Antonio Azorín

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Manuel Cifo González Didáctica de la Lengua y la Literatura

ANTONIO AZORÍN: DE LA PASIVIDAD AL COMPROMISO

Antonio Azorín es una novela que, al igual que ocurría con La voluntad (1902),
se relaciona, en cierta medida, con la crisis finisecular del XIX y la situación que se
vivía en España a raíz de los desastres coloniales del 98 y la consiguiente decadencia
económica, política y social que se instauró en el seno de la sociedad española de los
primeros años del siglo XX.
Tal vez ello explique el hecho de que el personaje de Antonio Azorín se nos
presente como uno más de tantos españoles de aquella época, caracterizados por la
abulia, la desgana, la apatía y, como decían los noventayochistas, la falta de
romanticismo e idealismo, elementos fundamentales para la necesaria regeneración del
país. Así, sucede que, en la dedicatoria con la que se abre la novela, el escritor José
Martínez Ruiz se presenta como mero “cronista” de la vida de Antonio Azorín, un
personaje al que no le sucede “nada de extraordinario, tal como un adulterio o un simple
desafío” ni tampoco piensa “cosas hondas”, porque él es “un hombre vulgar”, cuya vida
se podría resumir en una frase lapidaria de Montaigne que José Martínez Ruiz recoge,
literalmente, en francés, al comienzo de la novela, y que se podría traducir más o menos
en el sentido de que Azorín no es capaz de llevar un registro de su vida por sus
acciones, sino por sus fantasías.
Por tanto, el protagonista de esta novela, inicialmente, no es un hombre de
acción; es un ser pasivo, contemplativo y fantasioso, cuyo retrato queda plenamente
dibujado con ocasión de su primera puesta en escena, cuando de su maleta saca “unas
camisas, unos pañuelos, unos calzoncillos, cuatro tomitos encuadernados en piel y en
cuyos tejuelos rojos pone: MONTAIGNE1.”
Azorín, en su permanente inactividad física, dedica toda la mañana a la lectura y
a tomar notas. No hace otra cosa hasta las doce de la mañana, hora en la que baja al
comedor. Después de comer, “se tumba un rato” para dormir la que él llama la siesta de
las cigarras, porque, gracias a ellas, “Azorín se duerme a sus roncos sones” (62).
Y, a continuación, una de sus actividades favoritas es “observar las plantas”,
mientras pasea por el monte y por los campos. Ése es uno de sus “recreos predilectos”,

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Antonio Azorín, ed. de E. Inman Fox, Castalia, Madrid, 1992, p. 61.
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porque dicho estudio le ayuda a conocer mejor al hombre. Así es como puede confirmar
su idea de que los seres vivos que se adaptan al medio son los que triunfan, porque son
“los más fuertes e inteligentes”. Además, hay plantas que, como los hombres, son
buenas y malas; las hay explotadoras y que viven a costa de su prójimo y las hay
laboriosas y resignadas; las hay amantes conservadoras de sus lugares y sus tradiciones;
las hay firmes y fuertes y, por el contrario, también las hay dúctiles y diplomáticas; las
hay humildes y las hay caprichosas, etc. Es decir, que, al igual que los hombres, las
plantas tienen sus veleidades. “Las pasiones que nosotros creemos que sólo en el
hombre alientan, alientan también en toda la Naturaleza. Todo vive, ama, goza, sufre,
perece” (68). Interesante conclusión, que, como es lógico, retrata fielmente las
variopintas especies existentes entre los españoles contemporáneos del José Martínez
Ruiz que escribe, a comienzos de 1903, su novela Antonio Azorín.
Otra fuente de observación y estudio del contemplativo Antonio Azorín son las
“sociedades animales”, tan interesantes como las “sociedades humanas”. En unas y
otras hay miembros que se agrupan en sociedades y urbes jerarquizadas, mientras que
algunos otros son insociables, como las arañas, las cuales sobreponen el amor a su raza
a cualquier otro interés, algo que podría ser perfectamente equiparable a muchas de las
sociedades humanas y, por tanto, a muchos españoles del momento.
Por eso Azorín ha dedicado un profundo y detenido estudio a tres de esos
arácnidos, entre los que sobresale, de forma especial, uno de ellos, llamado Ron, que es
un varón fuerte, un elegante e intelectual saltador escénico que, como tal, se mueve
constantemente de un lado para otro y no gusta de tener un sitio fijo en donde vivir, sino
que, como muestra de su frivolidad, se dedica a su deporte favorito, la caza. Y, como
buen varón conservador que es, posee un voluminoso abdomen, no conoce la piedad y
cree en las “causas finales”, por lo que, antes de comerse una mosca, se dedica a jugar
con ella para que acepte de buen grado la finalidad a la que está destinada: servir de
alimento al poderoso. Y, lo mismo que hace Azorín, también Ron se echa su buena
siesta después de comer y, más tarde, se da unos habituales paseítos. Ron, conservador,
demagogo y egoísta, es un símbolo fiel de esos españoles conservadores, apáticos,
inmóviles, preocupados solamente de mantener inalterables sus costumbres y
tradiciones, aunque para ello tengan que jugar con las vidas y los sentimientos de sus
semejantes.
Cansado de sus observaciones y estudios sobre las plantas y los insectos, Azorín
se traslada desde el collado de Salinas a Monóvar, en donde seguirá con sus mismos
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hábitos, aunque el viaje le servirá para descubrir un nuevo placer: salir a la puerta de la
casa a contemplar, cansado y hastiado, “la monotonía del cielo y la soledad de la calle”.
Y así día tras día, algo muy propio de quien, a pesar de escribir en los periódicos, “es un
hombre vulgar”. Y, como consecuencia de esa vulgaridad, no es consciente del
desorden que va a crear en una familia cuando le pida a un amigo que toque el piano, en
unos momentos en que la familia se encuentra de luto desde hace muchos meses. De ahí
el espanto y la indignación con que las mujeres de la casa escuchan las melodías de
Chopin y Rossini, circunstancia que aprovecha Martínez Ruiz para poner de relieve la
importancia que por aquel entonces se concedía en España a la muerte. Así es como se
explica la amarga crítica acerca de la condición triste de la España de comienzos de
siglo: “En todos los pueblos, en todos estos pueblos españoles, tan opacos, tan
sedentarios, tan melancólicos, ocurre lo mismo. Se habla de la tristeza española, y se
habla con razón” (80).
Pero sucede que la llegada a Monóvar y, tal vez, la situación vivida en casa del
amigo, han servido para que el indolente y contemplativo Azorín tome conciencia de la
realidad de la calle y reaccione de forma inteligente y comprometida. El Azorín que
vivía encerrado entre las cuatro paredes de la casa ha tomado contacto con su prójimo y
ha dado un nuevo sentido a su vida. Ahora Azorín ya no se parece a la araña Ron: él se
ha vuelto un hombre progresista, solidario y con una gran preocupación social.
En tal sentido habría que interpretar la parábola que el novelista pone en boca
del personaje de Antonio Azorín cuando se dirige a unos obreros en un café de Elda,
justo al final de la primera parte de la novela, lo cual es suficientemente esclarecedor de
la metamorfosis que se va a producir en este personaje en las otras dos partes de la
misma. En la segunda, coincidiendo con el protagonismo del maestro Verdú y del
amigo Sarrió, verdaderos filósofos de la existencia. Y en la tercera, gracias a los viajes
de Azorín por tierras de la Meseta.
Según la parábola azoriniana, había una vez un pobre hombre muy enfermo y
pobre, pero que tenía la gran suerte de contar con un amigo periodista, el cual publicó
un artículo pidiendo caridad para su amigo. Tan sólo tres hombres se dispusieron a
ayudar al enfermo. Uno de ellos –ni delgado ni grueso y sin barba- aconsejó resignación
y caridad; otro –delgado y con barba rubia- se mostró partidario de que el enfermo
conociera sus derechos y tratara de conquistarlos, y, por fin, el otro –grueso y con barba
negra- aconsejó que la única solución para su mal era nacionalizar la tierra. Ante el
escándalo originado por la discusión entre ellos, la gente del pueblo acudió a casa del
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enfermo y expulsó a los tres energúmenos, al tiempo que acabaron de convencerse de


que en ellos, y sólo en ellos, estaba la posibilidad de recuperar la salud de ese vecino
enfermo.
Así pues, Martínez Ruiz manifiesta con nítida claridad que la solución del
pueblo español, que está representado simbólicamente por ese pobre enfermo, ha de
venir de la solidaridad y la lucha común frente a los males que le rodean. Porque de
quienes no se puede esperar remedio alguno es de la Iglesia, que aconseja la resignación
y la caridad cristianas; ni de las doctrinas socialistas, que recomiendan la lucha de
clases, y tampoco de los regeneracionistas que sólo fijan su punto de mira en asuntos
económicos, tales como la nacionalización de la tierra.
Porque, como reconoce el antes inactivo Azorín, los seres humanos, al igual que
ocurre con el mar, “vivimos, nos movemos, nos angustiamos, y tampoco tenemos
finalidad alguna” (148).
O, como relata el maestro Sarrió a Azorín en una graciosa e irónica fabulilla,
resulta que los hombres no quieren hacer uso de la inteligencia que Dios les dio al
crearlos, porque gracias a ella toman conciencia de su propia insignificancia y de “la
inutilidad de la existencia en esta ciega y perdurable corriente de las cosas” (158). De
ahí que Dios les aconsejara que la tuvieran guardada en sus casas para usarlas cuando
les pluguiera. Algo que habían hecho, de forma muy especial, los políticos, unos seres
que nunca tuvieron inteligencia pero que decían tenerla “muy bien guardada en casa”,
frase con la que se fueron ganando la simpatía y la confianza de las gentes, las cuales
acabaron poniendo en sus manos la dirección y el gobierno de las naciones. Hasta que,
transcurridos muchos siglos, los hombres fueron conscientes del engaño del que habían
sido víctimas y, cuando quisieron volver atrás y recuperar su propia dignidad y su
inteligencia, comprendieron que ya era demasiado tarde, porque “los políticos llenaban
los parlamentos y los ministerios” (159).
Políticos que habían llevado a España a la situación de crisis en que se
encontraba en esos años. Y españoles que no tenían la capacidad ni el deseo de
reaccionar. Su único consuelo era añorar, triste y melancólicamente, aquellos tiempos
pretéritos en que la nación, como la vida de cada uno de ellos, había tenido un cierto
esplendor.
En tal sentido, y como es bien sabido, los hombres del 98 toman como punto de
referencia la situación de Castilla, ayer pujante y dominadora, y hoy sumida en la
pobreza económica, en el atraso y la ignorancia. Por lo tanto, José Martínez Ruiz, como
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no podía ser menos, sitúa sus críticas en la Castilla manchega, en la Meseta, a la que
tanto y tan bien conocía.
Así, uno de los lugares en que fija sus ojos es Torrijos, “el prototipo de los
pueblos castellanos muertos” (186), poblados por hombres “ininteligentes y tardos”,
sumidos en la rutina de la duermevela y arrullados por las lentas y agonísticas
campanadas de las iglesias y los monasterios, que adornan ese “ambiente de soledad, de
aburrimiento, de inercia, de ausencia total de vida y de alegría” (185).
La solución para esa España del Centro, inmóvil, rutinaria y cerrada al progreso,
igual que hace cuatro siglos, habría de venir desde la nueva mentalidad que representa
la España del Levante, más moderna y progresista, y, además, de la llegada del agua y
de la mecanización de la tierra. Modernidad frente a tradición; ahí está la cuestión.
Porque, como escribe el novelista monovero, “no podrán pensar y sentir del mismo
modo unos hombres alegres que disponen de aguas para regar sus campos y cultivan
intensivamente sus tierras, y tienen comunicaciones fáciles y casas limpias y cómodas,
y otros hombres melancólicos que viven en llanuras áridas, sin caminos, sin árboles, sin
casas confortables, sin alimentación sana y copiosa...” (194)
Y, característica también de la llamada Generación del 98, cuando Azorín
recorre lugares como Torrijos, Maqueda, Valdepeñas o Infantes, aparece el recuerdo de
personajes como el clérigo del tratado segundo del Lazarillo, o escritores como
Cervantes, Lope de Vega y Quevedo, los cuales contemplaron esos mismos paisajes,
posaron en similares mesones, charlaron con los mismos tipos castizos y peregrinaron
“por los mismos llanos polvorientos y por las mismas anfractuosas serranías” (194).
En definitiva, y según Antonio Azorín, convertido ahora en la voz literaria de su
creador Martínez Ruiz, la agonía de los pueblos castellanos es ejemplo de la agonía de
la muerte que padece la España inmersa en la crisis de finales del XIX y comienzos del
XX. Una España en la que durante todo el año se oye el rezo de las novenas y los
tañidos fúnebres de las campanas; una España envejecida y enlutada, dominada por “un
catolicismo hosco, agresivo, intolerante”, muestra evidente de la decadencia española,
vivo ejemplo y consecuencia lógica de la decadencia de los Austrias.
A esa España habría que decirle que “la vida no es resignación, no es tristeza, no
es dolor, sino que es goce fuerte y fecundo; goce espontáneo, de la Naturaleza, del arte,
del agua, de los árboles, del cielo azul, de las casas limpias, de los trajes elegantes, de
los muebles cómodos... Y para demostrárselo habría que darles estas cosas” (211). Sólo
así se podrá conseguir ese hombre nuevo y eterno al que aspira el antes pasivo e inerte
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Azorín, ese hombre, “en perpetua renovación, siempre nuevo, siempre culto, siempre
ameno” (216).

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