José Maria Eça de Queirós - El Primo Basilio
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José Maria Eça de Queirós
El primo Basilio
ePub r1.0
IbnKhaldun 18.09.14
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Título original: O Primo Basilio
José Maria Eça de Queirós, 1878
Traducción y prólogo: Elena Losada Soler
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Introducción
José María de Eça de Queirós (Póvoa de Varzim 1845-París 1900) es el máximo
representante del realismo literario en Portugal, sin duda la voz más importante de la
narrativa portuguesa de su época y uno de los nombres claves para comprender la
Europa burguesa del XIX. También para la literatura española, y a pesar de ese mutuo
desconocimiento que ya parece ser un tópico inevitable, el autor portugués es una
referencia. El eco de Eça de Queirós resuena en Wenceslao Fernández Flórez y en
Julio Camba, pero muy especialmente en el Valle-Inclán de las Sonatas, quien leyó
muy bien la obra queirosiana —aunque la tradujera mal— y de cuyo estilo, en
especial en su adjetivación, tanto aprendió.[1]
Eça de Queirós nació en 1845 en Póvoa de Varzim, población situada al norte de
Oporto. Era hijo natural del magistrado José María de Almeida Teixeira de Queirós y
de Carolina Pereira de Eça. Cuatro años después de su nacimiento sus padres se
casaron pero el niño siguió viviendo con sus abuelos paternos. Podríamos buscar
proyecciones de esta situación, aun a riesgo de abusar del psicoanálisis, en el entorno
familiar de sus personajes, siempre huérfanos, sin hermanos, criados por tíos o
abuelos. De hecho el propio Eça se desvinculó de su familia y sólo reclamó su
legitimación poco antes de su boda en 1886.
Con la excepción de las circunstancias de su nacimiento la biografía de Eça de
Queirós carece de grandes sucesos y de lances espectaculares. Entre 1861 y 1866
estudió derecho en Coimbra. La ciudad universitaria era entonces un microcosmos en
ebullición. El Portugal que ve nacer a Eça de Queirós ya no es el escenario de las
exaltadas luchas entre liberales y absolutistas de principios de siglo. Bajo la
monarquía constitucional de D. Pedro V y, sobre todo, de D. Luís I la política
portuguesa se remansa y se establece un turno de partidos casi ritual, muy semejante
al de la Restauración española, entre los Regeneradores y los Progresistas. Es la
asunción del triunfo burgués, blanco de los ataques de Eça en sus primeras novelas.
En medio de este marasmo controlado por un caciquismo rural férreo, claramente
manifiesto en La ilustre Casa de Ramires, sólo la aparición en 1874 del Partido
Republicano introduce elementos de desestabilización y de renovación. Este es el
marco estricto en que se gesta y se publica El primo Basilio. Pero si la situación
política era de una estabilidad forzada y aburrida la vida cultural era más interesante.
La agitación comenzó en 1865 con la llamada «Cuestión de Coimbra», una polémica
literaria a la cual la literatura prestó su voz para la expresión de un enfrentamiento
generacional que iba más allá del ámbito artístico. En la polémica se enfrentaron los
jóvenes poetas de Coimbra —un mínimo grupo de apenas dos integrantes: Teófilo
Braga, futuro presidente de la 1ª República Portuguesa, y Antero de Quental— y el
poder literario representado en Lisboa por Antonio José Feliciano de Castilho, el
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último superviviente de la primera generación romántica. El enfrentamiento tuvo su
origen en el poco afortunado prólogo laudatorio que este último escribió para una
obra de Pinheiro Chagas, uno de sus protegidos. La avalancha de panfletos y
contrapanfletos que durante dos años generó la polémica fue el indicador de la
inminencia del cambio. Pese a todo la «Cuestión de Coimbra» no fue, como a veces
se ha dicho, el enfrentamiento de una nueva generación realista contra los viejos
ultrarrománticos. En 1865 también Teófilo Braga, Antero de Quental y el propio Eça
de Queirós, que asistió a la polémica de Coimbra, como él mismo reconoció, como
mero espectador, son románticos, pero lo son con un romanticismo diferente al de sus
predecesores, lo son con otras influencias. Eça de Queirós nos dejó un inventario de
esas lecturas, llegadas por la nueva línea del ferrocarril: «Cada mañana traía su
revelación, como un nuevo sol. ¡Era Michelet que surgía, y Hegel, y Vico, y
Proudhon, y Hugo, convertido en profeta y justiciero de los reyes, y Balzac, con su
mundo perverso y lánguido, y Goethe, vasto como el universo, y Poe, y Heine, y creo
que ya Darwin y tantos otros!»[2] Se trata de una mezcla de romanticismo y
positivismo, especialmente marcado por el Hugo poeta social de Les Châtiments, que
debía chocar necesariamente con los Lamartine y Walter Scott de la generación
precedente.
Pero más allá de la polémica literaria, el efecto más claro de la Cuestión de
Coimbra sobre Eça de Queirós fue la admiración que despertó en él Antero de
Quental, líder indiscutible de los estudiantes de 1865. El joven Eça, que ya entonces
colocaba entre la fe y la realidad el filtro distanciador de la ironía, quedó fascinado
por la personalidad de Antero, en especial por su capacidad de entrega a un ideal
político y social.
En 1866, recién licenciado, empieza a publicar en Gazeta de Portugal sus
primeros textos, recogidos póstumamente bajo el epígrafe de Prosas bárbaras,[3]
sugerido por él mismo, ya en su madurez, con nostálgico distanciamiento. Al año
siguiente funda y dirige en Évora —de hecho lo elabora en su totalidad— el
periódico de oposición gubernamental O Distrito de Évora, verdadera escuela en la
que el joven Eça aprende sociología política y también practica la variedad de
registros que la prosa periodística le exige.
En 1869 tiene lugar uno de los hechos cruciales de su vida. El joven Eça de
Queirós, corresponsal del Diario de Noticias, y su amigo y futuro cuñado el conde de
Resende viajan a Suez para asistir a la inauguración del Canal, la gran obra de
ingeniería que alimentó el mito del progreso y el orgullo científico de los europeos y
fortaleció las bases del pensamiento positivista de mediados de siglo. Los dos amigos
embarcaron en Lisboa el 23 de octubre de 1869 y regresaron el 3 de enero de 1870.
Visitaron Egipto (Alejandría y el Cairo) asistieron a los fastos inaugurales del Canal y
prolongaron después su viaje hasta Palestina.
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Este viaje, tan cargado de resonancias artísticas, siguiendo las huellas de Gérard
de Nerval y de Flaubert, marca un hito en la evolución de la estética queirosiana. Los
folletines de la Gazeta de Portugal son todavía textos de iniciación, claramente
romántico-baudelairianos y resuenan fuertemente en ellos los ecos de las lecturas que
los alimentaron. A su regreso de Egipto y tras una lectura minuciosa de Flaubert, que
será su gran maestro de estilo, Eça cambia de rumbo estético:
«Este paralelo con Flaubert tiene razón de ser. Leyendo sus novelas Eça, antes
de Oriente, encontró una literatura enraizada en la realidad. Madame Bovary, esa
fue entonces la obra que más le entusiasmó. La visión necesita ser disciplinada.
Flaubert le enseñó a ver. Le faltaba tener algo que ver. Tan hondamente había
actuado ya sobre él el magisterio del maestro de Croisset que ciertos detalles de
Oriente Eça los ve como Flaubert los vio».[4]
Por otra parte este viaje real dio muchos frutos literarios. La posterior actividad
periodística de Eça le debe mucho. Desde las crónicas «De Port Said a Suez» para el
Diario de Noticias en 1870 hasta la serie de artículos «Los ingleses en Egipto»
(1882) publicados en la Gazeta de Noticias de Rio de Janeiro y recogidos en Cartas
de Inglaterra resuena el eco de este viaje. También su obra ficcional es un constante
testimonio de ese periplo mediterráneo. Además de los casos en que el viaje articula
el texto, como en La reliquia y en La correspondencia de Fradique Mendes,
encontramos ecos del viaje de 1869 en el periplo que en Los Maia Carlos emprende
para «[…] hacer esa cosa estúpida y siempre eficaz que se llama distraerse […]». El
protagonista de El mandarín para acallar sus remordimientos viaja también y acabará
por levantar su tienda «[…] ante las murallas evangélicas de Jerusalén […] «y
visitará «[…] ese largo Egipto monumental y triste como el corredor de un
mausoleo».
Este periplo norteafricano no es el único viaje que realizó Eça de Queirós, cuya
vida transcurrió bajo el signo del nomadismo profesional, pero es el único que dejó
huella en su obra; la literatura alimenta a la literatura y el «viaje a Oriente» tenía una
tradición y un significado del que carecía, por aquel entonces, el viaje por los Estados
Unidos, Canadá y América Central que Eça llevó a cabo entre mayo y noviembre de
1873 sin que dejara ningún rastro en su obra ficcional.
Un año después de este viaje a Oriente Eça de Queirós participó —ahora sí
activamente— en uno de los hitos más significativos de la cultura portuguesa de la
segunda mitad de siglo: las «Conferencias Democráticas» en el Casino de Lisboa. Las
«Conferencias del Casino» fueron la concreción práctica de las líneas programáticas
que Antero de Quental había aportado a la tertulia que, bajo el nombre de «El
cenáculo» reunía en la Travessa do Guarda-Mor a buena parte de la futura
«Generación del 70». Bajo la guía de Antero y la influencia del pensamiento de
Proudhon elaboraron un programa de renovación nacional que tenía como eje la
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necesidad de romper el aislamiento de Portugal y de integrarlo en los movimientos
culturales, políticos y sociales que agitaban Europa. El propio Antero se encargó de
exponer el manifiesto de este nuevo ideario en la conferencia inaugural del ciclo, el
22 de mayo de 1871, ideario recogido en un texto redactado por él mismo y firmado,
entre otros, por Teófilo Braga, Eça de Queirós, Manuel de Arriaga, Oliveira Martins y
Jaime Batalha Reis.
La conmoción provocada por este ciclo de conferencias, que incluía títulos tan
revulsivos como «Causas de la decadencia de los pueblos peninsulares» o «Los
historiadores críticos de Jesús», fue tal que un decreto ministerial prohibiendo la
continuación del ciclo abortó el proyecto el 26 de junio del mismo año. Por aquel
entonces Eça de Queirós ya había pronunciado su conferencia, que fue la cuarta. Su
contenido nos es accesible sólo a través de las reseñas de prensa, ya que debió de
basarse en un mínimo guión nunca publicado. El título también deja dudas, algunos
periódicos reseñaron «La moderna literatura» otros «El realismo como nueva
expresión del arte». En cualquier caso la conferencia recoge el punto en que se
encontraba la evolución literaria de Eça en 1871 y es también el primer análisis sobre
el realismo como corriente literaria que se hace en Portugal. Siguiendo a Proudhon,
Eça aboga por un arte revolucionario: frente a la decadencia del romanticismo el arte
debe volver a la realidad, describirla y actuar sobre ella. Se trata de un eclecticismo
entre las teorías sociales de Proudhon y las ideas de Taine sobre la influencia de
factores extraliterarios en la literatura. Si los periodistas reseñaron bien, lo que Eça
propugnaba en 1871 era una simbiosis entre realismo y naturalismo en la cual el ideal
literario era describir la realidad para, de acuerdo con una tesis ideológica previa,
transformarla.
La exposición de Eça de Queirós desencadenó una polémica sobre la «nueva
expresión del arte» que enfrentó —ahora así— a realistas y románticos. Pero la
conferencia era más que un ataque a la literatura establecida, era el prólogo teórico a
su propia producción ficcional entre 1874 (fecha del cuento Rarezas de una
muchacha rubia) y 1880 (inicio de su alejamiento del realismo con El mandarín),
época a la que corresponden sus dos grandes novelas realistas: El crimen del padre
Amaro y El primo Basilio.
El realismo-naturalismo portugués, que tiene, pues, como fecha «a quo» esta
conferencia de Eça, presenta puntos en común, pero también alguna notable
diferencia, con el caso español. En ambos casos el naturalismo es una estética
íntimamente relacionada con una ética, la del progresismo positivista de la segunda
mitad del siglo, y en algunos autores, no en todos, está cercana al pensamiento
socialista o anarquista. La novela —género literario por excelencia del naturalismo—
se convierte en un arma «científica» para la transformación de la sociedad. Apoyada
en la fisiología (Claude Bernard: Introducción a la medicina experimental), en el
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pensamiento político (Proudhon), en la historia y en la filosofía (Taine: Filosofía del
arte) y en las ciencias naturales (Darwin), la narrativa naturalista parte de un
apriorismo: mostrar los aspectos más perversos y nefastos de la sociedad para que
ésta, ante tan terribles retratos, se vea impelida, como consecuencia de esa catarsis, a
transformarse. La novela naturalista es, pues, de tesis y aspira a una regeneración
social y nacional. En España y en Portugal la coexistencia de un romanticismo tardío
con un realismo también tardío frente a un naturalismo que llegó a su tiempo produjo
una simultaneidad de ambas estéticas y también un inevitable conflicto con las
corrientes idealistas.
Pero hay algunas diferencias significativas. El realismo-naturalismo español es un
concierto polifónico con varias voces al mismo nivel. Galdós no apaga a «Clarín» ni
viceversa y se oyen también nítidas las voces de la Pardo Bazán, de Blasco Ibáñez y
también de sus oponentes, Valera y Pereda. El realismo-naturalismo portugués es casi
un solo a cargo de Eça de Queirós seguido por un coro a gran distancia: Teixeira de
Queirós, Júlio Lourenfo Pinto, José Augusto Vieira y Abel Botelho, todos ellos
mucho más naturalistas «strictu sensu» que Eça.
Los naturalistas portugueses se agruparon en torno a la Revista de Estudos Livres,
dirigida por Teófilo Braga y Teixeira Bastos, donde en 1885 aparecieron una serie de
artículos bajo el epígrafe genérico de «Novelistas naturalistas». En torno a esos años
(teniendo en cuenta que en 1875 Eça de Queirós publica la primera versión de El
crimen del padre Amaro, en 1878 El primo Basilio y en 1880 la tercera y definitiva
versión de El crimen del padre Amaro) se sitúa la polémica del naturalismo en
Portugal, casi paralelamente al discurrir de la misma polémica en España. Es
importante destacar que, en ambos países, la introducción de las nuevas corrientes
estéticas se produce en un marco de controversia casi violenta. La oposición española
entre la Pardo Bazán y «Clarín» de un lado (por mencionar sólo dos nombres) y
Valera y Pereda del otro, se produce en Portugal entre Eça de Queirós (con
reticencias), Lourengo Pinto y Fialho de Almeida frente a Pinheiro Chagas, Latino
Coelho y Camilo Castelo Branco. Casi todos estos escritores naturalistas tuvieron una
actitud ambigua de atracción-rechazo —psicoanalíticamente muy interesante— ante
la obra de Eça de Queirós. Admiraron sus primeras obras, las más cercanas al credo
oficial, aunque ya en ellas señalaron «desviaciones» de la ortodoxia naturalista, como
la ironía. A partir de la publicación de El mandarín (1880) se produjo la ruptura.
Tras el revuelo provocado por las «Conferencias del Casino». Eça de Queirós
cerró una etapa, la de los estudios, las tertulias y la agitación social y cultural para
entrar en la que será, ya para el resto de su vida, su profesión: la carrera diplomática.
El 16 de marzo de 1872 fúe nombrado cónsul de Portugal en La Habana y el 9 de
noviembre tomó posesión de su cargo. Su profesión diplomática se desarrolló
siempre en un discreto nivel, sin implicación política ni embajadas de primer orden,
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pero facilitó dos circunstancias de gran influencia en su obra: la posibilidad de
independizar creación literaria y necesidad económica y la de alejarse físicamente de
Portugal.
Eça no será, pese a sus constantes quejas de dificultades económicas, un
«profesional» de la narrativa como Camilo Castelo Branco o Balzac. Podrá permitirse
gestar una novela —caso de Los Maia— durante ocho años, corregir obsesivamente
una y otra vez los manuscritos y las galeradas sucesivas hasta convertirse en el terror
de los tipógrafos en una perpetua busca de la palabra precisa, de la expresión más
sugerente.
Si hay algo que caracteriza esencialmente la prosa de Eça de Queirós es lo que
Marichal llamó la «voluntad de estilo», el ansia de crear una forma de expresión que
fuera a la vez personal, nueva y perfecta. La voluntad de estilo es para él algo que
trasciende la pura perfección formal. Eça rehúye siempre en sus páginas la
confesionalidad directa, la expresión de un yo sentimental. La ironía es un arma
distanciadora, no es posible involucrarse íntimamente en una situación y
contemplarla irónicamente al mismo tiempo. Eça optó por esa visión distanciada de la
realidad pero a través de su obsesión por la palabra expresó su «paisaje interior».[5]
Bajo las fases aparentemente contradictorias de la evolución literaria queirosiana —
Eça romántico, naturalista, modernista, látigo de burgueses, cruel ridiculizador de la
Iglesia burocratizada o biógrafo de santos— fluye una única corriente común, más
profunda que la temática y la adscripción a una corriente literaria: la constante
voluntad de crear una prosa que fuera, como la define su «alter ego». Fradique
Mendes: «[…] algo cristalino, aterciopelado, ondulante, marmóreo, que solo, por sí
mismo, plásticamente, creara una absoluta belleza, y que, expresivamente, como
palabra, lo pudiese traducir todo, desde los más fugaces tonos de luz hasta los más
sutiles estados del alma.»[6] Esta «religión de la forma», en terminología queirosiana,
es lo más sobresaliente de su obra, lo que la levanta por encima de la media de los
novelistas de su época y lo que hace que más allá de la trama de su ficción, de las
anécdotas del argumento, se pueda releer una y cien veces una página queirosiana
encontrando en ella siempre algo nuevo. Como dijo Unamuno: «[…] en Eça de
Queirós hay muchas páginas, muchísimas, que tienen valor por sí. Se puede ojear al
azar, por aquí y por allá, una novela de Eça de Queirós. Cada perla del collar tiene
valor de por sí».[7]
Para la creación de este lenguaje que es en realidad, una forma de pensar Eça
contó con dos maestros principales, Flaubert y Almeida Garrett (1799-1854), el mejor
de los románticos portugueses. La influencia de Flaubert fue inmediatamente
percibida por los críticos, tanto por los favorables, que apoyaban la cosmopolitización
de la literatura portuguesa, como por los desfavorables que le acusaron de
empobrecer y afrancesar el léxico portugués. Eça de Queirós comparte con el autor
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de Madame Bovary el culto del estilo. Para Flaubert la superioridad del arte sobre la
vida era total, de una forma menos radical también lo era para el portugués.
La influencia de Garrett pasó más desapercibida pese a ser esencial y proceder de
su misma tradición literaria y de su misma lengua. Almeida Garrett fue el verdadero
renovador del portugués escrito, vio claramente el estancamiento provocado por el
divorcio existente entre lengua escrita y lengua hablada y trató, especialmente en su
obra más destacada, Viajes por mi tierra, de reducir esta distancia. Garrett tenía
además, como el propio Eça, una visión dialéctica de la realidad, un antidogmatismo
a la vez racional e instintivo. A ambos la vida se les ofrecía en una multitud de
aspectos. Para captar esa realidad facetada y poliédrica era necesario encontrar unas
fórmulas dúctiles, que permitieran aprehender el sentido fluente de la existencia,
fórmulas literarias que, como la adjetivación binaria y ternaria o el juego surgido de
la yuxtaposición de un adjetivo objetivo y uno de sugerencias subjetivas, permitieran
exponer los diversos ángulos de la percepción.
Eça fue acusado muchas veces de ser un escritor de léxico pobre, lo cual resulta
objetivamente cierto si se compara con la exuberancia vocabular de Camilo Castelo
Branco. Su defensa fue una paráfrasis de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los
pobres de léxico porque de ellos es el reino de la gloria».[8] En realidad era la defensa
de una prosa combinatoria, en la que pocas unidades léxicas sabiamente combinadas
podían crear un mayor efecto de fuerza, de gracia o de sugestión.
La segunda consecuencia de su «exilio consular» fue el alejamiento de Portugal,
es decir de los temas y de la realidad de su primera narrativa. Entre 1872 y 1900 Eça
sólo regresó a Portugal en los periodos de vacaciones. Esta distancia opera en dos
sentidos: por una parte provoca la progresiva idealización de su patria lejana, que irá
convirtiéndose en una Arcadia depurada por la memoria selectiva y que
literariamente mellará las duras críticas de su primera etapa; por otra parte fue
perdiendo poco a poco el contacto directo con la realidad sobre la que escribía. Mal
podía Eça plegarse a la ortodoxia realista de la observación inmediata estando a miles
de kilómetros del Portugal que era su materia literaria. Este conjunto de
circunstancias: el culto al estilo —que anula el objetivismo realista—, la visión
irónica y la imposibilidad de una mirada cotidiana sobre la realidad portuguesa le
alejaron paulatinamente de la ortodoxia naturalista y marcaron la evolución de su
narrativa.
La estancia de Eça de Queirós en Cuba fue breve. En noviembre de 1874 fue
destinado a Newcastle-on-Tyne, donde estuvo hasta ser trasladado a Bristol en 1878.
En total Eça permaneció en Inglaterra catorce años, hasta su nombramiento como
cónsul en París en 1888, Durante esos años se quejó amargamente en sus cartas,
como suelen hacer los diplomáticos, del clima inglés y de su gastronomía, pero
también profundizó en el conocimiento de la literatura inglesa, cuya vena irónica tan
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bien conectaba con su propio estilo. Esa influencia es muy notable en la ambientación
«inglesa» de Los Maia.
Los años de Inglaterra son los de la etapa realista-naturalista y también los del
progresivo abandono de esta corriente estética. A su regreso del viaje a Oriente Eça se
despide del romanticismo de Prosas bárbaras con El misterio de la carretera de
Sintra, una parodia de folletín romántico y rocambolesco, escrito en colaboración con
Ramalho Ortigáo, con quien colabora también en la serie de Las banderillas, crónicas
satíricas sobre la vida de Lisboa en las que Eça aguza su estilete contra los aspectos
más ridículos de la vida burguesa. En 1874 aparece en el Diário de Noticias el cuento
Rarezas de una muchacha rubia, su primer ensayo de prosa ficcional realista.
Decidido a predicar con el ejemplo las ideas de su conferencia escribe en sus años de
Newcastle las dos primeras versiones de El crimen del padre Amaro y El primo
Basilio. Las dos novelas son representativas del Eça de Queirós más estrictamente
naturalista, al menos en su contenido temático, ya que el uso irónico del lenguaje y
las distorsiones de la tesis moral marcan ya una cierta heterodoxia. El crimen del
padre Amaro es la aportación queirosiana al tópico realista del pecado carnal del
sacerdote, desde la óptica anticlerical de crítica a la hipocresía de una Iglesia
institucionalizada, y un análisis de las nefastas consecuencias de las vocaciones
inducidas y del celibato sacerdotal impuesto. El primo Basilio es también la
realización queirosiana de un topos epocal, el adulterio femenino en el seno del
mundo burgués; lo comentaremos más adelante.
También durante esta época Eça planea un ambicioso proyecto titulado «Escenas
de la vida portuguesa» o «Escenas de la vida real» que no llegaría a ver la luz más
que en la dudosa forma de las publicaciones póstumas refundidas por su hijo.
Deberían haber sido doce novelas cortas, relacionadas entre sí a través de algunos
personajes que, a la manera balzaquiana, servirían de nexo entre ellas. En octubre de
1877 Eça escribe a su editor Chardron indicándole los títulos junto con la explicación
del plan de la obra:
«Tengo una idea que creo que daría muy buen resultado. Se trataría de una
colección de pequeñas novelas entre 180 y 200 páginas que sería un retrato de la
vida contemporánea en Portugal: Lisboa, Porto, provincias […] todas las clases,
todas las costumbres entrarían en esa galería. La cosa podría llamarse “Escenas de
la vida real” […] Cada novela tendría después su título propio […] los personajes
de una aparecerían en las otras de manera que la colección formaría un todo…
[…]».[9]
Eça trabajó casi diez años en este proyecto que nunca terminó. ¿Por qué se
malogró este ciclo de novelas? Podríamos pensar que algo tuvieron que ver las
críticas del gran novelista brasileño Machado de Assis a El primo Basilio, que mucho
afectaron a Eça; pero sin duda tuvo mayor importancia la propia evolución estética
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del autor y un progresivo cansancio de las fórmulas realistas. Muchas de las novelas
anunciadas fueron abandonadas en diversas fases de realización, otras cambiaron de
rumbo y se convirtieron en extensas novelas que forman lo mejor de la producción
queirosiana, como Los Maia. Estas novelas —La capital, El conde de Abranhos,
Alves & Cia— en algunos casos difíciles de datar, que tienen en común haber sido
desechadas por su propio autor y encontrarse en niveles muy diferentes de
elaboración, constituyen el conjunto de publicaciones póstumas que Eça de Queirós
hijo reconstruyó, y en algunos casos casi escribió de nuevo, para darlas a la imprenta
en los años veinte.
A partir de 1880 Eça empieza a dar señales de cansancio del realismo e inicia un
nuevo rumbo estético. Es el año en que empieza a escribir Los Maia. Concebida al
principio como una más de las novelas breves de «Escenas de la vida portuguesa» se
convertirá en el proyecto más ambicioso de su vida. Varias veces Chardron anunciará
la inmediata publicación de la novela y varias veces deberá aplazarla, ya que el texto
no estuvo definitivamente listo hasta 1888. En esos ocho años la novela breve inicial
ha crecido hasta las 700 páginas y se han producido importantes modificaciones en la
óptica artística de su autor. También en el contexto cultural europeo las cosas habían
cambiado, el cansancio del realismo se acentuaba y se hacía general, la literatura
rusa, divulgada en Occidente por De Vogué propició formas de psicologismo distintas
a las anteriores y al espiritualismo de tintes franciscanos inspirados por el libro de
Sabatier se unen formas estéticas que preludian el modernismo y otros ismos
finiseculares. Los Maia refleja esa transición. A lo largo de la novela la descripción
realista de las clases altas de Lisboa se completa con la nueva importancia atribuida a
los sueños y premoniciones y con la construcción simbólica de la novela. La familia,
microcosmos simbólico como en la tragedia griega, refleja en el incesto entre Carlos
y María Eduarda da Maia, hermanos separados desde niños, el fracaso de todo un
mundo basado en el orden lógico del positivismo. También desde el punto de vista de
la técnica narrativa hay cambios significativos, el narrador más o menos objetivo e
impersonal —que en el caso de Eça nunca lo fue mucho— deja paso a la focalización
interna en los personajes y al discurso indirecto.
Mientras Los Maia proseguía su lenta gestación y para tranquilizar al pobre
Chardron, editor en la eterna angustia de la espera, Eça publica dos novelas breves
para entretener a sus lectores: El mandarín (1880) y La reliquia (1887). Son dos
novelas «novelescas», que rompen con toda su producción anterior. El mandarín es
un cuento filosófico, una fábula voltairiana basada en un tema de Chateaubriand:
¿matarías a un viejo mandarín en los confines de China si para ello sólo tuvieras que
tocar una campanilla y así heredaras su fortuna? Como era de esperar la resolución
queirosiana de este apólogo moral resultó muy distinta a la del romántico francés. La
reliquia es una novela sobre la hipocresía. Teodorico Raposo se ve obligado a fingir
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una religiosidad que no siente para heredar la fortuna de su muy beata tía. En su viaje
a Palestina «fabrica» una reliquia que va a asegurarle para siempre la anhelada
herencia. Por una burla del destino —y por un error en los paquetes— será el
camisón de su amante lo que aparezca en el oratorio de doña Patrocinio. Estas dos
novelas llenas de malévolo humor y de fantasía marcan el fin de la fase realista de
Eça de Queirós y el inicio de un camino literario que le llevará en muy pocos años al
modernismo —llamado en Portugal simbolismo— mucho antes de la aparición de
formas fin de siglo en la literatura española.
En el momento en que se produce este importante cambio de rumbo estético tiene
lugar un hecho decisivo también en la vida personal de Eça de Queirós. El 10 de
febrero de 1886 se casa con Emilia de Castro, condesa de Resende, la hermana menor
de su amigo de juventud y compañero en el viaje a Egipto. Con este enlace Eça entra
en un círculo de la sociedad portuguesa muy distinto a su burguesía de origen. Ya en
Los Maia los personajes pertenecen a la alta burguesía financiera y a la aristocracia y
en La ilustre Casa de Ramires el círculo descrito es el de la antiquísima aristocracia
rural. El joven airado de la tertulia proudhoniana del «Cenáculo» se remansa, el
martillo de clérigos y burgueses deja paso al refinadísimo estilista, el sarcasmo
evoluciona hacia una sutil ironía finisecular.
Finalmente, en 1888, vio cumplido su sueño de muchos años: dejar Inglaterra y
ocupar el consulado portugués en París. Allí vivirá hasta su muerte, allí nacerán sus
cuatro hijos y también allí recibirá las noticias que amargarán sus últimos años. A la
evolución de su dolencia intestinal, que le causará la muerte, se añadió el disgusto
producido por el «Ultimátum» inglés y, peor aún, por la reacción portuguesa. En
1890 el entonces todopoderoso Imperio Británico obligó a los portugueses bajo
fuertes presiones y amenazas a renunciar a sus aspiraciones de establecer una unión
territorial entre Angola y Mozambique que crearía de costa a costa de África un
amplio espacio colonial portugués. El «Ultimátum» fue recibido en Portugal como
una gran humillación nacional de efectos parecidos a la crisis del 98 en España. Pero
la reacción no pasó de un conjunto de superficiales medidas antibritánicas y no se
produjo ese verdadero movimiento de reflexión y de regeneración nacional que Eça
llevaba esperando tanto tiempo.
Al año siguiente, en setiembre de 1891, le llega la noticia del suicidio de Antero
de Quental. Eça dedicó entonces a su amigo muerto unas páginas de una intensidad
afectiva rara en la obra queirosiana significativamente tituladas «Un genio que era un
santo». En 1895 le sacude la noticia de la muerte de otro gran amigo, Oliveira
Martins, historiador y político, cuya influencia equivale en estos años a la ejercida
por Antero en su juventud.
Entre esas noticias de muerte y su propio dolor Eça de Queirós sigue escribiendo.
Datan de esos años La correspondencia de Fradique Mendes, primero publicada en
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folletines, La ilustre Casa de Ramires, y La ciudad y las sierras. El protagonista de
La correspondencia de Fradique Mendes es un héroe decadente con la obsesión por
la estética del Floressas des Esseintes de Huysmans pero sin sus sufrimientos y taras
hereditarias. Fradique es un superhombre, un modelo fin de siglo, y con tal suma de
perfecciones como protagonista no puede construirse una novela. Eça crea una
biografía —casi hagiográfica— y un epistolario que lo muestra «entregado a la
ocupación de pensar». En esas cartas alterna los destinatarios reales (Oliveira
Martins, Ramalho Ortigáo, el propio Eça) con los imaginarios y con todos ellos
Fradique-Eça teoriza sobre política, religión, arte y literatura. Estamos en las
antípodas temáticas y estéticas de El crimen del padre Amaro.
La ilustre Casa de Ramires, en la estela del «Ultimátum» inglés, es una novela
sobre la humillación. Novela simbólica, en la que Gonzalo Mendes Ramires, último
descendiente de una ilustrísima familia cuya decadencia corre paralela a la de su país,
es el propio Portugal del presente. Las teorías queirosianas de una regeneración
mediante el dolor se unen ahora a las ideas de Oliveira Martins para mostrarnos cómo
Gonzalo tendrá que descender a la sima de su propia cobardía, de su comodidad, de
su claudicación moral, para ser capaz de remontar y de reconducir su propia vida
buscando en Mozambique una inyección de fuerza y de vida.
Las últimas obras de Eça de Queirós son sorprendentes. El joven satánico y
baudelairiano de Prosas bárbaras, el naturalista «escandaloso» de El crimen del
padre Amaro y El primo Basilio, el humorista de El mandarín y La reliquia, el
refinado esteta de La correspondencia de Fradique Mendes, sufre entre 1890 y su
muerte en 1900 una curiosa «conversión» que le conduce a la que se ha llamado fase
hagiológica o fase nacionalista. La ciudad y las sierras es un ensueño arcádico en el
que el hipercivilizado e infeliz Jacinto, habitante de un palacio parisino repleto de las
últimas tecnologías —y de algunas de ciencia ficción, que Eça describe con la
maestría de Julio Verne—, descubrirá la esencia de la felicidad en la aurea
mediocritas de sus reencontradas propiedades en las tierras del norte de Portugal. En
esta novela vemos el efecto producido por su largo exilio consular. Portugal se ha
depurado en el recuerdo, la mirada de Eça sobre su país, como la de Jacinto, es la del
urbanita que añora —a veces sin él saberlo— la Arcadia perdida. La ciudad y las
sierras fue recibida como la reconciliación de Eça con su patria, a la que había
fustigado en tantas páginas; en realidad se trataba de algo más profundo. Un hombre
prematuramente envejecido por la enfermedad y por el dolor vive en la ciudad con la
que tanto soñó para acabar descubriendo que no responde a sus expectativas de tantos
años y desde la inmensa metrópolis de Baudelaire sueña con un paraíso perdido que
es más la juventud y la fuerza que el propio Portugal.
Más desconcertantes aún son las Leyendas de santos que deja inacabadas. Vidas
de santos quizá inexistentes —San Onofre, San Frei Gil, San Cristóbal—
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impregnadas de un profundo franciscanismo, como si un socialismo evangélico
hubiera sustituido al Proudhon de su juventud, escritas en una bellísima prosa que
demuestra cuál es el hilo conductor de toda su producción: la creación de ese
lenguaje prosístico nuevo en la literatura portuguesa.
Pero no es ese sorprendente giro espiritualista del último Eça el que ahora nos
ocupa. Volvamos atrás, a la fase naturalista, para reencontrar El primo Basilio, la
novela que les presentamos.
A través de la correspondencia queirosiana y de los estudios de Ernesto Guerra da
Cal[10] podemos seguir la génesis de El primo Basilio. La novela fue escrita en
Newcastle y una primera redacción estaba casi lista en 1876. Fue planeada como
parte del proyecto balzaquiano «Escenas de la vida portuguesa» y un primer borrador
llevaba como título «El primo Joáo de Brito».[11] Se trata de un texto autógrafo de 71
páginas, sin fecha, datable por las alusiones del propio autor en su correspondencia
alrededor de 1875. Este primer germen presenta muchos puntos en común con el
texto definitivo en cuanto a la intriga, los personajes y la técnica narrativa. El
adulterio se perfila ya como motivo central, pero personajes esenciales como Juliana
y el Consejero Acácio —llamado Major Pimenta— están menos desarrollados.
La intención original del autor, como en otros casos, era posiblemente hacer una
novela corta. El manuscrito de El primo Basilio está fechado con la indicación
«setiembre de 1876-setiembre de 1877» y las primeras entregas llegaron a la
imprenta en mayo de 1877. La primera edición de 3000 ejemplares apareció en
febrero de 1878 (Livraria Internacional de Ernesto Chardron, Porto-Braga, 1878, 636
págs., 18’5 cm.), se agotó en tres meses y despertó un fuerte movimiento crítico a
favor y en contra. Entre las críticas negativas son especialmente destacables las de
Machado de Assis y Fialho de Almeida. Previamente se publicó un fragmento
titulado «El primo Basilio. Un té en familia» en el Diàrio da Manhà de Lisboa
13/X/1877, pero no llegó a publicarse la versión completa en folletines porque el
autor frenó esa publicación con la que no estaba de acuerdo.
La segunda edición —ahora con el subtítulo «Un episodio doméstico»— apareció
a principios de 1879 aunque lleva fecha de 1878. Fue completamente revisada y
corregida por Eça y presenta diferencias considerables respecto a la primera. Ésta es
la única edición que el autor consideró válida para cualquier traducción o edición
posterior. La última edición en vida de su autor se publicó en 1887 (Livraria
Internacional de Ernesto Chardron, Casa Editora Lugan & Genelioux, Sucessores,
Porto, 1887, 608 págs., 18’5 cm.). Se anunció como edición corregida, pero Eça no
llegó a recibir las pruebas finales, hecho que le causó un gran enfado dado su
obsesivo afán de corrección. Se sentía, además, muy lejos ya de la estética realista-
naturalista y siempre había mantenido malas relaciones con esta novela, como
observamos en una carta a Ramalho Ortigáo de 1877, anterior a la publicación de la
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primera edición:
«He acabado el Primo Basilio, una obra falsa, ridícula, afectada, deforme,
sentimentaloide y estupefaciente. Ya la leerá, es decir, la dormirá. Sería largo
explicar cómo yo, que soy cualquier cosa menos insípido, pude hacer una obra
insípida».[12]
Pese a todos sus defectos y al poco aprecio que su autor sentía por ella El primo
Basilio ha sido una novela con fortuna editorial internacional. La novela ha sido
traducida a once lenguas: alemán, francés, inglés, italiano, holandés, checo, serbo-
croata, eslovaco, esloveno y también, lógicamente, al español. Algunas de estas
versiones se publicaron todavía en vida de Eça y han conocido varias reediciones.
La más antigua de las traducciones españolas es una versión anónima —y pirata
— publicada en Madrid en 1884. En una fecha indeterminada entre 1900-1920
aparece otra traducción anónima para la colección «La Lectura». En 1927 (Madrid)
una traducción de Elizabeth Mulder de Dauner. Con el desastre editorial español de la
posguerra y la censura eclesiástica sobre Eça de Queirós las traducciones de esos
años se publican en Buenos Aires (1941, traducción de Francisco Lanza, reeditada en
1944; 1943, traducción de Juan Bautista Casas, reeditada en 1944). Con motivo del
centenario de Eça de Queirós se publica en Madrid en 1948 (Ed. Aguilar) la
traducción de las obras completas del autor portugués a cargo de Julio Gómez de la
Serna, posiblemente la mejor versión al español en su conjunto. Esta edición de las
obras completas ha sido reeditada en 1959 y en 1965. Más recientemente se ha
publicado en Barcelona (Planeta 1981) una nueva traducción a cargo de Rafael
Morales. Esta versión ha sido reditada en 1984.
Mención aparte, por tratarse de un caso especial en todos los sentidos, merece la
traducción firmada por Valle-Inclán alrededor de 1902 —la primera edición no lleva
fecha— para la editorial Maucci de Barcelona y reeditada en 1904, 1918, 1925, 1958,
1962 y 1983. La calidad de esta traducción condice mal con la maravillosa literatura
de don Ramón. El texto es cortado arbitrariamente muchas veces, sin más criterio que
el de abreviar las descripciones; las construcciones sintácticas y las expresiones
hechas del portugués aparecen calcadas en castellano, con el lógico perjuicio del
espíritu de la lengua y los contrasentidos y errores denotan una poca familiaridad con
la lengua original casi imposible en un gallego. Veamos sólo un ejemplo:
«E teu marido —perguntava ele— Quando vem?
—Nao fala em nada, (no dice nada). Ou entao: —Nao recebi carta, nao sei nada
[…]»[13]
Trad.:
«¿Cuándo viene?
—No nos hace falta —respondía Luisa. —Ni he recibido carta ni sé nada f…]»[14]
La conclusión a que nos llevan estos desatinos es que esta versión (como la de La
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reliquia y la de El crimen del padre Amaro) fue hecha a toda prisa, para satisfacer la
urgencia del editor Maucci y la penuria económica del traductor. Podemos incluso
preguntarnos si fue realmente el propio Valle-Inclán quien la hizo, ya que más
adelante se desentendió de su responsabilidad en esos trabajos, llegando a atribuir su
autoría, en una entrevista concedida en Buenos Aires, a su mujer, Josefina Blanco.
Paradójicamente, estas pintorescas traducciones marcan el inicio de los años de
mayor auge de la presencia queirosiana en España. Esta época dorada es la
comprendida entre 1910 y 1930 y coincide con la generación novecentista, que tantas
afinidades estéticas presenta con Eça de Queirós.
El primo Basilio es una novela de tesis sobre las consecuencias personales,
familiares y sociales del adulterio femenino, uno de los grandes topoi de la narrativa
realista. Podemos establecer brevemente un sucinto listado de esos grandes temas que
en muchos casos se combinan entre sí en las novelas: el testimonio del surgimiento
de las metrópolis y el cambio en las relaciones humanas que trajo consigo; las
imágenes del sacerdote ambicioso y del sacerdote lascivo, derivadas de la crítica
anticlerical de raíz liberal o socialista; la importancia del teatro, la ópera o los bailes
de Carnaval (¿en cuántas de estas novelas los personajes asisten a la representación
del Fausto de Gounod?, la ópera burguesa por excelencia); el auge de la banca y la
importancia de todo el entramado financiero, tan claro en La fiebre de oro de Narcís
Oller; la inactividad y el diletantismo, verdadero cáncer que devora a las clases que
deberían regir la sociedad; la emergencia del «cuarto estado»; el tema, tan
dostoyevskiano, de la prostituta honrada, etc. Pero, entre todos ellos, el gran topos del
adulterio femenino, generalmente combinado con uno o más de los temas
anteriormente citados[15] adquiere una recurrencia casi obsesiva en la narrativa
europea de la segunda mitad del siglo XIX.[16]
La novela de Eça de Queirós es la aportación portuguesa a este tema tan
claramente epocal, pero, a diferencia del texto flaubertiano, El primo Basilio lleva por
título el nombre del amante, no el de la adúltera, aunque este hecho no se traduzca
literariamente en una localización en este personaje, como hará Galdós en Lo
prohibido. El foco de la narración es Luisa, una joven esposa burguesa lisboeta, sin
hijos, casada con Jorge, un ingeniero de minas a quien quiere —y esto supone ya una
alteración del modelo— lo cual no le impide caer en los brazos de su primo Basilio,
ex amor de adolescencia y don Juan sin grandeza, que regresa a Lisboa muy
oportunamente, después de unos años de estancia en el Brasil, precisamente cuando
Jorge estará fuera de su casa unos meses por motivos de trabajo.
En su aventura con Basilio, porque sería exagerado hablar de gran pasión, Luisa
cree realizar sus sueños de ser una gran amante, aprendidos en las novelas románticas
que alimentan sus horas vacías y en las conversaciones con su amiga Leopoldina, que
encadena el fin de una aventura amorosa con el inicio de otra y resume en una frase
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lapidaria la esencia del «bovarismo»: «—¿Qué quieres? Cada vez creo que es una
pasión y cada vez me sale un latazo». Basilio tiene además una vida «interesante», ha
estado en países lejanos, ¡ha estado en París!, Luisa cederá, inevitablemente, ante
tantas fuerzas sociales y psicológicas impulsándola a la vez hacia el adulterio.
En 1878, en carta a Teófilo Braga, Eça expuso claramente cuáles habían sido sus
intenciones con El primo Basilio. La cita es larga, pero la voz del autor puede
explicar mejor que nadie el propósito de su novela:
«El primo Basilio presenta, sobre todo, un pequeño cuadro doméstico, muy
familiar para quien conoce bien la burguesía de Lisboa: la señora sentimental, mal
educada, ni siquiera espiritual […] llena de novelas, de lírica, con el temperamento
sobreexcitado por la ociosidad y por la finalidad misma del matrimonio peninsular,
que es normalmente la lujuria […] por otro lado el amante, un canalla, sin la
justificación que puede dar la pasión, que lo que pretende es la vanidad de una
aventura y el amor gratis. Por otro lado, la criada, en secreta rebelión contra su
condición, ávida de desquite. […] Una sociedad sobre estas falsas bases no conoce
la verdad: atacarlas es un deber. Y desde esta perspectiva El primo Basilio no está
del todo fuera del arte revolucionario, creo […] los Acádos, Ernestos, Saavedras, los
Basilios, son formidables obstáculos, son una buena causa de anarquía en la
transformación moderna: merecen compartir con el Padre Amaro los bastonazos del
hombre de bien».[17]
La intención es clara, pero ése es precisamente el problema. Cuando el novelista
quiere dar demasiados bastonazos la trama se resiente. Es demasiado obvio que la
construcción narrativa está al exclusivo servicio de un apriorismo. Poco después de la
publicación de El primo Basilio el escritor brasileño Machado de Assis publicó un
artículo sobre las dos obras de Eça conocidas hasta entonces, El crimen del padre
Amaro y El primo Basilio.[18] La crítica fue dura y no le faltaba razón en muchos
puntos. La objección principal de Machado de Assis a El primo Basilio es el uso
constante de «deus exmachina» —el oportuno aneurisma que pondrá fin al chantaje
de la criada Juliana, las misteriosas fiebres cerebrales que Luisa contrae y que le
causan la muerte, etc.— para no desviar el rumbo de la tesis. Esta necesidad de
encaminar constantemente la acción lleva a incongruencias narrativas y contribuye
especialmente a debilitar la construcción literaria de la protagonista. Entendemos
muy bien por qué Emma Bovary engaña a su marido, nos resulta más difícil
comprender la infidelidad de Luisa. Machado de Assis hace notar además la
deformación de la moralidad de la historia, que se resiente de ese uso abusivo de
calamidades fisiológicas. Debido a ellas la moral de la obra no es la condena del
adulterio femenino sino una advertencia destinada a la elección cuidadosa de los
criados, ya que el único factor que se opone, al parecer, a la felicidad matrimonial de
Luisa tras su momentánea «caída» son las cartas que obran en poder de la criada
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Juliana.
El propio autor era consciente de los fallos de esta novela:
«El estilo tiene limpidez, fibra, transparencia, precisión, “netteté”, pero la vida
no vive […] Los personajes —ya lo verá— no tienen la vida que nosotros tenemos:
no son del todo “des images découpées”, pero tienen una musculatura gelatinosa:
oscilan, se desparraman como los quesos “da Serra” […] nunca haré nada como el
Padre Goriot ¡y conoce muy bien la melancolía que en tal caso adquiere la palabra
nunca!».[19]
Efectivamente éste es el principal defecto de El primo Basilio: los personajes
«serios», los que debían llevar el peso de la crítica —Luisa y Basilio— no son
verdaderamente seres humanos sino conceptos encarnados, símbolos sociales. La
adúltera Luisa es la síntesis de los defectos de educación femenina burguesa que Eça
había fustigado en su «banderilla» de 1871: es ociosa, no tiene hijos, carece de una
sólida vivencia religiosa, se ha educado a base de novelas románticas, etc.
Ahora bien, pese a todos esos defectos El primo Basilio es una novela
extraordinaria en sus personajes secundarios, en su carácter de retrato de una
sociedad y en algunos pequeños detalles que suponen innovaciones sorprendentes.
Eça de Queirós introdujo en El primo Basilio —deberíamos preguntarnos hasta qué
punto fue consciente de ello— un elemento extraordinario, aparentemente mínimo,
que en el contexto decimonónico acentúa la «monstruosidad» de Luisa pero que en el
nuestro adquiere otra dimensión: cuando Luisa descubre lo lejos de sus héroes
románticos que está ese Basilio que fuma puros ante ella y que no ha sido capaz de
proporcionarle más nido de amor que un cuchitril infecto está a punto de
abandonarlo; pero Basilio la seduce de nuevo, no con palabras o con actitudes
románticas tomadas de las novelas, sino enseñándole una forma de placer que ella
desconocía:
«[…] le besó respetuosamente las rodillas y entonces le hizo en voz baja una
petición. Ella se puso colorada, sonrió; decía ¡no!, ¡no! Y cuando salió de su delirio,
se tapó el rostro con las manos, muy colorada, y murmuró con reprensión: —¡Oh
Basilio! Él se retorcía el bigote, muy satisfecho. Le había enseñado una nueva
sensación: ¡ya no se le escapaba!».
Posiblemente fuera éste el pasaje que «le suspendió el respiro» a Miguel de
Unamuno:
«Lo primero que de Eça de Queirós leí, siendo un mozo, fue O Primo Basilio. Era
el tiempo en que aquí hacía furor Zola. No puedo recordar el efecto estético, de arte,
que me produjera. Sólo recuerdo otro efecto. Sólo recuerdo que al llegar a cierto
pasaje y a una frase que aún, a través de los años, me retintina en la memoria, se me
suspendió el respiro. Pero no fue ello pura emoción estética de arte».[20]
Tenía razón don Miguel para azorarse. Esta afirmación, brutal para la época, del
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poder del deseo físico, de ese deseo físico femenino que no existía —más que como
patología— ni para los poetas, ni para los médicos, ni para los filósofos, es uno de los
detalles más innovadores del texto queirosiano. La adúltera queirosiana no busca en
su amante «espíritu y sensibilidad», busca unas sensaciones que su marido no le ha
proporcionado.
Esta «nueva sensación» es tan poderosa en el ánimo de Luisa como las novelas
románticas que fueron anatomizadas por todos los realistas —siguiendo al pie de la
letra Amor y matrimonio de Proudhon— en una verdadera cruzada contra la mujer
lectora que olvidaba su verdadera función de «ángel del hogar».
De hecho la mujer, en ciertas clases sociales, siempre ha sido lectora, quizá más
que el hombre, porque ha dispuesto de más tiempo y el hombre siempre ha temido la
fuerza de ese otro mundo de ficción en el que la mujer se adentraba en solitario y a
través del cual se alejaba de su control. Por otra parte, paradójicamente, esa otra
realidad, generalmente mucho más atractiva, eran otros hombres, los escritores,
quienes se la ofrecían. También las novelas de «adulterio» son textos sobre mujeres
escritos por hombres, y desde una perspectiva muy ambigua: piedad individual para
su heroína pero condena social de su acción. Las mujeres encontraban, pues, un
placer que era casi un adulterio espiritual, en la imaginación y en las palabras de otro
hombre y a veces amaban tanto a los personajes de esas novelas que daban a sus
hijos, a los que tenían en la realidad, con su marido legítimo, el nombre de esos
héroes de ficción que habitaban sus sueños. En Alves & Cia el protagonista carga con
el nombre de Godofredo a causa de las lecturas de su madre. María Monforte,
personaje de Los Maia, decide bautizar a su hijo con el nombre del héroe de su
novela favorita, naturalmente de Walter Scott.
De nada servía que todavía en 1837 se pusieran impedimentos a las mujeres para
entrar en la Biblioteca Nacional (aunque la ley las autorizaba a hacerlo)[21]. Los
nombres de ciertas colecciones literarias indican a las claras quiénes eran sus lectores,
es decir sus lectoras: Biblioteca de señoritas; Biblioteca de tocador, Museo de las
hermosas etc. Añadamos a esto el fenómeno de la «suscripción» —cuenta abierta en
una librería para la adquisición de novelas— también mayoritariamente femenino.
Emma Bovary, Ana Karenina, Luisa, todas tienen esas cuentas para un viaje al
ensueño. Estas remesas de las librerías eran la única arma para luchar contra el
aburrimiento que tenían unas mujeres condenadas a la más absoluta inactividad. Pero
también esa evasión era perversa. Para las mujeres «tener literatura» siempre es
negativo, las convierte en un ser no natural, es decir en un monstruo. Como demostró
Flaubert, entre una lectora romántica compulsiva y una adúltera hay un trecho muy
breve, como en el caso de Raquel Cohén en Los Maia o el de María Monforte en la
misma obra, que tenía literatura y así le fue, acabó fugándose con un príncipe italiano
y convertida en demimondaine.
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En sus lecturas las mujeres encontraban héroes, el espacio para un sentido épico
de la existencia que el mundo burgués había desterrado. Y esos héroes de otro mundo
y de otra época aparecían teñidos de todas las perfecciones, muy superiores a los
maridos reales que ellas encontrarían. ¿Cómo podía Charles Bovary competir con
Rob Roy?
No es casual esta comparación con un personaje del autor escocés. Walter Scott
(1771-1832) fue el novelista que pobló de héroes los sueños de las mujeres del siglo
XIX. La técnica de Walter Scott consiste básicamente en presentar figuras históricas
como secundarios pero dar el protagonismo a personajes de ficción que puedan
representar el arquetipo heroico de Occidente. Lo que las lectoras bovaristas
encuentran en la lectura de Walter Scott es el indestructible mito heroico: misión,
juventud, belleza, muerte que valoriza la vida, belleza… lo contrario de la
cotidianidad de sus maridos, puesto que el héroe siempre es representado en
exaltación.
También Luisa había leído mucho a Walter Scott:
«[…] Leía muchas novelas; tenía una suscripción mensual en la Baixa. De
soltera, a los dieciocho años se había entusiasmado con Walter Scott y con Escocia
[…] y había amado a Ervandalo, Morton e Ivanhoe, tiernos y graves, con la pluma
de águila sobre el gorro, sujeta a un lado por el cardo de Escocia de esmeraldas y
diamantes».
Los héroes literarios fueron el primer amor de muchas mujeres. Cuando Luisa y
su amiga Leopoldina, la encallecida adúltera, beben más de la cuenta hablan de esos
primeros amores con emoción:
«La “Traviata” recordó a Luisa “La dama de las camelias”; hablaron de la
novela; recordaron episodios… —¡Qué pasión tuve de jovencita por Armando!— dijo
Leopoldina. —Y yo por D’Artagnan —exclamó ingenuamente Luisa. Se rieron
mucho».
Desde el punto de vista literario estas novelas son la respuesta realista a la estética
romántica del anhelo infinito. El desnivel entre la expectativa que han generado en
las mujeres las novelas románticas (el eterno motivo de Cenicienta esperando al
príncipe) y la realidad que les espera (Charles Bovary o, en el mejor de los casos,
Alexei Karenin) origina el desastre.
Basilio será el nuevo D’Artagnan —con habilidades, como hemos visto, que van
más allá de los poderes de un personaje literario— de Luisa, pero como «hombre
fatal» la arrastrará desde su posición de «torre inexpugnable» —porque para la tesis
de estas novelas la esposa debe ser fiel hasta que deja de serlo, en una forma de
«caída del estado matrimonial» como situación edénica— a «flor marchita».
Sería casi ingenuo recordar que nunca sucede lo mismo con los hombres. El tema
del adulterio es indisoluble de la doble moral burguesa. La familia es el núcleo de la
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economía burguesa generada en los pequeños talleres de los gremios y la herencia es
su pilar. El adulterio masculino no comprometía esencialmente esa transmisión
patrilineal de la fortuna familiar porque la legitimación de un hijo no matrimonial del
hombre era siempre una decisión voluntaria de éste. Ahora bien el adulterio
femenino, que llevaba consigo la imposibilidad de asegurar la paternidad, introducía
el peor factor de desestabilización posible para la mentalidad burguesa: la ruptura de
esa patrilinealidad de la herencia.
El matrimonio burgués era una relación afectiva —o eso se suponía— pero era
también un contrato en el sentido moderno. En el Antiguo Régimen la vida del
hombre estaba regida por muchas estructuras y normas sociales pero a partir del siglo
XIX estos lazos convergen en torno a la idea rousseauniana de contrato y entre todos
ellos destaca el contrato por excelencia, la unión matrimonial, eje de toda la sociedad.
De esta forma el adulterio de la mujer se convierte en un asalto frontal a toda la
estructura social y en su condena coinciden todos, conservadores y socialistas,
ultracatólicos y librepensadores. El adulterio femenino es sentido como una triple
traición: al contrato interpersonal —ya que el matrimonio burgués, como decíamos, a
diferencia del aristocrático, presupone el afecto entre los cónyuges— al contrato
social de constitución de familia y al contrato religioso firmado ante Dios, de ahí los
remordimientos religiosos de algunas de estas adúlteras.
Por otra parte el adulterio de la mujer vulnera otro principio del mundo moderno:
la privacidad del hogar. El amante es el intruso en casa, el usurpador que ocupa un
lugar que no le pertenece. En Alves & Cia (breve novela en la que Eça revisa desde la
distorsión moral de fin de siglo, cuando ya no es necesario que la adúltera se arroje a
las vías del tren, el tema del adulterio femenino). Godofredo, el marido, encuentra a
su mujer abrazada a su amante, que es su amigo —más grave aún, su socio comercial
— en su casa, en su salón, en su sofá, la traición se agrava con la invasión del
espacio.
Si la mujer adúltera pone en causa todos los pilares de un orden que la sociedad
burguesa cree «natural» debe de tratarse de algo aún peor que la mujer-demonio de
los románticos. Como aberración natural y moral la adúltera es, como afirmó
Schopenhauer de manera diáfana, un monstruo:
«Ante todo, preciso es considerar que el hombre propende por naturaleza a la
inconstancia en el amor y la mujer a la fidelidad. El amor del hombre disminuye de
una manera perceptible a partir del instante en que ha obtenido satisfacción. Parece
que cualquier otra mujer tiene más atractivo que la que posee; aspira al cambio. Por
el contrario, el amor de la mujer crece a partir de ese instante. Esto es una
consecuencia del objetivo de la naturaleza, que se encamina al sostén, y por tanto, al
crecimiento más considerable posible de la especie. […] De aquí resulta que la
fidelidad en el matrimonio es artificial para el hombre y natural en la mujer, y por
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consiguiente (a causa de sus consecuencias y por ser contrario a la naturaleza), el
adulterio de la mujer es mucho menos perdonable que el del hombre».[22]
Recordemos que la mayoría de estos personajes —Ana Ozores, Obdulia Fandiño,
Luisa, Leopoldina, etc.— no tienen hijos. Los errores de la naturaleza son estériles, la
selección natural darwiniana, tan de moda en la época, impide la reproducción del
yerro.
Por otra parte el tema del adulterio femenino plantea, de manera colateral, uno de
los grandes problemas de la modernidad: el conflicto de derechos que se origina con
el uso de una libertad individual que choca con la libertad y derecho de los otros.
Durante siglos el sentido de lo colectivo fue muy superior al sentido de lo privado.
Cuando Saint-Just proclama en la tribuna de la Convención «la felicidad es una idea
nueva en Europa» se está refiriendo a la consagración moderna del derecho a la
felicidad individual por encima de la obediencia debida a los intereses del grupo.
Cuando las «bovaristas» se lancen a la busca, muchas veces desesperada, de esta
felicidad individual que ya sienten como derecho inalienable, chocarán,
irremisiblemente, contra el derecho a la felicidad del grupo —la familia y la sociedad,
que no desea verse perturbada por elementos incontrolados— y contra el derecho a la
felicidad de otro individuo, el marido, cuyas prerrogativas el mundo burgués del siglo
XIX considera siempre superiores a las de la esposa.
El adulterio femenino resulta, pues, condenable desde todas las perspectivas de la
época. Pero lo que se condena no es tanto el hecho en sí, como el escándalo, el
verdadero pecado imperdonable en la sociedad burguesa. Leopoldina es una
contumaz del adulterio, pero no resulta castigada más que con el rumor; Obdulia y
Visitación son notorias en Vetusta, pero al no haber escándalo público no hay castigo
para ellas. Sólo aquellas que osen desafiar públicamente a la sociedad —Emma
Bovary, Ana Karenina— o que tengan la desgracia de que su caso se haga público
con pruebas irrefutables —Ana Ozores— deberán expiar su culpa.
En el caso de Luisa —otro fallo de la trama— el escándalo público no existe.
Pero Eça le coloca una bomba de relojería en casa: la criada Juliana. Juliana Couceiro
Tavira es el mejor personaje de la novela. Vieja solterona ácida, ha nacido para
perder, para ver cómo sus señoras tienen ricos vestidos, hermosas joyas, y viven en la
ociosidad más absoluta idolatradas por sus maridos mientras ella tiene que levantarse
al amanecer para no parar de trabajar hasta caer rendida en una cama dura de la peor
habitación de la casa, porque hasta los baúles reciben mejor trato. Juliana odia a todas
sus señoras, pero no con una real conciencia de clase. Ella sólo sabe que es
desgraciada y que quiere —volvemos a los derechos individuales— ser feliz. Juliana
espiará a Luisa sin descanso. Desde el principio sabe, con malvada intuición, que el
«primo de la señora» es algo más, pero necesita pruebas. El tonto descuido de Luisa
se las facilita. Interrumpida por D. Felicidade y por la llegada de la costurera, Luisa
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tira a la papelera la carta de amor que estaba escribiendo para Basilio. Juliana se
apresura a recogerla ¡ya tiene su prueba! A partir de ese momento empieza el
chantaje y ahí sí la obra de Eça es magistral.
El enfrentamiento entre las dos mujeres, entre las dos clases sociales, es de un
intenso dramatismo. Al principio parece que el chantaje de Juliana no puede
funcionar porque Luisa no tiene dinero propio, un dinero que no deba justificar ante
Jorge. La única forma de obtenerlo, convertirse en la amante del banquero Castro,
como le sugiere Leopoldina, es inaceptable para ella. Una cosa es amar, o creer amar,
a Basilio y otra cosa es un adulterio meramente por motivos económicos. Juliana
nunca cobrará en metálico, pero sí recibirá otro tipo de prebendas del ámbito
exclusivo del poder femenino: vestidos y privilegios laborales.
Luisa paga con ropa —la moneda femenina— el importe del chantaje de Juliana:
«Luisa volvió a la habitación, alborozada; era como una persona perdida en la
noche, en un descampado, que de repente, a lo lejos, ve brillar la luz tras un cristal.
¡Estaba salvada! ¡Se trataba de cubrirla de regalos hasta hartarla! Empezó a pensar
qué más le podría dar, poco a poco, el vestido morado, ropa blanca, el batín viejo
[…]».
Lentamente Juliana, va perfeccionando ese chantaje alternativo hasta que se
produce una inversión de los roles señora/criada que le permite leer tranquilamente el
periódico tendida en la chaise-longue mientras Luisa almidona y plancha. La
venganza es completa. Ahora Luisa sabrá lo que cuesta almidonar y planchar cubre-
corsés y camisas. Cuando Juliana consigue que Luisa entre por primera vez en su
vida en el cuarto de coser y le pone una plancha de maloliente carbón en las manos ha
hecho, a su manera, la revolución.
Cuando Jorge regresa la situación está estabilizada. Naturalmente percibe que
algo ha cambiado en la relación entre su mujer y la criada pero una hábil mentira de
Luisa soluciona el problema hasta que la inversión de roles se hace demasiado
evidente. Ése es el momento de extremo peligro, cuando el escándalo puede estallar.
Luisa, desesperada, recurre a Sebastián, el amigo de Jorge, un verdadero santo laico.
En un duro enfrentamiento con Juliana, Sebastián consigue arrancarle las pruebas del
adulterio de Luisa y ponerla tan fuera de sí que el aneurisma que la criada arrastra
como una espada de Damocles desde el principio de la novela estalla causándole la
muerte. Muerto el perro muerta la rabia; parece que Luisa puede descansar tranquila.
Pero entonces ¿dónde está la tesis?, ¿y la moralidad? Para que la adúltera sea
debidamente castigada Eça la hará morir de unas fiebres cerebrales, arrepentida de su
error y nuevamente amando a su marido; es decir el castigo procede de un elemento
externo a la intriga y no se origina de un conflicto de conciencia.
Sin embargo falta todavía un último paso. El marido debe saber también su
desgracia, no hay dolor donde no hay conocimiento. Al abrir, mientras Luisa agoniza,
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una carta de Basilio que llega con meses de retraso, Jorge descubrirá la dolorosa
verdad. Nadie queda sin castigo ¿o sí?, Basilio queda impune, y su único lamento al
enterarse de lo sucedido es no haberlo sabido antes, de esa manera hubiera traído a su
amante Alphonsine de París y no se encontraría solo durante su estancia en Lisboa.
Soberbia conclusión, mezcla de cinismo y de ironía queirosiana.
Junto a la prodigiosa Juliana, Eça crea una galería de personajes secundarios
excepcionales. Con ellos se libera de la servidumbre de la corriente literaria
imperante y deja aflorar su habilidad para la creación de tipos caricaturescos: los
literatos mediocres, como Ernestinho; las falsas beatas histéricas y sensuales, como
D. Felicidade, cuya fijación por la calva de Acácio es casi perturbadora, y la
pomposidad vacía de los parásitos del poder, como el Consejero Acácio. Este último
merece un lugar de honor entre los «secundarios» queirosianos, puesto que ha
contribuido a enriquecer el léxico culto del portugués actual con términos como
«acaciano, consejerístico etc.». Sólo los grandes personajes literarios, aquellos que
viven en la conciencia de un pueblo, alcanzan ese nivel. En su carácter de estereotipo
Acácio adquiere una verdad de la que carecen los protagonistas.
El primo Basilio causó un inmediato escándalo, que se tradujo en un éxito de
ventas. Poco después llegó la inevitable acusación de tratarse de un plagio de
Madame Bovary, la misma acusación que Bonafoux lanzó sobre La Regenta de
«Clarín». No vale la pena perder el tiempo en demostrar que ni en un caso ni en el
otro había plagio sino que se trataba de un topos epocal de amplísimo eco. Pero
podemos detenernos, aunque sea brevemente, en un somero análisis comparativo de
El primo Basilio y Madame Bovary.
Eça de Queirós es el más flaubertiano de los autores de «novela del adulterio».
Entre Emma Bovary y Luisa hay algunas semejanzas: a ambas las presiones
económicas derivadas de su adulterio las conducirán a la muerte; ambas intentan
escapar con su amante y descubren los estrechos límites de lo que ellas creyeron una
gran pasión; ambas viven sus amores en «nidos de amor» alternativos a la casa
matrimonial, burguesa y patriarcal; pero, mientras la habitación de Leon en Rouen es
un lugar agradable, el «Paraíso» lisboeta es un auténtico antro:
«Luisa vio inmediatamente, al fondo, una cama de hierro con una colcha
amarillenta, hecha de pedazos de telas diferentes, y las sábanas gruesas, de un
blanco oscurecido y mal lavado, estaban impúdicamente entreabiertos…».
Esta diferencia entre las dos habitaciones refleja una de las mayores distancias
entre las dos obras: la intención didáctica de Eça de Queirós, «el bastonazo de
hombre de bien», necesita exagerar los detalles sórdidos del adulterio para que la
intención moralizante sea todavía más obvia:
«Así un yate que zarpó noblemente hacia un viaje novelesco encalla al partir en
los lodazales del rio y el contramaestre aventurero que soñaba con los inciensos y los
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almizcles de las selvas aromáticas, inmóvil sobre su puente se tapa la nariz ante los
olores de las alcantarillas».
Frente a una novela de observación, a un estudio de un carácter femenino tomado
de un suceso real, Eça de Queirós construye una novela de tesis sobre un hecho que
«podría» suceder.
Las diferencias entre Emma y Luisa son mucho más notorias. Emma tiene un
carácter fuerte y enérgico; Luisa, en cambio, es temerosa y lánguida; pero en algunos
pasajes —cuando golpea con el látigo al banquero Castro, por ejemplo— Luisa actúa
como Emma, lo cual supone una contradicción con su propio temperamento. La
distancia entre las dos aumenta si analizamos las características del amor que Emma
siente por Léon y del que Luisa siente por Basilio. Emma siente una verdadera pasión
por Léon, o quizás más exactamente por la ilusión que Léon le proporciona. La
atracción de Luisa por Basilio es de categoría inferior, fruto, como hemos visto, de la
ociosidad, de sus lecturas y de la «mala compañía» de Leopoldina.
El primo Basilio es una de las novelas más conocidas de Eça de Queirós. También
lo es en España y casi desde su publicación. Sabemos que «Clarín» leía El primo
Basilio en 1883 —antes por lo tanto de La Regenta— y recomendaba calurosamente
esta lectura a Galdós.[23] Situado entre la admiración de «Clarín» y la de doña Emilia
Pardo Bazán, que fue en su generación la mejor conocedora de la obra queirosiana y
quien marcó su imagen como el «Zola portugués»,[24] es difícil que Benito Pérez
Galdós ignorara a Eça de Queirós, aunque en sus escritos no dejara constancia de tal
conocimiento. En cambio el autor portugués sí conocía y admiraba a don Benito, de
hecho es el único escritor contemporáneo español a quien menciona elogiosamente:
«Pero si su hijo ya sabe el castellano necesario para entender los Romances, Don
Quijote, algo de la picaresca, veinte páginas de Quevedo, dos comedias de Lope de
Vega, una o dos novelas de Galdós, que es todo lo que hace falta leer de la literatura
española […]».[25]
Pero debemos esperar hasta los comentarios de Unamuno para encontrar (con la
salvedad de Emilia Pardo Bazán) extensas referencias al autor de El primo Basilio.
La decidida y militante lusofilia del rector de Salamanca no podía dejar de ofrecernos
su visión de Eça. En general los criterios que usó don Miguel para su valoración de la
literatura portuguesa —iberismo, agonismo y casticismo— no podían resultar, en
principio, muy favorables al cosmopolita e irónico Eça de Queirós. Efectivamente,
éste aparece siempre como el contrapunto de Camilo Castelo Branco, indudable
favorito de Unamuno. Sólo más tarde, cuando descubrió bajo la apariencia de una
ironía afrancesada el profundo sarcasmo ibérico, cambió, o al menos matizó, su
opinión: «Se ha comparado a Eça de Queirós con Anatole France, y he oído muchas
veces en Portugal reprocharle a aquél su poco portuguesismo […] Yo también lo creí
en un tiempo, mas hoy ya no tanto. […] a Eça de Queirós, portugués, y lo que es
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más, padre de portugueses, le duele Portugal. Cuando de éste se burla, óyese el
quejido. Todo su arte europeo, un arte tan exquisitamente europeo, no logra encubrir
su ímpetu ibérico. Se le oye el sollozo bajo la carcajada».[26]
Entre 1911 y 1936 crece el éxito editorial de Eça de Queirós en España.
Especialmente entre 1911 y 1925: son los «años dorados». Durante más de una
década se completa la difusión en español de su obra dispersa gracias al entusiasmo
de Andrés González Blanco. Las obras de Eça se publican en colecciones de lectura
popular y alcanzan un notable éxito. El eco del novelista portugués llegó en esos años
a un público no especializado y fue «literatura viva». También mereció el interés de
los críticos, críticos entusiastas como Eugeni d’Ors, Carmen de Burgos, Fernández
Flores, críticos mesurados como Díez-Canedo y algún reticente, como Pérez de
Ayala.
La Guerra Civil supone, también para la presencia de Eça en España, un corte
radical. Poco podía gustar el irreverente autor de La reliquia a la censura franquista.
La primera edición de las obras completas traducidas por Julio Gómez de la Serna,
publicada en 1948 al calor de las celebraciones del primer centenario de su
nacimiento, fue retirada de las librerías. Después de este breve resurgir, plagado de
dificultades, el silencio cayó sobre Eça de Queirós. Entre 1950 y 1970 casi no hay
nuevas traducciones. Ni siquiera el renovado interés por la novela realista rompe esta
tendencia. La imagen de Eça de Queirós en España era la que los novecentistas
fijaron: la de un novelista «fin de siècle», irónico y decadente, obsesionado por el
estilo, de ninguna manera la del «Zola portugués», látigo de la sociedad, que vieron
sus contemporáneos. En una época fuertemente necesitada de ética no había lugar
para el esteticismo de Fradique Mendes.
En los últimos años se observa un tímido despegue. Entre 1985 y 1997 la
presencia queirosiana en España ha sido un lento pero constante gotear de
publicaciones en castellano, en catalán y en vasco. A este resurgir queirosiano viene a
sumarse ahora la presente edición de El primo Basilio.
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Cronología
1866. Primeros textos en Gazeta de Portugal [Recogidos después en el volumen
póstumo Prosas Bárbaras (1903)].
1867. Escritos diversos para el periódico O Distrito de Évora [Publicados
póstumamente en el volumen Cartas de Lisboa (1944)].
1870. El misterio de la carretera de Sintra (novela), en colaboración con
Ramalho Ortigáo, publicación en folletines en Diário de Noticias.
1871. Las banderillas (crónicas satíricas en colaboración con Ramalho Ortigáo).
1875. Primera versión de El crimen del padre Amaro (novela), publicada en la
Revista Ocidental.
1876. Segunda versión de El crimen del padre Amaro.
1878. El primo Basilio (novela).
1880. Tercera versión de El crimen del padre Amaro.
1880. El mandarín (novela).
1884. Publicación en volumen de El misterio de la carretera de Sintra.
1887. La reliquia (novela).
1888. Los Maia (novela).
1888. La correspondencia de Fradique Mendes (epistolario ficcional, en
folletines para la Revista de Portugal).
1890. Publicación de las banderillas queirosianas en volumen bajo el título Una
campaña alegre.
1897. La ilustre casa de Ramires (novela, en folletines para la Revista Moderna).
1900. La ilustre casa de Ramires (publicación en volumen).
PUBLICACIONES PÓSTUMAS
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1905. Cartas de Inglaterra. [Textos publicados en 1881 en la Gazeta de Noticias
de Rio de Janeiro].
1907. Cartas familiares y notas de París. [Crónicas para Gazeta de Noticias de
Rio de Janeiro del año 1896-97].
1909. Notas contemporáneas. [Textos periodísticos de procedencia diversa
fechados entre 1870 y 1898].
1909. La correspondencia de Fradique Mendes, publicación en volumen.
1912. Últimas páginas. [«San Fray Gil», «San Onofre», «San Cristóbal» —las
tres «Leyendas de santos» compuestas c. 1893— y otros textos
periodísticos].
1925. La capital (novela), composición c. 1878.
1925. El conde de Abranhos y La catástrofe (novelas), composición c. 1879.
1925. Alves & Cia (novela), composición c. 1890.
1926. Egipto, crónica de viaje, composición c. 1870.
1929. Cartas inéditas de Fradique Mendes.
1944. Cartas de Lisboa. [Textos publicados en 1867 en el Distrito de Évora].
1944. Crónicas de Londres. [Textos publicados en A Actualidade entre 1877-
1878].
1966. Páginas sueltas (crónicas del viaje a Palestina).
1980. La tragédia de la Rúa das Flores (novela).
1983. Correspondencia (Epistolario privado de Eça de Queirós entre 1867 y
1900, edición de Guilherme de Castilho).
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Bibliografía básica
1. Repertorio bibliográfico completo hasta 1984
3. Estudios
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Coimbra, 1981.
GOMEZ DE BAQUERO, Eduardo: «Crónica literaria: Eça de Queiroz». La España
Moderna, Madrid, Set. 1900.
GOMEZ DE LA SERNA, Julio: Prólogo general y prólogos específicos en Obras
Completas de Eça de Queiroz, Aguilar, Madrid, 1948 (3 vols.).
LOSADA SOLER, Elena: «Eça de Queirós a través de Valle-Inclán: el problema de
las traducciones». Queirosiana. Estudos sobre Eça de Queirós e a sua
geragao., n.° 2, p. 61-76, Julho, 1992, Associagáo dos Amigos de Eça de
Queirós, Tormes, Baiáo.
LOSADA SOLER, Elena: «La fortuna literaria de Eça de Queirós en España».
Revista da Faculdade de Letras, n.° 19/20, 5ª série, Julio 1996,
Universidade de Lisboa, Lisboa, p. 89-98.
MEDINA, Joáo: «No centenário de O Primo Basilio: Luisa ou a triste condigào
(feminina) portuguesa». Coloquio Letras, 46, Lisboa, Nov. 1978 p. 5-11.
REIS, Carlos e MILHEIRO, Maria do Rosàrio: A Construido da Narrativa
Queirosiana. O espolio de Eça de Queirós. Imprensa Nacional-Casa da
Moeda, Lisboa, 1989.
REIS, Carlos: Estatuto e perspectivas do narrador na ficgào de Eça de Queirós.
Livraria Almedina, Coimbra, 1981.
UNAMUNO, Miguel de: «El sarcasmo ibérico de Eça de Queiroz» en In Memoriam
Eça de Queiroz. Atlàntida, Coimbra, 1947.
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Carta a Teófilo Braga
New-Castle, 12 de marzo de 1878
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desquite; por otro lado, la sociedad que rodea a estos personajes: el formalismo
oficial (Acacio), la beatería pequeña de temperamento irritado (doña Felicidad), la
literatura mezquina y acéfala (Ernesto), el descontento agrio y el tedio de profesión
(Julián) y, a veces, cuando conviene, un pobre buen muchacho (Sebastián). Un grupo
social, en Lisboa, se compone, con pequeñas modificaciones, de estos elementos
dominantes. Yo conozco veinte grupos así formados. Una sociedad sobre estas falsas
bases no está en la verdad: atacarlas es un deber. Y bajo este aspecto El primo Basilio
no está enteramente fuera del arte revolucionario, creo yo. Amaro es un obstáculo,
pero los Acacios, los Ernestos, los Saavedras, los Basilios son formidables
obstáculos: son una preciosa causa de anarquía en medio de la transformación
moderna, merecen compartir con el padre Amaro los bastonazos del hombre de bien.
Mi ambición sería pintar la sociedad portuguesa tal como la hizo el
Constitucionalismo desde 1830 y mostrarla como en un espejo. ¡Qué triste país
forman ellos y ellas! Es necesario pasar a cuchillo el mundo oficial, el mundo
sentimental, el mundo literario, el mundo agrícola, el mundo supersticioso, y con
todo el respeto hacia las instituciones que son de origen eterno, destruir las falsas
interpretaciones y las falsas realizaciones que les da una sociedad podrida. ¿No le
parece a usted que un trabajo así es justo?
En cuanto al proceso, agradezco que usted lo apruebe. Yo encuentro en El primo
Basilio una superabundancia que obstruye y ahoga un poco la acción; mi proceso
necesita simplificarse, condensarse, y eso estudio; lo esencial es dar la nota justa: un
trazo justo y sobrio crea más que la acumulación de tonos y de valores, como se dice
en pintura. Pero esto es mucho querer. ¡Yo, pobre de mí, nunca podré dar la sublime
nota de la realidad eterna, como el divino Balzac, o la nota justa de la realidad
transitoria, como el gran Flaubert! Estos dioses y estos semidioses del arte están en
las alturas, y yo, infeliz, me muevo entre las hierbas ínfimas. ¡Y, sin embargo, si hubo
ya sociedad que reclamase un artista vengador, es ésta! Es, sobre todo, vista de lejos
en su conjunto y contemplado desde un ambiente fuerte como este de aquí (sean
cuales fueran sus grandes males fuerte lo es, sin duda) que contrista, ¡encontrarla tan
mezquina, tan estúpida, tan convencionalmente necia, tan grotesca y tan vil!
Me alegra que usted quiera escribir algo sobre este Basilio; su opinión, publicada,
daría a mi pobre novela una autoridad imprevista. Le daría un derecho de existencia,
y de todos los defectos, faltas o errores que usted señale, tomaré nota
cuidadosamente. Tengo la pasión de ser acatador, y basta con darme a entender el
buen camino para que yo me precipite hacia él. Pero la crítica, o lo que en Portugal se
denomina la crítica, mantiene un silencio desdeñoso sobre mí.
¡Qué bien ha visto usted el carácter de Basilio! Claro está que la fortuna no le
podría haber moralizado nunca; su fortuna, como usted dice, fue una chiripa. Era un
indigno antes, un indigno pobre, y después se convirtió apenas en un indigno rico.
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¡Personas amigas me escriben diciendo que parece increíble que un hombre que
trabajó en el Brasil valientemente sea en el fondo un canalla! ¡Extraña opinión! Bahía
considerada como la Fuente Sagrada de la Purificación…
Basta de charla. Si usted publica algún libro en esta ocasión, envíemelo, y si
tuviera por ahí algunos volúmenes de la Historia de la Literatura y demás que no le
hagan falta, déselos a Ramalho, que él me los mandará. Los que yo tenía los perdí
estúpidamente, con las obras de Shakespeare y de Victor Hugo, en un cajón, camino
del Havre, con otros libros más. Escribí a un amigo de Oporto pidiéndole que me los
remitiese y nunca me contestó siquiera; los necesito para un pequeño trabajo. Si no se
olvida, téngalo en cuenta.
Un abrazo de su gran admirador y fiel amigo antiguo.
EÇA DE QUEIROZ
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Capítulo I
Habían dado las once en el reloj de cuco del comedor. Jorge cerró el libro de Luis
Figuier que estaba hojeando despacio, tumbado en la vieja poltrona voltaire de
tafilete oscuro; se desperezó y, bostezando, dijo:
—¿No vas a vestirte, Luisa?
—En seguida.
Permanecía ella sentada ante la mesa leyendo el Diario de Noticias, en su bata de
mañana, negra, bordada en soutache, con grandes botones de nácar; su pelo rubio, un
poco revuelto por el calor del almohadón, se rizaba, recogido en lo alto de la cabeza,
pequeña, de lindo contorno; su piel tenía la blancura tierna y lechosa de las rubias;
apoyada de codos sobre la mesa, se acariciaba la oreja, y, en el movimiento suave y
pausado de sus dedos, dos sortijas de rubíes menudos centelleaban bermejas.
Acababan de desayunar.
La habitación, esterada, con su techo de madera pintado de blanco y su papel
claro de un verde rameado, resplandecía alegremente. Era un domingo de julio; hacía
mucho calor; los dos balcones estaban cerrados, pero sentíase afuera rebrillar el sol
en los cristales socarrando la piedra del balcón; flotaba allí el silencio recogido y
soñoliento de una mañana de misa; una vaga cansera empezaba, trayendo deseos de
siesta o de blandas sombras bajo las arboledas, en el campo, junto al agua; en las dos
jaulas, entre las cortinas de cretona azulada, dormitaban los canarios; las moscas
posábanse en el fondo de las tazas, sobre el azúcar mal derretido, y su zumbido
monótono se cernía sobre la mesa y henchía toda la estancia con un rumor
adormecido.
Jorge lió un cigarrillo y, muy reposado, muy fresco, con su camisa de indiana sin
cuello, su chaqueta de franela azul desabrochada y la mirada en el techo, se puso a
pensar en su viaje al Alentejo. Era ingeniero de minas, y al día siguiente debía
marchar hacia Beja, a Évora, y más hacia el Sur, a Santo Domingo; aquel viaje en
pleno julio le contrariaba como una interrupción, le apenaba como una injusticia.
¡Qué molestia en un verano como aquél! ¡Ir días y días sacudido por el trote de un
caballo de alquiler por aquellos descampados del Alentejo, que no acaban nunca,
cubiertos de rastrojos oscuros, sofocados por un sol empañado, bajo el cual zumban
los moscardones! ¡Dormir en los encinares o en cuartos que huelen a ladrillo
recocido, oyendo alrededor, en la oscuridad de la noche tórrida, gruñir las piaras de
cerdos! ¡Sentir cómo penetra en todo momento el vaho cálido de las tierras
calcinadas! ¡Y solo, además!
Hasta entonces había estado en el Ministerio, en comisión. Era la primera vez que
se separaba de Luisa, y perdíase ya en nostalgias de aquel comedorcito, que él mismo
ayudó a empapelar de nuevo, en vísperas de su boda, y en el cual, después de los
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goces nocturnos, sus desayunos se prolongaban en tan suaves ocios.
Y alisando su barba corta y fina, muy rizada, sus ojos se iban deteniendo, con
ternura, en aquellos muebles íntimos, que eran de tiempos de su madre: el viejo
aparador acristalado, con la plata muy limpia, que resplandecía decorativamente; el
viejo cuadro al óleo, tan querido, que había visto desde niño, y donde se percibían
apenas en un fondo desvanecido los tonos cobrizos de la panza de una cacerola y el
rosa mortecino de un manojo de rábanos. Enfrente, en otra pared, estaba el retrato de
su padre, vestido a la moda de 1830, con su cara redonda, los ojos brillantes y la boca
sensual; sobre su casaca abotonada resplandecía la encomienda de Nuestra Señora de
la Concepción. Había sido un antiguo empleado del Ministerio de Hacienda, muy
divertido, gran tocador de flauta. Jorge no lo conoció, pero su madre afirmaba «que a
aquel retrato no le faltaba más que hablar». Había él vivido siempre en aquella casa
con su madre. Se llamaba ésta Isaura; era una señora alta, de nariz afilada, muy
aprensiva; bebía en las comidas agua caliente, y un día, al volver de la adoración
perpetua de la Gracia, murió de repente, sin un ¡ay!
Físicamente, Jorge no se pareció nunca a ella. Fue siempre robusto, de
costumbres viriles. Tenía los dientes admirables de su padre, sus recios hombros. De
su madre había heredado la placidez, el genio pacífico. Cuando era estudiante en la
Politécnica se recogía a las ocho, encendía su lámpara y abría sus libros. No
frecuentaba cafés ni se acostaba tarde. Sólo dos veces por semana, con regularidad,
iba a visitar a una muchachita modista, Eufrasia, que vivía en el Borratem, y los días
en que el amigo de ésta, un brasileño, salía a jugar al boston al club, recibía ella a
Jorge con gran cautela y palabras muy exaltadas; era una expósita, y su cuerpecillo
fino y delgado exhalaba siempre el olor húmedo de una leve fiebre. Jorge la
encontraba novelesca, y la censuraba. Él nunca había sido sentimental: sus
condiscípulos, que leían a Alfredo de Musset, suspiraban, deseando haber amado a
Margarita Gautier, y le llamaban prosaico, burgués; Jorge se reía; no le faltaba un
botón en sus camisas, iba muy rizado, admiraba a Luis Figuier, a Bastiat y a Castillo,
[28] le horrorizaban las deudas y sentíase feliz.
Sin embargo, cuando murió su madre empezó a encontrarse solo. Era en invierno,
y su cuarto, situado en la parte trasera de la casa, al Mediodía, un poco desmantelado,
aguantaba las ráfagas del viento con su prolongación de tristes aullidos; de noche,
sobre todo, cuando estaba inclinado sobre el libro, con los pies envueltos en la
alfombrilla, le invadían lánguidas melancolías; estiraba los brazos con el pecho
henchido de deseo. ¡Hubiese querido enlazar un talle fino y mórbido, oír en la casa el
frufrú de un vestido! Decidió casarse. Conoció a Luisa un verano, de noche, en el
Paseo. Se apasionó por su pelo, rubio, su manera de andar, sus bellos ojos negros,
muy grandes. Al invierno siguiente terminó el asunto y se casó. Sebastián, su íntimo
amigo, el bueno de Sebastianillo, le dijo con un grave movimiento de cabeza,
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restregándose lentamente las manos:
—¡Se ha casado inseguro, un poco al buen tuntún!
Pero Luisa, Luisita, resultó una buena ama de casa; tenía detalles muy simpáticos
en sus arreglos; era aseada, alegre como un pájaro y, como un pájaro, amiga del nido
y de las caricias del macho; aquel delicado ser rubio y cariñoso vino a dar a su casa
un verdadero encanto.
—¡Es un angelito lleno de dignidad! —decía entonces Sebastián, el bueno de
Sebastián, con su voz profunda de bajo.
Llevaban tres años casados. ¡Qué bien resultó todo! Él mejoró incluso; se
encontraba más inteligente, más alegre… Y recordando aquella existencia fácil y
grata, arrojaba el humo de su habano, con las piernas cruzadas, ensanchaba su alma,
¡sintiéndose tan feliz en la vida como en su chaqueta de franela!
—¡Ah! —exclamó Luisa de repente, mirando asombrada hacia el periódico,
sonriendo.
—¿Qué es?
—¡El primo Basilio que llega!
Y leyó a continuación, en voz alta:
«Uno de estos días llegará a Lisboa, procedente de Burdeos, don Basilio de Brito,
muy conocido en nuestra sociedad. El señor Brito, que, como se sabe, había
marchado al Brasil, donde, según dicen, ha rehecho su fortuna con un honrado
esfuerzo, está recorriendo Europa desde comienzos del pasado año. Su regreso a la
capital representa un verdadero júbilo para sus amigos, tan numerosos».
—¡Y que lo son! —dijo Luisa, muy convencida.
—¡Le quiero, al pobre! —replicó Jorge fumando y ahuecándose la barba con la
palma de la mano—. ¿Y ha hecho fortuna, eh?
—Así parece.
Repasó los anuncios, bebió un sorbo de té, se levantó y fue a abrir uno de los
balcones.
—¡Oh, Jorge, qué calor hace fuera, Santo Dios! —y parpadeó ante la irradiación
de la luz cruda y blanca.
El comedor, en la parte trasera de la casa, daba sobre un solar cercado por una
valla baja, lleno de altas hierbas y de una vegetación silvestre; aquí y allá, en aquel
verdor requemado por el verano, brillaban anchas piedras, bajo el sol perpendicular, y
una vieja higuera salvaje, aislada en medio del terreno, extendía su abultado follaje
inmóvil, que, en la blancura de la luz, tenía los tonos oscuros del bronce. Más allá se
veían las partes traseras de otras casas, con balcones, ropas secándose en cuerdas,
muros blancos de jardines, árboles flacos. Una vaga polvareda empañaba y adensaba
el aire luminoso.
—¡Se caen los pájaros! —dijo ella, cerrando la ventana—. ¡Mira que tú por el
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Alentejo, ahora!
Fue a recostarse en el sillón de Jorge y le pasó lentamente la mano sobre el pelo
negro y rizado. Jorge la miró, entristecido ya ante la separación. Los dos primeros
botones de la bata de ella estaban desabrochados y se veía el arranque del pecho, de
una blancura muy suave, y un trocito de la camisa; Jorge los abrochó muy
castamente.
—¿Y mis cuellos duros? —dijo.
—Deben de estar preparados.
Para comprobarlo, llamó a Juliana. Hubo un rumor dominguero de enaguas
almidonadas. Entró Juliana, arreglándose nerviosamente el collar y el broche. Debía
de tener cuarenta años y era muy flaca. Sus facciones, menudas, secas, tenían la
palidez de tonos empañados de las enfermas del corazón. Los ojos, grandes,
hundidos, giraban con inquietud y curiosidad, inyectados de sangre, entre unos
párpados ribeteados siempre de rojo. Llevaba una cofia de seda imitando unas trenzas
que le hacía la cabeza enorme. Tenía un tic en las aletas de la nariz. Y el vestido
aplastado sobre el pecho, de falda estrecha, hinchado por las enaguas almidonadas,
dejaba asomar un pie pequeño, bonito, muy ceñido en las botas de paño, con punteras
de charol.
—Los cuellos duros no están listos —dijo con una voz muy lisboeta— porque no
he tenido tiempo de meterlos en almidón.
—¡Yo que se lo recomendé tanto, Juliana! —dijo Luisa—. Bueno está. ¡A ver
cómo se arregla usted! Los cuellos tienen que estar esta noche en la maleta.
Y apenas salió ella:
—¡Estoy tomándole odio a esta mujer, Jorge!
Hacía dos meses que servía en la casa y no se había podido acostumbrar a su
fealdad, a sus gestos, a la manera aflautada de pronunciar ciertas palabras arrastrando
un poco las erres, al ruido de sus tacones, que tenían chapas de metal. Los domingos,
la cofia, el presuntuoso pie, los guantes de piel negra, le ponían los nervios de punta.
—¡Qué antipática!
Jorge se reía:
—¡Pobre, si es una infeliz! ¡Y plancha admirablemente!
¡En el Ministerio contemplaban asustados sus pecheras!
Julián decía bien: ¡No están planchadas, sino esmaltadas! No es simpática, no;
pero es limpia y prudente…
Y levantándose, con las manos en los bolsillos de sus anchos pantalones de
franela:
—En fin, hija mía, acuérdate de cómo se portó durante la enfermedad de la tía
Virginia… ¡Fue un ángel para ella! —y repitió con solemnidad—: ¡De día y de
noche, fue un ángel para ella! ¡Estamos en deuda con Juliana, hija mía!
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Y empezó a liar un cigarrillo con la cara muy seria.
Luisa, callada, alzaba con la puntita de su chinela el borde de la bata y,
examinándose fijamente las uñas, con el ceño un poco fruncido, dijo:
—Pero, en fin, si me es antipática, no me importa; puedo despedirla cuando
quiera.
Jorge se detuvo y, rascando una cerilla en la suela de su zapato:
—Si yo lo consiento, rica… ¡Es una cuestión de gratitud para mí!
Se quedaron callados. El cuco dio las doce del día.
—Bueno, me voy a mis cosas —dijo Jorge. Y, acercándose a ella, le cogió la
cabeza con las manos—: ¡Viborilla! —murmuró, mirándola muy tiernamente.
Ella rió. Alzó hacia él sus magníficos ojos castaños, suaves y luminosos. Jorge se
enterneció, dejándole sobre los párpados dos besos ruidosos. Y pellizcándole los
labios con cariño:
—¿Quieres algo de la calle, amor mío?
Que no volviese muy tarde. Iba él en coche a dejar unas tarjetas, en un vuelo…
Y salió, feliz, cantando con su hermosa voz de barítono:
Luisa se desperezó. ¡Qué lata tener que ir a vestirse! ¡Le gustaría estar en una bañera
de mármol rosado, dentro del agua tibia y perfumada, adormeciéndose! ¡O en una
hamaca de seda, con los balcones cerrados, meciéndose a los sones de una música!
Soltó la minúscula chinela; estuvo contemplando amorosamente su piececito, blanco
como la leche, con venas azules, pensando en una infinidad de naderías: en unas
medias de seda que quería comprarse, en el paquete con vituallas que prepararía a
Jorge para el viaje, en tres servilletas que le había perdido la lavandera.
Volvió a desperezarse. Y saltando sobre la punta del pie descalzo, fue a buscar al
aparador, detrás de un tarro de compota, un libro un poco manoseado; vino a echarse
en el sillón, casi tumbada, y, con el gesto acariciador y amoroso de los dedos sobre la
oreja, empezó a leer, muy interesada.
Era La Dama de las Camelias. Leía muchas novelas, estaba suscrita
mensualmente a una biblioteca circulante, en la Baixa. De soltera, a los dieciocho
años, la entusiasmaban Walter Scott y Escocia; habría deseado entonces vivir en uno
de aquellos castillos escoceses que tenían sobre las ojivas los blasones del Clan,
amueblados con arcones góticos y trofeos de armas, tendidos de anchos tapices, en
los que están bordadas leyendas heroicas que el viento del lago agita y hace vivir; y
amó a Ervándalo, a Morton y a Ivanhoe, tiernos y graves, que llevaban en el gorro la
pluma de águila sostenida por el cardo escocés de esmeraldas y diamantes. Pero
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ahora le cautivaba lo moderno. París, sus muebles, sus romanticismos. Reíase de los
trovadores y la exaltaba el señor de Camors, e imaginaba a los hombres ideales con
corbata blanca en los salones de baile con una mirada magnética devorados por la
pasión, profiriendo frases sublimes. Hacía una semana que se interesaba por
Margarita Gautier; su desventurado amor le causaba una melancolía brumosa; la veía
alta y delgada, con su largo chal de casimir y los negros ojos henchidos ávidamente
por la pasión y los ardores de las tísicas; encontraba en los nombres mismos del libro
—Julia Duprat, Armando, Prudencia— el sabor poético de unas vidas intensamente
amorosas, y todos aquellos destinos se agitaban como con una música triste, entre
cenas, noches delirantes, apuros de dinero y días melancólicos en el fondo de un
cupé, cuando por las avenidas del bosque, bajo un cielo pardo y elegante, caían
silenciosamente las primeras nieves.
—¡Hasta luego, Zizí! —gritó Jorge desde el pasillo, al salir.
—¡Oye!
Se acercó él con el bastón debajo del brazo, abrochándose los guantes.
—No vuelvas muy tarde, ¿eh? Escucha, tráeme unos pasteles de Baltresqui para
doña Felicidad. Oye: si pasas por cerca de madame Françoise, que me mande el
sombrero. Escucha…
—¿Qué más, Dios mío?
—¡Nada! Era por si veías al librero, que me enviase más novelas… Pero ¡estará
cerrado!
Acabó las páginas de La Dama de las Camelias con dos lágrimas temblándole en
los párpados. Y tumbada en el sillón, con el libro caído sobre el regazo, arreglándose
la cutícula de las uñas, se puso a cantar bajito, con ternura, el aria final de La
Traviata.
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el salón de abajo, que tenía un aspecto vetusto y noble; una gran puerta acristalada se
abría al jardín, sobre tres escalones de piedra. En torno al surtidor había unos
granados, cuyas flores escarlatas arrancaba él. El follaje verde oscuro y brillante de
los arbustos de camelias formaba callejuelas sombrías; rebrillaban jirones de sol y
temblaban en el agua del estanque. Dos tórtolas, en una jaula de mimbre, se
arrullaban dulcemente, y en el silencio campestre de la quinta el ruido seco de las
bolas de billar tenía un tono aristocrático.
Vinieron después todos los episodios clásicos de los amores lisboetas pasados en
Cintra: los paseos en Sitiaes al claro de luna, despaciosos, por el césped pálido, con
largos descansos silenciosos en la Peña de la Nostalgia, viendo el Valle, las arenas a
lo lejos, llenas de una luz melancólica, idealizada y blanca; las siestas calurosas, a la
sombra de la Peña Verde, oyendo el rumor fresco y goteante de las aguas que fluyen
de piedra en piedra; las tardes en la llanura de Collares, remando en una vieja lancha
por el agua oscura, bajo la sombra de los fresnos, ¡y qué risas cuando encallaban en
las altas hierbas y su sombrero de paja quedaba prendido en las ramas bajas de los
chopos!
¡Siempre habíale sido Cintra muy querida! ¡Entrar en las arboledas sombrías y
rumorosas de Ramalhao le producía una sensación de felicidad!
Tanto ella como el primo Basilio tenían allí una gran libertad. Su madre, la pobre,
tan flemática, con su reuma, egoísta, los dejaba, sonreía y dormitaba. Basilio, rico
entonces, la llamaba tía Jojó y le traía cajitas de dulces…
Llegó el invierno y aquel amor fue a cobijarse en la antañona sala empapelada en
color sangre de toro de la calle de la Magdalena. ¡Qué buenas veladas aquéllas! Su
madre roncaba bajito, con las piernas envueltas en una manta y el volumen de la
Biblioteca de las Damas caído sobre el regazo ¡Y ellos, muy juntos y muy dichosos,
en el sofá! ¡El sofá! ¡Cuántos recuerdos! Era estrecho y bajo, forrado de casimir
claro, con una tira en el centro bordada por ella: unos pensamientos amarillos y rojos
sobre fondo negro.
Un día llegó el final. Juan de Brito, que formaba parte de la razón social Bastos y
Brito, se declaró en quiebra. La casa de Almada y la quinta de Collares fueron
vendidas.
Basilio era pobre y marchó al Brasil. ¡Qué nostalgias! Pasó ella los primeros días
sollozando quedamente, con la fotografía de él en las manos. Vinieron entonces los
sobresaltos por las esperadas cartas, los recados impacientes a las oficinas de la
Compañía cuando tardaban los buques…
Pasó un año. Una mañana, después de un prolongado silencio de Basilio, recibió
ella desde Bahía una larga carta, que empezaba así: «Lo he pensado mucho y creo
que debemos considerar nuestro cariño como una chiquillada…».
Se desmayó al leerlo. Basilio fingía un gran dolor en dos carillas llenas de
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explicaciones: seguía siendo pobre; tendría que luchar mucho antes de lograr reunir
algo para los dos; el clima era horrible, no la quería sacrificar a ella, pobre ángel; la
llamaba «paloma mía», y firmaba con su nombre completo, sobre una rúbrica
complicada.
Vivió entristecida durante unos meses. Era en invierno, y sentada ante la ventana
desde detrás de los cristales, con su bordado de lana, juzgábase desilusionada,
pensaba en el convento, siguiendo con mirada melancólica los paraguas goteantes
que pasaban bajo la cortina de lluvia, o sentándose al piano, al anochecer, cantaba
con Soares de Passos:
En la ladera de la colina
crece el lirio virginal…
Fue aquella una temporada muy alegre, llena de consuelos. Cuando volvieron, en
invierno, había ella engordado y tenía buenos colores. Y un día, al encontrar en un
cajón una fotografía que le había mandado Basilio, al principio, con pantalón blanco
y panamá, exclamó, encogiéndose de hombros:
—¡Lo que yo he penado por este hombre! ¡Qué estupidez!
Habían transcurrido tres años de aquello cuando conoció a Jorge. Al principio no
le agradó. No le gustaban los hombres barbudos; después notó que aquella barba era
fina, corta, muy suave seguramente; empezó a admirar sus ojos, su juventud. Y sin
amarle, sentía junto a él como una debilidad, una dependencia y una dejadez, un
deseo de adormecerse recostada sobre su hombro y de permanecer así largos años,
cómodamente, sin temor a nada. Qué sensación cuando él le dijo: «¡Vamos a
casarnos, eh!». ¡Vio de pronto el rostro barbudo con sus ojos relucientes, sobre la
misma almohada, junto a la suya! Se puso roja. Jorge habíale cogido una mano;
sentía penetrarle el calor de aquella palma ancha, posesionarse de ella. Pronunció un
sí y se quedó como alelada sintiendo bajo su vestido de lana henchirse suavemente
sus senos. ¡Tenía novio, al fin! ¡Qué descanso, qué alegría para su mamá!
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* * *
Se casaron a las ocho, en una mañana de niebla espesa. Fue necesario encender la luz
para ponerle la corona y el velo de tul. Todo aquel día se le aparecía como nublado
también, sin contornos, a la manera de un antiguo sueño, en el que resaltaba la cara
abotargada y lívida del cura y el rostro horrendo de una vieja que extendía una mano
ganchuda con una avidez colérica, empujando, abriéndose sitio, cuando, en la puerta
de la iglesia, Jorge, conmovido, repartió dinero. Los zapatos de raso la apretaban.
Sintió mareos de madrugada y hubo necesidad de hacerle té verde muy cargado. ¡Qué
fatigosa la noche en aquella casa nueva, después de abrir los baúles! Cuando Jorge
apagó la palmatoria con un soplo trémulo, unas eses luminosas rebrillaban y corrían
ante sus ojos.
Pero era su marido, joven, fuerte, alegre; se dedicó a adorarle. Sentía una
curiosidad constante por su persona y por sus cosas; enredaba en su pelo, en sus
pistolas, en sus papeles. Miraba fijamente a los maridos de las demás, comparaba y
sentíase orgullosa de él. Jorge la rodeaba de delicadezas de amante, se arrodillaba a
sus pies, era muy mimoso. Y siempre de buen humor, con mucha gracia; pero en las
cosas de su profesión o de su honor tenía severidades exageradas y ponía entonces en
sus palabras y en sus modales una solemnidad enfurruñada. Una amiga de ella,
novelesca, que veía dramas en todo, habíale dicho: «Es un hombre que te daría una
puñalada». Ella, que no conocía aún el temperamento plácido de Jorge, lo creyó, y
aquello mismo aumentó la exaltación de su amor hacia él. Era todo para ella, ¡su
fuerza, su fin, su destino, su religión, su hombre! Se puso a pensar lo que habría
sucedido de casarse ella con el primo Basilio. ¡Qué desgracia, eh! ¿Dónde estaría?
Perdíase en suposiciones de otros destinos, que se desenvolvían como decoraciones
de teatro. ¡Y se veía en el Brasil, entre cocoteros, mecida en una hamaca, rodeada de
negritos, viendo revolotear los papagayos!
—Está ahí doña Leopoldina —vino a decirle Juliana.
Luisa se levantó, sorprendida:
¿Cómo? ¿Doña Leopoldina? ¿Por qué la dejó entrar?
Empezó a abrocharse de prisa la bata.
¡Jesús! ¡Si Jorge lo supiera! ¡Él le había dicho tantas veces «que no la quería ver
en casa»! Pero ¡si estaba ya ahora en la sala la desgraciada!
—Bueno, dígale que ya voy.
Era su íntima amiga. Fueron vecinas, de solteras, en la calle de la Magdalena y
estudiaron en el mismo colegio, en el Patriarcal, de Rita Pessoa, la coja. Leopoldina
era la hija única del Vizconde de Quebraes, el libertino, el caquéctico, que había sido
gentilhombre de don Miguel.[29] Hizo ella una boda desgraciada con un Juan de
Noroña, empleado en la Aduana. La llamaban la Quebraes, y también Pan y Queso.
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Era notorio que tenía amantes y vicios. Jorge la odiaba. Y habíale dicho muchas
veces a Luisa: «¡Todo, menos esa Leopoldina!».
* * *
Leopoldina tenía entonces veintisiete años. No era alta, pero tenía fama de ser la
mujer mejor formada de Lisboa. Llevaba siempre unas ropas muy ceñidas, con una
precisión que acusaba y modelaba su cuerpo como una piel, con muy poco vuelo en
la falda, que se arremangaba garbosamente. Decían de ella con los ojos en blanco:
«¡Es una estatua, una Venus!». Tenía unos hombros de modelo, de una redondez
prieta y esbelta; adivinábanse sus senos, aun a través del corpiño; el dibujo robusto y
armonioso de aquellas dos bellas mitades de limón, la línea de las caderas firme y
opulenta, ciertos escorzos vibrantes de cintura hacían volver tras ella las miradas
encendidas de los hombres. La cara era un poco basta; las aletas de la nariz tenían una
anchura carnosa. En la piel, muy tersa, de una morenez cálida y rosada, quedaban aún
las huellas casi desvanecidas de unas antiguas viruelas. Su belleza residía en los ojos,
de una negrura intensa, impregnados de fluido, muy gachones, con largas pestañas.
Luisa fue hacia ella con los brazos abiertos y se besaron mucho. Y Leopoldina,
sentada en el sofá, enrollando despacio la seda clara de su sombrilla, empezó a
lamentarse. Había estado malucha, muy mustia, con vahídos. El calor la mataba. ¿Y
qué había sido de ella? La encontraba más gruesa. Como era un poco corta de vista,
para asegurarse, guiñaba ligeramente los ojos, entreabriendo los labios gordezuelos,
de un rojo caliente.
—¡La felicidad lo da todo, hasta buenos colores! —dijo, sonriendo.
Lo que la traía allí era preguntarle las señas de la francesa que le hacía los
sombreros. ¡Y también el afán de verla, después de tanto tiempo sin comunicarse!
—¡No puedes imaginarte! ¡Qué calor! Vengo muerta.
Y se dejó caer sobre el almohadón del sofá, sofocada, con una sonrisa abierta,
mostrando los dientes blancos y grandes.
Luisa le dio la dirección de la francesa, elogiándola: era barata y tenía buen gusto.
Como la sala estaba en sombra, fue a entreabrir un poco las maderas del balcón. El
forro de las sillas y las colgaduras eran de reps verde oscuro; el papel de la pared y la
alfombra, con dibujos rameados, tenían el mismo tono; y en aquel decorado sombrío
resaltaban mucho las gruesas molduras doradas de dos grabados (la Medea, de
Delacroix, y el Mártir de Delaroche), las encuadernaciones rojas de los dos grandes
volúmenes de Dante de Gustavo Doré, y, entre las ventanas, el óvalo de un espejo
donde se reflejaba un napolitano de biscuit que bailaba la tarantela sobre la consola.
Encima del sofá colgaba el retrato al óleo de la madre de Jorge. Aparecía sentada,
vestida ricamente de negro, muy tiesa en su corpiño ceñido y rígido; una de las
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manos, de una lividez mortal, reposaba sobre las rodillas, recargada de sortijas; la
otra perdíase entre los encajes muy trabajados de una mantelería de raso; y aquel
rostro largo y macilento, con unos grandes ojos, muy negros, resaltaba sobre una
cortina roja tendida en pliegues profusamente quebrados, dejando ver a lo lejos cielos
azulados y redondeces de arboledas.
—¿Y tu marido? —preguntó Luisa, viniendo a sentarse muy cerca de Leopoldina.
—Como siempre. Poco divertido —respondió, riendo. Y con un aire serio y la
cabeza un poco inclinada—: ¿Sabes que acabé con Mendoza?
Luisa se sonrojó ligeramente:
—¿Sí?
Leopoldina le dio en seguida detalles. Era muy indiscreta, hablaba mucho de sí
misma, de sus sensaciones, de su alcoba, de sus andanzas. Nunca había tenido
secretos para Luisa, y en su necesidad de hacer confidencias, de gozar con la
admiración de su amiga, ¡le describía sus amantes, las opiniones de estos, sus
maneras de amar, sus tics, su ropa, con grandes exageraciones! Aquello resultaba
siempre muy picaresco, cuchicheado al borde de un sofá, entre risitas; Luisa solía
escuchar, muy interesada, un poco sonrojados los pómulos, admirada, saboreando
aquello con un gestecillo beatífico. ¡Lo encontraba tan curioso!
—¡Esta vez sí que puedo decir realmente que me equivoqué, rica! —exclamó
Leopoldina, alzando los ojos desoladamente.
Luisa se echó a reír:
—¡Tú te equivocas casi siempre!
¡Era cierto! ¡Infeliz de ella!
—¿Qué quieres? Me imagino cada vez que es una pasión y cada vez me resulta
un chasco.
Y pinchando la alfombra con la punta de la sombrilla:
—Pero ¡algún día acertaré!
—A ver si aciertas —dijo Luisa—. ¡Ya es hora!
A veces, encontraba a Leopoldina «indecente» en su conciencia; pero tenía una
debilidad por ella: siempre había admirado mucho la belleza de su cuerpo, que le
inspiraba casi una atracción física. Además, la disculpaba. ¡Era tan desgraciada con
su marido!… ¡La infeliz perseguía la pasión! Y aquella gran palabra, centelleante y
misteriosa de la que se derrama la felicidad como de una taza rebosante, satisfacía a
Luisa como una justificación suficiente, y le parecía casi una heroína; la miraba con
espanto, como se contempla a los que regresan de algún viaje maravilloso y difícil,
lleno de episodios excitantes. Únicamente no le agradaba cierto olor a tabaco
mezclado con heno, que traía ella siempre en sus vestidos. Leopoldina fumaba.
—¿Y qué hizo Mendoza?
Leopoldina se encogió de hombros, con gesto aburrido.
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—Me escribió una carta muy tonta, diciéndome que, a fin de cuentas, era mejor
que terminase todo, porque no quería meterse en camisa de once varas. ¡Qué imbécil!
Debo tenerla aquí.
Se buscó en el bolsillo del vestido. Sacó un pañuelo, una carterita, unas llaves,
una polverita; pero no encontró más que un programa del Price. Habló entonces del
circo. Una tabarra. Lo mejor era un muchacho que trabajaba en el trapecio. ¡Guapo
chico, bien formado, una perfección!
Y de pronto:
—Entonces, ¿vuelve tu primo Basilio?
—Eso he leído hoy en el Diario de Noticias. ¡Me he quedado de una pieza!
—¡Ah! Otra cosa que quería preguntarte antes que se me olvide: ¿Con qué
adornaste aquel vestido tuyo, azul, de cuadritos? Voy a encargarme uno así.
—Lo había adornado con azul también, un azul más oscuro. Ven dentro a verlo.
Entraron en el tocador. Luisa fue a abrir el balcón y el armario ropero. Era un
cuartito muy fresco, con cretonas azul pálido. Había allí una alfombra barata de fondo
blanco, con dibujos azulados. El tocador, alto, estaba entre las dos ventanas, bajo un
dosel de grueso encaje, rebosante de frascos tallados. Entre las colgaduras, en
veladores de patas de garra, plantas espesas, begonias y makoamas, desplegaban
decorativamente su follaje, exuberante y fuerte, en macetas rojas de barro
aporcelanado. Aquellos detalles domésticos recordaron seguramente a Leopoldina
dichas tranquilas. Dijo despacio, mirando a su alrededor:
—Y tú siempre tan enamorada de tu marido, ¿eh? ¡Haces bien, hija, haces bien!
Fue al tocador a darse polvos en el cuello y en la cara.
—¡Haces bien! —repitió—. Pero ¡vete a enamorarte de un hombre como el mío!
Sentóse en la causeuse con un aire muy lánguido; inició las quejas acostumbradas
contra su marido. ¡Era tan grosero, tan egoísta!
—¿Creerás que desde hace ya tiempo, si no estoy en casa a las cuatro, no me
espera, se sienta a la mesa, come y me deja las sobras? Y luego, descuidado, sucio,
escupiendo siempre en las alfombras… ¡Su alcoba, pues tenemos dos cuartos
separados, como sabes, es una pocilga!
Luisa dijo con severidad:
—¡Qué horror! La culpa es tuya también.
—¡Mía! —se irguió, relucientes los ojos, más grandes, más negros—. ¡No faltaba
más que tener que ocuparme del cuarto de ese hombre!
¡Ah! ¡Era muy desgraciada, era la mujer más desgraciada del mundo!
—¡Ni celos tiene el muy bruto!
Pero entró Juliana, tosió y, arreglándose todavía el collar y el broche, preguntó:
—¿Quiere entonces la señora que planche todos los cuellos?
—Todos, ya se lo he dicho. Tienen que estar esta noche en la maleta, antes de
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acostarse.
—¿Qué maleta? ¿Quién se va? —preguntó Leopoldina.
—Jorge. Va a las minas del Alentejo.
—Entonces, si te quedas sola, ¡podré venir a verte! ¡Qué bien!
Y se sentó junto a ella con una mirada que se hizo cariñosa.
—¡Tengo tanto que contar!… ¡Si tú supieras, hija!…
—¿El qué? ¿Otra pasión? —dijo Luisa riendo.
La cara de Leopoldina se puso seria.
No era cosa de risa. ¡Estaba harta de todo! ¡Por eso había venido! ¡Se sentía tan
sola en su casa, tan nerviosa! «¡Iré a ver a Luisa, a hablar con ella un rato!», se dijo.
Y en voz más baja, casi solemne:
—¡Esta vez es en serio, Luisa! —y contó los detalles.
Era un muchacho alto, rubio, guapo. ¡Y qué talento el suyo!
—Es poeta —decía la palabra con fervor, prolongando el sonido de las sílabas—.
¡Es poeta!
Se desabrochó despacio dos botones del corpiño y sacó del pecho un papel
doblado. Eran unos versos. Y muy pegada a Luisa, con las aletas de la nariz vibrantes
por la delicia de la sensación, leyó en voz baja, con orgullo, teatralmente:
A TI
Era una elegía. El joven narraba poéticamente sus largas contemplaciones en que la
veía a ella, Leopoldina, «visión radiante que tan leve pisas», en las aguas dormidas,
en las rojeces del ocaso, en la blancura de las espumas. Era una composición
vanidosa, de un sentimentalismo basto, de un aire enfermizo, muy lisboeta, llena de
versos ripiosos. Y al terminar, le decía que no era «en la suntuosidad de los salones»
o en los «bailes febricitantes» donde le gustaba verla: era allí, entre aquellas peñas,
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y se guardó el poema en el pecho. ¡Tenía que marcharse ya! Hacíase tarde y si no el
otro se sentaba a la mesa. Tenía lubina asada para comer. ¡Y el pescado frío era la
cosa más insulsa!
—Adiós. Hasta pronto, ¿verdad? —ahora que Jorge se marchaba vendría a
menudo—. Adiós. Entonces, ¿la francesa es en la calle del Ouro, encima del estanco?
Luisa la acompañó hasta el descansillo. Leopoldina, al final ya de la escalera, se
detuvo y gritó:
—¿Sigues creyendo que debo adornar el vestido con azul, eh?
Luisa, de bruces sobre la barandilla, contestó:
—Yo lo hice así, es lo mejor…
—¡Adiós! ¿Calle del Ouro, encima del estanco?
—Sí. Calle del Ouro. Adiós —y con un gritito—: La puerta de la derecha,
madame Françoise.
* * *
Jorge volvió a las cinco, y desde la puerta del cuarto, dejando el bastón en un rincón:
—Ya sé que has tenido visita.
Luisa se volvió un poco colorada. Estaba delante del tocador, peinada ya, con un
vestido blanco de hilo guarnecido de encajes.
Era verdad, había venido Leopoldina. Juliana la dejó pasar… ¡Le contrarió
mucho! Vino a pedirle las señas de la sombrerera francesa. Había estado diez
minutos.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Juliana asegura que ha estado aquí toda la tarde.
—¡Toda la tarde, qué tontería! ¡Ha estado diez minutos, apenas!
Jorge se quitaba los guantes, callado. Se acercó a la ventana y se puso a sacudir
las duras hojas de una begonia manchada de un rojo enfermizo con un reflejo
plateado. Silbaba quedamente. Y parecía muy atareado en acariciar un botón de
Amarilis cobijado entre su follaje reluciente, como un corazoncito asustado.
Luisa pasaba su medallón de oro por una larga cinta de terciopelo negro; le
temblaban las manos y estaba muy arrebolada.
—El calor les sienta mal… —dijo.
Jorge no respondió. Silbó más fuerte, fue a la otra ventana, golpeó con los dedos
en las hojas elásticas de una makoama de tonos verdes y sanguíneos y, ensanchando
con impaciencia el cuello como un hombre sofocado:
—Óyeme: es preciso que dejes ya de recibir a esa mujer. ¡Es necesario acabar de
una vez!
Luisa se puso escarlata.
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—¡Lo digo por ti, por los vecinos y por la decencia!
—Pero si fue Juliana… —balbuceó Luisa.
—Dile otra vez que la despida. ¡Que estás fuera! ¡Que te has ido a la China! ¡Que
te encuentras enferma!
Se interrumpió, y, después, con un tono desconsolado, abriendo los brazos:
—Rica mía, es que todo el mundo la conoce. ¡Es la Quebraes! ¡La Pan y Queso!
¡Es una vergüenza!
Le citó sus amantes, exasperado: ¡Carlos Viegas, el flaco, el de los bigotes caídos,
que escribía comedias para el Gimnasio! ¡Santos Madeira, el picado de viruelas, con
el pelo desgreñado! ¡Melchor Vadio, un borrachín blandengue, con su mirada de
carnero degollado, fumando siempre en boquilla! ¡Pedro Cámara, el guapito!
¡Mendoza, el de los callos! Tutti quanti!
Y encogiéndose de hombros, desabrido:
—¡Como si yo no notase que ha estado aquí! ¡Sólo por el olor! ¡Este horrible olor
a heno! Os habéis criado juntas, etcétera. Todo eso está muy bien. ¡Tienes que
disculparla, pero si me la encuentro en la escalera la echo! ¡La echo, sí!
Se detuvo un momento, conmovido:
—Vamos, Luisa, confiésalo. ¿Tengo razón o no?
Luisa se ponía los pendientes ante el espejo, aturdida:
—La tienes —dijo en voz baja.
—¡Ah, bien!
Y salió, furioso.
Luisa se quedó inmóvil. Un redondo lagrimón transparente rodó por su cara hasta
la nariz. Se sintió dolorosamente herida. ¡Aquella Juliana, la muy chismosa! ¡Qué
mala, por meter cizaña! Le sacudió un ramalazo de cólera. Fue al cuarto de la
plancha, cerró con un portazo:
—¿Por qué ha dicho usted quién ha venido ni quién ha dejado de venir?
Juliana, muy sorprendida, soltó la plancha:
—Creí que no era un secreto, señora.
—¡Claro que no! ¡Qué tontería! ¿Quién le ha dicho que era un secreto? ¿Y para
qué la dejó pasar? ¿No le tengo dicho muchas veces que no quiero recibir a doña
Leopoldina?
—La señora no me ha dicho nunca nada —replicó la sirvienta, muy ofendida, con
tono de veracidad.
—¡Miente usted! ¡Cállese!
Le volvió la espalda; volvió a su cuarto muy nerviosa y fue a apoyarse en los
cristales de la ventana.
El sol había desaparecido; en la calle estrecha había una sombra igual, de tarde
sin viento; en las casas, de vieja construcción, oscuras, estaban abiertos los balcones,
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donde en rojas macetas se agostaba alguna planta mísera, albahaca o clavo; oíase en
el teclado melancólico de un piano La oración de una virgen, ejecutada por una
muchacha, en el sentimentalismo perezoso del domingo, y frente a su ventana, las
cuatro hijas de Teixeira Acevedo, flacuchas, con las cabelleras rizadas y las orejas
foscas, permanecían aquella tarde de fiesta mirando hacia la calle, hacia la atmósfera,
hacia las ventanas vecinas, cuchicheando si pasaba un hombre o, asomadas de bruces,
con una atención estúpida, escupían sobre las piedras de la calle.
¡El pobre Jorge tenía razón! Pero también, ¿qué podía ella hacer? No iba ya a
casa de Leopoldina, había retirado su retrato del álbum de la sala ¡y habíase visto
obligada a decirle la repugnancia de Jorge, lo cual les hizo incluso llorar a las dos!
¡Pobrecilla! ¡Sólo la recibía de cuando en cuando, en contadas ocasiones, un
momento! ¡Y, en fin, después de tenerla en la sala, no iba a empujarla escaleras abajo!
Un hombre grueso, de piernas torcidas, encorvado sobre un organillo de
manubrio, apareció entonces al comienzo de la calle; sus barbas negras tenían un
aspecto feroz. Se detuvo y empezó a dar vueltas al manubrio, mirando a su alrededor,
hacia las ventanas, con una triste sonrisa de dientes blancos, y la Casta Diva, con una
sonoridad metálica y seca, muy temblorosa, se difundió por la calle.
Gertrudis, la criada y concubina del doctor en Ciencias Matemáticas, vino a
apoyar en seguida sobre los cristales estrechos del balcón su carota morena de
cuarentona harta y colocada; delante, en el saliente del segundo piso, asomó la cara
de Cuña Rosado, flaco y chupado, con un gorro de borla y el aspecto desconsolado
del enfermo intestinal, apretándose con las manos transparentes el batín sobre el
vientre. Aparecieron otros rostros aburridos entre las cortinas de muselina.
En la calle, la estanquera se acercó a la puerta, vestida de luto, estirando su ancha
cara de viuda, con los brazos cruzados sobre el chal teñido de negro, muy delgada en
las largas faldas ceñidas. En la tienda de debajo de casa de Acevedo apareció la
carbonera, enorme en su pesadez y bestial, con el pelo escaso y desgreñado, la cara
brillante y tiznada, con tres chiquillos medio desnudos, casi negros, llorones y
peludos que se colgaban de su falda. Pablo el de la prendería avanzó hasta en medio
de la calle; la visera charolada de su gorra de paño negro no se alzaba nunca de
encima de sus ojos; ocultaba siempre las manos, como para ser más cauto, a su
espalda, debajo de los faldones de su largo chaquetón; el talón sucio del calcetín
asomaba por sus zapatillas bordadas con cuentas, y resollaba con su ronquera crónica
de un modo desesperado. Odiaba a los reyes y a los curas. El estado de los asuntos
públicos le enfurecía. Silbaba con frecuencia María de la Fuente, y se mostraba en
sus palabras y en sus actitudes como un patriota exasperado.
El hombre del organillo se quitó su ancho sombrero de ala caída, y, tocando
siempre, lo fue tendiendo alrededor, hacia las ventanas, con mirada implorante. Las
de Acevedo cerraron violentamente los cristales. La carbonera le dio una moneda de
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cobre, pero le interrogó, quiso enterarse con seguridad de qué parte era, por qué
carreteras había venido y cuántas piezas tenía el instrumento.
Empezaba a regresar la gente endomingada, con un aire cansado por el largo
paseo, con las botas polvorientas; mujeres de toquilla, que venían de las huertas con
las criaturas al cuello, dormidas con la caminata y el calor; viejos plácidos, de
pantalones blancos, con el sombrero en la mano, gozaban del fresco, dando una
vuelta por el barrio; bostezaban en algunas ventanas. El cielo tomaba un color
azulado y brillante, como una porcelana; una campana repicaba distante, al final de
alguna fiesta de iglesia. Y el domingo terminaba, con una serenidad cansada y triste.
—Luisa —dijo la voz de Jorge.
Ella se volvió con un vago ¿eh?
—Vamos a comer, hija; son las siete.
En medio del cuarto la cogió de la cintura, y hablándole bajito, junto a la cara:
—¿Te ha molestado lo de hace un rato?
—¡No! Tienes razón. Reconozco que tienes razón.
—¡Ah! —exclamó él en tono victorioso, muy satisfecho—. Es evidente:
¿Qué mejor consejero y buen amigo que el esposo que el alma me escogió?
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Capítulo II
Los domingos por la noche había en casa de Jorge una pequeña reunión, una charla,
en la sala, alrededor del viejo candelabro de porcelana rosa. Acudían solamente los
íntimos. El Ingeniero, como decían en la calle, vivía muy metido en su rincón, sin
visitas. Se tomaba allí el té y se charlaba. Una tertulia un poco a lo estudiante. Luisa
hacía crochet y Jorge fumaba su cachimba.
El primero en llegar era Julián Zuzarte, un pariente muy lejano de Jorge,
condiscípulo suyo en los primeros años de la Politécnica. Era un hombre seco y
nervioso, con gafas azules y un pelo largo, que le caía sobre el cuello. Desempeñaba
el cargo de cirujano en la Escuela. Muy inteligente, estudiaba con desesperación,
pero, como él decía, era un gafe. ¡A los treinta años, pobre, con deudas, sin clientela,
empezaba a sentirse harto de su cuarto piso en la Baixa, de sus comidas de dos
pesetas, de su paleto raído, y, ahogado por su vida mezquina, veía a los otros, a los
mediocres, a los frívolos, huronear, subir, asentarse cómodamente en la prosperidad!
«Falta de chance», decía. Podía haber aceptado un destino consistorial en una ciudad
de provincia y tener, con toda seguridad, una casa suya, su criada en una quinta. Pero
sentía un orgullo tenaz, mucha fe en sus facultades, en su ciencia, y no quería ir a
enterrarse en un poblado adormecido y lúgubre, con tres callejas donde hozasen los
cerdos. Cualquier provincia le aterraba: veíase allí oscurecido, jugando a las cartas en
las reuniones, muriéndose de caquexia. Por eso «no daba un paso», y esperaba, con la
tenacidad del plebeyo ambicioso, una clientela rica, una cátedra en la Escuela, un
cupé para hacer las visitas, una mujer rubia con buena dote. Tenía la certeza de su
derecho a tales felicidades, y como éstas tardaban en llegar, íbase volviendo amargo y
despechado: estaba enojado con la vida; cada día se prolongaban más sus silencios
hostiles, mordiéndose las uñas, y, en sus mejores momentos, no cesaba de proferir
frases secas, párrafos agrios, en que su voz desagradable sonaba cortante y helada.
Luisa no le quería; encontrábale un aire nordeste, detestaba su tono pedagógico,
los negros reflejos de sus anteojos, sus pantalones cortos, que dejaban ver el elástico
roto de las botas. Pero disimulaba, le sonreía, porque Jorge le admiraba y decía
siempre de él: «¡Tiene mucho talento! ¡Es un gran hombre!».
Como llegaba más temprano, pasaba al comedor y tomaba allí su taza de café, y
lanzaba siempre una mirada de soslayo hacia la plata del aparador y hacia las
flamantes toilettes de Luisa. Aquel pariente, un mediocre, que vivía
confortablemente, bien casado, con la carne satisfecha, estimado en el ministerio, con
unos cuantos miles de duros en papel, le parecía una injusticia y le pesaba como una
humillación. Pero fingía estimarlo; iba siempre por las noches, los domingos;
ocultaba entonces sus preocupaciones, charlaba, decía agudezas, pasando a cada
momento los dedos por sus cabellos largos, duros y llenos de caspa.
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A las nueve, generalmente, entraba doña Felicidad de Noroña. Venía desde la
puerta con los brazos extendidos y su ancha sonrisa a flor de boca. Tenía cincuenta
años, era muy gruesa, y como padecía de dispepsia y de flatos, no podía ponerse a
aquellas horas el corsé y sus formas se expandían libremente. Notábanse ya algunas
hebras blancas en sus cabellos, ligeramente rizados; pero su cara era tersa y redonda,
llena de una blancura blanda y descolorida de monja; en sus ojos salientes, con la piel
arrugada ya alrededor, brillaban unas pupilas negras y húmedas, muy inquietas, y en
las comisuras de los labios los vellos del bozo parecían trazos leves y arqueados
hechos con una pluma muy fina. Había sido la amiga íntima de la madre de Luisa y
tomó la costumbre de venir a ver a la pequeña los domingos. Era noble, de los
Noroñas de Redondela, bien emparentada en Lisboa, un poco devota y un mucho de
la Encarnación.
Apenas entraba, al dejar un beso ruidoso en la cara de Luisa, le preguntaba bajo,
con inquietud:
—¿Vendrá?
—¿El consejero? Sí.
Luisa lo sabía con seguridad. Porque el consejero, el consejero Acacio, no venía
nunca a los tés de doña Luisa, como él decía, sin haber ido la víspera al ministerio de
Obras Públicas en busca de Jorge, a decirle con gravedad, encorvando levemente su
alta estatura:
—Amigo Jorge, mañana iré a pedir a su buena esposa mi taza de té.
Y añadía, por regla general:
—¿Adelantan sus valiosos trabajos? ¡Enhorabuena! Si ve al ministro, preséntele
mis respetos. ¡Mis respetos a su soberbio talento!
Y salía pisando con solemnidad las galerías enlosadas.
Hacía cinco años que doña Felicidad le amaba. En casa de Jorge se reían un poco
de aquella pasión. Luisa decía: «¡Vaya, es una manía de ella!». La veían gorda y
colorada, y no sospechaban que aquel sentimiento concentrado, exacerbado
semanalmente, abrasándose en silencio, la iba minando como una enfermedad y
desmoralizándola como un vicio. Todos sus ardores se habían truncado hasta
entonces. Amó a un oficial de lanceros, que falleció, y del que sólo conservaba un
daguerrotipo. Después se enamoró ocultamente de un joven panadero de la vecindad,
y vio cómo se casaba con otra. Se entregó por entero a un perro, Bolillo; una criada
despedida le dio, para vengarse, corcho cocido, y Bolillo reventó. Y lo tenía ahora
disecado en el comedor. La persona del consejero vino de repente un día a prender
fuego a aquellos deseos, amontonados como antiguos combustibles. Acacio se
convirtió en su manía; admiraba su figura y su seriedad, abría mucho los ojos ante su
elocuencia, encontraba que tenía una «bonita posición». ¡El consejero era su
ambición y su vicio! Poseía él, sobre todo, una belleza cuya contemplación detenida
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la aturdía como un vino fuerte: la calva. Experimentó siempre el gusto perverso de
ciertas mujeres por la calva de los hombres. Y aquel apetito insatisfecho se inflamó
con la edad. Cuando se ponía a mirar la calva del consejero, brillante bajo las luces,
un ávido sudor humedecía su espalda, sus ojos centelleaban ¡y sentía unos deseos
absurdos, ansiosos, de poner encima sus manos, de palparla, de sentir su forma, de
amasarla, de saturarse de ella! Pero disimulaba, se ponía a hablar alto con una sonrisa
embobada, se abanicaba convulsivamente y le goteaba el sudor por las carnosas
roscas del cuello. Se retiraba a su casa a rezar, imponíase penitencias de muchas
salves a la Virgen; pero apenas terminaba sus oraciones, comenzaba a palpitar su
temperamento. Y la buena, la pobre doña Felicidad, tenía entonces pesadillas lascivas
y melancolías de histerismo senil. La indiferencia del consejero la irritaba aún más:
¡ni una mirada, ni un suspiro, ni una revelación amorosa le conmovían! Era con ella
glacial y cortés. Habíanse quedado algunas veces solos, aparte, en el hueco propicio
de un balcón, en el aislamiento mal alumbrado de un rincón del sofá pero apenas
hacía ella una demostración sentimental, él se levantaba bruscamente y se alejaba,
severo y púdico. Un día creyó ella notar que, a través de sus gafas ahumadas, el
consejero dirigía de soslayo una mirada estimadora a la abundancia de su seno;
pareciéndola clara e impaciente, rebosante de pasión, le dijo ella quedamente:
«¡Acacio!…». Pero el consejero la dejó helada con un gesto y, ya en pie, pronunció
con gravedad:
—Señora,
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otra le formaba un collar en la nuca, y aquel negro reluciente daba, por contraste, más
brillo a la calva; pero no se teñía el bigote: lo tenía canoso, tupido, caído en las
comisuras de la boca. Era muy pálido no se quitaba nunca las gafas oscuras. Tenía un
hoyuelo en la barbilla y las orejas grandes y muy despegadas del cráneo.
Había sido, en otro tiempo, director general del ministerio de la Gobernación, y
siempre que decía: «¡El rey!» se levantaba un poco en la silla. Sus gestos eran
comedidos, hasta cuando tomaba rapé. No empleaba nunca palabras vulgares; no
decía vomitar, sino que, haciendo un gesto expresivo, empleaba el verbo devolver.
Decía siempre «nuestro Garrett o nuestro Herculano».[30] Prodigaba las citas. Era
autor. Y sin familia, viviendo en un tercer piso de la calle del Ferregial, amancebado
con la criada, se dedicaba a la Economía Política: había escrito los Elementos
genéricos de la ciencia de la riqueza y su distribución, según los mejores autores y
como subtítulo: ¡Lecturas para veladas! Acababa de publicar unos meses antes la
Relación de todos los ministros de Estado, desde el gran marqués de Pombal hasta
nuestros días, con datos cuidadosamente investigados de sus nacimientos y óbitos.
—¿No ha estado usted ya en el Alentejo, consejero? —le preguntó Luisa.
—¡Nunca, señora! —y se inclinó—. ¡Nunca! ¡Y lo siento! Siempre he deseado ir
allí, porque me han dicho que guarda curiosidades de primer orden.
Aspiró una toma de su cajita dorada delicadamente, y añadió con solemnidad:
—¡Es, por lo demás, una provincia de gran riqueza porcuna!
—Jorge averiguará cuál es el sueldo fijo asignado a la plaza consistorial de Évora
—dijo Julián desde el rincón del sofá.
El consejero intervino, siempre bien informado, con la caja entre los dedos:
—Deben de ser unas seis mil pesetas, señor Zuzarte, y manos libres. Tengo mis
notas tomadas. ¿Por qué quiere usted marcharse de Lisboa, señor Zuzarte?
—¡Tal vez!…
Todos lo desaprobaron.
—¡Ah, Lisboa siempre es Lisboa! —suspiró doña Felicidad.
—¡Ciudad de mármol y de granito, según la frase sublime de nuestro gran
historiador! —dijo solemnemente el consejero.
Y aspiró la toma, con los dedos abiertos en abanico, finos y bien cuidados.
Dona Felicidad dijo entonces:
—¡Quien no sería capaz de dejar Lisboa, ni de la mano de Dios Padre, es el
consejero!
Y éste, volviéndose pausado hacia ella, un poco inclinado, replicó:
—¡He nacido en Lisboa, doña Felicidad; soy lisboeta de corazón!
—El consejero —recordó Jorge— ha nacido en la calle de San José.
—En el número setenta y cinco, amigo Jorge. ¡En la casa contigua a esa en que
vivió, hasta casarse, mi muy querido Gerardo, mi pobre Gerardo!
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Gerardo, su pobre Gerardo, era el padre de Jorge. Acacio había sido su íntimo.
Fueron vecinos. Acacio tocaba entonces el violín, y como Gerardo tocaba la flauta,
hacían dúos e incluso ambos pertenecían a la Filarmónica de la calle de San José.
Después, cuando Acacio ingresó en las oficinas del Estado, por escrúpulo y por
dignidad, dejó el violín, los sentimientos tiernos y las alegres veladas de la
Filarmónica. Se consagró por entero a la estadística, aun permaneciendo muy leal a
Gerardo. Y luego continuó dispensando aquella amistad solícita a Jorge; fue padrino
de su boda, venía a verle todos los domingos y el día de su cumpleaños le mandaba
puntualmente, con una carta de felicitación, una lamprea con huevos.
—Aquí he nacido —repitió, desdoblando su fino pañuelo de seda de la India—, y
aquí pienso morir.
Y se sonó discretamente.
—¡Eso está todavía muy lejos, consejero!
Y él con grave melancolía:
—No me da miedo ella, amigo Jorge. Hasta he hecho ya construir, sin vacilación,
en el Alto de San Juan, mi última morada. Modesta, pero decente. Está a la entrada,
en la calle de la derecha, en un lugar abrigado, junto a la cabaña de los Verdaderos
Amigos.
—¿Y ha compuesto usted ya su epitafio, señor consejero? —preguntó Julián,
irónico.
—No lo quiero, señor Zuzarte. No quiero elogios en mi sepultara. Si mis amigos,
mis compatriotas, juzgan que he prestado algunos servicios, existen otros medios para
celebrarlos. ¡Ahí están la Prensa, la necrología, la poesía incluso! Por mi deseo, sólo
quisiera que figurase sobre la lápida lisa, en letras negras, mi nombre, con mi cargo
de consejero; y las fechas de mi nacimiento y de mi muerte.
Y con un tono pausado y reflexivo:
—No me opongo, sin embargo, a que graben debajo, en letras pequeñas: ¡Orad
por él!
Hubo un silencio conmovido, y una voz fina dijo en la puerta:
—¿Dan ustedes permiso?
—¡Oh Ernestito!… —exclamó Jorge.
Con un paso menudo y rápido, se acercó Ernestito a abrazarlo por la cintura:
—He sabido que te marchabas, primo Jorge… ¿Cómo estás, prima Luisa?
Era un primo de Jorge. Pequeñito, linfático, sus miembros delgados, casi
infantiles, le daban un aspecto débil, de colegial; el fino bigote, untado de cosmético,
se enderezaba en las comisuras en unas guías afiladas como agujas, y en su cara
chupada, los ojos hinchados se apagaban con una mirada lánguida. Usaba zapatos de
charol, con grandes lazos de cinta; sobre el chaleco blanco la cadena del reloj sostenía
un medallón enorme de oro, con frutos y flores esmaltados en relieve. Vivía con una
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comiquilla del Gimnasio, flaca, pálida, de pelo muy rizado y aspecto de tísica.
Escribía para el teatro. Tenía hechas traducciones, dos obras en un acto, originales, y
una comedia de retruécanos. Últimamente ensayaban en las Variedades una obra suya
considerable, un drama en cinco actos, titulado Honor y pasión. Era su estreno más
serio. Desde entonces se le veía siempre muy atareado, con los bolsillos repletos de
manuscritos, siempre en compañía de empresarios y actores, prodigando cafés y
coñacs, con el sombrero ladeado, pálido y diciendo a todos: «¡Esta vida me mata!».
Escribía, sin embargo, con una pasión entrañable por el arte, pues estaba empleado en
la Aduana con un buen sueldo y tenía, además, una bonita renta de sus valores. El
arte mismo, decía, le obligaba a gastar. ¡Para el acto del baile en Honor y pasión
mandó hacer, a su costa, unas botas de charol para el galán y otras iguales para el
padre noble! Se apellidaba Ledesma.
Le hicieron sitio. Luisa notó en seguida, apartando su bordado, que estaba
abatido. Se quejó él, entonces, de sus fatigas: los ensayos le destrozaban, tenía
disputas con el empresario, ¡el día anterior se había visto obligado a repetir todo el
final de un acto! ¡Todo!
—¡Y esto —añadió, muy excitado— porque es un presuntuoso, un imbécil!
¡Quiere que tenga lugar ese acto en un salón en vez de pasar en un abismo!
—¿En un qué? —preguntó, sorprendida, doña Felicidad.
El consejero explicó, muy cortés:
—En un abismo, doña Felicidad, en un despeñadero. También se dice
correctamente un vórtice —y soltó la siguiente cita—: Al espumeante vórtice se
arroja…
—¿En un abismo? —le preguntaron—. ¿Por qué?
El consejero quiso conocer aquel episodio. Ernestito, radiante, bosquejó
ampliamente el enredo:
—Es una mujer casada. En Cintra se ha encontrado con un hombre fatal, el conde
de Monte Redondo. El marido, arruinado, debe cien mil pesetas, perdidas en el juego.
Está deshonrado, van a encarcelarle. La mujer, loca, corre hacia un castillo medio en
ruinas, en donde vive el conde; deja caer su velo y le cuenta la catástrofe.
»El conde se echa su capa sobre los hombros, parte y llega en el momento en que
los esbirros van a llevarse al desdichado. ¡Es una escena muy emocionante —
proseguía—, de noche, a la luz de la luna! El conde se desemboza, arroja una bolsa
de oro a los pies de los esbirros y les grita: «¡Saciaos, buitres!…».
—¡Bello final! —murmuró el consejero.
—En fin —añadió Ernesto, resumiendo—, hay un enredo complicado: el conde
de Monte Redondo y la dama se aman; el marido lo descubre, arroja todo aquel oro a
los pies del conde y mata a la esposa.
—¿De qué modo? —preguntaron.
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—La lleva hacia el abismo. Es en el quinto acto. El conde lo ve, corre y se
precipita también. El marido se cruza de brazos y lanza una carcajada infernal. ¡Así
he imaginado la cosa!
Y se calló, jadeante. Abanicándose con el pañuelo, paseó alrededor sus ojos
lánguidos, plateados como los de un pez muerto.
—¡Es una obra vibrante donde chocan grandes pasiones! —dijo el consejero,
pasándose las manos por la calva—. Mi enhorabuena, señor Ledesma.
—Pero ¿qué quiere el empresario? —preguntó Julián, que escuchaba, en pie,
atónito—. ¿Qué quiere? ¿Quiere situar el abismo en un primer piso, amueblado a la
moda?
Ernestito se volvió muy afectuoso:
—No, señor Zuzarte —y a su vez tenía un tono cordial—: quiere que el desenlace
tenga lugar en un salón.
»De modo que yo —hacía un gesto resignado—, por ser condescendiente, he
tenido que escribir otro final. Me pasé la noche en claro. ¡He tomado tres tazas de
café!…
El consejero intervino con la mano extendida:
—¡Cuidado, señor Ledesma, cuidado! ¡Hay que tener prudencia con esos
excitantes! ¡Prudencia, por Dios!
—A mí no me hace daño, señor consejero —dijo, sonriendo—. ¡Lo escribí en tres
horas! Vengo ahora de enseñárselo. Hasta creo que lo tengo aquí…
—¡Léalo usted, don Ernesto, léalo! —exclamó con viveza doña Felicidad.
¡Que lo leyese! ¡Que lo leyese! ¿Por qué no lo leía?
¡Era una pesadez!… ¡Un borrador!… En fin, ya que insistían… Y, radiante,
desdobló, en medio del silencio, un gran pliego de papel azul, rayado.
—Les pido perdón. Esto es un borrador. La cosa no está con todas sus letras —y
pronunció con voz teatral: «Ágata…». Es la mujer. Se trata de la escena con el
marido, quien lo sabe ya todo…
Se alzó la cortina. Oyóse un fino tintineo de tazas. Era Juliana, de cofia y delantal
blancos, con el té.
—¡Qué pena! —exclamó Luisa—. Debe usted seguir leyendo después del té; sí,
después del té.
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Ernesto dobló el papel y, mirando de soslayo, rencoroso, a Juliana:
—¡No merece la pena, prima Luisa!
—¡Vamos! ¡Es preciso! —afirmó doña Felicidad.
Juliana colocaba sobre la mesa el plato de las tostadas, los bizcochos de Oeiras,
los pasteles de coco.
—Aquí tiene su té flojo, consejero —dijo Luisa—. Sírvase usted, don Julián. ¡Las
tostadas a don Julián! ¿Más azúcar? ¿Quién lo quiere? ¿Una tostada, consejero?
—Tengo suficiente, mi querida señora —replicó él, inclinándose.
Y declaró, vuelto hacia Ernestito, que encontraba el diálogo soberbio. Pero
alguien preguntó: «¿Qué más quería ahora el empresario?… Ya tenía lo del salón…».
Ernestito, en pie, excitado, con un pastel de crema en la punta de los dedos,
explicó:
—Lo que el empresario quiere es que el marido la perdone…
Se quedaron aterrados:
—¡Vamos! ¡Es extraordinario! ¿Y por qué?
—¡Ya ven! —exclamó Ernestito, encogiéndose de hombros—. Dice que al
público no le gusta. Que no son cosas para nuestro país…
—A decir verdad —intervino el consejero—, a decir verdad, señor Ledesma, a
nuestro público no le agradan, generalmente, las escenas sangrientas.
—Pero ¡si no hay sangre, señor consejero! —protestó Ernestito, poniéndose de
puntillas—. ¡Si no hay sangre! ¡Muere de un tiro! ¡De un tiro por la espalda, señor
consejero!
Luisa chistó a doña Felicidad y, en un aparte, con una sonrisa:
—Tome usted de estos de crema. Son muy recientes.
Y ella respondió con voz quejumbrosa:
—¡Ay, hija mía, no!
Y señaló hacia su estómago, compungida. Entre tanto, el consejero aconsejaba a
Ernestito clemencia; habíale puesto la mano en el hombro paternalmente, y con una
voz persuasiva:
—Dé más alegría a su obra, señor Ledesma ¡El espectador saldrá más aliviado!
¡Deje usted que salga aliviado!
—¿Otro pastelito, consejero?
—No puedo más, mi querida señora.
E invocó, entonces, la opinión de Jorge. ¿No creía que el bueno de Ernesto debía
perdonar?
—¿Yo, consejero? De ningún modo. Soy partidario de la muerte. ¡Y exijo que la
mates, Ernestito!
Doña Felicidad intervino, muy bondadosa:
—Déjele hablar, señor Ledesma. ¡Eso es una broma! ¡Usted, que tiene un corazón
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de ángel!
—Está usted equivocada, doña Felicidad —dijo Jorge, en pie, delante de ella—.
¡Hablo en serio y soy una fiera! Si ha engañado a su marido, debe morir. ¡En el
abismo, en la calle, en el salón, pero debe matarla! ¿Voy yo a consentir que, en un
caso como este, un primo mío, una persona de mi familia, de mi misma sangre,
conceda el perdón como un bragazas? ¡No! ¡Que la mate! Es un principio familiar.
¡Mátala cuanto antes!
—Aquí tiene usted un lápiz, señor Ledesma —gritó Julián, dándole un lapicero.
El consejero, entonces, intervino con gravedad:
—No —dijo—, no creo que nuestro Jorge hable en serio. Es muy culto para tener
ideas tan…
Titubeó, buscando un adjetivo. Juliana se le puso delante con una bandeja, en la
cual un mono de plata se agachaba cómicamente bajo un amplio quitasol erizado de
palillos. Cogió uno, se inclinó y terminó así:
—… tan anticivilizadas.
—Pues se equivoca usted, consejero, las tengo —afirmó Jorge—. Ésas son mis
ideas. Y vea usted, si en lugar de tratarse de un final de acto fuera un caso de la vida
real, si Ernesto viniese a decirme: «¿Sabes? He encontrado a mi mujer…».
—¡Oh Jorge! —protestaron.
—… Bueno, es una suposición; si viniese a decírmelo, le contestaría lo mismo.
Les doy mi palabra de honor de que le respondería lo mismo: «¡Mátala!».
Volvieron a protestar. Le llamaron tigre, Otelo, Barba Azul. Él se reía, llenando
muy tranquilo su pipa. Luisa bordaba, callada; la luz de la lámpara, tamizada por la
pantalla, daba a su pelo tonos de un rubio cálido, resbalaba sobre su blanca cabeza
como sobre un marfil muy pulimentado.
—¿Qué dices tú a eso? —preguntó doña Felicidad.
Ella levantó la cara, risueña, y se encogió de hombros… Y, entonces, dijo el
consejero:
—Doña Luisa dice con orgullo lo que dicen las verdaderas madres de familia:
—Y ahora, muy buenas noches —dijo desde la puerta, una voz gruesa.
Se volvieron todos.
¡Era Sebastián! ¡Don Sebastián! ¡Sebastianillo!
Era él, en efecto; Sebastián, el gran Sebastián, Sebastianillo, el tronco de árbol, el
íntimo, el camarada, el inseparable de Jorge desde el latín, en el aula de fray Liborio,
en los Paúles.
Era un hombre bajo y grueso, vestido todo de negro, con un sombrero blando, de
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ala caída, en la mano. Empezaban a escasear sus cabellos castaños y finos en las
entradas de su frente. Tenía la piel muy blanca y la barba rubia y corta.
Fue a sentarse al lado de Luisa.
—¿De dónde viene usted, de dónde?
Venía del Price. Se había reído mucho con los payasos. Hicieron la broma de la
pipa. Su rostro, a plena luz, tenía una expresión honrada, sencilla, franca: los ojillos
azules claros, de una seria suavidad, se dulcificaban mucho cuando sonreían, y sus
labios rojos, húmedos, los dientes brillantes, revelaban una vida saludable, unas
costumbres honestas. Hablaba despacio, bajo, como si tuviera miedo a descubrirse o a
cansar a sus oyentes. Juliana le trajo su taza de té, y removiendo el azúcar con la
cucharilla, tiesa, riendo aún sus ojos, con una sonrisa de bondad:
—¡Lo de la pipa tiene mucha gracia! ¡Mucha!
Sorbió un trago de té y después de un momento:
—Y tú, bribón, ¿te vas entonces mañana? ¿No siente usted tentaciones de irse
fuera con él, mi querida amiga?
Luisa sonrió. ¡Ya lo creo! ¡Quién pudiera! Pero ¡era un viaje tan incómodo! ¡Y,
además, no podía quedarse sola la casa, no podía confiarse en la servidumbre…!
—Claro, claro… —dijo él.
Jorge abrió entonces la puerta del despacho y le llamó:
—Sebastián, ¿haces el favor?
Fue hacia allí con su pesado andar y sus anchas espaldas encorvadas: los faldones
de su levita mal cortada tenían una largura eclesiástica. Entraron en el despacho.
Era una pieza pequeña, con una librería alta y acristalada, encima de la cual había
una estatuita de yeso, vieja y empolvada, que representaba una bacante en pleno
delirio. La mesa, con un antiguo tintero de plata que había sido de su abuelo, estaba
junto al balcón; una colección apilada de la Gaceta del Gobierno blanqueaba en un
rincón; sobre el sillón de cuero oscuro colgaba, en un marquito negro, una gran
fotografía de Jorge y encima de ella brillaban dos espadas cruzadas. Al fondo, una
puerta forrada de tapiz rojo se abría sobre el rellano.
—¿Sabes quién ha estado aquí esta tarde? —dijo Jorge, encendiendo su pipa—.
¡La desvergonzada de Leopoldina! ¿Qué te parece, eh?
—¿Y ha pasado? —preguntó Sebastián, en voz baja, corriendo el pesado tapiz de
tela listada.
—¡Pasó, se sentó y estuvo aquí, sin prisa! ¡Hizo lo que quiso! ¡Leopoldina, la Pan
y Queso!
Y tirando el fósforo violentamente:
—¡Cuando pienso que esa desvergonzada viene a mi casa! ¡Una criatura que tiene
más amantes que camisas, que es la comidilla de Dafundo, que se paseaba este año
por los bailes, de dominó, con un tenor! ¡La mujer del Zagalón, un juerguista que
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falsificó una letra!
Y casi al oído de Sebastián:
—¡Una mujer que se ha acostado con Mendoza, el de los callos! ¡Ese puerco de
Mendoza, el de los callos!
Hizo un gesto furioso y exclamó:
—¡Viene aquí, se sienta en mis sillas, abraza a mi mujer, respira este aire!…
¡Palabra de honor, Sebastián, si la pillo —buscó mentalmente, con ojos encendidos,
un castigo suficiente—, le doy unos azotes!
Sebastián dijo despacio:
—Lo peor es la vecindad…
—¡Claro! —exclamó Jorge—. ¡Toda la gente de la calle sabe quién es! ¡Conocen
sus amantes, sus lugares de cita! ¡Es la Pan y Queso! ¡Todo el mundo conoce a la
Pan y Queso!
—Mala vecindad… —dijo Sebastián—. ¡Para echarse a temblar!
Pero ¿qué? Estaba acostumbrado a la casa, era suya, la había arreglado, le costó
barata…
—¡Porque si no —agregó— no paraba aquí un día más!
¡La calle era un horror! ¡Pequeña, estrecha, estaban amontonados unos sobre
otros! ¡Una vecindad de gentuza, ávida de chismes! Cualquier bagatela, el rodar de
un coche, ¡y aparecían detrás de cada cristal un par de ojos saltones, espiando! Y
había luego abajo una agitación de lenguas, conciliábulos, opiniones formadas; que si
fulano es un indecente, que si mengana es una borracha…
—¡Es un horror! —dijo Sebastián.
—Luisa es un ángel, la pobre —dijo Jorge, paseándose por la habitación—, ¡pero
tiene cosas de criatura! No ve el mal. Es muy buena, se deja ablandar. Mira este caso
de Leopoldina, por ejemplo: se criaron juntas; de pequeñas, eran íntimas y no tiene
ahora valor para echarla. Es por timidez, por bondad ¡Se comprende! ¡Pero, en fin,
las leyes de la vida tienen sus exigencias!…
Y después de una pausa:
—¡Por eso, Sebastián, mientras esté yo fuera, si te consta que Leopoldina viene
por aquí, avisa a Luisa! Porque ella es así, se olvida, no reflexiona. Es necesario
alguien que la advierta, que le diga: «¡Alto ahí; eso no puede ser!». ¡Y entonces
vuelve en sí y es la primera en sentirlo! Ven por aquí, la acompañas, haces música, y
si ves que aparece Leopoldina, le dices en el acto: «¡Cuidado, señora; eso no!».
Porque ella, sintiéndose apoyada, tiene decisión. Si no, se acobarda y se deja llevar.
Sufre con eso, pero no tiene valor para decirle: «¡No te quiero ver; márchate!». No
tiene valor para nada; empiezan a temblarle las manos, a secársele la boca… ¡Es
mujer, muy mujer!… ¿No te olvidarás, eh, Sebastián?
—¿Cómo voy a olvidarme, hombre?
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Oyeron entonces el piano en la sala, y la voz de Luisa elevarse, fresca y clara,
cantando la Mandolinata:
¡Era la tristeza secreta de Jorge no tener un hijo! ¡Lo deseaba tanto! ¡Aun de soltero,
en vísperas de su boda, soñaba ya con la felicidad de un hijo! Lo veía de muchas
maneras: o gateando, con las piernecillas coloradas llenas de roscas y el pelo rizado,
fino como hilo de seda; o hecho ya un muchacho fuerte, entrando del colegio con sus
libros, alegre, vivos los ojos, viniendo a enseñarle las buenas notas del mes; o, mejor
aún, una niña crecida, blanca y sonrosada, con un vestido claro, las trenzas colgantes,
viniendo a acariciar sus cabellos ya grises…
¡Sentía a veces un gran miedo a morirse sin haber gozado aquella felicidad
complementaria!
Ahora, en la sala, la voz aguda de Ernestito peroraba; después, Luisa repitió en el
piano la Mandolinata con un brío jovial.
La puerta del despacho se abrió dando pasó a Julián:
—¿Qué están ustedes aquí conspirando? Voy a marcharme; es tarde ya. Hasta la
vuelta, amigo mío, ¿eh? También yo iría contigo a tomar el aire, a respirar, a ver los
campos, pero…
Y sonrió con amargura:
—Addio! Addio!
Jorge fue a alumbrarle hasta el descansillo, a abrazarle otra vez. Si quería algo del
Alentejo…
Julián se encasquetó el sombrero:
—¡Dame otro puro de despedida! ¡Dame dos!
—¡Llévate la caja! Yo, cuando viajo, sólo fumo en pipa. ¡Llévate la caja, hombre!
Se la envolvió en un Diario de Noticias. Julián se la colocó debajo del brazo y,
mientras descendía las escaleras:
—¡Cuidado con las palúdicas! ¡Y a ver si descubres una mina de oro!
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Jorge y Sebastián entraron en la sala. Ernestito, recostado en el piano, se retorcía
las guías del bigotito y Luisa atacaba un vals de Strauss, El Danubio azul.
Jorge dijo, riendo, con los brazos extendidos:
—¿Un vals, doña Felicidad?
Ella se volvió con una sonrisa. ¿Y por qué no? ¡De joven fue muy celebrada su
habilidad! Citó después el vals que había bailado con don Fernando en tiempos de la
Regencia, en el palacio de las Necesidades.[31] Era un bonito vals de aquella época:
La perla de Ofir.
Estaba sentada al lado del consejero en el sofá. Y como reanudando un diálogo
muy grato, continuó bajo, hacia él, con voz tierna:
—Pues le encuentro a usted unos colores magníficos.
El consejero doblaba pausadamente su pañuelo de seda de la India.
—Con tiempo apacible estoy siempre mejor. ¿Y usted, doña Felicidad?
—¡Ay! ¡Soy otra persona, consejero! ¡Muy buenas digestiones, libre de gases!…
¡Soy otra!
—¡Dios lo quiera, señora, Dios lo quiera! —dijo el consejero, restregándose
lentamente las manos.
Tosió, fue a levantarse, pero doña Felicidad le dijo:
—Espero que ese interés sea verdadero…
Se sonrojó. El corpiño flácido del vestido de seda negra se le henchía con el jadeo
del pecho. El consejero volvió a sentarse lentamente en el sofá y con las manos en las
rodillas:
—Doña Felicidad, ya sabe que tiene en mí un amigo sincero…
Ella alzó hacia él sus ojos lánguidos, de los que brotaban confesiones pasionales y
súplicas de felicidad:
—¡Lo mismo le digo, consejero!
Exhaló un gran suspiro y se tapó el rostro con el abanico. El consejero se levantó
secamente. Y con la cabeza erguida y las manos en la espalda, fue hacia el piano y
preguntó a Luisa, inclinándose:
—¿Es alguna canción del Tirol, doña Luisa?
—Es un vals de Strauss —le apuntó Ernestito, de puntillas, al oído.
—¡Ah, muy famoso! ¡Gran autor!
Sacó entonces el reloj. Era ya hora, dijo, de irse a ordenar algunas notas. Se
acercó a Jorge y dijo con solemnidad:
—¡Jorge, mi buen Jorge, adiós! ¡Cuidado con ese Alentejo! ¡El clima es nocivo y
la estación traidora!
Y le estrechó en sus brazos con una presión conmovida.
Doña Felicidad se ponía su mantilla de encaje negro.
—¿Ya, doña Felicidad? —dijo Luisa.
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Ella le explicó al oído:
—Ya, sí, hija; me he dado un atracón, comí alubias y estoy llena… ¡Y este
hombre, este hielo! ¿Viene usted hacia mi barrio, don Ernesto?
—¡Como un rayo, señora!
Se había puesto su paleto de alpaca clara, y chupaba, con las facciones tirantes, de
su boquilla enorme, donde una Venus se retorcía sobre el lomo de un león manso.
—Adiós, primo Jorge; salud y dinero, ¿eh? ¡Adiós! Cuando estrene Honor y
pasión, ya le mandaré un palco a la prima Luisa. ¡Adiós! ¡Salud!
Iban a salir. Pero el consejero, ya en la puerta, se volvió repentinamente, y con los
faldones del paleto echados hacia atrás, la mano apoyada pomposamente en el puño
de plata de su bastón que representaba una cabeza de moro dijo, con gravedad:
—¡Me olvidaba, Jorge! ¡Tanto en Évora como en Beja, visite usted a los
gobernadores civiles! Le diré por qué: ¡se trata de los primeros funcionarios de la
provincia y pueden serle de gran utilidad en sus peregrinaciones científicas!
E inclinándose profundamente:
—Al rivedere, como dicen en Italia, ¿no?
* * *
Sebastián se quedó. Para airear la habitación llena de humo de tabaco, Luisa fue a
abrir los balcones; la noche era calurosa y quieta, con luna.
Sebastián se sentó al piano y, con la cabeza inclinada, recorrió despacio el
teclado.
Tocaba admirablemente, con una comprensión finísima de la música. En otro
tiempo había compuesto incluso una Meditación, dos valses y una balada; pero eran
estudios muy trabajados, llenos de reminiscencias, sin estilo. «No me sale nada de la
cabeza —solía decir con jovialidad, moviendo la cabeza y sonriendo—; ¡pero de los
dedos!…».
Se puso a interpretar un Nocturno, de Chopin. Jorge habíase sentado en el sofá, al
lado de Luisa.
—¡Ya tienes preparado tu paquetito!… —le dijo ella.
—Me basta con unas galletas, hija. Lo que quiero es la cantimplora con coñac.
—No te olvides de ponerme un telegrama en cuanto llegues.
—No temas.
—¿Volverás entonces dentro de quince días?
—Seguramente…
Ella hizo un gesto enfurruñado.
—¡Ah, bueno! ¡Si no vienes, voy a buscarte!
Y, mirando a su alrededor:
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—¡Qué sola me voy a quedar!
Se mordió los labios, mirando fijamente la alfombra. Y de repente, con la voz
entristecida aún:
—¡Eh, Sebastián! La Malagueña, ¿haces el favor?
Sebastián empezó a tocar la Malagueña. Aquella melodía, cálida, muy lenta, le
encantaba. Parecíale estar en Málaga o en Granada, no sabía bien; era bajo los
naranjos; centelleaban mil estrellitas; la noche era calurosa y el aire olía bien; al pie
de un farol colgado de una rama, un cantador, sentado en un banquillo morisco, hacía
gemir la guitarra; a su alrededor, las mujeres, con sus corpiños de terciopelo rojo,
batían palmas en cadencia, y, a lo lejos dormitaba una Andalucía de novela o de
zarzuela, cálida y sensual, en donde todo eran brazos blancos, que se abrían al amor;
capas románticas, que rozaban las paredes; sombrías callejas, donde la luz de la
hornacina del santo estaba encendida y vibraba la guitarra; serenos que invocaban a la
Virgen Santísima cantando las horas…
—¡Muy bien, Sebastián! ¡Gracias!
Él sonrió y, levantándose, cerró con cuidado el piano y fue en busca de su
sombrero de ala caída:
—Entonces, ¿mañana, a las siete? Estaré allí; te voy a acompañar hasta el
Barreiro.
¡Qué bueno era Sebastián! Fueron a asomarse al balcón, para verlo salir. La noche
tenía un hondo silencio, de una melancolía apacible; el gas de los faroles parecía
moribundo; la sombra, que se recortaba en la calle con brusca nitidez, tenía un tono
suave y cálido; la luz ponía en las fachadas, blancas, vivas claridades, y en las piedras
de la calle, reflejos cristalinos; relucía, lejana, una claraboya, como una vieja lámina
de plata; nada se movía. E instintivamente los ojos se alzaban hacia lo alto, buscando
la blanca y quieta luz.
—¡Qué hermosa noche!
Sonó la puerta y Sebastián dijo, desde abajo, en la sombra:
—Dan ganas de pasear, ¿eh?
—¡Muy hermosa!
Se quedaron perezosamente en el balcón, mirando, sin moverse, aquella quietud
bajo la luz. Se pusieron a hablar en voz baja del viaje. ¿Dónde estaría él mañana a
aquella hora? Ya en Évora en un cuarto de hotel paseando monótonamente por un
suelo de ladrillos. Pero volvería pronto; esperaba hacer un buen negocio con Paco, el
español de las minas de Portel; traerse quizá algunos miles de pesetas. Y gozarían
entonces la dulzura del mes de septiembre; podrían hacer un viaje al Norte, ir a
Bussaco, escalar las alturas, beber el agua fresca de los manantiales, bajo la espesura
húmeda de los follajes; irían a Espinho, a sentarse en la arena de las playas, a respirar
el buen aire, lleno de nitrógeno; contemplando el amplio mar, de un azul metálico y
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reluciente; el mar de verano, con alguna humareda de buque que navegase hacia el
Sur, muy empequeñecido, a lo lejos. Hicieron otros proyectos, con los hombros muy
juntos; una intensa felicidad los henchía deliciosamente. Y Jorge dijo:
—¡Si tuviéramos un chiquillo, ya no te quedarías tan sola!
Luisa suspiró. ¡También ella lo deseaba con toda su alma! Se llamaría Carlos
Eduardo. Y le veía ya, durmiendo en su cuna o en su regazo, desnudo, agarrándose
con la manita el dedo del pie, mamando la punta sonrosada de su pecho… Un
escalofrío de infinito deleite le recorrió el cuerpo. Pasó el brazo por la cintura de
Jorge. ¡Ya llegaría ese día, en que tendrían seguramente un hijo! Y no podía imaginar
a su hijo hombre ni a Jorge viejo; los veía a los dos del mismo modo; al uno, siempre
amante, joven, fuerte; al otro, siempre colgado de su pecho, dependiendo de su mamá
o gateando y parloteando, rubio y sonrosado. Y la vida se le aparecía infinita, de una
dulzura igual, atravesada por la misma ternura amorosa, cálida, tranquila y luminosa,
como la noche que los cubría.
—¿A qué hora quiere la señora que venga a despertarla? —dijo la voz seca de
Juliana.
Luisa se volvió:
—¡A las siete; ya se lo he dicho hace poco, criatura!
Cerraron el balcón. Una mariposa blanca revoloteaba alrededor de las velas. ¡Era
de buena suerte!
Jorge la cogió de los brazos.
—Voy a estar sin mi maridito, ¿eh? —dijo ella, tristemente.
Dejó pesar su cuerpo sobre las manos cruzadas de él, le miró con una larga
mirada, que se empañaba y se oscurecía y, abrazándose a su cuello, con un gesto
lento, armonioso y solemne, dejó en la boca de él un beso grave y profundo. Un lento
sollozo hinchó su pecho.
—¡Jorge! ¡Querido! —murmuró.
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Capítulo III
Hacía ya doce días de la marcha de Jorge y, a pesar del calor y del polvo, Luisa se
vestía para ir a casa de Leopoldina. ¡Si Jorge lo supiera no le había de gustar, no!
¡Pero estaba harta de verse sola! ¡Se aburría tanto!… ¡Por la mañana aún tenía los
arreglos de la casa, la costura, la toilette, alguna novela! ¡Pero por la tarde…!
A la hora en que Jorge acostumbraba volver del Ministerio, la soledad parecía
ensancharse en torno de ella. ¡Le hacían tanta falta su campanillazo, sus pasos en el
corredor!…
Al atardecer, viendo caer el sol, se entristecía sin razón, sumíase en un vago
sentimentalismo; se sentaba al piano, y los fados tristes, las cavatinas apasionadas
gemían instintivamente en el teclado, bajo sus dedos perezosos, en el movimiento
lánguido de sus brazos lasos. ¡Cuántas tonterías pensaba entonces! Y por la noche,
sola, en la amplia cama francesa, sin poder dormirse con el calor, le acometían de
repente terrores, presentimientos de viudez.
No estaba acostumbrada, no podía estar sola. Pensó incluso en llamar a tía
Patrocinio, una vieja parienta, pobre, que vivía en Belem. Por lo menos era alguien;
pero temió aburrirse más, junto a su larga figura de viuda taciturna, siempre haciendo
punto, con los grandes lentes, de montura de carey, sobre la nariz aguileña.
Aquella mañana pensó en Leopoldina, muy contenta con ir a charlar, a reír, a
secretear, a pasar allí las horas de calor. Se peinaba en chambra y enaguas; la
camiseta, escotada, descubría los hombros blancos, de una redondez maciza; el
cuello, blanco y terso, veteado de finas venillas, y sus brazos, torneados, un poco
sonrosados en el codo, descubrían debajo, cuando se alzaban al prenderse ella las
trenzas, unos hilillos rubios, rizosos, formando nido.
Su piel conservaba aún el rosado húmedo del agua fría. Había en el cuarto un olor
penetrante a vinagrillo de tocador; los visillos, de hilo blanco, corridos, daban al
cuarto una luz suave, de tonos lechosos.
¡Ah, realmente debía de escribir a Jorge que volviera en seguida! ¡Tendría gracia
que fuera ella a sorprenderle a Évora, que apareciera un día por el Tabaquiño, a las
tres! ¡Y cuando él entrase, lleno de polvo y cansado, con sus gafas azules, se le
colgaría del cuello! Luego, al atardecer, del brazo de él, rendida aún del viaje, con un
vestido fresco, iría a visitar la ciudad. La admirarían mucho por las calles, estrechas y
tristes. Los hombres saldrían a las puertas de las tiendas. «¿Quién sería aquella
señora? Es de Lisboa. La esposa del ingeniero». Y, ante el tocador, abrochándose el
corpiño del vestido, sonreía con aquellas fantasías, a su cara, en el espejo.
La puerta del cuarto se abrió despacio.
—¿Quién es?
La voz de Juliana dijo, quejumbrosamente:
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—¿Me da permiso la señora para ir ahora al médico?
—Vaya usted, pero no se retrase. Áteme por detrás esta enagua. Más fuerte. ¿Qué
es lo que tiene?
—Vahídos, señora; un peso en el corazón. He pasado la noche en claro.
Estaba más pálida, con la mirada muy fatigada y la cara envejecida. Llevaba un
vestido de lana negro, ceñido, y el acostumbrado moño de pelo, ya gris.
—Bueno, váyase —dijo Luisa—. Pero déjelo todo arreglado antes. Y no se
retrase, ¿eh?
Juliana subió a la cocina. Estaba en el segundo piso, tenía dos balcones saledizos
en la parte de atrás y era amplia, con el suelo de ladrillos delante del fogón.
—Me dio el permiso, señora Juana —dijo a la cocinera—. Voy a vestirme. Ella
está también casi preparada. ¡Se queda usted de ama y señora de la casa!
La cocinera se puso colorada; empezó a cantar y fue después a sacudir y tender en
el balcón una alfombra deshilachada; sus ojos no se apartaban de una casa de
enfrente, pintada de amarillo, con un ancho portal: la ebanistería del tío Juan Gallo,
donde trabajaba Pedro, su novio. A la pobre Juana se le caía la baba por él. Era un
jovencito pálido y cansado. Juana, oriunda de Avientes, junto al Miño, era de una
familia de labradores, y aquella cara delgada, de lisboeta anémico, le seducía con una
violencia abrasadora. Como no podía salir durante la semana, le introducía en casa
por la puerta trasera cuando estaba sola; tendía entonces en el balcón, como señal, la
vieja alfombra, deslucida, en la que se distinguían aún los cuernos de un venado.
Era una joven muy fuerte, con pechos de ama de cría y pelo como el azabache,
todo reluciente con el aceite de almendras dulces. Tenía una frente estrecha de
plebeya terca. Y sus pobladas cejas hacían parecer más negra la mirada.
—¡Ay! —suspiró Juliana—. ¡La señora Juana es la que lo entiende!
La muchacha se puso toda roja. Pero Juliana añadió en seguida:
—¡No lo tome usted a mal! ¡Si fuera yo! ¡Hace muy bien!
Juliana adulaba siempre a la cocinera. Dependía de ella; Juana le daba calditos en
sus horas de debilidad, o cuando estaba más postrada, le hacía un biftec, a escondidas
de la señora. Juliana tenía un gran miedo a «que le diera el arrechucho», y a cada
momento necesitaba ingerir «sustancia». Seguramente, como fea y solterona,
detestaba aquel «escándalo del carpintero», pero lo protegía porque aquello
representaba muchos regalos a su flaco de glotona.
—¡Si fuera yo —repitió—, le daría lo mejor del puchero! ¡Estaría bueno que la
gente sintiera escrúpulos a causa de los amos! ¡Pues vaya! ¡Ven que se muere una
persona y es como si fuese un perro!…
Y con una risita amarga:
—Dice que no me entretenga en el médico… Es como si me hubiera dicho:
«¡Cúrate de prisa o revienta pronto!».
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Fue a buscar la escoba a un rincón, y con un suspiro agudo:
—¡Todas son lo mismo, una recua!
Bajó y empezó a barrer el pasillo. Toda la noche había estado mala; su alcoba, en
el desván, debajo de las tejas, muy ahogado, con un olor a ladrillo recocido, le
producía mareos, como si le faltase allí el aire, desde el comienzo del verano. ¡El día
anterior hasta había vomitado! Levantada desde las seis, no había descansado,
limpiando, planchando, arreglando, ¡con el dolor del costado y el estómago revuelto!
Había abierto la cancela, y entre grandes corrientes lanzaba furiosas polvaredas con la
escoba contra la barandilla del pasamanos.
—¿Está en casa doña Luisa?
Se volvió. En los primeros peldaños de la escalera estaba un individuo que le
pareció «extranjero». Era moreno, alto, tenía un bigotito levantado y llevaba un
ramito en el ojal de su levita azul y unos zapatos de charol muy relucientes.
—La señora va a salir —dijo ella, mirándolo detenidamente—. ¿Su nombre, me
hace el favor?
El caballero sonrió.
—Dígale que es un señor para un asunto. Un asunto de minas.
Luisa, ante el tocador, con el sombrero ya puesto, se prendía en el corpiño dos
capullos de rosa de té.
—¡Un asunto! —dijo, muy sorprendida—. Será algún recado para el señorito
Jorge, seguramente. Dígale que pase. ¿Qué clase de hombre es?
—¡Un gomoso!
Luisa se bajó el velillo blanco, se puso despacio los guantes de peau de Suède,
claros, dio dos toques suaves ante el espejo a su corbatín de seda y abrió la puerta de
la sala. Pero retrocedió casi, y dijo ¡ah!, toda arrebolada. Lo había reconocido en
seguida. Era su primo Basilio.
* * *
Hubo un shake-hands prolongado, un poco trémulo. Los dos estaban callados: ella,
con toda la sangre en la cara y una vaga sonrisa; él, mirándola muy fijamente, con
admiración. Pero las palabras, las preguntas vinieron después muy precipitadas:
¿Cuándo había llegado? ¿Sabía que estaba él en Lisboa? ¿Cómo se enteró de las
señas de ella?
Había llegado el día anterior en el paquebote de Burdeos. Preguntó en el
ministerio y le dijeron allí que Jorge estaba en el Alentejo y le dieron la dirección…
—¡Qué cambiada estás, Santo Dios!
—¿Envejecida?
—¡Muy bonita!
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—¡Vaya!
Y él, ¿qué había hecho? ¿Iba a quedarse?
Fue a abrir el balcón para dar una luz más fuerte, más clara. Se sentaron. Él, en el
sofá, con gran dejadez; ella, cerca, colocada ligeramente al borde de un sillón, toda
nerviosa.
«Había dejado su destierro», dijo él. Venía a respirar un poco en la vieja Europa.
Estuvo en Constantinopla, en Tierra Santa, en Roma. El año último lo pasó en París.
Llegaba de allí, de aquel villorrio de París. Hablaba despacio, echado hacia atrás, en
actitud íntima, extendiendo sobre la alfombra cómodamente sus zapatos de charol.
Luisa le miraba. Le encontraba más varonil, más moreno. En su pelo ondulado
había ahora algunas hebras blancas; pero el bigotito tenía su antiguo aspecto juvenil,
orgulloso e intrépido, y los ojos, cuando reía, la misma blanda dulzura, impregnada
de un fluido especial. Se fijó en la herradura de perlas de su corbata de raso negro y
en las estrellitas blancas bordadas en sus calcetines de seda. Bahía no pudo
embastecerle. ¡Volvía más interesante!
—¡Pero cuéntame cosas tuyas! —dijo él, con una sonrisa, inclinándose hacia
Luisa—. ¿Eres feliz? ¿Tienes un pequeño?…
—No —exclamó Luisa, riendo—; no lo tengo. ¿Quién te lo ha dicho?
—Alguien me lo dijo. Y tu marido, ¿va a estar fuera mucho tiempo?
—Tres o cuatro semanas, creo.
¡Cuatro semanas! Era una viudez; se ofreció en seguida para venir a verla más
veces, a hablar un rato, por la mañana…
—¿Por qué no? Eres el único pariente que tengo ahora…
¡Era cierto!… Y la conversación tomó una intimidad melancólica: hablaron de la
madre de Luisa, la tía Jojó, como la llamaba Basilio. Luisa contó su muerte, muy
dulce, en el sillón, sin un ¡ay!…
—¿Dónde está enterrada? —preguntó Basilio con voz grave, y añadió, tirándose
del puño de su camisa de indiana—: ¿En nuestro panteón?
—Sí; allí está.
—Tengo que ir. ¡Pobre tía Jojó!
Hubo un silencio.
—¡Pero tú ibas a salir! —dijo Basilio, de pronto, queriendo levantarse.
—¡No! —exclamó—. ¡No! Estaba aburrida, no tenía nada que hacer. Iba a tomar
el aire. No salgo ya.
Él insistió:
—Por mí no te violentes…
—¡Qué tontería! Iba a casa de una amiga a pasar un rato.
Y se quitó entonces el sombrero; con aquel movimiento, los brazos levantados
atirantaron el ceñido corpiño y la forma del seno se marcó suavemente.
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Basilio se retorcía despacio la guía del bigote, y viéndole quitarse los guantes:
—Éra yo quien te ponía y quitaba los guantes en otro tiempo… ¿Te acuerdas?
Creo que tendré aún ese privilegio exclusivo…
Ella se echó reir:
—Seguramente ya no…
Basilio dijo entonces lentamente, mirando al suelo:
—¡Ah! ¡Son otros tiempos!
Y se puso a hablar de Collares; su primer pensamiento, apenas llegó, había sido
tomar un coche e ir allí; quería ver la quinta; ¿existía aún el columpio bajo el
castaño? ¿Y la glorieta de rositas blancas, junto al Cupido de yeso, que tenía rota un
ala?
Luisa había oído decir que la quinta pertenecía ahora a un brasileño. Tenía un
mirador sobre la carretera, con un tejadillo chino, adornado con bolas de cristal; la
vieja casa solariega había sido reconstruida y amueblada por el decorador más
famoso de Lisboa.
—¡Nuestra pobre sala de billar, color crema, con sus guirnaldas de rosas! —dijo
Basilio, y mirándola fijamente—: ¿Te acuerdas de nuestras partidas de billar?
Luisa, un poco sonrojada, retorcía los dedos de los guantes. Alzó los ojos hacia él,
y dijo, sonriendo:
—¡Éramos dos criaturas!
Basilio se encogió tristemente de hombros, contemplando los rameados de la
alfombra; parecía entregado a una nostalgia remota, y con voz emocionada dijo:
—¡Eran los buenos tiempos! Fue mi buen tiempo.
Ella veía su cabeza de fino contorno abatida en aquella melancolía de las dichas
pasadas, con una raya muy fina y las canas que le habían salido durante la separación.
Sentía también su pecho henchido por una vaga nostalgia. Se levantó y fue a abrir el
otro balcón como para disipar con la luz viva y fuerte aquella emoción. Le preguntó
entonces por sus viajes, por París, por Constantinopla.
—Siempre tuve el deseo de viajar —dijo ella—, de ir a Oriente. Hubiera querido
hacer excursiones en caravana, bamboleada a lomos de los camellos y no habría
tenido miedo del desierto ni de las fieras…
—¡Estás muy valiente! —dijo Basilio—. Antes eras una cobardona, todo te
asustaba… ¡Hasta la bodega de papá en Almada!
Se puso colorada. Recordaba muy bien la bodega, con su frialdad subterránea que
daba escalofríos. El candil de aceite colgado en la pared alumbraba con una luz rojiza
y humeante las gruesas vigas llenas de telarañas y la hilera oscura de toneles
panzudos. Hubo allí algunas veces, por los rincones, besos furtivos…
Él empezó a contarle. Era curioso. Iba por la mañana un rato al Santo Sepulcro;
después de almorzar montaba a caballo… No se estaba mal en el hotel, lleno de
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inglesas bonitas… Tenía algunas amistades ilustres…
Hablaba de ellas despacio, moviendo la pierna. Su amigo el patriarca de
Jerusalén; su vieja amiga ¡la princesa de La Tour d’Auvergne!
—Pero lo mejor era el atardecer —dijo— en el Huerto de los Olivos, viendo
enfrente las murallas del templo de Salomón, junto a la oscura aldea de Betania, en
donde Marta hilaba a los pies de Jesús, y más allá, rebrillando inmóvil bajo el sol, el
Mar Muerto. ¡Y allí permanecía sentado en un banco, fumando tranquilamente mi
pipa!
¿Que si había corrido peligros? Sin duda. ¡Una tempestad de arena en el desierto
de Petra! ¡Horrible! Pero ¡qué bonito viaje, las caravanas, los campamentos!
Describió su toilette: una manta de piel de camello de listas rojas y negras, un puñal
de Damasco en un cinturón de Bagdad y la larga lanza de los beduinos.
—¡Debía de sentarte muy bien!
—Muy bien. Tengo hasta fotografías.
Prometió darle una, y añadió:
—¿Sabes que te traigo unos regalos?
—¿Unos regalos? —y sus ojos brillaban.
El mejor era un rosario…
—¡Un rosario!
—¡Es una reliquia! Ha sido bendecido primero por el patriarca de Jerusalén sobre
el sepulcro de Cristo y luego por el Papa…
¡Ah! ¡Porque había estado con el Papa! ¡Un viejecito muy limpio, todo
encanecido ya, vestido de blanco, muy amable!
—Tú antes no eras muy devota —dijo.
—No; no soy una chiflada de esas cosas —respondió riendo.
—¿Te acuerdas de la capilla de nuestra casa en Almada?
¡Pasaron allí tardes encantadoras! Junto a la vieja capilla solariega había un atrio
todo lleno de altas hierbas floridas, y las amapolas, cuando soplaba la brisa, se
agitaban como alas rojas de mariposas posadas allí…
—¿Y te acuerdas de la alameda, donde hacía yo gimnasia?
—¡No hablemos de lo que se fue!
¿De qué quería entonces que hablase? Era su juventud, lo mejor de su vida…
Ella sonrió al oírle, y preguntó:
—¿Y en el Brasil?
¡Un horror! ¡Hizo la corte incluso a una mulata!
—Por lo demás —añadió en un tono de arrepentimiento triste—, ya que no me
casé cuando debía —se encogió de hombros melancólicamente—, se acabó… Perdí
la ocasión. Me quedaré soltero.
Luisa se puso arrebolada. Hubo un silencio.
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—¿Y qué otro regalo me traes, además del rosario?
—¡Ah! Guantes. Guantes de verano, de peau de Suède, de ocho botones. Guantes
decentes. Usáis aquí unos guantitos de dos botones, que dejan ver la muñeca, ¡un
horror!
¡Por lo que había visto, las mujeres se vestían cada vez peor en Lisboa! ¡Era
atroz! No lo decía por ella; hasta aquel vestido tenía chic, era sencillo y honesto.
Pero, en general, resultaba horroroso. ¡En París, qué deliciosas, qué frescas las
toilettes de aquel verano!
¡Oh, pero en París todo es superior! Por ejemplo, desde que llegó no había podido
aún comer. ¡Verdaderamente no podía comer! Sólo en París se come, resumió.
Luisa daba vueltas entre los dedos a su medallón de oro, pendiente del cuello por
una cinta de terciopelo negro.
—¿Y has estado entonces un año en París?
Un año divino. Tenia un appartement lindísimo, que pertenecía a lord Falmouth,
en la rué Saint-Florentin; disponía de tres caballos…
Y echándose mucho hacia atrás, con las manos en los bolsillos:
—¡En fin, hay que hacer que este valle de lágrimas resulte lo más confortable
posible!… Dime, ¿llevas algún retrato en ese medallón?
—El retrato de mi marido.
—¡Ah, déjame ver!
Luisa abrió el medallón. Se inclinó Basilio; tenía el rostro casi sobre el pecho de
ella. Luisa notaba el fino perfume que venía de su pelo.
—Muy bien, muy bien —dijo Basilio. Permanecieron silenciosos.
—¡Qué calor hace! —dijo Luisa—. ¡Es ahogarse, eh!
Se levantó, fue a abrir un poco los cristales. El sol ya no daba en el balcón. Una
suave brisa hinchó los abultados pliegues de las cortinas.
—Es el calor del Brasil —dijo él—. ¿Sabes que estás más alta?
Luisa estaba en pie. La mirada de Basilio recorría las líneas de su cuerpo, y con
una voz muy íntima, de codos sobre sus rodillas y con la cara alzada hacia ella:
—Pero dime, con franqueza, ¿pensaste que vendría a verte?
—¡Vamos! Realmente, si no hubieras venido me habría enfadado. Eres mi único
pariente… Lo que siento es que mi marido no esté…
—Pues yo he venido —replicó Basilio— precisamente porque no estaba…
Luisa se puso como una amapola.
Basilio lo arregló en seguida, un poco colorado también:
—Quiero decir…, que quizá él sepa lo que hubo entre nosotros…
Ella lo interrumpió:
—¡Tonterías! Eramos dos criaturas. ¡Eso no tiene importancia!
—Yo tenía veintisiete años… —observó él, inclinándose.
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Se quedaron callados, un poco cohibidos. Basilio se atusó el bigote mirando
vagamente a su alrededor.
—Estás muy bien instalada aquí —dijo.
No estaba mal… La casa era pequeña, pero muy cómoda. Era de ellos.
—¡Ah, estás perfectamente! ¿Quién es esta señora de los impertinentes de oro?
Y señaló el retrato que colgaba encima del sofá.
—La madre de mi marido.
—¡Ah! ¿Vive todavía?
—Ha muerto.
Bostezó ligeramente, miró un momento sus zapatos, muy puntiagudos, y con un
brusco movimiento, se levantó y cogió el sombrero.
—¿Te vas ya? ¿Dónde vives?
—En el Hotel Central. ¿Y hasta cuándo?
—Hasta cuando quieras. ¿No dijiste que vendrías mañana con el rosario?
Él le cogió una mano, e inclinándose:
—¿No se puede ya besar la mano de una vieja prima?
—¿Por qué no?
Le dio un beso en la mano, muy largo, acompañado de una suave presión.
—¡Adiós! —dijo.
Y en la puerta, con la cortina medio levantada, volviéndose:
—¿Sabes que, al subir la escalera, venía yo preguntándome cómo se iba a arreglar
esto?
—¿Esto? ¿El qué? ¿El vernos otra vez? Pues perfectamente. ¿Qué te imaginabas?
Él vaciló, y sonriente:
—Imaginé que no eras tan buena chica. Adiós. ¿Hasta mañana, eh?
Al final de la escalera encendió despacio un habano.
«¡Qué bonita está!», pensó.
Y tirando la cerilla, se dijo para sí, con energía:
«¡Y yo, pedazo de asno, que estaba casi decidido a no venir a verla! ¡Está
apetitosa! ¡Mucho mejor que antes! ¡Y sólita en casa, aburridilla quizá!…».
Junto a la Patriarcal hizo parar un cupé vacío, y, arrellanado, con el sombrero
sobre las rodillas, mientras el tronco extenuado trotaba:
«¡Y va muy arreglada, cosa rara en esta tierra! ¡Tiene las manos muy cuidadas! ¡Y
el pie muy bonito!».
Rememoraba la pequeñez del pie, y, empezando por él, trazó el dibujo mental de
otras bellezas, desnudándola, como si quisiera adivinarla… La amante que dejó en
París era muy alta y flaca, de una elegancia de tísica; cuando se escotaba se le veían
los salientes de las primeras costillas. Y las formas redonditas de Luisa le decidieron:
«¡A ella! —exclamó, con ansia—. ¡A ella, como Santiago a los moros!».
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* * *
Cuando Luisa oyó que se cerraba la puerta de la calle, entró en su cuarto y fue en
seguida a mirarse al espejo. ¡Qué suerte, haber estado vestida! ¡Si la hubiese llegado
a pillar en bata o mal peinada!… Se encontró muy sofocada y volvió a darse polvos.
Fue al balcón, miró un momento la calle, el sol que daba aún en las casas de enfrente.
Sentíase cansada. A aquella hora Leopoldina estaría comiendo ya seguramente…
Pensó en escribir a Jorge «para matar el tiempo», pero le invadió una pereza
incontenible. ¡Hacía tanto calor!… ¡Además, no tenía nada que decirle! Comenzó
entonces a desnudarse despacio frente al espejo, mirándose mucho, gustando verse
blanca, acariciando la finura de la piel, con lánguidos bostezos producidos por un
cansancio feliz. ¡Hacía siete años que no veía al primo Basilio! ¡Estaba más moreno,
más tostado, pero le sentaba bien!
Y después de comer quedóse junto al balcón, tumbada en un sillón, con un libro
olvidado en el regazo. Había cesado el viento, y el aire, de un azul intenso en las
alturas, estaba inmóvil; la densa polvareda se había calmado y la tarde tenía una
tranquila y transparente luz; los pájaros piaban en la higuera silvestre; de la herrería
próxima salía el martilleo continuo y ruidoso de las láminas de hierro. Poco a poco se
oscureció el azul; hacia el Poniente, manchas de un color naranja pálido se
difuminaron como grandes pinceladas torpes. Después, todo quedó cubierto de una
sombra difusa, callada y cálida, con una estrellita muy viva que relucía y temblaba. Y
Luisa permaneció en el sillón olvidada, absorta, sin pedir la luz.
«¡Qué vida tan interesante la del primo Basilio! —pensó—. ¡Lo que ha visto!».
¡Si pudiera ella también hacer sus maletas, partir, admirar aspectos nuevos,
desconocidos, la nieve en las montañas, las cascadas brillantes! ¡Cómo le gustaría
visitar los países que conocía por las novelas: Escocia y sus lagos Sombríos, Venecia
y sus palacios trágicos, arribar a los puertos donde un mar luminoso y centelleante
viene a morir en la arena aleonada, y desde las cabañas de los pescadores, de
techumbre achatada, donde viven las Graziellas, ver cómo azulean a lo lejos las islas
de nombres sonoros! ¡E ir a París! ¡A París, sobre todo! ¡Pero cómo! Ella no viajaría
nunca, seguramente; eran pobres y Jorge muy casero, ¡tan lisboeta!
¿Cómo sería el patriarca de Jerusalén? ¡Se lo imaginaba de largas barbas,
recamado de oro, entre músicas solemnes y remolinos de incienso! ¿Y la princesa de
La Tour d’Auvergne? Debía de ser bella, de una estatura regia; viviría rodeada de
pajes, se habría enamorado de Basilio. La noche se oscurecía y brillaban otras
estrellas. Pero ¿de qué servía viajar, marearse en los buques, bostezar en los vagones
y cabecear de sueño en una diligencia muy traqueteada, por las sierras, en las frías
madrugadas? ¿No era mejor vivir confortablemente, con un marido cariñoso, una
casita recogida, unos colchones blandos, yendo alguna noche al teatro, saboreando un
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buen almuerzo en las mañanas claras cuando trinan los canarios? Todo esto ella lo
poseía. ¡Era muy feliz! Entonces le invadió una nostalgia de Jorge; hubiera deseado
abrazarle, tenerle allí, o cuando bajase, encontrársele fumando su pipa en el
despacho, con su chaqueta de terciopelo. Lo tenía todo para hacer feliz a una mujer,
para enorgullecerla; era guapo, con unos ojos magníficos, cariñoso, fiel. No le
hubiera gustado un marido de vida sedentaria y monótona, pero la profesión de Jorge
era interesante. Bajaba a los pozos tenebrosos de las minas; un día tuvo que sacar la
pistola contra una brigada de obreros sublevados; ¡era valiente, tenía talento!
Involuntariamente, sin embargo, el primo Basilio, dejando flotar su blanco albornoz
por las llanuras de Tierra Santa, o en París, erguido en el pescante, guiando
tranquilamente sus inquietos caballos, le hacía pensar en otra existencia más poética,
más adecuada a los episodios del sentimiento.
Caía del cielo una luz difusa; brillaban a lo lejos balcones iluminados, abiertos en
la noche sofocante; pasaban bandadas de murciélagos ante los cristales.
—¿No quiere luz la señora? —preguntó en la puerta la voz cansada de Juliana.
—Póngala en el cuarto.
Bajó. Bostezaba constantemente, sentíase abatida.
«Es la tormenta», pensó.
Fue a la sala, se sentó al piano, tocó al azar trozos de Lucía, de la Somnámbula, el
fado, e interrumpiéndose, con los dedos apoyados levemente sobre el teclado, se puso
a pensar en que Basilio iba a venir al día siguiente. ¡Se pondría la bata nueva de
foulard, color castaño! Repitió el fado, pero se le cerraban los ojos.
Pasó a su cuarto. Juliana trajo la cuenta y la lamparilla. Venía arrastrando las
zapatillas, con una toquilla sobre sus hombros, encogida y lúgubre. Aquella cara, con
aspecto de hospital, irritó a Luisa:
—¡Vamos, mujer! ¡Parece usted la imagen de la muerte!
Juliana no contestó. Dejó la lamparilla; recogió, moneda por moneda, de encima
de la cómoda, el dinero de la compra, y con los ojos bajos:
—¿No necesita más la señora?
—¡Váyase, mujer, váyase!
Juliana fue a buscar el quinqué de petróleo y subió a su alcoba. Dormía encima,
en el desván, junto a la cocinera.
—¡Te parezco la imagen de la muerte! —rezongó furiosa.
El cuarto era bajo, muy estrecho, con el techo de madera, inclinado; el sol,
recalentando todo el día las tejas, arriba, lo dejaba sofocante como un horno; había
allí siempre por la noche un olor denso a ladrillo quemado. Dormía en una cama de
hierro sobre un jergón cubierto con una colcha de indiana; de la barra de la cabecera
colgaban sus santitos y la cofia sucia que se ponía en la cabeza; junto a ella tenía muy
a mano su gran baúl de madera, pintado de azul, con una gruesa cerradura. Sobre la
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mesa de pino estaba el espejo de mano, el cepillo de cabeza negruzco y pelado, un
peine de hueso, los frascos de medicamentos, un viejo acerico de raso amarillo y,
envuelta en un periódico, la cofia de seda de los domingos. El único adorno de las
paredes sucias, rayadas por las cabezas de los fósforos, era una litografía de Nuestra
Señora de los Dolores, encima de la cama, y un daguerrotipo en que se percibían
vagamente, en el reflejo espejeante de la lámina, los bigotes engomados y los galones
de un sargento.
—Juliana, ¿se acostó ya la señora? —preguntó la cocinera desde el cuarto
contiguo, del que salía una luz viva cortando la oscuridad del pasillo.
—Se acostó ya, señora Juana, se acostó ya. ¡Está hoy con la murria! ¡Le falta el
hombre!
Juana, al revolverse, hacía crujir las maderas viejas de la cama. ¡No podía dormir!
¡Se ahogaba! ¡Uf!
—¡Ay! ¡Pues mire que aquí! —exclamó Juliana.
Abrió el ventanuco que daba a los tejados para que entrase aire; se puso las
zapatillas de tapiz y fue al cuarto de Juana. Pero no entró, se quedó en la puerta, ella
era la doncella de los señores y evitaba las familiaridades. Habíase quitado la cofia y
con la cabeza envuelta en un pañuelo negro y amarillo, su cara parecía más chupada y
sus orejas más despegadas del cráneo; la camisa escotada descubría sus clavículas
descarnadas, la enagua corta mostraba los tobillos, muy blancos y huesudos. Y con la
toquilla sobre los hombros, rascándose despacio los puntiagudos codos:
—Dígame, señora Juana —murmuró con voz apagada—, ¿estuvo mucho tiempo
ese sujeto? ¿Se fijó usted?
—Acababa de salir en el mismísimo momento en que volvía usted. ¡Uf!
Sofocada, casi desnuda, con las piernas muy abiertas, Juana se rascaba
furiosamente por debajo de la gruesa camisa con volantes, que la descubría el pecho.
¡No podía parar con las chinches de aquella habitación!
¡El horno del cuarto tenía muchos nidos! Sentía el estómago revuelto.
—¡Ay, es un infierno! —dijo Juliana, quejumbrosa—. Me duermo solamente al
ser de día. Pero ahora que reparo… Tiene usted a San Pedro a la cabecera. ¿Es usted
devota de él?
—Es el santo de mi novio —dijo la otra.
Se sentó en la cama. ¡Uf! Y además, ¡había estado toda la tarde con una sed!…
Saltó al suelo, con fuertes pisadas que hicieron retemblar el entarimado, fue al
jarro, aplicó su boca y bebió un gran buche. La corta camisa, hecha con poca tela,
dejaba ver las formas robustas y duras.
—Pues yo fui al médico —dijo Juliana. Y con un gran suspiro—: ¡Ay, esto sólo
Dios puede curarlo, señora Juana! ¡Sólo Dios!
Pero ¿por qué no se decidía Juliana a ir a la curandera? Recobraría la salud con
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seguridad. Vivía en el Pozo de los Negros; tenía oraciones y ungüentos para todo.
Llevaba dos duros por la preparación.
—Porque eso son humores, Juliana. Lo que tiene usted son humores.
Juliana dio dos pasos hacia dentro del cuarto. Cuando se trataba de enfermedades,
de remedios, hacíase más confianzuda.
—Ya he pensado en ir a esa mujer. Pero ¡dos duros!
Y se quedó mirando tristemente, reflexionando.
—¡Son los que tengo reunidos para unas botas de tafilete!
¡El calzado era su vicio! Se arruinaba por las botas; las tenía de paño con punteras
de charol, de cordobán con lazos, de piel con pespuntes de color, envueltas en papeles
de seda, guardadas en el baúl, reservadas para los domingos.
Juana la censuró.
—¡Ay, yo tratándose del cuerpo, del interior, que se vayan al demonio los
adornos!
Se quejó también de su miseria. ¡Tenía pedido a la señora un mes adelantado!
¡Estaba sin camisas! ¡Las dos que le quedaban eran unos pingos! ¡No iba a fastidiarse
por gusto!
—¡Es que no tuve más remedio! —suspiró—. Mi novio necesitó dinero…
—¡También usted, señora Juana, se deja desplumar por un hombre!
Juana sonrió.
—¡Aunque tuviese que roer huesos, señora Juliana, la última migaja sería para él!
Juliana tuvo una risita seca y con voz enojada:
—¡No vale ninguno la pena!
Pero envidiaba ferozmente a la cocinera por tener aquel amor, por gozar de sus
delicias. Repitió disimulando:
—¡No vale ninguno la pena! ¡Un joven perfecto —continuó—, el que vino hoy a
ver a la señora! ¡Mejor que su hombre!
Y después de una pausa:
—Entonces, ¿ha estado más de dos horas?
—Salía cuando entró usted.
Pero el quinqué se apagaba, con un olor fétido y una negra humareda.
—Buenas noches, señora Juana. Tengo aún que rezar mi Salve.
—Oiga, Juliana —dijo la otra, ya entre sábanas—. Si quiere usted rezar tres
Salves por la salud de mi novio, que ha estado malo, yo rezaré tres para que se mejore
usted del pecho.
—¡Desde luego, señora Juana!
Pero añadió, después de reflexionar:
—Mire. Estoy mejor del pecho; récelas usted más bien para que se me alivien los
dolores de cabeza. ¡A Santa Engracia!
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—Como usted quiera, Juliana.
—Sí; haga el favor. ¡Buenas noches! ¡Ha quedado aquí muy mal olor, ya lo creo!
Se fue a su cuarto. Rezó, apagó la luz. El techo desprendía un calor continuo;
empezó a faltarle aire. Volvió a abrir el ventanuco, pero la bocanada caliente, que
venía del tejado, la mareó, ¡igual que le ocurría todas las noches desde comienzos del
verano! ¡Además, las maderas viejas hervían de bichos! Nunca, nunca había tenido
un cuarto peor en las casas donde sirvió. Nunca.
La cocinera empezó a roncar, al lado. ¡Y, despierta, dando vueltas, sintiendo
penas en el corazón, a Juliana le pesaba la vida con una amargura mayor!
* * *
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salud!… ¡Era demasiado! Tenía ahora días en que sólo de ver los cubos de las aguas
sucias y la plancha se le revolvía el estómago. No se había acostumbrado a servir.
Desde joven, su ambición había sido tener un negociejo, un estanco, una mercería o
una quincallería; disponer, mandar, ser el ama; pero, a pesar de los mezquinos ahorros
y de los cálculos meticulosos, lo más que había logrado reunir fueron dos mil pesetas
al cabo de los años. Enfermó entonces; con el horror del hospital, fue a cuidarse a
casa de una parienta. ¡Y el dinero, ay, se consumió! El día en que cambió el último
billete lloró varias horas, con la cabeza debajo de la almohada.
Desde entonces había estado enferma y perdido toda esperanza de establecerse.
¡Tendría que servir hasta su vejez, ir siempre de amo en amo! Aquella certeza le daba
un constante desconsuelo. Empezó a agriarse.
Además, no tenía viveza, no sabía sacar provecho de las casas; veía a sus
compañeras divertirse, hacerse de amistades de vecindad, estar siempre en la ventana,
chismorrear, salir los domingos a las huertas y a los parques, pasarse el día cantando,
y cuando las amas iban al teatro, ¡abrir la puerta a los novios y enredar por las
alcobas! Ella, no. Siempre había sido arisca. Hacía su obligación, comía, iba a
tumbarse en la cama, y los domingos, cuando no paseaba, se asomaba a una ventana
con el pañuelo sobre el antepecho, para no rozar las mangas, y permanecía allí,
inmóvil, mirando con su broche de filigrana y la cofia de los días de fiesta. Otras
compañeras adulaban mucho a las señoras, se mostraban humildes y serviles, traían
chismes de la calle, llevaban cartitas y recados para dentro y para fuera, sirviendo de
confidentas, obteniendo regalos en pago. Ella no podía. Se limitada tan solo a unos
¡Señora, esto! ¡Señora, aquello! ¡Cada cual en su lugar! ¡Era su carácter!
Desde que estaba sirviendo, apenas entraba en una casa, sentía en seguida la
hostilidad, la malquerencia. La señora le hablaba con sequedad, a distancia; los niños
le tomaban ojeriza; las otras criadas, si estaban charlando, se callaban en cuanto
aparecía su cara flaca; le ponían apodos —Yesca Seca, Haba Tostada, Sacacorchos
—; imitaban sus muecas nerviosas; había siempre risitas, cuchicheos por los rincones,
y sólo encontró alguna simpatía en los gallegos, taciturnos, llenos de intensa morriña,
que venían por las mañanas cuando las alcobas estaban a oscuras, con sus fuertes
pisadas, a llenar las barricas y a limpiar el calzado.
Lentamente empezó a volverse desconfiada, cortante como un nordeste; tenía
contestaciones insolentes y jaleos con las compañeras. ¡No iba a dejar que le pisasen
el cuello!
Las antipatías que la rodeaban hacíanla irritable, como un círculo de escopetas
torna rabioso a un lobo. Se hizo mala; pellizcaba a los niños hasta dejarles la piel
amoratada. Y si la reñían, su cólera estallaba en accesos.
Empezaron a despedirla en todas partes. En un solo año estuvo en tres casas. Salía
entre escándalos y gritos, dando portazos, dejando a las amas muy pálidas y
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nerviosas.
La tía Victoria, su parlanchina y vieja amiga, le dijo:
—¡Acabarás por no tener donde recogerte y por faltarte un pedazo de pan!
¡El pan! Aquella palabra, que es el terror, el sueño, la dificultad del pobre, la
asustó. Era astuta, y se dominó. Empezó a fingirse «una pobre mujer», con un celo
simulado y un aire de sufrirlo todo, clavados los ojos en el suelo. Pero se consumía
por dentro; le dio el temblor nervioso a los músculos de la cara, el tic de arrugar la
nariz; se le puso la piel verde, de bilis.
La necesidad de contenerse la acostumbró a odiar; odió, sobre todo, a las amas,
con un odio irracional y pueril. Las tuvo ricas, con suntuosas moradas, y pobres,
mujeres de empleados, viejas y jóvenes, coléricas y pacientes; las odiaba a todas, sin
diferencia. ¡Era la señora, y bastaba! ¡Por la más simple palabra, por el acto más
trivial! Si las veía sentadas: «¡Anda, holgazana, que la esclava trabaja!». Si las veía
salir: «Vete, que la negra se queda en su agujero». Cada risa de ellas era una ofensa a
su tristeza enfermiza; cada vestido nuevo, una afrenta a su vestido de lana teñido. Las
detestaba en la alegría de los hijos y en las prosperidades de la casa. Les dirigía
imprecaciones. Si los amos tenían un día de contrariedad o los veía con caras tristes,
¡canturreaba todo el tiempo, con voz de falsete, la Carta adorada! ¡Con qué gusto
aparecía con la factura atrasada de un acreedor impaciente cuando presentía apuros
en la casa! «¡Este papel! —gritaba, con voz estridente—. ¡Dice que no se va hasta
que le den una contestación!». Todos los duelos la deleitaban, y bajo la negra toquilla
que le compraban, tenía palpitaciones de regocijo. Había visto morir criaturas, y ni el
dolor de las madres la conmovió, se encogía de hombros: «¡Hala, a hacer otra!
¡Cabras!».
Incluso las buenas palabras, las condescendencias eran inútiles con ella, como
gotas de agua echadas en el fuego. Resumía a las amas con la misma palabra: «¡Una
recua!». Y detestaba a las buenas por las vejaciones que sufría con las malas. El ama
era para ella el enemigo, el tirano. Vio morir a dos de ellas, y cada una de aquellas
veces sintió, sin saber por qué, un vago consuelo, ¡como si una parte del gran peso
que la sofocaba en la vida se hubiera desprendido y evaporado!
Fue siempre envidiosa; con la edad, aquel sentimiento creció de un modo
violento. Lo envidiaba todo en la casa: los postres que los señores tomaban, la ropa
blanca que usaban. Las noches de soirée, de teatro, la exasperaban. Cuando había
algún paseo proyectado y llovía de repente, ¡qué felicidad! ¡El aspecto de las señoras
vestidas y con el sombrero puesto, mirando desde detrás de los cristales con tedio
apenado, la deleitaba, la hacía locuaz!
—¡Ay, señora! —decía—. ¡Es un temporal deshecho! ¡Llueve a cántaros y es para
todo el día! ¡No se puede asomar la nariz!
Era también muy curiosa; con frecuencia se la encontraban, de repente, pegada
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detrás de una puerta, con la escoba en la mano para disimular, aguzando la mirada.
Cualquier carta que llegaba era examinada, oliscada por ella… Revolvía
cuidadosamente los cajones abiertos, escudriñaba todos los papeles tirados a la
basura. Tenía una manera de andar ligera y vigilante. Examinaba las visitas. ¡Andaba
siempre en busca de un secreto, de un buen secreto! ¡Si le cayese uno entre manos!
Era muy glotona. Sentía el deseo insatisfecho de comer bien, de tomar postres y
golosinas. En las casas en que servía a la mesa, sus ojos, inyectados de sangre,
seguían ávidamente las porciones repartidas allí, y quienquiera que repitiese, animado
por su buen apetito, la exasperaba, como una merma de su parte. De comer siempre
las sobras adquirió un aire cansado; su pelo tomó unos tonos secos, color ratón. Era
alcohólica, le gustaba el vino; algunos días se compraba una botella de peseta y se la
bebía sola, encerrada, tendida cómodamente, chasqueando la lengua, con el borde de
la falda un poco subido, para contemplarse el pie.
No había conocido varón alguno; era virgen. Fue siempre fea y ninguno la tentó;
y por orgullo, por terquedad, por temor a una afrenta, no se ofreció claramente, como
había visto hacer a muchas. El único hombre que la miró con deseo fue un mozo de
cuadra, achaparrado e inmundo, de aspecto facineroso: su delgadez, su pelo, su aire
endomingado excitaron a aquel bestia. La miraba con el gesto de bull-dog. Le daba él
horror, aunque también la envanecía. ¡Y el primer hombre por quien ella se interesó,
un criado, guapo y rubio, se rió de ella, y le puso el apodo de Yesca Seca! No volvió a
fijarse más en los hombres, despechada, desconfiando de sí misma. Sofocó los
impulsos de su naturaleza; eran llamaradas, flatos. Pasaban. Pero la secaron más aún,
y la falta de aquel gran consuelo agravó la miseria de su vida.
Un día tuvo, por fin, una gran ilusión. Entró a servir a doña Virginia Lemos, una
viuda rica, tía de Jorge, muy enferma, con un catarro de vejiga. La tía Victoria, la
alcahueta, la previno.
—Tú cuida a la vieja, dale gusto, que ella lo que quiere es una enfermera que la
aguante. Es rica, muy desprendida, ¡capaz de dejarte una cantidad que te permita ser
independiente!
Y durante un año, Juliana, roída por la ambición, fue la enfermera de la vieja.
¡Qué cuidados, qué mimos los suyos!
Virginia era muy regañona; la idea de morir la enfurecía; cuanto más regañaba,
con su voz gutural, más servicial se mostraba Juliana. La vieja se enterneció al fin; la
alababa ante las personas que venían a verla; la llamaba su providencia. Y se la tenía
muy recomendada a Jorge.
—¡No hay otra! ¡No hay otra! —exclamaba.
—¡Ya la pescaste! —decíala la tía Victoria—. Te deja tus mil duritos, por lo
menos.
¡Mil duros! Juliana, de noche, mientras la vieja gemía en su antiguo lecho de palo
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santo, veía los mil duros a la mortecina claridad de la lamparilla, reluciendo las
monedas en montones de oro inagotable y prodigioso. ¿Qué haría con el dinero? Y, a
la cabecera de la enferma, con una manta sobre los hombros y los ojos muy abiertos y
fijos, forjaba sus planes. ¡Pondría una tienda de mercería! ¡Se le aparecían en un
relámpago cegador otras dichas! ¡Mil duros eran una dote, se podría casar y tener un
hombre!
Se habían acabado las fatigas. ¡Iba a comer, por fin, su comida! ¡A mandar, por
fin, a su criada! ¡A su criada! Veíase ya llamándola, diciéndole con altivez: «¡Haga
esto; limpie, márchese!». De la alegría, le daban contracciones en el estómago.
Aunque ella sería una buena ama. ¡Pero tenían que andar muy derechas! ¡A una
criada no le toleraría ni descuidos ni contestaciones! E impulsada por aquellas
figuraciones, arrastraba sin ruido las zapatillas por la alcoba, hablando sola. «¡No, no
toleraría descuidos! ¡Mantenerlas bien, eso sí; porque quien trabaja necesita alimentar
el cuerpo! Pero ella se lo cobraría. ¡Ah sí!, ¡tendrían que andar muy derechas!…». La
vieja tuvo entonces un gemido más doloroso.
«¡Y ahora —pensó ella—, muérete!».
Y su mirada ávida fue en seguida hacia el cajón de la cómoda, donde estaría
seguramente el dinero, los papeles. Pero ¡no! La vieja quería beber o volverse…
—¿Cómo se encuentra? —preguntaba Juliana, con voz afligida.
—Mejor, Juliana, mejor —murmuraba. Creía siempre estar mejor.
—¡Pues ha estado la señora muy inquieta! —decía Juliana, irritada con el alivio.
—No —suspiraba—. ¡He dormido bien!
—No era dormir… ¡La he oído quejarse! ¡Ha estado quejándose toda la noche!
¡Quería discutir con ella! ¡Convencerla de que estaba peor! ¡Convencerse ella
misma de que aquel alivio era efímero, de que la vieja iba a morir en seguida! Y todas
las mañanas acompañaba al doctor Pinto hasta la puerta, con los brazos cruzados y la
cara muy triste.
—En fin, señor doctor, ¿no hay esperanza?
—¡Le quedan días!
Quería saber cuántos: ¿Dos? ¿Cinco?
—Sí, Juliana —decía el viejo, poniéndose sus guantes negros—; unos días: siete,
ocho…
—¡Ocho días!
¡Y como se acercaba la felicidad, había echado ya el ojo a tres pares de botas en
el escaparate de Manuel Lourenço!
La vieja murió, al fin. ¡Ni siquiera la mencionaba en su testamento!
Tuvo fiebre. Jorge, agradecido por sus cuidados a la tía Virginia, la llevó a una
cama de pago en el hospital, y prometió tomarla de doncella. La que tenían, una
Emilia muy bonita, iba a casarse.
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Cuando salió del hospital para servir en casa de Jorge empezaba a quejarse más
del corazón. Venía desilusionada de todo; sentía a veces deseos de morirse. Se oían
sus ayes todo el día por la casa. Luisa la encontraba fúnebre.
Quiso despedirla al cabo de dos semanas. Jorge no lo consintió. Dijo que estaba
en deuda con ella. Pero Luisa no podía ocultar su antipatía, y Juliana comenzó a
odiarla; le puso, además, un apodo: ¡la Jeremías! Después, a las pocas semanas, vio
llegar a los tapiceros. ¡Renovaban el moblaje de la sala! La tía Virginia había dejado
unos miles de duros a Jorge, ¡y ella, ella, que durante un año fue su enfermera
humilde, como un perro, y fija como una sombra, aguantando paciente, en pago a tal
comportamiento, había tenido que ir al hospital, con una fiebre producida por las
vigilias y las fatigas! Se creyó, en el fondo, robada. Comenzó a odiar aquella casa.
Tenía para ello muchas razones, a su entender: dormía en un cuchitril sofocante; en la
comida no le daban vino ni postre; el servicio de planchado era penoso; Jorge y Luisa
se bañaban a diario, y era un gran trabajo llenar y vaciar todas las mañanas la gran
bañera. Encontraba absurda aquella manía de chapuzarse todos los días del año.
¡Llevaba sirviendo veinte años y no había visto nunca una extravagancia igual! «La
única ventaja —decía ella a la tía Victoria— era que no había niños». ¡Tenía horror a
las criaturas! Además de eso, encontraba que el barrio era sano, y como tenía a la
cocinera «metida en un puño», ¿verdad?, contaba con aquel regalo de los calditos, de
algún plato mejor de cuando en cuando. Por eso seguía allí; ¡si no, aquello no habría
sido para ella!
Entre tanto, hacía su trabajo, nadie tenía nada que decirle. ¡Y, como era natural,
con el ojo siempre avizor y el oído siempre alerta! Y como había perdido la esperanza
de establecerse, no se sujetaba ya al rigor del ahorro. Por eso se iba consolando con
algunas botellas de cuando en cuando. Y satisfacía su vicio, calzar coquetamente. El
pie era su orgullo, su manía, su derroche. Lo tenía bonito y pequeño.
—¡Como pocos! —decía—. ¡No hay otro en el Paseo!
Y se lo oprimía, usaba vestidos cortos, lo lucía mucho. Su gran alegría era ir los
domingos al Paseo, y allí, arremangándose el borde del vestido, resguardada la cara
bajo la sombrilla de seda, ¡pasar la tarde entera, entre la polvareda y el calor, inmóvil,
feliz, mostrando y luciendo su pie!
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Capítulo IV
Hacia las tres de la tarde Juliana entró en la cocina y se dejó caer en una silla,
rendida. ¡No la sostenían las piernas, de debilidad! ¡Desde las dos estaba de arreglos
en la sala! Era una pocilga. ¡El gomoso dejó, incluso, el día anterior ceniza de tabaco
encima de las mesas! Y la esclava era quien lo pagaba. ¡Qué calor! ¡Era derretirse!
¡Uf!
—El caldito estará pronto, ¿verdad? —dijo dulcificando la voz—. Sáquelo,
señora Juana, por favor.
—Tiene usted hoy otra cara —observó la cocinera.
—¡Ay! ¡Me siento otra, señora Juana! Y eso que me dormí al amanecer.
¡Alumbraba ya el sol!
—¡Pues y yo! ¡Había tenido cada sueño! ¡Vaya!
¡Una ola de fuego se le paseaba por encima del cuerpo, aplastándole el estómago,
como quien pisa uvas en un lagar!
—Eso es un atasco —dijo, sentenciosamente, Juliana, y repitió—: Pues yo me
siento otra. Hace meses que no me sentía tan bien.
Sonrió con sus dientes amarillentos. El caldo que Juana echaba en el sopero, con
un oloroso vaho a hortalizas, le daba una alegría glotona. Extendió los pies y se
recostó feliz, con la buena sensación de la tarde, cálida y luminosa, que penetraba
ampliamente por los dos balcones, abiertos.
El sol se retiraba ya del balcón, y sobre la piedra, en macetas de barro, unas
míseras plantas encogían su follaje, seco por el calor; en un rincón, sobre una tabla,
en un viejo puchero panzudo, verdeaba un ramito de perejil, muy manoseado. El gato
dormía sobre una estera; unos paños de cocina se secaban en una cuerda; a lo lejos, se
ensanchaba el azul fuerte, como un metal candente; los árboles de las quintas tenías
unos tonos ardientes bajo el sol; los tejados, parduscos, con sus vegetaciones
silvestres, se abrasaban con el calor, y lienzos de paredes encaladas despedían una
dura reverberación.
—¡Está sabroso, señora Juana; está sabroso! —dijo Juliana, moviendo el caldo
despacio, con gula.
La cocinera, en pie, con los brazos cruzados sobre su abultado pecho, se regocijó:
—¡Lo que quiero es que lo tome a gusto!
—¡Está de primera!
Sonreían, contentas de la intimidad, de las buenas palabras. Y la campanilla de la
puerta, que había sonado ya, repiqueteó de nuevo discretamente.
Juliana no se movió. Entraban ráfagas calientes. Oíase hervir la olla en el fogón, y
fuera, en la calle, el martilleo incesante de la forja. Y, a veces, el triste arrullo de dos
tórtolas, que estaban en el balcón, en una jaula de mimbre, ponía en la tarde, calurosa,
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una sensación de suavidad.
La campanilla repiqueteó, agitada por un tirón impaciente.
—¡Con la cabeza, burro! —dijo Juliana.
Rieron. Juana fue a sentarse ante la ventana, en una silla baja; extendió sus
gruesos pies, calzados con zapatillas de orillo; se rascó el sobaco, despacio, con toda
calma.
La campanilla resonó con violencia.
—¡Fuera, bestia! —murmuró Juliana, muy tranquila.
Pero la voz irritada de Luisa llamó desde abajo:
—¡Juliana!
—¡Que no pueda tomar una persona su caldo tranquila! ¡Maldita casa! ¡Caray!
—¡Juliana! —gritó Luisa.
La cocinera se volvió, asustada ya:
—La señora se pone furiosa, Juliana.
—¡Que se la lleve el diablo!
Se limpió los labios grasientos en el delantal y bajó enfurruñada.
—No oye usted, mujer. ¡Están llamando hace una hora!
Juliana abrió los ojos, asustada. ¡Luisa tenía puesta la bata nueva de foulard, color
castaño, con lunares amarillos!
¡Hay novedad! ¡Bueno va!, pensó Juana por el pasillo.
La campanilla repiqueteaba. ¡Y en el descansillo, vestido de claro, con una rosa
en el ojal y un paquete debajo del brazo, estaba el individuo del asunto de minas!
—¡El señor de ayer! —vino a decir, muy asombrada.
—Hágale pasar…
«¡Viva!», pensó.
Subió escapada la escalera de la cocina, y dijo desde la puerta, con voz vibrante
de júbilo:
—¡Está ahí el gomoso de ayer! ¡Otra vez! ¡Trae un paquete! ¿Qué le parece,
señora Juana? ¿Qué le parece?
—Visitas… —dijo la cocinera.
Juliana tuvo una risita seca. Se sentó y terminó su caldo, de prisa.
Juana, indiferente, canturreaba por la cocina; el arrullo de las tórtolas seguía
oyéndose, lánguido y débil.
—¡Pues señor, esto se pone bueno! —dijo Juliana.
Estuvo un momento limpiándose los dientes con la lengua, fija la mirada,
reflexionando. Sacudió el delantal y bajó al cuarto tocador de Luisa; su mirada
escudriñadora divisó en seguida sobre el tocador las llaves, olvidadas de la despensa;
podía subir, beberse un trago de vino bueno, engullir dos trozos de mermelada… Pero
la consumía una curiosidad apremiante; y fue de puntillas a agacharse ante la puerta
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que daba a la sala, espiando. La cortina estaba corrida por dentro; apenas podía oír la
voz, gruesa y jovial, del individuo. Fue rápida por el corredor a la otra puerta, al pie
de la escalera; pegó el ojo a la cerradura y el oído a la juntura. La cortina estaba
también echada por dentro.
«¡Los condenados se han encerrado bien!», pensó.
Parecióle que arrastraban una silla, y después que se cerraba un balcón. Le
relucían los ojos. Una carcajada de Luisa sonó más alta, y hubo después un silencio, y
las voces volvieron a oírse en un tono sereno y continuo. De repente el individuo
levantó la voz, y entre las palabras que dijo, seguramente en pie, paseando, Juliana
oyó claramente: «¡Fuiste tú!».
—¡Qué desahogada!
Un tintineo tímido de la campanilla a su lado, la asustó. Fue a abrir. Era
Sebastián, muy colorado del sol, con las botas llenas de polvo.
—¿Está? —preguntó, secándose el sudor de la cabeza.
—¡Está con una visita, don Sebastián!
Y, cerrando la puerta con el cuerpo, más quedamente:
—¡Un señorito joven, que estuvo aquí ayer, un gomoso! ¿Quiere que le pase
recado?
—No, no; muchas gracias. Adiós.
Bajó discretamente. Juliana volvió en seguida a recostarse en la puerta, con la
oreja sobre la madera y las manos a la espalda; pero la conversación, sin voces que
sobresalieran, tenía un rumor tranquilo y confuso. Subió a la cocina.
—¡Se tutean! —exclamó—. ¡Se tutean, señora Juana!
Y muy excitada:
—¡Esto es de abrigo! ¡Caray! ¡Así son todas ellas!
El individuo salió a las cinco. Apenas oyó que se abría la puerta, Juliana acudió
corriendo; vio a Luisa en el descansillo, asomada al hueco de la escalera, diciendo
hacia abajo, con mucha confianza:
—Bueno, no faltaré. Adiós.
Se quedó consumida por una curiosidad que la alteraba como una fiebre. Toda la
tarde, en el comedor, en la alcoba, escudriñó a Luisa con miradas de reojo. Pero
Luisa, con una bata de hilo más vieja, parecía tranquila, muy indiferente.
—¡Qué astuta!
Aquella naturalidad despertaba su afán de intrigante.
—Yo te pescaré, sinvergüenza —y calculaba.
Le pareció que Luisa tenía los ojos algo hinchados. Estudió sus posturas, sus
tonos de voz. Viendo que repetía del asado, comentó en seguida.
—¡Le ha abierto el apetito!
Y cuando Luisa, al terminar la comida, se tumbó en la poltrona con aire fatigado:
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—Se ha quedado rendida.
Luisa, que no tomaba nunca café, quiso aquella tarde «media taza, pero cargado,
muy cargado».
—¡Quiere café! —vino ella a decir a la cocinera, toda excitada—. ¡Todo a lo
grande! ¡Y cargado! ¡Lo quiere cargado! ¡Que se vaya al diablo!
Estaba furiosa.
—¡Son todas lo mismo! ¡Una recua de cabras!
* * *
Al otro día era domingo. Por la mañana temprano, cuando Juliana iba a misa, Luisa la
llamó desde la puerta de su cuarto, para darle una carta que debía entregar a doña
Felicidad. Generalmente le mandaba un recado de palabra, y la curiosidad de Juliana
se excitó inmediatamente ante aquel sobre cerrado y lacrado con el sello de Luisa,
una L gótica dentro de una guirnalda de rosas.
—¿Espero contestación?
—Sí.
Cuando volvió, a las diez, con una esquela de doña Felicidad, Luisa quiso saber si
hacía mucho calor, si había polvareda. Sobre la mesa se veía un sombrero de paja
oscura, que adornaba ella con dos rosas de piel. Había un poquito de viento, pero
seguramente se calmaría a la tarde. Y pensó entonces: «¡Hay paseíto; va a ir con ese
tío!».
Pero durante todo el día Luisa, en bata, no salió del cuarto tocador o de la sala
tumbada unas veces en la causease, leyendo a ratos, y otras, tocando distraídamente
al piano trozos de valses. Comió a las cuatro. La cocinera salió y Juliana se dispuso a
pasar la tarde en la ventana del comedor. Llevaba el vestido nuevo, las enaguas muy
almidonadas, la cofia de los domingos y apoyaba solemnemente los codos, en un
pañuelo, extendido sobre el antepecho. Enfrente, los pájaros chillaban en la higuera
silvestre. A los dos lados de la valla que cercaba el solar se acurrucaban los tejados
oscuros de las dos callejuelas paralelas: eran casas pobres, donde vivían mujeres que
por la tarde, en chambra o delantal, con el pelo muy brillante, hacían punto en la
ventana, hablando a los hombres, canturreando con un tedio triste. Al otro lado del
terreno, verduras de huertas, muros blancos, daban a aquel sitio un aspecto
adormecido de ciudad pacífica. No pasaba casi nadie. Había un silencio cansino y
solo algunas veces el sonido lejano de un organillo que tocaba Norma o Lucía
comunicaba cierta melancolía a la tarde. Y Juliana siguió allí inmóvil hasta que los
tonos cálidos de la tarde empalidecieron y los murciélagos empezaron a revolotear.
Hacia las ocho entró en el cuarto de Luisa, ¡y se quedó asombrada al verla vestida
toda de negro y con sombrero! Había encendido los candelabros de la pared y los del
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tocador, y sentada al borde de la causease, se ponía los guantes despacio, con la cara
muy seria, levemente empolvada, y la mirada brillante.
—¿Se ha calmado el viento? —dijo.
—Está la noche muy hermosa, señora.
Poco antes de las nueve paró en la puerta un carruaje. Era doña Felicidad, muy
sofocada. ¡Había estado ahogándose todo el día! ¡Y no corría ni un soplo por la
noche! ¡Incluso mandó buscar un coche abierto, porque en un cupé se hubiera
muerto!
Juliana arreglaba el cuarto, ordenándolo todo con curiosidad. ¿Adónde irían?,
¿adonde irían? Doña Felicidad, cómodamente sentada, con sombrero, parloteaba: una
indigestión que había tenido la víspera, ocasionada por unas habas; la cocinera, que
había querido sisarla unas pesetas; la visita que tuvo de la condesa de Armella…
Luisa dijo, al fin, bajándose el velillo blanco:
—Vamos, hija. Se hace tarde.
Juliana les fue a alumbrar, furiosa. ¡Qué absurdo ir dos mujeres por ahí solas, en
un coche! ¡Y si una criada se retrasa en cambio, en la calle, media hora más, qué de
gritos! ¡Qué par de descaradas!
Fue a la cocina a desahogarse con Juana. Pero la joven, tendida en una silla,
dormitaba.
Había ido con su Pedro al Alto de San Juan. Pasearon toda la tarde por el
cementerio, muy juntos, admirando las sepulturas, deletreando los epitafios,
besuqueándose en los rincones, sombreados por los sauces, gozando del aire que
venía de los cipreses y del césped de los muertos. Volvieron por casa de la Serena y
entraron a beberse un cuartillo en la bodega de Espregueira… ¡Tarde completa!
Estaba derrengada del calor, del polvo, de la admiración ante tanto sepulcro suntuoso,
de su hombre y de los tragos de vino.
¡Se iba a meter inmediatamente en la cama!
—¡Vaya, señora Juana, se está usted haciendo una dormilona! ¡Vamos, qué mujer!
¡Con poco se cansa! ¡Caray!
Bajó al cuarto de Luisa, apagó las luces, abrió los balcones, puso la poltrona hacia
la barandilla y, bien arrellanada, con los brazos cruzados, se dispuso a pasar la noche.
El estanco no estaba aún cerrado, y su lucecita, tan lúgubre como la estanquera,
esparcíase tristemente sobre las piedras menudas de la calle; los balcones contiguos
estaban abiertos; por algunos, mal iluminados, veíanse dentro reuniones
melancólicas, en otros, donde había bultos inmóviles, brillaba a veces la punta de un
cigarro; aquí y allá se oían toses, y el mozo de la panadería, en el silencio caluroso de
la noche, rasgueaba bajito en la guitarra.
Juliana llevaba un vestido claro de indiana; dos individuos que estaban en la
puerta del estanco reían, alzando de cuando en cuando los ojos hacia el balcón, hacia
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aquel bulto blanco de mujer. ¡Juliana entonces se sintió satisfecha! La tomaban
seguramente por la señora del ingeniero; no despegaban de allí sus miradas,
chicoleándola… Uno de ellos llevaba pantalón blanco y sombrero; eran unos
señoritos… Y con las piernas muy estiradas, los brazos cruzados y la cabeza ladeada,
saboreó largamente aquel homenaje.
Unas fuertes pisadas sonaron en la calle y se detuvieron en la puerta; la
campanilla repiqueteó ligeramente.
—¿Quién es? —preguntó ella, muy impaciente.
—¿Está la señora? —dijo la voz gruesa de Sebastián.
—Salió con doña Felicidad, se marcharon en coche.
—¡Ah! —dijo él.
Y añadió:
—¡Hermosa noche!
—¡Magnífica, don Sebastián, magnífica! —exclamó ella con fuerza.
Y cuando le vio bajar por la calle, gritó con afectación:
—¡Recuerdos a Juana! ¡No se olvide! —mostrándose íntima, señorial, con una
mirada tierna hacia los dos hombres.
* * *
A aquella misma hora, doña Felicidad y Luisa llegaban al Paseo. Era noche de moda;
ya desde afuera se oía un rumor lento y monótono y se veía una alta neblina de polvo
amarillento y luminoso.
Entraron. En seguida, junto al estanque, encontraron a Basilio. Se quedó muy
sorprendido, y dijo:
—¡Qué feliz casualidad!
Luisa se sonrojó y le presentó a doña Felicidad. La excelente señora tuvo muchas
sonrisas para él. Le recordaba, ¡pero si no se lo hubieran dicho quizá no le habría
conocido! ¡Estaba muy cambiado!
—El trabajo, señora… —dijo Basilio, inclinándose. Y añadió, riendo y golpeando
con su bastón la piedra del estanque—: ¡Y la vejez! ¡La vejez sobre todo!
En el agua oscura y sucia las luces del gas cabrilleaban hasta una gran
profundidad. Los follajes de alrededor estaban inmóviles en el aire quieto, con tonos
de un verde lívido y artificial. Entre las dos largas filas paralelas de árboles
enfermizos bordeadas de faroles de gas se apretaba, en una polvareda de macadam,
una multitud compacta y oscura, y a través del continuo ruido, los estridores
metálicos de la música traían, en el aire pesado, vivos compases de un vals.
Estuvieron parados, conversando ¿Qué calor, eh? ¡Pero la noche era hermosa!
¡Ni una ráfaga!, ¡qué gentío!
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Y miraban al público que entraba: jóvenes muy rizados, con pantalones color flor
de romero, fumando ceremoniosamente los puros del día festivo; un cadete, con la
cintura muy ajustada y el pecho levantado; dos muchachas de pelo ondulado y
movimientos oscilantes que les marcaban los huesos de los omoplatos bajo la tela del
vestido mal cortado; un cura, color de sidra, con un aire indolente, el cigarro en la
boca y gafas ahumadas; una española con dos metros de falda blanca muy tiesa, que
frufruteaba en la polvareda; el triste Xavier, un poeta, un aristócrata de levita y
bastón, con el sombrero hacia atrás y unos ojos alcoholizados. Y Basilio se rió de dos
niños a quienes llevaba su padre con aire risueño y digno, vestidos de azul claro, con
la cintura abrazada por una faja escarlata, chacos de lanceros, botas a la húngara,
cretinos y amodorrados.
Un individuo alto pasó cerca de ellos, y volviéndose clavó en Luisa unos ojos
lánguidos y brillantes: llevaba una perilla larga y aguzada; el cuello escotado
mostraba el arranque carnoso del pecho; fumaba en una boquilla enorme
representando un zuavo.
Luisa quiso sentarse. Un golfillo de blusa, sucio como un trapo de cocina, corrió a
ponerles unas sillas, y se acomodaron al lado de una familia aburrida y taciturna.
—¿Qué has hecho hoy, Basilio? —preguntó Luisa.
Había estado en los toros.
—¿Y qué tal, te han gustado?
—Una tabarra. Si no hubiera sido por el garrochista Peixinho me habría muerto
de aburrimiento. ¡Ganado flaco, rejoneadores malos, ni una sola suerte! ¡Para toros,
España! ¡Allí sí que eran buenos!
Doña Felicidad protestó. ¡Qué horror! Los había visto en Badajoz, cuando estuvo
de visita en Elvas, en casa de la tía Francisca de Noroña, y casi se desmayó. La
sangre, las tripas de los caballos… ¡Puaf! ¡Resultaba aquello muy cruel!
Basilio con una sonrisa:
—¡Qué pasaría si viese las riñas de gallos, señora!
Doña Felicidad había oído hablar de ellas, pero encontraba todas aquellas
diversiones bárbaras, antirreligiosas. Y recordando con un gozo que dibujaba una
sonrisa en su gruesa cara:
—¡Para mí no hay nada como una buena noche de teatro! ¡Nada!
—¡Pero aquí representan tan mal! —replicó Basilio, con voz desolada—. ¡Tan
mal, señora mía!
Doña Felicidad no respondió; medio levantada en su silla, reanimadas las pupilas
por un brillo húmedo, saludó desesperadamente con la mano.
—No me ha visto —dijo, desconsolada.
—¿Era el consejero? —preguntó Luisa.
—No. Era la condesa de Alviella. ¡No me ha visto! Va mucho a la Encarnación,
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soy íntima de ella. ¡Es un ángel! ¡No me ha visto! Iba con el suegro.
Basilio no apartaba los ojos de Luisa. Bajo el velillo blanco a la luz falsa del gas,
en el aire neblinoso de la polvareda, su rostro tenía una forma blanca y suave donde
los ojos que la noche oscurecía ponían una expresión apasionada; su pelo rubio y
rizado empequeñecía la cabeza, dándole una gracia aniñada y amorosa, y los guantes
grisperla hacían resaltar sobre el vestido negro el dibujo elegante de las manos
posadas sobre el regazo, sosteniendo el abanico, con un encaje blanco que ceñía sus
finas muñecas.
—¿Y tú, qué hiciste hoy? —le preguntó Basilio.
Aburrirse mucho. Se pasó todo el santo día leyendo. También Basilio pasó la
mañana tumbado en el sofá leyendo La mujer de fuego, de Belot. ¿La conocía ella?
—No, ¿qué es?
—Una novela, la última novedad.
Y añadió, sonriendo:
—Tal vez un poco picante. ¡No te la aconsejo!
Doña Felicidad estaba leyendo Rocambole. ¡Se lo habían ponderado tanto! ¡Pero
era un lío! Se embrollaba, se olvidaba… Lo iba a dejar, porque había notado que la
lectura aumentaba sus malas digestiones.
—¿Padece usted de eso? —preguntó Basilio con un fino interés.
Doña Felicidad contó entonces su dispepsia. Basilio le aconsejó que usase el
hielo.
Por otra parte, la felicitó, porque las dolencias del estómago habían adquirido,
últimamente, un gran chic. Se interesó por la enfermedad y le pidió detalles. Doña
Felicidad los prodigó, y hablando, veíase cómo aumentaba en la mirada, en la voz, su
simpatía hacia Basilio. ¡Usaría el hielo!
—¿Con vino, claro es?
—¡Con vino, señora!
—¡Pudiera muy bien resultarle eficaz! —exclamó doña Felicidad, dando con el
abanico en el brazo de Luisa ilusionada ya.
Luisa sonrió, iba a responder, pero vio al individuo pálido de la perilla larga que
fijaba en ella sus lánguidos ojos con obstinación. Volvió la cara importunada. El
individuo se alejó, retorciéndose la punta de la perilla.
Luisa sentíase enervada; el movimiento ruidoso y monótono, la noche cálida, la
aglomeración de gente, la sensación de verdor en torno suyo, daban a su cuerpo de
mujer hogareña un torpor agradable, un bienestar de inercia, la envolvían en una
dulzura emoliente de baño tibio. Miraba con una vaga sonrisa, con ojos perezosos;
sentíase casi incapaz de mover las manos, de abrir el abanico.
Basilio notó su silencio. ¿Tenía sueño? Doña Felicidad sonrió finalmente.
—¡Es que ahora se ve sin su maridito! Desde que se ha marchado está así esta
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chica.
Luisa contestó, mirando a Basilio instintivamente:
—¡Qué tontería! ¡Pues estos días he estado muy alegre!
Pero doña Felicidad insistió:
—¡Vaya, ya lo sabemos, ya lo sabemos! ¡Ese corazoncito está en el Alentejo!
Luisa dijo con impaciencia:
—No querrás que me ponga a dar saltos y carcajadas en el Paseo.
—¡Bueno, no te enfades! —exclamó doña Felicidad. Y dirigiéndose a Basilio—:
¡Qué geniecito, eh!
Basilio se echó a reír.
—La prima Luisa era en otros tiempos una víbora. Ahora no sé.
Doña Felicidad intervino:
—¡Es una paloma, la pobre, una paloma! No; nada de eso, es una paloma.
Y la envolvió en una mirada maternal. La familia taciturna se levantó sin hacer
ruido y, las chicas delante y los padres detrás, se alejaron lúgubremente, como
desfallecidos.
Basilio, inmediatamente, colocó su silla junto a la de Luisa, y viendo que doña
Felicidad se distraía mirando:
—Estuve por ir a verte esta mañana —dijo quedamente a Luisa.
Ella alzó la voz con mucha naturalidad, con indiferencia.
—¿Y por qué no fuiste? Hubiéramos hecho música. Hiciste mal. Debías haber
venido…
Doña Felicidad quiso saber entonces la hora. Empezaba a aburrirse. Esperó
encontrar allí al consejero; por él, por agradarle, hizo el sacrificio de encorsetarse;
Acacio no había venido y los gases empezaban a ahogarla, y el despecho de aquella
ausencia aumentaba la tortura de su digestión. Recostada en su silla, con el cuerpo
blando, iba siguiendo la multitud que giraba incesantemente, en una neblina
polvorienta.
Pero la música, en el templete, sonó de pronto, vibrante, con un gran ruido de
cobres, interpretando los primeros compases, muy vigorosos, de la marcha de Fausto.
Aquello la reanimó. Era un pot-pourri de la ópera y no había música que le gustase
más. ¿Estaría Basilio para la apertura de San Carlos?
Y aquél dijo, con intención, volviéndose hacia Luisa:
—No lo sé, señora; depende…
Luisa miraba en silencio. La multitud aumentaba. En las calles laterales, más
espaciosas y frescas, paseaban solamente, bajo la penumbra de los árboles, los
tímidos, las personas de luto, los que llevaban ropas raídas. Toda la burguesía
dominguera venía a amontonarse en la calle del centro, en el pasillo formado por las
filas cerradas de sillas del Municipio. Y allí se movía apretada, con la densa lentitud
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de una masa mal derretida, arrastrando los pies, raspando el macadam en un
aplastamiento plebeyo, con la garganta seca, los brazos caídos y escasas palabras.
Iban y venían incesantemente, de arriba para abajo, con blando bamboleo y gran
ruido, sin alegría ni naturalidad, con el arrobamiento pasivo grato a las razas
perezosas; en medio de la profusión de luces y del regocijo de la música un
aburrimiento taciturno flotaba y lo impregnaba todo como una bruma; la polvareda
fina envolvía las caras, dándoles un tono empañado, y en los rostros que pasaban bajo
los faroles, en las zonas más directas de luz, se pintaba el desconsuelo ocasionado por
la fatiga y el aburrimiento del día festivo.
Enfrente, las casas de la calle Occidental mostraban en sus fachadas el reflejo
claro de las luces del Paseo; algunos balcones estaban abiertos; las cortinas de tela
oscura resaltaban sobre la claridad interior de las lámparas. Luisa sentía como una
nostalgia de otras noches veraniegas, de otras veladas recogidas. ¿Dónde? No
recordaba. El movimiento entonces desaparecía, y veía ante ella, mirándola con una
actitud lúgubre, al individuo de la larga perilla. Debajo del velo sentía un escozor en
los ojos, producido por la polvareda; en tomo suyo, la gente bostezaba.
Doña Felicidad propuso que dieran una vuelta. Se levantaron, y fueron abriéndose
paso despacio, las hileras de sillas se apretaban compactas y una infinidad de rostros,
a los que la luz del gas daba el mismo tono amarillento, miraban de un modo fijo y
cansino, en una inquietud extática. Aquel aspecto irritó a Basilio, y como era difícil
andar por allí, decidió «que era mejor marcharse de aquella pesadez».
Salieron. Mientras iba él a comprar los billetes, doña Felicidad, dejándose caer en
un banco, bajo el follaje de un sauce llorón, exclamó, apenada:
—¡Ay hija! ¡Estoy que reviento!
Se pasó la mano por el estómago, con la cara aviejada.
—¿Y qué me dices del consejero? ¡Mira que es mala suerte! Hoy que he venido
yo al Paseo…
Suspiró, abanicándose. Y con su sonrisa bonachona:
—¡Es muy simpático tu primo! ¡Y qué maneras! Un verdadero noble. ¡Se les
conoce en seguida, hija mía!
Declaró hallarse muy cansada apenas salieron de allí. Era mejor tomar un tranvía.
Basilio encontraba preferible subir a pie hasta la explanada del Loreto. ¡Estaba la
noche tan agradable! ¡Y aquel paseo le sentaría bien a doña Felicidad!
Después, al pasar por delante de Martinho, propuso ir a tomar un sorbete; pero
doña Felicidad temía la frialdad y a Luisa le daba vergüenza. Por las puertas del café,
abiertas de par en par, veíanse sobre las mesas periódicos sucios; algún raro
individuo, de pantalón blanco, tomaba plácidamente un sorbete de fresa.
En el Rocío, la gente paseaba bajo los árboles; en los bancos, algunos transeúntes
inmóviles parecían dormitar; aquí y allá brillaban puntas de cigarros; pasaban
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individuos con el sombrero en la mano, abanicándose, con el cuello desabrochado; en
cada esquina voceaban agua fresca «del Arsenal»; en torno a la explanada, unos
carruajes abiertos rodaban lentamente. El cielo sofocaba, y en la noche oscura la
columna de la estatua de don Pedro[32] tenía el tono pálido y empañado de una vela
colosal de estearina, apagada.
Basilio iba callado, junto a Luisa. «¡Qué horror de ciudad! —pensaba—. ¡Qué
tristeza!». Y se acordaba de París en verano; allí paseaba él, de noche, en su faetón,
despacio, por los Campos Elíseos; centenares de victorias subían rápidamente con un
trote discreto y alegre, y los faroles ponían en toda la avenida un movimiento jovial
de puntos luminosos; bultos blancos y mimosos de mujeres se reclinaban en los
asientos, balanceadas sobre los blandos ejes; el aire, alrededor, tenía una suavidad
aterciopelada, y los castaños difundían un aroma sutil. Por los dos lados, entre la
arboleda, brotaban las luces violentas de los cafés cantantes, llenos de la algarabía de
las multitudes alegres y de los bríos estimulantes de las orquestas; los restaurantes
llameaban; sentíase allí una intensa vida amorosa y feliz, y más allá salía de los
balcones de los palacetes a través de los stores de seda, la luz sobria y velada de las
existencias adineradas.
¡Ah si él estuviera allí! Pero al pasar junto a los faroles miraba de soslayó hacia
Luisa: su fino perfil tenía una gran dulzura bajo el blanco velillo; el vestido marcaba
bien la curva de su pecho, y había en su paso una lasitud que le quebraba la línea del
talle de un modo lánguido y prometedor.
Se le ocurrió una idea apremiante, y empezó a decir:
—¡Qué lástima que no hubiese en toda Lisboa un restaurante donde se pudiera ir
a tomar un alón de perdiz y a beber una botella de champaña frappé!
Luisa no contestó. «Debía de ser delicioso», pensó. Pero doña Felicidad dijo:
—¡Perdiz a esta hora!
—Perdiz o cualquier otra cosa.
¡Fuese lo que fuese, era para reventar! ¡Pues sí! Subieron por la calle Nueva del
Carmen. Los faroles daban una luz mortecina; las altas casas de ambos lados
apagadas, apretaban, densaban la sombra, y la patrulla, armada de punta en blanco,
bajaba lentamente, sin ruido, siniestra y sutil.
En el Chiado, un golfillo de gorra azul los persiguió con billetes de lotería; su voz
aguda y quejumbrosa prometía la fortuna, muchos miles de duros. Doña Felicidad se
paró entonces, sintiendo una tentación… Pero una pandilla de muchachos bebidos
que bajaba por allí con los sombreros en la nuca, hablando a gritos, dando tropezones,
asustó mucho a las dos señoras. Luisa se encogió contra Basilio y doña Felicidad,
pálida, se agarró con ansiedad a su brazo y quiso tomar un coche; hasta el Loreto fue
explicando su miedo a los borrachos, con voz estremecida, contándoles sucesos, riñas
a cuchilladas, sin soltar el brazo de Basilio. De la hilera de coches, junto a las verjas
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de la plaza de Camoens, un cochero hizo arrancar su vehículo abierto, en pie en el
pescante, asiendo bruscamente las riendas con grandes latigazos al tronco, gritando
muy excitado:
—¡Va, caballero, va!
Se detuvieron todavía un momento, conversando. Un hombre pasó entonces como
rondando, y Luisa, desesperada, reconoció los ojos de carnero del individuo de la
perilla.
Subieron al coche. Luisa se volvió aún para ver a Basilio, inmóvil en la plaza, con
el sombrero en la mano; después se acomodó, puso los piececitos en el asiento
delantero y balanceada por el trote largo vio desfilar, callada, las casas apagadas de la
calle de San Roque, los árboles de San Pedro de Alcántara, las fachadas estrechas del
Molino de Viento, los pájaros adormecidos en la Patriarcal.
La noche permanecía inmóvil, de un blando calor, y deseó ella, sin saber por qué,
rodar así siempre, sin fin, entre calles, ante las verjas coronadas de follaje de los
palacios aristocráticos, sin destino, sin preocupaciones, ¡hacia alguna cosa feliz que
no distinguía bien! Frente a la Escuela, un grupo iba tocando el fado de Vimioso;
aquellos sonidos penetraron en su alma como un viento suave, que agitó con dulzura
muchas sensaciones pasadas; suspiró quedamente.
—Un suspiro que va hacia el Alentejo —dijo doña Felicidad, tocándola en el
brazo.
Luisa sintió que toda su sangre le abrasaba el rostro. Daban las once cuando entró
en su casa. Juliana vino a alumbrarla. El té estaba preparado; cuando la señora
quisiera…
Luisa subió al poco rato con una larga bata blanca, muy fatigada; se tendió en la
poltrona: sentíase invadida por una somnolencia; se le doblaba la cabeza, se le
cerraban los párpados…
¡Y Juliana tardaba tanto con el té! La llamó. ¿Dónde estaba? ¡Pues vaya!
La criada había bajado, cautelosamente, al tocador de Luisa. Y allí cogió el
vestido, las enaguas almidonadas que su señora acababa de quitarse y de tirar encima
de la causeuse, las desdobló, las dio vueltas, examinándolas, ¡y con un idea
determinada, las olió! Desprendía el vago aroma de un cuerpo limpio y cálido, con un
leve efluvio de sudor y de agua de Colonia. Cuando la oyó llamar e impacientarse
arriba, subió corriendo. Había ido abajo a arreglar un poco. ¿Quería el té? Estaba
preparado…
Y entrando con las tostadas:
—Vino don Sebastián, a eso de las nueve…
—¿Qué le dijo usted?
—Que la señora había salido con doña Felicidad. Como no sabía, no dije adonde.
Y añadió:
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—Estuvo hablando conmigo don Sebastián… ¡Más de media hora!…
* * *
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—¡Haga el favor de pasar, don Julián! La señora está con su primo, pero ha dicho
que entrase usted.
Abrió la puerta de la sala bruscamente, por sorpresa.
—Aquí está don Julián —dijo con satisfacción.
Luisa presentó a los dos hombres. Basilio se levantó del sofá lánguidamente y
recorrió, de un solo vistazo, la figura de Julián, desde el pelo desgreñado hasta las
botas sucias, con una mirada casi despavorida.
«¡Qué adán!», pensó.
Luisa, muy fina, lo notó y se puso colorada, avergonzándose de Julián.
¡Aquel hombre de cuello medio desabrochado, con un viejo chaquetón de paño
negro mal cortado, qué idea le daría a Basilio de las relaciones, de los amigos de su
casa! Sentía ya su chic disminuido. ¡E instintivamente su fisonomía se tornó muy
reservada, como si semejante visita la sorprendiese y aquella toilette la indignase!
Julián notó el azoramiento de ella y dijo, ya cohibido, agitando sus gafas:
—Pasaba por aquí casualmente y he entrado a saber si había ya algunas noticias
de Jorge…
—Muchas gracias. Sí, ha escrito. Está bien…
Basilio, recostado en el sofá, como un pariente íntimo, examinaba sus calcetines
de seda con estrellitas rojas bordadas y se atusaba indolente el bigote, levantando un
poco el dedo meñique, en el que brillaban, engastados en dos gruesos anillos de oro,
un zafiro y un rubí. La afectación de su actitud y el chispear de las alhajas irritaron a
Julián. Quiso mostrar también su intimidad y sus derechos, y dijo:
—No he venido antes a hacerle un rato de compañía, porque he estado
ocupadísimo…
Luisa intervino para desautorizar aquella familiaridad:
—Tampoco yo he estado buena. No he recibido a nadie, ¡no siendo a mi primo,
naturalmente!
¡Julián se sintió despreciado! Y todo rojo de sorpresa e indignación, se quedó
callado, balanceando la pierna, con el libro sobre las rodillas; como el pantalón le
estaba corto, se veía el elástico deteriorado de sus botas viejas. Hubo un silencio
difícil.
—¡Bonitas rosas! —dijo al fin Basilio, perezosamente.
—Muy bonitas —respondió Luisa.
Estaba ahora compadecida de Julián y buscaba una palabra; dijo por último con
precipitación:
—¡Qué calor! ¡Es para morirse! ¿Hay mucha enfermedad?
—Colerines —respondió Julián—. A causa de las frutas. Dolencias intestinales.
Luisa bajó los ojos. Basilio comenzó entonces a hablar de la condesita de Azeias.
La había encontrado acabada. ¿Y qué fue de la hermana mayor?
Un poeta, con oscuro fervor, había traducido la letra en el Almanaque de las Damas;
Luisa la copió con su propia mano en el interlineado de la partitura. Y Basilio,
inclinado sobre el papel, retorciéndose siempre las guías del bigote:
¡Ven! Ven
a posar, dulce amada,
tu pecho sobre mí…
sus ojos se clavaron en ella con tal expresión de deseo, que el pecho de Luisa palpitó
y sus dedos se embarullaron sobre el teclado. El consejero aplaudió.
—¡Una voz admirable! —exclamó—. ¡Una voz admirable!
Basilio se declaró avergonzado…
—¡No, señor; no, señor! —protestó Acacio, levantándose—. ¡Unas facultades
excelentes! ¡Hasta diré que las mejores facultades de nuestra sociedad!
Basilio rió. Ya que les gustaba, iba a cantarles una romanza brasileña de Bahía.
Sentóse al piano, y después de haber preludiado una melodía muy lánguida, de un
arrullo tropical, cantó:
E interrumpiéndose:
—Esto hacía furor en las reuniones de Bahía cuando salí de allí.
Era la historia de una negrita, nacida en la plantación, y que con lirismos de
almanaque cantaba su pasión por un intendente blanco.
Basilio parodiaba el tono sentimental de alguna muchacha de Bahía, y su voz
tenía un preciosismo cómico al decir el ritornello doliente:
* * *
Había dicho, en efecto, «que volvería». Pero empezaba casi a avergonzarse de venir
así todos los días ¡para encontrarla siempre «con una visita»!
El primer día se quedó muy sorprendido cuando Juliana le dijo: «¡Está con un
señor! ¡Un joven que estuvo ya ayer!». ¿Quién sería? Él conocía a todos los amigos
* * *
A aquella misma hora, Luisa recibió una carta de Jorge. Estaba fechada en Portel y
llena de quejas sobre el calor y los malos hospedajes, de detalles sobre el
extraordinario pariente de Sebastián, de nostalgias y de besos…
No la esperaba, y aquella hoja de papel llena de una letra menuda que le hacía
reaparecer vivamente a Jorge, su cara, su mirada y su ternura, le produjo una
sensación casi dolorosa. Toda la vergüenza de sus cobardes desfallecimientos, bajo
los besos de Basilio, vino a abrasarle la cara. ¡Qué horror, dejarse abrazar y besar!
¡Oír lo que le dijo en el sofá, ver con qué ojos la devoró!… Lo recordaba todo, su
actitud, el calor de sus manos, el temblor de su voz… Y maquinalmente, poco a poco,
íbase hundiendo en aquellos recuerdos, entregándose a ellos, hasta quedar perdida en
la deliciosa lasitud qua le producían, con la mirada lánguida y los brazos sin fuerza.
Pero la idea de Jorge vino entonces a fustigarla otra vez como un trallazo. Se levantó
bruscamente y se puso a pasear por el cuarto toda nerviosa, con un vago deseo de
llorar…
—¡Ah, no; es horroroso, horroroso! —decía sola, hablando alto—. ¡Es necesario
acabar!
* * *
Sebastián había dormido mal. Despertó a las seis y bajó a la huerta en zapatillas. La
puerta acristalada del comedor daba sobre una terracita en donde apenas cabían tres
sillas de hierro pintado y unas macetas de claveles; desde allí, cuatro escalones de
piedra bajaban a la huerta, una huerta-jardín, muy poblada, con pequeños arriates de
flores, lechugas muy regadas, vástagos de rosales junto al muro, un pozo y un
estanque bajo una parrita y árboles; terminaba en otra terraza sombreada por un tilo,
con un parapeto hacia una calle baja y solitaria; enfrente corría un muro de jardín
muy encalado. Era un sitio recogido, de una paz aldeana. Muchas veces, de
madrugada, Sebastián iba allí a fumar un cigarro.
Era una mañana deliciosa. El aire era transparente y fresco; el cielo se redondeaba
a gran altura con el azulado de ciertas porcelanas viejas, y aquí y allá veíase una
nubecilla algodonada, blandamente enrollada, lechosa; el follaje mostraba un verde
lavado, el agua del estanque una fría nitidez; chillaban unos pájaros levemente con
rápidos vuelos.
Sebastián estaba asomado a la calle cuando la puntera de un bastón y unos pasos
lentos rompieron el fresco silencio. Era un vecino de Jorge, Cuña Rosado, el enfermo
intestinal; se arrastraba, abrigado con una bufanda y un paleto color piñón, con la
barba gris descuidada, crecida.
—¿Ya en pie, vecino? —dijo Sebastián.
El otro se detuvo y alzó la cabeza lentamente.
—¡Oh Sebastián! —dijo con voz quejumbrosa—. ¡Estoy paseando mis alifafes,
hombre!
—¿A pie?
* * *
Luisa y Basilio estaban muy tranquilos, muy contentos, en la sala, con las maderas
medio cerradas, en una suave penumbra. Luisa apareció con bata blanca, muy fresca,
con un grato olor a agua de alhucema.
—He salido así, como me ves —dijo ella—. No hago cumplidos.
«¡Pero qué linda estaba así! ¡Así la quería ver siempre!» —exclamó Basilio para
sí, muy encantado, como si aquella bata de mañana fuese ya una promesa de su
desnudez.
Venía muy tranquilo y fingía un tono de pariente. No la inquietó con palabras
vehementes ni con gestos de deseo; le habló del calor, de una zarzuela que había visto
el día anterior, de antiguos amigos a quienes se encontró y apenas si le dijo que había
soñado con ella.
¿Cómo fue aquel sueño? Estaban lejos, en una tierra distante, que debía de ser
Italia, por las numerosas estatuas que había en las plazas y por las muchas fuentes
sonoras que cantaban en los pilones de mármol; era en un jardín antiguo, sobre una
clásica terraza; flores exóticas se abrían en ánforas florentinas; posados sobre las
balaustradas, esculpidas, unos pavos reales abrían sus colas, y ella arrastraba
despacio, sobre las losas cuadradas, la larga cola de su vestido de terciopelo azul. Por
* * *
Sebastián había estado durante los tres últimos días en Almada, en la quinta de
Rozegal, en donde hacía unas obras.
Volvió el lunes temprano, y hacia las diez, sentado en el poyo de la ventana del
comedor, que daba sobre la terracita, esperaba su desayuno, jugueteando con Rollito,
su gato, amigo y confidente de la ilustre Vicenta, rollizo como un obispo e ingrato
como un tirano.
La mañana empezaba a calentar; la huerta estaba llena de sol; en el agua del
estanque, bajo la parra, luces espejeantes y trémulas centelleaban. En las dos jaulas
los canarios cantaban, estridentes.
La tía Juana, que estaba disponiendo la mesa del almuerzo, muy callada, empezó
a decir, con su vocecilla arrastrada y llena del acento de su tierra:
—¡Estuvo aquí, ayer, Gertrudis, la del doctor, con unas habladurías y unas
simplezas!
—¿A propósito de qué, tía Juana? —preguntó Sebastián.
—A propósito de un muchacho que dice que va ahora todos los días a casa de
Luisita.
Sebastián se levantó en seguida:
—¿Qué ha dicho, tía Juana?
La vieja aplastaba la servilleta, despacio, con su gruesa mano extendida:
—Estuvo ahí, charlando. ¿Quién sería, quién no sería? Dice que es un muchacho
distinguido. Viene todos los días en el tranvía y se vuelve en el tranvía… El sábado
estuvo hasta casi anochecido. Y cantó en la sala, dice que con una voz que ni en el
teatro…
Sebastián la interrumpió, impaciente:
—Es su primo, tía Juana. ¿Quién iba a ser? Es el primo, que ha venido del Brasil.
La tía Juana tuvo una sonrisa bonachona.
—Vi en seguida que se trataba de un pariente. ¡Y dicen que es un buen
muchacho! ¡Todo un elegante!
* * *
Luisa iba, por fin, al campo con Basilio. Había accedido el día anterior, declarando al
mismo tiempo «que era solo un paseo de media hora en coche, sin apearse». Basilio
insistió aún, hablando «de las sombrosas alamedas, de una merienda sobre el
césped…». Pero ella se negó, muy temerosa, riendo:
—¡Nada de céspedes!…
Y quedaron citados en la plaza de la Alegría. Llegó tarde, dadas ya las dos y
media, con su sombrillita muy echada sobre el rostro, toda asustada.
Basilio la esperaba, fumando en un cupé, en la esquina, debajo de un árbol. Abrió
rápidamente la portezuela y Luisa entró, cerrando atropelladamente la sombrilla; se le
* * *
Cuando Luisa entró en su casa, Juliana, vestida aún de paseo, le dijo en la puerta:
—Don Sebastián está en la sala. Lleva un horror de tiempo esperando… Estaba
ya cuando llegué.
Había entrado, en efecto, hacía media hora. Cuando Juana bajó a abrirle, muy
colorada, con aire amodorrado, y rezongó «que la señora estaba fuera». Sebastián
pensó marcharse, con el alivio delicioso de una dificultad aplazada. Pero reaccionó,
hizo un esfuerzo de voluntad, entró y se dispuso a esperar… El día anterior decidió
hablarle, advertirla de que aquellas visitas del primo, tan repetidas, muy sonadas, en
una calle maliciosa, podían comprometerla… ¡Era una papeleta decírselo!… ¡Pero
era, también, un deber! ¡Por ella, por su marido, por respeto a la casa! ¡Era forzoso
prevenirla! Ante las exigencias del deber, sentía las energías de aquella decisión. El
corazón se le alborotaba un poco, sí, y estaba pálido… Pero ¡qué diablo, tenía que
decírselo!…
* * *
Estaba, en efecto, ya bien a las nueve del día siguiente, cuando Juliana vino a
despertarla con «una cartita de doña Leopoldina».
La criada de esta señora, Justina, una delgadita muy morena, con bozo y bizca,
esperaba en el comedor. Era amiga de Juliana, se besuqueaban mucho, diciéndose
siempre finezas. Después de haber guardado la contestación de Luisa en un cestillo
que llevaba al brazo, se cerró la toquilla, y muy risueña:
—¿Y qué hay de nuevo por aquí, señora Juliana?
—Todo es viejo, señora Justina.
Y más bajo:
—El primo de la señora viene ahora todos los días. ¡Guapo joven!
Tosieron ambas, quedamente, con picardía.
—¿Y por allí quién va, señora Justina?
Justina hizo un gesto de desprecio:
—Un chiquilicuatro, estudiante. ¡Poca cosa!…
—Siempre dejará algo… —dijo Juliana con una risita.
La otra exclamó:
—¿Quién? ¡Ese crío presumido! ¡Ni una perra!
Y alzando los ojos con nostalgia:
—¡Ay! ¡Como Gama no los hay! ¡En tiempos de él, sí! No venía nunca que no me
diese mi durito y a veces dos. ¡Ay, debo decirle que fue él quien me ayudó para poder
comprarme mi vestido de seda! ¡Pero éste de ahora es una criatura! ¡No sé cómo la
señora le aguanta! ¡Paliducho, blandengue! ¡No puede servir para nada!
Juliana dijo entonces:
—Pues mire, señora Justina; yo ahora pienso que donde se está bien ¡es en las
casas en que hay líos! Encontré ayer a Agustina, la que sirve en casa del comendador,
en el Rato… Pues no puede usted imaginarse. ¡Hay allí toda clase de obsequios!
¡Sortijas, vestidos de seda, sombrilla, sombrero! Y de ropa blanca dice que es un
verdadero ajuar. Todo sale de Couceiro, el que está con la señora. Y por Pascuas su
regalo. Dice que es un hombre rumboso. Verdad es que ella también tiene su
trabajito: le hace entrar por el jardín y después tiene que esperar, para que pueda salir.
Pero Luisa encontraba aquella música «chillona»; quería alguna cosa triste, dulce. ¡El
fado! ¡Que tocase el fado!
Leopoldina exclamó, en seguida:
—¡Ay, el fado nuevo! ¿No lo has oído? ¡Es bonito! ¡Y la letra, divina!
Preludió, cantando luego con un balanceo lánguido de cabeza y la mirada alta y
empañada:
—¡Bonito! —suspiró Luisa. Y Leopoldina terminaba con unos ¡ayes! en los que su
voz se arrastraba con desafinada extensión.
Luisa, en pie junto al piano, percibía el olor a heno que ella usaba; el fado, los
versos la entristecían un poco, y con la mirada nostálgica seguía sobre el teclado los
dedos ágiles y delgados de Leopoldina, en los que refugian las piedras de las sortijas
que le regalara Gama.
Pero entró Juliana, vestida de paseo, con su redecilla nueva. ¡La comida estaba en
la mesa!
Leopoldina declaró que se estaba cayendo de hambre. Y el comedor, con los
cristales abiertos; el verdor de los solares de enfrente; el azul del horizonte, en el que
se apelotonaban nubecillas blancas, la alegró. ¡El comedor suyo le quitaba el apetito:
era muy triste, la empujaba a la calle!
Se puso a pellizcar unas uvas, a mordisquear trocitos de conserva, y reparando en
el retrato del padre de Jorge, mientras desdoblaba la servilleta:
—¡Debía de ser divertido tu suegro! ¡Tiene cara de juerguista!…
* * *
Cuando la campanilla sonó con fuerza a las diez Luisa habíase sentado, hacía unos
instantes, al borde del diván. Apenas tuvo fuerza para decir a Basilio:
—Debe de ser Juliana, ha salido…
Basilio se atusó el bigote, dio dos vueltas por la sala y fue a encender un veguero.
Para romper el silencio, se sentó al piano; tocó unos compases al azar, y alzando un
poco la voz, empezó a canturrear el aria del acto tercero del Fausto.
Al pálido fulgor
del astro de oro…
Luisa, después de las últimas vibraciones de sus nervios, iba entrando en la realidad.
Le temblaban las rodillas. Y entonces, oyendo aquella melodía, se fue formando un
recuerdo en su espíritu, adormecido aún:
Fue una noche, hacía años, en la sala del San Carlos, en un palco, estando con
Jorge; una luz eléctrica daba al jardín, en el escenario, un tono lívido de claro de luna
legendario, y en una actitud extática y suspirante el tenor invocaba a las estrellas;
Jorge se había vuelto para decirle: «¡Qué bonito!». Y su mirada la devoraba. Fue en el
segundo mes de su casamiento. Ella llevaba un vestido azul oscuro. Y al regreso, en
el coche, Jorge, pasándole la mano por el talle, repetía:
Al pálido fulgor
el astro de oro…
A aquella hora Basilio entraba en el Casino. Buscó por los salones. Estaban casi
desiertos. Dos individuos con las caras apoyadas en las manos, inclinados en
actitudes lúgubres, repasaban los periódicos; aquí y allá, junto a unas mesitas
redondas, unos señores de pantalón blanco comían tostadas con plácida satisfacción;
los balcones estaban cerrados, la noche calurosa y el calor blando del gas sofocaba.
Iba a bajar cuando, desde una salita de juego, oyó de repente el ruido furioso de un
altercado; se cambiaban injurias, gritaban:
—¡Miente! ¡El asno lo será usted!
Basilio se paró, escuchando. Pero, súbitamente, se hizo un gran silencio; una de
las voces dijo con suavidad:
—¡Bastos!
La otra respondió con benevolencia:
—Es lo que debía haber hecho antes.
E inmediatamente la cuestión estalló de nuevo, estridente.
Se insultaban, decían obscenidades. Basilio se dirigió a los billares. El vizconde
Reinaldo, en pie, apoyado en el taco, seguía con grave inmovilidad el juego de su
compañero, pero apenas vio a Basilio fue hacia él rápidamente y con mucho interés:
—¿Qué?
—Ahora mismo —dijo Basilio, mordiendo el puro.
—¿Al fin, eh? —exclamó Reinaldo, abriendo los ojos con gran alegría.
—¡Al fin!
—¡Anda con cuidado, chico, anda con cuidado!
Y le golpeó en el hombro, conmovido. Pero le llamaron para que jugase, y
tendido completamente sobre la mesa, con una pierna en el aire, para dar el efecto
con más seguridad, dijo con la voz alterada por la postura:
—Me alegro, me alegro, porque la cosa empezaba a prolongarse…
¡Tac! ¡Falló la carambola!
—¡No doy ni una! —murmuró con rencor. Y acercándose a Basilio, y dando tiza
al taco: Óyeme…
Le habló al oído.
—¡Como un ángel, chico! —suspiró Basilio.
Amor mío —decía Basilio—: por una feliz casualidad he descubierto lo que
necesitábamos: un nido discreto para vernos…
¿Cuándo vendrás, amor mío? Ven mañana. He bautizado esta casa con el
nombre de Paraíso; para mí, adorada mía, es, en efecto, el paraíso. Te
esperaré allí desde mediodía. En cuanto te vea, bajaré.
* * *
Al otro día, hacia las dos de la tarde, Sebastián y Julián paseaban por San Pedro de
Alcántara.
Sebastián le estaba contando su «escena» con Luisa y cómo desde entonces había
aumentado la estimación que por ella sentía. Al principio se enfadó, sí…
—Pero ¡es que tenía razón! ¡Oír una cosa así, por sorpresa! Yo llevé la cosa mal,
fui brutal.
Después la pobre estuvo de acuerdo, se mostró muy angustiada, celosa de su
pudor, le pidió consejo… ¡Hasta tenía lágrimas en los ojos!
—Le dije entonces que lo mejor era hablarle al primo, decirle lo que pasaba…
¿Qué te parece?
—Bien —dijo, vagamente, Julián.
Habíale escuchado distraído, chupando la punta del cigarro. Su rostro, macilento,
se afilaba con un color más bilioso.
—Entonces, no crees que hice bien ¿eh?
Y después de una pausa:
—¡Ella es una señora honrada, como la que más! ¡Cómo la que más, Julián!
Se quedaron callados. El día estaba nublado y sofocante, con un aire de tormenta;
gruesas nubes, pesadas y pardas, se iban acumulando, ennegreciendo, del lado de
* * *
* * *
Apenas Luisa empezó a salir todos los días, Juliana pensó en seguida: «¡Bueno; ya va
a reunirse con el perdis!».
Y su actitud se tornó más servil aún. Corría a abrir la puerta, con una sonrisa de
bajeza, alborozada, cuando Luisa volvía a las cinco. ¡Y qué celo, qué puntualidad! Un
botón que faltase, una cinta que se extraviase y eran «Mil perdones, señora».
«Perdone por esta vez»; muchas lamentaciones humildes. Se interesaba con fervor
por la salud de ella, por su ropa, por lo que iba a comer…
Aunque desde que empezaron las visitas al Paraíso su trabajo había aumentado:
ahora tenía que planchar a diario; muchas veces érale preciso lavar por la noche
* * *
Sebastián, que había pasado en la quinta de Almada casi dos semanas, se quedó
aterrado cuando, al regreso, Juana le comunicó las grandes «novedades»: que Luisa
salía ahora todos los días a las dos y que el primo no había vuelto; se lo contó
Gertrudis, no se hablaba en la calle de otro cosa…
—¡Entonces la pobre señora ni siquiera puede ir a las tiendas, a sus quehaceres!
—exclamó Sebastián—. Gertrudis en una desvergonzada y no sé cómo la tía Juana
consiente que ponga aquí los pies. Vivir entre estos chismorreos…
—¡Vaya! ¡Valiente disparate! —replicó, muy escandalizada, la tía Juana—. ¡Ah,
hijo mío, realmente!… ¡La pobre mujer dice lo que oyó en la calle! ¡Que ella,
incluso, la defiende! ¡Es ella quien la defiende! ¡Hasta estuvo quejándose de lo que se
habla! ¡Se habla! ¡Vaya! —y la tía Juana, al salir, rezongó—: ¡Miren qué disparate!
Sebastián la llamó; quiso aplacarla:
—Pero ¿quién habla, tía Juana?
—¿Quién? —y muy enfáticamente—: ¡Toda la calle! ¡Toda la calle! ¡Toda!
Sebastián se quedó aniquilado. ¡Toda la calle! ¡Caray! Si ella se dedicaba ahora a
marcharse todos los días, ¡una señora que, estando Jorge, no salía de su agujero! La
vecindad, que murmuraba de las visitas del otro, ¡empezaba, naturalmente, a
comentar aquellas salidas de ella! ¡Se estaba desacreditando! ¡Y él no podía hacer
nada! ¿Ir a avisarla? ¿Tener otra «escena»? No podía.
La buscó. No quería, realmente, tocar aquella cuestión, iba solo a verla. No
estaba. Volvió a los dos días. Juliana vino a decirle a la cancela, con su sonrisa
enfermiza:
—Se acaba de marchar hace un momento. La coge usted aún por la Patriarcal.
Por fin, un día se la encontró, al comienzo de la calle de San Roque. Luisa pareció
muy contenta de verle:
* * *
Luisa fue, en efecto, aquel día a ver a doña Felicidad. Sufría una simple luxación, y
acostada en casa de Silveira con el pie envuelto en compresas con árnica, aterrada
ante la idea de «perder la pierna», se pasaba el día rodeada de amigas, lloriqueando,
saboreando los chismes del barrio y comiendo golosinas.
Apenas entraba alguien a verla, redoblaba en sus exclamaciones y lamentos;
venía luego la historia minuciosa, detallada, prolija de la «desgracia»: iba ella a bajar,
a poner el pie en el escalón; resbaló, notó que se iba a caer; se sostuvo aún, y pudo
decir: «¡Ay Virgen de la Salud!». Al principio, el dolor no fue muy grande, pero pudo
haberse matado; ¡fue un milagro! Todas las señoras coincidían en que «era realmente
un milagro». La miraban compungidas ¡e iban, por turno, a prosternarse y a pedir a
los santos especiales la curación de la de Noroña!
La primera visita de Luisa fue para doña Felicidad un consuelo, «le dio un gran
alivio», porque la afligía estar allí en la cama, ¡sin tener noticias de él, sin poder
hablar de él!
Y en los días siguientes, apenas se quedaba sola en la alcoba con Luisa la hacía
acercarse a la cabecera y con un murmullo misterioso le preguntaba: «¿Le había
visto? ¿Sabía de él?». Su gran pena era que el consejero no supiese que estaba
enferma, que no pudiera dedicarle los pensamientos compasivos a que su pie tenía
derecho, ¡y que hubieran sido un consuelo para su corazón! Pero Luisa no le veía y
doña Felicidad, removiéndose en el lecho, exhalaba hondos suspiros.
A las dos, Luisa salía de la Encarnación e iba a tomar un coche a la plaza del
Rocío; para no parar a la puerta del Paraíso alborotando con el ruido del carruaje, se
apeaba en la explanada de Santa Bárbara, y encogiéndose, pegada a la sombra de las
* * *
En efecto, Juliana hacía ahora todas sus tareas por la mañana; después, apenas Luisa,
hacia la una, doblaba la esquina, se iba a vestir, y muy ceñida en su vestido de
merino, con sombrero y sombrilla, venía a decir a Juana:
—Hasta luego, voy al médico.
VICTORIA SUAREZ
COMADRONA
Pero en los últimos años su industria se hizo más complicada, más tortuosa.
La ejercía en una salita esterada, con mosquiteros de papel colgantes del techo
sucio, iluminada por dos tristes ventanas con antepecho. Un amplio sofá ocupaba casi
la pared del fondo: había sido seguramente de reps verde, pero la estofa, desgastada,
rota, remendada, tenía ahora, bajo las grandes manchas, un vago color pardusco; los
muelles partidos, rechinaban con estallidos metálicos; en uno de los bordes, dentro de
un hoyo abierto por el uso, dormía un gato todo el día, y uno de los lados de la
madera quemada revelaba que había sido salvado de un incendio. Encima del sofá
colgaba la litografía de don Pedro IV.[40] Entre las dos ventanas había una cómoda
alta, y sobre ella, entre un San Antonio y una cajita hecha de conchas, un tití disecado
con ojos de cristal se sostenía sobre una rama. Al entrar, veíase lo primero, junto a la
ventana frontera a la puerta, encima de una mesa cubierta de hule, una espalda flaca y
encorvada y un gorro de seda con una borla tiesa. Era el señor Gouvea, el escribiente.
El aire sofocante tenía un olor complejo, indefinido, mezcla de cuadra, de grasa y de
rehogado. Había allí gente siempre: gruesas matronas de mantón y pañuelo, cara
gordiflona y bozo; cocheros con el pelo aplastado, reluciente de pomada, y chaquetas
listadas; pesados gallegos color greda, de paso retumbante y forma basta; criaditas
pálidas, con ojeras, sombrilla de puño de hueso y guantes de piel con zurzidos en las
puntas de los dedos.
Frente a la sala se abría un cuarto que daba al zaguán, por cuya puertecilla verde
se veían a veces desaparecer espaldas respetables de ricachones o colas rumorosas de
vestidos sospechosos.
En ciertas ocasiones, los sábados, reuníanse allí cinco o seis personas; las viejas
hablaban bajo, con gestos misteriosos; se oía una disputa apenas sofocada en el
descansillo; unas jovencitas rompían a llorar de repente, y el señor Gouvea,
impasible, escribía en sus registros, lanzando hacia un lado escupitinajos
melancólicos.
La tía Victoria, mientras tanto, con su toca de encaje negro y su vestido rojo, iba y
venía, cuchicheaba, hacia tintinear el dinero, sacando a cada momento del bolsillo
Luisa se quedó muy nerviosa, sin saber qué debía hacer, qué debía querer. Aquello
era cierto. ¿Por qué estaba en Lisboa? Por ella. ¡Pero notaba ahora que no le amaba o
que le quería tan poco! Además era una vileza traicionar así a Jorge, tan bueno, tan
enamorado, que vivía íntegramente sólo para ella.
¡Pero si Basilio estaba realmente tan apasionado!… Sus ideas remolineaban como
hojas de otoño, agitadas por vientos contrarios. Deseaba ella estar tranquila, «que no
la persiguiesen». ¿Para qué volvía aquel hombre? ¡Jesús! ¿Que debía hacer? Sus
pensamientos, sus sentimientos se hallaban en un doloroso enredo.
Y a la mañana siguiente se encontró en la misma duda. ¿Iría, no iría? Afuera, el
calor, la polvareda de la calle, ¡hacíanla apetecer más su casa! Pero también, ¡qué
* * *
¡Cuánto le pesó aquella noche la soledad de su cuarto! Sentía una impaciencia que la
impulsaba a prolongar la excitación de la tarde, a moverse. Intentó leer, pero bien
pronto tiró el libro; las dos velas encendidas sobre el tocador la parecían lúgubres; fue
a contemplar la noche, que era tibia y serena. Llamó a Juliana.
—Tráigame un chal; vamos a casa de doña Leopoldina.
Cuando llegaron abrió Justina la puerta, después de una gran tardanza,
desgreñada, en chambra blanca. Pareció muy asustada:
—¡La señora marchó a Oporto!
—¿A Oporto?
Sí. Permanecería allí quince días. Luisa se quedó muy desconsolada. Pero no
quiso volver a casa; su cuarto solitario la aterraba.
—Vamos un poco hasta allá abajo, Juliana. ¡Está tan hermosa la noche!
—¡Soberbia, señora!
Fueron por la calle de San Roque. Y como guiadas por las dos líneas de puntos de
gas, que seguían la calle de Alecrim, su pensamiento, su deseo, volaron en seguida
hacia el Hotel Central.
¿Estaría él allí? ¿Pensaría en ella? Si hubiese podido ir a sorprenderle de pronto,
arrojarse en sus brazos, curiosear sus baúles… Aquella idea hizo palpitar su corazón.
Entraron en la plaza de Camoens. La gente paseaba despacio sobre la sombra más
oscura que formaban los árboles; cuchicheaba en los bancos; bebía agua fresca;
crudas claridades de las ventanas, de puertas de tiendas resaltaban alrededor del tono
oscuro de la noche, y entre el rumor lento de las calles circundantes sobresalían las
voces agudas de los vendedores de diarios.
Entonces un individuo con sombrero de paja pasó tan cerca de ella, tan
intencionadamente, que Luisa tuvo miedo.
—Era mejor que volviésemos —dijo.
Pero en medio de la calle de San Roque el sombrero de paja reapareció, rozó casi
el hombro de Luisa; unos ojos saltones se clavaron en ella.
Luisa iba desesperada: el tictac de sus zapatitos sonaban ágilmente en las losas
* * *
Pero a la mañana siguiente despertó muy alegre. Sentía, sí, un vago sonrojo por todas
sus «tonterías» de la víspera, y como la sensación indefinida, corazonada o
presentimiento, de que no debía ir al Paraíso. Su deseo, sin embargo, que la empujaba
hacia allí vivamente, le proporcionó en seguida varias razones; era desilusionar a
Basilio; de no ir hoy no debía volver más y terminar entonces… Además, la mañana,
muy hermosa, la atraía hacia la calle; llovió aquella noche y el calor amenguó; había
en los tonos de la luz y del azul un frescor lavado y suave.
Y a las once y media bajaba por el Molino de Viento, cuando vio la figura, digna
del consejero Acacio que subía por la calle de la Rosa, despacio, con el quitasol
cerrado y la cabeza alta.
Apenas la divisó, se precipitó, e inclinándose profundamente:
—¡Qué encuentro más feliz!…
—¿Cómo está, consejero? ¡Dichosos los ojos que le ven!
—¿Y usted, señora mía? ¡Le encuentro un aspecto excelente!…
Se colocó a la izquierda, con un movimiento solemne, y se puso a andar al lado
de ella.
—¿Me permite usted que la acompañe en su paseo?
—Ya lo creo, con mucho gusto. Pero ¿qué ha sido de usted? ¡Tengo que regañarle
mucho!
—Estuve en Cintra, querida señora —y deteniéndose—: ¿No lo sabía? ¡Lo
* * *
* * *
* * *
Basilio salió del Paraíso muy agitado. Las pretensiones de Luisa, sus terrores
burgueses, la baja trivialidad del caso, le irritaban tanto que sentía deseos de no
volver al Paraíso, callarse ¡y dejar correr las cosas! ¡Pero le daba pena ella, la
infeliz! Y después, sin amarla, la deseaba; ¡estaba tan bien formada, tan amorosa, las
revelaciones del vicio le daban un delirio tan adorable! Representaba un recursillo tan
picaresco mientras él estuviese en Lisboa… ¡Maldita complicación! Al entrar en el
hotel dijo a su criado:
—Cuando llegue el señor vizconde Reinaldo, que vaya a mi cuarto.
Estaba alojado en el piso segundo, con balcones sobre el río. Bebió una copa de
coñac y se tendió en el sofá. A su lado, en la jardinera, estaba su buvard con el ancho
monograma en plata bajo la corona de conde, cajas de puros, sus libros —
Mademoiselle Giraud ma femme, La vierge de Mabille, Les Fripones!, Mémoires
secrets d’une femme de chambre, Le chien d’arret, Manuel du chasseur—, números
del Fígaro, la fotografía de Luisa y la de un caballo.
Y exhalando el humo de su veguero ¡empezó a pensar con horror en la
«situación»! ¡No le faltaba más sino irse a París con aquel lío! Mezclar una persona
en su vida, que era hacía siete años tan ordenadita, ¡y cataplúm! ¡Embrollarlo todo,
porque a la muchacha le habían cogido una carta apasionada y tenía miedo a su
esposo! ¡Vaya pretensión! ¡A fin de cuentas, toda aquella aventura había sido un error
desde el comienzo! Fue una ocurrencia de burgués encalabrinado la de ir a seducir a
la prima de la Patriarcal. ¡Él vino a Lisboa para sus asuntos, para ocuparse de ellos,
soportar el calor y el boeuf á la mode del Hotel Central, tomar el vapor y mandar la
patria al infierno!… Pero no, ¡qué idiota! Sus negocios habían terminado, ¡y el muy
burro permanecía allí tostándose, gastando una fortuna en coches a fin de pasearse
por la explanada de Santa Bárbara!, ¿para qué? ¡Para meterse en aquel enredo!
¡Hubiera sido preferible traerse a Alfonsina!
Verdad, sí, que mientras estuviese en Lisboa la aventura resultaba agradable y
¡muy excitante por lo completa! Era un pequeño adulterio, casi un pequeño incesto.
* * *
A la mañana siguiente, un poco antes del mediodía Juana fue a llamar discretamente
en la puerta del cuarto de Luisa, y en voz baja (desde el día del desmayo le hablaba
siempre bajo, como a una convaleciente):
—Ahí está el primo de la señora.
Luisa se quedó sorprendida. Estaba aún en bata y tenía los ojos encarnados de
llorar; en un momento se dio polvos, alisó su pelo y entró en la sala.
Basilio, vestido de claro, habíase sentado melancólicamente en la banqueta del
piano. Tenía un aspecto serio, y empezó a decir, sin transición, que, a pesar de haber
huido ella la víspera, él lo consideraba todo «como antes». Había venido porque no
podían separarse en aquel momento sin algunas explicaciones y, sobre todo, sin
resolver definitivamente el caso de la carta… Y con un gesto triste, como
conteniendo las lágrimas:
—¡Porque me veo forzado a salir de Lisboa, querida!
Luisa, sin mirarle, tuvo una sonrisa muda, muy desdeñosa. Basilio añadió en
* * *
* * *
¡Qué noche para Luisa! A cada momento se despertaba sobresaltada, abría los ojos en
la penumbra del cuarto y aquella obsesión punzante se le clavaba en el alma, como
una puñalada ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo conseguir aquel dinero? ¡Dos mil duros! Sus
joyas valían quizá eso. Pero ¿qué diría Jorge después? Tenía la plata… ¡Pero era lo
mismo!
La noche estaba calurosa, y en su agitación se le escurrió la ropa, y no le quedó
Señora: Bien sé que estuve imprudente, lo cual debe achacar la señora tanto a
mi desgracia como a la falta de salud, lo cual hace que algunas veces se
tengan arrebatos repentinos. Pero si la señora quiere que yo vuelva y que haga
el mismo servicio de antes, a lo cual creo que la señora no puede oponerse,
tendré mucho gusto en servirla, en la seguridad de que nunca más se hablará
de eso hasta que la señora quiera y cumpla lo que prometió. Prometo hacer mi
trabajo y deseo que la señora acceda a esto, puesto que es en bien de todos. Ya
que fue cosa del genio, y, naturalmente, todos tienen sus repentes, y con esto
no canso más, y queda su obediente servidora la criada,
* * *
Juliana llegó, en efecto a las ocho. Subió cautelosamente hacia el desván, se puso la
ropa de casa y las zapatillas y bajó al cuarto de la plancha, en donde Juana, sentada en
una silla, cosía a la luz del quinqué.
Juana, llena de curiosidad, la abrumó en seguida a preguntas: «¿Dónde había
estado? ¿Qué le había sucedido? ¿Por qué no dio noticias?…». Juliana contó que
estando de visita en casa de una amiga, en el paseo de Márquez de Abrantes, le dio de
repente un flato y el dolor… No quiso avisar, porque creyó que podría volver. ¡Pero
no! Estuvo un día y medio en la cama…
Quiso saber entonces lo que había hecho la señora, si salió, quién vino…
—La señora ha estado de mal humor —dijo Juana.
—Es cosa del tiempo —observó Juliana. Había traído su costura, y las dos,
calladas, siguieron trabajando.
A las diez, Luisa oyó llamar suavemente a la puerta del cuarto. ¡Era ella,
seguramente!
—Entre…
La voz de Juliana dijo con naturalidad:
—Está servido el té.
Pero Luisa no se atrevía a ir a la sala, ¡con un miedo horroroso a verla! Dio unas
vueltas por el cuarto, demorando el momento; fue al fin, toda trémula. Juliana llegaba
justamente por el corredor; arrimándose a la pared, le dijo con respeto:
—¿Quiere la señora que vaya por la lamparilla?
Luisa dijo que sí con la cabeza, sin mirarla.
Cuando volvió al cuarto, Juliana llenaba el jarro, y después de haber abierto la
cama y cerrado las puertas, casi de puntillas:
—¿La señora no necesita nada? —preguntó.
—No.
—Muy buenas noches, señora.
Y no hubo entre ellas más palabras.
«¡Parece un sueño! —pensaba Luisa al desnudarse melancólicamente—. ¡Esta
* * *
* * *
* * *
Fue Luisa la que abrió la puerta al consejero y a Julián, que se habían encontrado en
la escalera, y les dijo, riendo:
—¡Hoy soy yo el portero!
Doña Felicidad, en la sala, para disimular la conmoción que le produjo la visión
amada de la persona de Acacio, empezó con gran volubilidad a censurarla «por dejar
salir, el mismo día a las dos criadas…».
—¿Y si te sientes mal, hija, si te da algo?
Luisa se echó a reir. No era propensa a indisposiciones… Pero la encontraban
algo decaída. Y el consejero le preguntó con interés:
—¿Ha vuelto usted a sufrir de los dientes, señora?
—¿De los dientes? ¡Era la primera vez que oía semejante cosa! —exclamó doña
Felicidad.
Julián declaró que rara vez había visto una dentadura tan perfecta. El consejero se
apresuró a citar:
Luisa se hallaba entre los brazos de Basilio, que la enlazaban, la abrasaban; toda
desfallecida, sentíase perdida, fundida en un elemento cálido como el sol y dulce
como la miel: gozaba prodigiosamente; pero entre sus sollozos sentíase avergonzada,
¡porque Basilio repetía en escena, sin pudor, los delirios libertinos del Paraíso!
¿Cómo lo consentía ella?
El teatro gritaba, en una inmensa aclamación: «¡Bravo! ¡Bis! ¡Bis!». Miles de
pañuelos revoloteaban como mariposas blancas en un campo de trébol; los brazos
desnudos de las mujeres arrojaban con un gesto ondulante ramos de violetas; el rey se
levantaba espectralmente, y, triste, lanzaba como un bouquet su esfera armilar. Y
después el consejero, con frenesí, para seguir el ejemplo de su majestad,
destornillando rápidamente la calva, se la tiraba, ¡con un grito de dolor y de gloria! El
traspunte vociferaba: «¡Den las gracias, den las gracias!». Ella se inclinaba, sus
cabellos de Magdalena rozaban el tablado y Basilio, a su lado, seguía con ojos
brillantes los puros que le arrojaban, ¡cogiéndolos con la gracia de un torero y la
destreza de un clown!
De pronto, sin embargo, todo el teatro exhaló un ¡ah! de espanto. Se hizo un
silencio ansioso y trágico, y todos los ojos, miles de ojos atónitos, se clavaron en el
tapiz de fondo, donde un pabellón erigía su estructura, toda sembrada de rositas
blancas. Ella se volvió también hipnotizada y vio a Jorge, a Jorge, que se adelantaba,
vestido de luto, con guantes negros y un puñal en la mano. ¡Y la hoja relucía menos
que sus ojos! Se acercó a las candilejas, e inclinándose, dijo, con una voz graciosa:
—Majestad, serenísimo señor infante, señor gobernador civil, señoras y señores
míos: ¡Ahora me toca a mí! ¡Fíjense en este trabajito!
Se dirigió entonces hacia ella con pasos marmóreos que hacían retemblar el
tablado, le agarró los cabellos como un manojo de hierba que se quiere arrancar; le
echó la cabeza hacia atrás, levantó de un modo clásico el puñal; apuntó al seno
izquierdo, y balanceando el cuerpo, guiñando un ojo, ¡le clavó la hoja!
* * *
Pocos días después, una mañana que Jorge marchó al Ministerio, Juliana entró en el
cuarto de Luisa, y, cerrando despacio la puerta, con voz muy amable:
—Deseaba hablar de una cosa a la señora…
Y empezó a decir que su cuarto de encima, en el desván, era peor que un
calabozo; que no podía seguir allí. ¡El calor, el mal olor, las chinches, la falta de aire,
y en invierno, la humedad, la mataban! En fin, que deseaba trasladarse abajo, al
cuarto de los baúles.
El cuarto de los baúles tenía una ventana en la parte de atrás: era alto el techo y
espacioso; se guardaban allí los baúles de Jorge, sus maletas, sus gabanes viejos y los
venerables baúles del tiempo de su abuelo, de cuero rojizo con clavos dorados.
—¡Allí estaría como en el cielo, señora!
Y… ¿dónde iban a poner los baúles?
—Arriba, en mi cuarto —y con una risita—: Los baúles no son personas, no
sufren…
Luisa dijo, un poco cohibida:
—Bueno; ya veré, hablaré con el señorito.
—Cuento con la señora.
Pero apenas aquella tarde Luisa explicó a Jorge «la pretensión de aquella
desgraciada», él dio un salto:
—¿Cómo? ¿Cambiar los baúles? ¡Está loca!
Luisa entonces insistió: ¡Era el sueño de la pobre mujer desde que entró en la
casa! Le enterneció. ¡No; él no se imaginaba, nadie se imaginaba, lo que era el cuarto
de la infeliz! El olor apestaba, los ratones se le paseaban por el cuerpo, el techo
estaba abierto, llovía dentro; había subido allí unos días antes y aquello la hizo
estremecer…
—¡Santo Dios! ¡Pero si eso es lo que contaba mi abuelo de los calabozos de
* * *
Fueron unas semanas de amargura para Luisa. Juliana entraba en el cuarto todas las
mañanas, muy cumplimentera; empezaba a arreglar aquello y, de pronto, con una voz
quejumbrosa:
—¡Ay! ¡Estoy tan escasa de camisas! Si la señora me pudiese ayudar…
Luisa iba a sus cajones llenos, olorosos, y comenzaba melancólicamente a apartar
las prendas más usadas. Adoraba su ropa blanca, tenía de todo por docenas, con
lindas marcas y bolsitas para perfumar. ¡Y aquellas dádivas la desgarraban como
mutilaciones!
Juliana, finalmente, pedía ya con sequedad, como haciendo valer un derecho:
—¡Qué bonita es esta camisa! —decía simplemente—. La señora no la quiere,
¿verdad?
—¡Llévesela, llévesela! —decía Luisa, sonriendo, por orgullo, para no mostrarse
violenta.
Y todas las noches Juliana, encerrada en su cuarto, sentada en la estera, henchida
de alegría, con la palmatoria sobre una silla, quitaba la marca de la ropa, haciendo
desaparecer las dos iniciales de Luisa, bordando, en cambio profusamente las suyas
enormes, con hilo rojo, J. C. T. ¡Juliana Couceiro Tavira!
Pero cesó, al fin, de pedir, porque como ella decía «estaba repleta de ropa
* * *
¡La infame sí que era feliz! Algunas veces, sola en su cuarto, poníase a mirar
alrededor con risa de avaro: desdoblaba, sacudía los vestidos de seda; colocaba las
botas en fila, contemplándolas desde lejos, extasiada, e inclinada sobre los cajones
* * *
Luisa salió como loca. Pasó un cupé vacío por la calle de la Escuela; se precipitó
dentro y dio al cochero las señas de Leopoldina. Debía de haber vuelto de Oporto,
quería verla, la necesitaba sin saber para qué… ¡Para desahogarse! ¡Para pedirle una
idea, un medio de vengarse! Porque el afán de librarse de aquella tiranía era ahora
menor que el deseo de vengarse de aquellas humillaciones. ¡Se le ocurrían ideas
insensatas! ¡Si la envenenase! ¡Parecíale que sentiría un placer delicioso en verla
retorcerse con vómitos aniquilantes, aullando agónicamente, exhalando el alma!
Subió corriendo las escaleras de casa de Leopoldina; la campanilla siguió
tintineando largo rato del tirón de su mano febril.
* * *
* * *
* * *
* * *
Porque, en fin, había llegado la crisis. Si Jorge insistía en despedir a la mujer, ella no
podía, sin provocar un espanto y una explicación, decir a Jorge: «¡No quiero que se
vaya, quiero que muera aquí!». Y Juliana, viéndose expulsada, desesperada, enferma,
al notar que Luisa no la defendía, no la reclamaba, ¡se vengaría! ¿Qué debía hacer?
Se levantó al otro día con una gran agitación, Juliana, muy fatigada, estaba
todavía en la cama. Y mientras Juana ponía la mesa, Luisa, sentada en el voltaire ante
el balcón del comedor, leía maquinalmente, casi sin entender, el Diario de Noticias,
cuando una gacetilla, en lo alto de la página, le causó un sobresalto: «Mañana saldrá
para Francia nuestro amigo el conocido banquero señor Castro, de la razón social
Castro, Miranda y Compañía. El señor Castro se retira de los negocios de esta plaza y
va a establecerse definitivamente en Francia, cerca de Marsella, en donde ha
adquirido últimamente una suntuosa finca».
¡Castro! ¡El hombre que le daría el dinero que quisiera, según decía Leopoldina!
¡Se marchaba!… ¡Y aunque le había parecido, desde el primer momento, infame
aquel recurso, sentía a su pesar cierto desconsuelo viéndole desaparecer! ¡Porque
Castro no volvería nunca a Portugal!… Y de repente le traspasó una idea que la hizo
vibrar toda, levantarse muy pálida: ¡Si en la víspera de la partida de él, Santo Dios, si
en la víspera accediera ella!… ¡Oh, era horrible! ¡Ni pensarlo siquiera!…
Pero pensó en ello y se sentía tan débil contra aquella creciente tentación que se le
enroscaba en el alma con caricias persuasivas. ¡Entonces estaría salvada! ¡Daría los
mil duros a Juliana! ¡Y aquel demonio con figura de mujer iría a morirse lejos!
¡Y el hombre aquel tomaría el vapor! ¡No tendría que sonrojarse ante él! ¡Su
secreto se iría al extranjero, tan muerto como si estuviera en la tumba! ¡Y además, si
el tal Castro sentía por ella una pasión, era muy posible que se lo prestase sin
condiciones!
¡Dios misericordioso! Al día siguiente podía tener en el bolsillo de su bata aquella
suma… ¿Por qué no? ¿Por qué no? Y le acometió un deseo ansioso de libertarse, de
vivir feliz, sin agonías ni martirios…
Mi querido amigo:
Necesito hablarle sin falta. Es un asunto grave. Venga en cuanto pueda.
Tal vez me lo agradezca. Le espero hasta las tres, lo más tarde.
LEOPOLDINA
—¿Qué te parece?
—¡Horrible! Pero está bien… ¡Está muy bien! Tacha el tal vez me lo agradezca.
Es preferible.
Leopoldina copió aquellas líneas y las envió con Justina en un coche.
—Y ahora voy a almorzar, pues no me sostienen las piernas.
El comedor daba a un estrecho zaguán. Las paredes estaban embadurnadas con
una pintura horrorosa, en la que grandes manchas verdes semejaban colinas y líneas
azules turquí representaban lagos. Un armario, en un ángulo de la pared, servía de
aparador… Las sillas de paja tenían almohadones de paño rojo, y en la servilleta
había manchas de café del día anterior.
—Puedes estar segura de una cosa —dijo Leopoldina, bebiendo grandes sorbos
de té—, y es que Castro ¡es hombre que sabe guardar un secreto!… Si te presta ese
dinero, de su boca no saldrá una palabra. En eso es perfecto… ¡Mira que fue amante
de la Videira muchos años; pues ni a Mendoza, que es su íntimo, le dijo una palabra!
¡Ni la menor alusión! Es un pozo.
—¿Qué Videira? —preguntó Luisa.
—Una alta, de nariz grande, que tiene lando.
—Pues pasa por ser una mujer seria…
—¡Ya ves! —y con una risita—: ¡Ay, pasan, pasan! Pasan por muchas cosas. ¡La
cuestión es conocer sus vicios, señora mía!
Y untando de manteca grandes rebanadas de pan se puso a hablar, complacida, de
los escándalos de Lisboa, revelando interioridades; citó nombres, caracteres, las que
después de haberse consagrado al diablo, dedican a una tardía devoción el resto de
una vieja sensibilidad, ¡pues algunas acaban por las sacristías! Las que cansadas, sin
duda, de una virtud monótona, preparan hábilmente su «fracaso» yéndose a Cintra o a
Cascaes. ¡Pues y las chicas solteras! Muchos pequeñuelos, criados por amas de los
alrededores, tienen derecho a llamarlas mamá. Otras, más prudentes, temiendo las
consecuencias del amor, se amparan en las precauciones del libertinaje… ¡Sin contar
las señoras que, en vista de los sueldos escasos, completan al marido con un
individuo suplementario! Exageraba mucho, pero ¡es que las odiaba tanto! Porque
todas habían sabido conservar, más o menos, una apariencia decente, que ella perdió,
¡y maniobraban con habilidad, allí donde ella, la muy estúpida, empleó solo
sinceridad; Y mientras ellas conservaban sus relaciones, los convites a veladas, la
estimación de la capital, ¡ella lo había perdido todo, era apenas la Quebraes!…
Aquella conversación enervaba a Luisa; ante tal generalidad del vicio, le parecía
* * *
Por bondad, por consideración a los nervios de Luisa, Jorge no habló durante algunos
días de «aquella mujer». Pero pensaba en ella, y aquel estafermo, con un pie en la
sepultura y el otro en su casa, le exasperaba. Después de las holgazanerías que había
él notado, de las comodidades del cuarto que vio la noche en que ella se desmayó,
¡aquella bondad ridícula de Luisa!… ¡Lo encontraba extraño e irritante!… Como
estaba fuera de casa todo el día, y delante de él sólo tenía sonrisas para Luisa, muchas
actitudes de afecto, se figuró que ella había sabido imponerse y que, con las pequeñas
intimidades entre ama y criada, habíase hecho estimada y necesaria. Esto aumentaba
su antipatía y no la disimulaba.
¡Luisa, viéndole a veces seguir a Juliana con una mirada rencorosa, temblaba!
Pero lo que la torturaba era la manera con que Jorge hablaba de ella, lleno de irónica
veneración: llamábala la ilustre doña Juliana y también mi ama y señora. Si faltaba
una servilleta o una copa, fingíase espantado: «¡Cómo! ¡Doña Juliana se ha olvidado!
¡Una persona tan perfecta!». Tenía bromas que dejaban helada a Luisa.
* * *
Al otro día Jorge se levantó, temprano. Tenía que ver a Alonso, el español de las
minas, y comer con él en el hotel Gibraltar. Después de vestirse fue al comedor —
eran las diez— y volvió a decir a Luisa, con una profunda reverencia, espaciando las
palabras, ¡que no estaba la mesa puesta! ¡Que las tazas del té de la noche anterior
estaban aún por lavar! ¡Y que la doña Juliana, la ilustre señora doña Juliana, había
salido a dar su paseíto!
—Le dije anoche que fuese a mi zapatero… —empezó a decir Luisa, poniéndose
la bata.
—¡Ah, perdón! —interrumpió Jorge muy ceremonioso—. ¡Me olvidaba de nuevo
que se trata de Juliana, tu ama y señora! ¡Perdón!
Luisa replicó, en seguida:
—No. Tienes razón. ¡Ya verás! Es preciso acabar con esto…
Subió a la cocina, desesperada:
—¿Por qué no puso usted la mesa, Juana, viendo que la otra ha salido?
Pero ¡la joven no había oído salir a Juliana! Creyó que estaba abajo, en la sala.
Como ahora quería ella hacerlo todo…
Cuando Juana trajo el almuerzo al poco rato, Jorge fue a sentarse a la mesa,
retorciéndose muy nervioso el bigote. Se levantó dos veces con una sonrisa muda
para ir a buscar una cuchara, el azucarero. Luisa le veía los músculos de la cara
contraídos: no acertaba apenas a comer, aturullada; la taza le temblaba en la mano al
levantarla; con los ojos bajos espiaba a Jorge, a hurtadillas, y su silencio la torturaba.
—Dijiste ayer que ibas a comer fuera…
—Sí —contestó él secamente. Y añadió—: ¡Gracias a Dios!
—¡Estás de buen humor!… —murmuró ella.
—¡Ya lo ves!
Luisa se puso pálida y empujó los cubiertos; cogió el periódico para ocultar dos
* * *
Luisa miró a su alrededor como si hubiese entrado un rayo en el cuarto; pero todo
estaba inmóvil y ordenado, ni un pliegue de las cortinas se había movido y las dos
pastorcitas de porcelana sobre el tocador sonreían pretenciosamente.
Entonces tiró la bata violentamente, se puso un vestido sin abrocharse el corpiño,
se echó por encima una larga chaqueta de invierno y encasquetándose el sombrero en
la cabeza despeinada, bajó a la calle tropezando en las faldas, corriendo casi.
Pablo salió a la mitad de la calle para seguirla, la vio pararse en la puerta de
Sebastián y fue a decir a la estanquera:
—¡En casa del ingeniero hay novedad!
Y se quedó plantado en la puerta con los ojos clavados en los balcones abiertos,
donde las cortinas de reps verde caían aplomadas en sus pliegues inmóviles.
—¿Don Sebastián? —preguntó Luisa a una muchachita pecosa, que corrió a
abrirle la puerta.
Y se adentró por el corredor.
—En la sala —dijo la pequeña.
Luisa subió, oía sonar el piano; abrió la puerta violentamente, y corriendo hacia
él, apretándose el pecho con las manos, con una voz angustiosa y apagada:
—Sebastián, escribí una carta a un hombre y Juliana la cogió. ¡Estoy perdida!
El se levantó despacio, asombrado, palidísimo. Vio el rostro alterado de ella, el
sombrero mal puesto, la aflicción de la mirada:
—¿Qué es ello? ¿Qué pasa?
* * *
Cuando entró en su casa, vio un mozo que salía con el pequeño lío de Juana. Y en
seguida oyó en el corredor la fuerte voz de la joven, que decía desde la escalera de la
cocina, dirigiéndose arriba, amenazadoramente:
* * *
Doña Felicidad llegó un poco antes de las ocho. Luisa se tranquilizó al verla con un
vestido negro liso y su aderezo de esmeraldas.
—Pero ¿qué es esto? ¿Qué extravagancia es ésta, vamos a ver? —dijo en seguida,
muy alegre, la excelente señora.
—¡Un capricho! —Jorge había comido fuera ¡y ella se sintió tan sola!… Le
dieron ganas de ir al teatro. No lo pudo resistir… Tenían que ir a buscarlo al hotel
Al pálido claror
del astro de oro…
* * *
Sebastián, a las nueve, con un nordeste agudo que retorcía las luces del gas dentro de
los faroles, se dirigió, despacio, a casa de un comisario de Policía, primo lejano suyo,
Vicente Azurara. Una vieja sirvienta, arrugada como una manzana, le condujo al
cuarto estudiantil, «donde el señor comisario estaba sudando un gran constipado»; le
encontró con un gabán sobre los hombros, envueltas las piernas en una manta,
tomando grogs calientes y leyendo El hombre de los tres pantalones. Apenas entró
Sebastián, se quitó de las narices aguileñas las grandes gafas y, alzando hacia él sus
ojillos, llorosos de fluxión, exclamó:
—Estoy con un constipado del diablo hace tres días, y no se quiere marchar… —
y murmuró algunas imprecaciones, pasando su mano, flaca y nudosa, sobre la cara
morena, de líneas duras, a la que un espeso bigote daba ferocidad.
Sebastián lo lamentó mucho. ¡No le extrañaba, dado el tiempo que hacía!… Le
aconsejó agua sulfurosa con leche hervida.
—Si esto no se marcha —dijo el comisario rencorosamente— lo meto mañana
hacia dentro con media botella de ginebra; si no es por las buenas, será a la fuerza…
¿Qué hay de nuevo?
Sebastián tosió; se quejó también de andar malucho y, acercando la silla a la del
primo Vicente y poniéndole una mano sobre la rodilla:
—Vicente: si yo te pidiese un guardia para que me acompañase a hacer una cosa,
sólo para meter miedo, sólo para hacer que una persona devuelva lo que robó, ¿darías
tú la orden?
—Orden ¿de qué? —preguntó, lentamente, el primo, con la cabeza baja y los
ojillos, congestionados, fijos en Sebastián.
—Orden de acompañarme, para que le viesen, solamente para que le viesen. Es
un caso singular… Para meter miedo… Ya sabes que yo no soy capaz… Es para que
una persona devuelva lo que robó. Sin armar escándalo…
—¿Ropas? ¿Dinero?
Y el comisario se atusaba, reflexionando, el bigote con sus largos y flacos dedos,
muy quemados por el cigarro. Sebastián titubeó:
—Sí; ropas, cosas… Es para que no haya escándalo… ¿Comprendes?…
Vicente murmuró, con un aire solemne, mirándole:
—Un guardia para que le vean…
Escupió ruidosamente. Y moviendo la cabeza:
—¿No es cosa de política?
—¡No! —dijo Sebastián.
* * *
Juliana, en efecto, después de abrir la puerta, apenas vio subir, detrás de Sebastián, al
guardia, se puso lívida y exclamó:
¡Vaya! ¿Qué será?
Estaba arrebujada en una toquilla negra, y el quinqué, que levantaba, extendía
sobre la pared la sombra deforme del moño.
—Juliana, haga el favor de encender luz en la sala —dijo Sebastián,
tranquilamente.
* * *
Mi queridísima Luisa:
Sería largo de explicarte cómo hasta anteayer solamente en Niza (de
donde llegué esta madrugada a París), recibí tu carta, que por los matasellos
veo que recorrió toda Europa detrás de mí. Como hace ya dos meses y medio
que la escribiste me figuro que te arreglaste con la mujer y que no necesitas el
dinero. Por otra parte, si acaso lo quisieras, mándame un telegrama y lo tienes
ahí en dos días. Veo por tu carta que no has creído nunca que mi marcha fuese
motivada por negocios. Eres muy injusta. Mi marcha no te debía haber
quitado, como dices, todas las ilusiones sobre el amor, porque fue realmente
al salir de Lisboa cuando me di cuenta de todo lo que te amaba, y no pasa día,
créeme, en que no me acuerde del Paraíso ¡Qué buenas mañanas! ¿Has vuelto
a pasar por allí alguna otra vez? ¿Te acuerdas de nuestro lunch? No tengo
tiempo para más. Tal vez en breve vuelva a Lisboa. Espero verte, porque sin ti
Lisboa es para mí un destierro.
Un largo beso de quien es tuyo de corazón.
Basilio.
Jorge dobló el papel, en dos, en cuatro dobleces, lo tiró encima de la mesa y dijo en
voz alta:
—¡Pues, señor, muy bonito!
Llenó su cachimba maquinalmente, con los ojos perdidos y los labios trémulos;
dio algunos pasos vacilantes por el despacho. De repente arrojó la pipa, que rompió
un cristal del balcón, agitó las manos con desvarío y, echándose de bruces sobre la
mesa, estalló en llanto, ¡zarandeando la cabeza entre los brazos, mordiendo las
mangas, pateando en el suelo, loco!
Se levantó súbitamente, cogió la carta y se dirigió con ella a la alcoba de Luisa.
Jorge se comportó heroicamente durante toda aquella tarde. No podía estar mucho
tiempo en la alcoba de Luisa. La desesperación le producía un movimiento
contradictorio; pero iba allí a cada momento, le sonreía, le remetía la ropa con manos
trémulas, y como ella dormitaba, se quedaba inmóvil mirándola rasgo por rasgo, con
una curiosidad dolorosa e inmoral, como para sorprender en su rostro huellas de
besos ajenos, esperando oírle en algún sueño calenturiento un nombre o una fecha, y
la amaba más desde que la suponía infiel, pero con otro amor, carnal y perverso.
Después iba a encerrarse en el despacho y se movía allí entre las paredes estrechas,
como un animal enjaulado. Releyó la carta infinitas veces, la misma curiosidad
roedora, baja, vil, le torturaba sin cesar: ¿Cómo habría sido? ¿Dónde sería el
Paraíso? ¿Había una cama? ¿Qué vestido llevaría ella? ¿Qué le diría? ¿Qué besos le
daba?
Fue a releer todas las cartas que ella le escribió al Alentejo procurando descubrir
en las palabras ¡síntomas de frialdad, la fecha de la traición! La odiaba entonces,
volvían a su cerebro las ideas homicidas, ¡estrangularla, darle cloroformo, hacerla
beber láudano! Y después, inmóvil, recostado en el balcón, se quedaba olvidado en
una meditación reconcentrada, rememorando el pasado, el día de su boda, ciertos
paseos que dio con ella, palabras que ella pronunció…
A veces pensaba si sería la carta una superchería. Algún enemigo suyo podía
haberla escrito, enviado a Francia. O tal vez Basilio tuviese otra Luisa en Lisboa, y
por error, al poner el sobre, hubiese escrito el nombre de su prima, y la alegría que le
daban aquellas fantasías hacía que le pareciese la realidad más cruel. Pero ¿cómo
había sido?, ¿cómo había sido? ¡Si pudiese saber la verdad! ¡Estaba seguro de que se
calmaría entonces! Arrancaría sin duda aquel amor de su pecho como un parásito
inmundo. Apenas ella mejorase la llevaría a un convento y él iría a morir lejos, a
África o a cualquier parte… ¿Pero quién lo sabría?… ¡JULIANA! ¡Ella era quien lo
sabía! ¡Y lo comprendió todo: las incesantes condescendencias de ella con Juliana,
los muebles, el cuarto, las ropas! ¡Debía pagar su complicidad! ¡Era su confidente!
¡Llevaba las cartas, lo sabía todo! ¡Y estaba en la fosa, muerta, sin poder hablar, la
maldita!
Sebastián llegó, como de costumbre, al anochecer. No habían encendido aún y,
apenas entró, Jorge le llamó al despacho; en silencio, encendió una vela y sacó la
carta del cajón.
—Lee esto.
Sebastián se quedó asombrado al ver la cara de Jorge. Miró la carta cerrada,
tembloroso. Apenas vio la firma, una palidez mortal cubrió su rostro. Parecíale que el
suelo tenía una vibración en que se sostenía mal. Pero se dominó, leyó despacio, dejó
NECROLÓGICA
A LA MEMORIA DE LA SEÑORA
DOÑA LUISA MENDOZA DE BRITO CARVALHO
* * *
* * *
* * *
Al bajar por la calle del Alecrim, Basilio vio al vizconde Reinaldo en la puerta del
hotel Street. Mandó parar a Pínteos, y saltando del cupé:
—¿No sabes?
—¿El qué?
—Mi prima murió.
El vizconde Reinaldo murmuró cortésmente:
—¡Pobrecilla!
Y fueron bajando la calle cogidos del brazo hasta el Aterro. El día era magnífico;
corría un vientecillo frío; en el aire luminoso, ligero, traspasado de sol, las casas, los
brotes de los árboles, los mástiles de las falúas, las arboladuras de los barcos, tenían
una nitidez muy recortada; los tonos resaltaban con una fuerza cantarína y alegre; el
río brillaba como un metal azul; el vapor de Cacilhas iba lanzando remolinos de
humo que tomaban un color lechoso, y al fondo las colinas tenían en la pulverización
de la luz una sombra azulada, donde las viviendas enjalbegadas relucían. Y los dos,
paseando despacio, iban hablando de Luisa. El vizconde Reinaldo, delicado,
compadecía a la pobre señora, ¡infeliz!, que se había dejado morir ¡con un tiempo tan
hermoso! Pero, en resumen, él siempre encontró absurdo aquel amorío… Porque, en
fin, con toda franqueza: ¿qué tenía ella? No quería hablar mal «de la pobre señora
que yacía en aquel cementerio horroroso»; pero, la verdad, no era una amante chic;
usaba medias de almacén, se había casado con un ordinario empleado de secretaría,
vivía en una casucha y no tenía amistades decentes; jugaba, naturalmente, a la lotería
de cartones y andaba por su casa en zapatillas de orillo; no tenía ingenio, ni toilettes
¡Qué demonio! ¡Era un desastre!
—Para uno o dos meses que pasase yo en Lisboa… —murmuró Basilio, con la
cabeza baja.
—Sí, para eso, tal vez. ¡Como higiene! —dijo Reinaldo con desdén.
Y siguieron callados, despacio. Se rieron mucho de un individuo que paseaba
guiando atarantado un tronco de caballos negros:
—¡Qué faetón! ¡Qué arreos! ¡Qué estilo! ¡Sólo en Lisboa se ven!…
Al final del Aterro dieron la vuelta, y el vizconde, pasándose los dedos por las
patillas:
—De modo que estás sin mujer…
Basilio tuvo una sonrisa resignada. Y después de un silencio, dando una fuerte
algunos títulos sobre este tema en diversas literaturas y desde diferentes enfoques.
Gustave FLAUBERT: Madame Bovary; Lev TOLSTOI: Ana Karenina, Guerra y paz; y la
Sonata a Kreutzer; LESKOV: Lady Macbeth de la provincia de Mtsensk; TURGUENIEV:
Nido de nobles, El primer amor; CHEJOV: La dama del perrito; Fiodor DOSTOYEVSKI:
El eterno marido; EÇA DE QUEIRÓS: El primo Basilio, Los Maia, La ilustre Casa de
Ramires, Alves & Cia; MACHADO DE ASSIS: Dom Cusmurro; Theodor FONTANE: Effi
Briest, L’Adultera; Leopoldo Alas «CLARIN»: La Regenta; Benito PÉREZ GALDÓS: Lo
prohibido, Fortunata y Jacinta, Realidad; Mary WOLLSTONECRAFT: María, o los
errores de la mujer; George ELLIOT (Mary Ann Evans): Daniel Deronda; Kate
CHOPIN: El despertar, Un asunto indecoroso; Edith WHARTON: El día de fin de año.
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en la Praga do Rossio, eje central de la Lisboa del siglo XIX. Vid. también nota 40. <<
1888. Murió exiliado en París por sus ideas laicas y progresistas. <<
inicios del dominio español de Portugal, a finales del siglo XVI. Se estrenó en el
recién inaugurado teatro D.ª María II en 1843 y es la pieza maestra del teatro
romántico portugués. <<