Bautismo Del Señor B
Bautismo Del Señor B
Bautismo Del Señor B
Dios todopoderoso y eterno, que proclamaste solemnemente a Jesucristo como tu Hijo muy amado,
cuando, al ser bautizado en el Jordán, descendió el Espíritu Santo sobre Él, concede a tus hijos de
adopción, renacidos del agua y del Espíritu Santo, que se conserven siempre dignos de tu
complacencia. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Miren a mi siervo, en quien tengo mis complacencias.
Del libro del profeta Isaías: 42, 1-4. 6-7
Esto dice el Señor: “Miren a mi siervo, a quien sostengo, a mi elegido, en quien tengo mis
complacencias. En El he puesto mi espíritu para que haga brillar la justicia sobre las naciones.
No gritará, no clamará, no hará oír su voz por las calles; no romperá la caña resquebrajada, ni
apagará la mecha que aún humea. Promoverá con firmeza la justicia, no titubeará ni se doblegará
hasta haber establecido el derecho sobre la tierra y hasta que las islas escuchen su enseñanza.
Yo, el Señor, fiel a mi designio de salvación, te llamé, te tomé de la mano, te he formado y te he
constituido alianza de un pueblo, luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a
los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas”. Palabra de Dios. Te
alabamos, Señor.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 28 R/. Te alabamos, Señor.
Hijos de Dios, glorifiquen al Señor; denle la gloria que merece. Postrados en su templo santo,
alabemos al Señor. R/.
La voz del Señor se deja oír sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es poderosa, la voz del
Señor es imponente. R/.
El Dios de majestad hizo sonar el trueno de su voz. El Señor se manifestó sobre las aguas desde su
trono eterno. R/.
SEGUNDA LECTURA
Dios ungió con el Espíritu Santo a Jesús de Nazaret.
Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 10, 34-38
En aquellos días, Pedro se dirigió a Cornelio y a los que estaban en su casa, con estas palabras:
“Ahora caigo en la cuenta de que Dios no hace distinción de personas, sino que acepta al que lo teme
y practica la justicia, sea de la nación que fuere. Él envió su palabra a los hijos de Israel, para
anunciarles la paz por medio de Jesucristo, Señor de todos.
Ya saben ustedes lo sucedido en toda Judea, que tuvo principio en Galilea, después del bautismo pre-
dicado por Juan: cómo Dios ungió con el poder del Espíritu Santo a Jesús de Nazaret, y cómo éste
pasó haciendo el bien, sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él”.
Palabra de Dios. Te alabamos, Señor.
ACLAMACIÓN cfr. Mc 9, 7 R/. Aleluya, aleluya.
Se abrió el cielo y resonó la voz del Padre, que decía: “Éste es mi Hijo amado; escúchenlo”. R/.
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El Bautismo del Señor (B)
EVANGELIO
Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias.
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 1, 7-11
En aquel tiempo, Juan predicaba diciendo: “Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo,
uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo los he
bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”. Por esos días, vino Jesús
desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Al salir Jesús del agua, vio que los
cielos se rasgaban y que el Espíritu, en figura de paloma, descendía sobre él. Se oyó entonces una
voz del cielo que decía:
“Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias”. Palabra del Señor. Gloria a ti, Señor
Jesús.
Se dice Credo
PLEGARIA UNIVERSAL
Oremos, hermanos a nuestro Salvador, que quiso ser bautizado para santificar nuestro bautismo y
renovar por él al hombre caído, y pidámosle que se compadezca de quienes ha querido que fueran
sus hermanos:
Para que Cristo, el Siervo de Dios, en quien el Padre se complace, mire con amor a todos los que se
preparan para el Bautismo o la Confirmación o preparan el bautismo de sus hijos, roguemos al Señor.
Para que Cristo, el Elegido de Dios, para llevar el derecho a las naciones, ilumine a los que buscan a
Dios con sinceridad de corazón, les haga oír la voz potente y magnífica del Padre, que los llama a
escuchar a su Hijo amado, y los conduzca hacia el bautismo, roguemos al Señor.
Para que los pobres y los enfermos tengan la ayuda y la compañía que necesitan, roguemos al Señor.
Para que todos nosotros vivamos cada día más plenamente nuestro camino cristiano, roguemos al
Señor.
Escúchanos, Señor Jesús, tú que pasaste por este mundo haciendo el bien. Enséñanos a vivir como
tú y condúcenos a tu Reino. Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 1, 32. 34
Éste es aquél de quien Juan decía: Yo lo he visto y doy testimonio de que Él es el Hijo de Dios.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Saciados con estos sagrados dones, imploramos, Señor, tu clemencia, para que, escuchando
fielmente a tu Unigénito, nos llamemos y seamos de verdad hijos tuyos. Por Jesucristo, nuestro
Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Mira a mi siervo, a quien sostengo (Is 42,1-4.6-7)
1ª lectura
El Señor, que ha manifestado su poder en la creación (Is 40,12-31) y que ha mostrado sus
designios de salvación con los hechos realizados en la historia (Is 41,1-29), anuncia una nueva etapa
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El Bautismo del Señor (B)
en sus acciones para salvar a su pueblo. En esa tarea, desempeñará una función decisiva el «siervo
del Señor», que de alguna forma asume en el texto profético el protagonismo en la manifestación y
realización de los planes salvíficos. De él y de su misión se habla en cuatro pasajes distribuidos a lo
largo de los caps. 42-55, que tal vez formaran parte en su origen de un único poema. Estos cuatro
oráculos han sido designados habitualmente como los «Cantos del Siervo».
La mayoría de los exegetas ve en Is 42,1-9 el primer canto, o bien, la primera estrofa de este
poema. Los otros tres pasajes son: Is 49,1-6; 50,4-11 y 52,13-53,12. Junto con una gran belleza
poética, los cantos presentan difíciles cuestiones de estilo y de contenido. Han sido por ello
prolijamente comentados.
Hoy en día se dan fundamentalmente tres explicaciones sobre la identidad del siervo. La
primera considera que el siervo es un personaje individual: bien un rey de la casa de Judá, bien el
mismo profeta, o, naturalmente, un Mesías futuro, que salvará a Israel. La segunda hipótesis
interpreta la figura del siervo colectivamente: el siervo representa a Israel o a un grupo dentro de él.
Una tercera hipótesis piensa que el siervo es presentado intencionadamente de forma ambigua,
susceptible de ser interpretado de las dos maneras antes mencionadas: como un personaje del pueblo,
pero que puede simbolizar a todo Israel.
Los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, sin entrar en la cuestión sobre la personalidad
originaria del siervo, nos revelan el verdadero sentido del texto de Isaías. Ven en cada uno de los
cuatro cantos una profecía que anuncia al Mesías y que se cumple en Jesucristo. Así pues, el siervo
es el futuro Mesías, representado no como rey y conquistador, sino como un salvador que trabaja y
sufre. Dios lo ha elegido y su misión se caracterizará por la mansedumbre, fidelidad y constancia que
será coronada por el éxito.
En este primer canto (Is 42,1-9) la figura del «siervo» resulta ciertamente misteriosa: el v. 1 le
da atributos excepcionales, universales, transcendentes. Los vv. 2-3a hablan de su acción humilde;
pero inmediatamente (vv. 3b-7) anuncian su fortaleza hasta «establecer el derecho en la tierra», ser
«la luz de las naciones, abrir los ojos de los ciegos y sacar de la prisión a los cautivos...». Todo ello
lo podrá realizar «el siervo» porque el Señor «ha puesto su Espíritu sobre él» (v. 1), es decir, se trata
de alguien que ha sido elegido por Dios y cuenta con el auxilio del Espíritu del Señor en su tarea de
enseñar su Ley hasta los confines de la tierra. Así pues, estas palabras podrían estar expresando de
algún modo la propia conciencia del profeta de estar llevando a cabo una tarea: proclamar la palabra
de Dios, que él no ha buscado sino que le ha sido encomendada. Pero también pueden representar en
el siervo a todo el pueblo de Israel (cfr 41,8): éste ha sido objeto de la elección divina para dar
testimonio a todos los hombres, pacíficamente, de la Ley recibida del Señor
Los Evangelios han interpretado los rasgos característicos del siervo presentes en este primer
canto como un vaticinio de la figura de Jesús, objeto de la más plena complacencia del Padre, que en
la unidad del Espíritu Santo es verdaderamente luz para todas las naciones y liberador de todos los
oprimidos. Así por ejemplo, en los relatos del Bautismo de Jesús en el Jordán y de la Transfiguración
resuenan estos rasgos en la voz divina: «Éste es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido» (Mt
3,17); «Éste es mi Hijo, el elegido, escuchadle» (Lc 9,35). Por otra parte, el Evangelio de Mateo, que
tiene especial interés en señalar que en Jesús se han cumplido las Escrituras, cita explícitamente los
vv. 2-4 de este oráculo de Isaías para mostrar que en Jesús se cumple la profecía del siervo,
rechazado por los dirigentes del pueblo, cuyo magisterio amable y discreto había de traer al mundo la
luz de la verdad (Mt 12,15-21). Y la misión de Jesús, como «siervo sufriente», que había comenzado
con el Bautismo en el Jordán (cfr Mt 3,17), vuelve a mostrarla San Mateo al narrar la oposición que
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El Bautismo del Señor (B)
encuentra Jesús entre una parte de los dirigentes judíos, y volverá a señalarla de manera especial en
su pasión y muerte (cfr Mt 27,30).
Por otra parte, la fórmula «luz de las naciones (o de las gentes)» del v. 6 parece tener un eco
en lo que Jesús dice de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12; 9,5), y en el Benedictus de
Zacarías (Lc 1,78-79). Evocación de las frases del v. 7 se encuentra en la respuesta de Jesús a los
enviados de Juan Bautista al preguntarle si Él «es el que había de venir» (cfr Mt 11,4-6; Lc 7,18-22).
Por eso dirá San Justino, comentando los vv. 6-7: «Todo esto, amigos, está dicho con relación a
Cristo y a las naciones por Él iluminadas» (Dialogus cum Tryphone 122,2).
La Iglesia, en el Concilio Vaticano II, reconoce su responsabilidad de trabajar para que Cristo
se manifieste verdaderamente como «luz de las naciones» (v. 6) en todo tiempo y lugar: «Cristo es la
luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea
vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro
de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas (cfr Mc 16,15)» (Lumen gentium, n.1).
Vengan por agua; escúchenme y vivirán (Is 55, 1-11)
1ª lectura (Opcional para el ciclo B)
La invitación al banquete de la Alianza sirve de epílogo a la segunda parte del libro de Isaías,
y evoca los mismos temas del cap. 40, que viene a ser su prólogo. Ambos capítulos dan unidad
literaria y temática a esta parte del libro. De alguna manera el oráculo aquí recogido resume la
doctrina de los capítulos precedentes: la invitación al banquete de la Alianza (vv. 1-3), que recuerda
al que celebró Moisés en el Sinaí (Ex 24,5.11); la renovación de la Alianza con David en Sión (vv. 4-
5); la transcendencia de Dios que no se contamina con los delitos de los hombres (vv. 8-9); la
eficacia de la palabra de Dios (vv. 10-11), y, como síntesis final, la actualización del éxodo como
expresión de fe en la constante y renovada salvación de Dios (vv. 12-13).
Estos oráculos constituyen una llamada a la conversión a Dios, a beneficiarse de sus dones
salvíficos que se reparten gratuitamente: «Venid a las aguas» (v. 1), «venid a Mí» (v. 3), «buscad al
Señor» (v. 6), «que el impío deje su camino» (v. 7). En su origen la llamada se dirige a los exiliados
en Babilonia, para que vuelvan a Jerusalén; pero la exhortación transciende cualquier concreción
histórica para convertirse en permanente y universal. En efecto, la alusión a una Alianza eterna, en
continuidad con el cumplimiento de las promesas hechas a David (cfr v. 3), puede ser entendida
desde la fe cristiana como un anticipo de la nueva y eterna Alianza sellada con la Sangre de nuestro
Señor Jesucristo, prenda de salvación para toda la humanidad. En la Eucaristía, banquete de la Nueva
Alianza, se hacen plena realidad las palabras del profeta en las palabras que el Señor pronunció al
instituir este sacramento: «Tomad y comed» (cfr v. 1) el verdadero pan de vida, el manjar más
exquisito, que no se puede comprar con nada (vv. 1-3). Por eso la invitación del profeta sigue siendo
una llamada a que el cristiano se beneficie de la Sagrada Eucaristía. Pablo VI, exhortando a los fieles
a participar en la celebración dominical, escribía: «¿Cómo podrían abandonar este encuentro, este
banquete que Cristo nos prepara con su amor? ¡Que la participación sea muy digna y festiva a la vez!
Cristo, crucificado y glorificado, viene en medio de sus discípulos para conducirlos juntos a la
renovación de su resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la Alianza de amor entre Dios y su
pueblo: signo y fuente de alegría cristiana, preparación para la fiesta eterna» (Gaudete in Domino, n.
322).
Este texto que acabamos de leer es, como todos ellos, una llamada a la conversión. Para
volver a la patria antes es necesario volver a Dios, «buscarle» (vv. 6-7). Y el Señor, que se deja
encontrar y no juzga a la manera de los hombres, tiene la capacidad de conceder el perdón (vv. 8-9).
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El Bautismo del Señor (B)
Se enseña así que la llamada a la conversión se fundamenta en la bondad de Dios que es «pródigo en
perdonar» (v. 7). El hombre, por su parte, no debe dejar pasar esa oportunidad que Dios le brinda.
Estas palabras se convierten así en un continuo estímulo para volver a empezar en la lucha ascética:
«Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el
Sacramento de la reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día, dominarnos,
realizar conquistas espirituales y dar alegremente, porque “Dios ama al que da con alegría” (2 Co
9,7)» (Juan Pablo II, Novo incipiente, 8-IV-1979). Y San Agustín, urgiendo a la conversión, escribía:
«No digas, pues: “Mañana me convertiré, mañana agradaré a Dios, y todas mis iniquidades de hoy y
de ayer se me perdonarán”. Dices verdad al afirmar que Dios prometió el perdón a tu conversión;
pero no prometió el día de mañana a tu dilación» (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 144,11).
Las palabras del v. 8 son evocadas por San Pablo en Rm 11,33 y evidencian cómo en
numerosas ocasiones hacemos planteamientos pequeños o nos quedamos cortos ante las grandes
cosas que Dios nos tiene preparadas.
Con comparaciones muy expresivas (vv. 10 y 11), especialmente para los países áridos del
Oriente, se describe la eficacia poderosa y fecunda de la palabra de Dios. Ella realiza la salvación
que anuncia. Esta palabra de Dios personificada (cfr Sb 8,4; 9,9-10; 18,14-15) es figura de la
Encarnación de Jesucristo, Palabra eterna del Padre, que desciende a la tierra para salvar a los
hombres. «No volverá a mí vacía y estéril [la palabra de Dios], dice, sino que prosperará en todas las
cosas, se nutrirá hasta saciarse con las buenas acciones de aquellos que, obedeciéndola, ejecutarán
sus enseñanzas. Ciertamente suele decirse que una palabra ha sido cumplida cuando se traduce a la
práctica, o sea, que mientras no se cumpla con obras, permanece estéril, macilenta y en cierto modo
famélica. Pero oye con qué alimento dice que nutre: Mi manjar es hacer la voluntad de mi Padre (Jn
4,34)» (S. Bernardo, In Cantica Canticorum 71,12-13).
A Jesús de Nazaret lo ungió Dios con el Espíritu Santo y poder (Hch 10,34-38)
2ª lectura
La conversión del centurión pagano Cornelio al cristianismo es uno de los puntos culminantes
del libro de los Hechos de los Apóstoles. Manifiesta la dimensión universal del Evangelio y hace ver
que la fuerza del Espíritu Santo no conoce límites ni barreras. Por ello, como en otras ocasiones,
Lucas lo narra dos veces: en este capítulo, según el orden de los acontecimientos y con muchos
detalles que subrayan y ayudan a entender los puntos fundamentales, y en el siguiente (Hch 11,1-18),
según la justificación de Pedro ante los hermanos de Jerusalén.
Al comienzo de este capítulo se había presentado a Cornelio como hombre piadoso y
«temeroso de Dios» (Hch 10,2.4). Esta expresión posee un valor preciso y se usaba para designar a
las personas que adoraban al Dios de la Biblia, participaban en las plegarias de la sinagoga (cfr
13,16), y practicaban los principales mandamientos de la Ley judía, aun sin convertirse formalmente
al judaísmo mediante la circuncisión.
Después la atención se había desplazado hacia Pedro, quien recibe dos mandatos del Espíritu
Santo: comer de los animales que se le presentan en la visión (cfr Hch 13-15) y acompañar a los que
han venido a buscarle (cfr v. 20). En casa de Cornelio, Pedro comprende con profundidad que ha
sido Dios quien ha guiado todos sus pasos (vv. 28-29). Cuando oye la explicación del centurión (vv.
30-33) entiende (v. 34) el pleno significado de lo que había oído en la enseñanza de Jesús y se da
cuenta de que, en los planes salvadores de Dios, judíos y paganos son iguales. Este descubrimiento
sencillo y capital ha requerido una especial intervención divina.
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El Bautismo del Señor (B)
Sin embargo, la acción del Espíritu Santo va más lejos que la de los hombres. A Cornelio el
ángel sólo le había dicho que mandara venir a Pedro y escuchara sus palabras (vv. 5.22.33) y por eso
Pedro, en un apretado discurso, síntesis de todo el Evangelio (vv. 37-43), predica la verdad de Cristo
Jesús.
La victoria que ha vencido al mundo es nuestra fe (1 Jn 5,1-6)
2ª lectura (Opcional para el ciclo B)
El bautizado, por la fe en Jesucristo, es hecho hijo de Dios. Como consecuencia, ama a sus
hermanos los hombres —no se concibe el amor al padre sin amar a los hermanos—, cumple los
mandamientos y participa de la victoria de Cristo sobre el mundo. Es tan importante la fe en Jesucristo,
que todo bautizado participa por ella en el triunfo del Señor. Jesús ha vencido al mundo (cfr Jn 16,33)
con su muerte y su resurrección, y el cristiano —incorporado a Él por la fe— tiene a su alcance las
gracias necesarias para vencer las tentaciones y participar de la misma gloria. En este texto el término
«mundo» tiene un sentido peyorativo: significa todo aquello que se opone a la obra redentora de Cristo
y a la consiguiente salvación de los hombres.
Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me he complacido (Mc 1,7-11)
Evangelio
El Bautista predicaba un bautismo de penitencia, y predicaba la llegada de Jesús como
alguien «más poderoso que yo» (v. 7), cuyo bautismo será en «el Espíritu Santo».
En efecto, el bautismo de Juan suponía reconocer la propia condición de pecador —
«confesando sus pecados» (v. 5)—, puesto que tal rito significaba precisamente eso. Esta confesión
de los pecados es distinta del sacramento cristiano de la Penitencia. Sin embargo, era agradable a
Dios al ser signo de arrepentimiento interior y estar acompañada de frutos dignos de penitencia (Mt
3,7-10; Lc 3,7-9): «El bautismo de Juan no consistió tanto en el perdón de los pecados como en ser
un bautismo de penitencia con miras a la remisión de los pecados, es decir, la que tendría que venir
después por medio de la santificación de Cristo. (...) No puede llamarse bautismo perfecto sino en
virtud de la cruz y de la resurrección de Cristo» (S. Jerónimo, Contra luciferianos 7).
El relato del Bautismo de Jesús recuerda que Éste acudió a ser bautizado por Juan aun cuando
no tenía necesidad de un bautismo de penitencia. El evangelista se fija sobre todo en la
manifestación, por parte de la Trinidad, de Jesús como Hijo y como Mesías. Así lo indican la voz del
Padre desde los cielos y el descenso del Espíritu sobre Jesucristo (cfr notas a Mt 3,13-17 y Lc 3,21-
22). La tradición entendió el descenso del Espíritu Santo en forma de paloma como un signo de paz y
de reconciliación (cfr Gn 8,10-11) ofrecido por Dios a los hombres en Cristo: «Hoy el Espíritu Santo
se cierne sobre las aguas en forma de paloma, para que, así como la paloma de Noé anunció el fin del
diluvio, de la misma forma ésta fuera signo de que ha terminado el perpetuo naufragio del mundo.
Pero a diferencia de aquélla, que sólo llevaba un ramo de olivo caduco, ésta derramará la enjundia
completa del nuevo crisma en la cabeza del Autor de la nueva progenie» (S. Pedro Crisólogo,
Sermones 160).
En consonancia con ese significado, la apertura de los cielos (cfr v. 10) evoca el
cumplimiento del deseo de restauración definitiva que tenía el pueblo, cuando le pedía a Dios:
«¡Ojalá abrieras los cielos y bajases!» (Is 63,19). No es extraño que los primeros escritores cristianos
entendieran también el episodio en ese sentido, como una puerta de acceso de los hombres a Dios:
«Antes, las puertas del cielo permanecían cerradas y la región de arriba era inaccesible. Podemos
descender a lo más bajo y, en cambio, no podemos volver a subir a lo más alto. ¿Acaso tuvo lugar
7
El Bautismo del Señor (B)
sólo el Bautismo del Señor? Tuvo también lugar la renovación del hombre viejo. (...) Se hizo la
reconciliación de lo visible con lo invisible. Los poderes del cielo se llenaron de alegría, y fueron
curadas las enfermedades de la tierra; las cosas que permanecían escondidas salieron a la luz; los que
estaban en el número de los enemigos se hicieron amigos» (S. Hipólito, De theophania 6).
El relato de la vocación de Samuel es tipo de la llamada divina a cumplir una misión, pues
refleja perfectamente tanto la actitud de quien se sabe llamado, en este caso de Samuel, como las
exigencias que Dios impone. En primer lugar (vv. 1-3) presenta a los protagonistas —el Señor, Elí y
Samuel— y las circunstancias que rodean el acontecimiento: la noche, cuando todos duermen, el
Templo, el Arca y la lámpara de Dios, todavía encendida, indican que aquello es extraordinario y
viene sólo de Dios.
La segunda escena (vv. 4-8) es un delicioso diálogo entre el Señor y Samuel, y entre Samuel
y Elí, que culmina en una fórmula sublime de disponibilidad: «Aquí estoy porque me has llamado»
(v. 8). «Aquel niño nos da muestras de una altísima obediencia. La verdadera obediencia ni discute la
intención de lo mandado, ni lo juzga, pues el que decide obedecer con perfección, renuncia a emitir
juicios» (S. Gregorio Magno, In primum Regum 2,4,10-11).
La tercera escena (vv. 9-14) refleja la doble función del profeta, que inicia de forma solemne
Samuel: escuchar atentamente a Dios (vv. 9-10) y saber transmitir fielmente el mensaje recibido,
aunque resulte severo a sus oyentes inmediatos (vv. 11-14). «Inmensamente bienaventurado es aquel
que percibe en silencio el susurro divino y repite con frecuencia aquello de Samuel: “Habla Señor,
que tu siervo escucha”» (S. Bernardo, Sermones de diversis 23,7).
«Habla, Señor, que tu siervo escucha» (v.9). Esta oración fue el inicio del itinerario de
Samuel como profeta, llamado por Dios, y la pauta de su comportamiento, pues toda su actividad
estuvo regida por el trato asiduo y directo con el Señor y la intercesión por los suyos. Como sugiere
el Catecismo de la Iglesia Católica todo esto lo aprendió de su madre desde niño: «La oración del
pueblo de Dios se desarrolla a la sombra de la Morada de Dios, el Arca de la Alianza y más tarde el
Templo. Los guías del pueblo —pastores y profetas— son los primeros que le enseñan a orar. El
niño Samuel aprendió de su madre Ana cómo “estar ante el Señor” (cfr 1 S 1,9-18) y del sacerdote
Elí cómo escuchar su Palabra: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 S 3,9-10). Más tarde,
también él conocerá el precio y la carga de la intercesión: “Por mi parte, lejos de mí pecar contra el
Señor dejando de suplicar por vosotros y de enseñaros el camino bueno y recto” (1 S 12,23)» (n.
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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.homiletica.com.ar)
En la humildad del Señor brilla su grandeza
1. El Señor viene a bautizarse entre los esclavos, el Juez entre los reos. Pero no te turbes,
porque en estas bajezas es donde brilla mejor su alteza. El que quiso ser llevado por tanto tiempo en
un vientre virginal y salir de allí con nuestra naturaleza, el que quiso luego ser abofeteado y
crucificado y sufrir todo lo demás que sufrió, ¿qué maravilla es que quisiera también ser bautizado y
acercarse, confundido entre la turba, a quien era siervo suyo? Lo de verdad maravilloso es que,
siendo Dios, quisiera hacerse hombre. Lo demás es ya pura consecuencia. Por eso también Juan se
adelantó a decir todo lo que dijo sobre que él no era digno de desatar la correa de su sandalia, y todo
lo demás: que Él es juez, y ha de dar a cada uno conforme a su merecido y que a todos haría,
copiosamente, don del Espíritu Santo. Con esto, al verle cómo se acerca para ser bautizado, ningún
pensamiento bajo debemos tener sobre Él. De ahí que el mismo Juan, cuando llega Jesús, trata de
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El Bautismo del Señor (B)
impedírselo, diciendo: Yo soy el que tengo necesidad de ser por ti bautizado, y ¿tú vienes a mí? El
bautismo de Juan era simple lavatorio de arrepentimiento y que sólo llevaba a la confesión de las
propias culpas. Ahora bien, porque nadie pensara que también Jesús venia a él con esa intención, de
antemano corrige Juan semejante idea, llamándole cordero de Dios y redentor de los pecados de la
tierra entera. Porque quien tenía poder de quitar los pecados de todo el género humano, mucho más
había de estar El mismo sin pecado. De ahí que no dijo Juan: “Mirad al impecable”, sino lo que era
mucho más: Mirad al que quita el pecado del mundo. De este modo, y con absoluta plenitud, por lo
uno habéis de recibir lo otro, y así recibido, ya podéis comprender que hubieron de ser otros los
intentos de Jesús al acercarse para ser bautizado. Por eso, cuando Jesús llega, le dice Juan: Yo soy el
que necesito ser por ti bautizado. Y ¿tú vienes a mí? Y no dijo: “¿Y tú vas a ser por mi bautizado?”
Pues aun esto temió decir. Pues ¿qué dijo? ¿Y tú vienes a mí? ¿Qué hace entonces Cristo? Lo que
más adelante habla de hacer con Pedro, eso hace aquí con Juan. También Pedro se oponía a que Jesús
le lavara los pies; pero el Señor le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; más adelante lo
comprenderás. Y luego: No tendrás parte conmigo. Y Pedro inmediatamente desistió de su
oposición y cambió totalmente de sentir. Por modo semejante, le dijo aquí Jesús a Juan: Déjame por
ahora, pues de esta manera es conveniente que cumplamos toda justicia. Y Juan obedeció
inmediatamente. Porque ni Pedro ni Juan eran desmedidamente contumaces, sino que mostraban a
par su amor y su obediencia, y en todo trataban de seguir la ordenación del Señor. Mas considerad
cómo justamente por el motivo que hacía a Juan recelar, por ése le lleva Cristo a bautizarle. Porque
no le dijo: “Así es justo”, sino: Así es conveniente. Lo que por más indigno tenia Juan era que el
Señor fuera bautizado por un esclavo suyo, y eso justamente es lo que el Señor le opone para
bautizarse. Como si dijera: “¿Tú huyes y rehúsas bautizarme por tenerlo por cosa inconveniente?
Pues por eso justamente, déjame por ahora, pues es la cosa más conveniente del mundo”. Y no dijo
simplemente: Déjame, sino: Déjame por ahora. No siempre será así—parece decirle el Señor—; ya
me verás un día como tú deseas. Por ahora, sin embargo, soporta esto. Y seguidamente le hace ver
por qué es eso conveniente. ¿Por qué, pues, es conveniente? Porque de esta manera cumplimos toda
la ley. Eso quiso decir al hablar de toda justicia. Porque justicia es el cumplimiento perfecto de los
mandamientos. Como quiera, pues, dice Jesús, que he ya cumplido todos los mandamientos y sólo
esto me queda por cumplir, quiero también cumplir esto. Yo he venido para destruir la maldición que
se fundaba en la transgresión de la ley. Antes, pues, tengo que cumplirla yo toda, tengo que libraros a
vosotros de la condenación, y entonces poner término a la ley. Es conveniente, pues, que yo cumpla
toda la ley, porque conveniente es también que destruya la maldición contra vosotros que está escrita
en la ley. Para este fin tomé carne y he venido al mundo. Entonces le dejó. Y, una vez bañado, Jesús
subió inmediatamente del agua, y he aquí que se le abrieron los cielos. Y vio al Espíritu de Dios que
bajaba como una paloma y se posaba sobre Él.
Los judíos tenían a Juan por superior a Jesús
2. Las gentes tenían a Juan por muy superior a Jesús. Juan había pasado toda su vida en el
desierto, era hijo de un sumo sacerdote, había nacido de una madre estéril, iba ahora vestido de aquel
extraño atuendo y llamaba a todos para que se bautizaran: a Jesús, empero, todo el mundo le tenía
por hijo de una pobre mujer, pues todavía no se había hecho a todos manifiesto su nacimiento
virginal; se había criado en su casa, su trato era corriente con todos y vestía como todo el mundo. De
ahí que se le tuviera por inferior a Juan, como quiera que nada se sabía aún de aquellos inefables
misterios. Por añadidura, vino a que Juan le bautizara, lo que, aun sin todo lo otro, confirmaba el
prestigio en que se tenía al Bautista. A Jesús se le tenía por uno de tantos. Porque, de no ser
efectivamente uno de tantos, no hubiera acudido a bañarse confundido entre la muchedumbre. Juan,
en cambio, era muy superior a Jesús y hombre maravilloso. Pues bien, porque esta opinión no
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El Bautismo del Señor (B)
prevaleciera entre la muchedumbre, apenas se bañó Jesús, se le abren los cielos y desciende el
Espíritu Santo, y, juntamente con el Espíritu Santo, se oye una voz que pregona la dignidad del
Unigénito allí presente. Sin embargo, aun aquella voz que decía: Este es mi Hijo amado, podía
parecer a las turbas que más bien convenía a Juan que a Jesús; porque no dijo la voz: “Este que se
está bañando”, sino simplemente: Éste. Cualquiera que la oyera, la hubiera antes bien aplicado al que
bañaba que no al bañado, primero por la dignidad misma del bautizante y luego por todo lo
anteriormente dicho. De ahí que viniera el Espíritu Santo en forma de paloma para fijar la voz sobre
Jesús y hacer patente a todo el mundo que aquel Éste no se dijo por Juan que bautizaba, sino por
Jesús, que era bautizado.
Por qué no creyeron los judíos
¿Y cómo es —me diréis— que no creyeron los judíos ante estos prodigios? También en
tiempo de Moisés hubo muchos prodigios, siquiera no fueran como éstos: sin embargo, después de
aquellos prodigios, después de las voces, las trompetas y los relámpagos del Sinaí, se fundieron el
becerro de oro y se iniciaron en los ritos de Beelphegor. Y estos mismos que estaban entonces
presentes al bautismo de Jesús y que vieron luego resucitado a Lázaro, estuvieron tan lejos de creer
al que tales prodigios obraba, que muchas veces intentaron quitarle la vida. Si, pues, con un muerto
resucitado ante sus ojos fueron tan malvados, ¿de qué os sorprendéis que no recibieran una voz
bajada del cielo? Cuando un alma es insensata y está pervertida y, sobre todo, dominada por la peste
de la envidia, nada de todo eso la conmueve: así como, por lo contrario, un alma bien dispuesta, todo
lo acepta con facilidad y hasta, en parte, todo eso huelga para ella. No digáis, pues, que no creyeron.
Preguntaos más bien si no sucedió cuanto había de suceder para que pudieran creer. A la verdad, ya
por boca de su profeta. Dios se prepara este modo de defensa contra todo lo que contra Él pudieran
decir. Tenían que perecer los judíos y ser entregados al último castigo. Pues bien, porque nadie
pudiera culpar a su providencia de lo que sólo a malicia de ellos mismos se debía, les pregunta Dios:
¿Qué tenía yo que hacer por esta viña que no lo haya hecho? Aquí también, considerad qué tuvo que
suceder y no sucedió. Y, si alguna vez delante de ti se habla contra la providencia divina, válete de
este mismo argumento para defenderla de quienes pretenden echarle la culpa de lo que es sólo
maldad de los hombres. Mirad, si no, qué prodigios se obran aquí: no se abre el paraíso, sino el cielo
mismo. Y eso sólo como preludio de los que habían de venir.
Por qué se abren los cielos en el bautismo de Jesús
Más aplacemos para otra ocasión nuestro discurso contra los judíos. Ahora, con la ayuda de
Dios, volvamos a nuestro propósito. Y, una vez bañado Jesús, subió del agua, y he aquí que se le
abrieron los cielos. — ¿Por qué razón, pues, se abren los cielos?— Porque os deis cuenta de que
también en vuestro bautismo se abre el cielo, os llama Dios a la patria de arriba y quiere que no
tengáis ya nada de común con la tierra. Aun cuando no lo veáis, no por eso habéis de dejar de
creerlo. A los comienzos se dan siempre esos prodigios, y las cosas espirituales vienen a hacerse
sensibles y visibles; se dan prodigios como el del Jordán en atención a los más rudos y que necesitan
de visión sensible, pues son incapaces de toda idea de la naturaleza espiritual. Sólo a lo visible
levantan la cabeza. De este modo, aun cuando después no se hacen ya aquellos prodigios, se puede
aceptar por la fe lo que una vez al principio nos pusieron ellos de manifiesto. También en el tiempo
de los apóstoles se produjo aquel bramido de viento impetuoso y aparecieron sobre sus cabezas las
lenguas de fuego: pero ello no fue por los apóstoles, sino por los judíos allí presentes. Sin embargo,
aun cuando ahora no se den esos signos sensibles, nosotros aceptamos lo que ellos pusieron una vez
de manifiesto. La paloma apareció entonces para señalar como con el dedo a los allí presentes y a
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El Bautismo del Señor (B)
Juan mismo que Jesús era Hijo de Dios; mas no sólo para eso, sino para que tú también adviertas que
en tu bautismo viene también sobre ti el Espíritu Santo.
Por qué aparece el Espíritu Santo en forma de paloma
3. Mas ahora ya no necesitamos de visión sensible, pues la fe nos basta por todo. Los signos,
en efecto, no son para los que creen sino para los que no creen. —Mas ¿por qué apareció el Espíritu
Santo en forma de paloma? Porque la paloma es un ave mansa y pura. Como el Espíritu Santo es
espíritu de mansedumbre, aparece bajo la forma de paloma. La paloma, por otra parte, nos recuerda
también la antigua historia. Porque bien sabéis que, cuando nuestro linaje sufrió naufragio universal
y estuvo a punto de desaparecer, apareció la paloma para señalar la terminación de la tormenta, y,
llevando un ramo de olivo, anunció la buena nueva de la paz sobre toda la tierra. Todo lo cual era
figura de lo por venir. A la verdad, la situación de los hombres entonces era peor que la de ahora y
merecía mayor castigo. Ahora bien, para que no desesperéis, el Señor os trae a la memoria esta
historia. Y, en efecto, cuando entonces las cosas habían llegado a estado de desesperación, todavía
hubo solución y remedio. Mas entonces fue por medio de castigo: ahora, empero, por gracia y don
inefable. Por eso aparece ahora la paloma, no para traer un ramo de olivo en el pico, sino para
señalarnos al que venía a librarnos de todos nuestros males y para infundirnos las más bellas
esperanzas. Esa paloma no venía para sacar a un solo hombre del arca, sino para levantar al cielo la
tierra entera, y, en lugar del ramo de olivo, trae a todo el género humano la filiación divina.
El Espíritu Santo no es inferior al Hijo
Considerad, pues, la grandeza de ese don, y no pensaréis que el Espíritu Santo sea inferior al
Hijo por haber aparecido en esa forma. Realmente, oigo decir a algunos que la misma diferencia que
va del hombre a la paloma, ésa va de Cristo al Espíritu Santo, pues el uno apareció en nuestra
naturaleza y el otro bajo la forma de paloma. ¿Qué puede responderse a esto? A esto se responde que
el Hijo de Dios tomó realmente la naturaleza humana; pero el Espíritu Santo no tomó naturaleza de
paloma. Por eso no dice el evangelista que el Espíritu Santo apareció en naturaleza de paloma, sino
en forma de paloma. Y todavía se trata de caso único —la aparición bajo esta figura—, que ya no se
repitió posteriormente. Y si por esta razón decimos que el Espíritu Santo es menor que el Hijo, según
esto habrá también que convenir en que los querubines son mucho mejores que Él, y tanto cuanto un
águila es mejor que una paloma. Figura, en efecto, de águila tomaron los querubines. Mejores
también los simples ángeles, que han aparecido muchas veces en figura de hombres. Pero no, no hay
nada de eso. A la verdad, una cosa es la realidad de la encarnación, y otra la condescendencia divina
en una aparición pasajera. No seáis, pues, ingratos para con vuestro bienhechor, ni le paguéis con lo
contrario a quien os ha abierto la fuente de la bienaventuranza. Porque donde se da la dignidad de la
filiación divina, allí no puede existir mal ninguno, allí se nos dan juntos todos los bienes.
El bautismo de Jesús pone fin al de Juan
Por ello justamente, el bautismo judaico cesa y empieza el nuestro. Lo que sucedió con la
pascua, eso mismo sucede también con el bautismo. Allí, en efecto, celebrando el Señor las dos
pascuas, a la una le puso término y dio principio a la otra; aquí también, al cumplir el bautismo
judaico, abrió las puertas de la Iglesia. Como otrora en una sola mesa, así aquí, en un solo río, Cristo
está juntamente describiendo la sombra y realizando la verdad. Porque sólo el bautismo de Cristo
contiene el don del Espíritu Santo; el de Juan nada tiene que ver con ese don. De ahí que ningún
prodigio se cumple en ninguno de los otros bautizados; si solo al bautizarse Aquel que nos había de
dar este bautismo. Con ello quiso el Señor que advirtierais, aparte lo ya dicho, que no fue la pureza
del que bautizaba, sino la virtud del que era bautizado, la que hizo todo aquello. Sólo por Él se
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El Bautismo del Señor (B)
abrieron los cielos y descendió el Espíritu Santo. Porque, desde aquel momento, nos saca de la vida
vieja a la nueva, nos abre las puertas de arriba, nos manda desde allí al Espíritu Santo y nos convida
a nuestra patria celeste. Y no sólo nos convida, sino que, a par, nos otorga la máxima dignidad.
Porque no nos hizo ángeles o arcángeles, sino hijos amados de Dios: de este modo nos conduce a
aquella herencia celeste.
(Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, homilía 12, 1-3, BAC Madrid 1955, pp. 219-228)
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FRANCISCO – Ángelus del 12 de enero de 2014
¡Este es el gran tiempo de la misericordia!
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy es la fiesta del Bautismo del Señor. Esta mañana he bautizado a treinta y dos recién
nacidos. Doy gracias con vosotros al Señor por estas criaturas y por cada nueva vida. A mí me gusta
bautizar a los niños. ¡Me gusta mucho! Cada niño que nace es un don de alegría y de esperanza, y
cada niño que es bautizado es un prodigio de la fe y una fiesta para la familia de Dios.
La página del Evangelio de hoy subraya que, cuando Jesús recibió el bautismo de Juan en el
río Jordán, “se abrieron los cielos” (Mt 3, 16). Esto realiza las profecías. En efecto, hay una
invocación que la liturgia nos hace repetir en el tiempo de Adviento: “Ojalá rasgases el cielo y
descendieses!” (Is 63, 19). Si el cielo permanece cerrado, nuestro horizonte en esta vida terrena es
sombrío, sin esperanza. En cambio, celebrando la Navidad, la fe una vez más nos ha dado la certeza
de que el cielo se rasgó con la venida de Jesús. Y en el día del bautismo de Cristo contemplamos aún
el cielo abierto. La manifestación del Hijo de Dios en la tierra marca el inicio del gran tiempo de la
misericordia, después de que el pecado había cerrado el cielo, elevando como una barrera entre el ser
humano y su Creador. Con el nacimiento de Jesús, el cielo se abre. Dios nos da en Cristo la garantía
de un amor indestructible. Desde que el Verbo se hizo carne es, por lo tanto, posible ver el cielo
abierto. Fue posible para los pastores de Belén, para los Magos de Oriente, para el Bautista, para los
Apóstoles de Jesús, para san Esteban, el primer mártir, que exclamó: “Veo los cielos abiertos” (Hch
7, 56). Y es posible también para cada uno de nosotros, si nos dejamos invadir por el amor de Dios,
que nos es donado por primera vez en el Bautismo. ¡Dejémonos invadir por el amor de Dios! ¡Éste es
el gran tiempo de la misericordia! No lo olvidéis: ¡éste es el gran tiempo de la misericordia!
Cuando Jesús recibió el Bautismo de penitencia de Juan el Bautista, solidarizándose con el
pueblo penitente –Él sin pecado y sin necesidad de conversión–, Dios Padre hizo oír su voz desde el
cielo: “Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco” (v. 17). Jesús recibió la aprobación del Padre
celestial, que lo envió precisamente para que aceptara compartir nuestra condición, nuestra pobreza.
Compartir es el auténtico modo de amar. Jesús no se disocia de nosotros, nos considera hermanos y
comparte con nosotros. Así, nos hace hijos, juntamente con Él, de Dios Padre. Ésta es la revelación y
la fuente del amor auténtico. Y, ¡este es el gran tiempo de la misericordia!
¿No os parece que en nuestro tiempo se necesita un suplemento de fraternidad y de amor?
¿No os parece que todos necesitamos un suplemento de caridad? No esa caridad que se conforma con
la ayuda improvisada que no nos involucra, no nos pone en juego, sino la caridad que comparte, que
se hace cargo del malestar y del sufrimiento del hermano. ¡Qué buen sabor adquiere la vida cuando
dejamos que la inunde el amor de Dios!
Pidamos a la Virgen Santa que nos sostenga con su intercesión en nuestro compromiso de
seguir a Cristo por el camino de la fe y de la caridad, la senda trazada por nuestro Bautismo.
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El Bautismo del Señor (B)
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BENEDICTO XVI – Homilía y Ángelus 2006
HOMILÍA
El Bautismo es el puente que Jesús ha construido entre él y nosotros
Queridos hermanos y hermanas:
Las palabras que el evangelista san Marcos menciona al inicio de su evangelio: “Tú eres mi
Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1, 11), nos introducen en el corazón de la fiesta de hoy del
Bautismo del Señor, con la que se concluye el tiempo de Navidad. El ciclo de las solemnidades
navideñas nos permite meditar en el nacimiento de Jesús anunciado por los ángeles, envueltos en el
esplendor luminoso de Dios. El tiempo navideño nos habla de la estrella que guía a los Magos de
Oriente hasta la casa de Belén, y nos invita a mirar al cielo que se abre sobre el Jordán, mientras
resuena la voz de Dios. Son signos a través de los cuales el Señor no se cansa de repetirnos: “Sí,
estoy aquí. Os conozco. Os amo. Hay un camino que desde mí va hasta vosotros. Hay un camino que
desde vosotros sube hacia mí”. El Creador, para poder dejarse ver y tocar, asumió en Jesús las
dimensiones de un niño, de un ser humano como nosotros. Al mismo tiempo, Dios, al hacerse
pequeño, hizo resplandecer la luz de su grandeza, porque, precisamente abajándose hasta la
impotencia inerme del amor, demuestra cuál es la verdadera grandeza, más aún, qué quiere decir ser
Dios.
El significado de la Navidad, y más en general el sentido del año litúrgico, es precisamente el
de acercarnos a estos signos divinos, para reconocerlos presentes en los acontecimientos de todos los
días, a fin de que nuestro corazón se abra al amor de Dios. Y si la Navidad y la Epifanía sirven sobre
todo para hacernos capaces de ver, para abrirnos los ojos y el corazón al misterio de un Dios que
viene a estar con nosotros, la fiesta del Bautismo de Jesús nos introduce, podríamos decir, en la
cotidianidad de una relación personal con él. En efecto, Jesús se ha unido a nosotros, mediante la
inmersión en las aguas del Jordán. El Bautismo es, por decirlo así, el puente que Jesús ha construido
entre él y nosotros, el camino por el que se hace accesible a nosotros; es el arco iris divino sobre
nuestra vida, la promesa del gran sí de Dios, la puerta de la esperanza y, al mismo tiempo, la señal
que nos indica el camino por recorrer de modo activo y gozoso para encontrarlo y sentirnos amados
por él.
Queridos amigos, estoy verdaderamente feliz porque también este año, en este día de fiesta,
tengo la oportunidad de bautizar a algunos niños. Sobre ellos se posa hoy la “complacencia” de Dios.
Desde que el Hijo unigénito del Padre se hizo bautizar, el cielo realmente se abrió y sigue
abriéndose, y podemos encomendar toda nueva vida que nace en manos de Aquel que es más
poderoso que los poderes ocultos del mal. En efecto, esto es lo que implica el Bautismo: restituimos
a Dios lo que de él ha venido. El niño no es propiedad de los padres, sino que el Creador lo confía a
su responsabilidad, libremente y de modo siempre nuevo, para que ellos le ayuden a ser un hijo libre
de Dios. Sólo si los padres maduran esta certeza lograrán encontrar el equilibrio justo entre la
pretensión de poder disponer de sus hijos como si fueran una posesión privada, plasmándolos según
sus propias ideas y deseos, y la actitud libertaria que se expresa dejándolos crecer con plena
autonomía, satisfaciendo todos sus deseos y aspiraciones, considerando esto un modo justo de
cultivar su personalidad.
Si con este sacramento el recién bautizado se convierte en hijo adoptivo de Dios, objeto de su
amor infinito que lo tutela y defiende de las fuerzas oscuras del maligno, es preciso enseñarle a
reconocer a Dios como su Padre y a relacionarse con él con actitud de hijo. Por tanto, según la
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El Bautismo del Señor (B)
tradición cristiana, tal como hacemos hoy, cuando se bautiza a los niños introduciéndolos en la luz de
Dios y de sus enseñanzas, no se los fuerza, sino que se les da la riqueza de la vida divina en la que
reside la verdadera libertad, que es propia de los hijos de Dios; una libertad que deberá educarse y
formarse con la maduración de los años, para que llegue a ser capaz de opciones personales
responsables.
Queridos padres, queridos padrinos y madrinas, os saludo a todos con afecto y me uno a
vuestra alegría por estos niños que hoy renacen a la vida eterna. Sed conscientes del don recibido y
no ceséis de dar gracias al Señor que, con el sacramento que hoy reciben, introduce a vuestros hijos
en una nueva familia, más grande y estable, más abierta y numerosa que la vuestra: me refiero a la
familia de los creyentes, a la Iglesia, una familia que tiene a Dios por Padre y en la que todos se
reconocen hermanos en Jesucristo. Así pues, hoy vosotros encomendáis a vuestros hijos a la bondad
de Dios, que es fuerza de luz y de amor; y ellos, aun en medio de las dificultades de la vida, no se
sentirán jamás abandonados si permanecen unidos a él. Por tanto, preocupaos por educarlos en la fe,
por enseñarles a rezar y a crecer como hacía Jesús, y con su ayuda, “en sabiduría, en estatura y en
gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52).
Volviendo ahora al pasaje evangélico, tratemos de comprender aún más lo que sucede hoy
aquí. San Marcos narra que, mientras Juan Bautista predica a orillas del río Jordán, proclamando la
urgencia de la conversión con vistas a la venida ya próxima del Mesías, he aquí que Jesús, mezclado
entre la gente, se presenta para ser bautizado. Ciertamente, el bautismo de Juan es un bautismo de
penitencia, muy distinto del sacramento que instituirá Jesús. Sin embargo, en aquel momento ya se
vislumbra la misión del Redentor, puesto que, cuando sale del agua, resuena una voz desde cielo y
baja sobre él el Espíritu Santo (cf. Mc 1, 10): el Padre celestial lo proclama como su hijo predilecto y
testimonia públicamente su misión salvífica universal, que se cumplirá plenamente con su muerte en
la cruz y su resurrección. Sólo entonces, con el sacrificio pascual, el perdón de los pecados será
universal y total. Con el Bautismo, no nos sumergimos simplemente en las aguas del Jordán para
proclamar nuestro compromiso de conversión, sino que se efunde en nosotros la sangre redentora de
Cristo, que nos purifica y nos salva. Es el Hijo amado del Padre, en el que él se complace, quien
adquiere de nuevo para nosotros la dignidad y la alegría de llamarnos y ser realmente “hijos” de
Dios.
Dentro de poco reviviremos este misterio evocado por la solemnidad que hoy celebramos; los
signos y símbolos del sacramento del Bautismo nos ayudarán a comprender lo que el Señor realiza
en el corazón de estos niños, haciéndolos “suyos” para siempre, morada elegida de su Espíritu y
“piedras vivas” para la construcción del edificio espiritual que es la Iglesia. La Virgen María, Madre
de Jesús, el Hijo amado de Dios, vele sobre ellos y sobre sus familias y los acompañe siempre, para
que puedan realizar plenamente el proyecto de salvación que, con el Bautismo, se realiza en su vida.
Y nosotros, queridos hermanos y hermanas, acompañémoslos con nuestra oración; oremos por los
padres, los padrinos y las madrinas y por sus parientes, para que les ayuden a crecer en la fe; oremos
por todos nosotros aquí presentes para que, participando devotamente en esta celebración, renovemos
las promesas de nuestro Bautismo y demos gracias al Señor por su constante asistencia. Amén.
***
ÁNGELUS
Mediante el Bautismo nos introducimos en la relación de Jesús con el Padre
Queridos hermanos y hermanas:
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en el sentido fuerte de que está hecho presente. El sacramento, se dice en teología, «causa lo que
significa».
Recorramos los momentos principales del rito. Comencemos con la imposición del nombre.
«¿ Qué nombre habéis elegido para vuestro hijo?» En este momento, viene pronunciado en público
por vez primera el que será nuestro nombre para la eternidad. La Biblia nos asegura que también
Dios nos conoce y nos llama por el nombre (cfr. Isaías 43, 1). Precisamente porque el nombre está
destinado a acompañar al niño durante toda la vida, los padres, al decido, debieran evitar escoger
nombres demasiado extraños que un día podrían ser molestos para los propios hijos.
Sigue, a este punto, la renuncia a Satanás y la profesión de fe. Pero, vayamos al momento
propio y verdadero del bautismo. La liturgia dedica particular atención al elemento del que Jesús ha
querido servirse, el agua del Jordán, el agua que brotó del costado de Cristo. A causa del bautismo, el
agua llega a ser una criatura querida para los primeros cristianos, que la llamaban afectuosamente
«nuestra agua» o hasta con san Francisco «la hermana agua». Como los pececitos, decía Tertuliano,
nacen y viven en el agua, mientras que boquean y mueren si se les aleja de ella, así nosotros los
cristianos, si nos alejamos de nuestro bautismo.
El celebrante pide a los padres que se acerquen a la fuente, toma entre los brazos al niño o a
la niña y, llamándole por su nombre, por tres veces lo sumerge en el agua, pronunciando las sencillas
y solemnes palabras señaladas por Jesús mismo en el Evangelio: «Yo te bautizo en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
Aquí se ve cómo en los sacramentos es importante ver y oír. Hemos visto realizar un gesto y
hemos oído pronunciar algunas palabras. En esto está la clave para entender el significado profundo
del bautismo. Ante todo, el gesto. Por tres veces el niño se sumerge enteramente o sólo con la cabeza
en el agua y por tres veces ha surgido. Esto simboliza a Jesucristo que durante tres días fue sepultado
bajo tierra y al tercer día resucitó. San Pablo en efecto explica así el bautismo:
«¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su
muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que
Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos
una vida nueva».
Por otra parte, las palabras «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
recuerdan o, mejor, hacen presente a la Trinidad. Así, en el Bautismo nosotros profesamos los dos
más grandes misterios de nuestra fe; con los gestos recordamos la encarnación, muerte y resurrección
de Cristo; con las palabras, la unidad y Trinidad de Dios.
En el actuar de Dios se nota siempre una desproporción entre los medios empleados y los
resultados obtenidos. Los medios son sencillísimos (en el bautismo, un poco de agua junto con
alguna palabra); los resultados, grandiosos. El bautizado es una criatura nueva, ha renacido del agua
y del Espíritu; ha llegado a ser hijo de Dios, miembro del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y
templo vivo del Espíritu Santo. El Padre celestial pronuncia sobre cada niño o adulto, que sale de la
fuente bautismal, las palabras que dijo sobre Jesús cuando salió de las aguas del Jordán: «Tú eres mi
Hijo amado, mi predilecto o mi hija predilecta: en ti me he complacido».
Todo, en el bautismo acontece en símbolo, en imagen, esto es, a través de signos; pero, lo que
a través de ellos ha conseguido el niño no es un símbolo, es una realidad. Él no ha descendido en
verdad a la muerte, sino que Jesús le ha concedido a la par el fruto de su muerte y de su victoria
sobre el demonio.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo
Antes de dar comienzo a su misión apostólica Nuestro Señor es bautizado por Juan, el
Bautista, como hoy recordamos. De los varios detalles que nos ofrece el evangélico propio de esta
fiesta, nos fijaremos esta vez únicamente en esa manifestación de la Trinidad –“Teofanía”– que al
comienzo de la vida pública de Jesucristo, pone de manifiesto, en cierta medida, todo el Evangelio.
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, por así decir, se hacen ver. Es como si por unos instantes
abandonara Dios su trascendencia absoluta respecto al hombre para que éste tenga alguna
experiencia de que El y así pudiese constar para siempre.
A lo largo de los años siguientes, el Hijo, que había tomado carne humana para abrirnos el
acceso a la intimidad divina, vivió como perfecto hombre entre los hombres, pero sin perder la vida
sobrenatural de relación íntima con el Espíritu Santo y con el Padre. Con mucha frecuencia dejaba
traslucir Jesús esta comunión de las tres Personas. Así, se dirige expresamente al Padre, antes de los
milagros. Otras veces habla de “mi Padre”, o de “vuestro Padre” –refiriéndose a nuestra relación con
Él– revelando, de este modo, que tenemos un verdadero Padre en el Cielo. En ningún momento, sin
embargo, utiliza la expresión “nuestro Padre”, como si el Padre eterno pudiera serlo de nosotros en el
mismo sentido que lo es del Verbo encarnado. El hombre –criatura, aunque especialmente amada por
Dios– puede llegar a ser hijo de Dios por adopción; el Hijo lo es por naturaleza, siendo el mismo
Dios.
Recordamos las palabras de Jesús a María Magdalena la mañana misma de su resurrección: –
Suéltame, le dijo, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y
diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios». También los hombres
tenemos un Padre en los cielos. Y es tan decisiva esta realidad, que así –Padre– llamamos a Dios al
rezar, con la oración que Cristo nos enseñó: Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea
tu Nombre... Para sus hijos, los hombres, Dios es sobre todo un Padre. Es un Padre, el mejor de los
padres posible; y, por asombroso que nos parezca, nos quiere a cada uno muchísimo más que el
mejor padre del mundo pueda querer a su único hijo.
Decíamos que Jesús se refiere también en numerosas ocasiones a la Tercera Persona trinitaria,
al Espíritu Santo. Recordemos, entre otras, aquella declaración rebosante de lógica humana y
sobrenatural: Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto
más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? Son palabras del Hijo, de
nuestro Salvador, que nos anima a pedir a Dios, ya que es verdadero Padre de los hombres, lo mejor
que Él tiene. Quiere que seamos como los hijos, niños pequeños, con sus padres, que sin más
contemplaciones y les piden no más grande, y lo más hermoso, lo mejor.
El Espíritu Santo, Dios Santificador, actúa permanentemente dando luz, fuerza, estímulo
nuestra vida cristiana. Por eso, deberíamos tenerlo de continuo en la mente y en el corazón.
Deseemos que nos conduzca santamente por el mundo: en cada momento, en cada circunstancia. De
hecho, Jesús prometió a sus discípulos –y en ellos estábamos cada uno– la asistencia infalible de la
Tercera Persona para los momentos de persecución por el Evangelio: cuando os entreguen, no os
preocupéis de cómo o qué debéis decir; porque en aquel momento se os comunicará lo que vais
a decir. Pues no sois vosotros los que vais a hablar, sino que será el Espíritu de vuestro Padre
quien hable en vosotros.
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La vida del hombre sólo es realmente rica, si, aparte de ser una permanente relación con las
personas, con las cosas, con las circunstancia de este mundo; es, ante todo, una existencia de
continua relación con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Si no, es necesario afirmar –sin
miedo a que alguno diga que exageremos– que es un fracaso de vida humana. Habiéndonos pensado
y creado el Amor de Dios para la Trinidad, nos quedaríamos truncados, chatos; más, haríamos el
ridículo ante los hombres y entre los ángeles de Dios, si todo nuestro horizonte fueran las grandezas
de este mundo.
Recordemos, finalmente, aquel momento –próxima ya su pasión y muerte– de la resurrección
de Lázaro. Ante el sepulcro de quien lleva ya cuatro días enterrado, Jesús se dirige al Padre delante
de los presentes: alzando los ojos hacia lo alto, dijo:
– Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas,
pero lo he dicho por la muchedumbre que está alrededor, para que crean que Tú me enviaste.
Y llama a Lázaro, que sale del sepulcro.
Jesús, que encarnó nuestra humanidad, también para darnos ejemplo con su vida, manifiesta
sin disimulo su permanente relación con el Espíritu Santo y con el Padre. Santa María, que concibió
a Jesús por obra del Paráclito, es la más feliz de las criaturas, porque Dios la contempla como Hija,
Madre y Esposa. Encomendémonos a su cuidado maternal, para que nos consiga la gracia de vivir
también en un trato continuo y feliz con la Trinidad.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
El Bautismo del Señor y nuestro Bautismo
Desde Navidad en adelante, la elección de los pasajes evangélicos de la misa sigue un criterio
cronológico correspondiente al desarrollo histórico de los hechos. Este criterio saca a la luz un hecho
sorprendente: en la “biografía” de Jesús hay un vacío de treinta años. Litúrgicamente este vacío cae
entre la fiesta de la Epifanía y el domingo siguiente, en el cual se conmemora el Bautismo de Cristo.
En la fiesta de la Epifanía dejamos a Cristo en brazos de su madre, niño de pocas semanas; el
domingo siguiente, nos encontramos delante de un hombre de cerca de 30 años, confundido entre la
muchedumbre que se agolpa sobre la orilla del Jordán donde Juan Bautista está bautizando.
Misterio de fe, para nosotros, este Bautismo que Jesús viene a solicitar junto con los
pecadores, como alguien que espera su turno ante un confesionario lleno de penitentes. Pero misterio
más grande es el que la liturgia y el evangelio dejan de narrar: esos treinta años de silencio en los que
Jesús caló hasta el fondo en la condición humana haciéndose en todo semejante a los hombres menos
en el pecado (Fil. 2,7; Hebr. 4,15). También esto es evangelio: evangelio del silencio, del
escondimiento, evangelio de los pobres hombres que son hombres y basta, que del mundo toma ron
sólo un poco de aire para respirar y un poco de alimento para sobrevivir pagándolo todo con el
propio sudor.
Jesús imitó al hombre perfectamente. Lo imitó en el nacer, como la Iglesia lo recuerda en
Navidad, lo imitó en la muerte como nos aprestamos a recordarlo en la Cuaresma y la Pascua. Pero
lo imitó también en el vivir. Ese vacío de 30 años en el evangelio debe enseñamos precisamente esto:
en Nazaret, durante 30 años. Jesús vivió el terrible cotidiano de la vida.
Y ahora vamos a considerar de cerca el misterio del día: el Bautismo de Jesús en el Jordán.
Este episodio ha sido para la Iglesia siempre la ocasión para dos clases de reflexión: una sobre
Jesucristo y una sobre sí misma, es decir, sobre su propio Bautismo. Ya hemos desarrollado una vez
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El Bautismo del Señor (B)
el aspecto cristológico del Bautismo en el Jordán, es decir, lo que el episodio reveló a los hombres
sobre Jesucristo: su relación de hijo respecto al Padre, la naturaleza de su mesianidad hecha de
servicio, su vocación profética a ser la luz de todos los pueblos (ver ciclo A). Hoy debemos
concentrar nos en el significado “para nosotros” del Bautismo de Jesús, es decir, en lo que nos dice
acerca de nuestro Bautismo.
Una vez, en los comienzos de la Iglesia, el Bautismo se ad ministraba mayormente a los
adultos que eran capaces de vivir y comprender lo que hacían. Era precedido de un largo e intenso
catecumenado, se celebraba con la participación activa de toda la comunidad, especialmente en la
noche de Pascua. Se entraba de esa manera en la familia de Dios y toda la familia acogía festiva
mente al nuevo hermano de fe. La espiritualidad del Bautismo plasmaba toda la vida de la Iglesia y
los pastores se referían siempre a ello para ilustrar los carismas y los empeños de la vida cristiana. El
Bautismo no era sentido sólo como un acto, sino también como un estado.
Las cosas, lamentablemente, cambiaron poco a poco y el bautismo terminó siendo confinado
al comienzo de la vida como un rito más bien formal que servía para imponer el nombre al recién
nacido y a registrarlo entre los fieles de la religión cristiana. Hoy, esto ya no nos basta. Han nacido
movimientos catecumenales en los que numerosos cristianos tratan de rehacer el camino hacia la fe
para hacerla consciente y operante. Reactivar el propio bautismo llegó a ser para muchos el empeño
más sentido. Otros grupos hacen el mismo camino, pero concentrándose en un aspecto del bautismo:
el don del Espíritu. Son los llamados grupos de Renovación en el espíritu o carismáticos. En el
centro de su experiencia está el descubrimiento de que el Espíritu Santo recibido en el bautismo
descansa en ellos como fuego sepultado bajo las cenizas que debe ser vuelto a la luz y encendido de
nuevo para que pueda iluminar y calentar la vida espiritual de los cristianos, a me nudo oscura y
triste.
En diversas formas todos los cristianos deberían tomar parte en este redescubrimiento del
bautismo. La misma Iglesia nos invita a hacerla cuando da al bautismo una nueva solemnidad e
impulsa a los padres cristianos a prepararse ellos mismos al bautismo de su propio hijo. El bautismo
debe dejar de parecemos sólo un rito y volver a ser lo que es en el Nuevo Testamento: la condición
de vida del cristiano, su “ambiente vital”, su nacimiento que debe servir de modelo a su crecimiento.
Volvamos, pues, a interrogar la liturgia de hoy con este fin. En el Bautismo de Jesús en el
Jordán están presentes las realidades constitutivas del bautismo cristiano: la remisión de los peca dos,
el don del Espíritu, la filiación divina y el llamado profético a ser instrumentos de salvación para los
demás, san Juan hablará de un renacimiento del agua y del Espíritu (Jn. 3,5) y san Pablo de un ser
injertados en Cristo, consepultados y resucitados con él (cfr. 1 Cor 10,1-13; Rom. 6,3-11). Son
diversas imágenes para decir las mismas cosas que ya encontramos expresadas implícitamente en el
episodio evangélico.
De todas estas cosas, yo quisiera detenerme en una que encuentro hoy particularmente
necesaria: la de la misión profética. Con el bautismo, el cristiano entra a tomar parte de la misión
profética de Jesús y del pueblo mesiánico fundado por él. El mismo nombre de “cristiano”, con el
cual desde ese día tiene el derecho de llamarse, significa “ungido” o consagrado, junto con Cristo.
Isaías nos explicó en la primera lectura en qué consiste tal unción recibida de Jesús: Yo he puesto mi
espíritu sobre él para que lleve el derecho a las naciones... Yo, el Seriar, te llamé en la justicia, te
sostuve de la mano, te formé y te destiné a ser la alianza del pueblo, la luz de las naciones para abrir
los ojos a los ciegos, para hacer salir de la prisión a los cautivos y de la cárcel a los que habitan en las
tinieblas. Y finalmente, el texto que resuena también en el pasaje evangélico de hoy:
20
El Bautismo del Señor (B)
El Espíritu del Señor está sobre mí porque el Señor me ha ungido. Él me envió a llevar la
buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos...
(Is. 61, 1).
Jesús es, por tanto, consagrado a un servicio para todos los hombres: un servicio de salvación,
de liberación, de justicia. La “complacencia” expresada por el Padre sobre él en el Bautismo es
motivada precisamente por la prontitud y la obediencia de Jesús para aceptar este servicio.
He aquí, pues, también para nosotros el sentido profundo y existencial además de
sacramental, de nuestro Bautismo: éste nos ha consagrado a un servicio de salvación para los demás,
especial mente para los pobres, los afligidos, y para los prisioneros de todas las prisiones, físicas y
morales. Entonces, no un privilegio. Nos inquietaríamos si debiéramos considerar el bautismo como
un don hecho a algunos con preferencia a otros, una discriminación entre los hombres, obrada, por
añadidura, por Dios que se hace llamar Padre de todos. Dejemos, pues, de estar inquietos (y de
estarlo. temamos por la responsabilidad), si pensamos que el Bautismo nos consagra para los demás;
que se trata de un don hecho a nosotros para que nosotros lo llevemos a los otros.
Redescubrir el propio bautismo significa también esto para la Iglesia: redescubrirse como
Iglesia para el mundo, como Iglesia para los pobres y los afligidos. La vocación profética llama al
bautizado a un testimonio audaz y lleno de esperanza: debe testimoniar que Dios está en contra de la
esclavitud Y de la opresión del pobre, contrario al pecado y a la muerte.
¡Participemos, pues, en esta misión exaltante que por sí so la puede rescatar la vida de la
inutilidad y el egoísmo! Entonces debemos, sin pérdida de tiempo, salir de nosotros mismos. En la
familia, los padres deben comenzar a educar a los hijos para esta apertura hacia los otros, dándoles
ellos mismos el primer ejemplo. En la profesión -por ejemplo en la del médico- el cristiano aplica su
carisma profético cuando da a su trabaja esta intención añadida de querer curar a quien está oprimido
de la terrible opresión de la enfermedad. (Por tanto, no sólo la intención de servir a sí mismo y a la
ciencia) Sólo este arrojo profético puede preservar a los cristianos y a la Iglesia, en este momento
histórico, de caer en un estéril victimismo y de la tentación de querer edificar los bastiones apenas
demolidos.
Si tenemos este coraje, o al menos este deseo ardiente, de compartir la misión de Cristo por
los demás, el Padre nos comunicará el Espíritu de su Hijo y convertidos así en un solo cuerpo y un
solo espíritu con Jesucristo, podrá pronunciar también sobre nosotros aquella dulcísima palabra: ¡Tú,
tú también, eres mi hijo predilecto, en quien me he complacido!
_________________________
BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor (12-I-1997)
– El bautismo de penitencia de Juan
“Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
La Iglesia celebra hoy el bautismo de Cristo, y también este año tengo la alegría de administrar,
en esta circunstancia, el sacramento del bautismo a algunos recién nacidos.
21
El Bautismo del Señor (B)
Antes de administrar el sacramento a estos niños recién nacidos quisiera detenerme a reflexionar
con vosotros en la palabra de Dios que acabamos de escuchar. El Evangelio de San Marcos, como los
demás sinópticos, narra el bautismo de Jesús en el río Jordán. La liturgia de la Epifanía recuerda este
acontecimiento, presentándolo en un tríptico que comprende también la adoración de los Magos de
Oriente y las bodas de Caná. Cada uno de estos tres momentos de la vida de Jesús de Nazaret constituye
una revelación particular de su filiación divina.
Lo que Juan el Bautista confería a orillas del Jordán era un bautismo de penitencia, para la
conversión y el perdón de los pecados. Pero anunciaba: “Detrás de mí viene el que puede más que yo
(...). Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,7-8). Anunciaba esto a
una multitud de penitentes, que se le acercaban confesando sus pecados, arrepentidos y dispuestos a
enmendar su vida.
– El bautismo libera de la culpa original y perdona los pecados
De muy diferente naturaleza es el bautismo que imparte Jesús y que la Iglesia, fiel a su mandato,
no deja de administrar. Este bautismo libera al hombre de la culpa original y perdona sus pecados, lo
rescata de la esclavitud del mal y marca su renacimiento en el Espíritu Santo; le comunica una nueva
vida que es participación de la vida de Dios Padre y que nos ofrece su Hijo unigénito, hecho hombre,
muerto y resucitado.
– Revelación de la Santísima Trinidad
Cuando Jesús sale del agua, el Espíritu Santo desciende sobre él como una paloma y tras abrirse
el cielo, desde lo alto se oye la voz del Padre: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1,11).
Por tanto, el acontecimiento del bautismo de Cristo no es sólo revelación de su filiación divina, sino
también, al mismo tiempo, revelación de toda la Santísima Trinidad: el Padre −la voz de lo alto− revela
en Jesús al Hijo unigénito consustancial con él, y todo esto se realiza por virtud del Espíritu Santo que
bajo la forma de paloma desciende sobre Cristo, el consagrado del Señor.
Los Hechos de los Apóstoles nos hablan del bautismo que el apóstol Pedro administró al
centurión Cornelio y a sus familiares. De este modo, Pedro realiza el mandato de Cristo resucitado a sus
discípulos: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). El bautismo con el agua y el Espíritu Santo es el sacramento
primero y fundamental de la Iglesia, sacramento de la vida nueva en Cristo.
También estos niños dentro de poco recibirán ese mismo bautismo y se convertirán en miembros
vivos de la Iglesia. Serán ungidos con el óleo de los catecúmenos, signo de la suave fortaleza de Cristo,
que se les da para luchar contra el mal. El agua bendita que se les derrama es signo de la purificación
interior mediante el don del Espíritu Santo, que Jesús nos hizo al morir en la cruz. Después se recibe una
segunda y más importante unción con el “crisma”, para indicar que son consagrados a imagen de Jesús,
el ungido del Padre. La vela encendida que se les entrega es símbolo de la luz de la fe que los padres y
padrinos deberán custodiar y alimentar continuamente con la gracia vivificante del Espíritu.
***
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido”. En el Bautismo, que
representa nuestro nacimiento a la vida cristiana, cada uno “vuelve a escuchar la voz que un día
resonó a orillas del Jordán: Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco (Lc 3,22); y entiende que ha
sido asociado al Hijo predilecto. Se cumple así en la historia de cada uno el designio del Padre: a los
22
El Bautismo del Señor (B)
que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él
fuera el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29)” (Juan Pablo II).
Saboreemos esta verdad al pensar en nuestro Bautismo y procuremos no olvidarla, sobre
todo, cuando la vida presente su cara menos simpática. Quien ha creado todo lo que vemos y no
vemos, al que adoran millones y millones de ángeles con enorme respeto y una profunda veneración,
quien tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa, es mi Padre. Mi Padre. No un ser lejano
que vive el margen de mis temores y esperanzas, sino Alguien a quien puedo acudir con la confianza
con la que un pequeño acude a su madre o a su padre en sus apuros.
Desde el día de nuestro Bautismo, el Espíritu Santo que descendió también a nuestro corazón
va labrando en él la imagen de Jesús. Pero “no como un artista, dice S. Cirilo de Alejandría, que
dibujara en nosotros la divina sustancia como si Él fuera ajeno a ella. No es de esta forma como nos
conduce a la semejanza divina; sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los
corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la
semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la
imagen de Dios”.
Si somos dóciles a esa acción del Espíritu Santo y que se manifiesta en impulsos de una
mayor generosidad con Dios y con quienes nos rodean, en una lucha más seria contra nuestras
inclinaciones torcidas, iremos poco a poco pareciéndonos cada vez más a Jesucristo, haciéndonos
una sola cosa con Él, sin dejar de ser nosotros mismos, como ese hierro que metido en la fragua va
progresivamente llenándose de luz y energía. Nuestra vida se convierte entonces, en cierto sentido,
en una prolongación de la vida terrena de Jesús, porque Él vive verdaderamente en nosotros como el
fuego en el hierro.
S. Francisco de Sales solía decir que entre Jesucristo y los buenos cristianos no existe más
diferencia que la que se da entre una partitura y su interpretación por diversos músicos. La partitura
es la misma, pero la interpretación suena con una modalidad distinta, personal; y es el Espíritu Santo
quien la dirige contando con las distintas maneras de ser de esos instrumentos que somos nosotros.
¡Qué inmenso valor adquiere entonces todo lo que hacemos: el trabajo, las contrariedades diarias
bien llevadas, los pequeños y grandes servicios, el dolor! Sí, Dios se complace en nosotros, porque
en cada uno ve la imagen de su Hijo preferido.
***
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«El hijo amado del Padre es el Hijo-siervo»
I. LA PALABRA DE DIOS
Is 42,1-4.6-7: «Mirad a mi siervo a quien prefiero»
Sal 28,1-4.9-10: «El Señor bendice a su pueblo con la paz»
Hch 10,34-38: «Dios ungió a Jesús con la fuerza del Espíritu Santo»
Mt 3,13-17: «Apenas se bautizó Jesús, vio que el Espíritu de Dios bajaba sobre él»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
El «Siervo» es presentado por Isaías como alguien excepcional y desconcertante. Su misión
de renovar a Israel, haciendo retornar a los exilados, es presentada por S. Mateo, tan amigo de citar el
AT, como el que toma nuestras flaquezas y carga con nuestras enfermedades.
23
El Bautismo del Señor (B)
A las comunidades cristianas les preocupaba por qué Cristo se hizo bautizar. La razón de que
«cumplamos así todo lo que Dios quiere», parece expresar la plena solidaridad con la humanidad
pecadora a la que había venido a salvar. La presentación como «Cordero de Dios que quita el pecado
del mundo» invita a pensar así. La salvación la llevará a cabo como «siervo paciente de Dios», según
Isaías.
III. SITUACIÓN HUMANA
La vida es un reto permanente para el que quiere tomársela en serio. Una cosa es dejar pasar
los días y otra vivirlos. El hombre hace fructífera su existencia cuando afronta el afán de cada día.
Hay hombres que entienden su vida como una apuesta en beneficio de los demás, y pueden
encontrarse en el camino con quienes han hecho lo mismo que ellos.
Jesús, al comienzo de su vida pública, tiene delante el proyecto salvador del Padre y le va a
costar la vida. Pero esa es precisamente la razón de su vivir: «Dar la vida en rescate por muchos».
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– El Bautismo de Jesús: “El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la
inauguración de su misión de Siervo doliente...anticipa ya el «bautismo» de su muerte sangrienta...
por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de nuestros pecados. A esta aceptación
responde la voz del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo. El Espíritu que Jesús posee en
plenitud desde su concepción viene a «posarse» sobre él. De él manará este Espíritu para toda la
humanidad. En su bautismo, «se abrieron los cielos» (Mt 3,16) que el pecado de Adán había cerrado;
y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva
creación” (536).
– El Bautismo en la economía de la salvación: 1224. 1225.
La respuesta
– Por el Bautismo, somos incorporados a la Iglesia y a su misión: “El Bautismo hace de
nosotros miembros del Cuerpo de Cristo. El Bautismo incorpora a la Iglesia. De las fuentes
bautismales nace el único pueblo de Dios de la Nueva Alianza que trasciende todos los límites
naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos: «Porque en un solo Espíritu
hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1 Co 12,13)” (1267; cf 1268-
1270).
– El Bautismo, remisión de los pecados: 1263. 1264.
El testimonio cristiano
– «Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con él; descendamos con él para
ser ascendidos con él; ascendamos con él, para ser glorificados con él (San Gregorio Nacianceno, Or.
40,9)» (537).
– «Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño del agua, el Espíritu
Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la voz del Padre,
llegaremos a ser hijos de Dios (San Hilario, Mat. 2)» (537).
La escena del Jordán, manifestación trinitaria, nos muestra el amor íntimo de Dios
revelándose en el Hijo amado a los hombres.
24
El Bautismo del Señor (B)
_______________________
HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
A) El Señor es bautizado. Nuestro bautismo.
— Jesús quiso ser bautizado. Institución del Bautismo cristiano. Agradecimiento
I. Inmediatamente después de ser bautizado, Jesús salió del agua y he aquí que se le abrieron
los Cielos y vio al espíritu de Dios que descendía en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz del
Cielo que decía: Este es mi hijo, el amado, en quien me he complacido1.
En la solemnidad de hoy conmemoramos el bautismo de Jesús por San Juan Bautista en las
aguas del río Jordán. Sin tener mancha alguna que purificar, quiso someterse a este rito de la misma
manera que se sometió a las demás observancias legales, que tampoco le obligaban. Al hacerse
hombre, se sujetó a las leyes que rigen la vida humana y a las que regían en el pueblo israelita,
elegido por Dios para preparar la venida de nuestro Redentor. Juan cumplió, con energía, la misión
de profetizar y suscitar un gran movimiento de penitencia como preparación inmediata al reino
mesiánico
El Señor deseó se bautizado, dice San Agustín, «para proclamar con su humildad lo que para
nosotros era necesidad»2.
Con el bautismo de Jesús quedó preparado el Bautismo cristiano, que fue directamente
instituido por Jesucristo con la determinación progresiva de sus elementos, y lo impuso como ley
universal el día de su Ascensión: Me fue dado todo poder en el Cielo y en la tierra, dirá el Señor; id,
pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu
Santo3.
En el Bautismo recibimos la fe y la gracia. El día en que fuimos bautizados fue el más
importante de nuestra vida. De igual modo que «la tierra árida no da fruto si no recibe el agua, así
también nosotros, que éramos como un leño seco, nunca hubiéramos dado frutos de vida sin esta
lluvia gratuita de lo alto»4. Nos encontrábamos, antes de recibir el Bautismo, con la puerta del cielo
cerrada y sin ninguna posibilidad de dar el más pequeño fruto sobrenatural
Hoy nuestra oración nos puede ayudar a dar gracias por haber recibido este don inmerecido y
para alegrarnos por tantos bienes como Dios nos concedió. «La gratitud es el primer sentimiento que
debe nacer en nosotros de la gracia bautismal; el segundo es el gozo. Jamás deberíamos pensar en
nuestro bautismo sin un profundo sentimiento de alegría interior»5.
Hemos de agradecer la purificación de nuestra alma de la mancha del pecado original, y de
cualquier otro pecado si lo hubo, en el momento de recibir el Bautismo. Todos los hombres somos
miembros de la familia humana que en su origen fue dañada por el pecado de nuestros primeros
padres. Este «pecado original se transmite juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no
por imitación, y se halla como propio en cada uno»6. Pero Jesús dotó al Bautismo de una
especialísima eficacia para purificar la naturaleza humana y liberarla de ese pecado con el que hemos
1
Mt 3, 16-17.
2
SAN AGUSTIN, Sermón, 51, 33.
3
Mt 28, 13.
4
SAN IRENEO, Trat. contra las herejías, 3, 17.
5
COLUMBA MARMION, Le Christ, vie de l’âme, Abbaye de Maredsous, 1933 pp. 186 y 203-204.
6
PABLO VI, Credo del Pueblo de Dios, Roma1967, 16.
25
El Bautismo del Señor (B)
nacido. El agua bautismal significa y opera de un modo real lo que el agua natural evoca: la limpieza
y la purificación de toda mancha e impureza»7.
«Gracias al sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo: no se te
ocurra − nos exhorta San León Magno − ahuyentar con tus malas acciones a tan noble huésped, ni
volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la sangre de Cristo»8.
— Efectos del Bautismo: limpia el pecado original, nueva vida, filiación divina, etcétera
II. Dios todopoderoso y eterno, que en el bautismo de Cristo en el Jordán quisiste revelar
solemnemente que él era tu Hijo amado enviándole tu Espíritu Santo: concede a tus hijos de
adopción, renacidos del agua y del Espíritu Santo, la perseverancia continua en el cumplimiento de
tu voluntad9.
El Bautismo nos inició en la vida cristiana. Fue un verdadero nacimiento a la vida
sobrenatural. Es la nueva vida que predicaron los Apóstoles y de la que habló Jesús a Nicodemo: En
verdad te digo que quien no naciera de arriba no podrá entrar en el reino de Dios... Lo que nace de
la carne, carne es; pero lo que nace del Espíritu, es espíritu10.
El resultado de esta nueva vida es cierta divinización del hombre y la capacidad de producir
frutos sobrenaturales
La dignidad del bautizado está como velada muchas veces, por desgracia, en la existencia
ordinaria; por eso nosotros, al igual que hicieron los santos, hemos de esforzarnos en vivir conforme
a esa dignidad
Nuestra más alta dignidad, la condición de hijos de Dios, que se nos comunica en el
Bautismo, es consecuencia de la nueva generación. Si la generación humana da como resultado la
«paternidad» y la «filiación», de modo semejante aquellos que son engendrados por Dios son
realmente hijos suyos: ¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues
− lo somos realmente! Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que
seremos...11
En el momento del Bautismo, por la efusión del Espíritu Santo, se produce el milagro de un
nuevo nacimiento. El agua bautismal se bendice en la noche de Pascua y en la oración se pide: Así
como el Espíritu Santo descendió sobre María y produjo en Ella el nacimiento de Cristo, así
descienda Él sobre su Iglesia y produzca en su claustro materno (la pila bautismal) el renacer de los
hijos de Dios.
A esta expresión tan gráfica corresponde esta profunda realidad: el bautizado renace a una
nueva vida, a la vida de Dios, por eso es su «hijo». Y si somos hijos, también somos herederos,
herederos de Dios y coherederos con Cristo12.
Demos muchas gracias a nuestro Padre Dios que ha querido dones tan inconmensurables, tan
fuera de toda medida, para cada uno de nosotros. − ¡Qué gran bien nos puede hacer el considerar
frecuentemente estas realidades! Padre − me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?),
7
Cfr. 1 Co 6, 11; Jn 3, 3-6.
8
SAN LEON MAGNO, Homilía de Navidad, 3.
9
Oración colecta de la Misa.
10
Jn 3, 3-6.
11
Cfr. 1 Jn 3, 1-9.
12
Cfr. Rm 8, 14-17.
26
El Bautismo del Señor (B)
buen estudiante de la Central −, pensaba en lo que usted me dijo... − ¡que soy hijo de Dios!, y me
sorprendí por la calle, “engallado” el cuerpo y soberbio por dentro... − ¡hijo de Dios!
Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la “soberbia”13.
— Incorporación a la Iglesia. Llamada a la santidad y al apostolado. Bautismo de los
niños
III. En la Iglesia nadie es un cristiano aislado. A partir del Bautismo, el cristiano forma parte
de un pueblo, y la Iglesia se le presenta como la verdadera familia de los hijos de Dios. «Fue
voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos
con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente»14. Y el
Bautismo es la puerta por donde se entra a la Iglesia15.
«Y en la Iglesia, precisamente por el bautismo, somos llamados todos a la santidad»16, cada
uno en su propio estado y condición, y a ejercer el apostolado. «La llamada a la santidad y la
consiguiente exigencia de santificación personal, es universal: todos, sacerdotes y laicos, estamos
llamados a la santidad; y todos hemos recibido, con el bautismo, las primicias de esa vida espiritual
que, por su misma naturaleza, tiende a la plenitud»17.
Otra verdad íntimamente unida a esta condición de miembro de la Iglesia es la del carácter
sacramental, «un cierto signo espiritual e indeleble» impreso en el alma 18. Es como el resello de
posesión de Cristo sobre el alma del bautizado. Cristo tomó posesión de nuestra alma en el momento
de ser bautizado. Él nos rescató del pecado con su Pasión y Muerte
Con estas consideraciones comprendemos bien el deseo de la Iglesia de que los niños reciban
pronto estos dones de Dios19. Desde siempre ha urgido a los padres para que bauticen a sus hijos
cuanto antes. Es una muestra práctica de fe. No se atenta a su libertad, como no se les causó agravio
alguno por darles la vida natural, ni por alimentarles, limpiarles y curarles, cuando no podían ellos
pedir estos bienes. Por el contrario, tienen derecho a recibir esa gracia. − ¡Qué buen apostolado
habremos de hacer en muchos casos!: con amigos, compañeros, conocidos…
En el caso del Bautismo está en juego algo infinitamente mayor que ningún otro bien: la
gracia y la fe; quizá, la salvación eterna. Sólo por ignorancia y por una fe dormida se puede explicar
que muchos niños queden privados, por sus propios padres ya cristianos, del mayor don de su vida.
Nuestra oración se dirige a Dios hoy, para que no permita que esto suceda
Hemos de agradecer a nuestros padres que, quizá a los pocos días de nacer, nos llevaran a
recibir este santo sacramento
***
B) El bautismo del Señor.
– Manifestación del misterio trinitario en el Bautismo de Cristo.
13
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 274.
14
CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 9.
15
Cfr. IDEM, Const. Lumen gentium, 14; Decr. Ad Gentes, 7.
16
Cfr. IDEM, Const. Lumen gentium, 11 y 42.
17
A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Ed. Palabra, 5ª ed. 1979, p. 111.
18
Dz 852.
19
S. C. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción, 20-X-1980; Cfr. Código de Derecho Canónico, canon 867.
27
El Bautismo del Señor (B)
I. Apenas se bautizó el Señor se abrió el cielo, y el Espíritu Santo se posó sobre Él como una
paloma. Y se oyó la voz del Padre que decía: Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto20.
Hace aún pocos días celebrábamos la Epifanía, la manifestación del Señor a los gentiles,
representados en aquellos hombres sabios que llegaron a Jerusalén preguntando por el nacido rey de
los judíos. Ya había tenido lugar una primera revelación a los pastores, que, en la misma noche de la
Navidad, se dirigen al lugar donde ha nacido el Niño, a quien le llevan sus presentes. También la
fiesta de hoy es una epifanía, una manifestación de la divinidad de Cristo señalada por la voz de Dios
Padre, venida del Cielo, y por la presencia del Espíritu Santo en forma de paloma, que significa la
Paz y el Amor. Los Padres de la Iglesia suelen señalar una tercera manifestación de la divinidad de
Jesús. Ésta tendrá lugar en Caná de Galilea, donde, a través de su primer milagro, Jesús manifestó su
gloria, y sus discípulos creyeron en Él21.
En la Primera lectura de la Misa22, Isaías anuncia la figura del Mesías: He aquí mi siervo...,
mi elegido, en quien se complace mi alma. Sobre Él he puesto mi Espíritu... La caña cascada no la
quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará... Yo, el Señor, te he llamado... para que abras los ojos
de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas.
Esta descripción profética tiene su plena realización en el Bautismo del Señor. Entonces descendió el
Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre Él, y se oyó una voz que venía del cielo:
Tú eres el Hijo mío, el amado, en Ti me he complacido23. Las tres divinas Personas de la Trinidad
intervienen en esta gran epifanía a orillas del Jordán: el Padre hace oír su voz, dando testimonio del
Hijo, Jesús es bautizado por Juan, el Espíritu Santo desciende visiblemente sobre Él. La expresión de
Isaías mi siervo es sustituida ahora por mi Hijo amado, que indica la Persona y la naturaleza divina
de Cristo.
Con el Bautismo de Jesús se inicia de modo solemne su misión salvadora. A la vez, el
Espíritu Santo comenzaba por medio del Mesías su acción en las almas, que durará hasta el fin de los
tiempos.
La liturgia propia de este domingo es especialmente apta para que recordemos con alegría
nuestro Bautismo y sus consecuencias en nuestra vida. Cuando San Agustín menciona en sus
Confesiones el día en que recibió este sacramento, lo recuerda con profundo gozo: “rebosante de
dulzura extraordinaria, aquellos días no me saciaba de considerar la profundidad de su designio para
la salvación del género humano”24. Con ese gozo hemos de recordar hoy que hemos sido bautizados
en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
El misterio del Bautismo de Jesús nos adentra en el misterio inefable de cada uno de nosotros,
pues de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia25. Hemos sido bautizados no sólo en agua,
como hacía el Precursor, sino en el Espíritu Santo, que nos comunica la vida de Dios. Demos gracias
hoy al Señor por aquel día memorable en el que fuimos incorporados a la vida de Cristo y destinados
con Él a la vida eterna. Alegrémonos de haber sido quizá bautizados a los pocos días de haber
nacido, como es costumbre inmemorial en la Iglesia, en el caso de neófitos hijos de padres cristianos.
– Nuestra filiación divina en Cristo por el sacramento del Bautismo.
20
Antífona de entrada. Cfr. Mt 3, 16-17.
21
Jn 2, 11.
22
Is 42, 1-4; 6-7.
23
Lc 3, 22.
24
SAN AGUSTIN, Confesiones, I, 9, 6.
25
Jn 1, 16.
28
El Bautismo del Señor (B)
II. Fuimos bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, para entrar en
comunión con la Trinidad Beatísima. En cierto modo se han abierto para cada uno de nosotros los
cielos, a fin de que entremos en la casa de Dios y conozcamos la filiación divina. “Si tuvieses piedad
verdadera −enseña San Cirilo de Jerusalén−, también descenderá sobre ti el Espíritu Santo y oirás la
voz del Padre desde lo alto que dice: éste no es el Hijo mío, pero ahora después del Bautismo ha sido
hecho mío”26. La filiación divina ha sido uno de los grandes dones que recibimos aquel día en que
fuimos bautizados. San Pablo nos habla de esta filiación y, dirigiéndose a cada bautizado, no duda en
pronunciar estas dichosísimas palabras: Ya no eres esclavo sino hijo: y si hijo, también heredero27.
En el rito de este sacramento se indica que la configuración con Cristo tiene lugar mediante
una regeneración espiritual, como enseñaba Jesús a Nicodemo: quien no renaciere del agua y del
Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios28. “El Bautismo cristiano es, en efecto, un
misterio de muerte y de resurrección: la inmersión en el agua bautismal simboliza y actualiza la
sepultura de Jesús en la tierra y la muerte del hombre viejo, mientras que la emersión significa la
resurrección de Cristo y el nacimiento del hombre nuevo”29. Este nuevo nacimiento es el fundamento
de la filiación divina. Y así, por este sacramento, “los hombres son injertados en el misterio pascual
de Jesucristo: mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él; reciben el espíritu de
adopción de hijos, por el que clamamos Abba! ¡Padre! (Rom 8, 15), y se convierten así en los
verdaderos adoradores que busca el Padre”30. Esta filiación lleva consigo la aniquilación de todo
pecado del alma y la infusión de la gracia.
Por el Bautismo se perdonan el pecado original y todos los pecados personales, y la pena
eterna y temporal debida por los pecados. El ser configurados con Cristo resucitado, simbolizado en
la emersión del agua bautismal, indica que la gracia divina, las virtudes infusas y los dones del
Espíritu Santo se han asentado en el alma del bautizado, la cual se ha constituido en morada de la
Santísima Trinidad. Al cristiano se le abren las puertas del Cielo, y se alegran los ángeles y los
santos. En la naturaleza humana permanecen aquellas consecuencias del pecado original que, si bien
proceden de él, no son en sí mismas pecado, pero inclinan a él; el hombre bautizado sigue sujeto a la
posibilidad de errar, a la concupiscencia y a la muerte, consecuencias todas ellas del pecado original.
Sin embargo, el Bautismo ha sembrado ya en el cuerpo humano la semilla de una renovación y
resurrección gloriosas. ¡Qué diferencia tan enorme entre la persona que iba, o llevaban, camino de la
iglesia para recibir este sacramento, y la que vuelve ya bautizada! El cristiano “sale del Bautismo
resplandeciente como el sol y, lo que es más importante, vuelve de allí convertido en hijo de Dios y
coheredero con Cristo”31.
Demos muchas gracias al Señor por tanto bien, que querríamos comprender hoy en toda su
grandeza. Por último, te pedimos..., Señor, humildemente que escuchemos con fe la palabra de tu
Hijo para que podamos llamarnos y ser, en verdad, hijos tuyos32. Es nuestro mayor deseo y nuestra
más grande aspiración.
– Proyección del Bautismo en la vida diaria.
26
SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis III, Sobre el Bautismo, 14.
27
Gal 4, 7.
28
Jn 3, 5.
29
SAN JUAN PABLO II, Ángelus 8-I-1989.
30
CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 6.
31
SAN HIPOLITO, Sermón sobre la Teofanía.
32
Oración después de la comunión.
29
El Bautismo del Señor (B)
III. En la Segunda lectura, San Pedro recuerda aquel comienzo mesiánico de Jesús, que
estaba en la mente de muchos de los que le escuchaban y del que algunos de ellos habían sido
testigos oculares. Conocéis −les dice el Apóstol− lo que sucedió en el país de los judíos, cuando
Juan predicaba el bautismo, aunque todo comenzó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido
por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por
el diablo...33
Pertransivit benefaciendo..., pasó haciendo el bien... Éste puede ser un resumen de la vida de
Cristo aquí en la tierra. Ése debe ser el resumen de la vida de cada bautizado, pues toda su vida se
desenvuelve bajo el influjo del Espíritu Santo: cuando trabaja, en el descanso, cuando sonríe o presta
uno de los innumerables servicios que conlleva la vida familiar o profesional...
En la fiesta de hoy se nos invita a tomar renovada conciencia de los compromisos adquiridos
por nuestros padres o padrinos, en nuestro nombre, el día de nuestro Bautismo; a reafirmar nuestra
ferviente adhesión a Cristo y la voluntad de luchar por estar cada día más cerca de Él; y a separarnos
de todo pecado, incluso venial, ya que al recibir este sacramento fuimos llamados a la santidad, a
participar de la misma vida divina.
Es precisamente este Bautismo el que nos hace “fideles” –fieles–, palabra que, como
aquella otra, “sancti” –santos–, empleaban los primeros seguidores de Jesús para designarse
entre sí, y que aún hoy se usa: se habla de los “fieles” de la Iglesia 34. Seremos fieles en la medida
en que nuestra vida –¡tantas veces lo hemos meditado!– esté edificada sobre el cimiento firme y
seguro de la oración. San Lucas nos ha dejado escrito en su Evangelio que Jesús, después de haber
sido bautizado, estaba en oración35. Y comenta Santo Tomás de Aquino: en esta oración, el Señor
nos enseña que “después del Bautismo le es necesaria al hombre la asidua oración para lograr la
entrada en el Cielo; pues, si bien por el Bautismo se perdonan los pecados, queda sin embargo la
inclinación al pecado que interiormente nos combate, y quedan también el demonio y la carne que
exteriormente nos impugnan”36.
Junto al agradecimiento y la alegría por tantos bienes como nos han llegado en este
sacramento, renovemos hoy nuestra fidelidad a Cristo y a la Iglesia, que, en muchas ocasiones, se
traducirá en la fidelidad a nuestra oración diaria.
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Rev. D. Josep VALL i Mundó (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
«Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco»
Hoy, la Iglesia celebra el Bautismo del Señor. Aquel día, todas las aguas del mundo fueron
purificadas y recibieron la fuerza para significar la limpieza de pecado. Aunque el Bautismo que
administraba Juan tenía sólo un significado de conversión y de reconocimiento de nuestra
pecabilidad, Jesús quiso pasar por ahí por solidaridad con todos los hombres, como Vanguardista de
una renovada Humanidad. Él, «que no conoció pecado, [Dios] le hizo pecado por nosotros, para que
nos hiciéramos justicia de Dios en Él» (2Cor 5,21). Jesús instituirá el nuevo Bautismo que nos hará
hijos de Dios en Él y nos reconciliará con el Padre: será el Cordero de Dios que quitará el pecado del
mundo.
33
Segunda lectura. Hech 10, 34-38.
34
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 622.
35
Cfr. Lc 3, 21.
36
SANTO TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 39, a. 5.
30
El Bautismo del Señor (B)
«También hoy –escribe san Gregorio Nacianceno– Cristo es iluminado; dejemos que esta luz
divina nos penetre. Cristo es bautizado, bajemos con Él al agua, para subir después con Él». Aquel
día, en el Jordán se vio descender el Espíritu Santo sobre el Señor y se oyó la voz del Padre: «Eres
mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1,11). Juan Pablo II comenta que «al salir de las aguas de
la fuente sagrada, cada cristiano vuelve a escuchar la voz que un día fue oída cerca del río Jordán:
‘Tú eres mi Hijo...’; y entiende que ha sido asociado al Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo».
San Cirilo de Jerusalén nos hace reflexionar sobre este hecho sobrenatural, diciéndonos: «Si
tú tienes una piedad sincera, sobre ti descenderá también el Espíritu Santo y oirás la voz del Padre
que viene de lo alto: ‘Éste no era mi hijo, pero ahora, después del Bautismo, ha sido hecho hijo
mío’». A partir de este momento todos estamos invitados a seguir el mismo Camino de Cristo, a
conocer su Verdad y a vivir su misma Vida. Somos elegidos, consagrados y enviados para colaborar
en la misión apostólica. Somos también hijos amados y predilectos, y el Padre se complacerá en cada
uno de nosotros.
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