Dance Therapy Los Irwin 1 Noa Pascual

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LOS IRWIN

Dance therapy
Título: Los Irwin: Dance therapy
Autora: Noa Pascual
Ilustradora: Verónica GM
Copyright ©2015 Noa Pascual
Todos los derechos reservados
Editorial: Createspace
ISBN-13: 978-1515250951
ISBN-10: 1515250954
Página oficial de la autora creada por las lectoras:
Novelas románticas de Noa Pascual
https://www.facebook.com/groups/40047925345341
Agradecimientos

Quiero agradecer a Leonardo Nery, su apoyo,


su paciencia, su colaboración y, sobre todo, sus
críticas constructivas. Mil gracias por ser tan
sincero y ayudarme a mejorar cada día.
Eternamente agradecida por brindarme tu amistad.
Por favor, no cambies nunca.
A Mª Carmen Ayús, Eva Marín Rueda, Sonia
López Ortiz, Isa Arraez Córdoba, Rocío Arenas,
Luisa Martínez Moragues por haberme quitado las
dudas y convencerme para continuar esta saga.
A mis escritoras Dacar Santana, Encarni
Arcoya, Alma Gulop, Mimi Romanz, Nora Alzavar
y Lorena López Miguez, por el cariño que
derrocháis y por aconsejarme siempre.
A mi familia y amigos, porque siempre están a
mí lado en cualquier circunstancia.
Y a mis hermanos, porque han sido el mejor
regalo que me ha dado la vida.
DEDICATORIA

A MIS PANTERAS
INCOMPRENDIDAS, PORQUE
PARA MÍ YA SOIS MI FAMILIA.
SIN VOSOTRAS, NADA TENDRÍA
SENTIDO.
MIL GRACIAS POR
RECORDARME SIEMPRE EL
LEMA DE LAS PANTERAS:
NADIE NOS PUEDE PARAR.
Índice
Agradecimientos
DEDICATORIA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Epílogo
Avance de la segunda parte de la saga
BIBLIOGRAFÍA
CAPÍTULO 1

La decepción

En casa de la familia Irwin, sus ocupantes


masculinos estaban en el salón jugando a la
consola. La única fémina se encontraba en su
dormitorio, junto a su amiga Tamara, nerviosa
porque la cita de esa noche podría llegar a
convertirse en el mejor día de su vida.
—Beca, ¿vas a dejar de temblar? —preguntó
Tamara aun sabiendo la respuesta.
—No puedo. Estoy atacada. ¿Y si me hace hoy
la gran pregunta? —respondió con voz alterada y
risueña.
—¡Es que te la va a hacer! ¡Por Dios, Beca!
¿Para qué te invitaría a cenar en el mismo
restaurante donde te pidió salir? —Empezaron a
dar palmas, contentas.
Dos años hacía que Felipe había invitado a
Rebeca a cenar en aquel prestigioso lugar, con la
intención de convencerla y comenzar un noviazgo
que no era bien visto por parte de sus siete
hermanos.
La familia Irwin, de padre escocés y madre
española, era una piña. Siete hijos varones y una
única hija. Los padres habían decidido jubilarse y
dejar al mando del negocio a su hijo mayor, Javier.
Este, de cuarenta años de edad, casado desde
hacía cinco, fue el único en abandonar el gran
nido, como llamaban a la casa familiar. El
hermano respetado que tomaba las decisiones y
que ejercía de cabeza de familia desde que sus
padres se habían retirado y decidido marcharse a
vivir a Escocia. Él mismo había escrito unas
normas que, bajo ningún motivo, se podían saltar.
Unas reglas que, ante todo, se establecieron
para tener una familia unida, y que todos los
hermanos cumplían sin protestar. Entre otras
muchas, tres de ellas estaban muy claras. La
primera: comerían a la misma hora, y Neill, el
segundo hermano, de treinta y ocho años, cocinero
galardonado con una estrella Michelin, se
encargaría de dejar comida para todos. La
segunda: nadie, por muy cansado que estuviese un
domingo después de haber salido de fiesta, se
negaría a levantarse para comer en familia. Y la
tercera: no podían mantener relaciones sexuales
bajo el techo familiar; las conquistas se
mantendrían alejadas del gran nido.
Teniendo en cuenta que ninguno de los seis
hermanos solteros tenía pareja estable, era una
forma de asegurar que no transitarían mujeres
constantemente. Aunque Rebeca no estaba
conforme con esta regla. Sin embargo, una vez
más, su opinión no se tenía en cuenta.
El timbre de la entrada sonó.
―¡Felipe!... ¿Estoy bien? ―gritó Rebeca con
los nervios a flor de piel.
Tamara sonrió y le dio un beso en la mejilla
mientras le colocaba un tirabuzón de pelo en su
sitio.
—¡Estás preciosa! Además, soy una gran
profesional.
Ambas rieron. Tamara era peluquera y le había
dejado el cabello suelto con unos bucles.
Jaime, un okupa según Rebeca, amigo de la
familia, que desde hacía ocho años vivía con
ellos, fue a abrir la puerta. Al ver a Felipe en la
entrada, le hizo un gesto con la cabeza a modo de
saludo y, a voz en grito, llamó a Rebeca mientras
regresaba a continuar con la partida.
—¡Beca, te buscan!
Rebeca y Tamara bajaron corriendo, ambas
nerviosas y excitadas. Los hermanos, que se
encontraban inmersos en una partida de fútbol, ni
se percataron de lo elegante, femenina y sexy que
iba Rebeca para tratarse de una cena un jueves por
la noche.
Al llegar Rebeca a la entrada, Felipe sonrió y
la besó con ganas. Beso que, de haber estado sus
hermanos mirando, no hubiese entregado. Ella era
la menor junto a su mellizo Malcolm, de
veintiocho años; la niña de la casa para todos los
demás, por muchos años que cumpliera.
—Estás preciosa.
Rebeca sonrió agradecida y se despidió de su
amiga con dos besos y un «hasta luego» dirigido al
resto de su familia, que apenas escucharon por el
volumen tan alto que tenían puesto en el televisor.
Tamara suspiró y dirigió su mirada a los
hombres que estaban allí, jugando como niños; se
acercó y no pudo evitar decir la siguiente frase:
—Espero que mañana podamos celebrar la gran
noticia. No todos los días le piden matrimonio a
Rebeca.
El silencio fue sepulcral. David, el hermano
que más afinidad tenía con Rebeca, a pesar de que
su mellizo y ella eran casi inseparables, apretó el
botón de pausa, y, de forma unísona, los cinco
hombres que allí se encontraban clavaron sus
miradas en Tamara.
—¿Qué has dicho? —preguntó Víctor, el tercer
hermano, de treinta y seis años de edad, castaño
claro y con ojos color ámbar como la mayoría de
ellos, cuya profesión, al principio, no gustó a sus
progenitores: monitor de deportes de alto riesgo.
Exceptuando a Javier, el hermano mayor, que era
idéntico a su padre, moreno de ojos negros; y
David, que era la pura calcomanía de su madre,
rubio de ojos azules; todos los demás hermanos
eran castaños tirando a rubios con los ojos
marrones claros.
Tamara miró a todos ellos y, con una gran
sonrisa en los labios, respondió con una alegría
inmensa:
—¡Que igual, esta noche, Felipe le pide
matrimonio a Beca!
David se levantó de golpe. Eso era una
estupidez, y ese tal Felipe, un descerebrado.
—Pero ¡¿qué tontería más grande?! —tronó la
voz de David mientras caminaba de un lado a otro.
—Deberías alegrarte…
—¡¿Alegrarme?! Pero si ese idiota no sabe
hacer la o con un canuto —dijo David con ese tono
con el que todos supieron que estaba más que
cabreado.
—Chicos, llevan dos años juntos, antes o
después tendría que pasar…
—Si ese idiota piensa que va a casarse con mi
hermana, es que no me conoce todavía. —Se alzó
la voz de Dallas, el cuarto hermano, de treinta y
cuatro años de edad, abogado.
Tamara buscó un aliado que pudiera ayudarle,
claro que en esa habitación no había muchos dónde
elegir. Así que Jaime era su único recurso.
—Jaime, podrías convencer a estos hombres de
que…
El sujeto en cuestión levantó las manos
haciendo aspavientos, parecía que no iba a
cooperar.
—Ey, ey, a mí no me metas.
—Tamy, ¿estás segura? Quiero decir… ¿Es una
posibilidad o Felipe te ha dicho que va a
declararse hoy? —preguntó Dallas como si
estuviesen en un juicio.
—No me ha dicho nada, pero es obvio. —La
miraron incrédulos—. Hoy vuelven al restaurante
donde le pidió salir.
Estaba claro que los hombres estaban hechos de
otra pasta porque, para ellos, no significaba nada
repetir en un restaurante.
Tamara suspiró con resignación, eran amigos de
toda la vida. Rebeca y ella eran inseparables, al
igual que David y Jaime. Y, además, ellos eran sus
mejores amigos. ¿Cómo no podían nunca llegar a
la misma conclusión?
Por suerte, el quinto hermano, que había
permanecido en silencio, habló. Rubén era
profesor, de treinta y dos años, y, casi siempre, el
más sensato de todos ellos. Tenía la calma que
Rebeca admiraba, una cualidad que estaba claro
que a ella le faltaba por todas partes.
—Vale, esta es la situación: Rebeca se ha ido a
cenar con su novio, y es posible que le pida
casarse con él. —David negaba con la cabeza, y
Dallas fue a replicar cuando Rubén alzó la mano
—. Nos guste o no, eso es algo que solo Rebeca
puede decidir.
—¡De eso nada! Felipe es un vago que va a
querer vivir a costa de Beca, y te puedo asegurar
que no lo voy a permitir —respondió Dallas.
—Estoy contigo —interrumpió David, que
seguía con el ceño fruncido.
—¿Y qué piensas hacer al respecto? —preguntó
Rubén con su voz calmada.
—Para empezar, redactaré un acuerdo
prematrimonial. —Su gesto y su entonación
confirmaron que ya tenía uno preparado, por si
llegaba el día.
—A mí, con eso, no me basta. —Y esa fue la
última frase que dijo David, porque salió de la
casa dando un portazo.
Felipe era un hombre de treinta y ocho años,
diez más mayor que Rebeca. Esto ya no gustó a sus
hermanos, pero cedieron —lo que no significaba
que no lo tuviesen controlado—. Habían
averiguado su vida. Y la sorpresa fue que llevaba
más de ocho años viviendo del cuento, del dinero
que sus padres le daban por ser hijo único y que,
estaba claro, no sabía administrar porque a fin de
mes nunca le quedaba nada.
Después de media hora intentando convencer a
Dallas, Tamara, o Tamy, como la llamaban sus
amigos, decidió marcharse a su casa. Al cerrar la
puerta, vio a David sentado en los escalones de la
entrada y se situó junto a él.
—¿Por qué estás tan enojado? —Escuchó un
gruñido y esperó con paciencia la respuesta. Era
bueno conocer el carácter de su amigo, sabía que,
cuando estaba enfadado, era mejor darle su
espacio y su tiempo.
—Ya sé que llevan dos años juntos —Tamara
prestó mucha atención—, pero no la he visto
sonreír de esa manera tan suya y especial. No le
brillan los ojos al verle, apenas siente emoción
cuando Felipe llega o recibe una de sus llamadas.
David respiró con frustración, no era lo que
deseaba para su hermana. No podía permitir que
ella cometiera el mayor error de su vida.
—Te entiendo, pero es ella la que debe
decidir…
—¡Joder, no lo ama! ¡Maldita sea, no tiene por
qué casarse con él! Sé que ella piensa que de no
hacerlo… —Estaba desesperado—. Beca debe
volver a creer en el amor y superar el pasado.
—¿Y si lo está haciendo a su manera con
Felipe? —La voz dulce de Tamara consiguió
calmar a David, que esbozó una sonrisa triste y
resignada.
—¿Y por qué no lo hace con la persona
adecuada? —preguntó al tiempo que ladeaba la
cabeza para mirar a Tamara. Esta desvió la mirada
y pensó la respuesta sin sentirse observada.
—Porque la persona adecuada y Beca se han
hecho demasiado daño el uno al otro y, ahora,
ninguno de los dos volverá a atreverse.
Ambos tuvieron el mismo gesto, apretaron los
labios y cerraron los ojos. El pasado no se
borraba y nada se podía hacer.
—Te acompaño a tu casa, necesito tomar el aire
y despejarme. —Tamara se levantó y le tendió la
mano, para ayudarle a ponerse en pie, con una
sonrisa en los labios.
Vivían en una urbanización que se encontraba a
las afueras de la ciudad, rodeados de naturaleza, y
a tan solo veinte minutos del centro. Un lugar
privilegiado. Una casa de tres plantas que
mostraba el nivel alto de la familia Irwin. La
planta baja, la más utilizada por todos ellos,
estaba distribuida de la siguiente manera: el
corazón neurálgico de la casa era la cocina, lugar
donde todos los hermanos se reunían a diario
alrededor de la magnífica isla curvada. Moderna y
perfectamente equipada, algo que no era de
extrañar puesto que Neill había supervisado hasta
el mínimo detalle, situada a la derecha de un
espacioso salón comedor donde a través de una
amplia terraza se accedía a un perfecto y cuidado
jardín con piscina, que en los meses de calor
utilizaban casi a diario. Si la cocina constituía el
punto de encuentro más importante, para Rebeca
existía otro mucho más significativo y especial…
la buhardilla, lugar que desde hacía diez años
nadie pisaba, excepto la mujer de la limpieza que
lo mantenía impoluto.
***
Rebeca estaba inquieta delante de Felipe, quien
no dejaba de mirarla y sonreírle. Se notaba que el
hombre estaba nervioso y eso, a Beca, le
aceleraba el corazón. ¡Se iba a declarar! Una
angustia se instaló en su interior. ¿Era realmente lo
que ella quería?
—Beki, me lo estás poniendo muy difícil esta
noche. —Rebeca sonrió sin ganas, odiaba que la
llamase así. Ahora bien, por una noche, y viendo
que él estaba tan nervioso, podía pasarlo por alto.
—¿Por qué? —preguntó coqueta.
—Porque estás demasiado preciosa, y eso lo
hace mucho más difícil. —Rebeca, con una risa
nerviosa, consiguió que Felipe, por fin, tomara la
decisión antes de que fuese más tarde—. Lamento
mucho esto que tengo que hacer. —Agarró su
mano, sin embargo, pensó que esas palabras no
sonaban muy bien cuando se refería a una
declaración—. No sé cómo decir esto, pero tengo
que hacerlo…
—Me estás poniendo nerviosa.
—He conocido a otra mujer.
Rebeca agrandó los ojos. Lo dijo así, de
sopetón, sin irse por las ramas, sin pensar en que
la mujer que tenía delante esperaba otra clase de
confesión.
—¿Cómo dices? —preguntó por si no había
entendido bien.
—Beki, no sé cómo ocurrió, pero fue vernos y
sentir un flechazo.
Rebeca alzó la mano, no quería seguir
escuchando.
—¡Basta, no sigas! —Se zafó del agarre y se
irguió muy digna.
Felipe la observaba e intentaba que, al estar en
un lugar público, ella no montara en cólera.
Empezó a mirar de un lado a otro. El local estaba
repleto, de hecho, no había una sola mesa vacía,
pero la vena de su cuello auguraba que su
templanza se estaba alejando.
—Beki…
—¡Cállate! ¡No me vuelvas a llamar así en tu
vida! —dijo con la voz elevada, consiguiendo que
los comensales de alrededor les mirasen. Felipe
sonrió a la gente con un gesto de disculpa.
—Por favor, no grites, esto es un lugar
público…
—¿Que no grite? —Tomó aire con fuerza y,
acercándose cuanto pudo a Felipe, se apoyó en la
mesa y espetó—: ¡Que te jodan! ¿Me has traído a
este restaurante para decirme que estás con otra?
Felipe intentó controlar la situación porque la
voz de Rebeca cada vez era más elevada, y
empezaba a sentirse abrumado por la situación.
—Bek… Rebeca, por favor, seamos adultos…
—¿Adultos? —repitió Rebeca con desdén.
—Sí, adultos. Deja que te dé una explicación, y
no dramatices.
—¿Qué yo dramatizo? —preguntó, ya fuera de
sí.
—Las cosas pasan, y no podemos culpar a
nadie. Además, Rebeca, esto tendrías que haberlo
visto venir. —Ya era el colmo de los colmos.
Rebeca, intentando encontrar la fuerza
necesaria para controlarse, porque notaba que iba
a explotar de un momento a otro, bajó la cabeza e
inspiró con fuerza para llenarse los pulmones,
necesitaba aire.
—Lo tenía que haber visto venir… —Volvió a
repetir para entender a dónde quería llegar Felipe.
—¡Joder, Rebeca, llevamos dos años y se
puede contar con los dedos de una mano las veces
que hemos follado! —A Rebeca se le abrió la
boca, se quitó la servilleta que tenía entre las
rodillas y, haciéndola un ovillo, la lanzó a la mesa.
—¿Y te has parado a pensar el por qué? ¡Pues
te lo diré clarito! —Medio restaurante estaba
expectante por la pelea de enamorados—. ¡Porque
no tienes ni idea de lo que es hacer gozar a una
mujer! ¿Pero qué te crees?, ¿que todo es meter y
sacar?
—Rebeca, baja la voz…
—¡¿Por qué?! ¡¿No te da vergüenza citarme en
un restaurante que era especial para nosotros y
decirme que me dejas por otra?! Y va a resultar
que te incomoda que la gente se entere que,
además de un desgraciado… —Se puso en pie y
continuó gritando—. ¡Eres un mal follador!
Felipe, muy avergonzado por las miradas de la
gente y alguna que otra risita, se puso también en
pie y sentenció:
—¡Porque eres una mujer de hielo, contigo no
se puede uno calentar bien!
La gotita que colmó el vaso. Rebeca cogió la
copa de vino y se la derramó en la cara, se dio
media vuelta y salió de allí antes de lanzarle la
copa o, mucho peor, estamparle directamente la
botella en la cabeza.
***
Cuando un taxi paró delante de la casa, los
hermanos respiraron tranquilos. Una mujer que iba
a casarse llegaría sonriente y de la mano del futuro
esposo. Cada uno de ellos disimuló a su manera, y
Jaime, desde la ventana de la habitación que
compartía con David, observó que Rebeca no era,
lo que se decía, un derroche de felicidad.
Capítulo 2

Necesita intimidad

El gran nido, como todas las mañanas, se


despertaba con un gran ajetreo. Pero ese día había
una diferencia, la hermana pequeña no había sido
la primera en levantarse para usar uno de los
baños.
David dio un golpe y, sin esperar respuesta,
entró en la habitación de Rebeca, un gesto habitual
que a ella la sacaba de quicio. Necesitaba
intimidad, estaban acostumbrados a entrar y salir
de los dormitorios sin pedir permiso.
—Beca, necesito el CD que te dejé la semana
pasada. —Rebeca, con cara de pocos amigos y un
sueño abrumador, fusiló a su hermano con la
mirada. Aun así, señaló la cómoda, y David lo
cogió, se acercó, le dio un beso en la cabeza y
salió corriendo. Como era de esperar, no tuvo el
detalle de cerrar la puerta. Se sentía tan cansada
que apenas levantó la voz para ordenarle que lo
hiciera, se dio la vuelta e intentó seguir
durmiendo.
No había pasado ni un minuto cuando Dallas
entró en el cuarto, se dirigió a la mesa de estudio
que tenía y cogió las llaves del vehículo de su
hermana.
—Me dejé el maletín en tu coche ayer, voy por
él. —Beca ni siquiera se molestó en abrir los ojos,
tanto le daba.
Dos minutos tardó Dallas en recogerlo y subir.
Cuando dejaba las llaves de nuevo en su lugar y
salía por la puerta, cayó en la cuenta que no le
había dado ni los buenos días. Así que hizo un giro
rápido y se acercó hasta la cama para besarla en la
mejilla.
—Buenos días, pequeñaja.
Bajó a desayunar, y allí estaban ya sus otros
cuatro hermanos. Neill, que estaba dejando la
comida preparada antes de irse a su restaurante;
Víctor, con el tazón de cereales en la mano,
preparado para un día lleno de adrenalina; Rubén,
con un café y una tostada, leyendo el periódico
digital en su tablet antes marcharse al instituto, y
David, bebiendo zumo de naranja y esperando a
Jaime, su amigo y socio del taller que habían
montado a medias. El único hermano que faltaba
era Malcolm, quien tenía guardia de veinticuatro
horas y no llegaría hasta las diez de la noche. Era
el mellizo de Rebeca, cardiólogo, y el único
hermano que no compartía dormitorio ya que sus
horarios de descanso eran vitales.
Jaime salió del baño y vio la puerta de Rebeca
abierta, la observó en la cama y se apoyó en el
marco con los brazos cruzados.
—¿Qué haces?
Rebeca, que seguía tumbada y de espaldas a
Jaime, respondió con un hilo de voz:
—Intentar dormir.
Respuesta que no convenció a Jaime.
—Vas a llegar tarde.
—No voy a ir a currar.
Esa contestación sí preocupó a Jaime, ya que
Rebeca no era una persona de faltar al trabajo.
—¿Y eso por qué? —Rebeca, cansada de dar
explicaciones a todos, gruñó y permaneció en
silencio, cosa que no agradó a Jaime porque
volvió a preguntar—. ¿Has avisado a Javier?
¿Pero qué le pasaba a esta gente? ¿Por qué
tenían que inmiscuirse en su vida a todas horas?
Volvió a suspirar por cuarta vez antes de
responder lo que tenía en mente y por fin hizo:
—Ahora lo llamo, no te preocupes.
Jaime negó con la cabeza, estaba claro que algo
no había salido bien la noche anterior. Se conocían
desde niños y, además, vivir con ellos era
pertenecer a la familia, y eso significaba que
conocía a Rebeca a la perfección.
Años atrás, al cumplir los veinte, se había
trasladado a vivir con sus padres a Chicago, una
decisión que le costó mucho tomar. Pero teniendo
en cuenta que todavía era estudiante, y que no tenía
más familia que sus progenitores, no le quedó otra
opción. Por desgracia, ellos murieron y, aunque el
dinero que le dejaron era más que suficiente junto
con los seguros de vida, podía haberse permitido
seguir viviendo en Chicago y viajar por todo el
mundo gracias a que le habían propuesto trabajar
en Ferrari. Se había convertido en un mecánico
excepcional y era un sueño para todo profesional
el alcanzar esa meta; nada menos que pertenecer a
la escudería de la Formula1.
Cuando Javier le brindó la oportunidad de vivir
con los que habían sido sus amigos e incluso
hermanos para él, sin mirar atrás ni arrepentirse de
rechazar un puesto tan importante en la élite del
motor, regresó y se instaló en la habitación de
David, ya que ellos eran inseparables. Por ello, no
dudó en montar un taller mecánico junto a él y
vivir la vida tal y como venía. Si algo había
aprendido de la muerte de sus padres, era que no
había dinero suficiente en el mundo para
reemplazar el cariño de una familia, y por ello
daba gracias que los Irwin le hubiesen acogido.
Eso sí, con unas normas estrictas y una promesa al
hermano mayor.
Dio media vuelta y bajó las escaleras, llegó a
la cocina y desayunó. Cuando todos estaban
preparados para marcharse, no pudo guardar por
más tiempo lo que le carcomía:
—Rebeca hoy no va a ir a trabajar. Sigue en la
cama.
Todos se miraron, y David, dispuesto a
averiguar el motivo, les hizo una seña para que se
marchasen tranquilos.
Mientras subía las escaleras, pudo escuchar la
conversación de Rebeca con su cuñada, Alicia.
Prefirió no interrumpir y prestar mucha atención ya
que, por culpa de otra discusión que ambas habían
mantenido, él tomó partido, y eso hizo que una
fuerte disputa con su hermano mayor acabase por
no dirigirse la palabra desde entonces. Un hecho
que a ambos les dolía, pero por el que ninguno
pensaba dar su brazo a torcer.
Rebeca era diseñadora, estaba despuntando en
el mundillo cuando una crisis nerviosa la bloqueó.
Javier decidió que su hermana pequeña sería una
buena ayuda para el negocio familiar que había
pertenecido a sus abuelos, luego a sus padres, y,
ahora, estaba al cargo de Javier, ya que era
licenciado en historia y arte: una galería de arte
junto a una tienda de antigüedades. Hoy, además,
incluían un servicio de decoración gracias a
Javier, que quiso ampliar el negocio pensando en
clientes más jóvenes y menos acaudalados, y eso
que no se podían quejar, pues, a pesar de la crisis,
gracias a su clientela selecta, ellos no habían
notado tal estrago.
—Alicia, no te lo voy a repetir, no me
encuentro bien y, por lo tanto, no voy a ir trabajar
hoy.
Una pena no poder escuchar la otra parte,
aunque no hacía falta. Por las respuestas de su
hermana, tenía muy claras las insinuaciones de la
cuñada.
—Te estás pasando, no eres mi jefa y mejor ve
callándote la boca, que yo podría decir unas
cuantas cosas sobre ti y tu profesionalidad.
Con bendita paciencia, siguió escuchando a la
espera de que terminasen de hablar.
—Hay seis empleados más, mi ausencia no se
va a notar y, ahora, si me disculpas, me vuelvo a la
cama… No se te ocurra levantarme la voz porque
te repito que no eres mi jefa.
David intuyó que Beca colgaba, dejando a su
cuñada con la palabra en la boca, y porque,
seguramente, se había cansado de oír las sandeces
de Alicia. Y Prefirió dar por concluida la
conversación.
David entró y se miraron a los ojos.
—¿Por qué no vas a trabajar?
—David, no me encuentro bien, así que por
favor…
—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó
incluso imaginando la respuesta.
—Cosas de mujeres…
—No me vengas con esas, Beca, que no tengo
tiempo para tonterías. —Rebeca, que con David
tenía una relación especial, se incorporó en la
cama, y su hermano se sentó en el borde para
mirarla bien.
—No te miento, tengo uno de esos días que
vosotros no queréis que comparta. —Su hermano
sonrió porque era cierto—. Además, ayer rompí
con Felipe.
David levantó las cejas y sonrió sin poderlo
evitar, gesto que no pasó desapercibido para su
hermana.
—No hace falta que te alegres tanto.
—Beca, ya lo creo que hace falta, ese hombre
no era para ti.
Aun así, un temor interno lo alertó, no podría
ver a su hermana de nuevo tan destrozada como
hacía años. Rebeca, como si le leyese la mente,
habló rápida:
—No tienes por qué preocuparte, no pienso
volverme loca otra vez.
David le acarició las manos, era un tema
zanjado del que nadie quería hablar y que
prometieron olvidar por el bien de todos.
—Entonces, ¿estás bien? —preguntó con
preocupación.
—Sí, puedes irte tranquilo, de verdad. Sólo
necesito descansar, no te miento, me duelen los
ovarios.
¡Se acabó! David dio un salto. Ese tema les
incomodaba; cuando Rebeca necesitaba que la
dejasen en paz, no había mejor asunto que la
menstruación para ver desaparecer a sus hermanos
en un pis pas.
—¡Vale, vale! Pues nos vemos a la hora de
comer. —Volvió a darle un beso en la frente y se
marchó a trabajar.
Rebeca no pudo evitar sonreír al ver a su
hermano salir escopetado de la habitación al
pensar lo ilógicos que eran los hombres cuando se
trataba de temas hormonales de las mujeres.
Una vez sola, se levantó, fue a la cocina, cogió
una caracola de chocolate y se la comió. Y, como
todas las mañanas, comenzó su ritual particular.
Preparó su café con leche, se puso los auriculares
de su mp3 y regresó a su habitación. Se sentó
encarada a la ventana y apretó el play.
Todas las mañanas lo mismo, desde hacía
exactamente diez años: Mirar la casa de enfrente
—la casa de sus sueños— mientras escuchaba la
canción del grupo Sin Bandera, Como voy a
odiarte, mujer, beber su café y recordar cuando el
gran amor de su vida le prometía un futuro juntos e
intentaba regalarle todos sus sueños.
Una lágrima por su mejilla delataba que seguía
dolida. Cuando ese amor la abandonó, cuando
todas esas promesas se evaporaron, y cuando ella,
con el corazón roto, con la rabia instalada en su
ser, le hizo creer que le había sido infiel. Pensaba
que así, él sentiría el mismo dolor que ella. Pero
esa mentira no había conseguido quitarle el mal de
amores; al contrario, sirvió para sufrir mil veces
más, cuando recibió la primera y última carta del
que, pensaba, era el hombre de su vida. Un papel
que, de tanto leerlo, lo tenía memorizado en su
mente, y con el que recibió, además, aquella
canción donde su gran amor le respondía que el
daño ya estaba hecho, que no podría volver a
confiar en ella. Pero que, a pesar de todo, no podía
odiarla: porque ella le había enseñado a amar.
Y con brillo en los ojos, y escuchando por
tercera vez la canción, supo que Felipe no era el
causante de aquellas lágrimas y que, por mucho
que lo intentara, no podría amar a ningún otro.
Entonces, prefirió meterse en la cama y dejar de
pensar.
Capítulo 3

Eres la niña de mamá

A las dos en punto, todos los hermanos que comían


en el gran nido, estaban sentados en la mesa con la
comida delante. El teléfono sonó, y Rubén
descolgó con voz amigable y cariñosa.
—Hola, mamá. ¿Cómo estás?... —Su madre fue
directa al asunto, pasando por alto que podía
hablar con uno de sus hijos, quería respuestas y no
iba a perder el tiempo.
—Dile a tu hermana que se ponga
inmediatamente. —Rubén se sorprendió, aun así, y
sin hacer preguntas, le pasó el teléfono a Beca.
—Hola —dijo Rebeca mientras sus hermanos
empezaban a comer.
—¿Me puedes explicar por qué no has ido a
trabajar? —Rebeca cerró los ojos. «¿Cómo no
había caído en la cuenta que su cuñadita llamaría a
su madre?».
—No me encontraba bien, eso es todo.
—¡Eso es todo, no! No puedes faltar a tu
trabajo con excusas…
—¿Excusas? ¡Mamá, te he dicho que me
encontraba mal, no son excusas!
—¡Atiende bien, jovencita! Vas a llamar a tu
cuñada y disculparte por el desastre que has
organizado y por tu falta de educación. —Rebeca
entrecerró los ojos—. ¡Creo que no te he enseñado
esos modales!
Los hermanos permanecieron en silencio, la voz
de su madre se escuchaba a la perfección, no
necesitaban acercarse lo más mínimo. Rebeca, que
su fuerte no era la paciencia, y tampoco era de las
que se quedaba callada, respondió con el mismo
tono de voz que utilizaba su madre.
—¡Mamá, ya puedes esperar sentada que yo
haga tal cosa!
—¡A mí no me repliques, jovencita, que no soy
uno de tus hermanos! ¡¿Te ha quedado claro?!
Como un resorte se levantó de su asiento con tal
ímpetu que por poco tumba la silla. Todos seguían
en silencio, era mejor no entrometerse.
—¡¿Que si me has entendido?! —volvió a
preguntar la madre con una entonación que dejaba
claro que era una orden más que una pregunta.
—¡La que no me has entendido eres tú, mamá!
Si esperas que me disculpe ante Alicia, ya te aviso
de que eso ocurrirá cuando lluevan ranas.
—Jovencita, no hagas que me enfade, porque si
tengo que coger un avión e ir por ti y llevarte de
las orejas, lo haré. —No le cabía duda a Rebeca
que su madre sería capaz de hacer tal cosa.
—¿Y por qué se supone que debo pedirle
disculpas a tu nuera? —preguntó con cierta ironía.
—Porque hoy era un día de mucho trabajo,
teníais cinco clientes citados y, además, la has
insultado; Rebeca, que nos conocemos muy bien
—comentó la madre sin poner en duda la palabra
de Alicia.
—¿De verdad nos conocemos, mamá? Porque
si las mentiras de Alicia las vas a creer antes que
a mí, me parece que nos conocemos bien poco.
—¡Rebeca, no me tires de la lengua! —dijo la
madre con demasiada efusividad, incluso sus
hermanos pensaron que era el momento de poner
fin a aquella conversación. Pero cuando Dallas se
acercó a Rebeca para arrebatarle el teléfono, esta
se zafó con un empujón.
—¿Acaso tienes algo que decirme? ¡Venga,
suéltalo! —Estaba claro que aquello se les había
ido de las manos, y la madre, sin pensar en las
consecuencias y el dolor que podría causarle a su
hija, respondió:
—Maldita sea, Rebeca, ¿es que siempre vas a
ser la causante de las disputas familiares? —Beca
se quedó sin aliento, pero su madre ya estaba muy
lanzada—, ¿no tuviste suficiente con conseguir que
Javier y David no se hablen? ¿Cuándo piensas
madurar y ser la mujer que se supone he criado?
Puedes dar gracias que Alicia tiene buen corazón y
no es rencorosa, así que, llámala y discúlpate,
porque vas a conseguir que te despida.
Al igual que su madre fue magnánima en dejar
las cosas claras, Rebeca, con un dolor interior que
jamás podría imaginarse su madre, que había sido
sus palabras las causantes, fue rotunda también.
—Espera, espera, espera… ¿me estás diciendo
que Alicia puede despedirme? ¿Ahora resulta que
mi cuñada tiene más poder que yo en la empresa?
Dallas hizo otro amago de arrebatarle el
dichoso teléfono, pero la mano de Rebeca en su
pecho lo detuvo; eso y lo que acababan de
escuchar.
La empresa familiar lo indicaba, era de la
familia. Puede que el hermano mayor se hubiese
hecho cargo de ella, pero había sido bajo votación
del resto de hermanos: Todos poseían porcentajes
iguales, incluso realizando otros trabajos recibían
ganancias de la empresa. Ese fue el acuerdo al que
llegaron cuando su padre dijo que quería jubilarse.
Ninguno quería perder ese negocio que tanto
esfuerzo había costado a sus antepasados de sacar
adelante; si nadie se hacía cargo de él, hubiesen
contratado gente especializada para continuar, sin
vender ni cerrar. Así que estaba claro que Rebeca
tenía el mismo derecho que Javier o cualquier otro
hermano a inmiscuirse y tomar decisiones en la
empresa.
—¡Normal si no cumples! ¿Qué pensabas,
Rebeca, que puedes hacer lo que te venga en gana,
y no parar de dar problemas a tu cuñada, que es la
que tiene que sacar las cosas adelante? —Un corto
silencio, porque Rebeca no daba crédito a lo que
había escuchado—. Pues teniendo en cuenta que ya
te han quedado las cosas claras, llama a tu cuñada
y discúlpate.
Ahora sí que ya no había vuelta atrás, la rabia
contenida de Rebeca salió a la luz y fue muy
franca.
—No, mamá, a la que le van a quedar las cosas
claras es a ti: Tu queridísima nuera no ha
trabajado más de diez días al año, no ha tenido la
decencia de contarte que está cobrando un sueldo
igual que el mío, cuando soy yo la que se está
dejando los cuernos en ese lugar. Claro que
también se le ha olvidado mencionarte que,
además de su sueldo, de vez en cuando tengo que
llamarla para recordarle que de los beneficios de
la empresa ella no puede sacar dinero cuando le
viene en gana, cosa que hace cada mes, y si me
apuras, incluso dos veces. Pero claro, santa Alicia
esas cosas no las comenta y, por si eso no fuese
suficiente, tiene la desfachatez de llamar a mi
madre para acusarme de insultos que no han salido
de mi boca: Y te aseguro que no ha sido por falta
de ganas. Aun así, tú le has creído, y no sólo eso,
sino que además has tenido el valor de echarme en
cara que soy el gran estorbo de la empresa y de la
familia. Pues bien, mamá, ahora voy a ser yo quien
va a decir la última palabra: no he faltado a mi
puesto de trabajo ni un solo día durante seis años,
no ha salido de mi boca una mala contestación a
Alicia y no hubiese imaginado en mi vida que mi
propia madre me conociese tan poco. Pero ya que
me han quedado las cosas muy claras, estate
tranquila, mamá, que tú y Alicia podéis sentiros
vencedoras, no va a tener que despedirme porque
desde este mismo instante la que dimite, soy yo;
eso sí, no voy a disculparme con alguien a quien
no le he dicho nada. Que tengas un buen día y ya
puedes llamar a tu querida aliada y darle la gran
noticia.
Le entregó el teléfono a su hermano Dallas,
subió a su habitación de dos en dos los escalones,
pegó un portazo y se metió en la cama.
Dallas iba a comentar con su progenitora
ciertas cositas, pero la madre había colgado. Se
dio la vuelta y, antes de que ninguno pudiese
reaccionar, el hermano mayor estaba en la puerta
apoyado desde casi el principio de la
conversación, pero estaba claro que ninguno se
había percatado de ello.
David se levantó, y Jaime, con gran maestría, lo
llevó hasta la cocina para que los dos hermanos no
volviesen a discutir. Rubén se acercó a Javier y
fue muy tajante.
—Controla a esa mujer que tienes, o esta
familia dejará de trataros.
Sus hermanos tenían claras las cosas, Rebeca
era impulsiva, con un carácter de mil demonios
cuando se enfadaba, pero jamás había sido
mentirosa. Si ella decía que no había insultado, no
se ponía en duda, sin embargo su madre parecía no
haberse dado cuenta, y eso que la había criado
ella.
Javier pasó por delante de Rubén sin responder,
aunque con una cosa en la mente: hablar con su
hermana sin rodeos. Subió, dio dos golpes a la
puerta y, sin esperar respuesta alguna, entró y
cerró tras de sí.
La valentía de su hermana era admirable, desde
luego, una cualidad que siempre le había
fascinado. Allí estaba, mirándole a los ojos sin
demostrar venirse abajo. Cualquier otra mujer
estaría llorando a moco tendido o nerviosa de
verle allí por todo cuanto había dicho de su
esposa, pero ella seguía allí, esperando.
Se acercó, y Rebeca, que se había incorporado
para plantar cara a su hermano mayor, levantó la
cabeza para intentar estar a la misma altura. No
era una mujer bajita, pero a sus hermanos les
llegaba por la barbilla. Una vez uno frente al otro,
Javier fue directo al asunto que le preocupaba
desde que se había enterado que su hermana no
había acudido a su puesto.
—¿Debo preocuparme, Rebeca? No es habitual
en ti faltar al trabajo.
—Un detalle por tu parte que te hayas dado
cuenta, gracias. —respondió con sarcasmo, ya que
su cuñada le había hecho creer a su madre todo lo
contrario.
—No he venido hasta aquí para discutir
contigo, más bien todo lo contrario, si estoy aquí
es porque me tienes preocupado —dijo con mucha
tranquilidad, algo típico en él—. Así que, por
favor, guárdate las lanzas y empecemos de nuevo.
Rebeca asintió, su hermano no era como su
cuñada, nunca le había fallado. El respeto hacia su
hermano mayor era enorme, lo admiraba y
adoraba. Era doloroso para ella ver a las dos
personas que más quería en el mundo enemistadas,
y si encima su madre había dado por hecho que era
por su culpa… nunca podría perdonárselo.
Javier y David, de todos los hermanos, por
mucho que quisiese a los demás, eran para ella
intocables. Una unión entre ellos tan fuerte que
todos sabían que las palabras de su madre habían
destrozado a Rebeca.
—Está bien, ¿qué quieres? —preguntó mirando
a los ojos negros de su hermano mayor.
—La verdad, a mí no me mientas con tus
dolores de menstruación, que no me lo trago.
—Pues para tu información no he mentido sobre
ello. —Respondió sin apartar la mirada.
—Bien, me congratula saber que tu ciclo es
estable y no voy a tener un sobrino de ese vago
que tienes por novio.
Rebeca lo miró con desafío, ¿pero quién era él
para insinuar que su ex era un vago cuando él
estaba casado con la mujer más zángana del
universo?
—Es bonito ver la paja en ojo ajeno. —Javier
levantó las cejas.
—¿Qué insinúas? —Ya estaba cansada de
Alicia, ya había discutido con su madre, qué
importaba hacerlo también con su hermano. Al fin
y al cabo, según su madre, era ella la que
destrozaba la familia, pues iba siendo hora de
hacer las cosas sin falsas acusaciones.
—No insinúo, afirmo, que vas a hablar tú de
otros cuando no eres capaz de ver que en tu casa
tienes a la más gandula de todas.
—No he venido hablar de Alicia… Y te
recuerdo que eres tú la que ha faltado al trabajo,
no ella.
De nuevo las lanzas en todo lo alto por parte de
ambos. Rebeca torció el cuello ligeramente hacia
la derecha; signo que su hermano reconoció,
estaba a la defensiva, siempre lo había hecho
desde pequeña.
—¿Sabes? No tengo un buen día, es mejor que
te marches antes de que lamentemos lo que puedas
llegar a escuchar; de lo que puede salir por mi
boca.
—Por eso estoy aquí, para escuchar de tu boca
el motivo exacto… aparte de tu dolor menstrual.
—¿Por qué voy a tener que dar explicaciones
de nada? He dicho que estoy enferma y, como
antigua propietaria, me parece que puedo faltar a
mi puesto sin tener que dar parte a nadie.
Javier, que sabía desde las nueve de la mañana
que su hermana había roto con Felipe, ya que
David había pasado parte a sus hermanos por
Whatsapp. Y Neill tuvo el detalle de hacerle
partícipe, puesto que David no tenía intención de
contárselo; estaba más que preocupado que su falta
al trabajo se debiese a otro bajón emocional.
—Porque no he venido aquí como jefe, pero sí
estoy aquí como hermano mayor y estoy esperando
que me digas de una vez que no debo preocuparme
porque tu relación con Felipe se haya acabado.
Rebeca no se sorprendió, en su familia, los
secretos no existían, y mucho menos cuando tenían
que ver con ella, parecía que todos sus hermanos
vivían para entrometerse en su vida.
—Pues no debes preocuparte.
—¿Segura? —Rebeca estaba al límite, de
verdad que ya no podía con su alma.
—No sé por qué me preguntáis si cada vez que
respondo no creéis una sola palabra. —Su
hermano la miró y se apiadó de ella, era
consciente que Rebeca necesitaba un respiro
después de lo de su madre.
—Será porque nos preocupamos por la niña de
mamá.
—¡Se acabó, fuera de aquí! —dijo con la voz
elevada y muy cabreada.
—Rebeca, que hayas discutido con mamá no
quiere decir nada. Las dos tenéis el mismo
carácter; eres digna hija de tu madre, tal para cual.
—Necesitaba que Rebeca olvidara aquella pelea
—. ¿Acaso no ves que tuvieron siete hijos varones
hasta que por fin llegaste tú?
Rebeca lo miró, negó con la cabeza y respondió
algo más calmada.
—Tuvieron ocho hijos porque no les gustaba
ver la televisión. —Javier sonrió, desde luego su
hermana tenía cada salida, incluso cuando estaba
enfadada.
—Bien sabes que eso no es verdad. Mamá te
adora, y eres la niña de sus ojos. Siempre lo has
sido, Rebeca.
—Pues está claro que ya no. Ya no soy esa niña
que ella adoraba —respondió con brillo en los
ojos.
Javier se dio cuenta que nunca habían pensado
que Rebeca pudiese necesitar más comprensión.
Ellos eran hombres, no lloraban, no se quejaban
por el dolor, eran brutos por naturaleza y habían
esperado de su hermana lo mismo. Pero estaba
claro que su hermana era una mujer y, aunque
intentara esconder sus muestras de debilidad para
que no se preocupasen, seguía siendo una
muchacha femenina y delicada.
Levantó la mano y acarició la mejilla de su
hermana, necesitaba que ella recibiese el cariño
que era muy posible no le había dado nunca como
merecía.
—Lo sigues siendo. De hecho, eras la niña de
todos nosotros, ¿acaso no ves que sin nuestra
pequeña no podemos estar?
Rebeca sonrió y agradeció esas palabras
tiernas con un beso en la mejilla.
—Gracias, Javier, si no tienes nada más que
decir, te agradecería que me dejases sola.
—Ya que no debo preocuparme según tú… nos
vemos el lunes. —Rebeca trabajaba de lunes a
viernes, era bueno ser propietaria, así podía
dejarse de día libre los sábados.
—El lunes no nos veremos, por si no te ha
avisado todavía tu mujercita, he dimitido.
—No digas tonterías, tómate las pastillas para
el dolor que me parece que te ayudarán a pensar
mejor.
Pero si algo tenía muy claro Rebeca era que no
volvería a poner un pie en la galería. A obstinada
no le ganaba nadie.
—Javier, he dimitido y te puedo asegurar que
no voy a volver. De hecho, no quiero ni la parte
que me corresponde de los beneficios, ya puedes
repartirlo entre los demás.
Su hermano se mordió los labios, siempre se
había caracterizado por su bendita paciencia, pero
hoy parecía que no lo iba a conseguir.
—Rebeca, no hagas que me enfade…
—No hagas que me enfade yo, he tomado una
decisión y te aseguro que no voy a cambiarla ni
por ti ni por nadie. Además, soy mayor de edad y
puedo decidir por mí misma.
Javier, conociendo a su hermana, prefirió dar
por terminada la conversación en ese momento. Ya
hablaría con ella el domingo si hiciese falta. Si
pensaba que iba a dejar de trabajar cerca de él,
donde la podía tener controlada, era que no lo
conocía para nada.

La comida había sido un desastre, todos


perdieron el apetito, esperaban impacientes a
Javier y parecía que la conversación entre
hermanos se demoraba. En cuanto bajó las
escaleras y vio a todos allí sentados, incluido a
David, no le sorprendió, al fin y al cabo había sido
él quien se había empeñado que hubiese unión
entre ellos desde bien pequeños.
—Si Rebeca no entra en razón, el domingo
volveré para hablar con ella. —No hizo falta decir
más para que todos supiesen que su hermana no
quería volver a su puesto.
David llevaba meses sin dirigir la palabra a su
hermano, pero hoy tenía algo que decir y no se iba
a marchar de aquella casa sin escucharlo.
—Voy a darte dos opciones —los hermanos se
sorprendieron—: La primera es que a tu mujer la
saques de la empresa, está claro que, además de
ladrona, es una vaga.
Víctor se incorporó del sofá, se acercó a Javier
y se mantuvo a su lado. Acusar de ladrona y,
además, afirmar con tanto ímpetu aquellas
palabras, podrían conseguir que Javier le partiese
la cara a su hermano; así que, por si acaso tenía
que agarrarlo, mejor cerca.
—La segunda: Si no lo haces tú, hablaré con
los demás, y nosotros mismos, si estamos
conforme todos, lo haremos por ti.
Jaime, al igual que había hecho Víctor, se
mantuvo al lado de David, las opciones eran muy
directas y desde luego la situación entre los
hermanos no era de envidiar. Dallas permaneció
en su sitio, no muy lejos, con los nervios en el
estómago.
Javier dio dos pasos al frente, pero David no se
amilanó, permaneció en su posición sin moverse
un ápice.
—La empresa es familiar, y tengo un libro de
familia en mi casa que demuestra que Alicia es mi
mujer. Así que ve olvidando las opciones porque
Alicia seguirá en la empresa.
—Que sea tu familia no quiere decir que sea de
la mía. Y la empresa es de los Irwin, no de los
allegados.
Javier adelantó un paso más, y Víctor lo agarró
del codo. Rubén y Dallas se acercaron también, no
parecía que fuesen a acabar bien las cosas.
—David, no he venido a pelearme contigo, así
que dejemos las cosas como están…
—No voy a dejar nada, piensa bien las
opciones porque el lunes, tu mujer, bien por tu
parte o por la nuestra, no volverá a la empresa. Te
advertí hace meses, Javier, ella consiguió que
nosotros estemos como estamos, pero te aseguré
que si algún día salpicaba a Rebeca, sería lo
último que le consentiría a tu mujer.
Viendo que ninguno iba a ceder, Dallas decidió
tomar partido. No era agradable puesto que Javier
era la figura más respetada de la casa, pero fue
honesto a sus sentimientos y habló:
—En realidad… —Los hermanos se giraron—.
Esto no debía haber llegado a estos límites. Alicia
no debió entrar en la empresa. Por hacerte un favor
estamos ahora en esta situación. Existe una
cláusula en la que se deja muy claro que ningún
cónyuge tendría poder en la empresa. Esa cláusula
se escribió para que el día de mañana, en caso de
que alguno de nosotros contrajese matrimonio, si
por motivos personales nuestras parejas no se
llevasen bien con las demás, que no afectase la
situación personal con la laboral.
David volvió a clavar la mirada en los ojos de
su hermano, ahora no tenía que inmiscuir a nadie
más: esa cláusula era todo cuanto necesitaba.
—Pues no hay más que hablar. El lunes, tu
mujer se queda en tu casa.
Javier no dijo nada, se soltó del agarre de su
hermano Víctor y se dirigió a la puerta. Estaba a
punto de salir cuando miró con desprecio a su
hermano David y dijo:
—Nunca pensé que llegaría a decir esto, pero
me avergüenza ser tu hermano.
Salió y dejó allí a todos con los ojos como
platos, a todos menos a David, que sin que Javier
lo supiese, lo había dejado roto. Puede que no se
hablasen, pero seguía siendo su hermano mayor, él
lo había admirado desde que tenía uso de razón.
Incluso enfadados, seguía sintiendo respeto,
admiración y amor.
Se dirigió a un mueble que había en la entrada
de la casa, cogió las llaves de su moto que había
dejado allí y salió sin despedirse de nadie.
Víctor se llevó las manos a la cara y empezó a
frotarse. Rubén negaba con la cabeza, las cosas
habían llegado demasiado lejos. Dallas se sentó en
el sofá y suspiró con fuerza.
Capítulo 4

Una familia unida

El sábado por la noche, recién cenados, ninguno


tenía planes. Rebeca se sentía mal, las palabras de
su madre seguían clavadas en su corazón. Malcolm
y Neill fueron informados por Rubén de lo que
había sucedido la tarde anterior.
Estaban preparándose para ver una película,
todos juntos, cuando la puerta de la casa se abrió y
cuatro personas hicieron acto de presencia. La
sorpresa fue innegable, nadie esperaba a sus
padres, y mucho menos acompañados por su
hermano mayor y su esposa.
El padre observó con detenimiento que sus
hijos no los recibían con la alegría habitual. Su
mujer le había puesto en antecedentes, pero no
imaginó que la cosa hubiese llegado tan lejos.
Después de saludarse con un par de besos y
poco más, Alicia quedó frente a Rebeca y sonrió
con malicia. Gesto que a Jaime, tan observador, no
le pasó desapercibido. Reaccionó rápido, rodeó a
Rebeca por los hombros y la alejó hasta el otro
extremo.
Amparo, una mujer con carácter fuerte, se
dirigió a sus hijos sin perder el tiempo. No había
cogido un avión para nada; las cosas claras. Avisó
a su hijo mayor para que fuese a recogerlos al
aeropuerto y fue muy tajante en que su mujer
acudiese con él. Y allí estaban todos.
—Sentaos, que tenemos mucho que hablar. —
Esas fueron las primeras palabras.
Jaime, por el contrario, hizo amago de alejarse
para dejar a la familia, pero la madre volvió a dar
una orden.
—Jaime, tú también, esto es una familia unida y
como tal te toca quedarte.
Amparo no podría imaginarse jamás la
felicidad que esas palabras le habían hecho sentir
a Jaime: Formaba parte de la familia.
Todos tomaron asiento entre los dos sofás y un
par de sillones. Los padres permanecieron en pie y
se miraron entre ellos.
Corey, el padre, físicamente idéntico a su hijo
mayor, aunque con algunas canas de diferencia, le
hizo un gesto a su mujer para darle su aprobación y
que continuase con lo que habían ido a solucionar.
—Esta familia siempre ha sido una piña. Los
unos hemos cuidado de los otros, y no estoy
dispuesta a que esto cambie. No he criado a ocho
hijos para verlos separados. ¡Me niego! Vuestro
padre y yo hemos venido a solucionar las cosas.
No pensamos marcharnos de aquí hasta que esta
familia siga siendo lo que ha sido siempre: UNA
FAMILIA UNIDA.
Todos permanecieron en silencio. Rebeca con
el corazón desbocado, pensando que su madre
había sido capaz de llegar hasta allí para echarle
en cara que ella era la causante de los problemas
familiares.
—Bien, una vez avisados de lo que hemos
venido a hacer, va siendo hora que cada uno de
vosotros diga lo que tiene que decir del resto.
Nunca hemos ocultado nada y os hemos enseñado
que los problemas se afrontan de cara.
Nadie dijo nada, jamás habían sido chivatos, su
madre tenía razón; cuando tenían problemas y
discusiones, lo arreglaban dando la cara y siendo
honestos.
—Ya que ninguno quiere empezar, seré yo quien
comience —dijo la madre acercándose a Rebeca
—. No me gustó tu comportamiento de ayer, y hoy
vas a disculparte.
Rebeca se puso en pie, su mellizo Malcolm,
que seguía sentado a su lado, le sujetó la mano
para darle ánimo y que no se agobiara.
—De lo único que voy a disculparme es de
haberte gritado. Estaba enfada y te alcé la voz,
pero no pienso disculparme ante nadie más. —La
madre la miró y respondió:
—Alicia, ahora vas a decirle a mi hija todo
cuanto me contaste a mí, y así mi hija tendrá que
disculparse en caso que sea necesario.
Alicia, que tenía todavía esa sonrisa en los
labios, se quedó petrificada. No esperaba ni de
lejos que su suegra le hiciese una encerrona. Miró
a Javier esperando que él tomase parte y le sacara
del apuro, pero no recibió tal apoyo.
—Amparo… yo… creo que no es necesario…
—La madre fue tan tajante como siempre.
—¡Lo es! Vas a decirle a mi hija todas la quejas
que tienes y así aclarar las cosas cuanto antes.
Ya que Alicia no encontraba el vocabulario
apropiado, y con ganas de terminar aquello,
Amparo volvió a ser la voz cantante.
—En vista que Alicia se siente algo cohibida,
te diré yo algunas de las quejas de tu cuñada para
que puedas aclararnos. —Rebeca permaneció
callada—. Para empezar, estás desatendiendo la
galería, además de que te excedes en tu puesto e
incluso abusas de poder ante los empleados.
Desapareces durante horas sin dar parte, y
perdemos clientes por tu falta de puntualidad…
A Rebeca se le contrajo el estómago, ladeó la
cabeza hacia la derecha, y Malcolm notó que por
poco le rompe los dedos. Furiosa era poco. Dallas
y David se miraron, allí iba a arder Troya. Rebeca
interrumpió a su madre con una entonación que no
dejó duda alguna que se había acabado la poca
paciencia que tenía.
—¡¿Que qué?!
Alicia, que no esperaba esa reacción, se
sobresaltó.
—Lo que tu cuñada nos ha informado —
respondió la madre seria. La mirada de Rebeca se
clavó en Alicia.
—¡Pues voy a informar! —Se situó tan cerca de
Alicia que se quedaron a menos de un palmo—.
Nunca he llegado tarde, siempre he sido una
persona muy puntual en mi puesto de trabajo. Los
empleados me tienen en estima, y soy yo quien
mejor los trato. ¡Jamás, pero jamás, he faltado a mi
puesto de trabajo hasta ayer!
El padre observó perfectamente a todos sus
hijos allí callados, su hija pequeña estaba enojada
y por fin allí se iba a descubrir la verdad.
—¡Y ahora que he informado, voy a enumerar
mis quejas!
—Lo ves, no te das cuenta Rebeca, siempre
estás gritando para amenazarnos —dijo la cuñada
para ver si así su suegra le echaba un cable.
—Puede que yo grite, Alicia, pero desde luego
no soy una maldita mentirosa. —Alicia iba a
protestar cuando Rebeca levantó la mano muy
tajante—. No quería llegar a esto, y no por ti, pero
a diferencia de ti, Alicia, yo sí me preocupo por
mi hermano. A mí sí me duele tener que contar la
clase de mujer que eres…
—No tengo por qué soportar esto. —Alicia
hizo el amago de marcharse, pero Rebeca la sujetó
de la muñeca con fuerza.
—¡Ya lo creo que sí! —Ambas se miraron con
desprecio—. En un año has acudido al trabajo diez
veces, vienes todas la mañanas con mi hermano y
en cuanto él se retira para encerrarse en el
despacho, tú desapareces. Tu nómina la has ido
aumentando desde hace un año y, de hecho a día de
hoy, cobras casi tres cientos euros más de lo que
yo gano: Y eso que yo tengo la prima de beneficios
por ser propietaria de la galería. Y ahora que has
tenido la poca vergüenza de acusarme con
mentiras, ¡mejor será que aclares a toda la familia
dónde va a parar el dinero que robas!
Javier se puso en pie sin pensarlo, una cosa era
que se dijesen cosas y se echasen en cara lo que
les molestaba la una de la otra, pero que acusasen
a su mujer de ladrona, eso no podía consentirlo.
—¡Rebeca, mide tus palabras! —Su hermana lo
miró y respondió:
—¡No voy a medir nada! Tu mujer ha estado
sacando dinero a diario, pequeñas cantidades que
he podido encontrar y no estoy dispuesta a seguir
pasándolo por alto.
—¡Mentira! —gritó la cuñada.
—¡No se te ocurra llamarme mentirosa! —
Javier se acercó a su hermana y la empujó hacia
atrás porque se había acercado demasiado a su
mujer, acusándola con el dedo de la mano. Por
desgracia, utilizó más fuerza de la que pretendía, y
Rebeca dio un tras pie y fue a parar al suelo.
Como un resorte, David fue a por Javier; por
suerte, Rubén y Víctor lo agarraron. Malcolm,
también raudo, consiguió rozar el brazo de Javier,
pero Neill y Dallas se lo impidieron.
Los padres temblaron, jamás sus hijos habían
llegado a las manos. Cuando eran pequeños, y sin
maldad, las típicas peleas de niños jugando. Pero
esto era una locura.
Javier se quedó helado, no era su intención
hacer daño a su hermana, palideció y le tendió la
mano para alzarla. Con los ojos brillantes de la
misma rabia que llevaba, y con un hilo de voz, le
habló:
—Perdóname, Beca. Por favor, créeme, no era
mi intención.
Rebeca se levantó sin agarrar su mano. Volvió a
erguir el dedo acusador y los señaló a ambos,
primero a su hermano y luego a su cuñada.
—De ella lo esperaba, Javier, ya intentó
tirarme una vez por las escaleras cuando le advertí
que la descubriría ante todos por llevar tiempo
metiendo mano en la caja. —Javier se quedó
totalmente paralizado—. Suerte que David estuvo
allí y me ayudó a solucionarlo.
¿Entonces no mintió David, cuando le contó que
Alicia y Rebeca discutieron y su mujer había
llegado a las manos?. La desazón se apoderó de
Javier. Cuando su hermano había ido a verle y
mantuvieron una discusión, no esperaba que fueran
ciertas sus palabras. Ahora, allí, delante de ambos
hermanos, no sabía ni qué hacer ni qué decir.
—¡Se acabó, sentaros! —la voz rotunda de su
padre consiguió que todos los hermanos se
calmasen—. ¡Venga, no voy a repetir las cosas!
Cada uno regresó a su asiento y permanecieron
callados, con una atmósfera casi irrespirable.
—Si tengo que cerrar la galería para que esta
familia siga unida, os aseguro que mañana mismo
cuelgo el cartel de cerrado.
Amparo se apretaba las manos, nunca había
visto a su esposo tan perturbado. Sus hijos eran
para ellos lo más importante en la vida. Su marido
tenía razón, si había que cerrar, se cerraría; sus
hijos ya eran mayores y podían solventarse la vida
sin necesidad de la empresa familiar.
—Javier, tu comportamiento…
—Papá, lamento lo que ha sucedido, no ha sido
mi intención que Rebeca cayera al suelo…
—Eso espero… —El padre no se andaba por
las ramas, pero Javier tampoco.
—Pero no se puede acusar a mi mujer de
ladrona, eso no voy a tolerárselo ni a Rebeca ni a
nadie.
—En eso también estoy de acuerdo. Rebeca, tus
acusaciones son muy graves… —Rebeca volvió a
ponerse en pie, estaba tan nerviosa que no sabía
qué hacer.
—¿Me estás diciendo que tú tampoco me
crees? —preguntó Rebeca con la voz rota.
—Estoy diciendo que tus acusaciones hieren —
respondió el padre, respuesta que a Rebeca no
conformó.
—Me crees, ¿sí o no? —Difícil respuesta para
un padre que tenía a la familia ahora mismo en pie
de guerra.
—Rebeca, tu padre… —la voz de Amparo
intentando que padre e hija no se enojasen.
—¿Sí o no, papá? —Rebeca quería una
respuesta, ya iba siendo hora de saber si su
palabra valía más que la de su cuñada a vista de
sus padres.
Corey tenía clara la respuesta, su hija nunca
había sido una mentirosa, pero su hijo mayor
estaba en la situación más incómoda y no se
merecía que por su mujer se enemistase con el
resto de hermanos.
—No. Creo que Alicia, si cogió dinero de la
caja, sería por un buen motivo y porque Javier lo
permitió.
Rebeca tragó saliva, ni siquiera su padre creía
en ella; por primera vez en su vida, las lágrimas se
le agolparon en los ojos delante de toda su familia.
—Muy bien, ya sé que no tengo el apoyo de mis
padres, es bueno saber que creéis antes a Alicia
que a mí. —Respiró con dificultad para evitar
llorar—. Jamás imaginé que mi familia me diera la
espalda; y luego tenéis el valor de decir que esto
es una familia unida.
—Rebeca…
—No, mamá, para mí esta familia ya me ha
dejado claro que mi palabra no tiene valía. —
Miró a su padre, y con una lágrima que no pudo
retener, dijo—: Lástima que lo tuvieses tan claro,
porque ahora no me van a valer las disculpas.
Salió corriendo a su dormitorio, todos se
quedaron sentados sin entender cómo era posible
que su progenitor hubiese dudado de la palabra de
su propia hija. Un minuto tardó Rebeca en bajar de
nuevo con papeles en la mano. Se acercó a su
padre y se los tendió.
—Toma, aquí tienes… —Desvió la mirada a su
madre—. No voy a quedarme a escuchar unas
disculpas y aclaraciones que ya no necesito; ni de
vuestra parte ni de la suya.
Y con la cabeza erguida, pasó por delante de
todos en dirección a la puerta de entrada, la abrió
y, girándose para volver a mirar a sus padres, dijo
antes de cerrar:
—Ya tenéis una nuera, no necesitáis una hija.
Los padres, con el corazón roto, aguantaron el
tipo. Obligaron a sus hijos a permanecer allí
sentados hasta que ellos decidieran lo contrario.
Corey, con la calma que pudo reunir a base de
mucha fuerza de voluntad, estudió los papeles que
su hija le había entregado.
—Puede que mi hija no quiera escuchar las
aclaraciones, pero al resto de la familia vas a
tener que aclararnos todas estas cuentas sucias.
Javier se levantó y leyó todas aquellas hojas.
Cierto era que se habían desviado cantidades a una
cuenta distinta, al igual que la nómina de Alicia
era superior a la de su hermana como ella había
afirmado.
David se levantó de su asiento, y cuando su
madre quiso impedírselo, este, por primera vez en
su vida, desobedeció a su progenitora.
—Al igual que mi hermana, yo no necesito ni
quiero sus aclaraciones o disculpas.
Y desapareció por la misma puerta que, minutos
antes, su hermana pequeña había utilizado.
Alicia dio mil explicaciones que a nadie le
importaba. Su hermana había demostrado,
guardando todos esos papeles, que ante todo
pensaba en su hermano Javier. Podía haber
mostrado esos papeles hacía casi un año y no lo
hizo para salvaguardar a su hermano mayor del
resto de la familia. De haberlo hecho es posible
que nadie se hablase con su hermano. Al igual que
quedó demostrado que el dinero fue devuelto por
la exigencia de Rebeca. Por mucho que Alicia
estuviese ahora dando a entender que ella todos
los meses devolvía las cantidades, los papeles no
decían lo mismo. La cantidad devuelta era inferior
a la prestada.
Javier estaba desesperado, ya no eran las
cuentas lo que le fallaba, eso ya le daba lo mismo,
lo peor era haber perdido a su hermano. Todo
empezaba a darle vueltas, se sentía tan angustiado
que tuvo que sentarse porque estaba realmente
mareado. Malcolm se acercó a él, le tomó el brazo
y comprobó que tenía el pulso acelerado.
—Jaime, por favor, sube a mi dormitorio y baja
mi maletín, —Dicho y hecho, en menos de un
minuto ya lo tenía en sus manos.
—Estoy bien, no es nada. —Malcolm miró a su
hermano y respondió:
—Eso lo diré yo.
—Mi amor, es mejor que nos marchemos a
casa, por hoy ya hemos tenido bastante. —
Malcolm fusiló con la mirada a su cuñada.
—Tienes la tensión muy alta.
—¿Y a ti no te parece normal con la que nos
habéis liado? —respondió Alicia muy soberbia.
—¡Cállate, Alicia! —Tronó la voz de Javier.
Los padres volvieron a tomar cartas en el
asunto, le pidieron a Javier que se marchase a casa
a descansar, y cuando estuviese calmado y con
fuerzas, ya hablarían de todo con tranquilidad.
Javier no quería irse, su mujer había originado
todo aquello, y él debía dar la cara ante los
hermanos. Sus padres al final lo convencieron y se
marcharon.
Una cosa había quedado clara esa noche, su
nuera no volvería a entrar en la galería ni como
invitada.
***
Las doce de la noche y nadie sabía dónde
localizar a Rebeca. David había ido hasta casa de
Tamara, pero allí no estaba. El móvil no lo llevaba
encima, y su vehículo seguía aparcado en su plaza.
Llamaron al guardia de la entrada de la
urbanización pero este dijo que no la había visto
salir: Claro que su turno empezaba a las once de la
noche y era posible que hubiese salido antes.
Jaime tuvo un pálpito y fue en su busca. De
pequeña, Rebeca, decía que les compraría la casa
a los vecinos de enfrente, era la única que daba a
un pequeño lago. Saltó la valla y se dirigió a un
cenador que había en la parte trasera, desde donde
se veía el lago.
—¿Qué haces aquí, Beca?
Ella se sobresaltó.
—Hasta ahora que has llegado tú, esconderme.
Lo había hecho alguna que otra vez, le
encantaba aquel lugar, decía que era su lugar
favorito, allí se sentía apartada de todo, y la paz
que respiraba le hacía sentirse bien. Jaime se
acercó y se sentó a su lado.
—No deberías esconderte, están todos
buscándote muy preocupados. —Beca hizo un
gesto amargo.
—Están mejor sin mí.
—Bien sabes que eso no es verdad. —Jaime la
conocía mejor que nadie.
—¿Verdad?, la verdad solo depende de la
persona que hable, ya nadie cree en la verdad
auténtica. Yo podría decir mil verdades y, ¿crees
que alguien me creería? —Jaime le sostuvo la
barbilla para que lo mirase.
—Todos, Rebeca, todos te creerían.
—Has estado en la misma habitación que yo,
ese comentario te queda muy lejos de la realidad.
¿No te parece?
—Me parece que tu padre ha tomado una de las
decisiones más duras de su vida. Tenía que decidir
entre ser sincero y demostrar que te creía, o mentir
y conseguir, de ese modo, que Javier siguiese
siendo el hermano mayor que todos habéis
respetado desde pequeños.
Rebeca se tomó su tiempo para asimilar aquella
información mientras Jaime seguía sosteniendo su
barbilla.
—No tenía necesidad de hacerlo, no se trataba
de Javier…
—Claro que sí, Alicia es su mujer, la estabas
acusando de haber estafado, y, por lo tanto, Javier
se sentía responsable de no haberlo visto venir, y
por ello tus hermanos podían echárselo en cara.
Sabes que Javier siempre se siente responsable, al
igual que eres consciente que todos creen en ti.
Rebeca iba a bajar la cabeza de nuevo, pero la
mano de Jaime lo impidió, quería mirarle a los
ojos, ella siempre lo hacía, no estaba dispuesto a
dejar que eso cambiase, porque no debía sentirse
avergonzada.
—¿Y qué se supone que debo hacer? —
preguntó temerosa.
—Lo que has hecho siempre, dar la cara. No te
escondas de nada ni de nadie, tú no eres la
causante de lo que ha pasado en casa.
—No es a mí a quien debes convencer, Jaime,
deberías decirle esas cosas a mi madre. Ella sí
tiene claro que yo fui la responsable de que David
y Javier se peleasen.
—Rebeca, no tengas en cuenta las palabras de
tu madre, estaba muy enfadada y dijo cosas de las
que ambos sabemos que está muy arrepentida. —
Beca apretó los labios—. ¿No ves que ha sido
capaz de coger un avión y venir a buscarte?
—¿A mí?
—Sí, Rebeca, sí, a ti, a su niña. Ha obligado a
Alicia a venir para que te tuviese delante, tú
debías plantarle cara y demostrar que tu madre no
estaba equivocada, que por mucho que tu cuñada
le diga, tú eres la única sincera, la única que
puede unir a vuestra familia.
A Rebeca volvieron a brillarle los ojos, un
gesto que emocionó a Jaime, y, para mayor
sorpresa, Rebeca lo abrazó con fuerza.
Capítulo 5

Los hermanos no pueden odiarse

Rebeca y Jaime entraron en la casa, y sus


hermanos se acercaron “rápidos” a abrazarla. Sus
padres los miraron desde la distancia, después de
sus últimas palabras era mejor dejarla a su aire, ya
hablarían con ella con mucha calma.
—Familia, nosotros vamos a acostarnos,
estamos agotados —dijo el padre con voz fatigada
y destrozada, más por la pena que sentía que por el
cansancio físico. Sus hijos les dieron las buenas
noches, y la voz de Rebeca les dio esperanzas.
—Me gustaría pediros disculpas antes de que
os acostéis, no debí marcharme y dejaros.
—No tienes por qué disculparte, hija —
respondió el padre.
—Yo creo que sí, papá. No me he comportado
como una adulta.
Los hermanos se retiraron a la cocina para
dejarlos solos, debían aclarar muchas cosas, y
ellos no debían inmiscuirse en esa conversación
de padres e hija. Rebeca hizo un gesto con la
mano, invitando a sentarse a sus padres en el sofá
para tenerlos delante.
Sabía que debía buscar las palabras
apropiadas, Jaime le había hecho entender que la
decisión de sus padres había sido injusta por un
único motivo, y estaba claro que ella había
escondido durante un año todos aquellos secretos
y papeles por lo mismo: Javier era lo único que
importaba.
—A ti, mamá, te debo disculpas por la forma
irracional de mi comportamiento de ayer, no tenía
ningún derecho a alzarte la voz, —La madre
negaba con la cabeza—. Sí, mamá, ese respeto te
lo debo porque eres mi madre.
La mujer por primera vez en su vida no sabía
qué decir, su pequeña no le debía nada, ya que ella
había empezado aquella disputa.
—A ti, papá, te debo también unas disculpas…
no debí entregarte esos papeles, debí guardarlos y
evitarte el mal trago. Lo lamento, de verdad que lo
lamento con toda mi alma.
—Pues no deberías, hija. Tú no eres la
responsable de nada, los malos actos de Alicia son
únicamente de ella. Ni tú ni Javier sois
responsables de lo que ella ha hecho a escondidas.
—Ambos sabemos que Javier se culpa —dijo
Rebeca con pesar y honesta.
—Cierto, y no debería. Claro que siempre se ha
responsabilizado de todos y no iba a ser menos
cuando se trata de Alicia.
—No debí decir nada, era mejor seguir
callando, al final no ha servido de nada ocultarlo
durante un año, porque Javier ha terminado
escaldado por mi culpa.
—Por tu culpa no, la única culpable es Alicia.
La madre, que conocía a su hija a la perfección,
supo que debía decir unas palabras.
—Tu padre tiene razón, no es culpa tuya…
escucha, Rebeca, ayer dije cosas de las que me
arrepiento, tú no tuviste la culpa de la pelea entre
tus hermanos.
—Mamá, no importa, digas lo que digas no me
va a hacer sentir mejor. Debí convencer a David
de que lo dejase estar, sabía que iría hablar con
Javier y no hice nada para evitarlo.
—Escúchame, hija, tus hermanos ya son
adultos, y David hizo lo que debía hacer. Javier se
vio entre la espada y la pared, Alicia y tú nunca os
habéis llevado bien; es normal que Javi creyese
que tu hermano estaba exagerando, no podía
imaginar que su mujer te hubiese intentado tirar
por las escaleras. —Rebeca cerró los ojos para
olvidar aquel momento tan desagradable.
—Ahora se odian —dijo con tanto pesar que
por poco llora.
—Los hermanos nunca pueden odiarse. Pueden
estar peleados, pueden dejar de hablarse, pero
odiarse, ¡nunca!
Rebeca miró a su madre y sonrió, esa mujer
tenía tanta positividad cuando se trataba de sus
hijos que parecía mentira que ahora dos de ellos
estuviesen enemistados.
—Cariño, ahora soy yo quien te pide perdón…
—La voz de su padre la sacó de sus pensamientos
—. No quiero que pienses que no te he creído, sé
de sobra que nunca has sido una mujer mentirosa,
de pequeña no sabías mentir y desde luego creciste
convirtiéndote en una mujer sincera.
Rebeca no pudo más, abrazó a su padre y se
puso a llorar. Se había criado entre hombres, ellos
no lloraban, y ella, cuando tenía que hacerlo,
siempre lo hacía a escondidas, pero esta vez no
pudo guardarse dentro sus emociones y explotó
junto a las dos personas que le dieron la vida.
Una vez aclaradas las cosas entre padres e hija,
decidieron que era hora de retirarse. Todos se
acostaron, aunque eran conscientes que algunos de
ellos no dormirían.
***
A las tres de la madrugada, Javier entró en el
dormitorio que compartían David y Jaime. Nada
más abrir la puerta, David giró la cabeza y se
encontró a la persona que menos esperaba aunque
para ser franco, sintió alegría. Javier le hizo una
seña con la cabeza para que lo siguiese, no quería
despertar a Jaime. No se opuso, se levantó y le
siguió los pasos. Cuando salieron al exterior de la
casa, se sentaron en el balancín de madera que
había en el porche de la entrada.
—David, te juro que daría la vida ahora mismo
si con eso consiguiera borrar el pasado. —Unas
palabras cargadas de honestidad.
—Me has hecho mucho daño, Javier —
respondió David con sinceridad—. Siempre te he
admirado, has sido para mí mucho más que un
hermano, y pusiste en duda mi palabra ante la de
Alicia.
—Lo sé, David… ¿Comprendes que era muy
difícil para mí creer que mi mujer quisiese hacer
daño a mi hermana pequeña?
—Lo entiendo, pero no puedo comprender que
no creyeses en mí. ¡Joder, Javier! ¿Cuándo te había
fallado yo? Beca y tú siempre habéis sido lo más
grande para mí. —No mentía, la adoración por
ambos hermanos era inmensa—. Hubiese dado la
vida por ti.
Los dos se quedaron callados, Javier seguía
sintiendo esa opresión en el pecho. Necesitaba el
perdón de su hermano.
—Sé que os he fallado… Rebeca ahora mismo
debe odiarme tanto como tú en estos momentos. En
realidad os he fallado a todos.
Era la primera vez que David veía llorar a
Javier, se le partió el corazón, era su hermano
mayor. ¡Por todos los santos!, seguía siendo el
hombre al que adoraba y respetaba más que a
nadie en el mundo.
—No has fallado a nadie, Javier —dijo
llevando una mano a su hombro—. Sí, me has
hecho daño, pero sigues siendo mi hermano.
—Un hermano debe cuidar y proteger a los
otros, y yo en eso te he fallado —dijo secándose
las lágrimas con el dorso de la mano.
—En eso nunca me has fallado, me fallaste al
desconfiar de mi palabra, pero siempre me has
protegido y querido como nadie. —Apretó el
hombro de Javier con cariño—. Esta familia,
como dice mamá, es una familia unida. Y esa
unión te la debemos a ti.
—¿Y de qué ha servido, David? —preguntó con
un deje de culpabilidad.
—De que hoy estemos aquí sentados haciendo
las paces.
Javier miró a su hermano pequeño con cariño,
y, aunque decían que los hombres nunca lloraban,
esa noche, dos hermanos demostraron todo lo
contrario. Fue abrazarse y llorar ambos.
Diez minutos más tarde se separaron, la unión
de aquellos dos hombres volvía a ser la de antaño.
Sin mediar palabra, supieron lo que debían hacer
en ese instante. Entraron juntos a la casa y
subieron las escaleras para buscar a la persona
que, a ciencia cierta, se habría acostado unas horas
antes para llorar a escondidas por sentirse
responsable de una pelea entre hermanos de la que
ella no había sido la causante.
Al entrar, sonrieron, su hermana estaba hecha
un ovillo en la cama; ciertas cosas no cambian
nunca. La observaron durante un momento, tenía
hipitos, y eso significaba que hacía muy poco que
había dejado de llorar. Javier decidió despertarla
con cuidado. Rebeca al abrir los ojos y ver a sus
dos hermanos, se incorporó, quedándose sentada
con la espalda pegada al cabecero de la cama.
—¿Qué pasa? —preguntó algo adormilada.
—Nada, simplemente queríamos darle un beso
de buenas noches a nuestra hermana. —Al
acercarse más, ella observó fugazmente que Javier
tenía los ojos rojos de haber llorado. Eso no lo
esperaba y al mirar a su otro hermano, tanto de lo
mismo.
—¿Os habéis peleado de nuevo? —preguntó
preocupada.
—No, eso ya pertenece al pasado. —La
respuesta de David se convirtió en alivio y
esperanza.
—Entonces, os habéis perdonado, ¿no? —
Ambos asintieron con sonrisas en la cara.
Rebeca se llevó las manos a la boca para no
gritar, sintió cómo si le quitaban cien kilos de
encima. En un arrebato, se puso de rodillas y
alargó los brazos para abrazar a ambos hermanos.
—Beca, perdóname…
—No digas nada, Javier, el pasado, pasado
está. —No quería más disculpas ni perdones ni
nada que volviese hacerles recordar la angustia
vivida.

A las diez de la mañana, el mellizo de Rebeca


dio un golpe en la puerta y, como era habitual, sin
esperar respuesta, abrió. Malcolm no pudo evitar
sonreír, en la cama estaban sus tres hermanos
durmiendo a pierna suelta. Sus padres, que
pasaban justo por detrás, vieron a Malcolm
hacerles una seña para que se acercasen a mirar
aquella estampa. Rieron, porque ver a su hija
hecha un ovillo entre sus dos hermanos, era como
mirar las viejas fotografías de cuando eran niños.
Neill y Jaime se acercaron también, con
curiosidad de verlos allí parados. Entre todos se
cruzaron miradas de satisfacción, alivio y
felicidad. Por fin volvían a ser la familia unida
que tanto les gustaba. Cuando decidieron alejarse,
Dallas y Víctor llegaban, y ambos pensaron lo
mismo, se miraron entre sí y decidieron entrar
como cuando eran críos.
Se lanzaron a la cama, con menos brío que
cuando eran pequeños, no fuera cosa que la
rompiesen, además de llevarse una colleja bien
dada por los que estaban allí durmiendo. Los tres
hermanos se despertaron sobresaltados, pero al
segundo estaban muertos de risa. Neill, que seguía
en la habitación mirando con adoración la escena,
dijo:
—¡Venga, bellas durmientes, a desayunar!
Querían comenzar la mañana juntos, porque
Neill debía ir al restaurante a trabajar. Restaurante
al que pensaban ir todos a comer porque Neill se
lo había pedido a sus padres.
Rebeca se levantó con una gran sonrisa en la
cara, hacía mucho tiempo que sus hermanos no la
despertaban de esa manera tan cariñosa y, además,
había recibido besos por parte de todos. Uno a uno
fueron bajando al comedor para desayunar.
Nadie quería estropear el momento, aunque
todos tenían curiosidad, ¿qué había pasado entre
Alicia y Javier? El hermano mayor, que los
conocía como si los hubiese parido a todos, con
voz tranquila comentó:
—Alicia no volverá a la galería y, por
supuesto, no recibirá nómina.
Nadie sabía qué debían preguntar sin alterar la
paz de la que disfrutaban esa mañana. Al final,
David tomó la decisión de hacer las preguntas y
demostrar a todos que entre Javier y él las cosas
volvían a ser como siempre.
—¿Y tú y ella habéis aclarado las cosas?
—Sí… no fue agradable, eso no lo voy a negar,
pero hemos conseguido llegar a un entendimiento.
—Si tú estás bien y te has quedado tranquilo
con sus explicaciones, nosotros no necesitamos
más. —Cierto, pensaron todos los hermanos.
—Gracias, podéis estar tranquilos.
***
A las tres en punto de la tarde, toda la familia
Irwin se encontraba alrededor de una mesa en el
restaurante de Neill. Un restaurante cuyo nombre
no dudó a la hora de montar un negocio: El Gran
Nido, ubicado en un lugar emblemático de la
ciudad de Valencia, junto a la Albufera.
—Prefiero comer en casa, detesto la nueva
cocina, apenas ponen comida en los platos —
susurró Rebeca a Jaime, para que no la escuchasen
sus padres.
—Que no te oiga Neill, no se lo tomaría muy
bien —respondió sonriente.
—A Neill se lo he dicho mil veces, me parecen
abusivos los precios en estos restaurantes por dos
bocados.
Rebeca era una mujer de buen apetito, al igual
que sus hermanos. Preferían la comida que Neill
preparaba en casa que acudir al restaurante. Cierto
que era un chef de renombre, galardonado nada
menos que con una estrella Michelin, pero a sus
hermanos les apetecía comer en buenas cantidades.
—Por algo es el millonetis de la familia —dijo
Jaime con humor, y Rebeca sonrió—. Además, con
esta comida no será necesario salir a correr, no
hay grasas que quemar.
Rebeca rió a mandíbula abierta, tenía razón, ese
domingo no necesitaba salir a correr para
mantenerse en forma. Una costumbre que tenía
desde que cumplió los catorce años. Todos los
días salía a correr por la urbanización durante una
hora. No era una mujer de constitución grande, lo
que favorecía mucho a sus piernas para tenerlas
largas, delgadas y bien tonificadas por el
ejercicio. Le hubiera encantado tener una talla más
de pecho, pero una noventa y cinco tampoco era
para quejarse, y aunque sacaba de quicio a sus
hermanos, le fascinaba la moda y, sobre todo, ir
provocativa y sexy.
La risa de Rebeca desapareció tan rápido que
Jaime se extrañó. Ladeó la cabeza para ver con
exactitud dónde tenía ella clavada la mirada. Eso
sí que no lo esperaba nadie, encontrar a Felipe con
una mujer del brazo en el restaurante del hermano
de su ex. Malcolm también se percató del detalle y
pensó al instante que era de muy mal gusto tener
ese detalle. Se levantó excusándose de que debía
ir al baño. Jaime cogió la mano de Rebeca por
debajo de la mesa y empezó acariciarla con el
dedo pulgar para tranquilizarla. El resto de la
familia era ajena a aquella situación incómoda que
estaba viviendo Rebeca. Su hermano Rubén los
distrajo con una anécdota.
Malcolm llegó hasta Felipe y se plantó justo
delante. Siempre se había considerado un hombre
educado, aunque hoy no lo tenía tan claro.
—Me parece de muy mal gusto que te presentes
precisamente aquí acompañado.
Felipe lo miró a los ojos, y la mujer bajita y
morena que lo acompañaba levantó la cabeza para
mirar bien al hombre alto, guapo y con voz varonil
que les había hablado.
—Este restaurante es un lugar público, creo que
tengo todo el derecho del mundo a comer dónde
me venga en gana.
—En eso estás muy equivocado, es un lugar
público para todos excepto para ti, desde hoy
tienes prohibida la entrada a este restaurante. —La
mujer empezó a inquietarse. ¿A qué venía aquello?
Todos los hermanos estaban al corriente de la
ruptura y cómo había sido la despedida de ambos.
Tamara había contado con todo tipo de detalles la
escena que vivieron Felipe y su hermana dos
noches antes.
—¿Hay algún problema? —preguntó la mujer
morena.
—Sí, lo hay.
Cuando Felipe estaba a punto de responder,
Víctor se acercó hasta ellos. La acompañante de
Felipe disfrutó todavía más, si el hombre de antes
era guapo, el que se había puesto delante de ella
era un pecado. La camiseta ajustada demostraba
unas abdominales muy marcadas, sus brazos
fuertes la incitaban a fantasear en cómo podía
levantarla sin apenas esfuerzo en un momento de
sexo salvaje, el hoyuelo en la barbilla, mmm… se
estaba excitando sólo con mirarle.
—Felipe, tienes veinte segundos para
desaparecer, no me obligues a demostrarlo.
Felipe, que no quería dar su brazo a torcer, iba
a responder, pero Neill llegó antes, era su
restaurante y como tal tenía el poder.
—No hay mesa para ti y tu acompañante. Y a
partir de hoy no entrarás en mi restaurante.
—¿Podría explicarme alguien el motivo? —
preguntó la morena algo mosqueada.
Víctor bajó la cabeza y muy cerca de su cara
espetó:
—Te estás tirando al novio… ex novio de mi
hermana y, ¿pretendéis que encima os den mesa
para comer?
La chica se quedó helada. ¿Qué quería decir
que se estaba tirando al novio de nadie?
—¡Eso no es verdad! —Se zafó del brazo de
Felipe y lo miró con rabia—. ¿Estás saliendo con
alguien?
—No, no salgo con nadie.
—Desde el viernes querrás decir. —Con mucho
sarcasmo dijo esta frase Víctor.
Felipe ya no tenía tantas ganas de comer en
aquel restaurante, sinceramente, cuando pensó en
llevarla allí fue con un pensamiento: castigar a
Rebeca por haberle hecho pasar tanta vergüenza el
viernes. Sabía que Neill se lo contaría a su
hermana, pero no esperaba encontrar a sus
hermanos allí.
—¡Nos vamos! —sentenció sujetando la mano
de la morena, ésta se soltó rápida.
—¿Estabas saliendo con alguien hasta este
viernes? —preguntó muy molesta y cabreada.
Su primera opción era mentir, pero teniendo en
cuenta que había allí tres hombres que afirmarían
lo contrario, decidió elegir una segunda opción.
—Yo… bueno, la dejé por ti.
—¡¿Por mí?! —La chica estaba alucinada, y
Víctor sonrió, esa muchacha debía tener el mismo
mal carácter que su hermana cuando estaba
cabreada.
—¡Eres un maldito gilipollas! ¡¿Cómo se te
ocurre invitarme aquí?!
Y dicho esto, agarró al vuelo una copa de vino
que llevaba un camarero en la bandeja y se la
estampó en la cara a Felipe. La morena se dio la
vuelta y salió a pasos agigantados mientras los tres
hermanos rieron. Neill le hizo una seña a un
empleado, y este sacó a Felipe de su restaurante
sin ningún miramiento.
—¡Cómo odio a ese tío! ¡Joder, siempre acaba
liándose con las más guapas! —dijo Víctor porque
reconocía que su hermana era una mujer guapa, y
la morena que acaba de marcharse, en su opinión,
era una belleza.
Neill sonrío y le dio una palmadita a su
hermano en el hombro. Malcolm también se había
percatado que Víctor se había quedado prendado
de la bajita morena de ojos verdes.
—Sí, hay cabrones con suerte. —Frase de
Malcolm mientras le daba un empujón con el codo
para hacerlo regresar a la mesa.
Pasaron una velada agradable, las risas
constantes muy típicas en esas reuniones
familiares. Los Irwin juntos podían con todo y
todos, separados no eran nadie, por eso Javier
desde pequeños les enseñó a permanecer unidos y
así enfrentarse a todo lo que el destino les pusiese
por delante.
Habían sido buenos estudiantes todos ellos. La
madre siempre inculcó a sus hijos que para ser
hombres de provecho debían labrarse un futuro, y
para ella el buen futuro empezaba por una
educación. Al tener dos nacionalidades, la
española y la escocesa, estudiaron en un colegio
bilingüe. Y en la casa, por norma general, se
hablaba en gaélico, ya que el padre quería que sus
hijos se sintiesen escoceses auténticos.
Hoy en día, escuchar nombres ingleses era
habitual, pero cuando sus padres fueron alternando
los nombres de sus hijos, a la gente le pareció
extraño. Siempre habían sido mirados por los
vecinos como gente extravagante: ocho hijos que
cuya diferencia de edad eran dos años, nombres
raros les parecía a la mayoría de ellos por no
saber que el cabeza de familia era escocés.
La madre, callada, no paraba de observar a
todos ellos, se sentía orgullosa y dichosa de toda
su familia. Se fijó en su marido, seguía siendo el
hombre serio, respetuoso y atractivo que conoció
cuando tenía quince años. Habían pasado cuarenta
y cinco años y seguía tan enamorada de aquel
hombre como la primera vez que le dijo te amo.
Capítulo 6

La casa de sus sueños

Había pasado un mes desde la última comida


todos juntos. Era principios de junio, una noche
calurosa, y estaban todos los hermanos sentados en
la terraza trasera, frente a la piscina, jugando al
póquer. Sonó el timbre de la casa, y David fue
abrir la puerta.
—Hola, Tamy. —Le dio dos besos—. Dallas
esta noche va a perder hasta la camisa.
—No sé cómo no aprende, lo suyo son la leyes,
no el juego —respondió Tamara riéndose.
Era habitual quedar en verano en casa de los
Irwin para jugar al póquer. Llevaban muchos años
haciéndolo. Tamara adoraba a toda la familia, se
sentía muy dichosa estando con ellos. Entró y
saludó a todos, cuando estaba a punto de sentarse
para incorporarse al juego, la voz de Jaime le
alegró la noche.
—¡Estás preciosa! —sonrió y se ruborizó.
—Gracias, no sabía si mi nuevo look gustaría.
—Se había cortado el pelo.
Todos la piropearon, y eso le subió el ánimo.
Era una chica tímida, delicada y muy bonita. En el
amor había tenido mala suerte, siempre acababa
con hombres en cuyo vocabulario no entraba la
palabra fidelidad. A los veinticinco se hizo una
promesa, no más hombres en su vida a no ser que
el único por el que de verdad suspiraba se
decidiera a estar con ella. Habían pasado tres años
desde esa promesa y todavía seguía esperando.
Rubén se quedó mirándola fijamente, el pelo
rubio natural y sus ojos azules claros se parecían a
los de su hermano David, siempre había envidiado
no haber heredado los ojos de su madre. También
se fijó en otro detalle, con ese corte de pelo
parecía más joven y esbelta, y eso que, al igual
que su hermana, no era una chica bajita. Llevaba
un vestido corto veraniego con el que lucir esas
piernas largas, y si eso no fuese suficiente, el
escote demostraba que poseía unos buenos pechos.
—Rubén, estate a lo que tienes que estar —
pronunció David muy serio—. ¿Juegas o qué?
Rubén sonrió, su hermano lo había pillado
mirando las tetas de Tamara, algo que debió
molestar a David, aunque no tenía claro el motivo,
¿sería por qué Tamy era como una hermana o había
algo más que a él se le había pasado por alto?
—Ya voy, hombre, ya voy. —Sonrió de medio
lado—. La culpa de mi desconcentración la tiene
Tamara. —Miró a la implicada—. Jovencita, es
que estás demasiado guapa.
Tamara y Rebeca se rieron, Rubén había sido
muy gracioso incluyendo el movimiento de cejas
que le dedicó y todo. En respuesta a tal halago,
Tamara se inclinó y le dio un beso en la mejilla, un
gesto de cariño que sorprendió a más de uno de
los que estaba en esa reunión.
—Gracias, Rubén, por algo te quiero tanto —
dijo Tamy muy contenta.
Jaime se levantó y se dirigió a la cocina, David
fue tras él, sacó un par de cervezas y extendió el
brazo para ofrecerle a David.
—¿Qué cojones hace Rubén? —preguntó Jaime
alterado.
—Tocar los cojones un rato, no te agobies, lo
conozco, y Tamara no es lo que está buscando.
—¿Seguro? —preguntó rápido.
—Que sí, hombre… Venga, vamos a desplumar
a Dallas.
Regresaron con las cervezas en la mano y
continuaron la partida. Rubén se pasó la noche
piropeando a Tamara, y ella parecía encantada por
recibir tales atenciones.
—Tamy, mañana acabo las clases, quiero
pedirte cita por la tarde.
—Vale, pásate cuando quieras, sabes que para
ti siempre estoy disponible.
Dallas, que ya se había retirado del juego, los
escuchaba, estos dos hoy parecían tontos, entre
piropos, guiños de ojos y besos en las mejillas
daban la impresión de que estaban pelando la
pava, como solía decir su madre.
—¿La cita se la has pedido para cortarte el
pelo o para invitarla a cenar? —preguntó Dallas
con ganas de poner en un apuro a su hermano y
reírse un rato de ellos.
—¡¿Pero qué tonterías estás preguntando?! —
Exclamó Jaime.
Todos se sorprendieron de aquel arranque
efusivo, Rebeca fue la más sorprendida, y Tamara
abrió los ojos como platos.
—Por mí encantado de tener una cita con
Tamara, pocas chicas tan guapas, inteligentes y
sexys podría encontrar como ella.
—Rubén, mira la hora que es, anda, vete a
dormir que mañana todavía te toca madrugar —
habló David con deje mosqueado. Rubén miró el
reloj y tenía razón, le costaba conciliar el sueño y
siempre se acostaba antes que los demás.
—Sí, es mejor que me retire ya. —Miró a
Tamara y concluyó—. Preciosa, mañana a las seis
nos veremos.
Le dio un beso en la mejilla, otro a su hermana
y se retiró a dormir. Una hora más tarde, Tamara
estaba hablando con Rebeca, pero sus ojos estaban
clavados en otra persona.
—Aisss, míralo qué guapo —Rebeca se dio la
vuelta y miró al susodicho—. Qué suerte tienes de
poder vivir con él.
—Mucha, mucha suerte —respondió irónica.
—Si no lo conociera, diría que se había puesto
celoso con Rubén.
—Tú lo has dicho, si no lo conocieras, pero
como lo conoces sabes que esa palabra no entra en
su vocabulario.
—Digas lo que digas, para mí sigue siendo el
hombre más maravilloso del mundo. Además de
guapo es… Aisss, Beca, no puedo siquiera
describirlo, porque soy incapaz de encontrar el
vocabulario apropiado.
—Tamy, es alérgico al compromiso, ve dejando
de soñar y despierta —aconsejó a su amiga.
—No puedo, Beca, siempre ha sido él. A veces
pienso que he merecido que mis tres novios me
fuesen infieles, porque yo incluso con ellos
siempre pensaba en…
—No digas tonterías.
—¿Crees que se puede dejar de querer a
alguien a quien llevas clavado en el corazón?
Rebeca prefirió callar, ya que ella no había
dejado de amar a la persona que la abandonó.
Se despidieron, y, como muchas otras noches,
Jaime acompañó a Tamara hasta su casa.
***
Acababa de llegar de correr y, como todos los
días, comenzaba su rutina habitual. Se preparó su
tazón de café con leche, subió a su habitación, se
colocó los auriculares para escuchar la canción de
siempre, y se acercó a la ventana. Sus ojos se
agrandaron, había dos personas frente a la casa de
sus sueños. Una alarma interior se disparó,
«posibles compradores», tenía que hacer algo y
rápido. Llevaba años ahorrando para comprar esa
casa, no podían arrebatársela cuando le quedaba
tan poco para conseguir la entrada. Todavía con la
ropa de hacer deporte, bajó y salió corriendo.
Al salir, vio a Jaime junto a esa pareja,
parecían buena gente, pero eso no importaba
cuando se trataba de mantener su futuro hogar a
salvo. Corrió y llegó junto a ellos. Jaime la miró y
respondió a la pregunta de la pareja.
—Las ocho y media.
—Hola, buenos días —dijo sofocada.
—Buenos días —respondieron todos. Rebeca
se dirigió a Jaime.
—¿Qué tal, vecino?
Jaime levantó las cejas.
—Bien.
Rebeca ni lo miró, se centró en la pareja.
—Perdón por mis modales, me llamo Silvia…
—Jaime no daba crédito—. Y éste es Damián.
La pareja tendió la mano y saludaron mientras
Jaime intentaba saber por qué Rebeca estaba
montando aquella farsa.
—Esta urbanización es muy familiar, nos
conocemos todos, ¿verdad, Damián? —Jaime
desvió la mirada de uno a otro, ¿qué demonios
pretendía?
―Sí, muy familiar, sí. —Rebeca ignoró su deje
de voz.
—Imagino que venís a ver la casa.
—Sí, la vimos por internet y nos citamos aquí
con el personal de la inmobiliaria a las nueve
menos cuarto, como no llevamos reloj, creo que
nos hemos precipitado.
—Ahh, ¡eso es fantástico! —Jaime seguía allí
sin comprender nada—. Por fin una pareja normal,
perdonar que me entrometa… —bajó la voz y se
acercó a ellos como si se tratase de un cotilleo—.
Pero es que en esta casa ha vivido gente muy rara.
Y deberíais pedir un buen descuento, teniendo en
cuenta las malas vibraciones.
La pareja se miró, y la curiosidad pudo con
ellos. Jaime por fin entendió lo que pretendía su
amiga.
—¿De qué vibraciones hablas?
—No, no, es mejor que no os cuente nada, los
de la inmobiliaria se enfadarían, y la verdad me
gustaría teneros como vecinos. —Rebeca era una
actriz fantástica pensó Jaime, incluso a él le había
despertado la curiosidad—. La verdad, os
necesitamos en la urbanización para que dejen de
decir que estamos en una zona maldita.
—Por favor, nos gustaría que nos contaras antes
de que lleguen de la inmobiliaria. —La voz de la
mujer era realmente suplicante.
—Silvia, deberías contarles la verdad, es
mejor que lo sepan todo antes de comprar. —
Jaime necesitaba escuchar qué se le había ocurrido
a Beca, se lo estaba pasando bomba viendo a su
amiga, ¡joder, es que era muy convincente!
—Está bien, si insistís. —Los tres asintieron—.
La primera dueña era una mujer octogenaria, y un
día la encontraron muerta en la casa. Se había
caído por las escaleras.
—¡Ay, pobre mujer! —dijo la futura
propietaria.
—Sí, una pena. —Jaime aguantó la risa, daba la
sensación de que Rebeca había sufrido mucho por
aquella mujer—. Los nietos vendieron la casa, y
un día…
La verdad, creando expectación era única,
estaban los tres muy interesados, y eso que él
sabía que ni la anciana ni todo lo que viniese
ahora eran reales.
—¿Qué? No nos dejes así. —La mujer estaba
mordiéndose hasta las uñas.
—Pues, un día, los nuevos propietarios, un
matrimonio inglés, que era adorable, ―se llevó
las manos al corazón y suspiró fuerte― la mujer
dijo que escuchaba voces. No sé qué pasó aquí
dentro, pero ella no dejaba de afirmar que las oía,
y un buen día, al despertarse, se encontró a su
esposo con el cuello degollado… —La pareja se
miró—. Y lo peor de todo es que lo encontraron en
la misma posición que la anciana muerta.
Jaime se quedó inmóvil, no sabía si reír,
aplaudir o gritar, porque lo dijo con tanto talento
que hasta él fue capaz de visualizar la escena. Y la
cara de horror e ingenuidad de Rebeca no tenía
precio.
—Lo sé, fue un golpe muy duro para toda la
urbanización, ya os he dicho que somos muy
familiares. Y cuando todos pensábamos que por fin
encontraríamos al vecino perfecto, un chico joven
que se instaló aquí mismo hace cuatro años…
―Cerró los ojos con pesar―. En fin… la vida,
que cuando el destino dice se acabó, no importa la
edad.
—¿También lo encontraron muerto? —preguntó
el hombre.
—No, esta vez fue él quien se suicidó… —
observó con detenimiento y continuó—: Bueno,
pero ahora vosotros vais a demostrar que no es la
casa. Los vecinos estamos convencidos que esas
cosas de las malas vibraciones son tonterías, pero
deberíais aprovechar eso para que la inmobiliaria
rebajase el precio, que nunca está de más. Claro
que la inmobiliaria jamás reconocerá estas
historias, al igual que dirá que no hay ningún
Damián ni ninguna Silvia en la urbanización.
Jaime sonrió, es que aquello parecía
surrealista. Por acercarse a tirar la basura, en
menuda se había metido.
—Bueno, tengo que dejaros, y ojalá nos veamos
pronto. —Miró a Jaime—. Damián, un gusto verte,
la semana que viene haremos una barbacoa,
pásate.
Emprendió la marcha de nuevo como si
siguiese su camino en dirección contraria a su
casa, tuvo que rodear dos casas antes que la suya
para entrar por la parte trasera y no ser vista.
Cuando llegó a su dormitorio para mirar por la
ventana, Jaime la estaba esperando.
—Silvia, vecina… se te olvidó decirme qué día
y hora será esa barbacoa. —Al ver la cara de
Beca no pudo evitar echarse a reír.
Rebeca pasó por su lado, se acercó a la ventana
y, escondida entre las cortinas, miró a la pareja.
Jaime se puso tras ella y, cuando vieron que la
pareja después de pensarlo bien se subía al coche
y desaparecía, Beca habló:
—Bien, creo que ya no hay compradores —dijo
con satisfacción.
—Estás muy loca, hazte a la idea, Beca, un día
u otro ocurrirá.
—¡Ni hablar! Esa casa será mía, ¿me oyes? —
pronunció muy convencida y alterada mientras se
daba la vuelta y se encaraba con Jaime.
—¿Cuánto te falta? —preguntó Jaime curioso.
—Ya me falta poco —respondió mirándole a
los ojos y muy cerca uno del otro.
—Puedo ayudarte, dime cuánto necesitas.
Rebeca negó con la cabeza.
—No quiero que me ayude nadie, esa casa será
mía.
—¿Y qué harás si otra persona la compra? —
Rebeca inspiró fuerte, el olor de Jaime era fresco
y sensual.
—Ya te he dicho que eso no ocurrirá —
sentenció apoyando sus manos en el pecho de él—.
Llevo mucho tiempo esperando y no me la van a
arrebatar.
Su voz susurrante y soñadora preocupó a Jaime,
apoyó la barbilla en la cabeza de Rebeca y con sus
brazos la rodeó por completo, cubriéndola en un
abrazo.
—Está bien, esa casa será tuya. —Rebeca
sonrió.
Incluso Jaime al final le daba la razón.
***
David tenía un humor de perros, parecía que las
fuerzas del universo se habían puesto en su contra.
Toda la mañana reparando un BMW, y la pieza
principal de la reparación se la habían traído
equivocada.
—¡Joder! —blasfemó mientras lanzaba un
trapo.
—David, no te agobies, tiene margen de
tiempo, el lunes traerán la pieza buena.
—Prometí que estaría listo el lunes.
—Y lo tendrás, no es la primera vez que nos
pasa.
David negó con la cabeza, no le gustaba ir con
el tiempo justo cuando había prometido algo.
—Envidio tu templanza, amigo, tienes un Jaguar
que entregar el lunes y estás tan campante.
La clienta en concreto del Jaguar era una mujer
adinerada, caprichosa y muy obstinada. Clienta
fija que aportaba al taller buenos beneficios desde
hacía un par de años, pero cuando ella acudía con
sus coches de alta gama era con una condición, lo
quería aquí y ahora. Lo había dejado en el taller
esa misma mañana, sabía que los sábados el taller
permanecía cerrado, y el lunes, como muy tarde a
las cuatro, debería estar arreglado.
—Estará, yo también tengo que esperar una
pieza que traerán el lunes a primera hora —dijo
con una calma aplastante.
—Lo dicho, envidio tu control.
Jaime miró el reloj colgado en la pared y
suspiró, se acercó a la entrada, bajó la persiana y
sorprendió a su amigo.
—Hasta el lunes no podemos hacer nada, son
casi las seis, ¿qué te parece si vamos a cortarnos
el pelo? —David, sorprendido por cerrar tan
pronto, lo miró, sonrió y respondió:
—Sí, a ver si Tamara nos deja tan guapos como
a ella. —Se echaron a reír, porque imitó a su
hermano Rubén la noche anterior.
Llegaron a la peluquería, y Tamara se
sorprendió, normalmente le avisaban antes de
acudir. Los saludó y les pidió que tomasen asiento
hasta que terminara con Rubén.
Un par de clientas sonrieron, no todos los días
tres hombres guapos acudían a la peluquería
cuando estaban ellas. La más atrevida no quitaba
ojo de encima a Jaime, lo estudió con
detenimiento: joven de treinta años, altura más o
menos un metro ochenta, color de pelo castaño
oscuro, ojos grisáceos muy brillantes y un cuerpo
duro sin ser muy trabajado. No era un hombre de
machacarse en el gimnasio, pero sí bastante
tonificado y marcado.
—Perdona mi atrevimiento… —Jaime la miró
—. ¿Crees qué este color de pelo me favorece?
David, lo primero que hizo fue sonreír; lo
segundo, mirar a Tamara y observarla, quería ver
la reacción de esta al ver a una clienta intentando
ligar en su local y, además, con Jaime.
—No soy un experto en estas cosas y tampoco
sé de qué color lo llevabas antes… —respondió
despreocupado—. Aun así, me parece que te
queda bien.
—¿Sólo te lo parece? —preguntó muy coqueta.
David y Rubén se miraron a través del espejo,
ambos contenían la risa, conocían a la perfección a
Jaime, y no era un hombre dado a los halagos.
—Cintia, estás preciosa, enseguida estoy
contigo —intervino Tamara muy cortante.
Cintia no tenía prisa por salir, aquel hombre le
gustaba y mucho, así que decidió ser más lanzada y
no perder una oportunidad tan buena.
—Por cierto, me llamo Cintia —sin esperar
respuesta se adelantó para darle dos besos.
—Jaime.
—¿Y vives por la zona? —preguntó al tiempo
que se sentaba muy cerca de él.
Tamara le pidió a una de sus empleadas que se
encargase de terminar de arreglar a Cintia. No le
gustaba nada aquel tonteo dentro de su peluquería.
—Ya estás —le dijo a Rubén dándole un
toquecito amistoso en el hombro.
Le hizo una seña a Jaime para que se colocase
en el limpia cabezas. Se tomó su tiempo a
conciencia, incluso le puso una ampolla y la dejó
actuar durante los cinco minutos que ponía antes
de continuar con el masaje del cuero cabelludo.
Así hacía tiempo con la esperanza de que Cintia se
marchase. David se acercó hasta ellos y preguntó
risueño:
—¿A mí también me vas a hacer ese masaje? —
Tamara le sonrió y asintió con la cabeza.
Cintia se acercó para despedirse tanto de
Tamara como del guapo Jaime, y ni corta ni
perezosa se inclinó para darle dos besos, acercó
su boca a la oreja de Jaime y susurró:
—Te dejo mi teléfono y así seguimos
conociéndonos. —No era una sugerencia, fue una
total afirmación de que así sería. Y le metió en el
bolsillo del pantalón una nota con su número.
Jaime dio un brinco al notar la mano de la
mujer dentro de su bolsillo, y ella, al ver su
reacción, sonrió con malicia y le guiñó un ojo. Se
marchó junto a su amiga y la empleada de Tamara,
y se quedaron allí los cuatro solos.
―¡Joder, me ha metido mano! —Tamara puso
los ojos como platos, David se rió, y Rubén, muy
en su estilo, comentó:
―Te ha metido la mano en el bolsillo para
dejarte su número…
—¡Me ha tocado los huevos! —Y entonces
todos rieron a lo grande.
Capítulo 7

Las hermanas deben parecer monjas

Había pasado una semana, era sábado y Rebeca


estaba preparada para salir de fiesta. Su amiga
Tamara la esperaba en su casa. Se maquilló con
tranquilidad, se dejó la melena suelta y se miró en
el espejo por última vez. No estaba mal, su
pantalón vaquero favorito y un top rojo precioso.
Al bajar las escaleras, escuchó las voces de
Dallas y David, estaban discutiendo por un juego
estúpido de la Play. «¡Hombres!», pensó.
―Me voy, hasta luego. —Se despidió
alcanzando casi la puerta.
—¡Beca, quieta ahí! —ordenó su hermano
Dallas.
—¿Qué pasa?
A una velocidad relámpago, Dallas estaba
frente a ella.
—¿Se puede saber dónde crees que vas? —
preguntó bastante alterado.
—A casa de Tamara a cenar y luego de fiesta.
―Antes tendrás que ir a vestirte, ¿no?
David, Jaime y Víctor se acercaron.
—¿¡Tú estás tonto!? ¿No ves que ya voy
vestida?
—No, no lo veo, por eso digo que vayas a
vestirte.
«¡Bueno, bueno, bueno! Ya empezamos con la
misma cantinela de siempre», se dijo así misma
mentalmente.
—Te repito que ya voy vestida.
—Rebeca… —Su hermano Dallas se irguió
delante de ella—. No voy a dejar que salgas de
casa con un pantalón y un sujetador.
―¡Pero qué sabrás tú de ropa femenina! Esto…
—señaló sus pechos— es un top. Y te voy a
recordar que hace dos semanas te vi enrollándote
con una chica que llevaba uno igual, pero de color
negro.
—¡Por eso mismo! Y te aseguro que esa chica
lo llevaba porque era hija única —respondió con
su deje de… pero tú tienes siete hermanos.
—¡No me lo puedo creer, tengo veintiocho
años!
—Como si tienes cincuenta, sube a ponerte
ropa, Beca, no hagas que pierda mi bendita
paciencia.
Rebeca buscó con la mirada a sus otros dos
hermanos, pero cuando se trataba de salir vestida
moderna y sexy, no tenía ningún hermano aliado.
—Estoy de acuerdo con Dallas, he visto
sujetadores con más tela que ese top que llevas —
sentenció Víctor.
―Increíble, esto es increíble —despotricó
mientras subía las escaleras.
Llegó a su dormitorio, pegó un portazo y se
desprendió del top de mala gana, lo lanzó a la
cama y abrió el armario con rabia. Estaba
enfadada, ¿qué se pensaban sus hermanos? Gruñó
y maldijo unas diez veces antes de tomar una
decisión. Sonrió con malicia. «¿Así que un
sujetador eh?», se preguntaba sonriente mientras
sacaba la ropa elegida. «Ellos se lo han buscado».
Volvió a mirarse en el espejo y no pudo evitar
reírse al pensar en las caras de sus hermanos;
¿querían guerra?, pues la iban a tener. Con un
pantalón vaquero diminuto y una blusa plateada,
cuya parte trasera era inexistente, se recogió el
pelo para no dejar duda alguna que no llevaba
sujetador, y por donde se entreveían los pechos
con el movimiento al andar.
—¡Hea, ya voy vestida! —dijo delante de su
imagen en el espejo aguantando la risa.
A lista no le ganaba nadie, antes de que viesen
al completo el conjunto, bajó y se puso frente a
ellos, así la sorpresa sería cuando desapareciese
por la puerta.
—Y bien, ¿me dais ahora la aprobación? —
Vista por delante no imaginaban los hermanos lo
que realmente llevaba puesto.
—El pantalón algo corto, ¿no te parece? —
preguntó Víctor.
—Oye, hace calor, y al fin y al cabo sigue
siendo un pantalón no un tanga. —«Espera
hermanito que me dé la vuelta y verás lo realmente
cortito que es».
—Vale, pero ve con cuidado que hay mucho
salido suelto. —Confirmó Dallas, dando su brazo
a torcer por haberse quitado aquel top.
—Yo también os quiero —respondió lanzando
un beso al aire y retrocediendo de espaldas hasta
llegar a la puerta—. Que paséis buena noche.
Se dio la vuelta y abrió la puerta rápida y,
como era de esperar, antes de cerrar sus hermanos
ya estaban gritando de nuevo.
—¡Rebeca! —ella se rió y se montó en su
coche.
—¿Pero qué ropa lleva puesta? —preguntó
Víctor con los ojos clavados en la puerta donde
había desaparecido su hermana.
—Más bien, no lleva nada. ¡Por todos los
santos! ¡Lleva toda la espalda al aire, y ese puto
pantalón es más pequeño que una braga! —Dallas
quería matarla, su hermana era testaruda.
—Jaime y yo estaremos en la misma discoteca,
pero cuando la vea, me va a oír…
—¡No! Jaime y tú no, los cuatro iremos donde
vaya Rebeca esta noche.
Jaime y David siempre iban de fiesta con
Rebeca y Tamara. Donde iban ellas, siempre
estaban ellos, siempre había sido así desde
pequeños. Por eso la relación entre ellos era
especial, además de hermana, era su mejor amiga.
Una vez, Malcolm le dijo a Tamara: «Sois los
inseparables». Y desde luego no había mentido.
A las dos de la madrugada, Rebeca estaba
cansada de que sus hermanos cada vez que un
chico se acercaba lo espantaran. Fue a la barra a
pedir una Coca-Cola y beberla con calma.
Mientras esperaba, un tío algo borracho se acercó
a ella, su estabilidad no era muy buena y fue a
estamparse encima de Rebeca. No supo qué fue
más rápido, si el hombre que cayó sobre ella o las
fuertes manos que lo agarraron y lo lanzaron a un
metro de distancia.
—¿Estás bien? —preguntó Jaime.
—Sí, no te preocupes, no es nada —respondió
mientras se recomponía bien la ropa, ya que se le
había levantado y casi dejaba sus pechos al
descubierto.
Jaime, con la mirada clavada en el borracho
por si regresaba, al ver que se quedaba sentado,
volvió a dirigirse a su amiga.
—¿Sabes eso que dicen? —Utilizó un tono de
voz risueño para calmarla.
—¿Qué dicen?
—Que hoy vas vestida para matar… —Rebeca
sonrió—. Y al final casi acabas siendo tú la
muerta.
Ambos rieron y bebieron un par de Coca-Colas,
hablaron durante un rato, y cuando Jaime le tendió
la mano, ella se aferró a ella para que la guiara. Se
despidió de sus hermanos, no le apetecía seguir de
fiesta, estaba cansada, y les pidió que
acompañasen a Tamara a casa.
***
¡No se lo podía creer!, se había quedado sin
gasolina. Tenía dos opciones, llamar y pedir ayuda
o caminar quinientos metros hasta la gasolinera
más cercana. La primera opción era la lógica si
ella no tuviese unos hermanos que habían estado
toda la tarde dándole la charla de que las mujeres
con los coches eran unas irresponsables, que no
sabían ni dónde estaba el avisador de la gasolina.
Cómo para pedirles ayuda y aguantarles toda la
vida echándole en cara la anécdota.
Se bajó del coche y empezó a caminar todo lo
rápido que podía, ir con tacones de diez
centímetros no ayudaba mucho, pero no eran horas
de ir por la carretera tan tarde y sola. El motor de
una moto de gran cilindrada a su lado le confirmó
su peor pesadilla.
—¡¿Se puede saber qué haces?! —gritó Jaime
mientras se quitaba el casco de la cabeza.
—Caminar.
Un vehículo se acercó y empezó a pitar, los
chicos gritando a través de las ventanillas toda
clase de improperios que Rebeca tuvo que
aguantar. Normal a esas horas en la carretera y así
vestida, lo humillante era que la confundieran con
una prostituta delante de Jaime, que la escrutaba
con la mirada muy cabreado. Jaime se quitó la
chaqueta que llevaba y se la tendió a Rebeca.
—Monta. —Rebeca se quedó quieta—. ¡Monta
de una puta vez!
Estaba claro que el cabreo de Jaime era
monumental, por otra parte comprensible, pero aun
así Rebeca no quería dar su brazo a torcer.
—¡No hace falta que me grites!
—¡No hace falta que seas una descerebrada y
está claro que lo eres!
—¿Encima de gritarme, me insultas? —Jaime,
con muy poca paciencia porque cada vez que
pasaba un vehículo se escuchaban ciertas palabras,
atravesó con la mirada a Rebeca y siseó.
—Monta… de… una… puta… vez.
Rebeca se puso la chaqueta que le había dado
Jaime, agarró el casco que le tendió y se montó en
la moto. No quería ni tocarlo, pero no tuvo más
remedio, primero porque Jaime iba a salir de allí
chirriando ruedas, otra porque ella tenía pánico a
las motos y prefería ir sujeta a él, cerrar los ojos y
no ver nada a su alrededor. Jaime se dirigió al
taller para coger gasolina y notó que Rebeca
temblaba, a pesar de estar muy cabreado con ella,
disminuyó la velocidad. En cuanto llegaron al
taller, ambos bajaron de la moto.
No hizo falta decirle que se había quedado sin
gasolina, las mejillas sonrojadas cuando la
encontró en la carretera fueron más que suficiente.
No se dirigieron la palabra, cuando Jaime llenó
una garrafa, se la tendió a Rebeca y volvieron a
montar en la moto. Llegaron al vehículo y cuando
ya estaba llenando el depósito, por fin se rompió
el silencio.
—No sé qué te pasa por la cabeza a veces —le
brindó una mirada gélida—. ¿Tanto te costaba
llamarnos?
—Esta tarde habéis dejado muy claro que las
mujeres…
—¡¿Qué?! ¿Y por una estúpida conversación te
has puesto en peligro? —No se lo podía creer.
—No he corrido ningún peligro.
—¿Qué no… qué…? —Estaba fuera de sí, tenía
tanto que decirle que se le agolpaban todas las
palabras a la vez—. ¡Sola! ¡En la carretera! ¡De
noche! ¡Sola, en la carretera y de noche! ¿Y me
dices que no has corrido peligro?
Cerró el depósito y miró al cielo en busca de
ayuda divina para no matarla. Volvió a respirar y
se enfrentó a ella.
—No es necesario que te pongas así, Jaime.
—¡¿No lo es?! ¿Y si no llego a pasar, Rebeca?
—Hubiese llegado a la gasolinera y nadie se
abría enterado. —Jaime estalló, aquella respuesta
tan tranquila lo hizo estallar. Se puso a un palmo
de su cara y espetó:
—¡O te hubiesen tomado por una puta! ¿Cuántas
mujeres a las tres de la madrugada crees que andan
solas por la carretera? ¡¿Y entonces qué hubieses
hecho, dime, qué?!
—Te estás pasando…
—¿Me estoy pasando? —repitió encrespado.
—Sí, te estás pasando. ¡Vale, lo hice mal! ¿Es
eso lo qué querías escuchar?
—¡No! Lo que quiero escuchar es que vas a
dejar de ser una maldita niña y vas a madurar de
una puta vez. —Rebeca ladeó el cuello a la
derecha.
—¿Pero tú quién te crees que eres?
—De momento, el más sensato de los dos. —
Rebeca podía sacarlo de sus casillas—. Tu
obligación era llamar.
—Yo no estoy obligada a nada —respondió
alterada, estaba cansada que todos le diesen
órdenes.
—Si se enteran tus hermanos…
Eso ya fue el colmo para Rebeca.
—¡¿Qué, ahora vas de chivato?! Lo que me
faltaba por escuchar, no tienes por qué decir nada.
—Claro que tengo, sabes que nunca
escondemos nada…
—¡Ya basta, se acabó! Te estás pasando de la
raya, y te voy a recordar una cosa…
—¿Qué yo me paso? —preguntó, incrédulo. Esa
mujer podía con él.
—Mira, Jaime, ya tengo siete hermanos, no
necesito otro dándome la vara, así que no tomes
ese rol, porque no lo eres. —Y fuera de sí, a voz
en grito, terminó—: ¡Entérate de una maldita vez,
no te metas en mi vida porque no lo necesito!
Nada más terminar la frase ya estaba
arrepentida de haberla dicho. Jaime siempre había
sido su amigo fiel, alguien en quien confiar y de
quien recibía apoyo constante.
—Muy bien, ya me queda claro… —se alejó de
ella y montó en su moto—. Y nunca he pretendido
ser tu hermano, no te creas que es un rol agradable.
Arrancó y la dejó allí parada, con un pesar
interno por haber dicho cosas que ni sentía ni
merecía Jaime.
***
El domingo en la comida, Jaime y Beca se
evitaron a toda costa. David los observaba,
siempre había buen rollo entre ellos, y ese
comportamiento era ilógico. Habían discutido
infinidad de veces, discusiones que todos tienen
cuando conviven juntos, pero llegar a ignorarse
eso sí que no había pasado nunca, ni entre ellos ni
entre los hermanos.
A las siete de la tarde, Rebeca decidió ir a
correr, así se despejaría. Jaime no se encontraba
en la casa, nada más comer se había marchado sin
decir adónde. David entró en la habitación de
Rebeca mientras ella se abrochaba las zapatillas
deportivas.
—¿Vas a contarme qué os pasa a ti y a Jaime?
Rebeca no levantó la cabeza, continuó
anudando.
―Ya me estoy cansando que entréis en mi
dormitorio e invadáis mi intimidad.
Respuesta que a David le hizo saber que su
hermana no quería ahondar en lo que él había
preguntado.
—Algo que sabes sucederá siempre, porque en
esta casa no hay intimidad que valga.
Rebeca levantó la cabeza y fusiló a su hermano
con la mirada. Se puso en pie, se recogió la
melena en una coleta alta.
—¿Vas a responder?
—¿Acaso tu buen amigo no te ha pasado el
parte? —dijo mordaz.
—Si me lo hubiese pasado, no estaría aquí. Y
ahora, responde.
Rebeca levantó la ceja, eso sí que no lo
esperaba, a esas alturas pensaba que todos sus
hermanos ya estarían al corriente de lo que había
pasado anoche.
—No voy a responder nada, voy a salir a correr
y vas a dejarme tranquila.
Hizo a su hermano a un lado con el brazo y
salió del dormitorio.
—Beca, no sé qué ha pasado, pero te aseguro
que me voy a enterar.
Después de cenar, Rebeca decidió acostarse
temprano, no le apetecía estar con nadie. A veces,
vivir en una casa llena de gente la superaba,
necesitaba su espacio y desconectar. Tampoco era
agradable tener a Jaime cerca y sentir su enfado
con ella. Sabía que él tenía razón, había sido una
inconsciente por caminar sola a esas horas, pero
después de lo que le había dicho, no sabía cómo
pedir disculpas.
***
Era su media hora de descanso y aprovechó
para hacer unas compras, estaba en una perfumería
cercana a la galería. Sonó su móvil y respondió.
—¡Beca, me ha pedido una cita!
Rebeca se apartó de la oreja el móvil, casi la
deja sorda.
—¿En serio?
—¡Sí, muy en serio! Pero no una cita normal,
una cita… cita.
Rebeca no escuchaba bien, la cobertura dejaba
de ser buena.
—Tamy, no cuelgues, que no te escucho bien,
voy a salir a la calle, no cuelgues.
Con los nervios, e intentando buscar cobertura,
no se dio cuenta que había dejado el frasco de
perfume que tenía en las manos en el bolso cuando
sacó el móvil. Al salir, la alarma de la tienda
empezó a sonar, y el de seguridad la sujetó del
brazo.
—Tamy, oye, un segundo. —Miró al hombre—.
Perdón, ¿sucede algo?
—Sí, abra el bolso.
—¿Cómo dice? —La voz de Tamara se
escuchaba al otro lado preguntando qué pasaba.
—Acompáñeme, señorita. —El tono fue
amable, pero el gesto arrastrándola no lo fue tanto
—. Entre por aquí.
—Tamy, oye, te llamo en un momento.
Al llegar a un cuartito de seguridad junto al
guardia y una empleada, Rebeca cayó en la cuenta
de lo que había pasado.
—¡Ay, Dios, qué vergüenza! —Intentó dar
explicaciones, pero, acostumbrados a todo tipo de
mentiras por parte de la gente que sustraía material
de la tienda, no le creyeron.
―Les juro que ha sido un descuido, pensaba
entrar a comprar. Soy clienta fiel de esta
perfumería… —Miró a la dependienta—. Tú me
conoces, vengo muy a menudo.
Después de darle el beneplácito de la duda,
Rebeca abrió el bolso para sacar la cartera y
pagar, pero su mala suerte la acompañaba, no
estaba allí. Se la había dejado en la galería cuando
sacó unos tickets que guardaba en ella y eran de la
empresa. Se llevó las manos a la cabeza y respiró
hondo pensando «a ver cómo salgo de esta».
No había más solución, así que, con mucho
aplomo, llamó al taller, era mejor pedirle ayuda a
David que contárselo a Javier y que le echara en
cara lo irresponsable que era en ocasiones.
—Talleres JADA. ―respondió, Jaime, la
llamada.
—Jaime, soy Beca, dile a David que se ponga.
Al escuchar su voz, Jaime supo que algo iba
mal. Así que mintió. Cerró la puerta para que
David no escuchase.
—No está, ha salido.
Rebeca sintió que se le caía el mundo encima.
—¿Lleva el móvil encima? Tengo que
localizarle urgentemente.
Ya lo imaginaba Jaime, Rebeca no sabía
disimular nada, ni con la voz.
—No… ¿qué ocurre?
Rebeca no quería, pero ya no había otra opción.
—Me he dejado la cartera en la galería…
—«¿aquello era algo tan urgente?», pensó Jaime
—. Necesito que me la recoja.
—Rebeca, la gente trabaja, ¿sabes?, no
podemos perder el tiempo por una cartera
olvidada.
A Rebeca le sentó fatal la ironía de sus
palabras.
—¡Oye, estoy en una perfumería retenida
porque piensan que soy una ladrona, así que déjate
de sarcasmos y ve por mi cartera!
—¡¿Qué?! —En qué lío se había metido ahora
—. Vale, ¿dónde estás?
Jaime pagó el frasco de perfume y todo quedó
resuelto. Salieron al exterior y se miraron a los
ojos.
—Meter un perfume en tu bolso no es muy
inteligente por tu parte.
—No me digas…
—¿Sabes, Rebeca? Tienes suerte que no soy tu
hermano, porque… —¿Rebeca? no necesitaba
seguir escuchando, ya que se notaba que los dos
seguían enfadados.
—Tú lo has dicho, tengo suerte. —Esa
respuesta le tocó la moral a Jaime.
—Eres una egoísta, Rebeca, solo piensas en ti,
no te importa lo que los demás piensen o sientan,
tú como siempre a tu aire.
—¿Y eso a qué viene ahora?
—A que no te he escuchado todavía decir
«gracias», por ejemplo… La señorita se deja la
cartera, mete un perfume en su bolso, y el resto del
mundo se tiene que paralizar porque hay que
salvarle el culo.
—¿Es eso, Jaime? ¿Quieres que te dé las
gracias? —Quería hacerlo de corazón, pero ahora
lo único que le apetecía era patearle el culo—.
¡Pues muchas gracias! Hale, ya estás contento,
¿no?
Jaime estuvo tentado en cogerla en brazos,
llevarla a un lugar apartado y darle una buena
azotaina. Prefirió callar y marcharse de allí antes
de realizar aquel pensamiento porque lo estaba
pidiendo a gritos.
***
Llegaron todos los hermanos, y mientras
preparaban la mesa, Víctor preguntó por Jaime, no
había regresado y eso era raro en él.
—Tiene que entregar un coche a primera hora
de la tarde y esta mañana le ha surgido un
imprevisto, ha tenido que salir y eso le ha
retrasado.
Rebeca cerró los ojos, estaba de espaldas a sus
hermanos; por su culpa, Jaime no comería a hora y
encima hoy Neill había dejado lasaña, la comida
favorita de Jaime.
Abrió una de las puertas de la alacena, sacó una
fiambrera grande y guardó lasaña. Se acercó a sus
hermanos, les dijo que tenía que salir y que
comería fuera, y se marchó directa al taller.
Al llegar, vio la verja medio bajada, se agachó
y entró como otras muchas veces había hecho.
Jaime estaba tumbado debajo de un Jaguar, solo
sobresalían sus piernas. Se dirigió hasta allí y
bordeó el vehículo hasta el otro lado, así Jaime la
vería con tan solo asomar la cabeza.
Jaime vio aparecer unas piernas largas, llevaba
un vestido corto y sonrió; siempre era agradable
ver unas piernas tan bonitas.
—¿Te queda mucho? —preguntó Rebeca con
voz suave.
Jaime hizo presión con los pies y las ruedas del
soporte donde estaba tendido lo arrastraron hasta
sacar la cabeza.
—Unos quince minutos —respondió serio.
—Estupendo, así no se enfriará del todo la
comida —dijo mientras levantaba una bolsa para
mostrarle qué había llevado de comer.
Jaime volvió a meterse debajo del Jaguar, y
Rebeca se dirigió al despacho. Apartó cuanto pudo
los papeles que habían y, aunque la mesa era
pequeña, para dos era suficiente; algo apretados,
pero no importaba. Lo dejó todo preparado para
cuando Jaime terminase. Se acercó al tablón de
corcho que tenían colgado. La cantidad de
fotografías que había de todos ellos le hizo
sonreír. Aunque para ser justos, la mayoría eran de
Tamara y ella.
Escuchó un sonido como si alguien hubiese
levantado la persiana y se acercó a mirar, cuál su
sorpresa, al ver a una mujer de cuarenta y tantos
años andar con pasos de gata en celo hasta situarse
donde minutos antes había estado ella. Permaneció
allí, callada y semi escondida, desde donde pudo
comprobar que aquella mujer, con un vestido
ceñido y de buena calidad, buscó una posición
perfecta para tensar y dejar la piernas bien
abiertas, una invitación directa al mecánico que
estaba a punto de sacar la cabeza.
—Estaba convencida que te encontraría como a
mí me gusta, debajo de mi… —dejó la frase en
suspenso para dar a entender lo que quería—,
coche.
Jaime, que por mucho que intentó evitar mirar
le fue imposible, cerró los ojos y volvió a meterse
bajo el vehículo empujándose con los brazos y
salir por el otro extremo. Aquella mujer se había
puesto justo encima de su cabeza, con las piernas
separadas y mostrando que no llevaba ropa
interior puesta. Rebeca por su parte seguía
espiando, el descaro de la clienta era brutal.
«¿Habrán tenido alguna aventura?», se preguntó.
Porque no era normal aquel trato tan descarado.
Jaime se puso frente a la clienta y le sonrió
encantado; eso pensaba Rebeca desde su puesto,
pena que no podía ver la cara de la mujer pues le
daba la espalda.
—Llega pronto, pero ya está terminado. —La
mujer le quitó una pelusa imaginaria del mono de
trabajo.
—Vi la puerta entreabierta y no pude
resistirme, sabes que soy una mujer impaciente…
y, por favor, tutéame, no soy tan vieja, ¿o acaso te
lo parece?
—No suelo tutear a mis clientas, pero si es lo
que quiere —respondió muy ufano.
—Cariño, si te dijera lo que quiero,
necesitarías un año para saciarme.
A Rebeca se le abrió la boca al escucharla y
ver cómo la mujer acercó su mano a la cabeza de
Jaime para acariciarle el cabello.
«Una oferta tentadora», pensó Jaime, la mujer
no tenía mal cuerpo, como tampoco era fea, pero
él no mezclaba trabajo y placer, mucho menos con
su mejor clienta. Así que dio un paso atrás y
apretó un botón para bajar el vehículo que seguía
en alto a un palmo del suelo.
Rebeca, que conocía perfectamente a Jaime,
supo que necesitaba una válvula de escape y se la
ofreció. Se acercó con el teléfono en la mano.
—Jaime, ya he reservado mesa en… —Se hizo
la sorprendida—. Uy, perdón, no sabía que había
entrado nadie.
La mujer se dio la vuelta e hizo un escaneo
concienzudo, la conocía de vista de las muchas
veces que había estado en la oficina con David y
Jaime.
—No te preocupes, mona, yo ya me iba. —Lo
de mona no lo dijo con mucho cariño, sino con
desdén por haberle fastidiado lo que podía haber
sido una cana al aire—. Esta tarde a las cinco
pasará Matías a por él.
Dicho esto, la mujer se marchó y, de la rabia,
bajó la persiana tan fuerte que esta se cerró por
completo. Jaime miró a Rebeca y no se dijeron
nada, pero, cuando estaba lavándose las manos,
escuchó la risa de su amiga, giró la cabeza y la
miró.
—¿De qué te ríes?
—Al final sí va a ser cierto el mito de las
mujeres que fantasean con los mecánicos cachas.
Jaime sonrió y respondió:
—Yo no soy cachas. —Se secó las manos y se
acercó a Rebeca.
—Ya lo creo que lo eres, no se necesita
reventar una camiseta cuando mueves un brazo
como hacen todos los que van a machacarse al
gimnasio, pero tienes los brazos duros, tus
músculos trabajados por el trabajo diario te
delatan. —Volvió a reírse—: ¡Eres la fantasía
sexual de tus clientas!
—¿Sólo de mis clientas? —preguntó muy
seductor. Rebeca pensó en Tamara y con una gran
sonrisa respondió:
—De tus clientas y de alguna que otra más por
lo que me he enterado.
Se sentaron, y Jaime, cuando vio la lasaña,
sonrió, se le hizo la boca agua. Rebeca lo observó,
al estar muy cerca de él sentada le dijo en el oído:
―A veces no soy tan egoísta, para que veas que
de vez en cuando no solo pienso en mí.
Jaime ladeó la cabeza, y como Beca no se había
apartado, sus frentes quedaron pegadas; al hablar
casi se rozaban sus labios.
—Beca… —pronunció en un hilo de voz, y
Rebeca no lo dejó continuar.
—Perdóname, sé que la otra noche lo hice mal,
no debí bajar del coche. Por favor, Jaime, créeme
cuando te digo que lamento cada palabra que salió
por mi boca, ya sabes que actúo y hablo sin
pensar.
Jaime negó con la cabeza lentamente y sus
narices se rozaron, algo que estremeció a ambos.
—Si te hubiese pasado algo… —hablaban en
susurros y con pesar.
—Pero no me pasó, tú estuviste allí. ¿Podrás
perdonarme y olvidar aquella discusión? —
preguntó con temor a la respuesta, a la vez que
volvió a dejar la frente apoyada en la de él y cerró
los ojos.
Jaime levantó una mano para sostenerle la
cabeza, por alguna extraña razón no quería que se
separase de él, quería tenerla cerca, muy cerca.
—Antes de arrancar, ya te había perdonado.
Rebeca sonrió y lentamente movió la cabeza
para poder ronronear de nuevo con la nariz de él.
La iba a besar, eso pensaba Rebeca, y el pulso
se le disparó. Seguía con los ojos cerrados, temía
abrirlos y ver algo en él que no fuese habitual. El
sonido de la persiana los hizo apartarse, y cuando
Jaime iba a levantarse para ver quién había
entrado en el taller, escuchó la voz de David.
—Jaime, soy yo. —Se miraron y cogieron los
tenedores.
Al llegar al despacho, David se sorprendió al
ver a su hermana allí.
—¿Le has traído la comida? —preguntó
mientras tomaba asiento frente a su mesa y así
poder seguir hablando encarado a ellos.
—Sí —una respuesta escueta. David torció el
labio.
—Bien, así me gusta, que ya no os evitéis el
uno al otro.
Ninguno respondió.
—Has venido muy pronto —comentó Jaime.
—Por si necesitabas ayuda.
Y tanto que la necesitaba, pensó Jaime. De no
haber aparecido David hubiese cometido un gran
error: «¡Por Dios Santo, casi la beso!».
Rebeca comía de forma autómata porque se le
había quitado el apetito, por desgracia la
sensación de mil mariposas revoloteando por su
estómago no se le había pasado.
Capítulo 8

Sueños rotos

Preparada para salir a correr, se asomó a la


ventana, eran las nueve de la noche. En verano
prefería correr cuando empezaba a anochecer y
evitar el calor de la mañana. Seguía con el
teléfono en la mano y sonreía.
—¡Beca, estoy muy nerviosa!
—Tamy, tómatelo con calma, te va a dar algo.
—Imaginaba a su amiga arreglada y nerviosísima.
—No puedo, ¿sabes cuántos años llevo
esperando este momento?
Beca recordó esa tarde en el taller y apretó los
labios.
—Tamara, escúchame, solo es una cita, ¿vale?
—Una cita, Beca, una cita que he esperado
mucho, mucho tiempo y que no voy a
desaprovechar, no hay segundas oportunidades en
la vida y hoy es mi momento.
Vio salir a Jaime montado en su Yamaha YZF-
R1 negra, le dio un acelerón, y el sonido llegó
hasta los oídos de Tamara.
—¡Ay, madre, Beca deséame suerte! —No le
dio tiempo a desearle nada… colgó al momento.
Rebeca buscó su mp3, lo sujetó a su brazo y lo
enchufó, se hizo una coleta y bajó preparada para
correr una hora y despejar su mente. Sus hermanos
estaban jugando a la consola, y Beca, que llevaba
el volumen alto, les gritó.
—Hasta luego.
Salió, y los hombres volvieron a desviar la
atención a la pantalla de plasma cuando un portazo
los sobresaltó. Rebeca entraba de nuevo y con
cara de pocos amigos. Se quitó los auriculares,
pero su voz sonó todavía más alta que segundos
antes.
—¡Cómo te atreves, levanta el culo ahora
mismo! —Sus hermanos no entendían nada—. ¡Por
Dios, David, te están esperando!
Al ver que su hermano se hacía el loco, se
enojó hasta la saciedad, su amiga Tamara estaba
esperándole con la mayor ilusión de su vida, y
este, jugando a la Play Station.
—No me lo puedo creer… ¡mi hermano, mi
propio hermano! —Es que se la llevaban los
demonios—. Podría creerlo de cualquier idiota,
pero que mi propio hermano esté ahí sentado
cuando hay una maravillosa mujer esperando… —
Lo miró con decepción—. ¡Qué pena David, no
sabes cuánto me has decepcionado!
Se dio media vuelta y salió de la casa dando un
portazo mayor al anterior; sus hermanos se miraron
sin entender nada, y David fijó la vista en el
televisor.
—Dale al play.
Rubén, Dallas y Víctor se miraron.
—¿Qué pasa, David? —preguntó Dallas.
—Nada, dale al puto play y juguemos —
sentenció ofuscado.

Rebeca, una hora más tarde, regresaba, y su


semblante lo decía todo. Faltaban cien metros para
llegar a su casa, Jaime paró la moto a su lado,
miró a Rebeca y levantó las cejas, una invitación a
que Rebeca hablase y le contara qué le sucedía.
—David ha dejado plantada a Tamy.
Jaime se apeó de la moto y decidió hacer los
últimos metros arrastrándola mientras caminaba
con Rebeca.
—Tendrá sus motivos.
Rebeca se detuvo en el acto.
—¿Qué motivos, jugar a la Play?
—Beca, no todo el mundo tiene las cosas
claras. Puede que se arrepintiese en el último
momento.
—En el último momento… en el último
momento —repitió para intentar comprender—. Se
lo podía haber pensado antes, ¿no te parece?
—No voy a responder a algo que no me
compete.
Llegaron a la casa, y Rebeca fue directa a su
dormitorio, se acercó a su contestador y escuchó la
voz de su mejor amiga.
«Me he dado cuenta que acabo de perder mi
sueño. ¿Sabes lo más triste de todo? Que nunca he
soñado con nada más.»
A Rebeca se le cayó el mundo encima, su amiga
había dejado aquel mensaje con la voz rota y
llorando. Al abrir el armario para sacar su pijama,
sus ojos fueron directos a una caja que tenía en lo
alto, la cogió y la abrazó. Una caja donde
guardaba recuerdos de su primer y gran amor. Se
sentó en su cama, abrió la tapa y sacó un par de
fotografías, acarició con el dedo el rostro de aquel
muchacho alegre que sonreía al objetivo mientras
ella reía montada a su espalda. Sonrió con
nostalgia y volvió a dejarlas en su sitio. Pensó en
su amiga y con valor revolvió en aquella caja los
objetos que contenía, hasta que sacó una carta
amarillenta, la desdobló y la leyó con lágrimas en
los ojos.

1 de Septiembre de 2005
Querida Rebeca:
Me duele tanto haber recibido tu carta, pensé
que nuestro amor sería más fuerte que la
distancia, que los miedos y que cualquier
obstáculo que el destino interpusiera entre tú y
yo.
Te prometí cuidarte, quererte, respetarte y
regalarte todos tus sueños. Y no hubiese faltado a
mi promesa, porque, para mí, tú eras toda mi vida
y todos mis sueños.
Hoy, después de leer que no he sido el único
en tu vida, has roto en mil pedazos todo cuanto
tenía. No podré perdonarte, porque ya no sé la
mujer que eres; desde luego no eres la mujer que
yo me merezco.
Ahora no sé qué será de mí, porque tú y sólo tú
eras mi único sueño. Ojalá no hubiese sido así,
porque ya no tengo nada por lo que soñar, y sin
sueños, no hay nada por lo que luchar.
A tu pregunta de si algún día dejaré de
odiarte, te respondo: no te puedo odiar, porque, a
pesar de todo, tú me has enseñado a amar.
PD: Escucha esta canción y sabrás por qué no
te puedo odiar.

Cogió el CD y cerró los ojos anegados en


lágrimas. Esa canción la escuchaba cada mañana;
la necesidad de saber que no la odiaba era vital,
aunque con el remordimiento de saber que por una
mentira había destrozado un gran amor. Diez años
habían pasado desde que le llegó aquella carta, y
diez años que seguía pagando a diario haber sido
tan mezquina.
Guardó la caja de nuevo y volvió a depositarla
en su lugar. Juntó la puerta del armario y fue
directa al baño, necesitaba una ducha. Mientras el
agua corría por todo su cuerpo, sus lágrimas
seguían saliendo sin parar. Deseaba tanto poder
cambiar el pasado. Haber sido más fuerte, más
madura, más inteligente y menos pasional. Se cegó
por el dolor y la rabia, se volvió loca y perdió al
hombre de su vida, como había perdido su gran
pasión; desde aquello no volvió a diseñar. Su
entusiasmo por la moda se había muerto, ya que
aquel hombre fue quien la animó y la apoyó a
llegar lejos: Sin él, no había nada por lo que llegar
a ningún lugar.
Esa noche no cenó, se metió en la cama, y
cuando todo estaba en silencio, la puerta se abrió,
y su hermano David entró, se tumbó junto a ella, y
Rebeca, mirando al techo, esperó hasta que David
habló.
—No quería decepcionarte.
—No es a mí a quien le debes una disculpa.
Los dos estaban boca arriba.
—No sé cómo hacerlo.
Rebeca ladeó el cuerpo, apoyó su codo en la
almohada y miró a su hermano.
—Podía esperar de cualquier hombre algo así,
pero de mis hermanos, nunca… Y de ti mucho
menos. —David la miró a los ojos—. ¿Por qué,
David? Dime por qué.
—Tengo miedo, lo reconozco. He tenido
muchas citas, pero con mujeres que sabía que no
podrían llegarme a dañar. Solo te puede hacer
daño la persona a quien amas y ninguna podía
llegar a hacerlo… Ninguna excepto Tamara.
Rebeca se alegró de la sinceridad que su
hermano demostraba. Podía ser que no estuviese
todo perdido.
—Entonces, reconoces que la quieres…
—Si solo fuera amor… es mucho más que eso,
no hay un solo día que no me despierte pensando
en ella, que no vaya al taller y entre en la oficina
para mirar sus fotografías… —Sonrió abrumado
—. Cada día añado una fotografía nueva.
—Pensé que las ponía Jaime.
—Sí, bueno, yo añado las de Tamara, y él, las
tuyas.
—¿Qué te da tanto miedo?
Su hermano no estaba seguro de poder ser
sincero, pero, observando a su hermana, respondió
con el corazón en la mano.
—Rebeca, no sé si podría pasar por lo que tú
has pasado.
Rebeca asintió lentamente.
—Escúchame, sé que me volví loca...
—No…
Rebeca le tapó la boca con la mano.
—Sí, David, fue así. Un año en un sanatorio
mental es volverse loca.
Era un tema tabú, todos sufrieron la reclusión
de su hermana en aquel hospital de Escocia. No
fue solo haber perdido a su gran amor, se había
convertido en la joven promesa de la moda y
estuvo sometida a un ritmo frenético. Su estado de
ánimo no era el propicio para soportar tanta
presión, y sufrió una crisis nerviosa que la llevó al
borde de la locura.
—Pero voy a decirte algo, no importa haber
estado recluida, no importa sufrir una y cien veces,
porque es mil veces mejor el sentimiento puro de
haber amado libremente que cualquier locura que
luego puedas tener. Valió la pena, David, te juro
que preferiría volver a pasar por todo ello que
saber que voy a seguir vacía el resto de mi vida.
David abrazó a su hermana, él sabía que ella
seguía sufriendo todavía por aquello, al igual que
sabía que tenía razón, ella se sentía vacía, cuando
la veía con Felipe, ese vacío lo notaba en su
mirada.
—Creo que es hora de que seas valiente.
Su hermano se tensó.
—¿Ahora? Es muy tarde Beca…
Se levantó, fue al contestador y, antes de dejar
que su hermano lo oyera, sonrió.
—Escucha esto y dímelo de nuevo.
David dio un brinco de la cama, con el corazón
acelerado y odiándose a sí mismo por haberla
hecho llorar, aunque feliz por saber que era mutuo
el sentimiento entre Tamara y él. Dio un beso a su
hermana y la abrazó con fuerza.
—Tienes razón, después de esto… ayer fue
tarde.
En dos minutos, Rebeca escuchó la moto de su
hermano salir con celeridad. Sonrió al imaginar
que su amiga, cuando abriese la puerta, tendría
todos sus sueños al alcance.
***
David, con los nervios a flor de piel, llamó al
timbre de la puerta de Tamara. Vivía en la primera
casa de la urbanización, su padre trabajaba desde
hacía seis años en Hong Kong, y Tamara vivía sola
desde entonces.
Se le partió el alma cuando vio a Tamara tras
abrir esta la puerta. Tenía los ojos hinchados y la
nariz roja por haber estado llorando. Se miraron, y
por fin reaccionó, alargó su brazo, cogió la mano
de Tamara y se la llevó directa a su corazón,
necesitaba que ella sintiera sus latidos.
—Esto lo provocas tú. —Tamara tragó saliva
—. Me asusté, Tamy, porque eres la única mujer
capaz de hacerme latir el corazón a esta velocidad.
Llevo años enamorado de ti, te deseo y necesito
tanto, que no soy capaz de imaginar la vida sin ti a
mi lado.
—¿Y por qué me dejaste plantada? —preguntó
con un hilo de voz, estaba aguantando el llanto.
—Porque, si acudía a la cita, sé que estaría
perdido. Vi sufrir a Rebeca, no puedo pasar por
eso… —tragó saliva, tomó aire y se lanzó—.
Tamara, si entro en tu casa, si nuestros labios se
besan, tienes que ser consciente que estaré dejando
mi corazón en tus manos. Piénsalo bien y toma tú
la decisión, porque de ti dependerá mi cordura.
Tamara casi muere de felicidad al escuchar
aquella declaración. ¿Pensar? No había nada que
pensar, ella también era consciente que, al aceptar
aquella proposición, dejaba en las manos de
David toda su vida. Ya que él lo era todo para
ella. No lo pensó ni un segundo, llevó la mano que
tenía libre al cuello de David y lo besó con
desesperación mientras la otra sentía cómo su
corazón se revolucionaba con más fuerza.
David la atrajo hacia sí cuanto pudo, la asió
por la cintura y la levantó un palmo; Tamara
enroscó sus piernas alrededor de la cintura de él y
así permanecieron un buen rato.
—No lo has pensado mucho —susurró David
con una gran sonrisa.
—No había nada que pensar, siempre has sido
tú, David. Nunca ha habido otro hombre en mi
mente ni en mi corazón.
—Bien, ahora tampoco habrá otro en tu cama.
—Y dicho esto, entró con ella todavía en la misma
posición y subió hasta su dormitorio.
Mientras ascendían las escaleras, cientos de
besos se entregaban el uno al otro. Ya se
pertenecían, no había vuelta atrás, el miedo se
había evaporado. Tamara no podía dejar de repetir
en su mente las palabras tan bonitas que David le
había dedicado, se sentía eufórica, todo estaba en
manos del destino.
Al llegar a su dormitorio, David tumbó a
Tamara con sumo cuidado en la cama, él se quedó
inclinado a su lado, no podía dejar de besarla,
quería recordar aquel momento en su memoria
siempre. Las prisas no podían ser buenas, con una
fuerza interior por no llegar hasta el final como
ansiaba, quiso ser el hombre que Tamara merecía.
Estuvo a punto de perderla por ser cobarde, y
ahora las lágrimas de Tamara tenían que ser
recompensadas.
Mientras, Tamara besaba sus labios con
delicadeza, entregándose a él con puro
sentimiento. David, con mucha calma, comenzó a
acariciar todo su cuerpo. Con una mano empezó a
recorrer su mejilla, pasando por su cuello hasta
llegar a su hombro. Bajó lentamente por todo su
brazo; cuando llegó a su mano, entrelazó los dedos
y apretó con fuerza para que sintiese que estaba
allí, que ya no la dejaría marchar.
—Dime que no es un sueño —dijo Tamara
emocionada.
—No puedo decirlo, porque eres mi sueño. —
Volvió a besarla, esta vez con más furor—. Pero te
prometo que al despertar seguirás siendo mi sueño
diario.
Soltó la mano de Tamara y le quitó la camiseta
de tirantes de pijama que llevaba puesta. No pudo
evitar recrearse con la imagen que ella le ofrecía,
estaba preciosa, su piel suave y sus pechos duros.
Volvió a acariciar la piel de la mujer que le había
robado el corazón. Con la mano derecha descendió
a través del cuello, pasando por la separación de
sus pechos. El dedo índice recorrió el camino; al
llegar a su ombligo y recrearse en este, Tamara
empezó a respirar con dificultad, su tórax
elevándose la delató. David aprovechó ese
momento, lo volvió loco saber que Tamara se
ofrecía sin barreras. Besó su mejilla… besó su
clavícula… besó su hombro… besó su pecho. Se
recreó en uno y pasó al otro dónde un pezón duro
lo esperaba. No pudo resistirse y subió la otra
mano para encargarse de masajear aquel que había
saboreado con anterioridad, mientras seguía
lamiendo con ganas el otro.
Tamara, excitada como nunca antes lo había
estado en su vida, sin poder evitarlo, soltó un
gemido placentero.
David, al escucharlo, necesitó más, mucho más.
Continuó besando aquel cuerpo que a partir de ese
momento sería suyo, completamente suyo. Fue
succionando con sus labios cada centímetro de
piel de Tamara. Al llegar a su ombligo, su lengua
se tornó ansiosa, y ella volvió a gemir. Un sonido
celestial para David, que continuó despojándola
de los pantalones cortos junto a las braguitas que
tantas noches había soñado con poder quitar.
Ambos estaban pletóricos. Cuando David vio a
Tamara totalmente desnuda ante él, supo que
necesitaba saborearla, impregnarse de ella. Metió
la cabeza entre sus piernas, y esta se tensó, estaba
al borde del infarto.
—David… David…
Este levantó la cabeza y le ofreció una pícara
sonrisa.
—Tamy, así me llamo y voy a hacer que no lo
olvides nunca.
Dicho esto, volvió a su cometido, lamer y
saborear lo que tanto anhelaba, no podía parar, era
suya y todo su cuerpo le pertenecía. Encontró el
lugar más sensible y lo devoró con ganas y pasión.
Notó que Tamara se arqueaba, al igual que las
manos de ella se aferraban a su cabello, lo iba a
dejar calvo, pero merecía la pena si así ella
gozaba y conseguía hacerla llegar hasta el clímax.
Y lo consiguió, un grito por parte de Tamara y unas
pequeñas convulsiones le dijeron que la había
llevado hasta el éxtasis. Mientras ella se
recomponía, siguió lamiendo y besando cada
centímetro de piel del cuerpo de Tamara, estaba
empeñado en poder reconocer cada parte de ella, y
nada se lo iba a impedir. No pudo soportar seguir
vestido y se desnudó con mucha celeridad mientras
su boca seguía pegada a la piel de ella.
Cuando llegó a la boca de Tamara, esta lo
devoró con un beso ardiente, de agradecimiento,
de pasión. Un beso que los dejó a ambos casi sin
aliento.
Tamara, sin dar tiempo a que David se
recompusiese, con un movimiento rápido se sentó
a horcajadas sobre él. Sin previo aviso, y con la
erección latente de David, se encajó a la
perfección. David, sorprendido y enamorado,
sonrió.
—Te necesitaba dentro de mí ¡ya! —Se inclinó
para besarlo de nuevo—. Y ahora que ya estás
dentro, hazme tuya.
David no lo dudó, llevó sus manos a la cadera
de Tamara para ayudarla a llevar el ritmo de sus
embistes. Durante unos minutos, el compás era
erótico y delicado, pero poco a poco ambos
necesitaban más, así que David subió el ritmo, y
Tamara se encajó en él con fuerza. Estaban a punto
de correrse, y David hizo todo lo posible por
aguantar, porque quería que su primera vez ambos
lo hiciesen juntos.
—Mi amor, mírame, quiero verme en tus ojos
cuando lleguemos.
Tamara no pudo hablar, le faltaba un pequeño
toque para llegar. David fue consciente, y llevó sus
manos a los pezones duros de ella, los apretó con
la fuerza justa para que ella se dejara llevar por el
orgasmo mientras él hacía un esfuerzo por no
cerrar los ojos. Quería guardar esa imagen en su
memoria el resto de su vida.
Tamara se desplomó encima de él.
Permanecieron en la misma posición hasta que sus
respiraciones se fueron normalizando, mientras
David, que no podía dejar de tocarla, le acariciaba
la espalda.
Tamara salió de él con pereza, se quedó
enroscada junto a David y sonrió, lo miró y,
enamorada perdida, le entregó un beso de amor
auténtico.
—Tamy… —la voz que él empleó puso en
alerta a Tamara—. Uff… ¡Joder!
No le gustó aquella reacción. Se le aceleró el
corazón, parecía que David estuviese arrepentido.
—¿Qué ocurre? —preguntó temerosa.
—No hemos usado condón. —Tamara abrió los
ojos, y David la abrazó—. Te prometo que no
volverá a suceder.
Tamara suspiró con fuerza y rió; David la miró
curioso, no sabía a qué se debía su risa, podría ser
por los nervios.
—David, qué susto me has dado. Por un
momento pensé… Dios, David, temí que te
hubieses arrepentido.
Él la miró serio, ¿qué estaba diciendo?
¿Arrepentirse? Pero si era lo mejor que le había
pasado en sus treinta años.
—Tamara, cuando dije que lo pensaras bien, no
mentí, acabo de entregarte mi corazón…
Tamy lo besó con deleite.
―No te preocupes por nada, tomo
anovulatorios.
David sonrió, volvió a besarla en los labios, la
nariz, la mejilla y justo cuando llegó a su oreja,
susurró:
—Entonces no habrá ningún obstáculo entre tu
cuerpo y el mío. Y si eres tan amable —la tumbó y
se posicionó encima de ella—, vamos a repetir,
porque no sé si ha sido un sueño.
Capítulo 9

Las penas bailando se quitan

A las cinco de la madrugada, David entraba en su


dormitorio. Jaime escuchó un ruido y se dio la
vuelta. No necesitó encender la luz, la que entraba
a través de la ventana le fue suficiente.
—Por lo que veo, esta noche, al final, sí hubo
cita.
David asintió y suspiró.
—La primera del resto de mi vida.
Jaime se carcajeó.
—Me alegro, así ya no me preocuparé cuando
Rubén intente levantarte a la chica.
—Si en algo estima su vida, más vale que no se
atreva a hacerlo. —Ambos rieron.
Jaime era el único que sabía que su amigo
llevaba años enamorado. Lo miraba y se alegraba
por él, Tamara era una buena chica, además de ser
la única que era capaz de robarle el sueño a su
amigo.
—Por lo que veo, tú también has levantado a la
chica.
David le lanzó un cojín y se dejó caer en la
cama mientras se hacía el ofendido.
—¡Que te jodan!
—Ojalá, pero está claro que el único que puede
hacer eso ahora mismo, eres tú. —Le devolvió el
cojín—. Anda, duerme, que mañana quiero que
levantes cosas en el trabajo.
Volvieron a reírse, y David, nada más cerrar los
ojos, se quedó dormido. El cansancio pudo con él.
Jaime, con la vista perdida en el techo, sonrió con
amargura al recordar cuando él también tuvo su
momento de felicidad. Una felicidad que duró
poco, ya que la mujer a la que amó le rompió el
corazón en mil pedazos.
***
Los hermanos se miraban, la cara de alelado de
David lo delataba. Con una sonrisa bobalicona,
los ojos brillantes y sin prestar atención a nadie,
permaneció más callado de lo habitual. Y a eso le
sumaban que él siempre desayunaba zumo, porque
detestaba la leche, y esa mañana se encontraba con
una taza de café con leche en una mano y una
tostada en la otra sin llegar a llevársela a la boca.
Estaba claro que tenía la mente en otra parte, y sus
hermanos “tan observadores como siempre” se
hacían señas los unos a los otros.
Rebeca entró y, cuando le señalaron a David,
sonrió y se sentó en el taburete, justo al su lado.
—Hoy no vengo a comer —anunció sonriente.
—¿Qué te traes entre manos, Beca? Ayer no
viniste, hoy tampoco —preguntó Dallas, siempre
tan en su estilo de abogado.
—Voy a comer con Tamy, no sé… —David
reaccionó al escuchar aquel nombre—. Por lo
visto, quiere alardear de novio. —Rebeca
aguantaba la risa.
—Eso es porque es una chica lista. —Esta frase
fue el detonante para los hermanos.
—¡Qué cabrón! Así que Tamara, ¿ehh…? —
gritó Neill mientras Dallas y Víctor le daban
palmaditas en los hombros.
—No sé qué te ha visto pudiendo tener al más
listo e intelectual de la familia. —Rubén tenía
ganas de tomarle el pelo a su hermano.
—Te lo tengo dicho, el guapo de la familia soy
yo, soy el rubiales guaperas que se las lleva de
calle. —Esa frase le costó una buena colleja por
parte de Malcolm, que estaba justo detrás de él. Y
por supuesto, que todos los hermanos le
recriminaran por decir que eran feos.
—¡Sois como niños! —protestó Rebeca muerta
de risa.
***
A la hora de la cena, Rebeca estaba callada, no
había sido un día fácil; mucho trabajo y muy malas
noticias. Sus hermanos, observándola, esperaban
el momento para hacerle el interrogatorio de turno.
—Beca, ¿qué tienes? —preguntó Dallas.
—Estoy cansada, eso es todo. —Respuesta que
sus hermanos no iban a dar por válida.
—Y aparte de ese cansancio, ¿qué te tiene tan
triste?
Rebeca se encogió de hombros, pero, en vista
que no la dejarían en paz, fue sincera.
—He hablado con la inmobiliaria, tiré la toalla.
Tienen un comprador.
Sus hermanos se miraron, sabían que Rebeca
llevaba años soñando con esa casa. Rubén se
acercó a ella, la rodeó con un brazo.
—Podemos prestarte el dinero, lo sabes.
—Lo sé, pero he pensado mucho esta tarde, ya
no tiene sentido aferrarme a esa casa. Fui muy
estúpida por obsesionarme. Ya no la quiero, es
parte de algo que necesito olvidar. Tan solo espero
que el futuro propietario sepa valorar que es la
mejor de toda la urbanización.
—¿Ya no la quieres? —preguntó Dallas.
—No, de verdad —respondió tajante—.
Además, alguien tendrá que cuidar del gran nido
cuando os vayáis poco a poco, uno a uno.
Sus hermanos se miraron, hablaba tan
convencida y madura que les pareció extraño todo
aquello. ¿De verdad lo sentía así o se estaba
haciendo la fuerte por no poder comprarla?
—¿Y quién ha dicho que nos vamos a ir? —
preguntó Víctor.
—Lo dice la vida, cuando salga vuestra media
naranja, al igual que hizo Javier, vosotros lo iréis
haciendo también.
Jaime clavó la mirada en Rebeca, ¿desde
cuándo su amiga hablaba tan serena, tan madura y
tan realista? ¿Qué estaba pasando por esa cabecita
loca? Los hermanos, tan sorprendidos como Jaime,
se miraron los unos a los otros mientras Rebeca se
levantaba y se despedía para irse a la cama.
Estaba a punto de meterse en acostarse, cuando
alguien llamó con cuidado a la puerta y esperó a
que le invitase a entrar.
—Pasa.
Jaime entró y se miraron a los ojos.
—¿Estás convencida de que ya no quieres esa
casa…?
Lo interrumpió, porque había tomado una
decisión.
—Sí, no es por el dinero, si vienes a prestarme
tu ayuda, te lo agradezco de corazón. Pero ya no
quiero seguir pensando en ella, tengo otras metas
en la vida ahora mismo.
—¿Cuáles? —Jaime estaba intrigado.
—Son muy personales y preferiría no
compartirlas con nadie.
La miró fijamente, ella era incapaz de
guardarse nada dentro. ¿Qué le había pasado a su
amiga para que tuviera ese cambio tan radical?
Prefirió no insistir, ya se lo contaría cuando
estuviese preparada.
—Está bien, cuando quieras compartirlas, ya
sabes dónde estoy. —Le dio un beso en la mejilla
y se marchó.
Rebeca se acostó, se tapó con la sábana y
respiró con fuerza. Aquella casa había sido uno de
sus sueños. La noche anterior, mientras guardaba
la caja de sus recuerdos, decidió enterrar junto a
ella todo lo que estos implicaban. Se había
aferrado a aquel lugar, porque el hombre que
amaba le había prometido que algún día se la
conseguiría. No era la casa, era lo que significaba,
vivir allí, cerca de los suyos, junto con aquel al
que amaba. Ahora él no estaba con ella, aunque
pudiese comprarla, no tendría ningún sentido.
Sonó su teléfono, lo único que no compartía con
sus hermanos, desde los catorce años tenía una
línea independiente al resto de la casa.
—¿Sí?
—Beca, escucha, notición —gritó Tamara—.
Ha venido una clienta, y sabes lo que me ha dicho,
que las penas bailando se quitan.
—¿Y eso qué quiere decir? —Rebeca no
entendía nada.
—Mira, sé que estás de bajón, entre lo de
Felipe —Rebeca puso los ojos en blanco—, lo de
tu cuñada, lo de la casa…
—¿Adónde quieres llegar? —Habían hablado
por la tarde y Tamara estaba tan preocupada como
sus hermanos. No era normal ver a Rebeca tan
desilusionada y tan baja de moral desde hacía
muchos años.
—¡Que vamos a apuntarnos a clases de baile!
—gritó enérgica.
—¿Te has vuelto loca? No tenemos tiempo para
ir a clases de baile —intentó razonar.
—Tonterías, las clases son de nueve a diez. Así
que no hay excusas. Beca, lo único que me han
dicho, es que hay que ir con pareja.
—¿Con pareja? Pues tú y yo.
Tamara se echó a reír.
—Que no, que no, tienes que conseguir que te
acompañe un chico. Lo tienes fácil, con siete
hermanos y Jaime todo arreglado.
Rebeca se rió con ganas.
—¿Mis hermanos? —No podía parar de reír—.
Tamy, parece mentira que no los conozcas.
—Claro que los conozco, mañana hablamos,
tienes hasta el lunes para convencer a alguno, yo
tengo que convencer a David.
Rebeca seguía muerta de risa, qué ilusa era su
amiga.
—Eso, eso, inténtalo.
***
Habían pasado dos días, y Tamara seguía con la
idea. Rebeca se había contagiado de la alegría y
entusiasmo de su amiga, y eso que Tamy todavía no
había convencido a David. Optó por engatusar a su
primera víctima, estaba claro que dos de sus
hermanos ya estaban descartados; Neill y
Malcolm, sus horarios de trabajo los dejaba fuera.
—Dally, ¿puedo hablar contigo un momento?
Dallas levantó la ceja, su hermana sólo lo
llamaba por aquel diminutivo cuando quería
conseguir algo de él.
—Pasa, tú dirás. —Le hizo un gesto para que se
sentara, estaba en el despacho que usaba en casa.
Rebeca tomó asiento.
—Verás, he pensado que estaría bien pasar más
tiempo con mis hermanos… —Dallas juntó los
brazos y se recostó en el asiento—. Y bueno… tú
siempre has dicho que contara contigo para las
cosas.
—Sí, siempre lo he dicho.
Rebeca puso su cara de niña inocente, tenía que
llegarle al corazón a su hermano.
—Por eso he pensado en ti para ir a clases de
baile juntos —pestañeó como una muñequita.
Dallas alzó las dos cejas.
—¿Cómo dices? —Igual no lo había entendido
bien, pensó él.
—Ya sabes, hacer algo juntos. Nos apuntamos a
clases de baile y así pasamos más tiempo juntos,
al fin y al cabo, eres uno de mis hermanos
favoritos.
—Beca, las zalamerías conmigo no te sirven.
Por si no te has dado cuenta, soy un abogado con
mucho trabajo.
—Algo que admiro, pero esto es pasar un rato
agradable, los abogados también tienen derecho a
divertirse, ¿no? —Dallas soltó aire por las fosas
nasales, y Rebeca sonrió como una niña pequeña.
—Créeme cuando te digo que la diversión, para
mí, no es ir a bailar. Ni hablar, por ahí sí que no.
—Venga, Dally, nos lo vamos a pasar genial.
—Rebeca, he dicho que no, no insistas, no es
no.
Lo intentó casi diez minutos, los mismos que su
hermano se negó en rotundo. Se levantó y fue por
su siguiente víctima. No tardó en encontrarlo,
estaba en una tumbona del jardín leyendo un libro.
—Rubén, a ti te estaba buscando.
A su hermano le saltaron todas las alarmas
cuando Rebeca le dio un beso fuerte en la mejilla.
—¿Qué estás tramando? —fue directo al grano.
—¡Ay, Rubén, te va a encantar la idea que he
tenido! —dio palmaditas y todo.
—¿Una idea? —preguntó dubitativo, Rebeca
continuó con la misma táctica, hacerle ver lo
eufórica que estaba.
—Sí, sí, sí… ¡Vamos a bailar juntos! ¿A qué es
fantástico?
Rubén cerró el libro.
—¿Bailar? —repitió algo alucinado.
—Sí, venga, hombre, anímate, clases de baile
con tu hermana favorita. —Volvió a pestañear,
algo que de pequeña encandilaba a sus hermanos.
—Te recuerdo que no tengo otra hermana, por
eso eres mi favorita.
—Por lo que sea…Tú, yo y diversión
garantizada.
—No, no, no… tu hermano favorito es David,
pídeselo a él.
—David tiene novia, así que será su pareja.
Rubén se carcajeó, David, al igual que el resto
de hermanos, había nacido con dos pies
izquierdos.
—No te creo.
—¡Oye, la duda ofende! Además, ha sido idea
de Tamy.
Rubén volvió a reírse con ganas.
—Mira, creía que David y Tamy llegarían
lejos, pero me da que vamos a vivir una ruptura
temprana.
—No me lo puedo creer —respondió Rebeca
muy molesta—. David irá a esas clases de baile
encantando con su novia. No sé qué os pasa a los
tíos… Además, a ti te vendría bien, que sepas que
las mujeres nos fijamos mucho en los hombres que
bailan, porque así sabemos que en la cama serán
buenos.
—¡Rebeca! No sigas por ahí, soy tu hermano y
escuchar que te fijas en un hombre para saber si es
bueno en la cama, es algo que no deberías ni
mencionar.
—Así no vas a encontrar novia.
—No he dicho que esté buscando, ¿verdad? —
Cierto, Dallas, Neill y Rubén parecían tener
alergia al compromiso.
—Mamá quiere nietos, y tú nunca le has fallado
a mamá —dijo con guasa.
—Tiene siete hijos más, incluida una hija que
intenta hacer chantaje a uno de sus hermanos. —
Los dos rieron.
—Venga, Rubén, por favor, necesito una pareja
para apuntarme.
—Pídeselo a Víctor.

Se metió en la cama sin haber conseguido que


sus hermanos cedieran. Incluso se lo había pedido
a Javier. No paraba de pensar en posibilidades,
tenía varios amigos, pero estaba claro que a sus
chicas no les haría gracia. A pesar de dar mil
vueltas, por fin consiguió dormirse.
Una hora después de que Rebeca se durmiese,
su hermano David llegaba a casa después de haber
estado con Tamara.
—Es viernes, mañana no abrimos, pensé que
dormirías en casa de Tamara.
—Yo también, pero hemos discutido y preferí
venir a dormir a casa.
Jaime se incorporó, apoyó el codo en la
almohada y miró a su amigo.
—¿Discutido? —preguntó conciso.
—Se ha empeñado en acudir a clases de baile,
que me parece estupendo. Lo que ya no me hace
gracia es que yo tenga que hacerlo.
Jaime abrió los ojos, ya se temía algo, porque
los Irwin le habían puesto al corriente que Rebeca
buscaba pareja para ir a esas clases. Suerte que a
él no se lo había pedido, porque se habría negado
en rotundo.
—Entiendo, te has negado y se ha enfadado.
—No —respondió tajante y se puso en pie,
caminó de un lado a otro—. ¡Qué va! La niña ni se
ha inmutado con mi negativa.
—Pues no lo entiendo, entonces ¿a qué ha
venido la discusión…?
David, fuera de sí, respondió:
—¡Joder! Me dice que no pasa nada y que se lo
pedirá a otro. ¡A otro! ¿Te lo puedes creer? ¡A
otro! Está loca si piensa que otro tío va a tocarla.
¡Ni hablar! ¡Por ahí sí que no paso! —No paraba
de dar vueltas—. ¿Tienes idea de lo que es ver a tu
chica en brazos de otro bailando? Es que se me
enciende la sangre. Como vea a alguien ponerle la
mano en la cintura o rozarse con ella, es que…
¡Joder con el puto baile!
Se sentó de golpe en la cama, mordiéndose el
labio y muy enojado. La sola idea de que Tamara
bailara con otro hombre lo estaba matando por
dentro. Nunca imaginó ser un hombre celoso y
posesivo, pero ahí estaba él, rabioso de imaginar a
su chica bailando con otro.
—Vaya… —sonrió, y David lo miró con el
ceño fruncido—. Jamás pensé que acabaría
viéndote en clases de baile.
David, negando con la cabeza, poco a poco fue
disminuyendo su enfado. Jaime tenía razón, él
tampoco lo imaginó, pero ambos sabían que, el
lunes, Tamara, contenta y feliz, los matricularía.
—¡Hay que joderse, baile! —dijo resignado—,
ya verás cuando se enteren mis hermanos.
Jaime no pudo aguantar más la risa, empezó a
reír sin parar, las mofas que le esperaba a David
iban a ser infinitas.
***
Parecía mentira, pero en el gran nido había
mucha tranquilidad. Tocaron el timbre de la puerta
para hacer una entrega, y Rubén llamó a voz en
grito a Rebeca, que tenía un paquete en la entrada.
Estaba a punto de marcharse cuando otro
repartidor traía una caja que llegaba a nombre de
Jaime. Rubén volvió hacer lo mismo.
Jaime y Rebeca bajaron rápido, Rubén les
comentó que se quedaban solos, que la comida la
había dejado preparada Neill y que había hecho
tortellini con boletus a la pimienta negra. Rebeca
sonrió porque era su comida favorita; sin ser
consciente, se lamió los labios y suspiró. Rubén y
Jaime sonrieron. El móvil de Rebeca sonó y lo
sacó del bolsillo, se trataba de Tamara.
―Beca, he convencido a David… Por cierto,
que no se me olvide, te va a llegar un regalito.
—Entonces has sido tú quien me ha mandado un
paquete.
—¡¿Ya lo tienes?! ¡Ay, nena, con ese regalo tu
sonrisa estará garantizada una temporada!
Mientras las dos hablaban, Rubén cogió los
paquetes y siguió hablando con Jaime, le
preguntaba si sabía el motivo por el que David
había salido de buena mañana tan rápido. Jaime se
hizo el loco, y Rubén les hizo entrega de los
paquetes.
—Toma, que tengo que irme —Rebeca lo cogió
y se dirigió a su dormitorio.
—¿Y qué me has comprado? —preguntó
mientras miraba la caja con curiosidad.
—Ábrelo, anda, qué pena que no puedo verte la
cara, sé que te va a encantar. —Escuchó la risa de
su amiga.
—Vale, ya lo abro. —Rompió el cartón con
celeridad, no tenía paciencia.
—¿Un coche en miniatura? —preguntó sin más.
—¡Qué dices! Esos idiotas se han equivocado,
¡joder, guarda el recibo de entrega que hay que
cambiarlo!
—¿Entonces no es este mi regalo? —No
escuchó la respuesta, Jaime entró y carraspeó para
que le prestase atención.
—Ejem… ejem —Rebeca se dio la vuelta y vio
a Jaime con los brazos atrás, escondiendo algo—.
Podrías explicarme qué es esto.
Sacó el objeto escondido, y en sus manos
sostenía un vibrador con forma de pene. Sus ojos
se agrandaron mientras escuchaba a Tamara decir:
—Nena, voy a llamar a la compañía de reparto.
Jaime seguía con aquel objeto en sus manos,
moviéndolo como si le espantara tenerlo entre los
dedos.
—No llames a nadie, lo tiene Jaime.
—¡¿Qué?! —Rebeca, con las mejillas ardiendo,
inspiró y afrontó aquel desastre.
—A la noche te cuento. —Y colgó la llamada.
—¿Y bien? —Jaime estaba disfrutando del
momento.
—Es obvio, ¿no?, acaso no has visto nunca
un…
—¿Un consolador?, no suelo usarlos, así que no
suelo verlos.
Rebeca se acercó y, de un manotazo, se lo quitó
de las manos.
—Para tu información, no es un consolador.
Jaime aguantaba la risa.
—¿Entonces qué es?
Rebeca achinó los ojos, su amigo estaba
pasándolo a lo grande con su vergüenza.
—Un vibrador.
—¡Ahh! Eso lo cambia todo, claro —respondió
muy cínico—. Y este consola… perdón, vibrador,
imagino que es tuyo.
Rebeca se mordió la lengua por no decirle todo
lo que le venía a la cabeza. Lo estrechó con sus
dos manos en su pecho y respondió muy ufana.
—Sí, es mío, ¿algún problema? Algunos
todavía juegan con cochecitos mientras otros
maduramos y jugamos con juguetes para adultos.
Jaime no pudo aguantar la risa. Agarró su coche
en miniatura que pertenecía a una colección que
estaba haciendo.
—Rebeca, no imaginaba que te fuesen estos
rollos, ¡y, además, negro!
Rebeca quiso estamparle el vibrador en la
cabeza, pero al final, torciendo la cabeza hacia la
derecha, respondió:
—Jaime, si no quieres ser el primero en probar
a mi nuevo amiguito sexual, es mejor que salgas
por dónde has venido, o te juro que te lo voy a
meter por el culo.
Jaime levantó las manos en señal de rendición;
muerto de risa, abandonaba la habitación, pero
antes de cerrar la puerta se dio la vuelta y dijo:
—¿De verdad lo pediste negro?
Rebeca cogió una zapatilla del suelo y la lanzó,
pero Jaime fue más rápido y cerró la puerta a
tiempo. Aun así se escuchaba su risa por el
pasillo.
Maldita la gracia tener que bajar a comer, no le
apetecía lo más mínimo. Hoy no iba a disfrutar de
sus tortellini, de eso estaba segura. Ahora debía
encontrar la manera de avergonzar a Jaime y que
sufriera en sus propias carnes lo que ella había
sentido.

Por suerte, en la comida, Jaime no hizo ningún


comentario. Estaban solos en la casa y decidieron
ver una peli juntos. Por costumbre, y como era
habitual, Rebeca siempre usaba a uno de sus
hermanos o al propio Jaime como almohada en el
sofá.
Se habían quedado dormidos, y Jaime, al
despertarse, apagó la televisión. Rebeca estaba
reclinada de lado en su pecho, con una pierna
enroscada a la suya, y él la rodeaba con un brazo.
Intentó hacer el mínimo movimiento para no
despertarla, no quería que viese cómo se había
despertado.
«¡Joder, estoy empalmado!». Cogió un cojín y
se cubrió con él.
—No hace falta que lo tapes —indicó Rebeca,
encantada de que por fin se tornasen las tornas,
ahora le tocaba a él avergonzarse.
—Yo no tapo nada.
—¿Ah, no? ¿Y ese bulto incipiente de tu
entrepierna qué es?, ¿un calcetín metido que se ha
soltado? ¿No? —No se movieron ninguno de los
dos, pero la risa de Rebeca consiguió que Jaime se
tensara y se incorporara un poco.
Rebeca, que quería disfrutar de su momento de
venganza, también levantó la cabeza, la posó en su
hombro para mirarlo a gusto, pero sus piernas
seguían enlazadas.
—¿Te da vergüenza? —preguntó con sorna.
Jaime giró la cabeza y volvieron a quedarse sus
frentes juntas como hacía unos días en el taller.
—¿Por qué tendría que darme vergüenza? No
soy yo el que va comprando juguetes sexuales.
Rebeca no se amilanó.
—Ya, bueno, no todas tenemos tu suerte. Tienes
clientas dispuestas a cumplir sus fantasías
sexuales. Otras tenemos que contentarnos con
comprar vibradores para que nos sacien.
Jaime sonrió, eso consiguió que Rebeca
también lo hiciera. Levantó una mano y le llevó un
mechón de pelo tras la oreja y, con voz susurrante,
preguntó:
—¿Y cuáles son tus fantasías? —Rebeca
aguantó la respiración, Jaime dejó la mano
apoyada en su mejilla y empezó a acariciarla.
—Si te las contara, luego tendría que matarte.
—Ambos sonrieron de nuevo. Se quedaron en
silencio, hasta que Jaime, algo serio, lo rompió.
—Beca, por favor, no lo hagas.
—¿Hacer qué? —Jaime seguía acariciando su
cara.
—Usar ese juguete. Por favor… —Rebeca
tenía las pulsaciones a mil e, inconsciente, llevó su
mano hasta el pelo de Jaime y empezó a masajear
su cuero cabelludo.
—¿Por qué? —preguntó con un hilo de voz.
—Porque es algo muy frío. Tú siempre has
dicho: «el día que llegue a usar esos juguetitos,
cerraré para siempre la puerta a los hombres».
Jaime volvió a ronronear con la nariz pegada a
la de Beca y, sin darse cuenta, llevó su mano hasta
la nuca de ella y empezó acariciar su piel.
—Yo no lo he comprado —dijo sincera—,
aunque, si te soy sincera, es probable que dentro
de poco empiece a usarlo, ya me han bautizado
como la mujer de hielo.
—Eso es una estupidez —respondió mientras
seguía acariciando el cuello de Rebeca, y con la
otra mano alcanzaba sus labios; con el dedo pulgar
trazó todo su contorno.
—Eso dijo Felipe cuando rompió conmigo
porque había encontrado otra mujer.
—Felipe es un gilipollas, y no sé qué cojones
hiciste saliendo con él —dijo con deje enfadado y
absorto mirando los labios de Rebeca.
—Intentar olvidarte.
Jaime cerró los ojos, se mordió los labios y se
separó de ella un instante antes de hablar.
—Rebeca.
—¿Sí? —Jaime se incorporó, dejó el cojín en
su sitio y, antes de desaparecer, respondió:
—Ya tienes pareja de baile. —Y la dejó allí,
confundida y con lágrimas en los ojos. Jaime no la
perdonaría nunca. Ya no confiaba en ella.
Jaime fue directo a darse una ducha, estar cerca
de Rebeca lo carcomía. Cada día era más
insoportable no tocarla, no besarla. Habían pasado
diez años y seguía siendo la única mujer de su
vida. Tenía que mantener la cabeza fría, Rebeca ya
le había roto el corazón, no podía volver a caer de
nuevo.
Cuando Javier le propuso vivir con ellos, le
prometió no intentar volver a mantener una
relación con su hermana. Ambos habían sufrido
mucho y no tenían intención de volver a pasar por
ello. Pero no pudo negarse, aquel ofrecimiento era
estar cerca de ella. Por mucho que le doliese y lo
negara, Beca seguía siendo todo su mundo.
Capítulo 10

Terapia de baile

David y Jaime llegaban tarde. Rebeca y Tamara


los esperaban en la puerta, la profesora pidió que
entrasen, las clases iban a comenzar y le gustaba la
puntualidad.
—No me puedo creer que lleguen tarde.
Cuando lo pille por banda, me va a escuchar —
dijo Tamara alterada.
—¿Y si Jaime me tomó el pelo?
Rebeca ya no estaba segura de si había sido una
broma por su parte. Tamara la miró y respondió
rápida.
—No habría pagado la matrícula.
Cierto, además una matrícula bastante cara, a
Rebeca le pareció excesiva, pero Tamara había
dicho que eran las mejores clases, y lo bueno se
pagaba.
David y Jaime aparecieron en el mismo instante
en que la profesora iba a cerrar la puerta. Tamara
empujó a David. Jaime y Rebeca se miraron, en
los ojos de ella vieron el cabreo.
—Ha llegado un cliente a última hora… —
David, en voz baja, se disculpaba—. Pero estamos
aquí ¿no?
La profesora estaba contenta, doce parejas,
tenía un gran reto por delante. Empezaron las
presentaciones.
—Buenas noches, bienvenidos a Dance
Therapy, la mejor terapia de pareja.
David miró a Tamara y al verla desconcertada,
empezó a reírse. Esta, por su parte, le daba
golpecitos para que se callase. Rebeca abrió los
ojos como platos. «¿Qué había dicho aquella
mujer?».
Jaime, mirando fijamente a Rebeca, ni se
inmutó, permaneció inmóvil, la reacción de
Rebeca lo decía todo. Beca miró a Tamara, su
amiga negaba con la cabeza, ella no sabía que
aquellas clases de baile eran en realidad una
terapia de pareja basada en el baile.
David no podía parar de reír, era lo más
gracioso que le había pasado nunca. Empezar una
relación con alguien y acudir a unas clases de
baile para superar una supuesta ruptura con su
pareja. Rebeca se llevó las manos a la cara, le
ardían las mejillas.
—Dance therapy… terapia de baile… dance
therapy —repetía totalmente incrédula, no podía
creer que eso le estuviese pasando a ella.
La profesora los hizo presentarse los unos a los
otros. Si tenía dudas, se disiparon, las otras diez
parejas eran matrimonios que intentaban buscar
una solución y mantener a flote su relación. Tres
de ellas ya estaban separadas.
Les llegó el turno a ellos, y Tamara caviló
rápidamente una historia creíble, no podían
parecer unos lerdos delante de todos los demás.
―Hola, somos David y Tamara. Llevamos
cinco años juntos, y algo se ha congelado entre
nosotros, porque no avanzamos. Hemos decidido
venir a dance therapy para encontrar la solución.
Los demás asintieron y sonrieron, estaba claro
que todos estaban allí por lo mismo. Rebeca,
bloqueada total. No podía hablar, empezó a
temblar, y Jaime tomó la iniciativa.
—Hola, somos Rebeca y Jaime. —Un «hola»
colectivo se escuchó—. Llevamos diez años y
hemos perdido la confianza. Así que, aquí
estamos, buscando ayuda profesional.
Rebeca lo miró a los ojos, él no había dejado
de mirarla mientras hacía las presentaciones,
estaba muy serio y, seguramente, con ganas de
asesinarla.
La profesora se puso en el medio, obligó a
todos a que hiciesen un círculo, que se sujetasen
las manos y que escucharan con atención.
—Señores, el baile es una forma de arte en
donde se utiliza el movimiento del cuerpo,
normalmente, con música. Con cierto compás o
ritmo como expresión de sentimientos. En Dance
Therapy, intentaremos que esas expresiones nos
ayuden a establecer un contacto íntimo y pasional
con la pareja. Debemos aprender a confiar el uno
en el otro, dejar que nuestra pareja nos guíe y nos
transmita todos sus sentimientos a través del
movimiento, y así aprenderemos a bailar, juntos,
en pareja, e ir abriendo el corazón y la mente,
buscando dentro de cada uno todo lo que debemos
entregar al otro para volver a ser la pareja que
siempre fuisteis en un comienzo.
Rebeca tragó saliva con dificultad. Tenía muy
clara una cosa: primera y última clase. No pensaba
volver a esa terapia. Bastante difícil era su día a
día intentando olvidar a Jaime como para tener que
abrirse a él. Contarle sus miedos, sus inquietudes y
lo peor de todo: confesarle la verdad.
David miraba a su hermana y a Jaime de
soslayo, aquello, para ellos, no debía ser
agradable. Se acercó a Tamara al oído y le
susurró.
—Por tu bien, que salgamos vivos de esta.
Tamara, antes de mirar a David, echó un vistazo
a sus amigos.
—Saldremos todos perfectamente. —Igual,
aquel error era una señal de que Rebeca y Jaime
podían empezar de nuevo.
La profesora explicó que cada pareja debía
ponerse uno frente al otro, apoyar sus frentes y
balancearse suavemente, sin separarse y sin mover
los pies. Llevar, los hombres, las manos a las
cinturas de ellas, y las mujeres, a los hombros de
ellos. Sentirse y crear un punto de contacto era la
primera regla.
Cuando sus frentes estaban juntas, el suave
balanceo comenzó. Rebeca seguía muy nerviosa y
necesitaba decirle a Jaime algo urgente. Al no
querer ser escuchada, apenas usó la voz.
—Jaime, te juro que yo no sabía nada. —Él no
hizo ni dijo nada—. Te devolveré el dinero de la
matrícula.
—¡Ni lo sueñes!
Rebeca paró, y la profesora se situó junto a
ellos.
—Movimiento, vamos, balancéense.
Jaime apretó con sus manos la cintura de
Rebeca y la obligó a moverse. La profesora, al
verlo, continuó buscando otra pareja en apuros.
—¿Por qué no?
—Tú buscabas una pareja de baile y ya la
tienes. No soy de los que abandonan y daremos las
clases hasta que seamos expertos bailarines.
—Por si no te has dado cuenta, esto, más que
aprender a bailar, es una terapia de pareja.
Jaime abrió los ojos y la miró intensamente.
—Hablas inglés y gaélico, son tu lengua paterna
y, ¿no se te ocurrió antes al ver las palabras Dance
Therapy? —preguntó indignado.
—No me fijé, ¿cómo iba a pensar que alguien
hacía terapias de pareja bailando? —respondió
bastante ofendida.
—Ahora ya estamos aquí, aprenderemos a
bailar y haremos la maldita terapia. —No pensaba
dar su brazo a torcer, y Rebeca no volvió a abrir la
boca.
Por suerte, la clase esa noche fue corta, se
dedicaron a dar unos cuantos pasos de baile para
poder empezar el jueves con los movimientos
aprendidos. Aquello les hizo pasar un rato
agradable, lo malo iba a ser ir avanzando en la
terapia.
Los martes y jueves se convertirían en una
condena; lo que parecía una gran aventura y
diversión se había esfumado como por arte de
magia.
***
Entraron en la casa Jaime y Rebeca. Sus
hermanos los miraron y quisieron averiguar al
segundo. Les podía la curiosidad, más, cuando se
habían mofado con gusto de David y Jaime por la
mañana.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó Dallas con la
sonrisa implantada en la cara.
—Haberte apuntado conmigo, ahora no querrás
qué te contemos lo que hemos aprendido —
respondió Rebeca agobiada.
—Jaime, ¿cuántas veces le has pisado para que
venga tan sufrida?
Jaime y Rebeca se miraron y por fin se rieron,
porque Rebeca le había pisado varias veces a él.
—Eso tendrá que decirlo ella, aunque una cosa
os digo para que os quede bien claro —torció el
labio en señal de burla—, soy un experto bailarín,
en dos días seremos Fred Astaire y Ginger Rogers.
Todos rieron y se sentaron a cenar, los habían
esperado para que no cenasen solos. Algo que
agradeció interiormente Rebeca.
***
El miércoles entró Rebeca cantando muy
alegre, sus hermanos estaban poniendo la mesa
para comer. Los saludó con una sonrisa plena y
notó que sus hermanos no eran precisamente la
alegría de la huerta. De hecho, la estaban
esperando.
—¿Qué pasa? —preguntó rápida. Dallas iba a
responder cuando David entró por la puerta de la
cocina y se dirigió a ella.
—Beca, te necesitamos. Jaime ha sufrido un
accidente. —El rostro de Rebeca se descompuso
—. No te alarmes, no ha sido muy grave. Pero ya
sabes lo cabezota que es, no quiere acudir al
hospital y tiene que hacerse unas primeras curas
hasta que regrese Malcolm.
Jaime, tras la muerte de sus padres, había
pasado muchas horas en el hospital, sentía pavor y
fobia. A no ser que se tratase de vida o muerte, no
pondría un pie en otro. Los hermanos Irwin no
podían hacer nada para convencerlo, y por eso
necesitaban a Rebeca, era la más tozuda y la única
capaz de convencer a aquel cabezón.
—¿Qué ha pasado, dónde está?
—Le cayó encima un tubo de escape, le ha
quemado y cortado por la espalda. No es grave,
pero hay que hacer algo antes de que se infecte.
—¿Dónde está? —preguntó ya alterada.
—En la ducha.
Sin esperar un segundo más, fue al salón, llamó
a Malcolm y, tras anotar mentalmente qué debía
hacer, subió hasta la habitación de su mellizo,
cogió su maletín y se dirigió a paso firme hasta el
cuarto de baño.
Entró sin llamar y sin pedir permiso, se
encontró a Jaime desnudo y se le resecó la boca,
hacía muchos años que no lo veía así. Desde luego
su cuerpo había mejorado muchísimo.
Jaime se dio la vuelta y, blasfemando, se puso
un bóxer rápido.
—¿Pero qué coño haces?
Rebeca se fijó en las heridas, al darle la
espalda para vestirse, las pudo observar.
—Siéntate. —Utilizó un tono de voz que dejaba
clara su postura.
Jaime se fijó en el maletín que portaba en la
mano y la miró fijamente. Rebeca no se inmutó,
siguió allí esperando a que él se sentara en un
taburete que había allí.
—No es nada, así que no hay necesidad.
—Jaime, no voy a permitir que salgas de este
baño sin curarte la herida, así que no perdamos el
tiempo.
Jaime, conociéndola, supo que no habría forma
de salir de allí. Se sentó con resignación y negó
con la cabeza. Ya era mala suerte que Rebeca ese
día tuviese que ir a comer a casa. Ella se acercó,
abrió el maletín y cerró los ojos. Tenía pánico a la
agujas, pero, por Jaime, lo que hiciese falta.
Cuando sacó una jeringa y la desprecintó, se
quedó blanca como la cal. Jaime le sostuvo la
mano.
—¿Qué haces? Tienes fobia a las agujas.
Rebeca tragó saliva y, mirándole a los ojos
directamente, respondió:
—Tengo que inyectarte esto, es la vacuna del
tétanos, me dijo Malcolm que es primordial.
—Ni hablar, deja eso donde estaba… —
Rebeca le tapó la boca con una mano.
—Jaime, por favor, por una vez confía en mí.
—Fue tan suplicante que Jaime asintió lentamente
—. Gracias.
Le inyectó el contenido de la jeringa en el
brazo. Se situó detrás de él y comenzó las curas.
Jaime la miraba a través del espejo. La veía tan
concentrada y seria que se preocupó.
—¿Tan grave es?
—No, tienes suerte, los cortes parecen poco
profundos, la quemadura, con la crema y bien
tapada, dudo que llegue a infectarse… eso sí, por
la noche, cuando estés en casa, te quitaremos las
gasas, es mejor que se seque al aire. —Jaime no le
quitaba ojo, ella no lo había mirado.
—Entonces, ¿por qué estás tan seria?
Rebeca por fin lo miró a los ojos a través del
espejo.
—Porque estás herido.
—Acabas de decir que no es grave…
Beca asintió.
—Eso no significa que no me duela.
Jaime relajó la tez, dejó de tenerla tensa.
—¿A ti? Pero si el herido soy yo.
Rebeca resopló y se puso a la defensiva.
—Oye, ya sé que no me crees, pero te aseguro
que me duele que te pase algo —Jaime sonrió, y
Rebeca se mosqueó, pensaba que le estaba
tomando el pelo.
—Ya.
—¡Vale, se acabó! Soy idiota, no sé por qué me
preocupo por alguien a quién está claro le importa
bien poco lo que yo pueda pensar o sentir.
Se dirigió a la puerta, pero, antes de alcanzar el
pomo, Jaime la retuvo agarrando su mano y dando
un tirón de ella. La acercó a su pecho y la sujetó
fuerte, rodeándola por completo con un solo brazo
por la cadera.
—No es verdad. Sabes que eso no es cierto.
A Rebeca se le disparó el corazón, esa cercanía
y la manera en que la miraba la estaban matando
por dentro. Deseaba tanto poder cambiar el
pasado.
—¿Seguro? —preguntó con un nudo en la
garganta.
En la misma posición que la tenía, con el
mínimo esfuerzo, la levantó un palmo del suelo,
Rebeca rodeó con sus manos el cuello de él, y con
el brazo libre que tenía Jaime, lo subió y acarició
su mejilla.
—¿Qué si estoy seguro? Dime una sola vez en
la que no me haya preocupado por ti.
Rebeca se rindió, puede que Jaime la apartara,
pero necesitaba besarlo. No hubo suerte, unos
golpes en la puerta rompieron la magia y el
encanto de aquel momento.
—Pasa.
Rubén entró y los miró, aunque se habían
separado, sus ojos no lo habían hecho, mirándose
el uno al otro, cada uno con una duda en la cabeza
y, por desgracia, con unos sentimientos que no
podían expresar por muchas razones que ninguno
de los dos podía olvidar.
—Ha llamado Malcolm, en veinte minutos
estará en casa.
—Bien, entonces no hace falta que le cubra la
herida, así Malcolm podrá ver si lo he hecho bien
antes de taparlo.
—La mesa está puesta, y la comida, servida,
cuando queráis… —dijo Rubén y dio media vuelta
para salir del baño.
Rebeca recogió las cosas del maletín mientras
Jaime terminaba de vestirse.
Jaime se acercó a Rebeca por detrás, de nuevo
la rodeó con sus brazos, le dio un beso justo en el
cuello y otro detrás de la oreja. Rebeca se
estremeció, él sabía que aquellos dos puntos eran
los más sensibles para ella.
—Gracias… aunque no lo creas, me importas
más de lo que tú te piensas.
Y dicho esto, salió de allí. Rebeca se llevó la
mano al cuello, al punto exacto donde los labios
de Jaime se habían posado.

Malcolm felicitó a Rebeca, había hecho unas


primeras curas perfectas. Sus hermanos contentos
de ver a Rebeca entusiasmada, también la
felicitaron.
Al cabo de un rato, Rebeca sin darse cuenta
tarareó la misma canción que estaba cantando
cuando entró en la casa.
—¿Y esa alegría, hermanita? —preguntó
Dallas.
—A partir de mañana tengo las tardes libres,
aiss… —Todos los años, en verano, el horario de
la galería Irwin era de nueve a tres—. Pensé que
este mes no me dejaría Javier, porque vamos a
hacer una exposición el día treinta.
—De eso se encargan Luisa y Manuel, ¿no? —
preguntó Dallas.
—Sí, yo ahora llevo lo de la decoración y parte
de las antigüedades. Pero esta concretamente tiene
muy nervioso a Javier, ya sabéis que él lo quiere
todo perfecto.
—¿Y esta exposición por qué lo pone tan
nervioso, qué tiene de especial? —Víctor estaba
intrigado.
—Porque el artista viene recomendado por
Amanda… —Sus hermanos se quedaron
boquiabiertos—. Nos lo pidió como favor
personal. Por lo visto, es un buen amigo de ella.
Amanda fue la novia de Javier durante doce
años. Una mujer que toda la familia Irwin adoraba.
La ruptura entre ellos afectó a toda la familia, ya
que Amanda era considerada parte de ellos.
—No sabía que Javier y Amanda volvían a
tener trato. —Víctor no daba crédito. Desde la
ruptura no volvieron a verse.
—Y no lo tienen. Hace un mes, Amanda nos
mandó una carta y nos pidió como favor personal
poder echar una mano a este artista.
—¿Y qué pasó cuando Javier recibió la carta?,
¿cómo reaccionó?
—Bien, ya veremos el día treinta cuando se
encuentren…
—¿Ella va a acudir? —preguntó, alarmado,
Rubén.
—Rubén, piensa un poco hombre, Amanda ha
pedido como favor personal esto, es imposible que
ese día no acuda. —Rebeca a veces no entendía a
sus hermanos, tan listos y tan cortos para ciertas
cosas.
—Eso es fantástico —sentenció Dallas.
—Lo sería si Javier no estuviese casado,
querido hermano. —Rebeca tuvo que recordarles
que Javier, les gustase o no, seguía casado con
Alicia.
***
Por la noche, Rebeca fue a interesarse por
Jaime, aunque realmente lo que pretendía era
atrasar aquella cita que tendrían al día siguiente en
la clase de baile.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó amable.
—Bien, Malcolm me ha puesto una nueva gasa,
la verdad, apenas duele.
—Me alegro… esto… verás…
Jaime, que la conocía a la perfección, se le
adelantó.
—Beca, ya te he dicho que no me duele.
Mañana daremos clase de baile.
Rebeca apretó inconscientemente los labios.
—De verdad, podemos dejarlo para el próximo
martes.
—No, de eso nada. Nos hemos apuntado y
aprenderemos a bailar. —Si ella era tozuda, él no
se quedaba corto.
Rebeca, que no quería perder la paciencia, se
acercó a la cama y se sentó con las piernas
cruzadas frente a él, que estaba en la misma
posición, leyendo una revista de automóviles.
—Vale, dejemos las cosas claras.
Jaime, atento, cerró la revista y la dejó en la
mesita de noche.
—Tú dirás.
—Está claro que a ninguno de los dos nos gusta
ir a terapia de pareja. —Jaime asintió con la
cabeza, enérgico—. Entonces, es mejor dejarlo.
Puedo buscar otras clases, por supuesto que serán
de baile, ya me encargaré personalmente de ello.
—Aquí ya damos baile…
—Pero es una terapia de… —Ambos tenían
cosas que decir y no se dejaban terminar las
frases.
—Sí, son clases de baile que, además, incluye
el extra de ser una terapia de pare…
—Es que no tiene sentido, Jaime… —No sabía
ya qué decir para convencerlo—. ¿Qué pintamos
nosotros ahí?
—Lo mismo que David y Tamara. —Rebeca
iba a protestar y Jaime levantó la mano, tajante—.
Rebeca, lo admito, no es agradable ir a una
maldita terapia de pareja. Por asombroso que te
parezca, me divertí aprendiendo los pasos de
baile.
Beca sonrió.
—Yo también me divertí —admitió con
vergüenza—, aunque lamento mucho tu dolor de
pies cuando acabamos la clase.
Bajó la cabeza, era vergonzoso recordar la
cantidad de veces que lo pisó. Estaba tan nerviosa
por lo de la terapia que no se concentró en los
pasos. Jaime le levantó la cabeza con su mano en
la barbilla.
—¿Acaso me he quejado? —preguntó con voz
cariñosa.
—No.
—En ese caso, hagamos un trato. —Rebeca
escuchó atenta, y él retiró su mano de la barbilla
de ella—. Acudiremos a las clases, aprenderemos
juntos a bailar y nos divertiremos…
—Pero… —La silenció poniendo su dedo
índice en los labios.
—Sin peros, Beca. Nos divertiremos y haremos
esa terapia juntos… Después de todo, fuimos
pareja durante cuatro años.
Era cierto, a los catorce años, Rebeca dio su
primer beso. Jaime tenía dieciséis y estaban
locamente enamorados. Todos decían que eran
demasiado jóvenes, pero, en vista que no podían
estar el uno sin el otro, al final lo aceptaron.
Cuando Jaime tuvo que tomar la decisión de
marcharse a Chicago con sus padres o quedarse en
Valencia, fue muy duro para él. Rebeca era la
persona que amaba con toda su alma, y ella se
había enfadado por abandonarla. Una decisión que
rompió todo cuanto había entre ellos. Por más que
él le prometió que regresaría por ella en un futuro,
Rebeca no pudo soportarlo.
Jaime no estaba siendo del todo sincero con
Rebeca en estos momentos. Él necesitaba esa
terapia, era un milagro que aquella confusión los
hubiese llevado hasta allí. Nunca entendió el
rencor que Rebeca le había demostrado cuando
recibió una carta de ella explicándole que había
estado con otro hombre para olvidarlo. Esa terapia
era, ahora mismo, vital para él, por fin podría
llegar a entender qué había sucedido para que ella
le destrozase el corazón sin reparos.
Rebeca se sonrojó, y Jaime sintió curiosidad,
además le pareció tan hermosa en ese momento,
con la mirada brillante y las mejillas encarnadas.
—¿Por qué te has sonrojado?
Rebeca se llevó las manos a las mejillas para
taparse.
—De algo que me he acordado… —Se mordió
el labio inferior y suspiró.
—Podrías compartirlo conmigo, así me
divertiría yo también.
La complicidad entre ellos siempre había sido
innegable.
—Es que… no sé si es apropiado.
Jaime imaginó que debía ser algo que ocurrió
entre ellos.
—Aun así, sería un detalle por tu parte.
Rebeca sonrió con una dulzura que a Jaime le
costó mucho no agarrarla por el cuello y
comérsela a besos.
―Cuando me has puesto el dedo en la boca
para que guardase silencio. —Jaime asintió—. Me
ha venido a la mente el día que te colaste en mi
habitación… ya sabes, la noche que rompimos una
de las reglas sagradas.
Ella levantó las cejas, y Jaime sonrió cómplice.
Aquel recuerdo nunca lo podría olvidar ninguno de
los dos. La familia Irwin estaba dormida, Rebeca
había discutido con Jaime esa tarde y lo llamó por
teléfono. Se reconciliaron a través de la línea
telefónica, pero ella, antes de colgar, suspiró y
dijo: «Ojalá pudiera besarte ahora mismo».
Veinte minutos después, Rebeca, medio
dormida, sintió las manos de Jaime, una en su
mejilla y la otra con un dedo pidiéndole silencio.
Se besaron con auténtica pasión, Rebeca sintió que
necesitaba a Jaime más que nunca, y entre caricias
y besos, consumaron por primera vez su amor.
Allí, en el gran nido, donde había una norma
estricta al respecto y todos estaban durmiendo. No
les importó, se amaban demasiado y nada podía
con ellos.
—Cuando uno quiere borrar el pasado, hay
ciertas cosas de las que estás seguro no quieres
olvidar. Y ese momento, te aseguro que no quiero
perderlo —dijo Jaime con nostalgia y cariño.
—Yo tampoco quiero ni puedo. —Se inclinó y
lo besó en la mejilla mientras desdoblaba las
piernas para levantarse—. Nunca me arrepentiré
que fueses el primero.
Cuando cerró la puerta, Jaime se tumbó y, en un
suspiro, dijo una frase en voz alta.
—Hubiese dado la vida por ser el único.
Capítulo 11

Empujones para unirlos

Las clases de baile seguían su curso. Llevaban dos


semanas y la terapia, de momento, era llevadera.
Rebeca sabía que no tardaría en convertirse en
algo angustioso, aunque, por ahora, no
profundizaban mucho en los aspectos más
dolorosos.
Era viernes, y Rebeca había quedado con su
mellizo Malcolm para ir a comer juntos. Su
hermano la esperaba en la cafetería del hospital.
La doctora Miranda lo observaba, desde hacía más
de un año, Malcolm se había convertido en el
hombre de sus sueños. La relación entre ellos era
amigable, pero ella necesitaba más que eso. Al
verlo allí sentado suspiró, pensó que iba siendo
hora de dar un paso y, aconsejada por sus amigas,
estaba dispuesta a dejar su vergüenza y pedirle una
cita.
Se quitó las gafas, se atusó el pelo y con una
radiante sonrisa se preparó para ir a su encuentro.
Se quedó con los pies clavados en el suelo cuando
vio a Malcolm abrazando a una mujer que había
ido a recogerlo. Se sintió estúpida, por poco
queda como una mujer desesperada delante de
alguien que, estaba claro, ya tenía con quién pasar
el tiempo.
Rebeca sonreía, le encantaba quedar con su
mellizo. Los horarios de él le impedían pasar
juntos todo el tiempo que deseaban . Se dio cuenta
que una mujer los observaba con malos ojos
(bueno, a ella la taladraba con mirada asesina).
—Hermanito —dijo cómica—, creo que tienes
una admiradora.
Malcolm giró la cabeza, y la doctora apartó la
vista. Dos doctores se acercaron a ella para
saludarla.
—Lo dudo —respondió conciso. Rebeca
levantó las cejas, algo le decía que aquella mujer
pelirroja, de largas piernas y mirada asesina, era
la mujer que traía de cabeza a su mellizo.
—¿Es ella? —preguntó sin quitarle ojo a la
mujer.
—Sí, es ella.
Rebeca hizo una mueca y por encima de la mesa
cogió las manos de su hermano.
—A ver, hermanito… a ver cómo te lo
explico…
La doctora, al ver aquel gesto, sintió una
punzada.
—No sé a qué esperas para abordarla, esa
mujer está tan coladita por ti como tú por ella.
—¿Pero qué dices? —preguntó riéndose—.
Beca, no tienes ni idea…
—El que no tiene ni idea eres tú, —Su hermano
le prestó atención, su hermana se había puesto
seria—. Está celosa.
—¿Celos, de qué? —No entendía nada.
—De mí, no sabe que soy tu hermana, y te juro
que me está clavando mil puñales ahora mismo
mentalmente.
Malcolm sonrió, su hermana tenía mucha
imaginación.
—Estás muy loca.
—Vale, haremos una cosa.
Malcom levantó una ceja, su hermana y sus
cosas, lío asegurado.
—Uff... —Suspiró derrotado, porque al final
haría lo que ella dijera—. ¿Qué cosa?
Con una sonrisa maquiavélica, se acercó a su
hermano sin quitar ojo a la pelirroja que cada vez
estaba más enojada de verlos.
—Ve a la barra, pide algo, hazte el
encontradizo con ella y si ves que está molesta
contigo, sabrás que tengo razón.
—¿Y si no lo está? —preguntó mosqueado.
—Si no es así, estará fingiendo para que no te
des cuenta.
—Rebeca, eso son tonterías, esa mujer puede
tener a cualquier hombre que se proponga, ¿por
qué iba a fijarse en mí?
—Porque es una mujer inteligente y ha visto
que tú eres perfecto para ella.
Malcolm se carcajeó, su hermana lo decía muy
convencida.
—Claro, claro…
—Grrr… a veces te mataría, ¿sabes?, hazme
caso, Malcolm. Además, no pierdes nada en ir y
saludarla.
—Está bien, tú ganas.
Mientras Malcolm iba a pedir unas bebidas,
Rebeca mandó un mensaje a su amiga Tamara, en
quince minutos tendría que llamarla.
Malcolm, tal y como su melliza le había
pedido, mientras esperaba que el camarero le
sirviese, se hizo el encontradizo.
—Vaya, hacía días que no te veía. —Utilizó su
mejor sonrisa.
—Sí, he estado muy liada y con unas cuantas
guardias —respondió algo más seca de lo habitual
en ella.
Malcolm sin poder evitarlo echó un vistazo
rápido a su hermana. ¿Y sí tenía razón? Parecía
molesta.
—Ahh, por eso no te he visto en varias
semanas.
La doctora también miró a Rebeca y, sin poder
evitarlo, preguntó de mala gana.
—Te veo muy bien acompañado, ¿no tienes
guardia?
Malcolm sonrió, pero ella no lo vio, seguía
fusilando con la mirada a Rebeca.
—No, no tengo guardia… y sí, voy muy bien
acompañado.
La respuesta le llegó al alma a la doctora, la
rabia se apoderó de ella.
—¡Muy bien, me alegro por ti!
Malcolm no sabía qué hacer a continuación, si
seguir dejándola con la duda o contarle que esa
mujer era su hermana. Algo en su interior se
removió, podía ser que no estuviese todo perdido
con ella, parecía celosa. Decidió, por una vez en
su vida, ser un pelín canalla y asegurarse si de
verdad Miranda estaba escocida.
—La verdad es que, para mí, siempre es la
mejor compañía —dijo mirando a su hermana y
sonriendo—. De hecho, me encantaría poder pasar
mucho más tiempo a su lado.
La doctora sintió la necesidad de darle un
guantazo, ¿cómo tenía el valor de contarle
aquello?
—No dijiste que tenías novia —dijo muy seria.
Rebeca vio que había llegado el momento de
actuar. Se levantó y se acercó a ellos.
—Malcolm, llevo una eternidad esperando la
bebida —dijo mientras cogía su Coca-Cola.
—Perdona. —Rodeó a su hermana por la
cintura—. Me encontré con una amiga…
—Colega —matizó Miranda, le molestaba que
utilizase la palabra amiga cuando él le había
mentido. Eso es lo que pensaba ella—. Somos
colegas de profesión.
Malcolm apretó la cintura de Rebeca para
avisarle de esa manera que tenía razón, Miranda
estaba celosa. Rebeca se apiadó de la chica y se
alegró por su hermano, ya iba siendo hora de que
estos dos alelados dejasen de marear la perdiz.
—¡Pero por favor! —Su ímpetu desconcertó
tanto a Malcolm como a Miranda—. ¡No me digas
más! Tú eres Miranda, ¿me equivoco?
Miranda se quedó bloqueada; Malcolm,
extrañado de la reacción de su hermana. Rebeca,
en cambio, iba a dar el gran empujón que su tímido
hermano necesitaba para unirlos.
—Eres Miranda, ¿verdad? —Le dio a su
hermano una palmadita en el pecho—. Tenías
razón, Malcolm, la doctora Miranda es preciosa,
—La pelirroja abrió los ojos tanto o más que
Malcolm—. Perdona mis modales, soy Rebeca.
Sin dar opción a nada, se acercó y le dio dos
besos a la doctora, que seguía sin dar crédito a lo
que estaba sucediendo. Algo se le había pasado
por alto, porque no entendía nada.
—Malcolm me ha hablado tanto de ti que es
como si ya te conociese, —Miranda miró a
Malcolm y éste, algo avergonzado, sonrió—. Te lo
juro, en cuanto me he fijado en ti, ya no he
dudado… que sepas que tienes a mi hermano
embrujado.
Malcolm quiso morirse, ¿pero qué estaba
diciendo? Miranda, por el contrario, relajó las
mandíbulas.
«Su hermana, es su hermana. Y ha dicho que lo
tengo embrujado». Sonrió contenta.
—Ahh, así que tú eres Rebeca…
—Sí, no sé si mi hermano te ha hablado de mí
—se acercó a ella con complicidad y bajó la voz
—, pero, a mí, de ti te aseguro que no ha dejado de
hacerlo. Lo dicho, lo tienes hipnotizado. —Le
guiñó un ojo, y su hermano, que la había
escuchado, le dio una palmadita en el trasero.
—Vaya —fue lo único que acertó a decir.
—¿Y si nos sentamos? —preguntó Rebeca sin
esperar respuesta, porque ya se dirigía a una mesa
vacía. Malcolm, que seguía avergonzado, le hizo
un gesto con la cabeza a Miranda para que se
uniese a ellos.
—Qué alegría conocerte, ya pensé que eras una
invención de Malcolm.
—¡Beca! —protestó el aludido, y su hermana
hizo un gesto con la mano para quitarle
importancia.
—¿Has terminado tu turno? —preguntó Rebeca
sin mirar a su mellizo, o se echaría a reír.
—Sí, por hoy ya he terminado.
—Estupendo, pues entonces vienes a comer con
nosotros. Así podré conocerte y ver de primera
mano todo cuanto ha dicho Malcolm de ti.
Se escuchó un suspiro de queja procedente de
Malcolm.
—No sé… yo… —Mientras Miranda buscaba
el vocabulario, Rebeca recibió la llamada de
Tamara.
—Perdonad un momento. —Se levantó y los
dejó solos, atendió la llamada—. Tamy, a la noche
te cuento, estoy con Malcolm.
Su voz y el mensaje que le había dejado,
conociéndose ambas, estaba claro que algo
tramaba.
—Lianta, no te olvides de contármelo todo. —
Las dos se rieron, y Rebeca regresó de nuevo.
—Miranda, tengo que pedirte un gran favor.
Malcolm seguía alucinado, cuando se quedaran
a solas, la iba a matar.
—Claro, ¿qué necesitas? —preguntó la doctora,
que todavía seguía encantada por lo que había
escuchado.
—Tengo que marcharme, un asuntillo que me ha
salido a última hora, y necesito por favor que
acompañes a Malcolm de compras.
Malcolm volvió a protestar, pero las dos
mujeres no le hicieron caso.
—¡Beca! ¿Qué dices?
—Tienes que hacerme ese gran favor, ya sabes
que los hombres, comprando ropa solos, son un
desastre… —Miranda asintió y sonrió—. Ya sé
que se lo había prometido, pero me tengo que ir.
—Claro, no te preocupes, yo me encargo.
Rebeca sonrió satisfecha.
—Gracias… gracias… gracias… es que si no
lo acompañas, es capaz de llegar a casa con una
camisa estampada de flores.
—¡Rebeca!
Las dos mujeres rieron, Rebeca le dio dos
besos de despedida, uno fuerte en la mejilla a su
hermano y le susurró al oído.
—Campeón, la tienes coladita perdida.
En cuanto Rebeca los dejó solos, Malcolm no
sabía a dónde meterse, le encantaría desaparecer
por arte de magia. Su hermana era una lianta de
marca mayor. La doctora, en cambio, estaba en una
nube. La hermana de Malcolm le había dado las
fuerzas necesarias para dar el paso.
—¿Qué tienes previsto comprarte, pantalones,
camisas…?
Malcolm abrió la boca y la cerró. La miró y
respondió:
—No tienes que molestarte…
—No es molestia, además, se lo he prometido a
tu hermana. —Malcolm vio la sonrisa de Miranda
y pensó en lo que Rebeca le había dicho. Se
acercó a ella y, en voz baja, dijo:
—Para ser sinceros, me gustaría comprar ropa
con la que poder enamorar a una mujer como tú.
Miranda agrandó los ojos, ¿era una declaración
aquello? Por una vez se iba a dejar llevar por su
instinto y ser algo descarada.
—En ese caso, para enamorarme, un hombre
como tú, más que comprar ropa, debería quitársela
y desear quitármela a mí también. —Nada más
terminar la frase, se sonrojó de tal manera, que
Malcolm sintió incluso el calor que emanaba.
Sonriente y con las cosas claras en su interior, se
acercó a su oído y susurró:
—Cada segundo del día y la noche, te deseo
desnuda en mi cama. —Miranda pestañeó varias
veces, para comprobar que no estaba soñando, y
Malcolm entrelazó los dedos de su mano con la de
ella.
—Tengo que decirte una cosa… —dijo ella
mientras se levantaban y caminaban de la mano—.
Adoro a tu hermana.
Malcolm, al escucharla, se carcajeó, hacía un
rato la hubiese matado y, ahora, de no ser por ella,
no estaría agarrado a la mujer que, como decía
Rebeca, lo tenía hechizado.
***
Rebeca entró en el taller, fue directa a la
oficina y, antes de entrar, vio a Jaime parado
delante del tablón donde colgaban las fotografías.
Se quedó paralizada al ver cómo Jaime llevaba
una mano a una fotografía suya y, con su dedo
índice, parecía querer acariciarla. Tragó con
dificultad, ¿podría él seguir enamorado de ella?,
eso pensaba sin poder apartar la mirada.
David hizo acto de presencia, y Jaime se sentó
frente a su escritorio. Rebeca respiró con
profundidad y, con su mejor sonrisa, entró en la
oficina.
—Hola, guapos.
Se extrañaron al verla.
—¿No ibas a comer con Malcolm? —preguntó
David rápido.
—Sí, pero estaba su musa pelirroja y he
decidido dejarles a solas.
Jaime sonrió, conociendo a Rebeca, seguro que
había hecho de casamentera.
—¿Entonces vienes a casa a comer?
Beca se encogió de hombros y respondió a su
hermano:
—A no ser que quieras invitarme a comer fuera.
David y Jaime se miraron, la voz que utilizaba
dejaba muy claro que no era una sugerencia, más
bien una afirmación de que quería comer en un
restaurante especial.
—Ya veo, quieres ir a Foster´s Hollywood. —
Rebeca sonrió—. Beca, llama a Rubén y dile que
nos guarde la comida para cenar.
Rebeca dio dos palmaditas, contenta y
satisfecha. Jaime le pasó el teléfono y dejó a los
hermanos para ir a cambiarse de ropa. David
aprovechó para llamar a su chica y avisarle de que
la invitaba a comer.
Cuando David colgó la llamada, Rebeca estaba
frente a las fotografías, su hermano la miraba, y,
sin apartar la mirada del tablón, comentó
extrañada:
—Hay muchas fotografías mías.
—Sí, las hay —respondió David.
Rebeca sonrió interiormente, su hermano le
había confesado unas noches atrás que Jaime
colgaba las de ella. No quería hacerse ilusiones,
pero algo en su interior se removió. Al entrar
Jaime de nuevo en la oficina, Rebeca se dio la
vuelta y le sonrió.
—Venga, chicos, no os olvidéis las carteras que
os toca pagar a vosotros.
—¡Cómo siempre, Beca! —dijeron al unísono,
porque siempre lo hacían ellos.
Rebeca se encogió de hombros.
—Algo bueno tendía que tener ser la pequeña.
—Y les sacó la lengua con burla.
Capítulo 12

No hay quién entienda a las mujeres

Dallas estaba parado en un semáforo, el juicio de


hoy había sido, cuánto menos, surrealista. Tantos
años estudiando derecho para un juicio de
divorcio por la custodia de un gato. Un golpe lo
sacó de sus pensamientos. Acababan de darle por
detrás. Bajó del vehículo y cuál su sorpresa al ver
ante él a la testigo de la parte contraria.
—¿Estás bien? —preguntó la mujer de treinta
años, color de pelo rubio platino y ojos marrones
claros.
—Sí, no puedo decir lo mismo de mi coche —
respondió alterado porque su Audi A4 estaba
destrozado por la parte trasera.
—Sólo es un coche, no tiene importancia. —El
comentario de la chica molestó a Dallas.
—¡Un coche que es mío! ¿Se puede saber qué
ha pasado? —El tono de voz utilizado molestó a la
mujer y así se lo hizo saber.
—Oye, no seas tan remilgado, ¡abogaducho! Y
a mí no me grites.
Dallas la miró con furia.
—¿Qué no te grite? Me destrozas el vehículo
y… —se quedó callado al caer en la cuenta de lo
que había dicho—. ¿Abogaducho? ¿Me llamas, a
mí, abogaducho y, encima, remilgado? —No se lo
podía creer.
—Sí, por lo que veo, no eres sordo.
Aquella rubia con ropa estrafalaria tenía el
valor de insultarlo. De no ser un hombre educado,
iba a decirle tres frescas.
—¡Vale, se acabó! Saca los papeles para
rellenar el parte de accidente.
De nuevo su tono molestó a la muchacha.
—Podrías ser un poquito menos borde, ¿sabes?,
por si no te das cuenta acabo de tener un accidente
y estoy algo susceptible.
—¡¿Qué sí me doy cuenta?! ¡La madre que…
has destrozado mí coche!
La joven se puso erguida y lo miró.
—Vale, ahora ya sé que, además de no ser
sordo, tampoco eres ciego, pero está claro que
sigues siendo un maldito remilgado, y un pijo sin
sentimientos.
Dallas no daba crédito, ¿lo insultaba a pesar de
ser la causante del accidente? ¿Y qué coño lo
había llamado, pijo?
—No estás bien de la cabeza…
—¿Me estás llamando loca? No me lo puedo
creer. Eres un hombre totalmente insensible.
Dallas cada vez más alucinado, porque la mujer
se puso a llorar. La gente, curiosa, se acercó a
mirarlos.
La algarabía fue en aumento, los coches pitando
por estar reteniendo el tráfico, dos mujeres
mayores recriminando a Dallas por hacer llorar a
la muchacha. Un hombre insultando porque decía
que era testigo de cómo Dallas estaba
amedrentando a la mujer.
—¡Esto es de locos! —dijo exasperado Dallas
—. Retiremos los vehículos para rellenar los
partes del seguro.
La joven montó en su coche y lo estacionó en
una plaza vacía. Dallas, tanto de lo mismo, suerte
tuvieron de poder encontrar hueco.
Parecía que se calmaban las cosas, pero las dos
señoras mayores se quedaron acompañando a la
joven por si necesitaba ayuda. Dallas, con los
papeles en la mano, se acercó hasta ellas. La
muchacha parecía que por fin había dejado de
llorar.
—Dame tu DNI —fue lo único que supo decir
Dallas—. Así iremos rellenando rápido.
—¿Siempre eres tan insensible? No sé para qué
pregunto, está claro que sí, al fin y al cabo, eres
abogado.
¿Qué le pasaba a esa mujer?
—¿Tú siempre eres tan irracional?
La chica achinó los ojos.
—¿Y vuelves a insultarme? —protestó y de
nuevo rompió a llorar. Una de las mujeres la
abrazó para consolarla mientras la otra dirigió
unas palabras a Dallas.
—Muchacho, por culpa de hombres como tú,
las mujeres ya no quieren casarse. ¡Habrase visto!
—Dallas no daba crédito—. En mis tiempos ya te
hubiesen dado tu merecido. Ahora la gente ya no
es tan sociable. Mírate, vergüenza te tenía que dar
hacer llorar a la muchacha como lo has hecho.
—Señora, yo no…
—¡Qué sin vergüenza! Despiadado, eso es lo
que eres. ¡Un despiadado! —Dallas se aflojó el
nudo de la corbata, aquello lo superaba—. Ay…
Pero qué pocos hombres decentes quedan en el
mundo.
—Señora, por favor… —La mujer no lo dejaba
hablar, para colmo, cada vez se la veía más
alterada.
—¡Qué vergüenza! —Abrazó a la muchacha
que seguía llorando—. ¡Ay, mi niña!, no llores,
hombres como este no merecen la pena. Si yo fuera
su madre, le daría una buena tunda de palos para
que aprendiera a tratar a una mujer.
—Necesito… —La anciana lo volvió a cortar.
—¡Lo que necesitas es ser más hombre! Dejar
llorar a una mujer así, no tienes alma.
Dallas se desabrochó el botón del cuello, es
que le empezaba a faltar incluso el aire.
—Necesito los datos para rellenar el parte —
concluyó tajante.
—¡El parte… el parte! Lo que tú necesitas es
un buen guantazo en la cara, a ver si así
espabilabas un poco. —Aquella mujer mayor de
unos ochenta años estaba muy alterada.
Dallas se llevó las manos a la cara, respiró
unas cuarenta veces para no perder los estribos y,
cuando vio que la rubia dejaba de llorar, se cruzó
de brazos a ver que decía ella antes de volver a
escuchar los gritos de la vieja.
—Ya estoy bien, gracias —informó la
muchacha a las dos ancianas.
Un señor mayor se asomó a una ventana del
edificio que tenían delante, y las llamó para que
subiesen a la casa.
—Chiquilla, ¿seguro que estás bien? —
preguntó la otra anciana.
—Sí, de verdad, muchas gracias.
Las señoras, dispuestas alejarse, se giraron, y
la misma que le había gritado le espetó a Dallas:
—Voy a estar observándote, si vuelve a llorar
la muchacha, bajo con la escoba y te parto la
espalda. —Y sin más, se marcharon y entraron en
un portal no muy lejos de donde se encontraban.
Dallas, que no había cambiado de posición, con
los brazos cruzados y una paciencia infinita, miró
a la muchacha.
—¿Qué estás mirando? —preguntó ella,
chulesca.
—Más que mirar, estoy esperando.
—¿El qué?
Dallas, antes de contestar una bordería, cerró
los ojos y pidió paciencia divina.
—Que rellenes el parte, no tengo todo el día.
—A ver si te piensas que yo tengo ganas de
perder el tiempo aquí contigo.
¿¡Esa mujer estaba mal o qué!?
—Saca el parte, cuánto antes empecemos, antes
nos podremos marchar. —Se apoyó en el capó del
coche de la rubia y empezó a rellenar; al ver que
ella no lo hacía, preguntó:
—¿Por qué no empiezas?
—Porque no sé dónde están los partes.
—¿Cómo dices? —preguntó irritado.
—Sé que no eres sordo, no sé a qué viene la
pregunta.
—Increíble, esto es increíble… —Suerte que él
tenía de sobra—. Toma.
—El coche no es mío. Debería hablarlo antes,
porque me da que no tiene seguro.
A Dallas se le descompuso el rostro, todo aquel
paripé lo había montado para no admitir que
circulaba sin seguro.
—Debes estar de coña, ¿no?
—Acaso me ves bromear.
No, sí encima daba a entender que él era el
malo de la película.
—En ese caso, no me queda más remedio que
llamar a la policía. Por si no lo sabes, es un delito
circular sin seguro.
La rubia se puso a gritar.
—¡¿A la policía?! ¡Maldito abogaducho! Eres
capaz de denunciar a alguien por no llevar seguro.
Así están los juzgados siempre, por culpa de gente
como tú que sólo busca denunciar a inocentes.
La paciencia de Dallas se agotó. Golpeó el
capó del coche con frustración.
—¡¿Gente inocente?! ¿Pero tú en qué mundo
vives? No sé de qué galaxia del universo te han
sacado a ti. —Su indumentaria ya le daba pistas de
que esa mujer no era normal—. Pero en España,
que es donde nos encontramos, para circular por la
vía pública con un vehículo a motor es obligatorio
tener un seguro. No me vengas con historias ni
sigas montando el circo que estás montando
porque no vas a librarte de esto. Te he soportado
los gritos y llantos, he aguantado la bronca y
amenaza de dos viejas chifladas, pero puedo
asegurarte que de esta no te libra nadie… Bueno,
sí, en algo sí voy a estar contento, vas a tener que
buscarte un ¡abogaducho! para sacarte de este lío
por cometer un delito.
Soltó una bocanada de aire, porque con todo lo
que había soportado, por fin pudo explotar. La
chica, con los ojos brillantes, aguantando las
lágrimas, se acercó a él y dijo con tono muy
suplicante.
—Por favor, no llames a la policía. Puede que
tengas razón…
—Puede, no, ¡la tengo!
Al ver la rubia el cabreo de Dallas, asintió.
—Lo sé, pero mi amiga ahora no puede
costeárselo.
—Eso no es asunto mío, si no puede, no debería
dejar su vehículo.
La rubia cerró los ojos, respondió con una furia
que a Dallas lo dejó helado.
—¡Sí tu puto cliente no le hubiese robado todo
lo que tenía ahorrado, te aseguro que ella tendría
el maldito seguro!
—Lo que faltaba, ahora va a ser culpa de mi
cliente.
Dallas en el fondo se sintió apenado. Después
de haber estudiado el caso a fondo, sabía que su
cliente no era un santo. Había dejado a la que
hasta hoy había sido su pareja de hecho sin un
céntimo. Y encima él había tenido la osadía de
reclamarle el gato. Por primera vez en su vida,
haber ganado un juicio no le había dado la
satisfacción que siempre sentía.
El móvil de la muchacha sonó, sin pensarlo al
ver quien llamaba contestó, y Dallas estuvo atento
a la conversación.
—Ariadna, he tenido un accidente con tu
coche… por favor, nena, no llores. Tranquila…
tranquila… no pasará nada, te prometo que no…
—Pena que no podía escuchar el otro lado—.
Cielo no llores, no se acaba el mundo. Es un
coche…
Dallas cruzó los brazos, aquella mujer no era
realmente consciente del gran problema que tenía
su amiga en ese momento. Le estaba haciendo
creer que todo era de color de rosas.
—No te agobies, te prometo que no pasará
nada. El hombre del otro vehículo está bien…
—«no estaría yo tan segura»—. Que sí, que sí, que
es un buen tipo, ya le he dicho que ahora no tienes
seguro y vamos a llegar a un acuerdo.
Dallas levantó las cejas, la chica le hizo una
mueca para que se quedase callado. Aquella
conversación acabó, y el abogado, sin cambiar de
posición con los brazos cruzados, habló:
—¿Un acuerdo? El único acuerdo aquí, ahora
mismo, es llamar a la policía.
—No hay necesidad, podemos solucionarlo.
Dallas iba a hablar, y la chica le puso la mano
en la boca. Un gesto que trajo consecuencias para
ambos, porque fue notar su contacto y los dos
sintieron un chispazo.
—Yo pagaré los daños. Mi amiga lleva dos
meses sin usar el coche porque no tenía el seguro.
Le pedí el favor, lo necesitaba con urgencia y no
es justo que ella pague por un delito que yo he
cometido. —Dallas seguía inmóvil—. Por favor,
creo que la vida ya le ha dado un buen palo a Ari,
ni puedo ni quiero que ella siga sufriendo.
Quitó la mano de la boca de Dallas y esperó a
ver la reacción del abogado. Este descruzó los
brazos, alargó uno y le quitó el móvil de la mano a
la rubia. Marcó su propio número y cuando
escuchó la llamada colgó.
—¿Cuál es tú nombre? —preguntó para
agregarlo en su agenda.
—Estrella.
Dallas torció el labio al escuchar el nombre, y
la chica se relajó.
—Menuda estrella… estás tú hecha. —Le
devolvió el móvil—. Yo soy…
—Dallas Irwin. —La muchacha se encogió de
hombros—. Para ser abogado, tienes poca
memoria, he sido testigo y ni siquiera recuerdas mi
nombre.
Con todo lo que había pasado, Dallas se olvidó
de aquel detalle. Tampoco le había prestado mucha
atención, porque no era una mujer que llamase su
atención. Ahora, por alguna extraña razón, incluso
le parecía interesante.
—¿Ya no soy un abogaducho? —preguntó
risueño.
—Lo sigues siendo, pero prefiero no repetirlo
hasta que lleguemos al acuerdo.
Desde luego esa mujer era totalmente distinta a
cualquier otra que hubiese conocido.
—El acuerdo es el siguiente: llámame y te diré
a cuánto ascienden los daños.
—De acuerdo, pero tengo que serte sincera —
Dallas levantó las cejas—. No podré pagarlo todo
en un solo pago. Podré ir dándote cantidades
mensuales.
—Está bien, ya lo hablaremos en su momento.
—No podía quitar ojo al vestido que llevaba, la
chica lo notó.
—Que tú lleves traje, chaqueta y corbata, no
quiere decir que los demás tengamos que hacerlo.
No todos somos yupis.
Eso molestó a Dallas.
—¿Y, entonces, tú que eres?
—Soy una trendy, —Dallas sonrió—. No tienes
ni idea, ¿verdad?
—Es verdad, no tengo ni idea… pero, vamos,
que te voy a definir rápida según lo que veo. Te
gusta adaptarte a la moda del momento,
normalmente usas modelos vintage, sobre todo
ropa y estilo de otro siglo. Sin olvidarme que te
inclinas más por el estilo underground, muy de
mercadillos y puestos callejeros. —La chica abrió
la boca, era increíble—. Sólo es mi opinión de
yupi.
Se dio la vuelta y se dirigió a su vehículo. Dejó
allí a Estrella anonadada mientras él se marchaba
con una sonrisa en los labios. Lo que la rubia no
sabía era que tenía una hermana diseñadora de
ropa, cualquier tendencia u estilo, toda la familia
los conocía. Ya se había encargado Rebeca de
ponerlos al día para que ellos nunca metieran la
pata a la hora de catalogar a una mujer por su
vestuario.
La rubia, en cuanto vio desaparecer a Dallas,
llamó a su amiga.
—¡Ay, Ari!, me he enamorado.
***
En el taller de su hermano, contando la historia,
David y Jaime no podían parar de reír. Dallas
seguía sin entender a aquella mujer.
—¡No hay quién entienda a la mujeres! —dijo
Dallas incrédulo. Rebeca torció los labios.
—La chica tenía razón. Ni siquiera le has
preguntando si ella se encontraba bien.
—¡¿Qué?! —Dallas no podía creer lo que decía
su hermana.
—¡Ay, hombres! Esa chica estaba asustada,
nerviosa y preocupada por el lío en que iba a
meter a su amiga. Encima tú —lo señaló con dedo
acusador—, en vez de preocuparte por su estado
de ánimo, le recriminas por destrozarte el coche.
—¡Es que lo ha destrozado, Beca! —Cómo si
no lo hubiese visto su hermana.
—Sí, lo ha destrozado, pero tenía razón, es un
maldito coche, tú y ella estáis bien. Eso es lo
único importante e irremplazable.
Dicho esto, se marchó dejando allí a los tres
hombres.
—Lo dicho, a las mujeres no hay quién las
entienda.
Capítulo 13

Las críticas no son constructivas

Rebeca y Tamara estaban en la cocina con una


vieja amiga de Escocia. Había pasado a saludar a
Beca, hacía más de tres años que no se veían.
Estaba sentada probando una tarta casera, que
Neill había dejado para sus hermanos, y dio su
opinión. Neill lo escuchó y sonrió. No se conocían
personalmente, sólo de oídas. Aunque hoy la
sorpresa llegaría rápido.
—Tara, te presento a mi hermano Neill.
La chica le tendió la mano y se saludaron de
forma cordial.
—Así que tú eres el gran chef Irwin. —Su voz
sonó alegre.
—Eso dicen.
—Vaya, fíjate que nunca hubiese imaginado que
tú eras el hermano de Rebeca. —Utilizó un tono de
voz que, incluso a Beca, le pareció extraño.
—Pues mientras mis padres no digan lo
contrario, lo soy —sentenció bromista y se dirigió
al frigorífico para sacar una jarra con zumo.
—Por fin cara a cara con Neill Irwin, ya tenía
ganas.
Neill la miró de soslayo. Rebeca y Tamara se
miraron, algo no cuadraba.
—¿Por fin? —preguntó curioso.
—Sí, así podrás decirme a la cara todo lo que
pusiste sobre mí en tu muro de Facebook.
Neill miró a la amiga de su hermana. Rebeca y
Tamara clavaron la mirada en Neill, esperando una
explicación.
—¿Yo? No sé de qué hablas.
—Ah, perdón, no me presenté correctamente.
Soy Tara, Tara Campbell.
Al decir el apellido, a Neill, el rostro se le
desfiguró por completo. ¿Qué demonios hacía
aquella mujer en su casa? Rebeca iba a tener que
dar unas cuantas explicaciones.
—Vaya, vaya, vaya… ¿desde cuándo te dedicas
a espiar a la gente? Porque no recuerdo haber
agregado a ninguna Tara Campbell como amiga de
Facebook.
Tara lo miró con desafío.
—No hace falta espiar, puede que algún amigo
en común me lo pasara. No necesito entrar en tu
muro para enterarme de las cosas.
—Tienes suerte que soy una persona educada,
porque, de no serlo, te habría pedido que salieses
de mi casa.
Rebeca cogió la mano de Tamara. Conociendo
a Neill, la bronca que le iba a caer iba a ser gorda.
—¿Ahora eres educado?, no me pareció mucha
educación por tu parte cuando pusiste todas
aquellas cosas sobre mí.
—Demasiado educado fui, porque, de haber
sido más sincero, te aseguro que hubiese utilizado
otro tipo de vocabulario.
Rubén se acercó junto a Víctor. Estaban
escuchando desde el salón y no querían perderse
aquello. Ellos sabían lo que su hermano había
escrito en su muro.
—Eres un maldito cobarde —espetó. Rebeca
abrió los ojos como platos—. Te crees con
derecho a criticarme detrás de la pantalla de un
ordenador, pero no eres capaz de decirme las
cosas a la cara.
—¡Fuera! —gritó tajante.
—¿Me estás echando? —preguntó soberbia.
—Sí, ¡largo de mi casa!
—Neill, por favor… —Su hermana quiso
intervenir, pero levantó la mano tajante. Ya
hablaría con Beca luego.
—Rebeca, ha sido un placer verte, no puedo
decir lo mismo de otros. —Tara se levantó y
cuando estaba a punto de salir, Neill quiso dejar
claro el tema antes de que desapareciera.
—No mentí en nada, cada palabra que escribí
te la mereces.
Tara lo fulminó con la mirada y salió muy
erguida, ocultando el dolor que aquellas palabras
le habían causado.
Al cerrarse la puerta, el gran carácter de Neill
hizo presencia. Señaló con el dedo a Rebeca y su
voz sonó por toda la casa.
—¡Cómo se te ocurre! Te juro, Rebeca, que
ahora mismo me encantaría matarte. ¡¿En qué
pensabas al traerla a esta casa?! No me puedo
creer que mi propia hermana…
—Neill, yo no…
—¡Tú no piensas! Ese es tu problema, tienes la
maldita cabeza hueca.
—Neill, tranquilízate, te estás pasando —
intervino Víctor.
—No la defiendas, porque lo que ha hecho no
es defendible. —Se giró y volvió a dirigirse a su
hermana—. Esto no te lo voy a perdonar, Rebeca.
—No sabía que era ella…
Neill estaba hecho una furia, no atendía a
razones.
—¡No lo sabía, no lo sabía! Es tu amiga y vas a
hacerme creer qué no lo sabías. ¿¡Tú me tomas por
idiota!?
Víctor, cansado de ver a su hermano gritar a su
hermana pequeña de esa manera, se situó delante
de Rebeca.
—Te ha dicho que no lo sabía, así que ve
relajándote, porque no es culpa de ella.
—¡Claro que es culpa de ella! ¿Quién ha
metido a esa… en casa? Llevan años hablando
casi a diario, ¿y me vais a hacer creer qué no lo
sabía?
—Sí, eso te estoy diciendo, que Rebeca no lo
sabía.
—No me toques los cojones, Víctor. Y tú,
Rebeca —se inclinó para mirarla porque la tapaba
su hermano—. Procura no volver hablar con ella,
o te juro que pierdes un hermano.
Salió de la cocina y, antes de llegar a la
escalera dio media vuelta, regresó, cogió la tarta
de manzana y el tenedor que Tara había usado y los
tiró a la basura.
—Todo lo que esa mujer haya tocado, más vale
que os deshagáis de ello antes de que nos contagie
de su cólera. —Subió a su dormitorio para
cambiarse de ropa y marcharse al restaurante.
Rebeca miró a Víctor cuando este se dio la
vuelta y, con los ojos brillantes, porque nunca
lloraba delante de sus hermanos, con un hilo de
voz dijo:
—No lo sabía, te juro que nunca mencionó que
era crítica gastronómica. Siempre me ha dicho que
se dedicaba al mundo de la restauración, pero
nada más.
—Lo sé, Beca, lo sé.
Se escuchó un portazo, y Tamara abrazó a
Rebeca. Sus dos hermanos le dieron ánimo,
conocían a Neill, era una bomba de relojería, pero
cuando recapacitara, entraría en razón. Si algo
tenía Neill, era que sabía tanto perdonar como
pedir perdón. El rencor no formaba parte de su
anatomía. El más rencoroso de la familia era
Víctor, un defecto que incluso él reconocía.
David y Jaime entraron, al ver la estampa de
los cuatro, se preocuparon. Rebeca no quería
hablar, prefería estar sola. Subió a su dormitorio,
se cambió de ropa y salió a correr. Necesitaba
despejarse o le daría un infarto de la rabia que
sentía.
Cuando Rebeca salió de la casa, pusieron al
corriente a David y Jaime. Estos se quedaron
pasmados.
—Rebeca tiene que estar bien jodida —
comentó Jaime.
—Normal, además debe estar pensando si Tara
le ocultó a propósito, y eso debe carcomerle por
dentro. Siempre ha sentido mucha estima por esa
chica —pronunció Tamara con lástima.
Tara Campbell era una crítica gastronómica que
escribió un reportaje en el cual destruía al mejor
amigo de Neill. Fue tal el impacto de aquella
crítica que el joven chef perdió prestigio, clientela
y el negocio. Cayó en una depresión que por poco
le cuesta la vida. Habían pasado cuatro años y
todavía no había levantado cabeza. Lo perdió
todo. Neill intentó ayudarlo, incluso le ofreció
trabajo junto a él, como habían hecho antes de
emprender sus carreras por separado. Pero
Fernando no se atrevía a volver a la cocina. Era la
pescadilla que se mordía la cola; no entraba en la
cocina, no avanzaba en su profesión, así no podía
volver a ser el que era, y por ello no había forma
de salir de aquel agujero emocional.
Neill colgó en su muro lo que esta mujer hacía
con su trabajo. Fue directo y conciso. Lo tituló Las
críticas no son constructivas, porque una cosa era
dar una opinión; otra muy distinta, machacar y
destrozar el prestigio de un profesional. Lo que
Neill no sabía, era que aquel reportaje nada tenía
que ver con lo que ella realmente había escrito. Sí,
hacía una crítica sobre la comida. Pero todo lo
demás fue la nueva dirección de la revista donde
trabajaba, la que se hizo cargo de reescribirlo.
Querían empezar a destacar siendo fieros,
agresivos y despiadados, que los chefs les
temiesen, así hacerse los más conocidos. Lo
consiguieron, seguían siendo la revista más
vendida.
***
Rebeca llevaba dos horas fuera de casa. Eso
alarmó a sus hermanos, ya que siempre corría una
hora. Jaime los tranquilizó, él sabía dónde
encontrarla e iba a por ella. Y así fue, saltó la
valla de la casa de enfrente y fue al cenador. Allí
estaba ella con la cabeza enterrada en sus rodillas.
Se acercó y se sentó a su lado.
—Sabemos que tú no lo sabías —afirmó con
voz cariñosa.
Rebeca no se movió ni un ápice.
—Eso no importa, Neill no me lo va a
perdonar… incluso yo voy a ser incapaz de
hacerlo.
—Beca, tú no tienes la culpa.
—Sí, sí que la tengo. Yo la invité a casa, ella se
ha aprovechado de mí, sabía que Neill es mi
hermano. Debí ser más lista.
Jaime acarició la cabeza de Rebeca, porque
ella seguía sin moverse.
—En todo caso, tú serías una víctima. Neill
estaba cabreado, pero mañana seguro que se le ha
pasado…
Rebeca por fin reaccionó, levantó la cabeza y
miró fijamente a Jaime.
—Nunca hago las cosas bien, mis hermanos
siempre están protegiéndome, ¿Y qué hago yo?
Estropearlo, eso es lo que hago. Javier siempre ha
dicho: «Los hermanos están para protegerse…».
Pues ya ves lo bien que he protegido a mi
hermano, metiendo en casa a Tara.
—Esta vez no deberías ser tan dura contigo
misma. Tú no lo sabías, nadie lo imaginaba.
—A veces pienso… debería ser hija única,
sería la solución de no defraudar a nadie.
Jaime sintió lástima, se notaba que Rebeca
estaba hundida, y lo peor de todo era que
realmente pensaba lo que decía.
—Tus hermanos nunca han pensado eso de ti.
Nunca te he mentido, no tengo por qué hacerlo
ahora.
Rebeca suspiró derrotada, apoyó la cabeza en
las tablas de madera del cenador, miró el lago y
aguantó las lágrimas.
Ambos permanecieron en silencio un buen rato,
a veces era mejor no decir nada. Rebeca, con la
mirada perdida, habló.
—Llevo tiempo pensando… —Jaime la miró
—. Creo que debería marcharme lejos. Puede que
regrese a Escocia. Va siendo hora de volar del
gran nido.
Aquello pilló por sorpresa a Jaime, nunca
hubiese imaginado escuchar a Beca decir algo así.
¿Marcharse?, prefería pensar que se trataba de un
pensamiento basado en el dolor que estaba
sintiendo en ese momento. Y, por otra parte,
¿cuándo había estado ella en Escocia? Aparte de
algún viaje para visitar a sus padres, no había
estado mucho más.
—¿Regresar, cuándo has vivido tú en Escocia?
Rebeca se golpeó mentalmente por haber sido
tan bocazas.
—Quería decir, mudarme. —La respuesta no
contentó a Jaime.
—Mírame, Beca. —Ella lo hizo—. No puedes
marcharte, tus hermanos te necesitan cerca… Yo te
necesito cerca.
—Nadie me necesita. Ya sois todos mayorcitos,
no me necesitáis para nada.
Jaime sintió un escalofrío, ¿de verdad quería
marcharse?
—¿Esto es una de tus nuevas metas? —preguntó
muy curioso, necesitaba averiguar si realmente
tenía las tenía. Se apoderó de él un sentimiento de
pánico ¿Iba realmente a perderla?, llevaba mucho
tiempo mentalizándose, entre ellos nunca volvería
a haber una relación sentimental. Eso, por mucho
que le doliera, sería así. No podría volver a pasar
por lo que pasó. La única mujer capaz de
destrozarle la vida la tenía delante. Lo había hecho
años atrás y no pensaba volver a permitirlo. Aun
así, sabiendo que entre ellos no surgiría el amor,
lo que también tenía seguro en la cabeza, era que
no podía vivir lejos de ella.
Rebeca se encogió de hombros y se puso en
pie. Jaime hizo lo mismo y se dirigieron a la casa
en silencio. Antes de llegar a la valla, Jaime le
sujetó la mano y la hizo parar.
—Marcharse lejos no soluciona nada. Lo único
que conseguirás es sentirte sola y vacía. Tú no
puedes vivir sin ellos, y está claro que nosotros,
sin ti, tampoco.
A Rebeca le dolió que él pensara que no lo
necesitaba.
—¿Por qué piensas que no me importas? —
preguntó directa y concisa.
—Porque tú así me lo dijiste una vez, que no
me necesitabas en tu vida.
Rebeca cerró los ojos con pesar.
—Jaime… aquello lo dije estando muy dolida
—Levantó la mano para acariciarle la mejilla—.
Esas palabras no las sentía, después de tantos
años, pensé que… —Se quedó callada.
—¿Qué, qué pensaste?
—Pensé que ya te habías dado cuenta de que
fuiste, eres y serás el único hombre importante en
mi vida.
Rebeca sintió que el corazón se le aceleraba,
llevaba tiempo esperando tener fuerzas suficientes
para confesar lo que acababa de decir. Jaime, por
su parte, sintió una punzada en el estómago.
Aquellas palabras las necesitaba, llegaban diez
años tarde. Si de verdad ella hubiese sentido esas
palabras, la hubiese esperado, tal y como él estaba
dispuesto a esperarla a ella. No las dijo en su
momento, fueron todo lo contrario. Ahora no sabía
qué hacer, así que hizo lo que realmente no le
perjudicaría. Se apartó de ella.
—Ojalá esto lo hubieses dicho y sentido
cuando todavía te creía.
***
A la una de la madrugada, Rebeca estaba en la
piscina haciendo largos sin parar. Su hermano
Neill, al ver las luces de la piscina encendida, se
acercó. La observó un buen rato y esperó a que
ella terminara. Cuando Rebeca, exhausta por el
ejercicio, levantó la cabeza, se fijó que su
hermano la estaba esperando de pie al borde de la
piscina.
Al salir del agua, Neill le tendió una toalla;
mientras ella se secaba, él dijo unas palabras.
—Rebeca, lamento mucho haberte gritado.
—No pasa nada, me hago cargo de…
—Sí pasa, me he comportado como un auténtico
idiota.
Rebeca se relajó.
—Yo también lamento mucho no haber sabido
quién era ella. —Se miraron, ambos estaban
siendo sinceros y se estaban perdonando
mutuamente.
—¿Entonces, me perdonas? —preguntó Neill
con una amplia sonrisa.
—Sí y no. —Una respuesta que dejó a su
hermano descolocado—. Me debes una tarta de
manzana, sabes que, de todas las que haces, es mi
favorita.
Neill se carcajeó, su hermana era terriblemente
golosa, y bien sabía él que la tarta de manzana
casera que hacía, era la perdición de Rebeca.
—Beca, mañana te haré dos si hace falta.
Rebeca abrazó a su hermano y se dieron un
beso de reconciliación.
Dallas entraba en casa, los vio y se acercó a
ellos. Venía de fiesta, pero no se le notaba muy
animado.
—Regresas muy temprano —mencionó Neill al
ver la hora, más que nada porque era sábado.
—No había nada interesante hoy —la respuesta
llamó la atención tanto a Rebeca como a Neill.
—¿No había chicas guapas con las que ligar?
—preguntó Neill con guasa.
—No —respondió escueto.
Neill y Rebeca se miraron, eso era muy raro,
teniendo en cuenta que a Dallas se le daba de
maravilla ligar gracias a su gran labia de letrado.
Rebeca, con su instinto femenino, sonrió; desde
el accidente del día anterior, su hermano estaba
pendiente del teléfono. Ya era hora que una mujer
calara hasta el fondo a su hermano. Ese temor al
compromiso y el salir con mujeres de una sola
noche, igual iba tocando su fin.
—Creo que esta tarde tenías que haber llamado
a esa chica…
—¿Qué chica? —preguntó sin saber a quién se
refería su hermana.
—A Estrella. —Neill miró a Dallas, este a
Rebeca, y respondió rápido:
—¿¡Qué dices!? Beca, deja de decir tonterías.
¿Qué pinto yo llamando a esa mujer?
—Dallas, podías haberla llamado, aunque sólo
fuera para saber cómo se encontraba.
Neill se carcajeó, su hermana era toda una
casamentera. Ya se había enterado de la encerrona
que le hizo a su hermano Malcolm. Ahora estaba
intentando hacer lo mismo con Dallas; claro que
Dallas, Rubén y él mismo no eran tan fáciles de
caer en su trampa.
—Beca, tu cabecita no para nunca, ¿verdad? —
Rebeca sonrió como una niña—. Pequeñaja, voy a
prohibirte ver películas románticas, te piensas que
todo el mundo está buscando su princesa.
—No pienso que la busques, algo me dice que
ella, sin buscarlo, te ha encontrado. —Se acercó,
le dio un beso en la mejilla a Dallas y dejó a sus
hermanos muertos de risa por la tontería que
acababa de decir.
—Lo dicho, voy a prohibirle ver tantas
chorradas románticas.
Capítulo 14

Juego peligroso

El lunes, Dallas estaba a punto de marcharse a


casa a comer cuando su secretaria entró para
avisarle que tenía una visita.
—¿Ahora? —Miró su reloj—. Está bien, hazla
pasar.
Estrella entró y se quedó mirando a Dallas, este
estaba poniéndose la chaqueta de espaldas a ella.
—No necesitas tanta formalidad, abogaducho.
Dallas se dio la vuelta inmediatamente.
—Vaya, seguimos con esas…
—Sí, mientras no me demuestres lo contrario,
seguirás siendo un abogaducho para mí.
—Dallas levantó la ceja, esa mujer era
exasperante.
—¿Qué haces aquí? —preguntó directo.
—Vengo a saber cuánto te debo por lo del
accidente —respondió la chica sin apartar la
mirada de Dallas. Este no pudo dejar de fijarse
nuevamente en su indumentaria. Una falda de tubo,
unos zapatos con un tacón tres veces más ancho de
lo que debería estar permitido, una blusa
estampada multicolor muy llamativa, y el pelo de
nuevo muy cardado.
—No había necesidad de venir a mi despacho.
Con una llamada bastaba. —Esta respuesta
molestó a la joven.
—Puede que tú seas un antisocial y un
insensible, pero yo prefiero tratar a la gente con…
—¡Vuelves a insultarme! —protestó molesto—.
Lo tuyo es increíble, ¿insensible?, te recuerdo que
accedí a un trato por no denunciar a tu amiga.
—Además de insensible, también un petulante
—comentó Estrella muy enfadada—, haces una
buena acción para restregarlo luego por la cara.
Dallas se tensó, aquella rubia sabía cómo
conseguir sacarlo de sus casillas. Fue directo al
grano, cuanto antes mejor.
—Me debes trescientos euros.
Estrella sabía que aquello debía ser un error,
porque los daños causados en el accidente debían
ascender a una cantidad mucho más elevada.
—Para que veas que no soy como tú, te diré
que debes mirar mejor el presupuesto del arreglo,
dudo mucho que trescientos euros sean suficientes.
—Tengo muy claro que no te pareces en nada a
mí —comentó irritado—. Esa es la cantidad que
me tienes que abonar.
—Me parece poco —dijo Estrella honesta.
—Pues es la cantidad que me debes.
—¿Estás seguro?
—Sí, muy seguro.
Estrella lo miró y comentó enfadada.
—Que tú seas un abogado importante y puedas
costearte las cosas sin pensar, no quiere decir que
los demás no podamos hacerlo. Si piensas que no
puedo pagarte, más vale que te olvides, no
necesito tu caridad.
Dallas de nuevo se aflojó la corbata como el
día del accidente, aquella mujer podía con su
temple.
—¡¿Mi caridad?! Escúchame bien; tengo un
seguro a todo riesgo con franquicia de trescientos
euros. El seguro se hará cargo, así que tú pagaras
la franquicia. No es caridad, es lo justo. No voy a
cobrarte algo que no voy a pagar, ¿lo entiendes?
Estrella asintió con la cabeza, ese hombre tenía
algo que le atraía al cien por cien: su paciencia, su
educación, su mirada y, por desgracia, incluso su
honestidad y justicia en ese momento.
—Vale, no es necesario que te alteres…
—No estoy alterado.
—¿No? —Sonrió la joven—. Mientes, en el
juicio del otro día no te vi alterarte ni alzar la voz
en ningún momento.
—Porque allí nadie me sacaba de mis casillas.
—¿Insinúas que yo te altero? —preguntó ella
muy coqueta.
—Digamos que tienes el don… de sacarme de
quicio con mucha facilidad —respondió Dallas
mientras se cruzaba de brazos.
—Eso rompe todos mis esquemas… —Al ver
confusión en el rostro del abogado, aclaró—.
Pensaba que los hombres como tú no teníais
sentimientos. Así que, alterarte es mejor que saber
que todo te parece indiferente.
—¿Cómo dices? —preguntó anonadado porque
ella tuviese tan mal concepto de él.
—Ya sabes —comentó encogiéndose de
hombros.
—No, no sé, intenta ser más explícita.
Estrella se cogió las manos y empezó a
frotárselas, nerviosa.
—Eres abogado, los abogados no tenéis
corazón.
Dallas resopló, ese comentario le dolió.
—Muy bien. —Sacó una tarjeta y anotó su
número de cuenta—. Aquí debes ingresar los
trescientos euros.
Estrella guardó la tarjeta en su bolso. Lo miró y
se sorprendió de que él se hubiese sentado sin
protestar ni rebatir lo que ella había comentado.
No quería marcharse de allí, necesitaba más
tiempo. Llevaba todo el fin de semana pensando en
él, llamó a su amiga para pedirle la dirección del
despacho, ya que ella había acudido varias veces
allí con su abogado antes de ir a juicio.
—¿Te ha molestado mi comentario…?
—Si eres tan amable, me gustaría que te
marcharas —le hizo una seña con la mano
invitándola a salir de su despacho.
—No era mi intención ofenderte, de verdad,
lamento mi comentario —dijo Estrella con pesar.
—No ofende quien quiere, sino quien puede, y
tú, desde luego, no tienes ese poder.
—Vale, me lo merezco, de verdad que lo
lamento…
—Ya me ha quedado claro, ahora, por favor,
márchate.
Estrella suspiró resignada, ella no era así,
Dallas sacaba ese temperamento absurdo, al
principio, por tratarse del abogado que había
apoyado al hombre que había arruinado la vida de
su mejor amiga. Luego, porque se sentía tan atraída
por él que no sabía cómo comportarse para llamar
su atención.
—Me apena marcharme sabiendo que vas a
tener una mala impresión de mí.
—Es increíble lo que estás diciendo —negó
con la cabeza—, me insultas, me has juzgado sin
hacer un juicio de valores y, encima, dices que soy
yo quien tiene mala opinión de ti.
—Tienes razón, te he juzgado sin conocerte. A
mi favor diré que lo he hecho porque eres el
abogado del hombre que ha destrozado la vida de
la mujer que más quiero. Sé que no es justo, por
ello te pido una y mil veces disculpas.
Dallas la escuchó atento. Esa mujer seguía
siendo todo un desafío para él, igual le sacaba de
sus casillas que le encantaría conocerla y
protegerla cuando se la notaba tan vulnerable. Y
estaba claro que, al hablar tan sincera, su
vulnerabilidad dejaba al descubierto una mujer
sensible y de gran corazón.
—Acepto tus disculpas.
Estrella, al escucharlo, sonrió.
—Gracias… ¿sabes? Si llegases a conocerme,
estoy segura que acabaría gustándote.
Dallas levantó las cejas, a él no le cabía duda
que podría llegar a suceder. Pero teniendo en
cuenta que esa mujer no era para nada su tipo, que
tampoco buscaba una relación y que, dudaba él
mucho, fuera un ligue de una noche, respondió:
—Suerte que eso no va a suceder.
La respuesta dolió a Estrella.
Una mujer elegante entró sin llamar. Se acercó
a Dallas y, con una sonrisa perfecta, se dirigió a él
sin prestar atención a Estrella. La ignoró como si
se tratase de un mueble viejo que estaba de
decoración en el despacho.
—¡Menos mal que no te has ido! Te invito a
comer… —Hizo un puchero para convencerlo—.
Por favor, tesoro, no me digas que no. No puedes
hacerme ese feo.
Dallas sonrió y asintió con la cabeza. La mujer,
al darse la vuelta, hizo un repaso a Estrella, se
giró para mirar a Dallas y le hizo una mueca de
desaprobación. Soltó una risita burlona y se
marchó. Estrella podía ser muchas cosas, pero
tonta y ciega no. Supo que aquella mujer se había
burlado de ella y eso sacó su carácter.
—Tienes razón, es una suerte que no me vayas a
conocer. Yo no soy como vosotros —Dallas no
entendía aquello, pero la joven lo aclaró—. Puede
que mi forma de vestir no guste a mucha gente,
tampoco lo pretendo. Pero jamás he intentado
humillar o degradar a nadie por su aspecto. Así
que, espero que disfrutes de la comida con la
compañía de alguien que sí sabe avasallar a los
demás. Espero que podáis reíros a gusto de mí,
estoy segura que, en cuanto salgas de aquí, no
tardarás en hacerlo. —Se dio la vuelta rápida y
salió dejando a Dallas confuso.
Él lo pensó, ella tenía razón, su colega había
sido demasiado descarada. Se volvió a ajustar la
corbata y salió del despacho.
Carmen, la colega que lo había invitado a
comer, lo esperaba junto al ascensor. Cuando llegó
hasta ella, escuchó:
—¿De dónde ha salido esa mujer tan
estrambótica? —soltó una carcajada, y Dallas
respondió:
—Carmen, mejor cállate, no eres quién para
criticar a nadie.
Carmen dejó de reír. A Dallas no le agradó
aquel comentario. Estrella no merecía sus burlas, y
mucho menos de una mujer que tenía mucho que
callar por su comportamiento. «El hábito no hace
al monje», pensó Dallas. Y se quedó pensativo.
¿Por qué le molestaba tanto que Carmen hiciese un
comentario así? Y lo peor de todo, ¿por qué estaba
tan cabreado al saber que Estrella ya no quería
conocerlo?
***
David estaba riendo, su chica conseguía
siempre ese efecto en él. Era viernes, la había
llamado agobiado porque el día estaba siendo de
lo más complicado, y ella había conseguido
calmarlo y hacerlo reír. No muy lejos, se
encontraba Jaime delante del ordenador pasando
unas facturas. Sonrío contento de ver a su amigo
tan feliz. Él echaba de menos esa felicidad plena.
Le encantaría poder compartir su vida con una
mujer que lo llenase. Su vista se dirigió a una
fotografía de Rebeca, negó con la cabeza y
continuó su trabajo.
Rebeca pasó a saludar, estaba cerca del taller y
sus ganas de ver a Jaime le hicieron dirigirse hasta
allí. Saludó y se sentó delante de la mesa de su
amigo.
—¿Os queda mucho? —preguntó a Jaime.
—No, casi hemos terminado —respondió sin
mirarla.
Estaba demasiado guapa, últimamente a Jaime
se le antojaba que Rebeca había hecho un pacto
con el diablo para parecer mucho más hermosa de
lo habitual.
—¡Tengo que irme! —anunció, eufórico, David.
Tenía prisa, su chica le había propuesto algo muy
tentador, y él quería comprobar de primera mano
aquellas insinuaciones. Rebeca y Jaime se rieron
porque habían escuchado cierta parte de la
conversación.
David cerró la persiana del taller y se quedaron
Jaime y Rebeca en el interior. Mientras Jaime
terminaba de pasar las facturas, Rebeca miraba las
fotografías.
De pronto, la risa de Rebeca rompió el
silencio, y Jaime, curioso, la observó. «¡Está tan
bonita!», pensó embelesado.
—¿De qué te ríes?
—Acabo de acordarme de cuándo nos hicisteis
esta foto. —Señaló la fotografía y continuó—:
Tamy y yo queríamos hacer toples para que
pusieseis la foto aquí, como las típicas de chicas
desnudas que suelen poner los talleres, ¿te
acuerdas?
Jaime sonrió y asintió.
—Sí, lo recuerdo. Te hubiese matado por
sugerirlo siquiera —contestó Jaime al tiempo que
se acercaba hasta ella.
—¿En serio? —preguntó muy seductora.
—Sí, muy en serio.
Rebeca llevaba toda la mañana pensando en él.
De unas semanas aquí, entre ellos parecía que de
nuevo volvían a tener la química y atracción que
mantuvieron durante cuatro años. Necesitaba su
contacto y, para ser sincera consigo misma, lo
necesitaba a él dentro de ella. Así que tenía que
intentarlo.
—¿Piensas que no tengo cuerpo para ser chica
de calendario? —su voz sensual desarmaba a
Jaime.
—Si tú lo dices.
Rebeca notó la mirada penetrante de Jaime. La
deseaba tanto como ella a él, estaba convencida.
—Ya que no te veo convencido, puedo
demostrarlo. —Se llevó las manos al vestido y
empezó a desabrocharse los botones.
—Rebeca, no juegues conmigo —le advirtió
excitado.
—Siempre te han gustado los juegos —continuó
desabrochando el tercer botón, e hizo acto de
presencia su sujetador.
—Este juego es muy peligroso —dijo con la
voz ronca, porque estaba agitado.
Rebeca prosiguió y cuando todos los botones
estaban desabrochados, miró a Jaime con deseo.
Al ver que la mirada de él recorría su cuerpo, se
desprendió del vestido y se quedó en ropa interior
frente a él.
Jaime tragó con dificultad, su templanza se
estaba desquebrajando. Su cabeza decía no lo
hagas; su cuerpo, sin embargo, decía todo lo
contrario.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó Rebeca
mientras la respiración de ella empezaba
acelerarse. Algo que no pasó desapercibido a
Jaime, pues a él le pasaba lo mismo, ya que cada
inspiración de ella elevaba los pechos que tanto
tiempo llevaba deseando tocar y lamer.
—¿Qué estás haciendo, Beca? —preguntó
mientras daba un paso adelante.
Rebeca se llevó las manos a la espalda para
desabrochar el sujetador.
—Jugar un rato contigo.
Ella deseaba mucho más que un juego, pero
sabía que Jaime no quería nada más que sexo. Y
estaba dispuesta a todo con tal de volver a
sentirlo. Lo necesitaba tanto como respirar.
Al caer el sujetador y quedar sus senos
expuestos, Jaime notó la hinchazón de su
entrepierna. Su miembro tomó vida propia, ya no
tenía ningún poder de contención. Rebeca le estaba
ofreciendo lo que tanto tiempo deseaba. No podía
caer de nuevo en el influjo del amor, porque la
misma mujer que deseaba poseer, era la misma que
le había roto el corazón.
—No quiero ataduras…
—No te las estoy pidiendo —respondió
Rebeca.
Jaime intentó que su cordura no lo abandonara
por completo.
—Beca… yo sólo busco sexo.
Rebeca lo sabía, ella también buscaba eso en
ese momento.
—Y sexo es lo que te estoy ofreciendo. —
Jaime se acercó más, estaban a un palmo de
distancia. Cerró los ojos para intentar mantenerse
fuerte. Era una locura, y los dos lo sabían. A pesar
de lo que su cuerpo bramaba interiormente, dio
dos pasos atrás.
—Es mejor que te vistas, este juego es
demasiado peligroso.
Jaime se dio la vuelta para no seguir mirándola.
Rebeca se sintió morir, ahora sí estaba convencida
que jamás volvería a tener ningún contacto físico
con Jaime. Un dolor en el pecho la invadió, retuvo
las lágrimas, tanto de vergüenza como de
frustración.
***
Esa misma noche, Jaime todavía seguía
excitado, no podía apartar de su mente la imagen
de Rebeca casi desnuda. Sus pechos redondos los
tenía memorizados. Estaban en una discoteca,
Rebeca había intentado excusarse para no ir, pero
Tamara insistió hasta convencerla.
Cuatro hombres estaban hablando con Beca y
Tamy, David se estaba poniendo nervioso. Miró a
su amigo y le dio un codazo para que le prestase
atención.
—Deberíamos bailar.
Algo que no hacían nunca.
—¿Bailar? —preguntó Jaime, descolocado.
—Sí, bailar. —Señaló a las chicas con un
movimiento de cabeza—. Para eso vamos a clases
de baile.
Jaime se carcajeó, hasta que vio a uno de
aquellos hombres pasar su brazo por detrás de
Rebeca y sujetarla por la cintura. Su risa se
evaporó. No le hizo gracia aquella cercanía,
mucho menos al saber que Rebeca debía estar tan
deseosa de sexo como él. Lo había dejado claro
aquella tarde cuando, al vestirse, sus palabras
fueron: «Perdóname, debería jugar con otros, no
volveré a hacerlo». Una frase que lo estaba
matando. ¿Jugar con otros?, había soportado
durante dos años la relación de Rebeca y Felipe.
No estaba preparado para verla con otro de nuevo.
¡Ilógico! Ya que él no pensaba volver a tener nada
con Rebeca.
—Tienes razón, para eso vamos a clases de
baile.
Dejaron sus bebidas y fueron por las chicas.
Rebeca se sorprendió cuando la mano de Jaime
la atrajo hacia él de un tirón y la pegó a su pecho.
—David piensa que debemos poner en práctica
lo que hemos aprendido.
Rebeca sonrió y asintió.
Los cuatro bailaron durante un buen rato;
cuando pararon para descansar, David y Tamara se
sentaron en el mismo asiento, sus labios se unieron
y desapareció el mundo para ellos.
Una avalancha de gente, debido a una pelea,
hizo que Rebeca quedase atrapada entre la pared y
Jaime. Este, al entrar en contacto con Rebeca,
volvió a excitarse, la cara de ella estaba enterrada
en su cuello; aspiró el perfume de Beca e inclinó
la cabeza un poco para susurrarle al oído:
—Maldita sea, Beca, me estás volviendo loco.
Rebeca se sorprendió.
—¿Yo? —preguntó ingenua.
—Sí, tú; tú y tu maldito juego.
Rebeca sonrió plena, notaba la excitación de él
en su cuerpo. Al estar pegados, Jaime no podía
esconder aquello.
Rebeca supo que era ahora o nunca. Se lanzó
dispuesta a todo. Mordió el lóbulo de la oreja de
Jaime, consciente que era su punto débil. Escuchó
un gemido y se mordió el labio inferior para
provocarlo mientras levantaba la cabeza para
mirarlo.
En ese mismo instante, la gente volvió a su
posición, permitiendo que Jaime dejase de
aplastar a Rebeca; aun así, su mirada seguía
clavada en los labios de ella. Una sonrisa lobuna
por parte de Jaime confirmó que aceptaba el juego.
Y cuando estaba dispuesto a atacar sus labios, las
manos de una mujer tapándole los ojos a Jaime lo
impidieron.
—¿Adivina quién soy? —le susurró a Jaime en
el oído.
Rebeca suspiró con frustración, aquella morena
era un ligue pasajero de Jaime. Cada vez que se
encontraban, se marchaban juntos. Teniendo en
cuenta el calentón que llevaba Jaime encima,
estaba claro que él jugaría esa noche, aunque no
iba a ser con ella.
—¡Tania, qué sorpresa! —Ambos sonrieron, y
Tania le dio dos besos, mientras sus manos se
quedaban agarradas a las caderas de él.
Rebeca esperó durante diez minutos, al ver que
el tonteo de los dos iba en aumento, decidió dar
por finalizada la noche. Dio una palmadita en el
hombro de Jaime.
—Me marcho, buenas noches. —Sin dar tiempo
a responder, se dio la vuelta cuando el chico que
hablaba antes con ella se acercó.
Jaime los observó, seguía frustrado, excitado,
amargado y, muy a su pesar, encelado hasta las
trancas. La sonrisa pícara que le ofreció Rebeca a
aquel sujeto lo dejó completamente turbado. Para
colmo, ese insensato le susurró algo al oído y ella
asintió. Le pareció que aquel le hacía un gesto
dando a entender que lo esperase fuera.
Rebeca, aguantando el tipo, porque no quería
que nadie descubriera que tenía ganas de llorar,
caminaba hacia la salida, y alguien le sujetó la
mano con fuerza. La arrastró hasta el baño y,
cuando cerró la puerta, la empujó y la dejó
atrapada entre esta y su cuerpo.
—¡Juguemos! —Fue la única palabra que dijo
Jaime antes de sujetar la cabeza de Rebeca con
fuerza y devorar sus labios con ansia. Por fin sus
labios… por fin su piel… por fin su boca… por
fin su lengua… por fin su sabor… por fin su
Rebeca. Ya no podía aguantar más. La necesitaba,
quería hacerla suya, provocarla y penetrarla hasta
que ella gritara de placer.
Aquel pequeño habitáculo no era el más
romántico del mundo, pero a Rebeca no le
importaba. Él estaba allí, había ido por ella. No
dejaba de besarla y tocarla. Ambos estaban
ardientes, deseosos y desesperados. Se mordían
los labios, se retaban con la lengua, y sus manos
no cesaban de buscarse el uno al otro.
Tuvieron que separarse para coger aire, sus
respiraciones agitadas y sus pulsaciones a mil.
Mientras Jaime desabrochaba los mismos botones
que esa tarde ella había desabrochado en su taller,
con voz entrecortada por el deseo, dijo:
—Nada de ataduras…
—Nada…
—Nada de reproches mañana…
—Te lo prometo…
Y cuando el vestido estaba totalmente abierto,
las manos de él fueron directas a sus pechos, los
sacó por encima del sujetador y se quedaron
expuestos y a su merced. Gruñó como un lobo
salvaje; se lanzó por uno de ellos, necesitaba
lamerlos y chuparlos. Llevaba años deseando
volver a tenerlos para él. Los pezones duros por la
excitación, lo convencieron de que Rebeca estaba
más que agitada. Mientras lamía los pechos,
alternándolos, con las manos fue acariciando todo
el contorno de Rebeca, hasta que llegó a sus
caderas, allí jugueteó con la goma del tanga. Una
mano pasó a su culo prieto mientras la otra se
escabullía con gran maestría dentro del tanga,
buscando la parte más deseada. Cuando la alcanzó,
volvió a gruñir al saber que Rebeca estaba
empapada y receptiva. Eso hizo que él quisiera
más, la quería entera.
Rebeca, con un fuego interior abrasador, se
dejaba llevar. Al igual que él, ella necesitaba más.
Llevó sus manos directas al pantalón de Jaime y
desabrochó el botón, bajó la cremallera; notó
aquel bulto endurecido y le dio libertad, sacándolo
del bóxer que lo oprimía. Jaime dio un respingo,
las manos de Rebeca en su pene era lo que más
deseaba. Consciente de la urgencia de ambos,
aseguró:
—Esto va a ser demasiado rápido…
—No importa, pero te necesito ¡ya! —exigió
porque quería sentirlo dentro sin más demora.
Dicho esto, Jaime, sin contención alguna en su
cuerpo, arrancó el tanga. La asió con un brazo
rodeando su cuerpo por la cintura, y Rebeca se
aferró a sus hombros. Con la otra mano, Jaime
agarró su pene y lo ensartó en Beca. Ese contacto
dentro de ella, lo enloqueció. La humedad y el
calor con que lo acogió le hicieron perder el
control a ambos. Con una gran posesividad, la
embistió. Rebeca soltó un gemido de placer que
retumbó sin importarles el lugar ni quién estuviese
alrededor pudiendo escuchar. Ambos encajaban a
la perfección, siempre lo habían hecho, y hoy
volvían a estar unidos. Con cada embiste jadeaban
de placer. La sensualidad y la forma de entregarse
que Rebeca demostraba hacía crecer a Jaime,
aumentando el ritmo. No podía parar, no podía
pensar, no podía dejar de mirarla. Cuando notó
que Beca empezaba a temblar y se acercaba el
momento de su orgasmo, conociéndola, acercó su
boca para que el gemido quedara atrapado en él.
Así fue, y mientras ella se convulsionaba, con dos
embistes, él llegó también al clímax.
Dejó caer su cuello en el hombro de Rebeca
mientras con fuerza la seguía sujetando para seguir
unidos y no caer en aquel pequeño lugar.
Sudorosos y con las respiraciones aceleradas
permanecieron en silencio durante un rato. Parecía
que ninguno quería soltar al otro. Rebeca, con
disimulo, se secó una lágrima, no quería que Jaime
la viese llorar. Esas lágrimas eran de frustración
por no poder estar con él como deseaba. No poder
decirle que lo amaba la estaba matando por dentro.
Jaime, todavía con los ojos cerrados, seguía
aspirando el olor de Beca. No era un sueño, era
ella la que estaba allí, la que lo había hecho
enloquecer de lujuria y la que seguía aferrando su
pene en su interior. Sin apartarse todavía de ella,
susurró:
—Vas a matarme con tus juegos —siseó, le dio
un beso en el cuello, al igual que había hecho
siempre que terminaban de hacer el amor.
—Tú siempre has sido un gran jugador.
Jaime salió de ella y cogió papel para
limpiarse y limpiarla a ella. Se arreglaron la ropa
y se miraron a los ojos antes de abrir la puerta y
volver a la realidad. Jaime tenía una pregunta y
necesitaba la respuesta.
—¿Te estaban esperando?
—No. —Aquella respuesta rápida, sin apartar
la mirada de él, fue todo cuanto necesitaba; no
mentía. Ella no había quedado con aquel tipo. Una
respuesta que, interiormente, alegró a Jaime más
de lo que Rebeca pudiese imaginar.
Capítulo 15

Siempre hay dos versiones

Lunes treinta de junio, día de exposición en la


galería de arte Irwin. Javier, junto a su hermana
Rebeca, estaba comprobando los últimos detalles
antes de abrir las puertas. Faltaba una hora, y
Javier quería que estuviese todo perfecto.
—Está todo preparado, no te agobies.
Rebeca sabía que no era por la exposición, sino
por la visita que esa tarde esperaban.
—No me agobio, sólo quiero la perfección.
Rebeca puso los ojos en blanco.
Los hermanos Irwin, como siempre que había
algo especial, se unieron. La sorpresa de Javier
fue verlos aparecer a todos.
—¿Dónde está Malcolm? —preguntó Neill. Su
hermana, con una gran sonrisa, respondió:
—No tardará, ha ido a recoger a Miranda.
Todos la miraron.
—¿En serio nos la quiere presentar? —
preguntó Neill muy sorprendido.
—Sí, así que ser buenos y no le hagáis pasar un
mal rato.
Se escucharon unas risitas y unos silbidos.
—Vaya, vaya… eso es que la cosa va en serio
—sonó la voz burlona de Víctor. Y dicho esto,
apareció Malcolm sujetando la mano de Miranda.
Los Irwin no se perdieron ningún detalle, era la
primera vez que Malcolm presentaba a una chica y
estaba nervioso tanto o más que la doctora que lo
acompañaba.
Rebeca, que conocía a sus hermanos, intentó
que el encuentro fuese lo más natural y relajado
posible. Para romper el hielo, se acercó rápido a
ellos, dándoles abrazos y besos de bienvenida.
—Miranda, estás preciosa, me encanta el
vestido que llevas.
La chica respiró algo más tranquila, por lo
menos el primer contacto con Rebeca le daba la
oportunidad de sonreír y relajarse.
—Gracias.
Malcolm le guiñó un ojo a su hermana para
agradecerle el detalle. Se dio la vuelta e hizo las
presentaciones.
—Tranquila, Miranda, son muchos, pero no
muerden —le susurró Rebeca a Miranda, y las dos
rieron.
La puerta se abrió, y entraron el artista y la
mujer esperada. El que todos los hermanos
estuviesen allí reunidos era por ver a Amanda.
Desde que rompió, Javier, su relación con ella,
todos estaban deseosos de volver a verla.
Se saludaron con cariño y mucha afabilidad.
Cuando Amanda y Javier se quedaron cara a cara,
la tensión aumentó. Nadie sabía qué podría pasar,
ya que nunca contó Javier el motivo de aquella
ruptura. Algo les decía que debió ser culpa de
Amanda, ya que Javier estaba locamente
enamorado de ella.
—Hola, Javier, agradezco mucho lo que has
hecho por Ramón —dijo Amanda con una grata
sonrisa en los labios.
—No tienes nada que agradecer, es un
privilegio tener a un artista como Ramón en
nuestra galería.
Rebeca, con los nervios, no se dio cuenta que
estaba sujetando el brazo de Jaime con fuerza. Este
no dijo nada, conociéndola, sabía que estaba con
la cabeza en otra parte. Cuando Amanda y Javier
continuaron hablando con tranquilidad, y su
camaradería de antaño se hizo vigente, Rebeca
tomó aire y soltó a Jaime.
—Nunca entenderé por qué lo dejaron —salió
de su boca sin percatarse de que Jaime la estaba
escuchando.
—Yo tampoco entenderé por qué dejaste de
amarme —dicho esto, se alejó y se situó junto a
Miranda y Malcolm.
Rebeca se quedó allí parada, con la boca
abierta y mil cosas que decir. Su hermano Rubén la
rodeó por la cintura y comentó:
—Ve a abrir, que Javier se ha olvidado por lo
que estamos aquí.
Era cierto, Javier y Amanda, algo apartados,
seguían poniéndose al día de sus vidas; él no se
acordaba que estaban en la galería, y ella se
olvidó por completo que había ido a apoyar a su
amigo Ramón.
La galería estaba repleta, la organización y la
exposición eran un éxito. Miranda, poco a poco,
fue integrándose entre los hermanos. A los Irwin
les pareció una buena mujer, más, cuando veían
brillar los ojos de Malcolm y la sonrisa plena que
tenía al estar con ella.
Tamara, Miranda y Rebeca, con copas en la
mano, se apartaron para hablar de cosas de
mujeres; David y Malcolm, felices de ver que
entre ellas dos parecía que hubiese química.
También agradecieron que Alicia no estuviese por
allí o la cosa se hubiese puesto fea al momento.
Estaban al corriente que Alicia y Beca, desde la
noche en cuestión, no habían vuelto a verse.

—¿Una hija? —preguntó Javier.


—Sí, una niña preciosa de tres años y medio —
respondió Amanda. Javier hizo una mueca, se
alegraba por ella, aunque su corazón notó un
pequeño pinchazo.
—Me alegro por ti. Siempre quisiste ser madre.
—Fue sincero.
—Sí.
—¿Entonces, te casaste? —preguntó curioso.
—No, soy madre soltera. —Javier levantó las
cejas, un gesto muy común entre todos los
hermanos Irwin—. No me mires así, ser madre
soltera fue una decisión mía. Quería tener hijos, no
encontraba un hombre que me llenase… Y tomé la
decisión. Así que fui a una clínica y ¡banggg,
mamá soltera!
Jaime no daba crédito, Amanda después de
tantos años seguía sorprendiéndolo. Nunca
imaginó que ella quisiera un hijo sin un padre.
Desde luego la vida daba muchas vueltas.
—¿Y tú, tienes hijos? —preguntó Amanda,
deseosa que la respuesta fuese negativa. Ella
hubiese dado la vida porque su hija fuese de
Javier.
—No, no tengo hijos.
La respuesta la recibió con alegría, aunque no
hizo ningún gesto por demostrarlo.
—¿Cómo te va la vida de casado?
—No está siendo tan maravillosa como
esperaba. —Más franco no podía ser.
—Vaya, lo lamento. —No era totalmente
sincera, pero no podía dejar sus sentimientos al
descubierto.
—No te preocupes, cosas de pareja, unos días
estás bien; otro, mal… digamos que en estos
momentos estoy en la fase de No llegamos a un
entendimiento.
—¿En serio? —Javier asintió—. Me cuesta
imaginarte en esa fase, siempre ha sido fácil
entenderse contigo.
Javier sonrió amargamente, con Amanda
siempre había sido tan fácil, tan maravilloso, tan
pasional, tan romántico.
—Pues algo ha debido cambiar en mí para que
mi mujer y yo no lleguemos a entendernos.
La puerta se abrió y entró Alicia, la rabia se
apoderó de ella, iba a tener unas palabritas con
Javier. Sin pensarlo, sin comprender dónde se
encontraba, fue directa por él, con el semblante
serio y muy malas pulgas.
—¡Es increíble que no me hayas avisado! Si no
llego a pasar por la puerta, no me hubiese enterado
de que exponíamos.
Amanda miró Alicia, no la conocía en persona,
había oído hablar de ella, pero nunca se habían
visto. Una mujer demasiado delgada para su gusto,
con los ojos color verde y un pelo rojo natural que
demostraba por qué Javier se había enamorado de
aquella mujer, ya que ella no se podía considerar
una belleza y estaba claro que Alicia sí lo era.
La voz de Alicia se escuchó por encima del
bullicio del lugar, Neill se acercó rápido, y Rubén
lo paró. Era mejor que le dejase a él tratar el
asunto, conociendo a Neill, explotaría en dos
segundos y no era ni el momento ni el lugar.
—Alicia, no alces la voz —Javier dijo a su
mujer.
—Alzaré lo que tenga que alzar…
Rubén se aproximó a Alicia, llevó su mano al
hombro de ella para que le prestase atención. Esta
lo miró con desafío.
—Cuñada, me temo que aquí no vas a alzar la
voz. —Javier inspiró hondo—. Si eres tan amable
de acompañarme…
Alicia no estaba dispuesta a dar su brazo a
torcer; mientras Rubén intentaba sacarla de allí,
ella se zafó de su agarre.
—¡Yo no voy a ninguna parte! Tengo todo el
derecho de estar aquí. Soy la relaciones
públicas…
—Tú ya no eres nada en este lugar —Rubén fue
directo y conciso.
—¡Javier, di algo a tu hermano! —Su voz atrajo
la atención de todos.
Javier se disculpó ante Amanda y cogió del
codo a su esposa para sacarla de allí. Ella no daba
su brazo a torcer, volvió a la carga.
—¡¿Qué estás haciendo?!
—Baja la voz, Alicia, no estamos solos…
—Quiero una explicación.
La gente empezaba a agruparse para ver aquella
escena, Alicia desde luego estaba dando la nota.
Rebeca se percató de ello y, al ver a su hermano
mayor en un apuro, tomó una decisión.
Se acercó al artista, cogió una copa de cava y
empezó a dar unos golpecitos para atraer la
atención de todos los presentes. Y lo consiguió,
momento que aprovechó Javier para sacar a su
mujer de la galería de muy mala gana.
Improvisó sobre la marcha, y a la gente le
pareció que todo estaba preparado; las preguntas
al artista por parte del público allí presente,
hicieron la velada amena.
Neill tenía que marcharse al restaurante y fue a
despedirse de su hermana.
—Eres la mejor, Beca —sonrió y continuó—:
Cuando necesite tu ayuda para el restaurante, te
llamaré.
Le dio un beso en la mejilla y la abrazó con
fuerza. Sabía que Beca había salvado aquella
exposición con éxito.
—Muy bien, pero te aviso de antemano que no
soy barata.
Rieron y se dirigió a la salida.
***
Eran las diez de la noche cuando el maître del
restaurante entró avisar a Neill.
—Neill, tenemos un problema.
Su tono de voz era alarmante, Neill lo miró y se
enderezó para escucharlo con atención.
—¿Qué ocurre?
—Tara Campbell está aquí… —Neill levantó
las cejas.
—Dile que tiene la entrada prohibida.
Los trabajadores se miraron entre ellos,
conocían la historia y continuaron trabajando en
silencio, esa noche iba a ser infernal.
—No podemos decirle tal cosa, Neill… —El
maître estaba nervioso—. Nadie prohíbe la
entrada a Tar…
—Nadie no, El Gran Nido se la prohíbe, y así
se lo vas a decir.
—Neill, negarle la entrada solo traerá
problemas, puede hundir tu reputación…
—¡Alfonso, dile a esa maldita mujer que aquí
no es bien recibida! —su voz altiva asustó a todos
—. En mi casa mando yo, así que esa mujer ya
puede salir por donde ha entrado.
El maître salió de la cocina y fue directo a
Tara; una vez frente a ella, comentó:
—Señorita Campbell, lamentándolo mucho hoy
tenemos reservado al completo…
—¿Seguro que no puede hacerme un hueco? He
venido sola, no creo que sea tanta molestia un
comensal.
—Lo lamento, pero es imposible.
La mujer había ido con una intención y no
pensaba marcharse de allí sin lograrla.
—Está bien, dígame cuándo puedo hacer una
reserva, voy a estar unos cuantos días en la ciudad.
Alfonso empezó a temblar, algo que no pasó
desapercibido para Tara.
—Comprendo… dígale al chef que no me iré
sin una reserva.
—Verá, señorita…
Neill hizo acto de presencia, sabía que aquella
mujer no saldría de su restaurante con facilidad,
por ello salió para ver si su maître había
cumplido.
—Le dejé muy claro al maître que en este
restaurante tiene… señorita Campbell —pronunció
su apellido con tono jocoso—, la entrada
prohibida.
Tara se dio la vuelta lentamente, irguió el
mentón y se encaró al chef.
—Señor Irwin —utilizó el mismo desdén que él
—. Necesito hablar con usted a solas, me lo debe.
—Yo no le debo nada…
—Por supuesto que sí.
Neill, intentando contener su habitual carácter,
porque no era un hombre con templanza, decidió
que era mejor hablar en su despacho y no perder
los papeles delante de su clientela.
Abrió la puerta e hizo una seña con la mano y le
indicó que pasara. Una vez dentro, él se sentó ante
su escritorio y poder así ganar algo de tiempo para
no explotar y gritar ante la mujer que tanto
detestaba.
—Usted dirá.
Tara también tomó asiento delante de Neill, los
separaba una mesa de roble enorme.
—En primer lugar, sigo esperando una disculpa
por su parte. —Neill levantó una ceja—. Por si no
se lo han dicho nunca, señor Irwin, siempre hay
dos versiones.
Neill movió categóricamente el cuello, era el
colmo lo que aquella mujer insinuaba.
—La única versión es que usted se creyó Dios.
Estoy cansado de que los críticos se crean con
tanto poder; a mi parecer, todos son unos estúpidos
elitistas, remilgados y, por supuesto, unos
cocineros frustrados: no saben freír un huevo, pero
tienen el descaro de criticar la forma de cocinar de
otros. ¿Qué les hace creer que tienen mejor papila
gustativa que el resto de la gente?
Tara escuchó sin interrumpir, sus palabras
intentaban ser dañinas e iba siendo hora de aclarar
las cosas.
—Los mismos que le concedieron una estrella
Michelin.
Neill apretó los labios, meditó bien las
palabras antes de soltar por su boca lo que de
verdad le venía a la mente.
—Con o sin estrella, yo sigo cocinando de la
misma manera.
—Algo que los estúpidos, remilgados y
frustrados le agradecemos… Aunque espero que
no pierda esa pasión por la cocina como hizo su
amigo Fernando.
Neill se tensó, fue escuchar el nombre de su
amigo y dejar de medir las palabras, salió su
carácter y su espontaneidad.
—Tiene la poca vergüenza de arruinar la vida
de un hombre, de machacarle públicamente,
destrozar su negocio y, encima, venir a criticarlo
¡aquí! ¡En mi casa! —Dio un puñetazo a la mesa
—. ¡¿Cómo se atreve?!
Tara tragó saliva, se apretó las manos y,
mirando fijamente a los ojos de Neill, respondió:
—Yo no arruiné nada. Sólo me limité a contar
la verdad. Su amigo, por el motivo que fuese,
estaba desmotivado, su comida no estaba a la
altura de un chef de prestigio.
Neill se levantó y apoyó las manos en el
escritorio, inclinando su cuerpo hacia adelante en
plan intimidatorio.
—En mi vida he visto semejante embustera, dé
gracias que soy un hombre pacífico porque, de no
serlo, le sacaría a rastras de mi despacho. Dicho
esto, salga de mi local y no vuelva a poner un pie
dentro porque si tengo que dejar de ser civilizado,
lo haré.
Tara, que continuaba apretándose las manos, se
levantó e imitó la postura de él, sus caras
quedaron a un palmo.
—No miento en nada, me reafirmo en mis
palabras. Su comida fue nefasta, insípida y sin
nada de creatividad. En vez de criticarme a mí,
debería preguntarle a su amigo cuándo dejó de
sentir pasión por la cocina. No tengo que
disculparme por nada, yo hice mi trabajo y está
claro que acerté, porque su amigo ya no sigue
cocinando.
Ninguno cambió su posición, las voces de
ambos eran elevadas y en cada palabra la ira de
los dos se notaba.
—¡Porque una mujer desalmada le destrozó el
negocio!
—Una crítica no cierra el negocio a nadie. ¿Es
más feliz pensando que los demás son los
causantes, que admitir que su amigo dejó de ser un
profesional?
Neill apenas parpadeaba, aquella mujer no se
amilanaba con nada, y apretó las manos con fuerza
en la mesa, incluso se escuchó un crujido.
Tara tenía algo más que decir antes de salir de
allí, ella se merecía una disculpa por todo cuanto
Neill había escrito sobre ella.
—El artículo que apareció en la revista no fue
mío, lo único que yo escribí fue la crítica
culinaria, todo lo demás no fue obra mía. Por ello
dejé la revista ese mismo día. —Neill agrandó los
ojos—. Y por eso fui hablar con su amigo y
pedirle disculpas por lo que se había publicado,
por todo menos por mi crítica; sigo manteniendo
mis palabras.
Tara vio la cara de asombro de Neill, por lo
visto, lo había sorprendido; al parecer, su buen
amigo no le había mencionado nada.
—Ya le he dicho, señor Irwin, que siempre hay
dos versiones. Y, para su información, por muy
dañina que fuese esa publicación, un negocio no
cierra de la noche a la mañana. No tenemos ese
poder, ni los críticos culinarios más famosos del
mundo pueden llegar a hacer tal cosa. Así que, de
nuevo vuelvo a decirle que se ha equivocado
conmigo: yo no me creo Dios, como ha dicho hace
un momento.
Neill se sentó de golpe en su asiento. Tara
permaneció un rato en la misma posición y decidió
hacer lo mismo.
Pasados unos minutos, el silencio se rompió.
Neill, con el semblante serio, habló.
—Le agradecería que se marchara.
Su voz, por primera vez, fue con un cariz suave
y con deje de derrota.
—Lo haré de muy buena gana. No se crea que
me gusta estar en un lugar donde piensan que soy
el mismísimo demonio.
Se levantó con pesar, esperaba que ese hombre,
después de lo hablado, le hubiese pedido
disculpas. Pensó en su amiga Rebeca, sentía
mucho aprecio por ella y desde el encontronazo en
su casa, le había rechazado todas sus llamadas.
Estaba a punto de abrir la puerta cuando se dio
la vuelta y dirigió unas palabras a Irwin.
—De lo único que me lamento —sonaba
apenada—, es de no haber sido totalmente sincera
con Rebeca cuando descubrí que era su hermano.
Lo crea o no, señor Irwin, yo aprecio y siento
mucho cariño por su hermana.
Capítulo 16

La verdad sale a la luz

Una semana después, en casa de los Irwin, la


tranquilidad se respiraba esa tarde.
Rebeca, Rubén, Víctor, Jaime y Dallas estaban
mirando una película tumbados en los sofás. En
esta ocasión, Rebeca eligió a su hermano Rubén
como almohada.
Neill entró y saludó con desgana. Desde hacía
una semana, el humor de perros que se gastaba
hizo saltar las alarmas en la casa.
Rebeca, que seguía reclinada en el pecho de su
hermano, se incorporó y apoyó la cabeza en el
hombro de este para comentarle al oído.
—¿Crees que acabará contándonos qué le pasa?
Rubén hizo una mueca, él ya lo había intentado,
pero no consiguió nada.
—Lo hará, ya sabes que al final todo se sabe.
Rebeca sonrió, era cierto, en esa familia, antes
o después, todos confesaban sus penas. Y mirando
con atención a Rubén, soltó una risita cómica.
—¿De qué te ríes? —preguntó sonriente por ver
a su hermana reír.
Rebeca levantó su mano y con el dedo índice le
tocó la mejilla a su hermano.
—¿Esta barbita que te has dejado es por seguir
la moda o por perrería de no afeitarte?
Rubén, sonriente, se llevó la mano a su barbilla
y se la frotó con aire seductor.
—¿No te gusta?
—Rubén… Rubén… déjame decirte un par de
cositas. —Su hermano escuchó—: Si piensas
dejarte barba, más vale que la cuides y que no
pase de esta medida. La de dos días incluso puede
llegar a ser atractiva. Pero no se te ocurra dejarte
más porque, por mucho que ahora haya una
estúpida moda de ver a los hombres con barba,
puedo asegurarte que a muchas mujeres nos parece
asqueroso.
—¿En serio? —preguntó alarmado Rubén.
—Sí, muy en serio, es ver a un tío con una y
aggg, ¡qué asco, por favor! Es totalmente
antihigiénico. Nos viene a la mente vuestra imagen
con esa barba llena de comida…
Rubén se carcajeó, su hermana era única.
Dallas los observó y le pareció más interesante la
conversación animada que parecían mantener
aquellos dos que la película.
—Podías contarnos el chiste.
Jaime y Víctor, al escucharles también, se
interesaron, fijaron sus miradas en ellos y
esperaron.
—Beca dice que estoy más seductor con barba
—respondió Rubén sabiendo que Rebeca saltaría.
Y lo hizo, se incorporó y se quedó totalmente
sentada mirando fijamente a su hermano.
—¡Serás mentiroso! Yo no he dicho eso.
Todos rieron, la cara de Beca era todo un
poema.
—Entonces, yo también debería dejarme barba,
¿no? —preguntó Víctor con guasa.
Rebeca se levantó y empezó a negar con la
cabeza, sus hermanos estaban locos.
—Vamos a ver… vamos a ver… Estoy
diciendo que, si quiere llevar barba, la mantenga
como la tiene ahora, pero que bajo ninguna
circunstancia se le ocurra dejársela larga.
—¿Por qué? —preguntó Jaime para seguir
alterando a Rebeca, les encantaba hacerla rabiar.
—¡Porque da asco! —su conclusión hizo
estallar en risas a todos menos a ella—. Muy bien,
graciosos, dejaros barba, pero que sepáis que si os
la dejáis larga, no podréis ligar con ninguna chica.
—Eso no es verdad… —Víctor interrumpió—.
Ahora, muchos chicos llevan barba.
—¡Barbita, no barba!, porque cuando empieza a
crecer, durante un tiempo está muy dura, y os
aseguro que ninguna chica quiere llegar a casa con
la cara destrozada.
Seguían riéndose, y Rebeca se dio cuenta que le
tomaban el pelo.
—Vale, pues dejaros barba, pero ya podéis ir
despidiéndoos de los ligues de una noche.
¿Querían tomarle el pelo?, pues ella iba a ganar
la partida. ¿Qué se pensaban los listillos?
—¿En serio? —preguntó Dallas con una sonrisa
de oreja a oreja.
Rebeca los miró, hizo una mueca mientras
pensaba qué rápido iban a dejar de reírse de ella.
—¡Y tan en serio! Si os creéis que las mujeres
sufrimos depilándonos con la cera brasileña para
que un barbudo nos restriegue su barba, —sus
hermanos dejaron de reír— ¡no conocéis a las
mujeres, es que no tenéis ni idea!
—¡Rebeca! —exclamaron todos al unísono.
Beca sonrió y se sintió ganadora, no había
como hacer comentarios donde sus hermanos la
imaginasen a ella como mujer y no como hermana,
y dejar de ser los graciosos que se creían que eran.
—A ti, jovencita, más vale que no se te ocurra
dejar que un barbudo… ¡Maldita sea, ni barbudo
ni nadie!; se te acerque a cierta zona depilada.
¿Me has oído Rebeca? —dijo Víctor con muy poca
risa en sus palabras.
—Desde luego, qué poco modernos sois.
Y se marchó en busca de su hermano Neill,
dejando allí a los demás echando humo por
insinuar que ella dejaba bajarse al pilón a los tíos
que le daba la gana.
Llamó a la puerta y esperó a ser invitada, un
detalle que sus hermanos no tenían en cuenta con
ella.
—Pasa.
Rebeca cerró la puerta y miró a Neill
directamente a los ojos; algo estaba claro, su
hermano no tenía alegría en la mirada.
—Neill, ya sé que tienes diez años más que yo,
pero déjame decirte que eso no te va a hacer
escaquearte para contarme qué te pasa. —Su
hermano iba a protestar, y Beca lo interrumpió
bruscamente—. ¡Y tanto que me lo vas a decir! A
ver si os creéis todos que voy a ser la única en
esta familia que tiene siempre la obligación de
contar las cosas.
Neill sonrió, cuando su hermana sacaba su
carácter, era una fiera peligrosa.
—¿Qué te hace pensar que tengo algo que
contar?
Rebeca puso los ojos en blanco y estiró el
cuello, sus hermanos podían con ella.
—No me tomes por idiota, Neill.
—No me atrevería a hacer tal cosa.
—Para empezar, de todos nosotros, tú junto a
Víctor sois siempre los más alegres de la familia.
Sí, tienes tu pronto rápido, pero también eres el
menos rencoroso. Y llevo una semana en la que si
quiero verte sonreír, tengo que ir a buscarte al
álbum de fotos.
Consiguió que Neill sonriera, su hermana
siempre tenía ese poder en él. Cierto que se
llevaban diez años, tan cierto como que para él,
Rebeca era su niña mimada.
—No es nada, Beca.
—Y si no es nada, por qué estás tan triste.
—Porque, a veces, la vida no es una broma —
respondió fijando su mirada en la ventana.
Rebeca se sentó en la cama de Víctor, cruzó las
piernas y decidió que no saldría de allí sin saber
la verdad.
—¿Sabes? Si algo me enorgullece de ser una
Irwin, es porque mis hermanos siempre están a mi
lado. Al igual que no damos nunca la espalda a
uno de nosotros. Te aseguro, Neill, que tú siempre
has sido nuestro gran pilar.
Neill se dio la vuelta y miró a su hermana, con
una sonrisa fingida y escueta respondió:
—Eso no es cierto, siempre ha sido Javier.
Rebeca apretó los labios dando a entender su
disconformidad, su hermano estaba muy
equivocado, y ya iba siendo hora que se diera
cuenta quien era él para los demás.
—Te equivocas. Javi es el mayor, al que
admiramos por estar siempre pendiente de
nosotros e intentar que valoremos el estar juntos.
Ese es Javier. Tú eres nuestro pilar, el que nos
sostienes y no nos dejas caer. El que nos alimenta
y protege. Ese eres tú, Neill.
Su hermano se emocionó, no imaginaba que su
hermana pequeña pudiera pensar eso de él, puesto
que siempre se había sentido en la sombra, detrás
de Javier que era el mayor.
—Por lo tanto, Neill, déjame ayudarte con esa
carga que tienes ahora encima, la que está
consiguiendo que mi hermano no sea el hombre de
siempre, porque si tú no estás bien, esta familia
pronto estará mal. Y como dice mamá: «Somos una
familia unida».
Neill sonrió al escuchar a su hermana imitar el
deje de su madre. Respiró varias veces, se sentó
en su cama y, mirando de frente a su hermana
pequeña, se confesó.
Rebeca escuchó con atención sin interrumpir;
cuando su hermano terminó de contar lo que le
tenía preocupado, ella habló:
—Y tu pesar es por no haberte disculpado.
—Fernando no me dijo que ella lo había hecho.
El lunes le pregunté, y se hizo el loco, no quería
contármelo.
Rebeca, conociendo el cariño y afecto que
sentía su hermano por Fernando, supo que estaba
afectado por el engaño de su amigo. Tara había
sacado a la luz una verdad que nunca llegó a los
oídos de su hermano.
—Lo que voy a decir no te va a gustar, Neill,
—Su hermano la observó—. Fernando ha hecho
mal ocultando la verdad. Y tengo algo más que
decirte que te va a doler.
Durante unos segundos, Rebeca se quedó en
silencio; después de lo ocurrido con Tara en su
casa, había investigado por su cuenta.
—Es cierto que Tara abandonó la revista,
trabaja para la competencia desde aquel artículo.
Y… —Ahora venía la parte amarga—. La revista
que publicó la maldita crítica no fue tan decisiva
como Fernando te ha hecho creer.
—¿Qué insinúas?
—No insinúo, Neill, Fernando tenía el
restaurante lleno de deudas, no iba bien desde
hacía mucho tiempo, y, por lo que me han contado,
comprendo que la crítica de Tara no fuese
descabellada. Por si no lo sabías, hacía medio año
que Fernando no tenía cocineros preparados.
—No te entiendo.
«Lógico», pensó Rebeca, porque a ella le costó
lo suyo entender lo que había averiguado.
—Fernando es chef y, al igual que tú, se espera
de vosotros mucho más que una simple
hamburguesa. Habéis estudiado licenciatura de
administración gastronómica y trabajado con
grandes maestros. Por ello no sé por qué Fernando
despidió a su equipo y contrató gente sin
experiencia. Créeme, Neill, sus últimos
trabajadores contratados, la única experiencia que
tenían era en la construcción.
—Eso no puede ser.
—Lo es, Neill, y por desgracia Tara acudió a su
restaurante un día en el que ni siquiera Fernando
estaba.
Neill se llevó las manos a la cabeza, si ya se
sentía un estúpido por no haber pedido disculpas a
aquella mujer, ahora se sentía frustrado y muy
decepcionado con su amigo. ¿Por qué no le había
dicho nada? ¿Cómo dejó hundir su restaurante?
Se sintió avergonzado por cada palabra que
había escrito sobre Tara Campbell.
—Me siento un miserable ahora mismo.
—No deberías, no es culpa tuya.
—¿Tienes idea de todo lo que he dicho de esa
mujer?
Y tanto que la tenía. Asintió con la cabeza y
agarró las manos de su hermano.
—Neill, una de tus grandes virtudes es que
sabes perdonar. Y, ahora, actúa como el hermano
mayor que tanto adoro y demuéstrame una vez más
por qué me siento tan orgullosa de ti.
A Neill se le iluminó la mirada, su hermana
estaba allí diciéndole que se sentía orgullosa de él
cuando él, ahora mismo, lo único que sentía era
desprecio por sí mismo.
Mientras Neill pensaba qué hacer, su hermana
seguía sujetando sus manos, acariciándolas para
tranquilizarlo y demostrarle su cariño y
comprensión.
—¿Sabes dónde se hospeda?
Rebeca sonrió encantada, sí señor, ese era su
hermano. Podía llamarla y pedir disculpas, pero
no, él no, Neill iba a dar la cara, porque esa mujer
lo merecía.
***
Al llegar al hotel dónde Tara Campbell se
hospedaba, Neill fue directo a recepción. Sus ojos
localizaron a la mujer que buscaba, sentada en un
butacón de la gran entrada del vestíbulo.
La observó mientras se dirigía hasta ella. Tenía
el pelo corto castaño, ojos marrones oscuros, no
era una mujer muy delgada; eso le gustó, odiaba
las mujeres de poco apetito. Aunque la profesión
de ella ya dejaba claro que esa mujer era de buen
comer.
Una vez delante de ella, se sintió estúpido, no
sabía qué decir, tenía todo el derecho del mundo,
esa mujer, a mandarlo a freír espárragos.
Tara levantó la cabeza, se quedó sorprendida,
pero en su interior sintió alegría. ¡Estaba allí!
¿Pero lo estaba por ella o por casualidad? Al ver
que Neill no decía nada, ella, nerviosa, tomó la
iniciativa.
—Que yo sepa, señor Irwin, este hotel no es de
su propiedad, ¿verdad?
—Verdad —respondió rápido Neill.
—Bien, no me gustaría tener que abandonar
este lugar.
Neill quiso evaporarse, se merecía el sarcasmo
de Tara.
—Me gustaría pedirle disculpas.
Tara agrandó los ojos, «¡por fin!», sentenció en
su interior. Le hizo un gesto con la mano para que
tomase asiento.
—No sé por dónde empezar —dijo Neill sin
apartar la mirada.
—Estás aquí, eso ya es un comienzo, ¿no crees?
Ya se tuteaban.
Neill hizo una mueca con la boca, la mujer que
tenía delante le estaba dando todo tipo de
facilidades, otra en su lugar se hubiese puesto a la
defensiva y con razón.
—Lamento cada palabra que escribí… no tenía
ni idea… yo… Lo siento, de verdad, créeme, lo
lamento mucho.
Tara sonrió, una sonrisa que a Neill le llegó al
alma, merecía una y mil disculpas por ver aquella
sonrisa en sus labios.
—Voy a darte un consejo —dijo con tono
amistoso—: antes de tomar partido, recuerda que
siempre hay dos versiones de una historia.
—Lo tendré en cuenta.
De nuevo el silencio se apoderó de ellos. Neill
miró a su alrededor y preguntó:
—¿Estás esperando a alguien?
—No —se miraron a los ojos—, llevo doce
días en esta ciudad, la habitación es bonita, pero
me siento enjaulada.
Neill asintió, era lógico, estar en un hotel era
práctico y cómodo, pero para una persona sola al
final resultaba solitario.
Sin pensar en qué decir, para sorpresa de
ambos, Neill hizo un comentario.
—¿Te gustaría cenar conmigo?
Si Tara se sorprendió, Neill todavía más.
¿Acababa de pedirle una cita a esa mujer?
—¿Quieres invitarme a cenar? —preguntó
insegura por si no había escuchado bien.
—Si no estás esperando a nadie, ¿por qué no?
No es bueno cenar solo —dijo con naturalidad.
Tara lo pensó y miró en dirección al restaurante
del hotel. Ya conocía de sobra la comida del local
y pensó que sería agradable cenar acompañada.
—Tienes razón, no es bueno cenar sin
compañía.
Neill sonrió, y Tara se fijó que tenía una sonrisa
espectacular. Además de unos ojos castaños muy
claros con toques verdes.
—¿Vas a invitarme a El Gran Nido? —preguntó
muy divertida, ya que la última vez él fue muy
tajante con que ella no era bien recibida.
—Te invito a cenar y, ¿quieres que lo haga en
mi restaurante?
En ese momento, algo ocurrió entre ellos, una
complicidad los embargó como si se conocieran
de toda la vida y se entendieran con la mirada.
Tara se encogió de hombros y, con mucha
soltura y camaradería, respondió:
—Sí, no todos los días voy a tener el privilegio
de que cocines expresamente para mí.
Rieron, y Neill se incorporó, tendió su mano, y
ella la aceptó. Sin mirar atrás, salieron del hotel
mientras reían por las burlas que Tara le hacía.
Una hora más tarde, en la cocina del prestigioso
restaurante El Gran Nido, los trabajadores se
miraban sorprendidos. Ver a su jefe en la cocina
con una mujer, nunca lo habían visto.
Tara observaba fascinada lo bien que le
quedaba el pantalón vaquero a Neill mientras
bebía una copa de vino. Al llegar al restaurante,
Neill le cogió la mano con fuerza y la llevó dentro;
sin mirar ni hablar con nadie, se situó junto a unos
pequeños fogones que tenían en un apartado, allí
tenían un poco de intimidad.
Neill levantó la cabeza y miró a Tara, sonrió
con picardía y le hizo una seña con la cabeza para
que se acercase más a él.
—Va siendo hora que te enseñe a manejar un
cuchillo.
Tara se carcajeó, le había comentado que sentía
admiración por todos los cocineros a la hora de
utilizarlos.
—Estás bromeando, ¿verdad? —respondió
muerta de risa.
—No, es muy sencillo, y hoy vas a aprender.
Tara negaba con la cabeza, aquel hombre se
había vuelto loco si pensaba que ella podría hacer
tal cosa y salir de allí con todos los dedos de la
mano.
—Neill… de verdad, aprecio mucho las
falanges de mis dedos.
Este sonrió y alargó su brazo para quitarle la
copa de vino. Tara puso los ojos en blanco.
¡Estaba hablando en serio!
Cuál su sorpresa cuando Neill, con mucha
delicadeza, se situó justo detrás de ella, sujetando
sus manos e inclinándose para que su cabeza se
quedara apoyada en el hombro de ella.
—No… no… voy a poder —estaba muy
nerviosa, más por tener a Neill tan cerca, sintiendo
el calor que él desprendía, que por poderse quedar
sin dedos.
—Claro que vas a poder, lo vamos a hacer
juntos —susurró en su oído—. Relájate y déjate
llevar.
¡Relajarse! Eso era imposible para Tara. Se
sonrojó al pensar que Neill pudiese darse cuenta
de que se estaba excitando.
Él, con mucha paciencia y con demasiada
delicadeza, sujetaba la mano de Tara que apretaba
el cuchillo. Hizo cortes transversales hasta dejar
el tomate perfectamente cortado. Sin soltarla, con
la otra mano de ella entre las suyas, cogió otro
tomate y repitieron de nuevo.
Algo extraño le estaba sucediendo, se sentía
muy a gusto con ella, su risa lo estaba cautivando,
y el hecho de poder hablar con ella en gaélico lo
hacía sentirse como en casa.
—¿Ves cómo no es tan difícil?
Volvió a susurrarle a Tara, solo que esta vez
dejó su cabeza ligeramente ladeada para poder
inhalar el perfume que ella llevaba.
—No lo es, porque tú me estás ayudando.
Neill soltó las manos de ella, las bajó a la
cintura y, sin soltarla, volvió a pronunciarse.
—Está bien, ahora, tú sola.
Tara sintió un escalofrío cuando las manos de
Neill sujetaron su cintura, ese hombre la ponía
demasiado nerviosa… muy… muy nerviosa.
Capítulo 17

Secretos que matan

Jaime llevaba varios días saliendo en horas de


trabajo sin dar explicaciones a su socio. David
estaba algo mosqueado, no entendía tanto
secretismo. Hoy, su socio se había marchado a las
diez de la mañana y entraba por la puerta a las
once y media.
—Ya estoy aquí.
—¿Se puede saber dónde has estado? —
preguntó David mirando fijamente a su amigo.
—Tenía que hacer unas gestiones en el banco.
—¿Y para unas gestiones has estado tres días
saliendo tanto?
Jaime lo miró y se encogió de hombros, quería
contarle la verdad, pero había una persona que
merecía saberlo antes que el resto.
—Sí, voy a cambiarme.
Se dio la vuelta y se dirigió al despacho antes
de pasar por el vestuario. Y como necesitaba
hablar con Beca, ya que tenía algo importante que
decirle, no dudó en mandarle un mensaje.

¿Quedamos para comer?

¿Invitas tú?

¿Acaso no lo hago siempre?

Jaime, ¿estás insinuando que yo nunca pago?

No lo insinúo, lo estoy afirmando.

Grrrr, con amigos cómo tú, no necesito


enemigos. Pero te lo paso por alto porque vas a
invitarme.

¡Qué detalle por tu parte! La verdad, no


esperaba menos de ti.
Gracias, intento estar siempre a la altura de
tus expectativas.

¿Siempre… siempre?

Mmmm… sí, siempre.

David, desde el taller, observaba a Jaime, ¿con


quién estaría hablando por el móvil? Hacía mucho
tiempo que no veía esa sonrisa en los labios de su
amigo. Algo estaba claro, era una mujer.

Bueno es saberlo, Beca. Pasaré a recogerte a


la galería, espérame en la puerta.

¿Vas a venir en moto?

Sí, aparcar en el centro es un coñazo. Con la


moto llegaremos antes… ¿Llevas minifalda y por
eso lo preguntas?
No, es que no me gusta ir en moto.

¿Ni siquiera si vas sujeta a mí?

¿Eso es una indirecta para que pueda


sobarte?

Puede.

Mmmm… en ese caso…

Jaime soltó una carcajada, David seguía


observándolo y negó con la cabeza. Sí,
definitivamente hablaba con una mujer, y estaba
claro que no era una mujer cualquiera. Conocía
demasiado a Jaime, esa risa hacía muchos años
que no la escuchaba, al igual que sabía que, hasta
hoy, sólo la había conseguido su hermana pequeña.
«¿Habrá conocido a alguien?», se preguntó.

A las dos, paso a buscarte.


No veo el momento de meterte mano.

Desde la noche que jugaron juntos en el baño


de la discoteca, entre Jaime y Rebeca parecía que
algo había cambiado. Tonteaban cuando no estaban
acompañados, incluso, al salir de la galería el día
de la exposición dándose las buenas noches, se
besaron.
A las dos en punto, Beca se acercaba a Jaime;
este la recibió con una gran sonrisa. Al inclinarse
para darle dos besos, Jaime prefirió sentir sus
labios, así que, sin avisar, le estampó un beso que
dejó descolocada a Rebeca.
Montó en la moto con la mayor de las sonrisas
y se puso el casco. Antes de arrancar, Rebeca, con
total descaro, se pegó al cuerpo de Jaime y le sobó
las piernas para mortificarlo. Cuando una de sus
manos se dirigió al punto más peligroso, Jaime le
sostuvo la mano, se giró y la reprendió.
—Más vale que no sigas por ese camino o nos
estrellaremos.
No mentía, después del beso se sentía
demasiado excitado como para seguir con esos
juegos.
Rebeca se encogió de hombros y con risa
contestó:
—La culpa es tuya por darme permiso a meterte
mano.

Sentados en uno de los restaurantes favoritos de


Rebeca, mientras esperaban el primer plato, Jaime
se puso nervioso. No sabía qué reacción tendría
ella con lo que tenía que decirle.
—Beca… quiero que seas la primera en
saberlo. —Se miraron directamente a los ojos—.
He comprado la casa que tú querías.
Rebeca se quedó sin aliento. «¿Él?», esa fue la
pregunta que le vino a la mente.
Jaime, al ver que ella no decía nada, continuó
con la explicación.
—Yo no estoy interesado todavía en irme a
vivir a otra parte. Estoy muy a gusto con
vosotros…
—¿Y por qué la has comprado? —preguntó con
un hilo de voz.
—Porque dijiste que habían salido otros
compradores. Sé que esa casa es muy importante
para ti. —Rebeca apenas podía respirar—. Beca,
sé que insististe en que no la querías, pero te
conozco, siempre has querido esa casa, es la de tus
sueños.
Rebeca cogió el vaso de agua que tenía delante
y bebió. Se le había resecado la boca.
Jaime, tan observador, seguía estudiando su
reacción. Cuando ella dejó el vaso en la mesa,
notó un brillo en sus ojos.
«Por favor, no llores, no puedo verte llorar».
Jaime habló rápido para que ella no llorase.
—Puedes vivir en ella, incluso, si en un futuro
quieres comprarla, te la venderé.
—Yo… verás… no sé… —no tenía palabras
—. Jaime…
—Escúchame —alargó las manos y sujetó las
de ella que las tenía encima de la mesa—, puedo
ofrecerte un alquiler del que ir descontando las
cuotas de pago en caso de que en un futuro la
quieras comprar.
Rebeca no sabía si reír o llorar. ¿De verdad le
estaba ofreciendo algo así?
—Jaime, te dije que no era por el dinero.
«Idiota, no ves que sin ti esa casa no significa
nada para mí».
—Aun así… —apretó las manos con fuerza—.
Eres tú quien más la desea.
—Ya no, ya no tiene ningún sentido para mí.
Jaime sabía que eso no era cierto, sólo había
que ver cómo le brillaban los ojos en ese
momento.
—De acuerdo, en ese caso espero que no te
importe que te pida un gran favor.
—¿Cuál?
—Encárgate tú personalmente de la decoración,
no quiero que lo hagan tus empleados.
—¿Quieres contratarnos? —preguntó recelosa.
—No, quiero contratarte a ti.
Rebeca respiró hondo, el camarero les entregó
la comida, y Jaime esperó una respuesta por parte
de ella.
—Esa casa te ha costado mucho dinero. —Ella
lo sabía de sobra—. Ahora, decorarla te saldrá
por una cantidad elevada, es muy grande.
—El dinero no importa.
—Jaime… —él la cortó, no pensaba dejar su
casa en manos de ninguna otra persona.
—Beca, por desgracia, la vida me arrebató a
mis padres. El dinero que me dejaron lo invertí
hace muchos años. Mírame, ¿para qué lo quiero?
Por mucho que tenga, no va a devolvérmelos. —
Rebeca apretó los labios—. La casa y lo que me
cueste decorarla no me interesa. Lo único que me
importa es que tú te encargues de ello. Por favor.
Fue tan suplicante que Rebeca asintió
lentamente.
—Está bien, tendrás que venir a la galería para
que digas en qué estás interesado.
—No. —Él lo tenía muy claro—. Tú elegirás
todo cuanto necesite esa casa para parecer un
hogar. Llevas muchos años pensando cómo la
querrías, y eso es lo que quiero.
—Jaime, puede que mi gusto no sea el tuyo…
—Beca, no voy a cambiar de opinión. Ya te he
dicho que de momento no pienso mudarme y que tú
puedes vivir en esa casa cuando quieras.
Rebeca se echó a temblar. Ella, ahora, no podía
vivir allí sabiendo que Jaime no la quería a su
lado. Aun así, aceptó, y dejaron zanjada la
conversación.
Llegaron los cafés, y Jaime se inclinó hacia
adelante y apoyó los brazos en la mesa.
—¿Vas a contarme de una vez qué te tiene tan
preocupada desde ayer?
Rebeca puso los ojos como platos. ¿Por qué
tenía que conocerla tanto? Sí, había un motivo. Un
secreto que la estaba matando y, pensándolo bien,
igual contarlo a alguien le hacía sentirse mejor.
No, eso no era cierto, nada lo haría.
—Samuel y Toni. —Al escuchar esos nombres,
Jaime la miró con intensidad—. Les pedí que me
ayudasen en una cosa…
—¿Y por qué se lo has pedido a ellos y no a
mí?
«Maldita sea, estoy celoso».
—Porque ellos… —nunca lo había contado—,
bueno… que los necesitaba.
—¿Más que a mí? —preguntó cabreado.
Rebeca se asombró.
—Ellos son investigadores privados, por eso
los necesitaba.
Jaime se sorprendió, nunca lo había
mencionado Rebeca, conocía la amistad que
tenían, pero no lo hubiese imaginado.
—Ahora entiendo muchas cosas —dijo sin
apartar la mirada de Rebeca.
—¿A qué te refieres?
—Siempre te enteras de las cosas; cuando algo
no te cuadra, investigas. —Rebeca se encogió de
hombros—. Supongo que tus amigos son los que te
ayudaron con las cuentas de Alicia.
Fue nombrar a Alicia, y Rebeca se mordió los
labios y suspiró con pesar. Ahora tenía claro que
era el secreto que guardaba ella, su cuñada era la
protagonista.
—Te preocupa algo relacionado con Alicia,
¿verdad?
Rebeca se removió en su asiento. Sí, era su
cuñada la que la estaba matando por dentro.
—Sí, no voy a mentirte… —empezó a negar
con la cabeza y apretó los labios con fuerza antes
de hablar—. Jaime, es mejor que no sepas nada.
—No confías en mí —respondió con pesar.
—No, no, no… ¡claro que confío en ti!
—Entonces, ¿cuál es el problema?
Rebeca se llevó las manos a la cabeza y se
apretó las sienes, le dolían de tanto pensar en lo
que había descubierto.
—Porque, por lo que he averiguado, por
desgracia, no podemos hacer nada. Es mejor que
no lo sepas, con uno que lo esté pasando mal, es
más que suficiente.
Jaime no estaba de acuerdo con eso. Él quería
compartirlo todo con ella. Siempre lo habían
hecho, incluso sin ser pareja, siempre habían
estado unidos.
—Beca, cuéntamelo, entre los dos buscaremos
una solución a lo que sea. —Volvió a coger las
manos de ella—. Por favor, no me lo ocultes… a
mí no.
Rebeca respiró hondo, lo que había descubierto
no era plato de buen gusto. No sabía qué hacer,
pero Jaime acariciaba las palmas de su mano para
brindarle la oportunidad de relajarse y que
confiara en él.
Levantó la cabeza, miró directamente a los ojos
de Jaime y, con mucho pesar en su voz, habló:
—Todavía no está confirmado, pero… Alicia
tiene un amante.
Jaime levantó las cejas sin dejar de acariciar
las manos de Rebeca.
—No estarás pensando en contárselo a Javier,
¿verdad? —su voz sonó alarmante.
—¿Y qué se supone que debo hacer?
—Nada…
—¡¿Qué?! Jaime, no me puedo creer que me
digas algo así.
Jaime paró de acariciar las manos de ella, pero
no se las soltó.
—Mira, Rebeca, yo hubiese preferido vivir en
la inopia. No tienes ni idea de lo que puede
destrozarte enterarte de que la mujer que amas se
está acostando con otro.
Rebeca abrió la boca y la cerró, ¿qué podía
decir para aclarar aquello después de tantos años?
—Estamos hablando de mi hermano mayor.
—Estamos hablando de que, si Javier se entera,
vas a destrozarle la vida.
—¿Y ella puede seguir haciendo lo que le dé la
gana? —preguntó muy rabiosa.
—No, sólo te estoy diciendo que no seas tú
quien se lo diga. Si tiene que enterarse, que sea
por él mismo.
Rebeca se zafó de las manos de Jaime y se tapó
la cara para no gritar.
Jaime sabía que, ahora mismo, Rebeca estaba
en una situación muy difícil. Así que para relajarla
un poco sugirió:
—Haremos una cosa. —Rebeca lo miró—: Has
dicho que no está confirmado. —Ella asintió—. En
ese caso, hasta que estemos seguros, no
pensaremos en nada. Cuando te confirmen si es
infiel o no, con mucha calma, veremos los pros y
los contras, ¿te parece?
Rebeca no tenía claro que pudiese olvidarse
del asunto sin más. Jaime, al notar su indecisión,
insistió.
—Hazme caso, es posible que al final no se
confirme, no puedes pasar los días preocupada y
angustiada por algo que no sabemos con seguridad.
Su tono de voz y la confianza que demostraba
consiguieron relajar a Rebeca.
—Puede que tengas razón, voy a intentar no
pensar en ello.
Era la mejor opción. Lo malo era que algo en su
interior gritaba que no necesitaba esa
confirmación, estaba segura de ello.
—Sí, señor, no esperaba menos de ti.
Veinte minutos después, Jaime paraba delante
de la galería donde Rebeca tenía su vehículo.
Ella bajó con cuidado para no quemarse con el
tubo de escape y le devolvió el casco. Al hacerlo,
sus dedos se tocaron, y Jaime no pudo soportar
tanta lejanía entre sus cuerpos, con su mano
derecha la sujetó del cuello y la acercó a sus
labios.
No fue un beso rápido ni fogoso ni de pasión.
Era un beso cargado de ternura y sentimiento por
parte de ambos. Uno de los tantos que estuvieron
acostumbrados a darse el uno al otro durante
cuatro años.
Al cesar, Jaime apoyó su frente en la de ella y,
con los ojos cerrados por la emoción que sentía
después de ese beso, con voz emocionada
preguntó:
—¿Qué estamos haciendo, Beca?
—Dejarnos llevar… ¿qué podemos perder?
―respondió Rebeca también con los ojos
cerrados y mil mariposas en el estómago.
—Todo.
«Beca, no podría perderte otra vez. No soy tan
fuerte».
Mientras Jaime, interiormente, contestaba a la
mujer que le había roto el corazón hacía años,
Rebeca, por su parte, no quiso desaprovechar
aquella cercanía y volvió a besarlo.
—Nos vemos esta noche en la clase de baile.
Al escucharlo, Rebeca volvió a la realidad.
Otra sesión de esa terapia. Las tres últimas clases
habían sido un infierno. Hoy, además, por el
avance que la profesora dio, iban a pasar muchas
cosas. Una de ellas, confesar lo que más les dolía
de sus parejas.
A diferencia de Rebeca, Jaime estaba deseando
esa clase, ya tenía ganas de saber por qué Beca fue
capaz de liarse con otra persona.
Capítulo 18

Hay verdades que duelen más que las


mentiras

Rebeca había recibido un mensaje de su amiga


Tamara, se encontraba indispuesta. Mientras
esperaba, sola, en la puerta a Jaime, uno de los
compañeros de la misma clase se acercó a ella.
Llevaba un mono vaquero muy cortito y un top
negro que llamaba la atención. Lo había elegido a
conciencia, sabedora que a Jaime le encantaba
cómo le quedaba ese conjunto. Lo que no sabía era
que otros hombres se estaban fijando demasiado
en ella.
Empezaba a sentirse incómoda con la
conversación, el hombre que tenía delante estaba
ligando con ella sin el menor reparo.
—Estamos aquí para recuperar a nuestra pareja
—dijo tajante para conseguir que el sujeto en
cuestión dejase de agobiarla.
Jaime entró y se percató al instante de la
situación, el lenguaje corporal de Rebeca lo decía
todo. Cuando Arturo intentó apartarle un mechón
de pelo, Jaime apretó los puños. Los celos
regresaron a él, hacía mucho tiempo que esa
sensación lo había abandonado, pero últimamente
se sentía preso de nuevo. No quería ver a Rebeca
con nadie, no soportaba que otro hombre pensara
que ella era una mujer libre.
«¡Maldita sea, pero lo es!».
Se acercó raudo y cogió la mano de Rebeca sin
mirar al otro individuo; sin darle un segundo a
reaccionar, la estaba llevando al final del pasillo.
Al llegar, giró a la derecha y, en cuanto una pared
los escondió del resto, se giró con tanta rapidez
que a Rebeca no le dio tiempo a nada.
Con sus manos ahueco la cara de ella y la besó
con tanta intensidad que a Rebeca le temblaron las
rodillas. Jaime no podía parar, su boca estaba
necesitada de la de ella. Cuando sus lenguas se
encontraron, danzaron al mismo son. Por mucho
que lo había intentado con otras mujeres, no
conseguía sentir nada, todo era mecánico y sin
sentimiento. Nadie se podía comparar a Rebeca,
«su Beca», porque, lo quisiera o no, le pertenecía
a ella, tanto como Beca a él.
Durante varios minutos permanecieron en la
misma tesitura; cuando las manos de él fueron
descendiendo por el contorno de ella hasta su
cintura, la atrajo con fuerza. Necesitaba sentirla
entera. Rebeca se dejaba llevar, y un gemido de
placer consiguió que Jaime saliese del letargo en
el que se hallaba.
Retiró la cabeza lo mínimo para poder mirarla,
sin hablarse, tan solo con la mirada se entendieron
a la primera. Ella asintió, y él sonrió mientras
seguían jadeantes por la lujuria de aquel beso.
Volvió a besarla con un beso escueto y
entrelazó los dedos de su mano con los de Rebeca;
iban a marcharse y dejarse llevar por la pasión.
Eso fue lo que se dijeron con la mirada.
Recorrieron de nuevo la misma distancia que hacía
minutos antes, pero en dirección contraria, cuando
la profesora los paró delante de la puerta de la
clase de baile.
—Perfecto, justo a tiempo, no se entretengan
que hoy tenemos mucho en lo que trabajar.
Ambos se miraron, frustrados por no poder
salir de allí como habían deseado. Jaime, al
escuchar el gruñido de Rebeca, sonrió y la besó en
la frente.
—En cuanto salgamos, voy a llevarte directo a
la cama.
Rebeca lo miró y sonrió. Él, al terminar la
frase, le entregó otro beso rápido en los labios.
Una vez preparados y con la música de fondo,
la profesora, o más bien la terapeuta, habló:
—Hemos avanzado mucho estas semanas, hoy
daremos un paso enorme. Van a interiorizar en lo
más hondo, escuchen a sus corazones, y ellos les
dirán lo que necesitan saber.
Rebeca miraba a la profesora mientras Jaime
no apartaba la vista de ella.
—El corazón agrietado necesita cerrarse, no
podemos vivir con el corazón partido toda la vida.
Y hoy empezaremos a curarlo. Van a ser sinceros y
sacar a la luz todo aquello que les provocó esa
grieta. Hay que ser fuertes y sinceros, porque de
ese dolor saldrá lo que nos perjudica. Solo hay
una manera de curarlo: compartir el sufrimiento
para que nuestra pareja acepte el daño causado.
No se puede curar un corazón herido si uno no
perdona y el otro no aprende del error cometido.
Rebeca tragó saliva. ¿Quién iba a ser el
acusador? Cuando miró a los ojos a Jaime, supo la
respuesta al instante.
—Comencemos.
Y dicho esto, Jaime agarró a Rebeca y comenzó
a balancearse mientras estudiaba su rostro para
ver si era capaz de ser la primera en hablar. Al no
hacerlo, fue él quien dio el primer paso.
—¿Quieres empezar tú? —preguntó y esperó
unos segundos que le parecieron eternos, hasta que
escuchó la voz de Rebeca.
—Me dolió tu partida… me sentí tan vacía y
desgraciada… No comprendía que tú pudieses
dejarme sola.
Jaime escuchó sin interrumpir, necesitaba
reprocharle, pero, antes, debía escucharla.
—Puede que hoy no me lo hubiese tomado tan a
la tremenda, supongo que diez años te hacen
entender las cosas de otra manera… —su voz
demostraba que estaba apenada—. Pero me sentí
morir. Pensé que podías haber elegido otra opción,
quedarte conmigo y seguir juntos toda la vida.
Se quedó en silencio y miró a los ojos a Jaime.
Este no pudo aguantar más, era el momento de
sacarse todo lo que llevaba dentro.
—Lo eras todo para mí. Prometí regresar, y tú
no esperaste ni una semana para acostarte con otro.
—Rebeca bajó la cabeza—. Mírame, Beca,
mírame y dime de una vez por todas la maldita
verdad.
Rebeca levantó la cabeza y lo miró con los ojos
brillantes, la voz áspera y dura de Jaime
confirmaba que él estaba muy enfadado y dolido.
—¿Tanto me odiaste por marcharme para
arrancarme el corazón sin ningún miramiento?
Sabías que te amaba con toda mi alma, que hubiese
dado la vida por ti y… aun así, me engañaste.
Rebeca llevaba mucho tiempo escondiendo una
única verdad. Una verdad que no pudo aclarar en
su día y que él merecía conocer.
—Te mentí.
Jaime dejó de moverse, atravesó con la mirada
a Rebeca y le espetó en la cara:
—¡¿Qué?! —Debía haber entendido mal.
—Estaba muy enfadada, quería que tú sintieras
el dolor que yo sentía tras tu partida…
—¡¿Me mentiste?! —gritó sin control alguno.
Su voz retumbó por toda la sala.
—Lo siento… me arrepentí nada más mandar la
carta, y al recibir la tuya…
Jaime estaba fuera de sí, diez años destrozado
por una mentira. ¿Qué clase de mujer hacía algo
así?
—Intenté contarte la verdad, pero ocurrió
algo…
—¡Para, maldita sea, para! —De nuevo su voz
alteró al personal. La profesora se acercó y puso
la mano en el hombro de Jaime, pero este se zafó
de malos modos.
—Jaime…
—¡Me mentiste! Me jodiste la vida y pretendes
que… que… —No podía ni hablar—. ¿¡Cómo
pudiste!? ¡Maldita seas, Beca!
Salió de allí como alma que lleva el diablo.
Rebeca se quedó paralizada, con el corazón a mil
por hora y con la sensación de haber perdido la
última esperanza de poder recuperar a Jaime.
Bajó la cabeza y se marchó sin poder mirar a
nadie a la cara, daba igual, la única persona que le
importaba ya no estaba.
Al llegar a la casa, sus hermanos Dallas y
Rubén estaban en la cocina. Se sorprendieron al
verla llegar tan pronto.
—¿Ha pasado algo? —preguntó Rubén.
—Hoy se ha acabado antes la clase.
La voz de Rebeca sonó tranquila y segura.
Intentó salir del paso para no sentirse acorralada
por sus hermanos o acabaría confesando.
—¿Y Jaime? —preguntó Dallas.
«Eso mismo me pregunto yo».
—No lo sé, creo que ha quedado con alguien —
sonrió costándole la vida—. Voy a ducharme,
estoy agotada, no creo que cene, he merendado
mucho esta tarde.
Dicho esto, subió las escaleras, entró en el
baño y se metió en la ducha, giró el grifo y, cuando
el agua salió a presión, se arrodilló y lloró sin
consuelo.
***
Jaime llegaba a la una de la madrugada. Cuanto
más intentaba olvidar lo ocurrido, más rabia sentía
por dentro. Se había burlado de él sin compasión.
Ella era consciente del daño que había provocado
su mentira y, aun así, la mantuvo en secreto diez
malditos años. ¿Cómo había podido pensar que
podría tener de nuevo una relación con ella? Hoy
estuvo a punto de dar ese paso. De haber salido de
allí juntos, no la habría dejado escapar nunca más.
Y ahora estaba tumbado en la cama, dolido,
enfadado, asqueado y roto. ¿Cuántas veces
pensaba joderle la vida?
Dos horas más tarde seguía igual, incluso peor,
porque ahora era mucho más angustioso, después
de esto ya no la quería ni como amiga. Se había
reído de él todos esos años, y él, tan idiota
perdonándola siempre. A punto de amanecer se
quedó dormido—
Al sonar el despertador, quiso morirse, no tenía
fuerzas para nada. Haciendo un esfuerzo
sobrehumano, se levantó. Al salir de su
dormitorio, se encontró con Rebeca en el pasillo,
se miraron y fue ella quien habló.
—Jaime…
—Ni me hables, has sabido guardar tus
mentiras durante mucho tiempo, también podrás
guardar silencio.
Rebeca cerró los ojos, dolida, y Jaime bajó las
escaleras con rapidez. Ni siquiera desayunó, tenía
prisa por alejarse de Beca.
Neill y Víctor se miraron, no era habitual en
Jaime salir de esa manera sin apenas dar los
buenos días.
Rebeca cogió su café con leche y comió su
bollo diario, regresó a su dormitorio y, con su mp3
conectado, se sentó en el alfeizar de la ventana y
escuchó su canción habitual.
Al repetirla por cuarta vez, se dio cuenta de una
cosa: esa canción ya no le pertenecía. Jaime ahora
sí la odiaba y no la perdonaría.
Bajó y se despidió de sus hermanos fingiendo
una gran sonrisa en los labios.
Capítulo 19

La venganza

Tres semanas sin dirigirse la palabra. David no


conseguía sonsacar una palabra a ninguno de los
dos. Tamara tampoco había conseguido mucho.
Pero esa tarde descubrieron el motivo.
—Perdona, tú eres muy amiga de Rebeca,
¿verdad? —preguntó Arturo en la puerta de la
clase de baile.
—Sí.
—Me preguntaba si podrías darme su teléfono,
supongo que, después de la bronca de hace unas
semanas, ya no van a volver.
Tamara abrió los ojos como platos. ¿Bronca?
No comprendía nada.
—No te entiendo.
—Hace tres semanas que no vienen a clase, su
pareja salió de aquí muy cabreado gritando:
«¡Maldita seas!», no es de extrañar que hayan
dado por zanjada la reconciliación.
Tamara tragó con dificultad, lo que estaba
escuchando no lo había imaginado ni en mil años,
eso quería decir que sus amigos habían dado un
paso definitivo.
La voz de Arturo la trajo de nuevo al presente.
Le molestó su comentario y se lo hizo saber de
inmediato.
—Entonces, me das el teléfono, ¿no?, ahora es
una mujer sin pareja, y yo puedo darle lo que
necesita.
—Tú estás aquí con tu pareja…
—Estamos separados…
—¡Estás en dance therapy! Eso quiere decir
que estás intentando arreglar tu relación. Lo que mi
amiga necesita ya se lo da el hombre que está a su
lado.
Al escuchar el tono de voz de Tamara, supo que
era mejor retirarse a tiempo. Suerte que lo hizo
porque llegó David y rodeó a Tamy con sus brazos
por detrás mientras le daba un beso en la cabeza.
—Preciosa, ya estoy aquí.
Tamara se dio la vuelta lentamente y lo besó
con cariño. Al separarse, le cogió las manos y, con
lástima, habló:
—Acabo de enterarme por qué Beca y Jaime
están así.
Le comentó lo que había narrado Arturo, y
David se tapó la cara con las manos. Los dos
llegaron a la misma conclusión; Rebeca y Jaime,
en la terapia, debieron sacar su pasado y ninguno
lo había superado.
***
El viernes por la tarde, Rebeca estaba en la
peluquería de Tamy. Una clienta habitual estaba
muy quisquillosa.
—Tamara, cielo, hoy me tienes que dejar
impecable, tengo una cita especial.
—Yo siempre te dejo divina —respondió
sonriente.
—Sí, eso es cierto… además, mi cita es amigo
tuyo.
—¿En serio, quién? —preguntó curiosa.
—Jaime, lo conocí aquí, ¿no lo recuerdas?
Al escuchar ese nombre, Rebeca dejó la revista
que sostenía y prestó atención. Tamara no quería
continuar con aquella conversación estando
Rebeca presente, pero Cintia tenía muchas ganas
de hablar del tema.
—Cuando lo vi, dije: «¡Este hombretón es para
mí!».
—Jaime es muy promiscuo —dijo Tamara para
zanjar el tema.
—Mejor, no me gustan los hombres difíciles,
eso de perder el tiempo no me gusta. De un hombre
quiero lo que quiero.
Rebeca, que estaba atenta a la conversación, no
pudo estar callada y preguntó rápida.
—¿Y qué buscas?
Cintia, sin mirarla siquiera, observando su
propio rostro en el espejo, respondió:
—Sexo. Ese chico tiene pinta de ser un buen
semental. —Se echó a reír, y su amiga, que estaba
sentada al lado de ella, le dio una palmadita en el
hombro.
—Nunca cambiarás, eres insaciable.
—Ellos buscan lo mismo… —Hizo una
pequeña pausa—. Aunque, si os soy sincera, este
chico me gustó mucho. Igual lo quiero para algo
más que llevármelo a la cama.
Tamara miró a Rebeca, esta ni se percató,
estaba muy pendiente de Cintia.
—Jaime no es de los que se atan a nadie —las
palabras de Tamara consiguieron una sonrisa
maliciosa de Cintia.
—Eso dependerá de si yo estoy dispuesta a
atarlo o no. Nunca se me ha resistido ningún
hombre. Si me lo propongo, caerá en mi red. —Su
confianza en sí misma era aplastante—. De
momento, veremos qué tal se porta el bomboncito
esta noche y luego ya se verá.
Rebeca se levantó de su asiento, se despidió de
su amiga Tamara y se marchó a casa totalmente
desmotivada.
A las ocho en punto, sentada en su habitación,
pensaba sin parar. Sus hermanos habían salido, y
la única persona que se encontraba en la casa era
Jaime en la ducha. Necesitaba aclarar lo que
sucedió y esta vez tenía la posibilidad de hacerlo;
no podía salir de la ducha sin escucharla.
Entró con celeridad y, sin descorrer las puertas
de la mampara, habló, sorprendiendo a Jaime.
—¡Te marchaste sin dejar que acabara de
explicarme!
—¡¿Te has vuelto loca?! ¡Sal de aquí!
—No pienso salir de esta habitación hasta que
me hayas escuchado. —No pensaba ir a ninguna
parte sin soltar toda la maldita verdad, por muy
dolorosa que fuera.
Jaime, enfurecido, cerró el grifo del agua y, sin
saber por qué, esperó a que ella hablara.
—Pues hazlo rápido, ¡tengo prisa!
Rebeca sintió que el corazón se le aceleraba y
dio gracias de que él no abriese la mampara.
—Cometí un error, el error más grande de mi
vida… te juro, Jaime, que intenté explicártelo,
pero sucedió algo.
Se le quebró la voz. No había hablado de ello
con nadie. Habían pasado diez años y todavía se
echaba a temblar al recordarlo.
Jaime cerró los ojos, esa mujer podía con él.
No estaba dispuesto a seguir escuchando, la rabia
se apoderó de su ser, y abrió la puerta. A Rebeca
se le resecó la garganta, Jaime, completamente
desnudo ante ella, era una visión extraordinaria.
Sin previo aviso, se acercó a ella y, antes de
devorarle la boca con ansia, dijo:
—¡Cállate!, no quiero saber más.
Y dicho esto, se fundieron en un beso
demoledor. Rebeca temblaba, estaba nerviosa, y
él, poco a poco, consiguió que se relajara. Parecía
estar viviendo un dejavu, porque las caricias de
Jaime pasaron a ser lentas, pausadas, con mucho
cariño. Como si estuviesen de nuevo hacía diez
años atrás, como la última vez que hicieron el
amor con sentimiento puro.
Con el cuerpo empapado, y sin importarle
mojar la ropa de Rebeca, se pegó a ella cuanto
pudo. Que Beca lo sintiera era primordial. Y así
fue, ella se dejó llevar por el momento y se
entregó sin reparo. Jaime la alzó en brazos y se
dirigió al dormitorio de Rebeca, iban a saltarse de
nuevo las normas. No importaba, ya no importaba
nada excepto hacerle el amor a Beca.
Mientras sus labios seguían pegados, las manos
de Jaime, poco a poco, iban despojando la ropa
que los separaba. Quería sentir piel con piel.
Lamer y explorar el cuerpo que tanto había
añorado. Sin prisas, hoy necesitaba hacerlo a su
manera, que Rebeca sintiera que lo necesitaba, que
lo ansiaba, que sin él, nada tendría sentido. La
conocía a la perfección, sus puntos más sensibles,
sus zonas erógenas, lo que le gustaba recibir y, por
supuesto, lo que él estaba deseando darle.
Mientras los labios de Jaime vagaban por el
cuerpo de Rebeca, esta soltó varios gemidos de
excitación. Por fin volvían a estar juntos, por fin
las caricias del único hombre que la hacía sentir
viva. Por fin su alma parecía llenarse nuevamente
de algo que había perdido. Y sin poder
remediarlo, de su boca salieron dos palabras que
no pudo retener, llevaba diez años guardándolas, y
solo el hombre que tenía encima las merecía.
—Te… quiero…
Jaime, al escucharla, levantó la cabeza y la
miró con brillo en los ojos, se acercó a sus labios
y los saboreó con tal deleite, que Rebeca sintió
que él quería dejar constancia de que le
pertenecían. Y así era, para Rebeca no había
ningún otro hombre a quien pertenecer.
Las caricias entre ambos los llevaba a mayor
excitación, ninguno de los dos podía cesar aquello
y, cuando se miraron a los ojos, tenían muy en
claro que los dos querían culminar. Y sin más,
Jaime penetró a Rebeca con tanta sensualidad y
cariño que ella, al cerrar los ojos, se imaginó con
diez años menos, cuando se despidieron
profesándose amor sincero y eterno.
Los envistes, lentos y pausados, eran
necesarios, Jaime quería disfrutar lo máximo
posible, necesitaba estar dentro de Rebeca el
mayor tiempo. Al verla con los ojos cerrados, se
mordió los labios, era una visión que hacía diez
años tenía memorizada en su cabeza. Hoy la tenía
delante y quería que ella no lo olvidara.
—Mírame… mírame… Beca.
Y lo hizo, ella abrió los ojos, y sus miradas
conectaron; sin apartarla ninguno, llegaron hasta el
clímax, juntos.
Jaime se dejó caer encima de Rebeca, ella lo
abrazó con sentimiento auténtico, y él le besó el
cuello y se echó a un lado llevándosela junto a él.
Permanecieron un buen rato en silencio,
acompasando sus respiraciones. Beca no quería
separarse, pero un movimiento de Jaime consiguió
que ella, con desgana, se hiciese a un lado.
Jaime se incorporó y, sentado en el borde de la
cama, dándole la espalda a Rebeca, utilizó un tono
de voz cínico que sorprendió a la muchacha.
—A diferencia de tus mentiras, Beca… —Se
puso en pie y la miró de frente—. Esta noche, yo sí
voy a follarme a otra.
Rebeca sintió un dolor fuerte en el corazón,
aquellas palabras tan llenas de rencor después de
haber hecho el amor, no era lo que esperaba. Se
incorporó y se cubrió con la sábana para encararse
a Jaime.
—¿Esto lo has hecho por venganza? ¿¡Es eso!?
—gritó fuera de sí.
—Así sufrirás en tus propias carnes lo que me
hiciste a mí hace diez años.
—No me lo puedo creer… —se quedó sin
palabras.
—Pues créetelo, ahora sí tendremos la
verdadera despedida, y el motivo por el que nos
separamos y me rompiste el corazón. Solo que, en
esta ocasión, no hay mentiras, hay otra mujer
esperándome.
Rebeca respiraba con dificultad, aquello era
demasiado. Jamás imaginó que Jaime pudiese
sentir tanto rencor hacia ella.
Con la poca dignidad que le quedaba en su ser,
después de haberse entregado a él sin reparos,
incluso después de haberle confesado que lo
quería, lo miró con rabia.
—La diferencia entre tú y yo es que yo lo hice
por dolor. Sí, me equivoqué y lo pagué muy caro…
—las lágrimas se le agolparon en los ojos—. Y tú
lo has hecho por rencor. Soy idiota… estaba
dispuesta a confesarte toda la verdad, el verdadero
motivo por el que no pude pedirte perdón…
«No se te ocurra contárselo, no lo merece. Te
odia tanto como para hacerte el amor y luego
humillarte».
Jaime notó algo extraño en ella. «¿Qué motivo
era el que le impidió confesar la verdad?».
—¿Cuál? —preguntó escrutándola con la
mirada.
Rebeca explotó, no podía soportar un segundo
más a su lado.
—¡Fuera! —bramó—. ¡Largo!
Jaime se dio la vuelta y se dirigió a la puerta,
cuando estaba a punto de salir, Rebeca dijo algo
que dejaba constancia de lo que sentía.
—Acabas de destrozar los cuatro mejores años
de mi vida. Aunque algo voy a tener que
agradecerte, —Jaime ladeó la cabeza para mirarla
—: No voy a desperdiciar ni un solo minuto más
de mi vida por ti. Ya he perdido diez años en el
camino esperando tu perdón. Conseguiste tú solito
lo que tantos intentaron en un año: poder
olvidarme de ti. Y, ahora, sin esos cuatro años en
mi mente, ya no me une nada a ti.
Jaime se alejó y, al entrar en su dormitorio,
cerró de un portazo. Se tumbó en la cama y
maldijo en silencio. La venganza no le había
dejado un buen sabor de boca, todo lo contrario.
Se sentía roto y un auténtico desgraciado por
haberla tratado así.
Durante un buen rato estuvo analizando las
palabras de Rebeca, algo le carcomía por dentro:
¿Qué había callado ella? ¿Qué era lo que hoy
quería confesarle? ¿Quiénes habían intentado que
ella se olvidara de él? Sus hermanos, por lo que
sabía, no estaban al tanto de por qué rompieron y
tampoco parecía que se hubiesen confabulado para
que Rebeca no tuviese trato con él.
Rebeca, después de una ducha necesaria, entró
en su dormitorio acelerada. Agarró las sábanas de
un tirón y, con ellas en los brazos, bajó corriendo a
la parte trasera de la casa. Se dirigió a un bidón
metálico, que usaban para quemar rastrojos del
jardín, y les prendió fuego. No quería volver a ver
esas sábanas, no había mentido; ya no iba a
desperdiciar ni un solo segundo de su vida
pensando en Jaime.
Subió de nuevo las escaleras y, al llegar a su
habitación, algo en su interior se removió. Se dio
la vuelta lentamente y miró al final del pasillo
justo cuando Jaime salía de su dormitorio,
acicalado y con ganas de encontrarse con su cita
de esa tarde.
Pasó rozando a Rebeca, y ninguno de los dos
fue capaz de mirarse a la cara directamente.
Indiferencia por parte de ambos.
Una vez Rebeca escuchó cómo se cerraba la
puerta de la entrada, dio dos pasos hacia adelante.
Miró el acceso a la buhardilla y se acercó
lentamente.
Con una mano en la barandilla, y los ojos
clavados en el último tramo de escalera, respiró
fuerte. Tragó saliva con dificultad y cerró los ojos.
Al volverlos a abrir, supo que había llegado el
momento de entrar donde nadie más lo tenía
permitido.
Con temblor en las manos, haciendo un
esfuerzo, bajó la manilla de la puerta y esta se
abrió.
El corazón de Rebeca se aceleró, llevaba una
década sin poner un pie en esa estancia de la casa.
Diez años que la recibían interiormente, pues al
abrir la puerta, se encontró con el gran ventanal
que iluminaba el que, hasta ese día fatídico, había
sido su lugar de trabajo. Los recuerdos se
agolparon en su mente sin previo aviso. ¡La de
horas que había estado allí metida sin descansar!
¡Los días de euforia y alegría al ver sus nuevas
creaciones terminadas…!
Entró y cerró sin mirar, dejando su cuerpo
apoyado en la puerta, mirándolo todo como si
fuese la primera vez que lo hacía. Así permaneció
durante varios minutos, paralizada, intentando
mentalizarse de que podía controlar sus
pensamientos, pues el pasado, en ese mismo
momento, estaba de nuevo en su interior.
Todo estaba tal cual lo había dejado. Se notaba
que la mujer del servicio doméstico era la única
que pasaba por allí, ya que todo estaba impoluto.
Por fin su cuerpo reaccionó y se puso en
movimiento, dio dos pasos y miró las fotografías
colgadas. Sonrío al recordar aquel día, el primer
desfile; los nervios, la locura, la alegría, la
sensación de sentirse plena…
Continuó avanzando hasta llegar a uno de los
maniquís que portaba su última creación sin
terminar. Una falda larga con un poco de cola, de
color fresa chicle, y el corpiño que todavía no
estaba cosido. Apoyó la cabeza en este, cerró los
ojos y lloró.
En cuanto se recuperó, se dirigió a su mesa,
alargó la mano y con el dedo índice rozó los
lápices de colores. Con movimiento lento y
pausado, sin percatarse de lo que estaba haciendo,
mientras continuaba tocando cada objeto que había
encima de su mesa, acabó sentada frente a ellos.
Miró con detenimiento exhaustivo su último
boceto. Respiró con fuerza y alargó el brazo para
coger el lápiz de color rojo y, sin pensarlo ni un
segundo, su mano tomó el control de su organismo
y continuó con lo que hacía diez años había dejado
por terminar.
Pasada una hora, acababa su última creación.
La miró y sonrió. Puede que llevase muchos años
sin haber pensado en ello, pero estaba claro que
todavía podía retomar parte de sus sueños. Uno
era Jaime; otro, la casa de enfrente para vivir con
él, y por último, su trabajo como diseñadora de
moda.
Se levantó de su asiento, miró de nuevo todo el
lugar y suspiró. Estaba claro que a Jaime ya lo
había perdido para siempre, y con él la casa que
tanto deseaba. Ahora tenía que averiguar si sería
capaz de recuperar la pasión y el amor que sentía
al crear. Porque no podía seguir viviendo
sintiéndose totalmente vacía.
Capítulo 20

Decisiones que tomar

A la mañana siguiente, Rebeca estaba en la cocina


con la fregona en la mano, limpiando el rastro de
agua que dejó un vaso que se le había caído. Al
estar la casa vacía, había puesto música y bailaba
como había aprendido en las clases de Dance
therapy, por lo que no se percató, de que acababan
de entrar cuatro de sus hermanos, un amigo de
Víctor y Jaime.
Dallas iba a interrumpir el numerito de su
hermana, sabía que se moriría de vergüenza
cuando los descubriera, pero el amigo de Víctor,
Áxel, le hizo un gesto para que se detuviese. El
espectáculo era digno de admirar, Rebeca en
biquini haciendo movimientos sexis estaba
espectacular. Sin poder contenerse, Áxel susurró
para sí mismo, pero todos los presentes lo
escucharon.
—Acabo de encontrar una diosa.
Dallas clavó su mirada en él, y Rubén se
carcajeó. Estaba anonadado total, era incapaz, ese
hombre, de apartar la vista de su hermana.
Jaime, por el contrario, lo atravesó con la
mirada. David le dio un codazo a Víctor para que
mirase a su amigo. Este lo hizo y sonrió, Rebeca
tenía hipnotizado a su compañero por completo.
Llevaban cinco años trabajando juntos, su amistad
era fuerte y, aun así, nunca había conocido a su
familia hasta hoy.
Al terminar la canción, los aplausos
sobresaltaron a Rebeca, soltó la fregona, dio un
traspiés y por poco acaba en el suelo. Se
recompuso con las mejillas ardiendo y,
sujetándose a la encimera, habló:
—¡Me habéis asustado!
Todos rieron, y Víctor hizo las presentaciones.
Cuando Áxel se acercó para darle dos besos, lo
hizo encantado y, además, le sujetó las manos,
alzándolas y besando sus nudillos como un
auténtico caballero de antaño.
—Si Víctor me hubiese dicho que tenía una
hermana tan guapa, me habría arreglado para no
presentarme con estas fachas…
Rebeca lo miró y sonrió, llevaba unas
bermudas y una camiseta vieja.
—Venimos a pasar el día en la piscina —
interrumpió Víctor para que Áxel soltara las
manos de Rebeca, parecía que su amigo no se
había olvidado que las tenía sujetas.
—No me puedo creer que mi hermano no te
hablara de mí. ¡Y mucho menos que no dijese que
soy guapa! —protestó Rebeca haciéndose la
ofendida, consiguiendo que sus hermanos rieran.
Pasaron la mañana en la piscina con bromas y
risas. Áxel era un hombre divertido, además de
tener un cuerpo atlético que demostraba que, al
igual que su hermano Víctor, se cuidaba mucho, su
profesión así lo requería: monitor de deportes de
riesgo.
Tumbados en el césped, continuaron su charla;
la química entre Áxel y Rebeca se notaba. Algo
que no pasó desapercibido para sus hermanos.
—Así que eres puertorriqueño.
—Ajá, muy latino como habrás comprobado. —
Le guiñó un ojo con complicidad—. Eso me hace
más interesante, ¿a que sí?
Rebeca rió con gusto, aquel hombre de treinta y
cuatro años era fantástico y divertido, incluso su
acento era dulce y sensual. Y, desde luego, su
físico podía ser envidiado por muchos modelos
masculinos. Casi metro noventa, color de ojos
negros a juego con su cabello azabache. Todo en él
era puro fuego. Ese hombre debía ser una bomba
sexual.
—No estarás intentando ligar con mi hermana,
¿verdad? —preguntó Víctor muy cómico.
—Amigo, de poder hacerlo, te aseguro que no
te pediría consentimiento. La dama merece
cualquier sacrificio.
Los tres rieron mientras Dallas observaba a
todos como era habitual en él: Rubén sonreía cada
dos por tres por las ocurrencias de Áxel; David
parecía molesto con ciertos comentarios, y Jaime,
por su parte, no se acercaba a su hermana. Algo
que ya había observado desde hacía semanas.
Pero, hoy, algo se le escapaba. En todo ese tiempo,
Rebeca intentaba siempre un acercamiento; hoy,
parecía que Jaime no existía, ni una sola mirada ni
un saludo, nada excepto indiferencia. Jaime, sin
embargo, no dejaba de mirarla, y su expresión era
de frustración y algo más que no sabía descifrar.
Habían convencido a Rebeca entre todos sus
hermanos para salir de fiesta. Ella se había
mostrado muy reticente, pero lo consiguieron.
Áxel estuvo toda la tarde de confesiones con
Rebeca, algo que mosqueó al resto, ya que no les
dejaron meter baza en la conversación.
Víctor se había marchado con Áxel, quedaron
en un local de moda y allí pasarían la noche todos
juntos.
Dallas se sentó en el sofá, al lado de su
hermana. La miró y, con tono tranquilo, habló:
—Llevas casi un mes desaparecida, sabes que
me tienes para lo que sea, ¿verdad?
—Sí, lo sé. —A Beca le hubiera gustado
sincerarse, pero era mejor no inmiscuir a nadie—.
Estoy liada con un trabajo que me tiene muy
ocupada.
No mentía, por las tardes se quedaba en la
oficina a solas. El encargo que le había hecho
Jaime lo llevaba en secreto. Ni siquiera estaba
segura que siguiese en pie; aun así, lo estaba
haciendo.
—Beca, ahora no trabajas por las tardes,
además, dentro de una semana estarás de
vacaciones.
Dallas dudaba que su hermana estuviese
trabajando por las tardes cuando todos sabían que,
en verano, la galería se cerraba.
—Por eso estoy tan liada con ese pedido.
Quiero dejarlo terminado antes de las
vacaciones…
—¿Por qué? —El tono de voz de su hermana
disparó su alarma.
—Porque, cuando regrese de las vacaciones, no
quiero seguir con ese encargo —sentenció. Y no
mentía, quería empezar una nueva vida sin pensar
más en su pasado—. Lo tendré terminado en un par
de días, y eso es lo que me tiene ocupada. No
tienes que preocuparte por mí.
—Sabes, pequeñaja, que eso no ocurrirá nunca.
Rebeca sonrió, su hermano Dallas siempre
estaba pendiente de ella. El resto de hermanos
también, pero Dallas, por alguna razón, siempre
estudiaba su estado de ánimo. De hecho, era
consciente que fue Dallas quien peor lo había
pasado cuando la ingresaron. No entendía cómo,
entre siete hermanos a su lado, ninguno fue capaz
de ayudarla para no llegar a esa situación. No se
lo había perdonado, sentía que le había fallado.
Le dio un beso en la mejilla, muestra de gratitud
por su preocupación.
—De verdad, estoy bien y en cuanto lleguen
mis vacaciones, te aseguro que estaré mucho mejor
todavía.
Dallas estudió su rostro, podía ser que ella
sonriera, pero sus ojos decían todo lo contrario.
—Estoy seguro que no me estás mintiendo, pero
tu mirada está apagada, ¿estás así por Jaime? —
Rebeca agrandó los ojos— Lleváis días sin
hablaros, no soy ciego, Beca.
¿Qué contestar a esa pregunta? No podía contar
la verdad, pero tampoco estaba dispuesta a mentir
a su hermano.
—Estamos peleados, tampoco es la primera
vez.
—Lo sé, pero sí es la primera vez que dejáis de
hablaros.
Desde luego a su hermano no se le escapaba
nada. Cierto que habían discutido muchas veces,
aunque en esta ocasión ya no iba a ser como
siempre. El tiempo conseguiría que volviesen a
tener trato ―ya que convivían en la misma casa―,
pero la amistad y el cariño no entrarían en este.
—Se nos pasará, estate tranquilo que no es
nada grave.
Rebeca volvió a sonreír para que Dallas se
quedase tranquilo, no era solo lo de Jaime, en su
interior guardaba otra carga más pesada, una que
ya le estaba quitando el sueño.
—Bien, bueno es saberlo, no me gustaría tener
que matarlo… en el fondo, ya lo considero un
hermano.
Rebeca asintió y se levantó del sofá, no podía
seguir con aquella conversación, su hermano
Dallas siempre acababa consiguiendo sonsacarle
todo lo que necesitaba saber.
—Voy a por agua.
No había dado ni cinco pasos cuando Rubén la
interceptó y se paró frente a ella.
—¿Algo que debas contarnos, hermanita? —Su
tono de voz y su sonrisa traviesa consiguieron que
Rebeca pusiese los ojos en blanco.
—De verdad os lo digo, ¡sois muy cotillas! —
Tenía claro que Rubén estaba interesado en saber
si había algo entre Áxel y ella.
Dallas y David se rieron, para ser sinceros,
cuando se trataba de algo relacionado con Rebeca,
ella tenía razón, lo eran y mucho.
—Somos todo lo que tú quieras, pero responde
a mi pregunta.
Rebeca alzó los brazos al aire en señal de
protesta, hizo a un lado a su hermano y continuó su
camino hasta la cocina para beber agua. Mientras
se alejaba, se expresó en voz alta.
—¡No puedo con vosotros, me tenéis harta!
Más risas por parte de todos. Al llegar a la
cocina, Jaime estaba allí, sentando en un taburete
alto, apoyado en la parte central de la isla de la
encimera, leyendo una revista de autos.
Pasó por su lado sin dirigirle siquiera la
mirada. Cogió un vaso y lo llenó. Jaime, por el
contrario, sí la miró, quería acercarse a ella y
disculparse. Se sentía roto y vacío. Y, además,
también había mentido, porque le fue imposible
acostarse con otra mujer después de haber estado
con ella. Estaba a punto de decir algo cuando
Tamara entró y fue directa a abrazarla.
—Me ha contado David que has conocido a
un… —Se percató en ese momento que Jaime
estaba allí sentado—. Hola, guapo.
Se acercó y le dio sus dos besos habituales
entre ellos de saludo. Al ver que la situación entre
Beca y Jaime parecía no haber cambiado, decidió
que echar un poquito de leña podía incluso ayudar
a que Jaime reaccionara, los celos en cierta
medida siempre eran buenos. Por lo tanto, se dio
la vuelta y continuó su conversación.
—¡Dice que has conocido a un Adonis!
Rebeca se sorprendió de la efusividad
empleada por Tamara, aun así, respondió:
—Sí, pero mi hermano me parece que ha
sacado las cosas de contexto.
Jaime disimuló, intentó parecer ajeno a aquella
conversación centrándose en la revista. Aunque
sus oídos estaban muy atentos.
—¿Fuera de contexto? Nena, por favor, dos
horas has estado hablando con ese hombre sin
permitir que tus hermanos escucharan nada de lo
que decíais.
—David es un bocas…
Tamara sonrió y la interrumpió como si no
hubiese escuchado la queja de su amiga.
—¿Y bien, cómo es, qué tiene de especial?
Rebeca negaba con la cabeza.
—Es muy guapo… sexy. Pero eso no quiere
decir nada, creo que David se ha hecho una idea
equivocada. —Lo pensó mejor y continuó—: En
realidad, todos lo han hecho. Por hablar con un
hombre, no quiere decir nada.
—Vamos, Beca, no es por hablar, me ha
contado que entre vosotros saltaban chispas.
—¡¿Qué?! —exclamó muy enérgica.
Tamara, consciente que Jaime era incapaz de
salir de la cocina, añadió:
—Sí, chica, sí, que saltaban chispas, que la
química entre vosotros era palpable.
Jaime tragó saliva costándole la vida, él
también lo había notado, y por eso estaba que se lo
llevaban los demonios. Dallas llegó hasta ellos y
avisó que era hora de ponerse en marcha.
Una hora más tarde, en el local donde habían
quedado con Áxel y Víctor, el ambiente era bueno.
Comenzó a sonar una canción muy latina de Huey
Dunbar, Puedo morir de amor. Áxel, sin pensarlo,
agarró a Rebeca y se pusieron a bailar. Tamara
tampoco lo hizo, esa canción, además, la habían
bailado en las clases de dance therapy; ellos, al no
tener que centrarse en la terapia, podían avanzar
mucho más en el baile. Y así era, cuando sus
hermanos vieron a David y Tamara moviéndose
con tanta gracia y tan compenetrados, los invadió,
en cierta medida la envidia.
—Si no lo veo, no lo creo —dijo Rubén sin
apartar la vista de sus hermanos.
David había sido un pato mareado siempre,
Rebeca tampoco es que fuese muy dada a bailar
bien. Ahora, observándolos, nadie lo diría.
—Ya te digo, mira que soltura tiene David,
lleva a Tamara por donde quiere.
—Voy a negar absolutamente esta conversación
en cuanto diga lo siguiente: una parte de mí se
arrepiente de no haber ido a esas clases con
Rebeca —reveló Rubén, encantado de ver a sus
hermanos bailar con tanta gracia.
—Yo también negaré esta conversación: fui un
idiota al negarme.
Rubén y Dallas se miraron y rieron, desde
luego no había sido porque su hermana pequeña no
insistió en ello.
Jaime, por el contrario, estaba apoyado en la
barra, ver bailar a Rebeca con Áxel lo estaba
carcomiendo. Esa canción les pertenecía a ellos,
con ella habían practicado los pasos de salsa.
Observar la sonrisa de Beca en brazos de otro lo
estaba matando.
Acabó la canción, y Áxel se quedó inmóvil.
Rebeca se sorprendió, miró en dirección a dónde
los ojos de él estaban clavados y vio a una mujer
morena.
—¿Es ella?
—Sí.
Rebeca la observó con detenimiento desde la
distancia. Habían hablado de esa mujer por la
tarde, y entonces su vena casamentera le hizo
brotar una sonrisa en los labios.
—¿Y a qué estás esperando para ir por ella?
Áxel miró a Rebeca desconcertado. Pensó en
qué decir y por fin se decidió.
—Ella no me quiere a su lado.
—Eso no es cierto, tú me has dicho que ella te
dejó porque piensa que no la quieres.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer si no
me cree?
Rebeca hizo un gesto cómico, todos los
hombres eran iguales, no se enteraban de nada.
—Escúchame, esa mujer está deseando que se
lo demuestres, que le digas que la amas. ¡Por todos
los santos! ¿Es que no te das cuenta?
Si incluso ella notaba cómo la muchacha la
estaba acribillando con la mirada. Deseaba
matarla por estar bailando con Áxel.
—Ya le dije que la quería, ¿qué más quiere?
Dallas estaba escuchándolos, su hermana, como
siempre, haciendo de casamentera. Se había
equivocado cuando pensó que Rebeca y Áxel iban
a tener algo.
—Verás, a pesar de que mis hermanos piensan
que debería dejar de ver telenovelas y olvidarme
de las novelas románticas, voy a decirte que esa
mujer, que está allí desesperada por verte con otra,
—Áxel echó una ojeada y parecía cierto— está
deseando su momento mágico. Haz algo de
película y romántico para demostrarle que se
equivoca y que solo ella es la dueña de tu corazón.
—¿Y eso cómo se hace? —preguntó con la
esperanza de que Rebeca estuviese en lo cierto.
—¡Ay, todo hay que decíroslo! —exclamó
alucinada porque los hombres no tuviesen
imaginación—. Ve por ella, cárgatela al hombro y
sácala de aquí, llévatela para demostrarle que es
la única que te interesa de verdad en tu vida.
Áxel sonrió, lo que Rebeca le decía parecía
sacado de una novela, claro que, mirando de nuevo
a la mujer que lo tenía loco, ver que su rostro
estaba desencajado, le dio fuerzas y ánimos para
hacer tal locura.
Le dio un beso en la mejilla a Rebeca con
gratitud.
—Igual, estoy perdiendo la oportunidad de
conocer a una mujer maravillosa.
Rebeca se encogió de hombros y respondió:
—Cuando el corazón palpita por una persona,
da igual conocer a cientos de otras. Todos tenemos
decisiones que tomar en la vida; creo que hoy, y en
este mismo momento, ha llegado la hora de que tú
tomes la decisión que tu corazón dicta.
Áxel asintió, ella tenía toda la razón, daba igual
conocer a fondo a Rebeca, su corazón seguía
palpitando por otra.
Con valentía, se dirigió hacia Verónica, apartó
a todos los que le obstaculizaban el camino y, al
llegar junto a ella, sin previo aviso y sin
miramiento alguno, rodeó su cuello y la atrajo
hasta él, la besó con desesperación y, cuando notó
que ella estaba descolocada y a la vez receptiva,
cesó aquel beso de película y se la cargó al
hombro, llevándosela para demostrarle que era la
única mujer de su vida.
Mientras se escuchaban aplausos y vítores de la
gente por la escena montada, Rebeca sonreía.
—Pequeñaja, eres única —dijo Dallas mientras
miraba la escena sin perderse ningún detalle.
—¿Acaso lo dudabas?
Capítulo 21

Encuentro accidentado

Dos horas más tarde, Dallas rodeaba a su hermana


por los hombros con su brazo. Cuando una mujer
se chocó contra él y derramó su bebida en la
camisa de éste.
—¡Perdón, perdón, perdón!
Al mirar a la mujer, negó con la cabeza y dijo
incrédulo:
—Veo que siempre van a ser, nuestros
encuentros, accidentados.
La joven, que no se había dado cuenta quién era
él, agrandó los ojos y respondió:
—Por lo que veo, además de abogaducho,
rencoroso.
Rebeca sonrió al ver el gesto estupefacto de su
hermano. No necesitaba que le dijera quién era esa
mujer rubia, sin duda, cuando la describió, lo hizo
a la perfección. Se fijó en la ropa que llevaba y
casi se le para el corazón.
«¡Lleva uno de mis diseños!».
—Vaya, tú siempre con tan buena opinión sobre
mí.
Le molestó que Estrella tuviese siempre mal
concepto de él. No entendía por qué le molestaba,
pero así era.
Estrella se mordió el labio, un gesto que a
Dallas le fascinó, algo tan sencillo se acababa de
convertir en toda una obsesión, le encantaría
probarlos, ser él quien mordiera aquellos carnosos
labios.
Estrella, nerviosa por tener a Dallas delante, no
sabía cómo reaccionar. Por desgracia, sus nervios
le pasaron una mala pasada al hablar.
—Igual estás maquinando para demandarme por
manchar, seguramente, una de tus camisas más
caras.
Dallas suspiró resignado, ¿demandarla? Lo
único que quería en ese momento era probar sus
labios. A Rebeca, no le pasó desapercibido y
decidió tomar partido.
—No lo creo, Dallas no es, precisamente, un
hombre de gustos caros.
Estrella se avergonzó, primero, por haber hecho
aquel comentario sin pensarlo; segundo, porque no
se había dado cuenta que Dallas estaba
acompañado por una mujer. Y, para colmo, eso le
hizo sentir una punzada en el estómago.
«Estrella, eres idiota, ¡pues claro que tiene
novia! Un hombre tan guapo no podía estar
soltero», se dijo a sí misma, enfadada por haber
estado soñando despierta con él desde que se
conocieron.
Rebeca, al ver la reacción de ella, se alegró
interiormente, mucho más cuando veía a su
hermano tan callado. No se había equivocado el
otro día al pensar que por fin una mujer había
llamado a la puerta del corazoncito de Dallas.
—Tú debes ser Estrella. —La joven la miró
sorprendida—. Debo reconocer que impactaste
mucho a mi hermano.
Dallas cerró los ojos, ¿qué estaba haciendo su
hermana?
—¡Y tanto, a sesenta kilómetros por hora de
impacto! —dijo Dallas rápido para que Rebeca no
dijese más tonterías por su boca.
—¿Ves? Rencoroso total.
—De mis siete hermanos, te aseguro que Dallas
es el menos rencoroso.
«¡Son hermanos, son hermanos, son
hermanossssss!», gritó Estrella en su interior, y
Rebeca notó su cambio al descubrir que eran
hermanos.
Estrella miró a Rebeca con detenimiento, ahora
que ya no era una rival, podía relajarse al hacerlo.
Y, de pronto, sobresaltando tanto a Dallas como a
Rebeca, bramó:
—¡Eres tú, joder, eres tú!
Dallas miró a su hermana, y ésta subió los
hombros para decirle a su hermano que no
entendía nada.
—Perdona —se disculpó Estrella para aclarar
su reacción—. Tú eres Beca, ¡Beca Irwin, la
diseñadora!
Rebeca sonrió plena, que alguien la
reconociera después de tantos años le parecía
extraordinario.
—Sí —respondió risueña.
—Este modelo que llevo es tuyo, ¡ay, Dios mío,
no me lo puedo creer!
Y sin más, le dio dos besos muy eufórica. Sacó
de su bolso su móvil y se lo entregó a Dallas como
si él ahora ya no importase. Algo que molestó
todavía más a éste.
—Haznos una foto, esto es lo mejor que me ha
pasado en años.
Rebeca se reía a mandíbula abierta. Ver la cara
de cabreo de su hermano y la energía contagiosa
de Estrella le estaba alegrando la noche. Después
de unas cuantas fotografías, y de haber presentado
a sus tres amigas, las muchachas se quedaron con
ellos.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —indagó
tímida por si su curiosidad molestaba a Rebeca.
—Por supuesto.
—¿Por qué dejaste de diseñar? Ganaste el
premio nacional de moda a la mejor diseñadora
revelación del año.
No había mentido, era fan de Rebeca, conocía
su corta trayectoria al dedillo. La respuesta era
difícil, pero algo en Rebeca se removió y, por
alguna extraña razón, quiso ser sincera con
Estrella.
—Tuve un problema personal… la presión a la
que estuve sometida justo en el peor momento
emocional pudo conmigo.
Estrella notó dolor en sus palabras y se sintió
mal por haber hecho la pregunta.
—Lo lamento. No debí…
—No, no pasa nada. —Quería cambiar de tema
—. Además, eres mi mayor fan.
Las dos sonrieron, y Rebeca se fijó que Estrella
miraba de reojo a su hermano Dallas.
—Es un buen chico, y no lo digo porque sea mi
hermano.
Estrella se sintió pillada y, sin comprender el
motivo, pues no conocía a Rebeca, supo que se
podía sincerar con ella.
—Lo sé, se portó maravillosamente el día que
tuvimos el accidente. —Se acercó más para bajar
la voz y que Dallas no las escuchara—. No sé qué
me pasa cuando estoy cerca de él, me pone tan
nerviosa que consigue sacar lo peor de mí. Debe
pensar que estoy loca.
Rebeca se carcajeó y, mirando a su hermano,
que tampoco les quitaba ojo, se sinceró también.
—Lo dudo, porque eres la única mujer que ha
conseguido que mi hermano esté deseando recibir
una llamada.
Estrella la miró con los ojos agrandados,
¿podía ser que Dallas también pensara en ella?
Rubén, que tampoco era tonto y le encantaba
pinchar a sus hermanos, se acercó a ellas,
ganándose una mirada furibunda por parte de
Dallas.
—Y una chica tan guapa como tú, dime, ¿hay
algún hombre esperándote en casa?
Rebeca aguantó la risa, ¡pero qué puñetero era
Rubén! Lo hacía para que Dallas se mosqueara.
—No, no hay ningún hombre esperándome en
casa.
A Dallas, la contestación, le alegró, lo que no
lo hizo tanto fue ver a su hermano tan pegado a
ella.
—Bueno es saberlo, algunos todavía tenemos
esperanzas en poder ligar con una chica tan guapa.
Dallas gruñó y, a pesar de que había bastante
bullicio, todos lo escucharon.
—¿Estás intentando ligar conmigo? —preguntó
Estrella, risueña por haber escuchado aquel
gruñido de Dallas.
—¿Tengo alguna posibilidad?
Dallas, totalmente molesto por aquel tonteo, se
interpuso entre Estrella y su hermano.
—Una mujer con dos dedos de frente no le
daría una oportunidad a mi hermano.
Rubén sonrió, ya no había dudas, esa chica le
gustaba más de lo que imaginaba a su hermano.
Teniendo en cuenta que Dallas no era un hombre
de pareja estable, le hubiese dado lo mismo que él
intentara ligar con Estrella.
«Vaya, vaya, puede que te hayan cazado,
hermano».
—¿Y, entonces, a quién se la tengo que dar? —
preguntó Estrella con la esperanza de que Dallas
por fin diera un paso para demostrarle que ella le
importaba algo.
La respuesta de Dallas la tenía muy clara en su
mente: «A alguien como yo», «dámela a mí», y
cuando estaba dispuesto a decirla, sintió pánico.
—No lo sé, pero, desde luego, no a mi
hermano.
Y se marchó, dejándolos a todos descolocados.
Rebeca, incrédula por aquella reacción, lo siguió
con la mirada y le susurró en el oído a Estrella.
—Créeme, le has calado tanto que está
asustado.
Estrella, por un lado, se sintió satisfecha; por
otro, que no tenía nada que hacer con el hombre
que se había marchado escopetado.
Jaime y David conversaban, no dejaba de
buscar a Áxel por todos lados. Estaba por
preguntarle a su amigo cuando Cintia lo rodeó por
detrás, totalmente por la cintura, y, poniéndose de
puntillas para llegar a su oído, con voz sensual,
dijo:
—Me encanta que el destino nos haya puesto en
el mismo camino. Esta noche presiento que tu
cuerpo y el mío van a acabar sudando.
Al darse la vuelta, sonrió, aquella mujer iba
directa al grano. Buscó con la mirada a Rebeca y,
al notar que ella los estaba mirando, quiso darle
de su propia medicina. Al fin y al cabo, él había
estado todo el día viéndola a ella con otro hombre
sin hacerle caso.
—No había creído en los presentimientos hasta
hoy.
Cintia, ni corta ni perezosa, besó a Jaime para
dejar constancia de que ella tenía intención de
acabar la noche muy, pero que muy sudados.
Rebeca sintió que necesitaba aire, le costaba
respirar. Jaime había estado con mujeres durante
todos esos años. Ella también con Felipe para
olvidarlo. Pero él nunca repetía con ninguna mujer.
Eso significaba que Cintia no había mentido en la
peluquería. Intentó hacerse la fuerte, pero no pudo,
por mucho que se había mentalizado la noche
anterior, estaba claro que Jaime no estaba
olvidado.
Se despidió de Estrella y sus amigas, no podía
permanecer un segundo más allí o acabaría
llorando delante de todos, y eso era algo que no
estaba dispuesta a hacer.
Su hermano Rubén se despidió también de las
muchachas y regresó a casa con su hermana.
Durante el trayecto, Rebeca iba callada. Rubén
rompió el silencio.
—Vaya mosqueo que ha pillado Dallas.
—Desde luego, Rubén, cuando quieres, eres
muy malo.
Sonrieron recordando la cara de cabreo de su
hermano.
—Me da, hermanita, que nuestro Dallas ya está
cazado.
—Eso significa que igual el siguiente eres tú —
comentó sin quitar ojo a su hermano.
—No, no, no… ¡De eso nada! Yo no soy de los
que se enamoran. El amor no es para mí.
—Eso también lo dice Dallas, y estoy segura
que acabará aceptando que está enamorado.
Rubén rió con ganas y negó con la cabeza.
—Una cosa es que lo esté; otra, que quiera
admitirlo y arriesgarse.
Rebeca frunció el ceño, ¿qué demonios les
pasaba a sus hermanos?
—¿Me estás diciendo que Dallas no querrá
intentar estar con Estrella?
—Eso es algo que sólo él responderá con sus
actos. —Miró por un segundo a Rebeca antes de
volver a centrar la vista en la carretera—. Pero no
te hagas ilusiones, Beca, Dallas es como yo, puede
que esa chica le haya calado y mucho, pero otra
cosa muy distinta es que él quiera llegar a más.
—¿Por qué?
—Porque, para algunos, el amor puede llegar a
ser dañino.
Rebeca sopesó la respuesta y, mirando al
frente, comentó, dejando a Rubén pensativo.
—Sí, puede llegar a serlo, como también puede
llegar a llevarte al borde de la locura. Pero ¿sabes
qué? Merece la pena cualquier sufrimiento cuando
has amado de verdad, eso significa que no has
vivido a medias.

Mientras Rebeca y Rubén llegaban a casa,


Jaime de nuevo se disculpaba ante Cintia con otra
absurda excusa. Ni él mismo se entendía. Quería
pedir perdón a Rebeca, lo malo era que, cuando la
tenía cerca, seguía cabreado con ella, pero cuando
desaparecía el cabreo, se transformaba en
frustración y dolor. ¿Acaso se estaba volviendo
loco? Porque no entendía su comportamiento. Lo
peor de todo era que no podía controlarlo.
Capítulo 22

Lío embarazoso

Estaba a dos días de empezar sus vacaciones,


sentada con los planos y los bocetos entre las
manos de la que había sido la casa de sus sueños.
Acababa de terminar el encargo de Jaime, tal y
como él le había pedido, y ella había prometido
hacer.
Se limpió las lágrimas, era una despedida a
tantos años deseando e imaginando aquel lugar,
justo como iba a entregárselo a Jaime. Esa casa ya
no le pertenecía, como tampoco el corazón del
único hombre al que había amado.
Hacía dos días, había tomado una decisión con
la esperanza de retomar un nuevo rumbo en su
vida. Lo había meditado durante dos semanas y
llegó a la misma conclusión. De hecho, ya no había
vuelta atrás, incluso sus padres la habían apoyado.
De todos sus hermanos, el único al corriente de su
decisión era Javier que, junto a sus padres, dio su
palabra de no comentar nada a nadie.
Sonó su móvil y, al coger la llamada, su rostro
cambió por completo. Se quedó blanca como la
cal y, tras colgar, se tapó la cara con las dos
manos. Respiró casi cien veces para tranquilizarse
y se mentalizó para ir a recoger las pruebas que
sus amigos le estaban guardando.
***
Uno de agosto, primer día de vacaciones de
Rebeca. Llevaba dos noches sin pegar ojo. Bajó a
desayunar, y su hermano Neill la miró preocupado,
las ojeras plasmadas en su rostro no anunciaban
nada bueno.
—Beca, vas a contarnos de una vez qué te está
pasando ―aseveró Neill.
El resto de hermanos la miraron rápido. Rebeca
deseó no haber bajado a desayunar; sus hermanos,
como siempre, negándose a ponerle las cosas
fáciles.
—No me pasa nada.
—¡Y una mierda! —Neill estaba cansado de las
excusas que su hermana se inventaba desde hacía
semanas.
—No me grites, ¿ehh…?
Neill no quería hacerlo, pero a Rebeca había
que hacerla saltar para que explotara de una
maldita vez.
—No te gritaría si tú me contestaras.
Dallas se sentó justo al lado de Rebeca, llevo
su mano a la barbilla de ésta y le hizo girar la
cara; cuando vio aquellos dos surcos bastante
marcados, se le revolvió el estómago. Hacía años
su hermana había empezado igual: el cansancio, la
falta de sueño, la presión y su distanciamiento con
Jaime comenzaron con ojeras marcadas que
ninguno de ellos dio importancia, porque ella
alegaba que era el agotamiento.
—Pequeñaja, Neill tiene razón, esta vez, vas a
decirnos qué demonios pasa.
—Dallas… —su tono suplicante le caló, pero
no podía pasar otra vez por ello.
—Por favor, por favor, Beca, déjanos ayudarte,
sea lo que sea.
Rebeca tenía ganas de llorar, ¿cómo decirles lo
que sabía de su cuñada?
La noche anterior llamó a Javier, que estaba en
Madrid de viaje de negocios, para que pasara a
hablar con ella en cuanto regresase. Y su hermano
prometió que sería lo primero en hacer en cuanto
llegase esa misma noche a Valencia. Así que,
teniendo en cuenta que la única persona a la que
debía contar aquello no estaba presente, decidió
intentar tranquilizar a sus hermanos.
—Os prometo que mañana se me habrá pasado
todo.
Sus hermanos no estaban conformes.
—¿Qué tiene de especial mañana? —preguntó
Malcolm.
—Que mañana todo estará bien…
—Esa respuesta no es convincente. —Malcolm
habló, pero sin lugar a dudas, todos pensaban lo
mismo.
—Pues es la que hay, así que dejadme en paz.
Se levantó, y Dallas la sujetó de la muñeca.
Ellos no habían terminado.
—Siéntate, no hemos acabado.
Rebeca, que no estaba pasando por su mejor
momento, se sintió agobiada. Ladeó la cabeza, y
Dallas supo que estaba a la defensiva.
—Estamos preocupados por ti… —A pesar de
que usó un tono de voz apaciguador, Rebeca saltó.
—¡Pues dejad de estarlo, maldita sea! He dicho
que mañana estaré mejor. Por una maldita vez, ¿no
podéis dejarme en paz un día?
Sus hermanos, sorprendidos por aquel arrebato,
prefirieron darle un margen de tiempo. Un día no
era tanto, aunque pobre de Rebeca si mañana no
daba las explicaciones necesarias, no saldría de
esa casa hasta confesar lo que le estaba
preocupando.
Una hora después, Rebeca no podía soportar
estar en la casa encerrada y salió a correr. Sus
hermanos, en el salón conversando, no paraban de
pensar y hacer cábalas entre todos de qué podía
estar pasando.
Malcolm entró en el dormitorio de Rebeca,
necesitaba una aguja e hilo y, al coger el costurero
de su hermana, sin querer, tiró al suelo su joyero.
Cuál su sorpresa al encontrar allí la respuesta que
ellos necesitaban.
Bajó con prisas para hablar con sus hermanos.
David se tapó la cara, y Neill maldijo en voz alta.
Faltaban Víctor y Javier, así que los llamaron.
Javier informó que esa misma tarde llegaría a casa
para la reunión secreta que habían acordado, y así
hablar del problema de su hermana.
Con un plan en mente, David le pidió a Tamara
que mantuviese a Rebeca ocupada, y así lo hizo.

A las seis y media de la tarde, Rebeca estaba en


casa de Tamara, y los hermanos Irwin, reunidos,
todos sentados alrededor de la mesa del comedor,
con la prueba del delito en la mano.
Estaban enfadados, se sentían estúpidos y,
sobre todo, dolidos porque ella no hubiese tenido
la confianza de contárselo. Todavía no había
llegado Javier, pero no podían seguir esperando.
Jaime se sorprendió al verlos allí reunidos, y le
hicieron partícipe, podía ser que él estuviese al
tanto teniendo en cuenta que Rebeca y Jaime
siempre habían sido uña y carne.
—¿Lo sabías? —preguntó David directo.
—¡No! —respondió sincero. Unos le creyeron,
otros pensaban que por eso no se hablaban entre
ellos.
Estaban discutiendo cuando Rebeca entró en la
casa, Tamara no pudo retenerla y acabó
pillándolos a todos ellos.
—¿Qué pasa aquí?
Al escuchar la voz de Rebeca, todos callaron;
el silencio se apoderó de la casa. Neill fue el
encargado de romperlo.
—Eso queremos saber nosotros —utilizó una
voz fuerte y enfadada—. ¿Cuándo pensabas
contarlo?
Rebeca se llevó las manos a la cabeza, ¡no se
lo podía creer!
—¡Increíble, mamá me prometió que no diría
nada!
—¡¿Mamá?! —gritaron al unísono.
—Sí, mamá o… ¿ha sido Javier?, ¡os lo ha
contado él!
Eso hizo estallar a sus hermanos, ¿Javier lo
sabía? David se levantó y la acusó con el dedo.
—¡Increíble, Rebeca! Has sido capaz de
contárselo a mamá y a Javier y pasar de nosotros.
¡De mí!
Rebeca tragó saliva, ella quería sincerarse con
sus hermanos, le hubiese encantado que las cosas
fuesen de otra manera, pero llegados a ese punto…
—¿Y qué le ha parecido a mamá la noticia? —
Malcolm estaba curioso.
—¿Qué le va a parecer? Está encantada.
—¡No me lo puedo creer! ¿Mamá encantada?
Ésta sí que es gorda —bramó Víctor.
—Tampoco es para tanto, es mi vida…
Su hermano Neill, fuera de sí, dejó a Rebeca
helada.
—¿¡Y quién es el padre, Rebeca!? Porque te
juro que si me dices que es Felipe, no sé qué soy
capaz de hacer.
—¿¡Qué estás diciendo!?
—Maldita sea, estás embarazada, y espero, por
lo que más quieras, que sepas quién coño es el
padre.
Rebeca vio el predictor encima de la mesa.
Cerró los ojos y se quiso morir.
—¿Y bien, quién es el padre? —preguntó
Rubén con más calma que sus otros hermanos.
La puerta se abrió y entró Javier. Rebeca se
sentía en una noria, todo le daba vueltas. ¿Cómo
habían encontrado la prueba de embarazo? Aun
así, intentando mantener la calma, respondió:
—Javier, necesito hablar contigo…
—¡De eso nada, bastante que Javier nos ha
ocultado esto!
La voz de Neill, nuevamente elevada, consiguió
que Rebeca, totalmente desencajada, respondiera
dejando muy claro que, allí, la única que tenía la
última palabra, era ella.
—¡He dicho que voy a hablar con Javier y
punto en boca! Bastante ofendida estoy que hayáis
violado mi intimidad, entrando en mi dormitorio y
registrando mis cosas. ¿¡Os ha quedado claro!? —
Y se inclinó y, de un manotazo, agarró el predictor
con todas sus fuerzas.
Sus hermanos callaron porque Rebeca, en parte,
tenía razón, y también porque notaron que estaba
demasiado molesta. Incluso estando enfadados, era
la niña de sus ojos, felices a su manera porque,
fuese quién fuese el padre, su hermana iba a darles
un sobrino que ellos recibirían con los brazos
abiertos. Lo que les carcomía era que no hubiese
sido capaz de confiar en ellos, eso los hacía
sospechar que Felipe, por desgracia, sería el
padre del bebé que su hermana estaba gestando.
Javier, incrédulo a todo, subió detrás de su
hermana pequeña hasta su dormitorio. Al entrar,
cerró la puerta y se sentó en la cama esperando
que ella dijera algo.
—Javier… no sé cómo decirte esto. Daría la
vida por no tener que hacerlo.
Escuchar aquellas palabras con tanto dolor
asustó a su hermano mayor. Él no estaba al tanto de
lo del embarazo. Había sido informado que tenía
que acudir a una reunión para hablar de su
hermana.
—¿Qué ocurre?
—Te pedí que vinieses a verme con urgencia,
porque no quería que llegases a tu casa y te
encontrases con la sorpresa.
Javier no entendía nada.
—¿De qué estás hablando?
Rebeca tragó saliva, con un nudo en el
estómago y ganas de vomitar por la situación del
momento, hizo lo que una hermana tenía que hacer
para proteger a su hermano.
—Ya sé dónde iba a parar el dinero que tu
mujer extraía… —Javier se puso tenso—. Por
favor, Javier, no me interrumpas, esto no es fácil
para mí, pero, como hermana tuya que soy,
prefiero que te enteres por mi boca.
Javier asintió despacio, mejor no interrumpirla.
Además, él también necesitaba saber dónde iba a
parar y para qué aquel dinero.
—Alicia tiene un amante.
—¿Qué? —preguntó apenas sin voz.
—Javier, no te contaría esto si tuviese otro
remedio. Pero tu mujer está embarazada. —Javier
se quedó pálido—. Por eso no puedo ocultártelo,
prefiero darte yo la mala noticia, a que ella lo haga
y tú te sientas todavía más engañado.
—Rebeca… ¿cómo…? ¿No estarás
equivocada?
Rebeca abrió su armario y sacó del cajón un
sobre que entregó a su hermano. Este, con las
manos temblorosas, lo abrió, y allí encontró las
pruebas que ella tenía.
Si eso no fuese suficiente, el hombre que
aparecía en las fotografías lo conocía. ¡Ya lo creía
que lo conocía!
Rebeca intentaba ocultar su llanto, sabía que
acababa de romper en mil pedazos el corazón de
su hermano. Cuando este levantó la mirada y la vio
tan desconsolada, se incorporó y se abrazaron.
—¿Lo saben? —preguntó con la voz
temblorosa.
—No. Al igual que no quería que Alicia te
hiciese más daño, tampoco he querido inmiscuir a
nadie.
Javier agradeció aquel detalle, sabía que un
secreto así debía haberle costado mucho
sufrimiento a su hermana, pero se lo agradecía de
manera infinita.
—Gracias. Gracias por quererme tanto.
Javier se marchó sin despedirse de nadie, y
Rebeca quiso aclarar muchas cosas a sus
hermanos.
Mientras esperaban todos sentados en el
comedor, Jaime sentía que su corazón seguía
acelerado.
«¿Y si soy yo el padre?». Pregunta que no
cesaba en su cabeza. Cabía la posibilidad, hacía
casi dos meses que Rebeca y él se lo habían
montado en un cuarto de baño. Y por extraño que
pareciese, la idea no le desagradaba, más bien,
todo lo contrario.
Rebeca se acercó a ellos, y todos comprobaron
los ojos rojizos. No sabían qué había pasado con
Javier, era raro que él se hubiese marchado sin
decir nada.
—Tengo que contaros algo.
Sus hermanos y Jaime permanecieron en
silencio. Bastante compungida se la veía.
—Beca —habló Dallas—, sea lo que sea,
estate tranquila.
Rebeca apretó los labios e hizo un gesto para
agradecerle el detalle.
—Les pedí a papá, mamá y a Javier que no os
contaran nada, quería hacerlo yo en persona y
espero que me entendáis. Lo primero, y antes de
que siga, tenéis que saber que esa prueba de
embarazo no es mía.
Sus hermanos se sorprendieron. Aun así, vieron
tanta sinceridad y honestidad en sus palabras que
no lo dudaron.
—Una vez aclarado que no estoy embarazada,
lo que quería contaros es que he decidido dejar la
galería. Hablé con Javier antes que con vosotros,
porque necesitará buscar una persona que ocupe
mi puesto cuando llegue septiembre.
Todos lo entendieron, era comprensible, aunque
no estaban preparados para la siguiente noticia.
—He pensado en mi futuro y me he planteado
abrir mi propio negocio: seguramente, y aunque
todavía no lo tengo decidido del todo, estará
vinculado a la moda… —Se quedó callada, ahora
venía la parte más difícil—. Pero voy a hacerlo en
Portree.
Sus hermanos se quedaron de piedra. ¿Qué
estaba diciendo su hermana? Portree era el pueblo
donde vivían sus padres en Escocia, en la Isla de
Skye.
—¿Quieres decir que te vas a Escocia? —
preguntó, incrédulo, Malcolm.
—Sí.
—Rebeca, no puedes hablar en serio, ¿qué vas
a hacer tú en Portree? —No llegaba a comprender,
Víctor, aquella decisión.
Ellos adoraban aquel lugar, su paisaje natural
salvaje, sus acantilados, las casitas cerca del
puerto tan hermosas pintadas de colores vivos…
Pero vivir allí era distinto. Sus padres tenían una
casona a las afueras, en pleno pulmón de la
montaña. Les apasionaba la vida campestre, por
eso se jubilaron jóvenes para disfrutar de la vida
que realmente les llenaba. Los animales de la
granja eran la única compañía que tenían. La más
cercana a la de sus padres estaba a dos kilómetros
de distancia.
—Vivir mi vida, ¿te parece poco?
—Vamos a ver… —interrumpió Dallas para
ver si se había enterado bien—. Quieres marcharte
a Portree, ¿cierto?
—Sí.
—Y por lo que has dicho, quieres montar tu
propio negocio. —Beca asintió—. ¿Y crees que es
el mejor lugar para hacer tal cosa?
—Sé que no es una ciudad grande…
—No, no lo es, y, además, no vivirás
exactamente en el mismo pueblo, ¿o piensas
alquilar una casa allí?
—No, de momento viviré en la granja con los
papás…
—¿De momento?
—Sí, Dallas, de momento. El dinero que
invierta será en el negocio y, si todo va bien, con
el tiempo ya me mudaré al pueblo para no estar tan
alejada.
—No lo entiendo, aquí puedes montar el
negocio que quieras…
—Pero yo quiero hacerlo en Escocia. Y no voy
a cambiar de opinión. Lo he meditado mucho, esto
no ha sido una decisión de la noche a la mañana.
—A mi parecer, no es una decisión acertada.
Deberías pensarlo con más detenimiento antes de
embarcarte en nada.
Todos pensaban lo mismo. Y Jaime, aturdido,
había pasado de pensar que podía ser padre a
enterarse que Rebeca se marchaba.
—Es la decisión que he tomado y no pienso
cambiarla —sentenció dejando a sus hermanos sin
habla.
Rubén había permanecido en silencio y
haciendo sus cábalas, pero él necesitaba una
respuesta más.
—¿Por qué, Rebeca? ¿Por qué quieres
marcharte lejos y alejarte de todos los que te
rodean?
—Lo he dicho al empezar, porque he pensado
en mi futuro y ese es el camino que he elegido.
—Esa razón la entiendo, pero para elegir ese
camino estás dispuesta a dejar atrás todo cuanto te
rodea, y quiero el verdadero motivo.
Por primera vez no podía ser sincera con ellos.
No en todo, aunque una parte sí podía contarla y
así lo hizo.
—Porque quiero centrarme de nuevo en lo
único que me apasionaba. Aquí no puedo hacerlo.
No podría volver a seguir el ritmo y en Portree
estoy convencida de que podré lograrlo. Allí no
sentiré presión, no voy a lanzarme a lo grande…
Lo haré a mi ritmo y sé que es allí el único lugar
donde podré conseguirlo.
¿Qué podían decir después de esa declaración
teniendo en cuenta que habían pasado diez años y
su hermana no había subido a su estudio, lugar de
trabajo que tenía instalado en la buhardilla de la
casa? Todo estaba según lo dejó, nadie había
entrado de nuevo a aquel sitio excepto la mujer de
la limpieza que era la encargada de mantenerlo
intacto.
Observando los rostros de todos ellos, Rebeca
se sintió decaída, estaba claro que aquellos
metomentodo la querían.
—Eso es todo cuanto tenía que contaros. Por
eso os dije esta mañana que me dieseis un día.
Y sin más, se retiró a su dormitorio dejando allí
a todos ellos pensativos y algo apenados.
Capítulo 23

Sorpresa, sorpresa

Javier, sumido en sus pensamientos, sentado frente


a la mesa del despacho que tenía en su casa, con
un vaso de whisky en la mano, esperaba a que
Alicia regresara.
Alicia entró y se sorprendió al ver luz en el
despacho, se suponía que Javier regresaría dos
horas más tarde. Se ahuecó el cabello, fingió su
mejor sonrisa y dio varios pasos dispuesta a darle
una sorpresa a su marido.
—Mi amor, qué alegría verte. Ya te echaba de
menos.
Javier levantó la cabeza y la miró, tenía delante
a su infiel esposa y no fue capaz de decir una sola
palabra, todavía no encontraba las adecuadas.
—Me alegra que hayas regresado antes… tengo
una gran noticia; en realidad, es una gran sorpresa.
Su alegría fingida consiguió toda la atención de
Javier, llegados a ese punto iba siendo hora de
acabar con la farsa.
—¿Una sorpresa?
—Sí, lo es.
—¿Y bien? —preguntó Javier con ganas de
llegar al final.
—Mi amor, ¡estoy embarazada!... ¡sorpresa! —
gesticuló esperando la reacción de Javi.
Javier, con una tranquilidad aplastante, se
irguió en su asiento, miró fríamente a su esposa y,
con voz áspera, respondió:
—Alicia, si piensas que voy a manteneros a ti y
a tu bastardo, es que todavía no me has conocido
lo suficiente en todos estos años.
Alicia, que aguantaba la sonrisa, se desencajó.
—¿Qué estás diciendo? ¡Cómo te atreves a
insultarme!
—Ya puedes llamar a tu querido Alejandro y
decirle que del idiota de tu marido ya no vas a
sacar un céntimo más. —Se puso en pie—. Y pena
que no veré su reacción, porque te aseguro, Alicia,
que tu bastardo no es el único que hay en el
mundo.
Alicia se sentó, no comprendía nada. ¿Javier se
había enterado de su infidelidad? Eso trastocaba
todo.
—No sé de qué me estás hablando.
—Pues mira esto, a ver si así te refresca la
memoria. —Extendió las fotografías en la mesa—.
¿Quieres saber qué es lo más patético de todo
esto? Alejandro ha sido un vividor toda su vida.
Lleva años engañando a mujeres casadas porque
son las que se lo pagan todo. —Alicia lo miró con
desprecio—. Sí, Alicia, conozco a tu amante, ya en
la universidad se jactaba de sus conquistas. Como
no valía para nada, decidió vivir haciendo lo
único que sabía: ¡follar a mujeres casadas!
—¡Eso no es verdad! —Ya no había manera de
seguir mintiendo, las fotografías hablaban por sí
mismas, pero todavía le quedaba la esperanza de
que Javier se hiciese cargo del bebé. Era lo único
a lo que podía aferrarse.
—Deja ya de mentir, Alicia.
—El bebé es tuyo.
—¿Mío? Te estás follando a otro, ¿y dices que
el bebé es mío?
—Sí, ¡tuyo! —gritó colérica—. Con Alejandro
siempre he usado preservativo.
La risa cínica de Javier no la esperaba Alicia,
éste volvió a tomar asiento y, negando con la
cabeza, sujetó unos papeles y los puso delante de
ella.
—Gracias a que Dallas fue más listo que yo,
tienes exactamente media hora, ni un minuto más,
para coger tus pertenencias y salir de esta casa.
Alicia maldijo aquel contrato prematrimonial
que firmó en su día. Una cláusula obligaba al
cónyuge que fuese infiel a abandonar el domicilio
familiar y no percibir cuantía alguna por la
infidelidad.
—No puedes obligarme, porque voy a tener un
hijo tuyo.
—¡Sorpresa, Alicia! —bramó asustando a la
susodicha—. Me casé contigo porque tú no querías
tener hijos. Fuiste tú quien obligó a añadir a este
contrato —señaló los papeles—, que la
maternidad no formaría parte del matrimonio.
Exigiendo que yo no pudiera recriminarte, en un
futuro, nada.
Era cierto, ella obligó a Dallas a incluir esa
cláusula. No quería ser madre, pero ahora sentía
que ese bebé le pertenecía, lo único que le unía de
por vida a Alejandro. Ella estaba enamorada de él,
por desgracia no podía darle la vida acomodada
que Javier, hasta hoy, le había dado.
—No me vengas con que ese hijo es mío,
porque la sorpresa, querida mía —dijo con
desprecio—, es que soy estéril. De pequeño tuve
una enfermedad… y, ahora, dime, ¿qué parte de tu
gran mentira quieres que crea?
Alicia se quedó atónita. ¿Estéril? Su mundo
empezaba a tambalearse, Alejandro no podía
mantenerla. Era ella la que pagaba todos sus
gastos. ¿Quién se iba hacer cargo ahora?
Javier intuyó lo que estaba pensando. Así que,
con mucho cinismo, acabó aquella conversación.
—Media hora, y ya puedes dar gracias que soy
un hombre civilizado. No sé si me das más pena o
asco. Aunque una cosa tengo clara… Alejandro no
volverá a tu lado. Ya no tienes un pagano, así que
otro bastardo de ese mal nacido vivirá sin un
padre a su lado.
Conocía tres ex amantes de Alejandro. Dos de
ellas tuvieron un hijo. Cuando ellas querían dejar
la relación, él las amenazaba con contárselo a sus
maridos. De ahí que ellas siguieran pagando. Y
una de ellas, que dejó a su marido para vivir junto
a Alejandro, fue abandonada a su suerte por ese
maldito. Él buscaba mujeres casadas, porque eran
las únicas de las que podía seguir viviendo a su
ritmo sin tener que trabajar en nada. ¿Cómo se le
había ocurrido a aquella inconsciente dejar a su
marido? Sin ellos, Alejandro no recibía dinero.
Alicia estaba a punto de salir por la puerta
cuando Javier le dejó clara una cosa más.
—Por cierto, pasado mañana a las nueve en
punto te espero en el despacho de mi hermano. Tú
ya no perteneces a mi vida, cuánto antes lo
zanjemos, antes podré vivir feliz y tranquilo,
buscando la mujer que de verdad merezco a mi
lado.
***
Al día siguiente, Javier se reunió con sus
hermanos. No comentó lo del embarazo, bastante
humillante era que su hermana pequeña ya
estuviese al tanto. Dijo que su mujer y él habían
acabado. Le pidió a Dallas discreción, lo único
que fue capaz de comentarle fue que ella había
tenido un desliz y él no iba a perdonarlo. Dallas,
por su parte, con el contrato prematrimonial en la
mano, tranquilizó a Javier, ella no podría reclamar
nada.
Esa misma tarde, por casualidad de la vida,
Amanda se había acercado a visitar a los Irwin.
No esperaba encontrar allí a Javier, pero se alegró
al verlo. Javier le pidió hablar en privado y fueron
a dar un paseo los dos solos, dejando a sus
hermanos al cargo de la pequeña.
La situación los superaba, la niña estaba allí de
pie rodeada de siete hombres que no tenían ni idea
de cómo actuar delante de ella. No se sabía quién
estaba más nervioso, si la pequeña o ellos.
Rebeca entró y, al ver la situación, se rió por
dentro. ¿Acaso esos brutos no veían que la niña se
sentía diminuta en medio de esos gigantones?
Después de lo mal que se lo hicieron pasar con lo
del predictor, iba siendo hora de burlarse de ellos.
Fue directa y se hizo cargo de la situación.
—¡Pero bueno! ¿Quién es está princesita tan
bonita? ―dijo con voz jovial y se arrodilló junto a
la pequeña para estar a la misma altura.
—Soy Nerea —respondió algo tímida y a la
vez aliviada.
Parecía mentira que sus hermanos, tan listos,
tan guapos, tan adultos, estuviesen petrificados
ante una niña de tres años y medio.
—Hola, Nerea, tienes un nombre muy bonito.
—La pequeña sonrió—. Yo soy Beca, ¿me das un
besito?
Nerea dio encantada el beso y, de forma
instintiva, se aferró al cuello de Rebeca. Esta se
levantó tomándola en brazos y se dirigió a sus
hermanos.
—Os presento a la princesa Nerea.
Sus hermanos suspiraron porque Rebeca
hubiese salvado la situación, ¿qué iban a hacer
ellos con una renacuaja?
—Estos grandulones son mis hermanos. Y van a
jugar con nosotras a las comiditas.
Ellos abrieron los ojos e intentaron
escaquearse, pero Rebeca no se lo permitió a
ninguno. Los hizo sentarse a todos, y la niña, poco
a poco, fue sintiéndose más cómoda.
Aquello era digno de ser grabado: los hermanos
enfadados por tener que estar allí sosteniendo
tazas de café imaginarias, fingiendo ser príncipes
y, para más recochineo de Rebeca, a Rubén y
Malcolm les había puesto dos diademas de
princesa que Nerea llevaba en su mochila. Se lo
estaba pasando a lo grande, en la vida se había
divertido tanto.
Jaime, molesto tanto por la situación como por
ver a Rebeca disfrutando cuando él lo único que le
apetecía era darle una buena azotaina, se estaba
poniendo malo. No había pegado ojo en toda la
noche. Rebeca se marcharía sin importarle dejarlo
allí tirado. Estaba enfadado consigo mismo por
permitir que Rebeca tuviese tanto poder sobre él.
No se lo merecía.
Una hora y media más tarde, Amanda y Javier
regresaron. Su conversación fue beneficiosa para
ellos. Javier le había confesado que rompió su
relación con ella porque él nunca podría haberle
dado los hijos que ella tanto ansiaba.
Al ver la guisa de todos aquellos, ambos se
carcajearon, motivo de más cabreo para el resto
de hermanos, quienes se levantaron y
desaparecieron rápido. Ya estaba allí la madre de
la niña. No necesitaban seguir siendo los payasos
de turno.
Rebeca se despidió de Nerea con un fuerte
abrazo y un gran beso en la mejilla.
***
Esa misma noche, Dallas estaba postrado en
una de las tumbonas del jardín, pensando y
pensando. Rebeca lo vio y se acercó. En vez de
sentarse en otra lo hizo en que la que estaba su
hermano, se reclinó junto a él y, cuando su
hermano la rodeó con su brazo, sonrió.
—Pequeñaja, no me puedo quitar de la cabeza
que quieras dejarnos.
—No seas tan dramático, Dally, no os voy a
dejar.
—¿No? Pues ya me dirás qué es lo que vas a
hacer.
—Voy a trasladarme, eso es todo. Seguiremos
en contacto, voy a llamaros a diario.
Dallas suspiró con resignación, no estaba
preparado. Su hermana pequeña no podía
marcharse lejos, eso no podía soportarlo.
—Necesito que me prometas una cosa. —
Rebeca levantó una ceja—. No tomes ninguna
decisión hasta Navidad.
—¿Qué…?
—No me interrumpas. En Navidad siempre
vamos a Escocia. —Era cierto, todos los años se
reunían allí—. No hay necesidad de que hagas las
cosas con prisas. Piensa y tantea el terreno, pero
no tomes ninguna decisión hasta esa fecha.
—Son cuatro meses…
—¡Cómo si fueran cincuenta! Hazlo por mí.
Prométeme que lo harás por mí.
Rebeca pensó en ello. Pero si su hermano se lo
pedía con tanto sentimiento, ella no iba a negarse a
hacerlo.
—Está bien, te lo prometo.
Dallas besó la cabeza de su hermana y la
estrechó con fuerza en un abrazo. Tenía cuatro
meses por delante para estudiar la forma de
convencer a su hermana de que regresara a
Valencia.
Rebeca quería cambiar de tema, necesitaba un
respiro. Sus hermanos estaban demostrando que no
la querían lejos, se habían pasado la mañana,
todos ellos, intentando convencerla.
—¿Vas a llamar a Estrella algún día para
quedar con ella?
Dallas soltó una carcajada, su pequeñaja
siempre tan casamentera.
—Pequeñaja, te lo tengo dicho, deja de ver
romance en todas partes.
—A mí me pareció una chica encantadora. —
Dallas miraba las estrellas—. Además, muy
bonita.
«Ya lo creo que es bonita, la más bonita de
todas», dijo, para sí mismo, Dallas.
—No debería decirte esto, es como romper una
norma sagrada de mujeres. —Dallas prestó mucha
atención—. Tú le gustas, y mucho.
Dallas, sin poderlo evitar, sonrió, algo que su
hermana, que sí estaba pendiente de él, observó.
—No lo creo, tiene muy mal concepto de mí.
—No es verdad, el problema es que le pones
tan nerviosa que, cuando está delante de ti, se
bloquea.
—¡Ja! ¿Bloquearse? Pero si sale, por su boca,
de todo…
—Dally, a mí no me engañas; ella se bloquea, y
tú te asustas cuando notas que sientes mucho más
de lo que tú quisieras.
«¡Joder, pequeñaja! Sí que me conoces bien».
—Preferiría no seguir hablando de Estrella.
Rebeca se encogió de hombros y, antes de
levantarse, dijo:
—Por muchas estrellas que mires en el cielo,
ninguna brillará tanto para ti como Estrella. —Y se
marchó dejando a su hermano sumido en sus
propios pensamientos.
Una cosa era cierta; ninguna brillaba para él
como esa muchachita alocada llamada Estrella.
Capítulo 24

Necesitamos un novio para Rebeca

Jaime sostenía un botellín de cerveza sin alcohol,


sentado en el sofá, con la esperanza de que Rebeca
bajase de su dormitorio. Necesitaba hablar con
ella e intentar que perdonase su comportamiento.
Echaba de menos sus charlas, sus risas, su
complicidad. En definitiva: la echaba de menos a
ella.
Llevaba varias semanas sin pegar ojo. Su
conciencia no lo dejaba descansar. Le gustase o
no, Rebeca tenía acaparada su mente las
veinticuatro horas del día, tanto despierto como
dormido.
Dos semanas habían pasado desde que Rebeca
había anunciado sus planes de trasladarse a
Escocia. Las mismas semanas que Jaime era
incapaz de acercarse a ella. Hoy quería
solucionarlo y estaba dispuesto a conseguirlo.
Ya no podía esperar más, se levantó y fue a
buscarla, llamó a la puerta y, cuando lo invitaron a
entrar, suspiró con fuerza. Rebeca, al verlo, se
levantó de la silla donde estaba sentada.
Jaime se aproximó a ella, no podía tocarla y
odiaba tanta separación entre sus cuerpos. Una vez
frente a ella, con el corazón a mil por hora, habló.
—Necesito pedirte disculpas… —Rebeca lo
interrumpió.
—No es necesario.
—¡Sí que lo es! Lo es, Beca. Tú no te merecías
que te tratase de forma tan rastrera. No sé qué me
pasó… —Rebeca lo miraba directamente a los
ojos—. Bueno… sí lo sé, me volví loco al
descubrir que me engañaste hace años.
—Déjalo, Jaime…
—No puedo, Beca, necesito que me perdones,
que volvamos a ser los de antes…
—No tengo nada que perdonarte, yo actué mal
hace diez años, y tú lo hiciste hace unas semanas,
ya estamos empatados.
Jaime se odió a sí mismo por ver en ella un
cambio tan radical. Lo miraba con indiferencia,
como si de verdad la hubiese perdido en todos los
sentidos. Y la culpa era suya y de nadie más por
haberse comportado como un auténtico déspota.
—Lo creas o no, estoy muy arrepentido.
—Te creo, de los dos, tú siempre has sido el
sincero.
—¿Por qué, Beca? ¿Por qué no me aclaraste a
su debido tiempo?
Rebeca se encogió de hombros. Ella quiso
confesárselo hace unas semanas, él no le dio la
oportunidad, y, ahora, ya no tenía ningún sentido.
Además, su decisión de partir a Portree era una
forma de evadirse de tener que responder a eso.
—Te lo dije, sucedió algo que me lo impidió.
—¿El qué?
—Ahora ya no tiene ningún sentido, da igual el
motivo, la cuestión es que no lo hice y tú me
castigaste por ello. Sinceramente, Jaime, ya no
quiero volver a hablar de esto. Lo pasado, pasado
está. Dejémoslo así. Ahora, tú puedes hacer con tu
vida lo que te plazca, y yo continuar con la mía sin
deudas pendientes entre nosotros.
—Beca… —Ella le puso un dedo en la boca
para que no continuara.
—Por favor, agradezco que hayas venido a
disculparte. De ahora en adelante, nunca más
volveremos hablar de lo nuestro. Creo que va
siendo hora de dejar el pasado, los dos, a nuestra
manera, lo merecemos.
Ella se sentía culpable por el pasado; él, por el
presente, y para vivir un futuro, ambos debían
darlo por zanjado.
Retiró la mano de su boca, y Jaime sintió que,
al hacerlo, le estaban arrancando parte de su alma.
La necesidad de sentir la piel de Beca era
primordial, necesitaba su tacto tanto como
respirar.

Mientras tanto, en la parte baja de la casa, el


interfono interno sonó. Rubén, que estaba junto a
Dallas y Víctor, contestó.
—Rubén Irwin.
—Señor Irwin, aquí hay un joven que dice que
viene a recoger a la señorita Rebeca. ¿Lo hago
pasar?
Era el hombre de seguridad de la urbanización,
los hermanos se extrañaron de que Beca no
hubiese dado un aviso si venían a recogerla, aun
así, la curiosidad pudo con ellos.
—Sí, hágalo pasar.
Un coche se detuvo justo delante de la casa, y
un hombre bajó de este para llamar a la puerta.
Antes de que sonara el timbre, Víctor abrió.
—Hola, buenas tardes, estoy buscando a
Rebeca.
—¿De parte de quién? —preguntó con voz
grave para amilanar a aquel sujeto que todavía no
se había identificado.
—De Jorge Miralles, ella me está esperando.
Dallas le hizo una seña a Víctor para que lo
hiciese pasar mientras subía a la habitación de su
hermana para averiguarlo.
Al llegar, interrumpió la conversación que
mantenían su hermana y Jaime.
—Beca, un tal Jorge Miralles ha venido a
buscarte.
Rebeca se llevó las manos a la cabeza. ¡Se
había olvidado!
—¡Ay, Dios! Dallas, por favor, entretenlo,
todavía no me he arreglado.
Jaime sintió de nuevo que los celos llamaban a
su puerta. ¿Quién coño era ese tal Jorge? ¿Y por
qué tenía que arreglarse si estaba ya preciosa?
—¿Vas a contarme quién es y de qué lo
conoces? —preguntó Dallas.
—Es alguien a quien conocí hace una semana,
es un buen amigo de Samuel, él nos presentó.
¿Y por qué tenía que dar ella tantas
explicaciones?
—Venga, dejadme sola, tengo que ponerme
guapa.
A Jaime le faltó un pelo para gruñir, ¿ponerse
guapa? Eso significaba que tenía una cita en toda
regla.
Dallas, por el contrario, sonrió, hacía
exactamente media hora que, hablando con sus
hermanos, habían llegado a la conclusión que
necesitaban encontrar un novio para Rebeca. Era
la única forma de conseguir que ella abandonara la
idea de marcharse a Escocia.
Llevaba días organizando su partida, pudieron
convencerla de que al menos pasara las
vacaciones en Valencia y así disfrutar del
descanso merecido junto a su familia.
Quince minutos tardó en arreglarse, se dio
mucha prisa, conociendo a sus hermanos, estarían
haciéndole un interrogatorio a Jorge, y tampoco lo
conocía tanto como para saber si eso lo
molestaría. Menos mal que le había avisado
cuando Samuel los presentó y le pidieron ayuda.
Jorge tenía una cena importante de negocios y no
tenía acompañante, le pidieron el favor, y ella
aceptó.
Al bajar, sus hermanos se sorprendieron al
verla tan elegante. Desde luego, Rebeca tenía un
gusto exquisito cuando se lo proponía. Con un
vestido precioso de color manzana roja, bajó y
saludó a Jorge con dos besos cordiales. Este la
piropeó, y Jaime sintió que lo atravesaban cien mil
puñales. El enfado que sentía por no recibir la
sonrisa que ella había dedicado a Jorge, lo
consumió. Se levantó y salió como alma que lleva
el diablo. Si se quedaba, y a ese idiota se le
ocurriese tocarla o rodearla por la cintura, sería
capaz de darle un puñetazo.

La noche pasó sin apenas darse cuenta, la cena


fue un éxito y, al terminar, llamaron a Samuel y
Toni para tomar unas copas. Rebeca no estaba
acostumbrada a beber, pero esa noche sentía la
necesidad de hacerlo. Dos horas más tarde, a las
tres de la madrugada, Toni, el único que no había
ingerido alcohol, estacionaba el coche delante de
la casa de Rebeca.
Jaime, con la ventana abierta y sin poder pegar
ojo, «una noche más», escuchó las risas de los
ocupantes del vehículo y se asomó. Al ver a
Rebeca totalmente borracha, casi sin tenerse en
pie, se le encendió la sangre. Bajó como un galgo
a por ella.
Toni le hizo un gesto con la cabeza. Jaime, por
el contrario, lo acribilló con la mirada. Sin
pensarlo dos veces, y con un cabreo enorme, cogió
a Rebeca en brazos, ya que esta llevaba los
zapatos en la mano y se tambaleaba. Toni aceleró y
salió chirriando ruedas.
Rebeca, muerta de risa, se aferró a Jaime para
sostenerse, todo le daba vueltas. Al apoyar la
cabeza en el hombro de él suspiró.
—Mmm… ¡Qué bien hueles siempre!
—Beca, baja la voz, no querrás despertar a tus
hermanos.
Ella hizo un gesto cómico tapándose la boca, y
Jaime en aquel momento notó que el cabreo
desaparecía totalmente de su ser. Y mucho más
cuando ella, al volver a apoyar la cabeza en su
hombro, dejó su nariz pegada a su cuello y
ronroneó.
—¡Ay, Dios! ¿Nos hemos casado? —preguntó
alarmada.
—No, no nos hemos casado.
—¿Y por qué cruzamos el umbral llevándome
en brazos?
Jaime la miró y negó con la cabeza.
—Porque estás borracha.
—¿Sabes? He soñado tantas veces con este
momento… —suspiró nostálgica, y Jaime se
detuvo—. Claro que… yo no iba borracha y tú no
estabas enfadado.
Jaime acercó su frente a la de ella. Cerró los
ojos cuando notó que Beca le acariciaba las
mejillas con sus manos.
—No estoy enfadado —dijo con un hilo de voz.
—No sabes cuánto odio haber ido a dance
therapy. Ya nunca volverás a mirarme igual.
Ella seguía acariciándole el rostro, y sus bocas
estaban muy próximas. Jaime no quería llevarla a
su dormitorio, al hacerlo tendría que soltarla y
regresar al suyo, y eso era dejar de tenerla entre
sus brazos. Así que continuó allí de pie, con ella
en brazos y totalmente inmóvil.
—No digas eso, Beca…
—No importa, ya no importa, yo me voy a
marchar… —Jaime notó que se asfixiaba al
escucharla—. Y tú, además, ya has encontrado a
otra mujer.
—Rebeca… —Le tapó la boca con la mano.
—Es mejor así, lo nuestro sólo fue un amor de
juventud. Mereces encontrar una mujer que te ame
y no te decepcione. Yo lo hice y ya no lo puedo
borrar.
Jaime iba a aclarar que Cintia no era lo que ella
pensaba, pero no pudo hacerlo porque la puerta se
abrió y David entró.
—¿Qué demonios…? —No necesitó preguntar
más cuando Rebeca, al verlo aparecer, lo llamó
con la voz pastosa.
—Shhhhhhh…. No grites que vas a despertar a
todos —dijo ella haciendo aspavientos con las
manos.
—Mañana, tú y yo hablaremos, ¡ahora, a la
cama!
Jaime subió delante de David todavía con
Rebeca en los brazos. Cuando la tumbó, esta lo
agarró del cuello y le dio un beso rápido en los
labios y, antes de soltarlo, le susurró al oído.
—Espero que seas feliz, yo intentaré encontrar
a alguien que llene el vacío que tú dejaste.
Y dicho esto, cerró los ojos y se quedó
dormida. David miró a Jaime y negó con la
cabeza. Su hermana podía con él cuando se lo
proponía.
***
Al despertar, maldijo todos los tequilas de la
noche anterior. Le dolía la cabeza horrores. En un
vano esfuerzo por levantarse se dio cuenta que ni
siquiera se había cambiado de ropa. Y por
desgracia llegó un recuerdo a su mente.
«¡No puede ser! ¿Jaime?».
Ya era mala suerte llegar bebida, mucho más
que Jaime tuviera que ayudarla y, para mal de
males, su hermano David. ¿No podía quedarse sin
memoria como otra mucha gente?
Cerró los ojos y se cubrió la cara con el
antebrazo justo en el instante que su hermano
David hacía acto de presencia en su dormitorio.
—¡Rebeca, levanta el culo y dúchate! Queda
menos de una hora para comer.
—No grites —fue todo cuánto pudo decir, su
boca estaba pastosa.
—Vaya, vaya, la señorita se levanta con resaca.
—Se acercó y le lanzó un cojín—. ¡Esto es lo que
pasa por beber!
—Bien.
—¡¿Pero en qué coño pensabas para
emborracharte?! —le dijo fuera de sí.
—Por favor, David, no me grites.
Se incorporó y se quedó sentada, apoyada en el
cabecero de la cama. David mirándola fijamente.
—Tú nunca bebes, ¿por qué lo hiciste anoche?
—le preguntó con un tono de voz neutro.
—Porque estaba de fiesta, me apetecía, y tú lo
has dicho, nunca bebo, así que no bebí tanto.
—¡Te juro, Beca, que te mataría! —No mentía,
estaba muy cabreado—. Justo la noche que
ninguno de nosotros va contigo… ¡Vas tú y bebes!
Rebeca puso los ojos en blanco. Sus hermanos
siempre controlando su vida.
—Vale, David, deja de gritarme. Además, ya
soy mayorcita para beber cuando me dé la real
gana.
—Tú no tendrás nunca… —se puso serio—.
Nunca, escúchame bien, pero que nunca ¡edad
suficiente para hacer lo que te dé la gana! —
Rebeca lo miró desafiante—. ¿Lo has entendido
bien?
—¿Sabes, David? Igual es ese uno de los
motivos por los que quiero marcharme de aquí.
Puede que esté cansada de que mis hermanos se
piensen que siempre tengo que estar bajo su
mando.
David no quería dar su brazo a torcer. La sola
idea de que a su hermana le hubiese pasado algo,
sin estar ellos delante, le encendía la sangre.
—¡No volverás a beber sin estar nosotros!
Rebeca, cansada de discutir y con ganas de
arrancarse la cabeza por el dolor que sentía,
prefirió salir del paso.
—Vale, ahora, por favor, si eres tan amable, me
gustaría ir a ducharme.
—Sí, ve, que como te vea Neill con estas
pintas, no quiero ni pensarlo.
David bajó para unirse a sus hermanos que
estaban trasteando en la cocina. Rebeca, de mala
gana, se levantó y se dirigió al aseo. Estaba a
punto de entrar cuando vio a Jaime apoyado en la
puerta de su dormitorio, con los brazos y piernas
cruzados, mirándola con una sonrisa cómplice. Un
gesto tan de ellos que, por mucho que intentó
disimular, no pudo más que responder con la
misma sonrisa.
Esa sonrisa, al igual que muchos otros gestos
entre ellos, formaba parte de un pasado que los
seguía uniendo. Con esa sonrisa acababa de
decirle: «menuda pillada anoche», a la que ella en
respuesta con su gesto sonriente quiso decir:
«menos mal que no me pillaron todos».
Jaime negó con la cabeza, y ella se encogió de
hombros y se metió en el baño.
El estómago de Rebeca no estaba asentado,
comió lo justo para que sus hermanos no dijeran
nada y se felicitó a sí misma por actuar delante de
ellos. Claro que, mientras recogían la mesa, sus
hermanos tenían ganas de averiguarlo todo.
—¿Qué tal anoche? —preguntó Rubén curioso.
—Bien.
Una respuesta demasiado escueta para todos
ellos.
—Rebeca, podrías dar más detalles —comentó
Dallas justo detrás de ella.
—Por favor, ¿acaso yo os pregunto a vosotros?
—respondió mientras cerraba la puerta del
lavavajillas.
—La cuestión es que nosotros sí lo estamos
haciendo, y por supuesto queremos una respuesta
mucho más detallada que un simple «bien».
Rebeca se irguió frente a su hermano Dallas,
estaba a punto de decirles a todos ellos tres
cositas, para dejar claras las cosas, cuando sonó
de nuevo el interfono interno de seguridad.
Jaime, sentado en uno de los taburetes,
encantado de ver a Rebeca intentando torear a sus
hermanos, seguía sonriente; Sonrisa que se le
evaporó cuando Rubén informó que Jorge estaba
en la entrada.
Rebeca fue corriendo a su dormitorio, no quería
que la viese con ropa que usaba para ir por casa.
Se puso un vestido corto veraniego y salió
corriendo a recibir a Jorge.
—Hola.
—Hola, ¿qué haces aquí? —preguntó Rebeca
mientras él salía del coche y le daba dos besos.
—Quería ver que estabas bien… —Los dos se
miraron—. Anoche no debí beber tanto.
Rebeca se rió, parecía avergonzado.
—No fuiste el único, no tienes por qué sentirte
responsable.
—Sí, ya lo creo que sí. Mi obligación era
traerte a tu casa… —Rebeca lo interrumpió.
—Jorge, por favor, no tenías obligación de
nada. ¡No seas tan carca como mis hermanos!
Los dos rieron y estuvieron un rato hablando en
la entrada de casa. Rubén y Neill los vigilaban
desde la ventana del salón. Jaime prefirió no
mirar, la sola idea de que aquel idiota estuviese
allí le había amargado el día.
Malcolm, que tenía que marcharse porque había
quedado con Miranda, fue hasta ellos antes de
pasar por el garaje.
—Así que tú eres Jorge, ¿no?
Rebeca lo miró de soslayo, como se le
ocurriese hacer de casamentero, iba a arder Troya.
—Sí, ese soy yo.
Estrecharon las manos y hablaron unos cinco
minutos.
—No os quedéis aquí en la entrada, pasad y
poneos cómodos. Además, están preparando las
cartas para jugar al póquer.
Rebeca fulminó con la mirada a Malcolm, quien
sonrió al percatarse de ello. Esta vez se habían
vuelto las tornas, era ella la que recibía de su
propia medicina.
—¿En serio, póquer? —preguntó Jorge alegre.
—Sí, es un juego que nos encanta jugar en
familia, ¿verdad, hermanita? —Malcom le dio un
beso en la mejilla y se alejó con una sonrisa
triunfal.
Rebeca suspiró derrotada y le hizo una seña
para que la siguiera.
Rubén y Neill se alejaron y disimularon, no les
apetecía que su hermana supiese que la estaban
espiando.
Diez minutos más tarde, Tamara llegó y se sumó
a la partida. Al cabo de un rato, habían dos cosas
que la tenían mosqueada. Una: David llevaba
varios días muy extraño con ella. Dos: Jaime no
quitaba ojo a Jorge, y mucho menos cuando este
soltaba indirectas halagadoras a Rebeca. Si
seguían así, de un momento a otro, Jaime le
saltaría al cuello a Jorge. Eso la hizo sonreír, ya
era hora que por fin Jaime espabilara; si no hacía
pronto algo, perdería a Rebeca.
Hicieron un descanso, y Rebeca fue a por más
bebida para todos, Jorge la siguió con el pretexto
de ayudarla.
—Tu familia es fantástica.
—No te dejes engañar —comentó sarcástica—,
porque no has ganado ni una sola partida. En
cuanto lo hagas, ya verás cómo no dices lo mismo
de ellos.
—En realidad sí lo he hecho.
—¡Pero si no has ganado ni una! —dijo
risueña.
—Llevo dos horas contigo, y tus hermanos
todavía no me han pegado. —Rebeca se puso
nerviosa—. Teniendo en cuenta el gran
interrogatorio al que me sometieron ayer y que no
me hayan matado por dejar que regresases a casa
ebria…
—Shhh, no lo digas muy alto. Sólo David me
vio llegar en ese estado.
Jorge se acercó más a ella y, cuando sus caras
estaban a un palmo, con voz sensual, dijo:
—Me gustaría tener otra cita contigo. Prometo
no beber tanto, porque quiero que acabemos la
noche recordándola.
Rebeca tragó saliva. Jorge no era feo, para
nada, además, tenía un gran sentido del humor,
algo que la noche anterior comprobó de primera
mano. Pero no podía empezar algo que de sobra
sabía de antemano que acabaría fracasando.
—No hubiese estado de más —los interrumpió
Jaime—, que ayer cuidaras mejor de Rebeca.
La voz de enfado de Jaime consiguió que Jorge
se apartara un poco de Beca.
—Eso es algo por lo que ya me he
disculpado…
—¡A mí no me valen las disculpas! —dijo ya
con tono cabreado.
Rebeca se sorprendió y le pidió a Jorge que los
dejase a solas, le tendió las bebidas, y este se
alejó mirando con desafío a Jaime.
Al quedarse a solas, Jaime no esperó ni un
segundo para expresarse alterado.
—¿Vas a aceptar una cita con ese idiota?
—No hay necesidad de insultar a nadie….
—¡Por supuesto que la hay! Permitió que
llegases casi sin conocimiento, y, encima, él iba
peor que tú.
—Jaime, él puede ir como le dé la gana…
—¡Podrá hacer lo que le dé la puta gana cuando
esté con otra! Te fuiste con él y era su
responsabilidad traerte sana y salva.
Rebeca se rió, aquello era surrealista total.
—¿Te estás escuchando? Pareces sacado de
otro siglo.
Enervado porque Rebeca se riera, la agarró por
la cintura, la atrajo hacia él y, totalmente pegado a
su cara, siseó:
—Podía haberte pasado cualquier cosa y te
juro, Beca, que ese idiota llevaría horas enterrado.
Rebeca se tensó, tener a Jaime tan cerca le
provocaba una excitación que no podía controlar.
Jaime miraba sus labios, eran una tentación,
necesitaba saborearlos de nuevo. A punto estuvo
de hacerlo cuando la voz de Tamara detrás de
ellos los interrumpió.
—Beca…
Al ver los semblantes de ambos, supo que había
interrumpido algo. Interiormente lamentó la
intromisión.
Jaime, de mala gana, se apartó y se alejó.
―¿He interrumpido algo? ―preguntó Tamara.
Rebeca se dio la vuelta y negó con la cabeza.
Capítulo 25

Pelea de enamorados

David entró en la cocina y, al ver a Tamara con


una cerveza en la mano, se acercó y se la arrebató
de malos modos.
Rebeca y Tamara se miraron, no era normal que
David actuase así, pero esta vez Beca prefirió
alejarse, estaba claro que en cosas de pareja no
debía entrometerse… de momento.
―¿Qué demonios te pasa? ―preguntó Tamara
incrédula.
―Tamara, estoy cabreado, no, miento, estoy
mucho más que eso. Llevo días esperando que
tengas el valor de confesarme tu secreto, jamás
hubiese imaginado ¡que tú! ―dijo con fuerza―,
pudieses ocultarme algo así.
Tamara no entendía nada, ¿qué se suponía que
estaba ocultando?
David parecía tener muy claras las cosas, si el
predictor que el otro día su hermana aseguró no
era de ella, blanco y en botella: Tamara.
―David, me estás asustando, no entiendo…
―¿¡No entiendes!? ―bramó a un palmo de su
cara.
―No, no entiendo… y por favor, no me grites.
David se echó atrás y empezó a dar vueltas por
la cocina llevándose las manos a la cabeza. Paro
en seco y se giró para mirar a Tamara.
―¡Del bebé que estás esperando! De eso estoy
hablando ―espetó sin más.
Tamara agrandó los ojos, desde luego David se
había vuelto loco de remate.
―¿Qué dices?...
―Tamara, no juegues con esto, he aguantado
varios días esperando que tuvieses la decencia de
confesármelo.
La muchacha estaba alucinada, es que no
entendía nada.
―David, por lo que más quieras, céntrate,
porque no sé de qué estás hablando.
―Estoy hablando de que estás embarazada, que
mi hermana te ha guardado el secreto muy bien, y
de que estoy encolerizado de que tanto tú como
ella me hayáis ocultado algo tan importante.
―Yo no estoy embarazada ―dijo sin entender
muy bien de dónde había sacado esa idea.
―¿Acaso lo has perdido sin preguntarme?
―preguntó rabioso.
―No he perdido nada, no sé por qué piensas
que estoy embarazada, pero te aseguro que…
―Tamara, maldita sea, ¡confiesa!
El grito que dio fue tan fuerte que incluso sus
hermanos en el jardín lo escucharon.
Rubén se puso en pie, no era propio de David
dar esas voces; de Neill lo entendería, pero de él
no. Estaba dispuesto a entrar en la casa para
averiguar qué ocurría cuando Víctor lo detuvo.
―Es una conversación que no nos concierne.
Rebeca observó a sus hermanos, Víctor tenía
razón, pero la palabra que habían escuchado,
«confiesa», dejaba claro que David y Tamara
estaban teniendo una bronca y, por lo visto, por
algún motivo muy delicado.
En la cocina, Tamara permanecía totalmente
paralizada por el arrebato de David.
―No sé qué mosca te ha picado, pero más vale
que no vuelvas a gritarme, porque si lo haces, no
volverás a verme.
Ahora la enfadada era ella, ¿quién se había
creído que era para gritarle así? Además, sin
razón.
David respiró hondo, tenía razón, se le había
ido de las manos, pero era que llevaba días
angustiado y esperando que Tamara confesara su
embarazo.
―Está bien, tienes razón, lamento haberte
gritado… Pero, por favor, di de una maldita vez
por qué me estás ocultando tu embarazo.
―Te he dicho que no estoy embarazada, no sé
cómo has llegado a pensar algo semejante, pero no
lo estoy.
David no le creía, era imposible, su hermana
tenía una prueba de embarazo y esas cosas no eran
de cualquiera.
―Tamara, encontré el predictor que guardaba
Rebeca, sé que no es de ella, así que admite de una
vez que vamos a ser padres y dejemos este puto
tema zanjado.
Tamara se llevó las manos a la cara, intentó
serenarse porque acababa de entenderlo todo y,
desde luego, se sentía muy ofendida.
―¿Has sido capaz de pensar que yo he perdido
un bebé sin consultártelo? ―preguntó casi en un
hilo de voz.
David la miró fijamente.
―No sé qué pensar, porque estás asegurando
que no hay bebé, entonces…
―¡Cállate! ―bramó y se sentó en un
taburete―. No me puedo creer que hayas siquiera
sugerido tal cosa.
David vio decepción y tristeza en su rostro.
―Tamy…
―¡Ni Tamy ni leches! ―espetó muy
cabreada―. David, acabas de insultarme como no
lo había hecho nadie en toda mi vida ―se le
quebró la voz―. No lo esperaba de ti, jamás
hubiese pensado que tú me creyeses capaz de algo
así.
David se sintió estúpido, cerró los ojos por no
ver el rostro demudado de Tamara, una cara que no
olvidaría jamás.
Ambos permanecieron en silencio un buen rato,
a veces era mejor no decir nada. Hasta que Tamara
tomó aire con fuerza, se levantó del taburete y,
mirando fijamente a los ojos de David, dijo:
―Una cosa está clara, tú y yo no volveremos a
tener esta discusión.
David la miró extrañado.
―¿Qué quieres decir?
―Que nunca más volverás a pensar que te he
ocultado un embarazo, porque no vamos a
volvernos a acostar juntos.
David levantó las cejas.
―¿Qué insinúas?
―No insinúo, estoy afirmando que aquí acaba
nuestra relación.
Y sin más, se marchó, dejando a David
descolocado y hundido.
Mientras Tamara salía, Malcom se cruzó con
ella con cara de pocos amigos también. Fue
directo a donde estaban sus hermanos y, sin apenas
saludar, soltó:
―¡La mujeres están locas!
Rebeca lo miró rápido, el resto de hermanos
iban a bromear, pero al ver el talante serio,
prefirieron guardar silencio.
―Algo me dice que has discutido con tu chica
―comentó Víctor.
―No, no he discutido, y se acabó, está claro
que no estoy hecho para mantener una relación
―aseveró mientras se sentaba junto a sus
hermanos.
―Parece que ya somos dos ―interrumpió la
voz de David por detrás de ellos.
Rebeca cerró los ojos, esto debía ser un mal
sueño.
Miró a Jorge y, tan sincera como siempre, dijo:
―Creo que ha llegado el momento de
despedirnos.
Jorge asintió con la cabeza, no tenía tanta
confianza con los miembros de esa familia como
para quedarse a escuchar.
Rebeca se levantó y lo acompañó a la entrada.
Jaime, sin saber por qué, sintió un gran alivio.
―Oye, Rebeca, me gustaría que pensases en mi
propuesta de quedar otro día y tener una cita.
Ella se mordió el labio, lo miró fijamente a los
ojos y negó con la cabeza.
―Verás, es mejor dejar las cosas como están,
dentro de poco me marcharé a vivir a Escocia.
Jorge agrandó los ojos.
―¿Por qué?
―Porque así lo he decidido.
No quería ser descortés, al fin y al cabo, Jorge
le caía bien, pero tampoco se sentía con
obligación de tener que dar más explicaciones. Ya
estaba cansada de darlas a sus hermanos como
para que otros quisieran también.
―¿Y eso será dentro de mucho? ―preguntó
esperanzado.
―No, por eso prefiero no aceptar tu
proposición, es mejor no complicar las cosas…
―Rebeca, no sería complicar nada.
«¡Dios, dame paciencia!».
Desde luego los hombres tenían muy poco
sentido común.
―Claro que lo complica, porque si entre
nosotros surgiese algo más que una amistad, sería
bastante doloroso tener que marcharme, ¿no crees?
―Todo depende, si de verdad entre nosotros
surgiese algo más, si es amor verdadero,
podríamos buscar alternativas.
Rebeca pensó en esas palabras: «amor
verdadero». Ella lo había encontrado una vez y se
le escapó.
―No, créeme, ya pasé por eso y no estoy
dispuesta a vivirlo de nuevo.
Lo dijo con tanto pesar que Jorge asintió. Por lo
visto, la mujer que tenía delante ya había sufrido
por amor y, además, por uno a distancia.
―Es una lástima, creo que tú y yo podríamos
haber llegado a algo.
Se acercó y le dio un ligero beso en los labios
justo cuando Jaime se asomaba por la ventana.
Jaime sintió tanta rabia interior que estuvo a
punto de salir y partirle la cara a Jorge. ¿Por qué
Rebeca permitía que aquel idiota la besara? ¿Por
qué siempre Rebeca tenía el poder de amargarle la
vida? ¿Por qué no podía perdonarla? ¿Por qué no
era capaz de ser feliz sin ella?... Eran tantos
porqués que se estaba volviendo loco.
Necesitaba tomar el aire e intentar sacar a
Rebeca de una maldita vez de su cabeza. Así que
se dirigió al garaje, se montó en su moto y se
marchó.
Capítulo 26

Los hombres son de otro planeta

Rebeca vio pasar por delante a Jaime, por mucho


que intentaba disimular, cada día le dolía más que
su relación con él hubiese llegado al total
distanciamiento. Siempre había sido su gran
apoyo, su amigo, y, ahora, casi no podían ni
mirarse a la cara. Necesitaba alejarse cuanto
antes, la distancia conseguiría esta vez que ella
pudiese olvidarlo para siempre. Bueno, eso sería
imposible, pero sí le ayudaría a sacarlo totalmente
de su corazón.
Jorge se despidió y, cuando Rebeca estaba a
punto de entrar de nuevo en la casa, su hermano
Javier estacionaba en la puerta.
―Hola, pequeña, ¿hay partida hoy? ―preguntó
contento.
―Había, pero Malcom y David parece que han
tenido problemas amorosos.
Javier levantó una ceja, torció el labio y rodeó
a su hermana por el hombro para entrar juntos.
Una vez todos reunidos en el jardín, sentados
alrededor de la mesa, en el gran nido, como en
otras muchas ocasiones, demostraron ser una
familia unida.
Escucharon atentamente las dos versiones, tanto
la de David como la de Malcom.
Rebeca pasó por todos los colores, del blanco
al rojo, del carmesí al morado y, ahora, estaba
negra. ¿En qué pensaban los hombres?, se
preguntaba una y otra vez.
Cuando Malcom terminó, todos permanecieron
en silencio, Rebeca, que ya de por sí tenía dolor
de cabeza por su resaca, ahora parecía que le iba a
estallar el cerebro.
Se levantó como un resorte dejando a sus
hermanos sorprendidos. Empezó a andar de un
lado a otro de la mesa, hablaba para ella misma a
una velocidad de vértigo, no la entendían, pero
prefirieron callar y esperar, pues, conociendo a su
hermana pequeña, daría su opinión en cuanto se
tranquilizase.
Y así lo hizo, paró en seco y señaló a David
con un dedo acusador a la vez que bramó:
―¡Tú! ¿Cómo… cómo… ―repitió sin
encontrar las palabras, por lo alterada que
estaba―, cómo se te ocurre insultar y acusar a
Tamara de esa manera?
Los siete hermanos permanecieron callados, no
entendían muy bien la reacción de Rebeca, ellos,
en realidad. comprendían tanto a David como a
Malcom.
Rebeca gruñó y negó con la cabeza.
―No me puedo creer que tenga unos hermanos
tan idiotas.
―Rebeca… ―interrumpió Javier, y Rebeca
alzó la mano para callarlo.
―¡Ni Rebeca ni Rebeco! ¿Pero de dónde sois
vosotros? Porque de este planeta está claro que no.
Vaya, ahora la bronca ya era para todos, mejor
no decir nada, porque, sin comerlo ni beberlo, su
hermana ya los había metido a todos en el saco.
―Pensé… ―dijo David, y nuevamente su
hermana interrumpió.
―Ahhh… ¿pero tú piensas? ―comentó con
cinismo―. Acabas de joder la mejor relación que
podías tener en tu vida.
David agrandó los ojos, él pensaba que Tamara
se había marchado enfadada, pero que no llegaría
tan lejos su amenaza.
―¡Maldita sea, David! Has acusado a Tamara
de haber abortado a tus espaldas, de haberte
mentido, y eso significa desconfianza.
¡DESCONFIANZA!
Los siete hombretones tragaron saliva, su
hermana estaba muy, pero que muy cabreada.
―Se supone que, cuando uno está enamorado e
intenta tener una relación, hay tres cosas que no
pueden fallar: la sinceridad, el respeto y la
confianza ―dijo mirando fijamente a los ojos de
su hermano―. Y tú, de un plumazo, te los has
cargado todos.
―Oye, yo pensé que ese predictor….
―¡Cállate! ―gimió encolerizada―. Cállate,
porque si vuelves a nombrar ese maldito trasto,
voy a perder totalmente la poca paciencia que
tengo.
―Beca… ―la nombró, con voz tranquila,
Javier.
―No, no me pidas que me calme, porque lo de
estos dos no tiene nombre. ―Se sentó en la silla
de nuevo―. ¿Quieres saber por qué pasan estas
malditas cosas? ―preguntó con la voz más
tranquila.
―Por qué ―respondió David.
―Por vuestra manía de intentar controlar mi
vida. Si no hubieseis espiado…
―No hicimos eso exactamente ―interrumpió
Víctor. Rebeca lo fulminó con la mirada.
―¡Y tanto que sí! Si no os metieseis en la vida
de los demás, ahora no estaríamos aquí sentados
escuchando que David ha cometido la mayor
estupidez de su vida.
―¿Y qué tiene que hacer ahora? ―preguntó
Rubén con la esperanza de que su hermana tuviese
la respuesta.
―Ahora tiene que disculparse y aceptar lo que
Tamara decida.
―Vale, la he jodido, pero yo pensaba…
―Lo que tú pensaras, David, ahora mismo no
importa nada. Tu obligación era hablar con ella
desde el principio, haber expuesto con
tranquilidad lo que te preocupaba, ella te hubiese
aclarado las cosas. Podría haberte dicho que no
era de ella el predictor y santa pascuas. Pero no,
no, tú vas, te lo callas y vas haciéndote una idea en
tu cabeza totalmente desproporcionada. Y si eso
no era suficiente, vas y la acusas sin pruebas, sin
motivos y dejándola destrozada.
David se apretó la cabeza, a él también le iba a
estallar, lo empezaba a ver todo muy negro.
A Rebeca le dolió ver a su hermano tan
desesperado, ella ya le había dicho cuanto
merecía, ahora tocaba darle algo de esperanza.
―Por suerte para ti ―dijo con voz neutra―,
Tamy te ama. No será fácil, pero acabará
perdonándote si de verdad le demuestras que
mereces su perdón.
David tragó saliva y asintió despacio con la
cabeza. Entendió las palabras de su hermana,
ahora tocaba demostrar que él también la amaba.
Rebeca pensó en su amiga, lo que debía estar
pasando por culpa de las palabras de David,
mucho más cuando Tamara por David se desvivía.
―¿Sabes, David? En parte me alegro de que
esto haya pasado.
Todos los hermanos se miraron, no entendían
aquellas palabras.
―¿Por qué? ―preguntó, temeroso, David.
―Porque Tamara te tenía subido a un pedestal
demasiado alto, no es bueno que te idolatrara, solo
eres un hombre; no, un todopoderoso. ―Cruzó los
brazos y los apoyó en la mesa―. Le has fallado
como dios, intenta a partir de ahora no hacerlo
como hombre.
En parte tenía toda la razón, Tamara llevaba
tantos años adorando a David que cualquier cosa
que este hiciese, para ella, siempre estaba bien
vista. Era bueno que a partir de ahora vivieran una
relación donde los dos podían jugar las mismas
cartas.
David volvió a asentir y se mordió un labio, se
inclinó hacia delante y le dio un beso en la frente a
su hermana. A pesar de todo lo que le había
echado en cara, estaba claro que tenía toda la
razón, y era la única que tras sus palabras le había
dicho la manera de recuperarla.
Javier le dio un toque en la rodilla a Rebeca,
estaba orgulloso de ella.
―¿Y qué pasa conmigo? Yo no la he insultado
―comentó Malcom.
Rebeca cerró los ojos por no gritar. Ella tenía
razón, los hombres eran de otro planeta.
―Mira, Malcom, ahora mismo, lo que más me
apetece es abrir la mano y darte en toda la cara.
No se puede ser más majadero que tú.
Esta respuesta sorprendió a los siete hermanos.
―Te recuerdo que es ella la que me ha
insultado… ―dijo Malcom muy molesto, porque
parecía que su hermana no había entendido bien la
historia.
Rebeca se llevó las manos a la cara y negó sin
parar. Se puso en pie de nuevo, como así también
empezó a ir de un lado a otro.
―Tiene narices la cosa ―hablaba para ella
misma―. El tío se burla de su novia, y resulta que
la que insulta es ella.
Los hermanos no se perdían detalle ni de cómo
hablaba ni cómo se empezaba a retorcer las
manos.
Dallas miró a Víctor, y este último asintió; en
cuanto su hermana parase en seco, era posible que
a Malcom le cayese una buena bronca.
Y, expectantes, su hermana no defraudó, paró de
nuevo en seco, justo en frente de Malcom. Eso sí,
esta vez no gritó, más bien usó un todo irónico que
dejaba constancia de lo cabreada que estaba.
―Vamos a ver, Malcom, es que todavía no
entiendo, y te juro que me estoy esforzando mucho,
pero mucho, para comprender, ¿Cómo es posible
que un hombre que se ha tirado tantos años
estudiando, pueda a llegar a ser tan lerdo?
―¿Miranda me insulta a grito pelado, y el
lerdo soy yo?
Rebeca, que estaba por dentro hecha una furia,
se acercó a la mesa, hizo a un lado a su hermano
Javier con un empujón de cadera, sin apenas
percatarse, apoyó las palmas de las manos e
inclinó el cuerpo para acercarse a Malcom, quería
que lo escuchase a la perfección.
―Eres cirujano… Estás en un hospital…
―comentaba con cinismo, dando espacio a cada
frase para dar más constancia de su sarcasmo―.
Donde hay medicamentos y profesionales… ―y ya
no pudo más, explotó―. ¡Y resulta que te hace un
masaje la celadora! Que lo único que debe tocar
esa mujer es un ordenador y el teléfono… ¿¡Cómo
se te ocurre montártelo a dos metros de la consulta
de tu novia!? ―bramó fuera de sí, es que sus
hermanos no era que pareciesen de otro planeta, es
que eran marcianos.
―Yo no me he montado nada con nadie
―respondió poniéndose en la misma posición que
su hermana, donde sus caras quedaron a un palmo
escaso. Estaba ofendido porque ella insinuara algo
semejante.
―¿En serio?
―¡Sí, muy en serio!
―Muy bien, entonces dime, ¿qué grado de
fisioterapia tiene la celadora para darte un
masaje?
―Me dolía la espalda y el cuello, la chica me
dijo que me extendía la pomada…
―¡La chica, la chica!
Era un toma y daca mientras el resto de
hermanos permanecían expectantes.
―Sí, Beca, la chica estaba allí y se ofreció…
―¡No eres más tonto porque no te entrenas!
―escupió las palabras con rabia―. Estás en la
sala de descanso, con la celadora, la misma que,
hasta que empezaste a salir con Miranda, si no
recuerdo mal, era una chica con la que te gustaba
de vez en cuando compartir la cama.
―Tú lo has dicho, antes de estar con Miranda.
―Sí, pero resulta, hermanito ―dijo con
mofa―, que una celadora no es precisamente la
más acertada para extender una pomada, mucho
menos en un hospital, y más aún cuando tu novia
tiene la consulta al lado, y, ya puestos, menos
todavía cuando es una mujer a la que te follabas, y
que ella, está claro, quiere seguir metiéndose en tu
cama. ¿De quién fue la idea de poner la pomada?
¡¿Dime?! ¿Tuya o de ella?
―De ella ―respondió rápido y gritando, ya
que otra vez la voz de su hermana empezaba a
elevarse.
―Y claro, tú, angelito ―se mofó―, que no
sabes decir que no a una mujer, te quitas la camisa,
te tumbas y dejas que ella te extienda la pomada,
eso sí, sentada a horcajadas en tu trasero, porque
parece que es la posición más correcta para que
alguien te extienda una crema… ―y sorprendió a
todos, dando grandes voces―. No es que tenga un
hermano lerdo, es que eres un auténtico
¡GILIPOLLAS!
Y sin más, se echó atrás y salió de allí, porque
era mejor alejarse o le daría una buena leche para
que espabilara.
Capítulo 27

No siempre hay un perdón

David se encontraba ante la puerta de Tamara,


nervioso y un tanto angustiado.
Tamara abrió la puerta y, con una mirada
gélida, lo recibió.
―¿Qué quieres?
Si sus ojos eran fríos, su tono de voz fue hielo
puro.
―Necesito hablar contigo…
―Creo que todo lo que tenías que decir ya lo
dijiste en tu casa.
―Estás muy equivocada ―balbuceó con un
nudo en la garganta―. Lo más importante no lo
dije.
Tamara, sin cambiar el semblante, preguntó:
―¿El qué?
―Perdón ―respondió totalmente sincero.
Tamara se sorprendió, pero no lo demostró.
Allí estaba el hombre que tanto adoraba, delante
de ella, pidiendo perdón.
David tragó saliva, su hermana tenía razón,
unas simples palabras no bastaban. Y se tenía que
andar con mucho tiento, porque si algo tenía claro,
era que no podía vivir sin Tamara.
―Tamy, sé que me he comportado como un
auténtico gilipollas, créeme que me ha quedado
muy claro después de que mi hermana… ―Se
avergonzó. A Tamara le gustó ver ese detalle―.
Bueno, que está claro que lo he hecho todo mal.
Que tenía que haber confiado en ti…
―Sí, debiste hacerlo. Has roto lo más sagrado
de una relación.
David sintió mil puñales en el pecho. Bajó la
cabeza y buscó las palabras apropiadas, una cosa
sí sabía, con Tamara no valían las medias tintas,
por lo tanto: la sinceridad era su única esperanza.
No soportaba ver los ojos fríos de Tamara,
además, lo que iba a confesar también lo
avergonzaba. No se esperaba de un hombre lo que
iba a decir.
―Tuve miedo ―sentenció―. Pensé que, si tú
estabas embarazada y me lo ocultabas, era por un
único motivo.
Tamara frunció el ceño, alargó el brazo para
llevar su mano a la barbilla de David. Lo que
tuviese que decir, que lo hiciese mirándola
directamente a la cara.
―¿Qué motivo?
―Que no me creyeses estar a la altura de ser el
padre de tu hijo.
Fue tal la honestidad en sus palabras, que a
Tamara por poco le fallan las rodillas. ¿Qué estaba
diciendo?
―¿Y por qué iba yo a pensar tal cosa?
―preguntó emocionada, pues David tenía lágrimas
en los ojos.
―Porque, para mí, tú estás muy por encima de
cualquiera. Porque tienes el alma más pura que
jamás he conocido, porque eres una gran persona.
Porque nadie puede estar a tu altura… Cada
mañana me levanto con temor de que te des cuenta
que soy un hombre muy normal, con muchos
defectos...
―David…
La interrumpió poniéndole la mano en la boca.
Tenía que sincerarse al cien por cien. Necesitaba
que ella lo entendiera, que no iba a volver a
cometer más errores, que, después de su confesión,
decidiera si realmente merecía estar con ella.
―Tamy, desde que encontramos el predictor, lo
único que he hecho es pensar una y otra vez que tú
te habías dado cuenta que no estoy a tu altura
―adujo sin dejar de mirarla―. Cuando te pedí
que pensaras bien la respuesta, no mentí. Dejé mi
corazón en tus manos. No quiero a ninguna otra
mujer en mi vida, porque tú eres la única que me
llena. Sé que no soy perfecto, sé que cometeré mil
errores, sé que lo he estropeado todo, sé que ahora
me odias… pero sé que sin ti, ya no puedo vivir.
Un par de lágrimas rodaron por su mejilla.
Tamara, con rapidez, se las limpió, no podía
soportar verlo así.
―No te odio, sólo estoy dolida.
David ni se percató de que ella le estaba
acariciando el rostro, estaba tan aterrado porque
ella no lo perdonara, que parecía que su alma
estuviese vagando. La necesitaba, sin ella, su alma
estaba vacía.
―Necesito que me perdones. Te juro, Tamy,
que lo lamento, no puedes hacerte a una idea de
cuánto me duele que estés dolida. Mi única misión
es hacerte feliz, y saber que yo soy el causante de
tu dolor, me está matando. No puedo verte así, no
puedo verte afligida, no puedo fingir ante ti…
Se dio la vuelta, empezó a llorar y no quería
que ella lo viera.
―David, mírame.
Él negaba con la cabeza, era vergonzoso llorar,
nunca lo había hecho, y justo ahora tenía que
hacerlo delante de ella.
―David, si me amas, mírame.
Con pesar porque ella lo considerase un
blandengue, «otro defecto más que sumar», pensó,
se dio la vuelta.
Se encontró a Tamara con la mirada dulce de
siempre, sin la frialdad con la que lo había
recibido. Ahí estaba su Tamy, con esa carita
preciosa llena de lágrimas también.
Ella no pudo soportarlo más, era adoración por
David. Esa tarde, él había echado por tierra toda
la ilusión puesta en su relación, pero ahora, ahí,
delante de ella con el corazón en la mano, con las
palabras honestas y demostrando que la amaba, no
lo pensó más. Se acercó y lo besó, entregando un
beso cargado de esperanza, con la ilusión de una
mujer enamorada por seguir con el hombre que
estaba demostrando más de lo que ella esperaba.
Siempre pensó que era ella de los dos, la que
sentía más por el otro, ahora no era así, eran dos
enamorados a partes iguales.
David se aferró a Tamara, ¡no la había perdido!
Estaba junto a él, besándolo, sintiendo que
después de esto, nada podría separarlos; ya se
encargaría él de que eso fuese así.
Todos habían dado por hecho que era Tamara
quien lo tenía en un pedestal, puede que él no
hubiese actuado para demostrar que era al
contrario, que durante muchos años se había
sentido inferior ante ella. Suerte que haberse
sincerado le había hecho recuperar a la única
mujer que amaba, porque no sabría vivir sin ella.
Cuando sus bocas se separaron y sus ojos se
encontraron, ambos lo supieron: no había vuelta
atrás, sus corazones estaban unidos a cal y canto.
***
Malcom también intentó solucionar las cosas
con Miranda, pero no le fue tan bien como a su
hermano. Ella se había negado a hablar con él y se
sintió un estúpido.
Durante el trayecto a su casa, pensó en las
palabas de su hermana. Visto de esa manera sí
parecía que se había burlado de Miranda. Volvió a
repasar mentalmente todo lo que había pasado,
gruñó porque ahora sí confirmaba las palabras de
Rebeca, «soy un auténtico gilipollas».
Había tenido unos cuantos encuentros sexuales
con la celadora, por ello no pensó mal cuando se
despojó de la camiseta y ella lo hizo tumbarse.
Claro que tampoco había pensado que Marga se
fuese a sentar a horcajadas sobre él. Y, por
desgracia, justo cuando entró Miranda.
Suspiró fuerte y resignado, había metido la pata
hasta el fondo, sí, muy al fondo, pero algo tenía
claro, no pensaba cesar en su empeño de recuperar
la confianza de Miranda, pues él no había pensado
en la otra mujer, lo único que hizo fue cometer el
error de permitir que Marga lo convenciese para
hacerle un masaje.
Capítulo 28

Una despedida amarga

Habían pasado dos semanas desde la última


reunión de todos los hermanos. No habían
cambiado mucho las cosas; Malcom continuaba en
su empeño, con un pequeño matiz, por fin el día
anterior Miranda le dirigió la palabra.
―¿Y qué se supone que puedo hacer? Ya lo he
intentado todo, Beca ―dijo Malcom mirando a su
hermana.
Estaban tomando el sol en el jardín de su casa.
―Lo sé, pero dale un poco de tiempo, eso es lo
que te pidió, ¿no?
Mantuvieron una corta conversación, y Miranda
le rogó tiempo, le había hecho daño verlo con otra
mujer.
―Beca, seamos sinceros, si una mujer te pide
tiempo, te está mandando…
―Si una mujer te pide tiempo, está pidiendo
tiempo ―interrumpió utilizando un tono de voz
serio―. Malcom, ponte en su lugar: Te pilla con
otra mujer, además, una con la que tú has pasado
buenos ratos. ―Su hermano negó con la cabeza―.
Sí, ya lo sé, tu no ibas con malas intenciones, pero
Miranda vio lo que vio y se sintió traicionada. Es
comprensible que te pida tiempo, tiene que estar
segura de que, si te perdona, sea con todas las
consecuencias…
―¿Qué quiere decir eso?
―Quiere decir, que ahora no puede volver
contigo porque no se fía de ti. En el momento que
esté segura de que te cree, que puede estar contigo
sin echarte en cara lo de Marga, entonces te lo
hará saber. Pero, Malcom, para ello necesita
tiempo, porque si te perdona hoy sin estar
convencida, vuestra relación estará destinada al
fracaso. No se puede estar con alguien en quien no
confías.
Malcom suspiró.
―¿Y si no lo hace? ¿Y si no confía en mí?
―preguntó con tristeza.
―Entonces, querido hermano, tendrás que
seguir buscando otra mujer que te llene y lo haga.
―No quiero otra mujer ―sentenció.
Rebeca lo miró con lástima y orgullo a la vez.
Le acarició la cabeza.
―En ese caso, dale el tiempo que necesita, y
veremos si realmente es el amor de tu vida.
Malcom en otro momento se hubiese sentido
avergonzado por hablar con esos términos, pero ya
no iba a negar lo evidente, para él, Miranda sí era
la mujer de su vida.
Sonó el teléfono, y Rebeca entró en la casa a
cogerlo.
―¿Diga?
―Hola, cariño, soy papá.
―Holaaa ―dijo animada.
―¿Están tus hermanos ahí?
―No todos, ¿ocurre algo?
―Verás, tu madre se ha caído, se ha roto una
pierna y se ha hecho un esguince en el brazo.
―¡Ay, Dios! ¿Dónde está?, ¿cómo está?
―preguntó nerviosa.
―Tranquila, cariño, está bien, aparte de eso,
está bien. En cuanto le terminen de poner la
escayola, nos vamos a casa.
―¿Qué brazo y qué pierna?
―El brazo derecho y la pierna derecha
también.
Rebeca tragó saliva, su madre era diestra, con
el brazo lesionado no se podría manejar bien.
―Escucha, papá, voy a buscar vuelos, en
cuanto tenga uno, te aviso y voy para allá.
―Rebeca…
―No, no digas nada, además, dentro de poco
tenía que mudarme, así que tranquilo, hablaré con
mis hermanos y lo prepararemos todo.
Su padre, conociendo a su hija, sabía que no
iba a poder impedirlo y, para ser sincero, le
vendría bien la ayuda de Rebeca, pues su mujer
era muy testaruda, se negaría a que él la ayudara
en casi nada.
Rebeca colgó y avisó a sus hermanos; los que
estaban en casa se sorprendieron, y los que no,
confirmaron que acudirían en seguida.
El único miembro de la casa que no se
encontraba era Jaime, que, al igual que el resto de
hermanos, estaba de vacaciones ya, pero justo hoy,
para hacer un favor a un buen cliente, se
comprometió en arreglar su vehículo.
Estaban todos los hermanos Irwin en la cocina.
Hoy podía ser su última comida juntos, y se notaba
tristeza en el ambiente.
Javier observó a todos sus hermanos
detenidamente mientras preparaban la mesa.
Rebeca había conseguido un vuelo esa misma
tarde, a las siete saldría con destino a Edimburgo
haciendo escala en Madrid. En cuanto confirmó el
billete, la esperanza del resto de hermanos a que
ella cambiara de opinión con respecto a marcharse
a vivir a Portree, se evaporó.
Cuando todo estaba listo y preparado para
comer, los hermanos con menos apetito del
habitual se sentaron alrededor de la mesa.
―Beca, no es necesario que te traslades,
puedes ir unos días para ayudar a mamá
―comentó Javier para romper el silencio―,
buscas una persona en Portree para que la cuide y
regresas.
Sus hermanos miraron a Rebeca fijamente.
Javier tenía razón, podían contratar a alguien hasta
que su madre se recuperase.
Rebeca tragó la comida que estaba masticando
y respondió:
―Javi, estaba todo planeado para marcharme
dentro de tres semanas, esto no es más que
adelantar mi viaje.
―Mira, sé que crees tener todo claro, pero
nosotros ―habló por boca de todos, el hermano
mayor―, no lo tenemos tanto como tú. Igual no es
una buena elección, en Portree no tienes a nadie…
―Están los papás ―zanjó para que la dejasen
tranquila. Pero sus hermanos no estaban
dispuestos, por lo que Javier continuó asumiendo
el cargo y hablando por boca de todos.
―Tu decisión no es acertada. ―Beca lo
atravesó con la mirada―. Allí no podrás ser feliz.
―¿Y tú qué sabrás? ―comentó con enfado.
―Lo sé, todos lo sabemos. Siempre has estado
rodeada de gente, allí vas a estar sola…
―Te lo vuelvo a repetir, allí tengo a los papás.
―Los papás no son suficientes ―aseveró en
voz alta.
―Pues a mí me bastan.
La obstinación de Rebeca podía con sus
hermanos.
Dallas, viendo el matiz que estaba tomando la
conversación, y que su hermana se estaba
enfadando, intervino.
―Ella se dará cuenta de eso antes de dar el
paso, hasta Navidad no se meterá en ningún
proyecto.
Víctor miró a Dallas y se quedó pensativo, pero
quiso averiguarlo.
―¿Y eso por qué?
―Porque me lo ha prometido.
Rebeca suspiró frustrada, otra vez sus hermanos
se inmiscuían en su vida.
―Ah, si te lo ha prometido, nos quedamos más
tranquilos.
Y así era, su hermana era una mujer de palabra,
las promesas entre hermanos siempre habían sido
sagradas desde pequeños.
―No sé qué os hace pensar que no puedo tomar
las riendas de mi vida.
―Nadie piensa que no puedas, lo que no
queremos es que las tomes lejos de nosotros
―respondió Neill, dejando bien claro que todos
querían a su hermana cerca.
La comida, más bien la conversación, porque
comer no comió nadie, fue extensa.
Rebeca adoraba a cada uno de sus siete
hermanos, estaban demostrando que la querían con
locura. Lo sabía, siempre lo había sabido, pero no
estaba de más que se lo demostraran, cada uno a su
manera. Nunca habían sido hombres de palabras
bonitas ni de muestras de cariño, pero con sus
actos siempre lo demostraban, y así es como ella
los quería siempre, pues una demostración era
mucho mejor que una palabra, porque las palabras
se las llevaba el viento en muchas ocasiones.
Lo tenía todo preparado, sus hermanos estaban
en el salón, y ella en su dormitorio, comprobando
si lo llevaba todo. Se sentó en su cama y respiró
hondo. Iba a dar el paso. ¿Se estaría equivocando
cómo decían sus hermanos? Pensó en la persona
por la que había tomado la decisión, cerró los ojos
y la abordó la pena.
Desde hacía tres semanas, Jaime estaba más
esquivo que nunca. Incluso parecía enfadado, y
ahora sí que no entendía el motivo. Él mismo se
había disculpado por lo que hizo, pero desde
aquella tarde que jugaron a las cartas, parecía que
Jaime quería mantener las distancias.
Analizó cada palabra que sus hermanos le
habían dicho hacía un rato, sospesó bien lo que
sentía por Jaime y abrió los ojos.
Puede que fuese una locura lo que iba a hacer,
pero tampoco perdía nada intentándolo. Si se
marchaba para siempre, más valía saber que había
quemado todos sus cartuchos.
Se apresuró a la puerta, iba a lanzar su última
carta.
Avisó a sus hermanos que tenía que despedirse
urgentemente de alguien, y todos pensaron que
sería Jaime. Y no se equivocaban.
Mientras los hermanos y Tamara se quedaban
en casa, Rebeca cogió su automóvil y fue a buscar
al hombre por el que estaba dispuesta a cambiar su
vida.
Cuando llegó al taller, mientras ella cruzaba la
entrada, el cliente salía.
Jaime se sorprendió al verla.
―Hola, necesito hablar contigo de algo
importante ―dijo con toda la calma que pudo
reunir, pues estaba muy nerviosa.
―¿Qué ocurre?
―¡Jaime, cariño!, ¿estás ahí? ―preguntó Cintia
en voz alta.
«Cariño», primer golpe para Rebeca al
escuchar esa palabra, un buen derechazo.
―Sí, estoy aquí, ya salgo ―respondió también
con voz elevada, pero sin apartar los ojos de
Rebeca.
Beca apretó los labios, ahora, decirle lo que
llevaba todo el camino dándole vueltas era un
poco complicado.
Jaime de pronto se sintió molesto, más que eso,
cabreado, pues le vino a la mente la imagen de
Jorge besando a Rebeca.
―Date prisa o no llegaremos a la sesión de las
siete ―informó de nuevo Cintia desde la entrada.
―¡Un segundo! Ya he terminado, no tengo ya
nada más importante que hacer.
Segundo golpe, que pareció un buen gancho de
izquierda para Rebeca, pues hablar con ella no era
importante, lo acaba de dejar claro al responder a
Cintia.
Tragó saliva, ella necesitaba más de un
segundo; dependiendo de la respuesta de Jaime,
tomaría una decisión u otra con respecto a su
futuro.
El problema era que Jaime no era consciente de
las elucubraciones de Rebeca; él aprovechó
tenerla delante para sacar su enfado. Pues desde
que vio a Jorge rozando sus labios, le era
imposible mirar a Rebeca, no era justo que otro la
besara cuando él quería ser el dueño de esos
labios.
―Como verás, mi novia ―matizó la
palabra―, me está esperando.
«Su novia», eso fue el golpe directo que la dejó
K.O.
―A ver, ¿qué es eso tan importante?
―preguntó con desgana.
Rebeca aguantando el tipo, reunió valor para
responder sin parecer más estúpida de lo que
pensaba que ya era.
―Nada, no es nada… vete, ya cierro yo, no
hagas esperar a tu novia ―dijo esas dos palabras
quemándole en la garganta.
Jaime notó algo raro, ¿esa mirada era de pena?,
aun así, prefirió marcharse.
Cuando estaba casi en la puerta, Rebeca gritó
su nombre.
―¡Jaime!
Se dio la vuelta y la miró.
―¿Sí?
Rebeca sintió que el corazón se le aceleraba,
iba a ser la última vez que lo mirase a la cara.
Negó con la cabeza y pronunció una palabra casi
en un hilo de voz. Aunque Jaime la escuchó.
―Adiós.
Jaime juntó el ceño, Rebeca estaba muy rara,
estuvo tentado de acercarse de nuevo a ella y
preguntarle, pero la mano de Cintia en su hombro,
para llamar su atención, le hizo cambiar de idea.
―Hasta luego.
Salió y bajó la persiana, Rebeca saldría por la
otra puerta.
Ella se dirigió a la oficina, se sentó frente al
tablón donde estaban las fotografías colgadas y se
puso a llorar.
¡Qué ingenua había sido! ¿Cómo había podido
llegar a pensar que Jaime la retendría a su lado?
No debieron darle el alta de aquel psiquiátrico,
pues estaba realmente loca. Eso pensaba sin parar.
Intentó serenarse, su familia estaba en casa
esperándola, no merecían verla así. Le gustase o
no, ahora sí sabía que no debía esperar a Navidad,
pues con Jaime ya no había esperanzas.
Echó un vistazo por última vez y salió de allí
dispuesta a empezar su nueva vida lejos de todos,
lejos de Jaime.

Llegó la hora de embarcar, sus hermanos se


despidieron con pesar, cada uno le dijo algo en el
oído.
Cuando se abrazó a Tamara, su amiga lloró, era
una despedida triste, Rebeca siempre había estado
con ella, ahora ya nada sería igual.
―Cuida de David y de todos los demás ―dijo
con un nudo en la garganta, no quería llorar delante
de sus hermanos.
―Llámame todas las noches, y cuando bajes al
pueblo, allí tienes cobertura para mandarme
whatsapp.
Ese era otro gran inconveniente para los
hermanos. En casa de sus padres solo había línea
de teléfono, pero sin internet ni cobertura para
móvil. A no ser que Rebeca bajase al pueblo, no
podrían estar al tanto como ellos querían.
―Lo haré ―respondió y beso fuerte en la
mejilla a su amiga.
Una vez en el avión, no pudo evitar soltar
alguna que otra lágrima. La despedida, aunque
emotiva por parte de sus hermanos, había sido muy
amarga, pues, a pesar de todo lo que había pasado
entre Jaime y ella, le hubiese gustado que él la
hubiese despedido, aunque solo fuese por la
amistad que habían mantenido todos esos años.
Capítulo 29

Corazón roto

Jaime y Cintia tomaron asiento en la sala del cine;


mientras ella se lanzaba a sus labios, él tenía la
mente en otra parte.
¿Qué le pasaba a Rebeca? ¿Por qué lo había
mirado con tanta pena? ¿Qué sería eso tan
importante? ¿Por qué tuvo que decir que Cintia era
su novia? ¿Cuándo dejaría Rebeca de ocupar a
todas horas su mente?
―¿Se puede saber qué te pasa? ―preguntó
Cintia molesta, porque estaba claro que Jaime no
ponía ningún interés al besarla.
―Nada, estaba pensando.
Cintia estaba cansada de tanta tontería, ella era
una mujer con las ideas muy claras, no quería a
Jaime para pelar la pava, lo quería para satisfacer
sus necesidades sexuales, y cada vez que habían
quedado, él no había cumplido como ella
esperaba. Parecía que ese hombre era alérgico a la
cama. En dos ocasiones estuvo a punto, pero en el
último momento Jaime se marchaba.
―Vamos a dejar las cosas claras ―dijo
rotunda―. No estoy aquí contigo por ver solo una
película. Cuando acabe, quiero llevarte a mi casa.
No estoy buscando una relación a la antigua
usanza, ¿no sé si me estás entendiendo?
―Sí, te entiendo.
Pero él seguía con la mente en otra parte, se dio
cuenta de que estaba haciendo el idiota, por lo
tanto, no quiso mentir a Cintia, esa mujer no
merecía ser engañada.
―Lamento haberte hecho perder el tiempo,
pero no voy a poder darte lo que estás buscando.
Cintia lo miró y asintió con la cabeza, por fin,
por lo menos, ya sabía que no iba a perder más el
tiempo con Jaime, una pena, pues a ella le hubiera
encantado ver qué tal era ese hombre en la cama.
―Bien, me alegra saberlo, así ninguno de los
dos perderá más el tiempo… pero dime, ¿quién es
ella?
Jaime levantó las cejas.
―No te hagas el loco, si no te acuestas
conmigo es porque una mujer te ronda la cabeza,
bueno, la cabeza y algo más, pues un tío no rechaza
el sexo si no es porque tiene clavada a una mujer
en el corazón.
Jaime analizó lo que acababa de decir Cintia.
¡Y tanto que la tenía clavada! Pensar que podría
olvidarse de Rebeca era la majadería más grande
del planeta. Ella lo era todo para él. Siempre lo
había sido; sin Rebeca, nada tenía sentido. Por eso
había regresado de Chicago, para estar cerca de
Beca.
―La mujer que me destrozó la vida hace años,
la que me tiene absorbido el pensamiento y la que
no sé qué hacer sin ella.
La honestidad en su respuesta conmovió a
Cintia.
―Vaya, pues es una mujer afortunada, aunque
no sé qué estás haciendo aquí conmigo en vez de
estar con ella.
―Es difícil de explicar, cuando estoy con ella,
quiero matarla; cuando no lo estoy, quiero
morirme.
Cintia rió, y él la miró sorprendido.
―A eso, cariño, se le llama amor.
Se apagaron las luces y ambos miraron la
pantalla. Pero Jaime, que no paraba de darle
vueltas a la cabeza, en un momento dado sonrió, sí,
estaba claro que era «amor».
Aunque su sonrisa se esfumó al segundo,
¿adiós?, ¿Rebeca había dicho «adiós»? Esa
palabra no la pronunciaba nunca. Jamás había
salido de sus labios. Sin saber por qué, se
inquietó.
La película se le hizo eterna, deseaba llegar a
casa y hablar con ella por unos cuantos motivos:
primero y principal, ver qué le tenía tan
preocupada, qué era eso tan importante que tenía
que decirle. Segundo, ya no iba a negar más lo
evidente, no podía vivir sin ella, se lo había
confesado a Cintia en voz alta, algo que no había
hecho desde que regresó de Chicago a nadie. Iba
siendo hora que la única que merecía saberlo lo
supiera.
Cuando llegó al gran nido, la casa que lo había
acogido con los brazos abiertos, estaba en total
silencio.
Le pareció raro que todos estuviesen en sus
habitaciones, no era tan tarde, pero se dirigió a su
dormitorio, quería cambiarse de ropa antes de
hablar con Rebeca. Echó una ojeada y la puerta
del dormitorio de ella estaba cerrada, ahora
tocaba saber si estaba dentro.
Al entrar y quitarse la camiseta, se fijó que en
su cama había un tubo cilíndrico, lo cogió, abrió la
tapa y sacó unos planos.
Los extendió para observarlos con
detenimiento, y también encontró una nota.

Aquí te dejo los planos de tu casa y el


presupuesto.
Lo he hecho en mi tiempo libre, ni siquiera
Javier tiene conocimiento de esto, por lo tanto, si
no te gusta, no hay problema, avisa a mi hermano
y te harán uno nuevo.
Beca.

¿Qué coño quería decir eso? ¿Por qué se lo


había dejado en la cama en vez de dárselo en
persona?
Salió en dirección al dormitorio de Rebeca, dio
unos golpes y esperó respuesta; como no escuchó
una invitación, abrió con cuidado, pero la vio
vacía.
―¿Qué haces? ―preguntó David a su espalda,
que acababa de llegar.
―Estoy buscando a Beca.
David levantó una ceja, ¿su hermana se había
marchado sin despedirse de Jaime?
―Pues no está.
―Eso ya lo veo, luego hablaré con ella…
―¿Luego?, Beca se ha marchado a Portree.
Jaime sintió un escalofrío, no era posible lo que
había entendido.
―¿Qué has dicho? ―preguntó con la esperanza
de haber escuchado mal.
David lo miró fijamente, no podía creer que
Jaime no estuviese al tanto, aunque sí era cierto
que todos se sorprendieron en el aeropuerto al no
verle allí.
―Que Beca ha adelantado su mudanza.
―¡¿Por qué?! ―expresó demasiado alterado,
algo que a David no le pasó desapercibido.
―Porque mi madre tuvo un percance, y decidió
adelantar su viaje.
A Jaime se le demudó el semblante, ¿Beca se
había marchado sin despedirse de él?
La rabia, la impotencia, la desesperación se
apoderó de él. Pasó por delante de David
haciéndolo a un lado; sin decir una sola palabra
más, se metió en el baño a darse una ducha, pues
necesitaba enfriar su mente y, a ser posible, su
alma.
Otra vez, otra maldita vez le había roto el
corazón, así, sin el menor miramiento por parte de
ella. Como si él no hubiese significado nada para
Rebeca, dejándolo solo.
Capítulo 30

Canciones que llegan al alma

Malcom, gracias a una enfermera que lo puso al


corriente de que Miranda iba a salir con unas
amigas, tuvo una idea.
Conociendo a Miranda, sabía que irían a un
local de moda, por lo que les pidió a sus hermanos
que lo acompañaran. Y, excepto Javier, todos se
apuntaron a salir de fiesta.
Últimamente se les caía la casa encima, sabían
que extrañarían a su hermana, pero tampoco
imaginaron tanto.
Un mes llevaba Rebeca en Portree, todos los
días a las diez, hora española, llamaba su hermana
para hablar con ellos y, como siempre, ponían el
altavoz para hablar en familia.
Y esa noche los hermanos salieron a divertirse.
Cuando Malcom vio a Miranda se hizo el
encontradizo, ella lo saludó y lo dejó plantado
para seguir de fiesta con sus amigas.
David y Tamara aprovecharon para bailar, ellos
continuaban en las clases de Dance Therapy, la
semana siguiente se acababan. Aunque habían
decidido apuntarse a otra academia y continuar,
pues ambos disfrutaban.
Jaime estaba apoyado en la barra con una
cerveza sin alcohol, había ido en moto, estaba
convencido que se marcharía a casa pronto,
llevaba un mes sin motivación alguna. Se
levantaba desganado, le daba igual ir a trabajar
que quedarse en la cama. Esto último era lo que
hacía los fines de semana, se quedaba tirado en la
cama hasta la hora de la comida, luego se echaba
una siesta que duraba casi hasta la hora de la cena.
La verdad, no era vida.
Malcom estaba con la moral un poco tocada,
pues esperaba que Miranda, después de haberle
pedido tiempo, y él habérselo concedido, a su
parecer, ya debía haberlo perdonado.
Su hermano Dallas, observador como siempre,
se acercó a él, le apretó el hombro y le comentó:
―Ya sabes cómo son las mujeres, se hacen de
rogar.
Malcom esbozó una sonrisa triste, algo le decía
que Miranda no se hacía rogar, más bien, ya lo
había olvidado.
Una mujer muy guapa se acercó a ellos para
presentarse, se saludaron y esta hizo una seña a un
par de amigas más.
Miranda desde lejos, observaba. Cuando una de
esas mujeres tuvo el descaro de rodear con su
brazo a Malcom por la espalda, cerró las manos
con tanta fuerza, que notó que se lo clavaban las
uñas. Pero cuando este se separó y se alejó del
grupo, se relajó y sonrió.
¡Dios, cuánto lo echaba de menos!
Lo malo era el orgullo herido. Había confiado
en él y, cuando lo encontró con Marga, se sintió
ridícula, estafada, dolida, apenada, rabiosa…
Ahora estaban en el mismo local, podía acercarse
y decirle muchas cosas, pero su orgullo se lo
impedía. Y no sólo eso, tenía tanto miedo de que
en un futuro Malcom la dejase tirada, que se le
paralizaba el corazón. Era pavor.
Se quedó en un lateral, pensativa, sin ser
consciente que unos ojos la miraban no muy lejos
de ella.
Comenzó a sonar una canción y levantó la
cabeza, su mirada se encontró con la de Malcom,
que estaba justo a unos cinco metros de ella, con el
hombro apoyado en la pared, los brazos y las
piernas cruzadas.
Sus miradas conectaron, y la canción les llegó
al alma a ambos. Porque él estaba loco por besar
sus labios y no sabía qué hacer para que lo
perdonara. Y ella tenía miedo; miedo a que él
jugara con su corazón y la abandonara, no podría
soportarlo.
Y esa canción a dúo entre India Martínez y
Enrique Iglesias, Loco, los embargó hasta tal punto
que no necesitaban palabras.
Y entonces Malcom tarareó una parte de la
canción para decirle que eso era lo que sentía.
¡Loco, por besar tus labios!
Sin que quede nada dentro de mí
Diciéndotelo todo.

Miranda sintió que iba a desfallecer, ahí estaba


él, diciéndole eso, a metros de ella, y casi podía
sentir sus labios.
Tragó saliva y tarareó la parte que ella
necesitaba que él entendiese, porque no mentía.

Yo no te perdonaré,
Si me dejas por dentro con este dolor
No te perdonaré…

Malcom notó que el corazón se le aceleraba,


¿era eso?, ¿ella tenía miedo de que él le hiciese
daño en un futuro?, ¿acaso ella no entendía que él
ya estaba loco por ella?
No necesitó más, había llegado el momento de
demostrarle que no mentía, que lo tenía loco hasta
tal extremo que ya ninguna mujer le podía hacer
sombra a ella.
Descruzó los brazos y las piernas, se dirigió
hacia ella, haciendo a un lado a un par de personas
que se interponían en su camino, sin apartar la
mirada de Miranda, la que estaba iluminada,
brillante porque estaba a punto de llorar.
Cuando llegó a su altura, sus manos fueron
directas a sus mejillas, la sujetó y acercó sus
labios a los de ella. Le entregó, como decía la
canción: «sin que quede nada dentro de él,
diciéndoselo todo». En ese todo estaba claro que
lo primero era pedirle su perdón, su afecto, su
cariño, su amor.
Jaime dio un trago a su bebida y miró a su
alrededor, cuando vio a Malcom con Miranda,
sintió alegría, sabía que su amigo lo estaba
pasando mal desde que rompieron.
Luego vio a David y Tamara riéndose, bailando
sin parar. Una parte de él sintió envidia. ¿Por qué
no podía él reír? La respuesta era muy sencilla, la
única persona que podía conseguir que él hiciese
tal cosa, estaba en Escocia.
Dejó el botellín en la barra y se dio la vuelta
para marcharse justo cuando la mano de Dallas lo
retuvo.
―¿Te vas? ―preguntó estudiando el semblante
de Jaime.
―Sí, no hay nada que me interese en este local.
Dallas asintió con la cabeza, pero hizo un
comentario.
―¿Y en casa a solas crees que habrá algo más
interesante?
Jaime hizo una mueca. ¡Claro que no! Pero
necesitaba estar solo.
―No, pero a veces la soledad es la mejor
compañía.
Y dicho esto, dejó a Dallas atrás, se marchó sin
despedirse de nadie.
Rubén, que también había visto a Jaime
alejarse, se acercó a Dallas.
―Jaime empieza a preocuparme.
―Sí, a mí también.
***
Jaime, al llegar a la casa, fue directo a su
dormitorio, se quitó la ropa, como solía hacer,
quedándose solo con el bóxer, pues solía dormir
siempre así.
Se metió en la cama y cogió su móvil. Durante
un buen rato, simplemente, lo sostuvo en sus
manos. Dio un par de golpecitos con él en su
barbilla y se decidió: desde que Rebeca se había
marchado no colocó una foto más. Ni siquiera
miraba las que tenía en la oficina, se negaba a
hacerlo.
Primero buscó una emisora de radio y la
conectó, el silencio lo estaba matando, y lo
siguiente fue buscar las fotografías que tenía de
Rebeca guardadas en su teléfono.
La primera que miró, le sacó una sonrisa; ella
reía y estaba detrás de él haciéndole burla. Pasó
con el dedo, arrastrándola, y salió la siguiente, ahí
se detuvo a observarla con detenimiento, Rebeca
estaba leyendo muy concentrada, le gustaba esa
arruguita diminuta que le salía en la frente cuando
lo hacía. La pasó, y su corazón dio un vuelco, ahí
estaban ellos dos, con las cabezas apoyadas de
forma ladeada, mirando al objetivo: sonrientes,
felices y juntos.
Suspiró y prefirió pasarla justo cuando una
canción en la radio empezaba a sonar en el mismo
momento que Rebeca aparecía sola en su móvil,
con la mirada clavada en él, dedicándole una
ligera sonrisa.
La canción junto a esa fotografía consiguieron
que Jaime, después de muchos años, llorara.
La voz de Cristina Aguilera, cantando Pero me
acuerdo de ti, fue un golpe mortal.

Ahora que con el tiempo llegué a superar


Aquel amor que por poco me llega a matar…

Justo lo que él pensaba, después de tantos años,


cuando pensaba que lo había superado, que
aquella traición de Rebeca casi acababa con él,
porque ella lo era todo… Ahora ella volvía a
desaparecer.

Pero me acuerdo de ti y otra vez pierdo la


calma.
Pero me acuerdo de ti y se me desgarra el
alma.

Por más que intentaba olvidarse de ella, por


más que deseaba apartarla de su mente, no podía;
ahí estaba él, un sábado por la noche, en la cama,
mirando sus fotografías y llorando porque se le
había desgarrado el alma.
Capítulo 31

Las esperanzas Se desvanecen

El lunes a las diez de la noche, como todos los


días, estaban reunidos para escuchar a Rebeca.
En esta ocasión, y por primera vez desde que se
marchó, Jaime también estaba en el salón junto a
todos los Irwin que se encontraban en casa y
Tamara.
Neill, Javier y Víctor hoy no estaban.
―¡Voy a matar a mamá! ―sentenció Rebeca sin
más.
Todos rieron, ni un hola ni un saludo normal,
directa al grano. Y eso les hizo gracia, más,
cuando esas discusiones con su madre podrían
ayudar a que Rebeca se cansara de estar en
Portree.
―¿Por qué? ―preguntó, divertido, Rubén.
Jaime escuchaba atento, no imaginó que
escuchar su voz le pudiese calmar el desasosiego
que sentía por dentro.
―¡Me ha preparado una cita a ciegas!
Dallas, Rubén, Malcom y David se carcajearon,
Tamara y Jaime, por el contario, no lo hicieron.
―No sé de qué os reís, yo no le veo la maldita
gracia ―protestó bastante enfadada.
―Beca, seguro que el chico merece la pena
―guaseó Rubén, conociendo los gustos de su
madre, sería un hombre para nada al gusto de su
hermana.
―Rubén, ya puedes dar gracias que estoy lejos,
porque la colleja que te iba a dar te iba a doler
toda la semana.
En esta ocasión, rieron todos, porque Beca
estaba que echaba humo.
―Bueno, pequeñaja, ¿y quién es el afortunado?
―preguntó Dallas.
―El veterinario ―respondió concisa.
―¿El señor Dugal Anderson? ―se apresuró a
preguntar David.
―¡David! ―bramó furiosa―. ¡¿Cómo va a ser
el señor Anderson?!
No podían parar de reír, imaginaban a Beca
echando chispas, su forma de responder lo
demostraba.
―¿Entonces, quién? Has dicho el veterinario.
―Sí, el nuevo veterinario, porque el señor
Anderson se jubiló el año pasado.
A Jaime ya no le hizo gracia, la risa se le cortó.
―¿Y no lo conoces? Porque has dicho: una cita
a ciegas ―preguntó Dallas.
―Bueno, lo conozco, pero no lo conozco…
―Beca, ¿o lo conoces o no? ―insistió Dallas.
―A ver, sé quién es, porque fue amigo de Neill
hace años, pero yo era muy pequeña y no lo he
visto desde entonces.
Jaime tragó saliva costándole la vida.
―¿Quién? ―preguntó David.
―Scott Ross.
―¿Scott gafotas? ―preguntó Rubén muerto de
risa.
―No tiene gracia, Rubén, no te rías porque yo
no le veo la maldita gracia.
Lo habían apodado así porque siempre llevaba
unas gafas de pasta que prácticamente le cubrían
toda la cara.
No podían parar de reír, y Rebeca de
despotricar, así estuvieron casi media hora.
―Os tengo que dejar.
―Beca, mañana pásanos una fotografía.
―Mañana no voy al pueblo.
―¿Pero no has dicho que tienes la cita
mañana? ―volvió a preguntar Rubén.
―Sí, pero cenamos en su casa.
Jaime cerró los ojos.
Sus hermanos, esta vez, no se rieron, ¿en casa
del veterinario?
―¿Mamá sabe que vais a cenar en su casa?
―se apresuró Dallas a preguntar.
Rebeca soltó una carcajada, por fin le tocaba a
ella reír.
Parecía mentira, tenía veintiocho años, y sus
hermanos ponían el grito en el cielo porque tuviese
una cita con un hombre en su casa.
―Sí, y para vuestra información, fue mamá la
que le propuso hacerlo allí.
―No me lo puede creer, ¿en qué estaba
pensando esa mujer? ―protestó Rubén.
―Cuando regreses de la cita, llama.
―Rubén, ¿tú estás tonto? No pienso llamarte…
―Beca, ¡llamarás! Porque no pienso acostarme
hasta que lo hagas.
Rebeca resopló, ni en la distancia la dejaban
tranquila.
―Hasta luego.
Y nada más colgar, Jaime se sintió desfallecer.
Él no había pronunciado ni una sola palabra, sólo
se había limitado a escuchar.
Se puso en pie y se dirigió a su dormitorio.
***
A pesar que no esperaban llamada de Rebeca,
estaban todos reunidos en el comedor.
De pronto, Tamara recibió un whatsapp, se
sorprendió al ver que se lo mandaba Rebeca.
Cuando dio un gritito ahogado e informó que
Beca había mandado foto, todos se interesaron, se
acercaron raudos a mirar.
―¡Me cago en todo! ¿Qué hace ese idiota sin
camiseta?
Rebeca había mandado una fotografía de Scott,
el veterinario. Estaba con un pantalón vaquero de
talle bajo y el torso desnudo.
Para más inri, el silbido halagador de Tamara
los cabreó más. Pero no era para menos, el
veterinario tenía un cuerpo escultural.
―¿Y dónde coño ha dejado la gafas?
―pronunció, muy cabreado, Víctor, que esa noche
sí estaba en casa.
De hecho hoy estaban todos excepto Neill, que
se encontraba en su restaurante.
Javier le quitó el móvil de las manos a Tamara
y marcó el número de su hermana.
―¡Ay, Tamy! ―expresó llena de júbilo
Rebeca.
Javier había conectado el manos libres y todos
la escuchaban.
―Déjate de Tamy, ¿qué hace ese hombre casi
desnudo? ―preguntó muy cabreado Javier.
―¿Desnudo? Javier, por favor, no lleva
camisa, pero va vestido… ―Sonrío Rebeca
imaginando a sus hermanos―. Pero no me
importaría verle totalmente desnudo, la verdad. —
Ironizó aguantando la risa.
―¡Beca! ―griterío general, pues todos los
hermanos protestaron al unísono.
―¿No os parece perfecto? Ese cuerpo, ese
pelo rubio tan brillante, ese…
―No digas tonterías, ¿dónde estás ahora?
―En el baño, Scott tiene wifi y por eso he
podido mandar la fotografía.
―Pues ya estás tardando en decirle que tienes
que irte a casa.
Rebeca aguantaba la risa, se tapaba la boca y
miraba a Scott que estaba justo a su lado. No
estaba en el baño, más bien en la cocina,
mirándose y aguantando las risas, porque ella
también había puesto el manos libres.
―Tamy, te juro que estoy… uff…
―Lo imagino, es que no es para menos
―intervino Tamara.
David le dirigió una mirada asesina.
―Por cierto, ya no lleva gafas, se operó hace
años y no las necesita.
―Pues podían haberle operado también el
cerebro, porque me parece que le falta…
―pronunció David mucho más que mosqueado,
porque su chica se había babeado al ver la foto del
veterinario.
―David, no digas bobadas…
―¿Qué hombre, en su primera cita, te recibe
sin estar del todo vestido? ―preguntó David con
un tono de voz elevado.
―Madre mía, sois más anticuados que mamá.
Ella sí sabe ―dijo con tono burlón para recalcar
que su madre tenía buen gusto eligiendo hombres.
―Con mamá hablaré mañana ―intervino
Javier―. Pero ahora responde a mi pregunta de
por qué va sin camisa.
―Porque es un amor. ―Soltó un suspiro para
cabrear más a sus hermanos―. Estaba cocinando
para mí, se manchó y se la quitó. ¿A qué es un
amor? Un hombre cocinando para mí.
Scott se tuvo que alejar porque se moría de risa
y los iban a descubrir.
―Neill también cocina para ti todos los días
―sentenció Malcom.
―Pero es distinto…
―Beca, cuando llegues a casa, llámame.
―Rubén, no voy a llamar, porque no sé si
dormiré en casa.
Jaime hubiese preferido no escuchar la
conversación, porque acababa de matarlo.
Se puso en pie y se marchó, no podía soportarlo
más.
―Claro que irás, y llamarás, puedes dar fe de
ello o mañana me presento allí.
―Está bien, pesado, luego te llamo.
Colgó, y los hermanos se miraron unos a otros.
Se acababa de desvanecer toda esperanza, su
hermana parecía muy eufórica. Si ese hombre le
gustaba, no querría regresar a casar.
***
Rebeca miró a Scott, y los dos estallaron, no
podían parar de reír.
―Menos mal que están en España o esta noche
dormía con un ojo morado.
―¿Ves cómo no exageraba?
Scott asintió, rieron durante la cena recordando
la conversación.
Rebeca y Scott, a los diez minutos, habían
congeniado a la perfección, ambos se sinceraron.
Ella hubiese matado a su madre por la encerrona;
él, tanto de lo mismo a la suya. Y mucho más
cuando él tenía otras preferencias sexuales.
Rebeca, cuando Scott le confesó que era
homosexual, se echó a reír, ¿qué cara pondría su
madre al saberlo? Pero le prometió guardarle el
secreto. Lo comprendía, a pesar de vivir en el año
2015, en una zona rural, donde, además, los
hombres se sentían tan machitos por las
tradiciones y la gran fama de sus antepasados los
highlanders, no era fácil reconocerlo
públicamente.
Scott no era que lo llevase en secreto absoluto,
pero en esas tierras en concreto sí, aunque le
prometió a Rebeca ir juntos un fin de semana a
Edimburgo y presentarle al hombre que lo tenía
enamorado.
Capítulo 32

Hay que dar esperanzas

Tamara estaba esperando a Jaime para cortarle el


pelo, además, quería contarle algo en privado,
porque esa misma mañana, su amiga Beca la había
llamado para confesarle que ayer se rio mucho a
costa de sus hermanos.
A ella también le dio la risa cuando lo entendió
todo, pero tenía que contárselo a Jaime, porque,
anoche, lo observó mientras hablaban por teléfono
y pudo comprobar, con sus propios ojos, el dolor
que sintió Jaime al creer que Rebeca pasaría la
noche con el veterinario.
Mientras lo esperaba, se sentó y pensó en el
pasado, cuando Jaime y Rebeca comenzaron a
salir., el enfado de todos los hermanos porque
Rebeca tan solo tenía catorce años. Pero a ellos
les dio igual; con tal de estar juntos, se enfrentaron
a diestro y siniestro.
Nunca había conocido una pareja tan
enamorada, estaban unidos de tal manera que con
solo mirarse, se hablaban. También recordó las
lágrimas de Rebeca cuando él se marchó a
Chicago, fue un golpe muy duro para ambos.
Tamara cerró los ojos, si las cosas hubiesen
sido diferentes, Jaime y Rebeca seguirían juntos.
¿Qué ocurrió para que ellos terminaran? ¿Quién
de los dos fue el causante de aquella ruptura? Esas
preguntas, por más que todos los hermanos e
incluso ella la habían expuesto, nunca obtuvieron
respuesta ni por parte de Jaime ni de Rebeca.
Sonó el timbre, y Tamara fue a abrir. Estaban
solos en la peluquería.
Mientras cogía las tijeras, miró a Jaime a través
del espejo que tenía frente a ella.
―Tengo que contarte un secreto.
Jaime prestó atención. Le parecía raro que
Tamara quisiera compartir un secreto con él y no
con David.
―¿Cuál?
―Es sobre Beca.
Escuchar el nombre de Beca ya le hizo palpitar
el corazón.
―¿Te acuerdas que anoche mandó la foto del
veterinario?
―Sí, ¿qué pasa con él? ―preguntó directo y
muy seco.
Se temía lo peor, y como a Tamy se le ocurriese
confesarle que Rebeca se había enamorado, no
estaba muy seguro de si podría permanecer un
segundo más respirando.
―Es gay.
―¡¿Qué?!
Tamara le contó toda la historia, le pidió total
discreción, porque Rebeca se enfadaría si sus
hermanos lo supieran.
Jaime estaba tan pletórico con la historia que
bien valía guardar el secreto y dejar que sus
amigos siguiesen mosqueados.
Había pasado la noche dándole vueltas, se
había imaginado a Beca con el veterinario una y
mil veces.
―Madre mía, Beca cada día está peor
―reconoció con cariño y sonriente.
―Es única, pero hizo bien, que sus hermanos la
tienen demasiado controlada.
―No voy a culparlos por ello.
―Pero tampoco deberías defenderlos, Rebeca
tiene ya veintiocho años.
Jaime torció el labio y habló con nostalgia y
cariño.
―Eso no importa, ella siempre va a necesitar
que sus hermanos estén pendientes de ella, vete a
saber qué haría sin estar controlada, es una
auténtica loca.
Los dos rieron, porque esa locura de su amiga
era lo que los tenía a todos encandilados.
Tamara, observando a su amigo, preguntó:
―¿La echas de menos?
―Mucho, no te imaginas cuánto ―respondió
con el corazón en la mano.
―Lo imagino, yo también la echo muchísimo
de menos, pero vosotros siempre habéis estado
muy unidos, mucho más que con el resto.
Jaime hizo una mueca, era cierto, a pesar de
todo, siempre lo habían estado.
―Ya, pero parece que ella sí se ha olvidado de
mí ―comentó con tanta lástima que a Tamara se le
partió el corazón.
―Eso es imposible, y ambos lo sabemos.
―Ni siquiera se despidió de mí, ¿cómo pudo
marcharse sin decírmelo? ―comentó entre
desesperado y enfadado.
Tamara buscó una respuesta en su cabeza, debía
elegir bien las palabras, porque Jaime sí estaba
sufriendo. Había pensado estos días en ello, David
y ella lo habían hablado unas cuantas veces, pero,
ahora, al ver a su amigo tan decaído, estaba
obligada a levantarle el ánimo.
―Igual se asustó.
Jaime levantó las cejas.
―¿Asustarse, de qué?
—Ella dijo que tenía que despedirse de una
persona muy importante, que no se podía marchar
sin hacerlo… no sé, igual a mitad de camino se
asustó y cambió de parecer. Igual le dio tanta pena
tener que hacerlo, que prefirió regresar a la casa
sin hacerlo.
Jaime se dio cuenta de un detalle en ese mismo
momento, ella sí fue dispuesta a despedirse, fue él
quien no la dejó hacerlo.
Cerró los ojos y maldijo, consiguiendo que
Tamara se preocupase.
―¿Qué ocurre?
Jaime se llevó las manos a la cabeza, se echó el
pelo mojado hacia atrás y dijo:
―¡Fue por mi culpa!
Tamara cada vez entendía menos.
―¿De qué estás hablando?
―¡Joder! ―blasfemó un par de veces y
continuó―: Ella vino al taller a buscarme, pero
yo… yo… ―Se quedó en silencio.
―¿Tú qué? ―insistió Tamara con la intención
de saber toda la verdad.
―Yo estaba enfadado con ella, me comporté
como un auténtico imbécil, ignorándola como si no
me importara nada de lo que tuviese que contarme.
Tamara tragó saliva, conociendo a Rebeca, se
habría marchado con un gran pesar.
―Aproveché que estaba allí Cintia. ―Tamara
agrandó los ojos―. Y bueno, más o menos le di a
entender que mi novia era más importante que
tener que perder el tiempo escuchándola.
Tamara se sentó en un taburete cercano.
―¿Tu novia? ―preguntó muy descolocada.
―¡Joder! ―exclamó Jaime, sin poder decir
nada más, pues si se sentía roto todo este tiempo,
ahora, además, se sentía un desgraciado por haber
tratado así a Rebeca.
Tamara, estudiando el semblante de Jaime, por
fin se le quitó la venda de los ojos, su amigo
seguía enamorado de Rebeca.
―Deberías llamarla.
Jaime negó con la cabeza y, con un hilo de voz,
respondió:
―Ya es tarde, además, ella ya me ha olvidado,
así que es mejor dejar las cosas como están,
porque dudo que ella me haya perdonado…
―Volvió a quedarse callado.
Aunque él le había pedido perdón, y ella le
había dicho que estaba perdonado, algo dentro de
él sabía que no era cierto. Desde que se acostó con
ella para vengarse, Rebeca no había vuelto a
mirarlo como solía hacerlo. Y lo entendía, porque
no era para menos.
―¿Qué tiene que perdonarte?
―Nada, cosas entre Beca y yo.
Tamara no insistió, comprendía que ciertas
cosas solo pertenecían a dos.
Capítulo 33

La verdad duele

Rebeca estaba sentada leyendo un libro, su madre


la miraba, dentro de cinco días le quitaban la
escayola. Del brazo ya se había recuperado.
―¿Qué tal con Scott?
Rebeca levantó la cabeza y apoyó el libro en su
regazo, ya había tardado mucho, en intentar
averiguarlo todo.
―Bien.
―Es guapo, ¿verdad? ―insistió su madre para
ver si así su hija hablaba del tema.
―Sí, muy guapo.
―¿Y bien?
Rebeca suspiró, había que cortar por lo sano la
esperanza de su progenitora a juntarla con Scott o
su vida se convertiría en un infierno.
―Mamá, a pesar de que es muy guapo, muy
culto y el mejor partido por todos estos lares,
debes saber que entre Scott y yo solo habrá una
buena amistad.
La madre lo imaginaba, tonta no era. No había
parido ocho hijos sin más, conocía a cada uno
perfectamente, casi podía leer sus mentes. Ahora
faltaba que Rebeca por fin tuviese la valentía de
admitir la verdad. Aunque para ello tenía que
continuar haciéndose la tonta.
―¿Y eso por qué?
En ese mismo momento entró su padre, se
sirvió un café y se sentó un rato para hacer
compañía a su mujer e hija.
―Porque Scott está enamorado de otra
persona.
La madre levantó una ceja, ese gesto tan
cotidiano entre los Irwin.
―Pues su madre no me dijo nada…
―Igual es que su madre no es tan cotilla como
la mía ―sentenció, irónica, Rebeca, haciendo reír
a su padre.
La madre atravesó con la mirada a su esposo, y
éste prefirió marcharse, era mejor no meterse.
Rebeca continuó leyendo, y entonces su madre,
cansada de esperar la confesión de su hija., habló:
―Bueno, entonces tanto Scott como tú estáis
igual, él enamorado de otra mujer, y tú enamorada
de otro hombre.
Rebeca se irguió en el sofá y miró a su madre
como si se tratase de un extraterrestre.
―Mamá, deja de divagar.
―¿Sabes, hija? Te creía más valiente. Tú nunca
habías tirado la toalla; de todos mis hijos, siempre
has sido la más persistente ―comentó mirándola a
los ojos―. No sé por qué ahora lo abandonas todo
para esconderte.
―Yo no me estoy escondiendo de nada
―respondió con un tono seco.
Su madre sabía que Rebeca ya estaba a la
defensiva, porque, además del tono de voz
empleado, ladeó la cabeza a un lado.
―¿No? ¿Entonces qué haces aquí?
Rebeca resopló, otra vez tenía que contar sus
planes de futuro.
―No sé cuántas veces voy a tener que
repetirlo…
Su madre la interrumpió.
―Puedes hacerlo tanto como quieras, pero por
mucho que lo repitas no cambiará el hecho de que
te estás ocultando de Jaime.
A Rebeca se le escurrió el libro de las manos.
Se quedó paralizada total, su madre la observaba y
ya era hora de que su hija fuese la de siempre,
porque estaba cansada de verla llorar a
escondidas. Quería a su hija guerrera, la que no se
achantaba ante nadie.
―Beca, cariño, soy tu madre, a mí no puedes
esconderme nada ―comentó afable, no tenía por
qué considerarla una enemiga ni estar a la
defensiva, tan solo quería que la viese como lo
que era: su madre.
Rebeca tardó una eternidad en asimilar las
palabras, había subestimado a su progenitora,
pero, ahora, se le abría una ventana a la que quería
aferrarse y que entrara aire, porque llevaba mucho
tiempo ahogándose.
Se puso en pie y se acercó, se sentó en la silla
que había utilizado su padre para tenerla justo al
lado.
―No me estoy escondiendo, simplemente estoy
huyendo del pasado.
La madre asintió lentamente, por fin iban a
tener la conversación que tanto tiempo llevaba
esperando.
―¿Y por qué huyes del pasado?
―Porque si no lo hago, estoy segura que
volveré a ese maldito psiquiátrico.
La madre tragó saliva, aquel año había sido el
más doloroso de su vida.
―Han pasado mucho años, superaste aquello…
Rebeca la interrumpió.
―No, no lo superé, pude superar la ansiedad,
el estrés, todo lo que los médicos se empeñaron en
hacerme olvidar. ―Cogió la mano de su madre―.
Lo pude superar todo, excepto a él.
Y junto a esa confesión le brotó una lágrima, la
misma que su madre paró con su mano.
―Cariño, han pasado diez años, y lleváis
viviendo juntos ocho, ¿por qué ahora?
―Porque él… él… ―Le costaba contar el gran
secreto de su vida―. Porque hice algo que Jaime
no me podrá perdonar.
―Lo dudo hija, él siempre ha estado por y para
ti.
Rebeca hizo una mueca de dolor, lo había
estado a pesar de todo, y justo cuando pensaba que
podría recuperarlo, al sincerarse en esa maldita
clase de dance therapy, lo perdió para siempre.
―Esta vez no, créeme, mamá, esta vez lo he
perdido para siempre. Ya no me mira igual, y yo
no puedo vivir a su lado soportando esa mirada de
rencor y asco.
Y se echó a llorar. Ahí estaba la auténtica
verdad: aquella tarde, cuando él le hizo el amor, al
terminar, no fueron sus palabras las que le
dolieron, fueron sus ojos los que la mataron.
La madre la abrazó. Recordó el pasado
mientras rodeaba y consolaba a su pequeña.
Cuando toda la familia pensó en el bienestar de
Rebeca, tener a Jaime cerca era su mejor
medicina, por mucho que los médicos
desaconsejaban que eso ocurriera. La familia la
conocía mejor que todos los que durante un año la
habían tratado, Rebeca no sonrió ni volvió a ser la
misma hasta que la presencia de Jaime la hizo
sentir viva de nuevo.
Ahora, escuchar esa confesión, la descolocaba
totalmente. Pues, al igual que Rebeca necesitaba a
Jaime, el joven siempre había necesitado a su hija
también. Llegó a rechazar un futuro prometedor en
el mundo de la Fórmula 1 por estar cerca de ella.
Por lo tanto, estaba convencida de que su hija se
equivocaba.
―Cariño, aunque no lo creas, estoy segura que
Jaime te necesita mucho más a ti que tú a él.
Rebeca pensó en Jaime y su último recuerdo en
el taller, donde otra mujer lo esperaba y él había
reconocido que ya tenía novia.
―Créeme, mamá, ya no.
Capítulo 34

A veces es mejor explotar

Un mes más y todo parecía ir de mal en peor en el


caso de Jaime. Los Irwin estaban preocupados,
por ello habían convocado una reunión, para tratar
el tema, en la oficina de Javier.
―Está ojeroso, ha perdido algún kilo y no le
motiva nada ―informó Dallas.
―Debería explotar de una vez, contarnos qué
cojones le pasa ―dijo Víctor.
Jaime era un hombre que se guardaba las cosas
dentro, la única persona capaz de conseguir que se
abriera y confesara estaba lejos.
―Yo lo he intentado todo, pero no quiere salir,
se dedica a trabajar y dormir, así no puede seguir
―aseveró David, que era el único capaz de
sonsacarle más información.
―Pues algo tendremos que hacer, porque no
estoy dispuesto a pasar de nuevo lo que vivimos
con Beca ―comentó Dallas que todavía se sentía
culpable por no haber ayudado a su hermana antes
de que ella perdiera totalmente la cabeza.
―Beca… ese es el problema ―afirmó Neill.
Todos asintieron, desde que Rebeca se marchó,
Jaime no había levantado cabeza.
―Sí, pero ahí no podemos hacer nada, Beca
está en Escocia intentando tomar los mandos de su
nueva vida ―dijo Javier.
―¿Y para qué tiene que intentar tomar los
mandos de una nueva vida si está claro que se ha
marchado para olvidar a Jaime? Estos dos tienen
mucho que contar, no sé qué pasó entre ellos hace
unos meses para que Rebeca tomase esa decisión.
Pero lo que está claro es que él no puede vivir sin
Beca, y nuestra hermana se ha marchado porque no
soporta estar cerca de Jaime y no ser nada para él
―alegó Dallas, porque todos conocían a la
perfección a su hermana y a Jaime.
Todos miraron a David, pues si alguien podía
estar al tanto de algo más, ese era él, pero este
comentó rápido.
―No lo sé, como tampoco sé qué fue lo que les
hizo romper hace diez años… Lo único de lo que
me he podido enterar, es que Beca está convencida
de que Jaime tiene novia.
Les explicó lo que Tamara le había sonsacado a
Jaime. No se podían creer que tanto su hermana
como Jaime fuesen tan idiotas. ¿Acaso no estaba
claro que el uno sin el otro no podían vivir?
―Mañana me voy a Escocia ―anunció Javier.
Quería hablar con su hermana en persona, porque
él también guardaba un secreto a sus hermanos
para no preocuparlos más. Su madre y él habían
hablado, su hermana tampoco levantaba cabeza, al
contrario, a medida que pasaban los días, su
estado de ánimo iba a peor. Estaba perdiendo la
alegría y chispa que la caracterizaba.
―Bien, tráela a la fuerza si es preciso ―adujo
Víctor, porque esto estaba yendo demasiado lejos
y no era beneficioso para nadie.
―No te preocupes que la traeré, en cuanto le
diga que la necesitamos porque Jaime está mal,
estoy seguro que no tardará ni dos minutos en
hacer la maleta.
Bien la conocían todos ellos para saber que su
hermana pequeña, enfadada, dolida, cabreada…
por ayudar a Jaime, haría lo que hiciese falta.
Así acabó la reunión, cuando acordaron que le
pedirían ayuda a Rebeca para ayudar a Jaime.
Igual ella pensaría que estaba mal por haber roto
con esa supuesta novia que Jaime se inventó. Para
el caso era lo mismo, la cuestión era que Beca
regresaría.
***
Esa misma noche, cuando todos los Irwin se
preparaban para irse a dormir, Jaime preguntaba a
David:
―¿Dónde están los sacos de dormir?
David lo miró extrañado, hacía más de cuatro
años que no los habían utilizado. Rebeca era la
única que adoraba ir de acampada, por eso los
sacos estaban guardados.
―En el altillo del armario de Beca, ¿por qué?
―Porque mañana voy a usarlos ―respondió
sin dar más explicaciones y se dirigió al
dormitorio de Rebeca.
Cuando abrió la puerta, se quedó paralizado al
ver la habitación vacía: porque si ella no estaba,
para él, no había nada dentro.
David, desde su dormitorio, que era justo el
que encaraba al de su hermana al otro lado del
pasillo, se inquietó. La reacción de Jaime no
presagiaba nada bueno. Por lo tanto, se acercó
hasta él, le tocó el hombro y pregunto:
―¿Qué ocurre?
Jaime no pudo más, explotó sin control alguno
en su persona.
―¡¿Qué ocurre?! ―bramó, alzó la mano y
señaló el dormitorio―. ¡Eso ocurre! ¿No lo ves?
¡Vacío! Sin ruido, sin risas, sin gritos… ¡Sin vida!
David permaneció en silencio, Víctor tenía
razón, ese hombre merecía explotar, a veces era lo
mejor sacar la rabia, la frustración, todo lo que
tuviese dentro para poder respirar.
―No me puedo creer que se marchara sin
importarle dejarme aquí ―dijo dando un paso al
frente y sin parar de moverse por toda la
habitación―. ¿Crees que en algún momento ha
pensado en mí desde que se marchó? No, no, ella
no. Rebeca no ha pensado en mí, porque, de
haberlo hecho, estaría aquí a mi lado. Si pensara
en mí, no me hubiese dejado tirado. Si pensara en
mí, regresaría para que yo pudiese vivir tranquilo.
Si pensara en mí, me abrazaría y me perdonaría…
—Se quedó callado, aunque continuaba dando
vueltas por toda la estancia, parecía un lobo
enjaulado.
David estaba quieto, expectante, preparado
para consolar a su amigo, pues cuando ese
momento de excitación y cólera terminara, daría
paso a un hombre abatido.
Dallas, Rubén, Víctor, Neill y Malcom
escucharon las voces de Jaime y permanecieron en
las puertas de sus habitaciones, sin acercarse, para
que ese hombre estallara del todo. Y como David,
pensaban lo mismo, iban a tener a un hombre
desencajado de un momento a otro.
―¿Tanto me odia? ¿Es que nunca podrá
perdonarme? ¿No podré ser feliz el resto de mi
vida? ¿Alguna vez dejaré de amarla? ¿Podré
perdonarme por haberle hecho daño? ¿Acaso no
tuvo suficiente con destrozarme la vida una vez?
David no entendía nada, ya no sabía si era él o,
por el contrario, su hermana la causante de aquella
ruptura, porque las preguntas eran muy confusas.
Por un lado, parecía que fue Beca quien acabó la
relación en el pasado, pero, por otra, si fuese así
¿por qué pensaba que le había hecho daño a
Rebeca?
Jaime se llevó las manos a la cabeza, le dolía
tanto de pasarse los días pensando en ella, que no
lo soportaba más. Le iba a estallar, al igual que
estaba él ahora, fuera de sí.
Abrió la puerta del armario con tanto brío que
por poco la arranca y buscó los sacos de dormir.
―¡Se acabó! Todo me da igual. Si ella puede
vivir sin mí, va siendo hora de que yo lo pueda
hacer sin ella, ¡¿no?! ―preguntó con ira y
gritando.
David tragó saliva, sabía que estaba pasándolo
mal, por ello habían hecho una reunión esa misma
tarde, pero escuchar todo eso solo confirmaba una
cosa: estaba tan enamorado de Rebeca como ella
de él. El amor que sentían el uno por el otro
rozaba lo enfermizo.
―Hubiese dado la vida por ella, hubiese sido
capaz de vender mi alma al diablo para que ella
me quisiera… ¡Y lo único que ha hecho ella es
dejarme tirado! Abandonado sin el menor
miramiento, y si encima no fuese suficiente,
¡incluso me ha olvidado!
Y tiró del saco, pero, al hacerlo, una caja fue a
dar al suelo y todo su contenido se esparció.
―¡Joder! ―exclamó.
Se arrodilló, y David se acercó, también se
agachó y empezaron a recoger todos aquellos
objetos.
David sostuvo entre sus manos un lápiz roto,
casi todo lo que había en el suelo eran cosas
viejas y sin ningún valor.
―¿Para qué coño guarda esto? ―preguntó
mirando el lapicero.
Jaime. que hasta ese momento no se había ni
percatado de que estaban recogiendo objetos que
Rebeca guardaba como oro en paño, se lo arrebató
de la mano y lo miró con detenimiento.
―¿Qué…? ―No podía ni hablar, la sorpresa
fue tal que se quedó conmocionado―. ¿Cómo es
posible que todavía conserve esto?
Utilizó un tono de voz tan raro, que David lo
miró rápido.
―¿El lápiz? ―preguntó por si no hablaban de
lo mismo.
Jaime asintió y se lo acercó a un palmo de la
cara, le señaló con el dedo unas palabras que
habían talladas en ese objeto.
―Le dejé este mensaje en él ―dijo con la voz
apagada porque todavía no daba crédito.
David leyó dos palabras: Te quiero.
Levantó la vista y vio cómo su amigo se
afanaba en recoger rápido todo lo que había
esparcido por el suelo.
―Esta pulsera de plástico se la regalé un día
que fuimos a la feria ―comentó con nostalgia―,
ella quería un osito pequeño, de esos que hay en
las máquinas de atrapar el regalo… Y, en vez del
osito, atrapé una bola que llevaba esto dentro.
No podía creer que Rebeca todavía lo
guardase, eran tonterías.
David se sentó en la cama, mirando a su amigo
cómo iba comentando cada objeto que encontraba.
De pronto vio una carta cerrada que estaba
dirigida a él.
La miró y leyó que la dirección que indicaba
era de cuando él vivía en Chicago.
David, al notar el desconcierto y lo nervioso
que se puso al leerlo, le apoyó la mano en el
hombro.
―Si lleva tu nombre, es tuya ―dijo con
tranquilidad para que Jaime abriera la carta.
El resto de hermanos seguía esperando en el
pasillo, a ver cómo terminaba hoy la noche.
Jaime se sentó en la cama, rasgó el sobre y
extrajo la carta.

5 de septiembre de 2005
Querido Jaime:
Perdóname, sé que estás muy enfadado
conmigo, pero me volví loca de dolor.
Por favor, rompe la carta que te envié, pues
nada de lo que escribí en ella es cierto.
Me hubiese gustado explicarte mis motivos,
pero no me coges el teléfono. Lo entiendo, de
veras que lo entiendo, pero dame la oportunidad
de explicártelo.
Cuando te marchaste, sentí que algo se
desgarraba dentro de mí. No sé explicarlo con
palabras, pero estoy segura que fue mi alma,
como si se quemara y quisiera salir por cada
poro de mi piel. No miento, te juro que fue un
dolor tan intenso que creí morir.
Me enfadé porque tú eras el causante, me
sentí vacía y rota. Y por eso quise que sintieses lo
mismo que yo había sentido. Por eso me inventé
que te había olvidado, que ya no te necesitaba y
que otro había ocupado tu lugar.
No es verdad, no podría hacerlo, porque tú
eres el único que ocupará mi corazón el resto de
mi vida. Sin ti, no quiero seguir viviendo.
Me estoy volviendo loca, todo se me hace
grande, tú eres el único que me entiende, me
apoya, me da luz y me guía.
Por favor, Jaime, perdóname, porque te
necesito.
Me prometiste regresar por mí; ahora, yo te
prometo que te estaré esperando con los brazos
abiertos. No me importa si es un mes, un año,
cinco o toda una vida, pues eres al único al que
podré amar mientras viva. Lo sé porque, como te
he dicho, sin ti, me siento vacía.
Te juro que nadie ocupará jamás tu puesto. Y
espero que me perdones para poder seguir
viviendo plena. Aunque estés lejos y me duela, he
aprendido que no importa mientras sepa que
seguimos juntos. Pero si no me perdonas, ten por
seguro que jamás volveré a sentirme plena.
Te amo.
Pd: Ahora sé lo que es perder el alma, por eso
necesito que me la devuelvas.
David comprendió en ese instante qué había
ocurrido entre su hermana y Jaime en el pasado.
Jaime permanecía callado, con un nudo en la
garganta y el estómago.
Releyó la carta, necesitaba memorizarla.
David supo que debía decir algo.
―No mintió, sigue sintiéndose vacía.
Jaime tragó saliva.
―¿Por qué no me la envió? ―preguntó en un
hilo de voz mientras una lágrima le salía.
David que había mirado la fecha de la carta,
por fin habló de algo que en la familia había
estado prohibido.
―No pudo.
―¿Por qué? ―preguntó de nuevo casi sin voz y
sin apartar la mirada de la carta que mantenía entre
sus manos temblorosas.
―Porque perdió la cabeza. Esa carta que tienes
en tus manos no llegó a su destino porque Rebeca
se trastornó.
Jaime ladeó la cabeza para mirar a su amigo.
―Sufrió un ataque nervioso, fue… ―Pensar en
ello dolía―. La sedaron ese mismo día, y, cuando
despertó, mis padres se la llevaron a Escocia, la
ingresaron en un centro psiquiátrico.
Jaime cerró los ojos.
―¿Por mi culpa? ―esta vez preguntó con unas
cuantas lágrimas en la cara.
―No, fue un cúmulo de todo: tu partida la
sintió como un abandono. Su premio en el mundo
de la moda fue un tormento de auto superación, no
quería defraudar y se exigió más de lo que debía.
Los desfiles y el ritmo frenético de esos días
pudieron totalmente con su autocontrol… Nadie
pudo hacer nada hasta que ocurrió.
Jaime se limpió las lágrimas con el dorso de la
mano. Respiró hondo, dobló la carta con cuidado y
la volvió a meter en el sobre. Mientras lo hacía,
vio en el suelo un montón de fotografías de ellos
dos, la carta que él le envió y el cd que añadió al
envío.
―No puedo vivir sin ella ―afirmó con
aplomo, para qué negar lo que era evidente.
―Y ella, sin ti, tampoco.
Jaime se dio la vuelta y vio que estaban todos
los hermanos Irwin dentro de la habitación. Había
estado tan pendiente de las palabras de David, que
ninguno de los dos se había percatado que había
entrado el resto de hermanos.
―Pero está en Escocia… ―pronunció
derrotado, y Dallas lo interrumpió.
―Intentando olvidarte.
Jaime asimiló las palabras.
―Pues no voy a permitir que eso suceda
―afirmó convencido.
―Mejor, porque va siendo hora que mi
hermana deje de sentirse vacía ―se pronunció
David.
―Ella, vacía, y yo, muerto.
Rubén sonrió, Jaime por fin iba a traer a su
hermana, ya era hora que esos dos locos
enamorados disfrutaran de la vida que merecían.
Jaime apretó la carta para sentirla, llegaba diez
años tarde, pero no importaba, recuperar a Rebeca
sabiendo que ella lo amaba tanto como antes le era
más que suficiente.
―Tengo que irme, necesito hablar con Javier
urgentemente ―dijo sorprendiendo a todos los
hermanos.
Salió del dormitorio de Rebeca y se dirigió al
suyo, cogió el tubo cilíndrico y su chaqueta con
premura.
Montó en su moto y se dirigió a casa de Javier.
Los hermanos llamaron para avisarle de lo que
había sucedido.
Cuando llegó a casa de Javier, este lo hizo
pasar al salón, se sentaron alrededor de la mesa, y
Jaime, sin tiempo que perder, pues había ido por
un único motivo, habló:
―Mi padre decía que a un hombre se le mide
por las promesas que es capaz de cumplir. —
Javier escuchaba atento―. Creo que hoy se sentirá
decepcionado conmigo, pero por Rebeca rompería
una y mil promesas.
Javier cruzó los brazos y se echó hacia atrás,
apoyándose en el respaldo de la silla.
―No creo que tu padre se vaya a sentir
decepcionado, pues, si no recuerdo mal, le
prometiste a mi hermana amarla toda la vida.
Jaime esbozó una medio sonrisa.
―Sí, se lo prometí.
―Jaime, cuando te pedí que me prometieras no
mantener de nuevo una relación sentimental con mi
hermana, no fue por alejaros, más bien porque ella
no estaba preparada, o eso fue lo que sus
psiquiatras nos dijeron.
Jaime asintió con la cabeza.
―Para serte sincero, tampoco esperaba que la
fueses a cumplir tanto tiempo, pues vosotros dos
siempre os habéis saltado las normas.
Jaime por fin pudo esbozar una sonrisa plena,
era cierto, cada vez que Rebeca quería algo, él la
había ayudado, saltándose las normas de los Irwin,
y si Javier supiese que la más sagrada lo habían
hecho no una, sino dos veces, pondría el grito en el
cielo.
―Pues una vez informado, me veo en la
obligación de decirte que me voy por ella, voy a
buscar el primer vuelo que salga…
―Yo tengo ya tu billete.
Jaime levantó las dos cejas.
―Pensaba ir por Rebeca mañana para traerla a
casa, nos tenías muy preocupado, y la única que
podía ayudarte es ella.
Jaime se sintió pleno, la familia Irwin era su
familia. Lo había sido siempre, desde niños. De
hecho, él pidió estudiar gaélico desde bien
pequeño para poder sentirse uno más.
Javier se levantó, le acercó la reserva del vuelo
que ya había cambiado a nombre de Jaime y se la
entregó.
Jaime se puso en pie y, antes de marcharse,
también le entregó algo.
―¿Qué es esto? ―preguntó Javier al ver los
planos de una casa y un proyecto completo para
decorar ese lugar.
―Un sueño hecho realidad.
Javier levantó una ceja y lo miró rápido.
―¿Pero ese no es el sueño de Beca?
―Sí, pero el mío es vivir donde esté ella, así
que dos sueños por el precio de uno.
El mayor de los Irwin sintió un pinchazo en el
pecho, pero de orgullo y satisfacción, el hombre
que tenía delante amaba a su hermana por encima
de todo.
Y como si de uno de sus hermanos se tratara, le
dio un abrazo para demostrarle que estaba
orgulloso.
―Ve por ella y tráela de vuelta a casa.
―Te lo prometo, esta vez no voy a faltar a mi
promesa.
Capítulo 35

Pasado, presente y futuro

Rebeca, como cada tarde, se dirigió a los


acantilados, le encantaba ver el ocaso del sol.
Mientras ella se dirigía a su lugar favorito,
Jaime entraba por la puerta de la casa.
Los padres se sorprendieron y lo abrazaron, ese
muchacho ya era para ellos un hijo más.
―¡Muchacho, qué alegría! ―expresó Corey
con gran júbilo.
Jaime, que estaba nervioso por ver a Rebeca,
miraba en todas direcciones.
Amparo, que tenía el corazón acelerado por la
felicidad de ver a Jaime allí, no pensaba perder
más tiempo, su hija y ese muchacho llevaban
mucho tiempo separados.
―Si estás buscando a Beca, está en los
acantilados.
Jaime asintió, miró fijamente a Amparo y dijo
lo que esa mujer necesitaba escuchar para saber
que la felicidad podía llegarle a su pequeña.
―Entonces no voy a perder un segundo más,
diez años de espera son más que suficientes.
Corey miró a Jaime, ¿diez años? Había venido
por su pequeña.
―Sí, ya es hora que los dos recuperéis esos
años perdidos ―aseveró Amparo con el corazón
en la mano.
Y Jaime salió como había dicho, sin perder un
segundo más.

Rebeca estaba de pie, sintiendo la brisa que ya


era bastante fresca, por suerte hoy no había
llovido, pero las tardes en noviembre eran mucho
más frías que en Valencia. Se abrochó la chaqueta
y se abrazó para intentar sentirse más caliente.
Jaime se acercó a ella sin que se percatase de
su presencia, durante unos segundos la miró y
sintió celos de sus brazos, daría cualquier cosa
por ser él quien la abrazara y le diera calor.
Respiró, porque estaba nervioso, y habló:
―Este siempre ha sido tu lugar favorito.
Rebeca por un momento pensó que de nuevo se
había vuelto loca, porque ya escuchaba voces, y no
una cualquiera, sino la voz de Jaime.
Se dio la vuelta despacio, y allí estaba él.
―Sí, lo es ―respondió sin mostrar ninguna
emoción.
Jaime se puso más nervioso, no era ese el
recibimiento que esperaba, claro que lo que él no
sabía era que Beca estaba tan conmocionada de
verlo allí que le era imposible reaccionar.
Se miraron a los ojos.
―¿Qué… qué haces aquí? ―titubeó.
―He venido porque me debes la última clase
de dance therapy.
Rebeca agrandó los ojos, ¿había ido hasta allí
para echarle en cara lo que no pudo hacer en
aquella clase?, ¿tanto la odiaba?
―¿Cómo has dicho? ―preguntó para
asegurarse, porque aquello era demasiado
surrealista como para ser cierto.
―Lo que has escuchado, nunca has estado mal
del oído.
Rebeca permaneció en silencio durante unos
segundos, que a Jaime se le antojaron horas.
―Por si no te has dado cuenta ―comentó
molesta e inclinó la cabeza a un lado―, aquí no
hay una profesora… digo psicóloga, ni música y
mucho menos el suelo está preparado para hacer
tal cosa.
Jaime intentó mantener la calma, ese gesto de
inclinación de cabeza de Rebeca le avisaba que
estaba a la defensiva.
―Tengo todo lo necesario para dar la clase:
música y tú. No necesito nada más.
Sacó su móvil que lo tenía preparado con una
canción para dar esa última clase de baile con
ella.
Rebeca seguía perpleja, ¿había preparado hasta
la música para echarle en cara el pasado?
Respiró con fuerza, iba a protestar, pero se
quedó callada cuando Jaime se pegó a ella a una
velocidad de vértigo y juntó su frente con la suya.
Rebeca se rindió, tener a Jaime rozándola era
más que suficiente para perder el control. Así que
llevó una de sus manos al hombro de él, y la otra
esperó a que Jaime se la sujetara. Y eso fue lo que
hizo en cuanto le dio al play.
Y allí, en su lugar favorito, junto al hombre que
amaba por encima de todo, comenzó a
balancearse, como otras veces lo había hecho en
las clases de dance therapy, para que él le echara
en cara todo cuanto guardaba en su interior.
Pero la sorpresa fue que Jaime solo dijo unas
palabras.
―Escucha atentamente la letra de la canción,
porque es todo cuanto quiero decirte.
Rebeca cerró los ojos para concentrarse bien
en esta, aunque era muy difícil, porque Jaime
rozaba su nariz una y otra vez con tanta delicadeza
que se sentía desfallecer. Pero prestó toda la
atención que pudo, cuando las voces del grupo Il
Divo cantaban la canción No sé vivir si no es
contigo.
Rebeca tembló y no precisamente por el frío,
¿de verdad había dicho que la letra de esa canción
era todo cuánto quería decirle?
Jaime eligió esa canción porque era todo,
exactamente todo cuanto quería decirle. Esa letra
relataba su relación desde el último día que se
vieron en el taller; la última palabra que ella le
dijo fue «adiós», sin embargo, a pesar de que
esbozó una sonrisa al pronunciarla, sus ojos
hablaron con tristeza.
Y cuando el estribillo llegó, notó a Rebeca
estremecerse, algo que a él le alegró, le palpitaba
el corazón, la tenía cerca, la estaba tocando, no
podía dejar de ronronear con su nariz junto a la de
ella, era algo que siempre le había gustado
compartir con la mujer que amaba, unas caricias
que les pertenecían a ambos desde que eran
jóvenes.

Desde el día que te fuiste


Tengo el alma más que triste
Y mañana, sé muy bien, va a ser peor.
Eso era algo que ambos sentían, estaban
unificados, pues tanto él como ella sentían lo
mismo.
Rebeca, que estaba aguantando la respiración,
tuvo que soltar el aire; Jaime, al notarlo, sonrió, sí,
eso era buena señal.
Y cuando se acercaba el final de la canción,
cuando las voces de los tenores se elevaban para
gritar a los cuatro vientos que no podía vivir si no
era con ella, soltó su mano para rodearla al
completo por la cintura.
Rebeca, con los ojos cerrados, se aferró al
cuello de él, porque con la emoción del momento
Jaime la elevó y comenzó a girar con ella entre sus
brazos. No podía soltarla, no podía parar, no
podía dejar de pensar que por fin iba a ser un
hombre feliz de nuevo.

No sé vivir si no es contigo
No sé, no tengo valor
No sé vivir si no es contigo
No sé… no sé ni quién soy…
Rebeca por fin sonrió con la cara llena de
lágrimas, pero feliz, pues Jaime había ido por ella,
estaban juntos y, además, le estaba regalando un
momento romántico digno de cualquier película.
Cuando la canción terminó, Jaime echó la
cabeza un poco atrás para mirarla a la cara, pero
fue incapaz de soltarla, y, cuando ella abrió los
ojos, supo que cumpliría la promesa de llevarla a
casa junto a él.
Y sin más, la besó, fundiendo de nuevo sus
almas, pues estaba claro que separados no eran
nadie ninguno de los dos. Que cuando se juraron
amor eterno en la adolescencia, no mintieron: el
pasado los unió de por vida, el presente lo hacía
de nuevo, y el futuro, estaba más que claro, lo
estarían para siempre. Y era tan grande el amor de
ambos que, sin palabras, a través de ese beso, se
estaban prometiendo de nuevo que si existía la
eternidad, ellos la vivirían juntos.
Capítulo 36

Confesiones necesarias

Cuando sus bosas se separaron, Rebeca acarició el


rostro de Jaime, necesitaba confesar para empezar
desde cero.
―Tenemos que hablar ―dijo mientras le cogía
una mano y lo llevaba hasta unas rocas donde
poder sentarse y estar algo más resguardados del
viento.
―Beca… ―él pronunció su nombre con temor.
Rebeca le puso un dedo en los labios para hacerlo
callar.
―Estoy obligada a contarte la verdad, no
quiero seguir arrastrando esta carga. —Jaime la
miró y asintió—. Quise hacerlo, pero me volví
loca ―dijo con pena―. Y no lo digo en sentido
figurado, literalmente loca, hasta tal punto que me
ingresaron en un psiquiátrico. —Le brillaron los
ojos, primero por el recuerdo amargo; la segunda,
porque confesar algo así podía hacer que Jaime la
tomase por una loca de remate y volviese a mirarla
con otros ojos.
Jaime, consciente de la historia, le acarició las
manos.
―Esta vez estaré a tu lado, ya no volverás a
enloquecer ―comentó con cariño.
Rebeca sonrió con tanta ternura que Jaime se
volvió loco de amor por ella.
―Beca, encontré tu carta ―confesó.
Ella agrandó los ojos y tembló.
―Y he de ser sincero, de no haberlo hecho, es
posible que tuvieseis que ingresarme a mí
―afirmó con total sinceridad―. Me estaba
volviendo loco, me faltaba incluso el aire…
―Levantó una mano para acariciar la mejilla de
ella―. No vuelvas a abandonarme, por favor,
Beca, no me dejes muerto en vida.
Rebeca lo besó con tanto amor que ambos se
sintieron desfallecer.
―¿Qué pasó con Cintia? ―preguntó Rebeca
porque necesitaba saber la verdad.
―No pasó nada. Te mentí, estaba enfadado y
dije aquella estupidez para hacerte daño.
Rebeca sintió un gran alivio.
―¿Por qué estabas tan enfadado?
―Porque vi a aquel idiota besándote.
―Rebeca juntó el cejo―. Sí, no me mires así, vi a
Jorge besarte y quise matarlo por besar lo que
para mí siempre me ha pertenecido.
―Pero si apenas me rozó…
―Eso no importa, tus labios, para mí, son
míos. El que otro los toque me mata.
Y entonces metió la mano en el bolsillo y sacó
un objeto que pertenecía a Rebeca, un colgante con
forma de labio en oro blanco, que le regaló en su
tercer aniversario, y que ella le devolvió en la
carta que a él le destrozó el corazón.
Al verlo, a ella le brillaron los ojos, ¿lo había
guardado todos estos años?
―Beca, cuando te lo regalé, me prometiste que,
mientras lo llevases colgado en tu cuello,
significaría que tus labios me pertenecen. ―La
rodeó y se lo abrochó―. Espero que lo lleves
colgado eternamente, porque mis labios también te
pertenecen, siempre han sido tuyos.
No mentía, a pesar de haber mantenido
relaciones sexuales con otras mujeres, para él, no
significaron nada, sólo sexo. Sus labios, su
corazón y su alma le pertenecían por completo a
Rebeca. Nunca hubo sentimientos por ninguna otra
mujer.
Permanecieron abrazados durante un buen rato,
en silencio, asimilando cada uno de ellos la
verdad, la auténtica verdad: se amaban.
―Ahora tienes que tomar la decisión más
importante ―dijo mirando fijamente a los ojos de
Rebeca―. Nuestro futuro depende de tu elección.
―¿Qué decisión? ―preguntó asustada.
―Decide dónde quieres comenzar nuestra
nueva vida juntos. Regresé de Chicago por ti. He
comprado una casa que, si no estás tú en ella, no
me interesa. Tú estás viviendo ahora en Portree, y
quiero saber si voy a tener que mudarme o, por el
contrario, vamos a regresar para vivir en la casa
de tus sueños.
A Rebeca se le revolucionó el corazón, Jaime
era capaz de dejarlo todo por ella.
―¿Tú no quieres esa casa?
―Yo solo quiero la casa en la que tú estés
―respondió conciso, directo y sincero.
―Jaime… ―pronunció con un nudo en la
garganta y se quedó sin habla.
―¿Sí?
Levantó sus manos y acunó el rostro de él,
adoración era poco.
―Te amo.
Jaime sonrió emocionado.
―Bien, porque yo, a ti, también.
Y se besaron de nuevo.
―La casa de mis sueños, tengo que decirte, que
yo tampoco la quiero ―dijo con una sonrisa en los
labios―, a no ser que tú también estés en ella.
―En ese caso Beca, haz las maletas porque nos
vamos.
Epílogo

Javier estaba junto a Rebeca en la oficina de la


galería, había pasado un mes desde que su
hermana regresó de Portree junto a Jaime.
―¿Qué quiere decir que no vas a contarme los
cambios que has hecho? ―preguntó Rebeca muy
molesta.
Jaime había hablado con Javier, el proyecto
estaba aprobado pero pidió una modificación, era
una sorpresa que quería darle a la mujer que lo
tenía loco. La mujer que pronto viviría con él «a
solas».
―Beca, puedes ponerte hecha una fiera, pero te
aseguro que no saldrá de mis labios una sola
palabra ―respondió sonriente, le encantaba ver a
su hermana tan mosqueada, además, esa sorpresa,
ella no la esperaba, y él sabía que para Jaime era
muy importante.
―Muy bien, ya veremos si a partir de ahora yo
te cuento las cosas ―amenazó, pero no le sirvió
de nada.
―Me contarás lo que tengas que contarme, eso
es algo, hermanita ―bromeó―, que, por muchos
años que pasen, harás hasta el resto de mi vida.
―¡No me lo puedo creer! ¿Quieres decir que
no voy a deshacerme de vosotros nunca?
―pronunció haciéndose la desesperada, aunque
interiormente le encantaba que los pesados de sus
hermanos siempre estuviesen para ella.
―Nunca, eso es un hecho.
Llamaron a la puerta, y entró Amanda.
―¿Se puede?
A Javier se le iluminó la mirada, hacía
exactamente dos semanas que habían retomado su
relación.
―Tú siempre puedes ―afirmó con una sonrisa
bobalicona.
Rebeca lo observó y también sonrió, le
encantaba ver a su hermano ilusionado de nuevo.
―Estamos mirando currículos, vamos a
ampliar nuestros servicios y estamos buscando
buenos interioristas.
―Si queréis, vuelvo más tarde.
Rebeca se puso en pie.
―No, no, pasa, quédate, yo me voy ya porque
si no, cometeré un asesinato.
Amanda se carcajeó, conociendo a Javier y lo
meticuloso que era para el trabajo, llevarían horas
discutiendo para elegir un candidato. Siempre
había admirado el tesón y la profesionalidad de
Javier.
Rebeca le dio un beso en la mejilla y se marchó
dejándolos a solas. Fue al taller a buscar a Jaime.
Desde su regreso, todo funcionaba de maravilla,
los dos estaban viviendo una segunda oportunidad
y no pensaban desaprovecharla.
―Hola ―saludó a su hermano David―, ¿y
Jaime?
―Está cambiándose ―informó mientras
pasaba por su lado y le daba un beso en la
mejilla―. Me marcho, Tamy me está esperando y
no quiero llegar tarde.
―Muy bien, nos vemos luego.
Al quedarse a solas, miró el tablón de las
fotografías, Jaime había añadido unas cuantas
nuevas. Se acercó a mirar una y sonrió, justo
cuando la voz de Jaime en su oído la hizo temblar.
Estaba detrás de ella rodeándola con sus brazos.
―Aunque ahí estás preciosa, me quedo con la
que guardo para mí.
Se dio la vuelta muy despacio, sonrió coqueta y
seductora, pues las fotografías de las que hablaba
eran muy íntimas.
―¿Ah, sí?, ¿y por qué no las cuelgas?
Jaime ronroneó con su nariz en la de ella.
―Porque si alguien, a parte de mí, te ve
desnuda, voy a tener que matarlo.
Rebeca se carcajeó y llevó sus manos a la
camisa de él. Y, mientras hablaba, iba
desabrochando los botones poco a poco.
―Pues creo que yo también quiero unas fotos
como las mías, así que ve preparándote porque no
me voy a conformar con una.
―¿Sabes? Algo me dice que yo hoy tampoco
me voy a conformar con una.
Y aunque ambos hablaban de distintas cosas,
los dos estaban en lo cierto; Rebeca le sacó unas
cuantas fotografías totalmente desnudo, y él le hizo
el amor tres veces seguidas.
Avance de la segunda parte de la
saga

Mediados de diciembre. Rebeca, la hermana


pequeña de la familia Irwin, se encontraba en la
habitación de un hotel con Jaime.
Era miércoles, y habían preferido saltarse la
comida para verse a solas. Las normas del gran
nido, la casa familiar, impedía que ellos
consumaran su amor.
Sonó el teléfono móvil de Rebeca.
―¡Cómo se te ocurra cogerlo, te vas a enterar!
―amenazó Jaime con voz excitada, porque tenía a
Rebeca totalmente desnuda ante él.
―¿Y si es importante? ―preguntó solo por
tocar un poco la moral a Jaime, pues ella estaba
mucho más excitada que él.
―Esto es mucho más importante ―dijo él
señalando con un dedo su erección.
Rebeca se mordió el labio y dijo:
―Tienes razón, pero vas a tener que
compensarme.
Jaime sonrió, y tanto que la iba a recompensar,
de momento, y para que supiese que iba a dejarla
muy contenta, le lamió un pezón, pasó al otro y le
dio un pequeño mordisco con la fuerza justa para
no hacerle daño y la necesaria para que ella
soltara un gemido de excitación plena.
Y así lo hizo ella, consiguiendo que Jaime se
entregara al cien por cien, olvidando por completo
que alguien estaba llamando a Rebeca.
***
En el gran nido sólo se encontraba Dallas, que
atendió una llamada.
―Dallas, tengo que pedirte un favor, es urgente
―dijo Javier, el hermano mayor de los Irwin, con
premura.
―¿Qué ocurre?
―Amanda ha perdido el tren, no llegará a
Valencia hasta las siete y media de la tarde. Yo
estoy en Madrid, y vas a tener que ir a recoger a
Nerea a la guardería.
Dallas agrandó los ojos. Los hermanos Irwin no
eran precisamente muy dados a cuidar niños.
―¡¿Yo?! Llama a Rebeca.
―Ya lo he hecho y no doy con ella, así que, por
favor, ve a recoger a la niña, no puedo acudir a
nadie más.
Dallas respiró con fuerza.
―Está bien, pero me debes una muy gorda.
―Sí, muy gorda, pero no tardes.
Le dio la dirección de la guardería para ir a por
ella. Amanda informaría que Dallas recogería a su
hija para que no tuviese problemas.
Veinte minutos más tarde, Dallas se encontraba
en la puerta de la guardería, rodeado de un montón
de madres que no dejaban de mirarlo. Se sintió
incómodo.
Fueron sacando a todos los niños, y él se quedó
el último. Al ver que la niña no salía, le preguntó a
la encargada de la puerta.
―Disculpa, he venido a recoger a Nerea.
La chica lo miró y preguntó:
―¿Es usted un familiar? Porque, según mis
datos, a Nerea solo la puede recoger su madre.
Dallas comprendía las normas, hasta le pareció
perfecto que tuviesen tanto cuidado a la hora de
entregar a un niño al ir a recogerlo.
―Lo sé, pero me han comentado que su madre
había llamado para dar parte.
―Ah, un momento, entonces hablaré con la
profesora de Nerea, será ella quien estará al tanto.
―De acuerdo.
Dos minutos tardaron en salir Nerea y la
muchacha con la que había hablado.
Cuando la niña lo miró, se quedó quieta, aunque
lo conocía de haberlo visto unas cuantas veces,
como era lógico en una niña tan pequeña, se sentía
asustada, pues Dallas no le había dado confianzas.
Ahora que, si la niña se sintió paralizada,
Dallas todavía más, ¿qué se suponía que tenía que
hacer ahora?
―Hola ―fue lo único que acertó a decir.
La niña ni respondió, miró a su alrededor
buscando a su madre.
―Tu mamá no ha podido venir ―dijo con voz
tranquila y cariñosa.
No se había dado cuenta de un detalle, estaba
tan nervioso de cómo actuar ante la pequeña, que
le pasó desapercibido que un par de ojos lo
observaban: la profesora de Nerea.
La mujer tomó la iniciativa por el bien de su
alumna.
―Vaya, Nerea, ha venido Dallas a buscarte,
estoy segura que lo pasarás muy bien con él.
Dallas miró a la mujer y se le agrandaron los
ojos.
«¡Estrella!», bramó interiormente.
Una joven rubia que conoció en verano, bueno,
conocer no era exactamente el término adecuado.
Esa mujer arrolló su vehículo y luego tuvieron un
rifirrafe tanto en su despacho como en una
discoteca.
La niña, por instinto, buscó la mano de su
profesora.
Dallas hizo algo parecido, solo que no buscó su
mano, sino su mirada pidiendo auxilio.
Estrella lo entendió y, apiadándose de la
pequeña, y para qué mentir, para estar cerca de
Dallas que, desde que lo conoció, no se lo había
sacado de la cabeza, sonrió. Se agachó y habló
mirando directamente a la pequeña.
―Vamos a hacer una cosa, nos vamos las dos
con Dallas, y él nos invita a merendar, ¿de
acuerdo?
La niña miró a Dallas, luego a la profesora y
asintió sin decir una sola palabra.
Estrella se puso en pie, y él le dio las gracias
con un gesto de cabeza.
―Y, ¿dónde queréis que os invite? ―preguntó
Dallas mientras sostenía la puerta para hacerlas
pasar delante.
En esta ocasión, la niña sí habló.
―En el restaurante de las bolas.
Dallas levantó una ceja, y Estrella se carcajeó
al ver su expresión.
―Es un local para niños donde pueden pasar la
tarde jugando.
Dallas hizo una mueca, se sentía estúpido por
no saber esas cosas, mucho más delante de
Estrella.
La chica le informó que no era necesario coger
el coche, el local estaba muy cerca; además, él no
llevaba la silla reglamentaria.
Una vez la niña merendó, se metió en el interior
a jugar. Dallas y Estrella se quedaron sentados en
una mesa.
―Así que trabajas en una guardería, ¿eh?
―preguntó estudiándola con la mirada.
Estaba preciosa, en las otras ocasiones, ella
llevaba ropa muy retro y, hoy, con esos vaqueros y
una camiseta roja con el muñeco de Mickey Mouse
junto al logo de la guardería, se le antojaba
perfecta. Y si a eso le sumaba que en vez de llevar
el pelo cardado, tenerlo recogido en una coleta lo
estaba excitando, era que debía ir a mirárselo a un
psicoanalista.
―Pues sí ―acertó a decir.
La presencia de Dallas siempre la ponía
nerviosa, acababa diciendo cosas que no sentía y
se ponía a la defensiva. Intentaba por todos los
medios permanecer callada, porque no quería que
él siguiera teniendo una mala impresión de ella.
Por asombroso que pareciese, pasó la tarde
volando Cuando Amanda lo llamó para ir a por su
hija, hasta se sintió apenado.
La conversación con Estrella había sido
divertida, esa mujer era una caja de sorpresas, y lo
más alucinante, no habían discutido en tres horas.
En un acto de galantería, la acercó con su
vehículo hasta su casa; una vez frente a su portal,
mientras se despedían, Dallas se quedó mirando
sus labios. Ella lo notó y sonrió.
―¿Vas a besarme? ―preguntó, consiguiendo
que Dallas se sorprendiera.
«Me encantaría».
―No ―respondió sin embargo.
―Pero te gustaría hacerlo, ¿verdad?
«No te imaginas cuánto».
―No.
Estrella se sintió defraudada, había sido una
idiota al asegurar que él quería hacerlo. ¿Cómo
había entendido mal las señales? Se suponía que,
si un hombre te miraba los labios, era que deseaba
besarlos, ¿no? Se sintió tan avergonzada y ridícula
que no dijo nada más, se limitó a abrir la puerta y
salir del coche sin mirar atrás ni decir una sola
palabra.
Mientras estaba en el portal intentando atinar
con la llave, Dallas la miraba desde dentro de su
Audi y le vino una pregunta:
«¿Vas a dejar que se marche sin besarla?…».
BIBLIOGRAFÍA
Noa Pascual nació en Valencia en 1973 y es
Mirandesa por amor, donde vive en la actualidad,
aunque sigue enamorada de su tierra natal y sus
fiestas.
Desde su adolescencia ya le gustaba inventar
historias divertidas y que estas transmitieran
algunos valores humanos que la sociedad actual
deja al margen.

Su alegría y ganas de vivir son contagiosas, por


eso es que le encanta leer Chick Lit y romántica,
género que escribe de manera divertida y jovial.

En 2.012 ve publicada su primera novela,


Desconocidos en un andén, y con ello comprueba
que los sueños pueden cumplirse con tesón y
esfuerzo. Le sigue Amigos enredados (2.013), una
divertida ficción que pone en la palestra el
verdadero sentido de la amistad. Una chica sin
igual (2.014) ha conseguido unir a infinidad de
personas que forman parte de su grupo Novelas
Románticas de Noa Pascual en Facebook. Y
colaboradora con un relato, en la antología, El
trabajo de cupido (2.014)

Su pasión por la escritura va más allá, y su


mente es una continua máquina de concebir
historias maravillosas que llegan a todo tipo de
público.
Los Irwing (2.015) abre otra fase de la creativa
autora que no dejará de sorprender a sus
seguidor@s.

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