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por
Dunia Gras
Universitat de Barcelona
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La fotografía, retocada por Luis Soler para parecer un dibujo, es del fotógrafo y cineasta colombiano Iván
Suzzarini, egresado del Instituto Superior de Artes de La Habana y profesor de la Escuela Internacional
de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. También Wendy Guerra se diplomó en Dirección de
Cine, Radio y Televisión en la misma institución, el ISA, y recibió cursos de guion en San Antonio de
los Baños de la mano de Gabriel García Márquez.
2
Véase Roncagliolo y Ramis. Disponible en: <https://youtube.com/watch?v=MtlnUo9rOwY>.
840 Dunia Gras
Tal y como recuerdan Aina Pérez Fontdevila y Meri Torras en la introducción a Los
papeles del autor/a. Marcos teóricos sobre autorías literarias (2016), citando a Gérard
Leclerc, el nacimiento de la imprenta produce, de algún modo, como consecuencia, el
nacimiento del autor porque “la reproducción mecánica […] convierte […] ‘un texto
idéntico a cualquier otro’, materialmente impersonal y semánticamente anónimo, que
únicamente la firma autógrafa (o el nombre o el rostro del autor en la cubierta del
libro) puede ‘individualizar […] permiti[endo] su identificación por parte del lector’”
(25). Siguiendo este razonamiento, en estos momentos de neoliberalismo editorial
y de saturación mediática, escribir (y hacerlo bien) no basta para destacar entre ese
ejército de autores que desembarca a diario en el mar de novedades de los catálogos
y las mesas de las librerías. Por este motivo, se hacen necesarias estrategias añadidas
para visibilizarse, para entrar en la escena del campo literario transnacional, para
construir y constituir esa “distinción”, de la que hablaba Pierre Bourdieu –cuando
reflexionaba, a finales de los setenta, sobre la construcción de la imagen de marca en
su libro homónimo–, que lo destaque de la multitud y lo convierta en individuo, le
otorgue una identidad que lo distinga del resto. Como indica, por otro lado, Giorgio
Agamben, en “Identidad sin persona”, dentro de la recopilación de ensayos titulada
Desnudez, que se volverá a citar en estas páginas:
El deseo de ser reconocido por los otros es inseparable del ser humano. Es más, este
reconocimiento le es tan esencial que, según Hegel, cada uno está dispuesto a poner
en juego su propia vida para conseguirlo. No se trata, en efecto, sencillamente de
satisfacción o de amor propio, más bien es solo a través del reconocimiento de los
otros que el hombre puede constituirse como persona.
Persona significa en el origen “máscara”, y es a través de la máscara que el individuo
adquiere un rol y una identidad social. […]
La lucha por el reconocimiento es, entonces, la lucha por una máscara, pero esta máscara
coincide con la “personalidad” que la sociedad le reconoce a todo individuo (o con
el “personaje” que esta hace de él, con su complicidad más o menos reticente). (63)
Hay que pensar que, en los años sesenta y setenta del pasado siglo, como bien
señalaba José Donoso en su ya clásico ensayo Historia personal del ‘boom’ (1972,
1983), solo apenas cinco narradores hispanoamericanos encontraron un espacio central
bajo esa famosa y polémica etiqueta (Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García
Márquez, Vargas Llosa –el cogollito– y la incómoda silla móvil, compartida, entre el
propio escritor chileno, juez y parte, y Ernesto Sabato). Es obvio que existían muchos
otros –y también muy valiosos– autores, algunos relacionados, aunque de forma crítica,
con ese marbete (Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Manuel Puig…), y muchos
3
En 2016 se cumplió el vigésimo aniversario de ambas iniciativas, y la bibliografía es ya muy extensa.
Solo se recordarán aquí los textos fundamentales, tales como McOndo (1996) de Alberto Fuguet y Sergio
Gómez, donde aparecían, además de los propios antólogos, dieciséis autores más, de las dos orillas, en
su proyecto transatlántico (Juan Forn, Rodrigo Fresán, Martin Rejtman, Edmundo Paz Soldán, Santiago
Gamboa, Rodrigo Soto, Leonardo Valencia, Martín Casariego, Ray Loriga, José Ángel Mañas y Antonio
Domínguez, Jordi Soler, David Toscana, Naief Yehya, Jaime Baily y Gustavo Escanlar), por un lado; y
Crack. Instrucciones de uso (2004), donde se recogen los manifiestos, y otras manifestaciones iniciales,
de los mexicanos Ricardo Chávez Castañeda, Eloy Urroz, Vicente Herrasti, Pedro Ángel Palou y Jorge
Volpi, principales representantes del crack.
4
Estos tres prestigiosos autores constituyeron un jurado que “eligió, apoyado en la votación de más de dos
mil editores, críticos y lectores, a quienes entonces marcaban ‘el futuro de la literatura latinoamericana’”
(Fuentes y Mendoza 10). Es decir, que llevaron a cabo la decisión final, tras un largo proceso previo
de selección que pretendía considerar tanto a productores como a consumidores, o quizás debería
emplearse el híbrido término de “prosumidores” (véase Zafra 29).
hay algo en los escritores de ficción que es tan concreto como intrigantemente esquivo:
[…] nombres en el lomo y en la portada de un libro; se ocultan dentro y fuera de la
relación con sus lectores; y se esconden dentro y fuera de la relación con sus narradores.
Los novelistas crean en el espacio intermedio entre la presunta “realidad” y nuestro
sueño de esta, e imaginan el mundo no como evidencia sino como posibilidad. Esa
es la razón por la que conocerlos en persona es tan desconcertante. Los novelistas
representan la imaginación en la carne, la sangre y, a menudo, las sábanas.
Y ahí están de nueva cuenta, creando más historias, jugando con sus identidades y
diciendo verdades mientras mienten enigmáticamente con belleza. Ahí están desnudos
o vestidos, sujetos y objetos en esos cuadros, sugiriendo, engañando y revelándose
como parte de un cuadro mayúsculo, enmascarándose de gente normal en los escenarios
más elocuentes. (Florence 13)
Todos ellos, los 39, fueron fotografiados, además, por ese genio de la luz que es
Daniel Mordzinski (Buenos Aires, 1960), el también conocido como “fotógrafo de
los escritores”, que ha desarrollado una larga carrera durante las últimas tres décadas,
como pudo verse en la exposición y en el subsiguiente catálogo dedicado a su obra,
Daniel Mordzinski. Fotógrafo entre escritores. 30 años (2008).5 Tarea que casi fue
borrada, extrañamente, por la misteriosa desaparición del 70% de su archivo en 2013,
depositado durante años en un despacho de la séptima planta de la sede del periódico
Le Monde, donde almacenaba sus negativos (véase “Le Monde lamenta”).
Como continúa apuntando Peter Florence, la relación que muchos de los escritores
establecen con el fotógrafo va más allá de una simple pose o ejercicio de modelaje,
sino que se plantea de otro modo:
aquí crean en colaboración, a dúo, lo cual es un gran riesgo para un solista. Los
escritores trabajan con un fotógrafo que usa la luz y el espacio como un arquitecto, y
que entiende el color como un Tiziano. Mordzinski relata de manera tan transparente
como lo hacen los mejores fotoperiodistas y, aún más: nos proporciona la inmejorable
oportunidad de participar en la fotografía, de responder y de jugar con la imaginación
que aquélla invoca. Y ese es el genio verdadero, original. Hay una palabra para el buen
5
Además de esta muestra que daba cuenta de su extensa trayectoria, el fotógrafo ha ido recopilando su
obra en distintas publicaciones, como Lumières du Sud. Portrait et récits d’écrivains d’Amèrique Latine
(1999), El país de las palabras. Retratos y palabras de escritores de América Latina. 1980-2005 (2005)
y De tinta y luz. Una mirada al alma de las letras hispanoamericanas (2010), entre otros, sin contar los
libros relacionados con los eventos de Bogotá 39 o del Hay Festival (Hay. Crónica de un festival, 2008)
referidos en estas páginas.
De hecho, uno de los escritores de Bogotá 39, el colombiano Antonio García Ángel,
destacaba, en un texto titulado, significativamente, “Bogotá 40”, esa complicidad y
sintonía entre los escritores retratados y el fotógrafo, considerado como uno más entre
ellos, el que contabilizaba el número cuarenta, aunque su escritura fuera con luz, con
imágenes, y no con palabras:
Efectivamente, como bien se resume en esta cita, una de las características del
estilo de Mordzinski –o de sus “fotinskis”–, y que llama más la atención, sobre todo
en los últimos años, es la ruptura con la imagen tradicional del escritor, a partir del
modelo decimonónico, que podría establecerse en la construcción de la representación
autorial llevada a cabo por Nadar, por ejemplo, con imágenes tomadas en el estudio
del fotógrafo, habitualmente, mostrando al escritor con los instrumentos y atributos
de su profesión (véase Meizoz, “Aquello que” y Posturas literarias).
Más de un siglo después, a pesar de que, en ocasiones, también aparezcan retratos
más clásicos, donde se ve al escritor con elementos propios de su labor, como los libros,
su actitud es distinta, como es lógico, más irónica y juguetona, con un gran sentido
del humor y el cuestionamiento del status oficial del retratado, como escritor, como
intelectual. Quizás podría decirse que, en la obra fotográfica de Daniel Mordzinski,
se puede apreciar una cierta evolución, desde imágenes aparentemente más literales,
buscando la representación efectiva del sujeto, con fuertes contrastes de luz –sobre
todo en los retratos en blanco y negro, en los que se enmarcan apenas rostros y manos,
tras los que se esconden las ideas y quienes las ejecutan–, aproximándose más allá
de lo habitual en el primer plano, o aportando perspectivas inusitadas –picados y
contrapicados, miradas laterales y furtivas, fuera de campo y de escena–, hasta imágenes
más “literarias”, más contagiadas acaso, todavía, del juego ficcional y poético de los
retratados. Con fotografías donde aparecen escritores no solo fuera del contexto habitual
6
Y aquí se plantea, implícitamente, la pregunta foucaultiana, adaptada, que debaten Aina Pérez Fontdevila
y Meri Torras, precisamente, en ¿Qué es una autora? Encrucijadas entre género y autoría? (2019).
sosteniendo, con una mano, su cabeza y, con la otra, una roja manzana,7 como una nueva
Eva o como una pequeña Lilith, junto al poema titulado “Retrato de mujer estrábica
(no occidental)”, puesto que, efectivamente, esa mirada sostenida bizquea un poco y
la silueta recuerda un legendario muy lejano Oriente (“seguiré siendo culpada / en una
mala lectura del texto-cuerpo parecería una mujer libre / pero vengo de un no occidente
inexplicable […] Solo en tus fotografías parezco una muchacha occidental” [vv. 7-9
y 27]). Como sigue refiriendo en el particular autorretrato que configura el poema:
“tengo como afición dibujar en silencio lo que no dejan gritar / hablar sola bajo el
agua sin ecos o registros de voz / borrar las ropas que le sobran al cuerpo dejarme ir
hundirme / Vivo desnuda en mi diario de seda / sigo la línea a mano alzada rasgo mi
figura y la desprendo” (vv. 30-34; cursiva personal). Más allá de la campaña colectiva
de promoción de Bogotá 39, en cuyas fotografías de grupo Wendy Guerra suele situarse
en una indiscutible posición central y en primera línea, esta sesión individual con el
fotógrafo argentino ha contribuido también a trazar, o dibujar, la imagen de la escritora
cubana, como se verá algo más adelante.
‘Dibujarse de nuevo’: entre Wendy Guerra (La Habana, 1970) y Anaïs Nin (Neuilly-
sur-Seine, 1903-Los Ángeles, 1977)
Respecto a Wendy Guerra, hay que recordar, que, ya en 2006, justo tras la recepción
del premio que la dio a conocer en España, otorgado por la editorial Bruguera8 con un
jurado unipersonal, encarnado en la figura de Eduardo Mendoza, premio Cervantes
2016, la propia escritora revelaba:
Envié el trabajo porque era un premio en el que a lo mejor podía, al menos, ser finalista,
como lo han sido otras de mis obras en otros concursos. Tampoco lo esperaba porque
no conocía lo que yo misma podía dar, pero sí estaba muy confiada en la seriedad de
Bruguera. Este premio para mí representa empezar de nuevo, es como una cartulina
en blanco que me permite dibujarme de nuevo. (en De Lima s/p; cursiva personal)
7
Imagen archirrepetida, que ya acompaña a la autora casi como una marca o un sello, y que ha sido
parodiada incluso por el escritor disidente en el exilio Orlando Luis Pardo Lazo, un poco a la manera del
youtuber Chatroulette y su personal versión de “Wrecking Ball” de Miley Cirus.
8
Parece ser que al concurso se presentaron trescientas novelas procedentes de América Latina y de
Europa, atraídas por el pasado prestigio de la editorial y por el premio de 12.000€ (14.200$) en juego,
además del tiraje de ejemplares, que fue de ocho mil, según la misma noticia de la Agencia Efe, de
la que se hace eco De Lima. Bruguera, en Barcelona, publica desde finales de los años setenta hasta
su disolución, en 1986, la obra de Gabriel García Márquez. Posteriormente, en 2006, dentro del sello
Ediciones B, y con la escritora Ana María Moix al frente, trató de reflotarse y darle publicidad con el
premio de novela, hasta su cierre en 2011. En la actualidad, aunque inactiva, forma parte del grupo
Penguin Random House.
¿A qué se refería con dibujarse de nuevo? ¿Por qué ese premio se configuraba
como “una cartulina en blanco”? Efectivamente, ese premio le permitió partir de cero
en otro lugar, España, la supuesta mecca además, todavía, con cierto resabio colonial,
del mundo editorial en español (véase Gras), donde no era conocida más que desde el
instante de obtener el galardón, sin la carga extraliteraria de su pasado mediático, que
en la isla la identificaba como la presentadora de la sección infantil de un magazine
matinal de la televisión nacional. Y aquí habría que reflexionar sobre el peso de
estas actividades mediáticas que, muchas veces, en un principio, contribuyen a una
gran visibilidad y repercusión, incluso masiva, pero que, inmediatamente, parecen
convertirse en un arma de doble filo, que apunta hacia la tensión entre los best-sellers,
los superventas, y la falta de reconocimiento académico de escritores que, por otra
parte, pueden mostrar, a pesar de todo, una calidad y un compromiso considerable con
sus proyectos y carreras literarias: véanse los casos, por ejemplo, de Jaime Bayly, en
sus tiempos de enfant terrible en la televisión peruana, o en Miami, y sus melodramas
sentimentales en portada del Hola; o de Boris Izaguirre, a quienes muchos no pueden
imaginar de otra forma que con los pantalones bajados, en sus colaboraciones habituales
en el ya histórico programa televisivo peninsular Crónicas marcianas (1997-2005).
En el caso de Wendy Guerra, además, ese acto de “dibujarse de nuevo” podría
considerarse no solo metafórica sino literalmente, porque la autora parece haber diseñado
una imagen de sí misma que se ha mimetizado con algunos de sus principales referentes
literarios y artísticos, como puede verse, por ejemplo, cuando parece imitar o rendir
homenaje a la iconografía de Tamara de Lempicka o, desde luego, de Anaïs Nin, quizás
incluso en una versión revisada y protagonizada o mediatizada por Maria de Medeiros
en Henry and June (1990), biopic y adaptación cinematográfica de Philip Kaufman de
la parte homónima de los diarios editados sin expurgar (Nin, Henry and June).
Si se revisa la obra de Wendy Guerra, entre la poesía y la narrativa, se encuentran
ya, muy pronto, homenajes a la escritora estadounidense de origen cubano, modelo
no solo por su escritura diarística sino también por su propia actitud transgresora y
posicionamiento frente a la moral tradicional y que se configura como centro casi
absoluto de su gineología, o genealogía de mujeres escritoras, en la que, de algún modo,
se incorpora. De hecho, aunque este espejo en que se mira abiertamente Wendy Guerra
aparece referido de forma explícita en el subtítulo de su tercera novela, Posar desnuda
en La Habana. Anaïs Nin en Cuba (2010), ya se remite a él, no solo como guiño cultural,
sino casi como guía espiritual, desde, por lo menos, su segundo poemario, Cabeza
rapada (1996), publicado todavía en Cuba, y se trata de una referencia constante a
lo largo de toda su carrera, hasta ahora. Así, el epígrafe con que inicia este poemario,
como indica, procede de Anaïs Nin: “Escribir: es una visión, una ciudad suspendida
en el espacio, un ritmo sanguíneo. Es un éxtasis ante la vida” (5).
En Posar desnuda en La Habana. Anaïs Nin en Cuba, desde un principio, queda
todo, aparentemente, muy claro. Como se advierte en la “nota del editor” que abre el
libro y que le sirve de pórtico, el texto que el lector tiene en sus manos es un diario
apócrifo temprano, en torno a 1922, que la enmarca y recrea entre los diecinueve y
veinte años.9 Y se explicita claramente incluso su estructura: “Los textos en redonda
son de Wendy Guerra. Los textos en cursiva son extractos de los Diarios de Anaïs
Nin” (11). Es decir, el discurso propio queda mechado, cruzado, por fragmentos de
los diarios de la escritora estadounidense, como si Wendy Guerra se los apropiara, los
fagocitara, los des- y recontextualizara, dándoles así un sentido otro. Como si también,
de algún modo, los reciclara y reorganizara sus partes, como quien toma fotografías
antiguas o imágenes de revistas para construir un collage.
En este sentido, nos encontramos ante lo que podríamos considerar, desde una
perspectiva artística, como una intervención del corpus o cuerpo literario de Anaïs Nin
como procedimiento creativo, en un proceso, como decía, de apropiación del otro –de la
otra– para convertirla en parte del propio cuerpo literario, que Wendy Guerra realizaría
como parte de su formación, derivando casi en una especie de canibalización ritual,
devorando a su ascendente e “incorporándola” a la propia escritura, encarnándola.
Con ello, lleva a cabo una práctica de filiación evidente en su posicionamiento dentro
del campo literario, transnacional e incluso mundial, en el que, sin embargo, de forma
paradójica es Wendy Guerra, como hija literaria, de algún modo, quien vuelve a traer
al mundo a la madre, Anaïs Nin, en ese texto híbrido. Es curioso, por este motivo,
que, mientras en la edición española de Posar desnuda en La Habana, publicada en
Alfaguara, aparece una fotografía antigua y desdibujada que se supone que corresponde a
la escritora estadounidense, y que puede encontrarse, efectivamente, en A Photographic
Supplement to the Diaries of Anaïs Nin (13), en la portada de la edición cubana es, en
cambio, la misma Wendy Guerra quien se presenta con una fotografía que la vincula,
abiertamente, al texto, hasta el punto que, en una reseña del momento, una periodista
cultural se preguntaba en el titular: “¿Anaïs Nin o Wendy Guerra?” (Zamora s/n).
No obstante, en esta primera novela de la autora editada en la isla dos años después,
en Letras Cubanas, la imagen la muestra totalmente cubierta, hasta por un paraguas.
9
El libro concluye con unos anexos finales que incluyen un apunte ensayístico y metanarrativo sobre el
proceso de investigación y redacción del libro (“Itinerario cubano de Anaïs” 175-194), la reproducción
de unos fragmentos de la correspondencia entre Anaïs Nin y su padre, donde se revela su grado de
intimidad (“Padre o ‘el Rey Sol’” 195-198) y un árbol genealógico de su familia con notas aclaratorias
sobre los lazos de parentesco (“Genealogía de Anaïs Nin” 199 y “Descripción genealógica de la familia
de Anaïs” 201-202). Curiosamente, como reconoce en esta última parte, Wendy Guerra se vincula a esa
genealogía, más allá de lo literario, en su búsqueda de documentación: “Mentí muchas veces. Decía que
la pesquisa era sobre mi bisabuela materna. De tantas oficinas que visité, recuerdo la de una señora que,
mientras pasaba por su lengua un sello de diez pesos, me comentó que yo era ‘igualita’ a la autora. La
señora ni había leído sus diarios, ni había visto foto alguna que le mostrara los hermosos ojos de Anaïs.
Pero el cubano también es así. Lo que no sabe lo inventa […]” (177).
Por otro lado, como se adelantaba, no es solo aquí donde la escritora cubana se
remite a la obra de la norteamericana, sino que de ella toma el título de un poemario,
Ropa interior (2008), cuyo epígrafe, procedente de la correspondencia de la Nin,
sirve de clave de lectura y, también, hasta un cierto punto, de poética: “El editor me
regresó el libro diciendo: ‘Madame, llévese toda su ropa interior, no nos interesa su
libro’” (7). Y es que ya en Todos se van (2006) aparecía esa imagen que igualaba a la
propia escritura con la intimidad (e incluso la suciedad) de la ropa interior: “No sé,
no sé cómo diablos le he dado este Diario, tengo que ser sincera, al menos aquí, le
confié tres volúmenes. Siempre escondo el Diario de los hombres. Hoy se lo entrego
a un desconocido […]. Un préstamo, prestar mi ropa interior, mi vida, mis escondites,
prestar el secreto. ¿Cómo hice esto?” (256).
Será también, hasta cierto punto, por tanto, habitual y natural que Wendy Guerra,
en consecuencia, haya sido fotografiada en diversas ocasiones en ropa interior –como
aparece también en las escenas iniciales del cortometraje Ruptura de comunicaciones
(1992) de Lorenzo Regalado, en el que participó como actriz–, relacionando así, con
esas imágenes, también la intimidad de su escritura con su propio cuerpo, su literatura
como ropa interior en contacto directo con la piel y que apenas lo vela o lo cubre,
sino que lo destaca y subraya. Mostrándose, a la vez, por otra parte, muy consciente
de lo que puede traer consigo esa exposición, con los peligros de la sobreexposición
implícitos y de la saturación de las imágenes, capaces, incluso, paradójicamente, de
opacar o distraer de la lectura de su obra, como puede verse en algunos de los poemas
incluidos, precisamente, en Ropa interior (2008). Así, por ejemplo, en “La actriz” (34),
donde el sujeto lírico admite, desde un principio, el fingimiento ante los medios en el
escenario de su país, y reconoce el papel que representa, ante la mirada de los otros
(“Estoy mintiendo / Todo está en mi cabeza y me lo invento / […] Estoy mintiendo /
Actúo mientras escribo / Miro a los fotógrafos que están de paso / Sonrío y ya estoy
en la historia / la foto en blanco y negro de lo que hemos sido / Aquí me tienes /
Mintiendo mientras te espero” [vv. 12-18]). Por otro lado, en “Niña mala” (35), el
yo lírico femenino se queja de quienes critican su apariencia sin leer su obra, quienes
se ocupan de todo lo que es exterior y no de lo interior, cayendo en el prejuicio de la
máscara y del accesorio, como los sombreros que la propia escritora luce habitualmente
–jugando de nuevo con la confusión, esta vez entre ese yo lírico y la propia autora– y
que considera, incluso, como un escudo10 ante su realidad cubana (“No leen mis versos
solo miran mis sombreros y / comienzan a rumiar. / […] He descubierto que no han
leído mis versos / he descubierto por fin la nada. / No conocen mi palabra como tampoco
conocen mis / interiores negros./ Es la palabra un cauce terrible hacia el misterio” [vv.
10
Como la propia escritora revelaba en la entrevista “Wendy Guerra se desnuda ante el espejo” (https://
www.youtube.com/watch?v=taE54f5JYAM&t=313s).
1-2 y 11-15]). Finalmente, para terminar con esta pequeña muestra, en el poema “Mapa
del metro” (42) anota: “no seas lunática no te desnudes / no dejes que te fotografíe
para la nostalgia / no le hables de La Habana […] / no regales tu libro no le enseñes
su verso / […] no te lleves su nombre en el diario” (vv. 9-12 y 14-16), instrucciones
contradictorias entre el yo del poema y la realidad de la autora, ya que, como apunta
el título de estas páginas, como es bien sabido, a pesar de las advertencias de estos
versos contra el desnudo, Wendy Guerra ha seguido, literalmente, los pasos de Anaïs
Nin, posando desnuda, pero no necesariamente en La Habana.
Para mí posar es un gesto cotidiano que se remite a los años en la Escuela de Arte,
donde mis compañeros de Artes Plásticas no podían pagar modelos fuera de clase y
éramos nosotras, sus compañeras de la escolaridad o las de la propia especialidad,
quienes aparecíamos en toda una obra que hoy anda dispersa por museos o galerías de
Cuba o el mundo. Esta obra refiere al arte político y/o erótico cubano de los noventa
y se encuentra ligada a nuestro pasado sentimental y vivencial. Aquellos días en que
posar era parte, simplemente, del acto de juntarnos en un albergue y ser dibujados
hasta dormidos, entre ciclones o situaciones límites o domésticas, hoy los recordamos
con nostalgia. Ahí nos fue un pedazo de piel, es bastante ilustrativo en nuestro caso.
No soy la única que posaba por aquí. (s/p)
[…] algunos intelectuales de otros países (no todos) se preguntaban por qué me expuse
de ese modo, me llamaron la atención sobre el riesgo de una arista de frivolidad que
viajaba amenazante hacia mi carrera. Como si un gesto performático que se sustenta
como suma de tu propio referente o educación gestual pudiese considerarse como
frívolo, aun entendiéndose como gesto intencional, marcado, como un propósito
cultural. Un autor transmite el espíritu de su cultura, donde se encuentre carga con el
paquete cultural que le antecede. Es inevitable. (s/p)
La receta tradicional: los escritores deben ser serios, abrigados, criaturas distantes
con bufanda y sombrero que miran al lente con profundo estilo. Mi experimento, sin
intencionalidad, me recuerda a ciertos trabajos de Marina Abramovic poniéndote en
jaque con su cuerpo y su zaga cruda y dura. Ana Mendieta insertándose desnuda en
espacios no previstos para esa inclusión o quizás a aquella vieja leyenda de El rey
vestido o El rey desnudo. (s/p)
El bello rostro, que exhibe sonriendo su desnudez, solo dice: “¿Querías ver mi
secreto? ¿Querías esclarecer mi envoltura? Entonces, mira esto, si eres capaz, ¡mira
esta absoluta, imperdonable ausencia de secreto!”. El matema de la desnudez es, en
este sentido, simplemente, haecce!, “no hay nada más que esto”. […] precisamente
[es] ese desencanto de la belleza en la desnudez, esa sublime y miserable exhibición
de la apariencia más allá de todo misterio y de todo significado, el que desencadena
de algún modo el dispositivo teológico, para dejar ver, más allá del prestigio de la
gracia y de los halagos de la naturaleza corrompida, el simple e inaparente cuerpo
humano. (113-114)
11
Véase al respecto, por ejemplo, el ensayo Être écrivain (2000) de Nathalie Heinich.
12
Sobre el interés de Capote por la fotografía y, más en concreto, por la obra gráfica de Richard Avedon,
véase su libro en colaboración Observations (1959). En él, el escritor manifiesta su admiración por el
fotógrafo, quien dedica una sección a imágenes de escritores, entre las que destacan una Colette ya
anciana tumbada lánguidamente en la cama o un Ezra Pound con la camisa abierta y el torso desnudo,
formas no muy tradicionales de representación autorial.
13
No es posible detenerse aquí en este otro interesante caso, lamentablemente; véase la breve reflexión de
Raúl Minchinela en “Selfie, o contra-retrato”. Solo decir que la escritora española ha pasado de obtener
un premio como el Nadal, de gran prestigio, en 1998, por Beatriz y los cuerpos celestes, a participar en
programas de tertulia como Moros y cristianos (1997-2001) hasta un reality show como Campamento
de verano, en 2013, en la televisión española. Pareciera como si la cada vez mayor exposición mediática
corriera paralela a un efecto inverso en la producción y consideración de su obra.
14
Como es lógico, hay que tener en cuenta aquí el lugar de enunciación, tanto del presente comentario
como de la exhibición de ese cuerpo y su escenificación, como bien desarrolla la propia Wendy Guerra
en su ensayo “Glamour y revolución”, publicado por Leila Guerriero en la recopilación Cuba en la
encrucijada, y como había planteado ya en distintos lugares, como en la conferencia “Promiscuidad:
memoria colectiva”, impartida en Casa América, en Madrid, dentro del ciclo Desnudos integrales.
Miradas y memorias, en el que también participó Daniel Mordzinski, el 4 de octubre de 2011 (véase:
<https://youtube.com/watch?v=IQw1z-_HZ-8>). Desde luego, recordando también en este caso
a Walter Mignolo, no es lo mismo emitirlos desde América que desde Europa, ni tampoco desde el
norte o desde el sur, o en un contexto católico o protestante. Como bien advierte, de nuevo, Nead: “Lo
erótico no es una propiedad fija o innata de una imagen dada, sino que es históricamente específico y
abierto a definiciones que compiten entre sí. Dado que lo erótico describe el espacio de la representación
sexual permisible, hay mucho en juego en lo que respecta al lugar donde se sitúan las fronteras de esta
categoría” (166).
Resulta significativo, más allá del rechazo de los ataques verbales que niega siquiera
llegar a percibir, la consideración del propio “yo lírico” como un personaje de ficción
(v. 2), de tal modo que, como sigue más adelante, la confusión proviene de “una mala
lectura del texto” (v. 8), porque lo que escribe (“la letra que traduce mi cuerpo y otros
lances” [v. 9]) es tomado como verdad y no como ficción. Aunque se reconozca en el
simulacro de su propio personaje (v. 10), que ha construido ella misma, y para lo que se
ha entrenado, como confiesa (vv. 11-12), consciente del fingimiento, de ese simulacro,
de la performance que ello implica: como si se hallara encerrada en esa jaula que es
su escenario, donde representa para el público constituido por los otros. Asimismo,
la referencia al magisterio de la madre y a “su memoria recobrada” (vv. 13-14) hacen
pensar, de nuevo, al lector, en la conexión entre persona y personaje –sin olvidar el
recordatorio inicial de Agamben respecto a la etimología de la palabra “persona”,
entendida, de cualquier modo, como “máscara”–: esos versos parecen remitir a la madre
de la escritora, la también poeta Albis Torres (1947-2004), muerta tempranamente
por el horror del Alzheimer, arrojada al abismo del olvido, sobre quien gira, en buena
medida, su segunda novela, Nunca fui Primera Dama (2008), a modo de homenaje,
más allá de las referencias autobiográficas presentes en la primera, Todos se van
(2006).15 Como se observa en el verso final, la desnudez enjaulada que se ofrece como
espectáculo (v. 15), a la mirada de los otros, induce también al lector a identificarla con
todos esos actos performáticos de la escritora en las sesiones fotográficas. Ya su primer
poemario, publicado con apenas diecisiete años, su debut literario, Platea a oscuras
(1987), sugiere esa salida a escena, esa exhibición, esa visibilización sobre las tablas
del escenario, ante la mirada del otro, anónimo, a quien se ofrece la representación, en
la oscuridad del patio de butacas del teatro, y del público lector. Esas acciones parecen
ser vistas también como juegos y actos superfluos que, simplemente, como se indica
en el primer verso (“Vendí hielo a los esquimales y arena a los árabes”), lo que ofrece,
después de todo, no es nada extraordinario, sino lo que ya tienen, sobradamente, los
demás, acentuando así la idea del simulacro, algo que recuerda también al procedimiento
espectacularizante del diario en esa otra madre literaria que es Anaïs Nin. Algo que
el teórico de la imagen y fotógrafo Joan Fontcuberta ha advertido, una y otra vez, en
ensayos como El beso de Judas. Fotografía y verdad (1997): “Toda fotografía es una
ficción que se presenta como verdadera. Contra lo que nos han inculcado, contra lo
que solemos pensar, la fotografía miente siempre, miente por instinto, miente porque
su naturaleza no le permite hacer otra cosa” (17). Ese mismo es, en última instancia,
el cometido de buena parte de la literatura, incluso de la supuestamente autobiográfica
y resbaladizamente autoficcional.
Tras esta experiencia, sin embargo, la autora volvió a posar, esta vez para el
fotógrafo Alberto Newton, con ocasión del aniversario de la edición mexicana de la
revista SoHo, en octubre de 2014 –“Wendy Guerra nos regala su desnudez”–, donde,
mientras en la pared, entre diversos graffiti, se lee un rotundo y paradójico “No al
desnudo”, ella se muestra, una vez más, en ropa interior, algo más cubierta esta vez,
sin embargo, con elementos que recuerdan la iconografía de Diego Rivera y de Frida
Kahlo –a quien había homenajeado en su poema “Frida y yo compartimos los amantes”,
de Ropa interior (42)–, de tal modo que se la puede ver sosteniendo flores amarillas
sobre el pecho desnudo y en el cabello, así como cubriéndose con mantas artesanales,
camisas masculinas y transparencias.
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No obstante, hay que decir que siempre hay lectores que pueden llevar a cabo ese tipo de identificaciones,
e incluso establecer conexiones sin reparar en los límites de la instancia ficcional, hasta llegar al extremo
del apropiacionismo en Nirvana del Risco (Negra [en cursiva], 2013) o a reconocer improbables
revelaciones en los cabellos negros y la doble uve sugerida en Valentina Villalba (El mercenario que
coleccionaba obras de arte [en cursiva], 2018). Después de todo, como ya advirtiera Flaubert respecto a
su Emma Bovary, siempre queda algo de propio en el personaje creado.
[…] la necesidad de época que marca “estar” para “ser”, para “ser visto”. […] Memoria
que mañana nos olvidará sacándose de entre los dientes los restos de nuestros píxeles
para devorar lo último. Porque solo parece haber lugar para la voracidad del instante,
como insaciable necesidad de ahora. Hoy el alimento de la máquina y del poder que la
atraviesa es la demanda de actualidad que recolecta […] Los de ayer quedaron viejos,
tweets pleistocénicos, con las pieles envejecidas y blandas, como las zonas podridas
de una manzana bajo un sol acelerado. (20)
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Cabe decir que, de hecho, algunos de los poemas incluidos en esta sección final de Domingo de
Revolución ya habían sido publicados anteriormente en Ropa interior, insistiendo más aún en esta
confusión que ya se señalaba desde un inicio. De este modo ocurre con los titulados “Exceso de
equipaje”, “Promenade por el museo personal” y “Palabra de esquimal”.
Bibliografía