La Voz de Las Espadas Edicion Ilustrada

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La PRIMERA LEY

Libro primero

LA VOZ
DE LAS ESPADAS
JOE ABERCROMBIE

Traducción de Borja García Bercero


Revisión de Manu Viciano

ALIANZA EDITORIAL
Título original: The Blade Itself
Publicado originalmente en inglés por Gollancz, un sello de Orion Publishing Group,
Londres

Primera edición: 2007


Primera edición ilustrada: 2021

Copyright © Joe Abercrombie, 2006. All rights reserved


© de las ilustraciones: Alejandro Colucci, 2021
© de la traducción: Borja García Bercero, 2007
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2007, 2021
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
www.alianzaeditorial.es

ISBN: 978-84-1362-578-2
Depósito legal: M. 25.715-2021
Printed in Spain

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Para los cuatro lectores.
Ya sabéis quiénes sois.
Fin

Logen se internó de un salto en la espesura, con los pies descalzos


resbalando y patinando en la tierra húmeda, en la nieve fundida,
en la pinocha mojada, con el pecho ardiendo al respirar, la sangre
retumbando en la cabeza. Tropezó y cayó de costado, a punto es-
tuvo de abrirse el pecho con su propia hacha y se quedó allí tendi-
do jadeando, escrutando el sombrío bosque.
Hacía solo un instante el Sabueso seguía a su lado, de eso esta-
ba seguro, pero ya no había ni rastro de él. En cuanto a los demás,
no había forma de saberlo. Valiente jefe estaba hecho, dejando que
lo separaran de sus hombres. Debería estar intentando regresar,
pero los shankas andaban por todas partes. Los sentía moverse en-
tre los árboles y su olfato estaba impregnado de su olor. Desde al-
gún lugar situado a su izquierda le pareció oír gritos, de lucha tal
vez. Procurando no hacer ruido, se levantó despacio. Sonó el cru-
jido de una rama y Logen se volvió como una centella.
Una lanza venía hacia él. Una lanza de aspecto feroz llegaba
hacia él a toda velocidad con un shanka al otro extremo.
—Mierda —dijo Logen.
Se echó a un lado, resbaló, cayó de bruces y rodó por el suelo
atravesando la maleza, convencido de que en cualquier momento
sentiría cómo la lanza se le hundía en la espalda. Respirando pesa-

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damente, se apresuró a ponerse de pie. Vio el brillo de la punta
acometiendo de nuevo contra él, la esquivó y se escabulló tras el
grueso tronco de un árbol. Se asomó por un lado y el cabeza plana
soltó un bufido y atacó de nuevo. Logen volvió a asomarse un ins-
tante por el otro lado, se apartó, rodeó el tronco de un salto, salió
a descubierto y descargó un hachazo rugiendo con todas sus fuer-
zas. Con un chasquido, el filo del hacha se hundió en el cráneo del
shanka. Había tenido suerte, pero al fin y al cabo, pensó Logen, ya
iba siendo hora de tener un poco de suerte.
El cabeza plana seguía en pie, mirándole sin dejar de pestañear.
Luego se le fue cubriendo la cabeza de hilos de sangre y empezó a
tambalearse. Después se desplomó, arrancando a Logen el hacha
de las manos, y quedó a sus pies convulsionándose en el suelo.
Logen trató de agarrar el mango del hacha, pero, de alguna mane-
ra, el shanka seguía sosteniendo su lanza y la punta daba sacudidas
en el aire.
—¡Au! —chilló Logen cuando la lanza le hizo un corte el brazo.
Notó una sombra en la cara. Otro cabeza plana. Y de los gran-
des. Ya estaba en el aire, con los brazos extendidos. Demasiado
tarde para coger el hacha. Demasiado tarde para esquivarlo. La boca
de Logen se abrió, pero no había tiempo de decir nada. ¿Qué podía
decirse en una situación así?
Cayeron juntos a la tierra húmeda y rodaron juntos por el sue-
lo entre espinas y ramas sueltas, arañándose y aporreándose y gru-
ñendo. La cabeza de Logen dio contra la raíz de un árbol, un golpe
tan fuerte que le pitaron los oídos. Llevaba un cuchillo en alguna
parte, pero no recordaba dónde. Rodaron y rodaron pendiente aba-
jo mientras el mundo giraba y giraba a su alrededor, y Logen inten-
tó desembotarse y estrangular al cabeza plana a la vez. No había
forma de parar.
A todos les había parecido buena idea acampar cerca del cañón.
Así no habría posibilidad de que los sorprendieran por la espalda.
Pero mientras Logen resbalaba sobre el vientre hacia el borde del
abismo, la idea estaba perdiendo gran parte de su atractivo. Deses-
perado, trató de aferrarse a la tierra húmeda. Sus manos solo en-

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contraron polvo y agujas de pino marrones. Volvió a cerrar los de-
dos, pero lo único que atraparon fue nada. Iba a caer. Dejó escapar
un leve gemido.
Sus manos agarraron algo. La raíz de un árbol que sobresalía de
la tierra, justo al borde del precipicio. Soltó un grito ahogado y se
balanceó sobre el vacío, pero estaba bien aferrado.
—¡Ja! —gritó—. ¡Ja!
Seguía vivo. Hacía falta algo más que unos cuantos cabezas pla-
nas para acabar con Logen Nuevededos. Trató de encaramarse al
borde, pero le fue imposible. Un gran peso le colgaba de las pier-
nas. Logen miró hacia abajo.
El cañón era profundo. Muy profundo, y con unas paredes de
roca cortadas a pico. Aquí y allá un árbol encajado en una grieta
desplegaba su fronda sobre el abismo. Al fondo, muy lejos, el río
turbulento y veloz discurría bufando y escupiendo espuma blanca,
encajonado entre abruptos peñascos negros. Mal asunto, desde lue-
go, aunque el verdadero problema lo tenía más cerca. El enorme
shanka seguía con él, meciéndose con suavidad en el aire, sus sucias
manos agarradas al tobillo izquierdo de Logen.
—Mierda —musitó Logen.
Estaba metido en un buen aprieto. Ya había pasado por otros
bastante malos y había vivido para contarlo, pero le costaba ima-
ginar una situación mucho peor que aquella. Eso le hizo pensar en
su vida. En esos momentos le pareció amarga y sin sentido. No
había hecho ningún bien a nadie. Una mera sucesión de violencia
y dolor, con poco más que penurias y decepciones entre medias.
Las manos empezaban a cansársele, los antebrazos le ardían. Nada
parecía indicar que el cabeza plana fuese a soltarse pronto. Es más,
había trepado un poco por su pierna. La criatura se detuvo y lo
miró con ferocidad.
De haber sido Logen quien colgara aferrado al pie del shanka,
probablemente habría pensado: «Mi vida depende de esta pierna
de la que cuelgo, así que mejor no correr riesgos». Un hombre pre-
fiere salvar la vida antes que matar a su enemigo. Por desgracia, los
shankas veían las cosas de otra manera, y Logen lo sabía. Por eso

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no se sorprendió mucho cuando el shanka abrió su enorme boca y
le clavó los dientes en la pantorrilla.
—¡Aaargh! —rugió Logen.
Se puso a gritar y a lanzar patadas con todas sus fuerzas usando
el talón descalzo. Una hizo sangre al shanka en la cabeza, pero no
por eso dejó de morderle y, cuanto más fuertes eran sus patadas,
más le resbalaban las manos de la escurridiza raíz a la que estaba
sujeto. Apenas quedaba ya raíz a la que aferrarse, y lo poco que
había parecía a punto de romperse. Intentó pensar, abstrayéndose
del dolor de las manos, del dolor de los brazos, de los dientes del
shanka en su pierna. Iba a caer. Sus únicas opciones eran caer en
las rocas o caer al agua, y esa era una decisión que más o menos se
tomaba sola.
Puestos a hacer algo, mejor es no demorarlo que vivir temién-
dolo. Es lo que habría dicho su padre. Logen afirmó en la roca el
pie que tenía libre, respiró hondo una última vez y se impulsó ha-
cia el vacío con las pocas fuerzas que le quedaban. Primero sintió
cómo se soltaban los dientes que le mordían, luego las manos que
lo tenían agarrado y, por un instante, quedó libre.
Entonces empezó a caer. Rápido. Las paredes del cañón pasaban
como una exhalación: roca gris, musgo verde, manchas blancas de
nieve, todo girando vertiginoso a su alrededor.
Logen daba lentas vueltas en el aire, agitando inútilmente los
miembros, demasiado asustado para gritar. El viento le azotaba
los ojos, le revolvía la ropa, le robaba el aliento de la boca. Vio al
gran shanka estrellarse contra la pared de roca a su lado. Lo vio
quebrarse, rebotar y caer desmadejado, sin duda muerto. Una vi-
sión muy grata, pero su satisfacción duró poco.
El agua se alzaba ya para acogerle. Embistió su costado con la
fuerza de un toro, le vació los pulmones de un puñetazo, le arre-
bató el sentido de la cabeza, lo absorbió y lo sumió en una fría
oscuridad…

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Primera parte
«Ya el hierro por sí solo atrae al hombre.»

Homero
Los supervivientes

El agua lamiéndole las orejas. Eso fue lo primero que sintió. El la-
mido del agua, el rumor de los árboles, el gorjeo espaciado de algún
pájaro.
Logen entreabrió los ojos. Luz, una luz difusa entre las hojas.
¿Era eso la muerte? Y si lo era, ¿por qué dolía tanto? Le palpitaba
todo el costado izquierdo. Trató de respirar con normalidad, se
atragantó, tosió agua, escupió barro. Gimió, se dio la vuelta, se puso
a cuatro patas y entre respingos, con los dientes apretados, se arras-
tró fuera del río. Rodó por el suelo y se tumbó boca arriba en la
orilla sobre un lecho de musgo, cieno y palos podridos.
Permaneció un rato tumbado, contemplando el cielo gris que
se abría por encima de las ramas negras, resollando con la garganta
en carne viva.
—Sigo vivo —graznó para sí mismo.
Seguía vivo, pese a todos los esfuerzos de la naturaleza, los
shankas, los hombres y las bestias. Empapado, con la espalda pe-
gada al suelo, se echó a reír entre dientes. Una risa aguda y gorgo-
teante. Si algo podía decirse de Logen Nuevededos, es que era un
superviviente.
Un viento frío barrió la pútrida orilla, y la risa de Logen se fue
desvaneciendo poco a poco. Estaba vivo, sí, pero mantenerse con vida

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era otro cantar. Se incorporó con una mueca de dolor. Se puso de pie
tambaleándose y apoyó la espalda en el tronco del árbol más cercano.
Se restregó la nariz, los ojos y las orejas para quitarse la suciedad. Se
subió la camisa empapada para echar un vistazo a los daños.
La caída le había dejado el costado lleno de moratones. Tenía
las costillas cubiertas de arriba abajo por unas manchas azules y
púrpuras. Dolían al tocarlas, y mucho, pero al menos no parecía
que tuviera nada roto. La pierna estaba hecha un destrozo. Ensan-
grentada y desgarrada por los dientes del shanka. Dolía bastante,
pero el pie aún se movía bastante bien y eso era lo importante. Ese
pie le iba a hacer mucha falta si quería salir de aquella.
Su cuchillo seguía en la vaina del cinturón, y Logen se llevó una
gran alegría al verlo. Sabía por experiencia propia que nunca se tie-
nen suficientes cuchillos, y aquel era bastante bueno, pero las cosas
seguían pintando mal. Estaba solo en un bosque infestado de cabezas
planas. No tenía ni la más remota idea de su posición, pero podía
seguir el río. Todos los ríos fluían hacia el norte, desde las montañas
hasta el gélido mar. Así que tenía que seguir el río a contracorriente
en dirección sur. Seguirlo y luego ascender a las Altiplanicies, donde
los shankas no podrían encontrarlo. Era su única oportunidad.
Haría frío allá arriba en esa época del año. Un frío mortal. Bajó
la vista a sus pies descalzos. Su típica mala suerte había hecho que
los shankas llegaran cuando acababa de quitarse las botas para sa-
jarse las ampollas. Tampoco llevaba zamarra: le habían pillado sen-
tado junto a la hoguera. En esas condiciones no aguantaría ni un
día en las montañas. Durante la noche, las manos y los pies se le
ennegrecerían, y moriría poco a poco antes de llegar siquiera a los
puertos de montaña. Eso si no lo mataba antes el hambre.
—Mierda —masculló.
Tenía que regresar al campamento. Tenía que confiar en que los
cabezas planas hubieran seguido su camino, confiar en que hubie-
ran dejado algo atrás. Algo que le ayudara a sobrevivir. Era mucho
confiar, pero no tenía elección. Nunca tenía elección.

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Cuando Logen dio por fin con el lugar, había empezado a llover.
La incesante llovizna le aplastaba el pelo contra el cráneo, le em-
papaba las ropas. Se pegó a un tronco cubierto de musgo y escu-
driñó el campamento con el corazón atronando y los dedos de la
mano derecha apretando la resbaladiza empuñadura del cuchillo
con tanta fuerza que le dolían.
En el lugar donde había estado la hoguera vio un círculo enne-
grecido, rodeado de palos a medio quemar y restos de ceniza piso-
teada. Vio el leño en el que habían estado sentados Tresárboles y
Dow cuando aparecieron los cabezas planas. Vio algunos restos del
equipo, rasgados o rotos, desperdigados por el claro. Contó tres
shankas muertos aovillados en el suelo, uno con una flecha sobre-
saliendo del pecho. Tres cadáveres, pero ni rastro de shankas vivos.
Era una suerte. La suerte justa para sobrevivir, como de costumbre.
Aun así, podían regresar en cualquier momento. Había que darse
prisa.
Logen salió de detrás de los árboles y su mirada recorrió el sue-
lo. Sus botas seguían donde las había dejado. Las recogió, se las
puso a saltos y, con las prisas, estuvo a punto de resbalar y caerse.
También estaba allí su zamarra, atrapada bajo el leño, desgastada y
llena de rajas tras diez años expuesta a los rigores del clima y la
guerra, mil veces desgarrada y vuelta a coser, con media manga
arrancada. Su macuto yacía informe entre los matojos, su conteni-
do esparcido por la ladera. Casi sin aliento, se agachó y volvió a
meterlo todo dentro. Un trozo de cuerda, su vieja pipa de barro,
unas tiras de cecina, una aguja y algo de bramante, una petaca abo-
llada en cuyo interior chapoteaban algunos restos de licor. Todo
ello bueno. Todo ello útil.
De una rama colgaba una manta andrajosa, empapada y medio
recubierta por una capa de mugre. Logen la levantó y sonrió. De-
bajo estaba su puchero, viejo y cascado. Estaba volcado de lado,
como si lo hubieran pateado lejos del fuego durante la refriega. Lo
agarró con ambas manos. Aquel puchero abollado y renegrido tras
años de duro servicio le transmitía una sensación segura, familiar.
Hacía mucho que lo tenía. Le había hecho compañía en todas las

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guerras, cruzando todo el Norte y de vuelta. Todos lo habían usado
para cocinar cuando andaban por los caminos, todos habían comi-
do de él. Forley, Hosco, el Sabueso, todos.
Logen repasó de nuevo el campamento. Tres shankas muertos,
pero ni rastro de su gente. Quizá todavía anduvieran cerca. Quizá
debería arriesgarse, probar a echar un vistazo….
—No.
Lo dijo entre dientes, sin levantar la voz. Sería una locura. Eran
muchos cabezas planas. Muchísimos. No tenía ni idea de cuánto
tiempo había estado tirado en la orilla del río. Incluso si algunos de
los suyos hubieran conseguido escapar, los shankas estarían dándo-
les caza por el bosque. A esas alturas seguro que ya no eran más
que cadáveres desperdigados por los valles altos. Lo único que po-
día hacer Logen era dirigirse a las montañas y tratar de salvar su
triste pellejo. Había que ser realista. Había que serlo, por mucho
que doliera.
—Ya solo quedamos tú y yo —dijo Logen mientras metía el pu-
chero en el macuto y se lo echaba a la espalda.
Se puso en marcha, renqueando todo lo rápido que podía. Pen-
diente arriba, hacia el río, hacia las montañas.
Solo ellos dos. El puchero y él.
Eran los únicos supervivientes.

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Preguntas

¿Por qué lo hago?, se preguntó por enésima vez el inquisidor Glokta


mientras recorría cojeando el pasillo. Los muros estaban enlucidos y
encalados, aunque ni una cosa ni otra en fecha reciente. El lugar trans-
mitía una sensación sórdida y olía a humedad. No había ventanas, ya
que era un pasillo subterráneo muy profundo, y las luces de las lám-
paras proyectaban sombras que fluían lentas por todos los rincones.
¿Por qué iba a querer alguien hacer esto?? Los pasos de Glokta sobre
las mugrientas losas del suelo marcaban un ritmo constante. Pri-
mero, el golpe seguro de su talón derecho, luego el leve toque del
bastón y, por último, el interminable arrastre de su pie izquierdo,
acompañado por los acostumbrados dolores punzantes que se ex-
tendían por el tobillo, la rodilla, el culo y la espalda. Golpe, toque,
dolor. Ese era el ritmo de su andar.
La sucia monotonía del pasillo se interrumpía de vez en cuando
por pesadas puertas, reforzadas con planchas de hierro perforado.
Tras una de ellas, Glokta creyó oír un grito de dolor ahogado. Me
pregunto quién será el desdichado al que están interrogando ahí dentro. ¿De
qué crimen será culpable o inocente? ¿En qué secretos estarán hurgando, qué
mentiras estarán desbrozando, qué traiciones estarán poniendo al descubier-
to?? Pero no tuvo mucho tiempo de preguntárselo. Los escalones
interrumpieron sus pensamientos.

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Si le hubieran dado la oportunidad de someter a tortura a un
hombre, al que fuera, Glokta habría elegido sin duda al inventor
de los escalones. Antes de que comenzaran sus desdichas, cuando
era joven y vivía rodeado de admiración, nunca se había fijado en
ellos. Se los saltaba de dos en dos y seguía despreocupado su cami-
no. Pero ya no. Están por todas partes. Es imposible pasar de un piso a
otro sin ellos. Y bajar es peor que subir, que es algo de lo que nadie se da
cuenta. Yendo hacia arriba, la caída no suele ser tan larga.
Conocía muy bien aquel tramo. Dieciséis escalones labrados en
piedra lisa, un poco desgastados por el centro y algo húmedos,
como lo estaba todo allí abajo. Sin barandilla ni nada a lo que aga-
rrarse. Dieciséis enemigos. Un auténtico reto. Le había llevado su
tiempo dar con el método menos doloroso para bajar escaleras.
Avanzaba de lado, como los cangrejos. Primero el bastón, luego el
pie izquierdo y después el derecho, acompañado de un dolor más
agónico del habitual por tener que apoyar el peso en la pierna iz-
quierda, y de unas punzadas constantes en el cuello. ¿Por qué tiene
que dolerme el cuello cuando bajo escaleras? ¿Acaso es el cuello el que carga
con mi peso? Pero el dolor era innegable.
A cuatro escalones del final, se detuvo. Ya casi los había venci-
do. Su mano temblaba sobre la empuñadura del bastón y la pierna
izquierda le dolía horrores. Se pasó la lengua por las encías delan-
teras, donde en tiempos había tenido dientes, respiró hondo y dio
un paso adelante. El tobillo cedió con una terrible punzada de do-
lor y Glokta se precipitó hacia delante, retorciéndose, tambaleán-
dose con la mente convertida en un hervidero de espanto y deses-
peración. Tropezó como un borracho con el siguiente escalón,
arañó las lisas paredes y dio un grito despavorido. ¡Estúpido, estúpi-
do hijo de puta!! El bastón cayó al suelo con un traqueteo, los torpes
pies de Glokta lucharon con las piedras y, por puro milagro, se
encontró en el rellano inferior aún de pie.
Y aquí está. Ese momento horrible, maravilloso y prolongado entre
el golpe que te has dado en el pie y la sensación de dolor. ¿Cuánto tiem-
po tengo antes de que me empiece a doler? ¿Y cómo de fuerte será cuan-
do llegue?? Al pie de la escalera, respirando entrecortadamente, con

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la mandíbula suelta, Glokta sintió el hormigueo de la anticipa-
ción. Ya viene…
El tormento fue atroz, un espasmo atenazador que se extendió
por su costado izquierdo desde el pie hasta la mandíbula. Apretó
los párpados para contener las lágrimas y se tapó la boca con la
mano derecha, tan fuerte que los nudillos dieron un chasquido. Los
pocos dientes que le quedaban rechinaron al encajar las mandíbu-
las, pero ni así pudo evitar que un gemido agudo e irregular esca-
para de su boca. ¿Es un grito o una risa? ¿Cómo distinguirlos?? Dio
grandes bocanadas de aire por la nariz mientras las burbujas de
moco le caían a la mano y su cuerpo retorcido se estremecía por el
esfuerzo de mantenerse en pie.
El espasmo pasó. Glokta fue moviendo cautelosamente los
miembros, uno por uno, para evaluar los daños. La pierna le ardía,
el pie se le había dormido y, al más mínimo movimiento, el cuello
le daba un latigazo que enviaba unos punzantes calambres colum-
na abajo. No está demasiado mal, dadas las circunstancias. Se agachó
con dificultad y recogió el bastón entre dos dedos, volvió a erguir-
se y se limpió los mocos y las lágrimas con el dorso de la mano.
Qué emocionante. ¿Me ha divertido? Para la mayoría de la gente unas
escaleras son algo rutinario. Para mí, ¡toda una aventura!! Reemprendió
su renqueante marcha por el pasillo, riendo para sus adentros. Aún
asomaba una tenue sonrisa a su rostro cuando llegó a su puerta y
pasó al interior.
Una caja blanca y mugrienta con dos puertas situadas una fren-
te a la otra. El techo era demasiado bajo para resultar cómodo y las
resplandecientes lámparas iluminaban demasiado la estancia. La
humedad avanzaba desde una esquina y el enlucido se ahuecaba,
formando unas ampollas salpicadas de moho negro. Alguien había
intentado limpiar una larga mancha de sangre de la pared, pero no
se había esforzado lo suficiente ni por asomo.
El practicante Frost estaba al fondo de la sala, con los enormes
brazos cruzados sobre su fornido pecho. Saludó a Glokta movien-
do la cabeza con tanta emoción como una piedra, y Glokta le de-
volvió el asentimiento. Entre ambos se extendía una mesa sucia y

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rayada, atornillada al suelo, con una silla a cada lado. En una de
ellas estaba sentado un hombre grueso desnudo, con las manos
amarradas a la espalda y una bolsa de lona marrón cubriéndole la
cabeza. Su respiración sofocada y convulsa era el único ruido que
se oía. Hacía bastante frío allí abajo y, sin embargo, el hombre su-
daba. Y con razón.
Glokta se aproximó cojeando a la otra silla, apoyó con cuidado
el bastón contra el borde de la mesa y, con mucha lentitud, precau-
ción y dolor, tomó asiento. Estiró el cuello a izquierda y derecha y
luego permitió que su cuerpo se desplomara en una postura lo más
cómoda posible. Si le hubieran dado la oportunidad de estrechar
la mano a un hombre, al que fuera, Glokta habría elegido sin duda
al inventor de las sillas. Ha hecho que mi vida resulte casi soportable.
Frost abandonó en silencio la esquina y pinzó el pico de la bol-
sa entre su pálido y carnoso índice y su grueso y blanquecino pul-
gar. Glokta asintió con la cabeza y el practicante tiró de la bolsa,
dejando a Salem Rews parpadeando bajo la cruda luz de la sala.
Un pequeño rostro mezquino, porcino, feo. Qué cerdo más mezquino y
feo eres, Rews. Puerco asqueroso. Ya estás listo para confesar, seguro, dis-
puesto a hablar y hablar sin detenerte hasta que nos hartemos todos de tu
voz. Un gran moratón oscuro le cruzaba la mejilla y otro le recorría
la mandíbula, justo por encima de la papada. Cuando los ojos
acuosos de Rews se adaptaron a la claridad, reconoció a Glokta
sentado frente a él y, al instante, su rostro se iluminó de esperanza.
Una esperanza muy, muy injustificada.
—¡Glokta, tienes que ayudarme! —farfulló en tono agudo y atro-
pellado, echándose hacia delante con desesperación todo lo que le
permitían sus ataduras—. Se me acusa en falso, lo sabes. ¡Soy ino-
cente! Has venido a ayudarme, ¿verdad? ¡Eres mi amigo! Tú tienes
influencia aquí. ¡Somos amigos, amigos! ¡Puedes hablar en mi fa-
vor! ¡Soy un inocente al que se ha acusado injustamente! ¡Soy…!
Glokta levantó una mano reclamando silencio. Miró un instan-
te el rostro conocido que tenía delante, como si no lo hubiera vis-
to jamás, y luego se volvió hacia Frost.
—¿Se supone que conozco a este hombre?

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El albino no dijo nada. La parte inferior de su rostro estaba ocul-
ta por la máscara de practicante y la parte superior era inescruta-
ble. Contemplaba sin parpadear al prisionero sentado en la silla,
con unos ojos rosáceos más muertos que los de un cadáver. Desde
que Glokta entró no había parpadeado ni una sola vez. ¿Cómo lo
consigue?
—¡Soy yo, Rews! —dijo entre dientes el gordo con un tono de
voz que cada vez se aproximaba más al pánico—. ¡Salem Rews! ¡Tú
me conoces, Glokta! Estuve contigo en la guerra, antes de… ya sa-
bes… ¡Somos amigos! Somos…
Glokta volvió a levantar la mano y, tras recostarse en su asiento,
empezó a darse pequeños golpes con la uña en uno de los pocos
dientes que le quedaban, como sumido en una profunda reflexión.
—Rews. El apellido me suena. Mercader, miembro del Gremio
de los Sederos. A decir de todos, un hombre rico. Sí, ahora recuer-
do… —Glokta se inclinó hacia delante e hizo una pausa teatral—.
¡Era un traidor! La Inquisición lo capturó y confiscó todos sus bie-
nes. Parece que había conspirado para evitar los tributos del rey.
—Rews se había quedado con la boca abierta—. ¡Los tributos del
rey! —vociferó Glokta, descargando una mano sobre la mesa.
El gordo lo miró con los ojos muy abiertos y se pasó la lengua
por un diente. Extremo superior derecho, segundo empezando por atrás.
—Pero ¿qué modales son estos? —preguntó Glokta sin dirigirse
a nadie en particular—. No sé si nos conocíamos o no de antes, pero
creo que a mi ayudante y a ti no os han presentado. Practicante
Frost, saluda a este gordinflón.
Fue un golpe con la palma de la mano, pero lo bastante fuerte
como para derribar a Rews de su asiento. La silla traqueteó pero se
mantuvo en su sitio. ¿Cómo se hace eso? ¿Cómo se tira a alguien al sue-
lo sin que se caiga la silla?? Rews gorgoteaba despatarrado, con la cara
pegada a las baldosas.
—Me recuerda a una ballena varada —dijo Glokta con voz au-
sente.
El albino agarró a Rews por debajo del brazo, lo alzó y volvió a
arrojarlo sobre la silla. Tenía un corte en la mejilla del que brotaba

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un reguero de sangre, pero la expresión de sus ojos porcinos se ha-
bía endurecido. Los golpes ablandan a la mayoría de los hombres, pero
los hay que se endurecen. Nunca habría tomado a este tipo por un hombre
duro, pero la vida está llena de sorpresas.
Rews escupió sangre sobre la mesa.
—¡Ahora te has pasado, Glokta, ya lo creo que sí! ¡Los sederos
somos un gremio muy respetable, y con influencias! ¡No tolerarán
esto! ¡Soy un hombre muy conocido! ¡Seguro que ahora mismo
mi esposa estará presentando una petición al rey para que se ocupe
de mi caso!
—Ah, tu esposa. —Glokta sonrió con tristeza—. Tu esposa es una
mujer muy bella. Muy bella y muy joven. Me temo que tal vez un
poco demasiado joven para ti. Me temo que ha aprovechado la
oportunidad para librarse de ti. Me temo que fue ella quien vino a
traer tus libros de cuentas. Todos los libros.
Rews palideció.
—Hemos echado un vistazo a esos libros —prosiguió Glokta, se-
ñalando a su izquierda una pila imaginaria de papeles—. Y hemos
echado un vistazo a los libros de cuentas del erario —dijo señalan-
do otra a la derecha—. Puedes imaginarte nuestra sorpresa al com-
probar que las sumas no cuadraban. Y luego están todas esas visitas
nocturnas de tus empleados a los almacenes del barrio viejo, esos
pequeños barcos sin licencia, esos pagos a funcionarios, esos docu-
mentos falsificados. ¿Debo seguir? —inquirió Glokta, meneando la
cabeza en un gesto de desaprobación.
El gordo tragó saliva y se humedeció los labios.
Se puso a disposición del prisionero pluma y tinta, así como el
pliego de la confesión, rellenado al detalle con la hermosa y cuida-
da caligrafía de Frost y a falta tan solo de la firma. Ya está, ahora sí
que le tengo.
—Confiesa, Rews —susurró Glokta—, y pon un final indoloro a
este lamentable asunto. Confiesa y danos los nombres de tus cóm-
plices. Ya sabemos quiénes son. Así será mejor para todos. No quie-
ro hacerte daño, créeme, no me produce ningún placer. —Nada me
lo produce—. Confiesa. Confiesa y salvarás la vida. El exilio en An-

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gland no es tan malo como te quieren hacer creer. Allí, la vida aún
te reportará algún placer, y siempre está la satisfacción del trabajo
honrado al servicio de tu rey. ¡Confiesa!
Rews miraba al suelo y se pasaba la lengua por el diente. Glokta
se reclinó en su asiento y suspiró.
—O no lo hagas —dijo—, y regresaré con los instrumentos.
Frost dio un paso adelante y su enorme sombra se proyectó so-
bre el rostro del gordo.
—Hallado un cadáver flotando junto a los muelles —susurró
Glokta—, hinchado por el agua y horriblemente mutilado… abso-
lutamente… irreconocible. —Ya está listo para cantar. Cebado, madu-
ro y a punto de reventar—r . ¿Le infligieron las heridas antes o después
de muerto? —preguntó con despreocupación dirigiéndose al te-
cho—. ¿Se sabe siquiera si el misterioso difunto era hombre o mu-
jer? —Glokta se encogió de hombros—. ¿Cómo saberlo?
Una seca llamada sonó en la puerta. Rews alzó la cabeza de sope-
tón, con renovada esperanza. ¡Ahora no, maldita sea!! Frost fue a la puer-
ta y la entreabrió. Tras un breve intercambio de palabras, la puerta
volvió a cerrarse. Frost se agachó para susurrar algo al oído a Glokta.
—Ez Zeverar —murmuró farfullando el practicante, dando a en-
tender a Glokta que Severard aguardaba en la puerta.
¿Ya?? Glokta sonrió y asintió con la cabeza, como si fuese muy
buena noticia. El rostro de Rews se demudó un poco. ¿Cómo se ex-
plica que un hombre cuya principal actividad es la ocultación sea incapaz
de esconder sus emociones en esta sala?? Pero Glokta conocía la respues-
ta. Es difícil mantener la calma cuando se está aterrorizado, indefenso, solo
y dependiendo de la compasión de unos hombres carentes de toda compa-
sión. ¿Quién sabe eso mejor que yo? Suspiró y, adoptando su tono de
voz más hastiado, preguntó:
—¿Estás dispuesto a confesar?
—¡No!
Los ojos porcinos del prisionero habían recuperado una expre-
sión retadora. Sostuvo la mirada, silencioso y alerta, y volvió a chu-
parse el diente. Sorprendente. Muy sorprendente. Pero claro, solo estamos
empezando.

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