La Novela Gótica

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La novela gótica

En el XVIII, siglo de la Ilustración, el ser humano creía que la naturaleza era explicable mediante la
razón. La literatura de estos años está plagada de ensayos filosóficos y de novelas de costumbres
que reflejaban modelos de realidad. En el último tercio del siglo XVIII, surge en Inglaterra una nueva
corriente que pondrá los cimientos del postromanticismo: el gótico literario o neogótico. Presentan
historias que incluyen elementos mágicos, fantasmales y de terror, poniendo en tela de juicio lo que
es real y lo que no. Se trata de una reacción contra la cultura científica y de progreso de la segunda
revolución industrial y la consolidación definitiva del capitalismo en el mundo; aquello que ha sido
llamado la primera globalización.

En términos estrictos, el gótico literario se extendió desde 1765 hasta 1820


aproximadamente, aunque casi todos los autores del Romanticismo del XIX volvieron su mirada
hacia él, inspirando algunas de sus obras más famosas. El goticismo decayó a finales del siglo XIX
con la irrupción del Realismo (positivismo), que promulgaba una explicación científica de la realidad.

El adjetivo gótico se usa porque muchas de las historias se enmarcaban en la época


medieval, o bien, la acción tenía lugar en un castillo, mansión o abadía de este estilo arquitectónico.
Lo intrincado de estos, llenos de pasadizos, huecos oscuros y habitaciones deshabitadas, se prestaba
a crear ambientes inquietantes.

Otras características del género

• Las localizaciones góticas son fundamentales: bosques sombríos, mazmorras, granjas


abandonadas, calles oscuras, casonas vacías, criptas… Las descripciones son abundantes
para crear atmósferas. De hecho, la cronotopía en estas narraciones es protagonista.
• Aparición de elementos grotescos y paranormales: cadáveres, espectros, muertos vivientes,
gore.
• Viajes en el tiempo o en el espacio. Algunos autores eligieron la Europa del Este como marco
de sus obras.
• El mundo de los sueños y las pesadillas también tiene un lugar relevante por la alternancia
entre realidad e irrealidad.
• El marco suelen ser épocas pasadas o inexistentes que alejan al lector del presente.
• Personajes dominados por sus pasiones, inteligentes y enigmáticos. A veces, castigados por
la culpa judeocristiana.
• Añade a las funciones tradicionales del relato, otras, con rasgos románticos, como el noble
que representa el peligro y la doncella perseguida.
• El amor también es un rasgo imprescindible.
• Los protagonistas suelen tener nombres extranjeros muy rimbombantes.
• Elementos escenográficos llamativos: luces y sombras, goznes chirriantes, manuscritos
ocultos, ruidos extraños, animales exóticos, etc.

Algunos estudiosos distinguen en el género entre obras históricas (Walpole, Irving, Bécquer, Stoker);
de terror (Radcliffe, Lovecraft), las cuales cuentan cosas espeluznantes, pero con buen gusto, los
personajes reaccionan a situaciones extremas y el empleo de lo fantástico es moderado; y de horror
(Lewis), donde los sobrenatural es palpable y se hace una detallada descripción de ambientes y de
sucesos brutales que golpean al lector y lo sobrecogen.
Las metamorfosis del vampiro

Margo Glantz

El vampiro es un mito legendario. Deambula por la historia de Fausto y Don Juan; es más, el vampiro
es una extraña mezcla de Fausto y de Don Juan; ha pactado con el diablo y persigue a las doncellas
para destruirlas. Don Juan las priva de su honor y el vampiro de su sangre; la fama del Don Juan se
determina por el número de víctimas deshonradas y la vida del vampiro se sostiene por la sangre de
las vírgenes. Tanto el Don Juan como el vampiro aman a las doncellas débiles, a las virtuosas y
pálidas mujeres que, hipnotizadas, se les entregan. El vampiro no solo ha pactado con el diablo, es
su imagen.

Pero como dice Barthes en Mitologías, el mito es una forma y no se define por el objeto de su
mensaje sino por la manera como lo profiere. El mito del vampiro que resucita en la literatura cada
vez que sus detractores lo guillotinan y le clavan la estaca fratricida en el pecho, es aparentemente
eterno. Aparentemente, porque lleva una veintena de siglos de existencia y sigue reproduciéndose
como los demonios aniquilados para siempre en las hogueras. Parecería que su existencia y su
aniquilación fueran eternas, y que su eternidad vinculada con la palabra siempre definiese al
vampiro como una modalidad esencial del hombre. La agonía romántica se instala en galerías
monstruosas evocadoras de ciertos estremecimientos convulsos y deliciosos emparentados con esa
inquietante aparición del temor que Freud define en Totem y tabú: «Las fuentes verdaderas del tabú
deben ser buscadas más profundamente que en los intereses de las clases privilegiadas; nacen en
el lugar de origen de los instintos primitivos y, a la vez, más duraderos del hombre, en el temor a la
acción de fuerzas demoníacas». Pero lo demoniaco está asociado muchas veces con el sexo y el
vampiro es un mito en el que sexo se emboza mitigado por la negra capa que lo encubre y exacerba
en la blancura de los colmillos afilados que lo revelan como mito y lo ligan con la sangre.

Más como el propio Freud lo asienta, «ni el miedo ni los demonios pueden ser considerados en
psicología, como causas primeras, más allá de las cuales sería imposible remontarse» y es que a su
vez tanto el miedo como los demonios están asociados con lo sagrado y con lo impuro y por ello
son venerados y execrados, como la figura del vampiro. Las doncellas que le temen se le entregan y
una vez vampirizadas caen en el vampirismo; así se cumple el patrón señalado por Freud cuando
determina el poder contagioso inherente en el tabú por la facultad que posee de inducir en
tentación e impeler a la imitación.

Mito vivo pues, o mito que resucita periódicamente como la figura que lo engendra o que lo
simboliza, mito que reviste ciertas características, constituye una historia, define un significado, se
nos entrega con sus atributos: El vampiro es un ser que se alimenta de sangre de seres vivos y
mantiene la vida propia a costa de la vida ajena: El vampiro es nocturno y su presencia despierta
una sigilosa concupiscencia, un terror extraño, y provoca furtivas complacencias y heladas
sensualidades; su presencia hipnotiza, congela, atemoriza; su aspecto es a la vez atrayente y
repulsivo; su simpatía es satánica y su relación con el otro mundo se sospecha y se persigue; su
sustancia es la muerte, su presencia garantía de sacrificio ritualmente consumado. La evocación
simple de la palabra que lo define nos devuelve su sentido, aunque éste se haya devaluado a veces
como en la palabra vamp que nos remite al star system jolivudesco. Pero lo que aquí nos preocupa
es su presencia extraña, su engañosa «eternidad», su capacidad de supervivencia, su existencia de
gato diabólico, ser proteico, engendro de sí mismo, su asociación con el demonio, con lo oscuro,
con el abismo. Esa presencia que engendra un sentido se mantiene aún; «postula un saber, al decir
de Barthes, determina un pasado, una memoria, un orden comparativo de hechos, de ideas, de
decisiones». Pero esta memoria, esta historicidad concentrada en la palabra que evoca su sentido,
se revierte en formas incesantemente renovadas y produce nuevas versiones estéticas del mito que
ahondan en su sentido y aclaran, entenebreciéndola, su embozada red de extrañas implicaciones.
Producen esa «extrañeza inquietante» con la que Freud trató de hacerle frente a ciertos problemas
psicoanalíticos escurridizos y ambivalentes. El mito del vampiro renace en cada nueva forma que lo
engendra y recrea su nuevo acontecer. La historia de las formas que el vampiro ha revestido
regenera su sentido y refuerza el carácter de su mito, lo vuelve un ser resplandeciente de eternidad.

Veamos algunas de las formas de su genealogía.

1. El vampiro y la agonía romántica

La presencia del vampiro es innegable desde finales del siglo XVIII, aunque existe desde antes, como
las brujas, pero oculto, vergonzante. El siglo romántico lo exhibe. De la famosa novela gótica o negra
arranca una serie de presencias perseguidas por la mentalidad popular. El castillo de Otranto de
Horace Walpole fija el estereotipo del espacio lúgubre, ese espacio fortaleza que esconde viejas
tumbas y seres monstruosos que se cuelan por misteriosos pasadizos escondidos y practicados por
antiguos arquitectos que han pactado con el diablo. Los misterios de Udolfo de Ann Radcliff y otras
novelas de la misma autora, rescatan para la novela gótica la pareja víctima-verdugo que había
puesto en circulación el puritano Richardson en su Clarissa, y estudia en su problemática más
profunda e inconfesable el Marqués de Sade. Mary Shelley construye su Frankenstein, tan poderoso
en su genealogía como el Vampiro. El Monje de Lewis y Melmoth de Maturin determinan uno de los
más altos momentos de este tipo de novelística que será imitada y transformada durante el siglo
romántico: La castidad angélica enfrentada a la pasión luciferina, la platitud del bien y la
deslumbrante agonía del mal, la fascinación del abismo, el prestigio de la muerte y la belleza de lo
horrible. Melmoth y el Monje son los antecedentes de Maldoror de Lautréamont. Melmoth y el
Monje encuentran su encarnación fascinadora en una de las figuras más románticas del
Romanticismo, Lord Byron. Melmoth será alabado por Baudelaire quien en Los paraísos artificiales
dirá entusiasmado: «Recordemos a Melmoth, este admirable emblema. Su espantoso sufrimiento
surge de la desproporción entre sus maravillosas facultades, adquiridas instantáneamente por un
acto satánico, y el medio, dónde, como creatura divina, se ve condenado a vivir. Ninguno de aquellos
a quienes quiere seducir consiente en comprarle su terrible privilegio bajo las mismas condiciones.
En efecto, todo hombre que no acepta las condiciones de la vida, vende su alma. Es fácil establecer
la relación que existe entre las creaciones satánicas de los poetas y las creaturas vivas que se han
entregado a la droga. El hombre ha querido ser Dios, y helo aquí que pronto y debido a una ley
moral incontrolable, ha caído más bajo que su naturaleza real. Es un alma que se vende al
menudeo».

El satanismo es una de las condiciones del vampirismo. La elegante figura de Byron, su palidez, su
defecto físico, su vida escandalosa en la que destacan el adulterio y el incesto y su muerte
apasionada corporifican la leyenda. Es la representación carnal del Don Juan pero su satanismo
implacable lo liga con el vampiro y su poesía acaba de redondear el parecido. En 1819 aparece en
Francia una novela atribuida a Byron llamada El Vampiro, pero en realidad la ha escrito el Doctor
Polidori. Charles Nodier, romántico francés de principios de siglo aprovecha la ocasión para
defender este tipo de novelas: «La fábula de los vampiros es la más universal de nuestras
supersticiones... Carga con la autoridad de la tradición. No carece ni de la teología ni de la medicina...
El vampirismo es probablemente una combinación bastante natural pero afortunadamente muy
rara del sonambulismo y la pesadilla». Pero la moda del vampirismo es mucho más vieja y en su
Diccionario filosófico Voltaire le consagra un artículo satírico: «fue en Polonia, en Hungría, en Silesia,
en Moravia, en Austria, en Lorena cuando los muertos tuvieron esta manía. Nunca se oyó hablar de
vampiros en Londres ni siquiera en París. Confieso que en esas dos ciudades haya habido tratantes
y comerciantes que bebieron la sangre del pueblo en pleno día, pero no estaban muertos, eran
corruptos. Estas verdaderas sanguijuelas no vivían en los cementerios sino en palacios muy
hermosos».

Quizá en el siglo XVIII la Razón de los Ilustrados les impidiese creer en los vampiros, pero a fines de
ese mismo siglo, la moda irrumpe y pulveriza a los románticos; sin embargo, como la novela gótica,
la moda de los vampiros parece declinar hacia 1830 y Theóphile Gautier la fulmina diciendo: «es
una literatura de depósitos de cadáveres y presidios, pesadilla de verdugo, alucinación de carnicero
ebrio y de mozo de cordel enardecido. El siglo amaba la carroña y prefería el osario al tocador».

Estas declaraciones no terminan con la moda. El vampiro espera su turno y acostado en el


cementerio deja pasar el tiempo soñando con la sangre fresca que lo devolverá a la vida milagrosa.
La mentalidad decadente de fines del XIX lo retoma y el mito se encarna siguiendo nuevas
modalidades. El propio Gautier publica en 1836 «La muerte amorosa», relato de vampiros, después
de haberlos fulminado en 1830, y aprovecha varios de los clisés diseminados hábilmente por los
primeros románticos, entre los que se encuentran justamente los criticados por él: los depósitos de
cadáveres, las alucinaciones, la carroña, es decir la necrofilia. Además su Clarimonda es una
vampiresa que al ser besada en su lecho de muerte por un joven cura pronuncia palabras desde
ultratumba y dice: «ahora estamos prometidos, podré verte y amarte». Desde ese momento el
joven monje lleva una doble vida, su vida eclesiástica y su vida con la muerta. Pronto advierte que
Clarimonda tiene un gusto bizarro y la descubre picándole el cuello con un alfiler y bebiendo su
sangre. Los famosos colmillos del vampiro han sido sustituidos por un alfiler, que también tiene su
tradición en la historia de la brujería.

El vampirismo que los franceses conocen a través de la novela del Doctor Polidori tiene sus
antecedentes definitivos en Lord Byron como se había dicho antes. En su poema The Giaour avisa
que este personaje ha sido enviado a la tierra como Vampiro para rondar tenebroso su vieja tumba
y beber la sangre de toda su estirpe y en especial la de las mujeres de la familia, la esposa, la hija, la
hermana. Este verso que aparece en el poema publicado en 1813 se desarrolla mas tarde siguiendo
un plan elaborado por el propio Byron y algunos de sus amigos: En 1816 se reúne en Ginebra con el
poeta Shelley, con el Doctor Polidori y con Claire Clairmont y Mary Shelley y una noche deciden
escribir sobre vampiros. Byron escribe un cuento de horror que publica como fragmento en 1819,
la señora Shelley concibe su Frankenstein y Polidori publica también en ese año su cuento macabro,
El Vampiro, inspirado en el fragmento de Byron y en la novela autobiográfica de Carolyn Lamb en la
que esta amante del poeta lo había representado como el pérfido Lord Glenarvon, fatal a sus
amantes y presa finalmente del diablo. Este cuento, publicado en el New Monthly Magazine bajo el
nombre de Byron por un error de su editor, fue considerado por Goethe como la obra maestra del
poeta inglés. Este juicio de Goethe responde sin duda a las inclinaciones románticas del autor del
Werther que en 1797 en su Braut von Korinth había dado forma literaria a leyendas sobre vampiros
que habían surgido en Iliria durante el siglo XVIII.

Esta moda por lo frenético, cultivada en Inglaterra, tiene antecedentes en Francia también y el René
de Chateaubriand se vuelve al morir una especie de vampiro: «El genio fatal de René, dice el
novelista de las Memorias de ultratumba, perseguía todavía a Celuta como esos fantasmas
nocturnos que viven de la sangre de los mortales». Próspero Mérimée también se deja arrastrar por
la moda, a pesar de que como Goethe es más bien un escritor clásico y en su cuento «La Guzla» de
1826 le da a su vampiro todo el encanto de un hombre fatal a la Byron y lo describe diciendo: «Quién
podría evitar la fascinación de su mirada?... Su boca era sangrienta y sonreía como la de un hombre
adormilado y atormentado por un amor horrible». En otro de sus cuentos, «La bella Sofía», una
joven que por razones de dinero ha rechazado a su novio y se ha casado con un hombre rico, es
atacada en su recámara nupcial por el espectro de su novio que se ha suicidado y que la muerde en
la garganta. Charles Nodier, cuentista y teórico de esta moda declara de nuevo: «Los vampiros
visitarán con su horrible amor los sueños de todas las mujeres; y pronto, sin duda, ese monstruo
apenas exhumado prestará su máscara inmóvil, su voz sepulcral, su ojo de un gris mortecino..., toda
su parafernalia de melodrama a la Melpómene de los bulevares, donde tendrá un enorme éxito».

En 1825 aparece otro cuento llamado La vampira del barón de Lamothe Langon, que utilizando datos
históricos de actualidad en ese momento los mezcla a lo sobrenatural: Un oficial de Napoleón
conoce a una joven húngara durante una de las campañas del Emperador. Al regresar a Francia
olvida sus juramentos y se casa. En medio de una felicidad tranquila irrumpe la primera novia y
empiezan los desastres. Al morir su esposa y su hijo, decide casarse con la joven húngara y en la
iglesia, al tomarle la mano, advierte que es la de un esqueleto.

Al referirme a la tendencia tan marcada que el primer romanticismo tiene por lo macabro y por
tanto por los vampiros, he utilizado la palabra moda. Pero ¿es posible minimizar a ese grado esta
propensión y banalizarla aplicándole ese término? ¿Es posible manejar esta problemática
atribuyéndole apenas el sentido de una moda? Es cierto que lo fantástico horrible, o lo frenético
como se le llamaba, es muy peculiar del siglo XIX y que una de las características del Romanticismo
fue este gusto singular por lo macabro. Decirlo es con todo describirlo y no explicarlo, aunque lo
haya explicado tanto Mario Praz.

2. Satán y el vampiro

Las leyendas de vampiros son tan viejas como las leyendas del Fausto o las de Don Juan. Ya lo decía
al empezar este escrito. Se remontan por lo menos al medioevo, aunque tienen antecedentes en las
literaturas clásicas. El hombre lobo, el hombre murciélago que se alimenta de cadáveres aparecen
muy pronto en la historia de la literatura y Petronio tiene un cuento que lleva precisamente ese
nombre, «El lobo». En ese cuento hay dos de las características típicas del vampiro: sus
transformaciones nocturnas y la sangre que mana del cuello. Uno de los animales habitualmente
asociados con el vampiro es el lobo y sus apariciones son nocturnas y al serlo están conectadas con
el diablo. Vampiro es muerte y es satanismo. Es más, el vampirismo es uno de los símbolos
tradicionales que el hombre ha construido para explicar su ansia de inmortalidad. Ser inmortal no
significa resucitar de entre los muertos el día del Juicio Final; aliarse con el diablo significa adelantar
ese momento. El que sobrevive gracias a esa alianza sobrevive concretamente en esta tierra,
pertenece al mundo de los vivos y no espera esa resurrección de la carne que se efectuará al final
de los tiempos. El vampiro vive en el presente, un presente que la sangre le compra y su vitalidad
se adquiere a través del amor, aunque su amor destruya a los demás seres vivos.

Acudir a Satán para liberarse de la muerte es también liberarse de las ataduras que Dios le impone
al hombre. Satán es el gran rebelde y su figura ocupa un lugar destacado en el universo cristiano.
Satán y sus misas negras, Satán y sus hechiceras, Satán y los aquelarres, Satán y la Naturaleza
pueblan los libros de horas y los grandes frescos de las iglesias medievales; Satán aparece, detrás
de los capiteles de las columnas románicas, Satán deslumbra en los vitrales góticos y se enfrenta
descarado a los ángeles. Satán es el héroe caído, el príncipe de las Tinieblas, Lucifer, el personaje
más fascinante del Paraíso perdido. Y desde su aparición en los versos de la Jerusalén libertada de
Tasso se habla de «su hórrida majestad que en su feroz aspecto aumenta el terror y aumenta su
soberbia... y como negro abismo su boca se abre, obscena e infectada de sangre negra». Y en el
Marino, el poeta barroco, Satán lleva en los ojos la tristeza y el signo de la muerte y en ellos brilla
una luz escarlata y confusa. «Su mirada oblicua y sus destellos parecen cometas o relámpagos que
iluminan su mirada. Y de su nariz y sus pálidos labios vomita y expele niebla y pestilencia; furioso,
soberbio y desesperado, sus gemidos son truenos, su aliento, un relámpago». El Lucifer de Milton
es cercano a esta concepción italiana del Demonio y Schiller declara que Milton es un panegirista
del Infierno mientras Shelley expresa su admiración con estas palabras: «El Diablo de Milton es
superior como ser moral a su Dios». Satán hipnotiza y su representante en la tierra, el Vampiro,
petrifica a sus víctimas que avanzan hacia él y se entregan a un sonambulismo amoroso que las
pierde. Sus destellos erizados y magníficos son más fuertes que el pálido resplandor de la virtud y
los ángeles con réplicas desvaídas de ese Paraíso insulso que el Ángel de las Tinieblas combate.

Al provenir como los otros mitos medievales del inconsciente colectivo, el vampiro se regenera en
la literatura y a sus muertes definitivas y constantes suceden sus resurrecciones triunfadoras.
Gautier lo ha declarado muerto, los irónicos racionalistas franceses lo entierran con una sonrisa
torcida en los labios, pero a pesar de la guillotina que cercena su cabeza y de la estaca que lacera su
pecho, el vampiro resucita. El Drácula de Bram Stoker con su traje negro, sus afilados y blancos
colmillos, su sensual, repugnante y encendida boca, su mirada viperina y su andar de lobo crea una
nueva progenie de esta mal llamada moda. La cinematografía se apropia de su imagen y los
repetitivos rituales se enriquecen reiterando los estereotipos. Aparece Nosferatu y lo sigue Drácula
y el terror se apodera de los ojos; las películas acaban agotando su arsenal terrorífico y la cursilería
aniquila al miedo, pero Drácula sigue vivo y Polanski y Warhol se apropian su mitología y la
condensan haciéndolo girar en sanguinolenta danza. Ahora es Werner Herzog.

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