El Favor

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El favor

Max sentía angustia mientras conducía, una mañana de 1995 por la carretera

Campeche-Mérida en compañía de Donna, su esposa. Él detestaba viajar en las

mañanas, pues su riguroso trabajo le exigía laborar hasta altas horas de la noche.

El día anterior, había llegado a su casa a las 11:00 pm., encorvado y con un rostro

que denotaba grave cansancio. Abrió la puerta de su hogar sólo para encontrarse

con una furiosa esposa que lo esperaba desde hacía largo rato.

–Ni pienses que vamos a cambiar la hora del viaje –le amenazó Donna–. Ya

le he dicho a mi madre que llegaremos a Quintana Roo a las doce en punto.

Max suspiró pesadamente, cerró los ojos un momento y, por más cansado

que estaba, adoptó un semblante de tranquilidad.

–Mi amor –dijo en tono ameno y compasivo–, no creo que sea necesario

viajar tan temprano.

Donna frunció el ceño, sus labios gruesos se pronunciaron y sus gordos

cachetes se inflaron como globos. Con su maquillaje barato, su rostro recreaba a la

perfección la estereotipada imagen de una gorda enfadada.

–Yo le prometí a mi madre –decía pausadamente mientras levantaba la voz–

, que llegaríamos a medio día…. Y si tú piensas…

–Y llegaremos a medio día –interrumpió Max–. Conduciré rápido, haré las

maletas hoy mismo y mañana saldremos a las 8 en punto.


Donna esbozo una sonrisa de complacencia, dio la vuelta y se dirigió a su

cuarto dándose por bien servida.

Aunque Max se portaba amable y sumiso con ella, era sólo porque no

soportaba oír la voz furiosa de su esposa. Donna tenía una voz común, como la de

cualquier otra mujer. Pero cuando se enojaba, esta se tornaba áspera y grave. A

Max se le figuraba que así sería la voz de una bruja si las brujas existieran, y

escucharla gritar le era tan insoportable como el chillido de un pizarrón siendo

rasgado con fuerza.

Ahora no lo parecía, pero Dona había sido de joven una mujer muy bella.

Ese fue motivo suficiente para que Max se enamorara de ella y la desposara. Pero

era un amor muy superficial, destinado al fracaso. Poco a poco las discusiones se

hicieron más frecuentes y Max comenzó a advertir defectos que nunca había notado

en su bella mujer, entre ellos, su horrorosa voz. Como Donna engordó

grotescamente a causa del estrés, a Max su sola presencia le resultaba

insoportable. Así que empezó a ignorarla; se tornó apático y taciturno y, a la hora

de las discusiones, únicamente daba un hondo suspiro y miraba hacia a otro lado.

Respondía con frases cortas y precisas, y complacía cada capricho manifestado por

su esposa. Max se sentía miserable. Se lamentaba enormemente por su matrimonio

y por ratos maldecía a Donna, la odiaba por haber hecho sus vidas miserables.

Aunque, tras reflexionar un poco, siempre llegaba a la misma conclusión: Él era el

único causante de su desgracia.


Aquella noche, antes del viaje, fue diferente. Max terminó de alistar las

maletas y, al irse a la cama, quedó profundamente dormido.

Dentro del sueño, recorría un estrecho y sombrío pasillo que lo dirigía a un

amplio salón lleno de mesas de cristal y luces doradas. En una de las mesas lograba

distinguir un rostro conocido; el de Andrea, su novia de la adolescencia. Ella le

sonreía y él caminaba en su dirección. A medida que avanzaba, veía brotar lágrimas

de sus brillantes ojos. No parecía verse triste, sino conmovida. Eran lágrimas de

felicidad. Al llegar, ella saltaba a sus brazos y le decía que siempre lo había amado,

que no había vuelto a amar a nadie como lo había amado a él y que era infeliz,

terriblemente infeliz. Max la miraba brevemente a los ojos y justo cuando estaba a

punto de besarla, se despertó. El sueño fue tan real, tan vivido y nítido que de

inmediato creyó que aquello no había sido un sueño, sino un presagio.

Max cumplió su promesa, acomodó las maletas en el carro y arrancó hacia

la carretera justo a las 8 de la mañana. Donna viajaba con el asiento reclinado y con

los ojos tapados. Max, por su lado, conducía abstraído. Elaboraba en su cabeza

miles de escenarios muy parecidos al de su sueño y se imaginaba como hubiera

sido una vida con Andrea.

Por momentos una brisa de realidad turbaba sus pensamientos. No sabía

nada sobre Andrea. Habían pasado 10 años desde la última vez que se habían visto

¿Cómo la encontraría? Y ¿Quién podría regresarle todos esos años que vivió con

la mujer equivocada? Pensaba que si tan solo se hubiera dado cuenta de que

Andrea era el amor de su vida, habría sido feliz todos esos malditos años. Estaba
angustiado, le preocupaba que todo fuera mentira, que el sueño no fuese más que

una elaboración de su mente, impulsada por el ferviente deseo de querer salir de

aquella desastrosa realidad en la que vivía. Pero una corazonada lo llenaba de

anhelo. En el fondo sentía que no estaba equivocado y se aferraba a ese rayo de

esperanzas con todas sus fuerzas.

Iba tejiendo estos pensamientos cuando, por casualidad, su mirada se detuvo

en un restaurante de paso. A través de uno de los ventanales logro ver, sentada en

una de las mesas, a una bella mujer de vestido largo que reconoció al instante. Sus

ojos se crisparon y un escalofrió recorrió su cuerpo, era Andrea. Max frenó de golpe,

su auto se sacudió con fuerza y Donna estrelló su cabeza contra la guantera.

–¿Qué madres te pasa, cabrón? –vociferó enfurecida–. Conduce bien ¡Por

un carajo!

Donna atravesaba a Max con una mirada punzante. Pero él tenía los ojos

fijos en el ventanal y entre más miraba a aquella mujer, más seguro estaba de que

era Andrea. Donna estaba tan adolorida que, al ver que Max no le prestaba

atención, en vez de enfurecerse aún más, sólo dio un hondo suspiro y abrió la puerta

del auto.

–Necesito un cigarro y una maldita aspirina –gruñó mientras se bajaba.

A lado del restaurante, había una tienda de abarrotes. Donna se adentró en

la tienda y Max supo que esa era su oportunidad.


Se bajó del auto y caminó con la vista fija al suelo, pensando en las palabras

adecuadas que le diría a Andrea cuando la viera. Ya muy cerca de la puerta del

restaurante levantó la cabeza y advirtió que los vidrios de las ventanas estaban

rotos, al igual que las mesas y sillas del interior. La madera de la estructura estaba

hueca y podrida, y el lugar estaba completamente vacío. Extrañado, dio la vuelta y

camino de regresó a su auto. Había visto todo con tanta claridad que no podía

creerlo.

–Debo estar quedando loco– murmuró para sí mismo.

Al llegar a su auto, postró sus codos sobre el cofre y muy desilusionado se

llevó las manos a la cara y lloró desconsolado. De un momento a otro, todo

alrededor guardó silencio, el rumor de la carretera se apagó, el murmullo del pasto

agitado por el viento desapareció y unos pasos pesados se escucharon detrás de

él.

–No estás loco –dijo la voz de un hombre joven.

Max se volvió a ver quién le hablaba y al verlo retrocedió bruscamente y cayó

al suelo. Vestía de traje y sombrero, pero, al igual que su piel, sus ropas eran

completamente rojas.

Era el Diablo.

–Perdóneme por aparecer así, caballero -–hablaba con elegancia y con un

tono que irradiaba tranquilidad–. Créame que no es propio de mí aparecer tan

impertinentemente, y de estar en mis manos vendría vestido de una manera más


apropiada. Seguramente te preguntas si he venido a llevarte – decía mientras se

llevaba las manos a los bolsillos–. Te aliviará saber que no es nada de eso. Max, tú

no has hecho nada para merecer el infierno.

El Diablo sacó un pañuelo blanco de su bolsillo derecho y se lo pasó por la

cara. De inmediato el paño se tiño de rojo y en el rostro del diablo se dejó ver una

bella cara de piel blanca y rasgos finos. El diablo miró a la carretera pensativo,

apretó sus labios y tras una pausa dirigió su mirada de regreso a Max, que seguía

en el suelo.

–He venido a decirte que la persona que viste sentada en el restaurante fue

Andrea o, mejor dicho, el alma de Andrea. Está muerta. Murió hoy mismo, en esta

misma carretera.

El miedo de Max se esfumó en un parpadeo y la ira inundó su corazón. Se

levantó de súbito y tomó al Diablo del cuello.

–¿Que le hiciste a Andrea? -–gritó con lágrimas en los ojos– ¡Responde!

De pronto, Max sintió que sus manos le ardían como si agua hirviendo

hubiese caído sobre ellas. De inmediato se apartó del diablo y se sorprendió al ver

que sus palmas estaban llenas de sangre. Max se secó las manos con su pantalón

y cuando las vio ilesas, comprendió que el diablo no vestía de rojo por gusto, sino

que estaba empapado de sangre hirviendo.

-–Ella te amaba como no tienes idea -–continuó el Diablo con tristeza–.Tuvo

el mismo sueño que tú tuviste. Pero la diferencia es que ella sabía dónde vivías.
Impulsada por sus sentimientos dejó todo para ir a verte. Estaba realmente

emocionada, iba tan ilusionada pensando en una vida contigo, que por desgracia

se distrajo del camino y descarriló de la carretera.

Max seguía sin creer lo que estaba pasando. Una parte de él no quería

creerlo. Estaba hablando con el diablo y ya antes sus sentidos lo habían engañado.

Pero sus manos le ardían y si el dolor era real, entonces todo lo era.

–Estoy aquí porque debían estar juntos, y ahora que estaban tan cerca de

abrazar la felicidad, tan cerca de reencontrarse después de tantos años, el de Arriba

les arrebata sus sueños de esta manera tan trágica. Pero merecen una segunda

oportunidad, merecen ser felices y es por eso por lo que estoy dispuesto a ayudarte.

–¡Tú no puedes ayudarme! –chilló Max– ¡No pienso venderte mi alma!

–No quiero tu alma, no deseó nada tuyo –refutó el diablo–. Esto que haré por

ti, no es mi deber, es algo que debería ser trabajo de los ángeles. Pero a ellos no

les interesas, Max, ni tú ni ningún ser humano. Son arrogantes. Para ellos las vidas

de ustedes son tan efímeras y frágiles que creen que no merecen que muevan un

sólo dedo por ustedes ¿Acaso alguna vez te han ayudado? No ¿Verdad? Los tienen

abandonados y a su suerte. Pero yo también fui un ángel y es por eso que tengo la

facultad de ayudarte. Lo que te voy a ofrecer, no es un contrato sino un favor.

Regresaré el tiempo diez años. Entonces tú corregirás tu vida y no dejarás ir a

Andrea, te casaráas con ella y vivirás todos los años que ya viviste, pero ahora con

la persona correcta.
Sonaba bien, demasiado bien. Pero al fin y al cabo estaba aceptando ayuda

del Diablo y eso no parecía correcto de ninguna manera.

–¿Si aceptó tu ayuda, iré al infierno? – preguntó Max.

–Esto es un favor de caballeros –respondió el Diablo–. No estás firmando

nada, no estás vendiendo tu alma. Nadie sabe que estoy aquí y nadie sabrá que

regresé el tiempo, ni Dios mismo se enterará de esto. Lo único que debes hacer, es

ser un hombre bueno, tal como lo has sido hasta ahora y no irás al infierno. No

obstante, debo mencionarte una cosa; incluso los favores tienen normas. Un favor

se paga con otro favor, esa es una regla inquebrantable. Es necesario que hagas

algo por mí para que no generes una deuda. Pero, como no necesito ni quiero nada

de ti, te pediré algo sin importancia y que no me beneficia de ninguna manera. El

favor que debes hacerme es: no salir de tu casa el 12 de octubre de 1989. Es muy

sencillo, sólo debes quedarte en tu hogar y descansar. Pero si no lo cumples,

romperás la antiquísima ley de los favores, todo se revertirá y regresaras a tu vida

con Donna.

Un favor a cambio de otro favor era lo justo, incluso Max conocía esa regla.

Lo único que le extrañaba era el absurdo favor propuesto por el diablo ¿En qué le

podría beneficiar eso? Quizás el diablo no mentía, en verdad parecía algo sin fines

de lucro. Sin embargo, la forma en la que lo dijo, al no mencionar nada sobre esa

condición sino hasta al final, le hacía creer que era una especie de cláusula. Max

estuvo a punto negarse, pero justo cuando abrió la boca para decir que no, escuchó

la terrible voz de Donna resonando a ecos dentro de su cabeza.


–Está bien – asintió Max por impulso–, será un favor a cambio de otro.

El Diablo chasqueó los dedos.

En un parpadeo Max regresó a la época en la que aún estaba con Andrea.

Revirtió sus errores y fue inmensamente feliz con su nueva vida. Sin embargo, por

ratos su mente divagaba y rebobinaba con remordimiento aquel encuentro con el

diablo. No se quitaba de la cabeza la idea de que ahora era un condenado. Sabía

que Dios no vería con buenos ojos el simple hecho de charlar con el Diablo y aún

peor, el haber aceptado su ayuda. Sin embargo, vivió sin miedo, hasta el 12 de

octubre de 1989.

Aquel día Max contemplaba el mar desde la ventana abierta de su hogar.

Estaba seguro de que algo se escondía detrás de aquel simple favor, por alguna

razón el diablo lo quería encerrado en su casa. Podía ser que él fuera parte

importante de algo que ocurriría ese mismo día. Pensaba en todas esas

posibilidades, cuando de pronto escuchó un grito de auxilio, al girar la cabeza, vio a

un pequeño niño ahogándose en el mar. En un instante decidió que lo correcto era

no hacerle un favor al Diablo. Si se aparecía ante él por incumplir su palabra y

retornaba todo a su antigua realidad, no importaba, porque había vivido al máximo

esos años con Andrea.

Max corrió de prisa, se metió al agua y nadó con todas sus fuerzas “debe ser

por esto, esta debe ser la razón” se repetía dentro de su cabeza una y otra vez.
Él era el único en la playa y de no estar ahí no habría nadie que auxiliará al

niño. Aun así, nada estaba escrito y todavía tenía que salvarlo. Cuando ya casi

llegaba, Max se tuvo sumergir para encontrarlo. Había llegado tarde, el niño estaba

inconsciente y no respiraba. Pero no podía darse por vencido, lo cargó a su espalda

y lo llevó a la orilla.

Durante el trayecto Max le pedía una y otra vez a Dios que no dejara que el

diablo triunfara. Al llegar a la orilla empezó a golpear el pecho del niño y, con más

fe que nunca, imploró a Dios que por favor le regresara a la vida. Cuando todo

parecía perdido y Max comenzaba a perder la esperanza, el niño escupió el agua y

respiró de nuevo. Apenas se calmaron, Max le preguntó su nombre.

–Alberto Sulú –respondió el niño– le debo la vida, señor.

El tiempo nunca se revirtió, como pensó que pasaría.

Rodeado de su esposa e hijas, Max falleció años después del acontecimiento

de la playa. Tuvo una vida plena y murió con una sonrisa en la cara, creyendo que,

a pesar de todo, había logrado engañar al Diablo.

Y Max no se enteraría, pero muchos años después, ese niño que salvó sería

conocido como el “Mata–chavitas” y asesinaría a muchas mujeres en las

comunidades rurales de Yucatán. Entre ellas, asesinaría a Andrea y a sus hijas.

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