Isabel Escudero (Las Artes Del Lenguaje)

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LAS ARTES DEL LENGUAJE:

RITMO Y RAZÓN
ISABEL ESCUDERO

La poesía, ya desde hace mucho tiempo, está alejada de la música y del canto. Se ha
relegado a la escritura, a la literatura, se la ha destinado al libro, a la mudez y a la intimi-
dad, siendo, en cambio, como fue su verdadero origen y naturaleza más honda, viva voz:
lenguaje vivo sometido a ritmo y métrica precisos. La poesía originaria estaba ligada indi-
solublemente al canto y al recitado, al uso oral, público y popular, durante siglos en las más
variadas culturas y en las tradiciones más diversas.

El desvío “literario” y culto de la poesía en la sociedad actual hacia la letra impresa y


su lectura callada, perdiendo su musicalidad, su carácter rítmico de recitado en voz alta, su
ligazón con el canto, es una impostura y una reducción de sus mejores posibilidades, no
sólo como arte, sino como instrumento de enseñanza y vehículo de la memoria viva de los
pueblos y de cada cual. Esta reductora falsificación no ha traído nada bueno porque no só-
lo se la condena al libro mudo y a la privacidad individualista, sino que también así se la
confina casi al gremio de sus propios productores, los poetas cultos, como un ejercicio más
o menos gratificante y narcisista, pero que ha perdido todo su carácter público, político y
popular. Se supone que para eso de conmover públicos está la canción de Masas cada vez
más estúpida y repetitiva.

Esta impostura que acontece en el mundo y mercado de la Cultura y en los usos so-
ciales e individuales de la poesía culta por un lado y, por otro, el de la canción de Masas,
esta neta separación impuesta por las modas del Mercado no está en absoluto desligada del
plano de la Enseñanza general, tanto pública como privada, ocasionando, a su vez, el de-
sentendimiento y mal uso del lenguaje y la poesía que los niños y muchachos reciben en las
escuelas e institutos en la Enseñanza obligatoria por un lado y por el otro en las academias
musicales y conservatorios. Es en el plano de la Educación donde se empieza ya a adminis-
trarles esa impostura y esa falsa separación entre lenguaje y música, entre poesía y canto,
entre lo público y lo privado.

Por eso, pues, hay que empezar desde el fundamento mismo de esta falsificación,
desde las relaciones técnicas y políticas entre lo uno y lo otro, y a quien sirve esta separa-
ción. Es importante y necesario que sean precisamente los pedagogos musicales y del len-
guaje, así como los profesionales en general de la enseñanza, los que analicen y reflexionen
sobre estas relaciones y el estado actual de la cuestión. ¿Cómo lo que en un principio fue
inseparable, creador y activo en la vida de la gente, medio e instrumento esencial de la
transmisión de los saberes de generación en generación, hoy se ve relegado a una mera
función de adorno cultural? El lenguaje humano no puede desligarse de su música; el saber
humano es a su vez sabor y oído; lo que se enseña no puede estar desligado del cómo, el
deleite tiene que darse ya en la propia instrucción: la letra con música entra.

La Poesía: un caso de Lenguaje

Si, como dicen, una imagen vale por mil palabras, es aún más cierto que una palabra
vale por un sinfín de imágenes. La cuestión está en hacerla que suene y dance. En saber
movilizar esa palabra, en multiplicarla por toda la libertad de que ella es capaz. O bien en
pararla, fijar su vértigo en el aire o en la página. Estas son algunas de las operaciones que
hace la Poesía. Algo sabemos de cómo parece estar constituido del aparato de la Lengua y
sus relaciones con el habla, y los hechos rítmicos del lenguaje que están por debajo; y tam-
bién sus enlaces con esos otros hechos, que ya no son propiamente del lenguaje, sino que
vienen de la Cultura, y que, fundamentalmente, conectan con la Escritura y con las Artes.

Pero ¿dónde situar entonces la Poesía? Podemos, desde luego, resignamos y sin más
abandonarla al reino de la Literatura, y de hecho así se hace. Generalmente la moda domi-
nante en la Poesía culta actual, (y ya desde hace varios decenios), se empeña en desposeerla
de su carácter de juego lingüístico: de juego con el tiempo. No debíamos nunca olvidar, al
menos las gentes que nos dedicamos a la enseñanza, aunque lo olviden los poetas, que la
poesía es ante todo un caso de lenguaje, un hecho de lenguaje, y que es ahí, en el lenguaje
corriente y moliente (como dice el pueblo en ese buen símil de las aguas que corren, mue-
len y redondean en el correr sin tiempo de los días), donde la poesía de haberla, hayla.
Como decía Don Antonio Machado (sin duda refiriéndose a ese río de la vida): “Toda la
imaginería / que no ha brotado del río / barata bisutería”.

Teoría del juego poético

En un principio, durante muchos siglos (y aún en plena escritura), la Poesía seguía, a


su modo, cantando gracias a las Artes Poéticas y Retóricas de los buenos oficios de algunos
poetas. La escritura se convertía así para los versos en algo que, por un lado, favorecía la re-
tención, la memoria, y por otro, presentaba una tentadora invitación de la página blanca a
la danza de la pluma en un juego cuidadoso de pasos medidos. A este baile (preciso y re-
glado, condición para que vuele gracioso y alado como sucede con la música) se entrega-
ban los poetas con razonada pasión y constancia. Pero ¿qué pasó después? Con el dominio
extremo de la Escritura, pero sobre todo con la paulatina desaparición de los oficios artísti-
cos y artesanales y su sustitución por la idea de Arte (mayúsculo) y, más aún, bajo la última
dominación de lo informal y espontáneo, lo “personal”, como se suele decir, que parece
primar la Expresión sobre el Arte (ese improvisado “realismo” a que nos tienen enseñados
los Medios de Formación de Masas bajo el sagrado Mito de la Comunicación), la Poesía
tradicional, rimada y musical, pública y oral, ha sido definitivamente condenada a su desa-
parición casi total o, si no, sustituida y descuartizada por insulsos productos “musicales-
poéticos” en boca de cantautores, que cuentan malamente lo mal que les va (porque eso de
la queja sigue poéticamente funcionando); o bien, lo que es peor, por la canción multitudi-
naria para “Masas juveniles”, reducida a la machacona recurrencia a algún estribillo estú-
pido que se repite sin fin ni pudor bajo los cien mil decibelios.

Y luego, además, para las élites literarias (que empiezan a ser ya también mayoría)
queda algo por ahí escrito, cargado de semanticidad, de “mensaje”, como dicen (sin forma
ni gracia en la mayoría de los casos, salvo raras excepciones), a lo que se le llama Poesía
propiamente dicha, o sea Poesía culta, de autor (poesía de poeta), y de la cual hoy día se
producen cantidades en libritos destinados generalmente a otros poetas, pero no para uso
público.

Y así andan las cosas desde hace ya tiempo para aquello que alguna vez era poesía, y
que tan viva y activa fue popular y políticamente, entre los pueblos y las gentes, cuando
realmente se usaba y practicaba.

El hecho gramatical y la producción lingüística

Tenemos, por una parte, el hecho fundamental gramatical: el aparato de la Lengua


con su estricta configuración abstracta, ideal. Ahí están los deícticos (yo, tú, esto, aquí etc.),
los cuantificadores absolutos (todo, nada, ninguno, etc.); y los relativos (más, menos, algo,
etc.) Tenemos la negación con toda su fuerza razonante, raíz de toda lógica (ese “no” tan
usado por nuestros niños, cuando les aparece de primeras veces eso del pensar, y, por tan-
to, la contradicción viva, al mismo tiempo). Tenemos la interrogación, también frecuente
largo tiempo en nuestros niños, hasta que los mayores les damos (¡y sobre todo los maes-
tros y profesores!) todas las respuestas ya sobre el mundo antes de que ellos se formulen las
preguntas, para aburrirlos definitivamente y que no vuelvan ya a plantearse en su vida nin-
guna pregunta más. Están también los números, que no podemos considerarlos nombres
comunes, sino otra cosa más compleja, y que antes de su configuración ideal como núme-
ros ya estaban en la sombra de los protonúmeros, por debajo del lenguaje, en los hechos
rítmicos temporales, como en una primordial lógica rítmica, en los latidos de nuestros co-
razones, en los cascos de los caballos, en el oleaje del mar... Y luego, además, está ese sinfín
de nombres de las cosas que tienen significado: eso que llamamos vocabulario, y que no es
otra cosa que la Realidad misma. Palabras semánticas que pretenden ser abstractas, ideales
y, al mismo tiempo, materiales, palpables. Y también dentro del campo de los semantemas,
como por purificación, tenemos en el campo de los llamados Lenguajes formales los con-
ceptos aritméticos y geométricos, como, por ejemplo, ‘triángulo’, que vienen a ser ya direc-
tamente un modo de escritura ideográfica o más bien de dibujo del esquema de la idea.
¿Y qué pasa?; que ahí, en toda esa compleja amalgama, están ellas, las palabras todas,
automáticamente engarzadas unas con otras en la producción viva del habla. Sabiéndose
ellas perfectamente colocar unas tras otras sin intervención alguna de la conciencia del ha-
blante; y quizá por ello funcionando con acierto gracias a que no sabemos que lo sabemos.
La gente habla así de bien como habla a condición de que no sepa lo bien que habla.
Pero ¿qué pasa cuando llegamos a eso de la escritura? Ahí volvemos ya a la conciencia; y
no sólo a aquella dudosa conciencia del momento del aprendizaje de la lengua materna,
trance delicado, entre imitación y sub-conciencia, que los niños tienen que pasar entre el
año y medio y los tres años (paradójicamente cuando no tienen todavía, como decía la
Iglesia, “uso de razón”), sino ya en la escritura a una toma de conciencia con todas las de la
ley. Un “rizar el rizo” haciéndose cargo de todos esos artilugios subconscientes y automáti-
cos que eran propios del lenguaje hablado, y mirarlos y remirarlos ordenándolos según el
entendimiento o el contar de la Realidad.

Separación entre lenguaje y escritura

Si la escritura es fiel al lenguaje del que procede —como debiera ser— entonces las
puntuaciones y sus reglas debían estar encaminadas a dar noticia del habla, de sus acentos
y entonaciones con la mayor exactitud posible, a alimentarse de ese decir oral de donde
dimanaba, utilizando los trucos y artes retóricas, que dan los buenos oficios de la repeti-
ción y la maestría, para despertar de nuevo entre las letras la viveza y utilidad de las pala-
bras. Pero si la escritura (que ya es Cultura) se ha separado de su primordial sustancia que
era el lenguaje, ha perdido la gracia y la huella rítmica que en él subyacía, y, por el contra-
rio, se ha sometido a las Academias, Enciclopedias, Escuelas, Vanguardias, etc…, apartán-
dose del pueblo, de lo de abajo, entonces se está cayendo en la traición típica de la Cultura,
que consiste en invertir el proceso y atribuirse su propiedad y mango, en nombre, sea del
Autor, sea de la Academia, sea del Estado, del Nacionalismo o cualquier otro invento del
Poder, para dar el cambiazo al pueblo y así manejarlo según convenga al Orden de la His-
toria y la Doctrina dominante.

La autoría poética

Y decimos que en este juego de Poder entra también, como primer cómplice, el Au-
tor, que, en vez de quitarse de en medio y dejar hablar a la lengua viva, que no es de nadie,
ofreciéndose tan sólo como instrumento de utilidad y aprovechamiento de alguna maes-
tría, relativamente personal, lejos de ello se dedica a promocionarse como Autor, dedicán-
dose (casi profesionalmente) a promocionar su firma en la Cultura, a hacerse un nombre.

Porque, precisamente, la virtud del Arte, de las leyes internas del Arte, cuando acier-
ta, es hacer que aquello particular de la expresión personal tome un carácter universal, se
haga verdadero y común para todos; toque el corazón común que no es de nadie y es de
todos, es decir, que eso que yo siento lo sienta cualquiera; el “yo gramatical” es un yo cual-
quiera, porque cualquiera puede decir “yo”. En ese sentido toda buena poesía (cuando
acierta, queremos decir) pierde su dueño al ir a parar a la boca de cualquiera. Así lo era
también la poesía popular tradicional. Nótese que la Poesía popular, la más acertada y
conmovedora, solía ser poesía anónima, no creada de Autor, en ningún momento concre-
to de vida personal o colectiva, sino anónima y ahistórica, intemporal: poesía sin poeta,
criada en el tiempo y por él decantada.

El excesivo culto por el Autor, más que por la obra, bien se evidencia en los Progra-
mas de Literatura que se diseñan para nuestros escolares y en donde se les enseña todo tipo
de pormenores sobre la biografía de este o aquel poeta, en vez de enseñarles a recitar de
memoria los versos.

Reglas del juego poético

La Poesía es lenguaje y juego que actúa a la par como instrucción y como aprendiza-
je deleitoso, como verdadero entendimiento en acción, cuando retoma el carácter auditivo
y temporal del lenguaje, operando en su regulación rítmica: unas veces exagerando su obe-
diencia y, otras veces, distorsionando sus leyes, e incluso activándola con recursos musica-
les y melódicos. Porque, si bien es verdad que la poesía es un caso de lenguaje, lo es de un
modo peculiar: en primer lugar, es un caso de lenguaje que evidencia de modo extremo esa
falsa separación que los hombres (los adultos, no los niños) han instituido entre forma y
fondo.

En los versos, lo que se dice no puede separarse de cómo se dice ya que ese cómo es lo
importante. Y es un caso de lenguaje que actúa hablando y habla actuando. No hay que es-
perar para pasar a la acción. Las palabras hacen lo que las palabras dicen en el momento.
En ese sentido la palabra es instantánea y actual: juego con el tiempo. Con el “tiempo ma-
terial”, ese que dice el pueblo —a la vez tan llana y metafísicamente— “que no tiene”, que
“no hay”: “no hay materialmente tiempo”.

Es, pues, en virtud de su constitución sucesiva y temporal, de palabra en el tiempo,


que se va a producir la acción poética, pero aunque su masa sea lenguaje común y corrien-
te, se somete a medición el ritmo del habla. Es juego con el tiempo, tiempo riguroso, me-
dido: tiempo de poesía que va —paradójicamente— a descubrir la falsedad de ese otro
Tiempo ideal que constituye la Realidad, la mentira de ese otro Tiempo de la Banca, donde
el dinero crece, y que es el mismo tiempo de la Historia donde los hombres mueren.

Regulación rítmica y métrica

Es, pues, la Poesía un caso de lenguaje, lenguaje en acción: acción del lenguaje que,
por medio de la regulación rítmica del habla (alternancias, repeticiones, silabeos, fugas, si-
lencios y otras recurrencias) por debajo, y por la explicitación de esquemas y reglas propios
de las Artes poéticas, por arriba, descubre un orden sintagmático, desvelador de la falsedad
del Orden de la Realidad: la imposibilidad y las paradojas de eso que se nos vende como
Realidad. Pero no es sólo ese orden lo que se moviliza, sino también la masa de la Realidad
misma: los semantemas que son los que constituyen el mundo, la visión del mundo. Un
sinfín de recursos y tropos poéticos, entre los que descuellan por su fuerza y utilidad la me-
táfora y la metonimia, vienen a evidenciar la ambigüedad polimorfa de la Realidad, desha-
ciéndola en mil esquirlas donde brillan asomos de algo que sentimos como verdadero
(precisamente porque no parece de este Mundo).

Y cuando todo eso se pone a funcionar, no separadamente, sino al mismo tiempo, se


produce, como por milagro, ese trasvase certero, y salta esa flecha agridulce que nos toca a
la par inteligencia y corazón. Ahí, en esos trances poéticos es donde se puede palpar que
razón y corazón, lógica y sentimiento, están del mismo lado; el uso de esa fértil coinciden-
cia debía ser muy caro y propicio a los maestros, siempre preocupados en cómo tocar las
raíces del saber (y por tanto también las del misterio), si es que la Enseñanza mantiene to-
davía, a estas alturas, alguna pura conexión con lo verdadero. ¿Cómo llegar a lo vivo co-
mún, que está por debajo de eso que llamamos Realidad? Y, precisamente, cómo llegar ahí,
a los niños, a unos “sujetos”, valga la paradoja, todavía poco sujetos, aún en trance de for-
mación, que están todavía a medio hacer, y donde sin duda por ello mismo podría pene-
trar con menos resistencia que en los adultos el rayo de la razón o de la hermosura. Y es,
precisamente, la Poesía, cuando está viva, ese caso de lenguaje que goza de la precisa y pre-
ciosa virtud de confundir sabiamente en su tañido inteligencia y corazón, que despierta ese
sentir y sentido común que nos aúna, de tal manera que el que la escuche piense: “¡Eso era
lo que yo quería decir y no acertaba!”.

La competencia lingüística del niño

Sí, lo primero que nos sorprende es esa habilidad lingüística, esa facilidad y pronti-
tud con que los niños aprenden la Lengua materna (¡es como un milagro!); el aparato de la
Lengua, sus reglas gramaticales tan complicadas, y, sin embargo, una criatura se va hacien-
do con ellas entre el año y medio y los tres años como “la cosa más natural del mundo”. Y
una vez que el niño entra en el Lenguaje, o mejor dicho el Lenguaje entra en él, es habitado
por él, se convierte en su juego preferido: el hablar, el parlotear, es su juego más gozoso y
constante; hablar, preguntar, escuchar, es una pasión en los niños: es la vida misma, y sin
embargo no es nada “natural”, sino un artificio bastante sofisticado. Para ellos debe ser fas-
cinante, un verdadero hechizo, ver cómo el mundo se hace y se deshace con palabras.

Palabras en juego y juego de palabras

Pronto se darán cuenta los niños de ese extraño privilegio que tienen, que no tienen
los otros animalitos: que son animales de lenguaje. Así que va a ser ese recrearse en las pa-
labras, no sólo en lo que las palabras dicen, sino ante todo en lo que las palabras hacen, en
sus combinaciones, en sus sonidos, en sus imágenes, en su formalidad, en su ritmo y me-
lodía sintácticos, lo que será bien pronto el primer objeto de encantamiento de los niños:
las palabras en juego y el juego de palabras.
Este trato mágico con el lenguaje les produce tal fascinación que les hace, por un la-
do, embobarse en el oír, perderse en lo que están oyendo, pero, por otra parte (en la propia
producción y emisión), afirmarse e identificarse, al sentirse ellos también constructores
(lingüísticos) del mundo y la realidad.

El niño juega las palabras, lo juega todo, se lo juega todo, incluso él mismo no se se-
para de “1o otro”. Ese dejarse hablar, ese gozo de parlotear es del mismo orden que su im-
pulso de moverse. La necesidad física del niño de moverse lo lleva a movilizar las palabras,
a hacerlas danzar en un baile continuamente inventado porque su lenguaje es todavía mo-
vedizo, está rebullendo constantemente como el agua naciente de un manantial; y sin em-
bargo todo ese caudal informal debe enfrentarlo, ajustarlo y entrelazarlo con las reglas
normativas de la gramática y su idioma particular. Sonidos, imágenes, formas, ritmo, etc.,
todo unido mezclado y amasado en mil azares combinatorios. Y esos azares primeros del
aprendizaje de la lengua, de alguna manera, aunque rudimentaria, se asemejan a las artes
combinatorias poéticas, ya que la poesía es esencialmente un arte combinatoria: arte de la
“dulce juntura” en juego con el tiempo.

La competencia poética del niño

Como la Poesía es esencialmente un hacer del lenguaje, (un hecho de lenguaje), no


es de extrañar que cuando el lenguaje está aún fresco, “recién hecho” (porque aunque esté
ya hecho en un tiempo inmemorial, se trata de rehacerse de nuevo, y cada vez, en el tiempo
del sujeto al que “ocupa”) en sus primeras fases, las de “adquisición del lenguaje”, (aunque
se debía decir más pertinentemente, del lenguaje en adquisición del niño) es cuando se dan
con mayor frecuencia y naturalidad las formulaciones poéticas, precisamente porque en
razón de los azares combinatorios propios de la inseguridad técnica (ensayos y tanteos que
se inclinarían hacia esa gramática común y primordial), las asociaciones de palabras son
más atrevidas, las imágenes y metáforas saltan más nuevas, osadas y floridas, en orden re-
belde y nuevo —quizá también porque el “sujeto” (el niño) está aún poco formado— me-
nos constituido por la Realidad, y por ello está más suelto para ser transitado por el lengua-
je. Así que es el niño pequeño prácticamente un poeta, en razón tanto de esa disponibili-
dad para ser trasegado por el lenguaje, como por su todavía mínima realidad, ya que en-
tendemos que buena parte de la creación poética —cuando acierta— se hace siempre con-
tra el dominio de la Realidad, e incluso diríamos que se hace también a pesar del sujeto que
“la hace”, o sea a pesar del poeta —que será mejor poeta en la medida que sepa quitarse del
medio y deje hablar al lenguaje.

Será, pues, en la Educación Infantil y la Primaria, el momento privilegiado para ce-


lebrar y estimular esa buena capacidad poética del niño; sobre todo hacia la poesía oral,
medida y rítmica —juego con el tiempo— con producciones del orden de la canción o del
canturreo, el recitado en alta voz, rítmico y acompasado de letanías, corros, romances, fá-
bulas, coplas y versos varios. El niño suele prendarse de los artilugios que impliquen juego
con el tiempo: sucesiones, repeticiones y alternancias que caracterizan las producciones de
la Poesía de tradición oral, pobladas siempre de producciones de “niño” (1o que un poco
despreciativamente se ha llamado desde la Literatura culta folklore infantil). Tanto el uso
didáctico de la poesía como la propia didáctica de la poesía debía ser un ejercido privile-
giado en las escuelas, y en general en la educación de los niños.

La visión poética

Pero, detengámonos un momento en ese ver de la poesía (no sólo en su tañido). En


ese abrir los ojos en pleno sueño, paradójicamente. Porque sí: algo tiene en común la ac-
ción de la poesía con la operación del sueño. Porque ella también escarba y se alimenta de
ese subconsciente onírico donde sucede una operación curiosa y contradictoria entre des-
plazamiento y representación: por un lado, las imágenes de los sueños tienden a desplazar-
se del tiempo y del espacio de la Realidad, pero justo parece que, en relación directamente
proporcional a tal desplazamiento, la representación viene a pintar y repintar (fijándolas)
las imágenes desplazadas vivificándolas de manera insólita. Haciéndolas notar precisamen-
te porque no están en su sitio: porque “están fuera de lugar”.

El sueño, como la poesía, pues, viene a pintar (ut pictora poesis, —al decir de Hora-
cio), ese es su modo de figuración, aquello que “no es como debe ser” o que “no está donde
debe estar”, y lo hace cargando las tintas en igual operación de lógica plástica y rítmica con
que la poesía hace pintar y sonar la imposibilidad de lo real, lo que no puede ser, lo que por
debajo sería vida, si no fuera por encima Realidad.

Es por ese carácter plástico y visionario de la poesía por lo que hemos concebido
nuestro Cancionero Didáctico: Cántame y cuéntame, como un todo inseparable: lenguaje
(música y pintura, tal y como imaginamos y todavía recordamos) que nos ofrece el mundo
recién hecho a la infancia de la mirada.

Formalización y memoria

Si a este carácter de exageración visual, de entrar por los ojos (de golpe de vista que
aúna a un tiempo saber y entender), que tiene la poesía al operar justamente en esos estra-
tos anímicos (oníricos) de la subconsciencia; si a ese rigor formal y plástico, al que tan afi-
nes son los niños, se le suman las artes de la memoria: la repetición rítmica, la rima, la mu-
sicalidad..., conseguiremos, probablemente, un instrumento de excepción no sólo estético
sino didáctico. Recordar cómo las cancioncillas escolares de nuestra infancia no se nos ol-
vidaron jamás. (Bien son de aprovechar todas las ocurrencias que Machado nos da en el
Juan de Mairena, en boca de Meneses, en relación a su máquina de trovar como máquina
de enseñar). El recitado, recordado de memoria (a coro), tiene la virtud justamente de eso:
recordar, acercar de nuevo lo olvidado al corazón: volver al corazón, siendo, al mismo
tiempo, un ejercicio de precisión, donde no valen las aproximaciones ni las vaguedades,
cosa buena precisamente en un mundo de confusión donde todo vale.
Tendríamos pues, en el recitado y declamación de los versos (se supone de los versos
aptos para su declamación) un útil único para la enseñanza y el aprendizaje a la vez claro,
fluido, y sólido. Hay también versos callados, que nacen sólo para el nido de la escritura,
que no cantan pero lucen su fuerza pictórica; son mudos pero no sordos, porque hasta los
versos más visuales oyen aunque callen. Invitamos, pues, a los niños y a sus maestros a que
no sólo canten y reciten los versos de este Cancionero, sino que, además, los pinten.

"Canto y cuento en la poesía / se canta una viva historia / contando su melodía" (An-
tonio Machado).

Si, esto de la poesía viva contada y cantada o rezada desde luego no es fácil ni corren
tiempos propicios para ello; el recitado de los versos en las escuelas en alta voz como ejer-
cicio habitual es, sin duda, una labor a contracorriente de los tiempos y sus cadenas (¡sobre
todo de las de la televisión!), pero no es imposible y algunos lo intentan, lo intentamos una
y otra vez, y de lo que sí puedo dar fe es de que cuando los niños llegan a palpar ese mila-
gro de la poesía viva, esa visión hecha inteligencia y corazón al mismo tiempo, ese razo-
namiento vivamente poético que arde en la lógica de las adivinanzas, entonces ellos entran
en ese juego como verdaderos artistas, apasionadamente y tan en serio como sólo los niños
saben jugar.

Porque hay que tener también cuidado con ese término tan manoseado de “creativi-
dad”, que de tanto prestigio goza desde hace un par de decenios en la Escuela Progresista;
eso de la espontaneidad, de la improvisación, de la naturalidad, de cada uno a su aire, del
ocio lúdico, etc. Con esa nueva moda hemos conseguido que los retoños de hombre, des-
pués de tantos siglos de Civilización y Bellas Artes, vengan, por fin, a expresarse y chillar
como sus antepasados los monos. No, el niño no distingue entre disfrute y tarea si la tarea
implica juego: descubrimiento e inteligencia en marcha; es la gracia en el hacer, en el cons-
truir o en el destruir, como el juego inteligente de una adivinanza, al mismo tiempo disfru-
te y razonamiento, utilidad y placer. Somos los adultos los que hemos introducido esa falsa
separación entre producción y disfrute con el nefasto invento del trabajo como castigo bí-
blico y tortura de los hombres. Dejemos que los niños, que todavía pueden, oren y laboren,
canten y trabajen, sin saber bien dónde empieza y termina lo uno y lo otro.

No se trata tanto de “expresarse” como de hacer las cosas bien, con ritmo, con preci-
sión y formalidad a un tiempo, para que se produzca el juego de la pasión por la cosa, ali-
viando así la pesantez de la persona: la ingravidez poética, como sucedería en una clase de
baile donde el propio embeleso de la danza levanta en vilo a los bailarines. Lo mismo vale
para los versos: precisión en el Arte y contención en la Expresión, una aparente paradoja
que funciona como lo más natural del mundo.

Conferencia publicada en el libro VOCES EN EL MUSEO II


Ed. Asociación Qultura, JUNTA DE ANDALUCÍA, 2010

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