Benjamin. Arte, Medios y Filosofia de La Historia

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Ser

«el más importante crítico de la literatura alemana» fue el objetivo inicial del
intelectual judío Walter Benjamin (1892-1940). Su pasión especulativa se nutrió
luego de las teorías más diversas y persiguió múltiples metas intelectuales. Benjamin
se convirtió en una de las figuras más originales e inclasificables de las «ciencias
culturales» europeas en el cambio del siglo XIX al XX. Crítico literario, teórico del
arte, historiador de la percepción y filósofo de la historia, se ejercitó con los detalles
de la realidad y los recompuso en forma de «imágenes que piensan». Fue uno de los
primeros autores contemporáneos en advertir el potencial cultural y político de los
nuevos medios, como el cine, y articuló una personal idea de progreso a pesar del
auge de los totalitarismos. Sus ideas sobrevivieron a su suicidio en la frontera franco-
española cuando comprendió que no podría huir de la persecución nazi.

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Erica Grossi

Benjamin
Arte, medios y filosofía de la historia
Descubrir la filosofía - 62

ePub r1.1
Titivillus 17.03.22

Página 3
Título original: Benjamin. Arte, media, filosofia della storia. Per un’archeologia dei tempi moderni
Erica Grossi, 2016
Traducción: Víctor Sabaté
Ilustración de portada: Nacho García
Ilustración interior: Mepol (mepolart.com)
Diseño y maquetación: Kira Riera

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta
Benjamin
Pequeña historia de un flâneur de la historia[1]
La andadura filosófica de un hombre de letras
Genealogía de un pensador en/de la desgracia
La escuela de Fráncfort: lugar metonímico del pensamiento crítico
Mesianismo y marxismo: los fantasmas que deambulan en el pensamiento
benjaminiano
«Carácter destructivo» y amor profético por las ruinas: la conciencia histórica
del hombre moderno
Los tiempos modernos de la cultura. Para una teoría benjaminiana de los medios
Historicidad de la percepción, reproductibilidad técnica y el destino del aura
La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1935-1939). Fases de
la aparición (teórica) del aura
Retrato aurático e «inconsciente óptico». Fotografía de una situación
«kafkiana»
Teoría de los medios y técnicas del espectador moderno
Hachís y aura. A cucharadas se saca siempre lo mismo de la realidad
El último Benjamin: trapero de la filosofía y Angelus (Novus) de la historia
Extrañamiento y «teoría viajera»: el bagaje cultural de la diáspora judía
La filosofía de los Pasajes. El montaje de fragmentos como método
Las Tesis sobre la historia. El pensamiento en la última frontera (Portbou, 1940)
APÉNDICES
Obras principales
CRONOLOGÍA
Notas

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Pequeña historia de un flâneur de la
historia[1]
Es muy común que cuando se escribe sobre el pensamiento y la obra del filósofo
judío alemán Walter Benjamin se empiece contando el momento en que terminó su
breve existencia, en la noche entre el 25 y el 26 de septiembre de 1940 en Portbou, un
pequeño pueblo catalán fronterizo con Francia. Allí, en una habitación del Hotel
Francia, el filósofo, ensayista, crítico literario y de arte, traductor y escritor alemán
puso fin a su vida ingiriendo una dosis mortal de morfina que le causó una
hemorragia cerebral. No está clara, sin embargo, la serie de acontecimientos que llevó
hasta aquella noche; se sabe únicamente que Benjamin, en su huida del régimen nazi,
disponía de permiso para entrar en España, pero no para salir de Francia, por lo que
fue retenido en Portbou hasta que se aclarara su situación. Puede suponerse que,
temiendo ser devuelto por las autoridades españolas a la policía colaboracionista nazi
francesa, Benjamin optara por el suicidio. En cualquier caso, el día después de su
muerte las autoridades de control de la frontera franco-española sí permitieron que el
resto de la pequeña expedición que lo acompañaba continuara su viaje hacia Portugal
y Estados Unidos y, de este modo, se salvara. En este pequeño grupo se encontraba
Henny Gurland, futura esposa del psicólogo Erich Fromm, y el hijo de esta. Ni
siquiera sobre los hechos concretos del entierro de Benjamin tenemos datos fiables:
sabemos que fue enterrado el 28 de septiembre en el nicho 563, cuyo alquiler durante
cinco años, hasta 1945, fue pagado por la propia Gurland. Tras este período, parece
que el cadáver del filósofo fue exhumado y trasladado a la fosa común del cementerio
de Portbou, con lo que actualmente es imposible identificar sus restos mortales.
Algunos testigos cuentan que, de hecho, el cuerpo del filósofo permaneció oculto
durante tres días tras su fallecimiento, para no llamar la atención de la Gestapo sobre
sus compañeros de viaje hasta que estos pudieran huir. Parece bastante probable que
la policía española optara por ahorrarse posibles «incidentes diplomáticos» con las
autoridades nazis, por lo que la muerte del filósofo, el último revés tras una serie de
desafortunadas desdichas, pasó a la breve historia de su vida como el salvoconducto
que permitió la salvación de sus compañeros.

El final de la vida de Benjamin, por el momento, la forma y las consecuencias en


que tuvo lugar, supone un punto importante de cristalización —⁠ por usar un término
«estético» que le era familiar⁠ — de las imágenes fundamentales que pueblan su
pensamiento filosófico, su crítica estética y, en general, su visión de la historia y de la
barbarie de la civilización contemporánea.

Perseguido por su origen judío, exiliado político y apátrida en la Europa de los


regímenes totalitarios, Benjamin fue un emigrante clandestino «en su última

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frontera»,[2] la francesa, ocupada en aquellos momentos por los nazis y por la que
pasó, o intentó pasar, ilegalmente, en la noche del 25 de septiembre. Sus dificultades
como emigrante y apátrida pueden parecer contradictorias con su nacimiento en el
Berlín de finales del siglo XIX (el 15 de julio de 1892) y con su infancia, que
transcurrió en el elegante barrio de Charlottenburg, de población mayoritariamente
judía, «iluminado» también por la llegada de numerosos inmigrantes judíos
procedentes de Rusia después de la Revolución de Octubre de 1917. El origen judío y
la inspiración marxista e inconformista del ambiente cultural de su formación juvenil,
que reconstruyó en el célebre, delicadísimo y melancólico mosaico de recuerdos de
su Infancia en Berlín hacia 1900,[3] no solo marca su posición como ferviente y
prolífico intelectual del siglo XX, sino también, más tarde, con el auge del nazismo en
Alemania (1933), su trágico destino como exiliado, del que su suicidio constituye un
triste epílogo.

Benjamin muere con tan solo cuarenta y ocho años, ya con graves problemas en
el corazón y agotado por las dificultades y fracasos padecidos en los difíciles años de
estudio en el exilio. Tras un vagabundeo por Europa —⁠ Capri, Ibiza, San Remo,
Moscú, Dinamarca, París⁠ — que lo debilitó físicamente y en el que subsistió en
condiciones económicas miserables, ayudado por familiares y amigos y con escasos
ingresos fruto de sus colaboraciones con revistas alemanas, bolcheviques o para
emigrantes políticos, en 1939 decidió establecerse definitivamente en París, «la
capital del siglo XIX»[4] y su ciudad de adopción, ya convencido de solicitar la
ciudadanía francesa. A pesar de que los acuerdos de aquel año entre Hitler y la Rusia
soviética daban pie a la desconfianza y la desilusión, Benjamin confió ingenuamente
en la capacidad de las izquierdas europeas para mantener a raya la barbarie fascista.
En 1939, el estallido de la guerra lo sorprendió en Francia: como judío apátrida, fue
deportado a un «campo de trabajo voluntario» en Nevers, donde pagó un alto precio
—⁠ no solo económico, sino también en salud⁠ — para obtener un visado de
inmigración turística para Estados Unidos. Pero la ocupación nazi de Francia en junio
de 1940 fue la que lo llevó a una fuga desesperada hacia el sur: su idea era atravesar
España para llegar a Portugal, donde iba a embarcarse hacia Estados Unidos,
siguiendo los pasos de sus colegas y amigos Theodor L. W. Adorno, Max Horkheimer
y Herbert Marcuse, que ya habían emigrado a partir de 1936.

La vida de este ilustre náufrago del siglo XX, flâneur melancólico de una Europa
en sus tiempos más oscuros, es la de un errabundo paseante por la línea temporal que
separa el largo siglo XIX burgués y el rimbombante siglo XX del tardocapitalismo, las
masas proletarias y las guerras totales.

Pero también podríamos decir que, más que una línea temporal a caballo entre los
siglos XIX y XX, la pequeña historia del filósofo alemán parece condensar, en el

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reducido espacio de su biografía, las dinámicas y los eventos de la gran historia de su
época. En este sentido, el pasaje entre los dos siglos se nos presenta como un
territorio inconexo, incierto y nebuloso, sacudido por eventos repentinos, nunca
lineales ni pacíficos, sino potencialmente impregnados de un futuro que llegará a
contradecirlos. En su errar por este espacio incierto, la mirada crítica de Benjamin es
capaz de discernir, antes y con más claridad que otras, las señales de la
transformación de la historia. Observador sensible, «sismógrafo» de las vibraciones
que preceden los movimientos subterráneos del presente, el filósofo nos presenta el
cambio de siglos como un montaje de apariciones instantáneas, de movimientos
repentinos, de quiebros, renovaciones, súbitas pequeñas catástrofes que destruyen el
pasado y favorecen la llegada imprevisible de un futuro que flota sobre las ruinas
como el mesiánico Angelus Novus de la célebre pintura de Paul Klee (1920).

Vagabundo errante del pensamiento, náufrago de la historia, Walter Benjamin fue


así desde el principio de su complicada carrera y de su trabajo como «pensador en
desgracia».[5] Para no doblegarse ante los reveses económicos y la discriminación,
Benjamin se convirtió en un emigrante entre las disciplinas más diversas, y lo fue
incluso por encima de su carácter de emigrante por el continente europeo. Esta
flânerie intelectual le valió a posteriori la paternidad, junto a otros pensadores, de
algunas teorías en el área interdisciplinar de los Cultural Studies (estudios culturales),
conocidos en aquella época como «Ciencias del espíritu» (Geisteswissenschaften). Su
exploración paso a paso de los límites entre diversas disciplinas revela también la
naturaleza «simultánea» de los diferentes objetos de estudio que forman parte del
espacio propio de la «filosofía de la cultura» de Benjamin. Eliminada la rigidez lineal
del esquema teórico tradicional, eliminado en consecuencia el factor causal del
tiempo como coordenada dominante de los procesos del conocimiento humano, la
historia se presenta ante la mirada singular de este pensador como el «borde
coloreado de una simultaneidad cristalina».[6]

La biografía y la obra en Benjamin, aún más que en otros filósofos de los tiempos
oscuros en Alemania y Europa de principios del siglo XX, se entrelazan en una suerte
de afinidad electiva trágico-romántica. En respuesta a la «decadencia» de los tiempos
modernos, pequeños y grandes desastres —⁠ económicos, políticos, sociales,
históricos⁠ — producen una atracción común y generalizada entre los intelectuales por
la fragmentación, la dispersión y la discontinuidad temporal del conjunto, tanto en el
plano biográfico como en el literario, especulativo y artístico.

Benjamin, más que otros, padeció durante mucho tiempo la exclusión de la


categoría de filósofo en un sentido estricto, puesto que su producción más
formalizada desde el punto de vista abstracto y conceptual ni fue demasiado
sistemática ni demasiado profusa si tenemos en cuenta, en términos meramente

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cuantitativos, el número de obras que publicó en vida, así como el hecho de que
carecieran tanto de carácter programático como de aire de grandes manifiestos
filosóficos. La obra de Benjamin se presenta, en cambio, como una vasta y diversa
colección de escritos: brevísimos ensayos de crítica literaria y artística, artículos o
reseñas en revistas; una escritura fragmentada en la que algunas piezas alcanzan
mayor difusión o fama que otras debido al entusiasmo que despiertan en colegas y
amigos, o por la crítica o en ediciones póstumas. Entre sus obras encontramos incluso
algunas intervenciones radiofónicas. Sus textos teóricos sistemáticos son escasos, y
su relación con las editoriales se vincula a las desafortunadas vicisitudes de su «no
carrera» académica. Esta exclusión puede considerarse ahora cosa del pasado gracias
a la reciente reevaluación de la obra de Benjamin y a su consensuada inclusión en el
grupo de pensadores que supieron «prever» las transformaciones históricas y
culturales del siglo XX.[7]

Caminando por las grandes ciudades, y particularmente por el Berlín de su


infancia y el París de su madurez filosófica, la mirada curiosa de Benjamin se posa
distraídamente sobre la realidad que le rodea y capta una miríada «fantasmagórica»
de detalles, formas y citas que terminarán por formar sus «imágenes que piensan»
(Denkbilder) dispersas en los miles de páginas de sus escritos. El flâneur Benjamin se
convierte en un trapero, un recolector de despojos, un archivador de reliquias; aquel
personaje típico en el paisaje metropolitano de finales del siglo XIX que en el discurso
del filósofo se convierte en la figura metafórica más eficaz para representar la obra
del erudito en busca de respuestas entre los restos dispersos de su época.

Esta doble figura (el paseador distraído y el trapero que recoge despojos,
desechos y fragmentos) la hereda Benjamin del ejemplo de Charles Baudelaire, una
de las personalidades más geniales del siglo XIX, a la que el filósofo se sintió muy
afín, hasta el punto de considerarlo el primero en narrar poéticamente las
transformaciones de su época mediante los «verdaderos» protagonistas: los
marginados de la sociedad francesa de los siglos xviii y XIX, los «vencidos». Benjamin
no solo hereda del poeta francés su interés por los detalles periféricos de la realidad y,
en particular, por los desechos, los residuos, las ruinas, todo aquello que va quedando
atrás, abandonado sobre el terreno de la historia, en la ilusoria carrera de la
civilización hacia el progreso positivista de la modernidad. También elabora,
partiendo del ejemplo de Baudelaire, un método propio de observación de la realidad,
de reflexión y de práctica de la escritura crítica y filosófica: la predilección por el
fragmento, por el apunte y, sobre todo, por la cita; todo ello implica la necesidad de
practicar una especie de «montaje literario» del pensamiento.

La escritura filosófica que nace del paseo distraído entre las imágenes del
pensamiento como «esa calzada que atraviesa su cada vez más densa selva virgen

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interior»[11] se hace evidente a partir de la reconstrucción de los fragmentos
diseminados en los numerosos cuadernos y libretas de apuntes que constituyen el
patrimonio documental —⁠ disperso, en buena parte⁠ — del filósofo-coleccionista-
bibliófilo. En los años más productivos de su vida, aquellos que coincidieron con la
inestable República de Weimar (1919-1933), Benjamin adoptó el estilo surrealista,
caracterizado sobre todo por el montaje de textos e imágenes aparentemente
inconexos entre sí, vinculados por asociaciones alejadas de la racionalidad y la
lógica. Su intención explícita era la de producir en el lector-espectador el mismo
efecto de «extrañamiento» que provocaban las formas de la vanguardia artística, y en
particular el cine, su principal ámbito de reflexión y crítica. La capacidad del texto
para provocar un «salto» en el lector respecto al objeto en cuestión, para Benjamin,
debe ser tal que provoque en él una reflexión crítica en su enfrentamiento con la
realidad que lo rodea, de la que proviene el material del que se habla y sobre la que el
texto filosófico intenta abrir nuevas vías de interpretación. Si intentamos rastrear las
huellas de este «trapero» de la cultura del siglo XX, podemos identificar al menos tres
grupos temáticos de textos publicados de forma dispersa en revistas y periódicos y
reeditados póstumamente en antologías y colecciones que se han ido reordenando con
el tiempo.

Un Benjamin crítico literario y filósofo del lenguaje: el ensayo Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el
lenguaje del hombre (1916); la tesis doctoral El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán
(1919), que será el núcleo a partir del que se desarrollará el complejo volumen El origen del
«Trauerspiel» alemán (1928); La tarea del traductor (1923); los ensayos monográficos «Las afinidades
electivas» de Goethe (1924), Hacia una imagen de Proust (1929), Karl Kraus (1931), Franz Kafka
(1934) y El autor como productor (1934, publicado póstumamente). Forman parte de estos textos o
hacen referencia a ellos numerosos artículos y comentarios publicados en revistas especializadas y
periódicos.

Un Benjamin filósofo de la historia y pensador del materialismo histórico: Hacia la crítica de la


violencia (1921); Excavar y recordar (1932); Experiencia y pobreza (1933); Imágenes que piensan
(1933); El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nikolái Leskov (1936); Sobre algunos motivos en
Baudelaire (1939);[12] Tesis sobre la historia (1939-1940, póstumo). Se puede considerar que forman
parte de este microcosmos otros textos menores, reflexiones dispersas, apuntes y aforismos de tipo
sociológico de los que se deducen algunos de los principios esenciales del peculiar materialismo
histórico mesiánico de Benjamin.

Un Benjamin filósofo estético y teórico de los medios: Pequeña historia de la fotografía (1931); Teatro y
radio (1932); La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1935-1939); ¿Qué es el teatro
épico? (1939); Libro de los pasajes (1939-1940). Dentro de la teoría estética y de los medios se
integrarían también algunos de los textos redactados para la participación de Benjamin en ciertos
programas radiofónicos, además de la amplia y particular serie de reseñas de catálogos, atlas y libros
ilustrados —⁠ algunos infantiles⁠ —, así como de películas y otras obras cinematográficas.

Forman parte de cada uno de estos grupos temáticos, como se ha dicho, una gran
cantidad de escritos y apuntes —⁠ considerando tanto los póstumos como los
incompletos⁠ — que, de acuerdo con la práctica benjaminiana de la colección de
fragmentos y de la diseminación de conceptos, migran de un grupo a otro. Esto

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explica por qué, más allá de ofrecer una orientación cronológica de referencia que sin
duda resulta útil como guía, la producción de Benjamin no se nos presenta como
resultado de una trayectoria «evolutiva» lineal de su pensamiento.

Por estos motivos, el texto que sigue intentará extrapolar de estas tres
macroconstelaciones textuales las imágenes más originales del pensamiento de
Benjamin, en particular de las décadas de 1920 y 1930. En este período es cuando
surgen sus más estrechas amistades, fundamentales para su prolífica reflexión: entre
otras, la que lo unió con el historiador de la mística judía (la cábala) Gershom
Scholem, o la del filósofo de la utopía comunista Ernst Bloch, o la de los filósofos
marxistas de la escuela de Fráncfort Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, o la del
dramaturgo Bertolt Brecht.

Por último, no menos importantes son las relaciones amorosas que mantuvo
primero con Dora Kellner, su esposa desde 1917 y madre de su único hijo, Stefan, y
más tarde con la cineasta vanguardista soviética Asja Lacis, además de una serie de
subterráneas «afinidades electivas» con diversas intelectuales y artistas de los
círculos que frecuentó durante sus viajes por Europa.

Se analizarán, en primer lugar, los principios fundamentales de su teoría del


lenguaje y de la literatura; la concepción de la historia y, en consecuencia, el peculiar
historicismo mesiánico benjaminiano del que derivan la teoría sobre la historicidad de
la experiencia y de la cultura y su concepción de la dialéctica (de la que a su vez
emanan su vivencia del shock y el concepto de imágenes dialécticas); el concepto de
aura y los elementos constitutivos de lo aurático en su personal teoría del arte; la
reflexión sobre la fotografía y el cine y la definición de una teoría estética y de los
medios centrada en los elementos específicos de la modernidad. Finalmente, se dará
espacio al grupo de conjeturas, prácticas y principios filosóficos y críticos esbozados,
pero no finalizados en los dos últimos años de su vida, cuando la especulación teórica
y la escritura se convirtieron para él en auténticas formas de resistencia frente a la
barbarie de la historia.

Este volumen intentará tratar cada concepto de forma transversal a sus


apariciones textuales en el arco de la producción general del autor, ajustando así
benjaminianamente la exposición cronológica lineal según convenga a las exigencias
específicas de la exposición.

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La andadura filosófica de un hombre de letras
Era de mediana estatura, muy delgado, tanto en aquella época como todavía muchos
años después; vestía de un modo acentuadamente poco llamativo y se mantenía de
ordinario ligeramente inclinado hacia delante. […] Su modo de andar poseía una
peculiaridad inconfundible: era lento y algo envarado, como tanteando cada paso, cosa
que cabe atribuir tal vez a su miopía. No le gustaba andar deprisa […]. Muy a menudo se
detenía mientras continuaba hablando. Resultaba fácil reconocerle de espaldas; y esta
particularidad de su manera de andar habría de acentuarse con el transcurso de los años.
Bajo la frente destacaban sus gafas, de gruesos cristales, que se quitaba con frecuencia
mientras hablaba, descubriendo así sus impresionantes ojos azul oscuro.

Así describe Gershom Scholem a Walter Benjamin en el texto que


dedicó a su amistad. Y luego prosigue:

El primer rasgo de Benjamin que me llamó la atención […] era que durante la
conversación jamás permanecía tranquilamente sentado, sino que enseguida comenzaba
a pasearse por la habitación mientras formulaba sus frases, deteniéndose de pronto ante
su interlocutor para, con una entonación singularmente intensa, manifestar su punto de
vista o sugerir otras posibles posturas, por así decir, a título experimental. Fijaba entonces
su mirada, los ojos muy abiertos, sobre el interlocutor, si se encontraba a solas con él […].
Esta fijeza de la mirada contrastaba mucho con la vivacidad de sus gestos.[8]

En sus «mejores fotografías», el filósofo alemán aparece a menudo


retratado en una versión actualizada de la pose del famoso El pensador
de Rodin: con la mano apoyada en la frente y la mirada intensa,
escrutadora.

Estas fotografías lo muestran en París, la ciudad del flâneur


baudelairiano,[9] concentrado en el estudio en la Biblioteca Nacional de
Francia, que será testigo de las elaboraciones inéditas a las que darán
lugar sus reflexiones. La novedad respecto a la postura de la famosa
escultura —⁠la mano en la frente, las gafas, el ambiente bibliotecario⁠—
revela la transformación del hombre de letras moderno: de la meditación
pura de la época clásica a la especulación «experimental» de la época
técnica.

No es casualidad que la primera impresión y la experiencia cotidiana


de Scholem con el cuerpo pensante del filósofo reafirme la afinidad
epistemológica existente entre la forma y el ritmo de sus andares, la
articulación curiosa y precisa de su mirada (Benjamin, como se ha dicho,
era miope) y la singular formulación de su pensamiento filosófico sobre la
modernidad que lo rodeaba.

Este modo de pasear, típico del dandi o del bohemio, «a medio


camino entre avanzar y callejear», según su amigo Max Rychner, la

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observación distraída y penetrante revelan en Benjamin la nostalgia de
una sociedad y una época casi extintas. El siglo XIX de los hommes de
lettres ha sido ya sobrepasado por el ruido y la velocidad de la metrópolis
industrial. Benjamin, sin embargo, mantiene aún los andares reflexivos
de los últimos hijos con rentas garantizadas de las familias de la clase
alta de una burguesía en declive. Es de esta forma, entre los pasajes
decimonónicos y la velocidad de la metrópolis francesa, como el
pensador moderno se dedica a la especulación filosófica. Sin tener que
apretar el paso.[10]

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Genealogía de un pensador en/de la
desgracia
No se pueden recorrer los tortuosos caminos de la producción filosófica de
Benjamin sin tener en cuenta el «elemento de la mala suerte»[13] y sin imaginar que
un pensamiento con tantas idas y venidas debía guiarse, podríamos decir, con una
brújula en mal estado.

Desde el principio de su formación intelectual —⁠ que según el propio Benjamin


tiene su origen en la fértil imaginación fantasiosa del pensamiento infantil⁠ —, el
joven Walter convive literalmente con una especie de alter ego malicioso y maligno,
salido directamente de las fábulas y cuentos de hadas de la tradición alemana que su
madre, Paula, tan bien conocía y que se encargaba de transmitirles.

Se trata del señor «jorobadito», al que su madre llama «el Torpe», una figura de
cuento de hadas que aparecía, como menciona el propio Benjamin,[14] en la famosa
colección de poesía popular Des Knaben Wunderhohn. Este «hombrecillo jorobado»
es el espíritu travieso que desordena las cosas en la mesa en la que el niño Walter y el
erudito Benjamin intentan poner orden en sus papeles, ya sean los del juego infantil o
los de la especulación filosófica de la vida adulta.

El efecto sobre Benjamin de este sentirse constantemente bajo la vigilancia del


«jorobado» es la pérdida de la proverbial brújula que, como se ha dicho, provoca la
dispersión científica de su pensamiento entre diversas disciplinas, su continuo ir y
venir de filósofo errante. De hecho, si nos fijamos, la acción de este duende «Torpe»
que sabotea a Benjamin se revela, en primer lugar, en su desalentadora relación con la
academia formal, en esa capacidad suya por encontrarse siempre «fuera de lugar»[15],
como ocurre también en una de sus últimas y más desafortunadas decisiones, la de
permanecer en París durante el verano de 1940. Y luego, en los papeles de trabajo del
filósofo, el autor es blanco continuo de las bromas del pequeño espíritu, donde
aparece el carácter «torpe» o despistado del alter ego benjaminiano: en su escritura
filosófica aforística, «intermitente», «por imágenes».

Así, reconstruir las fases y los contenidos del prolífico pensamiento de Benjamin
significa extraer de un «montón de pedazos» una imagen tan completa como sea
posible de la «marmita» rota que contenía la sustancia, la «sopita» de su filosofía[16].
Volveremos a esta imagen más adelante, cuando esta ya se ha insertado tan
profundamente en la mente del niño espantado por tanta mala suerte que se ha
convertido en una de las figuras paradigmáticas del modo de pensar y del método
especulativo del adulto.

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Antes de llegar al punto culminante de la tragedia entre 1933 y 1940, el «factor
mala suerte» en la vida de Benjamin se presenta en la primera juventud de dos formas
y en dos momentos fundamentales en su formación, relacionados entre sí. El primero
inaugura, «desgraciadamente», la relación entre su pequeña historia de joven europeo
de veintidós años y la gran historia del siglo. En 1914, como le sucede a una
generación entera de muchachos, también Benjamin debe lidiar con la rápida
secuencia de agresiones en el tablero de ajedrez geopolítico europeo que llevarán
rápidamente al estallido de la Primera Guerra Mundial. Implicado en el observatorio
más complicado y peligroso de los acontecimientos en curso —⁠ el alemán, en el que
muchos intelectuales a los que aprecia y académicos a los que conoce se posicionan
pronto a favor de la declaración de guerra a Francia⁠ —, Benjamin teme el desarrollo
impredecible y la propagación repentina del terror en una Europa que no está
preparada para tanta violencia, después de cien años de paz continental. Sigue un
período de silencio literario casi total, roto apenas por unas pocas excepciones, que
parece coincidir con las condiciones de millones de soldados en las trincheras
europeas frente a «una de las experiencias más atroces de la historia universal», de la
que «las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más
pobres en cuanto a experiencia comunicable».[17]

Benjamin consigue librarse del servicio militar fingiendo, según parece, ciática, y
permanece en Alemania, donde continúa con sus estudios hasta 1917, cuando, ya
casado con Dora, se muda junto con ella a la neutral Suiza, primero a Zúrich, luego a
Saint Moritz y finalmente a Berna. Las atrocidades de la guerra, pero sobre todo la
maltrecha economía del Estado y las restricciones culturales de la situación bélica
llevan a Benjamin a buscar en otro sitio el espacio para concluir sus estudios
universitarios, bajo la presión de los continuos reclamos en Alemania para que repita
las visitas médicas para el reclutamiento.

Esta elección lo aísla del mundo académico alemán, basado todavía en un sistema
de relaciones intelectuales entre la eminente personalidad del profesor —⁠ el
maestro⁠ — y el destino académico del investigador que recogerá el testigo de su
cátedra —⁠ el joven discípulo⁠ —. Cuando, ya graduado, Benjamin regresa a Berlín en
1920, ha tenido que enfrentarse a adversidades académicas varias veces y en
diferentes etapas: entre 1912 y 1913 se mueve frenéticamente entre las universidades
de Berlín y Friburgo, inscrito en la primera, pero frecuentando las clases de filosofía
de ambas, leyendo a Kant y a Kierkegaard. Entre 1916 y 1917, en cambio, prosigue
sus estudios en Múnich, donde se apasiona por la fenomenología de Moritz Geiger, la
teoría del arte de Alois Riegl y la filosofía de la historia de Franz Joseph Molitor.
Kant vuelve a convertirse en el objeto principal de sus lecturas cuando se instala con
Dora en Berna; a ello suma, tras el encuentro con Gershom Scholem, las reflexiones
de este sobre mística judía, y lee a Aristóteles, Bergson y Hegel. En junio de 1919 se

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doctora con una tesis sobre 27 concepto de crítica de arte en el Romanticismo
alemán.

Con este trabajo obtiene una summa cum laude, pero este éxito no le ofrece los
resultados esperados cuando regresa a Alemania. La academia de su país no acoge
con agrado el enfoque «original» con el que Benjamin se acerca a la gran tradición
literaria nacional (el estudio se ocupa, en particular, de Novalis y de Friedrich
Schlegel), y tampoco ayuda el delicado contexto de aquel momento, con el fin de la
guerra y la derrota histórico-política del Imperio alemán. Además, Benjamin no
parece particularmente preocupado por evitar enemistarse con las personalidades
académicas encargadas de decidir acerca de su candidatura a cátedra. Su siguiente
obra, el ensayo «Las afinidades electivas» de Goethe (1924), destaca por mantener el
mismo enfoque crítico estético, y no escatima recriminaciones a la posición oficial
sobre el escritor y sobre la tradición literaria alemana. En el mismo período se le
ocurre la idea de un texto que pretende proponer como tesis de habilitación en la
Facultad de Filosofía de la Universidad de Fráncfort. Se trata del magnífico El origen
del «Trauerspiel» alemán (1928).

Antes de empezar a extraer de estos textos los elementos que nos servirán para
reconstruir el pensamiento del filósofo, valga, para explicar lo desafortunado e
infructuoso de sus intentos de entrar en la academia, el comentario al ensayo sobre
Goethe con el que Hugo von Hofmannsthal, director de la revista Neue Deutsche
Beiträge, acogió la lectura del texto y decidió su publicación (en dos entregas en
1924); dijo que se trataba de un ensayo «absolutamente incomparable».

La originalidad formal y la singularidad interdisciplinaria que caracterizan


positivamente los textos de este joven «autor totalmente desconocido»[18] se vuelven,
sin embargo, en contra de Benjamin en el sistema académico alemán, marcado por
una rígida subdivisión curricular racionalista y positivista.

Y la rigidez normativa no era lo único que caracterizaba el funcionamiento del


sistema universitario alemán. En los años de la guerra y también tras el regreso de
Benjamin desde Suiza y la crítica estabilización de la Alemania de Weimar, el peso
del estigma judío en la sociedad no se había reducido en absoluto. La integración en
la sociedad alemana e incluso la participación y el sacrificio de una generación de
jóvenes judíos alemanes en las filas del ejército que libró la guerra no habían servido
para garantizar a la comunidad judía —⁠ y aún menos a alguien que, como Benjamin,
había sido exonerado del servicio militar y que era un outsider académico⁠ — un
acceso en igualdad de condiciones a carreras y posiciones sociales en la posguerra. Y
mucho menos a aquellas posiciones que garantizan a quien las ocupa el
reconocimiento académico y la autoridad social propios, en el tejido de la alta
burguesía tradicional, de la élite cultural.

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Así, contradiciendo en parte lo que habíamos afirmado antes sobre el autosabotaje
de su alter ego, se podría tal vez creer que, en comparación con el escepticismo
alemán respecto a los judíos —⁠ que empieza ya a tomar la forma de un auténtico
antisemitismo⁠ —, el papel antipático del «jorobado» torpe no fue tan determinante, al
fin y al cabo, en las dificultades que encontró el filósofo para desarrollar sus
proyectos como lo había sido para arruinar los del Walter niño años atrás. No
obstante, Benjamin, «sobresaltado ante un montón de pedazos», las trizas de la fama
y del éxito académico frustrado, se sabe observado en todo momento por el
«jorobado», que va un paso por delante de él y que sigue manipulando la brújula que
debería guiarlo.

Cuando, en la década de 1930, Benjamin escribe a su hijo Stefan, se da cuenta de


que el «Torpe» sigue todavía allí, «delante del costurero, inclinado sobre mi cajón»,
aunque ahora, prosigue el filósofo, ya a merced de la amenaza nazi, «ha terminado su
labor».[19]

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La escuela de Fráncfort: lugar metonímico del pensamiento
crítico

En la expresión «escuela de Fráncfort» conviven la indicación del


espacio clásico de la reflexión filosófica («escuela») y el principio teórico
de esta. Es decir, con «escuela de Fráncfort» se quiere dar a entender
tanto la teoría crítica (como amplio y articulado análisis interdisciplinar de
las contradicciones de la sociedad presente), como los miembros que la
desarrollan y el Instituto de Investigación Social que la acoge (el Institut
für Sozialforschung) en la Universidad Johann Wolfgang Goethe en
Fráncfort del Meno.

Esta escuela se formó en 1922 a partir del Instituto para el Estudio del
Marxismo fundado por Félix Weil (1898-1975). La escuela se constituyó
enseguida como un versátil espacio de reflexión socioeconómica-cultural.
Se adhirieron a ella intelectuales del calibre del historiador marxista Karl
Grünberg (1861-1940), el economista Friedrich Pollock (1894-1970), y,
sobre todo, los filósofos Theodor L. W. Adorno (1903-1969) y Max
Horkheimer (1895-1973). Una segunda oleada de intelectuales se unió a
la escuela a principios de la década de 1930, entre los que destacaban
Herbert Marcuse (1898-1979), Erich Fromm (1900-1980) y el propio
Benjamin. A pesar de la variedad de temas que se estudiaron en la
escuela[21] y de la informalidad institucional del grupo, sí se compartían
ciertos principios filosóficos y ciertas coordenadas histórico-sociales.

Sobre el plano histórico-social, la escuela de Fráncfort se enfrenta a


las condiciones estructurales de la afirmación de la sociedad industrial
moderna y a las dinámicas del poder contingente. En oposición al
pensamiento positivista de la ciencia moderna, la teoría crítica se opone
a la ruinosa tecnificación del mundo y a la marcha hacia la total
alienación, la entrega absoluta de la existencia al trabajo industrial y de la
libertad a los regímenes autoritarios que la mantienen como rehén,
reduciendo la humanidad a una masa informe heterodirecta.

En el plano teórico y filosófico, el pensamiento de la escuela se basa


en la teoría político-económica de Karl Marx y en la tradición dialéctica
hegeliana, pero lo hace con una evidente relectura en clave negativa: es
decir, la dialéctica, a pesar de ser un instrumento de comprensión de la
realidad muy válido, no es capaz de «conciliar» los opuestos que la
conforman (tesis vs. antítesis = síntesis). Más bien sirve para revelar la
desarmonía y las contradicciones insalvables presentes en el mundo,
frente al cual la filosofía solo puede seguir aspirando a un cambio radical

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y revolucionario en su intento de resolver la no-coincidencia entre razón y
realidad.

La teoría crítica es un pensamiento utópico-pesimista: pesimista


porque es consciente de las contradicciones existentes; utópico porque
se extiende hacia un ideal de una humanidad futura libre y de una
sociedad más igualitaria, posibilidad en cierto modo improbable dada la
aceptación del tardocapitalismo que ha fagocitado también las
expresiones culturales, estéticas y sociopolíticas (Adorno, Dialéctica
negativa, 1966). La posición general materialista de la escuela de
Fráncfort se presenta, así, como la única capaz de contrarrestar las
ilusiones totalizantes de los diversos «-ismos» (enciclopedismo,
racionalismo, positivismo y, obviamente, totalitarismo), en función de un
futuro de liberación, de desalienación de la humanidad respecto a la
autoridad y a los ordenamientos sociales (Estudios sobre autoridad y
familia, 1936), respecto a la dependencia de una industria cultural
masificada (Horkheimer-Adorno, Dialéctica de la Ilustración, 1947), y
respecto a las vejaciones del trabajo industrial, del que el comunismo
soviético ha sido, hasta el momento, una primera advertencia sobre la
«revolución fallida».

También el psicoanálisis de Sigmund Freud se convierte en un nodo


teórico central para los miembros de la escuela, especialmente para
Marcuse y Fromm, que reflexionan sobre las formas del poder y su
funcionamiento (individual y colectivo). Los temas de la «búsqueda del
placer» y de la libido son asimismo leídos desde una óptica marxista,
como satisfacción consumista y fetichista de las necesidades culturales
de las masas.

En la atmósfera crítica de la escuela se producen desde el principio


teorías y nacen corrientes que, si bien se consideran parcialmente
agotadas en la década de 1970, son claros antecedentes —⁠o incluso se
mantienen hoy en día como bases⁠— del pensamiento crítico
contemporáneo. En particular, cabe destacar la entidad teórico-cultural
de los estudios sobre arte, sobre estética y sobre los medios en la
sociedad industrial de masas, estudios que tienen en Benjamin a su
mayor promotor entre los años 1935 y 1939 (La obra de arte en la época
de su reproductibilidad técnica).

Como espacio metonímico de la teoría crítica, la escuela de Fráncfort


se mantendrá incluso durante el auge del régimen nazi, cuando muchos
de sus miembros se han exiliado en Estados Unidos. Tras pasar por
Ginebra y París, gran parte del grupo de Fráncfort termina refugiándose

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en Nueva York, y conserva su objetivo crítico originario y su mirada
negativa sobre los acontecimientos históricos.

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Mesianismo y marxismo: los fantasmas que deambulan
en el pensamiento benjaminiano

Es en esta primera fase, marcada por el shock de la guerra, cuando Benjamin se


forma en diferentes escuelas teóricas y absorbe las reflexiones intelectuales de las
diferentes personalidades con las que se cruza en varios lugares. Autor prolífico
desde los años de secundaria, en 1912 empieza a desarrollar, en forma de ensayos y
consistentes aportaciones teóricas, los nodos alrededor de los cuales se expandirá la
compleja «constelación» de su pensamiento.

La de «constelación» es una de las «imágenes que piensan» de Benjamin, y


merece una brevísima descripción, precisamente porque refleja literalmente el
procedimiento especulativo del filósofo y marca la forma de su producción escrita.
Entre las muchas figuras que pueblan el universo benjaminiano, la de la constelación
es una de las más imaginativas y convincentes: representa de forma muy visual la
tensión relacional entre las ideas y los conceptos respecto a la verdad a la que
tienden. En otras palabras, la verdad filosófica debe entenderse como una
constelación astronómica, en el interior de la cual se encuentran diversas
agrupaciones, más o menos densas, de estrellas. Estas representan a las ideas, entre
las que se producen tensiones filosóficas que las relacionan dentro de los
conglomerados más complejos y variables que son los conceptos. Podemos ya,
entonces, adentrarnos en la primera fase especulativa del autor, que se sitúa entre el
año de su matriculación en la Universidad de Berlín (1912) y el del inicio de sus
viajes europeos tras el fracaso de su carrera académica, alrededor de 1924. En este
período es especialmente fuerte el interés por el estudio de la literatura, con un
acercamiento que en Benjamin mezcla de forma peculiar la filosofía del lenguaje y la
teoría estética, ambas fuertemente marcadas por la persistencia de las bases de su
cultura judía de origen y por el mesianismo teológico que la acompaña. El objetivo de
esta formación es el de convertirse, como afirma en una carta a su amigo Scholem, en
el «crítico más importante de la literatura alemana»[20], aunque, como homme de
lettres del siglo XIX, no pretende —⁠ o, como se verá, no todavía⁠ — desarrollar su
carrera en el sentido utilitarista propio de la sociedad burguesa.

La guerra y el traslado a la Suiza de los pacifistas y antimilitaristas le dan la


oportunidad de conocer el pensamiento marxista, articulado en una mezcla de
principios histórico-sociales y de prácticas artísticas vanguardistas, que mantendrá
hasta el fin de su vida. Esta segunda fase comprende desde 1924-1925, cuando
conoce en Capri a la cineasta letona Asja Lacis, hasta 1933-1935, el primer momento
en el que el viaje deja de ser el proceso epistemológico de un homme de lettres libre

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del siglo XIX para convertirse en un exilio forzado en la época de los fascismos
totalitarios.

A lo largo de este período conoce (1929) y empieza a frecuentar al dramaturgo


marxista Bertolt Brecht, con el que el intercambio teórico resulta determinante para
establecer el pensamiento materialista de Benjamin, al menos por lo que respecta a la
teoría crítica marxista de la escuela de Fráncfort. En la década de 1930 confluyen en
esta institución personalidades influyentes del mundo académico y de la intelligentsia
anticapitalista y antiburguesa alemana, entre las que destacan Theodor Adorno
—⁠ uno de los que rechazaron la candidatura de Benjamin en la Universidad de
Fráncfort⁠ —, Max Horkheimer, Erich Fromm y Herbert Marcuse.

El escenario que estimula y hace madurar el pensamiento de Benjamin, fijando


algunas de las imágenes más productivas de su filosofía, es el de conflicto intelectual
entre las corrientes críticas del marxismo y el conjunto de expresiones literarias y
artísticas que intentan socavar y sacudir la sociedad paralizada por la crisis en curso
en la Alemania de Weimar.

Es en la contaminación entre el mesianismo y la teoría materialista marxista


donde se funda, por tanto, la relectura de la obra de Benjamin, desde su recuperación.
Durante los años de la segunda posguerra, los dos principales editores de su
producción —⁠ los amigos y colegas Adorno y Scholem⁠ — empiezan a organizar los
textos, configurándolos según la afinidad que cada uno de ellos tiene con esos dos
polos de la dialéctica benjaminiana: la teoría crítica, por un lado, y la doctrina
mesiánica, por otro. Ambos, sin embargo, igualmente convencidos, como se verá a
continuación, de algunos resultados «extremos» del pensamiento del filósofo con
motivo de la influencia de Bertolt Brecht.

A ellos se debe, en consecuencia, el esfuerzo de haber recompuesto la marmita-


obra recogiendo por todas partes los pedazos-fragmentos.

Las «afinidades electivas» entre la palabra y el mundo.


Benjamin, crítico literario

Los primeros escritos del joven Benjamin son indudablemente la parte más oscura
de toda su obra y, según muchos críticos, se caracterizan por estar entretejidos con
referencias no siempre explícitas, a menudo evocativas, y, en su densidad literaria,
oníricas y poéticas.[22] Según Arendt,
poseía una gran erudición, pero no era un erudito; sus temas comprendían textos y su interpretación, pero
no era un filólogo; no le atraía mucho la religión pero sí la teología y el tipo de interpretación teológica
por la que el texto en sí es sagrado, pero no era teólogo y no sentía un interés particular por la Biblia; era

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un escritor nato, pero su mayor ambición fue producir una obra que consistiera solo en citas; fue el
primer alemán que tradujo a Proust (junto con Franz Hessel) y St.-John Perse, y antes de eso había
traducido los Tableaux Parisiens de Baudelaire, pero no era traductor; revisó varios libros y escribió un
número de ensayos sobre escritores vivos y muertos, pero no era crítico literario; escribió un libro sobre
el barroco alemán y dejó un estudio sin terminar sobre el siglo XIX francés, pero no era historiador, ni
literario ni de ningún otro tipo: trataré de demostrar que pensaba en forma poética, pero no era ni poeta ni
filósofo[23].

Vemos que esto es cierto incluso si nos fijamos en sus textos más tempranos, en
los que empieza a hilvanar su sistema compuesto de filosofía del lenguaje y teoría del
lenguaje y que desemboca en el ensayo Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el
lenguaje del hombre (1916, póstumo), el más nítidamente inspirado en el elemento
teológico de la tradición judía. Desde pequeño, cuando estudia en la escuela Friedrich
Wilhelm en Berlín, Benjamin, como muchos de sus compañeros, tiene que establecer
una difícil relación entre las tendencias reformistas de la educación oficial y de los
movimientos juveniles en boga y la tradición judía de sus orígenes. En su propia
asimilación social en el barrio burgués de clase alta de Charlottenburg, la familia
Benjamin encarna esta condición estereotípica de los judíos en la Alemania de
Guillermo II: en el «umbral» entre dos mundos que se perciben como opuestos (la
tradición judía y la cultura alemana).

Activo en la Jugendbewegung, el «movimiento de la juventud» que pretendía


renovar la pedagogía y la cultura, Benjamin empieza este proceso de «mediación»
entre las bases del judaísmo y el empuje reformador del siglo, que lo marcará para
toda la vida y durante toda su producción. Con el inicio de la guerra, sin embargo, se
aleja del movimiento inspirado por Gustav Wyneken, al que acusa de haber
traicionado los ideales de fraternidad y solidaridad de grupo y haberse orientado a la
adhesión a la guerra de trincheras. El joven estudiante de filosofía que lee a Kant,
Kierkegaard y Hegel se concentra a partir de 1916 en la literatura romántica alemana,
a la que sigue la fascinación por ciertas figuras concretas de la estética franco-
alemana (Goethe, Proust, Kraus, Kafka, Leskov, Baudelaire), pasando por temas más
«modernos» relativos a los resultados prácticos y políticos de la actividad intelectual
del narrador/traductor/crítico.

Es durante estos años en los que, según Scholem, se desarrolla en él la propensión


a una crítica en la que su pensamiento pudiera «cristalizar» mejor que en
producciones originales o en ensayos que puedan reconocerse como exclusivamente
filosóficos. Un caso ejemplar de esta fase experimental lo representa su análisis
lingüístico de la edición en cinco tomos de los discursos del Kaiser Guillermo II, que
Benjamin leía a sus amigos acompañando la lectura de comentarios magníficos y
originales con los que «nos hizo percibir de manera diáfana la completa estupidez
“guillermina”».[24]

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Además de la referencia mesiánica al tema de la redención a través de la lengua y
del arte de la pasividad del mito y del estoicismo del espíritu de resignación cristiana,
Scholem subraya cómo precisamente la relación teológica existente entre los judíos y
el lenguaje en el milenario estudio de los textos sagrados constituye uno de los
fantasmas teóricos que empujan a Benjamin a preparar las nociones sobre el lenguaje
en el comentario y la crítica. Esto se puede comprobar en la vasta producción de
reseñas y artículos que escribe para las revistas con las que colabora: Archiv für
Sozialwissenschajten und Sozialpolitik (Archivo de ciencias sociales y política
social); la sección cultural del Frankfurter Zeitung; Literarische Welt y la revista
francfortesa Zeitschrift fiir Sozialforschung (Revista de investigación social). Pero se
comprueba sobre todo en los que pueden considerarse sus textos más consistentes en
cuanto a especulación teórica, así como las premisas estéticas de su filosofía de la
historia: «Las afinidades electivas» de Goethe, El origen del «Trauerspiel» alemán y
el ensayo incompleto y «vagabundo» Sobre algunos motivos en Baudelaire.

Se trata ahora de recorrer transversalmente esta producción, yendo en busca de las


ideas fundamentales del pensamiento del autor a lo largo de su desarrollo en el
tiempo. Se intentará seguir sus transformaciones, así como el encuentro del filósofo
con las ideas teóricas mencionadas y en respuesta a las contingencias políticas o
sociales con las que se enfrenta. Se mostrará la amplitud de su producción
presentando las «imágenes que piensan» diseminadas en los dos campos principales
de «contaminación»: la ciencia de la cultura y la filosofía de la historia.

Este recorrido puede y debe comenzar, sin embargo, por el primer trabajo en el
que Benjamin define, en parte oponiéndose a la academia, en parte manipulándola, su
teoría del lenguaje: el ensayo de 1916 Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el
lenguaje del hombre. Aquí, las reflexiones teológicas judías y los ecos románticos
alemanes de los estudios universitarios se confabulan contra la tradición crítica de la
historia de la literatura, encarnada por la escuela de Stefan George. De acuerdo con la
idea romántica según la cual el lenguaje no es solo «un medio de comunicación»,
sino más bien una presencia originaria de verdad, Benjamin construye su teoría del
lenguaje como un médium que se comunica a sí mismo, esto es, capaz de «decir» de
la cosa que nombra aquello que puede expresarse lingüísticamente.

Bajo una influencia directa del pensamiento y de las imágenes teológicas del
misticismo judío, Benjamin funda su teoría sobre la idea de una lengua «adánica»
originaria en la que existe una identidad entre la idea y el nombre de la cosa. De aquí
deriva la dimensión lingüística originariamente entregada al hombre por la más
sagrada de las escrito ras, la Biblia: el hombre recibe de este modo la tarea de dar un
nombre a las criaturas mudas porque, a diferencia de la de ellas, la esencia del
hombre es una esencia lingüística.

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Pero no hay que confundir la convicción benjaminiana —⁠ heredada de su
educación religiosa⁠ — en la sacralidad literaria de las Escrituras (la Biblia cristiana y
la Torá judía) con un credo ortodoxo en su interpretación de estos textos como textos
sagrados. Es decir, Benjamin ha absorbido la teología como discurso religioso y
utiliza su terminología (doctrina, verdad, tradición, revelación, entre otros muchos
términos que aparecen diseminados en sus textos), pero nunca, ni siquiera en esta fase
juvenil, los asume como fundamentos de una fe personal auténtica y genuina.

En esta línea, reflexiona sobre la multiplicidad de lenguas de los hombres como


un factor que revela su historicidad: las lenguas son históricas porque se adaptan a la
tarea de «el que da nombres» de expresar lo expresable de la cosa en el momento
contingente. Cada lengua tiene su propia forma no intercambiable de entender la
palabra que emana de la cosa, así como cada palabra tiene su propio «tono
sentimental»,[25] que solo puede expresarse en la lengua en la que existe.

Mezclando la teoría del perspectivismo lingüístico de Wilhelm von Humboldt,


que había estudiado en los cursos de lingüística de Berlín, y la estética simbolista,
que había aprendido en los círculos de George, Benjamin se opone a la filosofía del
lenguaje contemporánea según la cual el hecho lingüístico de «poner nombres» era
un acto arbitrario del sujeto, debido a que la distancia ontológica entre el hombre
dotado de palabra y el mundo mudo deja al primero libre para nombrar
arbitrariamente las cosas que pueblan el segundo. Benjamin, que no olvida sus
estudios de estética, se opone aquí a la arbitrariedad de quien «da nombres», usando
algunas premisas del simbolismo contemporáneo, al que priva, sin embargo, del
irracionalismo y de la trascendencia.

Para Benjamin, la formación del lenguaje —⁠ de forma afín a la idea del arte
simbolista⁠ — se obtiene a través de la actividad expositiva de la cosa misma, que,
iluminada y colocada en el contexto preciso, entra en comunicación subterránea con
el sujeto que la conoce y le otorga el nombre, o la imagen en el caso del artista. Esta
especie de movimiento metafísico de la cosa hacia el hombre que la percibe y debe
nombrarla deriva de la concepción simbolista del mundo que Benjamin aprende con
las teorías contemporáneas de Ludwig Klages[26] y en las expresiones artístico-
literarias de Stéphane Mallarmé. El símbolo no se refiere a la cosa, el símbolo es la
cosa, y su conocimiento se establece a través de la recepción sensible de la
emanación que llega al individuo desde la cosa. La vista y el oído son los sentidos
preferibles en la estética simbolista y en la teoría del lenguaje de Benjamin, puesto
que, una vez admitida la imposibilidad de obviar la distancia entre sujeto y objeto en
la realidad, son ellos los sentidos capaces de captar la emanación activa que se eleva
desde la cosa hacia el hombre, en forma de imágenes (arte) y, también, de sonidos
(palabra, música). Para los dos polos de este movimiento —⁠ la cosa y el hombre⁠ —,
Benjamin plantea una auténtica «intención», es más, una necesidad de expresión

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inherente tanto en el objeto como en el sujeto. La intencionalidad y la voluntad de la
palabra (y del arte), como el lenguaje mismo, son propias y no intercambiables en los
respectivos sistemas lingüísticos (y artísticos) considerados.

Es necesario un pasaje tan denso sobre el origen teórico para comprender el resto
de los elementos que constituyen la constelación del pensamiento de Benjamin sobre
el lenguaje y la literatura, en la que la reflexión sobre la «traducción» es el terreno
práctico que nos sirve para comprender el comportamiento del sistema lingüístico al
completo.

Para las corrientes académicas más consolidadas —⁠ en particular, la escuela de


George⁠ —, la traducción es la práctica literaria por excelencia después de la escritura;
no en vano, tuvo gran prestigio en la producción de los románticos alemanes en las
fases más brillantes de su expresión. Hasta 1923, cuando Benjamin empieza a escribir
sistemáticamente sobre el tema de forma de manera abiertamente opuesta a la teoría
académica, la traducción se consideraba una transposición de contenidos de una
lengua a otra, derivada de una especie de heroísmo místico del genio literario. La
traducción competía con la creación literaria en el mismo nivel estético. Si para la
tradición crítica de la época el escritor era el único capaz de descifrar el mundo,
reconocer la belleza tal y como es y transformarla en literatura, en traducción, la
capacidad del genio lírico —⁠ el poeta héroe⁠ — consiste en desenredar el caos de los
símbolos de otra lengua, del mismo modo que cuando crea literatura debe abrirse
paso por la selva virgen de símbolos del mundo.

Para Benjamin —que habla con conocimiento de causa, dado que él mismo se
está dedicando a la difícil tarea de traducir las poesías de los Tableaux Parisiens de
Baudelaire⁠ —, la traducción es, en cambio, una especie de género intermedio entre la
creación literaria y la especulación filosófica. La ilusión que deriva, según Benjamin,
de la tradición clásica es doble: en primer lugar, la ilusión de la fidelidad a la palabra,
a la posibilidad de restituir en otra lengua un sentido expresado en el original; en
segundo lugar, la ilusión de pretender que el genio traductor posea la creativa
«libertad de la reproducción en su sentido literal».

En ambos casos, según Benjamin, la ilusión queda al descubierto cuando


tomamos en cuenta el hecho de que cada lengua, con su propia perspectiva y según
sus posibilidades, intenta expresar una totalidad a la que no puede accederse
singularmente, palabra por palabra, caso a caso (perspectivismo lingüístico). Si bien,
por ejemplo, en la palabra alemana brot y en la palabra francesa pain el contenido
que se expresa es el mismo, como afirma el maestro Von Humboldt, el modo de
entender ambas palabras en alemán y en francés no es, en cambio, idéntico: diverge
por la tonalidad, por el «tono sentimental», por la posición en la frase y en la
atmósfera general de la lengua en la que se integra. La palabra, «el elemento primario

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del traductor», revela, así, además de lo comunicable, algo no comunicable, un
«simbolizante o simbolizado» que se libera en un «movimiento lingüístico» del
original al traductor. Esta emanación —⁠ en la que podemos percibir los ecos del
discurso estético simbolista⁠ — es la prueba, a pesar de su carácter etéreo, de la
calidad de la obra y de su traducibilidad. En esto consiste la aspiración última e ideal
del trabajo del traductor: «el gran motivo de la integración de las muchas lenguas en
una sola lengua verdadera»,[27] como teselas en el gran diseño del mosaico.[28]

Vuelve, aquí, el mesianismo, en la versión de una teoría de la redención de las


lenguas históricas en la posible armonía de una lengua «adánica»: el reino de la
consumación de las lenguas, consumación a la que están predestinadas, pero les es
negada constitutivamente. La misión del traductor se encuentra, precisamente, en la
«intención» de respetar la afinidad que existe entre su texto y el original, pero en vez
de dejarla al criterio del genio traductor, Benjamin fija la responsabilidad racional del
traductor de profesión: su «tarea» consiste en esforzarse para liberar la emanación
intraducible de la palabra que intenta, sin esperanza, acercarse al lenguaje puro. El
traductor, como ser humano en contacto con los elementos del mundo, debe afinar su
capacidad para encontrar la afinidad oculta, subterránea pero presente, en la lengua
de la traducción, porque únicamente de este modo será capaz de ampliar el espectro
de esta relación y aspirar a expandirlo hasta contener la verdadera lengua que acoge a
todas las lenguas. Y, a pesar de ello, por la esencia de la promesa mesiánica todavía
no atendida, el resultado se alejará siempre de las intenciones.

Con afinidad o «parentesco» Benjamin entiende una cualidad intrínseca, es decir,


invisible, imperceptible y oculta en las cosas y las palabras; la lengua, como se ha
dicho, es solo una de las posibilidades expresivas del hombre. La similitud, sin
embargo, es una cualidad exterior, superficial, engañosa; en definitiva, simple
apariencia entre las cosas y no su profunda afinidad, el «concepto no sensorial de
semejanza».[29] Puede verse aquí cómo el discurso de Benjamin sobre el lenguaje
anticipa y, soterradamente, estructura las bases para las teorías que, como se
comprobará en la segunda parte de este libro, tratan del campo fenomenológico de la
estética puramente dicha: la aisthesis griega, aquello que concierne a la forma y la
técnica de la percepción como conocimiento sensible.

En este contexto de reflexiones, Benjamin acuña la expresión «facultad


mimética», que es la capacidad del hombre para asimilar y asimilarse —⁠ como el
camaleón cambia de color según el color de la rama o la hoja en la que se apoya⁠ — a
lo heterogéneo, es decir, a lo diferente de él. El carácter particular de esta capacidad
consiste en que es característico del hombre, pero también en que es histórico, es
decir, sujeto a transformaciones según su uso y su funcionamiento. Esta historicidad
de la «facultad mimética» se demuestra a dos niveles: el primero, el «ontogenético»,
es decir, bajo el respeto de las capacidades propias de la condición humana; el

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segundo, el «filogenético», que reconoce expresiones de la propia facultad
remontándose en el tiempo a fases «primitivas» de la historia humana o a sociedades
contemporáneas pero que viven bajo otros sistemas y condiciones antropológicas.
Una demostración, según Benjamin, de ambos niveles es el juego de los niños, una
actividad del conocimiento que los lleva a convertirse cada vez en aquello que imitan:

El niño que está detrás de la cortina se convierte él mismo en algo flotante y blanco, en un fantasma. La
mesa del comedor bajo la que se ha acurrucado hace que se convierta en el ídolo de madera del templo
cuyas cuatro columnas son las patas talladas. Y detrás de una puerta es él mismo puerta, la lleva como
una pesada máscara, y como chamán embrujará a cuantos entren desprevenidos.[30]

Como el niño escondido de esta «cortinología», los arúspices buscaban


similitudes y correspondencias con el destino de los hombres en el microcosmos de
las vísceras de los animales sacrificados y en el macrocosmos del movimiento de los
astros. Tanto la evolución humana a un nivel filogenético como el paso al estado
adulto del hombre a un nivel ontogenético atrofian esta facultad y reducen la
capacidad de captar las analogías subterráneas más allá de la superficie de lo visible.

A esta relación de parentesco prestan atención los artistas, o al menos aquellos


que la practican en la literatura, en la danza o en la recitación del gesto teatral
—⁠ Benjamin podrá experimentarlo personalmente en la experiencia del locutor
radiofónico.

Cabe precisar aquí que estas dos figuras —⁠ la afinidad y la similitud⁠ —, junto
con la alegoría, se aplican y derivan de su compleja teoría crítica y de ahí se mueven
hacia una «doctrina» específica de la experiencia sensible, de los medios y,
transversalmente, de la historia. Doctrina, término que deriva directamente del
diccionario teológico judeo-cristiano, es la más correcta de las definiciones para
referirse a esta «constelación» del pensamiento de Benjamin. Es él mismo quien
aclara la continuidad entre el lenguaje, que es objeto de aprendizaje (solo escuchando
a quien ya sabe hablar se aprende a hacerlo), y el contenido de una doctrina, que debe
ser aprendido, como todo aquello que es comunicable, transmisible.

Para proceder, entonces, es necesario partir de los ensayos en los que Benjamin se
opone al uso que la tradición literaria académica hace de estas figuras, utilizándolas,
según Benjamin, de forma engañosa, con el único propósito de respetar un falso e
ilusorio principio de continuidad lineal de la historia de la literatura. En este sentido,
el ensayo sobre Las afinidades electivas puede concebirse como respuesta al texto
crítico Goethe de Friedrich Gundolf —⁠ el «canciller» del círculo de George⁠ —.
Benjamin se opone explícitamente a la idea de esta escuela y de la academia de
acomodar al gran autor alemán a la visión mítica del mundo tal como aparece en el
cuadro simbolista de Klages. Según Benjamin, Gundolf pretende investir a Goethe de
la capacidad heroica de los poetas líricos para acceder a la verdadera naturaleza, a la

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unidad entre cuerpo y alma como condición original del hombre. Esta posición
«mítica» del poeta promueve una especie de culto neopagano de la naturaleza a la
que se accede por medio de correspondencias que también son materiales, como las
entiende el propio Benjamin, pero que solo son válidas para el héroe poeta. Con esto
en mente, se hace de Goethe un defensor de la absoluta exoneración de cualquier
responsabilidad ética como resultado de la actividad humana. La jaula mítica
trascendente propuesta por la academia hace de los personajes goethianos figuras
estéticas e inmóviles de la condición humana: en ellos, impera una resignación ante la
acción que está impulsada por el ímpetu de las afinidades y que resulta, por tanto,
incontrovertible. La misma correspondencia emotiva entre los personajes ha de ser
legalizada dentro de un código cristiano: el matrimonio como forma de normalización
social de esa misma falta de responsabilidad. Por su parte, el autor, el Goethe escritor
de la novela, se exime ante el lector de proponer cualquier alternativa posible,
cualquier clave de lectura que abra las verjas de la realidad representada por la jaula
de la historia mítica.

Para Benjamin, que prácticamente ya está empezando a cuestionarse las


transformaciones filogenéticas de la facultad mimética del autor en los diversos
contextos, los así llamados «paisajes culturales», la novela de Goethe se presenta, por
el contrario, como un intento de cambio en la visión mítica tradicional, subvirtiéndola
por medio de los mismos elementos que la forman: signos, factores demoníacos y
astrológicos de su «simbolismo de la muerte».[31] Por lo tanto, Goethe, en lugar de
proponer de nuevo el «destino» del hombre klagesiano, es decir, el de dejarse llevar
por el curso automático de las afinidades como si fuera un proceso químico
indiscutible —⁠ como sucede con los personajes principales, los adúlteros del amor
romántico⁠ —, intentaría, en cambio, transigir con el miedo tradicional propio del
mito, ajustar cuentas éticamente y proponer su derrocamiento en la realidad. El
experimento goethiano de esta «toma de posición» reside, según Benjamin, en el
reverso de la trama principal que encontramos en ese cuento que hay dentro de la
novela, el relato «Los extraños vecinitos», en el que los personajes son dueños de sus
acciones y se comportan de forma resuelta, en vez de dejarse llevar por el flujo de las
corrientes subterráneas.

Sobre la base de estos elementos, relativos al problema ético del autor y de la


toma de posición respecto al contexto cultural al que se dirige su obra, gran parte de
la crítica ha mantenido que esta temática emerge por primera vez en el escrito El
autor como productor (1934). En este texto, Benjamin manifestaría más que en
ningún otro lugar la gran influencia de su amistad con Brecht y de los
posicionamientos de este sobre la politización de la palabra y del arte, como se intuye
por el hecho de que se trata de un discurso escrito y leído en el Instituto de Estudios
del Fascismo de París, el 27 de abril de 1934. Y si bien esta afirmación puede ser

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cierta en cuanto a la inspiración teórica y las referencias artísticas a las que Benjamin
recurre —⁠ principalmente autores de la Rusia soviética, a la que ha viajado
recientemente gracias a la mediación de Asja Lacis y de Georg Lukács⁠ —, hay que
admitir, en cambio, que el cuestionamiento del rol de los intelectuales en Benjamin se
remonta a antes de la amistad con Brecht, al menos hasta el momento en el que
escribió sobre Las afinidades electivas.

La primera expresión sistemática de esta temática se encuentra en el majestuoso


estudio sobre el drama barroco, en el que, también en polémica con la academia —⁠ a
la que supuestamente este texto debía darle acceso⁠ —, Benjamin se remonta a la
historia de los «paisajes culturales» alrededor de las transformaciones del género de
la tragedia griega. La atención por el período barroco alemán y por algunos autores
en particular[32] es de plena actualidad, una palabra muy acorde con la filosofía de la
historia benjaminiana, y se convierte en un puente metodológico y teórico importante
para situar en el centro de atención aquellos períodos y géneros que habían quedado
en los márgenes de la línea «evolutiva» trazada por la historia de la literatura
dominante. El centro de este tratado es la figura de la alegoría, que, en el género de
estas «representaciones luctuosas» que son los Trauerspiel del siglo XVII alemán,
sustituye a la tradición clásica del símbolo como síntesis de lo sensible y lo
suprasensible. La alegoría es la respuesta estética[33] —⁠ una forma de pensamiento,
de escritura y de representación en la que «cualquier personaje, cualquier cosa,
cualquier situación, puede significar cualquier otra cosa»⁠ — a la crisis de significado,
a la pérdida de un horizonte común y compartido, causada por las guerras de religión
del siglo XVII. De esta particular reflexión sobre la emergencia de la transformación
por la urgencia de la crisis, Benjamin retrotrae la estimulante analogía entre el siglo
XVII y el barroco y la Alemania de la primera posguerra y el expresionismo artístico
en el régimen de Weimar.

Volviendo al Trauerspiel alemán: mientras la tragedia clásica es la representación


de la historia natural, en la que el héroe silencioso es el símbolo teológico o el
ejecutor mudo del destino «natural» de la comunidad, el drama barroco es la
representación del mito sobre un trasfondo teológico diferente, el de la historia
sagrada cristiana, en la que el misterio que recubre los emblemas mudos de la
realidad sirve para sacar a la luz la distancia entre el mundo trascendente celeste y el
mundo inmanente del dolor y el mal terrenos. En el drama barroco, este misterio se
sitúa en la alegoría, que toma la forma de las ruinas:
Las alegorías son, en el reino del pensamiento, lo que las ruinas en el reino de las cosas. De ahí el culto
barroco a la ruina. […] Lo que la Antigüedad les ha legado resulta para ellos [los poetas barrocos], pieza
a pieza, el conjunto de elementos con los cuales ese nuevo todo se combina. O mejor: construye. Pues la
visión completa de eso nuevo era en efecto la ruina[34].

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Es de esta serie de rasgos de donde emerge el problema de la filosofía de la
historia que se va gestando en el pensamiento crítico de Benjamin y que toma forma
en el tratamiento mismo del drama barroco y de la alegoría como objetos históricos.
Y son objetos históricos, en primer lugar, porque tratan, como se ha dicho, la historia
de la comunidad, y, en segundo lugar, porque su historicidad consiste en ser objetos
pragmáticos, es decir, funcionales a una dimensión pedagógica para la comunidad
misma (en el barroco se trata de una pedagogía teológica).

Los géneros de la tragedia y el drama, en otras palabras, viven en una estrecha


relación estética, como forma de arte, con la organización social y política de la
realidad contemporánea en la que existen. El drama barroco alemán, en concreto, se
integra en las esferas administrativas de la sociedad teutónica del siglo XVII; los
escritores barrocos son a menudo funcionarios alejados de la materialidad de la vida
de la comunidad, y viven aislados y protegidos en sus círculos literarios, con lo que
mantienen en el plano práctico y político una clara indiferencia respecto a los asuntos
de la realidad. Su posición política, más bien, consiste en la preservación, mediante la
estetización del mito y del dolor terrenal, de la situación social existente, las
jerarquías económicas y las clases en el poder.

Si se lee el ensayo sobre el drama barroco alemán a la luz de la hibridación


marxista de Benjamin, que ya estaba en curso de definición, no podrán considerarse
fuera de contexto las reflexiones más importantes del autor respecto a la exploración
de la práctica intelectual —⁠ con los ejemplos del poeta Baudelaire o del dramaturgo
Brecht⁠ — en la experiencia cotidiana de la crisis generalizada —⁠ la caída del
Segundo Imperio francés y la crisis de la Alemania de Weimar.

Desde esta reflexión histórica sobre el papel del autor y sobre los géneros y las
figuras literarias, Benjamin pasa a reflexionar más específicamente sobre la cuestión
de la temporalidad, a partir de sus ideas sobre la alegoría y sobre la «ruina».

Una dialéctica «intermitente». Benjamin, filósofo de la historia

Hasta ahora hemos identificado, en los sustanciosos y originales ensayos de


crítica estética que Benjamin escribe entre 1925 y 1935, aproximadamente, los
principios teóricos que entran directamente en diálogo con su concepción de la
historia, y hemos comprobado que en estas primeras etapas dichos principios se
encuentran más bien relacionados con el elemento mesiánico y con la necesidad de
criticar la visión universalista del historicismo romántico de molde hegeliano y la
positivista y evolucionista del primer materialismo socialdemócrata alemán.

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No olvidemos, en este punto, ni el proceso al mismo tiempo geográfico y teórico
por el que Benjamin pasa entre 1919 y 1933, ni las grietas abiertas por la Gran Guerra
en la experiencia y el pensamiento, ni la pérdida de un horizonte de sentido y de la
conciencia del tiempo en toda una generación europea.[35]

En 1919, mientras tanto, Benjamin lee El espíritu de la utopía de Ernst Bloch,


con el que trabará amistad y que se convertirá en un intelectual de referencia para él;
pero lee también las Reflexiones sobre la violencia de Georges Sorel, libro que le
inspira su primer ensayo verdaderamente filosófico y político (anarquista), Hacia la
crítica de la violencia (1921), así como su Fragmento teológico-político (1920), en el
que se reconoce la mezcla entre mesianismo utopístico blochiano y primeros estudios
ético-políticos. Es, de hecho, en este texto, el primero declaradamente «fragmentario»
del pensamiento de Benjamin, donde la crítica estética al mito, ya expresada en los
ensayos sobre Goethe y el drama barroco, toma una neta intención histórico-
filosófica.

1921 es el año de la iluminación fundamental en la construcción de su filosofía de


la historia: fascinado por el dibujo Angelus Novus del pintor Paul Klee, lo compra en
una galería de Múnich, para ya no separarse de él. De este dibujo a tinta china, tiza y
acuarela obtiene la inspiración para fundar una revista homónima que, sin embargo,
no tendrá continuidad más allá del ensayo de presentación de la misma: Presentación
de la revista «Angelus Novus» (1921-1922). Leído retrospectivamente (como se verá
en el capítulo final del presente libro), el proyecto de Angelus Novus no podía
resolverse más que de esta forma, análoga a la alegoría de la ruina. El anuncio de la
revista, de hecho, es un ejemplo del potencial creativo que había en el destino
inconcluso del proyecto. Esto lo demuestra el lenguaje usado en las obras de este
período, el más denso en contenidos y en encargos, pero sobre todo en presagios
respecto a las transformaciones en curso de su tiempo.

El «paisaje cultural» en el que Benjamin cristaliza estas reflexiones, tiene, de


hecho, el perfil de su «estilo de vida elíptico entre Berlín y París», y también entre las
teorías del arte y las diversas almas del marxismo revolucionario. En este período y
hasta 1939-1940, su peculiar capacidad para «participar en la especulación teórica
sobre el análisis crítico de los textos»[36] se manifiesta, de hecho, en tentativas
experimentales sobre temas que van desde los propios de su origen alemán (ensayos
sobre Kraus como intachable «combatiente» contra la manipulación de la prensa de
masas y sobre el «teatro épico» y «didáctico» de Brecht) hasta los de la cultura de su
tierra de adopción, la Francia de Baudelaire y Proust.

Es del terreno de la reflexión histórica sobre la tragedia y sobre el carácter


temporal de la alegoría de donde surge la reflexión de Benjamin sobre el autor como
productor, a la que nos hemos referido unos párrafos atrás.

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En 1934, cuando se manifiesta contra la lógica fascista de conservadurismo
estético y funcional del control social de las masas, Benjamin ya ha renunciado
definitivamente a conseguir una plaza de docente universitario y al reconocimiento
académico; es más, lo rechaza precisamente en nombre de las consideraciones que va
elaborando sobre el rol productivo de la acción intelectual en contraste con el
«paisaje cultural» burgués. No son ni la forma literaria ni necesariamente los temas
que se traten lo que determina en modo formal y universal el grado en que algo es
justo políticamente o en el terreno de la tendencia literaria. Según Benjamin, en
cambio, lo que cuenta es la posición de los autores respecto a la realidad contingente
(en este caso específico, la Alemania de los años treinta).

Dado el estado actual de la sociedad, en vías de masificación, y dado que el poeta,


el artista y el intelectual tienen a su disposición una serie de innovaciones y
dispositivos (desde la invención de la imprenta a la fotografía y, sobre todo, el
montaje cinematográfico), ¿qué distingue un uso reaccionario, homologante y
conservador de un uso, en cambio, emancipador, politizado y «revolucionario» a
favor de la lucha de la clase proletaria? Según Benjamin, se trata del modo en el que
la producción se dispone en las relaciones sociales vivas, que en la situación del
momento son relaciones de producción.

Como se verá mejor en la segunda parte del texto que dedicaremos al escrito
sobre los medios modernos (véase la sección «La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica (1935-1939)», Benjamin sugiere la necesidad de llevar
hasta las últimas consecuencias las potencialidades innovadoras inherentes a los
dispositivos. Solo al cuestionar la tradicional dicotomía burguesa entre autor y
público y la relación irreductible de las artes puede el intelectual convertirse en
productor, gracias a las condiciones puestas a su disposición por las nuevas técnicas
(el cine y la radio, por ejemplo, que funden imagen y sonido y acercan al artista a su
«oyente»). En el autor moderno, entonces, parece manifestarse el «carácter
destructivo» de la época en la que actúa: un carácter que resulta productivo en el
momento en que arruina y destruye el uso conservador contemporáneo de los
dispositivos y de las formas de arte que la técnica ha puesto a disposición del creador.
Desde la primera definición de historicidad como contraposición al «retorno de lo
mismo» al que está destinado el hombre que vive preso en la jaula de la historia
mítica de la tradición estética clásica, en el Fragmento teológico-político, Benjamin
contrapone a la inmovilidad conservadora del tiempo del mito la «actualidad» de la
redención. Si la primera «no tiene presente», puesto que es una eterna repetición de
un mismo momento en cada pasado del hombre mítico, la segunda, en cambio, se
identifica con cada instante presente, en el que se puede producir el cambio. Lo que el
pasado ha sido ya no es más, salvo como registro de la experiencia.

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Es en el valor de uso siempre diferente en cada momento del presente cuando se
produce el cambio, es decir, en la técnica (Technik) como «segunda naturaleza» del
hombre y del intelectual: una transición histórica del saber puro de una cultura
humanística a la acción política de una cultura politécnica.

La «politécnica» en Benjamin es, puede decirse, la clave para encontrar, en la


inmensidad de sus textos, las figuras principales de su pensamiento sobre la historia,
al menos hasta los dos años anteriores a su muerte, cuando algunos de estos bastiones
teóricos se renuevan bajo la nueva tormenta de acero de la Segunda Guerra Mundial.

El «carácter politécnico» en Benjamin está determinado por algunos factores


principales: el primero consiste en la ubicación temporal de su reflexión —⁠ Benjamin
es el filósofo de la modernidad como «umbral» del pasaje entre el siglo XIX y el XX,
cuando la técnica toma el relevo de la experiencia. Este primer aspecto se revela en
las reflexiones que lleva a cabo sobre arquitectura, dispositivos de comunicación, las
nuevas técnicas gráficas, la publicidad o la guerra química. No es casualidad que el
vocabulario histórico de Benjamin esté plagado de expresiones politécnicas:
caleidoscopio, fantasmagoría, pasaje, instantánea (en el sentido literal de imagen
fotográfica de un instante), colección, excavación, dispositivo, médium y montaje.[37]
Un pequeño compendio muy sugerente y que ofrece resultados interpretativos
vertiginosos de esta lengua politécnica de la historia puede encontrarse en el volumen
Calle de sentido único (1928), que anticipa en forma condensada la dilatación
aforística de su trabajo final e inacabado en los Pasajes.

El segundo aspecto de la politécnica de Benjamin consiste en la adopción de la


visión marxista de las conexiones existentes entre los aspectos técnicos y económicos
(capitalismo decimonónico y tardocapitalismo del siglo XX) y los aspectos culturales
propios de la organización social de la colectividad en cuestión. El «fetichismo de la
mercancía» es, en este sentido, la expresión cultural de la «falsa conciencia»
burguesa: la exaltación y la centralidad de los productos de mercado como signos de
afirmación de clase.

De Marx y de las lecturas estéticas lukácsianas y soviéticas deriva en parte el


pensamiento dialéctico benjaminiano que, como se ha mencionado ya, no
corresponde a la dialéctica hegeliana pura ni tampoco comparte en su totalidad la
dialéctica historicista marxista. Como el resto del discurso benjaminiano sobre la
historia, también su dialéctica es, en cierto sentido, politécnica, capaz de afrontar los
conflictos existentes en la realidad con los medios interpretativos de otra disciplina, el
psicoanálisis. El potencial revolucionario del proletariado —⁠ subyacente a la
estructura dominante burguesa⁠ — espera su activación en el tiempo presente, como le
sucede al paciente freudiano, a través del «despertar» o la «catarsis» (versión

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secularizada de la «redención» mesiánica) que lo libera del «sueño» o la «hipnosis»
propia de la naturaleza ilusoria de la cultura burguesa decimonónica.

Para comprender este pasaje dialéctico entre el sueño y el despertar es necesario


evocar el tercer aspecto politécnico; es decir, explicar qué quiere decir Benjamin
cuando afirma que la experiencia subliminal, involuntaria y subconsciente del
hombre (Erfahrung) se ha ido atrofiando progresivamente a partir de mediados del
siglo XIX. Se ha agotado hasta el punto de que, actualmente, ha quedado reducida a
una versión de experiencia vivida (Erlebnis), una experiencia exclusivamente
sensible, como respuesta urgente, inmediata, basada en el cuerpo y en la percepción
de los estímulos ambientales, una experiencia, en definitiva, instrumental.
Recordemos el discurso de Benjamin sobre el aspecto filogenético de la historicidad
de las capacidades miméticas propias del ser humano como ser sensible. Su atrofia en
la vida cotidiana tiene lugar de forma «natural» al hacernos adultos, mientras que en
la infancia los niños aún conservan la capacidad total para captar la autenticidad de la
experiencia.

La prueba más atroz y evidente de esta transformación histórica en la experiencia


del hombre moderno se encuentra, sin embargo, en la destrucción que la técnica ha
traído a las masas con el nuevo siglo —⁠ «la técnica traicionó a la humanidad y
convirtió el lecho nupcial en un mar de sangre»⁠ —,[38] la Primera Guerra Mundial.
Una prueba menos evidente, pero igualmente inquietante, se encuentra en el
empobrecimiento de las capacidades sensibles del hombre moderno, que todavía
intenta acceder al primer grado de la experiencia con las formas y los hábitos de la
existencia pre-histórica, los de la mecánica de principios del siglo XIX. Pero en la vida
cotidiana de la metrópolis, en las condiciones proletarias de la cadena de montaje, los
«viejos hábitos» sensibles han quedado ya completamente sobrepasados por la
inmediatez, la aceleración del tiempo y la reducción de la distancia gracias a la
tecnología. La ilusión burguesa de conservar una auténtica consciencia del tiempo
histórico como si fuera lineal y homogéneo genera, en consecuencia, ese fenómeno
neurótico propio de una «experiencia traumática» como activación consciente, «a
saltos», de la percepción de estímulos externos en un mundo totalmente tecnificado.

El genio poético de esta experiencia, el primero en el pasaje a la modernidad de la


técnica en haberse enfrentado a la experiencia del shock (Chockerlebnis), es
Baudelaire. El genio poético es capaz de hacer saltar en pedazos la ilusión del falso
acontecer rectilíneo y vacío del tiempo, propio del historicismo trascendental de
finales del siglo XIX (de Max Weber o de Wilhelm Dilthey), así como del marxismo
construido sobre la base de una idea de progreso rectilíneo e inevitable hasta su
destrucción a manos de la revolución proletaria.

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Baudelaire, en el siglo XIX de la alta burguesía capitalista, como Brecht en el siglo
XX del tardo y turbocapitalismo, es una figura capaz de aplastar la falsa idea de
historia propagada por el historicismo vacío, en cualquiera de sus dos modalidades.
La primera se refiere a su capacidad de desenmascarar el relato de esa historia, un
relato de los «vencedores», y enfocar la mirada en los «vencidos», los marginados
que, como las ruinas, encarnan el carácter destructivo de la civilización porque son
las víctimas de su barbarie.

En segundo lugar, consigue esta «toma de posición» en el presente como


productor de obras —⁠ la lírica de las correspondencias de Baudelaire, o en el caso de
Brecht su teatro de la «interrupción»⁠ — que son espacios en los que el público se
prepara para responder a los estímulos traumáticos de la realidad.

Los textos que pueden definirse, visto en retrospectiva, como preparatorios para
el más complejo sistema que desarrolló al final de su vida, que no logró terminar y
que sería publicado póstumamente con el nombre de Tesis sobre la historia son: Calle
de sentido único (1928), Excavar y recordar (1932), Experiencia y pobreza (1933),
Panorama Imperial (1932-1933), París, capital del siglo XIX (1935), El París del
Segundo Imperio en Baudelaire (1939) y la reelaboración de este mismo texto tras las
críticas de Adorno bajo el título Sobre algunos motivos en Baudelaire (1939). En
ellos, Benjamin formula más claramente su propia idea de «tiempo» como actualidad
mesiánica secularizada: un tiempo presente, cargado de un futuro en cuya misma
promesa ya se encuentra, sin embargo, la destrucción de lo que había antes,
condensaba en la «imagen dialéctica» de la ruina, «fragmento del pasado» y atisbo
del amanecer que está por llegar.

Esta conciencia histórica moderna que se despierta en el shock, frente al rastro de


la destrucción necesaria de lo existente y en la espera suspendida de lo que está por
venir, es, a grandes rasgos, la primera versión del concepto de historia elaborado por
Benjamin, y, sobre todo, de su materialismo histórico-mesiánico. En pocos años,
Benjamin profundizará en este concepto, cuando las premisas planteadas en el texto
sobre París y Baudelaire, extraídas del proyecto de más envergadura de los Passagen-
Werk, encuentren una nueva y más «apocalíptica» definición en las dieciocho Tesis
sobre la historia, objeto de la última parte de este libro.

Las premisas que surgen de las diferentes versiones del texto sobre Baudelaire y
su tiempo son esencialmente dos, aunque la escritura evocadora y rica de «imágenes
que piensan» de Benjamin multiplica los matices, los ecos y las sugerencias. Una
hace referencia a la interpretación histórico-alegórica del siglo XIX como «pre-
historia» de la sociedad de masas, y, en consecuencia, al método histórico en el
presente como una práctica arqueológica o geológica del intelectual que excava en el
«paisaje accidentado y desolado de la modernidad» como haría «el arqueólogo en el

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suelo de un antiguo yacimiento»[40]. Del reconocimiento de las transformaciones
sociales y estéticas causadas por el efecto de modernidad técnica decimonónica,
Benjamin extrae la conclusión de que Charles Baudelaire fue el máximo héroe lírico
de esta transformación, capaz de reconocerla y de convertir en literatura los traumas
que supuso. Se deduce de su práctica de observador y poeta de la nueva condición del
hombre, convertido ahora en anónimo paseante, mero espectador de las calles en la
multitud amorfa y tumultuosa de París, que la propia condición de poeta como vate
ya no es viable.

La modernidad como era de las multitudes, en la época de Baudelaire, todavía a


un paso de convertirse propiamente en masa, es la época de las rupturas, de los micro
y macro-shocks traumáticos de la cotidianidad; es también la época de la crisis
económica y de las revueltas obreras, pero, sobre todo, el tiempo de la desaparición
—⁠ así lo profetiza Benjamin dentro del materialismo marxista⁠ — de una clase. Ahora
despojada de sus objetos, de sus hábitos y de sus gestos y asaltada en todo momento
por el arrebato visual, acústico y olfativo de la vida metropolitana, la burguesía se
encuentra en plena decadencia y busca refugio en los interiores aterciopelados de
estilo haussmanniano, del arquitecto del París del Segundo Imperio. La decadencia,
que es el signo de la modernidad, se revela productiva en el ejemplo baudelairiano, es
decir, se muestra capaz de provocar al lector con el mismo tipo de estimulación
«intermitente» de la «intensificación de la vida nerviosa» metropolitana.[41] Como
todo evento destructivo, desencadena energías y extiende sobre el terreno del instante
catastrófico las esquirlas de lo que había y de lo que permitirá una posible
reconstrucción; así, a través de los «motivos» estéticos de Baudelaire, Benjamin
rehabilita la actualidad de la destrucción como instante mesiánico: el tiempo presente
(Die Jetztzeit)[42] suspendido entre un repentino antes y un repentino después de la
destrucción.

Baudelaire no solo es el sismógrafo capaz de sentir —⁠ en sí mismo, en primer


lugar⁠ — las señales del terremoto cultural que precede la desaparición de esa
sociedad, sino que también es el «fisonomista» que puede reconocer las nuevas
figuras que se asoman sobre las «ruinas» del tiempo en decadencia y «recogen»
literalmente sus restos. En primer lugar, el nuevo perfil del poeta que ha perdido la
«aureola» lírica, como arrojada al suelo por un brusco golpe en la calle y que
permanece en el barro que pisotea la carrera frenética de las masas anónimas.[43]. La
recoge, pero el evento en sí le ha provocado una desagradable sensación en relación
con el papel del poeta lírico…

Y, una vez establecido en la senda de este nuevo papel y una vez entrenadas
«técnicamente» sus capacidades sensibles —⁠ el intento de acceso a las
correspondencias subterráneas de la realidad no excluye el alcohol, las drogas ni el

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[44]
éxtasis de los paraísos artificiales— , Baudelaire es el único capaz de reconocer y
abordar los nuevos rostros y las nuevas formas del pensamiento: el flâneur y el
trapero; la prostituta; la masa amorfa más en general; y los sentimientos que se
desarrollan a partir de su nuevo y frenético modo de vivir la ciudad transformada
mediante la técnica. Entre estos sentimientos domina la melancolía (el spleen
baudelairiano), mezclada con el aburrimiento y la distracción con la que se atraviesan
los pasajes como lugares aún ambiguos de esta transformación: al mismo tiempo
internos y externos, amueblados en las vitrinas y en las puertas de la actividad
comercial que abren otros mundos escondidos en la metrópolis burguesa.

Sobre estas figuras y prácticas histórico-filosóficas que se encarnan en las


producciones más tardías de Benjamin se volverá en el último capítulo; aquí se trata
de describir brevemente la «modernidad» y cómo se desarrolló en los objetos del
materialismo capitalista burgués en los inicios del siglo XX. Esta modernidad se
presenta, de hecho, como una atmósfera impregnada de un halo ilusorio, el que
proyecta sobre la realidad el retorno al mito «amueblado» de los productos
industriales de la nueva técnica. Siguiendo el ejemplo de las referencias diseminadas
en las obras críticas de Marx, Benjamin propone —⁠ como hacen también Kracauer y
Simmel⁠ — que el intelectual y el artista encuentren un método para eliminar este
molesto halo que reviste las cosas, la arquitectura, las obras de arte y la multitud
misma. Contrariamente a sus colegas y maestros críticos, Benjamin está convencido
de que para hacer esto el intelectual y el artista deben estar dentro de la técnica
(Technik), manipularla, crear una técnica propia que les permita derribar el
funcionamiento alienante de la realidad.

Es en la conciliación de la teoría de la memoria pura del filósofo francés Henri


Bergson —⁠ de quien leyó, jovencísimo, Materia y memoria (1896)⁠ — y la de la
memoria involuntaria —⁠ que descubrió mientras traducía la obra de Marcel Proust
En busca del tiempo perdido (1909-1922)⁠ — que Benjamin encuentra una posible vía
de acceso a la experiencia comunicable. Bajo el nivel «voluntario» de la memoria,
que puede rescatar del pasado los acontecimientos metabolizados, convertidos en
simples vivencias de las que somos conscientes, existe otro, un nivel «arqueológico»
lleno de experiencias acumuladas de manera inconsciente, al que se accede o
«tropezando» casualmente con algunas de sus señales —⁠ como la famosa madalena
proustiana⁠ — o al despertar de un sueño, o mediante la hipnosis freudiana, o, más
sencillamente, en la inmediatez del trauma de ruidos, luces y velocidad de la
metrópolis al que está sometido constantemente el individuo.[45]

De aquí deriva la urgencia benjaminiana de una reflexión sobre el rol de los


intelectuales como liberadores de las energías aprisionadas en las «imágenes
dialécticas», las figuras más emblemáticas de la actualidad catastrófica. Ellos son los

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restauradores de una forma posible de narración del pasado a la que no se puede
acceder salvo «intermitentemente», es decir, dialécticamente, bajo la forma de un
«despertar» siempre traumático, de un shock imprevisto por el que se accede
involuntariamente a otra imagen inconsciente que revela lo que yacía en el olvido.

La conciencia de uno mismo y del propio tiempo, así, se transforma en recuerdo


de una vivencia inconsciente que resurge como de un yacimiento arqueológico.

En el «principio esperanza» de la recomposición de los fragmentos del tiempo tal


y como emergen de la excavación se manifiesta el rol del intelectual en la
modernidad y la urgencia de repensar y revertir las formas obsoletas de arte,
incapaces de responder a las nuevas instancias de la experiencia sensible.

Reservaremos para el próximo capítulo el análisis concreto de las posiciones de


Benjamin respecto a la teoría de los medios y del arte —⁠ al confluir en ellas sus
premisas sobre el lenguaje y los estudios sobre historia⁠ — y nos centraremos ahora
únicamente en el dispositivo central en su discurso sobre la producción artística y la
comunicabilidad de la experiencia reducida a «fragmentos»; el montaje. Benjamin
entra en contacto con este instrumento en primer lugar a través del arte surrealista y
expresionista, y después por la centralidad que asume en el cine soviético y,
contemporáneamente, por el uso vanguardista y extrañante que propuso Brecht en su
«teatro épico», todos ellos versiones distintas de la misma «intención» pedagógica de
los intelectuales frente a la colectividad: que el individuo se «adiestre», se «eduque»
ante los estímulos intermitentes de la realidad industrial para hacerla «legible».

Como sucede con el niño que juega a recomponer los desechos en una oficina o
una sastrería y acaba por inventar un objeto nuevo, diferente de aquello de lo que los
desechos proceden, el montaje permite al intelectual recomponer los pedazos que han
saltado de la realidad debido a la aceleración de la técnica.

Niños y artistas —que son los únicos capaces de desatar el auténtico elemento de
la experiencia⁠ —, como los obreros en un solar en obras en el que se construyen
imágenes de pensamiento coherentes con las trasformaciones de la modernidad, son
especialistas y pedagogos. El objetivo didáctico e instructivo del montaje es el de
provocar en el lector —⁠ o el espectador brechtiano⁠ — un efecto de «extrañamiento»
y de «discontinuidad» presente en algunas imágenes —⁠ u objetos históricos ya
abandonados⁠ —, capaces de hacer comprensible inmediatamente la relación
fulgurante que existe entre presente y pasado. Benjamin define la «imagen dialéctica»
de maneras muy diferentes, sobre todo en los últimos y muy fragmentados escritos de
los Pasajes, pero siempre subraya igualmente la absoluta temporalidad: su condición
de aparición instantánea en la actualidad de un fragmento del pasado. Como imagen
rápida, detalle en el que se condensa una totalidad de condiciones en transformación,

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objeto pequeño y modesto, la «imagen dialéctica» es una especie de cristalización del
flujo de la historia. Es como una imagen montada sobre una placa fotosensible que
solo los ácidos producidos en el futuro de la técnica son capaces de revelar, «como
para hacer que la imagen salga a relucir con todos sus detalles».[46]

Es, de hecho, propio de la cultura material decimonónica esta impregnación de


«imágenes dialécticas», objetos ambiguos en términos de complejidad temporal y
ellos mismos fruto del montaje de retales e instrumentos precedentes en función de
un resultado posterior. La suspensión entre formas del pasado y proyecciones futuras
de la innovación de la que están henchidas es el carácter de «actualidad» de las
imágenes dialécticas, que son auténticos pasajes en el «paisaje cultural» presente
para acceder a la comprensión histórica de la modernidad. En los Pasajes, de hecho,
Benjamin examina —⁠ una vez más, alegóricamente⁠ — las «imágenes dialécticas», de
las que se ha vuelto coleccionista y catalogador, que recoge y dispone sobre la mesa
desordenada de los últimos años de su vida «en desgracia». ¿Quién mejor que él (el
Baudelaire de su tiempo) puede hacer inteligible el paisaje catastrófico de la
modernidad técnica? ¿Quién mejor que un paseante solitario y exiliado entre una
multitud distraída por los pasajes de París puede, de hecho, ofrecer una mirada
competente que reconozca las señales e interprete los síntomas culturales de la
transformación técnica de la realidad?

Una vez más, el proyecto filosófico de Benjamin es «víctima» del pequeño


jorobadito, el «Torpe» que, además de haberlo entrenado desde pequeño en la
búsqueda y el montaje de los fragmentos destrozados de su «marmita», mezcla ahora
otra vez los papeles sobre la mesa de su proyecto filosófico. Al «factor mala suerte»
del rechazo del mundo académico se le añade, en los años treinta, la urgencia política
del intelectual implicado en la crisis de la cultura alemana y europea bajo Weimar. Él,
que ha fundado sobre la libertad moral del homme de lettres el modelo de su
especulación, apartada de cualquier urgencia contingente, se convierte en los años
más difíciles de su peregrinaje apátrida en uno de los más convencidos teóricos y
partidarios de la necesidad política de la cultura y el arte. Y del rol del intelectual
como especialista «politécnico» en la era de la reproductibilidad técnica de la
experiencia.

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«Carácter destructivo» y amor profético por las ruinas: la
conciencia histórica del hombre moderno
El carácter destructivo solo conoce una consigna: hacer sitio; […] El carácter destructivo
es joven y alegre. […] alegra, puesto que para el que destruye dar de lado significa una
reducción perfecta, una erradicación incluso de la situación en que se encuentra. […]

El carácter destructivo trabaja siempre fresco. […]

Al carácter destructivo no le ronda ninguna imagen. Tiene pocas necesidades y la mínima


sería saber qué es lo que va a ocupar el lugar de lo destruido. Por de pronto, por lo
menos por un instante, el espacio vacío, el sitio donde estuvo la cosa que ha vivido el
sacrificio. […]

El carácter destructivo tiene la conciencia del hombre histórico, cuyo sentimiento


fundamental es una desconfianza invencible respecto del curso de las cosas (y la
prontitud con que siempre toma nota de que todo puede irse a pique). De ahí que el
carácter destructivo sea la confianza misma.

El carácter destructivo no ve nada duradero. Pero por eso mismo ve caminos por todas
partes. […] Y como lo ve por todas partes, por eso tiene siempre algo que dejar en la
cuneta. Y no siempre con áspera violencia, a veces con violencia refinada. […] Hace
escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa
a través de ellos.[39]

¿Qué es la conciencia del hombre histórico del «carácter


destructivo»? Benjamin, que parece responder tanto en la teoría como en
la práctica de su existencia a este prototipo de hombre del siglo XX, la
describe como la intención cognitiva propia de la modernidad. Esta
consiste en un cruce temporal, con la mirada puesta en el futuro, pero
definido por el colapso continuo de las condiciones del pasado sobre el
umbral del presente. Esta transición —⁠el tiempo de la historia⁠— rompe
las formas del pasado —⁠de las que el hombre histórico conserva, sin
embargo, rastros en su memoria⁠— para dejar sitio a las del futuro, que
no conoce aún, pero hacia las que siente una curiosidad positiva, porque
dejan entrever un cambio todavía por venir.

En los años de la decadencia alemana en la República de Weimar,


ante el historicismo materialístico puro y positivista de Marx y del
socialismo soviético, Benjamin recupera el principio filosófico romántico
del katastrophicon y le otorga un carácter positivo. Descrito de modo
parecido a aquellos espíritus «torpes» de las poesías Infantiles de las
que hablaba en Infancia en Berlín hacia 1900, y modelado, por tanto por
la esperanza de la redención mesiánica del judaísmo tradicional, el
«carácter destructivo» de la modernidad es un principio positivo de una
emancipación que está siempre por llegar.

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En el camino de nuestro presente, el futuro trabaja diligentemente
para abrir espacios y liberar horizontes sin dejar, obviamente, que se
disuelvan del todo los restos del pasado sobre el que va marcando su
camino.

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Los tiempos modernos de la cultura. Para
una teoría benjaminiana de los medios
Desde sus primeras teorías y los escritos más tempranos de su erudita juventud, la
reflexión de Benjamin se orienta hacia los procesos que guían la experiencia sensible
y los dispositivos y técnicas que, a lo largo de la historia y hasta el momento
presente, predisponen, adaptan y modifican la percepción humana. Este nudo
temático, a menudo agrupado en la disciplina de la teoría de los medios, es, de entre
todos los que Benjamin trató en su reflexión histórico-filosófica, el más transversal y
el que se encuentra más disperso en toda su obra.[47]

Esto se debe tanto a la cantidad de reflexiones que Benjamin dedicó a lo largo del
tiempo a la historia de las teorías del arte, a la filosofía estética y a la fenomenología
de la percepción, como a su particular y cambiante definición de médium, plasmada
en la predilección del estudioso por objetos e imágenes de la cultura, entendida en un
sentido amplio. Como ya se ha dicho, desde sus estudios juveniles sobre literatura y
filosofía del lenguaje, Benjamin desarrolla una capacidad y una pasión muy
peculiares por las formas, los modos y los géneros en los que se expresa la cultura
humana, y no duda en darle la misma «dignidad» estética, útil para la comprensión de
la realidad, a las obras del Renacimiento florentino, a los libros infantiles ilustrados o
al sistema de iluminación urbana. De estas especulaciones teóricas y «materiales» se
deriva una temeraria y vertiginosa producción científica llena de objetos e imágenes
cambiantes, en su mayor parte formuladas en «formas breves», en el carácter
sorprendente-extrañante de la reseña-requisitoria, del artículo-fragmento o incluso de
la declaración-discurso.

En estas auténticas «iluminaciones» literarias, Benjamin consigue no solamente


reproducir ante los ojos del lector el vértice especulativo del que son liberadas, sino
que también es capaz de transferir ese movimiento al pensamiento mismo del lector,
encendiendo «chispas que iluminen súbitamente lo familiar, si es que no lo
incendian».[48]

Este mosaico teórico de genuinos «aforismos» y «chispas» conceptuales


encuentra su plasmación compositiva en las «imágenes que piensan» benjaminianas
(Denkbilder, 1931-1932), en esta fase central de la especulación estética conectada a
la preocupación ética y política por el papel social del intelectual y del artista en
medio de una crisis histórica.

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Historicidad de la percepción, reproductibilidad técnica y
el destino del aura

No puede tratarse el interés por el arte de Benjamin como una parte menor de su
obra, ni pensar en él como un divertimento especulativo, y para convencerse de ello
basta con ver la calidad y cantidad de temas que incluyó en este «interés». Más bien
conviene inscribirlo en la definición filosófica de teoría estética, y especificar qué
términos y matices toma esta en el discurso benjaminiano.

Las razones fundamentales de este interés estético son dos: por una parte, la
pasión íntima y personal de Benjamin por las formas de arte —⁠ la pintura y las artes
figurativas, pero también las artes gráficas, que estaban en una fase de fuerte
experimentación en la Alemania de Weimar⁠ — y el vasto campo de cuestiones que
este interés le permite: de los elementos de la figuración a la relación epistemológica
existente entre sujeto y objeto de la representación, a la historia de los estilos
figurativos y de las formas de uso de las prácticas artísticas e incluso a lo que hoy se
entiende por estudios de museología.

Por otra parte, la reflexión sobre el carácter de la modernidad y sobre el destino


del siglo XX en relación con la historia del siglo XIX y, por tanto, sobre la actualidad
política. Benjamin, de hecho, procede de forma progresiva, fragmento a fragmento,
reajuste tras reajuste, a la construcción de su «teoría materialista del arte»,
colocándola en el resbaladizo terreno entre sus investigaciones sobre el concepto de
historia, ya en fase avanzada, y la teoría crítica marxista derivada de la escuela de
Fráncfort sobre las condiciones de posibilidad de la experiencia y del arte en la
modernidad. El discurso sobre el arte y las políticas culturales en la era del
tardocapitalismo industrial es ya un tema central no solamente en la definición crítica
de la sociedad burguesa de Marx, sino también en las contingencias socioeconómicas
de la República de Weimar. El debate sobre los resultados, masificados, industriales y
comerciales, de la cultura burguesa tardocapitalista se encuentra en el corazón de las
reflexiones de intelectuales y de las vanguardias artísticas de influencia alemana en
las décadas de 1920 y 1930: desde Karl Kraus, crítico de la manipulación del
lenguaje por parte de la prensa de masas; a Siegfried Kracauer, teórico de la
reducción a «material estético» de las masas en la sociedad de la ilusión foto-
cinematográfica; al Georg Simmel de las neurosis de la vida metropolitana; y hasta al
negativismo de Adorno en las relaciones de cada forma moderna de expresión
artística, reducida a la categoría de producto industrial. A ellos cabe añadir, como se
ha dicho, las experimentaciones de las diversas escuelas figurativas, fotográficas y
cinematográficas con las que Benjamin se confronta y entra en contacto.

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Su posición, de hecho, se construye en relación con estos pensadores y artistas,
pero sobre todo en la observación constante y curiosa de la realidad que le rodea, de
las transformaciones que parecen determinarse históricamente en la percepción del
mundo y se refleja en las diversas expresiones artísticas. Detrás de esta intuición se
encuentra el concepto mismo de estética —⁠ aquello que es propio del estatuto del
arte⁠ — del que Benjamin recupera el aspecto filogenético de la historia de la filosofía
clásico. Parte, una vez más, de la aisthesis griega —⁠ aquello que afecta a las formas y
técnicas de la percepción⁠ — para reconstruir una auténtica teoría de la historicidad de
lo sensible, de la que ya se ha hablado en parte en la teoría benjaminiana del lenguaje,
el primer «medio» en ser definido propiamente como médium.

Para lograrlo, busca y encuentra apoyo en la escuela de Viena de historia del arte
—⁠ la Wiener Schule der Kunstgeschichte⁠ — y, en particular, en el diálogo con las
posiciones expresadas por algunas personalidades de relieve como Adolf von
Hildebrand,[49] Alois Riegl[50] y Heinrich Wölfflin.[51] A estos estudiosos, biográfica
y científicamente a medio camino entre los siglos XIX y XX, se debe la apertura teórica
a la historicidad no positivista de las formas y estilos artísticos. La originalidad de
esta posición recae, sobre todo, en su interés central por las prácticas y dispositivos
—⁠ en conjunto, entendidos como médium, es decir, como contextos mediáticos,
atmósferas⁠ — que determinan los estilos artísticos y especialmente la recepción de
las obras de arte y la implicación del sujeto perceptor en el espacio estético que
comparte con el artefacto artístico.

Desde esta pequeña ventana abierta a la vasta genealogía del pensamiento


estético de Benjamin podemos asomarnos a las líneas generales del contexto histórico
de referencia, que no se agotan, evidentemente, en la mera mención de nombres y
principios generales de una escuela o corriente teórica. Es, sin embargo, evidente la
importancia que la adopción de estas premisas por parte de Benjamin tiene para el
desarrollo de sus reflexiones sobre las formas y los dispositivos estéticos de la
realidad contingente[52], de la que las teorías del arte son una premisa epistemológica.

En Viena, de hecho, la historia del arte como metodología había sido repensada
partiendo de la redefinición de los propios objetos de estudio: las obras de arte, que
no deben entenderse ya únicamente como obras maestras, al estilo de los grandes
frescos florentinos del siglo XV o del arte barroco.

También el artefacto suelto, el detalle ornamental aislado, el «caso límite»


periférico y el «objeto insignificante» en los márgenes del fresco macroscópico de
una época estilística son objeto de interés artístico para esta nueva escuela[53].

También se produce una tendencia a romper otro principio de la tradición clásica


de los estudios histórico-artísticos que, en el campo abierto de la aisthesis así

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entendida, resulta ser no solo erróneo, sino incluso contraproducente desde el punto
de vista de la actividad crítica. Se trata de la definición de un sistema evolutivo de
estilos y estéticas ordenados jerárquicamente según su aparición y su afirmación
sobre otras en el curso de la historia universal de la humanidad. El presupuesto
positivista en este campo, de hecho, afirma el triunfo natural del progreso del «arte
por el arte», es decir, de la estética entendida como el sentido de la belleza que tiende
a la belleza absoluta. En esencia, la tradición clásica y la teoría positivista de la
historia del arte, como de la historia general, defiende la idea de que, a medida que la
humanidad avanza lineal e inequívocamente en su carrera hacia adelante, guiada por
el progreso y el éxito, más evolucionan el gusto y las formas estéticas en las que este
se expresa y se satisface. De esta manera, no solo quedan excluidas de la esfera
artística las producciones «no-artísticas» porque pertenecen a fases «primitivas» y
vacías de la historia, sino que también se consideran despreciables los estilos y
producciones que pertenecen a momentos considerados de «declive de la
civilización» (obviamente, de la civilización europea y occidental) según la lógica del
pensamiento dominante del idealismo alemán universalista como el de Oswald
Spengler[54].

Benjamin, en cambio, escribe en un texto de 1939:

La historia del arte es una historia de profecías. Solo puede escribirse desde el punto de vista de la
actualidad presente, inmediata; pues cada época posee una posibilidad nueva, propia y no heredable, de
interpretar las profecías que el arte de épocas pasadas retuvo precisamente para ella.[55]

De esta forma, el teórico alemán se remonta al origen teórico de una historia de la


percepción y de una teoría de los medios que, aunque no se presente como tal y
aunque, todavía, no trate explícitamente de dispositivos y de lo mediático como hará
más tarde, ya hace emerger las cuestiones epistemológicas que animan los años de las
primeras vanguardias artísticas europeas (futurismo, surrealismo, dadaísmo). En este
terreno crítico, que sigue siendo el mismo hoy en día, se discute sobre: el estatus de la
obra de arte en la relación entre técnica y estética: técnica y ubicación del observador
ante las condiciones de posibilidad de la experiencia en la modernidad; variabilidad
histórica —⁠ e «intermitente»⁠ — de las formas de percepción y las formas de arte;
método de interpretación crítica e histórico de estas mismas formas.

También sobre este terreno de estudio Benjamin tiene fe en su peculiar sistema


especulativo dialéctico, manipulando una vez más el hegelianismo perfecto y
mezclando el elemento negativo del insoluble conflicto francfortés con lo positivo de
las apariciones de las que está cargado el futuro: la profecía contenida en cada forma
de arte.

En el discurso estético de Benjamin, la dialéctica se expresa en un par de


conceptos concretos, centrales a su reflexión sobre la experiencia estética moderna,

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sobre la historicidad de la percepción y, como veremos en breve, sobre la definición
del aura. Estos dos conceptos vienen definidos por la polaridad elemental
cercano/lejano. Empíricamente, es decir, en el plano material de la sensibilidad, esta
polaridad se expresa en la división háptico/óptico, o sea, en la antítesis
tradicionalmente irreductible entre los polos de la distancia que se determina entre
sujeto y objeto de la percepción, de la que se derivan las características propias del
contexto en el que se manifiesta una voluntad estético-artística (Kunstwollen).

La intuición benjaminiana sobre la historicidad de las formas de arte procede del


maestro Wölfflin, de quien había sido alumno en 1915 en la Universidad de Múnich:
si la historia del arte se ha movido en el pasado —⁠ por ejemplo, en el recorrido del
arte egipcio al tardorromano⁠ — en la transición estética que va desde lo háptico-táctil
de la percepción en la cercanía (Nachsicht) a lo óptico de la contemplación desde la
lejanía (Fernsicht), es posible también que esta transición se invierta en determinados
períodos, y que la expresión artística pueda oscilar y moverse también en sentido
contrario, de lo óptico hacia lo táctil (Riegl). Pero no solo esto.

Para el alumno que supera las premisas histórico-teóricas del maestro, es la propia
reflexión artística la que transita del análisis del contexto figurativo y el estilo
pictórico al análisis de la visión y de la percepción entendida fisiológicamente. La
división sensible entre cercano y lejano y, por tanto, entre táctil y visual, no puede
funcionar solo en la esfera de la producción artística, que está directa y
biunívocamente conectada con las formas de la percepción sensible y con sus
variaciones históricas. De hecho:

Dentro de largos períodos históricos, junto con el modo de existencia de los colectivos humanos, se
transforma también la manera de su percepción sensorial[56].

Con el apoyo de la escuela vienesa, Benjamin afirma que las formas del arte
oscilan y se transforman históricamente, y que esto sucede también —⁠ y, de hecho,
relacionado con ello⁠ — con los propios modos de percibir la experiencia sensible.

De un solo golpe elude tanto el historicismo lineal y unidireccional de la cultura y


del progreso propios del pensamiento positivista dominante, como los fundamentos
epistemológicos de las teorías estéticas y de la percepción contemporáneas, basadas
en la ahistoricidad de los elementos y las formas de la experiencia sensible.

Es en este punto cuando la historia —entendida como historicidad, proceso en


marcha, surgido de los escritos contemporáneos sobre el tema⁠ — entra en la teoría de
la percepción. ¿Pero cómo?

La percepción sensible pasa y se organiza en un denso sistema de condiciones


naturales y técnicas, todas sensibles y materiales (médium): la distancia

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epistemológica entre el sujeto y el objeto de la experiencia; la tradición cultural
conectada con ese sistema de percepciones; la sujeción o el hábito de las capacidades
perceptivas a determinados instrumentos de conocimiento sensible; las técnicas a
disposición de los individuos para operar su propia sensibilidad «natural». Del mismo
modo, la experiencia como percepción de la realidad, como apropiación del dato
externo por parte de un sujeto que percibe, no es algo practicable de forma natural o
pura. La percepción, como las condiciones mismas de la experiencia, no es
ahistórica, porque no es un acto absoluto, siempre igual a sí mismo.

Cada fenómeno estético —relativo a la aisthesis⁠ — es, por tanto, una forma de
experiencia históricamente variable, sujeta a cambios en el orden de un determinado
espacio histórico-cultural. El sistema sensible organiza el conocimiento, predispone
el estilo artístico al conocimiento coherente y establece un equilibrio, también
histórico, entre el «valor cultural» y el «valor expositivo» de las obras de arte. Este
valor es el elemento que revela más que otros la historicidad de la estética
benjaminiana: lo que emana del objeto artístico como una verdadera aura, una
especie de halo más o menos perceptible alrededor de las cosas, que cambia
históricamente, de forma «intermitente». Una vez establecido este punto, el discurso
de Benjamin describe las diferentes fases alternas por las que ha pasado el aura en la
historia estética de la humanidad, es decir, desde que «la producción artística
comienza con imágenes que están al servicio de la magia».
El búfalo que el hombre de la Edad de Piedra dibuja sobre las paredes de su cueva es un instrumento
mágico que solo casualmente se exhibe a la vista de los otros; lo importante es, a lo mucho, que lo vean
los espíritus. El valor ritual prácticamente exige que la obra de arte sea mantenida en lo oculto ciertas
imágenes de la Virgen permanecen ocultas por un velo durante gran parte del año; ciertas esculturas de
las catedrales góticas no son visibles para el espectador al nivel del suelo. Con la emancipación que saca
a los diferentes procedimientos del arte fuera del seno del ritual, aumentan para sus productos las
oportunidades de ser exhibidos[57].

En este punto del discurso, es importante entender cómo se comporta el aura,


cómo se alternan las fases culturales —⁠ en un sistema estético dominado por el
sentido religioso y por el uso sacro pasivo⁠ — y expositivas —⁠ en un sistema estético
fundado sobre la visibilidad ampliada y el uso masificado⁠ — en el contexto de la
historia de la percepción y de la teoría de los medios de Benjamin.

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La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica (1935-1939). Fases de la aparición (teórica) del
aura

El texto en el que Benjamin presenta su reflexión estética —⁠ compleja y con


numerosas inspiraciones teóricas e intuiciones especulativas que todavía son de plena
actualidad⁠ — es La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (Das
Kunstwerk im Zeitalterseiner technischen Reproduzierbarkeit). La bibliografía
completa del filósofo alemán y el sistema epistemológico que atraviesa su
pensamiento están bien representados en la continua reelaboración de este texto, en
los fragmentos que figuran entre apéndices y apuntes de los que se encuentran rastros
hasta el último año de su vida.

De esta obra paradigmática, tanto por la fuerza y actualidad de sus contenidos


como por el flujo de trabajo con el que se escribió —⁠ fruto de debates con los
filósofos de Fráncfort, de los que parece una especie de testimonio escrito⁠ —, existen
al menos cuatro ediciones diferentes. El primer manuscrito, en alemán, se remonta al
otoño de 1935, y constituye la base de la traducción francesa hecha por su amigo
Pierre Klossowski y publicada en 1936 en la Zeitschrift für Sozialforschung. Entre
ambas hay una segunda versión, mecanografiada, también en alemán, de diciembre
de 1935 y enero de 1936, que no se encontrará hasta los años setenta. Por último, la
versión «oficial» de 1939, a partir del texto aparecido en la Zeitschrift für
Sozialforschung pero con numerosas intervenciones editoriales auspiciadas, parece,
por Adorno y Horkheimer, para que el texto encajara mejor con las intenciones
críticas de la escuela de Fráncfort; en esta edición se rebajan los pasajes más
favorables al cine de Hollywood y a la cultura de masas estadounidense, unas
reelaboraciones que Benjamin terminó por introducir con vistas a obtener unos
honorarios de los que tenía gran necesidad. En el amplio tratamiento de temas y
cuestiones diseminadas entre las diferentes versiones del texto destacan dos que
constituyen los puntos más densos y originales de la obra y de los que emergen los
fragmentos del enfrentamiento constante y subterráneo con algunas de las
personalidades, estudiosos y críticos contemporáneos más brillantes de su tiempo.

1. La/s definición/es de aura[58].


2. Las condiciones económicas y las consecuencias sociales de su
transformación y desaparición en el contexto temporal de la reproductibilidad
técnica.

Antes de hablar de médium, por tanto, es necesario resumir las definiciones del
aura como imagen central del pensamiento dialéctico del filósofo alemán, que

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regresa en sus textos en formulaciones cada vez más imaginativas. En efecto, el texto
sobre La obra de arte representa —⁠ al menos así se intuye por la correspondencia
con Adorno y Horkheimer⁠ — una especie de premisa teórica y metodológica del
trabajo y la investigación histórica en la década de 1930.

¿Qué es propiamente el aura? Un entretejido muy especial de espacio y tiempo: aparecimiento único de
una lejanía, por más cercana que pueda estar. Reposando en una tarde de verano seguir la línea
montañosa en el horizonte o la extensión de la rama que echa su sombra sobre aquel que reposa, eso
quiere decir respirar el aura de estas montañas, de esta rama[59].

El aura es, así, un instante de autenticidad de la cosa percibida, la «quintaesencia


de aquello que es», es el aquí y el ahora (hic et nunc) de la experiencia sensible, es el
vínculo de unicidad y de autoridad que proporciona el objeto, la imagen, la obra a la
tradición. El valor potencialmente intrínseco a la cosa se expresa, por tanto, en la
propiedad de la transmisibilidad, es decir, de la capacidad de transferirse «desde su
permanencia material hasta su carácter de testimonio histórico»[60].

También el discurso sobre el aura, desde la definición genérica hasta las


aplicaciones en el campo del arte o de la crítica a la modernidad, está fuertemente
influenciado por teorías, estudios y aproximaciones que Benjamin elabora a lo largo
de su vida. En primer lugar, el misticismo de la tradición judía —⁠ compartido con
Scholem y cuya influencia ya se vio en su obra sobre el lenguaje⁠ —, que llegó a él
también por las historias y los ritos a los que tuvo acceso durante su infancia y por su
formación religiosa. También influyó sobre la definición de aura su descubrimiento
juvenil de las prácticas ocultistas y los estudios de óptica, particularmente relevantes
puesto que lo familiarizaron con la visión como ciencia y técnica. Y así mismo caló
hondo su experiencia personal con diversas sustancias estupefacientes que circulaban
en la época entre los intelectuales europeos y que le permitieron experimentar, junto
con amigos como Ernst Bloch, «otros» medios de acceso a la percepción sensible[61].
Por último, la pasión contemporánea por la experimentación con los nuevos medios
artísticos, en particular la fotografía y el cine, y el debate contemporáneo sobre la
señalización de los productos culturales y la degradación de las artes.

A todas estas inspiraciones hay que añadir la del psicoanálisis, que hace de caja
de resonancia de todas ellas, en particular con sus revelaciones sobre las imágenes
procedentes del mundo onírico freudiano y lo ya comentado sobre el alter ego
literario de Benjamin. Ya desde los estudios sobre el barroco y sobre literatura
alemana, se desarrolla en Benjamin una auténtica pasión por la «realidad aurática»
que impregna la época romántica en la que la estética era una percepción pura de lo
bello, un encuentro afortunado con el aura de cada objeto. A esto se agrega, después,
la fuerza aurática de los objetos descritos por los «poetas malditos» franceses, en
particular Baudelaire y Proust, de quien Benjamin absorbe la idea del funcionamiento
sensible de la «memoria involuntaria». Esta, como el «inconsciente óptico» de

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naturaleza freudiana, se manifiesta en formas completamente inesperadas, como una
verdadera aparición del poder evocador de la obra de arte o como historicidad de la
tradición depositada en los objetos cotidianos y en las palabras. En efecto, según lo
que escribe en su texto tardío sobre Baudelaire, Benjamin encuentra por primera vez
la definición de aura en la obra Pro domo et mundo del maestro Karl Kraus, editada
en Múnich en 1912. Aquí, refiriéndose al poder mediático del lenguaje y de la poesía,
el crítico describe el aura como la reacción de la palabra a la mirada del hombre que
la observa y la invoca en el lenguaje: «Cuanto más cerca miras una palabra, de más
lejos te mira». De esta reflexión deriva la crítica encendida e incansable del maestro
en relación con la escritura periodística y con la prensa como instrumento técnico de
manipulación del lenguaje humano y de decadencia de su auricidad: «Jamás puesto
alguno ha sido guardado más lealmente y jamás ninguno ha estado más perdido» es el
epitafio de Benjamin en su breve texto «Monumento a un guerrero», dedicado a
Kraus.[62]

Existe, sin embargo, otra fuente de inspiración que Benjamin señala cuando da
una de las múltiples definiciones y descripciones del aura en su sistema estético. Se
trata de la filosofía irracionalista de Stefan George y de su círculo, del que forma
parte también Ludwig Klages, autor, en particular, de la teoría simbolista a la que
Benjamin se había referido y que lo inspiró sobremanera. En efecto, aunque no lo cita
directamente entre las referencias de La obra de arte, hay ciertos aspectos del aura
benjaminiana en los que encontramos ecos de la de Klages. Benjamin ya se había
alejado del círculo de George y de las «derivas» irracionalistas que, en su opinión, lo
habían distraído de la urgencia ética de la catástrofe de la Gran Guerra. En cualquier
caso, Benjamin tuvo bien claros los elementos teóricos del simbolismo klagesiano y,
en particular, aquellos relativos a la espontaneidad del objeto en el mecanismo del
conocimiento sensible. Según Klages, de hecho, también las cosas son activas en el
funcionamiento de la percepción humana del mundo externo. Cuando el «alma
receptiva» del hombre se encuentra en plena disposición hacia el estímulo del
«demonio activo» del objeto, aparece el «halo» auténtico de la cosa. Aplicada a la
persona como objeto de la percepción, «este temblor resplandeciente que la rodea en
el momento del ser» se llama, justamente, «aura».[63]

Una definición tan compleja y variable del aura y de sus características


fundamentales, como se ha dicho, sirve para que Benjamin se introduzca en el debate
crítico sobre su época, un momento en el que el sistema global de formas, técnicas y
prácticas estéticas —⁠ el concepto mediático de la reproductibilidad técnica⁠ — parece
poner continuamente en riesgo la integridad, la esencia y la función del arte.

En esta fase de la reflexión, la más marxista y cercana a la escuela de Fráncfort,


emergen una vez más las raíces dialécticas del pensamiento benjaminiano, que esta
vez se expresa en la pareja de categorías aura y shock. La primera de ellas, el aura,

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condensa los elementos de la autenticidad, unidad, «sacralidad» y del «valor cultural»
de la obra de arte tradicional; la segunda, en cambio, es el paradigma de la
modernidad técnica, que se manifiesta en experiencias sensibles caracterizadas por la
repetición de las imágenes y el empobrecimiento de la autenticidad de la percepción
estética. En el campo industrial de la producción y reproducción serial de imágenes,
se determina una disminución gradual de la «vaina» que envuelve a los objetos,
incluidos los artísticos. El riesgo relativo a la serialización industrial, en el formato de
las reproducciones técnicas y de la repetición de las experiencias sensoriales, es la
pérdida total del aura, es decir, la imposibilidad de una relación estética entre el
observador y la imagen observada.

En el espacio masificado de la percepción y de la mercantilización industrial de la


producción es, en cambio, el shock perceptivo el que domina la experiencia sensible y
se manifiesta bajo diferentes apariencias que se renuevan ocasionalmente. El shock,
auténtica sacudida emotiva, descarga sensible o maravilla sensorial, tiene,
principalmente, dos naturalezas en la modernidad estético-artística de Benjamin. Por
una parte, una naturaleza «moral», causada por la nueva «voluntad artística» (Kun-
stwollen) que intenta imponer su estilo y sus formas; por otra parte, se manifiesta
también en la intensificación de los estímulos perceptivos de la metrópolis industrial.
Al primer caso nos remiten las técnicas experimentales del dadaísmo, que pretenden
conmocionar al espectador con sus «obras-proyectil» para provocar y denunciar la
fetichización estética de la vida militarizada en la Primera Guerra Mundial,
proyectando «moralmente» la obra contra el observador para «despertar» en él la
indignación (pasaje de lo óptico a lo táctil). El mismo tipo de shock, moral es el
propuesto por el montaje o collage textual por fragmentos de la literatura surrealista,
que pretende desorientar la lógica interpretativa del lector llevándolo a saltos por un
paisaje literario alucinado en el que se procede por asociaciones inconscientes
apartadas de cualquier retórica lírica. Con el cine, gracias a su estructura dialéctica,
capaz, por tanto, de montar simultáneamente en una secuencia continua fotogramas
discontinuos, el efecto del shock moral que el dadaísmo «mantenía todavía
empaquetado»[66] queda liberado como shock físico.

El cine, para Benjamin, es el estadio de la técnica artística más cercano —⁠ pero


no todavía el «definitivo»⁠ — al shock físico total, el producido por los riesgos
continuamente presentes en las metrópolis industriales. «El cine es la forma artística
que corresponde al acentuado peligro de muerte en que viven los hombres de hoy»,
un hombre al que, escribe Benjamin, le corresponden, en la modernidad de la historia
de la percepción, «transformaciones profundas del aparato perceptivo».[67] Estas
modificaciones tienen que ver con la forma de pasear por las concurridas calles de la
gran ciudad —⁠ una nueva flânerie en la que la metrópolis se percibe en la distracción
y el tedio de lo cotidiano⁠ —, donde el estado de aislamiento producido por el perfecto

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funcionamiento de los mecanismos urbanos solamente es comparable con el que vive
el «mínimo, quebradizo, cuerpo humano»[68] del soldado bajo el bombardeo
audiovisual en las trincheras de la Gran Guerra. La percepción cotidiana es, por ello,
un campo minado por miles de microshocks debidos a «innovaciones técnicas» como
«la invención de los fósforos, hacia fines de siglo», que sustituyó «una serie compleja
de operaciones por un gesto brusco». Lo mismo ocurre, según Benjamin, con el
teléfono, donde «en lugar del movimiento continuado con que era preciso hacer girar
una manivela en los aparatos primitivos aparece el acto de levantar el receptor».
Finalmente, asimismo,

el disparo del fotógrafo ha tenido consecuencias particularmente graves. […] Tal máquina proporcionaba
instantáneamente, por así decirlo, un shock póstumo.[69]

Estos son algunos de los «aparatos» (Apparatur) de la «segunda técnica» (zweite


Techmk) en la época actual de la reproductibilidad, capaces de desmantelar las falsas
ilusiones autárquicas de la «industria cultural» burguesa y remodelar la organización
de la percepción a través de una modalidad extra-artística de la experiencia. A ellos se
les suman como factores que favorecen la pérdida del aura las dinámicas de
estandarización de las imágenes y de los objetos de la producción: en particular, el
cine de Hollywood y la cadena de montaje representan los sistemas más peligrosos en
la generación de tensiones sociales y «psicosis masivas mediante determinadas
películas en las que un desarrollo forzado de fantasías sádicas o alucinaciones
masoquistas» impide «la maduración natural y peligrosa [para los fascismos] de las
masas».[70]

La transformación y el riesgo de «extinción» del aura en la época de la


reproductibilidad técnica no son un fenómeno meramente estético, sino que
constituyen además el signo más evidente de los elementos de transformación
histórica de la percepción y, por tanto, del sistema completo del médium-aura-shock.
A todo ello le acompaña la reducción de la actualidad histórico-social a una pura
estetización de la política, y las transformaciones de las masas en simple decoración
para los desfiles multitudinarios.[71]
Es un proceso sintomático; su importancia apunta más allá del ámbito del arte. La técnica de
reproducción, se puede formular en general, separa a lo reproducido del ámbito de la tradición. Al
multiplicar sus reproducciones, pone, en lugar de su aparición única, su aparición masiva.[72]

¿Cuáles son, entonces, las formas y los géneros en los que se organiza según
Benjamin la percepción humana en la época de la reproductibilidad técnica? ¿Cuáles
son los que amenazan y cuáles los que, conservándola, impulsan al aura hacia la
crisis de la «actual renovación de la humanidad»?

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Retrato aurático e «inconsciente óptico». Fotografía de una
situación «kafkiana»
En una especie de paisaje de jardín invernal está un muchacho de aproximadamente seis
años de edad embutido en un traje infantil, diríamos que humillante, sobrecargado de
pasamanerías. Colas de palmeras se alzan pasmadas en el fondo. Y como si se tratase
de hacer aún más sofocantes, más bochornosos esos trópicos almohadonados, lleva el
modelo en la mano izquierda un sombrero sobremanera grande, con ala ancha, tal el de
los españoles. Desde luego que Kafka desaparecería en semejante escenificación, si sus
ojos inconmensurablemente tristes no dominasen ese paisaje que de antemano les ha
sido determinado. En su tristeza sin riberas es esta imagen un contraste respecto de las
fotografías primeras, en la que los hombres todavía no miraban el mundo, como nuestro
muchachito, de manera tan desarraigada, tan dejada de la mano de Dios. Había en torno
a ellos un aura, un médium que daba seguridad y plenitud a la mirada que lo penetraba.
[64]

Es conocida la fascinación de Benjamin por el escritor judío


praguense Franz Kafka (1883-1924), en torno al cual escribe uno de los
ensayos de crítica literaria más importantes y significativos de su
producción: Franz Kafka (1928). En este pasaje de la célebre y densa
Pequeña historia de la fotografía, la imagen del pequeño Kafka parece
coincidir con su icono literario y, al mismo tiempo, con el carácter
metonímlco-antonomástico que el adjetivo «kafkiano» ha adquirido con el
tiempo. Si se sigue con atención el recorrido histórico y epistemológico
que Benjamin propone para afrontar desde diversas perspectivas
históricas la cuestión técnico-estética de la fotografía se comprende por
qué el daguerrotipo del pequeño Franz es, en cierto modo, doblemente
«kafkiano».

En un primer nivel, el retrato se revela kafkiano por el resultado


material que la técnica fotográfica ha alcanzado en aquel momento,
cuando Kafka tiene seis años, es decir, alrededor de 1890.

Es un retrato kafkiano, así pues, porque parece revestido del «valor


mágico que una imagen pintada ya nunca poseerá para nosotros»,
escribe Benjamin, esto es, de la presencia aurática del auténtico Franz,
sepultado en el hic et nunc del momento del disparo y en la metamorfosis
de semitonos de la exposición a la luz de la placa sensible, en el
momento casi onírico de la pose.

En un segundo nivel, el retrato es kafkiano porque, según Benjamin, a


partir de aquella fotografía el niño evoca el «inconsciente óptico» del
observador y despierta su «memoria involuntaria».

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El poder inquietante y kafkiano de la técnica fotográfica se encuentra
justamente en que descubre una vía de acceso a la dimensión alienante
del mundo subterráneo e invisible del aura de los objetos encuadrados.

El retrato en el álbum, lleno de auricidad, del pequeño Kafka y de los


objetos que lo «amueblan» hace de puente onírico entre las dos épocas
de la transformación técnica, los siglos XIX y XX. Proponen al observador
un diálogo inconsciente con la temporalidad y visiones procedentes de
un mundo que no habla al ojo «natural», sino que suscita una mirada
intensa solo al objetivo fotográfico.
Solo gracias a ella [la fotografía] percibimos ese inconsciente óptico, igual que solo
gracias al psicoanálisis percibimos el inconsciente pulsional. […] la fotografía abre en ese
material los aspectos fisionómicos de mundos de imágenes que habitan en lo minúsculo,
suficientemente ocultos e interpretables para haber hallado cobijo en los sueños en
vigilia[…].

Una situación verdaderamente kafkiana.[65]

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Teoría de los medios y técnicas del espectador moderno

La cuestión del posicionamiento del individuo, de la mirada, del sistema


perceptivo en el complejo de la realidad, es el eje alrededor del cual Benjamin se
introduce en el debate cultural de su época; critica la experimentación estética de las
vanguardias e irrumpe en el recinto sacro del estatus de la obra de arte en la
actualidad de la reproductibilidad técnica moderna.

En un plano de posterior desarrollo de la teoría estética y del debate crítico sobre


la tecnificación industrial de la cultura y del hombre (véase la condición de las masas
proletarias alienadas en la cadena de montaje), Benjamin avanza hacia la definición
de un sistema específico de elementos inherentes al espacio contingente de la
percepción. Partiendo, por tanto, de la confrontación con las voces de Viena, pero
también con las posiciones de filósofos y «científicos de la cultura» de su entorno,
Benjamin propone un análisis de la sociedad burguesa capitalista actual que parte de
la posición que el hombre ocupa respecto a la transformación continua de los
horizontes de observación, a las técnicas originadas por el progreso y a las
modalidades del uso de estas como instrumentos de percepción de la realidad.

En el campo de investigación de Benjamin se reconocen tres elementos


fundamentales:

el médium (Médium), cuya definición extiende continua y sucesivamente,


pero que en esencia indica el modo en que se organiza la percepción humana:
el «aparato» (Apparat), es decir, el dispositivo técnico a través del cual el
sujeto percibe;
el conjunto global del «aparataje»; el contexto instrumental y medial de la
percepción (Apparatur).

El médium es, por tanto, un complejo sistema de condiciones técnicas


—⁠ naturales y/o artificiales⁠ — capaz de filtrar, modular, producir y reproducir, ya sea
modificándolas o desviándolas, las capacidades sensibles que configuran la
percepción humana de lo real en formas cada vez distintas.

Este complejo sistema se compone de:

formas expresivas: como el lenguaje, la pintura entendida como técnica de


composición de líneas y manchas de color;[73]
formas de representación: como los estilos histórico-artísticos elaborados a lo
largo de la historia (el arte tardorromano o el dadaísmo);

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dispositivos técnicos: como los desarrollados a finales del siglo XIX y
principios del XX (fotografía, cine, radio y teléfono);
medios ópticos: cuya «evolución técnica» viene de lejos, incluso del
Renacimiento, desde la cámara oscura a la linterna mágica; del panorama y el
diorama o los telescopios, hasta los microscopios o los objetivos;
estructuras arquitectónicas: capaces de modelar históricamente, ya sea con
respecto a los interiores burgueses o con respecto a los exteriores de la
disposición humana de la realidad (lo cercano y lo lejano, lo interno y lo
externo);
todas las sustancias capaces de producir alteraciones sensibles y vehicular la
percepción de tal manera que facilite el acceso al aura y a otros estados de la
conciencia: estupefacientes, alcohol, etc.

De las lámparas de aceite en las calles de la ciudad, las luces de los bombardeos
nocturnos, las habitaciones de las viviendas burguesas y la arquitectura de hierro y
acero de la capital francesa, pasando por las lupas, el objetivo fotográfico o el
lenguaje humano y el aparato radiofónico, el conjunto de «medios» que participan en
la organización de la experiencia constituye una verdadera «feria de la modernidad»,
una especie de espectáculo en «sesión continua».

Completan el aparato interpretativo del funcionamiento fenomenológico de la


percepción las definiciones analíticas, de las que hemos hecho simple mención, de
«primera técnica» (erste Technik) y «segunda técnica» (zweite Technik), así como la
de «inervación» (Innervation), que profundizan y subrayan el presupuesto historicista
de la teoría de los medios benjaminiana y el interés por las condiciones de la
percepción en la contingencia de la modernidad industrial. En efecto, para Benjamin
el carácter de historicidad de la percepción se extiende también al médium y a las
modalidades con las que los diversos instrumentos técnicos y las funciones sensibles
del hombre se combinan. En un fragmento en el que ya nos hemos detenido aparece
la definición más general que Benjamin da del médium: «el modo en que se organiza
la percepción humana —⁠ el medio en que ella tiene lugar está condicionado no solo
de manera natural, sino también histórica».

La historicidad del médium, como puede verse por la reconstrucción


benjaminiana de la historia de los dispositivos de reproducción técnica de la obra de
arte, pasa por tres principios fundamentales:

1. La prefiguración inherente a cada médium del médium que seguirá en el


proceso histórico de transformación de las formas del arte. Este principio
contiene también la intuición «vienesa» de que la técnica influye y predispone
la forma artística de cada momento histórico. De esto se deduce la negación

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del principio evolutivo unidireccional del positivismo en favor de la
afirmación de formas artísticas en contextos históricos «desfavorables»,
«decadentes» o «marginales».
2. Alcanzada una especie de clímax expresivo de una cierta forma de arte, esta
ya no puede mantener su coherencia y seguir produciendo los efectos
estéticos deseados (Kunstwollen), cosa que, en cambio, sí conseguirá el
siguiente médium. Por esta razón, inherente casi naturalmente a cada médium,
se produce el progreso técnico y artístico, que para Benjamin está, así pues,
causado por una determinada exigencia estética y no viene dado a priori,
como afirmaba el positivismo de aquella época.
3. El médium tiene una importante función social en la recepción de las formas
artísticas. Según el principio dialéctico fundamental del pensamiento
benjaminiano, también la transformación mediática mantiene los elementos
propios de cada proceso histórico. Es decir, sobre el filo subliminal de cada
fase de afirmación de un nuevo médium hay un momento en el presente del
médium dominante en el que las dos formas opuestas de la recepción —la
«arcaica» y la «vanguardista»— se mezclan, coexisten, como en la «imagen
dialéctica» del tiempo histórico.

Veamos algún ejemplo concreto de cómo la reproducción técnica —⁠ no la


reproducción como práctica artística de imitación⁠ — se impone «intermitentemente a
lo largo de la historia, con largos intervalos, pero con intensidad creciente». En la
«primera técnica»: xilografía-litografía-prensa:

Con la litografía, la técnica de la reproducción alcanza un nivel completamente nuevo. El procedimiento


mucho más conciso que diferencia a la transposición del dibujo sobre una plancha de piedra respecto del
tallado del mismo en un bloque de madera, o de su quemadura sobre una plancha de cobre, dio a la
gráfica por primera vez la posibilidad de que sus productos fueran llevados al mercado no solo en escala
masiva (como antes), sino en creaciones que se renovaban día a día. Gracias a la litografía, la gráfica fue
capaz de acompañar a la vida cotidiana, ofreciéndole ilustraciones de sí misma. Comenzó a mantener el
mismo paso que la imprenta.

En la «segunda técnica»: fotografía-cine sonoro-cadena de montaje.

Pero ya en estos comienzos, pocos decenios después de la invención de la litografía, sería superada por la
fotografía. Con esta, la mano fue descargada de las principales obligaciones artísticas dentro del proceso
de reproducción de imágenes, obligaciones que recayeron entonces exclusivamente en el ojo. Puesto que
el ojo capta más rápido de lo que la mano dibuja, el proceso de reproducción de imágenes se aceleró
tanto que fue capaz de mantener el paso con el habla. Si en la litografía se encontraba ya virtualmente la
revista ilustrada, así, en la fotografía, el cine sonoro.[76]

Por tanto, si bien es cierto que la reproducción y sus técnicas han existido siempre
—⁠ el discípulo ha intentado siempre hacer una «copia» de la obra del maestro,
aunque solo sea para aprender y ejercitar su habilidad⁠ —, la modernidad se
caracteriza por una transformación histórica del principio mismo de la
reproductibilidad y de la relación entre el hombre y el sistema mediático en el que

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vive. Mientras, de hecho, con la «primera técnica» el papel del hombre era central
tanto en la práctica artesana como en la mágico-ritualista —⁠ piénsese en la
importancia de la mano del copista y de los órganos internos sacrificados a la
divinidad⁠ —, con la «segunda técnica» la tendencia no se invierte del todo, pero vive
en un equilibrio voluble entre la explotación en grado máximo del cuerpo del hombre
en relación con el Apparatur (el «aparataje») y su desaparición/transformación en el
mecanismo mismo de la producción. Un fenómeno análogo de
desaparición/transformación, la intervención de la «segunda técnica», se produce
debido a la «vaina» de autenticidad del aura artística.

En el primer caso, es decir, en la asimilación del cuerpo humano al médium


técnico, Benjamin habla de verdadera «inervación» (Innervation), el juego
combinado entre ser humano y aparataje, que evoca siglos de debate filosófico y
sociológico alrededor del conflicto atávico entre Naturaleza y Cultura. En la
«inervación» —⁠ que puede ejemplificarse en la imagen del personaje de Chaplin,
Charlot, que se vuelve uno con los engranajes de la cadena de montaje en Tiempos
modernos (1936)⁠ —, el conflicto entre el polo natural y el cultural tiene posibilidad
de extinguirse en la dialéctica de la modernidad. Naturaleza (el cuerpo orgánico del
hombre) y Cultura (el instrumento técnico) se «inervan» generando una tercera
entidad en equilibrio entre los extremos: la prótesis, el montaje obtenido de la fusión
de las funciones y las capacidades sensibles de la naturaleza humana con el aparato
técnico que se les incorpora. Y que no las anula necesariamente.

Son dos las realidades en las que se produce más claramente en la modernidad
esta «inervación»: el cine y la cadena de montaje. Entre estos dos fenómenos se
produce también la experiencia-cesura de la modernidad de la «segunda técnica»: la
Gran Guerra, el más grande e «inmenso experimento de psicología —⁠ y estética⁠ —
social»[77] de la modernidad. La guerra «de desgaste» y de la «carne de cañón»
supone la cristalización de todos los elementos más «modernos» de la experiencia
sensible. Evento límite por los traumas provocados (el shell shock, o neurosis de
guerra), la Gran Guerra se reveló también como un evento densamente aurático, que
fue capaz de mostrar en el momento de la destrucción la fantasmagoría del porvenir
tecnológico; reproducible, porque fue capaz de involucrar y de ocupar en un «ciclo
continuo» los cuerpos de millones de personas, cercanas o lejanas de las trincheras, y
por la cantidad de material fotográfico y cinematográfico registrado en todos los
frentes del conflicto.

El polo estético de la inervación cinematográfica consiste en un auténtico


«adiestramiento» (training) del cuerpo humano: en primer lugar, del actor llamado a
repetir la escena una y otra vez hasta conseguir el efecto deseado, antes incluso de la
asimilación del gesto en el encuadre del ojo técnico de la cámara. En segundo lugar,
el adiestramiento físico al shock que afecta al cuerpo del espectador, invitado por la

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sucesión chocante de fotogramas en serie y por la velocidad de la secuencia del
montaje a servirse de las facultades de sus órganos oculares, a economizar la
actividad cerebral conectada a la vista y a acelerar los tiempos de recepción del
producto fílmico.

En el polo social de esta transformación estética y cultural se encuentra el


operario de la fábrica moderna. «Inervado» por los engranajes de la producción como
prótesis de potenciación de sus habilidades, se ve obligado a adiestrar e implementar
en la cadena de otro montaje —⁠ en este caso industrial⁠ — las capacidades
«naturales» de su cuerpo, bajo el imperativo categórico de la productividad del
hombre taylorizado: alcanzar nuevos récords de producción.

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Hachís y aura. A cucharadas se saca siempre lo mismo de
la realidad

Existe una descripción del acceso al aura que, más que ninguna otra,
es capaz de mostrar la dimensión extremadamente sensible de la
experiencia en la teoría estética de Benjamin. El filósofo y su amigo y
colega Ernst Bloch se encontraban en Marsella, en una habitación, bajo
el efecto del hachís. En la transcripción del experimento con la droga
podemos leer:

Bloch quería tocar suavemente mi rodilla. Mucho antes de que me alcance, percibo el
contacto, y lo siento como una lesión, sobremanera desagradable, de mi aura. (Escrito el
13 de enero de 1928, por la tarde, a las tres y media.)[74]

Entre 1927 y 1933, en la peregrinación intelectual y personal entre los


puertos de Marsella e Ibiza, Benjamin procede a una serie de
experimentos con las drogas en circulación: el hachís (el crock de sus
escritos), el opio y la mescalina, pero también la morfina —⁠sustancia que
escogerá para quitarse la vida⁠—. La inspiración de estas prácticas se
origina, sin duda, en la «moda» europea de la época, pero también, en
un plano filosófico, en los testimonios consignados a la literatura por su
poeta-guía, el Baudelaire de los Paraísos artificiales (1860), y por la
teoría simbolista del «éxtasis» de Ludwig Klages, tan próximo al poema
baudelairiano «Correspondencias» (1857).

El hachís entra dentro de los medios a través de los cuales la


experiencia humana se libera: en particular, el uso de las drogas produce
un efecto de apertura y amplificación de los sentidos, como se lee en los
informes que Benjamin elabora después de cada experimento (los
Crocknotizen). En la experiencia «artificial» con las sustancias
estupefacientes, Benjamin experimenta, como en un proceso de
laboratorio controlado, bajo observación, del que él mismo es el conejillo
de indias voluntario, las transformaciones en el funcionamiento normal de
la sensibilidad humana.

En diversos textos de los informes sobre los experimentos podemos


leer acerca del acceso directo al aura de los objetos de la realidad que
las alteraciones «estupefacientes» otorgan a los «sentidos liberados». El
hachís, en particular, es el médium a través del cual el espacio, el
tiempo, la luz, los colores y las formas del mundo conocido experimentan
alteraciones, pero no por ello pasan a ser menos auténticos. Al contrario,
si la sensación de soledad se desvanece, si la visión se agudiza, y
también el tacto, según Benjamin, es porque estas sustancias son como

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una «cuchara» con la que se «saca siempre lo mismo de la realidad».[75]
Entonces, toda repulsión se desvanece, un sentido de hilaridad emerge,
sonoro, desde el interior del comedor de hachís (Thomas de Quincey,
1822) y bajo el efecto de esa alteración general la naturaleza parece
disfrutarse sin filtros, como les sucede a los niños: más igual a la realidad
accesible de la percepción «natural» y «menos egoísta» incluso que la
percepción a la que nos da acceso el amor.

Un Benjamin más sensible y más consciente de los procesos


perceptivos del conocimiento estético se encuentra en el aura fragilísima
de estos paraísos artificiales. En equilibrio precario en la alucinada
posición desde la que trascribe y cuenta sus propias experiencias,
sustituye la inocencia infantil por la dilatación de las categorías espacio-
temporales y por la correspondencia con las cosas del mundo, la
inquietud por la indeterminación de los objetos en los que se sumerge, el
miedo de la experiencia del igual, advertida como «violación» de sí
mismo por parte de la saciedad de realidad alcanzada.

La pluma que transcribe el efecto de la cuchara inmersa en el aura


del mundo es ya tan sensible que registra incluso el temor de que «una
sombra que cae sobre un papel pueda dañarlo».

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Reproducción fotográfica y montaje fílmico: de técnicas de
destrucción del aura a prácticas de emancipación social

Como formas de reproducción técnica centrales en el sistema del Apparatur


benjaminiano, la fotografía y el cine desempeñan un papel epistemológico más
importante que el resto de los sistemas mediáticos, en el sentido de que las dinámicas
de su funcionamiento técnico se analizan en relación con las posibilidades y con los
espacios que abren —⁠ agrandan, encogen, fijan o ponen en movimiento⁠ — en la
conciencia de la realidad sensible, además de por las transformaciones que producen
sobre el aura artística de la obra de arte.

Las técnicas y los instrumentos audiovisuales —⁠ los objetivos, los instrumentos


de grabación y reproducción, primero de la imagen, luego del sonido⁠ — reclaman o
incluso obligan al individuo a tomar partido como espectador, a «someterse» al
propio Apparatur o a gobernarlo, a volverse parte de él o a utilizarlo aprendiendo sus
mecanismos.

En una densa constelación de textos, artículos y reseñas de obras fotográficas y


cinematográficas en circulación en Francia y Alemania en las décadas de 1920 y
1930, como La situación del arte cinematográfico en Rusia (1927), Benjamin
explícita en qué grado el nivel de «inervación» del ojo respecto al aparato, el
conocimiento sensible que deriva de la oscilación entre los diversos grados de lejanía
que permite el objetivo de la cámara, de las posibilidades técnicas de fijación de las
imágenes sobre la película fotográfica y de la secuenciación de la película, en qué
grado todos estos elementos, en definitiva, hacen que el carácter contemporáneo de la
reproductibilidad foto-cinematográfica sea sustancialmente política.

Basta con mirar la transformación que el médium fotográfico impone a las formas
y a los géneros de la organización de la percepción humana: a partir del
condicionamiento de la mirada que se da en la práctica con el encuadre y el enfoque;
por el potencial de «ampliación» o «aumento» de la película sensible que se ofrece a
la lente fotográfica, el ojo no «natural», al que «otro» mundo se le revela; también,
por el aporte cognitivo que deriva de la posibilidad de composición de las fotografías
en la organización del saber alrededor del objeto representado; en fin, por la cantidad
y calidad siempre creciente de las reproducciones en serie que se ponen en
circulación en revistas o periódicos, comunicadas por la radio o por teléfono, y
convertidas en un auténtico archivo de citas de aquella imagen, reutilizable hasta el
infinito.

En la época de la pérdida del aura de autenticidad de los objetos y de artisticidad


de las obras de arte, reproducidas mecánicamente, siempre iguales, en serie,
Benjamin habla de la nueva posición del «observador técnico» de la realidad y de

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cómo el «reconocimiento» genera nuevas perspectivas, como fenómeno social y
como cambio antropológico histórico. El «reconocimiento» de la realidad ofrecido
por las formas y los géneros de la percepción foto-cinematográfica —⁠ en particular,
del poder «desrealizante» de la fotografía y de lo chocante del montaje fílmico⁠ — es
una verdadera oportunidad para la política en relación con las masas contemporáneas.
Benjamin analiza los resultados que puede provocar esta decadencia del aura y uno
de los más importantes es la posibilidad de un «desencanto»[78] de las masas debido a
la estandarización industrial del trabajo y de la existencia, a la sumisión a los
fascismos tardocapitalistas y a sus ideologías estetizantes; pero cuando Benjamin
lleva a cabo este análisis, lo hace en un sentido marxista y revolucionario, en función
de un proyecto de emancipación cultural y social como nuevo protagonista político
de los tiempos modernos.

Chaplin-Charlot. El equilibrista en la danza mecánica de los


Tiempos modernos

En los años en que se convierte en la estrella del cine de Hollywood,


Charles Spencer Chaplin (1889-1977) —⁠más conocido con el nombre de
la máscara cómica con la que se cubrió, Charlot⁠— encarna una amplia
reflexión estética que había sacudido a Europa desde las vanguardias
del dadaísmo, el posdadaísmo y el cubismo. Y no solo eso: el cine
internacional conecta con las pruebas físicas y técnicas que el cuerpo y
el icono de Chaplin ponen en circulación gracias a los medios de difusión
mediáticos estadounidenses. Si cineastas de la talla del vanguardista
soviético Sergei M. Eisenstein expresan su entusiasmo por una figura ya
icónica del cine capitalista de Hollywood, críticos y experimentadores del
médium cinematográfico encuentran en el trabajo de Chaplin una
ocasión para debatir sobre las transformaciones estéticas que este
produce en el gusto artístico y en la percepción sensible contemporánea.
El tema es la relación moderna entre cuerpo y máquina.

Según la teoría estética de Benjamin, en los años veinte la voluntad


(Kunstwollen) de provocar al público para incitar en él reacciones de
indignación se ha convertido ya en un «tiro fallido» de las «obras-
proyectil» dadaístas. Esta exigencia se alcanza libremente en el médium
cinematográfico. Con las «obras-proyectil» de los dadaístas, la obra de
arte alcanzó una cualidad táctil. La demanda del cine es también en
primera línea táctil y se basa en la manipulación del montaje, usado
hasta entonces como técnica de composición de «ensaladas de
palabras» y de collage de botones y billetes de tren. El cine libera el
shock moral dadaísta en el shock físico del cuerpo del actor, y Charlot es

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el único capaz de establecer un equilibrio dialéctico entre él y el
«aparataje». ¿Cómo? Con su particular gestualidad (Gestus), esa danza
mecánica ofrecida al público internacional.
[…] a través de esta gestualidad —es decir, de su forma física y psíquica de
comportarse⁠— Chaplin monta al hombre al cine. La novedad de la gestualidad de Chaplin
es que descompone los movimientos expresivos del hombre en una continuación de
inervaciones íntimas. Cada uno de sus movimientos singulares se compone de tirones y
movimientos fraccionados[79].

El film experimental posdadaísta Ballet mécanique (1923-1924), del


artista francés Fernand Léger y el director estadounidense Dudley
Murphy, marca la consagración del cuerpo de Chaplin no solo como
icono del cine mudo de los años veinte, sino también como paradigma de
la inervación emancipada del ser humano a partir del mecanismo. La
fragmentación del gesto en microsecuencias de movimiento
imperceptible, el montaje «biomecánico» de la danza de trozos
desarticulados del «Charlot cubista» hacen de él el equilibrista por
excelencia de la modernidad. Al mismo tiempo, además de «fenómeno
histórico»[80] y de icono de la taylorización mecánica de la existencia de
las masas proletarias en la cadena de montaje, Charlot-Chaplin es una
especie de atleta-poeta de la emancipación humana del aparataje, cuyos
gestos componen —⁠es más, montan⁠— su Poema fílmico[81].

Partiendo de algunas premisas a medio camino entre el modelo histórico-social de


la reflexión sobre la fotografía propuesto por su amiga y fotógrafa Gisèle Freund[82] y
de algunas propuestas técnicas a la vista de los sucesivos análisis, en la Pequeña
historia de la fotografía Benjamin ensambla (monta) los elementos individuales de
las diversas teorías. También incorpora un análisis del peso de la experiencia sensible
en lo contemporáneo para trazar el perfil de una historia de la percepción a partir de
la invención y difusión de la fotografía en la edad moderna. La historicidad de las
capacidades sensibles, afirma, no depende solo de un proceso de evolución biológica
y natural de las funciones físicas de nuestro cuerpo. También viene determinada por
la cultura, es decir, en la relación que se instaura entre el ser humano y las técnicas de
producción y reproducción de la imagen. Aún más interesante es la consideración que
hace Benjamin del carácter histórico del éxito de la fotografía en relación con el
incremento de las capacidades sensibles del público. Precisamente por el hecho de
que la fotografía ha surgido como instrumento óptico de registro y reproducción
artística —⁠ o sea, en respuesta a una determinada voluntad estética a la que la pintura
no podía dar respuesta⁠ —, la década de 1920 es la época decisiva para la
«legibilidad» de la historia de la fotografía como fenómeno estético. Razón por la que

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este período se presenta como el más prolífico para la definición de un debate válido
y consciente sobre la fotografía como médium y como forma de arte.

Al analizar las tendencias de la cultura en el siglo XIX, Benjamin reconoce una


idea estética, un estilo artístico y una posición perceptiva de apertura, de distancia en
la contemplación, una definición de lo visual de tipo aurático. Se infunde al objeto de
la percepción un halo sacro de unidad y autenticidad y se lo carga con un valor
cultural en nombre del cual el espectador se ve obligado a guardar un debido
distanciamiento. Muy pronto, sin embargo, en el momento de «coexistencia» entre el
médium precedente y la prefiguración del sucesivo —⁠ entre el daguerrotipo y el cine
sonoro, para entendernos⁠ —, la fotografía empieza a mecanizarse cada vez más y los
sistemas de reproducción fotográfica se ven obligados a abandonar las constricciones
de la tradición estilística precedente, la pictórica. Así, se superan con relativa rapidez
las pretensiones artísticas iniciales de los tradicionalistas del arte figurativo, que en
los primeros años de éxito del medio fotográfico intentaron «asimilarlo» al gusto
pictórico: piénsese en las escenografías de los estudios fotográficos, o en el efecto
aurático provocado en las primeras fotografías por la técnica aún rudimentaria.[83]

Las fotografías se multiplican, y se convierten en imágenes cada vez más


técnicas, tanto en lo que respecta a la cantidad de las reproducciones, que alcanzan a
un público cada vez más amplio, como por lo que respecta a su calidad: la imagen se
perfecciona en la copia técnica exacta de un original que deja de existir como tal
—⁠ el objeto de la «exposición» es la fotografía misma⁠ — y pierde definitivamente la
autoridad de la autenticidad de la obra de arte. La fotografía se convierte en
información de una forma que ningún médium precedente —⁠ desde luego no la
pintura, pero tampoco la litografía, que ha quedado «anticuada»⁠ — puede imitar.
Progresivamente, el observador empieza a anular la distancia a la que se había visto
situado por la autenticidad sacra de la obra única o de su reproducción ejemplar,
igualmente única porque había sido producida de forma artesanal, y por tanto era tan
auténtica como el original.

Veamos un ejemplo que se hace necesario para ilustrar la idea, y que encaja a la
perfección, la imagen de la catedral de Ruan (Notre-Dame de Rouen) en Francia: la
obra de arte original es la catedral misma, y al mismo nivel se encuentra el cuadro de
Claude Monet (1892) Catedral de Rúan, fachada oeste, a la luz del sol, y las otras
treinta versiones que el artista pinta desde treinta perspectivas o momentos diferentes
entre 1892 y 1894. La litografía, en aquellos años todavía en boga porque respetaba
el médium estético de la gran pintura impresionista, reproduce en serie y a escala la
imagen de la pintura de la catedral de Rúan, que se difunde ampliamente en las
revistas ilustradas de la época. Como en todas las fases de la historia del arte, también
en este caso la litografía copia al original, pero en el objeto artesanal de la matriz
litográfica todavía puede reconocerse, según Benjamin, una obra única creada por la

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mano del grabador. Con la llegada de la primera fotografía, tanto la reproducción
técnica de la pintura de Monet como la fotografía tomada directamente de la obra
original —⁠ la catedral propiamente dicha⁠ — que empiezan a circular en las revistas
ilustradas conservan todavía un leve «halo» de la presencia de la obra de arte. La
técnica fotográfica rudimentaria todavía debe complementarse con la habilidad del
fotógrafo para calibrar la luz, mezclar los agentes fijadores químicos y gestionar los
tiempos de revelado e impresión, y aun con ello los inciertos azares de una técnica
todavía tosca no garantizan el resultado de la imagen. También en esto reside su
singularidad artística. Es en los miles de postales fotográficas de la catedral de Ruan,
todas perfectamente iguales, perfectamente «idénticas» a la imagen real de la catedral
misma —⁠ ya que la función de la postal es precisamente permitir que quien no está
presente vea la obra «tal como es»⁠ —, donde la autenticidad de la obra y la de la
imagen pierden importancia. A las masas que pueden acceder a la postal de la
catedral de Ruan con tanta o más facilidad como a la catedral misma, Benjamin les
propone un «despertar» de la ilusión estética de la «segunda técnica» tal y como la
plantean los sistemas reaccionarios de la estandarización estética.

Junto con la evolución cada vez más acelerada de la mecanización de la


reproductibilidad técnica fotográfica, se determina también, según Benjamin, una
especie de revolución de la distancia, que se explica del siguiente modo:

Se basa en dos condiciones que están conectadas, lo mismo la una que la otra, con el surgimiento de las
masas y la intensidad creciente de sus movimientos. Esto es: «Acercarse las cosas» es una demanda tan
apasionada de las masas contemporáneas como la que está en su tendencia a ir por encima de la unicidad
de cada suceso mediante la recepción de la reproducción del mismo.[84]

En el progreso de los instrumentos técnicos de reproducción de la imagen, el aura


como valor de culto, de autenticidad y unicidad del objeto sufre un progresivo
decaimiento y reducción. Debido a este fenómeno, se induce a las masas a creer en la
igualdad de lo que se reproduce y se pone en circulación con la realidad misma: el
«valor cultural» se repropone bajo la forma de «fetichismo de la mercancía», típico
del sistema burgués tardocapitalista.

Benjamin cree que esto toma también otra dirección que tiene más que ver con la
función social del arte y las consecuencias políticas que se derivan de ello. El
«aumento de realidad» y el valor de veracidad de los productos fotográficos de la
«industria cultural» y de los nuevos medios —⁠ por ejemplo, la información «en
directo» del periodismo de masas o la difusión «sin límites» de las ondas
radiofónicas⁠ — abren paso al fenómeno de la hiperestetización de la realidad, que se
adapta muy bien a las intenciones políticas de las ideologías contemporáneas en su
relación con las masas. Su intento ilusorio, de hecho, es el de reproducir el «valor
cultural» del arte bajo la apariencia desnuda de los productos de la «segunda
técnica», tanto los comerciales de la publicidad como los ideológicos de la

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propaganda fascista. Esta es la cara negativa de la moneda de la transformación, en
términos de «liberación estética», del estatus del aura en la época de la
reproductibilidad técnica.

Los fascismos son los que, de hecho, quieren aprovecharse en este sentido de la
función política de la caída del aura: en el espacio de valor que las obras de arte han
dejado vacío, la propaganda totalitarista acerca hasta tal punto a la masa la
reproducción técnica de la realidad que las dos cosas terminan por coincidir. Es decir,
es la propia masa la que se convierte en un ornamento estético de la época, el
producto técnico de la política totalitaria: así, «en los grandes desfiles festivos, en las
concentraciones gigantescas, en los actos masivos de orden deportivo y en la guerra
[…] la masa se mira a sí misma cara a cara».

En el lugar del derecho ahora posible de la emancipación humana de la pasividad


del goce ritual, mágico y sagrado del arte, de la jaula aurática que mantenía al ser
humano alejado del objeto artístico, los esfuerzos de «estetización de la vida política»
que promueve la propaganda «dan a estos movimientos de masas su expresión más
inmediata. Y esta expresión es la guerra»[85].

Si esta es la cara inquietante de la moneda, puede esperarse que Benjamin, con su


mesianismo práctico, vea también una cara positiva. ¿Cuál es el camino político que
se puede recorrer como alternativa a esta transformación histórica de la función social
del aura?

Hay dos buenas noticias para quien se plantea esta cuestión, y pueden oponerse
tanto a los aires militaristas de la Europa de los totalitarismos como a la
estandarización cultural y a la proletarización de las masas en la tierra de Mickey
Mouse en la que se refugió una generación de intelectuales, es decir, en Estados
Unidos. La primera buena noticia se refiere a la ventaja estética que la pérdida del
aura abre a las masas, hasta entonces excluidas del goce auténtico de los objetos
culturales de su tiempo. Este «carácter positivo de la destrucción» lo asume Benjamin
desde la teoría marxista de la liberación del ser humano de la servidumbre del trabajo
y de la elaboración de nuevas formas de «inervación» con los nuevos medios como
«órganos» de la colectividad [86]. La segunda buena noticia hace referencia a la
función propiamente social de los medios, y anuncia la potencialidad política que
muy especialmente la reproducción fotográfica y el montaje fílmico sugieren para la
emancipación de las masas vejadas y dominadas por las prácticas estéticas de los
fascismos y de la «industria cultural» turbocapitalista.

La «estetización de la política» fascista ha alcanzado, para Benjamin, la plena


realización del principio de la proclama futurista de Marinetti: «Fiat ars, pereat
mundus». Con toda la energía humana y todas las formas de producción desplegadas

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en el «único punto» de convergencia de la guerra tecnológica e incluso química, el
fascismo ha conseguido alienar extremada y completamente a las masas. Estas,
dominadas e inervadas en el proceso industrial de conducción de la existencia en
función de la guerra, se han acostumbrado al último goce estético propuesto por la
afirmación absoluta de la destrucción como única belleza de la que puede disfrutar el
nuevo hombre tecnológico.

La guerra, y solo la guerra, hace posible dar una meta a los más grandes movimientos de masas bajo el
mantenimiento de las relaciones de propiedad heredadas. […] De esto se trata en la estetización de la
política puesta en práctica por el fascismo. El comunismo le responde con la politización del arte[87].

No hay que olvidar que la visión marxista y comunista que aprendió en sus
lecturas y sus reflexiones sobre Lukács (Historia y conciencia de clase, 1923) ya está
plenamente desarrollada en Benjamin, que, además de los principios fundamentales
de la teoría dialéctica, ha hecho suyos y ha adaptado los relativos a la potencialidad
política de la intervención de las masas en las transformaciones sociopolíticas de la
realidad. Así emerge, al menos en este punto de su reflexión, un «optimismo» sobre
la potencialidad política positiva de la técnica y de los nuevos medios. Aunque muy
pronto Benjamin pasará a desarrollar una visión más pesimista de la realidad, de la
explotación en curso del hombre sobre el hombre y sobre la naturaleza mediante,
precisamente, la técnica.

En los apuntes y en las correcciones de la primera versión de su escrito


encontramos huellas de esta transición de su pensamiento, algunas de ellas fruto de
un intenso diálogo intelectual con Adorno. Adorno fue desde el principio crítico con
la idea de la potencia revolucionaria de los medios modernos tal y como Benjamin la
proponía en su texto. Según Adorno, la prueba de la ambigüedad y de la peligrosidad
política que estos medios conllevan la encontramos justamente en el hecho de que
puedan ser usados, manipulándolos, también por regímenes autoritarios, por los
fascismos y por los sistemas político-económicos más reaccionarios. A este debate
entre ambos se debe, entre otros, la atenuación o eliminación de la valoración positiva
que Benjamin expresó en las primeras versiones de La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica por el cine de Walt Disney. ¿Cómo podía la revista de la
escuela filosófica anticapitalista por excelencia aceptar la publicación de un texto que
exaltaba el producto de una de las «industrias culturales» más potentes? ¿Y, sobre
todo, cómo podía Benjamin esperar el pago de la suma establecida para esta
colaboración?

Volviendo, en cambio, a las buenas noticias: por una parte, la técnica foto-
cinematográfica demuestra ser un instrumento adecuado —⁠ el médium⁠ — para
responder a la nueva exigencia estética de las masas en la modernidad, abriendo
nuevos espacios de interpretación de la realidad.

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El ejemplo más adecuado en este sentido lo vemos en la atención que Benjamin
presta, en una de sus reseñas, al catálogo del fotógrafo Karl Blossfeldt sobre las
formas originarias del arte?[88] Hojeando este «inventario perceptivo» de fotografías
exponencialmente ampliadas de helechos, flores, tallos, hojas, ramas de castaños,
etc., vemos cómo las formas que el objetivo fotográfico revela al ojo del espectador
producen el shock del extrañamiento. Elementos de la naturaleza así registrados y
reproducidos se muestran, de hecho, como auténticas «formas de estilo», modelos
decorativos, «antiquísimas formas de columnas», «báculos episcopales» o «árboles
totémicos», cambiando «nuestra imagen del mundo en una medida todavía
imprevisible». Es la capacidad de ampliación del instrumento fotográfico la que da
voz a un mundo oculto para el ojo «natural» y arranca el «velo de pereza» de nuestra
mirada mal acostumbrada, por la observación pasiva, a observar distraídamente las
cosas del mundo.[89]

Bajo el segundo aspecto, el de la función social de la reproducción fotográfica,


Benjamin propone la serie sobre rostros de alemanes del siglo XX de August Sander.
[90] La serie de rostros fotografiados en la obra tiene el interés de llevar a la placa

fotográfica y a los espacios urbanos, tras la «desertificación» de las plazas y calles


fotografiadas por Eugène Atget, el rostro humano, su presencia y su autenticidad,
asociado al rol social que desempeña cada persona.

«Ya no se trataba de retratos. ¿De qué cosa se trataba?» Según Benjamin, la obra
de Sander «es más que un libro de fotografías: es un atlas que ejercita» nuestra
comprensión atenta, detallada, audaz, porque compara las fisonomías de la sociedad
en la que se vive. La ejercitación de la mirada crítica permite que cada individuo se
emancipe de la estandarización a la que el trabajo industrial capitalista y el poder de
control social fascista reducen la presencia humana en el mundo. La provocación de
Sander, para Benjamin, reside en el hecho de ser el auténtico contrapeso de las teorías
fisonómicas y de la suspicacia insinuadas en la sociedad por los grandes poderes
represivos y discriminatorios de la época.[91] Al mismo tiempo, esta teoría de rostros
reafirma otro principio crucial de la teoría estética benjaminiana: el del acceso al
aura de las cosas que la fotografía permite, como auténtico contacto sensible entre el
sujeto que observa y el «rostro de la cosa» observada. El aura como potencial de las
cosas del mundo para hacerse más cercanas, aun manteniéndose a la misma distancia
real, permite al sujeto envuelto en su atmósfera volverse «fisonomista», hundirse
«literalmente en los rostros».[92]

Antes de ese momento, solo el cine ruso había posibilitado que «aparezcan ante la
cámara hombres que no hubieran servido para ser fotografiados por ella». Es, de
hecho, el uso del montaje fílmico de la vanguardia soviética el que abre la última

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puerta de acceso a la liberación de las limitaciones técnicas y estetizantes de los
tiempos modernos.

Como ya se ha mencionado, el montaje como técnica artística es uno de los


pilares sobre los que se articula la reflexión de Benjamin sobre las posibilidades
revolucionarias, la potencial ruptura de la prisión social y cultural en la que la
industria y los fascismos tienen bajo control a las masas proletarias. Después del
experimento del fotomontaje dadaísta de Kurt Tucholsky y John Heartfield[93] en las
artes figurativas, el montaje consigue, según Benjamin, su mejor expresión en otras
dos formas estéticas: primero, en las expresiones artísticas surrealistas (incluida la
literatura) y la fotografía del círculo de László Moholy-Nagy, resumidas en su texto
«La Nueva Visión» (Neue Sehen)[94] luego, precisamente en la película
cinematográfica cuyos modelos son los films de Chaplin, el mundo fantasmagórico
—⁠ y controvertido⁠ — de Disney y la vanguardia soviética de diversos genios
revolucionarios como Eisenstein, Dziga Vértov y Pudovkin.

La fascinación de Benjamin por las técnicas y teorías del cine nacido de la


revolución bolchevique —⁠ e inspirado por ella⁠ — arranca del ya mencionado viaje a
Capri, en el que empezó a frecuentar a la directora letona Asja Lacis, que terminaría
siendo su amiga y amante. Pero también de un viaje a Moscú entre diciembre de 1926
y febrero de 1927, narrado en su Diario moscovita (póstumo, 1980). Las
posibilidades inesperadas, sorprendentes, chocantes, que el cine soviético representa
no se relacionan únicamente con el hecho de que haga aparecer en la pantalla a las
mismas masas a las que se dirigen las películas (Eisenstein recluta a campesinos
rusos para hacer una película sobre la campaña de colectivización de la tierra; a
obreros rusos para hacer un largometraje sobre la industria soviética; y a marineros
rusos para su película sobre la épica revolucionaría de El acorazado Potemkin de
1925). Para directores como Pudovkin, en cambio, es justamente en la fase de
montaje, de decisión sobre el ritmo y la secuencia de los fotogramas, cuando el
potencial técnico del cine se expresa en su grado máximo revolucionario. En esta
práctica de reordenación «intermitente», a trozos, con interrupciones, con
ralentizaciones y aceleraciones, se revelan los detalles más «invisibles» de una acción
e incluso en los errores de continuidad o las imprecisiones del montaje se descubre el
valor subversivo de la película.

[con el cine] nace verdaderamente una nueva región de la conciencia.

Es […] el único prisma donde se despliegan para el hombre actual de manera clara, significativa,
apasionante, el medio inmediato, las piezas donde vive, se dedica a sus asuntos y se divierte.[95]

Este tipo de cine es, en la teoría de los medios de Benjamin, la obra de arte más
afín a las condiciones técnicas de la experiencia, impulsada en todos sus aspectos y
en todo momento a la consecución de un récord de prestaciones, sujeta a

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verificaciones continuas —⁠ los test técnicos⁠ — para el control constante de la
producción.

La esencia del film como obra de arte de la modernidad técnica reside, de hecho,
en el principio de «mejorabilidad»: en la época de la reproducción hasta el infinito y
de la renuncia a la eternidad de la pieza única absoluta, la obra maestra del arte
clásico —⁠ la escultura griega o la pintura renacentista⁠ — está destinada a un declive
inevitable.

Como alegoría explicativa de esta afirmación podemos tomar el cuerpo marmóreo


de la Venus de Milo (130 a. C.). Pieza única surgida de un fragmento también único
de mármol y entregado a la eternidad del genio irrepetible de su escultor, la Venus,
hoy privada de sus brazos, yace incomprendida en la época de la técnica perfectible,
inapropiada para la «época de la obra montable». El nuevo objeto de deseo estético
contemporáneo es, en cambio, Una mujer de París (1923), con sus 3000 metros de
película en la versión definitiva del montaje. Salida de un vasto mar de material de
archivo —⁠ 125 000 metros de película, en total⁠ —, Una mujer de París exalta hasta
el paroxismo, también en la función técnica del montaje, las intenciones épicas de su
poeta cinematográfico, Charlie Chaplin.[96] La «gestualidad» (Gestus) reiterada del
cuerpo atlético de Charlot, durante innumerables metros de sus otras películas,
consagra asimismo la superación de todas las pruebas físicas y la obtención del mejor
rendimiento posible de este equilibrista de la danza mecánica del cine.[97]

Se ha visto que Benjamin es, al mismo tiempo, el filósofo del «fragmento», el que
pretende obtener las imágenes de la «marmita rota» a partir de los restos en los que se
ha descompuesto el todo. Se ha visto que el mosaico, el fragmento, la huella, el resto
arqueológico son «imágenes que piensan» fundamentales en su construcción
filosófica. También la realidad —⁠ como el terreno de las ruinas del presente⁠ —
aparece ante la mirada del estudioso como un campo en el que se dispersan las piezas
de un mosaico y los fragmentos del pasado que iluminan el conocimiento. Benjamin
—⁠ adiestrado por el arte vanguardista⁠ — encuentra en la práctica del montaje las
premisas metodológicas para la recomposición de la «marmita» de su tiempo,
destrozada por la tempestad que azotaba Europa.

El montaje en los años de la especulación y la escritura frenética y dispersa entre


1938 y 1940, como la alegoría para el Trauerspiel, se convierte en una auténtica
praxis epistemológica coherente con la realidad contingente, con el «paisaje cultural»
contemporáneo, reventado por la amenaza del nazismo de Hitler.

En París se hace explícito en Benjamin el discurso sobre el montaje y sobre las


urgencias del presente, y es también donde empieza la fase final de sus
peregrinaciones filosóficas y biográficas. A los pasajes de París habrá que volver para

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recoger los últimos fragmentos de su pensamiento filosófico y las iluminaciones de
las últimas tesis sobre la historia.

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El último Benjamin: trapero de la filosofía
y Angelus (Novus) de la historia
Antes de anularlo por completo y empujarlo a la fuga y al suicidio, el triunfo del
nacionalsocialismo ya había producido una metamorfosis total en la condición
existencial de Benjamin como intelectual de los tiempos modernos, cambio que se
hace evidente en el giro político de su pensamiento. Mientras las ideologías
reaccionarias de su tiempo apostaban por una «creatividad artística» ilusoria, el
pensamiento revolucionario lo hacía por sustituirla por una capacidad «especializada»
para intervenir políticamente en la sociedad y por ponerse a disposición de las masas
proletarias, cuya identidad política se veía reducida a diario por los fascismos a ser un
mero ornamento de la alianza militante entre poseedores del capital y pequeña
burguesía burocrática.

Benjamin se dirige al nuevo intelectual revolucionario en la proliferación de


textos fragmentarios del último período de su vida, con la demanda de que se adapten
él y su función a los tiempos modernos. Esta adaptación se expresa en una toma de
posición pública frente a la situación de emergencia social, en posicionarse ante la
amenaza del fascismo, una postura que Benjamin admite que es dura y llena de
riesgos para los nuevos hombres de letras del siglo XX. Es dura, sobre todo, porque se
presenta como el resultado del rechazo —⁠ primero⁠ — y de la emancipación
—⁠ luego⁠ — de la propia condición social: si el intelectual es un burgués por
antonomasia, su toma de posición contra el fascismo es, ante todo, una toma de
posición en contra de su propia clase social. Así, «el camino del intelectual hacia la
crítica radical del orden social es el más largo, de la misma manera que el del
proletario es el más corto».[98]

En cuanto al riesgo inherente a tal toma de posición política —⁠ que, atención,


para Benjamin no es una opción, sino una necesidad ética y profesional⁠ —, nadie
constituye un mejor ejemplo viviente que él mismo, un judío apátrida perseguido por
leyes raciales, en fuga en una Europa que va tomando el color negro de los uniformes
de la Gestapo.

Entre el verano de 1938 y el de 1940, Benjamin vive los años más febriles de su
producción, así como los más agitados de su vida personal como fugitivo. En
Dinamarca, donde en 1938 se encuentra con su amigo Brecht, retoma el trabajo sobre
Baudelaire y lo modifica siguiendo los consejos de Horkheimer, para alcanzar una
mayor claridad teórica sobre la idea de progreso histórico. En París, donde se refugia
en una chambre de bonne en el séptimo piso de un edificio haussmanniano del
distrito 15, en «una especie de carrera con la guerra» escribe, sobrevive y acepta

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prácticamente todos los encargos que recibe; ahora su especulación independiente
está casi totalmente orientada a la entrega de trabajos para conseguir ingresos con los
que subsistir.

Las discusiones con los colegas y los amigos de siempre —⁠ sobre todo con
Brecht, e incluso, en el último encuentro, después de once años sin verse, con
Scholem, de paso en París en su fuga hacia América⁠ — son cada vez más encendidas:
el tema central es la cara sanguinaria de la revolución soviética en los tiempos de las
purgas de Stalin contra los miembros más ilustres de la intelligentsia.

De aquí derivan, también, las peticiones cada vez más urgentes por parte de la
escuela de Fráncfort de depurar los textos y artículos críticos de referencias explícitas
al comunismo como modelo de realización ética y cultural. Es en esta fase cuando su
escritura se concentra en textos siempre pensados en la «forma breve», como para
expresar la urgencia, la precariedad y la fugacidad del tiempo que tiene a su
disposición, pero que también mantiene continuidad con obras anteriores de este
mismo estilo, como Calle de sentido único e Infancia en Berlín hacia 1900, a las que,
de hecho, de vez en cuando aún añade algún nuevo texto. Alrededor de 1927 y 1928
empieza a tomar forma un proyecto que iba a llevar por título el nombre de una de las
peculiaridades urbanas parisienses más características del siglo XX: Pariser Passagen
(Pasajes de París). Concebido como un «trabajo de pocas semanas», este proyecto ya
no lo abandona nunca, y contamina con algunos de sus temas e imágenes otros
escritos de su último decenio, además del fragmento que redactó en francés en 1936
para una presentación del proyecto con el título París, capital del siglo XIX.

Es precisamente en el mismo carácter de escritura en forma de apuntes y citas,


recogidos a lo largo de la década de estudio en la Biblioteca Nacional de Francia,
donde se condensa el valor intelectual de las últimas producciones. Una enorme
cantidad de reflexiones queda recogida en numerosos cuadernos en los que lleva al
extremo su tendencia a una escritura cada vez más microscópica, con la que ya ha
experimentado durante los años de la censura guillermina, entre 1914 y 1918[99]. En
esta fase, las dificultades y la sensación de aislamiento se acentúan, pero el trabajo
sobre los Pasajes⁠ — que, según todos, él «consideraba la obra fundamental de su
vida»⁠ — sigue absorbiéndolo incluso mientras toma notas para reeditar en parte La
obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.

Entre el estallido de la guerra en septiembre de 1939 y el verano de 1940,


Benjamin vive el último annus horribilis de su vida: empieza con el internamiento en
un «campo de trabajo voluntario» para emigrantes alemanes en las afueras de Nevers
(en el Alto Loira). Vuelve a París en noviembre de 1939, donde pasa los últimos
meses del año ya con pocas ilusiones de que la situación vaya a mejorar, tanto para él
como para Europa. De este personal despertar-shock, del sueño revolucionario

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soviético —⁠ Benjamin se alzará indignado políticamente por el cambio de rumbo de
Stalin y el pacto sellado con Hitler en agosto de 1939, así como por la no beligerancia
y el reparto de Polonia⁠ —, encontramos huellas en las cartas con los amigos que ya
se encuentran en América, pero sobre todo en la escritura, en los primeros meses de
1940, de las Tesis sobre la historia.

Cuando en junio la Wehrmacht ocupa París, Benjamin ya se encuentra en plena


huida hacia el sur, donde llega a Lourdes equipado solamente con el neceser y una
máscara antigás. Antes de partir, deja la parte más importante de su patrimonio de
libros y manuscritos —⁠ incluidos los Pasajes⁠ — a su amigo Georges Bataille, que los
guardará en la Biblioteca Nacional de Francia, donde se encontrarán cuarenta años
más tarde. Deja en casa solo los libros «irrelevantes», y consigue entregar una
segunda parte de sus posesiones a alguien que luego se la devuelve en Lourdes. Se
trata del contenido de la gran maleta de cuero negro que todos los testigos de su fuga
hacia Marsella y Portbou afirmarán que llevaba consigo, agitado y agotado por la
rápida huida.

Esta maleta —junto a la dosis de morfina que adquiere, una gran cantidad por si
tiene que compartirla con el escritor y amigo Arthur Koestler⁠ — contiene, además de
los manuscritos perdidos, la herencia cultural enigmática de un hombre que ha
intentado fijar en la escritura las imágenes más vívidas de la historia de su tiempo. La
maleta que le impide una fuga más rápida es también una imagen del siglo XX como
una «historia de profecías»: en la del prófugo y su voluminoso equipaje se encuentra
la profecía de la persecución y del exterminio nazi.

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Extrañamiento y «teoría viajera»: el bagaje cultural de la
diáspora judía

La última fase de la República de Weimar en Alemania y las


consecuencias de la tensión política en las fronteras alemanas —⁠en
particular con Austria, Polonia y los territorios en conflicto con Francia⁠—
inauguran el período más terrible de la historia europea contemporánea.

Antes de que los acontecimientos militares de la Segunda Guerra


Mundial y los horrores de los campos de exterminio se transformaran en
la «industria de la muerte» nazi, la situación en el territorio europeo ya
era muy comprometida y peligrosa para los que vivían bajo el «estigma»
de pertenecer a la comunidad étnico-religiosa judía. Los judíos alemanes
—⁠como les sucedía a otros judíos en los estados nación surgidos de las
guerras de independencia y de unificación europeas del siglo XVIII⁠—, a
pesar de que habían combatido en las filas del ejército en la Gran
Guerra, volvieron a convertirse pronto en el chivo expiatorio de la crisis
económica y política de la república recién nacida. La comunidad judía
estaba discriminada en el contexto nacional; históricamente se la había
considerado inferior, inasimilable por ser extranjera por cultura, raza y fe,
e incluso se había pretendido demostrar esa supuesta inferioridad a
fuerza de pseudocientíficos argumentos biológico-raciales. En los años
que precedieron a la Segunda Guerra Mundial, la población judía
alemana, incluso la que pertenecía a la alta burguesía, vivió bajo un
código de discriminación que afectaba a aspectos de la vida privada
(como la prohibición de matrimonios mixtos) y, aún de forma más rígida,
a aspectos de la vida pública y civil (exclusión de cargos públicos o
prohibición de ejercer ciertas profesiones, incluidas las académicas,
culturales e institucionales). En esta fase, y especialmente tras el
ascenso del nacionalsocialismo en 1933 y la instauración de las leyes
raciales en 1935, la vida de los judíos en Alemania se volvió imposible,
hasta el punto de empujar a la fuga incluso a aquellos que esperaron
hasta el último momento el respeto de derechos humanos
fundamentales.

Es en este momento cuando se produce una verdadera diáspora


cultural hacia Estados Unidos, un exilio que se convierte en un
observatorio filosófico, «a una distancia justa» de los horrores
perpetrados en Europa. Este fenómeno intelectual, que por su densidad
y potencial epistemológico se encuentra entre los más significativos del
siglo XX, forma un grupo de pensadores militantes a los que el
«extrañamiento» contemporáneo de la cultura de origen les permite la

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elaboración de un pensamiento crítico original para los malos tiempos
que tenían lugar. A la distancia crítica y al extrañamiento intelectual
—⁠propio de un cierto vanguardismo soviético⁠— garantizado por el
observatorio del exilio americano, se le añade la capacidad de observar
el presente desde el punto de vista de los vencidos. Los protagonistas de
esta diáspora forman parte de los vencidos, y se ven obligados a afrontar
el trauma de la privación de la lengua propia y de su profesión, así como
de un «paisaje familiar en el que fijar el orden del pensamiento».[100]

Entre estos militantes del pensamiento de la diáspora, los judíos


alemanes desempeñan un papel importante: Franz Neumann, Herbert
Marcuse, Hannah Arendt, Walter Benjamin, Aby Warburg e incluso las
colecciones de libros o el patrimonio documental de muchos de ellos.
Pero uno de los efectos más claros es el político, expresado en la «teoría
viajera», según la definición de Edward Said (Traveling Theory, 1982). A
juicio de este estudioso del poscolonialismo, no solo los hombres y las
mercancías, sino también las ideas emigran, se entrecruzan y se
hibridan, transformándose ellas mismas en el proceso y transformando
las culturas de acogida. Este razonamiento, aplicado a los veinte años de
exilio y producción teórica de los intelectuales judíos alemanes en
Estados Unidos, entre 1933 y 1950, aproximadamente, a lo que se suma
las estancias de muchos de ellos en Francia entre 1933 y 1940, explica
la fuerza de gran parte de las importantes elaboraciones teóricas con las
que intentaron explicar la realidad antes y después de la Segunda
Guerra Mundial.

Desde Los orígenes del totalitarismo de Arendt (1951) hasta la


Dialéctica de la Ilustración francfortesa en Nueva York (Horkheimer-
Adorno, 1947), el extrañamiento y la distancia obtenidos «gracias» al
exilio y a la precariedad en la que se desarrolló su existencia y su
pensamiento dan un giro decisivo a la intelectualidad judía alemana en
los años más oscuros del siglo XX. La integración de la cultura política
hegeliano-idealista de los judíos alemanes en el seno del pragmatismo
americano de la Carta de Derechos deriva en el pensamiento crítico de la
sociedad autoritaria y la teoría negativa del post-Auschwitz, la irreparable
grieta en el horizonte de la historia que supusieron los campos de
exterminio.

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La filosofía de los Pasajes. El montaje de fragmentos
como método

A menudo se ha afirmado que en la última fase de la vida —⁠ incluso cuando el fin


no es necesariamente algo tan claramente previsible como para un perseguido político
de la Gestapo⁠ — es cuando el filósofo tiende a radicalizar los principios originarios
de sus propias teorías. En el caso de Benjamin, más que una neta definición de los
principios o una rígida radicalización de las teorías, sucede más bien que las
«imágenes dialécticas» que pueblan su discurso cristalizan de forma más explícita y
se consagran como únicos asideros con los que captar el pensamiento al final (y del
final) de Benjamin. Lo mismo vale para las actividades que habían ocupado el centro
de su vida de bibliófilo y estudioso: la pasión por la práctica del coleccionismo no
solo de libros, sino también de juguetes para niños. Las estrecheces y el trabajo
incansable en su peregrinar europeo lo llevaron a buscar un nuevo formato de
colección, más práctico, que podríamos definir como «portátil»: el de las citas. De
aquí se deriva la cantidad de cuadernos y libretas con la tapa negra que siempre lleva
consigo en sus últimos diez años de desplazamientos continuos, y en los que anota,
incansablemente, «en forma de citas aquello que la vida y la lectura diarias iban
tejiendo en él en forma de “perlas” o de “coral”»[101].

En dos fases principales, entre 1927 y 1940, Benjamin dispone estas imágenes en
los Pasajes, usando la práctica narrativa más coherente, en su opinión, con la
naturaleza fragmentaria de la realidad contingente: el «montaje literario». Aparecen,
además de esas notas, nuevas figuras o algunas que se renuevan en el espacio
prolífico de la forma breve y del catálogo de aforismos y fragmentos que el filósofo
ordena obsesivamente durante los funestos dos últimos años de su vida.

Estas imágenes-fragmentos de pensamiento se organizan meticulosamente


—⁠ aunque cabe recordar siempre que el trabajo quedó inacabado y que la disposición
final la han establecido los editores⁠ — según una clasificación estudiada en las dos
fases principales de elaboración de la obra. Además de las dos versiones para las
presentaciones del proyecto, París, capital del siglo XIX (en alemán en 1935, en
francés en 1939), divididas en capítulos, la mayor parte del contenido de la obra
consiste en legajos (Konvoluts) marcados con una letra y un título. En cada legajo, los
fragmentos se diferencian mediante números: los de la primera fase de trabajo, de
1927 a 1929 (de Aº 1 a Qº 25, y de aº 1 a hº 5); y los de la segunda fase, de 1934 a
1940 (de A 1 a Z 3 y de a 1,1 a r 402). Los títulos son muy variados; entre los más
destacados para comprender el plano general de la obra y las figuras más importantes
del trabajo de toda su vida se encuentran: «Baudelaire»; «Marx»; «El coleccionista»;

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obviamente, «El flâneur»; «Las calles de París» y «Teoría del conocimiento, teoría
del progreso».

Desde estos primeros elementos, se puede intuir que los Pasajes son una obra
histórica, en el sentido en que Benjamin entiende esta disciplina, y lo son al menos
tanto como las Tesis. Esto puede afirmarse no solo en razón de las intenciones
explícitas del filósofo de escribir «una Urgeschichte, es decir, una historia originaria
del siglo XIX»;[102] sino sobre todo por la historicidad que expresan las figuras
principales alrededor de las cuales giran sus especulaciones aforísticas.

En este punto podemos finalmente presentar la figura del flâneur, que ya había
aparecido en su obra desde los textos sobre Baudelaire y que es una de las «imágenes
dialécticas» más eficaces para describir la compleja temporalidad contenida en esta
expresión: la «fantasmagoría».

El flâneur es el más «antiguo» de los personajes que pueblan París en el complejo


diálogo entre Benjamin y Baudelaire y entre Benjamin y la pre-historia del siglo XX.
Se trata de uno de los más claros «avisos de incendio» de la decadencia burguesa en
el cambio de siglo. Ya cuando lo evoca en Baudelaire, Benjamin lo contrapone al
peatón de la metrópolis moderna: el primero frecuenta los «pasajes», donde, lejos de
la vista de los vehículos, puede continuar comportándose como antes de la aparición
de los coches a motor. Resiste en la ciudad electrificada, pero se refugia en esa
especie de interior en el exterior que es el pasaje parisiense: un salón al aire libre,
donde todavía uno puede hacerse la ilusión de estar viviendo a salvo de la
modernidad, como un tejido afelpado que amortigua los ruidos, colores y estímulos
externos. Cierto, ya no puede sacar a pasear tortugas con una correa y complacerse en
adecuarse al paso de los animales, y tampoco puede seguir el paso de las masas
amorfas que «han de atender a sus negocios».[103] El flâneur que vaga en los pasajes
parisienses —⁠ nunca descritos de forma directa⁠ — es, de todas formas, el más
coherente de los paseadores que hay «actualmente» en la ciudad y en el «paisaje
cultural» de ese París encaminado hacia la modernidad a velocidad sostenida. Como
Benjamin, esta figura sigue buscando bajo las arcadas su camino de paseante
solitario: sigue caminando solemnemente y exhibiendo «en forma provocativa su
nonchalance», y sigue observando, con ritmos y modos muy diferentes de los del
«hombre de la multitud» la realidad ya acelerada por el verbo taylorístico. Su estar
«en medio de» los tiempos que coexisten en las calles de la ciudad lo hace capaz de
acceder a continuación y en cada instante al pasado. La modernidad —⁠ tiempo de
convivencia sincrónica de imágenes, objetos, espacios y trazos temporalmente
ambiguos, asincrónicos, o mejor anacrónicos⁠ — contribuye a hacer de la ciudad de
los pasajes el lugar de la «fantasmagoría».

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¿Qué es la «fantasmagoría»? En la definición de Benjamin resuena el eco de un
fragmento del primer libro de El capital de Marx, que sirvió al filósofo alemán para
responder a las peticiones de Adorno de que sistematizara el sistema materialista de
sus posiciones. Este término (de origen griego: phántasma: representación ilusoria,
espectro; agoreú: hablar en público) se refiere a un dispositivo óptico de los siglos
XVIII y XIX que, oculto a la vista de los espectadores, proyectaba sobre una pantalla
apariciones de naturaleza espectral. Al elemento oculto que subyace a la experiencia
óptica fantasmagórica se añade también el hecho de que esta experiencia distorsiona
intencionadamente la percepción sensorial de los espectadores, un fenómeno tan
logrado que garantizó al espectáculo de la fantasmagoría un gran éxito. También
fueron testigos de las fantasmagorías algunos autores de la época —⁠ como Poe o el
propio Baudelaire⁠ —, que hicieron uso de la expresión «fantasmagoría» como
metáfora de la experiencia «onírica» y de las «semejanzas no sensibles».

Del uso de la expresión en Marx como transfiguración del proceso productivo en


el «fetichismo de la mercancía» de la cultura burguesa del siglo XIX, Benjamin hereda
el aspecto histórico-social. Desde la primera presentación de su proyecto sobre París,
de hecho, lo utiliza para denotar todos los objetos, fragmentos o detalles de la
realidad que son objeto de la observación del historiador-arqueólogo de la
modernidad. Son fantasmagorías, así pues, las exposiciones universales, la
decoración de interiores burgueses y, en particular, la muchedumbre descrita
«ópticamente» como «un velo ante el flâneur», mediante la cual «se imprimen en la
imagen de la ciudad rasgos crónicos hasta entonces desconocidos».[104] Entendidas
así, las fantasmagorías no son solo definiciones abstractas y conceptuales de los
fenómenos de transformación histórica del «paisaje cultural» burgués. Son también
objetos «reales», fenómenos completamente «materiales»: son las formas de vida y
de la innovación de la técnica, las iluminaciones y manifestaciones sensibles de la
modernidad, que es, en sí misma, una fantasmagoría.

También los pasajes son, por tanto, fantasmagóricos para Benjamin: por un lado,
porque son lugares «fósiles» y temporalmente ambiguos, en los que se puede
retroceder al pasado como en un sueño; y, por otro lado, porque son precursores de la
siguiente técnica —⁠ la de las construcciones del siglo XX en hierro y vidrio⁠ —, que
llevará a cabo la intención estética (Kunstwollen) ya inherente en las arcadas del
siglo XIX.

Se puede entonces, con razón, definir a este gigantesco trabajo de coleccionismo,


archivo, disposición, montaje y exposición como la obra alegórica benjaminiana de
esta fase, análoga, mutatis mutandis, a su trabajo sobre el drama barroco alemán. En
la forma y en el «método de este trabajo: el montaje literario»[105], Benjamin ha
querido condensar la fantasmagoría de la capital de la modernidad en una

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composición de fragmentos de escritura heterogéneos y temporalmente complejos.
De los pasajes como vía de acceso a la «fantasmagoría» cultural del gran capital, a
los Pasajes como catálogo-guía de ese espectáculo urbano y de los procesos
especulativos del filósofo-flâneur, vagando entre las formas materiales y
heterogéneas del progreso en la realidad.

La lógica de la obra, sin ninguna intención discursiva o argumentativa, parece


prever el shock del lector, que vaga a su vez entre los fragmentos como entre los
materiales de una «exposición». Una obra representativa, por tanto —⁠ el Libro de los
pasajes como un recorrido por los pasajes⁠ —, y ostensiva: a través del montaje
literario, las citas, como la mercancía en el escaparate, se autopresentan, se declaran
«simplemente mostrándose». Como fragmentos —⁠ procedentes de las más diversas
fuentes, y muy a menudo sin declararlas⁠ — pueden ser leídos e interpretados
aisladamente o reorganizados por el lector a partir de las relaciones que encuentre
entre ellos y de las reacciones que le provoquen. Es en el extrañamiento de esta
exposición de frases-objeto o de imágenes-fragmento que Benjamin intenta llevar al
extremo la teoría revolucionaria del montaje y, al mismo tiempo, mostrar el
funcionamiento del conocimiento sensible en la modernidad: por discontinuidad,
intervalos, saltos y distancias.

Como ya se ha dicho, esta intención siempre estuvo presente en el trabajo de


Benjamin desde los años de Calle de sentido único. Allí escribió: 106

En mi trabajo, las citas son como salteadores de caminos que irrumpen armados y arrebatan la
convicción al ocioso paseante.[106]

Aquí escribe:

Este trabajo debe desarrollar el más alto grado del arte de citar sin comillas. Su teoría está íntimamente
relacionada con la del montaje.[107]

Entre estos dos montajes de textos que construyen, a través de su arquitectura


interna, auténticos escorzos de la ciudad, existe una cierta continuidad. En el primero,
Benjamin reconstruye los aspectos de la vida cotidiana moderna fundados en la
distracción, usando de manera incluso gráfica el estilo publicitario del mobiliario
urbano, de los folletos y de los llamativos titulares de la prensa de masas:
«¡VUELVE! ¡TODO PERDONADO!», o «ARTÍCULOS DE PAPELERÍA Y
ESCRITURA», «¡CERRADO POR REFORMAS!», o «¡PROHIBIDO FIJAR
CARTELES!» y «OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS». En el segundo, en cambio,
la intención es mostrar cómo se procede a la «compresión histórica», es más,
prehistórica, de la modernidad:

No hurtar ahí nada valioso, ni hacerse con las ideas más agudas. Pero los harapos, los desechos, eso no es
lo que hay que inventariar, sino dejar que alcancen su derecho de la única forma en que es posible: a

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saber, empleándolos.[108]

Los dos volúmenes son, en palabras del propio Benjamin, las dos caras de la
misma moneda de la modernidad, y la excentricidad de la forma-catálogo escogida
reside en «captar la actualidad como el reverso de lo eterno en la historia, y tomar las
huellas de este lado oculto de la moneda».[109] En el gesto brusco de girar la moneda
para «captar la actualidad», la imagen del historiador-flâneur nos recuerda a aquella
del historiador-trapero que busca, recoge y colecciona los restos y pedazos del
progreso.

Es en las Tesis sobre la historia donde Benjamin, coleccionista de imágenes y


fragmentos, intenta llevar a cabo esta mutación, cepillando «la historia a contrapelo»,
[110] intentando mostrar como ya evidente la «superación del concepto de “progreso”

y del concepto de “período de decadencia” son solo dos caras de una misma
moneda»[111]. La de la violencia con la que se manifiesta la «tempestad de la
historia».

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Las Tesis sobre la historia. El pensamiento en la última
frontera (Portbou, 1940)

Es inútil, a estas alturas, volver a hablar del estado de ánimo y de las condiciones
materiales en las que se encuentra Benjamin a principios de 1940. Es inútil recordar
el enésimo viaje-peregrinación que se verá obligado a emprender aquel mismo
verano, cuando decida dejar de «defender su posición» en Europa, por la que había
rechazado, hacía apenas dos años, la invitación de Adorno para unirse a él en
América. Pero conviene recordar la trágica correspondencia en esta fase entre las
condiciones del historiador y las de su época. En las dieciocho tesis que componen
este breve ensayo, considerado el más puro en términos de filosofía de la historia, las
referencias teóricas y las citas —⁠ también las citas propias⁠ — se multiplican y se
mezclan en un montaje de aforismos verdaderamente denso y evocador. De las Tesis
gran parte de la crítica ha destacado fundamentalmente dos aspectos. El primero, una
intensificación del elemento mesiánico del que se desprende una apa rente tendencia
al tono utópico. El segundo, el definitivo —⁠ o al menos como última expresión antes
de su muerte⁠ — distanciamiento teórico respecto al materialismo marxista y al
historicismo trascendental y positivista tan en boga en los tiempos modernos del gran
desfile del progreso.

Al leer las dieciocho tesis, encontramos al menos tres temas que son, en cierto
modo, el contrapunto dialéctico de las tesis, el lado del tejido efímero de la historia
que hay que «cepillar a contrapelo», y que sirven también para explicar el significado
epistemológico de esta expresión central en el método de la historia de Benjamin.

El primero de los temas subraya la exigencia actual en Benjamin de extender por


escrito, negro sobre blanco y públicamente, una reflexión teórica sobre la historia y la
modernidad que ha impregnado siempre su búsqueda. De hecho, como sostiene en
una carta de respuesta a Gretel Adorno en mayo de 1940, a propósito de la redacción
de las Tesis:
La guerra y la constelación consecuente me dieron motivo para registrar algunos pensamientos de los
que puedo decir que casi veinte años estuve manteniendo dentro custodiados, sí, custodiados de mí
mismo. La conversación bajo los castaños fue una brecha en esos veinte años. Y todavía hoy te entrego
esos pensamientos más como un ramo de hierbas susurrantes, recogidas durante un paseo meditativo, que
como una colección de tesis.[112]

Es Scholem, desde su posición antimarxista y antisoviética, quien reconoce el


tono desilusionado en la expresión de la décima tesis, que se dirige claramente a los
«políticos, en quienes los adversarios del fascismo habían puesto su esperanza, [y
que] yacen por tierra y refuerzan su derrota con la traición a su propia causa»[113]. Las
urgencias de Benjamin, en este punto de la historia y de su historia, son dos: la

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primera es reaccionar a la guerra, tomando posición contra los resultados actuales de
la barbarie; la segunda es dar por acabada su esperanza, hasta entonces aún firme, en
la revolución bolchevique y en los resultados contingentes de esta en la Rusia de
Stalin, en la que el pacto con Hitler en verano de 1939 fue la «traición». La guerra es,
así, «simplemente» el pretexto, después de veinte años de especulación, para
explicitar la dialéctica de su filosofía de la historia, apenas trazada en el breve ensayo
sobre el método Eduard Fuchs, coleccionista e historiador (1937).

En este texto, Benjamin había tratado, de forma muy explícita y por primera vez,
el tema de la dialéctica histórica como método de consumación del materialismo en
una verdadera filosofía de la historia. Tomando como modelo la posición del
intelectual alemán, Benjamin construye un perfil del moderno filósofo de la historia:
la actividad de coleccionista de expresiones secundarias, relegadas por la concepción
aurática clásica del arte (en particular, ilustraciones y representaciones de motivos
satíricos), había estimulado en Fuchs la capacidad de observar la realidad de su
tiempo —⁠ marcada por la exaltación del progreso⁠ — desde el detalle, desde los
objetos considerados marginales. Para comprender la modernidad, el historiador
materialista, reconvertido en trapero de la historia —⁠ y que tiene claro los elementos
de su época: las innovaciones técnicas, las premisas económicas y las implicaciones
socioculturales⁠ —, debe anular la idea común de la historia como «tiempo
homogéneo y vacío. La crítica de esta representación del movimiento histórico debe
constituir el fundamento de la crítica de la idea de progreso en general», es decir,
debe mostrar el lado oculto[114]. La aniquilación de la idea del continuum en la
historia, en la cultura y en el progreso —⁠ que ya se había abierto camino en el
fragmento N 1a, 8 de los Pasajes⁠ — se lleva finalmente a cabo en la séptima tesis, en
la que encontramos también ecos de otros textos como La obra de arte en la época de
su reproductibilidad técnica o Paris, capital del siglo XIX. Cada «documento de
cultura», de hecho, como producto no solo de grandes genios, sino también del
trabajo de tantos esclavos —⁠ aquí la imagen remite a la actualidad de las relaciones
de producción entre capitalistas y proletarios⁠ —, si se lee a contraluz, es
contextualmente un «documento de barbarie»[115]. Así, el acuerdo entre Stalin y
Hitler es un documento del nivel de civilización alcanzado en el siglo XX si lo vemos
desde el lado de la historia clamorosa de los vencedores de las batallas; por el
contrario, si se «cepilla a contrapelo», se convierte en el más explícito documento de
la barbarie. Solo en el shock de dar la vuelta a la página y mirar el otro lado se
despierta el historiador —⁠ y Benjamin⁠ — del sueño eterno de la historia.

El segundo tema de las Tesis que hay que leer «a contraluz» podemos verlo en las
reflexiones que su amigo Brecht —⁠ uno de los primeros lectores del texto, un año
antes de la muerte de su amigo, al poco de que Benjamin lo escribiera⁠ — anotó sobre
ellas. Para Brecht, el discurso de Benjamin sobre la historia —⁠ en el que encuentra

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ecos de su novela Los negocios del señor Julio César (1938-1939)⁠ — se centra en los
siguientes puntos principales:

además de la intención explícita, como ya hemos dicho, de contrastar la idea


de continuum en la historia y la dilatación eterna de la imagen del pasado en
el «fetichismo de la mercancía» y de los productos de la técnica, Brecht
subraya cómo la situación actual europea explícita en Benjamin el contraste
con la idea de progreso como «vigorosa empresa de mentes tranquilas»;
del primer punto deriva el segundo: Benjamin, que ve en la clase obrera y en
la masa «ornamental» de corte nazi el cumplimiento absoluto de la
«estetización» de la política, radicaliza la imagen del cuerpo proletario como
des-moralizado, es decir, desposeído y despojado del potencial emancipador
del trabajo y de la técnica como instrumento para ejercitarse en la
organización autónoma de la sociedad;
por último, según Brecht, y como se desprende de la octava tesis sobre el
«estado de emergencia» que se ha convertido en la regla de la existencia[116],
Benjamin «se burla de quienes con tanta frecuencia se admiran de que algo
como el fascismo haya podido surgir “todavía en este siglo” (como si no fuera
el fruto de todos los siglos anteriores)».

Siempre según Brecht —pero contrariamente a lo que afirma la mayor parte de la


crítica, que lo define como particularmente oscuro por el tono profético, y confuso
por la práctica del montaje literario de fragmentos⁠ —, este trabajo se presenta «claro
y clarificador» de la posición y del método histórico de Benjamin. Y añade: «a pesar
de todas sus metáforas y judaismos»,[117] que son los aspectos condensados en la
imagen del Angelus Novus.

En la novena tesis, en efecto, tanto la atmósfera del tiempo mesiánico de la


redención como la instantánea del tiempo actual (Die Jetztzeit) contenida en la
condensación de la historia de la humanidad que es el momento de la destrucción
bélica mundial, parecen concentrarse en la imagen dialéctica del «ángel de la
historia».

Se recordará que, en 1921, Benjamin había adquirido en una galería en Múnich la


acuarela de Paul Klee Angelus Novus, a la que se sentía tan apegado que la llevaba
consigo en todas sus sucesivas mudanzas.

Y parece que su apego fue justificado, puesto que al final —⁠ probablemente,


sobre la base de apuntes precedentes⁠ — de aquella acuarela surge su más intensa
imagen dialéctica de la historia, casi la cristalización definitiva de su pensamiento. En
esta interpretación del misterio y la ambigüedad cristalizadas en la obra abstracta de
Klee, Benjamin condensa buena parte de las figuras alegóricas de su largo,

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vertiginoso y prolífico análisis en imágenes de su tiempo: el Angelus Novus, la
tormenta y, obviamente, las ruinas.

El primero es, en sí mismo, la alegoría del movimiento dialéctico de la historia:


aparece atascado en el «umbral» de la frontera entre dos tiempos, el pasado de la
tradición trascendente de la que proviene y el futuro hacia el que inexorablemente se
dirige. Como ángel «nuevo» es ya la prefiguración del futuro que se revela,
dialécticamente, en el instante presente en el que aparece. Como ángel «de la
historia», de hecho, tiene los ojos vueltos hacia el pasado, y la boca abierta, incapaz
de pronunciar palabra alguna: es la alegoría del filósofo, cuya mirada se dirige a los
rastros arqueológicos del presente desde el que observa, pero que es incapaz de
explicar su experiencia, como un soldado inmovilizado en las trincheras. La
tormenta, en cambio, que sopla desde el paraíso —⁠ el lugar mesiánico de la felicidad,
en la que «late inseparablemente […] la redención»—[118] es la alegoría del progreso.
Regresa la imagen repetida varias veces por Benjamin: la analogía con el marinero
que, en mitad del naufragio, se iza sobre el mástil más alto para desplegar las velas y
complacer a la tormenta y consigue observar desde allí arriba más profundamente y a
mayor distancia el movimiento destructivo que se despliega a su alrededor.

Y, finalmente, la ruina. O, más bien, el cúmulo de ruinas que se eleva hasta el


cielo: la alegoría por excelencia del carácter arqueológico y destructivo de la
modernidad. De estos dos aspectos ya se ha hablado a lo largo del libro: por lo que
respecta al «carácter destructivo», la ruina, que es el resultado de una perturbación,
conserva en sí misma la energía liberada por esta; en términos arqueológicos, en
cambio, como residuo material del pasado, la ruina remite tanto a ese mismo pasado
del cual proviene como al futuro que puede reconstruirse a partir de ella.

En la forma plural de la palabra alemana Trümmer, ruina, de hecho, significa


también «desintegración», el movimiento destructivo que produce el «deterioro». En
lugar de remitir al Benjamin desilusionado, desesperado, en fuga hacia la última
frontera de su vagabundeo solitario, la profecía de la destrucción final que contiene la
descripción del «ángel de la historia», con este detalle lingüístico —⁠ y ya sabemos la
atención que ponía el filósofo en el poder productivo de la palabra⁠ — se altera, una
vez más, el sentido de la lectura. De hecho, explica el filósofo Barnaba Maj,
justo aquí, donde el significado de los escombros parece identificarse más con el de ruina, en realidad
asume una connotación ideológica diferente. La ruina sería una memoria formal de lo que fue, mientras
en los escombros esta memoria se pierde.[119]

Benjamin confía la acuarela a Bataille, junto a sus cartas más va liosas, antes de
huir de París, antes de que Europa se cubra de ruinas, cuando él ya yacerá en una fosa
común, apátrida en tierra extranjera también en la muerte.

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Sobre la «frontera infranqueable»[120] donde yacía su primera tumba se alza ahora
un monumento paisajístico del artista israelí Dani Kara van, Passages (1994).

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APÉNDICES

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OBRAS PRINCIPALES

El carácter fragmentario, disperso en artículos y breves ensayos propio de la


escritura de Walter Benjamin y, sobre todo, la enorme cantidad de apuntes y
paralipómenos, readaptaciones y nuevas antologías de los mismos textos hacen que
no sea una tarea sencilla la de seleccionar algunas de sus obras para describir
dignamente las «imágenes que piensan» fundamentales del autor.
En el momento de escribir este libro, la edición de las Obras de Benjamin en
español se compone de nueve volúmenes. A estos se les añade una serie de antologías
temáticas, desde tratados de estética y teoría literaria a ensayos sobre la teoría de los
medios, textos de filosofía de la historia… La siguiente selección de textos incluye
los que se han usado a lo largo del libro para hablar del pensamiento del filósofo, con
vistas a facilitar las referencias bibliográficas de los temas expuestos.

«Las afinidades electivas» de Goethe (1924)


Publicada en dos entregas en la revista Neue Deutsche Beiträge gracias a la
intervención de Hugo von Hofmannsthal, se considera que esta obra es la primera y la
más original de las que escribió el autor en su juventud, cuando aún era desconocido.
El ensayo sobre la novela de Goethe causa pronto una encendida polémica en el
mundo académico, debido a que el joven autor construye en ella una apasionada y
directa crítica, precisamente, a las escuelas de la tradición literaria alemana. La
originalidad de este texto —⁠ como aplicación de sus teorías sobre el lenguaje y sobre
el romanticismo alemán⁠ — reside en hacer de Goethe un autor que intentó romper los
barrotes de la jaula estética representada por el mito de la tradición, en lugar de
sustentar dicha tradición, como parece, a primera vista, por el desarrollo de la novela.
En este mismo nivel de reflexión, Benjamin también reelabora una versión del
simbolismo estético libre del irracionalismo y de la trascendencia, desnuda de la
intencionalidad del autor como traductor de la lengua subterránea del mundo (La
tarea del traductor, 1921). Desde el punto de vista estrictamente crítico, el ensayo
sobre Las afinidades electivas verifica por primera vez en un texto «sagrado» de la
literatura romántica alemana la historicidad de la literatura y la complejidad temporal
y ética que definen el papel del autor en el «paisaje cultural» de referencia.

El origen del «Trauerspiel» alemán (1928)


Proyecto madurado en 1923, cuando Benjamin estaba en pleno desarrollo de sus
estudios académicos sobre lengua y literatura y durante sus intentos
—⁠ infructuosos⁠ — para obtener la habilitación para la docencia universitaria. El
trabajo sobre los orígenes del drama barroco se presenta como la más compleja y
estratificada de las reflexiones crítico-literarias de Benjamin. En el texto, de hecho, se

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sistematizan, una vez más, aspectos relativos a la fenomenología del lenguaje y a la
historicidad del género literario. En particular, Benjamin se extiende sobre las
variaciones de la conciencia histórica y las libertades éticas del individuo entre la
época de la tragedia griega y la del drama barroco del siglo XVII. Mientras la primera
es una representación de la historia natural, en la que el héroe silencioso se convierte
en el símbolo teológico y el ejecutor mudo del destino «natural» de la comunidad, el
drama barroco alemán es la representación del mito sobre el trasfondo teológico de la
historia sagrada cristiana, en la que el misterio que recubre los emblemas de la
realidad sirve para hacer evidente la distancia entre el mundo trascendente celestial y
el mundo inmanente del dolor y los males terrenos. En esta fase de la especulación
benjaminiana se puede captar la influencia de su encuentro con las teorías críticas y
estéticas marxistas, de las que el filósofo toma el interés por las etapas y los
productos «marginales» y «decadentes» en el transcurso accidentado y no positivista
de la historia de la humanidad. La alegoría barroca sería, entonces, la respuesta
estética a la crisis del significado, a la pérdida de un horizonte común, causada por las
guerras de religión del siglo xvii. A partir de esta reflexión particular sobre la
emergencia cultural como respuesta a la urgencia de la crisis, Benjamin dibuja una
estimulante analogía entre el siglo xvii barroco y la Alemania de la primera posguerra
con el arte expresionista de Weimar.

Calle de sentido único (1928)


Primera prueba programática de libro en forma de montaje surrealista de
microtextos, esta antología representa, en contenido y en estructura, la idea de un
«bazar» filosófico (Ernst Bloch) dispuesto en una calle de la metrópolis moderna.
Concebido como un intrincado recorrido del lector por las alucinantes visiones de la
ciudad del siglo XX —⁠ los títulos de los breves capítulos evocan, incluso en el estilo
tipográfico, el estilo de los carteles y afiches publicitarios⁠ —, esta obra encarna la
estructura y las cuestiones de la reflexión benjaminiana en forma de «imágenes que
piensan». Igual que sucede en las calles y ante los escaparates de la metrópolis
taylorizada e iluminada por los carteles de las tiendas, el lector de Calle de sentido
único se enfrenta continuamente a las deformaciones y los excesos de la vida de la
Alemania de Weimar. En el vértigo provocado por la pérdida de orientación de la
lectura —⁠ no es sencillo distinguir los estilos de la escritura ni las referencias teóricas
del autor⁠ — en este «librito para los amigos» aparecen ya algunos de los principios
de la crítica de Benjamin a la peligrosa cosificación de los mitos burgueses y la
denuncia, como un «aviso de incendio», de sus premisas catastróficas.

Pequeña historia de la fotografía (1931)

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Publicado por primera vez en tres entregas en la revista Die literarische Welt, este
ensayo de Benjamin es una reflexión sobre una técnica y una disciplina, la
fotográfica, que en aquellos años se estaba volviendo accesible para un público cada
vez más amplio. Desde los primeros y aún rudimentarios experimentos del siglo XVIII
de Nièpce y Daguerre hasta los fotomontajes de la vanguardia alemana de los años de
Weimar, Benjamin identifica los temas principales que habían determinado la
evolución del médium fotográfico. En esta obra, que alterna una reconstrucción
propiamente histórica con un análisis estético de las relaciones entre pintura y
fotografía y de las correlaciones entre medios ópticos e historia de la percepción,
Benjamin manifiesta el valor productivo de la fotografía, es decir, su capacidad
técnica para evocar los detalles de la realidad que no son visibles para el ojo humano.

La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1935-1939)


La introducción de nuevas técnicas de producción, reproducción y difusión
masiva de las obras de arte, a principios del siglo XX, ha cambiado radicalmente la
relación entre arte, artistas y público. Este es el núcleo argumentativo fundamental
del ensayo que, en una carta a Max Horkheimer, Benjamin describe como los
prolegómenos «a una teoría materialista del arte». El argumento principal se
desarrolla alrededor de dos temas: la relación entre arte y técnica y el análisis del
disfrute del arte en la sociedad de masas. Esta reflexión se origina en una precisa
concepción estética sobre la historicidad de la percepción y del médium en el que se
organiza, «no condicionado solamente de forma natural, sino también histórica». En
el plano crítico, Benjamin se concentra en el uso político del arte por los
totalitarismos: a partir de la ruptura de la unión entre aquel y las condiciones
concretas de existencia, los regímenes totalitarios alienan a las personas comunes de
un goce emancipado. Al contrario, insistiendo en algunas características tradicionales
y carismáticas del arte —⁠ el genio, el misterio, el valor eterno⁠ — utilizan la
experiencia artística como instrumento de control de las masas. Contra esta
«estetización de la política», Benjamin propone una más crítica «politización del
arte» orientada a la emancipación de las masas y al avance revolucionario.

Sobre algunos motivos en Baudelaire (1939)


Publicado en la Zeitschrift für Sozialforschung (Revista de investigación social),
este texto es un auténtico caleidoscopio del trabajo de mezcla y reescritura de textos
anteriores, en los que Benjamin reflexiona largamente sobre la figura del poeta
francés Charles Baudelaire y sobre la constelación de imágenes y cuestiones que
hacen referencia a él. Como primer héroe de la transformación técnica de la
modernidad, Baudelaire encarna perfectamente el papel de autor capaz de reconocer
las señales de la decadencia de su tiempo, pero, en lugar de pasar por ellas a través

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del mito y la retórica, se detiene en ellas, buscando los residuos y los detalles que esta
transformación deposita en la realidad. Baudelaire es el poeta de los desheredados, es
un desheredado él mismo, despojado de la aureola lírica por el shock continuo de la
vida acelerada de la modernidad, investido por Benjamin con el papel de productor
de nuevos paradigmas estéticos frente a la crisis en el cambio de siglo.

Libro de los Pasajes (póstumo, 1982)


La obra incompleta de Benjamin por antonomasia, el trabajo sobre los pasajes es
el ambicioso proyecto al que se dedica durante los trece últimos años de su vida,
hasta su muerte. «Montaje literario» de materiales, fragmentos y citas en el que las
reflexiones teóricas e interpretativas —⁠ si bien presentes⁠ — quedan expresamente
ocultas, los Pasajes son una investigación de los orígenes de la modernidad a través
del París de la época. La ciudad, centro ideal del mundo, es el caleidoscopio que
permite reunir multitud de visiones solo aparentemente marginales: además de los
pasajes, calles que son interiores burgueses diseminados en la ciudad y en los que el
«flâneur se siente en casa», desfilan por las páginas del libro las mercancías, la moda,
el coleccionismo, la prostitución, etc. En esta «fantasmagoría» urbana, Benjamin
evoca a Nietzsche, Blanqui, Poe, pero sobre todo Baudelaire.

Tesis sobre la historia (póstumo, 1940)


Las dieciocho tesis de 1940 son el resultado en forma de pensamientos breves de
una reflexión desarrollada a lo largo de veinte años sobre los principales temas de la
filosofía de la historia benjaminiana. Las Tesis presentan las dos naturalezas
dialécticas del pensamiento del filósofo: la de la redención mesiánica y la del
materialismo histórico, al que se ha sustraído la fe positivista en el progreso. Tres son
los temas principales: 1) contrarrestar la idea de la historia como un continuum y del
progreso como una «vigorosa empresa de mentes tranquilas» (Bertolt Brecht); 2)
«pasar el cepillo a contrapelo a la historia», es decir, considerar cada expresión de la
civilización también desde su parte negativa, como una expresión de la barbarie; 3)
promover la conciencia histórica dialéctica de las clases revolucionarias para
deshacer la ilusión burguesa del «eterno retorno de lo mismo» y activar la promesa de
redención contenida en los eventos destructivos de los que procede el presente.

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CRONOLOGÍA

Vida y obra de Benjamin Contexto histórico y cultural

1892. Nace el 15 de julio en Berlín, en


una rica familia judía, el mayor de tres
hermanos.

1902. Entra en la escuela Friedrich-


Wilhelm Gymnasium en Berlín.

1903. Nace Theodor Adorno.

1906. Nace Hannah Arendt.

1907. Henri Bergson: La evolución


creadora.

1908. Nace Merleau-Ponty.

1911. Edmund Husserl: La filosofía,


ciencia rigurosa.

1912. Se inscribe en los cursos de


filosofía de la Universidad de Berlín.

1913. Edmund Husserl: Ideas relativas a


una fenomenología pura y una filosofía
fenomenológica. Libro primero.
Bertrand Russell: Principia
mathematica.

1914. Escribe el manuscrito Metafísica 1914-1918. Primera Guerra Mundial.


de la juventud, que queda inacabado.

1915. Conoce a Gershom Scholem, con


el que le unirá una gran amistad.

1917. Se casa con Dora Kellner, con 1917. Rusia: Revolución de Octubre.
quien tendrá su único hijo, Stefan. Lenin sube al poder. Declaración Balfour
sobre la creación del Estado de Israel en
Palestina.

1918. Proclamación de la República de


Weimar. En Gran Bretaña, sufragio

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femenino para las mujeres mayores de
30 años.

1919. Se gradúa summa cum laude en 1919. Levantamiento espartaquista en


filosofía con la tesis El concepto de Berlín, asesinato de Rosa Luxemburgo.
crítica de arte en el Romanticismo
alemán.

1920-1927. Publica, en orden 1920. Derecho de voto para las mujeres


cronológico: Hacia la crítica de la (solo de raza blanca) en Estados Unidos.
violencia, La tarea del traductor, «Las
afinidades electivas» de Goethe, El
origen del «Trauerspiel» alemán.
Conoce a Ernst Bloch, Theodor Adorno,
Erich Fromm y Franz Rosenzweig, con
los que mantendrá una relación de
estima y amistad.

1921. F. Rosenzweig: La estrella de la


redención.
L. Wittgenstein: Tractatus Logico-
philosophicus.

1922. Nace Imre Lakatos.

1923. Primer congreso nazi.

1924. A pesar de su disertación sobre El 1924. Muere Lenin. Le sucede Stalin.


origen del «Trauerspiel» alemán, se le Nace Paul K. Feyerabend.
niega la habilitación como docente en la
Universidad de Fráncfort.

1927. Martin Heidegger: Ser y Tiempo.

1928. Traba una gran amistad con


Bertolt Brecht.

1929. Crack de la Bolsa de Nueva York.


Inicio de la Gran Depresión.
Nace Jürgen Habermas.
Manifiesto del círculo de Viena.

1930. Sigmund Freud: El malestar en la


cultura.

1931. Nacimiento de la escuela de

Página 96
Fráncfort.

1932. Henri Bergson: Las dos fuentes de


la moral y la religión.

1933. El 30 de enero, Hitler es


nombrado canciller alemán y asume
plenos poderes. Incendio del Reichstag.
Martin Heidegger, rector de la
Universidad de Friburgo, se afilia al
partido nazi. Inicio de la persecución de
los judíos. Hannah Arendt y Theodor
Adorno huyen de Alemania y se refugian
en París.

1934-1935. Aproximación al Instituto de 1934. Hitler se atribuye el título de


Investigación Social de Max Führer.
Horkheimer. Se prodiga como traductor
(Baudelaire) y como ensayista: sobre
Kafka, Leskov. Escribe La obra de arte
en la época de su reproductibilidad
técnica.

1935. En Alemania se promulgan las


Leyes de Núremberg, racistas, que
privan a los judíos de la nacionalidad
alemana.

1936. Guerra civil en España.

1938. Anschluss, la Alemania nazi se


anexiona Austria. Jean-Paul Sartre: La
náusea. Muere Edmund Husserl.

1939. Se establece en París. Como 1939. El 1 de septiembre, la Alemania


ciudadano alemán, es internado en un nazi invade Polonia. Empieza la
campo de trabajos forzados. Segunda Guerra Mundial.
Th. Adorno y M. Horkheimer:
Dialéctica de la Ilustración.

1939-1940. Escribe las Tesis sobre la


historia, su último trabajo y testamento
literario, que tenía que haber sido la
introducción a los Tassagen-Werk. Las
Tesis, escondidas y conservadas por

Página 97
Georges Bataille, se descubrirán en
1981.

1940. Huye de París ante la llegada del 1940. Alemania invade Francia. El 14 de
ejército nazi. Llega a Portbou, en junio los nazis entran en París.
Cataluña, como parte del viaje que debía
llevarlo a embarcarse hacia Estados
Unidos. Las autoridades españolas le
retiran el pasaporte. Presa del pánico por
el probable arresto y deportación a
Alemania, se suicida con una sobredosis
de morfina la noche del 25 al 26 de
septiembre.

1942. Albert Camus: El extranjero.


Maurice Merleau-Ponty: La estructura
del comportamiento.

1943. Jean-Paul Sartre: El ser y la nada.

1944. Desembarco de Normandía y


liberación de Francia. Las tropas
soviéticas entran en Hungría.

1945. Fin de la Segunda Guerra


Mundial. Juicios de Núremberg a los
principales dirigentes nazi.

Página 98
Notas

Página 99
[1] Tendremos ocasión de profundizar en ello a lo largo del libro, pero el título de este

capítulo hace referencia a uno de los ensayos más originales de Benjamin, Pequeña
historia de la fotografía (1931). Por lo que respecta a las expresiones flâneury
flânerie, a lo largo del presente volumen también las trataremos en detalle. Por el
momento, bastará con que ofrezcamos la traducción más frecuente —⁠ y la más
coherente con la figura del filósofo alemán⁠ — de esta palabra francesa: una persona
que pasea sin rumbo en la frenética metrópolis y observa distraídamente la multitud
que atraviesa. <<

Página 100
[2] Carlo Saletti (editor), Fine Terra. Benjamin a Portbou, Verana, Ombre Corte,

2010. <<

Página 101
[3] De esta antología solo se sabe con certeza que Benjamín la piensa, la escribe y la

dedica a su único hijo, Stefan (1918-1972), fruto de su matrimonio con Dora Kellner.
El resto de las informaciones que circulan y que, con el tiempo, han seguido
apareciendo sobre esta recopilación de escritos no han dejado de multiplicarse, de
igual modo que no se han resuelto nunca los misterios que rodean a los manuscritos
que contenía la maleta de cuero negro que Benjamín llevaba consigo durante su
último viaje. La primera edición de Infancia en Berlín data de 1950, bajo la dirección
del filósofo alemán, amigo y referente de Benjamín, Theodor L. W. Adorno, aunque
este ignora tanto el orden original de las partes como las intenciones del autor sobre
esos textos. Son precisamente las condiciones inciertas sobre la redacción del libro en
los años del exilio de Benjamín (entre 1932 y 1938) las que hacen de estos textos
sobre su infancia el trabajo más inspirado del autor sobre el tema de la muerte. En
1981, la investigación del filósofo italiano Giorgio Agamben en los fondos que
Georges Bataille escondió en la Biblioteca Nacional de Francia, en París, lleva al
descubrimiento, junto a los manuscritos sobre los Pasajes, de la versión modificada
por Benjamín de Infancia en 1938, que había entregado al intelectual francés en
1940, antes de su última huida. La misma casualidad se repetirá de nuevo en 1988
con el hallazgo de la versión «original» de 1932 y 1933. Actualmente puede
encontrarse en español, además de la versión de 1982 de Alfaguara que usamos en las
citas de este volumen, otra versión publicada en 2011 por Abada Editores, basada en
la edición de Tillman Rexroth de 1972, que añade a la versión de Adorno los textos
descubiertos posteriormente al año 1950. <<

Página 102
[4] El título original Passagen-Werk, traducido primero como París, capital del siglo

XIX y después como Pasajes de París o Libro de los pasajes, forma parte de los
manuscritos inéditos que entregó a su amigo Bataille, presumiblemente junto con las
Tesis sobre la historia y otros fragmentos (que iba ser una suerte de introducción a los
Pasajes) y a Infancia en Berlín, escritos todos ellos durante los años en París, antes
de su fuga en 1940. También los Pasajes, como los otros libros casualmente
encontrados por Agamben en 1981, tuvieron un destino póstumo marcado por
diferentes ediciones en Alemania y Europa a partir de 1982. La más importante de
ellas fue la que estuvo a cargo de Rolf Tiedemann, que se incluyó luego en las
Gesammelte Schriften de la edición alemana. En castellano, existe una edición del
Libro de los pasajes publicada por Akal (2005) y basada en la edición de Tiedemann,
que es la que hemos usado para las citas del presente volumen, pero también
podemos encontrar la obra, traducida como Obra de los pasajes en el Libro V (2
volúmenes) de las Obras de Benjamín de Abada Editores (basadas, asimismo, en la
edición alemana de las Gesammelte Schriften de Rolf Tiedemann). <<

Página 103
[5] Julián Roberts, Walter Benjamin, Bolonia, Il Mulino, 1987. <<

Página 104
[6]
W. Benjamín, El origen del «Trauerspiel» alemán, Madrid, Abada, 2012.
Traducción de Alfredo Brotons Muñoz. <<

Página 105
[7] La expresión más reciente y destacable de esta reevaluación la podemos encontrar

en la formidable biografía crítica del filósofo como outsider del pensamiento escrita
por Howard Eiland y Michael W. Jennings, Walter Benjamin. A Critica! Life (The
Belknap Press, 2014). <<

Página 106
[8]
Gershom Scholem, Walter Benjamin. Historia de una amistad, Barcelona,
Península, 1987. Traducción de J. F. Yvars y Vicente Jarque. <<

Página 107
[9]
Charles Baudelaire, El pintor de la vida moderna, Madrid, Taurus, 2013.
Traducción de Martín Schifino. <<

Página 108
[10]
Hannah Arendt, «Walter Benjamín (1892-1949). El pescador de perlas», en
Hombres en tiempos de oscuridad, Barcelona, Gedisa, 2009. Traducción de Claudia
Ferrari y Agustín Serrano de Haro. <<

Página 109
[11] W. Benjamín, «Productos chinos», en Calle de sentido único, Madrid, Akal, 2015.

Traducción de Alfredo Brotons Muñoz. <<

Página 110
[12] A raíz del descubrimiento en 1981 en la Biblioteca Nacional de Francia de los

manuscritos de Benjamín que poseía Bataille se ha procedido a un largo y complejo


trabajo filológico en las diversas recopilaciones de textos editados o inéditos en los
que el filósofo trata el tema y la figura de Baudelaire. Este trabajo filológico e
«histórico-genético» se ha completado recientemente en la antología «Charles
Baudelaire. Un lírico en la época del altocapitalismo» (en W. Benjamín, Obras, Libro
I. Vol. 2, Madrid, Adaba Editores, 2008). <<

Página 111
[13] Hannah Arendt, op. cit <<

Página 112
[14] W. Benjamin, «El hombrecillo jorobado», en Infancia en Berlín hacia 1900,

Madrid, Alfaguara, 1982. <<

Página 113
[15] Edward W. Said, Fuera de lugar, Barcelona, Debolsillo, 2016. Traducción de

Javier Calvo Perales. <<

Página 114
[16] W. Benjamin, «El hombrecillo jorobado», en Infancia en Berlín hacia 1900, op.

cit. <<

Página 115
[17] W Benjamín, «Experiencia y pobreza» (1933), en Obras II, Vol. /, Madrid, Abada,

2012. Traducción de Alfredo Brotons Muñoz. <<

Página 116
[18] Hannah Arendt, op. cit. <<

Página 117
[19] W. Benjamin, «El hombrecillo jorobado», en Infancia en Berlín hacia 1900, op.

cit. <<

Página 118
[20] Gershom Scholem, op. cit. <<

Página 119
[21] Bastará mencionar algunos títulos de las obras más influyentes y reconocidas: la

obra clave firmada por M. Horkheimer y T. L. W. Adorno, Dialéctica de la


Ilustración (1947); Mínima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada (1951), de
Adorno; Teoría tradicional y teoría crítica (1937) y La añoranza de lo
completamente otro, de Horkheimer; o Razón y revolución (1941), Eros y civilización
(1955) y El hombre unidimensional (1964) de H. Marcuse. <<

Página 120
[22] Walter Benjamín es también el jovencísimo autor de un gran número de poemas,

que compone entre 1915 y 1925 y que dedica a su amigo Fritz Heinle, que se suicidó
inhalando gas junto con su novia el 8 de agosto de 1914, en protesta por el estallido
de la guerra. <<

Página 121
[23] Hannah Arendt, op. cit. <<

Página 122
[24] Gershom Scholem, op. cit. <<

Página 123
[25] W. Benjamín, «La tarea del traductor» (1923), en Angelus Novus, Barcelona,

Edhasa, 1971. <<

Página 124
[26]
W. Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica,
México, Itaca, 2003. Traducción de Andrés E. Weikert. <<

Página 125
[27] W. Benjamín, «La tarea del traductor», en Angelus novus, op. cit <<

Página 126
[28] La imagen benjaminiana de la traducción como un mosaico de la composición de

la multiplicidad de lenguas en una única lengua refleja intensamente la influencia del


simbolismo de Klages, que utiliza la palabra griega symbolon en el sentido de ‘marca’
o ‘tesela’ de un mosaico. Así como una pieza no es el símbolo del «jarrón» sino el
jarrón mismo, o al menos una parte de él, del mismo modo la lengua del traductor
forma parte de la lengua adánica (Julián Roberts, op. cit). <<

Página 127
[29] W. Benjamin, «Doctrina de lo semejante» (1933), en Obras II Vol. 1. <<

Página 128
[30] W. Benjamín, «Ampliaciones», en Calle de sentido único, op. cit. <<

Página 129
[31] Esta cita y las siguientes: W. Benjamin, «Las afinidades electivas» de Goethe

(1924), en Obras I, Vol. I, Madrid, Abada, 2012. Traducción de Alfredo Brotons


Muñoz. <<

Página 130
[32] Entre otros: Opitz, Gryphius, Lohenstein, Haugwitz, Hallmann. <<

Página 131
[33] Según Lukács (Significación actual del realismo crítico, 1957), el ensayo de

Benjamin sobre El origen del «Trauerspiel» alemán es en sí mismo una obra


alegórica: por el objeto de análisis (el drama barroco alemán como arte alegórico);
por el método (dado que Benjamin usa la alegoría para darle la vuelta a la
interpretación clásica del método literario); y por el contenido (el ensayo mismo se
presenta como una alegoría del presente de la Alemania de Weimar y del arte
moderno, la vanguardia expresionista). <<

Página 132
[34] W. Benjamin, El origen…, op. Cit. <<

Página 133
[35] Hans Blumenberg, Tiempo de la vida y tiempo del mundo, Valencia, Pretextos,

2007. Traducción de Manuel Canet Simó. <<

Página 134
[36] Renato Solmi, «Introduzione» (1959), en W. Benjamin, Angelus Novus. Saggi e

frammenti (editado por R. Solmi y F. Desideri), Turín, Einaudi, 1995. <<

Página 135
[37] Puede encontrarse un análisis más detallado de este vocabulario técnico en las

secciones segunda y tercera del presente libro. <<

Página 136
[38] W. Benjamín, «Al planetario», en Calle de sentido único, op. cit. <<

Página 137
[39] W. Benjamin, «El carácter destructivo», en Discursos interrumpidos /, Madrid,

Taurus, 1973. Traducción de J. Aguirre. <<

Página 138
[40] Renato Solmi, op. cit. <<

Página 139
[41] George Simmel, La metrópolis y la vida mental (1903). <<

Página 140
[42] W. Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, México, Itaca, 2003.

Traducción de Bolívar Echeverría. <<

Página 141
[43] Véase el poema en prosa de Baudelaire en su libro póstumo El spleen de París

(Madrid, Espasa-Calpe, 1935), titulado, precisamente, «Extravío de la aureola».


Traducción de Enrique Diez Cañedo. <<

Página 142
[44] Véase la segunda parte de este libro, y en particular el apartado «Hachís y aura. A

cucharadas se saca siempre lo mismo de la realidad» (pág. 86). <<

Página 143
[45] W. Benjamin, «Sobre algunos motivos en Baudelaire» (1939), en Obras I, Vol. 2,

Madrid, Abada, 2013. Traducción de Alfredo Brotons Muñoz. <<

Página 144
[46] W. Benjamín, Tesis sobre la historia, op. cit <<

Página 145
[47] Véase, en este sentido, la selección temática de textos en: W. Benjamin, Aura e

choc. Saggi sulla teoria dei media (a cargo de A. Pinotti y A. Somaini), Turín,
Einaudi, 2012. <<

Página 146
[48]
T. L. W. Adorno, «Dirección única de Benjamin (1955)», en Sobre Walter
Benjamin, Madrid, Cátedra, 1995. Traducción de Carlos Fortea. <<

Página 147
[49] Adolf von Hildebrand, El problema de la forma en la obra de arte, Madrid,

Antonio Machado Libros, 1989. <<

Página 148
[50] Alois Riegl, El arte industrial tardorromano, Madrid, Visor, 1992. <<

Página 149
[51] Heinrich Wölfflin, Conceptos fundamentales de la Historia del Arte, Madrid,

Austral, 2014. <<

Página 150
[52] A. Pinotti, Il corpo dello stile. Storia dell’arte come storia dell’estetica a partire

da Semper, Riegl, Wölfflin, Mimesis, Milán, 2001 <<

Página 151
[53] Benjamin se dedica al examen, a la recapitulación y a la personal recomposición

de principios y ajustes metodológicos propuestos por varias personas de la escuela de


Viena y su entorno en el texto «Ciencia del arte estricta» (en la revista Kalías,
número ¾ IVAM, Valencia, 1990), una reseña de 1933 sobre el primer volumen de
las Kunstwissenschaftliche Forschungen de Otto Pächt. <<

Página 152
[54] Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, Barcelona, Austral, 2014; El
hombre y la técnica. Contribución a una filosofía de la vida, Argentina, Ediciones
Sieghels, 2015. <<

Página 153
[55] W. Benjamin, La obra de arte…, op. cit. <<

Página 154
[56] Ibíd. <<

Página 155
[57] Ibíd. <<

Página 156
[58] En realidad, la primera obra en la que Benjamin define de un modo claro el

concepto de aura es en Pequeña historia de la fotografía, un texto breve y denso que


escribió en 1931, en medio de un debate muy extendido, sobre todo en Francia, sobre
la importancia epistemológica y social de la técnica fotográfica. <<

Página 157
[59] W. Benjamin, La obra de arte…, op. Cit. <<

Página 158
[60] Ibíd. <<

Página 159
[61] Véase más adelante el apartado «Hachís y aura. A cucharadas se saca siempre lo

mismo de la realidad» (pág. 86). <<

Página 160
[62] W. Benjamin, «Monumento a un guerrero», en Calle de sentido único, op. cit. <<

Página 161
[63] Ludwig Klages, Der Geist ais Widersacher der Seele (1929; El espíritu como

antagonista del alma), citado en Julián Roberts, op. cit. Véanse también los apartados
«Las “afinidades electivas” entre la palabra y el mundo. Benjamin, crítico literario»
(véase la pág. 32) y «Hachís y aura. A cucharadas se saca siempre lo mismo de la
realidad» (véase la pág. 86) de este libro. <<

Página 162
[64] W Benjamin, «Pequeña Historia de la Fotografía», en Discursos Interrumpidos I,

Buenos Aires, Taurus, 1989. Traducción de Jesús Aguirre. <<

Página 163
[65] Ibíd. <<

Página 164
[66] W. Benjamin, La obra de arte…, op. cit. <<

Página 165
[67] Ibíd. <<

Página 166
[68] W. Benjamin, «Experiencia y pobreza», op. cit. <<

Página 167
[69] W. Benjamín, «Sobre algunos motivos en Baudelaire», op. cit. <<

Página 168
[70] W. Benjamin, La obra de arte…, op. cit. <<

Página 169
[71] Siegfried Kracauer, El ornamento de la masa (1927), Barcelona, Gedisa, 2009.

<<

Página 170
[72] W. Benjamin, La obra de arte…, op. cit. <<

Página 171
[73] W. Benjamin, «Pintura y dibujo», en Obras II, Vol. 2, Abada, 2007. Traducción de

Jorge Navarro Pérez. <<

Página 172
[74] W. Benjamin, Haschisch, Madrid, Taurus, 1974. Traducción de Jesús Aguirre. <<

Página 173
[75] Ibíd. <<

Página 174
[76] Esta cita y la anterior, W. Benjamín, La obra de arte…, op. cit <<

Página 175
[77]
Marc Bloch, Historia e historiadores, Madrid, Akal, 1999. Traducción de
Francisco Javier González García. <<

Página 176
[78] Max Weber, La ciencia como vocación (1919). <<

Página 177
[79] W. Benjamin, «Paralipomènes et variantes de L’Oeuvre d’art à l’époque de sa

reproduction mécanisée», en Écrits français, París, Gallimard, 1991. <<

Página 178
[80] W. Benjamin, «Chaplin. Una mirada retrospectiva» (1929), en Archivos de la

Filmoteca n.º 34, febrero, 2000. Traducción de Vicente Jarque. <<

Página 179
[81]
Yvan Goll, «La Chaplinada. (Un poema fílmico)» (1929), en Revista de la
Universidad de México n.º 5, enero de 1978. <<

Página 180
[82]
Gisèle Freund, La photographie en France au dix-neuvième siècle (1936),
Francia, Christian Bourgois Editeur, 2011. <<

Página 181
[83] Véase el apartado «Retrato aurático e “inconsciente óptico”. Fotografía de una

situación “kafkiana”» (pág. 78). <<

Página 182
[84] W Benjamin, La obra de arte…, op. cit. <<

Página 183
[85] Ibíd. <<

Página 184
[86]
Karl Marx, Los manuscritos económico-filosóficos de 1844, Buenos Aires,
Colihue, 2007. <<

Página 185
[87] W. Benjamin, La obra de arte… op. cit. <<

Página 186
[88] Karl Blossfeldt, Urformen der Kunst. Photographische Pflanzenbilder, Berlín,

1928. <<

Página 187
[89] W. Benjamin, «Algo nuevo acerca de las flores», en Sobre la fotografía, Valencia,

Pre-Textos, 2004. Traducción de José Muñoz Millanes. <<

Página 188
[90] Se trata del catálogo fotográfico de August Sander, El rostro del tiempo. Sesenta

fotografías del pueblo alemán (1929). <<

Página 189
[91] W. Benjamín, Sobre la fotografía…, op. cit. <<

Página 190
[92] W. Benjamin, Haschisch, op. cit. <<

Página 191
[93] Kurt Tucholsky y John Heartfield, Deutschland, Deutschland über alles (1929).

<<

Página 192
[94] László Moholy-Nagy, Pintura, fotografía, cine (1925). <<

Página 193
[95] W. Benjamín, «Discussion sur le cinéma russe et l’art colleccivisce en général»

(1927), aparecido en Les Cahiers du cinéma, n.º 226-227, París, 1927. <<

Página 194
[96] W. Benjamin, La obra de arte…, op. cit. <<

Página 195
[97] Véase el apartado «Chaplin-Charlot. El equilibrista en la danza mecánica de los

Tiempos modernos» (pág. 95). <<

Página 196
[98] W. Benjamín, «Sobre el lugar social del escritor francés», en Obras, II, 2, Madrid,

Abada, 2009. Traducción de Jorge Navarro Pérez. <<

Página 197
[99] Gershom Scholem, op. cit. <<

Página 198
[100] Enzo Traverso, Il secolo armato. Interpretare le violenze del Novecento, Milán,

Feltrinelli, 2012. <<

Página 199
[101] Hannah Arendt, op. cit. <<

Página 200
[102] Carta a Adorno (París, 31 de mayo de 1935). <<

Página 201
[103] Esta cita y las siguientes: W. Benjamin, «Sobre algunos motivos en Baudelaire»,

en op. cit. <<

Página 202
[104] W. Benjamin, Libro de los pasajes, Madrid, Akal, 2005. Traducción de Luis

Fernández Castañeda, Isidro Herrera y Fernando Guerrero. <<

Página 203
[105] Ibíd. <<

Página 204
[106] W. Benjamin, «Mercería», en Calle de sentido único, op. cit. <<

Página 205
[107] W. Benjamin, Libro de pasajes, op. cit. <<

Página 206
[108] Ibíd. <<

Página 207
[109] Ibíd. <<

Página 208
[110] W. Benjamin, Tesis sobre la historia, op. cit. <<

Página 209
[111] W. Benjamin, Libro de pasajes, op. cit. <<

Página 210
[112] Gretel Adorno, Walter Benjamin, Correspondencia 1930-1940, Buenos Aires,

Eterna Cadencia, 2011. Traducción de Mariana Dimópulos. <<

Página 211
[113] W. Benjamin, Tesis sobre la historia, op. cit. <<

Página 212
[114] Ibíd. <<

Página 213
[115] Ibíd <<

Página 214
[116] Ibíd <<

Página 215
[117]
Bertolt Brecht, Diario de trabajo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1977.
Traducción de Nélida Mendilaharzu de Machain. <<

Página 216
[118] Ibíd. <<

Página 217
[119]
Barnaba Maj, «Idea del trágico e coscienza storica nelle “fratture” del
Moderno», en VV.AA., Quaderni di Discipline Filosofiche, Milán, 2003. <<

Página 218
[120] Bertolt Brecht, Sobre el suicidio de W. B. (epitafio). <<

Página 219
Página 220

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