Razones Desde La Otra Orilla (J.L.Martin Descalzo)
Razones Desde La Otra Orilla (J.L.Martin Descalzo)
Razones Desde La Otra Orilla (J.L.Martin Descalzo)
Verán, veremos, sus innumerables amigos cómo José Luis se las compondrá
para seguir presente aquí abajo, entre nosotros, haciendo cosas, publicando
artículos y libros. Lo de verle aparecer en televisión ya sería escandaloso. No creo
que las reglas de juego de allá arriba lo consientan.
Es normal y razonable que una persona al morirse desaparezca de nuestro
paisaje mundano. Pero José Luis rebasó en vida mortal todas las normas
establecidas y alguna se saltará también en su existencia inmortal. Quiero decir
que sus trallazos de luz y fervor continuarán de cuando en cuando abriendo surcos
en la piel reseca de nuestro aburrimiento, de nuestra indiferencia, nuestro
cansancio y nuestro escepticismo.
Empieza con este libro a darnos sus «razones» desde la otra orilla: razones,
sus razones, para la esperanza, para la fe y para el amor. Son páginas suyas que
José Luis, al marcharse, dejó pendientes de mandar a la imprenta. A mí nada me
extrañaría que entre unas y otras él nos cuele por sorpresa y sin previo aviso alguna
escrita ya con tinta del otro bardo: sería aconsejable que el editor conservase los
originales por si, tarde o temprano, conviniera realizar análisis críticos.
Su inmensa familia de lectores nos sentimos alegres y consolados con que él
no se haya ido del todo. José Luis necesitó amar y ser amado, nada como el cariño le
importaba tanto en su vida. Recibió cariño a toneladas, fue hombre afortunado. La
difusión de sus “Razones” constituye un fenómeno impresionante dentro del
panorama librero de España y también de Iberoamérica: la demanda masiva forzó
ediciones a chorros. No eran estas -Razones» libros que se compran más o menos
por inercia; fueron libros cálidos, tiernos, que -hacían familia- y nos ataban en la
enorme gavilla de amigos entrañables del autor.
Porque zarandeaba él las cosas de todos -preocupaciones, gozos, alegrías,
inquietudes y desgracias-, todo tuvo sitio en sus páginas, escritas siempre con un
criterio de cristiano a la vez ferviente y libre, inconformista. José Luis nunca entró
en los engranajes de la organización eclesiástica, ese aparato al parecer inevitable
que apasiona, como una camisa de fuerza, nuestra existencia eclesial y distribuye
prebendas temporales a sus peones haciéndoles manejar a todas horas la palabra
evangélica de humildad y servicio mientras ejercen el poder y disfrutan honores.
Los burócratas vaticanos decidieron, quizá un poco avergonzados de mantener
fuera de su órbita a un sacerdote de apostolado exitoso, conceder al padre Martín
Descalzo la ridícula etiqueta de «monseñor», que da derecho a vestir sotana
ribeteada y ceñirse -¡en estos tempos!- una faja colorada encima de la barriga:
como para desternillar de risa a los discípulos inmediatos de Jesús de Nazaret.
José Luis nos pidió a los amigos que por favor, por favor, mantuviéramos secreta
aquella “cosa- vaticana” y le evitáramos sentirse ridículo: consiguió que apenas nadie
conociera «el honor- que las altas instancias de la organización habían pretendido
otorgarle.
Los poetas tienen la ventaja de que alargan su sombra bienhechora. Le
notamos a él cercano. Presente. Inmerso en nuestro torrente histórico. Humano,
humanísimo. Y creyente, amoroso.
Presentación ...................................................
1. Peras con canela ....................................
2. Los que no servimos para nada ............
3. La noche de Adán .................................
4. Contra la indecisión ..............................
5. A corazón abierto ..................................
6. Decálogo de la serenidad ......................
7. Los tres consejos ..................................
8 La tarta de Viena ..................................
9. Ochenta años .........................................
10. Hacer la paz .........................................
11. Un gran privilegio .................................
12. El hombre que cantaba villancicos ......
13. El undécimo mandamiento ..................
14. El pecado de la tristeza ........................ ,
15. La sangre del pueblo ............................
16. Cinco veces más .......................: ...........
17. El día en que descubrí el silencio ........
18. Los maridos-sartén ...............................
19. El último milagro del padre Llorente ..
20. La sordera de Dios ...............................
21. Cuaderno de la sencillez ......................
22. Felicidad es comunidad .......................
23. Gente feliz ............................................
24. El hombre que gastaba bien su dinero
25. Resucitar con mi pueblo ......................
26. Setenta veces siete ................................
27. Las causas de la melancolía .................
28. Miedo al hijo ........................................
29. No somos dioses ...................................
30. El centinela ...........................................
41. La culminación de¡ aburrimiento ......... –
32. Regalo de cumpleaños ..........................
33. Esto de ser hombre .......................... –
34. El chupete .........................................
35. Los sueños y los estudios ..................
36. La espeleología del alma ...................
37. Dos jóvenes furiosos ..........................
38. Me siento un marciano .....................
39. ¡Eso es un hombre! ..........................
40. La vela de la caja de cristal ...............
41. ¡Hombre, claro, si se siembra! .........
42. Historia de hace cien años ................
43. Los defectos del prójimo ...................
44. Una muchacha japonesa ....................
45. Un niño ha renacido .........................
46. La vida a una carta ............................
47. La traición de las aristocracias ..........
48. Los semimuertos ................................
49. Adónde vamos a parar ......................
50. Un día perdido ..................................
51. Déficit de consuelo ............................
52. Los que no piensan nunca ................
53. Decir la verdad ..................................
54. La verdadera grandeza ......................
45. La verdad avinagrada ........................ –
56. Un espíritu pacífico ...........................
57. Dos maneras de hacer las cosas ........
58. Vivir sin riesgos .................................
59. Los ángeles neutrales .......................
60 El gran tapiz ......................................
61 . Cura de cielo limpio ..........................
62. Sangrar o huir ....................................
63. El detalle ............. :.........................
64. Los buenos negocios ..........................
65. Una niña da gracias ............................
66. El baúl de los recuerdos ....................
67. Un sillón de ruedas ...........................
68. La enfermedad ...................................
69. La mojigata .........................................
70. El transistor en el cuerno ...................
71. La corrupción secreta .........................
72. Los huérfanos .....................................
73. Las manos ...........................................
74. El tapaagujeros ...................................
75. El pecado original ..............................
76. El diagnóstico y el tratamiento .......... –
77. Batir un récord ...................................
78. La rata sin esperanza ..........................
79. La pirámide ........................................
80. Héroes de nuestro tiempo ..................
81. Detrás de la soledad ...........................
82 Buena presencia ..................................
83. El corazón líquido ..............................
84. El nuevo ídolo ....................................
85. Y el séptimo, descansó .......................
86. Jueves Santo: la hora del vértigo .......
87. Cuando des hombres se dan la mano
Introducción - Presentación
Así, así fue. Ante un plato de peras con canela, que permanece olvidado junto a
la reja que separa la iglesia del coro de las monjas, se oyeron por primera vez
aquellas palabras milagrosas
0 las de aquel alma que se volvía a su Dios clamando:
Oh llama de amor viva que tiernamente hieres ...
O las de aquel alma que se volvía a su Dios clamando:
¿ Adónde te escondiste
Amado, y me dejaste con gemido ?
Y mientras el fraile recita mansamente sus poemas, hay una monja que los va
copiando. Y toda la comunidad está de acuerdo en que «era un gozo oírle».
Un gozo. Eso fue, eso era. Porque parece que va llegando la hora de que
reivindiquemos para Juan de la Cruz el ser no «el poeta de las nadas», sino el
hombre del gozo y del deleite. ¿Sabían ustedes que esta palabra, «deleite», es la
que más se repite en las obras del gran místico?
Hay hoy, por fortuna, un reencuentro con este nuevo rostro del poeta de
Fontiveros, ese rostro que representan las «peras con canela» o los esparraguillos
misteriosos que se encontró cuando caminaba hacia la muerte. ¿Por qué se ha
contrapuesto con tanta frecuencia a Juan de la Cruz con Francisco de Asís, cuando
será tan difícil averiguar quién de los dos gana en ternura, en tener el corazón de
cristal para los demás, dejando sólo para sí mismo las disciplinas y las durezas de
la subida al Carmelo?
Alguien -el P. Bengoechea- acaba de publicar un gran ensayo sobre La felicidad
de San Juan de la Cruz. Otros de sus seguidores buscan ahora su auténtico rostro
humano. Y no tengan ustedes miedo de que, por eso, baje de las alturas de la
mística. El «rostro alegre» que siempre se le veía, según sus contemporáneos, no
es precisamente lo que aleja de la hondura de Dios.
Bien lo entendió aquella liebrezuela de Peñuela que, durante el incendio que se
produjo en aquel lugar, junto al convento de los descalzos, huyendo del fuego, se
fue a refugiar «en la falda del hábito del padre Juan», y cuando otros religiosos «la
cogieron, teniéndola por las orejas, por dos veces se les huyó, y se iba adonde
estaba el dicho Santo y se echaba en su falda». ¡Y qué envidia tengo yo de aquella
liebre!
3. 3. La noche de Adán
Joaquín A. Peñalosa describe en su Diario del Padre Eterno lo que tuvo que ser
para Adán la primera noche de la historia. Acostumbrado a la luz deslumbrante de
la recién nacida creación, tuvo su cabeza que abarrotarse de preguntas cuando el
primer sol se puso y la oscuridad se apoderó del mundo. Tal vez se volvió a Dios
para preguntarle si era que «se acababa el mundo o que se había quedado ciego».
Y quizá dijo: «Es terrible esta demolición. No puedo ver ni la cercanía de mis
manos. Del paraíso no ha quedado sino un frío montón de sombras. Hoy sé que
eran vanos los tesoros del día.» Y le gritaría a Dios para inquirir «si esto tiene fui.
Me has dejado ausente del mundo, fuera de mi casa, perdido en un túnel infinito.
Ciego y aterrado. ¿Qué hiciste con el sol, Padre?»
Efectivamente: esa noche que nosotros aceptamos con toda norma- lidad, como
parte del tiempo, porque sabemos por experiencia que mañana regresará el sol,
¿qué tuvo que ser para quien no la conocía, para quien no podía saber si mañana
regresaría el sol?
Sin duda para él tuvo que ser doloroso ir descubriendo que Dios había partido
el tiempo en dos y que la noche y el día eran para cosas. distintas (trabajar y
descansar), pero las dos eran partes integrantes de una misma realidad temporal. Y
tal vez hasta llegó a descubrir que el mundo no sería vividero si sólo existiese,
siempre a todas horas, la luz cegadora del sol. Entendería que la vida humana se
apoya en esos dos bastones y descubriría que hasta tal punto nuestro cuerpo se
acostumbra a esa alternancia que, cuando en nuestra época se introduce esa
fórmula de adelantar o retrasar los relojes, durante un cierto tiempo el cuerpo
tarda en acostumbrarse y hasta se duerme mal por algunos primeros días.
Escribo todo esto pensando que, si en lo cronológico hay un día y una noche,
también en el camino de la felicidad humana hay días y noches, horas de gozo
abierto y horas de dolor, esperanzas y amarguras, días o meses en los que todo lo
vemos claro y otros en los que la oscuridad invade los ojos de¡ alma. ¡Y ambos
son parte de la realidad!
Maldecimos del dolor y las dificultades lo mismo que Adán maldijo la primera
noche. Pero ¿qué sería de la existencia humana sin esa sal? ¿Seríamos más
humanos si sólo rodaran por el alma horas de felicidad?
Pienso yo que todo hombre sensato debe asumir el cruzarse de la felicidad y el
dolor lo mismo que ha asimilado y aceptado que tras el día venga la noche y lo
mismo que sabe que «cada noche pare un día».
¿Es que la adversidad puede engendrar felicidad? Puede, al menos, engendrar
muchas cosas: hondura de alma, plenitud de la condición humana, nuevos caminos
para descubrir más luz, para acercarse a Dios.
Fray Luis de Granada escribió: «Tiene particular fuerza la noche como para
adormecer los cuerpos, así también para despertar las almas y llevarlas a que
conversen con Dios.» Es cierto: ¿cuántos humanos han encontrado a Dios o se han
encontrado a sí mismos en la adversidad?
Claro que, para entender la noche y la adversidad hace falta tener muy aguzada
el alma. Los chinos suelen decir que «los pájaros cantan durante el día y durante la
noche cantan las aguas de la montaña». Aunque no todos tengan oído suficiente
para escuchar este segundo y más secreto canto.
Tal vez por eso los místicos han elogiado siempre las virtudes de la noche. La
del cuerpo y la del alma. San Juan de la Cruz lo sabía como nadie: « ¡Oh noche
que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! » Pero ¿cuántos humanos
reconocerán que la adversidad es o puede ser más amable que la alborada de la
felicidad?
No hay que tenerle miedo al dolor, lo mismo que no le tenemos miedo a la
noche. Sabemos que el sol sigue existiendo aunque no le veamos. Sabemos que
volverá. Dios no desaparece cuando sufrimos. Está ahí de otro modo, corno está el
sol cuando se ha ido de nuestros ojos.
Lo malo es cuando los hombres despilfarramos el dolor y nos portamos como
los noctámbulos (en el sentido más triste de esta palabra).
«Hay -escribió Bernanos- una hora avanzada de la noche en la que los juiciosos
hacen el tonto y los tontos no dejan de hacerlo.» Es cierto: ¿Hay algo más triste
que una persona sensata que, a las tres de la mañana, atiborrada de estupidez y
vino, se dedica a parecerse a toda la gente que, durante el día, desprecia? ¿Y
cuántos humanos son «noctámbulos de dolor», gentes que, reconociendo que es
parte de su vida, lo mismo que la noche es parte del día, se dedican a
emborracharse de amargura y tristeza en lugar de descubrir las potencialidades de
ese dolor?
Rostand aseguraba que «es durante la noche cuando resulta más hermoso creer
en la luz». Es cierto: y durante la adversidad es cuando más hermoso resulta creer
en el amor.
4. Contra la indecisión.
Vinoba Bahve, el predilecto de los discípulos de Gandhi, tenía una virtud que
era muy apreciada por sus alumnos: la de ver las cosas con claridad y decidirlas aún
con mayor rapidez y sin vacilaciones. Con frecuencia alguno iba a consultarle, y
entonces el maestro dejaba caer la azada y tomaba la rueca para poder escuchar
mejor. El alumno contaba ahora su problema con todo cúmulo de divagaciones y
circunloquios, y el maestro siempre acababa cortando:
- Vamos al grano. Resumo lo que usted me ha dicho.
Y el consultante veía, casi aterrado, cómo toda su historia se reducía a una forma
precisa como una ecuación.
- ¿Es exacta? , preguntaba el maestro.
- Sí, exacta -contestaba el alumno con ojos inquietos y rostro desencajado.
- La solución - decía entonces el maestro - es sencilla.
- Sí, respondía el otro, es sencilla y explicaba cómo ya la había visto él: Pero
lo malo , añadía, es que es terriblemente difícil.
- No es culpa ni tuya ni mía que sea difícil , decía el maestro. Ahora vete y
obra según las conclusiones que tú mismo has sacado. Y no me hagas perder
tiempo a mí pensando una misma cosa dos veces y no pierdas tú el tiempo
pensando en si es difícil o no: Hazla,
Y es que Vinoba, que tan rápidamente comprendía, emprendía, partía,
renunciaba en un instante, sabía sobre todo liberar a la gente del peor de los males,
que es oscilar entre propósitos opuestos. Sabía empujar la más difícil de las tareas,
que es la de empezar a hacer cualquier cosa en seguida.
Me parece que cualquiera que conozca un poquito la historia de las almas
entenderá a la perfección este consejo de Vinoba: es siempre muchísimo mayor el
tiempo que perdemos en tomar una decisión que en realizarla, y de cada cien cosas
que dejamos de hacer, tal vez quince o veinte las abandonamos porque las creemos
un error, mientras que las otras ochenta las dejamos por falta de coraje, aun estando
seguros o casi seguros de que hubiéramos debido emprenderlas.
Y es que empezamos con que, al encontrarnos ante un dilema, carecemos
casi por completo de objetividad para valorar los pros o los contras. En muchos
casos nos ciega la simple ilusión, la vanidad de ocupar tal o cual puesto y nos
lanzamos a él sin haberlo meditado en absoluto.
En otros casos, los más, las vacilaciones se apoderan de nosotros: «¿Y si no
sirvo? ¿Y si luego me sale mal? ¿Y si no me entiendo con los nuevos jefes? ¡Con lo
cómodo que estoy donde estoy!»
Y las preguntas crecen y crecen, y las dificultades - muchas puramente
imaginarias - se cruzan en el camino o dejamos que el tiempo pase y las ocasiones
se pierdan para acabar después, tal vez toda la vida, adorando aquella ocasión que
tuvimos y no aprovechamos.
Y esto ocurre en lo profesional, en el amor, en lo espiritual, en todo. Cruzan
por toda la vida muchos trenes que, por un momento, nos parecieron los nuestros,
pero a los que dejamos ir para que luego se aplique aquel tristísimo verso de
Machado: «El amor, amigo, pasó por tu casa. Pasó por tu puerta, dos veces no
pasa.»
No estoy, lógicamente, apostando por la precipitación, pero sí advirtiendo del
venenillo de la indecisión, de las esperas de príncipes azules en el amor y de ese
maravilloso encuentro con Dios que se tendrá un día, mientras Él llama todos los
días muerto de frío a la puerta de las casas.
Las aventuras son para entrar en ellas. Escribió en cierta ocasión Hebbel: « Si
te atrae una lucecita, síguela. ¿Que te conduce a un pantano? ¡Ya saldrás de él!
Pero si no la sigues, toda la vida te martirizarás pensando que acaso era tu estrella.»
Aparte de todo esto hay algo bastante evidente: aun en la decisión más
confusa hay fragmentos clarísimos. A mí me llegan, por ejemplo, muchachos con
ciertas dudas de fe o de orientación de sus vidas, y yo siempre les pregunto: vamos
a ver cuáles son las cosas que ves claras y cuáles las confusas. Y ahora vamos a
empezar a trabajar juntos en las que veamos claras; luego, sobre la marcha, se nos
irán aclarando las confusas.
Por ejemplo: es claro que todo hombre tiene obligación de amar a sus
semejantes, pues empecemos por amar, por ser buena gente, por llenar nuestras
vidas. Porque no es verdad que el amor nazca siempre de la fe, lo más corriente es
que la fe se aclare en un corazón que ya ama.
Por lo menos, en todo caso, eso no nos dejará perdidos en la Babia de la
indecisión, sin hacer nada. Estaremos haciendo algo, y lo que hagamos amando no
será agua perdida.
5. A corazón abierto
Hay un problema en el que los escritores nos pasamos la vida peleándonos con
nosotros mismos y sin terminar nunca de aclararnos, y es la razón por la que
escribimos: ¿Lo hacemos por vanidad, por dinero, por afanes de ayudar a alguien,
por la fama, porque no sabemos hacer otra cosa? La verdad es que, probablemente,
hay tantas respuestas como escritores y que, incluso, un mismo escritor va
cambiando de metas a lo largo de los años y, a veces, hasta en el curso de pocos
días.
Los que escriben por dinero se equivocan, ciertamente. Porque hay mil
actividades humanas en las que ganarían más y con menos esfuerzo. Son
poquísimos los autores para quienes la pluma acaba resultándoles rentable, a no ser
que, como suele decir un amigo mío escritor, tengan, corno él, además, una granja
avícola.
Más compasión merecerían los que escriben por la fama que pueden conseguir.
¿Hay algo más casquivano que la fama, algo que dependa más de las
circunstancias y menos de la verdadera calidad? Cuántos escritores vivieron en
palmitas de su público y fueron olvidados a los poquísimos años de su muerte. Y,
viceversa, cuántos no fueron conocidos en vida y sólo mucho después de su muerte
-a veces hasta cuatro siglos después, como le ocurrió a San Juan de la Cruz-
alcanzaron el esplendor de su nombre. Y, en definitiva, ¿qué hay que sea más
decep- cionante que la fama, que te puede divertir en un primero momento, pero
que te hastía una vez que la has saboreado en algo?
Y hay quienes escriben por la belleza, por el logro de la perfección: no morirse
sin dejar un poema o una página «definitivos». Pero ¿hay algo más subjetivo que
la belleza y la perfección? La valoración de una obra tiene tantas variantes como
lectores. Y, por lo demás, un poema perfecto ¿produce mayor placer que el de
tener una joya en el dedo anular de la mano derecha?
Muchos escriben -y esto sí lo entiendo yo-- no por egoísmo, pero sí para «ser
queridos». Y digo que lo entiendo porque todo ser humano es un pordiosero de
amor, un mendicante de cariño. Aquí sí que es insaciable el alma humana, tan
desvalida, tan hambrienta de caricias. Y, efectivamente, ser querido es un premio
por el que todo trabajo es pequeño.
Pero aún más grande es, me parece a mí, el escritor que escribe porque quiere él,
o, más claro: el que lo hace como un acto de servicio, para ser útil él a sus posibles
lectores.
Voy a confesar ingenuamente que a mí me gustaría ser uno de estos últimos. De
hecho, cuando alguien me dice: « ¡Qué bonito era tal o cual artículo!», apenas
siento placer alguno. Te gusta gustar, claro. Pero, para mí, el gran elogio es cuando
alguien me dice: «¡Qué útil me fue tal artículo!» o «¡Cuánto me ayudó!»
Pero ahora viene el mayor de los problemas: ¿Cómo y en qué puede un escritor
ayudar a sus lectores? No crean ustedes que la respuesta es fácil, porque aquí las
cosas vuelven a dividirse, ya que hay escritores que inquietan y escritores que
aquietan; los que entienden su pluma como un aguijón para despertar dormidos y
los que la ven como un calmante para serenar a angustiados o animar a cansados.
Aquí es donde siempre me encuentro yo indeciso.
Si ustedes me hubieran preguntado esto mismo hace veinte años yo no habría
dudado un segundo: escribo para inquietar, para sacar a la gente de su sueño.
Habría hecho plenamente mías las palabras que no hace mucho firmaba un gran
escritor, magnífico amigo mío: «El deber de escritor es exponer la negrura de la
vida que la mayoría trata de ignorar. Para los humanistas trágicos, la función del
arte no es consolar 0 confortar, mucho menos deleitar, sino inquietar, diciendo una
verdad que siempre es mal recibida.»
Hace veinte años, ya les digo, yo estaba plenamente convencido de esto. Me
parecía que el gran problema del hombre era que la mayoría vivía dormida,
dejándose resbalar por la vida, pero sin vivir, sin querer siquiera ver el amargo
«espesor» de la realidad.
¿Qué mejor entonces que hacer de despertador de conciencias, de aguijoneador
de cobardes, de mártir solitario por decir la «verdad» que a nadie le gusta?
Pero veinte años después ya no estoy nada seguro de que la mayoría esté
dormida y no vea la negrura de la vida. El tiempo ha ido descubriéndome que son
más los que viven angustiados ese drama; que no es que no «quieran ver» lo que
deben hacer, sino que de hecho no «ven» la salidas porque su misma angustia se lo
impide. Entonces -pienso yo- no puedo «engañarles» pintándoles una realidad color
de rosa, pero tal vez los escritores debiéramos ayudar más a entender, serenar a las
almas, descubrirle esos gozosos rincones de alegría que también existen y nadie
quiere ver. No se trata, pues, de «consolar» a nadie, pero sí de ayudar a muchos.
Mas quizá la respuesta esté en que cada escritor cumpla con su vocación, y el
nacido para inquietar inquiete, mientras que el nacido para aclarar ayude. Esto lo
ha habido siempre y en todas las artes. Fra Angélico o Boticelli aquietan; Miguel
Angel o El Greco inquietan. Bach o Vivaldi aquietan y Bcetboven o Schumann
inquietan. ¿Y por qué preferir los unos a los otros? E, incluso, por qué no aceptar
que un mismo escritor tenga días inquietantes y días consoladores. Algún amigo
me echó una vez en cara que en mis artículos había domingos de apocalipsis, en
que me parecía que el mundo era una porquería, y otros en lo que todo me parecía
bueno. Posiblemente la verdad esté, no en medio, sino en los dos extremos a la
vez. Porque ¿no es cierto que la realidad humana tiene tantos rostros como días
transcurren? En todo caso, lo que yo no me perdonaría a mí mismo -y lo digo
como propósito para el 91 que comienza- es que pasara un solo domingo sin abrir
mi corazón y dárselo a quienes me leen con el suyo abierto.
6. Decálogo de la Serenidad.
Quienes siguen este cuadernillo saben muy bien que uno de mis «vicios» es
mi especialísimo cariño a Juan XXIII, que fue, sin duda, el ser humano que más me
ha enseñado sobre la vida y sobre el alma. Y una de las cosas que más me
asombraron siempre en él era aquella extraña, casi milagrosa, serenidad que
mantenía ante los problemas y ante las tormentas de su vida, que no fueron pocas,
aunque él lo disimulase.
Yo recuerdo, por ejemplo, aquel día de octubre de 1962 en que pareció que el
Concilio Vaticano iba a dividirse en dos, cuando la mayoría de los obispos
centroeuropeos y del Tercer Mundo se «cargó» el más importante de los esquemas
preparados por la Curia Romana y los prelados más conservadores.
La situación era bastante desconcertante, porque el número de votos contra el
esquema superaba la mitad, pero no alcanzaba los dos tercios. Con lo que (como un
documento no podía ser aprobado ni derribado más que por más de dos tercios) el
texto seguía jurídicamente en pie, aun estando en minoría, pero todos sabíamos que
tenía una vida artificial, pues nunca alcanzaría los dos tercios para ser aprobado.
Sólo una intervención del Papa modificando el reglamento podía hacer salir del
atasco, y era mucho pedirle a Su Santidad Juan XXIII que también él se pusiera
contra los autores del texto (sus más íntimos colaboradores, elegidos por él).
Aquella tarde el secretario del Papa llamó por teléfono al colegio Pío, Latino
para decir que, aunque el Pontífice tenía señalado el día siguiente para ir a
inaugurarlo, «como aquella tarde hacía un sol precioso», le apetecía darse un paseo.
Y que si podía, de paso, inaugurarlo aquella misma tarde. Así lo hizo. Yo estuve
allí. Y recuerdo que el Papa hizo la homilía más hermosa que jamás le escuché y
que, en ella, nos recitó de memoria una preciosa oración a la Virgen que él solía
rezar siempre de niño. Estuvo el Papa feliz y no dejó de sonreír ni un solo segundo.
Y yo me preguntaba: «Pero, este hombre, ¿qué es?, ¿un frívolo? Con el
follón que tiene montado en el Concilio, ¿lo que le preocupa es darse un paseo
porque hace un sol precioso y hablar infantilmente de la Virgen María?»
A la mañana siguiente tuvo la respuesta: El Papa creaba una nueva comisión
mixta para elaborar un nuevo esquema, y en ella integraba a los conservadores y a
los más avanzados, sin humillar a nadie, pero permitiendo al Concilio seguir su
camino.
Y aquella mañana mi pregunta fue otra: ¿De dónde sacaba el papa Juan
XXIII esa asombrosa serenidad que le permitía no perder nunca la calma?
Años más tarde, cuando se publicó su Diario del alma, entendimos muchas
de las claves de su vida. Y ésta entre otras. Descubrimos que esa serenidad la
sacaba, ante todo, de su alma de santo en contacto con el Sobrenatural, pero
también de su inteligente sabiduría humana.
Concretamente allí, con ese libro, explicaba el Papa (mucho antes de serio)
que él nunca se proponía las cosas a plazo largo, porque la idea de tener que hacer
«siempre» una cosa le habría descorazonado, y que, en cambio, era capaz de hacer
lo más difícil si se lo proponía sólo por doce horas, pero repitiendo cada día ese
propósito. A esta luz había escrito, de muy joven, este decálogo que yo ofrezco hoy
a mis lectores:
1. Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente al día, sin querer resolver los
problemas de mi vida todos de una vez.
2. Sólo por hoy tendré el máximo cuidado de mi aspecto: cortés en mis
maneras, no criticaré a nadie y no pretenderé criticar o disciplinar a nadie, sino a mí
mismo.
3. Sólo por hoy seré feliz en la certeza de que he sido creado para la
felicidad, no sólo en el otro mundo, sino en éste también.
4. Sólo por hoy me adaptaré a las circunstancias, sin pretender que las
circunstancias se adapten todas a mis deseos..
5. Sólo por hoy dedicaré diez minutos a una buena lectura; recordando que,
como el alimento es necesario para la vida del cuerpo, así la buena lectura es
necesaria para la vida del alma.
6. Sólo por hoy haré una buena acción y no lo diré a nadie.
7. Sólo por hoy haré por lo menos una cosa que no deseo hacer; y si me
sintiera ofendido en mis sentimientos, procuraré que nadie se entere.
8. Sólo por hoy me haré un programa detallado. Quizá no lo cumpliré
cabalmente, pero lo redactaré. Y me guardaré de dos calamidades: la prisa y la
indecisión.
9.- Sólo por hoy creeré firmemente -aunque las circunstancias
demuestren lo contrario, que la buena Providencia de Dios se ocupa de mí, como si
nadie más existiera en el mundo.
10.- Sólo por hoy no tendré temores. De manera particular no tendré miedo
de gozar de lo que es bello y de creer en la bondad.
Desde luego, si sólo por hoy soy capaz de cumplir tres o cuatro de estos
mandamientos, y si mañana repito alguno de estos y cumplo alguno más, y pasado
mañana hago míos otros dos o tres, terminaré teniendo no la serenidad de Juan
XXIII ( porque esa es una quiniela gorda que sólo toca dos o tres veces por siglo ),
pero sí la suficiente serenidad para ir cumpliendo mi oficio y ser feliz.
Pocos días antes de Año Nuevo pasé ante las pantallas de Telemadrid una de las
horas más intensas que yo haya conocido ante un televisor.
Fue durante el debate que, moderado por Jesús Quintero con muy buen pulso,
mantuvieron sobre los más radicales problemas de la Fe Fernando Sánchez Dragó,
desde una postura creyente muy personal, pero hondamente cristiana, y el
embajador Puente Ojea, desde el más cerrado pero noble ateísmo. Fue un
verdadero combate cuerpo a cuerpo, muy digno por ambas partes y, al mismo
tiempo, de una hondura que no es ciertamente muy abundante en las pantallas
televisivas.
Habría muchas cosas que comentar en ese debate, pero yo quiero detenerme
sólo en la respuesta que Sánchez Dragó dio a una muy curiosa y muy hispánica
pregunta de Jesús Quintero. Con una mezcla de seriedad e ironía en los labios, el
presentador preguntó al creyente: «¿Y yo, señor Sánchez Dragó, qué tengo que
hacer para no ir al infierno?»
La pregunta era bastante tópica y a la vez muy típica del agnóstico español, que
parece ignorar que para los creyentes ése es un problema de tercera división, ya
que nunca nos contentaremos con no ir al infierno, sino que aspiramos a
preguntarnos qué es lo positivo que Dios espera de nosotros.
Pero Sánchez Dragó prefirió aceptar el reto de la pregunta y dio una respuesta
triple, que tal vez no sería la que daríamos en un templo, pero que me pareció
perfecta para el medio en que se daba y la persona a la que se dirigía.
«Tres cosas --dijo Fernando-. La primera, seguir la voz de tu conciencia. La
segunda, amar a los demás como te amas a ti mismo. Y la tercera, no hacer nunca
las cosas por sus frutos, sino por sí mismas; por ejemplo, no hacer este programa
porque te lo paguen bien o mal, sino porque te gusta, porque te sale del cuerpo.»
No es una respuesta muy convencional, pero me gustaría que mis lectores
reflexionasen un rato sobre ella.
Me gustó que empezase aludiendo a la conciencia y no al cumplimiento de tales
o cuales cosas o a la huida de tales otras. Porque la fe es mucho más amplia y
honda que el cumplimiento externo de tales o cuales preceptos. Y son muchos los
que piensan que los creyentes no ponemos la conciencia en el lugar que le
corresponde, el primero.
Esto, naturalmente, en el sentido que hay que dar -ya lo comenté no hace mucho
en otra página de estos cuadernos- a la palabra «con- ciencia», que nada tiene que
ver con la conveniencia, el gusto o el capricho. La conciencia es la voz interior que
todos llevamos en nuestra alma y que constantemente no exige ir a más, realizar
nuestra vocación de hombres en plenitud. No es, claro, la fuga subjetiva de toda
norma y la elevación de las opiniones personales como única guía, sino, muy al
contrario, esa voz que suele llevarnos la contraria y que nos descubre lo que hemos
de huir como impropio del hombre y hacia lo que debemos caminar para realizar el
ser que Dios creó y quiso que fuéramos. Una voz que reconoce, claro, nuestros
derechos, pero mucho más nuestros deberes; esa voz de Dios que les habla incluso
a los que creen no creer.
El segundo consejo no es menos importante y realmente resume en una sola
frase toda la sustancia del Evangelio: «Amar a los demás como nos amamos a
nosotros mismos.» Así lo mandó literalmente Jesús de Nazaret y es, junto al
consejo anterior, el resumen de todas nuestras relaciones con Dios y con el
prójimo. Sartre habría dicho que «el infierno son los otros». Los cristianos
pensamos que el infierno somos nosotros mismos cuando nos encerramos en
nosotros mismos en una torpe mas- turbación del alma. Quien ama, en cambio,
¿cómo podría temer al infierno? Un solo hombre lleno de verdadero amor que
entrase en él apagaría sin más sus llamas, Y el cielo, no le demos más vueltas, no
es otra cosa que la plenitud de todo amor.
Y el tercer consejo es de menor importancia teológico, pero no de menor peso
psicológico y humano: hacer las cosas que hacemos por el valor de las mismas y
no por el dinero, el Prestigio, el éxito, los resultados que a nuestro bolsillo o a
nuestra vanidad puedan producirles. Vistas así las cosas, lo mismo da ser
emperador que barrendero, sano que enfermo, joven o viejo. Ser lo que somos
apasionadamente. Ser apasionadamente joven cuando se es joven y
entusiásticamente viejo cuando llega la vejez. Hacer, si se puede, aquello que uno
ama, y si no se puede, amar sin reticencias aquello que se hace.
Hay en nuestro mundo, desgraciadamente, demasiadas personas que se ven
obligadas a hacer tareas a contrapelo. Pero yo me temo que aún hay más que
terminan aburriéndose hasta de aquello que amaban o que podrías) amar con un
poco de esfuerzo. Y aún hay algo peor: gentes que podrían hacer lo que aman,
aunque esto les supusiera vivir más
modestamente, pero que prefieren hacer otras cosas menos amadas pero más
remuneradas. ¿Es que el cochino becerro de oro va a acabar siendo el único dios
que la mayoría venera? A fin de cuentas, yo pienso que irán al infierno aquellos
que en este mundo convirtieron su corazón en otro infierno.
8. La tarta de Viena
El mejor de mis amigos me contaba el otro día -con la cara rebosante de
satisfacción y casi cayéndosele la baba- la sorpresa que se había llevado cuando
llegó a su casa, perfectamente embalada, una tarta que venía nada menos que de
Viena.
¿Era un santo? ¿Era alguna fiesta especial? No, era simplemente que uno de
sus hijos, el menor, que pasaba sus vacaciones por Centroeuropa, se encontró, en
un restaurante, con que, de postre, le sirvieron una tarta riquísima que le hizo
pensar: « ¡Lo que a mi padre le gustaría esta tarta! »
Y, sin dudarlo un momento, le preguntó al maitre si una tarta corno ésa
podría enviarse a España. Le dijeron que sí, y ese dulce voló hacia España, aunque
costó diez veces más el envío que la misma tarta. Pero el precio valió sobradamente
la pena, porque para su padre el gesto y el detalle de¡ muchacho significó más de
diez años de amor.
Y le hizo pensar algo que ya sabía, pero que no siempre recordarnos: que
vale la pena hacer todos los esfuerzos del mundo por los hijos cuando éstos tienen
un corazón mínimamente caliente. Mi amigo, es claro, no hizo lo que hizo por sus
hijos para cosechar un agradecimiento, pero se sentía muy a gusto recibiéndolo.
Y ahora soy yo quien se pregunta: ¿Por qué nos gusta tanto el agradecimiento?
Tiene que ser forzosamente por dos razones: porque todo corazón necesita
recibir amor por amor y porque ese agradecimiento, por desgracia, no es demasiado
frecuente en este mundo.
El mismo Cristo lo comprobó con dolor: de los diez leprosos que había
curado en una ocasión, sólo uno volvió para darle las gracias.
Por eso pienso que es bastante peligroso trabajar o amar «para» recibir algo a
cambio. Hay que trabajar o amar «porque» se debe trabajar o amar, pero no porque
nos lo vayan a agradecer. Y no amargarnos cuando nadie nos lo agradece.
¡Pero qué bonito es que ese agradecimiento funcione! ¿Cuánto más y mejor
amarían los hombres si pudieran «tocar» el fruto de su amor! Pero me temo que las
personas -y mucho más las empresas y las instituciones- no hayan aprendido esa
primera asignatura del amor que es el agradecimiento.
Por eso uno ve por el mundo docenas y centenares de personas que, después
de dejarse la piel por tal empresa o tal institución (por la misma Iglesia, a veces) no
reciben mayor respuesta que el olvido, cuando tan poco costarían cuatro detalles
agradecidos para llenar el corazón de los que nos amaron o sirvieron.
Porque muchas veces se trata sólo de detalles. Yo he comentado con
frecuencia en esta página que, en la mayoría de las ocasiones, no aspiramos a
grandes respuestas a nuestro trabajo, sino a una palabra inteligente, a un diminuto
detalle que nos llega -mejor entonces- sin que lo esperemos, sin que haya que
esperar a nuestro santo o a una fiesta especial.
La pequeña llave del detalle abre más corazones de lo que imaginarnos. Y
hay personas que parece que, ya por nacimiento, nacieron detallistas, mientras otras
saben tal vez amar, pero carecen de esa finura para el detalle que tanto valdría
siendo tan pequeño.
Tenía razón Bernanos al escribir que «las cosas pequeñas que nada parecen
son las que dan la paz. Al igual que las florecillas campestres, que se las cree sin
olor, pero que todas juntas embriagan. Sí, la plegaría de las cosas pequeñas es
inocente. En cada cosa pequeña hay un ángel».
Cierto: las más de las veces no tenemos nada importante para agradecer lo
que han hecho por nosotros. ¿Cómo podría un humano agradecer a Dios la
maravilla de la vida? Nadie espera que nuestro agradecimiento alcance el tamaño
del don. Pero resulta que tanto Dios corno los hombres no esperan grandes
respuestas a los grandes regalos, sino ese diminuto detalle que levanta un poco el
velo de la realidad y nos hace ver el amor que hay al fondo.
Y lo grande de los detalles es que en ellos no cuenta el valor monetario de los
mismos. Cuenta Hebbel con ironía la historia de aquel hombre que, estando
hundiéndose en el mar, recibió la ayuda de un desconocido que le tiró una tabla a la
que pudo agarrarse y salvar así su vida.
Y añade que el salido de las aguas se dirigió a su salvador y le preguntó
cuánto costaba la madera de la tabla, porque quería pagársela y, así, agradecérsela.
¡Como si su salvador le hubiera regalado una madera y no la vida!
Lo bueno del amor y del agradecimiento es que ambos son gratuitos y un
poco absurdos. Pero valen muchísimo más de lo que valen.
Como esa tarta que llegó por correo urgente desde Víena, valiendo diez
veces más el envío que el objeto enviado. Pero yo estoy seguro de que, cuando mi
amigo comió esa tarta, no estaba devorando un pastel cualquiera, sino el corazón
mismo de su hijo.
9. Ochenta años.
Un buen amigo, que sabe el cariño que yo le tuve al padre Llorente, que fue
misionero en Alaska durante más de treinta años y que hace poco murió, me envía
la carta suya que recibió poco después de que el buen padre cumpliera los ochenta
años.
Y, como es una carta-tesoro, me permito transcribir aquí alguno de sus
párrafos:
En el primero habla del aniversario que acaba de cumplir. Y dice: «Me pide
usted en su carta que le diga algo de lo que pienso al
entrar en los ochenta años. Le quedo muy agradecido por creer que a los ochenta
años todavía puedo pensar. Yendo pronto al grano, digo que pienso en muchas
cosas.
Por ejemplo, en los terribles y frecuentes sustos y sobresaltos que he causado
al Angel de mi Guarda. Pienso también en las incalculables horas perdidas a lo
largo de tan larga vida. Si las hubiera aprovechado mejor, tal vez hoy podría hablar
tantas lenguas como el Santo Padre, o por lo menos la mitad. Y acaso hubiera
llegado a la mitad de la altura mística a la que llegó San Juan de la Cruz, que murió
a los cuarenta y nueve años. El tiempo que perdemos en la vida tiene que ser leña
de roble para el purgatorio, donde arderá más tiempo del que quisiéramos.»
Me impresiona que, entre bromas y hablando como quien juega, puedan
decirse cosas tan graves y tremendas. ¡Qué cierto es eso de que perdemos la mitad
o lo mejor de nuestra vida! ¡Qué verdad la de que muchos santos que vivieron
muchísimo menos que nosotros avanzaron hacia Dios muchísimo más! ¡Y qué
exacto eso de que responderemos en el juicio por cada minuto que vivimos sin
amor! ¡Qué real aquella dramática frase de que «todo el que camina media
hora sin amor se acerca hacia su tumba con el sudario puesto»! Si fuéramos
medianamente conscientes de esto, nuestras vidas serían tan distintas...
¿O tendremos que esperar a los ochenta años para enterarnos de ello? El
padre Llorente traslada ahora su ironía - esta vez más triste- a describir cuál es la
vida del hombre de ochenta años:
«A los ochenta años se desvanecen los sueños, se modifican los planes, se
recortan las ambiciones, se aquietan las pasiones, ya no se duerme la noche de un
tirón, da gusto estar sentado, cuesta subir escaleras, se alargan las siestas y se echan
de menos los compañeros de estudio. Ya quedan pocos; y de esos pocos, unos están
sordos, otros viven en la enfermería, otros caminan a tientas y otros han perdido la
memoria. Siempre puede uno establecer contactos con la gente joven; pero el vino
añejo sabe mejor que el nuevo.»
El retrato es cruel, pero, salvo excepciones, verdadero. ¿Qué ganaríamos con
disimular la realidad oscura del envejecimiento?
Pero el mismo padre Llorente demuestra que, con todo eso, a pesar de todo eso, un
anciano puede mantener la alegría y también, incluso, el trabajo que le sigue
manteniendo útil.
Por eso, inmediatamente, añade que aunque ya no puede permanecer como
misionero en Alaska, sí puede seguir misionando en este hospital de Idaho en el
que vive retirado. Allí atiende a los 145 enfermos que lo llenan, allí trabaja los
cinco días de la semana, completándolos con la ayuda, sábados y domingos, en la
parroquia de¡ pueblo, en la que aún confiesa y predica.
¿Y qué hace en el hospital? «Después del desayuno tomo del sagrario la
píxide llena de hostias consagradas y me pierdo por los tránsitos entre médicos,
enfermeras y otros empleados. Con la lista de enfermos en la mano voy visitando
las camas.
A unos les animo, a otros les hago reír con un chiste gracioso, a otros les
confieso y les doy la comunión y, si están muy alicaídos, les pongo los santos
óleos; a otros les paso por alto porque ayer me dijeron que no tienen religión ni la
quieren tener, y la cama del hospital no es sitio para discutir teologías y aumentar la
presión arterial, ya muy subida; a otros, ya en plena mejoría, los entretengo con
historias amenas acomodadas a cada cual, y así voy de unos a otros. Cuando
encuentro a un enfermo que no se me pone a tiro, le digo al Señor: 'Vamos, que
aquí no nos dan posada.' Cuando encuentro un enfermo bien dispuesto, me siento
en la silla y hablamos de Dios.»
He aquí un hombre que aprovechó su juventud y su adultez, y que se dispone
a llenar hasta el borde su ancianidad. En lo que puede. En lo mucho que «aún»
puede. Siempre con el escrupuloso respeto a la conciencia de los demás. Siempre
con la alegría de quien tiene el alma rebosante de gozo, aunque sus piernas se
arrastren por los largos pasillos. Y todo ello con una vigilante autoexigencia.
Porque él sabe muy bien que «no hay que olvidar que se puede caer en el peligro de
la rutina y trivializar lo más santo. Porque eso de llevar el Santísimo horas enteras
sobre el pecho puede parecer algo del otro mundo. Pero se le puede perder el
respeto a Dios. Tiene uno que estar revisándose constantemente y moverse con
actitud reverenciar, adorando y dando gracias como hacen los ángeles en los
sagrarios. Al que mucho se le da, mucho se le pedirá».
Pido al lector perdón si me he limitado a transcribir esta carta. Pero ¿qué
podría añadir yo a semejante maravilla?
Siempre he tenido una simpatía y una admiración muy especiales hacia los
monjes. Antes, cuando aún podía yo viajar, me gustaba siempre pasar mis
vacaciones o mis días de descanso en monasterios o abadías y charlar con los
monjes en sus horas de recreo. Encontraba en la mayoría de ellos una madurez, un
equilibrio de alma, unos modos tan sensatos y profundos de entender la vida, que
me ayudaban a mí -hombre del barullo- a comprender y entender la mía.
Ese mismo «sabor a vino añejo», esa paz y equilibrio interiores, que hoy es casi
imposible encontrar entre la «gente de mundo», he vuelto a encontrarlos leyendo
un pequeño-gran libro de un religioso de Poblet que se titula modestamente
Reflexiones de un monje y que, editado por Sígueme, firma el padre Agustín
Altisent. Es un libro que no intenta descubrir ningún mediterráneo. Son unas
simples «reflexiones» sobre la vida, la Iglesia, la fe, pero que tienen ese sentido
común que suele ser tan poco común en nuestro tiempo. Hay, por otro lado, en sus
páginas un amor a las pequeñas cosas, una ternura sobre el mundo que parecen
inhabituales en un corazón que permanece encerrado entre cuatro paredes. Pero es
que cuando se tiene verdadero corazón y auténtica humanidad, poco importa ya
dónde se vive.
Pues bien: en este libro hay una página que me sirve de apoyo para este
comentario mío de hoy. Cuenta el padre Altisent que, enseñando un día el
monasterio a una familia, al entrar en la bellísima sala gótica que en Poblet se
llama «del abad Copons», la buena señora, por todo comentario, preguntó: «Y esta
sala ¿para qué sirve?»
El padre Altisent no pudo evitar una sonrisa irónica y explicó a la buena señora
que- esa sala ya hacía algo muy importante siendo tan hermosa como era y que su
utilidad práctica interesaba mucho menos que su belleza. Y cuando la señora
partió, el monje se quedó pensando qué habría respondido sí la ilustre dama, en
lugar de preguntarle para qué servía aquella sala, hubiera querido saber para qué
sirve un monje. Y se responde a sí mismo que «un monje no sirve de, ni sirve para,
sino que sirve a». Es decir, que lo importante del monje no es lo que pudiera
producir (libros, o quesos, o licores), sino el hecho de «servir a Dios».
Respuesta que seguramente habría maravillado a aquella señora y que tal vez
asombre un poco a algunos de mis lectores. Porque vivimos en un mundo que
parece pensar que el único valor de las cosas o de las personas es su utilidad
práctica. ¡Mala jugada la que nos hicieron el señor Adam Smith y el señor Carlos
Marx, que lograron convencemos a todos de que lo que no sirve para producir no
sirve para nada! ¡Pobres flores! í Pobres versos de los poetas! ¡Pobres ríos de la
montaña! ¡Pobres santos y místicos también! Nuestro utilitario mundo habría
corregido a Hamlet y le había hecho decir: «Ser productivo o no ser», ya que hoy se
pensaría que «ser hombre», «estar vívo», «difundir alegría o amor» son cosas que
no existen o que, al menos, no sirven para nada.
Podría decirse, en todo caso, que las cosas tienen que «servir para» algo, ¡pero
no las personas! Unas tijeras sirven para cortar, una cu@bara sirve para tomar la
sopa, una sartén para freír. Pero --comenta divertido el padre Altisent- «¿qué habría
dicho esa señora si alguien le pregunta para qué sirve su marido o de qué sirve su
marido?» Y se responde a sí mismo el buen monje: «Si una señora pensase que esas
expresiones se le pueden aplicar a su esposo, sería señal de que, para ella, su
marido es un marido-sartén.»
La frase me ha encantado, porque, efectivamente, hay muchas per- sonas en
nuestro mundo que miran a cuantos les rodean como hombres- sartén, y así tienen
marido-sartén, hijos-sartén, servidores o criadas-sartén. Sartenes cuyos mangos
parecen tener en sus manos. Son gentes que «usan» a los demás y, encima, los usan
como servilletas de «usar y tirar». Es decir, te quieren en la medida que les sirves
para algo y te olvidan cuando ya, más que servir, les pesas. ¿Cuántos ancianos-
sartén no habrá en nuestro mundo? ¿Cuántos amigos-sartén tenemos cada uno de
nosotros?
Habrá que reivindicar el valor de lo inútil. De la belleza que no «sirve» para
nada. De la sonrisa que tampoco «sirve». Del amor que no sirve para nada...
práctico y, por tanto, es lo único que sirve para algo verdadero.
Sin olvidar que cuando los creyentes servimos «a» Dios en realidad no le
servimos «para» nada, ya que Dios nada necesita. Y lo mismo habrá que decir, a la
inversa, cuando alguien nos pregunte: «Y creer en Dios, ¿para qué os sirve?»
Pues... para nada. Creer en Dios nos llena, nos hace felices, es maravillosamente
inútil, aunque no nos cure nuestras enfermedades, aunque nos siga dejando en la
noche oscura. Yo, al menos, no le sirvo «a» El «para» que El me sirva. Le quiero
porque le quiero, lo mismo que El me quiere porque me quiere. Eso es todo. Y no
me dirán ustedes que preferirían que Dios se pareciera a los tornillos (que sirven
para tanto) y no a las flores (que, felizmente, no sirven para nada).
19. El último milagro del Padre Llorente
Creo que debo muchos trozos de mi infancia -tal vez de los mejores- al padre
Segundo Llorente. Verán ustedes: allá en los años de la primera posguerra no había
demasiadas cosas que exaltaran la imagina- ción de un muchacho y, menos aún,
que llenaran su corazón. Televisión -gracias a Dios- no teníamos. El cine, en una
dirninuta ciudad como la mía, lo pisábamos una vez al mes, cuando mucho. Los
tebeos podían entretenerte, pero no llenarte. A mí, en definitiva, el Capitán
Centella o Roberto Alcázar y Pedrín me dejaban al fresco. Con lo que no tenías
otro palacio interior que las lecturas, que tampoco abundaban precisa- mente para
los muchachos. Aunque yo supliera ese vacío -y bien que me alegro- tragándome
medio Lopc de Vega, medio Dickens y hasta Hornero o Virgilio, si bien no sé si
logré enterarme de mucho. Mas ahí se quedaron, en el baúl del alma.
Pero lo que a mí verdaderamente me llenaban -fíjense qué pecado más idiota-
eran las novelas misionales. El 90 por 100 eran literariamente deleznables, lo
confieso, pero a mí me eran útiles para llenar mi imaginación de fantaseos.
Y, entre todas, hubo algunas que fueron para mí la primera de mis drogas: las
novelas que el padre Llorente iba publicando por capítulos en El Siglo de las
Misiones. Cada nuevo número de la revista era como una multiplicación de mi
alma. En buena parte, claro, por lo que tenían de heroísmo: aquel misionero
español, casi paisano mío, perdi@o en desiertos en los que a kilómetros vivían
pequeños grupitos de esquimales que debían de tener la piel de sus almas más
dura que la de las focas, pero a los que el padre Llorente quería con una vocación
sencillamente inexplicable, me producía tanta admiración como asombro. Le veía
-siempre al lado de una estufa- rodeado por pequeñas familias de akuluraqueños,
explicándoles un catecismo que no entendían ni a la de tres, siempre a treinta
grados bajo cero, en interminables noches de dieciocho horas. Llorente era como
el protagonista de mis sueños, ¡y qué confortable me parecía mi jergón de
seminarista, apretándome en mi única manta, mientras le imaginaba a él en la
soledad de un iglú!
Pero la verdad es que lo que del padre Llorente me impresionaba más que nada
no era ni lo duro ni lo aventurero de su vida, sino el que él la viviera tan
alegremente. Este hombre tenía como el carisma del gozo, de convertir en broma
permanente las cosas más apasionantes. Una vez te explicaba muy divertido, que, al
despertarse por las mañanas, muchos días no podía abrir materialmente la boca,
porque al habérsele hecho carambanitos en torno a los pelos del bigote y de la
barba, se le entrecruzaban y formaban una rejilla que encarcelaba su lengua. Otro
comentaba sus esfuerzos para explicar a los suyos la diferencia entre un pecado
grande y un pecado pequeño, que no estaba, corno sus esquima- les entendían, en
que pecado grande fuera matar o pegar a un adulto y pecado pequeño hacerlo con
un niño.
Del padre Llorente dijo uno de los que le conocieron que «parecía que Dios le
hubiera ungido con el óleo del júbilo». Y era literalmente cierto. Pero lo era por
razones profundamente teológicas. El confesaba abiertamente que «la bondad de
Dios me inunda y me pasma y me deja literalmente alelado». 0 explicaba muy
razonablemente por qué el que ama no sufre: «El misionero no sufre gran cosa si
tiene vocación. Es un error imaginarse al misionero medio destrozado por las
fatigas, triste, suspirando ayes continuamente y hecho una miseria. Cuando Dios
esco- ge a uno para un oficio, le da todas las ayudas que necesita para desempeñar
razonablemente dicho oficio. Dios está con el misionero que lo es por vocación y le
hace alegre la vida. La nieve da gusto verla tan blanca. El hielo es ideal para
patinar. El frío ayuda a no sudar cuando uno está forrado de pieles, que, de otro
modo, le tostarían a uno. Los piojos no son tan repulsivos como los pintan: da gusto
verles moverse perezosamente, tan inocentones e indefensos. La soledad ayuda
poderosamente a unirse con Dios y a despojarse de las bajezas de este mundo tan
villano, tan infeliz y tan lleno de cementerios.» ¿Cómo puede estar triste quien
logra ver así el mundo?
Lo único que a Llorente le entristecía -y eso mucho- era la frivolidad con la que
los cristianos podíamos soportar que cuatro quintas partes del mundo no hubieran
oído aún jamás el nombre de Jesús. Por eso gritaba a sus compañeros jesuitas y
sacerdotes: «Pero ¿qué van a hacer ustedes en España? En España el que se
condena es porque le da la gana: tiene todos los medios para salvarse, tiene
iglesias, tiene sacerdotes, tiene de todo. Pero hay miles y miles de paganos que no
han oído nunca hablar de Jesucristo. » Luego, en otras páginas, entendía, sí, que se
podía misionar también desde un hospital o desde la propia casa, pero le parecía a
él que, en el fondo, la cobardía nunca puede producir demasiada alegría.
Ahora, año y medio después de su muerte, han querido reeditar una antología de
aquellos escritos suyos que eran inencontrables. Bajo el título de Cuarenta años en
el círculo polar, nos llega esta ráfaga de gozo. Y ha pasado por mi casa como un
trozo de lo mejor de mi infancia como un renovado milagro de alegría. Uno de
esos milagros que, mientras agonizaba, le pidió su hermano que siguiera haciendo
desde el ciclo. «Pero ¿tú te crees -musitó el agonizante que en el cielo voy a
mandar yo?» «En el ciclo -insistió el hermano-- mandan los amigos de Dios.» Y
los ojos de Segundo Llorente se iluminaron por última vez: « ¡A eso no quiero que
me gane nadie! »
20. La sordera de Dios
El otro día recibí una carta que me produjo una gran tristeza. Tristeza porque
era anónima (su autora, contradictoriamente, me pedía ayuda y me quitaba toda
posibilidad de dársela al cerrarme, además, su amistad, que implica, corno
mínimo, no ocultar el nombre y la mano que se tiende). Pero triste sobre todo
porque dejaba ver lo mucho que aquella buena señora estaba sufriendo: hacía
pocos meses que había muerto, casi repentinamente, su marido, y ella no sólo no
había logrado digerir esa muerte, sino que la estaba volviendo en un odio
creciente a Dios y a toda su formación religiosa.
Se sentía estafada. ¿No le aseguraron que Dios protegía y amaba a los buenos, a
los que le amaban? ¿No le habían contado mil veces que la oración todo lo puede?
¿Por qué Dios se había vuelto sordo ante sus gritos la primera vez en que
realmente había clamado hacía El? Y las promesas que algunos le daban ahora de
que algún día le reencontraría, ¿no eran un cuento más para tranquilizarla? De
otro modo, ¿por qué en su alma, lejos de crecer la pacificación, aumentaba de hora
en hora la «certeza», decía ella, de que detrás no hay nada, de que todo es una
gigantesca fábula, de que la habían engañado como una niña desde que nació?
Me hubiera gustado poder charlar serenamente con esta señora. Averiguar,
sobre todo, si estos desgarramientos venían del impacto de un golpe tremendo del
que no se había repuesto y que le impedía hasta discurrir, o si eran fruto de un
discurso sereno (y envenenado) de su alma. Pero toda esta posibilidad me la
negaba al no firmar su carta y tampoco podía esperar, sensatamente, que en el
corto espacio de un artículo yo contestara y tratara de curar cada una de «sus»
heridas, distintas sin duda de las de otras personas que hubieran pasado por un
problema parecido.
Tal vez en esa conversación yo hubiera podido ser hasta un poquito duro con esa
señora y decirle abiertamente que ese terrible dolor podía ser «su gran
clarificación», la hora en que descubriera que la educación que le dieron y el
evangelio que ella de hecho practicaba no eran, en realidad, un verdadero
cristianismo, sino una variante de religiosidad egoísta y piadosa. Al parecer, su
Dios era algo hecho para hacerla feliz a ella y no ella alguien destinada a servir a
Dios. Su Dios era «bueno» en la medida que le concedía lo que ella deseaba, pero
dejaba de serio cuando señalaba un camino más empinado o estrecho. Tal vez
habría podido aclararle que es cierto que la oración concede todo lo que se pide,
siempre que se le pida a Dios que nos conceda lo que El sabe que realmente
necesitamos y que la gran plegaria no es la que logra que Dios quiera lo que yo
quiero, sino que yo logre llegar a querer lo que quiere Dios. Amar a Dios porque
nos resulta rentable es confundir a Dios con un buen negocio.
La fe en Dios, su amor, la confianza en El son cosas bastante diferentes de lo que
mucha gente cristiana piensa. Los verdaderos santos, como los auténticos amantes,
vivieron el amor de Dios, pero sin pasarse toda la vida preguntándose cómo se lo
iba El a agradecer.
Sería interminable hablar de todo esto. Pero yo quiero concluir citando unos
fragmentos de una carta de Santo Tomás Moro, escrita en la Torre de Londres,
cuando esperaba que, por su fidelidad a Dios y a su conciencia, iban a cortarle
dentro de muy pocos días la cabeza:
«Aunque bien sé -dice a su hija- que mi miseria ha sido tan grande que bien
merezco que Dios me deje resbalar, no puedo sino confiar en su bondad
misericordioso, que, así como su gracia, me ha fortalecido hasta aquí y ha hecho
que mi corazón se conforme con la pérdida de todos mis bienes y tierras, y la vida
también, antes de jurar contra mi conciencia. Nunca desconfiaré de El, Meg;
aunque me sienta desmayar, sí, aunque sintiera mi miedo a punto de arrojarme por
la borda, recordaré cómo San Pedro, con una violenta ráfaga de viento, empezó a
hundirse a causa de su fe desmayadiza, y haré corno él hizo: llamar a Cristo y-
pedirle ayuda. Y espero que entonces extienda su santa mano hacia mí y, en el mar
tempestuoso, me sostenga para no ahogarme. Sí, y si permite que aún vaya más
lejos en el papel de Pedro y caiga del todo por el suelo y que jure y perjure también,
aun así confiaré que su bondad echará sobre mí una tierna mirada llena de
compasión, como hizo con San Pedro, y me levante otra vez y confiese de nuevo la
verdad de mi conciencia. Sé que sin culpa mía no dejará que me pierda. Me
abandonaré, pues, con buena esperanza en El por entero. Y, si permite que por mis
faltas perezca, todavía entonces serviré como una alabanza de su justicia. Pero la
verdad, Meg, confío que su tierna compasión mantendrá mi pobre alma a salvo y
hará que ensalce su misericordias «Nada puede ocurrir sino lo que Dios quiere. Y
yo estoy seguro de que, sea lo que sea, por muy malo que parezca, será de verdad
lo mejor.»
Ser cristiano es aceptar cosas como éstas, disparates como éstos. Saber que la
hora de la oscuridad es la mejor hora para verle. Aceptar que un dolor, por
espantoso que sea, puede ser el momento verdadero en que tenemos que demostrar
si amamos a Dios o nos limitamos a utilizarle.
21. Cuaderno de la sencillez.
Cuanto más avanzo por la vida, tanto más me convenzo de que las cosas de
este mundo son tanto más buenas cuanto más sencillas, que es la complicación lo
que las envenena, que nos pierde la obsesión por aparentar que somos importantes
y retorcemos todo, creyendo que con ello destacamos y salimos de la mediocridad.
Es todo lo contrario: lo mediocre son los perifollos, lo estéril es lo
enrevesado, las personas son tanto menos felices cuanto más ponen la felicidad en
cosas difíciles. En cambio, lo sencillo, el ver las cosas como son, el disfrutar de lo
pequeño, el preferir ser amable a ser ilustre, el querer a la gente sin preguntarse
mucho si se lo merecen o no, todo eso es lo que va llenando los rincones de nuestra
alma de verdadera alegría.
Esto lo mido yo a diario a través de la gente que me escribe: la mayoría es
gente simple, me cuentan sus cosas sin darse importancia, como si charlasen con un
hermano. Esta gente, además, habla bien de todos cuantos les rodean: están
orgullosos de sus padres: aprecian o, por lo menos, disculpan a sus educadores; me
cuentan que, a pesar de sus problemas, están seguros de que la vida va a ir mejor o
que, al menos, ellos están dispuestos a sacarle el máximo jugo.
Y me dicen todo esto sencillamente, sin tratar de convertir sus cartas en
monumentos literarios.
No todos son así, claro: nunca faltan los retorcidos, los que, además de tener
complejos, los cultivan cuidadosamente para que no dejen de crecer. Y hablan mal
de todo el mundo, claro: parece que los pobres vinieron a caer en un nido de
víboras. ¿Y el futuro? Lo ven negrísimo.
Si no hay dificultades, las inventan. Las que hay las multiplican. En fin: que
si no sufren, no son felices.
Y todo esto suele multiplicarse en lo religioso: ¡Ay que ver lo difícil y lo
complicado que lo vuelven algunos!
Su Dios parecen haberlo sacado de alguna civilización azteca, porque parece
estar siempre hambriento de sangre y sacrificio.
Piensan que amarle es escalar una montaña de sacrificios diarios y se sienten
en la obligación de acumular cada día toneladas de oraciones, porque si no nunca le
tendrán contento. Y aun así, viven en el miedo. No se les ocurre, ni por
equivocación, pensar en el cielo y, en cambio, todos los días ponen unas cuantas
cucharadas de infierno en su vida cotidiana.
Y, claro, la religión no es toda vida y dulzura. También hay «noches
oscuras», pero los santos sabían muy bien que, al hablar de las «noches oscuras»,
estaban queriendo decir que también hay muchos días clarísimos y que la mayoría
de las noches son claras también.
Dios no puede ser un jeroglífico. Un buen amigo siempre es fácil de entender
y no necesita que le dediquemos todos los días una tabla de gimnasia moral para
demostrarle que le amamos.
Para los seres complicados lo difícil es, sobre todo, orar. Creen que hay que ser
listísimo para rezar bien y que Dios espera de nosotros una madeja de
complicaciones cada vez que hablamos con Él.
A todos éstos me gustaría a mí contarles aquella vieja historia que una vez leí
en un libro de cuentos hasídicos judíos: Érase que se era un pobre campesino, tan
bueno como inculto, que tenía que hacer grandes esfuerzos para orar.
Iba, por ello, siempre cargado con su libro de oraciones que, luego, a la caída
de la tarde, leía poco más que deletreándolo. Y sucedió que un día, durante un
viaje, descubrió, al Regar la noche, que se había olvidado su libro de oraciones.
¿Qué hacer? ¿Cómo acostarse sin hacer sus oraciones? Trató de hacer un gran
esfuerzo para ver si conseguía recordar alguna de memoria, pero imposible, no
sabía ni dos palabras seguidas.
Y entonces, como era un creyente bueno y sencillo, se volvió hacia Dios y le
dijo: «Señor, Tú ya sabes que soy muy distraído y que me he dejado en casa mi
libro de oraciones. También sabes que soy un burro que no se sabe de memoria ni
una sola. Pero, verás, voy a hacer una cosa: voy a recitar cinco veces y muy
despacio todo el alfabeto, y entonces Tú coges las letras, las juntas como deba ser y
con ellas formas la oración que a Ti te guste más. »
Podéis estar seguros de que a Dios aquel alfabeto le gustó muchísimo. Más
que todas las plegarias que jamás hayan construido todos los retóricos juntos.
Esta sencillez, ya lo sé, es algo muy difícil de conseguir. Y todos los
escritores saben que escribir sencillamente no es un punto de partida, sino un punto
de llegada, porque realmente ni se escribe, ni se ama, ni se trabaja bien más que
cuando todo eso se hace con las transparencia de¡ agua clara.
A los hombres lo normal no es que nos falten cosas, ( sabiduría, habilidad,
prudencia, etc.), sino que nos sobran orgullo, ganas de aparentar, afanes por darnos
importancia.
Jesús lo dijo sin darle muchas vueltas: Si no os hacéis como niños, no
entraréis en el reino de los cielos. Si no sois sencillos y no tenéis el corazón abierto,
ni seréis felices ni serviréis para nada y Dios os mirará un poco desconcertado,
como quien tiene que adivinar un jeroglífico.
22. Felicidad es comunidad
En la Universidad de Lovaina han realizado una encuesta (que luego se ha
repetido en varios países y siempre con parecidos resultados) en la que se daban a
niños menores de doce años tres dibujos que representaban diversos modos de
celebrar su cumpleaños, y se les pedía que dijeran cuál de los tres le apetecía más:
- El primero representaba a un niño solo, sentado en el suelo y rodeado de toda
clase de juguetes.
- El segundo pintaba al mismo niño en la mesa con sus padres, mientras se
disponía a abrir un gran paquete con un regalo que había sobre la mesa.
- El tercero era la imagen de ese mismo niño con mucha gente, padres,
familiares, amigos, jugando y divirtiéndose, pero sin ningún juguete.
¿Saben en qué proporción fueron elegidos estos dibujos? Sólo un quince por
ciento escogió el primero. Otro quince por ciento se inclinó por el segundo. Un
larguísimo setenta por ciento prefirió sin vacilar el tercero.
La respuesta tiene su busilis: aunque creemos que los niños son ante todo
egoístas y lo que prefieren son los regalos de los que les colmamos, lo cierto es
que, a la hora de la verdad, saben muy bien que el mejor de todos los regalos es la
amistad, la compañía, y han entendido que, en circunstancias normales, hay mucha
más felicidad en la comunidad que en la soledad, y que una cosa no es enteramente
buena más que cuando se comparte.
En más de una ocasión he hablado ya en estas páginas de lo positivo de la
soledad. Pero, aparte de que siempre hablé de una «soledad acompañada» (de
libros, de música, de paisajes, de Dios), también he pensado siempre que la mejor
felicidad se consigue en un inteligente equilibrio entre soledad y compañía.
Porque si, efectivamente, mejor es estar solo que mal acompañado, mucho
mejor es estar bien acompañado que solo.
Y es que Dios creó al hombre como un «animal social» y se dio cuenta en
seguida de que Adán no sería completamente feliz mientras no tuviera, al menos,
una compañera de su estirpe y de su naturaleza. Porque los animales eran
preciosos, pero no eran lo mismo. Por eso Jesús fundó en la tierra la Iglesia
(Iglesia quiere decir convocatoria, reunión) como algo comunitario y preparó un
cielo en el que estaremos con El, pero también con los hermanos. Hubo herejes en
siglos antiguos que defendían -que en el cielo cada uno estaría sólo con Dios solo;
pero la Iglesia nunca fue partidaria de semejante idea: en el cielo estaremos todos
juntos.
Pero lo extraño es cómo, siendo las cosas así, en la tierra nos dediquemos tan
apasionadamente al cultivo del egoísmo. Sartre decía que «el infierno eran los
otros», y se entiende que con tales ideas no fuera precisamente muy feliz. Los otros
son en realidad -aunque a veces nos chinchen- la causa, el objeto, el destino de lo
mejor de nosotros mismos: nuestro amor.
Si algún verbo habría que aprender a declinar en este mundo tendría que ser el
que menos se usa: el verbo compartir. Chesterton, que sabía un rato de estas cosas,
solía comentar que sólo cuando se comparte se siente uno realizado. Y hay que
compartirlo todo, decía: «Si dos van juntos y uno sólo lleva paraguas, hay que
compartir el paraguas. Y si ninguno de los dos lleva paraguas, hay que compartir la
alegría y el buen humor de mojarse.»
Pero me temo que nuestro tiempo no sea precisamente el de la gente que
comparte. Hoy es facilísimo encontrarse multitudes, pero, claro, una multitud no es
una compañía; normalmente es un amontonamiento de soledades.
Y ahora me sale al encuentro una dificultad: ¿No es cierto que cada hombre es
cada hombre, que, en definitiva, yo debo cultivar mi individualidad, llegar a ser el
que soy y que, por mucho que se quiera, nunca seré mi vecino?
Me parece que estamos en uno de los quicios más difíciles de la condición
humana: ¿Cómo lograr ser el que soy sin encerrarme en mí mismo? ¿Cómo
realizar mi verdadera identidad sin olvidar que soy un ser social por naturaleza y
que uno de los elementos fundamentales de esa identidad mía es «ser para los
demás», hasta el punto de que tanto más yo soy yo cuanto más abierto esté en
todas las direcciones?
Esa doble lucha es tarea para toda una vida. Pero sin olvidar que, a fin de
cuentas, la meta de toda felicidad es aquella que los latinos resumían en el juego de
dos verbos: amaré et amar¡.- «amar y ser amado». Quien no logre un nivel
aceptable de estas dos tareas ya puede acumular todos los kilos que quiera de las
otras formas de felicidad (poder, influjo, ciencia, posesión); seguirá estando en
mantillas en el arte de ser feliz.
30. El centinela
Estos días pasados de la Navidad, cada vez que uno hablaba con cualquier
amigo y comentaban cómo ha sido barrido Cristo de la Navidad visible (cómo en
los escaparates de los comercios no ves un nacimiento ni por equivocación, sino
todo tipo de osos, osas, ositos, gnomos, ciervos y demás habitantes de los
bosques; cómo en la tele ya es prácticamente imposible oír un villancico; cómo la
gente te dice «felices fiestas», porque les da como corte decir «feliz Navidad», y
etcétera), yo siempre terminaba pensando dos cosas: una era el recuerdo de una
vieja fábula y la otra un versículo de¡ Evangelio de San Lucas, que es la frase más
terrible que yo haya oído jamás.
La fábula es la siguiente:
Érase que se era un viejo pequeño pueblecito, presidido por un castillo aún
más viejo, que estaban situados en la frontera de un país lejano, al lado de un gran
desierto. Tanto el pueblo como el castillo eran muy aburridos, porque raramente
pasaba alguien cerca de ellos. Alguna vez se detenían a pernoctar extrañas
caravanas o caminantes solitarios, pero, en cuanto se alimentaban y descansaban,
volvían a irse, dejando a los habitantes del pueblecito y del castillo con su diario
aburrimiento.
Y así hasta que un día llegó un mensaje del rey de la nación informan- do de
que, en la corte, se habían recibido noticias de que Dios en persona iba a venir a su
país, si bien aún no se sabía qué ciudades y zonas visitaría. Pero era probable o, al
menos, posible que pasara por nuestro pueblecito. Por lo cual, por si acaso, el
pueblo y el castillo debían prepararse para recibirle tal y como Dios se merecía.
Esto trastornó de entusiasmo a las autoridades, que mandaron reparar las calles,
limpiar las fachadas, construir arcos triunfales, llenar de colgaduras los balcones.
Y, sobre todo, nombraron centinela al más noble habitante de la aldea. Este
centinela tendría la obligación de irse a vivir a la torre más alta del castillo y desde
allí avizorar constantemente el horizonte, para dar lo antes posible la noticia de la
Regada de Dios.
El centinela recibió el encargo con orgullo: jamás en su vida había hecho algo
tan importante. Y se dispuso a permanecer firme en la torre con los ojos abiertos
como platos. «¿Cómo será Díos?», se preguntaba a sí mismo. «¿Y cómo vendrá?
¿Tal vez con un gran ejército? ¿Quizá con una corte de carros majestuosos?» En
este caso, se decía, será fácil adivinar su llegada cuando aún esté lejos.
Y durante las veinticuatro horas del día y de la noche no pensaba en otra cosa y
permanecía en pie y con los ojos abiertos. Pero, cuando hubieron pasado así
algunos días y noches, el sueño comenzó a rendirle y pensó que tampoco pasaría
nada si daba unas cabezadas, ya que Dios vendría precedido por sones de
trompetas, que, en todo caso, le despertarían.
Y pasaron no sólo los días, sino también las semanas, y la gente del pequeño
pueblo regresó a su vida de cada día y comenzó a olvidarse de la venida de Dios. Y
hasta el propio centinela dormía ya tranquilo las noches enteras y él mismo se
dedicaba a pensar en otras cosas, porque ya no era capaz de concentrarse sólo en
aquella espera.
Y pasaron no sólo las semanas, sino también los meses e incluso los años y ya
nadie en el pueblo se acordaba de aquel anuncio para nada. Incluso un año de gran
hambre, la población fue desfilando, uno tras otro, hacia tierras más prósperas. Y
se quedó solo el centinela, aún subido en su torre, esperando, aunque ya con una
muy débil esperanza. Y pasaban ejércitos y caravanas que, por unos momentos,
encendían sus sueños, pero ninguno era el ejército o la caravana del Dios
anunciado.
Y el centinela comenzó a pensar: «¿Para qué va a venir Dios? Si este pueblo
nunca tuvo interés alguno, y ahora, vacío, mucho menos. Y si viniera al país, ¿por
qué iba a detenerse precisamente en este castillo tan insignificante?» Pero, como a
él le habían dado esa orden y como esa orden le había levantado la esperanza, su
decisión de permanecer era más fuerte que sus dudas.
Hasta que un día se dio cuenta de que, con el paso de los días y los años, se
había vuelto viejo y sus piernas se resistían a subir la escalera de la torre. Sintió
que sus ojos se iban cerrando, que ya apenas veía y que la muerte estaba
acercándose. Y no pudo evitar que de su garganta saliera una especie de grito: «Me
he pasado toda la vida esperando la visita de Dios y me voy a morir sin verle. »
Y entonces, justamente en ese momento, oyó una voz muy tierna a sus espaldas.
Una voz que decía: «Pero ¿es que no me conoces?» Entonces el centinela, aunque
no veía a nadie, estalló de alegría y dijo: «¡Oh, ya estás aquí! ¿Por qué me has
hecho esperar tanto? Y ¿por dónde has venido que yo no te he visto?» Y, aún con
mayor dulzura, la voz respondió: «Siempre he estado cerca de ti, a tu lado, más
aún: dentro de ti. Has necesitado muchos años para darte cuenta. Pero ahora ya lo
sabes. Este es mi secreto: yo estoy siempre con los que me esperan y sólo los que
me esperan, pueden verme.»
Y entonces el alma del centinela se llenó de alegría. Y viejo y casi muerto, como
estaba, volvió a abrir los ojos y se quedó mirando, amorosamente, al horizonte.
Esta es la fábula de la que hablé al principio. Y el texto que San Lucas escribió
en el capítulo 18,8 de su evangelio, y que tanto me ha hecho temblar al ver la
paganización de las Navidades, es éste: «Pero, cuando venga el Hijo del Hombre,
¿encontrará fe en la tierra?» Porque podría suceder que, cuando vuelva, no haya
nadie en la torre.
34. El Chupete
Cuando estos días veo la famosa campañita de los preservativos no puedo
menos de acordarme del viejo chupete, que fue la panacea universal de nuestra
infancia.
¿Que el niño tenía hambre porque su madre se había retrasado o despistado?
Pues ahí estaba el chupete salvador para engatusar al pequeño. ¿Que el niño tenía
mojado el culete? Pues chupete al canto. No se resolvían los problemas, pero al
menos por unos minutos se tranquilizaba al pequeño.
Era la educación evita - riesgos. Porque no se trataba, claro, sólo del chupete.
Era un modo cómodo de entender la tarea educativa. Su meta no era formar
hombres, sino tratar de retrasar o evitar los problemas.
Yo he confesado muchas veces que, en conjunto, estoy bastante contento de
la educación que me dieron mis padres y profesores. Pero en este punto, no, no
puedo estar satisfecho.
Para ellos lo más importante era que los niños o los adolescentes que
nosotros éramos no sufriéramos, o sufriéramos lo mínimo indispensable. Pensaban:
«Bastante dura es la vida, ya se encontrarán con el dolor. Pero que sea, al menos, lo
más tarde posible.
Y así nos educaban en un frigorífico, bastante fuera de la realidad. Con lo
que hicieron doblemente dura nuestra juventud o nuestra primera hombría
obligándonos a resolver, entonces, lo que debió quedar iluminado o resuelto en las
curvas de nuestra adolescencia.
Ocultar el dolor puede ser una salida cómoda para el educador y también
para el educando pero a la larga, siempre es una salida negativa. Los tubos de
escape no son educación.
Y esto me parece que estamos haciendo ahora con la educación sexual de los
jóvenes. Después de muchos años de hablar del déficit educativo en ese campo,
salimos ahora diciendo la verdad: que la única educación del sexo que se nos
ocurre es evitar las consecuencias de su uso desordenado.
Si fuéramos verdaderamente sinceros, en estos días presentaríamos así la
campaña de los anticonceptivos: saldría a pantalla el ministro o la ministra del ramo
y diría:
«Queridos jóvenes: como estamos convencidos de que todos vosotros sois
unos cobardes, incapaces de controlar vuestro propio cuerpo; como, además,
estamos convencidos de que ni nosotros ni todos los educadores juntos seremos
capaces de formaros en este terreno, hemos pensado que ya que no se nos ocurre
nada positivo que hacer en ese campo, lo que sí podemos es daros sin tubo de
escape para que podáis usar vuestro cuerpo, ya que no con dignidad, al menos sin
demasiados riesgos.»
Efectivamente: no hay, mayor confesión de fracaso de la educación que esta
campañita de darles nuevos chupetes a los jóvenes.
¿Se han fijado ustedes en que todos los grandes almacenes - sin excepción -
colocan junto a los cajeros de salida toda clase de dulces, chicles, chupa chups,
piruletas y demás gollerías?
Los comerciantes son muy listos. Saben que cuando la mamá cree que ha
terminado sus compras, volverá a picar en el último minuto sí es que va
acompañada por un niño.
Porque ¿qué chiquillo no se encaprichará con alguna de esas golosinas
mientras se produce el parón inevitable de la mamá en vaciar su carro y pagar lo
comprado? ¿Y qué mamá se resistirá en ese momento, cuando sabe que si se niega
tendrá el berrinche del niño ante la mirada de la cajera?
Como sabe que, al final, acabará comprándolo, prefiere caer en ello desde el
principio. Es más cómodo y sencillo añadir diez duros más a la cuenta que intentar
formar la voluntad del pequeño. ¿Y qué futuro aguarda a esos niños o a esos
jóvenes educados en no tener voluntad, en no carecer de nada, sabiendo que
conseguirán todo con cuatro llantos y, una pataleta?
Claro que lo sexual es algo bastante más importante que unos caramelos más
o menos. Pero ahí la postura de la sociedad moderna es igualmente concesiva. Una
educación sexual - creo yo - tendría que empezar por despertar en el adolescente ,
en el joven, cuatro gigantescos valores: la estima de su propio cuerpo; la estima del
cuerpo de la que será su compañera; la valoración de la importancia que el acto
sexual tiene en la relación amorosa de los humanos; el aprecio del fruto que del
acto sexual ha de salir: el hijo.
Pero ¿qué pensar de una educación sexual que, olvidando todo esto, empieza
y termina (repito: empieza y termina) dando salidas para evitar los riesgos,
devaluando con ello esos cuatro valores?
No sé, pero me parece a mí que algo muy serio se juega en este campo. Pero,
¡ pobres los curas o los obispos si se atreven a recordar algo tan elemental.
! Les tacharán de cavernícolas, de pertenecer al siglo XIX. Y el mundo
seguirá rodando, rodando. ¿Hacia qué?
34. El Chupete
Cuando estos días veo la famosa campañita de los preservativos no puedo
menos de acordarme del viejo chupete, que fue la panacea universal de nuestra
infancia.
¿Que el niño tenía hambre porque su madre se había retrasado o despistado?
Pues ahí estaba el chupete salvador para engatusar al pequeño. ¿Que el niño tenía
mojado el culete? Pues chupete al canto. No se resolvían los problemas, pero al
menos por unos minutos se tranquilizaba al pequeño.
Era la educación evita - riesgos. Porque no se trataba, claro, sólo del chupete.
Era un modo cómodo de entender la tarea educativa. Su meta no era formar
hombres, sino tratar de retrasar o evitar los problemas.
Yo he confesado muchas veces que, en conjunto, estoy bastante contento de
la educación que me dieron mis padres y profesores. Pero en este punto, no, no
puedo estar satisfecho.
Para ellos lo más importante era que los niños o los adolescentes que
nosotros éramos no sufriéramos, o sufriéramos lo mínimo indispensable. Pensaban:
«Bastante dura es la vida, ya se encontrarán con el dolor. Pero que sea, al menos, lo
más tarde posible.
Y así nos educaban en un frigorífico, bastante fuera de la realidad. Con lo
que hicieron doblemente dura nuestra juventud o nuestra primera hombría
obligándonos a resolver, entonces, lo que debió quedar iluminado o resuelto en las
curvas de nuestra adolescencia.
Ocultar el dolor puede ser una salida cómoda para el educador y también
para el educando pero a la larga, siempre es una salida negativa. Los tubos de
escape no son educación.
Y esto me parece que estamos haciendo ahora con la educación sexual de los
jóvenes. Después de muchos años de hablar del déficit educativo en ese campo,
salimos ahora diciendo la verdad: que la única educación del sexo que se nos
ocurre es evitar las consecuencias de su uso desordenado.
Si fuéramos verdaderamente sinceros, en estos días presentaríamos así la
campaña de los anticonceptivos: saldría a pantalla el ministro o la ministra del ramo
y diría:
«Queridos jóvenes: como estamos convencidos de que todos vosotros sois
unos cobardes, incapaces de controlar vuestro propio cuerpo; como, además,
estamos convencidos de que ni nosotros ni todos los educadores juntos seremos
capaces de formaros en este terreno, hemos pensado que ya que no se nos ocurre
nada positivo que hacer en ese campo, lo que sí podemos es daros sin tubo de
escape para que podáis usar vuestro cuerpo, ya que no con dignidad, al menos sin
demasiados riesgos.»
Efectivamente: no hay, mayor confesión de fracaso de la educación que esta
campañita de darles nuevos chupetes a los jóvenes.
Una educación sexual - creo yo - tendría que empezar por despertar en el
adolescente , en el joven, cuatro gigantescos valores: la estima de su propio cuerpo;
la estima del cuerpo de la que será su compañera; la valoración de la importancia
que el acto sexual tiene en la relación amorosa de los humanos; el aprecio del fruto
que del acto sexual ha de salir: el hijo.
Pero ¿qué pensar de una educación sexual que, olvidando todo esto, empieza
y termina (repito: empieza y termina) dando salidas para evitar los riesgos,
devaluando con ello esos cuatro valores?
No sé, pero me parece a mí que algo muy serio se juega en este campo. Pero,
¡ pobres los curas o los obispos si se atreven a recordar algo tan elemental.
! Les tacharán de cavernícolas, de pertenecer al siglo XIX. Y el mundo
seguirá rodando, rodando. ¿Hacia qué?
54 La verdadera grandeza
En estos meses de verano he tenido oportunidad de releer las obras de dos de los
más grandes maestros de la historia filosófica contemporánea (Burckhardt y
Huizinga) y me ha impresionado ver cómo los dos están obsesionados por
dilucidar en qué consiste la verdadera grandeza, por descubrir quiénes son
verdaderamente los «grandes» hombres, los que marcan con su huella el mundo en
que vivieron. Burckhardt llega a conclusiones muy humildes y señala que «la
auténtica grandeza es un misterio». Y sólo se atreve a decir que «grandeza es lo
que nosotros no somos ni tenemos», lo que sentimos que algunos hombres tienen
aunque no sepamos muy bien decir por qué.
La conclusión de Huizinga es más concreta, y bien vale la pena meditarla: «Si la
grandeza es demasiado grande - escribe- y el heroísmo es demasiado teatral y el
genio huele a cosa literaria y nada de esto es capaz de abarcar la plenitud del ser
humano, lo único que queda es la santidad... Es el único adjetivo que se mantiene
en pie cuando se trata de expresar la suprema realización de la capacidad humana.
La grandeza es algo vago e inaccesible, el heroísmo y el genio encubren a menudo
el delirio y la alusión; sólo la santidad irradia una luz sin mengua.»
Escribo estas palabras un poco tartamudeante, porque sé de sobra que eso de la
santidad ahora no se lleva y que no es ésa la grandeza que precisamente busca la
mayoría en nuestro tiempo. Incluso si esas palabras que transcribo no hubieran
sido escritas por alguien tan poco clerical como Huizinga, no las habría recogido
por miedo a que el lector pensara: «¿Qué va a decir este señor si, en definitiva, es
un cura, y para él lo religioso es, a prior¡, la cima de lo grande?»
Las transcribo, sin embargo, porque me parecen exactísimas. Diga lo que diga el
mundo, esté o no de moda la santidad, yo tengo que confesar que, como hombre,
nunca encontré cimas más altas de humanidad que las de los santos, siempre, claro,
que no se lean en esas hagiografías dulzarronas que santísimo daño les han hecho.
Pero voy a añadir en seguida una puntualización importante: cuando digo que
los santos son los hombres más altos y humanos de este mundo (para mí,
superiores a los héroes y a los genios), no aludo sólo a los santos canonizados, a
los «santos grandes», por así decir, sino también a los pequeños santos que nunca
serán reconocidos como tales; a los que yo llamo «las clases medias de la
santidad».
De éstos está lleno el mundo. En este verano puedo confesar que lo mejor de
mis vacaciones fue la amistad de¡ taxista que, cada dos días, me llevaba en su
coche a la diálisis. Era simplemente un hombre bueno, pero cuánto iluminó mis
horas. Sencillo, emotivo y cordial como buen gallego, me hizo descubrir lo que es
un hombre abierto a los demás. En pocos días experimenté su cariño, su honradez
sin tacha, su equilibrio interior. Todas las tardes, tras la diálisis, me esperaba con
tanta emoción como lo hubiera hecho un hermano, preocupado por cómo saldría
yo y respirando cuando me veía descender del hospital sonriendo. Me habló de sus
hijos, de su familia con una ternura impagable. Me demostró lo que es un padre
cuando me contaba cómo él y su mujer dejaron los buenos sueldos que ganaban en
Alemania en el mismo momento que descubrieron que sus hijas, con la lejanía,
empezaban a sentirse menos cerca de ellos. Me demostró con hechos lo poco
importante que para él era el dinero y cómo se puede servir y ayudar a los demás
sin alharacas.
Sí, pensé, estos hombres sostienen el mundo. Esa es la verdadera grandeza. No
hace falta ser un genio ni un héroe para tener un alma con muchos kilómetros de
anchura.
63. El detalle
El verdadero amor -aunque el romanticismo nos haya enseñado otra cosa- no se
expresa por grandes gestos, por entregas heroicas, por sacrificios espectaculares,
sino por la pequeña ternura empapada de imaginación. Por eso que en castellano
denominamos con tanto acierto «los detalles».
Por eso a mí lo que más me preocupa es cuando una mujer me dice que su
marido «no tiene nunca un detalle». Eso es signo de que ese matrimonio o esa
familia está siendo invadida por el aburrimiento, que es la carcoma del amor. En
cambio, un detalle, un pequeño detalle inteligente, puede llenar más el corazón que
el más espléndido de los regalos.
Si los lectores me permiten que les cuente una historia personal, les hablaré de
algo que hace pocos días me ha emocionado profundamente. Es un detalle, un
pequeño y ternísimo regalo que me ha conmovido más que un collar de perlas o
que una obra de arte.
Hace algunas semanas regresé de mi pueblo natal, Madridejos, un pueblo en el
que, aunque sólo viví allí los primeros meses de mi existencia, me siento más en
mi casa que en ninguna otra parte. Recorrer sus calles me puso en carne viva el
corazón. Y me conmovió más que nada el descubrir que, aun habiendo pasado
cincuenta y muchos años que mi familia lo abandonó, existen todavía personas que
me hablaban de mis padres con un cariño inexplicable.
Entre las cosas que en mi visita hice fue la más importante la de buscar la casa
en la que yo nací y hacerlo acompañado de la hija de una mujer -Librada se
llamaba-, y yo recordaba haber oído hablar de ella muchas veces a mí madre, que
hizo de niñera de mis primeros pasos y cuya hija -esta María que ahora me
acompañaba- jugó mil veces conmigo y con mis hermanos en mi primer año de
vida. ¿Puede quererse tanto a alguien a quien no se ha visto desde hace cincuenta y
muchos años? jamás hubiera podido imaginármelo hasta comprobar cómo me
llenaban de besos, en los que besaban más que al hombre que soy,- al niño que fui.
Pero el detalle viene ahora: días después de mi visita a Madridejos recibo un
sobre abultado en el que María me manda toda una colección de fotografías de la
casa en que yo nací. Se ha tomado la molestia de llevar un fotógrafo para que yo
pueda tener los recuerdos que en realidad no tenía: el pasillo por el que di mis
primeros pasos, la habitación en la que nací, el balcón en el que vi por primera vez
la luz del mundo.
¿Cómo no conmoverme? ¿Quién hubiera podido encontrar para mí un mejor
detalle? ¿Cómo a un corazón tan sencillo se le pudo ocurrir un regalo tan fino, tan
hondo y entrañable?
Esto me parece que es el verdadero amor: tener despierta la ternura, saber que el
verdadero valor de las cosas no es el dinero que cuesta, sino la entraña que tienen
dentro. ¡Ah, si siempre los hombres supiésemos querer así! María tal vez no lo
sospecha, pero en esas fotografía me ha devuelto un pedazo perdido de mi
corazón.
64. Los buenos negocios
El taxista que hoy me trajo al periódico demostró ser un pequeño filósofo. O,
por lo menos, un -buen observador de la vida. «Yo -me decía- conozco si el viajero
que ha montado en mi taxi está bien o mal de dinero sólo con oír su voz.» ¿Y
cómo se las arregla?, le pregunto. «Es que -me dice la gente a quien las cosas
le van mal, los que están parados o en peligro de estarlo, hablan con la voz
apagada, cansina. Llevan la tristeza o el paro en la voz. En cambio, aquellos a
quienes les funciona bien el bolsillo tienen la voz firme y alegre, miran sin temores
a la vida.»
Me he quedado pensativo cuando abandoné el taxi. ¿Es cierto que el dinero
preocupe hasta tal punto a los hombres que condicione hasta el tono de su voz?
La cosa se complicó cuando, días después, leía yo un delicioso libro (El reto de
la confianza, de Carlos Moreno) en el que cuenta que algo muy parecido le ocurrió
a él. Cruzaba un día un semáforo riendo y feliz, al recordar qué buenos chavales
eran sus hijos, cuando un taxista detenido ante el semáforo le soltó: «Bien van los
negocios, ¿eh, amigo?» Carlos no entendió y preguntó al taxista qué quería decir:
«Que las cosas del bolsillo le deben ir a usted bien, cuando se ríe.» Cuando el taxi
arrancó, Carlos se quedó pensando que en realidad las estaba pasan- do canutas en
lo económico. Y que el único negocio que en realidad le iba bien eran sus hijos, su
negocio, su mejor negocio.
Lo tremendo de la historieta es que la gente piense que la única razón por la que
uno puede reírse es que funcione bien la cartera. ¡Como sí no hubiera en la vida
mil razones mejores y más altas para reírse! Pero, por lo visto, para la gente de hoy
la única alegría sería es que a uno le toque la lotería, le suban el sueldo o funcionen
los negocios.
¿Y todos los otros «negocios? Que la gente te quiera, que uno esté haciendo un
trabajo que le gusta, que uno se sienta en gracia y gloria de Dios, que los hijos
crezcan sanos, que estés haciendo algo que sirve a los demás, que a uno le zumbe
en la cabeza esa música que tanto le gusta, haber leído un libro enriquecedor, ir a
ver a un amigo, haber dormido bien, que te haya florecido una planta, que haga
sol, cosas como éstas y cien mil más, al parecer, no serían motivos suficientes para
ir riéndose por la calle.
¡Qué poco se ríe la gente por las calles! Caminamos todos como si acabásemos
de tragarnos una espada, serios, solemnes, aburridos, como si la vida se nos
hubiera indigestado. Escatimamos la sonrisa como si fuese carísima. Y si alguien
se ríe por la calle pensamos que o está loco o le ha tocado la Loto. Si la
Humanidad rebañase lo que chorrea por las caras de los transeúntes por las calles
podría poner una tienda de vinagre. Y mientras, la vida tiene millones de cosas
ante las que uno podría sonreír... sin que nadie se entere. ¡Lástima!
65. Una niña da gracias
En el colegio, a las niñas les han explicado el valor de la vida, el gozo de
respirar, de existir; Y Mar¡ Nieves -nueve preciosos años-, en la redacción que
después de la clase les han puesto, ha escrito una oración. Una oración que
transcribo con su ingenuo lenguaje:
«Te agradezco mis palabras, mí mirada y mi idea. Te agradezco todo eso porque
de ti fue la idea, tú me creaste a tu gusto. Me hiciste así, como me pensaste, no
importa cómo fuera, lo que importa es que estoy aquí. Vivo, siento, río y me
entristezco. Es lo necesario, lo importante. Lo que yo tengo es mío y me gusta.
Gracias por ser yo y porque vivo. Gracias. Sólo eso es necesario para que yo me
sienta muy, pero que muy feliz.»
Me pregunto si tantos adultos habrán llegado a descubrir esto que Mar¡ Nieves
conoce ya a los nueve años: que no hay nada comparable con el gozo de existir y
de existir tal y como somos, con nuestros problemas, con nuestras zonas oscuras o
luminosas, con el alma que nos inyectaron al nacer.
Es demasiado asombroso que los seres humanos gocen o sufran por miles de
diminutas minucias y puedan vivir sin enterarse de la verdadera fuente de su gozo.
Existir, ésa sí que es lotería. Y existir tal y como somos, únicos y diferentes, roto
nuestro molde cuando nosotros nacimos. ¿O acaso me cambiaría yo por otra
persona tal vez más hermosa, o más sana, o más lista, pero no yo? Yo aspiro,
naturalmente, a «sacar de mí mi mejor yo», pero no experimento la menor
necesidad de cambiarme por nadie. Porque mi alma me gusta. Aunque sólo sea
-como Mar¡ Nieves dice porque es la mía, la que me hace ser el que soy y como
soy.
No se puede ser feliz construyendo sobre sueños o imaginaciones. Yo sólo seré
feliz «sobre» lo que soy, sacando el máximo de jugo del hombre que soy. No debo
pelearme con mi espejo. Sólo después de aceptarme como ser humano y de
descubrir que esto es ya más que suficiente, encontré la posibilidad de ir estirando
-lentamente- mi alma. Si yo tratase de afeitarme por las mañanas mirando en el
espejo de al lado la cara de mi vecino, lo más probable es que llenara la mía de
cortaduras. Es con mi alma con la que tengo que vivir. Y no hay almas de primera
y de segunda división. Hay, sí, almas cultivadas y dormidas. Y ésa es mi tarea: no
«cambiar de alma», sino «cambiar mi alma». No mendigar lo que no soy, sino
afilar, tal vez, vivir descontento por ser como soy, como me voy haciendo.
La verdad es que sobre la tierra de mi alma -aunque no fuera muy grande,
aunque estuviera construida sobre piedra, aunque en ella fueran muy abundantes
los cascotes del dolor- hay espacio más que suficiente para construir un buen
castillo. Y si no hay más sitio que para una chabola, también en usa chabola se
puede ser feliz. Porque basta un rinconcito de alma para encontrar la alegría. Basta
--como diría Mari Nieves- para ser «muy, pero muy feliz».
68. La enfermedad
¿Ha pensado usted alguna vez en ese dato tremendo que certifica que nada
menos que tres millones de españoles pasan al menos una vez al año por los
hospitales, y no como visitantes ocasionales, sino como enfermos con dolencias
más o menos largas? ¿Y ha pensado que, si a esa cifra se suman los que pasan sus
enfermedades en sus propias casas, el número de enfermos cada año en nuestro
país supera los siete millones de personas?
La enfermedad, amigos, está ahí. Es una parte de la naturaleza hu- mana. En
definitiva, todos somos enfermos o ex enfermos o aspirantes a enfermos. Y lo
asombroso es que, de niños, nos enseñan todas las reglas matemáticas que no
usaremos nunca y jamás nos dicen una palabra sobre esta asignatura que, antes o
después, todos cursaremos. ¡Tal vez por eso los humanos están siempre tan
indefensos ante el dolor! ¡Quizá también por eso, al enfrentarnos a él, lo
multiplicamos en lugar de curárnoslo!
La experiencia personal y el trato con muchos enfermos me ha descubierto que
hay -hablando muy en síntesis- cuatro posturas ante la enfermedad:
- La rebeldía con nervios. Es la postura más común. El enfermo se desconcierta
ante la llegada del dolor. Reacciona contra él como un chiquillo rebelde. Increpa al
cielo, se pregunta a sí mismo, multiplica su tensión interior. Con lo que añade a su
enfermedad física una segunda enfermedad espiritual que acaba siendo más grave
que la primera: la angustia.
- La segunda postura (casi siempre consecuencia y desenlace de esta primera) es
el derrumbamiento con amargura. El enfermo se entrega. Ve a la enfermedad como
un monstruo al que él no vencerá jamás. Y se precipita en la negatividad de la
amargura. La angustia va progresivamente convirtiéndose en un deseo de muerte
que sólo a ella conduce.
- La tercera postura es la de algunos cristianos que también se derrumban ante el
dolor, pero que, en lugar de derrumbarse en la amargura, lo hacen en la
resignación. Se resignan a los deseos de Dios. Estos son algo más positivos,
porque siempre es mejor entregarse en brazos de otro que en la negación. Pero es
también una postura nada despertadora de las energías vitales del alma. Olvidan
éstos que entregar- se a Dios no es entregarse a la inactividad espiritual, sino
entregarse a la fuerza de su amor.
- Por eso yo prefiero la esperanza a la resignación. La esperanza es activa,
ardiente. Y debe comenzar por la aceptación, la aceptación serena de la
enfermedad como una parte de la vida; como una parte que es limitadora -¡no
llamemos bien al mal!-, pero no sólo limitadora: la enfermedad tiene rostros
buenos, la posibilidad de despertar «otras» fuerzas del alma con las que ni
contamos.
Así, el «enfermo positivo» es aquel que ni se resigna ni se derrumba. Se dispone
más bien a sacarle jugo a sus limitaciones, a despertar «esa otra» alma que tal vez
tuvo dormida, seguro de que «poner en marcha esa otra alma» será, a la vez, la
mejor de las medicinas.
II
74. El tapaagujeros.
Recibo con frecuencia cartas de personas que se preguntan por qué tolera
Dios que el mundo marche mal, por qué no remedia los dolores de la gente, por qué
no hace nada.
Una madre me escribe hoy con una letanía de preguntas: quiere a Dios;
quiere rezar, pero a veces deja de hacerlo porque ese montón de cuestiones se lo
impide. «Si Dios sabía el principio y el fin de este amargo mundo -me dice--, ¿por
qué lo hizo así ? ¿ Por qué comemos sólo un tercio de los humanos?
El sabía que somos malos y egoístas, ¿por qué no nos hizo mejores? ¿Por qué
deja que los inocentes sufran? Es difícil tener fe viendo cómo están los drogadictos
y sus familias. ¿Por qué lo consiente? ¿Es que tengo que estar toda la vida creyendo
en Dios y no comprenderlo? ¿Por qué no arregla el mundo de hoy a mañana?»
La carta de esta señora -aunque comprendo su angustia y sé que hay
problemas que nunca acabaremos de entender- me preocupa, sobre todo porque
refleja hasta qué punto están difundidos dos espantosos errores: la confusión de
Dios con un tapaagujeros, la no aceptación de la libertad humana y, como
consecuencia de los dos, el cómodo echarle a Dios las culpas que tenemos nosotros.
Ahora resulta que, en lugar de sentirnos avergonzados quienes comemos por
tres, le echamos a Dios la culpa de que no coman los otros dos tercios. Ahora
resulta que tendría Dios que cambiarnos, cuando cambiar es el primero de nuestros
deberes.
Dios, ciertamente, no es el tapaagujeros que deba pasarse la vida cerrando los
que nosotros abrimos. Y resulta que si El nos hubiera hecho «más buenos», es
decir, incapacitados para ser malos, ya no seríamos buenos en absoluto porque
seríamos marionetas obligadas a la bondad.
La bondad es el resultado libre del esfuerzo de quien, pudiendo ser malo, no
lo es. Y no es cierto que Dios haya hecho malo al hombre: le ha dado un infinito
potencial de bondad, aunque también haya respetado la libertad de ese hombre
-como cualquier padre hace con su hijo- aceptando el riesgo de la equivocación.
¿La solución entonces? La solución, señora, es que usted y yo seamos buenos
y luchemos por que los demás lo sean. Pero ¿y Dios? ¿El no tiene nada que hacer?
Claro, y ya lo ha hecho: nos ha hecho a usted y a mí y a todos los demás para que
luchemos por el bien.
Y no me pregunte: ¿Qué tengo que hacer para que mis hijos sean cristianos y
les guste la misa? Es muy simple: hágales usted cristianos, consiga usted
demostrarles que el cristianismo vale la pena, demuéstreselo con su vida,
explíqueles con hechos qué la misa es imprescindible para usted y que de ella saca
todo el cariño para amarles. Y respete luego su libertad como Dios hace con
nosotros. Pero, sobre todo, no le eche usted a Dios las culpas que nosotros tenemos.
Demasiado cómodo, ¿no le parece?