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A través de la autoconciencia y del análisis de uno mismo, método de

recuperación del ser que el autor practicó durante toda su vida, Erich
Fromm nos propone en este bello libro un arte de vivir cuyos pilares son el
amor, la razón y la actividad productiva. Lejos de la posibilidad de adquirir
sabiduría vital sin ningún tipo de esfuerzo o de sufrimiento —engaño
alimentado por las ofertas de la ideología consumista—, Fromm propone
redescubrir las fuerzas físicas, psíquicas y espirituales del hombre, así como
sus posibilidades de independencia, con el n de abandonar la orientación
hacia el tener —típica de las condiciones económicas, políticas y sociales de
la sociedad industrial moderna, en su organización del trabajo y en su modo
de producción— y asumir una nueva orientación hacia el ser. Así, Erich
Fromm propone transformar las estructuras, los valores espirituales y,
sobre todo, los socioeconómicos, para ofrecer al individuo la oportunidad de
encontrarse a sí mismo.

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Erich Fromm

Del tener al ser


Caminos y extravíos de la conciencia

ePub r1.0
pplogi 25.03.2017

2
Título original: Vom Haben zum Sein
Erich Fromm, 1989
Traducción: Eloy Fuente Herrero
Diseño de cubierta: Idee

Editor digital: pplogi


ePub base r1.2

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Vivimos una época sin esperanza.
El hombre busca desesperadamente algo en qué creer y acude a los nuevos
gurús.
Ni aun el hombre inteligente, de gran conocimiento, por desgracia, está a salvo
de formas primitivas de espiritualidad.

La fe apasionada, fanática, en ideas y prohombres (sean cualesquiera) es


idolatría. Se debe a la falta de equilibrio propio, de propia actividad, a la falta
de ser.
Lo mismo ocurre con el gran amor se convierte en idolatría cuando alguien cree
que la posesión de otro da respuesta a su vida, le presta seguridad y se convierte
en su dios.

El amor no idolátrico a una idea o a una persona es sereno, no estridente; es


tranquilo y profundo; nace a cada instante, pero no es delirio. No es
embriaguez, ni lleva a la abnegación, sino que nace de la superación del yo.

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PROLOGO
Cuando Erich Fromm escribió en su retiro de Locarno el libro ¿Tener o Ser?,
de 1974 a 1976, compuso muchas más páginas y capítulos de los que
nalmente encontraron cabida en el volumen publicado en 1976. En el
presente volumen se recogen algunos de dichos capítulos, que completan el
libro ¿Tener o Ser? y suponen su lectura. (Indicamos en el epílogo sus ideas
más importantes).
Al publicar los capítulos que Erich Fromm no incluyó o eliminó
entonces, persigo sobre todo dos objetivos:
1) En muchos actos y conversaciones sobre temas del libro ¿Tener o Ser?,
he observado errores y confusiones de sus ideas que no se debían solamente
a las resistencias e incompresiones de los lectores, sino también a la
omisión de ciertas explicaciones, prácticas y razonamientos, que Erich
Fromm había redactado, desde luego, pero le parecieron después tan
evidentes que las eliminó al comprimir el libro. A menudo, se interpretaba
mal la orientación al tener, como si Erich Fromm persiguiese un ideal
ascético y una orientación al no tener. En el capítulo VI se trata de la
propiedad y de la posesión, aclarando, entre otras cosas, que hay un tener
orientado a la posesión y un tener orientado al ser. También ha originado
muchas especulaciones y equivocaciones relacionadas con el pesimismo
cultural la cuestión de a qué se debe en realidad la orientación al tener. En el
capítulo V se exponen las causas históricas y socioeconómicas de la
apasionada tendencia fundamental a tener en vez de a ser y a alimentarse
de las propias fuerzas.
2) Pero publicamos también los capítulos omitidos para familiarizar a
los lectores del libro ¿Tener o Ser? con aquello que, en su mayoría, echaron de
menos justi cadamente: qué pasos concretos puede dar cada uno para

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practicar la orientación al ser. Al principio, Erich Fromm dedicó todo un
capítulo, de 120 páginas en el original, al tema de los «Pasos hacia el Ser»;
pero, al terminar de escribirlo, lo eliminó del libro para sustituirlo por otro
sobre el hombre nuevo y la sociedad nueva, en el cual indicaba
detalladamente de qué manera deben transformarse las estructuras y los
valores espirituales y religiosos y, sobre todo, los socioeconómicos, si ha de
ofrecerse al individuo una oportunidad de pasar, de la orientación al tener, a
la orientación al ser.
Erich Fromm eliminó el capítulo sobre los «Pasos hacia el Ser» por creer
que su libro podría interpretarse mal, en el sentido de que sólo se tratase de
buscar cada uno su salvación en la conciencia, el propio desarrollo y el
autoanálisis, como si así pudiera surgir la sociedad nueva, orientada al ser.
El fenómeno general de la orientación al tener, típico de una sociedad
opulenta, que todo lo tiene, encuentra sus causas en las condiciones
económicas, políticas y sociales de la sociedad industrial moderna, en su
organización del trabajo y en su modo de producción.
Pero, por muy cierto que esto sea, para superar la orientación al tener,
también es preciso redescubrir las propias fuerzas físicas, psíquicas y
espirituales del hombre y sus posibilidades de independizarse. Por eso
publicamos ahora este «Pasos hacia el Ser», el grueso del presente volumen,
en sus capítulos del II al IV, que quiere ser una guía a la conciencia
productiva.
Porque la evolución de los últimos años ha mostrado que, por
conciencia, desarrollo y autorrealización, casi siempre se entiende otra cosa:
el fortalecimiento de las energías subjetivas del hombre, que no hace, la
mayoría de las veces, sino reforzar el propio narcisismo y con rmar la
incapacidad de amor y razón (que, según Erich Fromm, son siempre las
características de la orientación al ser), pues estas técnicas de conciencia
ofrecen nuevas bases para la orientación al tener.
Erich Fromm muestra primero los extravíos de la conciencia, que hace
tantos años reconoció y señaló con entusiasmo de propagandista, pero
después propone caminos a la conciencia y nos permite participar de los
pasos hacia el ser que él mismo practicó diariamente, ocupándose por
extenso del autoanálisis en cuanto aplicación del psicoanálisis.
Los textos que se presentan ahora por primera vez no han sido
examinados por el autor para su publicación, de modo que hemos debido

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ordenarlos, sistematizarlos y añadirles títulos. Cuando se añaden u omiten
partes del texto, se indica con […]. Para su mejor comprensión, hemos
añadido a veces entre paréntesis el término original inglés. Debo a mi mujer,
Renate Oetker-Funk, muchísimas propuestas de corrección del texto y del
estilo, precisamente en los lugares que Erich Fromm no había retocado aún.

RAINER FUNK
Tubinga, verano de 1989

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I
INTRODUCCION
EL SENTIDO DE LA VIDA
En mi libro [¿Tener o ser?], describía los modos existenciales del tener y del
ser, así como las consecuencias que del predominio de cada uno de ellos se
derivan para el bienestar del hombre; y concluía que su plena humanización
le exige cambiar de orientación: de la posesión a la actividad y del egoísmo a
la solidaridad. Seguidamente, expondré unas cuantas sugerencias que
puedan servir de preparativos para alcanzar este n.
Pero quien se disponga a ejercitarse en la orientación al ser tendrá que
empezar haciéndose la pregunta fundamental: ¿para qué quiero vivir?
Ahora bien, ¿es ésta una pregunta razonable? ¿Hay un motivo para
querer vivir, faltándonos el cual preferiríamos no vivir? En realidad, todos
los seres vivientes, tanto los animales como el hombre, quieren vivir, y esta
voluntad sólo desaparece en circunstancias excepcionales, como un dolor
insoportable. En él hombre, pasiones como el amor, el odio, el orgullo y la
lealtad pueden ser más fuertes que la voluntad de vivir. Parece que la
naturaleza —o, si se pre ere, la evolución— ha dado a todo ser viviente esta
voluntad de vivir, y cualesquiera crea el hombre que son sus motivos, no
son más que ideas derivadas con las que justi ca este impulso biológico.
Pero no hace falta recurrir a la teoría de la evolución. El maestro Eckhart
(1927, pág. 365) ha dicho lo mismo de manera más sencilla y poética:

«Quien preguntase a un hombre bueno:


—¿Por qué amas tú a Dios?,
recibiría como respuesta:
—No lo sé… ¡Porque es Dios!

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—¿Por qué amas la verdad?
—¡Por la verdad!
—¿Por qué amas la justicia?
—Por la justicia.
—¿Por qué amas la bondad?
—Por la bondad.
—Y, ¿por qué vives?
—A fe mía, que no lo sé… ¡Me gusta vivir!».

El querer vivir, el gustarnos vivir, es cosa que no necesita explicación.


Pero si nos preguntamos cómo queremos vivir, qué pedimos a la vida, qué le
hace tener sentido para nosotros; se trata, verdaderamente, de preguntas —
más o menos idénticas— que recibirán muchas respuestas diferentes. Unos
dirán que quieren amor, otros escogerán el poder, otros seguridad y, otros,
placeres sensuales y comodidades, mientras que otros preferirán la fama;
pero lo más probable es que la mayoría coincidan en decir que quieren ser
felices. Y éste es también, para la mayoría de los lósofos y de los teólogos, el
propósito de los afanes humanos. Pero si entendemos por felicidad cosas
tan diferentes e incompatibles como las citadas, será una idea abstracta y
más bien vana. Se trata de examinar qué signi ca este término, tanto para el
lósofo como para el profano.
Aun entendiéndose la felicidad de modos tan diferentes, la mayoría de
los pensadores coinciden en la idea de que seremos felices si se cumplen
nuestros deseos o, por decirlo de otra manera, si tenemos lo que queremos.
Las diferencias entre las diversas ideas están en la respuesta a la pregunta
de cuáles son esas necesidades cuya satisfacción nos hace ser felices.
Llegamos, pues, al momento en que la pregunta por el sentido y la nalidad
de la vida nos lleva a la cuestión de qué son las necesidades humanas.
En general, hay dos posturas contrarias. La primera, y casi la única que
hoy se de ende, consiste en a rmar que la necesidad es algo enteramente
subjetivo: es el afán de conseguir una cosa deseada con tanta ansia que
justamente podemos llamar necesidad, y cuya satisfacción nos procura
placer. Esta de nición no atiende al origen de la necesidad. No se pregunta
si es de raíz siológica, como en el caso del hambre y la sed; o si es debida al
desarrollo social y cultural del hombre, como la necesidad de re namiento
en la comida y la bebida, o la de gozar del arte y del pensamiento; o si es

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socialmente inducida, como la de cigarrillos, coches y aparatos; ni,
nalmente, si se trata de una necesidad patológica, como la de tener
satisfacciones sádicas o masoquistas.
Tampoco se plantea en esta postura qué consecuencias tiene para el
hombre la satisfacción de la necesidad: si enriquece su vida y contribuye a
su desarrollo, o lo debilita, lo embota y lo obstaculiza, convirtiéndose en
negativa. Se cree cuestión de gusto el que una persona disfrute el
cumplimiento de su deseo de oír a Bach, o el de su sadismo dominando o
dañando a algún desamparado: mientras sea esto lo que una persona desee,
la felicidad consistirá en la satisfacción de esta necesidad. Las únicas
excepciones que suelen hacerse son aquellos casos en que la satisfacción de
una necesidad perjudica gravemente a otros o va en detrimento de la propia
utilidad social. Así, el deseo de destruir y el de consumir estupefacientes no
se toman como necesidades legítimas, aunque produzcan «placer».
La postura contraria establece una diferenciación fundamental,
atendiendo a si la necesidad conduce al desarrollo y bienestar del hombre, o
lo obstaculiza y perjudica. Piensa en las necesidades que se originan en la
naturaleza del hombre y conducen a su desarrollo y a la realización de sí
mismo. No hay felicidad puramente subjetiva, sino objetiva, normativa.
Sólo conduce a la felicidad el cumplimiento de los deseos que están en el
interés del hombre. En el primer caso, digo: «Seré feliz si gozo todos los
placeres que desee»; en el segundo: «Seré feliz si logro lo que debo desear,
puesto que quiero alcanzar un máximo de bienestar».
No hará falta decir que esta última versión resulta inaceptable desde el
punto de vista de la teoría cientí ca tradicional, porque introduce en el
cuadro una norma, o sea, una cali cación, con lo que parece restarle validez
objetiva. La duda está en si no es cierto que la norma en sí tiene validez
objetiva. ¿No puede decirse que el hombre tiene una naturaleza? Y si tiene
una naturaleza que podemos de nir objetivamente, ¿no podremos creer que
su nalidad es la misma de todos los seres vivientes, a saber, su más
perfecto ejercicio y la más plena realización de sus posibilidades? ¿No se
sigue de ello que ciertas normas son conducentes a esta nalidad, mientras
que otras la obstaculizan?
Esto puede entenderlo cualquier jardinero. El n de la vida de un rosal es
llegar a actualizar todo su potencial: que sus hojas se desarrollen bien y que
su or sea la rosa más perfecta que pueda nacer de su semilla. El jardinero

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sabe que, para alcanzar este objetivo, debe seguir ciertas normas conocidas
por experiencia. El rosal necesita un tipo especial de tierra, de humedad, de
temperatura, de sol y sombra. A él corresponde procurárselos, si quiere
conseguir buenas rosas. Pero, incluso sin su ayuda, el rosal trata de
satisfacerse un máximo de necesidades. No puede modi car en nada la
tierra y la humedad, pero puede inclinarse hacia el sol, si tiene la
oportunidad. Lo mismo ocurre con la crianza de animales, aunque en este
caso es mayor la variedad de nes y, por tanto, de normas que el criador
puede querer alcanzar. ¿Por qué no habría de ocurrir lo mismo con el género
humano?
Aun careciendo de conocimientos teóricos sobre los motivos de que
ciertas normas conduzcan al óptimo desarrollo y ejercicio del hombre, la
experiencia nos enseña, al menos, tanto como al jardinero y al ganadero.
Ésta es la razón por la que todos los grandes maestros de la humanidad han
llegado a enseñar, esencialmente, las mismas normas, que se resumen en la
necesidad de vencer la codicia, el engaño y el odio y de conseguir amor y
participación, como condición para alcanzar un grado óptimo de ser. Sacar
conclusiones de las pruebas reales, aun careciendo de teorías que las
expliquen, es un método perfectamente sensato y de ninguna manera
«acientí co», aunque el ideal cientí co siga siendo descubrir qué leyes hay
detrás de las pruebas.
Quienes insisten en negar fundamento teórico a los llamados juicios
apreciativos sobre la felicidad humana no hacen la misma objeción ante un
problema siológico, aunque, naturalmente, el caso es distinto.
Supongamos que una persona siente ansia de dulces y pasteles, engorda y
pone en peligro su salud: no dirán que, si el comer es su mayor felicidad,
debe seguir comiendo, sin dejarse convencer de que renuncie a este placer;
reconocerán que esta ansia es cosa diferente a los deseos «normales»,
precisamente porque daña él organismo. No dicen que esta reserva sea
subjetiva, ni acientí ca, ni un juicio apreciativo, sencillamente porque
sabemos la relación que hay entre el exceso en la comida y la salud. Pero hoy
sabemos también mucho de lo patológicas y dañinas que son pasiones
como el ansia de fama, de poder, de posesión, de venganza y de dominio, así
que, con el mismo fundamento teórico y clínico, podemos cali car de
nocivas estas necesidades. No hay más que pensar en la «enfermedad del
directivo», las úlceras gástricas, que son consecuencia de la vida ajetreada, y

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en la tensión producida por el exceso de ambición, la falta de equilibrio de la
personalidad y la dependencia del éxito. Pero, según muchos datos, hay algo
más que esta relación entre las posturas «equivocadas» y la enfermedad
somática. En las pasadas décadas, unos cuantos neurólogos, como C. von
Monakow, R. B. Livingston y Heinz v. Foerster, han señalado que el hombre
está dotado neurológicamente de una moral «biológica», en la que se
arraigan normas como las de cooperación y solidaridad y la búsqueda de la
verdad y de la libertad. Son ideas que se basan en consideraciones desde el
punto de vista de la teoría de la evolución (véase E. Fromm, 1973a, GA VII,
págs. 232-235). Por mi parte, he querido mostrar que las principales
normas humanas son condiciones para el pleno desarrollo personal,
mientras que los deseos puramente subjetivos son objetivamente
perniciosos (véase E. Fromm, 1973a, GA VII, y E. Fromm, 1947a, GA II, págs.
14-18).
La nalidad de la vida, tal como la entendemos en las páginas siguientes,
puede establecerse en distintos planos. Del modo más general, puede
de nirse como un desarrollo propio que nos acerque todo lo posible al
modelo de la naturaleza humana (según Spinoza); o, en otras palabras, el
óptimo desarrollo de acuerdo con las condiciones de la existencia humana,
llegando a ser plenamente lo que somos en potencia; dejar que la razón o la
experiencia nos lleven a comprender qué normas conducen al bienestar,
dada la naturaleza del hombre, que podemos comprender por la razón
(según santo Tomás de Aquino).
La que quizá sea la forma fundamental de expresar la nalidad y el
sentido de la vida es común a las tradiciones del Lejano y del Cercano
Oriente (y Europa): la «Gran Liberación», liberación del dominio de la
codicia (en todas sus formas) y de las cadenas del engaño. Podemos
encontrar este doble aspecto de la liberación en doctrinas como la religión
védica de la India, en el budismo y en el zen chino y japonés; en la forma
mítica de Dios como rey supremo en el judaísmo y el cristianismo;
culminando en la mística cristiana y musulmana, en Spinoza y en Marx. En
todas estas enseñanzas, la liberación interior, el romper las cadenas de la
codicia y del engaño, no puede desligarse del óptimo desarrollo de la razón
(entendida la razón como el empleo del pensamiento con la nalidad de
conocer el mundo tal como es, en contraste con la «inteligencia

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manipuladora», que es el empleo del pensamiento con el propósito de
satisfacer un deseo).
Esta relación entre la liberación de la codicia y el primado de la razón es
intrínsecamente necesaria. Nuestra razón sólo obra hasta el punto en que
no esté sofocada por la codicia. El que está preso de sus pasiones
irracionales se encuentra forzosamente a su merced, pierde la capacidad de
ser objetivo y no hace más que justi carse cuando cree decir la verdad.
En la sociedad industrial se ha perdido esta idea de la liberación (en sus
dos aspectos) como nalidad de la vida, o más bien se ha mermado y
tergiversado. Se ha entendido exclusivamente como liberación de fuerzas
exteriores: la clase media, como liberación del feudalismo; la clase obrera,
del capitalismo, y los pueblos de Africa y Asia, del imperialismo. Se ha
tratado esencialmente de una liberación política. Me re ero a las ideas y a los
sentimientos populares. Desde luego, el concepto de liberación no era
principalmente político, si recordamos la losofía de la Ilustración, con su
lema sapere aude («Atrévete a saber»), y el interés de los lósofos por la
liberación interior.
En efecto, la liberación del dominio exterior es necesaria porque merma
al hombre, con la excepción de muy pocos individuos. Pero también la
exclusiva atención a ella ha hecho mucho daño: en primer lugar, los
liberadores se transformaron con frecuencia en los nuevos dominadores,
que no hacían sino vocear los ideales de libertad. Segundo, la liberación
política pudo ocultar que se estaba creando una nueva opresión, aunque en
formas solapadas y anónimas. Así ha ocurrido en las democracias
occidentales, donde la dependencia se disfraza de muchas maneras. (En los
países comunistas, la dominación es más franca). Y, lo más importante, se
ha olvidado por completo que el hombre puede ser esclavo sin estar
encadenada Una idea religiosa a rma reiteradamente lo contrario: que el
hombre puede ser libre incluso estando encadenado. Y puede ser cierta a
veces, en casos rarísimos, pero no tiene importancia en nuestra época. Sí la
tiene, en cambio, y mucha, la idea de que el hombre puede ser un esclavo sin
cadenas: no se ha hecho más que trasladar las cadenas, del exterior, al
interior del hombre. El aparato sugestionador de la sociedad lo atiborra de
ideas y necesidades. Y estas cadenas son mucho más fuertes que las
exteriores: porque éstas, al menos, el hombre las ve, pero no se da cuenta de
las cadenas interiores que arrastra creyendo ser libre. Puede tratar de

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romper las cadenas exteriores, pero ¿cómo se librará de unas cadenas cuya
existencia desconoce?
Toda tentativa de superar la crisis, quizá fatal, de los países industriales,
y es posible que del género humano, habrá de empezar por ver cuáles son las
cadenas exteriores y las interiores; habrá de basarse en la liberación del
hombre, en el sentido humanista clásico, así como en el moderno sentido
político y social. En general, la Iglesia sigue hablando sólo de la liberación
interior. Los partidos políticos, desde los liberales hasta los comunistas,
hablan sólo de la liberación exterior. Sin embargo, vemos claramente en la
historia que la una sin la otra da lugar a una ideología que deja al hombre
indefenso y dependiente. El único objetivo realista es la liberación total,
objetivo que bien podríamos llamar humanismo radical (o revolucionario).
En la sociedad industrial se ha tergiversado también el concepto de la
razón, tal como ha ocurrido con el de la liberación. Desde el comienzo del
Renacimiento, el principal objeto que la razón trató de captar fue la
naturaleza, y los frutos de la nueva ciencia fueron las maravillas técnicas. El
hombre dejó de ser objeto de estudio hasta hace poco, en las formas
enajenadas de la psicología, la antropología y la sociología, convirtiéndose
cada vez más en mero instrumento para nes económicos. En los casi tres
siglos después de Spinoza, fue Freud el primero que volvió a hacer del
«hombre interior» objeto cientí co, aun constreñido como estaba por el
estrecho marco del materialismo burgués.
Hoy la cuestión esencial es, me parece, si podremos recrear el concepto
clásico de la liberación interna y externa y el concepto de la razón en sus dos
aspectos, aplicado a la naturaleza (ciencia) y aplicado al hombre
(conocimiento de sí mismo).
Antes de hacer unas sugerencias sobre ciertos preparativos para
aprender el arte de vivir, quiero asegurarme de que no se interpretarán mal
mis intenciones. Si el lector espera en este capítulo una breve receta para
aprender el arte de vivir, será mejor que lo deje aquí. Lo único que quiero y
puedo ofrecer son unas sugerencias sobre la dirección en que podrá
encontrar respuestas y ensayar un esbozo de algunas de ellas. Lo que tengo
que decir es incompleto, y la única compensación para el lector será que
hablaré solamente de los métodos que yo mismo haya practicado y
experimentado.

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Este principio de exposición implica que no voy a tratar de escribir sobre
todos los métodos preparatorios, ni siquiera sobre los más importantes. No
hablaremos del yoga, del zen, de la meditación centrada en las palabras, ni
de los métodos de relajación de Alexander, Jacobson y Feldenkreis. Tratar
sistemáticamente de todos los métodos exigiría por lo menos todo un
volumen y, además, no sería yo el más indicado para escribir tal compendio,
pues creo que no podemos escribir sobre experiencias que no hayamos
vivido.
De hecho, podría terminar este capítulo justo aquí, diciendo: lea las obras
de los maestros del vivir, llegue a comprender el verdadero sentido de sus
palabras, fórmese su propia idea de lo que quiera hacer con su vida;
abandone la ingenua idea de que no necesita maestro, ni guía, ni modelo; de
que puede averiguar, en el lapso de una vida, lo que han descubierto las
mentes más grandes del género humano en muchos millares de años, a
partir de las piedras y los esbozos que les dejaron sus predecesores. Según
dijo uno de los mayores maestros del vivir, el maestro Eckhart: «¿Cómo
puede vivir nadie sin haber sido instruido en el arte de vivir y de morir?».
Sin embargo, no terminaré aquí el libro, sino que trataré de señalar, de
forma sencilla, ciertos caminos y extravíos que he aprendido estudiando a
los grandes maestros.

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II
EXTRAVÍOS DE LA CONCIENCIA
Incluso antes de considerar los preparativos, deben conocerse los obstáculos
más importantes del camino. Si no sabemos qué hay que evitar, todo
empeño será vano.

1. La gran mentira
Quizás el obstáculo más difícil para aprender el arte de vivir sea lo que
llamaré «la gran mentira». No se limita ál terreno de la información
humana: al contrario, ésta no es más que una manifestación de la gran
mentira que penetra todas las esferas de nuestra sociedad. Esos productos
que se fabrican para durar poco, sobrevalorados, o realmente inútiles, si no
perjudiciales, para el comprador; esa publicidad que mezcla un poco de
verdad con mucha falsedad, y otros muchos fenómenos sociales forman
parte de esa gran estafa que la ley persigue sólo en sus manifestaciones más
burdas. El valor real de una mercancía se encubre con el que indican la
publicidad y el nombre e importancia del productor. ¿Cómo podría ser de
otra manera en un sistema cuyo principio básico es que la producción se
base en el máximo lucro, no en la máxima utilidad para el hombre?
En la esfera política, la gran mentira se ha dejado ver no hace mucho
tiempo en los casos del Watergate y de la guerra del Vietnam, a través de las
falsedades que se decían sobre una «victoria próxima» y el engaño
deliberado, como las falsas informaciones sobre ataques aéreos. Sin
embargo, sólo se ha descubierto la punta del iceberg de la mentira política.
En pintura y literatura, la mentira tampoco tiene freno. […] El público, e
incluso las personas cultas, han perdido la capacidad de distinguir entre lo

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genuino y lo ngido. Es un defecto que tiene varias causas; en primer lugar,
la orientación puramente cerebral de la mayoría. Atienden sólo a palabras y
conceptos intelectuales, sin aplicar el «sexto sentido» para probar la
autenticidad del autor.
Por poner un ejemplo: hay escritores sobre budismo zen, como Daisetz T.
Suzuki, cuya autenticidad está fuera de toda duda. Habla de lo que ha
experimentado él mismo. El mero hedió de esta autenticidad hace que sus
libros, a menudo, sean difíciles de leer, porque es esencial para el zen no dar
respuestas racionalmente satisfactorias. Otros autores parecen describir
apropiadamente las ideas del zen, pero son meros intelectuales, con muy
poca experiencia. Sus libros son más fáciles de entender, pero no transmiten
la cualidad esencial del zen. Sin embargo, según creo, la mayoría de quienes
aseguran tener un interés serio por el zen no se han dado cuenta de la
decisiva diferencia cualitativa entre estas categorías.
El otro motivo para la di cultad de distinguir entre lo auténtico y lo falso
es la fascinación del poder y la fama. Si la habilidad publicitaria hace
famosos el nombre de una persona o el título de un libro, el hombre medio
se inclina a creer la propaganda. Hay otro factor que contribuye a esto en
gran manera. En una sociedad totalmente comercializada, en la que la
venalidad y el máximo bene cio constituyen los valores centrales de todas
las cosas, cada uno se ve a sí mismo como un capital que debe invertir en el
mercado con la nalidad de obtener el máximo bene cio (éxito), y su valor
de uso no es superior al de una pasta dentífrica o un medicamento. Poco
importa que sea amable, inteligente, creativo y animoso si estas cualidades
no le han servido para conseguir el éxito. En cambio, si no pasa de mediocre
como persona, escritor, artista o lo que sea, pero tiene un ansia narcisista,
resuelta, obsesiva y descarada por salir en los periódicos, con un poco de
talento fácilmente se convertirá en uno de los «grandes artistas o
escritores» del día. Claro que él no es el único que interviene: los
marchantes, los agentes literarios, los «relaciones públicas», los editores…,
todos están interesados económicamente en su éxito. Son ellos quienes lo
han «hecho». Y una vez que ha llegado a ser un escritor, pintor o cantante
anunciado en todo el país; una vez que ha llegado a ser una «celebridad», es
ya un gran hombre, lo mismo que el mejor detergente es el más anunciado,
y el que la gente más recuerda si ve la televisión. El fraude y el engaño no

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son nuevos: han existido siempre. Pero no ha habido otra época en que
tuviese tanta importancia mantenerse en el candelero.
Con estos ejemplos, nos estamos re riendo a la parte de la gran mentira
que es más importante en el contexto de este libro: la mentira en el terreno
de la salvación del hombre, de su bienestar, desarrollo y felicidad.
Debo confesar ahora que he vacilado mucho antes de escribir este
capítulo, e incluso me ha tentado el omitirlo después de haberlo escrito;
porque en este terreno casi no quedan palabras que no hayan sido
comercializadas, corrompidas ni maltratadas de alguna manera. Varios
escritores y asociaciones han rebajado, y hasta utilizado con nes
publicitarios, expresiones como «desarrollo humano», «potencial de
desarrollo», «realización de sí mismo», «sentir contra pensar», «el aquí y
ahora» y otras muchas. […] Piense el lector que las palabras no tienen
realidad en sí mismas, sino en el contexto en que se emplean y en las
intenciones y carácter de quien las emplea. Si se interpretan parcialmente,
sin perspectiva de fondo, no comunican, sino que ocultan las ideas.
Debo advertir también que, al hablar de la mentira, no quiero decir que
los líderes y defensores de estos movimientos sean conscientemente
insinceros ni pretendan engañar al público. Algunos sí, pero creo que
muchos de ellos quieren hacer el bien y tienen fe en la utilidad de sus
mercancías espirituales. Sin embargo, el engaño no sólo es consciente y
deliberado: el engaño en el que creen sus propios autores es el más peligroso
para la sociedad, trátese de preparar una guerra o de enseñar el camino a la
felicidad. En realidad, ciertas cosas hay que decirlas, aun a riesgo de que se
tomen como ataques personales a gente bienintencionada.
Y no hay demasiado motivo para los ataques personales, pues estos
mercaderes de la salvación no hacen sino responder a una gran demanda.
¿Cómo podría ser de otro modo? La gente está confusa e insegura, busca
respuestas que te proporcionen la alegría, la tranquilidad, el
autoconocimiento y la salvación, pero quiere además que sean fáciles de
aprender, que exijan poco esfuerzo o ninguno y que den rápidos resultados.
En los años veinte y treinta surgió un movimiento nuevo, nacido del
genuino interés de unas cuantas personas por unas ideas hasta entonces
impopulares y por otras nuevas, ordenadas en torno a dos cuestiones: la
liberación del cuerpo y la liberación de la mente de las cadenas con que la
vida tradicional los había atado y desvirtuado. La primera tendencia tuvo

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dos orígenes: uno, psicoanalítico. Georg Groddek fue el primero que empleó
el masaje para relajar el cuerpo y ayudar al paciente a librarse de sus
tensiones y represiones. Wilhelm Reich siguió el mismo método más
sistemáticamente y con más conciencia teórica de lo que estaba haciendo:
romper la resistencia que de ende lo reprimido quebrando la postura rígida
y deformada que funciona como una coraza defensiva de la represión. El
segundo origen consistió en varios métodos de conciencia física,
empezando por la labor de Elsa Gindler en los años veinte.
La segunda tendencia, de liberación de la mente, se centró sobre todo en
ideas orientales, particularmente en ciertas formas de yoga, budismo zen y
meditación budista. Todas estas ideas y métodos, por los que sólo se
interesaban unas cuantas personas, son genuinos e importantes y han
ayudado en gran manera a muchos que ya no esperaban encontrar un fácil
atajo hacia la salvación.
Durante los años cincuenta y sesenta, fueron muchísimos más los que
buscaban nuevos caminos de felicidad. Y empezó a formarse un mercado a
gran escala. California, en particular, fue tierra fecunda para la mezcla de
métodos legítimos, como algunos de los citados, con otros de pacotilla, que
en breves cursos, en una especie de bu et libre espiritual, prometían
sensibilidad, gozo, penetración, conocimiento de sí mismo, aumento de la
afectividad, relajación… Hoy no falta nada en este programa: ofrecen
adiestramiento sensorial, terapia de grupo, zen, T’ai Chi Ch’uan, esto y
aquello, en un ambiente agradable, acompañado de otros que tienen la
misma preocupación: la falta de relaciones y sentimientos verdaderos.
Desde estudiantes universitarios hasta directivos de empresa, todo el
mundo encuentra lo que quiere, sin que se le pida mucho esfuerzo.
Hay platos de este bu et, como la «conciencia sensorial», de Charlotte
Selver (véase C. V. W. Brooks, 1974), que no albergan nada nocivo en su
enseñanza. Sólo me desagrada la atmósfera en que se enseñan. En otros
planes, la mentira reside en la super cialidad de la doctrina, en especial
cuando pretende basarse en el pensamiento de los grandes maestros; pero,
casi siempre, en prometer —franca o tácitamente— una transformación
profunda de la personalidad, cuando lo que se da es una mejora transitoria
de los síntomas o, a lo sumo, una estimulación de la energía y un poco de
relajación. En lo esencial, estos métodos sirven para sentirse mejor sin tener

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que variar mucho el carácter, al mismo tiempo que uno se va adaptando a la
sociedad.
Sin embargo, este movimiento californiano es insigni cante en
comparación con la gran fabricación en serie de mercancías espirituales que
han emprendido por ahí ciertos «gurús» hindúes. El éxito más
sorprendente ha sido el del movimiento llamado «Meditación
Trascendental», dirigido por el hindú Maharishi Mahesh Yogi. Este gurú
echó mano a una idea hindú muy antigua: la meditación sobre un mantra.
Un mantra es una palabra de los textos sagrados hindúes que adquiere un
signi cado especial mediante la concentración (como el OM de los
Upanishad). Esta concentración produce relajación, alivio de la tensión y la
correspondiente sensación de bienestar. Este método puede practicarse
empleando palabras del idioma propio, como «tranquilo», «amor», «uno»,
«paz», o cualesquiera otras que resulten indicadas. Parece ser que,
practicado regularmente todos los días en postura de descanso, con los ojos
cerrados, durante unos veinte minutos, tiene un señalado efecto de calma,
relajación y aumento de la energía. (Yo aún no lo he practicado, de modo que
sólo me baso en comunicaciones bastante ables).
Maharishi no inventó este método, pero sí la manera de empaquetarlo y
venderlo. Primero, vende el mantra asegurando que se escoge siempre el
más adecuado para la personalidad del cliente. (Aunque existiese esta
relación entre individuo y mantra, seria difícil que cualquiera de los miles
de maestros que introducen en el secreto a los novicios conociese lo
su ciente la personalidad del nuevo cliente como para escoger bien). El
cuento del mantra fabricado a la medida permite vendérselo al novato por
una bonita suma. «Se tienen en cuenta los deseos personales del individuo,
y el maestro con rma la posibilidad de que se cumplan». (Véase
Transzendentale Meditation, 1974). ¡Vaya promesa! ¡Cualquier deseo puede
cumplirse, con tal de practicar la Meditación Trascendental!
Después de asistir a dos clases introductorias, el novicio mantiene una
entrevista con el maestro; entonces se celebra una pequeña ceremonia en la
que recibe su mantra personal y se le da instrucciones de no pronunciarlo
nunca en voz alta, ni para sí mismo ni para nadie, y se le da a rmar una
declaración de que no enseñará el método a nadie (naturalmente, para
mantener intacto el monopolio). El nuevo adicto tiene derecho a que su

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introductor le haga un examen anual de sus progresos; pero, por lo que
tengo entendido, suele tratarse de un breve procedimiento rutinario.
Este movimiento cuenta ya con centenares de miles de adictos
practicantes, sobre todo en los Estados Unidos, aunque también van
aumentando en los países europeos. Además del cumplimiento de cualquier
deseo personal, la Meditación Trascendental promete que su práctica no
exigirá ningún esfuerzo y, sin embargo, sentará las bases para conducirse
adecuadamente y tener éxito. Coinciden el éxito y el desarrollo personal, se
reconcilian Dios y el César; cuanto mayor sea nuestra edi cación espiritual,
tanto más éxito tendremos en los negocios. En realidad, el mismo
movimiento, con su publicidad, su lenguaje vago y con frecuencia absurdo,
su alusión a ideas respetables y su culto a un líder sonriente, ha adquirido
todas las características de una gran industria.
La existencia y popularidad de este movimiento no debe sorprender más
que la de ciertos medicamentos. Lo sorprendente es que, entre sus adictos y
defensores, como sé por experiencia, haya personas de integridad
incuestionable, gran inteligencia y enorme penetración psicológica. Debo
admitir que me desconcierta. Su reacción positiva se debe, desde luego, a la
relajación y energía que proporcionan los ejercicios de meditación. Pero lo
desconcertante es que no les repelan la confusión de su lenguaje, su tosco
espíritu de Relaciones Públicas, la exageración de las promesas, o el
mercado que se forma alrededor del negocio de la salvación, y por qué
mantienen su relación con la Meditación Trascendental en vez de escoger
otro método menos engañoso entre los antes citados. ¿Se habrán extendido
ya tanto el espíritu de la gran industria y sus métodos de venta que incluso
se aceptan en el terreno del propio desarrollo espiritual?
En mi opinión, la meditación mantra, a pesar de su buen efecto,
perjudica a sus practicantes. Para estimar este perjuicio, no debemos
quedamos en el acto aislado de la meditación, sino considerar todo el
edi cio del que forma parte. Se de ende una idolatría, con lo que se reduce
la propia independencia; se de ende el carácter deshumanizador de nuestra
cultura, la comercialización de todos los valores, el espíritu de la falsedad
publicitaria, el deseo de conseguirlo todo sin esfuerzo y la corrupción de los
valores tradicionales, como el conocimiento de sí mismo, el gozo y el
bienestar, todo muy bien envuelto. La consecuencia es que la mente se

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confunde y se inunda con más engaños aún de los que tenía y trataba de
expulsar.
Otro peligro de los movimientos como la Meditación Trascendental es
que, por su retórica, atraen a muchas personas auténticamente deseosas de
lograr una transformación interior y de encontrar un nuevo sentido a su
vida. Pero, en el mejor de los casos, no son más que métodos de relajación,
comparables al hatha yoga, o al respetable «entrenamiento autógeno» de I.
H. Schultz, que en muchas personas ha producido estados de relajación
renovadora y activadora. Tal relajación, aun siendo conveniente, no tiene
nada que ver con el paso del egocentrismo a la libertad interior, que resulta
fundamental para el ser humano. Es tan útil para una persona vana y
egocéntrica como para la que haya abandonado gran parte de su orientación
al tener. Por pretender ofrecer algo más que una relajación momentánea, la
Meditación Trascendental cierra el camino a muchos que, de no haber
creído en ella, habrían buscado una verdadera senda de liberación.
Últimamente, este movimiento trata también de atraer a quienes no se
interesan sólo por sí mismos, sino también por la humanidad. El 8 de enero
de 1972, el Maharishi anunció en Mallorca, a dos mil nuevos maestros de la
«ciencia de la inteligencia creativa», después de siete días de silencio, un
«plan mundial». Habría de cumplirse construyendo 3500 «centros del plan
mundial», uno por cada millón de personas. Cada centro instruiría a mil
maestros de la ciencia de la inteligencia creativa, de modo que, al nal, cada
mil personas de todas las partes del mundo contarían con un maestro. El
plan mundial tenía siete objetivos, entre ellos «perfeccionar las
realizaciones gubernamentales» y «eliminar los viejos problemas de la
delincuencia y de todos los comportamientos que provocan infortunio».
Para alcanzar los siete objetivos, habría siete cursos. Resumiendo sus
propósitos, declaraba el Maharishi: «No deberemos considerar que hemos
tenido éxito hasta que hayan disminuido en gran medida, y se hayan
eliminado nalmente, los problemas del mundo de hoy y sean capaces las
autoridades de todos los países de educar ciudadanos plenamente
desarrollados». (Véase Transzendentale Meditation, 1974).
¿Hará falta algún comentario para demostrar que estos planes de
salvación del mundo no encierran más ideas que la de una vulgar estrategia
de venta?

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El éxito de la Meditación Trascendental dio origen a empresas parecidas,
de la última de las cuales informaba el semanario Newsweek en su número
del 17 de febrero de 1975: un tal Jack Rosenberg, que se hace llamar Werner
Erhard (de Wemherr von Braun y el ex canciller alemán Ludwig Erhard),
fundó el Erhard Seminar Uraining, en el que embutió su «experiencia» de
yoga, zen, entrenamiento sensorial y terapia de grupo en un nuevo paquete,
que se vende a 250 dólares en dos sesiones de n de semana. Según el
reportaje, el año pasado había tratado ya a seis mil buscadores de la
salvación, con grandes bene cios para el negocio. Es poco, comparado con
la Meditación Trascendental, pero muestra que ahora no sólo los hindúes
pueden entrar en esta industria, sino también un antiguo especialista en
motivación personal, vecino de Filadel a.
He dedicado tanto espacio a estos movimientos porque creo que nos
enseñan una lección importante: el principio de todo camino hacia la propia
transformación es reconocer cada vez más la realidad y descubrir los
engaños que corrompen, hasta hacerla venenosa, aun la doctrina más
excelsa. No me re ero a los posibles errores de la doctrina. La enseñanza de
Buda no está viciada para quien no crea en la transmigración, ni está
viciada la Biblia porque se enfrente al saber, más realista, de la historia de la
Tierra y de la evolución del hombre. Pero sí hay falsedades y engaños
intrínsecos que corrompen la doctrina, como anunciar que pueden lograrse
magní cos resultados sin esfuerzo, o que el ansia de fama puede correr
paralela al desinterés, o que los métodos de sugestión de masas son
compatibles con la independencia.
Ser ingenuos y fáciles de engañar es hoy más inadmisible que nunca,
puesto que el predominio de la falsedad puede llevarnos a una catástrofe,
porque cierra los ojos a los verdaderos peligros y a las posibilidades
verdaderas.
Los «realistas» dicen que los partidarios de la amabilidad tienen buena
intención, pero que son ingenuos y están en las nubes, o sea, que son tontos.
Y no les falta razón. Muchos de los que aborrecen la violencia, el odio y el
egoísmo son ingenuos. Necesitan creer que «todo el mundo es bueno» para
poder conservar la fe en sí mismos. No tienen la su ciente rmeza de
convicción como para creer en las fecundas posibilidades del hombre sin
cerrar los ojos a la maldad y perversidad de individuos y grupos. De esta
manera, sus tentativas de alcanzar un máximo de bienestar acaban

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fracasando. Cualquier decepción grande los convencerá de que estaban
equivocados, o los empujará a la depresión, por no saber ya en qué creer.
La fe en la vida, en sí mismo y en los demás tiene que edi carse sobre el
terreno rme del realismo; es decir, sobre la capacidad de ver el mal donde
está, de ver la trampa, la destructividad y el egoísmo, no sólo cuando se
presentan a cara descubierta, sino también en sus muchas máscaras y
disfraces. Verdaderamente, la fe, el amor y la esperanza han de ir
acompañados de tal pasión por la realidad en toda su desnudez, que el ajeno
puede verse inclinado a llamar «cínica» esta postura. Pues que sea cínica, si
entendemos por tal el no querer que nos tomen el pelo con las mentiras
agradables y sabrosas que llenan casi todo lo que se dice y se cree. Pero este
tipo de «cinismo» no lo es en realidad: es crítica intransigente, es negarse a
tomar parte en un sistema de engaños. El maestro Eckhart lo expresaba
breve y escuetamente cuando decía del «inocente» (a quien Jesús enseñaba):
«No engaña a nadie, pero tampoco se deja engañar».
En efecto, ni Buda, ni los profetas, ni Jesús, ni Eckhart, ni Spinoza, ni
Marx, ni Schweitzer, eran blandos. Al contrario, eran tercos realistas y, en su
mayoría, no fueron perseguidos y calumniados por predicar la virtud, sino
por decir la verdad. No respetaron el poder, los títulos, ni la fama, y sabían
que el rey iba desnudo; y sabían que los poderosos son capaces de matar a
los «profetas».

2. La charla trivial y las malas compañías


Otro de los obstáculos para aprender el arte del ser es entregarse a la
charla trivial y a las malas compañías.
¿Qué es trivial? Viene del latín tri-via (cruce de tres caminos) y suele
denotar «tópico», vulgar, mediocre e insigni cante. Podríamos de nir,
pues, «trivial» como la postura que se interesa sólo por la super cie de las
cosas, no por sus causas ni interioridades; la postura que no distingue entre
lo esencial y lo inesencial, o que tiende a confundir ambas cualidades.
Podemos decir también que la trivialidad se deriva del vacío, la indiferencia
y la rutina, o de cualquier cosa que no esté relacionada con la misión
esencial del hombre: nacer plenamente.
En este sentido de nía Buda la charla trivial, diciendo: «Cuando el ánimo
de un monje lo incline a conversar, deberá pensar así: “No entraré en esa

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baja especie de conversación que es vulgar, mundana e insustancial; que no
lleva al desapego, al desapasionamiento, suspensión, tranquilidad,
conocimiento directo, iluminación y extinción; a saber, hablar de reyes,
ladrones, ministros, ejércitos, hambre y guerra; de comida, bebida, vestido y
vivienda; de joyas, perfumes, parientes, vehículos, aldeas, villas, ciudades y
países; de mujeres y vino, de los chismes de la calle y de la fuente; hablar de
los antepasados, de pequeñeces, de historias sobre el origen del mundo y del
mar, de si las cosas son así o asá, y temas parecidos”. Entonces lo
comprenderá todo claramente.
»“Pero la conversación que sirva de ayuda para llevar una vida austera,
que convenga a la claridad mental, que lleve al completo desapego,
desapasionamiento, suspensión, tranquilidad, conocimiento directo,
iluminación y extinción; que sea hablar de frugalidad, conformidad,
soledad, retiro, perseverancia, virtud, concentración, sabiduría, de la
redención y de la lucidez que ésta otorga: en semejante conversación sí
entraré”. Entonces lo comprenderá todo claramente». (K. E. Neumann,
1902, págs. 240 y sigs).
A quien no sea budista, no le parecerán charla trivial algunos de estos
ejemplos, como la cuestión del origen del mundo, e incluso un budista quizá
diga que Buda no consideraría trivial una conversación seria sobre el
hambre con la intención de prestar ayuda. Sea como fuere, toda esta lista,
con su esforzada recapitulación de temas, varios sagrados para algunos y
estimados por muchos, es impresionante, porque transmite el sabor de la
vulgaridad. ¡Cuantísimos millones de conversaciones se han celebrado
sobre la in ación, Vietnam, el Oriente Próximo, Watergate, las elecciones,
etc, y qué poquísimas veces pasan de lo consabido y de la mezquina opinión
partidaria para llegar a las causas y raíces de los fenómenos! Uno se inclina a
creer que la gente necesita guerras, crímenes, escándalos y aun
enfermedades, para tener algo de qué hablar, o sea, con el n de tener un
motivo para comunicarse, aunque sea en el plano de la trivialidad. En
efecto, si los hombres se han transformado en mercancías, ¿cómo puede ser
su conversación, sino trivial? Si los productos del mercado pudiesen hablar,
¿no charlarían sobre los dientes, sobre el comportamiento de los
vendedores, de su esperanza de conseguir un precio alto y de su decepción
al quedar claro que no se van a vender?

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La mayor parte de la charla trivial quizá sea el hablar de sí mismo. De ahí
el cuento de nunca acabar con la salud y la enfermedad, los hijos, los viajes,
los éxitos, lo que uno ha hecho y las innumerables cosas cotidianas que
parecen tan importantes. Como uno no puede pasarse todo el rato hablando
de sí mismo sin que lo consideren un pelmazo, sólo puede gozar de este
privilegio de hablar de sí mismo a cambio de su disposición a escuchar a los
demás hablar de sí mismos. Las reuniones particulares, como a menudo
también las asambleas de toda clase de grupos y asociaciones, son un
pequeño mercado en el que uno cambia su necesidad de hablar de sí mismo
y su deseo de que lo escuchen por el deseo de los demás de tener la misma
oportunidad. La mayoría de las personas respetan este comercio. Quienes
no lo respetan, y quieren hablar más de sí mismos y están menos dispuestos
a escuchar, resultan «tramposos», disgustan y han de buscar compañías
inferiores para que los soporten.
Es difícil exagerar la necesidad de las personas de hablar de sí mismas y
de que las escuchen. Si mostrasen únicamente esta necesidad los muy
narcisistas, que sólo están satisfechos consigo mismos, sería fácil
entenderla. Pero la tiene el hombre corriente, por motivos esenciales a
nuestra cultura. El hombre moderno es un hombre-masa, está muy
«socializado», pero también está muy solo (fenómeno que David Riesman
ha comentado muy acertadamente en su libro La muchedumbre solitaria[1]).
Está enajenado de los demás y enfrentado a un dilema: tiene miedo a una
relación íntima con otro, pero también tiene miedo a la soledad. La función
de la conversación trivial, ¿no será la de resolver el problema de cómo seguir
estando solo sin quedar aislado?
Hablar llega a ser una manía. Mientras yo hable, sé que existo, que no soy
nadie, que tengo pasado, trabajo y familia. Y hablando de todo esto, me
a rmo a mí mismo.
Sin embargo, necesito alguien que me escuche. Si sólo hablase para mis
adentros, me volvería loco. Entonces, el oyente ofrece la apariencia de un
diálogo, cuando en realidad no hay más que un monólogo.
Mala compañía no es sólo la de personas meramente triviales, sino
también la compañía de personas malas, sádicas, destructivas y hostiles a la
vida. Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué peligro hay en la compañía de
malas personas cuando no traten de perjudicarnos, de una manera u otra?

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Para contestar a esta pregunta, debe tenerse en cuenta una ley de las
relaciones humanas: No hay encuentro entre dos personas que no tenga
alguna consecuencia para las dos. Ninguna reunión de dos personas,
ninguna conversación entre ellas, excepto quizá la más casual, deja a
ninguna de las dos como eran, a pesar de que el cambio pueda ser mínimo, y
no reconocerse sino por su efecto acumulado en el caso de trato frecuente.
Incluso un encuentro casual puede tener un efecto considerable. ¿A quién
no ha conmovido en su vida la amabilidad del rostro de una persona a la que
no vio por más de un minuto, y a la que no habló? ¿Quién no ha sentido
horror ante una cara verdaderamente malvada, aunque la viese sólo un
momento? Habrá muchos que recuerden durante años, o toda la vida, caras
semejantes y la impresión que les produjeron. ¿Quién no se ha sentido
animado después de haber estado con cierta persona, más vivo, de mejor
humor, e incluso, a veces, más valiente y con la cabeza más clara, aunque
este cambio no se deba al tema de la conversación? Por otra parte, después
de haber estado con otro, muchos han tenido la experiencia de caer en la
depresión, el cansancio o el abatimiento, sin poderlo atribuir al tema de la
conversación que se ha mantenido.
No hablo del in ujo que sobre una persona ejerce otra de la que está
enamorada, a la que admira o teme, etc. Naturalmente, lo que ésta dice, o su
forma de comportarse, puede tener gran in uencia sobre la persona que se
encuentra bajo su hechizo. Hablo de la in uencia de una persona sobre los
que no tienen con ella ninguna relación especial.
Todas estas consideraciones nos llevan a la conclusión de que conviene
evitar siempre las compañías malas y triviales, a menos que podamos
defendemos perfectamente, con lo que haríamos dudar al otro de su
postura.
Cuando no podamos evitar las malas compañías, no debemos dejarnos
engañan tenemos que ver la insinceridad tras su máscara de amabilidad; la
destructividad, tras la máscara de las eternas quejas sobre lo desgraciadas
que son; el narcisismo que esconden detrás de su encanto… Tampoco
debemos obrar como si nos engañase su falsa apariencia, para evitar que
nos impongan también a nosotros mismos cierta insinceridad. No hace
falta decirles lo que vemos, pero tampoco hacerles creer que estamos ciegos.
El gran lósofo judío Maimónides, reconociendo la in uencia de las malas
compañías, hacía esta severa recomendación: «Si son malos los habitantes

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del país en que vives, evita su compañía. Si quieren obligarte a unirte a ellos,
abandona el país, aunque tengas que ir al desierto».
¿Y qué importa si los demás no nos entienden? Cuando nos exigen hacer
sólo lo que entienden, lo que hacen ellos es tratar de imponérsenos. Si dicen
que somos «raros» o «insociables», que lo digan. Lo que les molesta, sobre
todo, es nuestra libertad y nuestra valentía de ser nosotros mismos. A nadie
tenemos que rendir cuentas, mientras no hagamos daño a nadie. ¡Cuántas
vidas se han arruinado por esta necesidad de «explicarse»!, lo que suele
querer decir que la explicación se «entienda», esto es, se apruebe. Que
juzguen nuestros actos y, por dios, nuestras intenciones verdaderas, pero
sepamos que una persona libre sólo debe rendir cuentas a sí misma, a su
razón y a su conciencia, así como a las pocas personas que puedan tener
justo derecho a ello.

3. La vida «sin esfuerzo» y «sin dolor»


Otro obstáculo para aprender el arte de vivir es creer que pueda
conseguirse algo «sin esfuerzo» y «sin dolor». La gente se ha convencido de
que todo, aun las tareas más difíciles, deben poder cumplirse con muy poco
o ningún esfuerzo. Es una idea tan extendida que no necesita de larga
explicación. Pensemos en nuestros métodos de enseñanza. Convencemos a
nuestros jóvenes, les rogamos en realidad, que se instruyan. Pero, en
nombre de la «autoexpresión», de la «anticompetitividad» y de la «libertad»,
hacemos toda enseñanza lo más fácil y agradable que podemos. La única
excepción son las ciencias naturales, en las que si se persigue una
competencia verdadera y en las que no se puede dominar una materia en
«clases fáciles». Pero en ciencias sociales y en las asignaturas de arte y
literatura, así como en la enseñanza primaria y secundaria, encontramos la
misma tendencia: «Tómalo con calma, no te rompas la cabeza». Del profesor
que insiste en el trabajo se dice que es «autoritario» o «chapado a la
antigua».
No es difícil descubrir las causas de esta tendencia. La creciente
demanda de técnicos, de personas semi instruidas, en la industria de
servicios, desde auxiliares hasta puestos intermedios, requiere los
conocimientos super ciales que proporcionan nuestros centros de
enseñanza. En segundo lugar, todo nuestro sistema social se basa en el falso

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principio de que a nadie se le obliga a hacer lo que hace: si lo hace es porque
le gusta. Esta sustitución de la imposición franca por la oculta se mani esta
en todos los terrenos vitales: la violencia se disfraza de asentimiento y el
asentimiento se consigue mediante la sugestión de las masas. Como
consecuencia, no debe sentirse que el estudio es impuesto, sino que es
agradable, sobre todo en los terrenos en que es mínima la necesidad social
de un conocimiento serio.
Esta idea del estudio sin esfuerzo tiene otra causa: el progreso técnico ha
disminuido, de hecho, la cantidad de energía física que se necesita para
producir mercancías. La primera revolución industrial sustituyó la energía
animal y humana por la energía mecánica. La segunda revolución
industrial entrega el pensamiento y la memoria a los ordenadores. Esta
liberación del trabajo fatigoso se considera como el regalo más grande del
«progreso» moderno. Y es un regalo, a condición de que la energía humana
así liberada se aplique a tareas más elevadas y creativas. Pero no es eso lo
que ha ocurrido. De la liberación de la máquina se ha derivado el ideal de la
pereza absoluta, el horror a cualquier esfuerzo verdadero. Vivir bien es vivir
sin esfuerzo. Y cuando no hay más remedio que esforzarse un poco, se cree,
por decirlo así, que se trata de algo pasado de moda: sólo se hace si no hay
más remedio, no voluntariamente. Cogemos el coche para ir a la tienda que
hay dos manzanas más allá y evitarnos el «esfuerzo» de andar; y el
dependiente usa la calculadora para ahorrarse el esfuerzo mental de sumar
tres números.
El ideal de la vida sin dolor es semejante. Es también una fobia: hay que
evitar, en toda circunstancia, el dolor y el sufrimiento, físico y,
particularmente, mental. La era del progreso moderno pretende llevar al
hombre a la tierra prometida de una existencia sin dolor. Y en efecto, la
gente se crea una especie de miedo crónico al dolor. Hablamos ahora del
dolor en el sentido más simple del término, no sólo físico y mental.
También es doloroso practicar escalas horas y horas todos los días, estudiar
una materia poco interesante, pero necesaria para adquirir el conocimiento
que me interesa, quedarme estudiando cuando me gustaría ir a ver a mi
novia, o tan sólo a pasear, o a divertirme con los amigos.
Se trata de pequeñas incomodidades, pero tenemos que estar dispuestos
a aceptarlas con alegría y sin enojo, si queremos aprender a concentrarnos
en lo esencial y corregir lo que esté equivocado en nuestra jerarquía de

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valores. Cuando se trate de un sufrimiento más grave, habrá que decir que la
felicidad es la suerte de sólo unos cuantos, mientras que el padecimiento a
todos toca en suerte. Una de las bases más rmes de la solidaridad está en la
experiencia de compartir el padecimiento propio con el padecimiento de
todos.

4. El miedo al autoritarismo y el ideal del capricho


Otro obstáculo en el camino al ser es el miedo a todo lo que se considere
autoritario, «impuesto» al individuo, que exija disciplina. Este miedo se
entiende conscientemente como deseo de libertad, de total libertad para
decidir. (El concepto de libertad de Sartre ha proporcionado la justi cación
losó ca a este ideal). Entre sus muchas causas, está en primer lugar una
socioeconómica. La economía capitalista se basa en el principio de libertad,
de comprar y vender sin limitaciones ni cortapisas, de obrar sin
restricciones políticas ni morales, excepto las establecidas legalmente, que
tienden en conjunto a prevenir que se perjudique deliberadamente a otros.
Pero, si bien la libertad burguesa tiene en gran parte rafees económicas, no
podríamos entender el carácter apasionado de este deseo de libertad a
menos que tengamos en cuenta que también se arraiga en una gran pasión
existencial: el anhelo de ser uno mismo, no un medio para los nes de otros.
Pero, poco a poco, con la voluntad de proteger la propiedad, este genuino
deseo existencial de libertad fue convirtiéndose en mera ideología.
En las últimas décadas, ha empezado a producirse una evolución
aparentemente paradójica. El autoritarismo ha disminuido en gran medida
en las democracias occidentales, pero con él ha disminuido también la
libertad real del individuo. No ha cambiado el hecho, sino la forma de
dependencia. En el siglo XIX, los que mandaban (reyes, Gobiernos,
sacerdotes, jefes, maestros…) ejercían una autoridad franca, directa. Al
cambiar los métodos de producción, sobre todo al aumentar la importancia
de las máquinas y sustituirse el ideal del trabajo y del ahorro por el ideal del
consumo («felicidad»), la clara obediencia a una persona quedó sustituida
por el sometimiento a la organización, a la cadena de montaje, a las
empresas gigantescas y al Estado, que convence al individuo de que es libre,
de que todo se hace en su interés y de que él, el público, es el amo verdadero.
Sin embargo, precisamente por el gigantesco poder y el tamaño de la

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burocracia estatal, militar e industrial, por la sustitución de jefes personales
por burocracias impersonales, el individuo ha llegado a ser más débil que
nunca, pero no es consciente de su debilidad. Y para protegerse contra esta
conciencia, individual y socialmente perturbadora, se ha edi cado un ideal
de libertad «personal» absoluta, ilimitada.
Una de sus manifestaciones ha sido la implantación de la libertad
sexual. Tanto los jóvenes como, muchos padres de mediana edad, han
tratado de realizar este ideal de libertad rechazando cualesquiera
limitaciones en el ámbito de las relaciones sexuales. Lo que en parte, desde
luego, ha sido muy saludable: después de dos mil años de difamación
religiosa, han dejado de considerarse pecaminosos el deseo sexual y su
satisfacción, con lo que han disminuido los constantes sentimientos de
culpabilidad y, por tanto, la aceptación de la expiación renovando el
sometimiento. Pero, con el debido respeto a la importancia histórica que ha
tenido la «revolución sexual», no hay que desconocer otros «efectos
secundarios» suyos, menos bene ciosos. Se ha tratado de establecer la
libertad del capricho, en vez de la libertad de la voluntad.
¿Qué diferencia hay? Un capricho es un deseo que surge
espontáneamente, sin ninguna conexión estructural con la personalidad
entera ni con sus nes. (Aunque, en los niños pequeños, el capricho es
normal). El mismo deseo, incluso el más pasajero o absurdo, exige que se
cumpla: negarlo o aplazarlo se considera que va en contra de la propia
libertad. Si un hombre se encuentra por casualidad con una mujer, tiene
unas horas libres y está aburrido, quizá se le ocurra la idea de acostarse con
ella. Una vez que ha aparecido esta idea en su pantalla mental, decide obrar
en consecuencia, no necesariamente porque esa mujer lo atraiga demasiado
ni su deseo sexual sea tan intenso, sino por la necesidad compulsiva de
realizar lo que ha imaginado como deseo. O bien, un chico apático y
solitario tiene de repente por la calle la ocurrencia de que sería emocionante
acuchillar a la joven enfermera con la que se cruza…, y la acuchilla hasta
matarla. (Hablo de un suceso ocurrido hace algún tiempo). Y no son pocos
los casos en que se ha obedecido a tales caprichos. Naturalmente, hay
muchísima diferencia entre aquel trato carnal y esta muerte, pero coinciden
en haber respondido a un capricho. Entre estos extremos, abundan los
ejemplos, y cualquiera puede encontrarlos por sí mismo.

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Un criterio general del capricho es el responder al «por qué no» en vez de
al «por qué». El observador minucioso de los comportamientos habrá
descubierto, sin duda, con cuánta frecuencia, al preguntarse a alguien si le
gustaría hacer esto o aquello, empieza a contestar diciendo: «¿Por qué no?».
Este «por qué no» signi ca que se hace algo, simplemente, porque no hay
motivo para no hacerlo, no porque haya motivo para hacerlo: signi ca que
es un capricho, no un acto de la voluntad. En realidad, obedecer al capricho
es consecuencia de una honda pasividad interior, añadida al deseo de evitar
el aburrimiento.
El mayor escenario en que se representa la cción de la libertad personal
es el terreno del consumo. El cliente es el rey del supermercado. Hay
muchas marcas de cada producto rivalizando por su favor. Durante meses
han tratado de seducirlo por televisión y, cuando va a comprar, parece un
hombre poderoso, con entera libertad para elegir entre el detergente A, el
detergente B y el detergente C, todos los cuales solicitan su decisión
favorable, como los políticos su voto antes de las elecciones. El cliente-rey
no sabe que no tiene ninguna in uencia sobre lo que se le ofrece, ni que su
supuesta elección no es tal, porque las distintas marcas son en realidad la
misma, a veces incluso del mismo fabricante.
Podemos establecer una ley psicológica general: cuanto mayores sean la
sensación de debilidad y la falta de voluntad auténtica, tanto más
aumentará el sometimiento, o el deseo obsesivo de satisfacer los caprichos y
defender lo espontáneo.
Resumiendo: la idea principal con que se justi ca la obsesión de lo
caprichoso y espontáneo es la idea del antiautoritarismo. Ciertamente, la
lucha contra el autoritarismo ha sido, y sigue siendo, muy positiva. Pero el
«antiautoritarismo» puede servir, y ha servido, para justi car la
complacencia narcisista, la vida puerilmente sibarita de un placer sin
trabas, con lo que, siguiendo a Marcuse, aun el primado de la sexualidad
genital es autoritario, pues limita la libertad de la sexualidad pregenital, es
decir, de las perversiones anales. Por último, el miedo al autoritarismo sirve
para justi car una especie de locura: el deseo de huir de la realidad. La
realidad impone su ley al hombre, una ley a la que sólo puede escapar en el
sueño, en los estados de trance… o en la locura.

32
III
CAMINOS DE LA CONCIENCIA

1. Querer una sola cosa


La primera condición para alcanzar algo más que la medianía en
cualquier terreno, comprendido el arte de vivir, es querer una sola cosa.
(Véase S. Kierkegaard, 1938: «Pureza de corazón es querer una sola cosa»).
Ello supone haber tomado una decisión, haberse jado un objetivo. Signi ca
que la persona entera se orienta y se dedica a lo que ha decidido; que todas
sus energías se centran en el objetivo escogido.
Cuando las energías se dividen entre varios objetivos, no sólo se dedica
menos a cada uno, sino que también merma el total de energía, por los
constantes choques que se producen entre ellos. Sirva de ejemplo la
neurosis obsesiva. Quien duda de si hacer una cosa o la contraria y
mantiene una actitud contradictoria frente a las personas más importantes
de su vida, puede verse impedido para tomar una decisión y, nalmente,
para actuar de algún modo. En el caso «normal», cuando los objetivos no
son tan ferozmente contradictorios, se pierde menos energía; pero, de todos
modos, disminuye mucho la capacidad de alcanzar un objetivo. En realidad,
no importa cuál sea el objetivo: material o espiritual, moral o inmoral. El
atracador de un banco necesita tanto querer una sola cosa como el cientí co
y el violinista, si es que quieren hacer perfectamente, o por lo menos bien, lo
que están haciendo. La despreocupación lleva a uno a la cárcel, a otro a ser
un profesor improductivo y aburrido y, al tercero, a tocar en una orquesta
de segunda. La cosa es distinta si sólo se pretende categoría de a cionado: el
atracador, probablemente, se meterá en un lío, y el cientí co se sentirá

33
frustrado, mientras que el violinista disfrutará por el mismo valor de su
actividad, suponiendo que no aspire a la perfección.
Es fácil observar cuántas personas se debaten entre objetivos
contradictorios. En parte, es consecuencia de una escisión de la cultura, que
propone dos modelos contrarios de normas: la caridad y el altruismo
cristianos, junto con la indiferencia y el egoísmo burgueses. Mientras que la
mayoría adoptan en la realidad la norma del egoísmo, quedan bastantes que
siguen in uidos por las normas antiguas, pero no lo su ciente para hacerles
llevar una vida distinta.
En la sociedad industrial contemporánea, hay menos oportunidades de
hacer las cosas cabalmente. De hecho, si el obrero de la cadena de montaje,
el o cinista, el barrendero y el estanquero se entregasen concentrados a su
tarea, podrían llegar a volverse locos. Por consiguiente, tratan de
despreocuparse del trabajo todo lo que pueden y se dejan llevar por toda
clase de pensamientos, sueños… o nada. Sigue habiendo unas cuantas
ocupaciones que admiten el perfeccionamiento, como las de cientí co,
médico, artista, secretaria con trabajo interesante, enfermera, conductor de
autobús, editor, piloto y carpintero. Sin embargo, la creciente mecanización
y regularización del trabajo irá reduciendo cada vez más estas posibilidades.
Empezando por ahí, ni siquiera los trabajos manuales y administrativos
necesitan estar tan automatizados y regularizados como ahora. Según
demuestran experimentos recientes, se puede hacer menos monótono el
trabajo y dar cierto juego al interés y a la habilidad retrocediendo en la
super-especialización y modi cando los métodos de producción de manera
que el obrero decida sobre el procedimiento y deje de verse reducido a
repetir uno o dos movimientos mecánicos. No obstante, el interés y el afán
de perfección siempre estarán limitados en todo tipo de producción
industrial en serie.
La cosa es muy distinta si no nos referimos al aspecto técnico del trabajo,
sino a su aspecto social; todo esto resulta más obvio hoy en día, cuando casi
siempre se trata de trabajo en equipo, desde la fábrica de automóviles hasta
el instituto de investigación. Todos nos encontramos en una red de
relaciones interpersonales y formamos parte de ella. La situación social en
la que yo vivo forma parte de mi vida, me in uye a mí tanto como yo la
in uyo. Si los obreros y los administrativos de una empresa industrial, o los
enfermeros y empleados del hospital, participasen en la dirección de la

34
institución en el momento en que dejan de ser «empleados»; si pudiesen
constituir una comunidad con todos los que trabajan en la misma
institución, se encontrarían en las manos con una tarea que podría dar
juego al perfeccionamiento: la e cacia de la organización y la calidad de las
relaciones humanas. En la productiva labor de perfeccionar el grupo, cada
uno labra también su vida productivamente (véase E. Fromm, 1955a, GA IV,
págs. 330-364).
Aparte de esta posibilidad que ofrece el puesto de trabajo como
organización social, la óptima organización de la sociedad en su conjunto
podría permitir a todos contribuir cabalmente a ella. Lo cual exigiría que la
sociedad y su forma política, el Estado, dejasen de ser poderes situados por
encima y en contra del ciudadano para hacerse obra suya. En la presente
fase de enajenación, es imposible; en una sociedad humanizada, ésta misma
sería objeto de la labor más importante del hombre, aparte de la dedicada a
su propia vida.
… Y ambas tienen el mismo objetivo.

2. Estar despierto
Entre los que buscan nuevos caminos, se habla hoy mucho de alteración
y ampliación del estado de conciencia, por lo que suele entenderse algo así
como ver el mundo bajo una luz nueva, particularmente en sentido físico,
con formas extrañas y colores más intensos. Para alcanzar este estado de
conciencia alterada, se recomiendan varios medios, sobre todo las drogas
psicotrópicas de diversa intensidad y los estados autoinducidos de trance.
Nadie negará que puedan producirse tales estados de conciencia alterada,
pero pocos de sus entusiastas parecen preguntarse por qué habrá de querer
alguien alterar su conciencia, cuando en su ser normal ni siquiera ha
alcanzado el estado de una conciencia normalmente desarrollada. En
realidad, los que están tan ansiosos de alcanzar estados de conciencia
alterada no tienen, en su mayoría, un estado de conciencia más desarrollada
que aquellos de sus semejantes que se conforman con beber café y licores y
fumar cigarrillos. Sus aventuras de ampliación de conciencia son escapadas
de una conciencia reducida y regresan del «viaje» sin haber cambiado nada,
siendo, como antes, lo que sus semejantes han sido todo el tiempo: gente
semidespierta.

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Habrá que explicar un poco este término, «semidespierto», sobre todo
porque lo empleo para designar el estado mental corriente de la mayoría.
Creemos pisar terreno rme al distinguir entre estar dormido y estar
despierto, y hasta cierto punto así es. Hay precisas diferencias siológicas,
es decir, químicas y eléctricas, entre ambos estados. Desde un punto de vista
psicobiológico, la diferencia puede describirse así: en estado de vigilia, la
totalidad de la persona cumple la función de procurarse alimento y morada,
satisfacer otras necesidades vitales y protegerse frente a ciertos peligros,
principalmente luchando, huyendo o negociando un compromiso que eluda
estas dos duras alternativas. En estado de sueño, el hombre se libra de tener
que esforzarse por la supervivencia, no tiene que trabajar, y únicamente
señales de excepción, como un ruido inhabitual, pueden despertarlo para
que se de enda. Está «vuelto hacia dentro» y es capaz de enviarse mensajes
a sí mismo, creando, dirigiendo y representando dramas, en los que
mani esta sus deseos, sus temores y su más profunda penetración de sí
mismo y de los demás, al no estar intoxicado por las voces de la razón
vulgar y los engaños que lo invaden cuando está despierta (Véase mi
detallado análisis en E. Fromm, 1951a, GA IX, págs. 187-190).
La verdad es que, paradójicamente, estamos más despiertos cuando
dormimos que cuando no dormimos. Los sueños que tenemos durmiendo
dan prueba, a menudo, de nuestra actividad creadora, mientras que el soñar
despiertos mani esta pereza mental. Ahora bien, ni el sueño ni la vigilia son
estados simples, sino que se dividen en categorías: sueño de ligero a
profundo, estados en que soñamos (reconocibles desde fuera porque los ojos
se mueven, lo que en terminología especializada se llama sueño REM) y
estados en que no soñamos. Se sabe también que hay diferencias precisas
dentro del estado de vigilia, y se han estudiado analizando los distintos
tipos de ondas eléctricas emitidas por el cerebro. El conocimiento cientí co
en este terreno es todavía rudimentario, pero la propia observación nos
proporcionará unos datos que no podemos obtener de manera más exacta.
Todo el mundo conoce la diferencia entre el estado de vigilancia,
claridad y agudeza mental, y el estado de torpeza, pesadez o desatención.
También es de experiencia común que estos dos estados pueden sucederse
con mucha rapidez, de modo que podemos descartar la explicación
corriente de no haber dormido bastante o de estar cansado. Interesa

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observar qué es lo que hace pasar del estado de «cansancio» al de intensa
agudeza.
El ejemplo más obvio es la in uencia de las personas. El mismo que en la
o cina hace bien, pero con indiferencia, su trabajo rutinario, sólo con la
mínima concentración necesaria, y al dejar la o cina va a reunirse con la
mujer de la que está enamorado, de repente es otro hombre: agudo,
ingenioso, atractivo, lleno de vida y energía; podríamos decir que estaba
semidormido y se ha despertado por completo. O, en el caso contrario, un
hombre casado, inmerso en un trabajo interesante, puede estar bien
despierto y atento, mientras que, al volver a casa, cambia del todo: está
aburrido y soñoliento, quiere ver la televisión y bebe una copa esperando
que lo anime; si no lo anima, sigue una charla incoherente con la mujer, más
televisión y un suspiro de alivio cuando, por n, termina el día, coronado a
veces por un poco de sexualidad fatigada. Esto, naturalmente, sólo ocurre
en los «matrimonios cansados», de personas que hace tiempo dejaron de
amarse, si es que alguna vez se amaron.
Hay otros motivos que estimulan la agudeza: el peligro, o la oportunidad
de ganar, o destruir, o conquistar, o satisfacer cualquier pasión estimulante.
Podríamos decir justi cadamente: «Dime qué te despierta y te diré quién
eres».
Sería erróneo creer que la cualidad de estar plenamente despierto es
independiente de los estímulos: el hombre plenamente despierto por la
conciencia de un peligro estará alerta, sobre todo, a lo que tenga que ver con
tal peligro; el hombre reavivado por la probabilidad de ganar en el juego
puede ser totalmente indiferente a los sentimientos de su mujer respecto a
esa obsesión. Hablando en general, nos despertamos en la forma y hasta el
punto en que lo exigen una tarea vitalmente necesaria (como el trabajo y la
defensa de los propios intereses) o un n pasional (como la pasión por el
dinero). Vemos que se trata de una vigilia parcial, por decirlo así, utilitaria.
Hay otro estado diferente, de vigilia total, en el que no sólo atendemos a
lo que debemos atender para sobrevivir o satisfacer pasiones, sino que
somos conscientes de nosotros mismos y del mundo (personas y
naturaleza) que nos rodea. Vemos, no oscura, sino claramente, la super cie
y sus raíces. El mundo se nos hace plenamente real en cada uno de sus
detalles, y la con guración y estructura de todos ellos se convierte en una

37
unidad comprensible. Sentimos como si se hubiera descorrido un velo que
antes nos cubría los ojos sin darnos cuenta.
He aquí un ejemplo de despertar, bien conocido por todos: hemos visto
muchas veces la cara de una persona. Puede ser un pariente, un amigo, un
conocido o un compañero de trabajo. Un día, y por motivos que a menudo
no sabemos, de repente le vemos la cara de una manera enteramente nueva.
Es como si hubiese tomado una nueva dimensión, como si la viésemos por
primera vez, con extraordinaria claridad, en su real peculiaridad. Vemos en
ella el hombre, no sus «problemas» ni su pasado: nada que nos haga pensar
con la razón, sino que lo vemos a él, «tal como es». Sea malo o amable, fuerte
o débil, brutal o delicado, o una mezcla de todo ello, de repente lo
«conocemos», su cara se nos queda grabada y ya no podemos imaginarlo de
la manera benevolente, difuminada y distante en que antes se nos
presentaba.
Esta expresividad, naturalmente, no tiene por qué proceder de la cara.
Para muchas personas, tienen la misma importancia, o más, las manos, la
gura, los gestos o los movimientos.
O bien dos personas se miran y se conocen mutuamente. Se ven una a la
otra en su singularidad, tal como son, sin velos ni barreras: se ven en estado
de intensa agudeza. En este proceso de conocimiento directo, sin trabas, no
piensan una en la otra, no se plantean cuestiones psicológicas, no se
preguntan por qué ha llegado el otro a ser como es, ni cómo evolucionará, ni
si es bueno o malo: simplemente se conocen. Después quizá piensen el uno
en el otro, quizás analicen, estimen y aclaren, pero si pensasen mientras se
conocen, se vería afectado el conocimiento.

3. Hacerse consciente

¿Qué signi ca hacerse consciente?

Las palabras «conciencia», «conocimiento» y «saber» suelen tomarse


como sinónimos, aunque tienen grandes diferencias de signi cado. […]
«Conciencia» signi ca un saber profundo, total y participativo, por el que
descubrimos, «reconocemos» o «nos damos cuenta» de algo inesperado o
que no era patente. En otras palabras: «hacerse consciente» signi ca
«enterarse» (integrarse, completarse) en estado de atención concentrada.

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Veamos ahora distintas aplicaciones. La conciencia puede referirse al
propio cuerpo o al propio estado psíquico, es decir, a los sentimientos y
estados de ánimo.
Un ejemplo sencillo de conciencia física es el atender a la propia
respiración. Naturalmente, «sabemos» que respiramos, pero éste es un
conocimiento intelectual que puede demostrarse observando el hecho de la
respiración, del inspirar y espirar, o el movimiento del abdomen. Pues bien,
este conocimiento de que respiramos es algo muy diferente a la conciencia
de respirar. Cualquiera puede darse cuenta de esta diferencia haciendo un
experimento sencillo: siéntese en postura de descanso, ni laxa ni rígida;
cierre los ojos y trate de no pensar en nada, sino únicamente de sentir la
respiración. No es tan fácil como parece, porque lo invadirán muchos
pensamientos y acabará dándose cuenta, sobre todo al principio, de que,
pasados unos segundos, ha dejado de atender a su respiración y ha
empezado a pensar en muchas cosas, a menudo incoherentes. En la medida
en que logre concentrarse en su respiración, se hará consciente de ella. Sin
tratar de forzarla ni de regularla, sin ninguna nalidad ni objetivo en
absoluto, se entrega al acto de respirar. Y descubrirá que esta conciencia de
respirar es algo muy distinto a pensar en la respiración. En realidad, una
cosa excluye la otra. En cuanto piense en mi respiración, no podré atender al
acto de respirar.
Otro ejemplo que cualquiera puede probar fácilmente lo he extraído del
método de «conciencia sensorial» de Charlotte Selver (véase C. V. W. Brooks,
1974): se adopta también la postura de descanso y se cierran los ojos,
haciendo descansar las manos sobre los muslos (es la postura que vemos en
las estatuas de los faraones sedentes). Decidimos levantar un brazo hasta
formar un ángulo de 45 grados. Haciéndolo normalmente, con los ojos
abiertos, nuestro sistema nervioso transmite una señal a los músculos
correspondientes y el brazo se levanta. Lo hacemos enseguida, para ver el
efecto. La orden se cumple y podemos dar otra, la de bajarlo a su posición
anterior. ¿Hemos sentido el movimiento del brazo? Apenas: el brazo ha sido
un instrumento, casi como un brazo arti cial que hubiésemos elevado
pulsando un botón. Lo que cuenta es el efecto, no el hecho. Si, en contra de
lo corriente, hemos de concentrarnos en el movimiento, debemos tratar de
olvidar la nalidad y mover el brazo con tal lentitud que empecemos
sintiendo cómo se mueve, desde el ligero levantar la palma de la mano de la

39
posición de descanso, hasta el momento en que se encuentra «en el aire», y
después, cada vez más lejos, hasta que ha llegado más o menos a la altura
pretendida, para bajarlo seguidamente otra vez a la posición de pleno
descanso. Quien haga este pequeño ejercicio notará que siente el brazo en
movimiento, no que es testigo del movimiento. Reconocerá también que, al
estar tan concentrado en la conciencia del movimiento, no piensa en él.
Puede pensar en él antes o después, pero no cuando trata de hacerse
consciente.
El mismo principio rige en el «arte del movimiento» que enseña Katya
Delakowa y en el T’ai Chi Ch’uan, una antigua serie china de movimientos,
ejercicio éste particularmente recomendable, porque combina elementos de
«conciencia sensorial» con un estado de meditación concentrada. (Yo
mismo debo a Charlotte Selver haberme introducido durante los años
cuarenta a la «conciencia sensorial» y, a Katya Delakowa, enseñarme desde
hace diez años el «arte del movimiento» y, sobre todo, el T’ai Chi Ch’uan).
La conciencia de nuestros sentimientos y estados de ánimo también se
contrapone al pensamiento. Si yo soy consciente de sentir alegría, amor,
tristeza, temor u odio, esto signi ca que yo siento y que el sentimiento no
está reprimido: no signi ca que yo piense en mi sentimiento. […]

Hasta ahora hemos hablado de la conciencia de lo que no está oculto.


Hay otro tipo de conciencia, el llegar a conocer lo que estaba oculto, es decir,
adquirir conciencia de lo inconsciente (reprimido), o hacer consciente lo
reprimido: hacer, porque, en general, se requiere un esfuerzo activo para que
algo inconsciente llegue a ser consciente. La podríamos llamar conciencia
reveladora, descubridora.
Fueron Marx y Freud quienes, habiendo comenzado la última fase de la
sociedad industrial, crearon las teorías reveladoras, críticas, más
importantes. (Aunque el budismo, en coincidencia que me ha señalado
Zbynek FiSer: 1968, fue también una doctrina que movilizó la actividad de
millones de personas, como la de Marx en el siglo XIX). Marx mostró los
con ictos y las fuerzas motrices de la evolución social. Freud atendió al
descubrimiento crítico de los con ictos íntimos. Ambos aspiraban a la
liberación del hombre, si bien la teoría de Marx es más general y menos
temporal que la de Freud. Pero ambas teorías sufrieron el mismo destino:
perdieron pronto su cualidad más importante, la de pensamiento crítico y,

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por tanto, liberador, cuando la mayoría de sus «fíeles» partidarios las
convirtieron en ideologías, como convirtieron en ídolos a sus creadores.
El hecho de considerar que las críticas de Freud y Marx expresan la
misma idea en dos dimensiones distintas se basa en una observación
fundamental: la conciencia no sólo atañe al descubrimiento de los
con ictos íntimos, sino también a los con ictos de la vida social que las
ideologías (las justi caciones sociales) niegan y ajustan. Como el individuo
forma parte de la sociedad y no puede entenderse fuera del tejido social, los
engaños sobre esta realidad social afectan a su claridad mental,
impidiéndole también liberarse de los engaños sobre sí mismo. La visión,
del mismo modo que la ceguera, es indivisible. La capacidad crítica de la
mente humana es una. Creer que podemos ver nuestra intimidad siendo
ciegos para el mundo exterior es como decir que la luz de una vela ilumina
solo por un lado, no por todos. Esta luz es la capacidad racional de
pensamiento crítico, penetrante, descubridor.
Hemos de preguntarnos dos cosas: si la conciencia puede, y cómo, ser
liberadora; y además, si esta liberación es siempre conveniente.
No hay duda de que puede ser liberadora. Hay en la historia muchos
ejemplos de que el hombre es capaz de liberarse de las cadenas del engaño,
penetrando las raíces y las causas de los fenómenos. No me re ero sólo a los
«grandes hombres», sino también a las muchas personas corrientes que, a
veces por motivos desconocidos, rasgan el velo que les cubría los ojos y
empiezan a ver. Después diremos más sobre esto, cuando hablemos del
psicoanálisis.
La causa de su poder liberador puede residir en un aspecto: la rmeza
que tenga la posición del hombre en el mundo dependerá de si es su ciente
su percepción de la realidad. Cuanto menos lo sea, tanto más desorientado
estará, más inseguro y, en consecuencia, más necesitado de ídolos ante los
cuales inclinarse buscando seguridad. Cuanto mayor sea su percepción de la
realidad, más independiente y libre será y en mayor medida podrá
encontrar dentro de sí mismo su propio equilibrio. El hombre es como
Anteo, que se cargaba de energía tocando la madre tierra, de modo que su
enemigo sólo pudo matarlo manteniéndolo levantado en el aire el tiempo
su ciente.
La pregunta de si es conveniente que alguien se libre de su ceguera es
más difícil de contestar. Suponiendo que la comprensión de los con ictos

41
ocultos lleve a una solución positiva y, por tanto, a un aumento del
bienestar, habrá pocas objeciones. Es lo que Marx esperaba si la clase obrera
se hacía consciente de su situación. Si la clase obrera se desengañase, podría
edi car una sociedad que no necesitaría del engaño (y podía lograrse,
porque las condiciones históricas estaban maduras). Freud creía que la
comprensión de los con ictos ocultos entre las fuerzas conscientes e
inconscientes tendría como consecuencia la curación de la neurosis.
Pero, ¿y si el con icto no puede resolverse? ¿No saldrá mejor parado el
hombre viviendo engañado, si una dolorosa verdad no le ayuda a liberarse
en la realidad? Si, como Marx y Freud creían, las enseñanzas religiosas eran
un engaño, ¿no eran un engaño necesario, si es que el hombre había de
poder sobrevivir? ¿Qué le habría sucedido, de haberse desengañado, para no
sentir sino desesperación, sin ver posibilidad alguna de un orden social más
humano, ni de un mayor bienestar personal? O bien, si un sádico obsesivo
pudiese reconocer las causas de su padecimiento, pero, por ciertos motivos
posibles, supiera también que no puede cambiar: ¿no le convendrá más
seguir ciego, creyendo sus propias justi caciones?
¿Quién se atrevería a contestar? A primera vista, el hecho de no querer
hacer sufrir innecesariamente a nadie parece razón su ciente para no
querer desengañarlo. Lo dudo, sin embargo. ¿No es lo mismo que si debe
decirse o no la verdad a un paciente sobre su enfermedad mortal? ¿No le
arrebataríamos la última oportunidad de afrontar su vida, de reunir todas
las fuerzas internas que no hubiese movilizado todavía y de elevarse del
miedo a la serenidad y a la fortaleza de ánimo? Siempre se ha discutido
mucho sobre esto. A mí me parece que los más interesados se negarán a
escoger por principio una u otra solución: dirán que depende de la
personalidad del moribundo y que no se puede juzgar antes de apreciar su
actual y potencial fortaleza de ánimo, ni de conocer su deseo más hondo, a
menudo tácito. Pero me parecería inhumano querer imponerle la verdad, en
la rígida convicción dé que es forzosamente «lo mejor para él».
En cuanto a los con ictos y al engaño en general, creo justo un
razonamiento parecido. Primero: en parte, esta pregunta es puramente
abstracta y, por consiguiente, equivocada. La mayoría de las personas y de
las clases sociales no pueden soportar un desengaño sin solución positiva.
Simplemente, no escucharán, no comprenderán, y seguro que no estarán de
acuerdo con el desengaño, aunque el crítico hable como un ángel. Por lo

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abundantes, no hará falta citar ejemplos de lo fuerte que es la resistencia en
la vida social e individual. Pero, ¿y los que no oponen una resistencia tan
fuerte? ¿Seguro que les convendrá mantenerse en el engaño?
Para contestar a esta pregunta, debemos recordar que el llegar a conocer
la verdad tiene un efecto liberador: libera energía y despeja la mente. Como
consecuencia, independiza, ayuda a encontrar el propio equilibrio dentro de
sí mismo y vivi ca. Podrá darse uno cuenta de que no puede cambiar las
cosas, pero habrá conseguido vivir y morir como un hombre, no como un
borrego. Si evitar el dolor y gozar de las mayores comodidades fuesen los
valores supremos, el engaño, en efecto, sería preferible a la verdad.
Considerando, en cambio, que todo hombre, en cualquier momento
histórico, nace con un potencial de realización plena; y además, que, con su
muerte, habrá perdido la última oportunidad que tenía, queda mucho que
hablar, en efecto, sobre el valor del desengaño para alcanzar un grado
óptimo de realización personal. Cuantos más individuos lleguen a quitarse
el velo de los ojos, tantas más probabilidades habrá de que produzcan
cambios, sociales e individuales, en la primera oportunidad que tengan, en
vez de esperar, como ocurre con frecuencia, a que haya pasado la ocasión del
cambio, por habérseles atro ado la mente, el valor y la voluntad.
De todo esto se concluye que la preparación más importante para el arte
del ser es cualquier cosa que nos haga adquirir y aumentar la capacidad de
conciencia superior, así como la capacidad de pensamiento crítico,
dubitativo. Y no es cuestión, sobre todo, de inteligencia, edad o instrucción:
es cuestión de carácter, más concretamente de lo independiente que se haya
llegado a ser de las autoridades irracionales y de los ídolos de toda especie.
¿Cómo puede lograrse esta independencia personal? Ahora una cosa
podemos decir: haciéndonos cargo de lo importante que es el hecho de no
someterse (hablo de la rebeldía interior, no necesariamente de la
desobediencia fanática y provocativa), nos haremos sensibles a los menores
signos de sujeción, caeremos en la cuenta de su falsa justi cación,
mostraremos valor y descubriremos que, una vez reconocidos el problema y
su importancia, podemos encontrar muchas soluciones por nosotros
mismos. Ocurre igual que en lo demás: no vemos soluciones a los problemas
hasta que se hacen candentes y llegan a ser cuestión de vida o muerte. Si no
hay ningún interés candente, la razón y la crítica se hallan poco activas,
parece faltarnos la capacidad de observación.

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Otra actitud conveniente es la de profunda descon anza. Como la mayor
parte de lo que oímos es, o liso y llano embuste, o verdad a medias, o
tergiversación de la verdad; como casi todo lo que leemos en el periódico son
interpretaciones falseadas que se nos sirven con apariencia de realidades, lo
mejor, sin duda de ninguna especie, es empezar por ser radicalmente
escépticos, suponiendo que casi todo lo que vayamos a saber será mentira o
falsedad. Si suena demasiado torvo o cínico, añadiré que no se tome al pie
de la letra: quiero decir, es más provechoso suponer esto que lo contrario, o
sea, creer que la gente dice la verdad hasta que no se demuestre lo contrario.
Quizá suene menos misantrópica esta recomendación aclarando que hablo
de la veracidad de las a rmaciones, no de la veracidad de las personas.
Podría resultar más fácil, aunque también más insoportable, poder decir
que la mayoría son mentirosos; pero en realidad la mayoría de quienes
hacen a rmaciones falsas o dicen medias verdades, creen sinceramente
decir la verdad o, al menos, se van convenciendo mientras hablan.
Más adelante, en el capitulo sobre el psicoanálisis y el autoanálisis,
trataré de ejercicios útiles para hacerse uno consciente de sí mismo. Pero
antes quiero hablar de otros medios para aprender el arte de vivir.

4. Concentrarse
La capacidad de concentración ha llegado a ser un bien escaso en la vida
del hombre cibernético. Verdaderamente, parece hacerlo todo por evitar
concentrarse. Le gusta hacer varias cosas a la vez, como oír música, leer,
comer y charlar con los amigos. Hace poco, una historieta resumía bien esta
tendencia: un hombre había instalado un televisor en la pared de la cama,
¡para poder ver la televisión durante el coito!
Verdaderamente, la televisión es una buena escuela de
desconcentración. Al interrumpir los programas con anuncios, condiciona
a los espectadores a no concentrarse. Los hábitos de lectura muestran la
misma tendencia, reforzada aún más por la moda de publicar «antologías».
Se nos ofrecen fragmentos de la idea de un autor como sucedáneo de la
lectura de su libro, de modo que no tenemos que concentramos para poder
entender una complicada concatenación de ideas, porque nos dan el
tuétano bien masticadito. Muchos estudiantes tienen la costumbre de no
leer nunca un libro entero, aunque no gure en resúmenes ni antologías. La

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introducción, la conclusión, unas cuantas páginas que haya señalado el
profesor…, y ya «se sabe» el pensamiento del autor, al menos
super cialmente, y sin necesidad de concentrarse.
Cualquiera que se je en las conversaciones corrientes observará cuán
poca concentración hay en el tema y en el interlocutor. Cuando uno está
solo, también evita concentrarse en nada: coge un periódico enseguida, o
una revista, lectura fácil que no exige demasiada atención.
La concentración ha llegado a ser un fenómeno tan raro porque nadie
dirige ya su voluntad hacia una cosa en concreto; nada es digno de que nos
concentremos en ello, porque no hay ningún objetivo que persigamos
apasionadamente. Pero hay más: tenemos miedo a concentrarnos porque
tenemos miedo a perdemos si nos dejamos absorber demasiado por una
persona, una idea o un hecho. Cuanto más débil sea el yo, más miedo tendrá
a perderse en el no-yo en el acto de la concentración. Por último, la
concentración requiere actividad interior, no agitación, y esta actividad es
infrecuente hoy, cuando la agitación es la clave del éxito.
Hay otro motivo por el que tenemos miedo a concentrarnos: creemos
que la concentración es una actividad demasiado intensa, que nos cansará
enseguida. La verdad es lo contrario, como cualquiera puede observar en sí
mismo. La falta de concentración cansa, mientras que la concentración
despierta. Y no hay misterio: la actividad desconcentrada no moviliza
energías, porque exige pocas. Lo que nos despierta y nos hace sentirnos
vivos es esta movilización de energías, físicas y mentales.
En de nitiva, la di cultad de concentración procede de la misma
estructura del sistema contemporáneo de producción y consumo. Si el
trabajo de un hombre consiste en servir a una máquina, o en actuar como si
formara parte de una máquina no inventada todavía, tendrá pocas
oportunidades de concentrarse. El trabajo es demasiado monótono como
para admitir una concentración genuina. Y el mercado ofrece todas las
diversiones posibles, tal variedad que ni podemos concentrarnos en nada ni
falta que nos hace. ¿Adónde iría a parar la industria si la gente empezase a
concentrarse en unas cuantas cosas, en vez de cansarse enseguida de todas
y de correr a comprar otras nuevas, que sólo interesan por ser nuevas?

¿Cómo puede aprender uno a concentrarse? La respuesta tiene que ser o


muy corta o muy larga. Por razones de espacio, habrá de ser corta. Como

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primer ejercicio, sugiero que se practique la tranquilidad. Lo cual puede
signi car, en concreto, sentarse tranquilo durante unos diez minutos, por
ejemplo, sin hacer nada ni, en lo posible, pensar en nada, pero atendiendo a
lo que ocurre dentro de nosotros. Quien crea que es fácil no lo ha intentado
nunca. Quien lo intente verá enseguida que es bastante difícil. Notará que
está inquieto, que mueve las manos, las piernas y el cuerpo. Y lo notará más
aún si prueba la clásica postura sedente de las estatuas e imágenes
faraónicas: las piernas sin cruzar, con los pies delante, bien plantados en el
suelo; los brazos, apoyados en los del sillón o en los muslos; la postura, no
rígida, como nos enseñaba el antiguo estilo militar, ni encorvados ni
apoltronados. Es otra cosa: el cuerpo se encuentra en una postura armónica,
se siente vivo y activamente cómodo. Cuando hemos aprendido este modo
de sentarnos, nos encontramos incómodos en los sillones acolchados y
preferimos las sillas rectas.
Éste es sólo un primer ejercicio para aprender a concentrarse. Debería
extenderse de diez a quince o veinte minutos, practicándolo regularmente
todos los días por la mañana. Es muy recomendable hacerlo también de
noche durante cinco o diez minutos por lo menos y, de ser posible, una vez
más durante el día. Cuando se haya conseguido cierto grado de tranquilidad
—puede durar de uno a tres meses—, será conveniente añadir ejercicios de
concentración directa durante el ya descrito o después, práctica que puede
hacerse de muchas maneras. Una puede ser observar una moneda
concentrándonos completamente en todos sus detalles, hasta el momento
en que la veamos perfectamente con los ojos cerrados. También podemos
concentrarnos en cualquier otro objeto, como un jarro, un reloj, un teléfono,
una or, una hoja o una piedra, e incluso en una palabra.
Durante meses, nos pasarán por la cabeza otros muchos pensamientos,
que perturbarán la concentración. En esto, como en cualquier otra cosa, la
fuerza no hace ningún bien. No sirve de nada tratar de rechazar
violentamente los pensamientos tangenciales, enfrentándonos a ellos como
si fuesen enemigos, para sentirnos derrotados en caso de no haber ganado
la batalla. Tenemos que tratarlos cortésmente, lo cual quiere decir que
debemos tener paciencia con nosotros mismos. (La impaciencia suele ser
efecto de la intención de imponerse). Lenta, muy lentamente, irá
disminuyendo la frecuencia de los pensamientos intrusos y tendremos más
capacidad de concentración.

46
Otro obstáculo aún peor es que nos invada el sueño. A menudo, se
encontrará uno dando cabezadas. También habrá que soportarlo. Se puede
volver a probar inmediatamente, o respirar hondo unas cuantas veces, y si
persiste la somnolencia podemos dejarlo, para volver a intentarlo en otro
momento. Aprender a concentrarse resulta tan difícil con estos obstáculos
porque muchos, si no la mayoría, se desaniman al poco rato. O se echan en
cara a sí mismos su incapacidad, o justi can su fracaso a rmando que el
método es una bobada. En éste, como en cualquier aprendizaje, es
importantísima la capacidad de soportar el fracaso.
La fabricación mecánica de productos que escupen las máquinas, no
conoce el fracaso, pero tampoco la perfección. Este modo de producción nos
ha inducido al curioso engaño de que el camino que conduce a la perfección
es recto y placentero: de que el violín no suelta chirridos, que el estudio de
una doctrina losó ca no puede dejarnos perdidos y desconcertados, que
podemos preparar un plato insuperable por haber leído una sola vez la
receta… Tener en cuenta que el camino que conduce a la concentración,
como a cualquier otra meta, acarrea forzosamente fracasos y decepciones es
lo único que puede evitarnos el desaliento.
Al mismo tiempo que estos sencillos ejercicios, o después, se practicará
la concentración en ideas y sentimientos. Por ejemplo, leamos un libro de
tema interesante, escrito por un autor que tenga algo importante que decir,
y observemos cómo lo leemos: si, pasada una hora, estamos inquietos; si
tratamos de saltar páginas; si volvemos a leer una página por no haberla
entendido bien la primera vez; si pensamos en la argumentación del autor;
si le damos respuestas propias o nos formamos ideas nuevas; si tratamos de
comprender lo que el autor quiere decir en realidad, en vez de empeñarnos
en criticar esto o aquello para refutarlo; si queremos aprender algo nuevo, o
ver con rmadas nuestras ideas, directa o indirectamente, por los errores de
las contrarias…
Estos detalles nos servirán para averiguar si nuestra lectura es
concentrada. Si no lo es, habremos de practicar la concentración estudiando
qué es lo esencial del pensamiento de cada autor, aun a costa de leer menos
libros.
La concentración en otra persona no es muy diferente a la concentración
en ideas. Debo dejar a la propia comprobación y experiencia del lector el
hecho de que la mayoría de nuestras relaciones personales adolecen de una

47
falta total de concentración. Solemos ser muy malos conocedores de las
personas porque no vamos más allá de captar la personalidad super cial del
otro, esto es, lo que dice, cómo se comporta, qué posición tiene, cómo va
vestido: en resumen, observamos el personaje, la máscara que nos muestra;
no la penetramos ni se la quitamos para ver qué persona hay detrás. Sólo
podemos verla concentrándonos en ella. Ahora bien, parece que tengamos
miedo de conocer bien a alguien, incluidos nosotros mismos. La
personalidad constituye un obstáculo para el buen funcionamiento de
nuestra sociedad cibernética, porque la observación concentrada de una
persona nos obliga a responder, o con simpatía y cuidado, o con horror. En
cambio, lo que queremos es mantener la distancia, queremos saber uno de
otro justo lo necesario para convivir, cooperar y sentimos seguros. Por
tanto, el conocimiento de lo super cial es conveniente, mientras que el
conocimiento obtenido por concentración es perturbador.
Otras buenas formas de concentrarse son practicar deportes como el
tenis y el montañismo, o juegos como el ajedrez; tocar un instrumento
musical, pintar o esculpir. Todas estas actividades pueden hacerse con
concentración o sin ella. Casi siempre se hacen sin concentración, por lo que
no sirven para aprenderla. Cuando se hacen con concentración, su efecto
mental es del todo diferente. Pero, aun sin hacer ninguna de estas cosas,
podemos vivir concentrados continuamente. Como veremos después, el
concepto budista de atención signi ca un modo de ser por el que uno se
concentra enteramente en lo que hace en todo momento, esté plantando
una semilla, limpiando una habitación o comiendo. Según decía un maestro
de zen: «Si estoy durmiendo, duermo; si estoy comiendo, como».

5. Meditar
De la práctica de la concentración, hay un camino que nos lleva
directamente a uno de los preparativos fundamentales para aprender el arte
de ser: meditar.
En principio, debemos distinguir dos clases de meditación: tenemos, en
primer lugar, los estados ligeros de trance autoinducido empleando
métodos de autosugestión, que pueden producir relajación mental y física,
haciendo que el ejercitante se sienta descansado, reanimado y con más
energía. Un ejemplo de estos métodos es el «entrenamiento autógeno» de I.

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H. Schultz, practicado por miles de personas, en general con buen resultado.
(Mi esposa y yo lo estudiamos con el profesor Schultz, pero sin demasiado
éxito, por nuestra resistencia interna a su carácter autosugestivo). El mismo
Schultz no aseguró nunca que su método sirviese para otra cosa que para la
relajación mental. Pero, como lo debe practicar uno mismo, no es del todo
pasivo y no hace depender del profesor.
En contraposición a las formas autosugestivas de meditación están
aquellas cuya nalidad es alcanzar un grado superior de falta de apego,
codicia y engaño; en suma, que sirven para alcanzar un plano más elevado
del ser. En la meditación budista he encontrado una forma sencilla, no
engañosa y no sugestiva de meditación, que tiene el n de acercamos a la
meta budista: la suspensión de la codicia, el odio y la ignorancia.
Afortunadamente, disponemos de una excelente descripción de la
meditación budista realizada por Nyanaponika Mahathera (1970 y 1973),
que recomiendo a todos los seriamente interesados en aprender este
método.
Según este libro, el n de la meditación budista es la máxima conciencia
de nuestros procesos físicos y mentales. El autor dice que el cultivo
ordenado de la recta atención, según lo enseña el Buda en su discurso sobre
el Satipatthana (atención: véase M. C. Lazetto, 1974, capítulos 2-5), sigue
siendo el método más sencillo y directo, el más completo y e caz, de
adiestramiento y desarrollo de la mente para sus tareas y problemas
cotidianos, así como para su n más elevado: la propia y de nitiva
liberación espiritual de la codicia, el odio y el engaño.
Las enseñanzas del Buda ofrecen gran variedad de métodos de
adiestramiento mental y temas de meditación adecuados a las diversas
necesidades, temperamentos y capacidades individuales. Pero, en
de nitiva, todos estos métodos convergen en la «vía de la atención», que el
mismo maestro llamaba la «vía única» o «vía directa» (ekayano maggo). Por
tanto, la vía de la atención puede llamarse justamente el «corazón de la
meditación budista», o incluso el «corazón de toda la doctrina» (dhamma-
hadaya). Este gran corazón es, en efecto, el centro de todos los ujos
sanguíneos que corren por todo el cuerpo de la doctrina (dharma-kaya).
«Esta antigua vía de la atención es tan practicable hoy como hace dos mil
quinientos años; es tan aplicable en los países de Occidente como en los de

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Oriente; en medio del tráfago mundano, como en la paz de la celda
monacal». (Nyanaponika Mahathera, 1970, págs. 11 y sigs.; y 1973, pág. 7.)
«La recta atención es, de hecho, la base indispensable de la recta vida y
del recto pensamiento… para cualquier lugar, tiempo y persona. Tiene una
misión vital para todos: no sólo para el discípulo con rmado del Buda y su
doctrina, sino para todos los que procuran gobernar esa mente tan difícil de
dirigir, y para los que sinceramente quieren desarrollar sus aptitudes
latentes para una mayor rmeza y felicidad.» (1970, pág. 11; y 1973, pág. 7
y sig.) La atención no sólo se practica en los ejercicios diarios de meditación,
en que se trata sobre todo de la conciencia de la respiración, sino que
también se aplica a cada momento de la vida cotidiana. Signi ca no hacer
nada distraídamente, sino con plena concentración en lo que se hace, sea
andar, comer, pensar o mirar, de modo que la vida quede completamente
iluminada por la plena conciencia. «La atención abarca al hombre entero y
todo su campo de experiencia.» (1970, pág. 57.) Se extiende a todas las
esferas del ser: tanto al propio estado de ánimo, como a aquello que lo
ocupa. Toda experiencia, si se observa con atención, es clara, distinta y real,
no automática, mecánica y difusa. Quien ha llegado al estado de plena
atención es ya alguien despierto, consciente de la realidad en su
profundidad y concreción; es concentrado, no distraído.
Lo primero que se ejercita para aumentar la atención es la respiración. Es,
como subraya el autor, «un ejercicio de atención, no de respiración». «En la
práctica budista, no hay “retención” de la respiración, ni se interviene en
ella de ninguna otra manera. No hay más que una “mera observación”
tranquila de su ujo natural, con atención rme y constante, pero laxa y
sostenida, es decir, sin tensión ni rigidez. Se advierte la lentitud o rapidez de
la respiración, pero no se la regula deliberadamente. Sin embargo, la
práctica constante hará, de manera natural, que sea más tranquila, regular
y profunda. Y esta tranquilidad y profundidad se transmitirá a todo el ritmo
vital. Así, la atención a la respiración es un factor importante de salud física
y mental, aunque sólo incidentalmente a la práctica.» (1970, pág. 57 y sig.; y
1973, pág. 61.) En la meditación budista clásica, según la describe
Nyanaponika Mahathera, después de la atención a la respiración vienen la
atención a las posturas, la clara comprensión de todas las funciones del
cuerpo, la clara conciencia de los sentimientos, del propio estado de ánimo
(conocimiento de sí mismo) y de los pensamientos.

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En este breve repaso, es imposible informar con su ciente claridad y
detalle sobre la meditación budista, según se practica en la escuela
theravada, a la que pertenece Nyanaponika Mahathera. Por tanto, a quien se
interese seriamente por la meditación para la ampliación de la conciencia
no puedo sino recomendar que estudie El corazón de la meditación budista[2].
No obstante, debo añadir una reserva a esta sugerencia: el autor dice que
este método «no es sólo para los discípulos con rmados del Buda» (1970,
pág. 11), pero él es un monje budista doctísimo, y expone la doctrina en su
forma tradicional. Para muchos que, como yo, no creemos en ciertas ideas
budistas, como la reencarnación, en el negativismo del budismo nihayana, o
en ejercicios como el de convencerse de la vanidad del deseo imaginándose
un cadáver putrefacto, es difícil practicar la meditación en la forma exacta
que describe el autor.
Sin embargo, creo que, aun descartando todo esto, hay dos ideas
esenciales aceptables para muchos que, como yo, no somos budistas, pero
estamos profundamente impresionados por el núcleo de la doctrina. Me
re ero, en primer lugar, a la idea de que el n de la vida es vencer la codicia,
el odio y la ignorancia; aunque, en esto, el budismo no es muy distinto al
judaísmo y al cristianismo. Sí se distingue en otro elemento más
importante: la demanda de poseer la máxima conciencia respecto de los
procesos internos y externos. El budismo, que fue un movimiento
revolucionario contra la ortodoxia hindú, y fue perseguido rigurosamente
durante siglos por su ateísmo, se caracteriza por un grado de racionalidad y
pensamiento crítico que no puede encontrarse en las religiones
occidentales. Lo esencial de su doctrina es que, con plena conciencia de la
realidad, pueden vencerse la codicia y el odio y, por tanto, el sufrimiento. Es
una doctrina losó co-antropológica que propone unas normas de vida
basadas en el análisis de los datos observables sobre la existencia humana.
El mismo Nyanaponika Mahathera lo ha expresado con gran claridad
diciendo que la función de la atención es «producir una claridad e
intensidad de conciencia cada vez mayores y presentar un cuadro de la
realidad cada vez más puri cado de toda falsi cación» (1973, pág. 26). Y
dice que la meditación lleva a una «relación natural, estrecha y más
amistosa» con la «subconciencia». De esta manera, escribe, «la
subconciencia se hará mas “expresa” y más dócil al control, es decir, capaz
de crear elementos de coordinación y refuerzo con respecto a las tendencias

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rectoras del espíritu consciente. Al reducirse la imprevisibilidad e
ingobernabilidad de lo subconsciente, la con anza en si mismo encontrará
un fundamento más seguro» (1970, pág. 16S; y 1973, pág. 82. El autor ha
tenido sus buenas razones para escoger el término «subconciencia». Yo
preferiría hablar de lo «inconsciente», porque este término no da a entender
una localización espacial debajo de la conciencia).
Y acaba su descripción de esta práctica de la atención subrayando uno de
los elementos más importantes del pensamiento budista: su a rmación de
la independencia y de la libertad. Escribe: «Con este espíritu de con anza en
sí mismo, la atención no requiere técnicas complejas ni recursos externos,
porque se centra en la vida cotidiana. No tiene nada que ver con ritos ni
cultos exóticos, ni con ere más “iniciaciones” ni “conocimientos esotéricos”
que los obtenidos por propia iluminación» (1970, pág. 16S; y 1973, pág. 82).
Hemos visto que, para la meditación budista, lo esencial es alcanzar la
máxima conciencia de la realidad y, más particularmente, del propio cuerpo
y del propio espíritu. Pero aun quien siga este método en su forma
tradicional se preguntará si no podría ampliarse sumándole otras
dimensiones de conciencia que en él sólo se insinúan. Yo creo que sí puede
ampliarse de esta manera la meditación budista, aunque puede hacerse sin
relación con ella, o en relación con otros tipos de meditación, o solamente
con la práctica de la tranquilidad.
En lo que se re ere a los métodos para adquirir más conciencia del
cuerpo, ya se han citado antes: hablo de la «conciencia sensorial», del «arte
del movimiento» y del T’ai Chi Ch’uan.
El otro aspecto de la meditación budista es la «claridad e intensidad de
conciencia cada vez mayores y la presentación de un cuadro de la realidad
cada vez más puri cado de toda falsi cación» (1973, pág. 26). El mismo
Nyanaponika Mahathera habla de una «relación más amistosa con la
subconciencia» y, de hecho, da un paso más al señalar que el método
psicoanalítico, cuya nalidad es ver los lados inconscientes de la propia
mente, puede ser un buen complemento de la meditación budista, según ha
reconocido durante las profundas y pacientes explicaciones que me ha
dado. No obstante, quiero volver a subrayar que el método psicoanalítico,
como medio para la máxima conciencia, es un método válido por sí mismo,
sin relación con la meditación budista ni cualquier otra.

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IV
EL AUTOANALISIS COMO MEDIO DE CONOCERSE A SÍ
MISMO

1. El psicoanálisis y la conciencia

a) La importancia del psicoanálisis como medio para conocerse a sí mismo

Ahora, reanudamos la exposición anterior sobre la conciencia de sí


mismo, suponiendo que el psicoanálisis puede cumplir también una
función «transterapéutica» y que es uno de los métodos más adecuados
para conocerse mejor a sí mismo y, por tanto, para la liberación interior.
No todo el mundo comparte este supuesto. Para la mayoría de los
profesionales y de los legos, quizás, el psicoanálisis es, en lo esencial, una
curación de la neurosis, que se consigue haciendo emerger a la conciencia
los recuerdos sexuales reprimidos y los afectos conexos. En esta idea, el
concepto de conciencia es muy estricto en comparación con el más amplio
que expusimos antes: se trata, sobre todo, de la conciencia de las energías
reprimidas de la libido; y su nalidad se reduce también a la terapéutica en
el sentido tradicional, es decir, ayudar al paciente a que rebaje su
sufrimiento «extra» al nivel general, socialmente aceptable, de sufrimiento.
Creo que este concepto estricto del psicoanálisis no hace justicia a la
profundidad y al alcance verdaderos de los descubrimientos de Freud. Y
podemos citar al mismo Freud como testigo para justi car esta a rmación.
Cuando, en los años veinte, arrebató el papel principal de su teoría al
con icto entre la libido y el yo, para concederlo al con icto entre dos
instintos biológicos, el instinto de vivir y el instinto de morir, había
abandonado en realidad su teoría de la libido, aunque trató de conciliar las

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dos. (Véase E. Fromm, 1979a, GA VIII, págs. 337-358). Además, Freud, al
precisar qué era lo que consideraba lo esencial de la teoría psicoanalítica,
mencionó la represión, la resistencia y la transferencia, pero no la teoría de
la libido, y ni siquiera el «complejo de Edipo».
El hecho de que lo esencial del psicoanálisis en apariencia —la teoría de la
libido— quizá no sea en realidad el descubrimiento más importante de
Freud, y ni siquiera el más acertado, hemos de considerarlo atendiendo a un
fenómeno más general: el pensador creativo sólo puede pensar con las
pautas y categorías de su cultura. Ocurre a menudo que su idea más original
es «impensable», por lo cual tiene que expresarla manipulando o
simpli cando sus descubrimientos. La idea original tiene que expresarse
primero en formas erróneas, hasta que la evolución del pensamiento,
debida a la evolución de la sociedad, permite a las antiguas formulaciones
liberarse de sus errores temporales, para adquirir una importancia mayor
aún de la que hubiera sospechado su autor.
Freud, tan imbuido como estaba de la losofía materialista burguesa,
creyó imposible suponer que una energía psíquica pudiese mover al
hombre, a menos que se pudiera identi car a la vez como energía
siológica. Y la única energía que reunía ambas cualidades era la energía
sexual.
La teoría de Freud de que el con icto entre la libido y el yo es el con icto
principal del hombre era un supuesto necesario, que le permitía formular
su descubrimiento fundamental en términos «expresables». Puede decirse
que lo esencial del psicoanálisis, liberado de las cadenas de la teoría de la
libido, es el descubrimiento de la importancia que tiene el choque de las
tendencias contrapuestas en el interior del hombre, la fuerza que tiene la
«resistencia» para oponerse a la conciencia de estos con ictos, las
justi caciones que hacen aparentar su inexistencia, la liberación que
supone el hacerse consciente de ellos y el papel patogénico de los con ictos
no resueltos.
Freud no sólo descubrió estos principios generales, sino que fue el
primero en idear métodos concretos para estudiar lo reprimido, en los
sueños y en el comportamiento de la vida cotidiana. Los con ictos entre los
impulsos sexuales y el yo y el super-yo constituyen sólo una pequeña parte
de los con ictos que, tanto arrastrándose trágicamente como habiéndose
resuelto productivamente, son fundamentales en la existencia humana.

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La importancia histórica de Freud no reside en que descubriese las
consecuencias de reprimir el afán sexual. Fue ésta una tesis audaz en su
época, pero, si hubiese sido su mayor contribución, no habría ejercido la
revulsiva in uencia que ha llegado hasta nosotros, y que más bien se debe a
haber acabado con la antigua idea de que el pensar y el ser del hombre son
idénticos, a haber desenmascarado la hipocresía y a que la suya fuese una
teoría crítica, por cuanto puso en duda todas las virtudes, ideas e
intenciones conscientes, mostrando con qué frecuencia no son sino formas
de resistencia para ocultar la realidad interior.
Si interpretamos las teorías de Freud en el sentido que acabo de esbozar,
no resulta difícil dar un paso más y suponer que la función del psicoanálisis
supera la estrictamente terapéutica y que puede ser un método para
alcanzar la liberación interior adquiriendo conciencia de los con ictos
reprimidos.
Pero antes de entrar en su función transterapéutica, creo que debo hacer
unas advertencias y señalar ciertos peligros del psicoanálisis.

b) Las limitaciones del psicoanálisis como medio para conocerse a sí mismo

Está de moda correr al psicoanalista cuando uno se encuentra con


di cultades en la vida. Sin embargo, hay unas cuantas razones que
aconsejan no acudir a él, por lo menos, en busca de los primeros auxilios.
La primera razón es porque resulta una salida fácil a la necesidad de
tratar de resolver uno mismo su di cultad. Además del ideal de una vida
cómoda, sin esfuerzo y sin dolor, de que hablamos antes, hay también una
idea muy difundida de que la vida no debe ofrecer con icto alguno, ni
alternativas angustiosas, ni dolorosas decisiones. Son situaciones que se
consideran más o menos anormales o patológicas, no parte inevitable de
una vida normal. Naturalmente, las máquinas no conocen con ictos: ¿por
qué habrían de sufrirlos unos autómatas vivientes, a menos de tener un
defecto de construcción o de funcionamiento?
¿Puede haber idea más simple? Unicamente la forma de vida más
super cial, más enajenada, puede no exigir decisiones conscientes, pero sí
provoca multitud de síntomas neuróticos y psicosomáticos, como las
úlceras y la hipertensión, que son manifestación de con ictos
inconscientes. Quien no haya perdido por completo la capacidad de sentir,

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quien no se haya convertido en un robot, no podrá evitar el afrontar
decisiones dolorosas.
Así ocurre, por ejemplo, en el caso de una emancipación, que puede ser
muy difícil si el hijo siente el dolor que causará a sus padres. Sin embargo,
sería pueril creer que lo difícil y doloroso de esta decisión indica una
neurosis y que, por tanto, necesita psicoanalizarse.
Otro ejemplo es el divorcio. La decisión de divorciarse del cónyuge es una
de las más dolorosas que puedan tomarse; pero puede ser necesaria para
terminar con los enfrentamientos continuos y con el grave obstáculo que
suponen para el propio desarrollo. En esta situación, miles de personas
creen tener que analizarse, porque piensan tener algún «complejo» que
haga tan difícil la decisión. Por lo menos, esto es lo que piensan
conscientemente. A menudo, en realidad, tienen otros motivos. Con la
mayor frecuencia, lo único que quieren es aplazar la decisión, justi cándolo
con que, primero, deben averiguar todos sus móviles inconscientes por
medio del psicoanálisis.
Muchas parejas acuerdan ir ambos al psicoanalista antes de tomar la
decisión, sin importarles demasiado que el análisis pueda durar dos, tres o
cuatro años. Al contrario: cuanto más dure, más tiempo tendrán para evitar
la decisión. Pero, además de esta demora conseguida con la ayuda del
análisis, muchas de estas personas tienen otras esperanzas, conscientes o
inconscientes. Algunas esperan que, al nal, el analista decida en su lugar, o
les aconseje lo que deben hacer, directamente o a través de la
«interpretación». Y si esto no resulta, guardan una segunda expectativa: el
psicoanálisis les ofrecerá tal claridad interior que podrán decidir sin
di cultad ni esfuerzo. No obstante, si no se cumple ninguna de estas dos
esperanzas, aún podrán acceder a una dudosa ventaja: se habrán cansado
tanto de hablar del divorcio que decidirán cualquier cosa sin pensarlo
demasiado, divorciarse o seguir juntos. En este caso, tendrán al menos un
tema de conversación que interesará a los dos: lo que sienten, temen,
sueñan, etc. En otras palabras, el análisis habrá proporcionado cierta
sustancia a su comunicación, aunque se tratará sobre todo de hablarse de
sus sentimientos, no de sentirse uno al otro de manera diferente.
A estos ejemplos podríamos añadir otros muchos: la decisión de un
hombre de abandonar un trabajo bien pagado por otro más interesante,
pero menos lucrativo; la alternativa de un político entre dimitir o actuar en

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contra de sus convicciones; la participación en un movimiento político de
protesta arriesgándose a perder el empleo o a gurar en una lista negra; o la
delidad de un sacerdote a la verdad que le dicta su conciencia,
arriesgándose a su expulsión de la Orden a la que pertenece y a la pérdida de
toda la seguridad material y psíquica que le proporciona.
Parece que se acude mucho menos al psicoanalista buscando ayuda en
estos con ictos entre las convicciones y el interés, que en relación con los
con ictos familiares y personales. Podríamos sospechar que estos con ictos
personales se ponen tanto en primer plano con el n de encubrir otros más
importantes, graves y dolorosos, entre las convicciones, la integridad, la
autenticidad y el interés egoísta. Éstos ni siquiera suelen considerarse como
con ictos, sino que enseguida se descartan como impulsos insensatos,
«idealistas», pueriles, a los que no se debe ni hace falta obedecer. Sin
embargo, son los esenciales en la vida de cada uno, mucho más importantes
que el hecho de divorciarse o no divorciarse, puesto que en éstos casi
siempre no se trata más que de cambiar de modelo.
Otra razón para no introducirse en el psicoanálisis está en el peligro de
buscar —y encontrar— en el psicoanalista una nueva gura paterna de la
que se llegue a depender, obstaculizando así el propio desarrollo.
El psicoanalista clásico dirá que lo cierto es exactamente lo contrario,
que el paciente descubre la dependencia inconsciente del padre en la
transferencia al analista, y que el análisis de la transferencia resuelve tanto
la transferencia como el apego originario al padre. Teóricamente, esto es
cierto y, en realidad, sucede a veces. Pero con frecuencia ocurre algo
bastante distinto. El analizado puede haber roto verdaderamente el lazo con
el padre, pero, bajo el disfraz de esta independencia, habrá anudado un
nuevo lazo, esta vez con el analista, que se ha convertido en la autoridad, el
consejero, el sabio maestro, el amable amigo…, la gura más importante en
la vida de uno. Que esto suceda con tanta frecuencia se debe, entre otras
cosas, a un defecto de la teoría freudiana clásica.
El supuesto fundamental de Freud fue que todos los fenómenos
«irracionales», como la necesidad de seguir a una autoridad fuerte, la
ambición desmedida, la avaricia, el sadismo y el masoquismo, tienen sus
raíces en los avatares de la primera infancia; y que estas circunstancias son
la clave para comprender el desarrollo posterior (si bien, en teoría,
reconoció que los factores constitucionales tienen cierta in uencia). Así, se

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explicaba que la necesidad de una autoridad fuerte tenía sus raíces en el
desamparo real del niño; y cuando se presentaba este mismo apego en
relación con el analista, se explicaba como «transferencia», es decir, como
transferido de un objeto (el padre) a otro (el analista). Tal transferencia
ocurre, y es un fenómeno psíquico importante. Pero la explicación es
insu ciente. No sólo el niño es impotente: también el adulto es impotente.
La impotencia está arraigada en las mismas condiciones de la existencia del
hombre, en la «condición humana».
Ante los muchos peligros que le amenazan, de la muerte, de la
inseguridad del futuro y de las limitaciones de su conocimiento, el hombre
no puede hacer otra cosa que sentirse impotente. Esta impotencia
existencial del individuo se ha visto incrementada en gran medida por su
impotencia histórica, presente en todas aquellas sociedades en las que una
minoría a anzó su explotación de la mayoría dejándola mucho más
impotente de lo que habría sido en el estado de democracia natural, que es
el régimen de las formas más primitivas de las sociedades humanas, o de las
formas futuras basadas en la solidaridad, no en el antagonismo.
Así, por motivos existenciales e históricos, el hombre trata de apegarse a
«auxiliadores mágicos» bajo muchas formas: chamanes, sacerdotes, reyes,
líderes políticos, padres, maestros…, psicoanalistas y muchas instituciones,
como la Iglesia y el Estado. Los que han explotado al hombre han solido
ofrecerse, y se han aceptado prontamente, como tales guras «paternas». Se
ha preferido obedecer a unos hombres supuestamente bienintencionados,
antes que confesar que se obedecía por miedo e impotencia.
El descubrimiento por parte de Freud del fenómeno de la transferencia
ha tenido mucho más signi cado del que él mismo creyó comprender en el
marco de referencia del pensamiento de su época: con la transferencia,
descubrió un caso especial de uno de los afanes más imperiosos del hombre,
el de la idolatría (enajenación), un afán arraigado en la ambigüedad de su
existencia, y que tiene el objetivo de encontrar respuesta a la inseguridad de
la vida transformando a una persona, una institución o una idea en un
absoluto, esto es, en un ídolo, sometiéndose al cual se crea una apariencia de
seguridad. Es casi imposible sobrestimar la importancia psicológica y social
de la idolatría en el decurso histórico: la gran mentira que refrena la
actividad y la independencia.

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La clientela de los psicoanalistas está formada en gran parte por
miembros liberales de las clases media y media alta para quienes la religión
ha dejado de representar un papel efectivo y que no tienen convicciones
políticas apasionadas: no hay dios, emperador, papa, rabino ni líder político
carismático que les llene este vacío. Entonces, el psicoanalista se convierte
en una mezcla de gurú, cientí co, padre y sacerdote o rabino: no impone
misiones difíciles, es amable y descifra todos los problemas reales de la vida
(sociales, económicos, políticos, religiosos, morales y losó cos) como
problemas psicológicos, reduciéndolos a la categoría de justi caciones de
deseos incestuosos, impulsos parricidas o jación anal. Reducido a este
microcosmos burgués, el mundo se simpli ca y se entiende, resulta
manejable y cómodo.
Otro peligro del psicoanálisis tradicional está en que, a menudo, el
paciente sólo nge querer cambiar. Si padece síntomas molestos, como
di cultad para dormir, impotencia, miedo a las autoridades, poco éxito con
el otro sexo o una sensación general de malestar, naturalmente, quiere
librarse de ellos. ¿Quién no querría? Pero no está dispuesto a experimentar
el dolor y la angustia que son inseparables del propio desarrollo y de la
consecución de la independencia. ¿Cómo resuelve el problema? Espera que,
con tal de seguir la «regla básica» —decir lo que se le ocurra, sin censurarlo
—, quedará curado sin dolor ni esfuerzo. Por decirlo con brevedad, cree en la
«curación por la palabra». Pero no hay tal cosa. Sin esfuerzo ni disposición a
sentir dolor y ansiedad, nadie evoluciona, nadie logra, en realidad, nada que
merezca la pena lograrse.
Otro peligro del análisis tradicional es casi el más inesperado: la
«cerebralización» de la experiencia afectiva. La intención de Freud era
evidentemente la contraria: quería atravesar los clásicos pensamientos
conscientes, para alcanzar lo más vívido, los sentimientos y fantasías
primarios, inexplicados e ilógicos, bajo la super cie lisa de la razón. Y la
encontró en el estado hipnótico, en los sueños, en el lenguaje de los
síntomas y en muchos detalles menores del comportamiento, generalmente
inadvertidos. Pero en la práctica se fue olvidando este objetivo y el
psicoanálisis se convirtió en una ideología.
El psicoanálisis fue transformándose poco a poco en una especie de
investigación histórica de la evolución de un individuo, muy sobrecargada
de explicaciones e interpretaciones teóricas. El analista se basaba en unos

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cuantos supuestos y utilizaba las asociaciones del paciente como prueba
documental de la validez de la teoría. Lo hacía de buena fe, porque estaba
convencido de la verdad del dogma y creía que la aportación del analizando
debía de ser profunda y genuina precisamente por ajustarse a la teoría. El
método fue haciéndose cada vez más explicativo. Veamos a continuación un
ejemplo típico.
Una mujer padece obesidad por hábitos compulsivos de alimentación. El
analista interpreta que su compulsión, y la consiguiente gordura, se deben
al deseo inconsciente de tragar el semen de su padre y quedarse embarazada
por él. El hecho de que ella no tenga ningún recuerdo directo de haber
sentido nunca deseos ni fantasías semejantes se explica por la represión de
estos penosos datos infantiles; pero, con el fundamento de la teoría, se
«reconstruye» este origen, y el resto del análisis consiste, en gran parte, en
la tentativa del analista de emplear las posteriores asociaciones y sueños de
la paciente para demostrar lo acertado de la reconstrucción. Se supone que
la paciente se habrá curado cuando haya «comprendido» enteramente el
signi cado del síntoma.
Fundamentalmente, el método de esta especie de interpretación es curar
mediante la explicación. La cuestión esencial es por qué se ha formado el
síntoma neurótico. Al pedirse al paciente que continúe sus asociaciones, se
le compromete intelectualmente en la investigación sobre el origen de sus
síntomas. Lo que pretendía ser un método de conciencia ha llegado a
transformarse —en realidad, aunque no en teoría— en una investigación
intelectual. Aunque las premisas teóricas fuesen certeras, este método no
podría producir más cambios que cualquier otro método de sugestión. Si
una persona se analiza durante mucho tiempo y se le dice que este o aquel
factor es la causa de su neurosis, estará fácilmente dispuesta a creerlo y
abandonará su síntoma, en la fe de que el descubrimiento de las causas ha
producido la curación. Este mecanismo es tan frecuente que ningún
cientí co aceptaría que la curación de un síntoma se ha debido a un
medicamento determinado, a menos que el paciente desconozca si ha
recibido este medicamento o un placebo; y no sólo el paciente, sino también
el médico, para asegurarse de que él mismo no está in uido por sus
expectativas («prueba del doble ciego»).
Este peligro de intelectualización es tanto mayor hoy, cuando la
enajenación predominante de la propia experiencia afectiva lleva a un

60
entendimiento casi totalmente intelectual de sí mismo y del resto del
mundo.

c) El psicoanálisis transterapéutico como medio para conocerse a sí mismo

A pesar de estos peligros intrínsecos de la práctica corriente, debo


confesar que, después de más de cuarenta años de ejercicio profesional,
estoy más convencido que nunca de que el psicoanálisis, bien entendido y
practicado, tiene grandes posibilidades como medio para ayudar al hombre.
Lo cual es cierto en su terreno tradicional: la curación de neurosis.
Pero esto ahora no nos interesa tanto como una nueva función: lo que he
llamado análisis transterapéutico. Puede empezar siendo un análisis
terapéutico, pero no termina cuando se curan los síntomas, sino que
prosigue hacia nuevas metas allende la terapéutica; o bien puede empezar
con un objetivo transterapéutico si no hay graves problemas
psicopatológicos que resolver. Lo decisivo es que sus nes no se detienen
cuando el paciente vuelve a la «normalidad». Freud no tenía presente esta
nalidad como terapeuta, aunque no leerá tan extraña como podríamos
creer. Si bien el objetivo de su terapéutica era la adaptación a una vida
«normal» («ser capaz de trabajar y amar»), no había puesto su mayor
ambición en esta terapéutica, sino en la creación de un movimiento
ilustrador, basado en lo máximo que puede conseguirse con la ilustración: la
conciencia y el dominio de las pasiones irracionales. (Véase E. Fromm,
1959a.)
El objetivo transterapéutico del psicoanálisis es la propia liberación del
hombre mediante la máxima conciencia; la consecución del bienestar, la
independencia, la capacidad de amor y de pensamiento desengañado,
crítico: el ser, en vez del tener.
En otra época, llamé a veces a este psicoanálisis «humanista», pero
después abandoné este término, en parte porque lo recogieron un grupo de
psicólogos cuyas ideas no comparto; y en parte, por querer evitar la
impresión de que fundaba una «escuela» nueva de psicoanálisis. En cuanto
a las escuelas psicoanalíticas, la experiencia ha demostrado que son
perjudiciales para la evolución teórica del psicoanálisis y para la
competencia de sus profesionales. Lo cual es evidente en el caso de la
escuela de Freud. Creo que la necesidad de mantener unidos a sus
partidarios mediante una ideología común impidió a Freud reformar sus

61
g
teorías. Si hubiese modi cado ideas básicas, les habría privado de dogmas
uni cadores. Además, la «escuda», y la aprobación que otorgaba tuvieron
efectos devastadores para sus miembros. El hecho de haber recibido una
verdadera «ordenación» lo tomaron muchos como un título de competencia
de nitiva que los eximía de todo perfeccionamiento ulterior. Y lo que es
cierto de la escuela ortodoxa, es cierto de las demás, según mis
observaciones. Así, he llegado a creer que la formación de escuelas
psicoanalíticas es inconveniente y no lleva más que al fanatismo y a la
incompetencia.
Este psicoanálisis transterapéutico revisa algunas teorías de Freud,
particularmente la teoría de la libido, por ser un fundamento demasiado
endeble para la comprensión del hombre. No se centra en la sexualidad y en
la familia, sino que pretende que las condiciones especiales de la existencia
humana y de la estructura social tienen mucha más importancia; y que las
pasiones que mueven al hombre no son, en lo esencial, instintivas: son una
«segunda naturaleza» suya, constituida por la interacción de las
condiciones existenciales y sociales. También es distinto el procedimiento:
es más activo, directo y estimulante. Sin embargo, el n fundamental es el
mismo que el del psicoanálisis clásico: descubrir los anhelos inconscientes,
reconocer la resistencia, la transferencia y la justi cación, e interpretar los
sueños como «camino real» a la comprensión de lo inconsciente.
Pero hemos de añadir una reserva. Alguien que persiga el objetivo de
alcanzar el máximo desarrollo puede tener también síntomas neuróticos y
necesitar, por tanto, el análisis como terapéutica. El hombre que no se haya
enajenado por completo, que siga siendo sensible y capaz de sentir, que no
haya perdido el sentido de la dignidad, que no se haya «vendido» todavía,
que aún pueda sufrir al ver sufrir a los demás, que no haya adoptado
enteramente el modo existencial del tener; en suma, el hombre que sigue
siendo hombre, que no se ha convertido en cosa, no puede por menos que
sentirse solo, impotente, aislado, en la sociedad de hoy; no puede evitar
dudar de sí mismo y de sus convicciones, si no de su cordura; no tiene más
remedio que sufrir, aun si puede vivir unos momentos de gozo y lucidez
desconocidos para sus coetáneos «normales». No será raro que padezca una
neurosis derivada de su situación de hombre cuerdo en una sociedad loca,
una neurosis distinta a la más corriente del hombre enfermo que quiere
adaptarse mejor a una sociedad enferma. Sus síntomas neuróticos se

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curarán con el progreso de su análisis, es decir, conforme adquiera más
independencia y productividad. En de nitiva, todas las formas de neurosis
indican que no se ha resuelto bien el problema de vivir.

2. El psicoanálisis transterapéutico, como introducción al autoanálisis


Si la investigación de lo inconsciente debe formar parte de la meditación,
tenemos que preguntarnos si una persona puede analizarse a sí misma.
Indudablemente, es muy difícil, y debe preferirse, de ser posible, que sea un
analista competente quien nos introduzca a esta práctica del autoanálisis.
Así pues, debemos preguntarnos primero qué analista es competente
para este tipo de análisis transterapéutico. Si el mismo analista no persigue
este objetivo, difícilmente comprenderá lo que quiere y necesita el paciente.
No es que él mismo tenga que haberlo alcanzado, pero sí que su meta sea
ésa. Y como son pocos los que se han jado este objetivo, no será fácil
encontrar un analista adecuado. Se debe seguir la regla —la misma que para
escoger un analista por motivos estrictamente terapéuticos— de
informarse a fondo sobre el psicoanalista a través de personas que lo
conozcan bien (pacientes y colegas), y no arse de los nombres famosos ni
de las consultas deslumbrantes. Se debe dudar también del entusiasmo de
aquellos pacientes que idolatran a «su» analista. Y, una vez escogido, hay
que tratar de formarse una impresión de él en una, dos, o incluso diez
entrevistas, y observarlo tan cuidadosamente como él tiene que
observarnos. Equivocarse de analista puede ser tan malo como equivocarse
en el matrimonio.
A qué «escuela» pertenezca el analista, signi ca poco. Es de suponer que
los psicoanalistas «existencialistas» se interesen más por los nes
humanos, y algunos lo hacen. Otros son menos inteligentes y emplean el
truco de utilizar la jerga losó ca de Husserl, Heidegger o Sartre, sin
penetrar verdaderamente en la honda personalidad del paciente. Los
discípulos de Jung tienen fama de ser los más interesados por las
necesidades religiosas y espirituales del paciente. Algunos tienen este
interés, pero muchos, en su entusiasmo por los mitos y las analogías,
olvidan también su vida individual y su inconsciente personal.
Los «neofreudianos» no son necesariamente más de ar que los otros.
No basta con no ser freudiano. Algunos enfocan el análisis desde un punto

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de vista parecido al nuestro; otros muchos tienen un enfoque bastante
super cial, carente de hondura y de pensamiento crítico. La escuela quizá
más alejada de lo que yo propongo es la freudiana ortodoxa, por el lastre de
la teoría de la libido y su parcial atención a la experiencia infantil. Pero, a
pesar de la doctrina, algunos de sus miembros tendrán probablemente las
cualidades y las ideas personales necesarias que los conviertan en guías
aceptables para la plena conciencia de la realidad interior. En resumen, creo
que la competencia de un analista es menos cuestión de la escuela a la que
pertenezca que de su personalidad, de su carácter, de su capacidad crítica y
de sus ideas personales.
La persona del analista tiene una relación estrecha con el método que
emplea. En primer lugar, no creo que el análisis que tenga la nalidad de
enseñar el autoanálisis deba durar demasiado. Por lo general, bastarán dos
horas semanales durante seis meses. Hará falta un procedimiento especial:
el analista no debe ser pasivo. Después de escuchar de cinco a diez horas al
paciente, tiene que haberse formado una idea de su estructura inconsciente
y de la intensidad de su resistencia. Entonces, tendrá que darle a conocer
sus conclusiones y analizar sus reacciones, particularmente su resistencia.
Además, tendrá que analizar desde el principio sus sueños, emplearlos
como guía de su diagnóstico y comunicarle su interpretación (como la de
todo lo demás).
Al nal de este período, el paciente debe haberse familiarizado con su
inconsciente y haber disminuido tanto su resistencia que pueda continuar
el análisis por sí mismo, empezando ya a realizar este autoanálisis
diariamente, durante el resto de su vida. Digo esto tanto porque el
conocimiento de sí mismo no tiene límites como por mi propia experiencia,
ya que he practicado el autoanálisis diariamente desde hace cuarenta años,
y no ha habido ocasión hasta ahora en que no haya descubierto algo nuevo o
no haya profundizado en algo ya conocido. Sin embargo, y sobre todo al
comienzo del autoanálisis, puede ser conveniente volver a acudir al analista
si uno se encuentra «atascado»; pero sólo como último recurso, porque, de
otro modo, sería una gran tentación renovar la dependencia.
El mejor método es el análisis introductorio como preparación para el
autoanálisis. Pero es muy difícil, no sólo porque no haya muchos
psicoanalistas con personalidad y capacitados para este trabajo, sino
también porque la práctica de su consulta no se orienta a ver a los pacientes

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durante seis meses, y después sólo ocasionalmente, o nunca más. Este
método requiere un tipo especial de interés y un horario más exible. Creo
que si se difundiese más el autoanálisis transterapéutico, se especializarían
en este método cierto número de psicoanalistas o, al menos, le dedicarían la
mitad de su jornada.
Pero, ¿y si no se encuentra el analista adecuado o, por cualquier motivo,
no se puede ir al lugar de su consulta, o no se puede costear? ¿Es posible el
autoanálisis en tal caso?
La contestación a esta pregunta depende de unos cuantos factores. En
primer lugar, de lo intensa que sea la voluntad de alcanzar el objetivo de la
liberación. Pero aun esta voluntad, en cuanto tal, no se haría efectiva si no
fuese porque el cerebro humano tiene una tendencia propia a la salud y al
bienestar, es decir, al logro de todas las condiciones que promueven el
desarrollo y la evolución del individuo y del género humano. Es bien sabido
que en lo somático existe esta tendencia a la conservación de la salud; y
todo lo que puede hacer la medicina es eliminar los obstáculos que la
perturban o reforzarla. De hecho, la mayoría de las enfermedades se curan
sin ningún tipo de intervención. Pero hasta hace poco no se ha empezado a
comprender que lo mismo ocurre con el bienestar mental, aunque era bien
sabido en época de menos intervencionismo técnico.
Son factores desfavorables para el autoanálisis los estados de patología
grave, que incluso son difíciles de tratar mediante un análisis «regular»
prolongado. Otros, importantísimos, son las condiciones materiales de la
vida de una persona. Por ejemplo, si uno no tiene que ganarse la vida, por
haber heredado una fortuna, o por vivir de sus padres (o de su cónyuge), le
resultará más difícil que a quien tenga que trabajar y, por tanto, pueda
aislarse menos. Quien viva en un grupo en el que todos tengan el mismo
defecto se inclinará a considerarlo normal. Otra condición negativa se
produce cuando las propias cualidades neuróticas son bene ciosas para el
modo en que uno se gana la vida, de manera que la reforma interior pueda
poner en peligro su subsistencia: pensemos en el narcisismo, que es
condición necesaria para el éxito de un actor, o en el administrativo que
podría perder su empleo si dejase de ser sumiso. Por último, es de gran
importancia la condición cultural y espiritual de una persona: es muy
distinto el caso, y a menudo decisivo, si uno ha tenido algún contacto con el
pensamiento losó co, religioso o político crítico, o si no ha salido nunca de

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los tópicos de su ambiente y de su clase social. La mera inteligencia, en
cuanto tal, no parece ser un factor decisivo: a veces, la brillantez intelectual
se pone sólo al servicio de la resistencia.

3. Métodos de autoanálisis
Haría falta escribir un libro entero para explicar cómo aprender a
analizarse a sí mismo. Por tanto, debo limitarme aquí a hacer unas cuantas
sugerencias sencillas. Antes de empezar, se tiene que haber aprendido a
estar tranquilo, a sentarse relajadamente y a concentrarse. Cumplida esta
primera condición —hasta cierto punto, al menos—, se puede proceder de
distintas maneras, que no se excluyen mutuamente:

1. Podemos tratar de recordar los pensamientos que nos invadían


cuando pretendíamos estar tranquilos, y examinarlos un poco para ver si
tienen alguna relación entre sí, y cuál. O podemos observar ciertos síntomas,
como el de sentirnos cansados (a pesar de haber dormido lo su ciente), o
deprimidos, o irritables, y «seguirles la pista» para averiguar qué los
provoca como reacción, cuál es la experiencia inconsciente que se oculta
tras la sensación mani esta. No digo a propósito «pensar en ellos», porque
la solución no se consigue mediante el pensamiento teórico: lo máximo que
se consigue es una especulación teórica. Por «seguirles la pista», quiero
decir probar imaginativamente diversas sensaciones posibles hasta
conseguir que una se presente con claridad como la causa del sentimiento
consciente de cansancio. Un ejemplo: tratemos de imaginar cansancios
anteriores del mismo tipo y recordar si después nos dimos cuenta de la
causa. Imaginamos varias posibilidades que hayan podido provocarlo, como
el haber querido aplazar una tarea difícil, en vez de afrontar su di cultad;
un sentimiento ambiguo hacia un amigo o persona querida; una crítica que
pueda haber herido nuestro narcisismo hasta el punto de provocarnos una
ligera depresión; o el encuentro con una persona a la que mostramos una
amabilidad ngida.
Otro ejemplo, más complicado: un hombre se ha enamorado de una
mujer; pasados unos meses, de repente se siente cansado, deprimido,
desganado. Tratará de buscar toda suerte de justi caciones, como que su
trabajo no va bien (lo cual puede ser un hecho cierto, provocado por la
misma causa del cansancio), o que está decepcionado y triste por los

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sucesos políticos, o bien se provocará un grave resfriado con el n de
encontrar una respuesta satisfactoria. Pero si es sensible a sus propios
sentimientos, observará que últimamente suele encontrarle pequeñas
faltas; y que, en sueños, era fea y lo engañaba con otro. O se dará cuenta de
que antes estaba ansioso por verla, mientras que ahora busca excusas para
aplazar una cita. Estos y otros muchos signos le indicarán que algo no va
bien en sus relaciones, se concentrará en esta sensación y descubrirá de
repente que su imagen de ella ha cambiado; que, en el primer estallido de su
atracción erótica y sexual por ella, no se había dado cuenta de ciertos rasgos
negativos, y que su dulce sonrisa le parece ahora ngida y fría. Hará
remontar este cambio de opinión a una tarde en la que, al entrar en un
salón, la observó hablando con otras personas antes de verlo ella. Y
recordará que, en ese momento, casi le disgustó, aunque desechó tal
sentimiento como «neurótico» o irrazonable…, pero que, en realidad, a la
mañana siguiente, había despertado ya con ese ánimo deprimido que viene
sufriendo desde hace varias semanas. Había tratado de reprimir sus dudas y
su cambio de opinión porque, en el escenario de la vida consciente, seguía
representando el papel del amor y la admiración; de modo que el con icto
no vino a manifestarse sino bajo la forma indirecta del estancamiento, la
indiferencia y la depresión: porque ni podía continuar su relación amorosa
con ánimo alegre y sincero, ni romperla, puesto que había reprimido la
conciencia de su cambio de opinión. Ahora que se le han abierto los ojos,
recuperará su sentido de la realidad, comprenderá claramente sus
sentimientos y, con verdadera pena, pero sin depresión, romperá las
relaciones.
Veamos otro ejemplo de análisis de un síntoma: un soltero cuarentón
sufre el miedo obsesivo, cada vez que sale, a no haber apagado la estufa
eléctrica y a que un incendio pueda destruir toda la casa, y especialmente su
valiosa biblioteca. Así, se siente impulsado a volver cada vez que sale,
impulso que, naturalmente, perturba sus actividades normales. Este
síntoma tiene una explicación sencilla: hacía casi cinco años que le habían
operado de cáncer. Su médico había dejado caer la observación de que todo
había ido bien, excepto la posibilidad de que, cinco años después, se
reprodujesen las células malignas, que «podrían extenderse como un
incendio». El hombre se había asustado tanto que expulsó esta idea de su
conciencia y la sustituyó por el miedo a un incendio en su casa; un miedo,

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aunque incómodo, mucho menos torturador que el miedo a la reproducción
del cáncer. Al hacerse consciente lo reprimido de este miedo, desapareció la
obsesión por el incendio sin reavivarse el temor al cáncer, a lo cual
contribuyó el hecho de que hubieran pasado ya casi cinco años desde la
operación y se hubiese reducido, por tanto, el peligro de más
complicaciones.
Esta «mentalización» suele producir una sensación de alivio, e incluso de
alegría, aunque el asunto, en sí, pueda ser muy poco agradable. Sea lo que
fuere lo recién descubierto, el «seguirle la pista» conducirá, con la mayor
probabilidad, a otros descubrimientos, o rami caciones, en el mismo o en
otros momentos. Lo que importa es no caer en la trampa de enunciar
complejas especulaciones teóricas.

2. Otra introducción al autoanálisis es la que corresponde al método de


las asociaciones libres: abandonamos el dominio de nuestros pensamientos,
les dejamos curso libre y tratamos de escudriñarlos con el n de
descubrirles relaciones ocultas y ver si hay puntos de resistencia donde
sintamos como una detención del tren del pensamiento, hasta que se sitúen
en primer plano ciertos elementos de los que antes no hubiéramos tenido
conciencia.

3. Otro método de introducción es el autobiográ co, meditar sobre


nuestro propio historial, empezando por la infancia y terminando con los
proyectos para el futuro. Tratar de obtener un cuadro de los sucesos
importantes, de nuestros primeros temores, esperanzas y decepciones, y los
hechos que disminuyeron nuestra fe y con anza en las personas y en
nosotros mismos. ¿De quién dependo? ¿Cuáles son mis temores principales?
¿Qué querían que fuese cuando nací? ¿Qué objetivos tuve y cómo
cambiaron? ¿Qué encrucijadas encontré y dónde me equivoqué de camino?
¿Qué esfuerzos hice para recti car y volver al buen camino? ¿Quién soy
ahora y quién sería si hubiese tomado siempre las decisiones justas y
hubiese evitado cometer errores importantes? ¿Quién quería ser yo hace
tiempo, quién quiero ser ahora y quién en el futuro? ¿Qué opinión tengo de
mí mismo? ¿Qué opinión quiero que tengan de mí los demás? ¿Qué
diferencias hay entre estas dos opiniones y con el que creo que es mi yo
verdadero? ¿Quién seré si sigo viviendo como ahora? ¿A qué condiciones se

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ha debido mi evolución? ¿Qué alternativas tengo ahora para mi evolución
futura? ¿Qué debo hacer para realizar la posibilidad que escoja?
Esta meditación autobiográ ca no debe consistir en una teorización
abstracta que baraje expresiones de la terminología psicoanalítica, sino que
debe quedar en el plano real del ver, sentir e imaginar, reduciendo al
mínimo los pensamientos teóricos.

4. Otro método, estrechamente relacionado con el autobiográ co, es el


que trata de descubrir las discordancias entre nuestros objetivos conscientes y
los que no conocemos, pero que también determinan nuestra vida. Muchas
personas tienen dos planes de este tipo: uno, consciente, «o cial», por
decirlo así, que sirve de fachada al otro, el plan oculto, que domina nuestra
conducta. Esta discordancia entre el plan oculto y el plan consciente se
muestra en muchas tragedias griegas, que atribuyen el plan oculto al
«hado». El hado es la forma enajenada del plan inconsciente del hombre,
que está en su interior y que determina su vida. La tragedia de Edipo, por
ejemplo, muestra esta discordancia con toda claridad: el plan oculto de
Edipo es matar a su padre y casarse con su madre; su plan vital consciente y
deliberado es evitar este crimen a toda costa. Pero el plan oculto tiene más
fuerza: en contra de su intención, y sin saber lo que hace, vive de acuerdo
con el plan oculto.
El grado de discordancia entre el plan consciente y el plan inconsciente
varía muchísimo en las personas. En un extremo, están los que no tienen
plan oculto por haberse desarrollado tanto que han llegado a estar
totalmente de acuerdo consigo mismos y no necesitan reprimir nada. En el
otro extremo, no hay plan oculto porque se han identi cado con su yo
«maligno» hasta tal punto que ni siquiera tratan de aparentar que tienen un
«mejor yo». Aquéllos se llaman los «justos», los «iluminados»; éstos son
unos enfermos graves, clasi cables bajo unos cuantos títulos diagnósticos
que tampoco servirían mucho para comprenderlos. Entre estos dos
extremos, podríamos situar a la gran mayoría de las personas; aunque en
este grupo medio puede hacerse una distinción importante. Por una parte,
están aquellos cuyo plan consciente es una idealización de lo que en
realidad ansían, de modo que, en lo esencial, ambos planes son semejantes.
En otros, la fachada es justo lo contrario del plan oculto: no sirve más que
para esconderlo, con el n de poder seguirlo mejor.

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En los casos de grandes contradicciones entre los dos planes es cuando se
producen con ictos graves, inseguridad, dudas y pérdida de energía y, en
consecuencia, se desarrollan síntomas mani estos. ¿Cómo podría ser de
otra manera, cuando hay que emplear constantemente gran cantidad de
energía en evitar la conciencia de la contradicción interior, en dejar de ser
hostigado por las terribles dudas sobre la propia identidad y en reprimir ese
oscuro sentimiento de falta de autenticidad e integridad? La única
alternativa consiste en continuar en el estado de malestar, o bien penetrar
en las hondas capas reprimidas de la experiencia, lo que forzosamente
produce un alto grado de ansiedad.
Veamos unos cuantos ejemplos de planes ocultos. Me acuerdo de un
hombre (lo conocía bien, pero no lo analicé) que me contó una vez el sueño
siguiente:
«Estaba sentado a un ataúd, que servía de mesa. En ella se sirvió una
comida, que comí. Después, me enseñaron un libro en el que habían
estampado su rma muchos grandes hombres. Vi los nombres de Moisés,
Aristóteles, Platón, Kant, Spinoza, Marx y Freud. Me pidieron que la última
rma fuese la mía. Era de suponer que, después, cerrarían el libro para
siempre».
Era un hombre extraordinariamente ambicioso. A pesar de su gran
brillantez y sus muchos conocimientos, le costaba muchísimo escribir un
libro por sí mismo, y con ideas que no hubiese tomado de otros. Era de
carácter sádico, encubierto por ideas radicales, altruistas, y ocasionales
gestos de servicialidad. En la primera parte del sueño, vemos un deseo
necrofágico muy poco velado. La comida servida encima del ataúd expresa
el deseo, traducido en texto claro, no censurado, de comer el cadáver que
encierra. (Ésta es una de las frecuentes manifestaciones de lo que Freud
llamaba el «trabajo del sueño», por el cual el pensamiento onírico latente,
inaceptable, se traduce a un texto onírico «mani esto», de apariencia
inocua). La segunda parte del sueño apenas ha sufrido censura de ninguna
clase. La ambición del que sueña es llegar a ser famoso como uno de los
grandes pensadores del mundo. Su egoísmo se mani esta en desear que,
con él, acabe la historia de la losofía, que no vuelva a haber grandes
hombres de quienes puedan sacar provecho las generaciones futuras. Este
plan oculto de comer los cadáveres de los grandes hombres, es decir, de
alimentarse de los maestros del pasado, convirtiéndose él mismo en

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maestro mediante esta introyección, era algo desconocido para esta
persona, y oculto para quienes lo rodeaban, admiradores, la mayoría, de su
brillantez y amabilidad, y de sus benévolas ideas.
He aquí el esquema de otros planes ocultos: salvar a la madre del padre
cruel y, a través de su admiración, llegar a ser el hombre más grande del
mundo. Acabar con todo bicho viviente para que me dejen en paz y pueda
librarme de mi complejo de inferioridad y del miedo a los demás. Pegarme a
alguien rico y poderoso, conseguir su favor y esperar a su muerte para
heredar todo lo que tenga, bienes materiales, ideas y prestigio.
Experimentar el mundo como una cárcel hecha de comida: el n de la vida
es comer los muros de la prisión; el hecho de comer viene a ser el sentido de
la vida; comer signi ca liberación.
Podríamos añadir muchos más, aunque no en número ilimitado, porque
todos los planes ocultos responden a las necesidades existenciales del
hombre, y éstas son también limitadas.
¿Quiere ello decir que en realidad somos traidores, mentirosos, sádicos,
etc., sólo que lo encubrimos y no lo representamos en nuestra conducta
mani esta? Esto es lo que puede signi car de veras si traicionar, mentir y
torturar son nuestras pasiones dominantes; y esto es lo que signi ca en no
pocos, precisamente los menos interesados en hacer tales descubrimientos.
En otros muchos, sin embargo, estas tendencias reprimidas no son
dominantes. Si llegan a hacerse conscientes, chocan con las pasiones
contrarias y tienen muchas probabilidades de salir derrotadas en la lucha.
El hecho de hacerse conscientes es la condición para que este choque sea
más grave, pero no «resuelve» por si mismo los afanes que se habían
reprimido.

5. Un quinto método es centrar nuestros pensamientos y sentimientos en


torno a los nes vitales, como los de vencer la codicia, el odio, los engaños, los
temores, la posesividad, el narcisismo, la destructividad, el sadismo, el
masoquismo, la insinceridad, la inautenticidad, la enajenación, la
indiferencia, la necro lia, el dominio patriarcal, o la correspondiente
sumisión femenina…, y lograr independencia y capacidad de pensamiento
crítico, de dar y de amar.
Este método consiste en la tentativa de descubrir la presencia
inconsciente de cualquiera de estos rasgos, la manera en que se justi can,

71
cómo forman parte de toda la estructura del carácter y sus condiciones de
desarrollo; tentativa, a veces, muy dolorosa y que puede provocar mucha
ansiedad. Pues exige darnos cuenta de que somos dependientes, cuando
creemos amar y ser leales; de nuestra vanidad (narcisismo), cuando no
creemos más que ser amables y serviciales; de nuestro sadismo, cuando
pretendemos querer sólo que los demás hagan lo que es bueno para ellos; de
nuestra destructividad, cuando decimos que es nuestro sentido de la
justicia lo que pide el castigo; de nuestra cobardía, cuando sólo
manifestamos prudencia y «realismo»; de la arrogancia, al creer que nos
conducimos con extraordinaria humildad; de que tenemos miedo a la
libertad, cuando nos vemos movidos solo por el deseo de no perjudicar a
nadie; de que somos insinceros, y no pretendíamos más que no ser mal
educados; y descubrir que somos falsos, cuando creemos ser
particularmente objetivos. En suma, exige que podamos «imaginarnos
como los autores de todo crimen concebible» (Goethe), signi cando que
podemos estar medianamente seguros de habernos quitado la máscara y de
estar a punto de tomar conciencia de quiénes somos.
En el momento en que uno descubre los elementos narcisistas de su
amabilidad, o los elementos sádicos de su servicialidad, el choque puede ser
tan intenso que le haga sentirse una criatura despreciable, de la que no se
pueda decir nada bueno. Pero si uno no se deja detener por este choque y
sigue analizándose, podría descubrir que su intensidad se ha debido a las
propias expectativas narcisistas, que puede servir de resistencia a la
continuación del análisis y que, después de todo, los afanes negativos
descubiertos no son sus únicas fuerzas motrices. En los casos en que sí lo
sean realmente, la persona obedecerá a su resistencia y dejará de analizarse.

Dado que, según indicamos antes al hablar de la conciencia, la capacidad


de ver es indivisible, el autoanálisis debe procurar también la conciencia de
la realidad de otras personas, así como de la vida política y social. De hecho,
el conocimiento de los demás es anterior al conocimiento de si mismo. El
niño, desde sus primeros años, observa a los adultos, sintiendo ya
oscuramente la realidad tras la fachada, y se hace consciente de la persona
que se oculta tras el personaje. De adultos, observamos a menudo los afanes
inconscientes de otros antes de aprender a observarlos en nosotros mismos.
Tenemos que ser conscientes de lo que hay oculto en otros, porque lo que

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ocurre en nuestro interior no es sólo intrapsíquico, no puede comprenderse
sólo estudiando lo que sucede entre nuestras cuatro paredes, sino que es
interpersonal, lo cual quiere decir que hay una red de relaciones entre los
demás y yo. Yo puedo comprenderme plenamente solo en tanto me
comprenda en mis relaciones con los demás y en las relaciones de los demás
conmigo.
No sería tan difícil para el individuo comprenderse sin engaños si no
estuviese expuesto constantemente a que le laven el cerebro y lo priven de
la capacidad de pensamiento crítico. Le hacen pensar y sentir lo que no
sentiría ni pensaría si no fuese por las ininterrumpidas indicaciones y los
perfeccionados métodos de condicionamiento a los que se ve sometido. A
menos que pueda ver el sentido real que se esconde detrás de las
ambigüedades, y la realidad tras los engaños, será incapaz de conocerse a sí
mismo tal como es, porque sólo conocerá al que quieren que él sea.
¿Qué puedo saber yo de mí mismo, mientras no sepa que el yo que
conozco es, en gran parte, un producto arti cial? Que la mayoría de la gente,
incluido yo mismo, miente sin saberlo; que «defensa» signi ca «guerra»,
deber signi ca sumisión; virtud, obediencia, y pecado, desobediencia; que
la idea de que los padres aman por instinto a sus hijos es un mito, que la
fama muy pocas veces se debe a cualidades humanas admirables, como
tampoco a logros verdaderos; que la historia es un texto falseado por los
vencedores, que la modestia excesiva no siempre es prueba de carencia de
vanidad; que el amor es lo contrario del ansia y la codicia, que todo el
mundo trata de justi car las malas acciones e intenciones aparentando que
son nobles y bené cas, que la búsqueda de poder signi ca persecución de la
verdad, de la justicia y del amor, que la sociedad industrial de hoy se orienta
por el principio del egoísmo, del tener y consumir, no por los principios del
amor y del respeto a la vida que proclama. A menos que pueda analizar los
aspectos inconscientes de la sociedad en que vivo, no podré saber quién soy
yo, porque no sabré qué parte de mi no es mía.

4. Observaciones prácticas
Seguidamente, quisiera hacer unas observaciones generales sobre el
método del autoanálisis.

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Es importantísimo que se haga con regularidad, como la meditación y la
concentración, no cuando uno «tenga ganas». Si alguien dice que no tiene
tiempo, lo que está diciendo es que no lo considera importante. Si no tiene
tiempo, puede procurárselo. Y esto depende tan evidentemente de la
importancia que le dé, que será inútil explicarle cómo puede conseguir el
tiempo. Pero no quiero decir que el autoanálisis deba convertirse en un rito
que no admita excepciones. Naturalmente, habrá veces en que sea
imposible hacerlo, y habrá que resignarse.
En general, el autoanálisis no debe tener el carácter de un trabajo
forzado, de penoso cumplimiento de un deber necesario para alcanzar
cierto objetivo. Independientemente del resultado, el esfuerzo en sí debe ser
liberador y, por tanto, gozoso, aunque se le asocien padecimiento, dolor,
ansiedad y decepción. Quien no pueda sentir la pasión de escalar una
montaña, no verá en ello más que fatigas e incomodidades; y algunos creen
que sólo un masoquista puede querer sufrir semejante fastidio (lo he oído
también como interpretación psicoanalítica del montañismo). El
montañero no negará que hay esfuerzo y tensión, pero forman parte de su
gozo, que no quiere perder de ningún modo. Un esfuerzo no es igual que
otro, ni una fatiga es igual que otra. La fatiga del trabajo es distinta a la
fatiga de una enfermedad. Lo que importa es en qué marco se hace el
esfuerzo o se sufre la fatiga, y este marco es lo que le da su cualidad
especi ca. Es difícil de comprender, porque, en nuestra tradición
occidental, el deber y la virtud se consideran opresivos, tiránicos. En efecto,
la mejor prueba de que uno obra bien se ve en que resulta desagradable; y la
prueba de lo contrario, en que a uno le gusta hacerlo. La tradición oriental es
enteramente distinta, y muy superior en este sentido. Evita la oposición
entre disciplina dura y rígida, y «comodidad» perezosa y negligente. Aspira
a un estado de armonía, que es a la vez ordenado, «disciplinado» (en el
sentido de independencia), vivo, exible y gozoso.
En el autoanálisis, tanto como en el análisis entre dos, hay una di cultad
que debe tenerse en cuenta desde el principio: las consecuencias de la
verbalización. Supongamos que, al despertar una mañana, veo un sol
brillante en el cielo azul. Tengo plena conciencia del panorama, que me hace
sentirme feliz y más vivo. Ahora bien, esta experiencia consiste en la
conciencia del rmamento y en mi reacción, sin que me vengan a la mente
palabras como, por ejemplo: «Es un hermoso día soleado». Una vez se han

74
formado estas palabras, y yo empiezo a pensar en el panorama con estas
palabras, mi experiencia, en cierto modo, ha perdido intensidad. En cambio,
si me vienen a la cabeza una melodía o una pintura alegres, la experiencia
no ha perdido nada.
El límite entre la conciencia y la expresión del sentimiento es muy
uido. Tenemos la experiencia totalmente sin verbalizar y, muy cerca, la
experiencia en la que aparece una palabra como un recipiente que
«contiene» el sentimiento y, sin embargo, no lo contiene; porque el
sentimiento uye constantemente y desborda el recipiente. La palabra-
recipiente es más parecida a la nota de una partitura, que simboliza un
sonido, pero no es el sonido mismo. El sentimiento puede estar relacionado
más estrechamente aún con la palabra, pero mientras la palabra siga
estando «viva», habrá perjudicado en poco al sentimiento. Ahora bien, llega
un momento en que la palabra se separa del sentimiento, o sea, se separa
también del hablante y, en este momento, la palabra ha perdido toda
realidad, salvo la de una combinación de sonidos.
Muchas personas experimentan este cambio. Han sido conscientes de
una experiencia profunda y hermosa (o espantosa). Un día después, cuando
quieren recordarla expresándola con palabras, dicen una frase que describe
exactamente su sensación y, sin embargo, la frase les suena extraña, sienten
como si la tuviesen enteramente en la cabeza, como si no tuviese relación
alguna con lo que sintieron que ocurrió. (Esto es semejante a la
«enajenación», en terminología de Hegel y Marx; es decir, cuando la palabra
sigue relacionada con el sentimiento, que lleva al «extrañamiento», o sea,
cuando la palabra se ha independizado). Cuando esto ocurra, debemos
darnos cuenta de que algo ha salido mal, de que hemos empezado a hacer
juegos de palabras, en vez de hacernos conscientes de la realidad interior, y
debemos empezar a analizar la resistencia que nos induce a cerebralizar los
sentimientos. Estos pensamientos sobre sentimientos deben ser tratados
como cualquier otro pensamiento intruso.
El autoanálisis debe hacerse todas las mañanas durante treinta minutos
por lo menos y, de ser posible, en el mismo lugar y a la misma hora, tratando
de evitar al máximo los obstáculos externos. También puede hacerse
caminando, aunque en las calles de una gran ciudad hay demasiada
agitación. Pero el autoanálisis, y particularmente los «ejercicios» de
respiración y de conciencia, pueden hacerse siempre que no se esté ocupado

75
con otra cosa. Hay muchas ocasiones en que uno tiene que esperar, o «no
tiene nada que hacer», como cuando se está en el metro o en el avión, y
todas ellas deberían aprovecharse para ejercitar la atención de una u otra
forma, en vez de empezar a hojear una revista, charlar con alguien o soñar
despierto. Una vez que se ha tomado esta costumbre, resultan muy gratas
tales situaciones de «no tener nada que hacer», porque llegan a ser
enriquecedoras y gozosas.
Sorprende que apenas se haya tratado del autoanálisis en los escritos
psicoanalíticos. Era de esperar que el autoanálisis de Freud, del que él
mismo informa en su interpretación de los sueños, indujese a otros a
experimentar en el mismo sentido. El que no haya ocurrido así quizá pueda
explicarse de este modo: al haberse convertido a Freud en un ídolo, se ha
creído naturalmente en la imposibilidad de que ningún otro lo analizase; en
que, por decirlo así, su «iluminación» se debiera únicamente a sí mismo;
pero la cosa es distinta para la gente corriente, que no puede existir sin un
«creador», y que debe ser «iluminada» por el mismo Freud o por los
sacerdotes que obran en nombre suyo. Sean cualesquiera los motivos de que
no se haya seguido este ejemplo de Freud, por cuanto sé, sólo Karen Homey
(1942) ha indicado el autoanálisis como posibilidad real. En el caso que ella
describe, se trata de un problema neurótico grave y de su solución. Pero lo
principal en este contexto es su cálida recomendación del autoanálisis, a
pesar de reconocer sus di cultades.
El primer motivo de que se haya olvidado tanto la posibilidad del
autoanálisis quizá resida en la rutinaria idea profesional que tienen la
mayoría de los analistas sobre su papel y el del «paciente». Del mismo modo
que en medicina general, se transforma al enfermo en «paciente» y se
alimenta la idea de que necesita un profesional para curarse. (Véase I. Illich,
1976). No quieren que se cure por sí mismo, porque eso borraría la sagrada
diferencia establecida entre el sanador profesional y el doliente profesional.
Esta actitud formalista hace también mucho daño en el análisis «regular»,
cuando el analista, si quiere comprender al «paciente», tiene que
convertirse él mismo en paciente suyo y olvidar que debe ser el único
«sano», «normal» y «razonable» de los dos.
La idea de que el autoanálisis es muy difícil quizá sea el motivo más
importante de su poca difusión. En el análisis entre dos, el analista puede
llamar la atención del otro sobre sus justi caciones, resistencias y

76
narcisismo. En el autoanálisis, se corre el peligro de encerrarse en un círculo
vicioso y de ceder, sin darse cuenta, a las propias resistencias y
justi caciones. En verdad, no puede negarse que el autoanálisis es muy
difícil, pero también lo es cualquier otro acceso al bienestar. Nadie ha
expresado esta di cultad de manera tan escueta como Spinoza, al nal de su
Ética: «Aunque la vía que, según he mostrado, conduce a ese logro parece
muy ardua, sin embargo es posible hallarla. Y arduo, ciertamente, debe ser
lo que tan raramente se encuentra. En efecto: si la salvación estuviera al
alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría
suceder que casi todos la desdeñen? Pero todo lo excelso es tan difícil como
raro». (Parte Quinta, Proposición XLII).
La di cultad podría ser desalentadora si se tratase de alcanzar o no
alcanzar el objetivo nal. Pero no parecerá tan enorme si, como decíamos
antes, no anhelamos la perfección, no nos preocupa a qué punto del camino
lleguemos, sino sólo caminar en la dirección justa. Sobre todo, el
autoanálisis producirá tal aumento del bienestar y lucidez que ya no se
querrá dejarlo nunca, a pesar de todas las di cultades.

Habiendo recomendado el autoanálisis como fecundo método en la


búsqueda de la propia liberación, añadiré que no quiero recomendarlo como
necesario para todo el mundo. A mí me atrae, y lo he recomendado a otros,
que lo emplean con provecho. Otros muchos emplearán otros métodos de
concentración, tranquilidad y conciencia, que serán igual de útiles. Un
ejemplo muy signi cativo es el de Pablo Casals, que empezaba cada día
tocando una suite para violoncelo de Bach. ¿Quién pondría en duda que éste
fuese el mejor método de liberación para él?
En cuanto al método del autoanálisis, sin embargo, temo que pueda
haberse deslizado una confusión entre el lector y yo. El procedimiento que
he descrito pudiera confundirse con el diario examen moral de conciencia
que debe servir de fundamento a un progreso moral constante y a una vida
virtuosa. Si se me acusara de oponerme al relativismo ético, a la libertad
caprichosa y a que cada uno «vaya a lo suyo», independientemente de lo que
valga, entendiendo esto como principio supremo, habría de confesarme
culpable; pero no si se me critica por interesarme ansiosamente por la
búsqueda rigurosa de la virtud, horrorizarme ante el pecado y no

77
comprender que, con frecuencia, el pecado en sí mismo sea la base del
progreso.
Para aclararlo, debe tenerse presente que, al exponer el autoanálisis, nos
basábamos en el entendimiento de la vida como un proceso, no como una
sucesión de fases jas. Al pecar, se toca un fondo para poder saltar hacia
arriba; y la virtud puede encerrar un germen de descomposición. Según
reza un principio místico: «Todo lo que baja tiende a subir». Lo malo no es
pecar, sino estancarse y dormirse en los laureles.
Hay otra posible confusión que quisiera evitar. Podría parecer que el
autoanálisis refuerza la tendencia a ocuparse de sí mismo, es decir, que sería
justo lo contrario al objetivo de desembarazarse de la esclavitud del yo. Éste
es, efectivamente, un resultado posible, pero sólo del análisis mal hecho. El
autoanálisis llega a ser una especie de rito de puri cación, no porque uno se
ocupe de su yo, sino por querer liberarse del egoísmo analizando su raíz. El
autoanálisis se convierte en una práctica diaria que nos permite ocuparnos
lo mínimo de nosotros mismos durante el resto del día. Al nal, se hace
innecesario, porque ya no quedan obstáculos que se opongan a la plenitud
del ser. Yo no puedo escribir sobre este estado, porque no lo he alcanzado.
Al término de esta exposición del psicoanálisis, creo que es preciso hacer
otra reserva, válida también respecto de todo conocimiento psicológico.
Cuando alguien intenta comprender psicológicamente a una persona, se
ocupa de su talidad, de su plena individualidad. A menos que obtenga un
cuadro de su individualidad en todos sus detalles, no puede empezar a
comprender a esa persona. Si el interés por ella pasa de los planos más
super ciales a los más profundos, pasará necesariamente de lo particular a
lo universal. Este «universal» no es una abstracción, ni un universal
limitado, como la naturaleza instintiva del hombre: es la verdadera esencia
de la existencia humana, la «condición humana», las necesidades que de
ella se derivan y las diversas respuestas a estas necesidades; es la sustancia
de lo inconsciente, que es común a todos los hombres, por ser idéntica su
condición existencial, y no por cierta herencia racial, como creía Jung.
Entonces, uno se siente a sí mismo y a sus semejantes como variaciones
sobre el tema del hombre, y quizás al hombre como variación sobre el tema
de la vida. Importa lo que todos los hombres tienen en común, no aquello en
lo que di eren. Cuando uno trata de penetrar profundamente en lo
inconsciente propio, descubre que diferimos muchísimo en los aspectos

78
cuantitativos, pero somos los mismos en la calidad de nuestros afanes. El
examen profundo de lo inconsciente es una manera de descubrir dentro de
sí mismo a la humanidad y a cualquier otro hombre. No es un
descubrimiento del pensamiento teórico, sino de la experiencia afectiva.
Sin embargo, a rmar lo uno no debe llevar a negar adialécticamente que
el hombre es también un individuo; que, en realidad, cada persona es un
individuo singular, no idéntico a nadie todavía por nacer (con excepción,
quizá, de los gemelos univitelinos). Sólo el pensamiento paradójico, parte
tan importante de la lógica oriental, permite expresar la verdadera realidad:
el hombre es un individuo singular, y la individualidad del hombre es
engaño y apariencia. El hombre es «esto y aquello», y el hombre no es «ni
esto ni aquello». Lo paradójico es que, cuanto más profundamente sienta yo
mi individualidad singular, o la de otro, con tanta más claridad veré, por
medio de mí mismo y de él, la realidad del hombre universal, liberado de
todas las cualidades individuales, del hombre de los budistas zen, «sin
rango ni título».
Estas consideraciones nos llevan a la cuestión del valor y de los peligros
del individualismo y, en consecuencia, del estudio psicológico del
individuo. Es bien patente que, hoy en día, la individualidad y el
individualismo se estiman y encomian muchísimo como valores y como
objetivos personales y culturales. Pero el valor de la individualidad es muy
equívoco. Por una parte, comprende el elemento de liberación de las
estructuras autoritarias que impiden el desarrollo independiente de una
persona. Si el conocimiento de sí mismo sirve para hacerse consciente del
propio yo verdadero y desarrollarlo, en vez de introyectar un yo «ajeno»,
impuesto por las autoridades, es de gran valor humano. De hecho, se a rma
tanto el aspecto positivo del conocimiento de sí mismo y de la psicología
que no hará falta añadir nada más a su encomio.
Pero es necesario decir algo sobre el lado negativo del culto a la
individualidad y su relación con la psicología. Hay un motivo evidente de
este culto: cuanto más desaparece la individualidad en la realidad, tanto
más se la exalta únicamente con palabras. La industria, la televisión y los
hábitos de consumo rinden homenaje a la individualidad de las personas
que manipulan: el nombre del cajero bancario en su ventanilla y las iniciales
en la cartera. También se a rma la individualidad de las mercancías: las
supuestas diferencias entre coches, cigarrillos y pastas dentífricas, que en

79
realidad son iguales, sirven a la imagen engañosa de una persona individual
que elige libremente cosas individuales. Hay poca conciencia de que la
individualidad se basa, a lo sumo, en diferencias insigni cantes, mientras
que en todos los caracteres importantes las mercancías y las personas han
perdido toda individualidad.
La individualidad aparente se acaricia como un bien precioso. Aunque
no se posea capital, se posee individualidad. No se es individuo, pero se tiene
mucha individualidad, y el ansia y el orgullo de cultivarla. Y como esta
individualidad está fundamentada en pequeñas diferencias triviales, éstas
toman la apariencia de caracteres importantes y signi cativos.
La psicología contemporánea ha fomentado y satisfecho este interés por
la «individualidad». La gente piensa en sus «problemas» y habla de todos los
detalles más nimios de su historial infantil, pero a menudo no se trata más
que de un chismorreo enmascarado sobre uno mismo y los demás, que se
sirve de términos y conceptos psicológicos, y viene a sustituir al antiguo
cotilleo, más simplón, pasado de moda.
La psicología contemporánea, que refuerza el engaño de una
«individualidad mediante diferencias triviales», tiene otra función más
importante todavía: al enseñar cómo se debe reaccionar bajo la in uencia
de estímulos diferentes, los psicólogos se convierten en un poderoso
instrumento de manipulación de los demás y de sí mismos. El conductismo
ha creado toda una ciencia que enseña el arte de la manipulación. Muchas
empresas ponen como condición para la admisión de personal que los
aspirantes al empleo se sometan a pruebas psicológicas de personalidad.
Muchos libros enseñan al individuo a comportarse de manera que
impresionen a los demás en cuanto al valor de su oferta de personalidad o al
valor de la mercancía que venden. Debido a su utilidad en todos estos
aspectos, una rama de la psicología contemporánea ha llegado a ser una
parte importante de la sociedad moderna. Es un tipo de psicología útil en
economía y como productora de ideología engañosa, pero nociva para el
hombre, porque tiende a incrementar su enajenación. Y es fraudulenta
cuando pretende basarse en la idea del «conocimiento de si mismo», según
lo ha entendido la tradición humanista hasta Freud.
Lo que se opone a la psicología de la adaptación es algo radical, porque va
a las raíces; es crítico, porque sabe que el pensamiento consciente es, en su
mayor parte, una trama de engaños y falsedades; y es «salví co», porque

80
espera que el verdadero conocimiento de sí mismo y de los demás libere al
hombre y conduzca a su bienestar. Quien se interese por la indagación
psicológica habrá de estar bien enterado de que estos dos tipos de psicología
apenas tienen nada más en común que el nombre y persiguen nes
contrapuestos.

81
V
LA EVOLUCIÓN DE LA ORIENTACIÓN AL TENER
La vida tiene dos dimensiones. El hombre actúa, hace, produce, crea; en
suma, es activo. Pero el hombre no obra en el vacío, ni sin cuerpo, ni en un
mundo inmaterial: tiene que enfrentarse a cosas. Su acción se dirige a
objetos, animados o inanimados, que transforma o crea.
La primera «cosa» con que tiene que enfrentarse es su cuerpo. Después,
tiene que ocuparse de otras cosas: madera, para hacer fuego o alojarse;
frutas, animales y trigo, para alimentarse; lana y algodón, para vestirse.
Conforme evoluciona la civilización, se va extendiendo el reino de las cosas
de las que el hombre tiene que ocuparse: armas, edi cios, libros, máquinas,
barcos, coches y aviones entran en escena.
¿Qué hace el hombre con todas estas cosas? Las produce, las transforma,
las utiliza para hacer otras cosas y las consume. Las cosas, por sí mismas, no
hacen nada, a menos que el hombre las haya construido de tal manera que
produzcan cosas por su parte.
En cada cultura, es distinta la proporción entre cosas y actos. En
contraste con la gran multitud de cosas de que está rodeado el hombre
moderno, la tribu primitiva de cazadores y recolectores maneja
relativamente pocas: unas cuantas herramientas, redes y armas para cazar,
apenas ropa, ciertos ornamentos y cerámica, pero no alojamiento jo; y
tienen que comer pronto los alimentos, para que no se estropeen.
En comparación con la cantidad de cosas de las que se ocupa una
persona (o que simplemente la rodean), hay que considerar la importancia
de sus actos. Naturalmente, siente, ve y oye, porque su organismo está
hecho de tal manera que, en realidad, no tiene otra opción. Ve un animal al
que puede matar para alimentarse, oye un ruido que lo advierte de un

82
peligro: la vista y el oído sirven al n biológico de la supervivencia. Pero el
hombre no sólo oye para sobrevivir. El oído del hombre puede ser también
un «lujo», que no sirva a ningún n biológico preciso, excepto el general de
incrementar la energía vital, el bienestar y la rapidez de reacción. Cuando
oye de esta manera indeterminada, decimos que escucha. Escucha el canto
de los pájaros, el gorgoteo de la lluvia, el cálido timbre de una voz humana,
el excitante ritmo del tambor, la melodía de una canción o un concierto de
Bach. El oído deja de ser mera reacción biológicamente necesaria, para
hacerse transbiológico, humanizado, activo, creativo y «libre».
Lo mismo es cierto de la vista. Cuando vemos los hermosos ornamentos
de una antiquísima vasija de arcilla, el movimiento de hombres y animales
en las pinturas rupestres de hace treinta mil años, la brillantez de un rostro
bello, o el horror de la destructividad en un rostro o en una mano, hemos
cambiado nuestras clavijas internas, del acto biológicamente necesario al
reino de la libertad; de la existencia animal a la existencia humana.
Y lo mismo es cierto de los demás sentidos: gusto, tacto y olfato. Si
necesito comer porque mi organismo requiere alimento, el síntoma
corriente de esta necesidad es el hambre. Si se quiere comer por gozar platos
sabrosos, hablamos más bien de apetito. La comida exquisita es un producto
de la evolución cultural, como la música y la pintura. Con el olfato no ocurre
otra cosa. Filogenèticamente, el olfato fue el sentido primario de
orientación para los animales, como la vista lo es para el hombre. El disfrute
de olores agradables, por ejemplo de los perfumes, es un antiguo
descubrimiento humano: corresponde al lujo, no a la necesidad biológica. Y
tenemos la misma diferencia en el tacto, que se ve con menos claridad, pero
que sin duda existe. Quizá no tenga más que recordar al lector las personas
que tocan a las demás como se toca un tejido, para apreciar su calidad,
contrariamente a la caricia cálida y tierna de otras.
Esta diferencia entre la necesidad biológica y el apremio instintivo (que
se complementan), por una parte, y el libre ejercicio gozoso de los sentidos,
por otra, puede reconocerse claramente en el acto sexual, en el que
participan todos los sentidos: puede ser manifestación inculta de la
necesidad biológica, es decir, una excitación forzada, indeliberada e
indiferenciada; y puede ser libre, gozoso y activo, un verdadero lujo que no
sirva a ningún n biológico. Aludo a una diferencia entre dos tipos de hacer:

83
el pasivo y forzado, y el activo, productivo y creativo. Después trataremos
más extensamente esta diferencia.
Ahora quiero subrayar que, si bien el espectro de las cosas es muchísimo
menor para el cazador primitivo que para el hombre cibernético, el espectro
de la actividad humana no muestra semejante diferencia. En realidad, hay
buenas razones para creer que el hombre primitivo hacía más y era más que
el hombre industrial. Echemos un vistazo a esto. En principio, todo el
trabajo físico que había de hacerse lo hacia él mismo. No tenía esclavos que
trabajasen para él, las mujeres no eran una clase explotada y no tenía
máquinas ni animales que lo ayudasen. En cuanto al trabajo físico,
dependía de sí mismo y de nadie más.
Ahora bien, se objetará, esto es cierto de las actividades físicas; pero
respecto del pensamiento, la observación, la imaginación, la pintura y la
especulación losó ca y religiosa, el hombre primitivo estaba muy por
detrás del hombre de la era industrial. Nos parece una objeción válida,
in uidos por la idea de que el aumento de la escolaridad equivale al
aumento de la actividad intelectual y artística. Pero esto no es cierto, de
ninguna manera. Nuestra instrucción no nos conduce a pensar más ni a
desarrollar una imaginación activa: consiste principalmente en la oferta de
un conocimiento adquirido por otros, de una información que aprender de
memoria. (Véase la radical crítica al sistema de enseñanza realizada por I.
Illich, 1970).
El hombre medio de hoy piensa muy poco por sí mismo. Recuerda los
datos que le han expuesto los centros de enseñanza y los medios de
difusión. De lo que sabe, no conoce casi nada por su propia observación o
pensamiento. Tampoco las cosas que utiliza necesitan un gran despliegue
mental o demasiada habilidad. Un aparato, como el teléfono, no requiere
ninguna capacidad ni esfuerzo en absoluto; otro aparato, como el
automóvil, exige un poco de aprendizaje al principio y, pasado un tiempo,
cuando se ha adquirido la costumbre, hace falta muy poco esfuerzo o
habilidad personal. Tampoco piensa mucho el hombre moderno, ni siquiera
el de cultura elevada, sobre cuestiones religiosas, losó cas, ni aun
políticas. No hace más que adoptar uno u otro de los muchos estereotipos
que le ofrecen los escritores y oradores políticos y religiosos, pero sus
conclusiones no las extrae de un pensamiento propio, activo y penetrante.
Escoge el tópico que resulta más atractivo para su carácter y su clase social.

84
El hombre primitivo se encuentra en situación enteramente distinta.
Tiene poquísima instrucción, en el sentido moderno de pasar cierto tiempo
en un centro de enseñanza. Está obligado a observar por sí mismo y a
aprender de sus observaciones. Observa el tiempo, la conducta de los
animales y el comportamiento de otros hombres. Su vida depende de que
adquiera ciertas habilidades, y las adquiere por su propia obra y acción, no
en un «curso acelerado de veinte lecciones». Su vida es un constante
proceso de aprendizaje.
W. S. Laughlin ofrece un sucinto cuadro del amplio radio de actividades
mentales del cazador primitivo: «Hay muchas pruebas, aunque
sorprendentemente pocos estudios sistemáticos, de que el hombre
primitivo tiene un rico conocimiento del mundo natural. Es una riqueza
que abarca todo el mundo zoológico de los mamíferos, marsupiales, reptiles,
aves, peces, insectos y plantas. Con ciertas diferencias en cuanto al grado de
perfección y las áreas de interés, también está bien desarrollado el
conocimiento de las mareas, de los fenómenos meteorológicos en general,
de la astronomía y de otros aspectos del mundo natural… Citaré sólo su
importancia para la conducta del cazador y para la evolución del hombre…
El cazador aprendía la conducta y la anatomía animales, incluidas las suyas.
Primero se domesticó a sí mismo y después se volvió hacia otros animales y
hacia las plantas. En este sentido, la caza fue la escuela que hizo autodidacta
al género humano».
El arte de leer y escribir es otro ejemplo de cómo se ha deformado la
estimación de la actividad mental del hombre civilizado. El hombre
contemporáneo cree que dominar este arte es señal indiscutible de
progreso. Se hacen los mayores esfuerzos por erradicar el analfabetismo,
como si fuese casi un defecto mental. El progreso de un país se mide —
aparte de por la cantidad de automóviles— por el porcentaje de las personas
que saben leer y escribir. Estos juicios desconocen que los pueblos que no
saben leer y escribir, o en los que este saber es monopolizado por pequeños
grupos de sacerdotes o sabios, tienen una memoria extraordinaria. Resulta
difícil para el hombre moderno entender que toda una cierta literatura —
como los Vedas, los textos budistas, los libros del Antiguo Testamento y la
tradición oral judía— se transmitiese elmente de generación en
generación siglos y siglos antes de que se escribiese. Al contrario, he
observado que, por ejemplo, entre los campesinos mexicanos, incluso si

85
saben leer y escribir pero no lo practican con tanta frecuencia, la memoria
está muy desarrollada, precisamente porque no anotan las cosas. En cuanto
uno anota algo, deja de hacer el esfuerzo activo que requiere el hecho de
memorizar. No tiene uno que grabar, por decirlo así, los datos en el cerebro,
porque los ha almacenado en un medio auxiliar: pergamino, papel o cinta.
Se cree que no hace falta recordar, porque la información queda asegurada
en la anotación que se ha hecho. Así pues, la facultad de la memoria sufre
por falta de práctica. Hoy puede observarse una constante evitación del
pensamiento activo, aun en pequeñas dosis, por ejemplo cuando el
dependiente de una tienda suma tres cantidades en la calculadora, por no
hacerlo mentalmente.
En la pintura puede verse también este mismo principio acerca de que el
hombre primitivo era más activo. Los cazadores y recolectores de hace
treinta mil años pintaron magní cas escenas de animales y hombres,
algunas de las cuales nos han llegado bien conservadas en cuevas del sur de
Francia. Estas hermosas pinturas son un placer incluso para el hombre
moderno familiarizado con la obra de los grandes maestros de estos siglos
pasados. Pero aun suponiendo que se debieran a unos genios, a los
Leonardos y Rembrandts de nes de la era glacial, no puede decirse lo
mismo sobre la ornamentación de la cerámica y de las herramientas, que se
remonta a los tiempos prehistóricos más antiguos.
Se ha dicho a menudo que las pinturas rupestres, como estos
ornamentos, tuvieron nes prácticos, mágicos, como el de ayudar al éxito
de la caza, combatir los espíritus malignos, etc. Pero, aun aceptando esto,
fuera cual fuese la nalidad práctica, no habría sido necesario hacer las
cosas tan bonitas. Además, no pudo haber tantos genios para decorar tanta
cerámica. Cada aldea tenía su propio estilo de decoración, a menudo con
ligeras diferencias, pero está demostrado que había un interés estético
activo entre quienes producían las vasijas y quienes las usaban, a veces los
mismos.
He hablado hasta ahora de la cultura más «primitiva», la cultura de los
cazadores y recolectores, y de lo que sabemos y podemos conjeturar acerca
de ella, al menos desde la plena aparición del homo sapiens sapiens, hace
unos cuarenta o cincuenta mil años. Manejaban pocas cosas hechas por el
hombre, pero aplicaban muy activamente sus facultades de pensar,
observar, imaginar, pintar y esculpir. Si quisiésemos expresar en términos

86
cuantitativos la relación entre sus cosas y sus actos, podríamos a rmar
(simbólicamente) que, entre los pueblos más primitivos, era de uno a cien,
mientras que, en el hombre moderno, sería de cien a uno.
La historia nos ofrece muchas variaciones entre estos dos extremos. El
ciudadano griego del período del orecimiento de la democracia estaba
rodeado de más cosas, naturalmente, que el cazador, pero se ocupaba
activamente de los asuntos públicos, desarrollaba y utilizaba la razón en
grado extraordinario e intervenía productivamente en arte y losofía. ¿Qué
necesitamos saber más de un pueblo, como los ciudadanos de Atenas, cuyo
alimento artístico era el teatro de Sófocles y Esquilo; y qué dice de la
pasividad estética y emocional del neoyorquino contemporáneo la clase de
cine y teatro que le entusiasma?
El cuadro que obtenemos de la vida de un artesano medieval es diferente
y, sin embargo, parecido en muchos aspectos. Trabajaba con interés, con
cuidado, y no se aburría. La mesa que hacia era hija de sus esfuerzos, de su
experiencia, de su capacidad y de su gusto: era un acto creativo. La mayor
parte de las cosas que había que hacer las tenía que hacer él mismo.
Intervenía en muchas actividades comunes, como en coros, danzas y o cios
religiosos. El campesino era mucho más pobre; no era un hombre libre, pero
tampoco un esclavo. El trabajo en el campo quizá no fuese muy satisfactorio
(hablo especialmente del período anterior al gran empeoramiento, en el
siglo XVI, de la situación del campesino), pero participaba y gozaba de la rica
vida cultural de sus costumbres populares. Ni el artesano ni el campesino
vivían de ver a otros afanarse, disfrutar o padecer. Lo que llenaba sus vidas
era consecuencia, en gran parte, de sus actos y experiencia. Y ni siquiera el
artesano, muy superior económica y socialmente al campesino, tenía
mucho, aparte de su casa y de sus herramientas, y guiaba justo lo su ciente
para vivir de acuerdo con el nivel acostumbrado de su clase social. No quería
traer ni consumir más, porque el n de su vida no era adquirir riquezas,
sino emplear productivamente sus facultades y disfrutar el ser.
El hombre contemporáneo de la sociedad cibernética está rodeado de
tantas cosas como estrellas hay en el cielo. Desde luego, la mayoría de ellas
las ha producido él. ¿Las ha producido él? Lo que produce el obrero de una
fábrica gigantesca es… ninguna cosa, nada. Ciertamente, participa en la
producción de un automóvil, de un refrigerador eléctrico o de una pasta
dentífrica, pero, según el tipo de procedimiento industrial, hace unos

87
cuantos gestos estereotipados, pone unos tornillos, o el motor, o una puerta.
Sólo el último obrero de la cadena ve el producto acabado. Los demás lo ven
por la calle. Ellos adquieren un coche más barato. El más caro sólo lo ven
conducido por gente más acomodada. Pero únicamente puede decirse en
sentido abstracto que el obrero haya producido un coche. En primer lugar,
son máquinas las que han producido el coche (como son otras máquinas las
que han producido las máquinas productoras de coches). El obrero, y no
como hombre cabal, sino como herramienta viva, desempeña un papel en la
producción, de nible como la ejecución de tareas que todavía no pueden
cumplir las máquinas (o sólo antieconómicamente).
El ingeniero y el diseñador podrían asegurar que han sido ellos los que
han producido el coche, pero tampoco es cierto, desde luego. Pueden haber
prestado su contribución, pero no han sido ellos los que han producido el
coche. Por último, será el director quien a rme haber sido él quien ha
producido el coche, por haber sido él quien ha dirigido todo el
procedimiento. Pero esta a rmación es aún más dudosa que la del
ingeniero. En realidad, no estamos seguros de que el directivo, como
persona física, haya sido necesario para la producción del coche. Su
pretensión puede ser tan discutible como la del general que a rmase haber
conquistado él una fortaleza, o haber ganado una batalla, cuando,
evidentemente, han sido sus soldados. Son ellos los que han avanzado, han
atacado y han sufrido heridas o muerte, mientras que él ha hecho los planes
y ha velado por su buena ejecución. A veces, la batalla se gana,
simplemente, porque el general contrario es más incapaz que el vencedor y
comete más errores.
Se trata de si la función directiva y gestora desempeña un papel
productivo. Sólo diré que, para el directivo, el coche, cuando abandona la
cadena de montaje, pierde su apariencia física y se convierte en una
mercancía. Quiérese decir que no le interesa fundamentalmente por su
valor real de uso, sino por el valor cticio de uso, creado por la publicidad
embaucando al posible comprador con toda clase de datos impertinentes,
desde mujeres provocativas hasta el aspecto «viril» del coche. En cierto
sentido, el coche como mercancía es producto del directivo: él ordena que se
fabrique con las características que puedan darle su atractivo especial para
la venta.

88
El hombre moderno puede producir unos efectos sobre el mundo
material mucho mayores que los conocidos hasta el momento. Pero estos
efectos son totalmente desproporcionados con respecto a los esfuerzos
físicos e intelectuales que se les destinan. Conducir un automóvil potente
no requiere fuerza física, ni capacidad o inteligencia particulares. Conducir
un avión requiere mucha capacidad, pero lanzar una bomba de hidrógeno,
relativamente poca. Hay ciertas actividades, desde luego, que siguen
exigiendo muchísima capacidad y esfuerzo: las actividades de los artesanos,
médicos, cientí cos, artistas, obreros muy especializados, pilotos,
pescadores, horticultores y los de otras muchas ocupaciones o profesiones
semejantes. Pero estas actividades que exigen capacidad son cada vez
menos frecuentes. La gran mayoría se ganan la vida en trabajos que
requieren poca inteligencia, imaginación y concentración de ninguna
especie. Los efectos (resultados) físicos ya no son proporcionales al esfuerzo
humano, y esta diferencia entre el esfuerzo (y capacidad) y el resultado es uno
de los caracteres más signi cativos y patógenos de la sociedad moderna,
porque viene a degradar el esfuerzo y reducir su importancia.
Hemos de llegar, pues, a una primera conclusión: en contra de la idea
general, el hombre se halla totalmente desamparado en su mundo. Parece
poderoso únicamente porque domina la naturaleza en grado extraordinario,
hasta el extremo de incredulidad que produce en el hombre medio un
fenómeno como el de un terremoto devastador, bien representada en la
reacción que hizo exclamar a un joven: «Pero, ¿es que todavía quedan cosas
así?». Sin embargo, este dominio del hombre sobre la naturaleza es casi
completamente enajenado: no se debe a verdaderas facultades humanas,
sino a la «megamáquina» (L. Mumford, 1967), que le facilita conseguir
mucho sin hacer ni ser demasiado. Puede decirse, por tanto, que el hombre
moderno vive en relación simbiótica con el mundo de las máquinas. En
tanto es parte de ellas, es, o parece, poderoso; sin ellas, solo y abandonado a
sus propios recursos, es tan impotente como un niño. Por eso adora sus
máquinas: le prestan su fuerza y le engañan haciéndole creerse un gigante,
cuando sin ellas es un inválido.
El hombre de otra época creía que sus ídolos le prestaban sus fuerzas, y
esto era un puro engaño, excepto en que él proyectaba su fuerza al ídolo, que
le devolvía un poco de ella en la adoración. En lo esencial, lo mismo ocurre
con la adoración de las máquinas. Ciertamente, Baal y Astarte eran sólo lo

89
que el hombre creía que eran. Los ídolos, según decía la crítica profética, no
eran más que trozos de madera o piedra, y su única fuerza era la que le
transmitía el hombre, para recibir en devolución parte de ella. Las
máquinas no son precisamente unos trozos de metal inútiles: en realidad,
crean un mundo de cosas provechosas. El hombre depende realmente de
ellas, pero, del mismo modo que ocurrió con los ídolos, él es quien las ha
inventado, proyectado y construido. Las máquinas, como los ídolos, son
producto de su imaginación, de su imaginación técnica, que, emparejada
con la ciencia, puede crear cosas de mucha utilidad material, pero que han
llegado a dominarlo.
Prometeo trajo el fuego a los hombres para librarlos del dominio de la
naturaleza. En este momento de su historia, los hombres se han esclavizado
a ese mismo fuego que había de liberarlos. El hombre de hoy, que lleva
máscara de gigante, se ha convertido en un ser débil y desamparado,
dependiente de las máquinas que «él» ha creado y, por tanto, de los
dirigentes que aseguran el buen funcionamiento de la sociedad que produce
la máquina, dependiente del buen funcionamiento de la economía,
aterrorizado por el miedo a perder todas las ventajas, a ser «un hombre sin
rango ni título», a ser a secas, a tener que hacerse la pregunta: «¿Quién soy
yo?».
En resumen, el hombre moderno tiene muchas cosas y usa muchas
cosas, pero es muy poca cosa. Sus sentimientos y sus pensamientos están
atro ados, como músculos sin emplear. Tiene tanto miedo a cualquier
cambio social que toda perturbación del equilibrio signi ca para él caos o
muerte: si no la muerte física, la muerte de su identidad.

90
VI
DOS CLASES DE TENER

1. Propiedad funcional y propiedad no funcional


Lo que uno tiene es propiedad suya. Como cada uno «tiene» su cuerpo,
podría decirse que la propiedad se arraiga en la misma existencia humana.
Pero este argumento, que parece bueno para demostrar la universalidad de
la propiedad, no es cierto. Un esclavo no posee su cuerpo: su amo puede
usarlo, venderlo o destruirlo a voluntad y capricho. En este sentido, se
distingue incluso del obrero más explotado, que no es dueño de su energía
física, porque está obligado a venderla al poseedor de capital que compra su
mano de obra. Pero, como en las condiciones del capitalismo no tiene otra
opción, hemos de admitir que aun esta propiedad de su cuerpo es discutible.
¿De qué sirve que yo sea dueño de una cosa, si otra persona tiene el derecho
de usarla?
Nos encontramos en medio de un problema muy discutido, el de la
propiedad, sobre el que reina todavía la confusión. Las exigencias
revolucionarias de abolición de la propiedad privada levantaron unas
pasiones que lo han oscurecido. Muchos creyeron que les quitarían y
«nacionalizarían» sus propiedades personales, su ropa, sus libros y muebles,
etc., y hasta sus mujeres. (Aún me acuerdo vivamente de mi impresión al
leer en 1919 en el Frankfurter Zeitung, equivalente en muchos aspectos al
New York Times, la fantástica información de que Gustav Landauer, uno de
los mejores humanistas alemanes, y entonces ministro de Cultura de la
efímera Bavarian Róterepublik, había ordenado la nacionalización de las
mujeres… En realidad, hoy conocemos ya una especie de «socialización» de

91
las mujeres con el cambio de parejas, pero practicado por quienes, además
de compartir sus mujeres, comparten ideas políticas conservadoras).
Ni Marx ni los demás socialistas han propuesto nunca cosa tan absurda
como socializar la propiedad personal de los objetos de uso: trataban de la
propiedad del capital, es decir, de los medios de producción que permiten a
su dueño producir mercancías socialmente inconvenientes e imponer sus
condiciones al obrero por ser él quien le «da» trabajo.
En reacción a las exigencias socialistas, los profesores de economía
política aseguraron que la propiedad es un derecho «natural», inherente a la
naturaleza humana, y que ha existido desde que existe la sociedad.
Asistiendo a varios cursos de historia económica en 1918-1919, oí explicar
con toda seriedad a dos profesores importantes de la época que el capital no
es característico del capitalismo, puesto que unas tribus primitivas usaban
conchas como medio de cambio, prueba de que tenían capital, ergo de que el
capitalismo es tan antiguo como la humanidad.
En realidad, se trataba de un ejemplo erróneo. Hoy sabemos, mejor aún
que entonces, que los pueblos más primitivos no tenían propiedad privada,
excepto de las cosas que sirven para uso personal directo, como el vestido, la
ornamentación, las herramientas, las redes y las armas. De hecho, la
mayoría de las explicaciones clásicas del origen y función de la propiedad
privada han dado por supuesto que, en el estado de naturaleza, todas las
cosas se tenían en común. (Véase Anatomía de la destructividad humana,
1973a, donde expongo las ideas de los antropólogos). Es opinión que
aceptan indirectamente incluso los padres de la Iglesia, para quienes la
propiedad es tanto consecuencia como remedio social de la codicia debida al
pecado original. Dicho de otra manera, la propiedad privada es
consecuencia del pecado original, del mismo modo que la dominación del
varón sobre la hembra y la lucha entre el hombre y la naturaleza.
Convendrá distinguir entre diversos tipos de conceptos de propiedad,
que a veces se confunden:
1) La propiedad como derecho absoluto sobre un objeto (viviente o no
viviente), independientemente de si el dueño ha hecho algo por producirlo,
o lo ha heredado, lo ha recibido como regalo o lo ha robado. Aparte de este
último caso, que impone ciertas reservas, tanto en las relaciones
internacionales como en las leyes de la sociedad civil, los grandes
ordenamientos jurídicos de Roma y del Estado moderno abordan la

92
propiedad en este sentido. La posesión siempre es garantizada por el
Derecho nacional e internacional, es decir, fundamentalmente, por la fuerza
que aplica la ley.
2) El segundo concepto, especialmente popular en la losofía de la
Ilustración, a rma que el derecho a la posesión depende del esfuerzo que se
haya hecho para crearla. Es característica la idea de Locke acerca de que, si
alguien añade trabajo a una cosa que hasta entonces no ha sido propiedad
de nadie (res nullius), se hace propiedad suya. Pero esta a rmación de Locke
acerca del papel productivo de la persona en la creación de la propiedad
originaria pierde la mayor parte de su signi cado cuando hace la reserva de
que el derecho a la propiedad creada por alguien puede transmitirse
libremente a otros que no hayan trabajado por ella. Está claro que Locke
debía hacer esta reserva, porque, de lo contrario, se habría encontrado con
la di cultad de que los obreros pretendieran que el producto de su trabajo
fuera propiedad suya. (Véase S. I. Bern, 1967).
3) Hegel y Marx entienden la propiedad de un modo que supera el
esencialmente jurídico de las ideas anteriores, basándose en su sentido
metafísico y espiritual para el hombre. Para Hegel, tiene que haber
propiedad, porque «la persona…, para ser en cuanto idea, tiene que darse
una esfera externa de libertad» (1968, vol. II, párr. 41, pág. 80). «Pero la
a rmación verdadera es que, desde el punto de vista de la libertad, la
propiedad es su primera manifestación y n esencial en sí». (Op. cit., párr.
45, pág. 83). Esto puede parecer únicamente, en lectura super cial, una
justi cación de que la propiedad privada es sagrada. En realidad, es mucho
más, pero haría falta exponer toda la losofía de Hegel para explicarlo.
Marx ha formulado esta cuestión enteramente ad personan y sin
oscurecimientos losó cos. Para él, como para Hegel, la propiedad es una
exteriorización de la voluntad humana. Pero mientras el hombre esté
enajenado de su trabajo, mientras lo creado no sea suyo, sino del dueño de
los medios de producción, la propiedad no podrá ser propiedad suya. Sólo
cuando la sociedad se organice en una empresa común, en la que el pleno
desarrollo del individuo dependa del pleno desarrollo de todos, dejará de
tener sentido decir que esto es «mío» y esto es «tuyo». En tal comunidad, el
mismo trabajo, es decir, el trabajo no enajenado, será placentero; y la
«posesión» de aquello que no se usa será un absurdo. Cada uno recibirá
según sus necesidades, no según cuanto haya trabajado. (Entendiéndose

93
por necesidades, naturalmente, las verdaderas del hombre, no las
arti ciales y nocivas que le sugiere la industria). La idea de Marx sobre el
trabajo no enajenado es contradictoria: a veces parece considerarlo como la
realización superior de la vida, pero nalmente concluye que el objetivo
supremo de la vida y el marco de la libertad es el tiempo libre y su empleo
no enajenado.
Otra distinción, radicalmente diferente, es la que se da entre propiedad
para uso (propiedad funcional) y propiedad para posesión (propiedad no
funcional), aunque hay muchas mezclas de estos dos tipos. En alemán
queda muy clara la diferencia entre estos dos tipos de propiedades con el
empleo de dos palabras distintas: Besitz y Eigentum. Besitz viene de sitzen, y
signi ca literalmente aquello sobre lo que uno está sentado. Se re ere al
dominio jurídico y efectivo, pero no se relaciona con la propia acción
productiva. Eigentum, en cambio, es diferente. Eig es la raíz germánica de
haben (tener), pero ha cambiado de sentido con el paso de los siglos, de
manera que el maestro Eckhart pudo emplearla ya en el siglo XIII para
traducir la latina proprietas (propiedad). Propio se corresponde con eigen, y
signi ca lo particular de una persona (como en «nombre propio»). La
propiedad se re ere, pues, a todo lo que es particular de una persona como
individuo determinado: su cuerpo, las cosas que usa diariamente y a las
que, con su trato cotidiano, cede parte de su individualidad, su vestido y sus
herramientas, su morada y todo lo que constituye su entorno permanente.
Para una persona que viva en esta sociedad cibernética, en la que todo se
gasta en poco tiempo, e incluso si no se gasta se cambia por otra cosa nueva,
quizá sea difícil apreciar el carácter personal de las cosas de uso diario. Al
usarlas, la persona les comunica parte de su vida y de su personalidad y
dejan de ser cosas inanimadas, estériles o intercambiables. Es una cualidad
que se muestra claramente en la costumbre de muchas culturas primitivas
(que no quiere decir simples) de poner en la tumba de una persona estas
mismas cosas de su propiedad personal y cotidiana. Lo equivalente en la
sociedad moderna es la última voluntad, con consecuencias que perdurarán
muchos años tras la muerte, pero no sobre objetos que sean cosas
personales, sino precisamente sobre la propiedad privada impersonal del
dinero, la tierra, los derechos, etcétera.
Podemos concluir que la diferencia más importante es la que existe entre
la propiedad personal y la privada, esencialmente la misma diferencia que

94
entre la propiedad funcional y no funcional (muerta). Es muchísimo más
importante que la diferencia entre propiedad privada y pública, porque,
según se ha demostrado en muchos casos, la forma jurídica de una
propiedad pública, o nacional, o socializada, puede ser precisamente tan
coactiva y enajenante como la propiedad privada, si la administran unos
burócratas que pretenden representar falsamente los intereses de los
obreros y empleados.
La propiedad funcional y la propiedad muerta se presentan con
frecuencia en su forma pura, pero también en forma mixta, como puede
verse claramente en los ejemplos siguientes. El más elemental es el ejemplo
del cuerpo, la única propiedad que tiene todo el mundo. Es, por decirlo así,
una «propiedad natural». Según ha mostrado Freud de modo muy brillante,
el niño quizá sienta sus excrementos como una forma todavía más
extremada de posesión. Son suyos, son producto de su cuerpo, se libra de
ellos, pero no necesita temer su pérdida, porque los repone todos los días. El
cuerpo, en cambio, no es sólo una «posesión»: es también un instrumento
que utilizamos para satisfacer nuestras necesidades y, además, cambia
según el uso que hacemos de él. Si no usamos los músculos, se debilitan y
atro an hasta quedar inutilizables. Por el contrario, el cuerpo se hace más
fuerte y sano cuanto más se utiliza, naturalmente, dentro de ciertos límites.
Tener una casa o un terreno es distinto, porque se trata de un hecho
social, no natural, como el cuerpo. Pensemos en una tribu nómada: no
poseen tierra; viven durante un cierto tiempo en un terreno, lo utilizan,
levantan en él sus tiendas o cabañas y lo abandonan. Ese terreno no era de
su propiedad privada, ni era propiedad comunal, ni era propiedad en
absoluto, sino un objeto de uso que era «suyo» en el estricto sentido de que
lo utilizaban. Lo mismo ocurría con sus herramientas, redes de pescar,
lanzas, hachas, etc.: eran posesiones sólo por ser utilizadas. El mismo
principio rige hoy en ciertas cooperativas agrícolas en las que el individuo
no es propietario de ningún terreno, es decir, no puede venderlo ni tiene
ningún derecho sobre él, excepto en la medida en que lo cultiva.
En muchas culturas primitivas carentes de propiedad privada, ocurre lo
mismo con la relación entre hombre y mujer y con la institución del
matrimonio. Una relación se reconoce socialmente como matrimonio sólo
mientras el hombre y la mujer se aman, se quieren y desean seguir juntos.
Cuando la relación pierde su función, cada uno es libre de dejar al otro,

95
porque ninguno de los dos tiene al otro. (Véase, por ejemplo, el matrimonio
entre los mobutus, pigmeos africanos, descrito por C. Tümbull, 1965).
En cambio, con la propiedad institucional, la ley declara que mi casa, mi
tierra, mis herramientas, mi mujer y mis hijos son propiedad mía, que yo
los tengo y no importa si no cuido de ellos. En realidad, tengo el derecho de
destruir cualquier cosa que sea propiedad mía: puedo quemar mi casa, o un
cuadro, aunque sea una obra de arte única. No debo rendir cuentas a nadie
de lo que hago con lo que es mío. Y este derecho legal es efectivo porque la
autoridad apoya mi pretensión con su fuerza.
En el curso de la historia, han cambiado las ideas, y las leyes
correspondientes, sobre los derechos de propiedad de las esposas y de los
hijos. Hoy, matar a la propia esposa es un crimen penado por la ley. Matar al
propio hijo también se considera un crimen, pero las crueldades y los malos
tratos continuados que los padres in igen a sus hijos son ejercicio de su
legítima autoridad (es decir, de sus derechos de propiedad), a menos que
lleguen a extremos que no puedan ocultarse. Pero, precisamente en la
relación con la mujer y los hijos, han existido elementos que iban más allá
de la posesión pura. Eran seres vivos, vivían en estrecha relación con su
amo, que los necesitaba, y le daban placer. Por tanto, había también un
elemento de propiedad funcional, además del de propiedad formal.
La forma extrema de propiedad y posesión jurídica es la propiedad del
capital. Podría decirse que el capital no es diferente a un útil, por ejemplo un
hacha, que su dueño usa. Pero el hacha sólo tiene valor cuando sirve a la
capacidad de su dueño, o sea, cuando es propiedad funcional. En el caso del
capital, su dueño lo tiene, aunque no haga nada con él. Es valioso aunque no
esté invertido. Pero si el dueño lo invierte, no está obligado a emplear su
capacidad ni a hacer ningún esfuerzo proporcionado para obtener un
bene cio. Y lo mismo ocurre con la forma más antigua de capital: la tierra.
El derecho legal que me convierte en dueño suyo me permite extraer
bene cio de ella sin que yo haga ningún esfuerzo, es decir, sin que yo trabaje
por mí mismo. Por consiguiente, la propiedad no funcional puede llamarse
también propiedad muerta.
La propiedad «muerta», no funcional, se legitima por conquista o por ley.
Pero la ley es respaldada por la fuerza, y en este sentido la diferencia entre
propiedad conquistada y propiedad legal es relativa. Además, en el caso de

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la posesión legal, la fuerza constituye derecho, porque el Estado garantiza mi
propiedad por la fuerza, de la que tiene el monopolio.

2. El tener orientado al ser y el tener orientado al poseer


El hombre no puede existir sin «tener», pero puede existir muy bien con
un tener puramente funcional, que es como existió durante los cuarenta mil
primeros años desde que apareció el homo sapiens sapiens. En realidad,
como expondremos después, únicamente puede existir con cordura si tiene
una propiedad sobre todo funcional y un mínimo de propiedad muerta.
La propiedad funcional es una necesidad real y existencial del hombre;
mientras que la propiedad institucional satisface una necesidad patológica,
condicionada por ciertas circunstancias socioeconómicas. El hombre debe
tener un cuerpo, morada, herramientas, armas y vasijas. Estas cosas son
necesarias para su existencia biológica. Pero hay otras cosas que necesita
para su existencia espiritual, como ornamentos y objetos de decoración; en
suma, objetos artísticos y «sagrados» y los medios para producirlos. Pueden
ser propiedad, en el sentido de que el individuo los utilice exclusivamente,
pero son propiedad funcional.
Con el aumento de la civilización, disminuye la propiedad funcional de
cosas. El individuo puede tener varios trajes o vestidos, una casa, aparatos
que eviten trabajo, receptores de radio y televisión, discos y tocadiscos,
libros, raquetas de tenis y un par de esquíes… Todas estas posesiones no
tienen por qué ser distintas a las funcionales de las culturas primitivas. No
tienen por qué serlo, pero a menudo lo son. El cambio de función ocurre en
el momento en que la posesión deja de ser un medio para la vida y la
productividad, transformándose en un medio de consumo pasivo-
receptivo. […]
Cuando la función principal del tener es satisfacer la necesidad de
consumir cada vez más, ya no es una condición para ser más y, en lo esencial,
no se distingue de la «posesión de guardar». Esto puede sonar raro, porque
«guardar» y «gastar» se contraponen. Pero sólo si abordamos la cuestión
super cialmente. Si la abordamos dinámicamente, comparten una cualidad
fundamental: tanto el miserable como el derrochador son íntimamente
pasivos e improductivos. No se relacionan activamente con nada ni con
nadie. No cambian ni se desarrollan con la vida, sino que sólo representan

97
dos formas distintas de no vivir. Estas consideraciones muestran que la
diferenciación entre el tener de posesión y el tener de uso debe atender al
doble sentido del uso: uso pasivo (el «consumidor») y uso productivo (el
artesano, el artista y el obrero especializado). El tener funcional se relaciona
con el uso productivo.
El «tener posesivo» puede cumplir también funciones distintas a la de
ganar sin deber hacer un esfuerzo. En primer lugar, en una sociedad
centrada en torno a la propiedad, la propiedad muerta concede poder a su
dueño. El que tiene mucha propiedad suele ser políticamente poderoso.
Parece un gran hombre, porque es un hombre poderoso. Y la gente admira
su grandeza, porque pre ere admirar a temer. El rico y poderoso puede
in uir sobre los demás intimidándolos o comprándolos. Por tanto, adquiere
la posesión de fama o admiración. Hay de esto un precioso comentario de
Marx (Manuscritos: Economía y Filosofía, págs. 178-179 y 181):
«Lo que mediante el dinero es para mí, lo que puedo pagar, es decir, lo que
el dinero puede comprar, eso soy yo, el poseedor del dinero mismo. Mi fuerza
es tan grande como lo sea la fuerza del dinero. Las cualidades del dinero son
mis —de su poseedor— cualidades y fuerzas esenciales. Lo que soy y lo que
puedo no están determinados en modo alguno por mi individualidad. Soy
feo, pero puedo comprarme la mujer más bella. Luego no soy feo, pues el
efecto de la fealdad, su fuerza ahuyentadora, es aniquilada por el dinero.
Según mi individualidad soy tullido, pero el dinero me procura veinticuatro
pies, luego no soy tullido; soy un hombre malo, sin honor, sin conciencia y
sin ingenio, pero se honra al dinero, luego también a su poseedor. El dinero
es el bien supremo, luego es bueno su poseedor; el dinero me evita, además,
la molestia de ser deshonesto, luego se presume que soy honesto; soy
estúpido, pero el dinero es el verdadero espíritu de todas las cosas, ¿cómo
podría carecer de ingenio su poseedor? Él puede, por lo demás, comprarse
gentes ingeniosas, ¿y no es quien tiene poder sobre las personas inteligentes
más talentoso que el talentoso? ¿Es que no poseo yo, que mediante el dinero
puedo todo lo que el corazón humano ansia, todos los poderes humanos?
¿Acaso no transforma mi dinero todas mis carencias en su contrario?
»Si el dinero es el vínculo que me liga a la vida humana, que liga a la
sociedad, que me liga con la naturaleza y con el hombre, ¿no es el dinero el
vínculo de todos los vínculos? ¿No puede él atar y desatar todas las
ataduras? ¿No es también por esto el medio general de separación? Es la

98
verdadera moneda divisoria, así como el verdadero medio de unión, la fuerza
galvanoquímica de la sociedad. […]
»Como el dinero, en cuanto concepto existente y activo del valor,
confunde y cambia todas las cosas, es la confusión y el trueque universal de
todo, es decir, el mundo invertido, la confusión y el trueque de todas las
cualidades naturales y humanas.
»Aunque sea cobarde, es valiente quien puede comprar la valentía. Como
el dinero no se cambia por una cualidad determinada, ni por una cosa o una
fuerza esencial humana determinadas, sino por la totalidad del mundo
objetivo natural y humano, desde el punto de vista de su poseedor puede
cambiar cualquier propiedad por cualquier otra propiedad y cualquier otro
objeto, incluso los contradictorios. Es la fraternización de las
imposibilidades; obliga a besarse a aquello que se contradice.
»Si suponemos al hombre como hombre y a su relación con el mundo
como una relación humana, sólo se puede cambiar amor por amor,
con anza por con anza, etc. Si se quiere gozar del arte hasta ser un hombre
artísticamente educado; si se quiere ejercer in ujo sobre otro hombre, hay
que ser un hombre que actúe sobre los otros de modo realmente
estimulante e incitante. Cada una de las relaciones con el hombre —y con la
naturaleza— ha de ser una exteriorización determinada de la vida
individual real que se corresponda con el objeto de la voluntad. Si amas sin
despertar amor, esto es, si tu amor, en cuanto amor, no produce amor
reciproco, si mediante una exteriorización vital como hombre amante no te
conviertes en hombre amado, tu amor es impotente, una desgracia[3]».
Estas consideraciones nos llevan a concluir que la clasi cación
tradicional de la propiedad en privada y pública (nacionalizada o
socializada) es insu ciente y aun equívoca. Importa más si la propiedad es
funcional y, por tanto, no explotadora, o muerta y explotadora.
La propiedad, aunque pertenezca al Estado, y aunque pertenezca a todos
los que trabajen en una fábrica, puede otorgar dominio sobre otros a los
burócratas que dirigen la producción. De hecho, la propiedad puramente
funcional, como la de objetos de uso, no fue considerada por Marx ni otros
socialistas como propiedad privada que debiera socializarse. Tampoco
importa si la propiedad funcional es exactamente igual o no para todos.
Este interés por la igualdad de la propiedad no ha sido nunca un interés
socialista: en realidad, está profundamente arraigado en el espíritu de la

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propiedad, promotor de envidia, querer evitar la desigualdad que la
provoca. La cuestión esencial es si la posesión fomenta la actividad y la
vitalidad del individuo o si paraliza su actividad y favorece la indolencia, la
pereza y la improductividad.

3. Signi cado psicológico de las dos clases de tener


Con esta última observación, entramos en la exposición del tener como
fenómeno mental y afectivo.
Hablando en primer lugar de la «propiedad funcional», está claro que yo
no puedo poseer más de lo que pueda usar razonablemente. Este
emparejamiento de posesión y uso tiene varias consecuencias:
1) Tener sólo lo que uso me estimula constantemente a ser activo.
2) Difícilmente puede surgir el ansia de poseer (avaricia), porque la
cantidad de las cosas que yo pueda querer tener está limitada por mi
capacidad de usarlas productivamente.
3) Difícilmente podré ser envidioso, pues vano sería envidiar a otro lo
que tiene, cuando yo estoy tan ocupado usando lo que tengo.
4) No estaré preocupado por el miedo a perder lo que tengo, pues la
propiedad funcional puede reemplazarse fácilmente.
La propiedad no funcional, institucional, se vive de manera distinta.
Junto con el ser y el tener funcional, es el otro modo elemental de
experimentarse a sí mismo y el mundo exterior. Estos dos modos de
experiencia pueden encontrarse en casi todos: raros serán los que no vivan
en absoluto el tener, mientras que son muchísimos los que casi sólo
conocen esta experiencia. La mayoría se caracteriza por un particular modo
mixto de tener y ser en su estructura de carácter.
Sin embargo, por sencillos que sean el concepto y el término de «tener»,
resulta difícil describir este modo de existencia, en especial porque tal
descripción únicamente podrá entenderse si el lector, no sólo responde
intelectualmente, sino que trata de movilizar su experiencia afectiva del
tener.
La manera más conveniente de empezar a comprender el tener (en
sentido no funcional) quizá sea recordar una de las ideas más importantes
de Freud: el niño, después de atravesar una fase de receptividad meramente
pasiva, seguida de otra de receptividad agresiva explotadora, vive otra fase,

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antes de alcanzar la madurez, llamada por él la fase erótica anal, que a
menudo sigue siendo dominante en el desarrollo de una persona y lleva a
formar el «carácter anal». Importa poco en este contexto la idea de Freud de
que una fase especial del desarrollo de la libido fuese primaria y que la
formación del carácter fuese secundaria (aunque, en mi opinión, y en la de
autores más cercanos a Freud, como Erik Erikson, la relación es la inversa):
lo que importa es la consideración de Freud de que el predominio de la
orientación a la posesión es un período anterior al logro de la madurez plena
y que este predominio, convertido en permanente, es patológico. En otras
palabras, para Freud, el interesado exclusivamente por tener y poseer es una
persona neurótica, mentalmente enferma.
Esta idea pudo caer como una bomba en una sociedad basada en la
propiedad privada, y cuyos miembros se entienden a sí mismos y entienden
su relación con el mundo, sobre todo, por lo que tienen. Pero, por cuanto sé,
nadie protestó frente a este ataque a los valores supremos de la sociedad
burguesa, mientras que sus modestas tentativas de desmiti car la
sexualidad provocaron los alaridos de todos los defensores de la «decencia».
No es fácil explicar esta paradoja. ¿Sería porque no era corriente relacionar
la psicología individual con la psicología social? ¿O era tan indiscutida la
propiedad como valor supremo que nadie se molestó en recoger el guante?
¿O bien el ataque de Freud a la moral sexual de la clase media se enfrentó a
una reacción tan encarnizada porque ésta servía para mantener la
hipocresía, mientras que la actitud ante el dinero y la propiedad era tan
sincera que no necesitaba defensa?
Fuera como fuese, no hay duda de que, para Freud, la posesividad en
cuanto tal, es decir, el tener, es una orientación insana cuando predomina
en un adulto; y presentó varios datos para demostrar su teoría; en primer
lugar, los abundantísimos en que los excrementos se hacen equivaler
simbólicamente al dinero, la posesión y la suciedad. Y en efecto, hay
muchísimos datos lingüísticos, folclóricos y míticos que lo con rman.
Freud había asociado ya el dinero y la avaricia con las heces en una carta a
Fliess del 22 de diciembre de 1897 (véase S. Freud, 1950a, carta núm. 79). Y
en su clásico trabajo Carácter y erotismo anal, añadía otros ejemplos de esta
equivalencia simbólica:
«Los nexos más abundantes son los que se presentan entre los
complejos, en apariencia tan dispares, del interés por el dinero y de la

101
defecación. En efecto, como es bien sabido para todo médico que ejerza el
psicoanálisis, los estreñimientos más obstinados y rebeldes de neuróticos,
llamadas habituales, pueden eliminarse por este camino. El asombro que
esto pudiera provocar disminuye si se recuerda que esta función ha
demostrado responder también, de manera parecida, a la sugestión
hipnótica. Ahora bien, en el psicoanálisis sólo se obtiene ese efecto cuando
se toca en el paciente el complejo relativo al dinero, moviéndolo a que lo
lleve a su conciencia con todo lo que él envuelve. Podría creerse que aquí la
neurosis no hace más que seguir un indicio del lenguaje usual, que llama
“roñosa”, “mugrienta” (en inglés, “ lthy”, roñosa), a una persona que se
aferra al dinero demasiado ansiosamente. Sólo que ésta sería una
apreciación super cial en exceso. En verdad, el dinero es puesto en los más
íntimos vínculos con el excremento dondequiera que domine, o que haya
perdurado, el modo arcaico de pensamiento: en las culturas antiguas, en el
mito, los cuentos tradicionales, la superstición, en el pensar inconsciente, el
sueño y la neurosis. Es fama que el dinero que el diablo obsequia a las
mujeres con quienes tiene comercio se muda en excremento después que él
se ausenta, y el diablo no es por cierto otra cosa que la personi cación de la
vida pulsional inconsciente reprimida. Y es consabida también la
superstición que relaciona el descubrimiento de tesoros con la defecación;
todos conocen la gura del “cagaducados”. Ya en la doctrina de la antigua
Babilonia el oro es la caca del in erno (Mammón = ilu man-man). Por tanto,
si la neurosis obedece al uso lingüístico, toma aquí como en otras partes las
palabras en su sentido originario, pleno de signi cación; y donde parece dar
expresión gural a una palabra, en la generalidad de los casos no hace sino
restablecer a ésta su antiguo signi cado.
»Es posible que la oposición entre lo más valioso que el hombre ha
conocido y lo menos valioso que él arroja de sí como desecho (“refuse”, en
inglés) haya llevado a esta identi cación condicionada entre oro y caca[4]».
(S. Freud, 1979, págs. 156-157. Véase también esta relación en el fenómeno
de la necro lia, que he descrito en E. Fromm, 1973a, GA VII, págs. 316 y
sigs.)
Digamos unas palabras como comentario. La idea babilónica de que el
oro son las «heces del in erno» establece una relación entre el oro, las heces
y la muerte. En el in erno, que signi ca el mundo de los muertos, el objeto

102
más valioso son las heces, con lo cual se compone la noción de dinero,
suciedad y muertos.
El segundo de los dos párrafos citados es muy revelador de la
dependencia de Freud del pensamiento de su época. Buscando la razón de la
identidad simbólica del oro y las heces, proponía la hipótesis de que se
basase en su mismo contraste radical, dado que el oro es lo más precioso y
las heces, lo más vil conocido por el hombre. Así, desconocía otra
posibilidad, que el oro sea lo más precioso para una civilización cuya
economía se base en él, pero no para las sociedades primitivas que no le dan
tanta importancia. Y lo que es más: aunque el modelo social haga creer que
el oro es lo más precioso, se puede arrastrar también la idea inconsciente de
que es estéril (como la sal) y muerto, sin vida (excepto el utilizado en
joyería); que es trabajo acumulado con la intención de atesorarlo, el
principal ejemplo de posesión sin función. ¿Se puede comer el oro? ¿Puede
hacerse que algo crezca con oro (excepto si se ha transformado en capital)?
El mito del rey Midas demuestra que el oro es estéril y muerto. Se le
concedió el deseo, provocado por su avaricia, de que se convirtiese en oro
todo lo que tocase, y al nal acaba muriendo, precisamente porque no se
puede vivir del oro. En este mito vemos la clara idea de la esterilidad del oro
y de que no es en absoluto el valor supremo, como Freud creía. Estaba
demasiado atado a su época como para ser consciente de lo negativo del
dinero y de la posesión ni, por consiguiente, de las consecuencias críticas de
su idea del carácter anal, antes expuesta.
Aparte de los méritos del esquema de Freud acerca de la evolución de la
libido, su descubrimiento de que las fases receptiva y posesiva son unas de
las primeras del desarrollo tiene mucha importancia. En sus primeros años
de vida, el niño es incapaz de cuidar de sí mismo y de moldear con sus
propias fuerzas el mundo que le rodea de acuerdo con sus deseos. Tiene que
recibir, agarrar o poseer, porque todavía no puede producir. Así pues, la
categoría del tener es necesaria en una fase de su desarrollo. Pero si la
posesividad sigue siendo lo predominante en el adulto, ello indicará que no
ha alcanzado el objetivo del desarrollo normal a la productividad, que se ha
detenido en el tener por este defecto de desarrollo. En esto, como ocurre con
otras orientaciones, lo normal en una primera fase evolutiva se convierte en
patológico en una fase posterior.

103
El tener posesivo se debe a una menguada capacidad de la actividad
productiva. (Entiendo por actividad productiva la libre manifestación activa
de las propias facultades, no los actos impulsados por los instintos, o por
necesidad compulsiva). Esta merma puede obedecer a muchos factores, que
no podemos entrar a considerar aquí. (Véase E. Fromm, 1973a, GA VII, esp.
págs. 214-227). Baste decir que hemos de buscar factores como la
intimidación, la falta de estimulo y el mimo precoces, por parte de los
individuos y de la sociedad. Pero esta relación se produce también a la
inversa: la orientación al tener y su satisfacción debilita el esfuerzo y, en
de nitiva, la capacidad de esfuerzo. Cuanto más tenga una persona, tanto
menos la atraerá esforzarse activamente. El tener y la pereza interior acaban
por formar un círculo vicioso en que una cosa refuerza la otra.

4. Ejemplos de tener no funcional

a) El mezquino

El mezquino es ejemplo de persona orientada totalmente al tener. Para


él, el objeto más evidente de posesión es el dinero y sus equivalentes
materiales, como tierra, casas, bienes muebles, etc. La mayor parte de su
energía se dirige a guardarlo, más bien ahorrándolo, no gastándolo, que con
actividad y especulación económicas. Se siente a sí mismo como una
fortaleza: nada debe abandonarla y, por tanto, nada debe gastarse fuera de
lo absolutamente necesario. Y lo que sea esto «absolutamente necesario»
dependerá de su grado de mezquindad.
No es infrecuente que una persona se prive de todas las cosas agradables
de la vida, como la buena comida, el buen vestir y las comodidades
domésticas, con el n de reducir los gastos a casi nada. El hombre medio no
comprende cómo alguien puede privarse de todos los placeres. Pero no
debemos olvidar que no es esto verdaderamente lo que ocurre: para el
mezquino, el mayor placer es precisamente gozar de su posesión; disfruta
más con el «tener» que con la belleza, el amor o cualquier otro placer
sensual o intelectual.
El mezquino rico ofrece un cuadro que a veces resulta menos claro. Quizá
gaste millones en lantropía o en arte, por ser un gasto (aparte de las
correspondientes ventajas scales) requerido por su categoría social y por

104
su valor publicitario. Pero se dedicará con todas sus fuerzas a establecer un
orden que le permita ahorrar en sellos, o impida que sus obreros descansen
un minuto. (Bennet informa que Henry Ford, el fundador de la dinastía, se
remendaba infatigablemente sus calcetines, hasta que ya no podía más.
Entonces, por miedo a su mujer, compraba otros nuevos en secreto en una
tienda, se los cambiaba en el coche y tiraba los viejos por el camino).
No es sólo la pasión de ahorrar cosas lo que mueve al mezquino, sino
también la de ahorrar energía, sentimientos, pensamientos o cualquier otra
cosa que uno pueda «tener». Para él, la energía es una magnitud ja que
posee y que no se puede reponer. Por tanto, para que no disminuya la
energía, debe evitarse todo gasto que no sea absolutamente necesario. Evita
los esfuerzos físicos innecesarios y todo lo arregla por la vía más corta.
Suele inventarse métodos regulares y detallados para reducir al máximo el
consumo de energía. Es una actitud que se mani esta a menudo en la
conducta sexual (naturalmente, casi siempre en los varones). El semen es
para él algo preciosísimo y escaso. Lo que se gaste, está perdido para
siempre. (El saber intelectualmente que esto no es cierto in uye muy poco
sobre sus sentimientos con respecto a ello). Por consiguiente, para perder
un mínimo de semen, tiene que reducir al mínimo el trato sexual. Yo he
conocido a bastantes hombres que habían establecido un sistema para
lograr el compromiso óptimo entre las exigencias del ahorro y de la «salud»,
porque ésta, en su opinión, requiere cierto grado de actividad sexual. (La
impotencia se debe a veces a este complejo).
De la misma manera, el mezquino suele ahorrar palabras, sentimientos y
pensamientos. No quiere gastar energía en sentir ni en pensar: la necesita
para las tareas forzosas e inevitables de la vida. Queda indiferente y frío
ante las penas y las alegrías de los demás, e incluso ante las suyas.
Faltándole experiencia viva, le sirven de sucedáneo los recuerdos de
experiencias pasadas. Son una propiedad preciosa estos recuerdos, y a
menudo los repasa como si contara su dinero, sus vacas o sus valores
bursátiles.
En realidad, el recuerdo de experiencias o sentimientos pasados es su
única forma de relación con su propia experiencia. Siente poco, pero es
sentimental, quiero decir, de «sentimientos insensibles», que piensa o sueña
despierto con sentimientos, en vez de sentirlos. Es bien sabido que muchas
personas posesivas, frías y aun crueles (tres cualidades que coinciden), que

105
no se conmueven por un sufrimiento humano real, pueden derramar
lágrimas cuando ven re ejada en el cine una de esas escenas que recuerdan
de su infancia, o cuando piensan en ellas soñando despiertos.

b) El tener otras personas

Hasta ahora hemos pasado por alto las diferencias entre los objetos
poseídos y la correspondiente diferencia en la experiencia de poseer. Quizá
la más importante es la que hay entre los objetos vivientes y los no
vivientes. Éstos, como el dinero, la tierra, las joyas, etc., no se enfrentan a su
dueño. La única oposición puede provenir de fuerzas políticas y sociales que
amenacen la segura posesión de la propiedad. La garantía más importante
de esta seguridad es la ley y su aplicación por el Estado, que ejerce la fuerza.
Los que basan su seguridad íntima, sobre todo, en la posesión son
necesariamente conservadores y acérrimos enemigos de los movimientos
que pretenden reducir el monopolio de la fuerza que ostenta el Estado.
La cosa es más compleja en cuanto a los que basan su seguridad interior
en la posesión de seres vivos, especialmente personas. Dependen también
de la facultad estatal de «aplicar» la ley, pero afrontan además la resistencia
del hombre a que lo posean y lo conviertan en una cosa que se pueda tener y
dominar. Algunos discutirán esto, aduciendo la satisfacción que sienten
millones de personas al ser gobernadas y que, de hecho, pre eren ser
dominadas a ser libres. En El miedo a la libertad (E. Fromm, 1941a), yo
mismo he señalado el atractivo del sometimiento. Pero esta franca
contradicción puede resolverse. Quien no haya adquirido valor para la
aventura de ser encontrará espantoso el ser libre, en vez de tener seguridad;
estará dispuesto a entregar su libertad si la coacción le viene disfrazada, si
se pinta al déspota como un padre benévolo y se le hace sentir, no como una
cosa poseída, sino como un hijo amado al que se guía. Pero cuando no se
hace esta ocultación, y el objeto de la posesión es consciente de lo que le
ocurre, su primera reacción es de resistencia, en todas las formas y por
todos los medios. El niño resiste con las armas de la impotencia: el sabotaje
y la obstrucción; en su caso, sus armas son la enuresis, el estreñimiento, las
rabietas, etc. Las clases desposeídas reaccionan a veces con sabotaje o
desinterés y, a menudo, como enseña la historia, con rebeliones y
revoluciones abiertas, que alumbran novedades.

106
La lucha contra la dominación, tome la forma que sea, tiene gran
in uencia sobre el que quiere dominar. Ha de crearse un afán intenso de
dominar a otros y este impulso se convierte en una pasión cargada de
lascivia. La tentativa de poseer («tener») personas hace evolucionar
forzosamente hacia el sadismo, una de las pasiones más repulsivas y
pervertidas.
El objetivo nal del tener es tenerse a sí mismo. Tenerme a mí mismo
signi ca que estoy lleno de mí, que yo soy lo que tengo y tengo lo que soy. El
verdadero representante de este tipo es el narcisista cabal. Se llena sólo de sí
mismo. Transforma el mundo entero en una cosa que él posee. No se
interesa por nada ni por nadie fuera de sí mismo, a no ser como objeto que
añadir a su conjunto de propiedades.

c) El consumir

El consumir es un modo de experiencia estrechamente emparentado con


el tener. Podemos distinguir también fácilmente entre consumo funcional
(racional) y no funcional (irracional). Si como porque el hambre me indica
la necesidad que tiene el cuerpo de alimentarse, o porque disfruto con la
comida, cumplo un acto funcional y racional, en el sentido de que sirve al
funcionamiento real de todo mi organismo, incluida la educación del gusto.
(Véase E. Fromm, 1973a, GA VII, págs. 238-240, sobre lo «racional»). Pero si
como por ansia, depresión o angustia, mi acto es irracional; me perjudica,
no me sirve, ni siológica ni mentalmente.
Lo mismo puede decirse de todo consumo obsesivo y debido a la codicia,
a la avaricia, a la toxicomanía y al consumismo general de la época, incluido
el consumismo sexual. Lo que parece una gran pasión sexual placentera es
en realidad, cuando interviene el ansia, un querer devorarse mutuamente.
Es un deseo de las dos personas, o de una de las dos, de tomar plena
posesión de la otra, introyectándola. A veces, describen su experiencia
sexual más ardiente diciendo: «Nos lanzamos el uno contra el otro», o cosa
parecida. Y vaya si se lanzan, ¡como lobos hambrientos, con ánimo hostil de
posesividad! No con sentimiento de goce, por no decir de amor.
Atiborrarse de personas, comida u otras cosas es una forma más arcaica
de tener y de posesión. En este caso, todavía se me puede quitar el objeto
que tengo, por fuerza mayor, engaño, etc. Mi posesión requiere una
situación social que garantice mi derecho. Pero si introyecto el objeto que

107
g y j
quiero conservar, lo aseguro contra toda intromisión. Nadie puede
arrebatarme lo que me he tragado.
El primer tipo de tener por introyección puede verse claramente en el
intento del niño de llevarse las cosas a la boca. Es su primera manera de
asegurarse la experiencia de tener. Aunque, desde luego, ateniéndonos a los
objetos físicos, el método de la introyección es limitadísimo. Sólo puede
emplearse, hablando estrictamente, con los objetos comestibles y que no
sean nocivos para el organismo. Éste puede ser también uno de los motivos
del canibalismo: si yo creo que el cuerpo del hombre, especialmente de uno
fuerte y bravo, me da fortaleza, comerlo sería el equivalente arcaico de
adquirir un esclavo.
Pero hay un tipo de consumo que no se ejerce forzosamente por la boca.
El mejor ejemplo es el automóvil. Podría objetarse que se trata de una
propiedad funcional, no de una propiedad muerta. Sería cierto si el coche
particular fuese realmente funcional. Pero no lo es. No estimula ni activa
ninguna de las facultades humanas. Es una distracción, sirve para escapar
de sí mismo, provoca una falsa sensación de fuerza, contribuye a formar un
sentido de la propia identidad basado en la marca del coche que se lleva,
impide caminar y pensar, es lo bastante exigente como para hacer imposible
una conversación concentrada, estimula la competencia y… tendríamos
que dedicar un libro entero a la completa descripción de lo irracional y
patógeno que es este tipo de consumo representado por el coche particular.
Resumiendo: el consumo no funcional, y por tanto patógeno, cumple
una función semejante al tener. Ambos tipos de experiencia debilitan, o
incluso acaban con el desarrollo productivo del hombre, le arrebatan la
vitalidad y lo convierten en cosa.

108
VII
EN CAMINO DEL TENER AL SER
Si el «bienestar», si el vivir bien como persona (no como instrumento) es
el n supremo de los propios esfuerzos, se nos presentan dos buenos
cambios para alcanzar esta meta: superar nuestro narcisismo y superar
nuestra estructura existencial posesiva.
El narcisismo es una orientación por la que todo interés y toda pasión se
dirigen a la propia persona. En efecto, puede decirse que el narcisista, como
Narciso, está enamorado de sí mismo, si es que se puede llamar amor al
capricho. Para el narcisista, lo único plenamente real es él mismo y lo que le
atañe. Lo exterior, lo que se re ere a otros, sólo le es real en el sentido
super cial de la percepción, o sea, es real para sus sentidos y para su
intelecto, pero no es real en un sentido más profundo, para su sentimiento o
su entendimiento. De hecho, sólo es consciente de lo exterior en tanto le
afecte. Por tanto, no hay amor, ni participación, ni juicio racional, objetivo.
El narcisista extremo ha levantado un muro invisible entorno suyo. Él lo es
todo y el mundo no es nada; o mejor: él es el mundo.
Los ejemplos extremos de un narcisismo casi total son el recién nacido y
el loco: ambos son incapaces de relacionarse con el mundo. (En realidad, el
loco no carece totalmente de relación, como creían Freud y otros, sino que
se ha retirado. El niño no puede retirarse, porque no ha establecido todavía
ninguna relación, aparte de orientación solipsista. Freud aludía a esto
distinguiendo entre narcisismo «primario» y «secundario»). Pero suele
olvidarse que la persona normal es también narcisista, aunque no en el
grado que encontramos en estos dos extremos. A menudo, sin ser
consciente de él, muestra su narcisismo con bastante franqueza. Piensa,
habla y obra sólo con referencia a sí mismo y no muestra un interés genuino

109
por el mundo exterior. Si es inteligente, ingenioso, encantador, poderoso,
rico o famoso, el hombre medio no repara en su exhibicionismo narcisista.
Al contrario, por el hecho de ser ese «gran» hombre tan interesante, no deja
de ser lógico que quiera permitirnos gozar de su grandeza. Muchos tratan de
ocultar su narcisismo mostrándose particularmente modestos y humildes
o, de manera más sutil, interesándose por la religión, el ocultismo o la
política, todo lo que parece sobrepasar el interés particular.
El narcisismo puede esconderse detrás de tantas máscaras que quizá sea,
entre todas las cualidades psíquicas, la más difícil de descubrir. Pero si no
logramos descubrirla, empleando mucho esfuerzo y vigilancia, y no la
reducimos en gran medida, quedará obstruido el camino hacia nuestro
propio perfeccionamiento.
El egoísmo, consecuencia del modo existencial del tener, de modo
orientado a la propiedad, es parecido, pero no idéntico, al narcisismo. El
egoísta no es necesariamente narcisista. Puede haber roto la coraza de su
narcisismo, puede apreciar adecuadamente la realidad exterior y no estar
«enamorado de sí mismo», puede saber quién es él y quiénes son los demás
y distinguir bien entre la experiencia subjetiva y la realidad. Pero lo quiere
todo para sí, no le gusta dar ni compartir, no encuentra satisfacción en la
solidaridad, la cooperación ni el amor; es una fortaleza incomunicada,
receloso de los demás, ansioso de tomar y reacio a dar; representa, en
general, el carácter anal-acumulativo. Está solo, sin relaciones, y su fuerza
está en lo que tiene y en la seguridad de conservarlo.
En cambio, el narcisista de ningún modo tiene que ser también egoísta,
estar orientado a la propiedad. Puede ser generoso, dadivoso y tierno, pero
con la reserva de que no siente completamente al «otro» como real.
Podemos conocer personas muy narcisistas de impulsos espontáneos,
generosos y dadivosos, no posesivos y acumulativos. Estas dos
orientaciones —el narcisismo y el egoísmo— pocas veces se distinguen
adecuadamente, por lo que es importante hacerlo para comprender que, si
hemos de evolucionar, necesitamos una doble superación: la del propio
narcisismo y la de la propia orientación al tener.
La primera condición para vencer el propio egoísmo es la capacidad de
conocerlo. Es tarea más fácil que la de conocer el propio narcisismo, porque
se tiene menos distorsionada la capacidad de juicio, se puede reconocer
mejor la realidad y es más difícil ocultarlo. Naturalmente, el

110
reconocimiento del propio egocentrismo es condición necesaria para
superarlo, pero de ningún modo es condición su ciente. Después, hay que
hacerse consciente de las raíces de la orientación al tener, como la sensación
de impotencia, el temor a la inseguridad, el miedo a la vida, la descon anza
en los demás y otros muchos pequeños motivos que, a menudo, pueden
haber ido entrelazándose de manera inextricable.
Pero hacerse consciente de estos motivos tampoco es condición
su ciente: tiene que ir acompañado de cambios en la práctica. Primero, hay
que debilitar el dominio del egoísmo, empezando por soltar: desprenderse
de algo, o compartirlo, y soportar la angustia que provocarán estos
primeros pasos. Se descubrirá entonces el miedo a perderse que surge
cuando se piensa en perder las cosas que sirven de soporte al propio sentido
del yo. Lo cual no quiere decir sólo desprenderse de unas cuantas
posesiones, sino también, y más importante, desprenderse de costumbres,
de ideas habituales, de la identi cación con la posición social, incluso de las
muletillas y de la opinión que tengan de uno los demás (o que uno quiera
que tengan y trate de formar); en suma, tratar de reformar la conducta
rutinaria en todos los terrenos, desde las costumbres del desayuno hasta los
hábitos sexuales. Al intentarlo, se movilizarán los temores y, si no se cede a
ellos, se acrecentará la con anza en poder conseguir lo aparentemente
imposible y aumentará la valentía.
Esto debe ir acompañado de la práctica que consiste en tratar de salir de
si mismo y volverse a los demás. ¿Qué signi ca esto? Una cosa muy sencilla,
expresándola en palabras. Una manera de decirlo es que nuestra atención se
dirija a los demás, al mundo de la naturaleza, de las ideas, del arte y de los
acontecimientos políticos y sociales; que nos «interesemos» por el mundo
exterior a nuestro yo, en el sentido literal de «interés», que viene del latín
ínter esse, o sea, «estar entre», estar ahí, en vez de encerrado dentro de sí
mismo. Este desarrollo del interés puede compararse con el caso de una
persona que ha visto y puede describir una piscina. Habla de ella desde
fuera. Hace una descripción acertada, pero sin «interés». Pero si salta a la
piscina, se moja y habla de ella después, hablará como una persona diferente
de una piscina diferente. La piscina y él ya no se enfrentan, aunque
tampoco se han hecho idénticos.
Desarrollar interés signi ca saltar, no quedar ajeno, como un observador,
disociado de lo que se ve. Si tenemos la voluntad y la determinación de

111
romper los barrotes de la prisión del narcisismo y del egoísmo; y si tenemos
el valor de soportar la angustia correspondiente, sentiremos los primeros
atisbos de la alegría y de la fortaleza que al nal podremos alcanzar.
Entonces, un nuevo elemento entrará en escena. Esta nueva sensación
llegará a ser el móvil decisivo para perseverar y continuar por el camino
emprendido. Hasta ese momento, podrán guiarnos el descontento y las
consideraciones racionales de todas clases, pero sólo durante un trecho.
Después, perderán fuerza si no entra en escena este nuevo elemento: una
nueva sensación de bienestar —por pequeña y efímera que sea—, que se
experimentará como superior a todo lo conocido, de modo que se convertirá
en el móvil más fuerte para seguir avanzando y se reforzará a cada avance.
Resumiendo: conciencia, voluntad, práctica, tolerancia del miedo y de
las nuevas experiencias: todo esto hace falta si ha de lograrse la
transformación del individuo. En cierto momento, la energía y la dirección
de las fuerzas interiores habrán cambiado hasta el punto de cambiar
también el sentido de la propia identidad. Con la orientación al tener, mi
lema es: «Soy lo que tengo». Superada esta orientación, el lema es: «Soy lo
que estoy siendo», o «Soy lo que hago» (en el sentido de actividad no
enajenada).

112
EPILOGO
por RAINER FUNK

Seguidamente, exponemos un resumen de algunas explicaciones del libro


¿Tener o Ser?, no con ánimo de suplir su lectura, sino de recordar las ideas
más importantes a quienes lo han leído.
Por la alternativa «tener o ser», entiende Erich Fromm «dos modos
fundamentales de existencia, dos formas distintas de orientarse al mundo y
a sí mismo, dos formas distintas de estructura de carácter, cuyo respectivo
predominio condiciona la totalidad de lo que un hombre piensa, siente y
hace» (¿Tener o Ser?, GAII, pág. 290). Estudiando todas las orientaciones
posibles de la vida del hombre, llegamos a esta conclusión: en último
término, el hombre se orienta en su vida, bien al tener, bien al ser.
¿Qué signi ca que alguien oriente su vida, en de nitiva, al tener?
Quien se orienta al tener de ne su vida y su existencia y se de ne a sí
mismo por lo que tiene y pueda tener. Pues bien, no hay casi nada que no
pueda hacerse objeto del tener y del querer tener: cosas materiales de toda
especie (vivienda propia, dinero, acciones, obras de arte, libros, sellos,
monedas y otras cosas, que a veces se reúnen con «pasión de coleccionista»).
Pero también se puede hacer objeto del tener y del querer tener a otras
personas. No quiere decirse, naturalmente, que se tome posesión de otra
persona y se la considere como propiedad. Nos comportamos en este caso
con un poco más de «respeto», diciendo, en su lugar, que tenemos el cuidado
y la responsabilidad de otros. Pero, como es sabido, quien tiene la
responsabilidad, tiene también el derecho de disponer de otros. Así,
tomamos posesión de niños, inválidos, ancianos y enfermos, los
consideramos como parte de nuestro yo y…, ¡ay, si el enfermo sana y el niño

113
quiere decidir por sí mismo!: entonces queda bien clara la orientación al
tener.
Y no basta con poder «tener» a otras personas, sino que también
de nimos nuestra vida por tener virtudes y valores: estamos totalmente
empeñados en tener honor, en tener prestigio, en tener una fama
determinada, en tener salud, belleza o juventud; y cuando esto ha dejado de
ser posible, queremos tener por lo menos «experiencia» o «recuerdos».
También podemos adquirir la posesión, y defenderla hasta la muerte, de
convicciones políticas, losó cas y religiosas. Todo lo subordinamos a
nuestro estar en posesión de la verdad, todo importa menos que nuestro
tener la razón de nuestra parte.
Todo puede tenerse, literalmente, si la vida de un hombre se orienta al
tener. Por tanto, no importa si alguien tiene algo o no lo tiene, sino el apego
a lo que tiene o no tiene. La orientación al no tener es también una
orientación al tener. Fromm no propugna el ascetismo. La orientación al ser,
precisamente, no se identi ca con la orientación al no tener. Se trata sólo de
la importancia del tener, tanto como del no tener, para el propio sentido de
la vida y para el sentimiento de la propia identidad. Con frecuencia, es
difícil distinguir si, en el modo existencial del tener, alguien tiene algo o
«tiene como si no tuviese». Sin embargo, cualquiera puede hacer pronto la
prueba consigo mismo preguntándose qué le es particularmente valioso e
importante e imaginando qué le pasaría si se lo quitasen: si perdería los
estribos o si la vida dejaría de tener sentido para él. Si pierde todo apoyo, si
pierde la propia estimación, si siente entonces que ya no merece la pena
vivir ni trabajar, es que había orientado su vida al tener: al tener una
profesión, tener hijos, tener buena fama, tener más inteligencia, tener los
mejores argumentos, etc.
El hombre orientado al tener anda siempre con muletas, no con sus pies.
Necesita una cosa aparte de él para ser él mismo y para ser algo. Él solo es él
en tanto tiene algo. De ne su ser un sujeto por tener un objeto. De manera
que él es poseído por el objeto de su tener: la cosa lo posee.
Esta metáfora de las muletas, que suplen a los propios pies, aclara al
mismo tiempo qué quiere decirse con «orientación al ser». Así como el
hombre tiene la capacidad física de estar de pie, de la estabilidad, que en
caso necesario puede compensar con muletas, así también tiene el hombre
capacidades psíquicas de estabilidad, de rectitud: su capacidad de amor, su

114
capacidad de razón y su capacidad para la actividad productiva. Pero el
hombre tiene también la posibilidad de suplir estas energías psíquicas por
la orientación al tener, haciendo que la capacidad de amor, razón y actividad
productiva dependa de la posesión de aquellos objetos del tener en los que
ha centrado su apego.
El amor, la razón y la actividad productiva son energías psíquicas del
hombre que nacen y se desarrollan sólo en la medida en que se practican: no
se pueden consumir, ni comprar, ni adquirir, como los objetos del tener; sólo
se pueden practicar, ejercitar, emplear y realizar. Los objetos del tener se
gastan en la medida en que se usan. En cambio, el amor, la razón y la
actividad productiva se desarrollan e incrementan a medida que se aplican
y comparten.
La orientación al ser signi ca siempre que orientamos nuestra vida
mediante las energías psíquicas humanas, percibiendo, conociendo y
adquiriendo como algo propio lo que, en nosotros y en el mundo exterior, es
desconocido y extraño; de manera que logramos aumentar y estrechar cada
vez más la relación con nosotros mismos y con nuestro mundo.
Fromm, en ¿Tener o Ser?, parte de la observación de que la orientación al
tener es hoy un fenómeno general, fundado en las condiciones económicas
y sociales de una sociedad que tiene demasiado y, por tanto, puede caer en
la tentación de de nirse por el tener. Las causas de la amplia pérdida de las
energías psíquicas pueden encontrarse en las condiciones estructurales de
la economía actual, de la organización del trabajo y de la convivencia.
Así pues, es preciso empezar por estas causas y entender al individuo
como socializado, como lo ha sido siempre. Por ello sustituyó Fromm el
capítulo sobre los preparativos para el ser por sus propuestas de reforma
estructural. Por ello también, el empeño individual de pasar de la
orientación al tener a la orientación al ser sólo podrá tener sentido si al
mismo tiempo transforma las propias condiciones estructurales mediante
las tentativas de conseguir mas dinamismo, autoconocimiento y
conciencia. Los valores de la propia vida socioeconómica deben modi carse
de tal manera que las energías psíquicas de la razón, el amor y la actividad
productiva puedan emplearse también efectivamente, y puedan
desarrollarse con la práctica, en la acción profesional, en la organización del
propio trabajo y en nuestra experiencia política y social.

115
Nuestros esfuerzos por adquirir conciencia, desarrollo y una idea de
nosotros mismos y del mundo que responda a la realidad están
relacionados con la liberación de nuestra vida socioeconómica. Porque
«nuestra idea del mundo responderá a la realidad sólo en la medida en que
nuestra vida esté libre de irracionalidad y contradicciones» (¿Tener o Ser?,
GA II, pág. 367).

116
BIBLIOGRAFÍA

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Eine Einführung in das Verständnis einer vergessenen Sprache (The

117
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119
ERICH FROMM (23 de marzo de 1900 en Fráncfort del Meno, Hesse,
Alemania-18 de marzo de 1980 en Muralto, Cantón del Tesino, Suiza).
Pensador, sociólogo y psicoanalista alemán de origen judío, Erich Fromm
estudió Sociología en la Universidad de Heidelberg antes de formarse como
psicoanalista en el Instituto Psicoanalítico de Berlín, lugar en el que tomó
contacto con las tesis marxistas y se vinculó a la Escuela de Fráncfort.
Tras el auge del poder nazi en Alemania, Fromm tuvo que abandonar su
puesto como director del Departamento de Psicología del Instituto para las
Investigaciones Sociales y exiliarse en los Estados Unidos. Allí trabajó en
varias instituciones dentro del psicoanálisis y la psiquiatría, además de
publicar libros sobre el autoritarismo desde una perspectiva freudiana. En
los años 50, Fromm se instaló en México, donde fue profesor de la
Universidad Autónoma de México. Tras su jubilación, en 1974, jó su
residencia en Suiza.
Fromm fue un destacado activista en favor de la paz y en contra de guerras
como la de Vietnam, y su postura política evolucionó alejándose del
socialismo soviético, pero siempre manteniendo una dura crítica al
capitalismo.

120
De entre su obra ensayística habría que destacar títulos como El miedo a la
libertad, El arte de amar y El corazón del hombre, donde plasma su visión de
un psicoanálisis humanista y en los que analiza la condición del hombre
contemporáneo y los peligros que le acechan en el futuro.

121
Notas

122
[1] Barcelona, Paidós, 1981. [R.] <<

123
[2] Madrid, Eyras, 1982. [R.] <<

124
[3] Traducción de Francisco Rubio Llórente, Madrid, Alianza, 1968. <<

125
[4]
Traducción de José Luis Etcheverry, en Obras completas, Buenos Aires,
Amorrortu, 1979. <<

126
Table of Contents

Del tener al ser 2


Introducción 4
Prologo 5
I. Introducción. El sentido de la vida 8
II. Extravíos de la conciencia 16
1. La gran mentira 16
2. La charla trivial y las malas compañías 24
3. La vida «sin esfuerzo» y «sin dolor» 28
4. El miedo al autoritarismo y el ideal del capricho 30
III. Caminos de la conciencia 33
1. Querer una sola cosa 33
2. Estar despierto 35
3. Hacerse consciente 38
4. Concentrarse 44
5. Meditar 48
IV. El autoanalisis como medio de conocerse a sí mismo 53
1. El psicoanálisis y la conciencia 53
2. El psicoanálisis transterapéutico, como introducción al
63
autoanálisis
3. Métodos de autoanálisis 66
4. Observaciones prácticas 73
V. La evolución de la orientación al tener 82
VI. Dos clases de tener 91
1. Propiedad funcional y propiedad no funcional 91
2. El tener orientado al ser y el tener orientado al poseer 97

127
3. Signi cado psicológico de las dos clases de tener 100
4. Ejemplos de tener no funcional 104
VII. En camino del tener al ser 109
Epilogo (Rainer Funk) 113
Bibliografía 117
Autor 120
Notas 122

128

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