1 Aristoteles y Dante Se Sumergen en Las Aguas Del Mundo Cap1

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BENJAMIN ALIRE SÁENZ

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Uno

Y aquí estaba él: Dante, recargando su cabeza contra mi pecho.


En la quietud del alba solo se escuchaba la respiración de Dante.
Era como si el universo hubiera dejado de hacer lo que fuera que
hacía solo para mirar a los dos chicos que habían descubierto sus
secretos.
Mientras sentía el latido del corazón de Dante contra la pal-
ma de mi mano, deseé de alguna manera poder meterla hasta el
fondo de mi pecho para arrancarme el corazón y mostrárselo a
Dante, con todo lo que tenía dentro.
Pero he aquí algo más: El amor no tenía que ver con mi cora-
zón nada más; también tenía algo que ver con mi cuerpo. Y mi
cuerpo jamás se había sentido tan vivo. Y entonces lo supe, final-
mente supe de esta cosa llamada deseo.

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Dos

Detestaba despertarlo, pero este momento tenía que terminar.


No podíamos vivir en la caja de mi camioneta para siempre. Era
tarde, ya era otro día; teníamos que llegar a casa y nuestros papás
estarían preocupados. Le besé la cabeza.
—Dante… Dante… Despierta.
—No quiero despertar jamás —susurró.
—Tenemos que ir a casa.
—Ya estoy en casa. Estoy contigo.
Eso me hizo sonreír. Era tan típico de él decir eso.
—Anda, vámonos. Parece que va a llover. Y tu mamá nos va
a matar.
Dante se rio.
—No nos va a matar. Solo nos va a echar una de sus miradas.
Lo ayudé a levantarse y nos quedamos ahí parados, mirando
al cielo.
Me tomó de la mano.
—¿Siempre me amarás?
—Sí.
—¿Y me amaste desde el principio, como yo te amé?
—Sí, creo que sí. Creo que sí lo hice. Es más difícil para mí,
Dante. Tienes que entenderlo. Siempre será más difícil para mí.
—No todo es tan complicado, Ari.
—No todo es tan sencillo como crees.
Él estaba por decir algo, así que lo besé y ya. Para callarlo,
creo. Pero también porque me gustaba besarlo.
Sonrió.

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—Finalmente descubriste una manera de ganarme una dis-
cusión.
—Sí —respondí.
—Te funcionará un rato —dijo.
—No siempre tenemos que estar de acuerdo.
—Eso sí.
—Me da gusto que no seas como yo, Dante. Si lo fueras, no
te amaría.
—¿Dijiste que me amas? —Se estaba riendo.
—Ya, para.
—¿Ya qué? —preguntó. Y luego me besó—. Sabes a lluvia.
—Amo la lluvia más que nada.
—Lo sé. Quiero ser la lluvia.
—Eres la lluvia, Dante.
Y quería decirle: «Eres la lluvia y eres el desierto y eres la goma
de borrar que está desapareciendo la palabra “soledad”». Pero
era decir demasiado, y yo siempre sería el tipo que decía muy
poco y Dante era el tipo que siempre diría demasiado.

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Tres

No dijimos nada mientras volvíamos a casa.


Dante estaba callado. Tal vez demasiado callado. Él, que
siempre estaba tan lleno de palabras, que sabía qué decir y cómo
decirlo sin temor. Y luego se me ocurrió que tal vez Dante siem-
pre había tenido miedo… igual que yo. Era como si hubiéramos
entrado juntos a una habitación y no supiéramos qué hacer ahí.
O tal vez, o tal vez, o tal vez. Simplemente no podía dejar de
pensar en todo. Me pregunté si alguna vez llegaría un momento
en el que dejaría de pensar en todo.
Y luego escuché la voz de Dante:
—Quisiera ser mujer.
Me le quedé mirando.
—¿Qué? Es cosa seria querer ser mujer. ¿De verdad quisieras
serlo?
—No. Digo, me gusta ser hombre. Digo, me gusta tener pene.
—A mí también me gusta tener uno.
Y luego dijo:
—Pero, si fuera mujer, nos podríamos casar y, ya sabes…
—Eso nunca sucederá.
—Lo sé, Ari.
—No estés triste.
—No lo estaré.
Pero yo sabía que sí estaría triste.
Y luego encendí la radio y Dante comenzó a cantar con Eric
Clapton y susurró que tal vez «My Father’s Eyes» era su nueva
canción favorita.

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—Waiting for my prince to come —susurró. Y sonrió.
Luego me preguntó:
—¿Por qué nunca cantas?
—Cantar significa que estás feliz.
—¿No estás feliz?
—Tal vez solo cuando estoy contigo.
Me encantaba cuando decía algo que lo hacía sonreír.

Cuando nos estacionamos frente a su casa, el sol estaba a punto


de mostrarle el rostro al nuevo día. Y justo así se sentía: como
un nuevo día. Pero estaba pensando que tal vez nunca volvería
a saber, o a estar seguro, de qué traería el nuevo día. Y para
nada quería que Dante supiera que dentro de mí vivía temor, el
que fuera, porque podría creer que no lo amaba.
Nunca le mostraría que tenía miedo. Eso fue lo que me dije.
Pero sabía que no podía cumplir esa promesa.
—Quiero besarte —dijo.
—Lo sé.
Cerró los ojos.
—Hagamos como si nos besáramos.
Sonreí, y luego me reí cuando cerró los ojos.
—Te estás riendo de mí.
—No, para nada. Te estoy besando.
Sonrió y me miró, con los ojos llenos de tanta esperanza…
Salió de la camioneta de un brinco y cerró la puerta. Luego se
asomó por la ventana abierta.
—Veo un anhelo en ti, Aristóteles Mendoza.
—¿Un anhelo?
—Sí. Una añoranza.
—¿Una añoranza?
Se rio.
—Esas palabras viven en ti. Búscalas en el diccionario.
Lo miré con detenimiento al tiempo que subía corriendo
por los escalones. Se movía con la gracia del gran nadador
que era. No había siquiera peso ni preocupación alguna en su
paso.

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Se dio la vuelta y se despidió con la mano y esa sonrisa suya.
Me pregunté si con su sonrisa bastaría.
Dios, haz que baste con su sonrisa.

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Cuatro

Jamás creí que algún día me sentiría tan cansado. Me dejé caer
sobre la cama… pero el sueño no tuvo ganas de visitarme.
Patas saltó junto a mí y me lamió la cara. Se acercó aún más
cuando escuchó la tormenta afuera. Me pregunté qué se inventa-
ría en la cabeza sobre los truenos o si los perros alguna vez pen-
sarían en cosas así. Yo, en cambio, estaba contento de que hubiera
truenos. Este año, tormentas tan maravillosas, las tormentas más
maravillosas que hubiera conocido jamás. Seguramente me que-
dé dormido porque, cuando desperté, afuera llovía a cántaros.
Decidí tomar una taza de café. Mi mamá estaba sentada fren-
te a la mesa de la cocina, con una taza de café en una mano y una
carta en la otra.
—Hola —susurré.
—Hola —dijo ella, con esa misma sonrisa en la cara—. Vol-
viste tarde.
—O temprano… si lo piensas.
—Para una madre, temprano es tarde.
—¿Estabas preocupada?
—Preocuparme es parte de mi naturaleza.
—Así que eres como la señora Quintana.
—Te sorprendería saber que tenemos muchas cosas en co-
mún.
—Sí, las dos creen que sus hijos son los chicos más hermosos
del mundo. Como que no sales mucho, ¿verdad, mamá?
Se estiró hacia mí y me pasó los dedos por el pelo. Y luego
puso esa cara de que esperaba una explicación.

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—Dante y yo nos quedamos dormidos en la caja de la ca-
mioneta. No hicimos… —me detuve y luego solo me encogí de
hombros—. No hicimos nada.
Ella asintió.
—Esto es difícil, ¿verdad?
—Sí —contesté—. ¿Se supone que debe ser difícil, mamá?
Volvió a asentir.
—El amor es fácil y es difícil. Así fue conmigo y tu papá. Te-
nía tantas ganas de que me tocara. Y tenía tanto miedo.
Asentí.
—Pero al menos…
—Al menos yo era mujer y él era hombre.
—Ajá.
Me miró como siempre solía mirarme. Y me pregunté si algu-
na vez podría mirar a alguien así, con una mirada que contenía
todo lo bueno que existe en el universo conocido.
—¿Por qué, mamá? ¿Por qué tengo que ser así? ¿Tal vez
cambie y luego me gusten las chicas como se supone que deben
gustarme? Digo, tal vez lo que Dante y yo sentimos es como…
una fase. Digo, solo siento esto por Dante. O sea, ¿y si en reali-
dad no me gustan los chicos… y solo me gusta Dante porque es
Dante?
Casi sonrió.
—No te engañes, Ari. No puedes salirte de esto con solo pen-
sarlo.
—¿Cómo es que te tomas esto tan a la ligera, mamá?
—¿A la ligera? Todo menos eso. Me costó mucho trabajo lo de
tu tía Ofelia. Pero la amaba. La amaba más de lo que he amado
a nadie, aparte de ti y de tus hermanas y tu papá. —Hizo una
pausa—. Y de tu hermano.
—¿Mi hermano, también?
—Solo porque no hablo de él no quiere decir que no piense en
tu hermano. Mi amor por él es silencioso. Hay mil cosas viviendo
en ese silencio.
Tendría que pensar un poco más en eso. Comenzaba a ver el
mundo de modo distinto solo por escucharla a ella. Escuchar su
voz era escuchar su amor.

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—Supongo que podrías decir que no es la primera vez que
salgo a batear. —Tenía esa mirada feroz y tenaz en el rostro—.
Eres mi hijo. Y tu padre y yo hemos decidido que el silencio no
es una opción. Mira lo que nos hizo el silencio con respecto a tu
hermano… No solo a ti, sino a todos nosotros. No repetiremos el
mismo error.
—¿Eso quiere decir que tengo que hablar de todo?
Pude ver cómo los ojos se le llenaban de lágrimas y oír la sua-
vidad de su voz mientras decía:
—No de todo. Pero no quiero que sientas que estás viviendo
en el exilio. Hay un mundo allá afuera que te hará sentir que no
perteneces a este país… O a cualquier otro país, para el caso.
Pero en esta casa, Ari, solo existe pertenecer. Tú nos perteneces.
Y nosotros te pertenecemos a ti.
—¿Pero no está mal ser gay? Todo el mundo parece pensar
que sí.
—No todos. Esa es una moralidad barata y mezquina. Tu tía
Ofelia tomó las palabras No pertenezco y las escribió en su cora-
zón. Tardó mucho tiempo en tomar esas palabras y desecharlas
de su cuerpo. Desechó esas palabras una letra a la vez. Ella que-
ría saber por qué. Quería cambiar… pero no podía. Conoció a un
hombre. Él la amó. ¿Quién no amaría a una mujer como Ofelia?
Pero no pudo hacerlo, Ari. Terminó por lastimarlo, porque jamás
podría amarlo como amaba a Franny. Su vida fue una especie de
secreto. Y eso es triste, Ari. Tu tía Ofelia era una persona hermo-
sa. Me enseñó tanto sobre lo que realmente importa.
—¿Qué voy a hacer, mamá?
—¿Sabes qué es un cartógrafo?
—Claro que lo sé. Dante me enseñó esa palabra. Es alguien
que crea mapas. Digo, no crean lo que está ahí, simplemente tra-
zan el mapa y, pues, le muestran a la gente lo que está ahí.
—Pues ahí lo tienes —dijo ella—. Tú y Dante tendrán que car-
tografiar un mundo nuevo.
—Y nos equivocaremos en muchas cosas y tendremos que
mantenerlo todo en secreto, ¿no es así?
—Lamento tanto que el mundo sea lo que es. Pero aprende-
rán a sobrevivir… Y deberán crear un espacio en donde estén

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seguros y aprendan a confiar en la gente correcta. Y encontrarán
la felicidad. Incluso ahora, Ari, veo que Dante te hace feliz. Y eso
me hace feliz a mí… porque odio verte desdichado. Y tú y Dante
nos tienen a nosotros y a Soledad y a Sam. Tienen a cuatro per-
sonas en su equipo de béisbol.
—Bueno, se necesitan nueve.
Soltó una carcajada.
Tenía tantas ganas de recargarme en ella y llorar. No porque
me avergonzara, sino porque sabía que sería un cartógrafo terrible.
Y luego me escuché susurrar:
—Mamá, ¿por qué nadie me dijo que el amor duele tanto?
—Si te lo hubiera dicho, ¿habría cambiado algo?

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Cinco

Ya no quedaba mucho del verano. Parecía que quedaban algunos


días de lluvia que después desaparecerían y nos dejarían con la
sequía de siempre. Mientras levantaba pesas en el sótano, me
pregunté si debería buscarme algún pasatiempo. Tal vez algo
que me volviera mejor persona o simplemente para no estar tan
metido en mi propia cabeza. No era bueno en nada, no realmen-
te. No como Dante, que era bueno en todo. Me di cuenta de que
no tenía pasatiempos. Mi pasatiempo era pensar en Dante. Mi
pasatiempo era sentir que me temblaba todo el cuerpo cuando
pensaba en él.
Tal vez un verdadero pasatiempo sería tener que mantener
en secreto mi vida entera. ¿Eso era un pasatiempo? Millones de
chicos en el mundo querrían matarme, me matarían si supieran lo
que vivía dentro de mí. Saber pelear… ese no era un pasatiempo.
Era un don que posiblemente necesitaría para sobrevivir.
Me di un baño y decidí hacer una lista de cosas que quería
hacer:

Aprender a tocar la guitarra

Taché «Aprender a tocar la guitarra» porque sabía que nunca


sería bueno. No estaba hecho para ser Andrés Segovia. O Jimi
Hendrix. Así que seguí con mi lista y ya.

• Enviar solicitudes a universidades


• Leer más

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• Escuchar más música
• Salir de viaje (al menos tal vez ir a acampar ¿con Dante?)
• Escribir en un diario todos los días (o al menos intentarlo)
• Escribir un poema (tontería)
• Hacerle el amor a Dante

Taché eso último. Pero no lo podía tachar de mi mente. No po-


días tachar el deseo cuando vivía en tu cuerpo.

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Seis

Empecé a pensar en Dante y en cómo seguramente tuvo un mon-


tón de miedo cuando aquellos imbéciles le saltaron encima y lo
dejaron ahí en el suelo, sangrando. ¿Y si hubiera muerto? No les
habría importado un carajo. Y yo no estaba ahí para protegerlo.
Debí estar ahí. No podía perdonarme por no haber estado ahí.

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Siete

Me quedé dormido leyendo un libro. Patas estaba acostada junto


a mí cuando me despertó mi mamá.
—Te habla Dante.
—¿Qué es esa sonrisa? —le pregunté.
—¿Cuál sonrisa?
—Ya, mamá.
Sacudió la cabeza y se encogió de hombros con una especie
de lenguaje corporal que decía «¿Qué?».
Fui a la sala y tomé el teléfono.
—Hola.
—¿Qué haces?
—Me quedé dormido leyendo un libro.
—¿Qué libro?
—Fiesta.
—Nunca logré terminar ese.
—¡¿Qué?!
—Te estás burlando de mí.
—Sí. Pero es el tipo de burla que solo puedes hacer si alguien
te gusta.
—Ah, entonces te gusto.
—Me estás sonsacando.
—Sí. —Podía imaginarlo sonriendo—. Así que, ¿no me vas a
preguntar qué estoy haciendo yo?
—A eso iba.
—Pues estaba pasando un rato con mi papá. Qué ñoño es.
Me estaba contando de los homosexuales famosos de la historia.

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—¿Qué?
Y sí, los dos nos partimos de la risa.
—Se esfuerza por estar súper cool con este rollo gay. Es, como,
súper dulce.
—Esa sería la palabra —precisé.
—Me dijo que debería leer a Oscar Wilde.
—¿Y él quién es?
—Era un tipo inglés. O irlandés. No sé. Un escritor famoso de
la era victoriana. Papá dice que se adelantó a sus tiempos.
—¿Y tu papá lo lee?
—Claro. Es un literato.
—No le molesta este… sabes… este…
—No creo que a mi papá le moleste la idea de que alguien sea
gay. Creo que tal vez le dé un poco de tristeza… porque sabe que
no será tan fácil para mí. Y todo le provoca curiosidad, y no le
teme a las ideas. «Las ideas no te van a matar». Le gusta mucho
decir eso.
Me pregunté sobre mi propio papá. Me pregunté qué pensa-
ba al respecto. Me pregunté si sentía tristeza por mí. Me pregunté
si estaba confundido.
—Me agrada tu papá—le dije.
—Tú también le agradas. —Se quedó callado un momento—.
Entonces, ¿quieres hacer algo? La escuela va a empezar en cual-
quier momento.
—Ah, el ciclo de la vida.
—Odias la escuela, ¿verdad?
—Como que sí.
—¿No aprendes nada?
—No dije que no aprendo nada. Solo que, sabes, estoy listo
para pasar a lo que sigue. Estoy harto de los pasillos y los casille-
ros y los imbéciles y, sabes, supongo que nunca encajaré. Y ahora,
bueno, de verdad que no encajaré nunca. ¡Mierda!
Al otro lado del teléfono, Dante no dijo nada. Y luego, final-
mente:
—¿Odias todo esto, Ari?
Podía oír ese dolor en su voz.
—Mira, voy para allá. Pasaremos un rato juntos.

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Dante estaba sentado en los escalones de su casa. Descalzo.
—Hola. —Me saludó con la mano—. ¿Estás enojado?
—¿Por qué? ¿Porque no tienes los zapatos puestos? No me
importa.
—A nadie le importa eso, solo a mi mamá… Le gusta decir-
me qué hacer.
—Eso es lo que hacen las madres. ¿Y por qué? Porque te ama.
—Correcto. ¿No se dice así en español?
—Bueno, así lo pronunciaría un gringo.
Levantó los ojos al cielo.
—¿Y cómo lo diría un mexicano de verdad? Claro que, tú no
eres un mexicano de verdad.
—Ya hemos tenido esta discusión, ¿no?
—Siempre volveremos a este tema porque vivimos en este
tema, la maldita tierra de nadie de la identidad estadounidense.
—Bueno, es que somos estadounidenses. Digo, para nada pa-
reces mexicano.
—Y tú sí. Pero eso tampoco te vuelve más mexicano. Los dos
tenemos apellidos que nos delatan, apellidos que significan que
hay gente que jamás nos considerará estadounidenses de verdad.
—Bueno, ¿y quién quiere serlo?
—Estoy de acuerdo contigo en eso, guapo. —Como que sonrió.
—¿Estás poniendo eso a prueba, lo de «guapo»?
—Estaba tratando de meterlo discretamente en la conversa-
ción sin que, ya sabes, sin que te dieras cuenta.
—Me di cuenta.
No retorcí los ojos, solo le lancé esa mirada que decía que
estaba retorciendo los ojos.
—¿Qué opinas?
—Bueno, sí que soy todo un galán —le dije— pero ¿«guapo»?
—Solo porque eres guapo no quiere decir que tengas que
ponerte tan gallito. —Tenía ese tono que ponía cuando estaba
entretenido, pero también irritado—. Entonces «guapo» no te
funciona. ¿Cómo se supone que debo decirte?
—¿Qué te parece «Ari»?

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—¿Qué te parece «cariño»? —Sabía que solo bromeaba.
—Ay, no, carajo.
—¿Qué te parece «mi amor»?
—Mejor, pero es lo que mi mamá le dice a mi papá.
—Sí, igual mi mamá.
—¿De verdad queremos sonar como nuestras mamás?
—Ay, diablos, no —dijo Dante. Me encantaba que tratara con
tanto humor lo que alguna vez fue mi rollo de chico patético y
melancólico que solía hacer todo el tiempo. Y quería besarlo.
—Sabes, Ari, estamos jodidos.
—Sí, estamos jodidos.
—Nunca seremos suficientemente mexicanos. Nunca sere-
mos suficientemente estadounidenses. Y nunca seremos sufi-
cientemente hetero.
—Sí —dije— y puedes apostar lo quieras que, en algún mo-
mento en el futuro, no seremos lo suficientemente gay.
—Estamos jodidos.
—Sí, lo estamos —dije—. Están muriendo gays de una enfer-
medad que no tiene cura. Y creo que eso hace que la mayoría de
la gente nos tema… que teman que de alguna manera les pasa-
remos la enfermedad a ellos. Y están descubriendo que somos
tantos, carajo. Nos ven a millones marchando por las calles de
Nueva York, de San Francisco, de Londres, de París y de todas
las demás ciudades de todo el mundo. Y hay un montón de gen-
te a la que no le molestaría si todos muriéramos y ya. Esto es algo
serio, Dante. Y tú y yo estamos jodidos. Digo: Estamos. Realmente.
Jodidos.
Dante asintió.
—De verdad que lo estamos, ¿no?
Los dos estábamos sentados ahí poniéndonos tristes. Dema-
siado tristes.
Pero entonces Dante nos sacó de nuestra tristeza.
—Entonces, si estamos jodidos, ¿crees que algún día poda-
mos, pues, joder?
—Es una idea. Ni que fuéramos a quedar embarazados.
Respondí a esa insinuación de manera muy casual. Lo único
en lo que pensaba era en hacerle el amor. Pero, carajo, no iba a

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decirle que me estaba volviendo loco. Éramos chicos. Y todos los
chicos eran así, fueran gay o hetero… o lo que fueran.
—Pero si uno de nosotros sí quedara embarazado, entonces
no solo nos permitirían casarnos: nos obligarían a casarnos.
—Es la tontería más inteligente que has dicho.
Y, hombre, vaya que quería besar a ese tipo. En serio, quería
besarlo.

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Ocho

—Vamos a ver una película.


—Claro —contesté—. ¿Cuál?
—Salió una película, Cuenta conmigo. La quiero ver. Dicen que
está buena.
—¿De qué se trata?
—De un grupo de niños que salen a buscar un cadáver.
—Suena muy divertida —dije.
—Lo dices con sarcasmo.
—Sí.
—Está buena.
—Ni siquiera la has visto.
—Pero te prometo que te va a gustar.
—¿Y si no me gusta?
—Te devuelvo tu dinero.

Era la mitad de la semana y era el final de la tarde y no había


mucha gente en el cine. Nos sentamos cerca de la fila superior
y no había nadie sentado cerca de nosotros. Había una pareja
joven, al parecer universitarios, y se estaban besando. Me pre-
gunté cómo sería eso, poder besar a alguien que te gustaba cuan-
do quisieras. Enfrente de todos. Nunca sabría cómo sería eso.
Jamás.
Pero era muy lindo estar sentado en un cine oscuro junto a
Dante. Sonreí cuando nos sentamos porque lo primero que hizo
fue quitarse los tenis. Compartimos unas palomitas de maíz

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grandes. A veces los dos buscábamos las palomitas al mismo
tiempo y nuestras manos se tocaban.
Mientras veía la película, podía sentir que me lanzaba mi-
radas. Me pregunté qué veía, a quién se inventaba cuando me
miraba.
—Quiero besarte —susurró.
—Mira la película —le dije.
Me vio sonreír.
Y luego me besó.
En un cine oscuro, donde nadie podía vernos, un chico me
besó. Un chico que sabía a palomitas de maíz. Y yo lo besé a él.

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