Butler, Qué Es La Crítica
Butler, Qué Es La Crítica
Butler, Qué Es La Crítica
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¿Qué es hacer una crítica? Apostaría a que se trata de algo que la mayoría entendemos
en un sentido ordinario. El asunto, no obstante, se complica si intentamos distinguir
entre una crítica de tal o cual posición y la crítica como una práctica más general que
pudiera ser descrita sin referencia a sus objetos concretos. ¿Podemos además
interrogarnos sobre su carácter general sin insinuar una esencia de la crítica? Y si para
establecer esta imagen general lo hiciéramos expresando algo que se aproximase a una
filosofía de la crítica, ¿perderíamos entonces la distinción entre filosofía y crítica que
forma parte de la definición misma de la crítica? La crítica es siempre crítica de alguna
práctica, discurso, episteme o institución instituidos, y pierde su carácter en el momento
en que se abstrae de esta forma de operar y se la aísla como una práctica puramente
generalizable. Pero, aun siendo esto cierto, no significa que sea imposible algún tipo de
generalización o que tengamos que enfangarnos en particularismos. Todo lo contrario,
aquí transitamos en un área de obligada generalización que aborda lo filosófico pero que
debe, si queremos que sea siempre crítica, guardar distancia frente a sus propios
resultados.
Más aún, sugeriría que lo que Foucault busca con esta pregunta es algo bastante
diferente de lo que quizás hemos llegado a esperar de la crítica. Habermas volvió muy
problemático el trabajo de la crítica al sugerir que, si lo que buscábamos era poder
recurrir a normas al elaborar juicios evaluativos sobre las condiciones y los fines
sociales, era necesario ir más allá de la teoría crítica. La perspectiva de la crítica, desde
su punto de vista, puede poner en cuestión los fundacionalismos, desnaturalizar las
jerarquías sociales y políticas e incluso establecer perspectivas mediante las cuales se
puede marcar una cierta distancia frente al mundo naturalizado. Pero ninguna de estas
actividades puede decirnos en qué dirección deberíamos movernos, ni si las actividades
en las que nos comprometemos logran alcanzar ciertos tipos de fines justificados
normativamente. Desde su punto de vista, por lo tanto, la teoría crítica tendría que dar
paso a una teoría normativa más robusta, como lo es la acción comunicativa, con el fin
de dotarnos de un fundamento para la teoría crítica con el que se puedan elaborar juicios
normativos fuertes;[7] no sólo para que la política pueda disponer de un propósito claro
y de una aspiración normativa, sino también para que seamos capaces de evaluar las
prácticas actuales en términos de su capacidad para alcanzar tales fines. Haciendo este
tipo de crítica de la crítica, Habermas se vuelve curiosamente acrítico respecto al propio
sentido de normatividad que expone. Porque la cuestión «¿qué tenemos que hacer?»
presupone que el «nosotros» ya se ha formado y se conoce, que su acción es posible y
que el campo en el que puede actuar está delimitado. Pero si esas mismas formaciones y
delimitaciones tienen consecuencias normativas, entonces será necesario preguntarse
por los valores que conforman el escenario de la acción, y ello se convertirá en una
dimensión importante para cualquier investigación crítica sobre asuntos normativos.
Aunque es posible que los habermasianos y habermasianas tengan una respuesta para
este problema, mi intención en este texto no es ponerme a ensayar estos debates ni
buscarles una respuesta, sino marcar distancias entre una noción de crítica que se
caracteriza por estar en algún sentido debilitada por la normatividad, y otra, que espero
ofrecer aquí, que no solamente es más compleja de lo que la crítica habitual asume, sino
que tiene, me gustaría argumentar, compromisos normativos fuertes que aparecen en
formas que sería difícil, si no imposible, leer con las actuales gramáticas de
normatividad. En este ensayo, en efecto, espero mostrar que Foucault no solamente
realiza una contribución importante a la teoría normativa, sino que tanto su estética
como sus consideraciones sobre el sujeto están íntimamente relacionadas con su ética y
su política. Mientras otros lo han desestimado por esteta o, más aún, por nihilista, mi
sugerencia es que la incursión que realiza en el tema de la construcción de sí y de la
poiesis es central en la política de desujeción que propone. Paradójicamente, la
construcción de sí y la desujeción suceden simultáneamente cuando se aventura un
modo de existencia que no se sostiene en lo que él llama «régimen de verdad».
Foucault comienza su discusión afirmando que hay varias gramáticas para el término
«crítica», distinguiendo entre una «alta empresa kantiana» que se llama crítica y «las
pequeñas actividades polémicas que se llaman crítica». De esta manera, nos advierte
desde el inicio de que la crítica no será una sola cosa, y de que no seremos capaces de
definirla separadamente de sus diversos objetos, los cuales a su vez la definen: «Parece
conducida por naturaleza, por función, diría que por profesión, a la dispersión, a la
dependencia, a la pura heteronomía […]. [N]o existe más que en relación con otra cosa
distinta a ella misma».[8]
Foucault busca de esta manera definir la crítica, pero encuentra que solamente son
posibles una serie de aproximaciones. La crítica será dependiente de sus objetos, pero
sus objetos a cambio definirán el propio significado de la crítica. Más aún, la tarea
primordial de la crítica no será evaluar si sus objetos —condiciones sociales, prácticas,
formas de saber, poder y discurso— son buenos o malos, ensalzables o desestimables,
sino poner en relieve el propio marco de evaluación. ¿Cuál es la relación del saber con
el poder que hace que nuestras certezas epistemológicas sostengan un modo de
estructurar el mundo que forcluye posibilidades de ordenamiento alternativas? Por
supuesto, podemos pensar que necesitamos certeza ideológica para afirmar con
seguridad que el mundo está y debiera estar ordenado de una determinada manera.
¿Hasta qué punto, sin embargo, tal certeza está orquestada por determinadas formas de
conocimiento precisamente para forcluir la posibilidad de pensar de otra manera? En
este punto sería inteligente preguntar: ¿qué tiene de bueno pensar de otra manera si no
sabemos de antemano que pensar de otra manera produce un mundo mejor, si no
tenemos un marco moral en el cual decidir con conocimiento que ciertas posibilidades o
modos nuevos de pensar de otra manera impulsarán ese mundo cuya mejor condición
podemos juzgar con estándares seguros y previamente establecidos? Ésta se ha
convertido en algo así como una contrarréplica habitual a Foucault y a quienes se
ocupan de él. El relativo silencio con el que se recibe este hábito de descubrir errores en
Foucault ¿es un signo de que su teoría no sirve para dar respuestas consoladoras? Pienso
que sí, hay que aceptar que las respuestas que Foucault ha proferido no tienen como
finalidad primordial consolar. Pero esto, por supuesto, no quiere decir que si algo
renuncia a consolar no se pueda considerar, por definición, como una respuesta. En
realidad, la única contrarreplica posible, me parece, es volver a un significado más
fundamental de «crítica» con el fin de ver qué problema hay con la manera en que la
cuestión se formula, para formular la cuestión de nuevo, de forma que se pueda trazar
una aproximación más productiva hacia el lugar que ocupa la ética en el seno de la
política. Se podría preguntar, efectivamente, si lo que yo quiero decir con «productivo»
se calibrará mediante estándares y medidas que esté dispuesta a revelar o que conciba
plenamente ya desde el momento en que realizo tal afirmación. Pero en este punto
pediría paciencia, pues resulta que la crítica es una práctica que requiere una cierta
cantidad de paciencia, al igual que la lectura, de acuerdo con Nietzsche, requiere que
actuemos un poco más como vacas que como humanos, aprendiendo el arte del lento
rumiar.
Para Foucault, la crítica «es instrumento, medio de un porvenir o de una verdad que ella
misma no sabrá y no será, es una mirada sobre un dominio que se quiere fiscalizar y
cuya ley no es capaz de establecer». De manera que la crítica será esa perspectiva sobre
las formas de conocimiento establecidas y ordenadoras que no está inmediatamente
asimiladas a tal función ordenadora. Foucault, significativamente, emparenta esta
exposición del límite del campo epistemológico con la práctica de la virtud, como si la
virtud fuese contraria a la regulación y al orden, como si la virtud misma se hubiera de
encontrar en el hecho de poner en riesgo el orden establecido. No le intimida la relación
que aquí se establece. Escribe, «hay algo en la crítica que tiene parentesco con la
virtud». Y después afirma algo que podríamos considerar aún más sorprendente: «esta
actitud crítica [es] la virtud en general».[10]
Aunque esta última afirmación es apenas transparente, lo que sugiere es que ciertos
tipos de prácticas pensadas para manejar ciertos tipos de problemas tienen como
consecuencia que, con el paso del tiempo, se establezca un dominio ontológico que
constriñe a su vez lo que entendemos por posible. Sólo haciendo referencia a este
horizonte ontológico que prevalece, él mismo instituido mediante una serie de prácticas,
seremos capaces de comprender las diversas formas de relación con los preceptos
morales que han sido formadas, así como con las que están por formarse. Por ejemplo,
Foucault toma detenidamente en consideración varias prácticas de austeridad y las
emparenta con la producción de un cierto tipo de sujeto masculino. Las prácticas de
austeridad no dan fe de una sola y permanente prohibición, sino que trabajan al servicio
de modelar un cierto tipo de yo. Dicho de forma más precisa, el yo, incorporando las
reglas de conducta que representan la virtud de la austeridad, se crea a sí mismo como
un tipo de sujeto específico. La producción de sí es «la elaboración y estilización de una
actividad en el ejercicio de su poder y la práctica de su libertad».[16] No es una práctica
que se oponga al placer puro y simple, sino un cierto tipo de práctica de placer en sí
misma, una práctica del placer en el contexto de la experiencia moral.
De esta forma, Foucault deja claro en la tercera sección de esa misma introducción que
no será suficiente con ofrecer una crónica histórica de los códigos morales, ya que tal
historia no nos puede decir cómo se vivieron estos códigos y, más específicamente, qué
tipo de formaciones del sujeto requirieron y facilitaron. Foucault comienza a sonar aquí
como un fenomenólogo. Pero además de recurrir a los medios experienciales para captar
las categorías morales, también realiza un movimiento hacia la crítica, en tanto que la
relación subjetiva con esas normas no será ni predecible ni mecánica. La relación con
tales categorías será «crítica» en el sentido de que no consiste en acatarlas, sino en
constituir una relación con ellas que interrogue el propio campo de categorización,
refiriéndose, al menos implícitamente, a los límites del horizonte epistemológico dentro
del cual estas prácticas se forman. No se trata de referir la práctica a un contexto
epistemológico dado de antemano, sino de establecer la crítica como la práctica que
cabalmente expone los límites de ese mismo horizonte epistemológico, haciendo que los
contornos del horizonte, por así decir, aparezcan puestos en relación con su propio
límite por vez primera. Resulta además que la práctica crítica en cuestión produce la
transformación de sí en relación con una regla de conducta. Entonces, ¿cómo lleva la
transformación de sí a la exposición de este límite?, ¿cómo se entiende la
transformación de sí como «práctica de libertad» y cómo se entiende esta práctica como
parte del léxico de la virtud en Foucault?
Creo que este contraste mostrado por Foucault entre una ética basada en el mando y la
práctica ética comprometida de forma central en la formación del yo arroja una luz de
manera importante sobre la distinción entre obediencia y virtud que ofrece en su ensayo
¿Qué es la crítica? Contrasta Foucault esta comprensión de «virtud», aún por definir,
con la obediencia, mostrando cómo la posibilidad de esta forma de virtud se establece
mediante su diferencia frente a una obediencia acrítica respecto a la autoridad.
¿Pero cómo pasamos de entender las razones que puedan existir para aceptar una
exigencia a formar esas razones nosotras mismas y nosotros mismos, y de ahí a
transformarnos en el curso de producir esas razones (y, finalmente, a poner en riesgo el
propio campo de razón)? ¿Se trata de diferentes tipos de problemas o es que uno nos
conduce invariablemente hacia el otro? ¿Es la autonomía que se logra formando razones
y que sirve de base para aceptar o rechazar una ley dada de antemano lo mismo que la
transformación de sí que tiene lugar cuando una regla se incorpora en la propia acción
del sujeto? Como veremos, tanto la transformación de sí en relación con preceptos
éticos como la práctica de la crítica se consideran formas de «arte», estilizaciones y
repeticiones, lo que sugiere que no hay posibilidad de aceptar o rechazar una regla sin
un yo que se estiliza en respuesta a la exigencia ética que a él se impone.
La crítica es lo que expone esta ilegitimidad, pero no porque recurra a un orden político
o moral más esencial. Foucault escribe que el proyecto crítico se enfrenta «al gobierno y
a la obediencia que exige», y que lo que la crítica significa en este contexto es «oponer
unos derechos universales e imprescriptibles a los cuales todo gobierno, sea cual sea, se
trate del monarca, del magistrado, del educador, del padre de familia, deberá
someterse».[22] La práctica de la crítica, sin embargo, no descubre estos derechos
universales, como afirman los teóricos de la Ilustración, sino que «los opone». No
obstante, no los opone como derechos positivos. El «oponerlos» es un acto que limita el
poder de la ley, un acto que contrarresta y rivaliza con las operaciones del poder, el
poder en el momento de su renovación. Es en sí la limitación, una limitación que adopta
la forma de una pregunta y que declara, por el propio hecho de declararse, un «derecho»
a cuestionar. Desde el siglo XVI en adelante, la pregunta «cómo no ser gobernado» se
torna más específica hacia «¿cuáles son los límites del derecho a gobernar?». «No
querer ser gobernado» es ciertamente no aceptar como verdadero […] lo que una
autoridad os dice que es verdad o, por lo menos, es no aceptarlo por el hecho de que un
autoridad diga que lo es, es no aceptarlo más que si uno mismo considera como buenas
las razones para aceptarlo».[23] Hay por supuesto una buena cantidad de ambigüedad
en esta situación, porque ¿qué constituirá una razón de validez para aceptar la
autoridad? ¿La validez deriva del consentimiento a aceptar la autoridad? Si es así, ¿el
consentimiento valida las razones que se esgrimen, sean las que sean? ¿O se trata más
bien de que uno da su consentimiento sólo sobre la base de una validez previa y
comprobable? Además, ¿estas razones previas, en su validez, hacen que el
consentimiento sea válido? Si la primera alternativa fuese correcta, entonces el
consentimiento es el criterio a través del cual se juzga la validez, lo cual haría parecer
que la posición de Foucault se reduce a una forma de voluntarismo. Pero lo que quizás
nos ofrece por medio de la «crítica» es un acto, incluso una práctica de libertad, que no
se puede reducir al voluntarismo de manera sencilla, debido a que la práctica por la que
se establecen los límites a la autoridad absoluta depende fundamentalmente del
horizonte de efectos de saber dentro del cual opera. La práctica crítica no emana de la
libertad innata del alma, sino que se forma en el crisol de un intercambio particular entre
una serie de normas o preceptos (que ya están ahí) y una estilización de actos (que
extiende y reformula esa serie previa de reglas y preceptos). Esta estilización de sí en
relación con las reglas es lo que viene a ser una «práctica».
Desde el punto de vista de Foucault, siguiendo tenuemente a Kant, el acto de consentir
es un movimiento reflexivo por el cual la validez se atribuye o se retira a la autoridad.
Pero esta reflexividad no tiene lugar internamente en un sujeto. Para Foucault, se trata
de un acto que plantea algún riesgo, porque no se tratará solamente de objetar ésta o
aquella exigencia gubernamental, sino de interrogar sobre el orden en el que tal
exigencia se hace legible y posible. Y si a lo que uno objeta es a los órdenes
epistemológicos que han establecido las reglas de validez gubernamental, entonces decir
«no» a la exigencia requerirá abandonar sus razones de validez establecidas, marcando
el límite de esa validez, lo cual es algo diferente y mucho más arriesgado que encontrar
inválida una determinada exigencia. En esta diferencia, podríamos decir, una comienza
a entrar en relación crítica con tales ordenamientos y con los preceptos éticos que éstos
hacen surgir. El problema con estas razones que Foucault llama «ilegítimas» no es que
sean parciales, autocontradictorias o que conduzcan a posturas morales hipócritas. El
problema es precisamente que buscan forcluir la relación crítica, esto es, extender su
propio poder para ordenar la totalidad del campo del juicio moral y político. Orquestan
y agotan el propio campo de certeza. ¿Cómo pone una en cuestión el dominio
exhaustivo que tales reglas de ordenamiento ejercen sobre la certeza sin arriesgarse a
caer en la incertidumbre, sin habitar ese lugar de vacilación que deja a una expuesta a
acusaciones de inmoralidad, maldad, esteticismo? Si la actitud crítica es moral, no lo es
de acuerdo con las reglas cuyos límites esa misma relación crítica busca cuestionar.
¿Entonces de qué otra manera puede la crítica hacer su trabajo sin arriesgarse a ser
denunciada por quienes naturalizan y contribuyen a la hegemonía de los términos
morales que la crítica pone en cuestión?
Nótese que aquí se dice del sujeto que «se atribuye ese derecho», un modo de asignarse
a sí mismo y autorizarse que parece poner en primer plano la reflexividad de la
reivindicación. ¿Es, entonces, un movimiento autogenerado que afianza al sujeto por
encima y contra una autoridad que ejerce una fuerza contraria? ¿Y qué importancia
tiene, si tiene alguna, que esta asignación y designación de sí surjan como un «arte»?
«La crítica —escribe Foucault— será el arte de la inservidumbre voluntaria, de la
indocilidad reflexiva [l'indocilité réfléchie]». Si es un «arte» en el sentido que él le da,
entonces la crítica no puede consistir en un acto singular, ni pertenecerá exclusivamente
al dominio subjetivo, porque se tratará de la relación estilizada con la exigencia que al
sujeto se le impone. Y el estilo será importante en la medida en que, como estilo, no
está totalmente determinado de antemano, ya que incorpora la contingencia que en el
curso del tiempo marca los límites de la capacidad de ordenamiento que tiene el campo
en cuestión. Así que la estilización de esta «voluntad» producirá un sujeto que no está
ahí listo para ser conocido bajo la rúbrica de verdad establecida. De manera aún más
radical Foucault declara: «La crítica tendría esencialmente como función la desujeción
[désassujetiisement] en el juego de lo que se podría denominar, con una palabra, la
política de la verdad».[25]
¿Pero cómo entender este orden contemporáneo de ser en el que me pongo en juego a
mí misma? Foucault, en este punto, decide caracterizar este orden de ser históricamente
condicionado vinculándolo a la teoría crítica de la Escuela de Francfort, identificando la
«racionalización» como un efecto gubernamentalizador sobre la ontología. Aliándose
con una tradición crítica postkantiana de izquierda, Foucault escribe:
Nada puede figurar como un elemento de saber si, por una parte, no es conforme a un
conjunto de reglas y de coacciones características, por ejemplo, un tipo de discurso
científico en una época dada, y si, por otra parte, no está dotado de efectos de coerción o
simplemente de incitación propios de lo que es válido como científico o simplemente
racional, o simplemente recibido de manera común, etc.[31]
El crítico o crítica tiene por lo tanto una doble tarea, mostrar cómo el saber y el poder
operan para constituir un modo más o menos sistemático de ordenar el mundo con sus
propias «condiciones de aceptabilidad de un sistema», pero también «para seguir los
puntos de ruptura que indican su aparición». Así que no sólo es necesario aislar e
identificar el nexo peculiar entre el saber y el poder que permite que surja el campo de
cosas inteligibles, sino también seguirle la pista a la manera en que ese campo encuentra
su punto de ruptura, sus momentos de discontinuidad, los lugares en los que no logra
constituir la inteligibilidad que representa. Lo que esto significa es que una debe buscar
tanto las condiciones mediante la cuales el campo es constituido como también los
límites de esas condiciones, los momentos en los que esos límites señalan su
contingencia y su transformabilidad. En términos de Foucault: «Entonces,
esquemáticamente, movilidad constante, esencial fragilidad o, más bien, intrincación
entre lo que reconduce el proceso mismo y lo que lo transforma».[33]
Efectivamente, otra manera de hablar sobre esta dinámica de la crítica es afirmar que la
racionalización encuentra sus límites en la desujeción. Si la desujeción del sujeto surje
en el momento en que la episteme constituida mediante la racionalización muestra su
límite, entonces la desujeción marca precisamente la fragilidad y la transformabilidad
epistémica del poder.
Quizá recuerden que aunque parece que para Nietzsche la genealogía de la moral es el
intento de localizar los orígenes de los valores, lo que en realidad busca es encontrar
cómo la propia noción de «origen» ha sido instituida. Y el medio por el que busca
explicar el origen es ficcional. Cuenta una fábula sobre los nobles, otra sobre un
contrato social, otra sobre una revuelta de esclavos, y aun otra sobre las relaciones entre
acreedor y deudor. Ninguna de estas fábulas se puede localizar ni en el espacio ni en el
tiempo, y cualquier esfuerzo por intentar encontrar el complemento histórico a las
genealogías de Nietzsche fracasará necesariamente. En realidad, en lugar de un relato
que encuentra el origen de los valores o el origen de los orígenes, leemos historias
ficcionales sobre el modo en que los valores se originan. Un noble dice que algo es, y
entonces llegar a ser: el acto de habla inaugura el valor y se convierte en algo así como
una ocasión atópica y atemporal para el origen de los valores. En efecto, la manera en
que Nietzsche produce la ficción se espeja en los propios actos de inauguración que
atribuye a quienes hacen los valores. Así que no sólo describe ese proceso, sino que la
propia descripción deviene instancia de producción de valor, escenificando el mismo
proceso que narra.
¿Cómo puede este uso particular de la ficción ponerse en relación con la noción de
crítica de Foucault? Se debe tener en cuenta que lo que Foucault está intentando es
entender la posibilidad de desujeción dentro de la racionalización sin asumir que haya
una fuente para la resistencia que esté alojada en el sujeto o conservada de una manera
fundacional. ¿De dónde proviene entonces la resistencia? ¿Se puede decir que es el
incremento de alguna libertad humana constreñida por los poderes de la
racionalización? Si habla, como lo hace, de una voluntad de no ser gobernado, entonces
¿cuál tenemos que entender que es el estatuto de esa voluntad?
No pienso, en efecto, que la voluntad de no ser gobernado sea en absoluto algo que
podamos considerar como una aspiración originaria [je ne pense pas en effect que la
volonté de n'être pas gouverné du tout soit quelque chose que l'on puisse considèrer
comme une aspiration originaire]. Pienso que, de hecho, la voluntad de no ser
gobernado es siempre la voluntad de no ser gobernado así, de esta manera, por éstos, a
este precio.[36]
Cualquier cosa que sea aquello en lo que uno se basa cuando resiste a la
gubernamentalización, será «como una libertad originaria» y algo «que sería [como] la
práctica histórica de la revuelta» (el énfasis es mío). Como ellas, en efecto, pero parece
que no exactamente lo mismo. En cuanto a la mención que Foucault hace de la «libertad
originaria», la ofrece y la retira a la vez. «No lo he dicho», subraya tras haberse
aproximado mucho a decirlo, tras mostrarnos cómo casi lo dijo, tras ejercitar esa
mismísima proximidad abiertamente para nosotras en lo que se puede entender como
una especie de burla. ¿Qué discurso es el que casi le seduce aquí, sujetándole a sus
términos? ¿Cómo se separa de los propios términos que rechaza? ¿Qué forma de arte es
ésta en la que una distancia crítica casi abatible se ejecuta frente a nosotras? ¿Es ésta la
misma distancia que caracteriza la práctica de asombrarse, de cuestionar? ¿Qué límites
del saber osa abordar mientras se cuestiona en voz alta para nosotras? La escena
inaugural de la crítica implica «el arte de la inservidumbre voluntaria», y se da aquí la
voluntaria o, en efecto, «originaria libertad», pero en la forma de una conjetura, en una
forma de arte que suspende la ontología y nos deja suspendidas en la descreencia.
El gesto de Foucault es extrañamente valiente, sugeriría yo, porque sabe que no puede
encontrar una razón para su reivindicación de libertad original. Este no saber permite el
uso particular que tiene en su discurso. De todos modos lo afronta con valentía, y así su
mención, su insistencia, deviene alegoría de una determinada asunción del riesgo que
tiene lugar en el límite del campo epistemológico. Y ello deviene práctica de la virtud,
quizás, y no, como profesan sus críticos, signo de desesperación moral, precisamente en
la medida en que la práctica de esta forma de hablar propone un valor que no sabe cómo
asegurar ni para el cual ofrecer una razón, pero igualmente lo propone, y de este modo
expone que cierta inteligibilidad excede los límites de la inteligibilidad que el saber-
poder ha ya establecido. Ésta es la virtud en sentido mínimo precisamente porque brinda
la perspectiva mediante la cual el sujeto gana distancia crítica frente a la autoridad
establecida. Pero se trata también de un acto de coraje, actuando sin garantías, poniendo
al sujeto en riesgo en los límites de su ordenamiento. ¿Quién sería Foucault si llegase a
pronunciar estas palabras? ¿Qué desujeción ejecutaría para nosotras con este
pronunciamiento?
Ganar distancia crítica frente a la autoridad establecida significa para Foucault no sólo
reconocer las maneras en que los efectos coercitivos del saber están en funcionamiento
en la misma formación del sujeto, sino también poner en riesgo la propia formación de
uno como sujeto. Así, en El sujeto y el poder se refiere a «esta forma de poder que se
aplica a la inmediata vida cotidiana que categoriza al individuo, le asigna su propia
individualidad, lo ata en su propia identidad, le impone una ley de verdad sobre sí que
está obligado a reconocer y que otros deben reconocer en él».[39] Y cuando esa ley
vacila o se rompe, la posibilidad misma de reconocimiento se pone en peligro. Así que
cuando preguntamos cómo podríamos decir «libertad originaria», y cuando lo decimos
con asombro, también ponemos en cuestión al sujeto que se dice que está enraizado en
ese término liberándolo, paradójicamente, para una aventura que podría realmente dar al
término una nueva sustancia y posibilidad.
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[3] Theodor W. Adorno, «La crítica de la cultura y la sociedad», trad. por Manuel
Sacristán, en Prismas. La crítica de la cultura y de la sociedad, Barcelona, Ariel, 1962,
p. 23.
[7] Para una recensión interesante de esta transición de la teoría crítica a la acción
comunicativa consúltese el libro de Seyla Benhabib, Crítica, norma y utopía, Buenos
Aires, Amorrortu, 2005.
[9] Theodor W. Adorno, «La crítica de la cultura y la sociedad», op. cit., p. 23.
[11] Michel Foucault, Historia de la sexualidad. 2. El uso de los placeres, trad. por
Martí Soler, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.
[14] Michel Foucault, Historia de la sexualidad. 2. El uso de los placeres, op. cit., p. 13.
[15] Ibidem, pp. 13-14.
[18] Ibidem, p. 8.
[19] Ibidem, p. 8.
[20] Ibidem, p. 9.
[21] Ibidem, p. 9.
[22] Ibidem, p. 9.
[35] Se refiere a una pregunta por parte del público asistente, que se le formula en el
debate posterior a la conferencia que origina el texto ¿Qué es la crítica?; véase supra,
nota 6. [N. del T.]
[40] Michel Foucault, Historia de la sexualidad. 2. El uso de los placeres, op. cit., pp.
14-15.