BARBER, WILLIAM J. - Historia Del Pensamiento Económico (OCR) (Por Ganz1912)

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 237

ganzl912

William J.
Barber

Historia del
pensamiento
económico

Versión española de
Carlos Solchaga
y Gloria Barba Bemabeu

Revisión de
Pedro Schwartz

Alianza
Editorial
Alianza Universidad
Título original:
A History of Economic Thoughl
(Publicado en inglés por Penguin Books Ltd., Harmondsworth, Middlesex,
Inglaterra)

Primera edición en "Alianza Universidad": 1974


Decimocuarta reimpresión en "Alianza Universidad": 1992

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el art. 534-bis


del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de
libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria,
artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la
preceptiva autorización.

© William J. Barber, 1967


© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A.; Madrid, 1974,1976,1978,
1980, 1981, 1982, 1983, 1984, 1985, 1987, 1988, 1989, 1990, 1992
Calle Milán, 38; 28043 Madrid; telef. 300 00 45
I.S.B.N.: 84-206-2101-3
Depósito legal: M. 29.787-1992
Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)
Printed in Spain
ganzl912
INDICE

Advertencia p rev ia........................................................................................... 9


Prólogo............................................................................................................... II

PRIMERA PARTE: LA ECONOMIA CLASICA

Introducción...................................................................................................... 19
1. Adam Smith y la estructura del análisis clásico ................................. 25
2. Prolongaciones del sistema clásico y sus primeras figuras: Thomas
Robert Malthus........................................................................................... 53
3. David Ricardo y la formalizacióndel análisis clásico .......................... 72
4. El revisionismo de John Stuart Mili ........................................................ 88
Acotaciones a la economía clásica ............................................................ 100

SEGUNDA PARTE: LA ECONOMIA MARXISTA

Introducción........................................................................................................ III
5. Karl Marx y la teoría económica de El Capital..................................... 117
Acotaciones a la economía marxiana............................................................. 143

TERCERA PARTE: LA ECONOMIA NEOCLASICA

Introducción...................................................................................................... 155
6. Alfred Marshall y la estructura de la economía neoclásica............... 160
7. Variaciones sobre los temas neoclásicos antes de 1914...................... 186
Acotaciones a la economía neoclásica.......................................................... 201
7
Indice

CUARTA PARTE: LA ECONOMIA KEYNES1ANA

Introducción...................................................................................................... 211
8. La doctrina económica de la Teoría General de Keynes ................. 215
Acotaciones a la economía keynesiana......................................................... 237
Epílogo............................................................................................................... 242
Advertencia previa

En este libro se estudia el desarrollo sistemático de las ideas


económicas. No se pretende con él, sin embargo, hacer un
inventario de todas las contribuciones notables a la doctrina
económica realizadas a lo largo de la historia. Tampoco se
pretende siquiera discutir exhaustivamente el pensamiento de
aquellos autores cuyos trabajos se examinan. El objetivo es a la
vez más limitado y más ambicioso: el analizar las propiedades de
cuatro tipos diferentes de razonamiento económico, desarrolla­
dos en los dos últimos siglos, a través del examen de las obras de
los autores más representativos de cada una de esas tradiciones.
A pesar de su implacable selectividad, muchas razones reco­
miendan el empleo de este procedimiento. Cada uno de los
sistemas intelectuales que se van a examinar —a saber, el clási­
co, el marxista, el neoclásico y el keynesiano— proporciona una
visión distinta de la naturaleza del universo económico y de las
maneras como los hombres pueden enfrentarse con él de la forma
más efectiva. Las ideas que contienen han sobrevivido amplia­
mente a sus autores y han sido adaptadas posteriormente para
tratar de problemas muy diferentes de aquellos que originalmente
dieron lugar a que se formulasen. De aquí que la investigación de
las propiedades de los principales sistemas teóricos construidos
en el pasado tenga una permanente actualidad. Pocas cosas se
acercan tanto a la inmortalidad como un sistema lógicamente
ensamblado de ideas económicas.
9
10 Advertencia previa

El programa anteriormente esbozado contribuirá, espero, a la


apreciación por el lector de la naturaleza y significado de los
principales sistemas económicos ofrecidos por la rica literatura
existente en el campo de la teoría económica. Pero no puede
suministrar nada más que una introducción. Quienes busquen
una comprensión plenamente satisfactoria del análisis económico
deberían acudir directamente a las fuentes, y enfrentarse con los
grandes economistas en sus propias obras. Si este trabajo lleva a
alguno de sus lectores a explorar en profundidad las obras
clásicas de la teoría económica, su autor se sentirá recompensado
del esfuerzo empleado en su confección.
PROLOGO

¿Por qué habría de estudiarse la Historia de la Economía? Un


escéptico podría desplegar cuando menos un conjunto de argu­
mentos superficialmente impresionante para que se diese a cual­
quier obra de teoría económica, cuyos derechos de autor hubie­
ran expirado, el trato que Hume recomendaba para los tratados
de metafísica: «Consignarlos a las llamas.» Es más, quienes
defendieran esta posición podrían argüir que los escritos de los
economistas ya fallecidos son los depósitos de doctrinas pasadas
de moda que, de no olvidarse, podrían llevar a la perpetuación
del error.
Esta postura de desafío a los estudios históricos no se limita a
la disciplina de la Economía. James Bryant Conant se encontró
con un problema análogo cuando, como Presidente de Harvard,
dictó un curso de Historia de la Ciencia. Lo hizo, confesó, con
cierta desconfianza. Si conseguía hacer ver a los estudiantes
cómo hombres inteligentes pudieron defender convencidos la
teoría del flogisto, podía estar haciendo un flaco servicio a los
científicos en ciernes. Sin embargo, juzgó que las ventajas de
abrir los ojos de las jóvenes generaciones a su herencia intelec­
tual eran más que suficientes para compensar tales riesgos.
En la actualidad es más corriente otro tipo de ataque aJ
estudio serio del pasado, de tono menos agresivo. Puede argüirse
que todas nuestras energías intelectuales son insuficientes para
ii
12 Prólogo

resolver los problemas del presente. Resucitar viejas obras, aun­


que no necesariamente pernicioso en sí mismo, podría conside­
rarse como un lujo caro. Cualquiera que sea el interés intrínseco
de la materia, puede mantenerse que su estudio sistemático
constituye una mala asignación de los recursos. Desde este punto
de vista no se deriva necesariamente un desprecio por las viejas
teorías. Algunos de entre los que sostienen esta posición jus­
tificarían un lugar para la historia de la teoría económica en los
planes de estudio pensando que los estudiantes prometedores
podrían afilar sus dientes mediante la exposición de los errores de
sus antepasados.
Este argumento para justificar la lectura de los economistas
del pasado es poco satisfactorio aun para quienes no los veneren
ciegamente ni cierren los ojos ante sus fallos. Tal actitud se
presta a que se caricaturice la obra de los pioneros y a que no se
haga plena justicia a su sutileza analítica. Además, puede tener
otro efecto desafortunado. Implícitamente, tiende a que se trate a
las teorías modernas como superiores en todo a aquellas que se
elaboraron anteriormente. No hay duda de que el análisis eco­
nómico ha hecho sorprendentes avances en el curso de su evolu­
ción, particularmente en los dos últimos siglos. Pero el asomarse
a la literatura que ha contribuido a este progreso con esa actitud
displicente implica imputar al conocimiento actual una cualidad
de verdad universal, lo que no augura nada bueno para la
continuidad del progreso teórico.
Sobre bases humanísticas puede formularse un argumento de
peso en favor del estudio histórico del pensamiento económico.
El contacto con los gigantes intelectuales del pasado tiene su
propia recompensa. El puro gozo intelectual que nos depara —así
como su capacidad para liberar la imaginación del provincia­
nismo de nuestro propio tiempo y lugar— no requiere justifica­
ción alguna. El argumento quizá sea incontestable, pero en una
época de mentalidad pragmática tampoco es probable que resulte
enteramente convincente. Felizmente las exploraciones de los
antiguos sistemas teóricos tienen algo más que ofrecer a aquellas
personas para quienes la utilidad presente es una consideración
por encima de toda otra. Muchas ideas del pasado, para bien o
para mal, sobreviven, y sus consecuencias afectan a la vida de
todos nosotros. El economista más distinguido de este siglo
pensaba en esto cuando escribió:

...las ideas de los economistas y los ñlósofos políticos, tanto cuando son
correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que común-
1'u'lngO 13

mi lite se cree. En realidad, estas ideas y poco más es lo que gobierna al mundo.
I os hombres prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia
mii-lcctual, son, generalmente, esclavos de algún economista difunto. Los líderes
maniáticos, que oyen voces en el aire, destilan su frenesí inspirados en algún
i-.critorzuelo académico de algunos años atrás. Estoy seguro de que el poder de
los intereses creados se exagera mucho en comparación con la intrusión gradual
de las ideas*.

No es, sin embargo, una apreciación más completa del mundo


moderno y de las ideas que han contribuido a formarlo el único
tlividendo práctico que rinde la reflexión sobre los sistemas
teóricos del pasado. Cualquiera que desee penetrar bajo la su­
perficie de acontecimientos económicos complejos necesita un
marco de referencia, dentro del cual el fluir de la vida económica
pueda reducirse a proporciones manejables. Sólo con ayuda de
tal marco de referencia puede hacerse inteligible el mundo que
observamos. De otro modo, careceremos de un criterio para
aislar de entre las circunstancias que influyen sobre los aconte­
cimientos económicos las importantes de aquellas que no lo son.
Esta operación esencial se lleva a cabo normalmente me­
diante la técnica de construir una representación abstracta de un
sistema económico —un «modelo»— , con el fin de indicar las
interrelaciones entre sus varios componentes. Con la división del
trabajo existente hoy día, esta labor recae normalmente sobre los
economistas profesionales. Puede ser llevada a cabo por otros y,
en momentos anteriores en la historia, la llevaron a cabo a
menudo puros aficionados. No todos los «modelos» que guían el
pensamiento están, desde luego, explícitamente articulados. Mu­
chos de los puntos de vista sobre la naturaleza del sistema
económico y sus potencialidades y limitaciones nacen de proce­
sos menos conscientes y explícitos. Sin embargo, sería mejor que
el marco teórico de referencia estuviese siempre claramente
definido. Los descubrimientos que se hagan con ayuda de ese
marco cabe entonces contrastarlos y discutirlos más rápidamente
y, de este modo, comunicarlos también más fácilmente. La
repercusión social de las investigaciones teóricas, al menos en las
sociedades democráticas, depende en gran parte de la medida en
que sus hallazgos puedan ser transmitidos a la opinión pública.
Por esta razón, cuanto más sepamos todos nosotros sobre las
propiedades de los sistemas analíticos empleados por los econo-

* John Maynard Keynes, The General Theory o f Employment, Interest and


Money (Macmillan, London, 1949), pág. 383.
14 Prólogo

mistas tanto más inteligentes serán nuestros juicios sobre cues­


tiones de política económica.
Aunque los economistas —igual los del pasado que los del
presente— han estado embarcados en una aventura común, en la
que el público también participa, sus esfuerzos han producido
una variedad de sistemas analíticos. Las diferencias entre estos
sistemas se deben en parte a la diversidad de las situaciones
institucionales a las que sus formuladores se referían. Pero hay
que destacar otra cuestión al interpretar los diversos tipos de
estructuras analíticas: los fines para los que se construyeron cada
uno de los principales sistemas. No sería lógico esperar que
sistemas teóricos proyectados en principio para arrojar alguna luz
sobre las causas y las consecuencias del crecimiento económico
en un período prolongado de tiempo, rindieran idénticas perspec­
tivas que otros proyectados con el fin de estudiar las propiedades
distributivas de un sistema de mercado a corto plazo, o los
problemas de la inflación y el desempleo. De hecho, no lo hacen.
Una de las fuentes fundamentales de diferenciación entre las
principales familias de ideas en economía se encuentra en los
diferentes temas en torno a los cuales se organizaron original­
mente y que a su vez moldearon las categorías usadas dentro de
la estructura analítica.
Dos analogías pueden ser útiles para convencernos de la
relevancia de este punto. Las construcciones teóricas ofrecidas
por los economistas se caracterizan a menudo como «cajas de
herramientas». Pero las herramientas contenidas en estas cajas
conceptuales —como aquellas contenidas en las cajas de herra­
mientas de la variedad tangible— no están diseñadas según
idénticas especificaciones. Por el contrario, su forma está infl uida
por las dimensiones de la tarea que se espera que cumplan.
Instrumentos que son útiles para tratar ciertos problemas, a
menudo no están proporcionados al tamaño de otros.
El modo de operar de un economista teórico puede también
compararse, en un aspecto importante, al de un fotógrafo profe­
sional. La función de ambos es producir imágenes de la realidad,
pero ninguno puede describir la realidad en su total complejidad.
Tampoco estarían desempeñando su oficio correctamente si lo
hicieran. Su tarea es captar la cualidad esencial del tema y
ofrecer así una visión que el observador casual podría, de otro
modo, pasar por alto. Más aún, en ambos casos las imágenes
transmitidas dependen tanto del observador como de su campo
de observación. Lo que una cámara fotográfica recoge, por
ejemplo, está determinado por la dirección en la que apunta el
l'M.ln,.,) 15

objetivo, por la distancia focal y por la abertura del diafragma.


IK* manera similar los sistemas analíticos en economía afinan
nuestras intuiciones sobre ciertos aspectos del mundo real, pero
■ultirbian otros que caen fuera de su foco central. Dicho con
iilias palabras, ningún sistema puede hacerlo todo. Es más, su
tuerza y su debilidad son las dos caras de la misma moneda.
Esta característica de las construcciones teóricas en economía
nos proporciona una justificación más para repasar la literatura
del pasado. Si los economistas hubieran perseguido siempre
idénticos objetivos, probablemente estaría justificado por nuestra
luirle —para todo propósito práctico— el restringir nuestra aten­
dón a sus más recientes hallazgos. Pero de hecho, no ha sido así.
En diferentes momentos los economistas han forjado sus instru­
mentos con finalidades completamente diferentes.
En la historia de las ideas económicas destacan cuatro tradi-
i iones analíticas fundamentales: la clásica, la marxista, la neoclá­
sica y la keynesiana. Cada una fue organizada en torno a un
i nnjunto diferente de cuestiones. Las circunstancias que estimu­
laron su formulación se han alterado considerablemente por obra
de los acontecimientos subsiguientes. No obstante, muchas de
las cuestiones centrales que enfocaron los pioneros formuladores
de estos «modelos maestros» se han replanteado posteriormente.
Y entonces nos encontramos de nuevo ante los problemas teóri­
cos con que ellos se enfrentaron. Así, el estudio de estos siste­
mas no pierde nunca su actualidad. Cuanto más sepamos sobre
sus posibilidades y sus limitaciones, tanto mejor equipados esta­
remos para tratar de cuestiones similares a las que en ellos se
plantean.
Primera parte
LA ECONOMIA CLASICA
INTRODUCCION

Ha llegado a ser un lugar común decir que la economía


empezó, como la humanidad, con un Adán, cuyo apellido era
Smith. Aunque es cierto que con la gran obra de Adam Smith
—publicada en 1776, el año de la Revolución americana—
se iniciaba la tradición clásica en el pensamiento económi­
co, sena una exageración pensar que con ella nacía la ciencia
económica.
Mucho antes del siglo xvm se había especulado ya acerca de
la naturaleza del proceso económico y se había dejado constancia
de juicios sobre su moralidad. No obstante, las cuestiones plan-
leadas por el enfoque clásico —y la manera de enfrentarse con
ollas quienes lo empleaban — eran visiblemente modernas. En su
mayor parte, la literatura preclásica había estado más dispuesta a
juzgar el comportamiento económico que a analizarlo. Los deba­
tes económicos medievales, por ejemplo, se preocuparon am­
pliamente de cuestiones éticas tales como: ¿Qué constituye el
precio justo?, o ¿es moralmente defendible la usura (es decir,
prestar a interés)? Aun después de que estas consideraciones
fueran retrocediendo a un segundo plano, como ocurrió en el
siglo xvii , hubo de pasar algún tiempo antes de que se buscara
una interpretación analítica de la totalidad del proceso económi­
co. Aunque por entonces hubo un vivo debate económico en
19
20 La economía clásica

Inglaterra entre los autores de panfletos y octavillas, la mayor


parte de los participantes en esas polémicas adoptaron un punto
de vista fragmentario del funcionamiento del sistema económico,
y pocos de ellos hicieron un esfuerzo consciente para separar sus
argumentos de sus intereses de grupo.
La perspectiva clásica proporcionó una nueva orientación a la
discusión económica, aunque, en un aspecto al menos, la visión
clásica puede entenderse como una extensión de las investigacio­
nes iniciadas por sus inmediatos predecesores. La tradición mer-
cantilista en Inglaterra y la escuela fisiocrática en Francia habían
dirigido su atención, si bien en sentidos completamente diferen­
tes, a la importancia de un «excedente» económico. Los econo­
mistas clásicos continuaron la exploración de este problema,
pero dándole otra interpretación.
Los autores de planfletos mercantilistas del siglo xvn y primera
parte del xvm , aunque no unánimes respecto de muchos temas
importantes, estuvieron prácticamente de acuerdo en un punto:
la importancia de un excedente de las exportaciones sobre las
importaciones (es decir, una balanza comercial favorable). Es
cierto que, desde el punto de vista práctico, la generación de un
«excedente» de este tipo era también favorable para las empresas
relacionadas con el comercio internacional, en cuyas fortunas
tenían personales intereses un buen número de los planfletistas.
Pero el argumento en favor de un «superávit comercial» podía
ser, y fue, esgrimido sobre la base del beneficio nacional. Se
pretendía que una balanza internacional favorable significaba
poder, abundancia, o ambas cosas a la vez, para el país que la
obtuviese. Sin embargo, el mecanismo a través del cual se
alcanzaban estos felices resultados, raramente era articulado de
un modo explícito.
Las circunstancias de aquellos tiempos explican plausible­
mente estas conexiones entre los excedentes de exportación y el
interés nacional. En una época en la que la circulación monetaria
consistía, casi exclusivamente, en metales preciosos, los países
(Inglaterra entre ellos) carentes de minas explotables de oro o
plata estaban obligados a conseguirlos de fuentes extranjeras. Un
saldo favorable en las cuentas internacionales era, de este modo,
una condición para la expansión sustancial de la oferta monetaria
necesaria en una economía próspera y en expansión. Por otro
lado, la acumulación de reservas monetarias podía promover los
intereses del Estado por alguno de los dos caminos siguientes, o
por ambos. La capacidad del soberano para conseguir hombres y
armas aumentaba con su tesoro. Además, la adquisición de oro y
Inlroducción 21

plata a través del comercio exterior podía disminuir las reservas


i.-ii otros Estados, mejorando así tanto la posición relativa como
la absoluta del país excedentario. En una época de intensas
rivalidades nacionales, pocos hombres de Estado eran indiferen­
tes a tales consideraciones.
La persecución de los objetivos mercantilistas comportaba un
grado considerable de intervención estatal en la actividad eco­
nómica. Por un lado, y con el fin de disminuir los gastos en
importaciones, la mayor parte de los Estados europeos de la
época intentaron encaminarse hacia la autosuficiencia nacional, y
para ello trataron de promover y proteger las empresas naciona­
les. La agricultura inglesa se protegió de la competencia exterior
a través de aranceles móviles incorporados en las Leyes de
Cereales (que preveían una escala de derechos arancelarios rela­
cionados inversamente con el precio del trigo en el mercado
inglés, con lo que en años de buena cosecha prácticamente se
excluía la importación de grano, pero si la cosecha era deficiente
y los precios interiores altos, el grano importado pagaba un
arancel moderado y podía competir con el trigo nacional). Ade­
más, en la Francia de Colbert el Gobierno creaba y subsidiaba
establecimientos fabriles. Por otro lado, los Gobiernos procura­
ban no sólo ahorrar moneda extranjera, sino también aumentar
sus ingresos de numerario estimulando el comercio de exporta­
ción. Para ello, se creyó eficaz la concesión de privilegios comer­
ciales monopolísticos a compañías dispuestas a desarrollar nue­
vos mercados, particularmente, aunque no de modo exclusivo,
en el comercio con ultramar. Más aún, se sostuvo que era
importante, tanto para la estrategia de restricción de las importa­
ciones como para la de fomento de las exportaciones, mantener
bajos costes de producción en el interior, especialmente los
costes del factor trabajo.
La concepción de la política económica adoptada por el
mercantilismo francés dio pie a las protestas intelectuales de la
escuela fisiocrática. A pesar de ello, en la historia de las ideas
económicas los escritores de esta filiación se recuerdan más bien
por la descripción fundamentalmente distinta que ofrecieron del
«excedente» que importaba obtener en una economía. Para esta
doctrina, la agricultura era el único sector genuinamente produc­
tivo de la economía, el único que generaba el «excedente» del
cual dependía todo lo demás. La producción agrícola se conside­
raba peculiar en este sentido: un granjero plantaba una semilla y, a
su debido tiempo, recogía veinte; un manufacturero, por el contra­
rio, no podía obtener una multiplicación similar en el producto
22 La economía clásica

físico, pues simplemente cambiaba la forma de las materias sobre


las que trabajaba. Los fisiócratas expresaron esta idea calificando
la producción fabril de «estéril», y reservando el término de
«productiva» para la actividad agrícola. Para comunicar este
descubrimiento, un fisiócrata prominente —el doctor Francois
Quesnay, médico de la corte de Luis XV, cuyas obligaciones
incluían el cuidado de la salud de Mme. de Pompadour— creó un
ingenioso diagrama titulado «Tableau Économique». Su inten­
ción era demostrar que el destino de la economía quedaba
regulado por la productividad en la agricultura y cómo se difun­
día el excedente agrícola a través del sistema mediante una red
de transacciones. Sobre la base de este esquema, podía atacarse
la política económica francesa con el argumento de que discrimi­
naba contra la «productiva» agricultura y en favor de la «estéril»
empresa manufacturera. Con este ataque a las medidas mercanti-
listas, los fisiócratas se anticiparon a la crítica de Smith. Además,
los «économistes» de la escuela fisiocrática fueron también pio­
neros en otro aspecto: demostraron, con un grado de refina­
miento sin precedente hasta entonces, que era posible emplear el
razonamiento deductivo para transmitir una imagen del funcio­
namiento de un sistema económico.
La escuela clasica inglesa mantuvo el interés por los orígenes
y naturaleza de un excedente económico y extendió el ataque a la
política restrictiva del mercantilismo. Del mismo modo que los
fisiócratas (y contrariamente a los escritores mercantilistas), sus
miembros habían de afirmar que el superávit surgía no del co­
mercio sino de la producción. Pero a partir de este punto, los
clásicos y fisiócratas tomaban caminos distintos. Para lo# escrito­
res clásicos, la agricultura no era ya la única actividad producti­
va; la industria podía también generar un excedente. La explica­
ción del carácter de este excedente y de los factores que influyen
en su magnitud se convirtió, de hecho, en uno de los temas
centrales del análisis clásico.
Esta línea argumental era claramente compatible con las
exigencias del naciente industrialismo. La disponibilidad de un
excedente, a partir del cual pudiera acumularse capital, era una
necesidad vital. No menos importante para el fomento de la
expansión económica era la utilización eficiente de este poten­
cial. Según el diagnóstico de los escritores clásicos, el sistema
institucional mercantilista no contribuía a esa utilización eficien­
te. En su opinión, las reglamentaciones y restricciones de los
movimientos de hombres y bienes obstaculizaban la eficacia y el
desarrollo. Propugnaban una organización en la que las energías
im reducción 23

«le ios empresarios individuales pudieran desplegarse y en la que


i eliminasen los privilegios de mercado de que gozaban los
l;ivori tos del poder.
Entonces como ahora, la técnica de investigación en la época
clasica—no menos que la elección de los problemas a resolver—
estaba influida por el clima intelectual de su tiempo. La mayoría
<le los grandes economistas de la tradición clásica —y todos sus
fundadores— consideraron el orden económico como análogo al
universo físico descrito por la mecánica newtoniana. Los asuntos
económicos se consideraban gobernados por leyes que, aunque
reconocibles por el hombre, quedaban fuera de su control direc­
to. Ello no obstaba para que fuese aconsejable comprender las
propiedades de estas leyes a fin de conducirse inteligentemente
en la actividad diaria. De hecho, era un objetivo importante de
los estudios económicos el propagar la comprensión del sig­
nificado de dichas leyes.
Tal visión del mundo habría de tener una formidable influen­
cia sobre el desarrollo del análisis clásico y sobre los consejos de
política económica de los economistas clásicos. Estos, como
untes los teóricos políticos, mostraban cierta disposición a ideali­
zar el «estado natural». Locke y Rousseau, cada uno por cami­
nos completamente distintos, habían sostenido que las condicio­
nes de la naturaleza proporcionaban un patrón apropiado para
evaluar (y en su caso condenar) las instituciones sociales existen-
les, con lo que sus doctrinas podían utilizarse para apoyar causas
revolucionarias. En manos de los economistas clásicos, el «orden
natural» se convirtió en el arma con que atacar la regulación y
protección estatal que asociamos con la época mercantilista. El
icrmino «mercantilismo» fue realmente acuñado por los clásicos
ingleses y por los fisiócratas, quienes lo usaron en sentido des­
pectivo. Este calificativo polémico no ha prestado lo que se dice
un servicio ideal a la veracidad histórica, puesto que expresiones
(ales como la de «sistema mercantil», empleada por Smith,
implicaban mayor coherencia en el pensamiento de aquella época
de la que, de hecho, poseía.
Todos estos elementos de la mentalidad clásica se aplicaron
preferentemente a una cuestión central: el análisis del creci­
miento económico a largo plazo. Aunque la literatura teórica de
la época clásica había de tratar una gran variedad de temas, la
cuestión fundamental del crecimiento económico influyó espe­
cialmente en la conformación de sus categorías analíticas.
Esta elección de punto focal reflejaba bien las preocupaciones
Je aquel tiempo. Según todos los índices cuantificables, la Ingla-
24 La economía clásica

térra del siglo xvm había visto expandirse considerablemente su


producción real. Al menos de forma embrionaria, el industria­
lismo ya estaba en marcha hacía tiempo. El ritmo de la vida
económica estaba cambiando, y cambiaba a una tasa más rápida
de lo que la mayoría de los propios autores clásicos percibían.
Pero si había habido ya expansión económica, también estaba
claro que quedaba mucho por hacer.
Capítulo 1
ADAM SMITH Y LA ESTRUCTURA
DEL ANALISIS CLASICO

La riqueza de las naciones ha sufrido el destino reservado a la


mayoría de los clásicos: es una obra más comentada que leída.
La mentalidad popular de mediados del siglo xx asocia común­
mente —aunque no siempre de modo acertado— la obra de Smith
con observaciones sobre política económica. Aunque Smith se
opuso claramente al «sistema mercantil» y al aparato de privile­
gio y protección estatal en que se apoyaba, puede dudarse,
razonablemente, de que quienes le clasificaron como el apolo­
gista por antonomasia de la libre empresa privada hayan apre­
ciado plenamente párrafos como los siguientes:
La gente de un mismo gremio rara vez se reúne, aunque sólo sea para su
entretenimiento y diversión, sin que la conversación termine en una conspiración
contra el público o en algún tipo de arbitrio para elevar los precios...1
El interés de los negociantes... de cualquier ramo del comercio o de la
industria es siempre diferente en algunos aspectos del interés del público, e
incluso opuesto a él... Cualquier nueva ley o regulación del comercio propuesta1

1 Adam Smith, The Wealth o f Nalions. Ed. por Edwin Cannan (Methuen,
Londres, 1961). Vol. 1, pág. 144. [Hay traducción castellana: Adam Smith,
investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones. México,
1958.)
25
26 La economía clásica

por ese estamento debería siempre escucharse con gran precaución y no adop­
tarse nunca sin arttes examinarla larga y cuidadosamente, con la atención, no sólo
más escrupulosa, sino incluso más suspicaz. Hay que tener en cuenta que
proviene de un estamento cuyo interés no coincide nunca exactamente con el del
público, estamento generalmente interesado en engañar o incluso oprimir al
público, y que consecuentemente, en muchas ocasiones, lo ha engañado y
oprimido 2.

Al mismo tiempo, Smith consideraba a los manufactureros y


«arbitristas» como portadores del progreso e instaba a que se les
permitiese un mayor margen de maniobra. La parte práctica de
su mensaje se concretó principalmente en que las restricciones
institucionales (nacidas ya de la legislación estatal, ya de la
costumbre local) eran malsanas. Constreñían el proceso de ma­
duración de una nueva y más productiva era industrial. Es
notable, sin embargo, cuán limitada era la visión de Smith de la
«revolución industrial». Escribió más sobre las fábricas de alfile­
res que sobre la fabricación de acero, y fue incapaz de apreciar
plenamente el ritmo al que se estaba realizando el cambio tecno­
lógico en su propia época.
A pesar de su impresionante impacto sobre las actitudes
populares (y, de modo indirecto, sobre la política económica), la
obra de Smith merece recordarse fundamentalmente como una
contribución harto ingeniosa a la Teoría económica. La riqueza
de las naciones colocó en primer plano los problemas que habían
de acaparar la atención de los economistas durante tres cuartos
de siglo y que, por ello, no han perdido nunca su importancia.
Este aspecto de su pensamiento, desplegado en los dos primeros
libros, de los cinco en que se divide su tratado, requiere una
investigación cuidadosa. Con una visión de conjunto sin rival en
sus predecesores, formuló allí el gran modelo de un orden eco­
nómico en el que podía estudiarse cada parte en relación con
todas las restantes. Además, sus puntos de vista sobre cuestiones
de política económica derivaban de sus raíces teóricas y no
pueden entenderse adecuadamente si los separamos de ellas.1

1. Adam Smith (¡723-1790)

Smith nació en una familia modesta de las Tierras Bajas de


Escocia y fue educado por su madre, que había enviudado pocos
meses antes de su nacimiento. Pronto se distinguió como estu-

2 Ibid., vol. 1, pág. 278.


l Adam Smith y la estructura del análisis clásico 27

iliante, y a los catorce años ingresó en la Universidad de Glas­


gow. Mientras estuvo allí estudió con el pintoresco profesor
llutcheson, el hombre a quien se atribuye la frase «la mayor
felicidad para el mayor número», y cuya visión naturalista de las
cuestiones morales y su defensa de la libertad política y religiosa
k- hicieron chocar con la ortodoxia teológica del momento. Más
t urde Smith citaría a Hutcheson entre sus más importantes
acreedores intelectuales.
En 1740, Smith fue elegido para la Snell Exhibition, beca
concedida a los jóvenes escoceses prometedores para que conti­
nuaran sus estudios en el Balliol College de Oxford donde pasó
los seis años siguientes de su vida. A pesar de la duración de su
estancia en Oxford no llegó a congeniar con la atmósfera acadé­
mica que allí prevalecía. No fue una figura popular y no se llevó
fien ni con sus compañeros de estudios ni con sus profesores.
Más tarde encontró un hueco en La riqueza de las naciones para
¡ransmitir su juicio sobre estos últimos: «En la Universidad de
Oxford, la mayor parte de los catedráticos han abandonado,
desde hace muchos años, incluso la pretensión de enseñar.»3
Situación que, desde su punto de vista, no era sino una manifes-
iación de un principio económico general: que cuando las recom­
pensas financieras están divorciadas de los criterios de efectivi­
dad, es probable que el resultado sea el abandono de las obliga­
ciones 4.
En un principio, Smith había sido enviado a Oxford con el fin
ile que se ordenara sacerdote. Su talante intelectual escéptico y
su simpatía por las obras de David Hume (una afición que hizo
tirantes sus relaciones con los tutores de Balliol) imposibilitaron
esta carrera. Al regresar a Escocia, en 1746, solicitó un puesto de
profesor, deseo que se realizaría cinco años más tarde, cuando su
antigua universidad, Glasgow, le llamó para ocupar la cátedra de
I .ógica. Al año siguiente pasó a la cátedra de Filosofía Moral que
antes ocupara Hutcheson.
El fruto más importante de este período de su vida fue The
l'heory o f Moral Sentiments (La teoría de los sentimientos mora-

3 ibid., vol. 2, pág. 284.


4 Merece la pena anotar de pasada que el Colegio de Oxford al que acudió
Smith no le guardó ningún resentimiento. El historiador oficial del «Balliol»,
r.cneralmente coincide con las opiniones de Smith sobre la situación del Colegio a
mediados del siglo xvm, período que no se cuenta entre los más brillantes de
este; ver H. W. Carless Davis, A Histoiy of Balliol College, revisada por
K. H. C. Davis y Richard Huí}} (Blackwell, Oxford, 1963), págs. 154-5. El busto
de Smith ocupa ahora un lugar de honor en el Fellows’ Common Room.
28 La economía clásica

les), publicada en 1759. Esta obra, poco destacada como contri­


bución a la filosofía, fue el intento preliminar, por parte de Smith,
de formular el carácter de un «orden natural» de la sociedad.
Analizaba la conducta humana en función de tres pares de
motivos: egocentrismo y altruismo; el deseo de ser libre y el
sentido de la propiedad; el hábito de trabajo y la propensión al
intercambio. Para Smith, estos sentimientos naturales se frena­
ban y equilibraban mutuamente y sostenían un orden social de
armonías naturales en el que cada hombre, al permitírsele perse­
guir sus propios intereses, promovía inconscientemente el bien
común. En sus lecciones en Glasgow surgieron otros temas que
se desarrollarían más plenamente, después, en La riqueza de las
naciones. Afirmaba ya por entonces que «la división del trabajo
es la causa principal del aumento de la opulencia pública, que
está siempre en proporción a la actividad de la gente, y no a la
cantidad de oro y plata, como absurdamente se imagina» 5.
En 1762, Smith renunció a su cátedra para aceptar un empleo
como tutor del hijo del duque de Buccleuch. Además de su
atractivo financiero, este empleo significaba oportunidades de
viajar por el continente y exigía poco trabajo. Desde Francia
escribió a su amigo David Hume el 5 de julio de 1764: «He
empezado a escribir un libro con el fin de matar el tiempo. Puede
usted creer que tengo muy poco que hacer.»6
El período de incubación de La riqueza de las naciones fue
extenso. Escribiendo desde Edimburgo, en 1772, Hume, que
había llegado a creer que en 1769 la obra estaba casi completa,
reconvenía así a Smith:
Estaría de acuerdo con su Raciocinio si pudiera confiar en su Resolución.
Venga por acá algunas semanas en Navidad, distráigase un poco, vuelva a
Kirkaldy; acabe su obra antes del otoño; vaya a Londres, imprímala. Vuelva a
esta ciudad que se ajusta a ese su talante independiente y estudioso aún mejor que
Londres e instálese aquí. Ejecute fielmente este plan y le perdonaré 7.

Finalmente, The Wealth o f Nations apareció en 1776.


Smith pasó los últimos trece años de su vida como Comisario
Real de las Aduanas de Escocia. Las referencias son que cumplió

5 Leclures on Justlce, Pólice, Revenue and Arms, delivered in the Universily


of Glasgow by Adam Smith. Recogidas por un estudiante en 1763, editadas por
Edwin Cannan (Oxford University Press, 18%), págs. 172-3.
6 Citado por C. R. Fay, Adam Smith and the Scotland o f His Day (Cambridge
University Press, 1956), pág. 150.
7 Citado por John Ray, Ufe of Adam Smith (MacMillan and Co., Londres,
1895), pág, 258.
I. Adam Smith y la estructura del análisis clásico

competentemente sus deberes administrativos. Es uná de esas


ironías de la vida el que un hombre que había dedicado una parte
sustancial de su actividad intelectual a argumentar en fftvor de la
promoción del libre comercio y la minimización de la interferen­
cia gubernamental en los asuntos económicos, hubiera de termi­
nar sus días como beneficiario del sistema que había atacado.

2. Las definiciones básicas de La riqueza de las


naciones
El tema central del análisis de Smith quedaba claramente
expuesto en el título completo de su obra: Una investigación
sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones.
En términos más modernos, estaba interesado en el desarrollo de
una teoría del crecimiento económico.
Smith anunció su explicación fundamental del c a im ie n to
económico en las primeras páginas de la obra, con una frase que
ha llegado a ser desde entonces usual entre los econorhistas: «la
división del trabajo». Esta expresión es de una simplicidad enga­
ñosa. Smith la empleaba en dos sentidos completamente distin­
tos. El primero hacía referencia a la especialización de *a mano
de obra que acompaña al progreso económico y que trPe consigo
«la más grande mejora en la capacidad productiva del tfabajo y la
mayor parte de la preparación, destreza y juicio con que se dirige
o se aplica...»8 Sin embargo, los beneficios plenos de la progre­
siva subdivisión de tareas sólo estaban al alcance de aquellas
sociedades en las que pudiera haber producción par® d inter­
cambio. La capacidad de una economía de subs¡st£ncia para
generar estas innovaciones y adaptaciones que elevan la produc­
ción estaba severamente restringida. De estas consideraciones se
seguía que la división del trabajo venía limitada por «la extensión
del mercado» 9 y que toda medida que ampliara el mefcado —ya
fuera geográficamente (por ejemplo, a través de las mejoras en el
transporte y las comunicaciones) o económicamente (Por ejem­
plo, a través de la desaparición de las restricciones al comer­
cio)— era de interés general.
La interpretación de Smith de la «división del tfabajo» no
quedaba reducida a la especialización profesional. También se
refería a la división de la fuerza de trabajo entre individuos

8 Smith, op. cii.. vol. I, pág. 7.


9 !bid, vol. I, pág. 21.
30 La economía clásica

«empleados en trabajos útiles... y aquellos otros no empleados


así» 10. La «división del trabajo» en este segundo sentido —que
hacía referencia a la distribución de la fuerza de tr bajo entre
diferentes modalidades de empleo— tenía un papel importante en
su análisis de la acumulación del capital y del «progreso de la
mejora» (como a menudo describió Smith el crecimiento econó­
mico). Es probable que a los lectores modernos les deje perplejos
la distinción que él tenía in mente. En nuestros días los econo­
mistas se muestran renuentes a declarar ciertos tipos de trabajo
como productivos y otros como improductivos. Prefieren seguir
las directrices del mercado y considerar el trabajo como produc­
tivamente empleado siempre que exista quien compre sus servi­
cios; en resumen, la población remunerada es, por definición,
productiva.
Por otra parte, Smith estaba dispuesto a dividir la población
activa en dos categorías. La base de esta segregación sólo puede
entenderse en relación con su preocupación por el proceso de
expansión económica a largo plazo. Desde tal perspectiva puede
argüirse —aunque de ninguna manera fuera tan evidente como
Smith parecía creer— que distintas distribuciones de la fuerza de
trabajo tienen consecuencias totalmente diferentes para la expan­
sión económica. Tal y como él lo veía, los trabajadores emplea­
dos en ciertas ocupaciones tenían más probabilidades de promo­
ver el avance de la producción futura que los individuos emplea­
dos en otras. Desarrolló este punto afirmando que los empleos
«productivos» debían superar dos pruebas: 1) debían conducir a
la producción de objetos tangibles, condición previa para la
acumulación, y 2) debían dar lugar a un «excedente» del que se
pudiera disponer para futuras reinversiones. En la práctica, nor­
malmente identificaba los empleos «productivos» con aquellos en
que la mano de obra trabajaba con bienes de capital.
En el esquema de Smith la línea divisoria de los empleos
«productivos» e «improductivos» no era considerada como un
juicio de valor, sino como una distinción analítica de fundamental
importancia para el estudio de la evolución económica a largo
plazo. De hecho, estaba dando un nuevo giro a la distinción
utilizada antes que él por los fisiócratas, que habían mantenido
que la agricultura era la única actividad económica «productiva»
(generadora de excedente). Vale la pena destacar que algunos
economistas modernos, a pesar de las dudas con que lo hacen,
han adoptado una práctica parecida al examinar los problemas de

10 Ibid, vol. 1, pág. Z


I. Adam Smith y la estructura del análisis clásico 31

las economías subdesarrolladas. A menudo describen una parte


de la población activa en estas zonas (particularmente las perso­
nas empleadas en la agricultura tradicional) como «paro encu­
bierto» es decir, como personas que, aun trabajando, no contri­
buyen al producto social.
La definición de lo que es «productivo» según Smith también
tuvo consecuencias para su interpretación del producto nacional.
Preocupado como estaba con el análisis de los cambios en la
producción de una economía a lo largo de períodos de tiempo
prolongados, se vio obligado a operar con un concepto que
pudiera cumplir la función que ahora cumplen los cálculos de la
renta nacional. De hecho, la utilización del término «riqueza» por
Smith puede traducirse, con una importante salvedad, a la termi­
nología moderna como «renta nacional». El punto en el que se
separan Smith y los contables de nuestros días en los países de
Occidente, es en la definición de actividad «productiva». Para
Smith, sólo los resultados de los empleos productivos del trabajo
debían contarse para calcular el producto social. Quedaban ex­
cluidas prácticamente todas las actividades de «servicios», ba­
sándose en que no eran susceptibles de rendir productos tangi­
bles o excedentes que se pudieran reinvertir11. Esta definición
reforzaba también la actitud general de Smith hacia una amplia
gama de cuestiones de política económica. Se derivaba de ella
que todas las actividades gubernamentales eran improductivas así
como
... algunas profesiones tanto de las más graves o importantes como d.e las más
frívolas: clérigos, abogados, médicos y hombres de letras de todo tipo; jugadores,
bufones, músicos, cantantes de ópera, bailarines de ballet, etc.12

Smith no negaba a estos grupos una renta por los servicios


prestados. Unicamente deseaba insistir en que sus esfuerzos no
ayudaban a hacer más rica la sociedad del mañana.
Sería tentador desechar este esquema clasificatorio como la
mera expresión de una mal orientada predisposición «materialis­
ta». Ese punto de vista, sin embargo, no era peculiar de Smith.
Todas las grandes figuras clásicas elaboraron una noción similar.
“ Hay que decir que Smith no fue siempre coherente consigo mismo al tratar
esta cuestión. En el libro I hablaba de la riqueza como la suma de «bienes
necesarios y convenientes» a disposición de la nación, una definición que impli­
caba la inclusión de los servicios. Al tratar con mayor detalle los componentes del
producto social en el libro II, puso más énfasis en la limitación a los productos
materiales.
12 Ibid., vol. I, pág. 352.
n La economía clásica

En el mundo moderno sobrevive en los países del bloque soviéti­


co, donde tiene cierta influencia en la preparación de las estadís­
ticas de la renta nacional, fenómeno que atestigua el molde
clásico de gran parte del pensamiento marxista.

3. El análisis del valor

La importancia que Smith atribuyó al mercado como regula­


dor de la división del trabajo exigía una explicación más profunda
de la naturaleza del proceso económico y, particularmente, del
modo en que se determinaba el valor económico. En relación con
esto último, su primer paso consistió en trazar una clara línea de
demarcación entre «valor en uso» y «valor en cambio». En su
opinión, solamente el último era económicamente interesante.
Algunas cosas (él dio como ejemplos el agua y el aire) tenían gran
utilidad pero no se intercambiaban, mientras que otras (por
ejemplo, los diamantes) poseían, desde su punto de vista, poca
utilidad, aunque pudieran claramente requerir mucho a cambio.
Smith planeó detalladamente un programa de tres etapas para su
investigación de los problemas del valor económico: 1) identificar
la medida «real» del valor; 2) aislar las partes componentes del
valor, y 3) analizar los factores que pudieran dar lugar a que el
«precio de mercado» se desviara del «precio natural»13.
En la propia caracterización de sus objetivos analíticos, se
observa claramente que Smith estaba proponiendo cuestiones
bastante alejadas de las que la mayoría de los economistas
actuales considerarían pertinentes. Si le pidiéramos a un econo­
mista de mediados del siglo XX que nos definiera el «valor» de un
bien en particular, procedería normalmente tratando de estable­
cer el precio que el mercado está dispuesto a pagar por él. Los
autores de la tradición clásica, por el contrario, insistieron una y
otra vez en que precio y valor no podían identificarse el uno con
el otro tan fácilmente. El «valor» se consideraba como indepen­
diente de los caprichos del mercado. Los precios nominales (o de
mercado) podían fluctuar, pero el valor permanecía constante e
invariable.
Muchos comentaristas posteriores han tratado esta concep­
ción como metafísica superflua. Sin embargo, la mayor parte de
los escritores clásicos dieron gran valor a la distinción, y ello era
razonable según su punto de vista. Smith, con su análisis del
Ibitl., vol. I, pág. 33.
I. Adam Smith y la estructura del análisis clásico 33

valor, pretendía dos fines. En primer lugar, decía, buscaba dar


una explicación, aunque.sólo fuera parcial, del comportamiento
de los precios de mercado; y además (lo que era más importante
para el hilo general de su razonamiento) asegurar una base para
medir el cambio económico agregado a lo largo de un período
extenso de tiempo. Dado que los precios de mercado eran
demasiado volubles para medir satisfactoriamente los cambios
intertemporales en la producción, resultaba necesaria una medida
estable e invariable. Este problema ha causado no poca confu­
sión, en parte porque el enfoque clásico es completamente ajeno
a los patrones de pensamiento convencionales en la actualidad y,
en parte, porque los escritores clásicos no siempre se cuidaron de
distinguir entre los diferentes usos a los que aplicaban sus con­
ceptos del valor.
Si el valor era distinto del precio ¿cómo se establecía enton­
ces? Smith afirmó que el trabajo era «la medida del valor». Esto
era fácilmente compatible con los temas que había ya desarrolla­
do; más aún, estaba en armonía con las corrientes intelectuales
de su tiempo. Desde Locke, al menos, una influyente rama del
pensamiento inglés se inclinaba a considerar el trabajo como un
contribuyente «básico» u «original» al proceso económico.
Sin embargo, la afirmación de que el trabajo daba la «medida
del valor» no estaba exenta de ambigüedad. Son posibles, al
menos, dos interpretaciones divergentes de la relación entre el '
trabajo y el valor. La primera podría basar el valor de un bien
sobre la cantidad de trabajo necesaria para producirlo. Smith
admitió esta interpretación, pero decidió aplicarla sólo a las
circunstancias de una hipotética sociedad «primitiva y ruda»,
. anterior a la propiedad privada y a la acumulación de capital.
Pensando en esta situación escribió:
Si en una nación de cazadores, por ejemplo, cuesta normalmente el doble de
trabajo cazar un castor que cazar un venado, un castor debería naturalmente
cambiarse por dos, o valer como dos venados. Es natural que el producto normal
de dos días o dos horas de trabajo deba valer el doble que el producto normal de
un día o una hora de trabajo14.

Al considerar situaciones más complejas, varió su punto de


vista. El valor entonces no podía ya medirse simplemente por el
trabajo directamente necesario; otros factores —particularmente
la tierra y el capital— contribuían ahora al proceso productivo, y
su contribución no podía ser reducida fácilmente a unidades de
trabajo. Llegado a este punto, Smith abandonaba el enfoque del
14 Ibid., vol. 1, pág. 53.
34 La economía clásica

«trabajo incorporado» y afirmaba que la apropiada medida del


valor era el «trabajo ordenado».
El significado de esta medida puede entenderse mejor me­
diante un ejemplo hipotético. Supongamos que para producir un
dado volumen de output son necesarias 600 unidades de factor
trabajo15. Supongamos, además, que los terratenientes y capita­
listas en su conjunto exigen una remuneración igual a los costes
salariales antes de poner a disposición los servicios de los facto­
res de producción que controlan (en otras palabras, los benefi cios
más las rentas de la tierra deben ser igual a los salarios para que
haya producción). De acuerdo con el razonamiento de Smith el
valor del output total sería de 1.200 unidades de trabajo: 600
unidades del factor trabajo directo, más 600 unidades de trabajo
que los perceptores de rentas y beneficios podían «controlar».
Con este rodeo se salvaba, al menos formalmente, medir el
output en términos de unidades de trabajo. Más aún, en opinión
de Smith, permitía intuir la manera en que los precios se forma­
ban realmente. La clave para entender la noción de este meca­
nismo en Smith está en su interpretación de los componentes del
«precio natural» (es decir, del valor). El precio natural de los
bienes, según él, estaba compuesto por tres ingredientes: los
salarios, las rentas (la remuneración de los propietarios de la
tierra), y los beneficios (la remuneración de los propietarios del
capital). El tamaño de cada una de las partes también tenía un
nivel natural. Smith combinó estos conceptos como sigue:
Cuando el precio de cualquier bien no es ni más ni menos que el suficiente
para pagar la renta de la tierra, los salarios del trabajo y los beneficios del capital
empleado para obtenerlo, elaborarlo y llevarlo al mercado de acuerdo con sus
tipos naturales, el bien se vende entonces a lo que podemos llamar su «precio
natural».
El bien se vende, entonces, por su valor o por lo que realmente le cuesta a la
persona que lo trae al mercado...16

El precio de mercado, sin embargo, podía no corresponder a


estas especificaciones. Si esto fuera así, era de esperar que las
fuerzas de la competencia empujaran el precio de mercado hacia
el precio natural . Sin usar el término, Smith estaba aproximán­
dose claramente a la idea que los economistas posteriores han
15 El procedimiento por el que se establecía la «unidad» de trabajo, se
examina más adelante.
16 Ibid., vol. 1, pág. 62.
17 En palabras de Smith: «El precio natural... es el precio central: alrededor
del cual los precios de todos los bienes gravitan continuamente» (Ibid., vol. 1,
pág. 65).
i \ilam Smith y la estructura del análisis clásico 35

>li v.iito como «equilibrio». Estuvo a punto de alcanzar esta idea


■Uve cuando describió la convergencia de los precios natural y
mmI como «este centro de reposo y continuidad...»18
Tales formulaciones, aunque absolutamente inocentes en apa-
neiicia, contenían un importante mensaje social. Si se aceptaba
que el precio natural representaba el valor real de un bien, se
v-guía que cualquier práctica, ya fuera iniciada por los Gobiernos
irii formas tales, por ejemplo, como estancos sobre el comercio,
i» la concesión de privilegios a las compañías con carta real) ya
| um los intereses privados (en formas tales como monopolios o
estatutos de aprendizaje), que tendiera a constreñir el comporta­
miento del mercado, era socialmente reprensible. Mantenía que
• I resultado sería mucho mejor si los asuntos fueran guiados por
l.i «mano invisible» del mercado.
/Aun siendo este examen de la formación del precio un sub-
liinducto útil del análisis del valor por Smith, no fue, en modo
alguno, un elemento esencial en la formación de su estructura
mírica. Mayor importancia tuvo su interés en obtener una técnica
para medir los cambios en el output nacional. Para un investiga­
dor como Smith, interesado en el problema de la expansión
económica a lo largo de períodos de tiempo dilatados, era obvia­
mente importante poder establecer si, de hecho, había habido o
no crecimiento. Esto requería una técnica para eliminar los
electos distorsionadores de las variaciones de los precios. En
terminología más moderna: el problema exigía la utilización de
uumeros índices o sus equivalentes.
A primera vista parecía que la formulación de Smith del
control sobre la mano de obra» daba una solución a este
problema de números índices. Implicaba que se podían formular
proposiciones comparativas en torno a los cambios en el pro­
ducto agregado en dos momentos diferentes de tiempo, en térmi­
nos del número de unidades de trabajo que con ese producto
agregado pudiera comprarse. En una primera aproximación, este
e jercicio podía realizarse dividiendo el output total expresado en
términos monetarios por el salario básico. Si el resultado en el
período 2 excedía al del período 1, podía afirmarse que había
habido crecimiento; más aún, podía establecerse la magnitud del
cambio en el output total de la economía.
Pero este procedimiento, visto más de cerca, no cumplía
plenamente lo que inicialmente prometía. Si los tipos de salario
cambiaban entre los períodos 1 y 2, los resultados no serían ya
Ibid., vol. 1, pág. 65.
36 La economía clásica

comparables, a menos que pudiera suponerse que todos los


demás precios y rentas habían variado en la misma proporción'9.
De otro modo, las conclusiones derivadas de la fórmula de Smith
podrían ser gravemente desorientadoras; si, por ejemplo, hubie­
sen caído los salarios en tanto que los demás precios y rentas
continuaran invariables, el producto (expresado en términos de
«control sobre la mano de obra») parecería haberse expandido,
aun cuando no hubiera ocurrido realmente ningún cambio en la pro­
ducción. En algún momento de su exposición, Smith pareció querer
librarse de esta dificultad, adoptando la postura de que la tasa
natural de salario tendía a ser estable durante largos períodos.
Este enfoque estaba en conflicto, sin embargo, con las nociones
expuestas en otras partes de La riqueza de las naciones sobre la
marcha de los salarios durante el «progreso de mejora».
Esta formulación tropezaba también con otra dificultad, y es
que fallaba en el caso de que aumentara la productividad del
trabajo (es decir, cuando la misma cantidad de factor trabajo
diera lugar a un mayor volumen de producción). En esta situa­
ción, los salarios totales necesarios para un nivel determinado de
producción serían menores que antes, aun cuando la tasa de
salarios fuese constante. Si, como consecuencia de esto, hubiera
una reducción en el precio de los productos (cosa probable en
tales circunstancias), la medida del control sobre el trabajo daría
la impresión de que la producción total había descendido, cuan­
do, de hecho, habría aumentado. Implícitamente, Smith se de­
fendió contra esta objeción suponiendo que los costes de produc­
ción (y con ellos la distribución de la renta entre las diversas
clases) no variarían con los cambios en el volumen de la produc­
ción de las distintas empresas. Así, por ejemplo, el coste de un
par de zapatos sería el mismo en una planta equipada para
producir 100 pares de zapatos diarios que en una planta que
produjera 10 pares por día.
La experiencia posterior ha mostrado la falsedad de este
punto de vista. Se ha demostrado ampliamente desde entonces
que en muchas líneas de producción los costes unitarios se
reducen sustancialmente cuando se aplican tecnologías avanza­
das a amplias unidades. Sin embargo, en la infancia del industria­
lismo, cuando el universo económico estaba dominado por pro­
ductores en pequeña escala, lo que proponía Smith no era absolu­
tamente inconcebible. Aunque despreció la influencia sobre la
19 La creencia de Ricardo de que era imposible que se mantuvieran estas
condiciones restrictivas necesarias había de ser posteriormente la razón por la
que rechazara esta concepción de la teoría del valor-trabajo.
i vi un Smith y la estructura del análisis clásico 37

ihihImi lividad de las variaciones en la escala de las operaciones


di li.', productores individuales, fue consciente de que la expan-
•i. iii de la economía en su conjunto generaría importantes ganan-
i ue, en la productividad. Conforme la escala del sistema econó-
...... creciera, se extendería la división del trabajo, distribuyendo
mi beneficios por todo el sistema. Smith parecía pensar que los
. In ios de esta mejora en la productividad se distribuirían
ib nimio aproximadamente unifórme por todas las ramas produc-
IIV.IS
\mique Smith tropezó con graves dificultades en su intento
ile i-sinhlecer un patrón invariable para medir el cambio econó­
mico, los problemas que abordó eran, y todavía son, reales e
mipniiuntes. Cuestiones similares subsisten en el análisis mo­
lleo m del crecimiento económico. Además, Smith fue incluso
..... lejos, pues trató de establecer un procedimiento que fuera
11> mveniente desde el punto de vista estadístico. Aunque siempre
•nt'.iiivo que la evaluación del «control sobre la mano de obra»
, i.i la aproximación conceptualmente correcta, reconoció que
iii>di¡i ser engorroso aplicarla. En vista de ello acabó proponiendo
,|in -ie emplease la disponibilidad de cereales —«trigo», en su
iruiiinología— como una aproximación útil, desde el punto de
i i-.i.i práctico. Evaluar empíricamente la oferta de cereales para
Li alimentación resultaba mucho más fácil. Según él, los cereales
r i.iii el principal componente de la subsistencia y la cantidad
Je ellos disponible era una condición previa para ejercer un
i mil rol de la mano de obra.
A manos del propio Smith, la apelación al trabajo como
im-,lilla básica del valor experimentó otra variación. Anunció el
i, in.i en el siguiente pasaje:
l 'n cualquier tiempo y lugar, puede decirse que cantidades iguales de trabajo
,«i ilc igual valor pora el trabajador. [Cursivas de Barber.] En un estado
..i.lmario de salud, fortaleza y ánimo, en el grado normal de su maestría y
.1, '.nc/a. él debe siempre renunciar a la misma porción de su comodidad, su
l.l .rilad y su felicidad. El precio que paga debe ser siempre el mismo, cualquiera
,|in sea la cantidad de bienes que reciba a cambio de ello20.I

I.a constancia a que aquí se hace referencia implicaba la estabi­


lidad en el sacrifi cio realizado por los trabajadores cuando renun­
ciaban al ocio por las fatigas y molestias del trabajo. Para
períodos prolongados de tiempo resulta dudoso el realismo de
i-sle supuesto: una especialización creciente de los empleos y un

20 Ibid., vol. I, pág. 37.


38 La economía clásica

crecimiento de su variedad en una economía en transformación,


así como los reajustes en las escalas salariales, pueden muy bien
hacer variar la penosidad del trabajo. Aun así, Smith estaba
llamando la atención sobre un punto de gran importancia, al que
ahora se presta poca atención directa al analizar el cambio
económico a largo plazo: concretamente, que el grado de la
mejora económica debería juzgarse no solamente por el cambio
en el volumen total de bienes, sino también por el esfuerzo
requerido para lograr dicho volumen. En esta versión smithiana
del «trabajo como medida del valor», podría decirse que ha
habido avance económico cuando una unidad del factor trabajo
permita disponer de una mayor cantidad de bienes.
El enfoque smithiano de la teoría del valora través del trabajo
ha sido severamente criticado por escuelas económicas posterio­
res. Para un grupo de autores, su fallo fatal fue el no ofrecer una
explicación cabal de la determinación de los precios y, muy
particularmente, olvidar el lado de la demanda en el comporta­
miento del mercado21. Esta crítica tendría más fuerza si Smith
hubiera intentado realizar un análisis sistemático de la formación
de los precios de mercado. Pero, de hecho, este objetivo quedaba
al margen de su programa fundamental. A Smith le interesaba
más bien forjar conceptos que pudieran ayudar en el problema de
medir el cambio económico a lo largo de períodos prolongados de
tiempo. Tenía a mano los materiales para desarrollar un análisis
más claro de la formación de los precios de mercado a corto
plazo. Los conceptos de utilidad y demanda (que habrían de
usarse a este propósito por una escuela económica posterior)
habían sido parte de la enseñanza que recibió de Hutcheson.
Decidió rechazar esta orientación de la teoría del valor, proba­
blemente porque la consideró incongruente con su propósito
central.
Hay otra crítica más seria contra el enfoque de Smith. Se
refiere a una incoherencia en su tratamiento de las unidades de
trabajo. La fuerza de trabajo, como él reconoció, no era homo­
génea22; algunos de sus miembros eran más diestros (y, por
21 Algunas de las críticas han sido durísimas. Un escritor ha acusado a Smith
de «destrozar y destruir el pensamiento de dos mil años. La posibilidad de
empezar en 1776 en lugar de 1870, con un conocimiento más correcto de los
principios del valor, había sido desperdiciada» (Emil Kauder, The Génesis o f
Marginal Utiiity Theory, «Economic Journal», septiembre 1953, página 650).
“ El presentó así este punto: «Puede haber más trabajo en una hora de dura
labor que en dos horas de trabajo fácil; o en una hora aplicada a una actividad que
cuesta aprender diez años, que en un mes ordinario y sencillo» (/bid., vol. 1,
p. 31).
I vi,un Smith y la estructura del análisis clásico 39

luiiin más productivos) que otros. ¿Cómo reducir estas discre-


Ituiii i; is a un común denominador? Smith replicaba que tal ajuste
•i im i seguía «no por una medida exacta, sino a través de los
¡ y tratos del mercado, con esa igualdad aproximada que,
•ni m i exacta, es suficiente para llevar a cabo los negocios de la
ulu normal»23. En otras palabras, las diferencias de salarios
i .i.il decidas en el mercado ofrecían la base para reducir las
ihh u-ntes unidades del factor trabajo a una medida común; una
lima de trabajo no cualificado se podría tomar como unidad
(i.iimii. de modo que el trabajo de una hora de un trabajador al
•inr se pagara el doble equivaldría a dos unidades. Podría pregun-
iinse: si la gradación del mercado era suficiente para ponderar las
iinitludes con las que se medía el valor, ¿por qué no podía
iiplienrse el mismo procedimiento para valorar la producción?
I lestiparecería entonces todo el problema de la distinción entre
valor (precios naturales) y precios efectivos. Por mucho que
Niinili se curara en salud hablando de aproximaciones, no podía
i",i;ip:ir de esta trampa lógica.
Aunque se ha puesto de moda entre los actuales economistas
• I denigrar cualquier teoría del valor basado en el trabajo sería
ni misejable una interpretación más caritativa. Después de todo,
jio son operaciones intelectuales muy similares las que llevan a
i . i I id los economistas de nuestros días cuando suponen, en sus
i'inyecciones de tasas de crecimiento, que los precios permane­
c ía n estables, o cuando comparan la capacidad económica de
los EE. UU., el Reino Unido y la URSS sobre la base del
numero de horas necesarias en cada país para que un trabajador
medio pueda comprar un lote de bienes, por ejemplo, un par de
zapatos, una radio o un automóvil? ¿No es un instrumento
análogo a la distinción de Smith entre el precio natural y el de
mercado el que invocan algunos economistas occidentales al
Halar las áreas subdesarrolladas? Afirman éstos que el trabajo
inMie un precio demasiado alto, el capital un precio demasiado
ba jo y que el crecimiento económico se aceleraría si los Gobier­
nos insistiesen en que las decisiones de los hombres de negocios
al combinar trabajo y capital viniesen seguidas no por los precios
dectivos, sino por los precios «contables» que reflejan más
exactamente las escaseces «reales» de dichos agentes produc­
tivos.

2:1 Ibid., vol. 1, págs. 35-36.


40 La economía clásica

4. El análisis de la distribución de la renta

La discusión de Smith del «precio natural» se desarrolló


alrededor de sus tres componentes: salarios, beneficios y rentas
de la tierra. Le era preciso, pues, explicar los mecanismos que
gobernaban los «tipos naturales» de estas porciones de renta (o,
en su terminología, de «ingresos»).
En este punto, el argumento de Smith se construía alrededor
de una división tripartita de la sociedad en «órdenes», cada uno
de los cuales recibía una participación específica de renta. Los
salarios se pagaban a los miembros de la clase trabajadora, los
beneficios iban a los capitalistas (o propietarios del capital) y las
rentas de la tierra eran percibidas por los propietarios de la tierra.
Estas distinciones correspondían aproximadamente a las amplias
clases sociales de su tiempo, aunque permanecían algo confusas
en sus límites. Los ingresos netos de los pequeños propietarios
agrícolas, por ejemplo, podían estar compuestos por las tres
clases de renta: un salario procedente de su propio trabajo, una
renta de la tierra que él poseía y un beneficio del capital que
había invertido en su tierra. Una superposición similar podría
ocurrir en el caso del pequeño manufacturero. Cabría pensar que
el gran terrateniente tendiese a invertir para mejorar su finca, con
lo que, además de la renta de la tierra, percibiría un beneficio.
Aunque admitía esta posibilidad, Smith describió a los grandes
terratenientes como los hombres que gustaban de «cosechar lo
que no sembraron»24 y dados a la «indolencia», que es el efecto
natural de la tranquilidad y seguridad de su situación»25. Esta
caracterización de la clase terrateniente, que desempeñaba un
papel crucial en su interpretación del panorama de la sociedad
durante el curso del «progreso de mejora», no era justa en su
conjunto. Investigaciones históricas posteriores han demostrado
que gran parte de la innovación en la agricultura del período se
debió a la iniciativa de grandes terratenientes progresistas, que
mostraron rasgos del comportamiento que Smith atribuyó a los
capitalistas.
Debe destacarse que Smith, aunque construyó su análisis de la
distribución de la renta alrededor de «tres diferentes órdenes
humanos», no consideró estas divisiones como comparti­
mientos estancos. Estaba demasiado imbuido de los ideales de
la Ilustración como para aceptar el punto de vista de que la

24 lb¡d„ vol. 1, pág. 56.


25 Ibid., vol. í, pág. 277.
i Adam Smith y la estructura del análisis clásico 41

posición del hombre en la jerarquía social estaba fijada desde la


cuna. No obstante, las distinciones de clase tenían que recono-
i i rse como un hecho social, aun cuando la pertenencia de un
hombre a un grupo determinado no estuviera ordenada por la
providencia. «La diferencia entre los caracteres más dispares
mantenía—, entre un filósofo y un vulgar mozo de cuerda, por
ejemplo, parece surgir no tanto de la naturaleza, como del
hábito, la costumbre y la educación.»26
Al mismo tiempo, las categorías analíticas de Smith contras-
1nn fuertemente con las que se utilizan en muchos análisis eco­
nómicos actuales. El enfoque moderno más extendido de la
distribución de la renta es completamente «funcional» en su
orientación; es decir, las diferentes rentas son consideradas como
■emuneración a los «factores» que contribuyen a la producción.
I a participación salarial es el pago a los agentes productivos
humanos, sin tener en cuenta su status social, incluyendo tanto
salarios como sueldos; más aún, parte del ingreso que Smith
consideraba como «beneficio» sería tratado ahora como «suel­
do» de los directivos. De forma similar, la renta de la tierra se
considera a menudo ahora como el pago a los propietarios del
Factor productivo donado por Dios, la tierra; este procedimiento,
aunque desprovisto de connotaciones de clase social, está más
cerca del enfoque smithiano. El interés (que Smith subsumía en
los beneficios) es considerado como el rendimiento del capital, el
Factor de producción inanimado creado por el hombre. Aun
cuando el tratamiento del beneficio está lejos de ser uniforme,
una venerable tradición defiende el punto de vista de que (de­
jando aparte el caso del monopolio) el «beneficio puro», por
encima de la remuneración necesaria para mantener los servicios
de los factores productivos en sus usos presentes, puede reali­
zarse sólo temporalmente desapareciendo con la competencia.
En semejante sistema «funcional» se ocultan las líneas que
separan las clases. Smith, por su parte, partió de la división en
clases sociales y construyó la mayor parte de su estructura
analítica en torno a ella. Aunque introdujo algunas consideracio­
nes funcionales, lo hizo, primordialmente, para resolver los casos
poco claros.
Entonces, ¿cómo se dividía el ingreso nacional entre los
diferentes estamentos sociales? La respuesta de Smith se desa­
rrollaba en dos etapas. En la primera, consideraba los especiales
y peculiares rasgos inherentes a la determinación de los salarios,

26 Ibid., vol. 1, págs. 19-20.


42 La economía clásica

beneficios y rentas de la tierra con especial atención a la influen­


cia del medio ambiente institucional sobre las variaciones en el
nivel de cada uno. Pero siempre a la vista estaba una segunda y
omnipresente influencia: las «circunstancias generales de la so­
ciedad», es decir, la cuestión de si la economía en su conjunto
era estacionaria, estaba creciendo o declinando.
Así, en el caso de los salarios, las tarifas aplicadas en un
momento determinado era pr'OtJaBTe que estuvieran influidas por
una variedad de factores peculiares a cada actividad: su «agrado
o desagrado», su situación geográfica, su duración esperada, el
conocimiento (o ignorancia) del trabajador de empleos alternati­
vos y sus condiciones, etcétera. Pero Smith también llamó la
atención hacia otra consideración —la relativa fuerza negocia­
dora de empleadores y empleados— y advirtió que la balanza se
inclinaba a menudo contra los trabajadores27.
Estas variaciones, aunque importantes, podían operar sólo
por encima de un límite inferior el nivel salarial mínimo necesa­
rio para mantener la mano de obra en condición sana y producti­
va. Después de todo, según Smith, los salarios no podrían caer
por debajo de las necesidades de subsistencia sin disminuir el vo­
lumen de la mano de obra. Entonces, ¿cabía concluir que el
nivel de «subsistencia» de los pagos por salarios podía también
ser el tipo natural hacia el cual gravitaran los salarios reales,
en un período largo? Malthus había de defender este argumento en
un momento posterior de la evolución de la teoría clásica. En
algún lugar, Smith escribió como anticipándose a la posición
malthusiana: «... la demanda de hombres, como la de cualquier
otro bien, regula necesariamente la producción de hombres»28.

27 En palabras de Smith, «los patronos, en todo tiempo y lugar, se hallan en


una especie de tácita, pero constante y unifórme, combinación para no elevar los
salarios del trabajo por encima del nivel en que se encuentran. Violar este
acuerdo es, en todas partes, una acción impopular y una especie de baldón para
un patrono entre sus vecinos e iguales. Verdaderamente oímos hablar pocas veces
de este acuerdo porque es lo usual y, cabría decir, el estado natural de las cosas,
del que nadie habla. Los patronos llegan también, a veces, a acuerdos particula­
res para hundir los salarios por debajo de este nivel. Tales acuerdos son siempre
llevados en el mayor silencio y secreto hasta el momento de la ejecución, y
cuando los trabajadores ceden, como lo hacen a vecés, sin resistencia aunque les
cause severo perjuicio, nadie más oirá hablar de ello». (Ibid., vol. 1, pág. 75.)
Siguiendo con el tema, Smith hacía notar que también los trabajadores llegaban a
acuerdos con el propósito de elevar sus salarios. Hizo, además, la observación de
que la legislación existente era altamente injusta: los acuerdos de trabajadores
eran ilegales, mientras que la ley guardaba silencio sobre las acciones colusivas
de los patronos.
28 Ibid., vol. 1, pág. 89.
Adam Smith y la estructura del análisis clásico 43

lista afirmación implicaba que una subida en los tipos de salario


ptir encima del mínimo necesario para la subsistencia pronto se
vería neutralizada por una expansión inducida en el tamaño de la
población y de la mano de obra. Hubiera sido conveniente para
otras partes de su análisis que hubiese mantenido coherente­
mente esta posición. Como hemos hecho notar antes, su doctrina
del control sobre la mano de obra sólo podría dar resultados
inteligibles si cantidades iguales de ingreso compraran la misma
cantidad de trabajo en diferentes momentos, es decir, si el precio
natural del trabajo fuera constante.
Pero, una vez introducida esta noción, Smith la abandonó
rápidamente arguyendo que el curso natural de los salarios estaba
fuertemente relacionado con «las circunstancias generales» de la
economía. Una economía en expansión iría probablemente
acompañada de tipos crecientes de salarios; una economía en
declive, de salarios decrecientes; mientras que en una economía
estacionaria no habría razón para esperar que cambiara el nivel
de salarios.
Este argumento dependía de lo que Smith describió como el
volumen de «fondos destinados al pago de salarios»29. La noción
que tenía in mente exige algunas palabras para elucidarla, porque
está basada sobre conceptos que ahora no son familiares y
porque su idea central figuró de modo prominente en la perspec­
tiva clásica general. Según este punto de vista, el proceso de
producción y cambio comienza con los «adelantos» de fondos
por parte de los patronos (capitalistas y terratenientes) para
adquirir el trabajo y los inputs materiales necesarios para la
producción. Los trabajadores que recibían dichos adelantos los
gastaban después en bienes de subsistencia. Esta misma transac­
ción, sin embargo, implicaba volver a transferir los fondos a los
patronos, que podían financiar los «adelantos» para iniciar el
siguiente ciclo de producción. De este modo, el que la demanda
de trabajo en el período subsiguente fuera mayor, menor o igual
que en el precedente dependía, en gran medida, del tamaño de las
participaciones no salariales de la renta (beneficios y rentas de la
tierra) y de la proporción del fondo así generado que se dedicaba
a adelantos a la mano de obra. En un período de expansión
económica general era de esperar que el fondo de salarios se
ampliaría, aumentando la demanda de trabajo. Esto, a su vez,
tendería a elevar los niveles salariales por encima del mínimo de
subsistencia y a mejorar las condiciones de los «criados, braceros
29
Ibid., vol. 1, pág. 77.
44 La economía clásica

y trabajadores de diferentes clases, [quienes] constituyen la


inmensa mayoría de toda gran sociedad política»30. Ello podía
dar lugar a un crecimiento de la población. Pero en este punto de
su argumentación Smith no albergaba ningún temor malthusiano:
Por consiguiente, el premio generoso al trabajo, efecto del crecimiento de la
riqueza, es también la causa del crecimiento de la población. Quejarse de ello es
lamentarse del efecto y la causa necesarios para una mayor prosperidad pública31.

El curso del progreso económico no estaba claro todavía, a


pesar de las expectativas, generalmente optimistas, de Smith. El
comportamiento de la segunda participación en la renta —los
beneficios— podía traer problemas. Según Smith, la retribución a
los capitalistas y a los asalariados se movía inversamente: con­
forme subían los salarios, los beneficios se reducían. El primer
intento de Smith de explicar esta interrelación se limitaba a
afirmar que cuanto más pagaran los patronos a sus trabajadores
menos podían retener para sí mismos. Pero esta explicación era
demasiado estática para ser plenamente satisfactoria. Después de
todo, Smith había ya sugerido, en otro lugar, que un régimen de
salarios altos bien podía conducir a incrementos, al menos de la
misma cuantía, en el output por trabajador32. Más peso en su
explicación tenía la competencia creciente entre los capitalistas
que, según él, acompañaría a la expansión económica. Con
razonamientos más convincentes en su día que en los nuestros,
mantuvo que en un clima de expansión económica general los
hombres de negocios perseguirían con mayor ahínco su propia
ventaja, suprimiendo sus tendencias hacia la colusión y bajando
mediante la competencia la tasa media del rendimiento sobre el
capital. Esta tendencia decreciente de la tasa de beneficios que­
daba reforzada por otra consideración que Smith sugirió, pero no
desarrolló de modo sistemático:
A medida que aumentan los capitales en cualquier país, los beneñcios que
pueden obtenerse al emplearlos disminuyen necesariamente. Ello hace cada vez

30 Ibid., vol. 1, pág. 88.


31 Ibid., vol. I, pág. 90.
31 Sobre este punto, Smith mantenía que: «la remuneración liberal del
trabajo alienta tanto la propagación de la gente del pueblo como su actividad...
Una subsistencia abundante aumenta la fuerza corporal del trabajador; y la
confortante esperanza de mejorar su condición y de terminar sus días, quizá, en el
desahogo y la abundancia le anima a esforzarse en grado sumo. Por tanto, allí
donde los salarios son altos, siempre encontraremos trabajadores más activos,
diligentes y expeditos que donde son bajos...» (Ibid., vol. 1, pág. 91).
I. Adam Smith y la estructura del análisis clásico 45

más difícil encontrar dentro de un país un modo beneficioso de empleo para


cualquier nuevo capital33.

Una explicación más completa de los efectos esperados del


«progreso de mejora» exigía un análisis de las relaciones entre
beneficios y rentas de la tierra. La propiedad de la tierra y la
porción de renta de la misma inherente a ella poseían claramente
ciertos atributos especiales. Las consecuencias de este carácter
especial emergían poderosamente en la afirmación de Smith,
según la cual:
Los altos o bajos salarios y beneficios son las causas de los altos o bajos
precios; las altas o bajas rentas de la tierra son el efecto de ello. El precio de un
determinado bien es alto o bajo, porque para llevarlo al mercado hay que pagar
salarios y beneficios altos o bajos. Por el contrario, porque su precio es alto o
bajo; mucho más, o poco más, o nada más que el suficiente para pagar aquellos
salarios y beneficios, es por lo que origina una renta de la tierra alta, o baja, o
nula34.

¿Cómo se explicaba esta sorprendente proposición? En su


base, la explicación de Smith descansaba en la presunción de que
la naturaleza era generosa. Como los fisiócratas antes que él,
consideró que la agricultura era capaz de dar un output por
encima de los inputs. Pero, a diferencia de ellos, quiso subrayar
que esta generosidad natural se aprovecharía en la medida en que
la sociedad necesitara de la producción de la tierra. Esperaba (y
no sin razón) que una economía en expansión generaría una
demanda creciente de los productos de la tierra. Ello ocurriría
por dos caminos. En primer lugar, el crecimiento de la población
aumentaría la demanda de alimentos. Por otra parte, un sector no
agrícola en expansión aumentaría las necesidades de materias
primas derivadas de la tierra. Smith, como correspondía a su
época, estaba pensando en las materias primas necesarias para el
proceso industrial (tales como lana y lino), así como los materia­
les derivados de la tierra, necesarios para la construcción (como
madera y piedra) o para obtener energía (como el carbón). Al
combinarse, estas demandas llevarían a la puesta en producción de
tierras sin emplear. Pero también subrayó insistentemente
—como Quesnay y sus seguidores— que la expansión inicial del
output no agrícola dependía inicialmente de la disponibilidad de
alimentos y materias primas necesarias para sustentar la expan­
sión industrial.
33 Ibid., vol. 1. pág. 375.
34 Ibid., vol. 1, pág. 163.
46 La economía clásica

El crecimiento sustancial en la demanda de productos agrí­


colas tendría un importante efecto sobre la distribución de la
renta entre las diferentes clases sociales. De modo particular,
beneficiaría a los propietarios de la tierra. Smith previo que la
demanda de los diferentes productos de la tierra se expandiría
probablemente de manera más rápida que el ritmo a que pudiera
ampliarse la producción —especialmente cuando los diversos
usos de la tierra compitieran unos con otros—; no podían crecer
cereales y pastos simultáneamente en el mismo lugar, ni podía
mantenerse la oferta de madera para la construcción si los
cultivos invadieran las zonas forestales. Se esperaba consiguien­
temente que se elevaran los precios de los productos agrícolas.
Pero en un sistema de propiedad privada de la tierra la mayor
parte de esta ganancia iría a parar a los terratenientes. Las rentas
que percibían y que él describió como «las más altas, natural­
mente, que el aparcero puede estar dispuesto a pagar en las
actuales circunstancias de la tierra»35, aumentarían, ya que los
aparceros podían verse forzados a perder la porción de su pro­
ducto que excediera del salario natural de su trabajo.
Esta exposición del comportamiento de los diferentes compo­
nentes del precio natural en el curso del «progreso de mejora»
podría interpretarse como indicador de que la expansión econó­
mica minaría, finalmente, sus propios cimientos. Si una propor­
ción creciente del producto nacional se redistribuía hacia los
pródigos terratenientes, a expensas de los frugales receptores de
beneficios, podía secarse la fuente de la futura acumulación y
expansión. Smith fue consciente de esta posibilidad, aun cuando
no llevó este argumento a su conclusión lógica. En conjunto,
consideraba que la expansión económica reportaría beneficios
para todos. Podía ser obstaculizada en un futuro, pero ese día
estaba distante. La aparición de un estado estacionario, en el que
la expansión se detuviera y la acumulación de capital se restrin­
giera a las meras necesidades de la reposición, quedaba dema­
siado remota para demandar un análisis serio.

5. El análisis de la acumulación del capital

La discusión de Smith del problema del valor y la distribución


constituye el centro conceptual de su análisis. Para quedar com­
pleto, su modelo necesitaba una descripción de los mecanismos
Ibid. , vol. 1, pág. 161.
I. Adam Smith y la estructura del análisis clásico 47

ile la transformación económica y de los factores que gobernaban


la asignación de la fuerza de trabajo entre empleos productivos y
no productivos. Su previsión de que la productividad del trabajo
subiría conforme el mercado se ampliara podía ayudarle sólo en
una parte del camino hacia una explicación de la expansión
económica. El análisis más fundamental del cambio dinámico
descansaba sobre la teoría de la acumulación de capital.
El tratamiento por Smith del proceso de acumulación del
capital giraba sobre la distinción entre el producto social bruto y
neto («limpio», en su terminología). Esta noción, que había de
ocupar un lugar importante en el pensamiento económico, im­
plica conceptos bastantes diferentes de los que ahora se usan
comúnmente. Smith describió así la cuestión:

La renta bruta de todos los habitantes de un gran país comprende el pro­


ducto anual total de su tierra y trabajo; la renta neta es la que les queda
libre después de deducir los gastos de mantenimiento: primero, de su capital
fijo; y en segundo lugar, de su capital circulante...36

Aun cuando su desarrollo de estos conceptos no era del todo


claro, parece ser que Smith pensaba en una subdivisión del
producto anual en dos componentes. El primero se refería a la
porción del producto corriente necesario para mantener la pro­
ducción al mismo nivel en el siguiente año. El segundo compo­
nente —la renta neta— representaba la proporción del producto
de que podría disponerse para aumentar la producción en el
futuro.
Una característica es especialmente notable en las definicio­
nes de Smith: a diferencia de las distinciones entre neto y bruto
usadas hoy día, las deducciones para el sostenimiento no se res­
tringían al desgaste del capital o cuotas de depreciación. En lugar
dé- ello debía deducirse de la renta bruta todo lo necesario para
mantener a la sociedad en su conjunto, es decir, además del
desgaste del capital fijo y la reposición de materias primas, habría
que cubrir también las necesidades de «mantenimiento» de las
diversas clases de la sociedad. El residuo representaba recursos
que, al menos potencialmente, podían utilizarse para ampliar la
producción en el futuro37.

36 lbid., vol. 1, pág. 303.


37 Aunque Smith expuso la noción esencial, su tratamiento de los detalles fue
deficiente. En la presentación de su argumento, la renta neta podía ser utilizada
para ampliar la producción a través de la adquisición de capital fijo y circulante.
No especificó, sin embargo, entre los componentes del capital circulante, los
48 La economía clásica

Entonces, ¿cómo se establecía el volumen de la renta neta?


En el análisis de Smith, buena parte de la respuesta había que
buscarla en la distribución de la renta entre las diversas clases
sociales y, de modo muy particular, en la parte que iba a los
capitalistas y terratenientes. Los asalariados, después de todo,
no era probable que recibiesen lo suñciente para permitir «exce­
dente» alguno sobre sus necesidades de «mantenimiento». Los I
terratenientes y capitalistas, por el contrario, bien podían tener a
su disposición fondos más que suficientes para financiar reempla­
zamientos y para sostener sus convencionales niveles de vida. El
«excedente» podían destinarlo, claro está, a la ampliación de su
consumo. Pero el resultado para la sociedad sería mejor si este
«excedente» de fondos se ahorrara. De esta manera, la renta neta
se convertiría en formas que más tarde ampliarían la producción,
punto que Smith subrayaba cuando afirmó que «los capitales se
incrementan por la parquedad y disminuyen por la prodigalidad y
el despilfarro» 38.
Estrictamente hablando, los miembros d e las dos clases que re­
ciben «renta neta» podrían utilizar sus recursos de modo que apo­
yaran la expansión económica. Según Smith, sin embargo, los te­
rratenientes mostraban una tendencia lamentable al lujo y a man­
tener empleos improductivos. En la práctica, los capitalistas eran
los agentes principales a través de los cuales la renta neta se
convertiría en acumulación. La cuantía de los beneficios podía
considerarse así como el determinante básico del ritmo de acu­
mulación y, a su vez. de la tasa de expansión económica.
Aunque el ahorro era un requisito vital para el crecimiento
económico, Smith subrayó insistentemente que el ahorro, en su
opinión, no implicaba filtraciones de fondos desde la corriente del
gasto. «Lo que se ahorra anualmente —escribió— se consume
con tanta regularidad como lo que se gasta cada año, y casi
también al mismo tiempo; pero se consume por grupos diferentes
de personas.»39 El atesoramiento, en otras palabras, quedaba
descartado; el ahorro se equilibraba casi instantáneamente con el
gasto en inversión. Aparentemente, Smith juzgó este punto de­
masiado evidente para necesitar elaboración. Fue más tarde

salarios adelaniados. Con el fin de mantener la coherencia de su análisis del modo


en que una sociedad progresiva ampliaba su demanda de trabajo (es decir,
ampliando el «fondo» destinado al mantenimiento de la mano de obra), debería
haber aclarado que el capital «circulante» incluía el fondo de salarios.
38 Ibid., vol. 1, pág. 358.
39 Ibid., vol. 1, pág. 359.

i
Silam Smith y la estructura del análisis clásico 49

desarrollado formalmente por J. B. Say y había de ocupar un


lugar destacado en el desarrollo de las ideas económicas.
Con el análisis de la acumulación del capital quedaba com­
pleta la consideración por Smith de las principales condiciones
estructurales importantes para comprender la capacidad de una
i onomía para el desarrollo. La acumulación del capital, aun
ruando era crucial como reguladora del ritmo de la expansión
económica, no podía analizarse prescindiendo de la distribución
tic la renta entre los principales órdenes de la sociedad. De modo
análogo, su teoría del valor quedaba integrada ahora dentro del
conjunto del esquema. El principal problema en el análisis del
crecimiento podía así verse en función del modo en que los
receptores de beneficios y rentas de la tierra ejercían su control
de la mano de obra.

<>. Adam Smith y la política económica

El modelo teórico de Smith y sus actitudes hacia las cuestio­


nes de política económica formaban parte de un todo. Conside­
raba el crecimiento económico como el fin básico, cuya deseabi-
liilad estaba más allá de toda disputa. Desde esta perspectiva, la
idoneidad de cualquier política particular debería medirse por sus
el ectos sobre el «progreso de mejora» y, más específicamente,
por sus consecuencias sobre la acumulación del capital y la
rspecialización del trabajo.
Juzgadas por estos criterios, las formas mercantilistas de
regulación y control estatal —que Smith veía como una expresión
de privilegio y favoritismo— eran claramente objetables. Su
el ecto neto era impedir la ampliación del mercado y desviar la
actividad económica de su curso natural. Podía decirse que para
él, prácticamente toda intervención gubernamental —aparte del
desempeño de funciones esenciales, tales como el mantenimiento
de la ley y el orden, la administración de justicia y la defensa
nacional— era sospechosa. Los Gobiernos estaban tan mal en­
caminados cuando legislaban para proteger al pobre como
cuando favorecían al rico con cartas reales y privilegios monopo-
listicos. El ataque de Smith al subsidio o socorro a los pobres no
nacía, sin embargo, de una falta de compasión hacia los menos
afortunados. En lugar de ello, afirmaba que la administración de
las Leyes de Pobres existentes —que exigían la residencia en una
parroquia concreta como condición para, en su caso, recibir el
subsidio— restringía la movilidad de la mano de obra y con ello
reducía la tasa de crecimiento económico.
50 La economía clásica

Aunque Smith se esforzó tanto en atacar el «sistema mercan­


til», sus argumentos no llegaban al nivel de refinamiento analítico
logrado anteriormente por su amigo David Hume. Hacia 1760,
Hume había atacado al mercantilismo invocando una teoría que
relacionaba el nivel general de precios con la cantidad de dinero.
Cuanto mayor fuera la ofeita de dinero, decía, tanto más se
elevaría el nivel de precios; los precios más altos tenderían, a su
vez, a hacer las exportaciones menos competitivas en los merca­
dos extranjeros y las importaciones más competitivas en los
mercados interiores. El principio mercantilista de aumentar el
stock de dinero sería contraproducente; la acumulación de meta­
les preciosos produciría efectos que erosionarían más adelante la
balanza comercial favorable. Hume, naturalmente, necesitaba
otro apoyo para este argumento antes de poder utilizarlo; des­
pués de todo, un mercantilista convencido podría replicar que era
posible prevenir un deterioro en la balanza comercial mediante
regulaciones apropiadas. Hume halló el refuerzo necesario, al
señalar que las restricciones al comercio serían perjudiciales para
el interés nacional. Un país que se impusiera controles directos
se castigaría a sí mismo al privarse de los beneficios de una
especialización y división internacional del trabajo. Esta línea de
crítica tenía más peso que gran parte del ataque de Smith. De
hecho, la posición de éste podía resumirse a grandes rasgos en la
proposición de que intervención administrativa significaba res­
tricciones, y que las restricciones necesariamente frustrarían la
división natural del trabajo, la actuación de la mano invisible y el
progreso de mejora.
Dentro del marco de su sistema analítico, era coherente que
Smith se opusiera a muchas de las prácticas de los Gobiernos
europeos. Pero no se derivaba directamente de esta parte de su
análisis el que un régimen de laissez-faire llevara al mejor de los
mundos posibles. Como él mismo reconoció, los intereses priva­
dos no regulados —tanto como los Gobiernos— podrían compor­
tarse de modo que suprimieran el progreso de mejora.
¿Cómo se iba a resolver esta dificultad? La solución de Smith,
aunque no siempre explícita en su obra, puede decirse que
consistía en la consideración de que el crecimiento económico y
el orden de competencia se reforzaban mutuamente. Su argu­
mento contra el mercantilismo se basaba en el supuesto de que la
competencia maximizaba el crecimiento. Pero el manteni­
miento de una competencia efectiva no podría darse por sentado
sino en una atmósfera de expansión económica. El progreso de
mejora adquiría así un valor tanto instrumental como intrínseco;
Vl iin Smith y la estructura del análisis clásico 51

lu <1 agente catalítico esencial para convertir la potencial dis-


i nidia en armonía, y el disolvente de las barreras a la competen-
>i.i electiva. Sólo entonces podían ser frenadas las tendencias
nal ni ales del empresario a confabularse contra el interés público.
I *>■ lorma análoga, se necesitaba un clima de demanda creciente
ili mano de obra para neutralizar el poder de los capitalistas para
abusar de los trabajadores desorganizados. Si la competencia era
ili seable como estímulo para el desarrollo, la expansión econó­
mica no era menos importante para promover la competencia
electiva.
I os felices resultados que Smith esperaba de una sociedad
competitiva en expansión implicaban todavía otro supuesto: que
en los beneficios del crecimiento participaran todas las clases
.ocíales. El mismo Smith, como hemos visto, confiaba, general­
mente, en que esto ocurriría así. Pero al menos algunos de sus
argumentos pudieron interpretarse por sus discípulos como suge-
icuciade que era posible la aparición de dificultades: las mejoras en
los salarios reales de los miembros de la clase trabajadora podían,
desde luego, verse contrarrestadas por el consiguiente aumento
»lc la población; además, la redistribución de las rentas entre los
diferentes partícipes, con ventaja neta para los terratenientes,
podía también dar lugar a complicaciones. Estos temas pueden
nii se también en La riqueza de las naciones, pero con sordina.

/. Las realizaciones de Smith


La riqueza de las naciones fue un notable logro intelectual.
<iírecía, no una descripción parcial de los procesos económicos,
sino una visión íntegra y completa de los mismos. Además, los
impresionantes resultados de Smith a nivel teórico competían con
una notable ausencia de defensa de los intereses especiales del
lipo que tanto había predominado entre los escritos económicos
anteriores.
Quizá el testimonio más claro del impacto y la influencia de
Smith pueda encontrarse en la literatura teórica que se produjo
en los tres cuartos de siglo que siguieron a La riqueza de las
naciones. Los escritores clásicos posteriores encontraron mucho
que criticar en la obra de Smith, pero le pagaron el más alto
nibuto que un teórico puede recibir: tanto las cuestiones que
ellos se plantearon como su modo de proceder en la búsqueda de
las respuestas fueron moldeados, en muy gran medida, por su
libra. Más aún, los estudiosos del crecimiento económico de
52 La economía clásica

mediados del siglo xx han sacado provecho de su exploración en


estos grandes temas. A nivel popular, la influencia de Smith
también fue considerable. Su descripción del universo económico
hizo inteligible la complejidad de éste para los hombres de
negocios, y su mensaje central pudo fácilmente ser compartido
por los contendientes en los debates públicos de la época.
Poco de lo que contiene La riqueza de las naciones puede
considerarse como propiamente original de Smith. La mayor
parte de los argumentos del libro habían estado, de un modo u
otro, en circulación desde hacía algún tiempo. Pero este hecho no
disminuye de ninguna manera el logro de Smith. El fue el primero
en juntar todos los hilos, ajustarlos en un sistema coherente y
comunicar los resultados a un público amplio. Medida con estos
patrones, La riqueza de las naciones es verdaderamente un
documento formidable.
El talento de Smith como sintetizador fue, sin embargo, el
origen de algunas de las imperfecciones analíticas de sus escritos.
En una serie de puntos ofreció explicaciones que eran ambiguas
o contradictorias. Gran parte de las energías de la siguiente
generación de cultivadores de la tradición clásica se dedicaron a
la tarea de depurar y fortalecer la estructura básica que él había
desarrollado. Entre las cuestiones que se plantearon sus suceso­
res figuran, de manera prominente, las siguientes: ¿Cómo y en
qué circunstancias podrá ser obstaculizado el progreso de mejo­
ra? ¿Se derivaban necesariamente de la expansión económica
ganancias para todas las clases sociales? ¿Era el progreso eco­
nómico sostenido, necesariamente, un objetivo social de primera
importancia? Malthus, Ricardo y John Stuart Mili se plantearon
estos problemas y ofrecieron respuestas algo diferentes de las
que Smith había aportado.
< apítulo 2
PROLONGACIONES DEL SISTEMA CLASICO Y
SUS PRIMERAS FIGURAS: THOMAS ROBERT
MALTHUS

Aunque Adam Smith planteó las principales cuestiones de las


que subsiguientemente se ocuparon los autores clásicos, dejó
algunos cabos sueltos en su argumentación. A sus seguidores les
correspondió el trabajo de depurar y corregir la estructura teórica
clásica y de indagar más profundamente en sus implicaciones.
Thomas Robert Malthus iba a desempeñar un papel promi­
nente en la siguiente etapa del debate clásico. Concedió un
interés primordial a la codificación de la terminología técnica, y
al final de su vida le consagró un libro, titulado Definitions in
Poliíical Economy. El desarrollo de la ciencia, según él, se había
retrasado por la ausencia de definiciones normalizadas, con el
resultado de que los autores de temas económicos a menudo
confundían al público.
La pulcritud analítica, sin embargo, no fue en modo alguno su
interés dominante. También intentó colocar la disciplina sobre
cimientos empíricos sólidos, reconociendo tanto la calamitosa
deficiencia de los datos estadísticos entonces disponibles como la
débil base empírica de muchas proposiciones teóricas amplia­
mente aceptadas. En la introducción a su importante obra sobre
economía, sostuvo:
53
54 La economía clásica

La principal causa de error y de las diferencias que prevalecen actualmente


entre los autores científicos sobre economía política me parece que es un intento
precipitado de simplificar y generalizar; y mientras sus oponentes más prácticos
inducen inferencias demasiado precipitadas a partir de una repetida apelación a
hechos parciales, estos escritores van a un extremo contrario, y no ponen a
prueba suficientemente sus teorías refiriéndolas a esa amplia y completa expe­
riencia que únicamente puede, en tan complicado tema, establecer su veracidad y
utilidad'.

Aun cuando él mismo tampoco estaba libre de las faltas que


veía en los demás, el aspecto empírico de su mentalidad era a
veces decisivo para determinar su posición en las controversias
del momento.
Cuando Malthus comenzó a escribir, se había hecho clara­
mente necesario examinar y reconsiderar los descubrimientos de
Smith. El clima económico había experimentado cambios sig­
nificativos. Los sucesores de Smith, aunque todavía interesados
en las perspectivas del largo plazo de la economía, también
tomaron parte en los debates sobre problemas económicos inme­
diatos. Las guerras napoleónicas habían estimulado el creci­
miento acusado de los precios y, más particularmente, de los
precios de los cereales panificables. Mientras tanto los salarios
reales se habían deteriorado, lo que trajo consigo considerable
penuria a la clase trabajadora. Además, el Reino Unido se
convirtió, por primera vez, en un importador neto de artículos
alimenticios. Estas perturbaciones inducidas por la guerra se
multiplicaron cuando el fin de las hostilidades trajo un período de
severa deflación. Los problemas de reajuste después de 1815
estimularon importantes elaboraciones de la teoría clásica y
prendieron la chispa del interés público por las reflexiones de los
economistas.

1. Thomas Roberí Malthus (1766-/834)

Malthus ha sido descrito por su biógrafo principal como «el


hombre mejor ultrajado de su tiempo»12. No hay duda de que fue
una figura muy controvertida.

1 Malthus, Principies of PolíticaI Economy Considered with a View to their


Practical Application (Wells y Lilly, Boston, 1821), págs. 4-5. [Hay traducción
española: Malthus, Principios de Economía Política. México, 1946,]
2 James Bonar, Malthus and His Work (George Alien and Unwin, Londres,
segunda edición, 1942), pág. 1.
Prolongaciones del sistema clásico y sus primeras figuras 55

Nacido de una familia de la clase media alta inglesa, con


|n i-tensiones aristocráticas, Malthus entró en el Jesús College,
< ainbridge, en 1784, donde estudió matemáticas y obtuvo un
distinguido expediente académico. Como él mismo dijo, de estu­
diante se le conocía más «por hablar de lo que realmente existe
en la naturaleza o lo que puede ser realmente de uso práctico» 3
que por su interés por el razonamiento abstracto. Después de un
período de vacilación —aparentemente a consecuencia de un
defecto en su forma de hablar— profesó las Ordenes Sagradas en
la Iglesia anglicana. Aunque se le tildó siempre de «clérigo», sólo
<luí ante un breve período lo fue en la práctica. La mayor parte de
su vida siguió una línea académica, primero en Cambridge y más
larde como profesor de Historia Moderna y Economía Política en
un colegio recientemente establecido para preparar funcionarios
de la Compañía de las Indias Orientales. Este nombramiento, del
cual no había ningún precedente, permite considerarle como el
primer economista profesional del mundo.
Malthus accedió a la fama con el Ensayo sobre el principio de
la población. La primera edición, publicada en 1798, apareció
anónimamente, sin duda porque su autor consideró que algunos
lectores podían escandalizarse al descubrir que un eclesiástico
Mataba tan delicadas materias. La identidad del autor, sin embar­
go, no se mantuvo secreta. Es sabido que William Godwin, cuyos
puntos de vista eran uno de los principales objetos de la critica
del ensayo, tuvo correspondencia con Malthus acerca de su
contenido en el año mismo de su publicación4.
La viva acogida del ensayo condujo a Malthus a preparar seis
ediciones posteriores, la última en 1826. El tema de que trataba
incidía de lleno en los debates del momento. Poco antes de la
publicación de la primera edición, Pitt el Joven había reorgani­
zado la legislación de ayuda a los pobres otorgando una compen­
sación y estímulo especial a las familias numerosas, sobre la base
de que «aquellos que han enriquecido su país con un cierto
número de hijos tienen derecho a la asistencia de éste para su
sustento»5. El interés en el tema se intensificó por el censo de
1801 (el primer cómputo completo de la población de Gran
Bretaña). Estas tabulaciones parecían indicar que la población
había crecido sustancialmente en la última parte del siglo xvm.

3 Citado por Bonar, op. cil., pág. 409.


4 Bonar, op. cil., pág. 43.
3 Debates parlamentarios, 12 de febrero de 1796, citado por G. F./MfcCIeary,
The Malthusian Population Theory (Faber and Faber, Londres, 1953),(pág. 35.
i > l '
56
La economía clásica

Previamente, una parte importante de la opinión había creído


—junto con Gregory King, el pionero de la estadística de la renta
nacional, que había predicho en 16% que la población de Inglate­
rra tardaría no menos de seiscientos años en doblarse— que el
ritmo de crecimiento de la población era lento.
El interés de Malthus en cuestiones de población sirvió como
punto de partida para análisis más generales de problemas eco­
nómicos y sociales. Se ocupó de temas más amplios en una serie
de panfletos y artículos sobre cuestiones del momento y en su
principal obra teórica, The Principies o f Political Economy Con-
sidered with a View to their Practical Application. Encontró
satisfactorios sus deberes de enseñanza y consideró su tema un
estudio adecuado para los jóvenes que «podían no sólo entender­
lo, sino incluso encontrarlo entretenido»6.
Contrariamente a la leyenda popular, tanto de su época como
posterior, fue un hombre de temperamento cariñoso, generoso y
gentil. De sus muchas amistades la más significativa para la
historia de las Ideas fue la que mantuvo con David Ricardo, su
adversario intelectual en muchas ocasiones, pero su aliado en la
búsqueda de la verdad. Sobre sus sentimientos hacia Ricardo,
observó en una ocasión: «Nunca he querido a nadie de mi propia
familia tanto como a él.»7

2. La Ley de la Población

La Ley de la Población de Malthus desarrollaba un punto que


Smith había dejado confuso y que, rápidamente, fue asimilado
dentro de la corriente principal del pensamiento clásico. La
investigación de Malthus en este tema fue estimulada original­
mente por una discusión con su padre sobre las doctrinas de
Godwin, defensor de una burda forma de utilitarismo que pedía la
abolición de la propiedad privada. Para Godwin, el crecimiento de
la población era una bendición social sin restricciones; cuanto
mayor fuera el número de personas buscando la felicidad, tanto
mayor podía ser la felicidad total. Mantenía además que la
alimentación de una población mayor no presentaba ningún pro­
blema, pues esperaba que la propiedad social de la tierra supon­
dría nuevos incentivos para el aumento de la producción. En

6 Citado por John Maynard Keynes, «Robert Malthus», en los Essays and
Sketches ¡n Biography (Meridian Books, Nueva York, 1956), pág. 27.
7 Citado por Keynes, op. cit., pág. 29, Trad. esp.
I’rolongaciones del sistema clásico y sus primeras figuras 57

ii-sumen, Godwin mantenía que tras las apropiadas reformas


institucionales era alcanzable la utopía social. Las simpatías del
viejo Malthus hacia esta posición espolearon a su hijo a refutarla,
v el documento que escribió con este propósito se convirtió en la
primera versión de su famoso ensayo8.
El argumento básico quedaba expuesto sucintamente en las
siguientes proposiciones:
Creo que puedo atreverme a enunciar dos postulados. Primero, que los
alimentos son necesarios para la existencia del hombre. En segundo lugar, que la
pasión entre los sexos es necesaria y permanecerá aproximadamente en su estado
actual... Suponiendo, entonces, que se cumplen mis postulados, afirmo que el
poder de la población es indefinidamente mayor que el de la tierra para producir
bienes de subsistencia para el hombre. La población, cuando nada la frena,
aumenta en una progresión geométrica. Los bienes de subsistencia sólo aumentan
on una progresión aritmética. Una ligera familiaridad con los números pone de
manifiesto la inmensidad del primer poder en comparación con el segundo9.

A partir de estas proposiciones, Malthus dedujo que la lucha


entre Ja capacidad humana de reproducción y la producción de
alimentos sería perpetua. Por la propia naturaleza de las cosas, la
población no podría exceder los límites establecidos por las
disponibilidades de víveres. Entonces, ¿cómo iba a contenerse la
inmensa capacidad humana de reproducción? La primera edición
describía uno de los mecanismos puestos en marchlT por el
crecimiento de la población, como sigue:
Si el número de trabajadores está también por encima de la proporción de
trabajo en el mercado, el precio del trabajo debe tender a decrecer; mientras que,
al mismo tiempo, e) precio de las provisiones tendería a subir. El trabajador, por
tanto, deberá trabajar más para ganar lo mismo que antes. Durante esta época de
escaseces, los obstáculos al matrimonio y la dificultad de crear una familia son tan
grandes que la población se para. Entretanto, la baratura del trabajo, la abundan­
cia de trabajadores y la necesidad en que se encuentran de trabajar más anima a
los cultivadores a emplear más trabajo en sus tierras, a roturar terreno nuevo y a
abonar y mejorar más lo que ya está en cultivo, hasta que, por último, los medios

8 El título completo de la primera edición merece anotarse: Un ensayo sobre


el principio de la población, en cuanto afecta a la futura mejora de la sociedad,
con observaciones sobre las especulaciones de Mr. Godwin, M. Condorcet y
otros autores. La segunda edición llevaba como título: Un ensayo sobre el
principio de la población o una consideración de sus efectos pasados y presentes
sobre la felicidad humana con una investigación de las posibilidades respecto de
la futura extirpación o atenuación de los males que ocasiona.
9 Malthus, An Essay on the Principie o f Populalion, primera edición (MacMi-
llan Company, reimpresión de 1909), págs. 6 y 7. [Hay traducción española:
Malthus, Primer ensayo sobre el principio de la población. El Libro de Bolsillo,
n.° 15. Alianza Editorial.]
>

58 La economía clásica

de subsistencia llegan a estar respecto de la población en la misma proporción que


en el período del que hemos partido101.

A más largo plazo entrarán en juego, probablemente, frenos


más poderosos de la tendencia de la población a superar los
medios de subsistencia. En la primera edición se distinguían dos
frenos —el positivo y el preventivo—, aunque ambos se podían ■>:
reducir a la miseria y el vicio. A través del freno positivo, la
población podría diezmarse por la guerra, el hambre, la peste, las
plagas o las enfermedades. La consecuencia sería menos dolo-
rosa si se pudiera convencer a la plebe de que actuase con la
prudencia apropiada restringiendo su crecimiento. Malthus mos­
tró pocas esperanzas de que esto ocurrera. En cualquier caso,
mantuvo que un retraso indebidamente largo del matrimonio se
asociaría probablemente con un aumento de la depravación moral
y de las inclinaciones antinaturales.
Este análisis ofrecía sólo un triste futuro para la raza humana.
El género humano quedaba como atado a una noria. Cualquier
mejora en los niveles medios de renta, parecía ser la conclusión,
se vería pronto neutralizada por la expansión de los habitantes;
los salarios entonces se verían forzados al nivel de subsistencia.
(Los lectores modernos deben tener en cuenta que la edad de
incorporarse al mercado de trabajo era mucho más baja en la
época de Malthus que en las sociedades industriales de hoy;
muchos de los telares en las primeras etapas de la revolución
industrial estaban manejados por niños menores de diez años y
no era, en modo alguno, raro en las primeras décadas del
siglo XIX encontrar en Inglaterra muchachos de seis años en las
minas de carbón.) El Malthus de la pr mera edición vio la
relación entre la población y los niveles de salario real tan
inquebrantable que llegó a la siguiente conclusión: «impedir la
recurrencia a la miseria es, ¡ay!, superor al poder del hombre»11.
No es extraño que se haya dicho que Malthus convirtió el análisis
de Smith sobre la «Riqueza de las Naciones» en un análisis de la
«Pobreza de las Naciones».
La segunda y siguientes ediciones repetían el argumento con
algunas modificaciones. Estas salvedades cambiaron poco la idea
que se hacía el público de su mensaje, y además, Malthus a veces
las descuidó en sus propios escritos. El freno preventivo —es
decir, la restricción del crecimiento de la población obtenida por

10 Ibid., págs. 14-15.


11 Ibid., pag. 37.
Prolongaciones del sistema clásico y sus primeras figuras 59

la prudencia y la previsión— pasó a primer plano, con el efecto


tle abrir algunas esperanzas de mejora en las condiciones de la
dase trabajadora. Este cambio de énfasis, sin embargo, impli­
caba una redefinición más sustancial de uno de sus conceptos
cruciales que Malthus reconoció directamente. En la primera
edición podía interpretarse generalmente la subsistencia como
referida a las necesidades fisiológicas de supervivencia. Pero el
,s tutus concedido a los frenos preventivos en las ediciones si­
guientes introducía una complicación. La subsistencia no podía
ya entenderse en términos de meras necesidades de superviven­
cia. Una versión psicológica de la subsistencia—es decir, el nivel
de renta mínimamente aceptable que un padre potencial deman­
daría antes de crear una familia— se traía ahora a primer plano.
Estas dos interpretaciones de la subsistencia daban resultados
divergentes. Si se elevaran los gustos populares, disminuiría
considerablemente la probabilidad de que una mejora en la renta
real fuera absorbida por un mayor número de bocas.
En sus ensayos sobre la población, Malthus dio poca impor­
tancia a la posibilidad de este resultado. Parecía creer que sólo a
largo plazo podrían tener efecto cambios significativos en los
hábitos y actitudes de la población (y, más particularmente, de la
clase trabajadora). Un mayor reconocimiento de las alternativas
se recogía en su obra más importante de carácter económico:
De unos altos salarios, o sea de la capacidad de demandar una porción amplia
de los artículos de primera necesidad, pueden derivarse dos consecuencias muy
diferentes: una, un rápido incremento de la población, en cuyo caso los altos
salarios se gastan fundamentalmente en el mantenimiento de un número mayor de
familias numerosas; la otra, una mejora decidida en las formas de subsistencia y
en el nivel de confort y comodidad disfrutado, sin una aceleración proporcional en
la tasa de aumento12.

Esta concesión, aunque atractiva como una retirada que era


desde la dureza de la primera edición, despojó a su teoría de la
población de gran parte de su mordiente. Ya no podía mante­
nerse que Malthus había revelado una ley científica con directas e
inmediatas consecuencias para la realidad social. En vez de ello,
su pr ncipio se reducía a una tautología vacía de contenido
empír co. A pesar de su apariencia, la proposición de que la
presión de la población perpetuará de un modo natural el nivel
del salario de subsistencia no dice nada específico sobre la

12 Malthus, Principies o f Political Economy, pág. 195. [Hay traducción espa­


ñola: Malthus, Principios de Economía Política. México, 1946.]
r

La economía clásica

condición futura de la clase trabajadora. Los salarios reales al


crecer el producto nacional podían ser constantes o podían subir,
según la noción de subsistencia que fuera operativa. Ninguna
evidencia empírica puede refutar una afirmación de este tipo. El
coste de tal inmunidad, sin embargo, es la pérdida de contacto
con el mundo de los hechos.
En sus propuestas de política económica, Malthus ignoró en
gran medida estas matizaciones. Más aún, la mayor parte de los
economistas clásicos entendieron que su «principio de la pobla­
ción» ofrecía una demostración convincente de que los salarios
reales gravitarían naturalmente en torno a un equilibrio, a un
nivel fijo de subsistencia. Tampoco tendió a desaparecer en la
mente popular la lobreguez de la versión original. Como observó
uno de los personajes en la novela Melincourt, de Thomas Love
Peacock:
Venerp decididamente a solteros y a solteras. El mundo está sobresaturado de \
bípedos sin plumas. Más hombres que pan es un terrible privilegio, la única y fruc­
tífera causa de la penuria, la enfermedad y la guerra, la peste, la pestilencia y
el hambre13.

Si la lógica de Malthus no era perfecta, tampoco lo era su


interpretación del mecanismo causal de los cambios en la pobla­
ción. Malthus había afirmado que el ajuste del tamaño de la
población a la evolución económica ocurría, fundamentalmente,
a través de efectos sobre la natalidad. Si aumentaba la renta real
se contraería más pronto matrimonio y aumentarían los nacimien­
tos. Dio poca importancia a la posible relación entre el avance
económico y la reducción de la mortalidad. Hay pruebas conside­
rables, sin embargo, de que la «explosión de la población» de su
tiempo se debió en gran parte a reducciones en las tasas de
mortalidad. Además estos cambios demográficos estaban más
estrechamente relacionados con las mejoras en la salud y sanidad
pública, que con las mejoras en los salarios reales. Sin embargo,
los hechos no se han establecido todavía de forma concluyente.
Los defectos de las estadísticas nacionales de la población in­
glesa a finales del siglo xvm y principios del xix, son tales que,
como ha comentado un cuidadoso investigador de estos proble­
mas, un entendimiento cabal de los mecanismos del crecimiento
de la población en esa época requeriría «una generación de

13 Citado por Alan T. Peacock, «Malthus in the Twentieth Century», en


Introduction to Malthus, editado por D. V. Glass (John Wiley and Sons, Nueva
York, 1953), pág. 57.
Prolongaciones del sistema clásico y sus primeras figuras 61

n abajo de equipo en los registros de las parroquias y otras


luentes de información locales»14.
Con las ventajas de una visión retrospectiva, es ahora evi­
dente que Malthus subestimó considerablemente el ritmo del
progreso tecnológico y su impacto. No es razonable exigirle que
l>i eviera la revolución en la ciencia agrícola que, más adelante,
había de alterar radicalmente la capacidad de una oferta limitada
*l<* tierra para alimentar poblaciones mucho mayores. Tampoco
inevió las mejoras en las técnicas de limitación de la fertilidad.
I>c manera similar, Malthus no apreció las oportunidades ofreci­
das por el comercio internacional para expandir la capacidad de
una pequeña isla para mantener mayor número de habitantes,
l úe, de hecho, a través de la especialización internacional y el
comercio como Inglaterra se las arregló para escapar al peligro
maltnusiano en el siglo XIX.
Es fácil señalar estos fallos siglo y medio después de que
iescribiera Malthus, pero en su tiempo no existía ninguna base
para esperar confiadamente que la tecnología y el comercio
pudieran producir tal transformación. No resultaba entonces
inapropiado advertir que el género humano podía estar al borde
dd desastre. Después de todo, aun cuando Inglaterra se las
arregló para escapar a los sufrimientos del «freno positivo», no lo
hizo con un margen muy amplio. En Irlanda, el «freno positivo»
entró enjuego con creces. El hambre del decenio de 1840, debida
;i la plaga de la patata, redujo la población —a través de los
efectos combinados de la mortalidad y la emigración— desde casi
nueve millones a seis millones y medio en sólo seis años15.
En los países de Occidente, el tono de fatalismo que resuena a
través de la discusión de Malthus de la interrelación entre el
i recimiento de la población y los cambios del salario real, no
nene ahora justificación. La experiencia del siglo pasado en las
sociedades industriales suministra abundantes pruebas de que
los coeficientes de reproducción humana y de producción de
alimentos son más variables de lo que Malthus y muchos de sus
contemporáneos creían. En muchas de las partes más pobres del
mundo moderno, sin embargo, las presunciones malthusianas pa­
recen aproximarse peligrosamente a la verdad. La tecnología
agraria está atrasada y no es sensible a los estímulos del cambio;

14 H. J. Habakkuk, «Flnglish Population in the Eighteenth Century», Econo-


mic History Review, segunda serie, vol. 6 (1953), pág. 130.
15 Para una fascinante relación de estos hechos, ver Cecil Woodham-Smith,
(he Great Hunger: Iretand 1845 to 1849 (Signet Books, Nueva York, 1964).
62 La economía clásica

las modernas técnicas anticonceptivas no han incidido aún sobre


la fertilidad, mientras que las tasas de mortalidad han quedado
fuertemente reducidas por las medidas de higiene y sanidad
públicas. En estas zonas las advertencias malthusianas no han
perdido su pertinencia. Este tema es uno de los problemas
centrales de nuestro tiempo.

3. El análisis malthusiano de las leyes de la producción en la


agricultura
El problema de la población proporcionó a Malthus su punto
de partida en economía política. Pero los postulados en los que se
basaba el principio de la población —especialmente las afirma­
ciones sobre las posibilidades productivas de la agricultura—
necesitaban un apoyo analítico adicional para ser convincentes.
En particular era necesario demostrar por qué no había de expan­
dirse la oferta de alimentos más rápidamente que la de habi­
tantes.
De sus estudios en teoría económica obtuvo el apoyo que
necesitaba. La noción básica que desarrolló se conoce común­
mente como la «ley de los rendimientos decrecientes», noción
ideada casi simultáneamente por otros tres autores: Ricardo, West
y Torrens. La discusión de este punto marcaba asL.una de
aquellas ocasiones —de las que ha habido varias en la historia de
las ideas económicas— de una coincidencia de varias mentes
activas en la formulación de una proposición teórica funda­
mental.
Aunque resulte tentador describir el mensaje de estos contri­
buidores al clasicismo en terminología moderna, ello distorsiona­
ría parte de su argumentación. En la práctica corriente el con­
cepto de «rendimientos decrecientes» se formula comúnmente
del modo que sigue: si todos los factores de producción menos
uno se mantienen constantes, los incrementos en el producto
obtenible por la adición de unidades sucesivas del factor variable
disminuirán a partir de cierto punto. Así, por ejemplo, si se
emplea cada vez más mano de obra para cultivar una superficie
fija con una cantidad invariable de equipo de capital, la produc­
ción total puede expandirse, pero cuando el número de trabaja­
dores se amplía sustancialmente, la tasa de crecimiento de la
producción declinará. Se interpreta normalmente este principio
como aplicable de manera general a todas las actividades produc­
tivas, en cualquier sector de la economía.
ITolongaciones del sistema clásico y sus primeras figuras 63

La divergencia entre el concepto moderno y el expuesto por


1. 1-,
autores de la tradición clásica puede verse en el modo en que
Mallhus desarrolló el análisis. Empezó por detallar tres fuentes
•ir la renta de la tierra:
l'iimero y principalmente, esa calidad del suelo, que hace que rinda una
i" Mi ión de bienes de subsistencia mayor que la necesaria para el mantenimiento
di- las personas empleadas en la tierra.
lái segundo lugar, esa peculiar cualidad de los bienes de subsistencia, cuando
• .i.m propiamente distribuidos, de poder crear su propia demanda, o de elevar el
iiuiiicro de demandantes en proporción a la cantidad producida de ellos.
V, en tercer lugar, la escasez comparativa de la tierra fértil, tanto natural
■"im> artificial16.

La primera de estas observaciones recuerda la idea de


la «bondad de la naturaleza», propuesta por los fisiócratas y de la
•|iie se apropió Smith. La segunda relaciona su principio de la
población con una demanda perpetuamente asegurada para los
productos de la tierra. Pero es la tercera la que lleva al análisis
hacia una nueva dirección. La oferta de tierra no está sólo
limitada en cantidad, sino que su calidad es desigual. Conforme
■•I crecimiento de la población amplía la demanda de alimentos y
eleva su precio, el cultivo se extenderá a superficies menos
Ioídles, o se intensificará en tierras ya roturadas. En cualquier
caso, los costes medios de producción subirán, porque el es-
lncrzo requerido por unidad de producto adicional crece. Por la
misma razón, la subida en los precios necesaria para inducir a los
ioi^atenientes a extender el cultivo a nuevas tierras o a mejorarlo
ni las antiguas, beneficiará a los propietarios de las superficies
más fértiles. Ellos pueden disfrutar de unos ingresos más altos
sin que se incrementen sus costes, así sus rentas de la tierra
engrosarán.
En apariencia, este argumento tiene una gran semejanza con
l.i versión actual de los «rendimientos decrecientes». Pero hay
Jos puntos de contraste importantes. En manos de Malthus y sus
contemporáneos, el análisis de la tendencia a disminuir de los
rendimientos por unidades sucesivas de input en la agricultura no
estaba desarrollado para el caso de condiciones estáticas en las
que todos los factores menos uno se mantenían constantes. En
lugar de ello, el argumento estaba construido en un contexto de
iransformación, particularmente de la población y el tamaño del
•dock de capital. En la forma presentada, dio una respuesta a
16 Malthus, Principies ofPoliiical Economy, pág. 110. [Hay traducción espa-
iinla: Malthus, Principios de Economía Política. México, 1946.]
64 La economía clásica;

aquellos que habían mantenido que el pronóstico demográfico ■


malthusíano debía rechazarse sobre la base de que Dios envía un I
par de manos con cada boca. Así aparecía que la producción de |
alimentos, aunque podía crecer, probablemente lo haría a una |
tasa decreciente y que, en consecuencia, se agravaría el pro- l
blema de mantener constante la dispon bilidad de alimentos por |
cabeza, a medida que aumentase la población. Malthus recono- ¡
ció, no obstante, que podría mejorarse considerablemente la j
situación si se volcara capital en la mejora de la agricultura, aun ,
cuando no pudiera «invertirse sin rendimiento decreciente»17. A '
diferencia de Smith, mantenía que el terrateniente podía ser un
importante innovador e inversor. La intensificación de la produc­
ción agrícola, sin embargo, no ocurriría, probablemente, hasta
que las rentas de la tierra hubiesen subido.
Hay otro aspecto en que difería la noción clásica de los
rendimientos decrecientes de la interpretación que adquir ó vi­
gencia más tarde. Para Malthus (y para la mayoría de los econo­
mistas clásicos), este análisis se refería sólo a la producción
agrícola. La tendencia a los «rendimientos decrecientes» no se
extendía a todas las actividades productivas. Por el contrario,
preveían que en las manufacturas —donde los instrumentos bási­
cos de producción podían multiplicarse sin límite natural— no
surgiría el mismo problema. Los ingresos percibidos por los
capitalistas (por ejemplo los beneficios) tendían a disminuir a
largo plazo. Pero este fenómeno fue considerado más como
efecto de la subida de las rentas de la tierra y los precios de los
alimentos, que de las condiciones propias a la producción de
bienes manufacturados.
Este análisis de los problemas de la producción en la agricul­
tura apoyaba los argumentos malthusianos de la población, pero
tenía también otras consecuencias. En efecto, ponía en cuestión
uno de los supuestos sobre los que se había construido La
riqueza de las naciones. Smith había considerado la renta de la
tierra como ingreso gratuito que provenía, en principio, de la
bondad de la naturaleza. Malthus llevó a primer plano otro as- ■
pecto de la naturaleza: su avaricia al limitar la superficie culti­
vable y al restringir la disponibilidad de tierras de alta ferti­
lidad. Las condiciones naturales imponían de este modo severas
limitaciones al crecimiento de la producción agrícola.
Este hallazgo, a su vez, era sólo un síntoma de una reorienta­
ción más amplia de las previsiones clásicas. Dada la naturaleza
Ibid., pág. 137, nota.
1'elongaciones de] sistema clásico y sus primeras figuras 65

ili ia producción agrícola, tal y como la consideraban Malthus y


lin ardo, era probable que se redistribuyeran los ingresos en
f ivtir de las rentas de la tierra y a expensas de los beneficios, a
mi ritmo más rápido del que Smith había estado dispuesto a
.a cptar. Malthus matizó esta postura diciendo que las rentas, aun
' ii.uido subieran en términos absolutos en el curso de la expan-
iimi económica, no aumentarían necesariamente su participación
ili'iiiro del total de los ingresos. Pero este punto de vista —que
Uicardo, entre otros, no compartía— estaba basado sobre el
Mipiiesto de que el crecimiento de las rentas espolearía la capita­
lización de la agricultura, con el resultado de que una proporción
■i cciente de los ingresos de los terratenientes podría ser considé­
rala como beneficio. En cualquier caso, los efectos combinados
de la acumulación de capital y el crecimiento de la población
ii-iiderían a ir acompañados por precios crecientes de los alimen-
iiis. salarios monetarios más altos (aun cuando el salario real no
' .mihiara) y una contracción de los beneficios de los capitalistas.
I a visión de un estado estacionario —en el que habría cesado el
i iccimiento, y la acumulación de capital quedaría restringida a
las necesidades de reposición— se convertía de este modo en una
|insibilidad menos lejana.
El análisis de la población y de la producción agrícola de
Malthus contribuyó a arrojar una sombra sobre el optimismo de
II is primeros tiempos del clasicismo. En algún grado, esta parte
•li su mensaje quedó asimilada dentro de la corriente principal
ili l pensamiento clásico posterior. Las inferencias que se dedu­
cían de estos hallazgos fueron, en gran parte, responsables de
que Carlyle llamara a la Economía Política «la ciencia lúgubre».I.

I. Malthus y la ley de los mercados


Malthus debe su puesto en la historia de las ideas económicas
:i algo más que su contribución al análisis clásico de la población
v de la productividad agrícola. También se le conoce por una
importante desviación de la doctrina clásica oitodoxa. El punto
crucial en el que disentía de la mayoría de sus contemporáneos
lúe en relación con las supuestas propiedades de «ajuste automá-
rico» de los mercados. Este arma del arsenal de leyes de la
economía clásica se ha asociado generalmente con el nombre de
un francés, J. B. Say (1767-1832), aunque su idea central había
ido expresada anteriormente por James Mili. Puestos a buscar
precedentes, Smith había anticipado las conclusiones de esta ley
66 La economía clásics

en La riqueza de las naciones, aunque sin entrar a demostrarlas.


La Ley de Say ha fi gurado tan destacadamente en las contro­
versias económicas del pasado siglo y medio que vale la pena
exponer la forma en que originalmente se enunció. Se deducía de
dos proposiciones: 1.a, que los productos se cambian por produc­
tos; y 2.a, que la demanda de bienes está constituida por otros
bienes.
El significado de la primera de estas afirmaciones radica tanto
en lo que decía como en lo que omitía. Al afirmar que «los
p oductos se cambian por productos», Say restringía el dinero al
papel de medio de cambio, al papel de catalizador del comercio.'
Su uso, por tanto, no alteraba el hecho básico en las transacció-*
nes: que representaban intercambio de bienes. No era éste un
punto de vista original; Smith y Hume, antes que él, habían
llegado esencialmente a la misma conclusión. Say consideraba
revolucionario este hallazgo, puesto que demostraba, de modo '
concluyente, la falacia de la visión mercantilista, en la que valía
la pena adquinr dinero como un activo.
La segunda proposición de Say había de tener una marcada
influencia en el desarrollo del pensamiento económico. El sig­
nificado de la afirmación de que «la demanda de bienes está
constituida por otros bienes» se interpretaba en el sentido de que
el acto de producir genera renta suficiente para comprar el
producto, o más simplemente, que «la oferta crea su propia *
demanda». Se entendía, desde luego, que esta proposición se
refería a la economía en su conjunto y no a la situación de
empresas o industrias individuales. Dado que se alegaba que
nunca podría existir un déficit de la demanda agregada, la Ley de
Say desear aba la posibilidad de «una superproducción general».
Esta conclusión descansaba en un supuesto importante, aun­
que implícito: que todos los ingresos eran gastados y nada se
atesoraba. Para Say, y para la mayoría de los escr tores de la
tradición clásica, esta premisa básica era demasiado evidente
para exigir una argumentación detallada. Desde su punto de vista
no había razón para que nadie deseara atesorar. Después de todo
ningún hombre inteligente (a no ser el caso excepcional del
avaro) acumularía saldos estériles si podía incrementar sus ingre­
sos prestando los mismos fondos a interés. Esta actitud fue
mantenida con la fuerza de un dogma por el pensamiento clásico
ortodoxo, fenómeno que no dejaba de estar relacionado con su
antipatía por la actitud mercantilista, según la cual el atesora­
miento, a nivel nacional, era socialmente beneficioso.
Aunque se descartaba, de este modo, «una superproducción
fi.ii imiraciones del sistema clásico y sus primeras figuras 67

ni i il >. era claro que podía darse «una superproducción par-


mi una situación en la que algunas empresas o industrias
luí i.iii incapaces de colocar toda su producción. Aunque un
i.miliictor individual añadiera por igual valor a la demanda total
unió a la oferta total, no podía asegurarse, sin embargo, que
luil.i su producción encontraría un comprador. Podrían surgir
i» iiiiibaciones —nacidas, porejfemplo, de equivocaciones en los
míenlos de los empresarios o de cambios en los gustos del
publico— que colocarían al vendedor ante un atasco parcial de
un í rancia no vendida.
iVro no acababa ahí la cuestión. Era esencial para el argu-
1111-0 10 insistir en que cuando hubiera una superproducción par-
• mi la perturbación no escalaría hasta un embotellamiento o
•..ilutación» general. La doctrina mantenía que si un vendedor
un podía colocar todo su producto, era de esperar que otros
dr.li litaran de una demanda anormalmente fuerte de los suyos.
I .1.1 conclusión se der vaba de la condición de que toda la renta
. ia ¡-.astada, ya en bienes de consumo, ya en bienes de inversión.
Dando un paso más, podía también afirmarse que una situa-
, mu de superproducción parcial tendería a corregirse por sí
mi iiui en el curso normal de los acontecimientos. Si pudiera
,aponerse que no había obstáculos significativos a la movilidad
di mano de obra y capital, podría esperarse que una superpro­
ducción parcial indujera una redistribución de los recursos pro-
iliutivos. La mano de obra y el capital serían retirados de los
.cdores saturados y colocados en aquellos otros que gozaban de
iiiiii demanda boyante. El ajuste requerido no podría hacerse
msinnláneamente. Sin embargo, las fuerzas naturales del merca-
di. por sí solas, proporcionarían el ímpetu necesario para dimi­
nuí una saturación parcial transitoria.
I.a claridad y elegancia de este argumento le daba un atrac-
iivo obvio. Pero para Malthus, que vio las dificultades que
•ifuiieron a las guerras napoleónicas, la imposibilidad de una
..miración general no era evidente por sí misma. Tampoco
■miñaba en que el problema fuera sólo transitorio y remediable a
n.ivés de los propios mecanismos del mercado. Los productores
di- muchas clases de bienes experimentaron dificultades para
disponer de sus productos y el «desempleo» —al menos el
medido en términos de los candidatos al subsidio parroquial, que
cían cerca de un millón y medio en 181818— alcanzaba un nivel

Mark Blaug, Ricardian Economics (Yale University Press, 1958), pa'g. 197.
68 La economía clásica

sin precedentes. Temía que la «saturación» pudiera ser general


y crónica.
Juzgado con criterios modernos, el contraargumento de Malt-
hus no estaba desarrollado sistemáticamente. Su postura giraba
en torno a la distinción entre dos categorías de productos —esen­
ciales (principalmente alimentos) y no esenciales—. En el caso de
los primeros nunca habría problemas de saturación. Como había
demostrado con su razonamiento sobre la población, el creci­
miento de la oferta (en forma de una disponibilidad mayor de
alimentos) automáticamente creaba su propia demanda (en forma
de un mayor número de personas). En el caso de bienes no
esenciales, >¡n embargo, el problema era diferente. El que el
mercado de estos bienes se equilibrara dependía de los gustos de
quienes gozaran de rentas suficientemente altas para adquirirlos,
«primordialmente terratenientes y capitalistas». Malthus bien po­
dría haber añadido otro subgrupo (aunque no lo hizo): los nou-
veaux rentiers, que mantenían la crecidísima deuda pública
creada con ocasión de las guerras napoleónicas. En esa época su
posición económica no carecía de importancia, ya que los servi­
cios financieros de la deuda llegaron a representar cerca del
10% de la renta nacional19.
El diagnóstico de Malthus del problema de la «saturación»
tenía mucho en común con la actitud que le llevó a desconfiar de
la eficacia del freno preventivo al crecimiento de la población.
Los gustos y hábitos de la clase trabajadora no podían alterarse
sino tras un período prolongado de tiempo, ni era probable que
fueran más flexibles los de los potenciales compradores de bienes
de lujo. Explicó el significado de este punto en una carta a
Ricardo en 1817:
Usted parece pensar que las necesidades y gustos del género humano están
siempre dispuestos a absorber la oferta, mientras que mi opinión es, decididamen­
te, que pocas cosas son más difíciles que inspirar gustos y deseos nuevos,
particularmente a partir de antiguos bienes; que uno de los grandes elementos de la
demanda es el valor que la gente da a los bienes, y que cuanto más completa­
mente se adapte la oferta a la demanda tanto mayor será su valor y tantos más
días de trabajo se darán a cambio de ella, o mayor será su poder de compra... Soy
de la opinión de que en la práctica los frenos a la producción y al crecimiento de
la población surgen más de la falta de estímulo que de la falta de capacidad
productiva20.
19 B. R. Mitchell y Phillips Deane, Abstrae! of Brilish HistóricaI Statistics
(Cambridge University Press. 1962), págs. 366, 396.
20 Malthus a Ricardo, 26 de febrero de 1817, The Works and Correspondence
o f David Ricardo, ed. por Piero Sraffa (Cambridge University Press, 1952),
vol. 7, págs. 122-3. [Hay traducción castellana: Ricardo, Obras y corresponden­
cia. Ed. por Piero Sraffa. Cartas 1816-18, México, 1963.]
emlongaciones de! sistema clásico y sus primeras figuras 69

l’ara remediar tales estancamientos y dificultades, Malthus


iu opuso varias medidas heréticas. Temiendo que, en ausencia de
ilu didas extraordinarias, la demanda pudiera ser insuficiente para
absorber el producto de la economía, sostuvo que lo más pru-
ili nlc era estimular los gastos improductivos. Para él el hecho de
i|uc los ricos (particularmente grandes terratenientes) aumentaran
• I numero de sus sirvientes era beneficioso para la sociedad. Los
irstiltados serían aún mejores si los terratenientes contrataran
imi tajadores, de otro modo desempleados, para mejorar sus
pi opiedades. Además el Estado —el gastador improductivo por
■wedencia— bien podría emprender obras públicas para crear
puestos de trabajo. De este modo resumió sus proposiciones:
Kn conjunto, yo diría que el empleo de los pobres en carreteras y obras
publicas, y una inclinación entre los terratenientes y personas acomodadas a
11 instruir, mejorar y embellecer sus terrenos, y a emplear obreros y servidores
■11 onósticos, son los medios más disponibles y más eficaces para remediar los
un 'invenientes nacidos de la perturbación del equilibrio entre producción y
■imsumo por razón de la rápida conversión de soldados, marineros y otros
hombres empleados en la guerra en trabajadores productivos21.

Los puntos de vista de Malthus sobre el problema de la


saturación» en el período de la postguerra napoleónica han sido
ilescritos como una anticipación de los posteriores argumentos
lu ynesianos sobre la importancia de la demanda agregada en la
determinación de la renta y el empleo totales. A pesar de la
semejanza superficial entre dichas líneas arguméntales, tal equi-
iun ación no concuerda con los hechos. El pensamiento de Malt-
luis se adaptaba todavía, en gran medida, al molde clásico.
\tmque él sentía alguna desazón, fue incapaz de superar las
limitaciones de esta tradición. De hecho, nunca aceptó seria­
mente el argumento que hubiese dado consistencia a su ataque:
un análisis del atesoramiento en períodos de saturación.

' Malthus y la política económica


Malthus, que se opuso a la corriente principal de la tradición
clásica en su análisis de los «atascos», también se separó de
muchos de sus contemporáneos en otras cuestiones. Mientras la
mayor parte de los clásicos estuvieron a favor del libre comercio
(particularmente en mercancías agrícolas), Malthus defendió las
21 Malthus, Principies o f Political Economy, pág. 395. [Hay traducción espa­
ñola: Malthus, Principios de Economía Política. México, 1946.]
70 La economía clásica

llamadas Leyes de Cereales, es decir, los aranceles que pro­


tegían a la agricultura.
Mientras que la mayor parte de sus contemporáneos eran
opuestos a los gastos improductivos (particularmente los gastos
gubernamentales), Malthus, al menos en ciertas circunstancias,
estaba de acuerdo con ellos. Quizás todavía más chocante sea su
actitud hacia el control de la población. A la vista de sus temores
ante una explosión demográfica, con su consecuencia de desgra- \
cias y penalidades, uno podía esperar que fuera un decidido i
defensor del control de la natalidad. De hecho, sin embargo, se
opuso a las prácticas anticonceptivas que por otra parte, medidas
con criterios modernos, eran técnicamente deficientes.
Por debajo de estas posiciones latía una justificación coheren­
te, aunque criticable. Malthus dio una importancia primordial a la
expansión de la producción de alimentos, y consideraba esencial
un reforzamiento de los incentivos para conseguirlo. Por ello
justificaba la protección a la agricultura, basándose en que los
altos precios de los alimentos alentarían la inversión agrícola, con
lo que se elevaría la productividad. Esta actitud estaba apoyada
sobre un argumento subsidiario de carácter no económico: sería
imprudente, mantenía, para una pequeña isla basar sobre las
importaciones una parte sustancial de su alimentación. En tiem­
pos de guerra o emergencia nacional, su posición sería incómo­
damente vulnerable.
De modo similar, su oposición al control de la natalidad
descansaba en el punto de vista de que las responsabilidades
familiares ayudaban al hombre a combatir su tendencia natural a
la indolencia y el ocio. La presión de la necesidad era un impulso
sin rival para trabajar diligente e intensivamente. Sus recomen­
daciones heréticas sobre los gastos improductivos estaban dirigi­
das a una situación específica y no las defendía como proposicio­
nes generales. Los remedios que propuso, sin embargo, daban un
lugar importante al empleo de trabajadores parados en tareas que
aumentaran la productividad de la tierra.
Aun cuando Malthus se separara claramente en algunas cues­
tiones de la posición clásica, sus opiniones en un gran número de
problemas de política económica estuvieron plenamente de
acuerdo con las de la tradición ortodoxa. Aparte de las excepcio­
nes ya mencionadas, fue en general un defensor del mercado
libre y se opuso a las restricciones gubernamentales. Como la
mayor parte de sus contemporáneos clásicos, atacó las Leyes de
Pobres, pues aunque continuó el camino abierto por Smith propor-
onó —con la ayuda de su análisis de la población— nuevos
l'nilungaciones del sistema clásico y sus primeras figuras 71

,linimentos para corregirlo. El argumento primordial contra las


I , ves de Pobres ya no era que impidieran la movilidad de la
m.ino de obra; Malthus también adujo que tenían el desafortu-
ii,irlo efecto de aumentar la demanda nacional de alimentos sin
toiiiribuir a la ampliación de su oferta. Además, el sistema
i \islente creaba dificultades al menos en dos aspectos: la ayuda
Icnroquial no sólo quitaba incentivo para trabajar, sino que
i.uuhién permitía a quienes la recibían reproducirse a tasas supe-
iunes a las que de otro modo les hubieran sido posibles, inten-
iliciindo así la competencia en torno a una oferta limitada de
.ilirnentos.
Aunque algunas de las opiniones de Malthus sobre política
económica parecen severas, debe hacerse notar que, para él,
r siaban inspiradas por una genuina preocupación por la humani­
dad. Malthus fue casi el único entre sus contemporáneos en pedir
medidas públicas que aliviaran el desempleo de la postguerra.
Sus recomendaciones sobre las Leyes de Pobres —a las que se
upuso enérgicamente— consistían en pedir una gradual desapari­
ción de la ayuda parroquial. Pero aconsejó retirar la asistencia
publica sólo a las personas capaces: las personas no preparadas
pura ganarse su propia vida tendrían derecho a la caridad estatal.
Y sobre todo, sus consideraciones de política económica se
I'usaban en la convicción de que las restricciones a la producción
de alimentos imponían a las esperanzas de mejora material seve­
ros límites: límites que sólo por su cuenta y nesgo podían los
hombres ignorar.
Capítulo 3
DAVID RICARDO Y LA FORMALIZACION DEL
ANALISIS CLASICO

Ricardo y Malthus trabajaron, en gran medida, sobre el


mismo terreno teórico. Ambos estaban interesados en extender la
tradición comenzada por Smith y en clarificar sus ideas. Además,
las obras de ambos respondían a las circunstancias poco norma­
les de las guerras napoleónicas y sus consecuencias. En ciertos
puntos específicos llegaron a conclusiones completamente dife­
rentes. No obstante, ambos dirigían sus puntos de mira analíticos
al problema clásico. Por su parte, Ricardo se identificó con sus
principios centrales cuando declaró que el «problema principal de
la economía política» era «determinar las leyes» que regulan la
distribución entre las diversas clases, y la relación de esas leyes
con las circunstancias generales de la sociedad.
Inicialmente, Ricardo dirigió su atención hacia un aspecto
más restringido de este tema: los efectos de la protección pres­
tada a la agricultura por las Leyes de Cereales sobre la economía
en su conjunto. Dadas las circunstancias de la época, no fue
casual el que esta cuestión ocupara un lugar dominante en el
pensamiento de Ricardo. Las guerras napoleónicas —unidas a
una serie de malas cosechas— convirtieron, como ya hemos
dicho, la economía británica en un importador neto de grano. Los
precios del trigo se habían disparado y la renta de los terratenien-
72
Havid Ricardo y la formalización del análisis clásico 73

i. . había crecido. Por ejemplo, en una finca de la que se ha


■miservado documentación sistemática, el ingreso del terrate­
niente se multiplicó aproximadamente por diez entre 1776 y 1816.
Nu todo este ingreso puede inteipretarse como «renta económi-
i.i“ en el sentido que consideraban Malthus y Ricardo en sus
morías; una parte representa el producto de las inversiones para
elevar la productividad del suelo. No obstante, era evidente que
había ocurrido un cambio fundamental en la agricultura (en
u-hición con el resto de la economía).
Estos problemas se agravaron con las enmiendas a las Leyes
de Cereales aprobadas poco después del final de la guerra. Su
efecto fue hacer prácticamente absoluta la protección de la
agricultura nacional, al prohibir la importación de granos hasta
que el precio interior del trigo superara los sesenta chelines por
.iiuiríer. El problema que Ricardo se planteó era, pues, real e
importante. Se puso de manifiesto ésta su preocupación por la
importancia de la agricultura, en el prefacio de sus Principios de
economía política:
El producto de la tierra —lodo lo que se deriva de su superficie por la
aplicación conjunta de trabajo, maquinaria y capital— se divide entre las tres
‘ lases de la comunidad, a saber: el propietario de la tierra, el propietario del stock
o capital necesario para su cultivo y los trabajadores, gracias a cuyo esfuerzo se
cultiva.
Pero en las diferentes etapas de la sociedad, las proporciones del producto
lotal de la tierra, que serán distribuidas entre cada una de esas clases, bajo los
nombres de renta de la tierra, beneficio y salarios, serán esencialmente diferentes,
dependiendo principalmente de la fertilidad del suelo, de la acumulación del
capital y de la población y de la habilidad, ingenio e instrumentos empleados en la
agricultura'.
En muchos de sus escritos Ricardo consideró a la economía
en su conjunto como si se tratara de una sola explotación .agrícola
gigante.
El método que Ricardo empleó, en relación con este proble­
ma, dio a su análisis un tono de generalidad. Su prosa —en
contraste con la de Smith y la de Malthus (adornadas con
ejemplos familiares y sermones ocasionales)— era escueta y
formal. Además, su aguda percepción analítica le condujo mucho
más allá de los problemas prácticos que originalmente le llevaron
a la investigación teórica. Lo que había de dejar una huella
indeleble en las técnicas teoréticas de la economía fue su mo­
delo en la versión más general.1
1 Ricardo, Principies of Polilical Economy and Taxalion. ed. Piero Sraffa
(Cambridge University Press, 1953), pág. 5. [Hay traducción castellana: David
Ricardo, Principios de Economía Política y de Tribulación. Madrid, s. a.]
74 La economía clásica

1. David Ricardo (1772-1823)

Ricardo empezó a ganarse la vida cuando, a la edad de


catorce años, entró en la Bolsa de Londres como empleado de su
padre. Pero siete años después se casó fuera de la fe judía y las
relaciones con su familia se atirantaron, por lo que el joven
Ricardo se estableció por su cuenta. Especializado en la negocia­
ción de valores públicos, pronto prosperó, y para 1815 había
amasado una considerable fortuna.
Su interés por los problemas abstractos de la economía, se
desarrolló hacia la mitad de su vida. Su primer contacto con el
tema parece datar de 1799 cuando, en una visita con su mujer al
balneario de Bath, leyó a Adam Smith. Una década más tarde
aparecieron publicadas sus primeras opiniones —en relación con
la depreciación de la moneda— en forma de cartas a la prensa
firmadas por «R». Poco después desplegó sus ideas sobre las
cuestiones referentes al dinero, en un panfleto que había de darle
a conocer y que atrajo sobre él la atención de figuras literarias
prominentes, entre ellas, James Mili. Sin el estímulo de Mili
(quien le decía «como es usted ya el mejor pensador en econo­
mía, he resuelto que sea también el mejor escritor»2), probable­
mente nunca se habrían escrito los Principios de Ricardo. Este
temía que «la empresa superase sus posibilidades»3, y se lamen­
taba después de haber comenzado la obra: «No hago progresos
en el muy difícil arte de la composición. Eso es lo que debo
estudiar antes de presentar al público ninguna de mis burdas
nociones.»4 A pesar de los retrasos y los recurrentes períodos de
desaliento, los Principios de economía política y tributación
aparecieron en 1817.
Esta obra estableció sólidamente su reputación como el prin­
cipal analista económico de la época. Cuando entró en el parla­
mento, en 1819, sus opiniones gozaban de autoridad (aun cuando
las expresara con voz tranquila, ligeramente atiplada). Se le ha
descrito, justamente, como el primero en educar a la Cámara de
los Comunes en el análisis económico. Pero sus opiniones no
quedaban sin discusión; la disensión más expresiva fue la de su

2 James Mili a Ricardo, 22 de diciembre de 1815, The Works and Correspon-


dence o f David Ricardo, ed. Piero Srafía (Cambridge University Press, 1952),
vol. 6, pág. 340. [Hay traducción castellana: Ricardo, Obras y correspondencia.
Ed. por Piero Sraffa. Cartas 1810-15. México, 1962.]
3 Ricardo a J. B. Say, carta del 18 de agosto de 1815. loe. cit., vol. 6.
pág. 249.
4 Ricardo a Malthus, 7 de febrero de 1816, loe. cit., vol. 7, página 19.
I i:iv¡d Ricardo y la formalización del análisis clásico 75

Malthus. Su última carta a Malthus hace ver qué género de


hombre era:
i orno otros polemistas, después de mucha discusión conservamos cada uno
niK'siras propias opiniones. Estas discusiones, sin embargo, nunca influyen en
mirsini amistad; no le tendría más cariño que el que le tengo si estuviera de
•modo con mis opiniones5.

Al final de su vida, pese a sus protestas sobre la malevolencia


•le los terratenientes, Ricardo colocó la mayor parte de su sus-
i.mcial fortuna en tierras. Sobre este aspecto del comportamiento
•l>- su amigo, Malthus observó en una ocasión:
líl [Ricardo] se ha convertido ahora, por su talento y laboriosidad, en un
.. maderable terrateniente; yo no sabría encontrar entre todos los terratenientes
Ilumbre más honorable y excelente, ni hombre que, por las cualidades de su
■d'c/a y corazón, merezca enteramente lo que ha ganado y lo emplee mejor.
I .s algo singular que Mr. Ricardo, un considerable perceptor de rentas de la
n, ira, haya menospreciado tanto su importancia nacional, mientras que yo. que
ni las he percibido ni espero percibirlas, probablemente seré acusado de sobres-
lu n ar su importancia. La diversidad de nuestras situaciones y opiniones puede
■i vir, al menos, para mostrar nuestra mutua sinceridad y suministrar una fuerte
im sunción de que, sea cual sea el prejuicio a que puedan haber estado sujetas
nuestras mentes al crear las doctrinas que defendemos, no ha sido ese prejuicio
, mitra el que quizá sea más difícil guardarse: el prejuicio insensible de la posición
'.nfial y el interés económico6.

'. El programa analítico de Ricardo


La esencia del razonamiento teórico ricardiano quedaba con­
tenida en una proposición fundamental: «que en todos los países,
y en todos los tiempos, los beneficios dependen de la cantidad de
imbajo necesaria para obtener los bienes de subsistencia para los
imbajadores, sobre esa tierra o con ese capital que no producen
lentas»7. Realmente la mayor parte de su análisis se dedicó a
producir argumentos que apoyaran esta conclusión.
La importancia de esta proposición dentro del contexto más
amplio del pensamiento clásico, puede apreciarse fácilmente,
pues la tasa de beneficio era para Ricardo, así como para los
primeros clásicos, un regulador primario de la tasa de creci-

5 Ricardo a Malthus, 31 de agosto de 1823, loe. cit., vol. 9, página 382.


6 Malthus, Principies o í Political Economy (Wells y Lilly, Boston, 1821),
pág. 186, nota. [Hay traducción castellana: Malthus, Principios de Economía
Política. México, 1946.]
1 Ricardo, op. cit., p. 126.
76 La economía clásica

miento económico. Por ello era muy importante comprender


claramente los determinantes de esta porción distributiva, si se
quería saber qué era lo que empujaba la expansión económica y
qué fuerzas podían frenarla.
Pero ¿qué justificación tenía Ricardo para afirmar que las
condiciones de la producción en la agricultura ejercían una
influencia decisiva sobre la tasa de beneficios de toda la econo­
mía? ¿No podrá mantenerse de modo igualmente plausible (como
observó Malthus al criticar la posición de Ricardo) que las
circunstancias de los otros sectores económicos determinaban las
tasas de rendimiento en la agricultura? En las páginas de los
Principios de Ricardo es imposible encontrar una respuesta ple­
namente satisfactoria a esta cuestión, pero los documentos reco­
gidos por Piero Sraffa, el infatigable recopilador y editor de los
papeles de Ricardo, permiten, en la actualidad, una reconstruc­
ción del razonamiento que Ricardo tenía in mente.
Según parece, la agricultura debía considerarse como un caso
único debido a dos características especiales. Era el único sector
en el que un mismo bien (Ricardo utilizaba el «trigo» como un
término complejo que abarcaba todo el producto agrícola) era
simultáneamente factor de producción y producto final. El grano
usado como semilla era obviamente un input. Además, como los
cereales eran el componente básico de la subsistencia, tenían una
importancia crucial para el otro factor indispensable, la mano
de obra. Siguiendo el enfoque clásico de «adelantos» a la mano de
obra, los salarios podían reducirse a adelantos de «trigo» y, a su
vez, todos los factores podían expresarse en términos de «trigo».
Pero como el trigo era también el producto de la agricultura, el
rendimiento neto para la agricultura podía medirse en términos
de trigo sustrayendo del producto el valor de los inputs.
El rendimiento neto en la agricultura, calculado de este modo,
no nos daría siempre una medida de los beneficios, pues gran
parte de la tierra en cultivo produciría además rentas. En el
manejo de esta cuestión Ricardo y Malthus adoptaron a grandes
rasgos el mismo tratamiento. La «mezquindad de la naturaleza»
había hecho que la tierra fuese escasa y de desigual calidad. Las
zonas de alta fertilidad (que podía razonablemente suponerse que
serían las primeras en entrar en cultivo) darían una ganancia
inesperada a sus propietarios. Además, la cuantía de dicha ga­
nancia se dilataría conforme el crecimiento de la población am­
pliara la demanda de productos alimenticios. Con las subidas de
los precios de los productos alimenticios, empezarían a roturarse
tierras menos fértiles, tan pronto como sus cultivadores pudieran
i David Ricardo y la formalización del análisis clásico 77

. ■!iioner el tipo normal de rendimiento por sus esfuerzos. Mien-


11 .is tanto los propietarios de las tierras fértiles cosecharían
i.'illas cada vez más altas. La producción de las últimas unida­
des. por otro lado, sólo sería la imprescindible para cubrir los
i usles del cultivo y no daría renta.
Con ayuda de este argumento, cabía afirmar que la renta y los
beneficios podían aislarse considerando el caso de la tierra con
icnta cero, en la cual el rendimiento neto consistiría enteramente
cu los ingresos del capital: los beneficios. La tasa de beneficio
Inidia entonces calcularse como el porcentaje que resulta de
dividir el rendimiento neto (producción, en términos de trigo,
menos inputs, en términos de trigo) entre el total de los inputs,
medido en trigo.
Mediante este ejercicio podía justificarse en parte la preten­
sión de un papel especial para la agricultura. En este sector de la
economía la tasa de beneficios podía determinarse sin referencia
;i los precios. En ningún otro sector podía llevarse a cabo un
cálculo similar en términos reales (esto es, con unidades físicas
ilc medida, en vez de unidades monetarias). Pero la agricultura
presentaba una razón más para ocupar una posición especial. Su
producto era indispensable como input de producción en todos
los demás sectores. Era precisa una oferta disponible de alimen-
(os si los empresarios no agrícolas habían de hacer adelantos de
salarios a su mano de obra.
Aun cuando en la exposición de Ricardo se asignaba un papel
especial a la agricultura, él rechazó el punto de vista fisiocrático
según el cual la agricultura era el único sector productivo de la
economía. Para Ricardo, la producción agrícola tenía sólo una
primacía analítica, porque ofrecía un medio útil para comprender
la economía en su conjunto. Una vez que se habían establecido
las condiciones de la agricultura, las demás piezas del rompeca­
bezas analítico encajaban en el lugar que les correspondía. En la
medida en que pudiera suponerse que el mercado tendía a dar
lugar a tasas uniformes de rendimiento en todos los sectores de la
economía, los beneficios de la agricultura podían interpretarse
como representativos de las tasas de beneficios prevalentes en
todo el sistema económico. Mirando primeramente la agricultura,
el comportamiento general de los beneficios podía derivarse así
independientemente de su valoración monetaria.
El argumento de las tasas uniformes de rendimientos a través
de toda la economía, se aplicaba con igual fuerza a los salarios.
Pero era probable que los salarios estuvieran relacionados con un
regulador más básico: las necesidades de subsistencia. Ricardo
78 La economía clásica

absorbió ampliamente, al tratar este punto, las enseñanzas malt-


husianas sobre la población. Era consciente de ios diferentes
resultados a que se llegaba al inteipretarse la «subsistencia»
psicológica o fisiológicamente y, personalmente, esperaba que los
hábitos de la clase obrera podrían elevarse8. Pero no creía
probable que los gustos de los obreros pudieran alterarse excepto
a lo largo de un período de tiempo prolongado. Parecía, por
tanto, que en un futuro inmediato podría considerarse como
normal un salario natural que gravitara en torno al nivel conven­
cional de subsistencia.
Con el crecimiento de la población era probable que las tasas
de beneficios se deterioraran, aun cuando los salarios reales
permanecieran inalterados. Al extenderse el margen de cultivo a
tierras más pobres, en las que sería necesario más factor trabajo
por unidad de producto que en las anteriores, habría de adelan­
tarse más trigo a la mano de obra con el fin de obtener el
incremento en el output de trigo necesario para alimentar una
población mayor. En palabras de Ricardo, la consecuencia sería
que «la cantidad de trabajo necesaria para producir bienes de
subsistencia en tierras de renta cero» se elevaría. Consecuente­
mente, las tasas de beneficios en la agricultura y en el conjunto
de toda la economía disminuirían.
Este sencillo modelo de Ricardo, aunque construido en tomo
a un análisis de las condiciones productivas en la agricultura,
contenía una amplia visión de las fuerzas que regulaban la
distribución del producto social, así como de las que tendían a
impedir su expansión continuada.

3. La versión ricardiana de Ia teoría del valor


El modelo simplificado de Ricardo de una economía basada
en el trigo, permitía analizar los mecanismos de la distribución en
términos reales, sin referencia a su valoración. Si, de hecho, la
sociedad hubiera estado organizada exclusivamente sobre las
líneas de una explotación agrícola gigante, en la que el trigo era el
factor básico y el único producto, esta formulación no hubiera
requerido elaboración alguna. Pero Ricardo se daba cuenta de
8 En palabras de Ricardo: «Los amigos de la humanidad no pueden sino
desear que, en todos los países, las clases trabajadoras gusten de esparcimientos
y comodidades, y que sean estimuladas por todos los medios legales en sus
esfuerzos para procurarlos. No puede haber una seguridad mejor contra el exceso
de población.» (Ricardo, op. cil., pág. 100.)
David Ricardo y la formalización del análisis clásico 79

i|in el mundo real era más complejo. Era posible adelantar algo
. ¡i la formulación de las reglas que gobiernan el comportamiento
.le un sistema económico, aislando un sector «básico» que pose-
v r a las propiedades analíticas convenientes y argumentando que
iodos los demás sectores se ajustarían a sus resultados. Era, sin
«nibargo, claramente necesaria una inspección más detallada de
las relaciones entre los sectores.
A un nivel más general de análisis, el problema resultaba
menos claro. Fuera de la agricultura los productos eran conside-
lablemente más heterogéneos y su variedad exigía el concurso de
mi instrumento capaz de reducirlos a un comú n denominador. En
tcsumen, las afirmaciones sobre la división de la renta nacional
filtre las diferentes porciones distributivas requerían un procedi­
miento de evaluación cuando se consideraban en alguna profun­
didad.
En su búsqueda de un factor común a todas las líneas de
limducción, no resulta sorprendente que Ricardo diera con el
Irabajo como el común denominador crucial. De un modo u otro,
formaba parte de la tradición clásica una aproximación al valor a
Iruvés del trabajo. Pero eso no era todo. Podía mantenerse, con
razón, que el trabajo proporcionaba un vínculo real: entraba en
lodos los procesos productivos.
Ricardo se acercó al problema del valor por un camino algo
diferente del de sus predecesores y extrajo de sus investigaciones
una solución diferente. Smith, por ejemplo, se había enfrentado a
la cuestión con el propósito fundamental de medir los cambios en
la producción total a lo largo de períodos de tiempo de conside-
i ble duración. Ricardo, aunque sensible a la importancia de este
problema, dudaba de que el trabajo pudiera servir como una
medida «estable» e «invariable». En todo caso, era más útil aún
en el problema que le ocupaba analizar las consecuencias de los
cambios en los precios relativos del output para la distribución de
la renta.
El camino que tomó Ricardo le iba a acercar a las cuestiones
que habían de dominar la teoría económica de una etapa poste­
rior —en particular el análisis de la determinación de los pre­
cios— más de lo que hubiese permitido el camino emprendido
por Smith. Aun cuando Smith hubiera querido ofrecer una expli­
cación sistemática de los precios relativos en términos de trabajo,
le hubiera sido imposible, con los instrumentos que utilizaba.
Como se recordará, su procedimiento consistía en hacer del
trabajo una «medida de valor», expresando la renta en términos
de las unidades de trabajo que podían ser «demandadas» o
80 La economía clásica

«controladas» con ella. En el lado de la producción, sin embargo,


carecía de un procedimiento para transformar los factores distin­
tos del trabajo en unidades de trabajo.
El análisis ricardiano de la renta vuelve a tomar el camino de
la producción, utilizando los inputs de trabajo para analizar el
valor. Como sostenía que el precio del trigo estaba regulado por
el trabajo empleado en tierras de renta cero, el factor tierra
podía, efectivamente, ser eliminado de la explicación del valor.
El caso del capital, desde luego, era diferente. Pero parecía ser
fácilmente reducible a factor trabajo. Una máquina, por ejemplo,
podía considerarse como trabajo incorporado o acumulado, cu­
yas fuerzas productivas se transferían al output corriente a lo
largo de su vida útil. El valor de un bien podía expresarse,
entonces, en términos de los inputs del factor trabajo (aplicado
tanto directa como indirectamente por medio del incorporado en
las máquinas) necesario para su producción.
A primera vista, podría parecer que se había encontrado un
denominador común satisfactorio. Pero, como Ricardo llegó a
comprender tras largas consideraciones sobre esta cuestión, una
interpretación del valor basada en el trabajo incorporado se hacía
más delicada precisamente en el punto en que era más necesaria:
en el análisis de la evolución económica a largo plazo. Una
explicación aproximativa de los precios relativos a través del
trabajo incorporado se tambaleaba precisamente cuando se intro­
ducían en el análisis consideraciones dinámicas importantes,
tales como los cambios en los tipos de salario monetario o la
acumulación de capital fijo.
En efecto, Ricardo observó que la acumulación del capital
introducía una serie de complicaciones. Después de todo, no se
podía suponer que las existencias de capital fijo empleado en una
economía tuvieran una durabilidad uniforme, ni podía suponerse
que el capital fijo y el circulante estuvieran asignados en idénticas
proporciones en todas las actividades productivas. Una vez ad­
mitidos estos elementos de diversidad en la estructura producti­
va, no había ya base alguna para mantener que en una economía
en crecimiento los precios estarían en relación con el trabajo
incorporado. Las alteraciones de los salarios darían lugar a
cambios en los precios aunque no se hubieran modificado los
procesos de producción. El punto fundamental sobre el que
Ricardo deseaba llamar la atención era el de que un proceso
productivo en el que predominase el trabajo directamente apli­
cado sería más vulnerable a un aumento en los salarios moneta­
rios que uno en el que se utilizaran inputs de trabajo indirectos
David Ricardo y la f'ormalización del análisis clásico 81

o • decir, trabajo incorporado en capital fijo). Si había de haber


<m;i tasa uniforme de beneficios en todas las ramas productivas,
los precios relativos de los distintos bienes no estarían en pro­
porción de los inputs de trabajo empleados en su producción.
\ilemás podían surgir divergencias en la duración del período
pioductivo. Dos bienes producidos con idénticas cantidades de
l.ictor trabajo diferirían en el precio si uno de ellos necesitara
inmovilizaciones de capital más prolongadas que el otro, antes de
que se obtuvieran los ingresos a través de las ventas.
En resumen, la interpretación estricta del valor-trabajo se ve­
nia abajo. De todas formas, mantenía Ricardo, las discrepancias
oslarían reducidas a estrechos límites. En un punto de su expli­
cación de la divergencia de las relaciones de precios, respecto de
las relaciones de trabajo incorporado, en dos bienes producidos
con diferentes proporciones de trabajo, directa o indirectamente
empleado, decía: «los efectos de una subida de salarios sobre los
precios relativos de estos bienes no podrían exceder nunca del 6
o 7 %...»9 El trabajo incorporado era sólo una tosca aproxima­
ción o, como dijo más tarde, «el fundamento último del valor»10.
Esta fracasada incursión en la teoría del valor en un contexto
dinámico, no carecía, sin embargo, de interés. Dio lugar a nuevas
nicas sobre las relaciones entre los incrementos de las tasas de
alarios monetarios y la acumulación de capital fijo, precisamente
los fenómenos responsables de la invalidez de su enfoque del
valor-trabajo. No sólo era de esperar que la expansión económica
fuese acompañada de estos cambios, sino que había otra impor­
tante conexión entre ellos. La subida de la tasa de salarios
induciría a los patronos a sustituir mano de obra por capital fijo, a
lin de reducir los costes de producción. Ricardo esperaba que las
economías resultantes pasarían, al menos en parte, a los consu­
midores a través de las reducciones de precios, resultado que,
se suponía, quedaría asegurado por la competencia. Pero ¿cuál
soría la consecuencia sobre el volumen de empleo? El Ricardo de
las dos primeras ediciones de los Principios creía que el desem­
pleo tecnológico era una imposibilidad y que las ganancias de
productividad adquiridas-por la introducción de maquinaria, eran
una ganancia indiscutible. Todas las clases de la sociedad se
beneficiarían de las continuas reducciones en los precios del
producto, y los beneficios serían más altos de lo que lo hubieran

9 Ibid., pág. 36. Sobre la base de este pasaje un comentarista ha dicho que
Ricardo sostenía una teoría del valor-trabajo «al 93 por 100».
10 ibid., pág. 88.
82 La economía clásica

sido en cualquier otro caso. La tasa de crecimiento podría así


mantenerse, y ampliarse la demanda total de mano de obra,
en beneficio de toda la comunidad.
En la tercera edición de los Principios, Ricardo cambió de
criterio. Después de exponer sus anteriores opiniones, observó:
Estoy convencido de que la sustitución de trabajo humano por maquinaria es a
menudo muy peijudicial para los intereses de las clases trabajadoras. Mi error
procedía de la suposición de que, siempre que la renta neta de la sociedad
aumentaba, su renta bruta crecía también; ahora, sin embargo, veo razones para
creer que la primera, de la que derivan su renta los terratenientes y capitalistas,
pueda crecer, mientras que la otra, de la que dependen principalmente las clases
trabajadoras, pueda disminuir, y de ello se sigue, si tengo razón, que por la misma
causa por la que puede crecer la renta neta de un país puede al mismo tiempo
aparecer un exceso de población y deteriorarse la condición del trabajador'1.

En el fondo, la preocupación de Ricardo acerca de los posibles


efectos nocivos de la maquinaria sobre el empleo, se apoyaba en
la conside ación de que el volumen de capital circulante disponi­
ble para pagar la mano de obra se reduciría por la adquisición de
capital fijo. Este descubrimiento, naturalmente, tocaba un punto
sensible en la controversia de la época. Los Ludditas, haciendo
caso omiso de las matizaciones que Ricardo añadiera a su con­
clusión, estaban convencidos de que la máquina era un enemigo
para los intereses de los trabajadores y, partiendo de esta premi­
sa, habían provocado en 1811 y 1812 revueltas con destrucción
de maquinaria en los distritos textiles.
Ricardo mantenía todavía la esperanza de que podía evitarse
esta clase de desempleo, alegando que los descubrimientos tecno­
lógicos eran necesariamente graduales y podían así asimilarse sin
graves conmociones. Ricardo vio el peligro, pero minimizó su
importancia práctica. No obstante su argumento ponía grave­
mente en cuestión la fe de Smith en la «armonía de intereses»
entre las diversas clases de la sociedad. Más tarde Marx recoge­
ría de nuevo este tema para colocarlo en el centro de su sistema
teórico.

4. Ricardo y Jas perspectivas a largo plazo


de la economía
El análisis clásico del problema del valor experimentó un sutil
pero profundo cambio desde Smith a Ricardo. La investigación

Ibid., pág. 388.


i. David Ricardo y la formalización del análisis clásico 83

de Ricardo, aunque era imperfecta y aproximada, no sólo dio


lugar a nuevos descubrimientos sino que afianzó otros ya familia­
res. En sus manos el análisis del valor proporcionó una base para
un pronóstico a largo plazo de la expansión económica. Con su
ayuda pudo escribir: «La razón, pues, por la que se eleva el valor
comparativo de las materias primas, es porque se emplea más
trabajo en la producción de la última porción obtenida, y no
porque se pague una renta al terrateniente. El valor del trigo está
regulado por la cantidad de trabajo empleado para producirlo en
la clase de la tierra, o con la porción de capital, que no pagan
ninguna renta.»12
Las implicaciones de esta conclusión se extendían más allá de
sus deducciones directas respecto de las relaciones de intercam­
bio entre bienes agrícolas y manufacturados. Aparte de otras
cosas, este análisis especificaba las conexiones entre la expan­
sión económica y la distribución de la renta. Como se pensaba
que el crecimiento de la población acompañaría a la expansión
económica, esta expansión llevaría consigo un aumento de las
necesidades de alimentos que podrían satisfacerse sólo a costes
sustancialmente más altos. Esto hacía necesarios, a fin de man­
tener los salarios reales en su nivel convencional, más altos
salarios monetarios, lo cual disminuiría la participación en la
renta de los beneficios. Mientras tanto, la distribución de la renta
nacional se desplazaría en favor de las rentas de la tierra. Esta
consecuencia estaba, sin embargo, directamente ligada a «la
creciente dificultad de hacer adiciones incesantes a los alimentos
del país». Recíprocamente Ricardo mantenía: «si los bienes de
subsistencia del trabajador pudieran ser incrementados constan­
temente, con la misma facilidad, no podría haber ninguna altera­
ción permanente en la tasa de beneficios o de salarios cualquiera
que fúese la cantidad de capital que pudiera acumularse»13.
El resultado final de este argumento era que el proceso de
expansión económica podía minar sus propios cimientos, es
decir, la acumulación de capital a partir de los beneficios. Final­
mente, conforme cayera la tasa de beneficio, aparecería el estado
estacionario, en el que ya no habría acumulación neta. Tampoco
era necesario que los beneficios se redujeran a cero antes de que
se detuviera el crecimiento. Ricardo previo que el punto crítico
podía alcanzarse antes. Así decía:
Tan imposible es para el granjero y el manufacturero vivir sin beneficios como
para el obrero hacerlo sin ^alarios. Su motivo para acumular disminuirá con cada
12 Ibid., pág. 74.
13 Ibid., pág. 289.
84 La economía clásica

disminución de beneficios y cesará totalmente cuando sus beneficios sean tan


bajos que no les permitan una compensación adecuada a sus desvelos y al n'csgo
con el que necesariamente deben enfrentarse para emplear su capital producti­
vamente14.

Podía retrasarse, sin embargo, la llegada del día en que el


crecimiento se detuviese con la ayuda de medidas que redujeran
los costes de trabajo implicados en el aumento de la oferta de
alimentos. La tendencia de los beneficios a caer, observaba
Ricardo, «queda felizmente detenida a intervalos repetidos por
las mejoras en la maquinaria utilizada en la producción de bienes
de subsistencia, así como por los descubrimientos científicos de
la agricultura que permiten liberar parte del trabajo antes necesa­
rio, y de este modo hacen bajar el precio de las primeras
necesidades del trabajador»15. Pero no podía predecirse
confiadamente la ayuda por la vía de las innovaciones tecnológi­
cas. La presión al alza de los precios de los bienes de subsisten­
cia y, a su vez, de los salarios monetarios podría ser más
fácilmente restringida a través de la importación de productos
alimenticios del exterior obtenidos a costes más bajos. Esta
consideración figuraba, prominentemente, en la actitud hostil de
Ricardo hacia la protección de la agricultura nacional amparada
por las Leyes de Cereales.

5. Ricardo y la política económica


En la mayoría de las cuestiones controvertidas en su tiempo,
Ricardo aceptó y extendió la corriente principal del pensamiento
clásico. Con respecto a las Leyes de Pobres, mantenía que «todo
amigo de los pobres debería abogar ardientemente por su aboli­
ción»16, aunque, de acuerdo con Malthus, recomendaba que los
subsidios se fueran suprimiendo sólo gradualmente. En general,
se opuso a la intervención gubernamental en la actividad econó­
mica y respaldó las virtudes de un sistema de mercado autorregu-
lado, virtudes que defendió contra las dudas de Malthus sobre la
eficacia de la Ley de Say17.
14 Ibid., pág. 122.
15 Ibid., pág. 120.
16 Ibid., pág. 106.
17 En la tercera edición (1821) de sus Principios, Ricardo insertó un comenta­
rio sobre esta controversia indicando que las calamidades de aquel tiempo debían
considerarse como transitorias: «La terminación de la guerra ha desorganizado
tanto la división de empleos que antes existía en Europa, que ningún capitalista
<. David Ricardo y la formalización del análisis clásico 85

Su contribución más importante a los debates sobre política


económica se centró en la cuestión que originalmente había
inspirado sus investigaciones: las Leyes de Cereales; Ricardo
abogaba por su abolición, pero con una colección más poderosa
de argumentos que la que nunca había reunido nadie. Con ayuda
de su modelo analítico podía ahora demostrarse que las Leyes de
Cereales eran objetables, no simplemente porque obstruían la
libertad de movimientos de los recursos, sino, y esto era más
importante, porque aumentaban la presión sobre los beneficios,
Fuente de la expansión económica sostenida.
En apoyo de sus argumentos en favor del libre comercio de
los productos agrícolas, Ricardo desarrolló la estructura básica
de la doctrina que ahora figura en los libros de texto elementales
como la teoría de la ventaja comparativa. Formuló el problema
en términos coherentes con su enfoque general, a saber: compa­
rando las cantidades del factor trabajo necesario para obtener los
bienes en el interior de los diferentes países. Si las relaciones de
costes de los bienes internacionalmente comerciales (medidas en
términos de factor trabajo) diferían en las economías internas de
dos países, cada uno podía beneficiarse especializándose en la
producción de aquel bien en el que tuviera una ventaja compara­
tiva, ofreciendo parte de la producción para exportar e impor­
tando lo que necesitara del otro. De esta forma, las dos partes se
beneficiarían de las ventajas del comercio internacional. Se podía
adquirir una mayor cantidad de producto que la que hubiera sido
posible dependiendo exclusivamente de los recursos interiores.
Pero Ricardo no deseaba poner de relieve simplemente las
ganancias generales de la especialización y el comercio. Era
importante que el comercio británico discurriera por unos cauces
que impidieran la erosión de los beneficios. Por ello no era
indiferente qué bienes predominasen en la composición del co­
mercio. Por el contrario, los intereses nacionales quedaban mejor
servidos cuando las importaciones se concentraban en productos
alimenticios, ofreciendo para pagarlas las manufacturas británi­
cas. Una especialización en ese sentido reduciría las presiones
sobre los salarios monetarios, quedando los bienes de subsisten-

tía encontrado aún su lugar en la nueva división que se ha hecho ahora necesa­
ria.» (pág. 90.)
Pero también afirmó: «M. Say ha mostrado satisfactoriamente... que no hay
ninguna cantidad de capital que no pueda ser empleada en un país, ya que la
demanda está limitada solamente por la producción.... los productos sólo se
compran con productos, o con servicios; el dinero es sólo un medio a través del
cual se efectúa el cambio.» (págs. 290, 291-2.)
86 La economía clásica

cia disponibles a costes más bajos, de lo que en otro modo


hubiera sido posible. Argumentaba así Ricardo en este punto:
Por tanto, si por la extensión del comercio exterior, o por mejoras en la
maquinaria, los alimentos y bienes de subsistencia del trabajador pueden com­
prarse en el mercado a precio reducido, los beneficios subirán. Si en lugar de
producir nuestro propio trigo o fabricar las ropas y otros bienes de primera
necesidad del trabajador descubrimos un nuevo mercado del que podemos abas­
tecernos en estos bienes a un precio más barato, los salarios caerán y los
beneficios subirán; pero si los bienes obtenidos a un precio más barato, por la
extensión del comercio exterior, o por la mejora de la maquinaria, son exclusiva­
mente bienes consumidos por los ricos, no habrá ninguna alteración en la tasa de
beneficios"*.

La plena realización de los beneficios del comercio interna­


cional requería, sin embargo, un saneado sistema financiero
internacional. Los puntos de vista de Ricardo sobre cuestiones
monetarias y financieras —que dejaron una huella muy profunda
en el pensamiento de su tiempo— estaban dominados por esta
preocupación. El sistema monetario nacional, según él, debería
regularse para evitar la desorganización de la división internacio­
nal del trabajo, pues era de esperar que los aumentos en la
emisión de billetes en el interior amenazaran la posición comer­
cial de un país, en ia medida en que llevaran a aumentos de
precios que hicieran sus exportaciones menos competitivas en el
mercado exterior y las importaciones más atractivas en el mer­
cado interno. Estas consideraciones llevaron a Ricardo a adoptar
lo que en los debates de la época se denominaba una posición
«bullonista». Mantuvo que la oferta monetaria interna debería
quedar ligada estrictamente con la reserva de oro del país. En
tales condiciones, la emisión de billetes de un país que sufriera
una pérdida de oro, a través de una balanza comercial desfavora­
ble, se contraería automáticamente. Una reducción en la oferta
monetaria tendería a deprimir el nivel de precios, lo que, a su
vez, induciría los reajustes deseados en el comercio exterior. Las
expoliaciones del país deficitario se harían más atractivas para
los extranjeros, mientras que, a medida que los precios de los
bienes producidos en el interior declinaran, las importaciones
podrían competir con menor posibilidad de éxito en el mercado
interior. En una forma embrionaria, Ricardo había resumido la
teoría del patrón-oro decimonónico.
La estrategia básica de Ricardo respecto a cuestiones tributa­
rias también venía dictada por la consideración de los problemas

Ibid., pág. 132.


i. David Ricardo y la formalización del análisis clásico 87

de crecimiento. Aunque estaba de acuerdo con la coniente


principal de la tradición clásica en sospechar de la intervención
¡gubernamental en la economía, reconocía que algunas funciones
necesarias sólo podían correr a cargo de la administración públi­
ca. Una consideración esencial debía guiar la elección entre los
diferentes tipos de impuestos que podían utilizarse para financiar
estos servicios: que debían minimizarse o evitarse totalmente los
impuestos que recayeran sobre los beneficios. Desde luego, era
consciente de que el impacto del impuesto no siempre podía ser
fácilmente descubierto. Si los salarios, por ejemplo, estaban al
nivel de subsistencia, un impuesto que recayera sobre los traba­
jadores se trasladaría a los capitalistas, al verse estos últimos
obligados a aumentar los salarios monetarios en una cantidad
suficiente para mantener los niveles de mera subsistencia. Desde
el punto de vista de la futura expansión de la economía, los
impuestos que amenazaran ahogar la acumulación de beneficios
eran indeseables. Eran preferibles, con mucho, las detracciones
que recayeran sobre los gastos improductivos y quienes los
realizaban, particularmente sobre los rentistas y sobre el con­
sumo de lujo.
<
Capítulo 4
EL REVISIONISMO DE JOHN STUART MILL

John Stuart Mili consideraba sus escritos económicos, que


eran sólo una parte de su más amplia empresa intelectual, fun­
damentalmente como un ejercicio de síntesis de los hallazgos de
la tradición clásica. Su objetivo confesado no era desarrollar,
sino consolidar el análisis clásico llevado a cabo desde Smith. De
hecho, sin embargo, su contribución a la economía fue mucho
más allá de su meta declarada. En el curso de su obra —aun
cuando siempre proclamando su lealtad a la tradición clásica— se
las compuso para enmendar algunas de sus premisas, con conse­
cuencias que alcanzaban mucho más de lo que él mismo per­
cibió. ■
La revisión por Mili de las premisas de la economía política
clásica fue paralela a su actitud revisionista respecto de la tradi­
ción filosófica en la que había sido educado. Formado originaria­
mente en la tradición benthamita del cálculo hedonista, se alejó
después de las formulaciones más burdas de esta doctrina. Tal y
como llegó a ver la cuestión, los placeres no podían medirse y
agregarse tan fácilmente^como la versión utilitarista de Bentham
lo requería. Por el contrallo, proclamó Mili que las considerado-,
nes cualitativas deberían contar tanto como las cuantitativas.
Deseaba atraer la atención a los diferentes órdenes de placer, lo
que hizo enfáticamente cuando afirmó que es «mejor ser un
88
4. El revisionismo de John Stuart Mili 89

Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho». Con esta crítica


se debilitaban las bases sobre las que descansaba la confianza
benthamista en el cálculo hedonista, como guía para la política
social.
El mundo económico que Mili conoció también había sufrido
un cambio considerable desde la situación con que se enfrentaron
Ricardo y Malthus. Muchas de las batallas sobre cuestiones
específicas de política económica que habían librado los primeros
clásicos se habían ganado, aunque no siempre exactamente en la
forma que ellos pretendieron. En 1844 habían sido derogadas las
Leyes de Cereales, el sistema monetario y bancario había sido
reorganizado y ligado, efectivamente, al oro como medio interna­
cional de pagos, y las Leyes de Pobres habían sido enmendadas
con el fin de evitar las restricciones que imponía a la movilidad
de la mano de obra el antiguo sistema de exigir la domiciliación
en una parroquia como condición para el subsidio. Tanto en la
teoría como en la práctica, Inglaterra estaba a punto de conver­
tirse en una nación dedicada al libre comercio. Entretanto, los
peores desastres de los años de deflación, en las décadas inme­
diatas a las guerras napoleónicas, habían pasado.
Aun así, las condiciones de vida —así como los medios para
su pleno disfrute— dejaban mucho que desear en la mayor parte
de la población. El laissez-faire, pese a su contribución al creci­
miento del comercio internacional y a la expansión del producto
nacional, no parecía haber significado que una parte sustancial de
las ganancias se distribuyeran en beneficio de los grupos menos
aventajados de la comunidad. Parte de la protesta política del
movimiento cartista nacía claramente de una sensibilización ante
las desigualdades crecientes de la época, que también se reflejó
en las agitaciones de las organizaciones sindicales (liberadas
después de 1824 de muchas de las anteriores limitaciones legales
con la derogación de las leyes contra las colusiones) y en el
movimiento cooperativo.1

1. John Stuart Mili (1806-1873)


Pocos economistas o filósofos políticos pueden haber tenido
jamás una preparación más profunda y completa para su carrera
intelectual que la que tuvo John Stuart Mili. Desde su más tierna
edad tuvo como maestro a su padre, James Mili, economista
notable en su época, aunque ahora más recordado por su estre­
cha asociación con Ricardo y Bentham. A la edad de ocho años,
r

4. El revisionismo de John Stuart Mili 91


90 La economía clásica

el joven Mili leía los clásicos griegos en la versión original y a los los postulados clásicos y para su intento de reformular la econo­
trece comenzaba a trabajar sobre la obra de Smith y de Ricardo. mía política en términos más esperanzadores para la mayoría del
Más tarde había de observar John Stuart Mili que esta notable género humano. Su valoración de la influencia de su mujer fue,
educación —que cubría las principales ramas del conocimiento— tal vez comprensiblemente, exagerada.
le había dado veinticinco años de ventaja sobre la mayoría de sus Al final de su vida, Mili ostentó, durante una breve época, un
contemporáneos. acta de diputado. Durante su mandato defendió la extensión de la
En 1823, después de abandonar sus primeros planes de estu­ Franquicia electoral a las clases trabajadoras y las mujeres, y
diar Derecho, Mili se empleó en la East India Company. Empezó pidió la reforma del sistema de propiedad de la tierra en Irlanda.
como ayudante de su padre en la Examiner’s Office, la división No tuvo éxito en su intento de obtener la reelección.
de la compañía encargada de llevar las relaciones con los Estados
gobernados por príncipes indios. El joven Mili fue funcionario de
la compañía durante los treinta y cinco años siguientes de su vida 2. La modificación del enfoque del valor
con la categoría de oficial, ascendiendo últimamente al más alto
puesto de la jerarquía administrativa, que anteriormente había Muy pronto apareció que Mili estaba dispuesto a redefinir
sido ocupado por su padre. Sólo abandonó la Compañía de Indias algunos términos clásicos familiares. Uno de sus primeros ensa­
cuando el Parlamento la relevó de sus responsabilidades políticas yos en teoría económica se ocupaba de la definición de trabajo
y administrativas en 1858. «productivo» e «improductivo». Según él, había que revisar la
Su implicación en los asuntos de la India, pese a su duración, afirmación de que un trabajo era «productivo» sólo cuando
tuvo poca influencia sobre el desarrollo de su pensamiento. No producía objetos materiales. En particular, la transmisión de
compartió el fervor de su padre por aplicar a la India la doctrina conocimientos prácticos debía considerarse productiva, al menos
rícardiana y la utilitarista con un programa masivo de reforma. en ciertas condiciones. Sin embargo, Mili estaba aún tan inmerso
De hecho, nunca visitó la India y no hay prueba alguna de que en el clasicismo que matizó lo anterior diciendo que el trabajo
nunca expresara el deseo de hacerlo. Su actitud hacia sus debe­ dedicado a la formación profesional de los trabajadores era
res oficiales parece tener algo en común con la de algunos productivo siempre que «su última consecuencia fuera un au­
catedráticos en nuestros días hacia sus responsabilidades docen­ mento en la producción material»3.
tes: estos últimos, sin embargo, rara vez se expresan tan since­ Mili se enfrentó más seriamente con las definiciones ortodo­
ramente como Mili en letra impresa. Como dijo una vez: xas al apuntar que la terminología clásica establecida creaba la
desafortunada impresión de que las funciones desempeñadas por
el Estado eran esencialmente improductivas. En principio,
No conozco ninguna otra ocupación que permita ganarse la vida a cualquiera
que, no siendo económicamente independiente, desee dedicar una paite de sus afirmaba, no había razón para distinguir las obras de protección
veinticuatro horas a tareas intelectuales privadas1. de una finca (tales como vallas y zanjas) de las realizadas por el
gobierno al financiar la policía y los tribunales de justicia4. Por
Influencia más poderosa en el desarrollo de su pensamiento otra parte, dijo que algunos tipos de trabajo, aunque incorpora­
tuvo su intima amistad con la señora Harriet Taylor, con quien se dos a objetos materiales, podían también ser improductivos. De
casó después de la muerte de su marido. Mili la describió como la hecho, el trabajo productivo podía «hacer más pobre a una
«inspiradora de mis mejores pensamientos»12. Aun cuando la nación» si la riqueza que produce, esto es, el aumento a que da
señora Taylor sólo añadiera algo interesante a las enseñanzas de lugar en las existencias de cosas útiles o agradables, no es de lo
Mili en la cuestión de la «subyugación de las mujeres», él >
consideró que su influencia fue vital para su replanteamiento de J’ 3 Mili, Principies o f Polilical Economy, W. J. Ashley, ed. (Longmans, Green
and Co., Londres, 1926), pág. 48. [Hay traducción castellana: John Stuart Mili,
1 Autobiography o f John Stuart Mili (Columbia University Press,Nueva York, ^. Principios de economía política con algunas aplicaciones a la filosofía social.
1944), pág. 58. [Hay traducción española: John Stuait Mili, Autobiografía. México, 1943.]
Buenos Aires, 1945.] * Mili, Essays on Some (Jnsellled Questions in Polilical Economy (John W.
2 Ibid., pág. 184. Parker, Londres, 1844), pág. 78.
92 La economía clásica

que inmediatamente se desea...56Su actitud era una clara indica­


ción de que, para él, el enfoque clásico convencional de los
problemas del valor no tomaba en cuenta suficientemente las
consideraciones de utilidad y de demanda. Pero ésta no era la
única limitación que tal enfoque sufría. El trabajo también podía
malgastarse si producía bienes materiales con técnicas anticua­
das. También Marx subrayó este punto (afirmando que sólo el
trabajo «socialmente necesario» debería contar para el cálculo
del valor), al que los primeros clásicos habían concedido poca
atención, en gran medida porque suponían que la extensión del
mercado sería un antídoto suficiente contra la ineficacia.
Aunque matizó las distinciones clásicas familiares, Mili acep­
tó, sin embargo, la esencia de lo resaltado por los primeros
autores clásicos. Tanto como ellos, consideró la importancia de
distinguir aquella parte del producto social que tendería a originar
subsiguientes incrementos en la producción nacional, de aquellas
otras partes que seguramente no tendrían dicho efecto. Si, en la
práctica, la línea divisoria era más bien arbitraria, el concepto
básico era tan claro como significativo.
En su formulación de los ingredientes específicos del valor,
Mili se apartó más claramente de la tradición ortodoxa de sus
predecesores clásicos. Por ejemplo, al explicar la diferencia en el
valor de dos bienes, observaba:
Si una de las dos cosas suele obtener, por término medio, un valor mayor que
la otra, la causa debe ser que requiere para su producción o mayor cantidad de
trabajo o una clase de trabajo cuya remuneración es permanentemente más alta, o
que el capital, o una palle del capital, que emplea este trabajo deba quedar
inmovilizado por un período más largo, o, finalmente, que la producción esté
caracterizada por alguna circunstancia que implique la compensación de una tasa
de beneficio permanentemente más alta”.

Esta formulación tomaba en cuenta las excepciones que Ri­


cardo había observado en su teoría del valor basado en el trabajo
y también separaba la conexión de los primeros clásicos entre
trabajo y valor. Desaparecía la obsesión de Smith por usar una
unidad de trabajo para resolver el problema de números índices;
Mili, de hecho, dedicó un capítulo de sus Principios a demostrar
que la búsqueda de una medida invariable del valor era estéril,
tanto en el terreno lógico como en el empírico.
No obstante, Mili conservó la terminología clásica de precio
«natural» y precio «de mercado». El primero, decía, represen-
5 Mili, Principies, pág. 51.
6 Ibid., pág. 143.
4- El revisionismo de John Stuart Mili 93

taba los precios de mercado en un equilibrio a largo plazo y


—salvo el caso de monopolio— se ajustaría normalmente al coste
de producción. Hizo notar, sin embargo, que no siempre se podía
descansar sobre la competencia como fuerza efectiva en el pro­
ceso de fijación de los precios. En algunos casos —particular­
mente en el de los servicios públicos— «los competidores son tan
pocos que siempre acaban poniéndose de acuerdo para no com­
petir»7. Además, este problema tendía a agravarse cuanto mayo­
res fuesen las economías de escala y menor el número de
vendedores. No comprendió plenamente las derivaciones de todo
ello, pero, al menos, atisbo un problema que, más tarde, habría
de preocupar a toda una generación de economistas8.
Mili resumió su posición en un juicio que era temerariamente
inmodesto: «Por fortuna —escribió en 1848—, no hay nada que
descubrir en las leyes del valor por ningún autor presente o
futuro: la teoría del valor está completa.»9 El posterior desarrollo
de la teoría económica había de ofrecer una explicación total­
mente diferente de este problema. Pero en una tradición que
tuviera algún parecido con el clasicismo, la conclusión de Mili,
en términos generales, era correcta. El terreno limitado por los
supuestos clásicos había sido plenamente explorado. Para empe­
zar desde otros puntos de partida era necesaria otra estructura­
ción analítica.

3. Revisión de las leyes de la producción


y la distribución
Quizá lo más significativo de las modificaciones de Mili de la
tradición clásica ortodoxa sea su reinterpretación de las leyes que
gobiernan generalmente la actividad económica y, más particu­
larmente, la distribución de la renta. En abstracto, Mili compartía
muchas de las conclusiones entonces aceptadas sobre los proba­
bles efectos redistributivos del crecimiento económico. Estaba de
acuerdo con la principal corriente clásica en que en un período de
expansión se generarían tendencias hacia rentas crecientes de la

7 Ibid., pág. 143.


8 Como Mili dijo: «En los países con mercados muy amplios, mayor difusión
de confianza comercial y de empresa, mayor incremento anual de capital y mayor
número de grandes capitales poseídos por individuos hay una tendencia a susti­
tuir, más cada vez. en todas las ramas de la industria, pequeñas por grandes
empresas.» (Ibid., pág. 142.)
9 Ibid.. pág. 436.
94 La economía clásica

tierra, beneficios decrecientes y subidas de salarios monetarios


(aunque no reales). Pero también sostuvo que podía haber fuer­
zas opuestas que liberaran a la clase trabajadora del cepo en que
se encontraba atrapada.
Para ello, Mili distinguió entre dos tipos de leyes económicas.
Las del primer tipo gobernaban la producción; eran inmutables,
fijadas por la naturaleza y la tecnología. Los hombres podían
ajustarse a dichas leyes, pero eran impotentes para cambiarlas.
En cambio, las leyes que gobernaban la distribución del producto
social caían dentro de una categoría diferente. En este caso, las
consecuencias estaban socialmente determinadas y quedaban su­
jetas al control humano10. En apoyo de esta posición. Mili
examinó detalladamente los diferentes sistemas de instituciones
distributivas asociados con los diversos tipos de organización
social. Su argumento no era sólo que hubieran existido diferentes
sistemas distributivos. Más importante que esto era su afirmación
de que la distribución existente de la renta podía ser alterada.
Mili apreció claramente que el argumento malthusiano de la
población —que se había interpretado en el sentido de que la
clase trabajadora nunca podía escapar de la pobreza— propor­
cionaba el puntal básico del pensamiento clásico ortodoxo sobre
la forma de la distribución de la renta. Aceptaba la conclusión de
que los salarios se mantendrían al nivel de subsistencia, si se
confirmaban los más tenebrosos pronósticos malthusianos. Pero
esto no era, en modo alguno, el único resultado posible.
Malthus, desde luego, había reconocido que eran concebibles
otras posibilidades, aunque no confiaba en que la clase trabaja­
dora adoptase medidas prudentes de restricción de la natalidad.
Mili adoptó la postura exactamente contraria, argumentando que
la conducta de la clase trabajadora era más fácil de cambiar de lo
que los primeros clásicos habían pensado, y que el crecimiento
de la población podía, ciertamente, limitarse. Quizá hiciera falta
una elevación del nivel de educación general, pero, si ello se
conseguía, no le cabía duda de que se conseguiría elevar los
gustos y aspiraciones de la clase trabajadora y cambiar su con­
ducta. Esta convicción, afirmaba, era algo más que un rapto de fe
ciega: se apoyaba en datos observables. Las masas de la pobla­
ción se estaban liberando de una condición de dependencia
tradicional y «una educación espontánea estaba surgiendo en la
10 Aunque llegó a ella por diferente camino y la empleó para propósitos
completamente diferentes, la distinción de Mili entre leyes de producción y leyes
de distribución tiene mucho de común con la distinción de Marx entre el modo de
producción y las relationes productivas. Véase el cap. 5.
I
4. El revisionismo de John Stuart Mili 95

mente de 1.a multitud»11. El ritmo de estos cambios se veía


acelerado por las instituciones de enseñanza y por la formación
de sindicatos. Ello le llevó a concluir:
Me parece imposible que el crecimiento de la información, de la educación y
del sentimiento de independencia entre las clases trabajadoras no vaya acompa­
ñado por el correspondiente crecimiento de ese buen sentido que se manifiesta en
hábitos previsores de conducta, y por tanto que la población vaya disminuyendo
proporcionalmente respecto del capital y el empleo12.

Al eliminar los sombríos aspectos de inevitabilidad asociados


con las primeras interpretaciones clásicas de las leyes económi­
cas se desvanecía el fantasma malthusiano. Crecían así las espe­
ranzas de mejora y perfeccionamiento del género humano. Ade­
más. esta visión implicaba que era necesario redefinir uno de los
conceptos básicos del clasicismo. Ya no podía identificarse el
producto neto de la sociedad con las porciones de la renta que
iban a los beneficios y rentas de la tierra; también podía provenir
el ahorro para la acumulación de capital de la porción de la renta
que iba a los salarios.13

4. La revisión de los fines implícitos


La reinterpretación de Mili de la naturaleza de las leyes
económicas había de tener notables consecuencias. Entre ellas,
no fue la de menor importancia el desafío a la premisa valorativa
implícita en toda la literatura clásica: que la expansión económica
ininterrumpida era un fin de importancia tan obvia que no reque­
ría ninguna justificación. Mili atacó la posición ortodoxa con
estas palabras:
No sé por qué habríamos de alegrarnos de que las personas que ya son más
ricas de lo que nadie necesita ser, doblaran la cantidad de sus bienes de consumo
que les producen poco o ningún placer, excepto en cuanto que representan
riqueza... Sólo en los países retrógrados del mundo es todavía el aumento de la
producción una meta importante...14

En su opinión, el estado estacionario no había de ser necesa-


" Ibid., pág. 757.
12 Ibid., pág. 759.
13 Ibid., pág. 163.
14 Ibid., pág. 749. Algunos lectores pueden observar una analogía con los
análisis más recientes de J. K. Galbraith sobre la «Sociedad opulenta».
4. El revisionismo de John Stuart Mili 97

riamente una grave enfermedad social. Por el contrario, observó intentado confundir al hombre de experiencia o de conocimiento
Mili: empírico»19.
No fue únicamente un disgusto ante algunas de las manifesta­
ciones sociales de la abundancia lo que llevó a Mili a esta
Me es imposible... concebir el estado estacionario de capital y riqueza con la conclusión. Se sentía también preocupado por la tendencia hacia
manifiesta aversión con que generalmente lo consideran los economistas de la la inestabilidad que, probablemente, coincidiría con la aproxima­
vieja escuela. Me inclino a pensar que podría ser, en conjunto, una mejora ción del estado estacionario y con las tasas de beneficios decre­
muy considerable respecto de nuestra condición presente. Confieso que no me
atrae el ideal de vida presentado por quienes piensan que el estado normal de los cientes. Estas circunstancias impelerían a algunos empresarios a
seres humanos es el de trepar por la vida; que la situación más deseable para la rechazar las tasas de beneficios corrientes y a buscar negocios
humanidad es la de pisotearse, aplastarse, arremeter los unos contra los otros y altamente arriesgados con la esperanza de cosechar beneficios
ponerse mutuamente la zancadilla, como ocurre en el tipo de vida social existen­ superiores a la media. Con argumentos parecidos a los que en
te. pues tales manifestaciones no son sino alguno de los síntomas más desagrada­
bles de una de las fases del progreso industrial15. época más reciente utilizan aquellos banqueros que expresan su
preocupación por el deterioro en la calidad de los riesgos crediti­
cios durante el período de expansión, Mili mantuvo que tales
Estas reflexiones se dirigían, naturalmente, a los contemporá­ condiciones daban lugar a una atmósfera de audacia especulativa
neos ingleses de Mili. Pero lo que ocurría en los Estados Unidos que, probablemente, se vería seguida, a su vez, por una serie de
no escapaba a su atención; incluso reservó su más acerado decepciones. El comportamiento de aquellos que trataban de
comentario para los Estados del Norte y del Centro de Nortea­ eludir la tendencia natural de los beneficios a la baja podía llevar
mérica. Consideraba que la población de esta zona era la más así a oscilaciones entre la prosperidad y la quiebra.
adelantada, desde el punto de vista económico. Se había elimi­ La tradición clásica de la Ley de Say dominaba demasiado
nado la pobreza, la abundancia estaba asegurada para todo aquel estrechamente a Mili para que llevara muy lejos el análisis de
que quisiera y pudiera trabajar, y las injusticias sociales habían esta cuestión. No obstante, vio más claramente que los creadores
sido eliminadas, al menos todas «las desigualdades que afectan a de la corriente fundamental del clasicismo, que la aproximación
las personas del sexo masculino de raza caucásica». Pero ¿qué del estado estacionario a un alto nivel de actividad económica,
había producido esta opulencia?; el juicio de Mili en 1848 fue tendería a aumentar la susceptibilidad de la economía a fluctua­
muy franco: «... todo lo que estas ventajas parecen haber hecho ciones sustanciales; más aún, que la tendencia a la inestabilidad
por ellos es que la vida de todo un sexo esté dedicada a la caza era inherente a un sistema económico incontrolado.
del dólar y la del otro a la crianza de cazadores de dólares»16.
Desde la perspectiva de la ortodoxia clásica, estas afirmacio­
nes caían en la herejía, lo que sus lectores no economistas 5. Mili y la política económica
notaron inmediatamente. Un crítico alababa la primera edición
con estas palabras: «... aquí no hay indiferencia ante el sufri­ Mili se alejó sustancialmente en varios aspectos importantes
miento humano, no hay una estima desordenada de la riqueza, no de la actitud hacia las cuestiones de política económica que había
hay una moralidad sórdida y envilecida»17. Otro, haciendo notar caracterizado al clasicismo ortodoxo. Quizá su más clara ruptura
con aprobación la actitud de Mili hacia el temido estado estacio­ con la ortodoxia fue en la cuestión del papel económico del
nario, observaba: «No es poca novedad oír a un economista Estado. Mili trazó al menos las líneas maestras de un programa
hablar de la siguiente manera de los meros elementos de la de intervención estatal en la vida económica más activo que el
riqueza nacional.»18 Mili fue felicitado por demoler aquellos que habrían tolerado sus predecesores. En primer lugar subrayó
argumentos «con los cuales sus predecesores científicos habían la importancia económica del papel «civilizador» del Estado, es
decir, como propulsor de mejoras en los servicios educativos, así
15 Ibid., pág. 748. como culturales (parques, museos). La elevación de los gustos y
16 Ibid., pág. 748.
17 Frazer's Magazine, septiembre de 1848, pág. 247. 19 Ibid., pág. 407.
18 Blackwood’s Edinburgh Magazine. octubre de 1848, página 412.
98 La economía clásica

aspiraciones populares, especialmente entre los miembros de la


clase trabajadora, era vital para el desvanecimiento del fantasma
malthusiano y para el control humano sobre la distribución de la
renta. No obstante, y como sus predecesores clásicos, Mili
criticó la administración del subsidio de pobreza, porque tenía
efectos desafortunados sobre la movilidad de la mano de obra y
su asignación a los usos socialmente más eficaces.
En el desempeño de su misión civilizadora, los Gobiernos
también podían llevar a cabo una importante función estabiliza-
dora. Mili, en su nueva versión de la llegada del estado estacio­
nario, había mantenido que era probable que el descenso de las
tasas de beneficio estuviera asociado con movimientos especula­
tivos que, a su vez, llevaran a despilfarros involuntarios de
capital. Cuánto mejor sería que el Estado recogiera, por medio de
los impuestos, una parte creciente de los fondos potencialmente
invertibles y la utilizara para financiar proyectos socialmente
beneficiosos. De este modo se obtendrían simultáneamente dos
resultados: disminuiría tanto la caída de las tasas de beneficios
sobre el capital privado como la volatilidad del sistema económi­
co. Pero esta técnica no era la única disponible para frenar la
caída de las tasas de beneficio conforme se aproximaba el estado
estacionario. Si parte del ahorro intemo se canalizara hacia la
inversión extenor, se frenaría la erosión de las tasas de beneficio
en el país. Los resultados serían doblemente beneficiosos si las
exportaciones de capital se dedicaran a desarrollar fuentes de
alimentos y de materias primas de bajo coste para el país presta­
mista. Esta interpretación de las exportaciones de capital tiene
mucho en común con el análisis del imperialismo como sostén del
orden capitalista, presentado más tarde por Hobson y Lenin.
Mili también se colocó fuera de la tradición clásica central en
su actitud hacia la propiedad privada. Después de una lucha
contra sus primeras creencias, llegó a considerar las instituciones
sociales existentes como «meramente provisionales». Y resumió
así su postura:
Nosotros [su mujer y él] éramos mucho menos demócratas de lo que he
llegado a ser, porque mientras la educación continuara siendo tan desastrosa­
mente imperfecta, temíamos la ignorancia y especialmente, el egoísmo y la
brutalidad de la masa; pero nuestro ideal último de mejora iba mucho más allá de
la democracia y nos hubiera clasificado decididamente bajo la designación general
de socialistas. Aunque repudiábamos con la mayor energía esa tiranía de la
sociedad sobre el individuo que se supone que implican la mayoría de los sistemas
socialistas, esperábamos, sin embargo, la llegada de esa época en la que la
sociedad ya no estará dividida en trabajadores y desocupados; en la que la regla
de que el que no trabaja no come no se aplicará sólo a los pobres, sino a todos de
l I I irvisionismo de John Stuart Mili 99

........... i ;i imparcial; en la que la división del producto del trabajo, en vez de


,l, i- mlcr, como en tan gran medida lo hace ahora, del accidente del nacimiento,
: liui a de acuerdo con un principio reconocido de justicia, y en la que ya será
C i .iMc, y se pensará que lo es, el que los seres humanos se esfuercen denodada-
m. ule en procurar beneficios no ya exclusivamente para ellos, sino compartidos
.mi l,i sociedad a la que pertenecen20.

bese a su simpatía por el cambio social, Mili no estudió con


•.iiliciente cuidado los detalles de un orden social más feliz. Pero
l>m lo menos un punto quedaba claro: su versión del socialismo
no era de aquellas en las que el Estado desempeñaba un papel
diclutorial: pensaba más en instituciones cooperativas voluntarias
de coparticipación entre el capital y el trabajo.

20 Autobiography of John Stuart Mili, pág. 162. [Hay traducción castellana:


John Stuart Mili, Autobiografía. Buenos Aires, 1945.]
ACOTACIONES A LA ECONOMIA CLASICA

La tradición clásica se transformó considerablemente entre la


fecha de publicación de La riqueza de las naciones y la de los
Principios de economía política, de John Stuart Mili. Sin embar­
go, subsistió un importante hilo de conexión entre quienes prin­
cipalmente contribuyeron a ella; a saber, un interés común por el
proceso del crecimiento económico.
Medidos en relación con este objetivo analítico primordial, los
resultados de los economistas clásicos fueron impresionantes. La
perspectiva que dieron de un sistema económico en curso de
transformación dinámica superó ampliamente los análisis antes
disponibles. Además, muchas de sus intuiciones de las causas y
consecuencias del crecimiento económico han demostrado tener
valor duradero. Hacia la mitad del siglo xx, los estudiosos del
crecimiento y del desarrollo han revisado la literatura clásica en
busca de inspiración para enfrentarse con el conjunto de proble­
mas persistente. Los economistas clásicos se interesaban, des­
pués de todo, en las grandes cuestiones: el proceso del creci­
miento económico en períodos prolongados de tiempo y la rela­
ción de la distribución resultante de la renta con el futuro del
crecimiento. La importancia de estos temas no ha disminuido
desde que ellos escribieron; de hecho, en gran parte del mundo
moderno las cuestiones que ellos se formulaban son los temas
100
Íi ní ii lunes a la economía clásica 101

ri miiMilicos dominantes. El enfoque clásico, aun sin la moderni-


/,ii Mili y refinamiento de que es susceptible, todavía tiene mucho
i/ur ofrecer a los lectores de mediados del siglo XX.
Asi que no es sorprendente que los economistas clásicos
linv ni dejado un impresionante legado analítico. Destaca su
lnu ll;i en una importante rama del análisis moderno. Entre
1.1 unís notables exposiciones del clasicismo puesto al día,
r i ,i el modelo de crecimiento en economías subdesarrolladas
nl< .ido por W. A. Lewis. Su análisis, que tiene considerable
mii ies por sí mismo, proporciona un buen ejemplo de la ma-
i i c i . i en que las variaciones sobre los temas clásicos pueden
i'miquecer la comprensión de una amplia gama de problemas
•o ¡miles1.
I ewis considera que una economía subdesarrollada típica se
i lívido en dos compartimentos: un sector capitalista y un sector
ii.idicional de subsistencia. En este sistema dual, el sector capita-
h .1;i es la fuente del estímulo dinámico, y la tasa de crecimiento
. I*- la economía en su conjunto se considera regulada primordial-
nii-nte por la reinversión de los beneficios de los capitalistas. La
i vpnnsión del sector capitalista, sin embargo, implica un con­
noto con el sector de subsistencia que, según Lewis, se caracte-
i i/;i por técnicas atrasadas, baja renta per cápita y un volumen
sustancial de desempleo. En esas circunstancias los capitalistas
imeden obtener mano de obra del sector de subsistencia ofre-
i n udo salarios suficientes para proporcionar una ligera mejora
obre las bajas rentas reales que, de otro modo, hubieran obte­
nido los trabajadores en la agricultura tradicional. Además,
los capitalistas pueden continuar absorbiendo indefinidamente
¡i bajos salarios la reserva de mano de obra del sector de sub­
tie n d a .
Al sustituir las divisiones de clase con las que los economistas
i físicos trabajaban, por las distinciones sectoriales, Lewis resta­
bleció gran parte de la estructura clásica en el análisis de la
distribución y el crecimiento. La existencia de un sector de
subsistencia, oferente de mano de obra asalariada, sustituye los
postulados malthusianos de la población en el modelo clásico
original, para obtener la conclusión de que la producción y el
empleo pueden ampliarse sin que aumenten los salarios reales.
Además, como en el esquema clásico, los beneficios se presentan

1 W. A. Lewis, «Economic Development with Unlimited Supplies of La-


liour», Manchesler School of Economic and Social Studies, 1954. [Hay traduc­
ción castellana: W. A. Lewis, Teoría del desarrollo económico. México, 1963.]
102 La economía clásica

como una fuente de acumulación y expansión. La tasa de be­


neficio, sin embargo, puede disminuir por razones similares a
aquellas que subyacen en las explicaciones clásicas de la redistri­
bución de la renta en favor de las rentas de la tierra. En el
modelo de Lewis, este problema se presenta como un cambio de
la «relación real de intercambio» de productos agrícolas por
productos industriales. Así, por ejemplo, si el sector capitalista j
dependiera del sector de subsistencia para alimentar a la cre­
ciente fuerza de trabajo asalariado, subirían probablemente los ;
precios de los alimentos. El salario monetario se ajustaría al alza, i
a fin de mantener los salarios reales a los niveles establecidos. Si '
esto fuera así, la tasa de beneficios se reduciría y se frenaría la
acumulación. Estas tendencias, no obstante, podrían verse com­
pensadas por mejoras en la productividad agrícola o a través de
la creación de un enclave capitalista que produjera los alimentos
que necesitase y con ello pudiera prescindirse de la agricultura
tradicional. Por último, la expansión podía llegar, en la interpre­
tación de Lewis, a una etapa en la que la mano de obra del sector
de subsistencia quedara completamente absorbida en procesos de
producción organizados al modo capitalista. En este punto
«...una economía entra en la segunda etapa del desarrollo. La
economía clásica deja de aplicarse; estamos en el mundo de la
economía neoclásica...»2
Aunque el análisis de Lewis es objetable en ciertos detalles,
ha proporcionado un estimulante punto de partida para la discu­
sión de los problemas del subdesarrollo. En particular, ha diri­
gido la atención a algunos de los aspectos peculiares de la
expansión económica en las economías subdesarrolladas. Ade­
más, está orientado claramente hacia las cuestiones básicas para
el estudio de las economías subdesarrolladas: las interrelaciones
entre el crecimiento y la distribución de la renta en períodos
prolongados de cambio dinámico. Aceptados estos importantes
puntos a su favor, tiene interés hacer notar que un análisis_
clásico puesto al día muestra también algunas de las deficiencias
de sus predecesores: son menospreciád os problemas de determi-
nación de preciosa corto plazo, eí'iJTiplícítamente, se supone que—
rige'la Ley de Say. Para el problema analítico de Lewis, no es _
más importante un tratamiento refinado de estas cuestiones de lo
que lo fue para los clásicos originales.
En la literatura moderna, el modelo de crecimiento de Lewis

2 Lewis, «Unlimited Labour: Further Notes», Manchester School, 1958,


pág. 26.
v ..i:» N.iii-s a la economía clásica 103

. ,|iiizás, el más explícitamente clásico en la forma. Pero


iiiul >ien se han deslizado, aunque sobre bases menos amplias,
i i i i .i serie de temas clásicos en las actuales discusiones de los
l«mblemas de crecimiento a largo plazo. Algunos análisis recien-
i. - del crecimiento económico en economías adelantadas, por
i it-niplo, se han construido sobre el supuesto de que la distribu-
i mu de la renta entre el beneficio y las demás participaciones es
, l determinante básico de la tasa de crecimiento. En estos
.11 i'itinentos se ha supuesto que, para la comunidad en su conjun-
h>, de los sueldos y salarios se ahorra poco o nada, incluso en el
i uso de que sus rentas estén por encima del nivel de subsistencia
. lasieo. Además, esta conclusión queda bastante bien respaldada
por recientes estudios empíricos. Con esto no se quiere sugerir,
desde luego, que los perceptores de los sueldos y salarios no
.diorren nada, sino, más bien, que el ahorro de algunos miembros
di- esos grupos se compensa, aproximadamente, por los gastos en
esccso de los ingresos de los otros (por ejemplo, el consumo de
pasados ahorros por trabajadores retirados o para gastos acciden-
iules, la financiación del consumo mediante crédito, etc.). El
.diálisis del ahorro puede así reducirse a un examen de las fuerzas
que gobiernan el comportamiento de las participaciones en la
u-nta que corresponden a factores distintos de la mano de obra.
.Aquellos que han construido teorías sobre esta base, general­
mente han hecho el supuesto adicional de que la renta que no se
uaste en consumo se canaliza hacia la inversión. Todo esto
■digiere una Ley de Say modernizada y, realmente, así es, pues
«sta línea de razonamiento suele considerar el pleno empleo
. «uno lo normal.
En las teorías modernas que exploran la relación entre el
crecimiento y la distribución emergen otros temas clásicos. En
algunas formulaciones recientes se mantiene que la parte de la
renta que va a los beneficios es el principal regulador del volu­
men de acumulación y de la tasa de crecimiento económico. Aun
cuando haya sido ampliamente descartada la creencia clásica en
que el aumento de la población, acompañado por el crecimiento
de la renta de la tierra, tendería a erosionar la tasa de beneficio,
los modelos construidos actualmente con categorías clásicas
mantienen que es probable que los beneficios sean absorbidos
por otra razón: la existencia de rendimientos decrecientes de la
inversión en capital. A menos que esta tendencia sea compen­
sada por el «progreso tecnológico» —posibilidad que los clásicos
lambién tuvieron en cuenta en sus consideraciones sobre el curso
futuro de las rentas de la tierra—, se reducirá la tasa de beneficio,
104 L a economía clásica

y es posible que surja una situación análoga a la del estado


estacionario3.
Se nota la huella de consideraciones del mismo tipo en el
análisis contemporáneo de los problemas del crecimiento en las
economías subdesarrolladas. Por ejemplo, se han invocado las
conclusiones clásicas sobre el papel de los beneficios como
estímulo de la formación de capital y de la expansión económica,
para defender la introducción de tecnologías intensivas en capital
en los países en vías de desarrollo. Se ha mantenido que es
probable que el uso de técnicas con alto grado de capitalización
dé lugar a una distribución de la renta más favorable a los
beneficios que el de técnicas intensivas en mano de obra. Esta
conclusión, como su antecedente clásico, supone implícitamente
que la maximización del crecimiento del output (independiente­
mente de las consideraciones de demanda efectiva) es el objetivo
económico primordial y que los beneficios, una vez generados,
de hecho serán reinvertidos en forma productiva.
Quizá la más ingeniosa de las revisiones recientes de la
tradición clásica ha emanado de la obra de Piero Sraffa, el
infatigable editor de los diez volúmenes de las obras y corres­
pondencia de Ricardo. Al construir sobre la base del intento de
Ricardo de derivar una tasa de beneficio en una economía de un
solo bien (el trigo) sin referirse a una valoración (en vez de sobre
el impulso dinámico del análisis clásico), Sraffa ha formulado un
sistema en el cual se consideran los problemas de una economía
en función de las condiciones que debe satisfacer para sostenerse
y crecer4. Con este enfoque realiza un estudio altamente esclare-
cedor de las exigencias técnicas para la supervivencia económica
y el crecimiento. De nuevo surgen todos los rompecabezas
clásicos, pero expresados de forma distinta por el uso de las
notaciones del álgebra lineal. Los problemas sustantivos con que
Ricardo se enfrentó —tales como la derivación de los precios
naturales o la determinación de la tasa de beneficio— están ahí y
su solución está sujeta a las mismas restricciones. El análisis del
comportamiento del mercado por el lado de la demanda está
truncado y el problema de la inestabilidad en términos agregados,

3 Como ejemplo de ese tipo de argumentación sobre las conexiones entre el


crecimiento económico y la distribución, véase «A Model of Economic Growth»,
de Nicholas Kaldor, en Economic Journal, 1957.
4 Véase Piero Sraffa, The Production o f Commodities by Means o f Commodi-
lies (Cambridge University Press, 1960). [Hay traducción castellana: Piero Sraffa,
Producción de mercancías por medio de mercancías. Barcelona, 1966.]
\ mi ii mui"! a la econom ía clásica 105

iiiiu'ini no enteramente marginado, no recibe una atención deta-


lliil.i.
Aunque muchos de los temas clásicos han dejado una im-
|ii.mía sobre el análisis económico moderno, la mayor parte de
I d -, pensadores clásicos se preocuparon más' dé~~prbmover el
l'ingreso ecónómíco~que dé hacer progresar Jas técnicas de
miilisis económTcqTADnqoe diferían entre sí en cuestiones con-
i idas, adoptaron un procedimiento común en el enfoque de
*ucstiones de política económica. Para todos ellos, el contexto de
l.i controversia lo constituía una cuestión primordial: las proba­
bles consecuencias sobre el curso de la expansión económica de
las actuaciones de la política económica. Por regla general, los
clasicos proclamaron las virtudes del mercado libre, pero lo
hicieron sobre bases bien diferentes de las invocadas por las
ge-aeraciones posteriores de economistas: para los miembros de
la escuela clásica, un mercado no reglamentado era más impor-
laute como mecanismo de crecimiento que como proceso a
través del cual se optimizara la distribución de los recursos
económicos. Sus puntos de vista contrastan aún más agudamente
con los de los «darwinistas sociales» de finales del siglo xix, que
mantenían que una competencia sin trabas aseguraba que sólo la
sobrevivirían los mejores y que más lo merecieran, no debién­
dose malgastar simpatía alguna hacia los menos afortunados: no
sería justo, sin embargo, acusar a los clásicos de insensibilidad
ante el sufrimiento humano. Su preocupación por las desgracias
de la pobreza era genuina. La doctrina de la corriente principal
del clasicismo fue que la reducción de la miseria podía realizarse
mejor mediante el crecimiento de la producción. Una interven­
ción en el mecanismo distributivo aumentaría simplemente los
derechos al producto social y podría tener, incluso, un efecto
negativo sobre la deseada expansión del output. Estas conclusio­
nes se derivaban de la creencia de que el proceso económico
estaba gobernado por leyes que escapaban al control humano.
Fue necesaria la reinterpretación de Mili de las leyes económicas
para que la tradición clásica pudiera empezar a librarse del
estigma de «ciencia lúgubre».
Tampoco les faltaba base a los economistas clásicos, en su
época, para desconfiar de la intervención gubernamental en los
asuntos económicos. Las circunstancias políticas en que vivieron
no llevaban a concebir a los Gobiernos como campeones del
bienestar general. Antes de que se extendiera el derecho de voto,
ningún Gobierno estaba obligado —como condición para su su-
perviviencia— a responder a las preocupaciones de una masa
106 L a e c o n o m í a c lá s i c a

electoral. En estas circunstancias era razonable sostener que las


consecuencias sociales de una difusión impersonal del poder
económico en mercados no intervenidos, serían probablemente
superiores a las que se derivarían de un sistema en el cual el
Estado, sin base suficiente, interviniera en la economía. Sin
embargo, por muy plausible que fuera tal actitud en la época que
conocieron los escritores clásicos, este argumento político en
favor del laissez-faire ha perdido su fuerza con el advenimiento
de la democracia social de ancha base.
Nadie duda de que la tradición clásica dejó sin contestar
algunas cuestiones; cuestiones cuya importancia había de ser
resaltada por escuelas posteriores. En particular, el marco clá­
sico impedía una exploración plena de dos temas: el proceso de
la formación de los precios en el mercado y el problema de las
fluctuaciones económicas. En parte, el olvido de estas vías de
investigación se debía al marco institucional de la época clásica.
En las primeras etapas del surgimiento del mundo industrial en
Occidente —cuando la pobreza y la escasez eran los rasgos
dominantes de la vida económica— quizá era apropiado atender
principalmente a expandir la producción. Un análisis cuidadoso
de la demanda y de su significado en el proceso económico
parecía innecesario desde el punto de vista clásico, cuando podía
darse por descontado que los aumentos en la producción serían
absorbidos fácilmente. Sólo en circunstancias «anormales» (tales
como las que siguieron inmediatamente a las guerras napoleóni­
cas) desviaron los escritores clásicos su atención del lado de la
oferta al de la demanda y, aun entonces, sólo temporalmente.
Tampoco intentó el análisis clásico ofrecer una descripción
plena de los costes y las condiciones de la oferta. Las razones no
son difíciles de comprender en las circunstancias de la primera
mitad del siglo xix. Sólo en forma vaga —en el mejor de los
casos— fueron conscientes estos teóricos de las complicaciones
introducidas en la vida económica por las economías de escala
nacidas de los progresos de la tecnología. Estos problemas eran
escasamente visibles en su mundo económico. Durante el mismo
siglo xix, sin embargo, las aplicaciones de nuevas tecnologías a
la producción en gran escala dieron nacimiento a las concentra­
ciones industriales que fueron erosionando la base del orden
natural competitivo. John Stuart Mili intuyó este problema, aun­
que no profundizó demasiado en él.
Igualmente, no parecía necesario un análisis de la naturaleza
de las fluctuaciones económicas. El universo económico clásico,
aunque no exento de perturbaciones, no sufrió las consecuencias
" i." a la e c o n o m í a c l á s i c a 107

,1, inestabilidades agregadas, ni aguda ni prolongadamente. Malt-


lnr percibió que en el enfoque ortodoxo de esta cuestión faltaba
.ifj'u, pero no fue capaz de construir un contraataque convincen-
i, Kn su mayoría, los escritores clásicos se contentaron con
.aponer que este problema se resolvería por sí mismo. Su antipa-
iia por la defensa del atesoramiento que hicieron los mercantilis-
ias reforzó su fe en la eficacia de la Ley de Say.
Para apreciar las virtudes y los defectos de la doctrina clásica,
hay que tomar en cuenta no sólo el clima institucional de la
época, sino también las prioridades analíticas del pensamiento
clásico. Su preocupación central fueron los problemas y las
posibilidades de la expansión económica a largo plazo, en espe­
cial la interacción entre la distribución de la renta y las variacio­
nes en el output total. Desde este punto de vista, un examen
detallado de los cambios a corto plazo —ya en mercados indivi­
duales, ya en la economía en su conjunto— no tenía una impor­
tancia directa. Lo que importaba era la tendencia a largo plazo y
las fuerzas que en ella influían. Es cierto que la tradición clásica
dedicó parte de su atención a ciertas cuestiones del corto plazo,
como ocurrió, por ejemplo, con la prolongada discusión sobre la
relación entre valor y precio. Estas cuestiones, sin embargo, no
fueron examinadas por sí mismas sino por su relación con cues­
tiones más amplias de crecimiento y distribución.
Ntymida parte
I A ECONOMIA MARXISTA
IN I KODUCCION

Karl Marx y John Stuart Mili conocieron el mismo mundo


económico. Era un mundo en el que florecía el industrialismo, al
menos en cuanto éste es medióle por la expansión de la produc­
ción de manufacturas. Las fábricas habían surgido a un ritmo que
habría sorprendido a Adam Smith. Si hubiera de valorarse la
primera ola del industrialismo por el crecimiento de la produc­
ción total, el volumen de comercio internacional y la acumula­
ción de capital productivo, se la juzgaría sin reservas como un
éxito.
Pero ésta era sólo una parte del asunto. Estos impresionantes
cambios no habían reportado beneficios claros a la masa de la
población. Todo lo contrario, la nueva clase trabajadora se
hacinaba en los suburbios de las ciudades, donde sus miembros
estaban expuestos a condiciones miserables de vida. En dema­
siados casos, las más elementales medidas sanitarias iban por
detrás del crecimiento de la población trabajadora urbana, y de
este modo se sucedían, con alarmante frecuencia, amenazas
masivas a la salud, tales como el tifus y el cólera. Engels, el
compañero de Marx, llamó la atención hacia los contrastes de la
época cuando escribía, en 1844:
Un día paseaba yo por Manchester con uno de estos caballeros de la clase
media. Le hablé de los desgraciados y malsanos barrios pobres y llamé su
112 L a e c o n o m ía m a rx ista

atención sobre las desagradables condiciones de la parte de la ciudad en que


vivían los obreros. Le declaré que nunca había visto una ciudad tan mal
construida en mi vida. Escuchó pacientemente y, en la esquina de la calle en que
nos separamos, me dirigió estas palabras: «Sin embargo, aquí se hace gran
cantidad de dinero. Buenos días tenga usted.»1

Si había poco que hiciese agradable la vida de las clases


obreras fuera del trabajo, menos todavía había en el tiempo que
dedicaban a ganarse el sustento. Los horarios de trabajo eran
prolongados: no era rara la jomada de catorce horas en las
fabricas en 1840. Aún después de que la conciencia pública
hubiese sido alertada —como lo había sido en Inglaterra, con el
comienzo de las eficaces leyes de fábricas en la década de
1830—, las restricciones legales a la longitud de la jornada de
trabajo y de la jornada semanal se reclamaron únicamente como
protección para menores y mujeres; las limitaciones del horario
laboral de los hombres adultos habrían de venir mucho más
tarde.
Estas condiciones estaban acompañadas de pagos salariales a
unos niveles que permitían poco más que cubrir las necesidades
vitales. Estas circunstancias eran de todos modos mejores que
la alternativa de no trabajar en absoluto. Conforme adelantaba la
industrialización se multiplicaban las incertidumbres sobre la
ocupación de Jos asalariados. Un período de depresión comercial
podía fácilmente privar a grupos considerables de los medios de
sustento. No es para maravillarse el que en este ambiente cre­
ciera la preocupación por el aumento de la delincuencia.
Particularmente en Inglaterra, los hombres con sensibilidad
social se dieron cuenta de que no todo iba bien, e intentaron
saber más acerca de los problemas económicos de su época.
Marx rindió un alto tributo a esta manifestación del empirismo
inglés, cuando observó que otros países «se aterrarían ante este
estado de cosas», si como en Inglaterra «sus Gobiernos y parla­
mentos nombraran periódicamente comisiones para investigar las
condiciones económicas; si estas comisiones fueran dotadas de
plenos poderes para llegar a la verdad; si fuera posible encontrar,
para este propósito, hombres tan competentes, tan libres de
partidismos y de consideraciones personalistas como lo son los
inspectores de fábricas ingleses, los informadores médicos de la

1 F. Engels, Condition o f ihe Working Class in England (citado por E. J.


Hobsbawm, The Age o f Revolution: 1798-1848, Mentor, Nueva York, 1964,
pág. 218).
t u l . . ' l i l i ........... 113

•iihiil publica, los comisionados para investigar la explotación de


»mi|i i' s y niños o la vivienda y la alimentación».2
‘¡i la escena económica inglesa había cambiado profunda-
mi mr ni el transcurso de la primera mitad del siglo XIX, también
lu Imliia hecho el clima político. Con el Reform Bill de 1832, la
i» endenté comunidad industrial y financiera había conquistado
lu ii|iiemacía política, que antes pertenecía a la aristocracia
¡n i .iieiiiente, y —ayudada por un ambiente condicionado por los
mpimienlos ricardianos— había dado muestras posteriormente de
mi poder político al obtener la derogación de las Leyes de
i . hmIcs en 1844. Entretanto la clase obrera, aunque todavía sin
ili i i-ilio de voto en su mayoría, mostraba nuevos signos de
nuiiiición política, pese a encontrarse vacilante y pobremente
nipaiii/iida.
l anío Marx como Mili sintieron que el aparato teórico que
luí Han heredado no era ya plenamente adecuado para las tareas
>|tu- se proponían acometer. El crecimiento de la industria en
pian escala mostraba señales de minar los supuestos sobre los
une se había asentado la doctrina clásica del laissez-faire. Ade­
mas, esta etapa de la expansión industrial parecía estar asociada
mu una inestabilidad económica creciente caracterizada por la
ii*iniaencia de periodos de prosperidad y de pánico. Pero lo
mas importante es que el sistema de distribución de una econo­
mía en expansión —que Smith, al menos, había esperado que
Pajera beneficios para todos— no parecía funcionar sin ten-
.mués.
John Stuart Mili se encaró con este problema escindiendo el
conjunto de leyes clásicas y afirmando que la distribución de la
u-iiia era susceptible de manipulación por el hombre. Su oposi-
i ion abrió nuevos sectores a las políticas destinadas a promover
el bienestar general (y de la clase trabajadora particularmente) y
mnrcó una senda hacia un futuro de ilustración y mejora.
Aquí es donde comenzaba a disentir Marx. Desde su punto de
vista, Mili era el «mejor representante» de un «sincretismo
superficial» que «trataba de armonizar la Economía Política del
capital con las exigencias, que ya no podían ser ignoradas, del
proletariado»; consideraba el resultado como «una declaración
de bancarrota por parte de la economía burguesa»3. Marx reafirmó
la inevitabilidad de las leyes naturales, pero con un giro interpre-
2 Karl Marx, El Capital vol. I, prefacio del autor a la primera edición en 1867
(('harles H. Kerr and Co., Chicago, 1912), página 14. [Hay traducción castellana:
K-arl Marx, El Capital, México, 1964.]
3 Ibid., prefacio a la segunda edición en 1872. pág. 19.
114 L a e c o n o m ía m a rx ista

tativo bien diferente. Las leyes que él intentó descubrir no eran


ni universales ni eternas, sino únicas para estadios particulares
de la historia. Mantenía que los errores de los economistas de la
tradición clásica nacían de su ceguera en este punto.

Los economistas tienen un singular método de proceder. Hay sólo dos tipos
de instituciones para ellos, las artiñciales y las naturales... En esto recuerdan a
los teólogos, quienes también establecen dos tipos de religión. Toda religión que
no es la suya es una invención de los hombres, mientras que la propia es una
emanación de Dios. Cuando los economistas dicen que las relaciones del presente
—las relaciones de la producción burguesa— son naturales, quieren decir que
éstas son las relaciones en las que se genera la riqueza y se desarrollan las fuerzas
productivas en conformidad con las leyes de la naturaleza. Estas relaciones, por
tanto, son en sí mismas leyes naturales que escapan a la influencia del tiempo.
Son leyes eternas que deben gobernar siempre la sociedad. De este modo ha
habido historia, pero ya no la habrá en adelante1.

La crítica de Marx no descansaba únicamente sobre la


afirmación de que las leyes económicas eran específicas de etapas
particulares de la historia. No menos importante era su preten­
sión de haber descubierto las leyes que gobernaban el despliegue
de la historia misma. En su análisis, las circunstancias económi­
cas eran los determinantes fundamentales de todas las relaciones
sociales e, incluso, de la conciencia humana misma. En esta
interpretación, el marco económico atribuía a los hombres pa­
peles particulares: papeles que, a su vez, gobernaban su com­
portamiento y su forma de pensar. Todas las actividades huma­
nas —y no simplemente las efectuadas en el curso de su
trabajo para ganarse la vida, sino también las expresiones
religiosas, las artísticas y las filosóficas— estaban fundamental­
mente condicionadas por las posiciones de clase en el sistema
económico.
Las connotaciones de los términos técnicos con que se suele
describir esta visión —es decir, como una visión materialista de
la historia o como un determinismo económico— probablemente
perjudican una consideración seria de la doctrina que Marx
deseaba establecer. Si se deja de lado la terminología, pocos
negarían que el trabajo de un hombre y sus necesidades imprimen
una significativa huella en sus actitudes. Esto puede haber sido
todavía más marcado en la época de Marx —en la que, por
término medio, la mayoría de los hombres se veían obligados a
4 Marx. The poveriy o f Philosophy (International Publishers, Nueva York,
1963), págs. 120-121. [Hay traducción castellana: Karl Marx, Miseria de la
filosofía. Madrid, 1969.]
11ii 11" Ih 1 i ii 111 115

.lulii ,n l;i mayor parte de las horas en que no dormían a resolver


il iiinl'lema de ganarse la vida— que en la nuestra. Pero aun
ilmi.i sólo un observador supeilicial mantendría que 61 papel
11 iiiiiimieo de un hombre, su comportamiento y sus actitudes
lin i.i ilol trabajo no tienen conexiones entre sí. La discusión
nniilci'na del «hombre-organización» —cuyo puesto exige cieitos
nii'di’Nde consumo, la expresión pública de determinadas actitu­
des. el ser miembro de organizaciones aceptables, etc.— no está
ilrmasiado lejos de lo que Marx tenía in mente. Aun aquellos de
i i ii m i I io s que trabajan en situaciones menos estructuradas, no son
•iliMifutumente inmunes a los patrones sociales consabidos. Marx
luí- el primero en insistir con fuerza en una conexión sistemática
«'■■tro las actividades económicas y las actitudes personales, y
din, por tanto, un tremendo impulso al desarrollo de un estudio
sociológico serio. Que algunas de tales relaciones existen, difí­
cilmente puede discutirse; lo que es cuestionable es el carácter
disoluto que Marx concedió a una única relación.
Los supuestos de Marx sobre la naturaleza de la historia y de
la sociedad dieron a su economía un carácter único que la
diferencia claramente de otros «modelos maestros» en la historia
de las ideas económicas. Su sistema analítico, aunque construido
en torno a los fenómenos económicos, no estaba, en modo alguno,
icstringido a las cuestiones económicas como éstas se interpretan
normalmente. Por el contrario, ofrecía una visión totalizadora de
la sociedad, en la que todos los acontecimientos se veían íntima­
mente interrelacionados. Este enfoque, que es capaz de ofrecer
una explicación para todo, corre también el riesgo de no explicar
nada. Marx, por ejemplo, pudo afirmar que los sistemas abstrac-
los de los economistas clásicos derivaban de sus «intereses de
dase» y que sus obras eran apologías del capitalismo. Pero su
esquema determinista se veía desbordado cuando se le exigía
explicar el contenido específico de las enseñanzas de esos eco­
nomistas. Después de todo, los escritores clásicos, con idénticos
intereses de clase, no hicieron la misma interpretación de los
acontecimientos, y algunos de ellos, a quienes había protegido la
fortuna, fueron notablemente contrarios al capitalismo incon-
irolad o.
Marx era consciente de esta diversidad y trató de dar cuenta
de ella con ayuda de su interpretación del cambio histórico.
Dentro de este marco, eran inevitables los conflictos entre intere­
ses económicos divergentes. La discordia entre los economistas
era, en sí misma, un síntoma de los antagonismos latentes dentro
del capitalismo. Así, sostuvo que:
116 L a e c o n o m ía m a rx ista

Cuanto más emerge el carácter antagonista [del capitalismo], más se encuen­


tran los economistas ellos mismos, representantes científicos de la producción
burguesa, en conflicto con sus propias teorías, y surgen diferentes escuelas5.

Algunas de estas escuelas podían lamentar sinceramente las


miserias del proletariado y proponer medidas para evitar las
calamidades. Tales sentimientos, aunque admirables, eran inge­
nuos. Marx insistió en que quienes los compartían no eran
capaces de entender que el conflicto era inherente al capitalismo
y que las tensiones eran los motores del cambio histórico. Más
aún, no eran capaces de comprender que las causas de la miseria
estaban enraizadas en la propia naturaleza del sistema y que sólo
podían ser eliminadas mediante la destrucción del sistema
mismo.
Esta línea argumental dio al pensamiento económico marxista
otro atributo distintivo. Los demás «modelos maestros» habían
sido construidos con el propósito de sacar a la luz los tipos de
política económica con mayores probabilidades de mejorar el
funcionamiento de la economía. Aun el clasicismo, en su primera
etapa, a pesar de su atracción por el orden natural, fue de
orientación reformista, con sus llamadas a la reforma de la
legislación existente y de la práctica administrativa en vigor. El
enfoque marxista no podía estar más agudamente en contraposi­
ción con esto6. Dentro de su estructura histórica las políticas
proyectadas para remediar los males económicos eran inútiles, y
las reformas constructivas, imposibles. La función del análisis
económico se veía así restringida a poner al desnudo las leyes del
cambio histórico que predeterminan la destrucción del capita­
lismo y a demostrar la futilidad de las políticas dedicadas a
remediar sus calamidades.

5 ¡bid., pág. 123.


6 El primer Marx, como se nos revela en los Manuscritos económico-
filosóficos de 1844, estaba mucho más cerca de la tradición reformista en el
pensamiento social. En la época en que produjo El capital, sin embargo, defendía
el determinismo económico con pocos matices. (Véase Karl Marx, Manuscritos:
Economía y Filosofía. El Libro de Bolsillo, n.° 119. Alianza Editorial,Madrid.)
Capítulo 5
KARL MARX Y LA TEORIA ECONOMICA DE
EL CAPITAL

A pesar de la importante posición ocupada por la interpreta­


ción del cambio histórico en el pensamiento de Marx, sus escri­
tos económicos enfocaban, predominantemente, una sola etapa
de la evolución histórica. El objetivo de su principal libro, según
sus propias palabras, fue «descubrir la ley económica del movi­
miento de la sociedad moderna»1: es decir, del modo de produc­
ción capitalista. Aunque este esquema proporcionaba la base de
una interpretación de las formas productivas precapitalistas, no
hizo ningún análisis sistemático del sistema económico que hu­
biera de sustituir al capitalismo tras el colapso que él creía
inevitable.

1. Karl Marx (1818-1883)

En la carrera de Marx se mezclaron el retiro del filósofo e


intelectual con la vida activa del organizador y propagandista.

1 Marx, El Capital, vol. 1, prefacio a la edición de 1867 (Charles H. Kerr and


Co., Chicago, 1912), pág. 14. [Hay traducción castellana: Karl Marx, El Capital.
México, 1964.]
lis L a e c o n o m ía m a rx isia

Por una parte, era un estudioso de la dinámica de la sociedad,


por otra, era un intervencionista que buscaba incansablemente
precipitar el cambio social. Esas facetas diversas de su carácter y
de sus actividades estaban estrechamente asociadas, pues si fue
un proceso de investigación intelectual pura lo que le permitió
identificar las causas que deseaba promover, en su vida pública
se comportó en gran medida como un intelectual: para ser un
organizador político su estilo fue notablemente austero.
Nacido de una familia renana de la clase media alta, que había
abandonado el judaismo en favor de la Iglesia establecida, sus
primeros años siguieron en gran medida los patrones convencio­
nales. Entró en la Universidad para estudiar leyes, pero cambió
sus planes después de que cautivaran su imaginación los vivos
debates sobre filosofía hegeliana en el Berlín de 1830. Se iden­
tificó a sí mismo con los jóvenes hegelianos deseosos de trans­
formar la ortodoxia hegeliana en una doctrina social radical. Tal
era la idea que le empujó, alrededor de los veinticinco años, a
solicitar un puesto universitario en las disciplinas filosóficas. Este
sueño murió pronto, cuando el ministro prusiano de educación
proscribió la izquierda hegeliana.
Obligado por la muerte de su padre a buscarse sus propios
medios de vida, se orientó hacia el periodismo, escribiendo para
un diario antigubernamental, recientemente fundado, que se pu­
blicaba en Colonia. Prosperó en esta empresa, que le brindaba la
oportunidad de agitar en favor de la reforma política y de aguzar
sus dotes de prosista incisivo. En un año había llegado al puesto
de director. Este episodio fue de corta duración. En 1843, la
censura oficial prohibió la publicación y Marx partió hacia París
para participar en la publicación de otro diario.
Durante los dos años siguientes el esquema de ideas con las
que trabajaba empezó a tomar una forma clara. Mientras estuvo
en París devoró la literatura más importante sobre teoría econó­
mica. La vida allí le puso también en contacto con la mayor parte
de los dirigentes de la izquierda continental, y fue entonces
cuando comenzó su colaboración con Friedrich Engels. Esta fase
terminó en 1845, cuando el Gobierno francés, acuciado por las
protestas oficiales prusianas contra el contenido de la publicación
a la que estaba asociado, le expulsó del país.
En 1849 —tras un período de turbulenta actividad política,
que incluyó su colaboración con Engels en la redacción del
Manifiesto Comunista— se exilió a Londres, donde permanecería
hasta el final de sus días. Durante esos años pasaba todas las
horas de luz solar en las salas de lectura del British Museum. Los
K a r l M a r x y la t e o r í a e c o n ó m i c a d e E l C a p i ta l 119

materiales así acumulados los integró en su principal contribu­


ción a la teoría económica: los tres volúmenes de El Capital.
Habrá pocos estudiosos serios de los problemas sociales que
hayan trabajado bajo condiciones más duras que las soportadas
por Marx. Las pequeñas sumas que podía ganar con sus artículos
de periódico (aparte de la caridad de su fiel Engels), eran in­
suficientes para alejar a los acreedores de su puerta. Aun cuando
limitaba sus gastos de vivienda al mínimo —habitando una casa
que un espía prusiano, designado para vigilar sus actividades,
describía con horror—, no conseguía Marx proporcionar a su
familia una atención médica y una nutrición adecuadas. Cuando
escribía sobre la pobreza, no hacía un ejercicio de pura ima­
ginación.

2. Marx y la tradición clásica

Muchos de los escritos polémicos más duros de Marx iban


dirigidos contra la tradición clásica del pensamiento económico.
Atacó los procedimientos analíticos empleados por los autores
clásicos, así como las conclusiones a las que habían llegado. No
obstante, su relación con la tradición clásica debe describirse
como ambivalente. Pese a su hostilidad hacia la economía clási­
ca, hizo suya gran parte de su estructura analítica. Aunque
reelaboró las categorías clásicas, las modificó y les prestó nuevos
significados, el núcleo central de su sistema lo heredó de los
economistas clásicos.
En manos de Marx se replantearon los ya familiares proble­
mas clásicos, en especial cuáles son las leyes que gobiernan la
distribución de la renta y cómo afectan a la evolución a largo
plazo de la economía. También se apropió de descubrimientos
clásicos en muchos puntos concretos. Siguiendo la principal
corriente de la tradición clásica, enfocó el problema del valor en
términos de trabajo, y consideró que sólo los objetos físicos
incorporaban valor. Además, su esquema de la distribución de la
renta giraba alrededor del concepto de clase social y su teoría de
la acumulación la relacionaba con el comportamiento de los
beneficios.
Los supuestos previos filosóficos de Marx sobre la historia,
así como la pretensión de haber descubierto la lógica interna de
ésta, dieron a las categorías establecidas un significado diferente
y ofrecieron un trampolín para nuevas investigaciones. Su crítica
a Malthus es un ejemplo instructivo de su modus operandi
120 L a e c o n o m ía m a rx ista

general. Por lo demás, esta polémica es, en sí misma, de particu­


lar interés: el principio de la población de Malthus, que se había
interpretado como demostrativo de que los miembros de las
clases obreras no podían echar la culpa de su miseria sino a sí
mismos, había de ser demolido antes de que Marx pudiera
establecer una explicación alternativa de la pobreza2.
El modo en que Marx invocó su visión de las etapas históricas
para atacar la doctrina malthusiana de la población puede verse
en el siguiente pasaje:
A medida que aumenta la acumulación de capital, la clase asalariada produce
los instrumentos mismos que la hacen relativamente superflua y la convierten en
superpoblación relativa. Esta es una ley de la población peculiar del modo de
producción capitalista. De hecho, cada modo histórico de producción tiene sus
propias leyes especiales de población válidas históricamente sólo dentro de
ciertos límites. Sólo las plantas y los animales tienen una ley de población
abstracta e inmutable y ello solamente en la medida en que el hombre no
interfiera3.

En resumen, el capitalismo creaba, de hecho, la apariencia de


un exceso de población. Pero, en contra de la enseñanza malthu­
siana, tales presiones de la población no eran universales en el
tiempo ni en el espacio. Un cambio en la estructura productiva
podía, fácilmente, convertir un exceso aparente de población en
una escasez.
El razonamiento de Marx en este punto descansaba en su
distinción entre las diferentes «formas de la producción», cada
una de las cuales tenía características propias. En las formas
precapitalistas, la propiedad privada de los medios de producción
estaba lejos de ser general y, en la medida en que tal propiedad
era reconocida, estaba cualificada por una estructura recíproca
de derechos y obligaciones de sello feudal. Más aún, la produc­
ción para el intercambio no estaba ni mucho menos universal­
mente extendida. La aparición del capitalismo llevó a un rápido
desplome de estas estructuras. Y lo más importante, el uso de
2 El ataque a Malthus fue especialmente venenoso. En sus Teorías de Ia
plusvalía, [Hay traducción castellana: Karl Marx, Historia crítica de la teoría de
la plusvalía, México, 1945.] Marx afirmó:
El odio de la clase trafagadora inglesa contra Malthus —el «charlatana como rudamente le llama
Cobbett— está, por tanto, plenamentejustificado. La gente tenia razón aquí al sospechar instintivamente que
se estaba enfrentando nocon unh o m b re d e c ie n c ia , sinocon una b o g a d a c o m p ra d o , unabogadodefensor de
sus enemigos, un sicofante desvergonzado de las clases dominantes. (En la reimpresión de M a r x a n d E n g c lx
oh M a lth u s . Ronald L. Meek. ed. International Publtshers. 1954. pág. 123.)

3 Marx, El Capital, vol. 1, págs. 692-3. [Hay traducción castellana: Karl


Marx, El Capital. México. 1964.]
\ K a r l M a rx y la t e o r í a e c o n ó m i c a d e E l C a p i ta l 121

técnicas mecánicas creó una profunda hendidura en la sociedad.


Quienes poseían los medios de producción y quienes trabajaban
con ellos quedaron divididos en dos grupos distintos. Ya no era
posible para el trabajador poseer los instrumentos con los que se
ganaba la vida; en vez de ello, dependía totalmente de quienes
los poseían. Entretanto, la ampliación del mercado exigía grados
cada vez más altos de especialización, lo que reforzaba la inter­
dependencia entre los diferentes componentes del sistema eco­
nómico. De aquí surgía una de las paradojas («contradicciones»
en la terminología de Marx) de la forma de producción capitalis­
ta. Por un lado estaba montada sobre la base de las relaciones de
la propiedad privada; por otro, sus procesos de producción
implicaban relaciones sociales de carácter cooperativo. Marx
sostuvo que esta situación originaría inevitablemente tensiones
que llevarían a un violento colapso del capitalismo y que no
podían ser resueltas de otro modo. En una organización socialista
posterior, el conflicto sería reemplazado por la armonía. Los
medios de producción serían de propiedad colectiva, con lo que
tanto la forma de producción como las relaciones productivas
serían de carácter social. No podría ya haber conflicto de clases,
porque la base misma de las divisiones de clase —la propiedad
privada de los medios de producción— habría sido eliminada.
Podría pensarse que algunos de los primeros escritores clási­
cos se habían anticipado a la evolución económica. Smith, por
ejemplo, había escrito sobre tipos anteriores de estructuras eco­
nómicas al considerar un estado «primitivo y tosco» de la socie­
dad. El enfoque de Marx, sin embargo, era profundamente dife­
rente. Los escritores clásicos estaban pensando en una situación
hipotética en la que las transacciones se manejaban mediante el
trueque, y que podía, a su vez, ser utilizada como banco de
prueba para analizar la producción y el intercambio en las condi­
ciones más simples concebibles. Marx, por su parte, estaba
pensando en épocas históricas específicas, más que en situacio­
nes hipotéticas, y consideraba la historia como una sucesión de
etapas gobernadas, cada una de ellas, por leyes inmutables.
Partiendo de esta base, Marx acusó a los economistas clásicos
de propagar graves errores. Sostuvo que sus descubrimientos no
eran válidos al no tener en cuenta el significado pleno de la
dinámica interna del proceso histórico. Además los escritores
clásicos no comprendieron que cada etapa histórica estaba go­
bernada por leyes económicas que le son características. Una ley
universal de la población es absolutamente impensable. Cada
forma de producción creaba su propio condicionamiento social,
122 L a e c o n o m ía m a rx ista

de modo que afectaba a todo el comportamiento humano, in­


cluida la actividad reproductora del hombre45.
Aparte de su polémica sobre el método con el clasicismo, las
premisas filosóficas de Marx exigían también un cambio impor­
tante en un conjunto de categorías clásicas fundamentales. Para
los clásicos las agrupaciones sociales significativas para el análi­
sis de la distribución de la renta, eran tres clases: los capitalistas,
los terratenientes y los trabajadores. Por su parte, Marx insistió
en que, en condiciones capitalistas, este esquema debería redu­
cirse a una mera división en dos clases, basada en el derecho de
propiedad legalmente reconocido. En su análisis, la agrupación
de clases esencial en el capitalismo separaba a quienes eran
propietarios de los medios de producción de quienes no lo eran;
en tanto que propietarios, capitalistas y terratenientes pertene­
cían a un género común. Desde el punto de vista de Marx era
«una ilusión fisiocrática» mantener que «las rentas surgían del
suelo y no de la sociedad»s.

3. El análisis del valor


La deuda de Marx hacia sus predecesores clásicos fue particu­
larmente notable en el enfoque que adoptó para el análisis del
valor. Aquí se apropió de lo esencial del enfoque ricardiano del
trabajo incorporado. Sostuvo que el trabajo era el único agente
productivo y la fuente de todo valor. Siguiendo a Ricardo, los
bienes de capital eran considerados como trabajo acumulado. La
tierra, sin embargo, desaparecía prácticamente como un ele­
mento separado, en el esquema productivo. Cualquier cosa eco­
nómicamente interesante de la tierra podía reducirse a trabajo
incorporado
La versión marxista del enfoque del valor-trabajo, sin embar­
go, implicaba varias modificaciones del procedimiento ricardiano.
Sus cambios no alteraron la sustancia del argumento de manera
apreciable, pero contribuyeron a refinarlo considerablemente. Su
tratamiento del conocido problema presentado por la falta de
homogeneidad de la mano de obra constituye un interesante
ejemplo. La forma clásica de eludir esta dificultad había consis-

4 Como veremos más tarde, Marx también desañó la otra base del razona­
miento malthusiano: la inexorabilidad de los rendimientos decrecientes. La tierra
y los rendimientos decrecientes del trabajo aplicado a ella sostuvo, estaban
erróneamente explicados dentro de la tradición clásica.
5 Ibid., vol. I, pág. 95.
\ K a rl M a rx y la t e o r i a e c o n ó m i c a d e E l C a p i ta l 123

iido en apelar a las diferencias de los salarios establecidas en el


mercado como base para ponderar la contribución económica de
los componentes de la mano de obra. Esta técnica, se recordará,
no era estrictamente admisible partiendo de las premisas clásicas:
si los precios de mercado fueran aceptables como medida del valor
del trabajo, ¿por qué no eran adecuados en el mercado de
bienes? Marx no cayó en este error. Desde su punto de vista, el
valor de la mano de obra quedaba él mismo establecido por el
trabajo que incorporaba. «El valor de la fuerza de trabajo está
determinado —afirmó—, como en el caso de cualquier otro bien,
por el tiempo de trabajo necesario para la producción y, consi­
guientemente, la reproducción de este bien particular.»6 En otras
palabras, las horas de trabajo necesarias para proporcionar los
medios de subsistencia a la mano de obra y permitir su sustitu­
ción en la siguiente generación era lo que determinaba el valor
del trabajo no cualificado. Esto equivalía a una interpretación del
salario medio, basada en el nivel de subsistencia, aun cuando
Marx insistía en que la composición de la cesta de subsistencia
no era rígida; por el contrario, estaba sujeta a los cambios del
medio social7.
Las exigencias en input-trabajo que incorporaban «los bienes
de primera necesidad» establecían el límite por debajo del cual
los salarios no podían caer. Pero las diferencias en la remunera­
ción de los asalariados estaban reguladas por otro tipo de trabajo
incorporado: el tiempo de trabajo necesario para adiestrar a los
trabajadores. Aquí Marx recogió un cabo que Mili había dejado
suelto, cuando éste, en sus protestas contra el uso clásico origi­
nal del término «productivo», insistió en que la preparación de
los trabajadores (aunque no fuera una actividad que implicara
directamente la producción de objetos materiales) normalmente
debería considerarse como «productiva».
Marx precisó mejor el concepto de input-trabajo incorporado
al establecer explícitamente las condiciones bajo las cuales aquél
había de considerarse como creador de valor. No era una prueba
suficiente el hecho de que las horas de trabajo se dedicaran a la
producción de bienes útiles tangibles. Sólo debía tenerse en
6 I b i d . , vol. I, pág. 189.
7 En relación con esto, Marx observó:
...El número y extensión de Irts llamadas necesidades primarias, así como los modos de .satisfacerlas, son,
en sí mismos, producto del desarrollo histórico y dependen, por tanto, en grnn medida del gríido de
civilización del país, particularmente de las condiciones y. consiguientemente, de los hábitos y el confort
relativo en el que se ha formado la clase de trabajadores libre?-.. Contrariamente, por tanto, a lo que ocurre
con otros bienes, en la determinación del valor de la mano de obra interviene un elemento histórico y moral,
No obstante, en tmpaís y en un momento dados, la cantidad promedia de medios de subsistencia necesarios
partí el trabajador es prácticamente conocida ilh itl.. vol. I. pág. 190).
124 L a e c o n o m ía m a rx ista

cuenta las horas de trabajo «socialmente necesario», entendiendo


por tal el necesario para producir un artículo en condiciones
normales de producción, con el grado medio de preparación y la
intensidad prevaleciente en la época8. Marx ilustró la fuerza de
esta restricción con un ejemplo relacionado con la manufactura
textil:
La introducción de telares mecánicos en Inglaterra redujo probablemente a la
mitad el trabajo necesario para tejer una cantidad dada de hilo. Los tejedores
manuales, de hecho, continuaban necesitando el mismo tiempo que antes; pero,
por ello, el producto de una hora de su trabajo representaba, después del cambio,
sólo media hora del trabajo social y, por consiguiente, descendió a la mitad de su
valor primitivo9.

En su actitud hacia el desplazamiento de la mano de obra


producido por la competencia entre las técnicas de producción
tradicionales y las avanzadas, Marx diferenció claramente su
posición de la de muchos críticos contemporáneos del industria­
lismo. Marx se impacientaba con el sentimentalismo de quienes
pedían una vuelta a la simplicidad rústica y buscaban volver la
espalda al progreso tecnológico. Insistió en que el avance de la
mecanización, en el sistema capitalista, aunque producía desafor­
tunadas consecuencias en algunos aspectos, tenía al menos el no
despreciable mérito de aumentar enormemente la capacidad pro­
ductiva.
Marx añadió otra restricción a su análisis del valor, restric­
ción que también reflejaba su preocupación por el estudio del
modo capitalista de producción. La producción para el cambio,
decía, era un prerrequisito del valor. Las formas precapitalistas
podían producir bienes, pero con arreglo a las definiciones mar-
xistas no podían producir ni mercancías ni valor10.
Sólo si se añadían estas condiciones quedaba fuera de duda
para Marx que los valores de cambio (o precios relativos) estaban
determinados, de forma inequívoca, por el trabajo incorporado
necesario para la producción de los bienes. Es cierto que bajo el
capitalismo las relaciones de cambio entre los bienes se expresa­
rían en términos monetarios, pero esto sólo era posible «porque
todos los bienes, en tanto que valores, son trabajo humano

8 Ibid., vol. I. pág. 46.


9 Ibid., vol. I, pág. 46.
10 En palabras de Marx:
Todo aquel que satisface directamente sus necesidades con el producto de su propio trabajo crea, es
cierto, valor de uso. pero no mercancías. Para producir éstas debe producir no sólo valor de uso. sino valor
ile uso para otros, valor de uso social t fh id .. vol, I. pág. 48).
K arl M a r x y la t e o r í a e c o n ó m i c a d e E l C a p i ta l 125

utilizado y por tanto mensurable, de modo que sus valores


Imeden medirse por un mismo bien especial [el trabajo] que a su
vi /, se convierte en la medida común de su valor, es decir, en
limero»11. En otros contextos que éste de la teoría del valor,
Marx se preocupó de los rompecabezas ricardianos sobre la
desigual duración de los componentes del capital fijo y la ausen-
i ¡a de uniformidad en las proporciones del capital fijo y circuían­
le; pero en este contexto no aparecían por ninguna parte.

-1. Los conceptos de plusvalía, capital variable


y capital constante

Aun cuando Marx se apropió de muchos de los módulos


arquitectónicos de la versión clásica de la teoiia del valor-
ii abajo, los utilizó para otra serie de propósitos. Con ayuda de su
tirgumento de que el valor del trabajo y el valor de los bienes
estaban gobernados por los mismos principios, se encontraba
equipado para proporcionar una interpretación alternativa de los
mecanismos de la producción y distribución en las sociedades
capitalistas. La posición que adoptó se reforzó posteriormente
por su análisis de las consecuencias de la acumulación de capital.
Los pasos iniciales, sin embargo, los dio partiendo directamente
de su teoría del valor.
Esta extensión del argumento implicaba volver a afirmar la
conclusión de que el valor de la fuerza de trabajo estaba basado
en el trabajo incorporado requerido para su subsistencia y adies­
tramiento. En el sistema capitalista, los obreros estarían obliga­
dos —simplemente para sobrevivir— a vender una parte impor­
tante de su tiempo de trabajo para adquirir los medios de subsis­
tencia. Pero, en las condiciones de la producción capitalista, se
les pediría más tiempo de trabajo a los obreros de lo que era
necesario para producir el valor equivalente a sus requerimientos
de subsistencia. En ausencia de modos alternativos de ganarse la
vida, los trabajadores no sólo tenían que vender su tiempo a los
capitalistas, sino aceptar los términos y las condiciones impues­
tas por sus patronos. Los obreros, por ejemplo, podían ser
capaces de producir lo suficiente para cubrir sus necesidades de
subsistencia con seis horas de trabajo diario, pero los patronos
insistirían en una jomada de trabajo de mayor duración. La
jomada de trabajo quedaba así dividida en dos componentes: el
11 Ibid., vol. 1, pág. 106.
126 L a e c o n o m ía m a rx ista

tiempo de trabajo «necesario»12 para la producción de un valor


igual a las exigencias de manutención, y el tiempo de trabajo
«excedente».
En opinión de Marx, la posición ventajosa en la jerarquía del
poder, nacida de la propiedad de los medios de producción,
permitía a los capitalistas exigir una jomada de trabajo superior
al tiempo de trabajo necesario, y apropiarse del valor creado
durante ese tiempo excedentario de trabajo. Más aún, insistía
Marx, la creación de la plusvalía era originariamente el motivo
fundamental para contratar a los obreros. Desde el punto de vista
del patrono, la facultad de la mano de obra para crear más
valor del que se le devolvía en forma de salario, era una precondi­
ción del empleo. Esta « circunstancia», como la describió Marx, «es,
sin duda, una cuestión de buena suerte para el comprador [de
trabajo], pero en modo alguno un perjuicio para el vendedor»13.
La especial capacidad de la mano de obra para generar
plusvalía justificaba para Marx la designación de los pagos de
salario como «capital variable». Esta terminología, aunque con­
fusa para aquellos educados exclusivamente en el uso moderno,
estaba claramente dentro de la línea clásica. Para Marx (como
para los economistas clásicos) el término general de «capital» se
utilizaba referido a los recursos disponibles para iniciar la produc­
ción y sostenerla. Estos recursos podían distribuirse en pro­
porciones variables entre los inputs productivos necesarios, es
decir, mano de obra, materias primas, planta y equipo. En la
tradición clásica se solían distinguir dos categorías de capital: el
fijo y el circulante. La línea de demarcación se basaba general­
mente en la duración de los períodos de tiempo que habían de
transcurrir antes de que el valor contenido en dichos componen­
tes del capital pudieran realizarse a través de la venta.
Marx modificó este procedimiento dividiendo el capital en un
componente «variable» (el fondo de salarios) y otro «constante»
(materias primas y asignaciones para depreciación de la planta y
el equipo). Estas distinciones dependían de su concepto de la
capacidad de generar plusvalía por parte del trabajo directamente
utilizado. Sostuvo que el trabajo activo tenía la propiedad única
de que no sólo producía valor, sino «más valor del que tiene él
12 Marx sostuvo que la necesidad atribuida al tiempo «necesario» de trabajo
no se refería exclusivamente a los intereses del trabajador. Sostuvo que una
cantidad de factor trabajo mínima era también necesaria para «el mundo de
los capitalistas, ya que su existencia también depende de la supervivencia de los
trabajadores». (Ibid.. vol. I, pág. 240.)
13 Ibid., vol. I, pág. 216.
K avl M a r x y la t e o r í a e c o n ó m i c a d e E l C a p i t a l 127

mismo»14. De hecho, las circunstancias de la producción capita­


lista eran tales que el trabajo sólo sería contratado cuando se
pudiera obtener de él una plusvalía. Por el contrario, los renglo­
nes de capital constante llevaban incorporado trabajo anterior­
mente realizado y, por tanto, inactivo. Su contribución al pro­
ceso productivo, aunque importante, era pasiva; no podía añadir
ningún otro valor al producto final que el que contenían en sí
mismos. En palabras de Marx: «Por muy útiles que puedan ser
una clase dada de materia prima, o una máquina, u otros medios
de producción, aunque puedan costar 150 £, o, digamos, 500 días
de trabajo, no pueden, bajo ninguna circunstancia, añadir al valor
del producto más de 150 £.»15
Estas definiciones ocupaban una posición estratégica en el
desarrollo del análisis de Marx. Tres relaciones importantes se
construyeron en torno a ellas. La primera j relacionaba
la plusvalía con el fondo de salarios, y la describía como «tasa de
plusvalía» o «tasa de explotación». Los dos componentes del
capital podían también expresarse en forma de relación J;
esta relación titulada la «composición orgánica del capital», su­
ministraba un instrumento conveniente para expresar las varia­
ciones en la proporción entre capital fijo y variable. Las tres
variables entraban en la «tasa de beneficio» ( —-— ). Esta
\v + d
nociqn tenía un claro parentesco con la tradición clásica, en la
que la tasa de beneficio se consideraba como el porcentaje de
rendimiento sobre los pagos anticipados a los trabajadores, así
como los costes corrientes de materias primas y capital fijo. La
mayor parte del análisis dinámico de Marx se organizó en tomo
al comportamiento esperado de estas relaciones.

5. El análisis de la acumulación
Como todos los que contribuyeron a la tradición clásica,
Marx mantuvo que la acumulación provenía de la parte de la
renta percibida por los propietarios de los medios de producción.
Pero su visión general del proceso económico daba una interpre-
14
ibid., vol. 1, pág. 216.
Ibid., vol. 1, pág. 229.
128 L a e c o n o m ía m a rx ista

tación diferente a la naturaleza de esta renta «neta». Dentro de la


estructura analítica de Marx, podía mantenerse que la generación
de la plusvalía era, realmente, la característica estructural defini-
toria del sistema capitalista. Dadas las relaciones de propiedad en
el capitalismo, los trabajadores se veían obligados a ponerse a
merced de los capitalistas, en su lucha por subsistir y se veían, al
mismo tiempo, condenados a aportar el excedente de su jomada
laboral.
Las consecuencias de la generación de plusvalía en el capita­
lismo quedaban poderosamente influidas por el uso de la maqui­
naria. Las técnicas mecánicas implicaban el engrosamiento de las
filas de los posibles partícipes en el proceso capitalista. Por
ejemplo, había ahora lugar dentro de la mano de obra para las
mujeres y los niños (que podían ser empleados a más bajo coste
que los varones en un amplio número de tareas repetitivas de
reciente creación). Al mismo tiempo, el avance de las técnicas
mecánicas aumentaba el poder de los capitalistas, al poner a su
disposición nuevos instrumentos de control sobre la duración e
intensidad de los inputs de trabajo. La productividad de la fuerza
de trabajo ya no podía estar condicionada, de modo significativo,
por la preparación e iniciativa de los trabajadores mismos. Por el
contrario, el ritmo de la máquina establecía el del trabajo. Pese a
las desgraciadas consecuencias que pudieran tener para la digni­
dad de los trabajadores, estos procedimientos elevaban enorme­
mente, sin embargo, la productividad. Es interesante hacer notar
que en algunas discusiones modernas de los problemas de los
países subdesarrollados, se invoca un argumento similar para
defender la introducción de técnicas altamente intensivas en
capital a pesar del hecho de que se pueda disponer de una amplia
mano de obra potencial a bajos salarios. Donde se carece de una
tradición de disciplina industrial, un desarrollo de la industria
basado en técnicas altamente mecanizadas tiene la no desprecia­
ble ventaja de asegurar de modo automático la eficacia del
trabajo. No se olvide que los procesos dominados por el uso de
maquinaria deben funcionar generalmente de acuerdo con un
ritmo preestablecido, si han de tener éxito.
El uso extendido de la maquinaria tenía otros efectos impor­
tantes, en virtud del hecho de que las técnicas más perfectas al
aumentar la productividad del trabajo —es decir, al reducir el
trabajo necesario para producir una unidad de producto— hacían
descender el valor de los bienes. Al mismo tiempo, notaba Marx,
la tasa de plusvalía tendería a subir, porque el abaratamiento de
los bienes acortaría el número de horas de trabajo necesarias
K a r l M a r x y la t e o r í a e c o n ó m i c a d e E l C a p i ta l 129

para producir los medios de subsistencia. Este último efecto,


desde luego, era el contrario del esperado por los escritores de la
tradición clásica central. La mayor parte de los teóricos de esta
tradición sostuvieron que el progreso de mejora tendería a au­
mentar la cantidad de trabajo necesaria para producir los bienes
de subsistencia. Esta conclusión se basaba en las especiales
condiciones que gobernaban la producción de alimentos. Tal y
como ellos veían el problema, el aumento de las necesidades
alimenticias tendería necesariamente a contraer el excedente del
capitalista, al elevar el coste del principal componente de la
subsistencia. Marx rechazó este análisis, argumentando que la
línea divisoria entre la agricultura comercializada y la industria
no era tan clara como la tradición clásica había supuesto. Sostu­
vo, por el contrario, que la producción capitalista, por su propia
naturaleza, extendía sus tentáculos por toda la estructura econó­
mica. El sector industrial de la economía podía ser el motor
dinámico del cambio, pero el crecimiento mismo del capitalismo
tendería a homogeneizar las condiciones de la producción a todo
lo ancho de la economía. Aún más:

En la esfera de la agricultura tiene la industria moderna un efecto revoluciona­


rio mayor que en ninguna otra parte, porque aniquila al campesino, el baluarte de
la vieja sociedad, y lo reemplaza por el trabajador asalariado. De este modo, el
deseo de cambio social y los antagonismos de clase alcanzan el mismo nivel en el
campo que en la ciudad. Los viejos métodos irracionales de la agricultura son
reemplazados por métodos científicos16.

Este punto de vista era un reflejo del rechazo por Marx de las
definiciones clásicas de los beneficios y las rentas de la tierra.
Desde su perspectiva, lo que contaba era la propiedad de los
medios de producción: nada esencial distinguía al capitalista del
terrateniente. Ambos estaban en posición de explotar a la mano
de obra y extraerle una plusvalía. De_manera similar restó
importancia a las limitaciones físicas para una rápida expansión
de la producción agrícola, a las que concedieron tanta atención
los escritores clásicos. La aplicación de nuevas técnicas a la
producción agrícola prometía elevar la productividad de modo
suficiente para satisfacer las necesidades de alimentos generadas
por la expansión industnal. Esto no quiere decir que las rentas
desaparecieran completamente del vocabulario de Marx. Subsis­
tían, pero ya no eran sólo de la tierra. Podían surgir como
Ibid., vol. I, pág. 554.
130 L a e c o n o m ía m a rx ista

consecuencia de diferencias cualitativas en cualquiera de los


agentes productivos. Este conjunto de argumentos ponía otra
arma a disposición de Marx para atacar el temor malthusiano de
que la población tendiera a adelantarse a la disponibilidad de
alimentos.
La apropiación de la plusvalía por los capitalistas permitía
también la acumulación o, mejor dicho, era realmente el prerre-
quisito para la acumulación a una escala sustancial. Suministraba
el control de la mano de obra de que había hablado Smith; Marx
añadió simplemente la cualificación de que era «esencialmente un
control de la mano de obra impagada»17. Tampoco albergaba
ninguna duda de que una parte significativa de la plusvalía
obtenida por los capitalistas sería utilizada con el propósito de
ampliar sus capitales y, más particularmente, en la adquisición de
maquinaria. Además, la aplicación de tecnologías más avanzadas
significaba que el valor de los bienes —medido por el trabajo
incorporado— se reduciría. De este modo los bienes se «abarata­
rían». Este proceso engrosaría progresivamente como una bola
de nieve, porque los capitalistas se verían obligados a unirse a la
carrera competitiva por abaratar los bienes. Su propia supervi­
vencia dependía de su capacidad para adquirir y usar maquinaria
que elevara la productividad del trabajo; de otro modo, serían
eliminados en la batalla competitiva. De esta manera, el mismo
sistema impelía a los capitalistas a acumular y a introducir
innovaciones que economizaran trabajo. Marx describió el pro­
ceso con las siguientes palabras:
El capitalista sólo es respetable como capital personificado. Así, comparte la
pasión del avaro por la riqueza como tal riqueza. Pero lo que en el avaro es una
mera idiosincrasia, en el capitalista es el efecto de un mecanismo social en el cual
él sólo es una de las ruedas. Además, el desarrollo de la producción capitalista
hace constantemente necesario aumentar la cantidad de capital invertida en una
empresa industrial, y la competencia es la causa de que las leyes inmanentes de la
producción capitalista sean sentidas por cada capitalista individual como leyes
externas coercitivas. Le compelen a ampliar constantemente su capital, si quiere
preservarlo, pero esta ampliación sólo es posible a través de una acumulación
progresiva18.

Y también:
¡Acumulad, acumulad! ¡Esa es la ley y los profetas! ...Por tanto, ¡ahorrad,
ahorrad! ¡Reconvertid la mayor porción posible de plusvalía o de plusproducto en
capital! La acumulación por la acumulación, la producción por la producción...19
17 Ibid., vol. 1, pág. 585.
18 Ibid., vol. 1, pág. 649,
19 Ibid., vol. 1, pág. 652.
i ni M ; h'x y la t e o r í a e c o n ó m i c a d e E l C a p i ta l 131

I■s i 1 explicación de la agitación incesante de los capitalistas


i..... amplias implicaciones. Dentro del sistema de Marx, el
>.ipilalista era descrito, a menudo, como un explotador inhuma­
no l’ese a ello, Marx sostuvo que era inapropiado echar la culpa
al capitalista como persona, puesto que, como aclaró en el
pu-fucio a la primera edición de El Capital:
lói ningún sentido pinto al capitalista y al terrateniente de couteur de rose.
C ío aquí los individuos son tratados sólo en la medida en que personifican
«-alegorías económicas y particulares relaciones e intereses de clases. Mi punto de
«i .la, según el cual la evolución de la formación económica de la sociedad es
i misiderada como un proceso de historia natural, menos que ningún otro puede
lui i i a los individuos responsables de relaciones de las que ellos son socialmente
un ías criaturas, por mucho que subjetivamente puedan elevarse por encima de
ellas'0.

En resumen, las energías dedicadas a condenar el comporta­


miento de los capitalistas están mal empleadas. Como Marx
observó en otro contexto: «¿Qué puede la lamentación frente a la
necesidad histórica?»2021
No obstante, existen claros límites a la cantidad de acumula­
ción emprendida en un momento dado. Marx estableció dichos
límites en expresiones derivadas directamente de su análisis del
valor en términos del trabajo incorporado. La inversión en ma­
quinaria sólo podía ser valiosa cuando desplazara al trabajo. El
valor de un bien sólo podía ser reducido en la medida en que
disminuyera el trabajo contenido en él. Desde el punto de vista
capitalista será beneficioso adquirir maquinaria adicional, sólo
cuando la suma de trabajo incorporado, directo e indirecto, sea
después menor de lo que era anteriormente. En palabras de
Marx, «el límite al uso de la máquina está fijado por la diferencia
entre el valor de la máquina y el valor de la mano de obra
desplazada por ella»22.
Esta línea argumental, prácticamente por definición, hacía de
la sustitución de la mano de obra por maquinaria una precondi­
ción para la adquisición de bienes de capital. Esta proposición
era crucial para la presentación del modelo de Marx. Ricardo
había anticipado la conclusión en el capítulo «Sobre la maquina­
ria», en la tercera y última edición de sus Principios. Corregía así
su creencia anterior de que la competencia inmediata entre el
trabajo y la maquinaria quedaría compensada por la liberación de
20 ibid.. prefacio a la edición de 1867, pág. 215.
21 Ibid., vol. 1, pág. 652.
22 Ibid., vol. 1, pág. 429.
132 L a e c o n o m ía m a r x i s t a

fondos que podían ser utilizados para emplear más trabajado­


res2324. En efecto, como se recordará, la principal corriente del
clasicismo basaba su indiferencia ante el paro tecnológico en el
hecho de que este efecto compensador neutralizaría pronto —al
aumentar los beneficios y crecer, por tanto, la demanda de
trabajo subsiguiente— cualesquiera perspectivas de desempleo
técnico a corto plazo. Marx, desarrollando la postura final de
Ricardo, insistió en que tal creencia era una falacia en cuanto que
suponía que todas las ganancias que obtuviera el capitalista se
«destinarían a mantener trabajadores». Marx mantuvo, por el
contrario, que las leyes de movimiento del capitalismo requerían
que una parte del excedente, multiplicado gracias al uso de
maquinaria, se destinara a la adquisición de más maquinaria. Más
aún, cuando esto ocurría, la demanda total de trabajo disminuía
necesariamente. Marx, desde luego, reconocía que la introduc­
ción de más elevadas técnicas podría estar asociada a reduccio­
nes en los costes y a aumentos en el volumen de producción. En
esta medida la mecanización podría generar una demanda adicio­
nal de trabajo en las industrias de producción de máquinas y
suministradoras de materias primas. Tales aumentos en el em­
pleo serían, según él, temporales y rápidamente neutralizados por
la acumulación de maquinaria de los capitalistas ocupados en
ofrecer dichos inputs.
Pero incluso estos estímulos de corta duración a la demanda
de mano de obra podrían ser anulados por fuerzas que se movie­
ran en dirección contraria. Entre otras consecuencias, el mayor
uso de maquinaria tendría el efecto de eliminar a los que trabaja­
ban con técnicas más viejas e inferiores. Los artesanos estarían
entre los primeros en sufrir la expansión del industrialismo; gran
parte de su tiempo de trabajo se convertiría en «socialmente
innecesario». Más tarde, a medida que la aplicación de técnicas
industriales aumentara su ritmo, los capitalistas pequeños y débi­
les serían destruidos. En esta fase, la batalla de la competencia,
según Marx, «siempre acaba con la ruina de muchos pequeños
capitalistas, cuyos capitales pasan en parte a manos de sus
conquistadores y en parte desaparecen»2*. Esta combinación de
fuerzas produciría una situación en la que la demanda total de

23 Marx tributó un alto elogio a Ricardo por su disposición para abandonar su


opinión primera, haciendo notar que él «la rechazó explícitamente, con la
imparcialidad científica y el amor a la verdad que le caracterizaron». (Ibid
vol. 1, pág. 478, nota.
24 Ibid., vol. 1, pág. 687.
i . n i M arx y la t e o r í a e c o n ó m i c a d e E l C a p i t a l 133

iiiiiiin de obra se expansionaría menos rápidamente que el nú-


itu ni de las personas susceptibles de ser empleadas. En palabras
di Marx:

Dcsilc el momento en que la demanda de mano de obra está determinada no


i•>*i l.i c antidad de capital como un todo, sino sólo por su componente variable, la
«1 **111.1 tiilu cae progresivamente con el crecimiento del capital total, en lugar
«l«* subir en proporción a él. Cae relativamente a la magnitud del capital total, y
.i una lasa acelerada según crece esta magnitud. Con el crecimiento del capital
¡««tal su componente variable o el trabajo incorporado en él crece también, pero
« ii una proporción constantemente decreciente25.

El problema al que Marx estaba dirigiendo aquí su atención


m> ha perdido, ni mucho menos, su importancia en el mundo
moderno. Existe todavía la creencia general de que las mejoras
técnicas, economizadoras de mano de obra, son beneficiosas
«obre la base de que, cualesquiera que fuesen sus efectos a corto
plazo sobre el mercado de trabajo, sus efectos a largo plazo
deberán ser necesariamente favorables a la economía en su
conjunto. En la historia de los países industriales de Occidente
hay razones importantes que justifican esta creencia, pero en un
cierto número de países subdesarrollados ha llegado a ser cada
vez más claro que la adopción de técnicas modernas de manufac-
i tita puede tener desafortunados efectos reflejos sobre las líneas
de empleo ya establecidas. Las consecuencias de esta situación
son especialmente graves en nuestros días en economías subde­
sarrolladas donde, en la mayoría de los casos, la población en
edad de trabajar está creciendo a tasas considerablemente más
lapidas de lo que creció en el caso de los países occidentales en
períodos comparables de su evolución industrial. Algunos Go­
biernos —tal vez el caso más notable es el de la India— han
intentado minimizar los riesgos de los desplazamientos debidos a
la introducción de técnicas modernas, restringiendo su uso a
lineas de producción que no compiten con las empresas manufac­
tureras establecidas26. Este enfoque de la política económica se
basa en una intuición que fue inicialmente marxista; aunque el
mismo Marx la habría rechazado, pues, desde su punto de vista,

25 Ibld., vol. 1, pág. 690.


26 La prudencia de esta política ha sido respaldada sobré bases teóricas por
uno de los principales analistas de los problemas del desarrollo, Albert Hirsch-
man; ver su Strategy o f Economic Development. [Hay traducción castellana:
Albert Hirschman, La estrategia del desarrollo económico. México, 1964.]
134 L a e c o n o m ía m a rx ista

las medidas de política económica destinadas a alterar el curso de


la historia eran inevitablemente estériles y vanas27.
Tal como Marx lo vio, el mecanismo de acumulación bajo el
capitalismo podía explicarse en su origen por la creación de la
plusvalía y por las presiones sobre los capitalistas para reinvertir
una parte sustancial de esa plusvalía. Las repercusiones del
proceso que estaba describiendo se extendían bastante más allá
del dominio de las causas y efectos económicos, estrechamente
considerados. Por su propia naturaleza, el capitalismo estaba
obligado a producir una brecha, siempre creciente, en la estruc­
tura social. Cada vez más, los trabajadores perderían en destreza
y serían reducidos al status de operarios que realizan tareas
rutinarias y repetitivas. Observemos de pasada que esta pérdida
de cualificación tenía la consecuencia analítica de simplificar la
medición del producto en unidades de trabajo, porque la diná­
mica del capitalismo por sí misma tendía a homogeneizar la
fuerza de trabajo. Entre tanto, el desplazamiento de la mano de
obra por las máquinas aumentaría el número de los sin-trabajo y
engrosaría las filas del «ejército de reserva de los parados». El
modo de producción capitalista, mantenía Marx, necesitaba este
resultado, tanto para mantener la posición de poder de los
capitalistas, como para asegurar que estaría disponible una oferta
abundante de mano de obra a los salarios de nueva subsistencia.
La miseria creciente del proletariado era un subproducto necesa­
rio de tales mecanismos. En palabras de Marx, durante esta fase
del capitalismo, «... en la medida en que crece la productividad
del trabajo, aumenta para el capital la oferta de mano de obra
más rápidamente que su demanda de trabajadores. El trabajo
excesivo de la parte empleada de la clase trabajadora engrosa las
filas de la reserva, mientras que, inversamente, la mayor presión
que los últimos, a través de la competencia, ejercen sobre los
primeros, fuerza a éstos a aceptar el exceso de horas de trabajo y
a someterse a los dictados del capital»28.
Al mismo tiempo, en el otro extremo del espectro social, la
situación de los capitalistas —o, al menos, de los que conservan
una posición como propietarios de los medios de producción—
mejoraría. Ellos podrían ahora permitirse lujos y las desigualda-

27 Marx enunció vigorosamente esta posición, por ejemplo, en sus ensayos


sobre British Rule in India. La manufactura mecánica, observó, fue destruyendo
los gremios artesanos tradicionales; pero toda simpatía por los perjudicados por
ello estaba fuera de lugar. El resultado era inevitable.
28 Ibid., vol. I, págs. 697-8.
r—
V I- ul M.m y la teoría económica de El Capital

ili imiiómicas serían mayores. El número de capitalistas afor-


135

imt.ulos, sin embargo, tendería a disminuir. Con el desarrollo de


l.i maquinaria sólo sobrevivirían los fuertes; los débiles se hundi­
rían. Esta proposición se aplicaba a los capitalistas tan plena-
, mente como a la clase proletaria. Cogidos en la dinámica del
sistema, muchos de los capitalistas menores se encontrarían
desplazados hacia abajo en la escala social, llegando, como los
n abajadores que ellos habían empleado anteriormente, a depen­
der de los propietarios de los medios de producción para tener
una oportunidad de ganarse la vida. La concentración y centrali­
zación de la propiedad de los medios de producción marchaba así
de la mano de la miseria y la desigualdad crecientes.

<>. El análisis de ¡a distribución


Marx tenía bastante en común con la tradición clásica como
para atríbuir un lugar prominente en su modelo a los mecanismos
de distribución de la renta. Más aún, las leyes que gobernaban la
distribución eran cruciales para su explicación de la dinámica del
modo de producción capitalista. Ello no le impidió redefinir las
categorías de las participaciones distributivas. Ya no era la línea
divisoria aquella que distinguía el papel del capitalista de los del
terrateniente y del trabajador. Para Marx, un esquema de dos
clases era suficiente. Lo que importaba era la separación de los
que tenían un derecho legalmente reconocido a la propiedad de
los médios de producción, de aquellos que no lo tenían. Sobre
esta base, la distinción entre agricultura e industria —a la que la
tradición clásica había atribuido tanta importancia— desaparecía
casi por completo.
No obstante, Marx se apropió de dos de las principales
conclusiones de esa tradición sobre el comportamiento de las
participaciones distributivas durante un período de cambio diná­
mico. En ambos modelos se esperaba que el salario real gravitara
en torno a un nivel de subsistencia y que la tasa de beneficios
declinara. La solución de Marx, sin embargo, era distinta, en
cuanto ofrecía una explicación completamente diferente para
dichos fenómenos.
La explicación clásica del comportamiento de los salarios
reales, como se recordará, estaba basada sobre los postulados
malthusianos de la población. Marx, por las razones antes indi­
cadas, estaba decidido a demoler el argumento malthusiano en
esta cuestión. Desde su punto de vista, la explicación básica de la
136 La economía marxista

perpetuación de los salarios de subsistencia radicaba en la mecá­


nica del sistema capitalista. El proceso de desplazamiento tecno­
lógico, inevitable consecuencia de la acumulación, significaba el
engrosamiento del ejército de reserva de los parados. Sobre este
punto, Marx afirmó que «... es la acumulación capitalista, en sí
misma, la que constantemente produce, en razón directa a su
propia energía y extensión, una población de trabajadores relati­
vamente superabundante, es decir, una población mayor que la
suficiente para las necesidades medias de la autoexpansión del
capital y, por tanto, una población excedentaria» ,29
La existencia de este ejército de reserva era suficiente para
explicar la tendencia de los salarios reales a quedarse al nivel de
subsistencia. En la medida en que los capitalistas pudieran tomar
trabajadores parados para reemplazar a aquellos de entre los
empleados que desearan salarios más altos, no habría razón para
esperar que las circunstancias de los pobres mejoraran. En este
punto, Marx se enfrentó directamente con el criterio clásico de
que debería animarse a los trabajadores a que limitaran su tasa de
reproducción, con el fin de restringir la oferta de trabajo y me­
jorar su posición negociadora. Calificó de «estupidez» esa «sabi­
duría económica que predica a los trabajadores la acomodación de
su número a lo que necesita el capital. El mecanismo de la produc­
ción y acumulación capitali sta efectúa constantemente dicho ajuste.
El primer resultado de tal adaptación es la creación de un exce­
dente relativo de población o ejército industrial de reserva»30.
No se deducía de esto, sin embargo, que el salario real no se
desviara nunca del nivel de subsistencia. Para períodos cortos, al
menos, era concebible que una demanda desusadamente intensa
de mano de obra pudiera empujar las tasas de salarios por encima
del mínimo tolerable. Incluso Malthus había reconocido que eso
podría ocurrir. Tanto en la tradición marxista como en la clásica
se mantenía que cualquier tendencia en esta dirección pronto
quedaría contrarrestada por las fuerzas inherentes al sistema
económico, fuerzas que deprimirían los salarios hasta su nivel
«natural». Pero el análisis clásico y el marxista ofrecían explica­
ciones bastante diferentes de este fenómeno. Malthus conside­
raba que los ajustes se efectuaban por el lado de la oferta en el
mercado de trabajo; las mejoras en el salario real llevarían a
crecimientos de la mano de obra que presionarían las tasas de
salario hacia abajo. Marx, por su parte, consideró que el ajuste
29 fb id . , vo). 1, pág. 691.
30 fb id ., vol. 1, pág. 707.
,! I Marx y la teoría económica de El Capital 137

in.iwnia de la demanda de mano de obra. Describió el camino


ii.ii ; i la restauración del nivel de subsistencia como sigue:

''i la cantidad de trabajo no remunerado [o plusvalía] ofrecida por la clase


nal fiadora y acumulada por la clase capitalista crece tan rápidamente que su
11 mvcrsión en capital requiere una adición extraordinaria de mano de obra
i. immcrada, los salarios suben, y permaneciendo igual todo lo demás, el trabíijo
„ i pagado disminuye en proporción. Pero tan pronto como esta disminución llega
,J punto en que el excedente de trabajo que nutre al capital no se suministra en la
i N u l i d a d normal, surge una reacción: se capitaliza una parte más pequeña de
unía, hay retrasos en la acumulación y el movimiento al alza de los salarios se

De esa forma, a través de un camino diferente, llegaba Marx a


¡;i conclusión clásica acerca del comportamiento de los salarios
ivales durante un periodo de expansión económica. De modo
análogo, daba una explicación alternativa de otro fenómeno
clásico: la tendencia a caer, a largo plazo, de la tasa de beneficio.
Dentro de la tradición clásica, el comportamiento de los be­
neficios fue analizado primeramente en términos de la redistribu­
ción de la renta entre las participaciones de los beneficios y de la
renta de la tierra. Las condiciones productivas en la agricultura,
se había dicho, hacían subir las rentas de la tierra e incremen­
tarse el precio de los bienes de subsistencia. De este modo serían
necesarios más altos salarios monetarios para mantener el salario
de subsistencia. Los patronos capitalistas, en virtud de la subida
de los costes salariales, estarían obligados a aceptar tipos más
bajos de rendimiento sobre el capital invertido.
Esta explicación quedaba obviamente vedada a Marx.
Habiendo eliminado de su análisis el concepto clásico de renta de
la tierra y habiendo negado la existencia de diferencias significati­
vas en las condiciones productivas de la industria y la agricultura,
no podía apelar a los costes crecientes de los alimentos en su
explicación del comportamiento de los beneficios. En su lugar
prefirió desarrollar su argumento en torno a los cambios en los
valores de sus tres relaciones fundamentales: la tasa de plusvalía
(o de explotación) | - | ; la composición orgánica del capital

| - J; y la tasa de beneficio | — j 3132.

31 Ibid., vol. I, pág. 680.


32 Algunos comentaristas marxistas posteriores han expresado la composición
orgánica del capital como —-— Marx mismo utilizó la expresión más abre-
C + V
viada. Se derivan las mismas conclusiones con una u otra notación.
138 La economía marxista

El análisis del comportamiento de una de estas relaciones —la


de la composición orgánica del capital— no presentaba complica­
ciones. El núcleo del modelo marxista se desarrollaba en torno a
una idea: que la presión sobre los capitalistas para que acumula­
ran significaría que las inversiones en capital fijo crecerían más
de prisa que los desembolsos en capital variable. Si se aceptaban
las proposiciones marxistas sobre el paro tecnológico, supuesta­
mente generado por la acumulación de capital, necesariamente se
seguiría que la composición orgánica del capital subiría.
El comportamiento de la tasa de plusvalía (o tasa de explota­
ción) era menos claro. En el conjunto de sus ilustraciones numé­
ricas, Marx sugirió que esta tasa era del 100 %; es decir, que el
fondo de salarios y la plusvalía eran iguales. Marx no dijo
explícitamente en ninguna parte que la tasa de plusvalía debía
considerarse como una constante ni demostró que fuera el 100 %.
Mantuvo, sin embargo, que la mecánica interna del sistema
capitalista impedía reducciones en la tasa establecida de plusva­
lía, como no fueran transitorias, ya que cualquier tendencia a
subir por parte de los salarios sería contrarrestada incrementando
la inversión en maquinaria que desplazara mano de obra33.
No estaba excluido, sin embargo, un incremento en la tasa de
explotación. Las reducciones en el trabajo incorporado necesario
para producir los bienes que forman parte del salario de subsis­
tencia harían posible el extender las horas extra de trabajo a
expensas de la jornada de trabajo necesaria. Sin embargo, Marx
parece haber supuesto que la tasa de explotación era, de hecho,
constante.
Si el supuesto de una tasa constante de explotación se com­
bina con una composición orgánica del capital creciente, se
deduce que la tasa de beneficio [ —-— I debe descender. Cuan-
\c + v i
do s y v son iguales y c está creciendo a una tasa más rápida que
ambas, el valor del denominador en esta expresión crece más
rápidamente que el valor del numerador. De este modo, Marx
podía llegar a una conclusión similar a la que habían llegado los

33 Sobre este punto observó: «La ley de la acumulación capitalista afirma, en


realidad, solamente que la misma naturaleza de la acumulación excluye toda
disminución en el grado de explotación del trabajo, así como toda elevación del
precio del mismo que pudiera, seriamente, poner en peligro la reproducción
continua, a escala siempre creciente, de la relación capitalista.» (ibid., vol. I,
pág. 680.)
’ f u i Marx y la teoría económica de El Capítol 139

*fi im<miistas clásicos sobre el comportamiento de la tasa de


ln delicio a largo plazo34.
liste argumento no estaba exento de fallos. En particular una
d< mis conclusiones contradecía una de las piezas vitales del an­
iel ior argumento de Marx sobre la evolución de los salarios reales,
ru siimiblemente, el proceso de acumulación de capital aumenta
la productividad de la mano de obra e incrementa la cantidad del
pioducto neto (v + s). Si la proporción de s a v permanece
ii instante, el crecimiento en la cantidad del producto neto impli­
caría que crecía el total’de pagos por salarios (v); y, con bastante
probabilidad, a un tipo más rápido que el volumen del empleo.
I a mecanización, después de todo, era de esperar que redujese la
lasa de crecimiento de la demanda de mano de obra. Esta
consecuencia, sin embargo, implicaría que la parte de la mano de
obra que permaneciera empleada disfrutaría de mejoras en sus
ingresos reales. La posibilidad, bajo el capitalismo, de incremen-
los en los salarios reales no podía concillarse con las ideas
centrales del argumento marxista ni conciliarse analíticamente
con la existencia de un ejército de reserva de parados. Parece
que Marx no se dio cuenta de esta contradicción de su análisis.

7. La teoría de las crisis en Marx


Tanto la corriente principal del clasicismo como el análisis
marxista contenían algún tipo de razonamiento teleológico; es
decir, consideraban las leyes naturales de la dinámica económica
como fuerzas impulsoras del sistema hacia un fin predestinado.
En el caso de los escritores clásicos, se interpretaba el sistema
económico como si estuviera puesto en marcha hacia el estado
estacionario. Para Marx, por otra parte, el lelos del capitalismo
era un inevitable y violento colapso. Pero mientras los autores
clásicos sostenían que una pol'tica económica apropiada podía
retrasar la llegada del estado estacionario, Marx mantenía que
ningún artificio humano podía alterar el destino del sistema
capitalista.
Marx dio dos explicaciones distintas de las crisis por las que
sería destruido el orden capitalista. El consideraba dichas expli-

34 Estrictamente hablando se podía deducir de estas premisas un tipo de


beneficio decreciente, incluso si el tipo de explotación crecía, siempre que
cualquier aumento de la plusvalía fuese más que compensado por la expansión
combinada de capital constante y capital variable.
140 La economía marxista

caciones como interdependientes, pues se reforzaban mutuamen­


te. Pueden, sin embargo, ser examinadas por separado. De
hecho, sus conclusiones provienen de uno solo de los dos conjun­
tos de argumentos.
Su primera explicación de la crisis del capitalismo estaba
construida en torno a una serie de distinciones elaboradas para
representar al sistema capitalista. El concepto esencial en este
contexto era la división de la economía en dos «departamentos»:
uno, productor de los medios de producción y, otro, productor
de los bienes de consumo. Las relaciones entre ambos departa­
mentos se examinaban bajo diferentes conjuntos de supuestos.
En el caso más sencillo (que Marx describió como «reproducción
simple») no hay ni ahorro ni inversión netos, y el producto
permanece invariable de un período al siguiente. Su análisis del
caso tomaba la siguiente forma. En el departamento I (productor
de medios de producción) el valor bruto del output es igual al
trabajo incorporado y se puede representar como la suma de Cj
+ Vj + S,. De forma similar, en el departamento II (en el cual
se producían los bienes de consumo) el valor bruto del output
puede representarse por la suma de C2 + v2 + s2. En ambos
departamentos, naturalmente, se emplean y se consumen medios
de producción en el proceso de creación del producto. Por esta
razón, para que la producción pueda continuarse sobre la misma
base en períodos sucesivos, la oferta de repuestos proveniente de
los outputs corrientes del sector de bienes de producción tiene
que cubrir la utilización corriente de capital fijo. Por lo mismo, el
producto del departamento II tiene que igualar las necesidades
de bienes de consumo generadas en ambos departamentos35.
Incluso en este caso, que es el más simple, el mantenimiento de
un equilibrio autosostenido requiere un delicado equilibrio entre
los dos departamentos.
Desde el punto de vista práctico, Marx consideró que la tarea
de mantener este equilibrio se complicaba por una serie de
factores. El realismo del modelo exigía que se añadiera un tercer
departamento: el que produjera bienes de lujo para satisfacer
parte de la demanda de consumo de los capitalistas. Además,
había que tener en cuenta el hecho de que una porción de la
plusvalía sería dedicada a la acumulación neta. El mantenimiento
del equilibrio autosostenido se convertía así en una operación de
3S Las condiciones necesarias pueden reducirse a las siguientes:
(1) Cj + C2 = C¡ + V| + iSt o
(2) C2 = V, + S ,
!■ ii M.n\ y la teoría económica de El Capital 141

. .implicación creciente y que podía ser fácilmente perturbada por


ilf.D tan sencillo como la adquisición de activos de duración
desigual, situación que llevaría en el período siguiente a una
planificación temporal irregular de las reposiciones y a fluctua-
eiunes en la demanda de bienes de producción. El tratamiento de
esle punto por parte de Marx estaba en la línea del análisis
icnlizado por Ricardo de las consecuencias de desigualdades en
la vida de los bienes de capital. Pero mientras que Ricardo estaba
interesado en las derivaciones de este problema para una teoría
del valor basada en el trabajo incorporado, Marx le concedía más
importancia, como una amenaza a la estabilidad del capital.
( 'ualquier alejamiento de las condiciones necesarias para soste­
ner el sistema en equilibrio durante el curso de un proceso
normal de acumulación de capital, defraudaría a los productores
en uno de los departamentos, daría lugar a la acumulación de
existencias no deseadas y provocaría un pánico con rebajas de
precios (o, en términos de Marx, una crisis de «realización»).
El análisis de Marx de la inestabilidad crónica del capitalismo
contenía el germen de una teoría del ciclo económico. Aun
cuando su posición le permitía subrayar que lo intrincado del
sistema de producción e intercambio lo hacía vulnerable y alta­
mente sensible a las perturbaciones, estaba demasiado cerca de
la tradición clásica de la Ley de Say para suministrar una
demostración sistemática de las fluctuaciones cíclicas. En su
sistema no podía haber ninguna deficiencia en la demanda total:
sólo los capitalistas estaban en posición de ahorrar; y lo que
ahorraban iba a gastos de inversión. Sin embargo, sí le era lícito
apelar a la conclusión clásica sobre la reducción a largo plazo de
la tasa de beneficio en defensa del argumento de que cualquier
mal funcionamiento del sistema era probable que intensificara la
agresividad de los capitalistas.
Marx estuvo acertado —y se anticipó a su época— al hacer
hincapié en que ias tendencias a la inestabilidad eran inherentes
al capitalismo industrial. Pero no se deducía de esta parte de su
análisis el que las fluctuaciones culminaran necesariamente en el
desplome del sistema. Se requería algo más para semejante
demostración. El pensamiento de Marx ofreció los ingredientes
adicionales en una segunda teoría de las crisis, con argumentos
que descansaban más sobre sus suposiciones filosóficas que
sobre su análisis económico.
El proceso (que en su opinión estaba ya en marcha) puede
resumirse como sigue: el capitalismo engendra grandes acumula­
ciones de capital fijo; según estas acumulaciones aumentan de
142 La economía marxista

volumen, el tamaño del ejército de reserva de parados se va


engrosando. Para la clase trabajadora, la miseria y las desgracias
se intensifican. Entretanto, las filas del proletariado van siendo
reforzadas por recién llegados procedentes de la clase capitalista,
primordialmente por pequeños empresarios que han sido aplasta­
dos en la lucha de los gigantes industriales. Marx describía así
estos aspectos del despliegue del sistema:
Junto con el número constantemente decreciente de magnates del capital, que
usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de transformación,
crece la masa de miseria, opresión, esclavitud, degradación y explotación; pero
con ello también aumenta la rebeldía de la clase trabajadora, una clase siempre
creciente en número, y disciplinada, unida, organizada por el mecanismo del
propio proceso de producción capitalista. El monopolio del capital se convierte en
una traba del modo de producción que había surgido y florecido con él y bajo él.
La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo
alcanzan al fin un punto en el que se hacen incompatibles con su envoltura
capitalista. Esta envoltura revienta en jirones. Suena el toque a muerto de la
propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados36.

Pero también era de esperar que este proceso asentaría las


bases de un nuevo orden económico en el cual las contradiccio­
nes internas entre el modo de producción y las relaciones produc­
tivas del capitalismo se resolverían. Según la visión de Marx:
La Industria Moderna, por otro lado, a través de sus catástrofes, impone la
necesidad de reconocer, como una ley fundamental de la producción, el cambio
de ocupación, la aptitud del trabajador para tareas diversas y, consiguientemente,
la necesidad del mayor desarrollo posible de sus diferentes aptitudes. Se con­
vierte en una cuestión de vida o muerte, para la sociedad, el adaptar el modo de
producción al funcionamiento normal de esta ley. La Industria Moderna, en
realidad, obliga a la sociedad, bajo pena de muerte, a reemplazar al obrero a
destajo de hoy día, mutilado por una larga repetición de la misma operación
trivial, y reducido así a un mero fragmento de hombre, por el individuo plena­
mente desarrollado, capacitado para una diversidad de trabajos, dispuesto a hacer
frente a cualquier cambio de la producción y para el cual las diferentes funciones
sociales que lleva a cabo no son sino muchos modos de dar vía libre a sus
potencialidades naturales y adquiridas37.

Las tensiones sociales alimentadas por el capitalismo eran


demasiado intensas para que se llevara a cabo la transición de
forma pacífica. La revolución era una parte esencial de la teoría
marxista de las crisis. El violento derrocamiento del orden capita­
lista, sin embargo, no podía explicarse sobre bases técnico-
económicas. La visión de Marx de la dinámica de la historia era
un puntal indispensable para llegar a esta conclusión.
36 Ibid., vol. I, págs. 836-7.
37 Ibid., vol. I, pág. 534.
S( OTACIONES A LA ECONOMIA MARXIANA

Como conjunto de argumentaciones técnicas, la contribución


de Marx al análisis económico fue, antes que nada, una extensión
y modificación altamente ingeniosas de la obra de la escuela
clásica. En manos de Marx, sin embargo, los instrumentos clási­
cos fueron reformulados de modo que dieran un conocimiento
más estricto de algunos problemas —en particular, los del mono­
polio y la inestabilidad— de lo que lo hacían en las obras de sus
predecesores y contemporáneos.
El lugar único que tiene Marx en la historia de las ideas
económicas descansa en algo más que en la reorientación que dio
a las categorías clásicas. Desde su perspectiva, la realidad eco­
nómica y la sociedad como un todo eran inseparables. La tarea
del analista económico era interpretar el proceso social en su
totalidad, más que extraer sólo aquellos aspectos que podían ser
tratados como estrictamente económicos. Además, esta interpre­
tación dependía de una visión general de la historia humana y no
estaba en modo alguno limitada a cuestiones observables en un
momento aislado del tiempo.
Cualesquiera que fuesen las deficiencias de la unívoca expli­
cación determinista de Marx del proceso económico y social,
tenía el claro mérito de cuartear la mentalidad confiada y la
autosatisfacción en cuanto a las consecuencias del progreso
143
144 L a e c o n o m ía m a rx ista

económico que habían ido permeabilizando el pensamiento occiden­


tal durante los cien años anteriores. Las doctrinas de Marx se
convirtieron en el punto de unión de fuerzas políticas que han
dejado una huella indeleble en la historia posterior, pero también
despertaron y reforzaron las preocupaciones sociales de muchos
que no compartían sus supuestos filosóficos. Cuando menos,
Marx había advertido a los hombres para que fuesen conscientes
de que las consecuencias del proceso económico bajo el capita­
lismo podían ser más brutales que benéficas.
No es menos importante el sello que el análisis marxista ha
dejado sobre el desarrollo subsiguiente de otras tradiciones en el
pensamiento económico. Marx insistió en que los hechos econó­
micos no podían ser comprendidos al margen de sus dimensiones
históricas y sociológicas. La fuerza de sus reivindicaciones sig­
nificaba que aquellos que habían rechazado sus conclusiones y
deseado dar a la economía una interpretación «más pura» y más
restringida se han visto obligados a definir sus posiciones de un
modo más preciso de lo que hubieran hecho en otro caso.
Efectivamente, gran parte del aspecto analítico de la economía
neoclásica estaba determinado por un intento de desviar el razo­
namiento económico de los cauces marxistas.
Los posteriores refinamientos dentro de la tradición marxista
han sido influidos en gran medida por dos cuestiones de las que
Marx no se había ocupado de modo sistemático: 1) ¿cómo podía
explicarse el notable poder de supervivencia del sistema capita­
lista (unido a su capacidad de generar niveles crecientes de
salario real, más bien que empobrecimiento)?; 2) ¿cómo podían
adaptarse las categorías del análisis marxista a los problemas de
planificación económica y de administración en una sociedad
postcapitalista? La primera de estas cuestiones surgió a finales
del siglo xix, cuando las revoluciones esperadas en los países
capitalistas no llegaron a materializarse. La segunda se hizo
urgente después de tomar el poder el régimen soviético en 1917.
Dentro de la actual tradición marxista se ha desarrollado una
posición, próxima a alcanzar la unanimidad doctrinal, para expli­
car la inesperada longevidad del capitalismo. La teoría de Lenin
del imperialismo —que se construyó sobre las bases establecidas
por el socialista británico Hobson y por dos marxistas revisionis­
tas, Hilferding y Rosa Luxemburgo— proporcionó el marco para
la solución ortodoxa de este problema. Los países capitalistas
—decían— habían conseguido retrasar (aunque no evadir perma­
nentemente) la destrucción violenta por medio de la inversión en
las colonias. Gracias a esta inversión se había suspendido la
a la economía marciana 145

• iK'i.ulu caída de la tasa de beneficios. Además, las salidas


t <ilmiiales para la acumulación capitalista significaban que los
.1» i>la/amientos de trabajadores se producían a un ritmo más
l.-iiio y que el tamaño del ejército de reserva de parados era
•aisiancialmente menor de lo que hubiera sido de otro modo. Pero
W -.¡.unificado económico del imperialismo no terminaba aquí.
( *«Doquiera que los países imperialistas consideraban las colo­
nias sólo como fuentes de materias primas y alimentos de bajo
i d s Ic . era posible que la renta real de la clase proletaria en los
países imperialistas pudiera realmente mejorar con la reducción
iesilitante en el coste de los componentes de la subsistencia.
Esta interpretación llevaba a conclusiones algo diferentes de
las que Marx había alcanzado, pero que pudieron ser fácilmente
asimiladas dentro del sistema marxista original. Realmente, los
puntos más importantes de la argumentación de Lenin pueden
encontrarse en el volumen primero de El Capital, así como en los
Principios, de Mili. Las modificaciones leninistas extendían me­
ramente el análisis básico de Marx para el caso de una economía
cerrada, a un sistema abierto con comercio e inversión interna­
cionales. Sin embargo, el capitalismo no era indultado: la pano­
rámica de la lucha de clases había sido ampliada e internacionali­
zada. El imperialismo sujetaba a las colonias como grupo al
proceso de explotación y empobrecimiento que había experimen­
tado anteriormente el proletariado en los países industriales. Por
último, el fermento revolucionario entre los explotados llegaría al
punto en que fueran rotas las cadenas imperialistas. Las contra­
dicciones y rivalidades dentro del sistema imperialista acelerarían
el día del juicio final. Los países imperialistas, aunque unidos
como explotadores de los pueblos atrasados, estaban profunda­
mente divididos para otras cuestiones. Cada uno intentaba en­
sanchar su parte del botín imperial a expensas de sus rivales, y se
podía calcular que esta situación alimentaría la hostilidad y la
guerra. Este punto de vista, como puede observarse, era muy
verosímil en la época de la Primera Guerra Mundial.
Más recientemente apareció otra explicación del notable po­
der de supervivencia del capitalismo, explicación que tuvo una
vida breve, aunque ilustre. Fue la dada por Eugene Varga, un
húngaro de nacimiento que tuvo un reconocido éxito por sus
contribuciones a la economía soviética, entre ellas, una edición
revisada del Imperialismo, de Lenin, en la que la tesis original se
reforzaba con materiales puestos al día. Sin embargo, el trabajo
por el cual la historia recordará probablemente más a Varga se
titulaba Cambios de la economía del capitalismo resultantes de
146 L a e c o n o m ía m a r x is ta

la Segunda Guerra Mundial. En este estudio mantenía que sería


aconsejable que los teóricos marxistas revisaran sus expectativas
acerca de la caída del capitalismo, subrayando los cambios de los
sistemas capitalistas a consecuencia de la Segunda Guerra Mun­
dial. El éxito del esfuerzo de guerra, decía, necesitó de una
extensa intervención estatal en la vida económica y, aunque el
papel del Estado disminuiría con la vuelta a circunstancias más
normales, las lecciones aprendidas por la planificación económica
en tiempo de guerra no serían completamente olvidadas. Según
él, los Gobiernos ya nunca abandonarían su papel activo como
reguladores y estabilizadores de la economía: había pasado el
momento de «anarquía» del capitalismo no regulado. Por estas
razones podía esperarse que el capitalismo de Occidente fuera
más estable de lo que la teoría marxista estaba dispuesta a
admitir. Al mismo tiempo, los sucesos de la guerra habían
alterado las relaciones entre los países imperialistas y sus colo­
nias de ultramar. Se había puesto en marcha un movimiento de
transición no violenta hacia la independencia nacional que pro­
bablemente iba a continuar.
Estos puntos de vista, aunque propuestos por un escritor
cuyas credenciales en la tradición marxista estaban bien estable­
cidas, entraban en grave conflicto con la doctrina oficial soviéti­
ca. A raíz de una sesión extraordinaria en la Academia Soviética
de Ciencias, en 1947, Varga fue duramente censurado y relevado
de sus cargos oficiales. Desde la perspectiva de la ortodoxia,
había cometido el error cardinal de imputar al Estado en la
sociedad capitalista el deseo y la posibilidad de actuar en pro del
interés social general, incluso interviniendo contra el interés de
los capitalistas. También fue acusado de otro pecado metodoló­
gico: el de afirmar que las conexiones imperialistas podían disol­
verse de manera pacífica. En la época álgida del estalinismo no
podían tolerarse tales herejías.
En los círculos marxistas ortodoxos no se ha abandonado la
confianza en la crisis final del capitalismo. Para muchos, la
experiencia de la economía americana de la década de los 50
—con «estancamiento» en un nivel alto, con tasas lentas y
desiguales de crecimiento y un persistente problema de desem­
pleo— es una manifestación de las crónicas e irresolubles contra­
dicciones del capitalismo. Además, se ha mantenido que durante
este período se han manifestado otros de los síntomas de deca­
dencia indicados por un diagnóstico marxista: una intensificación
de la concentración industrial y la ampliación de la brecha en la
distribución de rentas entre las participaciones de la propiedad y
■1. ..i b iones a la economía marxiana 147

ili I intbajo. En la visión de un competente marxista americano,


ln\ economistas educados en otras tradiciones analíticas estaban
i ny.os para estos aspectos de los problemas contemporáneos
(.urque «no admitían la existencia de tendencias genuinas —en la
tciminología marxista, ‘leyes de movimiento’ —y menos aún las
sometían a análisis»1.
Con respecto al renglón segundo en importancia de la agenda
.Id marxista moderno —la organización de una economía postea-
pilalista—, el mismo Marx sólo ofreció una orientación vaga. A
partir de sus comentarios incompletos sobre esta materia, parece
que esperaba que el Estado (al menos en el período siguiente al
colapso del capitalismo) efectuase diversas detracciones sobre el
producto social, detracciones semejantes a las participaciones del
capital fijo y de la plusvalía bajo el capitalismo. Una de las tareas
ilcl Estado sería la de asegurar que parte de los recursos se
dedicaran a reposición del capital y como reservas para el caso
ile posibles contingencias. Además, una parte del producto social
lendría que destinarse a la acumulación de capital. También
recomendó detracciones para cubrir los costes generales de ad­
ministración, así como para cubrir las necesidades de la comuni­
dad, tales como educación, sanidad pública, y subsidios de paro,
vejez y enfermedad para los incapacitados para trabajar. Por
último, en el grado más alto de evolución social —el de la
sociedad comunista— la vida económica podría estar gobernada
por la regla «de cada uno según su capacidad, a cada uno según
sus necesidades» y el Estado entonces desaparecería.
Estos comentarios eran insuficientes para proporcionar un
esbozo sistemático útil para un planificador enfrentado con los
problemas prácticos de elección de prioridades. A la luz de este
vacío analítico no es, en conjunto, sorprendente que un moderno
comentarista marxista haya descrito la economía marxista como
la «economía del capitalismo» y la economía capitalista como la
«economía del socialismo». Esta paradoja pretende subrayar la
preocupación marxista por los análisis de las «leyes dinámicas»
dentro de la estructura capitalista, y también sugerir que, una vez
que la propiedad privada haya sido sustituida por la propiedad
social, la mayor parte de los impedimentos para una asignación
eficiente de los recursos a través del sistema de precios desapa­
recerían. El mercado como guía para la asignación de recursos

' Paul M. Sweezy, en Keynes’ General Theory: Repon ofTItree Decades, ed.
por Robert Lekachman (St. Martin’s Press, MacMillan and Co., Nueva York,
1964), pág. 311.
148 La economía marxista

podría entonces volver a funcionar. Aunque esta solución fue


rechazada por quienes ostentaron inicialmente el poder en la
Unión Soviética,2 no había disponible ningún argumento teórico
alternativo. Lenin, por ejemplo, parece que consideró los pro­
blemas de la planificación económica ante todo como una cues­
tión de organización. El Estado en la nueva sociedad, argumen­
taba, reemplazaría el gobierno de los hombres por la administra­
ción de las cosas. Los directores de empresa adiestrados bajo el
capitalismo —al menos los que pudieran ajustarse a las exigen­
cias del nuevo orden— podrían continuar en sus funciones y, en
los aspectos de la producción y la distribución, el sistema eco­
nómico cuidaría más o menos de sí mismo.
Durante la época de Stalin, se estableció una dirección más
clara para la planificación soviética, al asignarse la prioridad a la
construcción de la industria pesada. La teoría económica mar­
xista no proporcionaba ninguna justificación clara para esta elec­
ción, aunque un elemento teórico independiente en favor de ella
podía construirse con ayuda de las categorías analíticas marxis-
tas, y lo fue por un oscuro economista soviético llamado
Feldman. La línea básica de su argumentación puede resumirse
de la siguiente manera: en una sociedad pobre, en la que la
expansión económica es un problema esencial, la capacidad de
reducir el consumo, con el fin de acumular capital más rápida­
mente, es limitada. El riesgo de que se consuma una parte
demasiado grande del producto social puede, sin embargo, elu­
dirse dirigiendo una parte sustancial de los recursos y energías de
la economía a la producción de bienes que, literalmente, no
pueden comerse: es decir, a la producción de bienes de capital.
La forma física de estos bienes impide el consumo y asegura la
acumulación de capital.
El éxito obtenido por la economía soviética al construir una
poderosa base industrial partiendo de muy poco, ha atraído,
naturalmente, la atención de muchas naciones subdesarrolladas.
La fórmula de crecimiento ofrecida en la actualidad al mundo
subdesarrollado por los consejeros soviéticos y los teóricos mar-
xistas estaba, en gran medida, en la imitación de la experiencia
soviética: suelen recomendar que, en las etapas iniciales hacia la

2 Más recientemente los planificadores de los países de Europa oriental (sobre


todo en Polonia) han intentado adaptar las técnicas neoclásicas del cálculo
marginal a las exigencias de la planificación en un país socialista. De modo
similar, la Unión Soviética, en los años sesenta, parece estar dando mayor juego
al mercado en la asignación de los recursos económicos.
\i litaciones a la economía marxiana 149

industrialización, se dé prioridad a la industria de bienes de


capital. Un ejemplo de la aplicación de las categorías analíticas
marxistas modificadas, en el contexto del subdesarrollo, puede
encontrarse en el modelo de planificación desarrollado por el
profesor Mahalanobis para la economía de la India. Su modelo
ilivide la economía en «departamentos», como Marx lo hizo, y
representa al crecimiento de la economía en su conjunto como
gobernado, en gran medida, por la porción del producto social
que se dedica al departamento de producción de bienes de
capital. Aunque podían alcanzarse por otro camino conclusiones
similares sobre el curso deseable para la economía india, el
análisis de Mahalanobis debe mucho a las categorías analíticas
marxistas y tiene mucho en común con el argumento desarrollado
por Feldman en los años veinte.
En dos aspectos importantes, sin embargo, resulta inapro­
piada la doctrina marxista para el análisis de los problemas
corrientes de los países subdesarrollados. En su origen, las
categorías analíticas marxistas fueron modeladas para analizar las
circunstancias de las sociedades industriales. El mismo Marx
comprendía poco de los problemas de la agricultura y, en particu­
lar, de las sociedades agrarias tradicionales; como ha observado
un crítico, Marx trató a los campesinos como a «un saco de
patatas». Sin embargo, el rasgo central del mundo subdesarro­
llado es el predominio de la estructura agraria. Es una de las
ironías de la historia el que la doctrina marxista haya alcanzado
su mayor éxito político en sociedades predominantemente agra­
rias, aunque la forma del análisis marxista no responde bien a tal
marco.
El esquema analítico marxista tiene además otra desventaja
para entender los problemas de los países subdesarrollados. El
marxismo ortodoxo —desde los días de los vehementes ataques
de Marx a las enseñanzas malthusianas hasta el presente— ha
rehusado considerar seriamente la posibilidad de que el creci­
miento de la población pueda representar un obstáculo formida­
ble al progreso económico. Los problemas presentados por el
crecimiento sin precedentes de la población de los países subde­
sarrollados merecen un análisis profundo. Aunque no haya
sido el único obstáculo para un pensar claro sobre cuestiones
demográficas, la enseñanza marxista ha impedido, induda­
blemente, una comprensión adecuada de estos importantes
problemas.
Una apreciación del lugar de la economíamarxista dentro de la
familia de «modelos magistrales» debería tener en cuenta tam-
150 La economía marxista

bién que en más de un aspecto Marx heredó de sus predecesores


clásicos tanto su fuerza como sus debilidades. En ambos siste­
mas teóricos, las categorías analíticas centrales fueron modeladas
con el fin de arrojar alguna luz sobre las causas y consecuencias
de la evolución económica a largo plazo y sobre la relación entre
el crecimiento económico y la distribución de la renta. Sin
embargo, los instrumentos útiles para estos fines no se adaptaban
bien (ni se pretendía que lo hicieran) para una inspección siste­
mática de otras materias: por ejemplo, del proceso a través del
cual se forman los precios de mercado y de las implicaciones de
las fluctuaciones económicas a corto plazo.
El análisis de Marx presenta, además, varios rompecabezas
que son peculiares de su manera de proceder! El primero implica
un problema de epistemología. ¿En base a qué —cabe pregun­
tarse— podía Marx pretender haber alcanzado una visión infali­
ble de las fuerzas que gobiernan el sistema económico? El
determinismo económico, estrictamente interpretado, significaba
que toda idea y toda actuación estaban conformadas por las
circunstancias económicas. Si había de mantenerse, de manera
coherente, esta posición, ¿no se seguiría que los puntos de vista
del autor de El Capital no estaban menos condicionados por las
relaciones de clase —y no menos alejados de la verdad objetiva—
que los de los propietarios de la industria siderúrgica? No puede
ofrecerse ninguna respuesta satisfactoria a esta pregunta dentro
del marco marxista. Pero las premisas del determinismo econó­
mico se ven minadas también por otra dificultad relacionada con
la propagación de las ¡deas. Si la acción humana está siempre
socialmente determinada, no queda lugar a la decisión y volición
individuales. Porque, si la decadencia y el colapso del capita­
lismo son inevitables, ¿qué necesidad habría de formar organiza­
ciones y cuadros disciplinados para acelerar su caída? ¿A qué
propósito estaría sirviendo la agitación revolucionaria si las con­
secuencias históricas no iban a cambiar? Los marxistas ortodo­
xos han zanjado normalmente esta cuestión arguyendo que la
organización militante actúa como una partera, acelerando el
cambio social. Esta réplica, sin embargo, no resuelve el pro­
blema metodológico. En este punto descansa la mayor paradoja
de la doctrina marxista. Como ha observado el más distinguido
biógrafo intelectual de Marx:

Esta [la teoría marxiana] se desarrolló para refutar la proposición de que las
ideas gobiernan el curso de la historia, pero la misma extensión de su propia
V(ilaciones a la economía marxiana 151

influencia sobre los asuntos humanos ha debilitado la fuerza de su tesis. Porque al


•illctar la visión prevaleciente hasta entonces de la relación del individuo a su
medio y a los demás individuos ha alterado palpablemente la relación misma; y,
•’ii consecuencia, queda como la más poderosa de las fuerzas intelectuales que
■'.lán hoy transformando los modos en que el hombre piensa y actúa3.

3 Isaiah Berlin, Mari Marx: His Ufe and Environment (Ed. Galaxy, Oxford
University Press, Nueva York, 1959), pág. 274. [Hay traducción castellana:
Isaiah Berlin, Kart Marx n.° 441 del Libro de Bolsillo, Alianza Editorial, Madrid,
1973.]
Tercera parte
LA ECONOMIA NEOCLASICA
INTRODUCCION

En el mundo de la economía neoclásica, el centro de atención


del análisis se dirigió hacia el proceso a través del cual un sistema
de mercado asigna los recursos en la economía. Ese tema,
aunque no totalmente ausente en las tradiciones clásica y marxis-
ta, había quedado en gran medida eclipsado por su preocupación
central: las interrelaciones entre los cambios dinámicos a largo
plazo y la distribución de la renta entre los diferentes estamentos
sociales. El enfoque analítico de los teóricos neoclásicos invirtió
el anterior orden de prioridades. Dentro de su estructura teórica,
el principio ordenador del pensamiento era el comportamiento
del mercado en períodos de tiempo cuidadosamente delimitados,
con lo que tendían a esfumarse los grandes temas del desarrollo a
largo plazo.
La reorientación del pensamiento económico llevada a cabo
por los neoclásicos estaba relacionada con los cambios ocurridos
en el marco económico de las naciones occidentales. Las circuns­
tancias de aquella época parecían justificar que los hombres de la
primera época victoriana creyeran apropiado reducir la impor­
tancia de los problemas que habían preocupado a la tradición
clásica. Las economías occidentales habían experimentado una
prosperidad sin precedentes y sin los obstáculos previstos por las
tradiciones clásica y marxista. La continuada expansión eco-
155
156 La economía neoclásica

nómica, aunque fuera un objetivo importante, parecía poder


producirse por sí misma. Más aún, frente a las mejoras observa­
bles en los salarios reales, las invocaciones a lo Casandra, de
Marx y de sus predecesores clásicos, sobre las probables conse­
cuencias del crecimiento para la condición de la clase obrera,
parecían desplazadas.
Desde el :unto de vista de los economistas neoclásicos el
problema que merecía ser estudiado era el del funcionamiento del
sistema de mercado y su papel para asignar los recursos. Era
claramente oportuno el replanteamiento de esta cuestión. Desde
la época en que los clásicos habían escrito sobre el orden natural
de la economía, la estructura económica se había alterado sig­
nificativamente;. Las concentraciones industriales habían crecido
en tamaño y en capacidad de ejercer un poder económico sin
control. Los sindicatos obreros, aunque todavía en su infancia,
estaban empezando a exigir la participación en las negociaciones
salariales. Para usar expresiones de los autores clásicos, diríamos
que no podía ya darse por descontado que el normal funciona­
miento de la economía tendería a hacer convergentes los precios
«naturales» y los «de mercado».
Sin embargo, los cambios en el marco económico sólo pueden
explicar una parte de la reorientación del pensamiento llevada a
cabo por la economía neoclásica. También las corrientes intelec­
tuales de la época influyeron en la elección de los objetivos y en
la manera cómo éstos eran tratados. A grandes rasgos, los
escritores neoclásicos hicieron suya la fe en el progreso y en la
bondad de sus consecuencias que caracterizó la última parte del
siglo XIX. Sus conclusiones señalaban la existencia de ciertas
«imperfecciones» en el sistema económico, que exigían remedios
de política económica. Sin embargo, restauraron en el discurso
económico una atmósfera de optimismo que —con pocas excep­
ciones— había desaparecido desde Malthus. El progreso, podían
afirmar, parecía resolver las tensiones sociales en vez de agra­
varlas.
Estas circunstancias e influencias confluyeron para dirigir la
atención de los economistas teóricos hacia el análisis del compor­
tamiento económico, enfocándolo sobre el de las unidades que
toman decisiones —economías familiares, empresas e indus­
trias— y sobre la forma en que las elecciones de los agentes
económicos se convertían en un proceso ordenado. Las respues­
tas halladas pretendían al menos demostrar que el sistema de
mercado era esencialmente un instrumento de integración a tra­
vés del cual los recursos a disposición de la economía podían ser
Introducción 157

asignados a los usos socialmente más beneficiosos. Con esta


concentración sobre el comportamiento de las pequeñas unidades
del sistema (contrariamente a las preocupaciones fundamentales
de las tradiciones teóricas anteriores por la renta agregada y su
distribución entre beneficios, salarios y rentas de la tierra) la
microecononn'a —es decir, el estudio del comportamiento eco­
nómico de las familias, las empresas y las industrias— pasó al
centro de la escena.
Este reajuste de las prioridades analíticas había de tener
implicaciones sobre la organización del pensamiento económico
y sobre la selección de cuestiones consideradas dignas de aten­
ción. Una de sus inmediatas consecuencias fue la elevación de
rango de la teoría de los precios del mercado. La comprensión de
los factores que conforman los precios de los productos y de los
bienes y servicios productivos adquiría una importancia esencial
con el fin de analizar el comportamiento de un sistema de
mercado. La discusión de los precios ya no estaba subordinada a
las cuestiones del «valor natural» y de sus determinantes a largo
plazo. Por el contrario, se convirtió en la clave del funciona­
miento general de las relaciones microeconómicas. La profunda
elaboración del análisis de la formación de los precios de mer­
cado llevada a cabo por los neoclásicos abrió horizontes analíti­
cos insospechados por John Stuart Mili, quien en 1848 había
declarado que la teoría del valor estaba completa.
La primacía de la teoría de los precios, sin embargo, impli­
caba necesariamente la degradación de otros temas, y particu­
larmente del crecimiento a largo plazo y de la distribución, temas
que preocuparon a las tradiciones clásica y marxista. Aun así, la
mayor parte de los teóricos neoclásicos se sintieron obligados a
ofrecer unos pocos comentarios de pasada sobre la evolución de
la economía a largo plazo. Esta cuestión, sin embargo, no era de
sus predilectas y en la mayoría de los casos fue tratada más bien
superficialmente. Para ellos, los problemas importantes eran más
inmediatos en el tiempo. Un comentarista ha descrito este cam­
bio de énfasis como el desplazamiento desde las grandes cuestio­
nes clásicas del desarrollo y la distribución a cuestiones de
pequeña importancia tales como «por qué un huevo cuesta más
que una taza de té»*.
No fue pura casualidad por lo que los modos de razonar
neoclásicos se separaron tanto de los adoptados en las tradicio­
nes teóricas anteriores. En efecto, algunos de los primeros for-
* Joan Robinson, Os Re-reading Marx (Cambridge, 1953), pág. 22.
158 La economía neoclásica

muladores de la teoría neoclásica proyectaron conscientemente


sus categorías de análisis como refutaciones a Marx. En sus
manos, la Economía se liberaba, efectivamente, del tiempo histó­
rico y se apartaba de las «leyes» de la Historia. La búsqueda de
las leyes que movían la sociedad fue generalmente abandonada
para ser reemplazada por la investigación de los procesos del
mercado y sus propiedades asignativas. El comportamiento hu­
mano (o al menos una versión esquematizada de sus motivacio­
nes económicas) se convirtió en el punto de partida. Sobre esta
base, los escritores neoclásicos dirigieron su atención hacia las
decisiones tomadas por productores y consumidores en las dife­
rentes situaciones del mercado y al análisis de sus consecuencias.
Este enfoque estaba a enorme distancia de la convicción de Marx
de que el comportamiento humano estaba dirigido por fuerzas
impersonales inatacables e incontrolables. Dentro de una perspec­
tiva neoclásica el campo de la elección consciente y de la
iniciativa se ampliaba enormemente. Aun cuando muchos de los
que escribieron dentro de esta estructura teórica se opusieron a
la intervención pública en la vida económica, estaban dispuestos
a aceptar que la política estatal podía alterar el curso de los
acontecimientos económicos.
Aunque los teóricos neoclásicos eludieron los tonos fatalistas
de las tradiciones anteriores (y, en particular, de la marxista)
continuaron mirando a los cultivadores de las ciencias naturales
como sus inspiradores. Las imágenes y el vocabulario de las
ciencias de la naturaleza emergieron más claramente que en
cualquier otro punto en la propensión de los economistas neoclá­
sicos a construir sus argumentaciones en torno a casos «puros».
La investigación económica —decían— debería proceder de una
manera análoga a la llevada a cabo en un laboratorio científico.
Debía tenerse en cuenta el hecho de que los acontecimientos
económicos no podían ser estudiados bajo condiciones experi­
mentalmente controladas. Sin embargo, se podía simular la situa­
ción ideal a través de la formulación de modelos abstractos del
comportamiento de la economía, en los que se prescindiera de las
fricciones y el desorden del mundo real. Se admitía que tales
sistemas formales no podían ser considerados sino como aproxi­
maciones. No obstante, se los defendía principalmente con dos
argumentos: en primer lugar, aislaban los nervios centrales del
proceso económico para su inspección, y en segundo lugar pro­
porcionaban un patrón ideal con el que podían medirse los
aspectos de la economía de came y hueso.
Este modus operandi se prestaba fácilmente al uso de las
Introducción 159

matemáticas en el análisis económico, en particular a la aplica­


ción del cálculo diferencial. Con todo, la amplia adopción de la
notación matemática en el discurso económico no satisfizo ple­
namente la llamada de Malthus, en las primeras décadas del
siglo, a la aceptación general de un conjunto estandardizado de
definiciones en la disciplina. Cada teórico ejerció su prerrogativa
de definir los símbolos a su modo. No obstante, los hallazgos que
podían traducirse a notación matemática sí prestaron un halo de
universalidad a la Economía. Por otra parte, este modo de
argumentar elevó el rigor de la discusión económica, aventajando
la argumentación lógicamente ajustada y coherente, aun a costa,
a veces, de una pérdida de contacto con los problemas reales.
La era de la Economía neoclásica difirió de las que la prece­
dieron en otro aspecto más. Por primera vez, la teorización
económica a alto nivel llegó a ser una actividad plenamente
internacional. En contraste con el clasicismo —en el que la
abrumadora mayoría de sus contribuyentes fueron ingleses— se
generaron intuiciones de fundamental significación para el trata­
miento formal de los problemas neoclásicos por escritores de
muchos países. Aunque no disminuyó la fertilidad de la tradición
inglesa, surgieron importantes escuelas neoclásicas en Viena,
Lausana, Suecia y los Estados Unidos. Cada una de ellas pre­
sentó sus propias variaciones sobre el tema neoclásico común a
todas: el análisis de las propiedades asignativas de un sistema de
mercado.
En el mundo del neoclasicismo, la economía se hizo más
universal y más científica en sus proposiciones y menos pesimista
en sus conclusiones.
O .w .llV

V
Capítulo 6
ALFRED MARSHALL Y LA ESTRUCTURA
DE LA ECONOMIA NEOCLASICA

Entre los pioneros neoclásicos anglosajones, Alfred Marshall


fue un gigante sin rival. Un examen de su análisis —pese a sus
rasgos notablemente distintivos— resulta apropiado para estable­
cer las características esenciales del neoclasicismo. Aun cuando
su pensamiento estaba montado sobre una base muy teórica,
prefirió presentarlo en un estilo engañosamente sencillo. Sostenía
que la economía debía ser el estudio del hombre en «los asuntos
ordinarios de la vida» y que sus descubrimientos deberían ha­
cerse asequibles a un público amplio. Esta actitud explica en gran
medida la consignación de sus más sutiles contribuciones teóricas
a notas de pie de página y apéndices. Mantuvo, al contrario que
la mayoría de sus contemporáneos neoclásicos, que la exposición
matemática, aunque ayude de modo inestimable al economista en
la clarificación de sus propias ideas, era innecesaria para la
comunicación de sus descubrimientos y podía, incluso, dificul­
tarla1.

1 Marshall aclaró más plenamente su posición respecto del uso de las matemá­
ticas en la Economía en una carta a Bowley del 27 de febrero de 1906:
... Un buen teorema maiemálico aplicado a hipótesis económicas era improbable que diese tugara buena
Economía: y me iba guiando cada vez más por las siguientes reglas: 1) Utilícense las miitomatic»* como

160
*• Alfred Marshall y la estructura de la economía neoclásica 161

I, Alfred Marshall (1842-1924)


Marshall ocupó puestos académicos a lo largo de toda su
vula. Apartede sus cuatro años como Principal del University Col-
Ir.i'.c de Bristol y de un breve período como Fellow del Balliol
< nllege (donde enseñó Economía política a aspirantes al Iridian
i ivil-Service) estuvo siempre en la Universidad de Cambridge.
I k-sde la cátedra de Economía Política (para la que fue designado
<n 1885) ejerció una influencia formidable sobre una de las más
U i liles generaciones de estudiantes de la época moderna. Gracias
;i su inspiración y estímulo alcanzó la escuela económica de
( tttnbridge una posición eminente.
El cuerpo principal de la enseñanza de Marshall está conte­
nido en un solo libro: los Principios de Economía. Publicada por
vez primera en 1890, esta obra alcanzó hasta ocho ediciones en
vida de su autor. Si no prolífico, Marshall fue un escritor infini-
¡amente cuidadoso. Marshall —para el consiguiente fastidio del
mejor de sus alumnos— se resistía a ceder sus hallazgos a la
imprenta antes de haberlos pulido a la perfección y de que
hubiera sido establecida su relevancia para los problemas prácti­
cos. Ello irritaba a John Maynard Keynes, quien comentó más
tarde sobre este rasgo de su maestro:
Los economistas deben dejar para Adam Smith la gloria del gran infolio,
deben estar al día, lanzar panfletos al viento, escribir siempre subspec'te lemporis
v alcanzar la inmortalidad accidentalmente, si es que la alcanzan.
Además, ¿no se equivocó Marshall, respecto a sus especiales dotes, quedán­
dose para sí su sabiduría hasta que pudiera presentarla perfectamente vestida?
I ,a Economía —dijo— no es un cuerpo de verdades concretas, sino un instru­
mento para descubrir verdades concretas.» Este instrumento, tal y como hoy lo
empleamos, es en gran medida creación de Marshall. Lo puso en manos de sus
alumnos mucho antes de ofrecerlo al mundo... Y, sin embargo, él ambicionó la
verdad «concreta» a la que había renunciado y para cuyo descubrimiento no
estaba especialmente cualificado2.

Cualesquiera que hayan podido ser los costes de estos retra­


sos, el interés y el afecto de Marshall por sus alumnos, le
valieron posteriormente amplios dividendos. Su influencia fue
mucho más allá de la tarea de equiparlos con instrumentos*l2

lenguaje taquigráfico más que como insti'uménto de investigación. 2) Cuando lo haya hecho guárdense. 3)
11adúzcase al inglés. 4) Ilústrese con ejemplos importantes en la vida real. 5) Quémense las matemáticas. 6)
Si no se tiene éxito en 4. quémese 3. [M c m o riu lx o j' A lfn u i M u rs h u ll. F.d. por A. C. Pigou (MacMiHan and
l o., Londres, 1925). pág. 427.]
2 John Maynard Keynes. «Alfred Marshall», en Essays in Biography (Meri-
ilitin Books, Nueva York, 1956), pág. 70.
162 La economía neoclásica

profesionales. Les alentó a que tomaran posiciones ante los


problemas mundiales y les aconsejó que adoptaran una actitud
cautelosa hacia la aclamación popular. «Mala señal es —escribió
en una ocasión— cuando todos hablan bien de ellos [de los
cultivadores de las ciencias sociales]... Es casi imposible para un
intelectual ser un verdadero patriota y tener la reputación en su
propia época de que lo es.»5
Aunque el lugar que Marshall ocupa en la Historia se deba
fundamentalmente a su contribución a la Teoría Económica, él
insistió en que el propósito de las investigaciones teóricas era
arrojar luz sobre los problemas prácticos. A lo largo de su
carrera, sus preocupaciones sociales encontraron una salida en
su participación —ya como miembro, ya como experto— en el
trabajo de las comisiones oficiales de investigación que se enfren­
taban con cuestiones monetarias, fiscales y de ayuda a los
pobres.

2. El enfoque del análisis de los precios


Para Marshall —así como para otros escritores neoclásico —
el análisis del funcionamiento del sistema de mercado empezaba
con el estudio del comportamiento de productores y consumido­
res. Toda la discusión se basaba en el supuesto de que los
hombres actuaban de manera racional, persiguiendo su propio
beneficio. Se suponía que los consumidores buscaban la máxima
satisfacción; de modo similar, los oferentes de servicios produc­
tivos perseguían la máxima recompensa. No se suponía, sin
embargo, que las motivaciones económicas fueran los únicos
estímulos para la actuación humana, ni que todos los hombres se
comportaran como el homo economicus en sus asuntos de la vida
diaria. La mayor parte de los escritores neoclásicos —y Marshall
particularmente— insistieron en que su estudio estaba limitado a
los aspectos económicos de la acción humana, no al conjunto de
las aspiraciones humanas. Por la misma razón tampoco desearon
que se interpretaran sus trabajos en el sentido de que todos los
que actúan en el mercado hacen cálculos racionales. En realidad,
intentaron establecer meramente que la racionalidad como su­
puesto de comportamiento proporcionaba una base realista para
el estudio de los grupos sociales.

3 Citado por Pigou, de un manuscrito no publicado de Marshall, loe. cil.,


pág. 89.
p
■ \liint Marshall y la estructura de la economía neoclásica 163

I s i c modo de razonar puede verse fácilmente en la formula-


■ti <n inarshalliana del concepto de demanda. De acuerdo con su
mh ipretación, la «demanda» hacía referencia a la relación entre
l<i ocios y cantidades demandadas. Normalmente podía esperarse
<11ic los demandantes estuvieran dispuestos a comprar mayores
<.unidades de un bien particular a precios bajos que a precios
.dios. Para cada bien era concebible una tabla total de precios y
■utilidades. Estas combinaciones podían ser representadas por
medio de una curva en un diagrama en cuyo eje vertical se
■ludieran los precios y en el horizontal las cantidades.
I '.ste punto de vista, desde luego, estaba en claro contraste
ion la interpretación clásica de la «demanda». Dentro del marco
de referencia clásico este término se utilizó en un sentido en gran
medida «logístico»: es decir, haciendo referencia a las cantidades
di bienes necesarios para un propósito determinado. Sobre estas
bases, los economistas clásicos pudieron afirmar que el creci­
miento de la población aumentaría la «demanda» de bienes de
subsistencia (del cuantum de bienes de subsistencia necesario
para el sistema económico). Los efectos de las preferencias del
i onsumidor sobre las transacciones recibieron poca atención;
mayoritariamente el supuesto clásico dominante había sido que
los gustos de la mayor parte de la población (es decir, de la clase
ii abajadora) eran bastante rígidos y sobre este punto descansa-
Iun las previsiones más pesimistas sobre la posibilidad de supri­
mir el crecimiento de la población. Tampoco hicieron hincapié
los clásicos en que las cantidades demandadas variarían en
u-spuesta a cambios en los precios de mercado. Su visión estaba
demasiado estrechamente enfocada sobre las fuerzas que influyen
mi el «precio natural» de los bienes para hacer de esta cuestión el
t entro de su programa analítico4.
En la economía neoclásica la determinación de los precios de
mercado se convirtió en el problema fundamental y el concepto de
demanda como una tabla de relaciones precio-cantidad era cru-
. mi para su solución. En la formulación de Marshall, la construc­
ción de dicha tabla (o el gráfico que la representaba) seguía dos*

* J. S. Mili, desde luego había atacado en este punto a la ortodoxia clásica,


l’mlían mejorarse los gustos de las clases trabajadoras, según él, y romperse por
ianlo las inmutables leyes de la distribución de la renta. En el restode la tradición
<l;t sica sólo Malthus hizo algunas insinuaciones sóbrela importancia de los gustos
< n d sostenimiento de la «demanda efectiva». Su contribución— que en modo
alguno fue desarrollada sistemáticamente— había surgido del debate sobre la
npcrproducción que siguió a las guerras napoleónicas y en gran medida hacía
i Herencia a los hábitos de gasto de los terratenientes.
164 La economía neoclásica

etapas. La primera, relativa a los consumidores individuales


descansaba sobre la noción de la «utilidad marginal decreciente».
Según ella, un consumidor entraba en el mercado con el fin de
obtener satisfacción (o utilidad) de sus compras. La cantidad de
satisfacción obtenible a partir de una unidad de un bien estaba
en estrecha relación, sin embargo, con el número de unidades
adquiridas. Podía esperarse que con cada nueva unidad, el au­
mento en la satisfacción total (es decir, la utilidad adicional o
marginal) disminuiría. El consumidor racional estaría de este
modo dispuesto a pagar menos por la última unidad que por las
anteriores y sería necesaria una reducción en el precio para
inducirle a comprar más.
La derivación plena de una curva de demanda de mercado de
un bien específico exigía un segundo paso. Debían agregarse las
tablas (o curvas) de demanda de los consumidores individuales.
Sólo entonces podría ser representada la relación precio-cantidad
que probablemente prevalecería en el mercado. Era importante
destacar, sin embargo, que tal construcción exigía que un deter­
minado número de condiciones no variaran: particularmente los
gustos de los consumidores, sus rentas monetarias (a través de
las cuales sus deseos se convertían en demanda efectiva)5 y los
precios de los otros bienes. Una variación en cualquiera de estas
condiciones desplazaría la posición de la curva de demanda.
Pero no era éste el final de la historia. En una situación real los
consumidores habrían de escoger entre más de un bien. Si habían
de maximizar la utilidad obtenible a partir de una renta dada,
deberían ajustar sus gastos de tal modo que no fuera posible
aumentar su satisfacción dando una asignación alternativa de
esos gastos entre los diferentes bienes. El resultado óptimo se
obtendría cuando el último penique gastado en cada uno de los
bienes en cuestión añadiera una satisfacción adicional idéntica.

5 Algunos neoclásicos posteriores (así como algunos detractores del neoclasi­


cismo) han hallado equivocado el hecho de que Marshall construyera su curva de
demanda sobre el supuesto de que la renta no cambiaba. ¿A qué se refería
Marshall, a la renta real o a la renta monetaria? Su tratamiento de la cuestión fue
ambiguo. La renta real no puede mantenerse constante si cambian los precios
—como realmente lo hacen en los diferentes puntos de la curva de demanda— ya
que los compradores pueden obtener diferentes cantidades de bienes con el
mismo gasto de dinero. Tampoco resulta evidente que pueda considerarse cons­
tante la renta monetaria para todas las combinaciones de precio y cantidad de la
curva de demanda. Es de esperar que los cambios en los precios puedan alterar
las rentas de los vendedores. Sólo en el supuesto de que la demanda que los
vendedores hacen de su propio producto fuera despreciable podría defenderse
esta posición.
\lhril Marshall y la estructura de la economía neoclásica 165

I h olí o modo, una reasignación del gasto aumentaría la satisfac-


...... lotal del consumidor. Marshall expresó así esta proposición:
I lay una buena actuación ajustando los márgenes entre cada línea de gasto de
Mii .iIo que la utilidad marginal del chelín gastado en cada uno de los bienes sea
i i n il Y este resultado será alcanzado individualmente vigilando constantemente

i Ii.iv algo en lo que se está gastando tanto, que ganaría retirando un poco de
,11 ■ii i o de esa línea de gasto y poniéndolo en alguna otra6.
Este tipo de argumento había estado latente en el discurso
económico desde la época del utilitarismo benthamita; la única
novedad en su aplicación a los problemas neoclásicos estriba en
l.t introducción explícita del concepto de utilidad marginal. Del
mismo modo que la noción del rendimiento decreciente fue
descubierta simultáneamente por un cierto número de escritores
ii principios del siglo XIX, el concepto de utilidad marginal fue
luíinulado independientemente (y alrededor de la misma época)
por varios economistas neoclásicos: Jevons en Inglaterra, Men-
r.er en Austria y Walras en Lausana. Marshall, aun cuando podía
legítimamente exigir ser contado entre los innovadores, no podía
presentar pruebas publicadas. De un modo característico en él,
decidió no transmitir sus hallazgos hasta que pudieran presen-
mi se de una forma inteligible para un público profano.
liste enfoque del lado de la demanda en la formación de los
piecios tuvo una importante consecuencia: barrió de la escena
.di’imo de los conceptos organizadores del clasicismo. Para la
mayor parte de los escritores clásicos había sido axiomático que
H valor económico sólo podía atribuirse a objetos tangibles. Por
I contrario, los economistas neoclásicos insistieron en que la
i senda de un sistema económico no consistía en la producción
de bienes sino en la producción de satisfacciones. La medida del
valor era lo que el público estaba dispuesto a comprar. Los
servicios, tanto como los bienes materiales, cumplían esta condi-
i ion. En realidad, todo el debate sobre distinciones entre bienes
materiales e inmateriales podía ser olvidado. Marshall hizo hin­
capié en este punto cuando escribió lo que sigue:
1,os hombres no pueden crear cosas materiales. En el ámbito moral y mental sí
pueden crear nuevas ideas, pero cuando se dice que crean cosas materiales en
n ulidad sólo producen utilidades; o, en otras palabras, sus esfuerzos y sacrificios
unión como resultado cambiar la forma u ordenamiento de la materia para
adaptarla mejor a la satisfacción de sus necesidades..

" Marshall, Principies uf Economics, novena edición (variorum), ed. C. W.


i lillcbaud (Macmillan, Londres, 1961), vol. 1, página 118. [Hay traducción caste­
llana: Marshall, Principios de Economía. Madrid, 1948.]
166 La economía neoclásica

Se dice, a veces, que los comerciantes no producen: que mientras el ebanista


produce muebles, el comerciante en muebles vende simplemente lo que ya está
producido. Pero no hay fundamento científico para esta distinción. Ambos produ­
cen utilidades y ninguno de los dos puede hacer más que eso7.

De manera semejante quedaban eliminadas las nociones


clásicas de trabajo productivo e improductivo:
Podemos definir el trabajo como el esfuerzo de la mente o del cuerpo
soportado parcial o totalmente con un fin distinto del propio placer derivado
directamente del trabqjo. Y si tuviéramos que empezar de nuevo, lo mejor sería
considerar todo el trabajo como productivo, a excepción de aquel que no
promoviera el fin hacia el que estaba dirigido y no produjera por ello utilidad8.

La demanda por sí misma, sin embargo, sólo explicaba una


parte de la formación del precio. Tan importantes como ella eran
las condiciones en que los productores estaban dispuestos a
vender sus bienes y servicios. La explicación neoclásica de este
aspecto del proceso de la formación de los precios se desarrolló de
modo análogo a la derivación de la curva de demanda. Del mismo
modo que los consumidores obtenían a través del mercado una
utilidad (aunque marginalmente decreciente), los productores, al
ofrecer sus servicios, sufrían una desutilidad (creciente margi­
nalmente). En resumen, la producción llevaba consigo costes y
sacrificios que, en la mayoría de los casos, aumentarían conforme
creciera la cantidad ofrecida. Era posible, desde luego, que
algunas personas derivaran satisfacciones de su trabajo, pero no
obstante no era probable que se pudiese obtener durante mucho
tiempo tierra, trabajo o capital, a menos que se compensara por
su sacrificio a quienes pudieran ofrecerlos.
Esta argumentación sobre las condiciones en que tierra, tra­
bajo y capital se ponían a disposición de la producción venía
reforzada por otra consideración. Era de suponer que, en gene­
ral, había varios usos alternativos para los diferentes factores
productivos; consecuentemente cualquier comprador de sus ser­
vicios se vería obligado a competir por ellos con otros comprado­
res. No era de esperar, por ejemplo, que la empresa X consi­
guiera adquirir para sus propósitos tierra, trabajo y capital a
menos que estuviera dispuesta a pujar por ellos por encima de
lo que ofrecieran los otros demandantes de los mismos. Esto
se describía más formalmente en términos de «costes de opor­
tunidad», esto es, los costes, en forma de renta no percibida,
1 Ibid., pág. 63.
8 Ibid., pág. 65.
Mlíod Marshall y la estructura de la economía neoclásica 167

■n .|iie se vería obligado a incurrir el oferente de un servicio al


•I- titearse a una sola actividad, rechazando así otras opciones.
iVio no siempre se reconoció, dentro de la tradición neoclási-
• i <|tte tal argumentación sólo era válida en condiciones de ple-
ii*• empleo, ya que, de otro modo, habría oferentes de determina­
dos servicios productivos que carecieran de opciones. En
t.il situación el «coste de oportunidad» de emplearse sena
i rio.
listas consideraciones proporcionaron la materia prima para
• «instruir una curva de oferta de mercado. En la medida en que
•.«• pudiera suponer que las empresas sólo podrían obtener mayo-
íes cantidades de servicios productivos (tierra, trabajo y capital)
i costes crecientes, cabía esperar que sólo aumentarían la oferta
de sus productos cuando los precios subieran suficientemente.
I'ii resumen, se admitía como postulado que las empresas fun-
«limaban bajo condiciones en las cuales los sucesivos incremen-
ins a los costes totales debidos a la producción de unidades
adicionales de output (esto es, los costes marginales) eran cre­
cientes. Esta conclusión se veía además reforzada por la conside-
i ación de que era probable que fueran decrecientes los aumentos
en el producto provenientes de aumentos sucesivos en uno de los
factores, permaneciendo los demás constantes. La estructura de
los costes marginales, a su vez, determinaba la forma de la curva
«le oferta. Pero, del mismo modo que era de esperar que variara
la curva de demanda si se alteraban las condiciones en las que se
Imsaba, igualmente cambiaría la curva de oferta si se modificaran
los costes. E igual que la demanda del mercado de un bien
particular se derivaba de la agregación de las demandas de los
consumidores individuales, se podría llegar a una curva de oferta
de mercado consolidando las curvas de oferta de las empresas
productoras del mismo artículo.
El tratamiento de los costes desarrollado en este análisis no
podía contrastar más nítidamente con las nociones empleadas por
las tradiciones clásica y marxista. Desaparecían de la escena
lodos los esfuerzos por reducir los costes al factor trabajo. El
lugar de éste era ocupado por el total del sacrificio incurrido al
ofrecer cualquiera de los servicios productivos. Quedaba, pues,
i-liminada del esquema neoclásico la anterior primacía del trabajo
en la explicación de los costes.
Con estos conceptos gemelos de oferta y de demanda, Mars-
liall disponía de los elementos necesarios para la explicación del
precio. En el punto de intersección de las dos curvas quedaba
determinado el precio de equilibrio (es decir, aquel precio hacia
168 La economía neoclásica

el que tendería a gravitar el mercado). Un precio superior al de


equilibrio daría lugar a una situación en la que los vendedores
estarían dispuestos a ofrecer más de lo que los compradores se
hallaran dispuestos a adquirir; la frustración de los vendedores
les llevaría, en condiciones competitivas, a reducir el precio de
oferta hasta el nivel en que se diera salida a toda la oferta.
Inversamente, un precio por debajo del de equilibrio frustraría
los deseos de algunos de los compradores potenciales y la vía
normal de reajuste sería el aumento de los precios ofrecidos hasta
que convergieran en el de equilibrio. Marshall comparó estas dos
curvas a las hojas de unas tijeras y observó que «sería igualmente
razonable discurtir sobre si es la hoja de arriba o la de abajo la
que corta un papel, como si es la utilidad o el coste de produc­
ción lo que determina el valor»9.
Para los modernos lectores familiarizados con cualquier libro
de texto dedicado a microeconomía, puede que la explicación
marshalliana de los precios sea demasiado conocida —incluso
quizás casi una perogrullada— como para requerir una detallada
defensa o justificación. Sin embargo, fue una importante innova­
ción en su época. No sólo implicaba apaitarse de las explicacio­
nes clásica y marxista del valor basadas en el trabajo, sino que al
mismo tiempo estaba construida con el fin de contrarrestar las
reacciones extremistas frente al enfoque clásico de que hicieron
gala algunos de los primeros neoclásicos. Jevons, por ejemplo,
había afirmado que las consideraciones de utilidad y demanda
eran suficientes para explicar adecuadamente los precios. Mars­
hall rechazó lo mismo la posición clásica que las posiciones
neoclásicas extremas. Tanto la demanda (basada en la utilidad)
como la oferta (basada en el coste de producción) eran indispen­
sables en la explicación del precio de mercado.
Merece mencionarse una consecuencia analítica del procedi­
miento marshalliano. Desde la perspectiva del mismo, desapare­
cía la vieja distinción entre valor (precio natural) y precio de
mercado, sobre la que había habido tanta polémica entre los
clásicos. Quedaba abandonada la búsqueda de una medida inva­
riable del valor para períodos prolongados de tiempo. Lo que
importaba era cómo se determinaban los precios en el proceso
competitivo del mercado.

Ibid.. pág. 348.


Miu il Marshall y la estructura de la economía neoclásica 169

I ti teoría de la distribución
Para Marshall y sus contemporáneos neoclásicos el análisis
.li la distribución de las rentas era en esencia un problema de
I.limación de precios de los recursos productivos. Su solución
.1 alcanzaba por un camino análogo al seguido en la explicación
<i. la formación de los precios de los productos. Tanto en el caso
de los inputs como en el de los outputs, el precio quedaba de-
n i minado por la interacción de la oferta y la demanda.
liste enfoque estaba basado en una clasificación tripartita de
los factores productivos—tierra, trabajo y capital—, asignándose
i i nda uno de estos tres factores una participación en la renta,
i \lgunos escritores añadieron un cuarto factor productivo;
Marshall sugirió que la actividad empresarial podría ser conside-
i .ula como tal.) En este esquema los salarios eran definidos como
la recompensa al esfuerzo humano. Esta definición, al contrario
di- la clásica, no restringía las rentas salariales a las clases
ii abajadoras. Los ingresos por sueldos y el «salario imputado» de
I«»■, empresarios-propietarios caían también dentro de este grupo.
I o s propietarios del capital percibían el interés como recom­
pensa a su «espera», es decir, por el sacrificio que implicaba el
icnunciar al consumo presente en favor de una posible ganancia
luliira. Aunque la renta estaba asociada a los servicios producti­
vos ofrecidos por la tierra, perdía relieve la preocupación clásica
por la tierra dedicada a la agricultura, pues en la época neoclásica
llegaron a ser más importantes los valores de situación de la
iierra urbana.
En esta nueva definición de las participaciones distributivas
desaparecía también en gran medida el concepto de beneficio que
Imbían utilizado los clásicos y Marx. Gran parte de los ingresos
anteriormente considerados como tales quedaban ahora absorbi­
dos como sueldo a la dirección de la empresa y como intereses
sobre el capital invertido. Aun cuando los neoclásicos no llegaron
a un acuerdo sobre el concepto de beneficio, la mayoría de ellos,
Marshall incluido, mantuvieron que el beneficio puro (es decir, el
exceso de las ganancias sobre el sueldo normal de la dirección y
el interés del capital invertido, etcétera) debería considerarse
como un síntoma de un desequilibrio temporal o de la existencia
de monopolio.
Este enfoque de la distribución representaba un claro re­
chazo del esquema basado en las clases sociales sobre el que
estaban montados los modelos clásico y marxista. La teoría
neoclásica descansaba sobre una interpretación funcional de la
170 La economía neoclásica

distribución, que ponía en relación las rentas percibidas con la


contribución de los diferentes factores al proceso productivo.
Estas definiciones daban armas para otro ataque contra el análisis
marxista. Marshall lo llevó a cabo enérgicamente:
No es cieno que el valor del hilado en una fábrica, una vez descontada la
depreciación de la maquinaria, sea el producto del trabajo de sus operarios. Es el
producto de su trabajo, junto con el del patrono y demás directores, y el del
capital empleado; y ese capital, a su vez, es el producto del trabajo y de la espera.
Por tanto, el hilado es el producto de muy diferentes clases de trabajo y de la
espera. Si admitimos que es el producto del trabajo sólo, y no del trabajo y la
espera, nos veremos, sin duda, lógicamente compelióos a admitir que no existe
justificación para el interés, recompensa de la espera; porque la conclusión está
implícita en las premisas101.

Marshall hubiera podido añadir, desde luego, que sus propias


conclusiones se seguían de las premisas que había escogido,
premisas que impartían a las porciones de renta una legitimidad
que Marx no había estado dispuesto a admitir.
Una vez definidas estas categorías distributivas podía apelarse
a las fuerzas de la oferta y de la demanda en el mercado como
base para establecer la recompensa debida a los oferentes de
servicios productivos. Desde luego, se admitía que cada uno de
los mercados en que se determinaba el precio de los factores
productivos tenía propiedades especiales. La mano de obra, por
ejemplo, estaba altamente diferenciada según la destreza y la
cualificación; el mercado, sin embargo, normalmente se ordena­
ría reconociendo las diferencias entre los salarios correspondien­
tes. En cualquier caso, los ejercicios clásicos para reducir el
trabajo a una unidad estándar eran superfluos. El tratamiento del
capital presentaba una diferente complicación. Como reconoció
el mismo Marshall, era necesario distinguir entre las existencias
de capital acumulado y el flujo de nueva inversión, ya que las
consecuencias de los pagos a propietarios de nuevo y de viejo
capital eran totalmente diferentes. Según él:
Todo lo que correctamente se considera como interés sobre el capital «libre»
o «flotante», o sobre nuevas inversiones en capital, se clasifica más propiamente
como una especie de renta —o cuasi-renta— sobre inversiones antiguas de
capital... Y de este modo incluso la renta de la tierra aparece no como una cosa
en sí misma, sino como la especie más importante de un amplio género...

Todo esto estaba muy alejado de la preocupación clásica por


el comportamiento a largo plazo de las participaciones en la
10 Ibid., pág. 587.
11 lbid., pág. 412.
Mli'-il Marshall y la estructura de la economía neoclásica 171

di-mimción. En manos de Marshall, la teoría de la distribución


lin .míe todo un caso especial de la formación de los precios de
In .i'rvicios productivos en el mercado.

I / ii teoría d é l a producción
I a teoría neoclásica de la producción se planteó principal-
iiimic dos cuestiones: la primera, el modo en que cada productor
. «millinaria los factores productivos; la segunda, el ajuste que el
. ni|Hosario llevaría a cabo si se alteraran las condiciones del
un uado.
El primero de estos puntos podía ser tratado fácilmente con
I«i*, instrumentos analíticos ya expuestos. Los empresarios indi­
viduales eran considerados como personas que calculaban racio­
nalmente en la búsqueda del beneficio máximo. Mientras preva-
l«t Hi an condiciones competitivas no podrían influir sobre el
i.K'viode los productos. La maximización de beneficios equivalía
i i a un intento de minimizar los costes. Desde el punto de vista
i. «nico, cualquier volumen deseado de producción podría obte­
níase con varias combinaciones diferentes de factores producti­
vo,. El empresario racional, naturalmente, seleccionaría la combi­
nación de más bajo coste.
Estas reglas eran bastante simples. Más complicado era el
malisis de la respuesta del empresario a los cambios en las
imuliciones del mercado. En particular se presentaba un pro­
blema de tiempo que Marshall calificó como «la principal causa
•le aquellas dificultades de las investigaciones económicas que
•«Migan al hombre, por su limitada capacidad, a ir paso a paso,
desmenuzando una cuestión compleja, estudiando un aspecto en
i mía momento y combinando finalmente sus soluciones parciales
• a una solución más o menos completa de todo el jeroglífico»12.
I sin tarea de desenredar el problema implicaba examinar las
. misecuencias de cambios minúsculos sobre el supuesto, llamado
«■n la taquigrafía marshalliana coeteris partbus; esto es, que todos
I«is factores subyacentes permaneciesen inalterados.
Marshall distinguió a este propósito entre tres períodos de
iicnipo. El primero que describió como «día de mercado» era un
período demasiado corto para que el productor pudiera hacer un
i.mihio en su producción como respuesta a un cambio en los
precios. El segundo —llamado «corto plazo»— era suficiente-

tbid., pág. 366.


172 La economía neoclásica

mente largo para permitir un ajuste en la producción, mo­


dificando la intensidad con que se utilizaba la planta. Podrían
emplearse más trabajadores (o ampliar la jomada de trabajo de la
plantilla ya existente) y adquirir más cantidad de materias pri­
mas. Estas medidas permitirían aumentar la producción para
ajustarla a un aumento de la demanda. Pero estos reajustes
probablemente llevarían consigo la elevación de los costes mar­
ginales. Si fuera de esperar que el aumento de la demanda habría
de sostenerse sería beneficioso para la empresa expandir su
capacidad a fin de reducir sus costes. El período de tiempo
preciso para efectuar este reajuste era el «largo plazo».
La naturaleza de esta clasificación del tiempo económico
merece un momento de reflexión. Podría parecer a primera vista
que estas categorías tenían una cierta semejanza con las utiliza­
das por los clásicos. Tal apariencia, sin embargo, es engañosa.
Los escritores clásicos estaban interesados en el cambio históri­
co. Las distinciones temporales introducidas por Marshall nada
tenían que ver con el tiempo del calendario, sino que se trataba
de distinciones lógicas13. Si se le pidiera a Marshall que espe­
cificara la duración del «largo plazo», éste respondería que era el
espacio de tiempo suficiente para llevar a cabo el reajuste en la
escala de la planta necesario para producir un nuevo equilibrio de
mercado, tras de la perturbación del anterior equilibrio. En cada
caso concreto, la duración de este período dependería de las
circunstancias por las cuales atravesaran empresas e industrias.
No tendría por qué coincidir el «largo plazo» para una factoría de
productos siderúrgicos y para el establecimiento de peluquería de
la esquina más próxima.
Estas distinciones lógicas entre momentos del tiempo econó­
mico abrían el paso a una nueva e interesante serie de posibilida­
des teóricas. Después de todo, era perfectamente concebible que
a largo plazo —cuando podría alterarse la escala de la planta y
modificarse la utilización de todos los factores productivos—
ocurriesen muy diversas cosas con el nivel de costes. Los cam­
bios de escala, por ejemplo, podrían venir acompañados de
costes medios crecientes, decrecientes o constantes. El caso más
interesante era el de los cambios de escala asociados a costes
13 Un cambio similar de definición puede observarse en el tratamiento de
Marshall del «estado estacionario». Trató esta cuestión como sigue:
Nuestra primeraetapa en el estudio de la influencia ejercida por el elemento tiempoen las relaciones entre
el coste de producción y el valor podría muy bien ser la consideración de la famosa ficción del «estado
estacionario». en el qtie tal influencia sería poco sensible, y contrastar los resultados obtenidos con los del
mundo moderno. Este estado es denominado así por el hecho de que las condiciones generales de la
pioducción. del consumo, de la distribución y del cambio permanecen inalterables... t f b i ’d ., pa'gs. 366-7).
Wlied Marshall y la estructura de la economía neoclásica 173

nu'tlios decrecientes, situación descrita como «rendimientos cre-


i K-uies de escala». Por término general, los economistas clásicos
li.iluan predicho que la situación normal sería la de «rendimientos
t mistantes de escala»; en otras palabras, que el tamaño de la
unidad productiva no tendría efecto sobre los costes medios,
ik-scle luego, ellos habían concedido una gran importancia a las
ganancias en productividad provenientes del crecimiento general
.Ir la economía (y la progresiva subdivisión del trabajo con él
.!■'.ociada), pero este efecto de escala era totalmente diferente de
l.i preocupación neo-clásica por las empresas individuales. Es
ricrlo que Mili y Marx habían vislumbrado las reducciones de
rustes que podrían derivarse de las grandes concentraciones
industriales, pero no desarrollaron plenamente todas las deriva­
ciones de tal fenómeno.
Para Marshall, los rendimientos crecientes de escala asocia­
d o s a la aplicación de tecnologías avanzadas representaban una
cuestión embarazosa. Las economías de escala implicaban que
un pequeño número de grandes productores podría funcionar a
costes medios más bajos produciendo la misma cantidad que un
gran número de pequeñas empresas. Consiguientemente, que­
daba en entredicho una de las premisas de un mercado competi­
tivo, concretamente la de que el número de oferentes habría de
,,cr suficientemente grande para que ninguno de ellos tuviera
poder en el mercado. El gran tamaño de las empresas producto-
ias podría minar los cimientos del orden competitivo y amenazar
su supervivencia. Marshall consideraba esta posibilidad cuando
escribió:
De hecho, cuando la producción de un bien se ajuste a la ley de los
rendimientos crecientes de modo que conceda grandes ventajas a los grandes
productores, tenderá a caer en manos de unas pocas grandes empresas, y entonces
el precio normal de oferta marginal no puede aislarse en la forma mencionada,
porque esa forma supone la existencia de un gran número de competidores con
empresas de todos los tamaños, unas jóvenes y otras viejas, algunas en su fase
ascendente y otras en su fase descendente. La producción de un bien de este tipo
icálmente presenta en gran medida las características de un monopolio, y su
precio probablemente está tan influido por los incidentes de la lucha entre
productores rivales por extender su territorio, que difícilmente podrá hablarse de
nn nivel normal del mismo14.
La existencia de economías de escala tenía consecuencias no
sólo sobre la estructura industrial de la economía, sino también
sobre la estructura del razonamiento neoclásico. En el plano
analítico impedía una definición clara y no ambigua de la curva
14 Ibid., pág. 397.
174 La economía neoclásica

de oferta, que permitiese denotar un fenómeno real. Marshall se


dio cuenta de las implicaciones de esta complicación —y criticó a
otros por no darse cuenta de ello— en el siguiente párrafo:
Algunos... tienen ante ellos lo que en efecto es una curva de oferta de una
empresa individual, por la que se representa que un aumento en el output permite
realizar tales economías de escala como para que disminuyan los costes de
producción, y utilizan osadamente sus matemáticas, aunque aparentemente sin
notar que sus premisas llevan inevitablemente a la conclusión de que cualquier
empresa que funcione bien obtendrá el monopolio de todo el negocio, del sector
que sea, en su distrito. Mientras que otros, evitando los términos de este dilema,
mantienen que no existe ningún equilibrio para aquellos bienes que se ajustan a la
ley de los rendimientos crecientes; y algunos otros han discutido la validez de
cualquier curva de oferta en la que el precio disminuye conforme aumenta la
cantidad ofrecida15.
Por su parte, Marshall intentó construir un cuerpo analítico en
el que pudiera preservarse la esencia del modelo de equilibrio
competitivo pese a este desafío a su realismo.
5. Las posibilidades del orden competitivo
A lo largo de toda su obra están mezclados dos Marshall, el
teórico abstracto y el observador práctico de la vida económica
de cada día. Esta dualidad quedaba especialmente clara en su
tratamiento de las estructuras del mercado y del proceso compe­
titivo.
Como teórico formal, Marshall vio el peligro potencial latente
para el orden competitivo en el desarrollo de grandes unidades
productivas que tuvieran un considerable poder de mercado,
pero como observador de los acontecimientos consideró que
había un número de factores que tendían a moderar las conse­
cuencias sociales y económicas de estas concentraciones. De
modo característico en él, Marshall sostenía que cuando el análi­
sis impecable y el realismo descriptivo estaban en contraposi­
ción, debería darse preeminencia a la observación ordinaria. La
teoría podía ser indispensable, pero también tenía inherentes sus
propias limitaciones. Ninguna construcción teóricapodía abarcar
dentro de sí «todas las condiciones de la vida real», porque en
ese caso «sería demasiado difícil manejar el problema»; pero era
de temer que si en el estudio se seleccionaban sólo unos pocos
aspectos, «los prolongados y sutiles razonamientos en torno a
ellos llegarían a ser más bien juguetes científicos que herramien­
tas útiles de trabajo»16.
Ibid., pág. 459, nota.
Ibid., págs. 460-1.
Min (I Marshall y la estructura de la economía neoclásica 175

I-n un plano descriptivo, Marshall distinguía dos tipos de


i i n d u r a de mercado. Describía la primera como el mercado
• pedal», en cuya esfera podían actuar las empresas individua-
I.aisladas de sus inmediatos competidores. Tales circunstancias
I-ihIiuii surgir, por ejemplo, del aislamiento geográfico o como
Miliproducto de la existencia de una clientela especial servida por
mi vendedor particular. Pero el mercado «especial» estaba ro­
jeado por un mercado «general» mayor y más amplio. Marshall
n'cHirió a esta distinción con el fin de compatibilizar el compor-
i.unicnto del mundo de los negocios con un modelo en el que ia
■inapetencia efectiva era una necesidad analítica.
I .a estrategia de Marshall para poner su plan competitivo a
salvo de la amenaza que constituían los rendimientos crecientes
debidos a los avances tecnológicos, descansaba asimismo en las
suposiciones sobre la naturaleza de las empresas y, de modo más
importante, en su visión de las empresas como organismos bioló­
gicos. Como ellos, estaban dotadas de vida que incluía fases de
e\pansión (y quizás, incluso, de supremacía) y fases de declive,
decadencia y, finalmente, de muerte. Podía pasarse de una gene-
■ación a otra la propiedad y el control de las empresas, pero
piobablemente a lo largo de este proceso no se mantendría el
\igor de quienes las dirigían. Marshall describía del siguiente
nnulo esta situación:
La naturaleza también tiene influencia sobre la empresa privada, al limitar la
•nía de sus fundadores originales y al limitar todavía más estrictamente el período
la misma en que sus facultades se conservan en pleno vigor. De este modo,
rasado algún tiempo, la dirección del negocio cae en manos de personas con
menor energía y menos genio creador, o incluso menos interés en su prosperidad.
' íi se conviene en una sociedad anónima, puede retener las ventajas de la división
ilrl trabqjo y de la especialización y el maquinismo: puede, incluso, aumentarlas
mediante una ampliación de su capital; y en condiciones favorables es posible que
e asegure un lugar permanente e importante dentro de su rama productiva. Pero
i" "dablemente habrá perdido mucho de su elasticidad y fuerza de progresión, de
mudo que ya no estén sólo de su lado las ventajas en la competencia con los
uvales más jóvenes y más pequeños1’.
No eran sólo estos factores «naturales» los que limitaban el
crecimiento de las empresas y el ejercicio de su poder de merca­
do. La aparición de mercados «especiales» en los cuales las
empresas gozaban de privilegios únicos llevaba implícitas otras
constricciones. Marshall insistió en que tales ventajas no podrían
ser mantenidas por una empresa en expansión. En relación con
esto escribió:
Ibid.. pág. 316.
176 La economía neoclásica

... Muchos bienes en cuya producción está muy marcada la tendencia hacia
los rendimientos crecientes son, más o menos, cosas especiales: algunos buscan
crear nuevas necesidades o vienen a satisfacer de una forma nueva una antigua
necesidad. Otros se adaptan a gustos especiales y no pueden nunca tener un
mercado muy amplio y algunos tienen méritos difícilmente contrastabas y deben
hallar lentamente el camino hacia el favor general. En todos estos casos las
ventas de cada empresa están limitadas, más o menos, según las circunstancias, al
mercado particular que lenta y costosamente ha adquirido, y aunque la produc­
ción misma podría aumentarse muy rápida y económicamente, ello no sería
posible con las ventas18.
O también, como repitió Marshall: «Hay muchos negocios en
los que un productor individual podría consechar importantes
economías internas mediante un gran aumento de su producción,
y existen también muchos donde se podría vender fácilmente
todo lo que se produjera, pero hay pocos en que se puedan hacer
ambas cosas. Y éste no es un resultado accidental, sino necesa­
rio.»19 La expansión de la empresa más allá de sus límites
naturales la expondría también a la competencia de sus rivales.
Se sacrificaría así la protección de que había gozado su mer­
cado anteriormente, tan pronto como los productores del mercado
«general» obstaculizaran su poder económico.
Estas consideraciones llevaron a Marshall a la conclusión
optimista de que era improbable que las economías de escala
presentaran un serio desafío al mantenimiento del orden competi­
tivo. Los mismos factores que permitían a las empresas gozar de
un limitado poder de mercado (la existencia de mercados «espe­
ciales») contrarrestaban también la tendencia hacia las grandes
unidades empresariales. Una conclusión radicalmente diferente
podía deducirse de consideraciones puramente teóricas. De modo
característico en él, Marshall apercibió a sus lectores contra los
juicios basados únicamente en razonamientos a priori, recomen­
dando «tratar cada caso concreto de importancia como un pro­
blema independiente, bajo la guía de razonamientos de carácter
general». Así, los intentos de ampliar las aplicaciones directas de
las proposiciones generales, de manera que éstas nos ofrecieran
la solución adecuada para todas las dificultades, las harían tan
voluminosas que tendrían poca utilidad en su función principal.
Los «principios» de la economía deben buscar y proporcionar la
guía para entrar en los problemas de la vida real, sin pretender
ser un sustituto del estudio y el pensamiento independientes20.
Aun cuando Marshall no estaba dispuesto a obtener el rigor
18 Ibid., pág. 287.
19 ¡bid., pág. 286.
20 Ibid., pág. 459, nota.
'II m-iI Marshall y la estructura de la economía neoclásica 177

imi iliin <>a costa de perder el contacto con la realidad, lo cierto es


i|ii< .11 retrato institucional del mundo de los negocios no carecía
,1, lunilaciones. El cuadro que ofreció de los obstáculos a la ex-
....... -.h u í de las empresas podría ser razonablemente apropiado a
1.1 n-alidad de la Inglaterra de finales del siglo xix y principios del
.Su noción del ciclo vital de las empresas, sin embargo,
i. '.lilla mucho menos plausible cuando se le aplica a las moder-
M.i. Sociedades anónimas. La estructura institucional de éstas, en
1.1 que la dirección y la propiedad están ampliamente separadas,
i h'íi un poder de supervivencia que puede parecerse a la inmorta-
IkI;uI. Tampoco es aplicable el argumento de Marshall a la
|,inducción para mercados de masas. Los mercados «especiales»
ni los que estaba pensando estaban construidos sobre los gustos
de las «clientelas» eduardianas. En una época de consumo en
m.isa, en la que el gusto del público por un gran número de
hii'iics de consumo no queda influido excesivamente por diferen-
i ias de status social, las consideraciones de Marshall sobre la
exclusividad y selectividad de élite de los mercados «especiales»
deben matizarse considerablemente.
El enfoque marshalliano de la teoría de la empresa ha dejado
mi doble legado. Algunas partes de su análisis han sido reelabo-
i.idas en modelos formales de las condiciones de equilibrio pro­
pias de un régimen de competencia perfecta. Otras partes del
mismo han proporcionado un trampolín para las doctrinas
orientadas más institucionalmente— de la competencia viable,
que mantienen que es posible obtener aproximadamente los
i<-sultados de un sistema perfectamente competitivo incluso en
«siiLicturas de mercado no dominadas por un gran número de
pequeñas empresas.

La economía agregada en el pensamiento


de Marshall
Aunque Marshall dirigió fundamentalmente la atención hacia
los problemas microeconómicos, también los problemas en tér­
minos de agregados ocuparon un lugar en su pensamiento. Para
-*1, la principal cuestión en macroeconomía era la determinación
del nivel general de precios. Las fluctuaciones a corto plazo del
nivel de producción y de empleo eran cuestiones periféricas:
cuando se dieran, era de esperar que fuesen temporales y ligeras.
Su análisis del nivel general de precios se desarrolló en torno
;i su versión de la «teoría cuantitativa» del dinero. Gran parte de
las anteriores discusiones de este punto procedían de la afirma-
178 La economía neoclásica

ción tautológica de que la cantidad de dinero multiplicada por el


número de veces en que se gastaba en un período dado de tiempo
(velocidad de circulación del dinero) sería necesariamente igual al
nivel medio de precios por la cantidad total de transacciones;
esta expresión, después de todo, consistía en proclamar la equi­
valencia de dos formas diferentes de considerar el mismo gasto
total. Marshall cambió el enfoque del problema, pasando a consi­
derar, en vez del ritmo a que giraba la oferta monetaria de la
comunidad, los saldos monetarios mantenidos por la comunidad.
Este modo de considerar el dinero había de abrir nuevos horizon­
tes analíticos por obra de uno de sus discípulos. Sin embargo, los
resultados obtenidos por el propio Marshall con este enfoque de
los «saldos de caja» no fueron esencialmente diferentes de los
alcanzados por la vía de la «velocidad de circulación». Sostuvo
que la cantidad de dinero mantenida en caja en una economía
quedaba regulada por el marco institucional, y que en el supuesto
de coeterís paribus podía considerarse como constante. En sus
propias palabras:
... Cualquiera que sea el estado de la sociedad, siempre hay un cierto volumen
de sus recursos que la gente de las diferentes clases, unos con otros, deciden
mantener en forma de dinero; y, si todo lo demás permanece igual, existe una
relación directa entre el volumen de dinero y el niveí de precios, de modo que si
uno aumenta en un 10 por 100, el otro también aumentará en un 10 por I0021.

La consecuencia de este modo de proceder era el reforza-


miento de la condición esencial de la Ley de Say: que toda la
renta sería gastada. La posibilidad de que se filtrara parte de ella
hacia saldos estériles podía, desde el punto de vista práctico, ser
ignorada. El dinero era interesante ante todo por su relación con
el gasto y el nivel general de precios, más que por cualquier
conexión que pudiera tener con los tipos de interés. Naturalmen­
te, esta conclusión se veía reforzada por la insistencia de Mars­
hall —común a toda la tradición neoclásica— en que los tipos de
interés se establecerían por la interacción de la oferta de fondos
prestables (alimentada por el ahorro) y su demanda (estimulada
por la productividad del capital). Además, podía confiarse en que
el tipo de interés produjera el equilibrio entre las decisiones de
ahorrar y de invertir. Si la demanda de fondos prestables aumen­
tase, el tipo de interés subiría, haciendo así más atractivo al
público el reducir su consumo y ahorrar más. Por el contrario, si

21 Marshall, Money, Credil and Commerce (MacMillan, Londres, 1923),


pág. 45.
»ifi. J iVliirshall y la estructura de la economía neoclásica 179

di |.nli|io> decidiera ahorrar más, el tipo de interés descendería:


li* inversores se verían inducidos de este modo a aumentar su
ili'iii.iiuln de crédito y sus gastos en instalaciones y equipos. Por
un i |>;n ie, este modo de considerar las cosas implicaba que la
mii i i eción de las curvas de oferta y de demanda de fondos
mu i.ihles determinaba el tipo de interés de equilibrio. A su vez,
ln posición de estas curvas quedaba establecida por la frugalidad
ilr ln comunidad (la oferta) y por la productividad del capital (la
•Irmmidu).
Aunque esta línea argumenta! reforzaba la Ley de Say como
tnii'iprclación de la actividad económica en términos agregados,
no descartaba la posibilidad de la inestabilidad económica. Si
lui ii el horizonte contemplado por Marshall y los neoclásicos en
l'cneial no se vio nublado por ninguna perturbación económica
de la escala de la crisis de los años 30, no dejaron de observar
■n los más modestos de prosperidad y depresión. ¿Cómo podían
(Aplicarse estas fluctuaciones? Desde el punto de vista de Mars-
luiil la respuesta a esa pregunta se hallaba en la psicología de la
* ..unidad de los negocios. Las olas de optimismo y de pesi­
mismo parecían ser endémicas en ella. Cuando los hombres de
ni gocios se sienten optimistas aumenta la demanda de créditos.
I■-.i;i fase puede generar gastos en capital para negocios de
. Ii vado riesgo, algunos de los cuales están condenados al fraca-
ii. Cuando quiebran, estalla la burbuja: el pesimismo reemplaza
il optimismo como rasgo dominante, y la inversión y la actividad
i'i onómica decaen. Marshall describió así el proceso:
I ;i reciente historia de las fluctuaciones del crédito en general muestra gran
,ii n'ilad en los detalles, pero una estricta uniformidad en su trayectoria general.
I ii la fase ascendente se ha concedido el crédito, con cierta alegría, a hombres
.|in- incluso no tienen una capacidad empresarial probada. Porque en tales
un.montos se puede obtener beneficio en casi todos los negocios, aun cuando no
■ icnga un especial conocimiento o capacitación en ellos, y el éxito en los
iiii .mos puede tentar a otras personas no capacitadas a comprar especulativa-
1111-1 1 1 0 . Si estas personas se retiran rápidamente de sus aventuras, es probable que
li.ii-.iiii un beneficio. Pero sus ventas ponen en marcha un proceso de caída de
i-i.-i-ios que con el curso del tiempo hubiese llegado igualmente. Aunque es
i.H.Imhle que la caída sea ligera al principio, cada nuevo movimiento a la baja
i. ii.li/rá a hacer desaparecer la confianza que se generalizó con el alza de precios
-. ,pie todavía los mantiene en alguna medida. La caída de una cerilla encendida
.lino ¡ilgo que arde a fuego lento ha causado con frecuencia el pánico en un
n ilio lleno de público22.
Los ciclos crediticios, sin embargo, no podían hacer de una
superproducción parcial» una «superproducción general». An-
Ihid., pág. 247.
180 La economía neoclásica

dando el tiempo, el sistema económico se reajustaría al nivel


normal de pleno empleo. No era necesaria una actuación especial
por parte del Gobierno para obtener este resultado y, en realidad,
la intervención gubernamental directa podría poner las cosas
peor. Podría, no obstante, paliarse la tendencia hacia la inestabi­
lidad mediante una actuación anticipada por parte de las autori­
dades monetarias cuyo verdadero papel sería minimizar las dis­
crepancias entre los tipos de interés vigentes y el tipo que
normalmente se daría por el juego de la oferta y la demanda
de fondos prestables.
De este modo, el análisis agregativo de Marshall fortalecía la
fe en la capacidad del sistema económico abandonado a sí mismo
para evitar el paro involuntario. En la última edición de sus
Principios (1920), sin embargo, añadió una oscura insinuación en
el sentido de que las bases analíticas de esta conclusión podían
precisar en última instancia una revisión. A continuación de una
discusión ortodoxamente neoclásica de la relación entre la pro­
ductividad, la frugalidad y el tipo de interés insertó una nota
aclaratoria:

... Todo el mundo entiende, en términos generales, las causas que mantienen
tan pequeña la oferta de riqueza acumulada en relación con la demanda de la
misma para su uso; que ese uso es, en fin de cuentas, una fuente de ganancia y
que, por tanto, requiere un pago cuando se toma prestado. Todo el mundo es
consciente de que ¡a acumulación de riqueza se ve frenada y el tipo de interés
sostenido por la preferencia de una gran parte de la humanidad por los placeres
presentes sobre las satisfacciones futuras, o, en otros términos, por la aversión a
la espera. Por ello, la verdadera misión del análisis económico en este terreno no
es subrayar esta verdad familiar, sino hacer notar cuánto más numerosas son las
excepciones a la regla general que lo que parece a primera vista21.

Elaboró algo más esta idea en una nota de pie de página:


Supone un buen antídoto para este eiTorel notar cuán pequeño tendría que ser el
cambio en las condiciones de nuestro propio mundo para que naciese otro mundo
en el que la masa de la gente se mostrase tan deseosa de ahorrar para la vejez y
para su familia cuando desapareciesen, y en el que las nuevas oportunidades para
el uso ventajoso de la riqueza acumulada en cualquier forma fuesen tan pequeñas
que la cantidad de riqueza por cuya custodia segura estuviese dispuesta a pagar la
gente excediera lo que otros desearan pedir prestado; y donde, por consiguiente,
incluso quienes vieran la forma de obtener una ganancia por el uso del capital
podrían conseguir que se les pagara por hacerse cargo de él; y el interés sería
negativo en toda la línea2 324.

23 Principios, págs. 581-2.


24 Ibid., pág. 582, nota.
UlVed Marshall y la estructura de la economía neoclásica 181

listos pensamientos heterodoxos de última hora no perturba-


mu la tranquilidad del gran cuadro marshalliano. Prepararon
mucho más de lo que el mismo Marshall había sospechado
risiblemente— el asalto de Keynes en los años 30 a las premisas
ili l análisis macroeconómico neoclásico.

Marshall y el cambio económico a largo plazo


Dentro del marco de la teoría neoclásica, el cambio econó­
mico a largo plazo ocupa un lugar poco importante. Marshall
mismo se ocupó sólo brevemente del tema en una discusión
sobre el «período secular» de la economía. En sus aspectos
i-.senciales esta dimensión temporal coincidía con el largo plazo
i lasico.
Desde su perspectiva histórica, Marshall pudo observar cómo
l a s más tenebrosas profecías clásicas sobre el futuro de la eco­
nomía, de hecho no se habían cumplido. No se había llegado al
estado estacionario; a pesar del aumento de la población habían
mejorado las rentas reales de los trabajadores; la acumulación de
i apital había proseguido, sin dar lugar a importantes desplaza­
mientos de la mano de obra por la maquinaria. Tampoco el
aumento de la demanda de bienes alimenticios había dado a los
terratenientes una posición de dominio sobre la economía, resul-
lado que podía atribuirse en parte a la expansión del comercio
internacional (y de modo particular a la apertura de nuevas
Inentes de oferta de alimentos de bajo coste).
A pesar de todo esto, Marshall compartía la conclusión clá­
sica de que las rentas de la tierra tenderían a subir en un proceso
de expansión económica continuado. El interpretaba, sin embar­
ro, tal fenómeno no tanto en relación con los límites naturales a
la fertilidad del suelo, como con el crecimiento de la demanda de
suelo para fines industriales y residenciales. Realmente, la eleva­
ción de las rentas urbanas suponía las más serias implicaciones
en la estructura de costes, ya que la aplicación de tecnologías
avanzadas en la agricultura prometía mejoras en la productividad
que impedirían una redistribución de la renta en favor de los
terratenientes agrícolas.
También el tratamiento de los salarios por parte de Marshall
m*alejó sustancialmente de la línea argumental clásica. No com­
partía en modo alguno la creencia de las «leyes de hierro»
malthusianas. En este terreno siguió el camino abierto por Mili,
al rechazar el punto de vista de que el crecimiento de la pobla-
182 La economía neoclásica

ción frustraría necesariamente el aumento continuado de los


salarios reales. Marshall esperaba que los trabajadores aumenta­
rían su destreza, su energía y su amor propio, y que consiguien­
temente se elevarían su productividad y sus ingresos25. De igual
modo, Marshall dio de lado los temores de Ricardo y Marx sobre
los efectos sobre el empleo de la acumulación de capital. Gran
parte de la competencia entre el trabajo y el capital a corto plazo,
según él, se contrarrestaría por el aumento de la demanda de
trabajo en las industrias de bienes de capital. Además, la reduc­
ción de los costes por efecto de la mecanización era claramente
beneficiosa: podía confiarse en que la competencia daría lugar a
esa caída de precios, cuyos beneficios serían compartidos por la
comunidad entera. Marshall, desde luego, al presentar este ar­
gumento pisaba terreno más firme que los clásicos. Estos habían
supuesto que los salarios reales se hallarían siempre a un nivel
tan cercano al de subsistencia que los trabajadores tendrían
pocas posibilidades de consumir bienes producidos mediante
técnicas avanzadas (y sujetos, por tanto, a precios decrecientes).
En el mundo marshalliano podía mantenerse, de modo más
plausible que en el de los clásicos, que los beneficios provenien­
tes de las caídas de precios se difundirían mucho más amplia­
mente.
Existía otro importante contraste entre las conclusiones de
Marshall y las de la ortodoxia clásica, en relación con la tasa
decreciente de beneficio. Esta proposición, que había ocupado un
lugar central en el pensamiento clásico, era el fundamento de los
temores de la aparición final del estado estacionario. El trata­
miento de esta cuestión por parte de Marshall se ajustaba, desde
luego, a categorías distributivas diferentes. No se podían ya
considerar los beneficios en el sentido clásico (esto es, como
renta de la clase capitalista); en vez de ello, se consideraba el
tipo de interés como la medida más apropiada de los rendimien­
tos obtenidos por quienes ofrecían capital. Marshall reconoció
que el tipo de interés tendería a caer conforme aumentara la
acumulación de capital, pero sólo en la medida en que las
existencias de capital estuvieran sujetas a rendimientos decre­
cientes. Esta tendencia, sin embargo, podría ser equilibrada por
el progreso técnico. Marshall sostuvo que había razones para
25 N o obstante a escala mundial (como contraposición a las condiciones en un
solo país), M arshall m antuvo que lo esencial del argum ento m althusiano era
todavía válido. Aun con las «grandes m ejoras en las artes agrícolas», escribió, «la
presión de la población sobre los medios de subsistencia puede subsistir todavía
unos doscientos años, pero no más» (Ib íd ., pág. 180, nota).
Alfred Marshall y la estructura de la economía neoclásica 183

<ieer que e) progreso técnico tendría lugar a ritmos más rápido;


que los previstos por los economistas clásicos. En cualquiei
i ;iso, el rendimiento medio del capital en el conjunto de la
t conomía no era la variable pertinente en las decisiones de
inversión. Los creadores del progreso económico eran hombres
.¡ue buscaban caminos para obtener rendimientos sobre el capital
superiores a la media. En resumen, lo que importaba era los
i áiculos en el margen.

Marshall y la política económica


Según cuenta él mismo, Marshall se sintió originalmente
;uraído al estudio serio de la economía por el deseo de entender
bs causas de la pobreza y los medios de aliviarla. De sus
investigaciones salió convencido...
|dc que] las fuerzas económicas y sociales en funcionamiento están cambiando
va. para mejor, la distribución de la renta y de la riqueza; de que son persistentes
v cada vez más fuertes; y de que su influencia es en su mayor parte acumulativa;
.le que el organismo socioeconómico es ma's delicado y complejo de lo que a pri­
mera vista parece; y que grandes cambios mal estudiados podrían dar lugar a
ju'aves desastres26.

Su simpatía por los sufrimientos de la masa de la humanidad


vil modo alguno había disminuido. Pero estos impulsos estaban
uhora sustancialmente temperados por la creencia de que no
serían aconsejables medidas radicales para alterar el orden eco­
nómico. En particular se oponía a un programa socialista por­
tille...
I;i propiedad colectiva de los medios de producción apagaría las energías del
r.i:nero humano y detendría el progreso económico, a menos que antes de su
introducción todo el pueblo hubiera adquirido una capacidad de generosa devo­
ción hacia el bien público que es ahora relativamente rara. Y... podría destruir
probablemente mucho de lo más hermoso y agradable de las relaciones humanas
privadas y domésticas. Estas son las principales razones por las que los estudió­
os pacientes de la economía esperan poco bien y mucho mal de los proyectos
lápidos y violentos de reorganización de las condiciones de la vida económica,
política y social21.

Aun cuando el retrato marshalliano del sistema de mercado


era en gran medida benevolente, también resultaba de su análisis

26 Ib id., pág. 712.


21 Ibid., pág. 713.
184 La economía neoclásica

que en determinadas situaciones no se podía confiar en que el '


mercado diera lugar a resultados socialmente deseables. Entre
estos casos figuraban especialmente aquellos en que, por razones
técnicas, la competencia demostrara derroche e ineficacia, si no
era de hecho prácticamente imposible. Los «monopolios natura- ,
les» (término que para Marshall se hallaba asociado a los servi­
cios públicos tales como el suministro de agua o el de energía) no
podían montarse útilmente sobre bases competitivas y era claro 1
que en tales casos estaba justificada la regulación gubernamental ,
(o incluso la misma propiedad pública). Se mostró, sin embargo,
renuente a recomendar la intervención gubernamental en aque­
llos sectores productivos donde los rendimientos crecientes de
escala aumentaran con la creación de grandes concentraciones
industriales, aun cuando tal cosa implicara un gran poder de
mercado de las empresas en dichos sectores y una determinación
no competitiva de los precios. El problema, según él, requería un
estudio más cuidadoso. Su posición general respecto del ciclo
vital de la empresa le llevó a la conclusión de que era improbable
que las grandes unidades productivas pudieran aprovecharse
durante mucho tiempo de su potencial poder de mercado.
Si bien se inclinaba a considerar el mercado como un instru­
mento sensible a través del cual podrían distribuirse eficiente­
mente los recursos de una economía, reconocía también que
podría perfeccionarse. Para ello era particularmente importante
mejorar la educación pública. Con ello productores y consumido­
res podrían llevar sus asuntos más inteligentemente, elevando el
grado de racionalidad de sus decisiones. Además, una mejor
educación pública contribuiría mucho a erradicar uno de los
defectos del sistema de mercado no intervenido: los brotes de
especulación que daban lugar a las perniciosas fluctuaciones..
Marshall se hallaba dispuesto también a admitir la posibilidad
de que el Estado pudiera jugar un papel útil en mejorar la eficacia
de la asignación de recursos por el mercado. ¿No se aumentaría
la suma de las satisfacciones sociales —se preguntaba— si los
recursos productivos de la sociedad se dirigieran hacia activida- !
des productivas de rendimientos crecientes desde aquellas otras
de rendimientos decrecientes? En estas condiciones, podría ob- i
tenerse una producción mayor con los mismos recursos. El
Gobierno podría alentar esta redistribución con impuestos y .
subsidios apropiados. Sin embargo, hizo esta sugerencia con
muchas precauciones, señalando que tal política sólo estaría
justificada cuando pudiera demostrarse que las ganancias en el
bienestar provenientes del aumento del producto en los sectores
AIfred Marshall y la estructura de la economía neoclásica 185

ni «¡diarios eran superiores a las pérdidas provocadas por los


mayores impuestos en los otros sectores. Reconoció que tal
■uterio sería de difícil aplicación en la práctica.
Concebiblemente, la introducción de la maximización de la
nulidad agregada como objetivo de la política económica podía
i.mibién utilizarse para argumentar en favor de la redistribución
■I'- la renta. Partiendo del supuesto de que la utilidad marginal del
.lulero era probablemente mayor para un ciudadano pobre que
pura un rico, resultaría que la utilidad social aumentaría redistri-
Imyendo la renta de los ricos a los pobres. Marshall no sacó esta
. (inclusión. Recomendó la consideración de un esquema de redis-
n ¡luición de la renta menos sistemático al escribir sobre las
posibilidades de la «caballerosidad económica». Tal régimen
mavaría al rico para aliviar la miseria de aquellos atrapados
iodavía por la pobreza.
Capítulo 7
VARIACIONES SOBRE LOS TEMAS
NEOCLASICOS ANTES DE 1914

El nervio central de la economía neoclásica fue el análisis del


comportamiento del sistema de mercado y de los mecanismos,
dentro de él, a través de los cuales pudiera alcanzarse el equili­
brio. Marshall ocupó una posición preeminente en el desarrollo
de la tradición inglesa del neoclasicismo, y la envergadura de su
obra no tuvo comparación con la de otros colaboradores a la
tradición neoclásica. Surgieron, sin embargo, en otras partes,
variaciones sobre temas similares. Estos enfoques alternativos
fueron inspirados por consideraciones un tanto diferentes de las
que habían impulsado a Marshall, y dieron, a menudo, resultados
ligeramente diferentes. Aunque sólo sea de forma sinóptica,
merece la pena estudiar las características distintivas de cuatro
corrientes adicionales que forman parte del neoclasicismo: las
contribuciones de las escuelas de Lausana, Estados Unidos,
Austria y Suecia.1

1. León Waíras y el neoclasicismo de Lausana


León Walras (1834-1910), un francés que pasó sus años más
productivos, profesionalmente hablando, en Suiza, investigó la
186
Variaciones sobre los temas neoclásicos antes de 1914 187

emblemática neoclásica por vías bastante diferentes de la que


Marshall había elegido. Para Walras, la elegancia rigurosa, formal
más bien que el contacto con los problemas prácticos de la
i ida real—, era la meta apropiada para los economistas. Su
preocupación era la teoría pura, que definió como «la teoría de la
ileterminación de los precios en un régimen hipotético de libre y
perfecta competencia»1. Aspiraba a dar a la economía un rango
científico comparable al que disfrutaban las ciencias físicas y a
condensar sus descubrimientos en forma de proposiciones mate­
máticas. Walras insistió igualmente en que debía trazarse una
clara línea de demarcación entre la economía pura y la aplicada.
Aunque no indiferente a consideraciones políticas, mantuvo vigo­
rosamente que el rango de la Economía como ciencia pura no
debería nunca comprometerse con la finalidad de acercar el
li abajo del teórico puro a los problemas de índole práctica. El
contraste entre los estilos intelectuales walrasiano y marshalliano
difícilmente podía haber sido más marcado12.
La carrera de Walras abundó en desilusiones. Frustrada su
ambición primera de estudiar ingeniería (irónicamente, porque
Iracasó en la prueba de matemáticas ante el Consejo de Adminis-
iración de la École Polytechnique), durante más de una década
tríe de una ocupación a otra con poco éxito: como periodista,
aspirante a novelista, funcionario del ferrocarril y empleado de
llanca. Durante ese tiempo dedicó gran parte de su tiempo libre al
estudio de la economía, para lo que recibió pocos estímulos en su
país nativo. Carente de las credenciales apropiadas, no pudo
abrir brecha en el mundo académico francés. En 1870, por fin, le
sonrió la fortuna: se le nombró titular de la recién creada Cátedra
de Economía en la Facultad de Derecho de la Universidad de
I .ausana. Su residencia en Suiza no hizo de él un francés desleal,
aunque no reprimiera un cierto sentido de irritación contra las
instituciones francesas3.

1 Walras, Elements o f Puré Economics, traducido al inglés por William Jaffe


(George Alien and Unwin, Londres. i954), página 40.
2 En relación con esto es de interés señalar que ya en 1873, Walras incitó a
Marshall a publicar algunas de sus construcciones diagramáticas. Marshall rehusó
«porque temía que si se separaba de todo estudio concreto de las condiciones
reales, podría parecer que les atribuía una conexión más directa con los proble­
mas reales de la que, en realidad, tenían». (Según Guillebaud en la edición
comentada de los Principies, de Marshall, vol. 2, página 7.)
3 Escribió una vez sobre la Academia francesa (tras haber presentado un
trabajo sobre economía matemática, al que se había hecho un recibimiento muy
frío): «Me da pena este sabio instituto, y me aventuro a decir que... podría, en su
188 La economía neoclásica

El objetivo primordial del programa intelectual de Walras era


presentar una enumeración exhaustiva de las consecuencias de
un régimen de competencia perfecta. Para él, parte del valor de
este ejercicio residía en el hecho de que muchos economistas
habían quedado demasiado fácilmente persuadidos de los méri­
tos del laissez-faire. «¿Cómo podían estos economistas—pregun­
taba— probar que los resultados de la libre competencia eran
beneficiosos y ventajosos si no conocían exactamente cuáles
eran? Y ¿cómo podían conocer dichos resultados cuando no
habían formulado ni las definiciones ni las leyes necesarias para
probar sus afirmaciones? ... el hecho de que los economistas
hayan extendido a menudo el principio de la libre competencia
más allá de los límites de su verdadera aplicabilidad es la prueba
positiva de que el principio no ha sido demostrado.»4
Para sus propósitos, la competencia perfecta quedaba repre­
sentada por una situación en la que compradores y vendedores se
reunieran en una subasta masiva «de tal modo que las condicio­
nes de cada cambio fueran abiertamente anunciadas y se diera
una oportunidad a los vendedores para bajar sus precios y a los
compradores para subir sus ofertas»5. Tales condiciones, natu­
ralmente, no eran realistas, pero defendió su procedimiento con
la siguiente pregunta: «¿qué físico escogería, deliberadamente,
para sus observaciones astronómicas un tiempo nublado, en lugar
de aprovechar una noche descubierta?»6 En su opinión, las
ventajas de un procedimiento que partiese de casos abstractos
generales, dejando las limitaciones para más adelante, eran de­
masiado obvias para requerir un comentario adicional.
El problema básico dentro de este régimen hipotético de
competencia pura era la forma en la que se establecían los
precios de los diferentes inputs y outputs. Marshall había estu­
diado el mismo problema considerando curvas de oferta y de­
manda en varios tipos de mercados como base para determinar
los precios de equilibrio. Su método, sin embargo, contenía una
molesta ambigüedad. Se recordará, por ejemplo, que su análisis
de la demanda presuponía que las rentas eran constantes. Lo que
no estaba enteramente claro era si esta condición se refería a la

propio interés, haber aprovechado esta oportunidad de probar su competencia en


Economía un poco más brillantemente.» (Prefacio a la cuarta edición de Elemenis
o f Puré Economías, traducción al inglés de Jaffe, pág. 44.)
1 Ibíd., págs. 256-7.
5 Ibid, pág. 84.
6 ibid., pág- 86.
Variaciones sobre los temas neocla'sicos antes de 1914 189

m-uta monetaria o a la renta real. En cualquier caso podría


nltjetársele —como señaló Walras— que era probable que se
utilizara una reducción de cualquier precio (incluso cuando pu­
diera representarse como un desplazamiento a lo largo de la
misma curva de demanda, desde un punto superior a uno infe-
iioi) sin que cambiase ninguna renta. Excluyendo el caso en el
que aumentase la cantidad vendida en un mismo porcentaje en
que el precio se redujera, la renta de los vendedores se alteraría
necesariamente. Esto, a su vez, implicaría un desplazamiento de
l;i posición de la curva de demanda original.
La formulación de Marshall era, pues, demasiado vaga para
satisfacer las normas de rigor analítico de Walras. Y era también
demasiado «parcial». El método marshalliano requería una inves­
tigación de las condiciones de los mercados individuales, bajo
supuestos que los aislaran ampliamente de otras influencias más
generales. Por su parte, Walras intentó esbozar el modo mediante
el cual podría alcanzarse una solución de equilibrio simultánea­
mente en todos los mercados. Su objetivo era la formulación del
proceso mediante el cual podía establecerse un equilibrio «gene­
ral»; aquel que tomaba en cuenta la interrelación de todas las
actividades económicas. Un comentarista posterior ha descrito la
perspectiva walrasiana del sistema económico como aquella en
la cual «ni una brizna de hierba puede moverse sin que altere la
posición de las estrellas».
Como primer paso en la demostración de la posibilidad de una
solución de equilibrio general, Walras examinó el caso de la
economía más sencilla imaginable. Poseía ésta sólo dos bienes
para intercambiar (que identificó como X e Y). Todas las perso­
nas se suponían compradoras de un bien o vendedoras del otro.
Con estos supuestos podía argumentarse que la oferta de X y
la demanda de Y (y viceversa) eran interdependientes, porque la
demanda de mercado de Y (o X) se derivaba de las rentas
percibidas por los vendedores de X (o Y). Siempre en consonan­
cia con el método neoclásico, se suponía, desde luego, que los
términos en que los vendedores estaban dispuestos a intercam­
biar se regulaban por las utilidades marginales de X e Y. A través
de un proceso competitivo se establecería un precio relativo de
equilibrio.
El problema se hacía más difícil, evidentemente, cuando se
consideraban más de dos bienes. En una economía con tres
bienes (X, Y y Z) podrían establecerse tres precios relativos (X :
Y; X : Z, e Y : Z). Una de estas razones, sin embargo, sería .
redundante y no añadiría ninguna información que no pudiera
1
190 La economía neoclásica

derivarse de las otras dos. Este ejemplo ilustraba un principio de


mayor amplitud: saber que en una economía con multitud de
bienes el número de precios relativos de equilibrio necesarios era
siempre inferior en una unidad al de los bienes considerados en el
intercambio. Es decir, en una economía con n bienes tendrían
que determinarse n-1 precios relativos mediante el mecanismo
competitivo. El bien redundante podría considerarse como pa­
trón —o numéraire— en términos del cual podían expresarse
todos los demás precios relativos. Este bien patrón, cualquiera
que fuese, poseería todas las propiedades esenciales del dinero.
El enfoque walrasiano del análisis del proceso competitivo
posee el considerable mérito de poder presentarse claramente en
forma de ecuaciones simultáneas, susceptibles de una solución
matemática determinada. Este procedimiento tenía la ventaja
adicional de subrayar la interdependencia de todos los precios
dentro del sistema económico. Al mismo tiempo, el equilibrio
general de Walras hacía desaparecer todas las líneas de demarca­
ción entre micro y macroteoría. Las actividades de las unidades
de consumo, empresas e industrias no podían ser entendidas de
forma aislada unas de otras, ni se las consideraba separadas de la
economía en su conjunto.
Este análisis formal de las condiciones requeridas para produ­
cir un equilibrio se basaba, desde luego, en dos importantes
restricciones prácticas. Por ejemplo, el caso de subempleo de
recursos no tenía, evidentemente, cabida en él. De hecho, toda la
argumentación se basaba en la presunción de que el pleno empleo
era la situación normal. La solución de equilibrio general sólo
podía alcanzarse suponiendo que toda renta era gastada; de otro
modo no podía afirmarse la total interrelación entre oferta y
demanda. Por supuesto, el enfoque de Walras podía interpretarse
como una extensión lógica de la tradicional Ley de Say, estable­
cida por éste como: «los bienes constituyen la demanda de los
otros bienes».
Tampoco poseía el sistema de Walras lo necesario para en­
frentarse con el caso de los rendimientos crecientes a escala. Si
prevalecían tales condiciones en la producción, no podía alcan­
zarse un conjunto determinado de precios de equilibrio. Walras
ponía demasiado énfasis en las soluciones rigurosas y claras para
recurrir a las prácticas que Marshall había adoptado —una apela­
ción a los mercados «especiales» e imperfectos del mundo coti­
diano de los negocios— cuando éste tuvo que afrontar dicha
complicación.
Si bien no era posible resolver estos casos dentro del régimen
Variaciones sobre los temas neoclásicos antes de 1914 191

hipotético de competencia perfecta, el esquema walrasiano arro-


i.iba cierta luz sobre cuestiones prácticas. Ahora se podía decir
explícitamente que el laissez-faire no funcionaría bajo condicio­
nes de rendimientos crecientes a escala. Había que pensar enton­
ces en soluciones alternativas. Walras, comentando este proble­
ma, no pasó de notar que los servicios públicos y los monopolios
•naturales» no podrían, de ninguna manera, regirse por las reglas
de la pura competencia.
Además, insistió en que eran pertinentes otras consideracio- i
nes para decidir los resultados sociales de la competencia. El ^
insultado del proceso competitivo, señaló, dependía de la distri­
bución inicial de la renta y la propiedad. Por esto no siempre se
daba el caso de que los resultados producidos fueran los ideales
ni tampoco los únicos imaginables. Siempre existía la posibilidad
ile diferentes sistemas distributivos respecto de la renta y la 1
propiedad. La competencia perfecta, aunque podría ser un mé-
lodo razonablemente satisfactorio de asignación en el orden
existente, no podía reivindicar ni perfección ni inmortalidad.
Aun reconociendo la posibilidad de diferentes modos de orga­
nización económica, Walras mantenía que el juicio sobre sus
respectivos méritos quedaba fuera de la competencia de los
economistas como científicos. El economista podía, desde luego,
señalar la existencia de otras alternativas, pero el discutir las
posibilidades que se esperaba fuesen las mejores para servir al
interés de la comunidad caía dentro del dominio del arte y estaba
fuera del discurso científico. Como ciudadanos, los economistas
podían mantener sus puntos de vista particulares respecto de las
ventajas de determinadas soluciones institucionales. Walras, per- r
sonalmente, estaba a favor de un régimen de pequeños terrate- 1
nientes, orden institucional capaz de aproximarse a la competen- (
cia perfecta más que ningún otro sistema imaginable.

2. John Bates Clark y la corriente americana del primitivo


neoclasicismo
La corriente americana del neoclasicismo fue, en cierto mo­
do, un injerto de dos raíces europeas bastante diferentes: la del
pensamiento alemán y austríaco (que influyeron en un gran
número de economistas académicos americanos durante sus es­
tudios de doctorado en las universidades alemanas) y las influen­
cias marshalüanas, que fluyeron con facilidad a través del Atlán­
tico ayudadas por la comunidad de idioma. Pero había también
192 La economía neoclásica

elementos típicamente autóctonos en el enfoque del problema


neoclásico en los Estados Unidos. La mayoría de las figuras
importantes en este período formativo mezclaban en sus sistemas
teóricos una visión ética y un radicalismo político muy norteame­
ricano. De este modo los miembros fundadores de la American
Economic Association —la mayor parte de los cuales no eran
simpatizantes del laissez-faire— declararon en sus estatutos
constitucionales: «Consideramos el Estado como un organismo
cuya intervención positiva es una de las condiciones indispensa­
bles para el progreso humano.» Este lenguaje, sin embargo,
desapareció pronto, porque tal predisposición hacia una posición
política determinada era impropia de una organización dedicada a
la investigación científica.
John Bates Clark (1847-1938) no sólo fue un gigante entre los
neoclásicos americanos, sino también el primer teórico, genui-
namente original, de primera fila surgido del Nuevo Mundo. De
joven, siguió la carrera recomendada a muchos estudiantes pro­
metedores de su generación de doctorarse en Universidades
europeas (en el caso de Clark, en Heidelberg y Zurich). A su
vuelta a América, empezó una carrera académica, que culminó
en 1895 con su nombramiento para una cátedra de Economía en
la Universidad de Columbia.
La contribución más original de Clark al refinamiento del
análisis neoclásico fueron sus descubrimientos en la teoría de la
producción y la distribución. Dos consideraciones influyeron en
esta concentración de sus energías teóricas. Una fue su profunda
preocupación moral que le empujó a buscar criterios de justicia
distributiva en un marco económico cada vez más complicado a
causa de las concentraciones industriales y la aparición de los
sindicatos. Otra fue su disconformidad con el punto de vista
ampliamente difundido de que los niveles de salarios (y la distri­
bución de la renta en general) estaban determinados principal­
mente por los ingresos reales disponibles para los obreros que
trabajasen la tierra marginal, lo que le estimuló a elaborar un
análisis alternativo de la distribución de la renta7.
Clark aplicó a esta tarea los instrumentos del análisis marginal
—incluyendo algunos de su propia invención—. Como era carac­
terístico en esta tradición, partió del supuesto de que prevalecían
las condiciones de competencia perfecta. El productor racional

7 La opinión contra la que así reaccionaba Clark tenía mucho de los moldes
clásicos, aunque él estuviera respondiendo específicamente a las doctrinas propa­
gadas por Henry George. el abogado de un impuesto único sobre la tierra.
f Variaciones sobre los temas neoclásicos antes de 1914 193

demandaría entonces los tres factores productivos hasta el punto


. n el que el precio de la unidad marginal de cada factor fuese
u'iial a su producto marginal. Estas reglas de producción deter­
minaban simultáneamente la distribución de la renta entre los
diversos partícipes funcionales. En ausencia de beneficios anor­
males y en situación de equilibrio perfectamente competitivo, la
•nlnción distributiva resultante agotaría el valor del producto
i.dal, lo que Clark fue uno de los primeros en demostrar. Esta
. (inclusión es válida, sin embargo, sólo en tanto se mantenga una
alitación de rendimientos constantes a escala (es decir, la situa-
i ion en la cual una duplicación del tamaño de la planta no
inoduciría ningún cambio en los costes unitarios). Quedaría inva­
lidada en el caso de economías de escala que redujeran los costes
unitarios.
Las condiciones del mundo real, claro está, probablemente no
•c ajustarían a las reglas de la competencia perfecta. De hecho,
cliando los patronos disfruten de una situación de ventaja, lo
probable es que la exploten pagando salarios menores que el
valor del producto marginal del trabajo. A juicio de Clark, esto
equivalía a un «robo institucional» que ocurría en cualquier «plan
de vida que forzara a los hombres a abandonar en manos de
quienes les emplean algo que por derecho de creación es suyo»8.
l‘cro también era posible que sindicatos fuertemente organizados
impusieran —si bien temporalment — tasas de salarios por en­
cima del producto marginal del trabajo. Esta situación era tam­
bién socialmente «injusta»; Clark creía que podía ser eludida
quitándoles a los sindicatos la capacidad de restringir la oferta de
trabajo (como la tendrían en el caso de obligatoriedad de perte­
nencia a un sindicato dado por todos los obreros de una firma).
Utilizando las técnicas de la productividad marginal, Clark
había formulado, efectivamente, una definición neoclásica de la
«explotación», pero que era totalmente ajena al uso marxista de
la misma expresión. Tal y como lo vio Clark, la explotación
económica era una posibilidad real, si bien no inherente al
proceso capitalista. Sólo cuando el sistema se separaba de la
norma de la competencia perfecta, surgía la explotación. Tam­
poco era la explotación del trabajo por los capitalistas la única
desviación posible de la justicia distributiva, aunque quizás fuera
la más probable. Al menos en principio, la mano de obra podía

8 Clark. The Dixtribution <>f Weirlth (MacMillan Co., Nueva York, 1899),
págs. 8-9.

7
194 La economía neoclásica

explotar al capital, si de sus peticiones resultaran retribuciones


del capital por debajo de su productividad marginal.
El análisis de la posibilidad práctica de la justicia distributiva
requería, naturalmente, una inspección del orden competitivo
real y, en especial, de las implicaciones de las concentraciones
industriales. La posición inicial de Clark era bastante poco amis­
tosa con respecto al ethos moral del capitalismo industrial, orden
que él interpretó como construido sobre el afán privado de lucro
más bien que sobre la promoción de la virtud social. Pero si la
competencia desenfrenada era socialmente abusiva, el monopolio
lo era, acaso, más. Personalmente, él defendió la promoción de
organizaciones cooperativas de productores.
Más tarde modificó sustancialmente estos puntos de vista. La
amenaza del monopolio ya no figuraba tan preeminentemente en
sus pensamientos, llegando a sostener que, en condiciones diná­
micas, la innovación técnica desafiaría constantemente las con­
centraciones de poder establecidas en el mercado. El tamaño per
se no era una base suficiente para juzgar de los efectos sociales
de una organización industrial. En la medida en que no se
pusieran barreras a la entrada de nuevos competidores y en que
fueran prohibidos los acuerdos de carácter colusivo entre los
productores, podrían obtenerse la mayoría de los aspectos, so­
cialmente deseables, de la competencia perfecta en una economía
dinámica y expansiva. En esta cuestión, los puntos de vista de
Clark anticiparon las doctrinas, ahora corrientes, de la «compe­
tencia viable», que mantienen que la organización industrial
debiera juzgarse más por criterios de funcionamiento (por ejem­
plo, progresividad técnica, ausencia de acuerdos de precios, etc.)
que a través de criterios estructurales (por ejemplo, tamaño,
porcentaje del mercado que domina cada empresa y número de
productores rivales).

3. Eugen von Bóhm-Bawerk y la escuela austríaca

Entre 1870 y el comienzo de la Primera Guerra Mundial,


Viena fue la sede de una de las escuelas más florecientes de la
enseñanza neoclásica. Aunque esta tradición del neoclasicismo
comenzó con Cari Menger —que estuvo entre los primeros en
aportar conceptos marginales para el análisis del equilibrio de
mercado—, la figura dominante de este período fue Eugen von
Bóhm-Bawerk (1851-1914).
En su carrera profesional, Bóhm-Bawerk combinó las obliga-
Variaciones sobre los temas neoclásicos antes de 1914 195

i iones académicas con las públicas. De su puesto en la Universi­


dad fue llamado por primera vez al Ministerio de Hacienda en
IXS9 para elaborar un proyecto de reforma monetaria, y llegó a
desempeñar tres veces el cargo de ministro austríaco de Hacien­
da. Desde tal puesto luchó de modo efectivo por el equilibrio de
los presupuestos y por una circulación estable ligada al patrón
d i o . Mientras tanto mantuvo contacto con la vida universitaria,
aunque sólo fue capaz de dedicar una parte sustancial de su tiem­
po a la enseñanza y la investigación después de dimitir de su
puesto ministerial en 1904.
Los escritos teóricos de Bóhm-Bawerk se centraron en la
naturaleza del capital y el interés. A primera vista, estos proble­
mas, aunque importantes, podrían parecer limitados. De hecho,
tal y como él los trató, lo abarcaban todo. Sostenía que el análisis
.Id capital y el interés constituía «el punto focal en torno al cual
.<• unen el ataque y la defensa en la lucha en torno al sistema bajo
d cual se organizará la sociedad humana»9. Realmente, como ha
observado su discípulo más capacitado, la escala a la que pintaba
Bóhm-Bawerk justifica que se le describa como un «Marx bur­
gués» 10.
El procedimiento de Bóhm-Bawerk era profundamente formal
v deductivo. Consecuente con su visión de la economía como
una ciencia exacta, intentaba ofrecer una visión omnicompren-
.iva y correcta de la naturaleza del capital y de su papel en el
proceso productivo. Desde su perspectiva, las anteriores tradi­
ciones habían proporcionado sólo una descripción parcial. La
interpretación fisiocrática del proceso productivo, por ejemplo,
liabía considerado crucial sólo un factor de producción: la tierra.
I ¡i tradición clásica, si bien eliminó este error, había generado
olio al mantener que el trabajo era el factor productivo básico.
Solamente en el pensamiento neoclásico se había dado al capital
una categoría autónoma. Incluso así, la existencia del capital no
.-ni independiente de los otros factores de producción. Desde su
punto de vista, sólo podía surgir de la cooperación previa entre
los dos factores originarios, trabajo y tierra.
No obstante, en el esquema de Bóhm-Bawerk, todas las
turmas de producción (con excepción de las más primitivas, en
" Bóhm-Bawerk, Capital and Interest, vol. I, traducido al inglés por George
I). Hunke y Hans F. Sennholz (Libertarían Press. South Holland, Illinois, 1959),
iug. 241. [Hay traducción castellana: Bóhm-Bawerk, Capital e interés. México,
l'M7.]
10 Schumpeter, History o f Economic Analysis (George Alien y Unwin, Lon-
ilies, 1954), pág. 846.
196 La economía neoclásica

las que no se usaba ninguna clase de herramientas) implicaban


métodos indirectos. Eran, de este modo, de naturaleza «capitalis­
ta». En su opinión, el «método de producción que, sabiamente,
sigue un curso indirecto no es, ni más ni menos, que lo que el
economista llama producción capitalista... El capital no es más
que la suma total de los productos intermedios que aparecen en
cada etapa del curso de la producción indirecta» . Los métodos
indirectos se utilizaban por la obvia razón de que la actividad
productiva ayudada por instrumentos de capital, puede producir
más de lo que producirían la tierra y el trabajo sin esta ayuda.
Los efectos del capital sobre el producto, sin embargo, no eran
inmediatos; los bienes de capital exigían un tiempo para cons­
truirse y ser absorbidos en el proceso productivo. Pero, y ello no
era menos importante para la comprensión de la naturaleza del
capital, la comunidad estaba obligada a ahorrar antes de que el
stock de capital pudiera ser ampliado. El problema básico en el
análisis de la producción era, de este modo, el de la reconcilia­
ción de dos consideraciones opuestas: las desventajas de restrin­
gir el consumo, por un lado, contra las ventajas de las expansio­
nes futuras de la producción, por otro. ¿Cómo podía encontrarse
una solución a este problema?
Parte de la explicación de Bóhm-Bawerk se basaba en las
premisas de la teoría subjetiva del valor austríaca. Suponía que el
hombre económico estaba motivado por el deseo de maximizar
su utilidad. Pero en este caso el problema de maximización tenía
que ser considerado a lo largo del tiempo, en el que las satisfac­
ciones presentes y futuras se ponderaban unas frente a otras.
Bóhm-Bawerk mantuvo que la mayoría de los hombres tende­
rían a preferir el pájaro en mano a los ciento volando, es decir,
que sobrevaloraban el presente en relación con el futuro y
subestimaban la fuerza de los deseos futuros. Por estas razones
debía recompensarse, mediante el pago de un tipo de interés, a
las personas que ahorraban y renunciaban a las satisfacciones
presentes.
El otro lado de esta moneda era la disposición de quienes
compraban bienes de capital pagando los medios para adquirirlos.
Desde el punto de vista de los productores, la deseabilidad de
nuevos bienes de capital era evidente, a causa de los aumentos
de la producción que su uso permitía. Por esta razón los prestata­
rios podrían y querrían pagar un coste de interés. Al mismo1

11 Capital and Interest, vol. 2, pág. 14. [Hay traducción castellana: Bóhm-
Bawerk, Capital e interés. México, 1947.]
Variaciones sobre los lemas neoclásicos antes de 1914 197

ni aupó la existencia de un tipo de interés positivo significaba que


■l rodeo en el proceso productivo no se extendería hasta el
minuto, porque las adiciones a las existencias de capital estaban
nietas a rendimientos decrecientes. De este modo, la existencia
■li un tipo de interés garantizaba el equilibrio entre el ahorro y la
inversión.
El análisis de Bóhm-Bawerk estaba claramente de acuerdo
• un la convicción neoclásica general de que la parsimonia y la
i'iuiluctividad del capital determinaban el tipo de interés y regu-
liilnm las decisiones de ahorrar y de invertir. En sus manos, sin
>mhurgo, este argumento amplió su campo de acción: se convir-
iio en un arma poderosa en el combate ideológico. Si sus defini-
■muics se aceptaban, no tenía sentido, y era un abuso en la
iiiilización del lenguaje, el diferenciar —como Marx había he-
| lut— entre diferentes etapas históricas en las que regían distin-
i.i-, reglas de conducta en la vida económica. Cualquier sociedad
que utilizara herramientas era, por definición, capitalista y que-
il.iha sujeta a los mismos principios universales e intemporales.
Iiolun-Bawerk, de hecho, escribió una extensa crítica del análisis
nurxista, en la que sostuvo que el error básico de Marx surgía de
iin;i teoría del valor-trabajo mal orientada que le impidió obtener
una visión «correcta» de la naturaleza del capital. Aunque el
.ilaque se dirigía, ante todo, contra Marx, la vigorosa afirmación
ilt Bóhm-Bawerk de la validez y el carácter universal de las
■alegorías formales iba también dirigida hacia otro grupo de
adversarios intelectuales: los miembros de la escuela histórica
alemana, que sostenían que el razonamiento abstracto tenía poco
■|iie aportar al entendimiento del proceso económico y que dis-
iiaín la atención de los «hechos».

■I Knul Wicksell y la rama neoclásica sueca


En una disciplina en que han abundado las excentricidades,
Knut Wicksell (1851-1926) se merece uno de los primeros puestos
de cualquier lista de caracteres inolvidables. El mismo dice que
desde su más temprana edad desplegó una «disposición a llevar
l;i contraria», siendo a lo largo de su vida un vigoroso luchador
u >ntra las convenciones sociales. Cuando se casó despreció a la
Iglesia y al Estado, anunciando simplemente que él y su notable
mujer se habían «unido» por un contrato privado. Ya cerca de los
i incuenta años puso en peligro su primera oportunidad de reco­
nocimiento profesional y el fin de la inseguridad financiera de su
198 La economía neoclásica

actividad de conferenciante y panfletario, al negarse a seguir los


procedimientos prescritos para los nombramientos en las reales
universidades suecas: era tan intenso su republicanismo que no
podía someterse al uso de la expresión «el más obediente siervo
de Su Majestad», que debía utilizar para solicitar del rey el
nombramiento formal para la cátedra de Economía de la Univer­
sidad de Lund. A pesar de su victoria en estas batallas, no dejaba
pasar ocasión de «revolucionar el gallinero», haciéndose cam­
peón de causas impopulares.
En sus escritos, Wicksell pulió y refinó el enfoque marginal
del análisis del valor y la distribución. No llegó a la conclusión
(como alguno de sus contemporáneos neoclásicos) de que la
asignación de los recursos resultante en la libre competencia
fuera socialmente óptima. No negó que un régimen que poseyera
las condiciones requeridas por la competencia pura tendería a dar
un resultado en el que los precios de los factores productivos
fueran iguales al valor de sus productividades marginales respec­
tivas, y los precios de los productos iguales a los costes margina­
les de producción. Tampoco negó que en tal régimen no podría
lograrse ninguna ganancia en output con una reasignación de
unas existencias dadas de recursos productivos. Insistió, sin
embargo, en que la deseabilidad social de estos resultados no
podía juzgarse aisladamente de la distribución de la renta y la
riqueza. Sobre este punto escribió en una ocasión:
Como cuestión de hecho, todo argumento en favor de la libre competencia se
basa sobre un supuesto tácito que, sin embargo, corresponde poco a la realidad, y
es el de que desde el principio todos los hombres son iguales. Si fuera así, cada
cual tendría la misma capacidad de trabajo, la misma educación y, sobre todo, los
mismos activos económicos, y entonces podría decirse mucho en favor de la libre
competencia; cada persona tendría que culparse sólo a sí misma, si no tuviera
éxito.
Pero si todos los caracteres y situaciones son desiguales básicamente, si
algunas personas no ven una carta, mientras otras las reciben buenas desde el
principio, la libre competencia no haría nada por evitar que las primeras pierdan
el resto mientras las últimas ganan todas las partidas12.
No quiere esto decir, mantuvo Wicksell, que los medios de
producción deban socializarse. Veía pocas probabilidades de que
la propiedad pública pudiera mejorar el funcionamiento produc­
tivo del sistema de mercado libre. Expuso su postura con argu­
mentos semejantes a los que Bóhm-Bawerk había utilizado para
demostrar que todas las sociedades, incluso las más primitivas,
12 Según Torsten Gardlund, The Life of Kmil Wicksell (Almqvist y Wicksefl.
Estocolmo, 1958), págs. 208-9.
Variaciones sobre los temas neoclásicos antes de 1914 199

enfrentaban con los mismos problemas fundamentales de la


producción «capitalista». Consideró que el Estado debería dirigir
l.i atención a reducir los handicaps sufridos por los débiles en la
lucha competitiva, haciendo que las oportunidades estuviesen
disponibles libre y universalmente y gravando la herencia fuer-
i<mente.
La más novedosa de las contribuciones analíticas de Wicksell
mvo lugar en el campo de la teoría monetaria. El neoclasicismo
>>iiodoxo, se recordará, trataba las cuestiones monetarias como
claramente secundarias. El dinero, desde luego, era esencial
. umo medio de cambio en la economía, pero era sólo un «velo»
que cubría las transacciones de bienes. Wicksell, por el contra­
ll o , sostuvo que el dinero y el crédito tenían una influencia vital
cu el nivel de la actividad económica. Además, estas materias
>lucían en importancia y complejidad con la creciente importan­
cia de los Bancos como creadores de medios de pago. La
i antidad de crédito ofrecida por los Bancos quedaba determina­
da, desde luego, en primer lugar por la demanda de préstamos
que, a su vez, se derivaba de las ganancias netas anticipadas por
el prestatario del uso del crédito. No se seguía necesariamente,
un embargo, que el tipo de interés cargado por los bancos (es
decir, el tipo de mercado) coincidiera con el normal (o real) que
i di respondía a la productividad marginal del capital y al equili­
brio entre ahorro e inversión. Si, por ejemplo, el tipo de mercado
lítese menor que el tipo de interés real, entonces:
se desalentará el ahorro y, por esta razón, habrá una demanda de bienes y
■.. i vicios creciente para el consumo presente. En segundo lugar, se verán aumen-
i.«las las oportunidades de beneficio para los empresarios, creciendo evidente­
mente la demanda para una futura producción de bienes y servicios así como la de
materias primas ya en el mercado, en la misma cuantía en que lo hubieran hecho
i.u-viamente, de no haber sido por el más elevado tipo de interés. Debido al
aumento en la renta de los trabajadores, terratenientes y propietarios de materias
l>iimas, etcétera, los precios de los bienes de consumo empezarán a subir, tanto
mas cuanto que los factores de la producción antes disponibles se han transferido
ahora a la producción futura. Se verá perturbado, por tanto, el equilibrio en el
mercado de bienes y servicios. Frente a una mayor demanda en las dos direccio­
nes. habrá una oferta igual e incluso menor, lo que debe resultar en un aumento
.le los salarios (rentas) y, directa o indirectamente, de los precios13.

Resumiendo, el análisis de Wicksell apuntaba la posibilidad


de que el comportamiento de los tipos de interés, más que tender

13 Wicksell, Lectores on Política! Economy, vol. 2: Money (Routledge and


Legan Paul, Londres, 1962), págs. 194-5. [Hay traducción castellana: Wicksell.
de Economía Política. Madrid, 1947.]
I ro cio n es
200 La economía neoclásica

automáticamente a asegurar un equilibrio agregativo, podría, por


el contrario, generar movimientos cumulativos en dirección
opuesta al equilibrio. Además, en un sistema con una oferta
altamente elástica de crédito bancario no habría razón para
esperar que dichas fluctuaciones se corrigieran por sí mismas sin
una considerable dislocación. Las conexiones indirectas que
Wicksell estableció entre el sistema monetario y el nivel de
actividad económica por medio del tipo de interés anunciaban
una revolución transcendental en el pensamiento económico, que
en los años treinta iba a hacer temblar los fundamentos de la
economía neoclásica.
ACOTACIONES A LA ECONOMIA
NEOCLASICA

El esfuerzo intelectual de los economistas neoclásicos fue


impresionante. Sin duda alguna, los modelos formulados por
ellos tenían un alto valor, desde el punto de vista del atractivo
estético y la simetría lógica. Su obra reunía las piezas de un
sistema complejo en un conjunto coherente y establecía las
interrelaciones entre ellas en forma susceptible de análisis mate­
mático. Su enfoque llevó nuevas normas de rigor al discurso
económico y acalló en gran medida la nota de inevitabilidad que,
en grado variable, se encontraba presente en los argumentos
clásicos y marxistas. La voluntad humana pasó a ocupar el
centro de la escena. El análisis económico, tal como fue cons­
truido por los escritores de ideas neoclásicas, se centraba en el
funcionamiento del sistema de mercado, y su objetivo más impor­
tante era clarificar las elecciones abiertas a productores y consu­
midores en situaciones de mercado. Desde esta perspectiva,
desaparecieron posibles temores a hendiduras insalvables en la
estructura económica. Por el contrario, el orden económico era
considerado como una unidad orgánica, cuyos componentes eran
mutuamente interdependientes. Sobre esta base, los juicios en
lomo al bienestar de la sociedad en su conjunto (en oposición a
las exposiciones sobre ganancias y pérdidas de grupos individua-
201
202 La economía neoclásica

les) eran legítimos. Aunque los primeros neoclásicos no fueron


unánimes en esta cuestión, la mayoría sostuvo que —aparte de
los casos en los que prevalecieran economías de escala— el fun­
cionamiento libre del mercado aumentaría, normalmente, el bien­
estar general.
Estas conclusiones —así como el elegante sistema formal del
que se derivaban— se basaban en dos supuestos importantes. En
primer lugar, era necesario afirmar que la mayor parte de la
actividad económica se caracterizaba por condiciones altamente
competitivas. Se reconocía, desde luego, que ciertas líneas de
producción (aquéllas sujetas a rendimientos crecientes) no se
ajustaban a dichos supuestos y que estaba justificado algún modo
de intervención estatal en estos casos. Sin embargo, se mantenía
que, en la mayoría de los mercados, los consumidores condicio­
naban, en última instancia, la asignación de los recursos y que los
productores no podían ejercer una influencia unilateral sobre los
precios. Ahora bien, si este resultado había de ser juzgado como
beneficioso, era necesario mantener en segundo lugar que no
había recursos involuntariamente desocupados. La confianza en
que el «pleno empleo» sería el nivel a que operase normalmente
la economía se derivaba, de modo natural, de las premisas
neoclásicas. Esto no quería decir que no pudieran darse fluctua­
ciones en el nivel agregado de actividad económica. A pesar de
las perturbaciones ocasionales debidas a fallos en los cálculos y
al mal funcionamiento del sistema monetario, el modo normal de
operar el sistema de mercado aseguraría suficientemente la rápida
corrección de estas anonmalidades.
El realismo del segundo de estos supuestos fue puesto a
prueba por los acontecimientos en los años 30 y, a nivel analítico,
por la revolucionaria obra de John Maynard Keynes. Bastante
antes, empezaron a erosionarse los fundamentos del primer su­
puesto. Particularmente en la industria, llegaron a ser cada vez
más normales los mercados dominados por un pequeño número
de grandes productores (en vez del gran número de vendedores
supuesto en los elegantes modelos de la competencia perfecta).
Ante estos cambios institucionales, la confianza de Marshall en
los límites impuestos al ejercicio del poder de mercado por el
ciclo vital de las empresas y por los mercados «especiales» |
perdió mucha de su verosimilitud. La teoría económica, sin
embargo, no abarcó satisfactoriamente el área de penumbra entre
la pura competencia y el monopolio puro hasta el final de los ,
años 20, cuando Joan Robinson, en Cambiidge, y el profesor E.
H. Chamberlin, en Harvard, desarrollaron respectivamente las
A c o t a c i o n e s a la e c o n o m í a n e o c lá s ic a 203

teorías de la competencia «imperfecta» y «monopolística». Estas


contribuciones, aun cuando modificaron las anteriores proposi­
ciones neoclásicas, estaban todavía cortadas por el patrón del
razonamiento marginalista neoclásico.
El aparato del razonamiento neoclásico ha sido peipetuado
también por teóricos que han abandonado toda pretensión de
realismo en las premisas referentes a la competencia. Afirman
solamente que las consecuencias descritas por un modelo perfec­
tamente competitivo —en el que el poder de mercado está diluido
y los recursos de la economía óptimamente empleados— son
socialmente deseables. El modelo ya no puede ser descriptivo,
sino que se le da un rango normativo. Quienes defienden esta
posición general se dividen en dos campos. Una escuela aboga en
favor de la legislación que exija a la competencia la subdivisión
de los productores a gran escala en pequeñas empresas competi­
tivas. La otra se ha opuesto a tales intentos de reproducir la
competencia atomística, y en vez de ello ha utilizado el razona­
miento neoclásico en apoyo de un programa socialista. Desde el
punto de vista de esta última escuela, las industrias, incapaces de
responder a las normas de competencia perfecta, deberían ser
nacionalizadas. En régimen de propiedad pública, quienes las
dirigieran se verían obligados a fijar ios precios de sus productos
al nivel del coste marginal. Tales procedimientos, afirman, permi-
(¡rían acercarse a la solución óptima en la asignación de los
recursos de un régimen de competencia perfecta.
Estas dos adaptaciones de la teoría neoclásica han sido ataca­
das por escritores con raíces no menos profundas en la tradición
neoclásica. En un tono con reminiscencias de la última época de
.1. B. Clark, ha argüido otra escuela que las características
esenciales de la competencia pueden subsistir (aun en mercados
con pequeño número de vendedores) siempre que se mantenga
una alta tasa de innovación tecnológica. Más aún, se ha afirmado
que los beneficios anormalmente altos, alcanzables por las em­
presas con considerable poder de mercado, permiten mayores
l'.nstos en investigación que los que, de otro modo, serían posi­
bles: con la introducción de estas consideraciones dinámicas han
sido defendidas las concentraciones industriales.
Los argumentos neoclásicos se han adaptado también para
.iplicarlos a los problemas de los países subdesarrollados. En este
marco —en donde el mercado a menudo está lejos de ser una
icalidad extensa— las ideas neoclásicas han tomado estas dos
Iorinas principales. Una versión, defendida por varias personali­
dades eminentes, mantiene que la movilidad de los recursos y su
204 La econom ía neoclásica

empleo eficiente se ven obstaculizados por restricciones institu­


cionales basadas en la raza, la tribu o la casta. Lo que se infiere,
desde el punto de vista de la política, de tales descripciones es
que deben ser eliminadas esas «imperfecciones»; debería alen­
tarse la extensión del sistema de mercado para espolear las
actitudes eficientes, para avivar el ritmo de crecimiento y para
promover la nivelación social. Una variante de este punto de
vista, aunque emparentada intelectualmente con él, mantiene que
la intervención gubernamental es en gran medida responsable del
despilfarro, la ineficacia y el mal uso de los recursos económicos.
E l curso apropiado para la política económica es mayor libertad
para el mercado, por medio de reducciones masivas de los
controles gubernamentales.
Una extensión menos elemental de las doctrinas neoclásicas
al mundo subdesarrollado muestra menos confianza en la capaci­
dad de los mercados no intervenidos para producir resultados
deseables. Esta versión del razonamiento neoclásico parte del
supuesto de que hay obstáculos estructurales que impiden la
asignación óptima de los recursos en las economías subdesarro­
lladas y que el Estado debería asumir la tarea de ajustar los
precios de los factores productivos, a fin de acercarse a la
solución del óptimo. Se sostiene que las tasas salariales son más
altas de lo que justifica la productividad de la mano de obra
(principalmente por la legislación del salario mínimo y las presio­
nes sociales sobre los patronos) y que el precio del capital es
demasiado bajo y no refleja la escasez real de capital (principal­
mente porque las tasas de interés en los mercados de capital
organizados están vinculadas más estrechamente a los tipos de
interés internacional que a las condiciones locales). Se afirma, en
consecuencia, que los Gobiernos deberían compensar este dese­
quilibrio de tal forma que los precios de los factores se aproxima­
sen a los que prevalecerían en una situación de equilibrio. Bajo el
sistema así recomendado de «precios contables», el comprador de
mano de obra recibiría un subsidio, en tanto que al comprador
de capital se le pondría un impuesto. Si este esquema pudiera,
efectivamente, ser aplicado (punto sobre el que puede haber
considerables y legítimas dudas) sería de esperar que aumentara
considerablemente la producción, el empleo y la tasa de creci­
miento.
La reformulación y extensión de las ideas neoclásicas a lo
largo de estas líneas no agotan, sin embargo, sus repercusiones.
También merece mencionarse la contrarrevolución en la litera­
tura económica como consecuencia del primer neoclasicismo.
A cotaciones a la econom ía neoclásica 205

Tal vez el crítico más pintoresco fue Thorstein Veblen (1857-


1729) discípulo incontrolable de J. B. Clark, y que atacó los
•.apuestos de la doctrina de su maestro. Sostuvo que el modas
uperandi neoclásico era demasiado formal, demasiado deductivo
v demasiado estático para proporcionar una explicación de los
problemas que importaban. No sólo daba escasa prioridad a los
tactores dinámicos de la vida económica, sino que olvidaba casi
imalmente el análisis de la transformación. En su opinión, lo que
pasaba por ser una discusión de la mecánica causal del sistema
económico era solamente teleología. No se explicaba el cambio.
Al contrario, el procedimiento neoclásico consistía en suponer
cambios individuales (permaneciendo todo lo demás igual) y en
intentar seguir el camino hacia un nuevo equilibrio. Alegaba,
además, que el concepto de equilibrio neoclásico era espurio,
pues en tanto que descansaba sobre el supuesto de que el
comportamiento se basaba en el cálculo racional, chocaba con la
insistencia de Veblen en que la acción humana era más instintiva
que reflexiva. Desde su punto de vista, había dos impulsos,
particularmente fuertes, en la conducta social: el instinto del
ii abajo bien hecho y el instinto de emulación.
Desde esta posición, Veblen ofreció tanto una crítica de los
postulados del neoclasicismo ortodoxo como una explicación
paralela del proceso económico. Tal y como él veía la cuestión,
ni impulso natural del hombre a producir, a crear y a innovar, si
pudiera expresarse sin restricciones, ahogaría a la sociedad en la
abundancia. El modo en que se había evitado esto podía expli­
carse, en parte, por la aparición de una clase ociosa, cuya
Iunción social era despilfarrar la abundancia producida por la
energía humana. Al mismo tiempo, un sistema de mercado alta­
mente organizado generaba mecanismos para suprimir los au­
mentos de producción. Para Veblen, los ingenieros (máximos
ex ponentes del espíritu del trabajo bien hecho en las sociedades
con tecnologías avanzadas) intentarían expandir la producción
in límite. Sus energías creadoras, sin embargo, quedaban frus-
iradas por los hombres de negocios que, impulsados por el temor
de estropear los mercados establecidos y de destruir el valor de
su capital, se convertían en los agentes del despilfarro institucio­
nalizado. En busca de los máximos beneficios, las grandes em­
presas mantendrían la producción muy por debajo de los niveles
i cólicamente factibles.
Esta explicación estaba claramente en desacuerdo con la
principal corriente del pensamiento neoclásico. Vsblen rechazó
indas las proposiciones básicas de la economía neoclásica. Si se
204 La economía neoclásica

empleo eficiente se ven obstaculizados por restricciones institu­


cionales basadas en la raza, la tribu o la casta. Lo que se infiere,
desde el punto de vista de la política, de tales descripciones es
que deben ser eliminadas esas «imperfecciones»; debería alen­
tarse la extensión del sistema de mercado para espolear las
actitudes eficientes, para avivar el ritmo de crecimiento y para
promover la nivelación social. Una variante de este punto de
vista, aunque emparentada intelectualmente con él, mantiene que
la intervención gubernamental es en gran medida responsable del
despilfarro, la ineficacia y el mal uso de los recursos económicos.
El curso apropiado para la política económica es mayor libertad
para el mercado, por medio de reducciones masivas de los
controles gubernamentales.
Una extensión menos elemental de las doctrinas neoclásicas
al mundo subdesarrollado muestra menos confianza en la capaci­
dad de los mercados no intervenidos para producir resultados
deseables. Esta versión del razonamiento neoclásico parte del
supuesto de que hay obstáculos estructurales que impiden la
asignación óptima de los recursos en las economías subdesarro­
lladas y que el Estado debería asumir la tarea de ajustar los
precios de los factores productivos, a fin de acercarse a la
solución del óptimo. Se sostiene que las tasas salariales son más
altas de lo que justifica la productividad de la mano de obra
(principalmente por la legislación del salario mínimo y las presio­
nes sociales sobre los patronos) y que el precio del capital es
demasiado bajo y no refleja la escasez real de capital (principal­
mente porque las tasas de interés en los mercados de capital
organizados están vinculadas más estrechamente a los tipos de
interés internacional que a las condiciones locales). Se afirma, en
consecuencia, que los Gobiernos deberían compensar este dese­
quilibrio de tal forma que los precios de los factores se aproxima­
sen a los que prevalecerían en una situación de equilibrio. Bajo el
sistema así recomendado de «precios contables», el comprador de
mano de obra recibiría un subsidio, en tanto que al comprador
de capital se le pondría un impuesto. Si este esquema pudiera,
efectivamente, ser aplicado (punto sobre el que puede haber
considerables y legítimas dudas) sería de esperar que aumentara
considerablemente la producción, el empleo y la tasa de creci­
miento.
La reformulación y extensión de las ideas neoclásicas a lo
largo de estas líneas no agotan, sin embargo, sus repercusiones.
También merece mencionarse la contrarrevolución en la litera­
tura económica como consecuencia del primer neoclasicismo.
n i ,m iones a la economía neoclásica 205

i il vez el crítico más pintoresco fue Thorstein Veblen (1857-


l d i s c í p u l o incontrolable de J. B. Clark, y que atacó los
u|.tiestos de la doctrina de su maestro. Sostuvo que el modus
ni'rnmdi neoclásico era demasiado formal, demasiado deductivo
\ demasiado estático para proporcionar una explicación de los
i. mUemas que importaban. No sólo daba escasa prioridad a los
l,i. lores dinámicos de la vida económica, sino que olvidaba casi
ii. i.ilinente el análisis de la transformación. En su opinión, lo que
im aba por ser una discusión de la mecánica causal del sistema
" oitómico era solamente teleología. No se explicaba el cambio.
\l contrario, el procedimiento neoclásico consistía en suponer
■ainhios individuales (permaneciendo todo lo demás igual) y en
intentar seguir el camino hacia un nuevo equilibrio. Alegaba,
iiilciuás, que el concepto de equilibrio neoclásico era espurio,
piles en tanto que descansaba sobre el supuesto de que el
. nmportamiento se basaba en el cálculo racional, chocaba con la
insistencia de Veblen en que la acción humana era más instintiva
■lile reflexiva. Desde su punto de vista, había dos impulsos,
|.:niicularmente fuertes, en la conducta social: el instinto del
ii ahajo bien hecho y el instinto de emulación.
Desde esta posición, Veblen ofreció tanto una crítica de los
|.o;.tillados del neoclasicismo ortodoxo como una explicación
iguálela del proceso económico. Tal y como él veía la cuestión,
. I impulso natural del hombre a producir, a crear y a innovar, si
pudiera expresarse sin restricciones, ahogaría a la sociedad en la
■ibundancia. El modo en que se había evitado esto podía expli-
. arse, en parte, por la aparición de una clase ociosa, cuya
iunción social era despilfarrar la abundancia producida por la
■■norgía humana. Al mismo tiempo, un sistema de mercado alta­
mente organizado generaba mecanismos para suprimir los au­
mentos de producción. Para Veblen, los ingenieros (máximos
• xponentes del espíritu del trabajo bien hecho en las sociedades
ron tecnologías avanzadas) intentarían expandir la producción
sin límite. Sus energías creadoras, sin embargo, quedaban frus­
tradas por los hombres de negocios que, impulsados por el temor
de estropear los mercados establecidos y de destruir el valor de
su capital, se convertían en los agentes del despilfarro institucio­
nalizado. En busca de los máximos beneficios, las grandes em­
presas mantendrían la producción muy por debajo de los niveles
técnicamente factibles.
Esta explicación estaba claramente en desacuerdo con la
principal corriente del pensamiento neoclásico. Veblen rechazó
ludas las proposiciones básicas de la economía neoclásica. Si se
206 La economía neoclásica

le decía que los consumidores comprarían normalmente más de


un bien a precios relativamente bajos, Veblen objetaba que las
consideraciones de emulación y de consumo ostentoso podían,
en ciertas circunstancias, dar lugar al resultado opuesto; los
bienes de lujo, por ejemplo, valorados como símbolos de rango,
podían realmente comprarse cada vez menos si sus precios
cayeran. Si se le decía que el trabajo llevaba consigo una desuti­
lidad (supuesto que subyacía en la teoría de la distribución
neoclásica), Veblen contestaba con el argumento de que los
instintos laboriosos del hombre eran una prueba de que obtenía
satisfacciones positivas del esfuerzo productivo. Si se le infor­
maba que el campo de investigación propio del economista
teórico era el análisis formal de las propiedades asignativas del
mercado, en condiciones de equilibrio estático, la respuesta de
Veblen era la más vehemente: el problema real, afirmaba, era el
contrario: la investigación del impacto desestabilizador de los
cambios en los gustos y en la tecnología.
Veblen contribuyó de modo importante a reavivar el interés
por un enfoque «institucional» de los problemas económicos, que
rehuía en gran medida las nociones derivadas de la teoría pura en
favor de las investigaciones empíricas del funcionamiento de las
instituciones básicas de una economía. Algunos lectores de re­
cientes best sellers sobre la economía contemporánea y los
problemas sociales pueden detectar los ecos de los temas veble-
nianos. La sociedad opulenta, de J. K. Galbraith, por ejemplo,
está construida sobre la tesis de que el mantenimiento de un alto
nivel de actividad económica en las sociedades ricas ha hecho
necesario que los productores se conviertan en modeladores de
los gustos, a fin de colocar su abundante producto.
Quizá la más elaborada de las recientes críticas de la estruc­
tura del razonamiento neoclásico ha consistido en negar que la
Economía pueda alcanzar el rango de ciencia exacta. Gran parte
del ataque ha consistido en destacar los juicios de valor latentes
en los términos neoclásicos, tales como «equilibrio» y «óptimo»,
y el riesgo de que se los emplee como términos normativos. La
transición de proposiciones descriptivas a proposiciones norma­
tivas se hace de un modo tan insensible que a menudo pasa
inadvertida. Algo de esto es lo que hicieron muchos de los
neoclásicos de los últimos tiempos. Aun cuando fuera lógica­
mente legítimo —que no lo es— derivar conclusiones éticas
desde premisas científicas, no se evitarían totalmente las dificul­
tades. Todavía podría dudarse de que la imagen neoclásica de un
sistema económico, en la que los intereses de los diferentes
Acotaciones a la economía neoclásica 207

grupos estaban en armonía, constituya una caracterizacióh ade­


cuada de la realidad. Algunos críticos han sostenido que la
preocupación neoclásica por la eficiencia en la producción y el
intercambio ha tenido efectos deplorables. La obsesión por estas
cuestiones ha distraído la atención de las consideraciones sobre
la distribución y de las divergencias de intereses entre los dife­
rentes grupos dentro de la sociedad.
A pesar de estas disensiones, no cabe duda de que los
economistas neoclásicos alcanzaron un alto grado de elegancia
formal. La elección de su problema central excluía una inspec­
ción profunda de dos cuestiones económicas fundamentales: el
crecimiento a largo plazo y la inestabilidad en términos agrega­
dos. Incluso la limitada atención que concedieron a estos pro­
blemas fue deficiente. Pero el aparato de razonamiento con el que
montaron sus ideas tiene una utilidad que trasciende el terreno
normal de los problemas económicos: recientemente el modo de
pensar neoclásico se ha generalizado para proporcionar la base
de una lógica general de la elección, que tiene tanto que ofrecer a
los encargados de planear la estrategia de la defensa nacional
como a los hombres de negocios.
Cuarta parte
LA ECONOMIA KEYNESIANA
I
IN T R O D U C C IO N

Entre las dos guerras mundiales, el sistema económico de la


mayor parte de los países industriales se vio sacudido por una
crisis de dimensiones sin precedentes. El desempleo alcanzó
niveles nunca vistos y fue obstinadamente persistente. Con él
llegó una ola de descontento social. En Inglaterra, la crisis
empezó en 1921 y continuó con pequeñas interrupciones, a lo
largo de los años «treinta». Las graves condiciones de la depre­
sión alcanzaron más tarde a los Estados Unidos, pero cuando
llegaron, con el crack de 1929, lo hicieron con fuerza mayor.
Claramente, el mundo occidental no había retornado a la «norma­
lidad».
La máquina productiva de las comunidades del Occidente
industrial se vio profundamente sacudida por estos acontecimien­
tos. En Inglaterra, la hostilidad social dio lugar a la huelga
general de 1926 y no hizo sino multiplicarse por ello. Más tarde,
cuando las colas para el pan y el subsidio de paro se extendieron
en los Estados Unidos, los veteranos de la primera guerra mun­
dial marcharon sobre la capital de la nación protestando de que
eran «hombres olvidados». A la vista de estos síntomas calamito­
sos, muchas personas reflexivas llegaron a preguntarse si las
previsiones marxistas sobre el futuro del capitalismo —que ha­
bían sido ampliamente descartadas, como falseadas por la histo-
w
1
212 La economía keynesiana

ria, en el apogeo del capitalismo de finales del siglo xix— podían,


después de todo, no estar tan equivocadas.
La tradición ortodoxa del pensamiento económico no estaba
preparada para enfrentarse con esta situación. La estructura de la
mentalidad neoclásica se había montado sobre el supuesto de que
el pleno empleo era el nivel al que trabajaba la economía, que
todo alejamiento de tal nivel sería de menor importancia y que,
cuando ocurriera, el sistema económico generaría los remedios
necesarios. En los años treinta, esta imagen del funcionamiento
del sistema económico parecía estar totalmente desconectada de
la realidad. No solamente habían alcanzado proporciones desu­
sadas el paro obrero y la infrautilización de la capacidad produc­
tiva, sino que no había indicios de que esta desgraciada situación
estuviera corrigiéndose por sí misma.
A pesar de la distancia que separaba los supuestos del análisis
neoclásico en términos agregados del mundo de los hechos, los
economistas de la tradición neoclásica no dejaron de ofrecer
alguna explicación de estas anormalidades. La persistencia del
desempleo podía explicarse por las rigideces del sistema econó­
mico, que entorpecían el mecanismo de reajuste hacia el equili­
brio de pleno empleo. Dos tipos de rigideces figuraban de manera
predominante en las discusiones de la época. Quizás la más
importante era la rigidez de los salarios, como consecuencia de la
influencia de los sindicatos. Para estos economistas, la insistencia
de las organizaciones laborales en que se respetaran estricta­
mente las tarifas de salarios mínimos negociadas era socialmente
irresponsable. Se sostenía que una respuesta normal del sistema
de desempleo exigía reducciones en los salarios que, a su vez,
alentarían a los patronos a emplear más obreros. Si no fuera por
las obstrucciones presentadas por los sindicatos, decían, la eco­
nomía iniciaría el cambio hacia el pleno empleo.
Un segundo tipo de rigidez, que también frustraba el funcio­
namiento de las propiedades autocorrectoras del sistema econó­
mico, se debía al comportamiento de la comunidad empresarial,
o, al menos, de la parte de ella que se alejaba de las normas
requeridas por la libre competencia. Muchas empresas —particu­
larmente las industriales de gran tamaño— habían alcanzado una
posición desde la que podían ejercer un grado sustancial de
control sobre los precios. En las condiciones de la organización
industrial del período entre las dos guerras eran cada vez menos
las empresas que aceptaban pasivamente los precios establecidos
en los mercados no regulados y cada vez más las que tenían
poder para fijar los precios. Los elementos monopolistas, del
Introducción 213

sistema reducían la flexibilidad de los precios y aumentaban la ca­


pacidad de los vendedores para resistir las presiones a la re­
ducción de los precios cuando decrecía la demanda. Esta línea
explicativa ganó en importancia a principios de los años treinta
con la publicación de las teorías de la competencia imperfecta
y monopolística desarrolladas por Joan Robinson en Inglaterra, y
E. H. Chamberlin en Estados Unidos.
Si los economistas no estaban bien equipados para manejar el
desempleo masivo, los hombres de Estado lo estaban todavía
menos. Oficialmente, la mayoría de ellos exhortaban al mundo de
los negocios a que se mostrara optimista e invocaban los cánones
familiares de la política económica ortodoxa: equilibrio pre­
supuestario y financiero. Pero en su conducta normal, los
Gobiernos se apartaron a menudo de la tradición, aunque no sin
un sentido de culpabilidad. En este período, los líderes de la
mayoría de los países occidentales intentaron desesperadamente
remediar las enfermedades de su propio país restringiendo las
transacciones internacionales. A través de diferentes instrumen­
tos proteccionistas —desde la elevación de los aranceles hasta la
devaluación de la moneda— las industrias nacionales fueron
amparadas con la esperanza de que se viera estimulado el em­
pleo. De hecho, sin embargo, estas políticas de competencia
desleal originaron represalias que contrajeron el volumen del
comercio internacional, neutralizando así la mayor parte de los
incrementos en el empleo obtenidos con tales medidas.
Entre bastidores, la mayor parte de los Gobiernos occidenta­
les se afanaban en la búsqueda de nuevos enfoques y soluciones.
La calamidad existente era demasiado obvia y demasiado urgente
para ser pasada por alto. Pero faltaba una estrategia cuidadosa­
mente elaborada para atacar la enfermedad económica. Se dieron
algunos pasos vacilantes en la dirección correcta. Inglaterra hizo
experimentos con programas de obras públicas, como instrumen­
tos creadores de empleo, aunque en escala modesta. En los
Estados Unidos, la administración Roosevelt, que había llegado
al poder con la promesa de equilibrar el presupuesto a niveles
reducidos de gasto público, tomó, sin embargo, audaces iniciati­
vas de utilización de los programas de obras públicas para
estimular la economía. Estos atrevidos experimentos rompían
alentadoramente con la sabiduría convencional, pero no tenían
fundamentos analíticos. En ausencia de un diagnóstico teórico
sólido de la economía del desempleo, no había medio racional
disponible para distinguir las medidas salvadoras ele las panaceas
ofrecidas por chiflados y excéntricos.
214 La economía keynesiana

Gran parte del significado histórico de la Teoría general del


empleo, el interés y el dinero, de Keynes, proviene del hecho de
que ofreció una nueva visión del comportamiento, en términos
agregados, del sistema económico, y proporcionó una base teó­
rica para un programa de acción gubernamental que promoviera
el pleno empleo. Muchas de las medidas específicas prescritas
por Keynes habían sido recomendadas intuitivamente por otros.
Pero era necesario un nuevo esquema teórico antes de que estos
remedios pudieran ser defendidos de mañera convincente. Sin un
Keynes, el curso de la historia reciente habría sido completa­
mente diferente.
Capítulo 8
LA DOCTRINA ECONOMICA DE LA
T E O R I A G E N E R A L DE KEYNES

Sin discusión, el mayor avance en el pensamiento económico


del siglo xx está asociado con el nombre y la obra de John
Maynard Keynes. Sus contribuciones más importantes se produ­
jeron en los años de la Gran Depresión. Fue entonces cuando
formuló su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, obra
que rompía bruscamente con la tradición neoclásica ortodoxa. La
reorientación del enfoque de la política económica en las pasadas
tres décadas ha sido moldeada en gran medida por el análisis
económico keynesiano.

1. John Maynard Keynes (1883-1946)


A lo largo de la mayor parte de su vida, Keynes estuvo
asociado con el King’s College de Cambridge. Pero su carrera no
fue la de un universitario enclaustrado. Después de completar sus
estudios de licenciatura en 1905, entró a formar parte del Civil
Service y fue destinado al India Office. Sus primeras obras
publicadas sobre economía —que trataban de cuestiones moneta­
rias en la India— fueron un subproducto de esta experiencia.
Durante un breve período, antes de la primera guerra mundial,
215
216 L a economía keynesiana

volvió a Cambridge, comofellow del mismo King’s College, pero


poco después volvió a la función pública como consejero del
Ministerio de Hacienda. Con este título acompañó a la delegación
británica a la Conferencia de la Paz en París. Dimitió de su
puesto en junio de 1919, en protesta contra los términos del
acuerdo con Alemania, que consideró como vengativo, inmoral e
impracticable. Su atrevido ataque a la Conferencia en un libro
titulado The Economic Consequences o f the Peace, le convirtió
en figura internacional y al mismo tiempo en persona non grata
para los círculos oficiales británicos durante casi dos décadas.
Entre las dos guerras, Keynes dividió su tiempo entre el
estudio de la economía y la dirección de la revista de la Royal
Economic Society, la participación en los debates públicos sobre
las principales cuestiones de la época, y la administración de los
asuntos financieros de su Colegio en Cambridge. Sus primeras
obras teóricas se relacionaban con problemas monetarios y finan­
cieros. Su competencia en estas materias no se reducía, en modo
alguno, al análisis teórico. Tanto los recursos de su Colegio como
su fortuna personal aumentaron considerablemente debido a su
habilidad en el manejo de carteras de activos. Cuando escribió
sobre el significado de la actividad especulativa (como lo hizo en
la Teoría general) sabía de lo que hablaba.
En 1940, Keynes volvió a la función pública como Consejero
económico del Gobierno. Durante los peores tiempos, su princi­
pal preocupación fue la movilización de la economía británica
para apoyar el esfuerzo de guerra. En esta tarea, los instrumen­
tos de análisis de la renta nacional, que había forjado, demostra­
ron ser de valor inestimable. Más tarde, su atención se concentró
en la reconstrucción de la economía internacional en la posgue­
rra. El establecimiento de dos instituciones —el Fondo Moneta­
rio Internacional y el Banco Internacional para la Reconstrucción
y el Desarrollo— deben mucho a su inspiración y a su capacidad
persuasiva como negociador.
Aun el esbozo más abreviado de la vida de Keynes le haría
poca justicia si dejara de mencionar otra faceta de sus intereses.
Fue distinguido bibliófilo y mecenas artístico y luchó por que las
artes recibieran subvención adecuada y fueran accesibles a un
amplio público. Contribuyó a la creación del «Arts Council», el
organismo público que protege las artes en Gran Bretaña.
Como escritor, Keynes fue también un artista por derecho
propio. La calidad de su prosa, por sí sola, es suficiente para
asegurarle un lugar único en el panteón de los economistas. Esta
destreza le ha sido reconocida por un crítico de la competencia
8. La doctrina económica de la T e o r ía G e n e r a l de Keynes 217

de T. S. Eliot, quien escribió de él: «En un arte, ciertamente, no


tenía ninguna razón para rendirse a opiniones ajenas: en la prosa
expositiva tenía el estilo esencial de la mente clara que piensa
estructuralmente y respeta el significado de las palabras.»1 Esta
cualidad del hombre queda reflejada en un brindis que ofreció en
una ocasión a sus colegas economistas, a los que describió como
«los depositarios, no de la civilización, sino de la posibilidad de
civilización»12.

2. El problema analítico de la Teoría General


La obra principal de Keynes giraba en tomo a un problema
central: la determinación de los niveles de renta nacional y de
empleo en las economías industriales, y la causa de las fluctua­
ciones económicas. Las anteriores escuelas del pensamiento
económico habían concedido poca atención sistemática a este
problema. Los clásicos se habían preocupado demasiado por las
cuestiones de crecimiento económico a largo plazo como para
preocuparse directamente por la inestabilidad a corto plazo; en
cualquier caso —aparte de los años de la postguerra napoleóni­
ca— el tema no era de mayor importancia en aquella época.
Marx estaba más cerca de las preocupaciones keynesianas, pero
su obra quedó siempre oscurecida por el prejuicio de que la caída
del capitalismo era inevitable; desde su punto de vista, las
fluctuaciones generales eran el resultado de una enfermedad
incurable del sistema capitalista. Aunque algunos de los autores
neoclásicos hicieron referencia a las «fluctuaciones industriales»
y a la «inconstancia del empleo», se interesaban mucho más por
las fuerzas que influían en la producción de determinados merca­
dos que en las que gobernaban la producción de la economía en
su conjunto. Más aún, estaban persuadidos de que el pleno
empleo era la posición de equilibrio a largo plazo, hacia la cual
gravitaba naturalmente la economía, y su análisis se construyó
sobre esta premisa.
Incluso antes de que sus dudas acerca de las suposiciones
neoclásicas hubieran cristalizado, Keynes se sentía incómodo
1 Citado en John Maynard Keynes, 1883-1946: Fellow and Bursar (Memoria
preparada por encargo del Consejo del King’s College, Cambridge, 1949),
págs. 38-9.
2 R. F. Harrod, The Ufe o f John Maynard Keynes (MacMillan, Londres,
1951), pág. 194. [Hay traducción castellana: R. F. Harrod, La vida de John
Maynard Keynes. México, 1958.]
218 La economía keynesiana

ante esta actitud: «a largo plazo», observó, «todos muertos». Tal


como se plasmaba su pensamiento en la Teoría General, el
análisis económico debía ser reconstruido para llevar los proble­
mas agregativos a corto plazo al centro de la escena. Las cues­
tiones microeconómicas, en torno a las cuales se había organi­
zado la tradición neoclásica, fueron dadas de lado. Al mismo
tiempo, Keynes se tomó el trabajo de separar explícitamente su
posición de la idea marxista de que el capitalismo estaba senten­
ciado a muerte. Lo esencial del sistema, mantenía, podía ser
preservado si se hacían reformas a tiempo. Un capitalismo no
regulado, sin embargo, era incompatible con el mantenimiento
del pleno empleo y la estabilidad económica.
Keynes había recorrido una parte del camino hacia esta
conclusión a mediados de los años veinte, con el reconocimiento
de que el laissez-faire convencional era inadecuado para los
problemas cada día más complejos de las sociedades industriali­
zadas. Pero, todavía, su pensamiento se mantenía en el molde del
neoclasicismo marshalliano. La composición de la Teoría Gene­
ral al principio de los años treinta fue, según él, «una lucha para
escapar de ¡os modos habituales de pensamiento y expresión»3;
una lucha más difícil, añadía, porque «yo mismo mantuve con
convicción, durante muchos años, las teorías que ahora ataco»4.
Su educación profesional le había enseñado a respetar el valor
analítico de la teoría neoclásica, y le permitió conocer las causas
de su permanencia. Como elegante estructura lógica, tenía un
atractivo incuestionable. Sin embargo, el sistema neoclásico (que
en la Teoría General él designaba como «teoría clásica»), según
Keynes, representaba «el modo en el que nos gustaría que se
comportara nuestra economía. Pero suponer que lo hace real­
mente es suponer resueltas nuestras dificultades»5.
Keynes declaró la guerra al elemento agregativo de la tradi­
ción neoclásica, pero se ocupó menos de la microeconomía
neoclásica. Aparte de expresar reservas en tomo a sus postula­
dos sobre el grado de competencia y su importancia para la
estructura de mercado vigente, prescindió de este componente
del modelo neoclásico.

3 Keynes, General Theary, pág. 8. [Hay traducción castellana: Keynes, Teo­


ría general de la ocupación, el interés y el dinero. México, 1963.]
4 Ibid., págs. v-vi.
5 Ibid., pág. 34.
l i .I.» ii h uí económica de la Teoiúi General de Keynes 219

/ / .ihique a la Ley de Say y la interpretación


■/<7 dinero
keynes vio claramente que la base de la confianza ortodoxa
■a l.ts propiedades de autoajuste del sistema de mercado para
n ini nai a un equilibrio de pleno empleo era la versión neoclásica
•l<- l.i I ey de Say, e hizo de este elemento de la teoría el blanco
pimcipul de su crítica. En su formulación original, la Ley de Say
di iingiiía entre superproducción «general» y «parcial»; la pri-
iiii*i.i se suponía imposible, en tanto que la otra —aunque podía
IKni ni— no podía persistir en una economía en la que no hubiera
iiiui'Mit tipo de impedimentos significativos para la movilidad de
ln- icciiisos productivos.
I as i^interpretaciones subsiguientes de la Ley de Say (y,
p.iitK ularmente, la versión implícita en el pensamiento neoclá-
i. o de última hora) podían traducirse en la proposición de que
ii ola la renta sería gastada. En otras palabras, no había ningún
111 ni do filtraciones desde la corriente de la renta en forma de
.iii-Miramiento. En el razonamiento neoclásico estándar esta con-
■liiMini se suponía que era una verdad evidente por sí misma. No
■i- negaba, naturalmente, que un avaro ocasional pudiese estro-
|ii-.n la imagen. Pero este tipo de comportamiento podía descar­
an so como irracional y, probablemente, sería tan raro que podía
11-11111 ai se en la práctica. Después de todo, ¿qué persona cuerda
ai uiniilaría fondos estériles en un volumen sustancial, cuando
|.u slandolos podía aumentar su renta? El gasto de consumo era
. I iniiicipal objeto de la actividad económica. Los agentes eco­
nómicos racionales sólo podían ser inducidos a restringir su
11 insumo —es decir, ahorrar una parte de su renta— cuando les
tilu-i ic-ran por hacerlo una recompensa en forma de tipo de
lllll'l l'S.
I'oda la estructura del pensamiento neoclásico sobre el ahorro
s l.i inversión en términos agregados se había construido en torno
,i estos postulados. Se esperaba que la comunidad respondiera
|inMiivamente a más altas recompensas por ahorrar; un aumento
i ii el tipo de interés inflaría el volumen de los fondos prestables.
I o s prestatarios, por otro lado, ajustarían la cantidad de fondos
piestables por los que estuvieran dispuestos a pagar conforme
\miara el tipo de interés; a bajos tipos de interés, la cantidad de
loados prestables demandados aumentaría, y a tipos más altos se
i • ti ingiría. El tipo de interés era, de este modo, interpretado
i orno un sensible mecanismo de equilibrio entre el ahorro y la
inversión. A su vez, este equilibrio garantizaba que la parte de
220 La economía keynesiana

renta que no se gastaba en bienes de consumo se gastaría en


bienes de inversión6.
Esta línea argumental fue reforzada, posteriormente, por la
interpretación neoclásica corriente del papel del dinero. En esta
doctrina, la principal función del dinero era la de medio de
cambio. Se deseaba el dinero para poder demandar los bienes y
servicios que proporcionaba, mas per se era estéril y carente de
valor intrínseco. Esta opinión, desde luego, era coherente y
estaba íntimamente relacionada con la afirmación de que el
atesoramiento era irracional. El dinero era económicamente inte­
resante sólo en la medida en que se gastaba y circulaba a través
del sistema. Realmente, esta suposición subyacía bajo las di­
versas versiones de la teoría cuantitativa del dinero desarrolladas
por los economistas neoclásicos.
El ataque de Keynes a la tradición de la Ley de Say se
centraba en este análisis del dinero. Comenzó la tarea invirtiendo
la perspectiva desde la cual se consideraba el dinero. En tanto
que los autores neoclásicos miraban primero al dinero en movi­
miento —es decir, en el acto de gastarse—, Keynes prefirió el
dinero como activo. La primera cuestión a responder era: ¿cómo
y por qué razones la comunidad es inducida a mantener las
existencias o stock de dinero que existe en un momento dado?
Obviamente la comunidad requería unas existencias mínimas de
dinero para lubricar las ruedas del comercio y para proporcio­
narse una reserva contra las contingencias. Estos motivos para
mantener dinero eran enteramente compatibles con el pensa­
miento neoclásico. Pero Keynes insistió en que había también
otra razón para mantener dinero: el motivo especulativo. Este
concepto era esencial para el nuevo horizonte que exigían las
innovaciones analíticas de la Teoría General.
¿Por qué iba a desear alguien mantener dinero por encima de
la cantidad requerida por los motivos de transacción y precau­
ción, cuando así sacrificaba la renta que podía ganar como
prestamista? La réplica de Keynes estaba basada en la relación
inversa entre los tipos de interés y los valores-capital de los

6 Siguiendo el procedimiento neoclásico normal, la influencia de los Gobiernos


como unidades de gastos e ingresos no es tomada en cuenta, directamente, en los
ejemplos anteriores. Esta línea argumental no supone que no existieran los
Estados, sino más bien que los presupuestos equilibrados significaban que la
influencia del Gobierno sobre el gasto total era neutral, es decir, lo que se detrae
mediante impuestos es reemplazado por el gasto gubernamental. El análisis
posterior ha demostrado, sin embargo, que la supuesta neutralidad de los presu­
puestos equilibrados era menor.
H I . i l u i- l l i n a económica de la Teoría General de Keynes 221

,u ii\ ms financieros. Lo esencial de su pensamiento en este punto


| mii di- nansmitirse más fácilmente, si consideramos por un mo­
ni, mío la relación entre el rendimiento y el precio de mercado de
mi consolidado (un tipo de deuda pública familiar en Inglaterra
|u io no en Estados Unidos). Por ser deuda perpetua negociable,
i I vonsolidado es conveniente para los propósitos del ejemplo,
i>nn|iic permite establecer el principio general sin las complica-
kMines que se presentan cuando consideramos deudas públicas de
ililnentes vencimientos.
I'nra los propósitos de nuestro argumento, supongamos que la
deuda perpetua al 3 por 100 ha sido emitida a la par de su valor
de IDO libras; esto es, se le aseguran a su poseedor 3 libras
.•m íales. Supongamos, además, que, posteriormente, el tipo de
inicies de las emisiones de nueva deuda de características seme-
i,mies se eleva al 6 por 100. Si el poseedor de la deuda al 3 por
1 0 0 deseara vender, estaría expuesto a una considerable pérdida
■le a p ila l. A los tipos de interés ahora prevalecientes, quienes
d e se a ra n una renta anual de 3 libras podrían obtenerla invirtiendo
mi libras, y no estarían dispuestos a pagar más por la deuda
l>eipeina que originalmente valiera 100 libras. Las situaciones
le . ik s del mercado son, desde luego, menos claras a causa de la
v.u letlad de activos financieros de características ampliamente
dilcn-iites disponibles como alternativas de dinero. No obstante,
iil'sisliría una tendencia a que los tipos de interés y los valores
.apílales de los activos rentables se muevan en direcciones
o p u e stas. La elevación de los tipos de interés estará asociada con
p n d iilas de capital para los propietarios de las viejas emisiones,
mientras que la caída en los tipos de interés traerá consigo
p.malicias de capital. A la luz de esta relación, afirmó Keynes que
podría haber circunstancias en las que fuera prudente atesorar
pata cubrirse frente a los riesgos de pérdidas de capital. Real-
M i r n i e el motivo especulativo podía ser poderoso cuando el tipo

•le (Hieres fuera ya bajo (y el sacrificio de renta que implicara el


iu-mHamiento no fuera grande) y cuando se pensara que, en el
lutiiro, los tipos de interés probablemente subirían (exponiendo a
lo. propietarios de activos a pérdidas sustanciales de capital).
Si se tomaba en cuenta esta consideración, el dinero ya no
poilía ser interpretado exclusivamente como medio de cambio.
I levaba además a cabo una importante función como depósito de
valor. Esta visión quebraba la línea de razonamiento sobre la que
lialua descansado la Ley de Say. No podía ya descartarse el
atesoramiento, por supuesto, ni tratársele como una actividad
«nacional, Una vez que este eslabón de la cadena analítica
222 La economía keynesiana

neoclásica había sido roto, ya no podía mantenerse la confianza


en las propiedades autocorrectoras de la economía para retornar
a un nivel de equilibrio de pleno empleo. Por el contrario, una
economía con subempleo podía tender a estancarse a un nivel de
renta muy por debajo de sus potencialidades, si parte de su flujo
de renta se filtrara hacia la formación de saldos estériles.
En su desarrollo de esta visión del dinero, Keynes encontró
camaradas intelectuales entre los autores mercantilistas de los
siglos xvn y x v i i i . Llegó a afirmar que la tradición mercantilista
contenía atisbos más claros sobre la naturaleza del dinero que los
ofrecidos por las enseñanzas de las escuelas clásica y neoclásica.
Al decir esto, se asociaba con las doctrinas que habían sido
consideradas como una herejía durante más de siglo y medio.

4. La reinterpretación dei tipo de interés


El modelo keynesiano y el análisis agregativo del sistema
neoclásico manejaban las mismas variables: renta, ahorro, inver­
sión, dinero y tipo de interés. Estas piezas del aparato analítico,
sin embargo, ocupaban lugares bastante distintos en la escena.
Cambiar las relaciones entre cualesquiera de ellas significaba que
habían de encontrarse nuevas posiciones para todas.
Ya hemos visto que Keynes dio un giro diferente a una de las
variables: el dinero. Su visión del dinero, a su vez, descubrió una
nueva perspectiva sobre el tipo de interés. El describió el pro­
blema del siguiente modo: «El olvido de la relación entre el tipo
de interés y el atesoramiento puede ser parte de la explicación de
por qué el interés se ha considerado generalmente como la
recompensa por no gastar, mientras que, de hecho, es la recom­
pensa por no atesorar.»7
Pero ¿cómo se determinaba el tipo de interés? Según lo veía
Keynes, el tipo de interés estaba gobernado —no por la oferta y
demanda de fondos prestables (como habían mantenido los escri­
tores neoclásicos)— sino por la oferta y demanda de dinero. La
oferta de dinero (consistente en moneda y dinero legal emitidos
por los Gobiernos, y el dinero bancario mantenido en forma de
cuentas corrientes) podía, naturalmente, regularse por el Estado
y el Banco central. La demanda de dinero, por otra parte,
quedaba establecida por las preferencias de la comunidad. En un
momento dado, naturalmente, todo el dinero existente estaría en
1 Ibid., pág. 174.
i ;i doctrina económica de la Teoría General de Keynes 223

i" IrJ de alguien. Pero no se seguía, necesariamente, que aquel


que luviera el dinero deseara seguir teniéndolo. A la primera
nmidad podría preferir cambiar dinero por bienes o por
i» livos rentables. La explicación de cómo se alcanzaba un equi­
librio entre la oferta y demanda de dinero exigía previamente una
icspiiesta a la siguiente pregunta: ¿qué factores inducirán al
publico a mantener en sus manos las existencias de dinero
disponibles?
Al desarrollar una solución para este problema, Keynes cons-
niiyó sobre los cimientos de su interpretación revisionista de los
molivos para retener dinero. Sostuvo que la cantidad de dinero
que el público estaba dispuesto a poseer estaba determinada por
dos factores: el nivel de la renta nacional y el tipo de interés,
i H'viamente, la comunidad necesitaba una cierta cantidad de
dinero por el motivo de transacciones y de precaución y, proba­
blemente, esta cantidad variaría con el nivel de la actividad
económica. Con toda probabilidad, el aumento de la renta nacio­
nal incrementaría estos componentes de la demanda de dinero, y
la caída de aquélla los disminuiría. Pero el público podía también
demandar dinero por motivos especulativos. Los saldos manteni­
d o s de este modo constituirían el atesoramiento, y su dimensión,
probablemente, estaría influida ante todo por el tipo de interés y
las expectativas sobre la futura evolución de éste. Probablemen-
ic, a altos tipos de interés, la comunidad preferiría activos
(‘■atables a saldos estériles. A bajos tipos de interés, por el
contrario, podía preferir el atesoramiento como salvaguardia
líente a las posibles pérdidas de capital.
Un ejemplo nos puede ayudar a entender el argumento keyne-
siano de la mecánica de este proceso. Supongamos que las
autoridades monetarias aumentan la oferta de dinero (por ejem­
plo, comprando deuda pública en poder de los Bancos o del públi­
co , aumentando así los saldos monetarios mantenidos por sus an­
tiguos propietarios), ¿cómo se alcanzaría una nueva posición de
equilibrio? En ausencia de un cambio en la renta nacional, no
habría razón para esperar una variación en la cantidad de dinero
que el público deseara mantener por los motivos de transacciones
v de precaución. Presumiblemente, muchos de aquellos que
recibieron nuevos saldos monetarios, a cambio de deuda pública,
proferirían mantener activos rentables. Conforme los adquirieran,
sin embargo, subiría el precio de mercado de estos activos,
deprimiéndose simultáneamente el tipo de interés efectivo. La
bajada a lo largo de la curva de los tipos de inteiés reduciría el
coste de mantener liquidez. A su vez, este ajuste aumentaría el
224 La economía keynesiana

deseo de la comunidad de retener dinero. A través de este


proceso de interacción entre los tipos de interés y la oferta
monetaria, se establecería un nuevo equilibrio, en el cual sería
absorbida la mayor oferta de dinero en el sistema.
Esta interpretación de la determinación del tipo de interés
echaba completamente a pique la opinión neoclásica ortodoxa de
que los tipos de interés se establecían por la interacción de la
oferta y la demanda de fondos prestables. La doctrina keynesiana
afirmaba que el tipo de interés era, esencialmente, un fenómeno
monetario, y además, sin relación con los factores reales de
frugalidad y productividad del capital con los que los neoclásicos
lo habían relacionado. Esta posición implicaba además que no
podía ya invocarse al tipo de interés como el delicado mecanismo
para equilibrar los deseos de ahorrar con los deseos de invertir.
Estas funciones no jugaban parte alguna en la determinación
del tipo de interés mismo. El ahorro y la inversión podían res­
ponder a cambios en el tipo de interés, pero no eran sus deter­
minantes.
Además, este análisis implicaba que, en períodos de depre­
sión, las posibilidades de las autoridades monetarias de influir
sobre los tipos de interés serían muy escasas. El banco central
podía seguir aumentando la cantidad de dinero, pero si el incre­
mento, simplemente, alimentaba saldos estériles desplazando la
curva hacia la derecha, no se seguiría de él ninguna reducción
adicional en los tipos de interés. El sistema económico se encon­
traría a sí mismo en lo que Keynes describió como una «trampa
de la liquidez». Esta situación podría surgir por razones institu­
cionales absolutamente independientes de las intenciones de las
partes directamente implicadas. Los bancos, por ejemplo, no
tienen como función mantener saldos estériles; por el contrario,
desean aumentar sus ingresos prestando a interés. Sin embargo,
en las circunstancias de una profunda depresión, sus posibilida­
des de prestar se ven recortadas porque el número de prestata­
rios elegibles se reduce gravemente. Involuntariamente los ban­
cos pueden encontrarse así manteniendo saldos estériles en can­
tidades sustanciales por encima de sus reservas. Aunque es
posible que los banqueros adquieran activos rentables con sus
reservas estériles (tales como deuda pública), esto puede no
serles deseable, si consideran los precios de los activos de renta
fija ya altos y los tipos de interés bajos. Igual que el público
en general, las instituciones financieras pueden preferir prote­
gerse frente a pérdidas de capital atesorado por motivos especula­
tivos.
X I .i .loetrina económica de la Teoría General de Keynes 225

' /./ análisis keynesiano del consumo y del ahorro

( orí su teoría monetaria del interés, Keynes desató las ama­


nas neoclásicas del ahorro y la inversión. Consiguientemente,
i-siaba obligado a ofrecer nuevas conexiones para explicar la
determinación de esas dos variables. Sólo después de que esta
maniobra se hubiera ejecutado satisfactoriamente, se encontraría
pieparado para presentar una teoría alternativa de la determina-
non de la renta nacional.
En el pensamiento neoclásico, el tipo de interés había sido
nmsiderado como la variable reguladora del volumen de ahorro.
Ivsio no quiere decir que los autores neoclásicos despreciaran
totalmente la influencia sobre el ahorro de los cambios en la renta
nacional. Pero se prestaba poca atención a esta relación y, dentro
de la estructura de su pensamiento, estaba justificado. Después
de todo, se consideraba la renta nacional como una variable más
bien estable que fluctuaba, sólo ligera y transitoriamente, en
torno a su nivel de pleno empleo. Apoyados en este supuesto,
parecía más pertinente concentrar la atención sobre el tipo de
interés. Una vez que Keynes hubo demostrado que el equilibrio
de pleno empleo no era cosa garantizada —realmente, quizás era
la menos probable de una serie de posibilidades—, se invirtió el
énfasis asignado a la renta y al tipo de interés en la interpretación
ile las decisiones de ahorrar. El nivel de renta se convertía en el
principal determinante, mientras que al tipo de interés se le
asignaba un papel secundario.
La decisión de Keynes de relacionar más estrechamente la
teoría del ahorro al nivel de renta, no sólo era aconsejable por
esta razón analítica. Afirmó, también, que esta interpretación
ofrecía una descripción más realista del comportamiento de los
ahorradores que la explicación neoclásica. Poca gente, sostuvo,
era demasiado sensible a los cambios en los tipos de interés en
sus decisiones de ahorrar. «El interés hoy —afirmó— no recom­
pensa ningún sacrificio genuino más de lo que lo hace la renta de
la tierra.»8 Desde su punto de vista, la gente deseaba ante todo
un nivel aceptable de consumo, y decidía ahorrar sólo cuando su
renta era más que suficiente para cubrir sus necesidades de
consumo. El ahorro era, así, un residuo cuya cantidad variaba
con los cambios en el nivel de la renta. Poca gente, probablemen­
te, estaría influida por los cambios en el tipo de interés al decidir
la distribución de su renta entre consumo y ahorro.
Ihid.. pág. 376.
226 La economía keynesiana

De esta parte del argumento de Keynes se derivaba un


importante corolario. No sólo era el nivel de renta la más
poderosa influencia sobre el volumen de ahorro, sino que era
probable que el ahorro aumentara absoluta y relativamente,
conforme creciera la renta. El gasto para consumo, aunque
subiría en términos absolutos, sería una parte cada vez menor de
la renta total. Este corolario tenía consecuencias importantes
para los esfuerzos de una sociedad rica por alcanzar y mantener
el pleno empleo. Indicaba que sería necesario un volumen cre­
ciente de gastos de inversión para llegar al equilibrio entre ésta y
el ahorro, al nivel de actividad de pleno empleo. Como lo vio
Keynes:
... Cuanto más rica sea la comunidad, más amplia tenderá a serla brecha entre
sus producciones real y potencial y, consiguientemente, más obvios y escandalo­
sos los defectos del sistema económico. Una comunidad pobre estará dispuesta a
consumir la mayor parte del total de su producción, de tal modo que será
necesario un volumen muy modesto de inversión para alcanzar el pleno empleo;
mientras que una comunidad rica tendrá que descubrir muchas más amplias
oportunidades de inversión para que las propensiones a ahorrar de sus miembros
más ricos sean compatibles con el empleo de sus miembros más pobres9.

6. La determinación de la inversión
En la tradición neoclásica, como hemos visto, las decisiones
de ahorrar y de invertir se consideraban determinadas por la
misma influencia: el tipo de interés. Podía argüirse así que el
sistema económico, por su naturaleza, tendería a producir un
equilibrio automático entre ahorro e inversión; Keynes rompió la
simetría de este argumento cortando el vínculo entre el ahorro y
el tipo de interés. Las decisiones de ahorrar e invertir, sostenía,
eran en gran medida independientes la una de la otra y, a
menudo, se tomaban por diferentes grupos de personas y por
razones distintas.
Si el tipo de interés desaparecía casi completamente de la
función de ahorro, todavía tenía un lugar importante en el análisis
de la inversión. Sobre este punto, Keynes aceptó gran parte del
enfoque neoclásico. Partía de que el volumen de inversión pri­
vada estaría gobernado fundamentalmente por dos consideracio­
nes: el coste de financiación y la tasa esperada de rendimiento. Si
los rendimientos netos esperados excedieran del coste de capital

¡bid., pág. 31.


* I i tlucirina económica d e la Teoría General d e Keynes 227

ii . decir, del tipo de interés) entonces merecerían la pena las


nivci siones; por el contrario, si el tipo de interés excediera de
In-. lasas esperadas de rendimientos, no se llevarían a cabo las
inversiones en instalaciones, equipo y existencias.
l iste elemento de continuidad entre los sistemas neoclásico y
Iwnesiano no debería ocultar, sin embargo, una importante
dilci encia en las interpretaciones alternativas de la tasa esperada
«le rendimiento sobre la inversión (la eficacia marginal del capital,
ru lerminología de Keynes). A primera vista, podría parecer que
Keynes utilizaba un concepto estrechamente relacionado con la
noción neoclásica de la productividad marginal del capital. En
paile, esto es verdad; conforme crecieran las existencias de
i.ipilal (permaneciendo lo demás igual) esperaba que los rendi­
mientos de las unidades adicionales tenderían a disminuir. Pero
m i concepto abarcaba también otra cuestión de relevancia para el
análisis de las decisiones de inversión: las expectativas de los
empresarios. Keynes insistió en que «la confusión más impor­
tante en relación con el sentido e importancia de la eficacia
marginal del capital, se ha derivado de no darse cuenta de que
depende del rendimiento esperado del capital y no meramente del
i ludimiento corriente»10.
A lo largo de su obra, Keynes dio mucho más peso a la
influencia de los factores psicológicos sobre el proceso econó­
mico que el que le habían dado sus predecesores neoclásicos. Del
mismo modo que las expectativas eran esenciales en su discusión
do la preferencia por la liquidez, estaban también en el centro de
sn análisis de la inversión. Sobre esta base, Keynes podía afirmar
que podían no llevarse a cabo inversiones, aun cuando los
cálculos convencionales de rendimientos las clasificaran como
ientables. Esto podía ocurrir si las expectativas de los empresa-
i ios eran pesimistas. En estas condiciones, el temor a pérdidas de
capital podía desaconsejar inversiones que, sobre el papel, pare­
cían atractivas.
Se recordará que los autores neoclásicos hablaban de olas de
optimismo y pesimismo, dentro de la comunidad empresarial, en
sus discusiones de las fluctuaciones cíclicas. Estas perturbacio­
nes, desde luego, se suponían siempre confinadas dentro de
estrechos límites. No se habían experimentado casos extremos y
crónicos de desempleo, y no había demasiadas razones para dar
mayor importancia a las consideraciones psicológicas. Keynes
veía las cosas de modo absolutamente diferente. Una vez que
Ibid., pág. 141.
228 La economía keynesiana

hubo establecido que el nivel de renta de equilibrio se hallaba


sujeto a amplias fluctuaciones, le era posible afirmar que el
temperamento de los empresarios eran tan volátil como alta­
mente importante para el comportamiento de la economía. Real­
mente, la eficacia marginal del capital era una cuestión de expec­
tativas, en tal grado que el cambiante humor de la comunidad
empresarial podría contrarrestar la influencia del tipo de interés
sobre la inversión.
Este fenómeno ilustraba uno de los problemas fundamentales
de política económica del análisis keynesiano. Era probable que
niveles de renta altos dieran lugar a volúmenes sustanciales de
ahorro. Si había de alcanzarse el pleno empleo, sería necesario
un gasto en inversión suficiente para equilibrar el nivel de ahorro
de pleno empleo. Había, sin embargo, pocas razones para confiar
en que el gasto de inversión necesario para el pleno empleo se
realizara por la iniciativa privada. Conforme se acumulara capital
era de esperar que la tasa de rendimiento marginal declinara, a
menos que el progreso tecnológico fuera suficientemente pode­
roso para contrapesar esta tendencia. Además no era prudente
suponer que pudieran inducirse aumentos sustanciales en la
inversión a través de medidas monetarias destinadas a rebajar los
costes de financiación. En una depresión las expectativas a la
baja de los empresarios podrían neutralizar los efectos de las
reducciones en el tipo de interés. Con todo, era deseable una
política monetaria activa que empujara a la baja a los tipos de
interés, pero era importante ser consciente de las limitaciones de
este procedimiento. Si se estuviera próximo a la situación de la
trampa de la liquidez, las medidas monetarias serían incapaces de
reducir los tipos de interés.
En resumen, las técnicas convencionales de política econó­
mica eran insuficientes para remediar la insuficiencia de la de­
manda agregada. Si había de restaurarse la prosperidad, era
necesario un papel más activo del gasto núblico. Keynes sostuvo
que...

Mientras la ampliación de las funciones del Gobierno, responsabilizado en la


tarea de ajustar la propensión al consumo con el aliciente a invertir, parecería a
un publicista del siglo X!X o a un financiero contemporáneo norteamericano una
espantosa limitación al individualismo, yo la defiendo, por el contrario, porque es
el único medio practicable para evitar la destrucción, en su totalidad, de las
formas económicas existentes y porque es la condición para el buen funciona­
miento de la iniciativa individual.
Porque si la demanda efectiva es deficiente, no sólo se hace intolerable el
público y escandaloso despilfarro de recursos, sino que el empresario individual,
i i doctrina económica de la Teoría General de Keynes 229

>|ii> imicura poner estos recursos en acción, opera en lucha desigual contra todas
l,i. lun/.as contrarias11.

f El análisis keynesiano y la determinación del


equilibrio agregado

Aunque fundamentalmente diferentes en muchos aspectos


importantes, Keynes y los autores neoclásicos estuvieron de
ni nado en su definición del equilibrio en términos agregados. En
umitas tradiciones, la condición necesaria era la igualdad entre el
iiluuro y la inversión planeados. Los economistas neoclásicos
mmiluvieron que se alcanzaba este equilibrio a través de reajus-
K’>., supuestamente sensibles, del tipo de interés. Habiendo cor­
lado la conexión directa entre el ahorro y el tipo de interés,
Keynes estaba obligado a ofrecer una explicación alternativa del
mecanismo de la determinación del equilibrio.
Expuesta en su forma más simple, la solución alternativa de
Keynes relacionaba el mecanismo de ajuste con las variaciones
en el nivel de renta. Los autores neoclásicos, desde luego, habían
despreciado, en gran medida, esta relación dentro de la estruc-
ini a de su pensamiento bajo el supuesto de que la renta nacional
estalla sujeta a fluctuaciones sólo dentro de límites bastante
estrechos. Para Keynes, por el contrario, era posible una amplia
guiña de posiciones de renta de equilibrio. La cuestión pertinente
cía: ¿A qué nivel se establecería el equilibrio de la renta na-
i nmal?
Id desarrollo keynesiano de este problema se basó sobre el
i imccpto del multiplicador, formulado primeramente por su co­
lega de Cambridge, R. F. Kahn. Un simple ejemplo puede explicar
lo esencial de este ingenioso argumento. Supóngase que un
i'i|iiilibrio inicial entre el ahorro y la inversión planeados es
pt'iiurbado por la decisión de los inversores de gastar más en
bu-iies de equipo. ¿Qué reajustes se seguirían? Claramente, un
.imncnto en el gasto para inversión aumentaría la renta total.
Poro para alcanzar un nuevo equilibrio sería necesario que el
iilmiro subiera tanto como había aumentado la inversión. Esta
i umlición podía verse satisfecha cuando la renta hubiera crecido
lu bastante para dar lugar al incremento necesario del ahorro.
iiánto tendría que crecer la renta para que se restaurara el
equilibrio? El concepto del multiplicador permitía dar una res­
puesta teóricamente precisa. Si, por ejemplo, la comunidad aho-
" ¡hid., págs. 380-81.
230 La economia keynesiana

rraba un tercio de los aumentos de su renta y consumía los otros


dos tercios, la renta total aumentaría tres veces lo que hubiera
crecido el gasto en inversión. En otras palabras, los cambios en
la inversión tenían un efecto multiplicador sobre la renta.
La mecánica de este proceso puede también explicarse en
términos más corrientes. Un aumento en el gasto de inversión
dará lugar a una mayor demanda total y exigirá más trabajadores
y materias primas en las industrias de bienes de capital. Es
probable que una parte sustancial de los ingresos adicionales
percibidos por los trabajadores y vendedores de materias primas
sea gastada. De este modo es probable que se sucedan nuevos
gastos. Así el estímulo del aumento en la inversión irradia a
través de toda la economía, elevando la renta y el empleo.
La magnitud y el ritmo del aumento en la renta nacional
iniciado por un alza en el gasto para inversión quedarían afecta­
dos, desde luego, por varios factores, entre ellos el desfase entre
la percepción de la renta y su gasto. Obviamente sería necesario
un período de tiempo considerable para que se desarrollara
totalmente el proceso de expansión. El ritmo y la magnitud del
aumento de la renta podía también amortiguarse por las filtracio­
nes de la corriente de gasto. Parte del gasto adicional, por
ejemplo, podría dirigirse a bienes importados en vez de a bienes
nacionales. En la medida en que eso ocurriera, se debilitaría el
estímulo sobre el empleo y la renta interiores. Aun cuando el
multiplicador no opera en la práctica de modo tan claro como
aparece en la teoría, destaca relaciones que son vitales para la
comprensión de las fluctuaciones económicas.
Keynes utilizó el concepto del multiplicador para explicar
cómo se determinaba el nivel de renta y subrayar la crucial
importancia de los gastos en inversión para salir de una depre­
sión. El mismo argumento analítico, sin embargo, puede apli­
carse a una economía con pleno empleo. En tales circunstancias,
un aumento en la inversión tendría efectos multiplicadores, pero
sólo sobre la renta monetaria. Subirían los precios, pero la
producción real no podría aumentarse para equilibrar el aumento
de la demanda12.

12 La discusión anterior se ha enfocado sobre la inversión como variable


fundamental en el proceso multiplicador. Keynes cargó el peso de su análisis
sobre este aspecto del problema. El efecto multiplicador sobre la renta puede
producirse por cambios en la propensión al ahorro de la comunidad, mientras los
planes de inversión se mantienen constantes; en este caso, el análisis del retorno
a un nuevo nivel de renta de equilibrio es directamente análogo al descrito en el
texto.
*> I .i d o c t r i n a e c o n ó m i c a d e l a T e o r ía G e n e r a l d e K e y n e s 231

1.a posterior literatura teórica ha integrado el esquema del


imilliplicador keynesiano con un concepto conocido como «prin-
■i|iin de la aceleración». En tanto que el multiplicador se reitere a
l.i conexión entre los cambios en la inversión y los consiguientes
Kasios de consumo, el principio de aceleración se reitere a la
niaiicra en que los aumentos en la renta y el consumo pueden, a
m i vez, estimular la inversión y dar lugar a la expansión de la
u'nla en períodos posteriores. Esta línea de análisis es perfecta­
mente compatible con el argumento de la Teoría General, aunque
Keynes no la utilizó. J. B. Clark, ya en 1916, había estudiado la
estructura básica del mecanismo del acelerador. Keynes quizá
pueda ser excusado por no haber empleado esta ¡dea en los años
Mi, pues su interés se centraba entonces en los problemas de una
economía deprimida. En tales circunstancias y hasta que la renta
hubiese subido lo suficiente para eliminar la capacidad industrial
inactiva, era improbable que el acelerador ejerciera un impacto
poderoso. En la medida en que existe un exceso de capacidad, el
1 1 (-cimiento de la demanda generada por la renta creciente puede
.(•i satisfecho sin inversión adicional para aumentar la capacidad
pioductiva.
Id análisis de Keynes de la determinación del equilibrio en
iri minos agregados abría una perspectiva completamente nueva
pai a la investigación y el análisis. Desde el primer momento la
■«■fita era reconocida como una variable esencial que, además,
oslaba sujeta a grandes fluctuaciones. La importancia asignada a
los cambios en la renta nacional en el sistema teórico keynesiano
daba una orientación bastante diferente a una cantidad de ele­
mentos analíticos conocidos. El tratamiento del tipo de interés en
el modelo keynesiano proporciona un ejemplo significativo. Key-
nrs negó que tuviera mucha influencia sobre las decisiones de
ahorrar y consumir, pero no se seguía de esta conclusión que el
tipo de interés no tuviera ninguna conexión con el ahorro.
Sostenía que...
I.i influencia de cambios moderados en e 1tipo de interés sobre la propensión al
' .. iim iiiioes, generalmente, pequeña. No significa esto que los cambios en el tipo
ili o itor¿s tengan sólo una pequeña influencia sobre las cantidades realmente
.iliniindas y consumidas. Muy al contrario, la influencia de los cambios en el tipo
Ir interés sobre la cantidad realmente ahorrada es de esencial importancia, pero
i m In dirección opuesta a la que normalmente se supone. Porque aun en el caso
*|irt- la atracción de obtener una mayor renta futura a partir de un tipo más alto
■I. niirrcs tenga el efecto de disminuir la propensión al consumo, podemos estar
rmos de que una subida del tipo de interés tendrá el efecto de reducir la
. mi i•I;iü realmente ahorrada13.
" I b id ., p á g . 110.
232 L a e c o n o m ía k e y n e s ia n a

Se puede llegar a la solución de esta aparente paradoja


cuando uno considera la naturaleza del argumento keynesiano de
la determinación del equilibrio en términos agregados. En la
inversión puede influirse con cambios en los tipos de interés. Así,
si una caída en los tipos de interés estimulara la actividad, la
renta nacional crecería por la víadel proceso multiplicador. Unos
niveles más altos de renta darían lugar, a su vez, a un mayor
volumen de ahorro. Este resultado se seguiría del establecimiento
de un nuevo equilibrio a niveles más altos de inversión y renta.
Se conservaba, de este modo, una conexión entre los tipos de
interés y el ahorro, pero de una manera muy distinta a la que
pensaban los economistas neoclásicos. En la formulación keyne­
siana, la relación causal era indirecta, yendo desde los tipos de
interés a la inversión, desde la inversión a la renta agregada y de
la renta agregada al ahorro.

8. La teoría keynesiana del empleo


En lo que se ha discutido hasta ahora se ha dicho mucho
sobre la determinación de la renta nacional, pero nada directa­
mente sobre el nivel de empleo. Como su título indica, la Teoría
General fue, en primera instancia, un intento de análisis del
empleo. Claramente, las variaciones en el nivel de actividad
económica tienen un impacto principal sobre el empleo y el
desempleo. Pero Keynes era plenamente consciente de que las
relaciones entre la renta nacional y la demanda agregada de mano
de obra eran difíciles de establecer de un modo preciso. En su
busca de una vía de ataque a este problema, introdujo el con­
cepto de unidad de salario.
Como instrumento analítico, la unidad de salario keynesiana
tenía mucho en común con los esfuerzos realizados por aquellos
economistas clásicos que intentaron medir el valor de los bienes
en términos de trabajo. Se vieron obligados a explicar cómo
grados y calidades diversas de trabajo podían ser reducidos a un
común denominador. Normalmente, consideraron una hora de
trabajo no especializado como la unidad básica. El mismo tiempo
de empleo cuando se trate de trabajadores mejor pagados podía
expresarse como un múltiplo de la unidad patrón. En la mayor
parte de las explicaciones clásicas, sin embargo, esta técnica no
estaba libre de contradicciones internas.
Keynes adoptó un procedimiento similar con el fín de relacio­
nar el volumen de empleo con la renta nacional. La diferencia-
k. L a d o c t r i n a e c o n ó m i c a d e l a T e o r ía G e n e r a l d e K e y n e s 233

ción dentro de la fuerza de trabajo podría realizarse asignando


más altas ponderaciones al tiempo de trabajo de aquellas perso­
nas cuya especialización fuera más altamente remunerada14.
Keynes pisaba en este intento un terreno lógico, más seguro que
el de los economistas clásicos. Estos últimos no podían encontrar
una base para ponderar la especialización sin apelar a las valora­
ciones asignadas por el mercado. Esto introducía consideraciones
de oferta y demanda dentro de un argumento que suponía que
estaba basado exclusivamente sobre los inputs físicos. Keynes,
que no tenía ningún interés en buscar un criterio de valor
independiente del del mercado, no se preocupó por esta compli­
cación.
Este procedimiento, aunque lógicamente correcto, no era el
ideal. Se ha encontrado que la relación empírica entre los cam­
bios en la renta y los cambios en el empleo está lejos de ser
sencilla. La relación se viene abajo, de modo más evidente,
cuando medimos el empleo (como se hace normalmente en las
discusiones corrientes, así como en las estadísticas oñciales) en
términos del número de personas colocadas. El empleo, medido
en las unidades de salario keynesianas, puede relacionarse con
mayor seguridad con los cambios en la renta. Sin embargo, desde
el punto de vista práctico, esta técnica de medida —en términos
del número de horas estándar de la mano de obra ocupada—
resulta complicada. Ninguna de las estadísticas de empleo reco­
gidas en la actualidad se prestan al tipo de medida en unidades de
salario sin ajustes enormemente costosos.

9. Las implicaciones del análisis keynesiano para la política


económica

La obra de Keynes era un claro ataque a los principales


cimientos sobre los que se sostenía la confianza en los instrumen­
tos habituales de política económica. La principal arma política
del arsenal ortodoxo —los controles monetarios— podía ser
ahora considerada como demasiado tosca para ser plenamente

14 «... en la medida en que diferentes grados y clases de mano de obra y de


asistencia asalariada disfrutan de una remuneración relativa más o menos fija, la
cantidad de empleo puede definirse suficientemente, para nuestro propósito,
tomando el empleo de una hora de trabqjo ordinario como nuestra unidad y
ponderando una hora de trabqjo especializado en proporción a su remuneración;
es decir, una hora de trabajo especializado, remunerado al doble de la tasa
ordinaria, contará como dos unidades» (Ibid., pág. 41).
234 La economía keynesiana

efectiva. Como había demostrado la argumentación de la Teoría


General, la capacidad de las autoridades monetarias de influir
sobre el tipo de interés (y afectar, consiguientemente, al gasto
para inversión) era limitada. Desde luego, se enfrentaba con
mayores obstáculos durante los períodos depresivos. Cuando
aparecía la trampa de la liquidez, no podía reducirse más el tipo
de interés. Aunque las autoridades monetarias pudieran aumentar
la oferta de dinero, eran incapaces de controlar su demanda.
No era éste, sin embargo, el único punto por el que se atacaba
la confianza en la política monetaria. No menos importante era el
argumento keynesiano según el cual era probable que las expec­
tativas, altamente volátiles, de los empresarios tuvieran una
influencia poderosa sobre las decisiones de inversión. Realmen­
te, aun cuando deseables como estímulos a la inversión, las
reducciones del tipo de interés podían verse más que compensa­
das por el pesimismo creciente dentro de la comunidad empre­
sarial .
Para obtener 1a estabilidad económica y el pleno empleo era
imperativo asignar un papel mucho más activo a la política fiscal.
En contraste con el punto de vista ortodoxo, que mantenía que el
Estado debería actuar con presupuesto equilibrado, Keynes pro­
puso el uso deliberado del déficit presupuestario para aumentar la
demanda efectiva. Reconocía, sin embargo, que el gasto público
financiado mediante endeudamiento tendría efectos favorables
sobre la demanda total sólo en la medida en que produjera un
aumento neto en el gasto total. Si los proyectos propulsados por
el Gobierno desplazaban simplemente los que de otro modo
hubieran sido emprendidos por el sector privado, no se daría el
crecimiento deseado en el gasto total. Fue también consciente de
la resistencia política que probablemente habrían de encontrar
sus recomendaciones. Algunas medidas no convencionales po­
dían llegar a ser más aceptables, aunque menos beneficiosas para
la sociedad que otras; en estas consideraciones puso de ma­
nifiesto la faceta humorística de su estilo:

Si H acienda llenara botellas viejas con billetes de banco, las en terrara a


conveniente profundidad en minas de carbón abandonadas, que luego se llenarían
de basuras de la ciudad, y dejara a la iniciativa privada de conform idad con los
bien experim entados principios del laissez-faire, el cuidado de d esen terrar nue­
vam ente los billetes (obteniéndose desde luego el d erech o de hacerlo en pública
su b asta de las concesiones del suelo billetífero) desaparecería el desem pleo, y,
con ayuda d e las repercusiones, la renta real de la com unidad, así com o su
riqueza capital, se harían, probablem ente, m ucho m ayores de lo que son en la
actualidad. Claro está que sería m ás sensato construir hogares o cosas por el
H La doctrina económica de la Teoría General de Keynes 235

r .tilo, pero si existen dificultades políticas y prácticas para realizarlo, el procedi­


miento anterior sería m ejor que no hacer n a d a 15.

Keynes hizo necesario un replanteamiento de los instrumen-


los de política económica, así como la revisión de las recetas de
política económica asociadas con el análisis neoclásico. No sólo
previno contra toda confianza excesiva en los controles moneta­
rios, sino que también atacó vigorosamente la opinión de que se
podía remediar el desempleo combatiendo la inflexibilidad de los
salarios. Consideró los sindicatos como agentes de negociación
legítimos y su papel en la determinación de los salarios como un
hecho institucional establecido. Sostuvo, sin embargo, que, inde­
pendientemente de la existencia de estas organizaciones, la re­
ducción de salarios no ofrecía ninguna posibilidad de remediar el
desempleo. Tal táctica agravaría probablemente más el proble­
ma, al recortar la demanda efectiva.
Los resultados de un programa de reducción de salarios se­
rían, naturalmente, mejores si no disminuyeran los salarios rea­
les, esto es, si los precios de los bienes producidos cayeran
lanto como los salarios monetarios. Pero esto era dudoso, a la
vista del sustancial poder de mercado que ejercían muchos em­
presarios y su renuencia a reducir los precios cuando caía la
demanda. Pero, aun cuando el sistema económico se aproximara
a la competencia perfecta más de lo que realmente lo hacía, las
reducciones de precios podían tener, sin embargo, consecuencias
desafortunadas. Probablemente las caídas de precios tendrían
efectos depresivos sobre las expectativas y aumentarían la carga
real del endeudamiento no amortizado. De este modo podía
desalentarse la inversión necesaria para restablecer el pleno
empleo.

10. Las repercusiones más amplias de la doctrina keynesiana

El mensaje de la Teoría General era una clara crítica de un


Inissez-faire incontrolado. Como se recordará, la mayor parte de
los neoclásicos mostraron reservas sobre si el mercado libre de
control podía dar siempre resultados socialmente deseables.
Normalmente, sin embargo, sus preocupaciones nacían de las
consecuencias del crecimiento de las grandes empresas, pues no
podía esperarse que se pudieran aplicar a estas situaciones las

Ibid.. pág. 129.


236 L a e c o n o m ía k e y n e sia n a

normas aceptadas de comportamiento competitivo, con lo que en


esos casos sería defendible la intervención o la propiedad
públicas.
La crítica keynesiana del laissez-faire se basaba en fundamen­
tos totalmente diferentes. El peso de su argumento recaía sobre
la demostración de que un sistema de mercado no intervenido es
probable que fuera crónicamente inestable e incapaz de asegu­
rar la plena utilización de los recursos productivos. Su análisis no
sólo demostraba la necesidad de una intervención activa en la
economía por parte del Estado, sino que proclamaba, al mismo
tiempo, que la frugalidad no era necesariamente una virtud
social; de hecho, cuando los recursos productivos estaban sub­
empleados, era un vicio social. Para un público educado en la
ética puritana, este punto de vista no era fácil de asimilar.
No es extraño que estas consideraciones, tan poco conven­
cionales, fueran mal entendidas cuando se expusieron por pri­
mera vez. Algunos críticos consideraron las doctrinas de Keynes
como peligrosamente radicales y como una amenaza a la perpe­
tuación del orden capitalista. Un juicio ponderado del contenido
del pensamiento keynesiano sugiere, sin embargo, la conclusión
opuesta. Aunque la Teoría General era revolucionaria en su
enfoque del análisis económico, las recomendaciones de política
económica que se derivaban de ella estaban sugeridas, en gran
medida, por consideraciones conservadoras. Keynes creía que
podían mantenerse los rasgos esenciales del sistema capitalista,
pero sólo podían salvaguardarse sus virtudes si se eliminaba,
mediante reformas apropiadas, la inquietud social generada por el
desempleo masivo. Había demostrado que el laissez-faire no era
un sistema para tiempo tormentoso. Cuando las condiciones eran
favorables, se mostraba capaz de resultados productivos nota­
bles, pero era al mismo tiempo inherentemente inestable. El
Gobierno tenia la responsabilidad fundamental de regular la co­
yuntura económica de modo que permitiera al sistema de mer­
cado realizar plenamente sus potencialidades.
La enseñanza keynesiana ha sido, en gran medida, absorbida
dentro del pensamiento económico y en la política económica de
la mayor parte de los países occidentales. De hecho, la adopción
de un enfoque keynesiano por los Gobiernos de Occidente no ha
sido el factor menos importante entre los que han contribuido al
alto grado de estabilidad mostrado por sus economías en los años
que han seguido a la Segunda Guerra Mundial.
M 1 .a d o c t r i n a e c o n ó m i c a d e la T e o r ía G e n e r a l d e K e y n e s 237

A cotaciones a la econom ía keynesiana

La renovadora obra de Keynes se centró principalmente en la


determinación de la renta nacional, sobre todo en circunstancias
tic profunda depresión. Esta preocupación ha llevado a algunos
comentaristas a poner en tela de juicio la propiedad del título
Teoría General y a afirmar que el análisis keynesiano es, en
realidad, el de un caso especial. Keynes mismo dio base para
esta interpretación al escribir en las páginas finales de su libro:
Nuestra crítica de la teoría clásica aceptada ha consistido, no tanto en
encontrar fallos lógicos en su análisis como en poner de manifiesto que rara vez o
nunca se satisfacen sus supuestos tácitos, resultando que no puede resolver los
luoblemas económicos del mundo real. Pero si nuestros controles centrales
consiguieran establecer un volumen agregado de producción que se aproxime
lanío como sea posible al de pleno empleo, la teoría clásica queda, a partir de
aquí, restablecida *.

Por una vez, Keynes fue modesto. En un sentido formal es


cierto que las circunstancias de pleno empleo restablecen los
postulados del análisis neoclásico y disuelven el rasgo único del
modelo keynesiano, a saber: la posibilidad de una trampa de la
liquidez basada en el atesoramiento. No obstante, no puede
describirse adecuadamente el análisis keynesiano como si fuera
unicamente la economía del desempleo. Los problemas de un
sistema con pleno empleo también se pueden analizar instructi­
vamente con los instrumentos macroeconómicos que él forjó.
En sus escritos posteriores a la Teoría General, Keynes
señaló las direcciones en que podían adaptarse sus conceptos
agregativos a otras situaciones. Durante los años de guerra los
aplicó a los problemas del control de una economía con pleno
empleo. De manera similar estimuló una revisión esencial de la
icorta del comercio internacional: desde un punto de vista keyne­
siano, la forma más útil de describir el proceso de ajuste de la
balanza de pagos era por los cambios en la renta agregada
asociados con los superávits o déficits de la misma. En cambio,
los economistas neoclásicos habían destacado los movimientos
de oro y los cambios inducidos en la oferta monetaria y en los
precios como mecanismo de reajuste.
En al menos dos aspectos, sin embargo, hay motivos para
decir que la estructura analítica de la Teoría General es más
parcial que general. En primer lugar, el alcance de esta obra

* Keynes, General theory, pág. 378.


238 L a e c o n o m ía k e y n e sia n a

quedaba deliberadamente restringido a un lapso de tiempo de seis


a nueve meses. Por esta razón era apropiado para los propósitos
de Keynes considerar sólo un aspecto del gasto para inversión
—es decir, sus propiedades generadoras de renta a través del
proceso multiplicador— e ignorar los efectos a largo plazo de los
gastos de inversión sobre las existencias de activos productivos
de la economía. En segundo lugar, es justo considerar la Teoría
General en cuanto sistema analítico, como menos comprehensiva
que los otros grandes modelos, por su olvido del análisis microe-
conómico. Aunque Keynes rompió la simetría neoclásica' entre
micro y macroeconomía, no proporcionó ninguna reconstrucción
analítica integrada para reemplazarla. Acerca de estos dos puntos
se ha planteado, subsiguientemente, un debate muy animado.
La primera de estas omisiones analíticas ha sido subsanada en
gran medida por los modelos de crecimiento, desarrollados por
los profesores Evsey Domar, en los Estados Unidos, y Sir Roy
Harrod, en Inglaterra. Dichos esquemas están construidos sobre
los fundamentos conceptuales keynesianos, pero responden a
una cuestión posterior: una vez conseguido el nivel de pleno
empleo de la actividad económica, ¿qué condiciones deberán
satisfacerse para mantenerlo? Este problema surge al examinar la
propiedad dual del gasto de inversión: por el lado de la demanda,
genera renta a través del multiplicador keynesiano; por el lado de
la oferta, aumenta la capacidad productiva. Si ha de mantenerse
el pleno empleo a lo largo del tiempo, debe conseguirse el
equilibrio entre demanda y oferta agregadas. Con unos pocos
supuestos simplificadores y algo de manipulación algebraica
puede demostrarse que el tipo de crecimiento de equilibrio en la
renta nacional es igual a la relación entre ahorro y renta, dividida
por la relación entre capital y valor del output.
Estas formulaciones —que son de ascendencia claramente
keynesiana— han sido muy utilizadas en bastantes países al
discutir la planificación del crecimiento económico. En los Esta­
dos Unidos este aparato ha ofrecido el marco de las ideas que
subyacen en las proyecciones del crecimiento del producto na­
cional bruto, preparadas por el Consejo de Asesores Económicos
del Presidente. Procedimientos similares han sido utilizados por
el British National Economic Development Council. El mismo
tipo de marco analítico se ha extendido también a las operaciones
de planificación a largo plazo en parte del mundo subdesarrolla­
do. Entre los países que han proyectado planes ambiciosos de
desarrollo a largo plazo —India y Nigeria son casos pertinentes
aquí—, el modelo de la economía para los propósitos de pía-
La doctrina económica de la Teoría General de Keynes 239

uificación debe mucho al instrumento proporcionado por los


modelos de crecimiento postkeynesianos. Una vez establecidas
tina tasa de crecimiento planeada de la renta nacional y otra del
producto, y una vez estimados los valores probables, de las
relaciones capital-producto y ahorro-renta, este tipo de modelo
proporciona criterios con los cuales puede contrastarse la cohe­
rencia de sus diversos componentes.
En forma similar, el instrumento keynesiano de los conceptos
agregativos ha proporcionado el punto de partida para muchas de
las discusiones de las tendencias inflacionistas en cierto número
ile economías avanzadas desde la Segunda Guerra Mundial. Si
bien las nociones keynesianas de ahorro, inversión y consumo
agregados han sido comunes a la mayoría de estos análisis,
muchos economistas han tratado de ir más allá de la simple
explicación de la inflación en términos de una demanda agregada
excesiva. Han surgido diversas escuelas que rivalizan en su
intento de vincular el comportamiento de las variables agregati­
vas con las concentraciones de poder de mercado incontrolado.
Una, por ejemplo, atribuye la responsabilidad principal de las
presiones ascendentes sobre los precios a la mano de obra
organizada, argumentando que las negociaciones sindicales ele­
van los costes, que repercuten sobre los consumidores por medio
Je precios más altos; otra, atribuye esa responsabilidad a los
vendedores monopolísticos, cada vez más numerosos, que tienen
suficiente fuerza para administrar los precios. Respecto a estas
cuestiones, la economía keynesianaper se —debido a su despre­
cio de las relaciones microeconómicas— no tiene nada nuevo que
añadir.
Al no ofrecer Keynes un vínculo sistemático entre macro y
mieroeconomía, ha dejado un hueco para un contra-ataque de
lipo neoclásico. Gran parte de las controversias subsiguientes se
lia centrado en el análisis del tipo de interés, clave del arco
leórico de las más revolucionarias innovaciones de Keynes. Lo
que ahora se designa como la «síntesis neoclásica», intenta
restablecer el tipo de interés como un regulador sensible de la
actividad económica, aunque el argumento es ahora más sutil que
antes de que la Teoría General pusiera en tela de juicio la Ley de
Say. En la versión actual, las tendencias equilibradoras del tipo
de interés influyen en las relaciones entre los cambios en el
valor-capital de los activos financieros y las decisiones de con­
sumir. Se afirma que una persona que observa un aumento en el
valor de su cartera conforme caen los tipos de interés gastará
probablemente más de lo que hubiera gastado en otro caso. Este
240 La economía keynesiana

fenómeno, a su vez, puede contrapesar, incluso con exceso, la


tendencia a acumular saldos inactivos (y a que surja la trampa de
la liquidez). Keynes rechazó esta crítica alegando que el impacto
de las variaciones del tipo de interés sobre el consumo era,
probablemente, demasiado limitado y difuso en el tiempo para
prevenir fluctuaciones sustanciales en la actividad económica.
Además, cuando ocurrieran estas fluctuaciones, los remedios de
la política fiscal serían más eficaces que los de la política moneta­
ria. Los renovadores del neoclasicismo no mantienen, desde
luego, que no puedan darse nunca altos niveles de desempleo.
Afirman, sin embargo, que el sistema de mercado es suficiente­
mente flexible para asegurar el pleno empleo, siempre que pre­
cios y salarios sean perfectamente flexibles. En el mundo en que
vivimos esta condición sería extremadamente difícil de satisfacer.
Ciertamente, el solo intento de convertirla en realidad podría
tener consecuencias altamente desestabilizadoras. Pese al atrac­
tivo de la simetría lógica del sistema neoclásico, su aplicabilidad
a los problemas reales es limitada.
En la mayor parte de las economías occidentales, la teoría
keynesiana ha establecido las bases intelectuales de un capita­
lismo controlado y orientado hacia el bienestar. Realmente a la
extensa asimilación del mensaje keynesiano se ha debido, en gran
medida, el notable grado de estabilidad económica en el mundo
occidental durante las pasadas dos décadas y la significativa
reorientación de las actitudes frente al papel del Estado en la vida
económica. No está tan claro el que la extensión de la estructura
analítica keynesiana a las economías subdesarrolladas vaya a
tener las mismas afortunadas consecuencias. Keynes, no se
olvide, fijó su mirada en los problemas de las economías indus­
triales altamente organizadas y, aun en este contexto, su preocu­
pación principal fue la estabilización a corto plazo, a nivel de
pleno empleo. Muchos de los especiales problemas de la zona
subdesarrollada del mundo pueden enfocarse, más claramente,
con otro tipo de modelos. De hecho, algunas de las extensiones
del razonamiento agregativo keynesiano —como las que sugieren
que todos los problemas económicos importantes de los países
subdesarrollados se resolverían por sí mismos si la relación entre
la inversión neta y la renta nacional superase un porcentaje
mínimo crítico— han desviado la atención de las rigideces insti­
tucionales existentes y de las consecuencias a largo plazo de las
tasas inusitadamente altas de crecimiento demográfico. Después
de todo, una estructura agregativa keynesiana no está ideada
para ceñirse a cuestiones que tratan de la distribución eficiente de
t< 1.a doctrina económica de la Teoría General de Keynes ■MI

HHiirsos o de la dinámica del crecimiento a largo plazo.


La teoría keynesiana ha cumplido objetivos importantes, pero
iio es, en modo alguno, la última palabra en la Economía agrega­
da. En las tres décadas posteriores a la publicación de la Teoría
i,eneral, sus hallazgos han sido completados, refinados y mo­
llificados. Los economistas que han emprendido esta tarea han
jugado a Keynes el mayor tributo que cualquier teórico puede
esperar: han intentado responder a las preguntas que él planteó.

/
>
1.1»! LO G O

La casa de la teoría económica tiene muchas mansiones. En


este libro hemos considerado la estructura de cuatro de ellas. Las
generaciones futuras, sin duda, presenciarán la construcción de
nuevos anexos. No obstante, las estructuras ya disponibles per­
miten amplias adaptaciones para problemas absolutamente dife­
rentes de los que tuvieron en la cabeza quienes las crearon.
(Quienes tomen a su cargo tal renovación, sin embargo, es aconse­
jable que sean conscientes de las posibilidades y de las limita­
ciones de las estructuras con que trabajan. El progreso en el
pensamiento económico puede venir tanto a través del refina­
miento de los sistemas intelectuales existentes —y a través de un
prudente conocimiento de las propiedades de los diferentes sis­
temas teóricos— como a través de la formulación de otros
enteramente nuevos.
Aunque los principales «modelos maestros» ofrecen una va­
riedad de perspectivas del proceso económico, es importante
recordar que los pioneros de cada una de estas tradiciones
tuvieron todos un distinguido atributo en común: todos ellos
utilizaron su pluma para criticar las instituciones o los hábitos
mentales establecidos. Si posteriormente algunas de sus doctri­
nas fueron apropiadas para justificar el status quo, tal compla­
cencia fue ajena a los innovadores. En esta gran tradición pen­
saba Keynes cuando describió la Economía como una «ciencia
peligrosa».
243

También podría gustarte