Sueño Dos
Sueño Dos
Sueño Dos
Yo, que mi vida siempre fue negra absoluta, mis ojos que ya estaban
secos y mi sonrisa destruida. Yo, quien había decidido tener pasos lentos y
mirada vacía no sabía el porqué seguía vivo. ¿Qué me impidió irme? Ni siquiera
mi familia me necesitaba.
Recuerdo haber tenido a un amigo de infancia, él sin que se lo pidiera me
siguió durante años, sin peros y con una alegría, tampoco lo entendía. Por mucho
que se lo preguntara solo me sonreía y respondía que era porque él quería y ya,
me daba varias palmadas en mi espalda cada vez que nos despedíamos. Nunca
le puse atención, pero era su simple manera de decirme que “todo estaría bien”.
Sin embargo, una noche, una de esas en donde las estrellas suelen ser más
brillantes recibí una llamada, él, estaba llorando y de su voz ronca solo oí –mi
madre murió, León –. Yo, corrí a donde vivía, porque cuando yo necesitaba él
siempre estuvo para mí. Apenas me vio no pudo sonreír, pero me recibió con sus
típicas dos palmadas en mi débil espalda, ahí, justo ahí entendí su significado.
Yo, le respondí el gesto, su mirada se había clavado en la mía lleno de sorpresa
y, en un descuido sus lágrimas cayeron como cascadas, me abrazó. No me
gustaba que me tocaran, pero yo quise ignorar ese pequeño trauma en mí para
darle un lugar confiable a aquél que yo lograba considerar amigo.
Luego del funeral, nos fuimos a caminar, él empezó a reír. Estaba
fingiendo como siempre hacía, por su bien y por el de los demás. Qué egoísta
hemos sido con él. Nos detuvimos en una esquina, alrededor las casas eran
pequeñas y el cielo se podía ver claramente, – León–, escuché, hice un sonido
leve con mi garganta aludiendo a que le prestaba atención. – Si te vas, yo te voy
a extrañar, León–. No dije nada, pero ahí estaba la respuesta que tanto eludía
con bromas y yo, no sabía qué decir, me negaba a hacer promesas que quizá
no podría cumplir.
Nos despedimos como de costumbre. Yo, me fui a mi casa, más triste que
de costumbre, le entendí, pero mi vida se estaba consumiendo en una tristeza y,
alguien, sabía que alguien soplaría un día la luz de mi vela. Me prometí a mí que
trataría de perdurar lo que más pudiese.
Nos vimos al día siguiente en el instituto, algunos saludaban a Raúl por el
fallecimiento de su madre. Él solo suspiraba, yo sabía que ya no quería
recordarlo más. Ese día en clases hubo una noticia, él fue aceptado para ser
estudiante de intercambio por sus grandiosas notas. Se lo habían llevado a las
oficinas para terminar los trámites. Ya nada podía romper más mi desdichada
vida, la verdad.
Fui a buscarlo, no tuve que caminar muy lejos, estaba en uno de los
pasillos mirando distraído por una ventana. –¿Raúl? – pregunté, sonrió mientras
me preguntaba qué almorzaríamos hoy. En el comedor me miraba apenado –no
acepté–, y antes de que yo pudiera preguntar, siguió, –simplemente no me siento
listo para estar solo–. Hice un sonido con la garganta aludiendo a un sí y
seguimos comiendo. Aunque yo no era de hablar mucho a él le parecía una de
las mejores compañías, incluso con el pasar de los años consideré que yo le
daba lástima.
Pasaron los meses y Raúl se veía un poco mejor, sin embargo, seguía
rechazando las propuestas de estudiar en el extranjero un tiempo. Un día fui a
su casa, habíamos quedado, y toqué la puerta, luego noté que estaban gritando.
– ¡¿Por qué no quieres ir al extranjero?!
– ¡No quiero ir y ya, es mi decisión!
– ¡A mí no me engañas, Raúl, es por tu estúpido amigo el depresivo ese!
¡No ganas nada mostrándole lástima!
– ¡Papá, basta no es por…
Raúl había abierto la puerta y sus ojos se cruzaron con los míos, ellos dos
me vieron con sorpresa, mientras que yo, bajé la mirada, ya lo sabía. Solo me
fui, Raúl no me dijo nada, pero él salió corriendo lejos de su casa, en dirección
opuesta a la mía. Llegué a mi hogar y solo me desahogué. Ya no podía más y
decidí ponerle fin a mi promesa, decidí que ya era tiempo de irme.
Desperté en una habitación de hospital, mi hermana me había dicho que
me encontró desmayado y llamó a una ambulancia. ¿Por qué? Si nadie me
necesita acá. Ella estaba molesta – ¡deja de ser jodidamente egoísta! –, la miré,
no sé cómo, pero yo también le respondí molesto – ¡egoístas ustedes que no me
dejan ir, ¡¿para qué?! ¡Si no prestan atención a lo pasa conmigo!, la mandé a
salir de la habitación, quería estar solo.
Pasaron las horas y yo volví a casa, apenas llegué, me encerré en mi
habitación, en mi rutina, nadie estuvo ahí, ni siquiera Raúl... y yo, caí en un hueco
más profundo del que no sabía qué hacer. Aunque seguía yendo a clases, le
entendía cada vez menos a los que me rodeaban. Veía a Raúl, pero ya no le
reconocía, supongo que es su manera de decirme la verdad. Lo ignoré lo más
que pude y mis días siguieron con normalidad, con depresión, con soledad. El
asiento a mi lado estaba vacío, Raúl había pedido cambio de clases.
Meses después fue ocupado, una chica se sentó ahí. No era nueva, la
había visto por los pasillos. – ¿tienes un lápiz? – Me preguntó ella mirándome,
yo le di el mío, no lo usaba, era más de Raúl que mío. Me sonrió, desde ese día
no volví a tener más mi lápiz, pero la seguía viendo constantemente, y
escuchando constantemente, no paraba de hablar, en esencia me recordaba a
Raúl, pero ella era más descuidada, su felicidad provenía de su torpeza. Era mi
cumpleaños, ya era de costumbre que fuese un día normal. Pero ella me dio un
regalo, me dio una caja de lápices con una nota, “te ayudaré a estudiar”, me
sonrió esperando a que le dijera algo, solo le agradecí y para ella fue como un
logro, cuando estaba feliz solía dar unos pequeños brinquitos a mi alrededor. En
mi interior cuando la tenía cerca se empezaba a sentir diferente y eso aumentó
con el paso de los meses.
Solía llamarme por celular cada día preguntándome cómo estaba, solía ir
a buscarme a casa para ir a las clases juntos, ella entró tanto a mi vida que, vio
lo peor de mí, mis ataques de depresión donde quería acabar con mi vida, en
varias oportunidades me abrazaba y en voz baja me decía que todo iba a estar
bien. Yo, me había acostumbrado a eso, a su cariño. Evitaba todas las maneras
posibles de no hundirla más en mi triste mundo, pero siempre se metía para
sacarme.
– León, siempre seremos buenos amigos–, lo decía con una sonrisa. Yo me
seguía preguntando por qué, pero ella, Mariam, siempre me pedía tener
más confianza en mí mismo.
Ella hablaba, mientras lo hacía, sus lágrimas caían, el decirme eso, el sacarse
eso le causaba dolor, el recordarlo le causaba dolor, el recordarme, yo, le
causaba dolor. Yo de estúpido no me di cuenta, ella se metía a sacarme de mi
agujero negro, pero siempre que lo hacía una parte suya era consumida, pensé
erróneamente que era inmune por su personalidad, porque siempre sonreía,
pero yo le quité todo. Mariam, seguía hablando, pero yo no podía asimilarlo,
nunca me enteré que intentó suicidarse también, que mis ataques le causaron
pesadillas, que le había contagiado mi inseguridad. – Te busqué solo para
desahogar todo esto, León – rompió en llanto y yo, yo no aguantaba todo eso
que me decía. Yo la dañé, yo le hice esto, caí en cuenta, que hace rato yo no
debía existir. – Mariam– le dije con voz entrecortada – perdón, Mariam, perdón,
perdón– la abracé, ¿Qué clase de monstruo soy? Quería llorar, pero sonreí, le
sonreí a ella, le devolví parte de lo que me dio – quiero que seas feliz, recuérdalo
–, me alejé de Mariam, la miraba mientras me acercaba al mirador, estaba a una
cúspide, por ende, decidí lanzarme al vacío por ahí. – Adiós, Mariam–, no
escuchaba nada más, solo mis pensamientos, ella estaba gritando mi nombre,
pero sería la última vez. Por fin alguien apagó la luz de mi vela.