9.nasio. El Dolor en La Histeria
9.nasio. El Dolor en La Histeria
9.nasio. El Dolor en La Histeria
APERTURA
"¿A dónde se han ido las histéricas de antaño, esas mujeres maravillosas, las Anna O., las
Dora...",[1] todas esas mujeres que son hoy las figuras matrices de nuestro psicoanálisis?
Merced a su palabra, Freud, al escucharlas, descubrió una forma enteramente nueva de la
relación humana. Pero la histeria de entonces no sólo hizo nacer el psicoanálisis sino que,
sobre todo, marcó con un sello indeleble la teoría y la práctica psicoanalíticas de hoy. La
manera de pensar de los psicoanalistas actuales y la técnica que aplican siguen siendo, a
pesar de los cambios inevitables, un pensamiento y una técnica íntimamente ligados al
tratamiento del sufrimiento histérico. El psicoanálisis y la histeria son hasta tal punto
indisociables que rige sobre la terapéutica analítica un principio capital: para tratar y curar
la histeria hay que crear artificialmente otra histeria. En definitiva, la cura analítica de toda
neurosis no es otra cosa que la instalación artificial de una neurosis histérica y su resolución
final. Si al término del análisis se supera esta nueva neurosis artificial creada enteramente
por el paciente y su psicoanalista, habremos conseguido resolver también la neurosis inicial
que dio motivo a la cura.
Así pues, los histéricos de antaño vivieron, y su sufrimiento presenta en nuestros días otros
rostros, otras formas clínicas, tal vez más discretas, menos espectaculares que las de la
antigua Salpétriére. El histérico de finales de siglo XIX y el histérico moderno viven cada
cual a su manera un sufrimiento diferente; y sin embargo, no ha variado en lo esencial la
explicación ofrecida por el psicoanálisis en cuanto a la causa de estos sufrimientos. Es
verdad que desde sus comienzos la teoría psicoanalítica experimentó singulares cambios,
pero su concepción del origen de la histeria continúa fundamentalmente intacta. Ahora bien,
¿qué origen es éste? ¿Cuál es la teoría freudiana de la causalidad psíquica de la histeria?
O, para decirlo en términos más simples: ¿cómo se vuelve uno histérico? Y si esto sucede,
¿cómo se cura? He aquí las preguntas que nos formularemos en este libro.
Hallamos también un conjunto de afecciones más específicas que van de los insomnios y
los desmayos benignos a las aliteraciones de la conciencia, la memoria o la inteligencia
(ausencias, amnesias, etc.), e incluso a estados graves de seudocoma. Todas estas
manifestaciones que el histérico padece, y en particular los síntomas somáticos, se
caracterizan por un signo absolutamente distintivo: son casi siempre transitorias,
no resultan de ninguna causa orgánica y su localización corporal no obedece a
ninguna ley de la anatomía o la fisiología del cuerpo. Más adelante veremos hasta
qué punto, por el contrario, todos estos sufrimientos somáticos dependen de otra
anatomía, eminentemente fantasmática, que actúa a espaldas del paciente.
Otro rasgo clínico de la histeria al que nos referiremos con frecuencia concierne
también al cuerpo, pero entendido como cuerpo sexuado. En efecto, el cuerpo del
histérico sufre de dividirse entre la parte genital, asombrosamente anestesiada y
aquejada por intensas inhibiciones sexuales (eyaculación precoz, frigidez,
impotencia, repugnancia sexual...), y todo el resto no genital del cuerpo, que se
muestra, paradójicamente, muy erotizado y sometido a excitaciones sexuales
permanentes.
Cambiemos ahora de puesto e instalémonos en el ángulo de mira relacional, aquel que
adopta el psicoanalista cuando cumple su trabajo de escucha. Su concepción de la
histeria se ha forjado no sólo a través de la enseñanza teórica de las obras de
psicoanálisis, sino sobre todo merced a la experiencia de la transferencia con el
analizando llamado histérico y, de modo más general, subrayémoslo bien, con el conjunto
de sus pacientes. Sí, con el conjunto de sus pacientes, pues todos los pacientes que se
encuentran en análisis atraviesan inevitablemente una fase de histerización al
instalarse la neurosis de transferencia con el psicoanalista. Justamente, ¿qué hemos
aprendido de la histeria con nuestros pacientes? Este libro aspira a ser una larga
respuesta a esa pregunta; pero por el momento, quedémonos en lo siguiente: ¿qué rostro
adopta la histeria en análisis?
UN YO INSATISFECHO
Pero, ¿por qué concebir fantasmas y vivir en la insatisfacción, cuando en principio lo que
buscamos alcanzar es la felicidad y el placer? La razón es clara: el histérico es,
fundamentalmente, un ser de miedo que, para atenuar su angustia, no ha encontrado más
recurso que sostener sin descanso, en sus fantasmas y en su vida, el penoso estado de la
insatisfacción. Mientras esté insatisfecho, diría el histérico, me hallaré a resguardo
del peligro que me acecha. Pero, ¿de qué peligro se trata? ¿De qué tiene miedo el
histérico? ¿Qué teme? Un peligro esencial amenaza al histérico, un riesgo absoluto, puro,
carente de imagen y de forma, más presentido que definido: el peligro de vivir la
satisfacción de un goce máximo. Un goce de tal índole que, si lo viviera, lo volvería
loco, lo disolvería o lo haría desaparecer. Poco importa que imagine este goce máximo
como goce del incesto, sufrimiento de la muerte o dolor de agonía; y poco importa que
imagine los riesgos de este peligro bajo la forma de la locura, de la disolución o del
anonadamiento de su ser; el problema es evitar a toda costa cualquier experiencia capaz
de evocar, de cerca o de lejos, un estado de plena y absoluta satisfacción. Por más que
se trate de un estado imposible, el histérico lo presiente como una amenaza realizable,
como el peligro supremo de ser arrebatado un día por el éxtasis y de gozar hasta la
muerte última. En suma, el problema del histérico es ante todo su miedo, un miedo
profundo y decisivo que en verdad él no siente jamás, pero que se ejerce en todos
los niveles de su ser; un miedo concentrado en un único peligro: gozar. El miedo y
la tenaz negativa a gozar ocupan el centro de la vida psíquica del neurótico histérico.
Ahora bien, para alejar esta amenaza de un goce maldito y temido, el histérico inventa
inconscientemente un libreto fantasmático destinado a probarse a sí mismo y a probar al
mundo que no hay más goce que el goce insatisfecho. Así pues, ¿cómo alimentar el
descontento si no creando el fantasma de un monstruo, monstruo que nosotros llamamos
el Otro, unas veces fuerte y supremo, otras débil y enfermo, siempre desmesurado para
nuestras expectativas y siempre decepcionante? Cualquier intercambio con el Otro
conduce inexorablemente a la insatisfacción. La realidad cotidiana del neurótico se
modela, en consecuencia, según el molde del fantasma, y los seres cercanos a los que
ama u odia desempeñan para él el papel de un Otro insatisfactorio.
El histérico nunca percibe sus propios objetos internos o los objetos externos del mundo
tal como se los percibe comúnmente, sino que él transforma la realidad material de estos
objetos en realidad fantasmatizada: en una palabra: histeriza el mundo. ¿Qué quiere
decir esto? ¿Qué significa histerizar?
A esta altura debemos hacer una precisión que se tendrá en cuenta cada vez que
utilicemos en este libro la palabra "sexual". ¿De qué sexualidad se trata cuando
pensamos en la histeria? ¿Cuál es el contenido de esos fantasmas? ¿Qué queremos
decir cuando afirmamos que el histérico sexualiza? Empecemos por aclarar que el
contenido sexual de los fantasmas histéricos no es nunca vulgar ni pornográfico,
sino una evocación, muy lejana y transfigurada, de movimientos sexuales. Se trata,
estrictamente hablando, de fantasmas sensuales y no sexuales, en los que un
mínimo elemento anodino puede obrar, como disparador de un orgasmo
autoerótico.
El marco habitual del análisis, el diván, el ritual de las sesiones o el tono particular de la
voz del psicoanalista, así como el vínculo transferencial. constituyen condiciones de las
más favorables para que se instale este estado activo de histerización. La palabra del
analizando, hombre o mujer —se lo diagnostique o no como "histérico"—, en determinado
momento de la sesión puede cargarse de un sentido sexual, suscitar una imagen
fantasmática y provocar efectos erógenos en el cuerpo, sea el cuerpo del psicoanalista o
el del propio analizando.
El relato de una analizanda nos permitirá ilustrar la forma en que un elemento anodino de
la realidad puede ser transformado en signo erótico.
Ejemplo de histerizacion: "Cuando al llegar oigo el toque de la puerta principal del edificio,
cuando usted me abre pulsando el botón del portero automático, siento que su dedo pulsa
mi piel a la altura de los brazos. Y en ese momento me río de mí misma. A decir verdad,
sólo me reí la primera vez que me pasó; ahora no me río más, mis sensaciones me
absorben. Cada vez que estoy atenta al más ligero movimiento de otro, lo recibo en la
piel, lo siento, siento un calor en el cuello o en el corazón. Siento incluso como una
excitación cuando oigo el simple ruido de la respiración de un hombre junto a mí. En ese
momento algo llega directamente al cuerpo, sin ninguna barrera. Ante los menores ruidos
que usted hace, siento inmediatamente una sensación de placer en la piel. Soy muy
sensible a sus movimientos, que resuenan en mi piel. Imagino lo que sucede en usted
como si yo fuera su propia piel, envolviéndolo. Siento sus movimientos en mi piel porque
yo soy su piel." Después de un silencio, añade:
UN YO TRISTEZA
Es de imaginar hasta qué punto el yo histérico, para histerizar la realidad, debe ser
maleable y capaz de estirarse sin discontinuidad desde el punto más intimo de su ser
hasta el borde más exterior del mundo, y cuán incierta se torna entonces la frontera que
separa los objetos internos de los objetos externos. Pero esta singular plasticidad del yo
ínstala al histérico en una realidad confusa, medio real, medio fantaseada, donde se
emprende el juego cruel y doloroso de las identificaciones múltiples y contradictorias con
diversos personajes, y ello al precio de permanecer ajeno a su propia identidad de ser y,
en particular, a su identidad de ser sexuado. Así pues, el histérico puede identificarse con
el hombre, con la mujer, o incluso con el punto de fractura de una pareja, es decir que
puede encarnar hasta la insatisfacción que aflige a ésta. Es muy frecuente comprobar
la asombrosa soltura con que el sujeto adopta tanto el papel del hombre como el de
la mujer, pero sobre todo el papel del tercer personaje que da lugar al conflicto o,
por el contrario, gracias al cual el conflicto se resuelve. El histérico. desatando el
conflicto o despejándolo, sea hombre o mujer, ocupará invariablemente el papel de
excluido. Precisamente, lo que explica la tristeza que suele agobiar a los histéricos
es el hecho de verse relegados a este lugar de excluidos. Los histéricos crean una
situación conflictiva, escenifican dramas, se entrometen en conflictos y luego, una vez que
ha caído el telón, se dan cuenta, en el dolor de su soledad, de que todo no era más que
un juego en el que ellos fueron la parte excluida. En estos momentos de tristeza y
depresión tan característicos descubrimos la identificación del histérico con el sufrimiento
de la insatisfacción: el sujeto histérico ya no es un hombre, ya no es una mujer, ahora
es dolor de insatisfacción. Y, en medio de este dolor, queda en la imposibilidad de
decirse hombre o de decirse mujer, de decir, simplemente, la identidad de su sexo.
La tristeza del yo histérico responde al vacío y a la incertidumbre de su identidad
sexuada.
Es oportuno precisar ahora que esta tenaz negativa a gozar aparece igualmente en los
fundamentos de esas otras neurosis que son la obsesión y la fobia, pero adoptando
entonces modalidades bien específicas. ¿Cuáles son las modalidades obsesiva y fóbica
de la negativa que el neurótico opone al goce? Y, comparativamente, ¿cuál es la
modalidad específica de la negativa histérica? De esto vamos a tratar a continuación.
Para situar a la histeria dentro del amplio marco de las neurosis e indicar su especificidad
al lado de los otros dos grandes tipos clínicos, preguntémonos qué es la neurosis en
general. La respuesta ya está clara: la neurosis es una inapropiada que, sin saber,
empleamos para oponernos a un goce inconsciente y peligroso. Si caemos enfermos,
neuróticamente porque nos obcecamos en procurar defendernos de un goce doloroso. Y,
al hacerlo, nos defendemos mal. Nos defendemos mal porque, para aplacar lo intolerable
de un dolor, no tuvimos otro recurso que transformarlo en sufrimiento neurótico
(síntomas). Finalmente, lo único que conseguimos es sustituir un goce inconsciente,
peligroso e irreductible, por un sufrimiento consciente, soportable y en última instancia
reductible. Las tres neurosis clásicas pueden definirse, pues, según el modo particular
que tiene el yo de defenderse. Existen tres maneras —insisto, malas maneras— de luchar
contra el goce intolerable y, por consiguiente, tres modos distintos de vivir la propia
neurosis.
Volvamos ahora a nuestras preguntas iniciales: ¿cómo se hace uno histérico?, ¿cuál es la
causa de las manifestaciones histéricas? ¿Cuál es el mecanismo por el que se forma un
síntoma histérico? Según la primera teoría freudiana, la neurosis histérica, como además
cualquier neurosis, es provocada por la acción patógena de una representación psíquica,
de una idea parásita no consciente y fuertemente cargada de afecto. Recordemos que, a
finales del siglo XIX , bajo el impulso de Charcot y Janet, quedó establecida y
relativamente bien admitida la tesis que hacía de la histeria una "enfermedad
por representación". También Freud tomó esta senda, pero pronto se apartó de ella
introduciendo una serie de modificaciones; la más decisiva fue considerar la idea
parásita, generadora del síntoma histérico, como una idea de contenido
esencialmente sexual. Pero, ¿qué es esto de idea sexual? ¿Cómo es posible que una
idea inconsciente y sexual baste para provocar una afonía, por ejemplo, una bulimia o
hasta una frigidez? Para responder, seguiremos paso a paso el trayecto que se inicia con
la aparición de esta representación sexual inconsciente y que culmina con la aparición de
un síntoma histérico en el paciente.
Sin embargo, hay otro aspecto más del trauma que debemos destacar. El trauma
psíquico no es solamente un exceso de tensión errante; es también una imagen
sobre-activada por la acumulación de este exceso de energía sexual. La huella
psíquica del trauma, que ahora llamaremos "representación intolerable", comprende,
pues, dos elementos inconscientes: una sobrecarga de afecto y una imagen
sobreactivada. Acabamos de ver cómo surge la carga sexual: preguntémonos ahora cómo
surge la imagen. Para esto, hay que entender primero que el yo del niño, futuro histérico,
sobre el que recaerá el impacto traumático de la seducción, es una superficie psíquica
compuesta de diferentes imágenes corporales que se organizan como un cuerpo
imaginario, verdadera caricatura del cuerpo anatómico. Así pues, el yo histérico es un
cuerpo formado a la manera de un traje de arlequín, donde cada rombo corresponde a la
imagen deformada de un órgano particular, de un miembro, de un orificio o de cualquier
otra parte anatómica. En el momento del trauma, el impacto de la seducción suelta uno de
estos rombos, toca puntualmente una de estas imágenes, precisamente la que
corresponde a la parte corporal puesta en juego en el accidente traumático. El excedente
de tensión psíquica se concentra entonces en esta imagen, y la inviste en tal medida que
ésta se desolidariza de las demás imágenes del cuerpo imaginario o, lo que es
equivalente, se desolidariza del yo histérico. Precisamente, lo que dimos en llamar
representación inconsciente o idea parásita cuando calificamos a la histeria de
"enfermedad por representación", es esta misma imagen inconsciente, desconectada del
cuerpo imaginario (el yo), remitiendo a la parte del cuerpo que estuvo en juego en la
escena traumática y altamente investida por una carga sexual. Un detalle, una postura del
cuerpo del adulto seductor o del cuerpo del niño seducido, un olor, una luz, un ruido...,
todas estas formas pueden constituir el contenido imaginario de la representación inscrita
en lo inconsciente y sobre la cual va a fijarse el exceso del afecto sexual.
Quisiera insistir más sobre el elemento esencial del trauma. Lo que hay que tener
presente es esto: el trauma que el niño sufre no es la agresión exterior, sino la huella
psíquica que queda de la agresión; lo importante no es la naturaleza del impacto, sino la
señal que deja, impresa sobre la superficie del yo. Esta señal, esta imagen altamente
investida de afecto, aislada, penosa para el yo, debe ser considerada la fuente del
síntoma histérico e incluso, generalizando, la fuente de cualquier síntoma neurótico, sea
el que fuere.
Se nos impone ahora una nueva pregunta: ¿qué destino tendrá la sobrecarga que inviste
a la representación errante? ¿Cómo hará el yo para desprenderse de ella? Y sobre todo,
¿por qué decimos que la representación sobrecargada es la fuente mórbida de los
trastornos histéricos? Es decisivo responder a estas preguntas para comprender una de
las grandes tesis freudianas de la etiología de la histeria. Según Freud, la neurosis
histérica es provocada por la torpeza con que el yo pretende neutralizar ese parásito
interno que es la representación sexual intolerable. Es curioso observar que la
representación intolerable adquiere paradójicamente su verdadero poder patógeno
cuando se ve atacada por un yo recalcitrante a ella. Esta representación ya había sido
aislada por el peso de su sobrecarga, y el yo va a acentuar su aislamiento hasta llevar la
tensión al paroxismo. Cuanto más ataca el yo a la representación, más la aisla. Ahora
bien, este sobresalto defensivo del yo es exactamente lo que Freud llama
"represión". Tanto insistió Freud en la noción de represión, que solemos olvidar lo
siguiente: "reprimir" quiere decir, ante todo, "aislar". Lo que hace a la
representación radicalmente intolerable es el hecho de haber quedado
fundamentalmente separada de las otras representaciones organizadas de la vida
psíquica; y precisamente esto hace que conserve, en el seno del yo, una actividad
patógena inextinguible. Mientras esta representación penosa permanezca apartada
—es decir, reprimida—, el yo conservará en sí un traumatismo psíquico interno y
larvado.
Insisto: lo que enferma a un histérico no es tanto la huella psíquica del trauma como el
hecho de que esta huella, bajo la presión de la represión, esté sobrecargada de una
demasía de afecto que en vano quisiera fluir. La razón esencial de la histeria es, por lo
tanto, el conflicto entre una representación portadora de un exceso de afecto, por un lado,
y, por el otro, una defensa desafortunada —la represión— que hace aún más virulenta la
representación. La represión, cuanto más se ensaña con la representación, más la aisla y
más peligrosa la vuelve. Así, el yo se extenúa y se debilita en un vano combate que
genera el efecto inverso al fin perseguido. La represión es una defensa hasta tal punto
inadecuada, que bien podemos juzgarla tan malsana para el yo como la representación
patógena a la que pretende neutralizar.
Fue tan decisivo para Freud el papel de la defensa en la etiología de la histeria, que
llamó a ésta "histeria de defensa'' (pudimos haber dicho también "histeria de
represión"). A continuación, veremos que Freud no se conformará, y propondrá una
denominación nueva: "histeria de conversión".
Nos hallamos, pues, en presencia de un conflicto en el seno del yo entre, por un lado, una
representación sobrecargada que intenta liberar su exceso de energía, y, por el otro, la
presión constante de la represión, la cual, aislando a la representación, le impide dejar
fluir su sobrecarga. ¿De qué modo se resolverá este conflicto? No habrá, de hecho,
ninguna solución radical, es decir que no habrá flujo liberador sino únicamente soluciones
de compromiso, consistentes todas ellas en la investidura de otras representaciones
menos peligrosas que la representación intolerable. Se trata, pues, de un
desplazamiento de energía; para ser más exactos, deberíamos decir que se trata de
una transformación de la energía de un estado primero en un estado segundo. Con
el fin de poner fuera de juego a la represión, el exceso de energía pasa de su estado
primero —sobrecarga de una representación intolerable— a ese otro estado de
carga que es el sufrimiento corporal. La carga se transforma, pues, pero no por ello
deja de ser un exceso de energía generador de mórbidos efectos.
Ahora bien, este conflicto "sobrecarga/represión", que hemos destacado en nuestro afán
de comprender el mecanismo de la histeria, en realidad constituye el fundamento de todas
las neurosis. La especificidad de cada tipo de neurosis, obsesión, fobia e histeria,
dependerá de la modalidad que adopte el desenlace final del conflicto. Tendremos una
neurosis diferente según el tipo de representación que la sobrecarga acabe por investir
tras abandonar la representación intolerable. Expliquémonos. El desenlace del conflicto se
decide, de acuerdo con el esquema de transformación de la energía, en dos estados
distintos. Tenemos siempre la sobrecarga energética en su naturaleza de exceso, pero
esta sobrecarga adopta dos estados diferentes? y sucesivos: el estado primero
corresponde al momento en que ella inviste a la representación intolerable "escena
traumática"; y el estado segundo corresponde al momento en que inviste a una
representación cualquiera perteneciente al pensamiento (obsesión), al mundo exterior
(fobia) o al cuerpo (histeria). Así pues, la sobrecarga, conservando siempre su naturaleza
de exceso, puede movilizarse sorteando de tres maneras posibles la represión; o. si se
quiere, provocando tres reveses de la represión que a la larga serán tres malas
soluciones, pues cada una de ellas dará lugar a un síntoma neurótico causante de
sufrimiento.
Obsesión
El primer desenlace posible consiste en un 'desplazamiento de la carga, que
abandona la representación penosa, se instala en el pensamiento y sobreinviste
una idea consciente que ha pasado a invadir la vida del neurótico. Reconocemos
aquí el mecanismo de formación de la idea fija obsesiva.
Fobia
El segundo desenlace corresponde al caso de la neurosis fóbica. La carga
abandona igualmente la representación pero, en vez de instalarse de inmediato en
un elemento del pensamiento, como sucede en la obsesión, en Un primer momento
queda libre en el yo, desconectada, a la expectativa. La carga disponible y flotante
se proyecta luego al mundo exterior y se fija en un elemento definido (la
muchedumbre, un animal, un espacio cerrado, un túnel, etc.). convertido ahora en el
objeto que el fóbico debe rehuir para evitar que aparezca la angustia.
Conversión
El tercer desenlace de la lucha con la represión, el que aquí nos interesa, consiste en la
transformación de la carga sexual excesiva en influjo nervioso igualmente excesivo que,
actuando como excitante o como inhibidor, provoca un sufrimiento somático. Así pues, la
conversión se define, desde el punto de vista económico, como la transformación de un
exceso constante de energía que pasa del estado psíquico al estado somático.. Este salto
de lo psíquico a lo somático, que es aún hoy un interrogante abierto,[1] podría describirse
así: la sobrecarga energética se suelta del collar de la representación intolerable,
conserva su naturaleza de exceso y resurge transformada en sufrimiento corporal, sea en
forma de hipersensibilidad dolorosa o, por el contrario, en forma de inhibición sensorial o
motriz. Puesto que en el paso de lo psíquico a lo físico el exceso de energía permanece
constante —es decir, siempre desmedido—, podemos admitir que el sufrimiento de un
síntoma somático es una energía equivalente a la energía de excitación del trauma inicial
o, para ser más exactos, a aquel exceso de afecto sexual que comparábamos con un
orgasmo.
Ahora bien, como es evidente, para que un síntoma conversivo adquiera significación
simbólica y desaparezca, tendrá que cumplirse una única condición: que sea dicho por el
paciente y recogido por una escucha, no una escucha que revele un sentido oculto y ya
existente, sino una escucha generadora de un sentido nuevo. Pero, ¿cómo admitir que la
escucha silenciosa de un analista, aparentemente pasiva, es capaz de engendrar sentido
por sí sola? ¿Y cómo admitir que el engendramiento de este sentido hace desaparecer el
síntoma? Una escucha tendrá efectivamente el poder de engendrar un sentido nuevo si
es la escucha de un psicoanalista habitado por un deseo en hueco, preparado para recibir
el impacto de un dicho sintomático. Entendámonos: para que el síntoma conversivo cobre
sentido, no basta con que el paciente lo nombre y hable de él a otro. Aún es preciso que
la escucha que recibe este decir sea una escucha transferencial, esto es, la escucha de
un terapeuta que desea entrar en la psique del paciente hasta el punto de encarnar en
ella el exceso irreductible, de constituirse en ella como el núcleo del sufrimiento. Si lo
consigue, es decir, si su deseo de analista está presente, identificado - con la causa del
sufrimiento sufrimiento, entonces el psicoanalista será llevado a decir la interpretación o a
hacerla surgir indirectamente en la palabra del analizando. Para que el analista sea
llevado a decir la interpretación, habrá hecho falta, ante todo, que se identifique con el
exceso inasimilable, esto es, que pase a ser la energía misma. Para encontrar la buena
interpretación no hay ninguna necesidad de buscarla en los libros ni en el trabajo del
pensamiento; surgirá de improviso si el analista supo colocarse antes en el centro del foco
psíquico del exceso. Identifíquense con el núcleo del sufrimiento y la interpretación
brotará: y, cuando aparezca, se ofrecerá como un sustituto de la representación
intolerable, radicalmente distinto de ese otro sustituto que era el síntoma de conversión.
El interés del que estudia la histeria no tarda en apartarse de los síntomas para dirigirse a
los fantasmas que los producen.
S.Freud
Pero sigamos. ¿Por qué decir que los fantasmas equivalen a traumas? Porque en ese
foco del fantasma que es el lugar erógeno, brota una sexualidad excesiva, no genital
(autoerótica), sometida automáticamente a la presión de la represión. La sexualidad
infantil nace siempre mal, pues es siempre exorbitante y extrema. Este fue el gran
descubrimiento que hizo abandonar a Freud la teoría del trauma real como origen de la
histeria. La sexualidad infantil es un foco inconsciente de sufrimiento, pues es siempre
desmesurada en relación con los limitados recursos, físicos y psíquicos, del niño. El niño
será siempre inevitablemente prematuro, no preparado en relación con la tensión que
aflora en su cuerpo; y, a la inversa, esta tensión libidinal será siempre demasiado intensa
para su yo. Origen de futuros síntomas, la sexualidad infantil es traumática y
patógena porque es excesiva y desbordante. Según la primera teoría, el incidente
traumático real de la histeria consistía en la acción perversa de un adulto sobre un
niño pasivo; en el presente, la perspectiva ha dado un vuelco total: el propio cuerpo
erógeno del niño produce el acontecimiento psíquico, pues es foco de una
sexualidad rebosante, asiento del deseo. Un deseo que entraña la idea de que algún
día podría realizarse en la satisfacción de un goce ilimitado y absoluto. Lo insoportable
para el sujeto es, justamente, esta posibilidad de un absoluto cumplimiento de deseo. Lo
habíamos dicho en las primeras páginas: para el sujeto el goce es insoportable porque, si
lo viviera, pondría en peligro la integridad de todo su ser. Es tan intenso el surgimiento de
este exceso de sexualidad llamado deseo, con la eventualidad de su cumplimiento,
llamado goce, que, para atemperarse, necesita la creación inconsciente de fabulaciones,
escenas y fantasmas protectores.
Sin embargo, se entienda el exceso de energía como una demasía de afecto resultante
de un choque traumático (primera teoría), o como una angustia fantasmática
respondiendo al despertar espontáneo y prematuro de la sexualidad infantil (nueva teoría
del fantasma), invariablemente seguimos sosteniendo la tesis de que la causa principal
de la histeria reside en la actividad inconsciente de una representación
sobreinvestida. Con la salvedad de que el contenido de esta representación ya no
se reduce a la imagen delimitada de una parte del cuerpo (primera teoría), sino que
se despliega respondiendo a un libreto dramático llamado fantasma. Este fantasma
se desarrolla en una breve secuencia escénica que comprende siempre los elementos
siguientes: una acción principal, protagonista, y una zona corporal excesivamente
investida, fuente de angustia. En esta nueva teoría, el fantasma así construido es tan
inconsciente y está tan sometido a la represión como la representación intolerable de la
primera teoría; y también es portador de un exceso insoportable de afecto, exceso que
ahora denominamos angustia. Angustia que. al desbaratar la acción de la represión,
hallará su expresión final en un trastorno del cuerpo. De ahora en adelante, de acuerdo
con esta segunda teoría freudiana que sitúa al fantasma en el origen de la histeria, el
psicoanalista ya no deberá buscar detrás del síntoma un acontecimiento traumático
fechable y real, sino el "traumatismo" de un fantasma angustiante.
El deseo y el asco son las dos columnas del templo del Vivir.
P. Valéry
Pero, ¿cuál es ese fantasma inconsciente, origen de la histeria? ¿Quiénes son sus actores,
cómo actúan y de qué naturaleza es la angustia que los anima? Vamos a responder pero,
antes, prefiero comenzar por tratar este fantasma según los efectos clínicos que produce
en la vida sexual de los pacientes histéricos. El desajuste de la sexualidad histérica se
explica como la manifestación más directa o, para decirlo con más precisión, como la
conversión somática más inmediata de la angustia que domina en el fantasma originario de
la histeria. Veremos más adelante cuál es este fantasma y de qué angustia se trata, pero
observemos ya que el mecanismo de conversión, que transforma a la angustia de este
fantasma inconsciente en un desorden general de la sexualidad, tiene un alcance más
global que la estricta conversión que transformaba la sobrecarga en un síntoma somático
peculiar. Existirían entonces dos clases diferentes de conversión que, lejos de oponerse,
se complementan: una conversión global que transforma la angustia en un estado general
del cuerpo, y una conversión local que transforma la angustia en un trastorno somático
limitado a una parte definida del cuerpo. Pensamos que la idea de una conversión global
—que por lo tanto ya no se limitará a una parte del cuerpo sino que lo involucraría
globalmente— permite explicar mejor la sexualidad histérica. Creemos que a partir del
momento en que reflexionamos en términos de fantasma inconsciente y no ya en términos
de representación (imagen de una parte corporal), en términos de angustia y no ya en los
de exceso de energía, la teoría freudiana de la conversión, así reestructurada, resulta más
fecunda que nunca como explicación del sufrimiento sexual de la histeria. Podemos afirmar
que la angustia del fantasma se transforma en una perturbación de la vida sexual del
histérico, en un estado de sufrimiento causado por una erotización general del cuerpo,
erotización que se acompaña, paradójicamente, de una inhibición concentrada en el nivel
de la zona genital. Así pues, la conversión global de la angustia del fantasma da lugar a un
sorprendente contraste: un cuerpo globalmente erotizado coexiste dolorosamente con una
zona genital anestesiada.
Pero, ¿de qué naturaleza es esta angustia que acompaña al salto de un fantasma
psíquico situado en lo inconsciente a la erotización global del cuerpo y a la inhibición
genital? Por otra parte, ¿de qué fantasma se trata? Dejemos la respuesta en suspenso un
momento más, y describamos la singular y dolorosa paradoja de la sexualidad histérica.
Si pensamos ahora en las mujeres histéricas, la paradoja resulta mucho más complicada
y oscura. En efecto, la multiplicidad de aventuras amorosas de ciertas mujeres contrasta
con el sufrimiento de que dan fe variados tipos de inhibición durante el acto sexual
(frigidez, vaginismo, etc.). Ahora bien, entre estas inhibiciones figura una, esencial y
secreta, que alcanza a la histérica en lo más profundo de su ser de mujer. Mientras vive
una relación carnal aparentemente dichosa con un hombre, la mujer histérica puede
rehusar abrirse —casi sin saberlo, pero resueltamente— a la presencia sexual del
cuerpo del otro. La lección que obtiene el psicoanalista de esta negativa de la mujer
histérica podría enunciarse así: la histérica se ofrece, pero no se entrega; puede tener
relaciones sexuales orgásmicas (orgasmo clitorídeo o vaginal) sin por ello comprometer
su ser de mujer. En el momento del acto, cuando se enfrenta a la amenaza de perder
su virginidad fundamental, se repliega en el umbral del goce del orgasmo,
preservándose así de experimentar un goce radicalmente distinto, enigmático y
peligroso, que llamaremos goce de lo abierto.[4] La histérica puede ofrecerse al
orgasmo, pero no se entrega por ello al goce de lo abierto.
¿Pero cómo explicar esta paradoja de la vida sexual del histérico: erotización excesiva y
dolorosa del cuerpo no genital e inhibición de la zona genital, así como la insatisfacción
resultante? Ya hemos indicado que el origen de esta escisión de la sexualidad histérica
residía en un fantasma inconsciente. Ahora debemos explicarnos sobre el contenido del
fantasma. Nos habíamos preguntado: ¿quiénes son los actores del fantasma originario de
la histeria, cómo actúan y, sobre todo, de qué naturaleza es la angustia que los atraviesa?
Respondamos inmediatamente: el fantasma que da base a la neurosis histérica, es
decir, el fantasma fundador de la histeria —que todo psicoanalista podrá descubrir
en el trabajo con un paciente histérico, cualquiera sea la variante con que este
fantasma se presente—, se resume en la instantánea de la escena siguiente:
Recordemos simplemente que la interdicción del incesto proferida por la voz del
padre es complementaria de esta otra interdicción, silenciosa y visual, impuesta por
la desnudez del cuerpo materno. Con toda seguridad, las dos amenazas, una que
entra por los ojos, la del cuerpo materno, y otra que entra por los oídos, la de la voz
paterna, convergen para desencadenar la angustia de castración.
La vida psíquica del histérico se organiza, pues, alrededor de este fantasma visual cuyo
argumento sigue el trazado de una línea que parte de los ojos del chiquillo, toca
enseguida el agujero sexual del otro castrado y retorna finalmente al falo del propio niño.
La mirada del niño es placer y horror a la vez: placer para el sujeto de revelar la falta en la
madre (curiosidad visual), y también horror de deducir que si la falta ha afectado a la
madre, también él puede ser castrado. Este horror, que es el afecto dominante del
fantasma histérico del varón, se denomina en psicoanálisis "angustia de castración".
Angustia que, para ser rigurosos, deberíamos llamar "angustia frente a la amenaza
de castración", pues remite no al dolor de sufrir la castración, sino al temor de
percibir la amenaza de sufrirla. Angustia de castración quiere decir temor ante la
amenaza de castración visualmente percibida, y no miedo de ser realmente castrado. En
el libreto fantasmático de la histeria, el único personaje verdaderamente castrado es la
figura de la madre; la castración es siempre la castración del Otro.
Señalemos que la intensidad libidinal centrada en las regiones peniana y clitorídea, así
como la necesidad de tranquilizarse en cuanto a la permanencia e integridad de su
órgano sexual, explican en el niño de la fase fálica y posteriormente en el histérico la
propensión a una actividad masturbatoria frecuente y compulsiva.
Oigo ahora a una lectora que me pregunta: "De acuerdo, entiendo que el varón se
angustie ante el peligro que representa la imagen de una madre castrada, pero, ¿qué
sucede con la niña, con esa niña que yo misma he sido?". Vamos a responder,
proponiendo nuestra propia concepción del fantasma femenino de castración. Pero antes,
recordemos claramente la posición freudiana clásica. Según Freud, el afecto que
domina en el fantasma femenino de castración como origen de la histeria, no es la
angustia, como en el caso del varón, sino el odio y el resentimiento hacia la madre.
La mujer no podría tener angustia de castración en el verdadero sentido del
término, pues ya está castrada; no hay para ella ningún peligro de castración. Sin
embargo, existe cabalmente un fantasma femenino de castración en el cual la
castración no es una amenaza sino un hecho ya consumado. En su fantasma, la niña
no tiene la idea del pene sino de un falo que le han robado, y tampoco tiene la idea de la
vagina como cavidad positiva sino de la falta de un falo que hubiese debido estar ahí.
Ahora bien, nuestra práctica con pacientes histéricos nos autoriza a introducir una
modificación en el planteamiento freudiano. En efecto, la frecuente corroboración clínica
de la paradoja de la sexualidad histérica, y en particular de esa variante singular de la
inhibición sexual constituida por el renunciamiento al goce de la penetración, nos llevó a
teorizar de otra manera el fantasma femenino de castración como origen de la histeria. En
este punto coincidiremos parcialmente con las ideas que formulara Ernest
Jones.[6] Con anterioridad al descubrimiento de la madre castrada, cuando la niña
atribuye a todos los seres un falo universal, experimenta ya unas confusas sensaciones
en el bajo vientre y en la vagina, con la misma mezcla de impresiones físicas, narcisismo
y ensoñaciones que despierta el pene en el niño varón. Mientras que para Freud, en cierto
momento de la evolución de la niña el falo podría localizarse esencialmente en el clítoris,
nosotros ampliamos su localización a los demás órganos genitales femeninos, y en
particular al útero. La chiquilla investiría su clítoris y sus órganos sexuales internos
como el niño inviste su órgano peniano, es decir, con la misma potencia fálica y
con el mismo temor de sentirlos amenazados.[7] Por lo tanto, así como el varoncito
considera su pene como un falo que no habrá que perder jamás, la niña toma sus
órganos genitales por un falo que habrá que preservar de cualquier ataque. En
efecto, la visión de la madre desnuda e impotente despertaría en la pequeña la
inquietud de un peligro que amenazaría la integridad de sus órganos genitales, y en
particular de su útero. El cuerpo materno se ofrece a los ojos de la chiquilla como
un cuerpo inmenso, monstruoso y soberbio, todo el falo inquietante. No negamos
que la niña experimenta rencor y decepción con respecto a su madre, pero
queremos reconocer y hacer existir también la angustia provocada por ese falo
desmesurado e invasor que es el cuerpo de la madre-falo. Madre-falo y no "madre
fálica", pues no se trata de una madre poseedora de un falo sino de una madre
enteramente homologada, identificada con el falo insuperable.* (Solo faltaría
preguntarse sobre la consecuencia de la percepción de la diferencia anatómica con el
varoncito. JLGF)
He aquí nuestra propuesta. Creemos que la angustia primera suscitada por el peligro de
una madre-falo es la fuente inconsciente de la angustia que puede experimentar una
mujer histérica ante la penetración sexual, captada ésta como riesgo de desgarradura y
de estallido de su vagina, su útero y, más allá, todo su ser. En su fantasma, el pene del
hombre representaría, para la mujer histérica, el equivalente inconsciente del cuerpo
desmesurado y peligroso de la madre.
Nos habíamos preguntado de qué modo explicar la paradoja de la vida sexual del
histérico, así como la insatisfacción resultante. Ahora podemos dar una respuesta: esta
obsesión permanente de los peligros fantasmático que acechan la integridad de su falo y,
más allá, la integridad de todo su ser, es una angustia intolerable, inconscientemente
intolerable, que es preciso quitarse de encima. Ahora bien, precisamente, el histérico es
histérico por la manera que tiene de quitarse de encima su angustia. ¿Cómo se las
arregla? ¿Qué mecanismo intentará el histérico para resolver su angustia?
Conocemos ya una primera respuesta formulada en los términos de la teoría del trauma,
pues hemos estudiado la conversión como un fracaso de la represión provocado por el
desplazamiento de la sobrecarga de la representación inconciliable hacia las otras
representaciones. Explicábamos que, como el yo es incapaz de desprenderse de la
sobrecarga abriéndola a un flujo liberador, entonces la desplaza, es decir, la convierte.
¿De qué manera? La sobrecarga sigue siendo excesiva, pero cambia de estado: cesa de
investir la representación inconciliable (estado primero) para investir una parte del cuerpo
(estado segundo) y producir así un síntoma somático de conversión. Ahora bien, la teoría
del origen fantasmático de la histeria que acabamos de exponer, así como el concepto de
falo y el de angustia de castración, nos invitan a pensar de otra manera el mecanismo de
conversión, y no con la teoría del trauma. Tenemos una razón extra para concebir
diferentemente la conversión, y es la necesidad de explicar no sólo la formación de un
síntoma, sino también el sufrimiento general del cuerpo en el histérico y, más
concretamente, la paradoja de su vida sexual con la insatisfacción resultante. Está claro
que las dos concepciones posibles del mecanismo de la conversión local y global, lejos de
oponerse, convergen estrechamente para dar cuenta de la clínica de la histeria.
Ahora se comprende mejor por qué, en su posición histérica, los dos sexos tienen las
máximas razones para negar cualquier idea de relación sexual, para anestesiar sus
órganos genitales y, opuestamente, falicizar globalmente, su cuerpo. La zona genital
pasa a ser entonces un lugar vaciado y desafectado, mientras que el cuerpo no
genital se excita y se yergue cual falo potente, lugar de veneración narcisista, objeto
de todas las seducciones, pero también sede de múltiples sufrimientos. El cuerpo no
genital se convierte en ese falo que el histérico pasa a ser: él es falo. Está claro que para
un histérico tener el falo es, en realidad, serlo. Pero, ¿qué falo es el histérico?
Precisamente, aquel que le faltaba a la madre, al Otro castrado en el fantasma de
castración. Comprendemos ahora de dónde viene el sufrimiento vivido por el histérico. El
sujeto sufre por haber pasado a constituir ese falo del que el Otro está castrado. El es lo
que el Otro no tiene; y esto duele. Pues ese narcisismo en demasía, ese falicismo
difundido por el cuerpo, constituye un exceso tan grande que, aun cuando procura al
sujeto el sentimiento de existir, le costará el dolor de ser constante presa de
requerimientos por parte del estímulo más anodino del mundo exterior. Un ligero
murmullo, el mero roce de una tela, la menor inflexión de una voz o una simple mirada,
son captados por el histérico-falo como estimulaciones sexuales que se renuevan
incesantemente. A la manera de un sexo que se extenúa queriendo responder a las
excitaciones pero que nunca se descarga, el histérico permanece en la anarquía libidinal:
él es un cuerpo-falo que sufre de un narcisismo en demasía y de una nada de genitalidad.
Vive su sexualidad en todas las partes de su cuerpo, menos donde tendría que vivirla. El
histérico renuncia al goce de la penetración e ignora la sexualidad genital. Penetrar a la
mujer para un hombre histérico, o para una mujer ser penetrada, significa
inconscientemente poner en peligro esa parte fantasmáticamente sobreinvestida, el falo;
el cual, de ser alcanzado, acarrearía la desintegración total del cuerpo. Un hombre
histérico sorprendido por su impotencia en el momento en que esta a punto de penetrar a
la mujer deseada, reactualiza sin saberlo su fantasma inconsciente de niño angustiado
ante la visión del cuerpo castrado de la madre, que él percibe como un cuerpo deseante y
por lo tanto peligroso. La angustia de castración se convierte aquí en inhibición sexual,
seguida de la insatisfacción que naturalmente resulta; insatisfacción —lo repetimos— que
lo protege y en la que él se empeña.
En las mujeres, lo que llaman matriz o útero es un animal dentro de ellas que tiene un
apetito de hacer niños; y cuando permanece un tiempo largo sin fruto, este animal se
impacienta y tolera mal ese estado; vaga por todas las partes del cuerpo, obstruye los
pasajes del aliento, impide la respiración, sume en angustias extremas y provoca otras
enfermedades de toda clase. Platón, Timeo
Nuestra práctica nos muestra que el fantasma de castración que da base a la histeria
siempre va acompañado de otro fantasma en el horizonte del universo histérico, un
fantasma tan importante que lo llamamos fantasma fundamental. ¿Cuál es su contenido?
La escena es muy simple y se resume en lo siguiente:'un hombre y una mujer con sus
cuerpos enlazados conciben un hijo sin ninguna penetración genital. El histérico sería no
solamente, artesano y actor de este sueño, desempeñando tanto el papel de la Virgen
Inmaculada como el del Padre todopoderoso, sino que sería también, y sobre todo, el
lugar contenedor de este encuentro procreador y divino. Sea que encarne el lecho, la
casa o el suelo de la tierra que alberga a los dos cuerpos místicos, sea el lugar matricial
que alberga a la pareja germinal, el histérico hace de sí el lugar protector de su unión
sublime. He aquí el fantasma fundamental que atraviesa como un hilo rojo toda su
existencia.
Resulta de este fantasma una identificación primordial: encarnar el útero, órgano matricial
en hueco que contiene el encuentro real en el que se genera la vida. Todo se presenta
como si el histérico se identificara con el útero según los dos estados que adopta este
órgano en sus sueños. En el fantasma de castración, es el órgano amenazado de
mutilación al producirse la penetración sexual; y en el fantasma fundamental, es el
receptáculo ideal que da cobijo al encuentro feliz y divino de un hombre y una mujer sin
sexo. El histérico se identifica, por lo tanto, con dos clases de útero-falo. O bien es el
útero como órgano interno que habrá que preservar y no exponer nunca; o bien es el
útero asimilado al cuerpo del propio histérico, receptáculo que encierra dos cuerpos
enlazados, los de un hombre y una mujer sin sexo. Para comprender estas
identificaciones cruzadas del histérico, útero contenido en un cuerpo y a la vez útero que
contiene a dos cuerpos, nuestro pensamiento se ve obligado a efectuar una torsión.
Identificaciones cruzadas entre un adentro y un afuera que despiertan en nosotros otra
intuición, muy distinta de la intuición habitual: la intuición topológica.[8]
Se suele decir, y con razón, que los histéricos son seres bisexuales. En un universo en el
que no existe la oposición de sexos y donde la mujer se confunde con el hombre, ambos
resbalan fácilmente del papel masculino al papel femenino y viceversa. Ahora bien,
deberíamos ir más allá y afirmar que no son bisexuales sino otra cosa; hallándose fuera
del sexo, son extrasexuales. No sólo ignoran la diferencia de sexos sino que encarnan el
límite, el marco neutro y exterior contenedor de una unión sexual procreadora y sin
penetración.
Una observación más. Así reconozcamos al histérico como bisexual o como extrasexual,
subsiste un hecho de fondo: el histérico ignora si es un hombre o una mujer. El histérico
es histérico porque no ha logrado tomar para sí el sexo de su cuerpo. En este sentido no
seguiremos a los autores que, después de Charcot, afirmaron la existencia de una
supuesta histeria masculina diferente de la histeria femenina. No podemos confirmar sus
asertos por la sencilla razón de que el problema de la histeria reside precisamente en la
imposibilidad de asumir psíquicamente un sexo definido. La expresión "histeria masculina"
es en sí misma una contradicción en los términos, pues el sustantivo histeria significa
incertidumbre sexual (ni hombre ni mujer), mientras que el adjetivo masculina, en cambio,
decide y elige allí donde la elección muestra ser imposible
Para precisar mejor nuestro desarrollo sobre la histeria debemos hacer una digresión. Así
como reconocimos un fantasma originario de castración en la histeria, igualmente
podemos despejar un fantasma inconsciente fundador de la neurosis obsesiva y otro
fundador de la neurosis fóbica. En verdad, estos últimos fantasmas no son otra cosa que
dos versiones derivadas del fantasma histérico, que está en la base de todas las neurosis.
Los libretos del fantasma obsesivo y de fantasma histérico se despliegan, cada cual a su
manera, recorriendo el mismo drama de la prueba de castración, pero sobre todo bajo la
misma tensión de angustia que en el fantasma histérico. Describamos estos dos libretos,
el del fantasma obsesivo y el del fantasma fóbico.
Este fantasma, como todos los fantasmas a que nos referimos, es, a todas luces,
inconsciente, dado que está sometido a la presión de la represión. Recordemos que la
neurosis obsesiva, es decir, el sufrimiento que experimenta de manera consciente y en
sus síntomas el sujeto obsesivo, es la expresión dolorosa del combate del yo para
reprimir, negar y desplazar la angustia de castración contenida en este fantasma.
Reuniendo en una única fórmula los tres fantasmas fundantes de las grandes neurosis,
diremos:
· En el fantasma obsesivo, la amenaza de castración entra por el oído, y la angustia que
de ella resulta, que es inconsciente pues está sometida a la represión, acaba por
desplazarse hacia el pensamiento y se fija sobre una idea anodina (idea fija).
· En el fantasma fóbico, la amenaza de castración entra por los orificios de todo el cuerpo,
estén crispados o sueltos, y la angustia que de ella resulta, que es inconsciente pues está
sometida a la represión, acaba siendo proyectada, instalada y ubicada en el espacio del
mundo exterior.
· En el fantasma histérico, la amenaza de castra ción entra por los ojos, y la angustia que
de ella resulta, que es inconsciente pues está sometida a la represión, acaba por
convertirse en sufrimiento de la vida sexual del histérico, consistente en una erotización
general del cuerpo a la que se suma, paradójicamente, una inhibición localizada en el
nivel de la zona genital.
Agreguemos una observación importante. El fantasma de castración que postulamos en la
base de las neurosis es también el fantasma que todo ser hablante, neurótico o no, tuvo
que conocer y superar necesariamente, y que además no dejará de conocer y superar. En
el caso particular de las neurosis, la especificidad de este fantasma consiste en la fuerza
que es capaz de emplear para dominar la vida del neurótico; esta vida se organiza
enteramente en función de la angustia de castración, núcleo del fantasma. Está claro que
nuestro escrito es una larga demostración de la determinación de la neurosis por este
fantasma.
RESUMEN
Tanto hemos insistido sobre el fantasma de castración como causa de la histeria, que el
lector ha perdido quizá de vista lo manifestado en las primeras páginas. El fantasma
angustiante de castración que domina la vida psíquica del histérico es sin duda la fuente y
el motivo del sufrimiento del neurótico, pero es también, y sobre todo, una pantalla
protectora, una defensa segura contra cualquier eventual acercamiento al goce máximo.
Todo se presenta como si el histérico prefiriese enfermar de su fantasma angustiante
antes que afrentar lo que teme como al peligro absoluto: gozar. A mi juicio, éste es el
concepto decisivo para comprender lo que es la histeria, así como para orientar la
escucha del practicante psicoanalista.
· Gozar constituye, para el histérico, un límite último y peligroso que una vez cruzado lo
sumiría inevitablemente en la locura, lo haría estallar y disolverse en la nada.
· Frente a este peligro del goce, el histérico opone entonces una tenaz negativa a gozar.
· Para mantenerse apartado del goce y persistir en su negativa, el histérico inventa
inconscientemente un fantasma protector: el fantasma angustiante de la castración. Utiliza
este fantasma para crear una amenaza ficticia, la amenaza de perder su fuerza fálica, que
le permite olvidar otra amenaza igualmente ficticia pero más oscura, indefinida y mucho
más terrible: la de sucumbir al goce. El histérico se angustia ante una castración que él
necesita tornar posible para no desaparecer ante un goce insostenible. En el fantasma, la
repuls a del goce se transforma en angustia de castración. Y el objeto amenazado no es
todo el ser, sino el falo. En el capítulo sobre el tratamiento psicoanalítico de la histeria
veremos que, en una cura de análisis, este rechazo del goce se traduce por la negativa a
atravesar la prueba del fantasma angustiante de castración. Volveremos sobre esto.
· Ahora bien, es verdad que el fantasma salva y protege del goce al histérico, pero lo
hunde en un sufrimiento corporal (síntomas somáticos), sexual (paradoja de la vida
sexual) y relacional (deseo de insatisfacción). La angustia de castración se transforma,
por conversión, en síntomas del cuerpo, en desajuste de la sexualidad y en dolor de
insatisfacción.
· El fantasma de castración salva y protege del goce al histérico, pero perturbando su
manera de percibir a los seres amados u odiados. A la manera de una lente deformante,
el fantasma de castración sumerge al neurótico en un mundo donde la fuerza y la
debilidad deciden exclusivamente sobre el amor y el odio. Yo amaré u odiaré a mi
partenaire según la percepción de su fuerza o de su debilidad fálica. Por eso. las
relaciones afectivas del histérico se transforman inevitablemente en relaciones de
dominante y dominado.
Con estos retratos imaginarios del histérico nos hemos instalado en el espacio psíquico
del psicoanalista. Pero ahora se plantea un interrogante: estas imágenes surgidas
espontáneamente en él, mientras escucha, ¿qué relación tienen con la escena central del
fantasma de castración? ¿Cómo interviene el fantasma de castración en el trabajo
concreto del psicoanalista con sus pacientes?
Ante todo, un punto previo. Las escenas que describíamos en los capítulos precedentes al
exponer los fantasmas masculino y femenino de castración, las variantes obsesiva y
fóbica, así como el fantasma del útero, no corresponden en absoluto a hechos realmente
acontecidos. La escena del fantasma de castración no es un hecho real, y pocos de sus
detalles hallarán confirmación, por ejemplo, en la conducta observable de un niño frente a
la desnudez de una mujer adulta y amada. Una escena semejante tampoco corresponde
al relato gráfico que alguno de nuestros pacientes pudiera haber efectuado en sesión. Son
raras las ocasiones en que el practicante oye narrar una secuencia fantasmática parecida.
Pero entonces, ¿de dónde sacamos esta historia de la castración, que no es ni un hecho
real ni un relato que pudiésemos haber oído? Digamos las cosas con toda claridad. Las
breves escenas que describíamos y recuadrábamos en nuestro texto como quien
enmarca una fotografía, no son sino los dibujos abstractos de un libreto fantasmático
concebido e inventado por el psicoanálisis para dar cuenta de la clínica y la práctica con
pacientes histéricos y, de manera más general, con neuróticos. Pero entonces, ¿se trata
de una caprichosa ensoñación del psicoanalista? ¿En qué se respalda éste, y
originariamente el propio Freud, para construir un fantasma semejante, suponerlo en los
fundamentos del sufrimiento histérico y afirmar, como lo hicimos nosotros, que este
fantasma es la obra inconsciente del propio sujeto?
Pero, concretamente, ¿qué quiere decir que el dibujo abstracto del libreto de la castración,
así como sus imágenes derivadas, se verifican en el trabajo con nuestros pacientes?
Significa, en primer lugar que cuando un analizando nos habla y nos comunica sus
conflictos y sus quejas, empezamos por comprender el origen inconsciente de su
sufrimiento sobre la base, claro está, de nuestro lugar en la transferencia, pero también
representándonos mentalmente el dibujo de la escena fantasmática que la teoría nos
propone. Que quede bien claro: somos nosotros, los psicoanalistas, quienes en el silencio
de la escucha imaginamos mentalmente, en forma de escena,
el origen del sufrimiento experimentado por el neurótico. A la manera de un filtro teórico
colocado entre la oreja y la boca del psicoanalista, entre lo que éste escucha y lo que
dice, el libreto de la castración revela ser un notable instrumento mental en el trabajo del
practicante.
Con todo, debemos formular dos importantes reservas. En primer lugar, la escena gráfica
que nos representamos mentalmente mientras el analizando nos habla no reproduce
nunca tal cual el dibujo del fantasma de castración establecido por la teoría, y que hemos
descrito, sino una de sus infinitas variantes, la que es propia de un momento determinado
de la sesión. Después, segunda reserva, se trata de imágenes que el psicoanalista no
construye deliberadamente sino que se le imponen de modo espontáneo al ejercer su
escucha activa.
¿Nos será posible circunscribir mejor el lugar de esta escucha visual en la cura? ¿Cómo
conceptualizar la función de la imagen en el trabajo del psicoanalista? A las diversas
variantes de la acción psicoanalítica como lo son el silencio, las intervenciones
explicativas y la interpretación, debemos añadir ahora esa cuarta figura que es la escucha
visual. Se verifica en la práctica que ciertas intervenciones psicoanalíticas tan infrecuentes
como la interpretación están ligadas, en efecto, a un estado de visión transitoria y fugaz
vivido por el psicoanalista. Ya no se trata del silencio preparando una palabra
interpretativa, ni de la reconstrucción de elementos de la historia del paciente precediendo
a una intervención explicativa, sino cabalmente de una disposición subjetiva del
practicante, harto peculiar. La escucha está tan polarizada en el decir de paciente, que el
analista no sólo olvida su yo sino que mira lo que escucha. Intentemos describir mejor
este fenómeno de una escucha transformada en visión.
Cuando el psicoanalista percibe visualmente lo que oye, podemos suponer que ha tenido
lugar una singular identificación entre el analista mismo y la materialidad sonora de las
palabras pronunciadas por el analizando. Para que el analista llegue a mirar lo que
escucha, fue preciso que él fuera la voz del enunciado; e incluso, más que la voz, fue
preciso que él fuese la sonoridad física de la palabra hablada, como si la persona del
psicoanalista se hubiese desplazado, a la manera de un objeto erógeno, a través de tres
zonas del cuerpo: el oído, la boca y los ojos. Si esquematizamos la secuencia de este
curioso desplazamiento, obtendremos:
Una bellísima frase de Nietzsche evoca certeramente la disposición visual del analista
durante el trabajo de la escucha: "Hay que esperar y prepararse, acechar el brote de
manantiales nuevos, estar prontos, en la soledad, para visiones y voces extrañas,
reencontrar dentro de sí el Mediodía, tender de nuevo por encima de sí la " claridad, el
resplandor y el misterio del cielo de Mediodía."
[1] P. Benoit, "Le saut du psychique au somatique", Psychiatrie franqaise, 5, 85, págs. 13-
25.
[2] S. Freud, Cinq psychanalyses, P.U.F., 1981, pág. 18.
[3] S. Freud, Trois Essais sur la théorie sexuelle, Gallimard, 1987, pág. 60.
[4] El concepto de apertura fue ampliamente desarrollado por X. Audouard, La Non-
Psychanalyse ou l'ouverture, L'Etincelle, 1984.
[5] Una formulación más pormenorizada del fantasma femenino de castración puede
encontrarse en J. -D. Nasio, Enseignement de 7 concepts cruciaux de la psychanaiyse,
Rivages, 1988, págs. 23-51.
[6] Théorie et pratique de la psychanalyse, Payot, 1969, págs. 399-405,410, 426-427, 443,
446-448, 450-451.
[7] Ciertamente, la niña investiría sus órganos internos de la misma manera en que el niño
inviste su órgano peniano externo. Pero subsiste una interesante cuestión, saber qué
diferencia hay entre uno y otro en la manera de percibir, y por consiguiente de investir,
sus propios órganos. Como si la niña poseyera una percepción más aguda de sus
sensaciones internas (percepción propioceptiva) que el varón; y tal vez, a la inversa, como
si el varón fuera más sensible que la niña en la percepción de las formas exteriores.
* Debo mencionar aquí, aunque no me extenderé sobre ello, la existencia de otra
categoría de angustia femenina que, según Freud, focaliza el conjunto de las angustias de
una mujer: la angustia de perder el objeto de amor.
[8] El lector deseoso de profundizar en la relación topológica entre el adentro y el afuera,
puede consultar J. -D. Nasio, Les Yeux de Laure. Le concept d'objet a dans la théorie de
J. Latan, Aubier. 1987, págs. 197-202.
[9] En lo tocante al problema de la fobia, el lector podrá consultar el trabajo de Chantal
Maillet, rico en proposiciones clínicas, dedicado a la fobia: "Phobies", Patio, 10, 1988, Ed.
de l'Eclat.
[10] J. -D. Nasio, "L'inconscient, le transferí et l'interprétation du psychanalyste: une vue
lacanienne", Psychanalyse á í'Universüé, 1985, t. 10, na 37, págs. 87-96.