofía kantiana.
En efecto, si esta filosofía es el primado de lo universal, es
fácil ver que la eficacia crítica de la teoría del instinto resulta
del hecho de poner en primer plano las exigencias de lo par­
ticular e individual. Por otra parte, esta misma teoría del ins­
tinto es la última opción para la reconstrucción de una reli­
gión que permita dos cosas al mismo tiempo: consolidar el

429
poder real teocrático y defender el papel básico del individuo,
integrantes imprescindibles de la opción política de Jacobi. Y
si tenemos en cuenta el veredicto sobre la época, expuesto en
el capítulo anterior, hes de pensar que el instinto es la fuer­
za inconsciente que guía a Edipo ciego a lo largo de su viaje
hacia Colonos, el último fondo de la realidad humana del que
providencialmente hay que esperar el relámpago que nos con­
duzca al fin deseado. En este contexto general juega, por lo
tanto, la última crítica a Kant y los últimos intentos sistemá­
ticos de Jacobi.
Es evidente que la crítica a Kant en este período se levan­
ta en términos de la denuncia de su fenomenalismo. El signi­
ficado político que Jacobi confiere a esta doctrina es que re­
duce la realidad a mera apariencia dejándola a merced de la
razón constructivista. La relación entre sensibilidad fenomé­
nica y razón es semejante en el interior de la doctrina de Kant
a la que existe en el interior de la Asamblea Nacional: nin­
gún fenómeno sensible puede traer consigo títulos de reali­
dad racional frente al poder legislativo de la razón; ésta puede
disolver, aceptar, rechazar o reconocer las pretensiones de lo
que es real, legislando de nuevo y a su arbitrio. La actitud
revolucionaria surge directamente de negar sustancialidad a
la historia anterior, de negarle racionalidad, de reducirla a
mero fenómeno. Lo sensible real, lo particular, el hombre in­
dividual con sus privilegios burgueses no puede tenerse en
cuenta con sus desorbitadas exigencias propias. «El espíritu
se ha retirado inadvertidamente de lo particular a lo univer­
sal; toda relación contingente desaparece, se olvida, y sólo
queda el terrible contorno de un mundo universal y su histo­
ria universal» (I, 258). La realidad empírica como fenómeno
significa la primacía absoluta de la razón pura en su espon­
taneidad legisladora.
Cualquiera que conozca alguno de mis trabajos sobre Kant,
podrá imaginar lo lejos que estoy de considerar acertada esta
exégesis de Jacobi. Pero cualquiera que conozca el curso de
la historia de las ideas, también reconocerá lo ampliamente
que Jacobi se ha impuesto al pensamiento posterior. Pero no
puede ser nuestro asunto rebatir la interpretación kantiana
de Jacobi, por lo demás ya hecha en mi Racionalidad crítica.^
La cuestión que debe ocuparnos aquí es que en ese ser indi­
vidual, sustancial y real, que Jacobi opone a la realidad feno­
ménica, están anclados todos los resortes sobre los que se
puede levantar aún la efectiva reordenación de la humanidad.

430
Sólo a este respecto podemos permitirnos algunos comenta­
rios.
Defiendo que la razón crítica en Kant confiesa naturalmen­
te su dependencia de la sensibilidad en general como forma,
pero rechaza la fijación de la razón a una ordenación concre­
ta de la sensibilidad como si ésta fuera la única naturaleza
racional. El espíritu crítico significa esencialmente esto: ser
capaz de unlversalizar nuestra observación, valoración, acción
y sentimiento sobre el mundo sensible, ponerse en lugar de
otra inteligencia para juzgar incluso nuestras propias expe­
riencias. El imperativo de unlversalizar el juicio se ejercita
sobre nuestras propias opiniones, sobre su legitimidad. Con
esto reducimos nuestra individualidad: no hacemos nuestras
sino las opiniones que poseen fundamento objetivo suficien­
te. Este ejercicio de autocrítica parece que repugna a toda de­
tentación humana privilegiada del poder. Y desde luego re­
pugna a la burguesía histórica en cuanto que se la impulsa
más allá de su metafísica particular de la armonía preesta­
blecida entre el bien general y el bien particular. En una si­
tuación revolucionaria, esa armonía preestablecida no puede
ser ulteriormente invocada. Tampoco podía serlo desde las im­
pugnaciones valientes de Rousseau, recogidas por Kant. Tam­
bién desde aquí, y con más concreción, la filosofía crítica lle­
vaba directamente al debate revolucionario: instituir un Esta­
do teniendo en cuenta la razón, contando con la sensibilidad
histórica pero sin hipotecarse a ella. Jacobi tenía entonces
razón en vincular la filosofía de Kant al hecho revoluciona­
rio, que en el fondo se basaba en el establecimiento de una
nueva soberanía republicana. Pero las razones a las que ape­
laba Jacobi no eran las acertadas: aunque ninguna sensibili­
dad encarna el ideal racional, eso no quiere decir que en Kant
toda sensibilidad o realidad histórica equivaliera a una mera
nada frente al poder ordenador de la razón. Desde esta pers­
pectiva Kant es mucho menos partidario de la revolución, una
vez, eso sí, que se ha aceptado revolucionariamente el nuevo
principio de soberanía, el único que permite la universaliza­
ción del señorío humano sobre la sensibilidad.
Pero Jacobi pretendió superar al kantismo combatiendo esa
noción de sensibilidad insustancial que, según él, le permitía
demasiados derechos a la razón pura. La otra opción hubiera
sido justificar realmente el papel histórico de la clase domi­
nante que él encarnaba desde los intereses generales de la
sociedad. Esta tesis es de facto la del primc.r Jacobi, con todas

431
las apelaciones iniciales a la razón, pero en la situación revo­
lucionaria significaba inevitablemente abrirse hacia un demo­
cratismo inaceptable. Así las cosas, Jacobi prefiere engañarse
con un fantasma —el fenomenalismo— y elaborar una teoría
que lo exorcice (la teoría del instinto). En todo caso se nega­
rá a captar el auténtico sentido del criticismo. Y es así como
propone que el individuo está dotado de una realidad sustan­
cial, originaria, primaria, inmediata y esencialmente prerra-
cional, donante de opiniones y valores previos a toda su exis­
tencia. Las opiniones, desde esta perspectiva, no deben so­
meterse al test de universalización de una razón que se
constituye precisamente en esa acción, una razón que valora
y legitima, sino que antes bien son ellas las que ofrecen a la
propia razón su dirección y su fuerza, su motivo y su interés.
Tenemos otra vez el tema humeano de la razón esclava de las
pasiones como aquello originariamente constitutivo del hom­
bre. Pero ahora captamos su significado político: se trata de
la repugnancia de la clase dominante a poner en cuestión los
propios datos fundamentales de su existencia, exigiendo su
aceptación como inmutables y originarios, sin ningún tipo de
referencia a su propia historicidad. La clave de esta visión
metafísica de la opinión como algo originario que somete a la
razón a su servicio, pero que por sí mismo está más allá de
una hipotética razón pura libre de prejuicios (razón que Ja­
cobi se empeña vana pero sutilmente en confundir con la
razón del criticismo, cuando es evidente que la razón crítica
es interesada, sólo que por un contenido distinto del que Ja­
cobi propone, a saber: en una consideración del hombre como
fin en sí de toda acción humana), es la teoría de que las opi­
niones, sentimientos, intuiciones constitutivas de la sustancia
individual brotan directamente de la vida:

La originaria energía de las opiniones es la energía de la


vida misma; su fuerza es la fuerza de la verdad que, oculta
a veces, rige incontrovertiblemente el mundo [I. 274].

Esto que emerge directa y naturalmente de la vida recibe


en Jacobi la denominación de prejuicios (Vorurteile), y están
clasificados como «ursprüngliche, allgemeine, unüberwindli­
che» (I, 274). Como tal, esta teoría de Jacobi dice una obvie­
dad: que no hay ninguna necesidad racional de aplicar la
razón en nuestra vida, de la misma manera que no hay nece­
sidad lógica de aplicar la lógica: en este sentido, los prejui-

432
dos pueden sin duda convertirse en fuerzas que orienten la
vida, pero sólo si ha antecedido la decisión de seguirlos acrí-
ticamente, de igual manera que la razón y la lógica pueden
guiar nuestra vida si antecede la decisión de usar ambas ins­
tancias. En este sentido, Schelling recogerá la doctrina de Ja-
cobi en sus Briefe, equiparándola a la tesis crítica de la pri­
macía de la práctica: nada puede llevarme teóricamente a
aceptar la racionalidad crítica, sino una decisión práctica. Pero
la teoría de los prejuicios quiere ocultar precisamente este mo­
mento de decisión práctica que en el fondo tiene que realizar­
se. Se rechaza entonces toda exigencia autocrítica radical y
se priva a priori de valor «personal» respecto de mí a todas
las opiniones rivales y los retos que nos plantean, bajo el su­
puesto de que no corresponden a mis instintos. Por tanto, la
teoría de los prejuicios apenas puede ocultar que se trata de
un expediente para justificar el dogmatismo radical de una
cosmovisión. Esa pretensión de elevar la opinión a verdad
—pretensión que el criticismo pretende regular y objetivar­
es camuflada por Jacobi desde su metafísica de la vida al pro­
poner ese paso como inmediato.
Como tales «prejuicios» serían la luz pura de la verdad;
más aún, darían la ley a la verdad [I, 274].

La coartada siempre es la misma; puesto que el progra­


ma fundacionalista fracasa en último extremo, puesto que no
hay un último fundamento racional para la racionalidad, cual­
quier fundamento tiene los mismos títulos y prerrogativas
para ser el último. Basta con que sea vivido como tal. El cri­
ticismo también sabe que los últimos fundamentos de la ra­
cionalidad son irracionales: la imaginación humana ordena­
dora de la temporalidad es un hecho. Pero de lo que se trata
es de apelar a elementos de la subjetividad que sean univer-
salizables, a la imaginación en su función esquematizadora,
y no en su función asociativa, para así construir criterios uni­
versales de verdad. Pero a Jacobi no le interesa este aspecto
de la cuestión; él se refugia en sus hechos concretos, en la
subjetividad concreta y material como sujeto que constituye
el conocimiento con sus vivencias:
Lo que a ti te asegura tus propios conceptos, juicios, re­
presentaciones, en su conexión individual, esto es lo que ase­
gura tu existencia propia; lo que los pone en peligro, pone tu
existencia en peligro, te aproxima a la muerte [I, 276-277],

433
Cuando Kant busca y potencia la universalidad, entiende
que sólo esta voluntad garantiza que todo hombre sea inter­
locutor en la construcción de una objetividad y de una orde­
nación social-política. Ahora tenemos la clave última: si no
se da el paso a esa voluntad de universalización es porque
no se desea tanto universalizar el carácter de fin en sí del
hombre, cuanto estar seguro de que mi carácter se respete.
Pero ese respeto sin ulterior consideración sólo puede impo­
nerse por la fuerza. La razón del prejuicio es en el fondo la
razón de la puissance, de la fuerza, pues apela como último
fundamento a algo que sólo pertenece a una subjetividad con­
creta, a la fuerza que se requiere para estar seguro de sí
mismo:
Es una vieja observación que los conceptos, juicios y re­
glas que aceptamos mediante prueba, deben demostrarse efec­
tivos en nosotros como una fuerza, tienen que aceptar o tomar
ante todo la naturaleza del prejuicio, y devenir en nosotros
una opinión personal y obtener fijeza [I, 275].

Y esto es así porque en esa situación una personalidad se


juega su vida:
Que todo hombre tiene su vida en lo que es la verdad
para él, en esto tiene su origen la fuerza de la opinión [I,
275].

La racionalidad de Jacobi es así una racionalidad de su­


pervivencia, de mantener la vida tal y como se ha constituido
de manera natural, esto es, tal y como la historia la ha pre­
sentado hasta la fecha. Considerar el resultado de esa histo­
ria como natural, he ahí una ideología básica de Jacobi en
estos momentos. Aceptar lo que de nosotros ha hecho la his­
toria en todos sus pliegues, y aceptarlo como razón personal,
como algo inviolable y sagrado, por muy doloroso que sea.
Esa fijación a la individualidad propia (I, 276-277), tan ex­
traña al criticismo, es lo esencial de una filosofía de la exis­
tencia enferma y dolorosa como camino esencial al hombre.
Pero por eso mismo descubrimos que la seguridad obtenida
desde este proceso consiste en la fijación dogmática en cier­
tos límites que no pueden cuestionarse ni rebasarse. La vida,
para esta perspectiva, tiene su verdad en su propio desplie­
gue iluminado por esos prejuicios como carriles inmutables:

434
Nosotros no podemos experimentar justamente lo que es
enteramente verdad. Ella se oculta a nuestra vida; misterio
en lo aún más misterioso. Aquí tintinea sin embargo una luz
de esperanza. Es un pensamiento de elevado presentimien­
to que sólo el desarrollo de la vida es desarrollo de la ver­
dad, que ambas, verdad y vida, son uno y lo mismo [I, 281].
Aquí está el criterio formal de verdad: con esta verdad
fundamental, igual que con la luz natural de Descartes, pon­
deramos todas las demás verdades y conocimientos (I, 280).
Aquí llegamos al fondo: en toda lucha social también está aga­
zapado el drama de la pérdida de identidad personal, lo que
resulta inevitable cuando se pierden los medios con los que la
hemos construido trabajosamente. Con ello resulta precisa
la contraposición al kantismo: frente a una realidad sensible
vacía, dominada por una forma universal, una realidad indi­
vidual e instintiva, plena de materia histórica místicamente
elevada a inmediatez, que impone desde ella misma la forma
y la ley. Frente al democratismo universalista de aquella
razón, la conservación forzada de los privilegios. Con ello
vemos que especulación y política se dan la mano por debajo
de la comedia de distanciamiento que representan.
La cuestión paradójica es que Jacobi profundiza conside­
rablemente en la relación interna vida-historia justo en el pro­
blema de cómo una personalidad construye su propia vida.
Parece evidente que para ello debe aceptar toda una serie de
creencias implícitas transmitidas históricamente. Aquí intro­
duce Jacobi su propia noción de crítica: un individuo debe
hacer explícitos los prejuicios implícitos. Aquellos que con­
serven su fuerza después de devenir explícitos mediante el
análisis, es porque obtienen y reciben su fuerza de una «co­
nexión adecuada a la naturaleza de la cosa» (I, 282). Pero de
hecho, esta crítica puede significar únicamente una selección
de las creencias, destacando aquéllas que eran esenciales para
la conservación de ciertas soluciones vitales aún deseables en
una situación concreta. La tesis que Jacobi extrae de aquí es
que todas las creencias explícitas en la historia alguna vez
tuvieron su razón de ser, alguna vez ayudaron a mantener la
vida de un individuo, de la misma manera que todas las pa­
labras han debido su origen a algún tipo de relación natural
y desde aquí Jacobi va a hilvanar su crítica al «purismo» de
la razón kantiana. Los principios que iluminan esta crítica son,
primero, que «todas las formas tienen necesidad respecto del

435
principio, y contingencia respecto de la formación» (I, 285-286),
y, segundo, «que no es la forma la que produce la cosa, sino
que es la cosa la que sólo acepta una forma» (I, 284). Surge
así una referencia a la historicidad concreta de todos los prin­
cipios, como creencias, opiniones y formas, que parece denun­
ciar la inexistencia de una razón pura. Naturalmente, esa con­
tingencia histórica total oculta un hecho no menos evidente:
que esta historicidad real está atravesada por una dinámica
que potencia la aplicación cada vez más amplia de una racio­
nalidad universalizable. Esta dinámica no es un invento kan­
tiano, sino justamente el hecho de la razón. Jacobi se sitúa
externamente a este Faktum cuyo carácter histórico Kant no
ignora, si bien descuida a favor de un análisis más estructu­
ral del mismo. La ligereza de Jacobi es aquí clara: la razón
separada de la vida de los hombres no es nada cierto (I, 285).
Esta es la acusación repetida a Kant desde Hamann. Pero
esto sirve de excusa a Jacobi para desatender los aspectos de
la vida que se construyen desde y dan apoyo al hecho de la
razón universalizable (la ciencia, la técnica, la construcción
racional del Estado y de la cultura, ¿acaso no son vida?), por­
que estos aspectos ponen en peligro su noción mística de in­
dividualidad natural y los medios de su equilibrio. Con ello
su defensa de la historicidad de la existencia humana se nos
parece demasiado vinculada y apegada a los aspectos de la
vida individual. Lo que descubrimos en Jacobi es el intento
de hacer de esta razón existencial la instancia absoluta y vá­
lida para decidir en todos los aspectos de la vida humana.
Quizás entonces las dos filosofías que comparamos, la de Kant
y la de Jacobi, nos parezcan igual de unilaterales, con la
diferencia de que mientras que Kant no pretendía resolver el
problema del plan personal de felicidad, sino sólo mostrar
algunas condiciones de ordenación social para que dicho
plan sea una posibilidad accesible universalmente, para que
esa felicidad fuera digna, Jacobi pretendió usar su nueva
razón individual para establecer también la ordenación de la
vida social, olvidando las poderosas tendencias universales
implícitas en la misma. Así que podemos decir que Jacobi se
dirigía directamente a una razón «fuerza» que en último
extremo se nos muestra como dogmática, mientras que Kant
se inclina por una razón universal que pretende ganar
facetas del orden social como condición de felicidad personal
independiente e individual digna.
Esta visión tan unilateral del criticismo (y quizás también

436
tan interesada), que oponía irreductiblemente realidad empí­
rica y dimensión transcendental, fenómeno y forma, sensibi­
lidad y razón, historia y regla, es la que Jacobi pretende des­
truir desde su noción de instinto como contenido sustancial
de la vida, como orden inconsciente de toda opinión, como
aquello que hace a la creencia algo adecuado a la naturaleza
de las cosas, como clave que conduce a la existencia indivi­
dual, lo que da la fuerza y la firmeza a todas las instancias
de la persona, y se constituye en última razón de la acción
humana:

Retira a la ley, a la costumbre, a los prejuicios, justo la


vida que toman del instinto que se configuró así y devienen
sombras, desapareciendo. La mano vacia se separa de la
mano muerta que no utiliza más; el instinto se retira de
la ley que no se ajusta a la dirección cambiada. Pocas veces
[sucede esto] de una forma repentina y de un golpe, pues el
poder de la costumbre es como el poder del instinto; ella es
su mano muerta y es fuerte como la muerte [I, 290].

Entonces tenemos ya el motivo de la crítica a Kant: sus


formas puras son como la costumbre, como esa mano muer­
ta que se ha separado del instinto, de la corriente de la vida
y de su Bildungstrieb, de aquello que las formó, y se preten­
den autónomas, suprahistóricas, más allá de los individuos
concretos:

Mira ahora. ¿Qué ves? Puras formas de las que se ha se­


parado el instinto formador que las produjo. Se mueven aún,
pero no respiran. En otro sitio está el alma que antes las
animó y produce nuevas formas [I, 290].

El instinto es lo formador, el espíritu vivo. Kant, al fijar­


se en los productos, ha reparado sólo en la cáscara muerta,
en la letra. «El instinto de la letra ha sometido a la razón»
(I, 173). La razón pura tiene que ser criticada desde un pen­
samiento del instinto como espíritu en sí, en cuya evolución
ella es una forma más en la que ya el alma no respira. Y
justo porque esa razón formal no alberga alma, se muestra
incapaz de comprender la sensibilidad como algo vivo. En ven­
ganza, hace de ella mero fenómeno, apariencia. Este es el dé­
ficit básico que la trastorna en una razón especulativa, que
la orienta hacia una concepción fenomenalista de la sensibili­
dad. Esta concepción es la que se ataca en la carta de Clara

437
a Silli en la segunda edición de Allwill (I, 112 y ss.). en la
que la heroína argumenta contra toda la filosofía especulati­
va en general y sobre todo contra el binomio Kant-Berkeley,
que Jacobi asocia rígidamente.'*
En principio, la conversación se centra en el problema de
la esencialidad del cuerpo y de la sensibilidad para el hom­
bre, planteado en términos de la permanencia de la sensibili­
dad tras la muerte. Berkeley es mencionado en este contexto;
en uno de sus libros hay un grabado en el que un filósofo se
ríe de un niño que intenta coger su imagen en un espejo, pen­
sando que es real. Bajo el grabado hay una inscripción: «él
se ríe de sí mismo». Esto es; el filósofo también intenta coger
imágenes que toma por seres reales. ¿Por qué? Porque el fi­
lósofo cree en el mundo de los fenómenos como si fuera un
mundo de realidad, toda vez que defiende que vemos con los
ojos y oímos con los oídos; esto es, que sólo tenemos conoci­
miento de nuestras propias representaciones. Esto implica
para Clara que los ojos no ven nada, nada auténtico, nada
real, nada exterior a la propia subjetividad «ein reines sehen
von Nichts, eines reinen hören von Nichts» (I, 130). Desde
esta posición, la razón «se ocupa por toda la eternidad en una
pura nada» (I, 116) cuya raíz es el espacio vacío y la con­
ciencia vacía, «una pura capacidad de vivir desde y hacia la
nada» (I, 131). En el paso kantiano desde un fenómeno a otro,
en esa serie indefinida que nos hace avanzar inútilmente hacia
lo incondicionado, sólo ve Jacobi un «ir desde una nada a
otra» (I, 116). Nunca se pone en cuestión una tesis: para Kant
los fenómenos son representaciones, «fantasmas que no re­
presentan nada» (I, 116), sensaciones internas al órgano de
la sensibilidad que impiden el acceso a la realidad efectiva
(I, 120). La identificación Kant-Berkeley es absolutamente ne­
cesaria para un pensamiento rival del kantiano, y aquí Jaco­
bi sigue y fortalece la orientación de la época desde la recep­
ción de la KrV por Garve-Feder.
La intervención de Allwill es iluminadora. Porque en cier­
ta manera aplica la teoría del no-saber a las cuestiones es­
cépticas clásicas. Efectivamente, tenemos que usar el cuerpo
y los órganos de la sensibilidad y podemos decir que el feno-
menalista tiene razón en el hecho de que poseemos sensacio­
nes. El problema reside en explicar racionalmente cómo ade­
más de sentir, conocemos algo diferente de nuestras propias
sensaciones. Pero en David Hume se llamó a esto percepción
{Wahrnehmung), captación de lo verdadero, de algo que po­

438
demos distinguir de nosotros mismos y representarlo así (I,
120). El paso entonces desde la Empfindung a la Wahrneh­
mung es lo milagroso para Jacobi. Pero si el mundo de la
Empfindung, de la sensación, es el mundo del nihilismo, de
la Nichts, del Nicht-Etwas, entonces el milagro supera el
mundo del nihilismo, la negación de la nada; como tal mila­
gro es la negación de la negación, el Nicht-Nichts, el Doch-
Etwas, el puro milagro de la existencia de lo positivo, la crea­
ción (I, 121). Con esto no deseo concluir que el propio Jacobi
arroje por la borda la apelación al Yo de David Hume como
mecanismo mediador en este milagro. De nuevo veremos emer­
ger al Yo como sustancia instintiva penetrada por el espíritu
sustancial.
Pero esto no supone sino que el mundo del fenómeno, de
Kant, es el natural, el animal, el que llega al hombre si éste
yace privado del milagro de la revelación de lo real. Es el
mundo que «para el espíritu creador del mundo tiene que
parecer un desierto, semejante a un desierto» (I, 131). Sólo
que el paso desde el desierto del fenómeno al reino de lo real
ya no es la ciencia, como en Leibniz, sino la intuición otorga­
da por el geheimnisvoller Gott. Retiremos del leibnizianismo
la mediación científico-filosófica y unamos los dos extremos
de su sistema (cosa en sí y fenómeno) milagrosamente, y ten­
dremos las claves de la propuesta de Jacobi. Pero «milagro­
samente» es una expresión llena de contenido en Jacobi; des­
cribe también la autoincomprensible salvación personal y
moral de una existencia que encuentra la base firme de la
creencia incuestionable en algo real, que interpreta en térmi­
nos de una «conciencia oscura del arquetipo divino de la razón
humana» (I, 132) y hace de su vagar una prueba de que
«todos los fenómenos de la naturaleza son sueños, aspectos,
enigmas, cifras, que tienen significado y sentido secreto» (I,
133).
En el fondo, el misterio de esa aspiración más allá del
fenómeno ya había sido subrayado por Kant como la clave
de la metafísica. Pero en su obra se llegaba a reconciliar con
el propio hecho de la ciencia y con la moral objetivable. Para
Jacobi, sin embargo, es la manifestación esencial de la vida:

Pero un ser que no fuera sino sombras, un ser que fuera


mero sueño, es un absurdo. Somos y vivimos y es imposible
que exista una especie de vida y de existencia que no sea una
forma de vida y de existencia del ser supremo mismo [I, 113],

439
Ahora bien, una vez ganada esta dimensión de lo real, «co­
lores, tonos, y todo lo que de otra forma pudiéramos llamar
mero reflejo sensible e ilusión inesencial, surgirá de nuevo de
repente, desde una mayor conexión, como intuición de lo ver­
dadero» (I, 123).
Pero, naturalmente, este reencuentro con lo real no surge
desde el esfuerzo del concepto, sino desde la inmediatez de
la intuición precedida por el heroísmo de la existencia místi­
ca, cristiana, que busca reducir el templo a la nada, el mundo
a la nada, no para gustar de esa nada, sino para reconstruir­
la, resucitarla desde el momento mismo de la muerte. Con
esa nueva intuición, con esa noticia del instinto, comenzó el
mundo, nos dice Jacobi en I, 175. Efectivamente, el nihilismo
de Jacobi es falso en la misma medida en que es de inspira­
ción cristiana. El problema es hasta qué punto se puede des­
terrar de todo nihilismo esa raíz cristiana, su raíz ascética.
Ese problema es el que vio claro Nietzsche al descubrir esa
especie de juicio sintético a priori cultural de que nihilismo
es cristianismo, y de que por tanto la única manera de supe­
rar el nihilismo era superar el cristianismo.
El instinto, como en el caso de Hume, es el que media
entre sensación y percepción, entre nada y realidad. El órga­
no de la percepción de lo verdadero no es la sensibilidad, ni
la razón, sino el instinto, una razón vital. Ahí reside la supe­
ración del nihilismo: en la recuperación del carácter instinti­
vo del hombre. La diferencia aquí con Nietzsche es que no
hay que recuperar todo instinto, y por supuesto hay que des­
terrar el instinto sensible. Lo que hay que recuperar, a decir
de Jacobi, es aquel instinto constitutivo fundamental de la es­
piritualidad: «me parece mucho más fiable invocar aquí un
instinto originario con el que comenzarían todos los conoci­
mientos de la verdad» (I, 121), «ese instinto que nos ofrece
inmediatamente la esencia y la verdad como lo primero y lo
más firme, y nos da inmediatamente una representación de
ello» (I, 122) en una intuición efectiva (id.) que se impone y
se presenta por su propia fuerza (Gewalt) y su propia primo-
genitura {Erstgeburt) (I, 123). Tenemos entonces algo impor­
tante: la noción fenomenalista de sensibilidad y la búsqueda
de un primer principio sólo puede resolverse desde una teo­
ría de los instintos y del sentimiento que imponen (I, 160):

Mi alma intuye esto, precisamente esto, y lo intuye justa­


mente así, de tal manera que surge este sentimiento, éste y

440
justo ningún otro, este sentimiento, el vivo, el único que pone
mi corazón en movimiento [I, 160],

Y esto es simpatía con lo real invisible (Glaube) (I, 245).


Fichte recogió este mismo principio en su sistema de Jena
y con ello proporcionó una síntesis que integraba al mismo
tiempo la filosofía idealista kantiana y esa tradición marginal
en el pensamiento racionalista que ahora salía a relucir en su
auténtico carácter fundamental de la modernidad; la del «ím­
petu» espinosiano, la de la Belief de Hume, la del corazón de
Rousseau (I, 146-149, donde el instinto es Herz), la del amor
de Fenelón y Pascal (I, 145 y 173), la del Gefühl del Sturm
und Drang, la de la íe-Glaube de los místicos (I, 168), y la
del escepticismo del mundo de Montaigne (I, 155), todo ello
mediado por el Bros platónico (I, 243). Todas las reacciones
al espíritu moderno que conoce Europa desde el mismo albor
de la nueva época se reúnen en Jacobi haciéndose una pieza
y pasando a ser una crítica radical de la propia modernidad
como especulación, racionalidad y ciencia. La figura de Fich­
te emerge entonces como una voluntad de síntesis de esas dos
caras opuestas de la propia modernidad europea, como un
intento de reconciliar sentimiento, razón e instinto, dentro del
generoso y flexible ámbito de la especulación.

2. «Alwill» y la teoría del instinto

Cuando Jacobi escribe su prólogo para la segunda edición


de Allwill, comprende que todos sus aportes doctrinales en
la segunda edición de las Briefe y en David Hume se concen­
tran en la teoría de una sensibilidad reconocida por una es­
pecie de intuición inmediata, que viene a concretar la noción
antigua de Glaube en la de presentimiento instintivo. Todo
en la segunda edición tiene ese aspecto de madurez, de con­
clusión, de mirada retrospectiva sobre una vida que se revela
de repente como totalidad. Su propia experiencia vital se le
presenta entonces a Jacobi como una totalidad conclusa, como
una vollendete Bildung que obliga a mediar todos los pasajes
que en la primera edición de la obra aún quedaban someti­
dos a las expectativas de un final inseguro, por expresiones
que testimonian la creencia firme en una providencia perso­
nal, en una Bestimmung, en un destino que acabará cumplién­
dose constructivamente, tras el dolor como camino obligado.

441
«Lo que a él debía derrotarle, le dirigía a la cima, le apoya­
ba, le daba solidez» (1, 15), dice la novela ya desde el princi­
pio. Esa creencia queda recogida en expresiones como ésta;
«Tú encontrarás ayuda, pues tú la tienes en ti mismo» (I, 15).
En paralelo a esta resolución definitiva de los caracteres
personales, el de Allwill queda también perfectamente defini­
do en las páginas 80-81:

Yo no quiero ser en modo alguno la perfección de otros,


ni siquiera la mía propia. Pues no sé todavía qué es mi pro­
pia perfección. [...] Me asquea demasiado considerarme como
una imagen de heroicidad moral, de lo que debo llegar a ser.

Frente a esta apertura negativa de Allwill, la determina­


ción de los héroes como Clerdon y Amalia es la de «ir cada
vez más al fondo de sí mismos» (I, 93). Frente a ellos, All-
will es el que no posee auténtica autoconciencia de sus deter­
minaciones, de su destino, el que no sabe ordenar teleológi-
camente su vida. Todos los valores positivos quedan ahora
perfectamente organizados: Liebe, Gesinnungethik (I, 170), Fa­
milie (82-86), desinterés, confianza, etc., son ya conceptos so­
lidarios que definen el contrapunto del mundo del amor propio,
interés, corrupción social y dependencia de las cosas (I, 93).
Así pues, lo que caracteriza ahora de manera fundamen­
tal a los personajes de la novela es que todas sus conviccio­
nes importantes descansan sobre intuiciones inmediatas (un-
mitelbare Anschauungen, I, XII), sobre instintos. Y Jacobi nos
ofrece de esta noción una definición refinada, rica y de am­
plias repercusiones filosóficas que merece ser citada por ex­
tenso:
Llamo instinto a aquella energía que determina origina­
riamente la forma y la manera de la autoespontaneidad, con
la que todo género de naturalezas vivas tiene que pensarse
al iniciar él mismo la acción de su existencia propia, y conti­
nuarla independientemente (sin consideración a un disgusto
o placer aún no experimentado).
El instinto de las naturalezas racionales sensibles (esto
es, productor de lenguaje) —en tanto se consideran estas na­
turalezas meramente en su propiedad racional— tiene como
objeto el mantenimiento y elevación de la existencia perso­
nal, de la autoconciencia, de la unidad de la conciencia refle­
xiva por medio de una conexión más continuamente penetran­
te que se dirige, por tanto, de forma ininterrumpida a todo
lo que la potencia.

442
En la más elevada abstracción, cuando se separa como
pura la propiedad racional, ya no se la considera más como
propiedad, sino completamente por sí sola, y entonces el ins­
tinto de una tal mera razón apunta a la personalidad con ex­
clusión de la persona y de la existencia, porque persona y
existencia exigen individualidad, que aquí desaparecen nece­
sariamente.
La eficacia pura de este último instinto podría llamarse
voluntad pura. Spinoza le dio el nombre de «afecto de la
razón». Se podría llamar también el corazón de la mera razón.
Creo que si se persigue filosóficamente esta indicación, se en­
contrarán perfectamente comprensibles muchos fenómenos di­
fíciles de explicar, incluso el de un imperativo categórico de
moralidad existente sin discusión [I, XIV-XV].

Dejemos aparte el problema de las fuentes históricas de


la teoría del instinto. El apunte de Spinoza indica, creo, que
esta teoría tiene como fundamental patrón al judío holandés.
Pero esto al margen, lo más importante es el respeto eviden­
te de Jacobi por la filosofía moral de Kant —en contra de la
valoración negativa de la filosofía teórica y política—. La prue­
ba más evidente e irrefutable de esa relación está en el artícu­
lo de Die Horen, precisamente en su tercer ensayo de 1795,
esto es, de una época muy cercana a la segunda edición de
Allwill. Aquí el autor quiere retirar ciertos reparos de su con­
fidente acerca de la filosofía crítica en el ámbito de la mo-
ralphilosophie (I, 297). Pero Jacobi quiere hacerlo exponien­
do a Kant de una manera «vollkommen populäre», sin pala­
bras kantianas (I, 298). ¿Y qué teoría emplea Jacobi para
exponer popularmente a Kant? Precisamente la teoría de los
dos instintos en el hombre: uno que busca su satisfacción y
otro que reclama ser bueno sin excepción. Pero inmediatamen­
te valora la inclinación hacia la satisfacción como la propia
del hombre particular, mientras que «ser bueno» pasa a sig­
nificar «tener por objeto la dignidad de la naturaleza huma­
na» (I, 298). Tenemos así un instinto de la individualidad y
uno de la naturaleza humana, que se realiza en acciones des­
interesadas {uneigennütziges Handlungen) (I, 229), sin rela­
ción con el interés personal, sino sólo con lo divino en noso­
tros (das Göttliche in uns). Entre estos dos instintos no hay
duda acerca de su jerarquía: «Donde deber y bienestar pro­
pio entren en conflicto, éste tiene que sacrificarse a aquél»
U, 299). Por lo demás, ese instinto superior brota inmediata­
mente del corazón y de la conciencia y se opone al instinto

443
que brota del cuerpo. Determinan así dos formas de vida; la
estoica y la epicúrea. Y no pueden ser reunidos en un único
instinto (I, 300), puesto que la virtud tiene que ser fin últi­
mo, fin en sí. El principio fundamental de la teoría de Jacobi
es «la independencia del principio de moralidad respecto del
principio de amor propio» (I, 304). Pero para ello no hay que
apelar al complejo procedimiento argumentativo de Kant.
Basta confesar que «mi corazón y mi razón me reveló todo
ello» (I, 301). No hay aquí ningún apunte de crítica a Kant,
de quien incluso se aceptan los postulados como creencias in­
ternamente vinculadas al cumplimiento de las «exigencias de
la naturaleza moral, de nuestro mejor Yo en la perfección
moral» (I, 304). ¿Cuál es la diferencia entonces con Kant?
Esta: que la moralidad expuesta no puede ser fundamentada
coherentemente por el sistema teórico de Kant. Lo que signi­
fica que ese imperativo no se impone desde una subjetividad
ajena a la materialidad sensible, sino desde la espiritualidad
instintiva concreta que analizamos en el capítulo anterior.
No cabe duda de que la teoría de los instintos quiere re­
coger todos los aspectos de la teoría moral de Kant, que es
su expresión idónea para un pensador que ha crecido en el
ámbito del Sturm und Drang. Pero si en el artículo de Die
Horen asistimos a la reconciliación de los aspectos más po­
pulares de la filosofía moral, en la cita de Allwill que traduji­
mos se ponen en juego los conceptos más problemáticos del
criticismo. Estos hacían depender toda la moralidad de la po­
sibilidad de iniciar una acción en el mundo sensible de la que
nos pensamos responsables y libres, esto es, de la que deci­
mos que está causada por nuestra voluntad. Todo criticismo
reposa aquí sobre la libertad como expresión moral de la es­
pontaneidad. Si la libertad era un Faktum originario o uno
derivado desde el Faktum de la ley moral y del concepto de
lo bueno, éste era un problema que no obtuvo una respuesta
definitiva en Kant. De todas formas quedaba claro en esta
situación que Kant tenía necesidad de apelar a un Faktum
como principio básico de su doctrina. Jacobi ofrece con la teo­
ría del instinto moral una base real de la libertad, con lo que
se coloca ante el problema fichteano básico: fundamentar un
Faktum en el instinto que lleva a él. La libertad es instinto,
manifestación de la naturaleza del hombre. Pero, según aca­
bamos de ver, de la naturaleza común del hombre, de su Yo
mejor; no de la individualidad, no de aquellos rasgos de la
corporeidad, sino de la espiritualidad. Si este instinto hace

444
posible la moral kantiana es, ante todo, porque en sí mismo
posee leyes {Gesetze) (I, 298), energía, fuerza, sustancialidad
humana, capacidad efectiva de motivación. Esta nota es in­
trínseca a una palabra que procede inequívocamente del verbo
treiben, mover, funcionar. Pero es energía que determina ori­
ginariamente. Esto es, que no posee una ley recibida de otra
capacidad. Gesetze e instinto llegan a hacerse sinónimos en
la página 298. Las naturalezas que poseen instinto moral son,
por tanto, inevitablemente selbstatige, actúan por sí mismas,
son independientes. Un instinto es una determinación de esta
autoactividad, de ser libre.
Llegamos así al pensamiento de la unidad de libertad y
vida: las naturalezas vivas tienen que pensarse iniciando ac­
ciones constitutivas de su propia existencia. La vida es el
hecho natural básico y fundamental de la libertad. Y esa vida
instintiva como criterio interno del despliegue de la existen­
cia es lo que permite introducir el concepto de a priori y con­
tinuar con la estrategia kantiana de la revolución copernica­
na: el instinto, como seguridad interna de la adecuación a la
propia existencia y a las condiciones de su mantenimiento,
determina la actividad del sujeto con independencia de la ex­
periencia concreta y empírica, con independencia del placer y
del dolor, ya que el instinto busca y determina el objeto con
anterioridad a su presencia. Esta traducción sutil de la sub­
jetividad transcendental kantiana a la noción de subjetividad
instintiva y vital está en la base de todas las reinterpretacio­
nes morales del fenomenalismo kantiano: fenómeno no será
ya lo que aparece a una sensibilidad teórica, a un uso teórico
de los sentidos, sino lo que una subjetividad instintiva y moral
debe buscar y predeterminar secretamente.
Pero con esta traducción de la moralidad a vitalidad no
tenemos en modo alguno recapturado lo principal del pensa­
miento kantiano: se trata ahora de determinar y reconocer la
nota que hace que el ser vivo, el instinto y la ley sean mora­
les y racionales. ¿A qué apunta el instinto racional y moral?
En el artículo de 1795 apunta hacia la autoestima, la digni­
dad y lo divino, a nuestro besseres Ich, a la virtud y al bien.
Todo esto se olvida en la cita traducida, donde se nos dice
pura y llanamente que el instinto racional apunta a la eleva­
ción de la existencia personal, a la autoconciencia, a la uni­
dad de la conciencia reflexiva. Si unimos ambas direcciones,
tenemos la única formulación concreta que Jacobi da del ins­
tinto racional: potenciar la existencia autoconsciente, mante­

445
ner la continuidad del drama de la existencia humana, tal y
como entiende el autor que se despliega en su vida; morali­
dad es autoconocimiento, lucha por la identidad y por la con­
cordancia consigo mismo. Pero se supone que esa concordan­
cia con nuestro mejor Yo no está constituida, ni realizada, ni
hallada. Como objeto del instinto moral es algo a descubrir y
en esta medida ese instinto busca de manera pareja la auto-
conciencia. Entonces, de hecho, la energía del instinto es la
tensión hacia la autoconciencia y el autorreconocimiento, hacia
la salvación de nuestra historia personal culminada por la paz
interior. O lo que es lo mismo, la voluntad de ser Yo, volun­
tad de obtener una personalidad en lucha con toda la diná­
mica de los instintos inferiores y, en esta misma medida, vo­
luntad pura.
Es así como Jacobi pretende ofrecernos una especie de me-
tacrítica de toda filosofía kantiana. Efectivamente, como ella,
parte de un Yo transcendental; pero como tal, éste no existe
salvo en la medida en que se reconozca detrás de un instinto
de serlo, de una voluntad de serlo, que el propio Kant no ha
expuesto. En modo alguno repara Jacobi en que toda su teo­
ría parte del presupuesto acrítico y anticrítico de una natura­
leza espiritual o sustancial superior del hombre, y que la única
exigencia metacrítica del criticismo sería exponer las bases na­
turales sensibles y sociales para la racionalidad y moralidad.
Esta referencia a la sensibilidad, exigida por el método críti­
co, tendría en todo caso un naturalismo convenientemente ma­
tizado como base, sólo como base, de una teoría de la histo­
ria de la razón, pero en modo alguno una confianza mística
en el carácter natural y sustancial de la razón apoyada en
una metafísica de la vida.
En efecto, el instinto de Jacobi, no tiene un referente na­
tural, orgánico o social sino esencialmente moral. Cuando Silli
contesta a Amalia en la segunda edición de Allwill, la repre­
sentante de la personalidad superior y etérea deja las cosas
exactamente en su sitio. En un texto que deseo traducir por
extenso, se nos dice:

Elegir entre la vida y la muerte, esto no lo puede hacer


ningún animal; él tiene sólo instintos sensibles que apuntan
a la supervivencia, que le coaccionan sólo a mantener su exis­
tencia sobre la tierra. El hombre puede hacerlo. Tú eliges la
vida, yo la muerte, dice Antígona a su hermana Ismene. Al
hombre le es dado un amor que le lleva a la muerte, que no

446
respeta ningún dolor ni ningún placer. Su germen apunta a
la intuición, admiración y respeto de un Otro. Entonces pier­
de el hombre su vida para ganarla. Esto despierta el instinto
de su naturaleza racional que mantiene, eleva y aspira [strebt~\
a hacer dominante no el alma del cuerpo, sino el alma del
espíritu. Y con esto, con la implantación \einsetzung'\ de un
amor que supera la muerte y genera la inmortalidad, ha co­
menzado el mundo [I, 175].

El sofisma está en la reunificación sintética de instinto


y racionalidad. Porque desde la inmediatez que adquiere así la
racionalidad, todo el trabajo del análisis dilucidador de las
efectivas estructuras regladas de la vida, todo el trabajo del
análisis transcendental, queda arruinado. Razón ya no es regla
a descubrir en la conducta efectiva que se concentra en di­
versos fakta culturales, sino sentimiento. Y además y funda­
mentalmente, sentimiento que se torna insolidario precisamen­
te de la praxis mundana, que se sabe instinto de muerte fren­
te a una sensibilidad a la que se condena al desorden —pues
sólo una teoría que quiera describir la experiencia de la razón
con la sensibilidad y con la historia puede llegar a reglarla—,
frente a una realidad corpórea a la que se desprecia respecto
de la vida del espíritu, frente a un amor sin referentes en lo
inmediato, en el ámbito de los hombres. La opción de Jacobi
es identificar este espíritu con la subjetividad profunda del
sujeto; la filosofía no es sino el intento de llegar a penetrarlo
mediante una revisión del antiguo proyecto socrático del au-
toconocimiento. Mas ahora, éste apunta a descubrir algo que
por principio está dormido, oculto, inconsciente de su objeto
y de sí mismo:
Los misterios del amor y de la vida no los penetra ningu­
na mirada humana. Toda existencia activa comienza con una
apetencia que desconoce su objeto. Más tarde, y sólo aquí y
allá el instinto director retira un poco su denso velo [1, 176].

Ayudar a retirar el denso velo de la personalidad indivi­


dual como espíritu, esa es la tarea del análisis que debe em­
prender el pensamiento. La figura de Allwill-Goethe se com­
plementa desde toda esta nueva teoría respecto de la primera
edición. Allwill es ahora el que se reconoce espiritualmente,
el que sólo sigue de hecho su instinto sensible, el que se re­
conoce sólo mediante la poesía:

447
El hombre entero, según su parte moral, se ha convertido
en poesía [...] La perfección de este estado es un misticismo
peculiar de la animosidad contra la ley y un quietismo de la
inmoralidad. Entre los egoístas, estos magos constituyen una
especie propia [I, 178-179],

Por tanto, frente a las actitudes epistemológicas antedi­


chas y frente al valor de la racionalidad explicativa tradicio­
nal, Jacobi propone sobre todo la Innigkeit, la interioridad,
«una conciencia más profunda del hombre entero y una ca­
pacidad propia que surge desde esta conciencia más profun­
da: alimentarse a sí mismo, fortalecer un sentido y espíritu
que se amplía a sí mismo» (I, 229). Reconocemos aquí la con­
ciencia de la naturalidad de su propio drama personal, siem­
pre atento a las modulaciones y fuerzas que pueden mostrar­
le el camino hacia la estabilidad. Pero tras ese ideal que Ja­
cobi opone a los ideales modernos-racionales, ¿no sobresale
ya suficientemente la antigua figura de la vida devota? En el
apéndice de Allwill, el escrito a Erhard O*, nos propone una
relación en la que se denuncian las faltas de Erhard como fi­
lósofo a la moda. Naturalmente, la principal de ellas es la ca­
rencia de Innigkeit. Pero Jacobi nos propone una traducción:
Te falta ese tranquilo recogimiento que yo —perdona—
tengo que llamar devoción [Andacht]; aquel solemne silencio
del alma delante de sí y de la naturaleza [I. 229].

Devoción frente a ciencia. Ciertamente que esto resuena


al mundo medieval frente al moderno. Pero nada más lejos
de la verdad que este juicio. Porque estas actitudes recogen
una tradición moderna real, y porque pasarán a formar parte
del núcleo mismo de las propuestas críticas modernas cuan­
do el ideal científico quede consolidado por la propia dinámi­
ca de la sociedad europea y pueda prescindir así del gasto de
la voluntad humana que antes se esforzó en otorgarle hege­
monía. La modernidad también hace supremo hincapié en la
problemática de la individualidad en el sentido de Innigkeit,
que olvida con Jacobi todo intento de reflexión crítica inma­
nente sobre las parcelas tradicionales de análisis racional y
científico. Todo el siglo xix estará atravesado por ese pensa­
miento que tiene en su base el recogimiento sobre el sujeto
en su estructura instintiva: Schopenhauer, Kierkegaard, Nietz-
sche y Freud son así la radicalización de un ideal que emerge
en la generación de Jacobi.

448
Pero recojamos las cuestiones; instinto no hace referencia
a nada orgánico (de ahí el ensayo ilustrado de Freud al darle
una base fisiológica y orgánica). Constituye en todo caso una
segunda alma, la del espíritu (I, 260), una naturaleza supe­
rior, «aquella espontánea que se conduce a sí misma, que se
forma progresivamente» (I, 231). Esta definición de la natu­
raleza espiritual, del «en sí» del espíritu como algo espontá­
neo, autodirigido y autoconformante, no es bueno perderla de
vista para entender a Hegel. Tampoco hay que olvidar la de­
finición de instinto como «principio de toda autodetermina­
ción» (I, 238), ni los adjetivos que por lo general se le adhie­
ren; «unbedingter Trieb» (I, 238), «lebendiger, sehender, ord-
nender, bestimmender Geist» (I, 232) y sobre todo un nombre;
«Ich, jenes Ich das wir unser Selbst nenen» (I, 231), que apun­
ta más allá de lo temporal, a lo eterno (I, 250). Aquí acaba
Allwill. Pero W oldem ar continúa esta materia con un movi­
miento peculiar; apelar a Aristóteles como el mejor soporte
de su propia teoría.

3. «Woldemar» y la reconstrucción de la teoría


de los instintos como teoría del genio

La segunda edición de W oldemar significaba el fin del tra­


yecto, la completad de la dialéctica de la experiencia perso­
nal. Y si sorprende comprobar que esa dialéctica se cierra en
el círculo que avanza desde la teoría del genio en el primer
A llw ill hasta la teoría del genio moral de W oldemar, desde
una subjetividad que se desconoce hasta una subjetividad que
es creadora ju sto porque ha llegado trabajosamente al auto-
rreconocimiento, aún sorprende más comprobar que el círcu­
lo queda soldado finalmente mediante una apelación a Aris­
tóteles y a una peculiar relación entre la frónesis y la sofia.
Sin embargo, en ese recorrido se proyecta luz sobre el comien­
zo; la teoría que aparecía al principio indeterminada, adquie­
re al final relevancia ontològica; lo que era una noción abs­
tracta de genio en la que cabía tanto Goethe como Jacobi, da
paso a una teoría concreta que permite distinguir el genio es­
tético respecto del genio moral. Como punto determinante de
esta diferencia, W oldem ar adquiere sentido en tanto que sig­
nifica el paso desde el primer tipo de genio al segundo, me­
diante el amor y el sufrimiento. Pero ahora este camino, por
muy raro que siga siendo, es el camino ontològico del hom­

449
bre, aquél que ordena su naturaleza, el que le proporciona
coherencia y completud. Es todavía una historia natural, como
rezaba en el motto de Woldemar. Por tanto, la base de toda
la nueva posición es una teoría de la naturaleza humana ins­
pirada en Aristóteles. A exponerla vamos a dedicar lo que nos
queda de este capítulo.
1. La primera tesis aristotélica de la que Jacobi se hace
eco es que las acciones virtuosas se definen exclusivamente
por ser las que llevan a cabo los hombres virtuosos (V, 421).
Esto implica que las virtudes son previas a los conceptos, a
las prescripciones y a los mandatos. La moralidad como cuer­
po conceptual o doctrinal es posterior y brota de la existen­
cia moral propiamente dicha. Por lo demás, es evidente que
esta posición implicaba una radical humanización de todas
las definiciones básicas de la moralidad: «el hombre sólo
puede medirse y examinarse con el hombre» (V, 421), dice
Jacobi otra vez, casi parafraseando a Protágoras. No hay aquí,
por tanto, ninguna referencia inicial a una virtud definida
desde una instancia divina, aunque Jacobi siempre encuentra
el camino para llegar a ella.
2. Puesto que el hombre no ha podido guiarse en su con­
ducta de una manera originaria para realizar por primera vez
la virtud, es preciso que la posibilidad de esa realización
quede confiada a una instancia no conceptual; a un sentido
particular y propio, a un «instinto inmediato». Este problema
viene a colocarse en paralelo con el estrictamente kantiano
del origen último de las reglas, esto es, con el de la facultad
de juzgar reflexionante. La capacidad del juicio que reposa
en la hipótesis metodológica de la idoneidad de la realidad
para la formación de una objetividad emotiva, es sustituida
sin embargo en Jacobi por la instancia inmediata de un sen­
tido, tal y como también había usado Hemsterhuis.^ Es un
sentido el que decide qué acción se realiza de una manera
adecuada al instinto: «lo que desde este instinto se ejecu­
ta adecuado a aquel sentido, sería lo virtuoso» (V, 422).
3. Esta tesis supone una disposición natural del hombre
a la virtud. No se puede decir que la virtud sea una resultan­
te mediada por el juicio de una comunidad, sino que antes
bien esa comunidad lo es y se forma porque los hombres po­
seen la disposición idéntica —en el sentido del mito de Epi-
meteo, en el Protágoras— que sabe captar una acción como
imitable y por tanto virtuosa: «A todos los hombres les sería
innata con aquel sentido e instinto una destreza moral» (V,

450
422). Pero ciertamente, no en la misma medida en todo hom­
bre. Sólo como disposición alcanza a cualquier ser humano.
En esta versión de Aristóteles, el peculiar naturalismo espiri­
tualista de Jacobi domina sobre el papel educador del hábito.
Éste apenas es otra cosa que el resultante normal de una na­
turaleza superior, algo así como un sentido y un instinto ex­
celente. Pero en todo caso estamos ante un don, una «Gabe
der Natur» (V, 422): un ojo espiritual más agudo que «per­
mite percibir distintamente el bien efectivo en general y el ins­
tinto igualmente efectivo de querer en todo caso lo mejor y
operar con el celo más firme» (V, 423). La teoría de los ins­
tintos, así establecida, da paso a la teoría del genio moral
como el poseedor de ese órgano superior que permite estable­
cer la acción moral que sirve de regla.
4. Algo común a la propuesta del genio moral y a la teo­
ría de los instintos es la imposibilidad de un aprendizaje ver­
bal, racional o expreso de la virtud moral. El aprendizaje en
esta área debe llevarse a cabo de una manera ejemplar: sólo
la visión o la imitación de una acción moral puede enseñar a
actuar moralmente. Una de las necesidades de la teoría es en­
tonces la de definir el ejemplo moral (V, 78), el arquetipo (Ur-
bild) moral a ser imitado en su concreción sensible y viva.
La virtud, la frónesis, sólo se aprende siguiendo el ejemplo
de los hombres buenos. Y el primero de estos hombres, el que
inicia la serie o la restaura en tiempos de corrupción general,
es el genio. La virtud sería...

[...] un arte libre, y de la misma manera que el genio es­


tético da leyes al arte por sus hechos, así el genio moral las
da a la conducta humana. Justo, bueno, noble, excelente sería
lo que ejercita, produce o lleva a cabo el hombre justo, noble,
bueno y excelente. En cierta forma éste inventaría la virtud y
engendraría la expresión de la dignidad humana [V. 79].

La pregunta entonces versa acerca de los criterios que per­


miten reconocer en un hombre el arquetipo de moralidad.
Desde luego ese arquetipo tiene que reconocerse por sí mismo,
portar en sí mismo los rasgos de su identidad, los criterios
de su elevación a arquetipo. La teoría del alma bella —fun­
damentalmente centrada en la figura de la mujer— cumple
esa necesidad: el alma bella nos presenta el auténtico genio
moral porque nos muestra por sí misma una persona que
cumpliendo absolutamente todos los deberes de la moralidad

451
es al mismo tiempo feliz, demostrando con el ejemplo que la
acción moral se puede realizar con naturalidad y puede lle­
nar todas las necesidades humanas (cf. V, 383, 266-286). Ella,
el alma bella, es la humanidad originaria, vinculada a la vida
porque es por sí misma el regazo, el seno de la sociedad más
originaria, la familia. En ella existe de manera imborrable el
Grundtriebe de la naturaleza humana por el que se ordena
«decisivamente la determinación de la existencia» (V, 80), y
le otorga conciencia de su valor mediante una «conciencia in­
mediata» (V, 81).
Estamos así ante una peculiar traducción del valor en sí
del hombre, dictado ahora no por la apelación y la exigencia
de un lugar igual en la comunidad civil (Kant), sino por una
organización de la sensibilidad moral que hace a ciertos seres
humanos especialmente atentos a esta condición de la vida hu­
mana como fin en sí. Estos son los genios, que hacen de
su vida su propia obra, un «vortreffliche Muster». No es una
dimensión del reconocimiento recíproco en una práctica de
universalización de la voluntad lo que nos otorga conciencia
de individualidad, sino una inmediata «inneres Bewusstsein»
(V, 82). Personalidad no es un reflejo de la mediación social,
sino un sentimiento previo de la vida que le mueve hacia la
creatividad, que se sostiene no en el proceso de mediación
cultural, sino en la sustancialidad del «reines Geist» (V, 82).
El genio moral atiende a esa sustancialidad y por eso la deja
libre: aquí está el sentido de la libertad que ahora no es sino
una autodeterminación {Selbstbestimmung) que se supone ori­
ginaria, no mediata; en el fondo un destino impuesto por la
sustancialidad espiritual. En esta autodeterminación y auto-
destino, está afincada la «Bestimmung des Menschen» (V, 93).
El genio moral cumple con su destino, con su «streben nach
Tugend» (V, 118). Y en este sentido es un modelo de conduc­
ta (V, 118).
5. Pero en el fondo, ese genio moral guiado por el impulso
dictado inmediatamente por el sentimiento de su propia in­
dividualidad y personalidad creadora, exige como transcen­
dental básico de su conducta un sentimiento aún más cer­
cano e inmediato, un suelo firme imposible de remover: el
de su propia certeza como Yo. Aquí está la base de todo
genio moral. Pero también la base decisiva de toda crítica a
la mediación conceptual de la moral llevada a cabo por
Kant:

452
Hay proposiciones que no necesitan ninguna prueba y que
no soportan ninguna prueba, porque todo lo que puede ser
admitido como prueba es más débil que lo que es la convic­
ción ya existente, con lo que ésta quedaría confundida. Tal
proposición la expresamos cuando decimos: ¡Yo soy! Esta
convicción es un deber inmediato y todo otro saber será exa­
minado desde él, medido con él, valorado con él [V, 122],

Esta convicción es la ley de nuestra esencia (V, 122). An­


damos aquí muy lejos de la apercepción kantiana. Ésta, desde
el momento en que reduce la subjetividad a la subjetividad
transcendental, sólo puede invocar para posibilitar su auto-
conocimiento aquella dimensión del sujeto que puede ser tam­
bién social, comunitaria o universalmente mediada y compar­
tida. Nunca tenemos en Kant, por tanto, un saber de sí in­
mediato. Apercepción, dentro de la dinámica del análisis
transcendental, es reconocimiento de las dimensiones del su­
jeto puestas en juego en la construcción de fakta comunita­
rios e históricos, y por tanto de las dimensiones igualmente
sociales y racionales. Y justo por eso la apercepción de Kant
no es conocimiento de la individualidad, de la personalidad o
de ninguna otra dimensión que pueda incorporarse en exclu­
siva a la historia personal de cada uno. Por eso el análisis
transcendental no es un análisis del sujeto humano tal y como
puede desarrollarlo la antropología o la psicología. En nues­
tro autoconocimiento como sujetos que soportan los produc­
tos culturales y sociales de una comunidad histórica median­
te nuestras capacidades en acción, no podemos incluir esas
dimensiones de nuestra sujetividad que consideramos intrans­
feribles. El sujeto transcendental nos descubre capacidades,
pero no nos descubre al sujeto real que tenemos que ser para
desarrollar esas capacidades. En el Yo, en la apercepción de
Jacobi tenemos algo distinto: un saber que debe guiar toda
nuestra conducta creativa personal e intransferible; la ley
de nuestra esencia, de nuestro destino. No aprehendemos aquí
«el entendimiento reflexivo —dice Jacobi contestando a Kant—
sino un algo misterioso en lo que se reúnen corazón, entendi­
miento y sentido» (V, 123).
6. Pero todas estas dimensiones de la teoría del genio no
pueden ocultar que estamos ante una construcción teórica que
tiene relevancia política, que está situada en un momento de
la evolución de Jacobi profundamente marcado por intereses
políticos. Desde esta perspectiva el genio moral está caracte­
rizado como Heldengeister (héroe espiritual) que renueva y

453
restaura el valor originario de la moralidad en tanto que es
capaz de hacer brotar las acciones morales de la misma fuen­
te de la naturaleza superior que las produjo al comienzo de
la historia. Y en ellos hay que creer en la misma medida en
que creamos en el carácter providente de la ordenación de la
naturaleza. Por eso Jacobi los define como héroes; porque tie­
nen enfrente a la época oscura en la que Edipo arrastra su
sombra, porque tienen que desplegar el combate descarnado
y fiero del nihilismo frente a toda sensibilidad. En esos dos
sentidos Jacobi los llama héroes de la libertad, uhombres a
los que un sentimiento divino e interno de la libertad eleva
sobre su época, esos son la verdadera sal de la tierra, y lo
que de ellos exige su vocación lo tengo por bueno aunque los
contemporáneos y la posterioridad los trate de tiranos, visio­
narios o malvados» (V, 426).
Desde este sesgo, la teoría del genio moral como héroe
muestra su juego dentro de una idea de la historia más rege-
neracionista que conservadora. Se trata de los primeros atis­
bos del hombre providencial, la concreción de ese relámpago
divino que anuncia el día más joven y que saluda la emer­
gencia de un personaje carismàtico que puede decir: «Ahora
soy el líder». Lo fundamental es la entrega en manos de al­
guien que sabe lo que es el bien y el mal por su órgano más
profundo; no desde una apelación a reglas comunicables que
sólo son aceptables en la medida en que permiten o poten­
cian una comunicación o una universalización de conducta,
esto es, una racionalización de la vida, sino a reglas que al
considerarse intuiciones se proponen como una verdad ins­
tintiva y sin criterios que, por lo demás y de antemano, se
suponen incomprendidas por una época corrupta.
7. Los conceptos y valores morales adquieren así una di­
mensión diferente: cierto que el hombre heroico actúa desde
la libertad y desde la autodeterminación como primera fuen­
te de toda ley (V, 426); pero estos conceptos adquieren otro
matiz; el héroe está libre de las ataduras de la época, de los
falsos conceptos, de los instintos debilitados. No se ha pro­
ducido aquí la síntesis entre libertad y razón por el interme­
diario de una apelación a la universalización deliberada y con­
sentida de conducta: al mediar sólo la noción de instinto y
de época depravada, Jacobi fuerza inevitablemente a una in­
terpretación de la razón como aquella pauta de conducta que
se impone sobre el rechazo deliberado de toda instancia so­
cial o comunitaria, rechazo que no es sino la garantía de la

454
libertad como expansión de la propia estructura instintiva.
Desde esta conclusión sólo el héroe es auténtica y genuina-
mente racional.
La polémica sobre el espíritu y la letra adquiere ahora una
nueva dimensión. Las pautas comunitarias de conducta, lo que
Jacobi llama la opinión dominante (V, 429), la ley concreta,
deben suprimir y destruir la conciencia y el espíritu. Y esto
supone de antemano la destrucción de toda moralidad, pues
destruye la convicción básica, el sentimiento del ¡Yo soy! Cual­
quier cristalización de la conducta personal en conducta so­
cial queda radicalmente denunciada como letra, y fuerza a una
reacción revitalizadora en la que el hombre alcanza su digni­
dad (V, 429). Y sin embargo Jacobi es íntimamente conscien­
te de la inevitable dialéctica que esta dinámica comporta. Por­
que si bien el hombre debe reconquistar en cada situación su
libertad, tampoco puede evitar dotarla de una forma y de una
exterioridad. Allí está lo permanente y lo sustancial de su na­
turaleza; aquí, en la exteriorización, lo pasajero (V, 429-439).
Pero ambas son dimensiones inevitables. ¿Cómo sintetizar esta
dualidad humana? ¿Cómo reorientar la dimensión condicio­
nada e incondicionada de la praxis humana a fin de ordenar­
las sin contradicción? El hombre al fin y al cabo debe reco­
nocerse en una concreción, «porque una mera y vacía satis­
facción o autosatisfacción, es un absurdo». La pregunta es,
¿satisfecho, con qué? (V, 431). Aquí parece que toda opción
formal es radicalmente insuficiente. El mandato «racional» de
ser «uno consigo mismo, sin más, es un dibujo demasiado
débil» (V, 432). Estamos aquí ante una moralidad sin conte­
nido y debemos avanzar hacia una moral concreta, hacia una
reunificación concreta de espíritu y letra, de instinto y acción,
de imperativo y vida, de creatividad moral y de regeneración
histórica, o más en términos aristotélicos, de potencia y acto.
Pues bien, esa síntesis de concreción es imposible, nos pro­
pone Jacobi, sin la fuerza de la simpatía o del amor. La mujer
es el arquetipo moral porque lleva en su naturaleza el acceso
inmediato al amor filial. Aristóteles también es invocado aquí:
«Virtud sin amor es un absurdo. [...] Aristóteles encuentra la
disposición del hombre a la virtud en la disposición a la amis­
tad» (V, 433). Aquí está la base natural de la virtud, y en la
medida en que ofrezca el suelo firme a la misma, no se podrá
hablar de virtud como algo contra natura.
Así, la dinámica entre espíritu y letra se traduce a la dia­
léctica entre Anlage y Fertigkeit, entre disposición y destreza.

455
habilidad y acto. La disposición es algo natural, la destreza
en acto algo adquirido. Pero lo fundamental es que esa ad­
quisición se debe a la «innere Seelentátigkeit aus eigener
Kraft» (V, 435). Este resultado determina la posición inicial:
la disposición es el instinto, la potencia; la destreza, el acto,
es la libre determinación, el libre despliegue y desarrollo de
ese instinto. Para que todo esto cristalice, sin embargo, se
requiere que la amistad sea capaz de integrarse dentro de la
estructura vital del hombre y pueda servir a sus fines pro­
pios.
8. Sería demasiado parcial la apropiación de Aristóteles
si no hiciera mención a la estructura teleológica de la vida
y si no se tuviera en cuenta esta estructura para definir esa mo­
ralidad concreta. La exigencia de la vida es la de que todas
las fuerzas apunten a un punto común del esfuerzo (V,
437-438). En el fondo esta proposición es analítica de la pro­
pia definición de la vida como vida individual. Lo importante
es que ese punto común del esfuerzo define la naturaleza del
ser en cuestión porque le ofrece su fin. Todo lo que contribu­
ye al fin es bueno; el fin mismo es el bien supremo (V, 438).
¿Cuál es entonces ese fin que orienta toda la dialéctica del
espíritu y la letra, que le otorga dirección a esta amistad, que
permite pasar desde la potencia al acto? Si este fin orienta y
define la esencia de la vida, si ordena sus fuerzas, entonces
debe estar confiado decididamente al instinto: se trata del ins­
tinto esencial, del instinto hacia la unidad y perfección, moti­
vado por la conciencia de lo imperfecto. Esta referencia a la
unidad otorga a la problemática del espíritu y la letra un sesgo
interesante: sólo la conducta que concede a todas las fuerzas
su exterioridad, está en condiciones de impedir la conversión
de esa expresión en letra muerta. Sólo esa conducta aban­
donará en un momento dado lo conseguido para manifestar
otra fuerza. Sólo así cada fuerza obtiene expresión sin im­
pedir la reunión con las demás; pero sólo así la felicidad
que produce la exteriorización de una fuerza implica perfec­
ción moral, perfección unitaria del hombre. La felicidad no
es sino un resultante fundamental de la moral concreta, en
tanto que potencia la consecución del fin esencial de reuni­
ficación. Y esto es así porque esa actuación guiada por dicho
fin promueve retrospectivamente la propia actividad, la au­
menta. Estamos ante el mismo mecanismo reproductor de
la alegría en Spinoza:

456
En suma: sentimiento de bienestar es una propiedad fun­
damental del alma; pues el vivir es un bien en sí y somos y
vivimos sólo por las exteriorizaciones de nuestra actividad.
Sin exteriorización de fuerza no tiene lugar satisfacción algu­
na; toda exteriorización de fuerza tiene un cierto bienestar
propio que eleva a su vez la actividad [welche die Tätigkeit
selbst allemal erhöht\ que la hace más perfecta, más com­
pleta. Quien hace una cosa con placer, la juzga suya y la ela­
bora cuidadosamente. [...]. Se podría decir que la virtud es
la más alta dicha; y de esta dicha suprema que es la virtud
y la perfección, se podría decir que es la bienaventuranza de
los dioses [V, 442].

9. El amor a ese fin, la amistad como vida ordenada hacia


él, constituye el programa concreto de moralidad (V, 439) por
la que el hombre disfruta de la dicha incomparable de su per­
fección, lo que le hermana con la divinidad (V, 440). Pero la
gran cuestión comienza ahora; ¿es ese fin algo diferente de la
ordenación y conjunción de fuerzas en una unidad? ¿La per­
fección humana es la conquista de algo objetivo o es más bien
la reunión subjetiva de fuerzas? El instinto hacia el bien, ¿es
el instinto hacia un objeto o hacia la satisfacción de todas
las fuerzas mediante su reunificación? Tenemos aquí el pro­
blema fundamental del final de la frónesis y el paso hacia
otra noción de virtud. ¿La educación del hombre que hemos
descrito se agota en sí misma, o el hombre se contruye así
para poder acceder a un objeto superior?
Jacobi no puede aceptar una versión radicalmente natura­
lista de Aristóteles. Al no hacerlo, desde luego, se coloca más
cerca de Aristóteles que buena parte de la tradición y sitúa
al Estagirita también más cerca de Platón. Jacobi entiende
que es preciso por tanto limitar el naturalismo con el paso a
la Sofía. Si reparamos en que lo descrito es, en el fondo, el
ideal de la Selbstgenügsamkeit del primer Woldemar, es fácil
también comprender no sólo la necesidad de dicho paso, sino
que también podemos prever sus caminos. Ahora, por si no
hubiera quedado clara la recepción por parte de Jacobi de la
crítica de Hamann a ese ideal de autosuficiencia, se eleva y
elabora dicho paso como categoría. ¿Woldemar es un muro o
una puerta?, preguntaba el buen Hamann.
Es una puerta y un muro, concluía Jacobi. Pero ahora, en
un juego de palabras, dice, es puerta y locura: en ambos casos
Thor (V, 289, 470, 482, 303). Ese es el paso categorial desde
la frónesis a la Sofía: la experiencia de la locura. Desde el

457
salto mortal no sólo se olvida que estas dos formas de vida
debían considerarse continuas: es que se enfrentan hasta tal
punto, que sólo la ruina de la primera mediante la destruc­
ción total de la personalidad autosuficiente por la locura, per­
mite acceder a la estabilidad de la sabiduría. Locura es así
una categoría inevitable de la vida humana, un grado más de
la experiencia del espejismo, un momento agudo y vivido del
no-saber, pérdida general del sentido de todo lo humano,
noche plena del nihilismo:
Yo he sentido hondo, hondo, hondo, la miseria, la nada
de la humanidad [V, 371].

Es el momento que intentamos explicar en nuestro capí­


tulo cuarto. El momento en que aún reposando sobre sí, el
hombre se afirma todavía como solo en el universo: «Miro el
cielo; ¿rezar?, ¿adónde, adónde?» (V, 371); en el que el dolor
y la angustia, todavía considerados desde la plataforma ya
en ruinas de la individualidad, se tornan incomprensibles
(V, 372), sin fundamento (V, 377), y sin confianza en una
salvación imposible (V, 372). Entonces, en este momento
último, angustioso (V, 372, 467), el Yo que se niega a reco­
nocer la dependencia y la insuficiencia, que se levanta or­
gulloso con su mal y quizás también con su culpa, es un Yo
satánico. Locura y satanismo: es el final de todo proyecto
humano para Jacobi. La equiparación de ambos no dice sino
que pretender la autonomía humana es querer romper con
la divinidad.
10. Pues bien, este momento diabólico de la existencia lo
llena el genio estético, el genio poético. Jacobi conocía inicial­
mente la trama del Fausto. Ahora, en su intento de resituar
categorialmente ese tipo de hombre que representa Allwill-
Goethe, Jacobi no duda en apelar a la propia creación de Goe­
the. El artista persiste en la vida autosuficiente del hombre
incluso tras la experiencia de su nada, igual que Fausto per­
siste en su afán de conocer después de experimentar de ma­
nera directa la desesperación de no poder conocerlo todo. Pero
ambos tienen que vender su alma al diablo para poder conti­
nuar en su obstinación. Desde este momento apenas puede
evitarse la conclusión: esta venta le puede proporcionar crea­
tividad, experiencia; pero experiencia blasfema, como ya vimos
y volveremos a ver en el poema de Prometeo-.

458
A él le engaña su arte propio, verdaderamente bello; se
engaña por la actividad libre que lo produce y que ahora,
mediante este arte, tenía que acrecentar a su vez. Concluye
desde algo pasajero y menor, desde algo contingente, a algo
imperecedero y verdaderamente eterno, que el hombre pro­
duce en su sentimiento, y como un Dios se atiene a aquello
en su hacer y en su poetizar, en el sufrir, en el esforzarse y en
el huir [V, 386].

Que Jacobi está dibujando a Goethe apenas cabe dudarlo.


El genio estético necesita experimentar la verdad de sus can­
ciones, necesita de un alma amistosa y consonante con la suya
«para llegar a estar cierto de que su sabiduría no es ninguna
invención» (V, 387). Por tanto, el genio artístico desplaza hacia
la comunidad el centro de decisión acerca del propio valor de
sí mismo; carece de moralidad, de sustancialidad propia y
tiene que entregar a los ciudadanos «su felicidad, su valor,
su existencia propia» (V, 387). La desesperación apenas puede
hacerse esperar (V, 387). Jacobi jamás entendió que la condi­
ción inmanente de la posición de Goethe era la resignación
ante la perfección imposible, la asunción de lo perecedero
como elemento que concede el hogar a la belleza. En el fondo
Jacobi no podía entenderlo porque para él la belleza perece­
dera le queda prohibida junto con la sensibilidad. De ahí que
Goethe sólo encuentre consuelo en la belleza sensible; mas
en la desesperación de Jacobi no hay nada positivo ni edifi­
cado ante lo que resignarse, sino la nada absoluta de la locu­
ra y del carácter, nada que hay que transformar en Ser, en
Yo firme y esencial. La conclusión entonces es; ¿Cómo salva­
mos nuestro Yo? (V, 381). La pregunta dice así; «¿puede el
espíritu ser despertado de la locura como el cuerpo de la en­
fermedad?» (V, 369-371).
11. Como momento del despertar instintivo de la vida
moral humana, el ideal de autosuficiencia tiene su papel en
la definición de la moral concreta, en esa dialéctica de la letra
y el espíritu. Pero sólo puede servir para despertar en noso­
tros la conciencia precisa de nuestra imposibilidad para al­
canzarlo. Era nuestro fin, el fin que despierta el amor. Pero
desde luego un amor siempre frustrado;

Porque el hombre no puede quererse en su síntesis pre­


sente, la muerte viva de una tal existencia [V, 443].

459
De ahí que la definición naturalista de la dicha no hace
sino vehicular la toma de conciencia de un amor superior que
le hace salir de sí, de la suficiencia, y provoca el presenti­
miento de un objeto no intuible que le hace capaz de creer y
esperar lo que la razón naturalista, la razón sensible, le mues­
tra como imposible (V, 443). Cuando esto sucede, el ideal de
genio queda no completamente arruinado, pero sí transforma­
do. Si el genio se busca en la certeza de su propio Yo como
base y guía de toda conducta, la puesta entre paréntesis del
ideal de autosuficiencia no puede dejar de provocar la pregun­
ta por la razón y el fundamento de ese especial entusiasmo
por el propio Yo. Si este entusiasmo desaparece radicalmen­
te, se hunde con él toda la tensión del proceso dialéctico; si
se mantiene, como hemos visto, surge la vida diabólica que
se niega a una reconciliación con Dios a pesar de albergar la
conciencia del mal. Así que sólo queda un camino: mantener
el carácter central del Yo en la vida subjetiva, pero recono­
cerlo como algo que en modo alguno puede mantenerse a sí
mismo. Es la escalera que nos hace subir hacia otra cosa,
pero que tenemos que soltar si queremos poseerla. El vacío
momentáneo es la locura. La solución consiste en mirar todo
el proceso ya a la luz de la nueva conquista y del nuevo
amor: el Yo fue una gracia que estaba destinada a errar
hasta encontrar su hogar, hasta cumplir su destino. Enton­
ces deviene Muster, Urbild de la conducta, porque llega a ser
autoconsciente de la necesidad de apelar a otra instancia
como donadora. Considerado desde sí mismo, el Yo es
gratuito en su intento de hacerse valer como rasgo esencial.
Sólo alcanza esta dimensión de esencialidad cuando reconoce
que su centralidad en el mundo es otorgada, creada:

Elevados presentimientos agitaban mi espíritu. Mi alma


creía acercarse a lo incomprensible. Ella, que antes no era
consciente ni de una representación, ahora estaba llena de
sensaciones y de pensamientos. Existencia propia sentida
desde la nada; creación [V, 259].

El Yo que pretende elevarse sólo sobre sí acaba viéndose


como gratuito y como nada. Pero a pesar de todo continúa
subjetivamente imponiéndose instintivamente, traspasando la
existencia. Entonces, cuando se nos impone como conciencia
de nada, nos muestra al mismo tiempo la mano que puede
hacer de la nada algo mediante el poder supremo de la crea-

460
dòn. El hombre entonces se siente dependiente, pero de una
dependencia privilegiada por cuando llena y ocupa la volun­
tad creadora y previsora de Dios. Ese es el mayor privilegio
del hombre frente a toda la naturaleza: interiorizar la expe­
riencia de la Creación como experiencia personal.
¿Estamos aquí ante un recurso a la astucia de la razón
para mantener la tensión existencial a toda costa, para con­
quistar ulteriores manifestaciones activas, para la apertura de
nuevos ámbitos de actividad? No. Porque este nuevo objeto
de amor divino se convierte, no en un medio de despliegue
de la propia teleología humana, sino en culminación de la
misma; no sólo es sustancia que mantiene el proceso de in­
conformismo con la letra, sino fin de ese mismo inconformis­
mo. No es un postulado para cumplir la estructura instintiva
del hombre, sino una manifestación más de la propia estruc­
tura instintiva que denota ahora una naturaleza supraterre-
nal en el hombre. Tenemos la sofia aristotélica. Si el hombre
cifra su esencia en aquello a lo que aspira, en aquello que
quiere, ahora, mediante este nuevo amor, el hombre se mues­
tra como naturaleza divina, überirdische (V, 444). Sin esta
asunción, la dialéctica espíritu-letra, moral concreta-abstracta,
le parece inmantenible a Jacobi. Pero entonces apenas cabe
definir esa moral concreta salvo como aspiración «hacia»,
como amor a lo supraterreno, no como síntesis de instintos,
de pasiones, de tendencias concretas.
Apenas se nos permite aquí la duda de que estemos ante
un ideal regulativo que se cumple en la ordenación de dimen­
siones sensibles y reales particulares. Todos los instintos y
actuaciones concretas pierden su función desde el momento
en que se niega la posibilidad de ordenarlos con absoluta uni­
dad y suficiencia. En modo alguno se aceptan unidades in­
termedias, provisionales, resignadas. La condena de la vida
natural de la frónesis es radical porque es traumática, me­
diada por la locura. Hay aquí una decisión sólo justificable
desde el hecho de una imposibilidad de una síntesis comple­
ta de instintos parciales, de cualquier dicha, de cualquier bie­
nestar. A duras penas se enlaza así el talante realista y afir-
mador de Aristóteles —que lo es incluso en la definición de
la vida teórica de la sabiduría— con la aceptación del nihilis­
mo. Tenemos aquí el paso hacia una teoría de la vida concre­
ta como vida mística, inequívoca en Jacobi.^ La relación
espíritu-letra, que apuntaba a una síntesis concreta, se redu­
ce ahora a una relación misticismo-nihilismo, en la que el

461
hombre, negándose a cualquier manifestación sensible, sólo
encuentra la reunificación de fuerzas en la continua apelación
a ese amor supra terrenal. Lo que se alcanza así es un Yo sus­
tancial, pero no mediado por lo temporal, por lo pasajero, con
lo que el propio problema se cierra en sus términos:
No hay ninguna mezcla o elaboración de tales inclinaciones,
deseos o pasiones, por la que el hombre llegue a una segura
soberanía sobre sí y obtenga un Yo inalterable [V, 445].

Pero naturalmente, la pretensión de un Yo inalterable es


una mala apropiación del problema de la formación de carác­
ter, del Ethos, en Aristóteles. El hábito virtuoso en el griego
no ha cristalizado en una conducta en sí misma autosuficien-
te que obtenga su propia justificación desde el hecho formal
de su estabilidad, sino desde la armonía pasional que permite
dar juego a las inclinaciones concretas. En Jacobi, sin embar­
go, la estabilidad se separa de la vida real a la que sirve y
deviene sustancia, sujeto espiritual que no necesita de aquella
vida real que, carente ya de acción, obtiene su placer de con­
templarse a sí mismo. Nunca el misticismo quedó tan perfec­
tamente dibujado como por este contraste con Aristóteles. La
libertad ahora no es la plenitud de la naturaleza concreta, sino
libertad del nuevo sujeto supraterrenal que se agota en su
Selbstachtung (V, 447) por encima del mundo (V, 449) como
algo divino (V, 449). Aristóteles también llamó dicha a esa ca­
pacidad de actuar y conocer lo divino (V, 450). Pero quizás no
de una forma radicalmente separada —en el sentido de deses­
perada— de la frónesis, de la vida social, histórica y sensible.
Una platonización, una reintroducción del jorismós en Aristó­
teles, esto es Jacobi en este momento final de su producción
novelística, en la segunda edición de Woldemar. Pero esto im­
plicaba curiosamente una crítica a Kant y sobre todo, una in­
terpretación del cristianismo como vehículo del paso del ni­
hilismo al misticismo, como vehículo del Ser.

462
NOTAS

1. La carta del 11.10.1796 es quizás el testimonio más importan­


te de la época para resituar las reflexiones sobre Allwill. y en sí
misma es decisiva para comprender la novela: «Hace ahora 21 años
que comencé a publicar este conjunto de cartas. Mi alma estaba en­
tonces en una situación semejante a la de Silli; pronunciaba profun­
dos suspiros. He aquí mis musas. [...] Aparecieron recogidas en 1780.
Las revisé en 1792, las retoqué y añadí otras nuevas, que son las 3,
10, 11, 15, 16, 17, 18, 19. Cuando en 1792 reto‘mé el conjunto para
leerlo, las primeras cartas me produjeron un disgusto tal que eché
el volumen lejos de mí, a un rincón, con verdadera cólera. Se me
persuadió después de retomarlo. Entonces leí la carta de Allwill a
Clement, ahora la 9. A pesar de sus defectos, esta carta me embar­
gó de tal manera, me produjo una impresión tan extraordinaria y
profunda, que resolví conservar la obra de la que forma parte. En­
tonces pasé a una actitud extrema y opuesta; no creía tener el genio
que me había inspirado en 1775. Ensayé e hice la carta de Emilia a
Silli, la 11, que creo es una de las mejores. Entonces tomé coraje y
arreglé lo mejor que pude mi primer volumen. Hecho esto, empren­
dí la regeneración de Woldemar, que me llevó más lejos de lo que
podía suponer. Lo que hace extraordinariamente difícil la traducción
de estas dos obras es que ellas son más producción de la naturaleza
que del arte. Siendo productos de la naturaleza, han debido serlo de
una naturaleza particular, individual. Son los sentimientos de un
hombre, su manera de ver y de pensar, de mirar a los otros y de
encontrarse a sí mismo. En ninguna parte de mis escritos he busca­
do ser un buen narrador; solamente busqué expresarme, haya ha­
blado en mi nombre o identificado con otro personaje.
»He empleado todos los medios, todos los recursos de mi len­
gua, por la necesidad que tengo de hacerme sentir y entender, no
por el ornato. [...] Esta unidad indivisible de sentimiento, de pensa­
miento y de expresión en mis obras, es el fundamento de su éxito
en Alemania» {AB, II, 238 y ss.).
2. Sobre la reelaboración de Woldemar tenemos otras noticias ade­
más de la mencionada en la nota anterior: así el 5 de mayo de 1792,
(AB. II, 85) dice: «Ahora estoy con Woldemar. Yo quería sólo mejo­
rarla y calafatearla con un prólogo y un epílogo. Pero la cosa me ha
ganado completamente. Tengo que procurar que la pieza llegue a
ser un todo». Hacia julio de 1792 mantiene que está mejorando la
parte correspondiente al Kunstgarten, que trata de la historia de la
humanidad. Quiere leérsela a Herder, que está en Aachen en esos
momentos. No sabe cómo acabarla, pero reconoce que el antiguo final
no es idóneo (cf. AB, II, 93). Con Herder por tanto desea firmar un
armisticio {AB, II, 96). A Humboldt le escribe en enero de 1794 {AB,
11, 1.140-1.141) y más tarde sería el recensor de su obra, mantenien­
do una correspondencia con él a este respecto (cf. AB, II, 174 y ss.).
La carta empieza citando a Voltaire, dándonos una idea de las cir­

463
cunstancias vitales del autor: «Vie de malingre, vie insupportable,
mort continuelle avec des moments de résurrectionl». Y acaba de la
siguiente manera: «Cuando me visitó este mal por primera vez esta­
ba en medio del trabajo de Woldemar. Ahora busco en mis papeles
de nuevo y ataco la obra una vez más. [...] Vuelvo hacia Pempelfort
y trabajo sin descanso en acabar mi obra».
3. Cf. Racionalidad crítica. Introducción a la filosofía de Kant,
Madrid, Tecnos, 1987, cap. II.
4. Algunas cartas de la época nos proponen esa interpretación
con claridad. Primero que Kant culmina la tradición aristotélica: «Ya
las especies del Estagira no eran otra cosa que nuestros fenómenos.
Pero ahora esta doctrina se ha desarrollado más y se ha desplegado
hasta sus últimas conclusiones: son percepciones mediatas, percep­
ciones de representaciones. Por consiguiente sólo verificamos nues­
tros propios cambios y por eso nuestro conocimiento entero se refie­
re a sensaciones, imaginación y apercepción y es, por tanto, comple­
tamente subjetivo. Kant tuvo el valor de confesar esto y propuso a
su razón la pregunta: ¿cómo las sensaciones llegan a ser objetos?
Su solución es una obra maestra» (29.12.1790) (A5, II, 47 y ss.).
Segundo, que Kant continúa la labor de Berkeley: «hace un año apro­
ximadamente escribí a Reinhold lo siguiente: sólo puede haber en
principio un idealismo y este único idealismo es el Dios desconocido
en cuyo altar los amantes de la filosofía especulativa introducen con
devoción, especialmente desde Descartes, hoy este ídolo, mañana
aquél. Berkeley, un pensador verdaderamente excelente, estaba en
el camino correcto después de Locke, pero ni él mismo ni su suce­
sor Hume pudieron acabar este proceso. Kant llegó a la meta con
un paso de gigante. Desde el lugar donde él desplegó su bandera
abarcamos siglos del pensar humano con una claridad que es su
obra, aunque no fuera su fin. La teoría admirable completada por él
de un idealismo totalmente concluyente devora todos los demás sis­
temas» {AB, II, 50 y ss.).
5. Para el órgano moral en Hemsterhuis, cf. el libro de Hamma-
cher, Unmittelbarkeit und Kritik bei Hemsterhuis, Munich, Fink,
1971, pp. 69-88.
6. Para la actitud de Jacobi ante la mística recordaré la Carta a
Stolberg, el 29.1.1794 {AB, II, 144): «Te refiero a Fenelón y a su
poderoso tratado Del amor puro. El divino hombre, a quien el mundo
cristiano despreció como un entusiasta, se refugió en los paganos,
entre los cuales se había demostrado el espíritu de su cristianismo,
en doctrina y en vida, como verdad. [...] Perdona que este sea un
místico, y déjame citar aquí a mi favor al doctor Plank que no es
ningún místico: "Esta teología, dice en su Historia del origen de la
doctrina protestante, se había mantenido durante siglos casi com­
pletamente inalterada en los claustros de las comunidades alemanas
del norte y en el azul cielo de África, en las primeras comunidades
de Egipto". Esto es una prueba irrefutable de que ella no es una

464
dogmática sistemática, sino un estado determinado del alma huma­
na que se da en todas las regiones y permanece igual en cualquier
siglo, y que por decirlo así, es natural. Antes, en una nota, observa
el mismo Plank lo siguiente: “la creciente nueva luz de las ciencias,
que en Alemania despertó una mejora de la religión, formó en Italia
deístas. Nunca vivieron allí tantos pecadores reunidos como desde
la conquista de Constantinopla a la ruptura de la Reforma, y si la
filosofía platónica, y la mística que genera, no hubiera contenido la
corriente, en este tiempo de los Pompanaze y los Aretinos, la más
brutal caída de las costumbres habría sido la consecuencia de la Ilus­
tración científica”. Todo esto debería llevarme al reconocimiento de
que tengo por igualmente verdaderas todas las teologías en su parte
mística, y por igualmente erróneas, si no corruptas y odiosas en otros
sentidos, en su parte no mística. [...] La religión cristiana es supe­
rior a todas las otras religiones por la doctrina del milagro perma­
nente que puede ser experimentado por cualquiera: el renacer por
una fuerza superior. Quien cree en la efectividad de ese milagro neo-
testamentario permanente del despliegue del espíritu, puede mirar
con desprecio e indiferencia a todas las filosofías, y quien no esté
convencido de la efectividad de este milagro, debía por lo menos des­
preciar a todos aquellos filósofos que aceptan una existencia sobre­
natural. Este es el caso de la más nueva filosofía respecto de las
filosofías de Pitágoras, Sócrates y Platón. Suma: sólo el que actúa
milagrosamente es Dios, todo lo demás es naturaleza». Desde luego
que ese misticismo constituye la forma peculiar que tiene Jacobi de
entender el cristianismo: «En la medida en que el cristianismo es
misticismo, es para mí la única religión de la filosofía que se puede
pensar; pero tanto menos me mantengo en la creencia histórica» (AB,
II, 55).
Para comprender mejor la actitud de Jacobi frente al catolicis­
mo, lo mejor es referirnos a los escritos del llamado asunto Stol-
berg, la conversión de éste al catolicismo y las explicaciones de Ja­
cobi (cf. Nachlass, II, 223-225). El texto más claro es el siguiente:
«Para mí es imposible mantener una convicción profunda y ser un
papista evangélico. Del papismo no se dice una palabra en la Bi­
blia; para comprender esto sólo se necesitan ojos y un entendimien­
to común que no esté enloquecido. Quien se haga católico romano o
papista, ha abandonado la Biblia por algo distinto. Cree que el espí­
ritu del hombre debe volver a la minoría de edad y la letra en tanto
letra tiene que dictarle la ley. Así piensa también el zar Pablo. [...]
Lo que hace a la religión católica una religión particular es su esen­
cia a-divina pura. Pues ella, como tal, extirpa la conciencia, somete
todo lo sagrado a lo profano, hace al Dios vivo portador de sus ído­
los ridículos, quiere elevar la estrecha locura de su clero por encima
de su verdad infinita. Por eso desprecio y odio al papado tanto como
amo a Dios y la verdad. [...] Sólo hay una comunidad de todos los
sabios, sólo una iglesia invisible en la que se reúnen Cristo, Epami-

465
nondas, Sócrates, Fenelón, Ardnt, Hamann, todos verdaderamente
Dios y sobre todo alma, amantes en Dios sólo y en su verdad, en su
luz universal como la única que no puede mentir. Por esto es una
ruda y la más infame de todas las mentiras que sólo existe una igle­
sia visible y ninguna invisible, que la visible sea la única verdadera
y fuera de ella no sea posible ninguna salvación. Esta doctrina pro­
fundamente atea es la más propia y exclusiva de los católicos roma­
nos. Divinamente católica es la opuesta, la que no teme decir, según
el santo Hamann, que toda religión formal como tal es sólo servicio
del lama, un comer barro».

466
Capítulo IX
CONCLUSIÓN: NIHILISMO, ESPECULACIÓN
Y CRISTIANISMO

Desde este cuerpo de pensamientos entró Jacobi en la his­


toria de la filosofía. Desde esta concepción general de la rea­
lidad conformó sus posiciones especulativas. Desde esta idea
de la naturaleza humana generó su teoría. Más que apropiar­
nos uno sólo de estos dos polos —ideas culturales o dis­
curso filosófico abstracto— hemos exigido a nuestro estudio
establecer un continuo entre ellos, mostrar la unidad de ambos
polos como un único tejido en el que se despliega una sola
lógica y una sola actividad: la de reflexionar sobre el hombre
y la totalidad de lo real desde el modelo de pensamiento ni­
hilista, platónico y místico. En esta cadena, sólo en la cade­
na entera, se muestra el sentido de los principios más abs­
tractos y la profundidad de los detalles más concretos y par­
ticulares. Los hechos quedan así interpretados por la teoría y
la teoría ejemplificada por los hechos. Y fruto de esta rela­
ción recíproca emerge la individualidad de un pensar que tam­
bién es la individualidad de una posición histórica; una filo­
sofía que pasa a ser representativa de ciertos sujetos, de cier­
ta clase, de cierta época.
Vamos a recoger estas posiciones en resumen. Y vamos a
hacerlo destacando la intervención clave de Jacobi en la his­
toria de la cultura filosófica alemana: la polémica con lo que
a partir de él se llamó idealismo, ese peculiar invento de la
propaganda de Jacobi. Vamos a registrar cómo los tres tópi-

467
eos fundamentales —nihilismo, especulación y cristianismo—
se dan la mano en una lógica que el propio autor nos plantea
como necesaria. Debemos aquí entender las razones por las
que Jacobi convenció a su época de que esa misma lógica ne­
cesaria era la lógica interna del sistema kantiano. Y podre­
mos comprobar cómo este hecho significó el desplazamiento
del propio debate filosófico a estas dos cuestiones: la supera­
ción interna de la filosofía kantiana por parte de Fichte y
Schelling, y la definición de las relaciones entre teología, cris­
tianismo y filosofía, como la tarea básica del pensamiento fi­
losófico.

1. Antropocentrismo es espinosismo

Dejando aparte otras cuestiones de epistemología, sobre


todo respecto del realismo de la sensibilidad (IV, 2, 17, prop.
II), o de los fenómenos, Jacobi define el entendimiento {Ver-
stand) como la capacidad característica del hombre en tanto
ser finito y en tanto que inteligencia natural. Ciertamente que
Jacobi niega todo el apriorismo kantiano, siguiendo las críti­
cas que Herder y Hamann habían dirigido a Kant en sus res­
pectivas obras: las funciones de los juicios del entendimiento
son fruto de la reflexión sobre los datos de la sensibilidad y,
por tanto, siempre a posteriori. De ahí que los únicos princi­
pios realmente a priori son aquéllos que potencian la refle­
xión propiamente dicha, a saber, los principios lógicos de iden­
tidad y contradicción mediante los que trazamos semejanzas,
ordenaciones, juicios, generalizaciones, etc. Ciertamente que
esto implica conceder al entendimiento una certeza de segun­
da mano respecto de un cierto tipo de intuición sensible {An-
schauung, Empfindung), en la línea del más auténtico pensa­
miento kantiano, pero también implica el sometimiento de
todo entendimiento al principio lógico de identidad. Jacobi es
esencialmente ajeno a la diferencia kantiana entre «entendi­
miento lógico» {logischer Verstand) y «entendimiento real»
{realer Verstand). El principio de razón suficiente queda so­
metido al principio de identidad, como era por lo demás fre­
cuente en la interpretación wolfiana de Leibniz.
¿Cómo se produce esta sumisión entre los principios? Me­
diante el hecho de que sólo podemos reflexionar dentro de
un ámbito previamente reconocido como idéntico, como ho­
mogéneo. Estamos entonces ante una sumisión metafísica, no

468
estrictamente lógica. De lo que se trata es de que el principio
de razón sólo funciona conectando y relacionando una diver­
sidad que posee la característica común e idéntica de ser fi­
nita, condicionada, igualmente necesitada de razón. De ahí que
hablemos de sumisión, no de derivación del principio de razón
desde el principio de identidad. En sí mismo considerado, el
principio de razón o de mediación es originario del entendi­
miento (IV, 2, 159 y ss.); y lo es porque la representación de
lo condicionado es intuitiva y elemental, produciendo por sí
misma el ansia {Sehnen) de alcanzar lo incondicionado. Esta
división de papeles es fundamental en Jacobi: lo incondicio­
nado no es objeto de juicio, de identidad o de razón, sino sólo
de presentimiento y de búsqueda. Con esto tenemos que la
pretensión de nuestro filósofo es crítica, como la de Kant;
mostrar que el entendimiento no puede conocer lo incondicio­
nado. Que lo que podemos comparar, ordenar, juzgar, es sólo
lo finito, lo condicionado, lo que está definido por esta iden­
tidad que el entendimiento reflexivo le proporciona. Esta es
la conclusión en la que coinciden Kant y Jacobi. La relación
causa-efecto es poco profunda, porque en ella sólo se pone
de manifiesto la esencial finitud y condicionamiento de todo
(cf. IV, 2, 149 y ss.).
Pues bien, el antropocentrismo se caracteriza por elevar
esta forma del conocimiento del entendimiento a forma abso­
luta del conocer, esto es, por pretender conocer lo absoluto
con esas mismas herramientas. ¿Cómo se efectúa este paso?
Sustantivando el reino de unidad que define el entendimiento
lógico entre todo lo que conoce y compara y haciendo de ese
reino la suprema realidad. Esta es una idea difícil de captar.
Quedó claro que el entendimiento sólo compara lo finito con
lo finito. Puede hacerlo de manera indefinida. Surge así una
yuxtaposición de elementos iguales, que en sí misma puede
ser infinita. Si consideramos esa yuxtaposición como forman­
do un reino total, una realidad, entonces tenemos un todo del
que cada elemento finito es una parte, una idea que recuerda
vagamente el ideal de la razón kantiana. Pero como cada ele­
mento finito es condicionado, lo único que se capta como in­
condicionado por el principio de identidad es el todo que for­
man. La aplicación de la identidad a lo incondicionado obtie­
ne como resultado la noción de «Totus parte prius esse
necesse», o lo que es lo mismo; lo particular sólo tiene su
realidad en la identidad absoluta (cf. IV, 1, 176). Pero como
«nosotros sólo podemos pensar según el principio de razón

469
suficiente» (IV, 2, 159), esta absoluta identidad tiene que re­
presentarse también desde este principio del entendimiento.
Representar lo incondicionado como algo sometido al princi­
pio de razón suficiente propio del entendimiento es conside­
rarlo como «causa sui». Tenemos así la esencia de la filosofía
de Spinoza: la elevación de la categoría del entendimiento fi­
nito y humano {Grund, Ursache) a categoría de lo incondicio­
nado, de lo absoluto, de lo infinito o de Dios. Esta elevación
de lo finito a órgano de lo absoluto es el momento esencial
del antropocentrismo.
Mas sigamos descubriendo sus elementos. Al conceder a
la intuición la evidencia originaria, ella es la que determina
el ámbito del conocimiento. La intuición sensible, como pre­
sencia de lo finito, de lo mudable, de lo pasajero, de lo que
supone pasión y mediación, determina la aplicación de la re­
flexión del entendimiento, definiendo el ámbito de la natura­
leza (IV, 1, 26, prop. XXVI, cf. 192). Según esto, absolutizar
el antropocentrismo del entendimiento es representar el ser
incondicionado como naturaleza. La natura que es causa sui
es natura naturans (IV, 1, 180, prop. IX). La voluntad de unl­
versalizar este antropocentrismo es justo la de demostrarlo
todo, la de dar razón de todo, la propia de la especulación
racionalista, la que define la lógica de la Ilustración. Por eso
nos vemos abocados con ella al fatalismo, vale decir, a la con­
sideración de la naturaleza, con sus causas mecánicas y de­
terminantes, como el reino absoluto de lo real (IV, 1, 173.
Prop. IV). La libertad queda excluida de la naturaleza, la fi­
nalidad también. Cualquier otra representación de la natura­
leza es ajena al entendimiento reflexivo y, por tanto, contra­
dictoria (IV, 2, 158 y ss.).
Lo que nos hace repudiar esta concepción del mundo, dice
Jacobi, es justo nuestro sentimiento de ser individuos, el hecho
de que la individualidad no queda explicada desde la natura­
leza. Dejemos de lado la cuestión de que el problema de la
individualidad sólo pudo surgir en un ámbito cultural dado.
Señalemos brevemente que la fuerza que lleva a Jacobi a opo­
nerse al antropocentrismo del entendimiento es paradójicamen­
te la convicción de que con ello el hombre se degrada real­
mente, de que el hombre sólo puede encontrarse cuando él
mismo se somete a una realidad incondicionada en la que se
cobija. Pero tampoco esa paradoja es la que nos hace avan­
zar. Lo importante es que en esta concepción del individuo
que impone la filosofía de Spinoza, el hombre sólo puede re-

470
lacionarse con el todo como una negación con lo infinito,
según el principio «Omnia determinatio negatio est». Este re­
chazo de la idea de considerarse a si mismo como algo pura­
mente negativo, el principio protestante del Norte, del que
habla Hegel en Glauben und Wissen, es así el hilo conductor
de toda la reflexión de Jacobi; la certeza de la propia positi­
vidad como espíritu finito, este es el apriori de toda su filo­
sofía. Obviamente, esta protesta de la individualidad tiene que
llegar hasta una natura naturans que bloquea toda posibili­
dad de reconocimiento de la positividad de lo finito. Surge
así la transformación más paradójica de la filosofía moderna,
la que siempre negará Schopenhauer, en tanto que constituye
la clave de todo idealismo; sólo una consideración de la na­
tura naturans como persona puede posibilitar el reconocimien­
to de otros seres también como personas individuales. Dios
debe pensarse como un Tú si he de reconocerme en Él como
otro Yo. La relación de lo incondicionado con lo condiciona­
do pasa a ser entonces diálogo, y la relación de lo infinito con
lo finito, dialéctica. La paradoja reside en que sólo pensar a
Dios como hombre, como Tú, permite superar el antropocen­
trismo. En la imposibilidad de superar esta paradoja se ancla
la negativa de Jacobi a conceder validez absoluta a la filoso­
fía. Esa paradoja es un misterio y así debe quedar.
Posteriormente desarrollaremos estos aspectos. Por ahora
debemos comprender sólo lo que Jacobi pretende criticar. En
este sentido, la negación de una relación entre lo infinito y lo
finito que tenga lugar en el ámbito de la natura naturans es,
ante todo, una negación de la capacidad del entendimiento
para guiarnos en este terreno. Veamos por qué. En principio,
desde esta comprensión, nunca puede pensarse una verdade­
ra unión entre lo finito y lo infinito, y puesto que lo finito
necesita de esa unión para mantenerse en su ser dependien­
te, nunca podemos explicar realmente la existencia de lo fini­
to. Esto es así porque entre lo finito y lo infinito siempre hay
una infinidad de mediaciones, porque la cadena explicativa
nunca tiene fin (IV, 1, 173 y ss., prop. VI y XXXV). Tampo­
co podemos decir que lo finito sea en lo infinito, pues en él
queda anulada la independencia de las partes (IV, 1, 176,
prop. VII). Así, lo finito no existe plenamente fuera de lo in­
finito ni dentro de él. Pero, a su vez, lo infinito mismo nunca
es una cosa particular, pues carece de toda determinación.
Tenemos así que el summum reale no es Individuum y que
los individua son non-entia (IV, 1, 180 y ss., prop, X-XII).

471
Pero esto no significa sino que el summum reale es sólo el
summum abstractum, alcanzable únicamente a través de la
negación de toda determinación (IV, 1, 186, prop. XIX). El
Dios del entendimiento es así una nada. El Dios de Spinoza
es un Dios muerto y por eso el espinosismo es un ateísmo.
Mas también un antihumanismo, pues al negar a Dios como
individuo, se niega todo individuo con él.
No se olvide que todo esto tiene como punto de partida la
voluntad desmedida de conocimiento liderada por el entendi­
miento. No es extraño entonces que éste sea para Jacobi la
capacidad de desesperación (II, 205) como imposibilidad de
autoencontrarse. La negación del entendimiento no es así una
mera cuestión de razonamiento, sino que se basa en el hecho
de que allí ve el hombre arruinado todo su valor hasta con­
vertirse en algo gratuito, sin razón. Por tanto, se tiene que
negar la negación. Y si el entendimiento es filosofía, entonces
debe negarse la filosofía. Jacobi se queda por el momento
aquí; en la no-filosofía. Pero su rechazo es inmediato, funda­
do sólo en el instinto, en la vida (II, 206): «el entendimiento
que explica y demuestra no tiene en el hombre la última pa­
labra» (II, 207). El propio sentimiento (Gefühl) de su activi­
dad indestructible es el último criterio. Si el entendimiento
no puede explicarlo, entonces ese hecho deberá considerarse
como un milagro, un misterio. La no-filosofía es así revela­
ción interior {innere Offenbarung). La relación individuo fini­
to con individuo infinito es irrepresentable, mas puede vivir­
se. Vida contra filosofía, esta parece ser la cuestión.
Que la filosofía de Jacobi es reactiva ya puede quedar de
manifiesto en lo que antecede; de ahí que conforme va au­
mentando el ámbito de su crítica, también aumenta la pro­
fundidad de su defensa y la complejidad de su pensamiento
positivo. El siguiente punto importante del diálogo de Jacobi
es Kant. Veámoslo.

2. El criticismo es un espinosismo encubierto

Que el criticismo es un espinosismo se deja ver ya clara­


mente en la primera obra filosófica de Jacobi, en las Briefe.
Allí, al exponer la relación entre lo infinito y lo finito que es
típica de Spinoza, según lo cual lo finito sólo es una parte,
una determinación negativa de lo absoluto, Jacobi señala con
claridad a Kant y su noción de todo analítico, aplicada tanto

472
al espacio y al tiempo como a la unidad de conciencia, en
tanto que ejemplos que pueden hacer más evidente el autén­
tico pensar de Spinoza. En efecto, de la misma manera que
la sustancia infinita sólo permite individuos como meras li­
mitaciones, así, el espacio, el tiempo y la unidad de concien­
cia de Kant sólo permiten espacios, tiempos y conciencias con­
cretas como negaciones, determinaciones o partes de dichos
ámbitos. De otra manera; lo a priori es lo infinito, la natura
naturans que decididamente condiciona lo a posteriori, lo fi­
nito, lo individual, como una parte o una limitación suya. Así,
en las notas a las props. VII y XXV (IV, 1, 176 y 192) cita
Jacobi KrV A 25, A 32 y A 107, donde se expone esta proble­
mática. Traigamos aquí sólo el primer texto, ya que los otros
repiten insistentemente las mismas propuestas;
Sólo se puede representar un único espacio y, cuando se
habla de muchos espacios, se entiende con ello sólo partes
del uno y mismo espacio universal. Estas partes no pueden
anteceder al único espacio omniabarcador [allbefassenden]
como si fueran sus partes constitutivas (a partir de cuya sín­
tesis sería posible), sino sólo pensadas en él. Este espacio es
esencialmente único y lo diverso en él reposa únicamente
sobre limitaciones [Einschränkungen] [A 25].

Las palabras a subrayar en los otros textos siempre son


infinitud (Unendlichkeit), limitaciones (Einschränkungen), ori­
ginario (Ursprüngliches), y limitado (Beschränkt). Así pues,
se trata de la misma comprensión formal de la relación
infinito-finito. Pero esto solo no sería totalmente relevante para
la caracterización del criticismo como espinosismo. Lo que hay
que tener en cuenta es que Kant juega aquí explicando tam­
bién los atributos de la natura naturans espinosiana, a saber,
extensión y pensamiento. No estamos ante una coincidencia
formal sino también material, pues es claro que el espacio
representa la extensión, y que el tiempo y conciencia repre­
sentan el pensar. Puesto que en Kant estas instancias deter­
minan las formas de todo objeto individual, en el fondo jue­
gan exactamente igual que los atributos en Spinoza, y por eso
Kant tiene que caracterizarlos como infinitos, como a priori.
También para él son el origen (Ursprung) de toda finitud. El
hecho de que Kant no reconozca explícitamente una única sus­
tancia que los reúna, carece de importancia, pues ¿acaso no
mantiene Spinoza que cada uno de estos atributos agota la
esencia infinita de la sustancia y que hay que considerarlos

473
como la natura naturans completa? Por tanto, lo decisivo del
espinosismo queda recogido en el criticismo. El hecho de no
hablar explícitamente de la sustancia no puede cubrir al kan­
tiano de toda sospecha. Pero si el mencionado (el hecho de
no nombrar una sustancia única) hubiera sido todo el proce­
dimiento kantiano para esconder su espinosismo, seguramen­
te no hubiera engañado a nadie. La cuestión es más refina­
da. Y para entenderla debemos referirnos a otro texto de Ja-
cobi: el Apéndice a David Hume.
En términos generales podemos decir, para preparar este
texto, que Kant propone un dualismo de atributos originarios
(sensibilidad y pensar) sin dar el paso a un monismo, a una
reducción de ambos en una sustancia. Jacobi cree que Kant
no llega a dar ese paso por falta de valentía frente a las con­
secuencias. Prefiere pecar contra su sistema a pecar contra
su propia convicción defensora de la libertad. Así, mantiene
un espinosismo descabezado. Y sin embargo la casa sigue
siendo la misma aunque no tenga tejado; su orden permane­
ce: una necesaria limitación a la naturaleza, una concepción
del pensar infinito como entendimiento, una noción de con­
ciencia como reflejo de la sensibilidad y del espacio, una ne­
cesidad de reflexión sobre la sensibilidad y por tanto la defi­
nición de un ámbito de determinismo. La diferencia entre Kant
y Spinoza es que el primero quiere mostrar que el carácter
limitado del entendimiento nunca llegará a construirse su pro­
pio tejado, a erigirse en razón {Vernunft), mientras que el se­
gundo absolutiza de entrada el entendimiento como conoci­
miento causal cerrando el sistema en la noción de causa sui.
Pero esta diferencia quedará minimizada cuando Kant niegue
a la razón toda posibilidad de objetividad y la reduzca a una
capacidad de construir ficciones. Con ello también se entrega
al entendimiento la sustancia del conocer. Y así tenemos una
vez más espinosismo encubierto: se comienza confesando que
el proyecto consiste en limitar al entendimiento para dar paso
a la razón, y se acaba dando paso a la razón, sí, pero a la
razón subjetiva, que no puede conocer. El proyecto se altera
sobre la marcha: lo que se pensaba como el objeto a limitar
(entendimiento) se convierte en el juez limitante que expulsa
a la razón del reino de la objetividad.
Jacobi entonces se pregunta: ¿Todo este cambio de rumbo,
no es un síntoma claro de que Kant ha dado pasos hacia el
monismo espinosista, de que ha abandonado el dualismo? ¿No
habrá avanzado hacia esa unidad de los principios infinitos

474
de sensibilidad y entendimiento hasta el punto de hacer de
este último el principio absoluto? De otra manera, ¿cómo afir­
mar el entendimiento como el único ámbito de objetividad?
En efecto: el criticismo es un espinosismo escondido porque
ha dado este paso, pero sin decirlo: fuerza ese paso, pero sin
avisarnos, subrepticiamente. Sólo anuncia el monismo como
el Bautista anunció al nuevo Mesías. Ha jugado con un dua­
lismo para mostrar que es preciso superarlo; empezó mante­
niendo la razón y entendimiento para mostrar que era nece­
sario desprenderse de la primera. Pero vayamos al hecho.
¿Cómo descubre Jacobi ese paso subrepticio? De la manera
más interesante. Por eso conviene avisar de entrada que, al
hacerlo, Jacobi ha determinado para siempre la exégesis de
Kant o, como prefiero decir, la ha equivocado. Se puede esta­
blecer una cadena desde Jacobi hasta Heidegger en la inter­
pretación de la KrV, que pasa por Fichte, Schopenhauer,
Nietzsche, Vaihinger y Kemp Smith. Esta exégesis consiste
en la valoración de Kant como un idealista fenomenalista.
Pero vayamos a la argumentación de Jacobi.
Según todas las protestas de Kant, el idealista transcen­
dental puede ser un realista, vale decir, puede apreciar y re­
conocer la existencia de sustancias diferentes de la suya pro­
pia { Kr V/ A 370). Pero sin embargo, Kant no desarrolla nin­
guna filosofía basada en la aceptación de la existencia de algo
radicalmente externo, no define ninguna forma de conocimien­
to para ella, sino que cuando habla de conocer sólo se refiere
a una forma de representar. En efecto, la función del atribu­
to infinito del pensar es la de representación {Vorstellung).
Ahora bien, esto es lo que Kant mantiene cuando habla de
conocer Erscheinungen (II, 293 y ss.). Pero una representa­
ción como Erscheinung, una representación sensible, es algo
que está en el Yo, dice Jacobi parafraseando a Kant (A 101),
y por tanto el espacio y el tiempo como natura naturans de
toda diversidad empírica también están en el sujeto, en el pen­
sar, que así se revela como la auténtica sustancia única, como
natura naturans universal. Por tanto, el criticismo es de facto
un monismo, un espinosismo, sólo que invertido: en vez de
una sustancia en la que el Yo es algo derivado respecto de la
serie de la extensión, tenemos una sustancia en la que Yo es
lo originario, el productor de la serie del pensar. El criticis­
mo es el espinosismo que transparenta su verdadera esencia
como pensar del Yo, como antropocentrismo.
¿Mas y la cosa en sí? ¿Acaso no dice Kant que es algo

475
radicalmente distinto de la subjetividad finita? ¿No es ella el
auténtico atributo de la exterioridad, de la objetividad? ¿Y no
defiende Kant que la cosa en sí nos afecta y que de su afec­
ción surge el fenómeno? ¿Cómo dejar de tomar en serio este
dualismo radical? Y si lo mantenemos, ¿cómo decir que Kant
es monista? Lo que Jacobi contesta es que no podemos com­
prender cómo Kant integra esa cosa en sí en su sistema. Este
es el principal problema. Porque según el criticismo no pode­
mos aplicar el entendimiento para nombrar o conocer esen­
cial o existencialmente esta cosa en sí, pues las nociones de
causalidad, sustancia, relación recíproca, etc., sólo tienen sen­
tido y significado sometidas a las condiciones de la sensibili­
dad. En una frase terminante de Jacobi: «según esta doctri­
na, del objeto transcendental lo ignoramos absolutamente
todo» (II, 303). Su concepto es problemático y subjetivo. Se
comprende ahora el escándalo de Fichte: ¿un mero concepto
problemático afectándonos y produciendo una representación
sensible? Si el criticismo fuera esto, ¿acaso no sería el mayor
de los absurdos? Así que o bien pretendemos que nuestras
categorías alcanzan la cosa en sí, y entonces la convertimos
en un fenómeno más, o bien lo dejamos absolutamente fuera
de nuestra subjetividad, sin relación alguna con ella y sin
poder nombrarla. Sea como sea, los objetos fenoménicos son
nuestros constructos y la cosa en sí no puede ser objeto en
este sentido de la palabra (II, 303). Por tanto no hay ningu­
na vía de acceso a la cosa en sí en el sistema kantiano, y la
noción de afección se nos muestra gratuita. Pero si la retira­
mos completamente del sistema, entonces ¿cómo explicar el
pensar representativo, que exige que algo produzca en noso­
tros el contenido de la conciencia? ¿Cómo explicar el hecho
de la sensibilidad, considerada por Kant como algo derivado,
dependiente de lo que a ella se le da? (II, 303-304). Por tanto,
la pregunta no sólo es: ¿cómo mantener el pensamiento de la
cosa en sí en el sistema?, sino esta otra: ¿cómo se mantiene
el sistema sin la cosa en sí? La conclusión de Jacobi es fa­
mosa:

No ceso de inquietarme porque no puedo entrar en el sis­


tema sin admitir este presupuesto, y no puedo permanecer
en él admitiéndolo [II, 304],

Explicitando la sentencia de Jacobi podemos decir: sin


cosa en sí no hay sensibilidad, sin sensibilidad no hay repre­

476
sentación, sin representación no hay entendimiento y enton­
ces el sistema se hunde; por el contrario, aceptemos que hay
entendimiento, entonces tiene que haber sensibilidad, pero
entonces no puede haber cosa en sí, pues las categorías no
pueden aplicarse a conocerla. La otra posibilidad es aceptar
que hay cosa en sí, que hay sensibilidad, que hay entendi­
miento, pero que tenemos otra forma de conocer la cosa en
sí diferente del entendimiento y más fundamental que éste.
La esencia de la filosofía de Jacobi consiste en reconocer y
explicitar esta forma de conocimiento de lo radicalmente real
y externo al sujeto más profundo que el propio entendimien­
to, forma que Kant se niega a reconocer dejando sin funda­
mento su apelación a la cosa en sí: esta forma es la Glauben,
la creencia producida por el sentimiento. Tendríamos así dos
formas de conocimiento: una, que conoce objetos en tanto Ers-
cheinungen, meramente subjetiva, que trabaja con represen­
taciones de nuestra sensibilidad; y otra que saltándose las ca­
tegorías, previa a ellas, establece la existencia de la cosa en
sí y nos une internamente a ella. En tanto que Kant sólo trata
del conocimiento del entendimiento, se niega a esta segunda
forma de conocimiento. Es fácil anticipar que para Jacobi esta
capacidad de acceso interno a la cosa en sí, a la realidad sus­
tancial, a lo que él llama ser sustantivo, es la propia razón
{Vernunft), no desde luego mediante el pensar representati­
vo, sino mediante la comunicación interna de vida, de espíri­
tu y de amor (Leben, Geist und Liebe).
Más tarde hablaremos de todo esto. Lo que ahora nos in­
teresa es lo que queda del sistema kantiano sin la cosa en sí.
Y Jacobi mantiene: sólo el construccionismo universal de la
forma y la materia del pensar por el Yo, la producción por
parte del Yo de un No-Yo interno a él, el monismo de la sub­
jetividad, el espinosismo invertido, vale decir, Fichte. Enton­
ces, «todo nuestro conocimiento no contiene absolutamente
nada que tenga una significación verdadera objetiva» (II, 307).
De otra manera: la entrada de la cosa en sí en Kant es irra­
cional en el sentido de contraria al entendimiento: es una en­
trada mística, es un no-saber. En el fondo es la propia filoso­
fía de Jacobi, sólo que inconsciente, inaceptada. Kant de facto,
aunque no de dicto, ha reconocido la sexta proposición de las
Briefe: «Das Element aller menschlichen Erkenntnis und Wir-
samkeit ist Glaube» (IV, 1, 223). La cosa en sí en el criticis­
mo es objeto de Glaube y así podemos decir que «si la filoso­
fía transcendental quiere alejarse de la conjetura de la creen-

477
da, perderá toda su consistenda» (II, 310). Sólo así el sistema
es salvable; pero entonces se funda en un no-saber (en el sen­
tido del entendimiento), como hace la propia filosofía de Ja­
cobi. Pero esta opción no era posibilitada por la esencia de la
filosofía crítica, cuyo espíritu era el subjetivismo cartesiano y
el constructivismo del antropocentrismo. Por eso era preciso
exigir claridad al criticismo; «es preciso que el idealismo trans­
cendental tenga el coraje de sostener el idealismo más enérgi­
co que se haya profesado jamás e incluso no retroceder de­
lante del reproche del egoísmo especulativo» (II, 310). Así
pues, el criticismo como espinosismo y antropocentrismo de­
clarado acaba en egoísmo especulativo. Aquí se pone punto y
final a la piel de camaleón del criticismo (III, 75), y resplan­
decerá por fin el nuevo Dios: el Yo.

3. El egoísmo especulativo como nihilismo

Esta acusación es desarrollada por Jacobi en un largo ar­


tículo escrito para los Beiträge de Reinhold, en 1801, poco
antes de que Hegel publicara Glauben u n d W issen. Su punto
de partida lo constituyen ciertamente los dos textos mencio­
nados en el punto anterior y recoge sobre todo un problema;
que el criticismo, al no haber aceptado el conocimiento inme­
diato y vivido de la cosa en sí, ha reducido la razón a enten­
dimiento, o lo que es lo mismo, se ha quedado sin noción de
razón y ha absolutizado el entendimiento. El escrito se titula
precisamente así; El intento del criticismo de reducir la razón
a entendim iento. El supuesto dominante en él es que la esen­
cia del criticismo, frente a todas las apariencias, reside en su
antropocentrismo; la realidad para él es lo construido por el
hombre, por el Yo. Por tanto es preciso reducir la objetividad
a la capacidad de construcción, de creación. Todo esto apun­
ta a la imaginación {E inbildungkraft) como fuerza fundamen­
tal del G em üt, de la subjetividad (III, 70). Esta es la verda­
dera síntesis originaria en tanto que por medio de ella el su­
jeto deviene objeto. Es la ratio essendi, la ratio cognoscendi
y causa y efectus su i (III, 71), vale decir, la natura naturans.
Como vemos, estamos ante un intento de seguir profundizan­
do en la raíz espinosista del pensamiento kantiano: la pro­
ducción del objeto-extensión es simultánea con la producción
del propio sujeto en tanto que pensamiento o entendimiento.
Los dos atributos quedan ahora fundados en una sustancia

478
creadora originaria: imaginación (III, 73). La cosa en sí, el
verdadero objeto, no resulta sino una nada manifiesta en el
sistema {offenbares Nichts). Aquí empiezan las preguntas que
llevan a la definición de nihilismo.
Pues obviamente, esta nada del verdadero objeto, de la
cosa en sí, ¿no traspasa todo el sistema reduciéndolo a la nada
también? El final del objeto, ¿no significa también el final del
auténtico sujeto? Abandonado a la propia sustancia de la ima­
ginación como fundamento, sin apertura a otra realidad dis­
tinta de la que produce la propia imaginación, ¿no pierde el
sujeto su propia vida dentro de un sueño neblinoso? Y justo
entonces lanza Jacobi su acusación; «¿No debe ponerse como
última intención [del idealismo] su propia anulación como su­
jeto y con ello el final perfecto de todas las cosas?» (III, 75).
Lo que Jacobi pretende demostrar es que esta conclusión
se impone. Que privado de la cosa en sí, del conocimiento de
la creencia, el idealismo (y aquí Jacobi habla tanto de Kant
como de Fichte) se convierte necesariamente en nihilismo.
Veamos en qué sentido. Ante todo nos interesa mostrar el ca­
rácter circular del criticismo en este terreno, porque dicha cir-
cularidad es para Jacobi sinónimo de Grundlosigkeit, caren­
cia de fundamento. En efecto, el criticismo pretende que la
imaginación es una natura naturans productora, y por otra
parte que produce desde una síntesis originaria. Ahora bien,
si la imaginación es una síntesis, necesita una antítesis, y en­
tonces no puede ser originaria. Por tanto, los objetos que ella
produce deben ser secundarios; la síntesis, un resultado de
algo condicionante, y, por fin, el sujeto-objeto del egoísmo
transcendental, algo condicionado. Desde la consideración de
síntesis, surge la necesidad de fundar también la imaginación
productiva. Ahora bien, la voluntad de negarse a la cosa en
sí le impide al criticismo fundar a la imaginación, con lo que
no queda otro recurso que hacer depender la síntesis de una
antítesis que ella misma produce desde la nada, incluso desde
la propia nada de su existencia, que sólo es tal una vez pro­
ducida la antítesis. Existir antes de existir, eso es lo que debe
hacer la imaginación. Esta es la esencia que Jacobi denuncia
en el criticismo. Pero veamos sus pasos con detenimiento;
1. La imaginación es una síntesis; «Si debe explicarse una
síntesis, entonces debe explicarse al mismo tiempo una antí­
tesis» (III, 79), esto es una diversidad a sintetizar.
2. Esta síntesis de diversidad es, en resumidas cuentas,
la de una antítesis entre sensibilidad y entendimiento.

479
3. Esta sensibilidad se funda, en último extremo, en el ob­
jeto = X, y el entendimiento en el sujeto = X (III, 87).
4. Estas dos X, como cosas en sí en el criticismo, son ab­
solutamente nada y entonces «se inaugura una total carencia
de fundamentación» (III, 89).
5. La diversidad que requiere la síntesis originaria es, por
tanto, una pura nada, «es un vincular la nada, en la nada,
por la nada» (III, 92):
Pues todo está anclado en la nada, reunido en la nada,
dirigido a la nada, sólo una y la misma cámara vacía de cá­
maras vacías del espacio vacío carente de diversidad fuera
de nosotros, a la que vemos únicamente por un movimiento
transcendental vermicular que no sabemos explicarnos. La
sensibilidad que tiene tras de sí el entendimiento no se tiene
sino a sí misma delante de sí —cuando se la contempla cla­
ramente—. En un humo doble de brujas, llamado espacio y
tiempo, andan como trasgos los fenómenos en los que nada
aparece. [...] Así sólo sentimos nuestra propia sensibilidad,
que nunca es receptora de algo verdadero: sólo intuye su in­
terior intuyente, tanto a posteriori como a priori [III, 111],

6. Entonces la imaginación es, como en el cuento que pre­


gunta por aquello sobre lo que reposa la tierra, la verdadera
tortuga, el fundamento absoluto, la esencia de todos los seres
porque se produce a partir de sí misma (III, 117). Esta es la
espontaneidad de la imaginación: producirse a sí misma, ser
efecto y causa, causa sui (III, 129).
7. Ahora bien, el espacio y la conciencia son infinitos en
tanto a priori. Vimos que eran sólo una unidad, tal y como
queda explicado en Spinoza y en nuestro segundo punto. Para
que exista síntesis efectiva debemos explicar cómo de aquella
unidad infinita surge lo finito, la diversidad sintetizable.
¿Cómo se introduce en la infinitud la limitación, la finitud, la
diversidad real? «¿Cómo lográis aquella unidad y diversidad
puras que son condiciones de la síntesis?» (III, 113). La cues­
tión vuelve una vez más: se trata de comprender la relación
entre lo infinito y lo finito. Si lo primero es indeterminación,
¿de dónde procede la determinación originaria que produce
lo segundo? Esta es la conclusión de Jacobi:

La intención [del presente escrito] fue demostrar que la


tarea que el criticismo debía solucionar, a saber, cómo son
posibles los juicios sintéticos a priori, no la ha solucionado:

480
que no puede resolverse porque un sintetizar originario sería
un determinar originario y un tal determinar sería un crear
de nada [III, 80].

La imaginación es la capacidad que según el criticismo


coherente debe crear desde la nada, para producir una diver­
sidad antitética que exija y dé función a la síntesis. En el
lenguaje de Fichte: debe crear tanto el Yo finito como el no-
Yo finito desde el Yo absoluto. Pero es una creación desde la
nada absoluta porque la imaginación no es con anterioridad
a su propia creación de las condiciones de su existencia. La
única salida es entonces hacer de esa imaginación creadora
desde la nada el propio Dios. La única manera de escapar a
este nihilismo evidente es elevar el Yo a Dios absoluto. Pero
entonces no se hace otra cosa que apropiarse de la represen­
tación de la fe (Dios creador desde la nada) para hacerla ob­
jeto de la ciencia, del saber. Esto es lo que hace del idealis­
mo una blasfemia y un ateísmo.

4. El idealismo es ateísmo y blasfemia

No hay que olvidar que toda la filosofía de Jacobi parte


del distanciamiento de Goethe que tuvo lugar allá por los años
1775-1778. Ni que el síntoma de este distanciamiento fue el
poema Prometeo, donde el hombre exige la retirada de Dios
para crear su propia morada. Este célebre poema acaba así:
Hier sitze ich, und forme Menschen
nach meinem Bilde,
ein Geschlecht das mir gleich sei;
zu leiden, weinen,
zu gemessen und zu freuen sich
und Dein nicht zu achten,
wie Ich!

Este Ich final era ahora consciente de sí mismo y, rebela­


do contra Dios, lo desprecia al ocupar su lugar. Jacobi ve con
lucidez el camino llano, directo, desde la blasfemia de Goe­
the a la blasfemia de Kant y de Fichte. Toda su producción
filosófica es una denuncia de este atrevimiento.
De entre sus enemigos, Jacobi prefiere a Fichte. Su valen­
tía es para Jacobi clarificadora. Su pasión no permite tapu­
jos, tibiezas. Por eso retiró la piel de camaleón del criticismo

481
y dejó claro lo que se encubría con ella. En efecto, Kant, man­
teniendo la ambigüedad de la cosa en sí, parecía dar entrada
a la transcendencia en su sistema, a lo que Jacobi llamaba
una buena fundamentación. Fichte, al eliminarla, quería esen­
cialmente acabar con ese lugar místico en Kant, reducirlo todo
a saber (Wissen). El criticismo recurría a la creencia sin de­
cirlo; Fichte recoge el reto de Jacobi y decide invocar sólo a
la ciencia. Kant dejaba abierta una actitud personal ante la
creencia, a costa de ser contradictorio y pecar contra el siste­
ma; Fichte no puede pecar contra el sistema porque éste es
auténticamente sagrado. Por eso ese sistema se llama ahora
«saber absoluto», inmanencia plena. La transcendencia total
es negada, y la relativa al sujeto es deducida por éste. Este
proceso creador lo descubre la Wissenschaftslehre, la doctrina
de la ciencia. Esta es la blasfemia:

Fichte ofende la majestad [de lo verdadero] cuando quie­


re incluir este lugar en el dominio de la ciencia, cuando quie­
re avistarlo desde el punto de vista de la especulación, en
tanto que punto de vista supremo, punto de vista de la ver­
dad misma [III, 6].

Desde aquí es fácil ver cómo Fichte engloba todas las acu­
saciones anteriores en una: ateísmo, el último ateísmo. Por­
que un Dios conocido, un Dios reducido al sujeto humano,
un Dios fundamentado desde el saber, un Dios racionalizado,
el Dios de la Doctrina de la ciencia, es la negación del Dios
supremo, es el Dios devenido gratuito, expulsado de su ma­
jestad. No es un Dios vivo, sino un Dios muerto (III, 7). Si
la filosofía transcendental no hubiera hablado de Dios no sería
atea. Lo es porque pretende demostrarlo, traspasarlo con el
saber, eliminarlo'.
Pero el verdadero interés de Jacobi es mostrar que Fichte
continúa el ciclo de la filosofía, y no sólo de la filosofía kan­
tiana. Desde ahora no podrá haber engaño: quien quiera lle­
gar a Dios tendrá que seguir el camino de la negación de la
filosofía, pues de otra manera sólo obtendrá un Yo vacío.
Quien quiera ser filósofo, tendrá que cargar con el ateísmo,
con el antropocentrismo o egoísmo absoluto. El antiguo dua­
lismo kantiano «Yo soy y existen las cosas fuera de mí», debía
sustituirse por el único «Yo soy» (III, 10). Esta es la tesis
originaria, la autoposición divina de la que surge el Yo y el
no-Yo finitos; la materia ahora la pone el sujeto, pero esto no

482
deja de ser un materialismo sin materia, un mero artificio lò­
gico. Coincidiendo con Kant, Jacobi defiende que justo cuan­
do la ciencia adquiere su perfección como ideal constructivo
(III, 12), muestra también su vanidad;

Comprendemos una cosa sólo en tanto que podemos cons­


truirla, en tanto que surge en el pensamiento delante de no­
sotros, en tanto que podemos hacerla llegar a ser. Si no po­
demos construirla o producirla nosotros mismos en el pensa­
miento, no la comprendemos.
Si un ser debe llegar a convertirse en objeto de conoci­
miento perfecto en nosotros, entonces tenemos que suprimir­
lo, anularlo objetivamente en el pensamiento en tanto que con­
sistente por sí mismo, y así dejarlo que llegue a ser subjeti­
vamente nuestra propia creación, un mero esquema.
Todos los hombres, en tanto que aspiran en general al
conocimiento, se ponen sin saberlo aquella filosofía pura como
meta. Pues el hombre sólo conoce en tanto que transforma
la cosa en mera forma, en tanto que toma la forma por la
cosa y la cosa por nada [111, 20],

Para cumplir este proyecto, Fichte tiene que enfrentarse


al auténtico problema especulativo: ¿cómo desde el Yo infini­
to se producen el no-Yo y el Yo finitos? Vale decir: ¿cómo con-
ceptualizar y comprender el problema de la creación? Fichte
se enfrenta en la Grundlage a este problema con más volun­
tad que con éxito.
Su punto de partida, la Tathandlung infinita, se extiende
en todas direcciones sin poder ser limitada y, por tanto, sin
conciencia alguna, sin choque, sin represión (III, 24). En tanto
pura expansión, ¿dónde encontraría algo ajeno que la limita­
ra si ella es lo absoluto? ¿Cómo puede limitar su acción y
hacerla finita? Es el problema de la creación: si Dios es infi­
nito, ¿cómo puede crear algo diferente de sí, algo finito? Pero
mientras que la fe acepta que lo ha hecho de modo inexplica­
ble, Fichte tiene que decir cómo. Con ello no hace sino repe­
tir el pecado original, querer ser como Dios. Su lógica quiere
encontrar la manera de representar un Yo que es todo y algo
al mismo tiempo, infinito y finito, inmanencia y transcenden­
cia, absoluto y condicionado. Pues si lo finito, lo condiciona­
do, lo otro, es algo externo al Yo, entonces eso externo no
está deducido, la filosofía parte de un supuesto no demostra­
do y deja de ser saber completamente fundado. Así que la
filosofía de Fichte es coherente si, y sólo si, explica el miste-

483
rio de la creación. Cuando Schelling escriba su Bruno preten­
derà justo esto: que la filosofía es el misterio razonado, ex­
plicado, una misma cosa que la religión porque ambas ape­
lan a un mismo modelo: la creación artística.
Este ensayo de Fichte demuestra al mismo tiempo, siem­
pre para Jacobi, el fin de toda filosofía. Porque al enfrentar­
se a su auténtico objetivo, puede por fin descubrir que su in­
tento es explicar lo imposible.

Nadie puede soñar impunemente desde ahora con la


razón; nadie puede esperar por más tiempo encontrar por fin
la verdadera càbala, ni producir seres y fuerzas vivas con le­
tras y cifras. Verdaderamente [es éste] un gran beneficio para
la especie [III, 32].

Esto marca el fin del antropocentrismo porque pone un


límite a lo que ya no es comprensible por conceptos: la orde­
nación de lo infinito con lo finito. Y como una evidencia más,
Jacobi concluye que esto no puede significar sino el retorno
al primado de la fe:

Con una fuerza irresistible, lo más elevado en mí me ata


a lo incomprensible, a creer en lo imposible para los concep­
tos [III, 35].

Lo incomprensible para los conceptos es justo la noción


de infinito, que para el entendimiento no es sino la pura nada
vacía de determinación. La filosofía, en tanto que opera con
el entendimiento, se ve obligada a partir de este infinito sin
determinación, del infinito como todo abstracto, del infinito
que entonces es una nada. Pero la nueva filosofía debe partir
de una razón viva, de una Vernunft que tendremos que expli-
citar en Jacobi. Mas justifiquemos antes lo dicho:

Pues yo, fuera del mecanismo natural no encuentro sino


milagro, misterio, signo, y tengo una aversión horrible a la
nada, a lo absolutamente vacío (estas tres cosas son una: el
infinito platónico) como objeto de la filosofía, como fin de la
sabiduría a la que estoy forzado en la fundamentación del
mecanicismo [III, 43].

Por eso «para mí el idealismo es nihilismo» (III, 44): por­


que este infinito, aunque esté expuesto bajo la forma del Yo,
aunque ese Yo sea elevado a Dios, no puede justificarse a sí

484
mismo como individuo o persona, como algo pleno de deter­
minación. Toda la experiencia existencial de Jacobi, que desde
luego sostiene su filosofía, se recoge aquí; la nada infinita es
también nada en mí:
El hombre se pierde a sí mismo tan pronto se quiere fun­
damentar exclusivamente en sí mismo. Todo se pierde enton­
ces poco a poco en la nada. El hombre tiene que hacer esta
elección, sólo ésta: la nada o Dios. Eligiendo la nada, el hom­
bre se hace Dios a sí mismo, pero es imposible que, si no
hay Dios, el hombre o todo lo que rodea, sea algo más que
un fantasma: o Dios es, y entonces es un ser consistente por
sí mismo, vivo, ajeno a mí, o yo soy Dios: no hay tercero
[III, 49],
El problema especulativo quedaba negado en su forma tra­
dicional. La razón reflexionante, lógica, propia del entendi­
miento, no puede llegar más allá de la última abstracción.
Entonces descubre que es una mera nada aquello que posee.
Empeñarse en llamar Dios a ese incondicionado abstracto y
vacío es empeñarse en querer ser dioses con nuestra razón;
es pretender que la razón finita exponga y haga redundante
a la razón infinita, dirá Jacobi. El Dios que se alcanza enton­
ces es un Dios muerto, sin vida, mera letra. Ese Dios, nega­
ción del auténtico, debe ser negado. Con ello se niega tam­
bién toda la filosofía anterior del entendimiento. Cuando Ja­
cobi mantiene: «Yo soy el ateo» no hace sino decir: si Dios
es el del entendimiento, yo no quiero creer en Dios. De esta
manera, Jacobi anticipa el Viernes Santo especulativo. Él
desea ser ateo para el Dios de la Ilustración (III, 37). Mas
entonces no hace sino recuperar el principio interno del es­
cepticismo de la filosofía. Lo que él niega, de hecho, es el
postulado del carácter central del entendimiento. Su proble­
ma, visto desde cierto ángulo, es estrictamente epistemológi­
co. Pero Jacobi no puede comprender que esa filosofía de la
finitud es sólo una de las posibles; al rechazarla cree estar
rechazando toda filosofía para así centrarse en la defensa de
una nueva inmediatez, de una nueva obviedad, que tiene que
presentarse en él como no filosófica, pero que otorga de hecho
las intuiciones claves de otra filosofía nueva. Y sin embargo
Jacobi no avanza hacia ella. Es capaz, como buen escéptico,
de negar una filosofía constructiva y dogmática, pero no de
establecer una filosofía propia. Niega el entendimiento pero
apenas si apunta a una nueva razón. Es más; presenta esa

485
nueva razón como sensibilidad; rechaza la especulación anti­
gua, pero es incapaz de ver la tremenda carga especulativa
de su no-filosofía. Comprende que para salvar su propia indi­
vidualidad, el principio tiene que ser persona, algo infinito-
finito al mismo tiempo, absoluto pero determinado, un otro
radical del hombre pero al mismo tiempo inmanente a él, vale
decir. Dios como Geist. Así lo dice: «Por esto, mi solución o
la de mi razón no es ésta: "Yo”, sino "más que Yo”, "mejor
que Yo”, "un otro radical”» (III, 35). Pero no sabe ver que
en esa representación, paradójica y misteriosa para él, se es­
conde una nueva lógica, una nueva filosofía, una nueva época.

5. El nihilismo es un naturalismo: la polémica con Schelling

Todo el edificio doctrinal descrito se basaba en un punto


angular relativamente fácil de remover: la reducción fenome­
nològica de toda realidad a representación. Al descubrir que
Schelling no sigue impulsando esa reducción, Jacobi muestra
un enorme sentido de las diferencias que separan a Schelling
de la cadena Kant-Fichte. Y es que la única alternativa con­
tra el nihilismo que Jacobi cree descubrir en Kant, y que en
último extremo se reduce a un antropocentrismo, consiste en
la aseveración de una sustancialidad absoluta diferente del
sujeto humano y en cuyo seno éste encuentra su lugar como
parte de un todo. Estamos así ante un cierto regreso a algu­
na forma de naturalismo panteista, ante una voluntad de afir­
mar un ser sustancial irreductible a mera representación; pero
sin caer, por otro lado, en el esplritualismo jacobiano. Por
eso mismo, todo intento de construir un pensamiento que o
bien no recoja la noción de sustancia divina como realidad
independiente, absoluta y transcendente, o que pretenda hacer
de naturaleza y espíritu manifestaciones de una única sus­
tancia indefinida, idéntica y absoluta, no sólo le parecerá a
Jacobi la reconstrucción más valiente del espinosismo, la que
subraya su aspecto objetivo frente a la dirección espinosista-
subjetivista de Kant y Fichte, sino además la negación más
valiente de toda espiritualidad, esto es, del espíritu como sus­
tancia independiente. Justo así es como valoró Jacobi la obra
de Schelling.
Nuestro hombre nunca reconoció en toda su profundidad
filosófica el pensamiento de Schelling. Éste protestó tenazmen­
te, entre otras razones porque para él se habían acabado los

486
tiempos de las polémicas entre la razón y la fe, que desde
luego aparecen a la vuelta del siglo como ecos apagados de
la época ilustrada, sin duda lejanos de los espíritus presen­
tes. Jacobi aquí es pura inercia. La nueva filosofía buscaba
una alianza clara y útil entre la razón y la fe, pero la fe en
su sentido más fuerte, más precisamente jacobiano, fe en el
misterio. Filosofía como explicación racional del misterio, esto
es lo que voceaba Schelling por todas partes a la vuelta del
siglo, desde su Bruno. Que esto no gustara a Jacobi era com­
prensible. Para él la filosofía era, antes bien, una maestra que
nos enseña a descifrar el misterio, diluyéndolo y confundién­
dolo. Pero en todo caso se buscaba realmente una síntesis
entre filosofía y fe, y en cierto sentido Jacobi no había hecho
otra cosa en toda su vida. Así que, estudiando el asunto en
su llana objetividad, parece que no hay razones para que Sche­
lling siga siendo un enemigo doctrinal de Jacobi, en el mismo
sentido y virulencia en que lo era el primer Fichte o Kant.
Esa sucesión de malentendidos (muy bien estudiada por Wei-
schedel) que apenas produjo una discusión honesta, con pun­
tos de encuentro reales y atravesada por razones políticas,
¿apenas tenía un fondo filosófico real?
Ciertamente, esta última polémica de Jacobi tenía un fondo
filosófico en la medida en que lo tenían todas las demás. No
se busca un conocimiento profundo, desinteresado, cuidado­
so y matizado de la filosofía que se ataca. Antes bien, se habla
de las propias obsesiones, y entonces de lo que se trata es de
buscar el sesgo desde el cual la otra filosofía parezca enemi­
ga mortal de las convicciones propias. Cuando se descubre
este sesgo, entonces se descubre el fondo filosófico de la dis­
cusión que, desde luego en nuestro caso, es mucho más útil
para comprender los fantasmas de Jacobi que las posiciones
genuinas de Schelling. ¿Cuál es este sesgo en la problemática
que nos ocupa? En vano podemos ir a los textos de Schelling
para descubrirlo. Sólo con decir que Jacobi vio en el natura­
lismo el espíritu de la filosofía de Schelling, podemos com­
probar qué grado de subjetivismo proyecta nuestro hombre
en la comprensión de las filosofías ajenas. Y a esta refuta­
ción del naturalismo dedicó Jacobi las últimas energías en dos
textos que él pretendió su testamento: la Introducción a sus
obras filosóficas de 1815 y el escrito Sobre las cosas divinas.
Jacobi conoce lo suficiente de Schelling como para apun­
tar hacia el aspecto central de su diferencia con Fichte: la
superación del orden moral basado en el sujeto humano, o lo

487
que es lo mismo, el abandono del idealismo moral que tan
subterráneamente une a Jacobi, Fichte y Kant. Ha seguido
también su rastro hasta el punto de descubrir en las Cartas
sobre dogmatismo y criticismo un punto de partida de la
orientación naturalista, en forzada convivencia todavía con el
ideal moral, que se pone en juego de forma vibrante a través
de la crítica de la teología moral de los postulados kantianos.
En efecto, lo que preocupa a Jacobi es el paso más allá de
Fichte dado por el joven Schelling: mientras que el primero,
en el escrito Sobre el gobierno divino del mundo, había ha­
blado de Dios como orden moral mismo (Fichte, Werke, V,
50-51 ), Schelling se siente con fuerza para rechazar toda aso­
ciación entre Dios y moralidad. La cuestión es que esta evo­
lución de las ideas morales es clave y decisiva para entender
la posición de Jacobi: porque sin ella no se hace inteligible la
acusación concreta de poner a la naturaleza por encima de
todo. El Dios que ha eliminado Schelling es el Dios concep-
tualizado desde la moralidad subjetiva del ser racional finito.
En justa correspondencia con lo dicho se alzaba la reivindi­
cación de la acción estética como superior a la acción moral
subjetiva y la concepción de la primera en términos de ac­
ción natural. Así, la filosofía de Schelling pasaba por encima
del dualismo entre acción natural y moral: en la acción esté­
tica se dan ambas sintetizadas, igual que se sintetizaban en
ella libertad y necesidad. Se daba con ello el primer monis­
mo auténtico, que acababa reduciendo a unidad el par más
básico de la filosofía de Fichte: el abismo insuperable exis­
tente entre lo real y lo ideal. Pero al negar que Dios fuera
unilateralmente fuente de libertad sin necesidad, de inteligen­
cia sin instinto natural, de acción moral sin materia, la filo­
sofía de Schelling se levantaba, para Jacobi, sobre el monis­
mo de la naturaleza (II, 51), tenía únicamente valor cognos­
citivo y estético, y escamoteaba todo auténtico combate moral,
que en el fondo es un combate contra la naturaleza, por la
liberación del espíritu respecto de la naturaleza.
Desde esta perspectiva macro-filosófica, Jacobi acierta real­
mente el punto de la polémica: en las Investigaciones filosó­
ficas sobre la libertad, de Schelling, se dice:

El concepto de devenir es el único adecuado a la natura­


leza de las cosas. Pero éstas no pueden devenir en Dios, por­
que son «toto genere» diversas de Él, o por hablar más exac­
tamente, son infinitamente diversas de Él. Para ser separa­

488
das de Dios, deben devenir en un fundamento diverso de Él.
Pero puesto que nada puede ser fuera de Dios, esta contra­
dicción se resuelve sólo así; que las cosas tienen el funda­
mento en esto que en Dios no es Él mismo, vale decir, en
esto que es el fundamento de su existencia [Schelling, Werke,
VII, 359],

Esto es: la noción de Dios se moldea desde la necesidad


de explicar la evolución y el devenir y no a la inversa. Dios
es así un concepto explicativo de la creación, que a su vez,
no es sino una categoría estética. «El concepto de Dios es una
exigencia científica», mantiene Jacobi, lo que significa que
debe plegarse a necesidades explicativas. Jacobi, más que re­
chazar el contenido de ese concepto, que lo hace, intenta ex­
presar su repulsa ante toda operación cientificista con el con­
cepto de Dios, contra el sometimiento del mismo a nuestras
necesidades cognoscitivas respecto de la naturaleza. Por lo
demás, ese Dios explicativo de la evolución del mundo tenía
la estructura que desde siempre denunció Jacobi; como fun­
damento último de todo era llamado por Schelling Natur, pero
también se le llamaba lo Absoluto {Respuesta a Eschenma-
yer, Schelling Werke, VIII, 165) o Absoluta identidad (ibíd.
VIII, 25): en todo caso carece de aquello que Jacobi cree ab­
solutamente prioritario en Dios: la individualidad y la auto-
conciencia (cf. III, 237-240), propiedades que en Schelling Dios
acaba adquiriendo a partir de su propio desarrollo desde aquel
fundamento de su existencia. Se reanimaba la polémica con
el Dios de Herder, tal y como quedaba apuntada en la co­
rrespondencia preparatoria de las Briefe: lo individual de Dios
no podía ser sino una limitación adquirida en el seno de una
evolución a la que el propio Dios estaba sometido.
Pero esta oposición al naturalismo, ¿implicaba por parte de
Jacobi un rechazo de la Natur? ¿Qué hay de aquel Jacobi de
1775-1780 que bendecía la naturaleza como brillo de Dios? ¿Y
del que en 1801, en Sobre una profecía de Lichtenberg escribía
que «en la naturaleza se revela inmediatamente Dios» (III, 204),
tal y como defendía Hamann? En efecto, hay aquí una ambigüe­
dad fácil de dilucidar. La naturaleza es afirmada legítimamente
sólo cuando se lee desde Dios. Por eso dice en Lichtenberg:
Para quien no ve a Dios, la naturaleza no tiene lugar, es
una cosa miserable, privada de razón, de corazón y de vo­
luntad, un tenebroso ser informe, una noche monstruosa que
extiende por la eternidad sólo apariencia y sombras [III, 205].

489
Esto es: la naturaleza se pierde cuando se hace absoluta,
por el acto de Hybris que pretende hacerla sustancia única,
divinidad. Por eso es preciso superar a la naturaleza por amor
a la naturaleza misma, no en un ejercicio nihilista de nega­
ción definitiva, sino en un ejercicio de conciencia de su de­
pendencia. La pregunta sin embargo era más básica: ¿qué
bendición recibe la naturaleza corporal humana, como con­
junto de pasiones concretas, cuando la leemos desde Dios?
Esta pregunta y esta actitud hubiera obligado a Jacobi a ela­
borar también una teoría de la naturaleza sobre la que Dios
derrama bendiciones. Pero la prueba de que Jacobi sólo ha­
blaba de la naturaleza para defenderse de su divinificación
es que jamás mostró inclinación a elaborar positivamente una
tal teoría. Por eso, cuando en los textos de 1812 Sobre las
cosas divinas, Jacobi matiza su oposición al naturalismo como
si no implicara oposición a la naturaleza, sólo está proponien­
do palabras sin contenido filosófico. En efecto, esa revisión
de la actitud hacia la naturaleza sólo habría tenido significado
filosófico si Jacobi hubiera sabido dotar a la naturaleza
de entidad moral positiva, y no meramente negativa. Para ello
hubiera debido retirar su valoración unilateral de la misma
como reino de la necesidad: lo que le hubiera llevado cerca
de la posición de Schelling. Que esta valoración unilateral es­
taba firmemente afincada en Jacobi queda claro desde el dua­
lismo de toda su producción filosófica, y en el siguiente texto:
El espíritu que se eleva en el hombre sobre la naturaleza
no es un espíritu adverso, enemigo de la naturaleza. [...] Todo
lo que existe, a excepción de Dios, pertenece a la naturaleza
y puede subsistir sólo en relación con ella. [...] El que quiera
reducir a la nada la naturaleza, reducirá a la nada la crea­
ción misma. [...] Mas todo lo que acaece en la naturaleza,
acaecerá en virtud de las leyes de la conexión recíproca de
todas las partes, de modo necesario y meramente mecánico.
Por sí mismo no ejercita ni la sabiduría ni la bondad, sino
por todos sitios sólo la fuerza [III, 398-402],

¿Qué se seguía de aquí? Desde luego la imposibilidad de


mezclar la naturaleza con la moral. Esta separación forzó a
la ontologización del problema de la libertad como manifes­
tación de la sustancia del espíritu. Por tanto, la naturaleza
era sólo el terreno de la ciencia teórica, pero desde el punto
de vista de la moralidad era absolutamente legítimo y nece­
sario reducir la naturaleza a la nada. Schelling se enfrentaba

490
realmente a esta posición cuando proponía justo lo contrario:
recoger la productividad de la naturaleza y elevarla a norma
moral objetiva, lo que en todo caso era un directo expediente
contra la interpretación nihilista de lo real sensible, por mucha
especulación del peor cuño que integrara en otros sentidos.
Una vez más tenemos aquí el problema básico, con lo que
podemos ver claro que las polémicas de Jacobi sirven bien
poco para conocer la filosofía de los autores en cuestión, pero
son fundamentales para discriminar su obsesión central: el
nihilismo.
Por tanto, sin la tesis del dualismo irreductible de natura­
leza y espíritu es imposible entender la crítica a Schelling.
Pero Jacobi nunca acepta el reto de Schelling: someter
a juicio la premisa misma de que naturaleza y espíritu bien
pueden no ser principios sustanciales radicalmente diferentes.
En tanto que jamás se impulsa la reflexión hasta ahí, cuando
Jacobi afirma que para Schelling no hay nada sobre la natu­
raleza y que sólo ella existe, que esa es la esencia de su filo­
sofía, que por tanto no hace sino reproducir la vieja cosmo­
gonía y mitología de las físicas especulativas (III, 349), sólo
está haciendo enunciados internos a su propia filosofía: está
marcando realmente su enemigo imaginario y proyectando
sobre Schelling asociaciones subjetivas que expresan funda­
mentalmente lo que Jacobi no quiere ser. La secreta diferen­
cia siempre es metafilosófica, ideológica: la que media entre
una filosofía entendida como justificación de una moral nihi­
lista que ya hemos expuesto, y una moral estética y genial
basada en una consideración de la naturaleza como fuerza for-
madora que es posible conocer y explicar para estabilizar de­
terminados productos creativos, como el mito o el arte. De
ahí que la disputa no sea estrictamente filosófica: nunca se
acepta un mínimo supuesto del enemigo para discutir desde
él; sino ideológica: se trata de desmarcarse de y enfrentarse
silenciosa e irreflexivamente a estos supuestos.
Esta crítica ideológica eminentemente reactiva es la que
lleva a Jacobi a buscar una paternidad de esta filosofía de
Schelling en el espíritu de Kant, la que permite a Jacobi des­
cubrir una evolución necesaria en las obras de Kant, Fichte
y Schelling. La comprensión de la filosofía clásica alemana
como una secuencia lógica es una herencia ideológica de Ja­
cobi y el resultado propagandístico más notable de su volun­
tad de combatir como un solo enemigo a toda filosofía que
elimine la centralidad de la moralidad espiritualista y nihilis-

491
ta frente a la naturaleza. Lo importante es que, para Jacobi,
la filosofia estaba condenada a esta evolución con la misma
necesidad con que se seguían las etapas de la dialéctica de la
personalidad: a la posición inicial del criticismo debe seguir
el ideal del Yo, el ideal de la autosuficiencia de Woldemar
encarnado por Fichte; y a este ideal sólo le podía seguir o la
humildad jacobiana o el Yo satánico y estético que se entre­
ga a la propia naturaleza, tal y como la propuso Goethe y
como ahora lo defiende el propio Schelling. Podemos aproxi­
marnos inicialmente a este problema de la evolución necesa­
ria del idealismo con un texto fundamental:
Desde el descubrimiento kantiano —que sólo conocemos
y comprendemos perfectamente lo que estamos en condicio­
nes de construir— sólo había un paso hacia el sistema de la
identidad. El criticismo kantiano desarrollado con las más fir­
mes consecuencias tenía que tener como resultado la Doctri­
na de la ciencia; y ésta, a su vez, desarrollada estrictamente,
tenía que llegar a una doctrina de la totalidad, a un espino-
sismo invertido o transformado, a un ideal-materialismo [III,
354],
Vayamos ahora a captar el sentido profundo de esta evo­
lución lógica necesaria. ¿Por qué el naturalismo, como espíri­
tu de la filosofía de Schelling, era el último paso del camino
que iniciara Kant? ¿Por qué el espíritu de esta cadena es el
espinosismo? Porque el nihilismo kantiano y el naturalismo
son para Jacobi las dos caras del espinosismo, el primero cier­
tamente subjetivo, que lleva a negar la realidad del mundo y
con ella la del sujeto sobre el que sin embargo quiere fundar­
se; el otro, la cara del espinosismo objetivo, que afirma la
realidad absoluta de una natura naturans indiferente de la
que se deriva tanto la realidad del mundo como la de ese su­
jeto kantiano. El primero era espinosismo porque intentaba
deducir y explicar el surgimiento del No-Yo desde un Yo ab­
soluto sin límites de personalidad, esto es, el atributo de la
materia desde el atributo del pensar; el segundo era espino-
sismo jxjrque, convencido de que el Yo no podía reposar sobre
sí mismo sin caer en el nihilismo, no pretende aceptar su rea­
lidad dependiente de un Dios personal, sino explicar y pen­
sar el Yo finito desde una realidad superior en evolución,
desde un fondo abisal y natural siempre en devenir. Nunca
se afirmaba como primera sustancia y clave de bóveda de lo
real ese Dios personal del que tiene necesidad la moralidad

492
de Jacobi, porque ese Dios, en tanto que moral, jamás puede
atender todos los problemas sistemáticos de una filosofía que
siempre debe acabar racionalizando el papel del propio Dios
en el conocimiento y en la acción humana. Pero justo esta
era la esencia del espinosismo: la explicación de ese misterio
de la intervención de Dios en lo finito.
¿Pero por qué esta radical oposición a toda explicación de
lo que, desde una determinada comprensión de la religión, se
consideraba misterio? Indudablemente hay aquí un aspecto
interesante de Jacobi que le acerca a Kant tanto como le dis­
tancia de él. Cualquier explicación supone un concepto de cien­
cia y por tanto de saber. La conversión de la fe en saber, de
la religión en dogma, en letra muerta, en saber aprendible:
aquí está la base de su ataque a una ciencia desmedida en
sus pretensiones. Tenemos aquí el motivo kantiano de que la
religión no puede ser objeto del saber, de que la razón teóri­
ca no puede ponerle las manos encima a la fe racional, de
que la religión es un asunto moral, un recogimiento sobre sí
y sobre el deber personal reacio al saber y a la letra, y sólo
abierto a la convicción, a la fe y al espíritu. Todo ello era
imposible sin la limitación estrictamente racional de la meta­
física mecanicista de la naturaleza, limitación que el propio
Kant exige y cuyo desconocimiento fuerza a Jacobi a la acep­
tación de una metafísica espiritualista rival. Por eso, desde el
momento en que Jacobi no acepta la metodología crítica como
complemento de su moral, tiene necesidad tanto de atacar el
naturalismo como de defender el esplritualismo, ambas op­
ciones rechazadas de plano por el método kantiano. Por eso
la reivindicación que hace Jacobi de Kant como limitador de
las pretensiones del saber de la ciencia y de la capacidad ex­
plicativa del hombre son ideológicas una vez más, porque no
van acompañadas de la limitación de la metafísica espiritua­
lista como forma espúrea de representarse los intereses mo­
rales ante la que el criticismo había protestado con agudeza.
Al proponer el misterio como forma mística de limitar la me­
tafísica mecanicista, Jacobi de hecho está introduciendo sin
necesidad una metafísica igualmente espiritualista. Cuanto
más usa el criticismo para la primera operación, tanto más
se aleja de él para esta segunda.
Jacobi por eso tiene necesidad imperiosa de distinguir
entre la moralidad kantiana y la teoría del conocimiento, entre
la propuesta limitadora de la ciencia y el método con que esa
limitación se produce; entre la voluntad de otorgar sitio a la

493
fe y la forma concreta en que se construye ese sitio. La mo­
ralidad de Kant es estrictamente platónica, dice al final de
su vida Jacobi frente a Schelling; pero su letra es constructi-
vista. Ya lo hemos visto. De ahí que la evolución idealista es
resultado del constructivismo, no del espíritu platónico de su
moral (III, 357). Pero al integrar estas dos opciones (plato­
nismo y constructivismo) sin unificar, Kant mantuvo la exi­
gencia de la ciencia, con todas sus limitaciones pero recono­
ciendo su aspiración al infinito, que por lo tanto no puede
conocer a Dios y que da paso a una moral que cree sin cono­
cer. Ahora bien, la exigencia de conocer proyectada al infini­
to, por una parte, y la fe sin saber, por otra, chocaban objeti­
vamente como tendencias. Por eso Kant...
[...] tenía razón dos veces y por eso no tenía razón, por­
que no transformó su doble derecho en uno simple y perfec­
to, sino que lo mantuvo doble y ambiguo hasta el final de
sus días, pasando a ser uno de los más instructivos resulta­
dos de la historia de la filosofía. [...] De manera racional, tenía
que parecerle una insensatez la búsqueda de una prueba de
la existencia de un mundo real distinto de las representacio­
nes y correspondiente a ellas, y de un creador supremo de
dicho mundo, igual que una prueba de la inmortalidad del
alma y la libertad del espíritu humano. El deseo de que aque­
llas demostraciones y pruebas fueran encontradas tendría que
haber desaparecido de él como algo verdaderamente absur­
do. Le habría sido evidente y tendría que estar claro para los
ojos de cualquier espíritu profundo, penetrante y libre de pre­
juicios, que estas verdades o había que aceptarlas por la au­
toridad inmediata de la razón, cuyo saber completamente ca­
rece de pruebas, al ser absolutamente supremo como conoci­
miento independiente de conceptos, o habría que despreciarlas
como ilusiones vacías. [...] En esto reside el dilema interno
de Kant y la diversidad del espíritu y la letra de su doctrina;
que él, como hombre, confiaba incondicionadamente en las
revelaciones inmediatas y positivas de la razón, en sus jui­
cios fundamentales y nunca perdió esa confianza, al menos
de una forma completa y decisiva: pero como filósofo consi­
deró necesario transformar este saber puro, revelado e inde­
pendiente, en un saber dependiente de pruebas, lo conocido
inmediatamente en algo mediatamente conocido. Quería fun­
damentar la razón en el entendimiento y a su vez fundamen­
tó el entendimiento en su razón [III, 365-370].

Veamos lo que quiere decir Jacobi: Kant tenía razón al


limitar la ciencia y afirmar la fe, pero no tenía razón en su

494
forma de vincular ambos argumentos, pues reconocía de hecho
la primacía de la subjetividad y de su afán de saber infinito.
Esta diversidad entre espíritu y letra recoge una vez más el
carácter contradictorio de su doctrina; como hombre, dice Ja-
cobi, era un jacobiano, pero exigió mediar ese reconocimiento
interno de la fe por la razón teórica como criterio general.
Ahora bien, la razón teórica como criterio general es el enten­
dimiento. Desde la noción de validez del entendimiento, las
creencias inmediatas de la auténtica fe, las ideas, eran subje­
tivas. Es esa primacía del entendimiento la que hace de los
Phaenomena algo real, cuando no son sino fenómenos cons­
truidos. Aquí Kant carga con el nihilismo y se muestra inca­
paz de reconocer la realidad objetiva de sus ideas, su espíri­
tu platónico. Por eso concluye Jacobi:
Y así es como nuestro gran crítico llegó tan cerca de la
comprensión y del resultado que cumpliría realmente su pro­
yecto filosófico, al resultado decisivo: al hombre sólo le cabe
esta elección, o aceptar en general una nada manifiesta o al
' Dios verdadero sobre todo y que todo lo toma verdadero [III,
372-373; cf. III, 233].

Pero esta primacía del entendimiento significaba para Ja­


cobi la primacía de la razón explicativa, y por tanto de la
naturaleza, del constructivismo y del nihilismo. Quien com­
prende todo esto, entiende que la única salida es dar el salto
mortal: negar la razón teórica y aceptar la primacía de los
sentimientos morales elevados a razón sustantiva. En esto con­
siste la transformación de la teoría de la razón que promueve
Jacobi sobre todo en la Introducción general a su obra filosó­
fica. Kant, al no dar el paso exigido, se inclina al naturalis­
mo (III, 377), sólo que a un naturalismo sin sustancia, nihi­
lista, que sólo espera la elevación de esa naturaleza siempre
en devenir a sustancia infinita. Este será el paso que dé Schel­
ling.
Pero ahora estamos en condiciones de entender qué es el
naturalismo: se trata de un conjunto de premisas que impli­
ca afirmar la primacía del constructivismo, esto es, de la razón
teórica, de la filosofía como explicación natural, como des­
cripción del proceso de construcción y el devenir de las cosas,
y que además considera esta filosofía como clave de valora­
ción de toda realidad. La diferencia entre Kant y Schelling
(que en el origen estaba el Yo o una Natur esencial) debía
resultarle a Jacobi de poca importancia. Lo decisivo para él

495
era que en todo caso se trataba de «renunciar a las ideas mo­
rales como conocimientos originarios de validez objetiva» (III,
377) y aceptar como programa el kantiano: exigir la deriva­
ción de la inteligencia desde la base natural del hombre como
sensibilidad (III, 378). Desde aquí podemos ver cómo de
hecho Jacobi sigue luchando mucho más contra Kant que con­
tra Schelling; sólo aquél era su genuino enemigo, en tanto que
profesaba otra forma de entender la moralidad directamente
rival de la suya, apoyada por una fundamentación que des­
truía el misticismo platónico en que la suya se apoyaba.
Había, sin embargo, una semejanza entre los dos filósofos,
Kant y Schelling, que no escapa a Jacobi y que se desprende
de lo dicho: ambos profesaban un evolucionismo cósmico que
exigía explicar la historia natural del universo entero como
un despliegue a partir de un estado originario fundamental­
mente indeterminado e imperfecto. Una vez más la semejan­
za inicial era suficiente para Jacobi, a quien importaba poco
que este proyecto se realizara en Kant desde la premisa de
una teleología subjetiva que permitía dirigir la investigación
hacia explicaciones de las condiciones de la autoconciencia,
de la inteligencia, y que se transformara por Schelling en un
programa metafísico en el que se da por hecho que esa expli­
cación de la inteligencia es posible mediante meros conceptos
especulativos. Para Jacobi la diferencia no existe, no sólo por­
que ambas filosofías testimonian el mismo afán infinito de
saber, sino porque, ya materialmente, contemplan el espíritu
como un resultado de la evolución de la naturaleza. Desde
aquí, ¿qué más da que la investigación natural, la biología y
la historia natural se dirijan hacia la discriminación de las
causas y condiciones naturales de la inteligencia, o que se
quiera representar conceptualmente a la propia inteligencia
como una mera naturaleza consciente? Ambas posiciones coin­
ciden en lo que para Jacobi es genuinamente peligroso: el evo­
lucionismo. Los adjetivos y determinaciones que pueda reci­
bir esa doctrina son indiferentes:

Todos establecieron como fundamento un caos, una ma­


teria que se movía sin ley, dejando surgir de la misma poco
a poco un mundo, un orden [III, 379],

Y todos coinciden en un estado de indiferentismo inicial


que puede ser el centro de todas las galaxias o el Grund schel-
lingiano como materia originaria, como naturaleza. Sean estas

496
hipótesis científicas, metafísicas o lógicas, esto es indiferen­
te: la cuestión es que todo se considera como evolución desde
ese Uno más imperfecto que su resultado (cf. III, 382). Schel­
ling así no hace sino seguir la línea concreta que va desde
Aristóteles a Kant.
La importancia de esta reducción reside justamente en lo
que ataca: lo perfecto no es lo inicial; Dios no es lo primero,
la providencia no es lo que domina el mundo, sino lo imper­
fecto, un hecho, y no una voluntad (III, 383). Aquí es donde
regresamos a la polémica con Spinoza: el alma sólo acompa­
ña o sigue a ciertos hechos naturales anteriores. Pero por eso
la evolución como tal es ciega, inconsciente, azarosa (III, 383
y ss.). Ahora bien; la acción inconsciente sólo es posible desde
el mecanismo. Aquí Jacobi asegura que no hay que dejarse
engañar ni por las palabras ni por la dialéctica de Schelling.
¿Qué es exactamente la finalidad inconsciente? Palabras: si
no hay conciencia y se actúa, entonces hay mecanismo. Todo
proceso evolutivo es mecánico y por tanto nosotros somos fru­
tos de esa falta de previsión, de azar, de acción ciega (V, 68).
Pensar que Dios no existe al principio perfecto (cf. III, 233)
es negar que exista en absoluto. Pensar que al principio exis­
te sólo la acción inconsciente es proponer a la naturaleza como
principio. Por eso lo que Jacobi ataca no es el naturalismo
explícito. Para él no constituye sino el momento teórico cohe­
rente de la ciencia. Lo que ataca es la voluntad de la ciencia
de presentarse como un pensamiento de Dios, como un in­
tento de explicar a Dios, y con ello de pensar la moralidad
como algo derivado de una acción inconsciente y natural:
El naturalismo no heterodoxo ni engañoso, el que se re­
conoce a sí mismo con franqueza, claridad y desnuda correc­
ción, se salva junto al teísmo como una doctrina especulativa
igual de inatacable. [...] Pero el naturalista tiene que mante­
ner sin cambios este mismo lenguaje sincero y franco para
mantenerse en esta invulnerabilidad. Nunca tiene que hablar
de Dios ni de las cosas divinas, ni de la libertad, del bien o
del mal moral, de la moralidad propiamente, pues, según su
más íntima convicción, estas cosas no existen [III, 386-387].

Schelling forma parte de este naturalismo, cuya más pre­


cisa exposición es la del dictum espinosiano; deus sive natu­
ra. Y desde luego, en Schelling había multitud de textos que
defendían que Dios existía también como resultado de la evo­
lución. Una vez más, sin embargo, Jacobi tenía razón a me­

497
dias: pues falta en Schelling una nota fundamental del con­
cepto de Natur que exige el naturalismo definido por Jacobi.
En efecto, la naturaleza como Grund no es nunca suficiente
en sí (III, 388). Justamente al contrario, la inconsciencia es
su insuficiencia, y por eso necesita dar el paso a la concien­
cia de sí, que es efectivamente el Dios existente. Sólo por su
insuficiencia se inicia el proceso evolucionista propiamente
dicho, y se despliega eso que Jacobi llama «productividad ab­
soluta» (III, 389). Pero sólo un ser insuficiente en estado de
naturaleza puede elevarse a productividad absoluta. Schelling
hace bien entonces en quejarse frente a Jacobi en el sentido
de que él nunca concede a la naturaleza la suficiencia ni la
primacía. Como el «en sí» de Hegel, la naturaleza es una mera
potencia que ya alberga la diferencia y la insatisfacción con
su esencia. Y por eso algún derecho asiste a Schelling en su
pretensión de que poner a la base el concepto de naturaleza
no implica anular el concepto de Dios como conciencia, pro­
videncia y libertad. Porque cuando se da la productividad ab­
soluta, ésta ya no es ni mucho menos ciega como pretende
Jacobi, ni brota de la naturaleza como Grund; no es incondi­
cionada ni absoluta, sino que surge de la naturaleza ya ele­
vada a conciencia, a Dios, y por tanto condicionada por la
inteligencia y las ideas. Ciertamente: en Jacobi rige todavía
un concepto de naturaleza que no tiene definida su relación
con la inteligencia, que presupone un estado productivo sus­
tancial y eterno, inmediato en la misma; en suma, rige el con­
cepto espinosiano de natura naturans, concepto que ya está
decididamente alterado en Schelling, porque la naturaleza por
sí misma, para él, no es naturans, no posee productividad,
sino cuando está elevada a Dios con inteligencia y voluntad.
Jacobi no distingue esto y en la citada Introducción establece:
Lo absolutamente imperfecto se pone como lo absoluto
pleno, dado que lo imperfecto absoluto es lo uno desde el
que todo llega a ser, si bien de una manera dependiente y,
por tanto, pasajera. Pero lo absolutamente imperfecto es,
según esto, lo único no pasajero, el único ser eterno efectiva­
mente verdadero, la «natura naturans». No el Dios persona,
sino el Dios cosa [II, 83].

Pero esta identificación entre Schelling y Spinoza era ex­


cesiva. Antes bien, era preciso reconocer que la fuente de las
cosas finitas es en Schelling una reunión de Spinoza (natura
como Grund) y de Platón (conciencia divina como estructura

498
de las ideas o logos). Y sin embargo esta síntesis es imposi­
ble para Jacobi porque implicaría una introducción del más
profundo Platón en el seno oscuro de la sustancia espinosia-
na. Pero en esta operación Jacobi no entra ni puede entrar:
el paso desde la naturaleza a Dios no es en Schelling deduc­
tivo en el sentido de que la naturaleza produzca o construya
a Dios, sino que es un paso mítico, algo que tiene que darse
en la historia divina para que Dios se autoconstituya no sólo
en esencia sino en existencia, no sólo en naturaleza sino en
logos, no sólo en Padre sino en Hijo. Ese giro de la filosofía,
que revoca la metodología espinosiana y su frío deductivis-
mo, frente a una forma de argumentación diferente e incalifi­
cable, reunión de mito y de lógica (por cierto, mucho más
cercana al genuino Platón, y no al simulacro que Jacobi quie­
re presentar), permanece esencialmente ajeno a Jacobi, que
siempre trabaja con el supuesto racionalista del deductivis-
mo y constructivismo de la realidad física o fenoménica.
Pero justo porque Jacobi entiende que Schelling viene a
fundamentar a Kant, necesita creer que esa productividad de
la Natur genera las cosas finitas, lo que Kant llama fenóme­
no, aquello que habita el tiempo, y por tanto el tiempo mismo
(III, 391). Pero esto significa algo decisivo en la terminología
de Jacobi: la productividad de Schelling es la generación de
la nada, y toda apelación a la Natur es fundamentación del
fenómeno del criticismo, legitimación del nihilismo:

Así es incontestable la palabra que el Dios naturalista pro­


nuncia de eternidad en eternidad: «sea la nada». Invoca el
ser desde el no-ser, de la misma manera que el Dios del teís­
mo invoca el no-ser desde el ser [III, 392],

Pero si la vida de la Natur es producir el mundo del nihi­


lismo y el tiempo ininterrumpido, su esencia no puede ser su­
perior a sus efectos: su esencia es la nada. Y ahora la con­
clusión terrible, verdadera, necesaria, especulativa y ya ple­
namente hegeliana:

En este principio encontramos el absurdo de una identi­


dad del ser y de la nada; pero una identidad que debía ser
incondicionada, de la necesidad y de la libertad, la identidad
de la razón y la sinrazón, del bien y del mal, de las cosas y
de los absurdos [III, 394],

499
Esto es: tenemos una nada plena, un ser sin determina­
ción concreta que posee todas las determinaciones contrarias,
indiferencia absoluta, como quería Schelling. Sólo que Schel­
ling, obviamente, separaría toda su argumentación del con­
texto del nihilismo. En efecto, el estatus de su principio es la
indiferencia, pero no ciertamente porque produzca el tiempo
como estructura general de la nada, del reino de la sensibili­
dad y del devenir. No alberga la nada en este sentido, sino
exclusivamente porque, no siendo nada determinado, es el
aprisco en el que pastorean los contrarios ideales. Por eso
cualquiera que haya leído el Bruno de Schelling sabe que éste
tiene íntima conciencia del carácter limitado de la realidad
temporal, y comprende que la productividad inicial del inte­
lecto no son los fenómenos, sino los arquetipos, las ideas eter­
nas de las cosas, y que sólo por referencia a estos arquetipos
tienen realidad las cosas, si bien realidad disminuida. La
Naíur de Schelling no es meramente el conjunto de todo lo
finito (como quiere Jacobi en III, 339).
Todos estos matices de Schelling eran inalcanzables para
Jacobi, quien trabajaba con asociaciones muy rígidas entre
Natur y sensibilidad, ciencia y mecanicismo, inconsciencia y
azar (III, 398; III, 377; II, 50-51). El tipo de ciencia de Schel­
ling, que tiene por objeto ideas separadas de toda sensibili­
dad, una Natur que no puede fundar inmediatamente la na­
turaleza externa espacio-temporal sometida a planteamientos
mecanicistas, sino por una serie de mediaciones dialécticas
atravesada por una fuerte teleología, es algo que escapa al
mundo conceptual de Jacobi. Se descubre así otro rasgo que
es posible elevar a regla en el comportamiento crítico de Ja­
cobi: que él reduce las ideas nuevas a las ideas viejas conoci­
das, que está ciego ante la novedad de la época. Este plan­
teamiento de no entrar en lo nuevo obliga a que Jacobi esté
en el fondo discutiendo con Kant y con Spinoza, con la Ilus­
tración francesa mecanicista y deísta, y no con Fichte y Schel­
ling salvo en la medida en que son objeto de asociaciones
con aquellos movimientos anteriores.
Por eso el Apéndice A Sobre las cosas divinas pretende
sencillamente identificar a Schelling con Spinoza y se vuelve
a repetir todo el argumento en la Introducción (II, 114 y ss.).
En efecto, en tanto que Spinoza afirmó el paralelismo en­
tre pensar y extensión, reconoció la identidad de ambos y,
así, «fundó creativamente un nuevo sistema que, de hecho
y en verdad, es uno y el mismo con el más reciente de la

500
objetividad-subjetividad, o de la identidad absoluta del ser y
la conciencia» (III, 429). La única sustancia indivisible los
acoge a ambos. El Schelling de 1800 y de los sistemas de esa
época se ha limitado a establecer un criterio para probar esta
unidad sustancial, que justifica la identidad meramente afir­
mada en el espinosismo desde el reconocimiento de la infini­
tud de la sustancia: Schelling prueba que partiendo del suje­
to es posible llegar a la extensión y al objeto externo, tal y
como proponía la Doctrina de la ciencia de Fichte, pero tam­
bién que si se parte del objeto, de la naturaleza, es posible
llegar a una teleología, al sujeto de la propia Doctrina de la
ciencia y del criticismo; se obtiene con ello la identidad real
suprema que está en la base de ambos principios y que en
ellos se manifiesta (III, 430), identidad que no se capta en
uno de los sistemas por separado, sino en ambos a la vez.
Por eso Jacobi entendió estas posiciones como necesarias
desde Kant hasta Schelling: una carencia de fundamentación
real, ya fuera desde el sujeto o desde el objeto, sólo podía
romperse desde un recurso a la fundamentación circular. Su­
jeto y objeto se determinaban recíprocamente de la misma ma­
nera que la imaginación en Kant y en Fichte se autoelevaba
a sujeto-objeto.
Es notorio, sin embargo, que Jacobi reunificaba los plan­
teamientos del sistema de la indiferencia con los más concre­
tos de la Naturphilosophie, que hasta cierto punto eran in­
compatibles. En este sentido Jacobi no entendió o no quiso
entender en qué medida Schelling había evolucionado extraor­
dinariamente desde 1800 a 1810. Para un hombre como Jaco­
bi, que hasta cierto punto es un filósofo inflexible, con una
extrema conciencia de coherencia y con profundas fijaciones
conceptuales, el caso Schelling era difícil de seguir en sus
pasos concretos, pero explicable en el fondo: ¿acaso esta ca­
rencia de reposo teórico y de resultados no denunciaba la
misma futilidad de sus planteamientos, de su dirección cien­
tífica en conjunto? ¿No era un caso más de falsedad vital,
moral, de la inestabilidad característica de la vida sensible,
mala, natural? ¿No era la propia venganza que descendía
sobre Schelling y le hacía incapaz de la tierra prometida, de
la paz? ¿No era un síntoma más de los que llevan el estigma
de Heráclito, que por aceptar el devenir y el evolucionismo
se ven obligados a aceptar que ellos no son, sino que sólo
fluyen? Condenados a no entenderse ni a sí mismos, ¿no son
un resultado lógico de su incapacidad para establecer un ser

501
en su vida? Así, en Schelling se cumple en sentido filosófico
la maldición que Luzie lanzó a Allwill en su última carta. No
es ni mucho menos una casualidad que Goethe, aquel Allwill
denunciado por Luzie, salga en defensa del propio Schelling
en esta polémica: al fin y al cabo se trataba de las mismas
ideas, de la necesidad de un Dios que redimiera a la natura­
leza mediante una referencia a la fuerza divina y formadora
del arte. Frente a esta posibilidad Jacobi había dado su pro­
pio paso: denunciando el espinosismo, el criticismo, la filoso­
fía de Fichte y la de Schelling, sólo le quedaba un refugio:
afirmar el Dios-espíritu, el Dios-persona, el Dios de la místi­
ca. Vamos a verlo.

6. Dios como «Geist»

En el fondo Jacobi no fue capaz de ver que la negación


de la negación, siempre, inevitablemente, es una afirmación.
Esa forma de afirmar que se presenta sin mediación real por
el pensar, sin ser reconocida, es lo que Hegel y Jacobi llama­
ban sentimiento o conciencia empírica. Desde ese sentimien­
to Dios se conforma según los mismos rasgos inmediatos de
lo empírico, como persona infinita. Y sin embargo, en esa afir­
mación, en este Dios inmediato, es preciso ver el germen desde
donde se despliega toda ulterior filosofía dialéctica. Porque,
indudablemente, en sí mismo considerado, no sólo no puede
significar el final de todas las preguntas filosóficas, sino que
además nos obliga a plantearlas todas de una manera radi­
calmente diferente. En este sentido es sólo el final y la nega­
ción de un modo de contestarlas. Cuando Hegel hace la re­
censión de las obras completas de Jacobi, valora su filosofía
como el final de la metafísica clásica, de la metafísica del en­
tendimiento, en igualdad de rango con Kant:

No admite contestación que la obra de Jacobi y Kant es


la de haber puesto fin no tanto al contenido de la antigua
metafísica cuanto a su modo de conocimiento, y la de haber
fundado así la necesidad de una concepción completamente
diferente de lo lógico.

Repárese: Jacobi no ha puesto fin al contenido de la vieja


metafísica, sino al modo de contestar las viejas preguntas. Por
tanto es preciso buscar las viejas preguntas en la representa-

502
dòn inmediata de Jacobi y ver por qué imponen una nueva
lógica, la lógica dialéctica hegeliana. Mas apuntemos que la
nueva lógica, si surge, sólo tendrá como motivo uno preciso;
pensar lo hasta ahora sólo sentido, la relación entre el hom­
bre o la finitud y Dios como lo absoluto.
Ante todo, Jacobi se deja llevar por la inercia de su críti­
ca a Kant hasta dotar a Dios de las características de la cosa
en sí kantiana. La transcendencia es una de ellas. Pero vea­
mos qué tipo de transcendencia. Como podemos suponer, Ja­
cobi desarrolla este problema dentro de su batalla contra el
antropocentrismo kantiano. Se trata de ver si la razón es esen­
cialmente la humana, si la verdad es sólo algo humano, si la
persona radical es la humana, o si por el contrario existe una
razón superior, una verdad superior, una persona superior.
Esto ya no tiene que ver con la filosofía meramente crítica de
Jacobi, no se trata de negar la comprensibilidad de la rela­
ción entre lo finito y lo infinito, sino de la positividad del diá­
logo entre Dios y el hombre. Así que la única manera de di­
solver el antropocentrismo del Yo es hacerse la pregunta: «¿El
hombre tiene una razón o la razón tiene al hombre?» (IV, 2,
152). La contestación es sorprendente; «Si se entiende por
razón el alma del hombre en la medida en que tiene ideas
claras o en la medida en que es entendimiento, [...] la razón
es una propiedad que el hombre va obteniendo paulatinamen­
te; una herramienta de la que el hombre se sirve, que le per­
tenece» (IV, 2, 152). Esta es la razón que representa a Dios
como nada, como un infinito malo, vacío. Esta es la razón
reducida al entendimiento, propia del nihilismo y del ateís­
mo. Por eso sigue Jacobi:

Pero si se entiende por razón el principio del conocimien­


to en general, entonces es el espíritu del que está hecho toda
naturaleza viviente; por ella existe el hombre y él no es sino
una forma que ella toma [IV, 2, 152].

La nueva razón es Geist, lebendiger Geist. ¿Mas cómo re­


presentárnoslo? ¿Qué problemas filosóficos y lógicos lleva con­
sigo pensar la razón como espíritu? Jacobi intentó perseguir
este planteamiento en un pequeño ensayo en el que defendía
que los conceptos de libertad y providencia eran inseparables
del concepto de razón como Geist. Profundizaba allí en esa
otra razón que posee al hombre y que ahora llama razón sus­
tantiva {substantive Vernuft oder der Geist selbst des Men-

503
schen) (II, 313), frente a la razón adjetiva que es una mera
propiedad (Eigenschaft) del hombre (II, 314). Una es la sus­
tancia del hombre al mismo tiempo que sustancia ajena al
hombre, una transcendencia que al mismo tiempo es inma­
nencia; la otra es nada fuera del hombre y una mera herra­
mienta para él, una inmanencia finita. La razón adjetiva no
es un ser, la sustantiva es un ser personal y además es la
sustancia de todo ser, la vida que todo ser finito contiene.
Esta diferencia es la que también se encuentra entre el espí­
ritu y la letra; el ser sustantivo no puede cosificarse, hacerse
letra inerte y, por tanto, no puede devenir objeto de saber
finito (II, 314). «Hacemos desaparecer el espíritu cuando in­
tentamos transformarlo en letra.» Pero justo este carácter re­
fractario del espíritu a devenir letra, obliga a Jacobi a la bús­
queda de formas positivas no lógicas de relacionarse con él.
Esto es lo que le fuerza a comprender la experiencia del espí­
ritu como único conocimiento de sí mismo. Esta experiencia
es la que se reconoce con el nombre de Glaube.
Pero en vano nos va a convencer Jacobi de que él experi­
menta o siente a Dios según los atributos que le otorga. Así,
este espíritu sustantivo queda caracterizado como libertad au­
ténticamente productora (II, 315), poseyendo un carácter in­
telectual, moral y personal. Es el único creador {Urheber) do­
tado de inteligencia y contrario a la naturaleza (II, 315), y
por lo tanto obra con proyectos {Entwürfe) o intenciones (Ab-
sichten) (II, 316). Sólo cuando reconocemos a este espíritu
infinito llegamos a ser igualmente espíritu (II, 316). Si no lle­
gamos a esta autoconciencia somos seres naturales, anima­
les, dotados sólo de un grado superior de conciencia (II, 318),
sin dignidad ni humanidad (id., 329-331). Aquí no cabe en­
gaño: Jacobi no conoce todas estas tesis mediante sentimien­
tos, pero para él no implican problemas conceptuales espe­
ciales. Y sin embargo todas estas no son las cuestiones im­
portantes o decisivas. La gran cuestión comienza ahora:
¿Cómo se relaciona ese espíritu en sí con el espíritu humano?
¿Cómo el espíritu infinito habita en lo finito y le presta su
vida? ¿Por qué no es el espíritu finito sólo la razón adjetiva?
Todo esto es un milagro para Jacobi, un hecho misterioso que
hay que guardar, que no se puede explicar. Pero lo importan­
te es comprobar cómo se expresa;

El espíritu íntimamente cierto [¿fer inwendige gewisse


Geist~\ afirma la realidad y verdad del mismo misterio y mi­

504
lagro y nos obliga [nothiget^ a creer su testimonio con una
fuerza a la que no alcanza ningún razonamiento. Lo que afir­
ma lo produce con los hechos, pues ni la más mínima acción
podría suceder sin el influjo de la capacidad libre, sin la in­
tervención [Zuthun^ del espíritu [11, 318].
Repárese; que esa experiencia del sentimiento se caracte­
rice de la forma descrita no es sino parte de lo que nos reve­
la el espíritu mismo cuando nos cede su propia sustancia. Es
un dato tan inmediato como la propia vida. Es una palabra
de Dios en nosotros que con su certeza vital sustituye toda
revelación externa y bíblica. Entonces el espíritu está cierto
de sí mismo, se habla a sí mismo, es autoconciencia. Esta­
mos aquí ante un nuevo principio de la filosofía, pero tam­
bién sabemos ver por debajo lo viejo. La cuestión es que esa
relación inmediata del hombre con el espíritu, este devenir
inmediatamente cierto de sí como espíritu, es ahora vivir a
Dios, y lo que se obtiene es el Dios vivido. No es que Dios
sea vivo, no es que el Geist sea la vida, sino que por serlo
sólo puede ser conocido siendo vivido desde dentro.
Para desarrollar todo esto debemos establecer otra distin­
ción semejante a la anterior, pero ahora entre lo verdadero,
la verdad sustantiva, y la verdad adjetiva, entre das Wahre
selbst y die Wahrheit (III, 17). En III, 32, queda expuesto
este asunto de la siguiente manera:
Entiendo por verdadero algo que es previo y exterior al
saber, lo que le da antes que nada su valor al saber y a la
capacidad de saber, a la razón; percibir supone lo percepti­
ble, la razón supone lo verdadero.
La noción fundamental del texto es la de razón capaz de
conocer lo verdadero, no la razón capaz de conocer la ver­
dad, que no es otra que el entendimiento. Ella es la que
recoge la presencia universal de lo verdadero, que no es otra
cosa que Dios («das des wahren Gottes Gegenwart nur eine
Allgemeine ist»; Carta a Fichte, II, 53). Mas, ¿cómo se reco­
ge esa presencia? Ante todo, el espíritu llega a estar cierto
de sí mismo en la conciencia moral (II, 39). Sólo por ella
puede elevarse el hombre sobre su razón temporal y llegar
a poseer la noción de libertad, a tomar autoconciencia de sí
como espíritu (II, 48). Pero aquel conocimiento es inmedia­
to y directo:

505
Para buscar a Dios se tiene que poseer en el espíritu y en
el corazón a Él mismo, [...] pues lo que no se conoce de cier­
ta manera no podemos buscarlo ni investigarlo. Pero Dios vive
en nosotros y nuestra vida está escondida en Dios. Si no es­
tuviera presente en nosotros, inmediatamente presente su ima­
gen en nuestro Yo más íntimo, ¿qué podría hacer el espíritu
para manifestarse al espíritu? [Jacobi a Fichte, Akademie Aus-
gabe, III, 3, 249].

Hay aquí entonces una racionalización de la teoría del sen­


timiento y del conocimiento inmediato, de la experiencia de
Dios. Consiste en que esta experiencia no podemos pensarla
de otra manera porque se trata de una relación del espíritu
con el espíritu. Si somos espíritu no cabe una vida externa a
la divinidad: tiene que haber una relación interna, semejante
a la vida única que lo recorre todo. Por tanto, el sentimiento
es la experiencia de que Gott ist in uns.
Pero si aceptamos literalmente esto, debemos reconocer
que Dios llega a la existencia en lo finito mismo, a pesar de
que sea transcendente respecto de él. «Dios tiene que nacer
en el hombre, si el hombre debe tener un Dios vivo y no
meramente un ídolo. Tiene que nacer humanamente en él
porque el hombre no tendría de otra manera ningún sentido
para él» (Jacobi a Fichte, ibíd., 250). Divinizar al hombre,
hacerlo de la misma sustancia que lo divino, pero ahora po­
niendo el énfasis en que así mantenemos la presencia de
Dios, esa parece ser la inclinación de Jacobi: «Dios es para
los hombres, sólo a través de los hombres, el Dios de los
hombres» (II, 120). Estamos en el punto álgido de la nueva
razón que no quiere limitarse al entendimiento y que quiere
vivir en la paradoja y en el milagro: la vida sustancial infi­
nita no sólo tiene que hacerse imagen en la finita, sino que
tiene que nacer ella misma en la finita. Vivimos en ella, na­
cemos de ella; pero ella vive en nosotros, nace en nosotros.
Esa relación dialéctica, imposible de representar según la an­
tigua filosofía, debe dar paso a una nueva lógica. Así, en lo
que Jacobi reconoce como una inmediatez, hay una relación
mutua, una mediación recíproca que no desea explicitar.
Para él sólo hay razón y percepción en sentido genuino:
Wahrnehmung, apropiación de lo verdadero, Vernunft, pro­
ceso de Vernehmen, palabras todas ellas que Jacobi cree que
proceden de la misma raíz. Sólo mediante esta noción de
percepción como expresión de vivir en otro, vivir su vida
por dentro, y por tanto como algo incapaz de convertirse en

506
representación externa, puede resolver el problema de la re­
lación entre lo infinito y lo finito:
Cualquier filosofía que niegue al hombre una capacidad
de percepción más elevada y no necesitada de la intuición
sensible, y que pretenda elevarle mediante un reflexionar con­
tinuo desde lo sensible a lo inteligible, desde lo finito a lo
infinito, tiene que perderse por arriba o por debajo en una
nada [II, 119],

Pero ahora podemos darle la razón a Hegel: la filosofía


de Jacobi recoge el viejo problema especulativo, relacionar lo
finito y lo infinito; niega que se pueda contestar mediante la
lógica de la reflexión, y con ello destruye la vieja metafísica
según su forma; y además en esa experiencia del espíritu cier­
to de sí mismo que se concentra en la percepción y en el sen­
timiento, en el fondo piensa un infinito que es también fini­
to, y un finito que es también infinito, y por tanto orienta el
pensar hacia una nueva lógica de la contradicción, hacia la
dialéctica. Mas con ello, podemos añadir, surge el problema
metafisico de nuevo con toda su fuerza:

El «es» del entendimiento exclusivamente reflexivo es un


«es» relativo, y no expresa más que la simple similitud de
una cosa con otra en el concepto; no es el <(este» sustancial o
Ser. Este último, el Ser real o Ser en sí no se da a conocer
más que en el sentimiento donde se manifiesta el espíritu cier­
to [...] y deviene presente al hombre [II, 105-106].

Ya no tenemos ni razón adjetiva, ni verdad adjetiva, ni


ser adjetivo. La estrategia anti-antropocéntrica impone una
razón sustantiva, lo verdadero y un Ser sustancial, que esca­
pan a la lógica de la representación. No pueden quedar exter­
nos a la subjetividad espiritual, sino internos; no pueden juz­
garse, sino vivirse, sentirse. Entonces «vive en el hombre el
espíritu inmediato de Dios que constituye el ser propio del
hombre. [...] Así este espíritu está presente en él» (II, 119).
Esa presencia es la Glaube, en el fondo siempre una creencia
del espíritu en sí mismo, una autoconciencia. Como nuevo
principio de la filosofía, esa creencia debía mantenerse al mar­
gen de toda fundamentación, debía dotar a la nueva funda-
mentación de su intuición originaria. A pesar de todo, la vo­
luntad de Jacobi era clara: «Si pudiéramos transformar esa
creencia en saber, realizaríamos lo que la serpiente prometió

507
a la lujuriosa Eva: seríamos como dioses» (II, 56). Cuando
Hegel se pregunte de qué modo habría que retomar hoy la
idea de Dios, cuando exclame que la tarea no es otra que pen­
sar la vida, cuando conteste con Fausto: «¡Espíritu siempre
viviente, cómo te siento!», ¿acaso no está preso de la misma
intuición originaria? Y cuando establece en 1800 que la mi­
sión de la filosofía es poner el Ser en la nada, la escisión de
lo absoluto como manifestación y lo finito en lo infinito como
vida, ¿acaso no asistimos a un nuevo acto del intento siem­
pre repetido de la «lujuriosa Eva», de la filosofía, de llegar a
ser como Dios? Mientras tanto, la única opción no pecamino­
sa para Jacobi seguía siendo la ruptura radical de las media­
ciones: entre lo sensible y lo inteligible, la nada y el Ser, lo
finito y lo infinito, la naturaleza y el espíritu, sólo era posible
el milagro, la creación y la creencia mística.

7. Nihilismo, Ser y cristianismo

Pero esta reintroducción del Jorismós entre lo sensible y


lo inteligible significaba directamente un atentado a las con­
clusiones de la KrV, en su pretensión de reducir el valor ob­
jetivo de las ideas. Por eso, la nueva estructura portadora de
las ideas, el instinto (cf. III, 206), es la réplica de Jacobi a la
teoría kantiana de la razón pura. Frente a la reducción de las
ideas a meros pensamientos, la realidad de las mismas asen­
tada en el instinto consiste en la toma de contacto con el Ser.
Una vez más las conclusiones de Jacobi se deben leer como
una reformulación del kantismo. Este movimiento le permite
reconciliarse con su mundo, mirar confiado a la historia que
se acaba de tornar providencial, ofrecer una clave de solu­
ción a los problemas del presente, reordenar un mundo de
pensamientos y de ideas perfectamente asumible por la clase
que Jacobi representa. Su tragedia consiste, sin embargo, en
que propone una reordenación antigua, que no tiene en cuen­
ta que aquéllos que reciben el mensaje ya no participan de
sus mismos supuestos concretos. Pero su grandeza consiste
también en apuntar un germen de las nuevas soluciones. El
instinto será para Hegel sólo un elemento, pero el último, el
inicio de toda una serie de mediaciones, las más poderosas
de las cuales son el estado y la historia.
El elemento fundamental del criticismo era sencillamente
aceptar la KrV como método. Ello obligó a Kant a considerar

508
el entendimiento y la ciencia como criterio de realidad huma­
na, de realidad objetiva, de sustancialidad. La consecuencia
fue la reducción de la moralidad a una mera idea subjetiva.
Es preciso descubrir lo que no puede soportar Jacobi de ese
pensamiento. Ante todo, la subjetividad de las ideas morales
en Kant significaba que no podían apoyarse, para bien ni para
mal, en la realidad, en el Ser o en la ciencia. La realidad no
nos condena a ser inmorales ni nos lleva irremediablemente
a ser buenos. Es un ámbito en el que no tiene el más leve
significado la palabra «bondad». Este adjetivo ya no es trans­
cendental del Ser, sino sólo de la voluntad humana. Por eso
para Kant el mal reside única y exclusivamente en que la vo­
luntad debe autoconstituirse en su dimensión moral y, por
tanto, carece por sí misma de causas que garanticen su cons­
titución. Todo lo que constituye la vida moral responde a una
decisión que sólo es imputable a la propia exigencia para con­
sigo mismo, ajena a todo control heterónomo y movida úni­
camente por el valor intrínseco de este tipo de vida. Pero
desde la KrV como método, la voluntad moral no tiene reali­
dad alguna. No es nuestro Ser, sino cómo tenemos que pen­
sarnos si debemos ser sujetos morales. Siempre tenemos un
círculo: el de una especie que quiere constituirse a sí misma
como especie moral que todavía no es. Esto es lo que Jacobi
necesita refutar desde su espiritualismo moral.
Aceptemos que la voluntad moral es una idea, podría decir
Jacobi. Por el contrarío, ¿qué tiene que decir de la realidad
del ser humano la ciencia formada con el criterio de la KrV?
Ante todo que el universo está en movimiento, que todo está
en evolución desde la explosión originaria hasta nosotros; que
la tierra está sometida a continuas catástrofes y que así como
no hay necesidad de que la materia inorgánica dé origen a la
vida, así tampoco la hay respecto de que la vida conduzca al
hombre. Esto es; no hay necesidad en la existencia de nin­
gún hecho natural, aunque si tal hecho existe, debe poseer
causas concretas sin las cuales no podría llevarse a cabo. El
camino que va desde el estado originario de materia hasta el
hombre es un camino atravesado por diferentes epigénesis,
apariciones de algo nuevo, que aunque se supone causado,
no podemos sino entenderlo como contingente en su presen­
cia real, en su existencia. Esto dice la ciencia: que el hombre
es un ser contingente en el universo. Así lo reconoce Kant en
la conclusión de la KpV, sin aparente dolor.
Pero no sólo eso: la ciencia dice que el procedimiento por

509
el cual los animales han ido evolucionando hasta el hombre,
a través de millones de años, es la lucha egoísta por la exis­
tencia; la disputa por territorios, por la pareja, por mejores
condiciones de vida frente a otras especies, llevada a cabo
por la fuerza y la astucia, y dentro de ciertos marcos de soli­
daridad. Todas estas tesis están en Kant y las conoce Jacobi.
Así que la cuestión es: si la ciencia dice todo esto como ver­
dad, ¿cómo es que Kant se empeña en apelar a la voluntad
buena como el único soporte de la decisión humana para la
realización de la moralidad? Este fiat de la voluntad que ins­
tituye la moral, ¿no sería un milagro más grande que todos
los que ha descrito Jacobi, por lo que tiene de antinatural,
por carecer de toda base en el Ser? ¿Cómo va a contrarrestar
el hombre, sólo con su decisión, los millones de años de vio­
lencia natural, de realidad natural? Muchos textos de Kant,
aquéllos que presentan la definición de la ley moral, refuer­
zan esta impresión; la ley moral sólo puede imponerse por
una lucha a muerte contra la sensibilidad, contra la naturale­
za, por un control de las inclinaciones naturales, de los prin­
cipios egoístas que han sido los mecanismos de subsistencia
durante milenios. La moral parece entonces suponer un aban­
dono por parte del hombre de justo aquellos mecanismos a
los que debe su propia supervivencia, una suerte de autoin-
molación del sentimiento egoísta natural ante sentimientos de
solidaridad débiles, una autonegación que sólo es inocente por­
que es ilusa e imposible.
Jacobi participa de esta descripción de la moralidad en
términos de muerte a la sensibilidad. Es la comprensión de
la moral como instrumento y voluntad ascética de nihilismo.
Pero mantiene que ese combate no puede triunfar si se deja
en manos de otra nada; la voluntad moral. Debe confiarse a
un Ser: al instinto espiritual como segunda naturaleza, como
aspecto ontològico del hombre distinto de su dimensión feno­
ménica. Por tanto, Jacobi acusa a Kant de incoherencia: darle
prioridad a la ciencia natural, a la realidad de la KrV y pre­
tender afirmar una moralidad sólo en una voluntad que, apli­
cando el criterio de la KrV, no es nada real (III, 387 y ss.).
Quien haga esto, dice Jacobi, es un iluso y en el fondo no
quiere asegurarse el éxito de la acción moral. Jacobi, que cree
en la identidad de su moralidad y la kantiana —por muy su­
perficial que sea esa creencia— considera a Kant un iluso bien­
intencionado cuya filosofía es preciso reformular privando a
la naturaleza y a la ciencia de su papel de criterio exclusivo

510
de la realidad, rechazando la KrV como criterio de la ontolo-
gía y reduciéndola a tratado criteriológico del fenómeno, de
la naturaleza o de la nada. Al proponer este cambio, Jacobi
pretende otorgar una ontología a su moralidad; sólo si la mo­
ralidad se basa en lo real, tiene garantizado su éxito. Esta
ontología no puede ser la de ciencia y naturaleza; su forma
de conocimiento no puede ser la representación y el entendi­
miento; es la ontología del espíritu y la de la percepción, de
la razón y del instinto. Lo que fundamenta a la moral es una
realidad sustancial ajena a la materia, el espíritu que conoce­
mos tan pronto como nos reconocemos como Yo inmortal. La
dignidad humana es así una realidad y no una conquista siem­
pre en precario, basada en nuestros compromisos y exigen­
cias para con ella. La disputa contra la sensibilidad tiene po­
sibilidad de triunfar porque la vida del espíritu es autónoma,
posee la consistencia en sí de la sustancia y del Ser. Y lo que
es importante; desde ella la realidad natural, que en Kant es
la realidad por excelencia, es nihilismo, nada, devenir, que el
hombre oprime gustoso hasta reducir a su verdadero estado;
el de nada. La moralidad del nihilismo es natural vista desde
el espíritu y está ordenada según el Ser de las cosas, porque
reduce la sensibilidad a su verdadera dimensión. Aquí está el
fundamento de que la moral provoque esta tragedia personal
que el sujeto mismo interpreta, desde la esencia del cristia­
nismo, como experiencia prototípica humana, como muerte y
resurrección angustiosa hacia una vida pura.
El cristianismo es la verdad profunda del nihilismo, la ele­
vación a evidencia de la existencia del espíritu triunfante sobre
la naturaleza; «Si la naturaleza es lo único, entonces es lo
más poderoso y no existe voluntad sagrada en general. Tibe­
rios, Nerones y Borgias son posibles, pero no Sócrates ni Cris­
to. El cristianismo así entendido es la única religión» (III,
426). Esto es, como religión del espíritu, como la lucha an­
gustiosa hasta la muerte con nuestra naturaleza sensible, por
la primacía del espíritu que extrae su fuerza de su propia sus-
tancialidad, de la certeza objetiva y del goce de su realidad
en nosotros. Cristo en la cruz lanzando los dos gritos contra­
dictorios de sentirse abandonado y de sentirse protegido en
el Padre, expresa la batalla y la victoria moral (III, 428), que
no puede acabar sino con la muerte de la naturaleza y la
transparencia del espíritu. Cuando Cristo exclama, «¿Por qué
me has abandonado?», habla en él la naturaleza, la persona
humana sensible, que se sabe morir; pero el triunfo es para

511
la expresión confiada en la que el propio espíritu se entrega
en los brazos del Tú del espíritu divino. La escisión del hom­
bre, el dualismo de sus dos dimensiones, queda explicitado y
sacralizado: hasta el Dios hecho hombre tiene que acabar pro­
nunciando dos gritos contradictorios, irreconciliables.
Por esto no le interesa a Jacobi la realidad de Cristo como
hombre real, como historia, como hecho; la moral no tiene
como base la historia, sino la ontologia. Cristo no es una re­
velación puntual, una historia sagrada, sino que vale en tanto
que revela la ontologia profunda del hombre, porque es testi­
monio de esa ontologia. Cristo revela el Ser del hombre. Toda
la polémica de Jacobi con Claudius en la primera parte de
las Cosas divinas tiene este sentido: Cristo es lo esencial al
hombre, la historia total de la humanidad (III, 254), igual
que Sócrates. «Sea una historia o una leyenda, quien la in­
ventó es un profeta de Dios» (III, 427). Por eso no vale en el
cristianismo ningún materialismo, ninguna doctrina positiva,
ninguna crítica de la Biblia (cf. III, 270, 277, 291) (ésta po­
dría desaparecer sin destruir el cristianismo, como aceptaban
Lessing y Reimarus); sino sólo esto; reconocer el espíritu que
fuerza a reproducir el combate de Cristo (III, 273-274), a ele­
varse por encima de la naturaleza. La revelación en Cristo
debe hacerse interior en nuestra vivencia de la moral (III,
279-280). Sólo en esa interiorización viva. Dios deviene hom­
bre; esto es, se sacraliza ese combate a muerte, el combate
nihilista, como parto y alumbramiento de Dios (III, 279),
como parto virginal, pues ¿qué es más puro que un hijo de
la muerte? Cristo es mero sirviente (III, 286): él no es la per­
sona importante en la vida religiosa, sino cada hombre, cada
nuevo Cristo que tiene que olvidar para siempre aquella his­
toria para encarnarla. La persona de Cristo era un medio de
revelación, no lo revelado. Esto último no tiene sustancia más
que en la vida y tiene por eso que ser revivido en el espíritu
del hombre. No se puede adorar a la persona de Cristo, sino
sólo la divinidad del espíritu que obtiene en Cristo forma, in­
tuición (III, 286) por la que llegamos al conocimiento de lo
que el espíritu es: vida trágica que exige autenticidad. Es cier­
to que esta posición ataca toda comprensión del cristianismo
positivo, que siempre acaba en fanatismo muerto (III, 308),
y exige un cristianismo moral y vital. En este sentido Jacobi
se alinea con Lessing, e incluso lo supera: pues si, para el
bibliotecario, la divinidad del Hijo es lo genuino de la reli­
gión cristiana e inaugura la segunda época de la religión tri-

512
nitaria, Jacobi, al reducir la religión a espíritu, se coloca un
paso más allá, en una tercera época de la autoconciencia de
la esencia de la religión cristiana.
Pero con todo, la cuestión central sigue afectando al bi-
sustancialismo de naturaleza y espíritu. Porque aquí, en el
postulado de una sustancia espiritual está Ta garantía del éxito
de la moral. No es que el hombre esté condenado por su sus­
tancia a ser bueno; pero es imposible que el hombre tome
conocimiento profundo de su espíritu sin triunfar moralmen­
te. Hay en la base de Jacobi un cierto socratismo que reduce
la moral a autoconocimiento. Porque además, desde esta con­
ciencia de sí, el lugar del hombre —fruto azaroso de la natu­
raleza del kantismo— se torna ahora el lugar central designa­
do por la providencia (III, 21-23), y la moral, en oposición a
la decisión escuálida atravesada por el mal radical en Kant,
se convierte en un instinto radical hacia el bien —amor, eros,
Liebe— por el que seguimos nuestra naturaleza espiritual. En­
tonces vemos cómo el cristianismo sólo puede ser también pla­
tónico (III, 298 y cf. III, 446 y ss. 459 y ss.) y místico (III,
437-438), cristales que siempre acaban produciendo esa mi­
rada nihilista sobre la realidad sensible.
Tenemos por tanto, como decíamos al principio, a Platón
frente a Kant. Realidad objetiva de las ideas frente a reali­
dad subjetiva; ideas regulativas e ideas como objeto de cono­
cimiento místico e instintivo; ideas que generan responsabili­
dad e ideas que generan convicción, podríamos decir con
Weber, quien siempre emerge como transfondo teórico de cual­
quier estudio sobre el irracionalismo. ¿Pero es débil esta di­
ferencia? ¿Son las mismas ideas? ¿Mira Kant la realidad sen­
sible con ojos de nihilista, negadores? ¿Es la moral de Kant
también la de Jacobi, la de Cristo en la cruz, la de la trage­
dia? Sigamos preguntando un poco. ¿Es Kant el filósofo de
la contradicción radical entre naturaleza y voluntad? Sólo el
supuesto de esta contradicción radical nos hace pensar que la
idea de la voluntad moral no tiene base real. ¿Pero se en­
cuentra realmente la voluntad en el aire, no a la hora de lle­
gar a tener conciencia de sí racionalmente, sino a la hora de
realizarse? ¿No hay entre la naturaleza mecanicista y la mera
ilusión una realidad que Jacobi se niega a reconocer en su
carácter fenoménico, real, humano, positivo? ¿Acaso lo que
media entre el hombre de hoy y la primera manifestación viva
es la lucha por la vida, el combate egoísta, primario? ¿Qué
pasa con todo el esquema de Jacobi cuando introducimos la

513
sustancialidad humana de la historia, esos cuatro o cinco mil
años en que el hombre, junto al egoísmo, ha tenido que desa­
rrollar cada vez más amplios resortes de sociabilidad; en que
siempre una mínima conciencia del valor superior de la vida
humana se mezcla con una continua ofensa a la misma? Ca­
rece de sustancialidad, dirá Jacobi: es un mero devenir, tiem­
po, naturaleza, fenómeno, nada. El nihilismo de Jacobi niega
la historia en tanto que ésta es una parte de la realidad sen­
sible. Pero sólo por el olvido de la Historia material, de la
realidad espacio-temporal, es posible mantener la interpreta­
ción jacobiana de Kant y proponer como solución alternativa
la que hemos analizado en los párrafos de arriba. En efecto,
la historia humana también es una parte de la historia natu­
ral. Ella también está atravesada por la contingencia y el azar.
Podría haber resultado de otra manera. Pero en todo caso este
asunto es menos importante que la cuestión de que la histo­
ria tiene una base natural desde la que es explicable, posible,
y real como acción humana ya efectuada y cosificada, sin que
necesitemos proponer una sustancialidad espiritual como su­
jeto. Es más, ahora vemos el juego de Jacobi, el juego ele­
mental de Hegel: el producto de la historia —las categorías
morales— se eleva a sujeto último de la historia, el final es
puesto al principio, la conquista siempre en peligro elevada a
sustancia: las dimensiones inteligibles, que en Kant son pro­
yectos libres, se tornan instinto, espíritu en sí inconsciente
que sostiene la historia providencialmente hacia la realización
consciente de sí.
Pero Kant no da ese paso jamás. No hay predestinacio-
nismo. La noción de providencia sólo funciona plena de sen­
tido en la política moral como acción comprometida con la
razón. Lo que parecía una moral responsable en el aire, se
convierte desde el hecho de la historia en una moral con bases
naturales y, sobre todo, con retos históricos. Lo que parecía
una ingenuidad, exigir la acción moral a una voluntad sin na­
turaleza, se convierte en una prueba de lucidez: la misma
naturaleza histórica que da bases naturales para el combate
egoísta las da también para el combate moral. La salida no
está en provocar una escisión entre naturaleza y espíritu como
dos sustancias, sino en sacar a la luz el carácter contradicto­
rio de la naturaleza cuando se torna histórica: manifestación
del interés, del egoísmo, pero también de la simpatía, de la
cooperación; la solución no es una oposición entre sensibili­
dad y razón, sino la conciencia de que la sensibilidad es tanto

514
la que produce la conciencia egoísta del interés en los obje­
tos, como la que guía el sentimiento estético que encierra la
consideración de todo hombre como fin en sí en tanto sujeto
de comunicación. Debemos decir que en esta estructura con­
tradictoria de la sensibilidad —y de la razón que emerge sobre
ella, racionalidad técnica y moral— reposa el mecanismo de
la historia, la construcción de sociedades, la emergencia de
valores sociales: en la insociable sociabilidad humana.
Pero entonces vemos que la racionalidad y la moralidad
no emergen en nosotros por medio de una decisión volunta-
rista, suspendida en el vacío y siempre violentada por la na­
turaleza, aunque la definición de su principio de acción nece­
site integrar análisis que simulen indicarlo así. Ambas son
decisiones internas a las que nadie nos fuerza como personas
individuales, pero que la historia siempre nos propone como
una pregunta eternamente repetida, como un reto que sólo
puede desplegarse en la lucha por ser reconocido como hom­
bre dentro de un grupo social. Una pregunta, un reto y una
lucha por el reconocimiento como sujeto libre y digno, una
orientación general de la conducta según ciertas máximas,
todo esto no es una sustancia en el sentido de Jacobi. Es his­
toria, la dimensión a la que el hombre está condenado como
ser natural, sensible, como está condenado el universo entero
en razón de su esqueleto infinito de tiempo. Pero en esa di­
mensión real histórica siempre hay instancias que apoyan tam­
bién la dimensión social, lo mismo que siempre existen las
que apoyan una dimensión interesada. Por eso no hay garan­
tías de triunfo. Cuando Jacobi exige de entrada una lucha ni­
hilista contra todo ámbito de la naturaleza y del tiempo com­
prendemos que quiere asegurarse ese triunfo, pero lo paga a
un precio demasiado caro. Podemos refugiarnos cuanto que­
ramos en la vida del espíritu, pero los retos a los que nos
condena la historia están ahí, tozudos y reales. El nihilismo
de lo sensible entonces es también la ceguera ante la reali­
dad y en cierto sentido una cobardía.
Un kantiano puede pensar que es preferible reconocer que
el combate moral siempre está abierto en la historia; que la
categoría de triunfo carece de sentido en la historia, que toda
la actuación humana se halla sometida al mal radical, y que
cada jugada moral es nueva, libre, nunca condenada al cinis­
mo, que no hay ninguna transcendencia divina que la bendi­
ga ni ninguna instancia que la sacralice; prefiere pensar esto
que refugiarse en el odio nihilista frente a la sensibilidad o

515
en la ilusión mística del espíritu con la excusa de que así que­
dará garantizado el éxito del combate, porque entonces, para
el kantiano, ya no será combate humano ni será real, esto es,
histórico. Frente a este nihilismo, pretenderá desarrollar los
apoyos, pocos o muchos, que ofrezca el continuo evolutivo de
la naturaleza y la historia para despertar en todo organismo
humano ansias de reconocimiento y de otogar reconocimien­
to, ansias de autonomía personal y social. Y en este combate
histórico, que tiene como campo de batalla las instituciones
sociales y políticas, la idea moral de autonomía y felicidad
sensible digna regulan el uso de los resultados de la evolu­
ción y de la historia. Por eso podemos decir que la morali­
dad de Jacobi no es la de Kant, a pesar de todas las confe­
siones en contrario del primero. No podía ser la misma desde
el momento en que la primera se basa en el nihilismo de la
sensibilidad y la segunda sólo busca el medio digno de ser
felices con nuestra sensibilidad; desde el momento en que la
segunda tiene su modelo en la pasión de Cristo y la primera
en la Revolución Francesa; desde el momento en que la pri­
mera busca una ontologia abierta y fenoménica de la natura­
leza y de la historia como devenir, y la segunda sólo se en­
cuentra cómoda en una ontologia espiritualista.
Justo este olvido del devenir y de la historia personal y
social está en la base de Jacobi. Olvido de la historia en tanto
que, para él, no es sino mero devenir sin sustancialidad in­
trínseca. Quizás esa historia le pareciera a Jacobi demasiado
desorganizada. Kant intentó organizaría como cualquier terri­
torio natural, mediante hipótesis regulativas, que en este caso
eran también morales; descubriendo los resortes naturales
para hacer avanzar las instancias de racionalidad. Pero Kant
no pensó que pudiera ser terreno de salvación. La nostalgia
de esa salvación es el mayor peligro frente a toda acción moral
histórica, porque cristaliza tarde o temprano en el más para­
lizante escepticismo o en la búsqueda de medios «salvadores»
místicos e intuitivos. Es preciso así desacralizar la historia
en la misma medida en que es preciso desnaturalizarla, pro­
ceso y crítica en la que nadie ha avanzado tanto como Weber:
y eso sólo es posible si tomamos conciencia de su carácter
esencialmente contradictorio, a la vez natural y tensado hacia
el ideal, y si aceptamos la responsabilidad de guiar nuestra
realidad política y social hacia el reconocimiento de los acto­
res como fines, sabiendo que eso será posible porque la mera
existencia en sociedad produce el valor del reconocimiento hu­

516
mano, aunque siempre de manera contradictoria e incoheren­
te. Desde esa realidad social básica que ya integra una dosis
de reconocimiento, la acción moral siempre es posible, quera­
mos o no, y por eso depende de nuestra mayor exigencia de
reconocimiento y de la mayor conciencia de nuestro valor y
de nuestra voluntad. Mas también por eso nunca será perfec­
ta, ni salvadora, porque se construye en una lucha que siem­
pre implica contradicción. La salvación, por tanto, sólo está
en no ceder al cinismo.
Para quien no comprende esta esencia de la historia, debe
aparecérsele cualquier situación temporal como unilateralmen­
te demoníaca, como algo ciego que no lleva a ninguna parte.
Es la historia, como locura, como el camino de Edipo, el cuen­
to de un ciego que guía a otro ciego. Y quien comprenda así
la historia, ¿qué otra cosa puede hacer sino buscar como esen­
cial el combate individual, romántico, místico, de su salva­
ción personal, posibilitado por una situación social de privi­
legio que, cuando se pone en cuestión, genera una concep­
ción autoritaria de la política, o se entrega a un héroe que
esté en condiciones de decir: «Jetzt, binn ich der Führer»?
Quien no comprenda la historia como una estructura abierta
y dependiente en cierta medida de la responsabilidad huma­
na, pedirá a gritos una providencia ante el menor suceso que
contraríe su situación privilegiada. Porque quien garantiza esa
materialidad privilegiada en la que una individualidad con­
creta se reconoce es nada menos que el espíritu. Al reducir el
antropocentrismo, y al formular su ideal de dependencia res­
pecto de Él, Jacobi elige un mundo sin más peligros que los
de su propia locura sensible, pero que en todo caso permite
encogerse de hombros en ese momento clave en que se reco­
noce que otro, sea Dios, partido, Führer, Estado o Yo, carga
con la responsabilidad de mi salvación. Una responsabilidad
que, Kant nos recordará, pertenece sencilla y exclusivamente
al hombre, a cada hombre, y a su voluntad. O pertenece a él
o no debe pertenecer a nadie.
De ahí la actitud coincidente de Jacobi y del idealismo de
Schelling y de Hegel: su crítica a Kant, emergida desde la
incapacidad de asumir la lucidez que representa tener con­
ciencia de ser el único animal que se comprende como natu­
ralmente azaroso y, sin embargo, como obligado moralmente a
purificar la obra de ese azar en la historia, es también la crí­
tica de los idealistas: una providencia, una providencia real,
absoluta, gritan todos a coro. Y con ellos los que no sopor­

517
tan esa impotencia natural al hombre para dominar radical­
mente y hasta sus últimos pliegues su historia personal, para
ser felices con la sensibilidad, para comprender y dominar la
historia de Europa, y justo por eso aspiran a una salvación
radical como sólo podría ofrecerla Dios. Pero no sólo habla­
mos ya de idealismo. Providencia y nihilismo, afirmación mís­
tica del espíritu y devaluación interiormente sentida de lo con­
creto y real, platonismo del Ser y rechazo del devenir, cristia­
nismo y olvido de la historia material, individualidad trágica
y filisteos materialistas, héroes y masas, genios estéticos y
obreros del entendimiento; todos estos pares de conceptos, que
configuran la estructura del pensamiento de Jacobi, iban a
constituir el esqueleto del siglo xix, de la cultura de la época
burguesa, ya sea desde la defensa o desde la crítica, ya sea
desde Schopenhauer y Kierkegaard, ya sea desde Nietzsche o
Thomas Mann. Lo que he pretendido defender en este libro
es que sin Jacobi resulta difícil hablar de esta tradición. Por­
que resulta difícil hablar de las cosas sin conocer sus oríge­
nes y curar las enfermedades sin conocer las causas. Hoy,
cuando parecemos salir del último brote de esta enfermedad
endémica del pensamiento europeo, consustancial con él a lo
largo de toda la contemporaneidad, tenemos que recordar esta
historia de los orígenes del irracionalismo filosófico alemán.
Parafraseando a Weber, tenemos que hacernos viejos como
el diablo, ponernos a su altura, y mirarle a la cara frente a
frente y sin miedo. Los que intentan exorcizarlo con el viejo
y hueco amuleto, los que se limitan a gritar «¡Ilustración, Ilus­
tración!», deberían saberlo.

518
BIBLIOGRAFÍA

Abreviaturas

Cito siempre a Jacobi según su propia edición 1812-1816, Werke,


6 vols. Ed. G.G. Fleischer, Leipzig. Indico sólo el tomo en números
romanos y la página (p. ej. II, 201). Para citar las demás obras de
Jacobi que a continuación reseño, utilizo las siguientes abreviatu­
ras:

W Woldemar (ed. 1779, reproducida en facsímil por Ni­


colai).
K Kunstgarten (1781, Bibliotek der deutschen Klassiker,
IX, 3).
AB Auserlessener Briefweschel {AB, I y AB, II), Leipzig,
1825.
B Briefweschel, I, 1 y L 2. Akademie der Wissenschaf­
ten, Munich, 1979.
N Nachlass I y II, ed. R. Zoepritz, Leipzig, 1869.
HN Herder Nachlass, Olms, 1976, vol. II.

Las obras de Jacobi se suelen introducir mediante parte del títu­


lo. Aquí voy a exponer una lista de las mismas, indicando el volu­
men de Werke en la que se hallan:

Briefe über die Recherches philosophiques sur les


Egyptiens et les Chinois par M. de Pauw, Teut-
scher Merkur, 1773, Werke VI, 265-344.

519
Allwill Allwills Papiere (1775), Allwills Briefsammlung
(1792), Werke. I, 1, 253.
W Woldemar: Eine Seltenheit aus der Naturgeschichte,
vol. I, Leipzig, 1779 (reimp. Nicolai), Woldemar
(1794), Werke, V.
Kunstgarten Parte de Woldemar editada en Vermischte Schriften
(1781). En Woldemar, Werke, V.
Fliegende Blätter, Werke, VI, 131-242.
Über Recht und Gewalt, Deutsches Museum, 1781,
Werke. VI, 419-465.
Eine Politische Rapsodie, 1779, Werke, VI, 345-418.
Etwas dass Lessing gesagt hat, Berlin, 1782, Werke,
II, 325-410.
Über das Buch: Des Lettres de Cachet und eine Beur-
theilung desselben, en Deutsches Museum, 1783,
lVerÄ:e, II, 411-454.
Briefe Über die Lehre des Spinoza in Briefe an den Herr
M. Mendelssohn, Breslavia, Löwe, 1785, Werke,
IV. 1; 1789. en IV. 2.
David Hume David Hume über den Glauben, oder Idealismus und
Realismus. Ein Grespräch, 1787, Breslavia, Werke,
II, 3-310 (con una Introducción general a su obra
filosófica).
Zufällige Ergiessungen eines einsamen Denkers, en
Die Horen, 1795, Werke, I, 254-305.
Jacobi an Fichte, Hamburgo, 1799, en Werke, III,
1-60.
Über das Unternehmen des Kritizismus die Vernunft
zu Verstände zu bringen, Hamburgo, 1802, Werke,
III, 62-196.
Über eine Weissagung Lichtembergs, 1802, Werke,
III, 196-246.
Über gelehrte Gessellschaften und ihren Geist und
Zweck, Munich, 1807, Werke, VI, 1-62.
Über den göttlichen Dingen und ihrer Offenbarung,
Leipzig, 1811, Werke, III, 247-460.
Briefe an Hamann, en Werke, IV, 3.

Los volúmenes I, II y III de la Werke incluyen cartas a diversos


autores.
Otras abreviaturas de otros autores son las siguientes:

Beweisgrund Der einzig mögliche Beweisgrund zu einer Demons­


tration des Daseins Gottes, de I. Kant, 1763.
Deutlichkeit Untersuchung über die Deutlichkeit der Grundsätze
der natürlichen Theologie und der Moral, I. Kant,
1762.

520
Träume Träume eines Geistesehers, erläutert durch Träume
der Metaphysik, I. Kant, 1766.
KrV Kritik der reinen Vernunft, I. Kant. 1781-1787.
KpV Kritik der praktischen Vernunft, 1788.
Grundlage Grundlage der gesammte Wissenschaftlehre, J.G. Fich­
te, 1794.
Weiß heißt Weiß heißt in Denken zu orientieren, I. Kant, 1788.

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524
ÍNDICE

I ntroducción ............................................................................. 11
1. El objetivo de este tr a b a jo ..................................................... 11
2. Sobre el método de este trabajo .......................................... 18
3. Los capítulos de este trabajo ................................................. 20

Capítulo I. Experiencia y filosofía en J acobi ........... 37


1. Jacobi sobre el origen de la filosofía ................................... 37
2. Los elementos de la contradicción ........................................ 42
3. La idea y el amor .................................................................. 54
4. Experiencia y teoría filosófica ............................................... 60

Capítulo II. E n f e r m o .............................................................. 73


1. Represión .................................................................................. 75
2. Ilustración ................................................................................ 89
3. Comerciante .............................................................................. 103
4. Kant ........................................................................................... 113
5. Rococó ...................................................................................... 118
6. La ruptura con W ielan d .......................... 129

Capítulo III. La dialéctica de la existencia


EN LAS NOVELAS DE F. H. JACOBI ....................................... 155
1. Introducción .............................................................................. 155
2. Primer espejismo: Allwill y Siili o «Liebe»
und «Freundschaft» .............................................................. 158

525
3. El desenlace real y el desenlace p re v isto ............................. 162
4. La recomposición de los personajes en la segunda
novela; Woldemar .................................................................. 164
5. La copia y el arquetipo ......................................................... 166
6. Kunstgarten ............................................................................. 173

Capítulo IV. Creo , ayuda mi in c r e d u l id a d .................... 187


1. Introducción ............................................................................. 187
2. El tiempo de la entrevista con Lessing ............................... 191
3. Creencia .................................................................................... 200
4. Gallitzin .................................................................................... 205
5. L a v a te r...................................................................................... 215
6. Hamann .................................................................................... 228
7. La correspondencia con Herder ............................................ 242

Capítulo V. Spinoza vive en Königsberg ...................... 261


1. Introducción ............................................................................. 261
2. La polémica con Spinoza ....................................................... 265
2.1. ¿Por qué una ayuda contra Spinoza? .......................... 266
2.2. Explicación y revelación de existencia ........................ 273
3. Conversación entre h o landeses.............................................. 277
4. La fe en la que nacimos ....................................................... 282
5. Spinoza vive en Königsberg ................................................... 286
6. La realidad de lo espiritual y la h is to r ia ............................. 296
7. El ataque inicial al criticismo ............................................... 303

Capítulo VI. El camino hacia F ichte ............................. 325


1. La razón de ser de David Hume .......................................... 325
2. La noción de Glaube .............................................................. 331
3. R ealism o.................................................................................... 337
4. La vuelta a Leibniz o una nueva deducción
transcendental ......................................................................... 343
5. Autoconciencia ......................................................................... 349
6. Hacia Leibniz camino de Fichte .......................................... 355
7. La recepción del David Hume porHamann ........................ 360

Capítulo VIL No saber y providencia


EN LA HISTORIA ..................................................................... 383
1. Introducción ............................................................................. 383
2. En el campo de la fisiocracia comosaber firme ................. 384
3. ¿Qué dijo Lessing? .................................................................. 392
4. Jacobi y la Revolución ............................................................ 397
5. Europa en el caos: la reinterpretación de Edipo ................. 405
6. Hacia el día más joven ......................................................... 416

526
Capítulo Vili. La teoría de los instintos
COMO RESORTE DE LA REORGANIZACIÓN HISTÓRICA . . . 429
1. De la política a la antropología ...................................... 429
2. Allwill y la teoría del instinto ........................................ 441
3. Woldemar y la reconstrucción de la teoría
de los instintos como teoría del genio ............................. 449
Capítulo IX. Conclusión : n ih ilism o , especulación
Y CRISTIANISMO

1. Antropocentrismo es espinosismo .................................. 468


2. El criticismo es un espinosismo encubierto....................... 472
3. El egoísmo especulativo como nihilismo ......................... 478
4. El idealismo es ateísmo y blasfemia ............................... 481
5. El nihilismo es un naturalismo: la polémica
con Schelling ................................................................. 486
6. Dios como «Geist» ......................................................... 502
7. Nihilismo, Ser y cristianismo.......................................... 508
Bibliografía ................................................................... 519

527
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de una é tic a de la cie n cia y de la té c n ic a
22 A le x is P H IL O N E N K O
S chopenhauer. U na filo s o fía de la tra g e d ia
Traducción d e G e m m a M u ó o z-A lo n so L ó p e z
R evisió n d e Inm a cu la d a C órdoba R o d ríg u ez

23 C a rla C O R D U A
El m undo é tic o . Ensayos sob re la esfe ra d e l hom bre
en la filo s o fía de H egel
24 F é lix D U Q U E
Los d e s tin o s de la tra d ic ió n .
F ilo s o fía de la h is to ria de la filo s o fía
25 D ie g o S Á N C H E Z M E C A
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