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señor Peredonov! ¡Asegura que, antes de casarse, era usted punto menos que
una prostituta! ¡Ya ve usted qué gente! ¡Escúpales usted en la cara, que bien se
lo merecen!
Prepolovenskaya se dirigió a la puerta, con aire de reina ofendida.
Peredonov le impidió salir.
—¡No le crea usted, es una embustera! Lo único que he dicho una vez
delante de ella es que es usted tonta. Todo lo demás lo ha inventado.
Varvara también se esforzó en apaciguar a la dama.
—¡No le haga usted caso! Bien sabe usted que es una imbécil.
La otra se dejó convencer. Al menos, aparentemente, se calmó.
—¡No valen la pena de tomarse en serio las palabras de una borracha! —
dijo.
En compañía de Varvara salió al jardín.
—¡Tiene usted ortigas! —exclamó, deteniéndose ante unas matas que
crecían junto a la pared—. Déme usted unas pocas.
—¡Con mucho gusto! Pero ¿para qué las quiere usted?
—¡Es un secreto!
—¡Dígamelo, querida! —suplicó Varvara. Entonces la otra le susurró casi
al oído:
—Frotándose el cuerpo con ortigas no se adelgaza. Mi hermana lo hace
todas las noches, y a eso le debe sus buenas carnes.
Varvara hubiera dado cualquier cosa por engordar; a Peredonov no le
gustaban las mujeres delgadas, y ella se devanaba los sesos buscando un
remedio para su delgadez. ¡Ya lo había encontrado! Se frotaría el cuerpo con
ortigas.
Tal fue la diabólica venganza de Prepolovenskaya.
III
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banco de poco valor y, con un gesto de desdén, se los tiró a Varvara a la cara,
gritándole:
—¡Toma! ¡Para tu traje de boda!
Los billetes se dispersaron por el suelo y Varvara se agachó y fue
cogiéndolos, nada ofendida por la forma poco correcta de la dádiva.
“¡Ya veremos si te casas, amiga!” —pensó Prepolovenskaya, en cuyos
labios se dibujó una sonrisa pérfida.
Momentos después se despidió. En el vestíbulo se encontró con una nueva
visita. Gruchina.
María Osipovna Gruchina era una viuda joven. Delgada,
prematuramente envejecida, su rostro era simpático, pero demacrado y rugoso.
Diríase, al ver sus dientes negros y uñas sucias, que nunca se lavaba. “Si se le
dan unos manotazos —se pensaba, mirando su ropa— se levanta una nube de
polvo.”
Vivía de una pequeña pensión, a la que añadía algunos ingresos
interviniendo como comisionista en negocios de poca monta y haciendo algunos
préstamos, por los que cobraba crecidos intereses. Placíanle las conversaciones
escabrosas, y frecuentaba el trato de los hombres, en la esperanza de volver a
casarse. Siempre le tenía alquilada una habitación en su casa a algún hombre
soltero, empleado público las más de las veces.
Varvara la recibió con alegría; tenía que arreglar un asunto con ella.
—¡Estoy hasta la coronilla —le dijo— de esta endemoniada Natalia!
Necesito buscar en seguida otra criada.
—Si quieres —le propuso Gruchina —vamos ahora mismo a buscarla.
—Sí. Y de paso me compraré la tela para el traje de boda. Ardalion
Borisovich me ha dado ya el dinero.
Le gustaba a Varvara, cuando iba de compras, que la acompañase
Gruchina. La viuda le ayudaba a escoger y regatear.
Procurando que Peredonov no la viese, le llenó a su amiga los bolsillos de
empanadillas y bizcochos para los nenes. “Ésta me necesita —se dijo la viuda—
. Veremos lo que quiere de mí.”
Tomaron un coche de punto. Aunque no había grandes distancias en la
ciudad, Varvara, que se cansaba mucho a causa de sus botas estrechas y sus
altos tacones, no era amiga de andar a pie. Desde hacía algún tiempo sólo solía
visitar a Gruchina, y los cocheros —que ascendían en toda la ciudad a veinte—
ni siquiera le preguntaban ya adónde habían de llevarla.
Apenas el coche estuvo en marcha, Varvara empezó a desahogar su
corazón atribulado.
—Ardalion Borisovich ha estado esta mañana en casa de esa
sinvergüenza de Marta.
—¡Le quieren pescar! —comentó Gruchina—. ¡Marta no piensa en otra
cosa!
—¡No sé qué hacer! Cada día está más grosero... A lo mejor se casa con
otra y me deja plantada...
—¡No, querida! No tema usted que haga tal cosa. Los hombres se
acostumbran a vivir con una mujer...
—Cuando sale de noche y tarda no puedo dormirme, temiendo que se
haya casado. Todas quieren casarse con él: Marta, esas imbéciles hermanas de
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IV
La sala de billar del club estaba llena de humo. Peredonov, Rutilov, Volodin,
Falastov y Murin —un propietario rural, altísimo con cara de bruto— habían
terminado la partida y se disponían a marcharse.
Había sobre la mesa numerosas botellas vacías. Los jugadores habían
empinado el codo de lo lindo. Muy colorados todos —menos Rutilov, que
conservaba su enfermiza palidez—, cambiaban palabras groseras.
Como casi siempre, Peredonov había perdido; era un mal jugador.
Cuando, con gesto nada alegre, estaba pagando, Murin se echó un taco a la
cara, a modo de escopeta, le apuntó y gritó:
—¡Fuego!
Peredonov lanzó un grito de terror y estuvo a punto de desmayarse.
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VI
Para que Volodin dejara de envidiarle y de armarle celadas, Peredonov decidió
buscarle una novia rica.
—¿Quieres —le propuso una noche— que te case con la señorita
Adamenko?
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VII
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Se puso el frac, prenda que por cierto no había renovado hacía mucho
tiempo y ya le venía un poco estrecha. Lamentó no poder lucir alguna
condecoración. Debido a las intrigas del director del colegio, no había sido
hasta entonces condecorado.
“Mi primera visita —pensó— será para el alcalde.” Y se dirigió a casa de
la suprema autoridad municipal.
En el camino se encontró con el coronel de los gendarmes, el señor
Rubovsky.
El coronel, un hombre muy amable, estaba al corriente de cuanto
acontecía en la ciudad; escuchaba gustoso todas las habladurías; pero se
limitaba a escucharlas y nunca metía baza en ellas.
Los dos caballeros se saludaron y se detuvieron un instante. Peredonov,
después de cerciorarse de que no le acechaba nadie, dijo con tono de misterio:
—He sabido que la criada que despedimos hace poco está a su servicio
¡Dios sabe las cosas que le contará de mí! No le crea. Todo son mentiras.
—¡No acostumbro a prestar oídos a los chismes de la servidumbre! —
contestó con acento digno el coronel.
El profesor no le escuchaba.
—¡Es una tía! —continuó—. Tiene un querido polaco, y quizá haya
entrado al servicio de usted con el propósito de robarle documentos secretos.
—No tenga usted cuidado —repuso el otro secamente—. ¡No guardo
planos de fortalezas!
La palabra “fortalezas” llenó de espanto a Peredonov; sin duda el coronel
la había pronunciado para darle a entender que el día menos pensado le
encerrarían en una fortaleza.
—Le aseguro a usted, señor coronel, que soy víctima de las intrigas de
mis enemigos. Quieren perderme, y me denuncian sin cesar a las autoridades.
Rubovsky le miró con extrañeza y se encogió de hombros.
—Hasta ahora no he recibido ninguna denuncia contra usted.
Tranquilícese...
“Me oculta la verdad” —pensó el profesor angustiadísimo.
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VIII
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a ganar, imbécil!
—¡No te tengo miedo! ¡La imbécil serás tú! —replicó la pequeña, y sacó la
lengua.
Gruchina cerró el ventanillo, se sentó y dijo:
—He aquí la noticia. Hace poco, como sabe usted, ingresó en el colegio un
alumno de quinto año, que se llama Pilnikov...
—Sí, un muchacho muy guapo, que parece una jovencita.
—¡No es extraño que lo parezca! ¡Como que es, en efecto, una jovencita
disfrazada de hombre!
—¿Qué me dice usted?
—¡Lo que oye usted, querida! Se trata de una maquinación para coger en
una trampa al señor Peredonov.
—¿En una trampa?... ¿Y usted, cómo lo sabe?
—No se habla de otra cosa en la ciudad. ¡Y además, yo lo sé todo! A mí no
es posible ocultarme nada. Se ha tramado una conspiración contra todos los
profesores en general y, principalmente, contra Ardalion Borisovich.
Disfrazada de muchacho, la jovencita podrá hacer mil diabluras...
—¿Dónde se hospeda?
—En casa de Kokovkina. Hoy la he visto y le he dicho: “Tenga usted
cuidado, que su huésped de usted es huéspeda.”
—¿Y qué ha contestado?
—Se ha echado a reír, creyendo que yo hablaba en broma.
Varvara estaba estupefacta. A pesar de su poca verosimilitud, no había
puesto en duda nada de lo que acababa de oír. “¡Qué gente! —pensaba—. ¡Qué
horribles intrigas!”
Por la noche se lo contó a Peredonov, que también se quedó pasmado;
había que apresurarse a desbaratar la nueva asechanza.
El sábado, en el oratorio, se situó detrás de los colegiales y vigiló
atentamente su conducta. Los que, en su sentir, no guardaban la debida
compostura eran tantos, que temía no poder recordarlos a todos, y lamentaba
no haberse provisto de papel y lápiz para apuntar sus nombres.
En realidad, los pobres muchachos estaban muy formales.
Los ojos de Peredonov buscaron, entre los alumnos de quinto año, a Sacha
Pilnikov, y no tardaron en encontrarlo. El colegial nuevo rezaba con suma
devoción. Esbelto, de tez delicada y mejillas color de rosa, parecía, en efecto,
una joven de quince o diez y seis abriles.
Olga Vasilievna Kokovkina, la patrona de Sacha Pilnikov, era viuda de
un empleado público. Su marido le había dejado una renta muy modesta y una
casa, aunque no muy grande, lo bastante capaz para que pudiese alquilar
algunos cuartos. Sus huéspedes solían ser colegiales bien educados, lo que le
había conquistado una buena reputación.
Era una vieja enjuta, alta, de rostro benigno, que ella, a veces, se
empeñaba, sin conseguirlo, en que pareciese severo.
Cuando llegó Peredonov estaba sentada a la mesa en compañía de Sacha.
La visita la sorprendió.
—He venido —dijo el profesor— a ver cómo vive este joven. Los profesores
nos hallamos en el deber...
La vieja les ofreció una taza de té. Tomado éste, pasaron los tres a la
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Aquella noche, Peredonov visitó al director del colegio, señor Jripach, y le contó
que Sacha Pilnikov, el colegial nuevo, era una muchacha. Urgía en extremo, a
su juicio, tomar una determinación. La misteriosa intriga ponía en grave
peligro las buenas costumbres del establecimiento.
El director le oía con una curiosidad maligna, diciendo para sus adentros:
“Este hombre no está bien de la cabeza.”
Peredonov, en vista de que el señor Jripach no se apresuraba a
desenmascarar a Sacha, les contó la historia a sus compañeros de profesorado
y a todo el que le quiso oír. Estaba seguro de que si desbarataba la intriga, las
autoridades sabrían apreciar su celo, y no sólo se le daría la plaza de inspector,
sino que, por añadidura, se le condecoraría.
Para poner más de relieve su fervor pedagógico, empezó a visitar las
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casas de los colegiales, sobre todo las de los que pertenecían a familias
humildes. Llegaba, les contaba horrores a los padres acerca del
comportamiento de los muchachos y manifestaba gran empeño en que se les
pegase ipso facto una paliza. Se les imponía, en su presencia, el contundente
correctivo, y se retiraba, con la satisfacción del deber cumplido.
Al día siguiente, en el colegio, aludía, muy orgulloso, a sus hazañas de la
víspera, ante los alumnos vapuleados, que le oían mohinos y confusos.
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Ya en la calle, le dijo:
—Usted siempre estudiando...
—No siempre. A ratos leo. Me gusta leer.
—¿Cuentos para niños?
—¡No! Poesías, novelas...
—A mí también me gusta leer. Pero sólo por la mañana. Casi todo lo
demás del día lo suelo invertir en acicalarme, en perfumarme. ¿A usted qué le
gusta, además de la lectura?
Sacha miró a la joven tiernamente, con un brillo acuoso en las pupilas, y
repuso muy quedo:
—Me gusta que me quieran.
—¡Ja, ja, ja! ¡Tiene gracia el chiquillo!
—¡Qué burlona es usted!
Al despedirse del colegial junto al estribo, Ludmila le estrechó la mano
con fuerza.
—¡Muchas gracias, querido, por la compañía!
IX
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—¿Qué sería entonces de mí? —gimió el niño—. ¡No quiero que te cases,
no!
Volodin, herido en su amor propio, protestó con acento airado:
—¡Me parece absurdo, Nadechda Vasilievna, que le pida usted
consentimiento a una criatura como su hermano!
—¡Es más que absurdo: es ridículo! —refunfuñó Peredonov.
—¿Se debe ser, pues, cruel con los niños?
—Cruel, no, señorita —respondió Volodin—; pero blando, tampoco.
—¡El señor Volodin me pegará! —lloriqueó Micha—. ¡No quiero que te
cases!
—¡Ya lo oye usted! Contra su voluntad no puedo casarme.
—¡Y que una mujer se someta a la voluntad de un mocoso!
—¡No, no puedo casarme contra su voluntad! Usted, por lo visto, no
tendría inconveniente en destrozar su corazón. Dice bien la pobre criatura: ¡le
pegaría usted! ¡Y quizá a mí también!
—¡Por Dios, Nadechda Vasilievna! ¿Pegarle yo a usted? ¿Osar mi mano...?
La joven, sonriendo, interrumpió:
—Además, soy muy feliz soltera.
—¿Piensa usted quizá —preguntó Volodin, sarcástico— ingresar en un
convento?
—¿O tal vez —añadió el profesor— en una colonia tolstoiana?
—No —contestó Nadechda—. Estoy divinamente en mi casa.
Y se levantó. Los dos amigos la imitaron.
—Considere usted, señorita —insistió Peredonov—, que es un bello
sujeto. Le respondo de él.
—Le agradezco a usted infinito el honor que me hace; pero no puedo
aceptar, caballero.
Volodin, pintada en el rostro la desesperación, suspiró:
—¡Paciencia! ¡Tendré que someterme a mi cruel destino!
Ya en la calle, empezó a quejarse amargamente de la ingratitud de
Nadechda.
—¡Que Dios la castigue! ¿Qué daño le he hecho? ¿Por qué me ha
rechazado? ¿Acaso porque no soy noble? ¿Soñará quizá con un príncipe?
El cuitado calló un momento, y prosiguió:
—Iré a la iglesia, le encenderé una vela a la imagen del Salvador y le
pediré al cielo ver casada a esa ingrata con un calavera terrible, borracho,
jugador, que la maltrate y que la arruine. Cuando el infame la haya reducido a
la miseria, se acordará de mí; pero ya será tarde.
Conmovido por sus propias palabras, se llevó el pañuelo a los ojos.
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Ludmila esperaba a su ídolo, que le había prometido ir; pero la hora fijada
había sonado hacía rato y Sacha no llegaba. La joven estaba más nerviosa a
cada momento y no hacía más que asomarse a la ventana. Sus hermanas se
burlaban de ella.
—¡Dejadme en paz! —gritábales.
Cuando comprendió que ya Sacha no iría, empezó a llorar y a culpar a la
excelente Kokovkina de que el colegial no hubiera cumplido su palabra.
—¡Vamos, Ludmila! —le dijo Daria. ¡Mira que llorar una mujer por un
pipiolo!
—¡Es tan guapo! ¡Y tan inocente!
—¡Pero estás perdida por él! ¡Tiene gracia! ¡Por un chiquillo de catorce
años!
—Es un amor puro, un amor casto...
—¡Eso cuéntaselo a tu abuela!
Para ver si se distraía un poco, la joven se vistió, se perfumó y se lanzó a
la calle, con la vaga esperanza de encontrarse con Sacha.
Y quiso la casualidad que se lo encontrase.
—¡Vaya un hombre de palabra! —le riñó, llena de alegría.
Sacha se puso también muy contento.
—Se me ha hecho tarde —balbució—. ¡He tenido que preparar tanto
trabajo para mañana!
—¡Embustero! Sencillamente, es que no has querido venir a verme.
Vamos a casa; tengo que darte tu merecido.
El colegial opuso una débil resistencia, y, al cabo, se dejó convencer.
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XII
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el señor Gudayevsky.
—¿No basta que lo diga el señor Peredonov? —arguyó la madre—. Hay
que castigar al niño. De lo contrario, haremos de él un sinvergüenza.
—No creo que haya dado motivo para que se le castigue. ¡Y no permitiré
que se le castigue sin motivo!
La notaría intentó llevarse al muchacho a la cocina para vapulearle allí a
su gusto; pero su marido se lo impidió.
—¡No, no permitiré que se le toque ni el pelo de la ropa!
Pero la señora se empeñaba en cumplir sus altos deberes maternales, y
tiraba del chico, que ponía el grito en el cielo.
—¡Ayúdeme usted, Ardalion Borisovich! —rogó la severa educadora.
Peredonov se levantó; mas el notario corrió hacia él con los puños
cerrados.
—¡No se meta usted en lo que no le importa! —le gritó
amenazadoramente—. Puede usted salir malparado, señor mío...
El profesor, asustadísimo, retrocedió.
La lucha entre la mujer y el marido se hizo más violenta. La señora
Gudayevsky, furiosa, daba unos tirones terribles del brazo de su hijo,
intentando arrastrarlo al lugar del suplicio.
—¡Déjame educarlo! —vociferaba—. ¡No quiero que el día de mañana sea
un canalla, un bandido! ¡Educado por ti, sería, de fijo, un criminal!
—¡Cállate, imbécil! —contestó Gudayevsky.
Y volviéndose a Peredonov, le soltó la siguiente andanada:
—¡La conducta de usted, señor mío, es indigna! Va usted de casa en casa
denunciando, calumniando a los pobres niños. ¡Y todo lo que cuenta usted de
ellos es mentira! No es usted un profesor, es un verdadero verdugo. ¿No le da a
usted vergüenza?
—Mis deberes de profesor...
—¡Sus deberes! ¡Lárguese! No quiero verle un momento más en mi casa.
Con los puños cerrados, el notario avanzaba hacia Peredonov, que
retrocedía, pintado el terror en el rostro.
—¡Ahí tiene la puerta! ¡Lárguese!
El profesor no dio lugar a que se le indicase por tercera vez que debía
marcharse. Gudayevsky le siguió hasta la puerta, amenazándole con los puños.
Antocha se echó a reír.
—¡Cuidadito, Antocha! —le gritó su padre—. Mañana iré al colegio a
informarme de tu comportamiento, y si, en efecto, eres distraído, parlanchín,
travieso...
—¡Todo eso son mentiras, papá!
—¡Cuidadito, Antocha! “Mentiras” no, “errores”. Sólo los niños pueden
mentir; las personas mayores yerran.
Entre tanto, Peredonov había salido al recibimiento. Cuando estaba
poniéndose, tembloroso, el gabán, se le acercó, con pasos tácitos, la señora
Gudayevsky, y le dijo al oído:
—¡Le agradezco con toda el alma el interés que ha demostrado por la
educación de mi hijo!... Yo no le dejo pasar una, mientras que mi marido, ese
déspota, ese tirano..., ¡ya ha visto usted!... ¡Pero soy madre, estoy obligada a
educarlo, y le he de sacudir el polvo, se lo juro a usted!
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Julia Gudayevsky.
P.S. —Le ruego que venga en cuanto reciba estas líneas, antes que se
acueste Antocha. De lo contrario tendríamos que despertarle, lo que sería un
poco violento.
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Peredonov volvió a su casa cerca de las doce. Varvara aún no se había dormido.
Estaba echándose las cartas.
—¡No quiero que hagas brujerías mientras yo duermo! —dijo con enojo el
profesor, cogiendo los naipes y guardándoselos debajo de la almohada.
Sentía un gran desasosiego. Veía en todo presagios siniestros. Debajo de
la cama brillaban misteriosos, terribles, los ojos del gato, aquellos ojos verdes
que parecían perseguirle. ¿Se habría convertido en gato alguno de sus
enemigos?
Cuando se disponía a apagar la luz vio deslizarse por entre los muebles al
trasgo. ¡Decididamente, todo se conjuraba contra su tranquilidad!
A la noche siguiente, Peredonov fue al club a jugar a las cartas. Encontró allí
al notario. Al verle se atemorizó; pero no tardó en tranquilizarse: el señor
Gudayevsky parecía hallarse en una disposición de ánimo nada belicosa.
La partida duró largo rato. Se bebió bastante. A eso de las doce, estando
el profesor en el buffet, Gudayevsky se acercó a él, y sin decir una palabra, le
dio una tremenda bofetada, rompiéndole los lentes, y se marchó. Peredonov,
fingiéndose ebrio, se dejó caer cuan largo era, y empezó a roncar para que le
creyesen dormido. Los testigos de la grotesca escena lo cogieron, lo metieron en
un coche y se lo llevaron a su casa.
Al otro día no se hablaba en toda la ciudad más que del escándalo del
club.
Cuando el profesor llegó al colegio, a la hora de clase, el portero le dijo:
—El señor director le espera a usted en su despacho.
“¿Qué querrá de mí?” —preguntábase receloso Peredonov mientras subía
la escalera.
Llovían quejas contra él de los padres de los colegiales. El señor Jripach
había decidido llamarle al orden, viendo en peligro la reputación del colegio.
—Me aseguran —le amonestó— que visita usted los domicilios de
nuestros alumnos y les da a sus padres noticias inexactas acerca de su
comportamiento, exigiendo que se les pegue en presencia de usted. Ha llegado
también a mi conocimiento que, con motivo de una de esas arbitrarias visitas,
anoche, en el club, el señor Gudayevsky...
Peredonov interrumpió, con voz que hacían temblar al mismo tiempo el
temor y la cólera:
—El señor Gudayevsky es un canalla, que no tiene derecho a pegarme.
Además, es un hombre de la cáscara amarga; no va a misa y cree en el mono; *
es socialista y hay que denunciarle a las autoridades.
El director, después de mirar con atención, por espacio de algunos
momentos, a Peredonov, replicó:
—Nada de eso le importa a usted. Además, ignoro lo que quiere decir
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“creer en el mono”. Es una expresión científica nueva para mí. Por lo que
respecta a la injuria que le ha inferido a usted Gudayevsky, mi opinión es que
debe usted llevarlo a los tribunales. Y un consejo, por último: yo, en su lugar,
dejaría de pertenecer al profesorado del colegio.
—Se me ha prometido una plaza de inspector.
—Muy bien; pero me permito suplicarle a usted una cosa: que, mientras
continúe de profesor, no vuelva a visitar a ningún colegial. Debe usted hacerse
cargo de que tales visitas nos ponen a todos en ridículo. Es verdaderamente
absurdo eso de ir a casa de los colegiales a pegarles.
—¡Lo hago por su bien, señor director!
—¡No discutamos! ¡Le ruego que se abstenga de manifestar así su celo!
¡Ah!... Se me olvidaba llamarle la atención sobre algo que quería hablarle hace
tiempo: en sus clases los alumnos se ríen con tanta frecuencia y de una manera
tan ruidosa, que se diría que, en vez de explicarles la lección, se divierte usted
en contarles anécdotas cómicas.
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XIII
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cortesía, protestaba:
—¿Para qué se han molestado ustedes?
Lo que no impedía que si el regalito era demasiado modesto o dos
invitados llevaban el mismo, se enfadase.
—Cuando ustedes quieran —dijo Peredonov— empezaremos la partida.
Y la partida se empezó acto seguido.
—¿Qué es esto? —gritó Gruchina, al fijarse en sus cartas—, ¡A mi rey le
han sacado los ojos!
—¡Y a mi sota también! —exclamó la señora Prepolovenskaya.
Todos los invitados celebraron con grandes risas, al mirar sus sotas, sus
reyes y sus caballos, lo que suponían una humorada. Pero Peredonov
permaneció grave y severo.
—Ardalion Borisovich —comentó Varvara, sonriendo— hace a veces sus
travesuras...
—¿Cómo se te ha ocurrido dejar ciega a toda esta gente? —preguntó
Rutilov.
—Las cartas —repuso Peredonov— no necesitan ojos. No tienen que
mirar.
Se continuó el juego.
Como siempre, Peredonov tuvo poca suerte. Parecía que los reyes, las
sotas y los caballos se burlaban de él, en venganza de lo que había hecho con
ellos. Sobre todo, la maldita sota. Juraría el profesor que hasta rechinaba los
dientes.
Agotada la paciencia, cogió, después de una importante pérdida, las
cartas y las hizo pedazos.
Todos se reían mirándole.
—Cuando bebe un poco —dijo Varvara— se pone más raro...
Los jugadores continuaron con otra baraja la partida. De pronto se oyó un
estrépito formidable. Todos se estremecieron y levantaron la cabeza. Un grueso
guijarro, lanzado desde la calle, había roto un cristal de la ventana, yendo a
caer casi a los pies de Peredonov. Oyóse en la calle un murmullo de voces
ahogadas, seguido del ruido de unos pasos que se alejaban presurosos.
Las mujeres, asustadas, empezaron a gritar. Uno de los contertulios cogió
el guijarro y lo examinó. Nadie se atrevió a acercarse a la ventana, hasta que
la criada, enviada por Varvara a la calle a ver si había alguien en las
inmediaciones de la casa, subió y dijo que no había nadie.
—Ha sido una hazaña de los colegiales —aseguró Volodin.
A todos les pareció que no iba descaminado, y se habló con indignación del
salvajismo de los alumnos del colegio.
—¡Esta canallada —grito Peredonov— es obra del director! El señor
Jripach me odia a muerte y procura hacerme todo el daño que puede. Sí; él es
quien les ha inspirado a los alumnos la idea de tirar la piedra...
—¡No digas tonterías! —le interrumpió, riendo, Rutilov—. El director es
incapaz...
Pero Gruchina lo creía capaz de todo.
—¡No le conoce usted! Es un hombre malísimo y vengativo como un
demonio. Claro que él, directamente, no les habrá inspirado la idea a los
alumnos; pero lo habrá hecho, acaso, por medio de sus hijos.
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Peredonov decidió casarse con Varvara en seguida, para obtener lo más pronto
posible la plaza de inspector.
El matrimonio Prepolovenskaya se encargó de todos los preparativos.
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y hacían aspavientos.
—¿No jugamos un rato? —preguntó Peredonov.
—Cuando ustedes quieran —contestó la viuda— empezaremos la partida.
A pesar de que Rutilov le aseguraba, muy serio, que era un gran jugador,
Peredonov aquella noche jugó mal, como siempre. Conforme avanzaba la
partida iba poniéndose de peor humor. Y lo que más le indignaba era la
convicción de que su torpeza obedecía a la presencia del trasgo. El extraño ser
le miraba con sus ojos brillantes desde debajo de la mesa, desde los rincones de
la estancia, asomaba, burlón, su rostro por detrás de los jugadores, iba y venía,
sin cesar, de un lado a otro, ágil, ingrávido, veloz... “Espera el momento
propicio —pensaba el profesor— para algo misterioso, Dios sabe para qué. Lo
advierto, lo adivino.” Y frías gotas de sudor se deslizaban por su frente.
Las cartas también le inspiraban miedo. Más miedo que nunca. Sobre
todo, la sota de espadas, en cuyos ojos había aquella noche una expresión
maligna que le estremecía. Al otro extremo de la mesa, dos jóvenes oficiales de
la policía local fingíanse atentísimos a la marcha del juego; reían, charlaban,
como si los hubiera llevado tan sólo a casa de la viuda el deseo de divertirse;
pero él los veía espiarle y cambiar a cada momento miradas significativas.
—¡A cenar, señores! —dijo Gruchina, cuando la partida terminó.
Volodin, que tenía siempre un apetito de lobo, se llenó de alegría. En
cuanto se vio ante las sustancias alimenticias empezó a comer con verdadera
furia, como si llevase tres días sin probar bocado. Eran tan alarmantes sus
ataques a los entremeses, sobre todo al caviar, que el ama de la casa le miraba
inquieta, asustada.
—¡Parece que no está usted desganado! —le dijo en tono nada amable—.
¡Con su permiso, voy a ofrecerle caviar a Varvara!
Y puso fuera de su alcance el costoso entremés.
El joven maestro de ebanistería no se ofendió, aunque le dio a la
maniobra la debida interpretación. Se había atracado ya a su gusto.
Peredonov miraba comer a los invitados, y el movimiento de sus
mandíbulas le encolerizaba; creía que se estaban divirtiendo en hacerle
muecas.
Después de cenar, la viuda y sus amigos pusiéronse a jugar de nuevo.
Peredonov, que seguía perdiendo, no pudo contenerse, al cabo, y, tirando las
cartas en medio de la mesa, le gritó a su amante:
—¡Se acabó, qué demonios! ¡Vámonos a casa!
Se fueron. La ciudad, desierta y oscura, reposaba en la paz nocturna,
como una enorme bestia dormida. Cubrían el cielo espesas nubes.
—¡Qué noche! —renegó el profesor—. ¡Todo parece conjugarse contra las
personas honradas!
El miedo le hizo arrimarse a Varvara todo lo que pudo.
Empezó a caer una lluvia fina, cuyo rumor, en el silencio de la noche,
semejaba un monólogo machacón, soporífero, recitado por alguien que temiese
no tener tiempo de acabarlo.
La naturaleza se mostraba hostil al profesor, que se la imaginaba
inspirada por los sentimientos humanos más comprensibles para él: el odio, la
envidia, la mala intención...
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Hacia las diez llegaron la señora y el señor Prepolovenskaya y los tres testigos.
Poco después llegó Gruchina.
Los novios habían preparado un lunch, compuesto de fiambres, vodka y
licores. Sentáronse todos a la mesa y dieron principio a la ingestión de líquidos
y sólidos. Peredonov comía muy poco y parecía presa de una gran angustia; el
motivo de su inquietud era Volodin, de cuyos proyectos criminales estaba más
convencido a cada instante.
—¡Por Dios! ¿Qué te pasa? —le preguntó Varvara.
—Después de la boda se calmará —dijo la señora Prepolovenskaya—.
Sobre todo cuando consiga la plaza de inspector.
Gruchina lanzó una carcajada. Todo aquello la divertía. Preveía un
escándalo. Y no sólo lo preveía, sino que había puesto de su parte cuanto le
había sido dable para provocarlo. Por lo pronto les había dicho en secreto a
todos sus conocidos la fecha verdadera de la ceremonia, a fin de inspirarles la
idea de ir al pueblecillo en calidad de espectadores; luego les había dado
algunos copecs a dos chiquillos, hijos del cerrajero del barrio, encargándoles de
una misión especial.
—Cuando los novios vuelvan a la ciudad —les había dicho—, tiradles al
coche piedras, tronchos de berza, cortezas... ¡Pero no le digáis a nadie que os lo
he mandado yo! Juradme que no se lo diréis a nadie.
Los dos chiquillos se lo juraron del modo más solemne; pero ella, para
mayor seguridad, les obligó a tragar un poco de tierra.
—Ahora, si faltáis a vuestra palabra, se os llevarán los demonios.
Todo ya a punto, los novios y los invitados se dispusieron a tomar el
camino del pueblecillo.
Tres coches se aproximaron a la puerta. Había que ponerse en marcha lo
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más pronto posible, antes que los carruajes llamasen la atención de la gente.
En el primero se instalaron Peredonov y Varvara, en el segundo el matrimonio
Prepolovenskaya y Rutilov, en el tercero, Gruchina, Volodin y Falastov.
Al atravesar la comitiva la Plaza Mayor, Peredonov tuvo una extraña
visión. Envueltos en el polvo que levantaban los carruajes, creyó ver unos
carpinteros con camisas rojas y aspecto de verdugos trabajando en la
construcción de una especie de patíbulo. La visión sólo duró un instante.
Cuando Peredonov, atravesada ya la plaza por los coches, volvía la cabeza
aterrorizado, los terribles obreros y el patíbulo, o lo que fuese, habían
desaparecido.
Durante todo el trayecto el profesor siguió sombrío, taciturno. Una
enorme tristeza oprimía su corazón. Todo en torno se le antojaba hostil,
malévolo, amenazador. El viento se le figuraba invisible y furioso enemigo que
silbaba en su oído, al atacarle, maldiciones e injurias. El polvo que dejaba
atrás el carruaje tomaba a sus ojos una vaga forma de serpiente. Parecíale que
los árboles se inclinaban sobre él en inquietante actitud; que el sol se ocultaba
tras las nubes para espiarle mejor; que al conjuro de un ser arcano, poderoso y
adverso, surgían de súbito a ambos lados del camino arbustos, bosquecillos,
colinas y arroyos de magia. Un pájaro pasó volando por cerca del coche.
—¡Qué pájaro más raro! —dijo Peredonov—. ¿Lo has visto? Es un ojo con
alas.
—¿Sí? No me he fijado —contestó Varvara sonriendo.
“Ha bebido mucho —pensó—. No conviene contradecirle. Es capaz, si se
enfada, de renunciar al casamiento.”
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del colegio.
Las hermanas Rutilov, avisadas por la directora, a cuyo marido, el día
antes, le había anunciado la visita Peredonov, acudieron con anticipación a
casa de Jripach, llenas de burlona curiosidad.
Momentos después de su llegada, llamaron a la puerta los recién casados.
—¿Están los señores?
—Sí, señora. Serán ustedes los señores Peredonov... Pasen ustedes.
Los recién casados pasaron a la sala. La señora Jripach y las tres
hermanas Rutilov se levantaron. Varvara le hizo a la esposa del director una
ceremoniosa reverencia, y le dijo, con una voz lo menos áspera que pudo:
—¡Aquí nos tiene usted! Nos creíamos en el deber de presentarle nuestros
respetos.
—¡Tanto gusto! —contestó la otra, invitando a Varvara a tomar asiento
en el sofá.
Varvara se sentó con visible satisfacción; se ahuecó la crujiente falda de
seda verde, y habló de esta manera:
—¡Hasta ahora he sido señorita, y ahora soy señora! Y hasta ahora no los
habíamos visitado Es natural; cuando una es señorita... Pero ahora Ardalion
Borisovich y yo hemos decidido salir de nuestra concha y sostener relaciones
con la buena sociedad. Espero que vendrá usted a vernos a menudo.
—Con mucho gusto; pero, según he oído decir, no seguirán ustedes aquí
mucho tiempo...
—¿Ha oído usted decir eso?
—Sí; me han dicho que su marido será destinado a otra ciudad...
—Sí; la princesa Volchansky le ha prometido una plaza de inspector.
Tendremos que irnos. Pero mientras no nos vayamos, sostendremos relaciones
con la buena sociedad. No va una a meterse en un rincón.
—¡Claro!
Varvara, que, casada ya, le había escrito a la princesa pidiéndole para su
marido otro destino, esperaba una respuesta favorable, por más que la
princesa no se apresuraba a contestar.
—No creo que tardemos mucho —añadió— en recibir el nombramiento.
Las hermanas de Rutilov cambiaban miradas irónicas; la señora
Peredonov estaba graciosísima con su enorme sombrero florido y su verde falda
de seda.
—Nosotras creíamos —le dijo Ludmila al profesor— que se casaría usted
con la señorita Sacha Pilnikov.
Peredonov no se dio cuenta de que se burlaban de él, y repuso con acento
desapacible:
—¡Yo necesitaba una mujer que me pusiera en contacto con gente de
influencia, y hubiera sido un tonto haciendo mi esposa a cualquier señoritinga!
—Sin embargo —insistió Ludmila—, usted cortejaba a Sacha Pilnikov...
—¿Yo?
—Sí, señor. Y estábamos seguras de que pensaba usted casarse con ella.
¿A qué se debe el que renunciase usted a sus proyectos? ¿Le dio a usted Sacha
calabazas?
El profesor no contestó, como si no hubiese oído la pregunta. Cuando la
regocijada doncella se disponía a repetírsela, dijo:
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acogía fríamente y sólo los obsequiaba con vodka. Había comprado una botella
de vino de Madera para obsequiar al director. Como le había costado tres
rublos, la consideraba casi una joya y la guardaba bajo llave en la alcoba. A
veces se la enseñaba a sus amigos.
—¡Es para el director! —decía.
Un día le preguntó Rutilov:
—¿Estás seguro de que ese vino vale los tres rublos que te ha costado?
—¡Claro que lo estoy! ¿Tú lo dudas?
—¡Naturalmente! Mientras no nos lo des a probar...
—¡En seguida! Es un vino demasiado caro para vosotros. ¡Es para el
director!
—Quizá el director prefiera el vodka...
—¡Ca! —contestó Peredonov, apresurándose a llevarse la botella a la
alcoba.
Cuando la hubo puesto a buen recaudo, volvió al comedor y empezó a
hablar mal de la princesa. Le sacaba de sus casillas el que le hiciera esperar
tanto.
—Hay princesas y princesas. Cualquier fregatriz puede convertirse en
princesa, seduciendo a un príncipe arruinado y casándose con él. La princesa
Volchansky vendía patatas en el mercado, de soltera.
—¡No digas tonterías! —protestó Rutilov—. Eso son invenciones tuyas. La
señora Volchansky es noble de nacimiento.
Peredonov le lanzó una mirada de odio. ¿Por qué defendía a la princesa?
¿Sería, acaso, su cómplice? ¿Se habrían aliado los dos para perderle?
El trasgo iba y venía como un fuego fatuo por la estancia, todo trémulo de
risa. “Mis desgracias —pensaba el profesor— le causan una alegría inmensa.”
Mirando en torno suyo, con ojos espantados, balbució:
—¡Qué vida, Dios mío! Le espían a uno siempre. En todas las ciudades
hay una porción de gendarmes vestidos de paisano, que durante el día se
dedican al comercio o a otra ocupación inocente, y en cuanto anochece se visten
de uniforme y se van a casa del jefe local a contarle todo lo que han visto y
oído.
—¿Y para qué se ponen el uniforme? —inquirió Volodin.
—Para presentarse ante el jefe, según exige la ordenanza.
—De modo que muchos cocheros, muchos barberos, muchos mozos de
café...
—Son gendarmes.
—Y, ¡claro!, la gente no sospecha.
—A veces —susurró el profesor al oído de su amigo— esos gendarmes
toman la apariencia de un animal, de un gato por ejemplo. Y, a lo mejor, crees
tener un gato sobre las rodillas y lo que tienes es un gendarme.
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su vanidad.
—Tendré que aprender —añadió— un poco de francés: en los salones, el
no hablar francés está muy mal visto.
Mientras la mujer del profesor monologaba de esta suerte, la directora y
el director, camino de su casa, hablaban así del nuevo matrimonio:
—¡Jesús, qué ordinaria es la tal Varvara! No es posible tratar con ella. ¡Y
pensar que es la mujer de un profesor!
—Te aseguro que el profesor es su digna pareja. Tienen poco que echarse
en cara. Estoy deseando que se largue. ¡Maldito lo que honra al colegio!
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Cada día se hablaba más en la ciudad de las cartas falsificadas por Gruchina a
petición de Varvara. Era un tema de conversación divertido y sensacional.
Todo el mundo aplaudía a Varvara, y se alegraba mucho de que hubiera
logrado engañar a Peredonov. Y cuantos habían tenido ocasión de ver las
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Una noche volvió a casa más borracho que de costumbre. Sin embargo, llevaba,
como siempre, abrochados todos los botones de la americana, y cuando,
tambaleándose, se la quitó para acostarse, sacó la cartera y la guardó debajo
de la almohada.
En cuanto se acostó quedóse dormido; pero con un sueño intranquilo,
agitado. A cada momento pronunciaba palabras incoherentes y lanzaba gritos
de terror. Varvara velaba y le acechaba, temblando de miedo, en espera de que
su sueño se hiciese más profundo.
Por fin le oyó roncar. “Ya se ha quedado como un tronco” —se dijo—. Y
para cerciorarse empezó a empujarle, a menearle. Él rechinaba los dientes,
pero no se despertaba. Entonces Varvara encendió la vela, la colocó de modo
que la luz no hiriese los ojos de Peredonov, y, saltándosele el corazón del pecho
—tal era el miedo que sentía—, metió la mano, con extremada precaución,
debajo de la almohada de su marido.
La cartera no estaba muy adentro; pero el apoderarse de ella no era
empresa sencilla. Las sombras de los objetos interpuestos entre la vela y las
paredes movíanse a modo de fantasmas. La atmósfera olía a aguardiente. Los
ronquidos de Peredonov atronaban la estancia.
Por fin Varvara consiguió sacar la cartera, y después de coger con mano
trémula la carta, la puso de nuevo en su sitio.
Por la mañana, cuando estaba vistiéndose, Peredonov la echó de menos.
—¡Varvara! ¿Dónde está la carta? —gritó muy alarmado.
La interpelada, simulando, no sin gran esfuerzo, la tranquilidad de una
mujer que no tiene nada que reprocharse, contestó:
—¡Qué sé yo, Ardalion Borisovich! ¿No está en tu cartera?
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haber leído hacía tiempo una novela cuyo protagonista se ocultaba detrás del
papel de la pared y apuñalaba a media noche a otro personaje.
Pero él no estaba dispuesto a dejarse asesinar. El se defendería. Prefería
matar a que le matasen.
Aquella misma tarde compró un puñal muy afilado. Cuando volvió a casa,
como hacía aire y estaban abiertas las ventanas, el papel de la pared se
agitaba ligeramente. Sin duda, los espías, presintiendo el peligro, huían hacia
los rincones de la estancia.
Peredonov sintió una cólera frenética y clavó en la pared, con toda su
fuerza, el puñal. Imaginóse que bajo el papel se estremecía alguien. Lleno de
triunfal alegría empezó a dar saltos y a aullar, sin soltar el arma.
Atraída por el ruido entró Varvara.
—¿Qué demonios te pasa? —gritó.
—¡Acabo de matar a un espía!
—¿Dónde estaba escondido? —Detrás del papel de la pared.
—¡A que lo que has matado ha sido una chinche!
—Sí, sí... ¡una chinche! Lo que es ése no vuelve a espiarme...
—¡Jesús, cómo te pone el vodka!
Aquel crimen imaginario despertó en Peredonov los instintos homicidas
que duermen en el corazón de todos los hombres. El profesor, a partir de aquel
día, sintió una constante e imperiosa necesidad de matar, de destruir, de
aniquilar. Para satisfacerla, destrozaba a hachazos los muebles, talaba los
árboles del jardín, figurándose que entre sus ramas se ocultaban malos
espíritus.
Todo se le antojaba sospechoso, lleno de misteriosos peligros.
Varvara, para divertirse, se acercaba a veces de puntillas a la puerta de
su despacho, y, con bronca voz, pronunciaba palabras amenazadoras. Él,
asustado, abría la puerta de golpe, esperando encontrar en el vestíbulo a
alguno de sus enemigos, y a quien encontraba era a su mujer.
—¿Quién había contigo? —le preguntaba.
—¿Conmigo? ¡Nadie!
—¿Cómo que nadie, mentirosa?
—¡Como no fuera el gato!...
—El gato no habla. ¡Eso le faltaba al maldito!
—¿Has oído acaso hablar? Cuando yo digo...
—Cuando tú dices.. . ¿Qué?
—Que tú eres capaz de inventarte...
—¡No me invento nada! ¡Aquí había alguien! ¡No estoy loco, gracias a
Dios!
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reticencias.
—No me explico —decíale— cómo no se ha ido usted ya a tomar posesión
de su plaza de inspector.
—Estamos esperando el nombramiento —contestaba Varvara por su
marido, haciendo casi sobrehumanos esfuerzos para no prorrumpir en
insultos—. No creemos que tarde. En cuanto lo recibamos nos iremos.
—Sí, ¿eh?... Ya ha habido tiempo...
—¿Y qué vamos a hacerle nosotros, señora? ¡No vamos a dar prisa!
—¡Claro que no! Pero es muy raro.
—No... En los ministerios...
—¿Qué quiere usted que le diga?. .. Esa historia de la plaza de inspector
empieza la gente a sospechar que sea una fantasía.
—¿Quién hace caso de la gente?
—Es verdad. ¡La gente es terrible! ¡Con decirle a usted que ya hasta duda
que exista la princesa!...
Estas conversaciones ponían aún más triste a Peredonov, y suscitaban en
su espíritu nuevos recelos. “¿Por qué no llegará —pensaba— ese dichoso
nombramiento?”
Después de mucho cavilar dio por fin con la causa del enojo de la princesa: la
empingorotada dama le amaba todavía y la tenía enfadadísima el que él no se
brindase a ser de nuevo su querido. ¡Era tan fea y tan anciana!
“¡Pasará —pensaba con horror— de los ciento cincuenta años!”
Sin embargo, sería quizá lo más sensato capitular, hacer de nuevo de
tripas corazón, pues la princesa era terrible.
Tal vez convendría escribirle.
Y, ni corto ni perezoso, Peredonov le escribió la siguiente carta:
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En la dulce quietud del aire parecían flotar nostalgias y añoranzas. La luz del
sol se iba apagando, como la vida de un enfermo, en el cielo pálido y cansado,
se teñían de púrpura, por occidente, los resplandores del ocaso. Las hojas secas
cubrían, inmóviles, la tierra.
Ludmila y Sacha descendieron a lo hondo de un barranco. En aquella
profundidad era aún más intensa la melancolía del otoño, y casi hacía frío.
Ludmila iba delante y llevaba la falda un poco levantada, lo que permitía
ver la caña de sus coquetonas botitas y algo de sus medias color de carne.
Sacha bajó los ojos y pensó, al fijarse en los tobillos de su amiga: “¿Por qué no
se habrá puesto medias?” Un sentimiento vago y apasionado le turbó. Sus
mejillas se arrebolaron. Le acometió una especie de vértigo. ¡Con qué gusto se
hubiera prosternado ante la joven, le hubiera quitado las botas y hubiera
posado los labios en sus pies desnudos!
Ludmila, como si hubiera sentido la mirada ardiente del colegial y
hubiera adivinado sus recónditas ansias, volvió la cabeza y le dijo risueña:
—¿Te gustan mis medias?
—No..., yo no miraba... —contestó él, azoradísimo.
—Me había parecido...
—No, no... Le juro a usted...
—¡Son unas medias tan extrañas! No mirándolas muy de cerca parece
que no lleva una medias, ¿verdad?
La joven se detuvo y se levantó más la falda.
—¿Verdad que son muy raras?
—¡No! ¡Son muy bonitas! —protestó, colorado como un tomate, el colegial.
Ludmila, sonriendo y mirándole con afectado asombro, exclamó:
—¡Calla, calla!.. . Ya empieza el mocoso a entender de bonituras.
Siguió andando. Sacha iba en pos de ella, confuso en extremo y sin
atreverse a mirarle las piernas.
Cuando llegaron al otro lado del barranco se sentaron en el tronco de un
álamo derribado por el viento.
—Tengo las botas llenas de tierra —dijo Ludmila—, y no puedo andar.
Se quitó las botas y las sacudió. Sus ojos se clavaron, maliciosos, en
Sacha.
—¿Te gustan mis pies? —le preguntó—. ¿Verdad que son bonitos?
Sacha, colorado hasta la raíz de los cabellos, no sabía qué contestar.
Ella, sin dejar de mirarle, se quitó una media.
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Ludmila.
Estaba sentada junto a él y le había cogido una mano, que apretaba hasta
casi estrujársela. Con la mano libre le daba palmaditas en la espalda desnuda.
Intentaba, en vano, encontrar la mirada de sus ojos bajos, velados por las
negras y largas pestañas.
De pronto el doncel empezó a hacer pucheros.
—¡Déjeme usted! —gimió—. ¡Es una vergüenza todo esto!
Y se echó a llorar. Los sollozos estremecían todo su cuerpo. Ludmila,
confusa, asustada, le soltó la mano, cesó de acariciarle y se levantó.
—¡Mira que llorar como un bebé! —le reconvino—. ¡Parece mentira!
Él volvió la cabeza y se llevó la mano a los ojos, para secarse las lágrimas,
avergonzado de su llanto.
La joven miraba su espalda desnuda ávidamente. ”¡Cuánta belleza —
pensaba— hay en el mundo! Pero la gente la cubre con trapos para que no se
vea.”
Sacha se levantó y comenzó a vestirse; es decir, a intentar vestirse,
porque en su turbación no acertaba a meter los brazos por las mangas de la
camisa.
Viendo sus apuros, Ludmila le tiró la blusa y le dijo con acritud:
—¡Toma, estúpido! ¡No tengas miedo, que no te van a comer!
Luego le tiró el cinturón, se acercó a la ventana y se puso a mirar al
jardín.
Apresuradamente, sin haber llegado a ponerse la camisa del todo, el
colegial se cubrió el cuerpo con la blusa. Luego le dirigió a Ludmila una mirada
de arrepentimiento. Juraría que estaba llorando. Acercóse, con tácitos pasos, a
ella; la miró, tímido, a los ojos, y vio que, en efecto, estaba derramando
lágrimas. Su llanto le produjo profunda impresión. La ternura y la lástima
sucedieron en su corazón a la cólera y la vergüenza.
—¿Por qué llora usted, querida Ludmila?
Ella no contestó.
—Llora usted porque le he pegado, ¿verdad? Pues le juro que lo he hecho
sin querer... Braceando para defenderme...
—¡No lloro por eso! Lloro porque te duele tanto el satisfacer un capricho
tan inocente como el mío... ¿Qué hay de malo en que yo te vea los hombros
desnudos?
—¡Me da mucha vergüenza, Ludmila!
—¡Qué tontería!
—Pero ¿por qué tiene usted ese empeño?...
—¿Por qué? —contestó con impetuosidad la joven—. Porque soy una
pagana, porque yo debía haber nacido en Atenas, entre los paganos, que sabían
apreciar la belleza y no la ocultaban. Amo las flores, los perfumes, los bellos
ropajes, los cuerpos desnudos. Dicen que hay un alma... No lo sé, no la he visto.
Desde luego, no me interesa. Cuando mi cuerpo muera, todo acabará para mí.
No es para mí ningún consuelo vivir en espíritu después de muerta. El alma
me tiene sin cuidado. Lo que yo amo es el cuerpo, el cuerpo fuerte, ágil,
desnudo, que sabe sentir los placeres, las delicias...
—Y que también sufre —interrumpió Sacha con dulzura.
—¡Sí, es verdad, también sufre! Pero hasta en los sufrimientos hay placer.
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Ludmila dio en la flor de vestir a su amigo, siempre que iba a verle, con los
ropajes más fantásticos.
A veces le ponía un corsé y un vestido suyo. Los trajes de baile, que le
permitían lucir los torneados y finos brazos, le sentaban muy bien. También le
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sentaban a las mil maravillas las medias y los zapatos de Ludmila. Vestido de
mujer y provisto de un abanico se sentaba en el sofá y hacía tales dengues y
coqueterías que parecía una muchacha.
—¡Es una lástima —le decía Ludmila— que te hayas cortado el pelo al
rape!
—¡Lo he hecho por orden tuya! Te empeñaste en que no lo llevara largo...
—¡Qué tonto! Con un poco que te lo hubieras dejado crecer...
La joven le enseñó a su amigo a saludar. Al principio lo hacía con cierta
torpeza; pero como el maldito estaba dotado de una gracia que para sí
quisieran muchas damiselas, no tardó en hacerlo tan bien como su profesora.
A veces, Ludmila le cubría de besos los brazos. El se dejaba querer, y, con
frecuencia, se los acercaba a los labios y le decía:
—¡Bésalos!
No contenta con ponerle sus trajes, la joven decidió hacer algunos ex
profeso para él. Y le hizo uno de pescador, que le permitía lucir las piernas, y
una túnica griega. Con ambos estaba muy guapo. Ella le contemplaba punto
menos que en éxtasis.
—¡Qué hermoso eres! —murmuraba.
Con frecuencia, después de admirarle durante largo rato, suspiraba y se
quedaba como absorta en una cavilación triste...
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Como no tenía nada que hacer, Peredonov se dedicó con redoblada actividad a
escribir denuncias contra sus enemigos: contra el trasgo, que se complacía en
amargarle la existencia; contra las cartas, que querían perderle; contra
Volodin, que solía transformarse en carnero para realizar más fácilmente sus
proyectos diabólicos.
Cuando se encontraba en la calle a los colegiales les decía cosas estúpidas,
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XXV
Un día, Sacha le pedió permiso a Kokovkina para dar un paseo. Serían las
cuatro de la tarde.
—Volverás antes de las siete, ¿verdad? —le dijo la excelente anciana—.
Ya sabes que después de esa hora os prohíbe el reglamento estar fuera de casa.
—No tenga usted cuidado —contestó el colegial—. No tardaré.
—¡Anda con Dios, trotacalles!
Como sonaran las siete en el reloj de comedor y Sacha no volviera,
Kokovkina empezó a inquietarse. Si alguno de los profesores le encontraba a
aquella hora en la calle, el colegial sería castigado. Además, la reputación de
su casa no ganaría nada con ello; los colegiales sometidos a su custodia eran
siempre muchachos formales. Decidió, pues, ir a buscar a su pupilo.
“Debe de estar —pensó— en casa de las señoritas Rutilov.”
Y se encaminó a casa de Ludmila.
La joven no se había acordado aquella tarde de cerrar la puerta con la
llave. Kokovkina la abrió y se detuvo en el umbral, estupefacta. Tan
inesperado era el cuadro que se ofrecía a sus ojos.
Sacha, vestido de mujer, estaba de pie ante el espejo, haciendo monadas
con el abanico.
Ludmila, riéndose a carcajadas, le arreglaba las cintas de la cintura. Í
—¡Ave María Purísima! —exclamó con horror la vieja—. ¡Yo, llena de
inquietud preguntándome qué le habrá pasado y él vestido de máscara! ¡Parece
mentira! ¡Mire usted que ponerse una falda, cintas, medias!... ¿Ya usted,
Ludmila, no le da vergüenza enseñarle esas cosas?
Ludmila, en el primer momento, se turbó mucho; pero no tardó en
recobrar su aplomo: se le había ocurrido una explicación. Abrazó a la vieja, la
hizo sentarse en un sillón y le contó, riéndose, la historia que acababa de
inventar.
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enérgicas.
Por lo pronto, el señor Jripach le mandó un recado a Kokovkina,
suplicándole que fuera a verle; quizá hubiera algo en la conducta de Sacha y
Ludmila en que los maldicientes hubieran encontrado base para sus
calumnias.
Precisamente aquella mañana la vieja se había topado a la puerta de una
tienda con Gruchina y había tenido con ella una conversación que casi la había
puesto enferma.
—¿Se ha enterado usted —le preguntó la repugnante cómplice de
Varvara— de lo de Ludmila y el niño?
—¿Qué niño? —preguntó ella a su vez un poco inquieta, acordándose de
su disgusto de la víspera.
—¿Qué niño va a ser? ¡Sacha!
—No sé a lo que se refiere usted, señora...
—Ya suponía yo que sería usted la última en enterarse.
—¡Por Dios, acabe usted! ¿Qué sucede?
—Pues que Ludmila se ha entusiasmado con Sacha y lo ha hecho su
amante.
—¡Ave María Purísima! ¡Una criatura tan inocente!
—¡Sí, sí, muy inocente! ¡Ya no le queda nada por aprender! ¡Menuda
profesora tiene!
La pobre mujer volvió a su casa en el estado de ánimo que es de suponer,
y entró como una tromba en el cuarto del colegial.
—¡Vaya una manera de corresponder a mis bondades, a mi confianza! —le
gritó—. ¡Has estado engañándome de un modo indigno! Yo, sin sospechar nada,
te dejaba ir a casa de Ludmila siempre que querías, y tú...
Sacha fingió una gran extrañeza.
—Pero, señora, ¿qué he hecho yo? ¿Por qué me riñe usted?
—¿Y aún te atreves a preguntármelo?
—¡Le juro a usted que no sé de qué habla! ¡No tengo nada de que
acusarme!
Aquellas protestas de inocencia desarmaron a Kokovkina, que no sabía
qué contestar.
—¿Se te ha olvidado ya lo de anoche, granuja?
—¿El qué? ¿Lo del disfraz?...
—¡Lo del disfraz! ¡Sí, lo del disfraz!
—¿Acaso es un crimen?... Ya sabe usted que me vestí así para ensayar
una comedia... Además, ¿no me castigó usted?
El colegial casi lloraba. La vieja, no encontrando argumentos más sólidos
que oponer a los suyos, replicó:
—¡Sí, te castigué; pero no como merecías!
—¡Bueno! ¡Si cree usted que no me castigó bastante, castigúeme más! —dijo
el colegial en el tono de un hombre que es víctima de una injusticia—. ¿Por qué
no me tuvo usted de rodillas hasta la madrugada? ¡Me perdona usted, y ahora
vuelve a reñirme!
—Pero ¿no sabes, criatura, que ya se habla de ti y de Ludmila en toda la
ciudad?
—¿Y qué dicen? —preguntó Sacha de un modo tan infantil que
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ocurre nada malo entre ustedes... Pero, sin embargo, lo mejor sería que
renunciase usted a esas visitas... ¡Créame! Le hablo no sólo como superior, sino
como amigo...
¿Qué iba a hacer Sacha?... Dar las gracias, prometer que obedecería y
despedirse.
Desde aquel día, sus entrevistas con Ludmila fueron muy cortas, de cinco o
diez minutos; pero él procuraba que fuesen diarias. La necesidad de acatar las
órdenes del director le ponía nervioso y, a veces, estaba grosero, hasta brutal
con Ludmila. Ella no se ofendía, y a todas sus groserías y brutalidades
contestaba con alegres carcajadas.
XXVI
Se corrió la voz por la ciudad de que los actores del teatro local estaban
organizando un baile de máscaras en el club, con premios para los mejores
disfraces: uno, para el mejor disfraz de hombre, y otro, para el mejor disfraz de
mujer.
Se aseguraba que los premios consistían en una bicicleta y una vaca.
Estos rumores despertaron en mucha gente el deseo de tomar parte en el
concurso; una bicicleta y una vaca no eran cosas despreciables. Se
confeccionaron apresuradamente disfraces y se gastó en ellos mucho dinero.
Los que pensaban disfrazarse se ocultaban unos a otros sus proyectos
indumentales, para evitar plagios.
Una dolorosa decepción les esperaba: cuando aparecieron en las paredes
los enormes carteles anunciadores de la fiesta, vieron que los premios, contra
lo que se había dicho, consistían, no en una vaca y una bicicleta, sino en un
abanico y un álbum.
Aquello fue una sorpresa desagradable. La gente censuraba a los
organizadores. Se decía:
—¡No valían la pena esos premios de gastarse tanto dinero!
—¡Esto es burlarse del público!
—¡Debía haberse anunciado el baile mucho antes, para que uno hubiera
sabido a qué atenerse!
—¡Sólo en esta ciudad se puede abusar así de la gente!
—¡No se arruinarán con el abanico y el álbum los muy roñosos!
Pero, a pesar de estas protestas, el público siguió entregado a sus
preparativos; aunque los premios fuesen de poco valor, siempre era halagadora
la esperanza de recibirlos.
Las hermanas de Ludmila no manifestaron al principio el menor interés
por el baile.
Los premios no eran para tentar a nadie. Además, ¿quiénes serían los
jueces? ¿Acaso se podía confiar en su buen gusto? En la capital o en cualquier
otra población de importancia ya hubiera sido otra cosa; pero allí, en aquella
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vetusta ciudad, el buen gusto brillaba por su ausencia hasta entre la gente
distinguida.
—No iremos a esa fiesta estúpida —decidieron.
Sin embargo, no tardaron en volver sobre su acuerdo. A Ludmila se le
ocurrió una idea que no carecía de originalidad: la de vestir a Sacha de
muchacha y hacerle tomar parte en la fiesta. Le darían el gran bromazo a toda
la ciudad. ¡Sobre todo si Sacha se llevaba el premio!
Valeria, la hermana menor, que estaba un poquito celosa de la
preferencia de Sacha por Ludmila, le puso ciertos reparos al proyecto.
—Además, no se atreverá —dijo, como postrero y definitivo argumento—.
¡Es demasiado tímido tu colegial!
—¿Por qué no ha de atreverse, tonta?
—Porque temerá que le conozcan.
—Le disfrazaremos tan bien, que ni el más lince podrá sospechar que es
un muchacho.
—Bueno; pues disfracémosle.
Aquella tarde, las hermanas Rutilov le dijeron al colegial:
—¡Te vamos a llevar al baile vestido de japonesita!
El colegial empezó a saltar de alegría. La idea le parecía de perlas. ¡Sería
delicioso embromar a toda la ciudad de aquel modo! Aceptó, desde luego, con la
condición de que no se le dijese nada a nadie.
Tras largas deliberaciones se decidió disfrazarlo de gueicha. Ludmila se
puso en seguida a trabajar. Utilizando como modelo los grabados de una
revista, hizo en poco tiempo un quimono de seda amarilla, forrado de tafetán
rojo, muy largo y muy amplio, con grandes flores exóticas bordadas. Las otras
dos hermanas confeccionaron un abanico de papel japonés, una sombrilla de
seda rosa con caña de bambú y unos minúsculos y agudos zapatos de raso.
Sólo faltaba la careta. De su confección se encargó Ludmila, y demostró
en ella verdaderas dotes de artista: la careta representaba un rostro delgado y
gentil, de ojos oblicuos y boca pequeña, en la que se dibujaba una leve sonrisa.
La peluca hubo que encargarla a San Petersburgo; podía haberla hecho un
barbero de la ciudad; pero era de temer que lo contase luego.
La gran dificultad estaba en que Sacha sólo les hacía a las traviesas
hermanas visitas de cinco minutos, y no había tiempo en tan breves
entrevistas furtivas para probarle el traje.
—Te necesitamos —le dijo una tarde Ludmila— lo menos por una hora,
nene.
—Ya sabes que no me es posible...
—¡Pues tiene que sértelo!
—Kokovkina me preguntaría dónde había estado...
—Hay una manera de que no te lo pregunte.
—¡A ver! ¡Dímela!
—Arreglándotelas de modo que te crea ella en tu habitación mientras
estás tú aquí.
—Eso es muy fácil de decir.
—¡Y de hacer, infeliz! Esta noche, cuando Kokovkina se haya acostado, te
escapas por la ventana... Luego, entras por la ventana también.
Sacha encontró muy ingenioso el proyecto de Ludmila y lo realizó: aquella
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noche se escapó por la ventana, estuvo una hora larga en casa de Rutilov y se
volvió a su residencia estudiantil sin que se enterase nadie.
Sacha estuvo durante unos días que no cabía en sí de gozo pensando en el baile
de máscaras: ¡Era tan bonito su disfraz de gueicha! Pero no tardaron en
aminorar su regocijo vivas inquietudes: no era una cosa baladí el pasarse fuera
de casa casi toda una noche, sobre todo ahora, después de las explicaciones con
el director y Kokovkina. Si su asistencia al baile se descubría, el escándalo
sería formidable. Seguramente le expulsarían del colegio.
No tenía la conciencia tranquila. Antes era uno de los mejores alumnos;
ahora estudiaba menos y los profesores habían llegado a advertirlo.
—¿Qué es eso, Pilnikov? —le preguntó un día uno de ellos, un hombre
muy amable, extremadamente cortés, no sólo con las personas, sino hasta con
los animales—. Hace algún tiempo que no trabaja usted con el celo que ha
trabajado siempre...
—Estudio, señor profesor.
—Sí estudia usted, pero no como antes... La diferencia es muy visible.
Era la víspera del baile. Sacha decidió negarse a ir.
—¡Sólo faltaba que descubriesen mi calaverada! —pensó.
Pero Ludmila logró hacerle volver sobre su acuerdo a fuerza de caricias y
dulces palabras.
A la noche siguiente, el colegial —que a duras penas había podido
ocultarle su turbación a Kokovkina durante la cena se acostó temprano para
que la vieja no sospechase nada. Cuando la oyó retirarse a su cuarto se
incorporó y se puso a escuchar, atentísimo, dispuesto a echar pie a tierra en
cuanto la oyese roncar.
Los ronquidos de la buena mujer no se hicieron esperar mucho. Sacha se
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de sus enemigos. Mejor era salir al encuentro del peligro que volverle la
espalda.
Y fue al baile —desde luego, sin disfraz— con su larga levita negra, que le
daba un aspecto imponente.
XXVII
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con chistes groseros. Las mujeres, por el contrario, protestaban con tal
indignación, que el jefe de policía se acercó a la viuda y le hizo la siguiente
advertencia:
—Señora, me permito aconsejar a usted que se abrigue un poco.
—¿Por qué?
—Porque va usted demasiado fresca.
—Y eso le escandaliza a usted, ¿verdad?
—A mí, no. ¡Al contrario! —repuso galantemente el jefe—. A quien parece
que les molesta es a las señoras.
—¡Yo a las señoras me las paso por debajo del sobaco!
—Sí; pero, sin embargo...
—Sin embargo, ¿qué?
—Me permito rogar a usted que se cubra un poquito el pecho y la
espalda..., aunque sea con un pañuelo.
—¿Y sino quiero?
—¿Por qué no ha de querer usted?
—¡Supóngase usted que no quiero!
—En ese caso, señora...
—¡Acabe usted!
—Me vería en la triste necesidad...
—¿De echarme?
—Ño; de echarla, no...; de suplicarle que se fuera.
La viuda, furiosa, se dirigió al gabinete-tocador, donde, ayudada por una
camarera, se cubrió un poco la espalda y el pecho.
Luego volvió al salón y, a pesar de todo, siguió llamando la atención de la
concurrencia. Insolente, descocada, provocaba una hilaridad estrepitosa con
sus muchas bromas de mal gusto.
Cuando se cansó de embromar a todo bicho viviente y de pedir tickets a
diestra y siniestra, se fue al buffet a robar bombones y frutas.
Allí se encontró a Volodin.
—¡Mire usted! —le dijo, por lo bajo, a los pocos instantes de entrar.
Y le enseñó, a hurto de la gente, un puñado de bombones que había cogido
del mostrador, aprovechando un descuido del encargado.
Media hora después estaba borracha. Su manera de conducirse era
verdaderamente escandalosa: agitaba los brazos, gritaba, decía frases de doble
sentido...
XXVIII
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El sol de Sevilla
mis besos inflama,
los aromatiza
la dulce fragancia
de los azahares
en la noche lánguida.
Tu mujer es fea,
da miedo mirarla,
parece una bruja,
¡mándala a hacer gárgaras!
¡Sígueme a mi tierra!
¡Vámonos a España!
¡Ven, que entre mis brazos
venturas te aguardan
dignas de los dioses!
¿Por qué las rechazas?...
Ven, amor mío, esta noche, a las doce, a la explanada de atrás del cuartel.
Te espero anhelosa. Tu G.
Ni siquiera le pasó por la mente que aquello pudiera ser una burla; no le
cupo la menor duda de que una hermosa se había enamorado de él, y esperaba
impaciente la hora de la cita. ¿Quién sería?
Todas las mujeres de la ciudad cuyo nombre empezaba con G fueron
desfilando por su imaginación.
Luego le enseñó a Rutilov la amorosa misiva.
—¿Tú qué harías en mi lugar? —le preguntó.
—¡Acudir a la cita, hombre!
—Acudir, ¿eh?
—¡Claro! ¡Acaso te aguarde esta noche detrás del cuartel la felicidad de
toda tu vida!...
—¡No tanto!
—¿No tanto?.. . Quizá tu enamorada sea rica, muy rica, y quiera casarse
contigo.
—Para eso no me citaría detrás del cuartel.
—¿Tú qué sabes?... Suponte que sus padres se oponen y que se ve
obligada...
—¡Chico, tienes razón! No se me había ocurrido a mí eso. La cosa pudiera
ser más seria de lo que parece.
—¡Ve, tonto, ve! Sería una estupidez que no aprovechases la ocasión.
—¡Iré, iré! —dijo Volodin.
Pero luego lo pensó mejor, y decidió no ir. Acaso se tratase de una celada.
La explanada de detrás del cuartel era uno de los sitios más solitarios y peor
alumbrados de la ciudad.
El baile estaba más animado a cada instante. Llenaba todos los salones una
multitud densa, compacta, agitada, excitada, gesticulante, gritadora; era casi
XXIX
Se comenzó, al fin, a contar los tickets obtenidos por cada uno de los aspirantes
al premio. El jurado, constituido por miembros del club, se encerró en un
gabinete contiguo a los salones.
Numerosos curiosos se agolparon a la puerta. Cesaron los gritos, las risas,
las bromas; la orquesta dejó de tocar. Llena de impaciencia, la multitud
esperaba el veredicto.
El inesperado silencio alarmó a Peredonov, que no se lo explicaba. “¿Qué
ha sucedido? —se preguntó aterrorizado—. ¿Qué fraguan? ¿Qué traman?”
De pronto vio al trasgo pasar con la rapidez de un relámpago, fulgurantes
los ojos, lanzando un largo y leve silbo.
Se levantó y buscó el amparo de la multitud; en medio del gentío, en el
agobio de las apreturas, se sentía más seguro. El silencio no duró mucho. La
gente se cansó pronto de esperar y empezó a protestar en voz alta.
—¡Están abusando de nuestra paciencia!
—¡Se necesita frescura para hacernos esperar tanto!
—¡Me dejo cortar la cabeza si los premios no se los dan a un actor y a una
actriz!
—¡Como si sólo los actores tuvieran gusto!
—¡Sería una injusticia!
—¡Sería una injuria!
—¡No lo toleraríamos!
—¡Son unos farsantes!
Muchos de los que protestaban no habían obtenido casi ningún ticket, y
por grande que hubiera sido su confianza en el jurado, no hubieran podido
hacerse ilusiones. Las señoras que se encontraban en esta situación estaban
furiosas y tronaban contra el jurado, contra el club, contra los actores de ambos
sexos y contra el público, que no había sabido apreciar el mérito de sus
disfraces. Los que habían reunido gran cantidad de tickets temían que no se
efectuase como era debido el escrutinio, y su excitación superaba a la de los
demás.
Por fin sonó un timbre prolongadamente, anunciando que el escrutinio
había terminado.
Momentos después se abrió la puerta del gabinete y apareció el jurado en
el umbral. Lo componían Avinovitsky, el fiscal, Veriga, el inspector de escuelas
primarias y tres miembros del club.
La emoción del público era enorme. Diríase que iba a decidirse el porvenir
de la humanidad. Reinaba un profundo silencio.
Avinovitsky pronunció con voz sonora y penetrante las siguientes
palabras:
—El premio para el mejor disfraz masculino, el álbum, le ha sido
adjudicado al señor vestido de teutón antiguo, que es el que ha obtenido mayor
número de tickets.
El fiscal tomó el álbum de manos de Veriga, y lanzando una mirada
furiosa sobre la multitud, como si se dispusiera a tirárselo a algún concurrente
a la cabeza, añadió:
—¡Señor teutón, acérquese!
La fornida máscara empezó a abrirse paso a través de la concurrencia. No
era empresa fácil: se le manifestaba una hostilidad agresiva. Algunos
individuos no se apartaban.
—¡Haga el favor de no atropellarme! —gritó con acento quejumbroso la
señora del traje tachonado de estrellas y la media luna de cartón.
—¡Esto es intolerable! —protestó otra máscara fracasada—. ¡Se figura
que porque se ha llevado el premio vamos a aguantar sus brutalidades!
—¡Al menos podía ser un poco más fino con las señoras! —refunfuñó una
dama a quien el triunfador había tenido que apartar con el codo.
—¡Qué mal educados son estos actores! —exclamó otra dama.
—¡Pero si no me dejan ustedes pasar! —replicó el teutón, haciendo
visibles esfuerzos para contener la cólera.
Por fin, con no poco trabajo, logró acercarse a Avinovitsky, que le entregó
el álbum.
En el mismo instante la orquesta empezó a tocar la marcha; pero los
insultos y las maldiciones de la multitud ahogaron sus triunfales sones. La
gente rodeaba al teutón con intenciones visiblemente hostiles, gritaba, aullaba.
—¡Abajo la careta!
—¡Que se la quite, que se la quite!
El teutón no contestaba. Hubiera podido con facilidad abrirse paso, para
lo que le sobraban puños; pero no quería servirse de la fuerza.
El notario Gudayevsky intentó arrebatarle el álbum, sin lograrlo.
—¡Abajo la careta! —seguía gritando la multitud.
—¡Que se la quite, que se la quite!
—¡Yo se la quitaré! —rugió alguien.
Y su mano violenta, sin que el teutón tuviera tiempo de evitarlo, se la
arrancó del rostro.
La gente no se había engañado: la fornida máscara era, en efecto, el actor
Bengalsky.
—¡Pues bien, soy Bengalsky! —profirió mirando con cólera a la multitud—.
¿Quién me ha dado los tickets sino vosotros?
—¡Mentira! ¡Mentira! ¡Todos, no!
—¡La mayoría los traía usted en el bolsillo!
—¿Qué duda cabe?
—¡Como si no conociera una a los actores!
—¡Buenos pájaros están!
—¡Son capaces de todo!
Bengalsky gritó, rojo de ira:
—¡Es una infamia lanzar esas acusaciones! Se puede contar el número de
los concurrentes y el de los tickets...
—¡Fuera, fuera!
—¡Señores, cálmense! —dijo Veriga—. Les aseguro que se ha procedido,
por parte de todos, con la mayor corrección. El número de tickets corresponde
al número de concurrentes.
—¡Fuera, fuera!
Por fin, con mucho trabajo, los miembros del club lograron poner un poco
de orden. Contribuyó mucho a que la gente se aquietase la curiosidad que
despertaba el veredicto relativo al premio femenino.
El inspector de escuelas primarias, cuando se lo permitió el silencio del
público, habló de esta manera:
—Señores: el premio para el mejor disfraz de mujer le ha sido adjudicado,
en virtud del número de tickets obtenidos, a la señora vestida de gueicha.
Señora gueicha, acérquese usted: el abanico está a su disposición. Señores,
tengan la bondad de dejarla pasar...
La orquesta empezó de nuevo a tocar la marcha de honor.
XXX
cabeza.
—¡Señoras, de aquí no pasan ustedes! —dijo, con tono resuelto, el
inspector.
La señora Gudayevsky, sin embargo, intentó pasar; pero él la detuvo con
una mirada severa y amenazadora.
Bengalsky atravesó el comedor y penetró en la cocina, donde se le
proporcionó un gabán para Sacha, a quien dejó en tierra por fin.
—Con esto —le dijo, ayudando a ponérselo— podrá usted salir a la calle
sin temor de que la reconozcan.
En seguida bajaron ambos por la escalera de servicio, mal alumbrada y
sucia, a una calleja oscura, en cuya medrosa soledad respiró Sacha el aire
fresco de la noche con un placer inenarrable.
Cuando los miembros del club consideraron que los fugitivos habían
tenido tiempo de evadirse, se retiraron de la puertecita. La multitud se
precipitó en el comedor, de donde pasó a la cocina; pero en vano buscó a la
gueicha: había desaparecido.
—Ahora lo más prudente —le dijo Bengalsky al colegial— sería que se quitase
usted la careta. Puede usted contar con mi discreción...
“¿Quién será —pensaba— esta mujer cuya asistencia al baile ha estado a
punto de provocar una tragedia?”
Él sabía que no era la actriz Kachtanova, como creía en el club todo el
mundo.
Sacha se quitó la careta.
El actor le miró y se encogió de hombros. No recordaba haber visto nunca
aquel rostro moreno, en el que se pintaban, a la vez, el espanto y la alegría de
haber sorteado un gran peligro; aquellos ojos negros que brillaban como dos
ascuas en la oscuridad...
—¡No encuentro palabras —murmuró Sacha— con que expresarle a usted
mi agradecimiento! ¡Sin su intervención sabe Dios lo que hubiera sido de mí!
—¡Pero usted se defendía como una leona!
—Hacía lo que podía...
—Que no era poco, ¿eh?... Porque hay que reconocer que el valor, en
usted, va acompañado de una fuerza bastante regular.
—Pues, a pesar de todo eso, si usted no acierta a volver al club esta
noche... ¡Qué gente más salvaje!
Bengalsky se preguntaba quién sería aquella muchacha tan brava y tan
interesante. Él conocía a todas las señoras y señoritas de la ciudad... Debía de
ser forastera y llevar allí poco tiempo. ¿De dónde sería? Aquella tez, aquellos
ojos eran meridionales, dignos de una española o de una italiana... Pero ella
era rusa, no cabía duda. Su acento no tenía nada de extranjero. ¡Qué profunda
y deliciosamente femenina debía de ser, a pesar de su valentía y de sus buenos
puños! ¡Había estado adorable en su papel de gueicha! En sus gentilezas y
donaires de máscara traviesa había sabido poner toda la inquieta e ingrávida
coquetería, toda la blanca y exquisita perversidad de una figulina de amor.
Para eso se necesitaba ser muy mujer.
—Debe usted estar en la calle lo menos posible —dijo el actor—. Es
XXXI
Catalina Ivanovna Pilnikova, la tía y tutora de Sacha, recibió dos cartas: una,
del director, y otra, de la señora Kokovkina. Lo que se decía en ellas la llenó de
angustia: Sacha se había echado a perder. La buena señora decidió ponerse
inmediatamente en camino. Había que apartar del borde del abismo a la
inexperta criatura.
Con un tiempo endiablado, dejando a merced de las sirvientas su casita
aldeana, salió aquella tarde para la ciudad.
Sacha, que la quería mucho, la acogió con gran alegría. Ella, aunque iba
dispuesta a armarle un escándalo en cuanto lo viese, no pudo, en el primer
momento, dirigirle ninguna palabra severa: el regocijo y la ternura con que el
colegial saltó a su cuello y le besó las manos, la desarmaron.
—¡Tiíta querida, qué bien has hecho en venir! —gritaba el muy tuno—.
¡Tenía unas ganas de verte!...
Y contemplaba con filial arrobo la faz redonda y sonrosada de su tía, y sus
ojos azules, cuya expresión benigna trataba ella de tornar dura y áspera.
—¡No te alegres tanto! —contestó la dama—. He venido a reñirte.
—¡Ríñeme lo que quieras, tiíta querida! —dijo el colegial con el tono y el
gesto tranquilos de un niño de conciencia pura, que no tiene nada que temer—.
¡Por eso no será menor mi alegría!
—¡Eres muy zalamero, Sacha; pero no estoy contenta de ti!
—¿Porqué, tía?
—Porque he sabido cosas tuyas... horribles.
—¿De veras?
—¡Sí, hijo mío; cosas horribles!
Sacha puso la cara de asombro de un niño inocente, para quien las “cosas
horribles” no pueden ser sino asesinatos, incendios, sacrilegios y otras
atrocidades.
—¡Ah, ya caigo! —exclamó, cuando su tutora se disponía a concretar sus
acusaciones.
—¿Sabes a lo que me refiero?
—¡Me lo figuro! Hay en el colegio un profesor, el señor Peredonov, que
está loco y que inventó hace ya tiempo que yo era una muchacha vestida de
hombre... Ahora le ha dado por decir no sé qué tonterías de las señoritas
Rutilov y de mí. El director me llamó el otro día a su despacho y me sermoneó
por mis visitas a esas señoritas. ¡Como si yo fuese a casa de Rutilov a robar!
La señora Pilnikov escuchaba tan ingenuas, tan infantiles explicaciones,
y se decía: “Esta criatura sigue igual de inocente que cuando vino de la aldea.
Es el Sacha de siempre.” Y no comprendía cómo se le podía suponer capaz de
las pecaminosas precocidades que se le achacaban. ¿Acaso estaría ya tan
corrompido que simularía la inocencia para que le creyesen víctima de una
calumnia? ¿Sería posible que aquellos ojos, aquella voz, aquel rostro
mintiesen?
La buena señora se encerró con la vieja Kokovkina y tuvo con ella una
larga conferencia. Después, triste y perpleja, se fue a casa del director.
Su conversación con el señor Jripach desvaneció todas sus dudas. Volvió a
casa de Kokovkina llorando, convencida de que su sobrino no era ya, ni
muchísimo menos, como ella se había figurado, “el Sacha de siempre”.
—¡Parece mentira! —le dijo—. No sólo haces cosas horribles, que debían
avergonzarte, sino que, además, eres un embustero, un hipócrita.
Él lloraba a lágrima viva y seguía manifestando el asombro de un
muchachito que no sabe de qué se le acusa.
—Yo no he hecho ni hago nada malo con las señoritas Rutilov —aseguraba—.
Todo lo que te han contado es mentira.
—¿Qué interés puede tener nadie en hacer creer eso de ti?
—¿No te he dicho que lo ha inventado todo el loco de Peredonov?
La señora Pilnikov no creía ya nada de lo que su sobrino decía. Siguió
riñéndole y llorando como una Magdalena.
—¡Te voy a dar una paliza —le amenazó con voz plañidera— que te va a
dejar para toda la vida recuerdo de mí, pícaro!
—¡Yo no he hecho nada malo, tiíta!
—¿Habráse visto hipócrita?... Cualquiera que no conociese su vida y
milagros le tomaría por un querubín, por un santo...
—¡Te juro que todo es una pura invención, una calumnia infame!
Los sollozos entrecortaban la voz del colegial. Su tía, severa, implacable,
como un juez que no se deja impresionar por las lágrimas, se levantó y puso fin
al luctuoso diálogo con estas palabras:
—¡Hasta luego! Voy a hacerles una visita a las señoritas Rutilov.
XXXII
Una tarde fría y nublada, Peredonov volvía muy triste de casa de Volodin. Al
pasar por delante de la de Verchina vio a la viuda asomada a la puerta, y no
queriendo saludarla, se hizo el distraído; pero ella lo llamó.
—¡Entre usted un momento! —le dijo con mucho misterio—. Tengo que
contarle una cosa.
Por las avenidas húmedas, cubiertas de hojas amarillas, del jardín, se
dirigieron al cenador. Allí la humedad no era menor que en las avenidas. Se
veía por la ventana, a través de la arboleda desnuda, la casita gris, como
dormida en la invernal melancolía de la tarde.
—Quiero abrirle a usted los ojos —dijo Verchina con tono confidencial,
rehuyendo la mirada del profesor.
Envuelta en una manteleta negra, fumaba, como siempre, y lanzaba
grandes bocanadas de humo.
—¡Quiero decirle la verdad! —añadió.
—¡Métase usted la verdad donde le quepa!
—No, no... ¡Quiero decírsela! ¡Me da usted mucha lástima!
—¿Lástima? ¿Por qué?
—¡Porque le han engañado a usted de un modo indigno!
Había en la voz de la viuda al decir esto una alegría malévola y
triunfante.
—Usted se ha casado contando con la protección de la princesa,
¿verdad?... ¡Pues ha sido usted víctima de un timo! Es usted demasiado
crédulo, demasiado candido. Le enseñaron una carta y usted se creyó en
posesión de un tesoro, o poco menos, olvidando que las personas con quienes
andaba usted en tratos no merecían su confianza. Permítame que se lo diga:
Varvara es una mujer que no se detiene ante ningún obstáculo.
La viuda hablaba en voz baja, mirando de cuando en cuando la puerta,
temerosa de ser oída por algún indiscreto. La idea de que Varvara pudiera
enterarse de la conversación la estremecía. ¡Qué escándalo le armaría, Dios
santo!
Peredonov la escuchaba y se esforzaba en desentrañar el sentido de sus
palabras; pero el desbarajuste de su cabeza no se lo permitía. Aunque desde
que se había descubierto la falsificación de las cartas se hacían frecuentes
alusiones en su presencia a tal engaño, él no adivinaba la verdad; estaba
convencido de que las cartas habían sido escritas, en realidad, por la princesa;
no sospechaba, ni remotamente, que fueran falsificadas. El que el ansiado
nombramiento no llegase nunca lo achacaba a que la princesa, una
sinvergüenza, persiguiendo fines misteriosos, no quería ya protegerle.
Por más que ella hubiera preferido no decirle claramente de qué se
trataba y hacerse entender sólo con alusiones, Verchina decidió, viendo que no
entendía su lenguaje velado, hablarle con toda claridad.
—¿Usted cree —prosiguió— que fue la princesa quien escribió las cartas?
¡Qué ciego está usted, Ardalion Borisovich! Todo el mundo sabe en la ciudad
que fue Gruchina quien las escribía, a petición de su mujer. La princesa no les
ha escrito nunca ni a usted ni a Varvara. La misma Varvara lo ha confesado, y
Gruchina también. ¡Pregúnteselo usted a quien quiera y se convencerá! Para
que en caso de un escándalo no existan pruebas, Varvara le ha robado a usted
Varvara se sonrió.
—¡A ver si me dejan en paz! —refunfuñó el profesor, sin dirigirse a nadie,
como hablando consigo mismo—. Esta tarde ha entrado en mi despacho una
campesina de nariz corva... Venía a ofrecerme sus servicios en calidad de
cocinera. Luego, han entrado otras mujeres y dos o tres hombres. ¡Estoy harto!
Varvara y Volodin se miraron.
Él lo advirtió, y el miedo se enroscó, como una serpiente, a su corazón.
Sentáronse los tres a la mesa, y antes de empezar a comer se bebieron
unas cuantas copas de vodka.
Peredonov sentía la cabeza pesada y lo veía todo como a través de una
espesa niebla. Ideas vagas, confusas le atormentaban. Volodin, que ocupaba el
sitio frontero al suyo, tan pronto era a sus ojos un carnero como un ser
humano; pero en todo instante le parecía hostil, amenazador, dispuesto a
acometerle. ¡Qué chasco iba a llevarse si le creía descuidado, ignorante de sus
intenciones!... No había que darle vueltas: era necesario matarle, librarse de
una vez para siempre de aquel terrible enemigo. Había que matarle en
seguida; aún era tiempo... Después, sería demasiado tarde. No había otra
manera de frustrar sus maquinaciones criminales.
El maestro de ebanistería empinaba el codo de lo lindo y se emborrachaba
a ojos vistas. Decía tonterías incoherentes que hacían reír a Varvara.
Peredonov casi no le atendía. Miraba sin cesar a la puerta como si tuviera
temor de que entrase alguien.
—¿Quién hay ahí? —preguntaba a cada momento—. Oigo ruido en el
corredor... Si viene alguien, que le digan que no estoy en casa.
Temía que le impidiesen realizar su proyecto.
Varvara y Volodin creían que se le había subido el vino a la cabeza. Y
para divertirse inventaron un juego: alternativamente salían al corredor,
llamaban a la puerta y gritaban, fingiéndola voz:
—¿Está el general Peredonov?
—¡Traigo una condecoración para el general Peredonov!
Pero el profesor, creyendo que, en efecto, eran visitas, vociferaba:
—¡No les dejéis entrar! ¡Echadlos! ¡Que vengan mañana si quieren verme!
¡Hoy no recibo a nadie!
—Bueno —dijo Volodin una de las veces que hizo de visitante, entrando y
sentándose frente a él—. Ya se han ido. Les he rogado que vuelvan mañana.
Peredonov le miró fijamente y le preguntó:
—¿Qué quieres de mí? Dímelo con franqueza ¿Por qué quieres perderme?
¿Por qué eres mi enemigo?
Volodin soltó la carcajada, cambió una mirada burlona con Varvara y
contestó:
—Te engañas, Ardalion Borisovich; no te deseo ningún mal. Al contrario,
soy tu más leal amigo.
—¡A otro perro con ese hueso!
—¿Lo dudas? Pues, para probártelo, voy a beber a tu salud.
La noticia del asesinato corrió como un rayo por toda la ciudad, y la multitud
se agolpó ante la casa del asesino. Algunos curiosos se atrevieron a entrar, y
llegaron hasta la cocina; pero durante largo rato ninguno se atrevió a acercarse
al comedor, donde yacía, en medio de un charco de sangre, el maestro de
ebanistería.
Por fin los más valientes se acercaron y vieron a Peredonov, sentado ante
la mesa, con la cabeza entre las manos, balbuciendo no se sabe qué...
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