CHILE Seguridad Ciudadana y Prevencion Del Delito. Un Analisis Critico de Los Modelos y Estrategias Contra La Criminal Id Ad
CHILE Seguridad Ciudadana y Prevencion Del Delito. Un Analisis Critico de Los Modelos y Estrategias Contra La Criminal Id Ad
CHILE Seguridad Ciudadana y Prevencion Del Delito. Un Analisis Critico de Los Modelos y Estrategias Contra La Criminal Id Ad
Resumen
El artículo aborda el tema de la seguridad ciudadana desde la perspectiva de la sociología enfocando
los principales modelos y estrategias que han diseñado e implementado los países del Primer
Mundo, durante la segunda mitad del siglo XX, tendientes a prevenir la delincuencia, reducir los
índices de criminalidad y disminuir el temor ciudadano frente al delito.
Además se presentan las principales tendencias observables en la criminalidad en América Latina
durante la década de los noventa, así como las medidas que algunos gobiernos de la Región han
adoptado para enfrentar el delito que muestran la ausencia de una política coherente e integral
en materias de seguridad ciudadana.
Finalmente se propone un esquema que pretende sistematizar los modelos y estrategias exami-
nados, en orden a discutir su aplicabilidad en la gestión de políticas y programas en materias de
seguridad ciudadana.
* Este Artículo se ha desarrollado en el marco del Proyecto FONDECYT N° 1000027 “Gestión de la Seguridad
Ciudadana Local”.
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Ahora bien, las teorías sobre el tema de la seguridad ciudadana, sin embargo,
generalmente han privilegiado el polo de la inseguridad por lo cual los estudios al respecto han
enfatizado el conocimiento de las características de las personas que cometen actos
delictivos, la etiología del delito, los procesos mediante los cuales las personas se
convierten en delincuentes, la carrera delictiva según tipologías de delitos, así como la
capacidad del aparato estatal para reprimir, sancionar y rehabilitar a las personas que han
incurrido en conductas antisociales. Sobre la base de esta mirada se tiende a concebir a la
comunidad en términos globales y pasivos, como víctimas potenciales que requieren de la
necesaria protección de la fuerza pública, tendiéndose a olvidar el rol activo que la
sociedad civil puede desempeñar para lograr una convivencia libre de riesgos de ser
víctimas de actos atentatorios contra su vida, su integridad física y sus bienes (De la
Puente, 1997; Sepúlveda, de la Puente, Torres, Tapia, 1998).
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Ante la realidad del delito los mecanismos de solución más frecuentemente utilizados por
parte del Estado han sido los de carácter represivo. Sin embargo, desde fines del siglo
XVIII, se ha ido abriendo paso la idea de que la prevención de la delincuencia representa
un objetivo importante a lograr por los gobiernos, constituyendo ésta una de las funciones
centrales de la policía.
Durante las últimas décadas, especialmente en las metrópolis y grandes ciudades, en casi
todos las países se han observado un incremento considerable de las tasas de criminalidad
y un creciente sentimiento de inseguridad entre los ciudadanos. Este proceso ha propiciado
un retorno hacia las políticas centradas en la represión; presiones sociales tendientes a
impulsar reformas legales orientadas a incrementar la severidad de las penas así como a
reducir la edad para ser penalmente responsable; una mayor presencia y apoyo tecnológico
a la policía y un uso frecuente de la pena privativa de la libertad.
Sin embargo la investigación sociológica indica que los impactos de este tipo de medidas
han sido escasos o nulos tanto en la reducción de la delincuencia como de los sentimientos
de temor en la ciudadanía, sospechándose que han prevalecido planteamientos reduccio-
nistas y simplificadores respecto de un fenómeno social eminentemente multidimensional
y complejo.
En Europa, Estados Unidos y Canadá existe abundante bibliografía y se han realizado nu-
merosos congresos y seminarios orientados a la discusión de programas que han dado lugar
a importantes reflexiones e inspirado acciones por parte de las autoridades implicadas y de
la sociedad civil. En América Latina no han habido experiencias similares y la disponibilidad
de literatura sobre las nuevas tendencias en este campo es muy exigua.
Desde fines de los años ochenta y especialmente en los noventa, en Estados Unidos1,
Canadá, Japón y en varios países de Europa se están registrando importantes reducciones
en los índices delictivos. En cambio en América Latina, a pesar de la baja credibilidad de
las estadísticas criminales, puede sostenerse que en esta década se observan: a) continuos
incrementos en las tasas de criminalidad, especialmente de los índices de delitos contra la
vida y la integridad física de las personas; b) una mayor participación de los jóvenes en la
delincuencia, especialmente en la organizada; c) una relación más estrecha entre la delin-
cuencia individual y la organizada vinculada con el tráfico y consumo de drogas; y d) una
internacionalización del delito, como sucede con el tráfico de armas y drogas, el contrabando
de especies, los robos de automóviles, etc.
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Entre los primeros se pueden mencionar, por ejemplo, aquellos directamente imputables
a la comisión de delitos tales como las pérdidas de objetos o de dinero derivados de la
perpetración de robos, hurtos o de estafas; daños derivados de la acción de actos vandálicos
y de los provocados por la reacción de la fuerza pública frente a ellos; los costos implicados
en la posterior intervención judicial y penitenciaria; los gastos en la asistencia hospitalaria
1
En efecto, según el criminólogo de Carnegie Mellon University Alfred Blumstein, las tasas de homicidio
han descendido entre 1991 y 1998 en un 76,4 % en San Diego; 70,6% en Nueva York; 69,3% en
Boston;
62,8% en San Antonio; 61,3% en Houston; 59,3% en Los Angeles; 52,4% en Dallas; 27.03% en Detroit
y 22.3% en Chicago. (cfr. El Mercurio: 22 de abril de 2000).
Sin embargo, cabe señalar que durante los primeros seis meses del 2000, por primera vez en los últimos
ocho años, se han incrementado las tasas de homicidio en las principales ciudades de los Estados Unidos,
incluyendo Nueva York, Los Ángeles, Boston, Nueva Orleans, entre otras. Según el penalista Alan Fox, “si
no se toman las precauciones necesarias, la violencia juvenil podría volver a los niveles de una década”
(cfr. www.latercera.cl: 22 de junio de 2000).
Por otra parte, desde la perspectiva del temor ciudadano, de acuerdo a una encuesta efectuada por USA
Today/CNN/Gallup en Estados Unidos, “un 70% de los padres de alumnos reconoció que está más
preocupado por la seguridad de sus hijos en la escuela que hace un año” (cfr. www.latercera.cl:16 de
abril de 2000).
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a las víctimas de delitos contra la vida y la integridad física de las personas. A lo anterior
se deberían agregar los costos de carácter indirecto tales como la contratación de seguros
contra robos de casas, vehículos o de servicios privados de seguridad; la instalación de rejas
o muros de cierre en las viviendas, conjuntos residenciales, negocios y empresas; la compra
de sistemas de alarma, armas y perros guardianes; la desvalorización de las propiedades
emplazadas en áreas criminógenas; la disminución del turismo; etc.2.
Los costos sociales, aunque difíciles de evaluar, están relacionados con las consecuencias
del delito sobre la víctima, como sucede con el tratamiento médico de heridas o los trauma-
tismos; los cambios en el estilo de vida, como abstenerse de salir por la noche, de concurrir
a lugares de esparcimiento ubicados en áreas peligrosas, entre tantos otros y que implican
un deterioro en la calidad de vida de las personas. En lo referido al nivel de la sociedad en
general pueden mencionarse los costos derivados del creciente sentimiento de temor de la
población, así como las consecuentes presiones de la ciudadanía ante el sistema político por
una mayor eficacia en la gestión de los programas de Seguridad Ciudadana.
2
Pese a las dificultades existentes en la comparabilidad internacional de estos costos, “un estudio
comparativo del BID con una metodología común encontró costos económicos considerables: éstos
alcanzaban como porcentaje del PIB, en 1995, a 24,9 en El Salvador, 24,7 en Colombia, 11,8 en
Venezuela, 10,5 en Brasil, 12,3 en México y 5,1 en Perú” (cfr. CEPAL, 1999: 18).
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de ayuda a los estudiantes que tengan dificultades en la continuidad de sus estudios, entre
otras.
Otro tipo de medidas apunta a desalentar la constitución de bandas delincuentes identi-
ficando a los líderes que reclutan a sus seguidores o cómplices conformando pandillas. De
manera complementaria y simultánea se deben implementar programas de formación,
orientación laboral y capacitación que eviten la presencia de jóvenes sin trabajo en sus
medios residenciales.
Sobre la base de esas ideas fuerza, en la práctica social se han emprendido diversos tipos
de programas entre los que se puede mencionar a vía de ejemplo.
El refuerzo de las estructuras familiares de los hogares donde residen niños y adolescentes de
manera que sean capaces de orientar y supervigilar la conducta de los hijos, evitar episodios
de violencia intrafamiliar y de maltrato al menor y las rupturas matrimoniales, de manera
que los hijos no deban ser internados o sometidos a regímenes de custodia3.
La realización de acciones orientadas a disminuir el fracaso, el ausentismo y la deserción
escolar a través de compromisos acordados con la comunidad educativa –educadores,
padres y alumnos– que incluyen recompensas por la asistencia regular a la escuela, el
acuerdo sobre códigos de conducta a ser respetados por los niños y los adultos, así como
la identificación de problemas y soluciones realizados a través de grupos de discusión y
acción juvenil4.
En esta misma línea se han implementado programas de intervención en escuelas de
enseñanza media profesional que implican conjuntos de medidas que han incluido: la
instauración de un servicio informatizado de registro de inasistencias; llamadas telefónicas
a los padres efectuadas durante la misma mañana en que su hijo no asistía; contratación de
consejeros escolares que hicieran un seguimiento de los alumnos ausentes, se entrevistaran
con los alumnos que pensaban dejar sus estudios y aconsejaran al respecto a los profesores;
3
Las experiencias de Homestart en Inglaterra y de Family First en Michigan, Estados Unidos,
representan Centros Familiares dirigidos por profesionales y voluntariado capacitado para ofrecer
apoyo práctico a hogares en situación de peligro de ruptura son ejemplos que se inscriben en esta línea de
acción programática. En cuanto al proyecto Homerstart, hacia 1992 existían 130 programas locales
que otorgaban apoyo a unas 7.900 familias. Una investigación evaluativa de cuatro años mostró que un
86% de los niños en riesgo registrados no requirió de custodia, y que la gran mayoría de las familias
incluidas en el programa habían experimentado un cambio positivo.
4
Al respecto cabe señalar las iniciativas emprendidas en Inglaterra por la organización voluntaria Cities
in the School que opera en las escuelas. Un proyecto piloto –The Academy– desarrollado en
asociación con Towers Hamlets Association destinado a otorgar educación a cimarreros que no habían
podido ser corregidos en sus escuelas atendió, en 1991, a un 80% de estudiantes que habían tenido
problemas con la policía, proporción que ese mismo año bajó a 0. En siete meses la mitad de los niños
registraba asistencia completa; un 76% encontró empleo, un 16% continuó con su educación y un 90%
de los padres señaló una clara mejoría en sus relaciones con sus hijos. Programas similares han sido
aplicados en Gwent, Merceyside y Lewisham.
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5
Estas medidas fueron adoptadas en tres escuelas de los Países Bajos que presentaban elevadas tasas
de deserción y ausentismo escolares. Su aplicación hizo disminuir significativamente las ausencias
injustificadas de una tasa promedio de 1,4 horas semanales por alumno a 0,5 horas promedio.
6
La experiencia del denominado Sand End Youth Project, implementado en varios distritos con
alta criminalidad juvenil de Londres en 1992, consistente en la creación de un club que funcionaba de 19
a 23 horas, horario en que los adolescentes no tenían aceptación en los clubes de sus barrios, que les
ofreció la oportunidad de realizar múltiples actividades de entretención programadas por ellos mismos,
redundó en una apreciable disminución de actos vandálicos en los lugares de residencia de los jóvenes.
7
Tal es el caso, por ejemplo, de la iniciativa Shelter, en Inglaterra, que incluye alojamiento supervisado
y apoyo a jóvenes que buscan trabajo por primera vez o que desean tener una vida independiente de
sus padres.
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En sus inicios sus inspiradores trataron de reaccionar frente a un claro incremento de las
tasas de criminalidad que se había registrado en la época de Wellfare State inglés, “en un
momento en que la fe en los ideales sobre la eficacia de los programas de rehabilit-
ación o tendientes a cambiar las disposiciones sicosociales de los delincuentes habían
mostrado su fracaso, en tanto el incremento de la penalidad como las estrategias de
mejoramiento socioeconómico se mostraban irrelevantes para disminuir las tasas de
los delitos” (Downes y Rock, 1982).
Con posterioridad, hacia fines de los 70, este modelo fue desarrollándose en torno a
la concepción del Homus Economicus, esto es, de un eventual delincuente que calcula
racionalmente los riesgos, costos y dificultades inherentes a la comisión de un delito y de
los beneficios que una determinada acción delictiva puede reportarle. A ello se incorporó
más tarde la idea de que determinadas características del medio físico propician la vigilancia
cotidiana, formal e informal, de las potenciales víctimas respecto de un entorno, lo cual
podía ser reforzado mediante el diseño urbano.
En la actualidad este enfoque tiende a enfatizar las actividades rutinarias que desarrollan las
personas, eventuales víctimas de actos antisociales; una metodología estandarizada basada
en el paradigma de la investigación-acción; un conjunto de técnicas que reducen las opor-
tunidades para la comisión de delitos; y un cuerpo de proyectos evaluados, que incluyen
estudios sobre el desplazamiento de los actos delictivos (Clarke, 1997).
En una clásica formulación de su discurso, Clarke y Mathew definieron las características de
las estrategias sobre el delito situacional como sigue: “1) medidas dirigidas hacia formas
específicas del delito; 2) que involucran diseños o intervenciones sobre el entorno
inmediato donde ocurren esos delitos; 3) de un modo tan permanente y sistemático
como sea posible; 4) como para reducir las oportunidades de cometerlos” (Clarke y
Mayhew, 1980:1).
La aplicación de este modelo ha dado lugar durante los últimos veinte años a numerosos
estudios, realizados principalmente en Inglaterra y Estados Unidos, respecto a la comisión
de distintos tipos de delitos y de delincuentes tales como: robos con violencia (Walsh, 1980;
Maguire, 1982; Bennett y Wright, 1984; Nee y Taylor, 1988; Cromwell, et. al. 1991;
Biron y Ladouceur, 1991; Wright y Decker, 1994; Wiersma, 1996), rateros de tiendas y
supermercados (Walsh, 1978; Carroll y Weaver, 1986); ladrones de vehículos (Light, et. al.,
1993; McCoullough et. al., 1990; Spencer, 1992); lanzas (Lejeune, 1977, Feeney, 1986);
delincuentes en bancos y comercios (Kube, 1988, Nugent et. al. 1989) y delincuentes que
usan violencia (Indermaur, 1996; Morrison y O’Donnell, 1996).
Operativamente, este modelo ha permitido la adopción de una gran variedad de medidas
que pretenden intervenir sobre factores situacionales entre las que se pueden mencionar
aquellas que tienen por finalidad detectar indicios de una actividad delictiva, en orden a
aumentar los riesgos a los que pueden exponerse los infractores. Entre ellas se encuentran
las medidas de vigilancia y detección consistente en la instalación de cámaras, videos, tele-
33
sean éstos personas o cosas, refiriéndose siempre a delitos que involucran un planeamiento
previo por parte del actor como sucede con las agresiones, los robos, hurtos, etc. En estos
casos la prevención situacional puede resultar exitosa, siempre que las medidas previstas se
adapten a los diversos tipos de blanco.
Sin embargo, no parece coherente que se postule recurrir a medios materiales para impedir
la comisión de delitos inmateriales o intelectuales como son, por ejemplo, aquellos que
constituyen un atentado contra la dignidad o el honor de una persona, así como también
resultan poco eficaces estos medios en los casos de las infracciones involuntarias o casuales
en que se actúa con negligencia o imprudencia faltando la voluntad de obtener un resultado
delictivo, puesto que en estos casos no existe una elección racional de un objetivo.
En cuanto a los delincuentes, cabe reiterar que no todos actúan sobre la base de un cálculo
racional de corto plazo. Muchas veces éstos cometen delitos de manera impulsiva, como
ocurre frecuentemente con la violación, los homicidios, especialmente de niños, la violencia
intrafamiliar, aquellos que se desencadenan bajo la influencia del alcohol y otras drogas, o
bien son producto de una enfermedad mental.
Además tampoco parecen ser eficaces las medidas situacionales respecto a la gran cantidad
de delincuentes reincidentes y profesionales, quienes son generalmente capaces de remover
los obstáculos que, sólo en determinados momentos y espacios, dificultan la comisión de
un delito.
No sin cierta ironía se reconoce a este modelo aprovechar e impulsar el desarrollo de
aparatos electrónicos, de computadores, de inteligencia artificial, bioquímicos, de la arqui-
tectura y diseño, entre muchos otros campos, que han propiciado que el control del delito
y su prevención se hayan convertido en una lucrativa industria. Para Marx (1995), estas
innovaciones tecnológicas han conducido en ocasiones a peligrosas consecuencias no
deseadas, como sucede en los casos en que simples ladronzuelos que desean extraer algún
dinero de sus víctimas se convierten en raptores para conseguir acceder a los códigos de
sus tarjetas bancarias.
Para Garland (1996), el éxito del discurso de la prevención situacional en la actualidad deriva
del hecho de que, especialmente en las grandes ciudades, el delito se ha convertido en un
tipo de acontecimiento casi tan rutinario como los accidentes del tránsito. Ya no constituyen
sucesos anormales o necesariamente aberrantes sino que han pasado a formar parte de
la vida moderna urbana o un riesgo cotidiano que debe ser asumido y administrado de la
misma manera que los accidentes en la vía pública. A partir de esto, se han producido un
conjunto de transformaciones en las percepciones tanto de los ciudadanos como de las
autoridades públicas, y surgido nuevas modalidades de intervención de los organismos del
Estado acerca del delito que se alejan cada vez más de las políticas de un Estado Benefac-
tor. De este modo, esta estrategia perece orientarse en la práctica a producir pequeños
mejoramientos tales como perfeccionar la gestión de los recursos y de los riesgos, disminuir
el temor ciudadano frente a la delincuencia y los costos en la administración de la justicia
penal.
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Una de las consecuencias que ha traído aparejada la implementación de este modelo es que
el delito se concibe implícitamente como una especie de riesgo “privatizado”, que recae
sobre las organizaciones privadas y la sociedad civil tanto o más que sobre los gobiernos.
Se subentiende entonces que los costos y el riesgo de ser víctima de actos delictivos también
requieren de estrategias de seguridad diseñadas y financiadas por las organizaciones sociales
y la población en general, de manera que las personas y las organizaciones sean capaces
de evitar ser objeto de delitos, solventando aparatos o mecanismos de seguridad (guardias
privados, sistemas de alarma, etc.).
Como postula O’Malley (1992), el efecto que ha tenido la aplicación de la estrategia situacio-
nal es separar el control policial del delito respecto de los problemas más amplios inherentes a
la justicia social. Implícitamente parece entenderse que, según este discurso, las personas son
libres de cometer o no delitos y libres también de protegerse o no de las acciones delictivas,
y que el Estado postularía también de manera implícita que su prevención es problema “de
ustedes” y no “nuestro”. De acuerdo a lo anterior entonces, el tema tiende a ser colocado
como una responsabilidad de las víctimas, a las que les corresponde en su ámbito privado
mantener un comportamiento cuidadoso y costear el sistema de seguridad.
Según el autor citado, en el fondo la lógica que sustenta crecientemente este modelo es la
del neo-liberalismo propio de las economías de mercado. Sin embargo, no puede afirmarse
que todas y cada una de las medidas situacionales se inscriben en esta corriente.
Ahora bien, los estudios realizados para evaluar la eficacia de las medidas propiciadas por la
prevención situacional del delito muestran que las tasas de criminalidad han disminuido en
ocasiones más de un 50%8, a pesar que en algunos casos sus experiencias señalan fracasos
evidentes, los cuales se han atribuido a ineptitud administrativa; fácil detección y remoción
de los obstáculos por parte de los delincuentes; descuido de los guardias y observadores
de cámaras de vigilancia; mal manejo de los códigos de tarjetas electrónicas por parte de
los usuarios; errores de diagnóstico, en términos que las medidas se habían centrado en
blancos de “alto riesgo”, sin que de hecho lo constituyeran; a que el público no utilizó por
negligencia o comodidad los mecanismos de protección previstos, entre otros.
En términos generales, se ha demostrado que incluso en los casos exitosos se ha producido
un desplazamiento del delito hacia blancos no protegidos, incrementándose en otros espacios
y horas del día. Por ejemplo desde calles, supermercados y edificios con cámaras de vigilancia
hacia otros cercanos que no disponen de ellos; desde microbuses resguardados a metro-
trenes desprovistos de control; de barrios controlados por guardias a los que no los tienen;
de delitos cometidos en determinadas horas en que se realizan controles hacia aquellas en
que no se efectúan. La medición del desplazamiento delictual en éstas y otras situaciones
8
En Newcastle, Inglaterra, en 1992 se instalaron cámaras en determinadas calles, entre otras
medidas adoptadas para la prevención del delito. Luego de 15 meses de su instalación se comprobó que
los robos con fuerza en el área habían disminuido en un 57%, el robo de vehículos en un 47%, y el
hurto desde vehículos en un 50%.
37
En 1993, la ciudad de Houston tuvo la iniciativa de convocar una coalición de siete ciudades
que se comprometieron a iniciar un Plan para la Prevención del Delito en Texas conocido
como T-Cap (Texas City Action Plan to Prevent Crime). La coalición se conformó bajo la
dirección del Alcalde y contó con la participación de actores de distintas agencias de la ciudad
que integraron equipos de trabajo sobre diversos temas tales como educación orientada a la
sensibilidad cultural y a un ambiente de aprendizaje más seguro; capacitación laboral y de
creación de vínculos con empleadores; planes de salud y de medio ambiente para derivar a
jóvenes en situación de alto riesgo a los servicios que prevengan la formación de pandillas;
planes para la recreación y la formación de destrezas para la juventud, etc.11.
9
Si bien no existen evaluaciones técnicas de los Consejos, en el período 1983 a 1987, el delito se redujo
en 10,5% en Francia y casi un 12% entre 1985 y 1986 en la ciudad de Lille.
10
Una evaluación del programa en cuanto a la comisión de robo en domicilios mostró una reducción global del
21% en la prevalencia de este delito y se autofinanció al reducir los costos a las víctimas y al Estado. (Ekblom,
P.; Law, H. y Sutton, M.,1996).
40
11
Entre 1992 y 1994 los índices de delitos denunciados en las siete ciudades del T-CAP descendieron, y
en Houston dicha reducción fue del orden del 14% en el período.
41
Autores como Liddle y Gelsthorpe (1994) han observado que en la escala local, con el paso
del tiempo, los programas han ido aumentando su diversidad y falta de uniformidad a pesar
de los esfuerzos en contrario desarrollados por el poder central, de modo que el progreso
real conseguido en determinadas áreas obedece fundamentalmente a las idiosincrasias
históricas locales o al compromiso y talento de determinadas personas y grupos que han
asumido el problema de la prevención del delito como un deber propio.
Además como estos proyectos fueron en gran parte financiados por empresas locales, la
opinión de sus representantes ha ido adquiriendo un status “casi de oráculo” (Loveday,
1994) y en la práctica las autoridades locales, en general, han perdido progresivamente su
rol clave de coordinación, erosionando el gobierno democrático comunal en favor de una
gestión cada vez más centralista del Ministerio del Interior.
El éxito de estos programas no ha podido ser evaluado fehacientemente, cuestionándose que
las iniciativas no han tendido a prevenir la delincuencia per se, sino a disminuir el temor a
la delincuencia al conseguir ciudades más seguras para la inversión, instalación y desarrollo
de actividades económicas y comerciales. En esto último las mediciones han encontrado
resultados positivos así como en la disminución de delitos menores cometidos en barrios y
calles vigilados por vecinos voluntarios.
Finalmente también a este modelo se le ha formulado la misma crítica que al de la prevención
situacional, en cuanto a que su aplicación tiende a provocar un desplazamiento del delito
de carácter: “1) „temporal‟, o sea, que el delito sea cometido en otra oportunidad; 2)
„espacial‟, de modo que el mismo acto sea realizado en otro lugar; 3) „táctico‟, que se
cometa a través de un procedimiento distinto; y 4) „funcional‟, es decir, que sea cometido
otro delito al originalmente planeado o concebido por su autor” (Pease, 1997:977).
Hacia fines de los ochenta y durante los noventa se hicieron cada vez más frecuentes las
nociones de “participación comunitaria”, y en terminología inglesa los de empowerment
community, resposibility y solving-problems community, en el tratamiento de los temas
y en el diseño de estrategias relativas a la prevención del delito.
Estas concepciones ostentan parentescos múltiples en la historia del pensamiento social,
pues tienen vinculaciones con las nociones aristotélicas acerca del republicanismo cívico, las
ideas Judeo-Cristianas sobre comunión y la tradición sociológica vinculada con Ferdinand
Toennies e incluso más lejanamente con Emile Durkheim; así como la expresión de las aspi-
raciones comunitarias parecen estar también asociadas con las primeras utopías socialistas
y anarquistas de Robert Owen y Peter Kroptkin.
Sea como fuera, esta heterodoja herencia tuvo la virtud de romper en gran parte la discusión
entre neo-liberales y partidarios del Estado Benefactor al apelar sobre la existencia de per-
sonas y grupos humanos específicos, en vez de continuar con el tradicional debate abstracto
sobre la primacía de los derechos individuales sobre los del Estado o vice versa.
Tal vez debido a su origen híbrido, es posible identificar un tipo de comunitarismo “conser-
vador” que intenta una re-moralización de la sociedad, tal como lo concibe Etzioni (1995):
“el Comunitarismo llama a restaurar las virtudes cívicas y a la regeneración de las
obligaciones morales entre los ciudadanos”.
Entre las preocupaciones centrales de Etzioni, destaca su afirmación acerca de la existencia
de un desequilibrio entre los derechos de los ciudadanos respecto de sus obligaciones, en
un contexto en que se había perdido el consenso moral respecto a la trascendencia social
de instituciones básicas como la familia, la escuela y las asociaciones voluntarias. De esta
forma, la existencia y fortalecimiento de una moral comunitaria homogénea conformadora
de redes sociales fundadas en la solidaridad y la cooperación, y el retorno hacia una estable
familia tradicional representan tanto una apelación a la vuelta de un pasado, recordado
con nostalgia, como una inspiración en el diseño de futuras políticas públicas tendientes a
resguardar la ley y el orden.
Estas tesis fueron adoptadas, por ejemplo por Dennis y Eros (1997), quienes plantearon
que la familia heterosexual monogámica constituye la célula básica de la estabilidad social en
toda sociedad, y que ella constituye un medio vital para controlar y prevenir el delito. Estos
autores postulan que la familia nuclear ha sido debilitada por el desarrollo del capitalismo
y especialmente por una cultura permisiva e individualista. Así la creciente prevalencia de
separaciones matrimoniales y de hijos ilegítimos criados por una solitaria mujer jefa de
hogar, representa un factor relevante en el incremento de la criminalidad juvenil debido a la
ausencia de un modelo de autoridad paterna. Ya antes Murray (1996:127) había señalado
esta misma idea con su sentencia: “en las comunidades sin padres, los niños se tornan
salvajes”.
43
Una de las manifestaciones de este modelo es el conocido como “Plan Tolerancia Cero”,
que en realidad constituye una mutación realizada por los medios de la metáfora de las
Ventanas Rotas planteada en un artículo aparecido en la revista Atlantic Monthly por George
Wilson y Jemes Kelling (1982). Esta tesis postula que así como la presencia de ventanas
con vidrios sin reparar son indicativas de que a nadie le importa el edificio, lo cual puede
conducir a actos vandálicos más serios, que de no ser tratados a tiempo, pueden significar
también que a nadie le importa el vecindario donde se producen y conducir a desórdenes
y conductas delictivas más graves, por cuanto el círculo del delito se retroalimentará en el
tiempo: microtraficantes y prostitutas se ubicarán allí, se localizarán bandas que asaltarán en
sus calles, disminuirán los precios de los inmuebles, la gente respetable se irá del vecindario
y probablemente será reemplazada por personas menos responsables que considerarán el
área como un paraíso para el delito, y así la espiral continuará (Pollard, 1998).
Como corolario de lo anterior, se postula que para evitar esta dinámica negativa, la labor de
la policía debería consistir en reaccionar y controlar siempre con la mayor rapidez y firmeza
posibles los más mínimos actos atentatorios contra la buena convivencia, por cuanto de este
modo se estaría en situación de prevenir la escalada hacia delitos más graves.
Cuando Rudolf Guliani fue electo por primera vez como Alcalde de Nueva York, en 1993,
seleccionó a William Bratton como Jefe de Policía. Desde el principio se dieron a la tarea
de implementar la tesis de las “Ventanas Rotas” mediante una estrategia que partió dete-
niendo a usuarios del metro que no pagaban pasajes, lo que permitió establecer que más
del 10% de las personas arrestadas por evasión de las tarifas del metro era buscada por
un delito anterior, y casi un 5% era portador de alguna arma. Con posterioridad, mediante
redadas sucesivas, fueron arrestados en las calles ebrios, prostitutas, vagos, limpiadores
de parabrisas de autos, pintores de graffitis, vendedores de drogas, portadores de armas,
mendigos agresivos, estudiantes cimarreros y sospechosos en general. La habilitación de
un vehículo especial que disponía de teléfonos, fax, instrumental para tomar muestras de
huellas digitales y cámaras fotográficas permitió disminuir el tiempo de los arrestos de 16
a tan sólo una hora.
Antes incluso de iniciar esta etapa operativa, Bratton consideró imprescindible iniciar y luego
mantener un contacto sistemático con los medios a través de los cuales se transmitieron
diversas campañas de propaganda y de difusión de sus logros especialmente por la radio, con
el propósito de crear un debate público sobre la labor policial, emitir un mensaje optimista
a la ciudadanía y levantar la decaída mística de su personal, así como para advertir a los
infractores que los abusos y desórdenes callejeros iban a ser severamente combatidos.
En orden a mejorar la eficiencia y eliminar la corrupción policial se implementó un proceso
de profundo cambio organizacional o de re-ingeniería en el departamento de policía, con-
formándose equipos internos de restructuración en materias de productividad; disciplina;
capacitación; supervisión; organización del distrito; sociedades para la construcción de la
comunidad; estructura organizacional funcional y geográfica; de relación con la prensa;
estímulos y carrera funcionaria; equipo y uniformes y tecnología e integridad. Como resultado
44
de este trabajo, el personal corrupto fue despedido, una gran cantidad de funcionarios que
realizaba tareas burocráticas se destinó a labores de patrullaje en las calles, a los que se
les unió alrededor de siete mil nuevos policías que fueron capacitados de acuerdo con esta
estrategia e igualmente incorporados al policiamiento en las vías públicas.
Con un equipo humano confiable y disponiendo ahora de una dotación policial de 38.000
hombres para una metrópolis de algo más de siete millones de habitantes, se intentó que los
policías tuvieran la máxima presencia y visibilidad en la población de modo que permitiera
una fácil denuncia de los actos anti-sociales por parte de la ciudadanía, una disminución
del temor frente al delito y crear la sensación entre los potenciales delincuentes de que los
policías podían estar prácticamente en cualquier parte de la ciudad. Formaba parte de esta
estrategia el hecho que muchos de ellos anduvieran sin uniformes, recorriendo las calles
más concurridas caminando entre los peatones (Dennis, 1998).
Además, la operatoria del policiamiento callejero también fue drásticamente cambiada
al introducirse la idea de diferenciar la ciudad en áreas y éstas en barrios a cargo de sus
respectivos comandantes, quienes estaban en situación de movilizar rápidamente a las
patrullas y al personal de apoyo hacia los lugares amagados. Cada comandante debía
elaborar una mapa computarizado de los delitos acaecidos en su zona, el que era actualizado
periódicamente.
El resultado de la labor policial era conocido y discutido mediante reuniones que se realizaban
dos veces por semana, denominados Compstat Meeting, en orden a que todos los coman-
dantes contaran con datos actualizados procesados a través del sistema Comprehensive
Computer Statistic (Compstat), de manera que les permitiera conocer y medir los progresos
alcanzados en el logro de metas previamente fijadas de reducción de la delincuencia, las
cuales eran de público conocimiento y examinar los obstáculos presentados en los sectores
bajo su mando y perfeccionar sus tácticas. Ello se tradujo en un estilo de administración
descentralizado y flexible, y en un creciente compromiso de todos los policías con la “lucha
contra el crimen”.
El control policial también se debía efectuar en los vecindarios donde prevalecían altas tasas
de delincuencia juvenil, con el propósito de evitar que los niños y adolescentes formados
en familias en que era recurrente la violencia doméstica, que se encontraban sin trabajo ni
asistían a la escuela devinieran en drogadictos, se incorporaran a pandillas, se convirtieran
en portadores de armas y se iniciaran en una carrera delictiva. A través de un trabajo
persistente en los vecindarios mismos, denominado “policiamiento vecinal”, se trataba
de ganar la confianza de los vecinos y de los delincuentes potenciales, diseñando con la
comunidad programas de recreación y deporte en las escuelas, en los horarios vespertinos
y nocturnos en que no eran utilizados y durante los fines de semana, para permitir que los
45
jóvenes “se salvaran o alejaran del vicio”, al ocupar su tiempo libre de una manera activa
y entretenida12.
Otras iniciativas emprendidas en este ámbito son las patrullas del barrio, constituidas por
los mismos vecinos que recorren las calles de su sector residencial; los caminantes, que son
guardias que en las noches se ofrecen para acompañar a una persona a su casa cuando no
se siente segura; y los puertos seguros, que representan a asociaciones vecinales identificadas
mediante un cartel distintivo que guarecen a quienes están a punto de ser asaltados y se
les ofrece teléfono para que puedan comunicarse con una patrulla policial y los conduzcan
hasta su casa. Además, se abrió la posibilidad de contratar por horas a policías que estén
fuera de servicio durante la noche, quienes otorgan protección de acuerdo a la demanda
de algún interesado.
La estrategia de control y represión contra el delito constituye la dimensión más difundida
y conocida del “Plan Tolerancia Cero” la cual ha merecido severas críticas por parte de las
organizaciones defensoras de los derechos civiles. Estas se manifiestan y recrudecen cada
vez que emergen ante la opinión pública comportamientos de abuso y violencia policiaca
de que son víctimas especialmente las minorías étnicas. Tal fue el caso paradigmático del
alevoso asesinato de un inmigrante nigeriano desarmado acusado de cometer abuso sexual
contra un haitiano, en agosto de 1997, que provocó fuerte repudio por parte de los medios
y de la opinión pública en general.
En términos generales, cabe señalar que desde la implementación de este Plan en Nueva
York, el número de quejas por abuso policial había aumentado en un 41% y se había casi
duplicado el monto de indemnizaciones pagadas en compensación a las víctimas de los
abusos de 13,5 millones de dólares a 24 millones en 1997.
Otro tipo de críticas deriva del hecho de que el creciente número de arrestos de personas
aprehendidas por faltas o delitos menores ha implicado un exponencial incremento en
12
Como resultado de esta sistemática labor en los vecindarios, entre 1993 y 1997 el número de arrestos
por droga en Nueva York se incrementó desde 65.043 a 107.000, en tanto que las detenciones por
violencia familiar aumentaron en ese mismo lapso de 893 a 1.417. Asimismo entre 1993 y 1997 los
asesinatos disminuyeron de 1.929 a 776; los crímenes contra las personas, de 131.000 a 77.356; los
delitos contra la propiedad, de 298.291 a 161. 868; y los robos de automóviles, de 51.350 a 11.631.
46
tención a los jóvenes además de otros mecanismos de ayuda que impidieran continuar en
una condición de exclusión social. Esto posibilitó que en una década alrededor de la mitad
de la población juvenil desarrollara actividades deportivas en su propio medio residencial y
que los adolescentes se sintieran integrados a su ciudad y a la sociedad.
La idea no consistía entonces en conformar espacios urbanos defendibles, como los propi-
ciados por el arquitecto Newman y recogidos por el modelo situacional, sino en habilitar
espacios abiertos y sociópetos que facilitaran la creación de lugares de encuentro para los
habitantes a través de la construcción de amplias veredas, paseos peatonales, centros cívicos y
culturales, parques y jardines. La concepción urbanística para la prevención del delito,
inspirada en el urbanista Jodi Borja, deriva en este caso del razonamiento de que mientras
más gente se congrega en los espacios públicos, más difícilmente se cometerán actos
violentos, más protegidas se encontrarán las personas en caso de ser víctimas de delitos y
más fácilmente estarán en situación de recibir ayuda de parte de los demás.
El Plan Barcelona fue implementado en la capital de Cataluña a mediados de los ochenta
por el alcalde Pasqual Maragall, quien contó durante quince años con la colaboración del
Jefe de la Policía coronel Juan Delgado. Este instruyó desde un principio a su personal
de que las fuerzas policiales no constituían el brazo armado de la ley o que su función
primordial consistiera en imponer y restablecer el orden público a cualquier precio, sino
que debían representar un factor que contribuyera a la integración social. Por ello, para
tener éxito, su labor debía ser desempeñada consiguiendo el más estrecho contacto con
la comunidad.
En conformidad a lo anterior se creó la “Policía de Proximidad”, que implicaba que cada
policía debía estar asignado a un mismo distrito por un período de tres o cuatro años para
permitir que fuera identificado personalmente por todos los líderes vecinales, alcanzar
los mayores niveles confianza de los vecinos y conocer directamente a los residentes más
vulnerables que requieren de un mayor cuidado.
Además, en cada distrito de la ciudad se conformaron Consejos de Seguridad o Prevención
que congregaban a los grupos sociales que contaran con más alto grado de representatividad
en el plano distrital, que cuentan con sus respectivos referentes en el ámbito regional y
estatal, quienes tienen la obligación de celebrar reuniones periódicas con los jefes de policía
local haciéndose co-responsables de la seguridad del distrito. De esta forma la policía pasó
a constituirse en un intermediario entre la ciudadanía y la administración central.
Ahora bien, no debe pensarse que en Inglaterra y los Estados Unidos imperó sin mayor
debate una visión conservadora y autoritaria respecto a la Prevención Comunitaria del
Delito. Ya en 1929, en Inglaterra, sir Roberrt Peel había señalado que la importancia de
concebir la función policial en términos que trascendieran su función tradicional limitada
a la mantención del orden público; en tanto en Estados Unidos, desde los años cincuenta,
diversos estudios emprendidos por sociólogos y antropólogos mostraban que la acción
policial era selectiva en el control de la población negra, juvenil y de estratos bajos. Estas
49
críticas dieron paso en un primer momento a medidas paliativas tales como la formación de
unidades encargadas de relaciones públicas y de mecanismos de diálogo con las minorías
afectadas por la acción represiva del sistema penal.
En los setenta y parte de los ochenta, con el incremento continuado de los índices de delin-
cuencia, la idea sobre la eficacia operativa de las patrullas policiales en vehículos motorizados
queda seriamente comprometida, pues se comprueba que la sola presencia de las patrullas
no inhibe la comisión de delitos ni acarrea una sensación de seguridad en la población. Así
se va perfilando la concepción de que ni el aumento de la dotación policial ni la inversión
de cuantiosos recursos en su perfeccionamiento técnico resultan claves para la detección
y control oportunos de los hechos delictivos. Por otra parte, el hecho que a inicios de los
noventa en Norteamérica los guardias privados contaran con más del doble de dotación
que la policía era un indicador que los ciudadanos de altos ingresos estaban financiando con
crecientes impuestos a los servicios policiales y que, de manera adicional, debían contratar
personal privado para lograr sentirse seguros (Livingston, 1997).
Además se iba tornando cada vez de modo más generalizada la opinión de que el poli-
ciamiento motorizado por las calles tiende a aislar la tarea de los policías, a alejarlos de
la gente y a generar desconfianza en la población. Esta crisis de confianza en las modali-
dades tradicionales de despliegue policial posibilitó la consolidación de la idea de la Policía
Comunitaria13. (Fundación Paz Ciudadana, Boletín 15, 1998).
Para Trojanowicz y Moore (1988:13), “en el contexto de la policía comunitaria se define
lo comunitario como una coalición de personas que viven o trabajan en una determinada
área geográfica y que tienen un interés común en la reducción de la delincuencia, el
desorden y la inseguridad. Los policías son también miembros de la comunidad. Para
los propósitos policiales, la comunidad puede significar simplemente un área territorial
asignada a una patrulla policial”.
Las características centrales del concepto de Policía Comunitaria son: a) prevención del
delito organizada a partir de las comunidades de base; b) reorientación del despliegue o
patrullaje policial privilegiando las acciones proactivas por sobre las meramente reactivas;
c) énfasis en la respuesta y “responsabilidad” hacia la comunidad local; d) descentralización
del mando (Goldstein, 1998).
13
Se señala que las acciones propias de la Policía Comunitaria consistirían en: a) organizar grupos de vigilancia
en los barrios; b) instalar puestos móviles en barrios, malls, plazas, etc.; c) realizar patrullas a pie o en
bicicleta; realizar actividades de contacto con la población tales como ferias y actividades deportivas;
d) incorporar a civiles y organizar juntas de vigilancia; visitar regularmente a las familias en sus domicilios
sin mediar llamados de auxilio, sino con objetivo de lograr un conocimiento mutuo; e) efectuar campañas
de prevención en las escuelas; f) crear unidades especiales para la protección de mujeres, niños y
población vulnerable en general; g) fortalecer los lazos con los grupos minoritarios; h) incentivar la
promoción de los oficiales que trabajan en patrullas preventivas; etc.
50
Un aspecto de interés a destacar aquí reside en que mediante la vigilancia local se intenta
reforzar los sentimientos de comunidad, al constituir el barrio el foco de atención y la unidad
espacial sobre la cual se diseñan las acciones de prevención, convirtiendo el tema de la
seguridad en un asunto que compete tanto a los vecinos como a la autoridad política. La
vigilancia pública se entiende que es compartida, pues involucra a vecinos que actúan en
estrecha colaboración con la policía en múltiples actividades que surgen mediante iniciativas
emanadas desde la comunidad local misma.
La reorientación de la patrulla implica distribuir la dotación policial hacia mini-estaciones
emplazadas en las comunidades residenciales para conseguir que el personal mantenga un
contacto personal y cotidiano con los comités locales de prevención, esté en condiciones de
acoger las denuncias de los vecinos y de resolver con rapidez cualquier problema concreto
que se presente. En este sentido, a mediano plazo se espera que la policía no imponga
sus propios códigos sino que los adapten a las realidades locales, en términos de reforzar
las normas de convivencia vigentes en los distintos lugares que pautan efectivamente las
conductas de los ciudadanos residentes en ellos.
La “responsabilidad” de la policía respecto a las comunidades locales significa un cambio
en la operatoria de los servicios policiales en cuanto supone una concepción de que el
público es capaz de hacer un aporte efectivo en la prevención del delito a pesar de carecer
de conocimientos técnicos sobre el tema, y que es parte importante de su tarea lograr la
participación de los civiles incluso en la generación de planes y programas que implican
intercambio fluido de información y reciprocidad en las responsabilidades frente al delito.
La descentralización del mando conlleva un cambio en los criterios estandarizados de evalu-
ación de la gestión policial basados exclusivamente en estadísticas criminales tales como
número de detenciones, delitos cometidos, etc., por otros que incluyan también el aporte
de la policía en la reducción del temor en la comunidad local (Goldstein, 1990).
Lo anterior trae implicado un cambio, tal vez más significativo, en la estructura y en la cultura
organizacional que suelen ser muy jerárquicas, puesto que tienden a centralizar la toma de
decisiones en los niveles más altos de la institución y, por consecuencia, a estar lejos de las
realidades locales. El rediseño de las estructuras decisorias y el traspaso de facultades hacia los
niveles medios y especialmente inferiores donde se desarrollan funciones operativas es, por
cierto, opuesta a la lógica que orienta la actividad de las policías militares o militarizadas.
En Estados Unidos se han aplicado experiencias de este carácter en Nueva York, Boston,
Kansas City, Oakland, Houston Texas, Detroit, Newark, San Diego y Santa Ana, suburbio
de la ciudad de Los Angeles, entre otras.
En Nueva York el primer desarrollo de un programa de Patrullaje y Policías Comunitarios
(CPOP) fue emprendido como proyecto piloto en 1984 en un distrito de Brooklyn; al
año siguiente esta experiencia fue ampliada hacia otros distritos, hasta completar 75 en
1988.
51
Casi todas las unidades CPOP estaban compuestas por un sargento supervisor y diez oficiales
que disponían de independencia para enfrentar los problemas policiales en el área en que
estaban permanentemente designados los que tenían una extensión de 10 a 50 cuadras,
dependiendo de su densidad y la incidencia de delitos contando con un promedio de unos
100.000 residentes.
Las funciones principales de estas unidades eran: a) planificadoras, analizando y priorizando
los problemas de su área; b) de resolución de problemas, mediante el desarrollo de estrategias;
c) organizadora de la comunidad, compartiendo informaciones con los vecinos, instándolos a
participar, involucrándolos en el diseño de soluciones y coordinando sus acciones con ellos;
y d) de intercambio de informaciones entre la policía y la comunidad, de manera que ella
disponga de una fuente de inteligencia policial y la comunidad esté en mejores condiciones
para protegerse del delito.
El Instituto Vera –que concibió, planificó, asesoró en la implementación y evaluó el Pro-
grama realizado por el Departamento de Policía de Nueva York– arribó a un resultado
mixto (McElroy, Colleen, Cosgrove y Sadd, 1993). Por una parte, a los policías les satisfizo
tener un horario flexible limitado al patrullaje de un barrio o sector urbano específico y
liberarse de la obligación de estar respondiendo siempre a las llamadas de una central;
por otra, les disgustó el patrullaje solitario, hacer bitácoras diarias sobre sus actividades y,
especialmente, experimentar una indefinición en su carrera profesional ya que sus supe-
riores, por su lejanía, no estaban en situación de evaluar la nueva experiencia en terreno
de cada uno de ellos.
En el caso de Nueva York, esta estrategia no alcanzó buenos resultados en cuanto a disminuir
el delito que estaba impulsado por la creciente distribución del crack entre las pandillas y
nunca pudo superar la reticencia de la jerarquía policial ni la desconfianza ciudadana en la
policía. Especialmente en los barrios más pobres y étnicamente heterogéneos, no encontró
el necesario soporte de una comunidad activa con intereses comunes (Ward, 1998). Fue así
como a pesar del convencimiento en las buenas intenciones del Programa asumido por el
Comisario Benjamin Ward y luego por su sucesor Lee Brown, éste fue reemplazado en su
inspiración por el nuevo Director del Departamento de Policía William Bratton, en 1992,
quien asumió la metáfora de las “Ventanas Rotas” basada ahora en un comunitarismo neo-
conservador para impulsar, como se expuso anteriormente, el “Plan Tolerancia Cero”.
Con todo, la concepción de la Policía Comunitaria mantuvo durante la década de los noventa
una gran difusión. Así es posible encontrar programas con esta denominación en Australia
y en muchos países y ciudades de Europa, como sucede en Londres, donde se utiliza la
noción de Nieigborhood Watch (Skonick y Bayley, 1988) para designar un conjunto de
tareas que realizan la policía metropolitana en conjunto con las comunidades locales en
materias de prevención, vigilancia y seguridad vecinal o barrial14; en Oslo, (Noruega) y en
14
En Londres esta labor incluye tres tipos de acciones: vigilancia pública en la que participan los vecinos
que
52
actúan en estrecha coordinación con la policía en barrios específicos; marcaje de bienes para dificultar la
comercialización de especies hurtadas o robadas; y asesoría policial en la introducción de mejoras en las
viviendas en barrios para hacerlas más seguras.
53
En Singapore, desde 1983, se introdujo el sistema policial Koban a través de una asesoría
prestada por la Dirección Nacional de Policía de Japón.
Ahora bien, en América Latina, durante esta década, Sao Paulo, San José, San Salvador y
Cali han realizado experiencias basadas en las ideas de la Policía Comunitaria. En algunos
casos ellas se han limitado a algunas áreas urbanas y para el logro de objetivos limitados; en
otros se la ha incluido en estrategias de más vasto alcance como sucedió con el Programa
Desarrollo, Seguridad y Paz –DESEPAZ– instaurado en 1992 en la ciudad de Cali por el
Alcalde Rodrigo Guerrero (Guerrero, 1998).
Resulta extraordinariamente difícil arribar a una visión unificada y general que permita
evaluar los resultados de la Policía Comunitaria. En ciertos casos donde se han realizado
investigaciones empíricas, como en Australia (Normandeau, 1997), se ha señalado que
los grupos de Vigilancia Local son exitosos en los sectores urbanos en que habitan las
familias de ingresos medios y altos que están en situación de financiar campañas locales, la
mantención de sedes, los costos de publicación de información, etc. En Boston y en Sao
Paulo los estudios han revelado avances en la reducción del delito y en el aumento de la
seguridad subjetiva y, especialmente, un mejoramiento de la imagen de la policía debido a
que el control de los ciudadanos respecto al comportamiento de los agentes policiales ha
evitado la comisión de abusos o arbitrariedades.
Según de la Barra (1999), en Newark, Detroit, San José, San Salvador y Cali el diálogo y
la estrecha vinculación entre el público y la policía ha generado una apreciable disminución
del temor y un incremento de la comprensión de la gente respecto de la función policial.
Es claro, sin embargo, que la Policía Comunitaria no es una alternativa de éxito seguro
en la prevención del delito, pues supone requisitos y situaciones que muchas veces están
ausentes, como sucede cuando en una comunidad residencial o local prevalece un estado
de apatía y despreocupación entre los vecinos respecto de su entorno. En esta situación
la organización policial no tendrá un interlocutor que sea capaz de plantear problemas,
proponer iniciativas de intervención e indicar prioridades y, por su parte, la comunidad no
estará dispuesta a tener y mantener en el tiempo un compromiso y una participación activa
en torno a la inseguridad.
Otro tipo de obstáculo dice relación con la desconfianza generalizada que una comunidad
pueda tener respecto a la policía. Esta imagen y evaluación social negativas son ciertamente
muy difíciles de revertir en el corto y mediano plazo.
54
Por último, la Policía Comunitaria conlleva una peculiaridad que puede resultar altamente
riesgosa. En efecto, el hecho que el personal deba y pueda permanecer durante largos
períodos en un medio local sin experimentar rotación y con una relativa autonomía en el
desempeño de sus funciones respecto de un control central, presenta el peligro que pueda
involucrarse en actividades delictivas, como el tráfico de drogas por ejemplo, sin que sea
detectado oportunamente por parte de sus superiores jerárquicos; o bien que su excesivo
involucramiento con una comunidad local eventualmente conduzca a que los policías se
identifiquen demasiado con los ciudadanos, pierdan su objetividad y se inmiscuyan en las
vidas privadas de las personas.
figuran entre las metrópolis donde prevalece el mayor número de secuestros del orbe. No
es de extrañar entonces que México, Colombia y Brasil ostenten los mercados más grandes
en la venta de vehículos blindados y se estime que en América Latina se compren más de
la mitad de los seguros contra secuestro que se venden en el mundo.
Hacia fines de los noventa, y luego de un acuerdo suscrito por el presidente Andrés Pas-
trana en noviembre de 1998 con los líderes de la FARC, se creó una zona desmilitarizada
de unos 42 mil kilómetros cuadrados que representan casi el 40% del territorio nacional.
Se calcula que unas 800.000 personas han abandonado el país durante los últimos diez
años, un millón y medio de campesinos ha emigrado hacia las grandes ciudades viviendo
en poblaciones marginales, y un tercio de la población se ha convertido en una suerte de
refugiados internos.
En este país no sólo es posible apreciar la “militarización” de la policía en la lucha contra
los carteles de la droga, pues además es relevante la acción de grupos paramilitares de
exterminio que operan de manera irregular, y ciertamente violenta, tanto en áreas rurales
como urbanas (Leal, 1994).
Y no es que en Colombia no se haya intentado prevenir y controlar la criminalidad. El
Programa DESEPAZ, ya mencionado anteriormente, representó un esfuerzo integral para
erradicar la violencia urbana en Cali que buscó la coordinación entre todas las instancias
relacionadas con el problema de la inseguridad ciudadana en esta ciudad. Para ello se creó
en 1992 un Consejo Municipal de Seguridad donde el Alcalde, quien constitucionalmente
es el Jefe de la Policía, se reunía todas las semanas con los Comandantes del Ejército y de
la Policía Metropolitana y Departamental; los Jefes de la Fiscalía, de Medicina Legal y de la
Oficina de los Derechos Humanos; los Secretarios de Gobierno, Tránsito y Salud Munici-
pales, y con Directivos del Programa para programar las acciones de prevención delictiva.
Además, se constituyeron los Consejos Comunitarios de Gobierno en que, también cada
semana, el Alcalde efectuaba reuniones con líderes de las veinte comunas de la ciudad para
discutir planes de acción y evaluar su cumplimiento.
El Programa se basó en los siguientes Principios Orientadores:
a. Multicausalidad, según el cual la violencia deriva de factores multicausales y de complejas
dinámicas sociales que requieren ser abordados mediante acciones múltiples en distintos
niveles;
b. Investigación, que implica la disponibilidad de datos sistemáticos como condición
necesaria para la programación de medidas;
c. Prevención, en términos de actuar sobre las causas del delito y no sobre sus conse-
cuencias;
d. Participación, de modo de involucrar a toda la ciudadanía en el logro de la paz y la
seguridad;
e. Tolerancia, respecto de los derechos y opiniones ajenos que debe tener la autoridad; y
58
Estos Principios permitieron orientar las acciones preventivas hacia determinadas áreas
estratégicas15. Sin embargo estas acciones fueron aplicadas en toda la ciudad, sin un orden
definido, no destinándose zonas urbanas excluidas del Programa que hubieran permitido
evaluar la eficacia de sus resultados, a través de estudios experimentales.
Además, aunque los tipos de medidas de prevención adoptados sólo podrían tener efectos
en el mediano y largo plazo, se pudo establecer que la tasa de homicidios en Cali descendió
en más de un 10% durante el primer año de la ejecución del Programa. De cualquier
manera, su efectividad dependió siempre del éxito del gobierno de Colombia en el control
del narcotráfico.
Sin embargo, como se sabe, el gobierno central no ha logrado controlar el comercio ilícito
de las drogas ni ha alcanzado acuerdos de paz sólidos con la guerrilla, convirtiéndose la
violencia homicida en una situación rutinaria entre los ciudadanos.
A mediados del 2000, el presidente Pastrana elaboró el denominado “Plan Colombia” que
destinó más de siete millones de dólares –financiados en parte por Estados Unidos, la Unión
Europea, Japón y algunos Bancos Internacionales de Crédito–, a erradicar las plantaciones
15
El Programa definió cuatro áreas estratégicas de acción:
a. Investigación sistemática sobre la violencia que involucró una estandarización de los datos sobre la violencia
procedentes de distintas fuentes así como el diseño y aplicación de una encuesta sobre la calidad y los
problemas de la policía y de la justicia que pasó a realizarse cada seis meses.
b. Perfeccionamiento en el nivel de educación y en la calificación técnica de los agentes de la policía
mediante cursos y seminarios especializados así como de la infraestructura física y dotación de equipos
computarizados, ampliándose los tipos de servicios que prestaban los inspectores de policía al crearse
Centros de Conciliación, donde se prestaba asesoría a las personas en caso de conflictos de modo que
no llegaran a la Justicia; Consultorios Jurídicos en que se deba asesoría legal; y Comisarías de Familia
encargadas de abordar problemas de maltrato intra-familiar.
c. Ejecución de programas de educación ciudadana y comunicaciones para la paz que incluyó conjuntos
de acciones tendientes a que los niños de Cali regalaran sus armas de juguete al Municipio con lo cual
obtenían una credencial que los acreditaba como Amigos de la Paz que les permitía acceder a muchos
espectáculos públicos y parques de recreación de la ciudad; de campañas de propaganda realizadas a
través de los medios de comunicación orientados a reforzar la tolerancia y la convivencia ciudadana;
así como la dictación de cursos de capacitación para líderes comunitarios en solución de conflictos y en
normas de convivencia pacífica.
d. Medidas de equidad y desarrollo social, que incluyeron la ampliación de cupos de matrículas para niños
de enseñanza básica y media; programas de auto-construcción de viviendas populares y de dotación de
infraestructura básica para habitaciones sin agua potable ni alcantarillado; programas de orientación
y apoyo dirigidos a pandillas juveniles; creación de Casas de la Juventud en los barrios pobres para
que los adolescentes, guiados por profesionales, emprendieran actividades culturales y de recreación;
promoción para la creación de microempresas que permitieran a los jóvenes sin recursos generar sus
propios ingresos.
Adicionalmente, el DESEPAZ implementó la llamada ley semi-seca, que limitó el expendio de bebidas
alcohólicas a partir de ciertas horas; la prohibición total de porte de armas en determinados fines de semana; y
el control de uso de alcohol de choferes en intersecciones de calles que presentaban las más altas tasas
de accidentalidad.
59
de coca del territorio colombiano e iniciar un vasto programa social que incluye el apoyo
militar logístico de Norteamérica a las Fuerzas Armadas y a la Policía de ese país.
En México, durante la década de los noventa, el presidente de México Ernesto Zedillo
permitió que el Ejército interviniera directamente en el control de las instituciones que
combaten el narcotráfico. Fue así como se utilizaron tropas en tareas de seguridad pública
lo cual acarreó un serio desprestigio de dicha rama de las Fuerzas Armadas que la opinión
pública consideraba al margen de la corrupción.
En efecto, el Ministro de Defensa general Enrique Cervantes se vio obligado a reconocer que
tres generales acusados de mantener presuntas relaciones con los capos de la droga debieron
ser arrestados en enero y febrero de 1997. Dos de ellos eran comandantes de la zona militar
de San Luis Río Colorado, ciudad fronteriza con Estados Unidos donde desaparecieron 500
kilos de cocaína, en tanto que el tercero conocido como el zar antidrogas –Jesús Gutiérrez
Rebollo– mantenía nexos con el poderoso jefe de las drogas mexicano Amado Carrillo,
fallecido en julio de 1997.
A fines de siglo, México tenía una de las tasas de secuestros y de homicidios más altas del
mundo; en tanto en el Distrito Federal el índice delictivo creció, entre 1993 y 1997, en
casi un cien por cien.
Durante el primer mes tras su elección como presidente y antes que asumiera su mandato,
Vicente Fox anunció su intención de “introducir reformas profundas en la estructura de
las Fuerzas Armadas y desligarlas totalmente de la lucha contra el narcotráfico” (El
Mercurio: julio 23 de 2000:4).
En Honduras, en 1994 la Fuerza de Seguridad Pública (FUSEP) inauguró un programa de
apoyo a los civiles tendientes a crear “grupos de vigilancia comunitaria” que se concretó
en la ciudad de San Pedro, Sula, en la conformación de un contingente autodenomimado
Los Lobos que premunido de máscaras, rifles, armas automáticas y equipamiento de co-
municación policial inició patrullajes y se otorgó para sí la misión de dispensar una “justicia
vigilante”. La denuncia de la prensa, la presión de los comisionados de los derechos humanos y
el clamor de la opinión pública obligaron al FUSEP a ordenar la disolución de este grupo a
principios del 95, pero ya en marzo y en mayo de ese mismo año, el Presidente autorizó el
despliegue de fuerzas militares en el patrullaje de las principales ciudades del país, con el
propósito de controlar las altas tasas de delincuencia imperantes.
En Bolivia también un gobernante civil, Antonio Sánchez de Lozada, en 1995 frente a una
larga huelga general convocada por la Confederación Obrera Boliviana (COB), de profesores
y de campesinos cultivadores de coca que paralizó el funcionamiento de varias ciudades del
país, declaró un Estado de Sitio suspendiendo las garantías constitucionales por 90 días,
lo que permitió a los militares y a la policía arrestar a líderes sindicales y a confinarlos a la
selva o al altiplano. El 7 de julio de 2000, el gobierno de Hugo Banzer autorizó el patrullaje
militar de las calles en La Paz, Cochabamba, Santa Cruz y El Alto, cuya población es víctima
60
constante de la acción de grupos comandados por jefes de cuadrillas que cometen asaltos,
asesinatos, secuestros y robos de casas y vehículos. Además se facultó a los militares hacer
detenciones a personas y grupos sospechosos.
En Brasil, en Río de Janeiro el 31 de octubre de 1994 y a petición del Gobernador del
Estado, el Presidente Itamar Franco autorizó la intervención federal y solicitó al Ejército
la responsabilidad de supervisar y coordinar un comando conjunto con las Policías Civil y
Militar de Río, así como a la Policía Federal, para contener el tráfico de drogas y de armas
realizado por grupos organizados en las favelas, cuyos líderes actuaban como un estado
paralelo, controlando el acceso a los vecindarios e imponiendo a los moradores diversas
modalidades de extorsión.
A partir del 19 de noviembre, alrededor de 2.000 soldados empezaron la conocida como
“Operación Río” en varias favelas en busca de drogas efectuando detenciones a quienes no
portaban identificación. A principios del año 95, el recientemente electo Presidente Fernando
Henrique Cardoso y el nuevo Gobernador del Estado de Río autorizaron por sólo 30 días
nuevas operaciones conjuntas en una campaña que contó con unos 4.000 efectivos militares.
Sin embargo, el 4 de abril se volvió a llamar al Ejército dándose comienzo a la “Operación
Río II”, que conllevó el patrullaje militar de las principales avenidas de la ciudad y otorgar
la facultad de entrenar a las policías en el uso de armas militares para el combate contra el
crimen. Esta Operación se prolongó hasta mediados de 1995 (Zaverucha, 1994).
El involucramiento directo de las fuerzas militares no acarreó una disminución de la violencia
urbana en Río de Janeiro ni un decrecimiento en las tasas de los delitos. Por el contrario,
“según estadísticas internacionales, las ciudades brasileñas presentan actualmente
los más altos índices mundiales de homicidios puesto que, después de Cali –con 88
homicidios por cada 100.000 habitantes– se ubican Vitória (70), Río de Janeiro (69), y
tras ciudad del Cabo (68), aparecen otras ciudades de Brasil como Sao Paulo, Recife,
Brasilia, Salvador, Porto Alegre, Fortaleza, Curitiba, (Muscú) y Belo Horizonte. En
términos de países, los 40.000 asesinatos anuales que se cometen en Brasil superan
a los cometidos en ese mismo lapso a la suma de los ocurridos en Estados Unidos,
Canadá, Italia, Japón, Australia, Portugal, Inglaterra, Austria y Alemania en conjunto”
(JB. Jornal do Brasil: Editorial 8 de julio de 2000).
Otras estadísticas dan cuenta que “a inicios de los años ochenta ocurría en el país un
asesinato cada 53 minutos. A comienzo de los noventa dicho índice subió a una muerte
cada 21 minutos, en tanto que a principios del 2000 ocurre un asesinato cada 13
minutos” (JB: Ib. Id).
Cabe consignar que de acuerdo a un reciente estudio realizado por el profesor Ib Texeira,
en la Fundación Getulio Vargas, sobre los índices de causas de muerte durante el último
siglo en Río de Janeiro muestra que “el número de homicidios se incrementó en un
54.226%, las muertes causadas por el cáncer crecieron en un 981%, el de muertes por
dolencias cardiovasculares en 261%, en tanto la población carioca aumentó en 578%
en el período” (JB: 5 de julio de 2000).
61
éstos están más que duplicando a la dotación de las policías. En Sao Paulo, por ejemplo,
63
se considera que la cantidad de guardias de seguridad privados es tres veces mayor que el
tamaño de la fuerza policial.
Pero no sólo han proliferado los servicios formales de seguridad privada prestados por
empresas establecidas en conformidad a la ley. Paralelamente ha surgido un sector informal
que gira en torno a la delincuencia y el temor. En la ciudad de Río de Janeiro, por ejemplo,
la Policía Militar cuenta con un contingente de l5.800 hombres y la Civil con 6.000. Los
vigilantes privados representan unas 50.000 personas adicionales contratadas legalmente
por particulares para desempeñar labores de protección, pero además existen otros 150.000
vigilantes operando al margen de la ley, y que de hecho desarrollan labores propias de las
policías.
Estos vigilantes informales usualmente disponen de armas, aunque no tengan autorización
para portarlas ni hayan seguido cursos para utilizarlas. Generalmente “ofrecen” sus servicios a
jefes de hogar y comerciantes de manera coactiva, esto es, amenazando el patrimonio y
la vida de aquellos a quienes supuestamente se le va a brindar seguridad, dividiéndose
sectores, barrios y calles de la ciudad mediante la conformación de grupos en los que se
sospecha participan policías civiles y militares, por cuanto se les ha sorprendido utilizando
vehículos policiales (JB. Editorial, 27 de junio de 2000).
La existencia de estas verdaderas policías clandestinas y paralelas por cierto otorga una falsa
seguridad a quienes pagan por sus servicios, constituyéndose ellos mismos en una nueva
fuente de amenaza, pues muchas veces su labor consiste en entregar datos a bandas de
delincuentes para que operen con mayor impunidad. Durante el último año, se estima que
en Río de Janeiro los vigilantes clandestinos aumentaron en un 12%.
Por otra parte, como consecuencia del incremento de los delitos violentos y del aumento
del temor frente a ellos, en prácticamente todas las grandes ciudades latinoamericanas a
los conjuntos residenciales se les a ido construyendo murallas y/o rejas de protección. Esta
tendencia comenzó en los barrios más acomodados donde fueron apareciendo condominios o
zonas controladas y delimitadas para el uso exclusivo de sus residentes. Durante la década
pasada este fenómeno también fue extendiéndose hacia zonas donde habitan familias que
disponen de menores recursos, con lo cual se han producido cambios visibles en la con-
formación de la trama urbana y debilitado la sociabilidad vecinal. A lo anterior habría que
añadirse la proliferación de áreas comerciales cerradas y controladas (malls) que también
se han ido desplazando desde zonas residenciales de altos ingresos hacia áreas habitadas
por familias de ingresos medios.
No es del caso extenderse en este panorama que ya es ahora típico del paisaje urbano en la
mayoría de las metrópolis de la Región y que contribuye decisivamente en la fragmentación
y segregación socioespacial. Baste señalar a vía de ejemplo que ya a principios de los no-
venta, en Río de Janeiro la mitad de los 1,6 millones de inscripciones inmobiliarias estaban
enrejado o con muros de protección, estimándose que actualmente la gran mayoría de la
población carioca que vive en el área urbana está tras las rejas (Texeira, 2000).
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Sin embargo puede postularse que, en general, las mejores estrategias han sido
aquellas que no se han impuesto a través de la elaboración de medidas tecno-burocráticas
elaboradas de manera centralizada, sino aquellas en que han intervenido en su gestación y
gestión diversas instancias, tanto del sector público como del privado, y que han contado
con la decidida participación y colaboración de la policía y de la comunidad organizada.
Los tipos y categorías de prevención han sido diferenciados de acuerdo a la variable o factor
que enfatizan, en tanto que los ejemplos de programas y medidas constituyen ilustraciones
más o menos representativas de cada uno de ellas, por lo cual no pueden considerarse
como exclusivas de cada tipo y excluyentes para los demás. Así por ejemplo, la ejecución
de un nuevo programa de educación básica representa, a la vez, un tipo de medida propio
de la prevención primaria que tiene una escala de aplicación nacional, un nivel colectivo,
es de naturaleza sociocultural en tanto que sus resultados son apreciables socialmente en
el largo plazo.
Las investigaciones suelen mostrar que todas las estrategias de prevención del delito han
obtenido éxitos parciales, especialmente en cuanto a la aplicación de algunos programas
o medidas concretas, aún cuando en general puede señalarse que la historia del delito y de
su prevención no muestra un progreso acumulativo y lineal. Han aparecido nuevos tipos
de delitos acordes con la tecnologización de la vida social; nuevas formas de asociación
del crimen de carácter transnacional, concomitantes con el proceso de globalización de las
sociedades, así como nuevos desafíos hacia las diversas instituciones de los Estados, en sus
ámbitos central y local, y a la participación activa de los ciudadanos en el diseño, aplicación
y evaluación de las estrategias de prevención y control.
Es preciso ir más allá del limitado discurso de la prevención del delito e insertarlo en el
contexto de las relaciones entre los problemas sociales y la necesidad de mantener el orden
público en contextos sociales cada vez más complejos y diferenciados. El temor frente
al delito no debería favorecer una especie de comunidad del miedo frente al “otro” que
contribuya a conformar nuevas formas de exclusión social cada vez más perfeccionadas
en su instrumentalización tecnológica, de modo de establecer zonas, espacios y actividades
controladas y seguras respecto de otras dejadas a la actividad represiva de organizaciones
del Estado.
Tipos de medidas más aconsejables serían, por ejemplo, incrementar la calidad de los espacios
públicos, de modo que la gente pueda divertirse en ellos y protegerse mutuamente; elaborar
marcos de acción más flexibles que permitan y potencien la participación y coordinación
social entre instituciones, grupos y organizaciones con intereses diversos; propiciar políticas
sociales más integrales y eficaces que contribuyan positivamente al aumento de la integración
social de sectores marginados o que sufren diversos tipos de exclusión.
Todo ello sin embargo sería improbable si se olvida en la sociedad contemporánea que
dichas medidas ya no son posibles de dirigir u organizar exclusivamente desde un único eje y
que la concreción de toda iniciativa de prevención debe garantizar los derechos individuales
de las personas y los valores democráticos. Dadas las actuales características de creciente
descentralización, diversificación y autonomía presentes en el interior del sistema social,
resulta impensable que las futuras estrategias de prevención puedan avanzar con éxito si
son en definitiva monopolizadas por la coordinación vertical del Estado, si se confía exclu-
sivamente y en forma ingenua en la iniciativa individual o si todo ello se deja a merced del
funcionamiento de la lógica del mercado.
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