Segundo Trabajo Literatura Moderna

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 8

Universidad Alberto Hurtado

Pedagogía en Lenguaje y Comunicación


Literatura Moderna
Profesor: Marcelo Sanhueza
Estudiante: Marcelo Ortiz Lara

Los siglos XVI y XVII en la literatura europea: lo bárbaro, lo monstruoso


y el lugar del hombre en el mundo

Dos fenómenos de suma importancia para la literatura occidental de los siglos XVI y XVII
interesan en el presente ensayo: uno, el impacto del colonialismo en el ideario social,
especialmente en lo que concierne a los conceptos de barbarie, salvaje y monstruoso; y
dos, la emergencia del individualismo moderno como producto de una serie de
trasformaciones culturales que se vivieron en Europa. Para las obras que se analizarán, en el
primero de los fenómenos será relevante tomar en cuenta la visión del otro/a, junto a todo
lo que hay en cada una de las orillas (por un lado, lo cristiano, lo civilizado; por otro, lo
pagano, lo pecaminoso, lo incivilizado). Para el segundo, en cambio, la emergencia de la
burguesía y la cultura oficial serán referentes desde el cual las obras podrán elaborar sus
críticas a la sociedad europea. Con todo, otro elemento también es importante de
contemplar: la religión. En efecto, las disputas teológicas jugarán un papel importante en la
comprensión literaria, ya sea como telón de fondo, ya sea para acentuar o matizar algunos
elementos de las obras. Para demostrar todo lo anterior, en el presente ensayo se ocuparán
textos de Ian Watt, Fernández Retamar, Harold Bloom y Roland Barthes. Las obras tratadas
serán La tempestad, Fedra, Don Juan y Fausto.

I. Lo bárbaro, lo salvaje, lo monstruoso

Mucho se podría decir acerca de La Tempestad de Shakespeare y Fedra de Racine. En lo


que respecta a este ensayo, sin embargo, importan los discursos que hablan sobre el otro
distinto a lo oficial, tanto cultural como religiosamente. La Tempestad de Shakespeare, en
líneas generales, es un drama ubicado en lo que se suele llamar Teatro isabelino, de cinco
actos, y en donde se cuenta la historia de Próspero, antiguo Duque de Milán, quien fue
despojado de su ducado de forma por parte de Antonio, su hermano. Este hecho se llevó a
cabo mediante un asalto a Próspero, quien, junto a su hija, fueron ingresados forzosamente
a un barco averiado que naufragó por los mares hasta encallar en una isla que se pinta
misteriosa. Sin embargo, Próspero logró en este escape forzoso llevarse algunos libros, de
los cuales extrae conocimientos mágicos y cuyos artificios lo ayudan a tener espíritus y
otros seres a su servicio. Ente estos seres se encuentra Calibán, un ser autóctono de la isla.
Calibán es hijo de Sycorax, una bruja argelina —por lo que se puede inferir— que fue
expulsada de su tierra. También está Ariel, un espíritu del aire que cumple las ordenes de
Próspero y a quién ayuda a hacer naufragar a su hermano (el usurpador de su ducado) junto
al rey de Nápoles y otros personajes.

Todo lo demás es más o menos conocido: hay perdón, reflexiones sobre el poder,
abandono de la magia, promesa de una boda, liberación de Próspero por la gracia de los
aplausos. Lo que interesa es el personaje de Calibán y la isla en sí misma (y,
tangencialmente, el de Ariel), pues permiten desarrollar miradas interesantes sobre los
idearios que en ese tiempo ya se tenían de lo bárbaro, lo salvaje y lo monstruoso, en
relación con los viajes de conquista y el colonialismo asociado a ellos. Es entonces en esta
línea que Calibán se torna importante. De partida, como ya se dijo, Calibán es hijo de una
bruja argelina (Argelia, uno de los países colonizados por Inglaterra), hecho que en el
contexto cultural de producción de La tempestad no es para nada baladí: su significancia
remite a los territorios conquistados por los imperios. Pero también es retratado por otros
personajes de manera confusa: “¿Esto es hombre o pescado? ¿Estará vivo o muerto?
¡Pescado es! O por lo menos a pescado huele” (Shakespeare 231). Así, para Fernández
Retamar, Calibán

es anagrama forjado por Shakespeare a partir de «caníbal» (…) y este


término, a su vez, proviene de «caribe». Los caribes, antes de la llegada de
los europeos, a quienes hicieron una resistencia heroica, eran los más
valientes, los más batalladores habitantes de las tierras que ahora ocupamos
nosotros (…) Pero ese nombre, en sí mismo —caribe—, y en su deformación
caníbal, ha quedado perpetuado, a los ojos de los europeos, sobre todo de
manera infamante. Es este término, este sentido, el que recoge y elabora
Shakespeare en su complejo símbolo. (22-3).

Calibán es, a todas luces, el bárbaro, el salvaje y el monstruo. Toda su vida está
constituida conforme a lo que se tiene por salvaje en ese entonces: hijo de una bruja,
aspecto monstruoso, modales alejados de lo aceptado (intenta violar a la hija de Próspero),
habitante de una isla en donde lo maravilloso es lo normal. Sin embargo, Shakespeare al
enfrentarlo con Próspero, deja entrever las dinámicas colonialistas, especialmente en una de
las primeras escenas, cuando Calibán enfrenta con palabras a Próspero: “esta isla es mía; la
heredé de mi madre, Sycorax / y tú quieres robármela. A poco llegar aquí / me acariciabas,
me hacías halagos, me dabas / de beber agua de jugosas bayas; me enseñaste / el nombre de
la luz mayor y el de la menor / que adornan el día y la noche. (Shakespeare 148)

Próspero llegó a la isla, engañó a Calibán (quien ya vivía allí) y luego comenzó a
abusar de quien mismo le había enseñado la isla. En este sentido, también es elocuente el
pasaje donde Calibán le echa en cara a Próspero que fue gracias al mismo lenguaje que éste
le enseño, que puede articular ofensas para defenderse; el paralelismo para con todo lo que
los indios aborígenes aprendieron de los colonizadores, y que luego utilizaron a su favor
para enfrentarse a estos mismos, es indudable. Calibán es a ojos de todos los personajes, un
salvaje, un bárbaro (no sabía articular palabra antes de Próspero), un monstruo similar a un
pez (incluso a ojos de un borracho y un bufón). Pero también merece la pena mencionar
que Ariel es un espíritu de aire que habita en esa isla en donde hechos mágicos ocurren. Es
sabido que para los colonizadores europeos estas tierras lejanas albergaban seres
sobrenaturales, a veces infrahumanos. El retrato que hace Shakespeare de todo eso
indudablemente refiere a los nuevos territorios conquistados, sobre todo a la hora de
significar el conocimiento que Próspero lleva a esos lugares: sus libros; son éstos los que le
confieren el poder para dominar a los espíritus y los monstruos salvajes de la isla. El crítico
literario Harold Bloom tiene, por supuesto, otra opinión. Para él, las lecturas decoloniales,
feministas o culturales que se hacen actualmente de La tempestad están inextricablemente
influenciadas por las ideologías. Para él, este drama es de Próspero (“anti-Fausto”) y nada
de colonialismo quiso mostrar Shakespeare: “La Tempestad no es ni un discurso sobre el
colonialismo ni un testamento místico. Es una comedia escénica localmente experimental,
provocada, en ultima instancia, sospecho, por el Doctor Fausto de Marlowe” (766).

El caso de Fedra de Racine es tanto más distinto a La tempestad. Aquí lo


monstruoso se presenta como algo interior, como un secreto alojado que, sin embargo, por
el hecho mismo de estar en la mente, ya es tan pecaminoso como si se llevara a concreción.
Racine, el prólogo de la obra, lo expresa así: “Las menores faltas son severamente
castigadas. El simple pensamiento del delito se contempla con tanto horror como el delito
mismo” (151). Es evidente que el cedazo de la religión cristiana aquí está presente: los
pecados no solo se hacen, sino también se piensan. Luego, viene la culpa. Pero esta culpa,
desde luego, se lleva a cuestas mediante el silencio que se arrastra, y del cual Fedra se va
liberando cada vez con más resignación, cada vez de manera más explosiva dando lugar
con ello a la palabra y su articulación. Como bien lo observa Roland Barthes, “desde un
principio Fedra se sabe culpable, pero no es su culpabilidad lo que constituye un problema
si no su silencio: es ahí donde está su libertad” (147). Pero esta libertad contiene la
contradicción de retener esa culpa que lleva su silencio. Entonces, solo confesando podría
comenzar de a poco a liberarse de eso que siente, pero, a su vez, a acercarse a la misma
muerte:

la contención es, pues, la forma que da cuenta a la vez del pudor, de


la culpabilidad y de la esterilidad, y Fedra es en todos los planos una
tragedia del Habla aprisionada, de la vida retenida. Porque la palabra
es un sustituto de la vida: hablar es perder la vida” (Barthes 150).

Una vez que ese silencio se rompe finalmente frente a Teseo, el monstruo allá lejos
está actuando contra Hipólito, quien, a su modo, también guardó un secreto de amor, pero
ocultó otro para proteger tanto a su padre (de la terrible traición) como a Fedra. Es posible
entonces encontrar en la figura del monstruo, en esta obra. algo relacionado con lo
pecaminoso que se lleva adentro; ya no sería una contraposición entre lo civilizado y lo
bárbaro, sino más bien entre lo ajustado a la religión y lo que es pecado. A su vez, también
el monstruo interior refleja otro de los valores que la religión cristiana llegó para establecer:
la de que todos los cuerpos, en tanto creación a imagen y semejanza de Dios, son bellos. En
esta línea, lo monstruoso es algo que se lleva en los propios pensamientos, en todos esos
deseos que alejan a las personas de Dios. Así, por ejemplo, lo constata Hipólito, cuando le
dice a Aricia: “¿Odiaros yo, señora? /Aunque os hayan pintado mi altivez con negros
colores / ¿podéis créeme nacido del seno de un monstruo? / ¿Qué costumbres salvajes, qué
odio encarnizado / no se dulcificarán al veros?” (Racine 178).

Monstruo, salvaje. Dos palabras que se repiten. Pero, como ya se dijo, y como el
mismo Hipólito lo refiere, están asociados a sentimientos. Ninguna persona es monstruosa
por fuera, sino que lo puede ser por dentro. La obra de Fedra es particular también porque
presenta a una mujer como protagonista, una mujer que debe tomar decisiones
influenciadas por el deseo: son, en efecto, decisiones guiadas por deseos, que constituyen a
Fedra como una mujer que también puede enfrentarse a lo moralmente aceptado. La
voluntad es aquí un tema fundamental: dotar a una mujer como portadora de deseos y que
tome decisiones influenciadas por ese ellos, es algo que a todas luces rompe con todo lo
que se iba diciendo hasta el momento. Pero también lo que se pone de relieve es esa
masculinidad imperante con la figura de Hipólito, pues, al contrario de su padre, éste es
virgen y no ha enfrentado jamás a un monstruo. Hipólito encuentra la muerte a manos,
precisamente, de un monstruo que puede ser interpretado como la personificación de todos
esos silencios (monstruos internos) que fueron articulándose a través de la palabra, pero del
cual Hipólito nunca echó mano sino para confesar su amor a Aricia.

II. El concepto de individualismo

Si algo hicieron muy bien los tiempos modernos, además de constituir al individuo, fue
ilusionarlo con que el conocimiento puede traer satisfacción y garantía de un buen vivir. El
caso de Fausto de Marlowe es significativo en este aspecto. Este Fausto (que tiene muchas
otras versiones) se inscribe dentro de los intentos culturales que van a criticar esa visión de
que hombre como el centro de todo, de su individualidad y su lugar seguro en el mundo.

Característico también del Teatro Isabelino, este Fausto tiene una posición social
determinada, que puede ser asociada a la incipiente burguesía académica. En todo el drama,
sin embargo, y especialmente desde un inicio, se devela que el conocimiento que posee no
le basta: lo que realmente anhela es ser admirado y dominar las artes nigrománticas: “A
todos aventaja, y descuella su agudeza / en las celestes disputas teológicas / Hasta que ebrio
de ciencia y presunción / sus alas de cera volaron a zonas prohibidas” (Marlowe 51-2). Esas
zonas prohibidas fueron la magia, arte desde el cual Fausto podría acceder a eso que tanto
anhelaba, que era dominar lo que quisiera, conocer todo, agradar a los emperadores.
Entonces, ante todo ese conocimiento que posee pero que ahora desmerece, solo queda la
magia: “Fausto ha comprobado que el saber ortodoxo resulta insuficiente: la piedra filosofal
puede otorgar la inmortalidad, y la nigromancia puede servir para resucitar a los muertos.
Los espíritus demoniacos permitirán al hombre trascender las fronteras” (Watt 46).
La inconformidad es lo que lleva a Fausto a pactar con el diablo (lucifer), con la
ayuda mediada de Mefistófeles. Hay que tener presente que el discurso renacentista y el
humanismo apeló siempre, desde un inicio, a la masificación de la educación. En esta
época, la cantidad de estudiantes universitarios y egresados aumentó de forma significativa.
Sin embargo, la competencia a la hora de encontrar trabajo resultó ser muy frustrante para
la mayoría, pues las plazas en las mismas universidades y en otros lugares eran muy
limitadas. La frustración se hizo patente: ¿dónde están esas promesas? La clase social
determinada de Fausto y sus anhelos de seguir ascendiendo lo llevan a constituir un
contrato en donde vende su alma y lo condena (contrato: instrumento por excelencia
utilizado por la burguesía). Fausto es parte de ese mundo académico alienado (aunque,
digámoslo, por lo que aparece en el drama, gozaba de su buena ubicación en la
universidad).

Por último, es necesario poner ojo también en lo que concierne a la escena donde
aparece Helena. Helena, la mujer más hermosa, la que encarna aquí todo lo bello que es la
cultura grecolatina, ni siquiera ella con su beso puede salvarlo de la perdición. En un de las
épocas donde la cultura clásica fue un referente, esta escena es decidora: pareciera que aquí
lo que se quiere significar es que toda esa belleza es pasajera, y que más vale no mirar hacia
ella si se quiere salvar el alma de la perdición.

Don Juan de Moliere, por su parte, también encana una problemática del individuo
moderno, pero esta vez desde la moralidad en cuanto al género y sus prejuicios. Don Juan
está constituido con una individualidad que va contra lo moralmente aceptado, pues rompe
con la masculinidad hegemónica de la época (un hombre de una sola mujer, devoto, culto).
Para él, el amor es una empresa de conquista en su significación bélica; a través de toda la
obra se pueden leer adjetivos relativos a la guerra cuando se habla de amor. Así, por
ejemplo, dice Don Juan: “Pero, una vez dueños de ella, ya no queda nada que decir ni que
desear” (Moliere 10); “Poseo la ambición de los conquistadores, que corren perpetuamente
de victoria en victoria, incapaces de poner límites a sus deseos” (Moliere 10). Además,
aparte de ser un conquistador que rehúye del matrimonio, es una persona materialista en el
sentido físico: Don Juan no ve el interior de las personas (eso que tanto realza el
cristianismo), sino que lo físico, lo exterior.
El individualismo de Don Juan aquí no es puesto en cuestión como en Fausto; más
bien, es utilizado para exacerbarlo, pues todo parece decir que Don Juan está conforme con
su posición social (nobleza). Su inconformidad está asociada al amor, a permanecer en un
sitio también: es ahí donde se evidencia esa individualidad inconformista que, con sus
actos, también daña a las personas que hay en su alrededor. Así, el hecho de desatender a
los sentimientos de las demás personas (mujer, sobre todo), y al buscar sus propios
propósitos y objetivos, lo lleva a articular de manera bastante elocuente razones para obrar
con ese libertinaje. Es característico de Don Juan articular discursos racionalistas para
justificar su actuar, ante los cuales sus interlocutores poco y nada tiene para argumentar.

Al igual que en el Fausto, en Don Juan, como ya se dijo, es un insatisfecho. Esto,


claramente, genera una inconformidad que la Contrarreforma no buscó (pues su propósito
era eliminar, por así decirlo, el discurso individualista); fue un procesos que se dio solo al
no calzar las expectativas con lo que ofrecía la realidad: “El principal problema de los
pensadores de la contrarreforma no era que la ideología positiva del Renacimiento hubiera
dejado de tener validez, sino más bien que quienes siguieron tratando de poner en práctica
sus valores terminaban por encontrarse desilusionados y perplejos” (Watt 139).

Desde aquí, el problema no es, como ya se vio, le individualismo en sí, sino el


choque con la realidad misma. Una realidad hostil y que genera desilusión. Los tiempos
finales del Renacimiento fueron un golpe para todo ese ímpetu que traía la búsqueda propia
del conocimiento y del lugar del hombre en el mundo. Luego, pocos años después, la
solución no va ser mirar hacia el pasado; la solución será construir hacia el futuro en hojas
blancas de un nuevo libro.
Bibliografía
Barthes, Roland. Sobre Racine. Siglo XXI: Madrid, 1992. Impreso.

Bloom, Harold. La invención de lo humano. Anagrama: Barcelona, 2002. Impreso.

Fernández Retamar, Roberto. "Calibán. Apuntes sobre la cultura de nuestra


América." Buenos Aires: La Pléyade (1973). Impreso.

Watt, Ian. Mitos del individualismo moderno. Cambridge University Press: Madrid, 1999.
Impreso.

También podría gustarte