Semana5 Q2 P4 1omo LL

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I

ESCUELA DE EDUCACIÓN BÁSICA Año Lectivo


“JORGE ROMERO PINTO”
2 020 – 2 021
SANTA ROSA DE CHILLOGALLO II ETAPA
FICHA PEDAGÓGICA: APRENDAMOS JUNTOS EN CASA
2DO QUIMESTRE
PARCIAL 4 SEMANA (5) DEL 17 AL 21 DE MAYO DE 2021

Estudiantes TODOS Docente LCDA. PATRICIA CHASILUISA


Dificultad
Grado 10MO Paralelo: A-B
Jornada MATUTINA - VESPERTINA
Valor institucional La responsabilidad
Frase motivadora El éxito es sinónimo de educación
Objetivo Investigar el proceso de desarrollo de la vida y su diversidad desde el descubrimiento de sus aspectos más relevantes, para
reflexionar sobre su construcción social como individuo.
Proyecto Por un ambiente sano, una consciencia de la vida y del entorno.
ACTIVIDADES A DESARROLLAR
Días Asignaturas CONTENIDOS Actividad individual
ESCENCIALES
LUNES Y Lengua y TEXTOS 1. Lea la siguiente información.
MIÉRCO literatura EXPOSITIVOS
LES
2. Estructura de un texto expositivo

3. Lea el ensayo expositivo pág. 154 y 155

4. Conteste las siguientes preguntas.

Leo nuevamente este ensayo expositivo y propongo otro título que sea adecuado.
Escribo en mi cuaderno una oración que exprese el planteamiento de la autora con respecto a qué es el
feminismo y otra que exprese que es el machismo.
Qué quiere decir la autora cuando habla de las trampas del machismo.
Analizamos en clase el punto de vista de la autora sobre el feminismo. Expreso mi opinión argumentada.

Recomendaciones para estudiantes:


 Realiza las actividades con la ayuda de una persona adulta.
 Conversa con tu familia sobre cómo te sentiste al realizar las actividades, cuéntales lo que aprendiste.
 Guarda lo que construyes con tu familia: cuentos, juegos, acertijos, experimentos, obras de arte, etc. En tu carpeta o cuaderno lo que
llamaremos PORTAFOLIO ESTUDIANTIL.
 Realizar las actividades o tareas con una excelente letra y presentación, evitar las faltas de ortografía.
FIRMAS DE RESPONSABILIDAD
ELABORADO REVISADO APROBADO
Lcda. Patricia Chasiluisa Lic. Johanna Cordova Lic. Rolando Condolo Lic. María Correa
Docente Coordinadora Subnivel Técnico Pedagógico Director
Medio
Firma: Firma: Firma: Firma:
Enviado por medios Enviado por medios Enviado por medios
digitales digitales digitales

Fecha: 06-05-2021 Fecha: 06-05-2021 Fecha: 06-05-2021 Fecha: 06-05-2021


Lectura comprensiva
1. Lea el siguiente texto.
La viuda de Montiel
Gabriel García Márquez

Cuando murió don José Montiel todo el mundo se sintió vengado, menos su viuda; pero se necesitaron varias horas para que todo el mundo creyera
que en verdad había muerto. Muchos lo seguían poniendo en duda después de ver el cadáver en cámara ardiente, embutido con almohadas y sábanas
de lino dentro de una caja amarilla y abombada como un melón. Estaba muy bien afeitado, vestido de blanco y con botas de charol, y tenía tan buen
semblante que nunca pareció tan vivo como entonces. Era el mismo don Chepe Montiel de los domingos, oyendo misa de ocho, solo que en lugar de
la fusta tenía un crucifijo entre las manos. Fue preciso que atornillaran la tapa del ataúd y que lo emparedaran en el aparatoso mausoleo familiar, para
que el pueblo entero se convenciera de que no se estaba haciendo el muerto.
Después del entierro, lo único que a todos pareció increíble, menos a su viuda, fue que José Montiel hubiera muerto de muerte natural. Mientras todo
el mundo esperaba que lo acribillaran por la espalda en una emboscada, su viuda estaba segura de verlo morir de viejo en su cama, confesado y sin
agonía, como un santo moderno. Se equivocó apenas en algunos detalles. José Montiel murió en su hamaca, un miércoles a las dos de la tarde, a
consecuencia de la rabieta que el médico le había prohibido. Pero su esposa esperaba también que todo el pueblo asistiera al entierro y que la casa
fuera pequeña para recibir tantas flores. Sin embargo, solo asistieron sus copartidarios y las congregaciones religiosas, y no se recibieron más coronas
que las de la administración municipal. Su hijo —desde su puesto consular de Alemania— y sus dos hijas, desde París, mandaron telegramas de tres
páginas. Se veía que los habían redactado de pie, con la tinta multitudinaria de la oficina de correos, y que habían roto muchos formularios antes de
encontrar 20 dólares de palabras. Ninguno prometía regresar. Aquella noche, a los 62 años, mientras lloraba contra la almohada en que recostó la
cabeza el hombre que la había hecho feliz, la viuda de Montiel conoció por primera vez el sabor de un resentimiento. “Me encerraré para siempre —
pensaba—. Para mí, es como si me hubieran metido en el mismo cajón de José Montiel. No quiero saber nada más de este mundo.” Era sincera.
Aquella mujer frágil, lacerada por la superstición, casada a los 20 años por voluntad de sus padres con el único pretendiente que le permitieron ver a
menos de 10 metros de distancia, no había estado nunca en contacto directo con la realidad. Tres días después de que sacaron de la casa el cadáver de
su marido, comprendió a través de las lágrimas que debía reaccionar, pero no pudo encontrar el rumbo de su nueva vida. Era necesario empezar por el
principio.
Entre los innumerables secretos que José Montiel se había llevado a la tumba, se fue enredada la combinación de la caja fuerte. El alcalde se ocupó
del problema. Hizo poner la caja en el patio, apoyada al paredón, y dos agentes de la policía dispararon sus fusiles contra la cerradura. Durante toda
una mañana, la viuda oyó desde el dormitorio las descargas cerradas y sucesivas ordenadas a gritos por el alcalde. “Esto era lo último que faltaba —
pensó—. Cinco años rogando a Dios que se acaben los tiros, y ahora tengo que agradecer que disparen dentro de mi casa.” Aquel día hizo un esfuerzo
de concentración, llamando a la muerte, pero nadie le respondió. Empezaba a dormirse cuando una tremenda explosión sacudió los cimientos de la
casa. Habían tenido que dinamitar la caja fuerte.
La viuda de Montiel lanzó un suspiro. Octubre se eternizaba con sus lluvias pantanosas y ella se sentía perdida, navegando sin rumbo en la
desordenada y fabulosa hacienda de José Montiel. El señor Carmichael, antiguo y diligente servidor de la familia, se había encargado de la
administración. Cuando por fin se enfrentó al hecho concreto de que su marido había muerto, la viuda de Montiel salió del dormitorio para ocuparse
de la casa. La despojó de todo ornamento, hizo forrar los muebles en colores luctuosos, y puso lazos fúnebres en los retratos del muerto que colgaban
de las paredes. En dos meses de encierro había adquirido la costumbre de morderse las uñas. Un día —los ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorar
— se dio cuenta de que el señor Carmichael entraba a la casa con el paraguas abierto.
—Cierre ese paraguas, señor Carmichael —le dijo—. Después de todas las gracias que tenemos, solo nos faltaba que usted entrara a la casa con el
paraguas abierto.
El señor Carmichael puso el paraguas en el rincón. Era un negro viejo, de piel lustrosa, vestido de blanco y con pequeñas aberturas hechas a navaja en
los zapatos para aliviar la presión de los callos.
—Es solo mientras se seca.
Por primera vez desde que murió su esposo, la viuda abrió la ventana.
—Tantas desgracias, y además este invierno —murmuró, mordiéndose las uñas—. Parece que no va a escampar nunca.
—No escampará ni hoy ni mañana —dijo el administrador—. Anoche no me dejaron dormir los callos.
Ella confiaba en las predicciones atmosféricas de los callos del señor Carmichael. Contempló la placita desolada, las casas silenciosas cuyas puertas
no se abrieron para ver el entierro de José Montiel, y entonces se sintió desesperada con sus uñas, con sus tierras sin límites, y con los infinitos
compromisos que heredó de su esposo y que nunca lograría comprender.
—El mundo está mal hecho —sollozó.
Quienes la visitaron por esos días tuvieron motivos para pensar que había perdido el juicio. Pero nunca fue más lúcida que entonces. Desde antes de
que empezara la matanza política ella pasaba las lúgubres mañanas de octubre frente a la ventana de su cuarto, compadeciendo a los muertos y
pensando que si Dios no hubiera descansado el domingo habría tenido tiempo de terminar el mundo.
—Ha debido aprovechar ese día para que no le quedaran tantas cosas mal hechas —decía—. Al fin y al cabo, le quedaba toda la eternidad para
descansar.
La única diferencia, después de la muerte de su esposo, era que entonces tenía un motivo concreto para concebir pensamientos.
Así, mientras la viuda de Montiel se consumía en la desesperación, el señor Carmichael trataba de impedir el naufragio. Las cosas no marchaban bien.
Libre de la amenaza de José Montiel, que monopolizaba el comercio local por el terror, el pueblo tomaba represalias. En espera de clientes que no
llegaron, la leche se cortó en los cántaros amontonados en el patio, y se fermentó la miel en sus cueros, y el queso engordó gusanos en los oscuros
armarios del depósito. En su mausoleo adornado con bombillas eléctricas y arcángeles en imitación de mármol, José Montiel pagaba seis años de
asesinatos y tropelías. Nadie en la historia del país se había enriquecido tanto en tan poco tiempo. Cuando llegó al pueblo el primer alcalde de la
dictadura, José Montiel era un discreto partidario de todos los regímenes, que se había pasado la mitad de la vida en calzoncillos sentado a la puerta
de su piladora de arroz. En un tiempo disfrutó de una cierta reputación de afortunado y buen creyente, porque prometió en voz alta regalar al templo
un san José de tamaño natural si se ganaba la lotería, y dos semanas después se ganó seis fracciones y cumplió su promesa. La primera vez que se le
vio usar zapatos fue cuando llegó el nuevo alcalde, un sargento de la policía, zurdo y montaraz, que tenía órdenes expresas de liquidar la oposición.
José Montiel empezó por ser su informador confidencial. Aquel comerciante modesto cuyo tranquilo humor de hombre gordo no despertaba la menor
inquietud, discriminó a sus adversarios políticos en ricos y pobres. A los pobres los acribilló la policía en la plaza pública. A los ricos les dieron un
plazo de 24 horas para abandonar el pueblo. Planificando la masacre, José Montiel se encerraba días enteros con el alcalde en su oficina sofocante,
Mientras su esposa se compadecía de los muertos. Cuando el alcalde abandonaba la oficina, ella le cerraba el paso a su marido.
—Ese hombre es un criminal —le decía—. Aprovecha tus influencias en el gobierno para que se lleven a esa bestia que no va a dejar un ser humano
en el pueblo.
Y José Montiel, tan atareado en esos días, la apartaba sin mirarla, diciendo: “No seas pendeja.” En realidad, su negocio no era la muerte de los pobres
sino la expulsión de los ricos. Después de que el alcalde les perforaba las puertas a tiros y les ponía el plazo para abandonar el pueblo, José Montiel
les compraba sus tierras y ganados por un precio que él mismo se encargaba de fijar.
—No seas tonto —le decía su mujer—. Te arruinarás ayudándolos para que no se mueran de hambre en otra parte, y ellos no te lo agradecerán nunca.
Y José Montiel, que ya ni siquiera tenía tiempo de sonreír, la apartaba de su camino, diciendo:
—Vete para tu cocina y no me friegues tanto.
A ese ritmo, en menos de un año estaba liquidada la oposición, y José Montiel era el hombre más rico y poderoso del pueblo. Mandó a sus hijas para
París, consiguió a su hijo un puesto consular en Alemania, y se dedicó a consolidar su imperio. Pero no alcanzó a disfrutar seis años de su desaforada
riqueza.
Después de que se cumplió el primer aniversario de su muerte, la viuda no oyó crujir la escalera sino bajo el peso de una mala noticia. Alguien llegaba
siempre al atardecer. “Otra vez los bandoleros —decían—. Ayer cargaron con un lote de 50 novillos.” Inmóvil en el mecedor, mordiéndose las uñas,
la viuda de Montiel solo se alimentaba de su resentimiento.
—Yo te lo decía, José Montiel —decía, hablando sola—. Este es un pueblo desagradecido. Aún estás caliente en tu tumba y ya todo el mundo nos
volteó la espalda.
Nadie volvió a la casa. El único ser humano que vio en aquellos meses interminables en que no dejó de llover, fue el perseverante señor Carmichael,
que nunca entró a la casa con el paraguas cerrado. Las cosas no marchaban mejor. El señor Carmichael había escrito varias cartas al hijo de José
Montiel. Le sugería la conveniencia de que viniera a ponerse al frente de los negocios, y hasta se permitió hacer algunas consideraciones personales
sobre la salud de la viuda. Siempre recibió respuestas evasivas. Por último, el hijo de José Montiel contestó francamente que no se atrevía a regresar
por temor de que le dieran un tiro. Entonces el señor Carmichael subió al dormitorio de la viuda y se vio precisado a confesarle que se estaba
quedando en la ruina.
—Mejor —dijo ella—. Estoy hasta la coronilla de quesos y de moscas. Si usted quiere, llévese lo que le haga falta y déjeme morir tranquila.
Su único contacto con el mundo, a partir de entonces, fueron las cartas que escribía a sus hijas a fines de cada mes. “Este es un pueblo maldito —les
decía—. Quédense allá para siempre y no se preocupen por mí. Yo soy feliz sabiendo que ustedes son felices.” Sus hijas se turnaban para contestarle.
Sus cartas eran siempre alegres, y se veía que habían sido escritas en lugares tibios y bien iluminados y que las muchachas se veían repetidas en
muchos espejos cuando se detenían a pensar. Tampoco ellas querían volver. “Esto es la civilización —decían—. Allá, en cambio, no es un buen
medio para nosotras. Es imposible vivir en un país tan salvaje donde asesinan a la gente por cuestiones políticas.” Leyendo las cartas, la viuda de
Montiel se sentía mejor y aprobaba cada frase con la cabeza.
En cierta ocasión, sus hijas le hablaron de los mercados de carne de París. Le decían que mataban unos cerdos rosados y los colgaban enteros en la
puerta adornados con coronas y guirnaldas de flores. Al final, una letra diferente a la de sus hijas había agregado: “Imagínate, que el clavel más
grande y más bonito se lo ponen al cerdo en el culo.” Leyendo aquella frase, por primera vez en dos años, la viuda de Montiel sonrió. Subió a su
dormitorio sin apagar las luces de la casa, y antes de acostarse volteó el ventilador eléctrico contra la pared. Después extrajo de la gaveta de la mesa
de noche unas tijeras, un cilindro de esparadrapo y el rosario, y se vendó la uña del pulgar derecho, irritada por los mordiscos. Luego empezó a rezar,
pero al segundo misterio cambió el rosario a la mano izquierda, pues no sentía las cuentas a través del esparadrapo. Por un momento oyó la
trepidación de los truenos remotos. Luego se quedó dormida con la cabeza doblada en el pecho. La mano con el rosario rodó por su costado, y
entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó:
—¿Cuándo me voy a morir?
La Mamá Grande levantó la cabeza.
—Cuando te empiece el cansancio del brazo.
ESCRIBE LA BIOGRAFÍA DE LA AUTORA ECUATORIANA DE ESTE CUENTO.

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