José Maria Eça de Queirós - El Primo Basilio

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Historia

de seducción y chantaje, El primo Basilio (1878) es también retrato


de las pequeñeces y miserias de una sociedad y de una clase social
dominadas por el peso asfixiante de la mediocridad, e integra, junto con
Madame Bovary, La Regenta, Ana Karenina y Effi Briest, la brillante
constelación de lo que podría llamarse «novelas de adulterio» del siglo XIX. Si
en El crimen del padre Amaro. José Maria Eça De Queirós (1845-1900)
arremetía contra el oscurantismo y la hipocresía de la Iglesia católica en el
medio rural, El primo Basilio nos desplaza al escenario de una languideciente
Lisboa, para alumbrar, a lo largo de su apasionante relato, un variado elenco
de personajes en el que destacan, entre otros, la desdichada Luisa, el
canallesco Basilio o la amargada Juliana, acaso el más vigoroso de la novela
en su trágico resentimiento.

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José Maria Eça de Queirós

El primo Basilio
ePub r1.0
IbnKhaldun 18.09.14

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Título original: O Primo Basilio
José Maria Eça de Queirós, 1878
Traducción y prólogo: Elena Losada Soler

Editor digital: IbnKhaldun


ePub base r1.1

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Introducción
José María de Eça de Queirós (Póvoa de Varzim 1845-París 1900) es el máximo
representante del realismo literario en Portugal, sin duda la voz más importante de la
narrativa portuguesa de su época y uno de los nombres claves para comprender la
Europa burguesa del XIX. También para la literatura española, y a pesar de ese mutuo
desconocimiento que ya parece ser un tópico inevitable, el autor portugués es una
referencia. El eco de Eça de Queirós resuena en Wenceslao Fernández Flórez y en
Julio Camba, pero muy especialmente en el Valle-Inclán de las Sonatas, quien leyó
muy bien la obra queirosiana —aunque la tradujera mal— y de cuyo estilo, en
especial en su adjetivación, tanto aprendió.[1]
Eça de Queirós nació en 1845 en Póvoa de Varzim, población situada al norte de
Oporto. Era hijo natural del magistrado José María de Almeida Teixeira de Queirós y
de Carolina Pereira de Eça. Cuatro años después de su nacimiento sus padres se
casaron pero el niño siguió viviendo con sus abuelos paternos. Podríamos buscar
proyecciones de esta situación, aun a riesgo de abusar del psicoanálisis, en el entorno
familiar de sus personajes, siempre huérfanos, sin hermanos, criados por tíos o
abuelos. De hecho el propio Eça se desvinculó de su familia y sólo reclamó su
legitimación poco antes de su boda en 1886.
Con la excepción de las circunstancias de su nacimiento la biografía de Eça de
Queirós carece de grandes sucesos y de lances espectaculares. Entre 1861 y 1866
estudió derecho en Coimbra. La ciudad universitaria era entonces un microcosmos en
ebullición. El Portugal que ve nacer a Eça de Queirós ya no es el escenario de las
exaltadas luchas entre liberales y absolutistas de principios de siglo. Bajo la
monarquía constitucional de D. Pedro V y, sobre todo, de D. Luís I la política
portuguesa se remansa y se establece un turno de partidos casi ritual, muy semejante
al de la Restauración española, entre los Regeneradores y los Progresistas. Es la
asunción del triunfo burgués, blanco de los ataques de Eça en sus primeras novelas.
En medio de este marasmo controlado por un caciquismo rural férreo, claramente
manifiesto en La ilustre Casa de Ramires, sólo la aparición en 1874 del Partido
Republicano introduce elementos de desestabilización y de renovación. Este es el
marco estricto en que se gesta y se publica El primo Basilio. Pero si la situación
política era de una estabilidad forzada y aburrida la vida cultural era más interesante.
La agitación comenzó en 1865 con la llamada «Cuestión de Coimbra», una polémica
literaria a la cual la literatura prestó su voz para la expresión de un enfrentamiento
generacional que iba más allá del ámbito artístico. En la polémica se enfrentaron los
jóvenes poetas de Coimbra —un mínimo grupo de apenas dos integrantes: Teófilo
Braga, futuro presidente de la 1ª República Portuguesa, y Antero de Quental— y el
poder literario representado en Lisboa por Antonio José Feliciano de Castilho, el

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último superviviente de la primera generación romántica. El enfrentamiento tuvo su
origen en el poco afortunado prólogo laudatorio que este último escribió para una
obra de Pinheiro Chagas, uno de sus protegidos. La avalancha de panfletos y
contrapanfletos que durante dos años generó la polémica fue el indicador de la
inminencia del cambio. Pese a todo la «Cuestión de Coimbra» no fue, como a veces
se ha dicho, el enfrentamiento de una nueva generación realista contra los viejos
ultrarrománticos. En 1865 también Teófilo Braga, Antero de Quental y el propio Eça
de Queirós, que asistió a la polémica de Coimbra, como él mismo reconoció, como
mero espectador, son románticos, pero lo son con un romanticismo diferente al de sus
predecesores, lo son con otras influencias. Eça de Queirós nos dejó un inventario de
esas lecturas, llegadas por la nueva línea del ferrocarril: «Cada mañana traía su
revelación, como un nuevo sol. ¡Era Michelet que surgía, y Hegel, y Vico, y
Proudhon, y Hugo, convertido en profeta y justiciero de los reyes, y Balzac, con su
mundo perverso y lánguido, y Goethe, vasto como el universo, y Poe, y Heine, y creo
que ya Darwin y tantos otros!»[2] Se trata de una mezcla de romanticismo y
positivismo, especialmente marcado por el Hugo poeta social de Les Châtiments, que
debía chocar necesariamente con los Lamartine y Walter Scott de la generación
precedente.
Pero más allá de la polémica literaria, el efecto más claro de la Cuestión de
Coimbra sobre Eça de Queirós fue la admiración que despertó en él Antero de
Quental, líder indiscutible de los estudiantes de 1865. El joven Eça, que ya entonces
colocaba entre la fe y la realidad el filtro distanciador de la ironía, quedó fascinado
por la personalidad de Antero, en especial por su capacidad de entrega a un ideal
político y social.
En 1866, recién licenciado, empieza a publicar en Gazeta de Portugal sus
primeros textos, recogidos póstumamente bajo el epígrafe de Prosas bárbaras,[3]
sugerido por él mismo, ya en su madurez, con nostálgico distanciamiento. Al año
siguiente funda y dirige en Évora —de hecho lo elabora en su totalidad— el
periódico de oposición gubernamental O Distrito de Évora, verdadera escuela en la
que el joven Eça aprende sociología política y también practica la variedad de
registros que la prosa periodística le exige.
En 1869 tiene lugar uno de los hechos cruciales de su vida. El joven Eça de
Queirós, corresponsal del Diario de Noticias, y su amigo y futuro cuñado el conde de
Resende viajan a Suez para asistir a la inauguración del Canal, la gran obra de
ingeniería que alimentó el mito del progreso y el orgullo científico de los europeos y
fortaleció las bases del pensamiento positivista de mediados de siglo. Los dos amigos
embarcaron en Lisboa el 23 de octubre de 1869 y regresaron el 3 de enero de 1870.
Visitaron Egipto (Alejandría y el Cairo) asistieron a los fastos inaugurales del Canal y
prolongaron después su viaje hasta Palestina.

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Este viaje, tan cargado de resonancias artísticas, siguiendo las huellas de Gérard
de Nerval y de Flaubert, marca un hito en la evolución de la estética queirosiana. Los
folletines de la Gazeta de Portugal son todavía textos de iniciación, claramente
romántico-baudelairianos y resuenan fuertemente en ellos los ecos de las lecturas que
los alimentaron. A su regreso de Egipto y tras una lectura minuciosa de Flaubert, que
será su gran maestro de estilo, Eça cambia de rumbo estético:
«Este paralelo con Flaubert tiene razón de ser. Leyendo sus novelas Eça, antes
de Oriente, encontró una literatura enraizada en la realidad. Madame Bovary, esa
fue entonces la obra que más le entusiasmó. La visión necesita ser disciplinada.
Flaubert le enseñó a ver. Le faltaba tener algo que ver. Tan hondamente había
actuado ya sobre él el magisterio del maestro de Croisset que ciertos detalles de
Oriente Eça los ve como Flaubert los vio».[4]
Por otra parte este viaje real dio muchos frutos literarios. La posterior actividad
periodística de Eça le debe mucho. Desde las crónicas «De Port Said a Suez» para el
Diario de Noticias en 1870 hasta la serie de artículos «Los ingleses en Egipto»
(1882) publicados en la Gazeta de Noticias de Rio de Janeiro y recogidos en Cartas
de Inglaterra resuena el eco de este viaje. También su obra ficcional es un constante
testimonio de ese periplo mediterráneo. Además de los casos en que el viaje articula
el texto, como en La reliquia y en La correspondencia de Fradique Mendes,
encontramos ecos del viaje de 1869 en el periplo que en Los Maia Carlos emprende
para «[…] hacer esa cosa estúpida y siempre eficaz que se llama distraerse […]». El
protagonista de El mandarín para acallar sus remordimientos viaja también y acabará
por levantar su tienda «[…] ante las murallas evangélicas de Jerusalén […] «y
visitará «[…] ese largo Egipto monumental y triste como el corredor de un
mausoleo».
Este periplo norteafricano no es el único viaje que realizó Eça de Queirós, cuya
vida transcurrió bajo el signo del nomadismo profesional, pero es el único que dejó
huella en su obra; la literatura alimenta a la literatura y el «viaje a Oriente» tenía una
tradición y un significado del que carecía, por aquel entonces, el viaje por los Estados
Unidos, Canadá y América Central que Eça llevó a cabo entre mayo y noviembre de
1873 sin que dejara ningún rastro en su obra ficcional.
Un año después de este viaje a Oriente Eça de Queirós participó —ahora sí
activamente— en uno de los hitos más significativos de la cultura portuguesa de la
segunda mitad de siglo: las «Conferencias Democráticas» en el Casino de Lisboa. Las
«Conferencias del Casino» fueron la concreción práctica de las líneas programáticas
que Antero de Quental había aportado a la tertulia que, bajo el nombre de «El
cenáculo» reunía en la Travessa do Guarda-Mor a buena parte de la futura
«Generación del 70». Bajo la guía de Antero y la influencia del pensamiento de
Proudhon elaboraron un programa de renovación nacional que tenía como eje la

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necesidad de romper el aislamiento de Portugal y de integrarlo en los movimientos
culturales, políticos y sociales que agitaban Europa. El propio Antero se encargó de
exponer el manifiesto de este nuevo ideario en la conferencia inaugural del ciclo, el
22 de mayo de 1871, ideario recogido en un texto redactado por él mismo y firmado,
entre otros, por Teófilo Braga, Eça de Queirós, Manuel de Arriaga, Oliveira Martins y
Jaime Batalha Reis.
La conmoción provocada por este ciclo de conferencias, que incluía títulos tan
revulsivos como «Causas de la decadencia de los pueblos peninsulares» o «Los
historiadores críticos de Jesús», fue tal que un decreto ministerial prohibiendo la
continuación del ciclo abortó el proyecto el 26 de junio del mismo año. Por aquel
entonces Eça de Queirós ya había pronunciado su conferencia, que fue la cuarta. Su
contenido nos es accesible sólo a través de las reseñas de prensa, ya que debió de
basarse en un mínimo guión nunca publicado. El título también deja dudas, algunos
periódicos reseñaron «La moderna literatura» otros «El realismo como nueva
expresión del arte». En cualquier caso la conferencia recoge el punto en que se
encontraba la evolución literaria de Eça en 1871 y es también el primer análisis sobre
el realismo como corriente literaria que se hace en Portugal. Siguiendo a Proudhon,
Eça aboga por un arte revolucionario: frente a la decadencia del romanticismo el arte
debe volver a la realidad, describirla y actuar sobre ella. Se trata de un eclecticismo
entre las teorías sociales de Proudhon y las ideas de Taine sobre la influencia de
factores extraliterarios en la literatura. Si los periodistas reseñaron bien, lo que Eça
propugnaba en 1871 era una simbiosis entre realismo y naturalismo en la cual el ideal
literario era describir la realidad para, de acuerdo con una tesis ideológica previa,
transformarla.
La exposición de Eça de Queirós desencadenó una polémica sobre la «nueva
expresión del arte» que enfrentó —ahora así— a realistas y románticos. Pero la
conferencia era más que un ataque a la literatura establecida, era el prólogo teórico a
su propia producción ficcional entre 1874 (fecha del cuento Rarezas de una
muchacha rubia) y 1880 (inicio de su alejamiento del realismo con El mandarín),
época a la que corresponden sus dos grandes novelas realistas: El crimen del padre
Amaro y El primo Basilio.
El realismo-naturalismo portugués, que tiene, pues, como fecha «a quo» esta
conferencia de Eça, presenta puntos en común, pero también alguna notable
diferencia, con el caso español. En ambos casos el naturalismo es una estética
íntimamente relacionada con una ética, la del progresismo positivista de la segunda
mitad del siglo, y en algunos autores, no en todos, está cercana al pensamiento
socialista o anarquista. La novela —género literario por excelencia del naturalismo—
se convierte en un arma «científica» para la transformación de la sociedad. Apoyada
en la fisiología (Claude Bernard: Introducción a la medicina experimental), en el

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pensamiento político (Proudhon), en la historia y en la filosofía (Taine: Filosofía del
arte) y en las ciencias naturales (Darwin), la narrativa naturalista parte de un
apriorismo: mostrar los aspectos más perversos y nefastos de la sociedad para que
ésta, ante tan terribles retratos, se vea impelida, como consecuencia de esa catarsis, a
transformarse. La novela naturalista es, pues, de tesis y aspira a una regeneración
social y nacional. En España y en Portugal la coexistencia de un romanticismo tardío
con un realismo también tardío frente a un naturalismo que llegó a su tiempo produjo
una simultaneidad de ambas estéticas y también un inevitable conflicto con las
corrientes idealistas.
Pero hay algunas diferencias significativas. El realismo-naturalismo español es un
concierto polifónico con varias voces al mismo nivel. Galdós no apaga a «Clarín» ni
viceversa y se oyen también nítidas las voces de la Pardo Bazán, de Blasco Ibáñez y
también de sus oponentes, Valera y Pereda. El realismo-naturalismo portugués es casi
un solo a cargo de Eça de Queirós seguido por un coro a gran distancia: Teixeira de
Queirós, Júlio Lourenfo Pinto, José Augusto Vieira y Abel Botelho, todos ellos
mucho más naturalistas «strictu sensu» que Eça.
Los naturalistas portugueses se agruparon en torno a la Revista de Estudos Livres,
dirigida por Teófilo Braga y Teixeira Bastos, donde en 1885 aparecieron una serie de
artículos bajo el epígrafe genérico de «Novelistas naturalistas». En torno a esos años
(teniendo en cuenta que en 1875 Eça de Queirós publica la primera versión de El
crimen del padre Amaro, en 1878 El primo Basilio y en 1880 la tercera y definitiva
versión de El crimen del padre Amaro) se sitúa la polémica del naturalismo en
Portugal, casi paralelamente al discurrir de la misma polémica en España. Es
importante destacar que, en ambos países, la introducción de las nuevas corrientes
estéticas se produce en un marco de controversia casi violenta. La oposición española
entre la Pardo Bazán y «Clarín» de un lado (por mencionar sólo dos nombres) y
Valera y Pereda del otro, se produce en Portugal entre Eça de Queirós (con
reticencias), Lourengo Pinto y Fialho de Almeida frente a Pinheiro Chagas, Latino
Coelho y Camilo Castelo Branco. Casi todos estos escritores naturalistas tuvieron una
actitud ambigua de atracción-rechazo —psicoanalíticamente muy interesante— ante
la obra de Eça de Queirós. Admiraron sus primeras obras, las más cercanas al credo
oficial, aunque ya en ellas señalaron «desviaciones» de la ortodoxia naturalista, como
la ironía. A partir de la publicación de El mandarín (1880) se produjo la ruptura.
Tras el revuelo provocado por las «Conferencias del Casino». Eça de Queirós
cerró una etapa, la de los estudios, las tertulias y la agitación social y cultural para
entrar en la que será, ya para el resto de su vida, su profesión: la carrera diplomática.
El 16 de marzo de 1872 fúe nombrado cónsul de Portugal en La Habana y el 9 de
noviembre tomó posesión de su cargo. Su profesión diplomática se desarrolló
siempre en un discreto nivel, sin implicación política ni embajadas de primer orden,

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pero facilitó dos circunstancias de gran influencia en su obra: la posibilidad de
independizar creación literaria y necesidad económica y la de alejarse físicamente de
Portugal.
Eça no será, pese a sus constantes quejas de dificultades económicas, un
«profesional» de la narrativa como Camilo Castelo Branco o Balzac. Podrá permitirse
gestar una novela —caso de Los Maia— durante ocho años, corregir obsesivamente
una y otra vez los manuscritos y las galeradas sucesivas hasta convertirse en el terror
de los tipógrafos en una perpetua busca de la palabra precisa, de la expresión más
sugerente.
Si hay algo que caracteriza esencialmente la prosa de Eça de Queirós es lo que
Marichal llamó la «voluntad de estilo», el ansia de crear una forma de expresión que
fuera a la vez personal, nueva y perfecta. La voluntad de estilo es para él algo que
trasciende la pura perfección formal. Eça rehúye siempre en sus páginas la
confesionalidad directa, la expresión de un yo sentimental. La ironía es un arma
distanciadora, no es posible involucrarse íntimamente en una situación y
contemplarla irónicamente al mismo tiempo. Eça optó por esa visión distanciada de la
realidad pero a través de su obsesión por la palabra expresó su «paisaje interior».[5]
Bajo las fases aparentemente contradictorias de la evolución literaria queirosiana —
Eça romántico, naturalista, modernista, látigo de burgueses, cruel ridiculizador de la
Iglesia burocratizada o biógrafo de santos— fluye una única corriente común, más
profunda que la temática y la adscripción a una corriente literaria: la constante
voluntad de crear una prosa que fuera, como la define su «alter ego». Fradique
Mendes: «[…] algo cristalino, aterciopelado, ondulante, marmóreo, que solo, por sí
mismo, plásticamente, creara una absoluta belleza, y que, expresivamente, como
palabra, lo pudiese traducir todo, desde los más fugaces tonos de luz hasta los más
sutiles estados del alma.»[6] Esta «religión de la forma», en terminología queirosiana,
es lo más sobresaliente de su obra, lo que la levanta por encima de la media de los
novelistas de su época y lo que hace que más allá de la trama de su ficción, de las
anécdotas del argumento, se pueda releer una y cien veces una página queirosiana
encontrando en ella siempre algo nuevo. Como dijo Unamuno: «[…] en Eça de
Queirós hay muchas páginas, muchísimas, que tienen valor por sí. Se puede ojear al
azar, por aquí y por allá, una novela de Eça de Queirós. Cada perla del collar tiene
valor de por sí».[7]
Para la creación de este lenguaje que es en realidad, una forma de pensar Eça
contó con dos maestros principales, Flaubert y Almeida Garrett (1799-1854), el mejor
de los románticos portugueses. La influencia de Flaubert fue inmediatamente
percibida por los críticos, tanto por los favorables, que apoyaban la cosmopolitización
de la literatura portuguesa, como por los desfavorables que le acusaron de
empobrecer y afrancesar el léxico portugués. Eça de Queirós comparte con el autor

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de Madame Bovary el culto del estilo. Para Flaubert la superioridad del arte sobre la
vida era total, de una forma menos radical también lo era para el portugués.
La influencia de Garrett pasó más desapercibida pese a ser esencial y proceder de
su misma tradición literaria y de su misma lengua. Almeida Garrett fue el verdadero
renovador del portugués escrito, vio claramente el estancamiento provocado por el
divorcio existente entre lengua escrita y lengua hablada y trató, especialmente en su
obra más destacada, Viajes por mi tierra, de reducir esta distancia. Garrett tenía
además, como el propio Eça, una visión dialéctica de la realidad, un antidogmatismo
a la vez racional e instintivo. A ambos la vida se les ofrecía en una multitud de
aspectos. Para captar esa realidad facetada y poliédrica era necesario encontrar unas
fórmulas dúctiles, que permitieran aprehender el sentido fluente de la existencia,
fórmulas literarias que, como la adjetivación binaria y ternaria o el juego surgido de
la yuxtaposición de un adjetivo objetivo y uno de sugerencias subjetivas, permitieran
exponer los diversos ángulos de la percepción.
Eça fue acusado muchas veces de ser un escritor de léxico pobre, lo cual resulta
objetivamente cierto si se compara con la exuberancia vocabular de Camilo Castelo
Branco. Su defensa fue una paráfrasis de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los
pobres de léxico porque de ellos es el reino de la gloria».[8] En realidad era la defensa
de una prosa combinatoria, en la que pocas unidades léxicas sabiamente combinadas
podían crear un mayor efecto de fuerza, de gracia o de sugestión.
La segunda consecuencia de su «exilio consular» fue el alejamiento de Portugal,
es decir de los temas y de la realidad de su primera narrativa. Entre 1872 y 1900 Eça
sólo regresó a Portugal en los periodos de vacaciones. Esta distancia opera en dos
sentidos: por una parte provoca la progresiva idealización de su patria lejana, que irá
convirtiéndose en una Arcadia depurada por la memoria selectiva y que
literariamente mellará las duras críticas de su primera etapa; por otra parte fue
perdiendo poco a poco el contacto directo con la realidad sobre la que escribía. Mal
podía Eça plegarse a la ortodoxia realista de la observación inmediata estando a miles
de kilómetros del Portugal que era su materia literaria. Este conjunto de
circunstancias: el culto al estilo —que anula el objetivismo realista—, la visión
irónica y la imposibilidad de una mirada cotidiana sobre la realidad portuguesa le
alejaron paulatinamente de la ortodoxia naturalista y marcaron la evolución de su
narrativa.
La estancia de Eça de Queirós en Cuba fue breve. En noviembre de 1874 fue
destinado a Newcastle-on-Tyne, donde estuvo hasta ser trasladado a Bristol en 1878.
En total Eça permaneció en Inglaterra catorce años, hasta su nombramiento como
cónsul en París en 1888, Durante esos años se quejó amargamente en sus cartas,
como suelen hacer los diplomáticos, del clima inglés y de su gastronomía, pero
también profundizó en el conocimiento de la literatura inglesa, cuya vena irónica tan

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bien conectaba con su propio estilo. Esa influencia es muy notable en la ambientación
«inglesa» de Los Maia.
Los años de Inglaterra son los de la etapa realista-naturalista y también los del
progresivo abandono de esta corriente estética. A su regreso del viaje a Oriente Eça se
despide del romanticismo de Prosas bárbaras con El misterio de la carretera de
Sintra, una parodia de folletín romántico y rocambolesco, escrito en colaboración con
Ramalho Ortigáo, con quien colabora también en la serie de Las banderillas, crónicas
satíricas sobre la vida de Lisboa en las que Eça aguza su estilete contra los aspectos
más ridículos de la vida burguesa. En 1874 aparece en el Diário de Noticias el cuento
Rarezas de una muchacha rubia, su primer ensayo de prosa ficcional realista.
Decidido a predicar con el ejemplo las ideas de su conferencia escribe en sus años de
Newcastle las dos primeras versiones de El crimen del padre Amaro y El primo
Basilio. Las dos novelas son representativas del Eça de Queirós más estrictamente
naturalista, al menos en su contenido temático, ya que el uso irónico del lenguaje y
las distorsiones de la tesis moral marcan ya una cierta heterodoxia. El crimen del
padre Amaro es la aportación queirosiana al tópico realista del pecado carnal del
sacerdote, desde la óptica anticlerical de crítica a la hipocresía de una Iglesia
institucionalizada, y un análisis de las nefastas consecuencias de las vocaciones
inducidas y del celibato sacerdotal impuesto. El primo Basilio es también la
realización queirosiana de un topos epocal, el adulterio femenino en el seno del
mundo burgués; lo comentaremos más adelante.
También durante esta época Eça planea un ambicioso proyecto titulado «Escenas
de la vida portuguesa» o «Escenas de la vida real» que no llegaría a ver la luz más
que en la dudosa forma de las publicaciones póstumas refundidas por su hijo.
Deberían haber sido doce novelas cortas, relacionadas entre sí a través de algunos
personajes que, a la manera balzaquiana, servirían de nexo entre ellas. En octubre de
1877 Eça escribe a su editor Chardron indicándole los títulos junto con la explicación
del plan de la obra:
«Tengo una idea que creo que daría muy buen resultado. Se trataría de una
colección de pequeñas novelas entre 180 y 200 páginas que sería un retrato de la
vida contemporánea en Portugal: Lisboa, Porto, provincias […] todas las clases,
todas las costumbres entrarían en esa galería. La cosa podría llamarse “Escenas de
la vida real” […] Cada novela tendría después su título propio […] los personajes
de una aparecerían en las otras de manera que la colección formaría un todo…
[…]».[9]
Eça trabajó casi diez años en este proyecto que nunca terminó. ¿Por qué se
malogró este ciclo de novelas? Podríamos pensar que algo tuvieron que ver las
críticas del gran novelista brasileño Machado de Assis a El primo Basilio, que mucho
afectaron a Eça; pero sin duda tuvo mayor importancia la propia evolución estética

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del autor y un progresivo cansancio de las fórmulas realistas. Muchas de las novelas
anunciadas fueron abandonadas en diversas fases de realización, otras cambiaron de
rumbo y se convirtieron en extensas novelas que forman lo mejor de la producción
queirosiana, como Los Maia. Estas novelas —La capital, El conde de Abranhos,
Alves & Cia— en algunos casos difíciles de datar, que tienen en común haber sido
desechadas por su propio autor y encontrarse en niveles muy diferentes de
elaboración, constituyen el conjunto de publicaciones póstumas que Eça de Queirós
hijo reconstruyó, y en algunos casos casi escribió de nuevo, para darlas a la imprenta
en los años veinte.
A partir de 1880 Eça empieza a dar señales de cansancio del realismo e inicia un
nuevo rumbo estético. Es el año en que empieza a escribir Los Maia. Concebida al
principio como una más de las novelas breves de «Escenas de la vida portuguesa» se
convertirá en el proyecto más ambicioso de su vida. Varias veces Chardron anunciará
la inmediata publicación de la novela y varias veces deberá aplazarla, ya que el texto
no estuvo definitivamente listo hasta 1888. En esos ocho años la novela breve inicial
ha crecido hasta las 700 páginas y se han producido importantes modificaciones en la
óptica artística de su autor. También en el contexto cultural europeo las cosas habían
cambiado, el cansancio del realismo se acentuaba y se hacía general, la literatura
rusa, divulgada en Occidente por De Vogué propició formas de psicologismo distintas
a las anteriores y al espiritualismo de tintes franciscanos inspirados por el libro de
Sabatier se unen formas estéticas que preludian el modernismo y otros ismos
finiseculares. Los Maia refleja esa transición. A lo largo de la novela la descripción
realista de las clases altas de Lisboa se completa con la nueva importancia atribuida a
los sueños y premoniciones y con la construcción simbólica de la novela. La familia,
microcosmos simbólico como en la tragedia griega, refleja en el incesto entre Carlos
y María Eduarda da Maia, hermanos separados desde niños, el fracaso de todo un
mundo basado en el orden lógico del positivismo. También desde el punto de vista de
la técnica narrativa hay cambios significativos, el narrador más o menos objetivo e
impersonal —que en el caso de Eça nunca lo fue mucho— deja paso a la focalización
interna en los personajes y al discurso indirecto.
Mientras Los Maia proseguía su lenta gestación y para tranquilizar al pobre
Chardron, editor en la eterna angustia de la espera, Eça publica dos novelas breves
para entretener a sus lectores: El mandarín (1880) y La reliquia (1887). Son dos
novelas «novelescas», que rompen con toda su producción anterior. El mandarín es
un cuento filosófico, una fábula voltairiana basada en un tema de Chateaubriand:
¿matarías a un viejo mandarín en los confines de China si para ello sólo tuvieras que
tocar una campanilla y así heredaras su fortuna? Como era de esperar la resolución
queirosiana de este apólogo moral resultó muy distinta a la del romántico francés. La
reliquia es una novela sobre la hipocresía. Teodorico Raposo se ve obligado a fingir

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una religiosidad que no siente para heredar la fortuna de su muy beata tía. En su viaje
a Palestina «fabrica» una reliquia que va a asegurarle para siempre la anhelada
herencia. Por una burla del destino —y por un error en los paquetes— será el
camisón de su amante lo que aparezca en el oratorio de doña Patrocinio. Estas dos
novelas llenas de malévolo humor y de fantasía marcan el fin de la fase realista de
Eça de Queirós y el inicio de un camino literario que le llevará en muy pocos años al
modernismo —llamado en Portugal simbolismo— mucho antes de la aparición de
formas fin de siglo en la literatura española.
En el momento en que se produce este importante cambio de rumbo estético tiene
lugar un hecho decisivo también en la vida personal de Eça de Queirós. El 10 de
febrero de 1886 se casa con Emilia de Castro, condesa de Resende, la hermana menor
de su amigo de juventud y compañero en el viaje a Egipto. Con este enlace Eça entra
en un círculo de la sociedad portuguesa muy distinto a su burguesía de origen. Ya en
Los Maia los personajes pertenecen a la alta burguesía financiera y a la aristocracia y
en La ilustre Casa de Ramires el círculo descrito es el de la antiquísima aristocracia
rural. El joven airado de la tertulia proudhoniana del «Cenáculo» se remansa, el
martillo de clérigos y burgueses deja paso al refinadísimo estilista, el sarcasmo
evoluciona hacia una sutil ironía finisecular.
Finalmente, en 1888, vio cumplido su sueño de muchos años: dejar Inglaterra y
ocupar el consulado portugués en París. Allí vivirá hasta su muerte, allí nacerán sus
cuatro hijos y también allí recibirá las noticias que amargarán sus últimos años. A la
evolución de su dolencia intestinal, que le causará la muerte, se añadió el disgusto
producido por el «Ultimátum» inglés y, peor aún, por la reacción portuguesa. En
1890 el entonces todopoderoso Imperio Británico obligó a los portugueses bajo
fuertes presiones y amenazas a renunciar a sus aspiraciones de establecer una unión
territorial entre Angola y Mozambique que crearía de costa a costa de África un
amplio espacio colonial portugués. El «Ultimátum» fue recibido en Portugal como
una gran humillación nacional de efectos parecidos a la crisis del 98 en España. Pero
la reacción no pasó de un conjunto de superficiales medidas antibritánicas y no se
produjo ese verdadero movimiento de reflexión y de regeneración nacional que Eça
llevaba esperando tanto tiempo.
Al año siguiente, en setiembre de 1891, le llega la noticia del suicidio de Antero
de Quental. Eça dedicó entonces a su amigo muerto unas páginas de una intensidad
afectiva rara en la obra queirosiana significativamente tituladas «Un genio que era un
santo». En 1895 le sacude la noticia de la muerte de otro gran amigo, Oliveira
Martins, historiador y político, cuya influencia equivale en estos años a la ejercida
por Antero en su juventud.
Entre esas noticias de muerte y su propio dolor Eça de Queirós sigue escribiendo.
Datan de esos años La correspondencia de Fradique Mendes, primero publicada en

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folletines, La ilustre Casa de Ramires, y La ciudad y las sierras. El protagonista de
La correspondencia de Fradique Mendes es un héroe decadente con la obsesión por
la estética del Floressas des Esseintes de Huysmans pero sin sus sufrimientos y taras
hereditarias. Fradique es un superhombre, un modelo fin de siglo, y con tal suma de
perfecciones como protagonista no puede construirse una novela. Eça crea una
biografía —casi hagiográfica— y un epistolario que lo muestra «entregado a la
ocupación de pensar». En esas cartas alterna los destinatarios reales (Oliveira
Martins, Ramalho Ortigáo, el propio Eça) con los imaginarios y con todos ellos
Fradique-Eça teoriza sobre política, religión, arte y literatura. Estamos en las
antípodas temáticas y estéticas de El crimen del padre Amaro.
La ilustre Casa de Ramires, en la estela del «Ultimátum» inglés, es una novela
sobre la humillación. Novela simbólica, en la que Gonzalo Mendes Ramires, último
descendiente de una ilustrísima familia cuya decadencia corre paralela a la de su país,
es el propio Portugal del presente. Las teorías queirosianas de una regeneración
mediante el dolor se unen ahora a las ideas de Oliveira Martins para mostrarnos cómo
Gonzalo tendrá que descender a la sima de su propia cobardía, de su comodidad, de
su claudicación moral, para ser capaz de remontar y de reconducir su propia vida
buscando en Mozambique una inyección de fuerza y de vida.
Las últimas obras de Eça de Queirós son sorprendentes. El joven satánico y
baudelairiano de Prosas bárbaras, el naturalista «escandaloso» de El crimen del
padre Amaro y El primo Basilio, el humorista de El mandarín y La reliquia, el
refinado esteta de La correspondencia de Fradique Mendes, sufre entre 1890 y su
muerte en 1900 una curiosa «conversión» que le conduce a la que se ha llamado fase
hagiológica o fase nacionalista. La ciudad y las sierras es un ensueño arcádico en el
que el hipercivilizado e infeliz Jacinto, habitante de un palacio parisino repleto de las
últimas tecnologías —y de algunas de ciencia ficción, que Eça describe con la
maestría de Julio Verne—, descubrirá la esencia de la felicidad en la aurea
mediocritas de sus reencontradas propiedades en las tierras del norte de Portugal. En
esta novela vemos el efecto producido por su largo exilio consular. Portugal se ha
depurado en el recuerdo, la mirada de Eça sobre su país, como la de Jacinto, es la del
urbanita que añora —a veces sin él saberlo— la Arcadia perdida. La ciudad y las
sierras fue recibida como la reconciliación de Eça con su patria, a la que había
fustigado en tantas páginas; en realidad se trataba de algo más profundo. Un hombre
prematuramente envejecido por la enfermedad y por el dolor vive en la ciudad con la
que tanto soñó para acabar descubriendo que no responde a sus expectativas de tantos
años y desde la inmensa metrópolis de Baudelaire sueña con un paraíso perdido que
es más la juventud y la fuerza que el propio Portugal.
Más desconcertantes aún son las Leyendas de santos que deja inacabadas. Vidas
de santos quizá inexistentes —San Onofre, San Frei Gil, San Cristóbal—

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impregnadas de un profundo franciscanismo, como si un socialismo evangélico
hubiera sustituido al Proudhon de su juventud, escritas en una bellísima prosa que
demuestra cuál es el hilo conductor de toda su producción: la creación de ese
lenguaje prosístico nuevo en la literatura portuguesa.
Pero no es ese sorprendente giro espiritualista del último Eça el que ahora nos
ocupa. Volvamos atrás, a la fase naturalista, para reencontrar El primo Basilio, la
novela que les presentamos.
A través de la correspondencia queirosiana y de los estudios de Ernesto Guerra da
Cal[10] podemos seguir la génesis de El primo Basilio. La novela fue escrita en
Newcastle y una primera redacción estaba casi lista en 1876. Fue planeada como
parte del proyecto balzaquiano «Escenas de la vida portuguesa» y un primer borrador
llevaba como título «El primo Joáo de Brito».[11] Se trata de un texto autógrafo de 71
páginas, sin fecha, datable por las alusiones del propio autor en su correspondencia
alrededor de 1875. Este primer germen presenta muchos puntos en común con el
texto definitivo en cuanto a la intriga, los personajes y la técnica narrativa. El
adulterio se perfila ya como motivo central, pero personajes esenciales como Juliana
y el Consejero Acácio —llamado Major Pimenta— están menos desarrollados.
La intención original del autor, como en otros casos, era posiblemente hacer una
novela corta. El manuscrito de El primo Basilio está fechado con la indicación
«setiembre de 1876-setiembre de 1877» y las primeras entregas llegaron a la
imprenta en mayo de 1877. La primera edición de 3000 ejemplares apareció en
febrero de 1878 (Livraria Internacional de Ernesto Chardron, Porto-Braga, 1878, 636
págs., 18’5 cm.), se agotó en tres meses y despertó un fuerte movimiento crítico a
favor y en contra. Entre las críticas negativas son especialmente destacables las de
Machado de Assis y Fialho de Almeida. Previamente se publicó un fragmento
titulado «El primo Basilio. Un té en familia» en el Diàrio da Manhà de Lisboa
13/X/1877, pero no llegó a publicarse la versión completa en folletines porque el
autor frenó esa publicación con la que no estaba de acuerdo.
La segunda edición —ahora con el subtítulo «Un episodio doméstico»— apareció
a principios de 1879 aunque lleva fecha de 1878. Fue completamente revisada y
corregida por Eça y presenta diferencias considerables respecto a la primera. Ésta es
la única edición que el autor consideró válida para cualquier traducción o edición
posterior. La última edición en vida de su autor se publicó en 1887 (Livraria
Internacional de Ernesto Chardron, Casa Editora Lugan & Genelioux, Sucessores,
Porto, 1887, 608 págs., 18’5 cm.). Se anunció como edición corregida, pero Eça no
llegó a recibir las pruebas finales, hecho que le causó un gran enfado dado su
obsesivo afán de corrección. Se sentía, además, muy lejos ya de la estética realista-
naturalista y siempre había mantenido malas relaciones con esta novela, como
observamos en una carta a Ramalho Ortigáo de 1877, anterior a la publicación de la

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primera edición:
«He acabado el Primo Basilio, una obra falsa, ridícula, afectada, deforme,
sentimentaloide y estupefaciente. Ya la leerá, es decir, la dormirá. Sería largo
explicar cómo yo, que soy cualquier cosa menos insípido, pude hacer una obra
insípida».[12]
Pese a todos sus defectos y al poco aprecio que su autor sentía por ella El primo
Basilio ha sido una novela con fortuna editorial internacional. La novela ha sido
traducida a once lenguas: alemán, francés, inglés, italiano, holandés, checo, serbo-
croata, eslovaco, esloveno y también, lógicamente, al español. Algunas de estas
versiones se publicaron todavía en vida de Eça y han conocido varias reediciones.
La más antigua de las traducciones españolas es una versión anónima —y pirata
— publicada en Madrid en 1884. En una fecha indeterminada entre 1900-1920
aparece otra traducción anónima para la colección «La Lectura». En 1927 (Madrid)
una traducción de Elizabeth Mulder de Dauner. Con el desastre editorial español de la
posguerra y la censura eclesiástica sobre Eça de Queirós las traducciones de esos
años se publican en Buenos Aires (1941, traducción de Francisco Lanza, reeditada en
1944; 1943, traducción de Juan Bautista Casas, reeditada en 1944). Con motivo del
centenario de Eça de Queirós se publica en Madrid en 1948 (Ed. Aguilar) la
traducción de las obras completas del autor portugués a cargo de Julio Gómez de la
Serna, posiblemente la mejor versión al español en su conjunto. Esta edición de las
obras completas ha sido reeditada en 1959 y en 1965. Más recientemente se ha
publicado en Barcelona (Planeta 1981) una nueva traducción a cargo de Rafael
Morales. Esta versión ha sido reditada en 1984.
Mención aparte, por tratarse de un caso especial en todos los sentidos, merece la
traducción firmada por Valle-Inclán alrededor de 1902 —la primera edición no lleva
fecha— para la editorial Maucci de Barcelona y reeditada en 1904, 1918, 1925, 1958,
1962 y 1983. La calidad de esta traducción condice mal con la maravillosa literatura
de don Ramón. El texto es cortado arbitrariamente muchas veces, sin más criterio que
el de abreviar las descripciones; las construcciones sintácticas y las expresiones
hechas del portugués aparecen calcadas en castellano, con el lógico perjuicio del
espíritu de la lengua y los contrasentidos y errores denotan una poca familiaridad con
la lengua original casi imposible en un gallego. Veamos sólo un ejemplo:
«E teu marido —perguntava ele— Quando vem?
—Nao fala em nada, (no dice nada). Ou entao: —Nao recebi carta, nao sei nada
[…]»[13]
Trad.:
«¿Cuándo viene?
—No nos hace falta —respondía Luisa. —Ni he recibido carta ni sé nada f…]»[14]
La conclusión a que nos llevan estos desatinos es que esta versión (como la de La

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reliquia y la de El crimen del padre Amaro) fue hecha a toda prisa, para satisfacer la
urgencia del editor Maucci y la penuria económica del traductor. Podemos incluso
preguntarnos si fue realmente el propio Valle-Inclán quien la hizo, ya que más
adelante se desentendió de su responsabilidad en esos trabajos, llegando a atribuir su
autoría, en una entrevista concedida en Buenos Aires, a su mujer, Josefina Blanco.
Paradójicamente, estas pintorescas traducciones marcan el inicio de los años de
mayor auge de la presencia queirosiana en España. Esta época dorada es la
comprendida entre 1910 y 1930 y coincide con la generación novecentista, que tantas
afinidades estéticas presenta con Eça de Queirós.
El primo Basilio es una novela de tesis sobre las consecuencias personales,
familiares y sociales del adulterio femenino, uno de los grandes topoi de la narrativa
realista. Podemos establecer brevemente un sucinto listado de esos grandes temas que
en muchos casos se combinan entre sí en las novelas: el testimonio del surgimiento
de las metrópolis y el cambio en las relaciones humanas que trajo consigo; las
imágenes del sacerdote ambicioso y del sacerdote lascivo, derivadas de la crítica
anticlerical de raíz liberal o socialista; la importancia del teatro, la ópera o los bailes
de Carnaval (¿en cuántas de estas novelas los personajes asisten a la representación
del Fausto de Gounod?, la ópera burguesa por excelencia); el auge de la banca y la
importancia de todo el entramado financiero, tan claro en La fiebre de oro de Narcís
Oller; la inactividad y el diletantismo, verdadero cáncer que devora a las clases que
deberían regir la sociedad; la emergencia del «cuarto estado»; el tema, tan
dostoyevskiano, de la prostituta honrada, etc. Pero, entre todos ellos, el gran topos del
adulterio femenino, generalmente combinado con uno o más de los temas
anteriormente citados[15] adquiere una recurrencia casi obsesiva en la narrativa
europea de la segunda mitad del siglo XIX.[16]
La novela de Eça de Queirós es la aportación portuguesa a este tema tan
claramente epocal, pero, a diferencia del texto flaubertiano, El primo Basilio lleva por
título el nombre del amante, no el de la adúltera, aunque este hecho no se traduzca
literariamente en una localización en este personaje, como hará Galdós en Lo
prohibido. El foco de la narración es Luisa, una joven esposa burguesa lisboeta, sin
hijos, casada con Jorge, un ingeniero de minas a quien quiere —y esto supone ya una
alteración del modelo— lo cual no le impide caer en los brazos de su primo Basilio,
ex amor de adolescencia y don Juan sin grandeza, que regresa a Lisboa muy
oportunamente, después de unos años de estancia en el Brasil, precisamente cuando
Jorge estará fuera de su casa unos meses por motivos de trabajo.
En su aventura con Basilio, porque sería exagerado hablar de gran pasión, Luisa
cree realizar sus sueños de ser una gran amante, aprendidos en las novelas románticas
que alimentan sus horas vacías y en las conversaciones con su amiga Leopoldina, que
encadena el fin de una aventura amorosa con el inicio de otra y resume en una frase

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lapidaria la esencia del «bovarismo»: «—¿Qué quieres? Cada vez creo que es una
pasión y cada vez me sale un latazo». Basilio tiene además una vida «interesante», ha
estado en países lejanos, ¡ha estado en París!, Luisa cederá, inevitablemente, ante
tantas fuerzas sociales y psicológicas impulsándola a la vez hacia el adulterio.
En 1878, en carta a Teófilo Braga, Eça expuso claramente cuáles habían sido sus
intenciones con El primo Basilio. La cita es larga, pero la voz del autor puede
explicar mejor que nadie el propósito de su novela:
«El primo Basilio presenta, sobre todo, un pequeño cuadro doméstico, muy
familiar para quien conoce bien la burguesía de Lisboa: la señora sentimental, mal
educada, ni siquiera espiritual […] llena de novelas, de lírica, con el temperamento
sobreexcitado por la ociosidad y por la finalidad misma del matrimonio peninsular,
que es normalmente la lujuria […] por otro lado el amante, un canalla, sin la
justificación que puede dar la pasión, que lo que pretende es la vanidad de una
aventura y el amor gratis. Por otro lado, la criada, en secreta rebelión contra su
condición, ávida de desquite. […] Una sociedad sobre estas falsas bases no conoce
la verdad: atacarlas es un deber. Y desde esta perspectiva El primo Basilio no está
del todo fuera del arte revolucionario, creo […] los Acádos, Ernestos, Saavedras, los
Basilios, son formidables obstáculos, son una buena causa de anarquía en la
transformación moderna: merecen compartir con el Padre Amaro los bastonazos del
hombre de bien».[17]
La intención es clara, pero ése es precisamente el problema. Cuando el novelista
quiere dar demasiados bastonazos la trama se resiente. Es demasiado obvio que la
construcción narrativa está al exclusivo servicio de un apriorismo. Poco después de la
publicación de El primo Basilio el escritor brasileño Machado de Assis publicó un
artículo sobre las dos obras de Eça conocidas hasta entonces, El crimen del padre
Amaro y El primo Basilio.[18] La crítica fue dura y no le faltaba razón en muchos
puntos. La objección principal de Machado de Assis a El primo Basilio es el uso
constante de «deus exmachina» —el oportuno aneurisma que pondrá fin al chantaje
de la criada Juliana, las misteriosas fiebres cerebrales que Luisa contrae y que le
causan la muerte, etc.— para no desviar el rumbo de la tesis. Esta necesidad de
encaminar constantemente la acción lleva a incongruencias narrativas y contribuye
especialmente a debilitar la construcción literaria de la protagonista. Entendemos
muy bien por qué Emma Bovary engaña a su marido, nos resulta más difícil
comprender la infidelidad de Luisa. Machado de Assis hace notar además la
deformación de la moralidad de la historia, que se resiente de ese uso abusivo de
calamidades fisiológicas. Debido a ellas la moral de la obra no es la condena del
adulterio femenino sino una advertencia destinada a la elección cuidadosa de los
criados, ya que el único factor que se opone, al parecer, a la felicidad matrimonial de
Luisa tras su momentánea «caída» son las cartas que obran en poder de la criada

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Juliana.
El propio autor era consciente de los fallos de esta novela:
«El estilo tiene limpidez, fibra, transparencia, precisión, “netteté”, pero la vida
no vive […] Los personajes —ya lo verá— no tienen la vida que nosotros tenemos:
no son del todo “des images découpées”, pero tienen una musculatura gelatinosa:
oscilan, se desparraman como los quesos “da Serra” […] nunca haré nada como el
Padre Goriot ¡y conoce muy bien la melancolía que en tal caso adquiere la palabra
nunca!».[19]
Efectivamente éste es el principal defecto de El primo Basilio: los personajes
«serios», los que debían llevar el peso de la crítica —Luisa y Basilio— no son
verdaderamente seres humanos sino conceptos encarnados, símbolos sociales. La
adúltera Luisa es la síntesis de los defectos de educación femenina burguesa que Eça
había fustigado en su «banderilla» de 1871: es ociosa, no tiene hijos, carece de una
sólida vivencia religiosa, se ha educado a base de novelas románticas, etc.
Ahora bien, pese a todos esos defectos El primo Basilio es una novela
extraordinaria en sus personajes secundarios, en su carácter de retrato de una
sociedad y en algunos pequeños detalles que suponen innovaciones sorprendentes.
Eça de Queirós introdujo en El primo Basilio —deberíamos preguntarnos hasta qué
punto fue consciente de ello— un elemento extraordinario, aparentemente mínimo,
que en el contexto decimonónico acentúa la «monstruosidad» de Luisa pero que en el
nuestro adquiere otra dimensión: cuando Luisa descubre lo lejos de sus héroes
románticos que está ese Basilio que fuma puros ante ella y que no ha sido capaz de
proporcionarle más nido de amor que un cuchitril infecto está a punto de
abandonarlo; pero Basilio la seduce de nuevo, no con palabras o con actitudes
románticas tomadas de las novelas, sino enseñándole una forma de placer que ella
desconocía:
«[…] le besó respetuosamente las rodillas y entonces le hizo en voz baja una
petición. Ella se puso colorada, sonrió; decía ¡no!, ¡no! Y cuando salió de su delirio,
se tapó el rostro con las manos, muy colorada, y murmuró con reprensión: —¡Oh
Basilio! Él se retorcía el bigote, muy satisfecho. Le había enseñado una nueva
sensación: ¡ya no se le escapaba!».
Posiblemente fuera éste el pasaje que «le suspendió el respiro» a Miguel de
Unamuno:
«Lo primero que de Eça de Queirós leí, siendo un mozo, fue O Primo Basilio. Era
el tiempo en que aquí hacía furor Zola. No puedo recordar el efecto estético, de arte,
que me produjera. Sólo recuerdo otro efecto. Sólo recuerdo que al llegar a cierto
pasaje y a una frase que aún, a través de los años, me retintina en la memoria, se me
suspendió el respiro. Pero no fue ello pura emoción estética de arte».[20]
Tenía razón don Miguel para azorarse. Esta afirmación, brutal para la época, del

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poder del deseo físico, de ese deseo físico femenino que no existía —más que como
patología— ni para los poetas, ni para los médicos, ni para los filósofos, es uno de los
detalles más innovadores del texto queirosiano. La adúltera queirosiana no busca en
su amante «espíritu y sensibilidad», busca unas sensaciones que su marido no le ha
proporcionado.
Esta «nueva sensación» es tan poderosa en el ánimo de Luisa como las novelas
románticas que fueron anatomizadas por todos los realistas —siguiendo al pie de la
letra Amor y matrimonio de Proudhon— en una verdadera cruzada contra la mujer
lectora que olvidaba su verdadera función de «ángel del hogar».
De hecho la mujer, en ciertas clases sociales, siempre ha sido lectora, quizá más
que el hombre, porque ha dispuesto de más tiempo y el hombre siempre ha temido la
fuerza de ese otro mundo de ficción en el que la mujer se adentraba en solitario y a
través del cual se alejaba de su control. Por otra parte, paradójicamente, esa otra
realidad, generalmente mucho más atractiva, eran otros hombres, los escritores,
quienes se la ofrecían. También las novelas de «adulterio» son textos sobre mujeres
escritos por hombres, y desde una perspectiva muy ambigua: piedad individual para
su heroína pero condena social de su acción. Las mujeres encontraban, pues, un
placer que era casi un adulterio espiritual, en la imaginación y en las palabras de otro
hombre y a veces amaban tanto a los personajes de esas novelas que daban a sus
hijos, a los que tenían en la realidad, con su marido legítimo, el nombre de esos
héroes de ficción que habitaban sus sueños. En Alves & Cia el protagonista carga con
el nombre de Godofredo a causa de las lecturas de su madre. María Monforte,
personaje de Los Maia, decide bautizar a su hijo con el nombre del héroe de su
novela favorita, naturalmente de Walter Scott.
De nada servía que todavía en 1837 se pusieran impedimentos a las mujeres para
entrar en la Biblioteca Nacional (aunque la ley las autorizaba a hacerlo)[21]. Los
nombres de ciertas colecciones literarias indican a las claras quiénes eran sus lectores,
es decir sus lectoras: Biblioteca de señoritas; Biblioteca de tocador, Museo de las
hermosas etc. Añadamos a esto el fenómeno de la «suscripción» —cuenta abierta en
una librería para la adquisición de novelas— también mayoritariamente femenino.
Emma Bovary, Ana Karenina, Luisa, todas tienen esas cuentas para un viaje al
ensueño. Estas remesas de las librerías eran la única arma para luchar contra el
aburrimiento que tenían unas mujeres condenadas a la más absoluta inactividad. Pero
también esa evasión era perversa. Para las mujeres «tener literatura» siempre es
negativo, las convierte en un ser no natural, es decir en un monstruo. Como demostró
Flaubert, entre una lectora romántica compulsiva y una adúltera hay un trecho muy
breve, como en el caso de Raquel Cohén en Los Maia o el de María Monforte en la
misma obra, que tenía literatura y así le fue, acabó fugándose con un príncipe italiano
y convertida en demimondaine.

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En sus lecturas las mujeres encontraban héroes, el espacio para un sentido épico
de la existencia que el mundo burgués había desterrado. Y esos héroes de otro mundo
y de otra época aparecían teñidos de todas las perfecciones, muy superiores a los
maridos reales que ellas encontrarían. ¿Cómo podía Charles Bovary competir con
Rob Roy?
No es casual esta comparación con un personaje del autor escocés. Walter Scott
(1771-1832) fue el novelista que pobló de héroes los sueños de las mujeres del siglo
XIX. La técnica de Walter Scott consiste básicamente en presentar figuras históricas
como secundarios pero dar el protagonismo a personajes de ficción que puedan
representar el arquetipo heroico de Occidente. Lo que las lectoras bovaristas
encuentran en la lectura de Walter Scott es el indestructible mito heroico: misión,
juventud, belleza, muerte que valoriza la vida, belleza… lo contrario de la
cotidianidad de sus maridos, puesto que el héroe siempre es representado en
exaltación.
También Luisa había leído mucho a Walter Scott:
«[…] Leía muchas novelas; tenía una suscripción mensual en la Baixa. De
soltera, a los dieciocho años se había entusiasmado con Walter Scott y con Escocia
[…] y había amado a Ervandalo, Morton e Ivanhoe, tiernos y graves, con la pluma
de águila sobre el gorro, sujeta a un lado por el cardo de Escocia de esmeraldas y
diamantes».
Los héroes literarios fueron el primer amor de muchas mujeres. Cuando Luisa y
su amiga Leopoldina, la encallecida adúltera, beben más de la cuenta hablan de esos
primeros amores con emoción:
«La “Traviata” recordó a Luisa “La dama de las camelias”; hablaron de la
novela; recordaron episodios… —¡Qué pasión tuve de jovencita por Armando!— dijo
Leopoldina. —Y yo por D’Artagnan —exclamó ingenuamente Luisa. Se rieron
mucho».
Desde el punto de vista literario estas novelas son la respuesta realista a la estética
romántica del anhelo infinito. El desnivel entre la expectativa que han generado en
las mujeres las novelas románticas (el eterno motivo de Cenicienta esperando al
príncipe) y la realidad que les espera (Charles Bovary o, en el mejor de los casos,
Alexei Karenin) origina el desastre.
Basilio será el nuevo D’Artagnan —con habilidades, como hemos visto, que van
más allá de los poderes de un personaje literario— de Luisa, pero como «hombre
fatal» la arrastrará desde su posición de «torre inexpugnable» —porque para la tesis
de estas novelas la esposa debe ser fiel hasta que deja de serlo, en una forma de
«caída del estado matrimonial» como situación edénica— a «flor marchita».
Sería casi ingenuo recordar que nunca sucede lo mismo con los hombres. El tema
del adulterio es indisoluble de la doble moral burguesa. La familia es el núcleo de la

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economía burguesa generada en los pequeños talleres de los gremios y la herencia es
su pilar. El adulterio masculino no comprometía esencialmente esa transmisión
patrilineal de la fortuna familiar porque la legitimación de un hijo no matrimonial del
hombre era siempre una decisión voluntaria de éste. Ahora bien el adulterio
femenino, que llevaba consigo la imposibilidad de asegurar la paternidad, introducía
el peor factor de desestabilización posible para la mentalidad burguesa: la ruptura de
esa patrilinealidad de la herencia.
El matrimonio burgués era una relación afectiva —o eso se suponía— pero era
también un contrato en el sentido moderno. En el Antiguo Régimen la vida del
hombre estaba regida por muchas estructuras y normas sociales pero a partir del siglo
XIX estos lazos convergen en torno a la idea rousseauniana de contrato y entre todos
ellos destaca el contrato por excelencia, la unión matrimonial, eje de toda la sociedad.
De esta forma el adulterio de la mujer se convierte en un asalto frontal a toda la
estructura social y en su condena coinciden todos, conservadores y socialistas,
ultracatólicos y librepensadores. El adulterio femenino es sentido como una triple
traición: al contrato interpersonal —ya que el matrimonio burgués, como decíamos, a
diferencia del aristocrático, presupone el afecto entre los cónyuges— al contrato
social de constitución de familia y al contrato religioso firmado ante Dios, de ahí los
remordimientos religiosos de algunas de estas adúlteras.
Por otra parte el adulterio de la mujer vulnera otro principio del mundo moderno:
la privacidad del hogar. El amante es el intruso en casa, el usurpador que ocupa un
lugar que no le pertenece. En Alves & Cia (breve novela en la que Eça revisa desde la
distorsión moral de fin de siglo, cuando ya no es necesario que la adúltera se arroje a
las vías del tren, el tema del adulterio femenino). Godofredo, el marido, encuentra a
su mujer abrazada a su amante, que es su amigo —más grave aún, su socio comercial
— en su casa, en su salón, en su sofá, la traición se agrava con la invasión del
espacio.
Si la mujer adúltera pone en causa todos los pilares de un orden que la sociedad
burguesa cree «natural» debe de tratarse de algo aún peor que la mujer-demonio de
los románticos. Como aberración natural y moral la adúltera es, como afirmó
Schopenhauer de manera diáfana, un monstruo:
«Ante todo, preciso es considerar que el hombre propende por naturaleza a la
inconstancia en el amor y la mujer a la fidelidad. El amor del hombre disminuye de
una manera perceptible a partir del instante en que ha obtenido satisfacción. Parece
que cualquier otra mujer tiene más atractivo que la que posee; aspira al cambio. Por
el contrario, el amor de la mujer crece a partir de ese instante. Esto es una
consecuencia del objetivo de la naturaleza, que se encamina al sostén, y por tanto, al
crecimiento más considerable posible de la especie. […] De aquí resulta que la
fidelidad en el matrimonio es artificial para el hombre y natural en la mujer, y por

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consiguiente (a causa de sus consecuencias y por ser contrario a la naturaleza), el
adulterio de la mujer es mucho menos perdonable que el del hombre».[22]
Recordemos que la mayoría de estos personajes —Ana Ozores, Obdulia Fandiño,
Luisa, Leopoldina, etc.— no tienen hijos. Los errores de la naturaleza son estériles, la
selección natural darwiniana, tan de moda en la época, impide la reproducción del
yerro.
Por otra parte el tema del adulterio femenino plantea, de manera colateral, uno de
los grandes problemas de la modernidad: el conflicto de derechos que se origina con
el uso de una libertad individual que choca con la libertad y derecho de los otros.
Durante siglos el sentido de lo colectivo fue muy superior al sentido de lo privado.
Cuando Saint-Just proclama en la tribuna de la Convención «la felicidad es una idea
nueva en Europa» se está refiriendo a la consagración moderna del derecho a la
felicidad individual por encima de la obediencia debida a los intereses del grupo.
Cuando las «bovaristas» se lancen a la busca, muchas veces desesperada, de esta
felicidad individual que ya sienten como derecho inalienable, chocarán,
irremisiblemente, contra el derecho a la felicidad del grupo —la familia y la sociedad,
que no desea verse perturbada por elementos incontrolados— y contra el derecho a la
felicidad de otro individuo, el marido, cuyas prerrogativas el mundo burgués del siglo
XIX considera siempre superiores a las de la esposa.
El adulterio femenino resulta, pues, condenable desde todas las perspectivas de la
época. Pero lo que se condena no es tanto el hecho en sí, como el escándalo, el
verdadero pecado imperdonable en la sociedad burguesa. Leopoldina es una
contumaz del adulterio, pero no resulta castigada más que con el rumor; Obdulia y
Visitación son notorias en Vetusta, pero al no haber escándalo público no hay castigo
para ellas. Sólo aquellas que osen desafiar públicamente a la sociedad —Emma
Bovary, Ana Karenina— o que tengan la desgracia de que su caso se haga público
con pruebas irrefutables —Ana Ozores— deberán expiar su culpa.
En el caso de Luisa —otro fallo de la trama— el escándalo público no existe.
Pero Eça le coloca una bomba de relojería en casa: la criada Juliana. Juliana Couceiro
Tavira es el mejor personaje de la novela. Vieja solterona ácida, ha nacido para
perder, para ver cómo sus señoras tienen ricos vestidos, hermosas joyas, y viven en la
ociosidad más absoluta idolatradas por sus maridos mientras ella tiene que levantarse
al amanecer para no parar de trabajar hasta caer rendida en una cama dura de la peor
habitación de la casa, porque hasta los baúles reciben mejor trato. Juliana odia a todas
sus señoras, pero no con una real conciencia de clase. Ella sólo sabe que es
desgraciada y que quiere —volvemos a los derechos individuales— ser feliz. Juliana
espiará a Luisa sin descanso. Desde el principio sabe, con malvada intuición, que el
«primo de la señora» es algo más, pero necesita pruebas. El tonto descuido de Luisa
se las facilita. Interrumpida por D. Felicidade y por la llegada de la costurera, Luisa

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tira a la papelera la carta de amor que estaba escribiendo para Basilio. Juliana se
apresura a recogerla ¡ya tiene su prueba! A partir de ese momento empieza el
chantaje y ahí sí la obra de Eça es magistral.
El enfrentamiento entre las dos mujeres, entre las dos clases sociales, es de un
intenso dramatismo. Al principio parece que el chantaje de Juliana no puede
funcionar porque Luisa no tiene dinero propio, un dinero que no deba justificar ante
Jorge. La única forma de obtenerlo, convertirse en la amante del banquero Castro,
como le sugiere Leopoldina, es inaceptable para ella. Una cosa es amar, o creer amar,
a Basilio y otra cosa es un adulterio meramente por motivos económicos. Juliana
nunca cobrará en metálico, pero sí recibirá otro tipo de prebendas del ámbito
exclusivo del poder femenino: vestidos y privilegios laborales.
Luisa paga con ropa —la moneda femenina— el importe del chantaje de Juliana:
«Luisa volvió a la habitación, alborozada; era como una persona perdida en la
noche, en un descampado, que de repente, a lo lejos, ve brillar la luz tras un cristal.
¡Estaba salvada! ¡Se trataba de cubrirla de regalos hasta hartarla! Empezó a pensar
qué más le podría dar, poco a poco, el vestido morado, ropa blanca, el batín viejo
[…]».
Lentamente Juliana, va perfeccionando ese chantaje alternativo hasta que se
produce una inversión de los roles señora/criada que le permite leer tranquilamente el
periódico tendida en la chaise-longue mientras Luisa almidona y plancha. La
venganza es completa. Ahora Luisa sabrá lo que cuesta almidonar y planchar cubre-
corsés y camisas. Cuando Juliana consigue que Luisa entre por primera vez en su
vida en el cuarto de coser y le pone una plancha de maloliente carbón en las manos ha
hecho, a su manera, la revolución.
Cuando Jorge regresa la situación está estabilizada. Naturalmente percibe que
algo ha cambiado en la relación entre su mujer y la criada pero una hábil mentira de
Luisa soluciona el problema hasta que la inversión de roles se hace demasiado
evidente. Ése es el momento de extremo peligro, cuando el escándalo puede estallar.
Luisa, desesperada, recurre a Sebastián, el amigo de Jorge, un verdadero santo laico.
En un duro enfrentamiento con Juliana, Sebastián consigue arrancarle las pruebas del
adulterio de Luisa y ponerla tan fuera de sí que el aneurisma que la criada arrastra
como una espada de Damocles desde el principio de la novela estalla causándole la
muerte. Muerto el perro muerta la rabia; parece que Luisa puede descansar tranquila.
Pero entonces ¿dónde está la tesis?, ¿y la moralidad? Para que la adúltera sea
debidamente castigada Eça la hará morir de unas fiebres cerebrales, arrepentida de su
error y nuevamente amando a su marido; es decir el castigo procede de un elemento
externo a la intriga y no se origina de un conflicto de conciencia.
Sin embargo falta todavía un último paso. El marido debe saber también su
desgracia, no hay dolor donde no hay conocimiento. Al abrir, mientras Luisa agoniza,

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una carta de Basilio que llega con meses de retraso, Jorge descubrirá la dolorosa
verdad. Nadie queda sin castigo ¿o sí?, Basilio queda impune, y su único lamento al
enterarse de lo sucedido es no haberlo sabido antes, de esa manera hubiera traído a su
amante Alphonsine de París y no se encontraría solo durante su estancia en Lisboa.
Soberbia conclusión, mezcla de cinismo y de ironía queirosiana.
Junto a la prodigiosa Juliana, Eça crea una galería de personajes secundarios
excepcionales. Con ellos se libera de la servidumbre de la corriente literaria
imperante y deja aflorar su habilidad para la creación de tipos caricaturescos: los
literatos mediocres, como Ernestinho; las falsas beatas histéricas y sensuales, como
D. Felicidade, cuya fijación por la calva de Acácio es casi perturbadora, y la
pomposidad vacía de los parásitos del poder, como el Consejero Acácio. Este último
merece un lugar de honor entre los «secundarios» queirosianos, puesto que ha
contribuido a enriquecer el léxico culto del portugués actual con términos como
«acaciano, consejerístico etc.». Sólo los grandes personajes literarios, aquellos que
viven en la conciencia de un pueblo, alcanzan ese nivel. En su carácter de estereotipo
Acácio adquiere una verdad de la que carecen los protagonistas.
El primo Basilio causó un inmediato escándalo, que se tradujo en un éxito de
ventas. Poco después llegó la inevitable acusación de tratarse de un plagio de
Madame Bovary, la misma acusación que Bonafoux lanzó sobre La Regenta de
«Clarín». No vale la pena perder el tiempo en demostrar que ni en un caso ni en el
otro había plagio sino que se trataba de un topos epocal de amplísimo eco. Pero
podemos detenernos, aunque sea brevemente, en un somero análisis comparativo de
El primo Basilio y Madame Bovary.
Eça de Queirós es el más flaubertiano de los autores de «novela del adulterio».
Entre Emma Bovary y Luisa hay algunas semejanzas: a ambas las presiones
económicas derivadas de su adulterio las conducirán a la muerte; ambas intentan
escapar con su amante y descubren los estrechos límites de lo que ellas creyeron una
gran pasión; ambas viven sus amores en «nidos de amor» alternativos a la casa
matrimonial, burguesa y patriarcal; pero, mientras la habitación de Leon en Rouen es
un lugar agradable, el «Paraíso» lisboeta es un auténtico antro:
«Luisa vio inmediatamente, al fondo, una cama de hierro con una colcha
amarillenta, hecha de pedazos de telas diferentes, y las sábanas gruesas, de un
blanco oscurecido y mal lavado, estaban impúdicamente entreabiertos…».
Esta diferencia entre las dos habitaciones refleja una de las mayores distancias
entre las dos obras: la intención didáctica de Eça de Queirós, «el bastonazo de
hombre de bien», necesita exagerar los detalles sórdidos del adulterio para que la
intención moralizante sea todavía más obvia:
«Así un yate que zarpó noblemente hacia un viaje novelesco encalla al partir en
los lodazales del rio y el contramaestre aventurero que soñaba con los inciensos y los

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almizcles de las selvas aromáticas, inmóvil sobre su puente se tapa la nariz ante los
olores de las alcantarillas».
Frente a una novela de observación, a un estudio de un carácter femenino tomado
de un suceso real, Eça de Queirós construye una novela de tesis sobre un hecho que
«podría» suceder.
Las diferencias entre Emma y Luisa son mucho más notorias. Emma tiene un
carácter fuerte y enérgico; Luisa, en cambio, es temerosa y lánguida; pero en algunos
pasajes —cuando golpea con el látigo al banquero Castro, por ejemplo— Luisa actúa
como Emma, lo cual supone una contradicción con su propio temperamento. La
distancia entre las dos aumenta si analizamos las características del amor que Emma
siente por Léon y del que Luisa siente por Basilio. Emma siente una verdadera pasión
por Léon, o quizás más exactamente por la ilusión que Léon le proporciona. La
atracción de Luisa por Basilio es de categoría inferior, fruto, como hemos visto, de la
ociosidad, de sus lecturas y de la «mala compañía» de Leopoldina.
El primo Basilio es una de las novelas más conocidas de Eça de Queirós. También
lo es en España y casi desde su publicación. Sabemos que «Clarín» leía El primo
Basilio en 1883 —antes por lo tanto de La Regenta— y recomendaba calurosamente
esta lectura a Galdós.[23] Situado entre la admiración de «Clarín» y la de doña Emilia
Pardo Bazán, que fue en su generación la mejor conocedora de la obra queirosiana y
quien marcó su imagen como el «Zola portugués»,[24] es difícil que Benito Pérez
Galdós ignorara a Eça de Queirós, aunque en sus escritos no dejara constancia de tal
conocimiento. En cambio el autor portugués sí conocía y admiraba a don Benito, de
hecho es el único escritor contemporáneo español a quien menciona elogiosamente:
«Pero si su hijo ya sabe el castellano necesario para entender los Romances, Don
Quijote, algo de la picaresca, veinte páginas de Quevedo, dos comedias de Lope de
Vega, una o dos novelas de Galdós, que es todo lo que hace falta leer de la literatura
española […]».[25]
Pero debemos esperar hasta los comentarios de Unamuno para encontrar (con la
salvedad de Emilia Pardo Bazán) extensas referencias al autor de El primo Basilio.
La decidida y militante lusofilia del rector de Salamanca no podía dejar de ofrecernos
su visión de Eça. En general los criterios que usó don Miguel para su valoración de la
literatura portuguesa —iberismo, agonismo y casticismo— no podían resultar, en
principio, muy favorables al cosmopolita e irónico Eça de Queirós. Efectivamente,
éste aparece siempre como el contrapunto de Camilo Castelo Branco, indudable
favorito de Unamuno. Sólo más tarde, cuando descubrió bajo la apariencia de una
ironía afrancesada el profundo sarcasmo ibérico, cambió, o al menos matizó, su
opinión: «Se ha comparado a Eça de Queirós con Anatole France, y he oído muchas
veces en Portugal reprocharle a aquél su poco portuguesismo […] Yo también lo creí
en un tiempo, mas hoy ya no tanto. […] a Eça de Queirós, portugués, y lo que es

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más, padre de portugueses, le duele Portugal. Cuando de éste se burla, óyese el
quejido. Todo su arte europeo, un arte tan exquisitamente europeo, no logra encubrir
su ímpetu ibérico. Se le oye el sollozo bajo la carcajada».[26]
Entre 1911 y 1936 crece el éxito editorial de Eça de Queirós en España.
Especialmente entre 1911 y 1925: son los «años dorados». Durante más de una
década se completa la difusión en español de su obra dispersa gracias al entusiasmo
de Andrés González Blanco. Las obras de Eça se publican en colecciones de lectura
popular y alcanzan un notable éxito. El eco del novelista portugués llegó en esos años
a un público no especializado y fue «literatura viva». También mereció el interés de
los críticos, críticos entusiastas como Eugeni d’Ors, Carmen de Burgos, Fernández
Flores, críticos mesurados como Díez-Canedo y algún reticente, como Pérez de
Ayala.
La Guerra Civil supone, también para la presencia de Eça en España, un corte
radical. Poco podía gustar el irreverente autor de La reliquia a la censura franquista.
La primera edición de las obras completas traducidas por Julio Gómez de la Serna,
publicada en 1948 al calor de las celebraciones del primer centenario de su
nacimiento, fue retirada de las librerías. Después de este breve resurgir, plagado de
dificultades, el silencio cayó sobre Eça de Queirós. Entre 1950 y 1970 casi no hay
nuevas traducciones. Ni siquiera el renovado interés por la novela realista rompe esta
tendencia. La imagen de Eça de Queirós en España era la que los novecentistas
fijaron: la de un novelista «fin de siècle», irónico y decadente, obsesionado por el
estilo, de ninguna manera la del «Zola portugués», látigo de la sociedad, que vieron
sus contemporáneos. En una época fuertemente necesitada de ética no había lugar
para el esteticismo de Fradique Mendes.
En los últimos años se observa un tímido despegue. Entre 1985 y 1997 la
presencia queirosiana en España ha sido un lento pero constante gotear de
publicaciones en castellano, en catalán y en vasco. A este resurgir queirosiano viene a
sumarse ahora la presente edición de El primo Basilio.

Elena Losada Soler

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Cronología
1866. Primeros textos en Gazeta de Portugal [Recogidos después en el volumen
póstumo Prosas Bárbaras (1903)].
1867. Escritos diversos para el periódico O Distrito de Évora [Publicados
póstumamente en el volumen Cartas de Lisboa (1944)].
1870. El misterio de la carretera de Sintra (novela), en colaboración con
Ramalho Ortigáo, publicación en folletines en Diário de Noticias.
1871. Las banderillas (crónicas satíricas en colaboración con Ramalho Ortigáo).
1875. Primera versión de El crimen del padre Amaro (novela), publicada en la
Revista Ocidental.
1876. Segunda versión de El crimen del padre Amaro.
1878. El primo Basilio (novela).
1880. Tercera versión de El crimen del padre Amaro.
1880. El mandarín (novela).
1884. Publicación en volumen de El misterio de la carretera de Sintra.
1887. La reliquia (novela).
1888. Los Maia (novela).
1888. La correspondencia de Fradique Mendes (epistolario ficcional, en
folletines para la Revista de Portugal).
1890. Publicación de las banderillas queirosianas en volumen bajo el título Una
campaña alegre.
1897. La ilustre casa de Ramires (novela, en folletines para la Revista Moderna).
1900. La ilustre casa de Ramires (publicación en volumen).

PUBLICACIONES PÓSTUMAS

1900. La ciudad y las sierras (novela).


1900. Diccionario de milagros.
1902. Cuentos. [«Rarezas de una muchacha rubia». (1874), «Un poeta lírico».
(1880), «En el molino». (1880), «Suave Milagro». (1885), «Civilización».
(1892), «El aya». (1893), «Fray Genebro». (1894), «El difunto». (1895),
«Adán y Eva en el Paraíso». (1897), «La perfección». (1897), «José
Matías». (1897)].
1903. Prosas Bárbaras. [Textos fechados entre 1866-1867, publicados en la
Gazeta de Portugal].
1905. Ecos de París. [Textos publicados en la Gazeta de Noticias de Rio de
Janeiro en 1880 y en 1892-94].

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1905. Cartas de Inglaterra. [Textos publicados en 1881 en la Gazeta de Noticias
de Rio de Janeiro].
1907. Cartas familiares y notas de París. [Crónicas para Gazeta de Noticias de
Rio de Janeiro del año 1896-97].
1909. Notas contemporáneas. [Textos periodísticos de procedencia diversa
fechados entre 1870 y 1898].
1909. La correspondencia de Fradique Mendes, publicación en volumen.
1912. Últimas páginas. [«San Fray Gil», «San Onofre», «San Cristóbal» —las
tres «Leyendas de santos» compuestas c. 1893— y otros textos
periodísticos].
1925. La capital (novela), composición c. 1878.
1925. El conde de Abranhos y La catástrofe (novelas), composición c. 1879.
1925. Alves & Cia (novela), composición c. 1890.
1926. Egipto, crónica de viaje, composición c. 1870.
1929. Cartas inéditas de Fradique Mendes.
1944. Cartas de Lisboa. [Textos publicados en 1867 en el Distrito de Évora].
1944. Crónicas de Londres. [Textos publicados en A Actualidade entre 1877-
1878].
1966. Páginas sueltas (crónicas del viaje a Palestina).
1980. La tragédia de la Rúa das Flores (novela).
1983. Correspondencia (Epistolario privado de Eça de Queirós entre 1867 y
1900, edición de Guilherme de Castilho).

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Bibliografía básica
1. Repertorio bibliográfico completo hasta 1984

GUERRA DA CAL, Ernesto: Lengua y estilo de Eça de Queiroz. Apéndice.


Bibliografía Queirosiana [T. I. Bibliografía Activa; T. II. Bibliografía
Pasiva A; T. III, Bibliografía Pasiva B; T. IV, Addenda et corrigenda; T. V,
índices de consulta]. Por Ordem da Universidade, Coimbra, 1975/1984.

2. Ediciones de obra queirosiana en portugués

La edición más accesible de las obras de Eça de Queirós en portugués es la colección


de volúmenes publicados en «Livros do Brasil», Lisboa, s.d. Actualmente está en
proceso la edición crítica de las Obras Completas. Hasta el momento han aparecido
cuatro volúmenes, los correspondientes a A Capital, O Mandarim, Alves & Cia,
Textos de Imprensa IV [Imprensa Nacional-Casa da Moeda, Lisboa, 1992, 1992, 1994
y 1995 respectivamente]. Recientemente se ha publicado en Brasil una nueva edición
de Obras Completas en Editorial Nova Aguilar, Rio de Janeiro, 4 Vols.

3. Estudios

BERRINI, Beatriz: Portugal de Eça de Queiroz. IN-CM, Lisboa, 1982.


CASARES, Julio: Crítica profana. Espasa-Calpe (Col. Austral n.° 469), Buenos
Aires, 1949.
COIMBRA MARTINS, Antonio: Ensaios queirosianos. Publicaçoes Europa-América,
Lisboa, 1967.
COLEMAN, Alexander: Eça de Queiroz and European Realism. New York
University Press, New York, 1980.
Dicionário de Eça de Queiroz, Organización y coordinación de A. Campos
Matos, Ed. Caminho, Lisboa, 1993.
DIEZ CAÑEDO, Enrique: «Eça de Queiroz», en Conversaciones literarias, Ed.
América, Madrid, 1921.
FIGUEIREDO, María do Pilar: Juliana e Luisa: Duas Personagens Queirosianas.
Associagáo dos Jomalistas e Homens de Letras do Porto, Porto, 1985.
GASPAR SIMOES, Joáo: Vida e Obra de Eça de Queirós. Livraria Bertrand, Lisboa,
1973.
GUERRA DA CAL, Ernesto: Língua e estilo de Eça de Queiroz. Livraria Almedina,

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Coimbra, 1981.
GOMEZ DE BAQUERO, Eduardo: «Crónica literaria: Eça de Queiroz». La España
Moderna, Madrid, Set. 1900.
GOMEZ DE LA SERNA, Julio: Prólogo general y prólogos específicos en Obras
Completas de Eça de Queiroz, Aguilar, Madrid, 1948 (3 vols.).
LOSADA SOLER, Elena: «Eça de Queirós a través de Valle-Inclán: el problema de
las traducciones». Queirosiana. Estudos sobre Eça de Queirós e a sua
geragao., n.° 2, p. 61-76, Julho, 1992, Associagáo dos Amigos de Eça de
Queirós, Tormes, Baiáo.
LOSADA SOLER, Elena: «La fortuna literaria de Eça de Queirós en España».
Revista da Faculdade de Letras, n.° 19/20, 5ª série, Julio 1996,
Universidade de Lisboa, Lisboa, p. 89-98.
MEDINA, Joáo: «No centenário de O Primo Basilio: Luisa ou a triste condigào
(feminina) portuguesa». Coloquio Letras, 46, Lisboa, Nov. 1978 p. 5-11.
REIS, Carlos e MILHEIRO, Maria do Rosàrio: A Construido da Narrativa
Queirosiana. O espolio de Eça de Queirós. Imprensa Nacional-Casa da
Moeda, Lisboa, 1989.
REIS, Carlos: Estatuto e perspectivas do narrador na ficgào de Eça de Queirós.
Livraria Almedina, Coimbra, 1981.
UNAMUNO, Miguel de: «El sarcasmo ibérico de Eça de Queiroz» en In Memoriam
Eça de Queiroz. Atlàntida, Coimbra, 1947.

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Carta a Teófilo Braga
New-Castle, 12 de marzo de 1878

Mi querido Teófilo Braga:[27]


De usted es de quien he recibido, después de mis dos tentativas artísticas, las
cartas más alentadoras y más compensadoras. Es usted, con nuestro bello y grande
Ramalho, el que más me empujó hacia adelante. Nunca contesté a su excelente carta
sobre El padre Amaro. Pensaba entonces ir a Lisboa y conversar allí largamente con
usted. Pero el hombre propone, la ocasión dispone y las pocas semanas que estuve en
la capital pasaron sin vernos. Quizá usted imaginó que su carta de entonces había
resbalado sobre mi espíritu como agua sobre hule. Está muy equivocado: me saturé
de ella. Ella me dio valor y arranque para terminar El primo Basilio, con el consuelo
de que vale la pena de escribir un libro cuando se tiene un lector como usted.
La suya última fue para mí un gran alivio. Sentía yo temor. Como todos los
artistas, creía trabajar para tres o cuatro personas, teniendo siempre presente su crítica
personal. Y muchas veces, después de ver El primo Basilio impreso, pensé «¡No le va
a gustar a Teófilo!». Con su noble y bello fanatismo por la Revolución, no
admitiendo que se desvíe de su servicio ni una parcela del movimiento intelectual, era
muy posible que al ver usted El primo Basilio apartarse, por el asunto y por el
proceso, del arte de combate a que pertenecía El padre Amaro, lo desaprobase. Por
esto su aprobación fue para mí una grata sorpresa, aunque esa aprobación suya sea
más al proceso que al asunto. Y viéndome tomar la familia como asunto, cree usted
que yo no debía atacar esa institución eterna y sí volver mi instrumento de
experiencia social contra los productos transitorios que se perpetúan más allá del
momento que los justificó y que de fuerzas sociales pasaron a ser obstáculos
públicos. Perfectamente; pero yo no ataco la familia: ataco la familia lisboeta, la
familia lisboeta producto del galanteo, reunión desagradable de egoísmos que se
contradicen, y, más tarde o más temprano, centro de bambochada. En El primo
Basilio se presenta, sobre todo, un pequeño cuadro doméstico sumamente familiar a
quien conoce bien la burguesía de Lisboa: la señora sentimental, mal educada, nada
espiritual (porque el Cristianismo ya no lo tiene; no sabe lo que es eso de sanción
moral de la justicia), saturada de novelería, lírica, sobreexcitada temperamentalmente
por la ociosidad y por el propio fin del matrimonio peninsular, que es generalmente la
lujuria, nerviosa por la falta de ejercicio y de disciplina moral, etc., etc.; en fin, la
burguesita de la Baixa; y por otro lado, el amante, un pillo, sin pasión ni disculpa a su
tiranía, que lo que pretende es lograr la pequeña vanidad de una aventura y el amor
gratis; por otro lado, la criada, en secreta rebeldía contra su condición, ansiosa de

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desquite; por otro lado, la sociedad que rodea a estos personajes: el formalismo
oficial (Acacio), la beatería pequeña de temperamento irritado (doña Felicidad), la
literatura mezquina y acéfala (Ernesto), el descontento agrio y el tedio de profesión
(Julián) y, a veces, cuando conviene, un pobre buen muchacho (Sebastián). Un grupo
social, en Lisboa, se compone, con pequeñas modificaciones, de estos elementos
dominantes. Yo conozco veinte grupos así formados. Una sociedad sobre estas falsas
bases no está en la verdad: atacarlas es un deber. Y bajo este aspecto El primo Basilio
no está enteramente fuera del arte revolucionario, creo yo. Amaro es un obstáculo,
pero los Acacios, los Ernestos, los Saavedras, los Basilios son formidables
obstáculos: son una preciosa causa de anarquía en medio de la transformación
moderna, merecen compartir con el padre Amaro los bastonazos del hombre de bien.
Mi ambición sería pintar la sociedad portuguesa tal como la hizo el
Constitucionalismo desde 1830 y mostrarla como en un espejo. ¡Qué triste país
forman ellos y ellas! Es necesario pasar a cuchillo el mundo oficial, el mundo
sentimental, el mundo literario, el mundo agrícola, el mundo supersticioso, y con
todo el respeto hacia las instituciones que son de origen eterno, destruir las falsas
interpretaciones y las falsas realizaciones que les da una sociedad podrida. ¿No le
parece a usted que un trabajo así es justo?
En cuanto al proceso, agradezco que usted lo apruebe. Yo encuentro en El primo
Basilio una superabundancia que obstruye y ahoga un poco la acción; mi proceso
necesita simplificarse, condensarse, y eso estudio; lo esencial es dar la nota justa: un
trazo justo y sobrio crea más que la acumulación de tonos y de valores, como se dice
en pintura. Pero esto es mucho querer. ¡Yo, pobre de mí, nunca podré dar la sublime
nota de la realidad eterna, como el divino Balzac, o la nota justa de la realidad
transitoria, como el gran Flaubert! Estos dioses y estos semidioses del arte están en
las alturas, y yo, infeliz, me muevo entre las hierbas ínfimas. ¡Y, sin embargo, si hubo
ya sociedad que reclamase un artista vengador, es ésta! Es, sobre todo, vista de lejos
en su conjunto y contemplado desde un ambiente fuerte como este de aquí (sean
cuales fueran sus grandes males fuerte lo es, sin duda) que contrista, ¡encontrarla tan
mezquina, tan estúpida, tan convencionalmente necia, tan grotesca y tan vil!
Me alegra que usted quiera escribir algo sobre este Basilio; su opinión, publicada,
daría a mi pobre novela una autoridad imprevista. Le daría un derecho de existencia,
y de todos los defectos, faltas o errores que usted señale, tomaré nota
cuidadosamente. Tengo la pasión de ser acatador, y basta con darme a entender el
buen camino para que yo me precipite hacia él. Pero la crítica, o lo que en Portugal se
denomina la crítica, mantiene un silencio desdeñoso sobre mí.
¡Qué bien ha visto usted el carácter de Basilio! Claro está que la fortuna no le
podría haber moralizado nunca; su fortuna, como usted dice, fue una chiripa. Era un
indigno antes, un indigno pobre, y después se convirtió apenas en un indigno rico.

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¡Personas amigas me escriben diciendo que parece increíble que un hombre que
trabajó en el Brasil valientemente sea en el fondo un canalla! ¡Extraña opinión! Bahía
considerada como la Fuente Sagrada de la Purificación…
Basta de charla. Si usted publica algún libro en esta ocasión, envíemelo, y si
tuviera por ahí algunos volúmenes de la Historia de la Literatura y demás que no le
hagan falta, déselos a Ramalho, que él me los mandará. Los que yo tenía los perdí
estúpidamente, con las obras de Shakespeare y de Victor Hugo, en un cajón, camino
del Havre, con otros libros más. Escribí a un amigo de Oporto pidiéndole que me los
remitiese y nunca me contestó siquiera; los necesito para un pequeño trabajo. Si no se
olvida, téngalo en cuenta.
Un abrazo de su gran admirador y fiel amigo antiguo.

EÇA DE QUEIROZ

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Capítulo I
Habían dado las once en el reloj de cuco del comedor. Jorge cerró el libro de Luis
Figuier que estaba hojeando despacio, tumbado en la vieja poltrona voltaire de
tafilete oscuro; se desperezó y, bostezando, dijo:
—¿No vas a vestirte, Luisa?
—En seguida.
Permanecía ella sentada ante la mesa leyendo el Diario de Noticias, en su bata de
mañana, negra, bordada en soutache, con grandes botones de nácar; su pelo rubio, un
poco revuelto por el calor del almohadón, se rizaba, recogido en lo alto de la cabeza,
pequeña, de lindo contorno; su piel tenía la blancura tierna y lechosa de las rubias;
apoyada de codos sobre la mesa, se acariciaba la oreja, y, en el movimiento suave y
pausado de sus dedos, dos sortijas de rubíes menudos centelleaban bermejas.
Acababan de desayunar.
La habitación, esterada, con su techo de madera pintado de blanco y su papel
claro de un verde rameado, resplandecía alegremente. Era un domingo de julio; hacía
mucho calor; los dos balcones estaban cerrados, pero sentíase afuera rebrillar el sol
en los cristales socarrando la piedra del balcón; flotaba allí el silencio recogido y
soñoliento de una mañana de misa; una vaga cansera empezaba, trayendo deseos de
siesta o de blandas sombras bajo las arboledas, en el campo, junto al agua; en las dos
jaulas, entre las cortinas de cretona azulada, dormitaban los canarios; las moscas
posábanse en el fondo de las tazas, sobre el azúcar mal derretido, y su zumbido
monótono se cernía sobre la mesa y henchía toda la estancia con un rumor
adormecido.
Jorge lió un cigarrillo y, muy reposado, muy fresco, con su camisa de indiana sin
cuello, su chaqueta de franela azul desabrochada y la mirada en el techo, se puso a
pensar en su viaje al Alentejo. Era ingeniero de minas, y al día siguiente debía
marchar hacia Beja, a Évora, y más hacia el Sur, a Santo Domingo; aquel viaje en
pleno julio le contrariaba como una interrupción, le apenaba como una injusticia.
¡Qué molestia en un verano como aquél! ¡Ir días y días sacudido por el trote de un
caballo de alquiler por aquellos descampados del Alentejo, que no acaban nunca,
cubiertos de rastrojos oscuros, sofocados por un sol empañado, bajo el cual zumban
los moscardones! ¡Dormir en los encinares o en cuartos que huelen a ladrillo
recocido, oyendo alrededor, en la oscuridad de la noche tórrida, gruñir las piaras de
cerdos! ¡Sentir cómo penetra en todo momento el vaho cálido de las tierras
calcinadas! ¡Y solo, además!
Hasta entonces había estado en el Ministerio, en comisión. Era la primera vez que
se separaba de Luisa, y perdíase ya en nostalgias de aquel comedorcito, que él mismo
ayudó a empapelar de nuevo, en vísperas de su boda, y en el cual, después de los

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goces nocturnos, sus desayunos se prolongaban en tan suaves ocios.
Y alisando su barba corta y fina, muy rizada, sus ojos se iban deteniendo, con
ternura, en aquellos muebles íntimos, que eran de tiempos de su madre: el viejo
aparador acristalado, con la plata muy limpia, que resplandecía decorativamente; el
viejo cuadro al óleo, tan querido, que había visto desde niño, y donde se percibían
apenas en un fondo desvanecido los tonos cobrizos de la panza de una cacerola y el
rosa mortecino de un manojo de rábanos. Enfrente, en otra pared, estaba el retrato de
su padre, vestido a la moda de 1830, con su cara redonda, los ojos brillantes y la boca
sensual; sobre su casaca abotonada resplandecía la encomienda de Nuestra Señora de
la Concepción. Había sido un antiguo empleado del Ministerio de Hacienda, muy
divertido, gran tocador de flauta. Jorge no lo conoció, pero su madre afirmaba «que a
aquel retrato no le faltaba más que hablar». Había él vivido siempre en aquella casa
con su madre. Se llamaba ésta Isaura; era una señora alta, de nariz afilada, muy
aprensiva; bebía en las comidas agua caliente, y un día, al volver de la adoración
perpetua de la Gracia, murió de repente, sin un ¡ay!
Físicamente, Jorge no se pareció nunca a ella. Fue siempre robusto, de
costumbres viriles. Tenía los dientes admirables de su padre, sus recios hombros. De
su madre había heredado la placidez, el genio pacífico. Cuando era estudiante en la
Politécnica se recogía a las ocho, encendía su lámpara y abría sus libros. No
frecuentaba cafés ni se acostaba tarde. Sólo dos veces por semana, con regularidad,
iba a visitar a una muchachita modista, Eufrasia, que vivía en el Borratem, y los días
en que el amigo de ésta, un brasileño, salía a jugar al boston al club, recibía ella a
Jorge con gran cautela y palabras muy exaltadas; era una expósita, y su cuerpecillo
fino y delgado exhalaba siempre el olor húmedo de una leve fiebre. Jorge la
encontraba novelesca, y la censuraba. Él nunca había sido sentimental: sus
condiscípulos, que leían a Alfredo de Musset, suspiraban, deseando haber amado a
Margarita Gautier, y le llamaban prosaico, burgués; Jorge se reía; no le faltaba un
botón en sus camisas, iba muy rizado, admiraba a Luis Figuier, a Bastiat y a Castillo,
[28] le horrorizaban las deudas y sentíase feliz.

Sin embargo, cuando murió su madre empezó a encontrarse solo. Era en invierno,
y su cuarto, situado en la parte trasera de la casa, al Mediodía, un poco desmantelado,
aguantaba las ráfagas del viento con su prolongación de tristes aullidos; de noche,
sobre todo, cuando estaba inclinado sobre el libro, con los pies envueltos en la
alfombrilla, le invadían lánguidas melancolías; estiraba los brazos con el pecho
henchido de deseo. ¡Hubiese querido enlazar un talle fino y mórbido, oír en la casa el
frufrú de un vestido! Decidió casarse. Conoció a Luisa un verano, de noche, en el
Paseo. Se apasionó por su pelo, rubio, su manera de andar, sus bellos ojos negros,
muy grandes. Al invierno siguiente terminó el asunto y se casó. Sebastián, su íntimo
amigo, el bueno de Sebastianillo, le dijo con un grave movimiento de cabeza,

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restregándose lentamente las manos:
—¡Se ha casado inseguro, un poco al buen tuntún!
Pero Luisa, Luisita, resultó una buena ama de casa; tenía detalles muy simpáticos
en sus arreglos; era aseada, alegre como un pájaro y, como un pájaro, amiga del nido
y de las caricias del macho; aquel delicado ser rubio y cariñoso vino a dar a su casa
un verdadero encanto.
—¡Es un angelito lleno de dignidad! —decía entonces Sebastián, el bueno de
Sebastián, con su voz profunda de bajo.
Llevaban tres años casados. ¡Qué bien resultó todo! Él mejoró incluso; se
encontraba más inteligente, más alegre… Y recordando aquella existencia fácil y
grata, arrojaba el humo de su habano, con las piernas cruzadas, ensanchaba su alma,
¡sintiéndose tan feliz en la vida como en su chaqueta de franela!
—¡Ah! —exclamó Luisa de repente, mirando asombrada hacia el periódico,
sonriendo.
—¿Qué es?
—¡El primo Basilio que llega!
Y leyó a continuación, en voz alta:
«Uno de estos días llegará a Lisboa, procedente de Burdeos, don Basilio de Brito,
muy conocido en nuestra sociedad. El señor Brito, que, como se sabe, había
marchado al Brasil, donde, según dicen, ha rehecho su fortuna con un honrado
esfuerzo, está recorriendo Europa desde comienzos del pasado año. Su regreso a la
capital representa un verdadero júbilo para sus amigos, tan numerosos».
—¡Y que lo son! —dijo Luisa, muy convencida.
—¡Le quiero, al pobre! —replicó Jorge fumando y ahuecándose la barba con la
palma de la mano—. ¿Y ha hecho fortuna, eh?
—Así parece.
Repasó los anuncios, bebió un sorbo de té, se levantó y fue a abrir uno de los
balcones.
—¡Oh, Jorge, qué calor hace fuera, Santo Dios! —y parpadeó ante la irradiación
de la luz cruda y blanca.
El comedor, en la parte trasera de la casa, daba sobre un solar cercado por una
valla baja, lleno de altas hierbas y de una vegetación silvestre; aquí y allá, en aquel
verdor requemado por el verano, brillaban anchas piedras, bajo el sol perpendicular, y
una vieja higuera salvaje, aislada en medio del terreno, extendía su abultado follaje
inmóvil, que, en la blancura de la luz, tenía los tonos oscuros del bronce. Más allá se
veían las partes traseras de otras casas, con balcones, ropas secándose en cuerdas,
muros blancos de jardines, árboles flacos. Una vaga polvareda empañaba y adensaba
el aire luminoso.
—¡Se caen los pájaros! —dijo ella, cerrando la ventana—. ¡Mira que tú por el

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Alentejo, ahora!
Fue a recostarse en el sillón de Jorge y le pasó lentamente la mano sobre el pelo
negro y rizado. Jorge la miró, entristecido ya ante la separación. Los dos primeros
botones de la bata de ella estaban desabrochados y se veía el arranque del pecho, de
una blancura muy suave, y un trocito de la camisa; Jorge los abrochó muy
castamente.
—¿Y mis cuellos duros? —dijo.
—Deben de estar preparados.
Para comprobarlo, llamó a Juliana. Hubo un rumor dominguero de enaguas
almidonadas. Entró Juliana, arreglándose nerviosamente el collar y el broche. Debía
de tener cuarenta años y era muy flaca. Sus facciones, menudas, secas, tenían la
palidez de tonos empañados de las enfermas del corazón. Los ojos, grandes,
hundidos, giraban con inquietud y curiosidad, inyectados de sangre, entre unos
párpados ribeteados siempre de rojo. Llevaba una cofia de seda imitando unas trenzas
que le hacía la cabeza enorme. Tenía un tic en las aletas de la nariz. Y el vestido
aplastado sobre el pecho, de falda estrecha, hinchado por las enaguas almidonadas,
dejaba asomar un pie pequeño, bonito, muy ceñido en las botas de paño, con punteras
de charol.
—Los cuellos duros no están listos —dijo con una voz muy lisboeta— porque no
he tenido tiempo de meterlos en almidón.
—¡Yo que se lo recomendé tanto, Juliana! —dijo Luisa—. Bueno está. ¡A ver
cómo se arregla usted! Los cuellos tienen que estar esta noche en la maleta.
Y apenas salió ella:
—¡Estoy tomándole odio a esta mujer, Jorge!
Hacía dos meses que servía en la casa y no se había podido acostumbrar a su
fealdad, a sus gestos, a la manera aflautada de pronunciar ciertas palabras arrastrando
un poco las erres, al ruido de sus tacones, que tenían chapas de metal. Los domingos,
la cofia, el presuntuoso pie, los guantes de piel negra, le ponían los nervios de punta.
—¡Qué antipática!
Jorge se reía:
—¡Pobre, si es una infeliz! ¡Y plancha admirablemente!
¡En el Ministerio contemplaban asustados sus pecheras!
Julián decía bien: ¡No están planchadas, sino esmaltadas! No es simpática, no;
pero es limpia y prudente…
Y levantándose, con las manos en los bolsillos de sus anchos pantalones de
franela:
—En fin, hija mía, acuérdate de cómo se portó durante la enfermedad de la tía
Virginia… ¡Fue un ángel para ella! —y repitió con solemnidad—: ¡De día y de
noche, fue un ángel para ella! ¡Estamos en deuda con Juliana, hija mía!

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Y empezó a liar un cigarrillo con la cara muy seria.
Luisa, callada, alzaba con la puntita de su chinela el borde de la bata y,
examinándose fijamente las uñas, con el ceño un poco fruncido, dijo:
—Pero, en fin, si me es antipática, no me importa; puedo despedirla cuando
quiera.
Jorge se detuvo y, rascando una cerilla en la suela de su zapato:
—Si yo lo consiento, rica… ¡Es una cuestión de gratitud para mí!
Se quedaron callados. El cuco dio las doce del día.
—Bueno, me voy a mis cosas —dijo Jorge. Y, acercándose a ella, le cogió la
cabeza con las manos—: ¡Viborilla! —murmuró, mirándola muy tiernamente.
Ella rió. Alzó hacia él sus magníficos ojos castaños, suaves y luminosos. Jorge se
enterneció, dejándole sobre los párpados dos besos ruidosos. Y pellizcándole los
labios con cariño:
—¿Quieres algo de la calle, amor mío?
Que no volviese muy tarde. Iba él en coche a dejar unas tarjetas, en un vuelo…
Y salió, feliz, cantando con su hermosa voz de barítono:

Dios del oro,


dueño del mundo,
la la ra, la ra.

Luisa se desperezó. ¡Qué lata tener que ir a vestirse! ¡Le gustaría estar en una bañera
de mármol rosado, dentro del agua tibia y perfumada, adormeciéndose! ¡O en una
hamaca de seda, con los balcones cerrados, meciéndose a los sones de una música!
Soltó la minúscula chinela; estuvo contemplando amorosamente su piececito, blanco
como la leche, con venas azules, pensando en una infinidad de naderías: en unas
medias de seda que quería comprarse, en el paquete con vituallas que prepararía a
Jorge para el viaje, en tres servilletas que le había perdido la lavandera.
Volvió a desperezarse. Y saltando sobre la punta del pie descalzo, fue a buscar al
aparador, detrás de un tarro de compota, un libro un poco manoseado; vino a echarse
en el sillón, casi tumbada, y, con el gesto acariciador y amoroso de los dedos sobre la
oreja, empezó a leer, muy interesada.
Era La Dama de las Camelias. Leía muchas novelas, estaba suscrita
mensualmente a una biblioteca circulante, en la Baixa. De soltera, a los dieciocho
años, la entusiasmaban Walter Scott y Escocia; habría deseado entonces vivir en uno
de aquellos castillos escoceses que tenían sobre las ojivas los blasones del Clan,
amueblados con arcones góticos y trofeos de armas, tendidos de anchos tapices, en
los que están bordadas leyendas heroicas que el viento del lago agita y hace vivir; y
amó a Ervándalo, a Morton y a Ivanhoe, tiernos y graves, que llevaban en el gorro la
pluma de águila sostenida por el cardo escocés de esmeraldas y diamantes. Pero

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ahora le cautivaba lo moderno. París, sus muebles, sus romanticismos. Reíase de los
trovadores y la exaltaba el señor de Camors, e imaginaba a los hombres ideales con
corbata blanca en los salones de baile con una mirada magnética devorados por la
pasión, profiriendo frases sublimes. Hacía una semana que se interesaba por
Margarita Gautier; su desventurado amor le causaba una melancolía brumosa; la veía
alta y delgada, con su largo chal de casimir y los negros ojos henchidos ávidamente
por la pasión y los ardores de las tísicas; encontraba en los nombres mismos del libro
—Julia Duprat, Armando, Prudencia— el sabor poético de unas vidas intensamente
amorosas, y todos aquellos destinos se agitaban como con una música triste, entre
cenas, noches delirantes, apuros de dinero y días melancólicos en el fondo de un
cupé, cuando por las avenidas del bosque, bajo un cielo pardo y elegante, caían
silenciosamente las primeras nieves.
—¡Hasta luego, Zizí! —gritó Jorge desde el pasillo, al salir.
—¡Oye!
Se acercó él con el bastón debajo del brazo, abrochándose los guantes.
—No vuelvas muy tarde, ¿eh? Escucha, tráeme unos pasteles de Baltresqui para
doña Felicidad. Oye: si pasas por cerca de madame Françoise, que me mande el
sombrero. Escucha…
—¿Qué más, Dios mío?
—¡Nada! Era por si veías al librero, que me enviase más novelas… Pero ¡estará
cerrado!
Acabó las páginas de La Dama de las Camelias con dos lágrimas temblándole en
los párpados. Y tumbada en el sillón, con el libro caído sobre el regazo, arreglándose
la cutícula de las uñas, se puso a cantar bajito, con ternura, el aria final de La
Traviata.

Addio, del passato…

Recordó de repente la noticia del diario, la llegada del primo Basilio…


Una vaga sonrisa dilató sus labios rojos y carnosos. ¡Había sido el primo Basilio
su primer amorío! ¡Tenía ella entonces dieciocho años! Nadie lo supo, ni Jorge, ni
Sebastián…
Por lo demás, aquello fue una niñería; ella misma se reía algunas veces
recordando las tiernas tonterías de entonces, ciertas lágrimas exageradas. Lo
recordaba muy bien: alto, delgado, con aire aristocrático, el bigotito negro retorcido,
la mirada atrevida y aquel gesto de meterse las manos en los bolsillos del pantalón
haciendo tintinear el dinero y las llaves. Aquello empezó en Cintra, durante unas
grandes partidas de billar, muy alegres, en la quinta del tío Juan de Brito, en Collares.
Basilio acababa de llegar por entonces de Inglaterra; venía muy chic, usaba corbatas
rojas ceñidas por un anillo de oro, trajes de franela blanca y asustaba a Cintra. Era en

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el salón de abajo, que tenía un aspecto vetusto y noble; una gran puerta acristalada se
abría al jardín, sobre tres escalones de piedra. En torno al surtidor había unos
granados, cuyas flores escarlatas arrancaba él. El follaje verde oscuro y brillante de
los arbustos de camelias formaba callejuelas sombrías; rebrillaban jirones de sol y
temblaban en el agua del estanque. Dos tórtolas, en una jaula de mimbre, se
arrullaban dulcemente, y en el silencio campestre de la quinta el ruido seco de las
bolas de billar tenía un tono aristocrático.
Vinieron después todos los episodios clásicos de los amores lisboetas pasados en
Cintra: los paseos en Sitiaes al claro de luna, despaciosos, por el césped pálido, con
largos descansos silenciosos en la Peña de la Nostalgia, viendo el Valle, las arenas a
lo lejos, llenas de una luz melancólica, idealizada y blanca; las siestas calurosas, a la
sombra de la Peña Verde, oyendo el rumor fresco y goteante de las aguas que fluyen
de piedra en piedra; las tardes en la llanura de Collares, remando en una vieja lancha
por el agua oscura, bajo la sombra de los fresnos, ¡y qué risas cuando encallaban en
las altas hierbas y su sombrero de paja quedaba prendido en las ramas bajas de los
chopos!
¡Siempre habíale sido Cintra muy querida! ¡Entrar en las arboledas sombrías y
rumorosas de Ramalhao le producía una sensación de felicidad!
Tanto ella como el primo Basilio tenían allí una gran libertad. Su madre, la pobre,
tan flemática, con su reuma, egoísta, los dejaba, sonreía y dormitaba. Basilio, rico
entonces, la llamaba tía Jojó y le traía cajitas de dulces…
Llegó el invierno y aquel amor fue a cobijarse en la antañona sala empapelada en
color sangre de toro de la calle de la Magdalena. ¡Qué buenas veladas aquéllas! Su
madre roncaba bajito, con las piernas envueltas en una manta y el volumen de la
Biblioteca de las Damas caído sobre el regazo ¡Y ellos, muy juntos y muy dichosos,
en el sofá! ¡El sofá! ¡Cuántos recuerdos! Era estrecho y bajo, forrado de casimir
claro, con una tira en el centro bordada por ella: unos pensamientos amarillos y rojos
sobre fondo negro.
Un día llegó el final. Juan de Brito, que formaba parte de la razón social Bastos y
Brito, se declaró en quiebra. La casa de Almada y la quinta de Collares fueron
vendidas.
Basilio era pobre y marchó al Brasil. ¡Qué nostalgias! Pasó ella los primeros días
sollozando quedamente, con la fotografía de él en las manos. Vinieron entonces los
sobresaltos por las esperadas cartas, los recados impacientes a las oficinas de la
Compañía cuando tardaban los buques…
Pasó un año. Una mañana, después de un prolongado silencio de Basilio, recibió
ella desde Bahía una larga carta, que empezaba así: «Lo he pensado mucho y creo
que debemos considerar nuestro cariño como una chiquillada…».
Se desmayó al leerlo. Basilio fingía un gran dolor en dos carillas llenas de

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explicaciones: seguía siendo pobre; tendría que luchar mucho antes de lograr reunir
algo para los dos; el clima era horrible, no la quería sacrificar a ella, pobre ángel; la
llamaba «paloma mía», y firmaba con su nombre completo, sobre una rúbrica
complicada.
Vivió entristecida durante unos meses. Era en invierno, y sentada ante la ventana
desde detrás de los cristales, con su bordado de lana, juzgábase desilusionada,
pensaba en el convento, siguiendo con mirada melancólica los paraguas goteantes
que pasaban bajo la cortina de lluvia, o sentándose al piano, al anochecer, cantaba
con Soares de Passos:

¡Ay! Adiós, acabaron los días


que dichoso a tu lado viví…

o el final de La Traviata, o el fado de Vimioso, tan triste, que él la enseñó.


Pero entonces se agravó el catarro de su madre; vinieron los sustos, las noches en
vela. En la convalecencia fueron a Bellas; intimó allí mucho con las Cardosas, dos
hermanas flacas, nerviosas y enfermizas, pegadas siempre la una a la otra, con un
pasito rápido y seco, como una pareja de galgas. ¡Lo que se reían, Jesús! ¡Lo que
hablaban de los hombres! Un teniente de artillería se enamoró de ella. Era bizco y le
envió unos versos titulados Al Lirio de Bellas.

En la ladera de la colina
crece el lirio virginal…

Fue aquella una temporada muy alegre, llena de consuelos. Cuando volvieron, en
invierno, había ella engordado y tenía buenos colores. Y un día, al encontrar en un
cajón una fotografía que le había mandado Basilio, al principio, con pantalón blanco
y panamá, exclamó, encogiéndose de hombros:
—¡Lo que yo he penado por este hombre! ¡Qué estupidez!
Habían transcurrido tres años de aquello cuando conoció a Jorge. Al principio no
le agradó. No le gustaban los hombres barbudos; después notó que aquella barba era
fina, corta, muy suave seguramente; empezó a admirar sus ojos, su juventud. Y sin
amarle, sentía junto a él como una debilidad, una dependencia y una dejadez, un
deseo de adormecerse recostada sobre su hombro y de permanecer así largos años,
cómodamente, sin temor a nada. Qué sensación cuando él le dijo: «¡Vamos a
casarnos, eh!». ¡Vio de pronto el rostro barbudo con sus ojos relucientes, sobre la
misma almohada, junto a la suya! Se puso roja. Jorge habíale cogido una mano;
sentía penetrarle el calor de aquella palma ancha, posesionarse de ella. Pronunció un
sí y se quedó como alelada sintiendo bajo su vestido de lana henchirse suavemente
sus senos. ¡Tenía novio, al fin! ¡Qué descanso, qué alegría para su mamá!

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* * *

Se casaron a las ocho, en una mañana de niebla espesa. Fue necesario encender la luz
para ponerle la corona y el velo de tul. Todo aquel día se le aparecía como nublado
también, sin contornos, a la manera de un antiguo sueño, en el que resaltaba la cara
abotargada y lívida del cura y el rostro horrendo de una vieja que extendía una mano
ganchuda con una avidez colérica, empujando, abriéndose sitio, cuando, en la puerta
de la iglesia, Jorge, conmovido, repartió dinero. Los zapatos de raso la apretaban.
Sintió mareos de madrugada y hubo necesidad de hacerle té verde muy cargado. ¡Qué
fatigosa la noche en aquella casa nueva, después de abrir los baúles! Cuando Jorge
apagó la palmatoria con un soplo trémulo, unas eses luminosas rebrillaban y corrían
ante sus ojos.
Pero era su marido, joven, fuerte, alegre; se dedicó a adorarle. Sentía una
curiosidad constante por su persona y por sus cosas; enredaba en su pelo, en sus
pistolas, en sus papeles. Miraba fijamente a los maridos de las demás, comparaba y
sentíase orgullosa de él. Jorge la rodeaba de delicadezas de amante, se arrodillaba a
sus pies, era muy mimoso. Y siempre de buen humor, con mucha gracia; pero en las
cosas de su profesión o de su honor tenía severidades exageradas y ponía entonces en
sus palabras y en sus modales una solemnidad enfurruñada. Una amiga de ella,
novelesca, que veía dramas en todo, habíale dicho: «Es un hombre que te daría una
puñalada». Ella, que no conocía aún el temperamento plácido de Jorge, lo creyó, y
aquello mismo aumentó la exaltación de su amor hacia él. Era todo para ella, ¡su
fuerza, su fin, su destino, su religión, su hombre! Se puso a pensar lo que habría
sucedido de casarse ella con el primo Basilio. ¡Qué desgracia, eh! ¿Dónde estaría?
Perdíase en suposiciones de otros destinos, que se desenvolvían como decoraciones
de teatro. ¡Y se veía en el Brasil, entre cocoteros, mecida en una hamaca, rodeada de
negritos, viendo revolotear los papagayos!
—Está ahí doña Leopoldina —vino a decirle Juliana.
Luisa se levantó, sorprendida:
¿Cómo? ¿Doña Leopoldina? ¿Por qué la dejó entrar?
Empezó a abrocharse de prisa la bata.
¡Jesús! ¡Si Jorge lo supiera! ¡Él le había dicho tantas veces «que no la quería ver
en casa»! Pero ¡si estaba ya ahora en la sala la desgraciada!
—Bueno, dígale que ya voy.
Era su íntima amiga. Fueron vecinas, de solteras, en la calle de la Magdalena y
estudiaron en el mismo colegio, en el Patriarcal, de Rita Pessoa, la coja. Leopoldina
era la hija única del Vizconde de Quebraes, el libertino, el caquéctico, que había sido
gentilhombre de don Miguel.[29] Hizo ella una boda desgraciada con un Juan de
Noroña, empleado en la Aduana. La llamaban la Quebraes, y también Pan y Queso.

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Era notorio que tenía amantes y vicios. Jorge la odiaba. Y habíale dicho muchas
veces a Luisa: «¡Todo, menos esa Leopoldina!».

* * *

Leopoldina tenía entonces veintisiete años. No era alta, pero tenía fama de ser la
mujer mejor formada de Lisboa. Llevaba siempre unas ropas muy ceñidas, con una
precisión que acusaba y modelaba su cuerpo como una piel, con muy poco vuelo en
la falda, que se arremangaba garbosamente. Decían de ella con los ojos en blanco:
«¡Es una estatua, una Venus!». Tenía unos hombros de modelo, de una redondez
prieta y esbelta; adivinábanse sus senos, aun a través del corpiño; el dibujo robusto y
armonioso de aquellas dos bellas mitades de limón, la línea de las caderas firme y
opulenta, ciertos escorzos vibrantes de cintura hacían volver tras ella las miradas
encendidas de los hombres. La cara era un poco basta; las aletas de la nariz tenían una
anchura carnosa. En la piel, muy tersa, de una morenez cálida y rosada, quedaban aún
las huellas casi desvanecidas de unas antiguas viruelas. Su belleza residía en los ojos,
de una negrura intensa, impregnados de fluido, muy gachones, con largas pestañas.
Luisa fue hacia ella con los brazos abiertos y se besaron mucho. Y Leopoldina,
sentada en el sofá, enrollando despacio la seda clara de su sombrilla, empezó a
lamentarse. Había estado malucha, muy mustia, con vahídos. El calor la mataba. ¿Y
qué había sido de ella? La encontraba más gruesa. Como era un poco corta de vista,
para asegurarse, guiñaba ligeramente los ojos, entreabriendo los labios gordezuelos,
de un rojo caliente.
—¡La felicidad lo da todo, hasta buenos colores! —dijo, sonriendo.
Lo que la traía allí era preguntarle las señas de la francesa que le hacía los
sombreros. ¡Y también el afán de verla, después de tanto tiempo sin comunicarse!
—¡No puedes imaginarte! ¡Qué calor! Vengo muerta.
Y se dejó caer sobre el almohadón del sofá, sofocada, con una sonrisa abierta,
mostrando los dientes blancos y grandes.
Luisa le dio la dirección de la francesa, elogiándola: era barata y tenía buen gusto.
Como la sala estaba en sombra, fue a entreabrir un poco las maderas del balcón. El
forro de las sillas y las colgaduras eran de reps verde oscuro; el papel de la pared y la
alfombra, con dibujos rameados, tenían el mismo tono; y en aquel decorado sombrío
resaltaban mucho las gruesas molduras doradas de dos grabados (la Medea, de
Delacroix, y el Mártir de Delaroche), las encuadernaciones rojas de los dos grandes
volúmenes de Dante de Gustavo Doré, y, entre las ventanas, el óvalo de un espejo
donde se reflejaba un napolitano de biscuit que bailaba la tarantela sobre la consola.
Encima del sofá colgaba el retrato al óleo de la madre de Jorge. Aparecía sentada,
vestida ricamente de negro, muy tiesa en su corpiño ceñido y rígido; una de las

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manos, de una lividez mortal, reposaba sobre las rodillas, recargada de sortijas; la
otra perdíase entre los encajes muy trabajados de una mantelería de raso; y aquel
rostro largo y macilento, con unos grandes ojos, muy negros, resaltaba sobre una
cortina roja tendida en pliegues profusamente quebrados, dejando ver a lo lejos cielos
azulados y redondeces de arboledas.
—¿Y tu marido? —preguntó Luisa, viniendo a sentarse muy cerca de Leopoldina.
—Como siempre. Poco divertido —respondió, riendo. Y con un aire serio y la
cabeza un poco inclinada—: ¿Sabes que acabé con Mendoza?
Luisa se sonrojó ligeramente:
—¿Sí?
Leopoldina le dio en seguida detalles. Era muy indiscreta, hablaba mucho de sí
misma, de sus sensaciones, de su alcoba, de sus andanzas. Nunca había tenido
secretos para Luisa, y en su necesidad de hacer confidencias, de gozar con la
admiración de su amiga, ¡le describía sus amantes, las opiniones de estos, sus
maneras de amar, sus tics, su ropa, con grandes exageraciones! Aquello resultaba
siempre muy picaresco, cuchicheado al borde de un sofá, entre risitas; Luisa solía
escuchar, muy interesada, un poco sonrojados los pómulos, admirada, saboreando
aquello con un gestecillo beatífico. ¡Lo encontraba tan curioso!
—¡Esta vez sí que puedo decir realmente que me equivoqué, rica! —exclamó
Leopoldina, alzando los ojos desoladamente.
Luisa se echó a reír:
—¡Tú te equivocas casi siempre!
¡Era cierto! ¡Infeliz de ella!
—¿Qué quieres? Me imagino cada vez que es una pasión y cada vez me resulta
un chasco.
Y pinchando la alfombra con la punta de la sombrilla:
—Pero ¡algún día acertaré!
—A ver si aciertas —dijo Luisa—. ¡Ya es hora!
A veces, encontraba a Leopoldina «indecente» en su conciencia; pero tenía una
debilidad por ella: siempre había admirado mucho la belleza de su cuerpo, que le
inspiraba casi una atracción física. Además, la disculpaba. ¡Era tan desgraciada con
su marido!… ¡La infeliz perseguía la pasión! Y aquella gran palabra, centelleante y
misteriosa de la que se derrama la felicidad como de una taza rebosante, satisfacía a
Luisa como una justificación suficiente, y le parecía casi una heroína; la miraba con
espanto, como se contempla a los que regresan de algún viaje maravilloso y difícil,
lleno de episodios excitantes. Únicamente no le agradaba cierto olor a tabaco
mezclado con heno, que traía ella siempre en sus vestidos. Leopoldina fumaba.
—¿Y qué hizo Mendoza?
Leopoldina se encogió de hombros, con gesto aburrido.

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—Me escribió una carta muy tonta, diciéndome que, a fin de cuentas, era mejor
que terminase todo, porque no quería meterse en camisa de once varas. ¡Qué imbécil!
Debo tenerla aquí.
Se buscó en el bolsillo del vestido. Sacó un pañuelo, una carterita, unas llaves,
una polverita; pero no encontró más que un programa del Price. Habló entonces del
circo. Una tabarra. Lo mejor era un muchacho que trabajaba en el trapecio. ¡Guapo
chico, bien formado, una perfección!
Y de pronto:
—Entonces, ¿vuelve tu primo Basilio?
—Eso he leído hoy en el Diario de Noticias. ¡Me he quedado de una pieza!
—¡Ah! Otra cosa que quería preguntarte antes que se me olvide: ¿Con qué
adornaste aquel vestido tuyo, azul, de cuadritos? Voy a encargarme uno así.
—Lo había adornado con azul también, un azul más oscuro. Ven dentro a verlo.
Entraron en el tocador. Luisa fue a abrir el balcón y el armario ropero. Era un
cuartito muy fresco, con cretonas azul pálido. Había allí una alfombra barata de fondo
blanco, con dibujos azulados. El tocador, alto, estaba entre las dos ventanas, bajo un
dosel de grueso encaje, rebosante de frascos tallados. Entre las colgaduras, en
veladores de patas de garra, plantas espesas, begonias y makoamas, desplegaban
decorativamente su follaje, exuberante y fuerte, en macetas rojas de barro
aporcelanado. Aquellos detalles domésticos recordaron seguramente a Leopoldina
dichas tranquilas. Dijo despacio, mirando a su alrededor:
—Y tú siempre tan enamorada de tu marido, ¿eh? ¡Haces bien, hija, haces bien!
Fue al tocador a darse polvos en el cuello y en la cara.
—¡Haces bien! —repitió—. Pero ¡vete a enamorarte de un hombre como el mío!
Sentóse en la causeuse con un aire muy lánguido; inició las quejas acostumbradas
contra su marido. ¡Era tan grosero, tan egoísta!
—¿Creerás que desde hace ya tiempo, si no estoy en casa a las cuatro, no me
espera, se sienta a la mesa, come y me deja las sobras? Y luego, descuidado, sucio,
escupiendo siempre en las alfombras… ¡Su alcoba, pues tenemos dos cuartos
separados, como sabes, es una pocilga!
Luisa dijo con severidad:
—¡Qué horror! La culpa es tuya también.
—¡Mía! —se irguió, relucientes los ojos, más grandes, más negros—. ¡No faltaba
más que tener que ocuparme del cuarto de ese hombre!
¡Ah! ¡Era muy desgraciada, era la mujer más desgraciada del mundo!
—¡Ni celos tiene el muy bruto!
Pero entró Juliana, tosió y, arreglándose todavía el collar y el broche, preguntó:
—¿Quiere entonces la señora que planche todos los cuellos?
—Todos, ya se lo he dicho. Tienen que estar esta noche en la maleta, antes de

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acostarse.
—¿Qué maleta? ¿Quién se va? —preguntó Leopoldina.
—Jorge. Va a las minas del Alentejo.
—Entonces, si te quedas sola, ¡podré venir a verte! ¡Qué bien!
Y se sentó junto a ella con una mirada que se hizo cariñosa.
—¡Tengo tanto que contar!… ¡Si tú supieras, hija!…
—¿El qué? ¿Otra pasión? —dijo Luisa riendo.
La cara de Leopoldina se puso seria.
No era cosa de risa. ¡Estaba harta de todo! ¡Por eso había venido! ¡Se sentía tan
sola en su casa, tan nerviosa! «¡Iré a ver a Luisa, a hablar con ella un rato!», se dijo.
Y en voz más baja, casi solemne:
—¡Esta vez es en serio, Luisa! —y contó los detalles.
Era un muchacho alto, rubio, guapo. ¡Y qué talento el suyo!
—Es poeta —decía la palabra con fervor, prolongando el sonido de las sílabas—.
¡Es poeta!
Se desabrochó despacio dos botones del corpiño y sacó del pecho un papel
doblado. Eran unos versos. Y muy pegada a Luisa, con las aletas de la nariz vibrantes
por la delicia de la sensación, leyó en voz baja, con orgullo, teatralmente:

A TI

Faro de la Guía, 5 de junio.

Cuando a la hora del poniente sueño,


sobre las rocas donde ruge el mar…

Era una elegía. El joven narraba poéticamente sus largas contemplaciones en que la
veía a ella, Leopoldina, «visión radiante que tan leve pisas», en las aguas dormidas,
en las rojeces del ocaso, en la blancura de las espumas. Era una composición
vanidosa, de un sentimentalismo basto, de un aire enfermizo, muy lisboeta, llena de
versos ripiosos. Y al terminar, le decía que no era «en la suntuosidad de los salones»
o en los «bailes febricitantes» donde le gustaba verla: era allí, entre aquellas peñas,

donde todos los días, al sol poniente,


veo adormecerse el mar gigante.

—Qué bonito, ¿eh?


Se quedaron calladas, con una leve emoción. Leopoldina, con ojos trastornados,
repitió la fecha, amorosamente:
—¡Faro de la Guía, cinco de junio!
Pero el reloj del cuarto dio las cuatro. Leopoldina se levantó en seguida, azorada,

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y se guardó el poema en el pecho. ¡Tenía que marcharse ya! Hacíase tarde y si no el
otro se sentaba a la mesa. Tenía lubina asada para comer. ¡Y el pescado frío era la
cosa más insulsa!
—Adiós. Hasta pronto, ¿verdad? —ahora que Jorge se marchaba vendría a
menudo—. Adiós. Entonces, ¿la francesa es en la calle del Ouro, encima del estanco?
Luisa la acompañó hasta el descansillo. Leopoldina, al final ya de la escalera, se
detuvo y gritó:
—¿Sigues creyendo que debo adornar el vestido con azul, eh?
Luisa, de bruces sobre la barandilla, contestó:
—Yo lo hice así, es lo mejor…
—¡Adiós! ¿Calle del Ouro, encima del estanco?
—Sí. Calle del Ouro. Adiós —y con un gritito—: La puerta de la derecha,
madame Françoise.

* * *

Jorge volvió a las cinco, y desde la puerta del cuarto, dejando el bastón en un rincón:
—Ya sé que has tenido visita.
Luisa se volvió un poco colorada. Estaba delante del tocador, peinada ya, con un
vestido blanco de hilo guarnecido de encajes.
Era verdad, había venido Leopoldina. Juliana la dejó pasar… ¡Le contrarió
mucho! Vino a pedirle las señas de la sombrerera francesa. Había estado diez
minutos.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Juliana asegura que ha estado aquí toda la tarde.
—¡Toda la tarde, qué tontería! ¡Ha estado diez minutos, apenas!
Jorge se quitaba los guantes, callado. Se acercó a la ventana y se puso a sacudir
las duras hojas de una begonia manchada de un rojo enfermizo con un reflejo
plateado. Silbaba quedamente. Y parecía muy atareado en acariciar un botón de
Amarilis cobijado entre su follaje reluciente, como un corazoncito asustado.
Luisa pasaba su medallón de oro por una larga cinta de terciopelo negro; le
temblaban las manos y estaba muy arrebolada.
—El calor les sienta mal… —dijo.
Jorge no respondió. Silbó más fuerte, fue a la otra ventana, golpeó con los dedos
en las hojas elásticas de una makoama de tonos verdes y sanguíneos y, ensanchando
con impaciencia el cuello como un hombre sofocado:
—Óyeme: es preciso que dejes ya de recibir a esa mujer. ¡Es necesario acabar de
una vez!
Luisa se puso escarlata.

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—¡Lo digo por ti, por los vecinos y por la decencia!
—Pero si fue Juliana… —balbuceó Luisa.
—Dile otra vez que la despida. ¡Que estás fuera! ¡Que te has ido a la China! ¡Que
te encuentras enferma!
Se interrumpió, y, después, con un tono desconsolado, abriendo los brazos:
—Rica mía, es que todo el mundo la conoce. ¡Es la Quebraes! ¡La Pan y Queso!
¡Es una vergüenza!
Le citó sus amantes, exasperado: ¡Carlos Viegas, el flaco, el de los bigotes caídos,
que escribía comedias para el Gimnasio! ¡Santos Madeira, el picado de viruelas, con
el pelo desgreñado! ¡Melchor Vadio, un borrachín blandengue, con su mirada de
carnero degollado, fumando siempre en boquilla! ¡Pedro Cámara, el guapito!
¡Mendoza, el de los callos! Tutti quanti!
Y encogiéndose de hombros, desabrido:
—¡Como si yo no notase que ha estado aquí! ¡Sólo por el olor! ¡Este horrible olor
a heno! Os habéis criado juntas, etcétera. Todo eso está muy bien. ¡Tienes que
disculparla, pero si me la encuentro en la escalera la echo! ¡La echo, sí!
Se detuvo un momento, conmovido:
—Vamos, Luisa, confiésalo. ¿Tengo razón o no?
Luisa se ponía los pendientes ante el espejo, aturdida:
—La tienes —dijo en voz baja.
—¡Ah, bien!
Y salió, furioso.
Luisa se quedó inmóvil. Un redondo lagrimón transparente rodó por su cara hasta
la nariz. Se sintió dolorosamente herida. ¡Aquella Juliana, la muy chismosa! ¡Qué
mala, por meter cizaña! Le sacudió un ramalazo de cólera. Fue al cuarto de la
plancha, cerró con un portazo:
—¿Por qué ha dicho usted quién ha venido ni quién ha dejado de venir?
Juliana, muy sorprendida, soltó la plancha:
—Creí que no era un secreto, señora.
—¡Claro que no! ¡Qué tontería! ¿Quién le ha dicho que era un secreto? ¿Y para
qué la dejó pasar? ¿No le tengo dicho muchas veces que no quiero recibir a doña
Leopoldina?
—La señora no me ha dicho nunca nada —replicó la sirvienta, muy ofendida, con
tono de veracidad.
—¡Miente usted! ¡Cállese!
Le volvió la espalda; volvió a su cuarto muy nerviosa y fue a apoyarse en los
cristales de la ventana.
El sol había desaparecido; en la calle estrecha había una sombra igual, de tarde
sin viento; en las casas, de vieja construcción, oscuras, estaban abiertos los balcones,

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donde en rojas macetas se agostaba alguna planta mísera, albahaca o clavo; oíase en
el teclado melancólico de un piano La oración de una virgen, ejecutada por una
muchacha, en el sentimentalismo perezoso del domingo, y frente a su ventana, las
cuatro hijas de Teixeira Acevedo, flacuchas, con las cabelleras rizadas y las orejas
foscas, permanecían aquella tarde de fiesta mirando hacia la calle, hacia la atmósfera,
hacia las ventanas vecinas, cuchicheando si pasaba un hombre o, asomadas de bruces,
con una atención estúpida, escupían sobre las piedras de la calle.
¡El pobre Jorge tenía razón! Pero también, ¿qué podía ella hacer? No iba ya a
casa de Leopoldina, había retirado su retrato del álbum de la sala ¡y habíase visto
obligada a decirle la repugnancia de Jorge, lo cual les hizo incluso llorar a las dos!
¡Pobrecilla! ¡Sólo la recibía de cuando en cuando, en contadas ocasiones, un
momento! ¡Y, en fin, después de tenerla en la sala, no iba a empujarla escaleras abajo!
Un hombre grueso, de piernas torcidas, encorvado sobre un organillo de
manubrio, apareció entonces al comienzo de la calle; sus barbas negras tenían un
aspecto feroz. Se detuvo y empezó a dar vueltas al manubrio, mirando a su alrededor,
hacia las ventanas, con una triste sonrisa de dientes blancos, y la Casta Diva, con una
sonoridad metálica y seca, muy temblorosa, se difundió por la calle.
Gertrudis, la criada y concubina del doctor en Ciencias Matemáticas, vino a
apoyar en seguida sobre los cristales estrechos del balcón su carota morena de
cuarentona harta y colocada; delante, en el saliente del segundo piso, asomó la cara
de Cuña Rosado, flaco y chupado, con un gorro de borla y el aspecto desconsolado
del enfermo intestinal, apretándose con las manos transparentes el batín sobre el
vientre. Aparecieron otros rostros aburridos entre las cortinas de muselina.
En la calle, la estanquera se acercó a la puerta, vestida de luto, estirando su ancha
cara de viuda, con los brazos cruzados sobre el chal teñido de negro, muy delgada en
las largas faldas ceñidas. En la tienda de debajo de casa de Acevedo apareció la
carbonera, enorme en su pesadez y bestial, con el pelo escaso y desgreñado, la cara
brillante y tiznada, con tres chiquillos medio desnudos, casi negros, llorones y
peludos que se colgaban de su falda. Pablo el de la prendería avanzó hasta en medio
de la calle; la visera charolada de su gorra de paño negro no se alzaba nunca de
encima de sus ojos; ocultaba siempre las manos, como para ser más cauto, a su
espalda, debajo de los faldones de su largo chaquetón; el talón sucio del calcetín
asomaba por sus zapatillas bordadas con cuentas, y resollaba con su ronquera crónica
de un modo desesperado. Odiaba a los reyes y a los curas. El estado de los asuntos
públicos le enfurecía. Silbaba con frecuencia María de la Fuente, y se mostraba en
sus palabras y en sus actitudes como un patriota exasperado.
El hombre del organillo se quitó su ancho sombrero de ala caída, y, tocando
siempre, lo fue tendiendo alrededor, hacia las ventanas, con mirada implorante. Las
de Acevedo cerraron violentamente los cristales. La carbonera le dio una moneda de

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cobre, pero le interrogó, quiso enterarse con seguridad de qué parte era, por qué
carreteras había venido y cuántas piezas tenía el instrumento.
Empezaba a regresar la gente endomingada, con un aire cansado por el largo
paseo, con las botas polvorientas; mujeres de toquilla, que venían de las huertas con
las criaturas al cuello, dormidas con la caminata y el calor; viejos plácidos, de
pantalones blancos, con el sombrero en la mano, gozaban del fresco, dando una
vuelta por el barrio; bostezaban en algunas ventanas. El cielo tomaba un color
azulado y brillante, como una porcelana; una campana repicaba distante, al final de
alguna fiesta de iglesia. Y el domingo terminaba, con una serenidad cansada y triste.
—Luisa —dijo la voz de Jorge.
Ella se volvió con un vago ¿eh?
—Vamos a comer, hija; son las siete.
En medio del cuarto la cogió de la cintura, y hablándole bajito, junto a la cara:
—¿Te ha molestado lo de hace un rato?
—¡No! Tienes razón. Reconozco que tienes razón.
—¡Ah! —exclamó él en tono victorioso, muy satisfecho—. Es evidente:

¿Qué mejor consejero y buen amigo que el esposo que el alma me escogió?

Y con una ternura grave:


—¡Mira, encanto: nuestra casita es tan decente que da grima ver entrar aquí a esa
mujer, con su olor a heno, a tabaco y a todo lo demás… Ma, di questo no parlaremo
più, o donna mia! ¡Y ahora, a la sopa!

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Capítulo II
Los domingos por la noche había en casa de Jorge una pequeña reunión, una charla,
en la sala, alrededor del viejo candelabro de porcelana rosa. Acudían solamente los
íntimos. El Ingeniero, como decían en la calle, vivía muy metido en su rincón, sin
visitas. Se tomaba allí el té y se charlaba. Una tertulia un poco a lo estudiante. Luisa
hacía crochet y Jorge fumaba su cachimba.
El primero en llegar era Julián Zuzarte, un pariente muy lejano de Jorge,
condiscípulo suyo en los primeros años de la Politécnica. Era un hombre seco y
nervioso, con gafas azules y un pelo largo, que le caía sobre el cuello. Desempeñaba
el cargo de cirujano en la Escuela. Muy inteligente, estudiaba con desesperación,
pero, como él decía, era un gafe. ¡A los treinta años, pobre, con deudas, sin clientela,
empezaba a sentirse harto de su cuarto piso en la Baixa, de sus comidas de dos
pesetas, de su paleto raído, y, ahogado por su vida mezquina, veía a los otros, a los
mediocres, a los frívolos, huronear, subir, asentarse cómodamente en la prosperidad!
«Falta de chance», decía. Podía haber aceptado un destino consistorial en una ciudad
de provincia y tener, con toda seguridad, una casa suya, su criada en una quinta. Pero
sentía un orgullo tenaz, mucha fe en sus facultades, en su ciencia, y no quería ir a
enterrarse en un poblado adormecido y lúgubre, con tres callejas donde hozasen los
cerdos. Cualquier provincia le aterraba: veíase allí oscurecido, jugando a las cartas en
las reuniones, muriéndose de caquexia. Por eso «no daba un paso», y esperaba, con la
tenacidad del plebeyo ambicioso, una clientela rica, una cátedra en la Escuela, un
cupé para hacer las visitas, una mujer rubia con buena dote. Tenía la certeza de su
derecho a tales felicidades, y como éstas tardaban en llegar, íbase volviendo amargo y
despechado: estaba enojado con la vida; cada día se prolongaban más sus silencios
hostiles, mordiéndose las uñas, y, en sus mejores momentos, no cesaba de proferir
frases secas, párrafos agrios, en que su voz desagradable sonaba cortante y helada.
Luisa no le quería; encontrábale un aire nordeste, detestaba su tono pedagógico,
los negros reflejos de sus anteojos, sus pantalones cortos, que dejaban ver el elástico
roto de las botas. Pero disimulaba, le sonreía, porque Jorge le admiraba y decía
siempre de él: «¡Tiene mucho talento! ¡Es un gran hombre!».
Como llegaba más temprano, pasaba al comedor y tomaba allí su taza de café, y
lanzaba siempre una mirada de soslayo hacia la plata del aparador y hacia las
flamantes toilettes de Luisa. Aquel pariente, un mediocre, que vivía
confortablemente, bien casado, con la carne satisfecha, estimado en el ministerio, con
unos cuantos miles de duros en papel, le parecía una injusticia y le pesaba como una
humillación. Pero fingía estimarlo; iba siempre por las noches, los domingos;
ocultaba entonces sus preocupaciones, charlaba, decía agudezas, pasando a cada
momento los dedos por sus cabellos largos, duros y llenos de caspa.

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A las nueve, generalmente, entraba doña Felicidad de Noroña. Venía desde la
puerta con los brazos extendidos y su ancha sonrisa a flor de boca. Tenía cincuenta
años, era muy gruesa, y como padecía de dispepsia y de flatos, no podía ponerse a
aquellas horas el corsé y sus formas se expandían libremente. Notábanse ya algunas
hebras blancas en sus cabellos, ligeramente rizados; pero su cara era tersa y redonda,
llena de una blancura blanda y descolorida de monja; en sus ojos salientes, con la piel
arrugada ya alrededor, brillaban unas pupilas negras y húmedas, muy inquietas, y en
las comisuras de los labios los vellos del bozo parecían trazos leves y arqueados
hechos con una pluma muy fina. Había sido la amiga íntima de la madre de Luisa y
tomó la costumbre de venir a ver a la pequeña los domingos. Era noble, de los
Noroñas de Redondela, bien emparentada en Lisboa, un poco devota y un mucho de
la Encarnación.
Apenas entraba, al dejar un beso ruidoso en la cara de Luisa, le preguntaba bajo,
con inquietud:
—¿Vendrá?
—¿El consejero? Sí.
Luisa lo sabía con seguridad. Porque el consejero, el consejero Acacio, no venía
nunca a los tés de doña Luisa, como él decía, sin haber ido la víspera al ministerio de
Obras Públicas en busca de Jorge, a decirle con gravedad, encorvando levemente su
alta estatura:
—Amigo Jorge, mañana iré a pedir a su buena esposa mi taza de té.
Y añadía, por regla general:
—¿Adelantan sus valiosos trabajos? ¡Enhorabuena! Si ve al ministro, preséntele
mis respetos. ¡Mis respetos a su soberbio talento!
Y salía pisando con solemnidad las galerías enlosadas.
Hacía cinco años que doña Felicidad le amaba. En casa de Jorge se reían un poco
de aquella pasión. Luisa decía: «¡Vaya, es una manía de ella!». La veían gorda y
colorada, y no sospechaban que aquel sentimiento concentrado, exacerbado
semanalmente, abrasándose en silencio, la iba minando como una enfermedad y
desmoralizándola como un vicio. Todos sus ardores se habían truncado hasta
entonces. Amó a un oficial de lanceros, que falleció, y del que sólo conservaba un
daguerrotipo. Después se enamoró ocultamente de un joven panadero de la vecindad,
y vio cómo se casaba con otra. Se entregó por entero a un perro, Bolillo; una criada
despedida le dio, para vengarse, corcho cocido, y Bolillo reventó. Y lo tenía ahora
disecado en el comedor. La persona del consejero vino de repente un día a prender
fuego a aquellos deseos, amontonados como antiguos combustibles. Acacio se
convirtió en su manía; admiraba su figura y su seriedad, abría mucho los ojos ante su
elocuencia, encontraba que tenía una «bonita posición». ¡El consejero era su
ambición y su vicio! Poseía él, sobre todo, una belleza cuya contemplación detenida

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la aturdía como un vino fuerte: la calva. Experimentó siempre el gusto perverso de
ciertas mujeres por la calva de los hombres. Y aquel apetito insatisfecho se inflamó
con la edad. Cuando se ponía a mirar la calva del consejero, brillante bajo las luces,
un ávido sudor humedecía su espalda, sus ojos centelleaban ¡y sentía unos deseos
absurdos, ansiosos, de poner encima sus manos, de palparla, de sentir su forma, de
amasarla, de saturarse de ella! Pero disimulaba, se ponía a hablar alto con una sonrisa
embobada, se abanicaba convulsivamente y le goteaba el sudor por las carnosas
roscas del cuello. Se retiraba a su casa a rezar, imponíase penitencias de muchas
salves a la Virgen; pero apenas terminaba sus oraciones, comenzaba a palpitar su
temperamento. Y la buena, la pobre doña Felicidad, tenía entonces pesadillas lascivas
y melancolías de histerismo senil. La indiferencia del consejero la irritaba aún más:
¡ni una mirada, ni un suspiro, ni una revelación amorosa le conmovían! Era con ella
glacial y cortés. Habíanse quedado algunas veces solos, aparte, en el hueco propicio
de un balcón, en el aislamiento mal alumbrado de un rincón del sofá pero apenas
hacía ella una demostración sentimental, él se levantaba bruscamente y se alejaba,
severo y púdico. Un día creyó ella notar que, a través de sus gafas ahumadas, el
consejero dirigía de soslayo una mirada estimadora a la abundancia de su seno;
pareciéndola clara e impaciente, rebosante de pasión, le dijo ella quedamente:
«¡Acacio!…». Pero el consejero la dejó helada con un gesto y, ya en pie, pronunció
con gravedad:
—Señora,

Las nieves que en la frente se acumulan acaban por helar el corazón…

»—¡Es inútil, señora mía!


El martirio de doña Felicidad era muy oculto, muy disimulado, nadie lo conocía;
sabían las desventuras del sentimiento, pero ignoraban las torturas del deseo. Y un día
Luisa se quedó atónita al ver que doña Felicidad la cogía de la muñeca con mano
sudorosa y le decía bajito, con los ojos clavados en el consejero.
—¡Qué joya de hombre!
Hablaban aquella noche del Alentejo, de Évora y de sus riquezas, de la capilla de
los huesos, cuando entró el consejero, con su paleto al brazo. Fue a doblarlo
cuidadosamente sobre una silla de un rincón, y con su paso aplomado y solemne vino
a estrechar las dos manos de Luisa, diciéndole con voz sonora, profunda:
—¿Sigue siendo perfecta esa salud, mi señora doña Luisa? Ya me lo dijo nuestro
Jorge. ¡Enhorabuena! ¡Enhorabuena!
Era alto, delgado, iba vestido todo de negro, con el cuello oprimido por una tirilla
recta. El rostro, afilado en la barbilla, se ensanchaba gradualmente hasta la calva,
amplia y tersa, un poco aplastada en la parte alta; se teñía el pelo que de una oreja a

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otra le formaba un collar en la nuca, y aquel negro reluciente daba, por contraste, más
brillo a la calva; pero no se teñía el bigote: lo tenía canoso, tupido, caído en las
comisuras de la boca. Era muy pálido no se quitaba nunca las gafas oscuras. Tenía un
hoyuelo en la barbilla y las orejas grandes y muy despegadas del cráneo.
Había sido, en otro tiempo, director general del ministerio de la Gobernación, y
siempre que decía: «¡El rey!» se levantaba un poco en la silla. Sus gestos eran
comedidos, hasta cuando tomaba rapé. No empleaba nunca palabras vulgares; no
decía vomitar, sino que, haciendo un gesto expresivo, empleaba el verbo devolver.
Decía siempre «nuestro Garrett o nuestro Herculano».[30] Prodigaba las citas. Era
autor. Y sin familia, viviendo en un tercer piso de la calle del Ferregial, amancebado
con la criada, se dedicaba a la Economía Política: había escrito los Elementos
genéricos de la ciencia de la riqueza y su distribución, según los mejores autores y
como subtítulo: ¡Lecturas para veladas! Acababa de publicar unos meses antes la
Relación de todos los ministros de Estado, desde el gran marqués de Pombal hasta
nuestros días, con datos cuidadosamente investigados de sus nacimientos y óbitos.
—¿No ha estado usted ya en el Alentejo, consejero? —le preguntó Luisa.
—¡Nunca, señora! —y se inclinó—. ¡Nunca! ¡Y lo siento! Siempre he deseado ir
allí, porque me han dicho que guarda curiosidades de primer orden.
Aspiró una toma de su cajita dorada delicadamente, y añadió con solemnidad:
—¡Es, por lo demás, una provincia de gran riqueza porcuna!
—Jorge averiguará cuál es el sueldo fijo asignado a la plaza consistorial de Évora
—dijo Julián desde el rincón del sofá.
El consejero intervino, siempre bien informado, con la caja entre los dedos:
—Deben de ser unas seis mil pesetas, señor Zuzarte, y manos libres. Tengo mis
notas tomadas. ¿Por qué quiere usted marcharse de Lisboa, señor Zuzarte?
—¡Tal vez!…
Todos lo desaprobaron.
—¡Ah, Lisboa siempre es Lisboa! —suspiró doña Felicidad.
—¡Ciudad de mármol y de granito, según la frase sublime de nuestro gran
historiador! —dijo solemnemente el consejero.
Y aspiró la toma, con los dedos abiertos en abanico, finos y bien cuidados.
Dona Felicidad dijo entonces:
—¡Quien no sería capaz de dejar Lisboa, ni de la mano de Dios Padre, es el
consejero!
Y éste, volviéndose pausado hacia ella, un poco inclinado, replicó:
—¡He nacido en Lisboa, doña Felicidad; soy lisboeta de corazón!
—El consejero —recordó Jorge— ha nacido en la calle de San José.
—En el número setenta y cinco, amigo Jorge. ¡En la casa contigua a esa en que
vivió, hasta casarse, mi muy querido Gerardo, mi pobre Gerardo!

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Gerardo, su pobre Gerardo, era el padre de Jorge. Acacio había sido su íntimo.
Fueron vecinos. Acacio tocaba entonces el violín, y como Gerardo tocaba la flauta,
hacían dúos e incluso ambos pertenecían a la Filarmónica de la calle de San José.
Después, cuando Acacio ingresó en las oficinas del Estado, por escrúpulo y por
dignidad, dejó el violín, los sentimientos tiernos y las alegres veladas de la
Filarmónica. Se consagró por entero a la estadística, aun permaneciendo muy leal a
Gerardo. Y luego continuó dispensando aquella amistad solícita a Jorge; fue padrino
de su boda, venía a verle todos los domingos y el día de su cumpleaños le mandaba
puntualmente, con una carta de felicitación, una lamprea con huevos.
—Aquí he nacido —repitió, desdoblando su fino pañuelo de seda de la India—, y
aquí pienso morir.
Y se sonó discretamente.
—¡Eso está todavía muy lejos, consejero!
Y él con grave melancolía:
—No me da miedo ella, amigo Jorge. Hasta he hecho ya construir, sin vacilación,
en el Alto de San Juan, mi última morada. Modesta, pero decente. Está a la entrada,
en la calle de la derecha, en un lugar abrigado, junto a la cabaña de los Verdaderos
Amigos.
—¿Y ha compuesto usted ya su epitafio, señor consejero? —preguntó Julián,
irónico.
—No lo quiero, señor Zuzarte. No quiero elogios en mi sepultara. Si mis amigos,
mis compatriotas, juzgan que he prestado algunos servicios, existen otros medios para
celebrarlos. ¡Ahí están la Prensa, la necrología, la poesía incluso! Por mi deseo, sólo
quisiera que figurase sobre la lápida lisa, en letras negras, mi nombre, con mi cargo
de consejero; y las fechas de mi nacimiento y de mi muerte.
Y con un tono pausado y reflexivo:
—No me opongo, sin embargo, a que graben debajo, en letras pequeñas: ¡Orad
por él!
Hubo un silencio conmovido, y una voz fina dijo en la puerta:
—¿Dan ustedes permiso?
—¡Oh Ernestito!… —exclamó Jorge.
Con un paso menudo y rápido, se acercó Ernestito a abrazarlo por la cintura:
—He sabido que te marchabas, primo Jorge… ¿Cómo estás, prima Luisa?
Era un primo de Jorge. Pequeñito, linfático, sus miembros delgados, casi
infantiles, le daban un aspecto débil, de colegial; el fino bigote, untado de cosmético,
se enderezaba en las comisuras en unas guías afiladas como agujas, y en su cara
chupada, los ojos hinchados se apagaban con una mirada lánguida. Usaba zapatos de
charol, con grandes lazos de cinta; sobre el chaleco blanco la cadena del reloj sostenía
un medallón enorme de oro, con frutos y flores esmaltados en relieve. Vivía con una

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comiquilla del Gimnasio, flaca, pálida, de pelo muy rizado y aspecto de tísica.
Escribía para el teatro. Tenía hechas traducciones, dos obras en un acto, originales, y
una comedia de retruécanos. Últimamente ensayaban en las Variedades una obra suya
considerable, un drama en cinco actos, titulado Honor y pasión. Era su estreno más
serio. Desde entonces se le veía siempre muy atareado, con los bolsillos repletos de
manuscritos, siempre en compañía de empresarios y actores, prodigando cafés y
coñacs, con el sombrero ladeado, pálido y diciendo a todos: «¡Esta vida me mata!».
Escribía, sin embargo, con una pasión entrañable por el arte, pues estaba empleado en
la Aduana con un buen sueldo y tenía, además, una bonita renta de sus valores. El
arte mismo, decía, le obligaba a gastar. ¡Para el acto del baile en Honor y pasión
mandó hacer, a su costa, unas botas de charol para el galán y otras iguales para el
padre noble! Se apellidaba Ledesma.
Le hicieron sitio. Luisa notó en seguida, apartando su bordado, que estaba
abatido. Se quejó él, entonces, de sus fatigas: los ensayos le destrozaban, tenía
disputas con el empresario, ¡el día anterior se había visto obligado a repetir todo el
final de un acto! ¡Todo!
—¡Y esto —añadió, muy excitado— porque es un presuntuoso, un imbécil!
¡Quiere que tenga lugar ese acto en un salón en vez de pasar en un abismo!
—¿En un qué? —preguntó, sorprendida, doña Felicidad.
El consejero explicó, muy cortés:
—En un abismo, doña Felicidad, en un despeñadero. También se dice
correctamente un vórtice —y soltó la siguiente cita—: Al espumeante vórtice se
arroja…
—¿En un abismo? —le preguntaron—. ¿Por qué?
El consejero quiso conocer aquel episodio. Ernestito, radiante, bosquejó
ampliamente el enredo:
—Es una mujer casada. En Cintra se ha encontrado con un hombre fatal, el conde
de Monte Redondo. El marido, arruinado, debe cien mil pesetas, perdidas en el juego.
Está deshonrado, van a encarcelarle. La mujer, loca, corre hacia un castillo medio en
ruinas, en donde vive el conde; deja caer su velo y le cuenta la catástrofe.
»El conde se echa su capa sobre los hombros, parte y llega en el momento en que
los esbirros van a llevarse al desdichado. ¡Es una escena muy emocionante —
proseguía—, de noche, a la luz de la luna! El conde se desemboza, arroja una bolsa
de oro a los pies de los esbirros y les grita: «¡Saciaos, buitres!…».
—¡Bello final! —murmuró el consejero.
—En fin —añadió Ernesto, resumiendo—, hay un enredo complicado: el conde
de Monte Redondo y la dama se aman; el marido lo descubre, arroja todo aquel oro a
los pies del conde y mata a la esposa.
—¿De qué modo? —preguntaron.

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—La lleva hacia el abismo. Es en el quinto acto. El conde lo ve, corre y se
precipita también. El marido se cruza de brazos y lanza una carcajada infernal. ¡Así
he imaginado la cosa!
Y se calló, jadeante. Abanicándose con el pañuelo, paseó alrededor sus ojos
lánguidos, plateados como los de un pez muerto.
—¡Es una obra vibrante donde chocan grandes pasiones! —dijo el consejero,
pasándose las manos por la calva—. Mi enhorabuena, señor Ledesma.
—Pero ¿qué quiere el empresario? —preguntó Julián, que escuchaba, en pie,
atónito—. ¿Qué quiere? ¿Quiere situar el abismo en un primer piso, amueblado a la
moda?
Ernestito se volvió muy afectuoso:
—No, señor Zuzarte —y a su vez tenía un tono cordial—: quiere que el desenlace
tenga lugar en un salón.
»De modo que yo —hacía un gesto resignado—, por ser condescendiente, he
tenido que escribir otro final. Me pasé la noche en claro. ¡He tomado tres tazas de
café!…
El consejero intervino con la mano extendida:
—¡Cuidado, señor Ledesma, cuidado! ¡Hay que tener prudencia con esos
excitantes! ¡Prudencia, por Dios!
—A mí no me hace daño, señor consejero —dijo, sonriendo—. ¡Lo escribí en tres
horas! Vengo ahora de enseñárselo. Hasta creo que lo tengo aquí…
—¡Léalo usted, don Ernesto, léalo! —exclamó con viveza doña Felicidad.
¡Que lo leyese! ¡Que lo leyese! ¿Por qué no lo leía?
¡Era una pesadez!… ¡Un borrador!… En fin, ya que insistían… Y, radiante,
desdobló, en medio del silencio, un gran pliego de papel azul, rayado.
—Les pido perdón. Esto es un borrador. La cosa no está con todas sus letras —y
pronunció con voz teatral: «Ágata…». Es la mujer. Se trata de la escena con el
marido, quien lo sabe ya todo…

AGATA.—(Cayendo de rodillas a los pies de Julio). ¡Sí, mátame! ¡Mátame, por


piedad! Antes la muerte que ver, con tales desprecios, mi corazón
desgarrado fibra a fibra.
JULIO.—¿Y no me desgarraste tú también el mío? ¿Tuviste piedad? No. ¡Lo has
hecho pedazos! ¡Dios mío! Yo que la creía pura, en esas horas en que
arrebatados…

Se alzó la cortina. Oyóse un fino tintineo de tazas. Era Juliana, de cofia y delantal
blancos, con el té.
—¡Qué pena! —exclamó Luisa—. Debe usted seguir leyendo después del té; sí,
después del té.

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Ernesto dobló el papel y, mirando de soslayo, rencoroso, a Juliana:
—¡No merece la pena, prima Luisa!
—¡Vamos! ¡Es preciso! —afirmó doña Felicidad.
Juliana colocaba sobre la mesa el plato de las tostadas, los bizcochos de Oeiras,
los pasteles de coco.
—Aquí tiene su té flojo, consejero —dijo Luisa—. Sírvase usted, don Julián. ¡Las
tostadas a don Julián! ¿Más azúcar? ¿Quién lo quiere? ¿Una tostada, consejero?
—Tengo suficiente, mi querida señora —replicó él, inclinándose.
Y declaró, vuelto hacia Ernestito, que encontraba el diálogo soberbio. Pero
alguien preguntó: «¿Qué más quería ahora el empresario?… Ya tenía lo del salón…».
Ernestito, en pie, excitado, con un pastel de crema en la punta de los dedos,
explicó:
—Lo que el empresario quiere es que el marido la perdone…
Se quedaron aterrados:
—¡Vamos! ¡Es extraordinario! ¿Y por qué?
—¡Ya ven! —exclamó Ernestito, encogiéndose de hombros—. Dice que al
público no le gusta. Que no son cosas para nuestro país…
—A decir verdad —intervino el consejero—, a decir verdad, señor Ledesma, a
nuestro público no le agradan, generalmente, las escenas sangrientas.
—Pero ¡si no hay sangre, señor consejero! —protestó Ernestito, poniéndose de
puntillas—. ¡Si no hay sangre! ¡Muere de un tiro! ¡De un tiro por la espalda, señor
consejero!
Luisa chistó a doña Felicidad y, en un aparte, con una sonrisa:
—Tome usted de estos de crema. Son muy recientes.
Y ella respondió con voz quejumbrosa:
—¡Ay, hija mía, no!
Y señaló hacia su estómago, compungida. Entre tanto, el consejero aconsejaba a
Ernestito clemencia; habíale puesto la mano en el hombro paternalmente, y con una
voz persuasiva:
—Dé más alegría a su obra, señor Ledesma ¡El espectador saldrá más aliviado!
¡Deje usted que salga aliviado!
—¿Otro pastelito, consejero?
—No puedo más, mi querida señora.
E invocó, entonces, la opinión de Jorge. ¿No creía que el bueno de Ernesto debía
perdonar?
—¿Yo, consejero? De ningún modo. Soy partidario de la muerte. ¡Y exijo que la
mates, Ernestito!
Doña Felicidad intervino, muy bondadosa:
—Déjele hablar, señor Ledesma. ¡Eso es una broma! ¡Usted, que tiene un corazón

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de ángel!
—Está usted equivocada, doña Felicidad —dijo Jorge, en pie, delante de ella—.
¡Hablo en serio y soy una fiera! Si ha engañado a su marido, debe morir. ¡En el
abismo, en la calle, en el salón, pero debe matarla! ¿Voy yo a consentir que, en un
caso como este, un primo mío, una persona de mi familia, de mi misma sangre,
conceda el perdón como un bragazas? ¡No! ¡Que la mate! Es un principio familiar.
¡Mátala cuanto antes!
—Aquí tiene usted un lápiz, señor Ledesma —gritó Julián, dándole un lapicero.
El consejero, entonces, intervino con gravedad:
—No —dijo—, no creo que nuestro Jorge hable en serio. Es muy culto para tener
ideas tan…
Titubeó, buscando un adjetivo. Juliana se le puso delante con una bandeja, en la
cual un mono de plata se agachaba cómicamente bajo un amplio quitasol erizado de
palillos. Cogió uno, se inclinó y terminó así:
—… tan anticivilizadas.
—Pues se equivoca usted, consejero, las tengo —afirmó Jorge—. Ésas son mis
ideas. Y vea usted, si en lugar de tratarse de un final de acto fuera un caso de la vida
real, si Ernesto viniese a decirme: «¿Sabes? He encontrado a mi mujer…».
—¡Oh Jorge! —protestaron.
—… Bueno, es una suposición; si viniese a decírmelo, le contestaría lo mismo.
Les doy mi palabra de honor de que le respondería lo mismo: «¡Mátala!».
Volvieron a protestar. Le llamaron tigre, Otelo, Barba Azul. Él se reía, llenando
muy tranquilo su pipa. Luisa bordaba, callada; la luz de la lámpara, tamizada por la
pantalla, daba a su pelo tonos de un rubio cálido, resbalaba sobre su blanca cabeza
como sobre un marfil muy pulimentado.
—¿Qué dices tú a eso? —preguntó doña Felicidad.
Ella levantó la cara, risueña, y se encogió de hombros… Y, entonces, dijo el
consejero:
—Doña Luisa dice con orgullo lo que dicen las verdaderas madres de familia:

La impureza del mundo no roza


ni el borde de mi túnica siquiera.

—Y ahora, muy buenas noches —dijo desde la puerta, una voz gruesa.
Se volvieron todos.
¡Era Sebastián! ¡Don Sebastián! ¡Sebastianillo!
Era él, en efecto; Sebastián, el gran Sebastián, Sebastianillo, el tronco de árbol, el
íntimo, el camarada, el inseparable de Jorge desde el latín, en el aula de fray Liborio,
en los Paúles.
Era un hombre bajo y grueso, vestido todo de negro, con un sombrero blando, de

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ala caída, en la mano. Empezaban a escasear sus cabellos castaños y finos en las
entradas de su frente. Tenía la piel muy blanca y la barba rubia y corta.
Fue a sentarse al lado de Luisa.
—¿De dónde viene usted, de dónde?
Venía del Price. Se había reído mucho con los payasos. Hicieron la broma de la
pipa. Su rostro, a plena luz, tenía una expresión honrada, sencilla, franca: los ojillos
azules claros, de una seria suavidad, se dulcificaban mucho cuando sonreían, y sus
labios rojos, húmedos, los dientes brillantes, revelaban una vida saludable, unas
costumbres honestas. Hablaba despacio, bajo, como si tuviera miedo a descubrirse o a
cansar a sus oyentes. Juliana le trajo su taza de té, y removiendo el azúcar con la
cucharilla, tiesa, riendo aún sus ojos, con una sonrisa de bondad:
—¡Lo de la pipa tiene mucha gracia! ¡Mucha!
Sorbió un trago de té y después de un momento:
—Y tú, bribón, ¿te vas entonces mañana? ¿No siente usted tentaciones de irse
fuera con él, mi querida amiga?
Luisa sonrió. ¡Ya lo creo! ¡Quién pudiera! Pero ¡era un viaje tan incómodo! ¡Y,
además, no podía quedarse sola la casa, no podía confiarse en la servidumbre…!
—Claro, claro… —dijo él.
Jorge abrió entonces la puerta del despacho y le llamó:
—Sebastián, ¿haces el favor?
Fue hacia allí con su pesado andar y sus anchas espaldas encorvadas: los faldones
de su levita mal cortada tenían una largura eclesiástica. Entraron en el despacho.
Era una pieza pequeña, con una librería alta y acristalada, encima de la cual había
una estatuita de yeso, vieja y empolvada, que representaba una bacante en pleno
delirio. La mesa, con un antiguo tintero de plata que había sido de su abuelo, estaba
junto al balcón; una colección apilada de la Gaceta del Gobierno blanqueaba en un
rincón; sobre el sillón de cuero oscuro colgaba, en un marquito negro, una gran
fotografía de Jorge y encima de ella brillaban dos espadas cruzadas. Al fondo, una
puerta forrada de tapiz rojo se abría sobre el rellano.
—¿Sabes quién ha estado aquí esta tarde? —dijo Jorge, encendiendo su pipa—.
¡La desvergonzada de Leopoldina! ¿Qué te parece, eh?
—¿Y ha pasado? —preguntó Sebastián, en voz baja, corriendo el pesado tapiz de
tela listada.
—¡Pasó, se sentó y estuvo aquí, sin prisa! ¡Hizo lo que quiso! ¡Leopoldina, la Pan
y Queso!
Y tirando el fósforo violentamente:
—¡Cuando pienso que esa desvergonzada viene a mi casa! ¡Una criatura que tiene
más amantes que camisas, que es la comidilla de Dafundo, que se paseaba este año
por los bailes, de dominó, con un tenor! ¡La mujer del Zagalón, un juerguista que

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falsificó una letra!
Y casi al oído de Sebastián:
—¡Una mujer que se ha acostado con Mendoza, el de los callos! ¡Ese puerco de
Mendoza, el de los callos!
Hizo un gesto furioso y exclamó:
—¡Viene aquí, se sienta en mis sillas, abraza a mi mujer, respira este aire!…
¡Palabra de honor, Sebastián, si la pillo —buscó mentalmente, con ojos encendidos,
un castigo suficiente—, le doy unos azotes!
Sebastián dijo despacio:
—Lo peor es la vecindad…
—¡Claro! —exclamó Jorge—. ¡Toda la gente de la calle sabe quién es! ¡Conocen
sus amantes, sus lugares de cita! ¡Es la Pan y Queso! ¡Todo el mundo conoce a la
Pan y Queso!
—Mala vecindad… —dijo Sebastián—. ¡Para echarse a temblar!
Pero ¿qué? Estaba acostumbrado a la casa, era suya, la había arreglado, le costó
barata…
—¡Porque si no —agregó— no paraba aquí un día más!
¡La calle era un horror! ¡Pequeña, estrecha, estaban amontonados unos sobre
otros! ¡Una vecindad de gentuza, ávida de chismes! Cualquier bagatela, el rodar de
un coche, ¡y aparecían detrás de cada cristal un par de ojos saltones, espiando! Y
había luego abajo una agitación de lenguas, conciliábulos, opiniones formadas; que si
fulano es un indecente, que si mengana es una borracha…
—¡Es un horror! —dijo Sebastián.
—Luisa es un ángel, la pobre —dijo Jorge, paseándose por la habitación—, ¡pero
tiene cosas de criatura! No ve el mal. Es muy buena, se deja ablandar. Mira este caso
de Leopoldina, por ejemplo: se criaron juntas; de pequeñas, eran íntimas y no tiene
ahora valor para echarla. Es por timidez, por bondad ¡Se comprende! ¡Pero, en fin,
las leyes de la vida tienen sus exigencias!…
Y después de una pausa:
—¡Por eso, Sebastián, mientras esté yo fuera, si te consta que Leopoldina viene
por aquí, avisa a Luisa! Porque ella es así, se olvida, no reflexiona. Es necesario
alguien que la advierta, que le diga: «¡Alto ahí; eso no puede ser!». ¡Y entonces
vuelve en sí y es la primera en sentirlo! Ven por aquí, la acompañas, haces música, y
si ves que aparece Leopoldina, le dices en el acto: «¡Cuidado, señora; eso no!».
Porque ella, sintiéndose apoyada, tiene decisión. Si no, se acobarda y se deja llevar.
Sufre con eso, pero no tiene valor para decirle: «¡No te quiero ver; márchate!». No
tiene valor para nada; empiezan a temblarle las manos, a secársele la boca… ¡Es
mujer, muy mujer!… ¿No te olvidarás, eh, Sebastián?
—¿Cómo voy a olvidarme, hombre?

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Oyeron entonces el piano en la sala, y la voz de Luisa elevarse, fresca y clara,
cantando la Mandolinata:

Amici, la notte é bella,


la luna va spontari…

—¡Se queda tan sola, la pobre!… —dijo Jorge.


Dio unos pasos por el despacho, fumando, con la cabeza baja:
—¡Toda pareja bien organizada, Sebastián, debería tener dos hijos! ¡Uno, por lo
menos!…
Sebastián se rascó la barba en silencio, y la voz de Luisa, elevándose con cierto
esfuerzo áspero, en los agudos de la melodía, declamó:

Di cá, di la, per la cita.

¡Era la tristeza secreta de Jorge no tener un hijo! ¡Lo deseaba tanto! ¡Aun de soltero,
en vísperas de su boda, soñaba ya con la felicidad de un hijo! Lo veía de muchas
maneras: o gateando, con las piernecillas coloradas llenas de roscas y el pelo rizado,
fino como hilo de seda; o hecho ya un muchacho fuerte, entrando del colegio con sus
libros, alegre, vivos los ojos, viniendo a enseñarle las buenas notas del mes; o, mejor
aún, una niña crecida, blanca y sonrosada, con un vestido claro, las trenzas colgantes,
viniendo a acariciar sus cabellos ya grises…
¡Sentía a veces un gran miedo a morirse sin haber gozado aquella felicidad
complementaria!
Ahora, en la sala, la voz aguda de Ernestito peroraba; después, Luisa repitió en el
piano la Mandolinata con un brío jovial.
La puerta del despacho se abrió dando pasó a Julián:
—¿Qué están ustedes aquí conspirando? Voy a marcharme; es tarde ya. Hasta la
vuelta, amigo mío, ¿eh? También yo iría contigo a tomar el aire, a respirar, a ver los
campos, pero…
Y sonrió con amargura:
—Addio! Addio!
Jorge fue a alumbrarle hasta el descansillo, a abrazarle otra vez. Si quería algo del
Alentejo…
Julián se encasquetó el sombrero:
—¡Dame otro puro de despedida! ¡Dame dos!
—¡Llévate la caja! Yo, cuando viajo, sólo fumo en pipa. ¡Llévate la caja, hombre!
Se la envolvió en un Diario de Noticias. Julián se la colocó debajo del brazo y,
mientras descendía las escaleras:
—¡Cuidado con las palúdicas! ¡Y a ver si descubres una mina de oro!

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Jorge y Sebastián entraron en la sala. Ernestito, recostado en el piano, se retorcía
las guías del bigotito y Luisa atacaba un vals de Strauss, El Danubio azul.
Jorge dijo, riendo, con los brazos extendidos:
—¿Un vals, doña Felicidad?
Ella se volvió con una sonrisa. ¿Y por qué no? ¡De joven fue muy celebrada su
habilidad! Citó después el vals que había bailado con don Fernando en tiempos de la
Regencia, en el palacio de las Necesidades.[31] Era un bonito vals de aquella época:
La perla de Ofir.
Estaba sentada al lado del consejero en el sofá. Y como reanudando un diálogo
muy grato, continuó bajo, hacia él, con voz tierna:
—Pues le encuentro a usted unos colores magníficos.
El consejero doblaba pausadamente su pañuelo de seda de la India.
—Con tiempo apacible estoy siempre mejor. ¿Y usted, doña Felicidad?
—¡Ay! ¡Soy otra persona, consejero! ¡Muy buenas digestiones, libre de gases!…
¡Soy otra!
—¡Dios lo quiera, señora, Dios lo quiera! —dijo el consejero, restregándose
lentamente las manos.
Tosió, fue a levantarse, pero doña Felicidad le dijo:
—Espero que ese interés sea verdadero…
Se sonrojó. El corpiño flácido del vestido de seda negra se le henchía con el jadeo
del pecho. El consejero volvió a sentarse lentamente en el sofá y con las manos en las
rodillas:
—Doña Felicidad, ya sabe que tiene en mí un amigo sincero…
Ella alzó hacia él sus ojos lánguidos, de los que brotaban confesiones pasionales y
súplicas de felicidad:
—¡Lo mismo le digo, consejero!
Exhaló un gran suspiro y se tapó el rostro con el abanico. El consejero se levantó
secamente. Y con la cabeza erguida y las manos en la espalda, fue hacia el piano y
preguntó a Luisa, inclinándose:
—¿Es alguna canción del Tirol, doña Luisa?
—Es un vals de Strauss —le apuntó Ernestito, de puntillas, al oído.
—¡Ah, muy famoso! ¡Gran autor!
Sacó entonces el reloj. Era ya hora, dijo, de irse a ordenar algunas notas. Se
acercó a Jorge y dijo con solemnidad:
—¡Jorge, mi buen Jorge, adiós! ¡Cuidado con ese Alentejo! ¡El clima es nocivo y
la estación traidora!
Y le estrechó en sus brazos con una presión conmovida.
Doña Felicidad se ponía su mantilla de encaje negro.
—¿Ya, doña Felicidad? —dijo Luisa.

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Ella le explicó al oído:
—Ya, sí, hija; me he dado un atracón, comí alubias y estoy llena… ¡Y este
hombre, este hielo! ¿Viene usted hacia mi barrio, don Ernesto?
—¡Como un rayo, señora!
Se había puesto su paleto de alpaca clara, y chupaba, con las facciones tirantes, de
su boquilla enorme, donde una Venus se retorcía sobre el lomo de un león manso.
—Adiós, primo Jorge; salud y dinero, ¿eh? ¡Adiós! Cuando estrene Honor y
pasión, ya le mandaré un palco a la prima Luisa. ¡Adiós! ¡Salud!
Iban a salir. Pero el consejero, ya en la puerta, se volvió repentinamente, y con los
faldones del paleto echados hacia atrás, la mano apoyada pomposamente en el puño
de plata de su bastón que representaba una cabeza de moro dijo, con gravedad:
—¡Me olvidaba, Jorge! ¡Tanto en Évora como en Beja, visite usted a los
gobernadores civiles! Le diré por qué: ¡se trata de los primeros funcionarios de la
provincia y pueden serle de gran utilidad en sus peregrinaciones científicas!
E inclinándose profundamente:
—Al rivedere, como dicen en Italia, ¿no?

* * *

Sebastián se quedó. Para airear la habitación llena de humo de tabaco, Luisa fue a
abrir los balcones; la noche era calurosa y quieta, con luna.
Sebastián se sentó al piano y, con la cabeza inclinada, recorrió despacio el
teclado.
Tocaba admirablemente, con una comprensión finísima de la música. En otro
tiempo había compuesto incluso una Meditación, dos valses y una balada; pero eran
estudios muy trabajados, llenos de reminiscencias, sin estilo. «No me sale nada de la
cabeza —solía decir con jovialidad, moviendo la cabeza y sonriendo—; ¡pero de los
dedos!…».
Se puso a interpretar un Nocturno, de Chopin. Jorge habíase sentado en el sofá, al
lado de Luisa.
—¡Ya tienes preparado tu paquetito!… —le dijo ella.
—Me basta con unas galletas, hija. Lo que quiero es la cantimplora con coñac.
—No te olvides de ponerme un telegrama en cuanto llegues.
—No temas.
—¿Volverás entonces dentro de quince días?
—Seguramente…
Ella hizo un gesto enfurruñado.
—¡Ah, bueno! ¡Si no vienes, voy a buscarte!
Y, mirando a su alrededor:

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—¡Qué sola me voy a quedar!
Se mordió los labios, mirando fijamente la alfombra. Y de repente, con la voz
entristecida aún:
—¡Eh, Sebastián! La Malagueña, ¿haces el favor?
Sebastián empezó a tocar la Malagueña. Aquella melodía, cálida, muy lenta, le
encantaba. Parecíale estar en Málaga o en Granada, no sabía bien; era bajo los
naranjos; centelleaban mil estrellitas; la noche era calurosa y el aire olía bien; al pie
de un farol colgado de una rama, un cantador, sentado en un banquillo morisco, hacía
gemir la guitarra; a su alrededor, las mujeres, con sus corpiños de terciopelo rojo,
batían palmas en cadencia, y, a lo lejos dormitaba una Andalucía de novela o de
zarzuela, cálida y sensual, en donde todo eran brazos blancos, que se abrían al amor;
capas románticas, que rozaban las paredes; sombrías callejas, donde la luz de la
hornacina del santo estaba encendida y vibraba la guitarra; serenos que invocaban a la
Virgen Santísima cantando las horas…
—¡Muy bien, Sebastián! ¡Gracias!
Él sonrió y, levantándose, cerró con cuidado el piano y fue en busca de su
sombrero de ala caída:
—Entonces, ¿mañana, a las siete? Estaré allí; te voy a acompañar hasta el
Barreiro.
¡Qué bueno era Sebastián! Fueron a asomarse al balcón, para verlo salir. La noche
tenía un hondo silencio, de una melancolía apacible; el gas de los faroles parecía
moribundo; la sombra, que se recortaba en la calle con brusca nitidez, tenía un tono
suave y cálido; la luz ponía en las fachadas, blancas, vivas claridades, y en las piedras
de la calle, reflejos cristalinos; relucía, lejana, una claraboya, como una vieja lámina
de plata; nada se movía. E instintivamente los ojos se alzaban hacia lo alto, buscando
la blanca y quieta luz.
—¡Qué hermosa noche!
Sonó la puerta y Sebastián dijo, desde abajo, en la sombra:
—Dan ganas de pasear, ¿eh?
—¡Muy hermosa!
Se quedaron perezosamente en el balcón, mirando, sin moverse, aquella quietud
bajo la luz. Se pusieron a hablar en voz baja del viaje. ¿Dónde estaría él mañana a
aquella hora? Ya en Évora en un cuarto de hotel paseando monótonamente por un
suelo de ladrillos. Pero volvería pronto; esperaba hacer un buen negocio con Paco, el
español de las minas de Portel; traerse quizá algunos miles de pesetas. Y gozarían
entonces la dulzura del mes de septiembre; podrían hacer un viaje al Norte, ir a
Bussaco, escalar las alturas, beber el agua fresca de los manantiales, bajo la espesura
húmeda de los follajes; irían a Espinho, a sentarse en la arena de las playas, a respirar
el buen aire, lleno de nitrógeno; contemplando el amplio mar, de un azul metálico y

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reluciente; el mar de verano, con alguna humareda de buque que navegase hacia el
Sur, muy empequeñecido, a lo lejos. Hicieron otros proyectos, con los hombros muy
juntos; una intensa felicidad los henchía deliciosamente. Y Jorge dijo:
—¡Si tuviéramos un chiquillo, ya no te quedarías tan sola!
Luisa suspiró. ¡También ella lo deseaba con toda su alma! Se llamaría Carlos
Eduardo. Y le veía ya, durmiendo en su cuna o en su regazo, desnudo, agarrándose
con la manita el dedo del pie, mamando la punta sonrosada de su pecho… Un
escalofrío de infinito deleite le recorrió el cuerpo. Pasó el brazo por la cintura de
Jorge. ¡Ya llegaría ese día, en que tendrían seguramente un hijo! Y no podía imaginar
a su hijo hombre ni a Jorge viejo; los veía a los dos del mismo modo; al uno, siempre
amante, joven, fuerte; al otro, siempre colgado de su pecho, dependiendo de su mamá
o gateando y parloteando, rubio y sonrosado. Y la vida se le aparecía infinita, de una
dulzura igual, atravesada por la misma ternura amorosa, cálida, tranquila y luminosa,
como la noche que los cubría.
—¿A qué hora quiere la señora que venga a despertarla? —dijo la voz seca de
Juliana.
Luisa se volvió:
—¡A las siete; ya se lo he dicho hace poco, criatura!
Cerraron el balcón. Una mariposa blanca revoloteaba alrededor de las velas. ¡Era
de buena suerte!
Jorge la cogió de los brazos.
—Voy a estar sin mi maridito, ¿eh? —dijo ella, tristemente.
Dejó pesar su cuerpo sobre las manos cruzadas de él, le miró con una larga
mirada, que se empañaba y se oscurecía y, abrazándose a su cuello, con un gesto
lento, armonioso y solemne, dejó en la boca de él un beso grave y profundo. Un lento
sollozo hinchó su pecho.
—¡Jorge! ¡Querido! —murmuró.

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Capítulo III
Hacía ya doce días de la marcha de Jorge y, a pesar del calor y del polvo, Luisa se
vestía para ir a casa de Leopoldina. ¡Si Jorge lo supiera no le había de gustar, no!
¡Pero estaba harta de verse sola! ¡Se aburría tanto!… ¡Por la mañana aún tenía los
arreglos de la casa, la costura, la toilette, alguna novela! ¡Pero por la tarde…!
A la hora en que Jorge acostumbraba volver del Ministerio, la soledad parecía
ensancharse en torno de ella. ¡Le hacían tanta falta su campanillazo, sus pasos en el
corredor!…
Al atardecer, viendo caer el sol, se entristecía sin razón, sumíase en un vago
sentimentalismo; se sentaba al piano, y los fados tristes, las cavatinas apasionadas
gemían instintivamente en el teclado, bajo sus dedos perezosos, en el movimiento
lánguido de sus brazos lasos. ¡Cuántas tonterías pensaba entonces! Y por la noche,
sola, en la amplia cama francesa, sin poder dormirse con el calor, le acometían de
repente terrores, presentimientos de viudez.
No estaba acostumbrada, no podía estar sola. Pensó incluso en llamar a tía
Patrocinio, una vieja parienta, pobre, que vivía en Belem. Por lo menos era alguien;
pero temió aburrirse más, junto a su larga figura de viuda taciturna, siempre haciendo
punto, con los grandes lentes, de montura de carey, sobre la nariz aguileña.
Aquella mañana pensó en Leopoldina, muy contenta con ir a charlar, a reír, a
secretear, a pasar allí las horas de calor. Se peinaba en chambra y enaguas; la
camiseta, escotada, descubría los hombros blancos, de una redondez maciza; el
cuello, blanco y terso, veteado de finas venillas, y sus brazos, torneados, un poco
sonrosados en el codo, descubrían debajo, cuando se alzaban al prenderse ella las
trenzas, unos hilillos rubios, rizosos, formando nido.
Su piel conservaba aún el rosado húmedo del agua fría. Había en el cuarto un olor
penetrante a vinagrillo de tocador; los visillos, de hilo blanco, corridos, daban al
cuarto una luz suave, de tonos lechosos.
¡Ah, realmente debía de escribir a Jorge que volviera en seguida! ¡Tendría gracia
que fuera ella a sorprenderle a Évora, que apareciera un día por el Tabaquiño, a las
tres! ¡Y cuando él entrase, lleno de polvo y cansado, con sus gafas azules, se le
colgaría del cuello! Luego, al atardecer, del brazo de él, rendida aún del viaje, con un
vestido fresco, iría a visitar la ciudad. La admirarían mucho por las calles, estrechas y
tristes. Los hombres saldrían a las puertas de las tiendas. «¿Quién sería aquella
señora? Es de Lisboa. La esposa del ingeniero». Y, ante el tocador, abrochándose el
corpiño del vestido, sonreía con aquellas fantasías, a su cara, en el espejo.
La puerta del cuarto se abrió despacio.
—¿Quién es?
La voz de Juliana dijo, quejumbrosamente:

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—¿Me da permiso la señora para ir ahora al médico?
—Vaya usted, pero no se retrase. Áteme por detrás esta enagua. Más fuerte. ¿Qué
es lo que tiene?
—Vahídos, señora; un peso en el corazón. He pasado la noche en claro.
Estaba más pálida, con la mirada muy fatigada y la cara envejecida. Llevaba un
vestido de lana negro, ceñido, y el acostumbrado moño de pelo, ya gris.
—Bueno, váyase —dijo Luisa—. Pero déjelo todo arreglado antes. Y no se
retrase, ¿eh?
Juliana subió a la cocina. Estaba en el segundo piso, tenía dos balcones saledizos
en la parte de atrás y era amplia, con el suelo de ladrillos delante del fogón.
—Me dio el permiso, señora Juana —dijo a la cocinera—. Voy a vestirme. Ella
está también casi preparada. ¡Se queda usted de ama y señora de la casa!
La cocinera se puso colorada; empezó a cantar y fue después a sacudir y tender en
el balcón una alfombra deshilachada; sus ojos no se apartaban de una casa de
enfrente, pintada de amarillo, con un ancho portal: la ebanistería del tío Juan Gallo,
donde trabajaba Pedro, su novio. A la pobre Juana se le caía la baba por él. Era un
jovencito pálido y cansado. Juana, oriunda de Avientes, junto al Miño, era de una
familia de labradores, y aquella cara delgada, de lisboeta anémico, le seducía con una
violencia abrasadora. Como no podía salir durante la semana, le introducía en casa
por la puerta trasera cuando estaba sola; tendía entonces en el balcón, como señal, la
vieja alfombra, deslucida, en la que se distinguían aún los cuernos de un venado.
Era una joven muy fuerte, con pechos de ama de cría y pelo como el azabache,
todo reluciente con el aceite de almendras dulces. Tenía una frente estrecha de
plebeya terca. Y sus pobladas cejas hacían parecer más negra la mirada.
—¡Ay! —suspiró Juliana—. ¡La señora Juana es la que lo entiende!
La muchacha se puso toda roja. Pero Juliana añadió en seguida:
—¡No lo tome usted a mal! ¡Si fuera yo! ¡Hace muy bien!
Juliana adulaba siempre a la cocinera. Dependía de ella; Juana le daba calditos en
sus horas de debilidad, o cuando estaba más postrada, le hacía un biftec, a escondidas
de la señora. Juliana tenía un gran miedo a «que le diera el arrechucho», y a cada
momento necesitaba ingerir «sustancia». Seguramente, como fea y solterona,
detestaba aquel «escándalo del carpintero», pero lo protegía porque aquello
representaba muchos regalos a su flaco de glotona.
—¡Si fuera yo —repitió—, le daría lo mejor del puchero! ¡Estaría bueno que la
gente sintiera escrúpulos a causa de los amos! ¡Pues vaya! ¡Ven que se muere una
persona y es como si fuese un perro!…
Y con una risita amarga:
—Dice que no me entretenga en el médico… Es como si me hubiera dicho:
«¡Cúrate de prisa o revienta pronto!».

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Fue a buscar la escoba a un rincón, y con un suspiro agudo:
—¡Todas son lo mismo, una recua!
Bajó y empezó a barrer el pasillo. Toda la noche había estado mala; su alcoba, en
el desván, debajo de las tejas, muy ahogado, con un olor a ladrillo recocido, le
producía mareos, como si le faltase allí el aire, desde el comienzo del verano. ¡El día
anterior hasta había vomitado! Levantada desde las seis, no había descansado,
limpiando, planchando, arreglando, ¡con el dolor del costado y el estómago revuelto!
Había abierto la cancela, y entre grandes corrientes lanzaba furiosas polvaredas con la
escoba contra la barandilla del pasamanos.
—¿Está en casa doña Luisa?
Se volvió. En los primeros peldaños de la escalera estaba un individuo que le
pareció «extranjero». Era moreno, alto, tenía un bigotito levantado y llevaba un
ramito en el ojal de su levita azul y unos zapatos de charol muy relucientes.
—La señora va a salir —dijo ella, mirándolo detenidamente—. ¿Su nombre, me
hace el favor?
El caballero sonrió.
—Dígale que es un señor para un asunto. Un asunto de minas.
Luisa, ante el tocador, con el sombrero ya puesto, se prendía en el corpiño dos
capullos de rosa de té.
—¡Un asunto! —dijo, muy sorprendida—. Será algún recado para el señorito
Jorge, seguramente. Dígale que pase. ¿Qué clase de hombre es?
—¡Un gomoso!
Luisa se bajó el velillo blanco, se puso despacio los guantes de peau de Suède,
claros, dio dos toques suaves ante el espejo a su corbatín de seda y abrió la puerta de
la sala. Pero retrocedió casi, y dijo ¡ah!, toda arrebolada. Lo había reconocido en
seguida. Era su primo Basilio.

* * *

Hubo un shake-hands prolongado, un poco trémulo. Los dos estaban callados: ella,
con toda la sangre en la cara y una vaga sonrisa; él, mirándola muy fijamente, con
admiración. Pero las palabras, las preguntas vinieron después muy precipitadas:
¿Cuándo había llegado? ¿Sabía que estaba él en Lisboa? ¿Cómo se enteró de las
señas de ella?
Había llegado el día anterior en el paquebote de Burdeos. Preguntó en el
ministerio y le dijeron allí que Jorge estaba en el Alentejo y le dieron la dirección…
—¡Qué cambiada estás, Santo Dios!
—¿Envejecida?
—¡Muy bonita!

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—¡Vaya!
Y él, ¿qué había hecho? ¿Iba a quedarse?
Fue a abrir el balcón para dar una luz más fuerte, más clara. Se sentaron. Él, en el
sofá, con gran dejadez; ella, cerca, colocada ligeramente al borde de un sillón, toda
nerviosa.
«Había dejado su destierro», dijo él. Venía a respirar un poco en la vieja Europa.
Estuvo en Constantinopla, en Tierra Santa, en Roma. El año último lo pasó en París.
Llegaba de allí, de aquel villorrio de París. Hablaba despacio, echado hacia atrás, en
actitud íntima, extendiendo sobre la alfombra cómodamente sus zapatos de charol.
Luisa le miraba. Le encontraba más varonil, más moreno. En su pelo ondulado
había ahora algunas hebras blancas; pero el bigotito tenía su antiguo aspecto juvenil,
orgulloso e intrépido, y los ojos, cuando reía, la misma blanda dulzura, impregnada
de un fluido especial. Se fijó en la herradura de perlas de su corbata de raso negro y
en las estrellitas blancas bordadas en sus calcetines de seda. Bahía no pudo
embastecerle. ¡Volvía más interesante!
—¡Pero cuéntame cosas tuyas! —dijo él, con una sonrisa, inclinándose hacia
Luisa—. ¿Eres feliz? ¿Tienes un pequeño?…
—No —exclamó Luisa, riendo—; no lo tengo. ¿Quién te lo ha dicho?
—Alguien me lo dijo. Y tu marido, ¿va a estar fuera mucho tiempo?
—Tres o cuatro semanas, creo.
¡Cuatro semanas! Era una viudez; se ofreció en seguida para venir a verla más
veces, a hablar un rato, por la mañana…
—¿Por qué no? Eres el único pariente que tengo ahora…
¡Era cierto!… Y la conversación tomó una intimidad melancólica: hablaron de la
madre de Luisa, la tía Jojó, como la llamaba Basilio. Luisa contó su muerte, muy
dulce, en el sillón, sin un ¡ay!…
—¿Dónde está enterrada? —preguntó Basilio con voz grave, y añadió, tirándose
del puño de su camisa de indiana—: ¿En nuestro panteón?
—Sí; allí está.
—Tengo que ir. ¡Pobre tía Jojó!
Hubo un silencio.
—¡Pero tú ibas a salir! —dijo Basilio, de pronto, queriendo levantarse.
—¡No! —exclamó—. ¡No! Estaba aburrida, no tenía nada que hacer. Iba a tomar
el aire. No salgo ya.
Él insistió:
—Por mí no te violentes…
—¡Qué tontería! Iba a casa de una amiga a pasar un rato.
Y se quitó entonces el sombrero; con aquel movimiento, los brazos levantados
atirantaron el ceñido corpiño y la forma del seno se marcó suavemente.

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Basilio se retorcía despacio la guía del bigote, y viéndole quitarse los guantes:
—Éra yo quien te ponía y quitaba los guantes en otro tiempo… ¿Te acuerdas?
Creo que tendré aún ese privilegio exclusivo…
Ella se echó reir:
—Seguramente ya no…
Basilio dijo entonces lentamente, mirando al suelo:
—¡Ah! ¡Son otros tiempos!
Y se puso a hablar de Collares; su primer pensamiento, apenas llegó, había sido
tomar un coche e ir allí; quería ver la quinta; ¿existía aún el columpio bajo el
castaño? ¿Y la glorieta de rositas blancas, junto al Cupido de yeso, que tenía rota un
ala?
Luisa había oído decir que la quinta pertenecía ahora a un brasileño. Tenía un
mirador sobre la carretera, con un tejadillo chino, adornado con bolas de cristal; la
vieja casa solariega había sido reconstruida y amueblada por el decorador más
famoso de Lisboa.
—¡Nuestra pobre sala de billar, color crema, con sus guirnaldas de rosas! —dijo
Basilio, y mirándola fijamente—: ¿Te acuerdas de nuestras partidas de billar?
Luisa, un poco sonrojada, retorcía los dedos de los guantes. Alzó los ojos hacia él,
y dijo, sonriendo:
—¡Éramos dos criaturas!
Basilio se encogió tristemente de hombros, contemplando los rameados de la
alfombra; parecía entregado a una nostalgia remota, y con voz emocionada dijo:
—¡Eran los buenos tiempos! Fue mi buen tiempo.
Ella veía su cabeza de fino contorno abatida en aquella melancolía de las dichas
pasadas, con una raya muy fina y las canas que le habían salido durante la separación.
Sentía también su pecho henchido por una vaga nostalgia. Se levantó y fue a abrir el
otro balcón como para disipar con la luz viva y fuerte aquella emoción. Le preguntó
entonces por sus viajes, por París, por Constantinopla.
—Siempre tuve el deseo de viajar —dijo ella—, de ir a Oriente. Hubiera querido
hacer excursiones en caravana, bamboleada a lomos de los camellos y no habría
tenido miedo del desierto ni de las fieras…
—¡Estás muy valiente! —dijo Basilio—. Antes eras una cobardona, todo te
asustaba… ¡Hasta la bodega de papá en Almada!
Se puso colorada. Recordaba muy bien la bodega, con su frialdad subterránea que
daba escalofríos. El candil de aceite colgado en la pared alumbraba con una luz rojiza
y humeante las gruesas vigas llenas de telarañas y la hilera oscura de toneles
panzudos. Hubo allí algunas veces, por los rincones, besos furtivos…
Él empezó a contarle. Era curioso. Iba por la mañana un rato al Santo Sepulcro;
después de almorzar montaba a caballo… No se estaba mal en el hotel, lleno de

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inglesas bonitas… Tenía algunas amistades ilustres…
Hablaba de ellas despacio, moviendo la pierna. Su amigo el patriarca de
Jerusalén; su vieja amiga ¡la princesa de La Tour d’Auvergne!
—Pero lo mejor era el atardecer —dijo— en el Huerto de los Olivos, viendo
enfrente las murallas del templo de Salomón, junto a la oscura aldea de Betania, en
donde Marta hilaba a los pies de Jesús, y más allá, rebrillando inmóvil bajo el sol, el
Mar Muerto. ¡Y allí permanecía sentado en un banco, fumando tranquilamente mi
pipa!
¿Que si había corrido peligros? Sin duda. ¡Una tempestad de arena en el desierto
de Petra! ¡Horrible! Pero ¡qué bonito viaje, las caravanas, los campamentos!
Describió su toilette: una manta de piel de camello de listas rojas y negras, un puñal
de Damasco en un cinturón de Bagdad y la larga lanza de los beduinos.
—¡Debía de sentarte muy bien!
—Muy bien. Tengo hasta fotografías.
Prometió darle una, y añadió:
—¿Sabes que te traigo unos regalos?
—¿Unos regalos? —y sus ojos brillaban.
El mejor era un rosario…
—¡Un rosario!
—¡Es una reliquia! Ha sido bendecido primero por el patriarca de Jerusalén sobre
el sepulcro de Cristo y luego por el Papa…
¡Ah! ¡Porque había estado con el Papa! ¡Un viejecito muy limpio, todo
encanecido ya, vestido de blanco, muy amable!
—Tú antes no eras muy devota —dijo.
—No; no soy una chiflada de esas cosas —respondió riendo.
—¿Te acuerdas de la capilla de nuestra casa en Almada?
¡Pasaron allí tardes encantadoras! Junto a la vieja capilla solariega había un atrio
todo lleno de altas hierbas floridas, y las amapolas, cuando soplaba la brisa, se
agitaban como alas rojas de mariposas posadas allí…
—¿Y te acuerdas de la alameda, donde hacía yo gimnasia?
—¡No hablemos de lo que se fue!
¿De qué quería entonces que hablase? Era su juventud, lo mejor de su vida…
Ella sonrió al oírle, y preguntó:
—¿Y en el Brasil?
¡Un horror! ¡Hizo la corte incluso a una mulata!
—Por lo demás —añadió en un tono de arrepentimiento triste—, ya que no me
casé cuando debía —se encogió de hombros melancólicamente—, se acabó… Perdí
la ocasión. Me quedaré soltero.
Luisa se puso arrebolada. Hubo un silencio.

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—¿Y qué otro regalo me traes, además del rosario?
—¡Ah! Guantes. Guantes de verano, de peau de Suède, de ocho botones. Guantes
decentes. Usáis aquí unos guantitos de dos botones, que dejan ver la muñeca, ¡un
horror!
¡Por lo que había visto, las mujeres se vestían cada vez peor en Lisboa! ¡Era
atroz! No lo decía por ella; hasta aquel vestido tenía chic, era sencillo y honesto.
Pero, en general, resultaba horroroso. ¡En París, qué deliciosas, qué frescas las
toilettes de aquel verano!
¡Oh, pero en París todo es superior! Por ejemplo, desde que llegó no había podido
aún comer. ¡Verdaderamente no podía comer! Sólo en París se come, resumió.
Luisa daba vueltas entre los dedos a su medallón de oro, pendiente del cuello por
una cinta de terciopelo negro.
—¿Y has estado entonces un año en París?
Un año divino. Tenia un appartement lindísimo, que pertenecía a lord Falmouth,
en la rué Saint-Florentin; disponía de tres caballos…
Y echándose mucho hacia atrás, con las manos en los bolsillos:
—¡En fin, hay que hacer que este valle de lágrimas resulte lo más confortable
posible!… Dime, ¿llevas algún retrato en ese medallón?
—El retrato de mi marido.
—¡Ah, déjame ver!
Luisa abrió el medallón. Se inclinó Basilio; tenía el rostro casi sobre el pecho de
ella. Luisa notaba el fino perfume que venía de su pelo.
—Muy bien, muy bien —dijo Basilio. Permanecieron silenciosos.
—¡Qué calor hace! —dijo Luisa—. ¡Es ahogarse, eh!
Se levantó, fue a abrir un poco los cristales. El sol ya no daba en el balcón. Una
suave brisa hinchó los abultados pliegues de las cortinas.
—Es el calor del Brasil —dijo él—. ¿Sabes que estás más alta?
Luisa estaba en pie. La mirada de Basilio recorría las líneas de su cuerpo, y con
una voz muy íntima, de codos sobre sus rodillas y con la cara alzada hacia ella:
—Pero dime, con franqueza, ¿pensaste que vendría a verte?
—¡Vamos! Realmente, si no hubieras venido me habría enfadado. Eres mi único
pariente… Lo que siento es que mi marido no esté…
—Pues yo he venido —replicó Basilio— precisamente porque no estaba…
Luisa se puso como una amapola.
Basilio lo arregló en seguida, un poco colorado también:
—Quiero decir…, que quizá él sepa lo que hubo entre nosotros…
Ella lo interrumpió:
—¡Tonterías! Eramos dos criaturas. ¡Eso no tiene importancia!
—Yo tenía veintisiete años… —observó él, inclinándose.

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Se quedaron callados, un poco cohibidos. Basilio se atusó el bigote mirando
vagamente a su alrededor.
—Estás muy bien instalada aquí —dijo.
No estaba mal… La casa era pequeña, pero muy cómoda. Era de ellos.
—¡Ah, estás perfectamente! ¿Quién es esta señora de los impertinentes de oro?
Y señaló el retrato que colgaba encima del sofá.
—La madre de mi marido.
—¡Ah! ¿Vive todavía?
—Ha muerto.
Bostezó ligeramente, miró un momento sus zapatos, muy puntiagudos, y con un
brusco movimiento, se levantó y cogió el sombrero.
—¿Te vas ya? ¿Dónde vives?
—En el Hotel Central. ¿Y hasta cuándo?
—Hasta cuando quieras. ¿No dijiste que vendrías mañana con el rosario?
Él le cogió una mano, e inclinándose:
—¿No se puede ya besar la mano de una vieja prima?
—¿Por qué no?
Le dio un beso en la mano, muy largo, acompañado de una suave presión.
—¡Adiós! —dijo.
Y en la puerta, con la cortina medio levantada, volviéndose:
—¿Sabes que, al subir la escalera, venía yo preguntándome cómo se iba a arreglar
esto?
—¿Esto? ¿El qué? ¿El vernos otra vez? Pues perfectamente. ¿Qué te imaginabas?
Él vaciló, y sonriente:
—Imaginé que no eras tan buena chica. Adiós. ¿Hasta mañana, eh?
Al final de la escalera encendió despacio un habano.
«¡Qué bonita está!», pensó.
Y tirando la cerilla, se dijo para sí, con energía:
«¡Y yo, pedazo de asno, que estaba casi decidido a no venir a verla! ¡Está
apetitosa! ¡Mucho mejor que antes! ¡Y sólita en casa, aburridilla quizá!…».
Junto a la Patriarcal hizo parar un cupé vacío, y, arrellanado, con el sombrero
sobre las rodillas, mientras el tronco extenuado trotaba:
«¡Y va muy arreglada, cosa rara en esta tierra! ¡Tiene las manos muy cuidadas! ¡Y
el pie muy bonito!».
Rememoraba la pequeñez del pie, y, empezando por él, trazó el dibujo mental de
otras bellezas, desnudándola, como si quisiera adivinarla… La amante que dejó en
París era muy alta y flaca, de una elegancia de tísica; cuando se escotaba se le veían
los salientes de las primeras costillas. Y las formas redonditas de Luisa le decidieron:
«¡A ella! —exclamó, con ansia—. ¡A ella, como Santiago a los moros!».

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* * *

Cuando Luisa oyó que se cerraba la puerta de la calle, entró en su cuarto y fue en
seguida a mirarse al espejo. ¡Qué suerte, haber estado vestida! ¡Si la hubiese llegado
a pillar en bata o mal peinada!… Se encontró muy sofocada y volvió a darse polvos.
Fue al balcón, miró un momento la calle, el sol que daba aún en las casas de enfrente.
Sentíase cansada. A aquella hora Leopoldina estaría comiendo ya seguramente…
Pensó en escribir a Jorge «para matar el tiempo», pero le invadió una pereza
incontenible. ¡Hacía tanto calor!… ¡Además, no tenía nada que decirle! Comenzó
entonces a desnudarse despacio frente al espejo, mirándose mucho, gustando verse
blanca, acariciando la finura de la piel, con lánguidos bostezos producidos por un
cansancio feliz. ¡Hacía siete años que no veía al primo Basilio! ¡Estaba más moreno,
más tostado, pero le sentaba bien!
Y después de comer quedóse junto al balcón, tumbada en un sillón, con un libro
olvidado en el regazo. Había cesado el viento, y el aire, de un azul intenso en las
alturas, estaba inmóvil; la densa polvareda se había calmado y la tarde tenía una
tranquila y transparente luz; los pájaros piaban en la higuera silvestre; de la herrería
próxima salía el martilleo continuo y ruidoso de las láminas de hierro. Poco a poco se
oscureció el azul; hacia el Poniente, manchas de un color naranja pálido se
difuminaron como grandes pinceladas torpes. Después, todo quedó cubierto de una
sombra difusa, callada y cálida, con una estrellita muy viva que relucía y temblaba. Y
Luisa permaneció en el sillón olvidada, absorta, sin pedir la luz.
«¡Qué vida tan interesante la del primo Basilio! —pensó—. ¡Lo que ha visto!».
¡Si pudiera ella también hacer sus maletas, partir, admirar aspectos nuevos,
desconocidos, la nieve en las montañas, las cascadas brillantes! ¡Cómo le gustaría
visitar los países que conocía por las novelas: Escocia y sus lagos Sombríos, Venecia
y sus palacios trágicos, arribar a los puertos donde un mar luminoso y centelleante
viene a morir en la arena aleonada, y desde las cabañas de los pescadores, de
techumbre achatada, donde viven las Graziellas, ver cómo azulean a lo lejos las islas
de nombres sonoros! ¡E ir a París! ¡A París, sobre todo! ¡Pero cómo! Ella no viajaría
nunca, seguramente; eran pobres y Jorge muy casero, ¡tan lisboeta!
¿Cómo sería el patriarca de Jerusalén? ¡Se lo imaginaba de largas barbas,
recamado de oro, entre músicas solemnes y remolinos de incienso! ¿Y la princesa de
La Tour d’Auvergne? Debía de ser bella, de una estatura regia; viviría rodeada de
pajes, se habría enamorado de Basilio. La noche se oscurecía y brillaban otras
estrellas. Pero ¿de qué servía viajar, marearse en los buques, bostezar en los vagones
y cabecear de sueño en una diligencia muy traqueteada, por las sierras, en las frías
madrugadas? ¿No era mejor vivir confortablemente, con un marido cariñoso, una
casita recogida, unos colchones blandos, yendo alguna noche al teatro, saboreando un

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buen almuerzo en las mañanas claras cuando trinan los canarios? Todo esto ella lo
poseía. ¡Era muy feliz! Entonces le invadió una nostalgia de Jorge; hubiera deseado
abrazarle, tenerle allí, o cuando bajase, encontrársele fumando su pipa en el
despacho, con su chaqueta de terciopelo. Lo tenía todo para hacer feliz a una mujer,
para enorgullecerla; era guapo, con unos ojos magníficos, cariñoso, fiel. No le
hubiera gustado un marido de vida sedentaria y monótona, pero la profesión de Jorge
era interesante. Bajaba a los pozos tenebrosos de las minas; un día tuvo que sacar la
pistola contra una brigada de obreros sublevados; ¡era valiente, tenía talento!
Involuntariamente, sin embargo, el primo Basilio, dejando flotar su blanco albornoz
por las llanuras de Tierra Santa, o en París, erguido en el pescante, guiando
tranquilamente sus inquietos caballos, le hacía pensar en otra existencia más poética,
más adecuada a los episodios del sentimiento.
Caía del cielo una luz difusa; brillaban a lo lejos balcones iluminados, abiertos en
la noche sofocante; pasaban bandadas de murciélagos ante los cristales.
—¿No quiere luz la señora? —preguntó en la puerta la voz cansada de Juliana.
—Póngala en el cuarto.
Bajó. Bostezaba constantemente, sentíase abatida.
«Es la tormenta», pensó.
Fue a la sala, se sentó al piano, tocó al azar trozos de Lucía, de la Somnámbula, el
fado, e interrumpiéndose, con los dedos apoyados levemente sobre el teclado, se puso
a pensar en que Basilio iba a venir al día siguiente. ¡Se pondría la bata nueva de
foulard, color castaño! Repitió el fado, pero se le cerraban los ojos.
Pasó a su cuarto. Juliana trajo la cuenta y la lamparilla. Venía arrastrando las
zapatillas, con una toquilla sobre sus hombros, encogida y lúgubre. Aquella cara, con
aspecto de hospital, irritó a Luisa:
—¡Vamos, mujer! ¡Parece usted la imagen de la muerte!
Juliana no contestó. Dejó la lamparilla; recogió, moneda por moneda, de encima
de la cómoda, el dinero de la compra, y con los ojos bajos:
—¿No necesita más la señora?
—¡Váyase, mujer, váyase!
Juliana fue a buscar el quinqué de petróleo y subió a su alcoba. Dormía encima,
en el desván, junto a la cocinera.
—¡Te parezco la imagen de la muerte! —rezongó furiosa.
El cuarto era bajo, muy estrecho, con el techo de madera, inclinado; el sol,
recalentando todo el día las tejas, arriba, lo dejaba sofocante como un horno; había
allí siempre por la noche un olor denso a ladrillo quemado. Dormía en una cama de
hierro sobre un jergón cubierto con una colcha de indiana; de la barra de la cabecera
colgaban sus santitos y la cofia sucia que se ponía en la cabeza; junto a ella tenía muy
a mano su gran baúl de madera, pintado de azul, con una gruesa cerradura. Sobre la

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mesa de pino estaba el espejo de mano, el cepillo de cabeza negruzco y pelado, un
peine de hueso, los frascos de medicamentos, un viejo acerico de raso amarillo y,
envuelta en un periódico, la cofia de seda de los domingos. El único adorno de las
paredes sucias, rayadas por las cabezas de los fósforos, era una litografía de Nuestra
Señora de los Dolores, encima de la cama, y un daguerrotipo en que se percibían
vagamente, en el reflejo espejeante de la lámina, los bigotes engomados y los galones
de un sargento.
—Juliana, ¿se acostó ya la señora? —preguntó la cocinera desde el cuarto
contiguo, del que salía una luz viva cortando la oscuridad del pasillo.
—Se acostó ya, señora Juana, se acostó ya. ¡Está hoy con la murria! ¡Le falta el
hombre!
Juana, al revolverse, hacía crujir las maderas viejas de la cama. ¡No podía dormir!
¡Se ahogaba! ¡Uf!
—¡Ay! ¡Pues mire que aquí! —exclamó Juliana.
Abrió el ventanuco que daba a los tejados para que entrase aire; se puso las
zapatillas de tapiz y fue al cuarto de Juana. Pero no entró, se quedó en la puerta, ella
era la doncella de los señores y evitaba las familiaridades. Habíase quitado la cofia y
con la cabeza envuelta en un pañuelo negro y amarillo, su cara parecía más chupada y
sus orejas más despegadas del cráneo; la camisa escotada descubría sus clavículas
descarnadas, la enagua corta mostraba los tobillos, muy blancos y huesudos. Y con la
toquilla sobre los hombros, rascándose despacio los puntiagudos codos:
—Dígame, señora Juana —murmuró con voz apagada—, ¿estuvo mucho tiempo
ese sujeto? ¿Se fijó usted?
—Acababa de salir en el mismísimo momento en que volvía usted. ¡Uf!
Sofocada, casi desnuda, con las piernas muy abiertas, Juana se rascaba
furiosamente por debajo de la gruesa camisa con volantes, que la descubría el pecho.
¡No podía parar con las chinches de aquella habitación!
¡El horno del cuarto tenía muchos nidos! Sentía el estómago revuelto.
—¡Ay, es un infierno! —dijo Juliana, quejumbrosa—. Me duermo solamente al
ser de día. Pero ahora que reparo… Tiene usted a San Pedro a la cabecera. ¿Es usted
devota de él?
—Es el santo de mi novio —dijo la otra.
Se sentó en la cama. ¡Uf! Y además, ¡había estado toda la tarde con una sed!…
Saltó al suelo, con fuertes pisadas que hicieron retemblar el entarimado, fue al
jarro, aplicó su boca y bebió un gran buche. La corta camisa, hecha con poca tela,
dejaba ver las formas robustas y duras.
—Pues yo fui al médico —dijo Juliana. Y con un gran suspiro—: ¡Ay, esto sólo
Dios puede curarlo, señora Juana! ¡Sólo Dios!
Pero ¿por qué no se decidía Juliana a ir a la curandera? Recobraría la salud con

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seguridad. Vivía en el Pozo de los Negros; tenía oraciones y ungüentos para todo.
Llevaba dos duros por la preparación.
—Porque eso son humores, Juliana. Lo que tiene usted son humores.
Juliana dio dos pasos hacia dentro del cuarto. Cuando se trataba de enfermedades,
de remedios, hacíase más confianzuda.
—Ya he pensado en ir a esa mujer. Pero ¡dos duros!
Y se quedó mirando tristemente, reflexionando.
—¡Son los que tengo reunidos para unas botas de tafilete!
¡El calzado era su vicio! Se arruinaba por las botas; las tenía de paño con punteras
de charol, de cordobán con lazos, de piel con pespuntes de color, envueltas en papeles
de seda, guardadas en el baúl, reservadas para los domingos.
Juana la censuró.
—¡Ay, yo tratándose del cuerpo, del interior, que se vayan al demonio los
adornos!
Se quejó también de su miseria. ¡Tenía pedido a la señora un mes adelantado!
¡Estaba sin camisas! ¡Las dos que le quedaban eran unos pingos! ¡No iba a fastidiarse
por gusto!
—¡Es que no tuve más remedio! —suspiró—. Mi novio necesitó dinero…
—¡También usted, señora Juana, se deja desplumar por un hombre!
Juana sonrió.
—¡Aunque tuviese que roer huesos, señora Juliana, la última migaja sería para él!
Juliana tuvo una risita seca y con voz enojada:
—¡No vale ninguno la pena!
Pero envidiaba ferozmente a la cocinera por tener aquel amor, por gozar de sus
delicias. Repitió disimulando:
—¡No vale ninguno la pena! ¡Un joven perfecto —continuó—, el que vino hoy a
ver a la señora! ¡Mejor que su hombre!
Y después de una pausa:
—Entonces, ¿ha estado más de dos horas?
—Salía cuando entró usted.
Pero el quinqué se apagaba, con un olor fétido y una negra humareda.
—Buenas noches, señora Juana. Tengo aún que rezar mi Salve.
—Oiga, Juliana —dijo la otra, ya entre sábanas—. Si quiere usted rezar tres
Salves por la salud de mi novio, que ha estado malo, yo rezaré tres para que se mejore
usted del pecho.
—¡Desde luego, señora Juana!
Pero añadió, después de reflexionar:
—Mire. Estoy mejor del pecho; récelas usted más bien para que se me alivien los
dolores de cabeza. ¡A Santa Engracia!

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—Como usted quiera, Juliana.
—Sí; haga el favor. ¡Buenas noches! ¡Ha quedado aquí muy mal olor, ya lo creo!
Se fue a su cuarto. Rezó, apagó la luz. El techo desprendía un calor continuo;
empezó a faltarle aire. Volvió a abrir el ventanuco, pero la bocanada caliente, que
venía del tejado, la mareó, ¡igual que le ocurría todas las noches desde comienzos del
verano! ¡Además, las maderas viejas hervían de bichos! Nunca, nunca había tenido
un cuarto peor en las casas donde sirvió. Nunca.
La cocinera empezó a roncar, al lado. ¡Y, despierta, dando vueltas, sintiendo
penas en el corazón, a Juliana le pesaba la vida con una amargura mayor!

* * *

Había nacido en Lisboa. Se llamaba Juliana Couceiro Tavira. Su madre era


planchadora, y desde pequeña había conocido en su casa a un sujeto, a quien
apodaban en la vecindad el Hidalgo y a quien su madre llamaba don Augusto. Venía
todos los días, por la tarde en verano y por la mañana en invierno, a la habitación
donde su madre planchaba, y se estaba allí horas enteras, sentado en el poyo de la
ventana, que daba sobre una huerta, fumando su pipa y atusándose en silencio un
enorme bigote negro. Como el poyo era de piedra, le ponía encima, meticulosamente,
un cojín de caucho, que él mismo hinchaba. Era calvo y llevaba habitualmente una
chaqueta de terciopelo oscuro y un sombrero claro. A las seis se levantaba, vaciaba el
cojín, estaba un rato estirándose los pantalones y salía, con su grueso bastón de caña
de la India debajo del brazo, contoneándose. Ella y su madre iban entonces a comer
en la mesita de pino de la cocina, debajo de una ventana, ante la cual se balanceaban,
en verano y en invierno, los delgados vástagos de un árbol enfermizo.
Don Augusto volvía por la noche; traía siempre un periódico; su madre le hacia té
y tostadas, y ella misma le servía, extasiada ante él. Muchas veces Juliana la vio
llorar de celos.
Un día, una mala vecina, a quien ella no había querido ayudar a lavar la ropa, se
enfureció, e insultándola desde los escalones de la puerta, ¡le gritó que su madre era
una sinvergüenza y que su padre estaba en África, por haber matado al Rey de Copas!
Poco tiempo después marchó a servir. Su madre murió a los pocos meses de una
enfermedad del útero. Juliana no volvió a ver a don Augusto más que una vez, ¡una
tarde, con una hopa roja, lúgubre, en la procesión de Semana Santa!
Estaba sirviendo desde hacía veinte años. Como ella decía, cambiaba de amos,
pero no de suerte. Veinte años durmiendo en cuchitriles, levantándose de madrugada,
comiendo las sobras, vistiéndose de trapos viejos, sufriendo los malos tratos de las
criaturas y las malas palabras de las señoras, haciendo limpiezas, ¡yendo al hospital
cuando se le agravaba su enfermedad, extenuándose de nuevo cuando recobraba la

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salud!… ¡Era demasiado! Tenía ahora días en que sólo de ver los cubos de las aguas
sucias y la plancha se le revolvía el estómago. No se había acostumbrado a servir.
Desde joven, su ambición había sido tener un negociejo, un estanco, una mercería o
una quincallería; disponer, mandar, ser el ama; pero, a pesar de los mezquinos ahorros
y de los cálculos meticulosos, lo más que había logrado reunir fueron dos mil pesetas
al cabo de los años. Enfermó entonces; con el horror del hospital, fue a cuidarse a
casa de una parienta. ¡Y el dinero, ay, se consumió! El día en que cambió el último
billete lloró varias horas, con la cabeza debajo de la almohada.
Desde entonces había estado enferma y perdido toda esperanza de establecerse.
¡Tendría que servir hasta su vejez, ir siempre de amo en amo! Aquella certeza le daba
un constante desconsuelo. Empezó a agriarse.
Además, no tenía viveza, no sabía sacar provecho de las casas; veía a sus
compañeras divertirse, hacerse de amistades de vecindad, estar siempre en la ventana,
chismorrear, salir los domingos a las huertas y a los parques, pasarse el día cantando,
y cuando las amas iban al teatro, ¡abrir la puerta a los novios y enredar por las
alcobas! Ella, no. Siempre había sido arisca. Hacía su obligación, comía, iba a
tumbarse en la cama, y los domingos, cuando no paseaba, se asomaba a una ventana
con el pañuelo sobre el antepecho, para no rozar las mangas, y permanecía allí,
inmóvil, mirando con su broche de filigrana y la cofia de los días de fiesta. Otras
compañeras adulaban mucho a las señoras, se mostraban humildes y serviles, traían
chismes de la calle, llevaban cartitas y recados para dentro y para fuera, sirviendo de
confidentas, obteniendo regalos en pago. Ella no podía. Se limitada tan solo a unos
¡Señora, esto! ¡Señora, aquello! ¡Cada cual en su lugar! ¡Era su carácter!
Desde que estaba sirviendo, apenas entraba en una casa, sentía en seguida la
hostilidad, la malquerencia. La señora le hablaba con sequedad, a distancia; los niños
le tomaban ojeriza; las otras criadas, si estaban charlando, se callaban en cuanto
aparecía su cara flaca; le ponían apodos —Yesca Seca, Haba Tostada, Sacacorchos
—; imitaban sus muecas nerviosas; había siempre risitas, cuchicheos por los rincones,
y sólo encontró alguna simpatía en los gallegos, taciturnos, llenos de intensa morriña,
que venían por las mañanas cuando las alcobas estaban a oscuras, con sus fuertes
pisadas, a llenar las barricas y a limpiar el calzado.
Lentamente empezó a volverse desconfiada, cortante como un nordeste; tenía
contestaciones insolentes y jaleos con las compañeras. ¡No iba a dejar que le pisasen
el cuello!
Las antipatías que la rodeaban hacíanla irritable, como un círculo de escopetas
torna rabioso a un lobo. Se hizo mala; pellizcaba a los niños hasta dejarles la piel
amoratada. Y si la reñían, su cólera estallaba en accesos.
Empezaron a despedirla en todas partes. En un solo año estuvo en tres casas. Salía
entre escándalos y gritos, dando portazos, dejando a las amas muy pálidas y

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nerviosas.
La tía Victoria, su parlanchina y vieja amiga, le dijo:
—¡Acabarás por no tener donde recogerte y por faltarte un pedazo de pan!
¡El pan! Aquella palabra, que es el terror, el sueño, la dificultad del pobre, la
asustó. Era astuta, y se dominó. Empezó a fingirse «una pobre mujer», con un celo
simulado y un aire de sufrirlo todo, clavados los ojos en el suelo. Pero se consumía
por dentro; le dio el temblor nervioso a los músculos de la cara, el tic de arrugar la
nariz; se le puso la piel verde, de bilis.
La necesidad de contenerse la acostumbró a odiar; odió, sobre todo, a las amas,
con un odio irracional y pueril. Las tuvo ricas, con suntuosas moradas, y pobres,
mujeres de empleados, viejas y jóvenes, coléricas y pacientes; las odiaba a todas, sin
diferencia. ¡Era la señora, y bastaba! ¡Por la más simple palabra, por el acto más
trivial! Si las veía sentadas: «¡Anda, holgazana, que la esclava trabaja!». Si las veía
salir: «Vete, que la negra se queda en su agujero». Cada risa de ellas era una ofensa a
su tristeza enfermiza; cada vestido nuevo, una afrenta a su vestido de lana teñido. Las
detestaba en la alegría de los hijos y en las prosperidades de la casa. Les dirigía
imprecaciones. Si los amos tenían un día de contrariedad o los veía con caras tristes,
¡canturreaba todo el tiempo, con voz de falsete, la Carta adorada! ¡Con qué gusto
aparecía con la factura atrasada de un acreedor impaciente cuando presentía apuros
en la casa! «¡Este papel! —gritaba, con voz estridente—. ¡Dice que no se va hasta
que le den una contestación!». Todos los duelos la deleitaban, y bajo la negra toquilla
que le compraban, tenía palpitaciones de regocijo. Había visto morir criaturas, y ni el
dolor de las madres la conmovió, se encogía de hombros: «¡Hala, a hacer otra!
¡Cabras!».
Incluso las buenas palabras, las condescendencias eran inútiles con ella, como
gotas de agua echadas en el fuego. Resumía a las amas con la misma palabra: «¡Una
recua!». Y detestaba a las buenas por las vejaciones que sufría con las malas. El ama
era para ella el enemigo, el tirano. Vio morir a dos de ellas, y cada una de aquellas
veces sintió, sin saber por qué, un vago consuelo, ¡como si una parte del gran peso
que la sofocaba en la vida se hubiera desprendido y evaporado!
Fue siempre envidiosa; con la edad, aquel sentimiento creció de un modo
violento. Lo envidiaba todo en la casa: los postres que los señores tomaban, la ropa
blanca que usaban. Las noches de soirée, de teatro, la exasperaban. Cuando había
algún paseo proyectado y llovía de repente, ¡qué felicidad! ¡El aspecto de las señoras
vestidas y con el sombrero puesto, mirando desde detrás de los cristales con tedio
apenado, la deleitaba, la hacía locuaz!
—¡Ay, señora! —decía—. ¡Es un temporal deshecho! ¡Llueve a cántaros y es para
todo el día! ¡No se puede asomar la nariz!
Era también muy curiosa; con frecuencia se la encontraban, de repente, pegada

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detrás de una puerta, con la escoba en la mano para disimular, aguzando la mirada.
Cualquier carta que llegaba era examinada, oliscada por ella… Revolvía
cuidadosamente los cajones abiertos, escudriñaba todos los papeles tirados a la
basura. Tenía una manera de andar ligera y vigilante. Examinaba las visitas. ¡Andaba
siempre en busca de un secreto, de un buen secreto! ¡Si le cayese uno entre manos!
Era muy glotona. Sentía el deseo insatisfecho de comer bien, de tomar postres y
golosinas. En las casas en que servía a la mesa, sus ojos, inyectados de sangre,
seguían ávidamente las porciones repartidas allí, y quienquiera que repitiese, animado
por su buen apetito, la exasperaba, como una merma de su parte. De comer siempre
las sobras adquirió un aire cansado; su pelo tomó unos tonos secos, color ratón. Era
alcohólica, le gustaba el vino; algunos días se compraba una botella de peseta y se la
bebía sola, encerrada, tendida cómodamente, chasqueando la lengua, con el borde de
la falda un poco subido, para contemplarse el pie.
No había conocido varón alguno; era virgen. Fue siempre fea y ninguno la tentó;
y por orgullo, por terquedad, por temor a una afrenta, no se ofreció claramente, como
había visto hacer a muchas. El único hombre que la miró con deseo fue un mozo de
cuadra, achaparrado e inmundo, de aspecto facineroso: su delgadez, su pelo, su aire
endomingado excitaron a aquel bestia. La miraba con el gesto de bull-dog. Le daba él
horror, aunque también la envanecía. ¡Y el primer hombre por quien ella se interesó,
un criado, guapo y rubio, se rió de ella, y le puso el apodo de Yesca Seca! No volvió a
fijarse más en los hombres, despechada, desconfiando de sí misma. Sofocó los
impulsos de su naturaleza; eran llamaradas, flatos. Pasaban. Pero la secaron más aún,
y la falta de aquel gran consuelo agravó la miseria de su vida.
Un día tuvo, por fin, una gran ilusión. Entró a servir a doña Virginia Lemos, una
viuda rica, tía de Jorge, muy enferma, con un catarro de vejiga. La tía Victoria, la
alcahueta, la previno.
—Tú cuida a la vieja, dale gusto, que ella lo que quiere es una enfermera que la
aguante. Es rica, muy desprendida, ¡capaz de dejarte una cantidad que te permita ser
independiente!
Y durante un año, Juliana, roída por la ambición, fue la enfermera de la vieja.
¡Qué cuidados, qué mimos los suyos!
Virginia era muy regañona; la idea de morir la enfurecía; cuanto más regañaba,
con su voz gutural, más servicial se mostraba Juliana. La vieja se enterneció al fin; la
alababa ante las personas que venían a verla; la llamaba su providencia. Y se la tenía
muy recomendada a Jorge.
—¡No hay otra! ¡No hay otra! —exclamaba.
—¡Ya la pescaste! —decíala la tía Victoria—. Te deja tus mil duritos, por lo
menos.
¡Mil duros! Juliana, de noche, mientras la vieja gemía en su antiguo lecho de palo

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santo, veía los mil duros a la mortecina claridad de la lamparilla, reluciendo las
monedas en montones de oro inagotable y prodigioso. ¿Qué haría con el dinero? Y, a
la cabecera de la enferma, con una manta sobre los hombros y los ojos muy abiertos y
fijos, forjaba sus planes. ¡Pondría una tienda de mercería! ¡Se le aparecían en un
relámpago cegador otras dichas! ¡Mil duros eran una dote, se podría casar y tener un
hombre!
Se habían acabado las fatigas. ¡Iba a comer, por fin, su comida! ¡A mandar, por
fin, a su criada! ¡A su criada! Veíase ya llamándola, diciéndole con altivez: «¡Haga
esto; limpie, márchese!». De la alegría, le daban contracciones en el estómago.
Aunque ella sería una buena ama. ¡Pero tenían que andar muy derechas! ¡A una
criada no le toleraría ni descuidos ni contestaciones! E impulsada por aquellas
figuraciones, arrastraba sin ruido las zapatillas por la alcoba, hablando sola. «¡No, no
toleraría descuidos! ¡Mantenerlas bien, eso sí; porque quien trabaja necesita alimentar
el cuerpo! Pero ella se lo cobraría. ¡Ah sí!, ¡tendrían que andar muy derechas!…». La
vieja tuvo entonces un gemido más doloroso.
«¡Y ahora —pensó ella—, muérete!».
Y su mirada ávida fue en seguida hacia el cajón de la cómoda, donde estaría
seguramente el dinero, los papeles. Pero ¡no! La vieja quería beber o volverse…
—¿Cómo se encuentra? —preguntaba Juliana, con voz afligida.
—Mejor, Juliana, mejor —murmuraba. Creía siempre estar mejor.
—¡Pues ha estado la señora muy inquieta! —decía Juliana, irritada con el alivio.
—No —suspiraba—. ¡He dormido bien!
—No era dormir… ¡La he oído quejarse! ¡Ha estado quejándose toda la noche!
¡Quería discutir con ella! ¡Convencerla de que estaba peor! ¡Convencerse ella
misma de que aquel alivio era efímero, de que la vieja iba a morir en seguida! Y todas
las mañanas acompañaba al doctor Pinto hasta la puerta, con los brazos cruzados y la
cara muy triste.
—En fin, señor doctor, ¿no hay esperanza?
—¡Le quedan días!
Quería saber cuántos: ¿Dos? ¿Cinco?
—Sí, Juliana —decía el viejo, poniéndose sus guantes negros—; unos días: siete,
ocho…
—¡Ocho días!
¡Y como se acercaba la felicidad, había echado ya el ojo a tres pares de botas en
el escaparate de Manuel Lourenço!
La vieja murió, al fin. ¡Ni siquiera la mencionaba en su testamento!
Tuvo fiebre. Jorge, agradecido por sus cuidados a la tía Virginia, la llevó a una
cama de pago en el hospital, y prometió tomarla de doncella. La que tenían, una
Emilia muy bonita, iba a casarse.

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Cuando salió del hospital para servir en casa de Jorge empezaba a quejarse más
del corazón. Venía desilusionada de todo; sentía a veces deseos de morirse. Se oían
sus ayes todo el día por la casa. Luisa la encontraba fúnebre.
Quiso despedirla al cabo de dos semanas. Jorge no lo consintió. Dijo que estaba
en deuda con ella. Pero Luisa no podía ocultar su antipatía, y Juliana comenzó a
odiarla; le puso, además, un apodo: ¡la Jeremías! Después, a las pocas semanas, vio
llegar a los tapiceros. ¡Renovaban el moblaje de la sala! La tía Virginia había dejado
unos miles de duros a Jorge, ¡y ella, ella, que durante un año fue su enfermera
humilde, como un perro, y fija como una sombra, aguantando paciente, en pago a tal
comportamiento, había tenido que ir al hospital, con una fiebre producida por las
vigilias y las fatigas! Se creyó, en el fondo, robada. Comenzó a odiar aquella casa.
Tenía para ello muchas razones, a su entender: dormía en un cuchitril sofocante; en la
comida no le daban vino ni postre; el servicio de planchado era penoso; Jorge y Luisa
se bañaban a diario, y era un gran trabajo llenar y vaciar todas las mañanas la gran
bañera. Encontraba absurda aquella manía de chapuzarse todos los días del año.
¡Llevaba sirviendo veinte años y no había visto nunca una extravagancia igual! «La
única ventaja —decía ella a la tía Victoria— era que no había niños». ¡Tenía horror a
las criaturas! Además de eso, encontraba que el barrio era sano, y como tenía a la
cocinera «metida en un puño», ¿verdad?, contaba con aquel regalo de los calditos, de
algún plato mejor de cuando en cuando. Por eso seguía allí; ¡si no, aquello no habría
sido para ella!
Entre tanto, hacía su trabajo, nadie tenía nada que decirle. ¡Y, como era natural,
con el ojo siempre avizor y el oído siempre alerta! Y como había perdido la esperanza
de establecerse, no se sujetaba ya al rigor del ahorro. Por eso se iba consolando con
algunas botellas de cuando en cuando. Y satisfacía su vicio, calzar coquetamente. El
pie era su orgullo, su manía, su derroche. Lo tenía bonito y pequeño.
—¡Como pocos! —decía—. ¡No hay otro en el Paseo!
Y se lo oprimía, usaba vestidos cortos, lo lucía mucho. Su gran alegría era ir los
domingos al Paseo, y allí, arremangándose el borde del vestido, resguardada la cara
bajo la sombrilla de seda, ¡pasar la tarde entera, entre la polvareda y el calor, inmóvil,
feliz, mostrando y luciendo su pie!

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Capítulo IV
Hacia las tres de la tarde Juliana entró en la cocina y se dejó caer en una silla,
rendida. ¡No la sostenían las piernas, de debilidad! ¡Desde las dos estaba de arreglos
en la sala! Era una pocilga. ¡El gomoso dejó, incluso, el día anterior ceniza de tabaco
encima de las mesas! Y la esclava era quien lo pagaba. ¡Qué calor! ¡Era derretirse!
¡Uf!
—El caldito estará pronto, ¿verdad? —dijo dulcificando la voz—. Sáquelo,
señora Juana, por favor.
—Tiene usted hoy otra cara —observó la cocinera.
—¡Ay! ¡Me siento otra, señora Juana! Y eso que me dormí al amanecer.
¡Alumbraba ya el sol!
—¡Pues y yo! ¡Había tenido cada sueño! ¡Vaya!
¡Una ola de fuego se le paseaba por encima del cuerpo, aplastándole el estómago,
como quien pisa uvas en un lagar!
—Eso es un atasco —dijo, sentenciosamente, Juliana, y repitió—: Pues yo me
siento otra. Hace meses que no me sentía tan bien.
Sonrió con sus dientes amarillentos. El caldo que Juana echaba en el sopero, con
un oloroso vaho a hortalizas, le daba una alegría glotona. Extendió los pies y se
recostó feliz, con la buena sensación de la tarde, cálida y luminosa, que penetraba
ampliamente por los dos balcones, abiertos.
El sol se retiraba ya del balcón, y sobre la piedra, en macetas de barro, unas
míseras plantas encogían su follaje, seco por el calor; en un rincón, sobre una tabla,
en un viejo puchero panzudo, verdeaba un ramito de perejil, muy manoseado. El gato
dormía sobre una estera; unos paños de cocina se secaban en una cuerda; a lo lejos, se
ensanchaba el azul fuerte, como un metal candente; los árboles de las quintas tenías
unos tonos ardientes bajo el sol; los tejados, parduscos, con sus vegetaciones
silvestres, se abrasaban con el calor, y lienzos de paredes encaladas despedían una
dura reverberación.
—¡Está sabroso, señora Juana; está sabroso! —dijo Juliana, moviendo el caldo
despacio, con gula.
La cocinera, en pie, con los brazos cruzados sobre su abultado pecho, se regocijó:
—¡Lo que quiero es que lo tome a gusto!
—¡Está de primera!
Sonreían, contentas de la intimidad, de las buenas palabras. Y la campanilla de la
puerta, que había sonado ya, repiqueteó de nuevo discretamente.
Juliana no se movió. Entraban ráfagas calientes. Oíase hervir la olla en el fogón, y
fuera, en la calle, el martilleo incesante de la forja. Y, a veces, el triste arrullo de dos
tórtolas, que estaban en el balcón, en una jaula de mimbre, ponía en la tarde, calurosa,

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una sensación de suavidad.
La campanilla repiqueteó, agitada por un tirón impaciente.
—¡Con la cabeza, burro! —dijo Juliana.
Rieron. Juana fue a sentarse ante la ventana, en una silla baja; extendió sus
gruesos pies, calzados con zapatillas de orillo; se rascó el sobaco, despacio, con toda
calma.
La campanilla resonó con violencia.
—¡Fuera, bestia! —murmuró Juliana, muy tranquila.
Pero la voz irritada de Luisa llamó desde abajo:
—¡Juliana!
—¡Que no pueda tomar una persona su caldo tranquila! ¡Maldita casa! ¡Caray!
—¡Juliana! —gritó Luisa.
La cocinera se volvió, asustada ya:
—La señora se pone furiosa, Juliana.
—¡Que se la lleve el diablo!
Se limpió los labios grasientos en el delantal y bajó enfurruñada.
—No oye usted, mujer. ¡Están llamando hace una hora!
Juliana abrió los ojos, asustada. ¡Luisa tenía puesta la bata nueva de foulard, color
castaño, con lunares amarillos!
¡Hay novedad! ¡Bueno va!, pensó Juana por el pasillo.
La campanilla repiqueteaba. ¡Y en el descansillo, vestido de claro, con una rosa
en el ojal y un paquete debajo del brazo, estaba el individuo del asunto de minas!
—¡El señor de ayer! —vino a decir, muy asombrada.
—Hágale pasar…
«¡Viva!», pensó.
Subió escapada la escalera de la cocina, y dijo desde la puerta, con voz vibrante
de júbilo:
—¡Está ahí el gomoso de ayer! ¡Otra vez! ¡Trae un paquete! ¿Qué le parece,
señora Juana? ¿Qué le parece?
—Visitas… —dijo la cocinera.
Juliana tuvo una risita seca. Se sentó y terminó su caldo, de prisa.
Juana, indiferente, canturreaba por la cocina; el arrullo de las tórtolas seguía
oyéndose, lánguido y débil.
—¡Pues señor, esto se pone bueno! —dijo Juliana.
Estuvo un momento limpiándose los dientes con la lengua, fija la mirada,
reflexionando. Sacudió el delantal y bajó al cuarto tocador de Luisa; su mirada
escudriñadora divisó en seguida sobre el tocador las llaves, olvidadas de la despensa;
podía subir, beberse un trago de vino bueno, engullir dos trozos de mermelada… Pero
la consumía una curiosidad apremiante; y fue de puntillas a agacharse ante la puerta

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que daba a la sala, espiando. La cortina estaba corrida por dentro; apenas podía oír la
voz, gruesa y jovial, del individuo. Fue rápida por el corredor a la otra puerta, al pie
de la escalera; pegó el ojo a la cerradura y el oído a la juntura. La cortina estaba
también echada por dentro.
«¡Los condenados se han encerrado bien!», pensó.
Parecióle que arrastraban una silla, y después que se cerraba un balcón. Le
relucían los ojos. Una carcajada de Luisa sonó más alta, y hubo después un silencio, y
las voces volvieron a oírse en un tono sereno y continuo. De repente el individuo
levantó la voz, y entre las palabras que dijo, seguramente en pie, paseando, Juliana
oyó claramente: «¡Fuiste tú!».
—¡Qué desahogada!
Un tintineo tímido de la campanilla a su lado, la asustó. Fue a abrir. Era
Sebastián, muy colorado del sol, con las botas llenas de polvo.
—¿Está? —preguntó, secándose el sudor de la cabeza.
—¡Está con una visita, don Sebastián!
Y, cerrando la puerta con el cuerpo, más quedamente:
—¡Un señorito joven, que estuvo aquí ayer, un gomoso! ¿Quiere que le pase
recado?
—No, no; muchas gracias. Adiós.
Bajó discretamente. Juliana volvió en seguida a recostarse en la puerta, con la
oreja sobre la madera y las manos a la espalda; pero la conversación, sin voces que
sobresalieran, tenía un rumor tranquilo y confuso. Subió a la cocina.
—¡Se tutean! —exclamó—. ¡Se tutean, señora Juana!
Y muy excitada:
—¡Esto es de abrigo! ¡Caray! ¡Así son todas ellas!
El individuo salió a las cinco. Apenas oyó que se abría la puerta, Juliana acudió
corriendo; vio a Luisa en el descansillo, asomada al hueco de la escalera, diciendo
hacia abajo, con mucha confianza:
—Bueno, no faltaré. Adiós.
Se quedó consumida por una curiosidad que la alteraba como una fiebre. Toda la
tarde, en el comedor, en la alcoba, escudriñó a Luisa con miradas de reojo. Pero
Luisa, con una bata de hilo más vieja, parecía tranquila, muy indiferente.
—¡Qué astuta!
Aquella naturalidad despertaba su afán de intrigante.
—Yo te pescaré, sinvergüenza —y calculaba.
Le pareció que Luisa tenía los ojos algo hinchados. Estudió sus posturas, sus
tonos de voz. Viendo que repetía del asado, comentó en seguida.
—¡Le ha abierto el apetito!
Y cuando Luisa, al terminar la comida, se tumbó en la poltrona con aire fatigado:

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—Se ha quedado rendida.
Luisa, que no tomaba nunca café, quiso aquella tarde «media taza, pero cargado,
muy cargado».
—¡Quiere café! —vino ella a decir a la cocinera, toda excitada—. ¡Todo a lo
grande! ¡Y cargado! ¡Lo quiere cargado! ¡Que se vaya al diablo!
Estaba furiosa.
—¡Son todas lo mismo! ¡Una recua de cabras!

* * *

Al otro día era domingo. Por la mañana temprano, cuando Juliana iba a misa, Luisa la
llamó desde la puerta de su cuarto, para darle una carta que debía entregar a doña
Felicidad. Generalmente le mandaba un recado de palabra, y la curiosidad de Juliana
se excitó inmediatamente ante aquel sobre cerrado y lacrado con el sello de Luisa,
una L gótica dentro de una guirnalda de rosas.
—¿Espero contestación?
—Sí.
Cuando volvió, a las diez, con una esquela de doña Felicidad, Luisa quiso saber si
hacía mucho calor, si había polvareda. Sobre la mesa se veía un sombrero de paja
oscura, que adornaba ella con dos rosas de piel. Había un poquito de viento, pero
seguramente se calmaría a la tarde. Y pensó entonces: «¡Hay paseíto; va a ir con ese
tío!».
Pero durante todo el día Luisa, en bata, no salió del cuarto tocador o de la sala
tumbada unas veces en la causease, leyendo a ratos, y otras, tocando distraídamente
al piano trozos de valses. Comió a las cuatro. La cocinera salió y Juliana se dispuso a
pasar la tarde en la ventana del comedor. Llevaba el vestido nuevo, las enaguas muy
almidonadas, la cofia de los domingos y apoyaba solemnemente los codos, en un
pañuelo, extendido sobre el antepecho. Enfrente, los pájaros chillaban en la higuera
silvestre. A los dos lados de la valla que cercaba el solar se acurrucaban los tejados
oscuros de las dos callejuelas paralelas: eran casas pobres, donde vivían mujeres que
por la tarde, en chambra o delantal, con el pelo muy brillante, hacían punto en la
ventana, hablando a los hombres, canturreando con un tedio triste. Al otro lado del
terreno, verduras de huertas, muros blancos, daban a aquel sitio un aspecto
adormecido de ciudad pacífica. No pasaba casi nadie. Había un silencio cansino y
solo algunas veces el sonido lejano de un organillo que tocaba Norma o Lucía
comunicaba cierta melancolía a la tarde. Y Juliana siguió allí inmóvil hasta que los
tonos cálidos de la tarde empalidecieron y los murciélagos empezaron a revolotear.
Hacia las ocho entró en el cuarto de Luisa, ¡y se quedó asombrada al verla vestida
toda de negro y con sombrero! Había encendido los candelabros de la pared y los del

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tocador, y sentada al borde de la causease, se ponía los guantes despacio, con la cara
muy seria, levemente empolvada, y la mirada brillante.
—¿Se ha calmado el viento? —dijo.
—Está la noche muy hermosa, señora.
Poco antes de las nueve paró en la puerta un carruaje. Era doña Felicidad, muy
sofocada. ¡Había estado ahogándose todo el día! ¡Y no corría ni un soplo por la
noche! ¡Incluso mandó buscar un coche abierto, porque en un cupé se hubiera
muerto!
Juliana arreglaba el cuarto, ordenándolo todo con curiosidad. ¿Adónde irían?,
¿adonde irían? Doña Felicidad, cómodamente sentada, con sombrero, parloteaba: una
indigestión que había tenido la víspera, ocasionada por unas habas; la cocinera, que
había querido sisarla unas pesetas; la visita que tuvo de la condesa de Armella…
Luisa dijo, al fin, bajándose el velillo blanco:
—Vamos, hija. Se hace tarde.
Juliana les fue a alumbrar, furiosa. ¡Qué absurdo ir dos mujeres por ahí solas, en
un coche! ¡Y si una criada se retrasa en cambio, en la calle, media hora más, qué de
gritos! ¡Qué par de descaradas!
Fue a la cocina a desahogarse con Juana. Pero la joven, tendida en una silla,
dormitaba.
Había ido con su Pedro al Alto de San Juan. Pasearon toda la tarde por el
cementerio, muy juntos, admirando las sepulturas, deletreando los epitafios,
besuqueándose en los rincones, sombreados por los sauces, gozando del aire que
venía de los cipreses y del césped de los muertos. Volvieron por casa de la Serena y
entraron a beberse un cuartillo en la bodega de Espregueira… ¡Tarde completa!
Estaba derrengada del calor, del polvo, de la admiración ante tanto sepulcro suntuoso,
de su hombre y de los tragos de vino.
¡Se iba a meter inmediatamente en la cama!
—¡Vaya, señora Juana, se está usted haciendo una dormilona! ¡Vamos, qué mujer!
¡Con poco se cansa! ¡Caray!
Bajó al cuarto de Luisa, apagó las luces, abrió los balcones, puso la poltrona hacia
la barandilla y, bien arrellanada, con los brazos cruzados, se dispuso a pasar la noche.
El estanco no estaba aún cerrado, y su lucecita, tan lúgubre como la estanquera,
esparcíase tristemente sobre las piedras menudas de la calle; los balcones contiguos
estaban abiertos; por algunos, mal iluminados, veíanse dentro reuniones
melancólicas, en otros, donde había bultos inmóviles, brillaba a veces la punta de un
cigarro; aquí y allá se oían toses, y el mozo de la panadería, en el silencio caluroso de
la noche, rasgueaba bajito en la guitarra.
Juliana llevaba un vestido claro de indiana; dos individuos que estaban en la
puerta del estanco reían, alzando de cuando en cuando los ojos hacia el balcón, hacia

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aquel bulto blanco de mujer. ¡Juliana entonces se sintió satisfecha! La tomaban
seguramente por la señora del ingeniero; no despegaban de allí sus miradas,
chicoleándola… Uno de ellos llevaba pantalón blanco y sombrero; eran unos
señoritos… Y con las piernas muy estiradas, los brazos cruzados y la cabeza ladeada,
saboreó largamente aquel homenaje.
Unas fuertes pisadas sonaron en la calle y se detuvieron en la puerta; la
campanilla repiqueteó ligeramente.
—¿Quién es? —preguntó ella, muy impaciente.
—¿Está la señora? —dijo la voz gruesa de Sebastián.
—Salió con doña Felicidad, se marcharon en coche.
—¡Ah! —dijo él.
Y añadió:
—¡Hermosa noche!
—¡Magnífica, don Sebastián, magnífica! —exclamó ella con fuerza.
Y cuando le vio bajar por la calle, gritó con afectación:
—¡Recuerdos a Juana! ¡No se olvide! —mostrándose íntima, señorial, con una
mirada tierna hacia los dos hombres.

* * *

A aquella misma hora, doña Felicidad y Luisa llegaban al Paseo. Era noche de moda;
ya desde afuera se oía un rumor lento y monótono y se veía una alta neblina de polvo
amarillento y luminoso.
Entraron. En seguida, junto al estanque, encontraron a Basilio. Se quedó muy
sorprendido, y dijo:
—¡Qué feliz casualidad!
Luisa se sonrojó y le presentó a doña Felicidad. La excelente señora tuvo muchas
sonrisas para él. Le recordaba, ¡pero si no se lo hubieran dicho quizá no le habría
conocido! ¡Estaba muy cambiado!
—El trabajo, señora… —dijo Basilio, inclinándose. Y añadió, riendo y golpeando
con su bastón la piedra del estanque—: ¡Y la vejez! ¡La vejez sobre todo!
En el agua oscura y sucia las luces del gas cabrilleaban hasta una gran
profundidad. Los follajes de alrededor estaban inmóviles en el aire quieto, con tonos
de un verde lívido y artificial. Entre las dos largas filas paralelas de árboles
enfermizos bordeadas de faroles de gas se apretaba, en una polvareda de macadam,
una multitud compacta y oscura, y a través del continuo ruido, los estridores
metálicos de la música traían, en el aire pesado, vivos compases de un vals.
Estuvieron parados, conversando ¿Qué calor, eh? ¡Pero la noche era hermosa!
¡Ni una ráfaga!, ¡qué gentío!

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Y miraban al público que entraba: jóvenes muy rizados, con pantalones color flor
de romero, fumando ceremoniosamente los puros del día festivo; un cadete, con la
cintura muy ajustada y el pecho levantado; dos muchachas de pelo ondulado y
movimientos oscilantes que les marcaban los huesos de los omoplatos bajo la tela del
vestido mal cortado; un cura, color de sidra, con un aire indolente, el cigarro en la
boca y gafas ahumadas; una española con dos metros de falda blanca muy tiesa, que
frufruteaba en la polvareda; el triste Xavier, un poeta, un aristócrata de levita y
bastón, con el sombrero hacia atrás y unos ojos alcoholizados. Y Basilio se rió de dos
niños a quienes llevaba su padre con aire risueño y digno, vestidos de azul claro, con
la cintura abrazada por una faja escarlata, chacos de lanceros, botas a la húngara,
cretinos y amodorrados.
Un individuo alto pasó cerca de ellos, y volviéndose clavó en Luisa unos ojos
lánguidos y brillantes: llevaba una perilla larga y aguzada; el cuello escotado
mostraba el arranque carnoso del pecho; fumaba en una boquilla enorme
representando un zuavo.
Luisa quiso sentarse. Un golfillo de blusa, sucio como un trapo de cocina, corrió a
ponerles unas sillas, y se acomodaron al lado de una familia aburrida y taciturna.
—¿Qué has hecho hoy, Basilio? —preguntó Luisa.
Había estado en los toros.
—¿Y qué tal, te han gustado?
—Una tabarra. Si no hubiera sido por el garrochista Peixinho me habría muerto
de aburrimiento. ¡Ganado flaco, rejoneadores malos, ni una sola suerte! ¡Para toros,
España! ¡Allí sí que eran buenos!
Doña Felicidad protestó. ¡Qué horror! Los había visto en Badajoz, cuando estuvo
de visita en Elvas, en casa de la tía Francisca de Noroña, y casi se desmayó. La
sangre, las tripas de los caballos… ¡Puaf! ¡Resultaba aquello muy cruel!
Basilio con una sonrisa:
—¡Qué pasaría si viese las riñas de gallos, señora!
Doña Felicidad había oído hablar de ellas, pero encontraba todas aquellas
diversiones bárbaras, antirreligiosas. Y recordando con un gozo que dibujaba una
sonrisa en su gruesa cara:
—¡Para mí no hay nada como una buena noche de teatro! ¡Nada!
—¡Pero aquí representan tan mal! —replicó Basilio, con voz desolada—. ¡Tan
mal, señora mía!
Doña Felicidad no respondió; medio levantada en su silla, reanimadas las pupilas
por un brillo húmedo, saludó desesperadamente con la mano.
—No me ha visto —dijo, desconsolada.
—¿Era el consejero? —preguntó Luisa.
—No. Era la condesa de Alviella. ¡No me ha visto! Va mucho a la Encarnación,

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soy íntima de ella. ¡Es un ángel! ¡No me ha visto! Iba con el suegro.
Basilio no apartaba los ojos de Luisa. Bajo el velillo blanco a la luz falsa del gas,
en el aire neblinoso de la polvareda, su rostro tenía una forma blanca y suave donde
los ojos que la noche oscurecía ponían una expresión apasionada; su pelo rubio y
rizado empequeñecía la cabeza, dándole una gracia aniñada y amorosa, y los guantes
grisperla hacían resaltar sobre el vestido negro el dibujo elegante de las manos
posadas sobre el regazo, sosteniendo el abanico, con un encaje blanco que ceñía sus
finas muñecas.
—¿Y tú, qué hiciste hoy? —le preguntó Basilio.
Aburrirse mucho. Se pasó todo el santo día leyendo. También Basilio pasó la
mañana tumbado en el sofá leyendo La mujer de fuego, de Belot. ¿La conocía ella?
—No, ¿qué es?
—Una novela, la última novedad.
Y añadió, sonriendo:
—Tal vez un poco picante. ¡No te la aconsejo!
Doña Felicidad estaba leyendo Rocambole. ¡Se lo habían ponderado tanto! ¡Pero
era un lío! Se embrollaba, se olvidaba… Lo iba a dejar, porque había notado que la
lectura aumentaba sus malas digestiones.
—¿Padece usted de eso? —preguntó Basilio con un fino interés.
Doña Felicidad contó entonces su dispepsia. Basilio le aconsejó que usase el
hielo.
Por otra parte, la felicitó, porque las dolencias del estómago habían adquirido,
últimamente, un gran chic. Se interesó por la enfermedad y le pidió detalles. Doña
Felicidad los prodigó, y hablando, veíase cómo aumentaba en la mirada, en la voz, su
simpatía hacia Basilio. ¡Usaría el hielo!
—¿Con vino, claro es?
—¡Con vino, señora!
—¡Pudiera muy bien resultarle eficaz! —exclamó doña Felicidad, dando con el
abanico en el brazo de Luisa ilusionada ya.
Luisa sonrió, iba a responder, pero vio al individuo pálido de la perilla larga que
fijaba en ella sus lánguidos ojos con obstinación. Volvió la cara importunada. El
individuo se alejó, retorciéndose la punta de la perilla.
Luisa sentíase enervada; el movimiento ruidoso y monótono, la noche cálida, la
aglomeración de gente, la sensación de verdor en torno suyo, daban a su cuerpo de
mujer hogareña un torpor agradable, un bienestar de inercia, la envolvían en una
dulzura emoliente de baño tibio. Miraba con una vaga sonrisa, con ojos perezosos;
sentíase casi incapaz de mover las manos, de abrir el abanico.
Basilio notó su silencio. ¿Tenía sueño? Doña Felicidad sonrió finalmente.
—¡Es que ahora se ve sin su maridito! Desde que se ha marchado está así esta

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chica.
Luisa contestó, mirando a Basilio instintivamente:
—¡Qué tontería! ¡Pues estos días he estado muy alegre!
Pero doña Felicidad insistió:
—¡Vaya, ya lo sabemos, ya lo sabemos! ¡Ese corazoncito está en el Alentejo!
Luisa dijo con impaciencia:
—No querrás que me ponga a dar saltos y carcajadas en el Paseo.
—¡Bueno, no te enfades! —exclamó doña Felicidad. Y dirigiéndose a Basilio—:
¡Qué geniecito, eh!
Basilio se echó a reír.
—La prima Luisa era en otros tiempos una víbora. Ahora no sé.
Doña Felicidad intervino:
—¡Es una paloma, la pobre, una paloma! No; nada de eso, es una paloma.
Y la envolvió en una mirada maternal. La familia taciturna se levantó sin hacer
ruido y, las chicas delante y los padres detrás, se alejaron lúgubremente, como
desfallecidos.
Basilio, inmediatamente, colocó su silla junto a la de Luisa, y viendo que doña
Felicidad se distraía mirando:
—Estuve por ir a verte esta mañana —dijo quedamente a Luisa.
Ella alzó la voz con mucha naturalidad, con indiferencia.
—¿Y por qué no fuiste? Hubiéramos hecho música. Hiciste mal. Debías haber
venido…
Doña Felicidad quiso saber entonces la hora. Empezaba a aburrirse. Esperó
encontrar allí al consejero; por él, por agradarle, hizo el sacrificio de encorsetarse;
Acacio no había venido y los gases empezaban a ahogarla, y el despecho de aquella
ausencia aumentaba la tortura de su digestión. Recostada en su silla, con el cuerpo
blando, iba siguiendo la multitud que giraba incesantemente, en una neblina
polvorienta.
Pero la música, en el templete, sonó de pronto, vibrante, con un gran ruido de
cobres, interpretando los primeros compases, muy vigorosos, de la marcha de Fausto.
Aquello la reanimó. Era un pot-pourri de la ópera y no había música que le gustase
más. ¿Estaría Basilio para la apertura de San Carlos?
Y aquél dijo, con intención, volviéndose hacia Luisa:
—No lo sé, señora; depende…
Luisa miraba en silencio. La multitud aumentaba. En las calles laterales, más
espaciosas y frescas, paseaban solamente, bajo la penumbra de los árboles, los
tímidos, las personas de luto, los que llevaban ropas raídas. Toda la burguesía
dominguera venía a amontonarse en la calle del centro, en el pasillo formado por las
filas cerradas de sillas del Municipio. Y allí se movía apretada, con la densa lentitud

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de una masa mal derretida, arrastrando los pies, raspando el macadam en un
aplastamiento plebeyo, con la garganta seca, los brazos caídos y escasas palabras.
Iban y venían incesantemente, de arriba para abajo, con blando bamboleo y gran
ruido, sin alegría ni naturalidad, con el arrobamiento pasivo grato a las razas
perezosas; en medio de la profusión de luces y del regocijo de la música un
aburrimiento taciturno flotaba y lo impregnaba todo como una bruma; la polvareda
fina envolvía las caras, dándoles un tono empañado, y en los rostros que pasaban bajo
los faroles, en las zonas más directas de luz, se pintaba el desconsuelo ocasionado por
la fatiga y el aburrimiento del día festivo.
Enfrente, las casas de la calle Occidental mostraban en sus fachadas el reflejo
claro de las luces del Paseo; algunos balcones estaban abiertos; las cortinas de tela
oscura resaltaban sobre la claridad interior de las lámparas. Luisa sentía como una
nostalgia de otras noches veraniegas, de otras veladas recogidas. ¿Dónde? No
recordaba. El movimiento entonces desaparecía, y veía ante ella, mirándola con una
actitud lúgubre, al individuo de la larga perilla. Debajo del velo sentía un escozor en
los ojos, producido por la polvareda; en tomo suyo, la gente bostezaba.
Doña Felicidad propuso que dieran una vuelta. Se levantaron, y fueron abriéndose
paso despacio, las hileras de sillas se apretaban compactas y una infinidad de rostros,
a los que la luz del gas daba el mismo tono amarillento, miraban de un modo fijo y
cansino, en una inquietud extática. Aquel aspecto irritó a Basilio, y como era difícil
andar por allí, decidió «que era mejor marcharse de aquella pesadez».
Salieron. Mientras iba él a comprar los billetes, doña Felicidad, dejándose caer en
un banco, bajo el follaje de un sauce llorón, exclamó, apenada:
—¡Ay hija! ¡Estoy que reviento!
Se pasó la mano por el estómago, con la cara aviejada.
—¿Y qué me dices del consejero? ¡Mira que es mala suerte! Hoy que he venido
yo al Paseo…
Suspiró, abanicándose. Y con su sonrisa bonachona:
—¡Es muy simpático tu primo! ¡Y qué maneras! Un verdadero noble. ¡Se les
conoce en seguida, hija mía!
Declaró hallarse muy cansada apenas salieron de allí. Era mejor tomar un tranvía.
Basilio encontraba preferible subir a pie hasta la explanada del Loreto. ¡Estaba la
noche tan agradable! ¡Y aquel paseo le sentaría bien a doña Felicidad!
Después, al pasar por delante de Martinho, propuso ir a tomar un sorbete; pero
doña Felicidad temía la frialdad y a Luisa le daba vergüenza. Por las puertas del café,
abiertas de par en par, veíanse sobre las mesas periódicos sucios; algún raro
individuo, de pantalón blanco, tomaba plácidamente un sorbete de fresa.
En el Rocío, la gente paseaba bajo los árboles; en los bancos, algunos transeúntes
inmóviles parecían dormitar; aquí y allá brillaban puntas de cigarros; pasaban

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individuos con el sombrero en la mano, abanicándose, con el cuello desabrochado; en
cada esquina voceaban agua fresca «del Arsenal»; en torno a la explanada, unos
carruajes abiertos rodaban lentamente. El cielo sofocaba, y en la noche oscura la
columna de la estatua de don Pedro[32] tenía el tono pálido y empañado de una vela
colosal de estearina, apagada.
Basilio iba callado, junto a Luisa. «¡Qué horror de ciudad! —pensaba—. ¡Qué
tristeza!». Y se acordaba de París en verano; allí paseaba él, de noche, en su faetón,
despacio, por los Campos Elíseos; centenares de victorias subían rápidamente con un
trote discreto y alegre, y los faroles ponían en toda la avenida un movimiento jovial
de puntos luminosos; bultos blancos y mimosos de mujeres se reclinaban en los
asientos, balanceadas sobre los blandos ejes; el aire, alrededor, tenía una suavidad
aterciopelada, y los castaños difundían un aroma sutil. Por los dos lados, entre la
arboleda, brotaban las luces violentas de los cafés cantantes, llenos de la algarabía de
las multitudes alegres y de los bríos estimulantes de las orquestas; los restaurantes
llameaban; sentíase allí una intensa vida amorosa y feliz, y más allá salía de los
balcones de los palacetes a través de los stores de seda, la luz sobria y velada de las
existencias adineradas.
¡Ah si él estuviera allí! Pero al pasar junto a los faroles miraba de soslayó hacia
Luisa: su fino perfil tenía una gran dulzura bajo el blanco velillo; el vestido marcaba
bien la curva de su pecho, y había en su paso una lasitud que le quebraba la línea del
talle de un modo lánguido y prometedor.
Se le ocurrió una idea apremiante, y empezó a decir:
—¡Qué lástima que no hubiese en toda Lisboa un restaurante donde se pudiera ir
a tomar un alón de perdiz y a beber una botella de champaña frappé!
Luisa no contestó. «Debía de ser delicioso», pensó. Pero doña Felicidad dijo:
—¡Perdiz a esta hora!
—Perdiz o cualquier otra cosa.
¡Fuese lo que fuese, era para reventar! ¡Pues sí! Subieron por la calle Nueva del
Carmen. Los faroles daban una luz mortecina; las altas casas de ambos lados
apagadas, apretaban, densaban la sombra, y la patrulla, armada de punta en blanco,
bajaba lentamente, sin ruido, siniestra y sutil.
En el Chiado, un golfillo de gorra azul los persiguió con billetes de lotería; su voz
aguda y quejumbrosa prometía la fortuna, muchos miles de duros. Doña Felicidad se
paró entonces, sintiendo una tentación… Pero una pandilla de muchachos bebidos
que bajaba por allí con los sombreros en la nuca, hablando a gritos, dando tropezones,
asustó mucho a las dos señoras. Luisa se encogió contra Basilio y doña Felicidad,
pálida, se agarró con ansiedad a su brazo y quiso tomar un coche; hasta el Loreto fue
explicando su miedo a los borrachos, con voz estremecida, contándoles sucesos, riñas
a cuchilladas, sin soltar el brazo de Basilio. De la hilera de coches, junto a las verjas

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de la plaza de Camoens, un cochero hizo arrancar su vehículo abierto, en pie en el
pescante, asiendo bruscamente las riendas con grandes latigazos al tronco, gritando
muy excitado:
—¡Va, caballero, va!
Se detuvieron todavía un momento, conversando. Un hombre pasó entonces como
rondando, y Luisa, desesperada, reconoció los ojos de carnero del individuo de la
perilla.
Subieron al coche. Luisa se volvió aún para ver a Basilio, inmóvil en la plaza, con
el sombrero en la mano; después se acomodó, puso los piececitos en el asiento
delantero y balanceada por el trote largo vio desfilar, callada, las casas apagadas de la
calle de San Roque, los árboles de San Pedro de Alcántara, las fachadas estrechas del
Molino de Viento, los pájaros adormecidos en la Patriarcal.
La noche permanecía inmóvil, de un blando calor, y deseó ella, sin saber por qué,
rodar así siempre, sin fin, entre calles, ante las verjas coronadas de follaje de los
palacios aristocráticos, sin destino, sin preocupaciones, ¡hacia alguna cosa feliz que
no distinguía bien! Frente a la Escuela, un grupo iba tocando el fado de Vimioso;
aquellos sonidos penetraron en su alma como un viento suave, que agitó con dulzura
muchas sensaciones pasadas; suspiró quedamente.
—Un suspiro que va hacia el Alentejo —dijo doña Felicidad, tocándola en el
brazo.
Luisa sintió que toda su sangre le abrasaba el rostro. Daban las once cuando entró
en su casa. Juliana vino a alumbrarla. El té estaba preparado; cuando la señora
quisiera…
Luisa subió al poco rato con una larga bata blanca, muy fatigada; se tendió en la
poltrona: sentíase invadida por una somnolencia; se le doblaba la cabeza, se le
cerraban los párpados…
¡Y Juliana tardaba tanto con el té! La llamó. ¿Dónde estaba? ¡Pues vaya!
La criada había bajado, cautelosamente, al tocador de Luisa. Y allí cogió el
vestido, las enaguas almidonadas que su señora acababa de quitarse y de tirar encima
de la causeuse, las desdobló, las dio vueltas, examinándolas, ¡y con un idea
determinada, las olió! Desprendía el vago aroma de un cuerpo limpio y cálido, con un
leve efluvio de sudor y de agua de Colonia. Cuando la oyó llamar e impacientarse
arriba, subió corriendo. Había ido abajo a arreglar un poco. ¿Quería el té? Estaba
preparado…
Y entrando con las tostadas:
—Vino don Sebastián, a eso de las nueve…
—¿Qué le dijo usted?
—Que la señora había salido con doña Felicidad. Como no sabía, no dije adonde.
Y añadió:

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—Estuvo hablando conmigo don Sebastián… ¡Más de media hora!…

* * *

Luisa recibió, a la mañana siguiente, de parte de Sebastián, un ramo de rosas color


rojo oscuro, magníficas. Las cultivaba él en la quinta de Almada y se llamaban rosas
de don Sebastián. Las mandó ella poner en los búcaros de la sala, y como el día
estaba nublado y hacía un calor denso y sofocante:
—Mire —dijo a Juliana—, abra los balcones.
«Bueno —pensó Juliana—, ya tenemos por aquí al marrajo».
El marrajo llegó, en efecto, a las tres. Luisa estaba en la sala, sentada al piano.
—Ahí está el individuo de costumbre —fue a decirle Juliana.
Luisa se volvió, encendida, escandalizada de aquel término:
—¡Ah! ¿Mi primo don Basilio? Hágale pasar.
Y llamándola:
—¡Oiga! Si viene don Sebastián o alguien, que entre.
¡Era su primo! El individuo, sus visitas perdieron de repente para ella todo interés
picaresco. Su malicia desatada, envanecida hasta entonces, se desplomó, se arrugó
como una vela falta de viento. ¡Adiós! ¡Era su primo!
Subió a la cocina, despacio, desilusionada.
—¡Gran novedad, señora Juana! El tal gomoso es el primo. Dice que es su primo
Basilio.
Y con una risita:
—¡Basilio! ¡Vaya con Basilio! ¡Nos ha salido un primo a última hora! ¡El diablo
las urde!
—¿Y qué iba a ser ese hombre sino un pariente? —observó Juana.
Juliana no respondió. Quiso saber si estaba preparada la plancha, pues tenía un
montón de ropa que planchar. Y se sentó en el balcón, esperando. El cielo, bajo y
pardusco, estaba cargado de electricidad; a veces una ráfaga súbita y fina ponía en los
follajes de las huertas un escalofrío trémulo.
—¡Es el primo! —meditaba ella—. Y viene solo cuando el marido se ha ido.
¡Bueno! Y ella se queda pasmada cuando él se marcha, ¡y venga ropa blanca y más
ropa blanca, y bata nueva, y coche para pasear, y suspiros y ojeras! ¡Buena
descarada! ¡Así todo se queda en la familia!
Le relucían los ojos. Ya no se sentía tan engañada. Había allí mucho «que ver y
que oír». ¿Estaba ya la plancha?
Pero sonó abajo la campanilla.
—¡Vaya! ¡Esto es una lata! ¡Estamos en la casa de Tócame Roque!
Bajó, y exclamó en seguida viendo a Julián con un libro debajo del brazo:

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—¡Haga el favor de pasar, don Julián! La señora está con su primo, pero ha dicho
que entrase usted.
Abrió la puerta de la sala bruscamente, por sorpresa.
—Aquí está don Julián —dijo con satisfacción.
Luisa presentó a los dos hombres. Basilio se levantó del sofá lánguidamente y
recorrió, de un solo vistazo, la figura de Julián, desde el pelo desgreñado hasta las
botas sucias, con una mirada casi despavorida.
«¡Qué adán!», pensó.
Luisa, muy fina, lo notó y se puso colorada, avergonzándose de Julián.
¡Aquel hombre de cuello medio desabrochado, con un viejo chaquetón de paño
negro mal cortado, qué idea le daría a Basilio de las relaciones, de los amigos de su
casa! Sentía ya su chic disminuido. ¡E instintivamente su fisonomía se tornó muy
reservada, como si semejante visita la sorprendiese y aquella toilette la indignase!
Julián notó el azoramiento de ella y dijo, ya cohibido, agitando sus gafas:
—Pasaba por aquí casualmente y he entrado a saber si había ya algunas noticias
de Jorge…
—Muchas gracias. Sí, ha escrito. Está bien…
Basilio, recostado en el sofá, como un pariente íntimo, examinaba sus calcetines
de seda con estrellitas rojas bordadas y se atusaba indolente el bigote, levantando un
poco el dedo meñique, en el que brillaban, engastados en dos gruesos anillos de oro,
un zafiro y un rubí. La afectación de su actitud y el chispear de las alhajas irritaron a
Julián. Quiso mostrar también su intimidad y sus derechos, y dijo:
—No he venido antes a hacerle un rato de compañía, porque he estado
ocupadísimo…
Luisa intervino para desautorizar aquella familiaridad:
—Tampoco yo he estado buena. No he recibido a nadie, ¡no siendo a mi primo,
naturalmente!
¡Julián se sintió despreciado! Y todo rojo de sorpresa e indignación, se quedó
callado, balanceando la pierna, con el libro sobre las rodillas; como el pantalón le
estaba corto, se veía el elástico deteriorado de sus botas viejas. Hubo un silencio
difícil.
—¡Bonitas rosas! —dijo al fin Basilio, perezosamente.
—Muy bonitas —respondió Luisa.
Estaba ahora compadecida de Julián y buscaba una palabra; dijo por último con
precipitación:
—¡Qué calor! ¡Es para morirse! ¿Hay mucha enfermedad?
—Colerines —respondió Julián—. A causa de las frutas. Dolencias intestinales.
Luisa bajó los ojos. Basilio comenzó entonces a hablar de la condesita de Azeias.
La había encontrado acabada. ¿Y qué fue de la hermana mayor?

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Aquella conversación sobre aristócratas que él no conocía aisló más a Julián;
sentía el sudor humedecerle el cuello; buscaba una frase, una ironía, una agudeza, y
maquinalmente abría y cerraba su grueso libro, de cubierta amarilla.
—¿Es alguna novela? —le preguntó Luisa.
—No. Es el tratado del doctor Lee sobre enfermedades del útero.
Luisa se puso roja; Julián también, furioso de que se le hubiera escapado aquella
palabra. Y Basilio, después de sonreír, preguntó por una tal doña Rafaela Grijó, que
solía ir a la calle de la Magdalena, que usaba impertinentes y que tenía un cuñado
tartamudo…
—Se le murió el marido. Y se casó con el cuñado.
—¿Con el tartamudo?
—Sí. Ha tenido un niño con él, tartamudo también.
¡Qué conversación la suya, en familia! ¿Y doña Eugenia, la de Braga?
Julián, exasperado, se levantó, y con una voz de garganta seca:
—Tengo prisa, no puedo entretenerme más. Cuando escriba a Jorge déle mis
recuerdos, ¿eh?
Inclinó bruscamente la cabeza ante Basilio. Pero no encontraba su sombrero que
había rodado debajo de una silla. Se embarulló entre la cortina, chocó violentamente
con la puerta cerrada y salió, al fin, desesperado, deseando vengarse, odiando a Luisa,
a Jorge, al lujo, a la vida, rebosante ahora de ironías, de frases, de réplicas. Debió
haberlos aplastado, al burro y a la estúpida… ¡Y no se le había ocurrido nada!
Pero apenas cerró él la puerta Basilio se puso en pie, y cruzando los brazos:
—¿Quién es este adán?
Luisa, muy colorada, balbució:
—Un chico médico…
—¡Es un hombre imposible, una especie de estudiante!
—Pobre, no tiene muchos medios…
¡Pero no era necesario tener medios para cepillarse la chaqueta y quitarse la
caspa! ¡No debía recibir a semejante tipo! Era una vergüenza para la casa. ¡Si a su
marido le gustaba, que lo recibiese en su despacho!…
Paseaba por la sala, excitado, con las manos en los bolsillos, haciendo tintinear el
dinero y las llaves.
—¡Pues sí que son buenos los amigos de la casa!… —prosiguió—. ¡Qué diablo!
Tú no has sido educada así. Nunca recibiste a gente de esta catadura en la calle de la
Magdalena.
No la había recibido y le pareció que los lazos matrimoniales le habían traído
cierta plebeyez con la convivencia. Pero un respeto hacia las opiniones y las
simpatías de Jorge le hizo replicar:
—Dicen que tiene mucho talento…

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—Mejor sería que tuviese botas.
Luisa asintió por cobardía:
—¡Tampoco yo lo encuentro exquisito! —dijo.
—¡Horrible, hija mía!
Aquella última palabra hizo latir apresuradamente su corazón. ¡Así era como la
llamaba él en otro tiempo! Hubo un momento de silencio y la campanilla de la puerta
repiqueteó con fuerza. Luisa se quedó asustada. ¡Jesús, si fuese Sebastián! ¡Basilio lo
encontraría más ordinario aún! Pero Juliana vino diciendo:
—Es el señor consejero. ¿Le paso aquí?
—Ahora mismo —exclamó ella.
Y la alta figura de Acacio se adelantó, con los bordes de su levita de alpaca
echados hacia atrás, el pantalón blanco muy almidonado cayendo sobre los zapatos de
boca escotada, con cintas.
Apenas Luisa le presentó al primo Basilio, dijo él, respetuoso:
—Ya sabía que había usted llegado; lo vi entre las noticias más interesantes de
nuestra high-life. ¿Qué hay de nuestro Jorge?
Jorge estaba ahora en Beja… Según decía en su carta, se aburría mucho…
Basilio, más agradable, dejó caer:
—No tengo realmente la menor idea de lo que se puede hacer en Beja. ¡Debe de
ser horroroso!
El consejero, pasando sobre el bigote su mano blanca, en la que resaltaba la
sortija de sello, con sus armas, observó:
—¡Pues es la capital de la provincia!
—¡Pero si aun en Lisboa no se podía hacer nada!, ¡y era la capital del reino! —y
Basilio, recostado hacia atrás, se tiraba de los puños de la camisa—. ¡Se moría uno
allí, verdaderamente, de tedio!
Luisa, muy contenta con la afabilidad de Basilio, se echó a reír:
—No digas eso delante del consejero. Es un gran admirador de Lisboa.
Acacio se inclinó:
—He nacido en Lisboa y la quiero, mi estimada señora.
Y con gran campechanía:
—Reconozco, sin embargo, que no se puede comparar con París, ni con Londres,
ni con Madrid…
—Sin duda —dijo Luisa.
Y el consejero prosiguió, con solemnidad:
—¡Lisboa posee, no obstante, bellezas sin igual! La entrada, según me han dicho
(yo no entré nunca por la barra), ofrece un panorama grandioso, rival de
Constantinopla y de Nápoles. ¡Digno de la pluma de un Garrett o de un Lamartine!
¡Muy propio para inspirar a un gran ingenio!…

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Luisa, temiendo citas o apreciaciones literarias, le interrumpió para preguntarle
qué había hecho aquellos días. ¡Estuvieron el domingo en el Paseo doña Felicidad y
ella, esperando verle, y nada!
Él nunca iba al Paseo, en domingo, declaró. Reconocía que era muy agradable,
pero la multitud le aturdía. Había notado —y su voz tomó el tono pausado de una
revelación—, había notado que la aglomeración de gente en un sitio producía vértigos
a los hombres de estudio. Además, se quejó de su salud y del peso de sus trabajos.
Estaba preparando un libro y tomaba las aguas de Vichy.
—Puedes fumar —dijo Luisa de repente, sonriendo, a Basilio—. ¿Quieres
lumbre?
Ella misma fue a buscar los fósforos, muy ligera y feliz. Llevaba un vestido claro,
un poco transparente, muy fresco. Sus cabellos parecían más rubios; su piel, más fina.
Basilio sopló el humo de su habano y afirmó, muy recostado:
—El Paseo en domingo está sencillamente idiota…
El consejero reflexionó, y luego:
—¡No sea usted tan severo, señor Brito!
Aunque le parecía, en efecto, que antiguamente era aquella diversión más
agradable.
—En primer lugar —prosiguió muy convencido, irguiéndose—, ¡nada, nada ya
absolutamente nada, puede sustituir a la charanga de la Armada!
Además de eso había la cuestión de precios… ¡Ah, tenía muy estudiado el asunto!
Los precios bajos favorecían la aglomeración de las clases inferiores… Nada más
lejos de su pensamiento que lanzar el menor desdoro sobre esta parte de la
población… Eran muy conocidas sus ideas liberales.
—Apelo al testimonio de doña Luisa —dijo.
Pero, en fin, siempre era más agradable encontrarse una reunión escogida. Entre
tanto, él, por su parte, no iba nunca al Paseo. ¡Tal vez no lo creyesen, pero ni siquiera
cuando había fuegos artificiales! Ni aun esos días, sí, se asomaba siquiera a la verja.
¡No por economía! No, evidentemente. No era rico, pero podía permitirse aquella
pequeña contribución. ¡Pero es que temía los accidentes! ¡Los temía mucho! Contó la
historia de un individuo, cuyo nombre no recordaba, a quien le cayó encima la caña
de un cohete horadándole el cráneo. Además de eso, nada más fácil que cayese una
chispa en la cara, en un paleto nuevo…
—Es conveniente tener prudencia —resumió, muy digno, limpiándose los labios
con el pañuelo de seda de la India, cuidadosamente doblado.
Hablaron entonces de la temporada: mucha gente habíase marchado a Cintra.
¡Realmente, Lisboa era sofocante en verano!… Y el consejero afirmó que Lisboa era
solo imponente, imponente en verdad, ¡cuando estaban abiertas las Cámaras y la
Opera de San Carlos!

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—¿Qué estabas tocando cuando entré? —preguntó Basilio.
El consejero intervino entonces:
—Si estaban haciendo música, sigan, por Dios… Soy un antiguo abonado de San
Carlos desde hace dieciocho años…
Basilio interrumpió:
—¿Toca usted?
—Tocaba. No lo oculto. De joven fui aficionado a la flauta.
Y agregó con gesto benévolo:
—¡Chiquilladas!… ¿Es alguna novedad lo que estaba usted tocando, doña Luisa?
—¡No! Era una música muy conocida, ya antigua: La hija del pescador, de
Meyerbeer. Tengo la letra traducida.
Cerró los cristales y después se sentó al piano…
—Sebastián es el que toca esto bien, ¿verdad, consejero?
—Nuestro Sebastián, —dijo el consejero con autoridad— es un rival de los
Thalberg y de los Liszt. ¿Conoce usted a nuestro Sebastián? —preguntó a Basilio.
—No; no lo conozco.
—¡Una perla!
Basilio se había acercado despacio al piano, rizándose el bigote.
—¿Tú cantas todavía? —le preguntó Luisa, sonriendo.
—Cuando estoy solo.
Pero el consejero le pidió en seguida un «trozo». Basilio se reía. Le daba miedo
escandalizar a un antiguo abonado a San Carlos… El consejero le animó; dijo incluso
paternalmente:
—¡Animo, señor Brito, ánimo!
Luisa entonces preludió. Y Basilio lanzó de pronto su voz llena, bien timbrada, de
barítono; sus notas altas resonaban en la sala. El consejero, erguido en su sillón,
escuchaba concentrado; su cabeza, con la frente marcada por una arruga
meditabunda, parecía inclinarse bajo su responsabilidad de juez, y las gafas ahumadas
resaltaban, con reflejos oscuros, en aquella fisonomía de calvo, que el calor
empalidecía más.
Basilio entonaba con grave melancolía la primera frase, tan larga, de la canción:

Igual que el mar sombrío


es mi hondo corazón…

Un poeta, con oscuro fervor, había traducido la letra en el Almanaque de las Damas;
Luisa la copió con su propia mano en el interlineado de la partitura. Y Basilio,
inclinado sobre el papel, retorciéndose siempre las guías del bigote:

Tiene tormentas, cóleras,

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¡mas en su fondo hay perlas!

Los grandes ojos de Luisa se clavaban en el cuaderno, aunque a veces, en un rápido


movimiento, se alzaban hacia Basilio. Cuando en la nota final, prolongada como la
suprema petición de un amor implorante, Basilio lanzó su voz en una llamada:

¡Ven! Ven
a posar, dulce amada,
tu pecho sobre mí…

sus ojos se clavaron en ella con tal expresión de deseo, que el pecho de Luisa palpitó
y sus dedos se embarullaron sobre el teclado. El consejero aplaudió.
—¡Una voz admirable! —exclamó—. ¡Una voz admirable!
Basilio se declaró avergonzado…
—¡No, señor; no, señor! —protestó Acacio, levantándose—. ¡Unas facultades
excelentes! ¡Hasta diré que las mejores facultades de nuestra sociedad!
Basilio rió. Ya que les gustaba, iba a cantarles una romanza brasileña de Bahía.
Sentóse al piano, y después de haber preludiado una melodía muy lánguida, de un
arrullo tropical, cantó:

Soy negrita, aunque mi pecho


siente más que un pecho blanco.

E interrumpiéndose:
—Esto hacía furor en las reuniones de Bahía cuando salí de allí.
Era la historia de una negrita, nacida en la plantación, y que con lirismos de
almanaque cantaba su pasión por un intendente blanco.
Basilio parodiaba el tono sentimental de alguna muchacha de Bahía, y su voz
tenía un preciosismo cómico al decir el ritornello doliente:

Y la negra hacia los mares


sus grandes ojos dirige,
y en el alto cocotero
canta la dulce araponga

El consejero la encontró «deliciosa» y, en pie, en la sala lamentó, a propósito del


canto, la condición de los esclavos, aunque le aseguraban amigos suyos del Brasil que
los negros eran muy bien tratados. ¡Pero, en fin, la civilización era la civilización! ¡Y
la esclavitud, un estigma! Tenía aún mucha confianza en el emperador…
—Monarca de singular ilustración[33] —agregó respetuosamente.
Fue a buscar su sombrero, y abrochándose la levita, e inclinada la cabeza, juró

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que hacía mucho tiempo no había pasado una mañana tan completa. Pues para él no
existía nada como la buena conversación y la buena música…
—¿En dónde se aloja usted, señor Brito?
¡Por amor de Dios! ¡Que no se molestase! Estaba en el Hotel Central.
No había consideraciones que le impidiesen cumplir con su deber —declaró—.
¡Lo cumpliría! Él era un ser inútil, doña Luisa lo sabía muy bien. Pero si necesitaba
alguna cosa, un informe, una presentación en las esferas oficiales, un permiso para
visitar algún establecimiento público —agregó—, ¡sepa usted que me tiene a sus
órdenes!
Y reteniendo en la suya la mano de Basilio:
—Calle del Ferregial de Cima, número tres, tercero. El modesto tugurio de un
eremita.
Volvió a inclinarse ante Luisa:
—Cuando escriba usted a nuestro viajero dígale que hago sinceros votos por la
prosperidad de sus empresas. ¡Por ser él quien es! ¡A sus órdenes!
Y salió, erguido y grave.
—Éste al menos es limpio —rezongó Basilio, con el puro en la comisura de la
boca.
Sentóse otra vez al piano y dejó correr sus dedos por el teclado. Luisa se acercó:
—¡Canta algo, Basilio!
Basilio la miró entonces largamente. Luisa, arrebolada, sonrió; a través del encaje
claro y transparente del vestido se entreveía la blancura tersa y lechosa del cuello y de
los brazos, y en sus ojos, en el color cálido del rostro, había una animación, como una
vitalidad amorosa. Basilio le dijo en voz baja:
—Estás hoy en uno de tus mejores días, Luisa.
La mirada de él, tan ávida, la perturbó e insistió:
—Canta alguna cosa.
Su seno palpitaba.
—Canta tú —murmuró Basilio.
Y muy despacio le cogió la mano. Las dos palmas, un poco húmedas y un poco
trémulas, se unieron.
La campanilla repiqueteó fuera. Luisa desprendió la mano bruscamente.
—¡Es alguien! —dijo, agitada.
Unas voces cuchicheaban en la cancela. Basilio tuvo un movimiento de hombros
contrariado y fue a buscar el sombrero.
—¿Te vas? —exclamó ella muy desconsolada.
—¡Ojalá pudiera quedarme! ¡No puedo estar contigo, a solas, un momento!
La cancela se cerró ruidosamente.
—No era nadie, se ha ido —dijo Luisa.

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Estaban en pie, en medio de la sala.
—¡No te vayas, Basilio!
Sus ojos profundos tenían una dulce súplica. Basilio dejó el sombrero sobre el
piano; se mordía el bigote un poco nervioso.
—¿Y para qué quieres estar a solas conmigo? —dijo ella—. ¿Qué te importa que
haya gente? —y se arrepintió en seguida de aquellas palabras.
Pero Basilio, con un movimiento brusco, la abrazó por los hombros, y asiéndole
la cabeza la besó en la cara, en los ojos, en el pelo, vorazmente.
Ella se soltó toda trémula, sonrojadísima.
—Perdóname —exclamó él después, con un ímpetu apasionado—. Perdóname.
Lo he hecho sin pensar. ¡Pero es porque te adoro, Luisa!
Le cogió las manos, dominante, casi con derecho.
—No, has de oírme. Desde el primer día en que te volví a ver estoy loco por ti,
como antes, del mismo modo. Nunca he dejado de morirme por ti. Pero no tenía
fortuna, tú bien lo sabes, y quería verte rica, feliz. No podía llevarte al Brasil. ¡Era
matarte, amor mío! ¡Imagínate lo que aquello es! ¡Por eso te escribí aquella carta,
pero lo que yo sufrí, las lágrimas que lloré!…
Luisa le escuchaba inmóvil, con la cabeza baja y la mirada perdida: aquella voz
cálida y fuerte la dominaba, la vencía, las manos de Basilio penetraban con su calor
febril en la sustancia de las suyas, e invadida por una lasitud, sentíase como
adormecida.
—¡Habla, responde! —dijo él con ansiedad, sacudiéndole las manos, buscando su
mirada ávidamente.
—¿Qué quieres que te diga? —murmuró ella. Su voz tenía un tono vago, sin
firmeza. Y soltándose despacio y volviendo el rostro:
—¡Hablemos de otras cosas!
El balbució con los brazos extendidos:
—¡Luisa! ¡Luisa!
—¡No, Basilio, no!
Y en su voz había la opresión de una queja y la blandura de una caricia. Él
entonces no vaciló más y la cogió en sus brazos. Luisa se quedó inerte, con los labios
exangües y los ojos cerrados. Y Basilio, colocándole la mano sobre la cabeza, inclinó
esta hacia atrás y la besó despacio en los párpados, en el rostro, y después, muy
hondamente, en los labios; ella entreabrió la boca y sus rodillas se doblaron.
Pero, de repente, todo su cuerpo se irguió; con un pudor indignado, separó el
rostro y exclamó dolorida:
—¡Déjame! ¡Déjame!
Se sintió penetrada de una fuerza nerviosa; se desprendió empujándole con
violencia, y pasándose las manos abiertas por la cabeza, por el pelo:

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—¡Oh Dios mío! ¡Es horrible! —murmuró—. ¡Déjame! ¡Es horrible!
Él se adelantó con los dientes cerrados; mientras, Luisa retrocedía, diciéndole:
—Vete. ¿Qué quieres? ¡Vete! ¿Qué haces aquí? ¡Déjame!
Él entonces la tranquilizó con una voz súbitamente serena y humilde. No
comprendía. ¿Por qué se enojaba? ¿Qué importaba un beso? Él no pedía más. ¿Qué
se había ella imaginado, entonces? La adoraba, era cierto, pero con toda pureza.
—¡Te lo juro! —dijo con energía, golpeándose el pecho.
La obligó a sentarse en el sofá y se colocó a su lado. Le habló sensatamente. Se
daba cuenta de las circunstancias y se resignaría. Sería la suya como una amistad
fraternal, y nada más.
Ella le escuchaba aturdida.
Seguramente, le dijo él, aquella pasión era una tortura inmensa. Pero él era fuerte
y la dominaría. Sólo deseaba venir a verla, hablarle. Sería un sentimiento ideal. Y los
ojos la devoraban. Le volvió la mano, inclinóse y puso un beso ruidoso en la palma.
Ella se estremeció, y levantándose en seguida:
—¡No! ¡Vete!
—Bien, adiós.
Se levantó con un movimiento resignado y triste. Y limpiando despacio la seda
del sombrero:
—Bien, adiós —repitió el melancólicamente.
—Adiós.
Basilio dijo entonces con mucha ternura:
—¿Estás enfadada?
—¡No!
—Escucha —murmuró, adelantándose. Luisa golpeó el suelo con el pie.
—¡Oh, qué hombre! ¡Déjame! Hasta mañana. Adiós. ¡Vete! ¡Hasta mañana!
—¡Hasta mañana! —dijo él en voz baja. Y salió rápidamente.
Luisa entró en su tocador toda nerviosa. Y al pasar ante el espejo se quedó
sorprendida: ¡nunca se había visto tan linda! Dio unos pasos en silencio.
Juliana ordenaba ropa blanca en un cajón del armario ropero.
—¿Quién llamó hace un momento? —preguntó Luisa.
—Era don Sebastián. No quiso entrar; dijo que volvería.

* * *

Había dicho, en efecto, «que volvería». Pero empezaba casi a avergonzarse de venir
así todos los días ¡para encontrarla siempre «con una visita»!
El primer día se quedó muy sorprendido cuando Juliana le dijo: «¡Está con un
señor! ¡Un joven que estuvo ya ayer!». ¿Quién sería? Él conocía a todos los amigos

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de la casa… Sería algún empleado de la secretaría o algún propietario de minas, el
hijo de Alonso, quizá; algún asunto de Jorge, seguramente…
Después, el domingo por la noche, le trajo la partitura de Romeo y Julieta de
Gounod, que ella deseaba tanto oír, y cuando Juliana le dijo desde el balcón «que
había salido con doña Felicidad en coche», se quedó muy azorado con el grueso
volumen debajo del brazo, rascándose despacio la barbilla. ¿Adonde habrían ido?
Recordó el entusiasmo de Doña Felicidad por el teatro de Doña María. ¡Pero ir solas,
con aquel calor de julio, al teatro! En fin, era posible. Fue al Doña María.
El teatro, casi vacío, resultaba lúgubre; aquí y allá, en algún palco, una familia
poco agraciada, de pelo negrísimo, lleno de postizos, gozaba taciturna de su noche
dominguera; en el patio, a lo largo de las filas de butacas vacías, personas aviejadas e
inexpresivas escuchaban con aire sofocado y harto, secándose a ratos con pañuelos de
seda el sudor de sus cuellos; en la entrada general, la gente baja abría mucho unos
ojos negros en caras morenas y brillantes; la luz tenía un tono adormecido; oíanse
bostezos. Y en la escena, que representaba un salón de baile amarillo, un vejete
condecorado hablaba a una delgaducha de cabellos rizados, sin cesar, con el tono
diluido de un agua densa y triste que gotea.
Sebastián se marchó del teatro. ¿En dónde estarían? Lo supo a la mañana
siguiente. Bajaba por Molino de Viento cuando un vecino suyo, Netto, que subía
encorvado bajo su quitasol, con el cigarro en la esquina del bigote canoso, le detuvo
bruscamente, para decirle:
—Amigo Sebastián, venga aquí. Vi anoche en el Paseo a doña Luisa con un joven
que conozco. Pero ¿de dónde conozco yo esa cara? ¿Quién diablos es?
Sebastián se encogió de hombros.
—Un muchacho alto, guapo, con aspecto de extranjero. Yo le conozco. El otro día
le vi entrar en la casa. ¿No sabe usted quién es?
No lo sabía.
—Pues yo conozco esa cara. He estado intentando ver si me acordaba —y se pasó
la mano por la cabeza—. ¡Yo conozco esa cara! Es de Lisboa. ¡De Lisboa tiene que
ser!
Y después de un silencio, haciendo girar su quitasol:
—¿Y qué hay de nuevo, Sebastián?
Tampoco sabía nada.
—¡Ni yo!
Y bostezando con fuerza:
—¡Esto es una tabarra, hombre!
Aquella tarde, a las cuatro, Sebastián volvió a casa de Luisa. ¡Estaba con el
«individuo»! Se quedó entonces preocupado. Seguramente era algún asunto de Jorge,
porque no comprendía que ella hablase, sintiese ni viviese no siendo en interés de la

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casa y para mayor felicidad de Jorge. Pero debía de ser grave entonces, cuando
requería visitas, encuentros, tanto trato. ¡Tenían, pues, intereses importantes que él no
conocía! Y aquello parecíale una ingratitud, como una falta de amistad. La tía Juana
había encontrado también aquello «deplorable». Al otro día fue cuando supo que el
individuo era el primo Basilio, Basilio Brito. Su vago disgusto se disipó, pero un
temor más definido vino a inquietarle.
Sebastián no conocía a Basilio personalmente, pero sabía la historia de su
juventud. No había en ella, ciertamente, ni escándalo excepcional ni novela picaresca.
Basilio había sido apenas un juerguista, y, como tal, pasó metódicamente por todos
los episodios clásicos de la extravagancia lisbonense: partidas de monte hasta la
madrugada, con ricachos del Alentejo; un coche destrozado un sábado de toros; cenas
repetidas con alguna vieja Lola y una rancia ensalada de langosta; unas cuantas
peleas aplaudidas en Salvaterra o en la Alhambra; banquetes de bacalao en Collares,
en tabernas de fadistas; mucha guitarra. Unos puñetazos bien dados en la cara atónita
de un policía, y una profusión de yemas de huevo en las fiestas de Carnaval. Las
únicas mujeres que aparecían en su historia, además de las Lolas y de las Cármenes
habituales, eran la Pistelli, una bailarina alemana cuyas piernas tenían una
musculatura atlética, y la condesita de Alvim, una loca, gran amazona, que se separó
de su marido después de haberle azotado con su fusta, y que se vestía de hombre para
pelearse en el tranvía de la plaza del Rocío al Dafundo. Pero aquello bastaba para que
a Sebastián le pareciera un calavera, un perdido; le dijeron que había marchado al
Brasil para huir de los acreedores; que se enriqueció casualmente, en una
especulación, en el Paraguay; que, incluso, en Bahía, con el agua al cuello, no fue
nunca trabajador, y suponía que la posesión de una fortuna era para aquel joven un
medio de desarrollar sus vicios. Y aquel hombre venía ahora a ver a Luisa todos los
días, estaba allí horas y horas y la acompañaba en el Paseo… ¿Para qué?… ¡Para
intranquilizarla, claro era!
Iba precisamente bajando la calle, encorvado bajo el pesado desconsuelo de
aquellas ideas, cuando una voz catarrosa dijo con respeto:
—¡Don Sebastián!
Era Pablo, el prendero.
—¡Me alegro verle!
Pablo lanzó hacia el empedrado de la calle un salivazo oscuro, y con las manos
cruzadas por debajo del largo chaquetón, en tono grave:
—Don Sebastián, ¿hay enfermos en casa del señor ingeniero?
Sebastián contestó, todo sorprendido:
—No. ¿Por qué?
Pablo carraspeó, y escupiendo de nuevo:
—Es que he visto entrar en la casa todos estos días a un sujeto. Creo que era el

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médico.
Y en voz ronca:
—¡De esos jóvenes de la homeopatía!
Sebastián se puso muy colorado.
—No —dijo—. Es el primo de doña Luisa.
—¡Ah! —exclamó Pablo—. Pues creí… Perdone usted, don Sebastián.
Y se inclinó respetuosamente.
—¡Ya tenemos murmuración! —fue pensando Sebastián.
Vivía al final de la calle, en una casa suya, de construcción antigua, con huerta.
Sebastián era solo. Tenía una pequeña fortuna en papel y en tierras de labor hacia
Seixal y una quinta en Almada, en el Rozegal. Sus dos criadas llevaban mucho
tiempo en la casa. Vicenta, la cocinera, era una negra de Santo Tomé, en tiempos ya
de la madre. La tía Juana, el ama de llaves, servíale hacía treinta y cinco años;
llamaba todavía a Sebastián el «nene»; tenía ya tonteras infantiles y la trataban como
a una abuela. Era de Oporto, de «Poarto», como ella decía, porque no perdió nunca su
acento del Miño. Los amigos de Sebastián decían que era una vieja de comedia.
Bajita y gorda, tenía una sonrisa muy bondadosa y el pelo blanco prendido en lo alto
en un moño, con una antigua peineta de concha; llevaba siempre un gran pañuelo
blanco muy limpio, cruzado sobre el pecho. Y todo el día correteaba por la casa, con
su pasito deslizante, haciendo tintinear los manojos de llaves, rezongando proverbios
y tomando rapé de una caja redonda, en cuya tapa aparecía un dibujo estilizado del
puente colgante de Oporto.
Toda la casa tenía un tono suave y afable: en la sala de visitas, casi siempre
cerrada, las poltronas conservaban el aire apacible de la época de don José I,[34] y las
telas, de damasco rojo pálido, recordaban la pompa de una corte decrépita; en las
paredes del comedor colgaban los primeros grabados de las batallas de Napoleón, en
los que se ve invariablemente, en una loma, el caballo blanco hacia el cual galopa
desenfrenadamente, desde el primer plano, un húsar blandiendo un sable. Sebastián
dormía sus siete horas sin sueños en una vieja cama de madera negra torneada, y en
una salita oscura, sobre una cómoda de tiradores de metal amarillo, conservaban
desde hacía años al patrón de la casa, San Sebastián, que se retorcía acribillado de
flechas, entre las cuerdas que le ataban al tronco, a la luz de una lamparilla, muy
atendida por la tía Juana, bajo los ruidos sutiles de los ratones, en el techo.
La casa armonizaba con el dueño. Sebastián tenía un temperamento anticuado.
Era solitario y tímido. Ya en clase de latín le llamaban el Apocado, le ponían rabos y
le robaban impunemente la merienda. Sebastián, que tenía la fuerza de un gimnasta,
mostraba la resignación de un mártir.
Siempre le suspendieron en los primeros exámenes del Liceo. Era inteligente,
pero una pregunta, el brillo de los anteojos de un profesor, la gran pizarra negra le

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inmovilizaban; se quedaba muy embelesado, con la cara roja e hinchada, rascándose
las rodillas y con la mirada ausente.
Su madre, que era de una aldea en donde fue panadera, muy envanecida ahora
con sus valores en papel, su quinta, su sillería de damasco, vestida siempre de seda y
cargada de sortijas, solía decir:
—¡Vaya, tiene para comer y beber! ¡Estar atormentando a la criatura con los
estudios! ¡Dejadle, dejadle!
Sebastián sentía afición por la música. Su madre, aconsejada por la madre de
Jorge, su vecina y su íntima, le puso un maestro de piano; casi desde las primeras
lecciones, a las que ella asistió con sus adornos de terciopelo rojo y llena de joyas, el
viejo profesor Aquiles Bentes, de lentes redondos y cara de mochuelo, exclamó,
excitado, con su voz nasal:
—¡Señora mía, su hijo es un genio! ¡Un genio! ¡Será un Rossini! ¡Hay que
empujarle, sí, hay que empujarle!
Pero precisamente lo que ella no quería era empujar al pobre. Por eso no fue un
Rossini. Y todavía el viejo Bentes seguía diciendo, por costumbre:
—¡Será un Rossini! ¡Será un Rossini! Sólo que en lugar de gritarlo, blandiendo
los papeles de música, lo murmuraba con enormes bostezos de león aburrido.
Ya entonces los dos muchachos vecinos, Jorge y Sebastián, eran íntimos. Jorge,
más vivo, con más inventiva, le dominaba. En la huerta, cuando jugaban, Sebastián
era siempre «el caballo» al imitar las diligencias y «el vencido» en las guerras. Era
Sebastián el que cargaba los pesos, el que ofrecía la espalda a Jorge cuando había que
trepar; en las meriendas se comía todo el pan y dejaba a Jorge toda la fruta.
Crecieron. Y aquella amistad siempre igual, sin enfados, se convirtió en las vidas de
ambos en un afecto esencial y permanente. Cuando la madre de Jorge murió pensaron
incluso en vivir juntos; habitarían en la casa de Sebastián, más amplia y que tenía
jardín; Jorge quería comprar un caballo, pero conoció a Luisa en el Paseo, y al año de
aquello se pasaba casi todo el día en la calle de la Magdalena.
Todo aquel proyecto jovial de la «Sociedad Sebastián y Jorge» —la denominaban
así, riendo— se vino abajo como un castillo de naipes. Sebastián tuvo una gran pena.
Y era él, después, el que proporcionaba los ramos de rosas que Jorge llevaba a
Luisa, sin espinas, con el mayor cuidado envueltos en un papel de seda. ¡Era él el que
se ocupaba de los arreglos del «nido», el que iba a meter prisa a los tapiceros, a
discutir los precios de las ropas, a vigilar el trabajo de los hombres que colocaban las
alfombras, a conferenciar con la costurera, a cuidar de los papeles de la boda!
Y por la noche, fatigado como un administrador celoso, ¡tenía que escuchar aún,
con una sonrisa, las expansiones felices de Jorge, que se paseaba por el cuarto hasta
las dos de la madrugada en mangas de camisa, enamorado, locuaz, empuñando su
cachimba!

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Después del casamiento Sebastián se sintió muy solo. Fue a Portel a visitar a un
tío suyo, un viejo exquisito, con mirada de loco, que se pasaba la vida combinando
injertos en el pomar, y leyendo y releyendo el Eurico.[35] Cuando volvió, pasado un
mes, Jorge le dijo, radiante:
—¿No sabes, eh? ¡Ésta es ahora tu casa! Aquí es donde vives.
Pero no consiguió nunca que Sebastián fuese a su casa con entera intimidad.
Sebastián llamaba a la puerta con timidez. Se ponía colorado delante de Luisa; el
antiguo apocado de la clase de latín reaparecía. Jorge luchó para que cruzase las
piernas con toda confianza, fumase en pipa delante de ella y no la llamase a cada
momento señora o doña Luisa, medio levantándose de la silla.
No venía nunca a comer sino a la fuerza. Cuando Jorge no estaba, sus visitas eran
cortas, llenas de silencios. ¡Se creía torpe, tenía miedo de molestar!
Aquella tarde, cuando iba hacia el comedor, la tía Juana le preguntó por Luisita.
La adoraba, parecíale un angelito, una azucena.
—¿Cómo está? ¿La vio?
Sebastián se sonrojó y no quiso decir, como el día anterior, «que tenía gente, que
no había pasado»; inclinándose, se puso a jugar con las orejas de Trajano, su viejo
perdiguero:
—Está bien, tía Juana; está bien.
¿Como iba a estar? ¡Magnífica!

* * *

A aquella misma hora, Luisa recibió una carta de Jorge. Estaba fechada en Portel y
llena de quejas sobre el calor y los malos hospedajes, de detalles sobre el
extraordinario pariente de Sebastián, de nostalgias y de besos…
No la esperaba, y aquella hoja de papel llena de una letra menuda que le hacía
reaparecer vivamente a Jorge, su cara, su mirada y su ternura, le produjo una
sensación casi dolorosa. Toda la vergüenza de sus cobardes desfallecimientos, bajo
los besos de Basilio, vino a abrasarle la cara. ¡Qué horror, dejarse abrazar y besar!
¡Oír lo que le dijo en el sofá, ver con qué ojos la devoró!… Lo recordaba todo, su
actitud, el calor de sus manos, el temblor de su voz… Y maquinalmente, poco a poco,
íbase hundiendo en aquellos recuerdos, entregándose a ellos, hasta quedar perdida en
la deliciosa lasitud qua le producían, con la mirada lánguida y los brazos sin fuerza.
Pero la idea de Jorge vino entonces a fustigarla otra vez como un trallazo. Se levantó
bruscamente y se puso a pasear por el cuarto toda nerviosa, con un vago deseo de
llorar…
—¡Ah, no; es horroroso, horroroso! —decía sola, hablando alto—. ¡Es necesario
acabar!

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Decidió no recibir a Basilio, escribirle, ¡pedirle que no volviese, que se marchara!
Pensó incluso las palabras: sería seca y fría; no pondría «mi querido primo», sino
simplemente «primo Basilio». ¿Qué haría él cuando recibiese la carta? ¡Lloraría el
pobre!
Le imaginaba solo en su cuarto del hotel, desgraciado y pálido, y de allí,
deslizándose por los declives de la sensibilidad, pasaba a recordar su persona, su voz
convincente, las agitaciones de su mirada dominante; y su memoria se recreaba en
aquellos recuerdos con una sensación de felicidad, como la mano se recrea
acariciando el plumaje suave de un pájaro exótico. Movía la cabeza con impaciencia,
como si aquellas imaginaciones fuesen los aguijones de unos insectos importunos. Se
esforzaba en pensar sólo en Jorge; pero las ideas volvían, la penetraban. Sentíase
desgraciada, sin saber lo que quería, con deseos confusos de estar con Jorge, de
consultar a Leopoldina, de huir lejos, al azar.
¡Dios mío, qué desdichada era! Y desde el fondo de su naturaleza indolente
veníale una vaga indignación contra Jorge, contra Basilio, contra los sentimientos,
contra los deberes, contra todo lo que la hacía agitarse y sufrir. ¡Que no la
atormentasen, santo Dios!
Después de comer, en el balcón de la sala, se puso a releer la carta de Jorge.
Empezó a recordar deliberadamente todo lo que en él le encantaba, lo mismo de su
cuerpo que de sus cualidades. Y reunía al azar los argumentos, unos referentes al
honor y otros al sentimiento, para amarle y respetarle ¡Todo era por estar él fuera, en
provincias! ¡Si estuviese allí, junto a ella! ¡Pero tan lejos, retrasándose tanto! Y, al
mismo tiempo, contra su voluntad, la certeza de aquella ausencia le daba una
sensación de libertad; la idea de poder moverse a medida de sus deseos y de sus
curiosidades, le henchían el pecho de una gran satisfacción como una ráfaga de
independencia.
Pero, en fin, ¿de qué le servía estar libre, sola? Y, de repente, todo lo que podría
hacer, sentir, poseer, se le aparecía en una larga perspectiva que fulguraba. Aquello
era como una puerta, súbitamente abierta y cerrada, que deja entrever, en un
relámpago, algo indefinido, maravilloso, que palpita y centellea. ¡Oh, estaba loca, sin
duda!
Oscurecía. Fue hacia la sala, abrió el balcón; la noche era calurosa y densa, con
un aire lleno de electricidad y de tormenta. Respiraba mal, miraba hacia el cielo,
deseando ansiosamente algo, sin saber lo que era.
El mozo del panadero, abajo, tocaba como siempre el fado; aquellos sones
vulgares penetraban ahora en su alma con la blandura de un soplo cálido y la
melancolía de un gemido.
Apoyó la cabeza en la mano, llena de lasitud. Mil leves pensamientos corrían en
su cerebro como los puntos de luz corren en un papel que ha ardido; se acordó de su

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madre, del sombrero nuevo que le había enviado madame Françoise, del tiempo que
haría en Cintra, de la dulzura de las noches cálidas bajo la oscuridad de los follajes…
Cerró el balcón y se desperezó; sentada en la causease, en su tocador, permaneció
allí inmóvil, pensando en Jorge, en escribirle, en pedirle que viniera. Pero muy pronto
aquel pensamiento empezó a quebrarse a cada momento como una tela que se abre en
anchos desgarrones, y detrás apareció en seguida, con una intensidad luminosa y
fuerte, la imagen del primo Basilio.
Los viajes, los mares cruzados habíanle puesto más moreno. La melancolía de la
separación dejó en su pelo hebras blancas. ¡Había sufrido por ella! —le dijo—. Y a
fin de cuentas, ¿dónde estaba el mal? El le juró que aquel amor era casto, que sólo
tenía lugar en el alma. Había venido de París el pobre muchacho, así lo juró también,
para verla, una semana, quince días. ¿Y tenía que decirle: «No vuelvas, vete»?
—Cuando quiera la señora, tiene el té… —dijo desde la puerta del cuarto Juliana.
Luisa exhaló un suspiro alto, como si despertase. ¡No! Que trajese la lamparilla
más tarde. Eran las diez. Juliana se fue a tomar su té en la cocina. La lumbre se iba
apagando, el quinqué de petróleo difundía sobre los cobres de los cazos reflejos
rojizos.
—Hoy hubo algo, señora Juana —dijo Juliana, sentándose—. ¡Está toda inquieta!
¡Y da cada suspiro! Allí ha pasado la gorda.
Juana, al otro lado, de codos sobre la mesa y con la cara apoyada en los puños,
parpadeaba soñolienta.
—También usted, Juliana, ve mal en todo —dijo.
—¡Es que habría que ser tonta, señora Juana!
Enmudeció, acercando el azúcar. Era uno de sus disgustos; le gustaba muy
refinado, y aquel azúcar ordinario y moreno, que daba al té un sabor a hormigas, la
irritaba.
—¡Éste es peor que el del mes pasado! ¡Para una infeliz esclava todo es bueno!
—murmuró con gran amargura. Y después de una pausa, repitió—: ¡Es que habría
que ser tonta, señora Juana!
La cocinera entonces comentó perezosamente:
—Cada cual se conoce a sí mismo…
—Y Dios a todos —suspiró Juliana.
Se quedaron calladas. Luisa tocó la campanilla abajo.
—¿Qué querrá ahora? Está con el celo.
Bajó. Volvió con la jarra, muy irritada:
—¡Quiere más agua! ¡Miren que esta manía de chapuzarse a medianoche! ¡Hay
que ver!
Fue a llenar la jarra, y mientras el agua caía en el fondo:
—Y dice que le haga usted mañana, para el almuerzo, un poco de jamón frito, del

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bueno. ¡Necesita picantes!
Y comentó con mucho escarnio:
—¡Siempre hay que ver grandes cosas! ¡Necesita picantes!
A medianoche la casa estaba dormida y apagada. Fuera, el cielo, más
ennegrecido, relampagueaba; estalló un trueno, que se alejó rodando.
Luisa abrió los ojos, atontada; comenzaba a caer una lluvia densa y ruidosa; la
tormenta cruzaba a lo largo. Estuvo un momento escuchando las goteras que sonaban
sobre las losas; la alcoba estaba sofocante; se destapó; el sueño había huido, y de
espaldas, con la mirada fija en la vaga claridad que daba desde fuera la lamparilla,
seguía ella el tictac del reloj. Se desperezó, y una idea determinada, cierta visión, fue
formándose en su cerebro, completándose tan nítida, tan visible casi, que se volvió en
la cama despacio, estiró los brazos y rodeó con ellos el almohadón, adelantando los
labios secos para besar un pelo negro en que brillaban hebras blancas.

* * *

Sebastián había dormido mal. Despertó a las seis y bajó a la huerta en zapatillas. La
puerta acristalada del comedor daba sobre una terracita en donde apenas cabían tres
sillas de hierro pintado y unas macetas de claveles; desde allí, cuatro escalones de
piedra bajaban a la huerta, una huerta-jardín, muy poblada, con pequeños arriates de
flores, lechugas muy regadas, vástagos de rosales junto al muro, un pozo y un
estanque bajo una parrita y árboles; terminaba en otra terraza sombreada por un tilo,
con un parapeto hacia una calle baja y solitaria; enfrente corría un muro de jardín
muy encalado. Era un sitio recogido, de una paz aldeana. Muchas veces, de
madrugada, Sebastián iba allí a fumar un cigarro.
Era una mañana deliciosa. El aire era transparente y fresco; el cielo se redondeaba
a gran altura con el azulado de ciertas porcelanas viejas, y aquí y allá veíase una
nubecilla algodonada, blandamente enrollada, lechosa; el follaje mostraba un verde
lavado, el agua del estanque una fría nitidez; chillaban unos pájaros levemente con
rápidos vuelos.
Sebastián estaba asomado a la calle cuando la puntera de un bastón y unos pasos
lentos rompieron el fresco silencio. Era un vecino de Jorge, Cuña Rosado, el enfermo
intestinal; se arrastraba, abrigado con una bufanda y un paleto color piñón, con la
barba gris descuidada, crecida.
—¿Ya en pie, vecino? —dijo Sebastián.
El otro se detuvo y alzó la cabeza lentamente.
—¡Oh Sebastián! —dijo con voz quejumbrosa—. ¡Estoy paseando mis alifafes,
hombre!
—¿A pie?

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—Al principio iba en la borriquilla hasta el arranque del camino, pero dicen que
me sienta bien este paseíto a pie…
Se encogió de hombros con un gesto triste de duda y desconsuelo.
—¿Y cómo va eso? —preguntó Sebastián, muy asomado hacia la calle.
Cuña sonrió, desconsolado, con sus labios exangües:
—¡Terminando poco a poco!
Sebastián tosió, cohibido, sin encontrar una frase de consuelo. Pero el enfermo,
con las manos apoyadas en el bastón y una repentina expresión de interés en su
mirada mortecina:
—Sebastián, un muchacho alto, que he visto entrar todos estos días en casa de
Jorge, ¿es Basilio de Brito o no? ¿El primo de su mujer? ¿El hijo de Juan de Brito?
—Sí; ¿por qué?
Cuña exclamó: «¡Ah! ¡Ah!» con gran satisfacción.
—¡Ya lo decía yo! —replicó—. ¡Ya lo decía yo! ¡Y la terca aquella que no y que
no!…
Y le explicó entonces, con súbita locuacidad y fatigas en la voz:
—Mi cuarto da a la calle, y todos los días, como estoy casi siempre en el balcón
para distraerme, he visto a ese muchacho, de aspecto extranjero, entrar allí todos los
días. «¡Éste es Basilio de Brito!», me dije. Pero mi mujer ¡que no y que no!… ¡Qué
diablos, hombre! Yo tenía la certeza casi… ¡Le conozco muy bien! Si hasta estuvo
para casarse con doña Luisa. ¡Oh! Me sé esa historia al dedillo… ¡Vivía allá, en la
calle de la Magdalena!…
Sebastián dijo, distraídamente:
—Pues es Brito…
—¡Ya lo decía yo!
Se quedó un momento inmóvil, mirando al suelo, y prosiguió, con su voz
doliente:
—Bueno; me voy, poquito a poco, hasta casa.
Suspiró. Y abriendo mucho los ojos:
—¡Quién me diera su salud, Sebastián!
Y diciendo adiós, con un gesto de su mano, enguantada de negro, se alejó,
encorvado, a lo largo del muro, protegiéndose el vientre con el brazo, en su largo
paleto color piñón.
Sebastián entró preocupado. ¡Todo el mundo empezaba a notarlo! ¡Pues vaya!
¡Un joven, elegante, llegar todos los días en el tranvía y pasarse allí dos o tres horas!
¡Con una vecindad tan cercana, tan mal pensada!…
Salió al comienzo de la tarde. Tuvo intención de buscar a Luisa; pero, sin saber
por qué, sentía una gran timidez; temía encontrarla diferente o con otra expresión…
Y subió por la calle, despacio, resguardado bajo el quitasol, vacilando, cuando un

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cupé, que descendía al trote largo, vino a pararse ante la puerta de Luisa.
Un individuo se apeó rápidamente, tiró el puro y entró. Era alto, con un bigote
levantado y una flor en el ojal. «Debía de ser el primo Basilio», pensó. El cochero se
limpió el sudor de la cabeza y, cruzando las piernas, se puso a liar un cigarrillo.
Al ruido, Pablo salió a su puerta con las manos en los bolsillos, mirando de
soslayo; la carbonera de enfrente, inmunda, deforme de obesidad y de preñez, se
quedó inmóvil en su puerta, con un necio asombro en su cara grasienta; la criada del
doctor abrió precipitadamente los cristales. Entonces Pablo cruzó rápidamente la
calle, brillante de sol, y entró en el estanco; al cabo de un momento apareció en la
puerta con la estanquera viuda y cuchichearon, ¡clavando miradas perversas en los
balcones de Luisa, en el cupé! Pablo fue desde allí, arrastrando sus zapatillas de
moqueta, a secretear con la carbonera, provocando en ella una risotada, que le
removió la masa del pecho, y vino, finalmente, a plantarse en su puerta, entre un
retrato de don Juan VI[36] y dos viejas sillas de cuero, silbando satisfecho. En el
silencio de la calle se oía, en un piano, en compás de estudio, la Oración de una
virgen.
Sebastián miró maquinalmente, al pasar, hacia los balcones de Luisa.
—¡Rico calor, don Sebastián! —observó Pablo, inclinándose—. ¡Da gusto estar al
fresco!

* * *

Luisa y Basilio estaban muy tranquilos, muy contentos, en la sala, con las maderas
medio cerradas, en una suave penumbra. Luisa apareció con bata blanca, muy fresca,
con un grato olor a agua de alhucema.
—He salido así, como me ves —dijo ella—. No hago cumplidos.
«¡Pero qué linda estaba así! ¡Así la quería ver siempre!» —exclamó Basilio para
sí, muy encantado, como si aquella bata de mañana fuese ya una promesa de su
desnudez.
Venía muy tranquilo y fingía un tono de pariente. No la inquietó con palabras
vehementes ni con gestos de deseo; le habló del calor, de una zarzuela que había visto
el día anterior, de antiguos amigos a quienes se encontró y apenas si le dijo que había
soñado con ella.
¿Cómo fue aquel sueño? Estaban lejos, en una tierra distante, que debía de ser
Italia, por las numerosas estatuas que había en las plazas y por las muchas fuentes
sonoras que cantaban en los pilones de mármol; era en un jardín antiguo, sobre una
clásica terraza; flores exóticas se abrían en ánforas florentinas; posados sobre las
balaustradas, esculpidas, unos pavos reales abrían sus colas, y ella arrastraba
despacio, sobre las losas cuadradas, la larga cola de su vestido de terciopelo azul. Por

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lo demás, dijo él, era una terraza como la de San Donato, en la villa del príncipe
Demidov, porque recordaba siempre sus amistades ilustres y no dejaba de sacar a
relucir la pompa de sus viajes. Y ella, ¿había soñado? Luisa se puso colorada.
—No; me dio mucho miedo la tormenta. ¿No la oíste tú?
—Estaba cenando en el Casino cuando tronaba.
—¿Acostumbras cenar?
El tuvo una sonrisa desventurada. ¡Cenar! ¡Si se podía llamar cenar a ir al Casino
y roer allí una carne dura como el cuero y beber un collares venenoso!
Y, mirándola fijamente:
—¡Por causa tuya, ingrata!
¿Por causa suya?
—¿Por quién, entonces? ¿Por qué he venido a Lisboa? ¿Por qué he abandonado
París?
—A causa de tus negocios…
El la miró con severidad:
—Muchas gracias —dijo, inclinándose hasta el suelo. Y recorriendo la sala a
grandes pasos, exhalaba con violencia el humo de su habano. Vino a sentarse
bruscamente junto a ella. No; realmente era injusta. Si estaba en Lisboa era por ella,
sólo por ella.
Puso una voz muy tierna y le preguntó si le tenía en verdad un poquito de amor,
un tanto así…, y señalaba el largo de la uña. Rieron.
—Un tanto así, quizá…
Y el pecho de Luisa palpitaba. Entonces él examinó las uñas, y, alabándolas, le
aconsejó el barniz que usaban las cocottes, que les daba un brillo perfecto; se fue
apoderando de su mano y dejó un beso en la punta de cada dedo; chupó el meñique,
jurando que sabía muy dulce; le arregló, con un contacto tímido, unas hebras, que se
le habían soltado, ¡y dijo que tenía que pedirle un favor! Y la miraba, suplicante.
—¿Qué es?
—Que vengas conmigo al campo. ¡Debe de estar precioso el campo!
Ella no respondió; se daba leves golpecitos en los blandos pliegues de la bata.
—Es muy sencillo —añadió él—. Podernos encontrarnos en cualquier parte; lejos
de aquí, claro es. Yo te espero en un coche; tú saltas hacia adentro y… fouette,
cocher!
Luisa vacilaba.
—No digas que no.
—Pero ¿adonde?
—Adonde quieras. A Pago d’Arcos, a Doires, a Queluz. Dime que sí.
Su voz era muy apremiante, se arrodillaba casi.
—¿Qué tiene de particular? Será un paseo de amigos, de hermanos.

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—¡No! ¡Eso no!
Basilio se enfadó, llamándola beata. Quiso marcharse. Ella vino a quitarle el
sombrero de la mano, muy cariñosa, casi vencida.
—Tal vez; ya veremos —dijo.
—¡Dime que sí! —insistió él—. ¡Sé buena chica!
—Bueno, sí; mañana veremos; mañana hablaremos.
Pero al día siguiente, con mucha habilidad, Basilio no habló del paseo ni del
campo. Tampoco habló de su amor ni de sus deseos. Parecía muy alegre, muy frívolo;
le había traído La mujer de fuego, la novela de Belot.
Y, sentándose después al piano, la obsequió con canciones de café-concert, muy
picarescas; imitó la voz áspera y canalla de las cantantes; la hizo reír. Después habló
mucho de París; le contó la moderna crónica amorosa, anécdotas, pasiones, chics.
Todo sucedía con duquesas, princesas, de un modo dramático y sentimental; algunas
veces jovial, lleno de delicias. Y, echándose hacia atrás, decía de todas las mujeres de
quienes hablaba: «Era una mujer muy distinguida; tenía, naturalmente, su amante…».
El adulterio resultaba así como un deber aristocrático. Por lo demás, la virtud
parecía ser, por lo que él contaba, el defecto de un espíritu mezquino o la ocupación
ordinaria de un temperamento burgués…
Y, al marcharse, dijo, como si se acordase de repente:
—¿Sabes que sigo pensando en marcharme?…
Ella preguntó, un poco pálida:
—¿Por qué?
Basilio dijo, con mucha indiferencia:
—¿Qué diablos hago yo aquí?…
Se quedó un momento mirando la alfombra, suspiró, y como dominándose:
—Adiós, amor mío…
Y salió. Cuando aquella tarde Luisa entró en el comedor tenía los ojos
enrojecidos. Fue ella la que, al día siguiente, habló del campo. Se quejó del constante
calor, del homo de Lisboa. ¡Qué bonito sería estar en Cintra!
—Eres tú la que no quieres —interrumpió él—; podíamos dar un paseo adorable.
Pero ella tenía miedo; podían verlos…
—¿Cómo? ¿En un coche cerrado? ¿Con las cortinillas bajadas?
¡Pero entonces aquello era peor que estar en una sala; era ahogarse en un cajón!
—¡Nada de eso! ¡Irían a una quinta! Podían quedarse en Las Alegrías, la quinta
de un amigo suyo, que estaba en Londres. ¡Sólo vivían allí los guardas; estaba junto a
los Olivaes; era precioso aquello! Bonitas calles de laureles, de sombras adorables.
Podían llevar hielo, champaña…
—¡Ven! —dijo bruscamente, cogiéndole las manos.
Ella se sonrojó. Tal vez el domingo, vería. Basilio seguía sin soltarle las manos.

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Sus ojos se encontraron, se humedecieron. Ella se sintió muy trastornada; desprendió
las manos; fue a abrir los cristales de los dos balcones, dando a la sala una claridad,
amplia como una publicidad; se sentó en una silla junto al piano, temiendo la
penumbra, el sofá, todas las complicaciones, y le pidió que cantase alguna cosa,
¡porque temía las palabras tanto como los silencios! Basilio cantó Medjé, la melodía
de Gounod, tan sensual y perturbadora. Aquellas notas cálidas penetraban en, su alma
como ráfagas de una noche eléctrica. Y, al marcharse Basilio, se quedó sentada,
rendida, como después de algún exceso.

* * *

Sebastián había estado durante los tres últimos días en Almada, en la quinta de
Rozegal, en donde hacía unas obras.
Volvió el lunes temprano, y hacia las diez, sentado en el poyo de la ventana del
comedor, que daba sobre la terracita, esperaba su desayuno, jugueteando con Rollito,
su gato, amigo y confidente de la ilustre Vicenta, rollizo como un obispo e ingrato
como un tirano.
La mañana empezaba a calentar; la huerta estaba llena de sol; en el agua del
estanque, bajo la parra, luces espejeantes y trémulas centelleaban. En las dos jaulas
los canarios cantaban, estridentes.
La tía Juana, que estaba disponiendo la mesa del almuerzo, muy callada, empezó
a decir, con su vocecilla arrastrada y llena del acento de su tierra:
—¡Estuvo aquí, ayer, Gertrudis, la del doctor, con unas habladurías y unas
simplezas!
—¿A propósito de qué, tía Juana? —preguntó Sebastián.
—A propósito de un muchacho que dice que va ahora todos los días a casa de
Luisita.
Sebastián se levantó en seguida:
—¿Qué ha dicho, tía Juana?
La vieja aplastaba la servilleta, despacio, con su gruesa mano extendida:
—Estuvo ahí, charlando. ¿Quién sería, quién no sería? Dice que es un muchacho
distinguido. Viene todos los días en el tranvía y se vuelve en el tranvía… El sábado
estuvo hasta casi anochecido. Y cantó en la sala, dice que con una voz que ni en el
teatro…
Sebastián la interrumpió, impaciente:
—Es su primo, tía Juana. ¿Quién iba a ser? Es el primo, que ha venido del Brasil.
La tía Juana tuvo una sonrisa bonachona.
—Vi en seguida que se trataba de un pariente. ¡Y dicen que es un buen
muchacho! ¡Todo un elegante!

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Y salió hacia la cocina, despacio.
—¡Vi en seguida que era algún pariente y se lo dije!…
Sebastián almorzó inquieto. ¡Realmente, la vecindad empezaba ya a chismear, a
comentar! ¡Se estaba fraguando un escándalo! Y, asustado, decidió ir en seguida a
consultar a Julián.
Bajaba la calle de San Roque, hacia casa de éste, cuando vio que subía, despacio,
por la sombra, con un rollo de papel debajo del brazo, un pantalón blanco, sucio, y el
aspecto sudoroso.
—¡A tu casa iba, hombre! —dijo Sebastián.
A Julián le extrañó la excitación de su voz. ¿Había alguna novedad? ¿Qué
pasaba?
—¡Una de todos los diablos! —exclamó, quedamente, Sebastián.
Estaban, parados, junto a la confitería. En el escaparate, a su espalda, veíase una
exposición de botellas de malvasía, con sus etiquetas de muchos colorines; las rojizas
transparencias de las gelatinas, las amarilleces empachosas de los dulces de yema; las
tartas, en cuyo remate estaban clavados unos mustios claveles de papel blanco o
rosado. Viejas latas blancas se alineaban, junto a los grandes hojaldres; gruesos
moldes de membrillo se derretían bajo el calor; las empanadas de pescado mostraban
sus cortezas, resecas. Y en el centro, resaltando mucho en un anaquel, se enroscaba
una anguila de huevos, horrible y abultada, con el vientre de un amarillo repugnante,
el dorso manchado de arabescos de azúcar y la boca muy abierta; en su gruesa cabeza
se abrían dos horribles ojos de chocolate; sus dientes, de almendra, se cerraban sobre
una mandarina, rellena de batata, y alrededor del monstruo, hinchado, revoloteaban
las moscas.
—Vamos hacia el café —dijo Julián—. ¡Aquí, en la calle, se asa uno!
—Estoy muy fastidiado —fue diciendo Sebastián—. ¡Muy fastidiado! Quiero
hablarte.
En el café, el papel azul turquí y las puertas entornadas mitigaban la áspera
intensidad de la luz y le daban una frescura silenciosa.
Fueron a sentarse al fondo. Al otro lado de la calle, las fachadas, muy
enjalbegadas, brillaban con una radiación centelleante. Detrás del mostrador, donde
relucían botellas, un dependiente, de blusa, aturdido y desgreñado, cabeceaba de
sueño. Piaba dentro un pájaro; oíase el chocar espaciado de las bolas de billar, a
través de una puerta forrada de paño verde; a veces, el pregón de un trapero, en la
calle, sobresalía, estridente.
Y todos aquellos ruidos se apagaban en ciertos momentos con el estrépito de un
tranvía que pasaba.
Frente a ellos, un individuo, de aspecto licencioso, leía un periódico; sus melenas,
grises, se ceñían por detrás a un cráneo amarillento; el bigote mostraba unos tonos

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requemados por el cigarro, y de las noches en blanco le quedaba una rojez inflamada
en los párpados. De cuando en cuando, alzaba perezosamente la cabeza, disparaba
hacia el suelo, de arena, un salivazo oscuro; daba una triste sacudida al periódico, y
volvía a clavar en él una mirada angustiada. Cuando estuvieron sentados y pidieron
unas limonadas, el individuo los saludó gravemente, inclinando la cabeza.
—Pero ¿qué es ello? —preguntó en seguida Julián.
Sebastián se acercó más a él:
—Es a causa de nuestros amigos, a causa del primo —dijo, en voz baja. Y agregó
—: Tú le has visto, ¿eh?
El recuerdo repentino de su humillación en la sala de Luisa sonrojó la cara de
Julián. Pero, muy orgulloso, dijo, secamente:
—Le vi.
—¿Y qué?
—¡Me pareció un burro! —exclamó, sin poderse contener.
—Es un extravagante —dijo, asustado, Sebastián—. No te parece, ¿eh?
—Me pareció un burro —repitió—. Unas maneras, una afectación, unas
monerías, muchas miradas a los calcetines, unos calcetines que parecían de mujer…
Y, con una sonrisa agria:
—Le metí por los ojos mis botas, éstas —dijo, señalando su calzado, sucio—, que
llevo a mucho honor, porque son las de un trabajador…
Ya que él solía enorgullecerse públicamente de una pobreza que, en la intimidad,
no cesaba de humillarle. Y moviendo, despacio, su limonada:
—¡Un bestia! —resumió.
—¿Sabes que fue novio de Luisa? —dijo Sebastián, en voz baja, como asustado
de la gravedad de aquella revelación. Y en respuesta a la mirada sorprendida de
Julián:
—Sí. Nadie lo sabe. Ni Jorge. Yo lo he sabido no hace mucho, hace unos meses.
Fue su novio, estuvieron para casarse. Después, el padre quebró, él se marchó al
Brasil y le escribió desde allí rompiendo el compromiso.
Julián sonrió, y apoyando la cabeza en la pared:
—¡Pero éste es el argumento de Eugenia Grandet, Sebastián! ¡Estás contándome
la novela de Balzac! ¡Eso es Eugenia Grandet!
Sebastián le miró, espantado.
—¡Vamos! No se puede hablar contigo en serio. ¡Palabra! —añadió vivamente.
—Anda, Sebastián, anda; habla.
Hubo un silencio. El individuo calvo contemplaba ahora el estuco del techo,
ennegrecido con el humo del tabaco y manchado por las moscas; y con la mano de
sapo, pegajosa, se alisaba amorosamente los pelos. En el billar disputaban unas
voces.

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Sebastián, entonces, como impulsado por una resolución, dijo, bruscamente:
—¡Y ahora va allí todos los días, no sale de la casa!
Julián separó su banqueta, y mirándole fijamente:
—¿Tu quieres darme a entender alguna cosa, Sebastián?
Y con una viveza, casi jovial:
—¿El primo la corteja?
Aquella palabra escandalizó a Sebastián.
—¡Julián! —y severamente—: ¡Con estas cosas no se bromea!
Julián se encogió de hombros.
—¡Pues claro que la corteja! —exclamó—. ¡No está poco anticuado! ¡Claro que
sí! ¡La enamoró de soltera y ahora la quiere de casada!
—Habla bajo —replicó Sebastián.
Pero el dependiente dormitaba y el individuo calvo se había sumido nuevamente
en su lectura fúnebre. Julián bajó la voz:
—Siempre ocurre así, Sebastián. El primo Basilio tiene razón. ¡Quiere placeres
sin responsabilidad!
Y casi al oído de él:
—¡Tiene gracia, amigo Sebastián! ¡Tiene gracia! ¡No puedes imaginar la
influencia que eso tiene en el sentimiento!
Se echó a reír. Estaba radiante; las palabras, las agudezas picarescas le afluían con
abundancia:
—Tiene un marido que la viste, que la calza, que la alimenta, que la envanece,
que la vela cuando cae enferma, que la soporta si está nerviosa, que carga con todos
los aburrimientos, con todos los hijos, con todo lo que venga, por imperativo legal…
Por consiguiente, el primo no tiene más que llegar, batir el hierro, encontrarla aseada,
fresca, apetitosa, a costa del marido, y…
Tuvo una risita, se recostó con gran satisfacción, y liando, encantado, un
cigarrillo, regocijándose con el escandalo:
—¡Es magnífico! —añadió—. Todos los primos razonan así. Basilio es primo,
luego… ¡Ya sabes el silogismo, Sebastián! ¡Ya sabes el silogismo, chico! —gritó,
dándole una palmada en la pierna.
—¡Eres el demonio! —murmuró Sebastián, cabizbajo.
Pero rebelándose contra la sospecha que le iba dominando:
—Tú supones, entonces, que una muchacha buena…
—¡Yo no supongo nada! —repitió Julián.
—¡Habla bajo, hombre!
—¡Yo no supongo nada! —repitió Julián, bajito—. Yo afirmo lo que hace él.
Ahora, ella…
Y añadió, con sequedad:

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—Como es una muchacha honrada…
—¡Vaya si lo es! —exclamó Sebastián, dando un puñetazo sobre el mármol de la
mesa.
—¡Voy! —dijo, perezosamente, el mozo.
El viejo calvo se levantó entonces, pero viendo que el criado se apoyaba en el
mostrador, bostezando, y que los otros dos seguían moviendo sus limonadas se apoyó
de codos sobre la mesa, escupió lejos, y, cogiendo el periódico, clavó en él unos ojos
desolados. Sebastián dijo entonces, con tristeza:
—Lo malo no es por ella. Lo malo es por la vecindad.
Estuvieron un momento callados. El ruidoso altercado en el billar crecía.
—Pero… —dijo Julián, como saliendo de una meditación—. ¡La vecindad!
¿Cómo la vecindad?
—¡Sí, hombre! Ven entrar allí al joven. Llega en coche, arma un alboroto en la
calle. Empiezan a hablar. Ya han venido con cuentos a la tía Juana. Hace días me
encontré a Netto, que lo había notado. Y Cuña también. Al prendero de abajo no se le
escapa nada. ¡Son unas lenguas para echarse a temblar! Hace días acerté a pasar
cuando el primo se apeaba del carruaje para entrar, ¡y hubo en seguida conciábulos en
la calle, miraditas al balcón, el diablo! Va allí todos los días. Saben que Jorge está en
el Alentejo… Se queda dos o tres horas. ¡Es muy serio, muy serio!
—¡Pero ella es tonta, entonces!
—No ve el mal…
Julián se encogió de hombros, como dudando. Pero la puerta forrada del billar
abrióse: salió bruscamente un hombre hercúleo, de bigote negro, muy colorado, y
parándose, sosteniendo la puerta abierta, gritó hacia adentro:
—¡Me he quedado creyendo que iba a vérmelas con un hombre!
Una voz gruesa, desde el billar, le respondió con una obscenidad.
El individuo hercúleo dio un portazo, furioso; cruzó el café resoplando,
apoplético; un muchacho flaco, con chaqueta de invierno y pantalón blanco, le seguía
vacilante.
—¡Lo que yo debía hacer —exclamó el gigantón, alzando el puño— era romperle
la cara a ese canalla!
El flaco dijo, con suavidad y servilismo, tambaleándose:
—¡Las riñas no sirven para nada, Correa!
—¡Es que soy muy prudente! —berreó el hombrón—. ¡Me acuerdo de que tengo
mujer e hijos! ¡Que si no, me bebía su sangre!
Y salieron; su voz desafiadora se perdió entre el rumor de la calle. El mozo, muy
pálido, temblaba al otro lado del mostrador, y el individuo calvo levantó la cabeza,
tuvo una sonrisa de tedio y volvió a coger tristemente el periódico.
Sebastián dijo entonces, reflexionando:

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—¿No te parece que haríamos bien en avisarla?
Julián se encogió de hombros, soltando una bocanada de humo.
—¡Di algo! —imploró Sebastián—. ¿No ibas tú a hablarle?
—¿Yo? —exclamó Julián, con un ademán que rechazaba aquella idea—. ¿Yo?
¡Estás loco!
—Pero ¿qué te parece, en fin?
Y la voz de Sebastián era casi angustiosa.
Julián vaciló.
—Ve, si quieres. Dile que han notado algo… ¡Bueno; yo no sé, amigo mío!
Y chupó furiosamente su cigarro. Aquel mutismo afectó a Sebastián. Dijo con
desconsuelo:
—Hombre, he venido a pedirte consejo…
—Pero ¿qué demonios quieres? —y la voz de Julián se irritaba.
—¡La culpa es de ella! ¡Sí, de ella! —insistió al ver la mirada de Sebastián—. ¡Es
una mujer de veinticinco años, casada hace cuatro, y debía saber que no se recibe
todos los días a un bergante, en una calle pequeña, con la vecindad alerta! Si lo hace
es porque le agrada.
—¡Vamos, Julián! —dijo con mucha, severidad Sebastián. Y, dominándose, con
voz conmovida—: ¡No tienes razón, no tienes razón!
Y enmudeció, muy apenado. Julián se levantó:
—Amigo Sebastián, yo digo lo que pienso y tú lo que te parezca.
Llamó al mozo.
—Deja —dijo Sebastián, pagando con celeridad.
Iban a salir. Pero entonces el individuo calvo tirando el periódico, se precipitó
hacia la puerta, la abrió, inclinóse y alargó a Sebastián un papel mugriento. Sebastián,
sorprendido, leyó en voz alta, maquinalmente:
«El abajo firmante, antiguo funcionario del Estado, reducido a la miseria…».
—He sido íntimo amigo del noble duque de Saldaña… —gimió lloroso, con voz
ronca, el sujeto calvo.
Sebastián enrojeció, y consolándole le puso unas monedas en la mano
discretamente.
El individuo dobló profundamente el espinazo y declaró con voz cavernosa:
—¡Mil gracias, señor conde!

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Capítulo V
La mañana era sofocante. Pero después del mediodía, Juana, tumbada en un viejo
sillón de mimbre de la isla de Madeira que había en la cocina, dormía la siesta. Como
madrugaba mucho, aquella hora tranquila le producía siempre sopor.
Las ventanas estaban cerradas al sol centelleante; las ollas hacían un runrún
adormecedor en la lumbre; y toda la casa, muy silenciosa, parecía amodorrada en la
pereza del calor tórrido, cuando Juliana entró como una tromba, arrojó al suelo,
furiosa, un montón de ropa sucia y gritó:
—¡Que me parta un rayo si no se arma en esta casa un escándalo que lo va a
arrasar todo!
Juana dio un brinco, sobresaltada.
—¡El que quiere las cosas en orden que cuide de ellas! —chilló la otra con los
ojos inyectados—. ¡No se está una todo el día en la sala charlando con las visitas!
La cocinera fue a cerrar la puerta precipitadamente, asustada ya.
—¿Qué ha sido, Juliana, qué ha sido?
—¡Está con la desazón, le hierve la sangre! ¡Unas sangrías, unas sangrías!
¡Molesta sin cesar! ¡No puedo aguantarla, no puedo!
Y pateaba, frenética.
—Pero ¿qué ha sido, qué ha sido?
—¡Dice que los cuellos estaban poco almidonados y se ha puesto desatinada!
¡Estoy harta de aguantarla! ¡Harta! ¡Estoy hasta aquí! —vociferó, estirando la piel
arrugada de la garganta—. ¡Que no me saque de quicio! ¡Porque me marcho y le
suelto en su cara por qué! ¡Desde que tenemos aquí un hombre y poca vergüenza, nos
hemos lucido!… Que no se meta en líos…
—¡Oh Juliana, por amor de Dios! ¡Jesús! —y Juana se apretó la cabeza con las
manos—. ¡Ay, si lo oye la señora!
—¡Que lo oiga, se lo digo en su cara! ¡Estoy harta! ¡Harta!
Pero, de repente, se puso palidísima y cayó sobre un sillón de mimbre con las
manos en el corazón y los ojos en blanco.
—¡Juliana! —gritó Juana—. ¡Juliana! ¡Hable usted!
La roció con agua y la removió ansiosamente.
—¡Válganos la Santísima Virgen! ¿Está mejor? ¡Hable!
Juliana exhaló un largo suspiro de alivio y cerró los párpados. Y jadeaba
despacio, muy postrada.
—¿Cómo se siente? ¿Quiere un caldito? Es debilidad, sí, debe de ser debilidad…
—Ha sido la punzada —murmuró Juliana.
¡Ay! Aquellos trastornos la mataban, decía la cocinera, moviendo el caldo, muy
pálida también. ¡Había que aguantar a los amos! ¡Que se tomase el caldo, que se

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tranquilizara!…
En aquel momento Luisa abrió la puerta. Venía en chambra y enaguas. ¿Qué jaleo
era aquel?
—Le ha dado un sofoco a Juliana, casi se desmayó…
—Ha sido la punzada —balbuceó Juliana.
Y levantóse con mucho esfuerzo.
—Si no necesita nada la señora, voy al médico…
—¡Vaya, vaya! —dijo Luisa en seguida. Y bajó.
Juliana empezó a tomar el caldo con una mirada moribunda.
Juana la consolaba en voz baja. También Juliana se sofocaba por cualquier cosa.
Y cuando se tenía poca salud no había nada peor que exaltarse…
—¡Es que usted no puede imaginarse! —y bajaba la voz, abriendo mucho los ojos
—. ¡No se la puede aguantar! ¡Se viste como para una recepción! ¡Arrugó unos
cuellos y los tiró al suelo diciendo que yo planchaba horrorosamente, que no servía
para nada!… ¡Ay, estoy harta! —replicó—. ¡Harta!
—¡Hay que tener paciencia! ¡Todos llevamos nuestra cruz!
Juliana tuvo una sonrisa lívida, se levantó con un gran ¡ay!, enseñó los dientes y,
cogiendo la ropa sucia, subió al desván.
Al poco rato salió con guantes negros, muy pálida. Al doblar la esquina de la
calle, frente al estanco, se detuvo indecisa. ¡Había un buen trecho hasta el médico!…
¡Y le temblaban las piernas!… ¡Pero gastarse casi una peseta en el tranvía!
—¡Chis, chis! —hizo a su lado una voz suave.
Era la estanquera, con su largo vestido teñido de negro y su sonrisa triste.
¿Qué era de la señora Juliana? ¿A darse un paseíto, no?
Alabó su sombrilla negra de puño de hueso.
—Es de muy buen gusto —dijo—. ¿Y qué tal de salud?
Mal. Le había dado la punzada, iba al médico… Pero la estanquera no tenía fe en
los médicos. Era tirar el dinero a la calle…
Habló de la enfermedad de su hombre, de los gastos, un montón de dinero. ¿Y
para qué? ¡Para verle sufrir y morirse como si nada! Todavía estaba llorando aquel
dinero.
Y suspiró. En fin, ¡que se hiciera la voluntad de Dios!
—¿Y por casa del señor ingeniero?
—No hay novedad.
—Oiga, Juliana: ¿quién es ese joven que viene ahora por aquí todos los días?
Juliana contestó vivamente:
—Es el primo de la señora.
—Se ven a menudo…
—Eso parece.

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Tosió, y con un frío saludo:
—Pues buenas tardes, señora Elena.
Y se fue, rezongando:
—¡Ahora quédate chupando el dedo, charlatana!
Juliana detestaba a la vecindad; sabía que la escarnecían, que la imitaban, que la
llamaban ¡Tripa vieja!… ¡Pues por ella no sabrían nada! ¡Ya podían reventar de
curiosidad! ¡Bueno! ¡Todo lo que viera u oliese se lo guardaría muy adentro! ¡En
busca de una ocasión!…, pensó con rencor, moviendo las caderas.
La estanquera se quedó en la puerta, despechada. Y Pablo, el prendero, que las
había visto hablar, se acercó a aquélla en seguida, arrastrando despacio sus zapatillas
de moqueta:
—¿Qué, se ha escurrido en algo Tripa vieja?
—¡Ay! ¡No se la saca nada!
Pablo sepultó sus manos en los bolsillos, aburrido:
—La del ingeniero le unta… Es ella la que lleva cartitas, la que abre la puerta de
noche…
—¡No diré que tanto! ¡Vamos, vamos!
Pablo la miró con aire de superioridad:
—Usted, señora Elena, está ahí en su mostrador… ¡Pero yo conozco a estas
señoronas del gran mundo! ¡Las conozco al dedillo! ¡Son unas tías!
Citó en seguida nombres, algunos ilustres; tenían infinitos amantes, ¡hasta
lacayos! Unas fumaban, otras se emborrachaban. ¡Eran de lo peor, de lo peor!
¡Y se paseaban por ahí, muy repanchigadas en sus coches, en las mismas narices
de la gente de bien!
—¡Falta de religión! —suspiró la estanquera.
Pablo se encogió de hombros:
—¡La religión no tiene que ver, señora Elena! ¡La culpa es de los curas!
Y agitando furioso el puño cerrado:
—¡Los curas son una piara de cerdos!
—¡Vamos, señor Pablo, no diga cosas malas!
Y la cara descolorida de la estanquera mostró una severidad devota ofendida.
—¡Déjese de historias, señora Elena! —exclamó el individuo con desprecio. Y de
pronto—: ¿Por qué han acabado los conventos, dígame? ¡Porque era una vergüenza
lo que sucedía allí dentro!
—¡Oh, señor Pablo! ¡Oh, señor Pablo! —balbuceó Elena, retrocediendo,
encogida.
Pero Pablo lanzaba sus impiedades como puñaladas.
—¡Una vergüenza! De noche, iban las monjas por un subterráneo a estar con los
frailes. ¡Y vengan borracheras y borracheras! ¡Bailaban el fandango en camisa! Todos

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los libros lo traen.
Y poniéndose de puntillas:
—¿Y qué me dice usted de los jesuítas? ¡Sí! ¿Qué me dice usted?
Pero retrocedió, y llevándose la mano a la visera de la gorra:
—¡Servidor de usted, señora! —dijo con respeto.
Era Luisa, que pasaba, vestida de negro, con el velillo bajado. Se quedaron
callados, mirándola.
—¡Es muy guapa! —murmuró la estanquera con admiración.
Pablo inclinó la cabeza:
—No es mal bocado… —dijo. Y añadió con desdén—: ¡Para quien le gusten
éstas!…
Hubo un silencio. Y Pablo murmuró:
—¡No serán unas faldas las que me quiten el tiempo o esto!…
Y se golpeó en el bolsillo del chaleco haciendo sonar el dinero. Tosió luego,
escupió y dijo con acritud:
—No valen todas juntas dos perras.
Fue hacia la puerta del estanco a liar su pitillo, silbando; pero sus ojos se abrieron,
indignados. En una de las ventanas del último piso de la casa del ingeniero había
divisado, entre los cristales abiertos, la cara enfermiza de Pedro, el carpintero.
Volvióse hacia la estanquera y cruzando dramáticamente los brazos:
—¡Y mientras la señora se va de picos pardos, ahí está el mozo entendiéndose
con la criada!
Soltó una larga bocanada de humo, y con voz lúgubre:
—¡Esa casa se está convirtiendo en un prostíbulo!
—¿En qué, señor Pablo?
—¡En un prostíbulo, señora Elena! ¡Es como si dijese en una mancebía!
Y el patriota se alejó con pasos escandalizados.

* * *

Luisa iba, por fin, al campo con Basilio. Había accedido el día anterior, declarando al
mismo tiempo «que era solo un paseo de media hora en coche, sin apearse». Basilio
insistió aún, hablando «de las sombrosas alamedas, de una merienda sobre el
césped…». Pero ella se negó, muy temerosa, riendo:
—¡Nada de céspedes!…
Y quedaron citados en la plaza de la Alegría. Llegó tarde, dadas ya las dos y
media, con su sombrillita muy echada sobre el rostro, toda asustada.
Basilio la esperaba, fumando en un cupé, en la esquina, debajo de un árbol. Abrió
rápidamente la portezuela y Luisa entró, cerrando atropelladamente la sombrilla; se le

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enganchó la falda en el estribo, se le desgarró el dobladillo de seda y se encontró
junto a él, muy nerviosa, con la cara sofocada murmurando:
—¡Qué locura, qué locura!
No podía hablar apenas. El cupé partió en seguida al trote largo. El cochero era un
tal Pínteos, ex batidor en la Milicia.
—¡Qué cansada está la pobrecita! —dijo Basilio, con mucha ternura.
Le levantó el velillo; estaba sudorosa: sus grandes ojos brillaban con la
excitación, la prisa y el miedo…
—¡Qué calor, Basilio!
—Quiso bajar uno de los cristales del cupé ¡No, eso no! ¡Podrían verlos! Cuando
pasasen las puertas de las afueras…
—¿Hacia dónde vamos?
Y escudriñaba, levantando la cortinilla.
—Vamos hacia Lumiar; es el mejor sitio. ¿No quieres?
Se encogió de hombros. ¿Qué le importaba? Se iba tranquilizando; habíase
quitado el velo y los guantes; sonreía, abanicándose con el pañuelo, del que se
desprendía un fresco aroma. Basilio le cogió una muñeca y puso muchos besos
largos, delicados, en la piel fina, azulosa de venitas.
—¡Has prometido tener juicio! —dijo ella con cálida sonrisa, mirándole de lado.
¡Vaya! ¡Un beso en el brazo! ¿Qué mal había en aquello? ¡No tenía que ser
gazmoña! Y la miraba con avidez.
Las viejas cortinillas del cupé, echadas, eran de seda roja, y la luz que las
atravesaba la envolvía en un tono igual, sonrosado y cálido. Sus labios tenían un
escarlata húmedo, la sana tersura de un pétalo de rosa, y en la esquina del ojo
movíase un punto luminoso, con suave fluido.
Él no pudo contenerse y le pasó los dedos un poco trémulos por las sienes, por el
pelo, en una caricia fugaz y tímida, y con voz humilde:
—¿Ni un beso en la cara, uno sólo?
—¿Uno solo?… —dijo ella.
Se lo dio delicadamente, junto a la oreja. Pero aquel contacto exasperó
brutalmente el deseo; tuvo un tono de voz sollozante; la asió con ansia, disparándole
besos locos en el cuello, en la cara, en el sombrero…
—¡No! ¡No! —balbuceó ella, resistiéndose—. ¡Quiero bajar! ¡Dile que pare!
Golpeó en los cristales, esforzándose en bajar uno, desesperada, magullándose los
dedos en la dura correa sucia. Basilio le suplicó que lo perdonase. ¡Qué tontería,
enfadarse por un beso! ¡Estaba tan bonita!… Le volvía loco. Pero le juraba estarse
quieto, muy quieto…
El carruaje, cerca ya de las puertas, rodaba con sacudidas por la estrecha
carretera; en las tierras de los lados, los olivos, de un verde polvoriento, estaban

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inmóviles en la luz blanca, y sobre la hierba requemada el sol caía duramente en una
fulguración continua. Basilio había bajado uno de los cristales: la cortinilla echada
ondeaba blandamente; se puso entonces a hablarle tiernamente de él, de sus
proyectos. Estaba decidido a establecerse en Lisboa, dijo. No pensaba casarse, la
amaba y no comprendía nada mejor que vivir junto a ella siempre. Se declaró
desilusionado, aburrido. ¿Qué más podía ofrecerle la vida? Había experimentado las
sensaciones de los amores efímeros, las aventuras de los largos viajes. Tenía ahorrado
algo y se sentía viejo. Y repitió mirándola fijamente y cogiéndole las manos:
—¿No es verdad que estoy viejo?
—No mucho —y sus ojos se humedecieron.
¡Ah! ¡Lo estaba, lo estaba! Y ahora sólo ansiaba vivir para ella, venir a descansar
en las dulzuras de su intimidad. Ella era su única familia. Se declaraba muy pariente
suyo. La familia, a fin de cuentas, era lo mejor que quedaba todavía.
—¿No te molesta que fume? —y añadió, rascando la cerilla—: En la vida lo
bueno es un afecto hondo como el nuestro. ¿No es cierto? Yo me contento con poco,
además. Verte todos los días, conversar contigo, saber que me estimas… ¡Por dentro
del Campo, Pinteos! —gritó con fuerza por la portezuela.
El cupé entró al paso por el Campo Grande. Basilio alzó las cortinillas, penetró un
aire más fresco. El sol daba sobre la arboleda, traspasándola con una luz centelleante,
formando sobre el suelo polvoriento y blanquecino sombras cálidas de ramajes. Todo
tenía alrededor un aspecto reseco y exhausto. En la tierra agrietada, la hierba corta,
abrasada, tenía tonos cenicientos. Al lado de la carretera se arrastraba una polvareda
amarillenta. Pasaban aldeanos amodorrados sobre la albarda, balanceando las piernas,
resguardados bajo los amplios quitasoles rojos, y la luz que venía de un cielo azul
turquí, abrumador, hacía rebrillar con una cruda reverberación los muros
enjalbegados, las aguas de algún lebrillo olvidado en una puerta, el blancor de las
piedras. Y Basilio continuó:
—Vendo todo lo que tengo fuera, alquilo aquí en Lisboa una casita, en Buenos
Aires, quizá… ¿No te agrada, di?…
Ella calló. Aquellas palabras, las promesas a las que la voz de él, metálica y
velada, daba un vigor más enamorado, la iban trastornando como la embriaguez de un
licor fuerte. Su seno palpitaba.
—Cuando estoy junto a ti, ¡me siento tan feliz, me parece todo tan bueno!…
—¡Si fuera eso verdad! —suspiró ella, recostándose al fondo del cupé.
Basilio la cogió del talle ¡jurándole que sí! Iba a colocar su fortuna en valores.
Comenzó a darle pruebas: había hablado ya con un procurador —y citó su nombre—,
uno flaco, de nariz ganchuda… Y apretándola contra él y con los ojos llenos de
deseo:
—Y si fuera verdad, dime, ¿qué harías?

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—No lo sé —murmuró ella.
Iban entrando en el Lumiar y, por prudencia, bajaron las cortinillas. Ella apartó
una y, acechando, vio pasar afuera, rápidamente, al lado del tranvía, los árboles
polvorientos, el muro de una quinta de un color rosa sucio, fachadas de casas
mezquinas, un ómnibus desenganchado; mujeres sentadas en el portal, a la sombra,
despiojando a sus hijos, y un sujeto vestido de blanco, con sombrero de paja, que se
paró, mirando con ojos muy abiertos hacia las cortinillas echadas del cupé. Sentía
deseos de vivir allí, en una quinta, lejos de la carretera; tendría una casita fresca, con
plantas trepadoras rodeando las ventanas, emparrados sobre unos pilares de piedra,
rosales, agradables callecitas bajo los árboles entrelazados, un estanque junto a unos
tilos y en donde por las mañanas las criadas enjabonarían y golpearían la ropa blanca,
charlando. Y al oscurecer, ella y él, un poco enlanguidecidos por los goces de la
siesta, se irían por los campos, oyendo bajo el cielo estrellado el triste croar de las
ranas.
Cerró los ojos. El movimiento muy bamboleante del cupé, el calor, la presencia
de él, el contacto de su mano, de su rodilla, la enervaban. Sentía que un deseo le
henchía el pecho.
—¿En qué vas pensando? —le preguntó, muy bajito, con gran ternura.
Luisa se puso arrebolada. No respondió. Tenía miedo de hablar, de decírselo…
Basilio le cogió la mano muy despacio, con respeto, con cuidado, como una cosa
preciada y santa, y se la besó levemente, con el servilismo de un negro y la unción de
un devoto. Aquella caricia tan humilde, tan enternecedora, la dejó desfalleciente; sus
nervios se distendieron, se recostó en el rincón del cupé y rompió a llorar…
¿Qué era aquello? ¿Qué tenía? La cogió en sus brazos y besándola, le dijo
palabras enloquecidas.
—¿Quieres que huyamos?
Sus lagrimitas redondas y luminosas, rodando lentamente sobre aquella cara
mimosa, le enternecían y daban a sus deseos una vibración casi dolorosa.
—¡Huye conmigo, ven, te llevo! ¡Vámonos al fin del mundo!
Ella, sollozante, murmuró, dolida:
—No digas locuras.
Enmudeció el joven; se puso una mano sobre los ojos en una actitud melancólica,
pensando: «¡Estoy diciendo locuras, no hay más que verlo!».
Luisa se enjugó las lágrimas, sonándose despacio.
—Es nervioso —dijo— es nervioso. Volvamos, ¿quieres? No me siento bien. Dile
que dé la vuelta.
Basilio mandó «arrear» hacia Lisboa. Ella se quejaba de un comienzo de jaqueca.
Él habíale cogido la mano y le repetía las mismas ternezas: la llamaba «su paloma»,
«su ideal». Y pensaba: «¡Has caído!».

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Pararon en la plaza de la Alegría. Luisa espió con atención y se apeó deprisa,
diciendo:
—Hasta mañana; no faltes, ¿eh?
Abrió la sombrilla, la inclinó sobre su rostro y subió rápidamente hacia la
Patriarcal. Basilio bajó entonces los cristales y respiró con satisfacción. Encendió otro
puro y estirando las piernas gritó: ¡Al Casino, Pínteos!
En la sala de lectura su amigo el vizconde Reinaldo, que hacía años vivía en
Londres y también mucho en París, leía el Times, lánguidamente, hundido en un
sillón. Habían venido juntos de París, prometiéndose volver los dos por Madrid. Pero
el calor desconsolaba a Reinaldo; encontraba «ordinaria» la temperatura de Lisboa;
usaba gafas ahumadas e iba impregnado de perfume a causa del «olor innoble de
Portugal». Apenas vio a Basilio soltó el Times sobre el tapete, y con los brazos lasos
y la voz desfallecida:
—¿Qué, el asunto de la prima, marcha o no marcha? ¡Esto es horrible, chico! ¡Yo
me muero! ¡Necesito el Norte! ¡Escocia! ¡Vámonos! Termina con esa prima. Debes
violarla. Y si se resiste, ¡mátala!
Basilio, que se había arrellanado en un sillón, dijo, estirando mucho los brazos:
—¡Oh! ¡Ha caído casi!
—¡Pues date prisa, chico, date prisa!
Cogió con ademán moribundo el Times, bostezó y pidió soda, ¡soda inglesa!
«No había», vino a decirle el criado.
Reinaldo miró a Basilio con espanto aterrado, y murmuró en tono lúgubre:
—¡Qué asco de país!

* * *

Cuando Luisa entró en su casa, Juliana, vestida aún de paseo, le dijo en la puerta:
—Don Sebastián está en la sala. Lleva un horror de tiempo esperando… Estaba
ya cuando llegué.
Había entrado, en efecto, hacía media hora. Cuando Juana bajó a abrirle, muy
colorada, con aire amodorrado, y rezongó «que la señora estaba fuera». Sebastián
pensó marcharse, con el alivio delicioso de una dificultad aplazada. Pero reaccionó,
hizo un esfuerzo de voluntad, entró y se dispuso a esperar… El día anterior decidió
hablarle, advertirla de que aquellas visitas del primo, tan repetidas, muy sonadas, en
una calle maliciosa, podían comprometerla… ¡Era una papeleta decírselo!… ¡Pero
era, también, un deber! ¡Por ella, por su marido, por respeto a la casa! ¡Era forzoso
prevenirla! Ante las exigencias del deber, sentía las energías de aquella decisión. El
corazón se le alborotaba un poco, sí, y estaba pálido… Pero ¡qué diablo, tenía que
decírselo!…

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Y paseando por la sala con las manos en los bolsillos, iba arreglando sus frases,
buscándolas muy delicadas y amistosas…
Pero tintineó la campanilla, el frufrú de un vestido rozó el pasillo y su valor se
encogió como un globo agujereado. Fue a sentarse al piano y se puso a teclear
nerviosamente. Cuando Luisa entró, sin sombrero, quitándose los guantes, él se
levantó y dijo azorado:
—He estado aquí toqueteando un poco… La esperaba… ¿De dónde viene?
Ella se sentó, cansada. Venía de la modista, dijo. ¡Qué calor hacía! ¿Por qué no
pasó las otras veces? ¡No estaba con visitas de cumplido! Era alguien de la familia, su
primo, que acababa de llegar de fuera.
—¿Está bien su primo?
—Bien. Ha venido aquí bastante. ¡Se aburre mucho en Lisboa el pobre! ¡Figúrese,
viviendo en el extranjero!
Sebastián repitió, frotándose despacio las rodillas:
—¡Claro, viviendo en el extranjero!
—¿Y le ha escrito a usted Jorge?
—Recibí carta suya ayer.
Ella también. Hablaron de Jorge, del cansancio del viaje, de lo que contaba del
fantástico pariente, de Sebastián, del probable retraso…
—¡Qué falta nos hace ese tunante! —dijo Sebastián.
Luisa tosió. Estaba un poco pálida ahora. Se pasaba a veces la mano por la
cabeza, cerrando los ojos. Sebastián tuvo de repente una decisión:
—Pues yo venía, mi querida amiga… —comenzó.
Pero la vio al borde del sofá con la cabeza baja y la mano sobre los ojos.
—¿Qué tiene? ¿Está mala?
—Es la jaqueca, que me dio de pronto. Ya en la calle empezó a amenazarme. ¡Y
con tal fuerza!…
Sebastián cogió en seguida el sombrero.
—¡Y yo dándole la lata! ¿Necesita usted algo? ¿Quiere que vaya a buscar al
médico?
—¡No! Voy a echarme un rato y se me pasará.
Que no se resfriase al menos, le recomendó. Tal vez le convendrían sinapismos o
rodajas de limón en las sienes… Y en todo caso, si no se encontraba mejor, que le
mandase llamar…
—¡Esto pasará! ¡Y venga por aquí, Sebastián! No se esconda…
Sebastián bajó la escalera, respirando ampliamente, y pensó: «¡Yo no me atrevo,
Santo Dios!…». Pero ya en la puerta, al levantar los ojos vio en el fondo oscuro de la
carbonería el enorme bulto de la carbonera, en bata blanca, toda ojos, espiando, y
encima, tres de las Acevedo, entre las viejas cortinas de su casa, juntaban sus

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cabecillas rizadas, en algún conciliábulo malicioso; detrás de los cristales, la criada
del doctor cosía, con miradas de reojo continuas que lamían la calle; al lado, en la
prendería oíanse las expectoraciones del patriota.
«¡No se le pasa una mosca a esa gente! —pensó Sebastián—. ¡Y qué lenguas!
¡Qué lenguas! ¡Tengo que hacerlo, aunque estalle! ¡Si está mejor mañana se lo suelto
todo!».

* * *

Estaba, en efecto, ya bien a las nueve del día siguiente, cuando Juliana vino a
despertarla con «una cartita de doña Leopoldina».
La criada de esta señora, Justina, una delgadita muy morena, con bozo y bizca,
esperaba en el comedor. Era amiga de Juliana, se besuqueaban mucho, diciéndose
siempre finezas. Después de haber guardado la contestación de Luisa en un cestillo
que llevaba al brazo, se cerró la toquilla, y muy risueña:
—¿Y qué hay de nuevo por aquí, señora Juliana?
—Todo es viejo, señora Justina.
Y más bajo:
—El primo de la señora viene ahora todos los días. ¡Guapo joven!
Tosieron ambas, quedamente, con picardía.
—¿Y por allí quién va, señora Justina?
Justina hizo un gesto de desprecio:
—Un chiquilicuatro, estudiante. ¡Poca cosa!…
—Siempre dejará algo… —dijo Juliana con una risita.
La otra exclamó:
—¿Quién? ¡Ese crío presumido! ¡Ni una perra!
Y alzando los ojos con nostalgia:
—¡Ay! ¡Como Gama no los hay! ¡En tiempos de él, sí! No venía nunca que no me
diese mi durito y a veces dos. ¡Ay, debo decirle que fue él quien me ayudó para poder
comprarme mi vestido de seda! ¡Pero éste de ahora es una criatura! ¡No sé cómo la
señora le aguanta! ¡Paliducho, blandengue! ¡No puede servir para nada!
Juliana dijo entonces:
—Pues mire, señora Justina; yo ahora pienso que donde se está bien ¡es en las
casas en que hay líos! Encontré ayer a Agustina, la que sirve en casa del comendador,
en el Rato… Pues no puede usted imaginarse. ¡Hay allí toda clase de obsequios!
¡Sortijas, vestidos de seda, sombrilla, sombrero! Y de ropa blanca dice que es un
verdadero ajuar. Todo sale de Couceiro, el que está con la señora. Y por Pascuas su
regalo. Dice que es un hombre rumboso. Verdad es que ella también tiene su
trabajito: le hace entrar por el jardín y después tiene que esperar, para que pueda salir.

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—¡Aquí, no! —observó Justina—. Aquí es por la escalera.
Rieron bajito, saboreando el escándalo.
—Eso va en caracteres… —dijo Juliana.
—¡Ay, el nuestro tiene una epidermis! —afirmó Justina—. Nos encuentra en la
escalera y le da lo mismo…
Y muy afectuosamente, recogiéndose la toquilla:
—Y ahora, adiós, que se hace tarde, señora Juliana. Hoy viene a comer la señora.
He estado toda la mañana planchando una enagua, ¡desde las siete!…
—También yo —dijo Juliana—. Es lo que les pasa, en teniendo amante, siempre
hay más que planchar.
—Tiran más ropa blanca —observó Justina.
—¡Las que la tiran! —exclamó Juliana con desprecio.
Pero Luisa tiró desde dentro de la campanilla.
—Adiós, señora Juliana —dijo entonces la otra.
—Adiós, señora Justina.
La acompañó hasta el descansillo. Se besuquearon. Juliana volvió presurosa al
cuarto de Luisa; estaba ya en pie, vistiéndose muy alegre, canturreando. La carta de
Leopoldina decía con su letra oblicua:
«Mi marido se marcha hoy al campo. Iré a pedirte de comer, pero no podré llegar
antes de las seis. ¿Te conviene?».
Se puso muy contenta. Hacía semanas que no la veía… ¡Lo que iban a reír y
charlar! Y Basilio debía de venir a las dos. Se presentaba un día divertido, muy
atareado…
Fue a la cocina a dar órdenes para la comida. Cuando bajaba, el criadito de
Sebastián tocaba la campanilla, con un ramo de rosas, «para saber si la señora estaba
mejor».
—¡Que sí, que sí! —gritó Luisa. Y para tranquilizarle, para que no viniese—: Que
estaba ya bien y que es posible incluso que salga…
Las rosas sí que llegaban con oportunidad. Fue ella misma a ponerlas en los
floreros, siempre canturreando, con la mirada viva, satisfecha de sí misma, de su
vida, que se hacía interesante, llena de incidentes…
Y a las dos, ya vestida, fue a la sala y se puso a estudiar al piano la Medje de
Gounod, que le trajo Basilio y que ahora la gustaba mucho, con sus acentos
suspirantes y cálidos.
A las dos y media, sin embargo, empezó a impacientarse: los dedos se le
embrollaban en el teclado. «¡Debía ya estar allí Basilio!», pensaba.
Fue a abrir los balcones y se asomó a la calle; pero la criada del doctor, que cosía
detrás de los cristales, alzó en seguida unos ojos tan curiosos hacia ella que Luisa
cerró rápidamente los cristales. Volvió a empezar la melodía, ya nerviosa.

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Se oyó rodar un coche. Se levantó agitada, con el corazón palpitante. El carruaje
pasó…
¡Las tres! El calor parecíale mayor, insoportable; sentíase abrasada, y fue a darse
polvos. ¡Si estaría enfermo Basilio! ¡Y en un cuarto de hotel! ¡Solo, con unos criados
desidiosos! ¡Pero no, le habría escrito en ese caso!…
¡No venía, ni le importaba! ¡Qué grosero, qué egoísta!
Era bien tonta en afligirse. ¡Mejor! ¡Pero se ahogaba, realmente! Fue a buscar un
abanico, y sus manos enfurecidas sacudieron frenéticas el cajón, que no se abrió en
seguida, un poco hinchado. ¡Pues bien, no volvería a recibirle! ¡Así se acababa todo!
Y su gran amor desapareció de repente, ¡como el humo que una ráfaga disipa!
Sintió un alivio, un gran deseo de tranquilidad. Era realmente absurdo, con un marido
como Jorge, pensar en otro hombre, ¡en un inconstante, un alocado!…
Dieron las cuatro. Le invadió una aguda desesperación: corrió al despacho de
Jorge, y, cogiendo una hoja de papel, escribió, de prisa:

«Querido Basilio: ¿Por qué no vienes? ¿Estás enfermo? Si supieras los


tormentos que me haces pasar…».

Repiqueteó la campanilla. ¡Era él! Estrujó el papel, se lo metió en el bolsillo del


vestido y se quedó esperando, palpitante. Unos pasos de hombre hollaron la alfombra
de la sala. Entró con la mirada centelleante… Era Sebastián. Éste, un poco pálido, le
estrechó las manos con fuerza. ¿Estaba mejor? ¿Había dormido bien?
Sí, muchas gracias; estaba mejor. Sentóse en el sofá, muy encamada. No sabía
qué decir. Repitió con una sonrisa vaga:
—¡Estoy mucho mejor! —y pensó: «¡Ahora no se marcha este pelma!».
—Entonces, ¿no ha salido? —preguntó Sebastián, sentado en el sillón, con el
sombrero de ala caída en las manos.
—No; estaba un poco fatigada todavía.
Sebastián se pasó la mano despacio por el pelo, y con una voz enronquecida por
el azoramiento:
—Ahora tiene usted siempre también compañía por la mañana…
—Sí, ha venido mi primo Basilio. ¡Hacía tanto tiempo que no nos veíamos! Nos
hemos criado juntos… Le he visto casi todos los días.
Sebastián arrimó un poco su sillón, e inclinándose y bajando la voz:
—Yo había venido para hablarle sobre eso…
Luisa abrió los ojos, sorprendida:
—¿Sobre qué?
—Es que se fijan… La vecindad es lo peor que hay, mi querida amiga. Se fija en
todo. Ya lo han comentado. La criada del profesor y Pablo. Incluso han visitado ya a

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la tía Juana. Y como no está Jorge… Netto también lo ha notado. Como ignoran el
parentesco… y le ven aquí todos los días…
Luisa se levantó bruscamente, con el rostro alterado:
—Entonces, ¿no puedo recibir a mis parientes sin ser insultada? —exclamó.
Sebastián se levantó también. Aquella cólera súbita en ella, una persona tan
afable, le aturdió como un trueno que estalla en un cielo claro de verano. Y empezó a
decir, casi afanoso:
—¡Oh mi querida amiga! Pero… fíjese…, yo no digo… ¡Es a causa de la
vecindad!…
—Pero ¿qué puede decir la vecindad?
Su voz tenía una aguda vibración. Y golpeándose las manos, apretándoselas,
exaltada:
—¡Esto es curioso! ¡Tengo un solo pariente con quien me crié, al que no veo hace
unos años, viene a hacerme tres o cuatro visitas, está un momento y piensan ya
maldades!
Hablaba convencida, olvidando las palabras de Basilio, los besos, el cupé…
Sebastián, abrumado, enrollaba su sombrero con manos trémulas. Y con voz
sofocada:
—He creído prudente avisarla. También Julián…
—¡Julián! —exclamó ella—. Pero ¿qué tiene que ver Julián con esto? ¿Con qué
derecho se mete Julián en lo que sucede en mi casa?
La intervención, las decisiones de Julián le parecían el colmo de la afrenta. Se
dejó caer en una silla, con las manos en el seno y los ojos en el techo.
—¡Oh si estuviera aquí Jorge! ¡Si estuviera él, Santo Dios!
Sebastián balbució, aniquilado:
—Era por su bien…
—Pero ¿qué mal puede ocurrirme?
Y levantándose y yendo de un mueble a otro, toda excitada:
—Es mi único pariente. Nos hemos criado juntos, jugábamos de niños. En casa de
mamá, en la calle de la Magdalena, estaba él allí siempre. Es como si fuéramos
hermanos. De pequeña, me llevaba en brazos…
Y amontonó detalles de aquella fraternidad, exagerando unos, inventando otros, al
azar, en la improvisación de la cólera:
—Viene aquí —añadió—, está un rato, hacemos música, porque él toca
admirablemente, fuma un cigarro, se marcha…
Instintivamente, se justificaba. Sebastián habíase quedado sin ideas, sin
resolución. Parecíale aquella otra Luisa diferente, que le asustaba, y se doblaba casi
bajo los estridores de su voz, que nunca había oído con tal fuerza, vibrando con una
locuacidad trapalona. Se levantó al fin y dijo con una dignidad melancólica.

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—Creí que era un deber mío, señora.
Hubo un grave silencio. Aquel tono sobrio, casi severo, la obligó a sonrojarse un
poco de su verbosidad; bajó los ojos y dijo, cohibida:
—¡Perdone, Sebastián! ¡Pero realmente!… ¡No, créame, se lo juro!; le estoy muy
agradecida por avisarme. ¡Ha hecho usted muy bien, Sebastián!
Él exclamó vivamente:
—¡Para evitar cualquier calumnia de esas malditas lenguas! ¿No es verdad?
Justificó entonces su intervención, con gran amistad: a veces, por una palabra, se
arma un enredo, y cuando una persona está prevenida…
—¡Indudablemente, Sebastián! —repitió ella—. Ha hecho perfectamente en
avisarme. ¡Indudablemente!
Se había sentado; le brillaba la mirada, febrilmente, y a cada momento se
limpiaba con el pañuelo las secas comisuras de la boca.
—Pero ¿qué he de hacer, Sebastián? ¡Dígame!
A él le conmovía ahora verla ceder así, pedirle consejo; lamentaba casi haber
venido con la gravedad de sus advertencias a perturbar la alegría de sus intimidades.
Dijo:
—Claro es que debe usted ver a su primo, recibirle… Pero ¡en fin, conviene
siempre tener cierto cuidado con esta vecindad! Yo, en su caso, le contaría, le
explicaría…
—Pero, en fin, ¿qué dice esa gente, Sebastián?
—Se fijan: ¿Quién será, quién no será? Que si viene, que si va, ¡un demonio!
Luisa se levantó impetuosamente:
—¡Ya se lo he dicho a Jorge! ¡Se lo he dicho tantas veces! ¡Esta es una calle
imposible! ¡No mueve una un dedo sin que estén acechando, murmurando!
—No tienen nada que hacer…
Hubo un silencio. Luisa se paseaba por la sala, con la cabeza erguida, fruncido el
ceño; se paró, y mirando casi con ansiedad a Sebastián:
—¡Si Jorge lo supiera tendría un gran disgusto, Santo Dios!
—¡Se ahorrará el saberlo! —exclamó entonces Sebastián—. ¡Esto quedará entre
nosotros!
—¿Para no apenarle, verdad? —intervino ella.
—¡Claro es! Esto queda entre nosotros.
Y Sebastián ofreciéndole su mano, casi humildemente:
—Entonces, no está enfadada conmigo, ¿eh?
—¡Yo, Sebastián! ¡Qué tontería!
—Bien, bien. ¡Entendido! —y puso su mano sobre el pecho—: Creí que era un
deber mío. Porque, en fin, mi querida amiga, usted no sabía nada…
—¡Estaba tan lejos de suponerlo!

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—Sin duda. Bien, adiós. No la quiero molestar más —y con una voz honda,
conmovida—: ¡Allí estoy a sus órdenes, eh!
—Adiós, Sebastián… Pero ¡qué gente! ¡Porque han visto entrar al pobre
muchacho tres o cuatro veces!…
—¡Una canalla, una canalla! —dijo Sebastián, abriendo los ojos. Y salió.
Apenas cerró él la puerta:
—¡Qué ultraje! —exclamó Luisa—. ¡Esto solo a mí me ocurre!
Porque la intervención de Sebastián ¡irritábala, en el fondo, más que los chismes
de la vecindad! ¡Su vida, sus visitas, el interior de su casa, eran discutidos y resueltos
por Sebastián, por Julián, por tutti quanti! ¡Tenía mentores a los veinticinco años!
¡No estaba mal! ¿Y por qué, Santo Dios? ¡Porque su primo, su único pariente, venía a
verla!
Pero entonces, de pronto, enmudeció interiormente. Recordaba las miradas de
Basilio, sus palabras exaltadas, aquellos besos, el paseo al Lumiar. Su alma se
abochornaba íntimamente, pero su despecho seguía diciendo en voz alta: «¡Existía,
sin duda, un sentimiento, pero era honesto, ideal, enteramente platónico…! ¡Nunca
sería otra cosa…! Podía ella tener allí dentro, en el fondo, una debilidad… Pero sería
siempre una mujer de bien, fiel, ¡sólo de uno!…».
¡Y aquella certeza la irritaba entonces contra las «murmuraciones» de la calle!
¿Cómo era posible que sólo por ver entrar a Basilio, cuatro o cinco veces, a las dos de
la tarde, empezasen en seguida a chismear, a cortarles tiras de piel?… ¡Sebastián era
un ridículo, con terrores de ermitaño! ¡Y qué idea la de ir a consultar a Julián! ¡Era él,
seguramente, quien le instigó a venir a engañarla, a asustarla, a humillarla! ¿Por qué?
¡Amargura, envidia! ¡Porque Basilio era guapo, elegante, distinguido, adinerado!
¡Vaya si lo era!
Las cualidades de Basilio se le aparecieron entonces magníficas y abundantes
como los atributos de un dios. ¡Y estaba loco por ella! ¡Y quería vivir junto a ella! El
amor de aquel hombre, que había agotado tantas sensaciones, abandonado
seguramente a tantas mujeres, parecíale como la afirmación gloriosa de su belleza, de
lo irresistible de su seducción.
La alegría que le ocasionaba aquel culto le traía el recelo de perderle. No quería
verlo disminuir; lo quería siempre presente, creciendo, ¡agitando sin cesar ante ella el
lánguido murmullo de las ternezas humildes! Podía separarse de Basilio; pero ¿y si la
vecindad, sus amistades, empezaban a comentar, a murmurar?… ¡Jorge podía
enterarse!… Ante aquella suposición se le helaba el corazón… ¡Tenía razón
Sebastián: en el fondo, era evidente!
En una calle pequeña, de doce casas, venir todos los días aquel guapo joven, tan
elegante, ahora que no estaba su marido… ¡Era terrible! ¿Qué debía hacer, Santo
Dios?

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La campanilla sonó con fuerza; entró Leopoldina. Venía furiosa con el cochero ¿A
que no sabía por qué? Habíase parado en Correos y el individuo pretendió cobrarle
dos carreras. ¡Qué canalla!…
—¡Y qué calor, uf!
Tiró la sombrilla y los guantes; agitó las manos en el aire para que bajase la
sangre y se pusieran pálidas, y ante el tocador, arreglándose ligeramente los rizos, con
su piel de un tono rosado, muy encorsetada, admirable en su corpiño rígido:
—¿Qué tienes, hija? ¡Estás en Babia!
Nada. Habíase enfadado con las criadas…
—¡Ay! ¡Están insoportables! —contó las exigencias de Justina, sus descuidos—.
Y muy agradecida todavía de que no se me marche. ¡Cuando la gente depende de
ellas!…
Y poniéndose polvos, con voz lenta:
—Mi señor se fue al Campo Grande. Estuve por irme a comer fuera con… —se
interrumpió, sonriendo, y vuelta hacia Luisa, pero bajo, con un tono alegre y muy
sincero—: Pero mira, a decir verdad, no sabía adonde, ni tenía dinero… Pues al pobre
no le alcanza apenas con su mensualidad. Y me dije: «Nada, me voy a ver a Luisa».
¡También los hombres siempre, siempre, cansan!… ¿Qué tienes para comer? ¿No
habrás hecho extraordinarios, eh?
Y como una idea repentina:
—¿Tienes bacalao?
Debía haberlo, tal vez. ¡Qué extravagancia! ¿Por qué?
—¡Ay! —exclamó—. ¡Mándame asar un poco de bacalao! ¡Mi marido detesta el
bacalao, el muy animal! Es una de mis pasiones. ¡Con aceite y ajo! —pero calló,
contrariada—. ¡Diablo!
—¿Qué?
—Es que hoy no puedo comer ajo…
Y entró en la sala riendo. Fue a arrancar una rosa del ramo de Sebastián y se la
puso en el ojal del corpiño. «Deseaba tener una sala así —pensó, mirando alrededor
—. La quería de reps azul, con dos grandes espejos, una araña de gas y su retrato al
óleo de cuerpo entero, escotada, junto a un suntuoso florero…». Sentóse al piano,
golpeó con fuerza el teclado y tocó unos motivos de Barba Azul.
Y viendo entrar a Luisa:
—¿Mandaste preparar el bacalao?
—Lo mandé preparar.
—¿Asado?
—Sí.
—¡Gracias! —y atacó, con su voz gorgojeante su amada canción de La gran
duquesa:

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Oí decir que mi abuelo, de joven,
era un galán excepcional…

Pero Luisa encontraba aquella música «chillona»; quería alguna cosa triste, dulce. ¡El
fado! ¡Que tocase el fado!
Leopoldina exclamó, en seguida:
—¡Ay, el fado nuevo! ¿No lo has oído? ¡Es bonito! ¡Y la letra, divina!
Preludió, cantando luego con un balanceo lánguido de cabeza y la mirada alta y
empañada:

El mozo que yo vi ayer


era moreno y bien hecho…

—¿No lo conoces, Luisa? ¡Ay, hija! ¡Es lo último! ¡Hace llorar!


Volvió a empezar en tono muy suave. Era la historia rimada de un amor
desgraciado. Hablábase de «la rabia de los celos, de las rocas de Cascaes, de las
noches de luna, de los suspiros de nostalgia»; toda la fraseología mórbida del
sentimentalismo lisboeta. Leopoldina daba tonos dolientes a su voz, revolvía los ojos,
como moribunda; un cuarteto, sobre todo, la enternecía, y lo repitió con pasión:

Veo las nubes del cielo,


las olas del mar sin fin,
y por muy lejos que esté
¡le veo siempre junto a mí!…

—¡Bonito! —suspiró Luisa. Y Leopoldina terminaba con unos ¡ayes! en los que su
voz se arrastraba con desafinada extensión.
Luisa, en pie junto al piano, percibía el olor a heno que ella usaba; el fado, los
versos la entristecían un poco, y con la mirada nostálgica seguía sobre el teclado los
dedos ágiles y delgados de Leopoldina, en los que refugian las piedras de las sortijas
que le regalara Gama.
Pero entró Juliana, vestida de paseo, con su redecilla nueva. ¡La comida estaba en
la mesa!
Leopoldina declaró que se estaba cayendo de hambre. Y el comedor, con los
cristales abiertos; el verdor de los solares de enfrente; el azul del horizonte, en el que
se apelotonaban nubecillas blancas, la alegró. ¡El comedor suyo le quitaba el apetito:
era muy triste, la empujaba a la calle!
Se puso a pellizcar unas uvas, a mordisquear trocitos de conserva, y reparando en
el retrato del padre de Jorge, mientras desdoblaba la servilleta:
—¡Debía de ser divertido tu suegro! ¡Tiene cara de juerguista!…

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¡Hacía tiempo que no comían juntas! ¿Desde cuándo?
—Desde mi primer año de casada —respondió Luisa.
Leopoldina se sonrojó un poco. Veíanse mucho por aquella época; Jorge las
dejaba ir juntas de tiendas, a las pastelerías, a Gracia… La evocación de aquella
camaradería trajo los recuerdos más lejanos del colegio. Había vista, días antes, a
Rita Pessoa, con su sobrino.
—¿Te acuerdas de él?
—¿De Espinaca?
Espinaca o no, era en el colegio el hombre, el ideal, el héroe; todas le escribían
cartitas, le dibujaban corazones, de los que brotaban llamas; metíanle entre sus libros
de texto ramos de flores de papel… Y cuando cogieron a Micaela en el cuarto de los
baúles ¡comiéndoselo a besos!…
Luisa dijo:
—¡Qué horror!
—¡No, Micaela estaba loca!
¡Pobrecilla! Habíase casado con un alférez, un hombre que le pegaba. Tenía un
montón de hijos…
—Esto es un valle de lágrimas —resumió Lopoldina, recostándose en la silla.
Estaba locuaz. Servíase mucho, con gula; después pinchaba un trocito con la
punta del tenedor, lo probaba, poniéndose a comer cortezas de pan, untadas de
manteca. ¡Y se deleitaba con los recuerdos del colegio! ¡Qué buenos tiempos!
—¿Te acuerdas de cuando estuvimos reñidas?
Luisa no se acordaba…
—Porque le diste un beso a Teresa, que era mi cariño —dijo Leopoldina. Se
pusieron a hablar de los cariños. Leopoldina había tenido cuatro: la más bonita era
Juanita, la de Freitas. ¡Qué ojos! ¡Y qué bien formada! ¡Le hizo la corte un mes!
—¡Qué tonterías! —dijo Luisa, sonrojándose un poco.
—¡Tonterías! ¿Por qué?
¡Ay! Hablaba ella siempre con nostalgia de los cariños. Habían sido sus primeras
sensaciones, las más intensas. ¡Qué celos de muerte! ¡Qué delirio el de las
reconciliaciones! ¡Y los besos robados! ¡Y las miraditas! ¡Y las carlitas y todas las
palpitaciones del corazón, las primeras en la vida!
—¡Nunca —exclamó—, nunca he sentido después, ya mujer, por ningún hombre
lo que sentí por Juanita!… Puedes creerlo…
Una mirada de Luisa la detuvo. ¡Juliana! ¡Demonio, se había olvidado! Las
cohibía mucho con su sonrisita aviesa aquella figura de pecho liso, el tictac metálico
de los tacones.
—¿Y qué fue de Juanita? —preguntó Luisa.
—Murió tísica —y la voz de Leopoldina sonó con melancolía—. Una enfermedad

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bien triste, ¿verdad? Aunque ella no le tenía miedo. Se golpeaba el pecho, bien
formado:
—¡Esto es robusto y sano!
Juliana salió y Luisa observó en seguida:
—¡Fíjate en lo que hablas, hija! ¡Ten cuidado!
Leopoldina se inclinó:
—¡Ah, la respetabilidad de la casa! ¡Tienes razón! —murmuró.
Y como Juliana entraba con el bacalao asado, le hizo una ovación.
Lo tocó con la punta del dedo, glotona; estaba doradito, un poco tostado, servido
a trocitos.
—Ya verás —dijo ella—. ¿No te animas? ¡Haces mal!
Tuvo entonces un movimiento decidido de valentía, y dijo:
—¡Tráigame un ajo, Juliana! ¡Un buen ajo!
Y apenas salió la sirvienta:
—¡Voy a tenerla luego con Fernando, pero no importa!… ¡Ah, gracias, Juliana!
¡No hay nada como el ajo!…
Lo aplastó alrededor del plato, roció los pedazos de bacalao con un chorrito
blanco de aceite, muy seria.
—¡Divino! —exclamó.
Volvió a llenarse la copa; le parecía aquello un banquete.
—Pero ¿qué tienes?
Luisa parecía, en efecto, preocupada. Había suspirado quedamente. Por dos veces,
irguiéndose en la silla, dijo con inquietud a Juliana:
—Parece que han tocado la campanilla; vaya a ver.
No era nadie.
—¿Quién va a ser? No esperas a tu marido, seguramente…
—¡Ah, no!
Y entonces Leopoldina, con los ojos en el plato, partiendo despacio, con mucha
atención, trocitos de bacalao:
—¿Vino a verte tu primo?
Luisa se puso muy encarnada:
—Sí, ha venido. Ha estado varias veces.
—¡Ah!
Y después de un silencio:
—¿Está guapo todavía?
—No está feo…
—¡Ah!
Luisa se apresuró a preguntarle si se había encargado el vestido a cuadritos.
No. Y empezaron a hablar de toilettes, telas, tiendas y precios… Después, de las

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conocidas, de otras señoras, de los rumores, perdiéndose en una conversación de
mujeres solas, frívola y deslavazada, semejante al murmullo del follaje.
Llegó el asado. Leopoldina iba teniendo ya un color arrebatado. Pidió a Juliana
que le trajese un abanico, y recostada, abanicándose, ¡declaró que se encontraba
como un príncipe! E iba beborroteando sorbitos de vino. ¡Qué buena idea la de comer
juntas!… Apenas Juliana colocó los platos de postre, Luisa le dijo que «llamaría para
el café, que podía marcharse». Fue ella misma a cerrar la puerta del comedor y a
echar la cortina de cretona.
—¡Ahora estamos a gusto! ¡Sólo la mirada de esa mujer me envejece! ¡Me mata
tenerla a cuestas!
—Pero ¿por qué no la despides?
Jorge no quería, que si no… Leopoldina protestó. ¡Vaya! ¡Los maridos no debían
tener voluntad!… ¡Era lo que faltaba!…
—¿Y el tuyo, entonces? —dijo Luisa, riendo.
—¡Muchas gracias! —exclamó Leopoldina—. ¡Un hombre que tiene cuarto
aparte!
Por lo demás, detestaba a los hombres que se ocupan de las criadas, de las cuentas
del aceite y del vinagre…
—¡En casa mi caballero hasta pesa la carne! —sonrió, con odio—. La cocina me
da náuseas…
Quiso echarse vino, pero la botella estaba vacía.
Luisa preguntó:
—¿Quieres champaña?
Lo tenía muy bueno; se lo enviaba a Jorge un español, propietario de unas minas.
Fue ella misma a buscar la botella, le quitó su papel azul y con risitas y sustos
hicieron saltar el tapón. La espuma las encantó: miraban las copas, calladas, con un
hondo bienestar. Leopoldina se jactó de saber descorchar muy bien el champaña;
habló en vago de pasadas cenas…
—¡El miércoles de Ceniza, hace dos años!
Y muy recostada en la silla, con una cálida sonrisa, las aletas de la nariz dilatadas
y las pupilas húmedas, miraba con sensualidad las vivas burbujas que subían, sin
cesar, dentro de la fina copa.
—Si yo fuese rica, bebería siempre champaña —dijo.
Luisa, no; ambicionaba un cupé, y quería viajar, ir a París, a Sevilla, a Roma…
Pero los deseos de Leopoldina eran más amplios, envidiaba una vida fácil, con
carruajes, abono a palcos, una casa en Cintra, cenas, bailes, toilettes, juegos… Porque
le gustaba el monte —dijo—; le hacía palpitar el corazón. Estaba convencida de que
adoraría la ruleta.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Los hombres son mucho más felices que nosotras! ¡Yo he

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nacido para hombre! ¡Las cosas que yo haría!
Se levantó y fue a echarse con mucha languidez en la poltrona, junto al balcón.
La tarde caía serenamente; por detrás de las casas, del lado de los solares, se
redondeaban unas nubes amarillentas, orladas de tonos sangrientos o anaranjados.
Y volviendo a la misma idea de acción, de independencia:
—¡Un hombre puede hacerlo todo! ¡Nada parece mal en él! Puede viajar, correr
aventuras… ¿Sabes? Yo fumaría ahora un cigarrillo…
Lo peor era que Juliana podía notar el olor. ¡Y lo encontraría tan mal!
—¡Esto es un convento! —murmuró Leopoldina—. ¡Buena cárcel la tuya, hija
mía!
Luisa no contestó; tenía la cabeza apoyada en la mano, y con la mirada vaga,
como prosiguiendo alguna idea:
—¡Moverse, viajar, son tonterías, a fin de cuentas! Lo mejor en este mundo para
la gente es quedarse en su casa, con el hombre elegido, un hijo o dos…
Leopoldina dio un salto en el sillón. ¡Hijos! ¡Vaya, ni hablar de semejante cosa!
Todos los días daba gracias al Señor por no tenerlos.
—¡Qué horror! —exclamó convencida—. ¡Lo molesta que está una todo el
tiempo!… ¡Los gastos, los trabajos, las enfermedades! ¡Dios me libre! ¡Es estar
aprisionada! Y después, cuando crecen, lo fisgan todo, charlan, van a contarlo… ¡Una
mujer con hijos está inutilizada para todo, atada de pies y manos! No hay para ella
placer en la vida. Tiene que estar allí aguantándolos… ¡Vamos! ¿Yo? ¡Que Dios no
me castigue, pero si tuviera esa desgracia me parece que iría a buscar a la vieja del
callejón de Palha!
—¿Qué vieja? —preguntó Luisa.
Leopoldina se lo explicó A Luisa le pareció una «infamia». La otra, encogiéndose
de hombros, añadió:
—Y además, rica mía, una mujer se estropea; no hay belleza corporal que resista.
Se pierde lo mejor. Cuando es una como tu amiga doña Felicidad, bueno… Pero
¡siendo tiesecita y agraciada!… ¡Nada, encanto! ¡Nunca faltan dificultades!
Debajo, en la calle, el organillo del barrio, en su vuelta de por la tarde, vino a
tocar el final de La Traviata; iba oscureciendo; ya el verdor de las quintas tenía un
tono uniforme, pardo, y las casas, allá lejos, se difuminaban en la sombra.
La Traviata recordó a Luisa La Dama de las Camelias; hablaron de la novela,
evocaron algunos episodios…
—¡Qué pasión sentí yo por Armando de chiquilla! —dijo Leopoldina.
—Pues yo, por D’Artagnan —exclamó ingenuamente Luisa.
Se rieron largamente.
—Comenzamos pronto —observó Leopoldina—. Échame una gota más.
Bebió, dejó la copa, y, encogiéndose de hombros:

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—¡Oh! ¿Comenzamos pronto? ¡Todas empiezan pronto! A los trece años ya la
gente está en su cuarta pasión. ¡Todas son mujeres, todas sienten igual!
Y marcando el compás con el pie, cantó, en tono de fado:

Amor es una dolencia


que en el aire suele estar;
quien se asoma a la ventana,
¡Me da la fiebre de amar!

—¡Hoy me dio la manía amorosa! —y desperezándose con mucha languidez—: A fin


de cuentas, es lo mejor que hay en este mundo; ¡lo demás es una pesadez! ¿No es
verdad? Dime ¿no es verdad?
Luisa murmuró:
—¡Sí que lo es! —y añadió después—: ¡Eso creo yo!
Leopoldina se levantó, y burlándose:
—¡Lo cree ella! ¡Pobre inocentona! ¡Miren el angelito!
Fue a apoyarse en el balcón, se quedó viendo, detrás de los cristales, caer el
crepúsculo; de repente, empezó a decir despacio:
—Realmente vale la pena de ser una mártir, de privarse de todo, de hacer una
vida de mochuelo, de mortificarse, ¡para que un día venga una fiebre, un aire, una
insolación, y buenas noches, sale una hacia el cementerio alto! ¡Valiente cosa!
El comedor estaba ahora un poco oscuro.
—¿No te parece? —preguntó ella.
Aquella conversación azoraba a Luisa, sentíase enrojecer; pero el anochecer y las
palabras de Leopoldina le producían como la flaqueza de una tentación. Juzgó, sin
embargo, inmoral semejante idea.
—¿Inmoral? ¿Por qué?
Luisa habló vagamente de nuestros deberes en la religión. Pero los deberes
irritaban a Leopoldina. Si había algo que la sacase de quicio —dijo— ¡era oír hablar
de deberes!…
—¿Deberes? ¿Con quién? ¿Con un canalla como mi marido?
Calló, y paseándose, excitada, por la habitación:
—En cuanto a la religión, ¡patrañas! A mí me decía el padre Esteban, ese de
lentes, que tiene una bonita dentadura, ¡que me daba todas las absoluciones si iba con
él a Carriche!
—¡Ah, los curas!… —murmuró Luisa.
—¿Los curas, qué? ¡Son la religión! Nunca vi otra. Y Dios, Él, rica mía, está lejos
y no se ocupa de lo que hacen las mujeres.
Luisa encontraba horrible «aquel modo de pensar». La felicidad, la verdadera
felicidad, según ella, estaba en ser honrada…

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—¡Y en la brisa familiar! —rezongó Leopoldina, con odio.
Luisa dijo animada:
—Pues mira que tú con tus pasiones, una tras otra…
Leopoldina se paró:
—¿Qué?
—¡No pueden hacerte feliz!
—¡Claro que no! —exclamó la otra—. Pero… —buscó la palabra, no la quiso
emplear seguramente, y dijo apenas con un tono seco—: ¡Me divierten!
Callaron. Luisa pidió el café. Juliana entró con la bandeja, trajo una luz; a poco se
trasladaron a la sala.
—¿Sabes quién me habló ayer de ti? —dijo Leopoldina yendo a tumbarse en el
diván.
—¿Quién?
—Castro.
—¿Qué Castro?
—El de las gafas, el banquero.
—¡Ah!
—Sigue siempre muy enamorado de ti.
Luisa rió.
—¡Loco, palabra! —afirmó Leopoldina.
La sala estaba a oscuras, con los balcones abiertos; la calle se esfumaba en el
pardo anochecer. Un aire lánguido y suave refrescaba la noche.
Leopoldina estuvo un momento callada, pero el champaña y la semioscuridad le
hicieron sentir prontamente la necesidad de musitar pequeñas confidencias. Estiróse
más en el diván, con un gran abandono, y se puso a hablar de él. Se trataba
nuevamente de Fernando, el poeta. La adoraba.
—¡Si tú supieras! —murmuró con aire arrobado—. ¡Es un amor de muchacho!
Su voz velada tenía inflexiones de una ternura cálida. Luisa sentía el hálito y el
calor del cuerpo, casi echada también, enervada; su honda respiración tenía a veces
un tono de suspiro, y ante ciertos detalles más pintorescos de Leopoldina, soltó una
risita breve y ardorosa, como de cosquillas… Pero unas fuertes pisadas de botas
claveteadas subieron de la calle y en el farol de enfrente brotó el gas como un tiro.
Una blanda claridad pálida penetró en la sala.
Leopoldina se levantó entonces. Tenía que irse ya, una vez encendido el gas.
¡Estaba esperándola el pobre muchacho! Entró en el cuarto, a tientas, en busca de su
sombrero y de su sombrilla. Se lo había prometido al pobre, no podía faltar. Pero
realmente le molestaba ir sola. ¡Era tan lejos! Si Juliana pudiese acompañarla…
—¡Que vaya, sí, hija! —dijo Luisa.
Se levantó perezosamente, fue a abrir la puerta con un gran ¡ay! y se dio de

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bruces con Juliana en la sombra del pasillo.
—¡Vaya, mujer, qué susto!
—Venía a saber si querían luz…
—No. ¡Póngase una toquilla para acompañar a doña Leopoldina! ¡Deprisa!
Juliana se fue corriendo.
—¿Cuándo volverás, Leopoldina? —preguntó Luisa.
En cuanto pudiese. Aquella semana tenía el propósito de ir a Oporto a ver a su tía
Figuereido, a pasar quince día en Foz… Se abrió la puerta.
—Cuando quiera la señora… —dijo Juliana.
Se despidieron con muchos adioses, besándose profundamente. Luisa dijo, riendo,
al oído de Leopoldina:
—¡Sé feliz!
Se quedó sola. Cerró los balcones, encendió las velas, empezó a pasear por la sala
restregándose despacio las manos. Y sin querer, ¡no podía apartar su pensamiento de
Leopoldina, que iba a ver a su amante! ¡Su amante!
Seguíala mentalmente. Caminaba deprisa, seguramente, hablando con Juliana;
llegaba, subía la escalera, nerviosa, empujaba la puerta, ¡y qué delicioso, qué ávido,
qué profundo el primer beso! Suspiró. También ella amaba, y a uno, más guapo, más
seductor. ¿Por qué no habría venido?
Sentóse al piano perezosamente; se puso a cantar bajo, triste, el fado de
Leopoldina:

Y por muy lejos que esté


¡le veo siempre junto a mí!…

Pero un sentimiento de soledad, de abandono, vino a impacientarla. ¡Qué lata, estar


allí tan sólita! Aquella noche cálida, bella y suave, la atraía, la llamaba afuera, hacia
unos paseos sentimentales para contemplar el cielo, en un banco de jardín con las
manos enlazadas. ¡Qué vida más estúpida la de ella! ¡Oh aquel Jorge! ¡Qué idea la
suya marcharse al Alentejo!
La conversación de Leopoldina y el recuerdo de sus goces se le aparecían a cada
momento; una pizca de champaña se agitaba en su sangre. El reloj del tocador
empezó lentamente a dar las nueve, y de repente la campanilla repiqueteó.
Tuvo un sobresalto. ¡No podía ser Juliana aún! Se puso a escuchar, asustada.
Hablaron unas voces en la cancela.
—Señora —vino a decirle Juana, en voz baja—, es el primo de la señora que dice
que viene a despedirse…
Sofocó ella un grito y balbució:
—¡Que entre!
Sus ojos dilatados se clavaron febrilmente en la puerta. Se alzó la cortina y entró

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Basilio, pálido, con una sonrisa fija.
—¡Te marchas! —exclamó ella sordamente, precipitándose hacia él.
—¡No! —y la cogió en sus brazos—. ¡No! Me figuré que no me recibirías a esta
hora y utilicé ese pretexto.
La estrechó contra él, besándola; ella se dejaba hacer, entregada toda; sus ojos no
se apartaban de los de él. Basilio echó una rápida mirada alrededor por la sala y la fue
llevando abrazada, murmurando: «¡Amor mío! ¡Mi nena!». Hasta tropezó en la piel
de tigre, extendida al pie del diván.
—¡Te adoro!
—¡Qué susto he pasado! —suspiró Luisa.
—¿Pasó ya?
Ella no respondió; iba perdiendo la percepción clara de las cosas; sentíase como
adormecida; balbució: «¡Jesús! ¡No! ¡No!». Sus ojos se cerraron.

* * *

Cuando la campanilla sonó con fuerza a las diez Luisa habíase sentado, hacía unos
instantes, al borde del diván. Apenas tuvo fuerza para decir a Basilio:
—Debe de ser Juliana, ha salido…
Basilio se atusó el bigote, dio dos vueltas por la sala y fue a encender un veguero.
Para romper el silencio, se sentó al piano; tocó unos compases al azar, y alzando un
poco la voz, empezó a canturrear el aria del acto tercero del Fausto.

Al pálido fulgor
del astro de oro…

Luisa, después de las últimas vibraciones de sus nervios, iba entrando en la realidad.
Le temblaban las rodillas. Y entonces, oyendo aquella melodía, se fue formando un
recuerdo en su espíritu, adormecido aún:
Fue una noche, hacía años, en la sala del San Carlos, en un palco, estando con
Jorge; una luz eléctrica daba al jardín, en el escenario, un tono lívido de claro de luna
legendario, y en una actitud extática y suspirante el tenor invocaba a las estrellas;
Jorge se había vuelto para decirle: «¡Qué bonito!». Y su mirada la devoraba. Fue en el
segundo mes de su casamiento. Ella llevaba un vestido azul oscuro. Y al regreso, en
el coche, Jorge, pasándole la mano por el talle, repetía:

Al pálido fulgor
el astro de oro…

Y la estrechaba contra él.

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Permaneció inmóvil al borde del diván, escurriéndose casi, con los brazos caídos,
la mirada fija, la cara envejecida, el pelo revuelto. Basilio fue entonces a sentarse
despacio junto a ella.
—¿En qué estabas pensando?
—En nada.
El le pasó el brazo por el talle y empezó a decir que buscaría una casita donde se
viesen mejor y estuviesen más a gusto; no era siquiera prudente en casa de ella. Y
hablando volvía a cada instante el rostro y soplaba hacia un lado el humo del puro.
—¿No te parece que pueden notarlo si vengo aquí todos los días?
Luisa se levantó bruscamente, ¡acordándose de Sebastián!… Y con una voz un
poco alterada:
—¡Ya es tarde! —dijo.
—Tienes razón.
Fue a buscar el sombrero de puntilla, la besó mucho y salió.
Luisa le oyó encender un fósforo y cerrar muy despacio la cancela.
Estaba sola; se quedó mirando a su alrededor, como idiotizada.
El silencio de la sala le pareció enorme. Las velas tenían una llama rojiza. Guiñó
los ojos, tenía la boca seca. Uno de los almohadones del diván estaba en el suelo. Lo
recogió.
Y con aire sonámbulo entró en el dormitorio. Juliana vino a traer la cuenta. Y
volvía ya con la lamparilla, estaba arreglándola… Se había quitado la redecilla; subió
a la cocina casi corriendo. Juana, que estaba adormilada, se desperezó con grandes
bostezos. Juliana se puso a arreglar la mecha de la lamparilla; le temblaban los dedos;
tenía un agudo brillo en la mirada, y después de toser, despacio, con una sonrisa hacia
Juana:
—Entonces, ¿a qué hora vino el primo de la señora?
—En cuanto salió usted; estaban dando las nueve.
—¡Ah!
Bajó con la lamparilla, y oyendo a Luisa en la alcoba, desnudándose:
—¿No quiere el té la señora? —preguntó con mucho interés.
—No.
Fue a la sala, cerró el piano. Había un fuerte olor a puro. Se puso a mirar
alrededor, despacio, andando con un paso menudo… De repente, se agachó
ansiosamente: al pie del diván relucía una cosa. Era un peinecillo de Luisa, de
concha, con el borde dorado. Volvió a entrar en el cuarto de puntillas, lo dejó en el
tocador, entre los postizos del pelo.
—¿Quién anda ahí? —preguntó desde la alcoba la voz soñolienta de Luisa.
—Soy yo, señora, soy yo; estaba cerrando la sala. ¡Muy buenas noches señora!

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* * *

A aquella hora Basilio entraba en el Casino. Buscó por los salones. Estaban casi
desiertos. Dos individuos con las caras apoyadas en las manos, inclinados en
actitudes lúgubres, repasaban los periódicos; aquí y allá, junto a unas mesitas
redondas, unos señores de pantalón blanco comían tostadas con plácida satisfacción;
los balcones estaban cerrados, la noche calurosa y el calor blando del gas sofocaba.
Iba a bajar cuando, desde una salita de juego, oyó de repente el ruido furioso de un
altercado; se cambiaban injurias, gritaban:
—¡Miente! ¡El asno lo será usted!
Basilio se paró, escuchando. Pero, súbitamente, se hizo un gran silencio; una de
las voces dijo con suavidad:
—¡Bastos!
La otra respondió con benevolencia:
—Es lo que debía haber hecho antes.
E inmediatamente la cuestión estalló de nuevo, estridente.
Se insultaban, decían obscenidades. Basilio se dirigió a los billares. El vizconde
Reinaldo, en pie, apoyado en el taco, seguía con grave inmovilidad el juego de su
compañero, pero apenas vio a Basilio fue hacia él rápidamente y con mucho interés:
—¿Qué?
—Ahora mismo —dijo Basilio, mordiendo el puro.
—¿Al fin, eh? —exclamó Reinaldo, abriendo los ojos con gran alegría.
—¡Al fin!
—¡Anda con cuidado, chico, anda con cuidado!
Y le golpeó en el hombro, conmovido. Pero le llamaron para que jugase, y
tendido completamente sobre la mesa, con una pierna en el aire, para dar el efecto
con más seguridad, dijo con la voz alterada por la postura:
—Me alegro, me alegro, porque la cosa empezaba a prolongarse…
¡Tac! ¡Falló la carambola!
—¡No doy ni una! —murmuró con rencor. Y acercándose a Basilio, y dando tiza
al taco: Óyeme…
Le habló al oído.
—¡Como un ángel, chico! —suspiró Basilio.

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Capítulo VI
Fue Juliana la que, a la mañana siguiente, vino a despertar a Luisa, diciendo desde la
puerta de la alcoba con voz sofocada, confidencialmente:
—¡Señora! ¡Señora! Es un criado con esta carta; dice que viene del hotel.
Fue a abrir una de las ventanas, de puntillas, y volviendo a la alcoba con
misteriosa cautela:
—Está en la puerta esperando la contestación.
Luisa, adormilada, abrió el ancho sobre azul con un monograma, dos BB, una roja
y otra dorada, bajo una corona condal.
—Bien, no tiene contestación.
—No tiene contestación —fue a decir Juliana al criado, que esperaba recostado en
la barandilla, fumando un gran puro y acariciándose las patillas negras.
—¿No tiene contestación? Bien, muy buenos días —levantó un dedo secamente
hasta el borde de la gorra y bajó tambaleándose.
«¡Guapo hombre!», iba pensando Juliana por la escalera de la cocina.
—¿Quién ha llamado, señora Juliana? —le preguntó en seguida, la cocinera.
Juliana rezongó:
—Nadie; un recado de la modista.
Desde por la mañana, Juana le había encontrado un «aspecto exquisito». La oyó
barrer a las siete, limpiar el polvo, sacudir, lavar los cristales del comedor, colocar la
vajilla en el aparador. ¡Y con qué prisa! La oyó cantar la Carta adorada, al mismo
tiempo que los canarios, en los balcones abiertos, trinaban estridentemente al sol.
Cuando vino a tomar su café a la cocina no charló como de costumbre; parecía
preocupada y ausente.
Juana le preguntó incluso:
—¿Se siente usted peor, señora Juliana?
—¿Yo? Gracias a Dios nunca me he sentido tan bien.
—Como la veo tan callada…
—Estoy pensando por dentro… La gente no siempre tiene ganas de parlar…
A pesar de ser las nueve, no quiso despertar a la señora.
—¡Había que dejar descansar a la pobre! —dijo.
Fue de puntillas a llenar despacio la gran bañera en el tocador; para no hacer
ruido, sacudió en el corredor las sayas, el vestido del día anterior. ¡Y sus ojos
brillaron ávidamente al notar en el bolsillo un papel arrugado! Era el billete que Luisa
había escrito a Basilio: «¿Por qué no vienes?… ¡Si supieras lo que me haces sufrir!
…». Lo retuvo un momento, mordiéndose el labio, con la mirada fija, en un agudo
cálculo; por fin, volvió a meterlo en el bolsillo de Luisa, dobló el vestido y fue a
extenderlo con mucho cuidado en la causease.

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Por último, más tarde, oyó al cuco dar la hora y se decidió a ir a decir a Luisa con
una voz cariñosa:
—¡Son las diez y media, señora!
Luisa, en la cama, había leído y releído la carta de Basilio: «No había podido —
escribía él— estar más tiempo sin decirle que la adoraba. ¡Apenas durmió! Se levantó
muy temprano para jurarle que estaba loco y que ponía su vida a los pies de ella».
Redactó aquella prosa la víspera, en el Casino, a las tres, después de algunos robbers
de whist, un bistec, dos vasos de cerveza y una lectura perezosa de La Ilustración. Y
terminaba diciendo: «Que otros deseen la riqueza, la gloria, los honores; yo te deseo a
ti, paloma mía, porque eres el único lazo que me une a la vida, y si mañana perdiese
tu amor, ¡te juro que pondría fin de un buen balazo a esta existencia inútil!». Pidió
más cerveza y se llevó la carta para meterla en casa en un sobre con su monograma,
«porque siempre hacía mas efecto».
¡Luisa suspiró, besando el papel devotamente! Era la primera vez que le escribían
aquellos sentimentalismos, y su orgullo se dilataba al calor amoroso que de ella salía,
como un cuerpo reseco que se estira en un baño tibio; sentía un acrecimiento de su
propia estimación y le parecía que entraba al fin en una existencia muy superior en
interés, ¡en donde cada hora tenía un encanto diferente, cada paso conducía a un
éxtasis y el alma se cubría de un lujo radiante de sensaciones!
Levantóse de un salto, se echó rápidamente una bata y fue a alzar los visillos…
¡Qué bonita mañana! Era uno de esos días finales de agosto, en que el verano hacía
una pausa; hay prematuramente, en el calor y en la luz, cierta tranquilidad otoñal; el
sol cae ampliamente, resplandeciente, pero sin sofocar; el aire tiene ese empañado
canicular, y el azul, muy alto, brilla con una nitidez lavada. Se respira más
libremente, y ya no se ve en la gente ese blando desfallecimiento de la calma
debilitante.
La invadió una alegría: sentíase ligera, había dormido con un solo sueño,
continuo, y todas las agitaciones y las impaciencias de los días pasados parecían
disipadas con aquel reposo. Fue a mirarse al espejo: se encontró la piel más clara,
más fresca y una ternura húmeda en la mirada; ¿era verdad, entonces, lo que decía
Leopoldina, de «que no había como una pequeña maldad para embellecer a la
gente»?
¡Tenía ella un amante!
E inmóvil en medio del cuarto, con los brazos cruzados y la mirada fija, repitió:
«¡Tengo un amante!». Recordaba la sala el día anterior, la llama aguda de las velas y
ciertos silencios extraordinarios en que le pareció que la vida se había detenido,
mientras los ojos del retrato de la madre de Jorge, negros en la cara pálida, le
lanzaban desde la pared su mirada fija, pintada. Pero Juliana entró con una bandeja de
ropa limpia. Era hora de vestirse…

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¡Qué cuidado puso en su arreglo aquella mañana! ¡Perfumó el agua con un
chorrito de Lubin, escogió la camisita de mejores encajes! ¡Y suspiró por ser rica!
Deseaba los lienzos y las holandas más caros, los muebles más suntuosos, valiosas
joyas inglesas, un cupé forrado de raso… Porque en los temperamentos sensibles las
alegrías del corazón tienden a completarse con las sensualidades del lujo; el primer
error que se asienta en un alma defendida hasta entonces facilita en seguida a los
otros entradas tortuosas; así, un ladrón que se introduce en una casa va abriendo de
pronto las puertas a su cuadrilla hambrienta.
Subió a desayunar muy lozana, con el pelo en dos trenzas y una bata blanca.
Juliana se precipitó a cerrar los balcones, «¡porque, a pesar de no hacer calor, las
habitaciones cerradas daban más fresco!». Y viendo que se le había olvidado el
pañuelo, corrió a buscarle uno que perfumó con agua de Colonia. La servía con
ternura. Y viéndola comer muchos higos:
—¡No vayan a hacerle daño, señora! —exclamó casi lacrimosamente.
Se movía alrededor de ella con una sonrisa servil, sin ruido, o frente a la mesa,
con los brazos cruzados, parecía admirarla con orgullo, como un ser precioso y
querido, suyo todo. ¡Su ama!
La mirada de sus ojos saltones se clavaba en ella.
Y se decía: «¡Gran cabra! ¡Gran pelandusca!».
Luisa, después del desayuno, fue al cuarto a tumbarse en la causeuse, con su
Diario de Noticias. Pero no podía leer. Los recuerdos de la víspera remolineaban en
su alma, como las hojas que un viento otoñal levanta a trechos de un suelo tranquilo:
ciertas palabras de él, ciertos ímpetus, toda su manera de amar… Y se quedaba
inmóvil, con la mirada llena de un fluido, sintiendo cómo vibraban aquellas
reminiscencias largo tiempo, suavemente, en los nervios de la memoria. El recuerdo
de Jorge no la abandonaba aún; le tenía siempre en el espíritu desde el día anterior, no
la asustaba, ni la atormentaba; estaba allí, inmóvil, aunque presente, sin causarle
miedo ni producirle remordimiento; ¡era como si él hubiese muerto o estuviera tan
lejos que no pudiese volver! ¡O como si la hubiera abandonado! A ella misma le
espantaba sentirse tan tranquila. Y le impacientaba tener constantemente aquella idea
en el espíritu, impasible, con una obstinación espectral; poníase instintivamente a
acumular justificaciones: no había sido de ella la culpa. ¡No abrió los brazos a Basilio
voluntariamente!… Había sido una fatalidad: el calor de la hora, el crepúsculo, una
pizca de vino tal vez… Estaba loca, sin duda. Y repetía las atenuantes tradicionales:
no era la primera que engañaba a su marido; en muchas era apenas por vicio y en ella
había sido por pasión… ¡Cuántas mujeres vivían con un amor ilegítimo y eran
ilustres, admiradas! Hasta había reinas que tenían amantes.
¡Y él la amaba tanto! ¡Sería tan fiel, tan discreto! ¡Sus palabras resultaban tan
cautivadoras, sus besos tan aturdidores!… ¡En fin, qué se le iba a hacer ahora!

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¡Ahora, ya!
Y decidió contestarle. Se dirigió al despacho. Nada más entrar, su mirada chocó
con la fotografía de Jorge —la cabeza de tamaño natural—, en su marco barnizado de
negro. Una conmoción le oprimió el corazón; se quedó como acometida por una
parálisis, igual que una persona sofocada por haber corrido que entra en la frialdad de
un subterráneo, y examinó su pelo rizado, la negra barba, la corbata de pintas, dos
sables cruzados, que relucían encima. ¡Si él lo supiera, la mataba!… Se puso muy
pálida. Vio vagamente alrededor el batín de terciopelo para trabajar colgando de una
percha, la manta en que él se envolvía los pies doblada a un lado, las grandes hojas de
papel de dibujo en la otra mesa del fondo, el pote del tabaco ¡y la caja con las
pistolas!… ¡La mataba, sin duda alguna!
Aquella habitación estaba tan impregnada de la personalidad de Jorge, que le
parecía que él iba a regresar, a entrar al poco rato… ¡Si llegara él de repente!… Hacía
ya tres días que no recibía carta. ¡Y cuando ella estuviese allí escribiendo a su amante
podía aparecer de un momento a otro y cogerla!… Pero eran tonterías, pensó. El
vapor del Barreiro llegaba solamente a las cinco, y, además, él anunciaba en su última
carta que se retrasaría aún un mes, o más, tal vez…
Sentóse, escogió una hoja de papel y empezó a escribir con su letra un poco
gruesa:
«Mi adorado Basilio…». Pero un terror importuno la sobrecogió; sentía como la
corazonada de que él iba a entrar… ¡Era mejor quizá no ponerse a escribir!… Se
levantó, fue despacio a la sala y se sentó en el diván, y como si el contacto de aquel
amplio sofá y el ardor de los recuerdos de la víspera que le traía le dieran el valor de
los actos amorosos y culpables, volvió muy decidida al despacho y escribió
rápidamente.
«No puedes imaginarte con qué alegría recibí esta mañana tu carta…».
La pluma escribía mal; la mojó más, y al sacudirla, como le temblaba un poco la
mano, cayó un negro borrón sobre el papel. Se quedó muy contrariada y le pareció
aquello de mal agüero. Vaciló un momento, y rascándose la cabeza, de codos sobre la
mesa, oyó a Juliana barrer fuera el descansillo, canturreando la Carta adorada. Al
fin, impaciente, rompió la hoja muchas veces en pedacitos, y los arrojó a una papelera
barnizada, con dos argollas metálicas, que estaba junto a la mesa, donde Jorge tiraba
los dibujos en borrador y los papeles inútiles: la llamaban el sarcófago. Juliana
seguramente habíase descuidado en vaciarla en la basura, porque rebosaba de
papeles.
Escogió otra hoja, volvió a empezar:
«Mi adorado Basilio: No puedes imaginarte cómo me quedé cuando recibí tu
carta esta mañana, al despertarme. La cubrí de besos…».
Pero se alzó la cortina con blando pliegue y la voz de Juliana dijo discretamente:

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—Está aquí la costurera, señora.
Luisa, sobresaltada, había tapado la hoja de papel con la mano:
—Que espere.
Y continuó:

… ¡Qué tristeza que fuese la carta y no tú quien vinieras aquí! Estoy


asombrada de mí misma y de cómo en tan poco tiempo te has asentado en mi
corazón, aunque la verdad es que nunca he dejado de quererte. No me juzgues
ligera por esto ni pienses mal de mí, porque yo deseo tu estimación; pero es
que nunca dejé de quererte, y cuando te vi de nuevo, después de aquel
estúpido viaje a un sitio tan lejano, no pude superar el sentimiento que me
empujaba hacia ti, mi adorado Basilio. Ayer, cuando la maldita criada me dijo
que venías a despedirte, Basilio, me quedé como muerta; pero cuando vi que
no, ¡ni yo lo sé, te adoré! Y si me hubieras pedido la vida, te la daría, porque
te amo, y yo misma me desconozco… Pero ¿para qué aquella mentira y por
qué viniste tú? ¡Malo! ¡Tenía el propósito de decirte adiós para siempre, pero
no puedo, mi adorado Basilio! Es superior a mí. Siempre te amé, y ahora que
soy tuya, que te pertenezco en cuerpo y alma, me parece que te amo más aún,
si es posible.

—¿Dónde está ella? ¿Dónde está? —dijo una voz en la sala.


Luisa se levantó de un salto, lívida. ¡Era Jorge! ¡Estrujó convulsivamente la carta,
quiso esconderla en el bolsillo, pero la bata no tenía bolsillos! Y, aturdida, sin
reflexionar, la metió en el sarcófago. Se quedó en pie, esperando, con las dos manos
apoyadas en la mesa y la vida suspensa.
Se alzó la cortina y reconoció en seguida el sombrero de terciopelo azul de doña
Felicidad.
—¡Aquí metida, la bribona! ¿Qué estabas tú haciendo? ¿Qué tienes, hija mía?
Estás como la cal…
Luisa se dejó caer en el sillón, blanca y fría, y dijo con una sonrisa cansada:
—Estaba escribiendo, me dio un vahído…
—¡Ay, para vahídos, yo! —replicó doña Felicidad—. Es una desgracia; a cada
momento tengo que agarrarme a los muebles, hasta me da miedo andar sola. ¡Falta de
purgas!
—¡Vamos hacia mi cuarto! —dijo Luisa rápidamente—. Estaremos mejor allí.
Al levantarse, le temblaban las piernas. Cruzaron la sala; Juliana empezaba a
arreglarla. Luisa, al pasar, vio sobre el mármol de la consola, debajo del espejo
ovalado, un poco de ceniza: ¡era del día anterior, del puro de él! La sacudió, y al
levantar los ojos se quedó asombrada de verse tan pálida.

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La costurera, vestida de negro, con un sombrero de cintas rojas, esperaba sentada
al borde de la caúsense, con una mirada infeliz y su paquete sobre las rodillas. Venía
a probarle el corpiño de un vestido, arreglado; asentó, plegó, rectificó, hablando bajo,
con una humildad triste y una tosecilla seca; y apenas salió ligera, con su andar de
sombra, el chal teñido muy ajustado a los flacos omoplatos, doña Felicidad empezó
en seguida a hablar de él, del consejero. Se lo había encontrado en el Molino de
Viento. ¡Y no vino a hablarle! Le hizo una reverencia seca por demás ¡y salió con una
prisa que parecía huir!
—¿Qué te parece?
¡Ay! Aquellas indiferencias la mataban. Y no las comprendía, no, realmente, no
las comprendía…
—Porque, en fin —exclamó—, sé muy bien que no soy ninguna niña; pero
¡tampoco soy ningún desecho! ¿No es verdad?
—Sin duda —dijo Luisa, distraída. Se acordaba de la carta.
—Mira, aquí donde me ves con mis cuarenta, escotada, ¡aún valgo! ¡Unos
hombros y un cuello de lo mejor!
Luisa fue a levantarse. Pero doña Felicidad repitió:
—¡De lo mejor! ¡Me los envidian muchas jóvenes!
—Lo creo —asintió Luisa, sonriendo vagamente.
—Y él no es tampoco ningún muchachito…
—No…
—Pero ¡está muy bien conservado! —y le relucieron los ojos—. ¡Para hacer aún
muy feliz a una mujer!
—Mucho…
—¡Un hombre apetecible! —suspiró doña Felicidad.
Y Luisa entonces:
—¿Me esperas un momento? Voy ahí dentro y en seguida vuelvo.
—Ve, hija mía, ve.
Luisa corrió al despacho, fue derecha al sarcófago. ¡Estaba vacío! ¿Y su carta,
santo Dios?
Llamó en el acto a Juliana, aterrada:
—¿Ha vaciado usted la papelera?
—La vacié, si, señora —respondió muy tranquila. Y con interés—: ¿Por qué? ¿Se
ha perdido algún papel?
Luisa se ponía pálida:
—Es un papel que tiré al cesto. ¿Dónde lo ha vaciado usted?
—En la basura, como de costumbre, señora; creí que nada serviría…
—¡Ah, déjeme ver!
Subió rápidamente a la cocina; Juliana, detrás, iba diciendo:

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—¡Vaya! ¡Pues no hará ni cinco minutos! La papelera estaba muy llena… Fui a
hacer un último arreglillo al despacho… ¡Válgame Dios, si la señora lo hubiese
dicho!
Pero la lata de la basura estaba vacía. Juana había ido a desocuparla abajo en
aquel momento, y viendo la inquietud de Luisa:
—¿Por qué? ¿Se perdió algo?
—Un papel —dijo Luisa, que miraba alrededor, por el suelo, muy blanca.
—Iban unos pedacitos de papel, señora —dijo la joven—; lo tiré todo por la
atarjea.
—Puede haberse caído alguno fuera, Juana —apuntó tímidamente Juliana.
—Vaya a ver, vaya a ver —ordenó Luisa, con una esperanza.
Juliana parecía afligida:
—¡Jesús, Señor! ¡Cómo podía yo adivinar! Pero ¿por qué no lo dijo la señora?…
—Bien, bien; la culpa no es suya, mujer…
—Vaya, hasta se me está revolviendo el estómago… ¿Y era cosa de importancia,
señora?
—No, es una factura…
—¡Válgame Dios!…
Volvió Juana sacudiendo un papel sucio. Luisa lo agarró y leyó: «… el diámetro
del primer pozo de exploración…».
—¡No, no es esto! —exclamó, toda contrariada.
—Entonces se fue por la alcantarilla señora; no hay nada más.
—¿Miró usted bien?
—Lo rebusqué todo…
Y Juliana continuaba, desconsolada:
—¡Antes hubiera querido perder veinte duros! ¡Qué cosa! ¡Cómo podía yo
adivinar, señora…!
—¡Bien, bien! —murmuró Luisa, bajando.
Pero estaba asustada, sentía incluso una sospecha indefinida… Se acordó del
papel que escribió la víspera a Basilio y que metió todo estrujado en el bolsillo del
vestido… Entró en el cuarto, agitada.
Doña Felicidad se había quitado el sombrero y acomodado en la caúsense.
—¿Me perdonas, eh? —dijo Luisa.
—¡Vamos, hija, vamos! ¿Qué era?
—Perdí una factura —respondió.
Fue al guadarropa y encontró en seguida el papel en el bolsillo…
Aquello la tranquilizó. La carta habría ido a la alcantarilla, seguramente. Pero
¡qué imprudencia!
—¡Bueno, se acabó! —dijo, sentándose, resignada.

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Y doña Felicidad, acto seguido, bajando la voz muy confidencialmente:
—Venía a hablarte de una cosa. Pero ¡fíjate que es un secreto!
Luisa se quedó sobresaltada.
—Tú ya sabes —continuó doña Felicidad despacio, con pausas—, que mi criada,
Josefa, está para casarse con un gallego… El hombre es de al lado de Tuy y dice que
en su tierra hay una mujer que posee una virtud para hacer casamientos que es algo
milagroso… Dice que es de lo que no hay… En echando el hechizo a un hombre, le
entra a este hombre una pasión tal que se arregla en seguida el matrimonio y es de lo
más feliz…
Luisa, tranquilizada, sonrió.
—Escucha —añadió doña Felicidad— no empieces ya con tus cosas…
En su tono grave había un respeto supersticioso.
—Dicen que ha hecho milagros. Hombres que habían abandonado a muchachas,
otros que no las hacían caso, maridos que tenían amigas; en fin, toda clase de
ingratitudes… En cuanto esa mujer lanzó el hechizo, los hombres empezaron a
desfallecer, a arrepentirse, a enamorarse, a caérseles la baba… La muchacha me lo ha
contado… Pensé entonces…
—¡En lanzar un hechizo al consejero! —exclamó Luisa.
—¿Qué te parece?
Luisa soltó una risotada. Pero doña Felicidad se escandalizó casi. Contó otros
casos: un noble que había deshonrado a una lavandera, un individuo que abandonó a
su mujer y a sus hijos y huyó con una golfa… En todos el hechizo obró de un modo
fulminante, produciendo un amor súbito y fogoso hacia la persona desdeñada.
Aparecían en seguida, sumisos, si estaban cerca, y si estaban lejos volvían afanosos, a
pie, a caballo, en coche de postas, presurosos, abrasados… Y se entregaban, mansos y
humildes, como esclavos voluntarios…
—Pero el gallego —continuó ella, muy excitada— dice que para ir a su tierra,
hablar a la mujer, llevar el retrato de consejero, es necesario el retrato de él, el mío, ir,
hablar, volver, ¡y quiere cincuenta duros!…
—¡Oh, doña Felicidad! —dijo Luisa en tono de reproche.
—¡No me digas nada; no me vengas con tus cosas! Mira que yo sé de casos…
Y levantándose:
—Pero ¡son cincuenta duros! ¡Cincuenta! —exclamó, abriendo mucho los ojos.
Juliana apareció en la puerta y muy bajito, con una sonrisa:
—¿Hace el favor la señora?
La llamó hacia el pasillo en secreto:
—Esta carta. Que viene del hotel.
Luisa se puso encarnadísima:
—¡Vaya, mujer; no es necesario andar con tantos misterios!

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Pero no entró en su cuarto, la abrió allí mismo, en el pasillo; estaba escrita a lápiz,
muy de prisa:

Amor mío —decía Basilio—: por una feliz casualidad he descubierto lo que
necesitábamos: un nido discreto para vernos…

E indicaba la calle, el número, las señas, el camino más cercano…

¿Cuándo vendrás, amor mío? Ven mañana. He bautizado esta casa con el
nombre de Paraíso; para mí, adorada mía, es, en efecto, el paraíso. Te
esperaré allí desde mediodía. En cuanto te vea, bajaré.

Aquella precipitación amorosa en arreglar el nido —que demostraba una pasión


impaciente, ocupada toda por ella— le produjo una dulce oleada de orgullo, al
mismo, tiempo que aquel Paraíso secreto, como en una novela, le daba la ilusión de
unas dichas excepcionales, y todas sus inquietudes, el susto de la carta perdida se
disiparon de repente bajo una sensación cálida, como jirones de niebla bajo el sol que
se levanta. Volvió al cuarto con la mirada risueña.
—¿Qué te parece, eh? —preguntó en seguida doña Felicidad, a quien su idea
obsesionaba tiránicamente.
—¿El qué?
—¿Crees que debo mandar a ese hombre a Tuy?
Luisa se encogió de hombros; sintió tedio ante aquellos enredos de brujería,
mezclados con amores ridículos. En la vanidad de su intriga romántica parecíale
repugnante aquel sentimentalismo senil.
—¡Tonterías! —dijo con mucho desdén.
—¡Ay, hija, no me digas, no me digas! —interrumpió, desconsolada, doña
Felicidad.
—¡Bueno, entonces mándale, mándale! —dijo Luisa, ya impaciente.
—Pero ¡es que son cincuenta duros! —exclamó doña Felicidad, casi llorando.
Luisa se echó a reír:
—¿Por un marido? Me parece barato.
—¿Y si falla el hechizo?
—¡Entonces es caro!
Doña Felicidad lanzó un gran ¡ay! Sentíase muy desgraciada ante aquella
indecisión entre los impulsos de la concupiscencia y las contenciones de la economía.
Luisa tuvo compasión de ella, y sacando un vestido del ropero:
—¡Déjalo, hija! ¡No se necesitan brujerías!…
Doña Felicidad levantó los ojos al cielo.

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—¿Vas a salir? —preguntó melancólicamente.
—No.
Doña Felicidad le propuso entonces que fuera con ella a la Encarnación.
¡Visitarían a Silveria, la pobre, que tenía un furúnculo! Y verían el adorno de la
iglesia para la fiesta; se iba a estrenar el frontal nuevo, un primor.
—Y tengo también el propósito de ir a rezar una estacioncilla para serenarme por
dentro —añadió, suspirando.
Luisa aceptó. Le apetecía ir a ver altares iluminados, oir el murmullo de los rezos
en el coro, como si aquellas superaciones devotas armonizasen con sus disposiciones
sentimentales. Empezó a vestirse de prisa.
—¡Qué gruesa estás, hija! —exclamó doña Felicidad, admirada, viéndole los
hombros y el cuello.
Luisa se miraba al espejo, y sonreía con su cálida sonrisa, satisfecha de sus líneas,
acariciando despacio, voluptuosamente, la piel blanca y fina.
—Redondita —dijo, halagada.
—¿Redondita? ¡Te vas a poner como una bola!
Y agregó tristemente:
—Claro es, con tu vida, un marido como el tuyo, sin hijos ni preocupaciones…
—Vamos, rica —dijo Luisa—, que las penas no te han hecho envejecer…
—¡Pues sí, pues sí! Pero… —y pareció desconsolada, como doblegada bajo sus
propias minas—. Por dentro es una desdicha, el estómago, el hígado…
—¡Si la mujer de Tuy hace el milagro se te pone todo eso como nuevo!
Doña Felicidad sonrió, con una duda afligida.
—¿Sabes que tengo un bonito sombrero? —exclamó Luisa, de repente—. ¿No lo
has visto? ¡Es bonito realmente!
Fue a buscarlo al guardarropa. Era de paja fina, guarnecido de miosotis.
—¿Qué te parece?
—¡Es un primor!
Luisa lo examinaba dando toquecitos con las puntas de los dedos en las florecillas
azules.
—Da fresco —dijo doña Felicidad.
—¿No es verdad?
Se lo puso con gran cuidado muy seria. ¡Le sentaba bien! Si la viese Basilio le
gustaría, pensó. Era muy posible que se lo encontrasen…
La invadió, sin motivo, una dicha exuberante; ¡encontraba tan delicioso vivir,
salir, ir a la Encarnación, pensar en su amante!… Y muy animada buscaba por su
cuarto las llavecitas del tocador.
¿Dónde había dejado las llaves? ¡En el comedor quizá! ¡Iba a ver! Salió
corriendo, alegre, canturreando.

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Amici, la notte é bella…
La ra la la…

Chocó casi con Juliana, que barría el pasillo.


—¡No deje usted de planchar la enagua bordada para mañana!
—Sí, señora. ¡Está almidonada!
Y siguiéndola con una mirada feroz:
—¡Canta, mujerzuela, canta, cabrita, canta, sinvergüencita!…
Y ella misma, acometida súbitamente de un júbilo agudo barriendo a escobazos
rápidos, lanzó con su voz cascada:

Mañana termina la campaña,


según dicen por aquí…
Que sea cierto y no patraña…

Y con un trémolo enfático:

¡Y así seré yo muy feliz!

* * *

Al otro día, hacia las dos de la tarde, Sebastián y Julián paseaban por San Pedro de
Alcántara.
Sebastián le estaba contando su «escena» con Luisa y cómo desde entonces había
aumentado la estimación que por ella sentía. Al principio se enfadó, sí…
—Pero ¡es que tenía razón! ¡Oír una cosa así, por sorpresa! Yo llevé la cosa mal,
fui brutal.
Después la pobre estuvo de acuerdo, se mostró muy angustiada, celosa de su
pudor, le pidió consejo… ¡Hasta tenía lágrimas en los ojos!
—Le dije entonces que lo mejor era hablarle al primo, decirle lo que pasaba…
¿Qué te parece?
—Bien —dijo, vagamente, Julián.
Habíale escuchado distraído, chupando la punta del cigarro. Su rostro, macilento,
se afilaba con un color más bilioso.
—Entonces, no crees que hice bien ¿eh?
Y después de una pausa:
—¡Ella es una señora honrada, como la que más! ¡Cómo la que más, Julián!
Se quedaron callados. El día estaba nublado y sofocante, con un aire de tormenta;
gruesas nubes, pesadas y pardas, se iban acumulando, ennegreciendo, del lado de

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Gracia, por detrás de las colinas; un viento rastrero corría a ratos, haciendo
estremecer el follaje de los árboles.
—De modo que ahora ya estoy tranquilo —resumió Sebastián—. ¿No te parece?
Julián se encogió de hombros, con una sonrisita triste:
—¡Quién me diera tus inquietudes, hombre! —dijo.
Y habló entonces, con amargura, de sus preocupaciones. Hacía una semana que se
anunció el concurso para una plaza de auxiliar en la Escuela y se preparaba para ella.
Era su tabla de salvación dijo; si lograba aquel puesto, obtendría en seguida nombre y
podría hacerse una clientela, una fortuna… ¡Qué diablo! La cuestión era estar
dentro… Pero la certeza de su superioridad no le tranquilizaba, porque, en fin, en
Portugal, ¿no era verdad?, en aquellas cuestiones la ciencia, el estudio, el talento no
servían de nada; ¡lo principal estaba en tener padrinos! Él no los tenía, y su
contrincante, un mediocre, era sobrino de un director general, contaba con parientes
en la Cámara, ¡era un personaje! Por eso él trabajaba a conciencia, pero ¡le parecía
indispensable buscarse también sus apoyos! Pero ¿quiénes podían ser?
—¿Tú no conoces a nadie, Sebastián?
Sebastián se acordó de cierto primo suyo, diputado por el Alentejo; uno grueso,
de la mayoría, un poco gangoso. Si Julián quería, él le hablaba… Aunque siempre
había oído decir que la Escuela no era sitio de recomendaciones ni de intrigas…
Además, tenía al consejero Acacio…
—¡Es un bestia! —exclamó Julián—. ¡Un fanfarrón! ¿Quién va a hacerle caso?
Tu primo, ¿eh? ¡Tu primo me parece bien! Se necesita alguien que hable, que
trabaje… —porque él fiaba mucho en las influencias de los recomendantes, en el
poder de los «personajes», en las ayudas de la suerte, apoyadas en los manejos de la
intriga. Y con un orgullo, mezclado de amenazas:
—¡Yo les demostraré lo que es saber las cosas, Sebastián!
Iba a explicarle el tema de su tesis pero Sebastián le interrumpió:
—Ahí viene.
—¿Quién?
—Luisa.
Pasaba ella, en efecto, por el Paseo; sola, toda vestida de negro. Contestó al
saludo de los dos hombres con una sonrisa y unos adioses con la mano, un poco
sonrojada.
Y Sebastián, inmóvil, siguiéndola devotamente con los ojos:
—¡Es que respira honradez! Va de tiendas… ¡Santa muchacha!

* * *

Iba en busca de Basilio, al Paraíso, por primera vez.

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Y estaba muy nerviosa; no podía dominar, desde por la mañana, un miedo
indefinido, que le hizo ponerse un velillo muy tupido y que latiese apresuradamente
su corazón al encontrarse a Sebastián. Pero al mismo tiempo una curiosidad intensa,
múltiple, la impulsaba, con un leve escalofrío de placer. ¡Iba, por fin, a tener ella, en
persona, aquella aventura, que había leído tantas veces en las novelas amorosas! ¡Era
una forma nueva del amor la que iba a experimentar, unas sensaciones excepcionales!
¡Lo reunía todo: la casita misteriosa, el secreto ilegítimo, todas las sensaciones del
peligro! ¡Porque el aparato la impresionaba más que el sentimiento y la casa en sí le
interesaba, le atraía más que Basilio! ¿Cómo sería? Estaba del lado de los Arroyos,
frente a la explanada de Santa Bárbara; recordaba vagamente que había allí una hilera
de casas viejas… Preferiría que hubiera estado en el campo, en una pequeña quinta,
con arboledas rumorosas y blandos céspedes; pasearían entonces, con las manos
entrelazadas, en un silencio poético, y luego, el ruido del agua, cayendo en los
pilones de piedra, daría un ritmo lánguido a los sueños amorosos… Pero, en lugar de
aquello, era en un tercer piso; ¿quién sabe cómo sería por dentro? Recordó una
novela de Paul Féval[37] en que el héroe, poeta y duque, hace forrar con rasos y
tapices el interior de una choza y se reúne allí con su amante; los viandantes, viendo
aquella casucha ruinosa, dedican un pensamiento compasivo a la miseria que debe
reinar allí, sin duda, ¡mientras adentro, muy secretamente, las flores se deshojan en
los búcaros de Sèvres, y los pies, descalzos, pisan sobre Gobelinos venerables!
Conocía el gusto de Basilio y el Paraíso sería, seguramente, como en aquella novela
de Paul Féval. Pero en la explanada de Camoens notó que el individuo de la perilla
corta, aquel de la noche del Paseo, la venía siguiendo, con una obstinación de gallo.
Tomó entonces un cupé y al bajar en el Chiado experimentaba una sensación
deliciosa de ser llevada rápidamente hacia su amante, e incluso miraba con cierto
desdén a los transeúntes en el movimiento de la vida trivial, ¡mientras ella iba hacia
una hora tan novelesca de la vida amorosa! Todavía, a medida que se aproximaba, la
invadía una timidez, una contracción de apocamiento, como el plebeyo que tiene que
subir, entre solemnes alabarderos, la escalinata de un palacio. Se imaginaba a Basilio
esperándola, tumbado en un diván forrado de seda, y casi temía que su sencillez
burguesa, poco al corriente, no encontrase palabras suficientemente finas o caricias
bastante apasionadas. ¡El debía de haber conocido mujeres tan bellas, tan ricas, tan
educadas para el amor! Hubiera deseado ella llegar en un coche suyo, con encajes de
miles de pesetas y frases tan espirituales como las de los libros…
El carruaje paró junto a una casa amarillenta, con una puertecilla. Luego, al
entrar, un olor denso y salobre la molestó. La escalera, de peldaños desgastados,
subía, empinada, entre unas paredes de las cuales se caía la cal y la humedad formaba
manchones. En el rellano del entresuelo, una ventana, con enrejado de alambre, parda
de polvo acumulado, cubierta de telarañas, dejaba pasar la luz sucia del zaguán. Y

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detrás de una puertecilla, al lado, oíase el crujir de una cuna y el lloro doloroso de una
criatura.
Pero Basilio bajó en seguida, con el puro en la boca, diciendo bajo:
—¡Qué tarde! ¡Sube! Creí que no venías. ¿Qué te sucedió?
La escalera era tan estrecha que no pudieron subir juntos. Y Basilio iba delante,
de costado:
—¡Llevo aquí una hora, hija! Creí que habías olvidado la calle…
Empujó una cancela y la hizo entrar en un cuartito, empapelado con listas azules
y blancas.
Luisa vio en seguida, al fondo, una cama de hierro, con una colcha amarilla,
hecha de trozos de telas distintas; las sábanas bastas, de un blanco grisáceo y mal
lavado, estaban impúdicamente entreabiertas…
Se puso encarnadísima y se sentó, callada, cohibida. Sus ojos, muy abiertos, se
fueron fijando en unos raspones innobles de cabezas de fósforos, junto a la cama; en
la estera, deshilachada, deslucida con un manchón de tinta; en las cortinas, de un
encaje rojo, rameado; en una litografía, en la que una figura, con una túnica flotante,
esparcía flores, volando… Sobre todo, una fotografía grande, encima del viejo canapé
de paja, la fascinó; era un individuo achaparrado, de cara jovial y estúpida, con
sotabarba y aspecto de piloto endomingado: sentado con pantalón blanco y las
piernas muy separadas, tenía una mano sobre la rodilla, y la otra, muy abierta, se
apoyaba en una columna truncada, y debajo del marco, como sobre la piedra de un
túmulo, colgaba de un clavo, de cabeza dorada, ¡una corona de siemprevivas!
—Es lo que he podido encontrar —le dijo Basilio—. Y ha sido una casualidad; es
muy retirado y muy discreto… Aunque no muy lujoso…
—No —dijo ella, bajo. Se levantó, fue a la ventana, alzó una punta del visillo de
muselina, que pendía ante el cristal. Enfrente había unas casas pobres; un zapatero,
canoso, martilleaba suela en un portal; en la entrada de una tiendecita se balanceaba
un manojo de retama, junto a un mazo de puros, colgado de un bramante, y en una
ventana, una muchacha, desgreñada, mecía tristemente en brazos a una criatura
enfermiza, que mostraba gruesas costras de llagas en su cabecita color melón.
Luisa se mordió los labios, invadida por la tristeza.
Entonces golpearon discretamente con los nudillos en la puerta. Ella, asustada, se
bajó rápidamente el velo. Basilio fue a abrir. Una voz dulzona, de melifluos ceceos,
habló bajito. Luisa oyó, vagamente:
—Quietecitos; son sus llavecitas…
—¡Bien, bien! —dijo Basilio, presuroso, cerrando la puerta.
—¿Quién es?
—La dueña.
El cielo empezó a oscurecerse; ya, a trechos, gruesas gotas de lluvia se aplastaban

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sobre las piedras de la calle, y un tono crepuscular hacía aquel cuarto más
melodramático.
—¿Cómo descubriste esto? —preguntó Luisa, triste.
—Me lo recomendaron.
«Entonces, ¿otras gentes habían estado allí, se habían “amado” allí», pensó ella.
La cama le pareció repugnante.
—Quítate el sombrero —dijo Basilio, casi impaciente—; me entristece verte con
ese sombrero puesto.
Ella soltó despacio la goma que lo sostenía, y fue a dejarlo, desconsolada, sobre el
canapé de paja. Basilio le cogió las manos, y, atrayéndola, sentándose en la cama:
—¡Estás tan bonita! —la besuqueó en el cuello y recostó la cabeza sobre el pecho
de ella. Y con la mirada muy lánguida:
—¡Lo que soñé esta noche contigo! Pero de repente, un violento ramalazo de
lluvia azotó los cristales. E inmediatamente llamaron en la puerta, con prisa.
—¿Qué es? —gritó Basilio, furioso.
La voz ceceante explicó que había olvidado una colcha, puesta a secar en el
balcón. ¡Sería una pena que se mojase!…
—Yo le pagaré la colcha; ¡déjeme! —vociferó Basilio.
—Dale la colcha…
—¡Que se la lleve el diablo!
Y Luisa, sintiendo un estremecimiento de frío en sus hombros, desnudos, se
entregaba, con una vaga resignación, en las rodillas de Basilio, viendo
constantemente vuelta hacia ella la cara estúpida del piloto.
Lo mismo que un yate, que apareja noblemente para un viaje novelesco, y
encalla, al partir, en el lodazal de la ría baja, y el capitán aventurero, que soñaba con
los perfumes y los almizcles de las florestas aromadas, inmóvil sobre su toldilla, se
tapa la nariz ante el olor de los sumideros.

* * *

Apenas Luisa empezó a salir todos los días, Juliana pensó en seguida: «¡Bueno; ya va
a reunirse con el perdis!».
Y su actitud se tornó más servil aún. Corría a abrir la puerta, con una sonrisa de
bajeza, alborozada, cuando Luisa volvía a las cinco. ¡Y qué celo, qué puntualidad! Un
botón que faltase, una cinta que se extraviase y eran «Mil perdones, señora».
«Perdone por esta vez»; muchas lamentaciones humildes. Se interesaba con fervor
por la salud de ella, por su ropa, por lo que iba a comer…
Aunque desde que empezaron las visitas al Paraíso su trabajo había aumentado:
ahora tenía que planchar a diario; muchas veces érale preciso lavar por la noche

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collarines, puntillas, puños, en un barreño, hasta las once. A las seis de la mañana, y
más temprano, estaba ya con «la plancha a vueltas». Y no se quejaba; decía, incluso,
a Juana:
—¡Ay! ¡Es una gloria ver una señora así de limpia!… Las hay que ¡vámonos! No
es por decirlo, pero es que hasta me da gusto. ¡Además, gracias a Dios, ahora tengo
salud y el trabajo no me asusta!
No volvió a murmurar de «la señora». E, incluso, afirmaba, repetidamente ante
Juana:
—¡La señora! ¡Ay, es una santa! Se la soporta muy bien… ¡No la hay mejor!
Su rostro perdió algo de aquel tono bilioso, de su contracción amarga. A veces, en
el almuerzo, o por la noche, cosiendo, callada, junto a Juana, a la luz del quinqué,
veníanle sonrisas repentinas, y la mirada se le iluminaba con una bondad jovial.
—Señora Juliana, tiene usted cara de estar pensando en cosas buenas…
—¡Ando pensando por dentro, señora Juana! —respondía, con satisfacción.
Parecía desprenderse de la envidia; oyó, incluso, hablar con tranquilidad del
vestido de seda que estrenó en un día de fiesta, aquel septiembre, Gertrudis, la criada
del doctor. Apenas dijo:
—¡También yo algún día estrenaré vestidos, y de los buenos! ¡De los de la
modista!
Y otras veces reveló con palabras vagas la idea de una abundancia próxima. Hasta
Juana le dijo:
—¿Espera usted alguna herencia, señora Juliana?
—¡Tal vez! —respondió, secamente.
Y cada día detestaba más a Luisa. Cuando por las mañanas la veía acicalarse,
perfumarse, mirarse en el tocador, canturreando, se marchaba del cuarto. ¡Porque la
acometían accesos de odio, tenía miedo de estallar! La odiaba por sus toilettes, por su
aire alegre, por su ropa blanca, por el hombre al que iba a ver, por todos sus regalos
de señora. ¡La muy «cabra»! Cuando salía iba a espiarla; la veía bajar por la calle, y
cerrando los cristales, con una risita rencorosa:
—¡Diviértete, cochinita, diviértete, que ya llegará mi día! ¡Vaya si llegará!
Luisa, en efecto, se divertía. Marchábase todos los días a las dos. En la calle ya se
decía que «la del ingeniero tenía su San Miguel».
Apenas doblaba ella la esquina el conciliábulo se juntaba en seguida a murmurar.
Tenían la certeza de que iba a reunirse con el «gomoso». ¿Dónde sería? Era la gran
curiosidad de la carbonera.
—En un hotel —afirmaba Pablo—. En los hoteles es un escándalo, de los gordos.
O tal vez —agregaba con desdén— ¡en alguna de esas pocilgas de la Baja!
La estanquera la compadecía:
—¡Una señora tan sensata!

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—El buey suelto bien se lame, señora Elena —rezongó Pablo—. ¡Son todas lo
mismo!
—¡Cuidado! —protestó la estanquera—. ¡Que yo he sido siempre honrada!
—¿Y ella? —observó la carbonera—. ¡Nadie hubiera podido decirle nada!
—Hablo de la alta sociedad, de los nobles, ¡de los que arrastran sedas! ¡Es una
canalla! ¡Lo sé muy bien! —y añadió, gravemente—: En el pueblo hay más
moralidad. ¡El pueblo es de otra raza! —y con las manos metidas en los bolsillos, las
piernas muy abiertas, se quedó absorto, con la cabeza baja y la mirada fija en el suelo
—. ¡Vaya si lo sé! —murmuró—. ¡Vaya si lo sé! —como si estuviese realmente
notando que las piedras de la calle ¡eran menos numerosas que las virtudes del
pueblo!

* * *

Sebastián, que había pasado en la quinta de Almada casi dos semanas, se quedó
aterrado cuando, al regreso, Juana le comunicó las grandes «novedades»: que Luisa
salía ahora todos los días a las dos y que el primo no había vuelto; se lo contó
Gertrudis, no se hablaba en la calle de otro cosa…
—¡Entonces la pobre señora ni siquiera puede ir a las tiendas, a sus quehaceres!
—exclamó Sebastián—. Gertrudis en una desvergonzada y no sé cómo la tía Juana
consiente que ponga aquí los pies. Vivir entre estos chismorreos…
—¡Vaya! ¡Valiente disparate! —replicó, muy escandalizada, la tía Juana—. ¡Ah,
hijo mío, realmente!… ¡La pobre mujer dice lo que oyó en la calle! ¡Que ella,
incluso, la defiende! ¡Es ella quien la defiende! ¡Hasta estuvo quejándose de lo que se
habla! ¡Se habla! ¡Vaya! —y la tía Juana, al salir, rezongó—: ¡Miren qué disparate!
Sebastián la llamó; quiso aplacarla:
—Pero ¿quién habla, tía Juana?
—¿Quién? —y muy enfáticamente—: ¡Toda la calle! ¡Toda la calle! ¡Toda!
Sebastián se quedó aniquilado. ¡Toda la calle! ¡Caray! Si ella se dedicaba ahora a
marcharse todos los días, ¡una señora que, estando Jorge, no salía de su agujero! La
vecindad, que murmuraba de las visitas del otro, ¡empezaba, naturalmente, a
comentar aquellas salidas de ella! ¡Se estaba desacreditando! ¡Y él no podía hacer
nada! ¿Ir a avisarla? ¿Tener otra «escena»? No podía.
La buscó. No quería, realmente, tocar aquella cuestión, iba solo a verla. No
estaba. Volvió a los dos días. Juliana vino a decirle a la cancela, con su sonrisa
enfermiza:
—Se acaba de marchar hace un momento. La coge usted aún por la Patriarcal.
Por fin, un día se la encontró, al comienzo de la calle de San Roque. Luisa pareció
muy contenta de verle:

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¿Por qué se había quedado tanto tiempo en Almada? ¡Qué ingrato!
Tenía allí carpinteros, era necesario vigilar las obras. ¿Y ella?
—Bien. Un poco aburrida. Jorge dice que tardará aún. He estado muy sola. ¡Ni
Julián, ni el consejero, nadie! Doña Felicidad es la que ha venido algunas veces, de
pasada. Está ahora siempre metida en la Encarnación… ¡Esta gente devota! —y se
reía.
—Entonces, ¿adonde iba?
—A unas pequeñas compras y a la modista después… Que vaya usted ahora, ¿eh,
Sebastián?
—Iré.
—Hasta la noche. ¡Estoy tan sola! He tocado mucho. ¡Lo que me consuela es el
piano!
Aquella misma tarde Sebastián recibió una carta de Jorge: «¿Has visto a Luisa?
Me ha tenido casi inquieto, pues he estado más de cinco días sin carta de ella.
Además, es perezosa como una monja; cuando escribe, son solo cuatro líneas, porque
no va a coger el correo. ¡Vete a decir al correo que espere, qué diablo! Se queja de
aburrimiento, de que está sola, de que todos la abandonan, de que vive como en un
desierto. Procura hacerle compañía a la pobre», etc.
Al día siguiente, anochecido, fue a verla a su casa. Apareció muy encarnada, con
ojos soñolientos, en bata blanca. Venía muy cansada, de la calle; le había dado sueño
después de comer y se quedó adormilada en la caúsense.
—¿Qué había de nuevo? —y bostezaba.
Hablaron de las obras de Almada, del consejero, de Julián, y se quedaron
callados. Hubo una pausa embarazosa.
Luisa encendió, entonces, las velas del piano, y le enseñó la música nueva que
estudiaba, la Medje, de Gounod; pero había un pasaje en que se embarullaba siempre;
pidió a Sebastián que lo tocase, y, junto al piano, siguiendo el compás con el pie,
acompañó, bajito, la melodía, a la que prestaba un encanto penetrante la ejecución de
Sebastián. Quiso probar ella después, pero se equivocó, e, irritada, tiro la música a un
lado y fue a sentarse en el sofá, diciendo:
—¡No toco casi nunca! ¡Se me están entorpeciendo los dedos!…
Sebastián no se atrevió a preguntar por el primo Basilio. Luisa no pronunció su
nombre siquiera. Y él, viendo en aquella reserva una falta de confianza o un resto
persistente de despecho, dijo que tenía que ir a la Asociación General de Agricultura.
Y salió, muy desconsolado.
Cada día de los que se sucedieron le trajo una inquietud.
Algunas veces era la tía Juana quien le decía por la tarde «¡Luisita ha salido hoy
otra vez! ¡Hasta puede coger algo con este calor! ¡Vaya!». Otras era el conciliábulo
de los vecinos, a los que veía de lejos, ¡y que seguramente «estaban despellejando a

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la pobre señora»!
Parecíale todo aquello exactamente el aria de la calumnia de El barbero de
Sevilla. La calumnia, leve al principio como el temblor de las alas de un pájaro, subía
en un crescendo aterrador ¡hasta estallar como un trueno!
Daba ahora rodeos, para no pasar por la calle, por delante de Pablo y de la
estanquera ¡sentía vergüenza de ellos! Se encontró a Teixeira Acevedo, que le
preguntó:
—Qué, ¿cuando vuelve Jorge? ¡Diablo, se va a quedar por allí ese muchacho!
Y aquella observación trivial le aterró. Finalmente, un día, más preocupado, fue
en busca de Julián. Se lo encontró en su cuarto piso, en mangas de camisa y
zapatillas, sucio y desgreñado, entre papelotes, con una cafeterita al lado, trabajando.
El suelo negro estaba sembrado de colillas; en un rincón había un montón de ropa
sucia; sobre la cama deshecha, unos libros abiertos, y un olor húmedo salía de las
cosas, desordenadas. La ventana daba sobre el zaguán, de donde llegaba el canto
estridente de una criada y el ruido arenoso del fregado de cacharros.
Apenas entró él, Julián se levantó, y desperezándose, encendió un cigarro,
diciéndole que estaba trabajando ¡desde las siete!… ¿Eh? ¡Era bonito! ¡Para que se
enterase don Sebastián!
—Por lo demás has llegado oportunamente. Estaba para ir a tu casa… Tenía que
recibir un dinero y no ha llegado. Dame unos duros.
E inmediatamente empezó a hablar de su tesis. ¡Le iba saliendo bien la cosa!
Le leyó unos párrafos del prólogo, con paternal delectación, y, muy satisfecho en
esa plétora de confianza que da la excitación del trabajo, dando grandes zancadas por
la habitación:
—¡Quiero demostrarles que todavía quedan portugueses en Portugal, Sebastián!
¡Les voy a dejar con la boca abierta! ¡Ya verás!
Sentóse y se puso a numerar las hojas escritas, silbando. Sebastián, entonces, con
timidez, casi molesto de perturbar con sus preocupaciones domésticas aquellos
intereses científicos, dijo, en tono bajo:
—Pues yo venía a hablarte respecto a nuestra gente…
Pero la puerta se abrió con violencia, y un joven, de barba revuelta y mirada un
poco alocada, entró; era un estudiante de la Escuela, amigo de Julián, y casi
inmediatamente los dos reanudaron una discusión, entablada por la mañana, y que
quedó interrumpida, a las once, cuando aquel joven bajó a almorzar a Áurea.
—¡No, chico! —exclamó el estudiante, exaltado—. ¡Me ratifico en mi idea! ¡La
Medicina es media ciencia y la Fisiología la otra media! Son ciencias conjeturales,
porque se nos escapa la base: ¡conoces el principio de la vida!
Y, cruzando los brazos, frente a Sebastián, le gritó:
—¿Qué sabemos nosotros del principio de la vida?

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Sebastián, humillado, bajó los ojos. Pero Julián se indignó:
—¡Estás desmoralizado por la doctrina vitalista, miserable!
Clamó contra el vitalismo, que declaró «contrario al espíritu científico».
—Una teoría que pretende que las leyes que rigen los cuerpos brutos no son
iguales a las que rigen los cuerpos vivos ¡es una herejía grotesca! —exclamó—. ¡Y
Bichat, que la proclama, una bestia!
El estudiante, fuera de sí, vociferó que llamar bestia a Bichat era, sencillamente,
ser cerril. Pero Julián despreció la injuria, y continuó exaltado con sus ideas.
—¿Qué nos importa a nosotros el principio de la vida? ¡Me importa lo mismo que
la primera camisa que usé! ¡El principio de la vida es como otro principio
cualquiera!, ¡un secreto! ¡Lo ignoraremos eternamente! No podemos conocer ningún
principio. La vida, la muerte, los orígenes, los fines, ¡misterios! ¡Son causas
primarias, con las que no tenemos nada que ver, nada! Ya podemos luchar siglos y
más siglos, que no avanzamos una pulgada. Al fisiólogo, al químico, no les importa
nada el principio de las cosas; ¡lo que les importa son los fenómenos! Ahora bien: los
fenómenos y sus causas inmediatas, mi querido amigo, pueden ser determinados con
tanto rigor en los cuerpos brutos como en los cuerpos vivos, ¡en una piedra como en
un magistrado! ¡Y la Fisiología y la Medicina son ciencias tan exactas como la
Química! ¡Esto viene ya desde Descartes!
Armaron entonces urna trifulca sobre Descartes. E inmediatamente, sin que
Sebastián, atónito, hubiera notado la transición, se encarnizaron con la idea de Dios.
El estudiante parecía necesitar a Dios para explicar el Universo. Pero Julián
atacaba a Dios coléricamente: ¡llamábale una «hipótesis gastada» y «una vieja manía
del partido miguelista»! Y comenzaron a acometerse por la cuestión social, como dos
gallos enemigos.
El estudiante, con los ojos desorbitados, sostenía, dando puñetazos sobre la mesa,
el principio de autoridad. ¡Julián defendía a voces la «anarquía individual»! Y
después de citar, con furia, a Proudhon, Bastiat, Jouffroy,[38] empezaron a
personalizar. Julián, que dominaba la discusión con su voz estridente, censuró
violentamente al estudiante sus valores al seis por ciento, lo ridículo de ser hijo de un
agente de Bolsa ¡y el bistec de ricachón que acababa de comer en el Áurea!
Se miraron, entonces, con rencor. Pero a los pocos momentos el estudiante dejó
caer, con desdén, unas palabras sobre Claude Bernard y volvió a iniciarse
furiosamente la disputa.
Sebastián cogió su sombrero.
—Adiós —dijo en voz baja.
—Adiós, Sebastián, adiós —dijo en seguida Julián.
Y le acompañó hasta el rellano.
—Y cuando quieras que hable yo a mi primo… —murmuró Sebastián.

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—Bueno, ya veremos; lo pensaré —dijo Julián, con indiferencia, como si el
orgullo del trabajo le hubiera quitado el temor a la injusticia.
Sebastián fue pensando, mientras bajaba la escalera: «¡No se le puede hablar de
nada ahora!».
De repente se le ocurrió una idea: ¡Si fuera a ver a doña Felicidad, a franquearse
con ella! Doña Felicidad era charlatana, algo tonta, pero mujer de edad e íntima de
Luisa; tenía más autoridad, más habilidad incluso…
Se decidió entonces; tomó un coche y fue a la calle de San Benito. La criada de
doña Felicidad apareció, desconsolada y llorosa:
—¿No está usted enterado?
—No.
—¡Ay! ¡Es raro!
—Pero ¿el qué?
—¡La señora! ¡Una desgracia así! Se torció un pie en la Encarnación, y cayó al
suelo. Ha estado muy mal.
—¿Aquí?
—En la Encarnación. No puede salir. Está con doña Ana Silveira. ¡Una desgracia
así! ¡Y está en un grito!
—Pero ¿cuándo ha sido?
—Anteanoche.
Sebastián saltó al coche, y mandó arrear hacia casa de Luisa.
¡Doña Felicidad, enferma en la Encarnación! ¡Pero entonces Luisa podía salir
todos los días! ¡Iría a verla, a hacerla compañía, a charlar con ella!… ¡La vecindad no
tendría por qué murmurar! Iba a visitar a la pobre lisiada…
Eran las dos cuando el tronco se detuvo ante la puerta de Luisa. La encontró
cuando bajaba la escalera, vestida de negro, con guantes gris perla y velillo, negro
también.
—¡Ah, suba, Sebastián, suba! ¿Quiere subir?
Se paró en los escalones, con el rostro levemente sonrojado, un poco cohibida.
—No gracias. Venía a decirle… ¿No sabe usted? Doña Felicidad…
—¿Qué?
—Se ha torcido un pie. Está muy mal.
—¿Qué me dice?
Sebastián le dio los detalles.
—Voy allá.
—Debe ir. Yo no puedo, porque no dejan entrar hombres. ¡Pobre! Dicen que está
mal —la acompañó hasta la esquina de la calle, le ofreció, incluso, su coche—:
¡Muchos recuerdos; que siento de verdad no verla!… ¡Pobre señora! ¡Y dicen que
está en un grito!

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La vio alejarse hacia la Patriarcal, y, admirando la gracia de su figura, se restregó
las manos, satisfecho. ¡Estaban justificadas, incluso santificadas aquellas salidas
diarias! ¡Iba a ser enfermera de la pobre doña Felicidad! Era necesario que lo
supiesen todos —Pablo, la estanquera, Gertrudis, los Acevedos, todos—; de modo
que cuando la viesen subir la calle, por la mañana, dijesen: «¡Va a hacer compañía a
la enferma! ¡Santa señora!».
Pablo estaba a la puerta de su tienda y Sebastián entró con una idea súbita. ¡Le
enorgulleció considerarse tan fecundo en recursos, tan hábil!
Se echó un poco el sombrero hacia atrás, y, señalando con su quitasol el cuadro
que representaba a don Juan VI:
—¿Cuánto quiere usted por ese cuadro, señor Pablo?
Pablo se quedó sorprendido:
—¿Está usted bromeando, don Sebastián?
Sebastián exclamó:
—¿Bromeando yo? ¡Hablo muy en serio! Quería unos cuadros para el
recibimiento, en Almada, pero antiguos, sin marco, para que casasen bien sobre el
papel oscuro. ¡Como ése! ¡Que estoy bromeando! ¡Vamos, hombre!
—Perdone usted, don Sebastián… En ese caso quedan por ahí algunos cuadros a
propósito.
—Este don Juan Sexto me gusta. ¿Cuánto pide usted?
Pablo dijo, sin vacilar:
—Sesenta duros. Pero es una obra maestra.
Era un lienzo descolorido de tonos esfumados, donde los restos de una cara,
rojiza, con una cabellera arracimada, resaltaban confusamente sobre un fondo oscuro.
Una mancha bermellón, empañada, denotaba el terciopelo de una casaca de corte; el
vientre, saliente y ostentoso, hinchaba un chaleco verdoso. La parte de la tela mejor
conservada era, en un lado, sobre un cojín, la corona real, que el artista había
trabajado con entusiástica minuciosidad, o por necias preocupaciones, o por
adulación cortesana.
Sebastián lo encontró caro; pero Pablo le enseñó el precio, marcado por detrás, en
una tira de papel. Limpió el lienzo con mimo; señaló sus bellezas, habló de su
honradez; censuró a otros prenderos, «que tenían la conciencia en los talones»; juró
que el retrato aquel había pertenecido al palacio de Queluz,[39] e iba ya a atacar las
cuestiones políticas cuando Sebastián dijo, resumiendo:
—Bien; pues mándemelo en seguida; me quedo con él. Y envíe la factura.
—¡Se lleva usted una obra soberbia!
Sebastián miró, entonces, a su alrededor. Quería hablar del «pie torcido de doña
Felicidad», y buscaba una oportunidad. Examinó unas ánforas de la India, un tremó y
al divisar un sillón de enfermo:

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—¡Ese sería bueno para doña Felicidad! —exclamó en seguida—. ¡Aquella
poltrona! ¡Buena poltrona!
Pablo abrió los ojos.
—Doña Felicidad Noroña —repitió Sebastián—. Para estar tumbada… ¿No lo
sabía usted? Se rompió un pie y ha estado muy mal.
—¿Doña Felicidad, la amiga de allí? —y señaló con el pulgar la casa del
ingeniero.
—¡Sí, hombre! Se rompió un pie en la Encarnación. No la pudieron trasladar.
Doña Luisa va allí todos los días, a hacerla compañía. Ahora precisamente marchaba
a verla…
—¡Ah! —dijo Pablo, lentamente. Y después de una pausa:
—Pues yo la vi entrar ahí no hará ocho días.
—Fue anteayer —tosió, y, volviendo la cara y mirando fijamente unos grabados,
añadió—: Por lo demás, doña Luisa iba ya todos los días a la Encarnación, pero era
para ver a Silveira, a doña Ana Silveira, que estaba enferma. Desde hace tres semanas
la pobre lleva una vida de enfermera. ¡No sale de la Encarnación! Y ahora lo de doña
Felicidad. ¡Es una pesadez!
—Pues yo no lo sabía, no lo sabía… —murmuró Pablo, con las manos en los
bolsillos.
—Mándeme a don Juan Sexto, ¿eh?
—A sus órdenes don Sebastián.
Sebastián marchó a su casa. Subió a la sala, y tirando el sombrero sobre el sofá:
«Bien —pensó—. ¡Ahora, al menos, están a cubierto las apariencias!». Paseó un rato
con la cabeza baja; sentíase triste, porque el haber logrado, casualmente, justificar
aquellos paseos ante la vecindad, hacíale parecer más cruel la idea de que no los
podía justificar ante sus propios ojos. Los comentarios de los vecinos iban a cesar por
algún tiempo, pero ¿y los suyos?… Quería encontrarlos falsos, pueriles, injustos, y,
en contra de su voluntad, de su buen sentido y de su rectitud, estaban siempre
resonando en su interior. ¡En fin, él había hecho lo que debía! Y con un gesto triste,
hablando solo en el silencio de la sala:
—¡Lo demás es cosa de su conciencia!
Aquella tarde, en la calle, se sabía ya que doña Felicidad Noroña habíase torcido
un pie en la Encarnación (otros dijeron que era una pierna rota), y que doña Luisa no
se apartaba de su cabecera… Pablo declaró con curiosidad:
—¡Eso es ser buena muchacha, muy buena muchacha!
Gertrudis, la del doctor, fue después, al anochecer, a preguntar a la tía Juana «si
era verdad lo de la pierna rota». La tía Juana lo rectificó: ¡era el pie, una torcedura del
pie! Y Gertrudis dijo al doctor, a la hora del té, que doña Felicidad se había caído y
estaba destrozada. Le ocurrió en la Encarnación, añadió. Dicen que está allí todo

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revolucionado. Duerme allí, incluso doña Luisita…
—¡Tonterías de beatas! —rezongó aburrido, el doctor.
Pero en la calle todos la elogiaban y hasta, a los pocos días, Teixeira Acevedo
(que apenas saludaba a Luisa), al encontrársela en la calle de San Roque, la detuvo, y
con un respetuoso saludo:
—Perdone usted, señora. ¿Cómo va su enferma?
—Mejor, muchas gracias.
—Pues revela usted, señora, gran solicitud yendo todos los días, con este calor, a
la Encarnación…
Luisa se sonrojó.
—Revela usted, sí, una gran solicitud, señora —exclamó él con énfasis—. Así lo
he dicho por todas partes. Una gran solicitud. ¡A su disposición, señora!
Y se alejó, conmovido.

* * *

Luisa fue, en efecto, aquel día a ver a doña Felicidad. Sufría una simple luxación, y
acostada en casa de Silveira con el pie envuelto en compresas con árnica, aterrada
ante la idea de «perder la pierna», se pasaba el día rodeada de amigas, lloriqueando,
saboreando los chismes del barrio y comiendo golosinas.
Apenas entraba alguien a verla, redoblaba en sus exclamaciones y lamentos;
venía luego la historia minuciosa, detallada, prolija de la «desgracia»: iba ella a bajar,
a poner el pie en el escalón; resbaló, notó que se iba a caer; se sostuvo aún, y pudo
decir: «¡Ay Virgen de la Salud!». Al principio, el dolor no fue muy grande, pero pudo
haberse matado; ¡fue un milagro! Todas las señoras coincidían en que «era realmente
un milagro». La miraban compungidas ¡e iban, por turno, a prosternarse y a pedir a
los santos especiales la curación de la de Noroña!
La primera visita de Luisa fue para doña Felicidad un consuelo, «le dio un gran
alivio», porque la afligía estar allí en la cama, ¡sin tener noticias de él, sin poder
hablar de él!
Y en los días siguientes, apenas se quedaba sola en la alcoba con Luisa la hacía
acercarse a la cabecera y con un murmullo misterioso le preguntaba: «¿Le había
visto? ¿Sabía de él?». Su gran pena era que el consejero no supiese que estaba
enferma, que no pudiera dedicarle los pensamientos compasivos a que su pie tenía
derecho, ¡y que hubieran sido un consuelo para su corazón! Pero Luisa no le veía y
doña Felicidad, removiéndose en el lecho, exhalaba hondos suspiros.
A las dos, Luisa salía de la Encarnación e iba a tomar un coche a la plaza del
Rocío; para no parar a la puerta del Paraíso alborotando con el ruido del carruaje, se
apeaba en la explanada de Santa Bárbara, y encogiéndose, pegada a la sombra de las

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casas, se apresuraba, con los ojos bajos y una vaga sonrisa de placer. Basilio la
esperaba, tumbado en la cama, en mangas de camisa. Para no aburrirse a solas, había
traído al Paraíso una botella de coñac, azúcar, limones y, con la puerta entornada,
fumaba, haciéndose grogs fríos. El tiempo se arrastraba, miraba a cada momento la
hora y, sin querer, escuchaba y seguía todos los ruidos íntimos de la familia de la
dueña, que vivía en los cuartos interiores: el llanto irritado de una criatura, una voz
catarrosa que regañaba y, de repente, una perrita que empezaba a ladrar furiosa.
Basilio encontraba aquello burgués y ordinario; se impacientaba. Pero el frufrú del
vestido rozaba la escalera, y tanto el tedio de él como los temores de ella se disipaban
inmediatamente con el calor de los primeros besos. Luisa tenía siempre prisa; quería
estar en su casa a las cinco «y tenía una buena tirada después». Entraba un poco
sofocada y a Basilio le gustaba el leve sudor tibio que cubría sus hombros desnudos.
—¿Y tu marido? —le preguntaba—. ¿Cuándo llega?
—No habla de eso para nada —y otras veces—: No he recibido nada, no sé nada.
Parecía ser aquélla la preocupación de Basilio, en la alegría egoísta de la reciente
posesión. Tenía entonces caricias muy extáticas; se arrodillaba a los pies de ella, y
poniendo una voz de niño:
—Lili no quiere a Bibí.
Ella reía medio desnuda, con una risa cantarína y licenciosa.
—Lili adora a Bibí… ¡Está loca por Bibi!
Y quería saber si pensaba en ella, lo que había hecho la víspera. Fue al Casino,
jugó un poco, volvió a su casa temprano, soñó con ella…
—¡Vivo sólo para ti, amor mío, créeme!
Y recostó la cabeza en su regazo, como abrumado por una felicidad excesiva.
Otras veces, más serio, le daba ciertos consejos sobre toilette u orientaba su gusto;
le pidió que no se pusiese postizos en el pelo, que no usase botas de elástico.
Luisa admiraba mucho su experiencia del lujo; le obedecía, se amoldaba a sus
ideas, hasta afectar, sin sentirlo, un desdén por la gente virtuosa, para imitar sus
opiniones libertinas.
Y lentamente, viendo aquella docilidad, Basilio no se tomaba la molestia de
coartarse, gozaba de ella ¡como si la pagase! ¡Hubo una mañana en que le escribió
dos líneas a lápiz diciéndole que «no podía ir al Paraíso», sin más explicaciones! En
una ocasión, incluso no acudió sin avisarla, y Luisa encontró la puerta cerrada. Llamó
tímidamente, miró por la cerradura, esperó palpitante y volvió muy desconsolada,
rendida de calor, con los ojos irritados por la polvareda y ganas de llorar.
No se tomaba el menor trabajo ni para darle un gusto. Luisa le había pedido que
fuese de cuando en cuando los domingos a su casa, a pasar la velada; estarían
Sebastián, el consejero y doña Felicidad, cuando se encontrase mejor; sería una
satisfacción para ella, y asistiendo daría además a sus relaciones un aire familiar, más

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íntimo.
Pero Basilio saltó:
—¿Cómo? Ir a cabecear de sueño entre cuatro entes… ¡Ah, no!…
—Pero si charlamos, hacemos música…
—Merci! ¡Conozco la música de las soirées de Lisboa! ¡El vals del Beso y El
trovador! ¡Quita!
Después habló dos o tres veces de Jorge, con desdén. Aquello la ofendió. E
incluso últimamente, cuando ella entraba en el Paraíso, no tenía ya la delicadeza
amorosa de levantarse alborozado: se incorporaba apenas en la cama y, quitándose
indolentemente el puro de la boca:
—¡Viva mi flor! —decía.
¡Y qué aire de superioridad el suyo cuando le hablaba!
Qué modo de encogerse de hombros, de exclamar: «¡Tú no comprendes nada de
esto!». Llegó a tener palabras crudas, gestos brutales. Y Luisa empezó a desconfiar de
que Basilio la amase; ¡apenas si la deseaba!
Al principio lloró. Decidió tener una explicación con él, romper si era necesario.
Pero lo aplazó, no se atrevía; la cara de Basilio, su voz, su mirada, la dominaban, y
avivando su pasión, le quitaban valor para irle con quejas. Porque estaba convencida
aún de que le adoraba; ¿qué era lo que daba tanta exaltación a su deseo sino la
grandeza del sentimiento?… ¡Gozaba tanto porque le amaba mucho!… Y su natural
honestidad, sus pudores se amparaban en aquel raciocinio sutil.
El tenía a veces una áspera sequedad de maneras, era cierto; ciertos tonos de
indiferencia, realmente… Pero en otros momentos, ¡cuántos mimos, qué temblores en
la voz, qué frenesí en las caricias!… La amaba también, no cabía duda. Aquella
certeza era su disculpa. Y como era el amor el que las producía, ¡no se avergonzaba
de las alegrías voluptuosas con que iba todas las mañanas al Paraíso!
Dos o tres veces, al regreso, habíase encontrado a Juliana, que subía también
presurosa por el Molino de Viento.
—¿De dónde venía usted? —la preguntó, ya en casa.
—Del médico, señora; he ido al médico.
Se quejaba de punzadas, de palpitaciones, de falta de aire.
—¡Flatos! ¡Flatos!

* * *

En efecto, Juliana hacía ahora todas sus tareas por la mañana; después, apenas Luisa,
hacia la una, doblaba la esquina, se iba a vestir, y muy ceñida en su vestido de
merino, con sombrero y sombrilla, venía a decir a Juana:
—Hasta luego, voy al médico.

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—Hasta luego, señora Juliana —decía la cocinera, radiante.
E iba en seguida a hacer la seña al carpintero.
Juliana bajaba por San Pedro de Alcántara, y cruzando la explanada del Carmen,
iba a la calleja enfrente del cuartel. Allí vivía, en un tercer piso, su íntima amiga la tía
Victoria.
Aquella vieja había sido comadrona. Aún conservaba sobre la puerta una placa
metálica, en la cual se leía en letras negras:

VICTORIA SUAREZ
COMADRONA

Pero en los últimos años su industria se hizo más complicada, más tortuosa.
La ejercía en una salita esterada, con mosquiteros de papel colgantes del techo
sucio, iluminada por dos tristes ventanas con antepecho. Un amplio sofá ocupaba casi
la pared del fondo: había sido seguramente de reps verde, pero la estofa, desgastada,
rota, remendada, tenía ahora, bajo las grandes manchas, un vago color pardusco; los
muelles partidos, rechinaban con estallidos metálicos; en uno de los bordes, dentro de
un hoyo abierto por el uso, dormía un gato todo el día, y uno de los lados de la
madera quemada revelaba que había sido salvado de un incendio. Encima del sofá
colgaba la litografía de don Pedro IV.[40] Entre las dos ventanas había una cómoda
alta, y sobre ella, entre un San Antonio y una cajita hecha de conchas, un tití disecado
con ojos de cristal se sostenía sobre una rama. Al entrar, veíase lo primero, junto a la
ventana frontera a la puerta, encima de una mesa cubierta de hule, una espalda flaca y
encorvada y un gorro de seda con una borla tiesa. Era el señor Gouvea, el escribiente.
El aire sofocante tenía un olor complejo, indefinido, mezcla de cuadra, de grasa y de
rehogado. Había allí gente siempre: gruesas matronas de mantón y pañuelo, cara
gordiflona y bozo; cocheros con el pelo aplastado, reluciente de pomada, y chaquetas
listadas; pesados gallegos color greda, de paso retumbante y forma basta; criaditas
pálidas, con ojeras, sombrilla de puño de hueso y guantes de piel con zurzidos en las
puntas de los dedos.
Frente a la sala se abría un cuarto que daba al zaguán, por cuya puertecilla verde
se veían a veces desaparecer espaldas respetables de ricachones o colas rumorosas de
vestidos sospechosos.
En ciertas ocasiones, los sábados, reuníanse allí cinco o seis personas; las viejas
hablaban bajo, con gestos misteriosos; se oía una disputa apenas sofocada en el
descansillo; unas jovencitas rompían a llorar de repente, y el señor Gouvea,
impasible, escribía en sus registros, lanzando hacia un lado escupitinajos
melancólicos.
La tía Victoria, mientras tanto, con su toca de encaje negro y su vestido rojo, iba y
venía, cuchicheaba, hacia tintinear el dinero, sacando a cada momento del bolsillo

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pedacitos de culantrillo para el catarro.
La tía Victoria era de gran utilidad; ¡se convertía en el centro de una serie de
actividades! La servidumbre baja e incluso la fina acudía allí, a su despacho, para
todo. Prestaba ella dinero a los cesantes; guardaba los ahorros de los previsores;
mandaba escribir al señor Gouvea la correspondencia amorosa o doméstica de los que
no habían ido a la escuela; vendía vestidos de segunda mano; alquilaba trajes;
aconsejaba colocaciones; recibía confidencias; dirigía intrigas; entendía de partos.
Ningún criado era recomendado por ella; pero admitidos o despedidos, nunca dejaban
de subir y de bajar las escaleras de la tía Victoria. Tenía además muchas relaciones,
infinitas condescendencias. Solteros maduros iban a entenderse con ella, para
encontrar el consuelo de una cocinera joven y de buenas carnes; era ella quien
proporcionaba criadas a las mujeres vigiladas; conocía a ciertos usureros discretos. Y
la gente decía: «¡La tía Victoria tiene más mañas que pelos!».
Pero últimamente, a pesar de sus «negocios», apenas entraba Juliana la conducía
hacia su cuarto de la parte posterior, cerraba la puerta ¡y «había para media hora»!
Juliana salía siempre colorada, con los ojos relucientes, ¡feliz! ¡Volvía rápido a
casa, y apenas entraba!:
—¿No ha vuelto aún la señora?
—Todavía no.
—Estará en la Encarnación. ¡Pobrecilla! ¡No tiene mala cruz ir a aguantar a la
vieja! Y luego, se da su paseo, naturalmente. ¡Hace muy bien en distraerse!
Juana era seguramente simple y obtusa; además, su pasión animal por el
jovenzuelo la embrutecía más. Sin embargo, notó que la señora Juliana andaba «muy
derretida» por la señora. Le dijo, incluso, un día:
—Parece que ahora le entra a usted más la señora.
—¿Que me entra más?
—Sí, quiero decir que es usted más… más…
—¿Más apegada a ella, quizá?
—Eso, más apegada.
—Siempre lo he sido. Pero ¡vaya! A veces la gente tiene sus repentes… Mire,
señora Juana, no hay nada mejor que esto. Una señora de muy buen genio, nada de
rarezas, ninguna sujeción… ¡Ay! ¡Es para dar gracias al Cielo por vivir en tal
sosiego!
—¡Sí que es para dárselas!
La casa, realmente, tenía un aspecto jovial de felicidad tranquila. Luisa salía a
diario y lo encontraba todo bien; no se impacientaba nunca; su antipatía por Juliana
parecía haber desaparecido. ¡La consideraba una infeliz! Juliana tomaba sus calditos,
daba sus paseos, meditaba. Juana, con mucha libertad, sola casi siempre en la casa, se
deleitaba con el carpintero. No venían visitas. Doña Felicidad, en la Encarnación, se

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empapaba en árnica. Sebastián habíase marchado a Almada para vigilar las obras. El
consejero partió hacia Cintra «a dar unas vacaciones al espíritu —según dijo a Luisa
—, y a deleitarse con las maravillas de aquel edén». Julián «el doctor», como decía
Juana, trabajaba en su tesis.
Las horas transcurrían con toda regularidad; había allí siempre un silencio
apaciguador. Un día, en la cocina Juliana, impresionada por aquel recogimiento feliz
de toda la casa, exclamó dirigiéndose a Juana:
—¡No se puede estar mejor! ¡La barca va por un mar de rosas!
Y añadió con una risita:
—¡Y yo al timón!

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Capítulo VII
Por aquel tiempo, una mañana en que Luisa iba hacia el Paraíso, vio de pronto salir
de un portal, un poco pasada la explanada de Santa Bárbara, la figura afanosa de
Ernestito.
—¡Tú por aquí, prima Luisa! —exclamó él entonces, muy sorprendido—. ¡Por
estos barrios! ¿Qué haces por aquí? ¡Gran milagro!
Venía todo colorado, con los bordes de la chaqueta de alpaca echados hacia atrás,
y agitaba con excitación un grueso rollo de papeles.
Luisa se quedó un poco cohibida; le dijo que iba a visitar a una amiga. ¡Oh! Él no
la conocía, acababa de llegar de Oporto…
—¡Ah, bien, bien! ¿Y qué has hecho, cómo lo pasas? ¿Cuándo vuelve Jorge? —se
disculpó después, por no haber ido a verla; ¡pero es que no tenía ni un minuto libre!
Por la mañana, la Aduana; por la noche, los ensayos…
—Entonces, ¿siguen bien las cosas?
—Siguen bien.
Y entusiasmado:
—¡Y cómo siguen! ¡Un primor! ¡Pero cuánto trabajo, cuánto trabajo! Venía ahora
de casa del actor Pinto, que hacía el papel de amante, de conde Monte Redondo;
habíale oído declamar las palabras finales del acto tercero: «¡Maldición, el Destino
funesto me aplasta! Pues bien, ¡lucharé a brazo partido con el Destino! ¡A la lucha!».
¡Era una maravilla! Acababa también de decirle que alterase el monólogo del acto
segundo. El empresario lo encontraba largo…
—Entonces, ¿sigue entremetiéndose el empresario?
—Un poco… —y con una cara radiante—: ¡Pero está entusiasmado! ¡Están todos
entusiasmados! Ayer me decía: «Lesmiña. Es el nombre que me han puesto por
broma. ¿Tiene gracia, verdad? Pues me decía: Lesmiña: ¡El día del estreno se
descuelga aquí todo Lisboa! ¡Usted los entierra a todos!». ¡Es un buen hombre! Y
ahora voy a casa de Bastos, el folletinista de «La Verdad». ¿No le conoces?
Luisa no se acordaba bien.
—¡Bastos, el de «La Verdad»! —insistió él.
Y viendo que a Luisa érale extraño aquel nombre y aquel individuo:
—¡Pues ahora es de lo más conocido! —e iba a describir sus rasgos, a citar sus
obras.
Pero Luisa, impaciente, para terminar:
—¡Ah, sí! Ahora le recuerdo perfectamente… ¡Ya sé!
—Pues sí, voy a su casa —adoptó un tono convencido—. Somos íntimos, ¡es muy
buen muchacho y tiene un pequeñuelo hermoso! —y apretándole mucho la mano—:
Adiós, prima; no puedo perder un momento. ¿Quieres que te acompañe?

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—No, es aquí cerca.
—¡Adiós, recuerdos a Jorge!
Iba a alejarse presuroso, pero volviéndose rápidamente, corrió detrás de ella.
—¡Ah! Se me olvidaba decírtelo… ¿Sabes que la perdoné?
Luisa abrió muchos los ojos.
—¡A la condesa, a mi heroína! —exclamó Ernestito.
—¡Ah!
—Sí; el marido la perdona, obtiene una embajada y se va a vivir al extranjero. Es
más natural…
—¡Sin duda! —dijo Luisa, distraída.
—Y la obra acaba diciendo el amante, el conde de Monte Redondo: «¡Y me iré a
un desierto a morir de esta pasión funesta!». ¡Será de mucho efecto! —estuvo
mirándola un momento, y, bruscamente—: ¡Adiós, Luisa; recuerdos a Jorge!
Y se alejó precipitadamente.
Luisa entró en el Paraíso muy contrariada. Contó aquel encuentro a Basilio.
¡Ernestito era tan estúpido! Podía hablar más adelante de aquello, citar la hora,
preguntar a Jorge quién era la amiga de Oporto.
Y, quitándose el velo y el sombrero:
—No, realmente es una imprudencia venir así tantas veces. Sería mejor no
repetirlo tanto. Pueden enterarse…
Basilio se encogió de hombros, contrariado:
—Pues si te parece, no vengas.
Luisa le miró un momento, y, haciendo una gran reverencia:
—¡Muchas gracias!
Y fue a ponerse el sombrero; pero él le sujetó las manos y, abrazándola, murmuro:
—¡Es que has hablado de no venir! Y yo, ¿qué? Yo, que estoy en Lisboa por tu
causa…
—No; realmente, dices a veces unas cosas… Tienes ciertos modales…
Basilio le ahogó las palabras con sus besos.
—¡Bah, bah, bah! ¡Nada de riñas! Perdóname. Estás tan bonita…
Luisa, al volver hacía su casa, pensaba en aquella «escena». «No —se decía—, no
era ya la primera vez que mostraba él un despego muy marcado con ella, por su
reputación, por su salud. La quería allí todos los días, egoístamente. Que las malas
lenguas hablasen, que los corrillos la desgarrasen, ¿qué le importaba a él? ¿Y por
qué?… Porque, en fin, ello saltaba a la vista, la amaba menos… ¡Sus palabras, sus
besos se enfriaban cada día un poco más!… Ya no tenía él aquellos arrebatos del
deseo en que la envolvía toda con una caricia palpitante, ni aquella abundancia de
sensación ¡que le hacía caer de rodillas con las manos trémulas como las de un viejo!
… Ya no se precipitaba hacia ella, apenas Luisa aparecía en la puerta, ¡como sobre

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una presa estremecida!… Ya no empleaba aquellas conversaciones pueriles, llenas de
risas, divagadoras y locas, a las que se entregaban, olvidados de todo, después de la
hora ardiente y física, ¡cuando ella se quedaba en una lasitud con la sangre fresca y la
cabeza recostada sobre sus brazos desnudos! ¡Pero ahora! ¡Cambiado el último beso,
Basilio encendía su puro, como en un restaurante al terminar la comida! Iba después
ante el espejito que había sobre el lavabo a peinarse con un peinecito de bolsillo. (¡Lo
que ella odiaba aquel peinecito!). ¡A veces hasta consultaba el reloj!… Y mientras
ella se arreglaba, no iba, como en los primeros tiempos, a ayudarle a ponerse el
cuello, a pincharse con sus alfileres, a reír en torno de ella, a despedirse con besos
apresurados de la desnudez de sus hombros antes que se abrochase el vestido. Iba
sólo a tamborilear en los cristales o a sentarse, con un aire taciturno, ¡y a balancear la
pierna!».
Además, realmente, no la respetaba ni la consideraba… Tratábala por encima del
hombro, como a una burguesilla poco educada y obtusa, que apenas si conoce su
barrio. ¡Y tenía un modo de pasear, fumando, con la cabeza alta, hablando del
«ingenio de la señora tal», de las toilettes de la «condesa cual»! ¡Como si ella fuera
estúpida y sus vestidos unos harapos! ¡Ah, era importuno! Y parecía, Dios la
perdonase, parecía hacerle un honor, un gran honor en poseerla… E inmediatamente
recordó a Jorge, ¡a Jorge, que la amaba con tanto respeto! ¡Jorge, para quien ella era
seguramente la más bonita, la más elegante, la más inteligente, la más seductora!…
¡Y pensaba, ya un poco, en que había sacrificado su feliz tranquilidad a un amor muy
incierto!
Finalmente, un día que le vio más distraído, más frío, tuvo una franca explicación
con él. Erguida, sentada en el canapé de paja, habló con buen sentido, despacio, con
un aire digno y estudiado: «Notaba claramente que él se aburría, que su gran amor
había pasado, que era, por tanto, humillante para ella que se viesen en aquellas
condiciones y que juzgaba más digno terminar…».
Basilio la miraba sorprendido de su solemnidad; percibía una preparación, un
fingimiento en aquellas frases, y dijo con mucha tranquilidad, sonriendo:
—¡Traías eso preparado!
Luisa se levantó bruscamente, y, mirándole con fijeza, hizo un gesto desdeñoso de
labios.
—¿Estás loca, Luisa?
—Estoy harta. Hago todos los sacrificios por ti, vengo aquí todos los días, me
comprometo, y ¿para qué? Para verte muy indiferente, muy seco…
—Pero, amor mío…
Ella tuvo una sonrisa de escarnio.
—¡Amor mío! ¡Oh, son ridículos estos fingimientos!
Basilio se impacientó.

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—¡No me faltaba más que esta escena! —exclamó, impetuosamente. Y
cruzándose de brazos delante de ella—: Pero tú ¿qué quieres?… ¿Quieres que te ame
como en el teatro, como en la ópera? ¡Sois todas lo mismo! Cuando un pobre diablo
ama con naturalidad, como todo el mundo, con su corazón, pero sin gestos de tenor,
juráis que es frío, que se aburre, que es un ingrato… Pero ¿qué quieres? ¿Quieres que
caiga de rodillas, que declame, que revuelva los ojos, que haga juramentos y demás
tonterías?…
—Son tonterías que tú hacías…
—¡Al principio! —respondió él, brutalmente—. Nos conocemos ya mucho para
eso, rica mía…
¡Y habían transcurrido apenas cinco semanas!
—¡Adiós! —dijo Luisa.
—Bien. ¿Te vas enfadada?
Ella contestó con los ojos bajos, poniéndose nerviosamente los guantes:
—No.
Basilio se colocó ante la puerta y, extendiendo los brazos:
—Pero sé razonable, querida. Una unión como la nuestra no es el dueto del
Fausto. Yo te amo; tú, creo yo, me quieres. Hacemos los sacrificios necesarios, nos
vemos, somos felices… ¿Qué diablos deseas más? ¿De qué te quejas?
Ella respondió con una sonrisa irónica y triste:
—No me quejo. Tienes razón.
—Entonces, ¿no te vas enfadada?
—No…
—¿Palabra?
—Sí.
Basilio le cogió las manos.
—Dale entonces un beso a Bibí…
Luisa le besó ligeramente en la cara.
—¡En la boquita, en la boquita! —y amenazándola con el dedo y mirándola
fijamente—. ¡Ah, qué geniecillo! Llevas realmente la sangre de don Antonio Brito,
nuestro apasionado tío, ¡que agarraba a las criadas por los pelos! —y sacudiéndole la
barbilla—: ¿Vendrás mañana?
Luisa vaciló un momento:
—Vendré.
Entró en su casa, furiosa, humillada. Eran las seis. Juliana vino a decirle muy
enojada que Juana había salido a las cuatro, no había vuelto y la comida estaba sin
hacer…
—¿Adonde ha ido?
Juliana se encogió de hombros con una sonrisita. Luisa comprendió. Habría ido

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con algún novio, con algún amorío… Tuvo un gesto de compasión desdeñosa.
—¡Sí que ganará mucho con eso! Buena tonta —dijo.
Juliana la miró espantada.
«¡Está borracha!», pensó.
—Bueno, ¡qué se le va a hacer! —exclamó Luisa—. Esperaré.
Y paseándose por el cuarto, excitada, removiendo su despecho:
—¡Qué egoísta, qué grosero, qué infame! ¡Y que se pierda una mujer por un
hombre así! ¡Es estúpido! ¡Cómo suplicaba él, cómo se empequeñecía y aparentaba
ser humilde al principio! ¡Lo que son los amores de los hombres! ¡Que fácilmente se
cansan!
E inmediatamente se le apareció la idea de Jorge. ¡Éste, no! Vivía con ella hacía
tres años ¡y su amor era siempre el mismo, vivo, tierno, sacrificado! ¡Pero el otro!
¡Qué indigno! ¡La conocía ya hacía tiempo! ¡Ah! ¡Estaba ahora bien segura de que él
no la había amado nunca! ¡La quiso por vanidad por capricho, por distracción, para
tener una mujer en Lisboa! ¡Así era! ¿Pero amor? ¡Quia!
¿Y ella misma, en fin? ¿Le amaba ella? Se concentró, se interrogó… Imaginó
casos, circunstancias: Si él quisiera llevarla lejos, a Francia, ¿iría? ¡No! Y si
enviudaba, por desgracia, ¿preveía alguna felicidad casándose con él? ¡No!
¡Pues entonces!… Y como una persona que destapa un frasco muy guardado y se
asombra de ver que el perfume ha desaparecido, se quedó toda pasmada de hallar
vacío su corazón. ¿Qué la impulsó entonces hacia él?… Ni ella misma lo sabía: el
estar ociosa, la curiosidad novelesca y morbosa de tener un amante, mil pequeñas
vanidades exaltadas, cierto deseo físico… ¿Sintió, por ventura, aquella felicidad que
dan los amores ilegales de que tanto se habla en las novelas y en las óperas, que
hacen olvidar todo en la vida, afrontar la muerte y hacerla casi atractiva? ¡Nunca!
Todo el placer que sintió al principio, que le pareció ser el amor, provenía de la
novedad, del saborcillo delicioso de comer la manzana prohibida, de las condiciones
misteriosas del Paraíso, de otras circunstancias tal vez ¡que no quería confesarse a sí
misma y que le hacían llorar por dentro!
Pero ¿qué cosa extraordinaria sentía ahora? ¡Dios Santo, empezaba a notarse
menos conmovida junto a su amante que junto a su marido! ¡Un beso de Jorge la
trastornaba más, y eso viviendo juntos hacía tres años! ¡Nunca se hastió al lado de
Jorge, nunca! ¡Y se hastiaba realmente al lado de Basilio! ¿En qué se había
convertido, finalmente, Basilio para ella? ¡Era como un marido poco amado al que
iba a amar fuera de casa! Pero entonces, ¿valía la pena? ¿Dónde estaba el defecto?
¡En el amor mismo, quizá! Porque, en fin, ella y Basilio estaban en las mejores
condiciones para conseguir una felicidad excepcional: eran jóvenes, los rodeaba el
misterio, los excitaba la dificultad. ¿Por qué, entonces, bostezaba casi? Es que el
amor es esencialmente perecedero y en el momento de nacer empieza ya a morir.

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Sólo los comienzos son buenos. Hay entonces un delirio, un entusiasmo, un
trocito de cielo. ¡Pero después!… ¿Sería, pues, necesario estar continuamente
comenzando para poder sentir siempre?… Era lo que hacía Leopoldina. Y se le
apareció entonces clara la explicación de aquella vida de Leopoldina, inconstante,
echándose un amante, conservándole una semana, abandonándole como un limón
exprimido ¡y renovando así constantemente la flor de la sensación! Y con la lógica
tortuosa de los amores ilegales, ¡su primer amante le hacía pensar vagamente en el
segundo!
Luego, al día siguiente, empezó a decirse ¡que estaba muy lejos el Paraíso! ¡Qué
pesadez, vestirse y salir con aquel calor! Mandó a Juliana a preguntar por doña
Felicidad y se quedó en casa, con una bata blanca, perezosa, saboreando su holganza.
Aquella tarde recibió una carta de Jorge. «Se retrasaría aún, pero su viudez
empezaba a pesarle ¿Cuándo se verían por fin en su casita, en su alcobita?…». Se
quedó muy conmovida. Un sentimiento de vergüenza, de remordimiento, una tierna
compasión hacia Jorge ¡tan bueno, el infeliz!, un deseo infinito de verle y de besarle,
el recuerdo de pasadas dichas la trastornaron hasta las profundidades de su ser. Fue a
contestarle en seguida, jurándole «que también ella estaba harta de verse sola, que
volviese, que era estúpida semejante separación…». Y en aquel momento era sincera.
Había cerrado el sobre cuando Juliana vino a traerle «una carta del hotel». Basilio
se mostraba desesperado:

… Como no viniste, veo que estás enfadada; pero es seguramente tu orgullo y


no tu amor el que te domina; no puedes imaginar lo que sentí al ver que no
venías hoy. Esperé hasta las cinco. ¡Qué suplicio! Fui tal vez seco, pero tú
también estabas agresiva. Debemos perdonarnos los dos, arrodillarnos uno
delante del otro y olvidar todo despecho en el mismo amor… Ven mañana.
¡Te adoro tanto! ¿Qué más prueba quieres que ésta que te doy abandonando
mis intereses, mis relaciones, mis gustos, enterrándome aquí en Lisboa?, etc.

Luisa se quedó muy nerviosa, sin saber qué debía hacer, qué debía querer. Aquello
era cierto. ¿Por qué estaba en Lisboa? Por ella. ¡Pero notaba ahora que no le amaba o
que le quería tan poco! Además era una vileza traicionar así a Jorge, tan bueno, tan
enamorado, que vivía íntegramente sólo para ella.
¡Pero si Basilio estaba realmente tan apasionado!… Sus ideas remolineaban como
hojas de otoño, agitadas por vientos contrarios. Deseaba ella estar tranquila, «que no
la persiguiesen». ¿Para qué volvía aquel hombre? ¡Jesús! ¿Que debía hacer? Sus
pensamientos, sus sentimientos se hallaban en un doloroso enredo.
Y a la mañana siguiente se encontró en la misma duda. ¿Iría, no iría? Afuera, el
calor, la polvareda de la calle, ¡hacíanla apetecer más su casa! Pero también, ¡qué

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desilusión para el pobre muchacho! Tiró al aire una moneda. Salió cruz; debía ir. Se
vistió, apática, sin ganas, sintiendo aún cierto deseo de esos refinamientos de placer
que dan las expansiones de la reconciliación…
Pero ¡qué sorpresa tuvo! Esperaba encontrarle humilde, de rodillas, y le halló con
la cabeza erguida, muy áspero.
—Luisa, parece increíble. ¿Por qué no viniste ayer?
El día anterior, cuando vio que ella faltaba, un gran despecho y un miedo mayor
aún: su concupiscencia temió perder aquel lindo cuerpo de muchacha y su orgullo se
escandalizó de ver libertarse aquella esclavita dócil. Resolvió, por tanto, «llamarla al
buen camino» a toda costa. Le escribió mostrándose sumiso para atraerla; decidió ser
severo para castigarla. Y añadió:
—Es una niñería ridícula ¿Por que no viniste?
Aquella actitud la irritó.
—Porque no quise.
Aunque intentó enmendarlo después:
—Porque no pude.
—¡Ah! ¿Y es ésta la manera de contestar a mi carta, Luisa?
—¿Y es ésta tu manera de recibirme?
Se miraron un momento, odiándose.
—¡Bueno, quieres provocar una cuestión! Eres como las otras.
—¿Qué otras?
Y toda escandalizada:
—¡Ah, esto es intolerable! ¡Adiós!
Fue a salir.
—¿Te vas, Luisa?
—Me voy. Es mejor que acabemos de una vez…
El corrió el pasador de la puerta rápidamente:
—¿Hablas en serio, Luisa?
—Sin duda. ¡Estoy harta!
—Bien. Adiós.
Abrió la puerta para dejarla pasar y se inclinó en silencio. Ella dio un paso y
Basilio, con voz un poco trémula:
—¿Entonces es para siempre? ¿Nunca más?…
Luisa se detuvo, blanca. Aquella triste palabra nunca más le produjo una
nostalgia, una conmoción. Rompió a llorar. Las lágrimas la embellecían siempre
¡Parecía tan apenada, tan frágil, tan desamparada!
Basilio cayó a sus pies: él también tenía los ojos húmedos.
—¡Si me dejaras, moriría!
Sus labios se juntaron en un beso profundo, largo, penetrante. La excitación

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nerviosa les dio momentáneamente la sinceridad de la pasión y fue aquella una
mañana deliciosa.
Ella le cogía entre sus brazos desnudos, pálida como la cera, y balbucía:
—¿No me dejarás nunca, no?
—¡Te lo juro! ¡Nunca, amor mío!
Pero se hacía tarde. ¡Era necesario irse! Y la misma idea se les ocurrió,
seguramente, porque se miraron con avidez, y Basilio murmuró:
—¡Si pudieras pasar aquí la noche!
Ella dijo, aterrada, casi suplicante:
—¡Oh, no me tientes, no me tientes!…
Basilio suspiro y dijo:
—No; era una tontería. Vete.
Luisa empezó a arreglarse de prisa. Y de repente se detuvo, con una sonrisa:
—¿Sabes una cosa?
—¿El qué, amor mío?
—¡Estoy muerta de hambre! No almorcé apenas. ¡Me caigo!
El se quedó desolado.
—¡Pobrecita, rica mía! Si yo supiese…
—¿Qué hora es, hijo?
Basilio consultó el reloj y dijo casi avergonzado:
—¡Las siete!
—¡Ay, Santo Dios!
Se puso el sombrero y el velo, apresuradamente.
—¡Qué tarde, Jesús! ¡Qué tarde!
—¿Y mañana, cuándo?
—A la una.
—¿Seguro?
—Seguro.
Al otro día fue muy puntual. Basilio salió a esperarla a la escalera, y apenas
entraron en el cuarto, devorándola a besos:
—¿Qué me has dado? ¡Desde ayer estoy loco!
Pero a Luisa la tenía muy intrigada un cesto que vio encima de la cama:
—¿Qué es eso?
El sonrió, la llevó de la mano hasta allí y, abriendo el cesto, con una seria
cortesía:
—¡Provisiones, festines, bacanales! ¡No volverás a decir que tienes hambre!
Era un lunch. Había sandwichs, un pâté de foie-gras, una botella de champaña, y,
envuelto en franela, hielo.
—¡Es magnífico! —dijo ella, con una sonrisa cálida, sonrosada de placer.

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—¡Ha sido lo que pude encontrar, mi querida prima! ¡Como ves, he pensado en
ti!
Puso el cesto en el suelo y yendo hacia ella con los brazos abiertos:
—¿Y tú, has pensado en mí, nena?
Sus ojos, la presión apasionada de sus brazos, contestaron por ella.
A las tres merendaron. Fue delicioso. Extendieron un mantel sobre la cama; la
vajilla llevaba la marca del Hotel Central: aquello parecíale a Luisa una locura
adorable, y reía con sensualidad haciendo tintinear los trocitos de hielo contra el
cristal de la copa, llena de champaña. Sentía una felicidad exuberante que se traducía
en grititos, en besos, en toda clase de gestos bulliciosos. Comió con gula, y resultaban
adorables sus brazos desnudos moviéndose por encima de los platos.
Nunca había encontrado tan guapo a Basilio; el cuarto mismo parecíale muy
adecuado para aquellas intimidades de la pasión; casi juzgaba posible vivir allí, en
aquel cuchitril, años enteros, feliz con él, en un amor permanente, con lunchs a las
tres… Hicieron las boberías clásicas: metíanse pedacitos en la boca; ella se reía
mostrando sus dientecillos blancos; bebían en la misma copa, se devoraban a besos, y
él quiso entonces enseñarla la verdadera forma de beber champaña. ¡Tal vez ella no lo
sabía!
—¿Cómo es? —preguntó Luisa, levantando la copa.
—¡No es con la copa! ¡Qué horror! Nadie que se precie bebe champaña en copa.
La copa es buena para el collares.
Tomó un sorbo de champaña, y, en un beso, lo pasó a la boca de ella Luisa se rió
mucho, lo encontró «divino», quiso beber más así. Iba poniéndose arrebatada y le
brillaban los ojos.
Habían quitado los platos de la cama; y sentada al borde del lecho, sus piececitos
y sus piernas enfundadas en unas medias color rosa, colgaban, se movían, mientras
un poco doblada, con los codos sobre el regazo y la cabecita de lado, tenía toda su
persona la gracia lánguida de una paloma fatigada.
Basilio la encontraba irresistible ¿Quién hubiera dicho que una burguesita podía
tener tanto chic, tanta seducción? Se arrodilló y, cogiéndole los piececitos, se los besó
después, criticando las ligas, «tan feas con los broches de metal», le besó
respetuosamente las rodillas y, muy bajito, le hizo una petición.
Ella se sonrojó, diciendo sonriente: «¡No! ¡No!». Y cuando salió de su delirio se
tapó la cara con las manos, toda arrebolada, y murmuró en tono de reproche:
—¡Oh, Basilio!
Él se retorcía el bigote, muy satisfecho. Habíale enseñado una nueva sensación:
¡la tenía en su mano!
Sólo a las seis se desprendió de sus brazos. Luisa le hizo jurar que había de pensar
en ella toda la noche. ¡No quería que saliera; tenía celos del casino, del aire, de todo!

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Y ya en el rellano se volvía, le besaba locamente y repetía:
—Hasta mañana temprano, ¿verdad? Para estarnos aquí todo el día.
—¿No vas a ver a doña Felicidad?
—¡Qué me importa doña Felicidad! ¡No me importa nadie! ¡Te quiero a ti y sólo
a ti!
—¿Al mediodía?
—¡Al mediodía!

* * *

¡Cuánto le pesó aquella noche la soledad de su cuarto! Sentía una impaciencia que la
impulsaba a prolongar la excitación de la tarde, a moverse. Intentó leer, pero bien
pronto tiró el libro; las dos velas encendidas sobre el tocador la parecían lúgubres; fue
a contemplar la noche, que era tibia y serena. Llamó a Juliana.
—Tráigame un chal; vamos a casa de doña Leopoldina.
Cuando llegaron abrió Justina la puerta, después de una gran tardanza,
desgreñada, en chambra blanca. Pareció muy asustada:
—¡La señora marchó a Oporto!
—¿A Oporto?
Sí. Permanecería allí quince días. Luisa se quedó muy desconsolada. Pero no
quiso volver a casa; su cuarto solitario la aterraba.
—Vamos un poco hasta allá abajo, Juliana. ¡Está tan hermosa la noche!
—¡Soberbia, señora!
Fueron por la calle de San Roque. Y como guiadas por las dos líneas de puntos de
gas, que seguían la calle de Alecrim, su pensamiento, su deseo, volaron en seguida
hacia el Hotel Central.
¿Estaría él allí? ¿Pensaría en ella? Si hubiese podido ir a sorprenderle de pronto,
arrojarse en sus brazos, curiosear sus baúles… Aquella idea hizo palpitar su corazón.
Entraron en la plaza de Camoens. La gente paseaba despacio sobre la sombra más
oscura que formaban los árboles; cuchicheaba en los bancos; bebía agua fresca;
crudas claridades de las ventanas, de puertas de tiendas resaltaban alrededor del tono
oscuro de la noche, y entre el rumor lento de las calles circundantes sobresalían las
voces agudas de los vendedores de diarios.
Entonces un individuo con sombrero de paja pasó tan cerca de ella, tan
intencionadamente, que Luisa tuvo miedo.
—Era mejor que volviésemos —dijo.
Pero en medio de la calle de San Roque el sombrero de paja reapareció, rozó casi
el hombro de Luisa; unos ojos saltones se clavaron en ella.
Luisa iba desesperada: el tictac de sus zapatitos sonaban ágilmente en las losas

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del paseo; de repente, junto a San Pedro de Alcántara, de debajo del sombrero de paja
salió una voz melosa y brasileña, diciendo junto a su cuello:
—¿Dónde vive la niña?
Se agarró, aterrada, al brazo de Juliana.
La voz repitió:
—No se enfade, niña. ¿Dónde vive?
—¡Mal educado! —rugió Juliana.
El sombrero de paja desapareció inmediatamente entre los árboles.
Llegaron a casa jadeantes. Luisa tenía ganas de llorar; se dejó caer en la causeuse,
extenuada, entristecida. ¡Qué imprudencia la suya yendo a pasear por las calles, de
noche, con una criada! Estaba loca, se desconocía. ¡Qué día aquel! Y lo recordaba
desde la mañana: el lunch, el champaña bebido en los besos de Basilio, sus delirios
repentinos, ¡qué vergüenza! Ir a casa de Leopoldina por la noche ¡y verse tomada en
la calle por una mujerzuela del Barrio Alto!… De repente se acordó de Jorge, en el
Alentejo, trabajando para ella, pensando en ella… Ocultó el rostro en las manos, se
odió y sus ojos se humedecieron.

* * *

Pero a la mañana siguiente despertó muy alegre. Sentía, sí, un vago sonrojo por todas
sus «tonterías» de la víspera, y como la sensación indefinida, corazonada o
presentimiento, de que no debía ir al Paraíso. Su deseo, sin embargo, que la empujaba
hacia allí vivamente, le proporcionó en seguida varias razones; era desilusionar a
Basilio; de no ir hoy no debía volver más y terminar entonces… Además, la mañana,
muy hermosa, la atraía hacia la calle; llovió aquella noche y el calor amenguó; había
en los tonos de la luz y del azul un frescor lavado y suave.
Y a las once y media bajaba por el Molino de Viento, cuando vio la figura, digna
del consejero Acacio que subía por la calle de la Rosa, despacio, con el quitasol
cerrado y la cabeza alta.
Apenas la divisó, se precipitó, e inclinándose profundamente:
—¡Qué encuentro más feliz!…
—¿Cómo está, consejero? ¡Dichosos los ojos que le ven!
—¿Y usted, señora mía? ¡Le encuentro un aspecto excelente!…
Se colocó a la izquierda, con un movimiento solemne, y se puso a andar al lado
de ella.
—¿Me permite usted que la acompañe en su paseo?
—Ya lo creo, con mucho gusto. Pero ¿qué ha sido de usted? ¡Tengo que regañarle
mucho!
—Estuve en Cintra, querida señora —y deteniéndose—: ¿No lo sabía? ¡Lo

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publicó el «Diario de Noticias»!
—Pero ¿y después de volver de Cintra?
El replicó:
—¡Ah! He estado ocupadísimo. ¡Ocupadísimo! Completamente absorto en la
compilación de ciertos documentos que me eran indispensables para mi libro… —y
después de una pausa—: …cuyo título no ignora usted, me parece.
Luisa no se acordaba bien. El consejero, entonces, expuso el título, los fines, los
nombres de algunos capítulos, la utilidad de la obra: era la Descripción pintoresca de
las principales ciudades de Portugal y de sus más famosos establecimientos.
—Es una guía, pero una guía científica. Lo ilustraré con un ejemplo: ¿Quiere
usted ir a Braganza? Sin mi libro es muy natural (seguro diré mejor) que vuelva sin
haber gozado de las curiosidades locales; con mi libro recorre usted los edificios más
notables, consigue un fondo muy sólido de instrucción y obtiene al mismo tiempo un
placer.
Luisa le escuchaba apenas; sonriendo vagamente bajo su velillo blanco.
—¡Hoy está muy agradable! —dijo ella.
—¡Agradabilísimo! ¡Un día vivificador!
—¡Qué buen fresco hace aquí!
Habían entrado en San Pedro de Alcántara: un aire suave corría entre los árboles
más verdes; el suelo, compacto, sin polvo, conservaba todavía una ligera humedad y,
a pesar del fuerte sol, el cielo azul parecía ligero y muy lejano.
El consejero habló entonces del verano. ¡Había sido tórrido! ¡En su comedor llegó
a tener cuarenta y ocho grados a la sombra!, ¡cuarenta y ocho grados! —y
campechanamente, queriendo en seguida disculpar a la habitación de aquel exceso
canicular—: ¡Pero es que está expuesto al sol, hay que hacerle esa justicia! ¡Queda
orientado a mediodía! Hoy, sin embargo, hace un día que restaura, verdaderamente.
La invitó, incluso, a dar una vuelta, abajo, por el jardín. Luisa titubeó. Y el
consejero, sacando el reloj y mirándolo desde muy lejos, declaró que no era aún
mediodía. Estaba puesto por el Arsenal, era un reloj inglés.
—¡Son muy preferibles a los suizos! —añadió en tono solemne.
Cobardemente, por inercia, enervada por la voz pomposa del consejero, Luisa fue
bajando, contrariada, las gradas hacia el jardín. «Además —pensó—, tenía tiempo,
tomaría un coche…».
Fueron a apoyarse en las verjas. A través de los barrotes veían, bajando en
declive, tejados oscuros, huecos de patios, crestas de muros con alguna mísera
verdura de huerta reseca; después, al fondo del valle, el Paseo extendía su masa de
follaje, larga y oblonga, donde blanqueaban, a trechos, trozos de la calle enarenada.
Allá lejos erguíanse las fachadas inexpresivas de la calle Oriental, bañadas por una
luz fuerte que hacía centellear los cristales; por detrás, se iban elevando en el mismo

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plano terrenos de un verde requemado cercados por gruesos muros sombrosos; la
pétrea arquitectura de la Encarnación, de un amarillo triste; otras construcciones
separadas, hasta el alto de Gracia lleno de edificios eclesiásticos, con hileras de
ventanitas conventuales y torres de iglesias, muy blancas sobre el azul, y la Peña de
Francia, más a lo lejos, hacía resaltar la crudeza del muro encalado, del que sobresalía
una franja verde de arboleda. A la derecha, sobre el monte pelado se asentaba el
castillo achaparrado, innoblemente sucio. Y la línea muy quebrada de tejados, de
esquinas de casas de la Morería y de Alfama, descendía en ángulos bruscos hasta las
dos pesadas torres de la catedral, de aspecto abacial y secular. Veíase después un
trozo del río, bañado por la luz; dos velas blancas pasaban despacio; y en la otra
orilla, al pie de una colina baja que el aire distante azuleaba, extendíase la hilera de
casas entre una polvareda de un blanco de yeso brillante. Subía de la ciudad un rumor
fuerte y lento en el que se mezclaban el rodar de los coches, el pesado rechinar de las
carretas de bueyes, la vibración metálica de los carros que transportaban hierro y
algún grito agudo de pregón.
—¡Gran panorama! —dijo el consejero con énfasis.
Y emprendió entonces el elogio de la ciudad. Era una de las más bellas de
Europa, sin duda. ¡Y en cuanto a entrada, sólo Constantinopla! Los extranjeros la
envidiaban enormemente. Había sido en otro tiempo un gran emporio. ¡Y era una
pena que la canalización fuese tan mala y la edificación tan negligente!
—¡Esto debía estar en manos de los ingleses, mi querida señora! —dijo.
Pero se arrepintió prontamente de aquella frase antipatriótica. Juró que «había
sido un decir». Quería la independencia de su país; moriría por ella si fuera necesario;
¡ni ingleses ni castellanos!…
—¡Nosotros solos, señora mía! —y agregó con voz respetuosa—: ¡Y Dios!
—¡Qué bonito está el río! —dijo Luisa.
Acacio se enderezó, murmurando en tono profundo:
—¡El Tajo!
Quiso entonces dar una vuelta por el jardín. Sobre los arriates revoloteaban
mariposas blancas, amarillas; un gotear de agua producía en el estanque una cadencia
de jardín burgués; predominaba un aroma de vainilla; sobre las cabezas de los bustos
de mármol que se alzaban entre los macizos y las matas de dalias se posaban unos
pájaros.
A Luisa le agradaba aquel jardincillo, pero detestaba sus verjas tan altas…
—¡Es a causa de los suicidios! —replicó el consejero.
Aunque, en opinión suya, los suicidios en Lisboa disminuían considerablemente,
atribuía aquello a la manera severa y muy loable con que la prensa los condenaba.
—Porque en Portugal, créame, señora, ¡la prensa es una fuerza!
—¡Si fuéramos andando!… —apuntó Luisa.

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El consejero se inclinó, pero viéndole coger una flor, contuvo con viveza su
brazo:
—¡Ah, mi querida señora, por ser usted quien es! ¡Los reglamentos son muy
explícitos! No los infrinjamos, no los infrinjamos —y añadió—: El ejemplo debe
venir de arriba.
Fueron saliendo y Luisa pensó:
«Va hacia su casa, me dejará en el Loreto».
En la calle de San Roque echó un vistazo al reloj de una confitería: ¡eran las doce
y media! ¡Basilio esperaba ya!
Apresuró el paso, y se detuvo en el Loreto. El consejero la miró, sonriente,
esperando.
—¡Ah, creí que iba usted a su casa, consejero!
—Ahora quiero acompañarla, si usted me lo permite. ¿No seré, ciertamente,
indiscreto?
—¡Vamos! De ningún modo.
Pasó un carruaje oficial, seguido de un lacayo, al trote.
El consejero, con un movimiento ansioso, se quitó con amplio ademán el
sombrero.
—Es el presidente del Consejo. ¿No lo vio? Me hizo una seña desde dentro.
Comenzó en seguida su elogio. Era nuestro primer parlamentario. ¡Vastísimo
talento, oratoria muy trabajada! E iba seguramente a hablar de las cosas públicas;
pero Luisa cruzó hacia los Mártires, recogiéndose un poco el vestido a causa del
barro que allí quedaba. Se detuvo a la puerta de la iglesia, y, sonriendo:
—Voy a rezar aquí un poco. No quiero hacerle esperar. Adiós, consejero, que
vaya por casa.
Cerró la sombrilla y le tendió la mano.
—¡Vamos, mi querida señora! Esperaré, si veo que no se detiene mucho.
Esperaré, no tengo prisa —y, respetuoso—: ¡Es muy loable ese fervor!
Luisa entró en la iglesia, desesperada. Se quedó en pie, debajo del coro,
calculando:
—¡Me detengo aquí y, cansado de esperar, se marchará!
Encima de su cabeza relucían suavemente los colgantes de cristal de las arañas.
Había una luz velada, igual, un poco débil. Y las cornisas encaladas, la madera muy
fregada del suelo, las balustradas laterales de piedra daban una tonalidad clara,
blanquecina, en la que resaltaban los dorados de la capilla, los frontales rojos de los
púlpitos, al fondo dos reposteros de un rojo más oscuro, y bajo el dosel, color
morado, los oros del Trono. Un silencio alto y fresco sosegaba. Delante del
Baptisterio, un joven arrodillado, con un cubo de cinc al lado, fregaba el suelo con
una bayeta discretamente; espaldas de beatas, con mantones o chales ceñidos, se

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curvaban aquí y allá, ante el altar, y un viejo con chaqueta de gruesa lana, postrado en
medio de la iglesia, musitaba oraciones en una melopea lúgubre: veíase su cabeza
calva, las tachuelas enormes de sus zapatos, y a cada momento, inclinándose, se
golpeaba el pecho con desesperación.
Luisa fue hacia el altar mayor. Basilio se impacientaría seguramente. ¡Pobre
chico! Preguntó entonces, tímidamente la hora a un sacristán que pasaba. El
individuo alzó su rostro color sidra hacia una ventana de la cúpula, y mirando a Luisa
de soslayo:
—Serán las dos.
¡Las dos! ¡Basilio era capaz de no esperar! Le invadió el temor de perder su
mañana amorosa, ¡un áspero deseo de verse en el Paraíso, en brazos de él! Y
contempló vagamente los santos, las vírgenes traspasadas de puñales, los Cristos
llagados, ¡llena de impaciencias voluptuosas, rememorando el cuarto, la camita de
hierro, el bigotillo de Basilio!… Pero siguió allí, quería «cansar al consejero, dejar
que se marchase». Cuando creyó que se habría ido, salió despacito. Le vio en seguida
en la puerta, erguido, con las manos en la espalda leyendo la lista de los jurados.
Empezó él inmediatamente a ensalzar su devoción. No había entrado porque no
quiso perturbar su recogimiento. ¡Pero la aprobaba con toda su alma! La falta de
religión era la causa de toda la inmoralidad que se propagaba…
—Y, además, es de buena educación. Habrá usted advertido que toda la nobleza
practica…
Se calló; erguía su estatura, muy satisfecho de bajar por el Chiado con aquella
linda señora, tan admirada. E incluso, al pasar por un grupo, se inclinó hacia ella
misteriosamente y le dijo al oído, sonriendo:
—¡Es un día notable!
Y la ofreció pasteles, ante la puerta de Baltreschi. Luisa los rechazó.
—Lo comprendo. Encuentro todavía muy sensata la regularidad en las comidas.
Su voz llegaba ahora hasta Luisa con la impertinencia de un zumbido; a pesar de
no hacer calor, jadeaba, le hervía la sangre en el cuerpo; sentía deseos de echar a
correr de repente, y seguía andando despacio, sintiéndose desgraciada, como
sonámbula, con muchas ganas de llorar.
Sin razón, al azar, entró en la tienda de Valente. ¡Las dos y media! Después de
titubear pidió corbatas de fotilará a un tendero rubio y jovial.
—¿Blancas? ¿De color? ¿A listas? ¿De pintitas?
—Sí; ya veré, surtidas.
No le gustaron. Las desdoblaba, las estiraba, poníalas de lado y miraba alrededor,
vagamente pálida… El tendero le preguntó si se sentía mal; le ofreció agua, cualquier
cosa…
No era nada; el aire la sentaría bien; ya volvería. Salió. El consejero, muy solícito,

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se brindó a acompañarla a una buena farmacia a tomar agua de azahar… Bajaban
entonces por la calle Nueva del Carmen y el consejero iba afirmando que el tendero
estuvo muy atento: no le sorprendía, porque en el comercio había hijos de buenas
familias y citó ejemplos.
Pero viéndola callada:
—¿Se siente aún molesta?
—No, estoy bien.
—¡Hemos dado un paseo delicioso!
Fueron a lo largo del Rocío, hasta el final. Dieron allí la vuelta, lo cruzaron en
diagonal. Y por el lado del Arco de Bandeira se acercaron a la calle del Ouro. Luisa
miraba alrededor, afligida, buscando una idea, una ocasión, un acontecimiento; el
consejero, a su lado, serio, disertaba. A la vista del teatro de Doña María, la
emprendió con las cuestiones de arte dramático: le parecía que la obra de Ernestito
era quizá demasiado fuerte. Además, a él sólo le gustaban las comedias. ¡No era que
no se entusiasmase con las bellezas de un Fray Luis de Sousa![41] Pero su salud no le
permitía las emociones fuertes. Así, por ejemplo…
Pero Luisa tuvo una idea, e inmediatamente:
—¡Ah, me olvidaba! Tengo que ir a Vitry. Me van a empastar una muela.
El consejero, interrumpido, la miró. Y Luisa, tendiéndole la mano, con voz
apresurada:
—Adiós, que vaya usted, ¿eh? —y se precipitó en el portal de Vitry.
Subió hasta el piso primero, corriendo, recogiéndose las faldas; se paró jadeante;
esperó; bajó luego despacio y acechó a la puerta… La figura del consejero se alejaba
erguida, digna, hacia los ministerios.
Llamó un coche.
—¡A toda prisa! —exclamó.
El carruaje entró casi al galope por la calleja del Paraíso. Unas caras asombradas
aparecieron en la ventana. Subió palpitante. La puerta estaba cerrada, y en seguida se
abrió la de al lado, y la voz meliflua de la dueña musitó:
—Ya se marchó. Hará una media hora.
Bajó. Dio las señas de su casa al cochero, y, arrojándose en el fondo del cupé,
rompió a llorar histéricamente. Bajó las cortinillas para esconderse, se arrancó el
velillo, rasgó un guante, sintiendo en su interior violencias inesperadas. ¡Entonces le
acometió un deseo frenético de ver a Basilio! Golpeó en los cristales
desesperadamente y gritó:
—¡Al Hotel Central!
Pues estaba en uno de esos momentos en que los temperamentos sensibles tienen
impulsos indomables; existe una delicia colérica en despedazar los deberes y las
conveniencias, ¡y el alma busca ansiosamente el mal con estremecimientos de

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sensualidad!
El tronco se paró, resbalando, a la puerta del hotel.
El señor Brito no estaba; el señor vizconde Reinaldo, sí.
—Bien. ¡A casa, adonde le dije antes!
El cochero arrancó. Y Luisa, agitada por una irritabilidad febril, insultaba al
consejero, ¡aquel estafermo, aquel imbécil! ¡Maldecía la vida que le había hecho
conocerle a él y a todos los amigos de la casa! ¡Sentía un deseo áspero de mandar el
matrimonio al diablo, de hacer lo que se le antojase!
Al llegar a su puerta no tenía cambio para el cochero.
—¡Espere! —dijo subiendo furiosa—. ¡Ahora le pagarán!
«¡Qué fiera!», pensó el cochero.
Fue Juana la que salió a abrir, y retrocedió casi, viéndola tan encendida, tan
excitada.
Luisa fue al cuarto en derechura, el cuco dio las tres. Estaba allí todo
desarreglado: unos floreros en el suelo, el tocador cubierto con una sabanilla vieja,
ropa sucia por las sillas. Y Juliana, con un pañuelo atado a la cabeza, barría
tranquilamente, canturreando.
—¡Entonces, no ha arreglado usted aún el cuarto! —gritó Luisa.
Juliana se estremeció ante aquella cólera inesperada.
—¡Estaba ahora haciéndolo, señora!
—¡Que está usted haciéndolo, ya lo veo! —estalló—: Luisa ¡Son las tres de la
tarde y todavía el cuarto en este estado!
Había tirado el sombrero y la sombrilla.
—Como la señora suele venir siempre más tarde… —dijo Juliana.
Y sus labios palidecieron.
—¿Qué le importa a usted la hora a que yo vengo? ¿Qué tiene usted que ver con
esto? Su obligación es arreglarlo en cuanto me levante. ¡Y si no le conviene, la cuenta
y a la calle!
Juliana se puso escarlata y, clavando en Luisa unos ojos inyectados:
—Mire, ¿sabe lo que le digo? ¡Que se me acabó el aguante!
Y empujó violentamente la basura.
—¡Salga! —chilló Luisa—. ¡Salga inmediatamente! ¡No siga un momento más en
esta casa!
Juliana se puso delante de ella, y dándose palmadas convulsivas en el pecho y con
voz ronca:
—¡Saldré si quiero! ¡Si quiero!
—¡Juana! —gritó Luisa.
¡Quería llamar a la cocinera, a un hombre, a un guardia, a alguien! Pero Juliana,
descompuesta, con el puño alzado, temblando toda:

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—¡No me saque de mis casillas, señora! ¡No me haga perder la cabeza, señora!
—y con voz estrangulada, a través de los dientes cerrados—: ¡Mire, que no todos los
papeles fueron a la basura!
Luisa gritó, retrocediendo:
—¿Qué dice usted?
—¡Que las cartas que la señora escribe a sus amantes las tengo aquí! —y se
golpeó en el bolsillo, ferozmente.
Luisa se quedó un momento con los ojos desvariados, y se desplomó después en
el suelo, junto a la caúsense, desmayada.

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Capítulo VIII
La primera impresión de Luisa, apenas volvió en sí, fue que dos figuras que no
conocía estaban inclinadas sobre ella. Una, la más fuerte, se apartó; el frío sonido de
un frasco de cristal, dejado sobre el mármol del tocador, la despertó. Oyó entonces
una voz que decía quedamente:
—Está mucho mejor. Pero ¿y le dio de repente, señora Juliana?
—De repente.
—Yo la vi entrar tan sofocada…
Unas pisadas cautelosas se acercaron y la voz de Juana le preguntó junto a la cara:
—¿Está mejor la señora?
Abrió los ojos y fue recobrando la percepción clara de las cosas: estaba tendida en
la causease, le habían desabrochado el vestido y flotaba en el cuarto un fuerte olor a
vinagre. Se incorporó sobre el codo, despacio, con una mirada errante, vaga:
—¿Y la otra?
—¿Juliana? Ha ido a echarse. Tampoco se encontraba bien; fue al ver así a la
señora, pobrecilla… ¿Está usted mejor?
Se sentó. Sentía un gran cansancio en todo el cuerpo: el cuarto entero le pareció
que oscilaba lentamente.
—Puede usted irse, Juana, puede irse —dijo.
—¿La señora no necesita nada más? Tal vez un caldito la sentase bien…
Una vez sola, Luisa miró a su alrededor, espantada. Estaba ya todo arreglado; los
balcones cerrados. Un guante quedó caído en el suelo, se levantó, vacilante aún; fue a
recogerlo, estuvo estirando los dediles maquinalmente, como sonámbula, y lo guardó
en el cajón del tocador. Se alisó el pelo: se encontró cambiada, con otra expresión,
como si fuera ella otra, y el silencio del cuarto le pareció extraordinario.
—Señora… —dijo la voz tímida de Juana.
—¿Qué es?
—El cochero.
Luisa se volvió sin comprender.
—¿Qué cochero?
—Un cochero. Dice que la señora no tenía cambio, que le mandó esperar…
—¡Ah!…
Y como una luz de gas que brota súbitamente e ilumina una decoración ¡vio en un
relámpago toda «su desgracia»!
Se quedó tan trémula, que apenas pudo abrir el cajoncito de la cómoda:
—Me había olvidado, me había olvidado… —balbuceó.
Dio el dinero a Juana, y dejándose caer sobre la causease:
—¡Estoy perdida! —murmuró, apretándose la cabeza con las manos.

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¡Todo descubierto! Y aparecieron en seguida en su espíritu, con la intensidad de
unos dibujos negros sobre un muro blanco, el furor de Jorge, el espanto de sus
amigos, la indignación de unos, el escarnio de otros; y aquellas imágenes cayendo
con ruido en su alma, como combustible en una hoguera, transmitíanla
desesperadamente el terror.
¿Qué recurso le quedaba? ¡Huir con Basilio!
Aquella idea, la primera, la única, se clavó en ella impetuosamente, la traspasó
como el agua de una inundación que cubre de pronto un campo. ¡Él le había jurado
tantas veces que serían muy felices en París, en su piso de la calle de Saint-Florentin!
¡Pues bien, iría! No llevaría equipaje; metería en su pequeño maletín de piel alguna
ropa blanca, las alhajas de su madre… ¿Y las criadas? ¿Y la casa?… ¡Dejaría una
carta a Sebastián para que viniese y lo cerrase todo… Llevaría en el viaje el vestido
de algodón azul!, ¡o el negro! y nada más. El resto lo compraría lejos, en otras
ciudades…
—Si la señora quiere venir a comer… —dijo Juana, desde la puerta. Se había
puesto un delantal blanco, y añadió—: Juliana está acostada; dice que tiene un dolor y
que no puede servir la mesa.
—Ya voy.
Tomó apenas una cucharada de sopa, bebió un gran sorbo de agua y levantándose:
—¿Qué tiene?
—Dice que es un dolor muy fuerte en el corazón.
¡Si muriese! ¡Estaría salvada! ¡Podría quedarse allí entonces! Y con una
esperanza perversa:
—¡Vaya a ver, Juana; vaya a ver cómo está!
¡Había oído hablar de tantas personas muertas por un dolor!
Iría entonces al cuarto de ella a rebuscar en su baúl, a coger la carta. Y no la
asustaría el silencio de la muerte, ni la lividez del cadáver…
Está más descansada, señora —vino a explicarle Juana—; dice que luego se
levantará. Entonces, ¿no come la señora? ¡Vaya!
—No. Y entró en su cuarto, pensando: «¿De qué me sirve estar imaginando
cosas? Solo me queda la fuga».
Decidióse entonces a escribir a Sebastián; pero no pudo acertar a trazar más
palabras que las del comienzo, en la parte alta, con una letra muy temblona: ¡Amigo
mío! ¿Para qué iba a escribir? Cuando, al otro día, ella no volviese ni por la tarde ni
por la noche, las criadas, la otra, ¡la infame!, irían en seguida a casa de Sebastián. Era
el íntimo de la casa. ¡Qué espanto el de él! Se imaginaría algún accidente, correría a
la Encarnación, después a la Policía. ¡Esperaría, angustiado, hasta la madrugada!
Todo el día siguiente lo pasaría con nuevas esperanzas de verla llegar, con
decepciones aterradas, ¡hasta telegrafiaría a Jorge! ¡Y a esas horas seguramente, ella,

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encogida en un rincón del departamento, rodaría, con el ruido jadeante de la máquina,
hacia un nuevo destino!…
Pero ¿por qué afligirse, en realidad? ¡Cuántas envidiarían su desgracia! ¡No había
nada triste en abandonar su vida estrecha, entre cuatro paredes, pasada en hacer
cuentas de cocina y crochet; en partir con un hombre joven y amado, en marchar a
París!, ¡a París! ¡Vivir allí, entre los consuelos del lujo, en alcobas de seda, con un
palco en la Ópera!… ¡Era muy tonta en afligirse! Casi resultaba una felicidad aquel
«desastre». Sin aquello no hubiese tenido nunca valor para despedirse de su vida
burguesa; ¡hasta cuando un alto deseo la impulsaba siempre había una timidez mayor
que la retenía!
¡Y además, al huir, su amor se dignificaba! Sería de un hombre solo. ¡No tendría
que amar en casa y fuera de casa! Se le ocurrió, incluso, la idea de ir a ver
inmediatamente a Basilio, de «acabar con aquello de una vez». Pero era tarde para ir
al hotel, temía las calles oscuras, la noche y los borrachos…
Fue a preparar el maletín de piel. Metió unos pañuelos, alguna ropa blanca, el
estuche para las uñas, el rosario que le dio Basilio, la pulsera, algunas alhajas que
habían pertenecido a su madre… Quiso llevarse también las cartas de Basilio… Las
tenía guardadas en un cofre de sándalo, en el cajón del ropero. Las esparció sobre su
regazo; abrió una, de la que cayó una florecilla seca; otra que tenía, en el doblez, la
fotografía de Basilio. De repente le pareció ¡que no estaban completas. Tenía siete,
cinco tarjetones cortos y dos cartas: la primera que él la escribió!, ¡tan tierna! ¡Y la
última del día de la riña! Las contó… ¡Faltaban, en efecto la primera y dos tarjetones!
¡Las había robado también! Se levantó, lívida. ¡Ah qué infame! ¡Le entró un deseo
rabioso de subir al desván, de luchar con ella, de arrancárselas, de estrangularla…!
¡Qué le importaba, en fin! Y se dejó caer en la causeuse, aniquilada. ¡Que ella tuviese
una, dos, todas, representaba la misma desgracia!
Y, muy excitada, fue a preparar el vestido negro que debía llevar, el sombrero,
una manta de viaje…
El cuco cantó las diez. Entonces entró en la alcoba; puso el candelabro sobre la
mesita y se quedó mirando el amplio lecho con sus cortinas de fustán blanco. ¡Era la
última vez que dormía allí! Ella fue la que bordó aquella colcha de crochet el primer
año de casada. No había una malla que no correspondiese a una alegría. Jorge, a
veces, iba a verla trabajar, y, callado, la contemplaba con una sonrisa o le hablaba
bajo, ¡enrollando despacio con los dedos el hilo de grueso algodón! Allí había
dormido con él tres años: su sitio estaba allá, del lado de la pared… En aquella cama
estuvo ella enferma, con la neumonía. Durante semanas enteras, él no se acostó,
velándola, arropándola, dándole los caldos, las medicinas, con toda clase de palabras
dulces, ¡que le hacían tanto bien!… Le hablaba como a una niña; le decía «esto va a
pasar, mañana estás ya buena y nos iremos de paseo». ¡Pero su mirada ansiosa estaba

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empañada de lágrimas! O también le rogaba: «¿Mejora usted, verdad? ¡Hágame el
favor, mi querida señora!…». Y ella deseaba curarse de tal modo ¡que sentía como si
la invadiese una ligera oleada de vida que refrescaba su sangre!
¡En los primeros días de la convalecencia era él quien la vestía! Se arrodillaba
para ponerle los zapatos, la envolvía en la bata, la dejaba echada en la causeuse, se
sentaba a su lado a leerle novelas, a dibujarle paisajes, a recortarle soldados de papel.
Y Luisa dependía por entero de él. ¡No tenía a nadie en el mundo que la cuidase, que
sufriese, que llorase por ella, más que a él! Se dormía con sus manos en las de él,
porque la enfermedad le dejó un miedo vago a las pesadillas de la fiebre, y el pobre
Jorge, para no despertarla, permanecía allí con la mano cogida, horas y horas, sin
moverse. Se acostaba vestido en un colchoncito, junto a ella. Muchas veces, al
despertarse de noche, le había visto limpiarse las lágrimas, de alegría, sin duda,
¡porque ella entonces estaba salvada! El médico, aquel buen doctor Camiña, se lo
había dicho: «Está fuera de peligro. Ahora a recomponer ese cuerpecillo». ¡Y Jorge,
el pobre Jorge, infeliz, sin decir nada, estrechó las manos del viejo y se las cubrió de
besos!
¡Y ahora, cuando él lo supiera, cuando él volviese! ¡Cuando al entrar allí en la
alcoba viese los dos almohadones todavía! Ella se encontraría ya lejos, con otro, por
caminos extraños, oyendo otra lengua. ¡Qué horror!
Y él estaría allí, solo en aquella casa, llorando, abrazado a Sebastián. ¡Cuántos
recuerdos de ella para torturarle! ¡Sus vestidos, sus chinelas, sus peines, la casa toda!
¡Qué triste vida la de él! ¡Dormiría allí solo! Ya no tendría a nadie que le pasase el
brazo por el cuello, que le dijese: «¡Es tarde, Jorge!». Todo habría terminado para los
dos. ¡Nunca más! Rompió a llorar, de bruces sobre la cama…
Pero la voz de Juliana habló alto en el comedor con Juana. Se levantó aterrada.
¿Vendría a verla aquella infame? Las pisadas de zapatillas se alejaron despacio y
entró Juana con la cuenta y la lamparilla.
—Juliana —dijo— se ha levantado un momento, pero dice la pobre que sigue
mala. Se ha ido a acostar. ¿No necesita nada más la señora?
—No —dijo Luisa desde la alcoba.
Se desnudó y, postrada, se durmió profundamente.

* * *

Juliana, encima, no dormía. El dolor se le había pasado y se agitaba sobre el jergón,


«con el diablo despertador», como tantas otras noches en las últimas semanas. Porque
desde que cogió la carta del sarcófago vivía en plena fiebre; pero su alegría era tan
aguda, su esperanza tan amplia, ¡que la sostenían, le comunicaban salud! ¡Dios se
había acordado al fin de ella! Desde que Basilio empezó a ir a la casa tuvo en seguida

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una corazonada, ¡un algo que le decía que su vez había llegado, por fin! Tuvo su
primera satisfacción aquella noche en que encontró, después de marcharse Basilio, a
las diez, la pequeña peineta de Luisa caída en el suelo, junto al sofá. ¡Pero qué
explosión de felicidad cuando, después de tanto espionaje, de tantas fatigas, cogió al
fin la carta del sarcófago! Corrió al desván, la leyó ávidamente y cuando vio la
importancia de la «cosa», se le llenaron los ojos de lágrimas, lanzó su alma perversa
hacia las alturas, gritando interiormente, con un gozo triunfal:
—¡Bendito sea Dios! ¡Bendito sea Dios!
¿Y qué iba a hacer con aquello? Esa fue entonces su preocupación. Pensó en
vendérsela a Luisa por una elevada suma…, pero ¿de qué iba a tener ella el dinero?
No; lo mejor era esperar la vuelta de Jorge, y con amenazas de publicarla, sonsacarle
un «horror» de pesetas por medio de otra persona, claro es, ¡y ella estaría así a
cubierto! Y ciertos días en que la cara, las toilettes, los paseos de Luisa la irritaban
más, ¡le daban unas ganas furiosas de salir a la calle, llamar a los vecinos, leer aquel
papel, dejarla afrentada, llena de lodo!, ¡vengarse de aquella «cabra»!
Fue a casa de la tía Victoria, que la calmó y la dirigió. Le dijo después que «para
preparar bien el lazo se necesitaba una carta del gomoso». ¡Empezó entonces un lento
trabajo para quitársela! ¡Aquello requirió mucha cautela, muchas probaturas de
llaves, dos de éstas hechas con moldes de cera, una paciencia gatuna, mañas de
ratero! Se la leyó a la tía Victoria, ¡que se rió tanto, tanto!… Sobre todo de aquel
tarjetón en que Basilio le decía: «Hoy no puedo ir, pero te espero mañana a las dos; te
mando esa rosita y te pido que hagas lo que hiciste con la otra: traerla entre tus
pechos, ¡porque es tan delicioso luego oler tu adorado seno perfumado…!». La tía
Victoria, sofocada, quiso enseñársela a su vieja amiga, la Petra, la gorda, que estaba
en la salita.
¡La Petra se retorció! Sus enormes pechos, colgantes como odres sin llenar, se
agitaron con furiosas sacudidas de hilaridad. Y con los brazos en jarras, roja, rezongó
con su vozarrón estruendoso:
—¡Ésta es de las buenas, tía Victoria! ¡Es de aúpa! ¡Merece salir en los papeles!
¡Ay, qué tíos borrachos! ¡Rayos del diablo!
La tía Victoria dijo muy seria a Juliana:
—Bueno; ¡ahora tienes la sartén por el mango! Con esto ya puedes hablar alto.
No hay más que esperar la ocasión. Muy buenos modos, cara agradable, sonrisas
incesantes para que ella no desconfíe y estáte ojo avizor. ¡Tienes seguro el ratón, deja
que saque el rabo!
Y desde aquel día Juliana saboreó con deleite, con gula, muy en su interior, el
gozo aquel de tener «en su mano» ¡a Luisita, la señora, el ama, la mosquita muerta!
La veía acicalarse, ir hacia aquel hombre, canturrear, comer bien y pensaba con
voluptuosidad femenina: «¡Anda, diviértete, diviértete, que ya te la tengo armada!».

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¡Aquello le daba un orgullo malvado! Sentíase vagamente señora de la casa. ¡Tenía
allí encerrada en la mano la felicidad, el buen nombre, la honra, la tranquilidad de los
amos! ¡Qué desquite! ¡Y el porvenir estaba asegurado! Aquello representaba dinero,
el pan de su vejez. ¡Ah, le había llegado su hora! ¡Rezaba todos los días una Salve, en
acción de gracias a Nuestra Señora, madre de los hombres!
Pero ahora, después de aquella «escena» con Luisa, no podía quedarse cruzada de
brazos, con las cartas en el bolsillo. Debía marcharse de casa, irse al campo hacer
algo. ¿Qué haría? La tía Victoria era quien habría de decírselo…
Y por la mañana, a las siete, sin tomar su café, sin hablar con Juana, bajó
despacio, salió.
La tía Victoria no estaba en casa, había gente esperando en la salita. El señor
Gouvea, con la borla de su gorro muy tiesa, garrapateaba, encorvado, escupiendo su
catarro. Juliana dio los buenos días a su alrededor y se sentó en un rincón, erguida,
con su sombrilla sobre las rodillas.
Se conversaba; una mujer de treinta años, picada de viruelas, que estaba sentada
en el canapé, después de haber dedicado una sonrisa a Juliana, continuó, vuelta hacia
otra, gordezuela, con un mantón a cuadros rojos:
—¡Pues no se imagina usted, señora Ana; no puede darse idea! ¡Es una desgracia!
Y todas las noches como un carro. A veces hasta me despierto con el jaleo que arma
hablando solo, tropezando en la escalera… Yo a lo que tengo más miedo es a que el
demonio se duerma con la luz encendida y haya un fuego. ¡Ah, es un tormento!
—¿Quién? —preguntó un jovencillo guapo, con blusa de lacayo, que hablaba en
pie con un criado alto, de patillas y corbata blanca, sucia.
—Cuña, el hijo de mi patrón. ¡Es una desdicha!
—¿Borracho siempre, eh? —dijo el jovenzuelo, liando un cigarro.
—¡Un horror! Yo, por las mañanas, no puedo entrar en el cuarto del olor… La
pobre madre llora, se aflige; el individuo estaba ya a punto de ser despedido. ¡Ay, no
estoy nada contenta, nada contenta!
—Pues por allí también hay un disgusto grande —dijo, bajando la voz la del
mantón a cuadros.
Los dos hombres se aproximaron.
—El señor —prosiguió ella con gestos asustados— ¡es una vergüenza con la
cuñada!… La señora lo sabe, ¡y aquello es una bronca continua, de día y de noche!
Las dos hermanas están siempre enzarzadas. El hombre se pone de parte de la
muchacha y la mujer empieza a gritar… ¡Ay, aquello va a acabar mal!
—¡Y, en cambio si una mujer pobre tiene un desliz —dijo el de la corbata blanca,
con indignación—, la traen y la llevan, despellejándola!
—Su gente, en cambio, es tranquila, señor Joaquín —observó la picada de
viruelas.

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—Es buena gente. Las chicas, enamoradizas. Lo cual es provecho para las
criadas, que sacan su vestidito, sus propinas… ¡Pero los vejetes son unas santas
personas, la verdad es la verdad! ¡Y se come bien!
Y volviéndose hacia el lacayo y dándole palmadas en el hombro, con un tono de
voz entre admirativa y envidiosa:
—¡Pero éste sí! ¡Éste sí que se da buena vida!
El joven sonrió con satisfacción:
—¡Vamos! ¡Es más el ruido que las hueces!
—Anda, enséñalo —dijo el de la corbata blanca, dándole con el codo—,
¡enseñalo!
El joven se hizo rogar, y, después de arquear la cintura, levantóse la blusa y sacó
del bolsillo del chaleco a rayas un reloj de oro.
—¡Muy bonito! ¡Cosa buena! —dijeron las dos mujeres.
—Conseguido con el sudor de mi frente —replicó él, acariciándose la barbilla.
El de la corbata blanca se indignó:
—¡Será bribón! —y en voz baja, dirigiéndose a las muchachas—: ¿Con el sudor
de su frente, eh? Es el capricho de la patrona, una señora alta, toda envuelta en sedas,
bonísima mujer, un poco pegajosa, pero muy buena mujer. ¡Le regalan recuerdos de
estos, un reloj de muchos cientos de pesetas y todavía habla!
El joven dice entonces, hundiendo las manos en los bolsillos:
—¡Y si quiero, aflojará la pasta!
—¡No le costará mucho! —exclamó el de la corbata blanca—. Una gente que
tiene ahí, por la Baja, ¡hileras de casas! ¡La mitad de la calle de los Retrozeiros es de
ellos!
—¡Pero muy agarrada! —dijo el joven. Y bamboleando el cuerpo con el cigarro
en la comisura de la boca—: Estoy con ella hace dos meses, ¡y no ha soltado aún más
que el reloj y tres libras de oro!… ¡Bueno; yo cualquier día la dejo plantada, como
quien dice! —y, alisándose el pelo hacia atrás—: ¡No faltan mujeres! ¡Y de las que
tienen títulos!
Pero la tía Victoria entró muy presurosa, con un mantón al brazo, y al ver a
Juliana:
—¡Hombre, tú aquí! Tuve que hacer unas cosillas: estoy en la calle desde las seis.
Buenos días, señora Teodosia; buenos días, Ana. ¡Vaya, vaya, tenemos por aquí al
bibelot! ¡Entra para dentro, Juliana! ¡Vengo en seguida, pichones míos; es un
momento!
La condujo a otro cuarto del lado del zaguán:
—Bueno, ¿qué hay de nuevo?
Juliana le contó extensamente la «escena» del día anterior, el desmayo…
—Pues mira, rica —dijo la tía Victoria—, lo hecho, hecho está; no hay tiempo

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que perder, y… ¡manos a la obra! Te vas derecha a buscar a ese Brito, al hotel, y te
entiendes con él.
Juliana se resistió. No se atrevía, tenía miedo…
La tía Victoria reflexionó, rascándose la oreja; fue adentro, cuchicheó con el tío
Gouvea, volvió, y, cerrando la puerta del cuarto:
—Ya está arreglado quién irá. ¿Tienes las cartas? Juliana sacó del bolsillo una
carterita usada, de tafilete rojo. Pero vaciló un momento, mirando a la tía Victoria con
desconfianza:
—¿Tienes miedo de entregar los papeles, criatura? —exclamó, ofendida, la vieja
—. Arréglatelas entonces tú sola, arréglatelas…
Juliana se las dio en seguida. ¡Pero que las guardase, que tuviese cuidado!
—La persona —dijo la tía Victoria— irá mañana por la noche a hablar con el
Brito y a pedirle mil duritos.
Juliana se quedó deslumbrada. ¡Mil duros! ¿Estaba bromeando la tía Victoria?
—¡Vamos! ¿Qué te has creído? Por una carta que no tenía casi nada de particular
pagó una persona que va en coche por el Chiado —ayer precisamente la vi con una
pequeña que tiene—, pagó tres mil duros. Y en buenos billetes. Los pagó el galán,
claro es, él los pagó. Si fuera otro, no digo, ¡pero ese Brito! Es rico, un manirroto y
los dará pronto…
Juliana, muy pálida, le agarró un brazo, y trémula:
—¡Oh, tía Victoria, le regalo un corte de seda!…
—¡Azul! ¡Te digo ya hasta el color!
—Pero ese Brito es un hombre muy violento; ¡no vaya a sacarle las cartas, a
hacerle alguna!
La tía Victoria la miró con desdén.
—¡Tú eres tonta! ¿Te figuras que voy a mandar a un infeliz? ¡No llevará las cartas
siquiera, sino una copia! ¡Pues, sí! ¡Va a ir menudo lagartón!
Y después de reflexionar un momento:
—Tú vete a casa…
—No; allí no vuelvo…
—Quizá tengas razón. Hasta ver en qué paran las cosas, vente aquí a dormir.
Comes ya hoy; tengo una merluza riquísima…
—¿Pero no habrá peligro, tía Victoria? ¡Si el Brito acude a la Policía!…
La tía Victoria se encogió de hombros, e impaciente:
—¡Mira, vete, que me estás sulfurando! ¡La Policía! ¿Qué Policía? ¡Estas cosas
no se cuentan a la Policía!… ¡Déjalo de mi cuenta! Adiós y ven a las cuatro a comer
¿eh?
¡Juliana salió como si flotase en el aire! ¡Mil duros! Eran aquellos mil duros que
entrevio ya un día, que se le escaparon, que venían ahora a caer en su mano, ¡con un

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tintineo de monedas y un frufrú de billetes! ¡Y se le henchía el cerebro confusamente
de perspectivas diversas, todas maravillosas: un mostrador de sombrerera, donde ella
vendería!, ¡un marido a su lado a la hora de cenar! ¡Pares de zapatos de los buenos,
de los chics! ¿Dónde colocaría el dinero? ¿En el Banco? No; en el fondo del baúl,
¡para tenerlo más seguro, más a mano!
Para pasar el rato compró un paquete de caramelos y fue a sentarse al Paseo, con
la sombrilla abierta, deleitándose, rumiando su vida opulenta, viéndose ya señora;
¡hasta guiñó el ojo a un caballero pacífico y rubicundo, que se alejó escandalizado!

* * *

A aquella hora Luisa despertó. Y sentándose bruscamente en la cama: «¡Es hoy!».


Fue su primer pensamiento. Un miedo, una tristeza horribles, le contraían el corazón.
Empezó después a vestirse, ¡muy nerviosa ante la idea de ver a Juliana! Estuvo
incluso pensando encerrarse, no desayunar, salir cautelosamente a las once, ir en
busca de Basilio al hotel, cuando la voz de Juana dijo a la puerta del cuarto:
—¿Hace el favor la señora?
Y empezó a contarle en seguida, muy asustada, que Juliana había salido
temprano, que aún no había vuelto y estaba todo por arreglar…
—Bien; póngame el desayuno, que ya voy…
¡Qué alivio para ella!
Calculó después que Juliana habría decidido marcharse de la casa. ¿Para qué?
¡Para armarle alguna, seguramente! Lo mejor era salir inmediatamente… Podía
esperar a Basilio en el Paraíso.
Fue al comedor, bebió un sorbo de té, sin sentarse, de prisa.
—Ha tenido que pasarle algo a Juliana —vino a decirle Juana, asombrada.
Luisa se encogió de hombros y respondió distraídamente:
—Ya se sabrá después…
Eran las once y media; fue a ponerse el sombrero. Le latía fuertemente el corazón,
y, a pesar del miedo de ver entrar a Juliana, no se decidía a salir; se sentó incluso, con
el maletín de piel sobre las rodillas. «¡Vamos!», pensó por último. Se levantó, pero
parecía que algo sutil y fuerte la retenía, la ataba allí… Entró en la alcoba despacio:
su bata estaba tirada a los pies de la cama, sus chinelas sobre el grueso felpudo…
«¡Qué desgracia!», dijo en voz alta. Fue al tocador, removió los peines, abrió los
cajones; de repente entró en la sala, cogió el álbum, sacó la fotografía de Jorge, la
metió toda trémula en el maletín, miró de nuevo a su alrededor como alucinada, salió,
cerró la puerta y bajó la escalera corriendo.
Pasaba un cupé por la Patriarcal. Lo tomó, dándole al cochero la dirección del
Hotel Central.

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El señor Brito había salido muy temprano, dijo el conserje, solícito. Seguramente
había llegado algún buque, porque entraban equipajes, grandes baúles forrados de
hule, cajas de madera con cantos de hierro; pasajeros con el aspecto asustado de la
llegada, aturdidos aún por el balanceo del mar, hablaban y llamaban. Aquel
movimiento la animó: ¡Sintió deseos de viajar, de oír el ruido nocturno de las gares,
iluminadas con gas, la alegre agitación de las partidas en las mañanas frescas, sobre
la cubierta de los vapores!
Dio al cochero las señas del Paraíso. Y a medida que el carruaje trotaba, parecíale
que toda su vida pasaba: Juliana, la casa, se esfumaban, se disipaban en un horizonte
perdido. En la puerta de una librería creyó divisar a Julián; se asomó por la ventanilla
precipitadamente; no le vio y sintió tristeza; ¡se iba sin ver a un amigo de la casa!
Ahora todos, Julián, Ernestito, el consejero, doña Felicidad le parecían adorables, con
nobles cualidades que no había notado nunca, que, de pronto, adquirían un gran
encanto. ¡Y el pobre Sebastián, tan bueno! ¡No le oiría tocar nunca más su
Malagueña!
Al final de la calle de Ouro el cupé tuvo que parar en un atasco de coches, y Luisa
vio en el paseo contiguo a Castro, el de los lentes, el banquero, aquel que, según le
dijo Leopoldina, «sentía una pasión por ella»; un golfillo andrajoso le ofrecía
décimos de lotería, y el rollizo Castro, con los pulgares en el bolsillo del chaleco
blanco, decía chistes al chico, con un desdén de ricacho, lanzando miradas hacia
Luisa a través de sus lentes de oro. Ella le observó con el rabillo del ojo: ¡aquel
hombre sentía una pasión por ella, qué espanto! Le encontró horrendo, con su panza
saliente y sus piernecitas cortas. Se le apareció el recuerdo de Basilio, ¡su esbelta
figura!… Y golpeó en los cristales, impaciente, con prisa por verle.
El coche se detuvo al fin. La plaza del Rocío brillaba al sol; del tranvía americano
parado en la esquina bajaban gentes apresuradas, con pantalones blancos y vestidos
ligeros, llegadas de Belem, de Pedroucos; se oían pregones; ¡todos se quedaban allí,
con sus familias y sus felicidades; sólo ella partía!
Vio venir por la calle Occidental a doña Camila, una señora casada con un viejo,
famosa por sus amantes. Parecía estar encinta, y avanzaba despacio, con el blanco
rostro satisfecho, una lasitud en el cuerpo torneado, paseando a un niño con blusa
color piñón y a una chiquilla de falditas ahuecadas; delante un ama, vestida de
montañesa, empujaba un cochecito en el que babeaba un rorro. Y doña Camila, feliz,
avanzaba tranquilamente por la calle, ¡luciendo sus fecundidades adúlteras! Era muy
festejada, nadie hablaba mal de ella; tenía dinero, daba soirées… «¡Lo que es el
mundo!», pensó Luisa.
El coche paró en la puerta del Paraíso; eran las doce. La puertecita de al lado
estaba cerrada, pero la dueña apareció en seguida, diciendo, con su ceceo, que «lo
sentía muchísimo, pero que sólo el señor tenía la llavecita; si la señora quería

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descansar…». En aquel momento llegó otro carruaje y apareció Basilio, que había
subido la escalera corriendo.
—¡Al fin! —exclamó, abriendo la puerta—. ¿Por qué no viniste ayer?
—¡Ah, si tú supieras!…
Y agarrándole los brazos y clavando los ojos en él:
—¡Basilio, ¿no sabes?; estoy perdida!
—¿Qué pasa?
Luisa arrojó el maletín sobre el canapé, y de un tirón le contó la historia de la
carta cogida entre los papeles, las de él robadas, la «escena» en el cuarto…
—No me queda otro recurso que huir. Aquí estoy. Llévame. Tú dijiste que podías,
lo has dicho muchas veces. Estoy dispuesta. He traído ese maletín con lo más preciso,
pañuelos, guantes… ¿Eh?
Basilio, con las manos en los bolsillos, haciendo tintinear el dinero y las llaves,
seguía atónito sus gestos, sus palabras.
—¡Esto sólo a ti te pasa! —exclamó—. ¡Qué loca! ¡Qué mujer! —y muy excitado
—: ¡No es cosa de huir! ¿Qué estás diciendo de huir? Es cuestión de dinero. Lo que
ella quiere es dinero. ¡Hay que ver cuánto quiere y pagárselo!
—¡No, no! —exclamó Luisa—. ¡No puedo quedarme!
Su voz era afligida. La mujer vendería la carta, pero retendría el secreto, podía
hablar en cualquier momento, enterarse Jorge. ¡Estaba perdida, le faltaba valor para
volver a casa!
—No tendré un momento de descanso mientras esté en Lisboa. ¡Salgamos hoy, sí!
Y si no puedes, mañana. Yo me iré a un hotel, donde nadie me conozca, y me
esconderé esta noche. Pero mañana nos marchamos. ¡Si él se entera, me mata,
Basilio! ¡Sí, dime que sí! —se agarraba a él, buscando afanosamente con sus ojos el
asentimiento en los de él.
Basilio se desprendió con suavidad:
—¡Estás loca, Luisa; has perdido el juicio! ¿Cómo se puede pensar en huir?
¡Sería un escándalo atroz, nos cogería seguramente la Policía, telegrafiarían! ¡Es
imposible! ¡Huir está bien para las novelas! ¡Y además, hija mía, no es éste un caso
para eso! Es una simple cuestión de dinero…
Luisa se quedó blanca, oyéndole.
—Además de eso —continuó Basilio, paseando muy excitado por el cuarto—, ¡ni
tú ni yo estamos preparados! No se huye así como así. Quedarías deshonrada para
toda la vida, sin remedio, Luisa. Una mujer que huye deja de ser señora de Tal, y es
ya la Fulana, la que se escapó, ¡la desvergonzada, una concubina! Yo tendré que ir
seguramente al Brasil. ¿Dónde vas a quedarte tú? ¿Querrías venir también, estar un
mes en un camarote, arriesgarte a coger la fiebre amarilla? ¿Y si tu marido nos
persigue, si somos detenidos en la frontera? ¿Te parece bonito volver aquí entre dos

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agentes e ir a pasar un año al Limoeiro? Tu caso es sencillísimo. Te entiendes con esa
mujer; se le dan unos duros, que es lo que ella quiere, ¡y te quedas en tu casa
tranquila, respetada como antes, sólo que con más prudencia! ¡Y nada más!
Aquellas palabras cayeron sobre los planes de Luisa como hachazos que derriban
árboles. A veces la verdad que contenían la traspasaba de un modo irresistible, veloz
como un relámpago desagradable como un filo helado. Pero vio en aquella negativa
una ingratitud, un desamparo. Después de haberse situado imaginariamente en una
seguridad feliz alejada, en París, le parecía intolerable tener que volver a su casa, con
la cabeza baja, soportar a Juliana, esperar la muerte; y las satisfacciones que entrevio
en aquel otro destino, ahora que se le escapaban de las manos, parecíanle
maravillosas, casi indispensables. Además ¿de qué serviría rescatar las cartas con
dinero? ¡La criada sabría su secreto! ¡Y la vida sería amarga, teniendo siempre a su
alrededor, rondándola, aquel peligro!
Se quedó callada, como perdida en una vaga reflexión, y, de repente, alzando la
cabeza, con una mirada brillante:
—¡Dime, entonces!…
—Pero si te lo estoy diciendo, hija…
—¿No quieres?
—¡No! —exclamó Basilio con energía—. ¡Si tú estás loca, yo no lo estoy!
—¡Oh, pobre de mí, pobre de mí!
Dejóse caer en el sofá y se tapó el rostro con las manos. Unos sollozos sofocados
estremecían su pecho.
Basilio se sentó junto a ella. Aquellas lágrimas le irritaban, le impacientaban.
—¡Pero, en nombre de Dios, escúchame!
Volvió hacia él los ojos, que relucían bajo el llanto:
—¿Para qué me dijiste entonces, muchísimas veces, que seríamos tan felices si yo
quisiera…
Basilio se levantó bruscamente:
—Pero ¿tú has pensado en huir, en meterte conmigo en un vagón, en ir a París, en
vivir conmigo, en ser mi amante?
—He salido de casa para siempre; eso es lo que he hecho.
—¡Pues vas a volver a tu casa! —exclamó él, casi colérico—. ¿Por qué ibas a
huir? ¿Por amor? Entonces debíamos habernos marchado hace un mes. No hay razón
ahora para irnos. ¿Para qué, entonces? ¿Para evitar un escándalo? ¿Con un escándalo
mayor, no es verdad? ¡Un escándalo irreparable, horroroso! ¡Te hablo como un
amigo, Luisa! —le cogió las manos con mucha ternura—: ¿Tú crees que yo no sería
feliz yendo a vivir contigo en París? Pero veo las consecuencias, tengo ya
experiencia. Todo el escándalo se evita con unos pocos duros. ¿Te imaginas que esa
mujer va a ponerse a hablar? Su interés está en huir, en desaparecer; sabe

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perfectamente lo que hace, que te robó, que utilizó unas llaves falsas. La cuestión es
pagarle.
—¿Y dónde tengo yo el dinero?
—¡Claro es que el dinero lo tengo yo! —y después de una pausa—: No mucho,
estoy incluso un poco alcanzado, pero en fin… —Titubeó y dijo—: ¡Si esa mujer
quiere mil pesetas, se le dan!
—¿Y si no quiere?
—¿Qué va a querer, entonces? ¡Si robó la carta es para venderla! ¡Y no para
conservar un autógrafo tuyo!
Le venían a los labios frases duras, se paseaba exasperado por el cuarto. ¡Qué
pretensión, querer irse con él a París, entorpeciendo para siempre su vida! ¡Qué gasto
tan estúpido dar un montón de duros a una ladrona! Y, además, todo aquel incidente
—la carta amorosa robada entre los papeles sucios, la criada, la llave falsa del cajón
del ropero— le parecía algo soberanamente burgués, un poco humillante. Y,
parándose, para terminar:
—En fin, le ofreceré dos mil pesetas si quieres. Pero ¡por amor de Dios!, no
armes otra. ¡No estoy en situación de pagar dos mil pesetas por cada distracción tuya!
Luisa se puso lívida, como si le hubiera escupido en la cara.
—¡Si es cuestión de dinero, lo pagaré yo, Basilio!
No sabía cómo. ¿Qué le importaba? Pediría, trabajaría, empeñaría… ¡No lo
aceptaría de él!
Basilio se encogió de hombros.
—¡Estás hablando por hablar! ¿De dónde lo vas a sacar?
—¿A ti qué te importa? —exclamó.
Basilio se rascó la cabeza, desesperado. Y cogiéndole las manos, con una
impaciencia contenida:
—Estamos diciendo tonterías, hija; estamos irritándonos… Tú no tienes dinero.
Ella le interrumpió, y, cogiéndole violentamente del brazo:
—Bien, sí; pero habla tú a esa mujer, háblale tú, arréglalo todo. Yo no quiero
volver a verla. Si la veo, me muero créeme. ¡Háblale tú!
Basilio retrocedió vivamente, y, dando con el pie en el suelo:
—¡Estás loca, mujer! ¡Si yo le hablo entonces lo pide todo, querrá la luna! ¡Eso es
cosa tuya! ¡Yo te doy el dinero y tú arréglate!
—¿Ni eso quieres hacerme?
Basilio no pudo contenerse:
—¡No, con mil diablos, no!
—¡Adiós!
—¡Estás fuera de ti, Luisa!
—No. La culpa es mía —dijo ella, bajándose el velo con manos trémulas—; ¡soy

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yo quien debe arreglarlo todo!
Y abrió la puerta. Basilio corrió hacia ella y le asió de un brazo.
—¡Luisa, Luisa! ¿Qué vas a hacer? ¡No podemos romper así! Escucha…
—¡Huyamos entonces, sálvame de todo! —gritó ella, abrazándole con ansia.
—¡Caramba! ¡Si te estoy diciendo que no es posible!
Ella cerró de un portazo, bajó la escalera corriendo. El cupé la esperaba.
—Hacia el Rocío —dijo.
Y arrojándose en un rincón del carruaje, rompió a llorar convulsivamente.

* * *

Basilio salió del Paraíso muy agitado. Las pretensiones de Luisa, sus terrores
burgueses, la baja trivialidad del caso, le irritaban tanto que sentía deseos de no
volver al Paraíso, callarse ¡y dejar correr las cosas! ¡Pero le daba pena ella, la
infeliz! Y después, sin amarla, la deseaba; ¡estaba tan bien formada, tan amorosa, las
revelaciones del vicio le daban un delirio tan adorable! Representaba un recursillo tan
picaresco mientras él estuviese en Lisboa… ¡Maldita complicación! Al entrar en el
hotel dijo a su criado:
—Cuando llegue el señor vizconde Reinaldo, que vaya a mi cuarto.
Estaba alojado en el piso segundo, con balcones sobre el río. Bebió una copa de
coñac y se tendió en el sofá. A su lado, en la jardinera, estaba su buvard con el ancho
monograma en plata bajo la corona de conde, cajas de puros, sus libros —
Mademoiselle Giraud ma femme, La vierge de Mabille, Les Fripones!, Mémoires
secrets d’une femme de chambre, Le chien d’arret, Manuel du chasseur—, números
del Fígaro, la fotografía de Luisa y la de un caballo.
Y exhalando el humo de su veguero ¡empezó a pensar con horror en la
«situación»! ¡No le faltaba más sino irse a París con aquel lío! Mezclar una persona
en su vida, que era hacía siete años tan ordenadita, ¡y cataplúm! ¡Embrollarlo todo,
porque a la muchacha le habían cogido una carta apasionada y tenía miedo a su
esposo! ¡Vaya pretensión! ¡A fin de cuentas, toda aquella aventura había sido un error
desde el comienzo! Fue una ocurrencia de burgués encalabrinado la de ir a seducir a
la prima de la Patriarcal. ¡Él vino a Lisboa para sus asuntos, para ocuparse de ellos,
soportar el calor y el boeuf á la mode del Hotel Central, tomar el vapor y mandar la
patria al infierno!… Pero no, ¡qué idiota! Sus negocios habían terminado, ¡y el muy
burro permanecía allí tostándose, gastando una fortuna en coches a fin de pasearse
por la explanada de Santa Bárbara!, ¿para qué? ¡Para meterse en aquel enredo!
¡Hubiera sido preferible traerse a Alfonsina!
Verdad, sí, que mientras estuviese en Lisboa la aventura resultaba agradable y
¡muy excitante por lo completa! Era un pequeño adulterio, casi un pequeño incesto.

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¡Pero aquel incidente lo echaba ahora todo a perder! ¡No; realmente lo más razonable
era huir!
Había hecho su fortuna con el negocio del caucho en el alto Paraguay; la
importancia del asunto trajo la formación de una Compañía, con capitales brasileños;
pero Basilio y unos ingenieros franceses querían rescatar las acciones brasileñas,
«que eran un obstáculo», formar en París otra Compañía y dar al negocio un
movimiento más atrevido. Basilio marchó a Lisboa a entenderse con algunos
brasileños y adquirió con habilidad las acciones. La prolongación de aquel incidente
amoroso convirtióse en un trastorno para su vida práctica… Y ahora que la aventura
tomaba un aspecto enojoso, ¡convenía levantar el vuelo!
Se abrió la puerta y entró el vizconde Reinaldo, sofocado, con gafas azules,
furioso. ¡Venía de Bemfica! Estaba muerto, completamente muerto, con aquel calor
de tierra de negros. Habíasele ocurrido la estúpida idea de ir a visitar a una tía, ¡que le
hizo en seguida miembro de una Asociación para no sabía qué diablos de asilo cuna,
y que le predicó moral! ¡Fue también una ocurrencia de colegial ir a visitar a su tía!
Porque, realmente, si algo había que le causaba repugnancia ¡eran las ternezas
familiares!
—¿Y tú, qué quieres? ¡Voy a estarme metido en el baño hasta la hora de comer!
—¿Sabes lo que me sucede? —dijo Basilio, levantándose.
—¿Qué?
—Imagínate el caso más estúpido.
—¿Te ha pillado el marido?
—¡No, la criada!
—Shocking! —exclamó Reinaldo, con enojo.
Basilio le contó detenidamente el «caso». Y, cruzándose de brazos ante él:
—¿Y ahora?
—¡Ahora es el momento de desaparecer!
Y se levantó.
—¿Adonde vas?
—Al baño.
Que esperase, ¡qué diablos! Quería hablar con él…
—¡No puedo! —exclamó Reinaldo con un egoísmo exacerbado—. Ven tú para
abajo. Puedo hablar perfectamente desde dentro del agua.
Salió, llamando a gritos a William, su criado inglés.
Cuando Basilio bajó a los baños, Reinaldo, estirado voluptuosamente en la
bañera, de la que salía un fuerte olor a agua de Lubin, exclamó, gozando de su
molicie:
—¡Entonces una cartita cogida de los papeles sucios!
—No, Reinaldo; pero, francamente estoy embarazado. ¿Qué te parece a ti que

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haga?
—¡Los baúles, chico!
Y sentado en la bañera, enjabonando despacio su cuerpo flaco:
—¡Ahí tienes lo que es seducir a las primas de la Patriarcal Queimada!
—¡Oh! —exclamó Basilio, impaciente.
—¿Oh qué? —y cubierto de espuma con las manos apoyadas en el borde de
mármol de la bañera—: ¿A ti te parece decente esto? ¡Una mujer que toma por
confidente a la cocinera, que está en sus manos, que pierde la carta entre los papeles
sucios, que llora, que pide miles de pesetas, que quiere huir!
—¡Mira, chico; es una mujer deliciosa!
El otro se encogió de hombros, incrédulo. Basilio le dio pruebas en seguida:
describió bellezas del cuerpo de Luisa, citó episodios lascivos.
El techo y las paredes, barnizadas de blanco, reflejaban la luz, con suaves tonos
lechosos; la emanación del agua tibia aumentaba el calor enervante, y un olor fresco a
jabón y agua de Lubin hacía el aire más ligero.
—¡Bien! Estás atado a su boquita —resumió Reinaldo con tedio, estirándose.
Basilio tuvo un movimiento de hombros que rechazaba aquella grotesca
suposición.
—Entonces, dime: ¿quieres seguir agarrado a sus faldas o quieres desprenderte de
ella? ¡Pero venga, la verdad, la verdad!
—Yo —dijo en seguida Basilio, en voz baja, acercándose a la bañera—, si me
pudiera desprender de ella decentemente…
—¡Ah, desgraciado! Tienes una ocasión divina; ella salió disparada como una
corza, según dices. Bien; escríbele una carta: «Que viendo que ella desea romper, no
la quieres importunar y te marchas». ¿Has terminado tus asuntos, no es verdad? ¡No
te molestes en negarlo! Lapierre me ha dicho que sí. ¡Bien, entonces sé decente;
manda hacer los baúles y líbrate de la sarna!
Y cogiendo la esponja dejó caer grandes chorros de agua por su cabeza y sus
hombros, soplando, satisfecho, bajo la perfumada frescura.
—Pero también —dijo Basilio— ¡dejarla ahora en este atolladero con la criada!
Al fin y al cabo es mi prima…
Reinaldo agitó los brazos, con gran hilaridad:
—¡Ese espíritu de familia es magnífico! Vete allí, idiota; dile que te ves obligado
a partir, tus negocios, etcétera, y ponle unos cuantos billetes en la mano.
—Eso es brutal…
—¡Escaro!…
Basilio dijo entonces:
—Fíjate que también es una situación la de la pobre muchacha en manos de la
criada…

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Reinaldo se estiró más y dijo con júbilo:
—¡Estarán a estas horas arañándose las dos!
Se recostó beatíficamente; quiso saber la hora; ¡confesó que estaba ricamente, que
se sentía feliz! ¡Con tal que John no se hubiese olvidado de frapper el champaña!
Basilio se retorció el bigote en silencio. Volvió a ver la sala de Luisa de reps
verde, la cara horrible de Juliana, con su enorme moño… ¡Estarían, en efecto,
riñendo, descompuestas! ¡Qué asco le daba todo aquello! Verdaderamente, debía
marcharse.
—Pero ¿qué pretexto le voy a dar para salir de Lisboa?
—¡Un telegrama! ¡No hay nada como un telegrama! Telegrafía en seguida a tu
socio en París, ese Labachardie, o Labachardette, o como sea, que te mande
inmediatamente este parte: «Venga, negocios mal», etcétera. ¡Es lo mejor!
—Voy a hacerlo —dijo Basilio, levantándose muy decidido.
—¿Y nos vamos mañana? —gritó Reinaldo.
—Sí, mañana.
—¿Por Madrid?
—Por Madrid.
—¡Salero! —se puso en pie en la bañera, entusiasmado, a escurrirse, y con
movimientos serpenteantes y agilidad saltó afuera y se envolvió en la bata turca. Su
criado William entró en seguida, cautelosamente; se arrodilló, le cogió un pie entre
las manos, lo sacudió con cuidado y se dedicó respetuosamente a ponerle el calcetín
de seda negro con espigas bordadas.

* * *

A la mañana siguiente, un poco antes del mediodía Juana fue a llamar discretamente
en la puerta del cuarto de Luisa, y en voz baja (desde el día del desmayo le hablaba
siempre bajo, como a una convaleciente):
—Ahí está el primo de la señora.
Luisa se quedó sorprendida. Estaba aún en bata y tenía los ojos encarnados de
llorar; en un momento se dio polvos, alisó su pelo y entró en la sala.
Basilio, vestido de claro, habíase sentado melancólicamente en la banqueta del
piano. Tenía un aspecto serio, y empezó a decir, sin transición, que, a pesar de haber
huido ella la víspera, él lo consideraba todo «como antes». Había venido porque no
podían separarse en aquel momento sin algunas explicaciones y, sobre todo, sin
resolver definitivamente el caso de la carta… Y con un gesto triste, como
conteniendo las lágrimas:
—¡Porque me veo forzado a salir de Lisboa, querida!
Luisa, sin mirarle, tuvo una sonrisa muda, muy desdeñosa. Basilio añadió en

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seguida:
—Por poco tiempo, naturalmente, tres semanas o un mes… Pero, en fin, tengo
que marcharme… ¡Si se tratase solamente de mis intereses! —se encogió de hombros
con desdén—. Pero son intereses ajenos… Aquí tienes lo que he recibido esta
mañana —y le tendió un telegrama.
Ella lo sostuvo un momento, sin abrirlo. Su mano hacía temblar el papel.
—¡Lee, te ruego que leas!
—¿Para qué? —dijo ella.
Pero leyó en voz baja:
«Venga, graves complicaciones. Presencia suya absolutamente necesaria. Salga en
seguida».
Dobló el papel, se lo devolvió.
—¿Y te vas, no?
—Es forzoso.
—¿Cuándo?
—Esta noche.
Luisa se levantó bruscamente, y, tendiéndole la mano:
—Bien; adiós.
Basilio murmuró:
—¡Eres cruel, Luisa!… ¡No importa! De todas maneras, hay un asunto que es
preciso terminar. ¿Hablaste a esa mujer?
—Está todo arreglado —respondió ella, bajando la cabeza.
Basilio le cogió la mano, y casi solemne:
—Hija mía, sé que eres muy orgullosa, pero te suplico que digas la verdad. No
quiero dejarte con dificultades. ¿Le hablaste?
Ella retiró la mano, y con una impaciencia creciente:
—¡Se arregló todo, se arregló todo!…
Basilio parecía muy azorado; estaba incluso un poco pálido. Por último, sacando
una cartera del bolsillo, empezó a decir:
—En todo caso es posible, es natural (ya sabemos con quién tratamos), es natural,
sí, que vengan otras exigencias… —y abrió la cartera y sacó un sobrecito abultado.
Luisa seguía los movimientos de Basilio, muy colorada.
—Por eso, para que puedas entenderte más fácilmente con ella, siempre será
mejor dejarte algún dinero.
—¿Estás loco? —exclamó ella.
—Pero…
—¿Quieres darme dinero? —su voz era trémula.
—Pero en fin…
—¡Adiós! —y fue a salir de la sala, indignada.

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—¡Luisa, por amor de Dios! No me has comprendido…
Ella se detuvo y dijo precipitadamente, como impaciente por acabar:
—Te he comprendido, Basilio; muchas gracias. Pero no es necesario. Lo que pasa
es que estoy nerviosa… No prolonguemos más esto… Adiós.
—Pero ya sabes que vuelvo dentro de tres semanas…
—Bien, pues entonces nos veremos…
Él la cogió, diole un beso en la boca y encontró sus labios pasivos e inertes…
Aquella frialdad irritó su vanidad. La apretó contra su pecho y le dijo en voz baja,
poniendo mucha pasión en la voz:
—¿No quieres darme ni un beso?
Por los ojos de Luisa pasó un leve resplandor; le besó rápidamente, y,
retrocediendo:
—Adiós.
Basilio estuvo contemplándola un momento, y lanzando un leve suspiro:
—¡Adiós! —y desde la puerta, volviéndose con melancolía—: Escríbeme, al
menos. Ya sabes mi dirección: calle Saint-Florentin, veintidós.
Luisa se acercó al balcón. Le vio encender el puro en la calle, hablar al cochero,
saltar en el cupé, cerrar con fuerza la portezuela, ¡sin mirar siquiera hacia los
balcones!
Rodó el coche: tenía el número diez… ¡No le vería nunca más! Habían palpitado
con el mismo amor y cometido el mismo pecado. Él partía alegre, llevándose los
recuerdos novelescos de la aventura; ella se quedaba con las amarguras permanentes
de la culpa.
¡Así era el mundo!
La invadió un sentimiento punzante de soledad y de abandono. Estaba sola y la
vida se le aparecía como una vasta planicie desconocida, ¡envuelta en una densa
noche, erizada de peligros!
Entró despacio en el cuarto y fue a desplomarse en el sofá; vio al lado el maletín
de piel que había preparado el día anterior para huir; lo abrió y empezó a sacar
lentamente los pañuelos, una camiseta bordada; ¡encontró la fotografía de Jorge! Se
quedó con ella en las manos, contemplando su mirada leal, su sonrisa bondadosa.
—¡No, no estaba sola en el mundo! ¡Le tenía a él! ¡Aquél la amaba, no la
traicionaría, nunca la abandonaría! —y aplastando sus labios sobre el retrata
humedeciéndolo con besos convulsivos, se echó de bruces sobre el sofá, bañada en
lágrimas, diciendo:
—¡Perdóname, Jorge, mi Jorge, mi querido Jorge, Jorge de mi alma!

* * *

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Después de comer, Juana vino a decirle, tímidamente:
—¿No le parece a la señora que estaría bien ir a buscar noticias de Juliana?
—Pero ¿adonde quiere usted ir a buscarlas? —preguntó Luisa.
—Ella iba algunas veces a casa de una amiga, una comadrona por el lado del
Carmen. Tal vez le haya dado algún arrechucho y esté mala. Pero también ¡no
mandar recado desde ayer por la mañana!… ¡Es cosa rara! Podía yo ir a enterarme…
—Bueno, vaya, vaya.
Aquella brusca desaparición inquietaba también a Luisa. ¿Dónde estaría? ¿Qué
hacía?
Parecíale que algo se tramaba en secreto, lejos de ella, algo que vendría a estallar
de repente sobre su cabeza, de un modo terrible…
Anocheció. Encendió las velas. Tenía cierto miedo a estar sola así, en casa, y
paseando por el cuarto pensaba que a aquella hora Basilio compraría alegremente su
billete en Santa Apolonia, se instalaría en el vagón, encendería un puro ¡y al poco
rato la máquina, jadeando, se le llevaría para siempre! ¡Porque ella no creía en
aquella «separación de tres semanas, de un mes»! ¡Se iba para siempre, huía! Y a
pesar de odiarle, sentía que algo dentro de ella se rompía con aquella separación ¡y
sangraba dolorosamente!
Eran casi las nueve cuando sonó la campanilla, con prisa. Creyó que sería Juana,
de vuelta ya. Fue a abrir con un candelabro y retrocedió al ver a Juliana, lívida, muy
alterada.
—¿La señora quiere hacer el favor de contestarme a una palabra?
Entró en el cuarto detrás de Luisa, e inmediatamente estalló, gritando furiosa:
—¿Entonces la señora se imagina que esto va a quedar así? ¿La señora se figura
que porque su amante se escape esto va a quedar así?
—¿Qué sucede, mujer? —dijo Luisa, petrificada.
—¿Cree la señora que porque su amante huya esto va a quedar en nada? —
vociferó.
—¡Oh mujer, por amor de Dios!…
Su voz tenía tal angustia, que Juliana enmudeció. Pero después de un momento,
más bajo:
—¡La señora sabe muy bien que si yo guardé las cartas era para algo! ¡Quería
pedir al primo de la señora que me ayudase! Estoy cansada de trabajar y quiero mi
descanso. No iba a armar escándalo. Lo que deseaba es que él me ayudase. Mandé al
hotel esta tarde… ¡y el primo de la señora había levantado velas! ¡Se había marchado
hacia los Olivares o hacia el infierno! Y el criado salía por la noche con los baúles.
¿Pero la señora cree que me engañan?
E invadida de nuevo por la cólera y golpeando furiosamente con el puño sobre la
mesa, prosiguió:

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—¡Que me parta un rayo si no hay una desgracia en esta casa de la que se va a
hablar en todo Portugal!
—¿Cuánto quiere usted por las cartas, ladrona? —dijo Luisa, irguiéndose ante
ella.
Juliana se quedó un momento parada.
—¡O me da la señora dos mil duros o no entrego los papeles! —respondió con
ímpetu.
—¡Dos mil duros! ¿Y dónde quiere usted que vaya a buscar dos mil duros?
—¡Al infierno! —gritó Juliana—. ¡O me da los dos mil duros o tan cierto como
estoy aquí que va a leer su marido las cartas!
Luisa se dejó caer en una silla, aniquilada.
—¿Qué he hecho yo para esto, Dios mío, que he hecho yo para esto?
Juliana se plantó delante de Luisa, muy insolente:
—La señora dice bien, soy una ladrona, es cierto; cogí la carta de la papelera y
saqué las otras del cajón. ¡Es verdad! ¡Y lo hice para esto, para que me las pagasen!
—y ciñéndose y desciñéndose el chal, con frenética excitación—: ¡Como que no iba
a llegar mi vez! ¡He sufrido mucho! ¡Estoy harta! Vaya usted a buscar el dinero
donde quiera. ¡Ni cinco céntimos menos! ¡He pasado años y años de tormentos! Para
ganar un duro al mes tenía que trabajar desde la madrugada hasta la noche, ¡mientras
la señora estaba holgazaneando! Tengo que levantarme a las seis de la mañana, y
después, venga dar betún, barrer, arreglar, azacanarme, y la señora muy cómoda entre
ricas sábanas, sin preocupaciones ni fatigas. ¡Un mes llevo levantándome con el sol
para meter en almidón la ropa y lavar y planchar! La señora ensucia, ensucia, quiere
ir a ver a quien le parece, enseñar adornos por abajo, y aquí está la negra con su
punzada en el corazón, ¡matándose con la plancha en la mano! Y la señora vengan
paseos, coches, buenas sedas, todo cuanto se la antoja. ¿Y la negra? ¡La negra
extenuándose!
Luisa, abatida, sin fuerza para contestar, se encogía bajo aquella cólera como un
pájaro bajo el aguacero. Juliana se iba exaltando con la propia violencia de su voz. Y
el recuerdo de las fatigas, de las humillaciones, atizaba su rabia como leña en una
hoguera.
—¿Qué le parece? —exclamó—. ¡Yo comiendo las sobras y la señora los buenos
bocados! Después de trabajar todo el día si quiero una gota de vino, ¿quién me lo da?
¡Tengo que comprármela! ¿Ha ido la señora a mi cuarto? ¡Es una mazmorra! Hay
tantas chinches que tengo que dormir casi vestida. Y la señora si nota una picadura
tiene a la negra para desarmar la cama y para limpiarla, agujero por agujero. ¡Una
criada! La criada es la bestia de carga. Trabaja si puede, y si no a la calle, al hospital.
Pero me llegó la vez —y se daba palmadas en el pecho, fulgurante de venganza—.
¡La que manda ahora soy yo!

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Luisa sollozaba quedamente.
—¡La señora llora! ¡También yo he llorado muchas lágrimas! ¡Ay! ¡Yo no la
quiero mal, señora, ciertamente que no! ¡Que se divierta, que goce! Lo que yo quiero
es mi dinero. Lo que quiero es mi dinero sudado aquí. ¡O se va a hablar de estos
papeles! ¡Así me aplaste este techo si no me voy a enseñar la carta a su hombre, a sus
amigos, a toda la vecindad, y va usted a andar arrastrada por las calles de la
amargura!
Calló, exhausta, y con voz entrecortada de fatiga:
—¡Pero déme la señora mi dinero, mi dinero rico, y aquí tiene los papeles; se
acabó el asunto y yo desaparezco! ¡Pero venga aquí mi dinero! ¡Y le digo también
que me mate ahora mismo un rayo si después de recibir el dinero vuelve a abrirse esta
boca! —y se dio una palmada en los labios.
Luisa se levantó despacio, palidísima.
—Pues bien —dijo, casi en un murmullo—; yo le proporcionaré el dinero. Espere
unos días.
Se hizo un silencio que después de aquel alboroto pareció muy profundo, como si
en el cuarto todo se tornase más inmóvil. El reloj daba apenas su tictac y dos velas
que había sobre el tocador, al consumirse, esparcían una luz rojiza y recta.
Juliana cogió la sombrilla, se ciñó el chal y después de mirar un momento a
Luisa:
—Bien, señora —dijo muy seca.
Y dando la vuelta, salió.
Luisa oyó el portazo de la cancela.
—¡Qué expiación, Santo Dios! —exclamó, cayendo sobre una silla, bañada en
lágrimas otra vez.
Eran casi las diez cuando Juana volvió.
—No pude enterarme de nada, señora; ni la comadrona ni nadie sabe de ella.
—Bueno, traiga la lamparilla.
Y Juana, al desnudarse en su cuarto, murmuraba para sus adentros: «No me cabe
duda. ¡La tal Juliana tiene su apaño; está liada por ahí con algún chulo!».

* * *

¡Qué noche para Luisa! A cada momento se despertaba sobresaltada, abría los ojos en
la penumbra del cuarto y aquella obsesión punzante se le clavaba en el alma, como
una puñalada ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo conseguir aquel dinero? ¡Dos mil duros! Sus
joyas valían quizá eso. Pero ¿qué diría Jorge después? Tenía la plata… ¡Pero era lo
mismo!
La noche estaba calurosa, y en su agitación se le escurrió la ropa, y no le quedó

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apenas más que la sábana sobre el cuerpo. A ratos la fatiga la volvía a adormecer en
un sueño superficial, cortado por vivas pesadillas. Veía montones de monedas
relucientes vagamente, fajos de billetes que se movían con suavidad en el aire. Se
levantaba, saltaba para cogerlos, pero las monedas empezaban a rodar, a rodar como
ruedecitas innumerables sobre un suelo liso, y los billetes desaparecían, volando muy
ligeros, con un aleteo irónico. O también era alguien que entraba en la sala, se
inclinaba respetuosamente y empezaba a saludar con el sombrero, dejándola caer en
el regazo monedas muy diversas, en gran profusión: no conocía ella a aquel hombre;
llevaba una peluca rojiza y una perilla llamativa. ¿Sería el diablo? ¡Qué la importaba!
¡Era rica, estaba salvada! Poníase a gritar, a llamar a Juliana, a correr detrás de ella
por un corredor que no tenía fin y que empezaba a estrecharse hasta llegar a ser como
una rendija por donde ella se arrastraba sesgadamente, respirando mal. Y apretando
contra su pecho el montón de monedas que comunicaba la frialdad del metal a su
pecho desnudo. Se despertó asustada y el contraste de su miseria real con aquellas
riquezas del sueño fue el colmo de su amargura. ¿Quién podría ayudarla? ¡Sebastián
era rico, era bueno! Pero mandarle llamar y decirle ella, Luisa, la mujer de Jorge:
«Présteme dos mil duros». «¿Para qué, señora?». ¿Podía contestarle entonces para
rescatar unas cartas que escribí a mi amante? ¿Era aquello posible? No. Estaba
perdida. No le quedaba más que entrar en un convento.
A cada momento daba la vuelta a la almohada, que le abrasaba el rostro; se quitó
el gorro, sus largos cabellos se soltaron y los recogió al azar, con una horquilla, y de
espaldas, con la cabeza sobre los brazos desnudos, pensó amargamente en la novela
de todo aquel verano: la llegada de Basilio, la excursión a Campo Grande, la primera
visita al Paraíso…
¿Por dónde iría el infame? ¡Durmiendo tranquilamente recostado en los
almohadones del vagón! ¡Y ella allí, en la agonía!
Apartó la sábana, se sofocaba. Y, descubierta, resaltando apenas sobre la blancura
de la ropa, se durmió cuando empezaba a clarear.
Se despertó tarde, rendida. Pero, después, en el comedor, la belleza de aquella
mañana espléndida la reanimó. El sol entraba a raudales, resplandeciente, por el
balcón, abierto; los canarios trinaban a coro; de la forja vecina salía un alegre
martilleo, y el amplio dosel azul intenso elevaba las almas. Aquella alegría de las
cosas le dio como un valor inesperado. No debía abandonarse a una desesperación
inerte… ¡Qué diablo! ¡Había que luchar!
Entonces vislumbró ciertas esperanzas. Sebastián era bueno y a Leopaldina se le
ocurrían recursos. Existían otras posibilidades, la misma casualidad. ¡Y todo aquello
podía, en definitiva, conseguirle los dos mil duros y salvarla! ¡Juliana desaparecería,
Jorge regresaba! Y, alborozada, veía brillar perspectivas de posibles felicidades, en el
futuro, deliciosamente.

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Al mediodía apareció el criadito de Sebastián: el señor había llegado de Almada y
deseaba saber cómo estaba la señora.
Corrió ella misma a la puerta ¡Le rogaba a don Sebastián que viniese en cuanto
pudiera!
¡Se acabó! Sintióse resuelta, hablaría a Sebastián… A fin de cuentas, era el único
recurso contárselo ella todo a Sebastián o que la otra se lo contase todo a su marido.
¡Imposible vacilar! Además, podía atenuarlo, decir que había sido solamente una
correspondencia platónica… La marcha de Basilio, por otra parte, hacía de aquel
desliz un hecho pasado, casi antiguo… ¡Y Sebastián era tan amigo de ella!
Llegó él a la una. Luisa, que estaba en su tocador, le oyó entrar, y sólo el ruido de
sus fuertes pisadas por la alfombra de la sala le produjo una timidez, casi terror.
Parecióle ahora aquello muy difícil, terrible de decir…
Había preparado frases, explicaciones; una historia de galanteo, de cartas
cambiadas, y permaneció con la mano en el picaporte, temblando.
¡Le tenía miedo! Oíale pasear por la sala. Y temiendo que la impaciencia le
enojase, entró.
Se le antojó más alto, más serio; ¡nunca su mirada le había parecido tan recta ni
su barba tan imponente!
—¿Qué? ¿Necesita alguna cosa? —le preguntó él, después de las primeras
palabras sobre Almada, sobre el tiempo.
Luisa sintió una cobardía irrefrenable y contestó en seguida:
—¡Es a causa de Jorge!
—¡Apuesto a que no le ha escrito!
—No.
—A mi también ha estado mucho tiempo sin escribirme —y riendo—: Pero hoy
he recibido dos cartas, al por mayor.
Rebuscó entre otros papeles que sacó del bolsillo. Luisa fue a sentarse en el sofá;
le miraba con el corazón palpitante y sus uñas impacientes arañaban despacio la tela.
—Es verdad —dijo Sebastián, revolviendo el fajo de papeles—. Recibí dos suyas:
habla de volver, dice que está muy alicaído… —y tendiendo una carta a Luisa—:
Puede verla.
Luisa la desdobló y empezó a leer; pero Sebastián, alargando la mano
precipitadamente:
—¡Perdón, no es ésa!
—No, déjeme ver…
—No dice nada, habla de negocios…
—¡Quiero verla!
Sebastián, sentado al borde de la silla, se rascaba la barbilla, mirándola muy
contrariado. Y Luisa, de repente, alzando la cabeza:

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—¿Cómo? —la lectura esparció por su rostro una sorpresa enojada—.
¡Verdaderamente!…
—¡Son tonterías, son tonterías! —murmuró Sebastián, muy colorado.
Luisa se puso entonces a leer alto, despacio: «¡Sabrás, amigo Sebastián, que he
hecho aquí una conquista. No es lo que se llama una princesa; se trata, ni mas ni
menos, que de la mujer del estanquero. Parece estar abrasada en el fuego más impuro
por este servidor. Dios me perdone; temo que me cobra un real por los puros de
peseta, haciendo así a Carlos, su digno esposo, la doble faena de arruinarle la
felicidad y la tienda!». ¡Qué gracioso! —murmuró Luisa, furiosa—. «Temo
grandemente que se repita conmigo el caso bíblico de la mujer de Putifar. Créeme que
tiene cierto mérito el resistirla, porque la mujer, pese a su condición de estanquera, es
lindísima. Y tengo miedo de que le pase algún percance a mi pobre virtud…».
Luisa se interrumpió, mirando a Sebastián con ojos terribles.
—¡Son bromas! —balbució él.
Ella siguió leyendo: «¡Mira que si Luisa supiera esta aventura! Por lo demás, mi
éxito no para aquí; ¡la mujer del delegado me hace la rosca descaradamente! Es de
Lisboa, de una familia Gamacho, que al parecer vive en Belem. ¿Los conoces? Y
aparenta morirse de tedio, en la tristeza provinciana de la localidad. Dio una soirée en
honor mío y también en honor mío, según creo, se escotó. Muy bonito pecho».
Luisa se puso encarnadísima. «¡Es una mujer endemoniada!…».
—¡Está loco! —exclamó ella—. «Y aquí tienes a tu amigo hecho un Don Juan de
Alentejo ¡y dejando un rastro de hogueras sentimentales, ardiendo por esta lejana
provincia! Pimentel me encarga…».
Luisa leyó aún algunas líneas, y, levantándose bruscamente y devolviendo la carta
a Sebastián:
—¡Muy bien, veo que se divierte! —dijo con voz sibilante.
—¡Son bromas! No debe usted tomarlas en serio…
—¡Yo! —exclamó ella—. ¡Hasta las encuentro muy naturales!
Sentóse y empezó a hablar con volubilidad de otras cosas, de doña Felicidad, de
Julián…
—Trabaja ahora mucho para el concurso —dijo Sebastián—. A quien no he visto
es al consejero.
—Pero ¿quiénes son esos Gamachos, de Belem?
Sebastián se encogió de hombros, y en tono casi de reproche:
—Vamos, lo ha tomado usted en serio…
Luisa le interrumpió.
—¡Ah! ¿No sabe? Se marchó mi primo Basilio.
Sebastián se mostró alborozado.
—¿Sí?

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—Se ha ido a París y no creo que vuelva —y después de una pausa, como si se
hubiera olvidado de Jorge y de la carta—: Sólo en París se encuentra a gusto…
Estaba deseando marcharse —y añadió, dando unos toques ligeros a los pliegues de
su vestido—: Necesitaba casarse ese muchacho.
—Para sentar la cabeza —agregó Sebastián.
Pero Luisa no creía que un hombre a quien le gustaban tanto los viajes, los
caballos, las aventuras, pudiera resultar un buen marido.
Sebastián opinó que esa clase de hombres algunas veces se volvían serios y eran
hombres de hogar.
—Tiene más experiencia —dijo.
—Pero un fondo ligero —observó ella.
Y después de estas palabras se callaron cohibidos.
—Yo, la verdad —dijo entonces Luisa—, he preferido que mi primo se
marchase… Como hubo esas tonterías en la vecindad… Últimamente, incluso, no le
he visto casi. Estuvo aquí ayer a despedirse y me dejó sorprendida…
Estaba haciendo imposible la historia de un galanteo platónico, con unas cartas
cambiadas, pero un sentimiento más fuerte que ella misma le impulsó a atenuar, a
distanciar sus relaciones con Basilio. Añadió entonces:
—Mantenemos una amistad, pero somos muy distintos… Basilio es egoísta y
poco afectuoso… Por lo demás, nuestra intimidad no fue nunca grande…
Calló bruscamente, al notar que se escurría…
Sebastián recordaba haberle oído decir «que se habían criado juntos de
pequeños»; pero, en fin, aquella manera de hablar del primo le pareció la prueba
mejor de que «no había habido nada». ¡Casi se censuró por sus dudas, tan injustas!…
—¿Y volverá? —preguntó.
—No me lo dijo, pero creo que no. ¡Estando en París!…
Y con la idea de la carta, preguntó de pronto:
—Entonces, Sebastián, ¿es usted el confidente de Jorge?
El se echó a reir:
—¡Oh, señora! Él asegura…
—Y a mí, cuando me escribe, me dice que se aburre de estar solo, que no soporta
el Alentejo… —y viendo a Sebastián mirar el reloj—: ¿Se marcha ya? Es pronto.
Pero él tenía que estar en la Baixa antes de las tres, le dijo.
Luisa quiso retenerle. No sabía para qué, pues a cada momento sentía disminuir
su resolución, desvanecerse como el agua de un río que se absorbe en su lecho. Se
puso a hablarle de las obras de Almada.
Sebastián las empezó pensando que con dos o tres mil pesetas se harían las
restauraciones necesarias; pero después unas cosas habían traído otras, y, como él
decía: «¡Se me está convirtiendo aquello en un tragaduros!».

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Luisa rió forzosamente:
—¡Vamos, cuando es uno un rico propietario!…
—¡Ya lo creo! Parece que no es nada; pero la pintura de una puerta, de una
ventana nueva, una habitación empapelada, un solado y esto y lo de más allá, ¡y se
van mil duros, al final!
Se levantó, y despidiéndose:
—Espero que ese bribón no se retrase mucho…
—Si la estanquera le da permiso…
Se quedó paseando por la sala, nerviosa con aquella idea. ¡Dejarse querer por la
estanquera, la mujer del delegado y las otras!… Realmente tenía confianza en él,
¡aunque los hombres!… De repente se imaginó a la estanquera estrechándole en sus
brazos detrás del mostrador, ¡o a Jorge besando en alguna entrevista nocturna el
hermoso escote de la mujer del delegado!… Y se le aparecieron tumultuosamente
todas las razones que probaban indiscutiblemente la traición de Jorge: ¡Estaba fuera
hacía dos meses! ¡Sentíase cansado de su viudez! ¡Encontraba una mujer bonita, y
tomaba aquello como un placer pasajero, sin importancia!… ¡Qué infame! Decidió
escribirle una carta digna y ofendida: «Que viniera inmediatamente o se marchaba
ella». Entró en el cuarto muy excitada. La fotografía de Jorge, que había sacado el día
anterior del maletín de piel quedó sobre el tocador. Se puso a mirarla; no le
sorprendió que le quisiesen, era guapo, agradable… Sintió una oleada de celos que le
oscureció la mirada; si él la engañase, si tuviera la certeza de la «más pequeña cosa»,
se separaría, iría refugiarse a un convento, se moriría seguramente, ¡le mataba!
—Señora —entró a decir Juana—, es un mozo con esta carta. Espera
contestación.
¡Qué espanto! ¡Era de Juliana! Escrita en papel rayado, con una letra horrible,
llena de faltas de ortografía, decía así:

Señora: Bien sé que estuve imprudente, lo cual debe achacar la señora tanto a
mi desgracia como a la falta de salud, lo cual hace que algunas veces se
tengan arrebatos repentinos. Pero si la señora quiere que yo vuelva y que haga
el mismo servicio de antes, a lo cual creo que la señora no puede oponerse,
tendré mucho gusto en servirla, en la seguridad de que nunca más se hablará
de eso hasta que la señora quiera y cumpla lo que prometió. Prometo hacer mi
trabajo y deseo que la señora acceda a esto, puesto que es en bien de todos. Ya
que fue cosa del genio, y, naturalmente, todos tienen sus repentes, y con esto
no canso más, y queda su obediente servidora la criada,

JULIANA COUCEIRO TAVEIRA

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¡Se quedó con la carta en la mano, sin decidirse! Su primer impulso fue decir ¡no!
¡Volver a admitirla, verla, con su cara horrible y su moño enorme! ¡Saber que tenía en
el bolsillo su carta, su deshonra, y llamarla, pedirle agua, la lamparilla, estar servida
por ella! ¡No! Pero la acometió un terror: si se negaba, irritaría a aquella mujer, ¡y
Dios sabe lo que haría! Estaba en sus manos, tenía que pasar por todo. Era un
castigo… Vaciló todavía un momento:
—Que sí, que venga, es la contestación.

* * *

Juliana llegó, en efecto a las ocho. Subió cautelosamente hacia el desván, se puso la
ropa de casa y las zapatillas y bajó al cuarto de la plancha, en donde Juana, sentada en
una silla, cosía a la luz del quinqué.
Juana, llena de curiosidad, la abrumó en seguida a preguntas: «¿Dónde había
estado? ¿Qué le había sucedido? ¿Por qué no dio noticias?…». Juliana contó que
estando de visita en casa de una amiga, en el paseo de Márquez de Abrantes, le dio de
repente un flato y el dolor… No quiso avisar, porque creyó que podría volver. ¡Pero
no! Estuvo un día y medio en la cama…
Quiso saber entonces lo que había hecho la señora, si salió, quién vino…
—La señora ha estado de mal humor —dijo Juana.
—Es cosa del tiempo —observó Juliana. Había traído su costura, y las dos,
calladas, siguieron trabajando.
A las diez, Luisa oyó llamar suavemente a la puerta del cuarto. ¡Era ella,
seguramente!
—Entre…
La voz de Juliana dijo con naturalidad:
—Está servido el té.
Pero Luisa no se atrevía a ir a la sala, ¡con un miedo horroroso a verla! Dio unas
vueltas por el cuarto, demorando el momento; fue al fin, toda trémula. Juliana llegaba
justamente por el corredor; arrimándose a la pared, le dijo con respeto:
—¿Quiere la señora que vaya por la lamparilla?
Luisa dijo que sí con la cabeza, sin mirarla.
Cuando volvió al cuarto, Juliana llenaba el jarro, y después de haber abierto la
cama y cerrado las puertas, casi de puntillas:
—¿La señora no necesita nada? —preguntó.
—No.
—Muy buenas noches, señora.
Y no hubo entre ellas más palabras.
«¡Parece un sueño! —pensaba Luisa al desnudarse melancólicamente—. ¡Esta

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mujer, con mis cartas, alojada en mi casa para torturarme, para robarme!». ¿Cómo
podía encontrarse ella, Luisa, en aquella situación? No lo sabía. ¡Las cosas habían
sucedido tan bruscamente, con la furiosa precipitación de una tormenta que estalla!
No tuvo ella tiempo de raciocinar, de defenderse: había sido arrollada. ¡Y allí estaba
casi sin dar fe, en su casa, bajo el dominio de su criada! ¡Ah, si hubiese hablado a
Sebastián! Tendría ahora el dinero, seguramente, billetes, oro… ¡Con qué frenesí se
lo arrojaría y la expulsaría luego con su baúl, sus trapos, su moño!… ¡Se juró a sí
misma hablar a Sebastián, decirle todo! ¡Iría, incluso, a casa de él, para impresionarle
más!
Al poco rato, rendida de la agitación del día, se adormeció. ¡Y soñó que un
extraño pájaro negro penetraba en su cuarto, produciendo un vendaval, con sus alas
negras de murciélago! ¡Era Juliana! Corría ella aterrada al despacho, gritando:
«¡Jorge!». Pero no veía ni libros, ni estantes, ni mesa; había una anaquelería ordinaria
de estanco, y, detrás del mostrador, Jorge acariciaba sobre sus rodillas a una bella
mujer de formas prietas, en camisa basta, que le preguntaba con una voz
desfalleciente de voluptuosidad y unos ojos llenos de pasión: «¿Corrientes o
habanos?». Huía ella entonces de allí indignada, y, a través de sucesos confusos, se
veía al lado de Basilio, por una calle sin fin, en la que los palacios tenían fachadas de
catedrales y los carruajes rodaban, rodaban soberbiamente con pompa de cortejo.
Contaba sollozando a Basilio la traición de Jorge. Y Basilio, brincando alrededor de
ella con gracia de payaso, rasgueaba en una guitarra, cantando:

Mandé, una carta a Cupido


queriéndole preguntar
si un corazón ofendido
¡tiene obligación de amar!

—¡No la tiene! —gritaba la voz de Ernestito, blandiendo triunfante un rollo de papel.


Y todo se oscurecía de repente en los amplios vuelos circulares que hacía Juliana
con sus alas de murciélago.

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Capítulo IX
Juliana había vuelto a casa de Luisa siguiendo los consejos de la tía Victoria…
—Mira, hija —le dijo—, ¡no hay que negarlo, el pájaro se nos escapó! ¡Ya puedes
suspirar, que el dinero en grande se fue! ¡Quién podía imaginar que el hombre iba a
levantar el vuelo! ¡No hay modo de entenderlo! Porque de ella no puedes esperar ni
una perra.
—Me daré el gusto de mandar las cartas al marido, tía Victoria.
La vieja se encogió de hombros.
—No ganarás nada con eso. Con que ellos se separen, con que la rompa un hueso
o la meta en un convento, tú no sacas nada. Y si se arreglan, te quedarás chupándote
un dedo y no tendrás siquiera el consuelo de armar cizaña. Y esto en el mejor de los
casos, porque encima puedes quedarte poniéndote paños con vinagre si mandan que
te den una tanda de palos.
Y viendo el gesto espantado de Juliana:
—No sería el primer caso, hija; no sería el primero. ¡Mira que en Lisboa pasan
muchas cosas y no todas vienen en los periódicos!
Realmente, ella lo que tenía que hacer era volver a la casa. Porque, en fin ¿qué
quedaba de todo aquello? El miedo de doña Luisa: éste era el que la removía por
dentro, y de éste había que sacar provecho…
—Tú vuelves allí —le dijo—, en espera de que ella cumpla lo que prometió. Si te
da el dinero, bien… Y si no, tenia, en todo caso, en la mano. Estás dentro de la plaza,
sabes lo que allí pasa y puedes apandar algo…
Pero Juliana vacilaba. Era difícil vivir bajo el mismo techo sin que se armase un
jaleo por un quítame allá esas pajas.
—No te dice una palabra; ya lo verás.
—Hasta tengo miedo.
—¿De qué? —exclamó la tía Victoria—. Ella no era mujer capaz de envenenarla,
¿verdad? ¿Entonces? El que no se arriesga no pasa la mar. Esto, si tú quieres —
añadió—, pues si no, procura colocarte en otro sitio y tira las cartas al fondo del baúl.
¡Qué diablo! Tú verás; si no te conviene, te marchas, y en paz…
Juliana decidió ir «a ver». Y reconoció en seguida que «aquella ladina de la tía
Victoria tenía la razón por carretadas».
Luisa, en efecto, pareció resignarse. Sebastián habíase marchado a Almada otra
vez. Pero como estaba decidida apenas él volviese a ir a su casa una mañana,
arrojarse a sus pies y contárselo todo, todo, aguantaba a Juliana pensando: «¡Son unos
días tan sólo!». Por eso no le dijo una palabra. ¿Para qué? Lo que tenía que hacer era
pagarla, y, después, echarla, ¿no era cierto? Mientras no lo pudiese hacer, había que
callarse y aguantar. Hasta que Sebastián regresase…

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Entre tanto, evitaba el verla. No la llamaba nunca. No salía de su alcoba por la
mañana sin haberla oído fuera, en el cuarto, llenar el baño, cepillar y sacudir los
vestidos. Iba al comedor con un libro y, en los intervalos, no levantaba los ojos de las
páginas. Y durante todo el día se quedaba en su cuarto con la puerta cerrada, leyendo,
cosiendo, pensando en Jorge y algunas veces también en Basilio con odio, deseando
que volviera Sebastián, preparando su historia.
Una mañana, Juliana encontró a Luisa en el corredor llevando a su cuarto el balde
lleno de agua.
—¡Oh, señora! ¿Por qué no llamó? —exclamó casi escandalizada.
—No me cuesta trabajo… —dijo Luisa.
Pero Juliana la siguió hasta el cuarto y, cerrando la puerta:
—¡Oh señora! —dijo muy ofendida—. ¡Esto no puede continuar así! ¡Vamos! ¡La
señora parece que me tiene miedo! Yo he vuelto para hacer mi trabajo como antes…
Verdad es, naturalmente, que sigo esperando que la señora cumpla lo que prometió…
Pues yo las cartas no las doy sin tener seguro el pan de mi vejez. Pero lo que pasó fue
un arrebato del genio y ya pedí perdón a la señora. Quiero hacer mi trabajo… Ahora,
si la señora no quiere, entonces me marcho —y añadió con voz agria—: ¡Tal vez sea
peor para todos!
Luisa, muy trastornada, balbució:
—Pero…
—No, señora —cortó Juliana severamente—; aquí la criada soy yo.
Y salió muy tiesa. Tanta osadía aterró a Luisa. ¡Aquella ladrona era capaz de
todo! Entonces, para no irritarla, empezó, de allí en adelante, a llamarla, a decir:
«Traiga esto, traiga aquello», sin mirarla.
Pero Juliana se mostraba tan servicial, era tan callada, que Luisa, poco a poco, día
tras día, con su carácter mudable, inconstante, lleno de aquel dejarse llevar, empezó a
perder el sentimiento punzante de aquella dificultad. Y al cabo de tres semanas «las
cosas habían vuelto a entrar en caja», como decía Juliana.
Luisa la llamaba ya a gritos desde el cuarto, la mandaba a recados fuera; llegaba a
tener con ella trozos de conversación:
—Hace un calor de muerte… Se retrasa la lavandera…
Un día Juliana arriesgó esta frase más íntima:
—Encontré a la criada de doña Leopoldina.
Luisa pregunto:
—¿Sigue aún en Oporto?
—Aún se quedará allí un mes, señora…
Por lo demás la casa tenía un aspecto muy tranquilo. Y Luisa, después de tantas
agitaciones, se entregaba gozosa a la satisfacción de aquel descanso. Iba algunas
veces a ver a doña Felicidad, que ya se levantaba, a la Encarnación. Y seguía

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esperando a Sebastián, pero sin impaciencia, casi contenta de ver aplazado el
momento terrible de decirle: «¡Escribí a un hombre, Sebastián!».
Así fueron pasando los días; estaban a fines de septiembre.
Una tarde Luisa permaneció más tiempo en el balcón del comedor; dejó caer el
libro en el regazo y miró, sonriendo, una bandada de palomas que habían venido de
alguna huerta vecina a posarse sobre el muro del solar. Pensó vagamente en Basilio,
en el Paraíso… Oyó pasos; era Juliana.
—¿Quién es?
La mujer cerró la puerta, y acercándose a ella en voz baja:
—¿Entonces la señora no ha resuelto nada aún?
Luisa sintió como un golpe en el estómago.
—Aún no he podido arreglar nada.
Juliana estuvo un momento mirando al suelo.
—Bien… —murmuró, al fin.
Y Luisa la oyó decir alto, en el comedor:
—¡Cuando el señor vuelva se ajustarán las cuentas de esto!

* * *

¡Cuando Jorge volviese! Inmediatamente, en su espíritu, que se había ido serenando


poco a poco, todos los sustos, las angustias se removieron de nuevo ante aquella
amenaza, como una ráfaga repentina pone en conmoción una arboleda. ¡Tenía, pues,
que hacer algo antes de que él llegase! Precisamente, Jorge le había escrito que «no
se retrasaría ya, que la avisaría telegráficamente…». Deseaba ella ahora que le
mandasen en el Ministerio hacer un viaje más lejos, por España o África; ¡que alguna
catástrofe, sin hacerle daño, le detuviese unos meses!…
¿Qué haría él si se enteraba? ¿La mataría? Recordaba sus serias palabras aquella
noche cuando Ernestito contó el final de su drama… ¿La metería en un coche y la
llevaría a un convento? Y veía la gran puerta cerrarse con un ruido fúnebre de
cerrojos y unos ojos lúgubres examinarla curiosamente…
Su terror irreflexivo le hizo incluso perder la idea clara de su marido: imaginábase
otro Jorge, sanguinario y vindicativo, olvidando su carácter bondadoso, tan poco
melodramático. Un día fue al despacho, cogió la caja de las pistolas, la guardó en un
baúl de ropa vieja ¡y escondió la llave!…
Una idea la sostenía: ¡la de que apenas volviera Sebastián de Almada estaría
salvada! A pesar de aquella agonía muda de todos los momentos, temía casi saber que
él hubiese llegado; ¡hasta tal punto la confesión de la verdad se le antojaba una
agonía mayor! Por aquel tiempo le vino a la mente una idea: escribir a Basilio. El
terror permanente ablandó su orgullo, como la lenta infiltración del agua traspasa un

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muro. Y todos los días empezó a encontrar una razón, una más, para dirigirse a aquel
«infame»: había sido su amante, conocía ya todo el incidente de las cartas, era su
único pariente… ¡Así no tendría que «decírselo» a Sebastián! Algunas veces pensó
ya que no haber aceptado el dinero de Basilio ¡fue una «fanfarronada bien necia»! Un
día, por fin, le escribió. Fue una carta larga, un poco confusa, en la que le pedía dos
mil duros. La echó ella misma en Correos, llenándola de sellos.
Aquella tarde, casualmente, Sebastián, que había vuelto de Almada, vino a verla.
Le recibió con alegría, feliz de no tener que contárselo… Habló del regreso de Jorge;
aludió incluso al primo Basilio, a «la poca vergüenza de la vecindad».
—No —dijo—; es lo primero que voy a contarle a Jorge.
¡Porque ahora se consideraba salvada! Y todos los días seguía la carta con la
imaginación en su trayecto hacia Francia, ¡como si su propia vida fuese dentro de
aquel sobre, entregado al azar de los trenes y a la confusión de los viajes! ¡Un cartero
corría a entregarla en la calle de Sain-Florentin. Basilio la abría tembloroso, llenaba
un sobre de billetes, que cubría de besos, y aquel sobre, trayendo su salvación y su
sosiego, comenzaba a viajar hacia abajo, por Francia y por Navarra, resoplando como
un monstruo y presuroso como un correo de a pie.
El día en que calculó que debía llegar respuesta se levantó más temprano, agitada,
con el oído pegado a la puerta, esperando el campanillazo del cartero. ¡Veíase ya
echando a Juliana, sollozando de alegría! Pero a las diez y media empezó a ponerse
nerviosa; a las once llamó a Juana para «que fuese a ver si había pasado el cartero».
—Dicen que sí, señora, que ya ha pasado.
—¡Canalla! —murmuró ella, pensando en Basilio.
¡Tal vez no había contestado en el mismo día! Esperó aún, aunque desconsolada y
ya sin fe. ¡Nada! ¡Ni a la otra mañana, ni a las siguientes! ¡Qué infame!
Se le ocurrió entonces la idea de la lotería, porque, insensiblemente, la esperanza
se le hizo necesaria. La primera vez que salió a la calle compró unos décimos. A
pesar de no ser religiosa ni supersticiosa, los puso debajo de la peana de un San
Vicente de Paúl que tenía sobre la cómoda, en la alcoba. ¡No se perdía nada con ello!
Los examinaba todos los días, sumaba los guarismos para ver si daban nueve, que no
significaba nada, o un número par, ¡que era de buena suerte! Y a causa de aquel
contacto diario con la imagen del santo, que la obligaba sin duda a pensar en la
protección inesperada del cielo, ¡hizo una promesa de cincuenta misas si salían
premiados los décimos!
No salieron premiados y, entonces, perdió toda esperanza: se abandonó a una
inacción en la que sentía casi una voluptuosidad, pasando los días sin vestirse,
deseando morir, devorando en los periódicos todos los casos de suicidios, de
quiebras, de desgracias, consolándose con la idea de que no sólo ella sufría, de que la
vida alrededor, en la ciudad, hervía de aflicciones.

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A veces, de repente, sentía una punzada de miedo. Decidíase entonces de nuevo a
«franquearse» con Sebastián; después pensaba que era mejor escribirle, pero no
encontraba las palabras, no conseguía forjar una historia racional. Sentíase
acobardada, y recaía en su inercia, pensando: «Mañana, mañana…».
Cuando, sola en su cuarto, se acercaba por casualidad al balcón, poníase a
imaginar ¡«lo que diría la vecindad» cuando lo supiese! ¿La condenarían? ¿La
compadecerían? ¿Dirían «qué desvergonzada»? ¿O «qué desgraciada»? ¡Y seguía,
desde detrás de los cristales, con ojos casi aterrados, los paseos de Pablo por la calle,
el obeso balanceo de la carbonera, las caras de las Acevedos detrás de las colgaduras
de su casa! ¡Cómo gritarían todos ellos: «¡Ya lo decíamos nosotros! ¡Ya lo decíamos
nosotros!». ¡Qué desdicha! O, también, veía de repente a Jorge, terrible, fuera de sí,
con las cartas en la mano, y se encogía como si estuviese ya bajo la cólera de sus
puños cerrados.
Pero lo que más la torturaba era la tranquilidad de Juliana, limpiando,
canturreando, sirviéndole la comida en la mesa con el delantal blanco. ¿Cuál era su
propósito? ¿Qué preparaba? Algunas veces le recorría una oleada de rabia. ¡Si fuese
ella fuerte o valiente se arrojaría, sin duda, a su cuello para estrangularla y arrancarle
la carta! ¡Pero ella, la pobre, era «una mosquita muerta»!
Precisamente una de aquellas mañanas Juliana entró en el cuarto con el vestido de
seda negro al brazo.
Lo extendió sobre la causeuse, y enseñó a Luisa, en la falda, junto al último
volante, un ancho desgarrón que parecía hecho con un clavo; lo traía para saber si la
señora quería mandarlo a la modista.
¡Luisa se acordaba muy bien de que lo rompió una mañana en el Paraíso,
jugueteando con Basilio!
—Esto es fácil de arreglar —dijo Juliana, pasando suavemente la mano abierta
sobre la seda, con la lentitud de una caricia.
Luisa lo examinaba, vacilante:
—Tampoco está ya nuevo… Mire, quédeselo para usted.
Juliana se estremeció, poniéndose muy colorada:
—¡Oh, señora! —exclamó—. ¡Muy agradecida! Es un valioso regalo. ¡Muchas
gracias, señora! Realmente… —y se alteró su voz.
Lo cogió en sus brazos con todo cuidado, y corrió en seguida a la cocina. Y Luisa,
que la siguió cautelosamente, la oyó decir toda excitada:
—Es un regalo soberbio, de lo mejor. ¡Está nuevo! ¡Una seda de primera! —hizo
arrastrar la cola por el suelo, con suave frufrú. Siempre lo había ansiado y ahora lo
tenía; era suyo—. ¡Es muy buena la señora, Juana, es un ángel!
Luisa volvió al cuarto, toda alborozada; era como una persona perdida de noche
en un descampado ¡que ve, de repente, a lo lejos, brillar una luz tras unos cristales!

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¡Estaba salvada! ¡Había que hacerle regalos, que llenarle de cosas! Comenzó a pensar
en seguida en qué más la podría ir dando, poco a poco; ¡el vestido rojo, ropa interior,
la bata vieja, una pulsera!

* * *

Dos días después —era un domingo— recibió ella un telegrama de Jorge:

«Saldré mañana Carregado. Llegaré tren Oporto seis mañana».

¡Qué sobresalto! ¡Volvía, al fin!


Era joven, era amorosa, y en el primer momento todos los sustos, las inquietudes,
desaparecieron bajo una sensación de amor y de deseo, que la inundó ¡Vendría de
madrugada, la encontraría acostada! ¡Y pensaba ya en la delicia de su primer beso!…
Fue a mirarse al espejo; estaba un poco delgada, con la cara tal vez un poco
cansada… ¡Y la imagen de Jorge se le apareció entonces con toda nitidez, pero
tostada por el sol, con sus ojos tiernos y su pelo tan rizoso! ¡Qué cosa más extraña!
Nunca había ansiado tanto verle. Fue en seguida a ocuparse de él. ¿Estaría bien
arreglado el despacho? ¡Querría un baño tibio, sería necesario calentar agua en la tina
grande!… E iba y venía, canturreando, con un brillo exaltado en los ojos.
Pero la voz de Juliana, que sonó de repente en el corredor, la hizo estremecer.
¿Qué haría aquella mujer? ¡Al menos, que la dejase, aquellos primeros días, gozar de
la vuelta de Jorge tranquilamente!… Con una súbita audacia, llamó.
Juliana entró con el vestido de seda nuevo, moviéndose con cuidado:
—¿Quiere algo la señora?
—El señor vuelve mañana… —dijo Luisa.
Y se detuvo. El corazón latíale con violencia.
—¡Ah! —exclamó Juliana—. Bien, señora.
Y fue a salir.
—¡Juliana! —dijo Luisa con voz alterada.
La otra se volvió, sorprendida. Y Luisa, juntando las manos con un movimiento
suplicante:
—Mire usted, al menos en estos primeros días… ¡Yo lo arreglaré, esté segura!…
Juliana replicó inmediatamente:
—¡Oh, señora! Yo no quiero dar disgustos a nadie. Lo que quiero es un bocado de
pan para la vejez. De mi boca no saldrá perjuicio para nadie. Lo único que pido a la
señora es que si tiene voluntad y me quiere ir ayudando…
—Eso sí… Lo que usted quiera…
—Pero puede estar segura de que esta boca… —y se cerró los labios con los

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dedos.
¡Qué alegría para Luisa! ¡Tenía por delante unos días, unas semanas, sin
tormentos, al fin, con su Jorge! Entonces se entregó toda a la deliciosa impaciencia de
verle. Era singular, ¡pero le pareció que le amaba más!… Después pensaría, vería,
haría otros regalos a Juliana, podría ir preparando poco a poco a Sebastián… Sentíase
casi feliz.
A la tarde, Juliana vino a decirla muy risueña:
—Juana ha salido; hoy era su día, pero yo tengo precisión de salir también… Si a
la señora no le importa quedarse sola…
—¡No! Me quedaré. ¿Por qué no? Salga, salga.
Y al poco rato oyó su taconeo en el corredor y cerrar con ruido la cancela.
Entonces, de repente, le deslumbró una ocurrencia, como si fuera la fulguración
de un relámpago. ¡Ir al cuarto de ella, rebuscar en su baúl, robarle las cartas!
La vio, desde el balcón, doblar la esquina. Subió en seguida al desván, despacio,
escuchando, con el corazón sobresaltado. La puerta del cuarto de Juliana estaba
abierta; venía de allí un olor a moho y a ropa sucia que la dio náuseas; por el postigo
entraba una luz triste, de tarde nublada: ¡debajo, arrimado a la pared, estaba el baúl!
¡Pero estaría cerrado, seguramente! Bajó corriendo, fue a buscar su manojo de llaves.
Sintió una gran vergüenza, pero ¿y si encontraba las cartas? Aquella esperanza le
daba todas las osadías, como un vino muy fuerte. Empezó a probar las llaves; ¡le
temblaba la mano! ¡De repente, la lengüeta cedió con un ruidito seco! Levantó la
tapa: ¡allí estaban tal vez! Y entonces, con cautela, muy femeninamente, empezó a
sacar las cosas una por una, colocándolas encima del colchón: el vestido de lana; un
abanico con figuras doradas envuelto en papel de seda, cintas viejas, rojas y azules,
planchadas; un alfiletero de raso color rosa con un corazón bordado en realce, dos
frasquitos de perfume, intactos, que tenían pegados al cristal ramitos de rosas de
papel recortado; tres pares de botas, envueltas en periódicos; la ropa blanca, de la que
se desprendía un olor a madera y a hojas de manzana camuesa. Entre dos camisas
había un fajo de cartas atadas con bramante… ¡Ninguna era de ella! ¡Ni de Basilio!
¡Eran de una letra de gente pueblerina, ininteligible y amarillenta! ¡Qué rabia! ¡Y se
quedó mirando el baúl vacío, en pie, con los brazos tristemente caídos! De repente,
pasó una sombra por delante del postigo. Se estremeció aterrada. Era un gato, que con
pisadas leves vagabundeaba por el tejado. Volvió a colocarlo todo con los mismos
dobleces, cerró el baúl, fue a salir, pero se acordó entonces de ir a buscar en el cajón
de su mesilla y debajo del cuadrante. ¡Nada! Se impacientó entonces; no quería irse
sin haber agotado toda esperanza; apartó la ropa, registró la paja ablandada del
jergón, sacudió las botas viejas, escudriñó los rincones… ¡Nada! ¡Nada!
Súbitamente, repiqueteó la campanilla. Bajó corriendo. ¡Qué sorpresa! Era doña
Felicidad.

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—¡Eres tú! ¿Cómo estás? Entra.
Estaba mejor, le fue contando en seguida por el corredor. Había salido la víspera
de la Encarnación; el pie le dolía aún, a veces. ¡Pero gracias a Dios estaba fuera de
peligro! ¡Que se lo agradeciese, era su primera visita!
Entraron en el cuarto. Oscurecía. Luisa encendió las velas.
—¿Y tú, cómo me encuentras? —preguntó doña Felicidad poniéndose delante de
ella.
—Un poquito más pálida.
¡Ay! ¡Había sufrido mucho! Se alzó la falda, y enseñando el pie calzado con un
zapato ancho, obligó a Luisa a que lo palpase… Le quedaba un consuelo: ¡que todo
Lisboa la había ido a ver! ¡Gracias a Dios! ¡Todo Lisboa, lo mejor de Lisboa!
—¡Y tú —añadió— no has aparecido esta semana!… Pues te han despellejado…
—No he podido hija. Jorge llega mañana, ¿no lo sabías?
—¡Ah, el muy tunante! ¡Vamos! ¡Ese corazoncito está brincando! —y le secreteó
al oído.
Rieron largamente.
—Pues yo —prosiguió doña Felicidad, sentándose— arreglé hoy mi salida.
Encontré esta mañana al consejero, que me dijo que vendría aquí. ¡Le encontré en
Los Mártires! ¡Mira que ha sido suerte, al primer día de salida! —y un poco
desfallecida—: ¡Oye! Yo tomaría una cucharadita de dulce…

* * *

Fue Luisa la que abrió la puerta al consejero y a Julián, que se habían encontrado en
la escalera, y les dijo, riendo:
—¡Hoy soy yo el portero!
Doña Felicidad, en la sala, para disimular la conmoción que le produjo la visión
amada de la persona de Acacio, empezó con gran volubilidad a censurarla «por dejar
salir, el mismo día a las dos criadas…».
—¿Y si te sientes mal, hija, si te da algo?
Luisa se echó a reir. No era propensa a indisposiciones… Pero la encontraban
algo decaída. Y el consejero le preguntó con interés:
—¿Ha vuelto usted a sufrir de los dientes, señora?
—¿De los dientes? ¡Era la primera vez que oía semejante cosa! —exclamó doña
Felicidad.
Julián declaró que rara vez había visto una dentadura tan perfecta. El consejero se
apresuró a citar:

en labios de coral perlas tan finas

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Y añadió:
—¡Es verdad! ¡Pero la última vez que tuve el honor de estar con doña Luisa se
vio tan repentinamente atacada de un dolor de muelas que tuvo que ir corriendo a que
se la empastase Vitry!
Luisa se puso muy encarnada. Por fortuna, sonó la campanilla. Debía de ser
Juana. Fue a abrir…
—¡Es verdad! —continuó el consejero—. Habíamos dado una vuelta deliciosa,
cuando de pronto doña Luisa palideció y, al parecer, el dolor fue tan grande, que se
precipitó hacia la escalera del dentista como loca.
A propósito de dolores, doña Felicidad, ansiosa de interesar y de conmover al
consejero, comenzó la historia de su pie. Contó la caída, lo milagroso de no haberse
matado, las visitas asiduas de condesas y vizcondesas, el susto en toda la
Encarnación, los cuidados del buen doctor Camiña…
—¡Ay! ¡He sufrido mucho! —suspiró con los ojos fijos en el consejero, para
provocar una palabra de simpatía.
Acacio dijo entonces con autoridad:
—Es siempre un error bajar una escalera empinada sin buscar el apoyo de la
barandilla.
—¡Pude matarme! —exclamó ella. Y volviéndose hacia Julián—: ¿No es verdad?
—En este mundo se muere por cualquier cosa —dijo él, hundido en su sillón
fumando voluptuosamente.
Él mismo había estado a punto, aquella tarde, de ser atropellado por un tranvía.
Reservó el domingo para descansar y dio un gran paseo por las afueras…
—Hace más de un mes vivo en mi cubículo como un fraile benedictino en la
biblioteca de su convento —añadió, riendo, y dejó caer, complacido, la ceniza de su
cigarro sobre la alfombra.
El consejero quiso conocer entonces el tema de la tesis; muy del momento,
seguramente.
Y apenas Julián le dijo: «Sobre fisiología, señor consejero», Acacio observó en
seguida con voz profunda:
—¡Ah, sobre fisiología! ¡Será entonces de gran magnitud! Y se presta más al
estilo ameno.
Se quejó él también de estar abrumado, bajo el peso de sus trabajos literarios…
—¡Esperamos, eso, sí, señor Zuzarte, que no serán infructuosas nuestras vigilias!
—¡Las suyas, señor consejero, las suyas! —y con interés—: ¿Cuándo nos dará a
conocer su trabajo? ¡Hay impaciencia por leerlo!
—Hay cierta impaciencia —corroboró el consejero con gran seriedad—. Hace
días me hacía el honor de decirme el señor ministro de Justicia (ese vigorosísimo
talento), decíame, repito, hace días, o mejor aún, me hizo el honor de decirme:

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«¡Dénos pronto su libro, Acacio; estamos necesitados de luz, de mucha luz». Así me
dijo. Yo me incliné, naturalmente, y respondí: «Señor ministro, ¡no seré yo quien se
la niegue a mi país cuando mi país la necesite!».
—¡Muy bien, muy bien, consejero!
—Y les diré —añadió—, aquí, en familia, ¡que nuestro ministro de la
Gobernación me dejó entrever en un futuro nada remoto la encomienda de Santiago!
—¡Ya se la debían de haber dado, consejero! —exclamó Julián, chanceándose—.
Pero en este desdichado país… ¡Ya debía usted tenerla sobre el pecho, consejero!
—¡Hace mucho tiempo! —exclamó con ímpetu doña Felicidad.
—¡Muchas gracias, muchas gracias! —balbució el consejero, arrebolado. Y en la
expansión de su júbilo ofreció con una familiaridad agradecida su caja de rapé a
Julián.
—Lo tomaré para estornudar —dijo éste.
Sentíase aquella tarde en benévola disposición; el trabajo y las elevadas
esperanzas que éste le daba habían disipado, sin duda, su amargura; parecía, incluso,
haber olvidado su humillación cuando se encontró allí, en aquella sala, al primo
Basilio, pues apenas entró Luisa le preguntó por él.
—Marchó a París, ¿no lo sabían? ¡Hace ya tiempo!
Doña Felicidad y el consejero hicieron en seguida el elogio de Basilio. Había ido
a dejar tarjeta en casa de ambos, lo cual encantó a doña Felicidad Y enorgulleció al
consejero.
—¡Es un verdadero noble! —declaró ella.
Y Acacio afirmó autoritario:
—Y con una voz de barítono digno de la Ópera.
—¡Es muy elegante! —dijo doña Felicidad.
—¡Un gentleman! —resumió el consejero.
Julián, callado, movía la pierna. Ahora, ante aquellos elogios, renacía su
despecho. Recordaba la sequedad constante de Luisa aquella mañana, las poses del
otro. No resistió a la tentación de decir:
—Un poco recargado de alhajas y de bordados en los calcetines. Es, según creo,
moda en el Brasil…
Luisa se puso encarnada; le odió. Y sintió una vaga nostalgia de Basilio.
Doña Felicidad preguntó entonces por Sebastián, que no le había visto hacia un
siglo. Y lo sentía, porque era una persona que la daba salud solo con verla.
—Es un alma grande —dijo con énfasis el consejero. Le reprochaba un poco, si
acaso, el que no se ocupase ni se hiciese útil a su país—. Porque, en fin —declaró—,
el piano es una bonita habilidad, pero no da una posición en sociedad.
Citó entonces a Ernestito, que, aun entregado al arte dramático, era además —y
su voz se tornó grave—, según todas las noticias, un excelente funcionario de

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Aduanas…
—¿Qué hacía ahora Ernestito? —preguntaron.
Julián se lo había encontrado. Le dijo que Honor y pasión iba a estrenarse de allí
a dos semanas. Ya se estaban tirando los carteles. ¡Y en la calle de los Condes le
conocían solamente por el Dumas hijo portugués! Y el pobre muchacho se cree
realmente un Dumas hijo.
—No conozco a ese autor —dijo con gravedad el consejero—, aunque me parece,
por el nombre, que es hijo del escritor que se hizo famoso con sus Tres mosqueteros y
otras obras de imaginación… Pero, además, ¡nuestro Ledesma es un exquisito
cultivador del arte de los Corneilles! ¿No le parece, doña Luisa?
—Sí —dijo ella con una vaga sonrisa.
Parecía preocupada. Fue ya dos veces a ver la hora en el reloj de su cuarto. ¡Eran
casi las diez y Juliana no había vuelto! ¿Quién iba a servir el té? Ella misma fue a
colocar las tazas en la bandeja, a llenar el palillero. Cuando volvió a la sala notó un
silencio aburrido…
—¿Quieren que toque? —preguntó.
Pero doña Felicidad, que examinaba, al lado de Julián, los grabados de La Divina
Comedia, ilustrados por Gustavo Doré, que aquél hojeaba con el tomo sobre las
rodillas, exclamó de repente:
—¡Ay qué bonito! ¿Qué es? ¡Muy bonito! ¿Has visto, Luisa?
—Es un caso de amor desgraciado, doña Felicidad —dijo Julián—. La historia
triste de Paolo y Francesca de Rímini —y explicando el dibujo—: Esta dama sentada
es Francesca; este joven de melena, arrodillado a los pies de ella y que la abraza es su
cuñado, y, siento tener que decirlo, su amante. Y aquel barbazas que ahí, al fondo,
alza el tapiz y saca su espada, es el marido que llega, ¡y zas!… —e hizo ademán de
hundir el acero.
—¡Caramba! —dijo doña Felicidad, estremecida—. ¿Y qué es ese libro caído en
el suelo? ¿Estaba leyendo?
—Sí… Habían empezado a leer, pero después…

Quel giomo piú no vi leggiemi avante.

lo cual quiere decir: «¡Y no leimos más aquel día!».


—Y se pusieron a hablar galantemente —dijo doña Felicidad con una sonrisa.
—¡Peor, señora, peor! Pues según la propia confesión de Francesca, este doncel,
el de la melena, su cuñado

La bocca me bacció tutto tronnante,

lo cual significa: «La boca me besó todo trémulo…».

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—¡Ah! —dijo doña Felicidad con una rápida mirada hacia el consejero—. ¿Es
una novela?
—Es La Divina Comedia, de Dante, doña Felicidad —rectificó con severidad el
consejero—, un poema épico, clasificado entre los mejores. ¡Inferior, sin embargo, a
nuestro Camoens! ¡Pero rival del famoso Milton!
—¡En esas historias extranjeras los maridos matan siempre a las mujeres! —
exclamó ella. Y volviéndose hacia el consejero—: ¿No es verdad?
—Sí, doña Felicidad; se repiten por ahí fuera con frecuencia esas tragedias
domésticas. Es mayor el desenfreno de las pasiones. Pero, entre nosotros, digámoslo
con orgullo, el hogar es muy respetado. Así, yo, por ejemplo, entre todas mis
relaciones en Lisboa, que son numerosas, gracias a Dios, no conozco sino esposas
modelos… —y con una sonrisa galante—: De las cuales es, sin duda, la flor la dueña
de esta casa.
Doña Felicidad volvió los ojos hacia Luisa, que estaba recostada en su silla, y
dándole en el brazo:
—¡Esto es una joya! —dijo con amor.
—Y además —continuó el consejero, nuestro Jorge lo merece. Porque como dijo
el poeta:

Su corazón es noble y su frente altiva


la fina esencia de su alma revela.

Aquella conversación impacientaba a Luisa. Iba a sentarse al piano cuando doña


Felicidad exclamó:
—Dime: ¿es que no se toma hoy el té en esta casa?
Luisa fue otra vez a la cocina. Dijo a Juana que trajese ella misma el té. Y a poco
rato Juana, con delantal blanco, sonrojada, muy aturdida, entró con la bandeja.
—¿Y Juliana? —preguntó entonces doña Felicidad.
—Salió; la pobre —exclamó Luisa— ha estado mala…
—¿Y anda por ahí todavía a estas horas?… ¡Vaya! Eso es desacreditar una casa…
El consejero lo encontró también imprudente:
—¡Porque, en fin, las tentaciones son grandes en una capital, señora!
Julián exclamó, riendo:
—¡Si la tientan a esa, dejo de creer para siempre, totalmente, en mis
contemporáneos!
—¡Oh, señor Zuzarte! —replicó el consejero, casi severamente—. Me refería a
otras tentaciones: entrar en una tienda de bebidas, apetecerla ir al circo y descuidar
sus deberes…
Pero doña Felicidad no podía sufrir a Juliana. La encontraba cara de Judas, tenía
aspecto de ser capaz de todo…

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Luisa la defendió: era muy servicial, muy buena planchadora, muy honrada…
—¡Y anda por la calle hasta las once de la noche! ¡Vamos! ¡Si lo hiciese
conmigo!
—Y creo —observó el consejero— que tiene una enfermedad mortal. ¿No es
verdad, señor Zuzarte?
—Mortal. Un aneurisma —respondió Julián, sin levantar los ojos del libro de
Dante.
—¡Eso más! —exclamó doña Felicidad. Y bajando la voz—: ¡Lo que debes hacer
es desprenderte de ella! ¡Una criada con una enfermedad de esas! Que hasta le puede
reventar al ir a dar un vaso de agua a la gente… ¡Pues sí!
El consejero la apoyaba:
—¡Y a veces qué dificultades con la autoridad!
Julián cerró La Divina Comedia, y dijo:
—Me he olvidado de decírselo a Jorge, pero un día esa mujer se les cae redonda
al suelo —y tomó un sorbo de té.
Luisa estaba afligida. Le parecía que una nueva complicación se fraguaba para
torturarla… Y explicó que era tan difícil encontrar criadas… En eso estuvieron de
acuerdo. Hablaron de la servidumbre, de sus exigencias. ¡Eran cada vez más
descaradas! ¡Y en dándolas confianza! ¡Qué inmoralidad!
—Muchas veces es culpa de las amas —dijo doña Felicidad—. Hacen a las
criadas confidentes suyas, y en cuanto ellas se apoderan de un secreto, se hacen las
dueñas de la casa…
Las manos trémulas de Luisa hicieron tintinear la taza. Y dijo con una voz
afectadamente risueña:
—¿Y qué tal anda de criados el consejero?
Acacio tosió:
—Bien. Tengo una mujer respetable, con buen paladar, muy escrupulosa en las
cuentas…
—Y que no es fea —intervino Julián—. Así me lo pareció a mí una vez que
estuve en la calle del Ferregial…
Se difundió el rubor por la calva del consejero. Doña Felicidad le miró con
ansiedad, llameantes sus pupilas. Acacio dijo entonces con severidad:
—Yo no me fijo nunca en la fisonomía de los subalternos, señor Zuzarte.
Julián se levantó, y, con las manos en los bolsillos, jovialmente:
—¡Fue un gran error abolir la esclavitud!
—¿Y el principio de la libertad? —replicó el consejero—. ¿Y el principio de la
libertad? Reconozco que los negros eran grandes cocineros… Pero la libertad es un
bien mayor.
Se extendió entonces en consideraciones, condenó los horrores del tráfico de los

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negreros, lanzó sospechas sobre la filantropía de los ingleses, fue severo con los
plantadores de Nueva Orleáns, contó el caso del Charles and Georges; se dirigía
exclusivamente a Julián, que fumaba, cabizbajo.
Doña Felicidad fue a sentarse junto a Luisa, y, muy inquieta, hablándole al oído:
—¿Tú conoces a la criada del consejero?
—No.
—¿Será bonita?
Luisa se encogió de hombros.
—¡No sé lo que me dice el corazón, Luisa! ¡Estoy sofocada!
Y mientras Acacio, en pie, peroraba hacia Julián, doña Felicidad fue
transmitiendo a Luisa las quejas de su pasión.
¡Qué alivio para Luisa cuando se marcharon todos! ¡Lo que ella sufrió por dentro
toda la tarde! ¡Qué pelmas, qué idiotas! ¡Y la otra sin venir! ¡Oh qué vida la suya!
Fue a la cocina a decir a Juana:
—Espere usted a Juliana, tenga paciencia. No puede tardar. ¡Esto es que la pobre
mujer se habrá puesto peor!
Pero pasaba de medianoche y Luisa estaba ya acostada cuando la campanilla sonó
ligeramente; luego, con más fuerza, y, finalmente, con impaciencia.
«La chica se ha dormido», pensó Luisa. Saltó de la cama, subió descalza a la
cocina. Juana, echada, sobre la mesa, roncaba junto al quinqué, que humeaba
maloliente. La sacudió, haciéndole ponerse en pie, mal despierta; volvió corriendo a
acostarse, y oyó poco después, en el corredor, la voz de Juliana decir con
satisfacción:
—Ya está todo arreglado, ¿eh? Pues yo estuve en el teatro. ¡Muy bonito! ¡De lo
mejor, señora Juana, de lo mejor!
Luisa se durmió tarde, y durante toda la noche la agitó una pesadilla: Estaba en un
teatro inmenso, dorado como una iglesia. Era noche de gala: refulgían las joyas sobre
los senos mimosos y brillaban las condecoraciones sobre los uniformes palaciegos.
En su palco, un rey triste y joven, inmóvil en una lasitud recogida, hierática, sostenía,
en su mano la esfera armilar, y su manto de terciopelo oscuro, constelado de pedrerías
como un firmamento, caía alrededor en pliegues de escultura, haciendo tropezar a la
multitud de cortesanos, vestidos como los jinetes de los caballos de bastos.
Ella estaba en escena; era actriz; debutaba con el drama de Ernestito. Toda
nerviosa, veía ante ella, en el amplio patio murmurador, hileras de ojos negros y
ardientes clavados en ella con furor; en medio, la calva del consejero, de una
redondez nívea y noble, sobresalía, rodeada como una flor de un enjambre amoroso
de abejas. En la escena oscilaba una gran decoración de boscaje; ella notaba, sobre
todo a la izquierda, una encina secular de una arrogancia heroica, cuyo tronco tenía la
vaga configuración de un rostro y que se parecía a Sebastián.

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Pero el traspunte dio unas palmadas; era flaco, semejábase a Don Quijote; llevaba
unos lentes redondos con armadura de metal; blandía el Diario del Comercio,
retorcido como un sacacorchos y chillaba: «¡Venga la escenita de amor! ¡Venga esa
maravilla!». Entonces la orquesta, en la que los ojos de los músicos relucían como
granadas y sus cabelleras se erizaban como montones de estopa, interpretó con una
lentitud melancólica el fado de Leopoldina, y una voz áspera y canalla cantaba en
falsete:

Le veo en las altas nubes,


le veo en el mar sin fin,
y por muy lejos que esté,
yo le siento junto a mí.

Luisa se hallaba entre los brazos de Basilio, que la enlazaban, la abrasaban; toda
desfallecida, sentíase perdida, fundida en un elemento cálido como el sol y dulce
como la miel: gozaba prodigiosamente; pero entre sus sollozos sentíase avergonzada,
¡porque Basilio repetía en escena, sin pudor, los delirios libertinos del Paraíso!
¿Cómo lo consentía ella?
El teatro gritaba, en una inmensa aclamación: «¡Bravo! ¡Bis! ¡Bis!». Miles de
pañuelos revoloteaban como mariposas blancas en un campo de trébol; los brazos
desnudos de las mujeres arrojaban con un gesto ondulante ramos de violetas; el rey se
levantaba espectralmente, y, triste, lanzaba como un bouquet su esfera armilar. Y
después el consejero, con frenesí, para seguir el ejemplo de su majestad,
destornillando rápidamente la calva, se la tiraba, ¡con un grito de dolor y de gloria! El
traspunte vociferaba: «¡Den las gracias, den las gracias!». Ella se inclinaba, sus
cabellos de Magdalena rozaban el tablado y Basilio, a su lado, seguía con ojos
brillantes los puros que le arrojaban, ¡cogiéndolos con la gracia de un torero y la
destreza de un clown!
De pronto, sin embargo, todo el teatro exhaló un ¡ah! de espanto. Se hizo un
silencio ansioso y trágico, y todos los ojos, miles de ojos atónitos, se clavaron en el
tapiz de fondo, donde un pabellón erigía su estructura, toda sembrada de rositas
blancas. Ella se volvió también hipnotizada y vio a Jorge, a Jorge, que se adelantaba,
vestido de luto, con guantes negros y un puñal en la mano. ¡Y la hoja relucía menos
que sus ojos! Se acercó a las candilejas, e inclinándose, dijo, con una voz graciosa:
—Majestad, serenísimo señor infante, señor gobernador civil, señoras y señores
míos: ¡Ahora me toca a mí! ¡Fíjense en este trabajito!
Se dirigió entonces hacia ella con pasos marmóreos que hacían retemblar el
tablado, le agarró los cabellos como un manojo de hierba que se quiere arrancar; le
echó la cabeza hacia atrás, levantó de un modo clásico el puñal; apuntó al seno
izquierdo, y balanceando el cuerpo, guiñando un ojo, ¡le clavó la hoja!

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¡Muy bonito! —dijo una voz—. ¡Buen trabajo!
¡Era Basilio, que había hecho entrar noblemente en el patio de butacas su faetón!
Erguido en el pescante, con el sombrero ladeado y una rosa en el ojal, refrenaba con
mano negligente la inquietud soberbia de sus caballos ingleses, y junto a él, sentado
como un lacayo, cubierto con sus vestiduras sacerdotales, ¡iba el patriarca de
Jerusalén! Pero Jorge arrancaba el puñal, todo enrojecido; las gotas de sangre corrían
hasta la punta, se coagulaban; caían después con un sonido cristalino y rodaban por el
tablado como cuentas de cristal rojo.
Ella caía tumbada, expirante, bajo la encina que se parecía a Sebastián. Entonces,
como la tierra era dura, el árbol extendía por debajo de ella sus raíces, blandas como
cojines de plumas; como el sol abrasaba el árbol, desdobló sobre ella sus raíces, como
las colgaduras de una tienda, ¡y desde las hojas dejaba escurrir sobre sus labios gotas
de vino de Madera! ¡Ella veía, entre tanto, con terror, brotar su sangre de la herida,
roja y vigorosa, correr, esparcirse, formando pozas por un lado, regueros tortuosos
por otro. Y oía chillar a los del patio:
—¡El autor! ¡Que salga el autor!
Ernestito, muy rizado, pálido, apareció; dio las gracias sollozando, y, haciendo
reverencias, saltaba de aquí para allá, para no manchar con la sangre de la prima
Luisa sus zapatitos de charol…
¡Sintió que iba a morir! Una voz dijo vagamente:
—¡Hola! ¿Cómo va eso?
Parecióle la de Jorge. ¿De dónde venía? ¿Del cielo? ¿Del patio de butacas? ¿Del
corredor?
Un ruido fuerte, como al dejar caer un baúl, la despertó. Se sentó en la cama.
—Bien, déjelo ahí —dijo la voz de Jorge.
Saltó del lecho, en camisa. Entraba él. Y permanecieron enlazados, en un largo
abrazo, con los labios unidos, sin una palabra. El reloj del cuarto dio las siete.

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Capítulo X
Aquel día, hacia la una, Jorge y Luisa acababan de almorzar, como en la víspera de la
partida de él. Pero ahora no pesaba la centelleante inclemencia de la calima. Los
balcones estaban abiertos al grato sol de octubre. Pasaban ya en el aire ciertos
frescores otoñales; había una tierna palidez en la luz; al anochecer «venían muy bien»
los abrigos, y unos tonos amarillentos empezaban a envejecer las verduras.
—¡Qué bien está uno, otra vez, en su nido! —dijo Jorge, estirándose en el sillón.
Estuvo contando su viaje a Luisa. ¡Había trabajado como un negro y ganado
dinero! Traía los elementos para un magnífico informe. Hizo amistades entre aquella
buena gente del Alentejo. Se acabaron las insolaciones, las cabalgadas por los
encinares, los cuartos en posadas; estaba allí, al fin, en su casita. Y como en la víspera
de su marcha, lanzaba el humo del cigarro, atusándose con delicia el bigote, ¡porque
se había cortado la barba! Luisa se quedó muy sorprendida al verle. Y él explicó, con
humilde melancolía, que le había salido un furúnculo en la barbilla con el calor.
—¡Pues te sienta muy bien! —le dijo ella—, ¡te sienta muy bien!
Jorge le trajo de regalo seis platos de porcelana china, muy antiguos, con
mandarines panzudos, de túnicas esmaltadas, suspendidos majestuosamente en el aire
azulado, una preciosidad que descubrió en casa de unas viejas «miguelistas», en
Mertola. Luisa los colocó muy decorativamente en los anaqueles del aparador, y de
puntillas, con la larga cola de su bata extendida por detrás y la masa rubia de pelo
abundante, un poco desordenado sobre la espalda, le pareció a Jorge más esbelta, más
irresistible, y nunca su fino talle atrajo tanto sus brazos.
—La última vez que almorcé aquí, antes de marchar, era domingo, ¿te acuerdas?
—Me acuerdo —dijo Luisa sin volverse, colocando con mucha delicadeza un
plato.
—Es verdad —preguntó Jorge de repente—. ¿Y tu primo? ¿Le viste? ¿Vino a
verte?
El plato se la escurrió y hubo un tintineo de copas.
—Sí, vino —dijo Luisa, después de un silencio—; estuvo aquí unas cuantas
veces. Siempre poco rato…
Se agachó, abrió el cajón del aparador y estuvo rebuscando entre las cucharas de
plata; se levantó, por último, con una sonrisa arrebolada, sacudiéndose las manos:
—¡Colocados!
Y fue a sentarse sobre las rodillas de Jorge.
—¡Qué bien te sienta! —le dijo, retorciéndole el bigote. Lo admiraba de un modo
ardiente. Cuando se arrojó en sus brazos aquella madrugada sintió que se le abría el
corazón, removido deliciosamente por un amor repentino; le invadió un deseo de
adorarle perpetuamente, de servirle, de apretarle en sus brazos hasta hacerle daño, de

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obedecerle con humildad; era una sensación múltiple, de una dulzura infinita, que la
traspasó hasta las profundidades de su ser. Y pasándole un brazo por el cuello,
murmuró con un ademán de adulación casi lasciva:
—¿Estás contento? ¿Te encuentras bien? ¡Di!
Nunca le había parecido tan guapo, tan bueno; su persona, después de aquella
separación, le producía las admiraciones, los éxtasis de una nueva pasión.
—Es don Sebastián —entró a decir Juliana, dirigiéndose muy risueña a Jorge.
Jorge dio un salto, apartó a Luisa bruscamente y se precipitó por el corredor,
gritando:
—¡A mis brazos, a mis brazos, bandido!

* * *

Pocos días después, una mañana que Jorge marchó al Ministerio, Juliana entró en el
cuarto de Luisa, y, cerrando despacio la puerta, con voz muy amable:
—Deseaba hablar de una cosa a la señora…
Y empezó a decir que su cuarto de encima, en el desván, era peor que un
calabozo; que no podía seguir allí. ¡El calor, el mal olor, las chinches, la falta de aire,
y en invierno, la humedad, la mataban! En fin, que deseaba trasladarse abajo, al
cuarto de los baúles.
El cuarto de los baúles tenía una ventana en la parte de atrás: era alto el techo y
espacioso; se guardaban allí los baúles de Jorge, sus maletas, sus gabanes viejos y los
venerables baúles del tiempo de su abuelo, de cuero rojizo con clavos dorados.
—¡Allí estaría como en el cielo, señora!
Y… ¿dónde iban a poner los baúles?
—Arriba, en mi cuarto —y con una risita—: Los baúles no son personas, no
sufren…
Luisa dijo, un poco cohibida:
—Bueno; ya veré, hablaré con el señorito.
—Cuento con la señora.
Pero apenas aquella tarde Luisa explicó a Jorge «la pretensión de aquella
desgraciada», él dio un salto:
—¿Cómo? ¿Cambiar los baúles? ¡Está loca!
Luisa entonces insistió: ¡Era el sueño de la pobre mujer desde que entró en la
casa! Le enterneció. ¡No; él no se imaginaba, nadie se imaginaba, lo que era el cuarto
de la infeliz! El olor apestaba, los ratones se le paseaban por el cuerpo, el techo
estaba abierto, llovía dentro; había subido allí unos días antes y aquello la hizo
estremecer…
—¡Santo Dios! ¡Pero si eso es lo que contaba mi abuelo de los calabozos de

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Almeida! ¡Trasládala, trasládala pronto, hija!… Pondré mis queridos baúles en el
desván.
Cuando Juliana supo aquel favor:
—¡Ay señora, me da usted la vida! ¡Dios se lo pague! ¡Yo no tengo salud para
vivir en un cuchitril de esos!
Últimamente se quejaba más; andaba muy descolorida, tenía los labios un poco
morados; tenía días de una tristeza negra o de una irritabilidad morbosa; los pies
nunca le entraban en calor. ¡Ah! ¡Necesitaba cuidarse mucho, cuidarse mucho!
Por eso a los pocos días vino a pedir a Luisa «que hiciera el favor de ir al cuarto
de los baúles». Y allí, señalándole el suelo, viejo y carcomido:
—Esto no puede quedar así, señora; esto necesita una estera, si no, no vale la
pena de trasladarse. Si yo tuviese dinero, no molestaría a la señora; pero…
—Bien, bien; yo lo arreglaré —dijo Luisa con voz paciente.
Y pagó la estera, sin decir nada a Jorge. Pero la mañana en que los estereros la
clavaban, Jorge vino, asombrado, a preguntar a Luisa qué eran aquellos «rollos de
estera en el corredor».
Ella se echó a reír, le puso las manos sobre los hombros:
—Fue la pobre Juliana que pidió la estera como una limosna, porque el suelo
estaba podrido. Hasta la quería pagar y que yo se la descontara de su salario. Y como
era una pequeñez… —y con gesto compasivo—: ¡También ellas son criaturas de
Dios y no esclavas, hijo!
—¡Magnífico! ¡Y que no se retrasen los espejos y los bronces! Pero ¿qué cambio
es éste, tú que no la podías ver?
—¡Pobre! —dijo Luisa—. He reconocido que era una buena mujer. Y como
estaba sola, la traté más. No tenía con quién hablar y me hizo mucha compañía. Hasta
cuando estuve mala…
—¿Estuviste mala? —exclamó Jorge, espantado.
—¡Oh, sólo tres días! —replicó ella. Un resfriado. Pues mira: no se apartó de mi
lado ni de día ni de noche.
Luisa se quedó luego con el temor de que Jorge hablase de la enfermedad, y
Juliana, desprevenida, lo negase; por eso aquella tarde, al oscurecer, la llamó al
cuarto:
—He dicho al señorito que usted me había hecho mucha compañía en una
enfermedad… —y su rostro enrojeció de vergüenza.
Juliana, risueña, contenta de aquella complicidad:
—¡Quedo enterada, señora! ¡Puede usted estar tranquila!
En efecto, Jorge, al otro día, después del café, volviéndose hacia Juliana, y con
bondad:
—Parece que ha hecho usted buena compañía a la señora…

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—¡Cumplí con mi deber! —exclamó, con la mano en el pecho.
—Bien, bien —dijo Jorge, rebuscando en el bolsillo. Y al salir del comedor le
puso un duro en la mano.
—¡Estúpido! —murmuró ella.
Aquella semana empezó a quejarse a Luisa de «que la ropa y los vestidos se le
arrugaban en el baúl…». ¡Se le estropeaba todo! Si ella tuviera dinero no le haría
aquellas peticiones a la señora, pero… En fin, una mañana declaró terminantemente
que necesitaba una cómoda.
Luisa sintió que la rabia le encendía la sangre, y sin levantar los ojos del bordado:
—¿Una media cómoda?
—Si la señora quiere hacer el favor, será mejor una cómoda entera…
—Pero si no tiene usted apenas ropa —dijo Luisa.
Empezaba a amoldarse a la humillación y regateaba ya las condescendencias.
—Tengo poca, sí, señora —replicó Juliana—; ¡pero ahora la completaré!
La cómoda fue comprada en secreto e introducida ocultamente. ¡Qué día más
feliz para Juliana! ¡No se hartaba de saborear el olor de la madera nueva! ¡Pasaba la
mano con el temblor de una caricia sobre el brillante pulimento!… Forró los cajones
con papel de seda. ¡Empezaba a completar su ajuar!

* * *

Fueron unas semanas de amargura para Luisa. Juliana entraba en el cuarto todas las
mañanas, muy cumplimentera; empezaba a arreglar aquello y, de pronto, con una voz
quejumbrosa:
—¡Ay! ¡Estoy tan escasa de camisas! Si la señora me pudiese ayudar…
Luisa iba a sus cajones llenos, olorosos, y comenzaba melancólicamente a apartar
las prendas más usadas. Adoraba su ropa blanca, tenía de todo por docenas, con
lindas marcas y bolsitas para perfumar. ¡Y aquellas dádivas la desgarraban como
mutilaciones!
Juliana, finalmente, pedía ya con sequedad, como haciendo valer un derecho:
—¡Qué bonita es esta camisa! —decía simplemente—. La señora no la quiere,
¿verdad?
—¡Llévesela, llévesela! —decía Luisa, sonriendo, por orgullo, para no mostrarse
violenta.
Y todas las noches Juliana, encerrada en su cuarto, sentada en la estera, henchida
de alegría, con la palmatoria sobre una silla, quitaba la marca de la ropa, haciendo
desaparecer las dos iniciales de Luisa, bordando, en cambio profusamente las suyas
enormes, con hilo rojo, J. C. T. ¡Juliana Couceiro Tavira!
Pero cesó, al fin, de pedir, porque como ella decía «estaba repleta de ropa

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blanca…».
—Si ahora quisiese la señora ayudarme con alguna cosilla para salir…
Y Luisa empezó a vestirla. Le dio un vestido rojo de seda, una chaqueta de
casimir negro, con bordados en soutache. Y, temiendo que a Jorge le extrañaran
aquellas liberalidades, modificaba las prendas para que él no pudiera reconocerlas;
mandó teñir en marrón el vestido, y ella, con su propia mano, puso una guarnición de
terciopelo a la chaqueta. ¡Ahora trabajaba para ella! ¿Cómo acabaría todo aquello,
Santo Dios?
Y encima Jorge dijo un domingo, en la comida, riendo:
—¡Esta Juliana viste como una elegante! ¡Prospera a ojos vistas!
Doña Felicidad, por la noche, también lo notó:
—¡Qué chic! ¡Ni una doncella de marqueses!
—¡Pobre! Son cosas que aprovecha.
¡Prosperaba, en efecto! En su cama ponía solamente sábanas de hilo. ¡Exigió
colchones nuevos, un felpudo para los pies de la cama! Las bolsitas para perfumar la
ropa de Luisa iban pasando a los pliegues de sus ropas. Tenía visillos de muselina en
la ventana, sostenidos con viejas cintas de seda azul, y sobre la cómoda dos jarrones
dorados de Vista Alegre. Finalmente, ¡un día de fiesta, en lugar de la redecilla de hilo
de seda, apareció con un chignon de pelo!…
A Juana la asombraban aquellas elegancias. Las achacaba a bondad de la señora y
le dolía que la tuviesen «olvidada» a ella. Incluso un día que Juliana estrenó una
sombrilla, dijo delante de Luisa, con tono de despecho:
—¡Para unas todo y para otras nada!…
Luisa replicó, riendo:
—¡Tonterías! Yo soy igual para las dos.
Pero reflexionó; Juana podía sentir desconfianzas también, haber oído algo a
Juliana… Y, al otro día, para tenerla contenta y amiga, le dio dos pañuelos de seda y
luego quince duros para un vestido, y de allí en adelante nunca le negó permiso para
salir al anochecer a casa de su tía…
Juana fue diciendo por todas partes que «la señora era un ángel». En la calle,
además, habían notado el lujo de Juliana. ¡Sabían lo del «cuarto nuevo», decían en
voz baja que tenía alfombra! Pablo afirmó, indignado, que «allí indudablemente había
gato encerrado». Pero Juliana, una tarde, delante de Pablo y de la estanquera, lo
explicó, apaciguó las sospechas.
—¡Vaya, dicen que tengo esto y aquello! ¡No es tanto! Tengo mis comodidades.
¡Pero hay que ver también cómo me porté con la tía del señor, sin moverme de su
lado ni de día ni de noche!… ¡Por mucho que hagan no me lo pagan, que eché a
perder mi salud!
Así quedó justificada la prosperidad de Juliana. Era una familia agradecida,

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decían; ¡la trataban como a una parienta!
Y poco a poco la casa del ingeniero tuvo para la servidumbre de la vecindad la
vaga seducción de un paraíso; ¡se contaba que los salarios eran enormes, que daban
vino a discreción, que recibían regalos todas las semanas, que cenaban todas las
noches caldo de gallina! Todos envidiaban aquel «momio». Gracias a la comadrona,
la fama de la casa del ingeniero se extendió. Se forjó una leyenda.
Jorge, atónito, recibía a diario cartas de personas ofreciéndose para ayudas de
cámara, para criadas de cuerpo de casa, cocineros, amas de gobierno, cocheros,
porteros, pinches de cocina… Citaban las casas aristocráticas de donde salían,
¡solicitaban audiencia! Sospechando ciertas cosas, una linda doncella envió adjunta
su fotografía; un cocinero trajo una carta de recomendación del director general del
Ministerio.
—¡Qué cosa más rara! —decía Jorge asombrado—. ¡Se disputaban el honor de
servirme! ¿Se habrán creído que me ha tocado el premio grande?
Pero no prestaba mucha atención a aquella singular actitud. Vivía por entonces
muy ocupado; estaba redactando su informe. Y salía a las doce todos los días,
volviendo a las seis con rollos de papeles, planos, folletos, cansado, reclamando la
comida, radiante.
Un domingo por la noche contó, riendo, aquel caso. El consejero observó en
seguida:
—Con el buen carácter de doña Luisa y con el suyo, Jorge, en este barrio
saludable, en una casa sin escándalos sin riñas de familia, toda virtud, es natural que
la servidumbre menos favorecida aspire a una situación tan agradable.
—¡Somos los amos ideales! —dijo Jorge, muy contento, dando palmaditas en el
hombro a Luisa.
La casa, en efecto, hacíase «agradable». Juliana exigió que la comida fuera
abundante (para tener su parte, sin sobras), y como era buena cocinera, vigilaba los
fogones, probaba, enseñaba platos a Juana.
—Esta Juana es una revelación —decía Jorge—. ¡Se le ve aumentar el talento!…
Juliana, bien alojada, bien alimentada, con ropa fina sobre la piel, blandos
colchones, saboreaba la vida; su carácter se suavizó con aquellas abundancias;
después, bien aconsejada por la tía Victoria, hacía su trabajo con un celo minucioso y
hábil. Los vestidos de Luisa eran cuidados como reliquias. ¡Nunca habían estado más
brillantes las pecheras de Jorge! El sol de octubre alegraba la casa, muy aseada, de
una tranquilidad de abadía. Hasta el gato engordaba.
Y, en medio de aquella prosperidad Luisa enflaquecía. ¿Hasta dónde iba a llegar
la tiranía de Juliana? Era ahora su terror. ¡Y cómo la odiaba! La seguía a veces con
una mirada tan intensamente rencorosa, que temía que aquella mujer se volviera de
pronto, como herida por la espalda. Y la veía satisfecha, canturreando la Carta

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ardorada, durmiendo en colchones tan buenos como los suyos, ¡pavoneándose en su
ropa, reinando en su casa! ¿Era aquello justo, cielo santo?
A veces le agitaba una rebeldía, retorcía los brazos, blasfemaba, se debatía en su
infortunio como entre las mallas de una red; pero no encontrando ninguna solución,
recaía en una tristeza áspera, en la que su carácter se aguaba. Seguía con satisfacción
la palidez creciente de la cara de Juliana, tenía puestas sus esperanzas en el
aneurisma. ¿No se le reventaría alguna vez a aquel demonio? ¡Y tenía que elogiarla
delante de Jorge!
La vida le pesaba. Apenas salía él por la mañana y cerraba la puerta, sus penas,
sus temores caían sobre su alma, despacio, como grandes velos espesos que
descendiesen lúgubremente; no se vestía entonces hasta las cuatro o las cinco, y con
la bata suelta, en chinelas, despeinada, arrastraba su aburrimiento por el cuarto.
¡Dábanle a ratos, de repente, deseos de huir, de meterse en un convento! Su
sensibilidad muy exaltada la empujaba realmente a alguna resolución melodramática
si no la hubiese contenido, con la fuerza de una seducción permanente, su amor a
Jorge. ¡Porque le amaba ahora inmensamente! Le amaba con cuidados materiales,
con ímpetus de concubina… ¡Tenía celos de todo, hasta del Ministerio, hasta del
informe! Iba a interrumpirle a cada momento, a quitarle la pluma de la mano, a
buscar su mirada, su voz, y los pasos de él, en el corredor, le producían el alborozo de
los amores ilegítimos.
Por otra parte, la infeliz se esforzaba en cultivar aquella pasión, hallando en ella
la compensación inefable de sus humillaciones. ¿Cómo apareció aquello? Porque
habíale amado siempre, sin duda, ahora lo reconocía, ¡pero no tanto, no tan
exclusivamente! Ni ella misma lo sabía. Se avergonzaba, incluso sintiendo
vagamente en aquella violencia amorosa poca dignidad conyugal; sospechaba si
aquello no era apenas un capricho. ¡Un capricho por su marido! No le parecía
rigurosamente casto… ¿Qué le importaba, por lo demás? Aquello la hacía feliz,
prodigiosamente feliz ¡Fuera lo que fuese, resultaba delicioso!
Al principio, la idea del otro se cernía constantemente sobre aquel amor,
poniendo un gesto desdichado en cada beso, un remordimiento en cada noche. Pero
poco a poco se olvidó hasta tal punto del otro, que su recuerdo, cuando reaparecía por
casualidad, no prestaba otra amargura a la nueva pasión que la que puede dar un
terrón de sal a las aguas de un torrente. ¡Qué feliz sería si no fuese por la infame!

* * *

¡La infame sí que era feliz! Algunas veces, sola en su cuarto, poníase a mirar
alrededor con risa de avaro: desdoblaba, sacudía los vestidos de seda; colocaba las
botas en fila, contemplándolas desde lejos, extasiada, e inclinada sobre los cajones

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abiertos de la cómoda, contaba y recontaba la ropa blanca, acariciándola con una
mirada de posesión satisfecha.
—¡Como la de la mosquita muerta! —murmuraba, sofocada de alegría.
—¡Ay, estoy muy bien! —le decía a la tía Victoria.
—¡Qué duda tiene! La carta no te valió unos miles de pesetas, pero ¡mira que te
ha traído un montón de regalos! Y que es un granero: una buena pieza de hilo, un
buen atavío, buenos cuartos… Y encima tiene que estar muy agradecida. ¡Ordéñala,
hija, ordéñala!
Pero ya había poco que ordeñar. Y, lentamente, Juliana empezó a pensar que
ahora lo que debía hacer era gozar. Si tenía buenos colchones, ¿para que había de
levantarse temprano? Si tenía buenos vestidos, ¿por qué no había de ir a distraerse a
la calle? ¡Le tocaba aprovecharse!
Una mañana que hacía un poco más de frío se quedó en la cama hasta las nueve,
con las ventanas entornadas y un buen rayo de sol en la estera. Después explicó
secamente que había estado con el dolor. Dos días más tarde, Juana fue a las diez, a
decir en voz baja a Luisa:
—¡Juliana sigue aún en la cama y está todo por arreglar!
Luisa se quedó aterrada. ¿Cómo? ¿Tendría que sufrir su incuria como sufría sus
exigencias?
Fue al cuarto de ella.
—¿Entonces, se levanta usted a estas horas?
—Me lo ha recomendado el médico —replicó con mucha insolencia.
Y de allí en adelante Juliana se levantaba pocas veces antes de la hora de servir el
almuerzo.
Luisa pidió a Juana que hiciera «el servicio por ella». ¡Era por poco tiempo; la
pobre mujer andaba tan malucha!…
Y para contentar a la cocinera, le dio unos duros para ayuda de un vestido.
Juliana, después, empezó a salir sin pedir permiso. Cuando volvía tarde para la
comida no se disculpaba.
Un día Luisa no pudo contenerse y le dijo, viéndola al pasar por el corredor,
ponerse los guantes negros:
—¿Va usted a salir?
Y ella contestó con mucho atrevimiento:
—Ya lo ve usted. Se queda todo arreglado, todo lo que es de mi obligación.
Y salió rápidamente, taconeando. ¡Pues vaya! ¡No! ¡Era lo único que faltaba:
tener que contenerse ella por causa de la mosquita muerta!
Juana empezó a refunfuñar: «Juliana se pasa la vida en la calle y yo aquí
aguantando».
—Si estuviera usted enferma, nadie le diría nada —replicaba Luisa, afligida, al

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notar aquellas rebeldías. Y le hacía regalos. Le dio, incluso, vino y postre.
Había ahora un derroche en la casa. Aumentaban los gastos. Luisa estaba abatida.
¿Cómo acabaría todo aquello?
La dejadez de Juliana fue tornándose grave. Para salir más pronto hacía apenas lo
«esencial». Era Luisa la que acababa de llenar los jarros, la que se levantaba muchas
veces de la mesa durante el almuerzo, la que subía al desván la ropa sucia que
quedaba tirada por los rincones…
Un día Jorge, que entró a las cuatro, vio por casualidad una cama sin hacer. Luisa
se apresuró a decir que «Juliana había salido porque la mandó ella a la modista».
A los pocos días eran ya las seis y aún no había vuelto para servir la comida.
—Está en la modista… —explicó Luisa.
—Pues si Juliana está únicamente para ir a la modista, tomaremos otra criada para
que sirva en casa —dijo él.
Al oír aquellas palabras secas, Luisa palideció y dos lágrimas rodaron por su
rostro.
Jorge se quedó asombrado. ¿Qué era? ¿Qué tenía? Luisa no pudo contenerse y
estalló en un llanto nervioso, histérico.
—¿Pero que pasa, hija mía, qué tienes? ¿Te has disgustado?…
Ella no pudo contestar, sofocada. Jorge le hizo respirar sales y la besó largamente.
Solo cuando su llanto se calmó pudo ella decir con voz sollozante:
—Me has hablado tan secamente y estoy tan nerviosa…
Él la llamó tontuela, riendo. Y le secó las lágrimas, pero se quedó preocupado. Ya
entonces notó en ella ciertas tristezas, ciertos decaimientos inexplicables, una
irritabilidad nerviosa… ¿Qué sería aquello?
Para que Jorge no volviese a sorprender aquellos descuidos Luisa empezó a hacer
todas las mañanas el arreglo de la casa. Juliana lo notó en seguida, y muy
tranquilamente decidió «dejarla cada vez más con qué entretenerse». Ahora ya no
barría, después no hizo la cama y, finalmente, una mañana no tiró las aguas sucias.
Luisa estuvo espiando en el comedor para que Juana no bajase y la viese, ¡y ella
misma las vació! Cuando fue a lavarse las manos le corrían las lágrimas por la cara.
¡Deseó morir!… ¡A lo que había llegado!…
Doña Felicidad entró un día de repente y la sorprendió barriendo la sala.
—¡Que lo haga yo —exclamó—, que tengo una sola criada, pero tú!…
—Era que Juliana tenía tanto que planchar…
—¡Ay, no le quites trabajo, que no te lo agradece! ¡Y encima se ríe de ti! ¡No la
acostumbres mal!… ¡Que se aguante, que se aguante!
Luisa sonrió y dijo:
—¡Vaya, hija, por una vez que lo hago!

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* * *

Su tristeza aumentaba cada día. Se refugió entonces en el amor de Jorge como en su


único consuelo. La noche le traía su desquite. Juliana dormía a aquella hora; no veía
su cara horrenda; no la temía; no le era preciso elogiarla, ¡ni trabajar por ella! ¡Era
ella misma, era Luisa, como antes! ¡Estaba en su alcoba, con su marido, cerrada por
dentro, libre! ¡Podía vivir, reír, conversar, tener incluso apetito! ¡Y traía en efecto,
algunas veces mermelada y pan a su cuarto para hacer allí una pequeña cena!
Jorge la desconocía. «De noche eres otra», decía. La llamaba ave nocturna. Ella
se reía en enaguas, por el cuarto, con los brazos y el cuello al aire, el rubio pelo
recogido en un moño, y gorjeaba, canturreaba, charlaba, hasta que Jorge le decía:
—¡Es más de la una, hija!
Se desnudaba entonces rápidamente y caía en sus brazos. Pero ¡qué despertar! Por
clara que estuviera la mañana, todo le parecía gris. La vida le sabía mal. Se vestía
despacio, a disgusto, entrando en el día como en una cárcel.
¡Había perdido, ahora, toda esperanza de libertarse! A veces sentía como un
relámpago el impulso de «¡contárselo todo, todo, a Sebastián!». Pero cuando le veía,
con su mirada recta, abrazar a Jorge, reír los dos, ir a fumar su pipa, a él, tan lleno de
admiración por ella, parecíale más fácil salir a la calle y pedir dinero al primer
hombre que encontrase que ir a Sebastián, al íntimo de Jorge, al mejor amigo de la
casa y decirle: «¡Escribí una carta a un hombre y la criada me la robó». No; antes
morir en aquella agonía diaria. ¡Y tener ella misma, rebajándose, que fregar las
escaleras! A veces reflexionaba, pensaba: «Pero ¿qué espero yo?». No lo sabía. El
azar, la muerte de Juliana… y se dejaba vivir, gozando como un favor cada día que
pasaba, sintiendo vagamente, a distancia, ¡algo indefinido y tenebroso donde se
hundiría!
Por aquel tiempo Jorge empezó a quejarse de que sus camisas estaban mal
planchadas. Juliana, indudablemente «perdía habilidad». Un día incluso se enfadó. La
llamó, y tirándola una camisa toda arrugada: «Esto no se puede llevar, está
indecente». Juliana se puso lívida y clavó en Luisa una mirada centelleante, pero con
los labios trémulos se disculpó: «El almidón era malo, había ido ya a cambiarlo», etc.
Sin embargo, apenas Jorge salió, fue como una exhalación al cuarto, cerró la
puerta y se puso a gritar que la señora ensuciaba un «horror» de ropa, el señor un
«horror» de camisas, ¡que si no la traían alguien que la ayudase no podía tener las
cosas a punto!… Quien quisiera negras, que las trajese del Brasil.
—Y no estoy dispuesta a aguantar el genio de su marido, ¿entiende usted señora?
Si quiere, busque alguien que me ayude.
Luisa dijo simplemente:

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—Yo la ayudaré.
¡Tenía ahora una resignación muda, sombría, lo aceptaba todo!
Después, a fines de semana, hubo un gran montón de ropa. Y Juliana fue a decirle
que si la señora la repasaba, ella plancharía. ¡Si no, no!
Hacía un día delicioso. Luisa pensaba salir… Se puso una bata y, sin decir una
palabra, fue a buscar las planchas; Juana se quedó atónita.
—Pero entonces ¿va a planchar la señora?
—¡Hay una pila de ropa, y la pobre Juliana no puede con todo!
Se instaló en el cuarto de la plancha y estaba repasando trabajosamente la ropa
blanca de Jorge, cuando Juliana, con sombrero, apareció.
—¿Va usted a salir? —exclamó Luisa.
—Venía a decírselo a la señora. No puedo dejar de salir —y se abrochaba los
guantes negros.
—Pero ¿y las camisas? ¿Quién va a plancharlas?
—Yo tengo que salir —dijo la otra secamente.
—Pero, por todos los demonios, ¿quién va a planchar las camisas?
—¡Plánchelas la señora! ¡Tiene bemoles!
—¡Infame! —gritó Luisa. Tiró la plancha al suelo y salió impetuosamente.
Juliana la oyó ir sollozando por el corredor.
Se quitó entonces el sombrero y los guantes, asustada. Al cabo de un momento
oyó cerrarse con violencia la puerta de la calle. Fue al cuarto y vio la bata de Luisa
tirada, la sombrerera caída. ¿Adonde había ido? ¿A quejarse a la Policía? ¿A buscar al
marido? ¡Con mil diablos! ¡Fue una estúpida, dejándose llevar por el genio! Arregló
de prisa el cuarto y se fue a planchar, con el oído alerta, muy arrepentida. ¿Adonde
demonios habría ido? ¡Debía tener cuidado! Si la impulsaba a cometer algún
despropósito, ¿quién perdía? ¡Ella, que tendría que salir de la casa, dejar su cuarto,
sus regalos, su situación! ¡Bruta!

* * *

Luisa salió como loca. Pasó un cupé vacío por la calle de la Escuela; se precipitó
dentro y dio al cochero las señas de Leopoldina. Debía de haber vuelto de Oporto,
quería verla, la necesitaba sin saber para qué… ¡Para desahogarse! ¡Para pedirle una
idea, un medio de vengarse! Porque el afán de librarse de aquella tiranía era ahora
menor que el deseo de vengarse de aquellas humillaciones. ¡Se le ocurrían ideas
insensatas! ¡Si la envenenase! ¡Parecíale que sentiría un placer delicioso en verla
retorcerse con vómitos aniquilantes, aullando agónicamente, exhalando el alma!
Subió corriendo las escaleras de casa de Leopoldina; la campanilla siguió
tintineando largo rato del tirón de su mano febril.

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Apenas la vio Justina, fue gritando por el pasillo:
—¡Es doña Luisa, señora, doña Luisa!
Y Leopoldina, despeinada, con una bata roja de larga cola, corrió a ella
extendiendo los brazos.
—¡Eres tú! ¿Qué milagro es este? ¡Me acabo de levantar! Ven para el cuarto. Está
todo desarreglado, ¡pero no importa! Bueno, ¿qué es esto, qué es esto?
Abrió las ventanas, que estaban todavía cerradas. Había un fuerte olor a vinagrillo
de tocador. Justina sacó apresurada un barreño de cinc con agua jabonosa; veíanse
unas toallas sucias tiradas por el suelo y sobre una consola habían quedado sobre una
mesita del día anterior, los postizos de pelo, la blusa, una taza con posos de té llena de
colillas. Y Leopoldina corrió el transparente, diciendo:
—¡Vamos, gracias a Dios que honra esta casa la señora marquesa!…
Pero, viendo el rostro trastornado de Luisa, sus ojos enrojecidos por las lágrimas:
—¿Qué hay? ¿Qué tienes? ¿Que ha sucedido?
—¡Un horror, Leopoldina! —exclamó, apretándose las manos.
La otra fue a cerrar la puerta rápidamente.
—¿Qué ocurre?
Pero Luisa lloraba sin responder. Leopoldina la miró petrificada.
—¡Juliana me quitó unas cartas! —dijo, por fin, entre sollozos—. ¡Quiere dos mil
duros! Estoy perdida. Me está martirizando… Quiero que me digas, a ver si se te
ocurre algo… Estoy como loca. Soy yo la que lo hago todo en casa… ¡Me muero, no
puedo!
Y redobló en su llanto.
—¿Y tus alhajas?
—Valdrán poco más de mil duros. Y además, ¿que le iba a decir a Jorge?
Leopoldina permaneció un momento callada y mirando a su alrededor abriendo
los brazos:
—¡Todo lo que tengo, hija mía, empeñado no vale dos mil pesetas!…
Luisa murmuró, enjugándose los ojos:
—¡Qué castigo el mío, Santo Dios, qué castigo!
—¿Qué dicen las cartas?
—¡Horrores!… Estaba loca… Son una mía y dos de él.
—¿De tu primo?
Luisa dijo «sí» con la cabeza lentamente.
—¿Y él?
—¡No sé! Está en Francia; no me contestó nunca.
—¡Vaya! ¿Cómo te las quitó esa mujer?
Luisa contó rápidamente la historia del sarcófago y del baúl.
—¡Pero tú también, Luisa, tirar una carta de esas! ¡Oh mujer, es horrible!

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Y Leopoldina se puso a pasear por el cuarto, arrastrando la larga cola de su bata
roja; sus grandes ojos negros, excitados, parecían buscar un medio, algún recurso.
Murmuró:
—¡Es una cuestión de dinero!
Luisa, caída en el sofá, repitió:
—¡Es una cuestión de dinero!
Entonces Leopoldina, parándose bruscamente ante ella:
—¡Yo sé quién te daría el dinero!
—¿Quién?
—Un hombre.
Luisa se levantó, espantada:
—¿Quién?
—Castro.
—¿El de los lentes?
Luisa enrojeció:
—¡Oh Leopoldina! —murmuró. Y, después de un silencio, rápidamente—:
¿Quién te lo ha dicho?
—Yo lo sé. Se lo dijo a Mendoza. Ya sabes que son uña y carne. ¡Que te daría
todo lo que le pidieses! Se lo ha dicho más de una vez.
—¡Qué horror! —exclamó Luisa, súbitamente indignada—. ¿Y me propones tú
semejante cosa?…
Su mirada, bajo las cejas fruncidas, centelleaba de cólera. ¡Irse con un hombre
por dinero! Se quitó el sombrero violentamente con manos trémulas, lo arrojó sobre
la mesita, y paseando nerviosamente por el cuarto:
—¡Antes huir, meterse en un convento, ponerse a servir, quitar el barro de las
calles!
—¡No te exaltes, criatura! ¿Quién te dice eso? Tal vez ese hombre te prestase el
dinero desinteresadamente.
—¿Tú crees?…
Leopoldina no contestó, con la cabeza baja, daba vueltas a las sortijas de sus
dedos.
—¿Y aunque no fuese así? —exclamó de repente—. ¡Serían mil, dos mil duros, y
estabas salvada, volvías a ser feliz!
Luisa agitó los hombros, indignada de aquellas palabras, de sus propios
pensamientos quizá.
—¡Es indecente! ¡Es horrible! —dijo.
Permanecieron calladas.
—¡Ah, si fuese yo!… —dijo Leopoldina.
—¿Qué harías?

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—¡Escribiría a Castro que viniese con el dinero!
—¡Así eres tú! —exclamó Luisa con arrebato.
Leopoldina se puso como la grana bajo la capa de polvos. Pero Luisa le echó los
brazos al cuello:
—¡Perdóname! ¡Perdóname! ¡Estoy loca, no sé lo que digo!…
Empezaron las dos a llorar, muy nerviosas.
—¡Te has enfadado! —dijo Leopoldina entre sollozos—. ¡Pero era por tu bien! Es
lo que me parece mejor. Si yo pudiese, te daría dinero… Lo haría todo ¡créeme!
Y abriendo los brazos y señalando su cuerpo con sublime impudor:
—¡Dos mil duros! ¡Si yo valiese tanto dinero, lo tendría mañana!…
Llamaron a la puerta.
—¿Quién es?
—Yo —dijo una voz ronca.
—Es mi marido. El muy animal no se ha marchado aún de casa hoy. No puedo
abrir. Ahora saldré.
Luisa se secó los ojos, de prisa, se puso el sombrero.
—¿Cuándo volverás? —preguntó Leopoldina.
—Cuando pueda; si no, te escribiré. Luisa la cogió del brazo:
—Y de esto ni una palabra.
—¡Loca!

* * *

Salió. Fue subiendo, despacio, hasta la explanada de San Roque. La puerta de la


iglesia de la Misericordia estaba abierta, con su ancho repostero rojo, en que estaban
los escudos bordados y que el viento agitaba blandamente.
Sintió deseo de entrar. No sabía para qué; pero le pareció que, después de la
excitación apasionada con que había vibrado, el fresco silencio de la iglesia la
calmaría. Y, además, ¡sentíase tan desgraciada que se acordó de Dios! Necesitaba
algo superior y fuerte en que ampararse. Fue a arrodillarse al pie de un altar, se
persignó, rezó el Padrenuestro y después la Salve. Pero aquellas oraciones, que
recitaba de pequeña, no la consolaron; sentía que eran sonidos inertes, que se
clavaban tanto hacia el camino del cielo como su propia respiración; no las
comprendía bien ni se aplicaban a su caso. Dios no podía nunca saber por aquellas
oraciones lo que ella pedía, postrada allí en la aflicción. Quería hablar a Dios, abrirle
su pecho por completo, pero ¿con qué lenguaje? ¡Con palabras triviales, como si
hablase a Leopoldina! ¿Irían sus confidencias tan lejos que le llegasen? ¿Estaría tan
cerca que la oyera? Y permaneció arrodillada, con los brazos sin fuerza y las manos
cruzadas en el regazo, mirando los cirios tristes, los bordados descoloridos del

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frontal, ¡la carita sonrosada y redonda de un Niño Jesús!
Se perdió lentamente en una preocupación, que ella no dominaba, que se formaba
y se movía en su cerebro con la fluctuación de un humo que se eleva. Pensaba en la
época tan lejana en que por melancolía y por sentimentalismo frecuentó más las
iglesias. Vivía aún por entonces su madre, y ella, con el corazón destrozado cuando el
otro, Basilio, la escribió rompiendo, intentó disipar su tristeza en los consuelos de la
devoción. Una amiga suya, Juana Silveira, marchó por entonces a profesar a Francia,
y ella, a veces, pensó en irse también, ser Hermana de la Caridad. ¡Buscar a los
heridos en los campos de batalla o vivir en la paz de una celda mística! ¡Qué
diferente hubiera sido su vida de la de ahora, agitada de cólera y tan cargada de
pecado!… ¿Dónde estaría?
Lejos, en algún monasterio antiguo, entre oscuras arboledas, en un valle solitario
y contemplativo; en Escocia, tal vez, país que ella había amado siempre desde sus
lecturas de Walter Scott. Podía ser en las tierras verdinegras de Lammermoor o de
Glencoe, en alguna vieja abadía sajona. Alrededor, los montes cubiertos de abetos,
esfumados entre las brumas, aislan aquellos retiros en una paz fúnebre; en un cielo
triste, las nubes pasan despacio, con recogimiento. Ningún sonido alegre rompe la
tierna melancolía de las cosas; bandadas de cuervos rasgan el aire de la tarde en un
vuelo triangular. Allí viviría, entre las monjas de alta estatura y mirada céltica, hijas
de duques normandos o de lores clanes convertidos al rito de Roma. Tendría libros
apacibles y llenos de cosas del cielo. Sentada ante la estrecha ventana de su celda
vería pasar, entre la maleza, las altas patas de los venados, o escucharía, en las tardes
neblinosas, el son lejano de las bagpipe, que va tocando tristemente el pastor, que
llega a los valles de Calendar. ¡Y todo el aire se llenaría del murmullo lloroso y
goteante de los manantiales, que caen, de roca en roca, por entre los musgos oscuros!
O si no, pasaría una existencia más cómoda en el apacible convento de una buena
provincia portuguesa. Allí los techos son bajos; las paredes, encaladas, brillaban al
sol, con sus rejas devotas; las campanas repican en el fresco aire azul; alrededor, en
los olivares, que suministran aceite para el convento, unas mozas varean la aceituna,
cantando; en el patio, solado con unas piedras menudas, las muías y el arriero se
espantan las moscas y golpean el suelo con las herraduras; unas comadres cuchichean
junto a la rueda; un carro rechina por la carretera, polvorienta y blanca; cacarean los
gallos, resaltando al sol, y las monjas, gordiflonas, de ojos negros, charlan en las
frescas galerías.
Allí viviría, engordando, sintiendo un leve sopor a la hora del coro, bebiendo
copitas de licor de rosa en el cuarto de la madre contadora, copiando recetas de
dulces con una letra grande; moriría vieja, oyendo las golondrinas chillar ante su reja;
y el señor obispo, en su visita, con la toma de rapé en los blancos dedos, escucharía,
sonriendo, extasiado, de labios de la madre abadesa, el relato edificante de su santa

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muerte…
Un sacristán, que pasaba, escupió con fuerza, y como una bandada de pájaros que
enmudecen ante un ruido brusco, todos sus sueños se disiparon. Suspiró, y,
levantándose despacio, se encaminó a su casa, tristemente.
Fue Juliana quien salió a abrirla. E inmediatamente, en el corredor, con voz baja y
suplicante:
—¡Perdóneme, por lo que más quiera, la señora! ¡Estaba loca! Tenía la cabeza
trastornada, no había dormido nada en toda la noche. Me quedé tan apenada…
Luisa entró en la sala, sin responder. Sebastián, que venía a comer, tocaba la
serenata del Don Juan, y, apenas apareció ella:
—¿De dónde viene tan pálida?
—Debilidad, Sebastián; vengo de la iglesia…
Jorge entró de su despacho con unos papeles en la mano:
—¡De la iglesia! —exclamó—. ¡Qué horror!

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Capítulo XI
Fue por aquel tiempo cuando un sábado el Diario Oficial publicó un decreto
nombrando al consejero Acacio caballero de la Orden de Santiago, en atención a sus
obras publicadas, de utilidad reconocida, y a otras prendas…
La noche siguiente, al entrar en casa de Jorge, todos le rodearon, felicitándole
ruidosamente; el consejero, después de abrazarlos uno por uno con una presión
nerviosa y conmovida se desplomó en el sofá, extenuado, y murmuró:
—¡No lo esperaba tan pronto de la real munificencia! ¡No lo esperaba tan pronto!
—y añadió, con la mano abierta sobre el pecho—: Diré como el filósofo: «¡Esta
condecoración es el mejor día de mi vida!».
E invitó, acto seguido, a Jorge, Sebastián y Julián a una comida el siguiente
jueves, una modesta comida de estudiantes, en su humilde tugurio, para festejar la
regia merced.
—¡A las cinco y media, mis buenos amigos!
Y aquel jueves, los tres, que se habían reunido en la Casa Habanera, eran
introducidos por una muchacha bizca, sucia como una bayeta de fregar, en la sala del
consejero. Un amplio canapé, de damasco amarillo, ocupaba la pared del fondo, y
delante había un tapiz, en que un chileno rojo cazaba, teniendo a su lado un búfalo
color chocolate; encima, un lienzo pintado en tonos color carne y lleno de cuerpos
desnudos, tocados con cascos, representaba al valeroso Aquiles arrastrando a Héctor
ante les muros de Troya. Un piano de cola, mudo y triste bajo su funda de paño verde,
ocupaba el hueco entre los dos balcones. Sobre una mesa de juego, entre dos
candelabros de plata, galopaba una galguita de vidrio transparente, ¡y el objeto en que
se notaba más el calor del uso era una caja de música de dieciocho piezas!
El consejero los recibió con el hábito de Santiago sobre el negro frac. Había otra
persona en la sala, el señor Alves Coutiño. Era picado de viruelas y tenía la cabeza
muy hundida entre los hombros; cuando su mirada, apagada, se fijaba en las
personas, embobada, su bigote ralo se le alzaba, por costumbre, en una sonrisa
estúpida, que mostraba una boca horrenda llena de dientes podridos; hablaba poco, se
restregaba las manos sin cesar y asentía a todo; su aspecto expresaba un libertinaje
vulgar y un antiguo embrutecimiento. Era empleado del ministerio de la Gobernación
y famoso por su buena letra.
Al poco rato apareció allí la figura conocida de Saavedra, el redactor del Século.
Su pálido rostro parecía aún más fofo; el bigote, más negro, relucía de cosmético; los
lentes, de oro, acentuaban su empaque oficial. Traía aún en la quijada los polvos que
le pusiera el barbero, y la mano, que escribía tanta vulgaridad y tanta mentira, ¡estaba
ceñida por un guante nuevo, color amarillo huevo!
—¡Ya estamos todos! —dijo, con júbilo, el consejero. E inclinándose—: ¡Bien

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venidos, amigos míos! ¡Estaremos quizá más a gusto en mi cuarto de estudio! ¡Por
aquí! ¡Hay un escalón, cuidado! ¡Es mi sanctasantórum!
En una salita muy limpia, a la que los visillos de muselina, la luz de dos ventanas
y el empapelado claro daban un aspecto blanquecino, estaba la ancha escribanía de
trabajo, con un tintero de plata, los lápices muy afilados, las reglas preparadas. Veíase
allí el sello con las armas del consejero, colocado sobre la Carta Constitucional,
ricamente encuadernada. En la pared, enmarcado, colgaba el real decreto
nombrándole consejero; enfrente, una litografía del retrato del rey, y encima de una
mesa se alzaba el busto, en yeso, de Rodrigo de Fonseca Magalhaes,[42] ceñida la
cabeza por una corona de siemprevivas, que le glorificaba y le lloraba al mismo
tiempo. Julián se dedicó en seguida a examinar la librería.
—¡Me precio de tener los autores más ilustres, amigo Zuzarte! —dijo con orgullo
el consejero.
Y le mostró la Historia del Consulado y del Imperio, las obras de Delille, el
Diccionario de la Conversación, la abultada edición de la Enciclopedia Roret, el
Parnaso lusitano. Le habló de sus trabajos, y añadió que, viendo allí reunidas a unas
personas de tan elevada ilustración, desearía grandemente leerles algunas de las
pruebas que estaba revisando de su nuevo libro, Descripción de las principales
ciudades del Reino y de sus establecimientos, para oír su opinión, desapasionada y
severa.
—Si no les molesta…
—¡Es un placer, consejero, es un placer!
Escogió entonces, «como la más adecuada para dar una idea de la importancia del
trabajo» la página relativa a Coimbra.
Se sonó y, colocado en el centro de la sala, en pie, con las hojas en la mano, leyó,
con voz fuerte y gestos pausados:
—«… Reclinada blandamente en su verdeante colina, como una odalisca en sus
aposentos, está la sabia Coimbra, la lusa Atenas. Le besa los pies, musitándole amor,
el nostálgico Mondego. Y en sus bosques, en la bien conocida salceda, el ruiseñor y
otras aves canoras lanzan sus melancólicos trinos. Cuando os acercáis por la carretera
de Lisboa, donde en otro tiempo un bien organizado correo de posta hacía el servicio,
que el progreso hoy trasladó a una humeante locomotora, se la ve blanquear,
coronada por el edificio imponente de la Universidad, asilo de la sabiduría. Allá se
yergue la torre del campanario, que, en su regocijante lenguaje, la juventud estudiosa
llama la Cabra. Más lejos, un frondoso árbol atrae vuestras miradas: es el famoso
árbol de los Dorias, que extiende sus seculares ramas en el jardín de uno de los
miembros de esa respetable familia. Y en seguida divisáis, sentados en los parapetos
del antiguo puente, en sus inocentes recreos, a los briosos jóvenes, esperanza de la
patria, requebrando a las tiernas campesinas, que pasan, florecientes de mocedad y

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lozanía, o dando vueltas en sus mentes a los más arduos problemas de sus bien
redactados compendios».
—La sopa está en la mesa —vino a decir una criada, de delantal blanco, muy
gruesa.
—¡Muy bien consejero, muy bien! —dijo en seguida Saavedra, el del Século,
levantándose—. ¡Es admirable!
Afirmó con autoridad «que el estilo era digno de un Rebello o de un Latino, y que
realmente se estaba necesitando ansiosamente en Portugal una obra de aquella
perfección…».
Y pensaba para sus adentros: «¡Grandísima mula!…». Lo cual constituía su
apreciación genérica de todas las obras contemporáneas, exceptuando sus artículos
del Século.
—¿Qué le parece, mi buen amigo? —preguntó, bajo, el consejero a Julián,
poniéndole la mano sobre el hombro—. ¡Pero su opinión imparcial, Zuzarte!
—¡Señor consejero —dijo Julián, con voz profunda—, le envidio! —y sus lentes
ahumados se fijaban, con una preocupación creciente, en un capote gris que cubría
por entero, en un rincón, una alta pila de libros, a juzgar por su forma. ¿Qué sería
aquello?—. ¡Le envidio! —repitió—. Y ahora otra cosa, consejero: quisiera lavarme
las manos.
Acacio le condujo a su cuarto y se retiró después, discretamente. Julián, siempre
curioso, observó, sorprendido, dos grandes litografías a los lados de la cama: ¡un
Ecce homo! y la Virgen de los Siete Dolores. El cuarto estaba esterado y el lecho era
bajo y ancho. Abrió entonces el cajoncito de la mesa de noche, ¡y vio, espantado, un
gorro y un tomo encuadernado de las poesías de Boccaccio! Entreabrió las
colgaduras, ¡y tuvo el consuelo de comprobar que había bajo el almohadón dos
fundas unidas de un modo conyugal y tierno!
Apenas salió del cuarto, limpiándose las uñas con el pañuelo, el consejero le llevó
al comedor, diciendo jovialmente:
—No esperen el festín de Lúculo; ¡es apenas el modesto condumio de un humilde
filósofo!
Pero Alves Coutiño se extasió ante la abundancia de los platos de dulce; había
crema tostada a la plancha; un plato de huevos hilados y otro de fideos, con las
iniciales del consejero, trazadas con canela.
—¡Es un día grande para Sebastián! —dijo Jorge.
Alves Coutiño se volvió hacia Sebastián, y restregándose las manos, y con una
sonrisa en su cara descolorida:
—Es usted de los míos, ¿eh? ¡Le gusta el buen dulce! ¡También a mí me enajena,
me enajena!…
Hubo entonces un silencio Las cucharas de plata, removiendo despacio la sopa,

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muy caliente, agitaban los largos canutos, amarillos y blandos, de los macarrones.
El consejero dijo:
—No sé si les gustará la sopa. Yo adoro los macarrones.
—¿Le gustan los macarrones? —intervino Alves.
—Mucho, querido Alves. ¡Me recuerdan a Italia! —y añadió—: País que siempre
he deseado ver. Me han dicho que sus ruinas son de primer orden. Puede usted ir
trayendo el cocido, Filomena… —pero deteniéndola con un grave gesto—: Perdón;
con franqueza: ¿prefieren el cocido o el pescado? Es un pargo.
Hubo un titubeo, y Jorge dijo:
—El cocido, tal vez.
Y el consejero, amablemente:
—Jorge se inclina por el cocido.
—¡Soy también de su opinión! —exclamá Alves Coutiño, volviéndose hacia
Jorge, con la mirada llena de gratitud—. ¡El cocidito!
Y el consejero, que juzgaba un deber suyo dar a la conversación nobleza e interés,
dijo, limpiándose, despacio, el bigote de la grasa de la sopa:
—¡Me han dicho que es muy liberal la Constitución de Italia!
¡Liberal! Según Julián, si Italia fuese liberal, ¡debería haber expulsado a culatazos
hacía mucho tiempo al Papa, al Sacro Colegio y a la Compañía de Jesús! El consejero
pidió, bondadoso, benevolencia al amigo Zuzarte para «el jefe de la Iglesia».
—¡No es que sea yo —explicó— un sectario del Syllabus! ¡No es que quiera ver a
los jesuítas entronizados en el seno de la familia! Pero —y su voz se tornó profunda
— ¡el respetable prisionero del Vaticano es el Vicario de Cristo! ¡Sebastián, sírvase
arroz!
Julián observó que no eran de extrañar aquellas oposiciones católicas del
consejero, ya que tenía dos imágenes de santos colgadas a la cabecera de la cama…
La calva de Acacio enrojeció; Saavedra, el del Secuto, exclamó, con la boca llena:
—¡No sabía que fuese usted un santurrón, consejero!
Acacio, afligido, con el tenedor suspendido sobre el rojo chorizo, replicó:
—Ruego al amigo Saavedra que no saque de ese hecho conclusiones erróneas.
Son bien conocidos mis principios. No soy ultramontano ni hago votos por el
restablecimiento de la persecución religiosa. Soy liberal. Creo en Dios. Pero
reconozco que la religión es un freno…
—Para quienes lo precisen… —interrumpió Julián.
Rieron todos. Alves Coutiño se desternillaba. El consejero, desconcertado,
respondió despacio, colocando las rodajas de chorizo:
—No lo necesitamos, sin duda, nosotros, los que pertenecemos a las clases
ilustradas. Pero lo necesita la masa del pueblo, señor Zuzarte. Si no, veríamos
aumentar la estadística criminal.

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Y Saavedra, levantando las cejas y con una cara muy seria:
—Pues ha dicho usted una grandísima verdad —y repitió la frase modificándola
—: ¡La religión es una brida!
E hizo el ademán de contener con esfuerzo una muía. Luego pidió más arroz;
devoraba.
El consejero seguía explicando:
—Como decía, soy liberal; pero entiendo que unas litografías o grabados, alusivas
al misterio de la Pasión tienen su sitio en una alcoba e inspiran, en cierto modo,
sentimientos cristianos. ¿No es verdad, Jorge?
Pero Saavedra interrumpió ruidosamente, con la cara animada de una jovialidad
libertina:
—¡Yo, en una alcoba, no admito más pinturas que una hermosa ninfa desnuda o
una bacante desenfrenada!
—¡Eso, eso! —vociferó Alves Coutiño. La boca se le ensanchaba en una
admiración sensual.
—¡Este Saavedra! ¡Este Saavedra! —y bajo, a Sebastián—: ¡Tiene un talento!
¡Tiene un talento!
El consejero se volvió hacia Julián, y, tapándose el estómago con la servilleta:
—Espero que no sean esos los cuadros inmorales que se ven en su gabinete de
estudio…
Julián rectificó:
—En mi cubículo. ¡Ah, no, consejero! No tengo más que dos litografías: una es
un hombre sin piel, para mostrar el sistema arterial, y la otra, el mismo individuo,
igualmente sin piel, para que se vea el sistema nervioso…
El consejero hizo con la mano un vago ademán de enojo, y expresó la opinión de
que en la Medicina, ¡una gran ciencia, por lo demás!, había casos bastante
repugnantes. Así, él había oído decir que en los anfiteatros anatómicos los estudiantes
de ideas más avanzadas llevaban su desprecio por la moral hasta tirarse unos a otros,
jugando, trozos de miembros humanos: pies, muslos, narices…
—Pero si es como quien maneja tierra, consejero —dijo Julián, llenando su copa
—. ¡Es materia inerte!
—¿Y el alma, señor Zuzarte? —exclamó el consejero. Hizo un gesto de vaga
reticencia, y creyendo haberle aniquilado con aquella frase definitiva, dedicó a
Sebastián una sonrisa cortés y protectora:
—¿Y qué dice nuestro bondadoso Sebastián?
—Estoy escuchando, señor consejero.
—¡No preste atención a estas doctrinas! —y señaló con el tenedor la cara biliosa
de Julián—. Mantenga pura su alma.
—Son perniciosas. Nuestro Jorge (lo cual es de lamentar en un hombre de orden y

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funcionario del Estado) ¡se inclina también a esas exageraciones materialistas!
Jorge se echó a reír, declaró que sí, que tenía ese honor…
—Entonces, ¿el consejero quiere que yo, un ingeniero, un estudiante de
Matemáticas, crea que hay almas que viven en el cielo, con unas alitas blancas unas
túnicas azules y tocando unos instrumentos?
El consejero replicó:
—¡No; instrumentos, no! —y, como apelando a todos—: No creo que haya
hablado yo de instrumentos.
Eso es una exageración. Son, podría decirse, tácticas del partido reaccionario…
Iba a fulminar contra la doctrina ultramontana, pero Filomena le puso delante la
fuente con una pierna de ternera asada. Compenetrándose en seguida de su deber,
afiló el trinchante con solemnidad y fue cortando finos trozos, con la cabeza muy
inclinada, como realizando una grave función. Entonces Julián, acodándose sobre la
mesa, y hurgándose los dientes con la uña, preguntó:
—Y el Gobierno, ¿cae o no cae?
Sebastián había oído decir en el vapor de Almada, hacía unas tardes, que «la
situación era estable».
Pero Saavedra vació su copa, se limpió los labios y afirmó que dentro de dos
semanas «habría caído». ¡No podía continuar aquel escándalo! No tenían ni la más
leve idea de gobernar. ¡Ni la más leve idea! Así, por ejemplo, él… —y se metió las
manos en los bolsillos recostándose en la silla—. Él lo había apoyado, ¿verdad? Y
con lealtad. ¡Porque era leal! ¡Siempre lo fue en política! Pues bien: ¡no habían
nombrado a su primo recaudador de Aljustrel y se lo tenían prometido! ¡Y ni siquiera
le dieron una satisfacción! ¡Así no era posible hacer política! ¡Eran una colección de
idiotas!
Jorge se alegraba de que viniesen otros; tal vez le concedieran de nuevo su
comisión en el Ministerio, pues él lo que quería era estarse quieto en su rinconcito…
Alves Coutiño callaba con prudencia, engullendo cortezas de pan.
—Que caigan o que se queden —dijo Julián—, que vengan estos o aquellos…
Gracias, consejero —y cogió su plato de ternera—, me es por completo indiferente
¡Es todo la misma podredumbre!
El país le inspiraba asco; era, de arriba abajo, una indecencia, y esperaba pronto
que, por la lógica de las cosas, una revolución barriese la porquería.
—¡Una revolución! —dijo Alves Coutiño, asustado, con miradas inquietas a los
lados, rascándose nerviosamente la barbilla.
El consejero se sentó, y dijo entonces:
—No quiero entrar en discusiones políticas, que solo sirven para dividir las
familias más unidas; pero le recordaré únicamente una cosa, señor Zuzarte: los
excesos de la Comuna…

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Julián se echó hacia atrás, y con una voz tranquila:
—Pero ¿dónde está el mal, señor consejero, si fusilamos tan solo a algunos
banqueros, a algunos curas, a algunos rentistas gordos y a algunos marqueses
degenerados? ¡Sería una pequeña limpieza!… —y hacía el gesto de afilar la navaja.
El consejero sonrió cortésmente; tomaba como una brama aquella salida
sanguinaria de Zuzarte; sin embargo, intervino con autoridad:
—Yo soy, en el fondo, republicano…
—Y yo —dijo Jorge.
—Y yo —dijo Alves Cutiño, inquieto ya—. ¡Cuenten también conmigo!
—Pero —continuó el consejero— lo soy de principio. ¡Porque el principio es
hermoso, el principio es ideal! Pero ¿y la práctica? Sí… ¿Y la práctica? —y se volvió
hacia todos lados, con su cara fofa.
—¡Sí; en la práctica! —exclamo Alves Coutiño como un eco admirativo.
—¡La práctica es imposible! —afirmó Saavedra. Y se lleno la boca de ternera.
El consejero, entonces, concluyó:
—La verdad es ésta: el país está sinceramente entregado a la familia real… ¿No
le parece, mi buen Sebastián? —se dirigía a él, como propietario y dueño de valores
del Estado.
Sebastián, interpelado así, enrojeció y dijo que no entendía nada de política;
había, sin embargo, ciertos hechos que le apenaban; le parecía que los obreros
estaban mal pagados; la miseria aumentaba; los cigarreros, por ejemplo, cobraban
apenas dos pesetas diarias y, teniendo familia, aquello era triste…
—¡Es una infamia! —dijo Julián, encogiéndose de hombros.
—Y hay pocas escuelas… —observó, tímidamente, Sebastián.
—¡Es una torpeza! —insistió Julián.
Saavedra callaba, ocupado en comer; se había desabrochado la hebilla del
chaleco; se le difundía por el grueso rostro un color de hartura, y sonreía vagamente,
repleto.
—¿Y los idiotas de San Benito?… —exclamó Julián.
Pero el consejero le interrumpió:
—Mis queridos amigos, hablemos de otra cosa. Es más digno de unos
portugueses y de unos súbditos fieles.
Y, volviéndose después hacia Jorge, quiso saber cómo estaba la muy estimada
doña Luisa.
—Se encuentra un poco malucha hace días —dijo Jorge—. Pero no es nada; el
cambio de estación, un poco de anemia…
Saavedra, dejando la copa y cortésmente:
—Tuve el gusto de verla pasar este verano casi todas las mañanas por mi casa —
dijo—. Iba hacia Arroyos. Unas veces en coche y otras a pie…

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Jorge pareció un poco sorprendido, pero el consejero estaba ya diciendo cuánto
lamentaba no tener el gusto de verla compartir aquella modesta comida; sin embargo,
como era soltero… y no tenía una esposa para hacer los honores…
—Y lo que me admira en usted, consejero —observó Julián—, es que teniendo
una casa tan confortable, no se haya casado, no haya buscado el amparo de una
mujer…
Todos asintieron. ¡Era verdad! El consejero debía de haberse casado.
—Son muy serias, ante Dios y ante la sociedad, las responsabilidades de un jefe
de familia —declaró él.
—Pero, en fin —dijeron—, es el estado más natural. Además, ¡qué diablo!,
¡alguna vez tenía que sentirse solo! ¡Sin contar con la alegría que dan los hijos!…
El consejero objetó: «Los años, las nieves en las sienes…».
Nadie le decía tampoco que se casase con una joven de quince años. No, esto era
peligroso. Pero con una persona de cierta edad que tuviese atractivos, que cuidase del
hogar… Era incluso moral.
—Porque, en fin, consejero, la naturaleza es la naturaleza… —dijo Julián, con
malicia.
—Hace ya mucho, amigo mío, que se apagó dentro de mí el fuego de las
pasiones.
¡Cómo! ¡Era un fuego que no se extinguía nunca! ¡Qué diablo! Era imposible que
el consejero, a pesar de sus cincuenta y cinco años, ¡fuera indiferente a unos bellos
ojos negros, a unas formas torneadas!…
El consejero se ruborizaba. Y Saavedra declaró, con púdicos circunloquios, que
ninguna edad se libraba de la influencia de Venus.
—Toda la cuestión estriba en nuestros gustos —agregó—. A los quince años nos
gusta una matrona llena y a los cincuenta una fruta tierna… ¿No es verdad, amigo
Alves?
Alves abrió unos ojos concupiscentes e hizo chasquear su lengua. Y Saavedra
prosigió:
—Mi primera pasión fue una vecina, mujer de un capitán de navio, madre de seis
hijos y que no cabía por aquella puerta. Pues bien, señores, la hice versos, y la
excelente criatura me enseñó un par de cosas agradables… Se debe empezar pronto,
¿no es verdad? —y se volvió hacia Sebastián.
Quisieron entonces conocer las opiniones de Sebastián, que se puso rojo como la
grana.
Finalmente, después de haberle instado mucho, dijo con timidez:
—Encuentro que debe uno casarse con una muchacha de bien y quererla toda la
vida…
Aquellas sencillas palabras produjeron un corto silencio. Pero Saavedra,

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echándose hacia atrás, calificó aquella opinión de «burguesa»; el casamiento era una
carga, no había nada como la variedad.
Y Julián expuso dogmáticamente:
—El casamiento es una fórmula administrativa que acabará algún día.
Además, según él, la hembra era un ente inferior: el hombre debería acercarse a
ella en ciertas épocas del año (como hacen los animales), fecundarla y alejarse con
hastío.
Aquella opinión escandalizó a todos, especialmente al consejero, que la encontró
«de un materialismo repugnante».
—Esas hembras para quien es usted tan severo, señor Zuzarte —exclamó él—,
esas hembras son nuestras madres, nuestras cariñosas hermanas, la esposa del jefe del
Estado, las damas ilustres de la nobleza…
—Son el mejor trozo de este valle de lágrimas —interrumpió con fatuidad
Saavedra, dándose palmaditas en el estómago. Disertó entonces sobre las mujeres. El
lo que las exigía, sobre todo, era un bonito pie. ¡No había nada como un piececito
coquetón! ¡Y prefería a todas la mujer española!
Alves votaba por las francesas: citaba algunas del café-concierto, ¡criaturas
capaces de hacer perder la cabeza!… —y se le inyectaban los ojos.
Saavedra dijo con un gesto hostil:
—Si, para un poco de cancán… Para el cancán no hay como las francesas… Pero
¡son muy aprovechonas!
El consejero afirmó, agitando los lentes:
—Viajeros cultos me han asegurado que las inglesas son unas notables madres de
familia…
—Pero frías como esta madera —dijo Saavedra, golpeando la mesa—. ¡Mujeres
de hielo!
¡Él pedía españolas! ¡Quería fuego y salero! Tenía la mirada brillante del vino; la
comida le encendía el sentimiento.
—¿Una bella gaditana, eh, amigo Alves?
Pero en presencia de los dulces que Filomena puso sobre la mesa, Alves Coutiño
se olvidó de las mujeres, y volviéndose hacia Sebastián, discutió de golosinas.
Indicaba las especialidades: para los hojaldres, una marca de vino dulce; para las
natas, otra; para las gelatinas, otra. Daba recetas, contaba proezas de glotonería,
poniendo los ojos en blanco.
—Porque —dijo— ¡el dulce y las mujeres son lo que más me llega al alma!
Y así era; todo el tiempo que no dedicaba al servicio del Estado lo repartía,
solícito entre las pastelerías y los lupanares.
Saavedra y Julián discutían sobre la Prensa. El redactor del Século ensalzaba la
profesión de periodista, cuando la gente, naturalmente, lleva algo dentro; pero más

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tarde o más temprano se pilla un empleo; ¿no es cierto? Además, había las entradas
para los teatros y la influencia sobre las cantantes. Siempre le temen a uno un poco…
Y el consejero, sirviendo los huevos hilados, saboreando los goces de la
convivencia, dijo a Jorge:
—¡Qué mayor placer, amigo mío, que pasar así las horas entre amigos, todos de
reconocida ilustración, discutiendo las cuestiones más importantes, viendo entablarse
una conversación erudita!… Parecen excelentes estos huevos.
Filomena, entonces, vino con solemnidad a ponerle al lado una botella de
champaña. Saavedra solicitó permiso para descorcharla, porque lo hacía con mucho
chic. Y apenas saltó el tapón, en el silencio creado por la ceremonia, se llenaron las
copas y Saavedra, que seguía en pie, dijo:
—¡Consejero!
Acacio se inclinó, pálido.
—Consejero, bebo con el mayor placer, bebemos todos a la salud de un hombre
que —y alzando el brazo se estiró el puño de la camisa con elocuencia— por su
respetabilidad, su posición y sus vastos conocimientos, es una de las notabilidades de
este país. ¡A su salud, consejero!
—¡Consejero! ¡Consejero! ¡Amigo consejero!
Bebieron ruidosamente. Acacio, después de limpiarse los labios, se pasó la mano
trémula por la calva y, levantándose conmovido, empezó:
—¡Mis buenos amigos! No me he preparado para esta circunstancia. De haberlo
sabido de antemano, hubiera tomado unas notas. No tengo la elocuencia de los
Rodrigos o de los Garretts. Y siento que las lágrimas van a embargar mi voz…
Habló entonces de él con modestia: reconocía, viendo en la capital a tan ilustres
parlamentarios, tan sublimes oradores, tan consumados estilistas, reconocía ¡que él
era un cero! Y con la mano levantada formaba en el aire, juntando el pulgar y el
índice, un cero. Proclamó su amor a la patria: si mañana, las instituciones o la familia
real le necesitaban, ¡su cuerpo, su pluma, su modesto peculio, todo lo ofrecía de buen
grado! ¡Quería derramar su sangre toda por el trono! Y, prolijo, citó el Eurico, las
instituciones de Bélgica, Bocage y algunos pasajes de sus prólogos. Se honraba en
pertenecer a la Sociedad Primero de Diciembre…[43]
—¡Este memorable día —exclamó— yo mismo ilumino mis balcones, sin el lujo
de los grandes establecimientos del Chiado, pero con alma sincera!
Y terminó diciendo:
—¡No olvidemos, amigos míos, como portugueses, de hacer votos por el culto
monarca, que dio a las nieves de mis sienes, antes de bajar yo al sepulcro, el consuelo
de poder vestir el honroso hábito de Santiago! ¡Amigos míos, por la familia real! —y
levantó su copa—. Por la familia modelo que, empuñando el timón del Estado, dirige,
rodeada por las lumbreras de nuestra política, dirige… —buscó el remate del párrafo;

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había un silencio expectante— dirige… —A través de los lentes ahumados, sus ojos
se clavaron buscando la inspiración en la fuente de fideos— dirige… —se rascó la
calva, afligido; pero una sonrisa iluminó su cara: acababa de encontrar la frase, y
extendiendo el brazo…—: ¡dirige la barca de la gobernación pública con envidia de
las naciones vecinas! ¡Por la familia real!
—¡Por la familia real! —dijeron con respeto.
El café fue servido en la sala. Las velas ponían una luz triste en aquella habitación
fría, el consejero fue a dar cuerda a la caja de música y a los sones del coro nupcial de
Lucía, ofreció puros a su alrededor.
—Adelaida puede traer los licores —dijo a Filomena.
Vieron entonces aparecer a una bella mujer de treinta años, muy blanca, de ojos
negros y formas opulentas, con un vestido de lana azul, trayendo en una bandeja de
plata, sobre la que temblequeaban unas copitas, la botella de coñac y la de curaçao.
—¡Buena moza! —rezongó con el rostro encendido Alves Coutiño.
Julián casi le tapó la boca con la mano. Y hablándole al oído y mirando al
consejero, recitó:

¡No oses, temerario, alzar tus ojos


hacia la esposa tímida de César!

Mientras bebían el curaçao, Julián se dirigió cautelosamente hacia el despacho y fue a


levantar la punta del capote pardo que tanto le preocupaba: eran unas pilas de libros
encuadernados atadas con cordeles. ¡Las obras intactas del consejero!
Cuando Jorge entró en su casa, a las once, Luisa, acostada ya, leía esperándole.
Quiso saber detalles de la comida del consejero. Excelente, contó Jorge,
comenzando a desnudarse. Alabó mucho los vinos. Había habido speech… Y de
repente:
—Por cierto, ¿adonde ibas tú hacia Arroyos?
Luisa se pasó despacio las manos sobre el rostro para ocultar su alteración. Y dijo,
bostezando ligeramente:
—¿Hacia Arroyos?
—Sí: Saavedra, un sujeto que estaba en casa del consejero, dice que te veía pasar
todos los días por allí, en coche o a pie.
—¡Ah! —dijo Luisa después de toser—. Iba a ver a mi amiga Guedes, una
muchacha que estuvo conmigo en el colegio y que había llegado de Oporto. ¡Sí; Silva
Guedes se llama!
—¡Silva Guedes!… —dijo Jorge reflexionando—. ¡Creí que estaba de secretario
general en Cabo Verde!…
—No lo sé. Estuvieron ahí un mes este verano; vivían en Arroyos. Ella andaba
malucha, la pobre; fui allá algunas veces. Me mandaba llamar. Pon esa luz fuera. Me

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da en los ojos.
Se quejó de haber estado toda la tarde rara. Sentíase floja, con una ligera
destemplanza…

* * *

Tampoco se encontró mejor en los días siguientes. Se quejaba todavía un poco de


tener la cabeza pesada, de cierto malestar… Una mañana, incluso, se quedó en la
cama. Jorge, inquieto, no salió y quiso ya que fuesen a llamar a Julián. Pero Luisa
insistió en que «no era nada, un poquito de debilidad tal vez…».
Aquella fue también la opinión de Juliana, arriba, en la cocina.
—La señora está floja, tiene algo de pecho —dijo dándose importancia.
Juana, que estaba inclinada sobre el fogón, replicó:
—¡Ella lo que es, es una santa!…
Juliana clavó en su espalda una mirada rencorosa. Y con una risita:
—Dice usted eso como si las otras fuesen una calamidad.
—¿Qué otras?
—Yo, usted, las demás gentes…
Juana, moviendo siempre las ollas sin volverse:
—¡Mire, Juliana; no encontrará usted otra igual! ¡Una señora que la deja hacer
todo lo que quiere y que la sustituye incluso! El otro día tiró las aguas sucias. ¡Es una
santa!
Aquel tono hostil de Juana la exasperó, pero se contuvo; a pesar de su posición en
la casa, dependía de ella para los calditos, los biftecs, las golosinas; mostraba ante
ella la vaga timidez respetuosa de los organismos débiles por los cuerpos fuertes, y
dijo con una voz tortuosa, ambigua:
—¡Eso va en caracteres! A ella le gusta arreglar las cosas. Hay que reconocer que
es una señora muy ordenada. Pero le gusta, le gusta trabajar. Algunas veces le basta
con ver una mota de polvo para agarrar en seguida el plumero… Es cuestión de
carácter. He visto otras así…
Y ladeaba la cabeza, frunciendo los labios.
—Lo que es ella es una santa —repitió Juana.
—¡Es cuestión de carácter! Está siempre en actividad. Yo no salgo nunca sin dejar
todo arreglado. Pues nunca está satisfecha. Hasta el otro día, ahí abajo, repasando la
ropa… Yo iba a salir, pero me quité en seguida el sombrero y no lo consentí. Mire
usted: ¿quiere que le diga la verdad? Eso es falta de preocupaciones, el no tener
hijos… Pues a ella no le falta nada…
Y enmudeció, y mirándose el pie, satisfecha:
—Ni a mí —dijo, recostándose en la silla.

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Juana empezó a canturrear. No quería «cuestiones». Pero le parecía «todo aquello
desquiciado». Juliana, siempre en la calle o metida en su cuarto trabajando para ella,
sin importarle nada lo demás, ¡dejando que Dios lo arreglase todo, mientras la pobre
señora barría, planchaba, enflaquecía! ¡No; allí había algo! Pero su Pedro, a quien
consultó, le dijo con finura, retorciéndose el bigotillo: «¡Ellas se entienden! Procura
tú gozar y no te importe la vida de los demás. ¡La casa es buena y debes
aprovecharte!».
Pero Juana sentía crecer «allí dentro» su aversión por Juliana. La tenía asco por
sus elegancias, por los lujos de su cuarto, por los paseos durante todo el día, por sus
modales de señora; no se negaba a hacer su servicio, porque eso le proporcionaba
regalitos de la señora, pero ¡qué tirria la tenía! Lo que la consolaba era la idea ¡de que
un papirotazo desharía a aquella flacucha! E iba sacando partido de la casa también.
Pedro tenía razón.
Juliana, en efecto, ahora ya no se contenía. Después de la escena de la ropa se
asustó, porque al final el escándalo podría hacerle perder su posición. Durante
algunos días no salió, fue muy cumplidora; pero cuando vio a Luisa resignarse, se
abandonó en seguida, casi con fervor, a las satisfacciones de la holganza y a las
pequeñas alegrías de la venganza. Paseaba, cosía encerrada en su cuarto ¡y que la
mosquita muerta se las arreglase! Delante de Jorge se contenía aún; le temía. Pero ¡en
cuanto él salía, qué desquite! Algunas veces estaba barriendo o arreglando, ¡y apenas
le oía cerrar la cancela, tiraba la plancha, o la basura, y se dedicaba a holgazanear.
¡Allí estaba la mosquita muerta para terminar!
Luisa, entre tanto, empeoraba; tenía de repente, sin motivo, fiebres efímeras;
adelgazaba y sus melancolías atormentaban a Jorge. Ella lo explicaba todo con «los
nervios».
—¿Qué será, Sebastián? era la pregunta incesante de Jorge. ¡Y recordaba con
terror que la madre de Luisa había muerto de una dolencia relacionada con la anemia
cerebral!
En la calle sabían por la cocinera, por Juana, que la del ingeniero «iba mal».
Juana juraba que era la solitaria. Porque, en fin, una persona que no carecía de nada,
con un marido que era un ángel, una buena casa, con todas las comodidades, ¡y que
se consumía!… ¡Era la bicha! ¡No podía ser más que la bicha!
Y todos los días indicaba a Sebastián que debían llamar al hombre de Villanueva
de Famaligao, que tenía el remedio «para la bicha».
Pablo, el prendero, lo explicaba de otra manera:
—Eso es cosa de la cabeza —decía, inclinando la suya con aire profundo—.
¿Sabe usted lo que tiene la del ingeniero, señora Elena? Hay mucha dosis de novelas
en aquella sesera. La veo desde la mañana a la noche con un libro en la mano. ¡Se
pone a leer novelones y más novelones!… ¡Y ahí tiene el resultado: que está llena su

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imaginación hasta los topes!
Un día, Luisa, de repente, sin razón, se desmayó, y cuando volvió en sí se quedó
débil, con el pulso muy flojo y los ojos hundidos. Jorge fue en seguida a buscar a
Julián; lo encontró muy nervioso, porque el concurso estaba señalado para el día
siguiente y tenía «cólicos».
Durante todo el camino no dejó de hablar excitadamente de su tesis, del escándalo
de los recomendados, del jaleo que armaría si hacían una injusticia, ¡arrepentido
ahora de no haber «metido más cuñas»!
Después de haber examinado a Luisa, salió de la alcoba diciendo furioso a Jorge:
—¡No tiene nada! ¡Y me vas a buscar para esto! Tiene anemia, lo que todos
tenemos. Que pasee, que se distraiga. Diversiones y hierro, mucho hierro… ¡Y agua
fría sobre el espinazo!
Como eran las cinco, le invitó a comer, despotricando toda la tarde contra el país,
maldiciendo la carrera de médico, injuriando a su contrincante y fumando con
desesperación los puros de Jorge.
Luisa tomó el hierro, pero rechazó las distracciones: le cansaba vestirse, le aburría
el teatro… Después, en cuanto vio a Jorge preocuparse de su estado, quiso fingir
fuerzas, alegría, buen humor, y aquel esfuerzo la abatió extraordinariamente.
—¿Quieres que nos vayamos al campo? —le decía Jorge, desolado, viéndola
consumirse.
Y ella, temiendo posibles complicaciones, no aceptaba; no se sentía bastante
fuerte, decía. ¿Dónde podía estar mas cómoda que en su casa? Y, además, los gastos,
las dificultades…
Una mañana en que Jorge volvió a casa inesperadamente, la encontró en bata, con
un pañuelo ceñido a la cabeza, barriendo sombríamente. Se quedó en la puerta,
atónito:
—¿Qué estás haciendo? ¿Barriendo?
Ella se puso muy colorada, tiró la basura y fue a abrazarle.
—No tenía nada que hacer… Me dio la manía de la limpieza. Estaba aburrida, y,
además, esto me sienta bien, es un ejercicio.
Jorge contó a Sebastián por la noche aquella «tontería de estarse extenuando»…
—Una persona tan débil como usted, señora… —observó en tono de censura
Sebastián.
—¡Nada de eso! —dijo ella. ¡Se encontraba mucho mejor! Hasta ahora estaba
mucho mejor.
Y casi no habló aquella noche, inclinada sobre su labor de crochet, un poco
pálida, y sus ojos se alzaban a veces con una fatiga triste, sonriendo silenciosamente,
de una manera desconsolada. Pidió a Sebastián que tocase algo del Requiem de
Mozart. ¡Lo encontraba tan bonito! Le gustaría que lo cantasen en la iglesia cuando

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se muriera. Jorge se enfadó. ¡Qué manía de hablar de cosas ridiculas!
—Pero ¿entonces no es posible que yo muera?
—¡Bueno; muérete y déjanos en paz! —exclamó él, furioso.
—¡Qué buen marido! —dijo ella, sonriendo, a Sebastian. Dejó el crochet en el
regazo y le pidió entonces los dieciséis compases de «La Africana». Escuchaba con la
cabeza apoyada en la mano: aquellos sonidos penetraban en su alma con la dulzura de
unas voces místicas que la llamaban; parecíale que la transportaban, que se
desprendía de todo lo que era terrestre y agitado, que se hallaba en una playa desierta,
junto al mar triste, bajo una fría luz lunar, y que allí, con un espíritu puro, libre de las
miserias camales, giraba en los remolinos del aire, temblaba en los rayos luminosos y
pasaba sobre los brezales en las ráfagas saladas.
La melancólica actitud de su cuerpo desfallecido enfureció a Jorge:
—¡Sebastián! ¿Quieres hacerme el favor de tocar el fandango Barba Azul el
diablo? ¡Si queréis melancolía, empiezo el canto llano!
¡Y cantó con tono fúnebre:

Dies irae, Dies lile,


Solvunt saecula in favilla!

Luisa se echó a reír:


—¡Qué loco! No se puede estar triste…
—¡Sí que se puede! —exclamó Jorge—. Pero venga entonces la bella tristeza,
venga la tristeza completa.
Y entonó con una voz horrenda el Benedicite.
—Van a decir los vecinos que estamos locos, Jorge… —interrumpió ella.
—¡Y lo estamos realmente!
Y entró en su despacho, dando un portazo.
Sebastián tocó algunos compases, y, volviéndose hacia ella, bajo:
—Pero ¿qué ideas son ésas? ¿Qué melancolía es ésa?
Luisa alzó los ojos hacia él; vio su cara bondadosa y amiga llena de simpatía; iba
quizá a contarle todo en una explosión de dolor, pero Jorge salía del despacho.
Sonrió, encogióse de hombros y reanudó su labor de crochet.

* * *

Al domingo siguiente, por la noche, conversaban en la sala. Julián contó lo de su


concurso. En resumen, estaba contento: había hablado dos horas bien, con precisión y
lucidez. El doctor Figueiredo le dijo que «debía haber estado un poquillo más
ameno…».
—¡Literatos! —decía Julián, encogiéndose de hombros con desprecio—. No

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pueden hablar cinco minutos del hueso del tobillo sin mencionar ¡las «flores de la
primavera» y «la antorcha de la civilización»!
—Los portugueses tienen la manía de la retórica… —dijo Jorge.
En aquel momento entró Juliana en la sala con una carta.
—¡Oh! ¡Es del consejero!
Les tenía inquietos. Pero Acacio no decía más sino que se disculpaba «de no
poder ir, como prometiera la víspera a participar del excelente té de doña Luisa. Un
trabajo urgente le retenía atado al duro banco del deber». Mandaba recuerdos para sus
buenos amigos Sebastián y Julián y sus «afectuosos respetos para la interesante doña
Felicidad».
Una oleada de sangre abrasó el rostro de la buena señora. Se quedó sofocada,
confusa; cambió dos veces de silla, fue a tocar en el teclado con un dedo La perla de
Ofir, y, por último, sin poderse dominar, pidió bajo a Luisa «que viniese con ella al
tocador, pues tenía un secreto…».
Apenas entraron, y cerrando la puerta de la sala:
—¿Qué me dices de esa carta de él?
—Mi enhorabuena —replicó Luisa, riendo.
—¡Es el milagro! —exclamó doña Felicidad—. ¡Empieza a realizarse el milagro!
—y más bajo—: ¡Mandé al hombre! ¡El que te dije, el gallego!
Luisa no comprendía.
—¡El hombre a Tuy, a la embrujadora! Llevó mi retrato y el de él. Partió hace una
semana; la mujer empezó ya, naturalmente, a clavarle las agujas en el corazón…
—¿Qué agujas? —preguntó Luisa, atónita.
Estaban en pie, junto al tocador. Y doña Felicidad, con una voz misteriosa:
—La mujer modela un corazón de cera, lo pega en el retrato del consejero, Y
durante una semana, a medianoche, le clava una aguja bendita con la preparación que
ella fabrica y reza las oraciones…
—¿Y diste el dinero a ese hombre?
—¡Los cincuenta duros!
—¡Vamos, Felicidad!
—¡Ay, no me digas! ¡Ya ves! ¡Qué cambio! ¡De aquí a unos días estará babeante!
¡Ay, que Nuestra Señora del Buen Gozo lo permita! ¡Que Nuestra Señora lo permita!
Porque ese hombre me tiene loca. ¡Tengo cada sueño por la noche! ¡Hasta incurro en
pecado mortal! ¡Y qué sudores! ¡Me tengo que mudar tres y cuatro veces, no te digo
más!
Y se miraba al espejo: quería convencerse de que sus encantos personales
ayudarían a las agujas de la bruja; se alisó el pelo.
—¿No me encuentras más delgada?
—No.

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—¡Pues lo estoy, hija, lo estoy! —y enseñó su corpiño flojo. Hacía ya proyectos.
Iría a pasar la luna de miel a Cintra… Los ojos se le velaban con un fluido lúbrico—.
¡Nuestra Señora del Buen Gozo lo permita! Le tengo encendidas dos velas día y
noche…
Pero de repente la voz afligida de Juana gritó desde la escalera de la cocina:
—¡Señora, señora, venga!
Luisa corrió, Jorge también, pues había oído el grito desde la sala. Juliana estaba
tendida en el suelo de la cocina, desmayada.
—¡Le dio de repente, le dio de repente! —exclamó Juana muy blanca, temblando
toda—. Cayó hacia un lado de pronto…
Julián les tranquilizó en seguida: era un sencillo síncope. La trasladaron a su
cama. Julián mandó que le frotasen enérgicamente las extremidades con una franela
caliente. E incluso, antes de que Juana, aturdida, corriese a pelo a la botica en busca
de antiespasmódica, Juliana volvió en sí, muy débil. Cuando llegaron a la sala, Julián
dijo liando un cigarrillo:
—No es nada. Estos síncopes son muy frecuentes en los enfermos de corazón.
Éste ha sido sencillo. Pero ¡son el demonio! A veces tienen un carácter apoplético y
viene la parálisis, que dura poco, eso sí, porque el derrame de sangre en el cerebro es
muy pequeño; pero, en fin, resulta siempre desagradable —y encendiendo el cigarro
—: Esa mujer se les muere cualquier día, aquí, en casa.
Jorge, preocupado, se paseaba por la sala con las manos en los bolsillos.
—Lo he dicho siempre —intervino doña Felicidad, bajando la voz, asustada—.
Siempre lo he dicho. Deben desprenderse de ella.
—Además de eso, el tratamiento es incompatible con el trabajo —dijo Julián—.
En fin, incluso planchando la ropa se puede tomar digitalina o quinina, pero el
verdadero tratamiento es el reposo, la absoluta supresión de fatiga. ¡Si un día se
enfada o tiene una mañana de ajetreo, puede irse al otro mundo!
—¿Y está muy adelantada la enfermedad? —preguntó Jorge.
—Por lo que ella dice tiene ya dificultad asmática, opresión, un dolor agudo en la
región cardíaca, flatulencia, humedad en las extremidades, ¡el diablo!
—¡Es una ganga! —murmuró Jorge, mirando alrededor.
—¡Póngala en la calle! —resumió doña Felicidad.
Cuando se quedaron solos, a las once, Jorge dijo en seguida á Luisa:
—¿Qué te parece esto? Es preciso quitarnos de encima a esa mujer. ¡No quiero
que se nos muera en casa!
Ella, sin moverse, delante del tocador, quitándose los pendientes, empezó a decir
que no podían tampoco mandar a la pobre criatura a morir en la calle… Recordó
vagamente lo que había hecho por la tía Virginia… Iba colocando despacio sus
palabras, con la cautela con que se posa el pie en un terreno traicionero… Se le podía

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dar tal vez algún dinero, que se fuera a vivir a algún sitio… Jorge, después de un
silencio respondió:
—¡No tengo inconveniente en darle cuarenta o cincuenta duros y que se vaya, que
se las componga!
«¡Cuarenta o cincuenta duros!», pensó Luisa con una sonrisa triste. Y, junto al
tocador, contemplaba su rostro, en el espejo, con una nostalgia indefinida, como si
sus mejillas debieran aparecer dentro de poco tiempo hundidas por la aflicción y sus
ojos fatigados por las lágrimas…

* * *

Porque, en fin, había llegado la crisis. Si Jorge insistía en despedir a la mujer, ella no
podía, sin provocar un espanto y una explicación, decir a Jorge: «¡No quiero que se
vaya, quiero que muera aquí!». Y Juliana, viéndose expulsada, desesperada, enferma,
al notar que Luisa no la defendía, no la reclamaba, ¡se vengaría! ¿Qué debía hacer?
Se levantó al otro día con una gran agitación, Juliana, muy fatigada, estaba
todavía en la cama. Y mientras Juana ponía la mesa, Luisa, sentada en el voltaire ante
el balcón del comedor, leía maquinalmente, casi sin entender, el Diario de Noticias,
cuando una gacetilla, en lo alto de la página, le causó un sobresalto: «Mañana saldrá
para Francia nuestro amigo el conocido banquero señor Castro, de la razón social
Castro, Miranda y Compañía. El señor Castro se retira de los negocios de esta plaza y
va a establecerse definitivamente en Francia, cerca de Marsella, en donde ha
adquirido últimamente una suntuosa finca».
¡Castro! ¡El hombre que le daría el dinero que quisiera, según decía Leopoldina!
¡Se marchaba!… ¡Y aunque le había parecido, desde el primer momento, infame
aquel recurso, sentía a su pesar cierto desconsuelo viéndole desaparecer! ¡Porque
Castro no volvería nunca a Portugal!… Y de repente le traspasó una idea que la hizo
vibrar toda, levantarse muy pálida: ¡Si en la víspera de la partida de él, Santo Dios, si
en la víspera accediera ella!… ¡Oh, era horrible! ¡Ni pensarlo siquiera!…
Pero pensó en ello y se sentía tan débil contra aquella creciente tentación que se le
enroscaba en el alma con caricias persuasivas. ¡Entonces estaría salvada! ¡Daría los
mil duros a Juliana! ¡Y aquel demonio con figura de mujer iría a morirse lejos!
¡Y el hombre aquel tomaría el vapor! ¡No tendría que sonrojarse ante él! ¡Su
secreto se iría al extranjero, tan muerto como si estuviera en la tumba! ¡Y además, si
el tal Castro sentía por ella una pasión, era muy posible que se lo prestase sin
condiciones!
¡Dios misericordioso! Al día siguiente podía tener en el bolsillo de su bata aquella
suma… ¿Por qué no? ¿Por qué no? Y le acometió un deseo ansioso de libertarse, de
vivir feliz, sin agonías ni martirios…

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Volvió a su cuarto. Se puso a revolver en el tocador, mirando de soslayo a Jorge,
que se vestía… La presencia de él le ocasionó un remordimiento. ¡Ir a pedir dinero a
un hombre, consentir sus miradas lascivas, sus palabras intencionadas!… ¡Qué
horror! Pero volvía a argumentar interiormente. ¡Era por Jorge, por él tan sólo! Era
por evitarle el disgusto de saber. Era para poderle amar libremente toda la vida, sin
temores, sin reservas…
Estuvo callada durante todo el almuerzo. El rostro simpático de Jorge la
enternecía ¡El del otro le parecía horrendo, le odiaba ya!…
Cuando Jorge salió, quedóse muy nerviosa. Fue hacia el balcón; el sol le parecía
adorable, la calle la atraía. ¿Por qué no? ¿Por qué no?
La voz de Juliana, muy agria, habló entonces en la escalera de la cocina, y aquel
timbre odioso la decidió bruscamente.
Se vistió con esmero: era mujer y quiso parecer bonita. Y llegó toda sofocada a
casa de Leopoldina, cuando daban las doce en San Roque.
La encontró vestida, esperando el almuerzo, y quitándose inmediatamente el
sombrero se sentó en el sofá y explicó muy claramente a Leopoldina su resolución.
¡Quería el dinero de Castro! ¡En préstamo o dado, quería el dinero!… ¡Estaba en un
doloroso apuro y tenía que recurrir a todo!… Jorge quería despedir a aquella mujer…
Tenía miedo de la venganza de ella… ¡Quería el dinero, y allí estaba!
—Pero ¡así, de repente, hija! —dijo Leopoldina, asombrada de su mirada
decidida.
—El tal Castro se va mañana. Sale para Burdeos, ¡para el infierno! ¡Es necesario
hacer algo!
Leopoldina indicó que le escribiese.
—Lo que quieras… ¡Yo, aquí estoy!
La otra sentóse despacio ante la mesa, escogió un pliego de papel y, con el
meñique levantado y la cabeza inclinada, empezó a garrapatear.
¡Sentía ella ahora una resolución tenaz, fortalecida por la presencia de
Leopoldina! ¡Ésta se divertía, bailaba, iba al campo, gozaba, vivía, sin tener como
ella una tortura que la minaba, que trastornaba su vida! ¡Ah, no volvería a su casa sin
llevar en el bolsillo, en buenos billetes, el rescate, la salvación! ¡Aunque tuviese que
ser tan vil como las mujerzuelas del Barrio Alto! ¡Estaba harta de humillaciones, de
sustos, de noches llenas de pesadillas!… ¡Quería saborear la vida, qué demonio: su
amor, su comida, sin inquietudes, con el corazón alegre!
—Mira —dijo Leopoldina, leyendo:

Mi querido amigo:
Necesito hablarle sin falta. Es un asunto grave. Venga en cuanto pueda.
Tal vez me lo agradezca. Le espero hasta las tres, lo más tarde.

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Queda con toda estimación, suya afectísima amiga,

LEOPOLDINA

—¿Qué te parece?
—¡Horrible! Pero está bien… ¡Está muy bien! Tacha el tal vez me lo agradezca.
Es preferible.
Leopoldina copió aquellas líneas y las envió con Justina en un coche.
—Y ahora voy a almorzar, pues no me sostienen las piernas.
El comedor daba a un estrecho zaguán. Las paredes estaban embadurnadas con
una pintura horrorosa, en la que grandes manchas verdes semejaban colinas y líneas
azules turquí representaban lagos. Un armario, en un ángulo de la pared, servía de
aparador… Las sillas de paja tenían almohadones de paño rojo, y en la servilleta
había manchas de café del día anterior.
—Puedes estar segura de una cosa —dijo Leopoldina, bebiendo grandes sorbos
de té—, y es que Castro ¡es hombre que sabe guardar un secreto!… Si te presta ese
dinero, de su boca no saldrá una palabra. En eso es perfecto… ¡Mira que fue amante
de la Videira muchos años; pues ni a Mendoza, que es su íntimo, le dijo una palabra!
¡Ni la menor alusión! Es un pozo.
—¿Qué Videira? —preguntó Luisa.
—Una alta, de nariz grande, que tiene lando.
—Pues pasa por ser una mujer seria…
—¡Ya ves! —y con una risita—: ¡Ay, pasan, pasan! Pasan por muchas cosas. ¡La
cuestión es conocer sus vicios, señora mía!
Y untando de manteca grandes rebanadas de pan se puso a hablar, complacida, de
los escándalos de Lisboa, revelando interioridades; citó nombres, caracteres, las que
después de haberse consagrado al diablo, dedican a una tardía devoción el resto de
una vieja sensibilidad, ¡pues algunas acaban por las sacristías! Las que cansadas, sin
duda, de una virtud monótona, preparan hábilmente su «fracaso» yéndose a Cintra o a
Cascaes. ¡Pues y las chicas solteras! Muchos pequeñuelos, criados por amas de los
alrededores, tienen derecho a llamarlas mamá. Otras, más prudentes, temiendo las
consecuencias del amor, se amparan en las precauciones del libertinaje… ¡Sin contar
las señoras que, en vista de los sueldos escasos, completan al marido con un
individuo suplementario! Exageraba mucho, pero ¡es que las odiaba tanto! Porque
todas habían sabido conservar, más o menos, una apariencia decente, que ella perdió,
¡y maniobraban con habilidad, allí donde ella, la muy estúpida, empleó solo
sinceridad; Y mientras ellas conservaban sus relaciones, los convites a veladas, la
estimación de la capital, ¡ella lo había perdido todo, era apenas la Quebraes!…
Aquella conversación enervaba a Luisa; ante tal generalidad del vicio, le parecía

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que su caso, como un edificio entre la niebla, perdía su relieve cruel, se difuminaba, y
al sentirlo tan poco visible, lo creía casi justificado.
Permanecieron calladas, vagamente entorpecidas por aquel sentimiento de una
gran inmoralidad general, donde las resistencias y los orgullos se ablandan,
desfallecen, como los músicos en un invernadero saturado de emanaciones tibias.
—Este mundo es un lío —dijo Leopoldina, levantándose con un desperezo.
—Y tu marido, ¿dónde está? —preguntó Luisa en el pasillo.
Habíase marchado a Oporto. ¡Estaban a gusto, podían cometer crímenes! Y
Leopoldina, en su cuarto, tumbándose en el canapé, con el cigarrillo rubio en la boca,
empezó también a quejarse. Estaba aburrida hacía tiempo; todo la hastiaba, todo le
parecía monótono; ¡quería algo nuevo, algo desusado! Sentíase bostezar por todos los
poros de su cuerpo…
—¿Y Fernando, entonces? —dijo distraídamente.
Luisa que se acercaba a la ventana a cada momento.
—¡Es un idiota! —respondió Leopoldina con un movimiento de hombros, lleno
de saciedad y de desprecio.
¡No; realmente deseaba otra cosa, no sabía bien el qué! ¡A veces pensaba en
meterse monja! Y estiraba los brazos con un lánguido tedio. ¡Eran tan insulsos todos
los hombres que conocía! ¡Tan vulgares todos los placeres que encontraba! Ansiaba
otra vida, intensa, aventurera, peligrosa, que la hiciese palpitar: ser mujer de un
salteador, recorrer los mares en un navio pirata… ¡Mientras que Fernando, el amado
Fernando, le daba náuseas! Cualquier otro que llegase sería lo mismo. ¡Estaba harta
de los hombres! ¡Sentíase capaz de tentar a Dios!
Y, después de desencajarse la boca en un bostezo de fiera enjaulada:
—¡Me aburro, me aburro, oh cielo!
Estuvieron un momento calladas.
—Pero ¿qué hay que decirle a ese hombre? —preguntó de repente Luisa.
Leopoldina, exhalando el humo del cigarro y con voz perezosa:
—Se le dice que son necesarios mil o dos mil duros… ¿Qué se le va a decir si no?
Que se le pagarán.
—¿Cómo?
Leopoldina dijo, echada, con los ojos en el techo:
—En efecto.
—¡Oh, es horrible! —exclamó Luisa, exasperada—. Me ves aquí desgraciada,
medio loca, dices que eres mi amiga y estás riendo, escarneciéndome…
Su voz temblaba, casi llorosa.
—¡Es que también tu pregunta es muy tonta! ¿Cómo se le ha de pagar? ¿No lo
sabes?
Se miraron un momento.

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—¡No; yo me voy ahora mismo, Leopoldina! —exclamó Luisa.
—¡No seas criatura!
Un coche paró en la calle. Apareció Justina, No había encontrado al señor Castro
en casa; estaba en su despacho. Fue allí y le dijo que vendría inmediatamente.
Pero Luisa, muy pálida, tenía el sombrero en la mano.
—No —dijo Leopoldina casi escandalizada—. ¡Tú no me dejas ahora aquí con
ese hombre! ¿Qué voy a decirle?
—¡Es horrible! —murmuró Luisa con una lágrima en sus párpados, dejando caer
los brazos. ¡Atraída por el interés, sobrecogida por la vergüenza, sintiéndose harto
desgraciada!
—¡Es como quien toma aceite de ricino! —dijo la otra con un gesto cínico. Y
añadió, viendo el horror de Luisa—: ¡Qué diablo! ¿Dónde está la deshonra? ¿En
pedir dinero prestado? ¡Todo el mundo lo pide!…
En aquel momento otro carruaje, al trote largo, se detuvo ante la casa.
—¡Entra tú primero! ¡Háblale tú primero! —suplicó Luisa, alzando las manos
hacia ella.
La campanilla repiqueteó. Luisa, muy trémula, muy pálida, miró hacia todos
lados con una mirada desorbitada, de susto, de ansiedad, como buscando una idea,
una resolución o un rincón donde esconderse. Unas botas de hombre crujieron en la
alfombra contigua a la sala. Leopoldina, entonces, le dijo bajo, despacio, como para
clavarle las palabras en el alma una por una:
—¡Acuérdate de que dentro de una hora puedes estar salvada, con tus cartas en el
bolsillo, feliz, libre!
Luisa se puso en pie con una brusca decisión. Fue al tocador, se dio polvos, se
atusó el pelo y entraron en la sala.
Al ver a Luisa, Castro tuvo un movimiento de sorpresa. Saludó, con sus pies
pequeños muy juntos, inclinando su gruesa cabeza, en la que los cabellos, muy finos
y rubios, escaseaban ya.
Sobre su vientrecillo redondo, que la pierna corta hacia parecer casi panzudo, el
colgante del reloj resaltaba con opulencia. Llevaba en la mano una fusta, cuyo puño
de plata representaba una Venus retorciendo los brazos. Su piel tenía un color
saludable. El bigote abundante terminaba en unas guías agudas, atiesadas por el
cosmético y de aspecto napoleónico. Sus lentes de oro dábanle un aire autoritario, de
banquero amigo del orden. Parecía satisfecho de la vida como un gorrión harto.
—¡Cómo! ¡Era necesario mandarle llamar para poder echarle la vista encima!,
empezó a decir Leopoldina. —Y después de presentarle a Luisa, «su íntima amiga del
colegio»—: ¿Qué ha sido de usted, que no ha aparecido?
Castro se arrellanó en un sillón, y, golpeándose las botas con la fusta se disculpó
con los preparativos de la marcha…

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—¿Es cierto, pues? ¿Nos deja usted?
Castro se inclinó:
—Pasado mañana. En el Orinoco.
—Entonces no han mentido los periódicos esta vez. ¿Y estará mucho tiempo
fuera?
—Per omnia saecula saeculorum.
Leopoldina se asombró. ¡Dejar a Lisboa! ¡Un hombre tan estimado, que podía
divertirse tanto!
—¿No es verdad? —dijo, volviéndose hacia Luisa, para sacarla de su silencio
embarazoso.
—Seguramente… —murmuró ella.
Estaba sentada al borde de la silla, como asustada, dispuesta a huir. Y las miradas
de Castro, insistentes a través del reflejo de los lentes, la molestaban.
Leopoldina se recostó en el sofá, y, amenazándole con el dedo levantado:
—¡Ah! ¡En esa ida a Francia debe de haber un asunto de faldas!
Él negó blandamente, con una sonrisa fatua. Pero Leopoldina no encontraba
bonitas a las francesas: lo que tenían era mucho chic, mucha animación…
Castro las declaró adorables. ¡Sobre todo para divertirse! ¡Ah, las conocía bien!
En fin él no hablaba como madres de familia. Pero para una cena, para un rato de
cancán no había otras… Lo afirmaba convencido, pues, como los burgueses de su
«corro», juzgaba a doce millones de francesas por seis prostitutas de café-concierto
¡que había pagado caro para aburrirse enormemente!
Leopoldina, para lisonjearle, ¡le llamó calavera! Él sonreía, complacido,
afilándose las guías.
—Calumnias, calumnias… —murmuró.
Y Leopoldina, volviéndose hacia Luisa:
—¡Ha comprado una quinta magnífica en Burdeos, un palacio!…
—Una choza, una choza…
—Y, naturalmente, ¡dará fiestas soberbias!…
—Unos modestos tés, unos modestos tés —dijo, removiéndose en su asiento. Y
ambos rieron de un modo muy afectado.
Castro se inclinó entonces hacia Luisa:
—Tuve el gusto de ver a usted, señora, haca tiempo, en la calle de Ouro…
—Creo acordarme también… —respondió ella. Y permanecieron callados.
Leopoldina tosió, sentóse más al borde del sofá, y después de sonreír:
—Pues le he mandado llamar porque tenemos una cosa que decirle.
Castro se inclinó. Su mirada no se apartaba de Luisa, la recorría con atrevimiento,
la palpaba.
—Se trata de lo siguiente: iré derecha a las cosas, sin preámbulos —y tuvo otra

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risita—: Aquí, mi amiga, se encuentra en un gran apuro y necesitaría algo más de mil
duros.
Luisa intervino, con voz casi imperceptible:
—Dos mil duros…
—Eso no importa —dijo Leopoldina con una opulenta indiferencia—. ¡Estamos
hablando con un millonario! La cuestión es ésta: ¿quiere usted, amigo mío, hacer ese
favor?
Castro se enderezó en la silla, despacio, y con una voz arrastrada, ambigua:
—Ciertamente, ciertamente…
Leopoldina se levanto en seguida:
—Bien. Tengo ahí, en el cuarto, esperando a la costurera. Les dejo para que
hablen del asunto.
Y en la puerta de la habitación, volviéndose hacia Castro y amenazándole con el
dedo, en tono muy alegre:
—Que sea pequeño el interés, ¿eh?
Y salió riendo.
Castro dijo en seguida a Luisa, inclinándose:
—Entonces, señora, yo…
—Leopoldina le ha contado la verdad, estoy en un gran apuro de dinero. Y me
dirijo a usted si… Son dos mil duros… Procuraré pagárselos lo más pronto que
pueda…
—¡Oh señora! —dijo Castro con un gesto generoso.
Empezó entonces a decir que comprendía perfectamente, que todo el mundo tenía
sus apuros… Lamentaba no haberla conocido antes… Siempre había sentido una gran
simpatía por ella… ¡Una gran simpatía!
Luisa callaba, con los ojos bajos. El fue a dejar la fusta sobre una mesita y vino a
sentarse en el sofá junto a ella. Al ver su aire cohibido, le rogó que no se afligiese.
¡No valía la pena por cuestiones de dinero! Tenía el mayor placer en servir a una
señora joven, tan interesante… Había hecho perfectamente en dirigirse a él. Conocía
casos en que las señoras se dirigían a usureros que las explotaban, que eran
indiscretos… Y mientras hablaba le cogió la mano: el contacto con aquella piel
apetecida excitó su deseo brutalmente y le hizo respirar jadeante. Luisa, toda azorada,
no retiró la mano, y Castro, encendido, con una verbosidad un poco ronca, ¡prometió
todo, todo lo que ella quisiese!… Sus ojillos, muy abiertos, devoraban el cuello
blanquísimo.
—¡Dos mil duros, lo que quiera!…
—¿Y cuándo? —dijo Luisa, muy agitada.
El notó su agitación y en la irrupción del deseo brutal:
—¡Ahora!

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La asió por el talle y le disparó un beso voraz, mordiéndole casi la cara.
Luisa se levantó con un salto de muelle de acero. Pero Castro resbaló sobre la
alfombra y, cayendo de rodillas, le agarró ávidamente el vestido:
—¡Le daré lo que quiera, pero siéntese! Hace años que tengo una pasión por
usted. ¡Escuche!
Sus brazos subían trémulos; la envolvían y lo que rozaban de sus formas le
inflamaba.
Luisa, sin hablar, rechazaba aquellas manos, retrocedía.
—¡Lo que quiera! Pero ¡óigame! —balbucía él, intentando atraerla. La brutal
concupiscencia le daba una respiración de toro.
Entonces, con un tirón desesperado de sus faldas, ella se soltó y, apartándose
afligida:
—¡Déjeme! ¡Déjeme!
Castro se levantó jadeante, y, con los dientes cerrados y los brazos abiertos, se
precipitó hacia ella. Ante aquella lujuria bestial, Luisa, indignada, cogió
instintivamente la fusta de la mesita y le azotó fuertemente la mano. El dolor, la rabia
y el deseo le enfurecieron.
—¡Es usted el diablo! —rezongó, rechinando los dientes. Iba a arrojarse sobre
ella. Pero Luisa entonces, alzando el brazo, trastornada por una cólera frenética,
empezó a darle fustazos rápidamente en los brazos, en los hombros, muy pálida, muy
seria, con una crueldad que hacía relucir sus ojos, saboreando la alegría del desquite
al flagelar aquella carne adiposada.
Castro, asombrado, se defendía flojamente, con los brazos delante de la cara,
retrocediendo; de repente tropezó con la mesa; la lámpara de porcelana osciló, y
perdiendo el equilibrio rodó por el suelo con un ruido de loza rota y una mancha
oscura de aceite se extendió por la alfombra.
—¡Ahí tiene! ¿Lo ve usted? —dijo Luisa, toda temblorosa, apretando aún
convulsivamente la fusta.
Leopoldina, al estrépito, acudió corriendo desde su cuarto.
—¿Qué ha sido? ¿Qué ha sido?
—Nada, estamos bromeando —dijo Luisa.
Tiró la fusta al suelo y salió de la habitación. Castro, lívido de rabia, cogió el
sombrero, y clavando una mirada terrible en Leopoldina:
—¡Muy agradecido! ¡Cuente conmigo cuando quiera!
—Pero ¿qué ha sido? ¿Qué ha sido?
—¡Hasta la vista! —rugió Castro; y recogiéndo la fusta y sacudiéndola
amenazadoramente hacia el cuarto, en donde Luisa había entrado—: ¡Gran buscona!
—murmuró con rencor. Y salió dando portazos.
Leopoldina, atónita, encontró a Luisa en el cuarto poniéndose el sombrero, con

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las manos trémulas aún y los ojos muy brillantes, satisfecha.
—Sentí una cosa y le llené la cara de latigazos.
Leopoldina estuvo un momento mirándola, petrificada.
—¿Que le pegaste?… —y de repente rompió a reír, convulsivamente—. ¡Castro
el de los lentes, Castro lleno de latigazos! ¡Castro tundido a golpes! —se tiró sobre la
chaise longue, revolcándose en ella, se sofocaba—. ¡Si hasta me da una punzada,
Jesús! ¡Castro! ¡Venir a una casa conocida, aguantar el golpe de los dos mil duros y
verse molido a fustazos!… ¡Con su propia fusta!… ¡Oh, era para estallar!…
—Lo peor ha sido la lámpara —dijo Luisa.
Leopoldina se levantó de un salto.
—¡Y el aceite derramado! ¡Ay, qué mal agüero! —corrió a la sala. Luisa la
encontró ante la mancha oscura, con los brazos cruzados, como si viese, muy pálida,
acercarse una serie de catástrofes—. ¡Qué mal agüero, Santo Dios!
—Echale sal en seguida.
—¿Es de buen efecto?
—Sirve para quebrar la mala suerte.
Leopoldina corrió a buscar sal, y de rodillas, espolvoreando la mancha:
—¡Ay! ¡Nuestra Señora permita que no pase nada malo! Pero ¡qué caso este, qué
caso! ¿Y ahora, hija mía?
Luisa se encogió de hombros:
—¡Bien lo sé yo! ¡Sufrir!…

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Capítulo XII
Una mañana de aquella semana, Jorge, que no se acordaba de que era día festivo,
encontró cerrada la secretaría y volvió a su casa hacia el mediodía. Juana, en la
puerta, conversaba con la vieja que compraba los huesos; la puerta de arriba estaba
abierta y Jorge, llegando sin que le oyesen al cuarto, sorprendió a Juliana,
cómodamente tumbada en la chaise longue, leyendo tranquilamente el periódico.
Se levantó muy encarnada, apenas le vio, balbuciendo:
—Perdóneme, pero me dio una palpitación tan fuerte…
—Que se puso usted a leer el periódico, ¿eh? —dijo Jorge, apretando
instintivamente el puño del bastón—. ¿Dónde está la señora?
—Debe de estar por el comedor —dijo Juliana, poniéndose a barrer muy de prisa.
Jorge no encontró a Luisa en el comedor; dio con ella en el cuarto de la plancha,
desgreñada, en bata de mañana planchando ropa, muy atareada y afligida.
—¿Estás planchando? —exclamó.
Luisa enrojeció un poco y dejó la plancha. Juliana estaba malucha y se había
reunido una pila de ropa…
—Dime: ¿quién es aquí la señora, quién es la criada?
Su voz era tan áspera, que Luisa se quedó pálida y murmuró:
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que te encuentro a ti planchando y que abajo estaba ella, ¡muy
repantigada en tu silla, leyendo el periódico!
Luisa, azorada, se inclinó sobre el cesto de la ropa limpia y empezó a hurgar allí,
desdoblándola y sacudiéndola con manos trémulas…
—No puedes darte idea de lo que hay aquí por hacer —fue diciendo—. Es la
limpieza, el planchado, el servicio. La infeliz ha estado mala…
—¡Pues si está mala que se vaya al hospital!
—¡No, no tienes razón!
Aquella insistencia en defender a la otra, que se regodeaba abajo en su chaise
longue, le exasperó:
—Dime. ¿Es que tú dependes de ella? ¡Parece que la tienes miedo!
—¡Ah, si vienes con ese genio!… —dijo Luisa, con los labios trémulos,
asomándole ya una lágrima a los párpados.
Pero Jorge continuó muy enfadado:
—No; esas condescendencias ¡van a acabarse de una vez! ¡Ver a ese estafermo,
con un pie en la sepultura, medrando en mi casa, tumbándose en mis muebles,
paseando y tú defendiéndola, haciendo su trabajo, ah, no! Es preciso acabar con esto.
¡Siempre disculpas! ¡Siempre disculpas! Si no puede, que se vaya. Que se marche al
hospital o al infierno.

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Luisa, bañada en lágrimas, se sofocaba, sollozando.
—Bueno. Ahora lloras. ¿Qué tienes? ¿Por qué lloras?
Ella no respondió, entregada al llanto.
—¿Por qué lloras, hija mía? —preguntó él con una impaciencia conmovida,
acercándose a su mujer.
—¿Por qué me hablas así? —dijo toda sollozante y limpiándose los ojos—.
¡Sabes que estoy malucha, nerviosa y tienes mal genio conmigo! No sabes decirme
más que cosas desagradables.
—¡Cosas desagradables, hija mía! ¡Yo no te he dicho ahora nada desagradable!
—y la abrazó tiernamente.
Pero ella se desprendió, y con la voz entrecortada por los sollozos:
—¿Entonces es algún crimen estar planchando? ¿Te enfadas porque trabajo,
porque me ocupo de mis cosas? ¿Preferirías que fuera yo una desarreglada? ¡La
mujer ha estado enferma! Mientras no se encuentre otra es necesario hacer las
cosas… Pero ¡tú hablas, hablas! ¡Para afligirme!…
—Estás diciendo tonterías, hija. No te encuentras en tu sano juicio. ¡Yo lo que no
quiero es que te canses!
—¿Por qué me dices entonces que le tengo miedo? —y volvían las lágrimas—.
¿Miedo, de qué? ¿Por qué la voy a tener miedo? ¡Qué desatino!
—Bueno, no digo nada. No se hable más de esa mujer. Pero no llores… ¡Vamos,
se acabó! —la besó y cogiéndola de la cintura y llevándola suavemente—: Anda, deja
la plancha ahora. ¡Ven! ¡Qué criatura eres!

* * *

Por bondad, por consideración a los nervios de Luisa, Jorge no habló durante algunos
días de «aquella mujer». Pero pensaba en ella, y aquel estafermo, con un pie en la
sepultura y el otro en su casa, le exasperaba. Después de las holgazanerías que había
él notado, de las comodidades del cuarto que vio la noche en que ella se desmayó,
¡aquella bondad ridícula de Luisa!… ¡Lo encontraba extraño e irritante!… Como
estaba fuera de casa todo el día, y delante de él sólo tenía sonrisas para Luisa, muchas
actitudes de afecto, se figuró que ella había sabido imponerse y que, con las pequeñas
intimidades entre ama y criada, habíase hecho estimada y necesaria. Esto aumentaba
su antipatía y no la disimulaba.
¡Luisa, viéndole a veces seguir a Juliana con una mirada rencorosa, temblaba!
Pero lo que la torturaba era la manera con que Jorge hablaba de ella, lleno de irónica
veneración: llamábala la ilustre doña Juliana y también mi ama y señora. Si faltaba
una servilleta o una copa, fingíase espantado: «¡Cómo! ¡Doña Juliana se ha olvidado!
¡Una persona tan perfecta!». Tenía bromas que dejaban helada a Luisa.

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¿A qué sabía el filtro que le había dado? ¿Era bueno?
Luisa, ahora, ante él, ya no se atrevía a hablar a Juliana en tono natural; temía las
sonrisas malignas, los apartes: «Anda, tírale un beso; se te nota en la cara que tienes
ganas de dárselo». Y temiendo las sospechas de él, queriendo mostrarse
independiente, comenzó en su presencia a hablar a Juliana con una dureza brusca,
muy afectada. Al pedirle agua, un cuchillo, daba a su voz inflexiones de un rencor
fingido.
Juliana, muy fina, lo había notado todo y aguantaba en silencio.
Quería evitar toda cuestión que perturbase su comodidad. Sentíase ahora muy mal
y las noches en que no podía dormir con los ataques de asma, poníase a pensar con
terror: «Si la expulsaran de aquella casa, ¿adonde iba a ir? ¡Al hospital!».
Por eso tenía miedo a Jorge.
—Está deseando pillarme en un descuido grande y desprenderse de mí —le decía
a la tía Victoria—; pero ¡no le he de dar ese gustazo al muy buey!
Y Luisa, asombrada, vio cómo poco a poco volvía aquella mujer a hacer su
trabajo, con aparente celo, aunque a veces no podía, vencida por su dolencia; tenía
flatos que la hacían desplomarse sobre una silla, jadeante, con las manos en el
corazón. Pero reaccionaba. Incluso en una ocasión, viendo a Luisa pasar el plumero
por las consolas de la sala, se enfadó:
—¿Quiere la señora hacer el favor de no meterse en mi trabajo? ¡Yo puedo
hacerlo todavía! ¡No estoy aún enterrada!
Y se consolaba entonces halagando su glotonería: a todas horas ingería calditos,
croquetas, budincitos de batata. Tenía en su cuarto gelatina y vino de Oporto.
Algunos días quería, incluso, caldos de gallina a medianoche.
—Con mi cuerpo lo pago —le decía a Juana—, ¡pues trabajo como una negra!
¡Me estoy matando!
Un día, sin embargo, en que Jorge se irritó más ante la cara descolorida de
Juliana, pues estaba nervioso, al encontrar vacío el jarro y el lavabo sin toalla, se
enfureció exageradamente:
—¡No estoy dispuesto a tolerar estos descuidos, ea! —gritó.
Luisa acudió, inquieta, a disculpar a Juliana. Jorge se mordió el labio, inclinóse
profundamente y con la voz un poco trémula:
—¡Perdón! ¡Olvidaba que la persona de Juliana es sagrada! ¡Yo mismo iré a
buscar el agua!
Luisa entonces se enfadó. ¡Si iba a estar siempre con aquellas pullas era preferible
despedir a la criada de una vez! ¿Se figuraba acaso que ella sentía una pasión por
Juliana? Si la conservaba era porque parecía una buena criada. Pero ¡si se convertía
en motivo de mal humor, de discordia, si la tenía él tanto odio, bien, entonces que se
fuera! Era una pesadez aquella ironía constante… Jorge no respondió.

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Y durante la noche, Luisa, sin dormir, pensó que aquello no podía seguir. ¡Estaba
harta! Soportar a la mujer, su tiranía, y oír a cada momento bromitas, alusiones; ¡ah,
no! ¡Era demasiado! ¡Bastaba ya! ¡Él empezaba a sospechar; la bomba iba a estallar!
¡Pues bien: ella misma prendería la mecha! ¡Iba a echar a Juliana! ¡Y que enseñase
las cartas; se había acabado! Si él la metía en un convento, ¡si se separaba, bien
estaba! ¡Sufriría, se moriría! ¡Todo antes de las pullitas, horrible y grotesco!
—¿Qué tienes? —le preguntó Jorge, medio dormido, al notarla inquieta.
—Insomnio.
—¡Pobrecita! ¡Cuenta seguido, y luego al revés, ciento cincuenta!
Y se volvió, tapándose cómodamente con la ropa.

* * *

Al otro día Jorge se levantó, temprano. Tenía que ver a Alonso, el español de las
minas, y comer con él en el hotel Gibraltar. Después de vestirse fue al comedor —
eran las diez— y volvió a decir a Luisa, con una profunda reverencia, espaciando las
palabras, ¡que no estaba la mesa puesta! ¡Que las tazas del té de la noche anterior
estaban aún por lavar! ¡Y que la doña Juliana, la ilustre señora doña Juliana, había
salido a dar su paseíto!
—Le dije anoche que fuese a mi zapatero… —empezó a decir Luisa, poniéndose
la bata.
—¡Ah, perdón! —interrumpió Jorge muy ceremonioso—. ¡Me olvidaba de nuevo
que se trata de Juliana, tu ama y señora! ¡Perdón!
Luisa replicó, en seguida:
—No. Tienes razón. ¡Ya verás! Es preciso acabar con esto…
Subió a la cocina, desesperada:
—¿Por qué no puso usted la mesa, Juana, viendo que la otra ha salido?
Pero ¡la joven no había oído salir a Juliana! Creyó que estaba abajo, en la sala.
Como ahora quería ella hacerlo todo…
Cuando Juana trajo el almuerzo al poco rato, Jorge fue a sentarse a la mesa,
retorciéndose muy nervioso el bigote. Se levantó dos veces con una sonrisa muda
para ir a buscar una cuchara, el azucarero. Luisa le veía los músculos de la cara
contraídos: no acertaba apenas a comer, aturullada; la taza le temblaba en la mano al
levantarla; con los ojos bajos espiaba a Jorge, a hurtadillas, y su silencio la torturaba.
—Dijiste ayer que ibas a comer fuera…
—Sí —contestó él secamente. Y añadió—: ¡Gracias a Dios!
—¡Estás de buen humor!… —murmuró ella.
—¡Ya lo ves!
Luisa se puso pálida y empujó los cubiertos; cogió el periódico para ocultar dos

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lagrimitas que temblaban en sus párpados; pero las letras se confundían y sentía
saltársele el corazón.
De repente, sonó la campanilla. ¡Era la otra, seguramente!
Jorge, que iba a levantarse, dijo en seguida:
—Debe de ser esa señora. Mira, voy a decirle ahora dos palabras…
Y se quedó en pie, junto a la mesa, afilando despacio un palillo. Luisa,
temblando, se levantó también.
—Le hablaré yo…
Jorge la retuvo por el brazo, y, con calma:
—No, déjala que venga. ¡Déjame gozar!…
Luisa volvió a dejarse caer en la silla, muy pálida. Los tacones de Juliana sonaron
en el corredor. Jorge seguía afilando tranquilamente su palillo. Luisa, entonces, se
volvió hacia él, y juntando las manos afligida:
—¡No le digas nada!…
Él la miró, asombrado.
—¿Por qué?
Juliana alzaba en aquel momento la cortina.
—¡Bueno! ¿Qué, desvergüenza es esta de marcharse dejándolo todo por hacer?
—le dijo en seguida Luisa, levantándose.
Juliana, que venía sonriente, se quedó en la puerta, petrificada. A pesar de su
lividez, un vago color de sangre se difundió por su rostro.
—¡Que no vuelva a pasar semejante cosa! ¿Oye usted? Su obligación es estar
aquí por la mañana… —pero la mirada de Juliana, que se clavó en ella, terrible, le
hizo enmudecer. Agarró la tetera con manos trémulas—: ¡Traiga agua en esta tetera,
pronto!
Juliana no se movió.
—¿No ha oído usted? —gritó Jorge de repente. Y dio un puñetazo sobre la mesa
que hizo saltar la vajilla.
—¡Jorge! —exclamó Luisa, cogiéndolo del brazo.
Pero Juliana había huido del comedor, corriendo.
—¡A la calle! —rugió Jorge—. ¡Hazle la cuenta y que se vaya! ¡Ah! ¡Estoy harto!
¡Ni un día más! ¡Si la vuelvo a ver, la deshago! ¡Se acabó! ¡Me llegó mi vez!
Fue a buscar el gabán, muy excitado, y antes de salir, volviendo al comedor:
—¡Que se vaya hoy mismo! ¿Has oído? ¡Ni una hora más! ¡Hace quince días que
la tengo aquí, atravesada! ¡A la calle!
Luisa fue hacia su cuarto sin poderse casi sostener. ¡Estaba perdida! ¡Estaba
perdida! Una multitud de ideas, todas excesivas, disparatadas, remolineaban en su
cerebro como un montón de hojas secas en un vendaval. Quería huir, tirarse al río de
noche; arrepentíase de no haberse entregado a Castro… De repente se imaginó a

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Jorge abriendo las cartas que Juliana le entregaba, leyendo: «¡Mi adorado Basilio!
…». Entonces una cobardía inmensa enervó su alma. Corrió al cuarto de Juliana. ¡Iba
a suplicarle que la perdonase, que se quedase, que la martirizase!… ¿Y Jorge,
después? ¡Le diría que Juliana había llorado, que se postró de rodillas! ¡Mentiría, le
cubriría de besos…! ¡Era joven, era bonita, era ardiente; le convencería!
Juliana no estaba en su cuarto. Subió a la cocina. Allí estaba sentada, con los ojos
llameantes y los brazos nerviosamente cruzados, con una rabia muda. Apenas vio a
Luisa, se puso en pie de un salto, y, enseñándola el puño, gritó:
—¡Mire, la primera vez que me vuelva usted a hablar como hoy se viene todo
abajo en esta casa!
—¡Cállese, infame! —gritó Luisa.
—¡Me manda usted callar, so p…! —y Juliana soltó la palabra. Pero Juana corrió
y le dio una bofetada que la hizo caer, con un gemido de rodillas.
—¡Mujer! —chilló Luisa, arrojándose sobre Juana y cogiéndola los brazos.
Juliana, asombrada, escapó.
—¡Oh Juana! ¡Oh mujer! ¡Qué desgracia, qué escándalo! —exclamó Luisa
apretándose la cabeza con las manos.
—¡La deshago! —dijo la joven con los dientes cerrados y los ojos como brasas—.
¡La deshago!
Luisa daba vueltas alrededor de la mesa de la cocina automáticamente, pálida
como la cal, repitiendo toda temblorosa:
—¡Qué ha hecho usted, mujer! ¡Qué ha hecho usted!
Juana, trastornada aún por la cólera, con el rostro arrebolado, movía furiosamente
las ollas.
—¡Y si me dice una palabra, la mato a esa sinvergüenza! ¡La mato!
Luisa bajó a su cuarto. En el corredor le salió al paso Juliana, con el moño de lado
y las señales rojas de los dedos en la cara, horrenda.
—¡O se va a la calle esa tía —gritó— o me voy yo por esa escalera, y cuando
vuelva su hombre se lo enseño todo!…
—¡Pues enséñeselo, haga lo que quiera! —dijo Luisa, pasando sin mirarla.
Un impulso de desesperación y de odio la decidió. ¡Era preferible acabar de una
vez!…
¡Sintió entonces como un alivio doloroso al ver el final de su largo martirio!
Hacía meses que duraba. Y pensando en todo lo que había hecho y sufrido, en las
infamias donde se hundiera y en las humillaciones a que se rebajara, le invadía un
cansancio de sí misma, una náusea inmensa de vida. Parecíale que la habían
manchado y vejado; que no había ya en ella ni orgullo intacto, ni sentimiento limpio;
que todo en ella, en su cuerpo y en su alma, estaba envilecido, como un trapo hollado
por una multitud, sobre el fango. No valía la pena de luchar por una vida tan vil. El

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convento sería ya una purificación, y la muerte, una purificación mayor. ¿Y dónde
estaba él, el hombre que la había hecho desgraciada? ¡En París, retorciéndose las
guías del bigote, bromeando, conduciendo sus caballos, durmiendo con otras! ¡Y ella
se moría allí, estúpidamente! Cuando le había escrito pidiéndole que la salvase, ¡ni
una palabra de respuesta! ¡No la juzgó digna ni de los céntimos del sello! ¡Y él le
había dicho, por las altas tierras de Pólvora, en aquel cupé, ¡que sería suyo toda la
vida, que viviría a la sombra de sus faldas! ¡Infame! ¡Ya tendría tal vez el billete del
tren en el bolsillo! ¡Mientras ella fue la mujer alegre, que llega, se desnuda, muestra
un lindo pecho, entonces todo marchó bien! Pero surgió una dificultad, lloró, sufrió.
¡Ah, no, eso no! Eres un bello animal que produces un gran placer, perfectamente,
todo lo que quieras, pero ¡te conviertes en una criatura dolorida que necesita
consuelos, quizá unos miles de pesetas, y entonces adiós, me voy de viaje! ¡Oh, qué
estúpida era la vida! ¡Afortunadamente, la iba a dejar!
Fue a recostarse en el balcón. El día era muy azul, muy suave. El sol ponía
grandes fajas luminosas de un leve dorado sobre los blancos muros, sobre la calle.
Había en el aire una tibieza aterciopelada. Pablo, con sus zapatillas de moqueta, se
calentaba a la puerta del estanco. Entonces, ante el bello ambiente invernal, se
enterneció.
¡Todos eran felices en aquella mañana de rosas; sólo ella sufría, la desventurada!
Y se quedó mirando, como olvidada en una vaga nostalgia, con lágrimas en los
ojos… De repente vio a Juliana cruzar la calle, doblar la esquina y al poco rato volver
con un mozo de cuerda, viejo y pesado, que traía su saco al hombro.
«¡Se iba a toda prisa!», pensó Luisa. ¡Mandaba recoger sus baúles! ¿Y después?
¡Enviaba las cartas a Jorge o se las entregaba ella misma en el portal! ¡Santo Dios!
¡Y le parecía ver entrar a Jorge en el cuarto, lívido, con las cartas en la mano!
Le invadió un terror alucinado. ¡No quería perder a su marido, su Jorge, su amor,
su casa, su hombre! Se apoderó de ella la rebelión de la hembra contra la viudez. ¡Ir a
los veinticinco años a marchitarse en un convento! ¡No, qué demonio!
Fue en derechura al cuarto de Juliana.
—¿Viene a ver si me llevo algo? —gritó en seguida la otra, furiosa. Sobre la cama
estaba extendida la ropa blanca, y en el suelo las botas envueltas en periódicos viejos.
—Y me dejo aquí cuatro camisas, dos pares de pantalones, tres pares de medias y
seis puños en la lavandera. Ahí queda la lista. ¡Y quiero mi cuenta!…
—Escuche, Juliana, no se vaya —pero se le cortó la voz y sus ojos se llenaron de
lágrimas.
Juliana la miró con altivez triunfante, con una bota de paño en la mano.
—¡Pues despida ahora mismo a esa tía y está todo terminado! —y con una voz
aguda, golpeando las suelas de las botas—: ¡Sigue todo como antes, en la paz del
Señor!

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Una alegría extraordinaria le encendió la mirada. ¡Se vengaba! ¡La hacía llorar!
¡Echaba a la otra! ¡Y no perdía sus comodidades!
—¡Ponga a esa tía en la calle! ¡Póngala en la calle!
Luisa inclinó la cabeza y se dirigió despacio a la cocina; los peldaños de la
escalera le parecieron enormes, interminables. Se dejó caer en una banqueta, y
secándose los ojos:
—Juana, venga acá, óigame; usted no puede seguir en la casa…
La joven se le quedó mirando, espantada.
—Juliana ha dicho eso en un arrebato… Ha estado llorando, arrepentida. Y es la
criada más antigua. El señor la aprecia mucho…
—¿Entonces la señora me despide? ¿Me despide a mí?
Luisa insistió, bajo, avergonzada:
—Fue un arrebato, me ha pedido perdón…
—¡Yo lo hice por defender a la señora! —exclamó la joven, abriendo los brazos
afligida.
Luisa se sintió indignada, e impaciente, con ganas de acabar:
—Bueno, Juana; basta ya. Yo soy la dueña de la casa… Le voy a hacer la cuenta.
—¡Vaya el pago que me da! —gritó entonces Juana, desesperada. Y con
resolución, dando con el pie en el suelo—: ¡Pues se lo he de decir al señor! ¡Se lo diré
todo al señor! ¡Le he de contar todo lo que ocurrió! ¡La señora no tiene razón!…
Luisa la miraba como idiotizada. ¡Ahora era aquélla! ¡Originaba el desastre
aquella muchacha obstinada en su justicia! ¡Era demasiado! Sintió un terror
sobrenatural, como un espanto de la conciencia, y apretándose las sienes con las
manos:
—¡Qué expiación, Santo Dios, qué expiación!
De repente, como si desvariase, cogió a Juana por los brazos y hablándole junto a
la cara:
—¡Juana, váyase, por amor de Dios! ¡No diga nada! ¡Despídase usted misma! —
y perdiendo por completo el respeto de sí misma, cayó de rodillas ante la cocinera,
sollozando:
—¡Por las llagas de Cristo, váyase Juana, mi querida Juana, váyase! ¡Se lo pido
yo, Juana! ¡Por amor de Dios!
La joven, asombrada, rompió a llorar ruidosamente.
—¡Me voy, sí, mi buena señora!… ¡Me voy, sí, querida señora!…
—Si, Juana, sí. Yo le daré algo. Ya ve usted… No llore… Espere…
Bajó corriendo a su cuarto, cogió del cajón diez duros de sus ahorros y volvió,
subiendo precipitadamente las escaleras, a entregárselos, diciéndole en voz baja:
—Haga un lío y yo le mandaré mañana el baúl.
—Sí, mi querida señora —sollozaba la muchacha, entrecortada de dolor—. ¡Sí,

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mi buena señora!
Luisa fue a desplomarse de bruces sobre su chaise longue, llorando también
convulsivamente, ¡deseando morirse, pidiendo, aterrada, piedad a Dios! Pero la voz
áspera de Juliana dijo bruscamente en la puerta:
—Entonces, ¿en qué quedamos?
—Juana se marcha. ¿Qué más quiere?
—¡Que salga ya! —dijo la otra imperiosamente—. Yo haré la comida. ¡Por hoy,
naturalmente!
Las lágrimas de Luisa se secaron de rabia.
—¡Y ahora oiga esto la señora!
El tono de Juliana era tan insultante que Luisa se levantó como herida. Y Juliana,
amenazándola soberbia, con el dedo alzado:
—Y la señora tiene que andar ahora muy derecha, pues ¡si no, se las cantaré muy
claras!
Y volviendo la espalda, se alejó taconeando.

* * *

Luisa miró a su alrededor como si hubiese entrado un rayo en el cuarto; pero todo
estaba inmóvil y ordenado, ni un pliegue de las cortinas se había movido y las dos
pastorcitas de porcelana sobre el tocador sonreían pretenciosamente.
Entonces tiró la bata violentamente, se puso un vestido sin abrocharse el corpiño,
se echó por encima una larga chaqueta de invierno y encasquetándose el sombrero en
la cabeza despeinada, bajó a la calle tropezando en las faldas, corriendo casi.
Pablo salió a la mitad de la calle para seguirla, la vio pararse en la puerta de
Sebastián y fue a decir a la estanquera:
—¡En casa del ingeniero hay novedad!
Y se quedó plantado en la puerta con los ojos clavados en los balcones abiertos,
donde las cortinas de reps verde caían aplomadas en sus pliegues inmóviles.
—¿Don Sebastián? —preguntó Luisa a una muchachita pecosa, que corrió a
abrirle la puerta.
Y se adentró por el corredor.
—En la sala —dijo la pequeña.
Luisa subió, oía sonar el piano; abrió la puerta violentamente, y corriendo hacia
él, apretándose el pecho con las manos, con una voz angustiosa y apagada:
—Sebastián, escribí una carta a un hombre y Juliana la cogió. ¡Estoy perdida!
El se levantó despacio, asombrado, palidísimo. Vio el rostro alterado de ella, el
sombrero mal puesto, la aflicción de la mirada:
—¿Qué es ello? ¿Qué pasa?

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—Escribí a mi primo —repitió con los ojos clavados ansiosamente en él—, y esa
mujer me quitó la carta… ¡Estoy perdida!
Se quedó muy pálida, cerráronsele los ojos. Sebastián la sostuvo y llevóla medio
desmayada hacia el sofá de damasco amarillo. Y se quedó en pie, más blanco que
ella, con las manos en los bolsillos de su chaquetón azul, inmóvil, atontado.
De repente corrió afuera, trajo un vaso de agua y le roció la cara al azar. Ella abrió
los ojos, sus manos errantes palparon alrededor, le miró espantada y, dejándose caer
sobre el brazo del canapé, con el rostro escondido en las manos, rompió a llorar
histéricamente.
Se le cayó el sombrero. Sebastián lo recogió y, sacudiendo delicadamente las
flores, lo puso sobre la mesita cuidadosamente, y acercándose a ella en puntillas:
—¡Dígame! ¡Dígame! —murmuró.
Y sus manos, que rozaban levemente el brazo, temblaron como hojas. Quiso darle
agua para tranquilizarla. Ella la rechazó con la mano, e irguiéndose despacio en el
sofá se enjugó los ojos, sonándose con grandes sollozos:
—Perdone, Sebastián, perdone —le dijo.
Bebió entonces un sorbo de agua y permaneció abatida, con las manos en el
regazo; una tras otra, sus lágrimas silenciosas corrían sin cesar. Sebastián fue a cerrar
la puerta, viniendo junto a ella con mucha dulzura:
—Pero entonces, ¿qué ha sido?
Ella levantó hacia el amigo su cara llorosa, en la que los ojos brillaban
febrilmente; le miró un momento, y bajando la cabeza, toda humillada:
—¡Una desgracia, Sebastián, una vergüenza! —murmuró.
—¡No se aflija! ¡No se aflija!
Sentóse al lado de ella, y bajo, con solemnidad:
—¡Para todo lo que yo pueda, para todo lo que sea necesario, aquí me tiene!
—¡Oh Sebastián!… —exclamó en un impulso de gratitud, humilde, y añadió—:
¡Créame, bien castigada he sido! ¡Lo que llevo sufrido, Sebastián!
Permaneció un momento con los ojos clavados en el suelo, y agarrándole el brazo
de repente, con fuerza, las palabras brotaron abundantes y precipitadas, como los
borbotones de un agua comprimida que revienta.
—¡Me cogió la carta, no sé cómo, por un descuido mío! Al principio me pidió dos
mil duros. Después empezó a martirizarme… ¡Tuve que darle vestidos, ropa blanca,
todo! Se cambió de cuarto, usaba mis mejores sábanas. Era la dueña de la casa. ¡Soy
yo quien hace el trabajo!… Me amenaza todos los días, es un monstruo. Todo ha sido
inútil, las buenas palabras, los buenos modos… ¿Y de dónde saco yo ese dinero? ¿No
es cierto? Ella bien lo sabe… ¡Lo que llevo sufrido! Dicen que estoy más delgada,
hasta usted lo ha notado. Mi vida es un infierno. ¡Si Jorge lo supiese!… ¡Esa infame
quería hoy decírselo todo!… Trabajo como una negra. Por la mañana temprano tengo

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que limpiar y que barrer. A veces he de lavar también las tazas del desayuno. ¡Tenga
compasión de mí, Sebastián, por ser usted quien es! ¡Pobre de mí, no tengo a nadie
más en este mundo!
Y lloraba con las manos sobre la cara. Sebastián, callado, se mordía el labio; dos
lágrimas rodaban también por su cara, sobre la barba. Y levantándose, despacio:
—Pero ¡por el santo nombre de Dios, señora! ¿Por qué no me lo dijo antes?
—¡Oh Sebastián, no podía hacerlo! Una vez estuve a punto de decírselo… Pero
¡no pude, no pude!
—Hizo mal…
—Esta mañana Jorge quiso despedirla. La odia, nota los descuidos. Pero ¡no
sospecha nada, Sebastián!… —y apartó los ojos, muy encarnada—. A veces me
censuraba por parecer yo tan entusiasmada con ella… Pero esta mañana se enfadó y
la echó de casa. Apenas salió él, vino a mí como una fiera y me insultó.
—¡Santo Dios! —murmuró Sebastián asombrado, con la mano en la cabeza.
—¡Tal vez no lo crea usted, Sebastián, pero soy yo la que tiro las aguas sucias y la
basura!…
—Pero ¡esa infame merece la muerte! —exclamó él, golpeando con el pie en el
suelo.
Dio algunos pasos lentos por la sala, con las manos en los bolsillos y sus anchos
hombros, inclinados. Volvió a sentarse junto a ella, y tocándole tímidamente en el
brazo, muy bajo:
—Es necesario sacarle las cartas…
—Pero ¿cómo?
Sebastián se rascó la barbilla y la cabeza.
—Ya se arreglará eso —dijo, por último.
Ella le cogió la mano:
—¡Oh, Sebastián, si hiciera usted eso!
—Ya se arreglará.
Estuvo un momento calculando, y con su tono grave:
—Voy a entenderme con ella… Es necesario que esté sola en casa… Podían
ustedes ir al teatro esta noche.
Se levantó lentamente y fue a buscar el Diario del Comercio sobre la mesa y miró
los anuncios:
Podían ir a la ópera, al San Carlos, que acaba más tarde… Dan el Fausto…
Podían verlo…
—Podríamos ir a ver el Fausto… —repitió Luisa, suspirando.
Y entonces, muy juntos, al borde del sofá, Sebastián le fue indicando un plan, en
voz baja, con palabras que ella devoraba, ansiosa.
Debía escribir a doña Felicidad para que la acompañase al teatro… Enviar un

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recado a Jorge, avisándole que irían a buscarle al hotel Gibraltar… ¿Y Juana? Juana
se había marchado de la casa. Bien. A las nueve, entonces, Juliana estaría sola.
—¿Ve cómo todo se arregla? —dijo él, sonriendo.
Era verdad… Pero ¿daría aquella mujer las cartas? Sebastián volvió a rascarse la
barbilla, la cabeza:
—Las tiene que dar —dijo.
Luisa le miró casi con ternura. Parecíale ver en su honrado rostro una alta belleza
moral. Y en pie ante él, con un tono de melancolía en la voz:
—Y va usted a hacer esto por mí, Sebastián; por mí, que he sido tan mala mujer…
Sebastián se sonrojó y respondió, encogiéndose de hombros:
—¡No hay malas mujeres, mi querida amiga; lo que hay son malos hombres!
Y añadió después:
—Voy a buscar el palco. Una buena localidad, junto al escenario, ¿eh?
Sonreía para tranquilizarla. Ella se puso el sombrero y se bajó el velo con leves
sollozos tristes, que se repetían a ratos.
En el corredor encontraron a la tía Juana con los brazos abiertos. Besó mucho a
Luisa. ¡Aquella visita era un milagro! ¡Y qué bonita estaba! ¡Era la flor del barrio!
—Ya está bien, tía Juana, ya está bien —dijo Sebastián, apartándola suavemente.
—¡Vaya con el entremetido! ¡Él ya la había tenido más de media hora; ahora le
tocaba a ella un poquito! ¡Así debía él tener una mujer! ¡Una muchacha de bien! ¡Una
azucena!
Luisa se sonrojaba, azorada.
—¿Y don Jorge? ¿Qué había sido de él? Nadie le veía. ¿Y doña Felicidad?
—Está bien; basta ya, tía Juana —dijo Sebastián, impaciente.
—¡Mire qué impaciencia!… ¡Nadie le come la niña!… ¡Pues vaya!…
Luisa sonrió; acordóse entonces de repente de que no tenía con quién mandar las
localidades a doña Felicidad y a Jorge al hotel.
Sebastián la hizo entrar abajo, en el despacho; que escribiese allí y él las
mandaría. Le escogió el papel, mojóle la pluma, más solícito, más abnegado desde
que la sabía desgraciada. Luisa puso unas líneas a Jorge. Y como, a pesar de sus
penas, se acordó con terror de cierto vestido verde, escotado, de dona Felicidad,
añadió como posdata en la carta a ella: «Lo mejor es que vengas de negro y no te
arregles mucho. Nada de escotes ni de colores claros».

* * *

Cuando entró en su casa, vio un mozo que salía con el pequeño lío de Juana. Y en
seguida oyó en el corredor la fuerte voz de la joven, que decía desde la escalera de la
cocina, dirigiéndose arriba, amenazadoramente:

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—¡Si vuelvo a cogerla, no saldrá viva de mis manos, so liosa!
—¡Bufa, bufa! —gritó desde encima Juliana—. ¡Pero vete marchando a la calle!
Luisa escuchaba, mordiéndose el labio. ¡En lo que se había convertido su casa!
¡En una plazuela! ¡En una taberna!
—¡Si te cojo! —murmuraba Juana, bajando.
—¡Hala! ¡Hala! ¡So puerca! —gruñía Juliana.
Luisa llamó entonces a la joven:
—Juana, no busque casa; venga por aquí pasado mañana —le dijo en voz baja.
Juliana cantaba arriba la Carta adorada con un júbilo estridente.
Al poco rato bajó para decirle muy secamente «que la comida estaba en la mesa».
Luisa no contestó. Esperó a que ella subiese a la cocina, corrió al comedor, trajo
pan, un plato de mermelada, un cuchillo y fue a encerrarse en el cuarto, y comió allí,
sobre un lado de la mesita.
A las seis paró un coche en la puerta. ¡Debía de ser Sebastián! Fue ella misma a
abrir, de puntillas. Era él, animado, de buen color, con el sombrero en la mano; le
traía la llave del palco número dieciocho…
—Y esto…
Era un ramo de camelias rojas, rodeadas de violetas dobles.
—¡Oh, Sebastián! —murmuró ella, con una gratitud conmovida.
—¿Tiene usted coche?
—No.
—Yo se lo mandaré. A las ocho, ¿eh? Y bajó muy feliz en servirla. Ella le siguió
con una mirada que se humedecía. Fue al balcón del cuarto para verle salir. «¡Qué
hombre!», pensó. Y olía las violetas, daba vueltas al ramo en la mano, sintiendo
también un dulce placer en la protección de él y en sus cuidados.
Unos dedos tocaron en la puerta del cuarto:
—¿Entonces la señora no quiere comer? —dijo la voz impaciente de Juliana,
desde afuera.
—No.
—¡Pues ahí se queda!

* * *

Doña Felicidad llegó un poco antes de las ocho. Luisa se tranquilizó al verla con un
vestido negro liso y su aderezo de esmeraldas.
—Pero ¿qué es esto? ¿Qué extravagancia es ésta, vamos a ver? —dijo en seguida,
muy alegre, la excelente señora.
—¡Un capricho! —Jorge había comido fuera ¡y ella se sintió tan sola!… Le
dieron ganas de ir al teatro. No lo pudo resistir… Tenían que ir a buscarlo al hotel

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Gibraltar.
—Pues yo acababa de comer cuando recibí tu carta. ¡Me quedé!… Y estuve por
no venir —dijo, sentándose, dando muy satisfecha unos toques a los pliegues de su
vestido—. ¡Encorsetarme después de comer! ¡Afortunadamente no había tomado casi
nada!
Quiso entonces saber lo que daban. ¿El Fausto? ¡Muy bien! ¿A qué lado estaba el
palco? ¿El dieciocho? No verían entonces a la familia real; ¡era una lástima!… ¡Lo
ajena que estaba ella a aquella noche de teatro!… Y levantándose, se paseaba por
delante del tocador, mirándose de reojo alisándose los bandos, agitando las pulseras,
ceñida en el corsé, con las pupilas brillantes. Un carruaje paró en la puerta.
—¡El coche! —dijo toda risueña.
Luisa, poniéndose los guantes, con la capa echada ya sobre los hombros, miraba
alrededor: le latía con fuerza el corazón, en sus ojos había una fiebre. ¿No le faltaba
nada? —preguntó doña Felicidad—. ¿La llave del palco? ¿El pañuelo?
—¡Ay! ¡Mi ramo! —exclamó Luisa.
Juliana se quedó espantada cuando la vio vestida de teatro. Fue a alumbrar en
silencio, y dando un portazo con un golpe insolente:
—¡No hay siquiera vergüenza en esa cara! —rezongó.
Rodaba ya el coche cuando doña Felicidad rompió a gritar, dando en los cristales:
—¡Espere, pare! ¡Qué lata, me olvidé el abanico! ¡No puedo ir sin abanico! ¡Pare,
cochero!
—Se hace tarde, hija, te daré el mío. ¡Toma! —dijo Luisa, impaciente.
Aquellas agitaciones trastornaban la comprimida digestión de doña Felicidad; por
fortuna suya, como ella decía, ¡eructaba!
Pero la bajada del Chiado la alegró mucho. Grupos oscuros, donde se gesticulaba,
resaltaban sobre los portales vivamente iluminados de la Casa Habanera; pasaban los
coches hacia el Paseo con un rápido rebrillar de faroles que iluminaban las fajas
blancas de los capotes de los lacayos. Doña Felicidad, con su rostro jubiloso en la
portezuela, gozaba de la claridad del gas en los escaparates, del aire invernal, y vio
encantada acercarse hasta la portezuela al conserje del Gibraltar con la gorra en la
mano. Preguntaron por Jorge.
Y, calladas, contemplaron la escalera de empaque decorativo, donde varios globos
esmerilados esparcían una luz suave. Doña Felicidad, muy curiosa por la «vida de
hotel», divisó a una planchadora, que entraba con un cesto de ropa; después, a una
señora que le pareció «extravagante» y que bajaba, vestida de soirée, enseñando el
pie calzado con un zapato de raso blanco; y sonreía viendo a los transeúntes pasar
rozando el coche y lanzar hacia adentro miradas codiciosas.
—Están desatinados por saber quiénes somos.
Luisa callaba, apretando en sus manos el ramo. Al fin, Jorge apareció en lo alto

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de la escalera, conversando atentamente con un individuo delgadísimo, de sombrero
ladeado, sepultadas las manos en los bolsillos de unos pantalones muy estrechos y
con un enorme puro, enristrado en la comisura de la boca. Se paraban, gesticulaban,
cuchicheaban. Por fin, el sujeto aquel estrechó la mano a Jorge, le habló al oído,
riendo quedamente, retorciéndose, dándole en el hombro y le obligó muy serio a
aceptar otro puro, y poniéndose el sombrero más ladeado aún, fue a hablar con el
conserje.
—Bueno ¿qué rareza es esta? ¡Teatro, coche!… ¡Yo pido el divorcio!
Parecía muy jovial. Lo único que sentía era no estar vestido… Se quedaría detrás,
en el palco. Y, para no arrugarlas, subió al pescante.

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Capítulo XIII
Pasaban de las ocho cuando el coche paró en el San Carlos. Un golfillo que tosía
mucho, con el chaquetón cerrado sobre el pecho con un alfiler, se precipitó a abrir la
portezuela, y doña Felicidad sonrió de contento, sintiendo la cola de su vestido de
seda arrastrarse sobre la alfombra deshilachada del pasillo de palcos.
Estaba ya levantado el telón. A la luz rebajada del escenario veíase la decoración
clásica de una celda de alquimista; envuelto en un hábito monástico, con una
abundancia hirsuta de barbas grises y temblores seniles, Fausto cantaba desilusionado
de las ciencias, posando sobre el corazón una mano en la que relucía un brillante. Un
vago olor a gas escapado flotaba sutilmente. Aquí y allá oíanse toses. Había aún poca
gente. Y seguían entrando.
En el palco, mientras se colocaban, doña Felicidad y Luisa cuchicheaban, con
gestecillos de negativa y miradas suplicantes:
—¡Vamos, Felicidad, por ser quien eres!
—Si estoy aquí muy bien…
Por fin, doña Felicidad se sentó en el sitio preferente, sacando el pecho. Luisa se
quedó detrás poniéndose los guantes, mientras, Jorge colocaba los abrigos, furioso
con el sombrero, que había ya rodado dos veces.
—¿Tiene usted banqueta para los pies, doña Felicidad?
—Gracias, aquí la encuentro —y movió los pies—. ¡Qué lástima no ver a la
familia real!
En los palcos del abono iban apareciendo los altos peinados, horribles,
amazacotados con los postizos; brillaban las pecheras. Entraban caballeros hacia las
butacas, despacio, con un aire cansado e íntimo, alisándose el pelo. Se conversaba en
voz baja. Al fondo del patio de butacas había un rumor importuno entre los
acomodadores de casaca, y a la entrada, bajo la marquesina, veíanse, con aparato
militar, correajes relucientes de guardias municipales y gorras tiesas de policías;
brillaban a la luz los puños de los sables.
Pero corrieron por la orquesta fuertes estremecimientos metálicos, produciendo
un pavor sobrenatural; Fausto temblaba como un árbol bajo el viento; un ruido de
hojas de lata, fuertemente golpeadas, estalló y Mefistófeles se levantó al fondo,
escarlata, estirando la pierna con aire jactancioso, alzadas las cejas, con una barbita
insolente, como un bel cavalier, y mientras su potente voz saludaba al doctor, las dos
plumas rojas de su gorro oscilaban sin cesar de un modo fanfarrón.
Luisa se acercó a la barandilla; al ruido de la silla se volvieron algunas cabezas en
el patio lánguidamente; pareció, sin duda, bonita, y la examinaron; ella, azorada, se
puso a mirar hacia el escenario, muy seria; detrás de unas gasas superpuestas, que se
alzaron en una fingida visión, apareció Margarita, hilando, toda vestida de blanco; la

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luz eléctrica la envolvía en un tono crudo, haciéndola parecer de yeso. ¡Y doña
Felicidad la encontró tan linda que la comparó cortina santa!
La visión desapareció en un trémolo de violines. Y después de un aria, Fausto,
que había permanecido inmóvil al fondo de la escena, se agitó un momento dentro de
la túnica y de las barbas y reapareció joven, gordito, vestido de color lila, cubierto de
polvos, arreglándose el rizado del pelo. Subieron las luces de la batería: resonó una
instrumentación alegre y expansiva; Mefistófeles, cogiéndole, le arrastró impaciente a
través de la decoración. Y el telón bajó rápidamente.
La gente se levantó con un fuerte y lento rumor. Doña Felicidad, un poco
sofocada, se abanicaba. Curiosearon entonces a las familias, algunas toilettes y,
sonriendo, estuvieron de acuerdo en que aquello estaba «de lo más fino».
En los palcos se conversaba sobriamente; a veces brillaba una joya o la luz ponía
tonos lustrosos de ala de cuervo en unos cabellos negros en los cuales blanqueaban
camelias o relucía el aro de metal de un peinecillo; los cristales redondos de los
gemelos se movían despacio, cubiertos de puntos luminosos.
En el patio de butacas, de filas semivacías, unos caballeros casi tumbados
cortejaban con languidez o en pie, taciturnos, se acariciaban los guantes; viejos
dilettanti, con pañuelo de seda, tomaban rapé, tarareaban; doña Felicidad se
interesaba por dos españolas de verde, que en el piso de arriba inmovilizaban, con
una casta afectación, sus cuerpos de lupanar.
Un compañero de Jorge, flacucho y elegante, entró entonces en el palco. Parecía
animado y preguntó en seguida si no sabían el gran escándalo… ¿No? Y el ingeniero,
con gestos vivos de sus manitas enfundadas en unos guantes verdes, ¡contó que la
mujer de Palma, el diputado, como recordaban, se había escapado!…
—¿Al extranjero?
—¡Quiá! —y la voz del ingeniero tuvo unos agudos triunfales—. Ahí estaba lo
mejor. ¡A casa de un español que vivía enfrente! ¡Por lo demás —y su voz se tornó
grave— estaba entusiasmado con el bajo!
Y después de haber sonreído y mirado con los gemelos se quedó callado, rendido
de lo que había dicho, golpeando apenas de cuando en cuando la rodilla de Jorge, con
un ¡Sí, señor! familiar o un ¿Qué te haces? amistoso.
Pero sonaron los timbres discretamente. El ingeniero salió de puntillas. Y el telón
se levantó despacio sobre la alegría de la fiesta aldeana, llena de una luz blanca y
dura. Casas acastilladas blanqueaban en la decoración del fondo en alguna colina del
Rhin, amiga de los viñedos. Sentado a horcajadas sobre un barril, el barrigudo y
holgazán rey Gambrinus lanzaba risotadas, alzando, en su actitud de grabado gótico,
la gran copa emblemática de la cerveza germana. Y estudiantes judíos, reitres y
doncellas, con sus vivos colores de muñecos, se movían de un modo automático y
sonámbulo a los largos compases de la festiva instrumentación.

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El vals entonces se desenvolvió lánguidamente, como un hilo de melodía, en
suaves espirales que ondulaban y huían. Luisa seguía los piececitos de las bailarinas,
sus piernas musculosas girando en el tablado y las faldas ahuecadas y cortas que
parecían el girar multiplicado y reproducido de vagos discos de cambray.
—¡Qué bonito! —murmuró con el rostro iluminado de felicidad.
—¡De primera! —afirmó doña Felicidad, poniendo los ojos en blanco.
Ciertos agudos delicados de los flautines enternecían a Luisa, y su casa, Juliana,
sus miserias, todo parecíale haber retrocedido, estar al fondo de una noche olvidada.
Pero el diablo jovial se adelantaba entre los grupos, y después, con gestos torvos
y rapaces, cantó el dios del oro. Su voz potente afirmaba, en un tono brutal, el poder
del dinero; pasaban por las masas de instrumentación sonoridades claras y
tintineantes, en un ávido remover de tesoros. ¡Y las notas altas finales caían, de un
modo corto y seco, como martillazos triunfales acuñando el oro divino!
Luisa vio entonces a doña Felicidad azorarse, y siguiendo su negra mirada,
súbitamente encendida, descubrió en butacas la calva reluciente del consejero Acacio,
que las saludaba, prometiendo generosamente, con la mano abierta, su próxima visita.
Vino apenas bajó el telón y las felicitó inmediatamente por haber escogido
aquella noche: la ópera era de las mejores y había un público muy fino. Sentía
haberse perdido el acto primero; aunque no le gustase extraordinariamente su música,
lo apreciaba, por ser muy filosófico. Y, cogiendo de manos de Luisa los gemelos,
explicó los palcos, dijo los títulos, citó las ricas herederas, nombró a los diputados,
señaló a los literatos. ¡Ah, conocía bien el San Carlos! ¡Lo frecuentaba hacía
dieciocho años!
Doña Felicidad, arrebolada, le admiraba. El consejero sentía que no pudieran ver
el palco regio; la reina, como siempre, estaba adorable.
¿Sí? ¿Cómo iba? De terciopelo. No sabía si rojo o si azul oscuro. Saldría a
comprobarlo y vendría a decírselo… Pero cuando se alzó el telón permaneció sentado
detrás de Luisa y empezó a explicar que aquella Siebel cogiendo flores en el jardín de
Margarita, una segunda dama, ganaba mil duros al mes…
—Pero, a pesar de estos sueldos, mueren casi siempre en la miseria —dijó, en
tono de censura—. Vicios, cenas, orgías, cabalgatas…
Se abrió la puertecita del jardín y Margarita entró despacio, deshojando la
legendaria flor de su nombre, vestida de virgen, con dos largas trenzas rubias.
Meditaba, hablaba sola, amaba. ¡La dulce criatura siente en torno suyo el aire pesado
y desea con ansia que vuelva su madre!
Los ojos de Luisa se hincharon entonces de melancolía con la nostálgica balada
del rey de Tule; aquella melodía le daba la vaga sensación de un pálido país de
amores espirituales, bañado en fríos claros de luna, lejano, al Norte, junto a un mar
gimiente, o de unas tristezas aristocráticas, sentidas en una terraza, a la sombra de un

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parque… Pero el consejero le indicó, enterado:
—¡Ahora viene lo bueno! Fíjense. Ahora llega el momento capital.
De rodillas ante el cofre de las joyas, la dama gesteaba amorosamente, lanzando
trinos; apretaba en sus manos el collar, extasiada; se ponía los pendientes con
melindres delirantes, y de su boca, muy abierta, salía un canto filado, de una
cristalinidad aguda, entre el vago susurro de la admiración burguesa.
El consejero dijo, discretamente:
—¡Bravo! ¡Bravo!
Y, excitado, empezó a disertar. ¡Aquello era lo mejor de la ópera! Allí era donde
se probaba a las cantantes…
Doña Felicidad sentía casi miedo de que le estallase algo en la garganta. La
preocupaban también las joyas ¿Serían falsas? ¿Serían de ella?
—Es para tentarla, ¿verdad?
—Es un drama alemán —le dijo, bajo, el consejero.
Pero Mefistófeles se iba arrastrando a la buena Marta; Fausto y Margarita
perdíanse en las sombras cómplices del jardín afrodisíaco, y el consejero observó que
todo aquel acto era un poco atrevido. Doña Felicidad le murmuró, entre reprobatoria
y arrobada:
—¡Cuántas escenas habrá usted tenido así, mujeriego!
El consejero la miró, indignado:
—¿Cómo, señora? ¡Llevar la deshonra al seno de una familia!
Luisa le hizo callar, sonriendo. Le interesaba ahora la obra. Había oscurecido; una
faja de luz eléctrica llenaba el jardín de un vago claro de luna azulado, en el que los
macizos, redondeados, se recortaban en oscuras masas, y Fausto y Margarita,
enlazados, casi desfallecientes, entonaban de un modo expirante su duetto; una
sensualidad, moderna y delicada, con ímpetus de fervor exagerado, se arrastraba por
la orquesta, gimiente; el tenor se esforzaba, cogiéndose el pecho, con un giro mórbido
de caderas, velada la mirada. Y, desprendiéndose del lánguido arco de los
violonchelos, el canto ascendía hacia las estrellas…

Al pálido claror
del astro de oro…

Pero el corazón de Luisa latió precipitadamente. Se vio de repente sentada en el


diván, en su sala, estremecida aún por los sollozos del adulterio, y Basilio con el puro
en una esquina de la boca, tocaba, distraído, al piano, aquel aria, Al pálido claror del
astro de oro. ¡De aquella noche arrancaba toda su infelicidad! Y de pronto, como
largos velos fúnebres, que caen y ahogan, el recuerdo de Juliana, de su casa, de
Sebastián, vinieron a oscurecerle el alma.
Miró el reloj. Eran las diez. ¿Qué sucedería?

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—¿Estás mala?
—Un poco.
Margarita se apoyaba, expirante de voluptuosidad, al borde de su ventanita.
Fausto corre. Se abrazan. Y, entre las carcajadas del diablo y el bronco sonar de los
violonchelos, bajó el telón, poniendo una reticencia púdica…
Doña Felicidad, sofocada, quiso agua. Jorge se apresuró, solícito. ¿Quería
pasteles? ¿Un sorbete? La excelente señora titubeó; el chic del sorbete la atraía, pero
le contuvo el miedo a un cólico. Fue a sentarse al fondo, junto a Luisa, y se quedó
mirándola vagamente cansada; había un lento susurro; se bostezaba discretamente, y
el humo de los cigarros, que entraba de afuera, formaba una neblina, apenas
perceptible, que llenaba la sala e iba a enroscarse en la lámpara, empañando
ligeramente las luces. Cuando Jorge salió, el consejero le acompañó; iba al ambigú, a
tomar su taza de gelatina…
—Es mi cena las noches del San Carlos —dijo.
Volvió al poco rato, limpiándose los labios en el pañuelo de seda, a estarse con
Jorge, que fumaba en el cuartito de la entrada de butacas:
—¡Mire usted esto, consejero! —dijo en seguida Jorge, indignado, mostrando la
pared—. ¡Qué escándalo!
Habían dibujado, con el puro apagado, sobre la pared encalada, enormes figuras
obscenas, y alguien, prudente y amigo de la claridad, unió por debajo los apuntes
sexuales con una buena letra cursiva.
Y Jorge, sublevado:
—¡Y por aquí pasan señoras! ¡Ven, leen! ¡Esto ocurre sólo en Portugal!…
El consejero dijo:
—La autoridad debía intervenir, ciertamente… —y añadió, campechano—: son
muchachitos, que lo hacen con el puro. Les gusta mucho esta distracción… —y,
sonriendo, recordando—: Una vez, incluso, el conde de Villa Rica, que tiene gracia,
mucha gracia, insistió conmigo, dándome el puro para que hiciera yo un dibujo… —y
agregó, en voz más baja—: Y le di una severa lección. Cogí el veguero…
—¿Y se lo fumó?
—Escribí.
—¿Una obscenidad?
El consejero, retrocediendo, exclamó, con severidad:
—¡Ya me conoce usted, Jorge! ¿Cómo puede usted suponer…? —y calmándose
—: ¡No; cogí el puro y escribí, con pulso fírme: ¡Honor al mérito!
Pero sonaron los timbres y volvieron al palco. Luisa, indispuesta, no quiso
sentarse en primer término. Y el consejero, solemne, ocupó su sitio, frente a doña
Felicidad. Fue para la opulenta señora un momento feliz, de un gozo exquisito.
¡Estaban ambos allí, como unos novios! Su abundante pecho jadeaba, veíase saliendo

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los dos del brazo; más tarde, entrando en un estrecho cupé, parando a la puerta de la
casa conyugal, pisando la alfombra de la alcoba… Sentía un sudor en la raíz de los
cabellos, y viendo al consejero sonreírle amable, con su calva muy brillante, bajo el
gas, ¡sentía una gratitud apasionada hacia la mujer embrujadora, que a aquella hora,
en el fondo de Galicia, estaba clavando agujas en su corazón de cera!…
Pero de repente el consejero alzó la cabeza, se precipitó sobre su sombrero. Y
salió impetuosamente. Se miraron, inquietos. Doña Felicidad palideció. ¿Le habría
dado algún dolor? ¡Santo Dios! Y murmuró ya, bajo, una oración.
Pero lo vieron entrar en seguida y decir con voz triunfal:
—¡De azul oscuro!
Abrieron mucho los ojos, sin comprender.
¡Su majestad la reina! Había prometido comprobarlo, y lo cumplía.
Y se sentó con solemnidad, diciendo a Luisa:
—¡Lamento que se esconda usted en ese rincón, señora! ¡A su edad! ¡En la flor de
los años! ¡Cuando todo es color de rosa en la vida!
Ella sonrió. Estaba ahora muy sobresaltada. A cada momento miraba el reloj.
Sentíase mal; los pies se le enfriaban; una vaga fiebre le producía pesadez de cabeza.
Su pensamiento estaba en casa, en Juliana, en Sebastián, agitado de palpitaciones, de
esperanzas, de terrores… Y veía, sin comprender, la multitud de soldados, vestidos de
colores mezclados, con armas antiguas, que marchaban y se paraban con una
cadencia afectada, levantando una fina polvareda en el escenario, mal regado.
Cantaba un potente coro, era la marcha, arrogante y festiva, de los reitres alemanes,
¡celebrando la alegría de las incursiones victoriosas por las tierras del vino y la
posesión de las bolsas mercenarias, llenas de sonoras monedas! Y sus ojos seguían a
un corpulento barbudo que, por encima de los gorros cuadrados de los ballesteros,
balanceaba monótonamente un ancho recuadro de tela, ¡la bandera del Santo Imperio,
negra, roja y oro!
Pero entonces se alzó un rumor en el fondo del patio de butacas. Disputaban unas
voces fuertes.
—¡Orden! ¡Orden! —decía la gente.
El público de las localidades altas se puso rápidamente dé puntillas en el asiento.
Tres parejas de guardias aparecieron en la puerta del fondo, y después de un jaleo,
entre risotadas, se llevaron a un joven, lívido, que se tambaleaba, ¡y el lado izquierdo
de su chaquetón estaba todo vomitado!
Se hizo luego el silencio; el telón de fondo oscilaba, un poco removido por la
salida festiva de los reitres y del pueblo; y en la escena desierta, teniendo a la derecha
el pórtico oscilante de una catedral, y a la izquierda, la triste puerta de una casa
burguesa, Valentín, con una larga perilla, al borde del escenario, besaba ansiosamente
una medalla, pero Luisa no le escuchaba. Pensaba con el corazón angustiado: «¿Qué

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hará en este momento Sebastián?».

* * *

Sebastián, a las nueve, con un nordeste agudo que retorcía las luces del gas dentro de
los faroles, se dirigió, despacio, a casa de un comisario de Policía, primo lejano suyo,
Vicente Azurara. Una vieja sirvienta, arrugada como una manzana, le condujo al
cuarto estudiantil, «donde el señor comisario estaba sudando un gran constipado»; le
encontró con un gabán sobre los hombros, envueltas las piernas en una manta,
tomando grogs calientes y leyendo El hombre de los tres pantalones. Apenas entró
Sebastián, se quitó de las narices aguileñas las grandes gafas y, alzando hacia él sus
ojillos, llorosos de fluxión, exclamó:
—Estoy con un constipado del diablo hace tres días, y no se quiere marchar… —
y murmuró algunas imprecaciones, pasando su mano, flaca y nudosa, sobre la cara
morena, de líneas duras, a la que un espeso bigote daba ferocidad.
Sebastián lo lamentó mucho. ¡No le extrañaba, dado el tiempo que hacía!… Le
aconsejó agua sulfurosa con leche hervida.
—Si esto no se marcha —dijo el comisario rencorosamente— lo meto mañana
hacia dentro con media botella de ginebra; si no es por las buenas, será a la fuerza…
¿Qué hay de nuevo?
Sebastián tosió; se quejó también de andar malucho y, acercando la silla a la del
primo Vicente y poniéndole una mano sobre la rodilla:
—Vicente: si yo te pidiese un guardia para que me acompañase a hacer una cosa,
sólo para meter miedo, sólo para hacer que una persona devuelva lo que robó, ¿darías
tú la orden?
—Orden ¿de qué? —preguntó, lentamente, el primo, con la cabeza baja y los
ojillos, congestionados, fijos en Sebastián.
—Orden de acompañarme, para que le viesen, solamente para que le viesen. Es
un caso singular… Para meter miedo… Ya sabes que yo no soy capaz… Es para que
una persona devuelva lo que robó. Sin armar escándalo…
—¿Ropas? ¿Dinero?
Y el comisario se atusaba, reflexionando, el bigote con sus largos y flacos dedos,
muy quemados por el cigarro. Sebastián titubeó:
—Sí; ropas, cosas… Es para que no haya escándalo… ¿Comprendes?…
Vicente murmuró, con un aire solemne, mirándole:
—Un guardia para que le vean…
Escupió ruidosamente. Y moviendo la cabeza:
—¿No es cosa de política?
—¡No! —dijo Sebastián.

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El comisario se envolvió más las piernas en la manta y miró ferozmente a su
alrededor.
—¿No se relaciona con gente gorda?
—¡Quiá!
—Un guardia para que le vean… —rumiaba Vicente—. Tú eres un hombre de
bien… Trae acá esa cartera de encima de la cómoda. —Sacó un papel rayado, lo
examinó, sosteniendo las gafas sobre la nariz y meditó, agarrándose la cabeza con la
mano.
—Méndez… ¿Te sirve Méndez?
Sebastián, que no conocía a Méndez, replicó en seguida:
—Sí; el que quieras. Es sólo para que le vean…
—Méndez entonces. Es un hombretón. Y, además, serio. Fue de la Escolta.
Le hizo acercar el tintero, escribió despacio la orden; la releyó dos veces; corrigió
las tes; la secó al calor de la lámpara y, doblándola con solemnidad:
—¡En la segunda división!
—Muy agradecido, Vicente. Es un gran favor… Muy agradecido ¡Y abrígate,
hombre! No te olvides: agua sulfurosa, de la farmacia de Acevedo, en la calle de San
Roque; media taza de leche hervida… Te repito las gracias. ¿No quieres nada?
—No. Dale una propina a Méndez. ¡Es serio; estuvo en la Escolta!
Y colocándose de nuevo las gafas, volvió a consagrarse a El hombre de los tres
pantalones.
Media hora después, Sebastián, seguido por el fornido Méndez, que andaba
militarmente, con los brazos un poco doblados, se encaminó hacia casa de Jorge. No
tenía un plan definido. Calculaba, naturalmente, que Juliana, viendo a aquella hora de
la noche al guardia con su teresiana, se aterraría, imaginándose ya en cualquier cárcel
o en un presidio de la costa de Africa, ¡y entregaría las cartas pidiendo misericordia!
¿Y después? Pensaba vagamente en pagarle el pasaje para el Brasil o en darle mil
duros, para que se estableciese, lejos, en una provincia… Ya vería. ¡Lo esencial era
asustarla!

* * *

Juliana, en efecto, después de abrir la puerta, apenas vio subir, detrás de Sebastián, al
guardia, se puso lívida y exclamó:
¡Vaya! ¿Qué será?
Estaba arrebujada en una toquilla negra, y el quinqué, que levantaba, extendía
sobre la pared la sombra deforme del moño.
—Juliana, haga el favor de encender luz en la sala —dijo Sebastián,
tranquilamente.

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Ella clavaba en el guardia una mirada brillante e inquieta.
—¿Qué ha pasado, señor? ¡Vaya! Los señores no están en casa. Si lo llego a
saber, no abro. ¿Hay alguna novedad? ¡Dígame!
—No es nada… —dijo Sebastián, abriendo la puerta de la sala—. ¡Todo está
tranquilo!
Él mismo encendió con un fósforo una vela del candelabro, que hizo surgir
confusamente de la sombra los dorados de los marcos, el pálido rostro del retrato de
la madre de Jorge y un reflejo del espejo.
—¡Siéntese, señor Méndez; siéntese!
Méndez se colocó al borde de la silla, con la mano en la cintura, la teresiana entre
las rodillas, muy callado.
—Ésta es la persona… —dijo Sebastián, señalando a Juliana, que permanecía en
la puerta de la sala, atónita.
La mujer retrocedió, lívida:
—Don Sebastián, ¿qué broma es ésta?
—No es nada, no es nada…
Le cogió el quinqué de la mano yodándole en el brazo:
—Vamos allá adentro, al comedor.
—Pero ¿qué es? ¿Es algo conmigo? ¡Vaya un despropósito!
Sebastián cerró la puerta del comedor, colocó el quinqué sobre la mesa donde
había un plato con cortezas de queso y un dedo de vino en un vaso; dio algunos
pasos, haciendo crujir nerviosamente sus dedos y, parándose bruscamente ante
Juliana:
—Déme unas cartas que robó a la señora…
Juliana tuvo un movimiento, como para correr al balcón y gritar. Sebastián la
agarró del brazo y, haciéndola sentar con fuerza en una silla:
—Puede evitarse el ir a gritar al balcón, ya que la Policía está dentro de casa.
¡Déme las cartas o va usted a la cárcel!
Juliana entrevio, en un relámpago, un calabozo tenebroso en la prisión del
Limoeiro, el caldo del rancho, el jergón sobre las frías losas…
—Pero ¿qué he hecho yo? —balbuceó—. ¿Qué he hecho yo?
—Robar las cartas. Vengan acá, de prisa.
Juliana, sentada al borde de la silla, apretándose desesperadamente las manos,
rezongaba entre dientes:
—¡Sinvergüenza! ¡Sinvergüenza!
Sebastián, impaciente, puso la mano en el picaporte.
—¡Espere, demonio! —gritó ella, levantándose de un salto. Le miró
rencorosamente, desabrochó su corpiño, hundió la mano en el pecho y sacó una
carterita. Pero de repente, pateando, con frenesí:

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—¡No! ¡No! ¡No!
—¡Que me lleven los diablos, si no va usted a dormir en el calabozo! —
entreabrió la puerta—. ¡Señor Méndez!
—¡Ahí tiene! —gritó ella, tirándole la cartera. Y alzando los puños hacia él—:
¡Mal rayo te parta, malvado!
Sebastián cogió la cartera. Había dentro tres cartas; una, muy doblada, era de
Luisa; leyó la primera línea: «Mi adorado Basilio»; y, muy pálido, se guardó en
seguida todo en el bolsillo interior de la chaqueta. Abrió entonces la puerta; la recia
figura de Méndez estaba en la sombra.
—Ya está todo arreglado, señor Méndez —la voz temblaba un poco—; no quiero
quitarle más tiempo.
El hombre saludó militarmente, en silencio. Cuando Sebastián, en el rellano, le
deslizó en la mano un billete, Méndez se inclinó respetuosamente y dijo, con voz
untuosa:
—Ya sabe, para lo que desee, en el sesenta y cuatro, Méndez, el que fue de la
Escolta. No se moleste usted. A sus órdenes. Mi mujer y mis hijos se lo agradecen.
No se moleste ¡En el sesenta y cuatro, Méndez, el de la Escolta!
Sebastián cerró la puerta de la calle y volvió al comedor. Juliana seguía en la silla,
aniquilada; pero apenas le vio, levantándose furiosa:
—¡Esta tía fue a contárselo todo! ¡Fue usted quien armó la trampa! ¡Usted
también se acostó con ella!…
Sebastián, muy pálido, se contenía.
—Vaya por su sombrero, mujer. Don Jorge la despidió. Mande mañana a recoger
sus baúles…
—¡Pues el hombre lo ha de saber todo! —vociferó ella—. ¡Que me aplaste este
techo si no se lo suelto todo de pe a pa! ¡Todo! Las cartas que recibía, dónde iba a ver
al querido. Se acostaba con él en la sala; hasta los peinecillos se le caían en el barullo.
¡La propia cocinera les oía dar ayes!
—¡Cállese! —chilló Sebastián, dando un puñetazo en la mesa que hizo retemblar
toda la vajilla en el aparador y revolotear los canarios. Y con voz trémula y los labios
blancos—: ¡La Policía tiene su nombre, so ladrona! A la menor palabra que diga
saldrá para la cárcel e irá al banquillo. Usted no sólo robó las cartas; robó ropas,
camisas, sábanas, vestidos… —Juliana iba a hablar, a gritar—. Ya sé —prosiguió él
con violencia— que se lo dio ella a la fuerza, porque usted la amenazaba. Usted se lo
arrancó todo. Es un robo ¡Para ir a África! Y en cuanto a don Jorge, puede decírselo.
¡Ande! Verá si la cree. ¡Vaya! ¡Le darán una buena tunda en el lomo, so ladrona!
Ella rechinaba los dientes. ¡Estaba cogida! ¡Ellos lo tenían todo de su parte: la
Policía, el presidio, el grillete, África!… ¡Y ella, nada!
Todo su odio contra la mosquita muerta estalló. La llamó con los nombres más

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obscenos. Inventó infamias.
—¡Ni las del Barrio Alto! ¡Y yo —gritaba— soy una mujer de bien, ningún
hombre puede presumir de haber tocado este cuerpo! No ha habido ninguno que me
haya visto el color de la piel. ¡Y, en cambio, esa tía!… —había tirado la toquilla y se
subió ansiosamente el cuello del vestido—. ¡Era un escándalo aquella casa! ¡Y yo que
me paseé con esa bruja! ¡El pago que me da! ¡Que me lleve el diablo si no voy a los
periódicos! ¡La he visto abrazada al gomoso, como una cabra!
Sebastián escuchaba, a su pesar, con una curiosidad dolorosa por aquellos
pormenores; sentía deseos agudos de estrangularla y sus ojos devoraban aquellas
palabras. Cuando ella calló, jadeante:
—¡Hala, póngase el sombrero y a la calle!
¡Juliana, entonces, enloquecida de rabia, con los ojos desorbitados, fue hacia él y
le escupió en la cara!
Pero de repente se le abrió la boca desmesuradamente, se dobló hacia atrás,
llevándose con ansia las manos al corazón, y cayó de lado, con un ruido blando,
como un fardo de ropa. Sebastián se inclinó y la movió: estaba yerta, una espuma
rojiza asomaba por las comisura de su boca.
Cogió el sombrero, bajó la escalera, corrió hacia la Patriarcal. Pasaba un coche
vacío, se arrojó dentro, y le mandó ir a todo correr hacia casa de Julián; obligó a éste
a venir inmediatamente, hasta en zapatillas, sin cuello.
—Es un caso mortal, se trata de Juliana —balbuceó muy pálido.
Y por el camino, entre el ruido martilleante de las ruedas y el tintineo de los
cristales, contó confusamente que había entrado en casa de Luisa, que encontró a
Juliana muy despechada, por haber sido despedida, ¡y que al estar hablando,
gesticulando, se desplomó de pronto, hacia un lado!
—Habrá sido el corazón. Estaba para muy pocos días —dijo Julián, chupando la
colilla.
Paró el coche. ¡Pero Sebastián, desconcertado, al salir había cerrado la puerta! ¡Y
allí dentro, la muerta sola! El cochero ofreció su ganzúa, que sirvió.
—Entonces, ¿no van a darse un paseíto por Dafundo, señores? —dijo el
individuo, metiéndose la propina en el bolsillo. Pero al verles cerrar la puerta—:
¡Valiente gentecita! —murmuró con desprecio, arreando al tronco.
Entraron. En el patinillo el silencio de la casa pareció pavoroso a Sebastián.
Subió, aterrado, los escalones, que se le figuraron interminables. ¡Y con fuertes
latidos del corazón, esperó aún que ella estuviese apenas adormecida en un simple
desmayo o ya en pie, pálida y respirando!
No. Allí estaba como la dejó, tendida sobre la estera, con los brazos abiertos y los
dedos retorcidos como garras. La convulsión de las piernas habíale levantado las
faldas y se veían los delgados tobillos con unas medias de algodón listadas color rosa,

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y las zapatillas de moqueta; el quinqué que Sebastián dejó olvidado allí sobre una
silla, daba unos tonos lívidos a la cabeza y a las facciones rígidas; la boca torcida
trazaba una sombra, y los ojos, horriblemente abiertos, inmovilizados en la agonía
repentina, tenían un ligero empañado, como cubiertos por una telaraña diáfana.
Alrededor todo parecía más inmóvil, de una muerta rigidez. Vagos reflejos de plata
brillaban en el aparador y el tictac del cuco latía incesante.
Julián la palpó, levantóse sacudiendo las manos y dijo:
—Está muerta con todas las de la ley. Es necesario sacarla de aquí. ¿Dónde está
su cuarto?
Sebastián, pálido, hizo señas con el dedo de que estaba arriba.
—Bien. Cógela tú, que yo llevaré el quinqué —y como Sebastián no se movía—.
¿Tienes miedo? —preguntó riendo.
Se burló de él. ¡Qué diablo, era materia inerte, como quien cogía una muñeca!
Sebastián, con un sudor en la raíz de los cabellos, levantó el cadáver por debajo de
los brazos y empezó a arrastrarlo, despacio. Julián, delante, levantaba el quinqué, y
por fanfarronería cantó los primeros compases de la marcha del Fausto. Pero
Sebastián se escandalizó y, con una voz temblorosa:
—Lo dejo todo y me voy…
—¡Respetaré los nervios de la niña! —dijo Julián, inclinándose.
Permanecieron callados. Aquel cuerpo flaco pareció a Sebastián que pesaba como
plomo. Jadeaba. En la escalera, una de las zapatillas del cadáver se salió y rodó. Y
Sebastián sintió, aterrado algo que le golpeaba las rodillas: era el moño caído, que
colgaba como un atadijo.
La tendieron en la cama; Julián, diciendo que debían seguir la costumbre, le puso
los brazos en cruz y le cerró los ojos. Estuvo contemplándola un momento:
—¡Fea bestia! —murmuró, tapándole el rostro con una toalla sucia.
Al salir examinó, admirado, el cuarto:
—¡Estaba mejor alojada que yo, el estafermo!
Cerró la puerta y dio vuelta a la llave:
—Requiescat in pace —dijo.
Y bajaron, silenciosos. Al entrar en la sala, Sebastián, muy pálido, puso la mano
en el hombro de Julián:
—Entonces, ¿tú crees que fue el aneurisma?
—Sí. Se enfureció y reventó. Es muy conocido…
—¿Y si no se hubiese enfadado hoy…?
—Habría reventado mañana. Estaba en las últimas… Deja en paz a la criatura.
Está empezando ahora a pudrirse, no la trastornemos.
Declaró entonces, restregándose friolento las manos, que «comería alguna cosa».
Encontró en el aparador un trozo de ternera fría, media botella de vino de Collares. Se

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sentó y, con la boca llena, echándose vino desde lo alto:
—¿No sabes la noticia, Sebastián?
—No. —¡Nombraron a mi contrincante!
Sebastián murmuró:
—¡Qué mala suerte!
—Estaba previsto —dijo Julián con un gran gesto—. Iba yo a armar un escándalo,
pero —tuvo una risita— ¡me amansaron! ¡Diéronme un cargo en la Beneficencia!
¡Me han echado ese hueso!
—¿Sí? —dijo Sebastián—. Hombre, enhorabuena entonces. ¿Y ahora?
—Pues ahora lo estoy royendo.
Además, le habían prometido la primera vacante. El puesto no era malo… En
definitiva, su situación había mejorado…
—¡Pero es mezquina, mezquina! No me saca del atolladero…
Estaba harto de la Medicina, dijo después de un silencio. Era un callejón sin
salida. Debió haberse hecho abogado, político, intrigante, ¡había nacido para eso!
Se levantó y, dando grandes zancadas por la habitación, con el cigarro en la mano
y la voz cortante, expuso su plan ambicioso:
—¡El país está hecho para un intrigante con voluntad! ¡Esta gente está toda vieja,
llena de enfermedades, de catarros de vejiga, de antiguas sífilis! ¡Todo está podrido
por dentro y por fuera! ¡El viejo mundo constitucional va cayéndose a pedazos!… ¡Se
necesitan hombres!
Y colocándose frente a Sebastián:
—Este país, mi querido amigo, se ha gobernado hasta ahora con expedientes.
Cuando venga la revolución contra los expedientes el país buscará quien tenga
principios. Pero ¿quién tiene aquí principios? ¿Quién tiene aquí cuatro principios?
Nadie; tienen deudas, vicios secretos, dentaduras postizas; pero principios, ¡ni medio!
Por consiguiente, si hubiera tres osados que se tomasen el trabajo de establecer media
docena de principios serios, racionales, modernos, positivos, el país se pondría de
rodillas y les suplicaría: «¡Señores, hágannos el insigne honor de ponernos el freno en
los dientes!». Yo debería ser uno de ellos. ¡He nacido para eso! Y me irrita la idea de
que mientras otros idiotas, más astutos y más precavidos, están en lo alto del
gallinero pavoneándose al sol, al hermoso sol portugués, como dicen en las zarzuelas,
yo tengo que estar recetando cataplasmas a viejas beatas o taponándole la hernia a
algún magistrado caduco.
Sebastián, callado, pensaba en la otra, muerta allí arriba.
—¡Estúpido país, estúpida vida! —rezongó Julián.
Pero un carruaje entró en la calle y se detuvo en la puerta.
—¡Llegan los príncipes! —dijo Julián.
Bajaron en seguida.

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—¡Hubo aquí gran novedad!
—¿Fuego? —gritó Jorge, volviéndose aterrado.
—Se le reventó a Juliana el aneurisma —dijo la voz de Julián desde la sombra de
la puerta.
—¡Anda, diablos! —y Jorge, aturdido, buscaba de prisa en el bolsillo el cambio
para el cochero.
—¡Ay, yo no entro! —exclamó en seguida doña Felicidad, asomando a la
portezuela su ancho rostro envuelto en un chal blanco—. ¡Yo no entro!
—¡Ni yo! —dijo Luisa, toda trémula.
—Pero ¿adonde quieres que vayamos, hija? —exclamó Jorge.
Sebastián indicó que podían ir a su casa. Tenía el cuarto de su madre, bastaba con
poner sábanas en la cama.
—¡Vamos, sí! ¡Vamos allá, Jorge! ¡Es lo mejor! —suplicó Luisa.
Jorge vacilaba. La pareja que pasaba en lo alto de la calle, al ver aquel grupo
junto al farol del coche, se detuvo. Y Jorge, al fin, apremiado, accedió lleno de
contrariedad.
—¡Diablo de mujer, morirse a semejante hora! El coche puede llevar a doña
Felicidad…
—¡Y a mí, que estoy en zapatillas! —replicó Julián.
Doña Felicidad apuntó entonces, como cristiana, que se necesitaba alguien para
velar a la muerta…
—¡Vamos, por amor de Dios, doña Felicidad! —exclamó Julián, entrando
rápidamente en el carruaje y cerrando la portezuela.
Pero doña Felicidad insistió: ¡Era una falta de religión! ¡Ponerle al menos dos
velas, ir a buscar un sacerdote!…
—¡Arre, cochero! —gritó Julián, impaciente.
El carruaje dio la vuelta. Y doña Felicidad, en la portezuela, a pesar de que Julián
la tiraba del vestido:
—¡Es un pecado mortal! ¡Una irreverencia! ¡Dos velas por lo menos!
El coche partió al trote. Luisa sentía ahora escrúpulos: realmente, podían llamar a
alguien… Pero Jorge se enfureció. ¿Llamar a quién, a tales horas? ¡Qué beatería!
¡Estaba muerta, se acabó! Se la enterraría. ¡Velar al estafermo! Y ponerle tal vez
capilla ardiente también, ¿no? ¿Quería ella velarla?…
—¡Vamos, Jorge, vamos!… —murmuró Sebastián.
—¡No; es ya de más! ¡Son ganas de buscar dificultades, qué diablo!
Luisa bajó la cabeza y, mientras Jorge, protestando, se quedó atrás cerrando la
puerta de la casa, ella fue bajando hacia la calle del brazo de Sebastián.
—Estalló de rabia —le dijo él, bajito.
Jorge refunfuñó toda la calle. ¡Qué ocurrencia irse ahora a dormir fuera de casa!

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¡Realmente era llevar muy lejos los remilgos!…
Hasta que Luisa le dijo, casi llorando:
—¡Parece que quieres atormentarme más, hacer que me ponga peor, Jorge!
El enmudeció, mordiendo furioso el puro. Y Sebastián, para tranquilizarla,
propuso que fuese la tía Vicenta, la negra, a velar a Juliana.
—Sería quizá lo mejor —murmuró Luisa.
Llegaron al portal de Sebastián. El frufrú del vestido de seda de Luisa, a aquella
hora, en su casa, producía una conmoción a Sebastián: le temblaba la mano al
encender las velas de la sala. Fue a despertar a la tía Vicenta para que hiciera el té;
sacó él mismo las sábanas de los baúles, presuroso, feliz con aquella hospitalidad.
Cuando volvió a la sala, Luisa estaba sola, muy pálida al borde del sofá.
—¿Y Jorge? —preguntó él.
—Fue al despacho de usted, Sebastián, a escribir al párroco para el entierro… —y
con los ojos brillantes y una voz apagada y medrosa—: ¿Y qué?
Sebastián sacó de su bolsillo la carterita de Juliana. Ella la agarró ávidamente y,
con un movimiento brusco, le cogió la mano y se la besó. Pero Jorge entraba,
sonriente.
—Qué, ¿estás más tranquila, nena?
—Por completo —dijo ella con un suspiro de alivio.
Fueron a tomar el té. Sebastián contó a Jorge, sonrojándose un poco, que entró en
la casa y que Juliana le empezó a decir que la habían despedido, y hablando,
excitándose, de repente, ¡zas!, cayó hacia un lado, muerta…
Y añadió:
—¡Pobrecilla!
Luisa le veía mentir, mirándole con adoración.
—¿Y Juana? —preguntó Jorge de repente.
Luisa, sin alterarse, respondió:
—¡Ah, se me olvidó decírtelo!… Me pidió permiso para ir a ver a una tía suya
que está muy mala, por el lado de Bellas… Dijo que mañana volvería… Un poco más
de té, Sebastián.
Olvidaron después mandar allí a Vicenta y nadie veló a la muerta.

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Capítulo XIV
Luisa pasó la noche dando vueltas, con fiebre. Jorge, de madrugada, se quedó
asustado de la frecuencia del pulso de ella y del calor seco de la piel.
Tampoco él, muy nervioso, pudo dormir. El cuarto, donde nadie había encendido
luz hacia mucho tiempo, tenía una frialdad deshabitada; en la pared, junto al techo,
veíanse manchas de humedad; la cama, antigua, de columnas torneadas, sin cortinas,
y la vieja cornucopia, con su espejo empañado, daban, a la luz temblorosa de la
lamparilla una sensación triste de convivencias extintas. El verse allí con su mujer, en
una cama ajena, producíale, sin saber por qué, una vaga nostalgia: era como si diese a
su vida una brusca alteración y, semejante a un río que muda de lecho, su existencia
desde aquella noche fuera a empezar a correr entre aspectos diferentes. El noreste
hacía retemblar los cristales de la ventana y aullaba encajonado en la calle.
Por la mañana Luisa no se pudo levantar. Julián, llamado a toda prisa, los
tranquilizó.
—Es una calenturilla nerviosa. Requiere sosiego, no es nada. Ha sido el sustito de
anoche, ¿eh?
—He soñado toda la noche con ella —dijo Luisa—. Que había resucitado… ¡Qué
horror!
—¡Ah, puede usted estar tranquila!… ¿Y qué, han aviado ya a esa mujer?
—Sebastián está ocupándose de esa lata —dijo Jorge—. Y yo voy a echar un
vistazo.
En la calle se sabía ya la muerte de la Tripa Vieja.
La mujer que fue a amortajarla, una matrona muy picada de viruelas, con los ojos
inyectados por su afición al aguardiente, era conocida de la señora Elena. Estuvieron
un momento charlando al sol, en la puerta del estanco.
—¿Qué, hay mucho que hacer ahora, señora Margarita, eh?
—Bastante, bastante, señora Elena —dijo la amortajadora con voz un poco ronca
—. En invierno hay siempre más trabajo. Pero toda gente vieja, con los fríos. Ni un
cuerpecillo bonito que amortajar…
La señora Margarita tenía predilecciones artísticas. Le agradaba un lindo cuerpo
de dieciocho años, una muchachita lozana a la que lavar, rizar, adornar…
Empaquetaba con mala cara a la gente vieja. Pero con las jóvenes se esmeraba:
cuidaba los pliegues de la mortaja; calculaba el chic de una flor, de un lazo; trabajaba
con la elegante perfección de una modista del sepulcro.
La estanquera le contó muchos detalles acerca de Juliana, los favores de los amos,
las elegancias de ella, los lujos del cuarto alfombrado… La señora Margarita estaba
pasmada.
¿Y a quién iba a ir ahora a parar todo aquello?, se preguntaban. La Tripa Vieja no

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tenía parientes…
—¡Sería una riqueza para mi Antoñita! —dijo la amortajadora, subiéndose la
toquilla con tristeza.
—¿Y cómo anda la pequeña?…
—Aquello marcha mal, señora Elena. ¡Esa cabeza loca! —y exhalando su dolor
con locuacidad—: Dejar al brasileño, que la tenía en palmitas… ¿Y por quién? Por
ese desalmado que se lo come todo, que ya le hizo un hijo y que la muele a palos…
Pero ¡qué se le iba a hacer! Las jóvenes son así… Se van detrás de una cara…
¡Porque el mozo es guapo! ¡Pero un sinvergüenza!… ¡La infeliz!… Bueno; voy a
vestir a la muñeca, señora Elena.
Y entró, compungida, en la casa.
El cura había llegado también. Estaba en la sala con Sebastián, al que conocía de
Almada, y hablaba de cultivos, de injertos, de riegos, con voz gruesa, pasándose con
un gesto pausado de su mano velluda el pañuelo, enrollado, por debajo de la nariz.
Todos los balcones y ventanas de la casa estaban abiertos al sol, muy tibio. Los
canarios trinaban.
—¿Y llevaba mucho tiempo en la casa la difunta? —preguntó el cura a Jorge, que
paseaba por la habitación fumando.
—Hace casi un año.
El sacerdote desdobló lentamente el pañuelo y, sacudiéndolo antes de sonarse:
—Su señora lo sentirá mucho… Es el tributo universal…
Y se sonó con estruendo. Juana, entonces, de toquilla y pañuelo, apareció, de
puntillas. Estaba enterada por los vecinos de que Juliana había «reventado» y de que
los señores se encontraban en casa de don Sebastián. Venía de allí. Luisa le mandó
entrar en el cuarto. Al ver enferma a su querida señora, lloriqueó mucho. Luisa le dijo
«que ahora estaba todo como antes, que podía volver…».
—Y oiga, Juana, si el señor le preguntase…, diga que estuvo usted en Bellas, con
su tía…
La joven fue en seguida a buscar su paquete y vino a instalarse, un poco asustada
de la muerte, en la casa. Al poco rato, Pablo llamó discretamente en la puerta. Venía a
ofrecerse para lo que fuese necesario en aquel trance. Y quitándose y poniéndose
rápidamente la gorra, raspando el suelo con el pie, dijo con su voz catarrosa:
—¡Siento la desgracia, siento la desgracia! Todos somos mortales.
—Bien, bien, señor Pablo, no es necesario nada —dijo Jorge—. ¡Muchas gracias!
Y cerró bruscamente la puerta. Estaba impaciente por que acabase aquella
«matraca», e incluso, como le molestaban los martillazos espaciados de los hombres
clavando el ataúd encima, llamó a Juana:
—Diga a esa gente que se dé prisa. ¡No van a estar aquí toda la vida!
Y Juana fue a decir en seguida que el señor estaba frenético. Se había hecho ya

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íntima de la señora Margarita. La amortajadora fue incluso con ella a la cocina para
tomar algo «de sustancia». Como la lumbre estaba apagada, se contentó con unas
sopas de pan y vino.
—Sopitas de burro… —dijo, chasqueando la lengua.
Pero estaba enojada con la difunta. ¡Nunca había visto bicho más feo! ¡Un cuerpo
de sardina seca! Y con una mirada complacida hacia las hermosas formas de Juana:
—Usted, joven, no. Su aspecto es de tener muy buen cuerpo… —y parecía
calcular cómo cortaría la mortaja para aquellas líneas robustas.
Juana dijo, escandalizada:
—¡Vaya con el augurio!
La otra sonrió: le faltaban dos dientes, y aflautando la voz:
—¡Han pasado por mis manos muchas gentes finas, hija! ¿Una gotita más de
vino, hace el favor? ¿Es del de Cartacho, no? ¡Muy suave! ¡Ricas viñas!
Al fin, con gran satisfacción de Jorge, a las cuatro, los hombres bajaron la caja.
La vecindad estaba en las puertas. Pablo dijo incluso adiós, por fanfarronería, con dos
dedos, al féretro, murmurando:
—¡Buen viaje!
Jorge, al salir, preguntó a Juana:
—¿No le da a usted miedo quedarse aquí sola?
—A mí no, señor. ¡El que se va no vuelve!
Tenía miedo, en efecto; pero se preparaba a pasar la noche con Pedro. Le latía el
corazón de gozo, pues iban a «tener la casa por suya» hasta la mañana siguiente, y a
poder tumbarse amorosamente, como unos marqueses, sobre el diván de la sala.
Jorge volvió con Sebastián a casa de éste y, apenas entró en el cuarto donde Luisa
estaba acostada:
—Todo arreglado —dijo restregándose las manos—. Allá va hacia el Alto de San
Juan, debidamente acondicionada. Per omnia saecula saeculorum!
La tía Juana, que estaba a la cabecera de Luisa, intervino:
—¡Ay, lo que se fue, se fue… Pero buena no lo era esa mujer!
—Era una estantigua —dijo Jorge—. Esperemos que a estas horas esté ya
cociéndose en la caldera de Pedro Botero. ¿No es verdad, tía Juana?
—¡Jorge!… —dijo Luisa en tono de reproche. Y juzgó un deber rezar dos
padrenuestros por el alma de aquella mujer.
¡Fue todo lo que la tierra concedió en su muerte a la que iba rodando a aquella
hora, al trote de dos viejas yeguas, hacia la fosa común, a la que había sido en vida
Juliana Couceiro Tavira!

* * *

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Al día siguiente Luisa estaba mejor; hablaron, incluso, con gran desconsuelo de la tía
Juana, de volver a su casa. Sebastián no decía nada, pero deseaba casi, secretamente,
que una convalecencia la retuviese allí indefinidamente. ¡Parecía ella tan agradecida!
¡Tenía miradas tan reconocidas, que solo él comprendía! ¡Y era tan feliz teniéndola
allí con Jorge en su casa! Conferenciaba con la tía Vicenta sobre la comida; andaba
por los pasillos y por la sala con respeto, casi de puntillas, como si la presencia de
ella santificase la casa; llenaba los floreros de camelias y de violetas; sonreía
beatíficamente al ver a Jorge, en la sobremesa, saborear y elogiar su coñac añejo;
sentía algo bueno calentarle como una capa gruesa y blanda. ¡Y pensaba ya que,
cuando ella se marchase, todo le parecería más frío, con una tristeza de ruina!
Pero de allí a dos días regresaron a su casa.
Luisa quedó muy complacida con la nueva criada. Fue Sebastián quien se la
proporcionó. Era una muchachita limpia y blanca, con unos lindos ojazos asombrados
y un aire cariñoso; se llamaba Mariana, y fue en seguida corriendo a decir a Juana:
—¡Cómo me entusiasmó la señora! ¡Tiene una carita de ángel! ¡Qué bonita era!
Jorge mandó aquella mañana los dos baúles de Juliana a la tía Victoria.
Al salir él, anochecido, Luisa se encerró en el cuarto con la carterita de Juliana,
corrió los visillos por precaución, encendió una vela y quemó las cartas. Le
temblaban las manos. ¡Y vio, con los ojos arrasados de lágrimas, su vergüenza, su
esclavitud desaparecer, disiparse en un humo blanquecino! ¡Respiró a fondo! ¡Al fin!
¡Y había sido Sebastián, el muy querido Sebastián!
Fue entonces a la sala, a la cocina, a ver la casa; todo le pareció nuevo, su vida
llena de dulzura: abrió todos los balcones, probó el piano; rompió incluso en
pedacitos, por superstición, la música de Médje que le diera Basilio; habló mucho con
Mariana y, saboreando su caldo de gallina de convaleciente, con la cara iluminada de
felicidad:
—¡Qué bien lo voy a pasar ahora!… —musitó.
Cuando oyó en el corredor los pasos de Jorge, que entraba, corrió y, echándole los
brazos al cuello, con la cabeza en su hombro:
—¡Estoy tan contenta hoy! ¡Si tú supieras lo buena chica que es Mariana!
Pero aquella noche la fiebre volvió y Julián, por la mañana, la encontró peor.
—Accesos —dijo, descontento.
Estaba recetando cuando entró doña Felicidad muy excitada. Se quedó toda
sorprendida al ver enferma a Luisa. E inclinándose sobre ella, le dijo en seguida al
oído:
—¡Tengo que contarte!
Apenas Jorge y Julián salieron, se desahogó, sentada a los pies de la cama, con
una voz unas veces baja por la gravedad de la confidencia y otras aguda por el ímpetu
de la indignación.

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¡La habían robado! ¡Robado indignamente! Aquel hombre que mandó ella a Tuy,
el muy ladrón, había escrito a Gertrudis, la criada, que no estaba dispuesto a volver a
Lisboa; que la mujer embrujadora se había trasladado de pueblo; que él no quería
saber más de aquel asunto y que hasta lo encontraba extravagante; que ofrecía sus
servicios en Tuy; todo aquello con una buena letra de memorialista, en un portugués
horrible, ¡y del dinero ni palabra!
—¿Qué te parece este granuja? ¡Cincuenta duros! Si no fuese por la vergüenza
iba derechita a la Policía. ¡Ay, los gallegos han acabado para mí! ¡Por eso el
consejero no entraba por el buen camino! ¡Claro! ¡Esa mujer no le lanzó nunca el
embrujo!
Porque si ella no creía en la honradez de los gallegos no había perdido la fe en el
poder de las brujas.
¡No era por los cincuenta duros! ¡Era por su mala suerte! Y luego, ¡quién sabe
dónde estaría ahora la mujer! ¡Ay, era para enloquecer!…
—¿Qué te parece, eh?
Luisa se encogió de hombros; muy sofocada entre la ropa, con la cara arrebatada,
se le cerraban los ojos en un pesado sopor. Doña Felicidad le aconsejó vagamente un
«sudadero», suspirando, y como Luisa no podía darle consuelos, se dirigió hacia la
Encarnación a desahogarse con la de Silveira.
Aquella madrugada Luisa empeoró. La fiebre aumentó. Jorge, inquieto, se vistió
de prisa a las nueve de la mañana y fue en busca de Julián. Bajaba la escalera
rápidamente, abrochándose todavía el gabán, cuando el cartero subía, expectorando
su catarro.
—¿Cartas? —preguntó Jorge.
—Una para la señora —dijo el hombre—. Debe de ser para la señora…
Jorge miró el sobre: llevaba el nombre de Luisa, procedía de Francia.
«¿De quién diablos es esto?», pensó. La guardó en el bolsillo del gabán y salió.
A la media hora volvía con Julián en un coche. Luisa dormitaba, amodorrada.
—Hay que tener cuidado… Vamos a ver… —murmuró Julián, rascándose
despacio la cabeza, mientras Jorge, al otro lado de la cama, le miraba con ansiedad.
Hizo una receta y se quedó a desayunar con Jorge. Hacía un día frío y gris.
Mariana, arrebujada en un mantón, servía con los dedos enrojecidos, hinchados por
los sabañones. Y Jorge sentíase entristecido, como si la niebla toda del aire se le fuese
depositando y condensando lentamente en el alma.
—¿A qué se podía atribuir aquella fiebre? —dijo muy desconsolado. ¡Era tan
raro! Desde hacía seis días estaba unas veces mejor y otras peor…
—Estas fiebres aparecen por todo —replico Julián, partiendo tranquilamente una
tostada—. A veces por una corriente de aire, otras por un disgusto. Tengo yo, por
ejemplo, un caso curioso: un sujeto, un tal Alves, que estaba para declararse en

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quiebra y que vivió el pobre durante dos meses atormentado. Hace dos semanas, en
un golpe de fortuna (la muy bellaca tiene a veces esos caprichos), arregló todos sus
negocios y se vio libre. Pues, señor, desde entonces tiene una fiebre así tortuosa,
compleja, con síntomas disparatados. ¿Qué es ello? Pues que la excitación nerviosa le
abatió y la felicidad le ha producido un trastorno en la sangre. Es muy posible que se
las líe. Y entonces vendrá la quiebra general, la grande, aquélla en que el acreedor es
implacable, la ejecuta y… per omnia saecula!
Se levantó y, encendiendo el cigarro:
—En todo caso, debe guardar un reposo absoluto. Es necesario mantenerle el
espíritu entre algodón en rama. Nada de charla, nada de jaleo, y si tuviera sed,
limonada. ¡Hasta luego!
Y salió, poniéndose los guantes negros que usaba ahora, desde que pertenecía al
Cuerpo de la Beneficencia.
Jorge volvió a la alcoba. Luisa dormitaba. Mariana, sentada junto a ella en una
silla baja, con la carita muy triste, no apartaba de Luisa sus grandes ojos asustados.
—Ha estado muy inquieta —murmuró.
Jorge tocó la mano de Luisa, que ardía, y le subió la ropa. La besó despacio en la
cabeza y fue a cerrar las maderas del balcón, frente a la alcoba.
Y paseando por el despacho, volvieron a su mente las palabras de Julián: «¡Son
fiebres que aparecen por un disgusto!». Pensó en la historia del negociante,
recordando aquel estado de abatimiento y de debilidad de Luisa, que tanto le
preocupó últimamente, ¡tan inexplicable! ¡Vamos, tonterías! ¿Disgustos, de qué? ¡En
casa de Sebastián había estado tan animada! ¡Ni la muerte de la otra la emocionó!
¡Además, él no creía en las fiebres de disgustos! Julián tenía una medicina literaria.
Pensó incluso que sería más prudente llamar al viejo doctor Camiña…
Al meterse la mano en el bolsillo sus dedos encontraron una carta, era la que le
había dado el cartero, por la mañana, para Luisa. Volvió a examinarla con curiosidad;
el sobre era vulgar, como los que hay en los cafés o en los restaurantes, no conocía la
letra, era de hombre, venía de Francia… Sintió un deseo rápido de abrirla. Pero se
contuvo y la echó encima de la mesa, liando despacio un cigarrillo.
Volvió a la alcoba. Luisa seguía amodorrada; la manga de la chambra subida
descubría el brazo mimoso, con su vello rubio; la cara, muy roja, brillaba; las largas
pestañas caían pesadamente, en el adormecimiento de los finos párpados; un rizo le
caía sobre la cabeza, y le pareció a Jorge adorable y conmovedora con aquel color, la
expresión de la fiebre. Pensó, sin saber por qué, que otros debían encontrarla bonita,
desearla, decírselo si pudiesen… ¿Para qué le escribían desde Francia? ¿Quién sería?
Volvió al despacho, pero aquella carta sobre la mesa le irritaba. Quiso leer un
libro y lo tiró en seguida, impaciente; se puso a pasear, retorciendo muy nervioso el
forro de los bolsillos.

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Cogió entonces la carta; quiso ver, a través del papel delgado del sobre; sus
dedos, incluso, de un modo irresistible, empezaron a romper una esquina del sobre.
¡Ah, aquello no era delicado!… Pero la curiosidad que regía su cerebro le sugirió
toda clase de razones, con una tentación persuasiva: «Ella estaba enferma y podía ser
alguna cosa urgente; ¿y si era una herencia? ¡Además, ella no tenía secretos y mucho
menos en Francia! ¡Sus escrúpulos eran pueriles! Le diría que la había abierto por
equivocación. ¡Y si la carta contenía la clave de aquel disgusto, del disgusto de las
teorías de Julián!… ¡Debía abrirla entonces para curarla mejor!».
Sin querer, se encontró con la carta fuera del sobre y doblada en la mano. De un
vistazo ávido la devoró. Pero no comprendió bien; las letras se embarullaban; se
acercó al balcón y releyó despacio:

Mi queridísima Luisa:
Sería largo de explicarte cómo hasta anteayer solamente en Niza (de
donde llegué esta madrugada a París), recibí tu carta, que por los matasellos
veo que recorrió toda Europa detrás de mí. Como hace ya dos meses y medio
que la escribiste me figuro que te arreglaste con la mujer y que no necesitas el
dinero. Por otra parte, si acaso lo quisieras, mándame un telegrama y lo tienes
ahí en dos días. Veo por tu carta que no has creído nunca que mi marcha fuese
motivada por negocios. Eres muy injusta. Mi marcha no te debía haber
quitado, como dices, todas las ilusiones sobre el amor, porque fue realmente
al salir de Lisboa cuando me di cuenta de todo lo que te amaba, y no pasa día,
créeme, en que no me acuerde del Paraíso ¡Qué buenas mañanas! ¿Has vuelto
a pasar por allí alguna otra vez? ¿Te acuerdas de nuestro lunch? No tengo
tiempo para más. Tal vez en breve vuelva a Lisboa. Espero verte, porque sin ti
Lisboa es para mí un destierro.
Un largo beso de quien es tuyo de corazón.

Basilio.

Jorge dobló el papel, en dos, en cuatro dobleces, lo tiró encima de la mesa y dijo en
voz alta:
—¡Pues, señor, muy bonito!
Llenó su cachimba maquinalmente, con los ojos perdidos y los labios trémulos;
dio algunos pasos vacilantes por el despacho. De repente arrojó la pipa, que rompió
un cristal del balcón, agitó las manos con desvarío y, echándose de bruces sobre la
mesa, estalló en llanto, ¡zarandeando la cabeza entre los brazos, mordiendo las
mangas, pateando en el suelo, loco!
Se levantó súbitamente, cogió la carta y se dirigió con ella a la alcoba de Luisa.

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Pero el recuerdo de las palabras de Julián le inmovilizó; ¡que esté tranquila, nada
de charla, ninguna excitación! Guardó la carta en un cajón y se metió la llave en el
bolsillo. Y en pie, temblando, con los ojos inyectados de sangre, sintió ideas
insensatas brotar bruscamente en su cerebro, como relámpagos en una tormenta:
matarla, irse de casa, abandonarla, levantarse la tapa de los sesos…
Mariana dio ligeramente en la puerta y le dijo que la señora le llamaba. Una
oleada de sangre subió a su cabeza; se quedó mirando a Mariana estúpidamente,
parpadeando:
—Ya voy —dijo con voz ronca.
Al pasar por la sala ante el espejo le asombró ver su rostro contraído, envejecido.
Fue a pasarse una toalla mojada por la cara, se alisó el pelo y, al entrar en la alcoba, al
ver sus grandes ojos desorbitantes, en los que brillaba la fiebre, tuvo que agarrarse a
la barra de la cama, porque sintió a su alrededor oscilar las paredes como lonas al
viento. Pero la sonrió:
—¿Cómo estás?
—Mal —murmuró ella, débilmente.
Le llamó a su lado con un gesto muy cansado. Él se acercó y sentóse sin mirarla.
—¿Qué tienes? —dijo ella, alzando su rostro hacia él—. No te aflijas.
Y le cogió la mano, que él tenía colocada al borde del lecho.
Jorge, con un seco tirón, sacudió la mano de ella y se levantó bruscamente con los
dientes cerrados; sentía una cólera brutal; se iba ya, por miedo a sí mismo, a cometer
un crimen, cuando oyó la voz de Luisa arrastrarse en un lamento:
—¿Por qué, Jorge? ¿Qué tienes?…
Se volvió; la vio medio incorporada, con los ojos abiertos hacia él y una angustia
en la cara, y dos lágrimas rodaron por sus mejillas silenciosamente.
Se postró de rodillas, le agarró las manos, sollozando.
—¿Qué es esto? —exclamó la voz de Julián en la puerta de la alcoba.
Jorge, muy pálido, se levantó despacio. Julián lo condujo a la sala y, cruzándose
de brazos, con gesto terrible ante él:
—¿Estás loco? ¿No sabes que se encuentra en uno de aquellos estados y te pones
a hacerla una escena de lágrimas?
—No he podido contenerme…
—Pues revienta. ¿Voy a estar yo cortándole la fiebre por un lado y tú
provocándosela por otro? ¡Estás loco!
Sentíase realmente indignado. Se interesaba por Luisa como enferma. Deseaba
grandemente curarla; experimentaba, además, una satisfacción en ejercitar el dominio
de persona necesaria en aquella casa, donde sus visitas habían tenido siempre una
actitud de dependencia; aun ahora, al salir, no se olvidó de ofrecer distraídamente un
puro a Jorge.

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* * *

Jorge se comportó heroicamente durante toda aquella tarde. No podía estar mucho
tiempo en la alcoba de Luisa. La desesperación le producía un movimiento
contradictorio; pero iba allí a cada momento, le sonreía, le remetía la ropa con manos
trémulas, y como ella dormitaba, se quedaba inmóvil mirándola rasgo por rasgo, con
una curiosidad dolorosa e inmoral, como para sorprender en su rostro huellas de
besos ajenos, esperando oírle en algún sueño calenturiento un nombre o una fecha, y
la amaba más desde que la suponía infiel, pero con otro amor, carnal y perverso.
Después iba a encerrarse en el despacho y se movía allí entre las paredes estrechas,
como un animal enjaulado. Releyó la carta infinitas veces, la misma curiosidad
roedora, baja, vil, le torturaba sin cesar: ¿Cómo habría sido? ¿Dónde sería el
Paraíso? ¿Había una cama? ¿Qué vestido llevaría ella? ¿Qué le diría? ¿Qué besos le
daba?
Fue a releer todas las cartas que ella le escribió al Alentejo procurando descubrir
en las palabras ¡síntomas de frialdad, la fecha de la traición! La odiaba entonces,
volvían a su cerebro las ideas homicidas, ¡estrangularla, darle cloroformo, hacerla
beber láudano! Y después, inmóvil, recostado en el balcón, se quedaba olvidado en
una meditación reconcentrada, rememorando el pasado, el día de su boda, ciertos
paseos que dio con ella, palabras que ella pronunció…
A veces pensaba si sería la carta una superchería. Algún enemigo suyo podía
haberla escrito, enviado a Francia. O tal vez Basilio tuviese otra Luisa en Lisboa, y
por error, al poner el sobre, hubiese escrito el nombre de su prima, y la alegría que le
daban aquellas fantasías hacía que le pareciese la realidad más cruel. Pero ¿cómo
había sido?, ¿cómo había sido? ¡Si pudiese saber la verdad! ¡Estaba seguro de que se
calmaría entonces! Arrancaría sin duda aquel amor de su pecho como un parásito
inmundo. Apenas ella mejorase la llevaría a un convento y él iría a morir lejos, a
África o a cualquier parte… ¿Pero quién lo sabría?… ¡JULIANA! ¡Ella era quien lo
sabía! ¡Y lo comprendió todo: las incesantes condescendencias de ella con Juliana,
los muebles, el cuarto, las ropas! ¡Debía pagar su complicidad! ¡Era su confidente!
¡Llevaba las cartas, lo sabía todo! ¡Y estaba en la fosa, muerta, sin poder hablar, la
maldita!
Sebastián llegó, como de costumbre, al anochecer. No habían encendido aún y,
apenas entró, Jorge le llamó al despacho; en silencio, encendió una vela y sacó la
carta del cajón.
—Lee esto.
Sebastián se quedó asombrado al ver la cara de Jorge. Miró la carta cerrada,
tembloroso. Apenas vio la firma, una palidez mortal cubrió su rostro. Parecíale que el
suelo tenía una vibración en que se sostenía mal. Pero se dominó, leyó despacio, dejó

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la carta sobre la mesa, sin una palabra. Jorge dijo entonces:
—Sebastián, esto es para mí la muerte. Sebastián, tú sabes algo. Tú venías aquí.
Tú lo sabes. ¡Dime la verdad!
Sebastián abrió despacio los brazos y exclamó:
—¿Qué te voy yo a decir? ¡No sé nada!
Jorge le cogió las manos, se las sacudió y, buscando su mirada con ansiedad:
—Sebastián, por nuestra amistad, por el alma de tu madre, por tantos años como
hemos pasado juntos, ¡Sebastián, dime la verdad!
—No sé nada. ¿Qué voy yo a saber?
—¡Mientes!
Sebastián dijo apenas:
—¡Que pueden oírte, hombre!
Hubo un silencio. Jorge se apretaba las sienes con las manos, dando zancadas por
el despacho que hacían retemblar el suelo. Y de repente, poniéndose frente a
Sebastián, casi suplicante:
—¡Pero dime al menos lo que hacía ella! ¿Salía? ¿Venía alguien aquí?
Sebastián respondió despacio, con los ojos fijos en la luz:
—Venía su primo a veces, al principio. Cuando doña Felicidad estuvo enferma,
ella iba a verla… El primo se marchó después… No sé nada más.
Jorge estuvo un momento mirando a Sebastián con una fijeza abstraída.
—¿Pero qué le hice yo, Sebastián? ¿Qué le he hecho yo? ¡La adoraba! ¿Qué le
hice yo para esto? ¡Yo, que adoraba a esta mujer!
Y rompió a llorar. Sebastián quedó en pie, junto a la mesa, como aturdido,
aniquilado.
—Fue quizá una broma apenas —murmuró.
—¿Y lo que dice la carta? —gritó Jorge, volviéndose en un arrebato de cólera,
agitando el papel…: ¡Este Paraíso! ¡Las buenas mañanas pasadas! ¡Es una infame!
—Está enferma, Jorge —dijo quedamente Sebastián.
Jorge no contestó. Se paseó en silencio un rato. Sebastián, inmóvil, se cansaba la
vista mirando la llama. Jorge, entonces, guardó la carta en el cajón y, cogiendo el
candelabro con un gesto de lasitud lúgubre y resignada:
—¿Quieres venir a tomar el té, Sebastián?
Y no volvieron a hablar de la carta. Aquella noche Jorge durmió profundamente.
Al otro día su rostro estaba impasible, de una lívida serenidad.
Fue de allí en adelante el enfermero de Luisa. La dolencia, después de una
marcha incierta, se definió: eran fiebres remitentes y enflaquecía mucho, pero Julián
estaba tranquilo. Jorge se pasaba los días junto a ella. Doña Felicidad iba,
generalmente, por las mañanas; sentábase a los pies de la cama y permanecía callada,
con una cara envejecida; aquella esperanza en la mujer de Tuy tan súbitamente

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destruida la removió como un viejo edificio del que se arranca de pronto un pilar;
íbase convirtiendo en una ruina, y sólo se animaba cuando el consejero aparecía,
hacia las tres, para saber de «nuestra enferma». Traía siempre una palabra grave, que
decía en un tono profundo, conservando el sombrero en la mano, sin querer entrar en
la alcoba, por pudor:
—¡La salud es un bien que sólo apreciamos cuando la perdemos!
O bien:
—La enfermedad sirve para aquilatar a los amigos.
Y terminaba siempre:
—¡Mi querido Jorge, las rosas de la salud florecerán de nuevo, muy pronto, en la
cara de su virtuosa mujer!…
De noche Jorge dormía vestido en un colchón sobre el suelo, pero apenas si
cerraba los ojos una o dos horas. El resto de la noche intentaba leer: empezaba una
novela, pero nunca pasaba de las primeras líneas; olvidaba el libro y, con la cabeza
entre las manos, se ponía a pensar; era siempre la misma idea: ¿Cómo había sido?
Logró reconstruir aproximadamente, con lógica, ciertos hechos; veía claramente a
Basilio llegando, viniendo a visitarla, deseándola, mandándole ramos, persiguiéndola,
yendo a verla aquí y allá, escribiéndola; pero ¡y después! Llegó ya a comprender que
el dinero era para Juliana. La mujer habría tenido alguna exigencia: ¿Los sorprendió
quizá? ¿Tenía cartas?… Y en aquella reconstrucción dolorosa encontraba quiebras,
vacíos, oscuras lagunas, en los que su alma se precipitaba ansiosamente. Entonces
empezaba a recordar los últimos meses desde su regreso del Alentejo, lo amorosa que
se mostró ella, el ardor que ponía en sus caricias… ¿Para qué lo engañó entonces?
Una noche, con precauciones de ladrón, rebuscó en todos los cajones de ella,
escudriñó los vestidos, hasta los pliegues de la ropa blanca, las cajas de cuellos, de
encajes. Examinó cuidadosamente el cofre de sándalo: estaba vacío. ¡Ni el polvo de
una flor seca! A veces se quedaba mirando los muebles en el cuarto, en la sala,
sondeándolos, como si quisiese descubrir en ellos los vestigios del adulterio.
¿Habríanse sentado allí? ¿Habríase arrodillado él a los pies de ella, más allá, sobre la
alfombra? El diván, sobre todo, tan ancho, tan cómodo, le desesperaba, le tomó odio.
Llegó a detestar incluso la casa, como si los techos que los habían cobijado, los
suelos que los sostuvieron fueran cómplices conscientes. Pero lo que le torturaba
especialmente eran aquellas palabras: el Paraíso, las buenas mañanas…
Luisa dormía ya entonces tranquilamente. Al cabo de una semana desaparecieron
los accesos. Pero estaba muy débil; el día en que se levantó por primera vez se
desmayó dos veces; era necesario vestirla, llevarla sosteniéndola hacia la chaise
longue. Y no prescindía de Jorge. ¡Lo quería allí, a su lado, con exigencias de niña!
Parecía absorber vida de sus ojos y salud del contacto de sus manos. Hacía que le
leyese el periódico por la mañana y que viniese a escribir junto a ella. Él obedecía e

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incluso aquellas peticiones eran para su dolor como caricias consoladoras. ¡Era
porque le amaba, indudablemente!
Sentía entonces, maquinalmente, resquicios de felicidad. Se sorprendía diciéndole
ternezas, riendo con ella, olvidado, como en los buenos tiempos. Y tendida en la
chaise longue, Luisa, contenta, recorría antiguos tomos de la Ilustración Francesa
que le mandaba el consejero, en «donde (según él afirmaba) podía, al mismo tiempo
que se divertía con los dibujos, adquirir nociones útiles sobre importantes
acontecimientos históricos», o, con la cabeza recostada, saboreaba la dicha de
mejorar, de verse libre de las tiranías de la otra, de las amarguras del pasado.
Una de sus alegrías era ver entrar a Mariana con su comidita colocada en un
mantel sobre la bandeja; tenía apetito, saboreaba mucho la copa de vino de Oporto,
recomendada por Julián; cuando Jorge no estaba, sostenía largas conversaciones con
Mariana, hablando bajo, consolada, chupando cucharillas de gelatina. A veces,
callada, con los ojos en el techo, hacía proyectos. Se los contaba después a Jorge: iría
al campo, a estarse allí dos semanas para recobrar fuerzas; a la vuelta empezaría a
bordar cortes de casimir para tapizar las sillas de la sala, porque quería ocuparse
mucho de la casa, vivir recogida; él no volvería a Alentejo, no saldría de Lisboa
¿verdad? Y su vida sería de allí en adelante de una dulzura fácil y continua.
Pero Luisa lo encontraba algunas veces taciturno. ¿Qué tenía? Él lo explicaba por
el cansancio, por las noches que durmió mal… Si enfermaba, decía Luisa, que fuese
al menos cuando ella estuviera fuerte, ¡para cuidarle, para velarle!… Pero no
enfermaría, ¿verdad? Y le hacía sentar a su lado, le pasaba las manos por el pelo, con
la mirada desfalleciente, porque con las fuerzas que renacían volvían los impulsos de
su temperamento amoroso. ¡Jorge sentía que la adoraba y era más desgraciado!
Luisa, a solas, tomaba otras resoluciones. No volvería a ver a Leopoldina y
frecuentaría las iglesias. Salía de la enfermedad con un vago sentimentalismo devoto.
Durante las fiebres, en ciertas pesadillas de las cuales le quedó una confusa idea
terrorífica, habíase visto a veces en un lugar pavoroso, donde los cuerpos se alzaban,
retorciendo los brazos, en medio de las llamas escarlatas: formas negras giraban con
tridentes de brasa, y un rugido de agonía se elevaba hacia la mudez del cielo; le
tocaban ya el pecho lenguas de hogueras, cuando una cosa suave e inefable la
refrescaba de repente: eran las alas de un ángel luminoso y sereno, que la cogía en
brazos. Y ella sentíase elevar, apoyando la cabeza sobre el divino pecho, que la
penetraba de una felicidad sobrenatural; veía de cerca las estrellas, oía
estremecimientos de alas. Aquella sensación le dejó como un recuerdo nostálgico del
cielo. Y aspiraba a ella, en las debilidades de la convalecencia, esperando alcanzarla
con la puntualidad en la misa y con la repetición de salves a la Virgen.
Al fin, una mañana fue a la sala y abrió por primera vez el piano; Jorge, en el
balcón, miraba hacia la calle, cuando ella le llamó sonriendo:

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—Odio hace tiempo aquel diván —dijo—. Podríamos quitarlo, ¿no te parece?
Jorge sintió una punzada en el corazón: no pudo contestar seguidamente; dijo por
fin con esfuerzo:
—Sí, me parece bien…
—Tengo ganas de tirarlo —dijo ella, saliendo de la sala, arrastrando
tranquilamente la larga cola de su bata.
Jorge no pudo apartar los ojos del diván. Fue incluso a sentarse en él, pasó la
mano sobre la tela listada ¡y sintió un placer doloroso en comprobar que había sido
allí!
Empezó a invadirle ahora una especie de sombría resignación; cuando la oía
gozar tanto con su mejoría, hablar feliz del futuro tranquilo, decidía quemar la carta,
olvidarlo todo. Ella habíase arrepentido; indudablemente, le amaba; ¿para qué había
él de crear a sangre fría una desventura perpetua? Pero cuando la veía con sus
movimientos lánguidos tumbarse en la chaise longue o, al desnudarse, mostrar la
blancura de su pecho y pensaba que aquellos brazos habían estrechado a otro hombre
y aquella boca gemido de amor en una cama ajena ¡sentía en su interior una oleada de
cólera brutal y tenía que salir para no estrangularla!
Para explicar sus malos humores, sus silencios, empezó a quejarse, a declararse
enfermo. Y las solicitudes de ella entonces, las mudas interrogaciones de su mirada
inquieta le hacían más desgraciado ¡al sentirse amado, ahora que se sabía traicionado!
Un domingo, por fin, Julián permitió a Luisa que se acostase más tarde, que
hiciera por la noche los honores de la casa. Fue una alegría para todos verla en la sala
todavía un poco pálida y débil; pero, como dijo el consejero, ¡restituida a los deberes
domésticos y a los placeres de la sociedad!
Julián, que llegó a las nueve, la encontró como nueva. Y abriendo los brazos en
medio de la sala:
—¿Y qué me dicen de la noticia? —exclamó—. ¡La obra de Ernesto ha obtenido
un éxito!…
Lo había leído en los periódicos. El Diario de Noticias decía, incluso, que «el
autor, llamado al proscenio en medio del más vivo entusiasmo, recibió una hermosa
corona de laurel». ¡Luisa indicó en seguida que quería ir a verla!
—Más adelante, doña Luisa, más adelante —terció con prudencia el consejero—.
Por ahora es conveniente evitar toda conmoción fuerte. Las lágrimas, que no dejaría
usted de derramar, conozco su buen corazón, podían ocasionar una recaída. ¿No es
verdad, amigo Julián?
—Sin duda, consejero, sin duda. Yo también quiero ir. Deseo convencerme por
mis propios ojos…
Pero el ruido de un carruaje, al trote largo, que paró en la puerta, le interrumpió.
La campanilla tintineó con fuerza.

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—¡Apuesto a que es el autor! —exclamó él.
Y casi inmediatamente la figura radiante de Ernestito, de levita, se precipitó en la
sala; se levantaron ruidosamente y le abrazaron. ¡Mil parabienes! ¡Mil parabienes!
Y la voz del consejero, dominando las otras:
—¡Bienvenido el festejado autor! ¡Bienvenido!
Ernesto se sofocaba de júbilo. Tenía una/Sonrisa estúpida; las aletas de la nariz se
le dilataban, como para aspirar el incienso; enarcaba el pecho, henchido de orgullo, y
movía la cabeza sin cesar, como en un agradecimiento instintivo a los aplausos de las
multitudes.
—¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy! —dijo.
Se sentó jadeante, y con una actitud amable de dios campechano, declaró que los
últimos ensayos apurados no le habían dejado un momento para venir a ver a la prima
Luisa. Había tenido aquella noche un momento suyo, aunque érale preciso volver a
las diez al teatro; ni siquiera había despedido el coche…
Contó ampliamente el triunfo. Al principio tuvo un gran pánico. ¡Todos lo tenían,
los más acostumbrados, los más ilustres! Pero apenas recitó Campos el monólogo del
primer acto (¡y cómo lo dijo! ¡Ya verían, una cosa sublime!), estallaron los aplausos.
Todo había gustado. Al final fue un barullo: gritos pidiendo al autor, salvas de
aplausos… Salió arrastrado al escenario; no quería, pero le obligaron, la Jesuina por
un lado, la María Adelaida por otro. ¡Un delirio! Saavedra, el del Sáculo, se lo había
dicho: «¡El amigo es nuestro Shakespeare!». Bastos, el de La Verdad, lo afirmó: «¡Es
nuestro Scribe!». Hubo una cena. Y le dieron una corona.
—¿Y le sirve? —preguntó Julián.
—Perfectamente; un poquito ancha…
El consejero dijo con autoridad:
—Los grandes autores, el célebre Tasso, nuestro Camoens, aparecen siempre
representados con sus respectivas coronas.
—Es lo que yo le aconsejo, señor Ledesma —intervino Julián, levantándose y
dándole en el hombro—, ¡que se retrate con corona!…
Rieron todos. Y Ernestito, un poco despechado, desdoblando su pañuelo
perfumado:
—El señor Zuzarte no prescinde de su epigramita…
—Es la prueba de la gloria, amigo mío. ¡En los triunfos de los generales
victoriosos, en Roma, ¡había un bufón en la comitiva!
—¡No sé! —dijo Luisa muy risueña—. ¡Es un honor para la familia!…
Jorge asintió. Se paseaba por la sala fumando; dijo que gozaba tanto de la corona
como si tuviese derecho a usarla… Y Ernestito, volviéndose hacia él:
—Sabrás que la perdoné, primo Jorge. Perdoné a la esposa…
—Como Cristo…

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—Como Cristo —corroboró Emestillo, con satisfacción.
Doña Felicidad lo aprobó vivamente:
—¡Hizo muy bien! ¡Hasta es más moral!
—Jorge era el que quería que diese yo fin de ella —dijo Ernestito, riendo
estúpidamente—. ¿No te acuerdas aquella noche?…
—Sí, sí… —dijo Jorge, riendo también nerviosamente.
—Nuestro Jorge —dijo con solemnidad el consejero— no podía tener ideas tan
extremistas. Y, sin duda, la reflexión, la experiencia de la vida…
—Cambie de tema, consejero, cambie de tema —interrumpió Jorge. Y entró
bruscamente en su despacho.
Sebastián, inquieto, fue despacio a buscarle. Estaba allí a oscuras.
—¿Esos idiotas no se callarán? ¿No se irán? —dijo él sofocadamente, agarrando
el brazo de Sebastián.
—¡Cálmate!
—¡Oh Sebastián, Sebastián! —y su voz temblaba entre lágrimas.
Pero Luisa gritó desde la sala:
—¿Qué conspiración es ésa, ahí dentro, en la oscuridad?
Sebastián apareció en seguida, diciendo:
—Nada, nada. Estábamos ahí dentro… —y añadió bajo—: Jorge se siente
fatigado. ¡Está malo, el pobre!
Notaron, cuando volvió, que tenía, en efecto, un aspecto raro.
—No; realmente no me siento bien, estoy destemplado.
—Y la débil doña Luisa necesita el reposo de su lecho —dijo el consejero,
levantándose.
Ernestito, que no podía entretenerse mas, ofreció en seguida al consejero y a
Julián «su coche, que era una calesa, si iban hacia la Baixa…».
—¡Qué honor! —exclamó Julián mirando a Acacio—. ¡Ir en el coche del gran
hombre!
Y mientras doña Felicidad se arreglaba, bajaron los tres. En medio de la escalera
Julián se detuvo y, cruzando los brazos:
—Ahora estoy aquí entre los representantes de los dos grandes movimientos de
Portugal desde mil ochocientos veinte: La literatura —y saludó a Ernestito— ¡y el
constitucionalismo! —y se inclinó ante el consejero.
Los dos rieron, halagados.
—¿Y usted, amigo Zuzarte?
—¿Yo? —y bajando la voz—: Era hasta hace días un terrible revolucionario. Pero
ahora…
—¿Qué?
—¡Soy un amigo del orden! —gritó con júbilo.

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Y bajaron, satisfechos de ellos mismos y de su país, ¡para compartir el coche del
gran hombre!

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Capítulo XV
Al otro día Jorge fue al Ministerio, por donde no había aparecido en los últimos
tiempos. Pero estuvo allí poco. La calle, la presencia de los conocidos o de los
extraños, le torturaba; parecíale que todo el mundo lo sabía; en las miradas más
naturales veía una intención maligna y en los apretones de mano más sinceros una
irónica presión de pésame; los mismos carruajes que pasaban ante él le traían la
sospecha de haberlos conducido al rendez-vous, y todas las casas le parecían la
fachada infame del Paraíso. Volvióse más sombrío, desgraciado, sintiendo su vida
arruinada. ¡Y ya en el corredor, al entrar, oyó a Luisa canturreando, como en otro
tiempo, la Mandolinata! Estaba vistiéndose.
—¿Cómo estás? —le preguntó, dejando su bastón sobre una silla.
—Estoy bien. Hoy me siento mucho mejor. Un poco débil todavía.
Jorge dio algunos pasos por el cuarto, taciturno.
—¿Y tú? —preguntó ella.
—Aquí me tienes —dijo tan desconsoladamente que Luisa soltó el peine y con el
pelo suelto se acercó a ponerle las manos en los hombros, muy cariñosa:
—¿Qué tienes? Tú tienes algo. ¡Te encuentro tan extraño hace días! ¡No eres el
mismo! A veces estás con una cara de reo… ¿Qué es? Dime.
Y sus ojos buscaban los de él, que se apartaban agitados. Le abrazó. Insistió,
quería que se lo dijese todo a «su mujercita».
—Dime. ¿Qué tienes?
Él la miró largamente, y de pronto, con una violenta resolución:
—Pues bien, te lo diré. Tu ahora estás buena, puedes oír… ¡Luisa! Vivo en un
infierno hace dos semanas. No puedo más… ¿Tú estás buena, no es verdad? Pues
bien, ¿qué quiere decir esto? ¡Di la verdad!
Y le tendió la carta de Basilio.
—¿Qué es esto? —dijo ella, muy blanca.
Y el papel doblado temblaba en su mano.
La abrió despacio, vio la letra de Basilio y, en un relámpago, la adivinó. Miró a
Jorge un momento como en un desvarío, alargó los brazos sin poder hablar, se llevó
las manos a la cabeza con un gesto ansioso como sintiéndose herida, y oscilando, con
un grito ronco, se desplomó de rodillas y quedó tendida en la alfombra.
Jorge gritó. Acudieron las criadas. Él quiso que Juana corriese a llamar a
Sebastián y se quedó como petrificado junto al lecho, mirándola, mientras Mariana,
toda trémula, aflojaba el corsé de la señora.
Sebastián llegó en seguida. Por fortuna había éter, se lo hicieron respirar; apenas
abrió lentamente los ojos, Jorge se arrojó sobre ella:
—¡Luisa, oye, habla! No, no tengo duda. Pero habla. Dime, ¿qué tienes?

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Al oír la voz de él se desmayó otra vez. Unos movimientos convulsos sacudieron
su cuerpo. Sebastián corrió en busca de Julián. Luisa parecía ahora adormecida,
inmóvil, blanca como la cera, con las manos posadas sobre la colcha, y dos lágrimas
corríanle despacio por la cara. Paró un coche. Julián apareció, sin aliento.
—Se puso mal de repente… Ven, Julián. ¡Está muy mal! —dijo Jorge.
La hicieron respirar más éter; despertó otra vez. Julián le habló, tomándole el
pulso.
—¡No, no, nadie! —murmuró ella, retirando la mano. Y repitió con impaciencia
—: No; váyanse, no quiero…
Sus lágrimas aumentaron. Y al salir ellos de la alcoba para no excitarla
contrariándola, la oyeron llamar:
—¡Jorge!
El se arrodilló al borde de la cama, y, hablándole junto al rostro:
—¿Qué tienes? No se hable más de eso. Se acabó. No te pongas mala. Te lo juro,
te amo… Sea lo que sea, no me importa. No quiero saber, no.
Y como ella fuese a hablar, le puso la mano sobre la boca:
—No, no quiero oír. Quiero que estés buena, ¡que no sufras! ¡Dime que estás
buena! ¿Qué tienes? Nos vamos mañana al campo y se olvida todo. Fue una cosa que
pasó…
Ella dijo con voz apagada:
—¡Oh Jorge! ¡Jorge!
—Bien está… Pero ahora vas a ser feliz otra vez… Di, ¿qué sientes?
—Aquí —dijo ella; y se llevó las manos a la cabeza—. ¡Me duele!
El se levantó para llamar a Julián, pero ella le retuvo, le atrajo, y, devorándole con
los ojos, en los que se encendía la fiebre, adelantando la cara, le tendió los labios. Y
él le dio un beso pleno, sincero, lleno de perdón.
—¡Oh, mi pobre cabeza! —gritó ella.
Le latían las sienes y un color ardiente, vivo, le encendía el rostro. Como era
propensa a jaquecas, Julián los tranquilizó; recomendó una tranquila inmovilidad y
sinapismos de mostaza en los pies, hasta que él volviese. Jorge se quedó junto a la
cama, taciturno, invadido de presentimientos, de terrores, suspirando a veces. Eran
entonces las cuatro; caía una lluvia menuda, neblinosa: la alcoba tenía una luz
lúgubre.
—No será nada… —dijo Sebastián.
Luisa se agitaba en el lecho, apretándose la cabeza con las manos, torturada por el
dolor creciente, con mucha sed.
Mariana acabó de arreglar las cosas de puntillas, vagamente asombrada de aquella
casa, donde sólo había visto aflicción y enfermedad; pero solamente el ruido de sus
pasos cautelosos hacía sufrir a Luisa como si fuesen martillazos sobre el cráneo.

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Julián no tardó; ya desde la puerta de la alcoba, el aspecto de ella le inquietó.
Encendió un fósforo, lo aproximó al rostro, y aquella luz le hizo dar un grito como si
un hierro frío le atravesase la cabeza. Los ojos, dilatados, tenían un brillo metálico.
Se mantenía muy quieta, porque el gesto más leve le daba en la nuca unos dolores
penetrante que la desgarraban. Sólo de cuando en cuando le sonreía a Jorge con una
expresión de pena, serena y muda.
Julián mandó en seguida que pusieran tres almohadones, para mantenerle la
cabeza alta. Afuera caía la tarde húmeda. Andaban de puntillas, con cuidado, e
incluso quitaron el reloj de la pared para suprimir el tictac monótono. Ella empezó
ahora a murmurar sonidos cansados y a volverse con movimientos bruscos que le
arrancaban gritos, o, inmóvil, gemía de un modo continuo y angustioso. Le habían
envuelto las piernas en un largo sinapismo, pero no lo sentía. Hacia las nueve
comenzó a delirar, la lengua se le puso blanca y dura, como de yeso sucio. Julián hizo
que le aplicasen en seguida en la cabeza compresas de agua fría. Pero el delirio se
exacerbaba. Ahora emitía ella un denso murmullo, un vago cuchicheo amodorrado,
en el que los nombres de Jorge y de Basilio se mezclaban incesantemente; después se
agitaba, abríase la camisa con las manos, y, encorvándose, sus ojos giraban como
nácares plateados, donde la pupila se hundía. Se tranquilizaba más; tenía risitas de
una dulzura estúpida y gestos lentos sobre la sábana, que amparaban y acariciaban,
como en un goce suave; después empezaba a respirar ansiosamente, le aparecían
expresiones torturadas de terror, quería hundirse en los almohadones y en los
colchones, huyendo de unas visiones pavorosas; poníase entonces a apretarse la
cabeza frenéticamente, pidiendo que se la abriesen, que la tenía llena de piedras, ¡que
tuvieran piedad de ella!
Y unos hilos de lágrimas le corrían por el rostro. No sentía los sinapismos; le
pusieron entonces los pies desnudos al vapor de agua hirviendo, cargada de mostaza;
un olor acre adensaba el aire del cuarto. Jorge le hablaba con toda clase de palabras
consoladoras y suplicantes; le pedía que se calmase, que le conociese, pero de repente
ella se desesperaba refiriéndose con gritos a la carta, maldecía a Juliana, o si no, decía
palabras de amor, enumeraba sumas de dinero… Jorge temía que aquel delirio
revelase todo a Julián, a las criadas. Sentía un sudor en la raíz de los cabellos y
cuando ella, en un momento dado, creyéndose en el Paraíso y en las exaltaciones del
adulterio, llamó a Basilio, pidió champaña, profirió palabras libertinas, Jorge huyó de
la alcoba enloquecido, fue hacia la sala a oscuras, se arrojó sobre el diván sollozando,
se tiró del pelo, blasfemó.
—¿Está en peligro? —preguntó Sebastián.
—Lo está —dijo Julián—. ¡Si sintiese los sinapismos, al menos! Pero estas
malditas fiebres cerebrales…
Enmudecieron viendo a Jorge entrar en la alcoba, con el rostro sucio, desgreñado.

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Julián cogiéndole del brazo y llevándolo hacia afuera:
—Óyeme, es necesario cortarle el pelo y afeitarle la cabeza.
—¿El pelo? —y agarrándole los brazos—: No, Julián, no, ¿eh? Se podrá hacer
otra cosa. Tú debes saberlo. ¡El pelo, no! ¡No! ¡Eso no, por amor de Dios! Ella no
está en peligro. ¿Para qué?
Pero aquella masa de cabellos era un demonio, ¡impedía la acción del agua!
—Mañana, si fuera necesario. ¡Mañana! Espera hasta mañana… ¡Gracias, Julián;
gracias!
Julián consintió, contrariado. Hizo, mientras, humedecer constantemente las
compresas de la cabeza, y como Mariana, trémula, torpe, mojaba mucho la almohada,
fue Sebastián quien se colocó a la cabecera de la cama toda la noche, exprimiendo sin
cesar una esponja, de la que goteaba agua lentamente; tenían jarros afuera, en el
balcón de la sala, para dar al agua un frialdad helada. El delirio se calmó un poco en
la madrugada. Pero su mirada sanguinolenta tenía un aspecto salvaje; las pupilas
parecían apenas un punto negro.
Jorge, sentado a los pies de la cama con la cabeza entre las manos, la miraba:
recordaba vagamente otras noches parecidas de enfermedad cuando tuvo ella la
pulmonía, ¡y había mejorado! Hasta se puso más linda, con unos tonos de palidez que
le endulzaban la expresión. Irían al campo cuando ella convaleciese; alquilaría una
casita; volvería de noche en el ómnibus, ¡y la vería desde lejos en la carretera
viniendo a su encuentro, con un vestido claro, en el suave atardecer!… Pero ella
gemía y él levantaba los ojos, sobresaltado, y no le parecía la misma. Se le figuraba
que se iba disipando, desapareciendo en aquel aire de fiebre que henchía la alcoba, en
el silencio morboso de la noche y en el olor a mostaza. Un sollozo le sacudía y volvía
a recaer en su inmovilidad.
Juana, encima, rezaba. Las velas, con una llama alta y recta, se extinguían. Por
fin, una vaga claridad dibujó en los blancos visillos los recuadros de los cristales.
Amanecía. Jorge se levantó y fue a mirar hacia la calle. No llovía; las aceras se
secaban. El aire tenía un vago color de acero. Todo dormía, y una toalla olvidada en
la ventana de las Acevedos tremolaba al viento frío silenciosamente.
Cuando entró en la alcoba, Luisa hablaba con una voz apagada; sentía muy
vagamente los sinapismos, pero el dolor de cabeza no cesaba. Empezó a agitarse y al
poco rato volvió el delirio. Julián decidió entonces que le cortasen el pelo.
Sebastián fue a despertar a un barbero en la calle de la Escuela, que llegó en
seguida con aire aterido y el cuello del gabán levantado; empezó inmediatamente a
sacar de un maletín las navajas, las tijeras, despacio, con las manos impregnadas en la
grasa de las pomadas.
Jorge fue a refugiarse en la sala. Parecíale que grandes fragmentos mutilados de
su felicidad caían con aquellas lindas trenzas, deshechas a tijeretazos; y, con la cabeza

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entre las manos, recordó ciertos peinados que ella había usado, noches en que sus
cabellos se habían desparramado en los goces de la pasión, tonos con que relucían a
la luz… Volvió al cuarto por una atracción irresistible; oyó en la alcoba el ruido seco
y metálico de las tijeras; sobre la mesa, en una jabonera, veíase una vieja brocha,
entre copos de espuma… Llamó quedamente a Sebastián:
—¡Dile que se dé prisa! ¡Están matándome a fuego lento! ¡Es demasiado! ¡Que se
dé prisa!
Fue al comedor, vagó por la casa. La mañana fría clareaba; se levantó viento, que
iba arrastrando a pedazos nubes de un tono blanquecino.
Cuando volvió a entrar en el cuarto el barbero guardaba las navajas con la misma
blanda lentitud, y cogiendo su sombrero de ala caída, salió de puntillas y murmuró en
tono fúnebre:
—Vaya, que se alivie. Dios permitirá que no sea nada…
El delirio, en efecto, se calmó una hora después, y Luisa cayó en una somnolencia
postrada, con débiles gemidos que salían de sus labios como el lamento interior de la
vida vencida.
Jorge dijo entonces a Sebastián que deseaba llamar al doctor Camiña. Era un
médico viejo que cuidó a su madre, el que había curado a Luisa de la pulmonía, al
segundo año de casada. Jorge conservaba una admiración agradecida por aquella
celebridad anticuada, y ahora su esperanza se volvía ansiosa hacia él, deseando
ávidamente su presencia, como la aparición de un santo.
Julián accedió a ello. ¡Hasta lo agradecía! Y Sebastián bajó corriendo para ir a
casa del doctor Camiña.
Luisa, que salió un momento de su sopor, los oyó hablar bajo. Su voz apagada
llamó a Jorge.
—Me han cortado el pelo… —murmuró tristemente.
—Es para hacerte un bien —le dijo Jorge, casi tan agonizante como ella—. Te
crecerá en seguida. Hasta pareces mejor.
Ella no respondió; dos lágrimas silenciosas brotaron de las comisuras de sus ojos.
Debía de ser aquella su última sensación; la postración comatosa la iba
inmovilizando; su cabeza se agitaba apenas en un movimiento suave y perezoso sobre
el almohadón, gimiendo siempre con un cansancio triste; la piel palidecía como el
cristal de una ventana por detrás del cual se apaga lentamente una luz, e incluso los
ruidos de la calle, que comenzaban, no la impresionaban, como si fueran muy lejanos
y ahogados entre algodón.
A mediodía apareció doña Felicidad. Se quedó petrificada al verla tan mal. ¡Y ella
que la venía a buscar para ir a la Encarnación, de compras quizá! Se quitó el
sombrero y se instaló allí; hizo arreglar la alcoba, tirar las aguas, los sinapismos
usados, caídos en el suelo, hacer la cama, «porque no había nada peor para un

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enfermo que tener el cuarto desarreglado», y muy valiente, animó a Jorge.
Un carruaje paró a la puerta. ¡Era el doctor Camiña, al fin!… Entró arrebujado en
su bufanda a cuadros verdes y negros, quejándose mucho del frío. Y quitándose
despacio los gruesos guantes de casimir, que metió dentro del sombrero
metódicamente, avanzó hacia la alcoba con un paso cadencioso, alisando con la mano
sus cabellos grises, ya muy pegados al cráneo por el cepillo.
Julián y él se quedaron solos en la alcoba. En el cuarto los demás esperaban
callados, junto a Jorge, pálido como la cera, con los ojos enrojecidos como carbones.
—Se le va a poner un vejigatorio en la nuca —vino a decir Julián.
Jorge devoraba con una mirada ansiosa al doctor Camiña, que empezó a ponerse
tranquilamente sus guantes de casimir, diciendo:
—Vamos a ver con el vejigatorio. No está bien… Pero puede estar peor. Volveré,
amigo mío, volveré.
El vejigatorio fue inútil. No lo sintió, inmóvil y blanca, con las facciones
crispadas, y unos temblores le recorrieron de pronto los nervios de la cara como
vibraciones fugaces.
—Está perdida —dijo Julián bajo, a Sebastián.
Doña Felicidad se quedó muy aterrada y habló en seguida de los Sacramentos.
—¿Para qué? —rezongó Julián, impaciente.
Pero doña Felicidad declaró que sentía escrúpulos, que era un pecado mortal, y
llamando a Jorge hacia el hueco del balcón, toda trémula:
—Jorge, no se asuste, pero sería bueno pensar en los Sacramentos…
Él murmuró como asombrado:
—¡Los Sacramentos!
Julián se acercó bruscamente y casi enojado:
—¡Nada de tonterías! ¡Qué Sacramentos! ¿Para qué? Ella ni oye, ni entiende, ni
siente. ¡Es necesario ponerle otro vejigatorio, tal vez ventosas, y nada más! ¡Estos
son los Sacramentos!
Pero doña Felicidad, escandalizada y toda conmovida, empezó a llorar.
«¡Olvidaban a Dios, y en Dios es donde está todo remedio!», dijo sonándose con
estruendo.
—Por lo que Dios hace por mí… —exclamó Jorge, saliendo de su torpor. Y
agitando las manos, como sublevado ante una injusticia—: Porque realmente, ¿qué he
hecho yo para esto? ¿Qué he hecho yo?…
Julián mandó otro vejigatorio. Había ahora en la casa un movimiento
enloquecido. Juana entraba de repente con un caldo inútil que nadie había pedido, los
ojos muy enrojecidos de llorar. Mariana sollozaba por los rincones. Doña Felicidad
iba y venía por el cuarto, refugiándose en la sala, para rezar, haciendo compresas,
indicando que debían llamar al doctor Barbosa o al doctor Barral.

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Luisa, entre tanto, permanecía inmóvil; un color macilento iba dando a sus
facciones trazos hundidos y rígidos.
Julián, extenuado, pidió una copa de vino y una rebanada de pan. Recordaron
entonces que desde la víspera no habían comido, y fueron al comedor, en donde
Juana, siempre bañada en lágrimas, sirvió una sopa y huevos. Pero no encontraba las
cucharas ni las servilletas; murmuraba oraciones, pedía que la disculpasen; mientras
tanto, Jorge, con los ojos hinchados, fijos en el borde de la mesa, con el rostro
contraído, hacía dobleces en el mantel. Después de un momento, dejó despacio la
cuchara y bajó al cuarto. Mariana estaba sentada a los pies del lecho. Jorge le dijo que
fuese a servir a los señores. Y apenas salió ella, se dejó caer de rodillas, cogió una de
las manos de Luisa, la llamó en voz baja y después más fuerte:
—Escúchame. Óyeme, por amor de Dios. No estés así, haz por mejorar ¡No me
dejes en este mundo, no, tengo a nadie más! Perdóname. Di que sí. Haz señal de que
sí, al menos. ¡No me oye, Dios mío!
Y la miraba con ansiedad. Ella no se movía. Alzó entonces los brazos en el aire
con una desesperación enloquecida:
—¡Sabes que creo en ti, Dios mío! ¡Sálvala! ¡Sálvala! —y lanzaba su alma hacia
las alturas—: ¡Óyeme, Dios mío! ¡Escúchame! ¡Sé bueno!
Miraba alrededor, esperando un movimiento, una voz, una casualidad, ¡un
milagro! Pero todo le pareció más inmóvil. La cara lívida se hundía; el pañuelo que le
envolvía la cabeza habíase soltado y se veía el cráneo afeitado, de un color
ligeramente amarillento. Le puso entonces la mano en la cabeza, vacilando, con
miedo. ¡Le pareció que estaba fría! Sofocó un grito, corrió fuera del cuarto y tropezó
con el doctor Camiña, que entraba quitándose pausadamente los guantes.
—¡Doctor! ¡Está muerta! ¡Mire! No habla, está fría…
—¡Vamos! ¡Vamos! —dijo él—. ¡Nada de barullo!
Le tomó el pulso a Luisa, sintiendo que huía bajo sus dedos, como la vibración
expirante de una cuerda.
Julián acudió en seguida. Y coincidió con el doctor Camiña en que las ventosas
eran inútiles.
—Ya no las siente —dijo el doctor, sacudiendo el rapé de los dedos.
—¿Y si se le diera un vaso de coñac?… —indicó de repente Julián. Y viendo la
mirada espantada del doctor—: A veces estos síntomas del coma no quieren decir que
el cerebro este desorganizado; pueden ser solamente la inacción de la fuerza nerviosa
exhausta. Si la muerte es irremediable, no se pierde nada; si es únicamente una
depresión del sistema nervioso, puede salvarse…
El doctor Camiña, con el labio caído, meneó incrédulamente la cabeza:
—¡Teorías! —murmuró.
—En los hospitales ingleses… —empezó Julián.

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El doctor Camiña se encogió de hombros con desdén.
—Pero si mi colega doctor leyese… —insistió Julián.
—¡No leo nada! —dijo el doctor Camiña con ímpetu—. ¡He leído de más! Los
libros son los enfermos… —e inclinándose con ironía—: Pero si mi talentoso colega
quiere hacer esa experiencia…
—¡Un vaso de coñac o de aguardiente! —pidió Julián desde la puerta.
Y el doctor Camiña se sentó cómodamente «para gozar el fracaso del talentoso
colega».
Incorporaron a Luisa; Julián le hizo ingerir el coñac; cuando la acostaron de
nuevo se quedó en la misma inmovilidad comatosa; el doctor Camiña sacó el reloj,
miró la hora, esperó. Había un silencio lleno de ansiedad; por último, el doctor se
levantó, le tomó el pulso, palpó la frialdad creciente de las extremidades y yendo a
buscar silenciosamente su sombrero, empezó a ponerse los guantes.
Jorge fue con él hasta la puerta:
—¿Qué, doctor? —dijo, agarrándole con una fuerza enloquecida el brazo.
—Se ha hecho lo que se ha podido… —dijo el viejo, encogiéndose de hombros.
Jorge permaneció como idiotizado en el rellano, viéndole bajar. Sus lentas pisadas
en los peldaños caían con una repercusión horrible en su corazón. Se asomó de bruces
a la barandilla y le llamó quedamente. El doctor se detuvo, levantó los ojos, Jorge
extendió las manos hacia él con una ansiedad humilde:
—¿Entonces no es posible hacer nada más?
El doctor hizo un gesto vago y señaló al cielo. Jorge volvió hacia el cuarto
apoyándose en las paredes. Entró en la alcoba, se arrojó de rodillas a los pies de la
cama y allí permaneció con la cabeza entre las manos en un sollozar bajo y continuo.
Luisa moría; sus brazos, tan lindos, que ella acostumbraba acariciar delante del
espejo, estaban ya paralizados; sus ojos, a los que la pasión daba fuego y la
voluptuosidad lágrimas, se empañaban como bajo la capa ligera de una finísima
pulverización.
Doña Felicidad y Mariana habían encendido una lamparilla ante un grabado de
Nuestra Señora de los Dolores y rezaban de rodillas. Caía triste el crepúsculo,
pareciendo traer un silencio fúnebre. Sonó entonces la campanilla discretamente, y a
los pocos momentos apareció la figura del consejero Acacio. Doña Felicidad se
levantó en seguida, y viendo sus lágrimas, el consejero dijo lúgubremente:
—¡Vengo a cumplir mi deber y a ayudarles a pasar este trance!
Explicó «que se había encontrado casualmente al buen doctor Camiña, quien le
contó el fatal acontecimiento». Pero muy discretamente no quiso entrar en la alcoba.
Se sentó en una silla, y apoyando melancólicamente el codo en la rodilla, con la
cabeza sobre la mano, dijo bajo a doña Felicidad:
—Continúe usted sus oraciones. Los designios del Señor son inexcrutables.

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En la alcoba, Julián estuvo tomando el pulso a Luisa; miró entonces a Sebastián y
le hizo el gesto de algo que vuela y desaparece… Se acercaron a Jorge, que no se
movía, de rodillas, con la cara hundida en el lecho:
—Jorge —dijo muy bajo Sebastián.
Él levantó el rostro desfigurado, envejecido, con el pelo sobre los ojos y unas
ojeras cárdenas.
—Anda, ven —dijo Julián. Y, viendo el espanto de su mirada—: No, no está
muerta; está en esa somnolencia… Pero ven.
Él se levantó, diciendo con mansedumbre:
—Bueno, ya voy. Estoy bien… Gracias.
Salió de la alcoba. El consejero se levanto y fue a abrazarle con solemnidad.
—¡Aquí estoy, amigo Jorge!
—Muchas gracias, consejero, muchas gracias.
Dio algunos pasos por el cuarto; sus ojos parecían preocuparse de un paquete que
había sobre la mesa: fue a tocarlo; lo abrió y vio los cabellos de Luisa. Se quedó
mirándolos, los levantó, pasándolos de una mano a otra, y dijo, temblándole los
labios:
—¡Le gustaban tanto a la pobrecita!
Volvió a entrar en la alcoba. Pero Julián le cogió del brazo, queriéndole apartar
del lecho. Él se resistió blandamente, y como ardía una vela sobre la mesilla, junto a
la cabecera, dijo, señalándola:
—Tal vez le moleste la luz…
Julián respondió, conmovido:
—¡Ya no la ve, Jorge!
Él se soltó de la mano de Julián y fue a inclinarse sobre ella; le cogió la cabeza
entre las manos con cuidado para no sacudirla, estuvo mirándola un momento y
después puso sobre los labios fríos un beso, otro, otro, murmurando:
—¡Adiós! ¡Adiós!
Se incorporó, abrió los brazos y se desplomó en el suelo. Todos acudieron
corriendo. Le transportaron a la chaise longue.
Y mientras doña Felicidad, con un llanto afligido, cerraba los ojos a Luisa, el
consejero, con el sombrero siempre en la mano, se cruzó de brazos y, bamboleando su
calva respetable, dijo a Sebastián:
—¡Qué profundo disgusto de familia!

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Capítulo XVI
Después del entierro de Luisa, Jorge despidió a las criadas y fue a instalarse a casa de
Sebastián. Aquella noche, hacia las nueve, el consejero Acacio, muy sofocado, bajaba
por el Molino de Viento cuando se encontró a Julián, que venía de ver a un enfermo
en la calle de la Rosa. Fueron andando juntos, hablando de Luisa, del entierro, de la
pena de Jorge.
—¡Pobre muchacho! ¡Aquello sí que es sufrir! —dijo Julián, compadecido.
—¡Era una esposa modelo! —murmuró el consejero. Dijo después que venía
justamente de casa del buen Sebastián, pero no había podido ver a Jorge; estaba
echado y dormía profundamente. Y añadió:
—Últimamente leía yo que los grandes golpes van siempre seguidos de sueños
prolongados. ¡Así ocurrió, por ejemplo, con Napoleón después de Waterloo, después
del gran desastre de Waterloo!
Y al cabo de un momento prosiguió:
—Es cierto. Fui a ver a nuestro querido Sebastián… Fui a enseñarle… —e
interrumpiéndose, se detuvo—: Porque entendí que erar un deber mío dedicar un
tributo a la memoria de la desventurada señora. ¡Era un deber mío y no me he hurtado
a él! Y me alegro haberle encontrado a usted, porque deseo saber su opinión
consciente y serena.
Julián tosió y preguntó:
—¿Es una necrología?
Y el consejero, a pesar de «no parecerle propio de su posición entrar en cafés
públicos», indicó a Julián que podían descansar un momento en el Tavares, si no
había mucha gente, y así le sería posibie leerle «la producción». Observaron con
atención. Había apenas, en una mesa, dos viejos silenciosos ante sus respectivos
cafés, con los sombreros puestos, apoyados en bastones de caña de la India. El
camarero dormitaba al fondo. Una luz cruda e intensa llenaba el estrecho salón.
—Hay un silencio propicio —dijo el consejero. Ofreció un café a Julián, y
sacando entonces del bolsillo una hoja de papel rayado, murmuró:
—¡Infeliz señora!
Se inclinó, hacia Julián y leyó:

NECROLÓGICA
A LA MEMORIA DE LA SEÑORA
DOÑA LUISA MENDOZA DE BRITO CARVALHO

Rosa de amor, rosa purpúrea y bella,


¿qué sabe el túmulo que te deshojó, sañudo?

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—¡Esto es del inmortal Garrett! —y continuó con una voz lenta y lúgubre—: «… ¡Un
ángel más que subió al cielo! Una flor más prendida en el estandarte de la juventud,
que el vendaval de la muerte, en su inclemente furia, arrancó mal preparada para las
tinieblas del túmulo…» —miró a Julián para solicitar su admiración, y viéndolo
inclinado moviendo su café, prosiguió con entonaciones más fúnebres aún:
—«¡Deteneos y contemplad la tierra fría! Ahí yace la casta esposa, tan pronto
arrancada a las caricias de su talentoso cónyuge. Ahí zozobró como bajel en el oleaje
de la costa la virtuosa señora, que, en su traviesa naturaleza, ¡era el encanto de
cuantos tenían el honor de acercarse a su hogar! ¿Por qué sollozáis?».
—¡Un café, Antonio! —gritó con voz ronca un sujeto grueso con chaquetón, que
se sentó al lado de ellos, poniendo con alboroto su bastón sobre la mesa y echándose
el sombrero hacia atrás.
El consejero le miró de reojo, con rencor. Y bajando la voz:
—«¡No sollocéis! ¡Que el ángel, si no pertenece a la tierra, pertenece al cielo!…».
—¿El señor Guedes ha estado ya por aquí? —preguntó la voz ronca.
El encargado dijo desde atrás del mostrador, limpiando con un paño las barras de
metal:
—¡Todavía no, don José!
—«… Ahí —continuó el consejero— su espíritu, cerniéndose con sus cándidas
alas, ¡entona alabanzas al Eterno! No cesa de pedir al Omnipotente mercedes y
favores para esparcirlos sobre la cabeza del dilecto esposo, que algún día, no lo
dudéis, la encontrará en las regiones celestes, patria de las almas de tan excelsa
perfección…».
Y la voz del consejero se aflautó para indicar aquella ascensión paradisíaca.
—Y anoche ¿vino por aquí el señor Guedes? —insistió el individuo del
chaquetón, acodado sobre la mesa, fumando como una chimenea.
—Estuvo ya tarde. A eso de las dos.
El consejero agitó el papel con muda desesperación; a través de los cristales
ahumados de los lentes fulminaron sus ojos los despechos homicidas del autor
interrumpido. Pero prosiguió:
—«… Y vosotras, oh almas sensibles, derramad lágrimas, pero, al derramarlas, no
perdáis de vista que el hombre debe inclinarse ante los decretos de la Providencia…».
E interrumpiéndose:
—¡Esto es para dar valor a nuestro pobre Jorge!
—Continúo: «… de la Providencia. Dios cuenta con un ángel más y su alma brilla
pura…».
—¿Estuvo con la pequeña el señor Guedes? —dijo el sujeto, quebrando en el
mármol de la mesa la ceniza del puro.
El consejero se detuvo, pálido de rabia.

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—¡Debe de ser una persona de la más baja extracción! —murmuró con odio.
Y el mozo, alzando su vocecilla desde detrás del mostrador:
—No; viene ahora con una española que vive al principio de la calle. Una
delgadita, con el pelo rizado y una capa encarnada…
—¡La Lola! —replicó el otro con satisfacción.
Y se desperezó voluptuosamente al recuerdo de la Lola. El consejero ahora
apresuró:
—«… Por lo demás, ¿qué es la vida? Un rápido viaje por el orbe, un sueño vano
del que despertamos en el seno del Dios de los Ejércitos, de quien todos somos
indignos vasallos».
Y el consejero terminó con aquella frase monárquica. Julián sorbió el fondo de la
taza, y dejándola despacio en el platillo y lamiéndose los labios:
—¿Lo va a publicar?
—En La Voz Popular, con orla de luto.
Julián se rascó convulsivamente la caspa, y levantándose:
—Está muy bien. ¡Muy bien, consejero!
Y Acacio, buscando cambio para el camarero:
—¡Creo que es digno de ella y de mí!
Y salieron en silencio. La noche estaba muy oscura; habíase levantado un
nordeste frío y llovió un poco. En el Loreto, Julián se detuvo de pronto y exclamó:
—¡Ay, me olvidaba! ¿No sabe usted la noticia, consejero? Doña Felicidad ingresa
en la Encarnación.
—¡Ah!
—Me lo ha dicho ella. Fui justamente a verla antes de visitar a un enfermo en la
calle de la Rosa. Estaba con una calenturilla. ¡Cosa sin importancia!… ¡La
conmoción, el susto! Y me lo comunicó: ingresa mañana en la Encarnación.
El consejero dijo:
—Siempre observé en esa señora ideas retrógradas. Es el resultado de las
maniobras jesuíticas, amigo mío —y añadió, con la melancolía del liberal
insatisfecho—: ¡La reacción levanta la cabeza!
Julián cogió familiarmente del brazo al consejero y sonriendo:
—¡Qué determinación! ¡Y ha sido por causa de usted, ingrato!…
El consejero se detuvo:
—¿Qué quiere insinuar mi noble amigo?
—¡Sí, hombre! No sé cómo descubrió una cosa tan seria…
—¿El qué? Crea que yo…
—¡Yo también lo descubrí, tunante! Que el consejero tiene dos almohadas en su
casa, para una sola cabeza… ¡Me lo contó ella!
Y riendo con ganas y diciéndole «¡adiós!, ¡adiós!», bajó rápidamente la calle del

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Alecrim. El consejero se quedó inmóvil, con los brazos cruzados, como petrificado:
—¡Infeliz señora! ¡Qué funesta pasión! —murmuró al fin.
Y se acarició el bigote con satisfacción.
Como tenía que poner en limpio la Necrológica se apresuró a entrar en su casa. Se
sentó con una manta en las piernas; muy pronto las responsabilidades del prosador le
distrajeron de las preocupaciones del hombre, y hasta las once su hermosa letra
cursiva y burocrática se extendió noblemente sobre una ancha hoja de papel inglés,
en el silencio de un sanctasanctórum. Terminaba ya cuando la puerta rechinó, y
Adelaida, con un grueso chal sobre los hombros, vino a decir, con voz constipada:
—Entonces ¿no nos acostamos hoy, nene?
—¡No tardo, Adelaida mía; no tardo!
Y releyó en voz baja y extasiada.
Le pareció entonces que el final era conmovedor; quería terminar con una
exclamación dolorosa, prolongada como un ¡ay! Meditó, de codos sobre la mesa, con
la cabeza entre los dedos, muy abiertos. Adelaida, entonces, se acercó despacio y le
pasó la mano por la calva; aquel suave roce amoroso hizo, sin duda, brotar la idea
como una chispa, porque cogió rápidamente la pluma, y añadió:
—«¡Llorad! ¡Llorad! ¡En cuanto a mí, el dolor me sofoca!».
Se restregó las manos con orgullo. Repitió alto, en tono plañidero:
—«¡Llorad! ¡Llorad! ¡En cuanto a mí, el dolor me sofoca!» —y pasando el brazo
concupiscente por el talle de Adelaida, exclamó:
—¡Resulta eso sensacional, Adelaida mía!
Se levantó. Había terminado su día, bien repleto y digno: por la mañana
comprobó con regocijo en La Gaceta Oficial que la familia real «seguía sin
novedad»; cumplió un deber de amistad acompañando los restos de Luisa al
cementerio de los Prazeres en un coche de la Compañía; el alza de los valores le
aseguraba la tranquilidad de su patria; compuso una prosa notable. ¡Y su Adelaida le
amaba! Y se deleitó, sin duda, en la certeza de aquellas dichas que tanto contrastaban
con las imágenes sepulcrales que su pluma había manejado, porque Adelaida le oyó
murmurar:
—¡La vida es un bien inestimable! —y añadió como buen ciudadano—: Sobre
todo en esta era de gran prosperidad pública.
Y entró en la alcoba con la cabeza erguida, el pecho saliente, firme el andar,
levantando bien alto el candelabro. Su Adelaida le siguió bostezando; estaba cansada
por el constipado y por una hora de ternura que había gozado al anochecer con el
rubio y mimoso Arnaldo, cajero del «Almacén de América».

* * *

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A aquella hora dos hombres bajaron de un coche a la puerta del Hotel Central; uno
llevaba un ulster a cuadros y el otro un gabán de pieles. Un ómnibus paróse casi al
mismo tiempo, cargado de equipajes. Un criado alemán que conversaba en voz baja
con el portero los recogió en seguida, y quitándose la gorra:
—¡Oh, don Basilio! ¡Oh, señor vizconde!
El vizconde Reinaldo, que pateaba sobre las losas, rezongó desde dentro de sus
pieles:
—¡Los mismos, aquí estamos otra vez en la pocilga!
—¿Pero a estas horas?
—¿A qué horas quería usted que llegásemos? ¡Las horas de la guía, sin duda!
¡Doce horas de retraso nada más! En Portugal eso no es casi nada…
—¿Hubo algún accidente? —preguntó el criado con solicitud, siguiéndoles por la
escalera.
Y Reinaldo, pisando con pie nervioso el esparto del corredor:
—¡El accidente nacional! ¡Descarriló todo! ¡Estamos aquí por milagro! ¡Abyecto
país!
Y desahogó su cólera con el criado. Se hubiera desahogado con las piedras de la
calle; tal era su exceso de bilis:
—Hace un año que es ésta mi oración: ¡Dios mío, manda otra vez el terremoto! Y
todos los días leo los telegramas para ver si ha llegado el terremoto…, ¡y nada! Algún
ministro que cae o algún barón que surge. ¡Y del terremoto, nada! El Todopoderoso
hace oídos sordos a mis preces… ¡Protege al país! ¡Es tan bueno el uno como el otro!
Y sonreía, vagamente agradecido a una nación cuyos defectos le inspiraban tan
graciosas ocurrencias. Pero cuando el criado, muy consternado, le participó que no
había más que una salita y un dormitorio con dos camas en el piso tercero, la cólera
de Reinaldo no conoció límites:
—¿Entonces tenemos que dormir en el mismo cuarto? ¿Se ha creído usted que
don Basilio es mi amante, so libertino? ¿Está todo lleno? ¿Pero a quién demonios se
le ocurre venir a Portugal? ¿Extranjeros? ¡Eso es precisamente lo que me espanta! —
y encogiéndose de hombros con rencor—: ¡Es el clima, es el clima lo que les atrae!
¡El clima, este prodigioso cebo nacional! Un clima pestífero. ¡No hay nada más
ordinario que un buen clima!
Y no cesó de insultar a su país, mientras el criado, presuroso, sonriendo
servilmente, colocaba sobre una mesita platos, fiambres, un pollo frío y una botella
de vino de Borgoña.
Reinaldo venía a vender su última finca y había acompañado a Basilio, que volvía
a terminar «el engorroso negocio del caucho». Y no cesaba de murmurar
lúgubremente desde dentro de sus pieles:
—¡Ya estamos aquí! ¡Ya estamos en la pocilga!

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Basilio no contestaba. Desde que llegó a Santa Apolonia los recuerdos del
Paraíso, de la casa de Luisa, de toda aquella novela del verano pasado empezaron a
reaparecer, a atraerle con un encanto picaresco. Fue a recostarse en los cristales. Una
luna fría, pálida, corría ahora entre nubarrones color plomo; a veces una gran red
luminosa caía sobre el agua, centelleaba, y luego todo se oscurecía. Veladas
arboladuras se dibujaban en la sombra difusa, y algún fanal de barco temblaba
fríamente.
«¡Qué hará ella a estas horas!» —pensó Basilio—. Acostarse, naturalmente…
Poco imaginaba ella que él estaba allí, en un cuarto del Hotel Central.
Cenaron. Basilio puso la botellita de coñac en la cabecera de la cama. Y con la
cara cubierta de polvos, las vueltas de su camisa de dormir abiertas sobre el pecho,
muy tumbado, echando el humo del veguero, gozó de una lasitud confortable.
—Mañana ya podré esperarte aquí —dijo Reinaldo—. ¡Te precipitarás en seguida
sobre tu prima!
Basilio sonrió y su mirada vagó un rato por el techo; ciertos recuerdos de las
bellezas de ella, de su temperamento amoroso, le aportaron una vaga voluptuosidad;
se desperezó.
—¡Qué diablo! —dijo—. ¡Es una linda muchacha! ¡Vale realmente la pena!
Bebió otra copa de coñac, y al poco rato dormía profundamente. Era medianoche.
A aquella hora Jorge se despertó, y sentado en una silla, inmóvil, con sollozos
cansados que le estremecían aún, pensaba en ella. Sebastián, en su cuarto, lloraba
quedamente. Julián, en la Beneficencia, tumbado en un sofá, leía la Revue des Deux
Mondes. Leopoldina bailaba en una soirée de los Cuñas. Los demás dormían. Y el
viento frío que barría las nubes y agitaba el gas de los faroles estremecía tristemente
el follaje de un árbol sobre la sepultura de Luisa.

* * *

Dos días después, por la mañana, Basilio, en el Rocío, miraba a su alrededor,


buscando un cupé decente. Pero Pinteos le divisó desde lejos y dirigió hacia él su
tronco. ¡Aquí está Pinteos, señor! Pareció encantado de ver otra vez a don Basilio, y
apenas le dijo éste:
—¡Allá arriba, a la Patriarcal, Pinteos!
—¿A casa de la señora? En seguida, mi amo.
E irguiéndose en el pescante, arrancó. Cuando el coche paró en la puerta de Jorge,
Pablo salió a la calle, la estanquera corrió desde el mostrador, la criada del doctor se
volcó en la ventana. E inmóviles, abrían mucho los ojos.
Basilio tocó la campanilla un poco nervioso. Esperó, tiró el puro y volvió a
sacudir el cordón con fuerza.

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—Las maderas de los balcones están cerradas, mi amo —dijo Pinteos.
Basilio retrocedió hasta el centro de la calle; las maderas verdes estaban cerradas,
la casa tenía un aspecto silencioso. Basilio se dirigió a Pablo:
—¿Los señores que viven ahí están fuera?
—Ya no viven ahí —dijo Pablo lúgubremente, pasándose la mano por el bigote.
Basilio le miró, sorprendido en aquel tono.
—¿Dónde viven entonces?
Pablo carraspeó, y clavando en Basilio una mirada muy triste:
—¿Usted es el pariente?
Basilio dijo, sonriendo:
—Si, yo soy el pariente.
—Entonces, ¿no sabe nada?
—¿El qué, hombre de Dios?
Pablo se frotó la barbilla y oscilando la cabeza:
—Pues siento decírselo. La señora murió.
—¿Qué señora? —preguntó Basilio.
Y se puso muy pálido.
—¡La señora! Doña Luisa, la mujer del señor Carvalho, el ingeniero… Y don
Jorge está en casa de don Sebastián. Allí, al final de la calle. Si quiere usted ir…
—¡No! —dijo Basilio con un gesto rápido de mano. Le temblaban un poco los
labios—. ¿Pero cómo fue?
—¡Una fiebre! ¡Se la llevó en dos días!
Basilio se dirigió despacio al cupé con la cabeza baja. Miró una vez más hacia la
casa; cerró con fuerza la portezuela. Pínteos arreó hacia la Baixa. Pablo, entonces, se
acercó al estanco:
—¡No le ha hecho mucha impresión! ¡Nobles! ¡Una canalla! —murmuró.
La estanquera dijo, quejumbrosa:
—Pues yo no soy parienta suya y todas las noches rezo dos padrenuestros por su
alma…
—¡Y yo! —suspiró la carbonera.
—¡Sí que eso le servirá mucho! —rezongó Pablo, alejándose.
Estaba aquellos últimos tiempos más amargado. Vendía poco. Aquellas muertes
en la calle le hacían más desconfiado. ¡Cada día detestaba más a los curas! Y todas
las noches leía La Nación, que le dejaba Acevedo, devorando con rencor los artículos
devotos que le exasperaban y le empujaban hacia el ateísmo. Y el descontento de las
cosas públicas le inclinaba hacia la Comuna. Como decía él, lo encontraba todo una
porquería. Impulsado seguramente por aquel sentimiento, se volvió a la puerta del
estanco y dijo a las vecinas con aire lúgubre:
—¿Saben lo que es esto? ¿Saben lo que es todo esto?

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Y hacía un ademán que abarcaba el Universo. Las miró de un modo airado y
murmuró esta frase suprema:
—¡Un montón de estiércol!

* * *

Al bajar por la calle del Alecrim, Basilio vio al vizconde Reinaldo en la puerta del
hotel Street. Mandó parar a Pínteos, y saltando del cupé:
—¿No sabes?
—¿El qué?
—Mi prima murió.
El vizconde Reinaldo murmuró cortésmente:
—¡Pobrecilla!
Y fueron bajando la calle cogidos del brazo hasta el Aterro. El día era magnífico;
corría un vientecillo frío; en el aire luminoso, ligero, traspasado de sol, las casas, los
brotes de los árboles, los mástiles de las falúas, las arboladuras de los barcos, tenían
una nitidez muy recortada; los tonos resaltaban con una fuerza cantarína y alegre; el
río brillaba como un metal azul; el vapor de Cacilhas iba lanzando remolinos de
humo que tomaban un color lechoso, y al fondo las colinas tenían en la pulverización
de la luz una sombra azulada, donde las viviendas enjalbegadas relucían. Y los dos,
paseando despacio, iban hablando de Luisa. El vizconde Reinaldo, delicado,
compadecía a la pobre señora, ¡infeliz!, que se había dejado morir ¡con un tiempo tan
hermoso! Pero, en resumen, él siempre encontró absurdo aquel amorío… Porque, en
fin, con toda franqueza: ¿qué tenía ella? No quería hablar mal «de la pobre señora
que yacía en aquel cementerio horroroso»; pero, la verdad, no era una amante chic;
usaba medias de almacén, se había casado con un ordinario empleado de secretaría,
vivía en una casucha y no tenía amistades decentes; jugaba, naturalmente, a la lotería
de cartones y andaba por su casa en zapatillas de orillo; no tenía ingenio, ni toilettes
¡Qué demonio! ¡Era un desastre!
—Para uno o dos meses que pasase yo en Lisboa… —murmuró Basilio, con la
cabeza baja.
—Sí, para eso, tal vez. ¡Como higiene! —dijo Reinaldo con desdén.
Y siguieron callados, despacio. Se rieron mucho de un individuo que paseaba
guiando atarantado un tronco de caballos negros:
—¡Qué faetón! ¡Qué arreos! ¡Qué estilo! ¡Sólo en Lisboa se ven!…
Al final del Aterro dieron la vuelta, y el vizconde, pasándose los dedos por las
patillas:
—De modo que estás sin mujer…
Basilio tuvo una sonrisa resignada. Y después de un silencio, dando una fuerte

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raspadura en el pavimento con el bastón:
—¡Qué asco! ¡Podía haberme traído a Alfonsina!
Y fueron a tomar jerez a la Taberna Inglesa.

Septiembre 1875 a septiembre 1877.

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Notas

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[1] Ver CASARES, Julio: Crítica profana. Austral n.° 469, Buenos Aires, 1949. <<

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[2] Eça de Queirós: Notas Contemporáneas, Livros do Brasil, Lisboa, s.d., p. 260. <<

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[3] Para una cronología de la obra queirosiana consultar la lista de obras incluida en

este prólogo. <<

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[4] GASPAR SIMÓES, Joáo: Vida e obra de Eça de Queirós, op. cit., p. 203. <<

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[5] GUERRA DA CAL, Ernesto: Língua e estilo de Eça de Queiroz, Livraria Almedina,

Coimbra, 1981, p. 52. <<

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[6] EÇA DE QUEIRÓS: La correspondencia de Fradique Mendes, Destino, Barcelona,

1995, p. 119. <<

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[7] UNAMUNO, Miguel de: «El sarcasmo ibérico de Eça de Queirós», en Eça de
Queiroz «In Memoriam», org. por Eloy do Amaral y M. Cardoso Martha, Atlántida,
Coimbra, 1947, p. 387. <<

www.lectulandia.com - Página 359


[8] EÇA DE QUEIRÓS: Cartas inéditas de Fradique Mendes e mais páginas esquecidas,

Porto, 1973, p. 79. <<

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[9] GASPAR SIMÓES, Joáo: Vida e obra de Eça de Queirós, Livraria Bertrand, Lisboa,

1973, p. 414. <<

www.lectulandia.com - Página 361


[10] GUERRA DA CAL, Ernesto: Lengua y estilo de Eça de Queiroz. Bibliografía
Queirosiana. (6 vols), Universidade de Coimbra, Coimbra, 1975-1984, Vol. I, p. 36,
n.° 95. <<

www.lectulandia.com - Página 362


[11] Ver LIMA, Isabel Pires de: «Entre primos: D’O Primo Joao de Brito a O Primo

Basilio», en Revista da Faculdade de Letras Línguas e Literaturas, Porto XI, 1994,


pp. 229-245. <<

www.lectulandia.com - Página 363


[12] EÇA DE QUEIRÓS: Correspondència, IN-CM, Lisboa, 1983, p. 123. <<

www.lectulandia.com - Página 364


[13] EÇA DE QUEIRÓS: O Primo Basilio, Livros do Brasil, s.d., p. 212. <<

www.lectulandia.com - Página 365


[14]
EÇA DE QUEIRÓS: El primo Basilio, trad. de R. del Valle-Inclán, Bruguera,
Barcelona, 1983, p. 173. <<

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[15] La bibliografía sobre este tema empieza a ser amplia, especialmente en la cultura

anglosajona. Indico a continuación algunos títulos relevantes:


ACOSTA DE HESS, Josefina: Galdós y la novela de adulterio, Ed. Pliegos, Madrid,
1988; ARMSTRONG, Judith: The Novel of Adultery, The Macmillan Press Ltd.,
London, 1976; ARMSTRONG, Nancy: Deseo y ficción doméstica, Ed. Catedra-
Universitat de Valencia-Instituto de la Mujer, (Col. Feminismos, n.° 4), Madrid,
1991; CIPLIJAUSKAITÉ, Biruté: La mujer insatisfecha, Barcelona, Edhasa, 1984;
TANNER, Tony: Adultery in the novel: Contract and transgression, Baltimore, John
Hopkins University Press, 1979. <<

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[16] Recordemos, de forma no exhaustiva pero sí significativa de esa importancia,

algunos títulos sobre este tema en diversas literaturas y desde diferentes enfoques.
Gustave FLAUBERT: Madame Bovary; Lev TOLSTOI: Ana Karenina, Guerra y paz; y la
Sonata a Kreutzer; LESKOV: Lady Macbeth de la provincia de Mtsensk; TURGUENIEV:
Nido de nobles, El primer amor; CHEJOV: La dama del perrito; Fiodor DOSTOYEVSKI:
El eterno marido; EÇA DE QUEIRÓS: El primo Basilio, Los Maia, La ilustre Casa de
Ramires, Alves & Cia; MACHADO DE ASSIS: Dom Cusmurro; Theodor FONTANE: Effi
Briest, L’Adultera; Leopoldo Alas «CLARIN»: La Regenta; Benito PÉREZ GALDÓS: Lo
prohibido, Fortunata y Jacinta, Realidad; Mary WOLLSTONECRAFT: María, o los
errores de la mujer; George ELLIOT (Mary Ann Evans): Daniel Deronda; Kate
CHOPIN: El despertar, Un asunto indecoroso; Edith WHARTON: El día de fin de año.
<<

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[17] EÇA DE QUEIRÓS: Correspondencia, op. cit., Vol. I, p. 135. <<

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[18] MACHADO DE ASSIS: «Literatura realista: O Primo Basilio, romance do Sr. I…

ilc». Q. Porto, 1878. O Cruzeiro, Rio de Janeiro, 1878, 16 y 30 de abril. <<

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[19] EÇA DE QUEIRÓS: Cartas e outros escritos, Livros do Brasil, Lisboa, s.d., p. 28. <<

www.lectulandia.com - Página 371


[20] UNAMUNO, Miguel de: «El sarcasmo ibérico de Eça de Queiroz», en In Memoriam

Eça de Queiroz, Coimbra, 1947, p. 387. <<

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[21] LLORENS, Vicente: El Romanticismo español, Fundación Juan March-Ed. Castalia,

Madrid, 1979, p. 246. <<

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[22] SCHOPENHAUER, Arthur: El amor, las mujeres y la muerte, Ed. Edaf, Madrid,

1989, p. 57-58. <<

www.lectulandia.com - Página 374


[23] «Yo voy a concluir antes una novela de Eça de Queirós que me tiene asustado. No

creía yo que en Portugal se escribieran novelas tan buenas. Me refiero al Primo


Basilio, que recomiendo a Vd. si no lo conoce». Carta a Galdós, 24 de junio de 1883,
en Cartas a Galdós, Ed. de Soledad Ortega, Revista de Occidente, Madrid, 1964, p.
212. <<

www.lectulandia.com - Página 375


[24] Ver LOSADA SOLER, Elena: «Eça de Queirós nos escritos de Emilia Pardo Bazán”,

Boletín Galego de Literatura, n.° 7, Maio 1992, Santiago de Compostela, p. 17-22.


<<

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[25] EÇA DE QUEIRÓS: La correspondencia de Fradique Mendes, op, cit, p. 140. <<

www.lectulandia.com - Página 377


[26] UNAMUNO, Miguel de: «El sarcasmo ibérico de Eça de Queiroz», en In Memoriam

Eça de Queiroz, Coimbra, 1947, p. 388. <<

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[27] «Esta carta, escrita a Teófilo Braga a raíz de la primera edición de El primo

Basilio, además de contener algunas observaciones sobre su propio proceso literario,


aclara por completo el pensamiento del autor, revelando su propósito de criticar un
aspecto de la vida social portuguesa, a través de un cuadro familiar lisboeta, y la
razón psicológica de los personajes que en este cuadro se mueven. Por todo esto
creyeron los editores que traerla de esos volúmenes donde primero se publicó a estas
páginas que le dieron origen era restituirla a su adecuado lugar, dando al lector la
comodidad de encontrar junto a la novela la indicación de los antecedentes con que,
según espontánea declaración, trabajó su autor». (Nota de los editores Lello &
Hermano, Oporto-Lisboa). <<

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[28] Musset: Alfred de (1810-1857). Poeta y dramaturgo romántico francés de carácter

intimista. Margarita Gautier: Heroína romántica, protagonista de La dama de las


camelias, de A. Dumas. Sobre esa historia Verdi compondrá La Traviata. Castillo:
Antonio Feliciano de Castilho (1800-1875), poeta de la primera generación romántica
portuguesa. Dominó el panorama literario portugués como una especie de
«patriarca«de obligada referencia durante más de cuarenta años. La generación de
Eça tuvo duros enfrentamientos con él. <<

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[29] don Miguel: el príncipe don Miguel de Braganza, hijo segundo del rey Juan VI.

Absolutista y ultracatólico, se enfrentó a su hermano mayor, don Pedro, en la guerra


entre liberales y absolutistas. Proclamado rey en 1828, en 1834 fue depuesto y tuvo
que exiliarse. Representa una mentalidad muy cercana a la del carlismo español. <<

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[30] Garrett: Almeida Garrett (1799-1854). Poeta, novelista y dramaturgo. Una de las

grandes figuras del romanticismo portugués. De ideología liberal y gran proyección


pública a través de su reforma del Teatro Nacional. Su obra más conocida es Viagens
na minha térra. Herculano: Alexandre Herculano (1810-1877). Historiador, novelista
y poeta. Compañero de generación de Garrett. Gran historiador, especializado en la
Edad Media. Su integridad moral lo convirtió en una referencia ética para la
generación de Eça. Introdujo en Portugal la novela histórica. <<

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[31] don Femando: Fernando Augusto de Saxe-Coburgo-Gotha (1816-1885), segundo

marido de la reina María II y rey consorte desde 1837. La Regencia es la de don


Fernando, entre la muerte de María II en 1853 y la mayoría de edad de su hijo, Pedro
V, en 1855. El palacio de las Necesidades está en Lisboa, en el barrio de Ajuda, y fue
escenario de solemnes fiestas monárquicas. <<

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[32] estatua de don Pedro: Don Pedro IV (1798-1834), rey de Portugal. La estatua está

en la Praga do Rossio, eje central de la Lisboa del siglo XIX. Vid. también nota 40. <<

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[33] Pedro II (1825-1891), emperador ilustrado de Brasil. Abolió la esclavitud en

1888. Murió exiliado en París por sus ideas laicas y progresistas. <<

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[34] don José I: Rey de Portugal (1767-1830). Su primer ministro fue el Marqués de

Pombal, máximo representante del despotismo ilustrado. <<

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[35] Eurico o Presbítero (1844): famosa novela histórica, emblemática del
Romanticismo portugués, escrita por A. Herculano. Su acción transcurre en los
tiempos finales de la monarquía visigótica. <<

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[36] don Juan VI: Rey de Portugal (1767-1830), es el equivalente portugués de nuestro

Carlos IV. Trasladó la corte al Brasil huyendo de la invasión napoleónica. Es una


figura un poco ridícula y marca la añoranza por los tiempos pasados. <<

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[37] Paul Féval: (1817-1887). Novelista folletinista francés de gran éxito en su época.

Entre sus novelas destaca El jorobado. <<

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[38]
Phoudhon, Pierre Joseph (1809-1865). Filósofo socialista utópico francés,
enemigo de la propiedad privada y del Estado. Bastiat, Frédéric (1801-1850).
Economista y político francés, partidario del librecambismo y opuesto a Proudhon.
Jouffroy, Théodore (1796-1842). Filósofo francés, destacado especialista en
psicología, estética y derecho. <<

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[39] palacio de Queluz: Residencia de los reyes de Portugal desde el siglo XVIII.

Situado a unos 30 kilómetros de Lisboa, es una réplica, a tamaño reducido, de


Versalles. <<

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[40] don Pedro IV: Rey de Portugal y Emperador del Brasil. Luchó contra su hermano

don Miguel. Romántico, tuberculoso y donjuanesco, ligado a la masonería, es una de


las personalidades más interesantes del siglo XIX portugués. La presencia en una casa
de una litografía de don Pedro IV indica la filiación liberal de sus habitantes. <<

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[41] Fray Luis de Sousa: Drama romántico de Almeida Garrett, ambientado en los

inicios del dominio español de Portugal, a finales del siglo XVI. Se estrenó en el
recién inaugurado teatro D.ª María II en 1843 y es la pieza maestra del teatro
romántico portugués. <<

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[42]
Rodrigo de Fonseca Magalhaes: Político portugués. Su acción fue muy
importante en la creación de la primera red de enseñanza pública en Portugal en la
segunda mitad del siglo XIX. <<

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[43] Bocage: Manuel María de Barbosa du Bocage (1765-1805). El mejor poeta
prerromántico portugués. Precursor de los «malditos», irreverente en todos los
campos, poeta satírico y autor de unas afamadas y clandestinas «poesías obscenas»
(las que tiene el consejero en su mesilla de noche). Sociedad Primero de Mayo: El 1
de diciembre de 1640 Portugal recuperó la independencia, tras 60 de unión con la
corona española. La «Sociedade Primeiro de Dezembro» era una organización muy
«patriótica», dedicada a cultivar una idea megalómana y providencialista de Portugal
y a mantener vivo el odio a todo lo español. <<

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