Mil Grullas - Elsa Bornemann

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ELSA BORNEMANN
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ELSA BORNEMANN

Nació en Buenos Aires en 1952. Es na-


rradora, guionista y traductora. Entre los
numerosos e importantes premios que recibió
por sus libros y por su trayectoria, se destacan
la Faja de Honor de la SADE por El espejo
distraído, y el Premio Nacional de Literatura
Infantil. Fue la primera escritora argentina
que integró, en 1976, la Lista de Honor del
premio internacional Hans Christian Andersen,
otorgado por International Board on Books
for Young People, con sede en Suiza por Un
elefante ocupa mucho espacio; al año siguiente fue
prohibido por la dictadura militar y su autora
perseguida. Otras obras: Bilembambudín o el úl-
timo mago; El libro de los chicos enamorados,
Disparatarios, Los desma-ravilladores. Sus obras
son editadas en distintos países de América
Latina y Europa; Israel, Estados Unidos y
Japón.
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MIL GRULLAS

N aomi Watanabe y Toshiro Ueda


creían que el mundo era nuevo.
Como todos los chicos.
Porque ellos eran nuevos en el mundo.
También, como todos los chicos. Pero el
mundo era ya muy viejo entonces, en el año
1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y
Toshiro no entendían muy bien qué era lo
que estaba pasando.
Desde que ambos recordaban, sus
pequeñas vidas en la ciudad japonesa de
Hiroshima se habían desarrollado del mismo
modo: en un clima de sobresaltos, entre
adultos callados y tristes, compartiendo con
ellos los escasos granos de arroz que flotaban
en la sopa diaria y el miedo que apretaba las
reuniones familiares de cada anochecer en
torno a las noticias de la radio, que hablaban
de luchas y muerte por todas partes.
Sin embargo, creían que el mundo era
nuevo y esperaban ansiosos cada día para
descubrirlo.
¡Ah... y también se estaban descubriendo
uno al otro!

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Se contemplaban de reojo durante la


caminata hacia la escuela, cuando suponían
que sus miradas levantaban murallas y nadie
más que ellos podían transitar ese imaginario
senderito de ojos a ojos.
Apenas si habían intercambiado algunas
frases. El afecto de los dos no buscaba las
palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio...
Pero Naomi sabía que quería a ese
muchachito delgado, que más de una vez se
quedaba sin almorzar por darle a ella la
ración de batatas que había traído de su casa.
–No tengo hambre –le mentía Toshiro,
cuando veía que la niña apenas si tenía dos o
tres galletitas para pasar el mediodía–. Te dejo
mi vianda –y se iba a corretear con sus
compañeros hasta la hora de regreso a las
aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza
de devorar la ración.
Naomi... Poblaba el corazón de Toshiro. Se
le anudaba en los sueños con sus largas
trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer
de golpe para poder casarse con ella. Pero ese
futuro quedaba tan lejos aún...
El futuro inmediato de aquella primavera de
1945 fue el verano, que llegó puntualmente el
21 de junio y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras

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veces habían esperado sus soleadas mañanas,


ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni
Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo
significaba que tendrían que dejar de verse
durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban
demasiado lejos una de la otra, sus familias no
se conocían. Ni siquiera tenían entonces la
posibilidad de encontrarse en alguna visita.
Había que esperar pacientemente la
reanudación de las clases.
Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la
hoja del almanaque...
Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la
hoja del almanaque...
Y aunque no lo supieran: ¡Por fin llegó
agosto! –pensaron los dos al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mes
cuando Toshiro viajó, junto a sus padres,
hacia la aldea de Miyashima. Iban a pasar
una semana. Allí vivían los abuelos, dos
ceramistas que veían apilarse vasijas en todos
los rincones de su local.
Ya no vendían nada. No obstante, sus
manos viejas seguían modelando la arcilla con
la misma dedicación de otras épocas.
–Para cuando termine la guerra... –decía
el abuelo.
Miyashima: pequeña isla situada en las proximidades de la ciudad de
Hiroshima. 39
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–Todo acaba algún día... –comentaba la


abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz
debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos
de su madre parecían aclararse fugazmente
cada vez que se referían al fin de la guerra, tal
como a él se le aclaraban los suyos cuando
recordaba a Naomi.
¿Y Naomi?
El primero de agosto se despertó inquieta;
acababa de soñar que caminaba sobre la
nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su
alrededor. Un desierto helado y ella
atravesándolo.
Abandonó el tatami, se deslizó de
puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió
la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una
cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le
devolvió un suspiro.
El dos y el tres de agosto escribió,
trabajosamente, sus primeros haikus:

Lento se apaga
el verano. Enciendo
Lámpara y sonrisas.

Pronto florecerán
los crisantemos.
Espera, corazón.

Tatami: estera que se coloca sobre pisos, en las casas japonesas tradicionales.
40 Haiku: breve poema de diecisiete sílabas, típico de la poesía japonesa.
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Después, achicó en rollitos ambos papeles y


los guardó dentro de una cajita de laca en la
que escondía sus pequeños tesoros de la
curiosidad de sus hermanos.
El cuatro y el cinco de agosto se lo pasó
ayudando a su madre y a las tías ¡Era tanta la
ropa para remendar!
Sin embargo, esa tarea no le disgustaba.
Naomi siempre sabía hallar el modo de
convertir en un juego entretenido lo que acaso
resultaba aburridísimo para otras chicas.
Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que
cada doscientas veintidós puntadas podía
sujetar un deseo para que se cumpliese.
La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó
en el pantalón de su hermano menor el ruego
de que finalizara enseguida esa espantosa
guerra, y en los puños de la camisa de su
papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara
nunca...
Y los dos deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes...
Ocho de la mañana del seis de agosto en el
cielo de Hiroshima.
Naomi se ajusta el obi de su kimono y
recuerda a su amigo:
–¿Qué estará haciendo ahora?

Obi: faja que acompaña al kimono.


Kimono: vestimenta tradicional japonesa, de amplias mangas, largas hasta los
pies y que se cruza por delante, sujetándose con una especie de faja llamada obi. 41
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“Ahora”, Toshiro pesca en la isla mientras


se pregunta:
–¿Qué estará haciendo Naomi?
En el mismo momento, un avión enemigo
sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el avión, hombres blancos que pulsan
botones y la bomba atómica surca por primera
vez un cielo. El cielo de Hiroshima.
Un repentino resplandor ilumina
extrañamente la ciudad.
En ella, una mamá amamanta a su hijo por
última vez.
Dos viejos trenzan bambúes por última vez.
Una docena de chicos canturrea:
“Donguri-Koro Koro- Donguri Ko...” por
última vez.
Cientos de mujeres repiten sus gestos
habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en mañana por
última vez.
Naomi sale para hacer unos mandados.
Silenciosa explota la bomba. Hierven, de
repente, las aguas del río.
Y medio millón de japoneses, medio millón
de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y

Donguri-Koro Koro: Verso de una popular canción infantil japonesa.


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con ellos desaparecen edificios, árboles, calles,


animales, puentes y el pasado de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrán
volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir
nuevamente la puerta de su casa, ni retomar
ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un hongo atómico.
Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de
1945. Un sol estallando.
Recién en diciembre logró Toshiro
averiguar dónde estaba Naomi. ¡Y que aún
estaba viva, Dios!
Ella y su familia, internados en el hospital
ubicado en una localidad próxima a
Hiroshima, como tantos otros cientos de miles
que también habían sobrevivido al horror,
aunque el horror estuviera ahora instalado
dentro de ellos, en su misma sangre.
Y hacia ese hospital marchó Toshiro una
mañana.
El invierno se insinuaba ya en el aire y el
muchacho no sabía si era frío exterior o su
pensamiento lo que le hacía tiritar.
Naomi se hallaba en una cama situada junto
a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus
trenzas. Apenas una tenue pelusita oscura.

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Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas


de papel desparramadas.
–Voy a morirme, Toshiro... –susurró, no
bien su amigo se paró, en silencio, al lado de
su cama–. Nunca llegaré a plegar las mil
grullas que me hacen falta...
Mil grullas... o “Semba-Tsuru”, como se
dice en japonés.
Con el corazón encogido, Toshiro contó las
que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo
veinte. Después, las juntó cuidadosamente antes
de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.
–Te vas a curar, Naomi –le dijo entonces,
pero su amiga no lo oía ya: se había quedado
dormida.
El muchachito salió del hospital,
bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro
(en cuya casa se encontraban temporariamente
alojados) entendieron aquella noche el porqué de
la misteriosa desaparición de casi todos los
papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diario, pedazos de papel para
envolver, viejos cuadernos y hasta algunos
libros parecían haberse esfumado
mágicamente. Pero ya era tarde para
preguntar. Todos los mayores se durmieron,
sorprendidos.
Semba-Tsuru (Mil grullas): Una creencia popular japonesa asegura que
haciendo mil de esas aves –según enseña a realizarlo el origami (nombre del
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sistema de plegado de papel)– se logra alcanzar la larga vida y felicidad.
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En la habitación que compartía con sus


primos, Toshiro velaba entre las sombras.
Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie
más que él continuaba despierto. Entonces, se
incorporó con sigilo y abrió el armario donde
se solían acomodar las mantas.
Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo
la pila de papeles que había recolectado en
secreto y volvió a su lecho.
La tijera la llevaba oculta entre sus ropas.
Y así, en el silencio y la oscuridad de
aquellas horas, Toshiro recortó primero
novecientos ochenta cuadraditos y luego los
plegó, uno por uno hasta completar las mil
grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles
las que ella misma había hecho. Ya
amanecía, el muchacho se encontraba
pasando hilos a través de las siluetas de
papel. Separó en grupos de diez las frágiles
grullas del milagro y las aprestó para que
imitaran el vuelo, suspendidas como
estaban de un leve hilo de coser, una
encima de la otra.
Con los dedos paspados y el corazón
temblando, Toshiro colocó las cien tiras
dentro de su furoshiki y partió rumbo al
hospital antes de que su familia se despertara.
Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la
bicicleta de sus primos.

Furoshiki: tela cuadrangular que se usa para formar una bolsa, atándola por sus
cuatro puntas después de colocar el contenido. 45
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No había tiempo que perder. Imposible


recorrer a pie, como el día anterior, los
kilómetros que lo separaban del hospital. La
vida de Naomi dependía de esas grullas.
–Prohibidas las visitas a esta hora –le dijo
una enfermera, impidiéndole el acceso a la
enorme sala en uno de cuyos extremos estaba
la cama de su querida amiga.
Toshiro insistió:
–Sólo quiero colgar estas grullas sobre su
lecho, por favor...
Ningún gesto denunció la emoción de la
enfermera cuando el chico le mostró las
avecitas de papel. Con la misma
aparentemente impasibilidad con que
momentos antes le había cerrado el paso, se
hizo a un lado y le permitió que entrara:
–Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de no hacer el mínimo ruidito,
Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y
luego se subió.
Tuvo que estirarse a más no poder para
alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en
un rato estaban las mil grullas pendiendo del
techo; los cien hilos entrelazados, firmemente
sujetos con alfileres.

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Fue al bajarse de su improvisada escalera


cuando advirtió que Naomi lo estaba
observando. Tenía la cabecita echada hacia
un lado y una sonrisa en los ojos.
–Son hermosas, Tosí-can... Gracias...
–Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas –y
el muchacho abandonó la sala sin darse vuelta.
En la luminosidad del mediodía que ahora
ocupaba todo el recinto, mil grullas
empezaron a balancearse impulsadas por el
viento que la enfermera también dejó colar, al
entreabrir por unos instantes la ventana.
Los ojos de Naomi seguían sonriendo.
La niña murió al día siguiente. Un ángel a
la intemperie frente a la impiedad de los
adultos. ¿Cómo podían mil frágiles avecitas de
papel vencer el horror instalado en su sangre?
Febrero de 1976.
Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años
y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y
es gerente de sucursal de un banco establecido
en Londres.
Serio y poco comunicativo como es,
ninguno de sus empleados se atreve a
preguntarle por qué, entre el aluvión de
papeles con importantes informes y mensajes
telegráficos que habitualmente se juntan sobre
Tosí-can: diminutivo de Toshiro.
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su escritorio, siempre se encuentran algunas


grullas de origami dispersas al azar.
Grullas seguramente hechas por él, pero en
algún momento en que nadie consigue
sorprenderlo.
Grullas desplegando alas en las que se
descubren las cifras de las máquina de
calcular.
Grullas surgidas de servilletas con impresos
de los más sofisticados restaurantes...
Grullas y más grullas. Y los empleados
comentan, divertidos, que el gerente debe de
creer en aquella superstición japonesa.
–Algún día completará las mil...
–cuchicheaban entre risas–. ¿Se animará
entonces a colgarlas sobre su escritorio?
Ninguno sospechaba, siquiera, la
entrañable relación que esas grullas tienen
con la perdida Hiroshima de su niñez. Con su
perdido amor primero.

© Elsa Bornemann.
c/o Guillermo Schavelzon & Asociados, Agencia Literaria
www.schavelzon.com

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