El Capitalismo Contemporáneo
El Capitalismo Contemporáneo
El Capitalismo Contemporáneo
El capitalismo contemporáneo
Introducción
El discurso relativo a las nuevas realidades
¿Sociedad post-industrial o nueva etapa en la industrialización del mundo?
¿Clases o categorías sociales? ¿Luchas de clase o movimientos sociales?
¿Producción “no material”, “sociedad de servicios” o capitalismo de los
monopolios generalizados?
Capítulo I
El capitalismo de los monopolios generalizados
La reubicación de las nuevas realidades en el capitalismo contemporáneo
El capitalismo de los monopolios generalizados
Más allá de la plusvalía: el concepto de excedente
Trabajo simple, trabajo complejo, trabajo abstracto
Producción de plusvalía, consumo de plusvalía
Algunas reflexiones a modo de conclusión
La oligarquía financiera y la proletarización generalizada
La plutocracia, nueva clase dirigente del capitalismo senil
Los especuladores, nueva clase dominante en las periferias
Las clases dominadas: un proletariado generalizado pero segmentado
Las nuevas formas de dominación política
El clero mediático y la nueva clase política
¿Existe el poder mediático?
El poder mediático en el capitalismo contemporáneo: mito y realidades
Se necesitan unos medios de comunicación que fomenten la repolitización de
los ciudadanos
La nueva clase política
El capitalismo senil y el fin de la civilización burguesa
El capitalismo de los monopolios generalizados en crisis
Referencias
Capítulo II
El Sur: Emergencia y lumpen-desarrollo
¿Qué es la “emergencia”?
Emergencia y lumpen-desarrollo
Egipto, Turquía, Irán: la emergencia abortada
Turquía
Irán
Egipto
Referencias:
Capítulo III
La implosión programada del sistema europeo
¿Son comparables Europa y Estados Unidos?
¿Hay que comparar a Europa con el continente de las dos Américas?
¿Europa o una Europa atlantista e imperialista?
¿Existe una identidad europea?
¿Es viable la Unión Europea?
¿Existe una alternativa menos desoladora? ¿Vamos hacia una nueva oleada
de transformaciones sociales progresistas?
Referencias
Capítulo IV
La alternativa socialista
La implosión del capitalismo mundializado. El desafío de las izquierdas
radicales
La trayectoria del capitalismo histórico
El capitalismo de los monopolios generalizados, ¿fase última del capitalismo?
La vocación tricontinental del marxismo
¿Salir de la crisis del capitalismo?
El indispensable internacionalismo de los trabajadores y de los pueblos
El desafío para los pueblos del Sur contemporáneo
¿Transferencia del centro de gravedad del capitalismo mundializado?
Las condiciones de una respuesta eficaz a los desafíos: la democratización, la
cuestión agraria, la cuestión ecológica
1. ¿”Democracia” o democratización asociada al progreso social?
2. La cuestión agraria: el acceso al suelo de todos los campesinos
¿Es posible y deseable la modernización de la agricultura del Sur por la “vía
capitalista”?
¿Qué hacer, entonces?
3. ¿El “medio ambiente”, o la perspectiva socialista del valor de uso? La
cuestión ecológica y el desarrollo supuestamente duradero
Audacia y más audacia
¿Por qué se requiere audacia?
Programas audaces para la izquierda radical
Socializar la propiedad de los monopolios
La desfinanciarización: un mundo sin Wall Street
En el plano internacional: la desconexión
En conclusión: audacia, audacia y más audacia
Referencias
Conclusión
Biografía del autor
SAMIR AMIN
El capitalismo contemporáneo
Traducción de Josep Sarret Grau
© Samir Amin, 2012
También en este caso hay que ir más allá de la constatación de los hechos: el
crecimiento incontestable de producciones calificadas con poca fortuna de
“inmateriales” por unos y más correctamente de “no materiales” (producción
de servicios) por otros. Constatación indiscutiblemente correcta en lo que
concierne a los centros capitalistas avanzados y dominantes, discutible en lo
que respecta a las periferias, que se caracterizan por el crecimiento de
actividades en apariencia igualmente no materiales, pero de naturalezas muy
diferentes de las que caracterizan a las transformaciones en los centros.
Si las producciones materiales, definidas como las que tratan de las
materias primas físicamente existentes, con equipos igualmente visibles para
fabricar con ellas productos físicos finitos, constituyen un conjunto
homogéneo (todas ellas responden a esta definición) pese a su diversidad, no
puede decirse lo mismo de las producciones no materiales. Se asocian así de
un modo excesivamente fácil actividades de naturalezas profundamente
diferentes. Pues algunos de estos servicios, “inmateriales” por naturaleza,
están directamente articulados con las producciones materiales. Por ejemplo,
el transporte y el comercio de los productos materiales, las actividades
financieras al servicio de la producción material y de los servicios aquí
considerados. Otros productos “inmateriales” no están en relación con la
producción material, o lo están de una manera lejana. Por ejemplo, la
educación general (distinguiéndola de la formación directamente necesaria
para disponer de la mano de obra cualificada que se requiere) o, todavía más,
la salud.
La relación que mantienen los equipos necesarios para estas diversas
actividades no materiales con el trabajo de quienes los utilizan es diferente en
función de las categorías de las producciones “inmateriales” consideradas. El
equipo necesario para los transportes (infraestructura y materiales de
transporte) o para el comercio (edificios y ‘stocks’ de mercancías) se sitúa en
una relación con el trabajo directo (el de los trabajadores del transporte y el
comercio) análoga a la que regula la relación equipo/trabajo directo en la
producción material. En cambio, el ordenador del docente o el sofisticado
instrumental del médico no son equipos de la misma naturaleza. Aquí, el
equipo (producto del trabajo indirecto) no es un sustituto del trabajo directo
(como en el caso de la mecanización más extrema en una fábrica), sino el
complemento del trabajo directo (del docente, del médico).
La amalgama del conjunto de estas producciones “inmateriales” (que
siempre han existido, por otra parte) que permite sacar la conclusión simple
de que están creciendo de un modo mucho más intenso que la de las
producciones materiales no satisface a quienquiera que tenga curiosidad en
saber por qué (y en qué medida) las cosas son verdaderamente así.
No es posible separar esta cuestión –la observación de los crecimientos
comparados de las producciones materiales e inmateriales– de las relativas a
su articulación con el funcionamiento del sistema (es decir, del capitalismo)
tomado en su conjunto. Por mi parte he intentado restablecer este vínculo,
ignorado por los discursos post-modernistas. De este modo he puesto el
acento en dos series de cuestiones distintas. En primer lugar, la cuestión del
excedente creciente producido por el funcionamiento del capitalismo de los
monopolios y su absorción por el crecimiento, de una sección III que se
añade a las dos secciones de El Capital de Marx. En segundo lugar, la
cuestión de la utilidad social de determinadas actividades inmateriales, tanto
en la sociedad capitalista como –con mayor motivo– en el proyecto socialista
de construcción de una sociedad más avanzada en términos de calidad de la
civilización que propone. Los desarrollos relativos a estas dos cuestiones los
trataremos más adelante.
Lo cierto es que en la sociedad capitalista la materialidad social de las
actividades de producción materiales e inmateriales reside en el tiempo de
trabajo social invertido para obtener un producto cualquiera, material o
inmaterial. Y en la medida en que la remuneración del trabajo (asalariado,
esencialmente) es idéntico (o comparable) en todas estas actividades tal como
se llevan a cabo en el capitalismo de los centros desarrollados, es decir, en la
medida en que esta remuneración solo da derecho al acceso al consumo de un
conjunto de bienes y servicios que no exigen para su producción más que un
tiempo de trabajo inferior al suministrado por el trabajador en cuestión, todas
estas actividades materiales e inmateriales participan en la creación de
plusvalía (en el sentido de Marx) y, por tanto, en el beneficio.
De todos modos, la medida de la productividad del trabajo social en
algunas de las producciones inmateriales presenta dificultades e
incertidumbres particulares. En la producción material, a corto plazo, la
mejora de la productividad del trabajo social es fácilmente mensurable: hoy
se han producido tantos metros de tejido con una cantidad de trabajo social
(directo e indirecto) inferior al de ayer. Pero ¿cómo medir la productividad
del trabajo del docente o del médico: ¿por el número de alumnos y de
pacientes? ¿O por la calidad de los resultados? De todos modos, en el
capitalismo, todas las actividades inmateriales, cuando son objeto de una
privatización capitalista, tienen una productividad visible para el capital que
gestiona su producción, que es el volumen de beneficios que puede sacar de
ellas. Pero aquí la productividad en cuestión es una productividad privada
que puede estar en conflicto con la productividad social de la actividad en
cuestión; mientras que en la producción material se produce una confusión
entre las dos productividades, la privada y la social.
El crecimiento aparente de las actividades inmateriales es en sí mismo
indisociable de la evolución de la división del trabajo. Cuando la concepción,
el diseño y/o el control del mercado son exteriorizados, es decir, operados por
empresas distintas de la que proporciona un producto material o inmaterial
dado, la producción inmaterial se ve hinchada por esta misma exteriorización.
Pues de un modo general la externalización practicada por las empresas
confiere a algunos de los elementos de su producción el estatus de servicios
de subcontratación.
Además, el crecimiento de las actividades inmateriales en los centros
dominantes es indisociable del reparto desigual de la división internacional
del trabajo entre los centros y las periferias. La deslocalización en las
periferias de producciones materiales acentúa el crecimiento en los centros de
las actividades inmateriales garantizando el control de las primeras (mediante
la concentración en los centros de los medios de control de las tecnologías, de
las finanzas mundializadas, de las comunicaciones, etc.).
El discurso sobre la sociedad post-capitalista, post-moderna, de servicios
está asociado a los desarrollos de moda relativos a la economía llamada
cognitiva, que disocia los conocimientos científicos y los dominios
tecnológicos del trabajo directo para convertirlos en un factor de producción
en sí. Marx, por el contrario, asocia (y no disocia) las diferentes dimensiones
de esta misma realidad que es el trabajo social y conceptualiza de un modo
muy distinto su productividad.
El trabajo social pone en práctica los saberes particulares y generales que
hacen posible que su productividad sea la que es. ¿Hay que recordar aquí la
importancia que atribuye Marx en este sentido a lo que él llama el “intelecto
general”? La economía ha sido siempre “cognitiva”, pues la producción
siempre ha implicado la puesta en práctica de saberes, incluso en el más
primitivo de los cazadores-recolectores de la prehistoria. El hecho de que se
reconozca que los conocimientos puestos en práctica hoy en la producción
son infinitamente más avanzados que los exigidos por las producciones del
pasado, e incluso que los exigidos por las del pasado próximo de la industria
del siglo XIX, es una evidencia que no deja de ser banal hasta que se
responde a esta pregunta: ¿Quién controla el desarrollo de los conocimientos
en la sociedad contemporánea? ¿Cómo se seleccionan estos conocimientos
para ponerlos al servicio del capital?
Por mi parte no creo haber dejado de tener en cuenta las realidades más
arriba descritas. No me he limitado a la crítica de los discursos dominantes a
ellas relativos. He tratado de ir más allá integrándolos en un análisis de
conjunto que permita situarlos en el lugar que les corresponde. El eje central
del análisis que permite dar coherencia al conjunto de estos fenómenos lo
constituye lo que yo llamo el capitalismo de los monopolios generalizados,
cuyo análisis es el objeto de esta obra.
CAPÍTULO I
EL CAPITALISMO DE LOS MONOPOLIOS GENERALIZADOS
La reubicación de las nuevas realidades en el capitalismo contemporáneo
Marx definió al proletariado de una manera rigurosa (el ser humano obligado
a vender al capital su fuerza de trabajo) y supo que las condiciones de esta
venta (“formales” o “reales”, para retomar los términos del propio Marx) han
sido siempre diversas. La segmentación del proletariado no es ninguna
novedad. Se comprende entonces que la cualificación haya sido más visible
para determinados segmentos de la clase, como los obreros de la nueva
maquinofactura del siglo XIX, o aún mejor, de la fábrica fordizada del siglo
XX. La concentración en los lugares de trabajo facilitaba la solidaridad en las
luchas y la maduración de la conciencia política, lo que alimentó el obrerismo
de determinados marxismos históricos. La fragmentación de la producción
producida por las estrategias del capital aprovechando las posibilidades que
ofrecen las tecnologías modernas pero sin perder por ello el control de la
producción subcontratada o deslocalizada, debilita por supuesto la solidaridad
y refuerza la diversidad en la percepción de los intereses.
El proletariado parece, pues, desparecer en el momento mismo en que se
generaliza. Las formas de la pequeña producción autónoma, los millones de
pequeños campesinos, de artesanos, de pequeños comerciantes desaparecen
para dejar su lugar a estatutos de subcontratación, grandes superficies, etc. El
estatus formal de asalariado es el del 90 por ciento de los trabajadores, tanto
en el caso de la producción material como en el de la inmaterial. Más arriba
he tratado de ilustrar las consecuencias de la diversificación de las
remuneraciones, que lejos de ser homotéticas respecto a los costes de
formación de las cualificaciones requeridas, los amplifica al extremo. Pese a
ello el sentimiento de solidaridad está en vías de renacer. “Nosotros, el 99%”,
dicen los movimientos de ocupación. Aunque en realidad ese 99% no sea más
que un 80%, constituye la inmensa mayoría del mundo del trabajo. Esta doble
realidad –la explotación de todos por el capital y la diversidad de las formas y
la violencia de esta explotación– interpela a la izquierda, que no puede
ignorar las “contradicciones en el seno del pueblo” sin renunciar a la
convergencia de objetivos, lo que implica a su vez la diversidad de las formas
de organización y de acción del nuevo proletariado generalizado. La
ideología del “movimiento” ignora estos desafíos. Pasar a la ofensiva exige la
reconstrucción ineludible de centros capaces de pensar la unidad de los
objetivos estratégicos.
La imagen del proletariado generalizado en las periferias, emergentes o no,
es diferente al menos en cuatro planos:
• Por la progresión de la “clase obrera”, visible en los países emergentes.
• Por la persistencia de un campesinado numeroso y sin embargo cada
vez más integrado en el mercado capitalista, y sometido por ello a la
explotación del capital, por indirecta que esta sea.
• Por el crecimiento vertiginoso de las actividades de “supervivencia”
producidas por el lumpen-desarrollo.
• Por las posturas reaccionarias de capas importantes de las clases medias,
cuando estas son las beneficiarias exclusivas del crecimiento.
El reto para las izquierdas radicales consiste aquí en “unir a los campesinos y
a los obreros” para retomar la manera de expresarse de la Tercera
Internacional, unir al pueblo de los trabajadores (incluidos los que trabajan en
el sector de la economía sumergida), los intelectuales críticos y las clases
medias en un frente amplio anti-compradore.
Referencias
Algunos de los temas tratados en este capítulo han sido desarrollados en las
siguientes obras del autor:
Délégitimer le capitalisme (Contradictions, Bruxelles, 2011): excedente y
renta imperialista (pp. 11-16, 39-40), trabajo abstracto (pp. 95-103).
Du capitalisme à la civilisation (Syllepse, 2008): la productividad del trabajo
social (pp. 75-95).
Le virus libéral (Le temps des cerises, 2003; ed. española en Ed. Hacer, 2007,
El virus liberal): los aspectos ideológicos de la cuestión.
Sortir de la crise du capitalisme ou sortir du capitalisme (Le temps des
cerises, 2009) : los monopolios generalizados.
“Surplus in monopoly capital and imperialist rent”, Monthly Review, vol. 64,
nº 3, 2012.
Anton Pannekoek & Patrick Tort, Darwinisme et marxisme. (Ed. Arkhé
2011).
Wang Hui, The end of the revolution (Verso, 2012).
Jean Claude Delaunay, La Chine, la France. Fondation Gabriel Péri, 2012
CAPÍTULO II
EL SUR: EMERGENCIA Y LUMPEN-DESARROLLO
¿Qué es la “emergencia”?
Emergencia y lumpen-desarrollo
No hay emergencia sin una política de Estado, asentada en un bloque social
confortable que le dé legitimidad, capaz de impulsar con coherencia un
proyecto de construcción de un sistema productivo nacional autocentrado y
de reforzar su eficacia mediante unas políticas sistemáticas que garanticen a
la gran mayoría de las clases populares la participación en los beneficios del
crecimiento.
En las antípodas de la evolución favorable que delinearía un proyecto de
emergencia auténtico de esta calidad, la sumisión unilateral a las exigencias
del despliegue del capitalismo mundializado de los monopolios generalizados
no produce más que lo que yo calificaría de lumpen-desarrollo. Tomo aquí
prestado libremente el vocablo con el cual el añorado André Gunder Frank
había analizado una evolución análoga, aunque en otras condiciones de
tiempo y de lugar. Hoy, el lumpen-desarrollo es el producto de la
desintegración social acelerada asociada al modelo de “desarrollo” (que por
ello no merece este nombre) impuesto por los monopolios de los centros
imperialistas a las sociedades de las periferias a las que dominan. Esto se
pone de manifiesto en el crecimiento vertiginoso de las actividades de
supervivencia (la denominada esfera informal), o dicho de otro modo, en la
pauperización inherente a la lógica unilateral de la acumulación del capital.
Se observará que no he calificado la emergencia de “capitalista” o de
“socialista”. Pues la emergencia es un proceso que asocia en la
complementariedad, pero también en la conflictualidad, lógicas de gestión
capitalista de la economía y lógicas “no capitalistas” (y por tanto
potencialmente socialistas) de gestión de la sociedad y de la política. Entre
estas experiencias de emergencia, algunas parecen merecer plenamente la
calificación, puesto que no están asociadas a procesos de lumpen-desarrollo;
no hay una pauperización que afecte a las clases populares, sino al contrario,
un progreso en sus condiciones de vida, modesto o más afirmado. Dos de
estas experiencias son visible e íntegramente capitalistas –las de Corea y
Taiwán (no discutiré aquí las condiciones históricas particulares que han
permitido el éxito del despliegue del proyecto en estos dos países). Otras dos
heredan el legado de las aspiraciones de revoluciones hechas en nombre del
socialismo –China y Vietnam. Cuba podría formar parte de este grupo si
consigue superar las contradicciones que actualmente la atraviesan.
Pero existen otros casos de emergencia que están asociados al despliegue
de procesos de lumpen-desarrollo de una amplitud manifiesta. India es el
mejor ejemplo. Hay aquí segmentos de la realidad que corresponden a lo que
exige y produce la emergencia. Hay una política de Estado que favorece el
reforzamiento de un sistema productivo industrial consecuente; hay una
expansión de las clases medias asociada a este reforzamiento; hay una
progresión en las capacidades tecnológicas y de educación; hay una política
internacional capaz de autonomía en el tablero mundial. Pero hay igualmente,
para una gran mayoría –las dos terceras partes de la sociedad–, una
pauperización acelerada. Nos encontramos, pues, ante un sistema híbrido que
asocia emergencia y lumpen-desarrollo. Es posible incluso poner de relieve la
relación de complementariedad entre estas dos caras de la realidad. Creo, sin
sugerir por ello una generalización abusiva, que todos los demás casos de
países considerados emergentes pertenecen a esta familia híbrida, ya se trate
de Brasil, de África del Sur o de otros países.
Pero hay también –y es el caso de otros muchos países del Sur– situaciones
en las que apenas se perfilan elementos de emergencia, mientras que los
procesos de lumpen-desarrollo ocupan por sí solos casi toda la escena. Los
tres países considerados en lo que sigue –Turquía, Irán, Egipto– forman parte
de este grupo y esta es la razón de que yo los califique de no emergentes,
pues en ellos los proyectos de una emergencia posible han sido abortados.
Estos tres países del Próximo Oriente habrían tenido que figurar normalmente
en la lista actual de países “emergentes”. Estos países han conocido, en
efecto, una larga serie de antiguas tentativas de modernización para hacer
frente al desafío europeo, experimentado antes en ellos que en la gran
mayoría de los países del Sur. El Egipto de Pachá Mohamed Alí del siglo
XIX y después el de la época nasserista (1952-1970), la Turquía otomana de
las Tanzimats (las reformas destinadas a modernizar el Estado) y después la
de la época de Ataturk (1920-1945), Irán a partir de su revolución de 1907 y
después bajo el reinado de Reza Pahlevi (hasta 1979), han estado a su manera
a la vanguardia de las transformaciones modernizadoras de los países de las
periferias capitalistas de los siglos XIX y XX. Pero hoy ninguno de estos tres
países puede ser razonablemente calificado de “emergente”, a semejanza de
China, la India, Corea, África del Sur, Brasil, Argentina y algunos otros. Los
tres países aquí considerados son importantes y tienen unas masas
demográficas comparables de aproximadamente 80 millones de almas.
Las reflexiones que siguen se refieren al fracaso de las tentativas de
emergencia de Turquía, de Irán y de Egipto en el pasado lejano y más
recientemente; a la derrota, causada por las intervenciones de las potencias
imperialistas y/o por el ahogo de su capacidad de hacer frente al desafío; y a
las ideas de las clases dirigentes actualmente establecidas, que plantean
muchas dudas sobre la perspectiva de una emergencia de estos tres países.
Estas reflexiones se sitúan, por supuesto, en el marco conceptual definido en
las páginas precedentes.
Turquía
Irán
Irán es una vieja y gran nación, orgullosa de su historia, que reaccionó con
fuerza a la amenaza europea (inglesa y rusa). Desde 1907 hizo una revolución
contra el régimen de la dinastía decadente de los Qadjars, considerada
incapaz de resistir a los extranjeros. Por añadidura, algunos de los
intelectuales que se habían formado en el Cáucaso ruso, en el seno del
POSDR (y que producirá el bolchevismo) desempeñaron un papel importante
en esta revolución y dieron a la vanguardia iraní una conciencia más precisa
que en otras partes de los retos políticos y de la relación que vincula el
dominio imperialista al poder local de las antiguas clases explotadoras
(“feudales”).
El nuevo poder de los Pahlevi, que se instaura en 1921, reviste por ello un
carácter particular: obviamente reaccionario en el plano de sus posturas
sociales, pero negándose a convertirse en los lacayos de las fuerzas
dominantes a escala internacional. Los efectos a largo plazo de la presencia
soviética en el norte del país durante la Segunda Guerra Mundial, el apoyo
que esto dio a las construcciones no artificiales (como se dice con excesiva
frecuencia en los medios occidentales) del Azerbayán y del Kurdistán
autónomos, la emergencia de un partido anti-imperialista y socialista
poderoso (el Tudeh), la postura nacionalista adoptada en 1951 por su primer
ministro Mossadeqh, que se atrevió a nacionalizar el petróleo, no pudieron
ser neutralizados por el golpe de estado apoyado por la CIA que permitió al
sha Mohamad Reza Pahlevi cambiar radicalmente y unirse al campo
occidental.
Para hacer frente al desafío de las fuerzas democráticas, nacionalistas y
progresistas, poderosas en Irán, el sha Mohamad Reza inicia, a partir de
1962, una “revolución blanca” asociada a una postura internacional
“neutralista”. La reforma agraria, ciertamente, no es en absoluto una auténtica
reforma; no reduce apenas el poder y la riqueza de los latifundistas, aunque
los alienta a modernizarse, y de hecho facilita la emergencia de un nuevo
campesinado rico. A esto se añaden la modernización de las costumbres
(notablemente en beneficio de las mujeres) y el esfuerzo desplegado en el
campo de la educación. Las posturas neutralistas –el acercamiento a la URSS
(en 1965) y a China (en 1970), la recuperación del control sobre el petróleo
(en 1973) son aceptados, en estas condiciones, por las potencias occidentales,
que no tienen otra alternativa mejor posible. El régimen, policial en extremo
(su policía política, la Savak, se ha ganado a pulso su mala reputación por sus
crímenes), es la única garantía del mantenimiento del orden social
reaccionario. El proyecto de Mohamad Reza Pahlevi era claramente un
proyecto de emergencia concebido en el marco del capitalismo (en parte,
diría yo, de un capitalismo de Estado). Sus límites y sus contradicciones son
el producto de esta opción de principio.
La destrucción del Tudeh por la violencia policial abriría, pues, la vía a una
nueva fuerza de contestación al régimen, organizada en torno a los mulahs
chiítas y a su líder el ayatolá Jomeini. El régimen islamista resultante, en el
poder desde 1979, ha estado, por este mismo hecho, minado por sus
contradicciones internas. En el fondo, y por lo que respecta a las
concepciones de la sociedad a “reconstruir”, era fundamentalmente
reaccionario, no solo en sus posturas culturales (el velo de las mujeres, etc.),
sino también en su relación con la vida económica y social. Dos clases
sociales reaccionarias le proporcionaban lo esencial de sus apoyos: los
“bazaris”, es decir, la burguesía comercial/compradore de tipo tradicional y
el nuevo campesinado rico. El régimen heredaba un capitalismo en parte de
Estado, como ya he dicho, administrado por unos “tecnócratas” adheridos a la
dictadura del sha. Lo que hizo el régimen con él consistió simplemente en
sustituir esta gestión “civil” por una gestión confiada al clero islamista.
Mulahs por todas partes en posición de gestores, enriqueciéndose, por
supuesto, y sin preocuparse en absoluto de dar una coherencia de conjunto al
proyecto de modernización del sha –convertida en una modernización
controlada por los religiosos–, él mismo víctima de sus límites y
contradicciones. Pero simultáneamente, y debido a que el régimen del sha
había sido “pro-occidental” (pese a sus posturas neutralistas), el nuevo
régimen podía engalanarse con los oropeles de un anti-imperialismo que se
confundía con el anti-occidentalismo.
La confusión es, pues, extrema, y explica que tantos analistas occidentales
crean poder calificar al sistema de “modernista” (el “islam modernista”,
dicen). Para demostrarlo se basan en unas evoluciones reales pero que no
tienen la significación que ellos les atribuyen. Sí, la edad del matrimonio de
las mujeres ha aumentado; sí, el número de mujeres que trabajan y ocupan
puestos de responsabilidad es cada vez mayor. Pero estas evoluciones las
encontramos tanto en los países del Sur (¡salvo en los del Golfo!) como en
los del Norte (pues el mundo nunca deja de “cambiar”, por supuesto). Pero la
modernidad –por no hablar de la emancipación– exige mucho más.
La reacción de Washington –que trató de sostener al sha hasta el último
momento– motivó a su vez una esperada postura iraní, obviamente
nacionalista. Fue entonces cuando Washington creyó que era posible la
movilización de su entonces aliado en la zona –el Irak de Saddam Hussein–
para entablar desde 1980 una guerra criminal y absurda que duraría diez años.
La constitución, bajo la tutela de Washington, de un campo “árabe” (el Golfo
apoyando a Irak) inauguró una hostilidad Irán (chiíta, por añadidura)/Golfo
(esencialmente suní en todas sus monarquías) supuestamente atávica, pero
que en realidad no lo es y que no atraviesa en absoluto toda la historia de la
región, como lo sería una realidad inmanente, invariable y constante. Pero
con ayuda de la estupidez generalizada ha podido parecerlo: el islam político,
reaccionario y atrasado de unos y otros se ha esforzado mucho en ello.
En este marco, el Irán islamista, chiíta y jomeinista se convertía sin
quererlo en el adversario de las potencias occidentales. Pero el Irán
jomeinista no concebía la gestión de su economía de otro modo que por las
reglas simples del mercado y del capitalismo tal como es, es decir, de un
capitalismo dependiente. Habría sido fácil definir un modus vivendi entre ese
sistema local y el capitalismo mundializado dominante. Eso era lo que
buscaban los mulahs –en particular, los supuestos reformadores que había
entre ellos. El Golfo se esforzó en hacer fracasar sus tentativas, provocando la
irritación de Washington.
La opción nuclear de Teherán, por tanto, no podía sino enconar la
situación. Pero esta opción no era en realidad una iniciativa nueva del
régimen jomeinista. Fue el sha Mohamad Reza quien metió a su país en esta
vía; y en aquella época Washington no parecía tener nada que decir al
respecto. En este sentido, el régimen jomeinista no hizo sino proseguir el
camino iniciado por el sha. Y no habría por qué reprochárselo, incluso en la
hipótesis de que detrás de la opción nuclear civil se perfile el riesgo de la
opción nuclear militar. No existe realmente ningún motivo para aceptar el
punto de vista de Washington y de sus aliados subalternos de la OTAN
respecto a la “proliferación”. Pues esta solo es declarada peligrosa cuando un
adversario potencial de las potencias imperialistas podría beneficiarse de ella.
El silencio respecto al monstruoso arsenal nuclear de Israel revela el método
de juicio que utilizan las potencias occidentales: dos pesos/dos medidas. Y si
hay que avanzar hacia la desnuclearización (lo que sería más que deseable),
esto no es posible hacerlo sin empezar por la del país que representa una
amenaza mayor para la Tierra entera: Estados Unidos. Se esgrime, pues, la
amenaza de la agresión contra Irán y se moviliza con este fin a los ladradores
de Tel Aviv.
La situación es tanto más compleja cuanto que la ocupación de Irak por
Estados Unidos y el enfangamiento en la guerra de Afganistán no han dado
los resultados que esperaba Washington. Es cierto que Irak ha sido destruido,
no solo su Estado (fragmentado de facto en cuatro regímenes: el suní, el
chiíta, el kurdo nº 1 y el kurdo nº 2), sino también su sociedad, la totalidad de
cuyos cuadros científicos, entre otros, han sido asesinados por orden de los
ocupantes. Pero al mismo tiempo la destrucción de Irak ha dado una carta a
Teherán, que puede ahora, si le conviene, movilizar a sus amigos “chiítas”.
Para eludir el problema, Washington ha decidido debilitar a Irán destruyendo
a sus aliados regionales, empezando por Siria.
Todo esto confirma que el conflicto entre Irán y Estados Unidos es muy
real. Pero esto no cambia en nada la cuestión planteada en esta reflexión:
¿está Irán en la vía de la emergencia? Mi respuesta es pura y simplemente
negativa: nada en la evolución del sistema económico de Irán permite
vislumbrar para el país una salida del “lumpen-desarrollo” en el que le ha
metido el islam político jomeinista. No basta con ser considerado por las
potencias imperialistas como uno de sus adversarios para convertirse de este
modo –milagrosamente– en un país emergente.
Egipto
Referencias:
En esta obra no he hecho más que una rápida alusión a la China. En otros
escritos he presentado las razones de por qué el suyo es un caso único y
constituye tal vez incluso el único ejemplo de emergencia en el sentido
pleno del término, lo que contrasta con los demás casos calificados de la
misma manera (India, Brasil, etcétera).
Véase en particular:
Samir Amin, Por un munde multipolare (Éditions Syllepse, 2005. Edición
española en El Viejo Topo, 2006, Por un mundo multipolar)
Puntos de vista cercanos:
Wang Hui, The end of the revolution (Verso, 2012).
Lin Chun, La transformación del socialismo chino (El Viejo Topo, 2007)
CAPÍTULO III
LA IMPLOSIÓN PROGRAMADA DEL SISTEMA EUROPEO
Gran Bretaña es más atlantista que europea, y mantiene esta postura debido a
su antigua calidad de potencia imperialista hegemónica, aunque esta herencia
se haya quedado reducida hoy a la posición privilegiada que ocupa la City de
Londres en el sistema financiero mundializado. Gran Bretaña supedita su
muy particular adhesión a la Unión Europea a la prioridad que da a la
institucionalización de un mercado económico y financiero euroatlántico, que
predomina sobre cualquier voluntad de participar activamente en la
construcción política de Europa.
Pero no es solamente la Gran Bretaña la que es atlantista. Los Estados de la
Europa continental no lo son menos, pese a su aparente voluntad de construir
una Europa política. La prueba la da la centralidad de la OTAN en esta
construcción política. El hecho de que una alianza militar con un país exterior
a la Unión haya sido integrada en la “constitución europea” constituye una
aberración jurídica sin parangón. Para algunos países europeos (Polonia, los
Estados bálticos, Hungría), la protección de la OTAN –es decir, de los
Estados Unidos– frente al “enemigo ruso” (¡) es más importante que su
pertenencia a la Unión Europea.
La persistencia del atlantismo y la expansión mundial del campo de
intervención de la OTAN una vez desaparecida la supuesta “amenaza
soviética” son los productos de lo que yo he analizado como la emergencia
del imperialismo colectivo de la tríada (Estados Unidos, Europa, Japón), es
decir, de los centros dominantes del capitalismo de los monopolios
generalizados, y que pretenden seguir siéndolo pese al ascenso de los Estados
emergentes. Se trata en este caso de una transformación cualitativa
relativamente reciente del sistema imperialista, anteriormente y
tradicionalmente basado en el conflicto de las potencias imperialistas. La
razón de la emergencia de este imperialismo colectivo es la necesidad de
hacer frente al desafío que constituyen las ambiciones de los pueblos y de los
Estados de las periferias de Asia, de África y de América Latina de salir de su
sumisión.
El segmento europeo imperialista en cuestión solo se refiere a la Europa
occidental, cuyos estados han sido siempre imperialistas en la época
moderna, tanto si han tenido colonias como si no, pues todos ellos han tenido
siempre acceso a la renta imperialista. Los países de la Europa del Este, en
cambio, no han tenido acceso a esta renta, y no son la sede de unos
monopolios generalizados nacionales que les sean propios. Pero se alimentan
de la ilusión de que tienen derecho a ella debido a su “europeidad”. Ignoro si
sabrán librarse algún día de esta ilusión.
Habiéndose vuelto colectivo el imperialismo, ya no hay más que una sola
política –la de la tríada– común y compartida con respecto al Sur, que es una
política de agresión permanente contra los pueblos y los Estados que osan
poner en cuestión ese sistema particular de la mundialización. Ahora bien, el
imperialismo colectivo tiene un líder militar, si no un hegemón: Estados
Unidos. Se comprende entonces que no haya ya política exterior ni de la
Unión Europea ni de los Estados que la constituyen. Los hechos demuestran
que no hay más que una sola realidad: el alineamiento con lo que decide
Washington por sí solo (tal vez de acuerdo con Londres). Europa vista desde
el Sur no es más que el aliado incondicional de Estados Unidos. Y si en este
plano hay tal vez algunas ilusiones en América Latina –debido sin duda a que
la hegemonía la ejercen allí brutalmente y ellos solos los estadounidenses y
no sus aliados subalternos europeos– no es este el caso en Asia y en África.
Los poderes en los países emergentes lo saben; quienes gestionan los asuntos
corrientes en los otros países de los dos continentes aceptan su estatus de
sumisos compradore. Para todos ellos solo Washington cuenta, y no Europa,
que se ha vuelto inexistente.
El ángulo bajo el que hay que contemplar esta cuestión es esta vez interior a
Europa. Pues vista desde el exterior –desde el gran Sur– sí, “Europa” parece
ser una realidad. Para los pueblos de Asia y de África, de lenguas y religiones
“no europeas”, incluso aunque esta realidad haya sido atenuada por las
conversiones misioneras al cristianismo o por la adopción de la lengua oficial
de los antiguos colonizadores, los europeos son “los otros”. El caso es
diferente en América Latina, que, como la América del Norte, es el producto
de la construcción de la “otra Europa” necesaria al despliegue del capitalismo
histórico.
La cuestión de la identidad europea solo puede discutirse centrando la
mirada en una Europa vista desde el interior. Ahora bien, las tesis que
afirman la realidad de esta identidad y las que la niegan se enfrentan en unas
polémicas que conducen unas y otras a inclinar excesivamente la balanza de
su lado. Unos invocarán, por tanto, la cristiandad, cuando en realidad habría
que hablar de diversas cristiandades –católica, protestante u ortodoxa–, sin
olvidar a los que no practican ninguna religión o a los que no tienen ninguna,
que ya no representan unas cantidades despreciables. Otros constatarán que
un español se siente más cómodo con un argentino que con un lituano; que un
francés comprende mejor a un argelino que a un búlgaro; que un inglés se
mueve con más soltura por el espacio mundial de los pueblos con los que
comparte su lengua que por Europa. El ancestro civilizador greco-romano,
real o reconstruido, tendría que llevarles a adoptar el latín o el griego, y no el
inglés, como lenguas oficiales de Europa (que es lo que eran en la Edad
Media). La Ilustración del siglo XVIII solo impregnó de verdad al triángulo
Londres/París/Amsterdam, pese a que se exportó hasta lugares como Prusia y
Rusia. La democracia electoral representativa es demasiado reciente y
demasiado imperfecta todavía para remontar sus fuentes a la formación de las
culturas políticas europeas, visiblemente diversas.
No resulta nada difícil poner de manifiesto la fuerza siempre presente en
Europa de las identidades nacionales. Francia. España, Inglaterra, Alemania
se han construido en su adversidad guerrera. Y si el insignificante primer
ministro de Luxemburgo puede declarar que “su patria es Europa” (¡tal vez se
refería a la patria de su banco!), ningún presidente francés, canciller alemán,
primer ministro español o premier británico se atrevería a decir tamaña
tontería. Pero ¿es necesario afirmar la realidad de una identidad común para
legitimar un proyecto de construcción política regional? Por mi parte creo
que no. Pero a condición de reconocer la diversidad de las identidades
(digamos “nacionales”) de los socios y de situar con precisión las razones
serias de la voluntad de la construcción común. Este principio no vale
exclusivamente para los europeos; vale igualmente para los pueblos del
Caribe, de la América hispana (o latina), del mundo árabe, de África. No es
necesario suscribir las tesis del arabismo o de la negritud para dar toda su
legitimidad a un proyecto árabe o africano. Lo malo es que los “europeístas”
no se comportan con tanta inteligencia. En su gran mayoría se contentan con
declararse “supra-nacionales” y “antisoberanistas”, una afirmación que no
quiere decir casi nada o que incluso está en conflicto con la realidad. En lo
que sigue no discutiré, pues, la cuestión de la viabilidad del proyecto político
europeo situándome en el movedizo terreno de la identidad, sino en el terreno
más sólido de lo que está en juego y de las formas de institucionalización de
su gestión.
Por supuesto que sí, puesto que las alternativas (en plural) existen siempre, en
principio. Pero las condiciones para que una u otra de las alternativas posibles
se vuelva realidad tienen que ser precisadas. No es posible volver a un
estadio anterior del desarrollo del capital, a un estadio anterior de la
centralización de su control. Solo se puede ir hacia adelante, es decir,
partiendo del estadio actual de la centralización del control del capital,
comprender que la hora de “la expropiación de los expropiadores” ha sonado.
No hay otra perspectiva viable posible. Dicho esto, la proposición en cuestión
no excluye la existencia de luchas que, por etapas, vayan en esta dirección.
Al contrario, implica la identificación de objetivos estratégicos de etapa y la
puesta en práctica de tácticas eficaces. Eximirse de esta preocupación de las
estrategias de etapa y de táctica de acción es condenarse a proclamar unas
cuantas consignas fáciles (“¡Abajo el capitalismo!”) e ineficaces.
En esta línea, y por lo que respecta a Europa, un primer avance eficaz, que
por otra parte tal vez ya se está delineando, parte del cuestionamiento de las
políticas llamadas de austeridad, asociadas por otra parte al ascenso de las
prácticas autoritarias anti-democráticas que dichas políticas exigen. El
objetivo de la reactivación económica, pese a la ambigüedad de este término
(¿Reactivación de qué actividades? ¿Por qué medios?), está por lo demás
naturalmente relacionado con ello.
Pero conviene saber que este primer avance chocará con el sistema
establecido de gestión del euro por el BCE. Por ello no veo que sea posible
evitar “salir del euro” mediante la restauración de la soberanía monetaria de
los Estados europeos. Entonces y solo entonces podrán abrirse espacios de
movimiento que impongan la negociación entre socios europeos y por ello la
revisión de los textos que organizan las instituciones europeas. Entonces y
solo entonces podrán tomarse medidas para iniciar la socialización de los
monopolios. Pienso, por ejemplo, en la separación de funciones bancarias; en
la nacionalización definitiva de los bancos en dificultades; en el alivio de la
tutela que los monopolios ejercen sobre los productores agrícolas y las
empresas medianas y pequeñas; en la adopción de una fiscalidad fuertemente
progresiva; en la transferencia de la propiedad de las empresas que elijan la
deslocalización a los trabajadores y a las colectividades locales; en la
diversificación de los socios comerciales, financieros e industriales mediante
la apertura de negociaciones, especialmente con los países emergentes del
Sur, etc. Todas estas medidas exigen la afirmación de la soberanía económica
nacional y, por tanto, de la desobediencia de las reglas europeas que no las
permiten. Pues a mí me parece evidente que las condiciones políticas que
permiten tales avances no se reunirán jamás al mismo tiempo en el conjunto
de la Unión Europea. Este milagro no tendrá lugar. Habrá que aceptar
entonces la necesidad de empezar por donde sea posible hacerlo, en uno o en
varios países. Estoy convencido de que el proceso una vez iniciado no tardará
en tener un efecto acumulativo, tipo bola de nieve.
A estas propuestas (cuya formulación ha iniciado, al menos en parte, el
presidente francés F. Hollande), las fuerzas políticas al servicio de los
monopolios generalizados oponen ya unas contrapropuestas que anulan el
alcance de las primeras: la “reactivación mediante la búsqueda de una mejor
competitividad de unos y otros en el respeto de la transparencia de la
competencia”. Este discurso no es solamente el de Merkel; es igualmente el
de sus adversarios social- demócratas, el de Draghi, el presidente del BCE.
Pero hay que saber –y decirlo– que la “competencia transparente” no existe.
La competencia existente es la competencia –opaca por naturaleza– de los
monopolios en conflicto mercantil. No es más que una retórica falaz y hay
que denunciarla como tal. Tratar de regular su gestión después de aceptar el
principio –proponiendo unas reglas de “regulación”– no conduce a nada
eficaz. Equivale a pedir a los monopolios generalizados –los beneficiarios del
sistema que dominan– que actúen en contra de sus intereses. Estos sabrán
encontrar los medios de anular las reglas de regulación que se pretendería
imponerles.
El siglo XX no ha sido solamente el de las guerras más violentas que
hayamos conocido, producidas en gran medida por el conflicto de los
imperialismos (entonces conjugados en plural). Ha sido también el de unos
inmensos movimientos revolucionarios de las naciones y de los pueblos de
las periferias del capitalismo de la época. Estas revoluciones han
transformado, a un ritmo acelerado, a Rusia, Asia, África y América Latina y
han constituido por ello la dinámica mayor en la transformación del mundo.
Pero lo menos que puede decirse es que el eco que han tenido en los centros
del sistema imperialista ha sido muy limitado. Las fuerzas reaccionarias pro-
imperialistas han seguido teniendo el dominio de la gestión política de las
sociedades en lo que se ha convertido en la tríada del imperialismo colectivo
contemporáneo, lo que les ha permitido proseguir su política de containment
[contención] y después de rolling back [fomentar el retroceso] de esta
primera oleada de luchas victoriosas por la emancipación de la mayoría de la
humanidad. Es esta falta de internacionalismo de los trabajadores y de los
pueblos lo que está en el origen del doble drama del siglo XX: el freno de los
avances iniciados en las periferias (las primeras experiencias de vocación
socialista, el paso de la liberación anti-imperialista a la liberación social), por
un lado, y la adhesión de los socialismos europeos al campo del
capitalismo/imperialismo y la deriva de la socialdemocracia hacia el social-
liberalismo, por otro.
Pero el triunfo del capital –convertido en el de los monopolios
generalizados– habrá sido de corta duración (¿1980-2010?). Las luchas
democráticas y sociales entabladas en todo el mundo, como algunas de las
políticas de los Estados emergentes, ponen en entredicho el sistema de
dominación de los monopolios generalizados e inician una segunda oleada en
la transformación del mundo. Estas luchas y estos conflictos afectan a todas
las sociedades del planeta, tanto en el Norte como en el Sur. Pues para
mantener su poder el capitalismo contemporáneo se ve obligado a centrarse a
la vez en los Estados, las naciones y los trabajadores del Sur (a sobre-explotar
su fuerza de trabajo, a saquear sus recursos naturales) y en los trabajadores
del Norte, a los que pone en competencia con los del Sur. Las condiciones
objetivas para la emergencia de una convergencia internacionalista de las
luchas están pues presentes. Pero de la existencia de condiciones objetivas a
su actualización práctica por los agentes sociales sujetos de la
transformación, hay todavía una distancia que no ha sido salvada. No es
nuestra intención arreglar esta cuestión por medio de unas cuantas frases
grandilocuentes fáciles y hueras. Un examen en profundidad de los conflictos
entre los Estados emergentes y el imperialismo colectivo de la tríada, y de su
articulación con las reivindicaciones democráticas y sociales de los
trabajadores de los países implicados; un examen en profundidad de las
revueltas en curso en los países del Sur, de sus límites y de sus diversas
evoluciones; un examen en profundidad de las luchas entabladas por el
pueblo en Europa y en Estados Unidos, son la condición previa ineludible
para la realización de un debate fecundo respecto a “los” futuros posibles.
Puede que el inicio de la superación de la falta de internacionalismo esté
aún lejos de ser visible. ¿Acaso por esto la segunda oleada de las luchas para
la transformación del mundo será un remake de la primera? Por lo que
respecta a Europa, objeto de nuestra reflexión aquí, la dimensión anti-
imperialista de las luchas permanece ausente de la conciencia de los actores y
de las estrategias que desarrollan, cuando las tienen. Tenía que concluir mi
reflexión sobre “Europa vista desde el exterior” con esta idea, de una gran
importancia en mi opinión.
Referencias
La historia larga del capitalismo está constituida por tres fases sucesivas
distintas: (I) una larga preparación –la transición del modo tributario, forma
general de organización de las sociedades de clases premodernas– que ocupa
los ocho siglos que van desde el año 1000 al 1800; (II) una fase corta de
madurez (el siglo XIX) en el curso de la cual se afirma la dominación de
“Occidente”; (III) la fase de la larga “decadencia” provocada por el “despertar
del Sur” (para utilizar el título de mi obra L’éveil du Sud, Le Temps des
Cerises, Paris, 2007), cuyos pueblos y Estados han reconquistado la iniciativa
principal en la transformación del mundo, y cuya primera oleada se desplegó
en el siglo XX. Este combate contra el orden imperialista, indisociable de la
expansión mundial del capitalismo, es en sí mismo portador potencial de un
avance por la larga ruta de la transición, más allá del capitalismo, hacia el
socialismo. Con el siglo XXI se inicia una segunda oleada de iniciativas
independientes de los pueblos y de los Estados del Sur.
Las contradicciones internas propias de todas las sociedades avanzadas del
mundo premoderno –y no solamente las que son particulares a la Europa
“feudal”– dan cuenta de las sucesivas oleadas de invención gradual de los
elementos constitutivos de la modernidad capitalista.
La oleada más antigua tiene que ver con China, donde se inician estas
transformaciones desde la época Sung (siglo XI) para ampliarse en las épocas
Ming y Qing, dando a China una clara ventaja en términos de inventiva
tecnológica, de productividad del trabajo social y de riqueza que no serán
superadas por Europa antes del siglo XIX. Esta oleada “china” será seguida
por una oleada “medio-oriental” que se despliega en el califato árabo-persa, y
más tarde (a partir de las Cruzadas) en las ciudades italianas.
La última oleada relativa a esta larga transición desde el mundo tributario
antiguo al mundo capitalista moderno se inicia en la Europa atlántica a partir
de la conquista de las Américas, para desplegarse en el curso de los tres
siglos del mercantilismo (1500-1800). El capitalismo histórico que se
impondrá progresivamente a escala mundial es el producto de esta última
oleada. La forma “europea” (“occidental”) del capitalismo histórico,
construida por la Europa atlántica y central, su retoño estadounidense, y más
tarde el Japón, es indisociable de algunas de sus características propias, en
particular de su modo de acumulación basado en el desposeimiento (en
primer lugar de sus campesinos y después de los pueblos de las periferias
integrados en su sistema global). Esta forma histórica es, pues, indisociable
del contraste centros/periferias que ella misma construye, reproduce y
profundiza incesantemente.
El capitalismo histórico toma su forma acabada a finales del siglo XVIII,
con la revolución industrial inglesa que inventa la nueva “maquinofactura” (y
con ella el estatus del nuevo proletariado industrial) y la revolución francesa
que inventa la política moderna.
El capitalismo maduro se despliega en un tiempo breve, que marca el
apogeo de este sistema –el siglo XIX. La acumulación del capital se impone
entonces en su forma definitiva y se convierte en la ley fundamental que rige
el devenir social.
Desde el origen, esta forma de acumulación es simultáneamente
constructiva (permite la aceleración prodigiosa y continua del progreso de la
productividad del trabajo social), y también destructiva. Marx fue precoz al
hacer esta observación: la acumulación destruye los dos fundamentos de la
riqueza –el ser humano (víctima de la alienación mercantil) y la naturaleza.
En los análisis del capitalismo histórico que yo he propuesto he puesto un
acento particular en el tercer aspecto de esta dimensión destructiva de la
acumulación: el desposeimiento material y cultural de los pueblos dominados
de las periferias, cuya importancia Marx tal vez descuidó un tanto. Sin duda
porque en el corto momento en el que se sitúan los trabajos de Marx Europa
parece consagrarse casi exclusivamente a las exigencias de la acumulación
interna. Marx relega de este modo el desposeimiento en los tiempos de la
“acumulación primitiva”, que yo, en cambio, he calificado de permanente.
El caso es que en su corto período de madurez, el capitalismo desempeña
unas funciones históricas progresistas innegables: crea las condiciones que
hacen posible y necesaria su superación socialista/comunista, tanto en el
plano material como en el de la conciencia política y cultural nueva que lo
acompaña. El socialismo (mejor, el comunismo) no es un “modo de
producción” superior porque sea capaz de acelerar el desarrollo de las fuerzas
productivas y de asociarle un reparto “equitativo” de las rentas. Es otra cosa
muy distinta: una etapa superior del desarrollo de la civilización humana. No
es, pues, casual que el movimiento obrero y socialista inicie su arraigo en las
nuevas clases populares y entable el combate por el socialismo desde el siglo
XIX europeo (con el Manifiesto Comunista desde 1848). Tampoco es casual
que este cuestionamiento adopte la forma de la primera revolución socialista
de la historia: la Comuna de París (1871).
El capitalismo histórico entra, a partir de finales del siglo XIX, en el
tiempo –largo– de su decadencia. Entiendo por ello que las dimensiones
destructivas de la acumulación son desde ese momento las que predominan, a
un ritmo cada vez mayor, sobre su dimensión histórica constructiva
progresista.
Esta transformación cualitativa del capitalismo toma cuerpo con la
constitución de los nuevos monopolios de producción (y no solo de la
dominación de los intercambios y de la conquista colonial como en tiempos
del mercantilismo) a finales del siglo XIX (Hobson, Hilferding, Lenin) en
respuesta a la primera larga crisis estructural del capitalismo iniciada en los
años 70 del siglo XIX (poco después de la derrota de la Comuna de París). La
emergencia del capitalismo de los monopolios demuestra que el tiempo del
capitalismo ya ha pasado, que el capitalismo se ha quedado “obsoleto”. La
hora de la expropiación necesaria y posible de los expropiadores ha sonado.
Esta decadencia se traduce en una primera oleada de las guerras y
revoluciones que han marcado la historia del siglo XX.
Lenin no se equivocaba, pues, cuando calificaba al capitalismo de los
monopolios de “fase suprema del capitalismo”. Pero Lenin –optimista–
pensaba que esta primera larga crisis sería la última y que había puesto en el
orden del día la revolución socialista. La historia ulterior ha demostrado que
el capitalismo fue capaz de superar aquella crisis (al precio de dos guerras
mundiales y adaptándose a los retrocesos que le impusieron las revoluciones
socialistas rusas y china y la liberación nacional de Asia y África). Pero al
tiempo corto de la renovación del despliegue del capitalismo de los
monopolios (de 1945 a 1975) le sucedió una segunda larga crisis estructural
del sistema, iniciada a partir de los años 1970. El capital respondió a este
desafío renovado con una nueva transformación cualitativa que tomó la
forma de lo que yo he calificado de “capitalismo de los monopolios
generalizados”.
De esta lectura de la “larga decadencia” del capitalismo emerge un
conjunto de cuestiones mayores que conciernen a la naturaleza de la
“revolución” que está a la orden del día. La “larga decadencia” del
capitalismo histórico de los monopolios ¿puede convertirse en sinónimo de la
“larga transición” al socialismo/comunismo? ¿En qué condiciones?
Yo leo la historia de la larga transición al capitalismo aquí evocada como
la de la invención de los ingredientes que, combinados y coagulados,
constituirán el capitalismo histórico en su forma acabada. Estos ingredientes
tienen que ver, evidentemente, con las relaciones sociales –y singularmente
con las relaciones de propiedad– propias del capitalismo, o dicho de otro
modo, la polarización que opone a los propietarios exclusivos de los medios
de producción modernos (la fábrica) y a la fuerza de trabajo, reducida a su
vez a la condición de mercancía. Ciertamente, debido a que la emergencia de
estas relaciones define al capitalismo, la confusión entre comercio y
capitalismo empobrece en grado extremo la comprensión de la realidad del
mundo moderno. Especialmente porque la lectura eurocéntrica del marxismo
reduce la larga transición al capitalismo a los tres siglos del mercantilismo
europeo (1500-1800). En este marco se afirma entonces la tendencia a
confundir el capitalismo mercantil con el capitalismo a secas. Más aún
cuando la transformación cualitativa que representa, con la revolución
industrial, la invención de la maquinofactura, es a veces ella misma
cuestionada. Se pasa del eurocentrismo al anglocentrismo cuando se reduce
aún más este momento europeo de la transición a la forma particular de la
transformación de la agricultura inglesa, que con las enclosures [parcelación
y privatización de la tierra] expropia a la mayoría campesina y reserva el
acceso al suelo a los propietarios aristocráticos y a los campesinos ricos,
convertidos en sus agricultores arrendatarios. Otras formas de emergencia del
capitalismo industrial articuladas con otras formas de gestión capitalista de la
agricultura se han desplegado en Estados Unidos, en Francia y en el
continente europeo, en Japón y en otras partes.
La lectura que yo propongo no es solamente no eurocéntrica porque integra
la contribución de otras regiones a la invención del capitalismo. Procede de
una lectura no reductora del concepto de modo de producción. El capitalismo
es algo más que un modo de producción que supone un grado más avanzado
de desarrollo de las fuerzas productivas; constituye un estadio más avanzado
de la civilización. Y, por este motivo, la invención de las relaciones sociales
propias del capitalismo es indisociable de la de los demás componentes de lo
que se ha convertido en la “modernidad”. La creación de un servicio público
contratado por oposición, la idea de la laicidad del Estado, la afirmación de
que son los hombres los que hacen la historia y no los dioses o los ancestros
aristocráticos, iniciadas en China siglos antes que en Europa, constituyen a su
vez los ingredientes de la modernidad capitalista, siendo lo sustantivo y lo
cualitativo indisociables. La modernidad en cuestión es pues la modernidad
capitalista, definida por las contradicciones propias de la hegemonía del
capital y de los límites que de ello se derivan.
He propuesto por lo demás una lectura del modo de producción capitalista
en cuestión, considerado en la totalidad de sus instancias, asociando base
económica y superestructuras políticas e ideológicas, lo que autoriza la toma
en consideración de la autonomía de las lógicas de despliegue de cada una de
estas instancias.
Diré también que el capitalismo mercantil adquiere, en un estadio
avanzado de su desarrollo –en China, en el califato musulmán, en las
ciudades italianas, y finalmente en el mercantilismo europeo– un nuevo
sentido: se convierte en el ancestro del capitalismo acabado producido por la
revolución industrial. Pese a que el capitalismo mercantil haya permanecido
durante mucho tiempo siendo en gran parte prisionero de las relaciones
sociales fundamentales que definen el modo tributario, es decir, encastrado en
un sistema definido por la dominancia de lo político y la sumisión de lo
económico a las exigencias de su reproducción, sin embargo, la coagulación
capitalista le debe la invención de unos componentes indispensables a esta,
como las formas sofisticadas de la contabilidad y del crédito.
Desde 1500 (inicio de la forma mercantilista atlántica histórica de la
transición al capitalismo maduro) hasta 1900 (inicio de la puesta en cuestión
de la lógica unilateral de la acumulación), los “occidentales” (primero
europeos, después norteamericanos y más tardíamente japoneses) siguen
siendo los amos del cotarro. Son ellos solos los que dan forma a las
estructuras del nuevo mundo del capitalismo histórico. Los pueblos y las
naciones de las periferias conquistadas y dominadas resisten, ciertamente, a
su manera, pero finalmente siempre son derrotados y obligados a adaptarse a
las exigencias de su estatus de subordinados.
La dominación del mundo euroatlántico va acompañada de su explosión
demográfica: los europeos, que constituían el 18% de la población del planeta
el año 1500, se encuentran con que representan el 36% en 1900, con el
aumento de su descendencia emigrada hacia Australia y las Américas. Sin
esta emigración masiva, el modelo de acumulación del capitalismo histórico,
basado en la disolución acelerada del mundo campesino, hubiese sido
sencillamente imposible. Esta es la razón de que este modelo no pueda ser
reproducido en las periferias del sistema, que no disponen de unas
“Américas” para conquistar. Siendo imposible la “recuperación” dentro del
sistema, se impone la opción de una vía de desarrollo diferente, sin
alternativa.
El siglo XX inicia una inversión de papeles: la iniciativa pasa a los pueblos
y a las naciones de las periferias.
La Comuna de París (1871), que había sido la primera revolución
socialista, será al mismo tiempo la última en desarrollarse en un país del
centro capitalista. El siglo XX inaugura –con “el despertar de los pueblos de
las periferias”– un nuevo capítulo de la historia: la revolución iraní de 1907,
la de México (1910-1920), la de China (1911), la de 1905 en la Rusia
“semiperiférica” que presagia la de 1917, la Nahda arabo-musulmana, la
constitución del Movimiento de los Jóvenes Turcos, la revolución egipcia de
1919, la formación del Congreso indio constituyen las primeras
manifestaciones de esta historia.
Como reacción a la primera larga crisis del capitalismo histórico (1875-
1950), los pueblos de las periferias inician su liberación a partir de 1914-
1917, y se movilizan bajo las banderas del socialismo (Rusia, China,
Vietnam, Cuba) o bajo las de la liberación nacional vinculada en grados
diversos a reformas sociales progresistas. Se implican en la vía de la
industrialización, hasta entonces prohibida por la dominación del
imperialismo “clásico” (antiguo), obligando a este a “adaptarse” a esta
primera oleada de iniciativas independientes de los pueblos, de las naciones y
de los Estados de la periferia. Desde 1917 al estancamiento del “proyecto de
Bandung” (1955-1980) y al derrumbamiento del sovietismo (1990) son estas
iniciativas las que ocupan el primer plano de la escena. Yo no interpreto las
dos largas crisis del avejentado capitalismo de los monopolios en los
términos sugeridos por la teoría de los ciclos largos de Kondratieff, sino
como dos etapas a la vez de la decadencia del capitalismo histórico
mundializado y de la transición posible al socialismo. Tampoco interpreto el
período 1914-1945 exclusivamente como “la guerra de treinta años por la
sucesión de la hegemonía británica”, sino como la larga guerra librada por los
centros imperialistas contra el primer despertar de las periferias (el Este y el
Sur).
Esta primera oleada del despertar de los pueblos de las periferias se agota
por razones múltiples y combinadas, relacionadas a la vez con sus propios
límites y contradicciones internas y con el éxito del imperialismo, que logra
inventar nuevos modos de control del sistema mundial (reforzando sus
medios de control de la innovación tecnológica, del acceso a los recursos del
planeta, del dominio del sistema financiero mundializado, de las
comunicaciones y de la información, y de las armas de destrucción masiva).
Sin embargo, una segunda larga crisis del capitalismo se inicia en los años
1970, exactamente un siglo después de la primera. Las respuestas del capital
a esta crisis son análogas a las que había dado a la primera: concentración
reforzada (en el origen de la emergencia del capitalismo de los monopolios
generalizados), mundialización (“liberal”) y financiarización. Pero el
momento del triunfo del nuevo imperialismo colectivo de la tríada (siendo la
segunda “belle époque”, 1990-2008, un eco de la primera, 1890-1914) es
breve. Se abre una nueva época de caos, guerras y revoluciones. En este
marco, la segunda oleada del despertar de las naciones de las periferias, ya
iniciada, prohíbe al imperialismo colectivo de la tríada contemplar la
posibilidad de mantener sus posiciones dominantes de otro modo que
mediante el control militar del planeta. El establishment de Washington, al
designar este objetivo estratégico como prioritario, demuestra tener una
conciencia perfecta de lo que está en juego en las luchas y conflictos
decisivos de nuestra época, lo que contrasta con la visión ingenua de las
corrientes mayoritarias del “alter-mundialismo” occidental.
Los límites con los que han topado los avances del despertar del Sur en el
siglo XX y el agravamiento de las contradicciones que ello ha producido y
que han llevado al agotamiento de las experiencias de esta primera oleada de
liberación, se han visto en gran parte reforzadas por la hostilidad permanente
que han suscitado en los Estados del centro imperialista. Forzoso es constatar
que esta hostilidad, que ha llegado hasta la guerra abierta, ha sido en última
instancia sostenida –o al menos aceptada– por los “pueblos del Norte”. El
beneficio de la renta imperialista no ha sido ciertamente extraño a este
rechazo del internacionalismo por estos pueblos. Las minorías comunistas
que han adoptado otra actitud, a veces importantes, han fracasado sin
embargo en sus tentativas de constituir en torno a ellas unos bloques
alternativos eficaces. El paso en masa de los partidos socialistas al campo
“anticomunista” ha contribuido en gran medida al éxito de los poderes
capitalistas del campo imperialista. Estos partidos no han recibido, de todos
modos, ninguna “recompensa”, pues a la mañana siguiente del hundimiento
de la primera oleada de las luchas del siglo XX, el capital de los monopolios
se desembarazaba de su alianza. Estos partidos no han sacado las lecciones de
su derrota radicalizándose, sino al contrario, han optado por la capitulación
para deslizarse hacia las consabidas posiciones “social-liberales”. Prueba, si
fuera necesario, del rol decisivo de la renta imperialista en la reproducción de
las sociedades del Norte. De modo que esta segunda capitulación ya no tiene
tanto las características de un drama, sino las de una farsa.
Los fallos del internacionalismo tienen su parte de responsabilidad en las
derivas autocráticas de las experiencias socialistas del pasado siglo. La
explosión de expresiones democráticas imaginativas en el transcurso de las
revoluciones rusa y china desmiente el juicio demasiado fácil según el cual
las sociedades de estos países no estaban “maduras” para la democracia. La
hostilidad de los países imperialistas, facilitada por la concentración de sus
pueblos, ha contribuido en gran medida a hacer aún más penosa la
prosecución de los avances socialistas democráticos en las condiciones ya
difíciles creadas por el legado del capitalismo periférico.
La segunda oleada del despertar de los pueblos, de las naciones y de los
Estados de las periferias del siglo XXI se inicia, pues, en unas condiciones
que no son mucho mejores, sino todavía más difíciles. Las ideologías
estadounidenses del “consenso” (entiéndase: sumisión a las exigencias del
poder del capitalismo de los monopolios generalizados); la adopción de
regímenes políticos “presidenciales” que anulan la eficacia del potencial
contestatario de la democracia; el elogio inconsiderado de un individualismo
falso y manipulado asociado al de la desigualdad; la concentración de los
países subalternizados de la OTAN puesta en práctica por el establishment,
avanzan al galope en la Unión Europea, que en estas condiciones solo puede
ser lo que es: un bloque constitutivo de la mundialización imperialista. En
estas condiciones, la derrota de este proyecto militar se convierte en la
primera prioridad y en la condición previa al éxito de la segunda oleada de
liberaciones iniciadas a partir de las luchas de los pueblos, naciones y Estados
de los tres continentes. Mientras no sea así, los avances en curso y por venir
seguirán siendo vulnerables. Un remake del siglo XX no ha de excluirse de lo
posible, aunque evidentemente las condiciones de nuestra época son
pasablemente diferentes de las del pasado siglo.
Este escenario trágico no es, sin embargo, el único posible. La ofensiva del
capital contra los trabajadores se despliega desde ahora en el centro mismo
del sistema. Prueba, por si era necesario recordarlo, de que el capital,
reforzado por sus victorias contra los pueblos de las periferias, está en
disposición de atacar frontalmente las posiciones de las clases trabajadoras en
los centros del sistema. En estas condiciones la radicalización de las luchas
ya no es imposible de imaginar. El legado de las culturas políticas europeas,
muy diferente del de Estados Unidos, un legado que no siempre está perdido,
tendría que facilitar el renacimiento de una conciencia internacionalista a la
altura de las exigencias de su mundialización. El caso es que una evolución
en este sentido topa con el obstáculo que representa la renta imperialista.
Pues esta no es solamente una importante fuente de beneficios excepcionales
para los monopolios; condiciona igualmente la reproducción de la sociedad
en su conjunto. Y con la adhesión de los pueblos implicados en el modelo de
democracia electoral establecida, el peso de las clases medias puede anular el
alcance potencial de la radicalización de las luchas populares. En estas
condiciones es muy probable que los avances del Sur tricontinental
continuarán ocupando el primer plano de la escena, igual que en el siglo
pasado. Sin embargo, puesto que estos avances habrán producido sus efectos
y habrán hecho mella seriamente en la amplitud de la renta imperialista, los
pueblos del Norte –en particular los de Europa– deberían estar en mejores
condiciones para comprender el fracaso de las estrategias de sumisión a las
exigencias del capital de los monopolios imperialistas generalizados. Las
fuerzas ideológicas y políticas de la izquierda radical tienen que ocupar su
lugar en ese gran movimiento de liberación solidario de los pueblos y los
trabajadores.
La batalla ideológica y cultural para este renacimiento –que yo resumo en
el objetivo estratégico de la construcción de una 5ª Internacional de los
trabajadores y de los pueblos– es decisiva.
Organizaré las propuestas generales que siguen bajo tres rúbricas: (I)
socializar la propiedad de los monopolios; (II) des-financiarizar la gestión de
la economía; (III) desmundializar las relaciones internacionales.
Socializar la propiedad de los monopolios
La eficacia de la respuesta alternativa necesaria exige el cuestionamiento del
principio mismo de la propiedad privada del capital de los monopolios.
Proponer “regular” las operaciones financieras, restituir a los mercados su
“transparencia” para permitir que las “anticipaciones (estimaciones a futuro)
de los agentes” sean “racionales”, definir los términos de un consenso sobre
estas reformas sin abolir la propiedad privada de los monopolios, no es más
que un intento de deslumbrar a la opinión pública. Pues lo que se hace
entonces es invitar a los propios monopolios a “administrar” estas reformas,
contra sus propios intereses, ignorando que conservan mil y un medios de
esquivar los objetivos de las mismas.
El objetivo del proyecto alternativo ha de ser el de invertir la dirección de
la evolución social (del desorden social) producida por las estrategias de los
monopolios, asegurar el empleo máximo y estabilizar y garantizar unos
salarios convenientes en crecimiento paralelo al de la productividad del
trabajo social. Este objetivo es simplemente imposible sin expropiar el poder
de los monopolios.
El “software de los teóricos de la economía” ha de reconstruirse (como
escribe François Morin). Pues la absurda e imposible teoría económica de las
“anticipaciones” expulsa a la democracia de la gestión de la decisión
económica. Tener audacia es aquí reformular desde la perspectiva radical
exigida las reformas de la enseñanza, no solo para la formación de los
economistas, sino también para todos aquellos llamados a ocupar funciones
de cuadros.
Los monopolios son conjuntos institucionales que han de ser gestionados
según los principios de la democracia, en conflicto frontal con los que
sacralizan la propiedad privada. Aunque la expresión “bienes comunes”,
importada del mundo anglosajón, sea en sí misma ambigua por estar
desconectada del debate sobre el sentido de los conflictos sociales (el
lenguaje anglosajón pretende ignorar deliberadamente la realidad de las
clases sociales), sería en rigor posible invocarlo aquí calificando a los
monopolios precisamente de “bienes comunes”. La abolición de la propiedad
privada de los monopolios pasa por su nacionalización. Esta primera medida
jurídica es inevitable. Pero la audacia consiste aquí en proponer unos planes
de socialización de la gestión de los monopolios nacionalizados y en
promover luchas sociales democráticas que se comprometan a transitar por
esta larga ruta.
Daré aquí un ejemplo concreto de en qué podrían consistir estos planes de
socialización.
Los agricultores “capitalistas” (los de los países capitalistas desarrollados),
igual que los agricultores “campesinos” (la mayoría del Sur) son todos ellos
prisioneros de los monopolios que les proporcionan los insumos y el crédito
de los que dependen para la transformación, el transporte y la
comercialización de sus productos. Debido a esto no disponen de ninguna
autonomía real en la toma de sus “decisiones”. Además, los beneficios de
productividad que generan se los tragan los monopolios, que de este modo los
reducen al estatus de “subcontratistas”. ¿Qué alternativa tienen?
Para ello habría que sustituir a los monopolios en cuestión por unas
instituciones públicas para las que una ley marco establecería el modo de
constitución de los directorios. Estos estarían formados por representantes: (I)
de los campesinos /los principales interesados); (II) de las unidades que están
en el origen del proceso (fábricas de los insumos, bancos) y en el final
(industrias agroalimentarias, cadenas de distribución); (III) de los
consumidores; (IV) de los poderes locales (interesados por el entorno natural y
social –escuelas, hospitales, urbanismo y viviendas, transportes); (V) del
Estado (los ciudadanos). Los representantes de los componentes aquí
enumerados serían ellos mismos elegidos de acuerdo con procedimientos
coherentes con su propio modo de gestión socialista, ya que por ejemplo las
unidades de producción de insumos estarían administradas por unos
directorios compuestos en los que estarían los trabajadores directamente
empleados por las unidades en cuestión, los empleados por unidades
subcontratadas, etc. Habría que concebir estas construcciones mediante
fórmulas que asocien los cuadros de gestión a cada uno de estos niveles,
como los centros de investigación científica y tecnológica independientes y
apropiados. Se podría incluso concebir una repre- sentación de los
proveedores de capitales (los “pequeños accionistas”) heredados de la
nacionalización, si se lo considera útil.
Se trata, pues, de fórmulas institucionales mucho más complejas que las de
la “autogestión” o las de la “cooperativa” tal como las conocemos. Se trata de
fórmulas a inventar que permitirían el ejercicio de una democracia auténtica
en la gestión de la economía, basada en la negociación abierta entre las partes
perceptoras. Una fórmula que asocie, pues, sistemáticamente democratización
de la sociedad y progreso social, frente a la realidad capitalista que disocia la
democracia –reducida a la gestión formal de la política– de las condiciones
sociales –abandonadas a lo que el “mercado”, dominado por el capital de los
monopolios, produce. Entonces y solo entonces se podría hablar de
transparencia auténtica de los mercados, regulados en estas formas
institucionalizadas de la gestión socializada. El procedimiento propuesto
deroga el poder por el que los monopolios explotan a los trabajadores y a los
subcontratistas mediante el sistema de precios que imponen. Lo sustituye por
un poder social solidario, un sistema de precios auténticamente justos, basado
en una tasa de beneficios igual para todos. El sistema permite, pues, “otro
desarrollo” más eficaz y más racional porque responde a las elecciones
colectivas de la sociedad, implicando al conjunto del sistema productivo en el
progreso, y dejando a un lado las destrucciones propias del capitalismo de los
monopolios. El sistema abre este modelo de capitalismo de Estado a una
evolución dirigida por la perspectiva socialista; podría pues ser considerado
como la forma de “mercado socialista” necesaria en esta etapa.
Evidentemente el procedimiento implica la abolición del principio de la
maximización del valor accionarial, que es el principio fundador de la
financiarización al servicio exclusivo de los monopolios generalizados.
El ejemplo elegido podría parecer marginal en los países capitalistas
desarrollados por el hecho de que los agricultores solo representan en ellos
una proporción muy baja de los trabajadores (entre el 3 y el 7%). En cambio,
esta situación es central en los países del Sur, cuya población rural será
todavía importante durante mucho tiempo. Aquí, el acceso a la tierra, que
tiene que estar garantizado a todos (con la menor desigualdad posible en este
acceso) se inscribe en los principales fundamentos de la opción a favor de
una agricultura campesina (remito aquí a mis trabajos más centrados en esta
cuestión). Pero la expresión “agricultura campesina” no ha de entenderse
como sinónimo de “agricultura estancada” (una especie de “reserva
folclórica”). Y el progreso necesario de esta agricultura campesina exige
ciertas “modernizaciones” (aunque este término sea inadecuado, pues
inmediatamente sugiere a muchos la modernización por el capitalismo).
Insumos más eficaces, créditos, un flujo conveniente de las producciones son
cosas necesarias para dar sentido a la mejora de la productividad del trabajo
campesino. Las fórmulas propuestas persiguen el objetivo de permitir esta
modernización por unos medios y con un espíritu “no capitalistas”, es decir,
que se inscriba en una perspectiva socialista.
Evidentemente, el ejemplo concreto elegido aquí no es el único cuya
institucionalización habría que imaginar. Las
nacionalizaciones/socializaciones de la gestión de los monopolios de la
industria y de los transportes, las de los bancos y de las otras instituciones
financieras tendrían que concebirse con el mismo espíritu, pero teniendo en
cuenta para la constitución de sus directorios la especificidad de sus
funciones económicas y sociales. Una vez más estos directorios tendrían que
asociar a los trabajadores de la empresa y a los de las subcontratas, a los
representantes de la industria básica, los bancos, las instituciones de
investigación, los consumidores, los ciudadanos.
La nacionalización/socialización de los monopolios responde a una
exigencia fundamental, que constituye el eje del desafío al que se ven
confrontados los trabajadores y los pueblos en el capitalismo contemporáneo
de los monopolios generalizados. Solo ella permite poner fin a la
acumulación por desposeimiento que rige la lógica de la gestión de la
economía por los monopolios.
La acumulación dominada por los monopolios solo puede, en efecto,
reproducirse a condición de que el área sometida a la “gestión de los
mercados” esté en una continua expansión. Esta se obtiene mediante la
privatización a ultranza de los servicios públicos (desposeimiento de los
ciudadanos) y del acceso a los recursos naturales (desposeimiento de los
pueblos). La punción que la renta de los monopolios opera sobre las rentas
del capital de las unidades económicas “independientes” es ella misma un
desposeimiento (¡de los capitalistas!) por la oligarquía financiera.
Referencias