3entrevista A Franco Basaglia
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¿Qué entiende usted por antipsiquiatría? ¿Considera justificado que se engloben bajo esta
denominación actitudes distintas a las que adoptan Laing, Cooper y Esterson, los creadores
del término?
Es muy difícil que una persona que se interesa por los problemas de la transformación de
la psiquiatría pueda entender lo que quiere decir la asistencia al enfermo al margen de los
esquemas tradicionales. El término “antipsiquiatría” ha sido objeto, últimamente, de muchas
controversias. David Cooper, a quien se debe su creación, lo analiza en su libro La
gramática de la vida, uno de cuyos capítulos se centra precisamente en el término
“antipsiquiatría”.
He leído el libro y me parece muy interesante constatar cómo el propio autor se maravilla
de la suerte que ha tenido dicho término. Se maravilla de cómo y por qué esa palabra ha
conseguido transformarse, de por sí, en un nuevo tipo de etiqueta para la psiquiatría. O sea,
actualmente pueden distinguirse dos bandos: uno, amplio, de psiquiatras, y otro, reducido,
de antipsiquiatras.
Un hecho grave es que de la antipsiquiatría - o de lo que ha representado el movimiento
generado por la antipsiquiatría - se intente rescatar tan sólo la faceta ideológica, olvidando
el aspecto práctico. Es decir, muchas personas que no han tenido ninguna intervención en
los problemas prácticos de la transformación psiquiátrica escriben libros sobre la
antipsiquiatría con el fin de crear una nueva ideología de repuesto. En este sentido, rechazo
de manera categórica la calificación de “antipsiquiatra”. No me interesa este esquema. Yo
soy un psiquiatra porque soy consciente de mis deberes; de no ser así, debería cambiar de
profesión. Si sigo ejerciendo en el sector público, o sea en la esfera estatal, es porque
acepto mi estatus de psiquiatra, status que nada tiene que ver con el conformismo del
intelectual integrado, del intelectual y del técnico que obran con el consentimiento del poder
público y de la organización social, y que actúan falsamente desde un punto de vista
democrático. Pienso que, como técnico, debo simplemente usar mi estatus para ayudar a
superar las necesidades del público y del internado.
El hecho de que el término “antipsiquiatría” haya tenido tanto éxito se debe a la sed de
nuevas ideologías por parte del poder establecido, el cual debe crear “nuevas ideologías”
de repuesto para conseguir ese consenso que cada vez le resulta más difícil.
Efectivamente, hoy en día, el único “consentimiento” que puede conseguir el poder es el
que deriva de la violencia y de la represión. Y esto se verifica no sólo en la violencia y en la
represión en sentido general y pública, sino, y sobre todo, a nivel de las instituciones
destinadas a resolver las necesidades del ciudadano.
Quien entra en un manicomio, aunque sea calificado como una institución hospitalaria, no
es considerado como un enfermo, sino como un internado que va a expiar una culpa, de la
que no conoce ni las causas ni la condena; es decir, desconoce la duración de esa
expiación. Por otra parte, allí también hay médicos, batas blancas, enfermos y enfermerías,
como si se tratara de un hospital, aunque, en realidad, no es más que un instituto de
vigilancia donde la ideología médica constituye una coartada para legitimar una violencia
que ningún órgano puede controlar, ya que el mandato confiado al psiquiatra es total, en el
sentido que él representa concretamente la ciencia, la moral y los valores del grupo social
del cual es su legítimo representante dentro de la institución. A pesar de ello, se afirma que
en el último siglo se han dado pasos gigantescos hacia la conquista de la libertad y del
destino humanos. La ciencia, en todos los campos, declara ir a la búsqueda de elementos
siempre nuevos para poder liberar al hombre de sus propias contradicciones y de las
contradicciones con la Naturaleza. Pero, si se analiza - y sobre todo si se actúa - el interior
de una cualquiera de las numerosas instituciones creadas por nuestra ciencia y por nuestra
civilización, constataremos lo poco que se ha hecho y cómo las innovaciones técnicas no
han hecho más que dar un nuevo orden formal a determinadas condiciones, en las cuales
la Naturaleza y el significado permanecían invariables.
Según el racionalismo iluminista, la cárcel tenía que ser la institución punitiva para quien
violase la norma representada por la ley - la ley que protege la propiedad, que define los
comportamientos públicos correctos, las jerarquías de la autoridad, la estratificación del
poder, la amplitud y la profundidad de la explotación - . El loco, el enfermo de espíritu, quien
se apropia de un bien habitualmente atribuido a la razón dominante - el extravagante que
vive según las normas creadas por su misma razón o por su locura - , empezaron a ser
clasificados como enfermos, para los cuales hacía falta una institución que marcara y
definiese claramente los límites entre razón y locura, y en la cual se pudiera encerrar y aislar
a quien atentara contra el orden público en cuanto a criterios de peligrosidad o escándalo
públicos. Cárcel y manicomio - cuando ya estuvieron separados - siguieron conservando
todavía la misma función de tutela y defensa de la “norma”, donde el anormal - por
enfermedad o criminalidad - se transformaba en normal en el mismo momento en que
quedaba circunscrito por esos muros que establecían una diferencia y un distanciamiento.
Por tanto, la ciencia ha conseguido separar la criminalidad de la locura, reconociendo a esta
última, por una parte, una nueva dignidad: la de la abstracción, o sea, su definición en
términos de enfermedad; y por otra parte, a la criminalidad le ha reconocido un elemento
humano, desde el momento que llega a ser objeto de búsqueda por parte de criminalistas
y científicos que incluso “detectan” factores biológicos genéricos como base del
comportamiento subnormal. A pesar de la separación científica de las dos entidades
abstractas - criminalidad y enfermedad - , cada cual con su típica institución, prácticamente
queda inalterada la estrecha relación de la una con la otra en cuanto al orden público, lo
cual determina que las funciones de ambas instituciones, respecto a la defensa y la tutela
de ese orden, permanezcan inalteradas.
Además, a pesar del reconocimiento abstracto de esta nueva dignidad, ni el criminal que
tiene que expiar la ofensa hecha a la sociedad, ni el loco que debe pagar por su
comportamiento incorrecto e impropio, han tenido nunca dignidad de hombres y las
instituciones que han sido construidas para ellos - para su reeducación y redención por una
parte, y para su cura y rehabilitación por otra - , no han visto modificar ni su función ni su
naturaleza, continuando en su evolución sobre vías paralelas.
Tan pronto como se ha reconocido que la verdadera finalidad de las instituciones - que en
teoría han sido delegadas para la recuperación - es la eliminación, mediante distintas
justificaciones científicas, no se puede ignorar cuáles son los grupos o los individuos que
caen en sus redes: el proletariado y el subproletariado, para los cuales la posibilidad de
rehabilitación o de recuperación no existe.
Para los grupos dominantes es muy fácil librarse de las instituciones represivas y de castigo
que han sido creadas en defensa de las normas sociales establecidas por ellos. Y esto, no
porque entre sus miembros no haya enfermos, locos o criminales, sino porque su estar
enfermo, ser loco o ser criminal puede quedar englobado en el ciclo productivo. Si
enfermedad y delito son acontecimientos y contradicciones naturales, es muy explicativa la
casi total ausencia de quienes pertenecen a las clases dominantes en las instituciones de
la enfermedad y de la delincuencia.
Actualmente, nadie pueden mantener que las instituciones cerradas no sean indignas de
un país “civilizado”. Nadie desconoce las condiciones en que viven los internados y nadie
puede rechazar la responsabilidad y esquivar la lucha para que las cosas, de alguna
manera, puedan cambiar. Sin embargo, la transformación de las instituciones lleva
inevitablemente de nuevo al punto de partida. La transformación, promovida por la
necesidad de una adecuación institucional al desarrollo económico, no puede tener más
significado ni distinta naturaleza que la anterior transformación, que ha hecho que las
instituciones sean lo que son, con referencia a lo que eran. Dentro de la misma lógica,
transformación, racionalización y control son las tres etapas de un proceso que se perpetúa
continuamente a través del constante cambio formal de las cosas, sin que nunca incidan en
la estructura, porque la transformación se da siempre como una respuesta técnica a una
demanda económica y, por tanto, es siempre la ley económica la que exige la nueva
racionalización técnica que sirve de control a la situación transformada.
Las ciencias humanas - y entre éstas la criminología y la psiquiatría - están preparadas para
ofrecer nuevas instituciones como respuesta práctica a las nuevas ideologías con que se
intenta fabricar el nuevo hombre. Pero este nuevo humanismo, que siempre reaparece en
los momentos de crisis, es un fracaso, ya que las relaciones sociales permanecen
invariables, y seguirán determinando las vejaciones del hombre sobre el hombre. La
institución que puede nacer en defensa y custodia de la humanidad oprimida acabará
transformándose en una nueva forma de opresión, para esa misma franja de humanidad.
Debemos ser conscientes de estos procesos para emprender una lucha a favor del hombre,
la cual llegue a ser realmente una lucha para liberar a todos los hombres sin que sea una
forma de reafirmar esa división innatural, determinada históricamente y que es aceptada e
impuesta como cosa natural: la división de clases.