Vecinos de Sangre - Pedro Corral

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Pedro

Corral, uno de los autores más destacados por su capacidad de


descubrir visiones inéditas de la Guerra Civil Española, ha reunido en esta
investigación exhaustiva sobre quince mil testimonios de porteros, vecinos o
comerciantes, centenares de historias de aquellos que vivieron a pie de calle el
conflicto.
Una obra, renovadora y excepcional, que recorre una geografía de Madrid
punteada de miedo y violencia, pero también de coraje y humanidad por parte
de españoles de ambos bandos. En definitiva, un homenaje a la generación
que vivió y sufrió la contienda y que supo cerrar aquellas heridas con inmensa
generosidad.

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Pedro Corral

Vecinos de sangre
Historias de héroes, villanos y víctimas en el Madrid de la
Guerra Civil 1936-1939

ePub r1.0
Titivillus 29.12.2022

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Título original: Vecinos de sangre
Pedro Corral, 2022
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Al valiente pueblo español, en sus tragedias y sus esperanzas
A José Manuel Jurado, un caballero español, in memoriam
A mi ahijada Laura Martín Loeches, por su coraje y su corazón

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Agradecimientos

Mis primeras palabras de agradecimiento son para Ymelda Navajo y Félix Gil
por haberme invitado a publicar en La Esfera de los Libros, cuyo interés por
el estudio y la divulgación de la Guerra Civil es parejo a su respeto por el
trabajo de los autores. Haber confiado en mi propuesta de investigación sobre
el Madrid bélico y revolucionario reflejado en estos testimonios de porteros y
vecinos confirma lo que digo.
Un apoyo fundamental en mi investigación ha sido la consulta en el
AGHD (Archivo General Histórico de Defensa) de decenas de sumarios
abiertos por los franquistas después de la contienda, así como de otros tantos
procedimientos judiciales seguidos durante la guerra por los tribunales
populares y juzgados de urgencia republicanos que se pueden consultar en la
web del Portal de Archivos Españoles (PARES) del Ministerio de Cultura y
Deporte.
A la ayuda y el conocimiento inestimables del director del AGHD,
Guillermo Pastor Núñez, y al apoyo y la dedicación de sus archiveras Eva
María González García, María Eugenia Redondo Chicón, Nuria Ruiz Guillén,
María Almudena Fontanals Pérez de Villamil y Ana Isabel Sanz Ramos,
deben mucho estas páginas, en las que dejo constancia de mi infinita gratitud
hacia ellos.
Quiero expresar también mi agradecimiento al director del Centro
Documental de la Memoria Histórica (CDMH), Manuel Melgar Camarzana, y
a su subdirector, José Luis Hernández Luis, así como a todo su equipo,
siempre dispuestos a colaborar en mis estudios y cubrir mis lagunas.
Tampoco puedo olvidar mi deuda con Juan Funes, director del Centro de
Documentación de Cruz Roja Española (CDCRE), así como con su
colaboradora Nani Martínez Calero, que me han ayudado siempre en cuantas
solicitudes les he realizado, especialmente las referidas a la documentación
que conservan acerca de las víctimas de los bombardeos sobre Madrid y los
listados de presos de las cárceles madrileñas.

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No quiero dejar de mencionar a los responsables de la extraordinaria
herramienta de investigación que es el citado PARES del Ministerio de
Cultura y Deporte, así como la sección Hemeroteca Digital que ofrece la
Biblioteca Nacional de España (BNE), institución dirigida tan eficazmente
por Ana Santos Aramburo. En estos tiempos pandémicos de confinamiento,
ambos instrumentos de consulta han supuesto una alternativa utilísima. Lo
mismo puedo afirmar de la web www.combatientes.es, que me ha sido de gran
utilidad para confirmar el procesamiento o no en la posguerra de
numerosísimos protagonistas de este libro, por lo que quedo en deuda de
gratitud con sus promotores.
Al historiador Julius Ruiz le estoy agradecido por dedicarme
generosamente su tiempo para contrastar con su amplio saber sobre el Madrid
de la guerra algunos de los insólitos datos revelados por esta documentación.
Quedo también en deuda con José Manuel de Ezpeleta, el máximo estudioso
de las matanzas de Paracuellos, por sus siempre clarificadoras observaciones.
A mis hermanos Mercedes y Eduardo Corral y a mi amigo y maestro
Regino García Badell les debo sus siempre acertadas indicaciones y
sugerencias para la mejora del manuscrito. Y sin la ayuda de la inteligencia y
el conocimiento de mi mujer, Coca Valdelomar, estas páginas no serían las
mismas.

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Si digo que en Madrid ejecutaron a muchas personas, no me
atraeré el odio de nadie, ni confesaré nada que no se sepa.
JULIÁN ZUGAZAGOITIA

Un hatillo de ropa en una maleta, la pluma en el bolsillo del


chaleco. Y en el alma el dolor de haber visto tan cerca cuánta
maldad encierra la humanidad.
WENCESLAO FERNÁNDEZ FLÓREZ

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Introducción

A Miguel Pérez Pasamonte, brigada del Regimiento de Infantería Covadonga


n.º 4, vecino de Madrid, de la calle Palos de Moguer 5, hoy Palos de la
Frontera, no se le olvidaría nunca el gesto de su portero. Herido el 20 de julio
de 1936 en el Cuartel de la Montaña, donde se sumó a la sublevación militar,
Pérez Pasamonte logró escapar de la matanza perpetrada por las milicias
contra los insurrectos. Pudo sobrevivir gracias a su portero, que le procuró
protección frente a la persecución de las fuerzas gubernamentales, además de
víveres y cuidados.
El portero, Pedro Noruega Serrano, de cuarenta y dos años, natural de
Orgaz (Toledo), empleado en los talleres del ferrocarril Madrid a Zaragoza y
Alicante (MZA), era afiliado a la Unión General de Trabajadores (UGT)
desde el 1 de abril de 1936, lo que prueba que las relaciones de amistad y
vecindad podían estar por encima de las enemistades ideológicas en aquel
Madrid que se abismó en la contienda fratricida a causa del golpe militar del
17 de julio.
Noruega Serrano no fue procesado por los vencedores, mientras que Pérez
Pasamonte fue confirmado en el empleo de brigada después de la guerra tras
resolverse sin responsabilidad el procedimiento que se le siguió por haber
permanecido en la zona «roja» durante la contienda. En 1940 era ascendido a
capitán provisional. Es posible imaginar que el portero y el militar
mantendrían durante el resto de sus vidas su amistad, tan duramente probada
en aquellos días de ira fratricida.
El gesto de humanidad del portero ugetista hacia el brigada sublevado, así
como el testimonio manifestado por el segundo para avalar al primero ante los
vencedores, me refuerza una vez más en la convicción de que una buena parte
de la verdad de la contienda española reside en esas pequeñas historias
desconcertantes, cuyos escorzos rompen las visiones simplistas y planas de
aquel complejo pasado.
La historia de Pérez Pasamonte y de Noruega Serrano la conocemos hoy
por una nota adjunta a la declaración jurada que el portero y dos vecinos de

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Palos de Moguer 5 firmaron el 11 de abril de 1939, diez días después del final
de la contienda, para su presentación a las autoridades franquistas. A ello
estaban obligados todos los porteros y vecinos de las fincas de Madrid desde
el 30 de marzo de 1939 en virtud de un edicto de la Auditoría de Guerra del
Ejército de Ocupación, creada por el general Francisco Franco el 5 de
noviembre de 1936 ante la que entonces parecía inminente toma de Madrid.
Al igual que hicieron después de la entrada de sus fuerzas en Bilbao el 19
de junio de 1937, en que se creó por vez primera un Juzgado Especial de
Porteros, los franquistas obligaron mediante este edicto a que en Madrid los
porteros y los inquilinos más antiguos de cada casa —y entre estos los que no
hubieran pertenecido a ningún partido o sindicato del Frente Popular antes del
18 de julio de 1936— presentaran una declaración jurada con toda la
información sobre «asesinatos, robos, saqueos, detenciones o cualquier otro
hecho delictivo durante el dominio rojo». La presentación debía hacerse en un
plazo de diez días (aunque el formulario señalaba cuarenta y ocho horas) ante
el juzgado militar establecido en cada una de las tenencias de alcaldía de los
entonces diez distritos de la capital: Buenavista, Centro, Chamberí, Congreso,
Hospicio, Hospital, La Inclusa, Latina, Palacio y Universidad.
La declaración jurada de los vecinos incluía dos particularidades. Una era
la confirmación de la veracidad de la declaración del portero, la «conducta
político-social» de este y su intervención en los delitos sufridos en la casa
«bien como autor material, inductor o delator». La segunda era el
señalamiento, en el mismo sentido, de las personas «al servicio de los pisos o
las casas», inquilinos o personas ajenas al inmueble que hubieran intervenido
en esos hechos delictivos.
Por su parte, los porteros, además de consignar el nombre del dueño y el
administrador de la finca, debían de informar de su propia militancia en algún
partido del Frente Popular señalando la fecha de ingreso, de su «actuación
personal durante el dominio marxista» y de su pertenencia a «algún Comité o
Tribunal o de algunas milicias». Asimismo, debían incluir los nombres de dos
personas que les pudieran avalar. La declaración de los porteros tenía una
singularidad añadida: debía ser cumplimentada en presencia de los dos
vecinos fiables a modo de interrogatorio.
El edicto del Ejército de Ocupación advertía de que los que no
presentasen las declaraciones juradas «serán sancionados con arreglo a lo
dispuesto en el bando de guerra» del 29 de marzo por el que se declaró el
estado de guerra en el Madrid «ocupado» o «liberado», lo que significaba ser
considerados reos del delito de rebelión militar. La misma obligación se

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imponía a los funcionarios estatales, provinciales o municipales, los militares,
los miembros de las fuerzas de seguridad y los serenos. A estas declaraciones
juradas los vencedores sumaron los testimonios de los familiares de las
personas asesinadas o desaparecidas, de las víctimas de cualquier otro delito
considerado grave y de los testigos de los mismos.
Todo este caudal de noticias y denuncias, junto con la documentación de
las entidades y organizaciones republicanas incautada en la capital, nutrieron
la maquinaria de investigación, depuración, represión y castigo puesta en
marcha por las autoridades franquistas sobre los hechos acaecidos en el
Madrid «rojo» y sus presuntos responsables.
Según el cálculo del investigador Manuel García Muñoz, en Madrid y su
provincia fueron procesadas por los vencedores después de la guerra unas
273.750 personas, lo que significa el 17 por ciento de la población de la
provincia madrileña teniendo en cuenta que esta ascendía a 1,6 millones de
habitantes. De resultas de estos procedimientos, en Madrid capital fueron
fusiladas o agarrotadas 2.936 personas entre los años 1939 y 1944, mientras
que no menos de 30.000 sufrieron prisión.
El edicto del 30 de marzo de 1939 es, por tanto, el origen de estas
declaraciones juradas de porteros y de inquilinos de los antiguos diez distritos
de Madrid, cuya consulta he abordado para rescatar en estas páginas las
historias con minúscula de los personajes desconocidos que vivieron y
sufrieron el Madrid de la guerra, cuyas vivencias componen la urdimbre de la
Historia con mayúscula.
He consultado los 22.545 documentos que el Archivo Histórico Nacional
(AHN) atesoraba de este fondo, hoy digitalizados y conservados en el Centro
Documental de la Memoria Histórica (CDMH). Esto significa haber revisado
las declaraciones de unos 15.000 testigos de la guerra en Madrid, pues cada
cuestionario, el del portero y el de los dos vecinos, constaba de dos páginas, a
lo que hay que sumar otros documentos de muy variado registro presentes en
el fondo.
Soy consciente de la proporción que cerca de 15.000 testigos representan
en una ciudad de un millón de habitantes, pero ello no me arredra a la hora de
afirmar que esta documentación tiene un valor inapreciable por su condición
de testimonio humano de nuestro conflicto fratricida y sus consecuencias en
la capital de España, que fue, por razones bélicas, políticas y
propagandísticas, el escenario clave de la contienda.
Las declaraciones juradas de porteros y vecinos, claramente mediatizadas
por las circunstancias muchas veces implacables de la posguerra, forman

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parte de la llamada «Causa general instruida por el Ministerio Fiscal sobre la
dominación roja en España», que fue suministrando información a los
procesos judiciales del franquismo contra los considerados delitos
comprendidos entre el 14 de abril de 1931 y el 1 de abril de 1939.
La «Causa general» fue un instrumento clave de la propaganda del nuevo
régimen, de modo que la narrativa de los crímenes del «terror rojo» en la
retaguardia republicana pudiera servir retroactivamente de justificación del
alzamiento militar. La utilidad de esta información es incuestionable para los
historiadores a pesar del objetivo punitivo que inspiró su elaboración, como
bien señala Fernando del Rey en su imprescindible obra Retaguardia roja,
Premio Nacional de Historia en 2020.
En sus estudios respecto a los fondos de la «Causa general», y en concreto
su análisis de parte de la documentación de la inquisitoria entre porteros y
vecinos, los autores Gutmaro Gómez Bravo y Jorge Marco Carretero, por un
lado, y Daniel Oviedo Silva y Alejandro Pérez-Olivares, por otro, también
han señalado algunas precauciones referidas a cuestiones como la
incertidumbre de la autoría y los propósitos de autoexculpación por parte de
muchos de los porteros interrogados.
En lo que afecta a la autoría, evidencias como firmar con la impresión del
pulgar por parte de porteros analfabetos una declaración manuscrita con
exquisita caligrafía o incluso mecanografiada permiten suponer que muchas
de estas declaraciones estaban redactadas por familiares y amigos de los
porteros o por los propios vecinos del inmueble.
En cuanto al segundo punto, muchas de las declaraciones, también las de
los vecinos, estaban perfectamente acomodadas al discurso de los vencedores.
Presentarse ante ellos como partidarios del «Glorioso Movimiento Nacional»
o como víctimas de las «hordas rojas» servía también como garantía para
evitar entrar en la imparable rueda de procesamientos penales. No obstante,
las declaraciones juradas estaban sujetas al riesgo de inculpación del
declarante por falso testimonio, como sigue sucediendo en los actuales
ordenamientos jurídicos.
Es evidente que la inmensa mayoría de las declaraciones recogen la parte
de las barbaries y los desastres de la guerra cuya responsabilidad más
directamente atañe al bando republicano. Son contadas las ocasiones en las
que se levanta testimonio de los horrores de la contienda que corresponden a
las fuerzas franquistas que sitiaban Madrid, como sucede con los bombardeos
de la aviación y la artillería, y de ahí el gran valor que tienen las declaraciones
que aluden a ellos.

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En la documentación a que nos referimos prevalece, por encima de
cualquier otra consideración, la voluntad de reflejar lo que pasó en el más
inmediato y cercano ámbito de cada testigo: el de su casa, su escalera y su
portal. Es tanto su valor histórico que en ocasiones la documentación contiene
versiones contradictorias respecto del relato que los vencedores trataron de
imponer sobre lo sucedido en la zona «roja», lo que desmiente cualquier
intento de considerar este fondo como un corpus homogéneo moldeado por la
intención propagandística de los franquistas.
Así lo demuestra por encima de todo el hecho de que los testimonios
recogidos entre porteros y vecinos dejen bien patente que el gobierno
republicano logró aminorar en el primer semestre de 1937 el régimen de
auténtico terror desencadenado en el verano y otoño de 1936 contra las
personas consideradas desafectas, con la proliferación de centros de
detención, tortura y muerte clandestinos, desapariciones, sacas y matanzas de
presos gubernativos.
Que este fondo documental no responde a un solo molde propagandístico
lo confirma también, por ejemplo, el que existan declaraciones que ensalzan
el comportamiento de la policía republicana en la evitación de los atropellos
de las milicias, mientras que otras denuncian su abierta complicidad con los
mismos. No sería razonable dar por buena la primera información y
cuestionar la segunda, o viceversa, en función de meros prejuicios ideológicos
del que accede a tales fuentes. Es la perspectiva de conjunto, sin parches ni
anteojeras, la que nos aproxima a la compleja verdad de aquel pasado.
Tampoco sería razonable cuestionar la veracidad del portero del número
27 de la castiza calle del Olmo, Enrique Pérez López, cuando al ser
preguntado por lo sucedido en la casa se despachó en su declaración con un
estoico «todo tranquilo», después de haber sufrido casi tres años de guerra.
Como tampoco sería lógico descartar como material de estudio el juicio que
les merecía a los vecinos de Campomanes 12, junto a la plaza de Ópera, la
conducta de su portera, Loreto Baliño, una viuda de sesenta y siete años, en
esos mil días de sangre y fuego: «Cumple con esmero la limpieza de la
escalera».
Por eso, para ampliar y profundizar la visión de la guerra española, he
querido aproximarme a las pequeñas pinceladas singulares que ofrecen estas
declaraciones, para recomponer en la medida de lo posible un amplio lienzo
cotidiano del Madrid tan duramente probado por la contienda de 1936 - 1939
y sus secuelas, con pasajes que van del más escalofriante horror a la más
cálida ternura.

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Las declaraciones juradas de porteros y vecinos recopiladas por los
juzgados militares franquistas son, como señalan Oviedo y Pérez-Olivares,
«una fuente insustituible para el conocimiento del Madrid ocupado».
Ciertamente, parte de las denuncias en ellas contenidas alimentaron la
maquinaria judicial franquista, como atestigua el análisis realizado sobre las
de Chamberí por el segundo de los autores arriba citados: en los 1.905
formularios que la Auditoría de Guerra recogió en este distrito, se presentaron
573 denuncias.
Según la contabilidad que he realizado sobre estas mismas declaraciones
juradas de Chamberí, solo 166 de estas denuncias citaban con nombre y
apellidos a los presuntos responsables de los atropellos señalados, ya fuera
como «autor material, inductor o delator», mientras que 35 recogían
solamente un nombre de pila o un apellido y seis los identificaban por el alias,
como «Goyita» o «Boca-rana». No sería seguramente el número de denuncias
que esperaban los vencedores: no llegaba ni siquiera al 10 por ciento el
número de declaraciones en que aparecían identificados los supuestos autores.
Puede que en estas declaraciones juradas estén perfiladas también las
actitudes de adhesión, aceptación o resignación ante el «Nuevo Estado», pero
lo que verdaderamente representan es una variada y compleja fuente para el
conocimiento de Madrid bajo el signo de la guerra. Y es un testimonio
ineludible de un conflicto bélico que no solo se libró en los campos de batalla,
sino también en las retaguardias: en las casas, en las comunidades de vecinos
e incluso en el seno de las familias, siendo además Madrid, como ciudad
sitiada, un ejemplo de esa doble dimensión de la contienda fratricida.
El fondo de testimonios de porteros y vecinos que se conserva hoy
digitalizado en el CDMH es incompleto. Aparte de que en muchas casas no
debieron de cumplimentarse estas declaraciones juradas por muy diversas
razones, como el estar las fincas destruidas o abandonadas en zonas de guerra,
muchas de ellas sirvieron para engrosar la documentación de los sumarios
judiciales de posguerra, para iniciarlos o para nutrirlos, incluidos los
desarrollados por los Juzgados Especiales de Porteros y Criados, o Juzgados
Especiales «A» según otra nomenclatura. Un estudio global de esta
documentación llevaría a buscar otras declaraciones que pudieran faltar de los
fondos del CDMH entre los más de 30.000 procedimientos judiciales
seguidos en Madrid desde 1939 hasta 1947 que se conservan en el Archivo
General e Histórico de Defensa (AGHD).
Al poner en manos del lector este caudal de historias que tuvieron como
escenario las casas, las calles y los barrios del Madrid que hoy vivimos, he

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querido recomponer una geografía punteada de miedo, dolor y angustia, pero
también de coraje, entrega y generosidad por parte de españoles de ambos
bandos. Son historias relatadas bajo el miedo o bajo la esperanza de una paz
que no fue igual para todos, aunque juntas forman un testimonio coral capaz
de removernos y conmovernos ante todas las víctimas de la contienda sin
distinción.
Sumergirse en este fondo documental supone adentrarse en el
conocimiento de la Guerra Civil a ras de suelo, en lo experimentado y sufrido
por sus protagonistas de a pie, más allá de los discursos políticos, las
consignas partidistas o la propaganda bélica. Por estas páginas discurren
sucesos verdaderamente insospechados, raramente recogidos en los tratados
sobre nuestra contienda, así como increíbles personajes que parecen creados
bajo inspiración galdosiana o barojiana.
El lector encontrará en estas páginas el reflejo, muchas veces insólito o
desconcertante, de episodios y hechos como el fracaso del golpe militar en
Madrid con la toma del Cuartel de la Montaña, los «paseos» y la acción
criminal de las checas, la conducta ejemplar de policías republicanos contra
los atropellos de los milicianos, la persecución contra los sacerdotes y
religiosos, la desconocida gran redada contra los militares retirados, la
represión contra los ciudadanos identificados con las derechas, las masacres
de Paracuellos del Jarama, Aravaca, Torrejón de Ardoz y Rivas-Vaciamadrid,
los saqueos e incautaciones, el papel de las embajadas como refugio de
perseguidos, el engaño mortal del «túnel de Usera», los bombardeos
franquistas sobre la ciudad y la actividad bélica, la organización de la vida en
las comunidades de vecinos, la escasez y el hambre, la labor de los porteros
en contra y a favor de los vecinos, el coraje de tantas personas que se jugaron
la vida por defender la del prójimo pese a la distancia ideológica, y el castigo
ejemplarizante de los vencedores contra porteros y sirvientas como símbolos
del «dominio rojo» sojuzgado.
He recopilado, en definitiva, un nutrido conjunto de historias, vivencias,
experiencias y emociones de los hombres y mujeres que día a día
protagonizaron o sufrieron la guerra en un Madrid doblemente asediado,
desde dentro y desde fuera. Considero además que rescatar estos testimonios
se hace aún más necesario y valioso ante la inevitable desaparición de los
últimos supervivientes de la Guerra Civil.
Al final del libro he incluido el desglose calle por calle y distrito por
distrito de los expedientes conservados con acceso digital en PARES por el
CDMH para que el lector pueda consultar —caso de existir, pues reitero que

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en este fondo no aparecen todas las fincas— el portal o la calle que le
interesen. Lo cual, por otro lado, me facilita la posibilidad de ahorrar al lector
las notas a pie de página, ya que encontrará en este desglose documental la
indicación del expediente y las páginas digitalizadas de cada calle citada.
Aquí está reflejada una parte de un pasado que no puede borrarse ni
mucho menos edulcorarse para espurios fines ajenos por completo tanto al
conocimiento como al reconocimiento de nuestra historia. Madrid sufrió
durante cerca de tres años las terribles consecuencias de un asedio de guerra,
al que se sumó durante el verano y otoño de 1936 una cruenta represión,
seguida después de la guerra por la de los vencedores. Ante el intento de una
damnatio memoriae parcial y partidista de estos sucesos en la conciencia de
las nuevas generaciones, es preciso recordar a todas las víctimas como
antídoto permanente contra el odio entre españoles, incluso para revertir la
expropiación de muchas de estas víctimas por la dictadura franquista en
beneficio de su propio martirologio, aunque fueran asesinadas sin que les
diera tiempo a elegir bando, como también sucedió en la zona sublevada.
De alguna manera, con este libro saldo también una deuda con mis
propios fantasmas. De niño, al entrar en el portal de la casa de Sagasta 28 en
que vivían mis abuelos maternos, donde sufrieron la guerra en Madrid con sus
seis hijos, sentí siempre como si me sumergiera en aquellos días de sangre y
fuego, de hambre y metralla, de furia y odio. En la escalera que subía hasta el
piso de mis abuelos retumbaban los ecos de las viejas historias de familia, los
pasos desconocidos, los culatazos en las puertas, las entrañas laceradas por el
hambre, el fragor de las bombas de la aviación, las presencias amigas o
extrañas que entretejían los días y las noches de guerra.
—Papá, en la puerta hay alguien que pregunta por ti —le decían sus hijos
a mi abuelo ante una inesperada visita.
—¿Es un señor o un hombre? —preguntaba él con inquietud.
Aquí están hoy, aquietadas entre los márgenes de las páginas que siguen,
esas viejas historias de familia y espero que, reflejadas en ellas, también las
historias de todos los lectores. Sirvan de homenaje a la generación que las
vivió y sufrió como protagonista y que, pese a todo, supo cerrar aquellas
heridas con inmensa generosidad para permitirnos a sus hijos y sus nietos
conquistar un futuro de libertad y de paz.

Página 16
1.

LA REVOLUCIÓN EN LAS CALLES

A las tres de la tarde del domingo 19 de julio de 1936, dos días después
de la sublevación del Ejército de África contra el gobierno del Frente
Popular, milicias y guardias de Asalto entraron en el número 10 de la calle
Pilar de Zaragoza, en el barrio de la Guindalera. Al poco sacaron detenidos
del piso segundo derecha a Julián Ballesteros Arroyo, oficial de prisiones, y a
sus hijos Victoriano, Pablo y José Ballesteros Peña.
Los desconocidos no esperaron a conducirlos muy lejos para cumplir sus
propósitos. Los introdujeron en el portal del número 14 de la misma calle y
allí dispararon a quemarropa contra los tres hijos de Julián Ballesteros:
Victoriano y José cayeron muertos, Pablo resultó gravemente herido. Un
joven ebanista, que habitaba en el piso principal del número 10, Félix
Sánchez Arroyo, resultó también muerto al ser alcanzado por uno de los
disparos.
Los asaltantes se llevaron detenido al cabeza de familia de los Ballesteros,
que cuatro meses después, el 26 de noviembre, saldría con destino a las fosas
de Paracuellos del Jarama en una expedición de presos de la cárcel de Porlier,
habilitada en el Colegio Calasancio de la calle de General Díaz Porlier 54. Su
hijo Pablo, de dieciocho años, sobreviviría a sus heridas y a los horrores de la
guerra: fallecería en 1996, con ochenta y un años, jubilado como funcionario
de Hacienda.
Sobre este cruento suceso en el barrio de la Guindalera publicaron algunos
diarios madrileños unas gacetillas días después, achacando los fallecimientos
a un tiroteo e identificando a los hermanos como de «significación fascista».
La que es posiblemente la primera masacre de civiles a sangre fría de la
Guerra Civil en Madrid aparece también recogida en las declaraciones juradas
del portero y dos vecinos de los portales 10 y 14 realizadas después de la
contienda. En ellas hay alguna confusión en los nombres de las víctimas, e

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incluso la del portero da por muerto a Félix Sánchez a las tres de la tarde del
18 de julio, con lo que de ser cierto sería la primera víctima de la guerra en
Madrid.
Aquel 19 de julio empezó la revolución, el término que mejor refleja, al
igual que en sendos libros de dos republicanas exiliadas, Clara Campoamor y
Elena Fortún, la respuesta a la sublevación por parte de las fuerzas adictas al
gobierno desde el momento en que este invistió a las milicias como autoridad
al facilitarles su principal argumento de poder: pistolas y fusiles.
El propio Comité del Frente Popular, en el que estaban representados el
Partido Socialista Obrero Español (PSOE), Partido Comunista de España
(PCE), Izquierda Republicana (IR) y Unión Republicana (UR), bautizó así la
nueva realidad en un manifiesto de fecha tan temprana como el 21 de julio,
donde se presentaba el golpe militar como una oportunidad para las fuerzas
progresistas: «Empieza para España un capítulo nuevo de su historia: la
Revolución abre definitivamente los caminos al progreso del país».
Junto a militares y fuerzas de seguridad leales a su promesa de defensa de
la República, las milicias se enfrentaron a los sublevados en los cuarteles de
la capital y salieron a frenar a las columnas sublevadas que se dirigían hacia
Madrid por los puertos de Somosierra y Guadarrama. Algunas estimaciones
cifran en 10.000 los voluntarios incorporados a las milicias en Madrid,
provincia que entonces contaba con 1,6 millones de habitantes, lo que da idea
del escaso compromiso efectivo de la mayoría de la población en contra de
los tópicos propagandísticos.
Otra parte nada desdeñable de los civiles armados y de las fuerzas
militares y de seguridad se quedó en la capital para seguir actuando contra los
partidarios del golpe militar y responder a los ataques que en los primeros
días se realizaron aisladamente desde ventanas, balcones o azoteas por
francotiradores, llamados popularmente «pacos», por el sonido «pac» del
disparo, o por «coches fantasma» lanzados a toda velocidad por las calles,
desde donde se disparaba contra las milicias.
Algunos sucesos apuntados por porteros y vecinos en sus declaraciones
están sin duda relacionados con estos episodios, como es la muerte de un
matrimonio de ancianos, Francisco Herraz Mínguez, de setenta años, y su
mujer, Saturnina Pérez, que fueron acribillados por las milicias el 20 de julio
cuando salieron al balcón de su casa, en Alberto Aguilera 14, para poner a
salvo la jaula en la que tenían a sus pájaros.
Una vez derrotado el movimiento rebelde en Madrid y su periferia se
desencadenó una auténtica cacería contra personas tenidas como afectas a los

Página 18
golpistas. La ola represiva que sufrió Madrid desde julio hasta diciembre de
1936, cuyo balance diversos autores cifran entre 8.500 y 26.000 víctimas,
tuvo su más terrible expresión entre octubre y diciembre con las sacas de los
presos de las cárceles Modelo, Porlier, San Antón y Ventas y las sucesivas
matanzas en las localidades madrileñas de Aravaca, Rivas-Vaciamadrid,
Torrejón de Ardoz y Paracuellos del Jarama. La cifra definitiva de las
víctimas de estas sacas está aún por confirmar, figurando en una horquilla de
entre 2.500 y 5.500 asesinados, aunque el máximo estudioso de este episodio,
José Manuel de Ezpeleta, asegura que sus investigaciones en curso apuntan a
cerca de 4.000.
El terror frentepopulista no puede desligarse, como ha señalado
acertadamente Julius Ruiz, de lo que estaba ocurriendo en los territorios bajo
dominio de los alzados. El golpe militar de 1936 desencadenó en las dos
Españas una horrorosa marea de crímenes, cuyas respectivas noticias —
fueran ciertas, exageradas o simplemente falsas— se difundían en la otra zona
sirviendo de justificación, las más de las veces «a posteriori», a la propia
violencia desenfrenada contra paisanos, vecinos, compañeros de trabajo o
desconocidos, convertidos de la noche a la mañana en enemigos a exterminar.
Pero como señala también Ruiz, «el terror rebelde no explica por sí solo su
contrapartida antifascista».
Las autoridades republicanas difundieron varias instrucciones en aquellos
sangrientos meses con intención de asumir el control de la represión frente al
poder armado de partidos y sindicatos. Incluso el propio Frente Popular
«recomendaba» el 21 de julio a las milicias armadas en un comunicado «que
en todo momento actúen bajo la dirección de las autoridades». El comunicado
llegaba a achacar los desmanes a «elementos fascistas, desesperados por su
derrota», que quieren «desacreditar y deshonrar a las fuerzas afectas al
gobierno y al pueblo, simulando un fervor revolucionario que se traduzca en
saqueos, incendios y robos». Por ello señalaba que «el gobierno ordena a sus
fuerzas leales, militares y paisanos, que allí donde descubran una perturbación
de esta índole, la corten inflexiblemente, estando dispuestos a aplicar a los
que cometan tales delitos el máximo rigor de la ley».
Cuatro días después, el Ministerio de Gobernación difundió una orden
prohibiendo a partir de las nueve de la noche la circulación de vehículos y
personas armadas por las calles de Madrid que no pertenecieran a la «fuerza
pública», a excepción de los grupos de milicias armadas «encargados de
realizar una especial misión». Al concederse que a estos grupos les bastara
con presentar «el debido justificante del jefe superior de la milicia a que

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pertenezcan», se dejaba la puerta abierta a que los numerosos comités de
milicias expidieran a sus patrullas sus propias autorizaciones para cumplir la
orden de Gobernación. Esta orden es un notable ejemplo del difícil equilibrio
de las autoridades republicanas en aquellos momentos cruciales, haciendo
llamamientos a favor de mantener la legalidad y a la vez permitiendo
incumplirla a quienes sostenían al gobierno.
El Socialista, órgano del PSOE, había proclamado el 21 de julio, a los
cuatro días del golpe, con un titular a toda página, la necesidad de evitar los
excesos y atropellos por parte de las milicias: «Confiamos en la serenidad de
los grupos ciudadanos que ejercen la vigilancia en las calles». Otro líder
socialista, Indalecio Prieto, reclamaba unos días después en una alocución a
las milicias: «El pecho, de acero para el combate; pero el corazón, abierto a la
piedad», consigna que El Socialista reprodujo también a toda plana.
Julián Zugazagoitia, director del citado periódico socialista, se preciaría
en sus memorias y ante el consejo de guerra franquista que le condenó a
muerte en 1940 de haber promovido una campaña contra «las
extralimitaciones que se cometieron en Madrid», campaña que culminaría en
las páginas del mismo diario en el mes de agosto con la condena del
sangriento asalto a la Cárcel Modelo, en el barrio de Argüelles, donde hoy se
levanta el Cuartel General del Ejército del Aire.
Pero estos llamamientos en favor de humanizar el conflicto convivían en
los discursos y las páginas de los periódicos con consignas sobre el deber de
«exterminar para siempre la canalla fascista». «La guerra sin cuartel obliga a
perseguir implacablemente al enemigo», declaraba un manifiesto de la UGT.
Las declaraciones juradas de porteros y vecinos revelan que, entre las
víctimas de los asesinatos y detenciones en el Madrid revolucionario, los
militares, los religiosos, los falangistas o los monárquicos eran objetivo
prioritario por ser identificados con los insurrectos, pero no lo eran menos los
militantes o simpatizantes de los partidos de la Confederación Española de
Derechas Autónomas (CEDA) o de otros partidos republicanos, los miembros
de organizaciones católicas, los empresarios, industriales y comerciantes, los
profesionales liberales o los empleados, artesanos y obreros no adheridos a
los sindicatos de izquierda. Por no olvidar a los funcionarios de la
Administración Civil considerados «enemigos del pueblo», de jueces a
maestros, de bibliotecarios a empleados de prisiones, de carteros a ingenieros,
que tampoco escaparon al terror en retaguardia.
Es necesario mencionar en esta cuestión, aunque sea a modo meramente
orientativo, el «Listado de víctimas de cárceles y sacas en Madrid agrupados

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por profesiones» que elaboraron los jueces de la «Causa general». Según esta
contabilidad, el mayor número de víctimas de la violencia de la revolución
izquierdista en Madrid fueron obreros, con 2.935 asesinados. El segundo
grupo más numeroso es el de los militares, que suman 1.456 muertos, seguido
de los religiosos, con 1.158 víctimas. El cuarto es el de arquitectos, ingenieros
y profesionales liberales, con 1.118 asesinados, y el quinto, el de los
comerciantes e industriales, con 1.087 muertos. Los siguientes son los
estudiantes, con 862 muertos, y detrás de ellos se cuentan 302 guardias civiles
y 235 funcionarios de policía asesinados. Cierran esta contabilidad los
abogados y procuradores colegiados, con 175 víctimas, y los médicos y
profesionales sanitarios, con 156 asesinados.
La Casa de Campo, El Pardo, la Dehesa de la Villa, El Retiro, el Parque
del Oeste, los Altos del Hipódromo, la Ciudad Universitaria, la Pradera de
San Isidro, los cementerios del Este, Aravaca, Carabanchel, Vallecas,
Chamartín o Fuencarral y las cunetas de las carreteras de Burgos, Zaragoza,
Valencia, Andalucía o Extremadura fueron escenarios que empezaron a
aparecer sembrados de cadáveres de hombres y mujeres ejecutados sin
piedad, al igual que muchas de las calles de Madrid.
No todos los familiares llegaban a conocer la suerte de sus allegados.
«Desaparecido», «no se le volvió a ver», «sin noticias aún de su paradero» o
«se le supone asesinado» son las expresiones dominantes en las declaraciones
juradas de posguerra. En ellas queda cifrada también la incertidumbre de los
familiares acerca del destino de los presos sacados de las cárceles en las
expediciones aprobadas por las autoridades republicanas.
Era corriente que las familias fueran a reconocer los cadáveres de sus
seres queridos en el Depósito Judicial del Hospital Clínico San Carlos, en la
calle Santa Isabel 46. También lo hacían a través de las fotografías de los
«paseados» que iban engrosando los ficheros que la Diputación Provincial
puso a partir del mismo mes de julio de 1936 a disposición de los familiares,
primero en sus oficinas de Fomento 2 y después en la de Cuesta de Santo
Domingo 9, que abrían entre las siete de la mañana y las nueve de la noche
sin interrupción.
La propia Diputación Provincial se encargó de recalcar el carácter gratuito
de su servicio a la vez que prevenía de la existencia de aprovechados de la
angustia ajena que se ofrecían a recabar información sobre desaparecidos,
previo pago de una determinada cantidad. Se llegó incluso a denunciar una
supuesta Oficina Auxiliar de Notarías, domiciliada en Claudio Coello 57,
cuya clausura fue ordenada por la Dirección General de Seguridad (DGS). El

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Gabinete Central de Identificación de este departamento de Gobernación, en
Víctor Hugo 10, junto a Gran Vía, fue otro lugar de obligada visita para los
que querían saber de la suerte de familiares, amigos o vecinos. También lo fue
el cementerio del Este, en cuyas oficinas tenían a disposición de los familiares
álbumes con las fotografías de los cadáveres recogidos.

Asesinados por preguntar

Identificarse como familiar de un asesinado para preguntar por su


paradero podía entrañar un serio peligro. A Vicente Alonso de la Paz, maestro
de sesenta y seis años, que daba clases en un colegio público de Vallecas, y a
sus hijas Benita y Lucía, les costó la vida preguntar por el cadáver de
Dionisio, de veintitrés años, su hijo y hermano respectivamente, detenido en
agosto por milicias de la Federación Anarquista Ibérica (FAI) en su casa de
Claudio Coello 47. Los testimonios de los vecinos y del portero coinciden en
señalar que no volvió a saberse nada de ellos desde el día que el viejo maestro
se dirigió con sus dos hijas al cementerio del Este para inquirir sobre el lugar
donde había sido enterrado Dionisio.
Por esta razón, otros vecinos, o incluso los porteros y las porteras de las
casas, se ofrecían a los familiares para la verificación de las identidades de los
desaparecidos. La portera de Arenal 22, cuyo nombre no consta en la
declaración, acompañó a las hermanas de un vecino, Antonio González
Lambea, para averiguar su paradero. El vecino había sido asesinado en el
pueblo de Hortaleza. Dos meses después, la portera hizo lo mismo para saber
de la suerte de otro vecino, José Uruñuela Herrero, afiliado a Falange
Española (FE). Detenido por cinco milicianos, Uruñuela se despidió de su
abuela con un tranquilizador «hasta luego», pero, convencido de su destino, le
confió en un susurro a una sirvienta su propio epitafio: «Esto se ha
terminado». Los vecinos reflejarían en su declaración que la portera «se
arriesgó a ir al depósito al día siguiente» para identificarle, «lo cual en
aquellos momentos representaba un peligro para quien lo hacía».
En ocasiones la única prueba del asesinato eran objetos personales o
incluso trozos de ropa de la víctima, frecuentemente las iniciales bordadas en
la camisa, como contaban los porteros que le habían entregado a la hija de
Secundino Rodríguez, vecino de Escalinata 5 y dueño de un almacén de
papel, asesinado en el cementerio de Fuencarral el 29 de noviembre de 1936.
A los familiares de Rafael Román Rodríguez, en cambio, no les pudieron
entregar nada: quienes asesinaron en la carretera de Valencia a este vecino de

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la calle José Antonio Armona 4 lo despojaron de todas sus pertenencias, hasta
de los zapatos.

«El carro de la carne»

La aparición de asesinados por todo Madrid, a los que se denominó


macabramente «besugos» por la mueca de sus ojos abiertos con la veladura de
la muerte, como los de los pescados, obligó al ayuntamiento de la capital a
organizar un servicio de recogida de cadáveres. Los madrileños se
acostumbraron pronto al paso de aquellos camiones que retiraban en distintos
puntos de Madrid, generalmente muy de mañana, los cuerpos sin vida de los
asesinados en la madrugada. Con regusto macabro se bautizaron como «el
carro de la carne».
De este servicio he encontrado el desconocido testimonio de Cayetano
Cano Barrero, portero de la plaza de Santiago 7, que era también empleado
municipal de parques y jardines en la Casa de Campo. Aunque era afiliado a
UGT desde 1932, de la Asociación de Dependientes de Servicios
Municipales, sus vecinos declararon en su favor ante los vencedores, a pesar
de lo cual fue procesado. Las acusaciones que pesaban contra él no estaban
relacionadas con su conducta como portero, sino por su trabajo en el
ayuntamiento.
Cano Barrero fue detenido en octubre de 1939 por un policía franquista en
su casa del barrio del Lucero, en el distrito de La Latina, porque se había
dedicado «a recoger los cadáveres de las personas que habían sido vilmente
asesinadas por la horda roja». El denunciante afirmaba que «dicho individuo
debe conocer alguna de las personas que cometían estos asesinatos, puesto
que se jactaba en público de haber recogido todos los días tantos o cuantos de
forma regocijante».
El portero y jardinero municipal reconoció que «se dedicó en la Casa de
Campo a recoger en unión de Manuel Álvarez García los cadáveres de los que
habían sido vilmente asesinados y cargarlos en un camión del Ayuntamiento
de Madrid, donde los transportaban al cementerio de La Almudena donde
recibían cristiana sepultura por mandato del administrador de la Casa de
Campo don Rogelio García Soleto», según reza su declaración en el sumario
que se le siguió después de la guerra.
«Calcula que en los ocho días aproximadamente en que se dedicó a este
servicio recogería de cincuenta a sesenta cadáveres ignorando a las personas a
que pertenecían», precisaba Cano Barrero en su declaración. Los lugares

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donde se encontraban los cadáveres eran la glorieta de Siete Hermanas, cerca
del actual Parque de Atracciones, y el trayecto entre la Puerta del Ángel y
dicha glorieta. También le acompañaban en la recogida un tal Ballesteros, del
ramo de empedradores del ayuntamiento, así como un suboficial de cornetas
retirado del ejército cuya misión era «presenciar los trabajos y evitar que
algún empleado tratara de desvalijar los cadáveres».
Según Cano Barrero, el servicio duró hasta primeros de agosto «en que el
ayuntamiento prohibió que se fusilaran más personas en aquella sesión (sic)».
En noviembre de 1936, al comenzar los combates en la Casa de Campo por la
batalla de Madrid, tuvo que dejar lógicamente su labor de jardinero en aquella
zona. Trabajó como portero y empleado municipal hasta que en junio de 1938
fue movilizado en un batallón de fortificaciones. Cuando fue detenido en
octubre de 1939 se encontraba en libertad provisional por un expediente que
se le siguió por las mismas causas en el Juzgado Especial de Porteros y
Criados. La segunda causa fue sobreseída.

Los verdugos no mienten

Ir a visitar a los detenidos para llevarles algo de abrigo o comida fue


también una conducta peligrosa. Pilar Moliner Blave, de treinta y seis años,
salió el 26 de octubre de 1936 de su casa en Tutor 3 para visitar como todos
los días a su marido, Joaquín Gutiérrez de Rubalcaba y Castañeda,
comandante de infantería, preso en la cárcel de mujeres de Ventas, en la calle
Marqués de Mondéjar, junto a la plaza de Manuel Becerra. A Pilar le
acompañó ese día su hermana Amalia, de veintisiete años, soltera. Ni sus
familias ni sus vecinos volvieron a saber nada de ellas desde entonces. El
marido fue asesinado una semana después, el 2 de noviembre, con una
expedición de presos masacrada en el cementerio de Aravaca. El matrimonio
dejó tres hijos de corta edad.
Una mujer llamada Palmira, inquilina de Alberto Aguilera 36, también
desapareció al ir a visitar a su marido, José Gutiérrez Palacios, a la cárcel de
Porlier. Cuatro días después de su desaparición, el 19 de noviembre, una
bomba de los sublevados destruyó su casa, demostrando cómo la guerra
jugaba con los madrileños a las cuatro esquinas.
José Galbis Rodríguez, de setenta años, ingeniero geógrafo, contó en 1939
que trató de averiguar el paradero de su hijo José Galbis Astier, de cuarenta y
un años, médico, nada más ser detenido a principios de noviembre en el

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domicilio familiar de O’Donnell 3. Escribió José Galbis en su declaración
jurada:
Que al conocer la detención de su hijo, entre las pesquisas que realizó para
encontrarle, fue a la Checa de Fomento, a la que llegó cuando su hijo era sacado de
ella e introducido en un automóvil que había ante la puerta. Que su hijo le manifestó
que le llevaban a Vaciamadrid, y al preguntar a uno de los que lo conducían si era
cierto, le contestó que sí y arrancó el coche.

El último cruce de miradas entre padre e hijo, unos segundos antes de que
se llevaran a matar a este, es una escena difícil de describir. Los verdugos no
habían mentido: el cadáver de José Galbis Astier apareció en Rivas
Vaciamadrid el 5 de noviembre. Fue uno de los cuatro vecinos de O’Donnell
3 asesinados en el verano y otoño de 1936.

La muerte en los comercios

Los llamamientos de las autoridades republicanas a favor del


restablecimiento de la normalidad tras el fracaso del golpe militar en Madrid
hacían hincapié en la obligatoriedad de la apertura de los comercios «sin
pretexto alguno» para devolverle su latido cotidiano a la ciudad. Sin embargo,
los comerciantes, dependientes y profesionales que abrían las tiendas y los
negocios no solo se exponían al robo y al saqueo por parte de las milicias,
como veremos en otro capítulo, sino también se arriesgaban a que aquel día
fuera el último de sus vidas.
Farmacias, tahonas, joyerías, vaquerías, ultramarinos, restaurantes,
carnicerías, tabernas, zapaterías, carbonerías, peluquerías, fontanerías,
bodegas o casquerías, cuya actividad daba a las calles el bullicio de los días
corrientes, quedaban de pronto mudos, apagados, cuando hombres armados
sacaban de su interior a dueños o empleados.
De todo ello hay un copioso reflejo en las declaraciones juradas de
porteros y vecinos en la posguerra, pero hay casos singularmente dramáticos,
como el de Manuel García Gómez, dependiente del estanco de Ronda de
Toledo 7, acribillado en plena calle, frente a su establecimiento, por una
decena de milicianos que le dispararon delante de numerosos vecinos y
transeúntes, a los que impidieron socorrerle mientras agonizaba diciendo,
según un testigo, que «al que se acercase le ocurriría lo mismo que a él».
Empleados de locales célebres de Madrid cayeron también bajo esta
marea de asesinatos del verano y otoño de 1936. Félix Palacios, cajero de la
famosa pastelería La Mallorquina, en la Puerta del Sol, fue asesinado el 14 de

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agosto después de ser detenido en su casa de San Mateo 6. Miguel Velázquez
Alcaide, camarero del mítico Café Gijón, residente en Libertad 3, desapareció
para siempre el 1 de septiembre. Federico Gurich, propietario de otro
establecimiento de fama en la época, como la pajarería de Cuchilleros 12, que
anunciaba en la prensa madrileña los canarios que traía de Alemania o
Bélgica, fue detenido el 22 de octubre y no se le volvió a ver con vida.
Eusebio Fernández Saiz, dueño de la pastelería La Montañesa, en la
popular calle de Atocha 73, fue artífice de una ingeniosa treta cuando cuatro
milicianos con fusiles se presentaron en su establecimiento el 22 de julio. Los
milicianos le sacaron de su tienda y le llevaron a registrar su domicilio, en la
misma casa que su pastelería, en busca de pruebas que pudieran incriminarlo
como «faccioso». Una vez dentro del portal, el pastelero pudo engañar a los
milicianos y meterlos en la casa de la portera haciéndoles creer que era la
suya. Al no encontrar nada en la casa de la portera, le pusieron en libertad
después de un breve interrogatorio. Del susto que se llevó, el pastelero tardó
tres meses en aparecer por la tienda, que dejó a cargo de un dependiente.
La violencia revolucionaria en Madrid se abatió sobre hombres y mujeres
de todas las profesiones, fuera cual fuera la condición o el lugar en que las
desempeñaran, como peligrosísimos enemigos que era imprescindible
liquidar. Entre las declaraciones juradas despuntan casos muy llamativos,
como el de las hermanas Carmen y María Luisa Fernández Aceituno, de
profesión modistas, que vivían en la calle Lombia 7, cuyos vecinos las daban
por asesinadas. El único testimonio que he encontrado en la prensa de la
época sobre estas modistas no posee significación política alguna: es la
inscripción por Carmen Fernández Aceituno de una de sus sobrinas en el
sorteo de juguetes que realizaba la emisora Unión Radio para los niños
madrileños.
En ilusiones infantiles era también experto Santos Camacho Ruiz, antiguo
encargado del zoológico del Retiro, desaparecido en noviembre de 1936,
según el testimonio de sus vecinos de Narváez 74. Como lo era asimismo
Antonio Orozco Miret, maestro municipal, destinado en el Colegio de San
Ildefonso, en la calle Alfonso VI 1, cuyos alumnos cantaban y siguen
cantando el «gordo» de Navidad. Detenido al salir del colegio a finales de
septiembre, su novia comunicó unos días después el hallazgo de su cadáver.
De ilusiones para todos los públicos sabía mucho Ramón Paz, dueño de
los cines Benavente y Maravillas, al que las milicias detuvieron en el primero
de sus establecimientos el 20 de agosto y al que no volvió a verse con vida. A
su colega José Pérez Franco, propietario del cine Olimpia, de la plaza de

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Lavapiés, lo detuvieron las milicias de la FAI en noviembre en su casa de
Santa Teresa 3. Fue conducido a la checa de Fomento, donde se le perdió la
pista. Su viuda denunciaría en la posguerra a un taquillero que se hizo
carabinero durante la contienda y con el que su marido había tenido un
enfrentamiento al descubrirse «que desfalcaba la caja vendiendo entradas por
su cuenta». El Cine Olimpia, hoy Teatro Valle-Inclán, sede del Centro
Dramático Nacional, fue incautado durante la guerra por la Confederación
Nacional del Trabajo (CNT).

Ajustes de cuentas

Es bien sabido que muchas denuncias en aquellos tiempos de sangre y


fuego se debieron a meros ajustes de cuentas personales, incluidas las
dinerarias. En las declaraciones juradas hay varios de estos casos, como el de
Miguel Chapaza, dueño de una tienda de radiadores en Viriato 27, detenido
en noviembre junto a su mujer, María Hita, en su casa de Fernández de los
Ríos 26. Le habían llevado preso una vez y ya en aquella primera ocasión,
después de ser puesto en libertad, confió a sus vecinos su sospecha de que le
había denunciado «un individuo que le debía algunos miles de pesetas». El
matrimonio fue asesinado, dejando una hija pequeña, Julia, que los vecinos
entregaron a su familia.
Los vecinos de Gregorio Nicolás Blanco, contable de treinta y tres años
que vivía en Fuencarral 129, sospecharon que la razón de su detención era
también «una deuda a favor del desaparecido». Fue detenido el 15 de octubre,
encarcelado en San Antón y después conducido a Alcalá de Henares el 21 de
noviembre con una expedición de presos «sin que desde tal fecha se haya
sabido más de él».
Las envidias profesionales también fueron motivo de denuncia. Manuel
Giménez Cristóbal, un fumista de treinta y nueve años con taller en Conde
Xiquena 11, debía de ser un buen profesional, quizás demasiado bueno a ojos
de la competencia. Después de que su marido desapareciera el 30 de octubre,
tras ser detenido por milicias socialistas en su propia tienda, delante de su hijo
Manuel, de catorce años, su viuda, Francisca Muñoz, reunió indicios para
señalar como responsables de su denuncia a los empleados de un taller de la
calle Marqués de Monasterio 5, a solo una manzana de distancia. El taller de
los sospechosos se dedicaba también a la reparación de calderas, estufas y
cocinas de carbón, como el de Giménez Cristóbal.

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El hecho de saberse denunciado en aquellas circunstancias de violencia
desatada equivalía a una condena a muerte para muchos. Vivir bajo aquella
losa de incertidumbre a veces podía ser insoportable. Martín Manso Arteaga,
empleado del Banco de España, se arrojó a las vías del Metro en la estación
de Goya el 8 de septiembre de 1936, como consecuencia de una denuncia,
según sus vecinos de Duque de Sexto 15.
Algunos presos comunes liberados de las cárceles aprovecharon la
marejada revolucionaria para ajustar también cuentas con los responsables de
su captura y condena o con los funcionarios de las prisiones donde habían
estado detenidos. Algunos se contentaban con meter entre rejas a quien les
había metido a ellos, como le sucedió al guardia civil Perfecto Pintado, que
fue detenido en su casa de Alonso Cano 63 por dos delincuentes a los que
había apresado.
Pintado tuvo la suerte de contarlo, pero otros no, como el guardia de
prisiones Luciano Martínez, que fue asesinado en plena calle el 28 de agosto
al salir de su casa de Toledo 66. El también funcionario de prisiones Ramón
Donallo, vecino de Galileo 6, fue detenido en la misma Cárcel Modelo donde
estaba destinado. Conducido a la cárcel de Ventas, fue puesto en libertad el 17
de octubre, pero su cadáver apareció al día siguiente en la cuneta de la
carretera de Zaragoza, en el término de Canillejas.
Al abogado y fiscal Francisco Delgado Iribarren, que había sido director
general de Prisiones en distintos momentos del gobierno republicano radical-
cedista, seguramente no le perdonaron haber sido el responsable máximo de
las cárceles cuando estuvieron en ellas los detenidos durante el golpe de
Estado revolucionario del PSOE y la UGT de octubre de 1934. Poco importó
a sus captores su celo humanitario en la mejora de las condiciones de los
penados, dedicación que no fue patrimonio exclusivo de su predecesora
radical-socialista Victoria Kent, siempre tan celebrada. Las milicias se lo
llevaron detenido el 8 de agosto de su casa de Marqués de Cubas 1. Su cuerpo
sin vida apareció al día siguiente en la Pradera de San Isidro, junto con otros
quince cadáveres.

La toma de La Montaña

El fracaso de la insurrección militar en Madrid y su provincia llevó, según


las notas publicadas el 21 de julio por la prensa, a la detención de un millar de
jefes y oficiales del ejército. Una contabilidad que parece excesiva si se tiene
en cuenta que en la capital y las localidades de su entorno había 6.700

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militares en esas fechas. Pero refleja bien el triunfalismo con que se celebró el
aplastamiento del golpe en la capital de España por las fuerzas leales al
gobierno. Triunfalismo que, paradójicamente, convivió con la idea de que en
Madrid seguía existiendo una grave amenaza golpista y que, por tanto, todo
militar, estuviera en activo, en la reserva o retirado, era sospechoso, incluidos
aquellos que se mostraron fieles al gobierno, a quienes se les calificaba de
«leales provisionales».
Sin duda, el episodio de la toma por las fuerzas y milicias leales del
Cuartel de la Montaña del Príncipe Pío, punto clave de la sublevación militar
en Madrid, signó el 20 de julio de 1936 el fracaso de los insurrectos en la
capital. El entusiasmo de los partidarios del gobierno y el régimen
republicanos se desbordó en aquella jornada por las calles, de lo que algún
vecino daría cuenta después a los vencedores señalando a los que participaron
de la alegría popular. Así, la portera Palmira Cantero González, gijonesa de
treinta y cinco años, fue denunciada por el único vecino de Travesía del Reloj
5 que firmó la declaración jurada, el agente policial José Gaspar Vicén,
porque «demostró ostensiblemente su júbilo ante los milicianos cuando
regresaban del Cuartel de la Montaña». No obstante, el vecino remarcaba en
favor de la portera que «su conducta ha sido buena, ya que todos los
inquilinos a excepción de dos éramos de derechas» y reconocía que «la llave
de mi piso ha quedado siempre en su poder y ha sido cuidado perfectamente».
La portera no fue procesada por los vencedores.

Los fugitivos del cuartel

La ejecución a sangre fría en el patio del acuartelamiento de 93 militares y


37 falangistas que habían depuesto las armas refleja la ira popular desatada
por el levantamiento militar. Pero, al mismo tiempo, el episodio dio lugar a
incontables actuaciones de madrileños de todas clases y condiciones para
proteger a los militares que se habían visto implicados, ya fuera voluntaria o
involuntariamente, en la sublevación en el cuartel. Fueron varios porteros los
que, en sus declaraciones juradas ante los vencedores, dijeron haber puesto a
salvo a huidos del Cuartel de la Montaña para demostrar de este modo su
afección a la causa «nacional» o al menos probar su actuación humanitaria.
Así lo hizo Justo Bolaño, viejo portero de Españoleto 26, que afirmó
haber escondido la noche del 20 de julio a un falangista defensor del cuartel,
Fermín Galán. Cesárea Díaz Jiménez, portera de San Bernardino 18, tuvo
ocultos también en su casa, durante varios meses, a los hermanos Alfonso y

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Hernando Martín Calvario, falangistas huidos del acuartelamiento vecino a la
plaza de España.
«Salvó al segundo de ser asesinado —señalaba la portera Cesárea Díaz en
su declaración— el día de su salida del Cuartel de la Montaña diciendo que
era soldado y se hallaba prestando servicio en el mismo, sabiendo que no era
así».
La anciana portera de Benito Gutiérrez 9, Engracia Antón Torija, de
setenta y ocho años, recibió elogios de sus inquilinos por su «intachable
conducta en favor de los vecinos, amparándolos con gran entereza en los
momentos de opresión o en los raids de los agentes rojos a la casa», lo que le
costó «ser amenazada varias veces si seguía ocultando a personas
perseguidas». Entre sus protegidos figuraron dos huidos del Cuartel de la
Montaña, Mariano de la Torre y Ramón Fernández, a quienes ayudó a
ocultarse. Ramón Fernández logró pasarse a la zona franquista y, una vez
terminada la guerra, desempeñó el cargo de concejal del Ayuntamiento de
Madrid y delegado provincial de Transportes.
La portera del número 34 de la céntrica calle del Carmen, Benita Milo
Gamboa, tuvo escondido en su casa hasta el final de la guerra al brigada de
ingenieros Amado Martínez Naranjo, superviviente del Cuartel de la
Montaña. Por si no fuera bastante el riesgo que corría con ello, también
acogió a dos cabos de zapadores, Juan José Sánchez Gómez y José Antonio
Dolores Martín, y al soldado Alfonso Baquero González, que después se
pasaron a la zona franquista.
Varias son también las declaraciones juradas que hacen constar la muerte
de algún vecino en el episodio del Cuartel de la Montaña, como si con ello
quisieran darle un timbre de honor a la casa ante los vencedores. Así sucede
con Carlos García Santacruz, que vivía en el número 1 de la plaza de Isabel II,
el cual había caído en el cuartel, según la declaración de los vecinos. Su
padre, Diego García Loinaz, militar retirado, fue asesinado en El Escorial un
mes más tarde.

Un holocausto familiar

Pocos sucesos relacionados con la toma del Cuartel de la Montaña son tan
estremecedores como el que recogieron los vecinos del número 5 de la Puerta
del Sol. Allí se escondió el capitán de zapadores Néstor Renedo López, que
había participado en la sublevación del cuartel, del que pudo escapar
disfrazado de soldado. La razón por la que eligió esa casa fue porque allí vivía

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su prometida, Luz Álvarez Villanueva, de veintiséis años. Después pudo
refugiarse en la embajada de Guatemala para más tarde, en 1938, pasar a la
zona «nacional».
Lo que el capitán Renedo no pudo imaginar nunca es la cruel venganza
que se abatiría sobre sus seres queridos. El 30 de noviembre de 1936 fueron
detenidos en Puerta del Sol 5 su prometida Luz y su hermano Salvador
Renedo López, de diecinueve años, estudiante, que se encontraba escondido
también en la casa. El día anterior habían sido detenidas en su domicilio
familiar de Guzmán el Bueno 17 su madre, Laura López Jáuregui, y su
hermana Isabel, y dos días después prendieron a otra hermana, Laura, de
quince años, que era sordomuda, a la que fueron a buscar a requerimiento de
su madre. La niña, a la que llamaban cariñosamente «Cuca», había quedado al
cuidado de la portera, Isabel Olivera Gordillo, quien la entregó a los
milicianos por temor a sufrir alguna represalia si no lo hacía.
La madre y los tres hermanos del capitán Renedo, junto a su novia Luz,
permanecieron presos en el Palacio Nacional, como se llamaba entonces al
Palacio Real, en cuyos sótanos estaban recluidos de forma clandestina unos
800 detenidos, según una denuncia del cónsul noruego Félix Schlayer
recogida por la Cruz Roja Internacional, lo que lo convertía en una de las
mayores checas de Madrid. Además, allí tenía la «columna Mangada» su
cuartel general.
Presentados ante un tribunal revolucionario en el mismo Palacio Nacional,
se tomó la decisión de que todos los seres queridos del capitán Renedo fueran
asesinados, lo que se produjo días después. Según la declaración a los
vencedores de uno de los incriminados, Luz Álvarez Villanueva fue violada
antes de su muerte.
Después de la guerra se acusó como delator de la madre, los tres
hermanos y la novia del capitán Renedo a Salvador Párraga González, de
treinta y dos años, de profesión ferroviario afiliado a UGT. La particularidad
del caso es que Párraga era cuñado de los Renedo López, pues estaba casado
con su hermana Conchita. Detenido el 13 de abril de 1939 por los vencedores,
Párraga fue procesado por la muerte de sus familiares políticos.
Según su declaración, Párraga se afilió en octubre de 1936 al PCE y ese
mismo mes se incorporó como voluntario de la «columna Mangada» junto
con dos de sus hermanos, Juan y Manuel. En noviembre fue destinado a la
Casa de Campo, de donde dijo haber salido huyendo el día 7 al aproximarse
las tropas sublevadas, desbandada que se encargaron de contener las fuerzas
del capitán Felipe Marcos García-Redondo, del cuerpo de Asalto.

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Al ordenarse que las fuerzas que habían protagonizado la retirada se
concentrasen en el Palacio Nacional, Párraga comenzó una estrecha relación
con García-Redondo, que resultó ser uno de los responsables de «Los Linces
de la República», una facción de guardias de Asalto dedicados a la «limpieza»
de la retaguardia a las órdenes directas del director general de Seguridad,
Manuel Muñoz. «Los Linces» tenían su checa y su «tribunal» en el
acuartelamiento de las fuerzas de Mangada.
Fue entonces cuando, según la versión de Párraga, el capitán García-
Redondo le preguntó por su familia política, diciéndole a continuación que los
tenía detenidos en los sótanos y que le permitiría verlos, extremo con el que
Párraga intentaba demostrar que él no había tenido que ver con la denuncia de
sus parientes. Además, confirmó que visitó a su suegra y sus cuñados en las
dependencias del Palacio Nacional donde estaban detenidos, dado que servía
allí como camarero del comedor de oficiales de la «columna Mangada», pero
les aseguró que no podía hacer nada por ellos porque le comprometía. Su
mujer testificó en el proceso franquista asegurando que su marido «es
inocente de todo».
Párraga terminó denunciando a su hermano Miguel como el autor de la
delación contra los Renedo. Sin embargo, no le ayudó mucho en su descargo
el haber afirmado en una carta a un amigo que sus familiares políticos eran
«fascistas», ni haber asegurado en otra misiva que lo de denunciar «lo haría
hasta con mi padre». «Yo creo que primero es la causa, aunque la causa creáis
que no merece sacrificios familiares», escribió a continuación.
Felipe Marcos García-Redondo, de cuarenta y un años, natural de
Aranjuez, mantuvo dos versiones diferentes en su procesamiento por los
franquistas: en una reconoció que fue él mismo quien denunció a los Renedo
y en otra afirmó que lo hizo Párraga. Según esta última declaración, el 13 de
noviembre fue herido en la pierna izquierda por metralla en los combates del
Puente de los Franceses. Ingresado en un hospital de la calle Almagro,
Párraga le fue a visitar para denunciar a su familia política, y como «le hiciese
observar lo extraño y reprobable de su conducta al denunciar a su propia
familia, el Párraga insistió en su denuncia y agregó que por ser el único
izquierdista de la familia la (sic) profesaban profunda aversión».
Ante la insistencia de Párraga, García-Redondo le dijo que fuera al
Palacio Nacional y que cursara denuncia ante el capitán Juan Tomás
Estelrich, militar, considerado el máximo responsable del grupo de «Los
Linces». A los pocos días, García-Redondo aprovechó un permiso del
hospital para acudir al Palacio Nacional y se enteró de que los Renedo habían

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sido asesinados. Según su testimonio, el estado mayor de Mangada abrió
diligencias para aclarar lo sucedido, con un capitán de milicias como juez, en
las que él mismo declaró, aunque «a pesar de ello, no pasó nada».
García-Redondo y Párraga fueron condenados a muerte el 17 de mayo de
1943. El primero fue fusilado el 21 de enero de 1944 en el cementerio de La
Almudena, mientras que al segundo se le conmutó la pena capital por la de
treinta años. Párraga salió de la prisión en libertad condicional en 1951.
A su hermano Juan le impusieron también treinta años de cárcel, mientras
que a Manuel lo condenaron a doce años y un día, aunque pronto tuvo que
pasar a un hospital psiquiátrico por enfermedad mental. A la portera de la
casa de los Renedo, Isabel Olivera Gordillo, la condenaron a doce años y un
día de cárcel por entregar a los milicianos a la niña sordomuda, «Cuca»,
asesinada después con su madre y sus hermanos.
La desgracia de la familia Renedo López había tenido otro episodio
anterior. A otro hermano, Fernando, de diecinueve años, lo detuvieron el 25
de septiembre de 1936 en el domicilio familiar de Guzmán el Bueno 17. Lo
apresaron cuatro milicianos, acompañados por el portero de Andrés Mellado
17, al que apodaban «el Porterín». Conducido al Radio Comunista de la calle
Princesa 27, fue trasladado a la checa de Fomento. De allí lo sacaron seis
milicianos en un coche, maniatado, hasta la carretera de Puerta de Hierro,
donde le dispararon cinco tiros, dejándolo gravemente herido. Un guarda del
Parque del Oeste le socorrió y le condujo al Equipo Quirúrgico de Centro, en
la calle Navas de Tolosa 10, hoy centro de salud municipal, de donde lo
trasladaron a la enfermería de la Cárcel Modelo. Fernando fue evacuado a
Porlier y allí puesto en libertad, refugiándose en la embajada de Guatemala
como su hermano Néstor, aunque él permaneció en ella hasta el final de la
guerra.
El caso de los Renedo López no terminó allí. Florentina Villanueva Viejo,
en cuya casa de Puerta del Sol 5 fueron detenidas su hija Luz Álvarez
Villanueva y Salvador Renedo López, el hermano de su futuro yerno, señaló a
la policía franquista en mayo de 1939 como denunciante a su criada, María
Cruz Téllez García, de veinticinco años, natural de Alcalá de Henares. Según
la denuncia, la criada les amenazó diciendo «que eran unos fascistas a los que
había que fusilar» y fue la que abrió la puerta a los milicianos que llevaron a
cabo las detenciones. María Téllez se despidió sin causa justificada dos o tres
días después, llevándose sin permiso ropa de cama y de vestir. La dueña de la
casa aseguró también que la criada tenía un novio que lideraba a las milicias
de «Los Linces de la República», llamado Pedro Vázquez Escolano, capitán

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de Asalto, del que decía que había asesinado a dos primos suyos guardias
civiles.
La criada, hija de un ferroviario de MZA que se decía amigo de Francisco
Largo Caballero, negó que hubiera visto a Néstor Renedo López escondido en
la casa el 20 de julio y declaró que no conocía a los milicianos, que ignoraba
que su novio fuera jefe de una checa y que no robó nada. Afiliada a UGT en
1938 por «ser requisito para poder trabajar para vivir», después de despedirse
de la casa de los Álvarez Villanueva trabajó como sastra en un taller «porque
debía alimentar a seis hermanos». El consejo de guerra no dio por probado
que interviniera en la desaparición de Luz Villanueva y de Salvador Renedo
López, pero sí que «hacía manifestaciones exaltando el marxismo y en contra
del Glorioso Movimiento Nacional». Fue condenada el 5 de febrero de 1940 a
seis años y un día de prisión por excitación a la rebelión. La pena le fue
conmutada a tres años en julio de 1943.

Fusilados en la camilla

En Hortaleza 61, portero y vecinos consignaron el asesinato del inquilino


José María Gorozarri Puente, teniente de ingenieros, de veintisiete años, que
se sumó a la sublevación en el Cuartel de la Montaña a pesar de que estaba de
permiso desde el día 15 de julio. Según la denuncia de su hermano Carlos,
también militar, José María fue uno de los más de un centenar de fusilados en
el patio después de la rendición del cuartel, pero cuando lo llevaban a enterrar
se descubrió que estaba aún con vida, por lo que fue traslado al hospital del
Buen Suceso primero y al Hospital Militar de Carabanchel dos días después.
El 28 de julio unas milicias de Puente de Toledo sacaron a José María
Gorozarri del hospital de Carabanchel en camilla, al igual que a otros dos
oficiales, con el pretexto de conducirlos a la nueva cárcel habilitada en las
Escuelas Pías de San Antón, en la calle Hortaleza. Transportados en una
ambulancia de Cruz Roja, en el trayecto fueron escoltados por un camión de
guardias de Asalto que, sin embargo, al llegar al Puente de Toledo abandonó
la comitiva, dejando a la ambulancia sola con los milicianos. Conducidos a la
Pradera de San Isidro, los tres oficiales fueron fusilados en sus camillas. Sus
cadáveres fueron llevados por la misma ambulancia de Cruz Roja al
cementerio del Este.
Según la familia de Gorozarri, la noticia de estas ejecuciones escandalizó
al cuerpo diplomático de tal modo que, en octubre siguiente, unos agentes de
policía conminaron a la madre del militar, Dolores Puente Hervías, a que

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firmara una declaración para favorecer al gobierno, asegurando que su hijo
fue muerto en el asalto al Cuartel de la Montaña. La madre declaró después de
la guerra que firmó esa declaración por miedo «a las consecuencias que
pudiera tener su negativa».
También escapó del Cuartel de la Montaña el falangista Julio Romero
García-Quevedo, de dieciocho años. Fue detenido el 28 de julio en una casa
de Claudio Coello 35 donde se hallaba escondido. Con él fue también
apresada la familia Montojo, que le había dado refugio. La familia fue puesta
en libertad, pero no así Julio Romero, que sería finalmente asesinado, según la
denuncia de su padre, José Romero Araoz, coronel mutilado de guerra. Esta
familia, vecina de O’Donnell 25, había perdido a otro hijo también asesinado:
José, de veintitrés años, alumno de la Escuela de Ingenieros Agrónomos.
Según la denuncia de Romero Araoz, a su hijo Julio lo denunció la
cocinera de los Montojo, Mercedes Hernando, que fue procesada en rebeldía
por los franquistas. Su causa fue archivada al no haberse dado con su
paradero.
También fue implicado en el caso el portero de O’Donnell 25, donde
vivían los Romero: Manuel Fernández Zamorano, de sesenta y siete años,
viudo, natural de Villafáfila (Valladolid). Los vecinos lo consideraban como
«delator» y «extremista», asegurando que amenazaba con que «se iban a
hacer collares con las orejas de los fascistas que había en la casa». El propio
coronel Romero Araoz vio una ficha de la policía «roja» en la que su portero
le «acusaba de derechista, católico y leer el ABC».
El portero fue condenado el 29 de abril de 1939 a treinta años y un día de
cárcel por adhesión a la rebelión. En julio de 1941 se le concedió la libertad
condicional con destierro en Valencia, ciudad donde falleció el 28 de febrero
de 1942, acogido en una casa de una organización de beneficencia, la
Asociación Valenciana de Caridad.

Franco y Mola, asaltados

En las semanas siguientes al golpe militar se produjeron en las


propiedades de los más destacados militares insurrectos numerosos registros y
saqueos, una parte de los cuales conocemos por las declaraciones juradas de
porteros y vecinos.
La vivienda del general Francisco Franco en Jorge Juan 16 fue registrada
a mediados de agosto de 1936 por la «Escuadrilla del Amanecer», que
encontró «algunas banderas monárquicas, libros fascistas, retratos con

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dedicatorias recientes de Primo de Rivera, documentos y correspondencia
importante relacionada con el movimiento subversivo», según la nota
difundida por la prensa. Además, se intervino un arsenal «con un fusil
ametrallador, varios fusiles ordinarios, pistolas y municiones». No consta en
la documentación consultada la declaración jurada de porteros y vecinos de
esta finca.
Los saqueos también afectaron a las propiedades de la familia de Franco.
La vivienda de su padre, Nicolás Franco Salgado-Araújo, en el entresuelo
izquierda de la calle Fuencarral 47, fue minuciosamente registrada el día 27
del mismo agosto por tres personas que se identificaron ante la portera como
miembros de «Servicios Especiales» del Ministerio de la Guerra. En
noviembre volvieron otras personas y vaciaron el piso de ropa. El 29 de
diciembre, siempre según la portera, se llevaron colchones, mantas y
almohadas. La casa de Nicolás Franco, hermano del dictador, que vivía en el
principal A de Alcalá 181, fue también desvalijada, en este caso por la CNT,
aunque su sirvienta pudo conservar en su poder varios objetos.
El piso de la calle Miguel Ángel 20 del que era dueño el general Emilio
Mola, conocido como «El Director» por su papel dirigente en la conspiración,
fue incautado por las milicias comunistas del Radio Norte. La casa en Arenal
20 del jefe de la rebelión en Madrid, el general Joaquín Fanjul, fue saqueada,
aunque se desconoce si fue antes o después de su fusilamiento en la Modelo
el 17 de agosto. El piso bajo izquierda en López de Hoyos 11, propiedad del
general Andrés Saliquet, jefe de la sublevación en Valladolid, fue asaltado por
unas milicias que entraron por una ventana, saliendo con varios objetos y
bastones de mando. El piso fue ocupado luego por evacuados que, según la
declaración de los vecinos, hicieron fuego con muebles y otros enseres.
También fue saqueado el piso segundo izquierda de Serrano 40 del que era
dueño el general Francisco Gómez Jordana, que en 1938 sería nombrado
ministro de Asuntos Exteriores por Franco.
Tampoco se libró del asalto la vivienda del general José Enrique Varela,
en el entresuelo derecha de Galileo 31, en Chamberí, saqueada en septiembre
de 1936 por milicias comunistas del Puente de Segovia ante el numeroso
público que se agolpaba en la calle atraído por la curiosidad. Las milicias se
llevaron la mayor parte de los muebles en una camioneta, y del resto se hizo
cargo la hija de la portera, que lo entregó al administrador al día siguiente de
terminar la guerra.
La portera de Apodaca 25, Genoveva Olazábal, viuda de un portero
afiliado a la UGT desde mayo de 1934, se meritaba ante los vencedores en su

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declaración jurada de haber protegido al principio de la guerra a la madre del
general José Millán Astray, fundador de la Legión. La madre del que sería
responsable de la propaganda de los sublevados estaba hospedada en el piso
que allí tenía su hija María, casada con el coronel Alfredo Guedea Lozano.
María y su hija Elvira estuvieron detenidas desde el 23 de agosto de 1936 en
la checa de Bellas Artes y otras cárceles, hasta su liberación un año y medio
después, según la declaración de la portera.
Después del golpe militar, en aquel verano de calor sofocante y sol
cegador, camisas blancas y alpargatas, pistolas y fusiles, sudor y moscas, la
imparable ansia de matar no había hecho más que empezar. Madrid sería
solamente uno de los rompeolas donde batía la marea de sangre que anegaba
toda España.

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2.

¡A PASEO!

E l nombre del cartero Pedro Rodríguez Gallardo apareció publicado el 2


de septiembre de 1936 en la Gaceta de Madrid, el diario oficial del
Estado, dentro una lista de decenas de carteros urbanos cesados por el
ministro de Comunicaciones, Bernardo Giner de los Ríos, por considerarlos
implicados en el golpe o desafectos al régimen. A las veinticuatro horas de
aparecer su nombre en el diario oficial, Rodríguez Gallardo fue detenido y no
se volvió a saber de él, según la declaración jurada de la portera de su casa en
la calle Amparo 27. Los franquistas le abrieron expediente de depuración
después de la contienda, pero dictaron el sobreseimiento en 1944 al
constatarse su asesinato en el verano de 1936.
El también cartero José Núñez Tobajas fue declarado cesante en la Gaceta
de Madrid del 8 de agosto de 1936 como golpista o desafecto. Ya había sido
señalado después del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero
de 1936 cuando se le destinó a Martos (Jaén) «como castigo por su
significación derechista», dado que era afiliado al Partido Republicano
Radical. Una vez cesado en agosto de 1936, Núñez Tobajas volvió con su
familia a Madrid, donde atendió un quiosco de refrescos que regentaba en la
glorieta de Atocha, frente al Palacio de Fomento. Allí fue detenido por unos
milicianos el 21 de agosto, trece días después de aparecer su nombre en el
diario oficial. Sus vecinos de la calle Tres Peces 3 denunciaron su
desaparición. En la posguerra, el Ministerio de Gobernación franquista le
abrió expediente de depuración, si bien el 21 de junio de 1941 se notificó al
instructor del expediente que este cartero había sido asesinado por los
«rojos», aunque se desconocía la fecha. Su viuda, Ángeles Pérez Muñoz,
confirmó su desaparición.
Casualidad o no, el hecho es que estos dos carteros fueron asesinados días
después de aparecer su nombre en la Gaceta de Madrid como cesantes por

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desafectos o golpistas. Que el gobierno echara con estos anuncios más leña al
fuego de la violencia desatada en las primeras semanas del conflicto es una
cuestión que merece una atención mayor de la que se la ha concedido hasta
ahora, sobre todo en una ciudad como Madrid, que concentraba una buena
parte del aparato ministerial.
Más allá de los casos en los que los cesantes hubieran sido asesinados
después de figurar su nombre en la Gaceta de Madrid, el hecho revela el
justificado terror vivido por tantos empleados públicos y sus familias después
de que aquellos fuesen señalados por desafectos, motivadamente o no, por el
propio gobierno en las páginas del mismísimo diario oficial del Estado, con su
posterior eco en la prensa.
El 21 de julio de 1936 el gobierno de José Giral había aprobado un
decreto que establecía el cese de todos los empleados públicos que hubieran
participado «en el movimiento subversivo o fueran notoriamente enemigos
del régimen». Para que no quedara duda, la disposición se completaba diez
días después con un nuevo decreto que determinaba también su cese «en
cualquier otro cargo que pudieran desempeñar en otros organismos oficiales o
en compañías arrendatarias de monopolios o servicios públicos».
Las órdenes de depuración se extendieron el 2 de agosto a todos los
empleados provinciales y municipales, así como de las empresas
administradoras o concesionarias de servicios municipales o de las
diputaciones provinciales. Además, en evitación de falsas denuncias entre
funcionarios, se dispuso que las vacantes de los separados del servicio «no
producirán corrida en las escalas y plantillas a que los interesados
pertenezcan».
Que todo ello se hiciera sin la incoación del correspondiente expediente
en el que los afectados pudieran tener la oportunidad de defenderse de tan
graves imputaciones refuerza la arbitrariedad y temeridad de la medida del
gobierno de Giral. Arbitrariedad y temeridad advertidas incluso por el
siguiente gabinete del socialista Francisco Largo Caballero, que se encargará
de enmendarlas en lo posible con una nueva disposición relativa a la
depuración preventiva de todos los empleados públicos, sujeta al menos a
cierto procedimiento contradictorio.
En lo que restaba de julio y en los meses de agosto y septiembre, la
Gaceta de Madrid publicó, en virtud del decreto del 21 de julio, continuos
decretos y órdenes con las cesantías de personal de los distintos ministerios
civiles y militares: Agricultura, Comunicaciones y Marina Mercante, Estado,
Gobernación, Guerra, Industria y Comercio, Instrucción Pública y Bellas

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Artes, Justicia, Marina, Obras Públicas, Presidencia o Trabajo, Sanidad y
Previsión.
Los anuncios no distinguían si a los funcionarios se les apartaba por haber
participado directamente en el golpe o por el mero hecho de considerarlos
desafectos. Esos decretos y órdenes publicados en la Gaceta de Madrid
incluyeron centenares de nombres, de catedráticos a ingenieros, de maestros a
carteros, de médicos a policías, de diplomáticos a jueces. En algunos casos los
decretos eran citados literalmente, con la lista de cesantes, por los periódicos
de Madrid, lo que contribuía a su mayor amplificación.
El gobierno de José Giral actuaba con plena legitimidad al activar todos
los resortes disponibles en contra del alzamiento y sus partidarios, aunque ello
comportara medidas que ayudaban directamente a la revolución en su
propósito de desmantelamiento del Estado, como ocurría con el cese de miles
de funcionarios. Tampoco escapa a nadie la irresponsabilidad que significaba
dar difusión, en el clima de violencia que se vivía en Madrid y en el resto de
las capitales de provincias bajo su dominio, a las identidades de quienes,
arbitrariamente, sin procedimiento ni expediente alguno, el gobierno había
identificado como enemigos. Irresponsabilidad que se agravaba ante la
existencia en algunos departamentos ministeriales de comités dedicados
exclusivamente a la detención y asesinato de sus funcionarios, como el que
lideraba en Obras Públicas el abogado Federico Manzano, que tenía su propia
checa en la plaza de Colón 3. No es descartable que los propios comités
señalaran a los funcionarios que debían ser depurados para después ir a
detenerlos.
«Todos los ministros están realizando una labor incesante de depuración y
de republicanización de todos los organismos del Estado», informaba El Sol
el día 1 de agosto de 1936 recogiendo las novedades del Consejo de
Ministros. En aquellos días algunos ministros hablaron ante la prensa de
«desmoche» y «gran poda» de funcionarios, como hizo el titular de Estado,
Augusto Barcia.
El diario Libertad, en un editorial titulado «La republicanización del
Estado», aseguraba abiertamente que la sublevación había dado la
oportunidad de proceder a la depuración de funcionarios, largamente
demandada desde la proclamación de la República:
Como todo el mundo, veíamos emboscada gran parte de la burocracia, cuyos
antecedentes la calificaban de enemiga del régimen. Y no era un secreto para nadie
que a la sombra de la nómina se conspiraba contra la República.

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Uno de los periódicos más combativos en el asunto de las cesantías fue
Informaciones, que dedicó durísimos artículos a los ministros de Gobernación
y Hacienda por lo que consideraban lentitud en el proceso de depuración. El
periódico llegó a señalar en sus páginas los nombres de funcionarios que, en
su opinión, debían haber sido cesados fulminantemente, poniéndolos también
en la diana de los comités del Frente Popular en los ministerios, como fue el
caso del jefe de personal del Ministerio de Hacienda, Francisco Villa,
considerado un «emboscado» e identificado como secretario del antiguo jefe
de Gobierno derechista Joaquín Chapaprieta. Por lo que se refiere a
Gobernación, el diario denunciaba que estaba lleno de «monárquicos y
vaticanistas».

Muñoz Seca, en la diana

La primera cesantía aprobada por el gobierno de Giral en virtud del


decreto del 21 de julio fue la del escritor Pedro Muñoz Seca y Cesari como
jefe superior de Administración del Cuerpo Técnico de Seguros, en el
Ministerio de Hacienda. El decreto aprobado en exclusiva contra Muñoz Seca
lo firmó el presidente Manuel Azaña el 23 de julio y se publicó en la Gaceta
de Madrid el día 24.
«Se empieza a aplicar el decreto para expulsar a los funcionarios
desafectos al régimen, y se empieza con el Sr. Muñoz Seca», rezó al día
siguiente un titular del periódico El Liberal. Titular que confirmaba el
propósito de utilizar el diario oficial como una suerte de cartel de «se busca»
para todos los considerados enemigos del régimen, empezando por el
reconocido dramaturgo, al que los frentepopulistas «tenían especial inquina
porque se reía de ellos», en palabras de su nieto Borja Cardelús Muñoz-Seca.
El autor de Los extremeños se tocan fue detenido en Barcelona el día 29
de julio, cinco días después de su señalamiento oficial como desafecto en el
boletín estatal. Su prendimiento tuvo lugar en la plaza de Cataluña, «mientras
paseaba en mangas de camisa, quizá por el calor», según informó la prensa
gubernamental. Trasladado a Madrid, ingresó en los calabozos de la DGS el 5
de agosto para, según apuntaba el diario Informaciones, «responder de sus
andanzas políticas, aunque debiera responder también de las literarias…».
El popular dramaturgo, cuya obra teatral La venganza de don Mendo es la
más representada en castellano después de Don Juan Tenorio, sería asesinado
cuatro meses después, el 28 de noviembre, con una de las expediciones de
presos de la cárcel de San Antón conducida a Paracuellos del Jarama.

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En su casa de Velázquez 57, donde vivía en el piso tercero derecha, los
vecinos hicieron constar en 1939 en su declaración ante el juzgado militar de
Buenavista las siguientes noticias de Muñoz Seca, sin mención alguna a su
asesinato en Paracuellos, destino que parecían desconocer:
Fue detenido en Barcelona a fines de julio o primero de agosto de 1936 y trasladado
a la cárcel de San Antón de Madrid de donde lo sacaron el 27 de noviembre del
mismo año desde cuya fecha no se ha tenido ninguna noticia de su posible paradero,
por lo que se teme fuese asesinado.

Según su portero, Aureliano Gil Batalla, de treinta y tres años, natural de


Membrio (Cáceres), en la finca donde vivía Muñoz Seca constaban también
como «desaparecidos y supuestos asesinados» los vecinos Alfonso Morante
Sancho, capitán de corbeta, este en una saca como el dramaturgo, pero de la
cárcel de Porlier; Carlos del Castillo y Yurrita, que formó parte del equipo
olímpico español de hockey; José Rodríguez Acosta y Manuel Amor Estrada,
este último administrador de la finca, propiedad del conde de Gamazo. Cinco
pisos de la finca fueron incautados por milicias y policías, y la totalidad de
ellos saqueados.

Funcionarios bajo sospecha

A otros funcionarios, en cambio, los milicianos les impidieron conocer su


cese. El maestro nacional Antonio Ortega Sánchez salió el 2 de septiembre de
su casa del paseo de las Delicias 33, y ya no volvió nunca más. Sus vecinos
supieron que había sido asesinado ese mismo día en el cementerio de
Aravaca. Tres semanas después del crimen, el ministro de Instrucción
Pública, el comunista Jesús Hernández Tomás, firmaba su cese por golpista o
desafecto junto con el de otra veintena de maestros nacionales. En esta
ocasión, los verdugos se habían adelantado a la burocracia.
Es evidente que las milicias entregadas al crimen no necesitaban
desayunarse a diario con la Gaceta de Madrid para elegir a sus objetivos. José
María Bosch Oppenheimer, oficial de la sección de Minas del Ministerio de
Industria y Comercio, fue cesado por decreto el 26 de julio junto con decenas
de ingenieros y técnicos de su campo de toda España, en la más madrugadora
de estas cesantías colectivas con nombres y apellidos. El decreto apareció
íntegramente reproducido en varios diarios madrileños unos días después. Sin
embargo, el ingeniero Bosch, detenido en su domicilio de Antonio Maura 14,
no fue asesinado hasta dos meses más tarde, el 28 de septiembre, en el
kilómetro 7 de la carretera de Vallecas. Dejó viuda y siete hijos.

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La Gaceta de Madrid podría incluso haber salvado la vida de algunas
víctimas, como pudo ser el caso de Salvador Alarcón Horcas, magistrado del
Tribunal Supremo. Se encontraba en casa de un amigo, Enrique Puertos
Fernández, en la calle Fúcar 3, cuando fueron detenidos en un registro
realizado por varios milicianos y guardias de Asalto. El cadáver del
magistrado apareció en el Depósito Judicial de la vecina calle Santa Isabel. Lo
que sus asesinos ignoraron seguramente es que, tres días después del crimen,
la Gaceta de Madrid publicó el nombre del magistrado Salvador Alarcón en la
lista de empleados del Tribunal Supremo que habían realizado un donativo a
la Junta Central de Socorros, que recolectaba fondos para asistir a las familias
de los caídos en defensa de la República. El donativo del magistrado ascendía
a 63,55 pesetas, una prueba más, la última, de su reconocida pero inútil
lealtad republicana. Fueran o no para simular dicha lealtad, estos gestos no
tenían ningún valor ante quienes ya habían condenado a sus víctimas de
antemano.
Otro funcionario judicial, Gabriel de la Escosura Ballarín, que había sido
fiscal de la Audiencia Nacional, apareció en agosto de 1936 en la Gaceta de
Madrid por otro motivo muy diferente. Se trataba de su jubilación como
magistrado, pues había cumplido setenta años. El viejo fiscal apenas pudo
disfrutar unos meses de su retiro: el 16 de noviembre se lo llevaron detenido
de su casa del paseo del Prado 46 para asesinarlo.
A Antonio Fernández de Prada y San Martín, joven oficial de primera del
Ministerio de Agricultura, se le suspendió de empleo y sueldo en septiembre
de 1936 por ausencia, «sin causa que lo justifique», de su puesto en la
Sección de Caballos Sementales de Alcalá de Henares (Madrid). La causa, sin
embargo, era más que justificada: había sido detenido en su casa de Serrano
54 un mes antes, el 19 de agosto, para ser asesinado ese mismo día en el
kilómetro 10 de la carretera de Vallecas junto a su padre, Manuel Fernández
de Prada y Gazco, y sus hermanos José y Francisco. En la casa de los
Fernández de Prada no había quedado con vida ningún varón que pudiera
justificar ni su propia ausencia ni la de los demás.
El nuevo gobierno de Largo Caballero decidió finalmente unificar el 27 de
septiembre de 1936 los procedimientos para la depuración en los ministerios,
con una fórmula mediante la cual todos los empleados públicos, a excepción
de los pertenecientes a instituciones y cuerpos armados, quedaran «suspensos
en todos sus derechos». El decreto establecía que los funcionarios que
desearan reintegrarse a sus puestos y categorías lo solicitaran al ministro
correspondiente en el plazo de un mes, «mediante instancia acompañada de

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un cuestionario debidamente contestado». A la vista de la instancia, el
ministro decidiría si admitir su reincorporación, su pase a disponible
gubernativo, su jubilación forzosa o su separación definitiva del servicio.
Hasta que no se adoptara cualquiera de estas resoluciones, los funcionarios
continuarían desempeñando sus servicios y percibiendo sus haberes.
Sin duda, Largo Caballero puso coto a la arbitrariedad del decreto del 21
de julio anterior, pero hubo funcionarios que ya no tuvieron la oportunidad de
someterse al procedimiento de depuración reglado del nuevo gobierno,
mientras que otros, pese a tenerla, se sumarían de igual modo que los
anteriores al recuento de víctimas en aquellos días sangrientos del verano y
otoño de 1936.

El «delito» de no hacer huelga en 1934

La prensa madrileña recogió el 25 de julio de 1936 una instrucción del


Ministerio de Gobernación indicando que «nadie podrá ser detenido por las
fuerzas al servicio del Gobierno ni por ciudadano alguno, siempre que
acredite debidamente su personalidad, bien mediante las cédulas o por
cualquier otro documento personal expedido por la casa donde el interesado
preste sus servicios, ministerios o entidades oficiales». La nota oficial añadía
que «por lo tanto, para circular libremente por las calles de Madrid no se
precisará carnet político o sindical, sino la documentación a que se acaba de
aludir».
Sin duda, la instrucción de Gobernación respondía a una realidad, también
reflejada en la documentación que estamos estudiando. Según denuncia de su
viuda, Catalina Sancho, vecina de la calle Oso 6, no estar afiliado a ninguna
organización del Frente Popular le costó la vida a su marido, Juan Hurtado,
dependiente de un comercio de tejidos de la calle Toledo 81. Hurtado fue
detenido por milicianos de la CNT-FAI a la salida del frontón Chiki Jai; en
Aduana 19, por no presentar ningún tipo de carné político ni sindical. No se
supo nunca más de él.
Situaciones como esta produjeron en pocos meses una multiplicación de
afiliaciones, sobre todo a los sindicatos, que de ningún modo respondía al
fervor ideológico en todos los nuevos asociados. De hecho, como señala el
profesor Roberto Villa en su esclarecedora obra 1917, la sindicación en
España venía siendo desde hacía lustros una cuestión pragmática en la
mayoría de los casos para obtener mejores condiciones laborales, no por
convicciones revolucionarias ni adhesión a las luchas políticas de la izquierda.

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Después del golpe militar este pragmatismo no solo se acentuó, sino que en
muchas ocasiones respondió a coacciones por ser la afiliación a partidos o
sindicatos un requisito para poder seguir trabajando o para garantizarse la
seguridad personal y de sus familias.
En consecuencia, los carnés de partidos y sindicatos posteriores al 18 de
julio de 1936 eran vistos con clara desconfianza en el bando gubernamental
por su carácter mayoritariamente oportunista. Los porteros hicieron uso
recurrente de este argumento ante los vencedores para justificar su afiliación a
un sindicato del Frente Popular por ser condición imprescindible, decían, para
poder mantener el puesto, ya fuera antes o después del inicio de la guerra.
Llegó incluso a producirse el caso de que fueran los vecinos derechistas
los que recomendaran a su portero el afiliarse a un sindicato de izquierdas
para conseguir una mayor protección para sí mismos. Así lo declararon los
vecinos de Montalbán 10 acerca de su portero, José Gorostidi Zuriarrain, de
conducta «abnegada y leal», que se dio de alta en la UGT en septiembre de
1936 «por consejo de las personas adictas al Glorioso Movimiento Nacional».
El propio portero afirmó que se tuvo que afiliar «obligado por las
circunstancias».
Las declaraciones de porteros y vecinos arrojan también numerosas
denuncias sobre trabajadores asesinados por no haberse sumado en su centro
de trabajo a la huelga revolucionaria promovida por el PSOE y UGT en
octubre de 1934. De las represalias por este motivo no se libraron ni siquiera
los barrenderos que salieron entonces a limpiar la ciudad desafiando la
llamada a la huelga revolucionaria.
Isidro Marcos Sanz, vecino de la calle Escalinata 5, había empezado a
trabajar en el servicio de limpieza municipal precisamente con ocasión de
aquella huelga. No tardaron mucho en hacérselo pagar: cuando volvía del
trabajo el 22 de julio de 1936 fue detenido en plena calle y después asesinado.
En la documentación estudiada aparecen los asesinatos de otros tres
barrenderos municipales y, aunque no se consigna la causa de la detención,
cabría presumir que, si no murieron por ajustes de cuentas personales, fue
también por haber sido esquiroles en la huelga de octubre de 1934.
Ángel Carmona Albella, vendedor ambulante, vecino de Santa Ana 14,
sobrevivió al terror del Madrid revolucionario, pero hasta bien avanzada la
guerra le siguió persiguiendo su conducta en octubre de 1934. Fue detenido
por agentes de policía el 2 de agosto de 1938 y procesado por desafección al
régimen, al constatarse que había estado afiliado a una sociedad filial de FE,
Acción Corporativista Española, aunque la principal acusación era que había

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sido contratado para barrer las calles de Madrid en plena huelga
revolucionaria del PSOE y UGT.
Carmona Albella respondió que se metió a barrendero en aquel entonces
convencido de que la huelga ya había terminado, y además por la situación de
necesidad en su casa, pues había dejado su oficio, el de sastre, por problemas
de la vista. Aparte de estar al cargo de una sobrina huérfana y menor de edad,
dijo tener «un hermano idiota», circunstancia que también llevó a su padre a
trabajar como barrendero en la misma época. Carmona Albella fue condenado
por un juzgado republicano en diciembre de 1938 a nueve meses de
internamiento en campo de trabajo, aunque un mes más tarde, por motivos de
salud, le fue concedida la libertad condicional.
Sin salir del Ayuntamiento de Madrid, a Luis Rodríguez Agudo, jefe del
Parque Primero del Cuerpo de Bomberos, que aún sigue activo en la calle de
Santa Engracia, le fueron a buscar un teniente, dos guardias de Asalto y tres
milicianos a su casa de Hortaleza 81. Su padre les dijo que estaba de guardia
en la Dirección de Bomberos, en la calle Imperial 10. Allí le telefonearon para
requerirle que se presentara en su casa, a lo que el jefe de bomberos contestó
muy profesionalmente que no podía abandonar la guardia. Finalmente fueron
a detenerle a su lugar de trabajo. El padre de Rodríguez Agudo sospechaba
que su hijo fue asesinado debido «probablemente a la delación de algún
elemento del Cuerpo de Bomberos».
En las declaraciones juradas de la calle del Acuerdo 5 figura el asesinato
en agosto de 1936 de un vecino que trabajaba también en el servicio de
bomberos municipal: el chófer Juan Manuel Moreno González, cuyo cadáver
apareció en la Pradera de San Isidro. En total, nueve miembros del Cuerpo de
Bomberos de Madrid —cuatro de ellos jefes, de los seis existentes entonces
en el servicio— fueron asesinados en los primeros meses de la guerra por las
fuerzas frentepopulistas, mientras que dos serían fusilados después por los
franquistas bajo la acusación de haber participado en los asaltos del Cuartel
de la Montaña y la Cárcel Modelo.
A otro empleado del ayuntamiento, en este caso guardia urbano, José
Encinas, le sucedió algo inesperado. Unos hombres vinieron a prenderle a su
domicilio de Calvario 14, pero la actuación de los vecinos y de la portera
evitó en principio que se lo llevaran. Se acordó con los desconocidos que
esperaran a la llegada de los compañeros del guardia urbano, a los que había
ido a avisar el hijo de la portera. Cuando finalmente llegaron los guardias, el
denunciado accedió a salir de la casa acompañado por ellos, lo que dejó a
todos tranquilos. Nunca más se le volvió a ver.

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Comités a la caza de «facciosos»

Los comités que proliferaron por organismos, oficinas, empresas y


fábricas tuvieron sin duda un papel relevante en el Madrid revolucionario a la
hora de señalar a las personas que debían ser detenidas por supuesta
desafección al gobierno frentepopulista. Ni siquiera los estudiantes se
libraban de ser delatados como «fascistas»: la Federación Universitaria
Escolar (FUE), poderoso sindicato estudiantil de izquierdas, disponía de
comités en cada facultad o instituto para esa labor.
Ser denunciado o no dependía mucho del número de comités que se
cruzaran inopinadamente en la vida de uno. Federico Monje tuvo suerte a
pesar de todo. Fue detenido por primera vez en octubre de 1936 por una
denuncia del comité obrero de las obras que estaba realizando en la calle
Maiquez 8. Salió en libertad, pero no tardó en ser detenido de nuevo en
agosto de 1937 por una segunda denuncia presentada por el comité del Banco
de Ahorro y Construcción, propietario de la finca de General Porlier 57 donde
vivía.
Las denuncias por «faccioso» de los propios compañeros de trabajo u
oficio fueron el pan de cada día. El panadero Lucrecio Giménez, que
trabajaba en la tahona de Ríos Rosas 10, lo sufrió en sus propias carnes en
agosto de 1936. Fue detenido por miembros del Sindicato de Artes Blancas,
según el propietario de la panadería, quien, sin embargo, no supo o no quiso
identificarlos por sus nombres y apellidos. Su cadáver fue reconocido en el
Depósito Judicial de San Carlos.
Josefa García, viuda de Francisco Bustos, un empleado de los ferrocarriles
MZA asesinado también en agosto de 1936, no vaciló en señalar a los seis
miembros del comité de oficinas de la compañía ferroviaria como
responsables de su muerte. La mujer, vecina de Bravo Murillo 20, acusó al
comité de haberle enviado para colmo una carta después del crimen
comunicándole que se había tomado la decisión de suspender de empleo y
sueldo a su marido. De los seis miembros del comité denunciados, cinco
fueron objeto de sumario después de la guerra: José Pastor Bertomeu,
Antonio Heredia Catalán, Vicente Junco Valle, Ricardo Hernández del Río y
Urbano Coll Yébenes.
A Bartolomé Estevan Mata, de cincuenta y cinco años, diputado a Cortes
por Teruel con Acción Popular (AP), ingeniero jefe de segunda clase de
caminos, canales y puertos, lo detuvieron el 25 de septiembre de 1936 las
milicias de UGT del Ministerio de Obras Públicas, comandadas por el

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abogado Federico Manzano, que sería más tarde responsable de las Milicias
de Vigilancia de Retaguardia (MVR).
La detención de Bartolomé Estevan, vecino de Claudio Coello 56, se
produjo en una de las oficinas del propio ministerio, la Jefatura Segunda de
Estudios y Construcciones de Ferrocarriles, en Antonio Maura 12. Con él
prendieron a otro ingeniero, Ramón Ríos, que había sido concejal del
Ayuntamiento de Madrid en octubre de 1934. Ambos fueron trasladados al
comité de funcionarios de Obras Públicas, que se encontraba en la plaza de
Colón 3. Desde allí los condujeron a la checa de Fomento, donde la familia
pudo hacerle llegar al diputado «una manta, unos pitillos y algún pañuelo»,
pero sin que pudieran verlo, mientras denunciaban su detención al oficial
mayor del Congreso. Al día siguiente trataron de dejarles útiles para su aseo
personal, pero les dijeron que ya no estaban allí. Dos días más tarde, unos
compañeros transmitieron a las familias que los dos ingenieros habían
aparecido cadáveres.
Había muchas formas de acreditar que los denunciantes eran compañeros
de profesión de la víctima. Eugenio Meruéndano Mosquera, jefe de Correos,
confirmó de manera fehaciente quiénes estaban detrás de la detención de su
hermano Venancio, también jefe del servicio postal, que fue apresado en su
casa de Argensola 5 en agosto de 1936 y asesinado el 28 de noviembre en una
de las sacas de las cárceles madrileñas:
Hace constar su creencia de que la detención de su hermano fue motivada por
denuncia de alguno de los Sindicatos de Correos, ya que, cuando se efectuaba el
primer registro en su domicilio, uno de los milicianos llevaba una nota, que
frecuentemente consultaba, en la que aparecía el membrete de uno de los Sindicatos
de Correos.

Otras pruebas eran igualmente incuestionables. Cecilio García Rubio, un


joven periodista empleado en la Compañía Telefónica Nacional, se refugió
durante el mes de agosto en casa de su amigo Matías Pérez Colino, en Goya
77. En la tarde del último día de mes salió diciendo que iba a cobrar sus
haberes y que no tardaría en volver. Según averiguaron sus familiares, en la
misma Telefónica fue detenido por el comité de empleados. «Días más tarde
encontraron una ficha entre el número incalculable de las que estaban
expuestas en el edificio de la Diputación Provincial, correspondiente a un
cadáver hallado en el término de Boadilla del Monte, sin documentación y sin
identificar, pero cuyas señas particulares coincidían con las de Cecilio García
Rubio», reza la declaración de los vecinos.
A algún compañero de trabajo de Luis González de Betolaza, de treinta y
cinco años, cajero de una empresa de electromecánica, le debió de parecer

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poco que le hubieran despedido de la empresa en septiembre de 1936. En
noviembre, Luis González fue detenido en su casa de Hortaleza 53 por cuatro
hombres. Uno de los que fueron a buscarle, «alto, fuerte, como de cuarenta
años, cara ancha, picado de viruela», según los vecinos, le mostró carné y
placa de policía. El empleado se apresuró a enseñarles un salvoconducto
expedido por el comité de su oficina en la que se le declaraba afecto al Frente
Popular. Los que le detuvieron le contestaron que aquel salvoconducto no le
servía de nada porque ya no trabajaba en aquella oficina.
Antes de llevárselo detenido, le preguntaron abiertamente «si tenía
enemistad con algún compañero». No se volvió a saber nada de él como
tampoco de su hermano Fernando, estudiante de medicina, al que se llevaron
preso también por no tener carné de la organización estudiantil FUE.
A Manuel Alarcón, funcionario del Ministerio de Agricultura, lo
detuvieron en su propia oficina y lo condujeron a la cercana checa de la
estación de Atocha, «con orden terminante de ser fusilado sin pérdida de
tiempo», según declararon sus vecinos de Áncora 9. «El delator fue un
compañero suyo, por las protestas del Sr. Alarcón condenando la manera de
actuar de las milicias y diciendo que eran unos asesinos y ladrones»,
explicaron. Afortunadamente, fue puesto en libertad a las pocas horas, como
para desdecir sus denuncias.

«Turismo» revolucionario

Madrid fue el destino en aquellos meses sangrientos de una suerte de


«turismo» revolucionario protagonizado por grupos de milicianos, aun de las
más lejanas localidades dentro del territorio controlado por el gobierno
republicano, que viajaban a Madrid en busca de sus víctimas, previamente
elegidas y localizadas en la capital.
El joven Dionisio Sánchez Marín se vino desde Santa Cruz de Retamar
(Toledo) para refugiarse de una muerte segura a casa de un tío suyo en el
callejón de Lozoya 4, hoy calle del mismo nombre. Allí lo encontraron en
septiembre cuatro paisanos de su pueblo, venidos en su busca a la capital para
terminar asesinándolo. Es el mismo caso que Ramón González, fabricante de
harinas de Muro (Alicante), que se vino a ocultar a casa de un tío carnal en
Fuencarral 62, donde le detuvieron en octubre milicias de su localidad y a
donde jamás regresó con vida.
De Torredonjimeno (Jaén), donde era pequeño propietario y labrador,
procedía Crisóstomo Ureña Estrella, de cincuenta y ocho años. Llevaba tres

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meses en Madrid con su mujer y sus cuatro hijos, refugiados en la calle
Doctor Santero 9 de la violencia política en su localidad natal. Allí fue
detenido Crisóstomo con su hijo Juan Ureña Arjona, farmacéutico, de
veintiocho años, el 21 de septiembre de 1936, por unos hombres armados que
llegaron en un coche con la inscripción «Milicias Campesinas de Jaén», según
la declaración del portero, Eustaquio López. Padre e hijo fueron asesinados
cuatro días después en el kilómetro 7 de la carretera de Vallecas. Su hijo y
hermano Francisco, de veintidós años, fue reclutado como quinto por las
fuerzas republicanas y destinado a la 29.ª Brigada Mixta en la localidad de
Guadarrama. Desde estas posiciones, frente a la famosa «Casilla de la
muerte» de la carretera de Guadarrama al Alto del León, logró desertar a la
zona «nacional» en la noche del 17 de junio de 1937, ante el temor a ser
también asesinado como su padre y su hermano.
Distancia parecida a la de los asesinos de los Ureña recorrieron los
miembros del comité revolucionario de Campanario (Badajoz), con su jefe de
milicias al frente, Domingo Iglesias. Según denuncia de los vecinos de
Príncipe 15, los milicianos de Campanario consiguieron que se les entregara a
los hermanos Manuela y Francisco Donoso, de cuarenta y cuatro y cuarenta y
dos años, respectivamente, que se encontraban detenidos en la sede del CPIP
(Comité Provincial de Investigación Pública), en la calle Fomento 9. Nunca
más volvió a saberse de ellos.
El abogado Francisco Martín Albo, originario de La Solana (Ciudad
Real), fue sacado el 10 de agosto de su casa en la calle Galdo 3, entre
Preciados y Carmen, por cinco individuos armados. Su mujer reconoció entre
los asaltantes a personas del pueblo de su marido, incluso a uno que era
pariente suyo. Días después identificó su cadáver en una fotografía de una
dependencia oficial.
José García Verdugo Menoyo, procurador, se libró de ser fusilado en
Talavera de la Reina (Toledo) después de su tercera detención por ser
reconocida persona de derechas. Su cuñado, Fernando Más y Robles, le
consiguió del comité socialista de la localidad un salvoconducto para que le
permitieran viajar a Madrid. Llegó a la capital en agosto de 1936 y se acogió
a la hospitalidad del padre de su cuñado, Manuel Mas, en la glorieta de Pintor
Sorolla 4, en Chamberí. En octubre se personaron en la casa, con modos muy
violentos, cuatro milicianos de Talavera de la Reina con fusiles y un guardia
de Asalto con pistola, que se llevaron detenido a José García Verdugo a
golpes y empellones. Según la declaración de Manuel Mas, pudieron saber

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que «se le mató inmediatamente por los mismos que le detuvieron, haciendo
desaparecer su cadáver».

La vida por un estanco

En el siguiente caso la visita a Madrid realizada por milicias foráneas se


debió al tabaco, que fue, desde el comienzo de la guerra, uno de los bienes
más preciados en ambas zonas. El objetivo era Manuel Pereira Muiño, de
sesenta y tres años, administrador subalterno de la Compañía Arrendataria de
Tabacos, según la nota que adjuntó a su declaración jurada como vecino de
Covarrubias 9. Encargado del suministro de los estancos del suroeste de
Madrid, recibió a mediados de septiembre la inesperada visita de dos paisanos
de San Martín de Valdeiglesias en su casa de Madrid. Los dos hombres le
dijeron que tenía que ir con ellos al pueblo para solventar un problema de
distribución de tabaco porque, según dijeron, al pasar por la vecina localidad
de Navas del Rey comprobaron que en el estanco no tenían cigarrillos de 0,70
pesetas.
«Como esto era notoriamente falso, mi desconfianza se acentuó y les dije
para evitar su ingrata presencia que me lo pensaría», apuntó el veterano
encargado en su declaración. Los hombres se fueron como habían venido,
pero le siguieron insistiendo por teléfono los días siguientes, diciéndoles
Manuel Pereira que se encontraba enfermo y que no podía viajar. Hasta que a
los paisanos se les acabó la paciencia: volvieron a presentarse en la casa con
otros tres vecinos de San Martín de Valdeiglesias armados con fusiles. Pereira
se negó a abrirles la puerta ante las trazas que tenía la visita y los hombres
amenazaron con derribarla.
Avisados por teléfono de lo que estaba sucediendo las milicias de un
cuartel cercano y los agentes de la comisaría del distrito de Chamberí, se
presentaron un miliciano de aquel y un agente de esta, pero «los de San
Martín despidieron a ambos con desprecio y violencia diciendo que a ellos no
les incumbía aquello». Tras un tenso tira y afloja, con los visitantes dentro de
la casa, al final le revelaron el motivo de tanto acoso: querían que Manuel
Pereira dejara su cargo de administrador de la tabacalera porque uno de ellos
«lo necesitaba». El viejo encargado tuvo agallas para decir a sus
perseguidores que él no iba a renunciar al cargo y que, si querían su puesto,
pidieran su cese al director de la compañía. «Pocos días después, me
comunicaban mi cesantía sin decir motivo alguno», contó Pereira,
confirmando que las presiones de las milicias de San Martín de Valdeiglesias

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para hacerse con el control del tabaco en el municipio funcionaron con éxito
ante los altos responsables de la tabacalera.
Figuran también declaraciones juradas que achacan la detención de
algunos vecinos de Madrid a instrucciones de gobernadores civiles de otras
provincias bajo dominio republicano. No hay que descartar que fuera solo una
excusa de los que venían a apresarlos para así tener más facilidades para
cumplir su criminal cometido. A Pedro Fernández Molina, comerciante de La
Carolina (Jaén) y vecino de Bretón de los Herreros 8, lo detuvieron en
septiembre por orden, según la portera, del gobernador de esa provincia, y
nunca volvió a aparecer.
A los hermanos Antonio y María Jordá Botella, que vivían en Alberto
Aguilera 34, los detuvieron milicianos de la FAI procedentes de su localidad
natal, Alcoy (Alicante), que dijeron actuar por orden del gobernador de la
provincia. María, mujer muy activa en labores sociales y de apostolado de
Acción Católica, se había ido a refugiar a Madrid, a casa de su hermano
Antonio, ante la violencia desatada contra los católicos en Alcoy. Después de
su detención fue conducida de nuevo a Alicante. Fue asesinada el 26 de
septiembre en Benifallín después de resistirse a ser violada. Tenía treinta y un
años. Fue beatificada en Roma el 11 de marzo de 2001.
A pesar de las indicaciones dadas por las autoridades republicanas para
evitar los atropellos, en Madrid se generalizó el asesinato, la detención
arbitraria, el saqueo y el robo, de tal modo que es factible asegurar que apenas
quedaron casas en la ciudad cuyos inquilinos no sufrieran alguno de ellos. Si
a esto se suma la aplicación de la «guerra total» por parte de los insurrectos
durante el asedio de la ciudad, nos encontraremos un escenario dantesco al
que añadir además el hambre, el frío y la enfermedad.
En aquella situación, los porteros iban a representar un papel trágico, entre
el poder casi divino para decidir sobre las vidas ajenas y la fragilidad humana
para decidir sobre la propia. A veces solo la astucia de los guardianes de las
porterías podía salvar a los vecinos. Manuel Aguilar Pérez, portero del
número 48 de la calle Alfonso XII, ideó una contraseña con el timbre de la
portería que comunicaba con los pisos para avisar a los vecinos cuando
venían milicias o agentes a practicar una detención o un registro. Fue una
fórmula utilizada por muchos compañeros del oficio en esos trances. En
Fuencarral 19 no existía tal timbre, pero el portero, Juan Vivar Regidor,
instaló uno en la portería de acuerdo con el inquilino del piso primero, que
ocultaba a un capellán de la Armada y varios falangistas, para avisarle en caso
de peligro.

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José Sánchez Godínez, que cuidaba de la finca de Conde de Aranda 24, no
debía de tener timbre en la portería, pero a sus cuarenta y cinco años debía de
tener aún unas piernas ágiles. A finales de septiembre se vio sorprendido a la
una de la madrugada por la irrupción de unos milicianos que venían a buscar
a dos vecinos. Mientras su mujer distraía a los asaltantes, subió corriendo por
la escalera de servicio, sin vestir, para avisar a los inquilinos, que pudieron
llamar a la DGS. Ante el aviso acudieron unos agentes que impidieron las
detenciones al menos hasta la mañana siguiente, en que se llevaron arrestados
a los dos vecinos, afortunadamente solo por unas horas.
La carrera de aquel portero de Cehegín (Murcia) por la escalera interior
puede que aún resuene en algún rincón de Conde de Aranda 24 como un
latido apenas audible de un gran corazón invisible, como el que tantas veces
resonó por humanidad, gracias a personas de todas clases, creencias e
ideologías, en las noches sin alma del Madrid bélico y revolucionario.

Página 53
3.

LA GUERRA DEL DIOS JANO

E n la mitología romana, Jano, el dios de las puertas, del principio y fin de


las cosas, tenía dos caras, una que vigilaba fuera de la «domus» (casa) y
otra que lo hacía dentro. Su misión protectora era doble, respecto de la vida
exterior y de la interior de cada casa. Ovidio comparaba a Jano con los
porteros de las casas y esa comparación no puede estar más justificada en el
caso de los porteros de Madrid en la Guerra Civil. Concha Espina, en un
artículo que citaré más detalladamente en las páginas siguientes, aseguraba de
los porteros que «desde la piedra solar de su portería disponen del edificio
como dueños de vidas y haciendas».
Las condiciones laborales que tenían los porteros en Madrid antes de la
contienda se establecieron el 1 de enero de 1933, cuando entraron en vigor las
bases de trabajo aprobadas por el ministerio del ramo. Tenían derecho
gratuitamente a casa, con agua y luz. Disfrutaban del domingo como día de
descanso semanal, así como del Primero de Mayo, y disponían de cuatro
horas libres al día, siempre que dejaran el cuidado de la portería a alguien de
su confianza. Cada año podían contar con diez días de vacaciones con sueldo.
Antes de referirme al salario de los porteros, merece la pena señalar que
una libreta de pan candeal, lo que venía a ser una barra de medio kilo, valía
0,35 pesetas a principios de 1936. Una entrada de cine rondaba entre 0,75 y
una peseta, y una de teatro entre tres y cinco. Un abono del tranvía con veinte
viajes costaba cuatro pesetas.
De acuerdo con las bases de trabajo vigentes en el año que comenzó la
guerra, el salario de los porteros de hoteles y casas unifamiliares era de 250
pesetas al mes, mientras que en las casas de vecindad dependía de la renta
líquida del inmueble: desde las 30 pesetas mensuales para las fincas de 750
pesetas de renta líquida, a las 350 pesetas para las de 10.000 pesetas en
adelante. Aparte de estos baremos existían lo que se denominaba «porterías

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de mujer», especialmente en el centro de la ciudad, para fincas que no
excedieran de una determinada renta. Las porteras percibían por lo general un
salario mucho más reducido que los porteros.
No he encontrado prueba de que estas condiciones variaran en Madrid a
causa de la guerra. Sí lo hicieron las de los porteros y las porteras de
Barcelona en virtud del acuerdo alcanzado por UGT y CNT el 15 de
noviembre de 1936. En estas disposiciones se determinaba que las porterías
de hombres fueran las de las fincas con una renta mensual en bruto superior a
las 1.501 pesetas en adelante y las de la mujer de 301 a 1.500 pesetas. Lo más
destacado de estas condiciones, por su voluntad de adaptación a la situación
de guerra, era que los propietarios no podían despedir al titular de la portería
«ni por incendio, destrucción o derribo» del inmueble. «Durante el tiempo
que tarde la reconstrucción del mismo deberá abonarle el sueldo íntegro y
además les facilitará la vivienda correspondiente», indicaban UGT y CNT.
La guerra impondría forzosamente a los porteros madrileños nuevas
ocupaciones que no figuraban en convenio alguno, incluso la de armarse
frente a los intrusos. Los vecinos de Joaquín María López 32, en el distrito de
Universidad, no podían estar más agradecidos a su Jano particular, Enrique
Quilet Martín, un obrero de UGT que hacía las veces de portero. Los vecinos
derechistas hablaron de su actuación «inmejorable» por «la valentía y arrojo
que demostró en todas las ocasiones, incluso defendiendo la entrada a la casa
de elementos ajenos por la noche, pistola en mano».
Aquel valiente portero ugetista había cumplido, en realidad, el papel que
le otorgaba la ley. Y aquí el lector me permitirá una breve digresión sobre este
asunto porque creo que merece la pena examinar los lugares comunes sobre
nuestra Guerra Civil, y el del papel de los porteros es uno de ellos. Y es que, a
la hora de abordar su función en la vida de las fincas urbanas durante la
guerra y la inmediata posguerra, suele olvidarse que los porteros eran
«auxiliares de la Policía gubernativa, a la que asistirán para sus fines de
investigación» y tenían carácter de autoridad, encargada «de la vigilancia de
portales y escaleras, y de impedir la comisión de delitos contra la propiedad y
las personas de los habitantes de la finca». Así lo dictaba un decreto
gubernamental en 1934, en línea con otra disposición anterior de 1908, que
establecía la obligatoriedad de que hubiera un portero «en todas las casas
dedicadas a vecindad, en poblaciones superiores a 30.000 habitantes».
Por decirlo con claridad, los porteros no denunciaban por ser unos
delatores envenenados por el odio de clase como los pintó la propaganda
franquista, aunque algunos pudieran hacerlo y otros se excedieran en sus

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cometidos. Lo hacían porque estaban obligados por ley a auxiliar en sus
indagaciones, registros y detenciones a las fuerzas policiales y, por extensión,
a las milicias investidas como nueva autoridad por el gobierno republicano.
Por otra parte, debían cumplir la obligación de denunciar y evitar en la
medida de sus posibilidades los delitos que pudieran cometer en las casas los
vecinos, pero también los policías y milicianos, aunque esto resultara heroico
en muchas ocasiones.
El escritor Wenceslao Fernández Flórez estuvo escondido en Madrid en
varias casas de amigos y también refugiado en diferentes legaciones
diplomáticas antes de lograr salir con vida de España. Su exilio se produjo
gracias a las gestiones del ministro de Gobernación, el socialista Julián
Zugazagoitia, a favor del cual declararía el autor de El bosque animado
cuando en 1940 fue juzgado en Madrid tras ser detenido en Francia y
entregado a los franquistas por la Gestapo. En El terror rojo, libro en el que
recogió sus dramáticas vivencias como perseguido, Fernández Flórez califica
a los porteros como «una de las potencias infernales de Madrid» y asegura
que «llevaron a la muerte a innumerables personas» por sus denuncias. Sin
embargo, unas páginas más adelante, admite las obligaciones impuestas a los
porteros cuando, al referirse al de su propia casa, reconoce que «si cumplía su
deber» lo más seguro es que el empleado avisara a la comisaría de su regreso
de uno de sus escondites.
En la documentación estudiada se aprecia que muchos porteros
cumplieron sus deberes como autoridad y como auxiliares de la policía por
propia voluntad, otros tantos se vieron forzados a ello, los hubo que
obedecieron las indicaciones de su sindicato y otra parte intentó pasar la
guerra de la forma más inadvertida posible. Hay que pensar también en que la
cotidiana familiaridad de las relaciones entre los porteros y los vecinos de la
casa se convirtió en una moneda de dos caras: en muchos casos sirvió para
revestir de fundamento las denuncias de los empleados del portal por su
conocimiento de la vida de los inquilinos, y en otros esa misma familiaridad
se convirtió en un muro para proteger a los vecinos frente a todo tipo de
violencias.
El cuestionario de la declaración jurada que debieron cumplimentar los
porteros después de la guerra demuestra que para los vencedores los
empleados de los portales formaban una legión de delatores al servicio de las
«hordas rojas» en su persecución contra las «personas de orden». Sin
embargo, muchas de las declaraciones de los vecinos prueban que, al
contrario, sus porteros trataron de defender a los propietarios e inquilinos de

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sus casas, a veces con el sacrificio de sus propias vidas. Y esta realidad, a su
vez, venía a contradecir el discurso de la lucha de clases en que los partidos y
sindicatos del Frente Popular sostuvieron su propaganda revolucionaria:
decenas de porteros y sus familias, al igual que tantos humildes trabajadores,
desde albañiles a jornaleros, de dependientes a chóferes, de botones a
barrenderos, sufrieron en Madrid la violencia del bando gubernamental y sus
partidarios.
Nada ha de extrañar, por tanto, que apenas un mes después de finalizada
la contienda, la escritora Concha Espina dedicara en ABC un artículo
laudatorio titulado «Porterías» a la labor de los porteros durante la guerra.
Aunque afirmaba que en el tiempo de la revolución «las porterías madrileñas
se erigen en fielatos inquisitorios», la autora de La esfinge maragata sostenía
también que «cuando se liquidan los episodios de aquellos terribles meses, en
la numeración de muchos casos, sucede que hay un frondoso racimo de
porteros ejemplares, por excelencia, acreedores a nuestra gratitud». La autora
reconocía en ellos «un instintivo movimiento de fidelidad, un ingénito rasgo
de nobleza, acaso poco reconocido y estimado; una salvación de tesoros
ajenos sin práctico beneficio para los bienhechores. Que también han salvado
existencias humanas con el máximo riesgo propio».
La voluntad de agradecer su actitud a los porteros que habían tenido una
ejemplar conducta en la defensa de los vecinos de sus casas llevó al
Ayuntamiento de Madrid a instituir después de la guerra la Medalla de
Fidelidad para recompensarlos, que se concedía previa solicitud. El 19 de
junio de 1940, el alcalde de la ciudad, Alberto Alcocer, entregó dicha medalla
a 606 porteros en una ceremonia celebrada en el Retiro. Uno de ellos fue
Antonio Sánchez Rojas, de la finca de Ayala 50, que mantuvo oculta la
emisora clandestina que comunicaba con el ejército «nacional». Un acto de
reconocimiento que no se habría producido si los porteros hubieran sido
considerados la mayor amenaza para los adversarios de la República. No era
infrecuente tampoco ver publicadas en la prensa madrileña notas de los
homenajes particulares que los vecinos rendían a los porteros de sus casas por
la defensa que hicieron de vidas y bienes.
Son muy significativos, no obstante, los datos aportados por Javier
Cervera del estudio de entre doce y trece mil sumarios, procesos o
expedientes de los Tribunales Populares de Madrid: en un 61 por ciento de los
casos de madrileños detenidos, procesados y condenados por desafección al
régimen republicano, tuvo que ver la denuncia de los porteros. Asimismo, en
el 72 por ciento de los sumarios en los que declaró el portero, el reo resultó

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después condenado. Sin embargo, en cerca de un 45 por ciento de los juicios
en los que el portero declaró a favor, el acusado terminó también condenado.
Es indudable que, como en toda conducta humana, el papel de los porteros
como delatores respondía a una infinidad de factores. No sería razonable
desestimar el miedo y el instinto de supervivencia como la principal causa de
este comportamiento. La efectividad del miedo como condicionante está
demostrada en otro dato escrutado por Cervera: las denuncias y declaraciones
de los porteros abundarían hasta el verano de 1937, en que empezaron a
disminuir hasta ser prácticamente insignificantes en los meses previos al final
de la guerra.
Sin duda, que en el periodo álgido del terror «rojo» se produjera una
mayor actividad de denuncia por parte de los porteros acabó convirtiéndose
en un círculo vicioso letal: cuanto más riesgo advertían para su propia
seguridad, más se brindaban los porteros a la delación y, por tanto, más
consecuencias funestas podía haber para terceros. De ahí el incuestionable
mérito que tuvieron los que defendieron a sus vecinos arrostrando todo tipo
de peligros y amenazas contra su vida o su libertad.
Si los vencedores pusieron a los porteros en el punto de mira,
sospechando que habían sido los primeros colaboradores de las «hordas
rojas» en la persecución contra los posibles partidarios del alzamiento, lo
mismo hicieron durante la guerra los frentepopulistas pero a la inversa,
poniendo a los porteros bajo sospecha al considerarlos potenciales
encubridores de los supuestos «facciosos». Es claro que nadie, ni los «hunos»
ni los «hotros», dicho al modo unamuniano, confiaba en ellos. Esta condición
de los porteros en tierra de nadie, entre dos fuegos, suele pasarse por alto a la
hora de analizar su papel en aquellos terribles años.
Después de su entrada en Madrid, los vencedores exigieron a los porteros
el cumplimiento de los mismos mandatos que antes les habían reclamado las
autoridades republicanas: auxiliar a sus investigaciones y denunciar los
supuestos delitos cometidos durante la guerra y a sus posibles responsables.
De facto, los franquistas no fueron los primeros en requerir a los porteros sus
datos personales y su filiación política o sindical, así como las identidades de
los vecinos de las casas. Lo habían hecho antes, durante la contienda, las
autoridades frentepopulistas con sus sucesivos llamamientos a la entrega de
padrones con los nombres de todos los vecinos de las fincas para la
organización del racionamiento de víveres o para el control de los refugiados.
Incluso la policía republicana elaboró fichas personales de los porteros,
con el nombre de sus familiares y del resto de convivientes en las porterías:

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un control que prueba la desconfianza que despertaban en las filas
gubernamentales. Como harían después los franquistas con sus declaraciones
juradas de posguerra, los agentes republicanos recabaron de los empleados de
las porterías la identidad del propietario del inmueble, la fecha desde la que
estaban contratados en sus respectivas fincas, su filiación política o sindical y
si estaban movilizados militarmente o no. También se adjuntaba información
acerca de si el edificio estaba incautado o si se cobraban los alquileres.

Responsables de los «paqueos»

Una vez abordado este replanteamiento de la figura del portero durante y


después de la contienda, que dejo abierto a la siempre enriquecedora
perspectiva de los estudiosos interesados por la cuestión, me interesa volver
de nuevo la mirada al destino que les deparó la contienda a los responsables
de las porterías madrileñas.
En fecha tan temprana como el 20 de julio de 1936 ya se situó a los
porteros en los primeros escaques del tablero de la guerra en Madrid, al
anunciar que se haría responsables «a propietarios y porteros de las fincas» de
los disparos que se efectuaran desde las azoteas y pisos de las casas contra las
fuerzas leales, el famoso «paqueo» que se produjo en las semanas posteriores
al golpe militar. Al día siguiente se reiteraron estas indicaciones, añadiendo
que «todo propietario o portero será inmediatamente detenido si se
comprueba que los accesos a las azoteas de sus casas no se hallan
debidamente cerrados». Asimismo se informó de la detención y
procesamiento de dieciséis porteros y seis propietarios por estos motivos.
La actuación de los francotiradores o «pacos» fue un motivo recurrente
para el asalto y registro de las fincas por parte de las fuerzas policiales y de
las milicias. Los vecinos de la calle del Pez 38 llegaron a acordar medidas
drásticas para evitar estas irrupciones:
Hemos estado cerca de dos años con todos los balcones de la finca precintados sin
recibir por lo tanto luz exterior, a fin de evitar la irrupción continua de los rojos que
decían que se hacía fuego desde los balcones. El precintar los balcones fue acuerdo
tomado por todos los vecinos.

El 20 de julio las milicias tirotearon un almacén de maderas situado en


Ronda de Valencia 19, alegando que se hacían disparos desde él. Después del
tiroteo, los milicianos forzaron las puertas del almacén, lo que produjo a
continuación su asalto por más de doscientas personas que «se llevaron todo
lo que quisieron», según denuncia de su propietaria, Gonzala García-Fogeda.

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La sospecha de que habían salido tiros pasada la medianoche de la finca
de la calle Zamora 23, en el barrio de Bellas Vistas, dio lugar a otra clásica
estampa revolucionaria: tres milicianos de CNT y dos de UGT requirieron a
golpes en la puerta que el portero, Ildefonso Bravo Moreno, les abriera el
portal. Sin más preámbulos, los asaltantes le exigieron las llaves del piso de
un guardia civil que se encontraba ausente. Después de un minucioso registro
se apropiaron de una americana, un reloj de pulsera de señora, el traje de gala
y el tricornio del guardia, al tiempo que los de la CNT rompían los libros
religiosos para completar el cuadro revolucionario. Las protestas del portero y
de otro vecino les costaron ser detenidos hasta las tres de la madrugada en el
siniestro Cinema Europa, cuartel y checa anarquista, que distaba apenas seis
manzanas de la casa.

La represión «roja» contra los porteros

La violencia revolucionaria que se desbordó por todo Madrid se cebó


también en las porterías desde el primer momento. El asesinato de porteros
fue un goteo incesante en el verano y el otoño de 1936, así como las
detenciones, ya fuera por unas horas, días o meses, y las condenas a prisión
por años, por muy diversos motivos, pero especialmente por desafección al
régimen o por encubrir, esconder o ayudar de cualquier modo a vecinos
considerados desafectos al régimen republicano.
La documentación consultada, que reitero que es incompleta, arroja una
veintena de víctimas entre los responsables de los portales de Madrid, cifra
que, como veremos, duplica como poco la de los porteros y las porteras de la
ciudad fusilados por los franquistas en la posguerra.
La persecución letal contra los porteros en el Madrid republicano no se
hizo esperar. El primer registro en estas declaraciones juradas es del 15 de
agosto de 1936, día en que apareció en la Pradera de San Isidro el cadáver de
Pascual Murcia Piazuelo, de sesenta años, zaragozano de Cinco Olivas. Su
cuerpo estaba cosido a balazos, con disparos en hombro, ingle, cara y cuello.
Portero de Barbieri 30, en el barrio de Chueca, Murcia era también guardián
de prisiones, destinado en la Cárcel Modelo. Había sido detenido en su casa
tres días antes por unos hombres armados.
Quizás tuvo algo que ver con la muerte de Anselmo Pascual López, de
cuarenta y cinco años, portero de la calle Guillermo Rolland 1, el hecho de
que su portería estuviera a menos de cien metros de la checa de Fomento. Los

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vecinos denunciaron que su portero salió de su casa el 28 de octubre de 1936
y que su cadáver fue encontrado días después en El Pardo.
Otros porteros fueron asesinados en las expediciones que acabaron en
Paracuellos del Jarama. Así le sucedió a José Saiz Villena, empleado en
Ferraz 15, apresado el 18 de agosto de 1936 por las milicias del Círculo
Socialista de la calle Quintana 9, a dos manzanas de su portería. Conducido a
la checa de Fomento, fue asesinado a mediados de diciembre con una saca de
presos de la cárcel de Porlier.
Pedro Cabero Zarzuela, de sesenta y seis años, portero de la calle Amparo
90, y su hijo Pedro Cabero Palomar, de treinta y tres, fueron detenidos en
septiembre de 1936. Eran personas muy apreciadas en el barrio. Tanto que los
inquilinos de la casa y numerosos vecinos de la calle firmaron una carta
remitida a las autoridades republicanas pidiendo la libertad de ambos. Pero
dos meses después la familia fue informada de que dejaran de llevarles
comida y ropa a la cárcel de San Antón porque iban a ser trasladados. No se
volvió a saber nada de ellos.
Los porteros no se libraron del duro e incierto peregrinar entre checas y
cárceles, y no solo las de Madrid. Juan Moreno Periañez, de cincuenta y siete
años, fue detenido en octubre de 1937 en su portería de Bravo Murillo 158
por la denuncia de un capitán de transmisiones que le consideraba «un
individuo peligroso» y que le acusaba de haber aceptado en 1934 varias
porras de goma que le facilitó un guardia urbano para repartir entre
falangistas. Treinta vecinos firmaron una nota dirigida al juzgado avalando a
su portero como «adicto al régimen constituido».
Moreno Periañez, al que se señaló también por su «inclinación a la
bebida», fue trasladado a principios de noviembre a la cárcel de Alicante
como preso preventivo antes de que se le sometiera a juicio. Pero el portero
no resistió las duras condiciones de cautiverio y falleció en dicha cárcel solo
unas semanas después, el 30 de noviembre, a causa de un ataque de uremia a
consecuencia de una bronconeumonía, en la misma enfermería que después
haría tristemente famosa la muerte del poeta Miguel Hernández, encarcelado
por los vencedores.
La misma suerte corrió Joaquín Rodríguez Calvo, anciano portero de
Españoleto 12, que fue detenido en julio de 1937, liberado tras pagar una
multa de 250 pesetas, vuelto a detener y condenado a un año de cárcel.
Enviado a la prisión de Orihuela (Alicante), falleció allí antes de cumplir su
condena.

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María Tapia Llano, portera de Ayala 21, pasó diecinueve meses en prisión
por desafecta al régimen al descubrirse que en uno de los pisos de la finca se
escondía un comandante de infantería. Fue detenida con la familia propietaria
de ese piso el 12 de octubre de 1937 y conducida a la cárcel de la Pechina en
Valencia y después al reformatorio de Cehegín (Murcia), donde vio acabar la
guerra.
El delito de desafección al régimen republicano les costó a varios porteros
ser conducidos a batallones disciplinarios de trabajo, como a muchos otros
penados derechistas. Julián Plaza López, responsable del portal de Fray Luis
de León 18, fue condenado en julio de 1938 a trabajos forzados en el Batallón
Auxiliar de Fortificaciones de Nuevo Baztán, dedicado a la construcción del
ferrocarril estratégico Torrejón de Ardoz-Tarancón, concebido para garantizar
a Madrid el aprovisionamiento de víveres y material de guerra. El mismo
destino tuvo Santiago Merino Rami, portero de Carretera de Maudes 10,
condenado en octubre de 1937 por desafecto al régimen, que conllevó
también su expulsión del Cuerpo de Seguridad al que pertenecía.

El portero, el abogado y el exministro

Hubo porteros que compartieron el trágico destino de los inquilinos de las


casas donde trabajaban por auxiliarlos ante la persecución frentepopulista.
Pedro Rivera Navarro, de treinta y nueve años, natural de Jerindote (Toledo),
portero de la calle Juan Álvarez Mendizábal 80, en el barrio de Argüelles,
había empezado a trabajar en esa finca el 10 de julio de 1936, solo una
semana antes del golpe militar. El 14 de septiembre fue apresado por agentes
de policía y milicias de la Agrupación Socialista de la calle Fuencarral junto
con el vecino Rafael Vinader Soler, abogado, registrador y propagandista
católico, que habitaba en el piso tercero. A ambos se les acusaba de haber
escondido a Federico Salmón Amorín, exministro de Trabajo, Previsión
Social, Sanidad y Justicia de la República con los gobiernos de Lerroux y
Chapaprieta, y secretario general de la CEDA de José María Gil Robles, que
fue también apresado en casa de su amigo y discípulo Vinader. Según la
denuncia, el portero había acordado con Salmón y Vinader un sistema para
avisar por el timbre de la portería en caso de que llegaran agentes o milicias
para registrar.
Al ser detenido, el exministro Salmón justificó el no hallarse en su
domicilio de la calle Goya 41 por temor a que «dado el estado pasional que se
produjo en Madrid como reacción a la sublevación militar, pudiera ser

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víctima de tal estado», según su declaración ante el juez en la Cárcel Modelo,
donde fueron conducidos los tres detenidos después de pasar varios días en la
checa socialista de Fuencarral.
El exministro nunca reveló que, antes de trasladarse a la casa de su amigo
Rafael Vinader, había estado escondido varios días en la casa de la portera del
domicilio de su madre y sus hermanas en Jorge Juan 42. Sin duda, Salmón no
quiso poner a su familia ni a la portera en aprietos. Este detalle lo conocemos
hoy por la declaración realizada después de la guerra por la propia portera,
Margarita Bartolomé Manzano, de treinta años, natural de Bañobarez
(Salamanca). La valiente portera tuvo oculto a Salmón en su casa cerca de un
mes, entre el 18 de julio y el 21 de agosto.
Solo dos días después de la marcha de Salmón a casa de su amigo
Vinader, llegaron milicias de la FAI a hacer un registro en su busca y
amenazaron a la madre y a las hermanas del exministro con detenerlas al día
siguiente si no lo encontraban. También hicieron lo propio con la portera:
«Apoyando uno de ellos su pistola en mi pecho me dijo que les decía dónde
se hallaba D. Federico o me dejaban tendida en aquel sitio», según su
testimonio.
Salmón quedó a la espera de juicio por el delito de conspiración a la
rebelión. El 3 de noviembre de 1936 el ministro de Justicia, Manuel Irujo, del
Partido Nacionalista Vasco (PNV), envió desde Barcelona un telegrama al
presidente del tribunal que iba a juzgar a Salmón para que suspendiera la
vista, convocada para el 7 de noviembre. El presidente contestó al telegrama
de Irujo asegurándole que accedía a posponer el juicio. Lo que no sabía el
ministro es que otros ya habían decidido atender a su petición por otra vía.
Efectivamente, el 7 de noviembre no hubo juicio contra Salmón: el
exministro, su amigo Rafael Vinader y el portero Pedro Rivera fueron
asesinados ese mismo día en Paracuellos.
Doce días después de su muerte, el 19 de noviembre, se comunicaba que
Rafael Vinader y Pedro Rivera pasarían a disposición del jurado especial de
urgencia por delito de desafección. La última morada de Salmón en la calle
Juan Álvarez Mendizábal 80 fue abandonada por el resto de los vecinos ese
mismo mes por estar expuesta a los disparos de los cañones de los sitiadores.

«Hijo de portera, dantesca fauna»

La inquina contra los ocupantes de las porterías que los franquistas


vertieron después de la guerra en la prensa madrileña llegó al punto de

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personificar en el «hijo de la portera» a uno de los tipos específicos de «la
dantesca fauna que ha alumbrado la revolución marxista». Sin embargo, las
declaraciones juradas de porteros e inquilinos confirman que el «hijo de la
portera» fue también un tipo característico de víctima de la violencia
revolucionaria.
La portera de la calle México 43, Evarista Rey Huete, denunció después
de la guerra la desaparición el 24 de julio de 1936 de sus dos hijos, Roberto y
Paulino Hernández Rey, ambos mecánicos. Los vecinos firmantes de la
declaración jurada los daban por muertos un mes después de su detención.
También desaparecieron Juan y Jerónimo Majuelos Galán, de diecinueve
y diecisiete años, hijos de Jorge Majuelos Olleros, guardia civil que se
desempeñaba también como portero en Alcalá 101. Fueron detenidos por
agentes policiales el 29 de octubre de 1936 en la misma portería. El día 2 de
noviembre apareció el cadáver de Jerónimo en la carretera de El Pardo, pero
nunca más se supo de su hermano Juan. En la detención de los Majuelos se
implicó a otros dos hermanos, Francisco y Antonio Pacheco López,
vendedores de periódicos, a los que se acusó de haberles denunciado «por
asistir al entierro de Calvo Sotelo» y haber intervenido en su traslado al
Ateneo Libertario de La Elipa y en su posterior asesinato.
Los Pacheco fueron condenados por los franquistas en agosto de 1941 a
seis años y un día, al no aparecer como probado que intervinieran en el
asesinato de los Majuelos, aunque sí en su denuncia. Sin embargo, el auditor
de guerra anuló esta segunda sentencia y dictó el sobreseimiento de la causa
por haber sido ya juzgados y condenados los Pacheco a veinte años de prisión
por incendios y saqueos.
Juan Avilés Garrido, hijo del portero de la calle Príncipe 4, Vicente Avilés
Colás, trabajaba como linotipista en el periódico católico El Debate. Como
tantos obreros de los talleres de los rotativos de derechas, el presunto delito
que pagaron con la muerte fue llevar el pan a su casa. Su cadáver fue
abandonado en los Altos del Hipódromo pocas horas después de haber sido
detenido en su casa el 4 de octubre de 1936.
El portero de Sandoval 19, Rufino Gómez Martín, guardia civil retirado,
denunció la detención de su hijo, Miguel Gómez Santamaría, también
miembro de la Benemérita, en la checa «Spartacus» de CNT-FAI en el
convento de las Salesas Reales de Santa Engracia 18. El comité depurador de
la Guardia Civil mantenía allí detenidos a los guardias civiles considerados
desafectos. El 19 de noviembre de 1936 se produjo una saca de una treintena
de los apresados, entre jefes, oficiales, clases y números de la Benemérita, los

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cuales fueron fusilados en las tapias del cementerio del Este, hoy de La
Almudena. Miguel Gómez Santamaría era uno de ellos.
No menos dura resultó para la portera de la calle Factor 3, Natividad
Hernández del Corso, la desaparición de su hijo Ignacio Baciero Hernández,
de dieciséis años. En su declaración jurada, la madre aseguraba que su hijo
fue detenido el 3 de noviembre de 1936 por milicianos de la CNT en el paseo
de Rosales y que le utilizaron durante dos semanas como guardián en el
cuartel que tenían en la calle Ferraz 16.
Después de la guerra, la familia iba a tener noticias de Ignacio Baciero,
aunque no fueron las que esperaba: un hombre llamado Ignacio Benito Martín
lo había denunciado a los franquistas por la detención de su hijo Ángel, de
dieciocho años, falangista, asesinado en las expediciones de la Modelo en
noviembre de 1936. El denunciante afirmaba que el hijo de la portera había
sido uno de los agentes que registraron su casa de San Bernardo 14 en busca
de armas y de otro joven de FE.
La denuncia de aquel padre dio lugar a la publicación en octubre de 1939
de una requisitoria en la prensa madrileña ordenando la comparecencia
inmediata de Ignacio Baciero ante un juzgado militar. Al aparecer dicho
anuncio se presentó a declarar un hermano del denunciado, Ángel Baciero, de
diecisiete años, para hacer constar que Ignacio «fue fusilado por los rojos en
la checa de Fomento en día 3 de noviembre de 1936 por pertenecer a FE
extrañándole en extremo que se le pueda seguir procedimiento alguno ya que
siempre fue persona afecta al G.M.N.».
Ángel Baciero terminaba su declaración afirmando que no podía aportar
ninguna prueba de lo informado y que la denuncia de la muerte de su
hermano había sido presentada a la «Causa general» de Madrid a finales de
abril de 1939. El sumario franquista contra Ignacio fue sobreseído
definitivamente.

Porteros contra milicianos

Aplacar a los milicianos armados que venían a hacer registros,


detenciones o saqueos fue en muchas ocasiones una auténtica proeza para los
responsables de las porterías, los cuales estaban sometidos a una presión
realmente insoportable. Solo la condición de algunos porteros de guardias
civiles o de seguridad, ya fuera retirados o en activo, los convertía
teóricamente en valladares fiables ante los intrusos. De ello se jactaba Juana
Robledo, portera de la calle Montera 36, que afirmaba que en la casa no

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habían tenido «ni saqueos, ni robos ni detenciones» gracias a que su marido
era «guardia de seguridad, ingresado en dicho cuerpo desde 1911».
El ministro de Gobernación, Ángel Galarza, aprobó el día 31 de octubre
de 1936 un bando por el que se prohibían, bajo advertencia de acusar a los
autores por delito de auxilio a la rebelión, los «registros domiciliarios o
detenciones que se practicaren o se intentaran realizar sin la debida
autorización, rebasando el objeto de esta, o la infracción de las órdenes e
instrucciones dadas para efectuarlo por la autoridad legítima».
Esto significaba que si los porteros se oponían a que los milicianos
allanaran la finca sin autorización, podían correr un peligro cierto, al igual
que si ofrecían resistencia a los agentes y milicias que se excedieran en su
misión, aunque éstos contaran con autorización. Pero si no se oponían en
ninguno de los dos casos, los responsables de las porterías caían en el riesgo
de ser acusados, por parte de los vencedores una vez terminada la guerra, de
haber colaborado en los atropellos. Una vez más, entre los «hunos» y los
«hotros» los porteros no parecían tener escapatoria.
Del riesgo de ser portero es dramático el ejemplo de Modesto Blanco
Arias, empleado en la calle del Olmo 14, junto a la plaza de Antón Martín. El
26 de julio de 1936 estaba en su puesto de trabajo cuando irrumpieron en el
inmueble cinco hombres con armas. Uno de ellos, al encontrarse con el
portero, le disparó un tiro en el muslo sin mediar palabra. Modesto Blanco
falleció al día siguiente.
A Juan Gómez Espinosa, conserje de San Bernardo 46, le hicieron sudar
frío, y eso que era 9 de agosto, tres semanas después de empezar la guerra.
Unos individuos armados llegaron para detener al dueño de la finca, Julio
García Obeso, acusado de ocultar monjas, al que después asesinaron. El
portero les advirtió que tenía que estar un agente de policía presente en el
registro, pero los milicianos le respondieron que no hacía falta. «Yo entonces
llamé por teléfono a la Comisaría de Daoiz —relataba Juan Gómez— y me
vio un miliciano y me apuntó con la pistola y tuve que colgar y se lo llevaron
en un coche».
Otro miliciano se aseguró de cortar el teléfono mientras apuntaba con su
pistola a Joaquín Ramas Arauna, portero del paseo de Ramón y Cajal 22, hoy
de María Cristina, para disuadirle de llamar a la policía mientras eran
detenidos dos cuñados de un vecino, Ildefonso Barrena, capitán del ejército,
al que ya se habían llevado preso antes. Ninguno de los tres volvió a aparecer,
al igual que otros dos habitantes de la casa.

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A pesar de que los vecinos exculparon a este portero por los hechos
ocurridos en la casa, Joaquín Ramas Arauna, viudo, afiliado a la UGT desde
1931, fue acusado por el hermano de uno de los detenidos, el falangista Luis
López Berrocoso, de haber «fraguado» esta detención «dentro de la portería»
junto con otros tres vecinos de la casa, uno de ellos el teniente de Asalto
Alfredo León Lupión, al que se había relacionado en julio de 1936 con el
asesinato de Calvo Sotelo.
Sin embargo, cuando los franquistas procesaron a Ramas Arauna en 1939,
hasta una treintena de vecinos de la finca firmaron una declaración en su
favor, diciendo que era de «intachable conducta» y «constante defensor
nuestro siempre que se trataba de causarnos molestias por las gentes que
buscaban víctimas por todas partes». Detenido en un hospital y después en su
domicilio por estar enfermo, la causa se sobreseyó, quedando en libertad en
febrero de 1940. Su hermano Ángel había muerto luchando en las filas
«nacionales» como sargento de caballería, lo que quizás movió a los
franquistas a archivar la causa contra este portero.
Irene Vicente, que trabajaba en la portería de la calle del León 25, tuvo el
coraje suficiente para ir a avisar al retén de la Guardia Civil que custodiaba el
Banco de España, situado a cinco manzanas de distancia, para evitar la
detención de su vecino Antonio Castillo de Lucas. Varios números se
presentaron al instante e hicieron abortar la detención, llevándose al vecino
con ellos para mayor seguridad. Sin duda, el aviso debía de estar convenido
entre los guardias, la portera y el vecino por si había una emergencia de ese
tipo: Antonio Castillo era el médico del Banco de España, por lo que
seguramente los números de la Benemérita estarían en deuda con él por sus
cuidados.

Miedo insuperable

A la vista del riesgo y la dificultad que entrañaba el servicio en las


porterías, las declaraciones juradas de los vecinos solían mostrar una mezcla
de reproche y de comprensión por la actuación de sus porteros.
Aunque había muerto durante la guerra, los residentes de paseo del Prado
16 no dudaron en acusar ante los franquistas a su portero, Tiburcio Pequeño
Ortega, por no haber hecho todo lo posible por defender sus bienes, porque
«si bien no tuvo intervención directa, sí poca diligencia, [pues] teniendo como
tenía las llaves de los pisos saqueados, se pudo haber salvado de ellos los
objetos más valiosos».

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A Francisco Sánchez de la Fuente, natural de Barajas (Madrid), los
vecinos de Hermosilla 91 le excusaban ante los vencedores dadas «sus
condiciones físicas y su ancianidad» por no haberse opuesto a los actos de
violencia sufridos en la finca, donde se contaban dos asesinatos y cuatro
detenciones, pero no dejaban de imputarle «alguna omisión en la protección
que en ocasiones se ha solicitado de él para la salvación de algunas de las
víctimas».
Sin embargo, fue otra denuncia más grave presentada por un teniente
franquista la que llevó a Sánchez de la Fuente a la cárcel: haber revelado
supuestamente la identidad de un vecino a unos sargentos del Quinto
Regimiento que efectuaron un registro en la casa en agosto de 1936. El vecino
era un antiguo secretario del general Fanjul, el comandante de intendencia
Francisco Goicoechea Clara, que después sería asesinado.
Un inquilino declaró que, aunque era de izquierdas, afiliado a la UGT,
Sánchez de la Fuente no era un «elemento peligroso» debido «al estado de
alcoholismo en que siempre se halla». «Estaba aterrorizado, atribuyendo a
esto que no hiciera nada por defender a los vecinos», subrayó ese testigo,
asegurando además que el portero estaba influenciado por unas sirvientas de
la casa que le incitaban a denunciar a los inquilinos porque «todos eran
fascistas y había que darles el paseo». El mismo vecino aseguró, no obstante,
que le debía al portero su absolución en un juicio por desafecto, al habérsele
encontrado una ficha de AP (Acción Popular), ya que Sánchez de la Fuente
negó ante el tribunal que militara en dicho partido.
En la instrucción de la causa un médico certificó que Sánchez de la Fuente
había sufrido un grave atropello por un coche en septiembre de 1936,
causándole una conmoción cerebral, lo que, unido a su senilidad, bronquitis y
alcoholismo crónico, le dejó en «un estado de retraso mental». El 13 de
diciembre de 1939 se propuso su libertad provisional, pero nunca llegó a ser
excarcelado: el 1 de enero de 1941 falleció en la enfermería de la prisión de
Santa Engracia 134 por una bronconeumonía, sin duda por las malas
condiciones de su cautiverio, agravadas en un hombre de su edad. Había
cumplido setenta años.
Los vecinos de Covarrubias 35, finca en la que habían sido detenidos dos
estudiantes y un industrial que acabaron siendo asesinados, también
reprochaban a su portero, Juan Sánchez Jabardo, de sesenta y dos años, «su
inhibición absoluta en defensa de los vecinos perjudicados, quizá por terror o
negligencia». A pesar de esta denuncia, el portero no fue procesado por los
franquistas.

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En Altamirano 40 los vecinos denunciaron la desaparición de cinco
inquilinos, cuatro de ellos militares, y saqueos y robos en todos los pisos. Los
reproches a los porteros, cuya identidad no citan y que se encontraban en
paradero desconocido, eran que «blasonaban de marxistas» y que «aunque no
los creíamos capaces de matar a nadie, no evitaron ningún hecho delictivo
pues por confesión del mismo portero sabemos que presenció el
desvalijamiento de toda la casa sin oponerse según decía por temor a que lo
matasen».
Los inquilinos de Españoleto 16, también en el distrito de Chamberí,
anotaron acerca de su portero, Leoncio Martín, que «su actuación durante la
guerra fue neutral, influida por un miedo insuperable». Apuntaron también
que el portero no había podido realizar su declaración jurada por encontrarse
en muy grave estado, siendo así que falleció cinco días después del final de la
guerra. Quizás el «miedo insuperable» de aquel hombre vino determinado,
entre otras cosas, por haber vivido durante meses frente a la checa que el
Partido Comunista tenía en el número 19 de Españoleto, en el hotel del
vizconde de Roda, en la que se decía que se habían cometido decenas de
asesinatos.
Algunos porteros se inculpaban y a la vez se disculpaban a sí mismos por
no haber hecho lo suficiente en defensa de sus vecinos. Quizás la declaración
más honesta en este sentido sea la de Pablo Aranda Baos, portero de
Velázquez 107, que contaba con setenta y cuatro años de edad en 1939. En su
declaración jurada denunció dos asesinatos, además de varias detenciones y
saqueos, ocurridos en la casa. Después de reconocer que estaba afiliado a
UGT desde el 1 de abril de 1932, respondió al apartado sobre su «actuación
personal durante el dominio marxista» con contundente franqueza: «Dada la
edad del dicente la de mero espectador».
Igual franqueza exhibió Félix Vergara Eguiluz, natural de Vitoriano
(Álava), portero de la calle Nicolás María de Rivero 10, actual Cedaceros, que
declaró que «en cuanto a los registros y detenciones, dado su aspecto de
asalto, era imposible impedirlos».
Gerardo Martín Ortiz, responsable del portal de Arenal 22, afirmó que
«procuré en cuanto estuvo de mi parte salvar las vidas posibles de los
inquilinos, siempre que me fue posible y no me amenazaran los milicianos
con las pistolas». De hecho, en agosto de 1936, en el momento de detener a
un vecino, un miliciano amenazó a este portero con un fusil diciendo que si se
movía «le dejaba seco».

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No menos sincera fue la declaración de Rómulo Rozas Ramos, portero de
Montesquinza 23, que aseguró a los vencedores que había sido apoderado de
AP en las elecciones de 1933, votante de las derechas en las de 1936 y
organista en la parroquia de su pueblo, San Martín de Valdeiglesias (Madrid).
«Y por todo esto me he visto obligado a fingir lo que nunca he sentido»,
aclaraba.
Otros porteros sufrieron lo indecible en esa difícil situación que, por un
lado, les obligaba a plegarse a las órdenes de agentes y milicias, y por otro les
reclamaba entereza para poner a los vecinos al abrigo de la arbitrariedad y el
capricho de los asaltantes. Algunos madrileños no se olvidaron de ofrendar
sus palabras de reconocimiento después de la guerra hacia aquellos porteros
que no pudieron aguantar aquella terrible tensión, como fueron los de la calle
Ferraz 84, cuyos nombres no aparecen consignados. Explicaban los vecinos
Luis de Francisco y Rafael Gallego:
No se acompaña la declaración de los porteros, de excelente conducta político-social,
porque a causa de las impresiones sufridas en los registros de los distintos pisos,
vejaciones de que fueron objeto por distintas milicias y amenazas para que indicaran
paraderos de vecinos ausentes, adquirieron afecciones cardiacas que les han
producido la muerte, casi repentina, en el pasado año 1938.

Obligados por la propia naturaleza de su labor a obedecer los


requerimientos de las autoridades, hubo porteros a los que se les acusó
después de la guerra de hacerlo con gran celo. Fue el caso de Ernesto
Fernández Luis, portero de Fuencarral 141, madrileño de setenta y un años,
alférez de la Guardia Civil retirado, a quien los vecinos denunciaron porque
«su conducta por temor o por no perjudicar a un hijo que era policía —censor
en la cárcel de General Porlier— se ajustaba en todo a lo ordenado por los
gobiernos rojos y sin mirar si perjudicaba cumplía con exceso lo dispuesto
por los mismos». Los vencedores le abrieron un sumario judicial, pero quedó
acreditado «que no prestó servicio alguno a los rojos», considerándolo «afecto
a la Causa Nacional».
La extrema tensión derivada de su oficio en aquellos trágicos meses de
guerra y revolución pudo afectar seriamente a Nepól Morollón, portero de la
calle Roberto Castrovido 8, actual Amor de Dios. Según señalaron sus
vecinos, fue por culpa de una denuncia de este portero, que era de profesión
practicante, afiliado a UGT antes del 18 de julio y de «ideas izquierdistas»,
por lo que detuvieron al inquilino Juan Manuel Gómez Calvo, acusado de
ocultar a un religioso. Al final se comprobó que la del portero era una
denuncia falsa: el supuesto cura o fraile era en realidad un seglar familiar del
inquilino. Quizás el peso en la conciencia de aquella denuncia falsa fuera una

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de las razones que llevó a Nepól Morollón a quitarse la vida, con un arma
blanca, a las cuatro de la tarde del 8 de diciembre de 1936, mientras su mujer
estaba ausente de la casa.

Porteros en la «quinta columna»

Otra circunstancia que contradice también los tópicos sobre el papel de los
porteros en el Madrid de la guerra es la colaboración de algunos de ellos en la
«quinta columna» franquista. Tres llegaron a ser condenados por pertenecer a
la mayor organización «quintacolumnista» desarticulada por las autoridades
republicanas en Madrid, la llamada de «los 195», en alusión al número de
imputados en la causa 42 abierta el 8 de junio de 1938 en el Tribunal Especial
n.º 1 de Espionaje, Alta Traición y Derrotismo.
Se trataba de un numeroso grupo, en su mayoría militares retirados o en
activo y miembros de los cuerpos de Seguridad, Asalto y Policía, que se
proponía realizar un levantamiento armado en Madrid en caso de asalto a la
capital por parte de las fuerzas de Franco. Había hombres y mujeres de muy
variadas profesiones, entre telefonistas, modistas, jornaleros, abogados,
médicos, peluqueros, estudiantes y lecheros, incluidos un actor, una sirvienta
y un torero.
El cabecilla de la organización era un «camisa vieja» de FE, Pablo
Moreno Argüelles, que en realidad trabajaba como agente doble para el
republicano Servicio de Información Militar (SIM), y que sería fusilado por
los franquistas en el cementerio de La Almudena el 29 de octubre de 1940. El
integrante de la organización que llegaría a ser más conocido fue José Banús
Masdeu, que con los años se convertiría en el promotor inmobiliario más
característico del franquismo, participando en la construcción del Valle de los
Caídos, el madrileño barrio del Pilar o el no menos célebre Puerto Banús en la
Costa del Sol. Afiliado al Sindicato de Sanidad de CNT, Banús trabajaba en el
Hospital Militar Confederal de la calle Montesquinza 6, junto a la plaza de
Colón, donde se hacía pasar por enfermero masajista para evitar la
incorporación a filas.
Uno de los porteros implicados en esta trama fue Julián Estévez Benito,
de treinta y nueve años, natural de Salamanca, militante del Partido Radical
Socialista, que se empleaba en la finca de Montesquinza 4, el portal aledaño
al palacete incautado como hospital donde trabajaba Banús. Estévez Benito
fue detenido el 22 de abril de 1938 y reconoció su implicación en el caso.

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Escondió sesenta peines con cinco cartuchos de máuser cada uno en el cuarto
del ascensor de la casa para suministrarlos a la Falange clandestina.
Otro portero involucrado fue Salvador Rodríguez Chicano, de treinta y
nueve años, natural de Coín (Málaga), afiliado a UGT desde 1934, que
trabajaba en Conde de Aranda 9, aunque su profesión era la de camarero en
Casa Hernani, en Claudio Coello 1. Estévez Benito y Rodríguez Chicano
fueron condenados a muerte junto con otros implicados el 3 de agosto de
1938, si bien sus penas capitales no se ejecutaron.
También fue sentenciado, pero a seis años y un día, un tercer portero, José
Bernal Seoane, de treinta y tres años, natural de Malcocinado (Cádiz), que
trabajaba en Lista 47. Fue invitado a formar parte de la organización, aunque
se negó, si bien no denunció a los conjurados. Bernal, afiliado a UGT en
marzo de 1936 «coaccionado por los del gremio», según su declaración en
1939, había sido detenido el 23 de julio de 1936 por esconder a tres monjas en
su casa.
Los porteros que trabajaron para la «quinta columna» se merecieron el
elogio de sus vecinos ante los franquistas. Los inquilinos de Mayor 4, finca
destinada a oficinas, dejaron constancia de la colaboración del suyo, Gabino
Greciano Miguel, madrileño de Villalba, en la celebración de reuniones
clandestinas del «Auxilio Azul», impulsado por la joven falangista María Paz
Martínez Unciti, de la que hablaremos más adelante. Las reuniones tenían
lugar en las oficinas del Sindicato Agrícola del Norte de Tenerife. Su
representante, José Mascareño Hernández, fue uno de los que firmó después
de la guerra la declaración favorable al portero, que se había afiliado en
agosto de 1937 a la CNT «al objeto de inspirar más confianza a la policía
roja».

Una «Mata Hari» asturiana

De uno de los episodios de espionaje más insólitos de la guerra en Madrid


dejó constancia en su declaración jurada el portero de Alcalá 40, José Villares
Álvarez, al referirse a la detención por el SIM de cuatro vecinos de la finca el
10 de abril de 1937. Se trataba de Aurelio Paredes de la Fuente, su hija Celia
y su sobrino Francisco Gallego, apresados con Regina García López, de
treinta y ocho años, una singular artista de variedades apodada «La
Asturianita», huésped de la pensión Bellas Artes de la misma finca. De esta
última afirmaba el portero que «al parecer se dedicaba al espionaje (sic) en

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forma desconcertante sin poder precisar de una manera concreta a quién
prestaba sus servicios».
La sorprendente figura de Regina García López, hallada casualmente en la
tupida red de las declaraciones consultadas, merece una atención especial en
estas páginas. Nacida en Valtravieso, Luarca, el 10 de agosto de 1898, «La
Asturianita» carecía de brazos desde los nueve años, a causa de un accidente
con una máquina de cortar madera en el aserradero de su padre. Aquel trance
la animó a adquirir destrezas con los pies, logrando aprender a escribir,
escribir a máquina, pintar, conducir, tirar al blanco, tocar el violín, el piano, el
xilófono, el acordeón… En 1917 debutó como artista de variedades en el
Teatro Jovellanos de Gijón ante la infanta María Teresa de Borbón y pronto
emprendió giras por el extranjero, actuando en 43 países, entre ellos Estados
Unidos, donde fue recibida por el presidente Theodore S. Roosevelt en la
Casa Blanca. Cuando el presidente le fue a saludar tendiéndole lamano
instintivamente, «La Asturianita» le ofreció el pie. Otro reflejo de su
personalidad arrolladora es que hablaba cinco idiomas extranjeros: portugués,
francés, inglés, alemán e italiano.
Afiliada al sindicato de artistas de variedades de UGT, «La Asturianita»
había llegado a Madrid el 13 de julio de 1936 para actuar en el Teatro de la
Zarzuela en un festival para recaudar fondos para su proyecto «Selección»,
dedicado a costear los estudios de niños sin recursos de Luarca. Su actividad
en los primeros meses de la contienda la llevó a ser detenida en abril de 1937,
como apunta la declaración del portero de la finca en cuya pensión se
hospedaba. Según cuenta la propia Regina García, en esos meses acudía con
frecuencia al Ministerio de la Guerra a solicitar, a ruego de sus madres, la
vuelta a casa de adolescentes que se habían marchado voluntarios a luchar
con las fuerzas de la República. Uno de estos jóvenes era Francisco Gallego,
con el que la detuvieron en Alcalá 40.
Procesada en la causa 1237 junto con otra treintena de personas por
espionaje y alta traición, las autoridades republicanas creyeron encontrarse
ante una poderosa organización del espionaje «nacional» liderada por «La
Asturianita». La causa pasó finalmente en enero de 1938 a un jurado de
urgencia para proceder contra los inculpados por desafección al régimen,
salvo su supuesta cabecilla, Regina García López, para la que se dictó orden
de internamiento en la sala para enfermos mentales del Hospital Provincial, el
actual Museo Nacional Reina Sofía, en Atocha, con el diagnóstico de
«enferma mental paranoica con delirio de tipo reivindicador, que es incurable
según los conocimientos médicos actuales y de evolución progresiva y que

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constituye un peligro evidente siendo por tanto peligrosa e irresponsable». El
informe psiquiátrico estaba firmado por los médicos forenses Diego González
y Rafael Bartolomé.
Su historial clínico afirmaba que «La Asturianita» era una mujer «de
carácter cariñoso» y «muy altruista», que «protegía a niños para darles
instrucción y en ello invertía todo lo que ganaba como artista». Sus problemas
de salud mental habían empezado hacía diez años «a raíz de un disgusto con
su marido», ya fallecido, de quien se había separado en 1928 y con el que
había tenido tres hijos: María, Marcelino y Juan. Entre las expresiones de
Regina García recogidas en el historial figuraban la de estar en posesión de
«recetas de guerra que tienen que ver con las “bombas-mina”, de
fortificaciones y de otras armas». «Yo soy una mujer sin brazos a quien
hombres de todos los países prestan los suyos para estrechar a la humanidad»,
decía.
Dada de alta el 1 de abril de 1939, con el final de la guerra, «La
Asturianita» celebró su salida del hospital yendo al cine, con un vestido capa
que disimulaba su falta de brazos. Fue reprendida entonces por unos
falangistas por no levantar el brazo cuando se entonó el Cara al sol al final de
la sesión. «Yo no levanto el brazo ni al mismísimo Franco aunque me mate»,
contestó. Cuando iban a detenerla, deshizo el equívoco mostrando que no
tenía brazos.
Es posible que uno de aquellos falangistas fuera uno de los agentes que se
presentaron días más tarde en la casa de Santísima Trinidad 16, donde su
cuñada la había acogido después de ser dada de alta del hospital. Según
cuenta su nuera María Teresa Bertelloni, los agentes trataron de que «La
Asturianita» trabajara como confidente para la policía franquista, a lo que se
negó.
En su informe de aquel encuentro, los policías anotaron que «La
Asturianita» era «agradable de conversación, culta, pero extraña, contestaba
incoherente a nuestras concretas preguntas». Fruto del interrogatorio y de sus
pesquisas, los agentes manifestaron, entre otras revelaciones sorprendentes,
que Regina había sido una «Mata Hari» de los aliados en la Gran Guerra y
que, durante la contienda española, había hecho contraespionaje para Largo
Caballero, del que decían que era amiga. Después había sido mano derecha de
Ángel Pedrero, responsable del SIM en Madrid. Participó incluso en
interrogatorios a detenidos en la cárcel de San Antón en presencia de Pedrero.
En concreto interrogó al director de la compañía de seguros Popular, José
García Goizueta, y a su secretaria, Eloísa Cascales, los cuales acreditarían

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después este extremo en sus testimonios ante los franquistas. Lo sorprendente
es que García Goizueta y Cascales habían sido detenidos con «La
Asturianita» por los republicanos en abril de 1937.
El director de la Popular, que dijo que la propia Regina le acusaba de
liderar un complot para restaurar la Monarquía, aseguró que era ella la que
dirigía los interrogatorios del SIM, «limitándose Pedrero a tomar los datos
que se deducían». Otros testigos aseguraron que era asidua visitante del
Ministerio de la Guerra y que tenía amistad con Margarita Nelken.
Desavenencias con Pedrero, siempre según el informe policial franquista,
la llevaron a su detención por los republicanos para ser más tarde ingresada
con un diagnóstico de «paranoica peligrosa» en el Hospital Provincial, como
ya conocemos. «La Asturianita» explicó a los agentes franquistas que «fingió
su locura para librarse de la cárcel».
Detenida finalmente por los franquistas el 16 de mayo de 1939, Regina
negó todo en su declaración ante el juez militar, asegurando que cuando
Pedrero la ofreció formar parte del departamento de «Servicios Especiales»
del Ministerio de la Guerra ella lo rechazó. Sin embargo, admitió haber estado
presente en los interrogatorios al director de los seguros Popular y a su
secretaria, pero negó haberlos dirigido. Además, aseguró que gracias a ella
todos salvaron la vida.
Varios testigos afirmaron que «La Asturianita» no se arredraba a la hora
de explicar a quien quisiera oírla sus actividades como espía «roja», como la
preparación de «un plan de minas que harían de Asturias una región
inexpugnable» ante la ofensiva franquista, pues «era la encargada de la
explosión de minas en los frentes».
El procedimiento franquista contra «La Asturianita» pasó al juzgado
militar encargado de los sumarios contra los miembros del SIM, lo que
prolongó la instrucción. En mayo de 1941 el director de la cárcel de Ventas
pidió su traslado al Hospital Provincial al apreciar en la detenida «síntomas de
enajenación mental». Un informe de la Guardia Civil de Luarca la calificó de
«peligrosísima para la causa», mientras que la Policía Militar de Madrid la
consideraba «afecta al Glorioso Movimiento Nacional». En octubre siguiente
los doctores Jaime Escriña Montes y Jerónimo Iborra García confirmaron el
diagnóstico de los facultativos que habían valorado durante la contienda a «La
Asturianita»: parafrenia sistemática. A pesar de ello, el fiscal militar solicitó
para ella «la pena de reclusión perpetua a muerte» por delito de adhesión a la
rebelión por «haber prestado sus servicios como confidente a las órdenes del

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Subnegociado de Contraespionaje, del Negociado de Servicios Especiales del
Estado Mayor rojo, pasando más tarde al SIM con idéntica misión».
El consejo de guerra, celebrado el 3 de marzo de 1942, admitió las
conclusiones del informe médico, confirmando el «padecimiento mental que
conduce a una absoluta irresponsabilidad de la encartada», por lo que decretó
su absolución y su internamiento en un establecimiento psiquiátrico. La
última noticia de Regina contenida en su expediente es que el 18 de mayo de
1942 se pidió su traslado desde el Hospital Provincial a un hospital de
enfermedades contagiosas por haber contraído el tifus exantemático,
seguramente a causa del hacinamiento, la falta de higiene y la escasa
alimentación de su cautiverio. «La Asturianita» falleció un día después. La
familia tuvo la sospecha de que había sido envenenada.
No puedo terminar esta singular historia sin reseñar que entre los
inculpados en 1937 en la causa republicana por espionaje contra «La
Asturianita» se encontraba Arturo Mohíno Díez, hermano del capitán Pedro
Mohíno Díez, que siendo teniente de ingenieros el 14 de abril de 1931 colgó
la bandera de la República en el balcón del Ministerio de Gobernación, en la
Puerta del Sol, cuando se proclamó el nuevo régimen con la caída de la
Monarquía. Pedro Mohíno fue fusilado el 24 de agosto de 1936 en la Ciudad
Universitaria de Madrid por sumarse en Alcalá de Henares al golpe militar
contra el gobierno del Frente Popular.
Arturo Mohíno, que figura como trasladado a Alicante por la causa de
espionaje de «La Asturianita», había sido encarcelado anteriormente en otras
dos ocasiones, según revela la declaración jurada de Perfecta Menéndez
Rozas, portera de su casa en la calle de los Reyes 17: el 29 de julio de 1936,
en que fue puesto en libertad a las cuarenta y ocho horas, y el 3 de diciembre
en el asalto por fuerzas del gobierno a la embajada de Finlandia donde se
había refugiado, siendo libertado el 22 de diciembre.

El portero de la embajada de Finlandia

Con el asalto a la embajada de Finlandia está relacionado otro personaje


llamativo, con un halo misterioso: Julián Chamizo Molera, de treinta y seis
años, portero de Velázquez 55, afiliado al sindicato del ramo de UGT desde
1931. En dicha finca, un empleado español de la embajada de Finlandia,
Francisco Cachero, organizó el asilo «diplomático» de más de 700 personas
que se consideraban amenazadas por la represión frentepopulista. Algunos
testimonios aseguraban que Cachero no solo cobró dinero por conceder tal

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supuesto asilo, sino que también, en connivencia con el portero Julián
Chamizo, pedía nuevas cantidades a los refugiados para seguir
garantizándoles la protección «diplomática». Incluso ante la falta de víveres,
Chamizo llegó a negociar con la CNT el aprovisionamiento de la casa
mediante la instalación, en un local del bajo, de una tienda de comestibles
regentada por los anarquistas.
Las autoridades republicanas decidieron acabar con la situación y usando
el pretexto, al parecer falso, de que un niño había sido herido al ser arrojada
una bomba desde una ventana de la finca, ordenaron el 3 de diciembre el
asalto a otro edificio de la legación finesa en la calle Fernando el Santo,
esquina con Montesquinza. Un día después, a las siete de la tarde, irrumpían
milicianos y fuerzas de seguridad en Velázquez 55, deteniendo a todos los
hombres, refugiados e inquilinos y manteniendo presos en la casa a las
mujeres y niños acogidos.
El portero Julián Chamizo fue también detenido y procesado por
desafección al régimen, aunque sería absuelto y liberado el 9 de enero de
1937 al estimar el tribunal que no había habido negligencia por su parte «al
no poner en conocimiento de las Autoridades la anormalidad por el número
de personas que allí se refugiaban». Chamizo abandonó la portería en octubre
de 1937, «perseguido por los rojos», según su sobrina, Gregoria Vidal, que
con veintiséis años se hizo cargo entonces de la portería de Velázquez 55 por
orden de la Junta de Fincas Incautadas.
La sobrina de Chamizo, que había servido en la finca como cocinera y
cuidadora de los refugiados de la legación finesa, aseguró en su declaración
jurada que «mi tía con las niñas pasó a Segovia y mi tío perseguido por salvar
a tres, salió con otros tres, entre ellos policías que decían eran de derechas, y
en la fecha no se sabe nada de él, aunque se cree muerto al pasarse por la
frontera». Además, Gregoria Vidal señaló que «José Chamizo, hermano de
Julián Chamizo, también salió para pasarse, no se sabe nada de él».
Que Madrid parecía un laberinto sin salida por el que deambulaban
verdugos, víctimas, espías, confidentes, delatores, vividores y aprovechados
del mal ajeno, lo confirman las historias recogidas por porteros y vecinos. En
todas las casas de la ciudad se escribió, como en el título de la primera obra
teatral de Antonio Buero Vallejo, la historia de una escalera en la cada cual
tuvo que interpretar su papel en el drama de la guerra.

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4.

HISTORIA DE UNA ESCALERA

E l primer bombardeo de la aviación sublevada sobre Madrid tuvo lugar


en la noche del 28 de agosto de 1936, cuando un Junker alemán lanzó
cuatro bombas y dos bengalas sobre el Ministerio de la Guerra, junto a la
plaza de Cibeles, donde mató a un cabo e hirió a dos soldados, y la estación
del Norte y sus alrededores. La madrugadora acción llevó a los madrileños a
bautizar al avión agresor como «el lechero». La capital de España se
convertiría en los meses siguientes en el objetivo de los primeros bombardeos
sistemáticos de la historia sobre una gran ciudad. No fue, sin embargo, la
primera urbe bombardeada por la aviación. Además de sus bombardeos en
julio contra Ceuta, Melilla, Tetuán y Larache, la aviación gubernamental
había actuado en ese mismo mes de agosto contra Oviedo, Huesca, Zaragoza,
Valladolid, Palma de Mallorca y Cádiz, según la prensa republicana. De
hecho, el primer bombardeo sobre un objetivo en Madrid fue el realizado
sobre el Cuartel de la Montaña el día 20 por aviones leales.
Ante las bombas arrojadas desde el aire aquella noche de agosto, el
Ayuntamiento de Madrid ordenó a los dueños de las casas y a los porteros que
«procedieran inmediatamente al vaciado y limpieza de los sótanos y a la
instalación de luz en los mismos» para que pudieran servir de refugios
antiaéreos. En la orden se advertía de que los incumplidores serían castigados
rigurosamente.
Fue a resultas de estas medidas para hacer frente a las consecuencias de
los bombardeos aéreos cuando en septiembre siguiente se difundió por todo
Madrid una consigna que influiría a lo largo de la contienda en la vida de las
comunidades de vecinos: la de crear en cada finca una «comisión de casa»
formada por tres personas leales al Frente Popular para que organizaran la
evacuación de los vecinos a los refugios en caso de ataque aéreo.

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Las comisiones de casa, pese a su origen espontáneo, no tardarían en
convertirse en un instrumento de control vecinal por parte de la nueva Junta
de Defensa de Madrid (JDM), que asumió el poder en la ciudad el 6 de
noviembre, tras la huida del gobierno de Largo Caballero a Valencia cuando
las fuerzas de Franco comenzaron su ataque a la capital. Así, la JDM
estableció la obligatoriedad de constituir estas comisiones de casa en todas las
fincas de Madrid con los vecinos pertenecientes a los partidos y sindicatos del
Frente Popular, o con aquellos «que quieran expresar de manera ostensible su
adhesión a la causa antifascista».
Antes incluso de que la JDM impusiera la creación de estos comités
vecinales, algunos aprovechados ya habían sabido cómo sacarles beneficio:
individuos que decían estar avalados por UGT o CNT iban por las casas
obligando a crear comités de vecinos, a los que encomendaban el cobro de los
alquileres para después quedarse ellos con lo recaudado. El caso llegó a
provocar una nota de la CNT advirtiendo a los madrileños de la estafa de
estos «pescadores a río revuelto».
Los miembros de la comisión de casa debían elegir a su vez a un comité
de vecinos formado por tres o más afectos a la causa republicana. Cada veinte
comités de vecinos compondrían un comité de sección, que a su vez
dependería de un comité de barriada, el cual rendiría cuentas a un comité de
sector y, en última instancia, a un comité central de comisiones de casa,
ambos al servicio de la JDM.
La primera obligación señalada a los comités de vecinos era enviar una
relación de todos los varones y mujeres mayores de dieciséis años que
habitaran en las casas, con su profesión y ocupación, junto con las horas que
«podrían tener disponibles para trabajar al servicio de la República».
Tanto la distinción de los vecinos adictos al Frente Popular como la
identificación de los habitantes de las fincas eran medidas dirigidas a señalar
a los posibles desafectos, con lo que se facilitaba la labor de represión, que en
esos momentos se estaba recrudeciendo en plena batalla por la defensa de
Madrid contra los alzados.
Según el citado comité central de comisiones de casas, en Madrid existían
a fecha de 6 de noviembre un total de 4.000 comités de vecinos, con 70.000
inscritos. Las cifras, exiguas si se tiene en cuenta que Madrid contaba con
más de 200.000 viviendas y un millón de habitantes, se difundieron en un
comunicado dirigido a la JDM exigiendo a esta que integrara en su
composición a dos representantes de las comisiones de casas con el fin de que
participaran en la elaboración del plan de defensa de la capital.

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El comité central de comisiones de casa argumentaba que este plan
debería considerar el «doloroso trance de tener que combatir en el casco de la
población», por lo que debía comprender una organización eficaz de refugios,
movilización de los hombres en cada finca para hacer barricadas y trincheras,
herramientas y materiales para fortificar los edificios, organización de la
defensa calle por calle, emplazamiento de los hospitales de sangre y
botiquines de urgencia, comunicación por la red de alcantarillado y
disponibilidad de agua y alumbrado supletorio. Asimismo, se subrayaba en la
nota que, «aparte de ser una invencible barrera de la canalla fascista», los
comités de vecinos «son capaces de enrolar a todos los antifascistas
desconectados, o de fusilar a los emboscados cobardemente».
El respaldo de la JDM a la constitución de los comités de vecinos provocó
el aplauso del periódico madrileño El Liberal por lo que significaba de
«control estrecho de todos los habitantes de Madrid, lo que hará posible en un
plazo brevísimo la captura de espías y emboscados, que tanto trabajo están
dando a la nueva Policía del pueblo».
Al igual que los porteros, los comités de vecinos eran responsables del
cumplimiento de las órdenes de las autoridades en todos los aspectos:
protección contra los bombardeos, abastecimiento, evacuación, realojo de
refugiados, etc. Sin embargo, en la documentación de posguerra consultada
las denuncias contra los comités de vecinos se centran en su cooperación o su
inacción ante la violencia revolucionaria, lo que para los franquistas
demostraría la complicidad de estos organismos con la represión «roja». Así,
los vecinos de Lope de Rueda 27 denunciaron al presidente del comité de
casa, sin identificarlo, por poseer un fichero donde se detallaba la pertenencia
a partidos y sindicatos de todos los inquilinos. Cuando se lo requirieron
después de la entrada de los «nacionales» en Madrid, les dijo que lo había
quemado.
Una vecina de Don Ramón de la Cruz 76, Dolores Martínez Algeciras,
denunció haber acudido sin resultado al comité de vecinos para que le
ayudara a dar con el paradero de su marido, Luis Pérez del Yerro, que había
sido detenido en su casa el 1 de octubre de 1936. Los vecinos del comité le
aseguraron que «harían gestiones para indagar el paradero de su esposo si
juraba por su honor que el desaparecido no estaba afiliado a partido político
adverso al Frente Popular, pues en caso contrario no expondrían sus vidas».
La mujer juró que su marido no era desafecto, pero nunca fue informada de
las gestiones del comité, si es que las hubo. El cadáver del marido apareció en
la cuneta de la carretera de Andalucía días después.

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Según los vecinos del número 26 de la avenida Plaza de Toros, el comité
de casa ordenó la expulsión de la inquilina Josefina López por haber dado
refugio a un religioso, circunstancia que se descubrió al fallecer este de
manera natural en su casa. No consta, sin embargo, que el comité denunciara
a la vecina por ocultarlo.
Menos frecuente debió de ser la conducta del presidente del comité de
casa de San Agustín 13, que detuvo y entregó a la policía personalmente a una
sirvienta por saquear con su madre la casa donde trabajaba, después de lo cual
tuvo que denunciar en la misma comisaría que había empezado a recibir
amenazas anónimas de que le iban a dar el «paseo». Por el contrario, los
miembros del comité de casa de Camino del Pardo 5, en el distrito de Palacio,
no tuvieron reparo en subastar entre los vecinos los bienes saqueados a cuatro
inquilinos ausentes.
Al final de la guerra muchos porteros e inquilinos hicieron figurar como
mérito en su declaración ante los vencedores el hecho de no haber participado
en los comités de vecinos o de casa, e incluso haber obstruido su labor o su
constitución. Los residentes de la calle Marqués de Santana 23 afirmaron
claramente que «esta casa no formó comité de vecinos para no alludar (sic) al
Frente Popular a pesar que nos obligavan (sic)». Los del número 5 de Duque
de Fernán Núñez alabaron a su portero por el hecho de que en la casa no se
constituyera nunca el comité de vecinos, prueba de la «compenetración entre
portero e inquilinos».
Por el contrario, haber demostrado entusiasmo en la creación y labor de
los comités fue motivo de denuncia recurrente ante los franquistas. A Adolfo
Rodríguez Valverde, guardia civil natural de La Carolina (Jaén), inquilino de
la calle Gómez Ortega 20, en el barrio de La Prosperidad, sus vecinos le
delataron en 1939 por haber organizado el comité de casa y haber impuesto
desde el mismo a toda la comunidad suscripciones «voluntarias» al Socorro
Rojo o a la Nochebuena del Miliciano, esta última destinada a enviar ropa de
abrigo, alimentos, bebidas, tabaco y dulces navideños a los soldados que
estaban en las trincheras.
No fueron estas denuncias, sin embargo, las que llevaron a la detención de
Rodríguez Valverde y su procesamiento junto con otros once miembros de la
Guardia Civil, rebautizada al comienzo de la contienda como Guardia
Nacional Republicana. Afiliado al PCE, Rodríguez Valverde estaba destinado
como cajista en la imprenta que la Benemérita tenía en su parque móvil del
barrio de las Cuarenta Fanegas, en el pueblo de Chamartín de la Rosa. Los
testigos le achacaron haber dicho que «se sentía comunista antes que guardia

Página 81
civil» y que «a los traidores a la causa roja hay que exterminarlos a todos»,
además de obligar bajo amenazas a sus compañeros de taller a escuchar las
radios «rojas».
Rodríguez Valverde fue condenado a doce años y un día, pero se le
concedió la libertad condicional en junio de 1941. Tres de sus compañeros de
sumario, Félix Palacios Alonso, Rafael Dubost Boto y Ángel Campo Pereda,
fueron condenados a muerte bajo la acusación de formar parte del comité de
depuración del cuerpo. Los tres fueron ajusticiados el 2 de mayo de 1939 en
el cementerio del Este, el mismo lugar en el que habían sido fusilados dos
años y medio antes decenas de guardias civiles señalados por el comité de
depuración.
Con todo, las autoridades republicanas recelaron en ocasiones de la
composición de los comités de vecinos, al sospechar que, en vez de figurar en
ellos los inquilinos afectos a la causa, estaban formados por los desafectos.
Por esta razón, un vecino de la colonia de Cruz del Rayo, agente del SIM,
obligó a dimitir a dos miembros del comité de la colonia por considerarlos
derechistas. El portero de Farmacia 7, Gaspar Gil Cañaveras, reconoció que
había formado parte del comité de vecinos, pero que este «actuó sin reservas a
favor del Movimiento Nacional» porque estaba presidido por un jefe de la
Falange clandestina. Otro portero, Julián Fernández López, de Lagasca 24, se
meritaba de no haber denunciado a las autoridades que en el comité de
vecinos «había elementos de marcada significación derechista».

Las cartillas de racionamiento

Aparte del control político del vecindario, la principal función asignada a


los comités de vecinos era la de resolver o atenuar todas las adversidades que
la guerra imponía a los madrileños. La primera de ellas era la falta de víveres,
que empezó a convertirse en un serio problema ya en agosto de 1936 ante el
desplome de la recolección y la producción, pero también por el aumento de
la población de la capital con la llegada de milicias y de refugiados.
Las colas ante los establecimientos para adquirir incluso los productos
más básicos, como pan, harina, aceite, leche o azúcar, se convirtieron en parte
del paisaje cotidiano de Madrid y la espera en ellas era la actividad a la que
más tiempo dedicaban los madrileños. En ocasiones, la prensa reflejó las
tensas situaciones en que desembocaban las esperas, como en las carnicerías,
donde «entáblanse verdaderos combates para la adquisición de medio kilo de

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cordero, aun estando llena de reses la carnicería, y no pocas veces son más las
chuletas que se reparten fuera que las que llegan a expenderse dentro».
El pescado desapareció al cortarse la comunicación con el norte. También
se hacían colas ante los cuarteles para conseguir las sobras del rancho o las
mondaduras de las patatas. El trueque de objetos por alimentos iba a
convertirse en una práctica común, así como la salida a los arrabales en busca
de cardos y otras plantas silvestres o para comprar verduras y frutas a los
hortelanos.
Los gatos, que se hacían pasar por conejos en el mercado negro,
empezaron a desaparecer de las calles de la ciudad, mientras que se vendía
carne de perro diciendo que era de cordero. El hambre azuzaba el ingenio y se
hacían tortillas con mondas de patatas y harina, chocolate con harina tostada
con agua y alguna cucharada de leche condensada con canela y malta, o
chorizo con miga de pan y pimentón.
La necesidad provocaba también fantasías sobre los alimentos, como
cuenta la escritora Josefina de Silva que le ocurrió a su abuela al ver a unos
hombres descargar de un camión lo que supuso que eran latas de tomate. Al
preguntar muy amablemente si podían venderle algunas, los hombres
ordenaron a gritos a la mujer que se marchase de allí: «Eso no son botes de
conserva, son bombas de mano».
Al comenzar el mes de octubre de 1936 se comenzó a repartir a los
porteros y a los comités de casa las hojas del padrón para abastecimiento de la
población de Madrid, donde las familias debían determinar los
establecimientos donde querían hacer la compra. El padrón no debió de
cumplimentarse con la necesaria diligencia porque dos meses después, en
enero de 1937, la JDM y el Ayuntamiento de Madrid instaron de nuevo a los
porteros y comités de vecinos a que entregaran un nuevo padrón detallado de
todos los habitantes de la casa, incluidos los evacuados, cuya veracidad
debían suscribir un miembro del comité y el portero. Los porteros eran
además los encargados de recoger en las tenencias de alcaldía de los distritos
las cartillas de racionamiento de cada finca.
A partir del 1 de febrero de 1937 se prohibió despachar víveres en tiendas,
cooperativas y economatos a quien no presentara esta cartilla. Ese mismo mes
se implantaron medidas para perseguir a quienes infringieran las
disposiciones sobre el racionamiento. Los porteros y los comités de vecinos
estaban obligados a denunciar a las autoridades a quienes promovieran la
especulación, cometieran fraude o almacenaran víveres clandestinamente.

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La necesidad o el negocio, o ambas cosas a la vez, produjeron situaciones
insólitas en muchas viviendas de Madrid, convertidas en auténticas granjas,
como la de Santa Juliana 6, en el popular barrio de Cuatro Caminos, en cuyo
primer piso la guardia urbana le requisó a la dueña «tres gallinas, un capón,
ocho conejos, unos 35 botes de diferentes conservas y aproximadamente dos
sacos de pan duro, una lata de sosa líquida para hacer jabón, y además 79
ptas. en plata entre duros y pesetas de dos piezas».
En la calle Zurita 11 se detuvo por acaparadores a Francisco Cordón
Olivares y a Antonia Pantoja, ambos de sesenta y seis años, por llevar consigo
12 litros de aceite, aunque la mujer declararía en 1939 que en realidad la
habían denunciado por despedirse de alguien con un «vaya usted con Dios»
en vez de con un revolucionario «salud».
Jacinta Sánchez, dueña de una vaquería en Francisco Ricci 4, fue juzgada
y condenada en julio de 1937 a un año de internamiento en un campo de
trabajo y multa de 1.000 pesetas por desafección al régimen republicano,
junto con su cuñado José Mantecón Crespo. El delito que habían cometido no
es que tuviera una gran significación ideológica: sacrificar una vaca sin pedir
autorización y en un lugar sin licencia como la propia vaquería.
Si tal acción se interpretaba como hostilidad al régimen era por la escasez
de leche en Madrid, que desde octubre de 1936 solo se comercializaba, a
razón de 70 céntimos el litro, previa presentación de receta médica o
justificante que demostrara que era para consumo de una persona enferma o
sometida a régimen lácteo. A partir del 7 de enero siguiente, la JDM
establecería la receta médica para la dispensa de otros alimentos básicos para
enfermos agudos y lactantes, dada la dificultad para su adquisición. Además
de la leche, se incluyeron la carne, el pescado, los huevos y el azúcar.
Ante esta situación, Franco llegaría a ejecutar una sonada acción
propagandística: el bombardeo con pan blanco realizado sobre Madrid el 3 de
octubre de 1938 por doce aviones para demostrar el buen abastecimiento de la
zona «nacional». El pan fue lanzado en bolsas de papel con los colores rojo y
gualda de la bandera monárquica, en las que venía escrito un mensaje para los
madrileños contra los dirigentes republicanos que «exportan las cosechas y
malgastan el oro en propagandas calumniosas o en comprar armas que
prolongan vuestra agonía». Las autoridades de Madrid difundieron mensajes
en prensa y radio prohibiendo recoger el pan y advirtiendo, como hizo el
general José Miaja, que podrían «estar llenos de microbios capaces de
producir graves trastornos y el peligro de vuestras vidas».

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La ciudad a oscuras

Las medidas contra los bombardeos aéreos, con las que he dado comienzo
a este capítulo, se iniciaron a las tres semanas del golpe militar y obligarían
especialmente a los porteros. El 6 de agosto se realizó el primer ensayo de
protección civil ante los previsibles bombardeos de los sublevados. A partir
del 8 de agosto se dictaron las primeras medidas de defensa civil frente a
ataques aéreos. Se dispuso el apagado del alumbrado público a las once de la
noche, obligándose a los vecinos a cerrar ventanas y balcones para que las
luces de las casas no se proyectaran al exterior. En adelante serían los
porteros los responsables, bajo amenaza de multa, de que no se filtrara luz
desde el interior de las casas.
No sería la última disposición que afectaría a la labor de los porteros en
aquel otoño cruento de revolución y guerra en Madrid. El 10 de octubre de
1936 se hizo público un bando del alcalde, Pedro Rico, con restricciones para
el consumo de agua, que se cortaría de cuatro a ocho de la tarde y de diez de
la noche a ocho de la mañana. El corte debía hacerlo el portero de cada casa,
bajo su responsabilidad y la de los propietarios. Quedó prohibido «el
acaparamiento de líquido en vasijas de capacidad no usual».
Las alusiones a los bombardeos indiscriminados de la aviación y la
artillería franquistas, así como al hambre y a las largas colas que desde los
primeros meses había que soportar para conseguir alimentos, son muy escasas
en la documentación que estamos estudiando, pese a que fueron parte
sustancial de la experiencia de quienes sufrieron la guerra en Madrid. Es
evidente que ni porteros ni inquilinos quisieron incidir en el sufrimiento
derivado de ambas circunstancias por la responsabilidad que atañía a los
vencedores, en especial en cuanto a los bombardeos.
Por supuesto, porteros e inquilinos sabían que toda indicación que pudiera
demostrar en estas materias el caos de la retaguardia «roja» sería apreciada
por las nuevas autoridades franquistas. Del Madrid bajo las bombas nos
ocuparemos en otro capítulo, pero en cuanto al hambre merece reseñarse el
episodio recogido en la declaración de los vecinos de Viriato 10, donde el 1
de marzo de 1938 un residente de esta finca, Leopoldo Gallego Candamo,
recibió un cargamento de víveres. Los transportistas bajaron del camión las
provisiones y las dejaron en la acera, ante la mirada incrédula de un gran
número de vecinos que tomaban el sol en la acera de enfrente. Los vecinos
acudieron ante el portal de Viriato 10 atraídos por la cantidad de mercancías

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descargadas hasta formar, según los declarantes, «una algarada que degeneró
en un escándalo peligroso debido a la acumulación incesante de personas que
circulaban por la calle» ante el espectáculo de los ansiados comestibles.
Después de que unos niños penetraran en la casa de Leopoldo Gallego por
la ventana sacando panes y huevos, se «acrecentó extraordinariamente el
tumulto», lo que hizo necesario llamar a la policía, que se presentó al poco
tiempo y pudo contener a la multitud. Los agentes aprovecharon la ocasión
para proceder a incautarse de todos los víveres que había dentro y fuera de la
casa, aparte de varios objetos de valor.
Sería también el hambre posiblemente lo que movió al comité de vecinos
de Guillermo de Osma 8 a allanar el piso de un propietario ausente con la
excusa de que parecía ocupado por desconocidos, y así incautarse de una
cierta cantidad de víveres que fueron sorteados entre los vecinos. En General
Arrando 10 los evacuados que se alojaban en un piso propiedad de unos
padres redentoristas tuvieron la idea de montar un negocio de trueque de
víveres por los libros y papeles que llenaban dos habitaciones de la casa.
Otro apunte llamativo es el de la portera y los vecinos de Noviciado 2
cuando declararon que dos sirvientas de la casa, Lorenza Delgado Marín y
Lucía García Moreno, habían sido detenidas por las autoridades por reclamar
«víveres y la rendición» en una manifestación que tuvo lugar en enero de
1939 en la plaza de Cibeles.

Moratoria de alquileres

La guerra trajo un sinfín de penalidades a los madrileños, por lo que las


autoridades republicanas decidieron aligerarles algunas cargas, como fue la
reducción del precio de los alquileres, dirigida en principio a los madrileños
más modestos, pero luego extendida a todos los arrendatarios.
A finales de julio de 1936 la Federación de Inquilinos de Madrid había
reclamado del gobierno la moratoria de pago del alquiler, luz y teléfono a la
vista de las circunstancias por las que atravesaba España a raíz del golpe
militar. El gobierno atendió a esa situación de excepcionalidad y tardó poco
en decretar esa moratoria, publicada en la Gaceta de Madrid el día 3 de
agosto, pero en principio solo para los alquileres. Unos días después
establecería determinadas bonificaciones para los consumos de gas y
electricidad durante los meses de julio y agosto, tanto para particulares, como
para industrias y comercios.

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La rebaja de los alquileres tenía como objetivo aliviar las penurias de las
clases más humildes, agravadas por la guerra, pero suponía también una
vuelta de tuerca contra los propietarios de fincas, a quienes por lo general se
consideraba identificados con los alzados como demuestra el hecho de que
muchos de ellos fueran también objeto de persecución y asesinato por las
milicias.
El decreto del gobierno fijaba además la moratoria para todas las rentas no
pagadas y atrasadas, sin que pudieran «producirse por ellas juicios de
desahucio por falta de pago». A la vez estableció una reducción del 50 por
ciento de todas las rentas inferiores a 201 pesetas mensuales. El gobierno se
comprometió a que, reestablecida la normalidad, se fijaría «la manera de
liquidar las rentas a que esta moratoria afecta», si bien se reservaba la facultad
de establecer una condonación.
La moratoria incluía a los inquilinos que «acrediten encontrarse al
servicio de las milicias, defendiendo el gobierno legítimo de la República», y
a sus familiares, lo que no dejaba de ser un nuevo aliciente para incentivar la
presentación de voluntarios en las fuerzas gubernamentales. De hecho, llama
la atención que el decreto que eximía a los milicianos de pagar el alquiler de
sus casas se aprobase el mismo día que se acordó la creación de los
Batallones de Voluntarios, dentro del que sería fallido proyecto del jefe del
ejecutivo, José Giral, de sustituir el antiguo ejército, disuelto tras la
sublevación, por una fuerza de adeptos entusiastas que nunca existió en el
volumen que los dirigentes hubieran deseado.
Al mes siguiente, un nuevo decreto amplió las rebajas a todos los
alquileres de fincas urbanas o pisos destinados a viviendas, en distintos
porcentajes según la cuantía de la renta. También se estableció una reducción
en la misma forma para los alquileres de fincas y pisos para uso industrial y
comercial. A la vez que el gobierno establecía la bajada de todos los
alquileres, impulsaba la creación de un nuevo impuesto para «los propietarios
a quienes la rebaja en el alquiler de fincas es menos onerosa», por ser
«también justo y además necesario que se procuren aumentar, siquiera sea
transitoriamente, los medios económicos de que el Estado ha de valerse en
estos momentos de dificultades para el Erario público».
Ante estas medidas, algunos propietarios decidieron suspender el cobro de
sus rentas. Como señala Rafael Abella, «ante lo hipotético de la cobranza, era
más práctico y más espectacular tener un gesto de desprendimiento que
perseguir unos mermados ingresos». En otros casos, los propietarios

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prefirieron no atender los servicios, reparaciones o gastos de la casa, incluido
el sueldo de los porteros.
Con todo, no fueron estas medidas del gobierno lo que más preocupó al
propietario de la finca de la calle Valverde 49, Juan Manuel Echevarría,
médico de profesión. Como muchos de su condición, fue objeto de
persecución como sospechoso y llegó a estar encarcelado durante unos días.
Por si fuera poco, la portera de la finca, Eugenia Martín, se negó a cobrar los
alquileres a los arrendatarios en su ausencia, en contra de lo que le había
ordenado. El propietario no olvidó esta negativa de la portera y la hizo constar
después de la guerra en su declaración jurada ante el juzgado militar
franquista. Además, añadió que la portera había amenazado a su esposa,
faltado al respeto a los dueños y a los inquilinos y desatendido sus
obligaciones. Nada de lo declarado les pareció relevante a los vencedores y
esta denuncia no tuvo consecuencias para la portera, quien a su vez hizo
constar en su declaración que «procuré en todo momento poner a cubierto de
todo peligro la libertad y la vida de los señores inquilinos», sin mencionar a
los vencedores que eso incluía también ponerles a cubierto del cobro del
alquiler.

Los evacuados

La vida en muchas de las fincas de Madrid se vio alterada desde los


primeros meses de la guerra por la dramática realidad de los evacuados. La
mayor parte de ellos fueron a ocupar las casas de las personas que se
encontraban ausentes de la ciudad, en una buena proporción por haberse ido
de veraneo y en otra no menos desdeñable por haber salido de Madrid o
buscado refugio en las legaciones diplomáticas para ponerse a salvo de la
represión contra los considerados enemigos de la revolución y del gobierno.
Otros pisos vacíos eran los de las personas afectadas por las órdenes de
evacuación forzosa de Madrid, para los que se instituyó en octubre de 1937
una Junta de Custodia de Domicilios Evacuados encargada de su
inviolabilidad, por la que debían velar en primer lugar, una vez más, los
porteros. La medida trataba de dar garantías ante uno de los temores más
extendidos entre los madrileños llamados a la evacuación, como era dejar sus
pisos y propiedades abandonados a su suerte. A pesar de todo, en no pocas
ocasiones se forzaron los precintos y se violentaron las puertas para ocupar
dichos pisos o, sencillamente, saquearlos, como prueban las denuncias de
porteros y vecinos.

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El cruento avance de las columnas del Ejército de África hacia la capital
desde Extremadura produjo los primeros desplazamientos masivos de
refugiados ya en el verano de 1936, especialmente con la caída de Talavera de
la Reina (Toledo) el 3 de septiembre. En febrero de 1937 el consejero de
Evacuación de la JDM, Enrique Jiménez, cifraba en 400.000 personas el
aumento de la población de Madrid por causa de este éxodo forzoso, si bien
contaba en 450.000 las evacuadas, de las cuales 170.000 eran niños, con lo
que la ciudad se mantenía aproximadamente en el millón de habitantes con el
que empezó la guerra. Y ello a pesar de que a mediados del mes de diciembre
anterior se había decretado por la JDM la primera evacuación forzosa de
Madrid, que afectaba a todas las personas llegadas a la capital después del 19
de julio que no estuvieran desempeñando servicios de guerra, sanidad o
función pública. Como en tantos otros asuntos, se hacía responsables a los
comités de casas y a los porteros del cumplimiento de estas órdenes de
evacuación, bajo amenaza de ser juzgados en caso de no hacerlo.
Esta orden de evacuación de Madrid se amplió en enero de 1937 a toda la
población civil, excepto los hombres mayores de veinte años y menores de
cuarenta y cinco, los que prestaran servicios de guerra, sanidad o cargos
públicos, y sus mujeres, padres o hijos. A través de una nota de la Consejería
de Evacuación se comunicó que las personas que cobraran pensiones y se
negaran a marcharse se quedarían sin ellas. Esta amenaza no dio el resultado
que se esperaba ante el temor de los pensionistas a no recibir tampoco sus
haberes en la provincia de destino. Para disipar este temor, el gobierno se vio
obligado a garantizar que los cobros domiciliados en la Tesorería de Madrid
se harían efectivos en las tesorerías y delegaciones o subdelegaciones de
Hacienda de las provincias de destino de los evacuados.
La orden de obligada evacuación fue reiterada en junio siguiente,
añadiendo la prohibición de «la entrada en Madrid ni en los pueblos de su
cintura ni en los de la provincia de ninguna persona evacuada, forzosa o
voluntaria, salvo casos urgentes, debidamente justificados». En septiembre
del mismo año 1937, para presionar a los jubilados que no habían salido de la
capital, se anunció que a partir del 1 de octubre la Tesorería de Madrid solo
pagaría las pensiones a las personas autorizadas por el Ministerio de
Hacienda.
Una nueva disposición para la evacuación de Madrid se aprobó en enero
de 1938 decretando la salida de la ciudad con carácter obligatorio de «todas
aquellas personas que no estuvieran desempeñando funciones militares o
empleadas en servicios indispensables para atender las necesidades de

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guerra». La orden del gobierno consideraba comprendido en las necesidades
de guerra el servicio de los porteros, «obligados a guardar, bajo su
responsabilidad, los pisos que ocuparan las personas comprendidas en la
evacuación».
A estos evacuados había que sumar los procedentes de los barrios de la
ciudad declarados como zonas de guerra, obligados también a abandonar sus
casas por su proximidad al frente, sobre todo en los distritos del oeste y
suroeste, como Palacio, Universidad, La Inclusa o La Latina, o por la
destrucción producida por los bombardeos en sus edificios y calles,
especialmente en los distritos del corazón de la ciudad, como Centro y
Hospicio.
No hay que olvidar que hubo también otros muchos evacuados dentro del
propio Madrid que huían de sus casas por el terror revolucionario. La
búsqueda de un lugar seguro donde refugiarse de la persecución de los
agentes gubernamentales y de las milicias, ya fuera en casas de familiares y
amigos o en las embajadas, provocó un auténtico tráfago de personas en la
clandestinidad.
A veces, la huida del domicilio propio se producía incluso después de que
se hubiera abatido sobre él la «justicia del pueblo». Es el caso declarado por
María García y García, que buscó refugio con sus dos hijas en un piso de la
calle Válgame Dios, 6, junto al Mercado de San Antón, después de que en su
domicilio de Barquillo 23 fueran detenidos su marido, Manuel Rojo Calderón,
y sus dos hijos varones, a los que asesinaron.
El gobierno de Largo Caballero estableció en octubre de 1936 la
obligatoriedad del alojamiento de los «emigrados de los frentes de lucha».
Desde entonces su atención quedó encomendada a los comités provinciales y
a los comités locales de refugiados. Estos últimos estaban formados por el
ayuntamiento y los sindicatos y decidían dónde albergar a los refugiados de
acuerdo con los comités de barrio y de vecinos.
Aunque la orden de Largo Caballero autorizaba a los comités locales de
refugiados a establecer cuotas entre todos los vecinos para atender los gastos
de los evacuados, «proporcionales a la riqueza de cada uno», no hay traza de
tal eventualidad en la documentación analizada. Al contrario, una queja
recurrente respecto de los evacuados era que no pagaban el alquiler.
En noviembre de 1936 la JDM obligó a los comités de vecinos a informar
de los pisos desalquilados y los pertenecientes a personas ausentes desde
antes del 18 de julio con el fin de que se pusieran a disposición de los

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evacuados. A los partidos y los sindicatos solo se les requería que aportaran
para alojar evacuados «los pisos que tuvieran incautados y que no utilicen».
En las fincas donde no existía comité de vecinos, eran los porteros los que
estaban obligados a entregar a la Consejería de Evacuación una lista con los
pisos desalquilados o de inquilinos ausentes. Baldomera Sanz Abanades,
portera de la calle Válgame Dios 8, exponía entre sus méritos ante los
vencedores el no haber informado del piso desalquilado que poseía la vecina
Fidela Ortiz, «evitando el saqueo y la intromisión de evacuados». Asimismo,
se jactaba de «no haber secundado ninguna orden del gobierno rojo, referente
a empadronamiento y edad de los vecinos, y los datos entregados fueron
falseados».
Una buena parte de los evacuados fueron aposentados en casas con pisos
deshabitados de los barrios más pudientes, pero en tales condiciones de
hacinamiento e insalubridad que hacían olvidar pronto las supuestas ventajas
de los pisos acomodados. Un ejemplo muy ilustrativo es el de la elegante
finca de Moreto 15, detrás del Museo del Prado, cuyo portero consignó a los
vencedores el número de evacuados acogidos durante la guerra en los
distintos pisos, incluidas las habitaciones de la portería, con sus fechas de
entrada y salida. En algún momento la finca llegó a tener más de medio
centenar de refugiados, procedentes en su mayoría de zonas de guerra de la
propia capital, como el barrio de Usera.
En algunos casos, el evacuado tomaba posesión del piso en presencia de
un agente policial que levantaba acta con el inventario de los muebles
existentes. En otros, eran los representantes de los propios comités de barrio
los que, después de abrir los pisos, a veces violentamente, para meter
evacuados, salían con muebles de ellos, como denunció la portera Sinforosa
Blázquez Ribera, de Conde de Aranda 6, donde se llevaron hasta una cama de
matrimonio y un despacho del piso. De hecho, las denuncias más frecuentes
en la posguerra por parte de porteros y vecinos se referían a la sustracción de
muebles y enseres en las casas donde se acogía a los refugiados.
Como era habitual, los porteros debían afrontar la mayor parte de las
consecuencias que para las fincas tenía ver incrementada su población por la
llegada de evacuados. Florentino Fernández Aguilera, portero de Hermosilla
55, consignaba en su declaración que una de sus principales tareas durante la
guerra fue la de «vigilar y soportar los inconvenientes de los evacuados».
Manuel Díez, portero de Manuel Silvela 5, aseguraba que tuvo que admitir
evacuados por orden gubernativa en un piso desocupado por haberse

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marchado el inquilino de veraneo, pero que procuró «alojar a gentes honradas
en evitación de que se adueñaran del cuarto elementos indeseables».
El portero de una finca incautada, la de Castellana 28, Juan Gómez García
de Paredes, reconocía que «me mandaron la CNT 52 familias, 227 personas
de los Carabancheles, del barrio [de] Usera, de la Bombilla, de Tetuán y de
otros sitios, 64 personas del pueblo de Cebreros (Ávila), a todos he servido y
atendido yo siempre en mi sitio, sufriendo siempre y muchas veces rabiando».
Una situación parecida describió José Sánchez, portero de Conde de
Aranda 24, que en su declaración trataba de exculpar con bonhomía a los
infortunados evacuados de los destrozos de la casa:
En el mes noviembre de 1936 fue invadida la finca, que consta de cuatro viviendas,
por unas cincuenta familias evacuadas de las zonas de guerra, con un total
aproximado de doscientas personas dejando el mobiliario salvado del saqueo así
como el inmueble en las condiciones que es fácil imaginarse a las personas que
hayan visto casas de evacuados, sin que, en honor a la verdad, a estos pueda
achacárseles robos de mayor cuantía, pues aunque algunas cosas de escaso valor han
desaparecido, más bien puede suponerse que se deba al constante uso de dos años y
medio.

La anciana portera de General Pardiñas 21, Antonia López Fernández, de


sesenta y nueve años, viuda, natural de Ocero (León), encontró en los
evacuados una ayuda inestimable para sobrellevar la dura vida en aquel
Madrid en guerra. Su testimonio resulta conmovedor:
Con la muerte de mi marido que se mató al tirarse del tercer piso al patio y los
achaques propios de mi edad, permaneciendo en cama por espacio de cuatro meses,
más el inconveniente de no saber leer ni escribir, mi actuación ha sido casi nula,
teniendo que ayudarme en muchas ocasiones los evacuados de la casa.

Dejar una vida atrás

A los evacuados se les señaló en ocasiones como denunciantes de vecinos


considerados desafectos. La portera de Serrano 80, Juana Rodríguez
Redondo, declaró en 1939 que unos evacuados habían delatado a unas
milicias de las Juventudes Libertarias al propietario de la casa que ocupaban,
el juez Fernando Garralda y Valcárcel, cuando este regresó a su domicilio
después de haber estado detenido. El juez Garralda fue asesinado y los
evacuados se quedaron en su piso, según la misma denuncia.
Pero incluso los evacuados no se libraban de ser perseguidos. Hay varios
ejemplos de evacuados asesinados en la documentación analizada, pero citaré
el del teniente de la Guardia Civil retirado Miguel Rubio Calderón, de sesenta

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y tres años, que demuestra la eficacia con la que los verdugos rastreaban la
pista de sus víctimas. Rubio Calderón llegó como evacuado a finales de
noviembre de 1936 a Españoleto 8, con sus dos hijas. Solo cuatro días
después, mientras el antiguo guardia estaba trabajando como vigilante de una
joyería de la calle Carretas, tres milicianos hicieron un registro en su piso. Esa
noche no regresó a cenar. Su hijo reconoció al día siguiente en el Depósito
Judicial su cadáver, que presentaba varios tiros en la cabeza y la cara.
Otro caso fue el de Primitivo Sánchez Oviedo, de cincuenta años,
administrador de arbitrios y consumos del pueblo de Guadarrama (Madrid),
que fue declarado zona de guerra a consecuencia de los combates en el Alto
del León y alrededores al comienzo de la contienda. Al evacuar el pueblo en
agosto de 1936, Primitivo se trasladó con su madre a casa de un hermano en
Pacífico 13, actual avenida Ciudad de Barcelona. El 7 de septiembre siguiente
fue detenido por las milicias de la checa de San Bernardo. Unos días después
la familia descubrió las fotografías de su cadáver en la Diputación Provincial.
En otras ocasiones los evacuados eran una garantía de seguridad para los
inquilinos. Manuel Vázquez, vecino de Santa Catalina 5, junto al Congreso de
los Diputados, reconoció el gesto de un evacuado acogido en la casa, Manuel
García Moreno, porque «parece que ha evitado posibles molestias a los
inquilinos como registros, detenciones, etc. por tener carnet de la CNT desde
el año 1934».
En la calle Zorrilla 13, la portera, Dolores Candela Sanz, consignó en su
declaración que en los pisos deshabitados fueron alojadas personas refugiadas
de Toledo y su provincia, de las que «no se destacó nadie como rojo». En su
nota tuvo la delicadeza de recordar que entre aquellos refugiados «murieron
dos: una señora de parto y un hombre de muerte natural».
No menos dramática resulta la anotación del portero de General Pardiñas
50, José Alvalat Herrero, quien señaló que el evacuado que vivía en el piso
principal derecha, Justo Montes García, salió precipitadamente con su mujer
de la casa a la una de la madrugada del 28 de marzo de 1939, solo unas pocas
horas antes de la entrada de las tropas franquistas en la capital. Es difícil
imaginar la angustia de la huida de esta pareja, en la que dejaron atrás
abandonada toda una vida, literalmente: la de su hija de mes y medio, de la
que se hicieron cargo para su cuidado otros evacuados que habitaban el
mismo piso.

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5.

VECINOS DE SANGRE

L a casa del número 26 de la calle Zamora, en el popular barrio de Cuatro


Caminos, aún sigue en pie. Es una humilde construcción de dos pisos,
con dos balconcitos en el principal y dos ventanas en el bajo, una a cada lado
de la puerta. Su dueño en 1936 era Tomás Díez, dependiente de comercio, de
cuarenta y tres años, que vivía con su familia en el bajo. El piso principal lo
tenía alquilado a Esteban Aviñó Cubells, de veintiséis años, del que Tomás
Díez dijo en su declaración jurada que había estado preso «con los rojos»,
pero no por ser un ricachón burgués ni por tener sangre azul, porque era de
los que para llevar a su casa el pan de cada día se las veía en las cloacas con
los deshechos de todos, ricos y pobres, ya que era pocero.
Era cierto que Esteban Aviñó había estado en la cárcel de Ventas por una
denuncia como «faccioso», pero su casero «olvidó» decir otras muchas cosas
para proteger al pocero ante los franquistas. Porque no podía ignorar que su
inquilino había luchado desde agosto de 1936 como voluntario en Peguerinos
(Ávila) y Talavera de la Reina (Toledo) con el Batallón «Joven Guardia», del
que había llegado a ser sargento de su plana mayor. Y a pesar de lo cual lo
tuvieron preso los propios republicanos hasta el 27 de febrero de 1937 por la
denuncia de una muchacha que, quizás por despecho, le delató como afiliado
a FE, cuando en realidad lo era del PCE y tenía carné de UGT y CNT.
Aparte de proteger a su inquilino pocero frente a los franquistas, Tomás
Díez relató en la declaración jurada la humillación que sufrió él mismo
cuando vinieron a detenerle las milicias, mientras tronaban al oeste los
cañones en el frente del Manzanares:
El día 8 de noviembre a las 8,45 de noche se personaron en mi domicilio cuatro
individuos armados dos con fusil y dos con pistolas. Al hacer barias (sic) preguntas
se encerraron en una abitación (sic) y uno de ellos lehoy (sic) que dijo este hombre es

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un infeliz y no hicieron alfin (sic) los propósitos. Y que iban mandados por el Comité
de Inquilinos.
Lo pongo en conocimiento de su Excia (sic) para los efectos.

Sin duda alguna, a muchos españoles atrapados en la guerra les habría


gustado tener la suerte de Tomás Díez y ser considerados «unos infelices» a
los ojos de quienes podían ser sus verdugos y así salvar sus vidas.
La rueda de la fortuna giraba enloquecidamente en aquellos tiempos en las
dos Españas, y ante la arbitrariedad de las detenciones y asesinatos, un gesto,
una mirada o una palabra imprevistas de quien se sabía irremisiblemente
condenado podía convertirse de pronto en su salvación, como le sucedió a
Tomás Díez. En la partida de ajedrez que se jugaba con la muerte encarnada
en una gavilla de pistoleros, la víctima sabía que solo rompiendo las reglas
del juego o incluso saliéndose del tablero podría tener una esperanza.

El libro de la salvación

A Eugenio Ciordia Pérez, portero del Ministerio de Gobernación, vecino


de la calle Rodríguez San Pedro 20, en Chamberí, le llegó esa oportuna
inspiración ante los cuatro milicianos que fueron a detenerle una madrugada
de agosto de 1936. Así lo contaba en su declaración:
Les manifesté que sabiendo que había llegado la hora de mi muerte, no cuadraba a mi
temperamento implorar indulgencia, pero sí decirles que antes de matarme, debían
conocer que mis sentimientos cristianos humanistas habían sido expuestos
públicamente y mis pensamientos de tipo objetivo, ecuánime y de respeto a los
hombres que tuviesen una moral religiosa (yo no concebía ni concibo que haya un ser
sin moral religiosa), se hallaban expuestos en ediciones publicadas por el Ministerio
de Trabajo y, precisamente, los que culminaban con matices más perfilados era, entre
otros, una publicación que taquigráficamente tomada, había yo dirigido en 19 de
diciembre de 1935, al Gobierno de derechas que había entonces, al que pedía, en la
persona del Ministro de Trabajo, Sr. Anguera de Sojo, que se diera trabajo a los
centenares de hombres parados (que nos daban las estadísticas del Ministerio) para
plasmar el sentimiento cristiano que vivía en mi conciencia y evitar así la tragedia
que se adivinaba y se precipitaba rápidamente. Requerido una prueba leyeron
algunos párrafos de este folleto y, desistiendo, por el momento de inmolar una
víctima más, me ordenaron que por la mañana del día siguiente fuera a la «Checa» de
Bellas Artes, a las once.

El mismo temple de Eugenio Ciordia, que vivió para contarlo gracias a la


lectura de un folleto de su autoría, demostró Benjamín Vivanco Isla, dueño de
la tienda de artículos de viaje de la calle de San Bernardo 20, cuando una
tarde de agosto de 1936 vio entrar en su establecimiento a un joven que le
despertó sospechas. El joven preguntó por él y el tendero le dijo que no

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estaba, que él era un simple dependiente de la tienda. Vivanco haría después
sus pesquisas sobre aquel joven desconocido que tanto temor le despertó y
acabó identificándolo ante las autoridades franquistas como Antonio Roca
Piñán, quien supuestamente habría recibido de un zapatero del portal 62 de la
misma calle, Justo Simancas Cabrera, el encargo de asesinarlo «por
venganza».
El supuesto sicario Antonio Roca fue detenido en Huesca el 19 de abril de
1939 cuando viajaba hacia la frontera francesa camino del exilio. Instalado
durante la guerra en un hotel de la colonia de La Fuente del Berro, en la calle
Andrés Bello 8, del que se había incautado, los vecinos le apodaron
sencillamente como «el asesino». Sobre él pesaban denuncias de varios
crímenes, entre ellos la muerte de un panadero de la colonia, además de robos
y saqueos. Se le acusó de haber pertenecido a los «grupos de acción» del
Ateneo Libertario de La Elipa, encargados de los «paseos». Antonio Roca
negó todas las acusaciones. Condenado a muerte el 20 de mayo de 1941, fue
fusilado el 14 de junio siguiente en el cementerio de La Almudena, a la edad
de cuarenta y cuatro años.
Más intrincada fue la suerte del presunto ordenante del frustrado crimen
contra el propietario de la tienda de artículos de viaje. Justo Simancas
Cabrera, de cuarenta y tres años, militante de IR, zapatero de Princesa 62,
ingresó en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia en septiembre de 1936
como agente de tercera clase. Sus motivos fueron, según su declaración a los
franquistas, que estaba «aterrado por mi condición de patrono en vista de las
barbaridades incontroladas que entonces ocurrían». Por si fuera poco, la calle
Princesa fue declarada zona de guerra y tuvo que abandonar su zapatería, la
cual fue completamente saqueada.
«El apremio de mis necesidades me obligó a buscar rápidamente empleo,
ingresando en la Policía gubernativa», explicó Justo Simancas a los
vencedores. A pesar de estar avalado por sacerdotes, directores de prisiones y
fiscales, que reconocieron su «carácter honrado y trabajador» y sus
«sentimientos religiosos y patrióticos», fue condenado en junio de 1942 a
dieciséis años de reclusión menor por auxilio a la rebelión, sin que figurara en
ningún momento del proceso la denuncia presentada contra él por el
comerciante de San Bernardo 20.

Verdugos a domicilio

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En aquellos meses del verano y otoño de 1936 las fuerzas y milicias
gubernamentales dictaban y ejecutaban sus «sentencias» revolucionarias
incluso en los portales, escaleras y puertas de las casas de Madrid. El abogado
Manuel Urrutia fue detenido el 4 de agosto de 1936 en su piso de Hermosilla
22. Después de despedirse de su mujer y de sus hijos, mientras bajaba las
escaleras conducido por un policía, guardias de Asalto y milicianos, recibió
un disparo a quemarropa. Fue trasladado a la casa de socorro de Buenavista,
en Castelló 65, pero nada pudo hacerse por su vida.
Dos semanas después, Basilio Blanco Moreno, de treinta y tres años, bajó
al portal de su casa en Amaniel 28 a las cinco y media de la mañana para
dirigirse a la tahona del número 13 de la misma calle, de la que era encargado.
Pero nada más abrir el portal una descarga de pistola ametralladora le segó la
vida. El portero señaló en su declaración que los desconocidos que estaban
esperando a Basilio Blanco para matarle «serían los de su gremio» y recordó
que el panadero había trabajado durante la huelga de octubre de 1934.
Otra mañana de ese mismo agosto varios hombres armados entraron en el
portal 143 de Fuencarral y subieron hasta el piso principal izquierda,
domicilio de Pablo García Miranda, donde sonaron inmediatamente varios
disparos. Los milicianos salieron de la casa llevándose detenidos a su mujer y
a sus dos hijos pequeños, junto con un cuñado sacerdote, que regresaron días
después para abandonar la casa para siempre. Hasta las siete de la tarde no fue
levantado el cadáver de la víctima, que quedó tendido en una habitación toda
en desorden, ante el estupor de los inquilinos.
El joven Antonio Ubillos no fue mucho más lejos. Sacado por cinco
individuos de su domicilio del número 23 del paseo de Recoletos en una
noche de noviembre de 1936, lo mataron cinco portales más adelante, frente
al número 33. A José del Río Domínguez, vecino del paseo de Santa María de
la Cabeza 14, le detuvieron en una madrugada de marzo de 1937 y tres días
después dejaron su cadáver un poco más abajo de su casa. Unos transeúntes
se atrevieron a identificarlo buscando su documentación entre su vestimenta,
después de lo cual dieron aviso de su hallazgo a sus vecinos.

Muertos de pánico

A veces no fue necesario que se produjera violencia para sumar más


nombres a la lista de víctimas de la represión en Madrid. La vivienda de
Ángel Fernández Santa Cruz, en María de Guzmán 37, fue asaltada por cinco
milicianos del Radio Comunista Oeste. Según los vecinos de la casa, fue tal la

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impresión recibida por la irrupción de los hombres armados que Ángel
Fernández enfermó y falleció poco después, con cuarenta y siete años de
edad. Francisco Verdugo, un anciano que vivía en Almagro 18, falleció
también de muerte natural, pero los vecinos no dudaron en declarar que su
mal «tuvo su origen en el pánico enorme que tenía».
El terror, la angustia y los malos tratos minaban la resistencia de los
detenidos, sobre todo si eran personas de edad. A Ernesto Pérez Lázaro,
funcionario del cuerpo de Auxiliares de Oficinas Militares, destinado en
Madrid, en la 1.ª División Orgánica, le ascendieron en abril de 1936 a oficial
de primera. Con el estallido de la guerra apenas le dio tiempo a disfrutar de su
ascenso. Detenido el 22 de agosto en plena calle de Alcalá, estuvo
encarcelado en Porlier hasta el 18 de abril de 1937, día en que fue trasladado
por enfermedad al Hospital Militar n.º 4, el antiguo Hospital Provincial,
siempre en calidad de detenido. Según los vecinos de la calle Quesada 7,
donde vivía el funcionario, Eusebio Pérez Lázaro no sobrevivió mucho
tiempo a su ingreso: falleció en el hospital el 22 de abril de 1937, a los
cincuenta y cuatro años.
La muerte natural esperaba también a los que salían en libertad después de
estar detenidos en prisión o en alguna de las más de trescientas checas que
hubo en Madrid. En las declaraciones juradas aparecen varios de estos casos,
entre ellos el de José Galán Cámara, un vecino de la calle de la Bola 8, que
estuvo dos años encarcelado. A los tres meses de recobrar su libertad, falleció
«víctima de las penalidades sufridas», según sus vecinos.
A veces el miedo llevaba a algunos a imponerse a sí mismos la condena.
El abogado Julio Freire, vecino de Fuencarral 124, al que unos milicianos
habían amenazado con darle el «paseo» si no aparecía un sobrino suyo que
buscaban, se quitó la vida para no delatarlo, según los vecinos.
Otros, por el contrario, lograban sobreponerse al pánico ante la aparición
de las milicias a la puerta de sus domicilios. Jesús Frías, vecino de la calle
José Miguel Gordoa 7, frente al paseo de la Chopera, «fue sorprendido en su
domicilio por unos desconocidos quienes le invitaron a que los acompañara y
al negarse este por no inspirarle confianza, huyeron», escribían admirados sus
vecinos. Es de suponer que el aplomo de Frías sería directamente
proporcional a su corpulencia.
Los vecinos de Raimundo Fernández Villaverde 23, en el distrito de
Chamberí, también le echaron arrojo a la situación, y con buen resultado,
porque solo sufrieron algunos registros: «En esta casa se estableció —
recordaban los vecinos— una guardia nocturna con todos los inquilinos con el

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objeto de no permitir que ningún extraño a la casa pudiera durante la noche
cometer ningún atropello con ningún inquilino de la casa».
Era también habitual que se produjeran asaltos y registros a las casas
después de la caída de un proyectil en la calle, ya que se llegó incluso a acusar
a los vecinos de las casas de las inmediaciones de haber arrojado ellos la
bomba. Así sucedió en Trafalgar 16, un día de noviembre de 1936, después de
que explosionara una bomba en la vía pública. «Los elementos de la FAI
crellendo (sic) que la habían tirado desde la misma quisieron asaltar la casa y
diciendo de matar a todos los moradores», según declaró la portera.
En un registro con este motivo los asaltantes aprovecharon las
circunstancias para dar rienda suelta a sus instintos. Fue en la calle Viriato 1,
en fecha no precisada, donde se presentaron milicianos y agentes de policía
por la sospecha de que durante un bombardeo aéreo hubiera sido arrojada una
bomba desde uno de los pisos de la casa. Se detuvo a todos los inquilinos
varones y a algunas mujeres a las que se obligó a desnudarse. Lo más
llamativo es que «la susodicha banda venía dirigida por una tal Goyita, según
era llamada por sus compañeros», dijo el portero.

«Un susto de los rojos»

Es inevitable pensar en el posible trasfondo sexual de algunas


detenciones, algunas finalizadas en asesinatos, en el caso de jóvenes
madrileñas prendidas en solitario por las milicias. En las declaraciones
juradas existen casos que apuntan en este sentido por sus circunstancias.
A las hermanas Cruz, dos jóvenes que vivían en la calle Tabernillas 13,
junto a la plaza de los Carros, las sacaron de su casa en abril de 1938 y las
retuvieron ocho horas en la comisaría de Buenavista. La nota que al terminar
la guerra entregó a los vecinos para denunciar aquel hecho la más joven de las
hermanas, Cayetana, evidencia una situación traumática que prefirió no
revelar por pudor: «Mi hermana mayor —escribió Cayetana— la tenemos en
un estado de locura por un susto de los rojos sin poder precisar el nombre de
ninguno de ellos».
La joven Pilar Iborra Amor, enfermera del Hospital Provincial, vecina de
Buenavista 4, salió de su casa el 24 de julio de 1936 para ir a trabajar y
desapareció en el propio hospital. Por indagaciones realizadas por una tía
suya, se supo que Pilar había sido encontrada muerta en un lugar apartado de
los alrededores de Colmenar Viejo.

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María Domingo García, de diecinueve años, bordadora mecánica,
militante de AP, que vivía con su madre en Hermosilla 20, fue detenida el 23
de noviembre de 1936 en el mismo portal de su casa por unos individuos que
dijeron ser policías del distrito de Chamberí. «Desde esta fecha nada en
concreto he vuelto a saber de la niña», declaró en abril de 1939 el viejo
portero de la finca, Andrés Fernández del Rivero, de setenta años.
La madre de la joven, Sabina García de la Orden, viuda, de cuarenta y dos
años, interpuso denuncia después de la guerra por la desaparición de su hija.
En ella señaló como sospechosos a Fortunato del Ojo, teniente de milicias
destinado en el cuartel establecido en el Palacio de Villapadierna, en Goya 10,
y a una mujer, Susana Sánchez, que le dieron señas de que su hija estaba
detenida, aunque por ser derechista, según la dijeron, «esa semilla había que
quitarla de raíz». El cadáver de María nunca fue encontrado. Ninguno de los
denunciados fue procesado por los franquistas.
Soledad García Cabal, de veinticinco años, fue detenida en septiembre de
1936 en su domicilio de la calle Martín de los Heros 9 y dada por
desaparecida. Solo sabemos de ella que en 1933 estaba opositando como
mecanógrafa calculadora de estadística. Después de su detención fue
asesinada. Lo prueba el hecho de que en la posguerra el Ayuntamiento de
Madrid autorizara a sus allegados a trasladar sin coste alguno sus restos al
panteón familiar desde una sepultura de caridad donde fue inicialmente
inhumada tras su asesinato.

Hijas coraje

En el Madrid revolucionario hubo mujeres que realizaron auténticos actos


de coraje ante los individuos armados que irrumpían en sus casas. Existen, en
concreto, casos protagonizados por las más jóvenes de la familia que llamaron
la atención de los autores de las declaraciones juradas, como el sucedido en el
número 1 de la calle Angosta de los Mancebos, junto al viaducto de Bailén.
Allí vivía el capitán de infantería retirado Simón Soria Celayeta, que se
encontraba en casa con su mujer, Purificación Viejo de la Torre, y las más
pequeñas de sus cuatro hijas, Carmen y Purificación, cuando apareció una
docena de hombres armados. Al ver que la intención de los desconocidos, que
dijeron ser policías, era llevarse a su padre, Carmen, de quince años, se encaró
con ellos, por lo que se la llevaron también detenida.
A los tres días regresaron a la casa otros tres desconocidos para detener a
las hermanas mayores, Ángela y Matilde, que pertenecían a FE. Cuando se las

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llevaban en un coche, la hermana pequeña, Purificación, tuvo la valentía de
subirse a la trasera del vehículo hasta que, sin fuerzas para seguir asida, se
cayó del mismo. Las tres hijas detenidas serían asesinadas con su padre.
Esther López Valencia, vecina de la calle Toledo 24, fue a protestar a la
checa de Fomento por la detención de su progenitor, Álvaro López Núñez,
director de la revista ilustrada La Lectura Dominical, órgano del Apostolado
de la Prensa. Días después se confirmó la muerte de ambos por fotografías de
la DGS, de acuerdo con el testimonio del portero.
Otra hija valiente, Dolores Falquina García de Pruneda, de veintisiete
años, pagó también con su vida la osadía de ir a preguntar a la checa de
Fomento por su padre, el comandante de ingenieros Antonio Falquina
Jiménez, de cincuenta y siete años. El militar había sido detenido el 30 de
septiembre de 1936 junto a su sobrino Jorge García de Pruneda en su casa del
número 7 de la plaza de García Hernández, actual plaza del Rey. El
comandante y su sobrino fueron asesinados en Puerta de Hierro el 1 de
octubre. Dolores fue fusilada en el cementerio del Este dos días después. Sus
hermanos Antonio y Carlos, alféreces de navío, habían fallecido al comenzar
la guerra, el primero asesinado por la marinería en Cartagena y el segundo
muerto a consecuencia de los enfrentamientos por hacerse con el control del
acorazado Jaime I. Una familia española devastada, literalmente, por la
guerra.

«¡Los fusiles para el frente!»

Los milicianos solían detener, registrar o desvalijar en las casas en grupos


muy numerosos, como ya se ha comprobado, desoyendo los llamamientos de
las autoridades que reclamaban que todos los fusiles fueran destinados al
frente. Hasta diez hombres armados de la CNT aparecieron en agosto de 1936
en la calle Sagasta 20 preguntando por Pablo Cáceres de la Torre, barón de
Yecla, que frisaba los ochenta años. «Para efectuar la detención tomaron las
dos puertas del piso, interior y exterior, dejando centinelas en ambas después
de efectuada», relató el portero, Mauricio Sevillano. Era evidente que para
algunos lo prioritario, y lo seguro, era hacer la revolución, no la guerra.
Varios milicianos, en número indeterminado, irrumpieron a finales de
noviembre en la casa de la calle del Miño 1, en la colonia de El Viso. Lo que
parecía una arriesgada misión se redujo a un asalto contra las únicas
habitantes del inmueble: Asunción del Valle, una viuda de setenta y cinco
años, y su sirvienta, Luisa Tirador. Después de robar el dinero que tenían

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ambas y apoderarse de las joyas de la propietaria, se llevaron a la viuda, a la
que asesinaron, dejando tirado su cadáver dos días después en las
inmediaciones de la colonia.
Los que el 12 de noviembre de 1936 vieron a numerosos milicianos entrar
arrolladoramente en Génova 23 debieron de pensar que iban a la caza de
peligrosísimos agentes enemigos. En realidad, habían llegado para detener a
Julia Domingo Tristán, de setenta y dos años, directora de la Real Asociación
de Escuelas Dominicales de la Inmaculada Concepción, y a su sirvienta,
Leocadia Miguel. Después de saquear el piso y destrozar la capilla que había
en su interior, se dirigieron con las dos mujeres a las afueras del pueblo de
Fuencarral, donde las asesinaron.

Un bebé detenido en la checa

Es claro que la edad de la víctima, avanzada o joven, no era eximente ni


atenuante para los que aplicaban la «justicia revolucionaria». Emilio de
Aguirre Salvador, de quince años, fue asesinado el 27 de septiembre después
de ser detenido en el domicilio familiar de Virgen de la Cabeza 30. Si además
trabajabas en un banco, aunque fueras el botones, como Antonio García
Consuegra, de diecisiete años, empleado del Banco Mercantil Industrial, era
fácil llamar la atención de las milicias. Detenido en el mes de octubre en su
casa de Costanilla de San Andrés 20, junto a la plaza de la Paja, no volvió a
saberse nada de él.
Los hermanos Bogas Gaete, Manuel y Ángel, de diecinueve y dieciséis
años, fueron detenidos por miembros de las milicias vascas el 25 de
noviembre en el número 26 de la calle Guzmán el Bueno, donde pernoctaban
a consecuencia del peligro de la proximidad del frente. Eran hijos del
industrial Patricio Bogas Cuevas, de sesenta años, al que detuvieron con ellos
y con otro hijo, José. Se llevaron también al dependiente de la vaquería del
mismo número, Alberto Esquerra, de veinte años. Solo regresaron Patricio y
José, quienes al día siguiente fueron forzados a abandonar la casa por ser zona
de guerra sin poder retirar sus pertenencias. No se volvió a saber nada de los
tres detenidos. El padre de Manuel y Ángel declaró que sospechaba como
denunciantes del chófer del general José Miaja, Pedro Sánchez, y del
fotógrafo Vicente Salvador, vecinos de la familia.
A las milicias que irrumpieron el 26 de octubre en la casa de Eugenio
Gómez Pereira, en Santa Engracia 40, no les amilanó la peligrosidad de uno
de sus convivientes. La denuncia contra Gómez Pereira, jefe de la

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Intervención General del Ministerio de Hacienda, procedía de algunos de sus
compañeros que le acusaban de ser «de ideas fascistas», como demostraba,
según decían, el haberse vestido de luto después del asesinato de Calvo Sotelo
y haber retirado de su despacho la efigie de la República.
La operación de detención se hizo por fases. Primero se llevaron
detenidos a Gómez Pereira y a su yerno, Mariano Gamo Martín, a los que
condujeron a la checa socialista del convento del paseo de Francisco Giner 4,
actual General Martínez Campos. Media hora después los milicianos
regresaron a la casa y acometieron la segunda fase de la acción, la más
temeraria: se llevaron presos a la mujer del alto funcionario, su cuñada, su
hija y… su nieto Eugenio, de seis meses. En la casa solo quedó la sirvienta.
Después de varios días de detención en la checa, fueron puestos en libertad,
incluido el bebé, aunque a Gómez Pereira y a su yerno les volvieron a detener
el 26 de marzo de 1937, siendo condenado el primero por un juzgado de
urgencia por «desafección al régimen» a un año y un día de internamiento en
campo de trabajo, pese a las numerosas declaraciones que lo identificaban
como «buen republicano».
A Martiniano García Velasco, vecino de Julián Gayarre 14, maestro de
trompetas de artillería retirado, que trabajaba como cantinero en el vecino
cuartel del paseo de Reina Cristina, las milicias le mataron a su hijo
Marcelino al principio de la guerra. Pero lo que denunció con más firmeza
después de la contienda fue la detención de su otro hijo, Saturnino, que era
«anormal» según su padre y sufría ataques epilépticos, y al que habían
maltratado como preso peligroso: «A mi hijo Saturnino —denunciaba el
cantinero— le tuvieron detenido e incomunicado durante quince días, fecha
esta que debido a su grave enfermedad y comprovada (sic) con documentos
dispuso su libertad el auditor de guerra. Durante su encierro pasó los primeros
días incluso sin comer».

Promesas para la eternidad

Tampoco demostraron ninguna delicadeza los que fueron a buscar en


octubre de 1936, en su casa de Velarde 1, en el barrio de Malasaña, a
Constantina de Castro y Corrales, de treinta y dos años, mujer del capitán de
caballería José de Tiedra y Torres, que estaba destinado en Valladolid cuando
se produjo el golpe militar. A Constantina la detuvieron a pesar de
encontrarse embarazada y sin haberse repuesto aún del asesinato de su cuñado

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Fernando, estudiante de veintiséis años, que había sido «paseado» un mes
antes.
Encarcelada en la prisión de mujeres de Ventas, Constantina perdió en
enero de 1937 al hijo que estaba esperando. Fue juzgada en marzo siguiente
por «desafección al régimen» por pertenecer al partido derechista AP. Resultó
condenada a un año de internamiento en campo de trabajo y multa de cinco
mil pesetas. La mujer declaró durante el proceso que «como católica y
creyente practica el rito religioso ordinariamente y sin exageración», al
mismo tiempo que decía desconocer si su marido militar se había unido a los
sublevados.
A su marido, Constantina le había prometido antes de estallar la guerra
que «tan pronto se lo permitiera su estado de embarazo se trasladaría a
Valladolid para vivir juntos», según consta en su declaración. Su marido, a su
vez, le prometió también un próximo reencuentro: le envió desde Valladolid
un telegrama para anunciarle que «si obtenía permiso de sus jefes vendría a
Madrid». Unos días después se produjo el golpe militar y el matrimonio
quedó separado por el abismo entre las dos Españas. Constantina no tuvo
desde entonces más noticias de José, «ignorando por tanto cuál haya sido su
suerte, así como si se adhirió al movimiento o hizo causa con el Gobierno»,
según su testimonio ante sus carceleros.
Lo que Constantina desconocía entonces es que su marido había cumplido
su promesa de ir a Madrid. Lo hizo con una de las columnas de Franco que
llegó a las puertas de la ciudad a principios de noviembre de 1936. El capitán
José de Tiedra cayó en combate el día 4 ante la vista de la capital,
seguramente anhelando reencontrarse, más allá de las vicisitudes de la guerra,
con su mujer, sus hijos y con el bebé que esperaban. Constantina falleció en
Madrid el 3 de diciembre de 1979, a los setenta y cinco años.
Más humanidad que los milicianos anteriores exhibieron los hombres
armados que, capitaneados por un tal «Pancho Villa», se presentaron en
Huertas 55 para hacer un registro. Ante sus narices escaparon dos jóvenes
falangistas escondidos en la casa, que lograron deslizarse por la cañería del
gas hasta el patio, mientras un militar que también estaba oculto distraía a los
milicianos mostrándoles su documentación falsa. Como compensación al nulo
éxito de su allanamiento, los asaltantes encontraron varios miles de pesetas en
el registro de un armario de la casa de Ángeles Velarde Hernando, que vivía
con un hijo enfermo, Claudio, y una hija, María del Carmen.
Cuando ya se iban a llevar detenidas a la madre y a su hija, a Claudio «le
dio un ataque nervioso muy grande, [tanto] que ellos mismos tuvieron que ir

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en busca de un médico», relató la madre refiriéndose a los milicianos. Cuando
el hijo volvió a calmarse, le libraron a la madre un recibo por la cantidad de
dinero incautada y se marcharon de la casa. «Nos perdonaron la vida»,
declararía después de la guerra la madre, a la vez que se quejaba de que nunca
recuperó el dinero.
Juan José Amat Perucho, portero de la calle Moreto 15, detrás del Museo
del Prado, tuvo una buena idea para conseguir la compasión de los agentes
que registraron la finca el 12 de septiembre de 1936. Milicianos y policías
habían detenido ya a Diego de la Bastida, conde de los Robledos de Cardeña,
quien se encontraba en un coche a la espera de que se terminara de hacer el
registro y que llegase el jefe de la brigada de investigación. Al portero se le
ocurrió entablar conversación con uno de los agentes, al que invitó a una copa
de coñac. Entre sorbo y sorbo, «me preguntó por la actuación del Sr. Conde,
que informé todo lo favorable que en mi inspiración llegó: fue puesto en
libertad y devueltas cuantas cosas de su propiedad se llevaran», recordaba.

Un «fusilado» vuelve a casa

Las milicias socialistas del pueblo de Fuencarral tuvieron también una


gran compasión ante el eccehomo que vino a pedirles auxilio la mañana del 9
de noviembre de 1936, en plena marea sangrienta contra los considerados
desafectos y en los momentos más críticos de la batalla de Madrid. Aquel
hombre, que iba en ropa interior, sangrando por varias heridas de bala en la
cabeza, se llamaba Casimiro Fernández Toimil. Era sastre de profesión, tenía
treinta años y era natural de Carracedo (Lugo). Vivía en la calle del Amor de
Dios 8, entonces de Roberto Castrovido, junto a la plaza de Antón Martín.
Casimiro había sido detenido el día anterior en la calle Alcalá cuando iba
a entregar unas prendas. Fue llevado a la checa comunista de la calle Alonso
Heredia 9, en el barrio de la Guindalera. A las nueve de la mañana del día
siguiente le condujeron en un coche por la carretera de Francia, hacia San
Sebastián de los Reyes. Antes de llegar al pueblo se desviaron hacia
Alcobendas, pararon el automóvil, lo bajaron y le dispararon tres tiros en la
cabeza. Creyéndole muerto, lo abandonaron después de despojarlo de sus
ropas y de todo lo que llevaba de valor.
Milagrosamente vivo, Casimiro pudo reponerse y llegar a pie hasta
Fuencarral, desde donde las milicias socialistas lo trasladaron a su domicilio
en Madrid. Después de que allí se confirmara su identidad, dos de sus vecinos
lo llevaron al Hospital Provincial, en Atocha. Fue ingresado en calidad de

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herido en el frente para no levantar sospechas y permaneció en el hospital
hasta su completa curación, que duró doce meses.
El propio Casimiro Fernández Toimil relató su peripecia a los vecinos que
firmaron la declaración jurada en abril de 1939. Lo que nunca sospecharía es
que hasta los propios franquistas se tragaron el cuento de su condición de
combatiente «rojo» con la que había podido entrar en el hospital sin ser
reconocido como un «faccioso» mal asesinado. En el Archivo de la Guerra
Civil de Salamanca consta una ficha de Casimiro Fernández Toimil elaborada
por los servicios de información franquistas en la que se reseña que su
profesión es «soldado» y que está «afiliado a la UGT». La ficha fue elaborada
muy probablemente con datos de los heridos ingresados durante la guerra en
el hospital madrileño.
Dos hechos confirman que la historia verdadera era la de su frustrado
«paseo». Uno es que Casimiro no fue procesado en la posguerra. El segundo,
que el Instituto Nacional de Previsión le concedió en 1945 una ayuda para
casarse, el entonces llamado «préstamo de nupcialidad».

Una mujer ante dos paredones

De las historias que guardan las declaraciones juradas de posguerra pocas


hay tan conmovedoras como la de Eusebia Gallego Romero. La mujer, de
veintinueve años, era funcionaria del Ministerio de Estado, del cuerpo
administrativo y auxiliar. Fue detenida en 1936 en su casa de Escosura 143,
en Chamberí, acusada de haber ayudado a huir a una compañera de oficina,
Teresa Goitia. Durante la guerra vio morir a su madre «a consecuencia de los
sustos», al tiempo que se agravaba el padecimiento cardiaco que ella misma
sufría, según el testimonio que dejó escrito el 2 de abril de 1939 a petición de
sus vecinos, donde relató su detención por los «rojos» en la contienda:
Fui llevada primeramente a Goya 6, de donde me sacaron para matarme llevándome
primeramente a la pradera de San Isidro no haciéndolo debido a que uno de los del
Comité se compadeció de mi al suplicarle llorando se compadecieran de mí que era
el sostén de mi madre que contaba a la sazón 73 años de edad y mi hija cinco.
Posteriormente me llevaron hacia el Este y el mismo individuo que intercedió la
primera vez para que no lo hicieran lo hizo la segunda consiguiendo salvarme, me
llevaron después a la Checa de Fomento y ya desde allí me pusieron en libertad
teniendo la suerte de que no volvieran a molestarme.
No puedo decir quiénes fueron los que componían el Comité pues no los conocía
ni he vuelto a verlos, pero si viera tanto al que me salvó como el que me comunicó
que iban a matarme los reconocería enseguida.

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La guerra no fue la única ocasión en que estuvo en peligro la vida de esta
mujer. Eusebia Gallego fue noticia en la prensa madrileña a sus veintitrés
años, el 26 de abril de 1930, por el intento de asesinato que sufrió a manos de
su primer marido, Salmerón Clemente Gil, de veintiséis años, que quiso
estrangularla en su domicilio conyugal, entonces en General Ricardos 44. El
Heraldo de Madrid publicó ese día una gacetilla del suceso con un
escalofriante título: «El encanto de tener un buen marido». La Voz recogía
también la noticia con otro encabezamiento siniestro: «Caricias conyugales».
La mujer fue asistida entonces por lesiones en la Casa de Socorro de Latina.
Después de la guerra, Eusebia Gallego estuvo fichada por los servicios de
información franquista como «radical». A pesar de ello, solicitó su reingreso
en el ministerio, donde el 29 de abril de 1939 fue readmitida
provisionalmente, lo que se confirmaría con carácter definitivo un año
después.
Esta mujer valiente, protagonista de tan insólita peripecia durante la
contienda, falleció a los sesenta años de edad, el 22 de julio de 1967, siendo
jefa de administración de primera del mismo ministerio donde había brindado,
seguro que siempre brillantemente, sus servicios desde joven.

La muerte llama dos veces

A Saturnino Bertólez Burgueño, de treinta y ocho años, agricultor y


ganadero de Chozas de la Sierra, actual Soto del Real, le asustaron los ecos de
sus propios pasos mientras caminaba a resguardo de las sombras por la
estrecha acera de la madrileña calle del Reloj, junto al Senado. Se sabía un
muerto viviente, pero a la vez tenía la esperanza de que en la casa de una de
sus tres hermanas, en el portal número 6 a donde se dirigía, pudiera conseguir
algo parecido a la resurrección.
La noche anterior, la del 12 de agosto de 1936, lo habían detenido los del
comité de su pueblo en su casa de Chozas por ser el presidente local de AP.
No le dieron tiempo siquiera para despedirse de su familia o para coger algo
de abrigo, porque los milicianos tenían prisa. A Saturnino no le costó mucho
adivinar el porqué de esa prisa cuando le hicieron bajar del coche y le
pusieron contra la valla de un pago, con el relente de La Pedriza sobre sus
espaldas de labriego. Después de tirotearlo lo dejaron allí caído, con una
herida en el costado, y se marcharon. No se molestaron en comprobar si
estaba muerto.

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No sabemos cómo lo consiguió Saturnino, quizá ayudado por otro familiar
en Chozas del Real, pero pudo llegar a casa de su hermana en Madrid. Aún no
se había reestablecido de la herida, atendido seguramente por algún médico
amigo de su cuñado, Luis Blasco, cuando el 28 de octubre siguiente lo
volvieron a detener. Los vecinos sospecharon que los del comité del pueblo le
habían seguido la pista y no les había sido difícil localizarlo.
El 3 de noviembre se comunicó el ingreso de Saturnino y de otros cuatro
hombres, «todos derechistas», en la Cárcel Modelo, así como su puesta a
disposición del Tribunal Especial de Represión del Fascismo, según figura en
su expediente por delito de «desafección al régimen». En fecha desconocida
fue trasladado a la prisión de Porlier. El 1 de diciembre el juez instructor
solicitó que se le tomase declaración. El 4 de diciembre los responsables de
Porlier comunicaban que Saturnino «no se encuentra actualmente en la misma
por haber sido puesto en libertad». El 8 de diciembre la DGS confirmaba que
«fue puesto en libertad, pasando a su domicilio, Reloj, 6, pral». El 12 de
diciembre el juez instructor archivaba el procedimiento por ignorarse su
paradero.
Otros también habían tenido prisa un día de principios de noviembre de
1936, cuando sacaron a Saturnino de la cárcel de Porlier junto a otras decenas
de detenidos y los subieron maniatados a autobuses municipales de dos pisos,
hasta hacerlos bajar a las afueras de Paracuellos del Jarama ante una colmena
de fusiles y ametralladoras. En contra de lo que comunicaron oficialmente los
responsables de su segunda detención, Saturnino no regresó nunca a la calle
del Reloj ni tampoco a su casa de Chozas del Real, donde el relente de La
Pedriza sigue cubriendo por las noches la soledad de los campos.

El Matadero de Vallecas

La sombra de la muerte fue la que Leoncio Malleu Bueno alejó de sí al


abrazar a su mujer aquel día de septiembre de 1936, después de regresar
milagrosamente vivo a su casa de la avenida Menéndez Pelayo 18, una casa
de cuatro pisos aún hoy existente, junto a la plaza Mariano de Cavia. Abrazo
que seguramente ambos regaron con lágrimas, mientras él sentía aún el
temblor en sus piernas. Leoncio tenía cuarenta y un años y era el jefe de
matarifes en el Matadero de Vallecas. Aquella mañana de septiembre se las
había visto con otra clase de matarifes. Un policía y dos milicianos se
presentaron en su casa y, después de realizar un minucioso registro,
determinaron que tenían que llevárselo detenido.

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Lo condujeron en un coche hasta el cementerio de Vallecas, lo hicieron
bajar, lo pusieron delante de la tapia y cuando ya iban a fusilarlo se armó una
discusión. Unos decían que había que matarle y otros que dejarlo con vida
porque no se había encontrado nada en el registro que lo comprometiera. Al
final se impusieron los justos, si vale la expresión, y allí mismo le dijeron que
se fuera a su casa, descartándolo de formar parte de los hombres y mujeres,
106 en total, asesinados en aquel mes de septiembre de 1936 en el término
municipal vallecano.
Pasada una semana vinieron otros dos policías a hacer un nuevo registro
en la casa de Leoncio, al que se llevaron detenido otra vez. No volvió a
saberse más de él después de aquella segunda detención, pese a ser conducido
a la cárcel de Porlier, «no obstante múltiples gestiones practicadas por su
esposa», según la declaración de la portera de la finca, Juana Bartolomé
Gutiez, de setenta y cinco años. El recuerdo del abrazo en el que se fundió
con su mujer al volver de aquel primer paseo con la muerte en el cementerio
de Vallecas debió de clavársele a Leoncio en el pecho como una punzada de
amor y de nostalgia antes de caer acribillado el 26 de noviembre de 1936 ante
el segundo pelotón de ejecución de su vida, en Paracuellos del Jarama.

Los buenos samaritanos

Diez portales más abajo de esta desgracia, en la misma acera, en el


número 28 de la avenida Menéndez Pelayo, fue detenido, también en
septiembre de 1936, Eduardo Aparicio Aparicio, de treinta y tres años, natural
de La Toba (Guadalajara). Sargento del Regimiento de Carros de Combate n.º
1, acantonado en Pacífico, actual Ciudad de Barcelona, Aparicio era una
buena pieza para sus captores: como secretario del general Fanjul, jefe de la
sublevación en Madrid, había sido su enlace con el general Mola.
Después del fracaso del golpe en Madrid, durante el cual estuvo
acuartelado con su unidad, sus jefes le dieron a elegir a Aparicio entre
marchar al frente o ser entregado a las milicias. Estuvo dos días con la
«columna Mangada» en Navalperal de Pinares (Ávila), donde según contó
pudo inutilizar varias ametralladoras «rojas». Allí fue herido el 25 de julio,
por lo que le ingresaron en el Hospital Militar de Carabanchel, de donde
escapó a su casa al sentirse amenazado. Al ser detenido en septiembre fue
conducido a la sede del CPIP en Fomento, donde le preguntaron por nombres
comprometidos con el alzamiento, pues sabían que había sido secretario de

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Fanjul. Al no revelar nada, le entregaron en la madrugada del día 13 a la
checa anarquista del Cinema Europa.
«Le ofrecieron —aseguraba Eduardo Aparicio en su declaración después
de la guerra— ascensos y cantidades en metálico con los mismos fines,
negándose rotundamente por lo que fue montado en un coche y conducido a
la Dehesa de la Villa donde le hicieron bajar haciéndole varias descargas de
las que resultó herido a pesar de lo cual consiguió huir teniendo que estar
escondido por aquellos lugares, donde vio numerosos cadáveres, pues le
continuaban buscando, hasta que por fin consiguió salir a la carretera y en un
coche que pasaba por allí [fui] conducido a la Comisaría de la Plaza de
Olavide».
Eduardo Aparicio fue atendido de sus heridas en el hospital de
Carabanchel y después encarcelado en la Modelo y en San Antón, a cuyo
comité convenció de que sus heridas «las había recibido por defender a la
República, cuando la verdad era que eran las que le habían producido al
intentar fusilarle». Fue puesto en libertad en diciembre de 1936 y, después de
ser nuevamente operado por el doctor Gómez Ulla, consiguió refugiarse el 11
de febrero de 1937, gracias a las gestiones del capitán Isla, de la «quinta
columna», en la embajada de Chile hasta el final de la guerra.
Pese a su increíble peripecia, Eduardo Aparicio nunca hizo pública su
historia que sepamos, más allá de su declaración por la pieza abierta en la
«Causa general» sobre lo acontecido en el Regimiento de Carros de Combate
n.º 1. La única huella que hay de él en la prensa de la época es una columna
de ABC con la lista de donativos realizados para la construcción de un
mausoleo a los caídos en el Cuartel de la Montaña. Figura como teniente, con
una aportación de 10 pesetas. Aparicio, que después de la guerra sería
secretario del ministro del Ejército, el general Varela, alcanzaría con los años
el grado de comandante de infantería. Falleció en 1991, con ochenta y ocho
años.
También tuvo su «buen samaritano», pero con distinta suerte, el
farmacéutico Daniel del Fraile Requejo, que trabajaba en el establecimiento
de la calle Fuencarral 36-38. El 10 de agosto de 1936 vio detenerse en la
puerta de la farmacia varios coches de milicias. Trató de escapar por una
ventana del patio, ayudado por la portera, Margarita Campos, de sesenta y tres
años, pero un miliciano armado finalmente se lo impidió. Llevado a Puerta de
Hierro, los asesinos dispararon contra él, dejándolo abandonado, malherido.
Un conductor lo recogió y lo trasladó al Equipo Quirúrgico de Centro, en la

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calle Navas de Tolosa 10, donde intentaron hacer todo por su vida. Falleció a
las seis de la tarde del día siguiente.

La guerra contra Falange

La militancia en cualquier partido, asociación o club católico, liberal,


conservador o derechista podía ser un pasaporte para la checa y el asesinato.
Sin embargo, en las declaraciones juradas de 1939 la afiliación política de los
vecinos detenidos que aparece nombrada más veces es la de Falange
Española, sobre la que se centró una parte considerable de la represión
frentepopulista.
Así, los vecinos de la calle Isabel la Católica 15 recogieron en su
declaración el asesinato de una de las figuras más célebres de la Falange
clandestina: María Paz Martínez Unciti, de dieciocho años, impulsora durante
la guerra, junto a su hermana Carina, del «Auxilio Azul», una organización de
mujeres falangistas creada en marzo de 1936 que daba apoyo en la
clandestinidad a sus camaradas en Madrid. Detenida el 30 de octubre cuando
acompañaba a Emilio Franco, cuñado del filósofo Julián Marías, a refugiarse
en la embajada de Finlandia, fue conducida a la checa de Fomento, de donde
salió al día siguiente para ser asesinada en el cementerio de Vallecas.
No deja indiferente un detalle de la declaración del portero, Juan José
Sánchez García, de sesenta y cinco años, afiliado a UGT, al nombrar a la
joven vecina falangista, pues refiere «la muerte de Pacita Unciti asesinada, sin
saber sus autores». Su afectuosa alusión a «Pacita» parece motivada por una
sincera conmoción ante el destino de aquella niña que había visto crecer, más
que por un deseo de congraciarse con los vencedores, dado que se había
afiliado al sindicato socialista con posterioridad al 18 de julio de 1936. De
hecho, el nombre del portero no aparece registrado entre los procesados
después de la guerra.
Lo sorprendente es que la familia Martínez Unciti había tenido que
abandonar aquel domicilio cercano a la Gran Vía por los bombardeos
franquistas y acogerse en casa de unos amigos en Ayala 61. Allí vivía María
Baeza Torrecilla, mujer de un militar encarcelado en la prisión de Duque de
Sexto, el capitán Arturo Picatoste. María Baeza estaba al cuidado de sus tres
hijos, su suegro de setenta y dos años, su madre también septuagenaria y una
tía asimismo de edad avanzada que estaba impedida en la cama. Muy
posiblemente, María Paz no reveló a sus captores el lugar donde había estado
viviendo escondida, pues María Baeza no fue molestada hasta su detención en

Página 111
mayo de 1938 por habérsele hallado en un registro prensa derechista y un
retrato de José María Gil Robles, líder de la CEDA. María Baeza fue
condenada en septiembre siguiente a un año de internamiento en un campo de
trabajo, pese a los testimonios favorables del portero y el presidente del
comité de casa. Se le concedió la libertad condicional un mes después en
atención a su situación familiar.
En Lista 94 vivía el falangista Ignacio Ochoa Corchón, de veintitrés años,
empleado del Banco Hispano Americano. En la tarde del 5 de agosto de 1936
salía de un cine de la Gran Vía con su novia cuando fueron detenidos y
conducidos a la checa de Bellas Artes. Más tarde pusieron en libertad a la
novia, pero él no volvió a aparecer. La actitud de Ignacio Ochoa yendo al cine
parece indicar que deseaba aparentar normalidad: unos días antes había sido
detenido su jefe directo en FE, Moisés Folguera Hernández, dueño de la
tienda de comestibles de su misma finca, aunque el destino quiso que el coche
en el que le conducía chocase con un tranvía, lo que Folguera aprovechó para
huir y poder morir bastantes años más tarde, en 1999, con noventa y tres años
de vida.
En la calle Marqués de Santa Ana 20 fue detenido Lupicinio Picón
Guillén, de veintinueve años, empleado de Hidroeléctrica Española, que
estaba afiliado a FE. No satisfechos con esta detención, los milicianos se
llevaron también presa a su hermana Concepción, de veinticuatro años. Los
dos hermanos fueron asesinados el 20 de octubre de 1936, según recogieron el
portero y los vecinos de la casa en sus declaraciones.
No menos dramático fue el resultado del registro en la calle Cervantes 30,
en la casa de María Cobo de Guzmán, viuda del laureado teniente coronel
Fernando Primo de Rivera y Orbaneja, caído el 5 de agosto de 1921 en la
defensa de Monte Arruit después de las épicas cargas a caballo del
Regimiento de Cazadores de Alcántara que comandaba. Dos de los hijos del
matrimonio, Fernando y Federico, fueron asesinados bajo la represión
frentepopulista después de haber sido detenidos en agosto de 1936 acusados
de preparar un asalto al Ministerio de Gobernación y a Unión Radio cuando
las tropas sublevadas entraran en Madrid. El mismo destino tuvieron sus
primos José Antonio, fundador de FE, fusilado en Alicante el 20 de
noviembre de 1936, y Fernando, asesinado en la Modelo el 23 de agosto
anterior.
Al precio en vidas que los Primo de Rivera pagaron en la guerra se sumó
el de las personas a su servicio. En Cervantes 30 fueron detenidas por varios
policías, a mediados de noviembre de 1936, Gregoria García Pardo, de

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cincuenta años, y Esperanza Sancho, de veintitrés, que trabajaban de
sirvientas de la viuda del laureado héroe de Monte Arruit y militaban en FE.
También fueron apresadas otras dos empleadas de la casa: Candelaria Ruiz y
Josefa Valsera. Las dos últimas volvieron a la casa, pero no Gregoria ni
Esperanza, que fueron asesinadas.
El también falangista Juan Capell Camacho, joven ferroviario de la
compañía MZA, había servido en la escolta personal de José Antonio Primo
de Rivera, según creencia de sus vecinos de la calle Ventorrillo 12, junto al
Rastro. Los vecinos denunciaron su detención el 17 de agosto de 1936,
después de que le hubieran ido a buscar las milicias en tres ocasiones. Su
cadáver apareció acribillado a balazos en el Depósito Judicial tres días
después. Los vecinos apuntaron a compañeros de trabajo en la compañía
ferroviaria como autores del crimen.

Porteros de Falange

Varios porteros sufrieron persecución por su condición de falangistas.


Juan Bombín Velado, portero de Santa Ana 1, guardia civil retirado, había
sido conserje del hotel de la calle Marqués de Riscal donde FE había tenido
su sede. Fue una de las sesenta y tres personas allí detenidas en julio de 1934
en una operación policial donde se incautaron explosivos. Quienes le fueron a
detener en agosto de 1936 conocían también seguramente aquel empleo suyo
anterior cuando decidieron asesinarlo.
Álvaro Figuero Rastrollo, portero de Enrique Mesa 4, era también afiliado
a FE. Lo detuvieron en septiembre de 1937 junto con ocho inquilinos de la
casa, incluido un sacerdote que tenía escondido. Se instruyó causa contra ellos
en un tribunal popular por propagación de bulos, colaboración con el Socorro
Blanco y escuchar emisoras de radio franquistas, pero la causa fue sobreseída
para la mayor parte de los inculpados, que quedaron en libertad el 31 de
diciembre siguiente, incluidos el portero Figuero y el sacerdote.
Lo más llamativo del caso es que, una vez liberado, Figuero tuvo arrestos
para solicitar al juzgado la devolución de un documento que se le había
requisado en el registro de su domicilio: «Una carta dirigida a mí por el
Excmo Sr. Presidente de la República española D. Manuel Azaña con fecha
del mes de mayo del pasado año 1936, cuyo documento me interesa
conservar». Figuero había ingresado en la CNT en enero de 1937 «por estar
fichado como falangista».

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El jerezano José Luis Fernández Arregui trabajaba como portero en
Carrera de San Jerónimo 18 desde la muerte en 1935 de su suegro, titular de
la portería. Su profesión era en realidad la de camarero y, de hecho,
Fernández Arregui decía haber sido fundador en 1934 del Sindicato de la
Industria Hotelera de FE, del que fue vicepresidente. Según su declaración
jurada de 1939, lo detuvieron cinco días en una checa y lo sacaron a
medianoche a «pasear» a los Altos del Hipódromo, donde el actual Museo de
Ciencias, pero finalmente los milicianos desistieron de su criminal propósito.
Después de conducirlo a la DGS, lo enviaron a la prisión de Alcalá de
Henares. Asimismo, el portero anotó en su declaración que fue llamado a filas
del Ejército Popular por su quinta, pero que desertó.
Lo que Fernández Arregui no hizo constar ante los franquistas es que en
octubre de 1936 estaba alistado como corneta en el 2.º Batallón «Vanguardia
Roja» de la Federación Obrera de Hostelería de UGT, con sede en la calle San
Bernardo, 44. Así figura en una ficha a su nombre elaborada por los
vencedores. Es posible que se alistara voluntario con los republicanos por
mero instinto de supervivencia, la misma razón que le llevó a ocultar este
alistamiento a los franquistas.
Como falangistas se reconocieron también algunas porteras ante los
vencedores después de la guerra. Un caso llamativo es el de Paula Martín
González, de treinta y tres años, natural de Burguillos (Toledo), que trabajaba
en la calle del Ángel 15. Fue detenida en abril de 1937 por figurar en un
fichero de FE, aunque estaba afiliada a la Sociedad de Porteros de UGT y al
Círculo Socialista de La Latina. Hasta diez militantes de UGT y CNT
respondieron por ella ante el juez y fue puesta en libertad al quedar probada
«su afección al Régimen legal de la República que el pueblo se dio voluntaria
y libremente». Sin embargo, en su declaración jurada ante los vencedores,
volvió a recordar, por si acaso, que «perteneció a FET y de las JONS».

El refugio de Melquíades Álvarez

En las declaraciones juradas de porteros y vecinos aparecen recogidas


también las detenciones y asesinatos de figuras célebres. Los de la plaza de la
Independencia 5 consignaron la muerte de Bernardo Aza y González
Escalada, diputado de la CEDA, que había sido detenido en otro domicilio
donde se ocultó con su mujer, Guadalupe Figaredo. Fue conducido el 18 de
agosto de 1936 para asistir al registro de su casa frente a la Puerta de Alcalá,
que fue la última vez que el portero y los vecinos le vieron con vida. Aza no

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fue la única víctima del terror frentepopulista en la finca: a él unió su destino
el mozo de comedor del piso principal derecha, Manuel Fernández, detenido y
desaparecido en noviembre de 1936.
Aparece también reflejada en la declaración del portero de Lista 21,
Casimiro Lucas Redondo, la detención de Melquíades Álvarez, una de las
figuras más destacadas del republicanismo español ya desde tiempos de
Alfonso XIII, contra cuyo régimen conspiró en la revolución de 1917.
Diputado en las Cortes monárquicas y las republicanas, fundador del Partido
Reformista y del Partido Republicano Liberal Demócrata, Álvarez se
encontraba refugiado desde los inicios de la guerra en casa de su yerno Jaime
Masaveu, en el piso primero izquierda. El portero señala en su declaración a
una sirvienta de la casa, Carmen Agraz, como la que denunció al que fuera
presidente de las Cortes, asesinado el 22 de agosto en el asalto de las milicias
a la Cárcel Modelo. La denuncia no pareció tener efecto alguno: ninguna
Carmen Agraz fue procesada por los vencedores.
En Goya 29 aparece recogida la detención del sobrino nieto del general
liberal Baldomero Espartero, Pablo Montesinos y Fernández-Espartero, duque
de la Victoria, coronel de caballería en la reserva, que era un destacado
publicista antisemita, traductor en 1927 de Los protocolos de los sabios de
Sión. Conducido el 15 de agosto a la cárcel de Ventas, fue sacado en la
expedición de presos fusilada en el cementerio de Aravaca. El gobierno
republicano acudió solícito después a proteger sus muebles y enseres, que
fueron incautados por la Junta de Protección del Tesoro Artístico.

El «delito» de ser callista del rey

Las declaraciones juradas evidencian que los actos considerados de


enemistad contra el régimen podían ser de lo más variopinto. En la calle
Mayor 21 fue detenido hasta en dos ocasiones el vecino Daniel Ruiz, cuya
particularidad era haber sido callista del rey Alfonso XII. También era motivo
de detención poseer en el domicilio retratos de miembros de la familia real.
No hacía falta tenerlos enmarcados y colgados en algún lugar destacado. Al
militar retirado Pedro Sánchez Gabarrón lo detuvieron unos policías en
octubre de 1936 por tener en su casa, en el número 3 de la calle Sánchez
Bustillo, una partitura de música en cuya portada aparecía un miembro de la
realeza.
No menos sospechoso era cualquier documento que pudiera relacionar al
considerado desafecto con alguna figura célebre de la derecha. A Daniel de la

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Puente y Arévalo, topógrafo, se lo llevó detenido en marzo de 1937 de su casa
de la calle San Andrés 30 una pareja de agentes policiales con diez milicianos
después de enseñarle una tarjeta suya enviada a José Primo de Rivera para
ponerle en contacto con un «súbdito alemán nacional-sindicalista» que le
ofrecía sus servicios. Asimismo, se confirmó que había trabajado como cajero
en La Nación, diario estrechamente vinculado a los Primo de Rivera, con los
que su familia tenía relaciones de amistad desde tiempos de su abuelo. Los
cargos se agravaron más adelante con la acusación de haber proporcionado a
los insurrectos los planos de la Ciudad Universitaria, lo que habría permitido
que las tropas de Franco tomaran el Hospital Clínico. Juzgado por el delito de
conspiración para la rebelión en el Tribunal de Espionaje y Alta Traición, fue
absuelto en junio de 1937.
En el número 4 de la plaza del Conde de Barajas irrumpió la policía en
septiembre de 1937 en una operación muy frecuente en la retaguardia
madrileña, como era la persecución de los vecinos que escuchaban Radio
Nacional de Salamanca. Sin embargo, es difícil que en una sola operación se
llegara a detener a tantos inquilinos: nada menos que 26 personas, a las que se
acusó de reunirse en el sótano para escuchar la emisora franquista y para
conspirar contra el régimen republicano. Cinco de ellas, tres mujeres y dos
hombres, fueron condenadas por desafección al régimen. Las primeras
estuvieron encarceladas entre uno y cinco meses en la cárcel de mujeres de
Madrid, mientras que los segundos sufrieron prisión en Orihuela hasta el final
de la guerra.
Muy singular es, en este sentido, la declaración de Catalina Yela
Moracho, portera del número 5 de la glorieta de Bilbao, que decía ignorar
ante los vencedores las causas de la detención de siete vecinos de la casa por
policías y milicianos, aunque suponía que había sido por considerarlos
desafectos al régimen. Resulta chocante que la portera mostrara tantas dudas
sobre el motivo de sus apresamientos cuando a renglón seguido se
vanagloriaba de haber facilitado ella misma «las fiestas que todos los vecinos
organizaban para celebrar las grandes victorias del Ejército nacional».
Por una mera cuestión de colores la policía se llevó detenido a un
matrimonio en Españoleto 26, los señores Perlado, principalmente para evitar
su linchamiento por la multitud. Corría octubre de 1937 y, deseosos de
agradar a las milicias que habían recorrido el barrio pidiendo a los vecinos
que pusieron colgaduras en los balcones para celebrar el aniversario del
nacimiento de la URSS, los Perlado adornaron los suyos con unas telas con
los colores de la bandera republicana. Pero la mala suerte quiso que por la

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parte interior las colgaduras fueran rojas y gualdas. Como el matrimonio no
tuvo cuidado de sujetarlas bien, los paseantes vieron desde la calle las
banderas monárquicas flamear al viento en sus balcones. La policía salvó al
matrimonio de la agresiva reacción de los viandantes, según la declaración del
portero, Justo Bolaños, que con su testimonio favorable consiguió liberar a los
Perlado del calabozo de la comisaría.
La represión republicana se abatió también sobre la prensa derechista, no
solo en forma de incautaciones de los diarios conservadores y católicos, sino
también de asesinatos de sus responsables y empleados.
Juan Gandullo León, de cuarenta y cinco años, secretario de redacción del
diario El Debate y vicepresidente de la Asociación de la Prensa de Madrid,
fue detenido por dos agentes de la comisaría de La Latina y tres milicianos a
mediados de agosto de 1936 en su domicilio de Conde Duque 10. De la
comisaría, Juan Gandullo pasó a la DGS y después a la checa del colegio de
los Escolapios, en la calle Embajadores, de donde fue sacado para ser
asesinado en el kilómetro 11 de la carretera de Vallecas el 25 de septiembre
de 1936.
Ese mismo mes de agosto era detenido en su casa de Antonio Maura 11,
por miembros de la checa de Bellas Artes y policías de la comisaría de
Congreso, el abogado Federico Suquía Valhondo, de cuarenta y dos años, que
fuera presidente interino de La Nación, órgano de la Unión Patriótica del
dictador Miguel Primo de Rivera. Su cadáver fue hallado en el término de
Vicálvaro el 8 de septiembre. Su domicilio fue saqueado posteriormente hasta
en tres ocasiones por policías y milicianos.
En la calle de San Vicente 32, los porteros y vecinos anotaron la
detención el 18 de agosto de Luis Calamita Ruy-Wamba, director de El
Heraldo de Zamora, cuyo caso se haría célebre porque se demostró que su
captura y asesinato fueron encargados directamente a la checa de García
Atadell por el socialista Ángel Galarza, ministro de Gobernación, para ajustar
cuentas por su anterior rivalidad política en la capital castellana.
La casa de San Mateo 8 de Víctor Ruiz Albéniz, el célebre «Tebib
Arrumi», director del diario Informaciones, corresponsal en la guerra de
Marruecos, que se convertiría durante la contienda española en el cronista del
cuartel general de Franco, fue registrada en tres ocasiones por agentes de
policía e incautada por milicias anarquistas. La única víctima reseñada en la
declaración jurada de esta finca es un hijo del periodista, Alberto Ruiz
Gallardón, de veintiún años, que trabajaba de cajero del Banco Exterior de
España en Bata (Guinea). Alberto, «camisa vieja» de FE, se había refugiado

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por seguridad en casa de un camarada en Sagasta 4, de donde fue sacado el 4
de agosto de 1936, después de que él mismo se entregara al amenazar los
milicianos con llevarse al padre de su camarada. Su cadáver fue reconocido el
siguiente día 13 en el gabinete de identificación de la DGS por su tío José
Luis Gutiérrez Conte. En el acta del citado gabinete figuraba su
reconocimiento dactilar al ser detenido como autor de unas pintadas en el
distrito de Buenavista el 24 de agosto de 1934.
En el paseo de Santa María de la Cabeza 36 fue detenido el 27 de julio de
1936 el famoso reportero gráfico Martín Santos Yubero, empleado de Ya. Las
milicias comunistas que lo apresaron eran de Mundo Obrero, que se habían
incautado de las propiedades de la Editorial Católica. A Santos Yubero lo
condujeron a la DGS, donde decidieron dejarlo en libertad, aunque «durante
algún tiempo fue objeto de molestias y persecuciones», según declararon sus
vecinos.
Los empleados de talleres de los periódicos de derechas fueron también
objetivo de los «paseos». En el número 23 de la calle de Tres Peces los
detuvieron a pares: allí vivían un empleado de El Debate, Julián Saavedra, y
otro de ABC, Ángel García. Los prendieron y asesinaron juntos el mismo día,
el 15 de octubre de 1936.
No puedo dejar de apuntar la declaración jurada del periodista Julián
Cortés Cavanillas, con treinta y un años entonces, vecino de Fuencarral 31, en
la que registraba el asesinato de su padre:
Don Vicente Cortés Gil, padre del primer firmante, fue asesinado entre el 3 y el 4 de
octubre de 1936, pero los milicianos no lo detuvieron en esta casa sino en la de un
amigo. Su edad era de sesenta y siete años y su profesión, empleado municipal.

Quizá es la crónica más dolorosa que escribió nunca el que sería futuro
corresponsal de ABC en Roma, protagonista del célebre cameo en el filme
Vacaciones en Roma durante el saludo de los periodistas destacados en la
Ciudad Eterna a la princesa Anna, encarnada por la inolvidable Audrey
Hepburn.

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6.

«MILICIAS, LADRONES Y POLICÍAS»

A los pocos días de estallar el golpe militar en julio de 1936 siete


milicianos de la FAI se presentaron en la calle Padilla 76 y subieron al
piso primero para detener al joven José González Gómez, sobrino del
propietario del piso, Maximiano Infante. Según la declaración de este último,
«después de una escena inolvidable entre la familia y los criminales» se
presentó la policía, avisada por la portera, Antonia Gil, y el hijo de esta. Los
agentes actuaron con determinación y se llevaron detenidos a la comisaría de
Buenavista a los milicianos anarquistas. Maximiano Infante no había olvidado
en 1939 el nombre de uno de los agentes que intervinieron con mayor
decisión para evitar cualquier atropello contra su sobrino, y lo dejó
consignado en su declaración a los vencedores: Antonio Álvarez Buylla y
Buylla.
Demetrio Muñoz Samperio, vecino de José Abascal 3, también recordaba
perfectamente después de la guerra el nombre del inspector de segunda clase
Carlos Madrigal García porque era vecino de la misma finca. El inspector
Madrigal acudió a su llamada de auxilio cuando el 18 de noviembre de 1936
unos milicianos del Sindicato de Uso y Vestido quisieron llevárselo detenido.
El inspector Madrigal llamó a la comisaría de Chamberí y requirió la
presencia de varios agentes, a cuya llegada los milicianos desistieron de su
propósito después de que los policías les indicaran que Demetrio tenía
derecho a no entregarse sin mandamiento judicial. Dos horas después
volvieron a intentarlo y de nuevo Madrigal solicitó ayuda a la comisaría, que
le envió hasta once agentes en esa ocasión.
Manuel Fernando de Velasco, vecino de Bravo Murillo 115 y propietario
del Centro de Enseñanza Velasco, tampoco olvidó nunca los nombres de los
cinco agentes que evitaron en julio de 1936 su detención por cuatro
milicianos de la checa de Bellas Artes que venían «para darle muerte». El

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empresario consignaría la identidad de los policías, pertenecientes a la
comisaría de Cuatro Caminos, en su declaración después de la guerra. Se
trataba del agente de primera Corrales y cuatro policías a sus órdenes:
Gerardo Navarro Rodríguez, Amador Rodríguez Velasco, José Montes
Madroño y Ruperto del Castillo.

Con la República y con Franco

El policía de la primera historia, Antonio Álvarez Buylla y Buylla, natural


de Pontevedra, lejos de ser represaliado por los vencedores después de la
guerra, fue ascendido en 1941 a agente de primera clase en la Policía del
régimen franquista. Tres años después de su ascenso, el 3 de enero de 1944,
pereció calcinado en el accidente ferroviario de Torre del Bierzo (León),
donde falleció un centenar de personas a consecuencia del choque de un tren
correo y un convoy de mercancías carbonero. Estaba adscrito al tren que
realizaba la línea Palencia-La Coruña como miembro de la Brigada Móvil. Se
le reconoció por la placa en su cuerpo carbonizado. Tenía treinta y cuatro
años.
Por su parte, Carlos Madrigal García fue nombrado inspector de primera
clase de la DGS en enero de 1940, diez meses después de la guerra. Gerardo
Navarro Rodríguez fue ascendido también por el régimen franquista a
sargento de la Policía Armada. Amador Rodríguez Velasco y Ruperto del
Castillo Martín continuaron siendo policías después de la guerra y se les
concedió el retiro de la Policía Armada en 1965 y en 1964, respectivamente.
Por insólito que parezca, las autoridades franquistas mantuvieron en el
servicio e incluso ascendieron a agentes del Cuerpo de Investigación y
Vigilancia, renombrado como Cuerpo General de Policía, que habían actuado
en Madrid durante la guerra tratando de defender el régimen republicano
contra los excesos de los revolucionarios izquierdistas. Una más de las
muchas paradojas de la historia con minúsculas que van componiendo el
complejo e irreducible cuadro de la Historia con mayúsculas.
Son muchos los ejemplos de agentes policiales que, muchas veces con
riesgo de su vida, intentaron poner freno a los excesos de las milicias,
tratando de mantener en pie la legalidad constitucional en los primeros meses
que siguieron a la sublevación militar. Como hemos visto, los porteros y
vecinos consignaron a los franquistas en sus declaraciones juradas al terminar
la guerra su gratitud por estos servicios policiales, contradiciendo así, al
menos parcialmente, la visión que los vencedores tenían de lo sucedido en

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Madrid. En el caos de la revolución, muchos agentes policiales cumplieron su
deber, y al tiempo que protegían a ciudadanos de la violencia de las milicias,
defendían el régimen republicano al que habían prometido lealtad.
Ramón del Río Álvarez, al que unos milicianos fueron a detener el 20 de
julio de 1936 a su casa de Eloy Gonzalo 30 por derechista, pudo escapar al
haber sido advertido por la portera, Julia Ramírez Casado, cuando solo le
faltaban unos metros para llegar al portal. Según la misma portera, Ramón del
Río fue protegido después por un comisario de segunda, Modesto Domínguez
Gallego, que lo tuvo detenido tres días en la DGS y lo fichó como sospechoso
para que pudiera entrar en la Cárcel Modelo y verse libre de la amenaza de las
milicias. Fue libertado el 7 de noviembre y se refugió en la embajada de
Finlandia, en la calle de Fernando el Santo, donde sufrió el asalto a la
legación por las fuerzas del gobierno el 3 de diciembre siguiente. Nuevamente
apresado, Ramón del Río fue puesto en libertad otra vez el 8 de diciembre,
logrando esconderse en varios domicilios, incluido el de su suegra en Eloy
Gonzalo 30, hasta el final de la guerra.
Su protector frente a la violencia de las milicias, el comisario Modesto
Domínguez Gallego, fue depurado y expulsado el 31 de octubre de 1936 del
cuerpo policial por orden del gobierno republicano. El régimen franquista le
promovería a comisario de primera unos meses después de terminada la
contienda, en enero de 1940.
Otras actuaciones policiales se efectuaron in extremis, como la que tuvo
lugar en una tarde de julio de 1936 en la calle Leganitos, paralela a la Gran
Vía. Juan Rodríguez fue sacado de su casa por unos hombres armados y
montado en un coche para conducirlo a la Casa de Campo, según dijeron los
mismos desconocidos a las personas que estaban siendo testigos de la
detención. Los gritos de la vecindad alertaron a los agentes de la cercana
comisaría del distrito de Palacio. Los policías detuvieron el coche de los
milicianos, sacaron de él al detenido y lo protegieron en sus dependencias, de
las que salió más tarde, después de que su casa fuera registrada.
Algunos agentes llegaron a atender peticiones de sus vecinos para que se
interesaran por personas detenidas en las checas, aunque sabían que podía ser
arriesgado. El agente de primera clase Vicente Camarero Contreras acudió a
la llamada de su portera de Conde de Aranda 11, María Berriguete, viuda, de
sesenta y tres años, cuando milicianos de la «Brigada de Investigación
Criminal» del socialista Agapito García Atadell detuvieron a su hijo Carlos el
17 de septiembre.

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El agente Vicente Camarero acompañó a la portera a la sede de esta
sanguinaria checa en la hoy desaparecida calle de Martínez de la Rosa,
llamada calle de la «S» por sus curvas pronunciadas, donde se levanta hoy el
puente de Juan Bravo sobre el paseo de la Castellana. El policía permaneció
en la checa «sin abandonarle un momento [al detenido] hasta las 16 horas de
dicho día que consiguió su libertad relativa, con la promesa de presentarle él
mismo cuantas veces fuese necesario».
La portera le estaría agradecida al agente Camarero para la eternidad: otro
hijo suyo, Fernando, requeté y conserje del Centro Tradicionalista, había sido
asesinado un mes antes en el asalto a la Cárcel Modelo. Pero para Camarero
no hubo reconocimiento por el nuevo régimen: fue separado del servicio el 21
de junio de 1940 por su lealtad a la República, cuando le restaba un año y
medio para cumplir la edad de jubilación, en diciembre de 1941. No obstante,
el ministro de la Gobernación, Blas Pérez González, le concedió el 22 de
febrero de 1951 la jubilación con efectos de la fecha de su retiro.
En otras ocasiones, tener de vecino a un policía podía ser un problema. En
el paseo de las Delicias 19, Alfonso Jorge Santos, empleado de la Compañía
de Coches Cama, declaró que había sido denunciado por un agente, Abilio
Alonso, que se había quedado a vivir, después de forzar la cerradura, en un
piso de la finca cuya dueña estaba ausente. El policía lo llevó detenido a la
comisaría del distrito de Congreso por haberle oído expresar en el balcón su
alegría por la entrada de las tropas «nacionales» en Santander y por escuchar
todas las noches la Radio Nacional de Salamanca. Un inspector de la citada
comisaría decidió poner en libertad al vecino pese a estas acusaciones.

Prohibido abrir los portales

A principios de agosto de 1936, la DGS dio por «normalizados los


servicios de vigilancia en todo Madrid a cargo de los agentes de la autoridad y
fuerzas de Asalto y Guardia Civil, en evitación de registros y detenciones».
Dicho anuncio fue acompañado de la advertencia a los porteros de que
serían detenidos y castigados si permitían la comisión de atropellos a los
vecinos:
Los porteros serán directamente responsables de permitir el paso de grupos armados
que no perteneciendo a las indicadas autoridades y fuerzas intenten penetrar en los
pisos para realizar los indicados registros o detenciones. Todo portero pedirá
inmediata ayuda a la Comisaría correspondiente por medio del teléfono o a los
agentes o fuerzas de la autoridad que encuentren a mano para impedir la entrada de
los antedichos grupos.

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Dos semanas después el Ministerio de Gobernación difundió una nueva
nota reiterando estas advertencias y anunciando la suspensión del servicio de
serenos, por lo que los vecinos debían ir provistos de la llave del portal.
Pero la realidad de Madrid distaba mucho de la del papel oficial. La
orden, por bien intencionada que fuera, no dejaba de ser ineficaz a todas
luces. Resultaba muy difícil resistirse a abrir el portal ante la amenaza del
asalto armado por parte de los milicianos interesados en allanar la finca.
Apenas daba tiempo para dar aviso a la Policía, lo que, como se verá también,
tampoco constituía una garantía de defensa ante los atropellos. Además, la
disposición de Gobernación vino a ser desactivada en parte el 2 de octubre
con la decisión del alcalde de la ciudad, Pedro Rico, de obligar a mantener
abiertos los portales hasta las once de la noche, si bien solo dos semanas
después adelantó una hora el cierre.
María, hija de Teresa Hermida, portera de Santa Teresa 6, se ganó el
reconocimiento de los vecinos de su casa ante los vencedores porque, siendo
socialista, «siempre que hubo registros o vinieron milicias avisó a tiempo a la
Policía». Lo que no impidió a los vecinos reprobarla a la vez,
paradójicamente, por el mismo motivo, dado que, según ellos, cumplió e hizo
cumplir «con verdadero celo» cuantas órdenes recibía de parte de las
autoridades, incluida la de llamar a la comisaría ante la llegada de hombres
armados a la casa. A veces no hay forma de contentar a nadie.
Una escena habitual fue la ocurrida en el número 7 de la plaza del Dos de
Mayo, donde se personaron dos milicianos con intención de forzar la puerta
del piso principal izquierda, cuya inquilina estaba ausente. El portero, Julián
Prieto, se opuso a los milicianos diciendo que debían venir «acompañados de
la fuerza pública» y, después de llamar a la comisaría de Universidad, logró
que se presentaran dos agentes. Los milicianos realizaron el registro ante la
presencia de los dos policías y del portero y se fueron sin llevarse nada.
En Ferraz 35 sucedió algo parecido, pero el desenlace fue distinto. Unos
milicianos del Ateneo Libertario de San Bernardo le requirieron al portero,
Exaltación Juárez, la llave del piso de un matrimonio detenido en Brihuega
(Guadalajara). El portero se negó porque carecían de autorización de la
comisaría. Avisada esta, se presentaron dos agentes y se procedió al registro,
en el que se encontraron una escopeta y un rifle y varias alhajas y objetos de
valor. Los policías se incautaron de las armas y los anarquistas se quedaron
con todo lo de valor.
En el portal 46 de la calle Torrijos, hoy Conde de Peñalver, el portero,
José Martos, se quejaba de que en uno de los numerosos saqueos que

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sufrieron varios vecinos de la casa a manos del Ateneo Libertario de
Vallehermoso, acudió la Policía a su llamada, «pero no pudiendo reducir a los
salteadores se unió a ellos», como bien dice el refrán.
En las fincas en las que, por ser el domicilio de cargos públicos, había
presencia permanente de agentes de la autoridad, los vecinos tenían razones
para creerse afortunados. Pablo Gil, portero de Velázquez 71, dijo haberse
valido de la ayuda de los guardias de Asalto que custodiaban la casa para
solicitar autorización oficial a quienes venían a hacer registros, aunque ello no
pudo evitar que en la finca se produjeran seis detenciones. Al menos los
inquilinos pudieron disfrutar de alguna ventaja por ser vecinos del que fue,
hasta septiembre de 1936, ministro de Justicia, Manuel Blasco Garzón, de
UR, a quien protegían aquellos guardias.
No tuvieron la misma suerte los vecinos de Valenzuela 7, en cuyo piso
principal derecha vivía el socialista Ángel Galarza, ministro de Gobernación,
hasta su huida de Madrid con el resto del gobierno el 6 de noviembre de 1936.
A pesar de la ausencia de Galarza, durante el resto de la guerra se mantuvo en
el portal un retén de guardias de Asalto para evitar el saqueo de su vivienda,
que quedó deshabitada y precintada, si bien el retén no evitó que se
expoliaran los pisos de otros dos vecinos. La revolución en Madrid se hacía
en las casas de los demás, no en las propias.

El Comité de Salud Pública

Al referirse a las actuaciones policiales en el Madrid revolucionario


reflejadas en las declaraciones juradas, es inexcusable hablar del Comité
Provincial de Investigación Pública (CPIP), que ya he citado anteriormente.
Aunque el gobierno estuvo muy lejos de parar las detenciones arbitrarias y los
asesinatos en el verano y otoño de 1936, no cabe duda de que intentó
someterlos a su control. Para empezar a desactivar la intervención de los
partidos y sindicatos en la represión, le concedió a la misma un carácter
oficial o institucional, al incorporar «parte de la revolución a su aparato para
que, de esta manera, la población afín a la misma se sintiese identificada con
el Estado», en palabras de Fernando Jiménez Herrera.
Ian Gibson incide en este sentido, al hablar literalmente de «la
institucionalización de la represión» acerca de la intención de la JDM de
monopolizarla, «y en gran medida Carrillo y sus colegas lograron su
propósito». Esto tuvo como consecuencia, me permito añadir, que los
responsables y ejecutores de esta violencia actuaran aún con mayor

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impunidad si cabe al verse respaldados por el gobierno. Como señala Stanley
G. Payne, la represión «no fue planificada desde el Gobierno en términos
generales», aunque «hubo una considerable organización de la represión en
las ciudades republicanas».
Nadie mejor que Manuel Azaña, presidente de la Segunda República, para
desmentir el tópico del vacío de poder o del desbordamiento de las
instituciones republicanas por el movimiento revolucionario:
Ocurrió el hecho maravilloso de que el pueblo entero se puso a sustituir, a reemplazar
a aquellos órganos del Estado que habían caído en inutilidad o en rebelión; el pueblo
entero, en acuerdo estrecho con su Gobierno, con la representación del Estado, tomó
las armas para defender su libertad y la República, y entonces se nos planteó el
problema de aprovechar el entusiasmo, la lealtad, la fidelidad y el espíritu de
sacrificio del pueblo para ir organizando y encauzando todos esos valores morales en
forma que constituyesen organismos nuevos que reemplazasen a los antiguos.

El gobierno fue reemplazando así los resortes del poder por otros de
nuevo cuño acomodados a la revolución que alentaban sus partidarios. Es
difícil, por tanto, eludir la responsabilidad de las autoridades republicanas en
la cruenta represión de su retaguardia, como lo es también obviar su esfuerzo
por aminorarla a partir de comienzos de 1937, como demuestra de forma
palpable el contenido de estas declaraciones juradas en contra de la
propaganda franquista.
El primer paso en esta «institucionalización de la represión» fue la
creación en Madrid, el 4 de agosto de 1936, del citado CPIP, órgano con sede
primero en el Círculo de Bellas Artes, en Alcalá 42, y a partir del 25 de
octubre también en la calle Fomento 9. Según se anunció entonces en la
prensa madrileña, el CPIP nacía para coordinar la actuación entre las milicias
y las fuerzas policiales con el fin de «comprobar y facilitar las autorizaciones
para realizar los registros domiciliarios y las detenciones».
Se llegó a asegurar que el gobierno desconocía la colaboración de la DGS
en su creación. Nada más lejos de la realidad, puesto que su impulsor y
presidente fue precisamente el director general de Seguridad, Manuel Muñoz
Martínez, de Izquierda Republicana, a las órdenes entonces del ministro de
Gobernación, el general Sebastián Pozas, y después de su sucesor, el
socialista Ángel Galarza.
Como cita Paul Preston en su obra sobre la represión en ambas
retaguardias, en una reunión con representantes del CPIP pocos días después
de tomar posesión de su cargo como consejero de Orden Público de la JDM,
Santiago Carrillo les recordó que el CPIP era una estructura temporal hasta

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que se depurara la DGS, como había afirmado Manuel Muñoz en el momento
de su creación.
El CPIP pasaría a ser conocido como el «Comité de Salud Pública» en
directa alusión al fundado durante la Revolución Francesa por Robespierre
durante la época del Terror, aunque no es la única coincidencia que se puede
establecer entre el París de 1793 y el Madrid de 1936.
En el «Comité de Salud Pública» madrileño estuvieron representados los
partidos y sindicatos del Frente Popular, junto con la CNT, y funcionó como
un tribunal revolucionario, uno de los treinta y siete que existieron en Madrid
en los cuatro primeros meses de la guerra, después de los cuales solo
pervivieron cuatro de ellos. Los detenidos eran interrogados ante el «tribunal»
que decidía sobre su suerte: libertad, asesinato o cárcel. Los acuerdos de
asesinato se hacían constar con la «L» de los que se ponían en libertad, pero
se le añadía un punto que servía de señal para la entrega del detenido a los
encargados de las ejecuciones.
El CPIP poseía sus propios grupos de investigación, algunos de ellos
liderados por temibles criminales como el delincuente anarquista Felipe
Sandoval, alias «Doctor Muñiz», cuya irrupción en la Cárcel Modelo el 22 de
agosto terminó degenerando en la primera matanza de presos gubernativos en
Madrid.
Los registros y las detenciones solo podían realizarse si venían avalados
por una de las organizaciones pertenecientes al CPIP, el cual facultaba
además a las milicias para que se incautaran de «documentos, valores, armas
y objetos de valor que puedan ser de utilidad», pero no de objetos de uso
personal.
Los asesinatos en el CPIP los decidían los tribunales formados por
delegados de partidos y sindicatos, según el testimonio de un miembro de la
checa. Este poder de partidos y sindicatos para decidir con la licencia de la
DGS a quién había que asesinar, detener o expoliar provocó en muchas
ocasiones que las fuerzas policiales se inhibieran ante la actuación de las
milicias del «Comité de Salud Pública» por el hecho de contar estas con la
cobertura de sus superiores en Gobernación. Así lo atestiguó un vecino de la
calle Luna 21, Juan Blanco Fernández, al denunciar en su declaración jurada
que a su hijo Juan Rafael le detuvieron el 27 de octubre seis individuos
armados y que, al preguntar por su paradero en la DGS, le dijeron que estaba
en la checa de Fomento «pero que ellos no podían intervenir».
La mayoría de las veces, los agentes colaboraban abiertamente con las
milicias de Fomento. Es el caso de lo sucedido a Adolfo Gómez de Valujera,

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al que sacaron de su casa en Génova 9 unos milicianos desconocidos el 1 de
septiembre. «Se avisó a la Comisaría, vinieron cuatro policías y todos de
común acuerdo se lo llevaron con dirección desconocida», según declararía la
portera, Gabina Pérez. El cadáver del vecino, con heridas por arma de fuego,
llegó al Depósito Judicial dos días después.
Aunque en los primeros meses de la guerra se produjeran tensiones entre
las fuerzas policiales y las milicias, la estampa habitual en detenciones,
registros e incautaciones en las casas de Madrid fue la de las patrullas mixtas
de policías y milicianos. Los ejemplos son incontables en las declaraciones de
los porteros y vecinos, pero bastará con referir una actuación conjunta de
policías y milicianos para demostrar que, pese a la apariencia de legalidad que
ofrecían los agentes, la actuación de estas patrullas podía terminar en
«paseos», aunque no siempre.
Así sucedió en la calle de Los Madrazo, donde el 19 de agosto de 1936
fueron apresados cuatro vecinos de los portales 24 y 25 por policías y
milicianos. Los tres detenidos del número 24, los hermanos Cesáreo y
Agustín Huertas y Agustín Vega, aparecieron asesinados a las pocas horas en
el Depósito Judicial, mientras que el del 25, Ángel Cabarga González, fue
muerto unos días después.
La presencia únicamente de policías en estas actuaciones tampoco
garantizaba que el detenido conservara la vida. En Conde de Aranda 13 se
presentaron en septiembre nada menos que siete policías para detener a José
Fernández Hinestrosa y su hijo Francisco, que fueron asesinados al día
siguiente, de acuerdo con la declaración de la portera.
Otro caso prueba que las misiones de las patrullas mixtas de policías y
milicianos podían toparse con insospechados obstáculos por parte de otras
milicias de distinta facción política o sindical. En la calle Canarias 3 se
presentaron unos agentes de policía con cinco milicianos para detener a la
inquilina Anita Argul. La detención fue frustrada por otros individuos
armados que hicieron acto de presencia en la casa, llamados, según todos los
indicios, por la interesada. Los vecinos expresaron su convicción de que los
salvadores de su vecina eran familiares suyos de la CNT.

«Paseos» por sorteo

Lo que no es tan conocido es el sorprendente modo en que algunos de los


agentes eran seleccionados para realizar servicios junto a las milicias de la
checa de Fomento. Ginés Cortés Montero, de cincuenta y tres años, toledano

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de Almorox, era portero de la finca de San Vicente 43, pero a la vez tenía
empleo como guardia de Asalto, con destino en la comisaría de Centro desde
el comienzo de la guerra. Después de la contienda, Ginés Cortés cumplimentó
la declaración jurada manifestando que pertenecía a la 15.ª Bandera de la
Falange clandestina. Sin embargo, fue denunciado por una viuda, Delfina
García Navarro, acusado de haber actuado a las órdenes de la checa de
Fomento para detener el día 16 de agosto de 1936, junto con cinco milicianos,
a su marido, Constantino Saiz Ortega, vecino de la calle Silva 20, que sería
después asesinado.
Tanto el propio Ginés Cortés como su compañero en aquel servicio,
Bernardo Martín, aseguraron en sus declaraciones a los franquistas que habían
sido elegidos por sorteo para actuar en esta detención con las milicias de la
checa de Fomento porque no había «guardias que se prestaran a estos
servicios». «Si no cumplían las órdenes sobre este servicio tenían la
convicción de que serían asesinados», afirmó Ginés Cortés en su defensa,
afirmación que fue corroborada por otro guardia que declaró que, en el
momento del sorteo, el capitán de la compañía les advirtió «que el guardia
que se negase a prestar ese servicio que diera un paso al frente y que lo
llevaría al paredón».
Con todo, Ginés Cortés y Bernardo Martín intentaron cumplir las órdenes
de entregar al detenido en el CPIP, en contra de la pretensión de las milicias,
que era darle el «paseo» directamente:
Aquel día evitaron por la fuerza, primero que asesinaran a este señor cuyo nombre
ignora en su propio domicilio y segundo la detención de su esposa, pretextando no
dejar a unos niños abandonados. Que cumplieron la orden del Comité y por último en
la calle que quisieron llevárselo en un coche dejando a los guardias separados a fin de
asesinarlo, imponiéndose a toda fuerza tanto el declarante como el guardia Martín
pudiendo conseguir ambos el entregarlo al detenido en el Comité Provincial que era
la orden que habían recibido de la Cia. no volviendo a saber más del detenido.

Que la mención al sorteo no era un pretexto falso para eludir la acusación


contra ellos lo confirmaron setenta guardias de su misma compañía, la de
Servicios Locales, depurados por los franquistas sin responsabilidad, quienes
además firmaron una declaración en favor de Cortés y de Martín
calificándoles de «adictos al Glorioso Alzamiento Nacional».
También los vecinos de San Vicente 43, donde Ginés Cortés era portero,
manifestaron que este les protegió y que llegó a ocultar a dos religiosos y a
tres prófugos de la llamada a filas del ejército republicano. Su mujer, Pilar
Romo, fue recompensada con la Medalla de Fidelidad de primera clase con la

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que el Ayuntamiento de Madrid reconoció en 1940 a los porteros que habían
protegido a sus vecinos durante la guerra.
Juzgados el 28 de junio de 1941, Ginés Cortés y Bernardo Martín fueron
condenados por delito de «auxilio a la rebelión muy atenuado» con la pena de
seis meses y un día de prisión menor, que cumplieron en su domicilio.

Las milicias de retaguardia

A la creación del CPIP le siguió en septiembre de 1936 el reconocimiento


definitivo de las milicias como autoridad gubernativa con la formación de las
Milicias de Vigilancia de la Retaguardia (MVR), organización que también se
establecía con «carácter transitorio». Se crearon con la justificación de «evitar
la filtración de enemigos del régimen» en los servicios de orden ejercidos por
los milicianos, filtración que tenía «como único propósito perturbar tan
importante labor y desprestigiar a las organizaciones que venían
realizándola», como si los atropellos cometidos hasta entonces fueran obra de
la que en octubre se bautizaría como «quinta columna» en la prensa
republicana a raíz de unas supuestas declaraciones del general Emilio Mola
que anunciaba la toma de Madrid con la ayuda de fuerzas afines a los
sublevados desde el interior de la ciudad.
A la decisión de crear las MVR no podía ser ajena la voluntad del nuevo
gobierno del socialista Largo Caballero —que había sustituido al de Giral el 4
de septiembre de 1936, después de la toma por los alzados de Talavera de la
Reina (Toledo)— de institucionalizar la labor represiva de partidos y
sindicatos con carácter de actuación policial. Al mismo tiempo, la
proliferación de milicias armadas en la retaguardia, dedicadas sin riesgo
alguno al asesinato de personas inermes y al pillaje, no era el mejor cartel
para comenzar la llamada a filas de reclutas forzosos para el nuevo Ejército
Popular, que se produjo dos semanas después de la creación de las MVR al
decretar Largo Caballero el 29 de septiembre el llamamiento de las quintas de
1932 y 1933.
Las MVR llegaron a sumar en Madrid cerca de 2.000 efectivos, repartidos
entre 72 puestos en toda la ciudad, a razón de más de una veintena de
milicianos por cada puesto, según los cómputos de los jueces de la «Causa
general». La cifra corresponde al equivalente a casi una brigada mixta, que
sería la unidad fundamental del nuevo Ejército Popular. La mayor parte de sus
componentes pertenecían a la UGT (417), PSOE (367), PCE (274), JSU
(205), CNT (174) e IR (161). Sus miembros tuvieron un protagonismo clave

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en las sacas y matanzas de presos de las cárceles madrileñas, tanto en el papel
de «jueces» de los tribunales revolucionarios como de verdugos. Su actuación
en este último caso fue encubierta por el gobierno de Largo Caballero ante
prensa, diplomáticos y políticos extranjeros, como sucedió con la visita de un
grupo de parlamentarios británicos a Madrid en plenas sacas de las cárceles
madrileñas, a los que la diputada comunista Margarita Nelken hizo de guía
impidiéndoles conocer la situación real en las prisiones.
Otra medida instaurada teóricamente para reducir los crímenes en Madrid
fue el establecimiento del toque de queda para limitar la circulación nocturna,
en prevención de «confusiones y abusos». En la orden dictada el 10 de
octubre de 1936 por el ministro de Gobernación, el socialista Ángel Galarza,
se impuso la prohibición de circular por Madrid desde las once de la noche a
las seis de la mañana, pero con tal número de excepciones que convertían la
medida en papel mojado.
Además de las milicias de vigilancia, solo se permitía circular a «las
personas pertenecientes a los comités políticos y sindicales». Estos comités,
que proliferaron con finalidades de depuración en sectores profesionales,
organismos oficiales, entidades públicas, oficinas, fábricas, etc., se
convertirían virtualmente en amos de la noche gracias al toque de queda.
Como se vio en el primer capítulo, los comités siguieron decidiendo sobre
la vida y la muerte de miles de madrileños, pese a que Galarza introdujo
límites a la competencia en las detenciones. Así, estableció que solo las
practicaran «las autoridades militares y gubernativas y sus agentes»,
incluyendo en estas a las MVR, y permitiendo el interrogatorio de los
detenidos solo por delegados políticos y sindicales del CPIP. También ordenó
conducir al detenido al local que señalase la DGS y decidir a las 72 horas de
la detención su puesta en libertad, su permanencia como «detenido
gubernativo» o su paso a disposición de los tribunales especiales del Jurado
Popular o de Represión del Fascismo.
El control de la seguridad en el interior de Madrid por parte de las milicias
no terminó hasta finales de diciembre de 1936. Tuvo que ser un ataque
sufrido el 23 de diciembre por el consejero de Abastos de la JDM, el ugetista
Pablo Yagüe, a manos de anarquistas de la CNT, el que pusiera fin, al menos
teóricamente, al poder de las milicias de retaguardia. El general Miaja,
presidente de la JDM, dictó un bando al día siguiente del tiroteo contra Yagüe
en el que asumía todas las competencias de orden público, que serían
ejecutadas por las fuerzas de Seguridad y Asalto. Un bando posterior
ordenaría que los efectivos de las MVR pasaran a cubrir vacantes en los

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servicios auxiliares de las brigadas mixtas del Ejército Popular, lo que
significaba abiertamente concederles un buen destino en filas como premio a
su actuación en la represión de retaguardia.

«La llamada malamente Policía»

Un problema añadido era el de los desconocidos que se hacían pasar por


policías sin serlo. En algunas denuncias de porteros y vecinos se asegura que
tal detención o tal registro fueron realizados «por policías reales o fingidos».
A esta confusión colaboró la decisión del ministro de Gobernación, general
Pozas, de facultar a la DGS para nombrar «libremente» a agentes de tercera
clase dentro de una proyectada reorganización del Cuerpo de Investigación y
Vigilancia. Gracias a esta medida, en agosto de 1936 pasaron a ser policías
muchos de los que hasta entonces habían participado en las labores de
«limpieza» de retaguardia como milicianos, incluidos individuos de historial
siniestro como el ya citado Agapito García Atadell, jefe de la checa socialista
de «la calle de la S», o su segundo, Ángel Pedrero.
A principios de octubre de 1936 el gobierno reiteró que los registros
domiciliarios solo podían realizarlos los agentes de la autoridad y las milicias
de investigación integradas en las MVR, siempre en presencia del inquilino
de la casa y, en caso de ausencia de este, del portero y otro vecino. En la
misma orden se obligaba a levantar acta de todo registro con la firma de quien
lo dirigiera y del propietario afectado o del portero y el vecino que lo
hubieran presenciado.
En el registro debían incautarse «las armas que se encontrasen,
municiones, explosivos y todo cuanto tenga el carácter ofensivo o defensivo
que racionalmente se pueda pensar puede ser utilizado contra el régimen».
Asimismo, se recogerían «los documentos que se crean de interés en relación
con el actual movimiento subversivo» y «cuantos emblemas, banderas o
símbolos se encontrasen y tuviesen carácter faccioso».
Mención especial merece la indicación de que «se depositará en la
Dirección General de Seguridad el oro en monedas o pasta que se
encontrase», medida relacionada con el decreto que cuatro días antes había
firmado el ministro de Hacienda, Juan Negrín, obligando a toda persona física
o jurídica a entregar en el Banco de España, en el plazo de siete días, el oro en
monedas o en pasta, así como las divisas o valores extranjeros que poseyera
en propiedad o en custodia. El propietario podría recibir el pago del oro
entregado en pesetas o un resguardo como garantía del depósito realizado. No

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obedecer a esta disposición se consideraría delito de contrabando, aparte de
acto de desafección al régimen. El decreto también obligaba a los organismos
oficiales y entidades políticas o sindicales que se hubieran incautado de oro,
divisas o valores extranjeros.
Por este motivo, era muy habitual que en las actas de los registros
aparecieran reflejados, entre las propiedades intervenidas a los vecinos, todos
los objetos «al parecer de oro», como se consignaba literalmente, y de plata,
así como las monedas de ambos metales, los valores, las joyas y demás
elementos suntuosos que se requisaban a los vecinos.
En las declaraciones de posguerra algunos vecinos quisieron reconocer a
sus porteros por haberles ayudado a esconder sus objetos de oro y joyas. Así
lo hizo Enrique Asensio Villa, vecino de la calle del Acuerdo 32, que contó
que, al conocer que el gobierno requería el oro y las alhajas, entregó «un bote
de los que se usan para gasas lleno de cosas de valor» al marido de la portera,
que lo enterró en presencia del propietario en una finca que tenía en Ciudad
Lineal. Al ser llamada su quinta para ir a la guerra, el marido de la portera
desenterró los objetos de valor del vecino y se los entregó, posiblemente por
si caía en el frente.
Baldomera Sanz Abanades, portera de Válgame Dios 8, incluyó entre sus
meritorios servicios a los inquilinos el haber enterrado en el suelo de la
portería «alhajas y plata de varias personas perseguidas, con un valor superior
a las 100.000 pesetas». Los vecinos confirmaron este extremo en su
declaración.
Son numerosas las declaraciones juradas de porteros y vecinos que
incluyen copia de las actas levantadas por agentes policiales o milicianos de
vigilancia durante los registros, con la relación de todo lo requisado. Pero no
todos los autores de registros lo hacían, según denunció María Menéndez
Vergara, portera de Infantas 15, quien dijo que se la quisieron llevar detenida
por haber solicitado «una nota de lo que se llevaban» a policías y carabineros
que sustrajeron 45.000 pesetas y «todos los objetos y ropas que quisieron» del
piso de una vecina.
Las firmas de los responsables de los registros servirían en la posguerra a
los vencedores en su labor de identificación de agentes o milicianos
republicanos. José Jurado Plaza, hostelero, de cuarenta y ocho años, miembro
del CPIP, estampó su rúbrica como responsable del registro efectuado en
octubre de 1936 en el piso de Bailén 39, propiedad de Enrique Tudela Bonell,
teniente coronel retirado, que había sido detenido y asesinado en agosto,
según la declaración del portero.

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El acta consigna los objetos incautados, entre los que figuran relojes,
pendientes, pulseras, medallas, alfileres y cadenas de oro; cubiertos, cruces,
servilleteros y especieros de plata; parte de un colmillo de elefante, una
máquina fotográfica, una plancha eléctrica, una máquina de pelar, ropas de
cama y de mesa, toallas, paños de limpieza, gemelos de teatro, prismáticos,
bastones, zapatos, abrigos, bufandas, calcetines y hasta ropa interior, junto
con seis sables, una pistola antigua, una bala de cañón y municiones para fusil
y ametralladora.
Los efectos incautados se repartieron, según el acta, entre las milicias del
CPIP y las del Radio Comunista n.º 1. El responsable del registro y firmante
del acta, José Jurado Plaza, fue juzgado en el sumario contra los responsables
y miembros de la checa de Fomento, siendo condenado a muerte y fusilado el
27 de abril de 1940.
La amplia interpretación que se dio a las instrucciones para los agentes y
milicias del CPIP a la hora de realizar registros causó numerosos excesos, al
incumplir la prohibición que tenían de incautarse de muebles, víveres, ropas y
efectos. En el caso de víveres y ropas, y solo si hubiera sospecha de
acaparamiento, se podía llevar a cabo el precinto del piso a la espera de que la
DGS resolviera, en un plazo no superior a doce horas, si procedía la
incautación y la sanción. Pero estaba terminantemente vetado que los autores
del registro pudieran llevarse alimentos o prendas de vestir por las buenas.
A causa de estos excesos, no resulta extraño que porteros y vecinos
utilizaran ante los vencedores expresiones cargadas de intención para definir a
los agentes y milicias leales al gobierno republicano. La portera de Barquillo
43, María Álvarez Rodrigo, no tuvo dudas a la hora de achacarles incluso sus
males de salud: «Contraje una enfermedad de la cual tuve que se operada, por
los disgustos que me dio la policía roja».
El viejo portero de Juan Álvarez Mendizábal 41, Ramón Ariño, de sesenta
y seis años, turolense de Ejulve, se despachó en su declaración con el
siguiente apunte sobre los saqueos habidos en la finca: «En los demás cuartos,
raterías de menor importancia por milicianos y ladrones y policías, sin
conocer a los autores».
La equiparación de las tres condiciones, como hacía este portero, fue
recurrente en los testimonios. «Vulgares ladrones con carnet y placa», los
llamó Robustiana Palencia, portera de Galileo 32. «La llamada malamente
Policía», los calificó Antonio Escudero, de Pez 22. O «los ladrones que
entonces formaban la llamada Policía», que escribieron los vecinos de paseo
del Prado 24. «La chusma suelta que disponía de vidas y haciendas», los

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llamó Petra Pérez Rojas, portera de Andrés Mellado 5. «Criminales, ladrones
y embusteros», los definió José Escudero Mayo, portero de Belén 10, a quien
habían multado en la DGS con 500 pesetas.
El portero y los vecinos de Jorge Juan 11 anotaron en su declaración la
insólita imagen de un grupo de guardias de Asalto, al mando de un sargento,
que para hacer un registro se encaramaron al andamio que cubría la fachada
de la finca por obras de revoco, para entrar como si fueran vulgares ladrones
por uno de los balcones al piso principal derecha, cuyo propietario estaba
ausente. El portero, Constancio Moreno, acompañó a su declaración la lista de
lo sustraído, que incluía más de sesenta objetos de plata entre bandejas,
cubertería, fruteros, cálices, vinajeras, etc., además de una máquina de
escribir, plumas estilográficas, un reloj de pared, una máquina de coser, una
aspiradora, cuatro maletas y una radio.
En un registro practicado por policías en la plaza de Manuel Becerra 3, los
agentes se llevaron de un piso una maleta con cigarrillos y un gramófono con
varios discos. Otros policías registraron varias viviendas en la calle Torrijos 3,
actual Conde de Peñalver, de las que solo les interesó requisar las botellas de
vino y licores que tenían sus propietarios.
En Chamberí fue denunciado después de la guerra el policía Bruno Abad,
adscrito a la comisaría del distrito, que saqueó y se incautó de varios pisos en
el distrito en nombre de las milicias del Círculo Socialista del Norte: tres en la
calle Álvarez de Castro 34; uno en Fortuny 9, en el que se instaló con su
mujer, Fuencisla Díez, y su madre, Pilar Carbajo; y otro más en Ponzano 14,
que ocupó «con una mujer que dijo ser la sulla (sic)», según la declaración del
portero, Emerenciano Barrajón. Abad llevaba consigo oficios expedidos por
la DGS que le autorizaban a hacer registros. En su deambular por los pisos de
los que se iba incautando, Abad iba llevando muebles de unos a otros.
Desapareció al final de la guerra y fue procesado en rebeldía.
Muy cerca de allí, en la calle Feijoo 10, también se denunció a policías de
la comisaría de Chamberí que se incautaron de tres pisos de la finca,
llevándose los muebles. Además, asaltaron la mercería que había debajo de la
casa, a la que acudieron numerosos agentes para llevarse «todos los géneros»,
seguramente para hacer felices a sus parejas en tiempos tan duros.
En Mesón de Paredes 15 se efectuó un registro en busca de miembros de
la «quinta columna» y, para sorpresa de los vecinos, el agente encargado del
servicio «se incautó del piso principal derecha, el cual estuvo habitando en
unión de su familia y su suegro, este último comisario de guerra y alcalde de
Navalperal de Pinares (Ávila) de pésimos antecedentes».

Página 134
Los vecinos de Eloy Gonzalo 6 denunciaron a un agente del SIM, Juan
García, quien con otros dos policías de la comisaría de Buenavista
descerrajaron la puerta del piso de un vecino, Emiliano Lobato, y se llevaron
todos los muebles en un camión de la DGS. Según los vecinos, el agente tenía
relaciones amorosas con la antigua portera, Luisa Galán. A ambos se les veía
salir juntos por las mañanas de la casa violentada, pese a que esta tenía un
precinto con un papel sellado, que aparecía roto a diario. Los vecinos llegaron
a denunciar que en la casa de la portera vieron al canario del propietario del
piso ocupado.
La autoridad que confería ser policía o hacerse pasar por tal en aquellos
momentos en que la vida se cotizaba por tan poco dio lugar a abusos sin
límite, como el sufrido por la mujer del óptico Manuel Iglesias Díez, que
vivía en la calle del Salvador 6, detrás de la Plaza Mayor. El óptico fue
detenido el 24 de noviembre de 1936 y, según declaración de uno de sus
vecinos, su mujer no tardó en ser extorsionada:
Después de sacado de su establecimiento de Arenal 14, el mismo día, sobre las dos o
las tres, se presentaron dos individuos diciendo eran policías, con una carta escrita a
su señora en la que decía Magdalena entrega al dador el dinero que tengas reunido
estate tranquila que no me sucede nada estoy en la Dirección General de Seguridad
para prestar una declaración; y la señora les entregó mil cuatrocientas cincuenta
pesetas.

A pesar de que la mujer hizo lo que su marido le indicó, pagando a los


extorsionadores, Manuel Iglesias Díez fue asesinado por sus captores. En
1940 el Ayuntamiento de Madrid autorizó el traslado sin coste de sus restos,
junto con los de otras «personas asesinadas por los rojos», desde la sepultura
de caridad del cementerio de La Almudena donde habían sido inhumados a la
tumba señalada por la familia.

Policías bajo la represión

La reorganización del Cuerpo de Investigación y Vigilancia decretada el 7


de agosto de 1936 fue la señal para la depuración de los policías considerados
desafectos, cuyas cesantías se publicitaban en la Gaceta de Madrid, al igual
que sucedió en el resto de los departamentos gubernamentales. A partir de
entonces menudearon los asesinatos de comisarios, inspectores y agentes
policiales, que sumaron un total de 256 en toda la zona republicana, de los
cuales 125 lo fueron en Madrid y provincia, de acuerdo con los datos reunidos
por José María Miguélez Rueda. La «Causa general» cifraba los de Madrid,

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como recordará el lector, en un total de 235. Según la contabilidad de Casas
de la Vega, en la capital fueron asesinados cinco comisarios y seis
inspectores. La purga fue tan intensa que en noviembre de 1936 solo un 26
por ciento de los agentes se mantenía sin haber sido depurado. Del Cuerpo de
Seguridad y Asalto fueron asesinados seis mandos del total de 95 jefes y
oficiales de grupo o de compañía que había en Madrid, junto con 12 agentes.
La impresión que entre los vecinos debía de causar ver a policías siendo
detenidos por milicias es fácil de imaginar. Alfredo Bádenas Segarra, de
cincuenta años, inspector de primera clase destinado en la DGS, fue detenido
en agosto de 1936 con sus tres hijos en el Hotel Negresco, en Mesonero
Romanos 14, en los primeros días de agosto. Las dos hijas fueron puestas en
libertad pocos días después, confirmando que su padre y su hermano Alfredo,
de diecisiete años, habían sido asesinados en el cementerio de Vallecas.
Otro inspector de primera clase, Alejandro Fernández Pasamar, fue sacado
el 3 de octubre de su piso en paseo del Prado 16 por unos hombres armados.
Lo metieron en un coche con las siglas de CNT y FAI, en el que lo
condujeron para darle muerte en la calle Isaac Peral, donde apareció su
cadáver al día siguiente.
A Ángel Mora Fernández, agente de tercera, lo detuvieron a las once de la
mañana cuando salía de su domicilio de la calle General Álvarez de Castro 17
para ir a realizar su servicio de escolta del nuevo ministro de Industria, el
anarquista Juan Peiró, el mismo día 6 de noviembre en que el gobierno de
Largo Caballero decidió abandonar Madrid ante la llegada de las fuerzas
sublevadas, si bien el ministro Peiró no salió para Valencia hasta el día 8.
Según informaciones recabadas por su familia, el agente Mora Fernández
fue llevado a Paracuellos del Jarama y asesinado. Catorce años después, tras
un largo y doloroso litigio de sus padres por conseguir que se le reconociera a
su hijo su condición como «muerto en campaña» por sus servicios a la
«quinta columna», el régimen de Franco les denegaba dicha solicitud por
entender que en la fecha de su desaparición se encontraba «prestando servicio
a los rojos».
El 27 de septiembre de 1936 se publicó un decreto por el que se abría un
plazo de un mes para que los policías cesantes solicitaran el reingreso en el
cuerpo mediante una instancia que se publicó el 8 de octubre en la Gaceta de
Madrid. La instancia obligaba a señalar el partido o sindicato al que se
pertenecía o se había pertenecido, con indicación de la formación en la que se
había militado entre octubre de 1934, fecha de la huelga revolucionaria
promovida por PSOE y UGT, y febrero de 1936, la de las elecciones que

Página 136
dieron la victoria al Frente Popular. Asimismo, se solicitaba al firmante que
declarara «qué pruebas o garantías puede aportar de su lealtad a la
República».
El inspector de primera clase Luis Colmenar Jiménez, que había sido
cesado por desafecto, presentó su instancia proclamando su lealtad a la
República, pero fue rechazado, siendo separado definitivamente del servicio.
Su pasado como capitán del ejército y escolta del rey no debió de dar
garantías a las autoridades republicanas. Ante la seria amenaza que la
separación del servicio comportaba, Colmenar decidió ocultarse. El portero de
Ponzano 65, Modesto de Pablo, de sesenta y nueve años, le ofreció protección
en la casa hasta el final de la guerra. Colmenar pasó a prestar servicio como
policía franquista en los distritos de Palacio y Universidad. Se jubiló como
comisario de primera clase del nuevo Cuerpo General de Policía el 23 de abril
de 1942. La orden de jubilación que se publicó en el BOE tenía un curioso
detalle, ironía del destino: aparecía firmada por Galarza, Valentín, el ministro
de Gobernación, que tenía el mismo apellido que el ministro socialista, Ángel,
que seis años antes le había separado del servicio.
El agente Jesús Fernández de Ocaña tenía también razones para sentirse
amenazado. Había sido recompensado en octubre de 1935 con la Cruz de la
Orden del Mérito Militar «en premio a la abnegación y patriotismo con que
cooperó a la acción del gobierno y del ejército durante el movimiento
revolucionario de Octubre de 1934», pues estaba destinado en Oviedo cuando
estos sucesos. Para escapar de la represión, encontró un aliado indispensable
en José García Montero, portero del número 17 de la calle Altamirano, en el
barrio de Argüelles, que le ayudó a esconderse en el edificio. La condición de
García Montero como militante del Sindicato de Porteros de UGT desde el
año 1929 no le impidió ayudar al policía. «Negué repetidas veces a patrullas
de milicianos —declaró el portero— que en la casa estuviese escondido un
agente de Policía llamado Jesús Fernández de Ocaña, quienes sin duda y a
juzgar por la insistencia con que le buscaban pretendían su detención y tal vez
su asesinato».
En junio de 1937, Fernández de Ocaña fue separado del servicio por
abandono de destino. Logró sobrevivir a la persecución y a la guerra. Fue
promovido por el régimen franquista a agente de primera clase en 1941,
dentro del nuevo Cuerpo General de Policía.
A Gabriel Araque Cobos, comisario de primera, le fueron a detener unos
milicianos el 1 de octubre de 1936 a su casa de la calle Cava Alta 21. Al no
encontrarlo se llevaron a su sirvienta para que les dijera dónde se encontraba,

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liberándola a los dos días al no conseguir ninguna información de ella. Un
mes más tarde, Araque Cobos fue separado del servicio por orden del ministro
de Gobernación, Ángel Galarza. Según noticias de sus familiares recabadas
por la portera de su casa, el comisario falleció el 11 de enero de 1938 en el
escondite donde se había refugiado de la persecución.

Fusilados por espías

Las declaraciones de porteros y vecinos recogen casos de varios policías


implicados en redes de espionaje franquistas en Madrid, como es el del agente
José Montoya Sastre, que pasaba información sobre la DGS a la organización
quintacolumnista «España Una», dirigida por Antonio del Rosal, hijo del
teniente coronel Francisco del Rosal, jefe de la columna de su mismo nombre
que luchó a favor de la República.
El portero del número 22 de la calle Pi y Margall, Julio Ramírez Ibáñez,
consignó en su declaración jurada en 1939 la detención en su casa del agente
Montoya el 30 de enero de 1937, su traslado a una checa y posterior detención
en la cárcel de San Antón. Juzgado después en Valencia con el resto de los
miembros de «España Una» por el Tribunal de Espionaje y Alta Traición, fue
condenado a muerte y ejecutado en Paterna el 29 de octubre de 1937 con
otros doce compañeros, incluido Antonio del Rosal. «Era excelente persona y
caballero», apuntó el portero de su vecino Montoya Sastre.
La misma suerte corrieron otros tres policías implicados también en las
labores de espionaje y sabotaje de «España Una», de cuya detención por
agentes republicanos el 30 de enero de 1937 en una pensión de la calle
Desengaño 16 dio cuenta después de la guerra la portera de la finca, María del
Olmo Hernández. Se trataba de Pedro Cusí Janer, Gonzalo Sánchez Riaño
Zapata y Darío Prado Rodrigo, fusilados igualmente el 29 de octubre
siguiente en Paterna. Según la declaración de los vecinos, los mismos agentes
que los detuvieron aprovecharon para robar 2.000 pesetas y objetos de valor a
Helena Sanchís Roda, dueña de la pensión donde se produjeron las
detenciones.

Un comisario ejemplar

Termino este capítulo con una historia singular que descubrí en la


declaración del portero de Santa Engracia 74, Diego Ruiz Soler, quien relató
en 1939 cómo en una ocasión llamó a la comisaría de Chamberí para

Página 138
denunciar que cuatro milicianos querían llevarse preso a un inquilino. El que
atendió su llamada resultó ser precisamente vecino de la casa, el inspector
José Sabater Castañares, que se presentó en un coche al instante con una
pareja de agentes y logró evitar la detención.
El relato del portero sobre su proverbial llamada a la comisaría ante la
presencia de los milicianos no responde a la realidad. El procedimiento
sumarísimo abierto por los franquistas contra el inspector José Sabater
Castañares prueba que este salía de su casa cuando se encontró en la escalera
con los milicianos que subían a detener al vecino, Modesto Aguilera, capitán
de artillería.
Según el propio Aguilera, Sabater evitó su detención diciendo a los
milicianos que ya habían hecho dos registros en su casa y que, no habiendo
sido detenido, «no había motivo para seguir molestándome, consiguiendo con
ello [que] desistieran de su propósito». Además, el inspector le ofreció su casa
para que se escondiera cuantas veces le conviniera, hasta que le facilitó su
entrada como refugiado en la embajada de Panamá.
Sabater, natural de Baeza (Jaén), contaba con cincuenta y tres años al ser
detenido por los franquistas el 7 de abril de 1939. Fue juzgado por haber sido
jefe de la comisaría del distrito de Chamberí y después de la de Buenavista.
Durante su encarcelamiento por los vencedores en la prisión del colegio de
los Salesianos, en la Ronda de Atocha, antigua checa comunista, solicitó que
se le concediera la prisión atenuada en su domicilio para poder cuidarse de
una diabetes en periodo de agudización que le impedía casi mover las piernas.
La solicitud le fue denegada.
Numerosos testimonios corroboraron el humanitario comportamiento de
este mando de la policía republicana. Algunos eran tan influyentes como
Francisco Ruz Díaz, fiscal de la Audiencia de Madrid, quien declaró que
Sabater se había «producido en los más rigurosos términos de rectitud y de
orden», con «una decidida protección y valioso amparo a los elementos
perseguidos por los marxistas». Otros testigos afirmaron que le habían oído
decir de sus propios labios que era afecto a los sublevados y otros incluso
afirmaron que había prevenido a requetés y falangistas de la «quinta
columna» de operaciones policiales montadas contra ellos.
Un militar retirado, Julio Ríos Angüeso, primer aviador al que se concedió
la Cruz Laureada de San Fernando, la máxima distinción al valor, por una
acción de guerra en África, declaró que cuando lo iban a detener unos
milicianos en los primeros días de la revolución en su casa de García de
Paredes 76, su mujer llamó al inspector Sabater, que se personó

Página 139
inmediatamente, «evitando su asesinato». Quince días después vinieron a
buscarle otra vez, lo que motivó una nueva llamada a Sabater, que consiguió
«expulsar de la casa a las milicias». Ríos Angüeso fue finalmente detenido y
encarcelado en la Modelo, si bien al ser puesto en libertad pudo refugiarse en
la embajada de Noruega.
La madre María de la Virgen Dolorosa, superiora de las religiosas de
María Reparadora, entonces en Hermosilla 12, aseguró que, como jefe de la
comisaría de Buenavista, Sabater «no solo fue un verdadero protector para la
comunidad, sino que gracias a sus sentimientos católicos que le indujeron a
amparar nuestro apostolado, pudo convertirse nuestra capilla en un centro de
actividad religiosa; tuvimos no solo gran número de misas, comuniones,
matrimonios, bautismos, etc., sino también ejercicios espirituales, días de
retiro, todos con numerosísima concurrencia, lo que excitaba las iras de los
rojos que no cesaban de enviar denuncias que el Sr. Sabater rompía enseguida
y continuaba protegiéndonos».
Otros testimonios elogiaron la ayuda brindada por Sabater a las
embajadas, que al finalizar el año 1936 habían dado refugio a más de 9.000
madrileños que huían de la represión frentepopulista. Como jefe de la
comisaría de Buenavista, distrito que poseía un gran número de legaciones
extranjeras, Sabater relajó las medidas de vigilancia para que pudieran entrar
víveres en ellas, así como para facilitar la comunicación de los refugiados con
el exterior.
El encargado de negocios de la embajada de Panamá, Pablo García de
Paredes, así lo reconoció expresamente en un escrito de defensa dirigido al
propio Sabater que consta en su sumario:
A partir del primero de enero de mil novecientos treinta y ocho, cuando el
Ayuntamiento de Madrid prohibió, de una manera terminante, la introducción de
víveres destinados a los asilados de las diferentes Embajadas y Legaciones, se creó
para todas ellas, y de una manera particular para esta, un problema verdaderamente
difícil. (…) Según me informa el Agregado, desde el primer momento Vd. se mostró
dispuesto a ayudarnos en el sentido por nosotros deseado. Prestó Vd. después
servicios para vosotros muy estimables, al facilitarnos la introducción de los víveres
que nos eran necesarios para nuestros asilados.
A mí personalmente me consta que en más de una ocasión nos fue posible
descargar nuestra camioneta de víveres, e introducirlos en el edificio de nuestra
Representación, gracias a que Vd. nos había preparado las cosas en tal forma que la
vigilancia establecida cesaba en el momento indispensable.

Sabater se defendió de las «erróneas imputaciones que se me hacen acerca


de mi conducta durante la repugnante persecución roja». Señaló que entre
julio y noviembre de 1936 se multiplicó para «acudir a los diferentes sitios
desde donde se reclamaba el auxilio de la Comisaría por la presencia de

Página 140
milicianos rojos que pretendían llevar a cabo algún registro o detención (…).
Juro por Dios no faltar a la verdad —declaraba Sabater—, al decir que evité
muchísimo daño, teniendo que enfrentarme en muchas ocasiones con aquella
canalla marxista, aun a costa de mi propia vida, imponiéndome valientemente,
para que las detenciones que se pretendían realizar por aquellos incontrolados
no se llevaran a cabo».
Fueron estas actuaciones contra los atropellos, consecuentes con las
instrucciones del propio gobierno republicano, las que le costaron ser
detenido en su domicilio a primeros de noviembre de 1936 por orden del
entonces comisario jefe de Chamberí, Teodoro Illera. Su amigo el secretario
del Colegio de Abogados, el socialista Luis Zubillaga Olalde, artífice del
nombramiento de Melchor Rodríguez al frente de las prisiones de Madrid, le
procuró un aval con el que fue liberado a las cuarenta y ocho horas, si bien le
cambiaron de destino en la comisaría, a tramitación de diligencias.
En diciembre, según su declaración, fingió estar enfermo, logrando
mantenerse separado del servicio hasta julio de 1937 en que le amenazaron
con encarcelarle por entender que aparentaba una enfermedad porque su
significación de derechista no le permitía colaborar con los «rojos». Con la
reorganización del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, fue ascendido todo
el personal antiguo, siendo nombrado comisario de segunda, y en esta
situación fue designado jefe de la comisaría de Buenavista, donde se
encontraba, según su declaración, «todo lo más indeseable de la Policía Roja
(…) llegando en mil ocasiones a tener que jugarme la vida con aquella
gentuza».
Sin embargo, afirmó haberse impuesto «hasta conseguir que todos,
absolutamente todos, tenían que comportarse como funcionarios justicieros y
honrados, apartándose de todo matiz político, exigiendo de todos para con los
detenidos la máxima consideración y respeto, pudiendo asegurar, y así lo juro,
que durante mi estancia al frente de aquella Comisaría, jamás se ha maltratado
ni vejado a nadie».
Sabater aseguró también a los franquistas que había logrado desmantelar
una checa en El Pardo adonde algunos agentes de su comisaría trasladaban a
los detenidos para «someterlos a toda clase de torturas y actos criminales para
hacerles declarar lo que a ellos les venía en gana». Asimismo, asaltó y
desmanteló en Padilla 1 un almacén donde el Ateneo Libertario Sur tenía
«una fortuna en cuadros y muebles artísticos y otro sinfín de efectos de
valor», que entregó a la Junta de Protección del Tesoro Artístico y a la Caja
de Reparaciones. Días después de aquella operación, fue víctima de una

Página 141
emboscada al salir de su casa, después de recibir una llamada falsa para que
acudiera a una reunión con el comisario Illera. Unos desconocidos le hicieron
más de treinta disparos en plena calle, atentado del que resultó ileso al
arrojarse rápidamente al suelo.
A pesar de esta declaración y de contar con testimonios y avales tan
favorables, Sabater fue sentenciado el 11 de mayo de 1939 a la pena de
muerte por delito de adhesión a la rebelión, con agravante de «peligrosidad y
trascendencia». Sin embargo, el auditor de Guerra anuló la sentencia «por
omisiones o defectos que afectan a la validez legal de las actuaciones». Una
nueva sentencia, en noviembre siguiente, condenó al comisario republicano a
doce años y un día de reclusión menor por auxilio a la rebelión. El 19 de
septiembre de 1940, cerca de un año y medio después de su detención, fue
puesto en libertad. No he logrado saber más de su vida desde entonces.

Página 142
7.

«MI VECINO ES UN CHEQUISTA»

L os términos «cheká», «cheka» o «checa» no son un producto original de


la propaganda franquista para denominar a los comités de partidos y
sindicatos en la retaguardia republicana. Sí es propio de los vencedores de la
Guerra Civil, en cambio, el haber extendido la responsabilidad en la represión
a todas aquellas personas relacionadas con dichos comités, aunque no
intervinieran directamente en crímenes y se limitaran a realizar tareas
humanitarias, sociales o culturales.
Desde los años veinte, el acrónimo de la policía política soviética, la
Vserossiskaya Cherezvitchainaa Komissia po borby s kontrrevoliutsii i
sabotázhem (Comisión Extraordinaria para la Lucha contra la
Contrarrevolución y el Sabotaje), estaba ya introducido entre la opinión
pública española, lo mismo que en la europea, como sinónimo de crueldad y
arbitrariedad en la lucha contra los considerados «enemigos del pueblo» en la
revolución en Rusia.
En la prensa madrileña, según el buscador de la hemeroteca digital de la
Biblioteca Nacional de España, aparece al menos por primera vez desde el 20
de febrero de 1921, en el diario El Imparcial, con el nombre de «Cheka-ya».
Un año más tarde se populariza precisamente por la noticia de su desaparición
y conversión en la nueva GPU, según información que recoge, entre otros, el
diario El Sol en su edición del 12 de febrero de 1922.
En los años treinta «checa» era un término habitual en la prensa. Y, por si
fuera poco, unos meses antes del estallido de la Guerra Civil, la editorial
Espasa Calpe publicó La Policía secreta de los Soviets, de Essad Bey, un
best-seller en Europa dedicado a la «Cheká». Del mismo autor era ya bien
conocida también en esos años su crítica biografía de Stalin. Por eso no es
sorprendente que incluso la propia prensa republicana madrileña hiciera uso
del término «checa» para caracterizar los centros de detención de las milicias.

Página 143
Así lo hizo El Sol el 10 de marzo de 1937, en un editorial en su portada
titulado «Todo el mundo a las armas», en el que llamaba a la movilización
general contra los rebeldes, criticando a los revolucionarios, como el ya citado
García Atadell, que habían ejercido su poder de gatillo fácil desde palacios
requisados:
¡Tiempos de la cena gratis y del vermú gratis, y de la merienda gratis, y de la cama
gratis y del amor gratis! ¡Tiempos de las «checas» clandestinas, tiempos de García
Atadell, tiempos de la ametralladora para tomar café —para tomar café incautado, ni
que decir tiene—, tiempos de los patéticos registros que cortaba entre lágrimas una
propina deslizada a tiempo!

Un mes después, el diario barcelonés Solidaridad Obrera, órgano de la


CNT, publicaba un manifiesto de su colega madrileño Castilla Libre «contra
las checas clandestinas», recogiendo las denuncias de la existencia en Murcia
de un centro de detención donde se torturaba a los detenidos. «Nosotros ni
nos hemos opuesto ni nos opondremos a que se fusile a ningún fascista, sea el
que sea. Pero nosotros nos opondremos siempre a que se le atormente antes
de hacer con él la justicia ejemplar que el pueblo precisa y reclama», decía la
nota.
En Solidaridad Obrera se publicaron en septiembre siguiente unas
declaraciones del dirigente cenetista Mariano Sánchez Roca sobre los
tribunales revolucionarios, quejándose de que los excesos solo se achacaran a
su organización, «como si las demás hubieran estado de meras espectadoras
(…). Por lo visto ya nos hemos olvidado de la checa que se instaló en el
Círculo de Bellas Artes», apostillaba Sánchez Roca. Es muy improbable que
el que fuera subsecretario del Ministerio de Justicia republicano durante la
contienda hubiera sucumbido en 1937 a la propaganda franquista a la hora de
utilizar el término «checa».
La misma expresión se empleaba también en la prensa republicana para
denominar a los centros de detención creados por los sublevados en las zonas
ocupadas, como hizo el diario El Liberal al informar de que en San Sebastián
se habían constituido «cuatro tribunales que se reparten las víctimas que
apresan» y que «los requetés organizaron también su checa». También se
difundió la noticia de la existencia de una «checa» de los «nacionales» en
Oviedo en un edificio de la calle Uría.
Los «nacionales» emplearon en su propaganda el término «checa» por
primera vez en septiembre de 1936, en paralelo a la llegada de la ayuda
soviética y la constitución de las Brigadas Internacionales en la zona
gubernamental.

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Que el concepto «checa» no fue una inserción forzada por los franquistas
en la posguerra, con evidente intención de remarcar el que consideraban
carácter «bolchevique» del régimen republicano, lo confirma sobre todo su
reiterada utilización en las declaraciones juradas de porteros y vecinos en los
días siguientes a la caída de Madrid y el final de la contienda.
Es imposible que, transcurridos tan escasos días desde la ocupación de la
capital por los franquistas, se pudiera alcanzar tal difusión en el uso del
término «checa» entre los testimonios de quienes habían sufrido o conocido la
existencia de los más de trescientos centros de detención, tortura y asesinato
del gobierno, los partidos y los sindicatos que funcionaron en Madrid. Lo que
prueba que ya en pleno conflicto fue un término popular entre los propios
madrileños.
Aunque aparecen citadas en las declaraciones varias checas conocidas,
como la de La Guindalera, Marqués de Riscal 1, Cuarenta Fanegas o los
Escolapios de Embajadores, el protagonismo en las referencias a las checas en
los testimonios de los madrileños lo tiene sin duda alguna el ya citado CPIP,
organismo creado por la DGS para dar entrada a partidos y sindicatos en la
tarea gubernamental de persecución y eliminación de los considerados
desafectos, lo fueran o no, representaran una amenaza real o no.
La que fue llamada «checa de Bellas Artes», por tener su primera sede en
el Círculo de Alcalá 42, y después «checa de Fomento», por mudarse al
número 9 de esa calle, aparece mencionada abundantemente en las
declaraciones como responsable de detenciones, registros e incautaciones.
Esto significaría dos cosas: o bien se le atribuían todos los desmanes por parte
de porteros y vecinos, aunque a veces no fueran obra suya, o bien los
ejecutores de tales desmanes no tenían empacho alguno en identificarse como
miembros del CPIP.
A veces la aseveración se fundamentaba en el simple hecho de que los
porteros o vecinos habían terminado visitando sus dependencias. Ya hemos
referido en anteriores capítulos algunos casos en que los familiares acudían a
Bellas Artes o a Fomento a interesarse por los detenidos. Hubo también
ocasiones en que los allegados pedían temeraria y solidariamente ser
conducidos con los detenidos a la checa, como atestiguaron dos vecinos de la
calle Fernández de la Hoz 29 ante la detención del inquilino Miguel Sanchiz
Vergara, joven abogado que vivía en el entresuelo derecho con su madre y su
hermana. «A las diez de la mañana del 14 de septiembre de 1936 vinieron
cinco individuos de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) que dijeron
tener una denuncia contra él por “fascista”. Antes de llevárselo, hicieron un

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minucioso registro, apoderándose de alhajas, ropas y objetos varios. Se lo
llevaron a la “CHECA” de la Calle de Fomento —continúa la declaración de
los vecinos—, acompañado también de su hermana Dª María Teresa Sanchiz
Vergara y voluntariamente les acompañó su anciana madre Dª María Josefa
Vergara Quesada que no quiso dejarlos ir solos».
Los tres pasaron la noche juntos en los calabozos de Fomento. A las siete
de la mañana del día siguiente la madre y la hermana fueron puestas en
libertad, después de asegurarles que Miguel sería trasladado a las
dependencias que la DGS tenía en la calle Víctor Hugo 10, detrás de la Gran
Vía. Cuando fueron allí para preguntar por él el día 16, les dijeron que no
estaba. El cadáver de Miguel apareció en la cuneta de la carretera de
Andalucía y tuvieron que ir a identificarlo a la morgue del Hospital de San
Carlos.
La presencia de miembros del CPIP entre el vecindario no pasó
inadvertida para porteros y vecinos en las fincas donde vivían. Las
declaraciones juradas realizadas en la posguerra por los residentes en la calle
Ayala 156, junto a la plaza de Manuel Becerra, denunciaron el asesinato de
cuatro vecinos de la casa: Francisco Pita, teniente de la Guardia Civil; Andrés
Rodríguez Álvarez, también de la Benemérita; Manuel Rosa Reyes, maestro
de obras, y Felipe Álvarez Ávila, abogado. A su vez, acusaron a diecisiete
inquilinos por haber participado en «paseos», detenciones y saqueos: Mariano
Calvo, José Fuentes, Juan Ángel Díaz, José Carretero Gil, Mariano Balbás,
Tomás Lucía, José Mihura, Antonio Echevarría, Jesús Galván, José Montes,
José Méndez Arango, Dimas García Cruz, Salvador Pomata, Valero Serrano,
Federico Pérez, Guillermo Fillola González y Virgilio Escámez Mancebo.
De todos ellos, tres fueron fusilados por los franquistas en el cementerio
de La Almudena: Juan Ángel Díaz fue ejecutado el 19 de mayo de 1939, y
Guillermo Fillola González y Virgilio Escámez Mancebo fueron ajusticiados
el 27 de abril de 1940 por haber pertenecido a la checa de Fomento como
miembros del CPIP.
A Guillermo Fillola González, madrileño, de treinta y seis años, afiliado a
la CNT y miembro de las MVR, se le acusó de haber pertenecido a la
«brigadilla Relámpago» que habría intervenido en Aravaca el día 1 de
noviembre de 1936 en los asesinatos de presos de la cárcel de Ventas. En la
checa de Fomento se desempeñó como conductor, por lo que le atribuían
haber trasladado a detenidos para ser «paseados». También se le señaló por
participar en otra saca de Ventas que acabó con el fusilamiento de los presos
en el cementerio de Rivas-Vaciamadrid.

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Virgilio Escámez Mancebo, de sesenta y cuatro años, agente de seguros,
afiliado a IR, era el presidente del sindicato de seguros de UGT. Al
constituirse la checa de Bellas Artes formó parte del denominado «tribunal de
la tarde», que «juzgaba» a diputados y militares. Después pasó a un cargo
administrativo dentro de la misma checa y, al disolverse esta, se incorporó a
uno de los «consejillos» de comisaría, en su caso la de Hospicio, en que se
continuó la labor del CPIP, disuelto por Santiago Carrillo como consejero de
Orden Público en la JDM. En julio de 1937 Escámez sería designado
comisario político de brigada en el IV Cuerpo de Ejército, de cuyo tribunal
permanente, que entendía de delitos de deserción y automutilación
principalmente, fue nombrado vocal.
Los vecinos de Ríos Rosas 18, inmueble que da la espalda a los depósitos
del Canal de Isabel II de la calle Santa Engracia, tuvieron en su comunidad a
un antiguo maestro nacional de Castrejón de Trabancos (Valladolid) metido
en agosto de 1936, con cuarenta y dos años, a agente de policía: Juan Fidel
Losa Petite, de la CNT, destinado también en la checa de Fomento, aunque
negó haber participado en asesinatos. Algunos compañeros le señalaron como
miembro del «consejillo» de la comisaría de Buenavista, que funcionó hasta
enero de 1937 y que decidía a quién había que asesinar de entre los detenidos,
que eran consignados como «puestos en libertad» en los libros de la
comisaría. Del «consejillo» también formaban parte Benigno Mancebo,
Antonio Ariño, Antonio Paulet y Felipe Sandoval.
Losa Petite, que se hospedaba en casa de su suegra, llegó a presidir el
comité de casa de Ríos Rosas 18. Los vecinos aseguraron que su conducta fue
intachable, si bien en el piso de su suegra hubo siempre trasiego de muebles y
enseres hasta que el agente se mudó a vivir a Serrano 23, cuyo portero
reconoció también su buen comportamiento. Pero ser un buen vecino no le
salvó de la condena a muerte por los franquistas, al igual que los
anteriormente citados, a excepción de Sandoval, que según la policía
franquista se suicidó arrojándose desde una ventana en el edificio de Alcalá
82 donde se encontraba detenido. Losa Petite fue fusilado en La Almudena el
27 de abril de 1940.
Los vecinos de Juanelo 12, una casa de cuatro pisos al lado de la plaza de
Tirso de Molina, denunciaron también a los franquistas que el inquilino del
cuarto principal izquierda, Francisco Mateo Carmona, sevillano de cuarenta y
cuatro años, «se enroló desde los primeros momentos al ejército rojo, estando
prestando servicio en la trájica (sic) Checa de Fomento». En efecto, Mateo
Carmona, afiliado a IR, se había alistado a las MVR y después ingresó en la

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policía. Sin embargo, los denunciantes hicieron constar que «sabiendo él que
los vecinos de la casa en su mayoría estábamos al lado del Glorioso
Movimiento Nacional ninguna molestia ni perjuicio nos ocasionó».
No fue esta denuncia la que llevó a Mateo Carmona a ser procesado y
juzgado, sino la de Tomasa Prados, viuda de un guardia municipal, Vicente
López Gallego, detenido en octubre de 1936 en su casa de Embajadores 7 por
miembros de la checa de Fomento y después asesinado. La mujer señaló a
Mateo Carmona y a uno de sus compañeros, Victoriano Pérez Crespo, de
treinta años, como los agentes que participaron en la detención. Mateo
Carmona fue condenado a treinta años de cárcel el 8 de abril de 1940,
mientras que Pérez Crespo fue sentenciado a muerte y ejecutado el 31 de
enero de 1942. Cinco meses después del fusilamiento de Pérez Crespo, la
denunciante se desdijo de sus acusaciones, reconociendo que cuando
detuvieron y asesinaron a su marido ella no estaba en Madrid, y que solo dio
los nombres de Mateo Carmona y Pérez Crespo porque suponía que sabrían
quiénes lo habían detenido en realidad.

Terror en la escalera

Al contrario que en el caso de Mateo Carmona, cuyos vecinos le quedaron


reconocidos por no haber actuado contra ellos a sabiendas de que eran de
derechas, los de Luis Durán Fernández en la calle Jovellanos 5, justo detrás
del Congreso de los Diputados, le denunciaron por haberles sometido a un
auténtico régimen de terror.
Natural de Oviedo, de treinta años, Luis Durán era de oficio dinamitero y
estaba afiliado a la CNT. Había sido detenido durante la Revolución de
Asturias de 1934 y amnistiado por el Frente Popular en febrero de 1936, pero
volvió a ser encarcelado en la Modelo por un desfalco. Según algunos
testigos, Durán se jactaba de haber asesinado al aviador del Plus Ultra y
falangista Julio Ruiz de Alda durante el asalto a la citada prisión el 22 de
agosto de 1936.
Al ser liberado de la cárcel, Durán participó en los combates de la sierra
de Guadarrama y el asedio al Alcázar de Toledo como teniente de milicias
con el Batallón «Orobón Fernández». En Madrid se sumó al Ateneo
Libertario de Centro, del que era «jefe de fusilamientos», según varios
testimonios. Vivía en Jovellanos 5, donde tenía casa su amante, María
Araguete Marquete, una viuda de cincuenta y tres años, cigarrera, a la que,
según la hija de esta, «maltrataba de palabra y obra».

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Luís Durán fue denunciado por los vecinos después de la guerra por haber
participado en la detención, el 29 de agosto de 1936, de un inquilino de la
casa, el conde de Valdellano, José Domínguez Arévalo, apresado junto con
sus dos criadas sexagenarias, Avelina Hernández Murua y Saturnina
Sampedro Álvez. Las criadas fueron puestas en libertad por la checa de
Fomento, mientras que el conde fue encarcelado en la prisión de Porlier,
donde quedó preso hasta el final de la guerra.
Una vez que las criadas regresaron a Jovellanos 5 comenzó el infierno
para ellas. La casa de Domínguez Arévalo fue objeto de continuos saqueos y
robos en los que participaban Durán y sus compinches, ante las vanas
protestas y resistencias de las dos ancianas. El 9 de noviembre estas fueron
detenidas de nuevo por Durán, quien días después presumía de haberlas
asesinado «con tiros en el vientre como correspondía a unas beatas fascistas».
Otros testigos, incluidas su amante y la hija de esta, declararon haber oído
decir a Durán que «a las señoras beatas del segundo las olía la cabeza a
pólvora» o que «las había metido en la cárcel de donde nunca se salía».
Al parecer no había sido el único asesinato de Durán. Un día se encontró
en un bar de la capital con el hijo de un matrimonio de La Coruña del que
había sido chófer. Siguió al hijo hasta el domicilio de sus padres, detuvo a los
tres y los asesinó en las tapias de la Modelo. Aunque alardeaba de haber
matado a Julio Ruiz de Alda, el piloto del avión Plus Ultra, no se pudo
demostrar, como tampoco su participación en el asesinato del director de la
prisión de vagos y maleantes de Alcalá de Henares, del que también
presumía. Durán fue fusilado el 17 de noviembre de 1942 en el cementerio de
La Almudena.

La «culona del amanecer»

Hay también denuncias de vecinos y porteros sobre la actividad de checas


establecidas en pisos de sus propias fincas. Los inquilinos de la calle de Santo
Domingo 13 refirieron la incautación de la casa por el Partido Obrero de
Unificación Marxista (POUM) para convertirla en checa, que estuvo
funcionando hasta febrero de 1937. Incluso llegaron a señalar que en ella
estuvo detenido antes de su asesinato Juan Vitorica y Casuso, conde de los
Moriles, político y militar, mayordomo de semana de Alfonso XIII, que
financió la construcción del autogiro de Juan de la Cierva. Decía la
declaración:

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Vecinos de la casa no han sido asesinados, pero las milicias del P.O.U.M. que se
incautaron de la casa, hacían detenciones en la calle o en otras casas y los llevaban a
esta casa en calidad de detenidos, sintiéndose por las noches ruidos de coches, para
sacarlos y asesinarlos. Una de las personas que allí estuvo detenida y probablemente
asesinada fue don Juan Vitorica, Conde de los Moriles.

Otro portero, Juan Martínez Sánchez, de la calle Barquillo 19, denunció


que las milicias del Batallón «Pi y Margall» se incautaron del piso primero,
domicilio del propietario de la finca. Según el portero, cuando el batallón
estuvo a las órdenes de un capitán apellidado Sancho, «varias noches de las
diez en adelante salían con otros milicianos con armas en el coche y
regresaban no sé a qué hora pero el sereno de la calle puede declarar».
La proliferación de grupos de milicianos dedicados a la detención y los
«paseos», con nombres de «guerra» de lo más variopinto, llevó a los
madrileños a una gran confusión a la hora de identificarlos. En algunos casos
esta confusión se trasladó a las declaraciones juradas de posguerra, donde
podemos encontrar, por ejemplo, una sorprendente denominación de la
llamada «Escuadrilla del Amanecer», dependiente de la DGS, por parte del
portero del paseo de los Pontones 7, José Castejón Orejón, jornalero de
sesenta y dos años, afiliado a UGT:
En el piso 3.º Dcha. A. inquilino Dn. Julio Pérez le perseguía la Culona del
Amanecer y al no ser encontrado por estar de viaje, se incautaron del cuarto habiendo
sido saqueado.

Posiblemente, el error sea de transcripción, achacable a la persona que


mecanografió la declaración del portero, que debió de confundir el término
«columna» con el de «culona». Lo que sorprende es que nadie reparara en
ello, ni tan siquiera en el juzgado militar destinatario de la declaración, para
corregirlo.

La «celebrada» checa de García Atadell

Otras checas no tenían ningún problema en dejar su tarjeta de visita en sus


actuaciones. De hecho, una de sus preocupaciones esenciales era estar en el
candelero para que su actividad fuera visible y reconocida. Es el caso de la
checa dirigida por Agapito García Atadell, tipógrafo militante del PSOE y
UGT, conocida como la «Brigada de Investigación Criminal», que trabajaba
en labores de «limpieza» de retaguardia en conexión con la DGS, a través del
comisario Antonio Lino, que servía de enlace.

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La actividad de esta checa, radicada en el palacete de los condes de
Rincón, en la ya citada «calle de la S», entre Serrano y paseo de la Castellana,
aparecía recurrentemente en la prensa madrileña entre elogios y aplausos por
sus «golpes» contra los supuestos enemigos de la República, trato favorable
que se debía a que la mayoría de sus miembros, empezando por García
Atadell, formaban parte del sindicato de impresores de UGT. Hasta El
Socialista, órgano del PSOE, participaba de las alabanzas a la banda de
García Atadell, de quien llegaba a afirmar en un artículo que «elude los
rencores y elimina las venganzas» en su labor de «depurar de enemigos la
retaguardia». Ministros como Anastasio de Gracia y diputados como
Lamoneda, Bujeda y Albar, todos ellos socialistas, no dudaron en
fotografiarse para la posteridad con los miembros de la checa en las páginas
de la revista Crónica.
En las declaraciones juradas de posguerra aparecen referencias a algunas
de sus actuaciones, como la detención de Rosario Queipo de Llano, hermana
del general sublevado en Sevilla, que residía en el Colegio Paidós, una
residencia de señoritas en Zurbano 3. La portera del inmueble, Concepción
Taboada, declaró que Rosario había sido detenida en la calle unos días
después de que las milicias de García Atadell irrumpieran en el colegio el 23
de agosto, llevándose detenidos a la directora, Maravillas Segura, a otra joven
residente, María Loreto Ruiz del Castillo, y al conserje, José Alcántara Rosa.
La directora y el conserje fueron puestos en libertad esa misma noche, pero
no María Loreto. Un mes después, las mismas milicias volvieron al colegio y
se llevaron todas las pertenencias de las dos residentes detenidas, incluidos
muebles, alhajas y dinero.
Los caprichos de los responsables de la checa dictaron que salvara la vida
Rosario Queipo de Llano, que fue finalmente canjeada en 1938, pero no
María Loreto Ruiz del Castillo, asesinada en la madrugada del 24 de agosto.
El hecho de ser hermana de Carlos Ruiz del Castillo, uno de los impulsores
del Bloque Nacional de José Calvo Sotelo, además de magistrado del
Tribunal de Garantías Constitucionales en representación de las facultades de
derecho, no les pareció de suficiente peso para que su joven hermana fuera
canjeable.
Con todo, el haber respetado la vida de Rosario Queipo de Llano no le
libró a García Atadell de ser ejecutado a garrote vil el 15 de julio de 1937 en
Sevilla bajo el poder de su hermano el general Gonzalo Queipo de Llano,
después de ser capturado en Santa Cruz de la Palma cuando huía en barco a
La Habana con el botín de sus criminales andanzas en el Madrid

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revolucionario. La prensa madrileña cifraba en septiembre en más de 300
millones de pesetas el valor de lo incautado hasta entonces por las milicias de
Atadell en joyas, dinero y valores.
En las declaraciones juradas de porteros y vecinos hay noticias de otras
intervenciones de la checa de García Atadell, como dos saqueos en la calle
Calatrava 34, en el piso del general José Perogordo Camacho, de sesenta y
seis años, eminente esperantista, que hasta un año antes de la guerra había
sido vicepresidente del Instituto Español de Esperanto. La prensa informó del
hallazgo de «armas y documentos comprometedores». Los hombres de García
Atadell saquearon días después la caja de seguridad que Perogordo tenía en
un banco, donde robaron 65.000 pesetas en billetes, monedas de oro y
acciones de diversas empresas por más de 300.000 pesetas, además de objetos
de arte y joyas. Perogordo sobrevivió a la guerra, falleciendo en 1962, con
noventa años.
También sobrevivió a la actividad de la misma checa Federico Rebollo
Cebrián, secretario de José Calvo Sotelo, lo que no deja ser llamativo. Vecino
de la calle Villalar 9, los hombres de García Atadell registraron su piso,
llevándose pólizas bursátiles, valores, una botonadura de brillantes y otros
objetos, pero no lo detuvieron. Los vecinos achacaron al portero, Emiliano
Moral, el mérito de negar a las milicias que el secretario de Calvo Sotelo
viviera en la casa.
Otra actuación de García Atadell registrada en las declaraciones es la
detención en la calle Zurbano 50 de Mariano Benlliure y Tuero, «por
sospechoso y visitar determinadas personas de filiación derechista». Hijo del
célebre escultor del mismo nombre, Benlliure y Tuero, escritor y masón, de
cuarenta y ocho años, fue detenido el 3 de noviembre y conducido a la cárcel
de Ventas. En su descargo, Benlliure hijo aseguró ignorar los motivos de su
detención y recordó su fe republicana diciendo que así lo atestiguaban sus
escritos y que había sido encarcelado en la Modelo por conspirar contra la
Monarquía. Fue juzgado el 19 de enero de 1937 por un tribunal republicano y
condenado por desafección al régimen a «seis meses de sumisión a la custodia
de la autoridad».
Después de la guerra, Benlliure y Tuero fue procesado nuevamente por el
régimen de Franco, por delito de masonería, por el que fue condenado el 14
de julio de 1942 a veinte años y un día de cárcel. Poco más de un año
después, Franco concedía a su hermana Leopoldina una pensión
extraordinaria de 5.000 pesetas anuales por la muerte de su hijo, Alfonso
Stefaniai Benlliure, falangista, que escapó con vida del asalto a la Modelo en

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agosto de 1936. El nieto del escultor Benlliure pudo llegar a Italia, de donde
regresó a España para enrolarse en la aviación «nacional» como alférez de
complemento, pereciendo en una acción de bombardeo el 31 de marzo de
1938. Su tío Mariano, cuya fecha de salida de prisión desconozco, murió en
Francia el 19 de marzo de 1951 a causa de un accidente de automóvil, a los
sesenta y dos años de edad.
Rosalía Diez, portera de la calle Divino Pastor 14, en Malasaña, declaró
que en la casa había vivido durante la guerra Antonio Albiach Chiralt, natural
de Moncada (Valencia), tipógrafo y socialista como García Atadell. Los
franquistas le acusaron de ser el segundo jefe de la checa de la «calle de la S».
La portera aseguró que Albiach era un buen vecino. «Su actuación fuera de la
casa se ignora y en la casa no hizo nada anormal», declaró. «En la casa no hay
queja ninguna», confirmaron sus vecinos. Como en casos anteriores, sus
reconocidas aptitudes para la buena vecindad no le salvaron. Fue juzgado en
la posguerra y fusilado en el cementerio de La Almudena el 20 de agosto de
1940.
Los vecinos de la calle Hernán Cortés 5, en Tribunal, denunciaron a los
franquistas a su portero, Rafael Doblas Aguera, de treinta y seis años, guardia
de Asalto, por haber actuado también con la brigada de García Atadell. Pero
lo que le llevó a ser procesado en Madrid en 1942 fueron las denuncias de dos
compañeros en el cuerpo de Asalto, Bienvenido Herrero López y Leocadio
Gutiérrez Corbacho, «por sinvergüenza, mal funcionario e izquierdista».
Afiliado a IR, se hizo militante del PCE durante la guerra y gracias a su
amistad con el dirigente comunista José Díaz pasó a ser agente de policía.
Según sus vecinos, gracias a otra recomendación del partido fue trasladado a
Valencia, donde actuaba de inspector en el puerto.
Después de ser requerido para presentarse ante el juzgado para responder
de esta causa, las autoridades franquistas constataron que Doblas ya había
sido condenado en 1941 a treinta años de cárcel por un juzgado militar en
Valencia, aunque se ignoraba dónde cumplía su condena. Las acusaciones
contra Doblas en esa primera causa eran haber fingido estar enfermo para no
reprimir como guardia de Asalto la huelga revolucionaria de 1934 y haber
saqueado durante la guerra la iglesia de las Maravillas de Madrid, en la plaza
del Dos de Mayo, donde «pisoteó e injurió a las imágenes, se atavió con
ornamentos sagrados, profanando el templo». En ningún momento se le
imputó en ese primer proceso el haber sido miembro de la checa de García
Atadell. Sin embargo, la causa abierta contra Doblas por esta acusación fue
sobreseída.

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Juan Cisneros Galindo, encuadernador, portero de la calle Emilio Mesejo
2, actual callejón del Mellizo, en el Rastro, protagonizó una sorprendente
historia relacionada con la brigada de García Atadell. Los vecinos de su finca
declararon a los vencedores que «su conducta política, a pesar de ser
socialista, es inmejorable». En efecto, el portero había ingresado en
noviembre de 1930 en el PSOE y había detentado desde entonces diversos
puestos sindicales antes y durante la contienda, primero como vocal primero
del Sindicato de Porteros y después como presidente de la sección de Uso y
Vestido del Sindicato de Vendedores. A pesar de ello, y seguramente gracias
al testimonio de los vecinos, no había sido detenido después de la entrada de
los franquistas en Madrid.
Sin embargo, en enero de 1940 fue denunciado por haber pertenecido a la
checa del socialista Agapito García Atadell. Cisneros Galindo tuvo que
reconocer que decía ser uno de los hombres de esta checa «solamente por
presumir ante sus conocidos», aunque conocía a García Atadell del sindicato
UGT y del Partido Socialista, al igual que a algunos miembros de su banda
pertenecientes al gremio de porteros.
Al final, Cisneros Galindo no fue ni siquiera procesado «por no aparecer
probados los hechos que se le imputan». «Si bien está considerado como
persona de ideas izquierdistas se le considera como buen trabajador,
respetuoso para sus jefes y de excelente comportamiento para sus
compañeros, habiendo sido siempre serio y formal en este sentido», afirmaba
de este portero un informe policial franquista. Las diligencias fueron
archivadas el 18 de abril de 1941 sin responsabilidad alguna, lo que confirma
que para los franquistas no resultaba punible haber presumido de chequista
sin serlo.
No hay noticias de García Atadell en las declaraciones juradas del portero
y los vecinos de su domicilio de Bravo Murillo 25, cerca de la glorieta de
Quevedo, donde vivía desde 1934 con su mujer, Piedad Domínguez Díaz. La
finca era propiedad de un paisano del matrimonio, el lucense Jesús Latas
Folgueiras. Los vecinos Victoriano Bergés Cuenca y Julián Núñez de la Torre
consignan seis vecinos desaparecidos durante la guerra, a los que dan por
asesinados: el coronel Juan Rodríguez Gutiérrez, el ayudante de obras
públicas Ricardo Abadía y los hermanos Fernando, Manuel y José Travesi
Bibiano, todos ellos fusilados en Paracuellos, y el abogado Rafael de Vierna y
Urquijo, presidente del Partido Nacionalista Español en Bilbao, asesinado el 6
de agosto de 1936. Sin embargo, manifiestan que «no se conoce intervención
delictiva por parte de ningún vecino de la casa». El portero, Gregorio Nevado

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Gilo, sargento retirado, encarcelado en dos ocasiones, tampoco menciona que
en la casa viviera el jefe de la checa de la calle «de la S».

En el laberinto de cárceles y checas

Las cárceles, comisarias, sedes de comités o checas compusieron en


Madrid un auténtico laberinto donde era corriente que los familiares perdieran
el rastro de sus allegados, si es que llegaban a dar con él alguna vez. En las
declaraciones juradas abundan los itinerarios trazados por los familiares de
acuerdo con las noticias que iban recibiendo acerca de la localización de sus
seres queridos.
Un ejemplo de este infernal periplo, entre tantos otros, es el de Fernando
Barrachina Villalba, ayudante de la Dirección General de Obras Públicas,
detenido por las milicias en septiembre de 1936 en su casa de Rodríguez San
Pedro 63. Un mes antes había hecho su aportación a la Junta Central de
Socorros, en apoyo de las familias de los combatientes caídos por la causa
republicana, junto con sus compañeros de la sección de Carreteras y Caminos
Vecinales. Barrachina fue conducido a una checa de la calle de San Bernardo,
después a la DGS, luego a la Cárcel Modelo y finalmente a la de Porlier,
donde salió el 24 de noviembre de 1936 para ser asesinado en Paracuellos.
Un itinerario similar sufrió Pablo Andrés Sanz, cartero, con ocho hijos,
que vivía en la calle Segovia 25. Fue detenido también en septiembre de 1936
por individuos de la checa del Puente de Segovia mandados por el comité de
carteros, según la declaración realizada después de la guerra por su mujer. En
la citada checa estuvo cinco días, pasados los cuales fue conducido a la DGS
donde, tras unas pocas horas, lo recluyeron en la Cárcel Modelo. De allí fue
trasladado entre el 17 y el 19 de noviembre a la de Porlier, de donde
desapareció en la saca de la madrugada del 28 al 29 del mismo mes. Tres
meses después, el Ministerio de Comunicaciones ordenó el traslado de varios
carteros urbanos de Madrid, incluido Pablo Andrés Sanz, a localidades de
Barcelona, Murcia y Ciudad Real. Dado que el cartero asesinado no tomó
posesión de su destino, el ministerio le declaró cesante en septiembre de
1937.
La peripecia de Ángel Polo Camacho, maestro, vecino de la plaza de las
Comendadoras 1, detenido tres veces, dos de ellas por la checa de Fomento,
es también digna de ser relatada. Su última detención fue en enero de 1937
junto con su hermano Alejandro, de veinticinco años, que había combatido
con las milicias durante seis meses en la sierra madrileña como guardia de

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Asalto, causando baja por una úlcera de estómago. Se acusó a los dos
hermanos de pertenecer a FE, lo que ellos negaron, valiéndose además de los
testimonios favorables de varios vecinos de CNT y UGT. Ángel fue
finalmente condenado en junio de 1937 por desafección al régimen, al figurar
en los archivos policiales una ficha suya como afiliado a FE, mientras que
Alejandro fue absuelto.
La nota manuscrita de Ángel, que va adjunta a la declaración de los
vecinos, merece la pena citarla íntegra como prueba del incierto destino de
quienes lograron, pese a todo, salvar la vida en los primeros momentos de la
revolución:
Ángel Polo Camacho, fue detenido por el comité de investigación n.º 9 (Checa de
Fomento) el día 19 de septiembre de 1936, 2ª vez y por el mismo comité el día 3 de
noviembre de 1936 y por 3ª vez el día 18 de enero de 1937, por agentes de
investigación de la comisaría de Palacio, situada en el edificio de Omnia en el paseo
de la Castellana pasando a la D. General de Seguridad el día 19 y siendo trasladado a
la prisión provincial de hombres n.º 2 (San Antón) Farmacia n.º 13. El 1.º juicio fue
el 2 de febrero de 1937, el 3º el 17 y el 4º el 11 de junio de 1937, fui condenado por
el tribunal popular de urgencia n.º 1 a 1 año y 6 meses a internamiento en campo de
trabajo. El día 12 de octubre de 1937 fui trasladado al Reformatorio de Adultos en el
que permanecí hasta el día 22 de noviembre de 1937 que fui trasladado a el campo de
trabajo del Segura (Albatera). Terminando la condena el 17 de junio de 1938
quedando a disposición del gobernador de Alicante, trasladándome al Reformatorio a
disposición del C.R.I.M. el día 7 de noviembre de 1938 permaneciendo en él hasta el
día 28 que fui trasladado al 4.º Batallón Disciplinario de trabajos en el que permanecí
hasta el día 27 de marzo de 1939 que fuimos liberados por las tropas nacionales.

José Sánchez Alonso, un veterano funcionario del Ministerio de


Instrucción Pública, adscrito como administrativo a la Biblioteca Popular de
Chamberí, en la calle Raimundo Fernández Villaverde, sufrió una peripecia
semejante, agravada por su edad y su reumatismo. Nada más ser detenido el
12 de noviembre de 1937 en su casa de Ríos Rosas 11, fue trasladado a la
sede de la DGS, donde le retuvieron varios días en un patio, a la intemperie,
pese a sus protestas por su estado de salud. De allí fue conducido a la checa
comunista del colegio de los salesianos de Ronda de Atocha 21, «donde se le
tuvo de manera despiadada durante bastantes días», según declaración de sus
vecinos. Después le condujeron a la prisión de San Antón, en la calle
Hortaleza, y más tarde al Reformatorio de Adultos en Alicante, «y tanto
durante el viaje, cuanto más tarde en la prisión, [fue] objeto de todo género de
vejaciones, inhumanidad de trato y carencia casi absoluta de alimentos en
proporciones y modo que culminan en lo increíble (sic) pueda suceder entre
personas».

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Las autoridades republicanas concedieron a Sánchez Alonso la libertad
provisional con obligación de residir en Valencia, pero al carecer de recursos
económicos por su condición de cesante, pidió permiso al juez para residir
con unos familiares en Villena. Para no ser una carga para estos, por la
manutención y los cuidados que precisaba por su estado de salud, solicitó de
nuevo al juez que le permitiera regresar a Madrid mientras quedaba a la
espera de juicio por desafecto al régimen. «Consecuencia de tanto infortunio
—escribieron los vecinos— ha sido que agotado física y moralmente, y
víctima de una emiplejia (sic), falleció en su domicilio el día 26 de noviembre
último, dejando así mismo gravemente enferma por idénticos motivos a su
esposa de sesenta y seis años de edad, Doña Lucía Domínguez García, quien
al igual está privada de todo recurso económico por la desaparición de su
esposo».
El jefe de Sánchez Alonso en la Biblioteca Popular de Chamberí, Florián
Ruiz Egea, afiliado después del 18 de julio al Sindicato de la Enseñanza de
CNT, no tuvo mejor suerte. Detenido en la calle el 18 de agosto de 1938,
después de salir de la casa de un familiar en Príncipe de Vergara 5 donde se
encontraba evacuado, fue asesinado al día siguiente por la banda del
delincuente anarquista Felipe Sandoval, que fuera jefe de la checa del Cinema
Europa, que le tendió una trampa haciéndole creer que iba a valorar una
biblioteca incautada.

La vida por un candado

A Pedro Suárez, cacharrero establecido poco antes de comenzar la guerra


en un local de la calle Vascos 3, junto a la actual sede de Cruz Roja, en la
avenida de Reina Victoria, el destino le jugó una mala treta con los miembros
de la citada checa anarquista del Cinema Europa, en la calle Bravo Murillo.
Según la denuncia del portero de su casa, Timoteo Fariñas Herrero, unos
milicianos de la checa que dirigía Sandoval requisaron en julio de 1936 unos
automóviles que se encontraban en el garaje del dueño de la finca. Para
hacerlo tuvieron que romper un candado, pero le entregaron un vale al portero
para que le dieran uno nuevo en una cerrajería de la calle Hernani. Después de
la guerra Timoteo Fariñas declararía:
El cacharrero Pedro Suárez, que creo sea este su apellido, se brindó a acompañarme y
al llegar al Zinema Europa para que le pusieran el sello al vale para ser requerido el
candado, dos individuos reconocieron al citado cacharrero aciendole (sic) las
preguntas sigientes (sic) 1º Que si se llamaba Pedro a la que contesto que sí 2ª Que si

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era de Alcalá de Henares contestando que sí y 3º Que si le llamaban el Cacharra y
también dijo que sí por cullo (sic) motibo (sic) fue detenido.
A instancias mias pudo consegir (sic) que bolviera (sic) a su domicilio de donde a
bia (sic) salido pero el mismo dia a las 5 de la tarde fueron por el citado cacharrero el
cual fue asesinado en la carretera de Francia kilometro n 8 segun telegrama que
recibio su mujer al día siguiente y su mujer me mando al cementerio para que yo
reconociera el cadaber (sic) de su marido y yo así lo ice no recordando la fecha de
este suceso si bien fue en los ultimos dias del mes de julio del año 1936.

En efecto, Pedro Suárez Peña, vecino de Vascos 3, en cuyo bajo tenía su


cacharrería, había pagado con su vida, a los treinta y nueve años, el haber
acudido a reclamar que se abonara el coste de un candado ante una de las
checas más sanguinarias del Madrid revolucionario.

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8.

IN ODIUM FIDEI

M adrid fue, en cifras absolutas, la provincia en que fue más cruenta la


persecución religiosa desatada a partir del 18 de julio de 1936. Las
víctimas sumaron 425 sacerdotes y seminaristas diocesanos, junto a 546
religiosos y 107 religiosas, lo que hace un total de 1.078 eclesiásticos
asesinados, sin contar los laicos católicos también martirizados in odium fidei,
por odio a la fe.
El 11 de agosto, a las tres semanas y media de la sublevación, en virtud
del artículo 23 de la que había sido polémica Ley de Confesiones y
Congregaciones Religiosas, que facultaba a las autoridades para clausurar
edificios de las órdenes que constituyeran un peligro para la seguridad del
Estado, el gobierno decretó el cierre, «como medida preventiva», de los
establecimientos de todas las órdenes y congregaciones que hubieran
cooperado «más o menos directamente» con la sublevación o se hubieran
«adherido de cualquier modo al movimiento insurreccional, aunque no sea
con participación activa en el mismo».
Para considerar efectiva tal cooperación o adhesión el decreto señalaba
motivos tan tangibles como haber aportado a los rebeldes «cualquier cantidad,
ya sea en metálico o en especies» y «haberse hecho fuego u hostilizado a las
fuerzas leales» desde los edificios religiosos, o tan intangibles como «haber
hecho votos o elevado preces por el triunfo de la rebelión».
A este decreto le había precedido el 27 de julio otro del Ministerio de
Instrucción Pública, en aplicación del artículo 46 de la Constitución de 1931
que prohibía la enseñanza a las congregaciones religiosas, por el que se
ordenaba a los alcaldes que se incautaran de todos los edificios religiosos
dedicados a la enseñanza y aquellos que, sin dedicarse a ese fin, estuvieran
entonces desocupados.

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Existe la opinión de que, al ordenar el cierre de los edificios religiosos, el
gobierno no hizo sino levantar acta de lo que ya sucedía, ante la furia
anticlerical desatada en los primeros días de la guerra con la quema, saqueo e
incautación de iglesias, ermitas, conventos, monasterios y colegios religiosos.
Resulta evidente que el gobierno de Giral, en las circunstancias del golpe
militar, venía a dar cobertura legal a los asaltos que ya se estaban produciendo
contra los edificios de las órdenes religiosas, a la vez que renunciaba
definitivamente con esta medida a cualquier acción en defensa de los
eclesiásticos, dejándolos a merced de la furia revolucionaria, después de que
el propio decreto hubiera señalado la supuesta responsabilidad de sacerdotes,
frailes o monjas, incluidas las de clausura, en la organización y ejecución del
golpe militar. En ese mismo mes de agosto de 1936 se produjo en la zona
republicana la cifra más alta de asesinatos de eclesiásticos: 2.077, a razón de
70 al día.
Fueron muchos los religiosos que, sabedores del riesgo que corrían en las
calles, prefirieron no abandonar sus residencias, donde se sentían, a pesar de
todo, más seguros. Después de la publicación del decreto gubernamental,
tuvieron que dejarlas a la fuerza, con esa condena no escrita que los implicaba
en el golpe militar. Así les sucedió a los nueve padres y hermanos
mercedarios apresados el 23 de agosto en el convento de la Buena Dicha, en
la calle Silva, detrás de la Gran Vía. Su vecino Jesús Requena Ortiz, que vivía
en el número 25, vio salir detenidos del convento a los religiosos. Los
cadáveres de varios de ellos aparecieron en días sucesivos en distintas calles
de Madrid.
Las Esclavas del Amor Misericordioso tuvieron más suerte. El edificio de
su congregación en Ferraz 17 fue ocupado por un grupo de milicianos al
principio de la guerra, dejando a las hermanas recluidas en una habitación,
hasta que fueron expulsadas de la casa y después evacuadas de Madrid en
octubre de 1937. La hermana Esperanza de Jesús firmó la declaración jurada
en 1939 en nombre del resto de las religiosas, señalando que la casa «ha sido
despojada en su totalidad de muebles y enseres».
Con la clausura de todos los edificios religiosos, la única salida para los
sacerdotes, seminaristas y consagrados fue buscar refugio en casa de
familiares y amigos, alquilar pisos u hospedarse en hostales y pensiones, casi
siempre ocultando su identidad, ayudados en muchas ocasiones por porteros y
vecinos. A pesar de todas las precauciones, eran descubiertos en los registros
de las milicias y agentes, mediando siempre por lo general una denuncia
previa sobre su paradero.

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Son numerosas las declaraciones juradas con referencias a las detenciones
de eclesiásticos posteriores al decreto del gobierno, ya fuera en sus propios
domicilios, donde figuraban como tales en el padrón y el censo, o en el de
terceros. La beata María Sagrario de San Luis Gonzaga, en el siglo Elvira
Moragas, primera mujer farmacéutica de España, priora del convento de
Carmelitas Descalzas de la calle Torrijos, fue detenida el 14 de agosto, tres
días después de ordenarse el cierre de los conventos, en una casa de Carrera
de San Jerónimo 36. La casa era propiedad de la familia Ruiz Azpiri, a la que
pertenecía una monja de su convento, la hermana María Luisa, que fue
detenida también, aunque fue puesta en libertad cuatro días después. El
hermano de esta última, José María, declaró en 1939 que la hermana María
Sagrario llevaba 7.000 pesetas consigo cuando fue detenida. A sus verdugos
no les debió de parecer bastante: la asesinaron en la Pradera de San Isidro al
día siguiente por no revelar dónde estaban los supuestos tesoros de su
convento.
Julián Mendoza Ortiz, un sacerdote que vino desde Los Navalmorales
(Toledo) a refugiarse en casa de su hermano Pedro en la calle Galileo 16,
debió de sentirse seguro a la vista de la profesión de este, que era agente de
policía. Pero de nada les sirvió a ambos: fueron detenidos en agosto de 1936 y
no volvió a saberse nada de ellos. En Los Navalmorales fueron asesinados
entre agosto y septiembre el coadjutor, el sacristán y el organista de la
parroquia, confirmando las razones que tuvo Julián Mendoza para abandonar
el pueblo, creyendo vanamente que estaría protegido con su hermano policía.
Como el resto de los detenidos, a muchos sacerdotes y religiosos les
esperó un auténtico vía crucis por las checas de Madrid, al igual que a las
personas que se interesaban por su suerte. El sacerdote Casto Rodríguez fue
detenido el 19 de agosto en su domicilio de General Pardiñas 8 por varios
milicianos, que dijeron que lo conducían a un cuartel de la calle Príncipe de
Vergara. Los jóvenes Teresa, Carlos y Pablo Fernández López, hijos de la
propietaria de la casa, emprendieron su búsqueda en dicho cuartel, luego en el
Ministerio de Marina, después en la DGS y seguidamente en la checa de
Bellas Artes, donde por fin lo hallaron. Allí Carlos pudo entrevistarse con el
sacerdote brevemente. Al ver que pasados los días no regresaba a su
domicilio, preguntaron en el Depósito Judicial, donde un empleado les dijo
que había ingresado un cadáver que respondía a las señas del religioso. Una
fotografía, marcada con el número 13, que les fue exhibida poco más tarde en
la DGS, confirmó su identidad.

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El agustino Pedro Otero, refugiado en casa de su amigo Perfecto Melón,
en San Mateo 22, fue conducido el 29 de agosto a la checa anarquista del
Cinema Europa, en Bravo Murillo, comandada por Felipe Sandoval. Su
cadáver apareció al día siguiente en el kilómetro 7 de la carretera de
Fuencarral. En cambio, el sacerdote Baldomero Escolano Ortiz, detenido a
principios de noviembre en la calle del Barco 21 por los milicianos de otra
famosa checa, la de García Atadell, vivió para contarlo: a las pocas horas fue
puesto en libertad.
Al sacerdote Domingo Sánchez Reyes, de setenta años, abreviador
jubilado de la Nunciatura Apostólica, lo detuvieron tres veces en su domicilio
de San Isabel 42. La primera, el 26 de octubre, en que fue puesto en libertad
después de permanecer un día detenido en la Casa de Campo. Al día siguiente
los mismos milicianos le sacaron de su casa para conducirle al Banco de
España, donde le obligaron a entregarles los valores que tenían depositados
dos hermanas suyas en su caja de seguridad, hecho lo cual le volvieron a
liberar. La última vez fue el 29 de octubre, cuando se lo llevaron unos
individuos de la FAI presumiblemente para asesinarlo, según los vecinos,
pues jamás volvió a dar señales de vida.
En varias declaraciones de porteros y vecinos aparece recogido el
asesinato de eclesiásticos en las sacas de las cárceles madrileñas y la ola de
crímenes que se produjo en paralelo por toda la ciudad para desarticular una
supuesta «quinta columna». El capellán del Convento de las Descalzas, don
Bonifacio García Cano, de sesenta y un años, que vivía en Cuesta de Santo
Domingo 22, fue detenido el 9 de noviembre y conducido a la checa del
número 5 de la misma calle, donde se le perdió la pista. El beneficiado
contralto de la catedral de San Isidro, don José Oliver Escorihuela, detenido el
23 de agosto en el domicilio del bibliotecario Francisco Ariño, en Villanueva
22, estuvo preso en Porlier, de donde salió para ser fusilado en la saca del 25
de noviembre con su hermano Marcial, también sacerdote. Asimismo,
conocemos por estas declaraciones juradas el caso de don Ramón Iglesias
Suárez, de cincuenta y ocho años, párroco del Salvador y San Nicolás, en la
calle Atocha, que fue detenido el 22 de julio y conducido después a la Modelo
y a San Antón, de donde salió el 28 de noviembre en la misma saca con
destino a Paracuellos en la que iba Pedro Muñoz Seca.
A otros muchos sacerdotes los acompañaron en el martirio los familiares
con quienes convivían e incluso sus sirvientas. Pascual González Rodrigo,
arcipreste de Arganda, fue asesinado junto con su hermana Remigia después
de ser detenidos ambos en su casa de Pozas 15. Milicianos de la FAI, guardias

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de Asalto y policías detuvieron el 22 de agosto de 1936 a Federico Santamaría
Peña, párroco de la céntrica iglesia de Nuestra Señora del Carmen y San Luis,
junto con su sirvienta Francisca, según los vecinos de su casa en Preciados 33.
Fueron asesinados en Aravaca.
Sinforiana Cruz, una viuda que vivía en Santa Engracia 88, tenía
escondido a un sacerdote en su casa. El 13 de agosto de 1936 varios hombres
armados hicieron un registro en el domicilio y encontraron al eclesiástico, al
que se llevaron detenido. También quisieron detener a la anciana, a la que
golpearon y robaron, pero lo evitaron la portera, Josefa Álvarez Fernández, y
una vecina, Blanca Irazola, que acudieron al oír los gritos de auxilio de la
propietaria y suplicaron a los asaltantes que la dejaran porque «no había
hecho mal a nadie».
El sacerdote Mariano Cecilio González, de sesenta y seis años, casi ciego,
fue detenido el 10 de diciembre en la portería de Santa Engracia 23, que
regentaba su prima, Prisca Álvarez Becerril, de cincuenta años, de Cebreros
(Ávila). Para sorpresa de su familiar, fue devuelto al domicilio el mismo día
por la noche y con un salvoconducto de la CNT, según los vecinos, para que
pudiera circular con seguridad por Madrid. Pero ocho días después volvió a
por él uno de los individuos de la primera detención, acompañado de una
miliciana. Lo metieron en un coche y no se volvió a saber más de él.
Los sacerdotes que sumaban la condición de capellanes castrenses
retirados, disponibles forzosos o en activo sufrieron doble motivo de
persecución, por su condición de religiosos y por servir en el ejército. En
Madrid fueron asesinados cerca de una veintena de capellanes castrenses. El
más célebre era Jesús Moreno Álvaro, capellán segundo, que había ganado la
Cruz Laureada de San Fernando por su heroico comportamiento en la batalla
del Monte Gurugú en julio de 1909, donde en pleno combate se erigió en
mando y médico de su unidad, el Batallón de Las Navas, después de que
hubieran caído todos los jefes y oficiales y el sanitario. Fue detenido el 18 de
agosto de 1936 por milicias socialistas en su domicilio de Calderón de la
Barca 3, junto a la plaza de la Villa, sin que nadie pudiera defenderle. Su
sirvienta, Vicenta Perucho, reconoció su cadáver en una fotografía exhibida
en la DGS. El capellán Moreno tenía sesenta y seis años.

Los huertos de los olivos

Hostales y pensiones fueron un objetivo predilecto para las milicias en la


búsqueda tanto de eclesiásticos como de militares. En Arenal 16, la dueña de

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la Pensión Gutiérrez, Petra Saldaña, había dado refugio a su hermana, Sor
Estefanía, religiosa del manicomio de Leganés, junto con su compañera Sor
Dolores, además de a Sor María Mayoral, del Asilo de Ciegos de Pacífico.
Las milicias irrumpieron en la pensión el 13 de agosto de 1936 y se llevaron
detenidas a las tres religiosas junto con la dueña y su yerno. Los condujeron
en varios coches hasta la carretera de Aravaca, los hicieron bajar, separaron a
las religiosas de los seglares y volvieron a meter a estos en el coche para
devolverlos a la pensión. «Cuando el coche se alejaba del lugar del suceso se
oyeron varios disparos hacia aquel lado», relataba Petra Saldaña.
A la mañana siguiente del suceso, el sacerdote de San Ginés, Andrés
Pinedo Porras, de setenta y seis años, huésped de la misma casa, «salió
aterrorizado por los sucesos del día anterior». Su cadáver apareció en la
Pradera de San Isidro el día después de su salida de la pensión, colgado de los
pies y abierto en canal.
En la pensión Manzano, de Libertad 12, fueron detenidos el 18 de
septiembre de 1936 el dueño, Manuel Manzano Ambrona, y cinco huéspedes:
los estudiantes Jesús González Nandín y Luis Ossorio Torres, el militar
retirado Manuel Coronel Torres, tío del anterior, y los sacerdotes Faustino
Carrión González y Salvador Fernández Pérez. La denuncia partió al parecer
de un huésped de la propia pensión, según los vecinos de la casa, que
ignoraban aún en 1939 el paradero de los seis detenidos. La realidad es que
los cinco primeros aparecieron asesinados días después. En sus cadáveres los
verdugos habían dejado escritos unos papeles, tachando a los huéspedes de
«espías fascistas» y al dueño de la pensión de «encubridor de los espías».
Máximo Roesel Peter, dueño de la pensión La Serrana, en Fuencarral 52,
tuvo muchos reflejos cuando unos milicianos aparecieron en su
establecimiento, donde tenía hospedado al escolapio Federico Alonso
Hernández. Al oír que los milicianos conminaban al religioso a acompañarlos,
diciéndole que «no hace falta que se ponga camisa y americana», Roesel
llamó rápidamente a la comisaría de Hospicio y en unos minutos se
presentaron un agente y cuatro números que se hicieron cargo de don
Federico, al que condujeron a la DGS. A las siete de la mañana del día
siguiente, el religioso estaba en libertad.

Los vecinos de los curas se amotinan

Las declaraciones juradas recogen varias escenas sorprendentes de las


primeras semanas de la guerra en las que los vecinos salen a defender de la

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violencia de las milicias a los sacerdotes y religiosos que viven en sus casas o
sus calles. El portero de La glorieta de Embajadores 6, Sotero Bonillo
Mostajo, recordaba en su testimonio, confirmado por dos vecinos, que el 1 de
agosto de 1936 se presentaron en la casa tres milicianos para detener al
sacerdote don Enrique Vives Sánchez, inquilino del piso primero, «pero
fracasó su intento por la intervención favorable para dicho Sr. de varios
obreros de este barrio que se opusieron a su detención como también de dos
parejas y un cabo de Seguridad».
El episodio vivido el 20 de agosto de 1936 frente al número 24 de la calle
Galileo, en Chamberí, es digno de figurar también en la pequeña gran historia
de la Guerra Civil, como ejemplo del valor y la humanidad ante la injusticia y
la arbitrariedad. Sus protagonistas fueron Javier Correa Tejero, sacerdote de
sesenta y dos años, vecino de esa finca, en el piso principal, y su sobrina
María Ruiz Correa, de veintidós años, natural de Guajar-Faraguet (Granada),
maestra nacional.
Así relataba lo ocurrido en tercera persona el sacerdote en 1939, con todo
lujo de detalles:
El día 20 de agosto de 1936 invadieron, allanándolo, el domicilio de D. Javier Correa
Tejero, Galileo 24 pral. dcha. exterior, once afiliados de la C.N.T. procediendo al
acostumbrado registro con el pretexto de buscar armas y robando mil quinientas
veinticinco pesetas que encontraron. De este robo y de su cuantía quedó constancia
en la Comisaría correspondiente. Terminado el registro, en el que nada delictivo
encontraron, procedieron a la detención del inquilino ya citado D. Francisco Javier
Correa Tejero y de su sobrina la Srta. María Ruiz Correa, por la tenencia de las mil
quinientas veinticinco pesetas y por la condición sacerdotal del detenido y a la Srta.
María Ruiz por su actuación religiosa y marcadamente derechista. Y como el público
protestara por la detención, para contener al público y pretendiendo justificarse uno
de la C.N.T. dijo: Que a pesar de los buenos informes que tenían del detenido, pero le
habían encontrado dos millones y muchas latas con dinamita. Y aprovechando el
efecto producido momentáneamente en el público con toda prisa y violencia los
metieron en dos coches arrancando con toda velocidad para desaparecer de la calle
yendo a chocar tan violentamente contra un camión que por el golpe recibido D.
Javier Correa ha estado enfermo más de año y medio y quedando la Srta. Mª Ruiz tan
gravemente herida que no se encontró facultativo ni especialista que se atreviera a
autorizar la operación pues, según certificado médico, sufrió la detenida: la fractura
de cinco vértebras lumbares, la fractura de isquion y pubis de ambos lados y fractura
además del iliaco izquierdo, determinando tal estado de gravedad en la víctima que a
pesar del tiempo transcurrido su salud y su organismo continúan imposibilitados,
quizá para siempre, para muchas actividades de la vida.

La colisión del automóvil se produjo, según el testimonio posterior de


María Ruiz Correa, en el cruce de la calle Galileo con la de Alberto Aguilera,
contra un camión que bajaba en dirección a Argüelles. Según les dijeron los
milicianos, los llevaban a la checa de Bellas Artes.

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A través de una citación aparecida en el Boletín Oficial de la Provincia de
Madrid el 7 enero de 1938 por la que se requería la comparecencia de los
afectados por la colisión en el Juzgado de Instrucción n.º 2, pude averiguar la
suerte de uno de los milicianos que realizaron la detención del sacerdote y su
sobrina: Rafael González Galán. Chófer de profesión, de veinticinco años en
1939, afiliado a la CNT y la FAI, natural de Linares (Jaén), era el que
conducía el coche cuando se estrelló con el sacerdote y su sobrina detenidos.
Trabajaba como mozo de almacén en la Casa Hugo Hattwinkel, que
importaba automóviles y camiones de la marca REO, sita en la glorieta de
San Bernardo 3, muy cerca del lugar donde se produjo el suceso que estamos
relatando. Antes había trabajado en la fábrica de cervezas El Águila.
González Galán se sumó al comenzar la guerra a la columna anarquista
«Andalucía-Extremadura», a la que dijo haber sido forzado a incorporarse
después de ser detenido en la calle. Con milicianos de esta columna realizó la
detención del sacerdote y su sobrina. Adscrito por su quinta en julio de 1937
al cuerpo de tren de la 39.ª Brigada Mixta, González Galán fue condenado a
treinta años de cárcel el 7 de junio de 1940 por haber participado en el asalto
al Cuartel de la Montaña, formar parte del grupo «Los Aguiluchos» e
intervenir en la conducción de personas que luego eran ejecutadas. Se le
concedió la libertad condicional en marzo de 1944 y el indulto total cuatro
años después.

La salvación de un capellán

El protagonista de la siguiente historia pudo contarlo gracias a muchas


personas que, aun sabiendo el peligro que entrañaba hacerlo, no dudaron en
darle amparo, cuidados y afecto. Su nombre era José Moratalla Turégano, al
que el final de la guerra cogió con setenta años, y de milagro. Cuando este
capellán militar relató su historia al juez franquista que le pedía cuentas por su
actuación en el Madrid «rojo», es posible que el juez se quedara atónito.
Natural de Sisante (Cuenca), a José Moratalla la sublevación militar le
sorprendió en Madrid como capellán mayor del ejército en situación de
retirado por la «ley Azaña». El 15 de agosto de 1936 recibió aviso de que
unas milicias iban a prenderle, por lo que abandonó a toda prisa su casa de
Ronda de Conde Duque 3, actual calle de Serrano Jover, en el barrio de
Argüelles.
Su primera decisión fue esconderse en casa de un amigo, Gustavo
Morales, en la vecina calle de Princesa 27, pero no tardó en darse cuenta de

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que había ido a meterse en la boca del lobo: en la misma finca tenía su sede la
checa comunista del Radio Oeste. Esta circunstancia le obligó a mudarse de
nuevo, esta vez a Blasco de Garay 34, domicilio de José Castillo Torrón,
donde recibió noticias de que los milicianos habían ido varias veces a su casa
a buscarle y de paso saquear sus pertenencias.
Su nuevo refugio se volvió peligroso a las pocas semanas, pero esta vez
por la proximidad de las tropas franquistas a la zona de Moncloa. En
noviembre un proyectil de artillería entró en la casa, cayendo justo encima de
su cama, pero afortunada o milagrosamente no llegó a explotar. El día 23 de
ese mismo mes de noviembre les obligaron a evacuar la finca por ser zona de
guerra, lo que llevó al padre Moratalla a acogerse en el domicilio de Elisa
García, presidenta honoraria de la Asociación de Maestros Enseñanza
Católica, en la calle Alcalde Sainz de Baranda 16. La casa estaba vigilada por
policías y milicianos pues andaban buscando al cuñado de la propietaria,
Florencio Jiménez Jiménez, maestro nacional, secretario de la Federación de
Maestros Católicos, quien sería asesinado.
Prosigue la declaración del padre Moratalla:
A consecuencia de los constantes sustos y sobresaltos en que vivíamos contraje una
gravísima enfermedad (miocarditis aguda). El día 4 de julio de 1937 me
sacramentaron pues creyeron llegada mi última hora; posteriormente el 9 de
diciembre del mismo año contraje una pulmonía complicándose con mi lesión del
corazón que me pusieron en trance de muerte.

El padre Moratalla estuvo al cuidado de dos doctores que le atendieron


«sin separarse apenas de la cabecera de mi cama», y que además le
proporcionaron medicamentos, ya que él carecía de recursos: el comandante
médico Mariano Puig Quero, separado del servicio por abandono de destino
en marzo de 1937, y Honorato Vidal Juárez, cesado como inspector de
Sanidad en Málaga en agosto de 1936.
El 30 de enero de 1938 el padre Moratalla hizo de nuevo mudanza,
temiendo que ya le fueran a descubrir, y se unió a su familia, evacuada en la
calle de Juan Bravo 81, donde siguió oculto hasta que «aquietada un tanto la
situación y en vista de mi estado los citados doctores me aconsejaron la
necesidad de respirar el aire libre y sol».
Treinta y dos meses después de abandonarla, José Moratalla Turégano
volvió el 2 de abril de 1939 a su casa, hoy desaparecida, de Ronda de Conde
Duque 3, a la sombra de la también desaparecida iglesia del Buen Suceso. De
la vida posterior del padre Moratalla no he encontrado señal alguna, pero el
delicado estado de salud con el que sobrevivió a la guerra permite aventurar

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que no tardaría en entregarse definitiva, serenamente, a los designios de la
providencia, aunque con este sufrido capellán quién sabe, visto lo visto.

Una extremaunción al portero salvador

Fueron muchos los porteros que se presentaron ante los vencedores como
protectores de sacerdotes y religiosos perseguidos, lo que era sin duda un
importante aval para asegurarse cierta tranquilidad en la posguerra. Santiago
Caro León, portero del número 4 de la plaza de Olavide, tenía buenas razones
para presentar ese aval. Había dado refugio a siete hermanas de la caridad
después de conocer el martirio de una tía suya monja de la misma orden,
Dolores Úrsula Caro, directora de la Casa de la Misericordia en Albacete.
Refugiada en Madrid junto a otras dos religiosas, Andrea Calle y Concepción
Pérez, las tres fueron detenidas en Entrevías, donde sus verdugos las violaron
y «torearon» antes de asesinarlas.
Gregoria Ramos Villareal afirmó haber escondido en su portería de Conde
de Peñalver 6 a tres sacerdotes, uno de ellos el capellán del Oratorio de
Caballero de Gracia, Antonio Villarraso, hasta que se marcharon para ponerse
a salvo en otro lugar. Según su declaración, los sacerdotes dejaron en su casa
sin avisarla, oculta en un cajón, la custodia de la céntrica iglesia madrileña,
que fue descubierta en un registro policial, lo que le valió ser detenida y
conducida a comisaría.
Amado Martín Lop, portero de Goya 71, se ufanaba ante los vencedores
de haber acudido en ayuda del sacerdote castrense don Adolfo Orduña,
inquilino de la casa, cuando le pidió que hiciera desaparecer sus hábitos
sacerdotales. El servicial portero se ofreció con gusto a hacerlo, quemando las
prendas del capellán en la caldera de la calefacción.
Conmovedor es el relato de la portera del número 8 de la glorieta de San
Bernardo, actualmente de Ruiz Jiménez, Blasa Lázaro Arroyo, toledana de
sesenta y cinco años, que era afiliada al Sindicato de Porteros de UGT desde
1933. En su declaración relató que el 5 de noviembre de 1936 evitó que en un
registro general de la finca fuera descubierto un sacerdote. «Posteriormente
—escribió Blasa Lázaro—, el día 20 de marzo de 1938, falleció en la casa mi
esposo confortado con los últimos auxilios espirituales, que le fueron
administrados por el mismo sacerdote».

Un mono de mecánico para un religioso

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Rita Toca Cid, de cuarenta y cinco años, de Reinosa (Cantabria), portera
de Guzmán el Bueno 41, acogió en su portería al hermano Ceferino, director
de las Escuelas Cristianas de San Rafael que estaban delante de la finca,
cuando estas fueron asaltadas por las milicias el 20 de julio de 1936. La
portera, viuda, que vivía con su hija adoptiva, su sobrina Leonor Moreno
Toca, de veintiún años, lo escondió en el sótano y, según declaración del
religioso, «durante su permanencia en el sótano los milicianos preguntaron a
las porteras si se había escondido por allí algún religioso, contestando
negativamente y negando haber visto a ninguno».
El hermano Ceferino, que decía haber salvado la vida gracias a la portera
y a su sobrina, fue uno de los testigos del proceso que se abrió contra ambas
mujeres después de la guerra por denuncia de un vecino, Guillermo Folch,
que las acusaba de haberle delatado como falangista y haber saqueado varios
pisos mientras la casa estuvo evacuada por ser zona de guerra. También las
denunció por haberse jactado de haber asaltado el convento de las
Comendadoras, donde la sobrina se habría hecho un vestido con la capa de la
imagen de una Virgen. Asimismo, acusaba a la portera de alabar los «paseos»
y haberse puesto una dentadura de oro cuando el gobierno republicano tenía
prohibido el uso del preciado metal, por lo que suponía que fuera fruto de un
robo.
La portera, afiliada a UGT en noviembre de 1936, lo negó todo, salvo que
se hubiera puesto dientes de oro, aunque explicó que se los hizo un dentista
con piezas de dentaduras viejas que ella poseía. En su favor sacó a relucir su
gesto con el hermano Ceferino, a quien, después de tenerlo escondido, le
facilitó un mono de mecánico y unas gafas para que pudiera huir disfrazado.
Otro vecino, Antonio Jiménez, declaró también en su defensa, contando que
tuvo escondido en su casa a un hermano jesuita con conocimiento de la
portera y que nunca fueron molestados.
Rita Toca y Leonor Montero fueron condenadas el 18 de noviembre de
1941 a seis años de prisión menor por manifestar su entusiasmo por la causa
«roja» y aprovecharse de los registros y saqueos de los pisos para quedarse
con objetos a fin de lucrarse, aunque quedó constancia de que «protegieron a
algunas personas de orden perseguidas». Un mes después eran puestas en
libertad de la cárcel de Ventas, quedando en prisión atenuada en su domicilio
con obligación de presentarse en la comisaría del distrito.
La defensa de edificios religiosos frente a las «hordas rojas» era también
un mérito destacado por los porteros en sus declaraciones juradas ante los
vencedores. Marcelino Rodas López, portero de Alcalá 45, aseguraba haberse

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jugado la vida protegiendo la iglesia de San José, contigua a su portal, frente a
las milicias de las JSU que se incautaron de ella, por lo que fue «objeto de
begamenes (sic) y amenazas logrando al fin salvar de la orda (sic) roja
muebles y objetos de los Sres. Curas y de la Iglesia».
Manuel Fernández Martín, portero de Puñonrostro 5, junto a la céntrica
plaza de la Villa, afirmó que el 20 de julio de 1936 asistió sin poder evitarlo al
incendio de la cercana comunidad que los Redentoristas tenían junto a la
Pontificia Basílica de San Miguel, a pesar de ser territorio de la Santa Sede.
Las milicias comunistas de la calle del Rollo 2 se llevaron detenidos a tres
padres, asesinados unas horas después, y profanaron la cripta de la Basílica.
El portero consiguió en cambio convencer a los milicianos para que no
rociaran de gasolina y prendieran fuego al también aledaño convento de las
Carboneras.

Misas clandestinas

Los testimonios de porteros y vecinos reflejan que después de los


primeros meses de persecución cruenta los sacerdotes y religiosos pudieron
sentirse más seguros en la retaguardia madrileña.
El sacerdote Celestino Sanz Galán dejó en 1939 un ilustrativo testimonio
de la convivencia en la finca de la calle del Olmo 30, junto a la plaza de
Antón Martín, donde vivía rodeado de vecinos izquierdistas:
De los ocho vecinos, incluido el portero, cinco son de izquierdas y los que suscriben
y una Srta. que vive sola de derechas: pero hemos de constatar que fuera de las
manifestaciones de simpatía que sentían por su ideal exteriorizadas con sus canciones
y alguna palabrota, no se han metido con nosotros y nos han guardado toda clase de
respetos. Es cuanto podemos decir en descargo de nuestra conciencia.

Otro aval que presentaron frecuentemente los porteros ante los franquistas
era haber permitido la celebración de misas, bodas y bautizos en la finca bajo
su custodia. En el número 33 de Ronda de Atocha, según la declaración del
portero, Antonio López Montiel, se vinieron celebrando misas diariamente
desde 1937 en la segunda puerta del piso primero, así como reuniones
católicas los jueves, asistiendo vecinos de la casa y de fuera de ella. El portero
señaló que en la finca habían tenido refugiados al sacerdote Juan Jimena y a
la monja de clausura Concepción Gonzalo. También consignaba la
celebración del bautizo de una niña el 6 de junio de 1938 por el sacerdote
Eustaquio Torija.

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Juana Gallego León, portera de Fúcar 11, se vanagloriaba ante los
vencedores de saber que en el piso de una maestra nacional, Máxima López
Peces, «se decía la santa misa de cuando en cuando y se administraba el
sacramento de la Sta. Comunión con bastante frecuencia siempre muy
temprano; cosa que nos parecía muy bien y veíamos con alegría, y si nada
dijimos fue para no alarmarles al creerse descubiertos, porque era casa muy
perseguida en casi todo el tiempo del dominio Rojo».
El portero de Juanelo 12, Juan Antonio Tejada, aseguraba que él mismo
había sido el encargado de vigilar durante las celebraciones de las bodas,
bautizos y confesiones que el sacerdote Félix Gil realizaba en casa del vecino
Pedro Martínez. En la misma finca vivía un miembro del CPIP, el ya citado
Francisco Mateo Carmona, y después, cuando este fue trasladado a Albacete,
un comisario político del Ejército Popular, Faustino García.
En Velázquez 46, por el contrario, fueron detenidas por el SIM varias
personas que asistían a una misa en la casa de la portera, Juana Llaneza
Fernández, viuda de ochenta años. Entre los detenidos la propia portera
consignó a Tomás Ortega Orgaz, que encabezaba el «Auxilio Espiritual»,
organización que las mujeres del «Auxilio Azul» de FE habían establecido
para poder realizar celebraciones litúrgicas. La organización tenía en los
sótanos de la lechería de esa misma finca una de sus dos capillas clandestinas
en Madrid.
Los porteros también encubrían los menesteres a los que los religiosos se
dedicaban en sus refugios para ganarse la vida. El del portal 42 de la calle
María de Guzmán, cerca de Nuevos Ministerios, Juan Carrasco Palma, era de
profesión albañil y estaba afiliado a la CNT desde antes de la contienda. En la
casa tuvo un taller de costura clandestino una monja, Inés Refojo, escondida
en el piso de los vecinos Carmen Toscano y Antonio Gascón. Los tres fueron
detenidos en fecha no precisada y puestos unas horas después en libertad,
aunque los agentes se incautaron en el taller de veinte telas de colchón, cuatro
mantas, un abrigo y una máquina de coser. Los vecinos exculparon al portero
de la CNT en su declaración de 1939, negando que hubiera denunciado a la
monja porque «todo cuanto ha podido, por su cometido, lo ha evitado». Juan
Carrasco no fue procesado por los franquistas.
Como cierre de este apartado sobre la persecución religiosa, merece la
pena reseñar, tanto por la significación posterior del protagonista como lo
sorprendente de los hechos, el episodio que atañe a Casimiro Morcillo
González, futuro primer arzobispo de Madrid-Alcalá, entonces sacerdote de
treinta y dos años y consiliario nacional de Acción Católica. Aunque tenía

Página 171
domicilio en Madrid, en el piso tercero derecha de la calle Eloy Gonzalo 18,
la guerra le sorprendió en Santander, lo que sin duda fue providencial. En la
contienda, las milicias del Círculo Socialista del Norte, que tenían su cuartel
en Francisco Giner de los Ríos 8, hoy paseo del General Martínez Campos,
solicitaron al portero de su finca, Benjamín Carazo Gallo, las llaves del piso
del futuro arzobispo, prueba de que le tenían bien localizado, lo que podría
haber sido un peligro para su vida de haberse encontrado en la capital. Como
también lo habría sido otra circunstancia, igualmente registrada por el portero:
después de ser saqueada por las milicias, la casa del futuro arzobispo Morcillo
fue destruida por un proyectil de la artillería franquista.

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9.

LA GRAN REDADA

D espués de la sublevación, y tras los primeros excesos de las fuerzas


leales contra los militares golpistas, algunos de los cuales pudieron ser
evitados in extremis, como hizo el coronel Ildefonso Puigdengolas el 21 de
julio impidiendo que fueran asesinados varios oficiales insurrectos de Alcalá
de Henares, los jefes y oficiales directamente implicados en el alzamiento en
Madrid comenzaron a ser juzgados en la Cárcel Modelo por un tribunal
popular de nueva creación. Presidido por Mariano Gómez, presidente del
Supremo, el tribunal estaba compuesto por otros dos magistrados y catorce
representantes de partidos y sindicatos del Frente Popular.
El primer juicio de este tribunal se celebró el domingo 23 de agosto,
precisamente contra mandos de las unidades de zapadores y ciclistas alzadas
en Alcalá de Henares. Más adelante se hizo cargo de los juicios la Sala Sexta
del Supremo constituida en consejo de guerra, que es la que condenó a muerte
al general Fanjul y al coronel Fernández Quintana como cabecillas del golpe
militar en Madrid capital.
Así, el aparato judicial republicano comenzó a resolver los más de
quinientos sumarios tramitados por rebelión militar por el magistrado
Francisco Javier Elola, nombrado juez especial para estos delitos, con
facultades para entender del expediente general de la sublevación en Madrid,
sede de la 1.ª División Orgánica, ampliadas más tarde a todo el territorio
español. Pero en paralelo a este encauzamiento judicial, milicias y fuerzas
policiales continuaron las detenciones extrajudiciales y los asesinatos de
militares en activo o retirados.
Desde que se tuvo noticia de la sublevación del Ejército de África,
numerosos militares acudieron al Ministerio de la Guerra, en el Palacio de
Buenavista, en Cibeles, a dejar patente su adhesión al gobierno, y con más
motivo después de que el propio gobierno hiciera el 22 de julio un

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llamamiento por radio para que los militares en activo o retirados fueran a
firmar una declaración de lealtad al régimen. Esto motivó que las colas de
uniformados en torno al Palacio de Buenavista fueran un paisaje cotidiano en
el centro de Madrid en las primeras semanas de la contienda.
Desde el mes de agosto, a los militares se les obligó, además, a
presentarse en persona a la revista de comisario para el cobro de haberes,
anulando las excepciones que posibilitaban no hacerlo presencialmente. Esto
fue lo que llevó al capellán castrense Jesús Morais Rodríguez a dejar el 1 de
agosto la seguridad de su casa de la calle Alenza 10 para poder recibir su
paga. Morais era uno de los capellanes que seguían en activo por la excepción
contemplada en la ley de disolución del Cuerpo Eclesiástico del Ejército de
1932. Desde aquel 1 de agosto no se le volvió a ver con vida. Su nombre
figuraría un mes después en la relación de medio centenar de capellanes para
los que el ministro de la Guerra, Juan Hernández Saravia, decretó la baja
definitiva en el ejército.
En el propio Ministerio de la Guerra rechazaban el ofrecimiento de
servicio de los militares que se declaraban leales hasta que sus nombres y
trayectorias no pasaran por el filtro del gabinete de depuración, llamado de
Información y Control, que empezó a actuar a las órdenes del capitán
Eleuterio López Tendero, y donde eran clasificados como «fascistas»,
«indiferentes» o «republicanos».
Si las milicias o las fuerzas de seguridad detenían a militares, se solía
pedir criterio al gabinete de López Tendero, del que dependía la vida del
detenido. En el Ministerio de la Guerra se encargó al Departamento de
«Servicios Especiales» que realizara las detenciones de militares, incluidos
los destinados en el propio ministerio. En este departamento llegó a hacer de
interrogador de los detenidos un capellán mayor castrense, Pablo Sarroca
Tomás, de cincuenta y un años, del que consta en la «Causa general» una
declaración suya sobre el funcionamiento de esa checa oficial de fecha 31 de
enero de 1940, antes de ser procesado, condenado y fusilado el 13 de
noviembre siguiente por los vencedores. Sarroca Tomás había sido uno de los
capellanes expulsados del ejército por el ministro Hernández Saravia.
La situación de los militares ante las circunstancias creadas por el golpe
de julio de 1936 vendría marcada sobremanera por los efectos de los decretos,
sancionados como leyes por las Cortes constituyentes en septiembre de 1931,
que comprendieron la reforma del ejército generalmente conocida como «ley
Azaña», por ser este su impulsor como ministro de la Guerra del gobierno
provisional.

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Me refiero especialmente al decreto del 22 de abril de 1931, aprobado
ocho días después de la proclamación de la Segunda República, por el que
todos los generales en activo o en la reserva y todos los jefes y oficiales y
asimilados que no estuvieran retirados o separados del servicio debieron
prestar promesa de adhesión y fidelidad al nuevo régimen. Quienes no lo
hicieron causaron baja en el ejército, pasando los generales a la situación de
separados del servicio y los jefes y oficiales a la de retirados con el haber
pasivo que les correspondía.
A este decreto se unió otro del 25 de abril siguiente por el que se concedía
el pase a la segunda reserva a los generales y a la situación de retirado a los
jefes y oficiales que lo solicitaran, en ambos casos con el sueldo íntegro. Esta
medida perseguía eliminar, según los planes del gobierno, el sobrante de este
personal, que en el anuario militar de 1931 sumaba 258 generales y 21.996
jefes, oficiales y asimilados.
Estas disposiciones adquirirían en el verano de 1936 una gran importancia
en las iniciativas tomadas por el gobierno republicano tanto para hacer frente
a la desafección de los militares hostiles y a la indiferencia de los neutrales,
como para fortalecer el compromiso de los afectos al régimen.
Así, el gobierno de Giral decretaba el 31 de julio la suspensión del pago
de los haberes a los militares y marinos retirados con carácter extraordinario
en virtud de la «ley Azaña». Se exceptuaba a aquellos que hubieran prestado
«su adhesión de una manera franca y leal al gobierno legalmente constituido»,
a juicio de los organismos militares republicanos o las organizaciones
políticas y sindicales del Frente Popular, así como a los que pudieran acreditar
con un certificado médico su «absoluta incapacidad física» para el servicio.
La medida se amplió un mes después para suspender los haberes pasivos
correspondientes a agosto y meses sucesivos. Con ello, los militares retirados
por la «ley Azaña» se vieron en la tesitura de ponerse a las órdenes del
gobierno o perder sus pensiones y con ello, lo que era aún más arriesgado,
señalarse como desafectos al régimen republicano.
Las detenciones de militares, implicados o no en la sublevación, en activo
o retirados, se produjeron sin interrupción durante los meses de julio, agosto y
septiembre, como aparece recogido en las declaraciones juradas de porteros y
vecinos, de las que reseñamos algunos ejemplos.
El 22 de julio de 1936 salió de su casa en la calle Palma 60 el suboficial
Félix Peñasco Aranda, del Regimiento de Infantería n.º 6, para dirigirse a su
destino en el Cuartel del Infante Don Juan, en el paseo de Moret, junto al

Página 175
Parque del Oeste. Fue detenido al llegar en la misma puerta del cuartel, y
después asesinado en la Dehesa de la Villa, según el testimonio de su viuda.
El comandante de infantería retirado Luis Córdoba Diago fue apresado el
24 de julio en su casa de Bailén 33 y trasladado a la cárcel de Ventas, de
donde salió el 2 de noviembre para ser asesinado junto con otros 38 presos en
el cementerio de Aravaca. Su hijo Enrique Córdoba Soler fue detenido dos
días después de la muerte del padre. Los agentes que fueron a prenderle a
Bailén 33 dijeron que se lo llevaban a cavar trincheras, según la declaración
de sus vecinos. Nunca más volvieron a verle.
Ramón Tomás Ferré, coronel de intervención, de sesenta y cinco años, fue
detenido el 27 de julio de 1936 en su domicilio de Sandoval 15. En abril de
1939 sus vecinos aún no tenían la certeza de que hubiera sido asesinado. Hay
documentación de su interrogatorio por el «tribunal» del Comité Provincial de
Investigación Pública (CPIP), que requería a los militares retirados que se
incorporaran a luchar a las filas republicanas:
Dice estar al lado del Gobierno republicano, pero al ser invitado por el Tribunal para
que preste a la causa sus servicios como voluntario se niega terminantemente,
alegando en descargo, que le sería imposible combatir contra los que fueron sus
compañeros de toda la vida. Se desprende de sus declaraciones que trata de eludir
toda responsabilidad sin adquirir ningún compromiso.
POR SU PELIGROSIDAD se aconseja sea trasladado a otra prisión.

El coronel Ferré fue una de las víctimas del fusilamiento en Aravaca de


los presos sacados el 2 de noviembre de 1936 de la cárcel de Ventas.
Compartió su destino en aquella saca Antonio Fernández Heredia, de sesenta
y un años, teniente coronel de caballería retirado, detenido también el 28 de
julio en su casa de General Álvarez de Castro 22, según sus vecinos.
Fernández Heredia había sido también requerido en la cárcel de Ventas
por las milicias del CPIP para que se sumara al ejército republicano, a lo que
se negó:
Primero por su edad y, segundo, porque no se sentía dispuesto a aceptar ningún cargo
activo, ni pasivo por [no] estar conforme con el régimen constituido y mucho menos
con el Gobierno que lo representaba después de las elecciones de Febrero.
POR SU PELIGROSIDAD se aconseja sea trasladado a otra prisión.

El comandante de caballería retirado Mariano Fraile Matasanz, de sesenta


años, fue sacado de su domicilio a las cuatro de la madrugada del 28 de julio
por dos policías y dos guardias de Asalto. Lo acompañaron a comisaría su
hijo Antonio y la sirvienta, Martina Suárez, quienes no volvieron a saber de
él. Fue también asesinado en Aravaca el 2 de noviembre después de
permanecer preso en la cárcel de Ventas.

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El general Osvaldo Capaz, de cuarenta y dos años, comandante general de
Ceuta, que ocupó en 1934 el territorio de Ifni, fue detenido por milicianos en
el restaurante del Hotel Dardé, en la antigua calle Constantino Rodríguez 7,
hoy Libreros, donde se hospedaba en la que fue su última visita a Madrid. En
su declaración jurada, el propietario del hotel, Julián Dardé, señaló a un
camarero del propio restaurante, caído en el frente más tarde, como el
denunciante del general, asesinado en la Cárcel Modelo el 22 de agosto.
Es llamativo el caso de José Luis Majada Bascuñana, teniente de
infantería, de veintinueve años, por el lugar en que fue detenido el 6 de
septiembre: en el domicilio del teniente coronel Antonio Camacho, en la calle
de la Libertad 22. Camacho sería nombrado en marzo de 1937 para el cargo
de subsecretario del Aire por Indalecio Prieto, ministro de Marina y Aire. A
pesar de tener tan estrechas relaciones con un mando leal al gobierno
republicano, el teniente Majada murió en Paracuellos el 18 de noviembre
fusilado con sus compañeros de una de las sacas de Porlier.
El 23 de septiembre una patrulla de «Servicios Especiales» del Ministerio
de la Guerra sacó de su casa en el piso primero derecha de la calle Barceló 5
al director de la Academia de Infantería de Toledo, el coronel José Abeilhe
Rodríguez-Fito, de cincuenta y nueve años. El golpe militar le sorprendió en
Madrid de permiso de verano. Aunque se abstuvo de presentarse al
llamamiento realizado por el gobierno a los militares, no fue molestado hasta
mediados de septiembre en que su casa fue objeto de un registro. Fue sacado
de la Modelo el 7 de noviembre y asesinado en Paracuellos.

La encrucijada de una familia militar

Si hay una historia que representa todo un tratado de las vicisitudes que
atravesaron en la zona gubernamental los miembros del ejército no
implicados en la sublevación, esta es la del general Isidoro de la Torre
Santana, de sesenta y nueve años, y de sus tres hijos, también militares.
El padre, que se encontraba en la reserva, fue detenido el 22 de agosto en
la plaza de Santa Ana por milicianos de la FAI. Los mismos milicianos fueron
apresando ese mismo día a sus hijos según llegaban al portal de su domicilio
familiar en Lista 47, hoy José Ortega y Gasset: Laureano, de treinta y nueve
años, capitán de infantería, destinado en Zamora, que estaba en Madrid de
permiso de verano; Isidoro, de treinta y cinco años, capitán de infantería
retirado del servicio por demencia, que le llevó a estar internado en distintos
sanatorios en los seis años anteriores a la guerra; y Servando, de veinte años,

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alumno de la Academia de Infantería, que se encontraba de vacaciones
después de terminar las prácticas de primer año en el Cuartel de la Montaña.
Detenidos en la cárcel de Porlier, la acusación contra todos ellos era
«sospecha de reunión clandestina y desafecto al régimen», a pesar de que el
general De la Torre y sus hijos se habían presentado a las autoridades para
ofrecer sus servicios al conocerse el golpe militar. En octubre fueron puestos
en libertad el padre y el hijo pequeño, Servando.
Del 7 de octubre de ese mes conocemos una declaración judicial de
Laureano en la cárcel de Porlier, en la que dijo que «ni conocía el movimiento
ni había tenido intervención en el mismo». Salió el 8 de noviembre de Porlier
en una de las sacas de presos asesinados después en Paracuellos. El segundo
hermano, Isidoro, se encontraba en enero de 1937 en la prisión de Alcalá de
Henares, adonde había llegado posiblemente en una de las dos expediciones
de presos con origen en Porlier que llegaron sanos y salvos a ese destino.
El general De la Torre y su hijo Servando fueron juzgados el 23 de marzo
en su propio domicilio, en Lista 47, por haber presentado el padre un
certificado médico que declaraba que estaba enfermo de anemia y le era
imposible salir de su casa por estar muy debilitado. A su favor testificaron el
portero de la finca, Mariano Martínez Fontedevilla, de cuarenta años, afiliado
a UGT, y un vecino del mismo sindicato, Felipe Velázquez Cillán, que
declararon que los Torre eran afectos al régimen y no se les conocía actividad
política alguna. Padre e hijo fueron absueltos, lo mismo que Isidoro, que sería
juzgado el 26 de abril, y del que dieron su testimonio favorable el portero y el
mismo vecino, confirmando que tenía «perturbadas sus facultades mentales».
Servando de la Torre pasaría después de la guerra por un procedimiento
para indagar sobre sus servicios al ejército «rojo», procedimiento que se le
siguió junto con otros treinta y ocho militares que habían permanecido en
territorio republicano, incluidos tres capellanes. En su declaración del 1 de
abril de 1939 en estas diligencias, el hijo menor del general De la Torre
informó del fallecimiento de este durante la guerra «a consecuencia de las
penalidades», así como de la desaparición de su hermano Laureano.
Servando afirmó que en agosto de 1937 fue detenido de nuevo por los
republicanos pese a haber sido ya absuelto. Fue enviado al Batallón Auxiliar
de Fortificaciones de Nuevo Baztán, dedicándose a la construcción del
ferrocarril estratégico Torrejón de Ardoz-Tarancón. En diciembre de 1938 fue
trasladado a la compañía de ingenieros de la 8.ª División, en El Pardo, donde
permaneció hasta el final de la guerra. Después de acreditar que por estar
sometido a continua vigilancia no pudo pasarse a la zona «nacional», las

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diligencias franquistas contra Servando fueron archivadas sin responsabilidad.
Suponemos que el joven alumno de la Academia de Infantería tardaría mucho
más en archivar sus penas por los seres queridos perdidos en la guerra.

La trampa de la Casa de la Moneda

La caída de Toledo en manos de los sublevados, con la liberación del


sitiado Alcázar el 28 de septiembre de 1936, y su aproximación a Madrid
fueron seguramente factores determinantes del endurecimiento de la
persecución contra los militares que aún no habían mostrado su lealtad y
ofrecido sus servicios a la República. A ello se unía la necesidad de contar
con un mayor número de oficiales profesionales ante la fundación en octubre
siguiente del nuevo ejército regular, si bien Ramón Salas Larrazábal ya
desmintió documentadamente, con fuentes republicanas, el tópico de la
carencia de estos oficiales en las fuerzas gubernamentales.
Lo cierto es que la cuestión de los militares retirados presentes en la
retaguardia republicana no podía ser más espinosa. Las medidas establecidas
por el gobierno para alentar su encuadramiento en sus fuerzas armadas, como
la retirada de sus pensiones si no se sumaban al «ejército del pueblo», señalan
abiertamente que en puridad no se podía actuar contra ellos con arreglo al
Código de Justicia Militar por el delito de deserción, por ejemplo, dado que la
jurisdicción de guerra solo podía conocer de las causas que se instruyeran
contra los militares en el servicio activo.
Es obvio que los militares que en 1931 no habían manifestado su adhesión
al régimen republicano actuaban coherentemente a la hora de negarse a tomar
las armas en la contienda a favor del bando gubernamental. Su suerte estaba
echada desde ese mismo año 1931, pues presentarse como retirados
extraordinarios en virtud de la «ley Azaña» por no prometer lealtad a la
República, para servir precisamente en las fuerzas republicanas, constituidas
en esos meses en buena parte por milicias de partidos y sindicatos, no ofrecía
garantía alguna para su seguridad personal. Por eso muchos prefirieron antes
que eso afrontar el riesgo de no prestar sus servicios, con la esperanza de que,
en el mejor de los casos, fueran juzgados como desafectos al régimen.
En el caso de los militares retirados por otras razones, como la de
acogerse a los retiros por exceso de plantilla de jefes y oficiales o por motivos
personales o de salud, debía de pesar mucho en su negativa a sumarse a las
filas republicanas el recelo de combatir con fuerzas irregulares bajo órdenes

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de mandos de milicias inexpertos en muchas ocasiones, para hacer frente a
tropas adiestradas y oficiales profesionales como los del ejército sublevado.
Unos y otros militares representaron para las autoridades republicanas, y
sobre todo para su actividad propagandística, una imprecisa y aparente
amenaza ante la posibilidad de que pudieran formar parte de la «quinta
columna» llamada a sumarse, según habría anunciado el general Emilio Mola,
a las fuerzas de Franco desde la retaguardia de Madrid. Fue esta amenaza la
que sirvió de justificación al gobierno, que aún se encontraba en la capital,
para ejecutar a mediados del mes de octubre de 1936 una calculada, precisa y
vasta operación de «limpieza» con la búsqueda y captura de militares
retirados por toda la ciudad, operación de la que, salvo omisión por mi parte,
no he hallado referencias en los estudios sobre la Guerra Civil. Sí la menciona
en sus memorias Jesús Galíndez, que formó parte de la delegación del
gobierno vasco en la capital, al referirse «a los registros que, por cierto, venía
realizando aquellos días la Policía, aprovechando las sombras de la noche,
para detener a todos los militares retirados por la ley Azaña, que no habían
caído en una redada preparada poco antes en la Casa de la Moneda».
Esta operación policial a gran escala, realizada durante tres noches
seguidas, las del 14, 15 y 16 de octubre de 1936, barrio por barrio, calle por
calle, casa por casa, por todo Madrid, desmiente definitivamente el carácter
incontrolado de la represión frentepopulista. Los detalles particulares de esta
operación los conocemos por las declaraciones juradas que constituyen el
fondo documental consultado para este libro, pero antes debemos apuntar su
origen.
El jueves 8 de octubre de 1936 apareció en la prensa madrileña el aviso de
una «Convocatoria para los retirados extraordinarios de Guerra y Marina» en
relación con la suspensión del cobro de haberes desde el mes de julio. El
anuncio solicitaba que los militares retirados se presentaran a las tres de la
tarde de ese mismo día en la Casa de la Moneda, entonces situada en la plaza
de Colón, donde hoy se asientan los Jardines del Descubrimiento, y que era el
lugar donde se celebraba el popular sorteo del «gordo» de Navidad. El aviso
de prensa decía:
La vigente disposición que suspende el cobro de los haberes a los militares y marinos
retirados con carácter extraordinario ha creado una situación que aun teniendo
carácter provisional origina perjuicios con una generalidad que excede a los
propósitos y fines del decreto en cuestión.
Para normalizar esta situación con una disposición definitiva que reduzca y
garantice esta situación, y como medio indispensable, la Dirección General de la
Deuda y Clases Pasivas, con la debida autorización de la autoridad gubernativa,
convoca a los retirados extraordinarios de Guerra y Marina para hoy, día 8, a las tres

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de la tarde en la Casa de la Moneda (pabellón de la derecha, entrando por la plaza de
Colón). Se advierte la necesidad de presentarse personalmente los interesados que
únicamente en caso de absoluta necesidad podrán ser substituidos por un escrito en
que se justifique la ausencia, expresando en este caso el nombre y domicilio del
interesado, así como el cargo en que fué retirado.
El incumplimiento de esto llevará consigo la eliminación de la relación que ha de
practicarse con perjuicio para el derecho de los mismos.

La trampa estaba montada con el cebo de una supuesta solución a la


situación de los militares que seguían sin cobrar por su negativa a ponerse al
servicio del gobierno. Al señuelo del cobro de los haberes se unía el chusco
remedo de lenguaje administrativo empleado en el aviso, que decía contar con
«autorización de la autoridad gubernativa», para completar la celada: los
militares retirados que respondieron a la convocatoria fueron detenidos en la
misma Casa de la Moneda nada más llegar a la cita. Los que enviaron a un
tercero en su lugar se delataron al facilitar su nombre y su dirección. No se
conoce con exactitud el número de los apresados, pero es seguro que no
fueron todos los que las autoridades republicanas esperaban, como luego
veremos. La desconfianza hizo que muchos se abstuvieran de acudir a la plaza
de Colón.
De algunas detenciones realizadas entonces hay constancia en la
documentación consultada. La forma en que está anotada la falsa
convocatoria hecha a los militares retirados refleja que fue un suceso bien
conocido en la ciudad. Los habitantes de Quesada 7 apuntaron que su vecino
Rafael Soto Reguera, comandante de infantería de marina retirado por la «ley
Azaña», fue detenido en la Casa de la Moneda «cuando la encerrona a los
militares».
La portera de Rodríguez San Pedro 12, Remedios Guadaño, consignó en
su declaración que «fue detenido el inquilino D. José Guillén Toril cuando la
llamada a los retirados por la ley de Azaña en la Casa de la Moneda». Este
vecino, teniente de intendencia, había pasado a la situación de retiro en julio
de 1931 por no haber hecho promesa de lealtad a la República… Fue puesto
en libertad a los pocos días de su detención y se incorporaría a las fuerzas del
Ejército Popular como subpagador del Grupo de Transmisiones de Albacete,
donde fue destinado en septiembre de 1937.
Los inquilinos del número 63 de la misma calle Rodríguez San Pedro
reseñaron también que su vecino Mariano Valcárcel Díez, antiguo profesor de
equitación militar, fue apresado en la Casa de la Moneda, «donde acudió en
virtud de un anuncio en la prensa», y después recluido en la cárcel de San
Antón. Su último destino había sido la Comandancia de Intendencia de

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Burgos, antes de su retiro en 1931 por negarse a prometer lealtad al nuevo
régimen.
Mariano Valcárcel sería encausado por un jurado de urgencia por
desafecto al régimen. En su declaración ante el tribunal dijo que al presentarse
a la citación en la Casa de la Moneda «le tomaron la filiación y sin más, como
a otros, le expresaron que quedaba detenido». Negó haber tenido «relaciones
de ninguna clase con militares en activo ni comprometidos en el movimiento
subversivo ya que desde que se retiró ha hecho una vida muy retraída, y
entregada únicamente a su familia, pues se encuentra enfermo de los riñones».
Fue absuelto el 21 de enero de 1937. Falleció en Madrid casi exactamente dos
años después, el 19 de enero de 1939, a los cuarenta y nueve años, sin ver el
final de la guerra, acreditando que la condición de enfermo esgrimida ante el
tribunal respondía a la realidad. Los vencedores le reconocieron a su viuda
una pensión anual de 1.875 pesetas.
El escaso resultado de la treta gubernativa llevó a que una semana después
se produjera en Madrid la que es seguramente la mayor operación de
búsqueda y captura de toda la Guerra Civil, antesala de las sacas y masacres
de presos gubernativos que comenzarían solo dos semanas después. La orden
de la operación partió del ministro de Gobernación, Ángel Galarza, y fue
ejecutada por el director general de Seguridad, Manuel Muñoz Martínez, con
el concurso de milicias, policías y guardias de Asalto.
La ejecución de la redada debió de requerir forzosamente el concurso de
centenares de efectivos cuyo empleo contra las columnas de Franco que
avanzaban sobre Madrid quién sabe si hubiera podido alterar el curso de la
guerra. Sin embargo, esas fuerzas se desplegaron para peinar de noche toda la
ciudad en busca de militares durante tres jornadas, según los testimonios
recogidos en las declaraciones juradas de porteros y vecinos.
La redada contra los militares retirados se hizo en algunos casos con
órdenes de detención, es decir teniendo claro el objetivo a prender en cada
casa, mientras que en otros se hizo completamente al albur. De ahí que en
ocasiones el resultado del registro fuera bastante magro. En Torrecilla del
Leal 12, junto a la plaza de Antón Martín, la portera, Modesta de Águeda
Martínez, dejó anotado que «la policía del distrito acompañada de milicias
hizo un registro nocturno a todos los vecinos de la casa el día 15 de octubre
de 1936». El registro solo produjo la detención de un joven vecino de la casa
por no tener documentación.

Las «expediciones negras»

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La operación produjo centenares de detenidos, imposible precisar cuántos,
de todas clases, edades, profesiones y condiciones, muchos de los cuales
fueron asesinados en las siguientes semanas en las «expediciones negras»,
como se llamó en Madrid a las sacas de las cárceles. Los detenidos no eran
solo militares retirados, lo que demuestra que el propósito del peinado de las
casas, calles y barrios excedía la persecución contra la supuesta «quinta
columna».
Entre los apresados figuraron también numerosos eclesiásticos, incidiendo
en la persecución religiosa, esta vez por fuerzas directamente mandadas por el
gobierno. En la calle de Señores de Luzón 11 fue detenido el 15 de octubre el
religioso José Valiente Triguero en casa de unos conocidos, los Jiménez
Aguilar. Los dueños del piso fueron también detenidos, pero después se les
puso en libertad, no así a su protegido, del que no volvieron a saber más.
Tampoco se supo nada más del jesuita Manuel Larraga, detenido también ese
día 15 en casa de su hermano Antonio en Lagasca 46. También desapareció
desde ese mismo día el religioso Cipriano Alguacil Torredeneira, sacado de la
casa de su hermana Pascuala en Castelló 86.
Casas de la Vega identifica a 507 militares entre los 1.143 presos de la
Modelo asesinados con motivo de las sacas, según el cómputo provisional que
manejaba. De estos 507, no menos de 142 estaban retirados, casi un tercio del
total, por lo que presumiblemente fueron apresados en la Casa de la Moneda o
en la operación a la que nos referimos. El mismo autor identifica a cerca de
1.500 militares entre las víctimas de la represión frentepopulista en Madrid.
Aplicando la misma proporción que arrojan las cifras de la Modelo, podría
presumirse que cerca de un tercio de esos 1.500 militares asesinados
estuvieran retirados.
Los testigos de aquella redada a gran escala realizada en Madrid no
dudaron en incluirla en sus declaraciones juradas, con pinceladas sueltas,
desagregadas, pero que permiten imaginar el lienzo completo, hasta hoy no
contemplado en toda su magnitud. Algunos vecinos no dudaron en señalar en
su denuncia al ministro de Gobernación como responsable de la operación, lo
que demuestra que no iban desorientados. Así lo hicieron los de la calle
Raimundo Lulio 19, que consignaron en su declaración jurada que Juan
Ramos Catalá, capitán de ingenieros retirado, fue sacado de su casa «cuando
la detención de todos los militares decretada por Galarza», si bien luego fue
puesto en libertad.
Petra Hernández Sánchez, vecina de la calle de Leganitos 2, junto a la
Gran Vía, relató que a las diez de la noche del 14 de octubre se presentaron

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tres agentes de policía provistos de una orden de detención contra su marido,
el teniente retirado Luis Herrera García de Paredes. Conducido a la comisaría
de Palacio en la misma calle, pasó allí la noche y permaneció en ella hasta el
mediodía del día 15 que fue encarcelado en la Modelo, quinta galería, celda
804. Su mujer le vio por última vez a principios de noviembre.
A las cuatro de la madrugada del día 15 fue detenido, en su casa del barrio
de Malasaña, en la calle de San Andrés 20, Manuel Pérez-Beato Blanco, de
cincuenta y cinco años, teniente coronel de ingenieros retirado, a pesar de que
en agosto había presentado un documento de adhesión al régimen republicano
en el Ministerio de la Guerra. Fue juzgado por desafección el 15 de febrero
siguiente en Madrid, donde le absolvieron al quedar demostrada su adhesión
al régimen, avalada por la Asociación Profesional de Estudiantes de Derecho,
del sindicato estudiantil FUE, y el Sindicato Provincial de Trabajadores del
Comercio, de UGT. Asimismo, quedó probado que estaba gravemente
enfermo de una úlcera duodenal, que le provocaba hemorragias tanto por el
ano como por la boca, motivo por el cual siguió cobrando sus haberes como
militar retirado. Salió absuelto de la cárcel en marzo de 1937.
La misma madrugada del 15 de octubre, en la calle José Abascal 3, a unos
dos kilómetros de distancia del anterior escenario, era detenido Manuel Pérez
de León, de sesenta y seis años, general de Carabineros en la reserva. Fue
puesto en libertad después de tres meses, según el testimonio de su portera.
A cuatro kilómetros de allí, en Sombrerete 12, en el barrio de Lavapiés, la
portera Juana Nieto García anotó que el 15 de octubre se hizo en la finca un
registro por varios policías «como en otras casas de la barriada». Fueron dos
los detenidos: Pascual Morcillo García, de cuarenta y cuatro años,
comandante de artillería, destinado en la plana mayor del Regimiento Ligero
n.º 3, de Sevilla, desaparecido en la saca de presos de Porlier del 8 de
noviembre, fusilados en Soto de Aldovea, y su cuñado Eustaquio González,
que fue puesto en libertad al día siguiente del registro.
El capitán retirado Antonio Corralero Osorio, de cincuenta años, fue
apresado el 13 de octubre en su domicilio de Alonso Heredia 9, en el barrio
de La Guindalera, por milicianos de la checa de García Atadell, pero fue
puesto en libertad ese mismo día. Sin embargo, tres días después, el 16, lo
detuvieron de nuevo unos agentes de policía, pasando de la DGS a la Modelo,
donde desapareció en la saca del 7 de noviembre.
La misma suerte corrió el teniente coronel de caballería Fermín Saleta
Victoria, de cincuenta y ocho años, retirado por la «ley Azaña». Fue detenido
el 15 de octubre por la policía en su domicilio de San Bernardo 15 y

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encarcelado en la Modelo. Los vecinos señalan erróneamente en su
declaración jurada que desapareció después del incendio de la cárcel en
agosto. Su familia tuvo noticias de su salida en noviembre hacia la cárcel de
Alcalá. No supieron más de él a pesar de las gestiones realizadas para conocer
su paradero por su cuñado médico, José María de Corral, ante su amigo y
colega Juan Negrín, entonces ministro de Hacienda. Al especular sobre lo que
le hubiera podido ocurrir a su cuñado Saleta, Negrín escribió a Corral un
mensaje que aludía implícitamente a las matanzas de los presos gubernativos:
«Por desgracia hay otra posibilidad, pero puedo asegurarle que en manos del
gobierno no hay listas ni se sabe el número de los que puedan haber corrido
esa suerte».
Fermín Saleta fue asesinado en Paracuellos del Jarama el 7 de noviembre
después de ser incluido en una de las primeras sacas de la desaparecida
prisión del barrio de Argüelles. Su madre, Carmen Victoria Iracheta, dejó
escrito en su testamento su perdón a los responsables de su muerte, dos meses
antes de su fallecimiento en Valladolid el 6 de diciembre de 1938:
Fermín Saleta Victoria:
Habiendo sido detenido en su casa de Madrid, conducido a la Cárcel Modelo de
Madrid, saliendo de ella el día 7 de noviembre de 1936 con dirección a la cárcel de
Alcalá, donde no llegó, según he sabido por la Cruz Roja Internacional y no sabiendo
nada de su paradero, dispongo:
1. Que perdono de todo corazón a los asesinos de mi hijo y a las personas que
creo podían haberlo sacado de la cárcel y no lo hicieron por causa que ignoro.
Esperando que Dios en su misericordia me perdonará a mí.

José Mañas Ubach, de treinta y dos años, teniente de complemento del


arma de ingenieros que se hallaba en la reserva desde 1933, fue detenido el 16
de octubre en la casa de sus padres, en Antonio Maura 7, en el barrio de los
Jerónimos. En el mismo domicilio había sido apresado un mes antes su
hermano Pablo, de veintisiete años, teniente de ingenieros, profesor de la
Escuela de Automovilismo del Ejército, en Carabanchel Alto. Ambos
compartirían destino en las sacas de noviembre: José fue sacado de la Modelo
el 7 de noviembre para ser fusilado en Paracuellos, mientras que Pablo salió
de Porlier para serlo el 24 de noviembre, el mismo día que se había señalado
para la celebración del juicio seguido contra él y otros oficiales de la Escuela
de Automovilismo por delito de rebelión militar. Más de un año después, en
enero de 1938, el gobierno ordenaba su baja del ejército «por desafecto al
régimen».
El padre de ambos, José Mañas Guspi, abogado, antiguo senador con la
Monarquía, intercambió por error en su declaración jurada las fechas de

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detención de sus hijos: daba por detenido a José el 15 de septiembre y a Pablo
en la redada de octubre, cuando fue al revés. Pero lo que tenía cristalinamente
claro era la responsabilidad del gobierno de Largo Caballero en sus muertes,
al anotar que sus hijos fueron asesinados «por los encargados de la custodia
de dichas cárceles en aquellas fechas».
El menor de los hermanos Mañas, Manuel, de veintiún años, doctor en
Derecho, que estaba destinado antes de la guerra por su quinta en un batallón
de zapadores, había fallecido en combate el 29 de julio. En 1928 había muerto
por enfermedad el mayor de los hermanos, Juan Antonio, número uno de su
promoción en la Academia de Ingenieros de Guadalajara, que había
protagonizado como teniente una heroica trayectoria en la guerra de
Marruecos. De los hijos del matrimonio Mañas Ubach solo sobrevivió a la
guerra la única mujer, María, de veinte años.
Emilio Fernández Ruano, portero de la calle Bárbara de Braganza 10,
aseguró en 1939 en su declaración jurada que consiguió «burlar a la policía en
la noche que dedicó a la detención de militares, haciendo pasar solamente por
Ingeniero Geógrafo al Marino de la Armada Don Ignacio Sort —inquilino del
Pral dcha— y por propietario en Cádiz a su sobrino y también Marino de la
Armada, Don Enrique Barbudo». El portero declaró también que pudo ocultar
durante una noche en su propia casa de la portería al coronel José Ungría
Jiménez, creador y jefe del servicio de espionaje militar franquista, que de allí
salió para refugiarse en la embajada de Francia, aunque el portero señalaba
por error que en la alemana. El marino Enrique Barbudo Duarte fue nombrado
por Franco en 1969 almirante jefe del Estado Mayor de la Armada.
Las vivencias de otro militar detenido en la gran redada, Ramón Valcárcel
López-Espila, de cincuenta y tres años, teniente coronel de ingenieros
destinado en la Subsecretaría del Ministerio de la Guerra, darían para un libro.
La operación policial le sorprendió postrado en la cama por enfermedad en su
casa de Fuencarral 94. Fueron a detenerlo unos agentes de policía el 16 de
octubre «por la orden dada de detención contra todos los militares», pero
desistieron al verlo en ese estado, aunque probaron de nuevo cuatro días
después sin llevar a cabo tampoco la detención.
Ramón Valcárcel había estado varios meses detenido después del golpe en
el propio ministerio, lo que providencialmente le salvó hasta en tres ocasiones
de los milicianos que fueron a sacarlo de su casa para darle el «paseo» por
haber presidido un consejo de guerra en Asturias contra los revolucionarios de
1934. En 1938 fue dado de baja del ejército por desafecto al régimen
republicano. Después de la guerra fue investigado sin consecuencias por los

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franquistas por permanecer en la zona «roja». En septiembre de 1942, con el
grado de coronel, se le concedió el pase a la situación de retiro. Murió en
septiembre de 1943, con sesenta años, pero su persecución por las dos
Españas machadianas no acabó allí: al año siguiente el régimen franquista le
abrió sumario por delito de masonería en el Tribunal Especial para la
Represión de la Masonería y el Comunismo, aunque fue sobreseído por
fallecimiento.

¿Franco contra su «quinta columna»?

Antes de continuar con los detalles de la gran redada de mediados de


octubre de 1936, debo aclarar que una buena parte de la información sobre los
militares detenidos en dicha operación provienen de las diligencias abiertas
contra ellos por los vencedores, que fueron moneda corriente en los meses
posteriores al final de la contienda.
Las diligencias del régimen franquista contra estos militares en situación
de retirados o en la reserva que habían sobrevivido a la guerra en Madrid
sorprenden mucho si consideramos que para el gobierno republicano todos
eran integrantes de la «quinta columna». Resulta evidente que, de haberlo
sido, los vencedores no se habrían empeñado en investigar si estos militares
habían colaborado con las fuerzas enemigas o si no habían hecho lo suficiente
para apoyar a las propias.
A estos militares los franquistas les preguntaron en las declaraciones
indagatorias por su situación y destino el 17 de julio de 1936, las vicisitudes
sufridas a partir de esa fecha, sus servicios a la causa «roja» y sus posibles
ascensos en el Ejército Popular, sus servicios a la causa «nacional», sus
contactos con la «quinta columna», los nombres de los jefes y oficiales
conocidos antes del 18 de julio e identificación de los que eran afectos u
opuestos al movimiento.
También se les interrogó sobre si habían recibido pago de haberes por el
gobierno «rojo» como militares retirados, a lo que algunos respondieron en
sentido positivo, pero aduciendo, para no comprometerse, que lo habían
conseguido de forma ilícita o por haber firmado bajo coacción un documento
de respaldo al régimen republicano. Los franquistas les inquirieron también
por la razón por la que no se habían pasado a la zona «nacional».
Epifanio Barco Pons, de setenta y dos años, coronel de ingenieros retirado
en 1928, que vivía en Los Madrazo 34, fue objeto de tres intentos de
detención durante la contienda, de dos de los cuales le salvó la portera de la

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casa, Magdalena Liñán y Cisneros, afiliada a UGT desde antes de la guerra.
La primera vez, según la declaración realizada por el viejo coronel en 1939,
fue a causa de la reacción de un comandante de ingenieros retirado, Rafael
Pineda Benavides, que sufría enajenación mental, el cual, encontrándose en el
portal de su casa, llamó a gritos la atención de unos milicianos sobre la
condición de Barco como militar retirado. Los milicianos los condujeron a
ambos a comisaría, donde «gracias a la comprensión y buena disposición del
comisario que intervino, fuimos puestos ambos en libertad», según relató
Barco.
El segundo intento «fue con ocasión de una redada que la policía hizo
durante algunas noches persiguiendo y deteniendo militares retirados», en
referencia a la operación policial de octubre de 1936. A los agentes que
vinieron a buscarle, la portera les manifestó que «por la avanzada edad y el
tiempo que llevaba fuera del servicio y demás condiciones que concurrían en
el declarante, no era sospechoso de actividades políticas de ninguna clase. Al
insistir la policía, la portera garantizó con su palabra las manifestaciones
arriba citadas en favor del declarante, desistiendo la policía de su intento de
detención». En la tercera ocasión que vinieron a apresarle, por parte de
milicianos de la FAI, la portera avisó a un vecino, José Fuentes, que pudo
llamar a la policía, que hizo acto de presencia y evitó su detención.
A Epifanio Barco se le incoaron diligencias previas después de la guerra
por parte de los vencedores para conocer si había servido de algún modo al
bando «rojo». «No ofrecí mis servicios a los rojos ni en el tiempo transcurrido
he salido de mi papel pasivo de retirado antiguo en el que me han dejado en
paz, salvo los intentos de detención», declaró Barco. Asimismo se exculpó de
no haber colaborado con la causa «nacional» por estar «encerrado en mi casa,
aislado de todo el mundo», al tiempo que informaba de que dejó de recibir su
pensión cuando se negó a ser evacuado de Madrid en octubre de 1937, aunque
logró volver a cobrarla un año después, con atrasos incluidos. Las diligencias
previas abiertas contra Epifanio Barco fueron archivadas sin declaración de
responsabilidad, al igual que las del resto de los 28 jefes y oficiales retirados o
en la reserva, además de otros 11 en activo, incluidos en el mismo sumario
franquista.
Agustín Pérez Crespo, de cincuenta años, natural de Valdemorilla
(Zamora), era teniente de ingenieros en la reserva y vecino de Montserrat 34.
Fue también detenido en la gran redada el 15 de octubre y conducido a la
Cárcel Modelo, donde fue puesto en libertad el día 25, solo dos semanas antes
de las sacas de presos. Los vencedores le investigaron después junto a otros

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34 militares retirados, incluidos dos capellanes y un vicario, y 12 en activo.
En las diligencias previas, que le eximieron de toda responsabilidad,
explicaba así las razones de la desconexión entre los militares desafectos al
bando gubernamental:
Como desde los primeros momentos fue tal el desconcierto y el pánico que se
apoderó de los que desgraciadamente quedamos dentro del Recinto Rojo, fue
materialmente imposible establecer contacto con las personas que pudieran facilitarle
el paso a la España Nacional.

Emilia Alonso Ríos, portera de José Antonio de Armona 12, de cuarenta y


cinco años, reseñó que «según orden general fueron registrados los cuartos de
militares durante la noche del 14 al 15 de octubre de 1936». En la casa se
presentaron varios policías alrededor de las dos de la madrugada, quienes
detuvieron a dos vecinos, militares retirados, que vivían en los áticos,
encarcelándolos en la Modelo.
Uno de ellos era el teniente Teófilo Sastre Jiménez, de cuarenta y siete
años, juzgado por desafecto después de su detención. Ante el tribunal
republicano declaró que se había presentado en el Ministerio de la Guerra
como voluntario, pero que le requirieron un aval de algún partido político y
como él no había pertenecido a ninguno desistió de hacerlo. Comparecieron
como testigos tres empleados de tranvías afiliados a UGT que dijeron
desconocer que Sastre hubiera tenido actividades políticas. A pesar de que en
el Gabinete de Control e Información del Ministerio de la Guerra figuraba una
ficha suya, firmada por el responsable, Eleuterio López Tendero, como
«persona DESAFECTA y DESLEAL al Régimen republicano», fue absuelto
por un jurado de urgencia el 17 de marzo de 1937 y excarcelado de Porlier.
Cuando los franquistas le pidieron cuentas después de la guerra por no
haberse pasado a las filas «nacionales», Teófilo Sastre tuvo que explicar que
«no le ha sido posible encontrar forma, a pesar de haberlas buscado, de
pasarse a la zona nacional». Entre otras razones, adujo que volvió a ser
detenido en otras tres ocasiones, en la segunda de las cuales se le obligó a
evacuar Madrid, orden que incumplió escondiéndose en casa de una familia
amiga. Las diligencias franquistas fueron archivadas.

Una peripecia de novela

La historia del capitán Ezequiel González Bermejo, que contaba con


treinta años en julio de 1936, merece figurar también en un capítulo dedicado
a lo insólito de la contienda. Su peripecia en la guerra comienza a ser

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documentada con motivo de su detención en la redada de mediados de
octubre de 1936, el día 14 para ser exactos, en su casa de la calle Cuchilleros
10. Al ser detenido, González Bermejo fue llevado a un cuartel de milicias en
la Casa de Campo, donde se le acusó de haber disparado contra los asaltantes
del Cuartel de la Montaña el 20 de julio de 1936.
Desde la Casa de Campo «fue conducido en un automóvil por dos
milicianos con dirección al cementerio del Este, donde fue amenazado con
fusilarle por sus acompañantes», según declaró. Después de perdonarle la
vida, los milicianos le llevaron a la comisaría de Ventas, donde decidieron
encerrarlo en la prisión de Porlier.
Allí se le abrió una causa por actuaciones muy graves contra el bando
gubernamental: haber participado en la rebelión del Cuartel de la Montaña
como oficial del Regimiento Covadonga n.º 4, «haciendo fuego contra las
fuerzas del pueblo», como se le dijo en su detención, y ser instructor de las
milicias de FE.
González Bermejo negó las acusaciones, diciendo que se le ordenó montar
dos ametralladoras en la trasera del cuartel, pero «que no utilizó ni dio orden
para que se utilizaran». En su descargo, recordó que había sido ascendido a
capitán en septiembre de 1936, con efectos del 19 de julio, precisamente por
su actuación en el acuartelamiento de la Montaña de Príncipe Pío.
En el juicio, celebrado el 16 de diciembre de 1936, contó con el
testimonio favorable de un brigada, un sargento y dos soldados del comité
antifascista de su regimiento, quienes lo calificaron como afecto a la
República. Además, señalaron que había actuado como defensor en los
procedimientos abiertos contra varios soldados de la unidad por los sucesos
de la revolución de octubre de 1934. Y para terminar afirmaron que, una vez
rendido el Cuartel de la Montaña, González Bermejo cogió del cuarto de
banderas la enseña del Regimiento Covadonga n.º 4 y marchó con ella
triunfalmente hasta el Ministerio de Gobernación, en la Puerta del Sol, aunque
los guardias no le dejaron entrar con ella en el edificio.
González Bermejo fue absuelto por el tribunal republicano y pasó a ser
destinado en agosto de 1937 al cuartel general del Ejército del Centro. Allí
sería nuevamente detenido el 5 de abril de 1938 por su implicación en la
causa «de los 195», una organización «quintacolumnista» afecta a FE. En su
declaración admitió haber entregado informes sobre movimientos de fuerzas y
operaciones del Ejército Popular a los capitanes Pedro Martín Pérez y Luis
Paz Zamarro, del Estado Mayor del Ejército de Centro, a sabiendas de que
estos los filtraban a la Falange clandestina, pero sin que él tuviera relación

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alguna con la organización. Condenado a doce años y un día de internamiento
en un campo de trabajo por delito de alta traición, el capitán González
Bermejo sería definitivamente expulsado del ejército republicano en
noviembre de 1938.
La declaración jurada de los vecinos de Cuchilleros 10, donde vivía el
capitán González Bermejo, añade aún más interés a su peripecia. Según el
comerciante Fausto San Bartolomé Tortosa y el industrial Auspicio Lou
Carnicer, González Bermejo había sido detenido el 26 de julio de 1936 por
pertenecer a la derechista Unión Militar Española (UME), señalada como
parte activa en el golpe militar. En aquellos días de julio detuvieron en su
misma casa a su cuñado Manuel San Bartolomé, afiliado a FE, desaparecido
desde entonces.
El oficial del Covadonga n.º 4 estuvo preso en San Antón hasta que salió
en libertad el 9 de octubre de 1936, cinco días antes de ser nuevamente
detenido en la gran redada. Es inexplicable que durante su permanencia en la
cárcel fuera ascendido a capitán, pero así fue. Llamativa es también la versión
de sus dos vecinos sobre su frustrado fusilamiento en el cementerio del Este,
«donde se le disparó sin que por fortuna le alcanzase ningún proyectil y visto
por los de la checa que no habían hecho blanco fue llevado a la comisaría de
Ventas».
Los franquistas archivaron las diligencias abiertas contra González
Bermejo por su actuación en la zona «roja». En 1945 le pasaron a la situación
de retiro como comandante de infantería, con efectos de 1 de agosto de 1944,
con arreglo a la ley de 12 de julio de 1940 que establecía esta posibilidad para
los jefes y oficiales que durante la contienda no hubieran servido en las filas
«nacionales» por estar en zona «roja». En 1980, ya en democracia, el
Ministerio de Defensa le reconoció el derecho a pensión como coronel, grado
con el que se habría retirado en 1969 si no se le hubiera aplicado la norma de
1940.

Un «fascista» instructor de «rojos»

Otro caso singular es el de Bonifacio Arenas Hoyos, de cuarenta y siete


años, natural de San Ildefonso (Segovia), teniente de infantería retirado, que
fue detenido en la gran redada en su casa de Guzmán el Bueno 46. En la
investigación abierta contra él por los franquistas después de la guerra,
aseguró que había tratado de pasarse el 21 de agosto de 1936 a las filas
«nacionales», pero al no lograrlo se fue a la DGS para conseguir un

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salvoconducto que confirmara que era teniente retirado y que estaba
pendiente de presentar un documento acreditativo de adhesión al régimen.
Con este salvoconducto se fue al Ministerio de la Guerra donde firmó el
documento de adhesión, recibiendo un resguardo «que me libraba de ser
detenido y me permitía cobrar para poder subsistir». Esto no le salvó de ser
apresado a las cuatro de la mañana del 15 de octubre de 1936, llevado a una
comisaría y conducido después a San Antón, donde se le conminó a adherirse
a las fuerzas republicanas, prometiéndole el ascenso al empleo superior
inmediato. Bonifacio Arenas se negó «pretextando mi mal estado de salud,
único medio de renunciar, pues otro equivalía a ser sacado de allí y
asesinado».
A pesar de todo, fue puesto en libertad el 28 de diciembre siguiente, pero
se le detuvo de nuevo el 25 de mayo de 1937. Entonces se le exigió que en un
plazo de ocho días acreditara tener trabajo, incorporarse al Ejército Popular o
evacuar Madrid con su familia. Ante la imposibilidad de conseguir trabajo por
no estar afiliado a ningún partido o sindicato, y para evitar las otras dos
situaciones, decidió inscribirse como donante de sangre en el Hospital Militar
n.º 1, con lo que se libró de sufrir represalias, aunque el 13 de junio siguiente
le detuvieron otra vez.
En septiembre de 1937 una orden del Ministerio de la Guerra estableció
que los militares retirados o mutilados se emplearan en la instrucción
premilitar a los jóvenes de la zona republicana. Bonifacio Arenas aceptó
incorporarse como instructor en el Centro de Reclutamiento e Instrucción
Militar (CRIM) n.º 1 de Madrid, lo que hizo en dos intervalos de tiempo, en
octubre 1937 y febrero 1938, pero no llegando a cumplir más de dos meses en
ese servicio. Procesado el 21 de abril de 1939 por los franquistas por delito de
negligencia, fue absuelto por un consejo de guerra medio año después.
La arbitrariedad también fue regla común en las detenciones de la gran
redada. Dichas detenciones podían producirse pese a que el militar estuviera
cumpliendo su deber con las fuerzas republicanas, aunque fuera mediante
coacciones. Este fue el caso de Fernando García Doctor, de treinta y cuatro
años, vecino del paseo de Atocha 29. Obligado a servir al principio de la
guerra como capitán médico en el hospital de sangre habilitado en la Estación
del Norte, a donde llegaban los heridos del frente del Guadarrama, García
Doctor vivía en realidad casi como prisionero, ya que solo le permitían ir a su
casa una vez cada diez días, pero solo a comer. Fue detenido el 17 de octubre
en su destino y conducido primero a una fonda de la actual Gran Vía, a donde
la criada le llevó la cena tras haber sido avisada la familia de su detención.

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Después le trasladaron al Ministerio de la Guerra, de donde salió al día
siguiente para ser asesinado en la Casa de Campo, según la denuncia de sus
vecinos.

Aplausos de la prensa por la gran redada

La redada general que peinó todo Madrid fue reseñada en el periódico El


Liberal el 16 de octubre, cuando ya estaba casi finalizada. «La columna
invisible. Problema bien planteado es problema resuelto. El de limpiar la
retaguardia se planteó bien y está resolviéndose mejor», era el
encabezamiento de la nota. La operación se adjudicaba a «las milicias de la
retaguardia, dirigidas por la Dirección de Seguridad, en cumplimiento de las
medidas adoptadas por el ministro de la Gobernación». Lo calificaba de
«ataque a fondo contra la llamada “quinta columna” o “columna invisible”,
formada por los fascistas emboscados que se refugiaron donde pudieron para
que la Policía perdiera pistas». «¡Hágase cargo el lector de la situación que se
crea a los emboscados ante un registro general en todos los barrios de
Madrid!», proclamaba entusiasta el diario.
La nota de El Liberal proseguía:
Era de suponer que la mayor parte de los enrolados en esa columna fueran los
retirados de Guerra, ya que una buena parte de ellos, casi todos, integraban la U.M.E.
[Unión Militar Española], alentadora y organizadora de la sublevación militar. En
ella se supone también que están los falangistas, que con los carnets sindicales que
pudieron procurarse, se quedaron en la retaguardia, en funciones de espionaje, o se
infiltraron en las milicias y fueron a los diferentes frentes para producir en ellos
pánicos artificiales o para señalar los blancos de la aviación enemiga desde nuestras
propias líneas de fuego. Contra estos últimos se tomaron precauciones y alguno fue
cogido infraganti en su criminal actividad. Contra los otros están dando los últimos
golpes las milicias en los registros domiciliarios que autorizó el Gobierno, y que con
perfecta ejemplaridad, sin causar alarma y evitando en lo posible toda molestia, se
está llevando a cabo.
Constituye todo ello un alarde de organización y de disciplina.
De organización, por parte de las autoridades gubernativas. De disciplina, no solo
por los milicianos y los agentes, sino también del vecindario, que sigue
militarizándose, y que demuestra con ello su buena disposición para cuantos
concursos se le pidan.
Es que lo que se piensa bien se desarrolla bien. Problema bien planteado,
problema resuelto.

Los elogios de El Liberal a la organización y ejecución de la gran redada


desmienten una vez más la especie del completo descontrol e improvisación
de la represión frentepopulista de retaguardia. Pero lo más relevante de esta
operación es que supuso un claro desmentido a la supuesta amenaza que,

Página 193
según señalaba el mismo diario, representaban los militares retirados como
integrantes de una «quinta columna» dispuesta a sumarse a las fuerzas de
Franco.
Ya hemos visto en los casos recogidos que muchos de los militares
detenidos eran hombres de edad avanzada, enfermos, afectos al régimen
republicano o al menos indiferentes a la causa de los sublevados, siendo los
de estas dos últimas condiciones incorporados finalmente en su mayoría al
Ejército Popular. Los que podían ser un peligro real para el gobierno
republicano no estaban organizados ni conectados, pues solo se preocupaban
de pasar desapercibidos o permanecer ocultos, sin tener contacto con nadie y
sin salir a la calle siquiera. Lo que concuerda con el hecho de que, salvo el
citado «Auxilio Azul» de María Paz Martínez Unciti o el «Socorro Blanco»,
no existieran hasta 1937 organizaciones de la «quinta columna» propiamente
dichas, como afirma Javier Cervera, el máximo experto en la guerra
clandestina en el Madrid asediado.
Las diligencias abiertas después de la guerra por los propios franquistas
contra estos militares, supuestamente integrantes de su «quinta columna» en
Madrid, vienen a confirmar definitivamente lo lejos de la realidad que estaba
la temeraria bravuconada del general Mola, si es que se confirma
definitivamente que la pronunció. Pero, aún más importante, demuestran que
la propaganda agitada contra la «quinta columna» en la retaguardia
republicana sirvió para enmascarar una «limpieza» ideológica ejecutada sin
escrúpulos contra los considerados desafectos, incluidos los que estaban
presos en las cárceles madrileñas, de los que, además, solo una parte eran
militares y, además, no todos en activo. Que las matanzas de presos
gubernativos no tuvieron como fin la imperativa derrota de un enemigo
interior organizado lo demuestra concluyentemente el hecho de que se
consiguió detenerlas cuando existió la voluntad para hacerlo.

Página 194
10.

«NIDO DE SAPOS»

E nrique Tallés y Juan de la Mata, vecinos de la calle Hortaleza 92,


cumplimentaron el 9 de abril de 1939 la declaración jurada para el
juzgado militar franquista en la Tenencia de Alcaldía del Distrito de Hospicio.
Ambos dejaron anotado un hecho que sin duda marcó la historia de aquella
comunidad de vecinos en los primeros meses de la guerra:
Solo nos resta que manifestar que la casa estaba tachada como NIDO DE SAPOS
según expresión de un agente de policía que la inspeccionó con motivo de algunos
disparos que decía partían de las azoteas de la misma, amenazándonos con ir a buscar
un camión para llevarnos a todos, especialmente los inquilinos de los exteriores, lo
que dio lugar a ordenar entregásemos todas las llaves de la puerta de entrada a las
azoteas, las que durante la dominación marxista no han podido ser utilizadas.

A pesar de un calificativo tan comprometedor como el de «nido de


sapos», los vecinos de Hortaleza 92 dejaron constancia de que durante la
guerra solo habían sido detenidos tres inquilinos que después quedaron en
libertad. Sin embargo, fueron muchas las fincas madrileñas que a los ojos de
las fuerzas republicanas debieron de ganarse tal apelativo por el número de
vecinos sospechosos de ser «enemigos del pueblo».
El número 3 de la calle Campoamor, junto a la plaza de Santa Bárbara,
puede ser un notable ejemplo de ello. Los vecinos manifestaron a los
vencedores que «esta casa ha sido motivo de preferencia para milicianos y
policías, sin duda porque la anterior portera ya fallecida, con algunas vecinas
y otras porteras de la vecindad habían formado un ambiente de hostilidad,
haciendo público y extendiendo por toda la barriada que todos los vecinos de
esta casa eran unos fascistas y unas beatas y que a todos había que darles el
paseo».
La relación de registros y detenciones de Campoamor 3 es ciertamente
abultada. En algunos de ellos consta precisamente que la causa fue la

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denuncia de la anterior portera, fallecida en enero de 1937 y cuya identidad
no está documentada. Así, el 25 de julio de 1936 un grupo de siete milicianos
y dos milicianas se llevaron detenidos al matrimonio Guiseris y a seis
miembros de una familia amiga que estaban de visita. Los asaltantes creyeron
que estos eran un fraile y cinco monjas que los Guiseris tenían ocultos y
disfrazados, como había denunciado la portera. En realidad, se trataba de un
médico de la Cruz Roja, Francisco de Silva y Torrero, a quien acompañaban
su madre y sus cuatro hermanas. Todos ellos fueron puestos en libertad al día
siguiente. Unos policías que hicieron un registro en la casa varias semanas
después aconsejaron a los Guiseris que se marcharan de la casa lo antes
posible porque la portera «era lo peor del mundo y quería que mataran a todos
los vecinos».
La declaración jurada de Campoamor 3 sigue con los percances sufridos
por otros muchos inquilinos. En casa de los Uriarte fue detenido el 24 de
septiembre un cuñado, Andrés Rodríguez Salcedo, viajante de comercio, que
fue asesinado. En la de los Otero hubo entre agosto de 1936 y enero de 1937
tres registros y dos detenciones, las del hijo, después libertado. En el
domicilio de los Chorot, dueños de la casa, fueron detenidos una vez la
madre, Magdalena Castillo, tres veces sus hijos Luis y Ángel, y una vez sus
hijas Araceli y Magdalena. Al pequeño, Juan, más tarde humorista de La
Codorniz, le quisieron llevar por no presentarse al llamamiento de su quinta,
pero le dejaron al estar enfermo.
A otro inquilino de Campoamor 3, Luis Fernández de la Puente, lo
encarcelaron en la Modelo a pesar de su avanzada edad, setenta y cuatro años,
por haber encontrado una tarjeta de pésame suya por el asesinato de Calvo
Sotelo en el despacho que ocupaba en el Banco de España un hermano del
dirigente asesinado, Luis. El 14 de octubre, durante la gran redada, fue
apresado y conducido también a la Modelo el militar retirado Fermín Díaz
Adrados, que sería puesto en libertad. Al vecino Julio Osende le detuvieron
dos veces, y en una ocasión a los inquilinos Julio Soler, Emilio Pérez Úbeda y
Ángel Moreno Ramírez.
La finca de Prado 10, junto a la plaza de Santa Ana, debía de tener
también para los milicianos y agentes gubernamentales la misma
consideración de «nido de sapos»: tres vecinos detenidos y asesinados —el
aviador José María Gómez del Barco, el ferroviario Ernesto Fernández
Equiluz y el sacerdote Crisanto Morillo—, otros tres desaparecidos —un
representante, un industrial y un sacerdote— y diecisiete detenidos, entre
ellos cuatro religiosos, dos guardias de Asalto y un militar.

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En Menéndez Pelayo 41, frente a los jardines del Retiro, fueron
diecinueve los vecinos apresados, y todos volvieron con vida, salvo uno, el
profesor de mercantil Felipe Barrantes, al que se suponía asesinado. Dos de
los detenidos se pasaron a la zona «nacional»: uno después de ser liberado,
Enrique de Rafos, y otro, Ernesto Ramajos, huyendo como penado del
batallón, el Batallón Auxiliar de Fortificaciones, de Nuevo Baztán, que
construía el ferrocarril Torrejón de Ardoz-Tarancón.
En Postigo de San Martín 9, a la sombra del convento de las Descalzas
Reales, fueron detenidos 18 vecinos, de los que cuatro desaparecieron: dos en
las sacas de Ventas y San Antón, Fernando Ramos Montero y Juan Pellón
Frías, respectivamente; un tercero, Luis Espinós, después de ser apresado por
las milicias de García Atadell; y el último asesinado en el «túnel de la
muerte» de Usera, Manuel Navas Aguirre.
En Lista 88, junto a la plaza del Marqués de Salamanca, los detenidos
fueron 16 inquilinos, de los que desaparecieron seis de ellos, entre los que se
encontraba Manuel Baños Guerra, contratista de obras, a cuyos familiares citó
un juez de Alcalá de Henares a través del Boletín Oficial de la Provincia de
Madrid del 25 de agosto de 1936 para que reconocieran su cadáver, aparecido
en Vicálvaro.

Lugares de memoria

Numerosas fincas de Madrid podrían lucir un trágico distintivo por el


número de vecinos asesinados bajo la violencia frentepopulista. Entre todas
las que aparecen en la documentación consultada, la casa de Costanilla de los
Ángeles 15, que hace esquina con la plaza de Santo Domingo, tiene el récord
más trágico.
En el cuarto piso se encontraban refugiadas desde agosto de 1936 23
monjas adoratrices de Madrid, Alcalá de Henares, Guadalajara y Almería. La
tarde del 9 de noviembre, ante uno de los bombardeos de la aviación de
Franco, las hermanas bajaron a la calle para ir al refugio. Su presencia fue
advertida por unos milicianos que tenían su checa en la Cuesta de Santo
Domingo 5, según la declaración de la portera Soledad Zarzoso. Detuvieron a
las monjas y las llevaron a la checa de Fomento, desde donde salieron de
madrugada con destino al cementerio de La Almudena, donde fueron
fusiladas.
En la misma casa que las religiosas vivía Alfredo Serrano Jover, de
cincuenta y tres años, alcalde de Madrid durante cinco días en 1921, concejal

Página 197
del mismo ayuntamiento y diputado en Cortes en varias legislaturas, la última
con la República, por Renovación Española. Fue detenido en agosto en su
domicilio junto con sus hijos Fernando y Gonzalo. Lo asesinaron en El Pardo
el 4 de septiembre. Su hijo Fernando fue fusilado en Paracuellos el 30 de
noviembre. Gonzalo logró pasarse a las filas «nacionales» y cayó en acción de
guerra el 4 de febrero de 1937.
La casa de San Felipe Neri 4, que hace casi esquina con la calle Mayor,
tiene otra marca dramática. De su piso principal izquierda, donde habían sido
llevados detenidos desde el hoy desaparecido Palacio de los Duques de
Medinaceli, en la plaza de Colón 1, fueron sacados en octubre de 1936 ocho
misioneros paúles, los conocidos como «mártires de Vallecas»: José María
Fernández Sánchez, Roque Guillén Garcés, Benito Paradela Novoa, Saturnino
Tobar González, Agustín Nogal Tobar, Cristóbal González Carcedo, Cesáreo
Elexgaray Otazua y Juan Núñez Orcajo. En el piso segundo derecha de la
misma finca, que era la Pensión Montañesa, fueron detenidos el 30 de agosto
otros cuatro hombres, a los que también asesinaron: Gabriel y Antonio Moset,
padre e hijo, y los hermanos José María y Antonio Salamanca, todos vecinos
de Santa Olalla (Toledo).
El número 35 de la calle O’Donnell, esquina con Narváez, posee la tercera
marca de este macabro registro, con ocho vecinos asesinados, según la
documentación consultada. En el entresuelo izquierda de la finca habitaba
Pedro Rivas Giménez, jefe superior de Policia de Madrid hasta el 10 de julio
de 1936, que fue detenido por sus propios compañeros veinte días después en
la misma DGS, en lo que sería un adelanto de las cruentas purgas en los
cuerpos policiales. Fue conducido a la Cárcel Modelo, sin que volviera a
saberse de él.
En el piso primero izquierda fue apresado por la policía el 28 de
septiembre el comandante médico Joaquín Segoviano Rogero, desaparecido
tras ser recluido en la Modelo. Su vecino de arriba, en el piso segundo
izquierda, era el teniente general retirado José Rodríguez Casademunt, de
sesenta y cinco años, Cruz Laureada de San Fernando en 1900 por su heroica
actuación en el combate de Arayat en Marruecos, con cuarenta hombres
frente a quinientos enemigos. Fue detenido en septiembre y asesinado el 7 de
noviembre en Paracuellos, inerme y maniatado ante el pelotón, como sus
compañeros.
Frente al piso del laureado teniente general, en el segundo derecha, vivían
el teniente coronel retirado Alfredo Serrano García, guardia civil, y sus hijos
Fernando, Manuel y Dolores, detenidos el día 28 de octubre. Los acusaron de

Página 198
organizar reuniones clandestinas en su casa para actividades de espionaje. En
el registro les fue encontrada una pistola escondida en el tubo de salida de
humo de la cocina. El padre y los dos hijos fueron asesinados en Paracuellos
el 7 de noviembre, después de la saca de la Cárcel Modelo. A pesar de ello,
un tiempo después se fijó el 23 de diciembre como día de su juicio por delito
de «desafección al régimen» y, pese a que los inculpados varones figuraban
«en ignorado paradero», se les condenó a tres años de prisión aunque ya
estaban muertos.
En el ático izquierda de la misma finca vivía Alfonso Vega Rodríguez,
detenido en la calle el 18 de octubre de 1936 y desde entonces desaparecido.
Los vecinos señalaron en la declaración jurada que lo había denunciado el
comisario político socialista Ángel Peinado Leal, que sería después fusilado
por los comunistas en El Pardo en marzo de 1939, durante los choques que
siguieron al golpe del coronel Segismundo Casado contra el gobierno de Juan
Negrín.
Finalmente, en el piso principal izquierda residía el portero, Salvador de la
Torre Vergara, al que no se le volvió a ver desde el 7 de marzo de 1937, en
que marchó acompañado de un desconocido que le dijo que saliera con él a
merendar. Su mujer, Pilar López, sospechó que se trataba de la misma
persona de un centro comunista de la calle Narváez que había ido a buscar a
su marido en dos ocasiones para llevarle a cavar trincheras, «a lo que él se
negó alegando que físicamente no podía».
En Castelló 20, casi esquina a Jorge Juan, fueron detenidos y asesinados
seis vecinos. Tres de ellos eran hermanos: Faustino, Ricardo y César Gironza
de la Cueva. El primero de ellos era abogado y los otros dos propietarios.
También figuran como asesinados Fernando García Ibáñez, empleado, y
Antonio Algara. A la sexta víctima se la daba por desaparecida, aunque su
nombre figura entre los fusilados de Paracuellos: el capitán de aviación
Leandro Cañete Heredia.
Frente a este último cuadro, ejemplo de la violencia revolucionaria abatida
sobre el Madrid de la clase media del barrio de Salamanca, tenemos este otro
lienzo de la que se desató sobre el Madrid popular del barrio de Lavapiés: del
inmueble de la calle del Oso 25, frente a la castiza parroquia de San Millán y
San Cayetano, fueron también sacadas y asesinadas seis personas. Todas las
víctimas fueron detenidas el 8 de noviembre de 1936 y sus cadáveres hallados
en Chamartín de la Rosa. Se trataba de Luis Casal García, capitán retirado;
Gaspar y Francisco Martínez García, carniceros; Evelio Aláez de los Ríos,

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barbero, y su hijo Ignacio, seminarista; y Valeriano González y González,
este último de quince años.
Otro operativo similar al de la calle del Oso se abatió sobre los vecinos de
la calle de las Fuentes 9, junto a la céntrica plaza de Herradores, el 29 de
noviembre: fueron detenidos siete vecinos, de los que solo se volvió a saber
de dos de ellos. Entre las víctimas figuraban tres hermanos, Antonio, Julián y
Pascual Martínez Martín.
En la finca de Lope de Rueda 20 hubo cuatro vecinos asesinados, tres de
los cuales lo fueron el 11 de diciembre, en la carretera de Maudes: Josefa
Losada Zorrilla, viuda, y su hijo Antonio, y Aurelio Pérez, que habían sido
detenidos por milicianos. A cinco manzanas de distancia, en Alcántara 6, fue
detenida un día después Mercedes Ruiz del Árbol, secretaria de la embajada
de Austria. Había sido una de las siete primeras mujeres que empezaron a
trabajar en las oficinas del Palacio Real, donde se encargaron de la labor
humanitaria que el rey Alfonso XIII desplegó entre 1915 y 1918 en la
búsqueda de soldados desaparecidos en la Gran Guerra y en la repatriación y
el canje de prisioneros. En su misma casa se daba por asesinados, según las
declaraciones de los vecinos, a dos militares en activo desaparecidos el 17 de
noviembre. El cadáver de Ruiz del Árbol fue encontrado el mismo día 12 en
el cementerio de Vallecas.

En el nombre del padre

El estudio de la documentación sobre lo acontecido en las casas de


vecinos de Madrid revela con toda su crudeza un aspecto de la revolución
española de 1936 que no se puede soslayar. La violencia contra los supuestos
enemigos de la República no solo se centró en los cabezas de familia o en
ocasiones sus mujeres, sino también en los hijos, incluso los menores de edad,
demostrando una clara voluntad de exterminio de familias enteras.
El ejemplo de Jaime de Borbón y Esteban de León, de quince años, puede
servir de entrada a estas historias, algunas de las cuales ya hemos referido.
Hijo del capitán de caballería Enrique María de Borbón, primo del rey
Alfonso XIII, Jaime fue detenido el 10 de octubre de 1936 cuando «salió de
paseo aquella tarde», según la declaración de Amador Bordas Higuera,
portero de su domicilio en José Abascal 24. El muchacho fue fusilado el 1 de
noviembre en el cementerio de Aravaca junto a su padre y su tío Alfonso
María.

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Pero no hacía falta estar emparentado con la realeza para que padres e
hijos corrieran el mismo infortunio. En la calle Serrano 18 vivían Alejandro
Arizcun Moreno, notario, de cincuenta y seis años, y sus hijos Ramón,
ingeniero de minas; Francisco, abogado; Luis, médico; y Carlos Arizcun
Quereda, estudiante. Los cinco fueron detenidos en su casa el 18 de
septiembre por la «Escuadrilla del Amanecer», grupo dependiente de la DGS,
por pertenecer a AP y a la Adoración Nocturna. Conducidos a la sede de la
DGS en la calle de las Infantas, después a la Modelo y finalmente a Porlier,
Alejandro Arizcun y sus cuatro hijos fueron «puestos en libertad» el 25 de
noviembre ante las bocas de los fusiles de los pelotones de ejecución de
milicianos y guardias en Paracuellos. Carlos se sumaría así a los más de
doscientos menores de edad asesinados en las sacas de las cárceles
madrileñas.
A los Arizcun los igualan en esta terrible marca los Escribano, según los
casos recogidos en las declaraciones juradas de vecinos y porteros. Los
Escribano eran una familia de Villaverde, cuyo padre, Enrique Escribano
Vallejo, de sesenta años, tenía una empresa de autobuses de línea en la que
trabajaban también algunos de los hijos como conductores. Todos los
vástagos varones, Enrique, Francisco, Fernando y Miguel, se habían refugiado
con el padre de la persecución de las milicias de su pueblo en la casa del
marido de una de las tres hijas, Antonio Soriano, en el número 3 de la
pequeña calle Drumen, que va de la calle Atocha al actual Museo Nacional
Reina Sofía. Allí detuvieron al padre y a los cuatros hijos en los primeros días
de noviembre, para después asesinarlos.
En la calle del Conde Duque 30 fue detenido Francisco Collado López, de
cincuenta y seis años, dependiente de comercio, con sus hijos Julián,
Concepción y Luis Collado Oliver, y su nuera Juana González García. Según
la declaración de los vecinos, Julián, estudiante, había sido el primero en ser
asesinado: en El Pardo, el día 18 de agosto de 1936. En el mismo lugar fue
sacrificado el resto de su familia el 6 de noviembre siguiente, lo que podría
indicar que se trataba de los mismos asesinos.
También en la calle Génova 25 se produjo otro capítulo de este
ensañamiento contra padres e hijos. En el piso tercero vivía Juan Isasa y del
Valle, abogado del Estado, de sesenta años, uno de los primeros juristas
españoles que en los años veinte había trabajado en una ley de conservación
de nuestro patrimonio histórico y artístico. Casado con María de la Paz Adaro
y Bolomburu, el matrimonio tenía diez hijos, cinco varones y cinco mujeres.
El primer episodio fue la detención el 30 de octubre de Francisco Isasa y

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Adaro, profesor de mercantil. Fue conducido a la DGS y después a la Modelo
para terminar preso en la cárcel de San Antón, en la calle Hortaleza. Once
días después, el 10 de noviembre, en plena batalla de Madrid, milicianos de
«vigilancia de la retaguardia» detenían a su padre, Juan de Isasa, y a sus
hermanos Eduardo, juez de instrucción, y Carlos, estudiante.
Los vecinos declararían que, al producirse estas detenciones, un inquilino,
José Nicolás Serrano, llamó a la comisaría de Buenavista, «de donde vino un
agente que manifestó que las referidas milicias estaban autorizadas para
practicar detenciones». Al padre y a sus hijos Eduardo y Carlos los asesinaron
en la madrugada del día siguiente a su detención en las inmediaciones del
cementerio de Vallecas. A Francisco, que permanecía en San Antón, lo
sacaron el 27 de noviembre con la expedición de presos con destino a
Paracuellos. El padre pertenecía a la Adoración Nocturna y a la Santa
Hermandad del Refugio, dedicada a obras de caridad, y los hijos eran
miembros de Juventud Católica.
A solo cuatro manzanas de la tragedia de los Isasa, en la calle Belén 3, se
repitió la misma furia homicida contra el abogado Mariano Soria Monje, de
sesenta años, y sus hijos Rufino, Mariano y Luis Soria Rosellón, estudiantes.
Fueron sacados de su casa, encarcelados en la Modelo y fusilados en
Paracuellos el 7 de noviembre. En la casa solo quedó su viuda y madre,
Soledad Rosellón Prieto, con su hija María del Carmen. La declaración jurada
de los vecinos está firmada por la cuñada de Mariano Soria y tía de los
jóvenes, Anastasia, maestra nacional, de cincuenta y seis años. Su nombre
como declarante aparece escrito bajo el de su hermana Soledad, que está
tachado, como si la mujer y madre de las víctimas hubiera querido dar
testimonio de su dolor y después hubiera rectificado para guardárselo para sí.

Padres e hijos ante el paredón

Durante días se repitieron en Paracuellos las escenas de padres e hijos


juntos ante el pelotón de ejecución. El 7 de noviembre, el mismo día que los
Soria, eran asesinados el procurador Antonio Paramés González, y sus hijos
José María, Carlos y Emilio. También el día 7, en la saca de la Modelo,
fueron fusilados Enrique Sicluna Burgos, teniente coronel retirado, de
cincuenta y ocho años, y sus dos hijos varones, afiliados a FE: Luis, de
veinticuatro años, licenciado como médico poco antes de estallar la guerra, y
Enrique, de diecisiete, estudiante. Los tres habían sido detenidos el 24 de

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octubre en su casa de Goya 88 por milicias de la checa que la Agrupación
Socialista de Madrid tenía en Fuencarral 103.
El mismo día caían asesinados en Paracuellos el teniente coronel de
artillería Carlos Hernández de Herrera y su hijo el teniente José Luis
Hernández Barnuevo, ambos retirados por la «ley Azaña», procedentes de la
saca de San Antón. Otro hijo del teniente coronel, Juan, fue fusilado en el
mismo lugar el día 3 de diciembre, en que salió de la cárcel de Ventas.
A Francisco Aser Salazar, de veintiún años, profesor de mercantil,
miembro de FE, lo vinieron a detener el 12 de octubre unos milicianos a su
casa de Relatores 6, junto a la plaza de Tirso de Molina. Venía con los
milicianos un vecino de la finca. Al no encontrar a Francisco, decidieron
llevarse a su padre, Francisco Aser Alberti, de cincuenta y un años,
comerciante. Al enterarse de la suerte de su progenitor cuando regresó a casa,
Francisco se presentó ante las milicias, que pusieron en libertad al padre.
Encarcelado en Porlier, el joven Francisco fue asesinado el 4 de diciembre en
Paracuellos. Su hermano Jesús, de dieciocho años, estudiante, detenido un
mes más tarde que él, fue sacado de la cárcel de Ventas el 2 de diciembre con
el mismo destino. En enero de 1937, el Tribunal Especial de Represión contra
el Fascismo inició un expediente contra el joven Francisco por «desafecto al
régimen», que se archivó al desconocer su paradero por haber sido «puesto en
libertad el 4-12-1936».
Al capitán de navío Ramón Alvargonzález y Pérez de la Sala, vecino de
Hermosilla 84, lo detuvieron el 1 de agosto de 1936 en el Ministerio de
Marina, del que fue cesado veinte días más tarde. También allí fue detenido
su hijo José Alvargonzález Leste, auxiliar de la Armada, que sería conducido
a San Antón. El padre fue encarcelado en la Modelo, donde se encontraría con
otro de sus hijos, Wenceslao: ambos fueron fusilados en Paracuellos el 7 de
noviembre. A José lo asesinarían en el mismo lugar el día 27. Un tercer hijo
del marino, Teodoro, fue también asesinado en aquel otoño sangriento de
1936: el 3 de octubre en la carretera de Vallecas.
A veces era el padre el que tenía que ver cómo se llevaban a sus hijos. En
Caracas 5 las milicias sacaron detenidos de su domicilio familiar el 28 de
noviembre a tres hermanos, estudiantes y militantes de FE: Fernando, Félix y
Manuel Pereda Fernández, hijos de Fernando Pereda Fernández, jefe de
negociado de Hacienda cesado el 30 de julio por decreto como funcionario
desafecto al régimen. Los tres hermanos fueron asesinados el 1 de diciembre
en la carretera de Fuencarral.

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Los verdugos del procurador Juan Ponce de León, de setenta y dos años,
vecino de Marqués de Cubas 25, tuvieron la idea de llevarlo a asesinar el 30
de septiembre a la cuneta de la misma carretera de Vallecas donde un día
antes habían matado a su hijo Guillermo Ponce de León Cabello, abogado.
Otros dos de sus hijos serían asesinados también: Alfonso, pintor, falangista,
amigo de Federico García Lorca, tiroteado en la carretera de Vicálvaro el 29
de septiembre, y Juan, capitán de artillería, también de FE, herido en el
Cuartel de la Montaña y fusilado el 7 de noviembre en Paracuellos.
En el número 71 de la calle Martín de los Heros, en el barrio de Argüelles,
coincidió la tragedia de dos familias que padecieron la muerte del padre y uno
de los hijos. El 22 de agosto fueron detenidos y asesinados en Vallecas el
abogado Marcelo Díez García y su hijo Manuel Díez del Cerro. A mediados
de octubre milicias y policías realizaron nuevas detenciones en la finca,
llevándose presos a Emilio Abarca Millán, capitán de infantería retirado, que
fue jefe de la Guardia Urbana de Madrid y autor de uno de los primeros
reglamentos de circulación, y su hijo Emilio. Internados en la cárcel de
Porlier, los Abarca serían asesinados en Paracuellos el 8 de noviembre.
Otros dos hijos del abogado Díez García, Marcelo y Francisco,
estudiantes, fueron condenados por «desafección al régimen», el primero a
cuatro años y medio de internamiento en el campo de trabajo de Orihuela
(Alicante) y el segundo a servir tres años en un batallón disciplinario de
combate del ejército republicano por tener una ficha de afiliado a AP. La
situación del joven Francisco, sirviendo forzosamente a las armas del bando
que había asesinado a su padre y a un hermano, no fue algo excepcional
durante la Guerra Civil. En las dos Españas lucharon entre sí combatientes
cuyos familiares habían sido asesinados por partidarios de la misma causa que
ellos tenían que defender con su vida, fusil en mano, en las trincheras.

Noticias de Paracuellos

La documentación analizada arroja también, como ya hemos visto, los


primeros impactos testimoniales de posguerra sobre los traslados y las
matanzas de presos considerados desafectos en las afueras de Madrid en el
otoño de 1936, mientras otras fuerzas republicanas combatían a las puertas de
la ciudad contra las tropas franquistas. Aunque son apuntes fragmentarios,
escasamente detallados o incluso confusos, prefiguran la magnitud de lo
sucedido y algunas de sus claves, así como las distintas versiones que

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circularon durante la misma guerra sobre lo ocurrido, incluidas las que
sostuvieron las autoridades republicanas para encubrir las masacres.
La mayoría de los testimonios aluden a la desaparición de las personas
después de un traslado desde las cárceles, donde el 1 de noviembre de 1936,
según el periodista y agente soviético Mijail Kolstov, había 8.000 detenidos,
de los cuales cifraba en 3.000 los militares en activo o en reserva. Otras
fuentes elevan la cifra a 10.000 encarcelados.
Un vecino de Goya 77, Matías Pérez Colino, se refiere a estos traslados en
su declaración jurada al hablar de la suerte del capitán de caballería retirado
Francisco Castelló Madrid, con quien fue detenido y conducido a la Cárcel
Modelo en octubre de 1936, aunque estuvieron en distintas galerías, por lo
que no podía precisar la fecha de su desaparición. Según datos recabados por
los familiares del militar en el Colegio de Abogados y en embajadas, el
capitán Castelló «salió de la cárcel en una expedición el día seis o el siete de
Noviembre con destino a Chinchilla (Albacete), pero no llegó a dicho punto,
ni se han tenido más noticias. Lo mismo ocurrió con las expediciones de los
días 7 y 8 —continúa la declaración del vecino de Goya 77—. Circularon
diversas versiones: unas aseguraban que se habían apoderado de ellas las
Tropas Nacionales y otras que habían sido asesinados por las hordas de
criminales convertidas en agentes de las autoridades rojas, más ninguna ha
llegado a confirmarse».
Los familiares de Rafael Acuña Muñoz, vecino de Meléndez Valdés 17
detenido en la Modelo, recibieron en «un centro oficial» la información de
que «había salido en una expedición para el penal de Chinchilla», pero no
habían vuelto a tener noticias de él. Rafael Acuña llevaba preso en la cárcel
desde abril de 1936 cumpliendo condena por tenencia ilegal de armas,
después de haber sido denunciado por falangista y habérsele encontrado una
pistola para la que, según sus allegados, había solicitado licencia. El 28 de
agosto, cinco días después del asalto y los asesinatos en la Modelo, un chófer
llamado Francisco Ramos y tres milicianos aparecieron en su casa exigiendo a
su mujer y a su hermana el pago de tres mil pesetas, amenazando «con sacar
de la cárcel a Rafael Acuña para darle el paseo» si no lo hacían, a la vez que
indicaban la galería y la celda donde se encontraba para dar credibilidad a su
intimidación. La mujer hizo el pago exigido por los extorsionadores, pero
nunca volvió a ver a su marido.
Los vecinos de José Ángel Petirena en José Abascal 23 consignaron que
estuvo preso en la cárcel de Ventas, «de la que parece se le sacó en los
primeros días de noviembre con dirección a Chinchilla siendo probablemente

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asesinado». También lo reflejaron de este modo los de José Iglesias Abelaira,
marino de guerra, a quien sacaron de la cárcel de San Antón el 7 de
noviembre «para ser conducido, según se dijo, hasta Alcalá pero no se tuvo
noticias de su llegada a este punto ni a ningún otro».
En Cervantes 21 anotaron la desaparición de Jesús Sánchez-Arjona y
Jaraquemada, de veintiún años, detenido el 6 de octubre junto a sus primos
Fernando y Luis Sánchez-Arjona y Sánchez-Arjona. Lo último que supieron
de ellos es que salieron de la Cárcel Modelo «formando parte de la expedición
del ocho de noviembre siguiente».
Como «trasladado» figuraba también Pelegrín Arregui, sargento de la
Benemérita jubilado, que estaba encarcelado en Porlier. Vecino de la calle
Doctor Santero 3, en el humilde barrio de Cuatro Caminos, le habían detenido
el 20 de julio en la escuela gratuita para niños pobres que regentaba en
Almansa 15, a unas manzanas de su casa. Su mujer y sus hijas no volvieron a
saber de él.
Los hermanos Ángel y Carlos Matamala Palacios, de diecinueve y
dieciocho años, respectivamente, que vivían en la plaza de Matute 10, junto a
Antón Martín, tuvieron distinta suerte. Fueron detenidos el 3 de octubre. A
Ángel se le acusó de pertenecer a FE al hallarse una ficha con su nombre de
ese partido. Ángel lo negó, diciendo que la ficha estaba falsificada. En su
defensa, varios testigos afiliados a partidos y sindicatos de izquierda
rechazaron también la acusación. Fue condenado por un tribunal popular en
abril de 1937 a un año de cárcel y trabajo obligatorio por desafecto. Cuando
volvió a su domicilio en abril de 1938, su hermano pequeño Carlos aún no
había regresado. Desapareció sin ser juzgado cuando se desalojó
definitivamente la Cárcel Modelo el 16 de noviembre, siendo repartidos los
presos entre las otras prisiones madrileñas, donde continuaron las sacas hasta
el 4 de diciembre.
Francisca Mendiluce Mendiola, vecina de la calle Ave María 50, denunció
en la declaración jurada la desaparición en la cárcel de Porlier, entre los días
12 y 24 de noviembre, de su marido, José María Gastaca Ramos, y de su hijo
José María, ambos empleados. Se le informó que «habían sido puestos en
libertad, cosa incierta puesto que desde entonces no se ha tenido noticia de
ellos», apuntó la mujer.
Hubo madrileños que debieron de hacer sus propias indagaciones a fondo
sobre lo ocurrido. El abogado Gerardo Martínez Vargas-Machuca y su hijo
Francisco Martínez Ruano, que vivían en la calle Salas 6, cumplimentaron el
7 de abril de 1939 la declaración jurada requerida por los vencedores con

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datos muy detallados de la suerte corrida por Gerardo, su hijo y hermano,
respectivamente, empleado del Patronato de Turismo.
Gerardo fue detenido en la casa familiar el 1 de octubre de 1936 por
«unos individuos que dijeron ser policías». Trasladado a la DGS y después a
la Cárcel Modelo, el 7 de noviembre ya no supieron más de él. Su padre y su
hermano aportaban en la declaración informaciones muy precisas como, por
ejemplo, que Gerardo «se encontraba en la 1.ª galería n.º 74» y que «salió de
la cárcel el Domingo 8 a las ocho y media de la mañana en un autobús de la
Cía. de Tranvías que llevaba el n.º 48. (…). Se sabe el sitio exacto —
continuaba el testimonio del padre y el hermano— de una fosa en la que
fueron enterrados 1.205 cadáveres, según referencias, en la mañana del
Domingo 8 de noviembre de 1936, situada en las inmediaciones de
PARACUELLOS DEL JARAMA».
Esta cifra de asesinados se aproxima mucho a la manejada por el cónsul
de Noruega, Félix Schlayer, para contabilizar las víctimas de las sacas de la
Modelo de los días 7 y 8 de noviembre. Lo que desconocían Ricardo y
Francisco Martínez es que el convoy del que formaba parte aquel autobús
urbano n.º 48 de dos pisos que condujo a su hijo y hermano, no se dirigió a
Paracuellos, sino a la finca vecina al castillo de Aldovea, en Torrejón de
Ardoz, donde fue fusilado con otros 413 presos de la Modelo. «De momento
—continuaba su declaración— no se pueden precisar los motivos de la
detención ni tampoco quiénes fueron los inductores ni autores de los
asesinatos en masa de presos durante los días 6, 7 y 8 de noviembre de 1936».

¿Una matanza de presos evitada in extremis?

He querido traer a este capítulo las desventuras de otro militar retirado


detenido en la gran redada de mediados de octubre de 1936 por el gran valor
de su testimonio en relación con las matanzas de Paracuellos. Se trata de
Manuel González Vacas, almeriense de veintinueve años, cabo de ingenieros
retirado por la «ley Azaña» en febrero de 1932. Fue detenido en la noche del
14 al 15 de octubre en su casa de la calle José Antonio de Armona 12, junto
con el teniente Teófilo Sastre Jiménez, citado en el anterior capítulo.
González Vacas fue juzgado por desafecto en junio de 1937 en la cárcel
de Porlier. Dijo condenar la sublevación y haber presentado dos declaraciones
de adhesión a la República en julio y agosto de 1936, la primera ante el
Ministerio de la Guerra y la segunda en el Gobierno Militar. El juzgado de
urgencia que vio su causa solicitó al gabinete de depuración de Ministerio de

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la Guerra que comprobara si figuraba su nombre en la relación de sargentos y
cabos que no hubieran mostrado promesa de adhesión a la República de
acuerdo con la «ley Azaña». El gabinete contestó que no existía tal relación,
puesto que solo hacían ficha de quienes pedían el reingreso en el ejército. El
jurado de urgencia lo absolvió el 22 de junio de 1937.
En el procedimiento que le abrieron los franquistas después de la guerra
por no haberse sumado a las filas «nacionales», González Vacas declaró que,
tras su detención el 14 de octubre, pasó de la Cárcel Modelo a la de Ventas.
De allí lo sacaron el 4 de diciembre con otros detenidos, atados codo con codo
por parejas: la suya era el sacerdote Eloy Medina Gómez, de cuarenta y ocho
años, primo hermano del obispo de Guadix, beato Manuel Medina Olmos,
asesinado en Almería el 30 de agosto de 1936. Eloy Medina aparece citado en
la declaración jurada de los vecinos de la calle Santísima Trinidad 31, en uno
de cuyos pisos fue detenido a las tres de la madrugada del 23 de noviembre de
1936 por cinco agentes del SIM.
Según el testimonio de González Vacas, llegados al cementerio de
Torrejón de Ardoz para ser fusilados, lo impidió un teniente del Cuerpo de
Seguridad y Asalto al mando de un camión con guardias. Evitado el asesinato
en masa, los trasladaron al campo de concentración de la Casa de Trabajo de
Alcalá de Henares, donde los encerraron.
Salvo que haya una confusión de cárceles o fechas, o el testimonio de
González Vacas no se ajuste a la verdad, la existencia de esta saca sería una
noticia inédita: de las expediciones realizadas durante la segunda oleada de
matanzas de presos, entre el 18 de noviembre y el 4 de diciembre, las cuatro
que salieron de Ventas acabaron en las fosas de Paracuellos. De hecho,
siempre se ha aceptado que solo cinco expediciones llegaron sanas y salvas a
Alcalá desde las cárceles madrileñas en esas semanas: dos procedentes de
Porlier y tres de San Antón.
Una relación de los 2.124 presos que se encontraban en Ventas el 23 de
noviembre de 1936, elaborada por el Comité Internacional de la Cruz Roja,
confirma que Manuel González Vacas y Eloy Medina Gómez estaban
entonces en la prisión madrileña. El primero está numerado con el 883 y el
segundo con el 1293. A su vez, otra relación de detenidos en la Casa de
Trabajo alcalaína con fecha de 14 de mayo de 1937 prueba que ambos se
encontraban allí presos «a disposición de tribunales y jurados populares».
Eloy Medina había sido detenido por primera vez en Madrid el 20 de julio de
1936 en una pensión de la calle Montera, donde en un primer momento
afirmó ser médico. En el proceso que se le siguió en un jurado de urgencia en

Página 208
Alcalá en julio de 1937, resultó absuelto tras declarar que estaba dispuesto a
defender la República incluso con las armas. Su condición de terciario
capuchino y su residencia en Carabanchel Bajo, como atestigua su expediente
judicial, es confirmada en la memoria del Colegio Santa Rita, regido por
dicha orden en el actual barrio madrileño, si bien figura como hermano del
obispo de Guadix, tal como creía erróneamente también González Vacas.
Que existieron expediciones de presos de Ventas que llegaron sin novedad
a Alcalá lo confirman varias declaraciones realizadas en 1939 al juzgado de la
«Causa general», pero por alguna razón nunca fueron incluidas en el cómputo
de sacas realizado por los franquistas después de la guerra. Un cabo de Asalto
preso en Ventas, Eusebio de la Iglesia Sanz, de treinta y dos años, detenido
por sus compañeros después de participar en el asedio del Alcázar de Toledo,
aseguró que formó parte el 2 de diciembre de una expedición de siete presos,
tampoco contabilizada, que llegó sin novedad a Alcalá. Esta expedición queda
confirmada por el registro que de la misma hizo la Cruz Roja Internacional,
que elaboró una lista con los siete prisioneros llegados a su destino, incluido
Eusebio de la Iglesia. Tres de los presos eran familia: Francisco Domínguez
Cañete, veterinario, de cuarenta y tres años, su primo Fernando Martínez
Martínez, industrial, de cuarenta, y su sobrino Luis Martínez Domínguez,
ordenanza de El Heraldo de Madrid, de veintiséis, en cuya casa de la calle
Juan de Mena 12 se habían refugiado los dos primeros huyendo de la
represión republicana en la comarca de Tarancón (Cuenca). También
formaron parte de esta pequeña expedición afortunada Miguel Ruiz Espejo,
labrador, de cincuenta y tres años; Fabián Saiz González, escolapio de la
escuela para niños pobres de Mesón de Paredes, de veintiséis; y Emilio
Ugarte Díaz. Salvo este último, del que no tengo noticia, el resto fue juzgado
en 1937 estando preso en Alcalá y absuelto.
El testimonio de Eusebio de la Iglesia concuerda en parte con el de
Marciano Cerrajero González, de treinta y cuatro años, oficial de prisiones en
Ventas, que dijo que «hubo una expedición a Alcalá de Henares que llegó a su
destino». No menos valor tiene la declaración de un guardia de la misma
cárcel, Constantino González Moredo, que afirmó que de todas las
expediciones de prisioneros del penal de Ventas «solo se encontró presente en
la salida de una expedición cuya fecha no recuerda, que salió para Alcalá y
sabe llegó».
Otros dos testimonios, el del oficial de prisiones Francisco Sánchez Bote
y el guardia Juan Antonio Martínez Pascual, indican que en la cárcel de
Ventas estaba «preparada otra expedición para el día 4 de unos 70 individuos

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que no salió por llegar los camiones ya avanzado el día y que quedó
pendiente» al llegar a la prisión ese mismo día Melchor Rodríguez, «que
ordenó quedasen en suspenso dichas expediciones».
La declaración de Sánchez Bote y Martínez Pascual podría ser una pista
para indicar el número de presos de la expedición en la que dijo estar incluido
el cabo González Vacas, pero es claramente errónea en cuanto a la actuación
de Melchor Rodríguez, ya que este volvió a estar al frente de las prisiones
madrileñas, esta vez como delegado especial, desde el 5 de diciembre.
Concuerda con esta circunstancia el testimonio de otro preso, el agustino
Félix García, de cuarenta años, que declaró en 1939 que en la cárcel de
Ventas se efectuaron sacas hasta el 6 de diciembre, a razón de cuatro al día,
de 80 a 100 personas cada una, entre las tres de la madrugada y las once de la
mañana, pero que el día 6 hizo acto de presencia Melchor Rodríguez «y pudo
observarse que desde dicha fecha cesaron las sacas de presos». Sin embargo,
el mismo agustino aseguró como testigo en el procedimiento judicial contra
Melchor Rodríguez que el día 4 o 5 de diciembre se preparaba para salir una
expedición de 80 presos y cuando «se hallaban formados en el patio de la
cárcel, atados codo con codo, se presentó Melchor Rodríguez e indignado
dijo: “De aquí no sale un preso mientras yo sea Director de Prisiones”».
Es muy posible que en su voluntad de ayudar al anarquista sevillano el
padre Félix García imaginara una escena que nunca ocurrió en la cárcel de
Ventas, pero sí en la Modelo. El propio Melchor Rodríguez relató en una de
sus muchas declaraciones a los jueces militares franquistas que al
posesionarse del cargo de inspector general de Prisiones el 9 de noviembre, a
las dos de la tarde, dio instrucciones de que se suspendieran las sacas,
«evitando una expedición ya preparada [de] cuatrocientos y pico de presos de
la Cárcel Modelo el mismo día 9 por la noche, los cuales iban a ser sacados
para correr la misma suerte que sufrieron los sacados en anteriores
expediciones». En esa saca figuraba precisamente, según el dirigente
anarquista, «el sabio padre agustino Fray Félix García».
En sus muchas declaraciones indagatorias ante los juzgados militares
franquistas, Melchor Rodríguez nunca mencionó que hubiera detenido una
saca en Ventas, y sí que aludió, como hemos visto, a que paró una en la
Modelo. Además, reiteró a las autoridades franquistas su ejemplar actuación
en la prisión de Alcalá de Henares el día 8 de diciembre, cuando impidió con
su sola presencia en la puerta de la cárcel que una turba asaltara el penal, en el
que se encontraban 1.500 presos, después de un bombardeo franquista sobre
la ciudad de Cervantes. El heroico anarquista de Triana llegó a tener la boca

Página 210
de un fusil en el pecho al hacer frente a los exaltados que querían asesinar a
los detenidos.
Como ha podido apreciar el lector, varios testigos apuntaron a una o
varias expediciones de entre 70 y 100 presos de la cárcel de Ventas que
llegaron a su destino en Alcalá de Henares. No tengo más datos que me
permitan confirmar si las expediciones señaladas por estos testigos son la
misma a la que se refiere el cabo González Vacas, pero tampoco hay razones
para no creerle cuando asegura que formó parte de una de las sacas de la
cárcel de Ventas programadas y ejecutadas para el día 4 de diciembre. Su
testimonio sobre el teniente de Asalto que impidió con sus hombres aquel
asesinato en masa tampoco le reportaba ningún beneficio ante los vencedores,
si acaso todo lo contrario. De hecho, me inclino a pensar que el que aquella
saca no figure en el cómputo de expediciones que aquellos días terribles
llegaron a su destino puede deberse a dos razones: o bien se les pasó por alto
a los jueces de la «Causa general» o bien estos no se preocuparon mucho de
investigarla ni contabilizarla, teniendo en cuenta que la masacre había sido
evitada por un oficial de Asalto al servicio de la República.
Pero la insólita andadura del protagonista de esta historia no acaba aquí.
González Vacas sería juzgado y absuelto por un jurado de urgencia el 22 de
junio de 1937 después de condenar el golpe militar y declararse dispuesto a
defender la República, pero no fue puesto en libertad. Pasó al Batallón
Auxiliar de Fortificación, estando recluido primero en el campo de
concentración de Nuevo Baztán, y después en los de Santa Cruz de la Zarza
(Toledo) y Monte Anguix (Guadalajara). De este último fue sacado el 11 de
marzo de 1939 con otro preso, Emiliano Fernández Contreras, para ser
conducidos a Pastrana donde, según su declaración, los torturaron para que
delataran a la organización del Socorro Blanco que atendía a los prisioneros
del campo. Después los llevaron a las afueras del pueblo para fusilarlos,
momento en el cual salieron huyendo mientras sus captores les disparaban,
alcanzando a Emiliano con una bala explosiva en un brazo que estuvo a punto
de perder.
Lograron regresar al campo de concentración, donde los trasladaron al
hospital de Guadalajara para que curaran de las heridas provocadas por las
torturas y el fallido fusilamiento. González Vacas logró fugarse del hospital el
23 de marzo siguiente y pudo esconderse en casa de su hermano Eleuterio en
Lista 49, donde conoció el fin de la guerra. Los franquistas archivaron sin
declaración de responsabilidad alguna las diligencias contra este hombre que
aseguró haber sobrevivido a dos tentativas de fusilamiento como preso

Página 211
gubernativo, una en Torrejón de Ardoz y otra en Pastrana. De que dieron
crédito a su relato es prueba que en 1941 el general Varela le concediera a
González Vacas la Medalla de Sufrimientos por la Patria con cinta azul y
carácter honorífico por haber estado preso en cárceles republicanas.

Otoño «rojo»

Las abundantes referencias de las declaraciones juradas a los asesinatos


habidos en el otoño de 1936, algunos de los cuales hemos ido anotando en
estas páginas, confirman que, en paralelo a las sacas y matanzas de presos
gubernativos de las cárceles madrileñas en Paracuellos, Torrejón, Aravaca o
Rivas-Vaciamadrid, se produjo una crecida de la oleada de detenciones y
crímenes que llevaba barriendo la capital desde el mes de julio contra todo el
considerado desafecto al gobierno republicano o a la revolución.
Esta realidad debe ser tenida en cuenta a la hora de situar en su justo
contexto la lucha contra la «quinta columna» como justificación de la
eliminación de los presos de las cárceles madrileñas. Me refiero a la
explicación de las masacres como una actuación preventiva ante el riesgo de
que se produjera un levantamiento interno de militares, falangistas y
derechistas en Madrid o que estos se sumaran a las fuerzas de Franco una vez
tomada la ciudad. Para evitar estas amenazas habría bastado con una efectiva
evacuación de los presos, pero de los que salieron de la Modelo, Porlier,
Ventas y San Antón solo una mínima parte llegó indemne a su destino en
Alcalá de Henares.
Que en paralelo a la selección, evacuación y asesinato de los presos
varones considerados «más peligrosos», no todos ellos militares, se
recrudeciera la represión en las calles de Madrid en contra de civiles,
incluidas mujeres, evidencia un propósito de acelerar la «limpieza» selectiva
de la retaguardia en Madrid antes de que la capital cayera en manos
sublevadas.
Para medir el peso real que la amenaza de los «quintacolumnistas»
suponía para la retaguardia madrileña en esos días, resultan muy valiosas las
declaraciones de Santiago Carrillo, consejero de Orden Público de la JDM,
que aseguraba el 12 de noviembre desde los micrófonos de Unión Radio que
la «quinta columna» estaba ya «camino de ser aplastada»:
Conviene afirmar que la única resistencia que tiene la Junta de Defensa es la
resistencia que le ofrece el enemigo, la resistencia que le ofrecen los combatientes
fascistas que están a nuestras puertas, porque la resistencia que pudiera ofrecerse

Página 212
desde el interior está garantizado que no se producirá, ¡que no se producirá! Porque
todas las medidas, absolutamente todas, están tomadas para que no pueda suceder en
Madrid ningún conflicto ni ninguna alteración que pueda favorecer los planes que el
enemigo tiene con respecto a nuestra ciudad. La quinta columna está camino de ser
aplastada, y los restos que de ella quedan en los entresijos de la vida madrileña están
siendo perseguidos y acorralados con arreglo a la ley, con arreglo a todas las
disposiciones de justicia precisas; pero sobre todo con la energía necesaria para que
en ningún momento esa quinta columna pueda alterar los planes del gobierno
legítimo y de la Junta de Defensa.

La alocución de Carrillo se produce dos días antes de la destitución el día


14 de noviembre del anarquista Melchor Rodríguez como inspector general
de Prisiones en Madrid, el cual desde el mismo momento de su nombramiento
el anterior día 9 logró detener las sacas de las cárceles. Pero lo más llamativo
es que Carrillo declara prácticamente aplastada la «quinta columna» seis días
antes de que se reanuden las matanzas con la saca de Porlier del día 18 de
noviembre. Lo que incide en el carácter de pura «limpieza» ideológica de
estos crímenes.
Es llamativo el hecho de que en las mismas dependencias gubernativas,
como la sede del CPIP en la calle Fomento, se siguió seleccionando a
detenidos para asesinarlos al mismo tiempo que se preparaban o producían las
sacas de las cárceles. Al ingeniero industrial José María Alcalde Pardo le
detuvieron el 4 de noviembre en su casa de Goya 17 «cuatro individuos de la
brigada de investigación», según el portero, que le condujeron en un coche a
Fomento. Su cadáver fue hallado al día siguiente en las inmediaciones del
cementerio de Vallecas.
A Fomento fue también conducido el 9 de noviembre Ángel Valls Ayuso,
empleado del Banco Hispano Americano, después de su detención en su casa
de Doctor Castelo 6. A su madre le dijeron a la mañana siguiente que su hijo
estaba en la celda n.º 5. Cuando regresó con comida y ropa de abrigo para
entregarle, le dijeron que «le habían enviado a efectuar fortificaciones». Fue
asesinado en las cercanías del camposanto de Vallecas, de donde fue
exhumado su cadáver en 1947 para ser trasladado al cementerio de La
Almudena.
Hay que recordar también que, según algunos testimonios del bando
republicano, los asesinatos se trasladaron a partir de octubre a pueblos del
cinturón de Madrid —por indicación de la DGS, según el testimonio de
Manuel Rascón, destacado miembro del CPIP— con el fin de evitar ante los
testigos extranjeros «la alarma que representaba aparecer desparramados los
cadáveres por las afueras de la capital». Lo que dio lugar a que el gobierno de

Página 213
Largo Caballero se jactara ante los representantes internacionales de la
disminución de los asesinatos en Madrid, lo que era del todo falso.
Las cifras de la «Causa general» sobre los muertos hallados en las
localidades de la periferia de Madrid entre octubre y diciembre confirman este
incremento. En Fuencarral aparecieron 168 cadáveres, un significativo
aumento respecto a julio y septiembre, en que fueron registradas 90 personas
asesinadas. Lo mismo ocurre en Chamartín de la Rosa, donde figuran
«paseadas» 55 personas entre octubre y diciembre, frente a las 22 de los
meses precedentes. En Vicálvaro aparecen numeradas otras 95, en su mayoría
en la carretera del Este, 19 más que entre julio y septiembre, mientras que en
Hortaleza lo fueron 87 personas, 33 más que en los dos meses y medio
anteriores. En Vallecas, en cambio, los asesinatos perpetrados entre octubre y
diciembre resultaron 250, frente a los 249 habidos entre julio y septiembre, si
bien este último recuento comienza el 21 del primer mes.
Todo ello permite sostener que, aparte de las sacas y matanzas de presos,
la represión contra los considerados desafectos en Madrid, lejos de atenuarse,
se incrementó en el otoño, verificándose un aumento de los «paseos» en
pueblos de la periferia madrileña contra personas allí conducidas después de
ser detenidas en sus domicilios de la capital. El número de víctimas de
aquellos meses sangrientos hace pensar en un importante despliegue de
hombres armados en labores de «limpieza» selectiva de la retaguardia,
mientras otras fuerzas republicanas rechazaban épicamente el intento de las
tropas de Franco por tomar Madrid. Si para unos madrileños el enemigo
estaba a las puertas de la ciudad, para otros el enemigo se encontraba a las
puertas de sus casas.

El túnel de Usera

De la misma forma que las masacres de Paracuellos, Torrejón de Ardoz,


Aravaca o Rivas-Vaciamadrid, otros sucesos cruentos de la guerra en Madrid
aparecen anotados en las declaraciones sin que se concreten aún del todo sus
siniestros perfiles. Es el caso de los crímenes del llamado «túnel de Usera»,
una estratagema realizada de acuerdo con algunos mandos de la 36.ª Brigada
Mixta que cubrían ese frente, mediante la cual se ofreció a personas de
derechas pasarlas a la zona «nacional» a cambio de un estipendio para,
finalmente, robarlas, asesinarlas y enterrarlas en el propio túnel
supuestamente construido para la evasión.

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Los vecinos de Lista 26 consignaron en su declaración la denuncia de esta
atrocidad, sufrida nada menos que por cinco hermanos que vivían en la finca:
Según manifestación de D.ª María Luisa González-Valdés, inquilina del cuarto 1.º
izda, del 8 al 9 de noviembre de 1937 y al intentar pasarse a la Zona Nacionalista
para ayudar a la causa de la misma, desaparecieron y sospechando hayan sido
asesinados sus hijos: Ángel Méndez de 29 años, abogado; Ignacio de 26, ciencias
químicas; Félix de 24, perito agrónomo, Jesús de 22, estudiante, y José de 19,
estudiante. Intentaron pasarse por el barrio de Usera.

La declaración incluía las sospechas de la madre sobre los responsables


del asesinato de sus cinco hijos, entre los que citaba «el comandante Durán, el
capitán Cabrera y la mujer de este último, espía llamada Nicolasa, ignorando
domicilios y más detalles».
Los vecinos de la calle Sánchez Bustillo 5 incluyeron el testimonio de
Judit Delgado Sánchez, que apuntó como «desaparecidos y presuntos
asesinados» a sus hermanos Natividad y Rodrigo y a su tío Serafín Sánchez
Pindado, presbítero. Según ese testimonio, los dos primeros salieron de su
casa el 9 de noviembre de 1937 y el segundo el día 14, y que lo hicieron
«voluntariamente, acompañados de unos individuos que se titulaban sus
amigos». La portera de la casa, Avelina López Rodríguez, especificó en su
declaración que iban acompañados «del capitán Cabrera, comandante Durán y
un individuo que se decía enlace ambos pertenecientes al ejército rojo (sic) y
que por amistad de estos individuos con la hermana de D. Serafín trataban de
pasarlos a la zona nacional». Los tres fueron asesinados en «el túnel de la
muerte».
Los firmantes de la declaración de Alcalá 129 reseñaron que su vecino
Antonio Bonilla San Martín, militar retirado, se despidió el 9 de noviembre de
1937 para marcharse a Barcelona, aunque en realidad, según manifestó su
hermana Pilar, «sus propósitos eran pasarse al campo nacional por el frente de
Usera y que ignora desde esa fecha su paradero». Su cadáver fue identificado
en la fosa de Usera, de donde fue exhumado después de la guerra junto con
los de los otros 66 asesinados.
Todos los hechos recogidos en las anteriores páginas han dado lugar a ríos
de tinta. Aquí queda constancia de lo que fueron unas primeras fuentes, que
brotaron del testimonio de familiares y vecinos sobrecogidos aún por la
incertidumbre sobre lo que realmente pudo sucederles a sus seres perdidos.

Página 215
11.

«ÁNGELES ROJOS»

S ixta García Casarrubio, toledana de Villaluenga de la Sagra, portera de


la calle Hernán Cortés 3, en Tribunal, contaba con cuarenta y cuatro
años de edad al finalizar la Guerra Civil. La mujer afirmó después de la
contienda que había cuidado y defendido a sus vecinos en todo lo que estuvo
en su mano, «considerando que yo no hacía con ello más que cumplir un
deber de humanidad».
De los que cumplieron un deber de humanidad en aquel Madrid en guerra,
incluso con aquellos a quienes debían considerar enemigos mortales, tratan
las siguientes líneas con más detalle, pues ya en capítulos anteriores han ido
apareciendo gestos humanitarios valientes y generosos que dignificaron la
condición humana en aquellos tiempos de barbarie.
La inquisitoria general de los vencedores sobre la «actuación personal en
el dominio marxista» de todos y cada uno de los habitantes de Madrid llevó a
muchos a poner en primer plano su conducta favorable a las personas
perseguidas o amenazadas por el bando republicano.
Advertir de la llegada de milicias o policías para efectuar registros o
detenciones, ir a identificar cadáveres de asesinados a las dependencias
oficiales, testificar a favor de procesados por los jurados y tribunales
populares y permitir la ocultación de perseguidos, la celebración de misas, la
escucha de emisoras de radio franquistas o el festejo de las victorias
«nacionales», fueron actuaciones reiteradamente señaladas en 1939 por los
porteros y vecinos madrileños ante los jueces militares de distrito a través de
estas declaraciones juradas.
Para quienes no tenían antecedentes izquierdistas, o incluso para los
declaradamente afectos a la causa «nacional», estos méritos les sirvieron de
carta de presentación de su adhesión al nuevo régimen. Para los que habían
militado en partidos o sindicatos afines al Frente Popular fue una tabla de

Página 216
salvación en la mayoría de los casos. Su buena conducta hacia sus vecinos les
libró de ser investigados o procesados por los franquistas pese a su militancia
izquierdista, salvo excepciones que reflejaré debidamente con algunos
ejemplos.
En Madrid, como en toda la zona republicana, hubo numerosos «ángeles
rojos», por tomar el sobrenombre que se ganó entre los encarcelados el ya
citado Melchor Rodríguez, primero inspector general y después delegado
especial de Prisiones en Madrid, que detuvo las sacas y matanzas de los
presos considerados desafectos al régimen republicano.
El comportamiento de estos desconocidos «ángeles rojos» para con los
perseguidos en Madrid evidenció no pocas veces una militancia antes
pragmática que ideológica, sobre todo en los sindicatos por obtener beneficios
laborales o simplemente tener trabajo, como se ha apuntado al principio de
estas páginas. Pero, aun con todo, su actitud humanitaria puso de relieve que
supieron anteponer su conciencia a su ideología, haciendo suya la célebre
frase de Melchor Rodríguez: «Se puede morir por las ideas, pero nunca
matar».

La conciencia de los viejos ugetistas

Anteponer su conciencia es lo que dijo haber hecho el portero de la calle


Rodríguez San Pedro 47, Manuel García Menéndez, afiliado al sindicato de
transportes de UGT desde junio de 1925, pues era chófer de profesión. En su
declaración relató que en los primeros días de la contienda reunió en el portal
a todos los vecinos de la casa para decirles lo siguiente:
Que ninguna de las personas que vivían en casa, tuvieran temor conmigo, pues
fuéramos amigos o enemigos, aunque yo me creía no tener enemigo alguno, no
pensaba denunciar a nadie, ni tomar represalias contra nadie, pues lo [que] quería era
dormir tranquilo y tener mi conciencia limpia de todo pecado.

Manuel García Menéndez dejó de cobrar en noviembre de 1936 su sueldo


al marcharse de Madrid el administrador de la finca. Vivió de las propinas de
los vecinos que quedaban en la casa, cercana al frente de Moncloa y la Ciudad
Universitaria, hasta que en marzo de 1937, gracias a un inquilino que era
capitán de batallón, se empleó como chófer en las filas militares republicanas,
encuadrado en la 6.ª División. A pesar de su afiliación sindical y su
incorporación a las armas republicanas, no fue procesado por los franquistas.
Los vecinos reconocieron su buena actitud hacia ellos, confirmando que su
declaración se ajustaba «en lo esencial a la verdad de los hechos».

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Antonio Hernández Alcolea, portero de María Panés 10, junto a los
Nuevos Ministerios, estaba afiliado a la Sociedad de Porteros de UGT desde
el primero de agosto de 1932. A este murciano de Cieza le cogió el final de la
guerra con setenta y cuatro venerables años, y posiblemente ya de vuelta de
todo. Su única inquietud era no haber vuelto a ver al dueño de la panadería de
la misma calle, Agustín Carbajo, por el que le preguntaron en el verano de
1936, durante varias noches consecutivas, unos milicianos que venían en
coche y armados con fusiles. Quizás fue porque no aprobaba el destino que
hubiera podido correr su vecino o porque quería agradar a las nuevas
autoridades, o por ambas cosas a la vez, por lo que escribió en su declaración:
Mi actuación ha sido siempre procurar en todo lo posible vijilar (sic) continuamente
para evitar algún desmán o saqueo que por parte de las hordas rojas pudieran cometer
en la casa.

Porteros con una larga trayectoria de sindicación en UGT recibieron la


gratitud de sus vecinos por su conducta durante la contienda. Victoriano
Aguado Ortega, de setenta años, llevaba tres décadas en la portería del
número 10 del actual paseo del Pintor Rosales, frente al Cuartel de la
Montaña. Afiliado al sindicato socialista en 1899, durante la contienda avaló
con su viejo carné de ugetista, para sacarlos de la cárcel, a tres personas de la
finca que habían sido detenidas: el hijo y la hija del vecino Pantaleón
Gallardo y el prometido de otra inquilina, Eulogia Naranjo. Los inquilinos
ratificaron la declaración del portero, destacando que «antes y durante la
guerra» su conducta había sido «buena».
Luis Muñoz Calvo, portero de la calle de San Andrés 33, madrileño, era
albañil de profesión. Pertenecía a UGT desde el año 1902. Había visto el final
de la guerra con cincuenta y seis años. Sus vecinos calificaron su actuación
como «inmejorable», el mismo calificativo con la que definieron los vecinos
de la calle San Vicente Ferrer 65 la actitud de su portero, Valero Casas
Romero, que «en todo momento evitó detenciones de personas afectas a la
causa nacional». Afiliado a UGT en 1917, «por encontrar facilidades de
trabajo», este portero de Hinojosa (Guadalajara) protegió a un brigada de
infantería, Eduardo García Reina, y a un agente de policía, Julio Arenas Mota,
a quienes la policía y las milicias frentepopulistas fueron a buscar repetidas
veces.
El barcelonés José Samsó Marsal se unió a UGT en noviembre de 1922.
Su oficio era estucador, como el de su líder sindical Francisco Largo
Caballero, pero se desempeñaba como portero en Don Ramón de la Cruz 64,
finca propiedad de unos familiares. Los vecinos confirmaron sus esfuerzos

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por defenderles con el carné del sindicato en la mano, como manifestaba el
propio Samsó en su declaración:
Desde el primer momento puso el mayor cuidado en defender a los inquilinos de las
amenazas de registros y detenciones por la policía para lo cual me sirvió mi antiguo
carnet de la UGT dando informes satisfactorios de todos por los que me preguntaban
y consiguiendo evitar las molestias y daños que pudieran sufrir.

José Samsó también declaró haber dado refugio a dos padres escolapios
del Colegio Calasancio, Atanasio García Barona e Inocencio Parte, «que aún
están viviendo en mi casa». Para completar su declaración informó de que
había tenido escondido un año y medio a un sobrino suyo, Luis Brillas Samsó,
que se ocultó para no acudir a su llamamiento a filas por el Ejército Popular.
También los vecinos de Trafalgar 17 manifestaron su reconocimiento a
otro portero ugetista, José Albertos Puche, por su conducta «ejemplar y de
ayuda a los inquilinos». Chófer del propietario de la finca y afiliado al
Sindicato de Transportes socialista desde febrero de 1929, el portero dijo que
«con toda mi buen voluntad» había procurado evitar «a los diversos
inquilinos, singularmente a los perseguidos, toda clase de molestias,
vejaciones y contratiempos». Para ello reconoció que se había «apoyado en la
solvencia que entonces me daba el carnet», en referencia a su condición de
ugetista. Los propios vecinos, con el fin de exculparle ante los vencedores,
aseguraron que el portero se había sindicado «principalmente por gozar de los
beneficios del seguro y mutualidad obrera».

Deudas de vida

Ángel Olivo San Julián se había afiliado al Sindicato de Porteros de UGT


en el año 1931, con veinticinco años. Trabajaba y vivía en la portería de San
Bernardo 120, junto a la glorieta de Quevedo. Allí tuvo escondido durante dos
años a un vecino de la casa, José Noé Rey, de cuya condición como falangista
«camisa vieja» el portero dijo tener «conocimiento exacto». También cobijó a
su propio primo, Eugenio de la Cruz Chacón, que huyó del pueblo de la
familia, Buendía (Cuenca), al estar amenazado. Además, avaló a otro vecino
cuando fue detenido, el capitán de ingenieros Francisco Ramírez Escribano, a
quien consiguió que liberaran gracias a sus gestiones. En la misma casa vivía
Fernando Sánchez Matas, redactor de El Debate, que fue detenido por la
policía. A los pocos días, Sánchez Matas fue ingresado herido en el Hospital
de la Princesa después de un fallido fusilamiento, regresando al ser dado de
alta a San Bernardo 120, pero a un piso distinto del suyo para mayor

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seguridad, con pleno conocimiento del portero, quien le aconsejó que
cambiara de refugio porque la policía iba frecuentemente a la casa a hacer
averiguaciones sobre él.
Gregorio Fernández Fernández, ovetense de cuarenta y nueve años,
afiliado a UGT desde el año 1929, portero de Almagro 8, también se ganó el
reconocimiento de sus inquilinos ante los vencedores. Indalecio Botín Ruiz,
un joven estudiante que pertenecía a la única familia de la casa que seguía
habitando en ella, pues los demás inquilinos eran evacuados, reveló en su
declaración jurada el oportuno método de salvación que empleó el portero con
ellos:
Constándome era de la UGT puedo asegurar que su conducta para con los inquilinos
de la finca, que solamente eran el que suscribe y sus familiares, no pudo ser más
humanitaria aun constándole éramos de derechas, defendiéndonos en cuantas
ocasiones vino la policía a indagar y llegando en su actuación a tener preparada una
escalera de mano en un patio para evasión en momento de peligro, como así hubimos
de hacer en el mes de diciembre de 1936 un familiar y el dicente, refugiándonos en
los sótanos de la portería.

A la complicidad de otro portero de UGT, Juan de Dios Caballero Arroyo,


se debió la conservación de la biblioteca de la iglesia del Cristo de
Medinaceli, que tenía bajo su custodia Ramón de Madariaga Toledano, dueño
de la droguería de la finca de Santa Engracia 43. Natural de Jaén y afiliado al
sindicato desde 1931, el portero también tuvo escondido a un familiar teniente
de la Guardia Civil, Francisco Cabo de Dios.
José Pascual, de treinta y ocho años, abulense de Las Navas del Marqués,
se había hecho del Sindicato de Peones de UGT en 1932. Era portero de la
calle de Caños Viejos 4, junto al viaducto de la calle Bailén. En la finca solo
se había producido la detención por unos días del propietario de la casa, José
María Ripoll, y de su hijo Agustín, a los que se acusó de disparar desde un
balcón de su casa. Los vecinos, agradecidos al portero por su actitud durante
la guerra, dieron a los vencedores un detallado informe de su «conducta
político-social»:
En política no tomaba nunca parte activa pues permaneció en su casa cuando había
manifestaciones o huelgas u otra clase de algaradas, En el orden social estaba inscrito
al Sindicato de peones en general (UGT) como muchísimos obreros por la necesidad
de obtener trabajo. La fecha de su ingreso en el Sindicato data de 1932. Su
inclinación sin embargo era socialista. Su intervención en los hechos que arriba se
relatan fue muy buena y se hizo sospechoso y sufrió un registro.

Otro viejo portero, Tomás Arteaga de la Fuente, de setenta años,


manchego de Campo de Criptana, afiliado al sindicato socialista en 1933,
pudo dar aviso en los primeros días de la guerra al vecino del bajo derecha,

Página 220
Arturo Fernández de Salamanca, de que habían ido a su casa a detenerle,
recomendándole que no volviera. Pero el destino y los milicianos lo
acechaban en otro lugar. «Avisado por mí —escribió el portero— no volvió a
su domicilio, sabiendo que a los pocos días le apresaron en casa de su novia
llamada Carmen que vivía en Torrijos al lado del convento del Rosario
teniendo referencia de que posteriormente fue asesinado».
Dos vecinos, incluido un militar, corroboraron en su declaración jurada
que la conducta favorable del viejo Tomás Arteaga para con los habitantes de
la casa había «evitado disgustos a los inquilinos».
Los vecinos de Castelló 44 señalaron abiertamente a los vencedores todos
los vínculos izquierdistas de su portero, Segundo Gabaldón García. Además
de su militancia en UGT desde 1935, anotaron su amistad con un vecino de la
casa bien conocido: Juan Simeón Vidarte, que había ocupado destacados
puestos en el PSOE y, durante la guerra, en el gobierno de Juan Negrín. Los
vecinos eximieron a Segundo Gabaldón de toda responsabilidad en lo
sucedido en la casa, incluidos la detención y asesinato de un falangista, José
Manuel Mazario, de cuyo piso se incautaron después los mismos policías que
fueron a prenderle. La declaración del portero está escrita y firmada por su
mujer porque él se encontraba al terminar la guerra en el frente de Algodor
(Toledo), al haber sido movilizada su quinta, la de 1926, por las autoridades
republicanas. Segundo Gabaldón no figura como procesado por los
franquistas.
Los vecinos de la calle del Áncora 9, en el barrio de Delicias, no tuvieron
más que palabras de gratitud para el portero, Manuel Arias Vega, afiliado a la
UGT en junio de 1936 «por cuanto le exigieron sindicarse para poder
encontrar trabajo»:
Tanto él como su esposa han desplegado un celo e interés por todos los vecinos,
dignos del mayor encomio. En honor a la verdad y al juramento que hemos prestado,
hemos de decir solemnemente que a este matrimonio se le puede considerar como
benemérito, ya que a él le debemos sin duda alguna la mayoría de los vecinos la vida.

Entre los méritos que le atribuían se encontraba el haber colaborado en la


ocultación del médico titular de Puente de Vallecas, Justiniano Alarcón
Rubio, «perseguido de muerte», así como de «varias religiosas despojadas de
sus conventos».
Por el contrario, los vecinos de Hermosilla 25 no fueron unánimes a la
hora de defender la actuación de su portero, Zacarías Manuel Mateos García.
Afiliado a UGT desde el año 1931, el portero declaró:

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Tiene conciencia de haber hecho todo lo humanamente posible por salvar las vidas de
los ocupantes de la casa y por evitar sus detenciones y encarcelamientos, así como
los saqueos de sus domicilios, habiéndolo conseguido en todo lo que cabía, dentro de
la anárquica situación padecida.

Los firmantes de la declaración corroboraron lo escrito por el portero,


pero dejaron constancia de que un inquilino de la casa, Luis Felipe Sanz,
había formulado «vivas quejas» contra Mateos García por suponerle inductor
de la detención de su mujer, Margarita Martínez, y su doméstica, Amalia
Alberdi, así como de los saqueos sufridos en su domicilio. El propio portero
mencionó esta circunstancia al decir que dicho vecino «parece ser que,
injustamente, se lamenta de la actuación del que suscribe». La denuncia no
fue a más.
Los vecinos de la calle María Panés 7, junto a los Nuevos Ministerios,
parecían muy conscientes de lo que podía significar para los vencedores que
su portera, Josefa R. Iglesias, madrileña de cuarenta y cuatro años, estuviera
afiliada al Sindicato de Porteros de UGT desde el año 1934. Por ello quizá no
ahorraron en ampulosidad retórica a la hora de declarar el comportamiento
favorable de la portera hacia los habitantes de la casa:
Hacemos constar de una manera clara y terminante haciendo justicia, la justicia que
quiere y trae nuestro glorioso Generalísimo, recta y limpia, que la actuación de la
portera ha sido en todo momento de puro patriotismo hasta el extremo de
comprometerse por salvar a los vecinos de derechas conviviendo con todos y
acogiendo con amor y fe en la casa a los perseguidos por el ex gobierno de Negrín.

Eloísa Escudero Sanz, portera de Santísima Trinidad 29, era también


ugetista desde 1934, pero se ufanó ante los vencedores de haber «cooperado a
numerosas suscripciones del Socorro Blanco» y «favorecido en lo que le ha
sido posible a las personas perseguidas por los rojos». Para ello reconocía
haberse valido del carné sindical ante los agentes y que «gracias a eso no se
realizaron algunas detenciones», extremo confirmado por los vecinos.

Afiliaciones comprometedoras

Algunos porteros ocultaron, en cambio, su militancia política o sindical en


sus declaraciones juradas, conscientes de que reflejarlas no les ayudaría en
nada ante los vencedores. En la mayoría de los casos, los vecinos se
encargaban de subsanar estos «olvidos» de sus porteros, si bien reforzaban
sus buenas palabras hacia los responsables de sus portales en caso de haber
contado con su auxilio durante la guerra.

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Ricardo Gutiérrez Martín era el viejo portero de Goya 6. Natural de
Salmoral (Salamanca), llegó al final de la guerra con setenta y tres años. Así
resumió su actuación, con una nota final de orgullo profesional:
Procurar en todo momento ayudar a la salvación y evitar el gravísimo riesgo que
todos los inquilinos de la finca corrían por ser personas honorabilísimas, religiosas y
de ideas derechistas, por parte de las turbas rojas salteadoras; cumpliendo además
fielmente mis servicios en la portería.

Los vecinos aseguraron que Ricardo Gutiérrez Martín había escamoteado


al juez militar del distrito de Buenavista que era afiliado a UGT «desde
mucho antes del 18 de julio», pero confirmaron su buena conducta y sus
informes siempre favorables a los inquilinos. El portero no fue investigado ni
procesado.
En la misma calle Goya, en el número 77, el portero Elías Guijarro
Romero, ocultó también su sindicación en UGT. Los vecinos que firmaron la
declaración jurada advirtieron al juez militar del distrito que la testificación
del portero era «cierta, aunque incompleta», si bien no tuvo consecuencias:
Se sabe que pertenecía a la UGT desde mucho antes del 18 de julio de 1936, pero de
nuestros informes resulta que ha observado buena conducta, no habiendo tenido
ninguna intervención en los hechos delictivos a que se refiere esta pregunta y
habiendo facilitado siempre informes favorables para los vecinos.

A Agustín Aranda y García de Castro, juez del Tribunal Supremo, le


fueron a buscar las milicias varias veces a su casa de Goya 41, el mismo
domicilio del asesinado Federico Salmón, exministro de Justicia. El portero,
Clemente Bastos Navas, aseguró en su declaración que los milicianos creían
que el vecino, aparte de su condición de alto magistrado, era familiar del
general Antonio Aranda, sublevado en Oviedo. El portero se presentó como
salvador del juez en todas las ocasiones en que su vida corrió peligro. En su
declaración, el juez Agustín Aranda confirmó el testimonio del portero, si
bien informó de que era «afiliado hace muchos años a la UGT», dato que este
había omitido. El magistrado elogió a Clemente Bastos porque «con sus
informes contuvo repetidamente a las milicias que en distintas ocasiones
intentaron registrar nuestros pisos y proceder contra nuestras personas». Sin
embargo, no puso la mano en el fuego por él en relación con su participación
en los saqueos habidos en cuatro pisos de la finca «porque no fuimos testigos
de los saqueos ni podíamos vigilar los pasos de dicho portero».
A pesar de haber protegido al magistrado, Clemente Bastos fue detenido
el 31 de enero de 1940 y procesado por los franquistas. El motivo fue una
denuncia en la que se le hacía responsable del robo de ropa de un piso de

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Goya 41 del que su propietario, Manuel Mendoza Caballero, se había
ausentado para las «largas vacaciones» de 1936. El denunciante, Ángel Goitia
Urruticoechea, suegro del propietario, llegó a señalar que las ropas sustraídas
habían formado parte del ajuar para el matrimonio de dos hijas del portero,
quien, por su parte, responsabilizó del robo a una evacuada, Ángeles Alarcón,
enfermera del hospital de sangre del hotel Palace, que ocupó el piso hasta
abril de 1939. Las diligencias tuvieron un sorprendente desenlace: después de
tomar declaración al portero el 1 de febrero de 1940, se dictó su prisión
atenuada en el domicilio. Se le citó el 8 de marzo para una nueva declaración,
pero no compareció. El 20 de marzo se archivaban provisionalmente las
diligencias al no haberse dado con su paradero. En 1944 se archivaron
definitivamente.

Ocultar a un ayudante de Franco

Otros porteros consignaron en sus declaraciones el oportunismo de sus


afiliaciones sindicales durante la guerra. Afiliado a UGT desde el 1 de
noviembre de 1936 «para poder salir a la calle», el portero del paseo de
Ramón y Cajal 14, Luis Rubio Rodríguez, describió su actuación como «el
odio más intenso a esa gente y hacer obstrucción a todos sus manejos más
tener a raya a los malos y faborecer (sic) a los buenos».
Gumersindo Moreno Vega, portero de la calle de Recoletos 18, aseguró
que en enero de 1937 se tuvo que inscribir en la Sociedad de Porteros de UGT
«por la violencia y amenazas». Su conducta favorable a los vecinos fue
avalada por un célebre vecino de la casa, el compositor de zarzuelas Federico
Moreno Torroba, que contaba en abril de 1939 con cuarenta y ocho años y
acababa de regresar a Madrid después de haberse pasado a la zona franquista
en plena contienda. A petición del conserje, el autor de Luisa Fernanda
escribió en una de sus tarjetas de visita como miembro de la Real Academia
de Bellas Artes una declaración favorable al portero, manifestando que «su
conducta durante la dominación roja ha sido irreprochable y en muchas
ocasiones exponiéndose a serios perjuicios con la policía marxista».
Lorenzo González Díaz, otro portero afiliado a UGT, en su caso en
septiembre de 1936, declaró haber servido a la causa franquista de una
manera singular. En la finca de Eduardo Dato 7 donde trabajaba tuvo
escondido al capitán de fragata Pablo Ruiz Marset, que «con la ayuda mía y
de otras personas consiguió pasarse a la zona nacional». El portero apuntaba
en su declaración que a este marino al que había ocultado, «el Generalísimo

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tuvo a vien (sic) hacerle ayudante suyo». En efecto, Pablo Ruiz Marset fue
nombrado ayudante de Franco en diciembre de 1937.

Dar refugio al perseguido

El brindar refugio a perseguidos, así como facilitar su ingreso en


embajadas como refugiados, fue otro mérito exhibido recurrentemente en las
declaraciones juradas. En la calle Farmacia 2, el portero Mariano Fernández-
Serrano y Díaz, afiliado a UGT en noviembre de 1936, se preció de haber
ocultado a un sobrino suyo sacerdote y después a sus padres y hermanos que
venían huyendo de su pueblo, así como a un falangista, a otro sacerdote y a
siete religiosas de Chamartín de la Rosa, «los cuales todos se han librado de
las hordas marxistas».
El portero dijo haber sido encarcelado el 23 de agosto de 1937 bajo la
acusación de haber pertenecido a AP, haber mantenido durante el «bienio
negro» conservaciones en un bar contra la República y haberse arrodillado en
la Puerta del Sol diciendo «este es el salvador de España» ante el famoso
cartel de José María Gil Robles, líder de la CEDA, que colgaba en la céntrica
plaza sobre el establecimiento de La Mallorquina en la campaña electoral de
1936, con el retrato del líder derechista y el lema «Estos son mis poderes.
Dadme la mayoría absoluta y os daré una España grande».
Aunque en su declaración afirmó haber sido condenado a cuatro años de
prisión a resultas de ese procedimiento judicial, extremo confirmado por los
vecinos, en realidad Fernández-Serrano resultó absuelto en septiembre de
1937. Lo que se llama una mentira piadosa hacia sí mismo.
En la calle San Bartolomé 7, en el barrio de Chueca, el vecino Manuel
García Holgado tuvo escondidos en su piso a una exacta representación de los
considerados enemigos de la República: al exministro de Economía de la
dictadura de Primo de Rivera, Sebastián Castedo Palero, con su familia; a la
religiosa Carolina Izquierdo y al oficial de la Guardia Civil Adolfo Guerrero,
también con su familia. El portero, Pedro Mejía Bonet, se preció de estar al
tanto de estas ocultaciones sin denunciarlas, así como de conocer la
celebración de actos de culto religioso.
El vecino Leoncio de Miguel Frutos, editor de cincuenta y ocho años,
tuvo refugiado en su casa de Fuencarral 16 a un vecino, Manuel Moreno
Martí, policía cesante, pero según la portera, Pilar García Castrillo, burgalesa
de sesenta y tres años, también había tenido escondidos en ella a «desertores,
curas y perseguidos, de todos los cuales me advertían primeramente para que

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yo despistara a los que vinieran a preguntar». Tanto el editor como el policía
destacaron en su declaración que «la portera goza del cariño y la confianza de
todos los vecinos».
Los de María de Molina 31 dieron por buena la declaración de su portero,
Modesto Lázaro Morencos, de sesenta y un años, salvo en un punto que a fuer
de secreto desconocían: que había vivido escondido en la casa el padre Rojo,
un agustino del Colegio de San Pablo de la calle Valverde, circunstancia que
los vecinos dijeron ignorar por llevarla el portero «con absoluta reserva».
El elogio de los habitantes de Santa Engracia 58 a su portero, Leopoldo
García Delgado, era doble: primero, por haber sufrido una «encarnizada
persecución» por ser falangista «camisa vieja» y guardia municipal, que le
llevó a ser detenido y expulsado del cuerpo, y le forzó a afiliarse a la CNT en
noviembre de 1936, y, segundo, por haber defendido a los vecinos de una
forma «por extremo meritoria y digna de encomio».
En Viriato 20 no tuvieron empacho en escribir esta solemne declaración
en favor de su portero, Victoriano Caja Rubio, afiliado a UGT una vez
comenzada la guerra:
Hacemos constar la meritísima labor humanitaria, política y profesional del portero
de la finca al que le hacemos acreedor de nuestra más sincera y franca gratitud y de
las que se hacen solidarios todos los inquilinos de la misma de significación
derechista.

Algunos agradecimientos vecinales se extendían a los serenos de las


calles. La portera de Almagro 14, Felicidad Neira Merodio, afirmó haber
ayudado «cuanto ha podido a todos los de la casa, por merecerlo, habiendo
evitado en más de una ocasión registros y molestias, labor en que le ha
ayudado eficazmente el sereno de la calle Benigno Amago». También los
vecinos de Diego de León 29 señalaron reconocidos a su sereno, Avelino
Martínez Menéndez, «hombre que ha hecho mucho bien en todo el barrio».
Que los serenos se convirtieran en figuras heroicas en el Madrid
revolucionario lo demuestra el caso de Francisco Iglesias Fernández, vecino
de Molino de Viento 21, que salió el 23 de agosto de 1936 a prestar su
servicio como sereno, teniendo asignada la plaza de Colón hasta el edificio de
la presidencia del Consejo de Ministros, más la parte final de los impares de
la calle Génova. Al término de su jornada no volvió a casa. Según su portera,
Clemencia Sánchez Olid, el sereno apareció asesinado tres días después en el
cementerio de Vallecas. Aunque parezca impensable que Francisco Iglesias
pudiera haber sido secuestrado de noche ante el mismísimo edificio de la

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presidencia del Gobierno, nada es descartable en aquel Madrid donde
campaba la impunidad revolucionaria.

Las caras de la guerra

Las declaraciones juradas recogen otras acciones humanitarias de los


vecinos y porteros. Las milicias irrumpieron el 20 de julio de 1936 en un
centro que el partido monárquico Renovación Española, de Antonio
Goicoechea y José Calvo Sotelo, tenía en la calle de la Puebla 6, detrás de la
Gran Vía. Allí detuvieron al secretario de la sede, Enrique Sanchiz, al
conserje y a un joven. Después de saquear el centro, dejaron en las cuevas de
la casa los ficheros de los militantes y otra documentación.
El portero de la finca, Gil Escudero y Martínez, de sesenta y siete años,
navarro de Tudela, tuvo el valor de bajar a las cuevas a prender fuego a los
ficheros en la noche del siguiente día 23, «viendo el peligro que corrían las
personas que figuraban en los mismos», según su propia declaración en 1939.
El humo que salía de las cuevas por una reja que daba a la calle alertó a unos
milicianos, que estuvieron a punto de matarlo. Detenido por la policía y
puesto en libertad, fue nuevamente apresado y conducido a la checa de
Fomento, de donde volvió a salir sano y salvo para esconderse hasta la
entrada de los franquistas en Madrid.
Ejemplos de humanidad dieron también aquellos vecinos que se hacían
cargo del cuidado de los familiares de personas asesinadas. En la calle Los
Irlandeses 9, en el popular barrio de Latina, unos milicianos se llevaron
detenido en septiembre a Ignacio Viejo, de treinta y ocho años, camarero. En
noviembre siguiente fueron a por su mujer, Clara García, de treinta y cuatro.
En la casa quedó abandonado el hijo del matrimonio, Ignacio, de nueve años,
del que cuidó el vecino Antonio Quintans Antelo, mozo de carga, que lo
acogió en su casa durante quince días hasta que vino a buscarlo un hermano
de la madre, que trabajaba en un puesto de verduras en el mercado de la
Cebada. El matrimonio no volvió a ser visto con vida.
La antigua portera de la calle Galdo 3, de la que solo conocemos su
nombre de pila, María, acogió en su casa a una antigua vecina de la finca
donde trabajaba. Se trataba de Victoria Rodríguez, viuda de Luis Grondona,
propietario de tierras en Escalona (Toledo), que había sido asesinado después
de su detención el 25 de agosto de 1936. Es muy probable que la infortunada
mujer no se olvidara nunca de la generosidad de la buena portera.

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El periodista José Arias, redactor del periódico Claridad, órgano de UGT,
refugió en su casa de Génova 16 a una sobrina con su novio, afiliado a FE.
Bajo el mismo techo vivían también la hermana del periodista, Avelina,
viuda, y los hijos de esta, Javier y Luis, de veintitrés y dieciocho años,
respectivamente. Que todos se confabularan para proteger al joven falangista
es aún más notable si cabe por el compromiso con la causa republicana de los
que habitaban la casa. Prueba de ello no es solo el trabajo de José Arias en el
periódico de UGT, sino también la suerte de su sobrino Luis, que se enroló
como voluntario en las milicias para luchar en la sierra de Guadarrama, donde
cayó en combate a finales de agosto de 1936. En la redada general de
mediados de octubre de 1936, fueron detenidos todos los que residían en la
casa, incluido el falangista que tenían escondido. Los vecinos ignoraban la
suerte que había corrido la familia: solo supieron que el redactor de Claridad
apareció un día para llevarse todos los muebles y dejar el piso vacío.
La siguiente es otra historia emocionante entre dos personas que no se
conocían, pero capaces de establecer entre ellos una corriente de humanidad
de ida y vuelta ante el peligro. En el domicilio del médico Jorge de Murga
Serret, en Lagasca 48, se presentó una noche de noviembre de 1936 un joven
desconocido pidiendo que le curase una herida que traía en una mano: «Antes
de que le pudiera asistir —declaró el médico— se presentaron en mi
domicilio cuatro pistoleros en su persecución y no dándome tiempo de
ocultarle y con amenazas por creer [que] le conocía y amparaba, en mi mismo
domicilio le amenazaron de muerte y se lo llevaron con intención de
efectuarlo, a pesar de mis protestas (…). El valiente muchacho les juró que no
conocía al médico y que era la primera vez que le veía».
Los milicianos que fueron a buscar al guardia de prisiones José Rodríguez
Mistral, en su casa de Divino Pastor 29, se marcharon al primer intento sin
conseguirlo porque el portero, Emeterio Gil Sánchez, ferroviario de UGT,
había logrado esconderlo antes en su propia casa. Al día siguiente volvieron
los mismos individuos y al ver que tampoco lo encontraban trataron de
llevarse a su madre, que pidió auxilio a los vecinos. «Ante el revuelo se
marcharon en el coche. El propósito no lograron realizarlo», recordaba el
portero.
La portera de Almagro 18, Mercedes Benavente Gómez, también acogió
en su casa a un vecino, Pedro Gallinas Saldaña, jornalero, después de que este
saliera de la cárcel, «atendiéndole en todo cuanto le hizo falta (manutención,
dinero, etc.)», según la declaración de la joven, que sustituyó a su madre en la
portería al marcharse esta a Valencia. El vecino había sido detenido en la gran

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redada del 15 de octubre de 1936 y procesado por sospechoso de desafección
al régimen republicano. Estuvo encarcelado cuatro meses en la prisión de
Duque de Sesto y libertado al ser absuelto en el juicio. La suerte continuó
sonriendo a Pedro Gallinas Saldaña después de la guerra: en 1941 obtuvo un
puesto de portero en el Ministerio de Gobernación por razón de su condición
de excautivo de los «rojos».
El agente de policía Ignacio Gutiérrez Ariza declaró que fue detenido el
16 de agosto de 1936, saliendo en libertad el 30 de diciembre siguiente.
Mientras estaba en la cárcel, los miembros del comité de la Colonia de los
Carteros, junto a la plaza de toros de Ventas, decidieron incautarse de su casa
en la desaparecida calle Teresa de Escoriaza 1, «poniéndole un candado en la
puerta para no dejar entrar a mi esposa Delfina». Finalmente, no lo hicieron al
encararse con ellos un vecino, Manuel de la Vega, que les llamó «canallas» y
les preguntó si «no tienen bastante con meter al marido en la cárcel». A pesar
del valiente gesto de su vecino, Gutiérrez Ariza no volvió a su domicilio en
toda la guerra.
Como he señalado, otro punto favorable ante los vencedores era haber
testificado favorablemente en los procesos contra personas consideradas
desafectas al régimen republicano. Sin embargo, en estos casos tampoco hay
que descartar la existencia de razones crematísticas a la hora de deponer ante
el tribunal en defensa de los procesados. Así lo apunta la declaración de los
vecinos de Santa Feliciana 20, en Chamberí, al destacar que el responsable de
la portería, José Sampayo López, afiliado al Sindicato de Artes Gráficas de
UGT, había testificado durante la guerra en el juicio contra el inquilino
Bernardo Recio Pérez, capellán militar retirado, de sesenta y cuatro años,
«declarando de la manera más favorable al procesado, ateniéndose siempre a
la verdad, y del modo más desprendido por hacerlo sin remuneración». El
capellán castrense fue condenado en abril de 1938 a una pena de cuatro meses
y un día de internamiento en campo de trabajo por delito de desafección al
régimen, aunque, al haberla cumplido con creces con el tiempo de prisión
provisional, fue puesto en libertad.

Historia del chófer de Melchor Rodríguez

Voy a concluir este capítulo dedicado al humanitarismo en el Madrid


bélico y revolucionario con una historia relacionada con el anarquista
Melchor Rodríguez, el «Ángel Rojo», a quien me refería al principio de estas
mismas páginas. Debo reconocer que es una historia que me salió al

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encuentro inesperadamente, por casualidad, pero que sin duda estaba
esperando a ser contada. Se cruzó en mi investigación para este libro por la
fortuita coincidencia de un nombre, el de Manuel García Menéndez, que
identificaba a dos personas. La primera es el portero de Rodríguez San Pedro
47 citado al comienzo de este capítulo, del que quise saber si había sido
procesado o no por los franquistas después de la contienda. En efecto, me
saltó su nombre en los listados de encausados, pero pronto advertí que no se
trataba de la misma persona.
El segundo Manuel García Menéndez, protagonista de esta historia, tenía
treinta y tres años al final de la guerra. Era madrileño, de oficio guarnecedor,
en el sector del automóvil, y vivía en la calle Eloy Gonzalo 4, en un edificio
que hoy no existe, en la acera de enfrente a los jardines y pabellones del
antiguo Instituto Homeopático.
Su entrada en la maquinaria procesal franquista de posguerra se produjo el
9 de febrero de 1940, a causa de una denuncia de su mujer, María Gómez
Escribano, de veintiocho años, que le acusaba de haber sido vocal del
Sindicato de Obreros Carroceros de UGT, de estar afiliado al PCE antes del
alzamiento, marchar como voluntario al frente para luchar contra los
«nacionales» y haber ascendido a sargento en el ejército «rojo». Por si fuera
poco, le señalaba como autor de registros y saqueos como acompañante de
Melchor Rodríguez, «que al parecer estaba encargado de hacer requisas»,
circunstancia que su marido, según la denuncia, aprovechaba para quedarse
con objetos de valor.
Manuel García Menéndez declaró después de ser detenido que no había
militado nunca en el Partido Comunista ni había ido voluntario al frente. Sí
reconoció que había sido vocal de un sindicato, pero el de Obreros
Carroceros, que no estaba adscrito a ninguna central sindical, pero que lo
absorbió UGT al estallar la guerra, de ahí que él se afiliara al Sindicato de
Obreros de Transportes Mecánicos de la central socialista. En mayo de 1937
pasó al arma de aviación, siendo cabo conductor hasta el final dela guerra.
Admitió haber tenido trato con Melchor Rodríguez, al que conoció un día
de noviembre de 1936 al presentarse el entonces inspector general de
Prisiones en el taller en el que trabajaba, donde le estaban arreglando el
coche. El dirigente anarquista les dijo que «si alguno sabía conducir podría
irse con él unos días». Los compañeros del taller propusieron a García
Menéndez, que además compartía oficio con Melchor Rodríguez, al ser
ambos carroceros. El joven aceptó finalmente trabajar como conductor del
dirigente anarquista, al que sirvió durante dos meses. No sabemos con

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seguridad qué coche condujo García Menéndez en su servicio al exnovillero
sevillano, pero hay constancia de que este tenía un Cadillac negro de diez
plazas, con las siglas CNT y FAI pintadas de blanco en cada lado con letras
grandes.
La declaración de García Menéndez en su sumario judicial reza:
La única misión del dicente era llevarle de una prisión a otra, ya que ejercía el Sr.
Rodríguez el cargo de Inspector de Prisiones, desde cuyo cargo tanto este como el
dicente hicieron múltiples favores a personas que después determinará; que insiste en
que ni el Sr. Rodríguez ni el exponente se hayan dedicado a requisar ninguna clase de
objetos, pues la única misión de ambos es la que deja relatada (…) Que también le
interesa hacer constar que durante el tiempo en que prestó servicios con Don Melchor
Rodríguez, por indicación de este llevó en [el] coche que conducía a diversas
personas para que se refugiaran en diferentes embajadas.

Entre los nombres que García Menéndez citó para que avalaran su
declaración se encontraban el de Baldomero Camacho, que vivía en Juan de
Olías 9; un señor llamado Salvador cuyo apellido no recordaba, con domicilio
en San Bernardo 117; y un empleado de prisiones llamado Juan Bautista.
Según se desprende de los sumarísimos abiertos contra el propio Melchor
Rodríguez por las autoridades franquistas, Baldomero Camacho Fernández
era un empleado de treinta y cuatro años que había estado refugiado con su
familia en el Palacio del Marqués de Viana, en la céntrica calle Duque de
Rivas 1, del que el líder anarquista de Triana se había incautado como cuartel
general de su grupo, llamado «Los Libertos», y como vivienda, pues allí
vivían también su mujer, Paquita, y su hija, Amapola.
Allí acogía Melchor Rodríguez a personas perseguidas que acudían a él en
busca de protección, incluso pidiéndole que fuera a detenerlas a sus casas
antes de que lo hicieran otras milicias. Esto es lo que sucedió con el que fuera
ministro de Gobernación durante la cruenta huelga agraria de 1934, el
lerrouxista Rafael Salazar Alonso, que fue detenido en una casa de la calle
Raimundo Lulio por miembros de «Los Libertos», que le condujeron al
Palacio del Marqués de Viana. Allí acordó con Melchor Rodríguez su entrega
a las autoridades, que el dirigente anarquista gestionó personalmente con el
ministro de Justicia, Manuel Blasco Garzón.
Después de ser conducido el 31 de agosto por el propio Melchor
Rodríguez a la Cárcel Modelo, Salazar Alonso quiso dejar «constancia de mi
gratitud a estos anarquistas por el trato que de ellos he recibido». El
exministro, que estaba convencido de que saldría indemne puesto que no
había participado en el golpe militar, sería juzgado por un tribunal popular,

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condenado a muerte por una sentencia política más que penal y fusilado el 23
de septiembre en la misma cárcel.
Después de que una bomba incendiaria cayera sobre el Palacio del
Marqués de Viana durante un bombardeo franquista, hiriendo a su mujer y a
su hija, el dirigente anarquista se mudó al paseo de Recoletos 23, piso
incautado por la CNT, adonde se llevó a las personas que tenía protegidas,
incluidos Baldomero Camacho y su familia.
Los otros dos nombres apuntados por García Menéndez para avalar su
declaración ante los franquistas eran los de los funcionarios de prisiones Juan
Batista Gutiérrez, no Bautista, y Salvador Salmerón Céspedes. El primero fue
secretario particular del político sevillano y su colaborador clave en la
detención de las matanzas de presos. Jefe de servicio de la Cárcel Modelo,
Batista era en realidad un «quintacolumnista». Prueba de ello es que en 1939,
después de pasar en agosto sin problemas el proceso de depuración de
funcionarios públicos, el secretario de Melchor Rodríguez fue destinado como
jefe de servicio ese mismo mes a la prisión provincial de Tenerife y en
octubre a la de Valladolid, con sueldo anual de 6.000 pesetas. En 1940 fue
promovido a director de segunda clase y con ese cargo fue destinado al año
siguiente al Reformatorio de Adultos de Ocaña (Toledo). Juan Batista se
jubiló en septiembre de 1959.
Pero volvamos a la declaración ante el juez franquista de García
Menéndez, el chófer de Melchor Rodríguez. Según su testimonio, su mujer le
había denunciado al acabar la guerra porque se encontraban separados desde
antes de julio de 1936, «por cuyo hecho y en venganza le formula cuantas
denuncias puede, unas por supuestos malos tratos y otras por amenazas, y por
último la que ha dado lugar a estas actuaciones». Asimismo, adujo que el
motivo de la separación con su mujer fue «el de haberse dedicado esta a la
prostitución por lo cual tuvo que llegar incluso a quitarle dos niñas hijas del
matrimonio, las que ha tenido bajo su guarda hasta hace unos días en que con
nuevas amenazas se las ha vuelto a llevar».
La mujer, María Gómez Escribano, llegó a denunciarle a él y a sus
hermanas Vicenta y María ante la Policía «roja», denuncia de la que dejaron
constancia en 1939 en sus declaraciones ante los vencedores el portero y los
vecinos de Eloy Gonzalo 4, domicilio de García Menéndez. El chófer de
Melchor Rodríguez argumentó que esta denuncia de su mujer estuvo a punto
de provocar la detención de tres vecinos de Anchuelo (Madrid), Guillermo
Sanz García y los hermanos Manuel y Mariano Redondo Juarraz, que tenía

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refugiados en su casa al estar perseguidos por ser de FE, los cuales pudieron
huir a tiempo gracias a ser avisados por él.
El 6 de abril de 1940 la justicia militar franquista archivó las diligencias
contra García Menéndez sin responsabilidad. Tres meses después abría
sumario contra su mujer por denuncia falsa. María Gómez Escribano repitió
ante el juez militar que durante la guerra había denunciado a su marido y a sus
hermanas porque «se dedicaron a saquear domicilios de personas de derechas
utilizando para llevarse los efectos el coche oficial del entonces director de
Prisiones Melchor Rodríguez, a las órdenes del cual estuvo como chófer».
Admitió que sus cuñadas estuvieron detenidas por culpa de su denuncia,
aunque les dejaron en libertad por no haberse hallado pruebas de la acusación.
María Gómez Escribano acusó también a su marido de haberla
abandonado a ella y a sus hijas durante la guerra. Dijo que llegó a quitarle a
las hijas alegando ante el Tribunal Tutelar de Menores que vivía en mala
situación, y que las metió en un colegio de dicho tribunal.
La causa contra la mujer de Manuel García Menéndez se sobreseyó
finalmente en febrero de 1943.

Página 233
12.

EL SACO DE MADRID

E l paisaje de la revolución en Madrid tuvo en los robos, saqueos e


incautaciones arbitrarias uno de sus elementos esenciales. Los atentados
contra la propiedad privada, fueran los dueños desafectos o no, se alzaron
como enseña del nuevo orden a raíz del golpe militar y como expresión del
fin del mundo capitalista y burgués. La ciudad entera se vio arrollada por la
marea de la requisa revolucionaria, que sufrieron por igual iglesias y
conventos, palacios de la aristocracia y centros de enseñanza, sedes de
partidos y sindicatos de derechas, bancos y empresas, círculos y casinos,
redacciones de periódicos e imprentas, fábricas y almacenes, negocios y
comercios, pisos y fincas, más todo lo que tenían en su interior.
Como ya hemos indicado en otro capítulo, en fecha tan temprana como el
22 de julio de 1936 los periódicos madrileños incluyeron una nota del Frente
Popular reclamando a las fuerzas del gobierno y las milicias que actuaran
«inflexiblemente» contra los autores de los desmanes que venían
produciéndose por toda la capital. La explicación era que se trataba de obra de
«fascistas, desesperados por su derrota» que querían desacreditar el «glorioso
movimiento de liberación», simulando un «furor revolucionario que se
traduzca en saqueos, incendios o robos».
No parecían «fascistas», sin embargo, los milicianos, guardias de Asalto y
paisanos que aquellos mismos días invadieron en la calle Magdalena 1, junto
a la plaza de Tirso de Molina, el piso de las Manufacturas Artola, de donde se
llevaron a punta de pistola todos los monos de trabajo que los propietarios
tenían confeccionados.
La prenda por antonomasia de las imágenes del «pueblo en armas» se
convirtió desde los primeros momentos en un preciado objetivo de los
revolucionarios. La sede en Fuencarral 139 del conocido comercio La Casa de
los Azules de Vergara, dedicado a «trajes para mecánicos», fue

Página 234
completamente saqueada, según denuncia de su propietario y fundador,
Perfecto Herrero, que calculó en 16.000 pesetas el valor de lo robado por «las
turbas rojas». Haber sido anunciante en El Socialista, diario oficial del PSOE,
no le sirvió a su dueño de aval frente a los revolucionarios.
En la glorieta de Quevedo 2 fue también asaltada la tienda de confección
de monos de trabajo propiedad de la familia Abadía, al igual que la de Braulio
Martínez en el paseo de las Delicias 47. Aunque para prendas revolucionarias
las que se confeccionaron dos mujeres que vivían en la desaparecida Huerta
del Cordero 4, en el actual parque de Roma: un artillero, Santiago López Blas,
destacado en el entonces Palacio Nacional, sustrajo unos cortinones de las
antiguas estancias reales con las que sus dos amigas se hicieron sendas batas
de señora, sin duda llamativas, pues los vecinos no se olvidaron de ellas al
consignarlas en su declaración jurada ante los franquistas.
No menos valoradas estaban las alpargatas. A la industria alpargatera de
Amalia Vicente Pérez, en Hortaleza 76, le robaron todas las existencias en
aquellos días de furia y llamas. En Amaniel 6, donde el comerciante
Francisco Dabó tenía un depósito de alpargatería, fueron los propios
dependientes los que se hicieron cargo del género, muy posiblemente al ver el
vertiginoso aumento de su cotización.

Automóviles de lujo

Otro elemento omnipresente en las icónicas imágenes de la revolución


fueron los automóviles. Desde el primer momento, el gobierno republicano
trató en lo posible de controlar la incautación de motocicletas, coches,
camionetas y camiones creando un comité de requisas con representantes de
los ministerios de Guerra y de Gobernación y de todas las fuerzas políticas y
sindicales del Frente Popular. Dicho comité tenía la función de distribuir los
vehículos de acuerdo con las necesidades de las fuerzas del gobierno y las
milicias, lo que una vez más demuestra que las autoridades republicanas no
trataron de frenar el movimiento revolucionario, sino de controlarlo. En este
caso, para manejar un instrumento clave en la respuesta al golpe militar, como
era el transporte.
En las declaraciones juradas de posguerra menudean las anotaciones de
propietarios sobre sustracción de vehículos, en especial coches de lujo. La
tienda de automóviles de Goya 41, propiedad de Salvador Priego, fue
enteramente saqueada en los primeros días de la revolución. A Francisco Jara
Herrera, dueño del hotel de la calle García Luna 3, en el barrio de

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Prosperidad, le requisaron al comienzo de la contienda hasta cuatro
automóviles: un Ford V-8, un Chevrolet y dos Rochet Schneider.
Francisco Martínez Ruano, vecino de la calle Salas 6, anotó en su
testimonio que unos militares le habían sustraído un Chrysler y que en su
lugar le entregaron un recibo en que su coche figuraba «como contribución
especial de guerra», a la que tuvo que resignarse. En Nicasio Gallego 10 las
milicias forzaron la puerta del garaje a bayonetazo limpio para robar tres
Citroën y un DKW propiedad del vecino Francisco García Cuenca. A Joaquín
González de Vicente, que vivía en la calle Almagro 15, lo que le molestó no
fue solo que las milicias le requisaran un automóvil marca Plymouth: es que
lo habría terminado de pagar el 10 de julio de 1936, una semana antes de
comenzar la guerra.
El portero de María de Molina 31, Modesto Lázaro Morencos, destacó,
entre todas sus actuaciones para salvar vidas y bienes de los vecinos, el haber
«defendido con todo interés y tesón, llegando hasta exponer varias veces mi
vida por negar la existencia de los coches cuando estos estaban aún en los
garages (sic), todos los bienes de los vecinos y sus personas». Finalmente, las
milicias requisaron los cinco automóviles propiedad de los inquilinos.
Tampoco faltaron los saqueos de tiendas de artículos militares, como la de
Ciudad Rodrigo 10, junto a la Plaza Mayor. O los robos en las armerías, como
la de la calle del Carmen 2, asaltada el 19 de julio y a cuyo propietario,
Agustín Sánchez Campins, hirieron las turbas. También fue saqueada en los
primeros días de la guerra la armería de la plaza del Ángel 3, regentada por
los hermanos Adrián, Alfonso y Ángel Urain Eguía, de familia originaria de
Deba (Guipúzcoa). A los tres los detuvieron en la misma tienda casi dos años
después, el 16 de marzo de 1938, y posteriormente los asesinaron junto con su
primo Juan Aldabaldetrecu Urain, según la denuncia presentada a los
vencedores por su hermana Ascensión en 1939.
Aunque muchos corrieran finalmente la misma suerte, lo habitual es que
el orden de acontecimientos fuera el inverso a lo sucedido a los hermanos
Urain y a su primo Aldabaldetrecu. La mayoría de las veces se producía
primero el asesinato o la detención del propietario y al mismo tiempo o poco
después el saqueo de sus propiedades, lo que demuestra que los ladrones eran
los mismos que los verdugos o bien personas próximas a estos.
Son casos denunciados por porteros y vecinos, como el de Pedro Vergara
de la Riva, vecino de Iriarte 18, que desapareció el 18 de agosto después de su
detención por unas milicias de CNT: al día siguiente vinieron otros milicianos
para vaciar su casa con ayuda de un camión. Lo mismo les sucedió a los

Página 236
hermanos Eduardo y Luis Gómez Fernández, dueños de la tienda de
comestibles de Ardemans 20, en el barrio de La Guindalera, a quienes
detuvieron el 12 de septiembre. Los milicianos que los apresaron volvieron a
los tres días, después de haberlos asesinado, para desvalijar completamente su
tienda.

¡UHP!, moneda revolucionaria

Lo corriente en las primeras semanas de la guerra es que las milicias se


sirvieran o se hicieran servir a gusto de las mercancías de todo tipo de
establecimientos y se marcharan con un estentóreo «¡UHP!», «Uníos,
Hermanos Proletarios», que les servía de moneda de pago ante el
desconsolado o resignado propietario. Y eso que el 25 de julio el ministro de
la Guerra, el general Luis Castelló Pantoja, había ordenado que las requisas e
incautaciones para el abastecimiento de las fuerzas leales correspondiera
exclusivamente al Ayuntamiento de Madrid, mientras que de su recogida y
distribución se haría cargo el Parque de Intendencia. A pesar de ello, en toda
la ciudad se difundió por las milicias el descarado medio de pago del grito
¡UHP! o incluso el uso de vales, que se entregaban a cambio del género con la
promesa de que el gobierno compensaría después al dueño por el valor de lo
adquirido.
Las instrucciones del ministro de la Guerra iban dirigidas a garantizar el
abastecimiento de las «milicias organizadas y encuadras en unidades», pero
no a sus familias. De los víveres de estas últimas se ocupó el Ayuntamiento
de Madrid mediante un bando publicado el 27 de julio que estableció la
entrega de 30.000 vales por la Sección de Abastecimientos municipal a un
comité central para que cada partido y sindicato los repartiera a las familias de
los milicianos combatientes. En el bando se especificaba que quedaba
«terminantemente prohibido a las milicias y a todo ciudadano exigir de los
mercados, almacenes y tiendas la entrega de víveres mediante la presentación
de otros avales que no sean los expresados por la Sección de Abastecimiento
del Ayuntamiento».
La reiteración de estos abusos, mediante la presentación en los comercios
de todo tipo de avales por los más insospechados comités, sin ninguna
garantía de cobro, obligó al gobierno a establecer el 13 de agosto en Madrid
un sistema de pagos centralizados en el Parque de Intendencia con el refrendo
de la Cámara Oficial de Comercio, así como a crear una junta de compra de
material dependiente del Ministerio de la Guerra. Las quejas por la posterior

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falta de pago son habituales en las declaraciones, lo que pone de manifiesto
que estos abusos no se erradicaron.

Cinco camionetas de jamones

Una gran requisa de productos alimenticios se produjo en los primeros


días de la contienda en la calle Molino de Viento 8, en Malasaña, donde el
industrial Manuel Parrondo Arias denunció que le fueron incautadas el 7 de
agosto cinco camionetas de jamones, embutidos, tocino y conservas por
milicias comunistas de la calle Serrano 6, antigua sede del partido derechista
AP. Una vez realizadas unas pesquisas, Parrondo averiguó que la orden de
incautación provenía del ayuntamiento.
Al industrial Agapito Sánchez Nieto, que vivía en el paseo Imperial 8,
bajo el actual parque de la Cornisa, unos milicianos le robaron a punta de
pistola el mismo mes de agosto otra buena cantidad de víveres: 160 kilos de
embutidos. No hay prueba de que sus autores tuvieran relación con las
milicias de la CNT que, en esas mismas fechas, llevaron a cabo el expolio de
37 pellejos de vino de la bodega de San Marcos 8, propiedad de Gregorio
Sanz de la Mata.
Valentín Seco Luengo, propietario de la carnicería y salchichería de
Pacífico 11, hoy Ciudad de Barcelona, se quejó de que sufrió varios robos de
género en aquellas fechas. En la confitería de Santo Domingo 2 los autores de
un registro se marcharon con tres sacos de azúcar y cuatrocientos kilos de
fruta en almíbar, además de «una cierta cantidad de caramelos». En la tienda
de ultramarinos de Hartzenbusch 3 unos individuos armados se contentaron
con doce jamones. En Fuencarral 111 los asaltantes tuvieron muy a mano
todos los materiales para un buen ágape: saquearon la carnicería de Nicanor
Viñambres y aprovecharon también para desvalijar la vecina tienda de vino de
Luciano López.
Algunos registros de las fuerzas gubernamentales eran aprovechados por
sus autores para darse después un homenaje, según todos los indicios. A
Domingo Castro, vecino de Lombía 7, le sustrajeron, junto con el habitual
aparato de radio, dos cajas de cigarros, una botella de coñac y varios chorizos.
Los milicianos que registraron la casa de Pedro Ramos, vecino de la calle
Juanelo 7, se llevaron todo lo necesario para celebrar por todo lo alto el sexto
aniversario de la proclamación de la Segunda República, que se cumplía
aquel mismo día, 14 de abril de 1937: cuatro jamones, tres salchichones, dos

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bacaladas, tres paquetes de chocolate, medio kilo de pan de trigo y doce latas
de conserva.
Son muy escasas las ocasiones en que los porteros se ufanaron ante los
vencedores de haber frustrado el asalto a los comercios de sus fincas, lo que
prueba una vez más el riesgo que corrían en caso de haberlo intentado. En
Cardenal Cisneros 3, el portero Manuel Cupeiro Laborda tuvo que valerse de
su condición de afiliado a UGT desde 1928 para convencer a una decena de
compañeros de su sindicato de que no saquearan la tienda de ferretería de la
finca, propiedad de Víctor Martínez. El portero también evitó que los
milicianos detuvieran a un hijo y un sobrino del propietario.
En algún caso los vecinos fueron beneficiarios del expolio a los
establecimientos de su casa. En Juan Bravo 73 se hizo un peculiar reparto
después de uno de los reiterados saqueos sufridos por la droguería y
perfumería establecida en la finca, propiedad de Antonio Rodríguez, primero
por milicias comunistas y después por la policía. En este último saqueo los
agentes acordaron con el comité de casa repartirse la mercancía sustraída. La
parte que quedó bajo posesión del comité de casa se dividió en pequeños lotes
entre los vecinos, si bien el portero aseguraba que estos fueron coaccionados
para que se llevaran el lote que les correspondía a cambio de entregar «un
donativo para gastos de guerra».
La intervención de las industrias madrileñas, decretada por el gobierno el
25 de julio de 1936, unida a la convulsión y el derroche provocados por la
revolución y la guerra, influyó considerablemente en la progresiva escasez de
bienes, que no tardaría en aparecer ya en ese mismo verano. Los problemas de
abastecimiento de Madrid, vinculados a la caída de la recolección y la
producción, pero también a la afluencia de milicianos y evacuados a la
capital, se agudizaron con el transcurso de la guerra, agravando los robos de
alimentos, como denunciaron algunos vecinos en sus declaraciones.
Gil Humanes García y Eufrasio Maté López, vecinos de la calle Talavera
15, llegaron a anotar ante los vencedores que «el 4 de diciembre de 1938,
violando las alambradas, fueron secuestradas (sic) al primero ocho aves de
corral y al segundo dos conejos». Se ignora si los desconocidos autores del
«secuestro» solicitaron algún rescate por los animales, aunque lo más seguro
es que no tardaran en dar buena cuenta de ellos.
A Jesús Fernández Cobo, dueño de la vaquería de Ríos Rosas 48, cuyo
establo tenía en el 36 de la misma calle, la rama de transportes de la CNT le
«secuestró» 28 vacas, además de 12.000 pesetas en pienso. Su condición de
falangista le había obligado a esconderse desde el primer día de la guerra, por

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lo que no pudo evitar el expolio. Por si no les bastara con el negocio de la
lechería, los asaltantes se quedaron también con su vivienda, dejando en la
calle a la mujer y los hijos del lechero.

El tesoro de las carbonerías

Tan apreciados como los comestibles eran el carbón y la leña, con los que
se alimentaban cocinas y calderas. El rigor del primer invierno de guerra en la
ciudad asediada llevó al delegado de Abastecimientos de la JDM, Pablo
Yagüe, a declarar el 5 de diciembre de 1936 la prohibición del gasto en
calefacción en Madrid salvo en los hospitales. Todos los depósitos de carbón
y leña de la ciudad quedaron en esa fecha bajo el control de la JDM ante «la
necesidad de racionar estos productos y de evitar toda clase de abusos por los
elementos desaprensivos y enemigos del régimen».
Al mismo tiempo se dictaba que, como consecuencia de esta medida,
«ningún organismo de Milicias, político o sindical ni partido alguno pueden
disponer de cantidad alguna de los depósitos de carbón y leña». Una vez más,
serían los porteros, junto con los propietarios de los depósitos, los encargados
de enviar antes de cuarenta y ocho horas una declaración de las existencias en
cada finca. Los que incumplieran esta disposición serían «considerados
facciosos y comprendidos, por tanto, dentro del fuero de guerra».
El interés de la JDM por los depósitos de carbón venía, sin embargo, de
tiempo atrás si hacemos caso a la denuncia de los vecinos de Conde de
Peñalver 17, que señalaron que ya en el mes de septiembre de 1936 «una
delegación de Abastos se apoderó de toda la existencia de carbón, que estaba
destinado al servicio de calefacción de la casa», y que ascendía a sesenta
toneladas. Los residentes de Álvarez de Castro 34 reflejaron en su declaración
que «el 16 de noviembre de 1936 fue robado por una titulada Comisión de
Abastecimiento de Madrid el carbón (14 toneladas) que había depositado en
el sótano para calefacción de la casa».
En la calle Reforma Agraria 38, antes y ahora Alfonso XII, los vecinos
denunciaron la incautación de veinte toneladas de carbón unos días después
de la disposición de Abastecimiento. Los de Montesquinza 14 sufrieron la
incautación de la leña para la calefacción cinco días después, el 10 de
diciembre, pero pudieron seguir consumiéndola en parte en el piso de los
dueños, la portería y los cuartos de algunos evacuados, hasta que el 23 de
febrero de 1937 las autoridades de la JDM se la llevaron toda.

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La portera de Esparteros 10, Manuela Conde Arias, evitó a sus vecinos un
mal mayor que la incautación del carbón o la leña, cuando unas milicias se
presentaron en la casa para llevarse la caldera y la instalación de la
calefacción. El coraje de la portera impidió tamaño latrocinio, aunque no
sirvió de nada: poco tiempo después los destrozos de una bomba de la
aviación franquista dejaron a todos los vecinos en la calle aquel invierno.
Los dueños de las carbonerías sufrieron especialmente la represión en
Madrid en aquellos primeros meses de otoño e invierno de la guerra: un total
de 23 de ellos fueron asesinados en la capital, junto con ocho de sus
familiares, entre mujeres, hijos y hermanos, de acuerdo con la contabilidad de
la Sociedad del Gremio de Carbonerías de Madrid, que sumaba otros 23
fallecidos a causa de «las privaciones sufridas durante el dominio marxista».
Tampoco en este caso faltó el señalamiento interesado contra los patronos
de las carbonerías en la prensa gubernamental como enemigos de la causa.
Así, la Asociación de Dependientes de Carbonerías, de UGT, en una nota
publicada a finales de agosto en varios periódicos madrileños, denunciaba que
«algunos patronos llevados de su avaricia tratan de perjudicar al gremio de
carbonerías en particular, y los intereses obreros y ciudadanos en general» por
el hecho de «suspender personal por falta de género».
Las declaraciones juradas de porteros y vecinos recogen varios
testimonios de esta cruenta inquina contra los carboneros. En algún caso
fueron asesinadas familias enteras, como la de Emilio Feito Santiago, que
regentaba un negocio de carbones en la calle San Vicente Ferrer 86. Fue
detenido el 6 de octubre de 1936 junto a su mujer, Carlota Montero Arango, y
su hijo Enrique, de dieciséis años, por unos individuos que dijeron ser
policías. Los vecinos les dieron por asesinados al no volver a saber nada de
ellos. Sus nombres figuraron después de la guerra entre los socios del equipo
de fútbol Atlético Aviación asesinados durante la contienda junto al de José
Antonio Primo de Rivera, que lo era también del Real Madrid.

Guerra a las peluquerías

En la posguerra resultó también muy frecuente la denuncia por el saqueo


y la incautación de peluquerías y barberías, que se explica por la decisión de
la Unión Colectiva del Ramo de Peluqueros-Barberos de CNT-UGT de
establecer en septiembre de 1936 el control sobre estos negocios, obligando a
los patronos a someterse al pago de una contribución al sindicato.

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Resulta llamativo que la Asociación de Patronos de Peluquerías de
Señoras hubiera solicitado del gobierno, a los doce días del golpe militar y
ante la crisis de trabajo provocada por las circunstancias, una «moratoria de
tres meses, no solamente en el pago de efectos librados, sino también en
contribuciones, establecimientos y rentas de los inmuebles en los que
ejercemos la profesión», para evitar «un derrumbamiento general de nuestra
industria». La incautación de sus negocios por CNT y UGT silenció
automáticamente las reclamaciones pedidas al gobierno por los propietarios.
La lista de peluquerías incautadas y después desvalijadas es muy prolija,
lo que demostraría el éxito de la intimidación del sindicato a la hora de
satisfacer su ansia expoliadora. Los propietarios de algunas peluquerías
fueron asesinados antes de la incautación. En la calle Embajadores 19 los
inquilinos denunciaron el asesinato en Pinto, el 31 de julio de 1936, de su
vecino Emilio Fernández Alcázar, dueño de cinco peluquerías en Madrid. A
su colega Julián Huedo Martínez, propietario de la peluquería de la calle
Hortaleza 73, lo detuvieron en su casa del mismo número a finales del mes de
octubre. Poco después una partida de milicianos saqueó la peluquería,
llevándose todos los enseres. Julián Huedo ingresó con otros seis detenidos el
4 de noviembre en la Cárcel Modelo, «por derechista». Cuando el juez del
Jurado de Urgencia n.º 2, adscrito a la Modelo, resolvió el 11 de noviembre
que se le tomara declaración, se le notificó que Julián Huedo «había sido
trasladado a Alcalá». Dicha notificación se libró el 1 de diciembre, cuando el
cadáver del peluquero llevaba más de veinte días enterrado en una fosa
común en Paracuellos.
Un caso ilustrativo de estos saqueos e incautaciones es el de Fernando
Martos Rodríguez, dueño de dos salones de peluquería, uno de caballeros y
otro de señoras, en Lope de Rueda 9. Ambos les fueron incautados por el
sindicato de peluqueros, que le puso a trabajar como oficial en su propio
establecimiento, «teniendo que soportar sus desconsideraciones y los
destrozos en el material». Al año y medio le robaron todo el material de la
peluquería de señoras, a saber: una máquina de permanentes marca Shelton,
un secador eléctrico con pie recién comprado, un secador eléctrico y de gas
con pie, dos sillones americanos de señoras, una máquina de desinfección, un
secador eléctrico de mano, un lavacabezas con pie, infiernillos para tenacillas,
toallas, cortinas, perfumería y «demás enseres propios de un negocio de esta
índole».
«Como dato curioso —concluía la denuncia de este peluquero— puedo
hacer constar que los que trabajaban en mi peluquería y que eran rojos, han

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encontrado la muerte durante la revolución, uno de muerte natural y los
demás en los frentes (todos ellos voluntarios), mucho daño me hicieron, que
Dios los perdone y en paz descansen».
Más sorprendente es la anotación del portero de Carretas 9, Gerardo
Robles, que informaba a los vencedores de que, pocos días antes de que
hicieran su entrada triunfal en Madrid, unos «diligentes» (sic) republicanos
habían sustraído de la peluquería de señoras sita en la finca, propiedad de
Manuel Estrada, una máquina rizadora y otra secadora.
Existen también repetidas declaraciones juradas sobre la incautación o
saqueo de las tiendas de compraventa, negocio contra el que existía ya una
antigua hostilidad popular, reforzada con la revolución. Tampoco faltó en este
caso el oportuno señalamiento desde los diarios izquierdistas. «Usureros
emboscados» era el titular de la nota editorial con la que el periódico La
Libertad exigía el 21 de julio de 1936, cuatro días después del golpe, una ley
que regulara los negocios de objetos usados para «amparo del débil frente a
los abusos del sórdido privilegiado». La nota señalaba a estas tiendas porque
«viven exclusivamente de la explotación de la miseria, de la que son, además,
principales fomentadores». Con tan mala prensa, no es de extrañar que los
propietarios de estos negocios sufrieran la furia de los revolucionarios.
Una semana después de la aparición de aquel artículo, una muchedumbre
se congregó ante la tienda de compraventa de Ponzano 8 y obligó al dueño,
Gabriel García, a entregar los objetos que antes habían llevado allí a vender.
El portero de la casa pidió auxilio a la comisaría, que envió dos agentes que
vieron imposible evitar el asalto, «limitándose su actuación a poner orden a la
entrada del establecimiento». «Estos hechos continuaron durante varios días»,
informó el portero.
A Dionisio Alonso, propietario de la tienda de Santa Juliana 6, le forzaron
también «a hacer entrega de los objetos en su poder sin abonar su importe ni
intereses», según declaración de la portera. Lo mismo sucedió en el negocio
de la calle Duque de Alba 19, propiedad de Natividad Blanco, del que los
asaltantes se llevaron «ropas y objetos pignorados sin abonar el importe de las
pignoraciones».
En Bravo Murillo 4, junto a la glorieta de Quevedo, Enrique Lozano
González regentaba un establecimiento de compraventa donde su hijo Carlos
Lozano Bernal ejercía de contable. Tenía contratado también a un encargado,
Emilio Gamo Serrano. En la madrugada del día 8 de noviembre, mientras sus
camaradas combatían en las afueras de Madrid contra las avanzadillas
franquistas, un grupo de siete milicianos detuvieron a los tres hombres junto

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con otro hijo del propietario, Eduardo, de veinte años, estudiante. En la
misma mañana, los mismos milicianos detuvieron a la mujer del dueño, Petra
Bernal Torres, y a su hija Cecilia. Los cuatro varones fueron asesinados,
según la declaración de los vecinos.

Colas para el saqueo

Las declaraciones juradas de porteros y vecinos alcanzan en ocasiones un


sorprendente detalle en relación con los autores de saqueos e incautaciones.
El portero de Humilladero 13 moderno, Antonio Rodríguez Martínez, anotó
con precisión las organizaciones que sucesivamente desvalijaron el
establecimiento Gran Bazar de la Latina, del que era propietario el vecino
Luis Cardenal Pérez, a saber: las milicias del Quinto Regimiento, la «Sección
Orcasitas» de Villaverde, el «Cuartel General del Cine Europa», las Milicias
del Colegio de la Paloma y las «Alianzas Obreras de Abastecimiento del
distrito de Latina». El interés por dicho bazar se explica por el surtido de
mercancías y servicios que dispensaba: además de ser sastrería, zapatería,
mercería y cestería, vendía telas, hules, paraguas, baterías de cocina, etc.
La tienda de alimentación de Serrano 82, propiedad de Alejandro Villegas
Macho, recibió la visita de las milicias del Batallón «Largo Caballero»,
Cuartel de la Montaña, Chamartín de la Rosa, Campamento de Carabanchel,
Ateneos Libertarios del Sur y del Norte y otros varios como la checa de
Bellas Artes. Sin duda, la calidad de sus productos debió de correr de boca en
boca entre las organizaciones revolucionarias.
Algunas fincas de vecinos fueron también objeto de inusitado interés por
los numerosos comités que pululaban por la ciudad. Los vecinos de
O’Donnell 9 sufrieron registros y saqueos por la CNT, las milicias canarias, la
checa de García Atadell, la comisaría de Puente de Vallecas, el Ateneo de
Puente de Segovia, la Federación Local de Sindicatos Únicos de Madrid y la
Brigada Técnica de Registros Domiciliarios de la DGS.
En paseo de la Castellana 59 el trasiego de saqueadores no fue menor. El
piso propiedad del que fue jefe del Gobierno republicano Joaquín Chapaprieta
resultó desvalijado por la checa de Bellas Artes y después incautado por el
Batallón «Pi y Margall», que después lo cedió al Batallón «Alicante Rojo».
Otro piso del mismo inmueble fue saqueado dos veces: primero por el Radio
Comunista de Cuatro Caminos y después por el de Puente de Vallecas. Un
tercer piso, el del neumólogo Manuel Tapia, director del Sanatorio de la
Fuenfría, fue precintado por la DGS y después resultó saqueado por la CNT.

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El cercano número 52 de paseo de la Castellana es otro ejemplo del
tráfago de incautaciones, ejecutadas en distintos pisos por el Radio Sur del
PCE, el Ateneo Libertario de Puente de Vallecas, el 2.º Grupo de Asalto y
finalmente la 7.ª División del Ejército Popular, que situó en esta finca su
puesto de mando cuando ya no debía de quedar en ella ni una mala palangana,
como se verá más adelante.
La sede de la Federación Española de Trabajadores Católicos, en
Sacramento 5, junto a la calle Mayor, fue saqueada por las JSU y Radio 6
hasta en catorce ocasiones entre el 31 de julio y el 27 de octubre de 1936.
Según denuncia del portero, Eulogio Fernández Díaz, se llevaron «mesas,
sillas, armarios, perchas, colchones, máquinas de escribir, vajillas, caja de
caudales, portalámparas, libros, papel de escribir, sobres, cestas, muebles…
imposible enumerar, y solo quedan en el piso algunos armarios y mesas».
En Alcalá 66 el portero, Mariano García Ontiveros, de cuarenta y dos
años, madrileño de Valdemoro, debió de cultivar cierta familiaridad con una
persona que una y otra vez allanó la finca para robar en prácticamente todos
los pisos. Según su declaración, esta persona se llamaba Felipe Mesto,
miembro del Círculo Socialista del Sur, e intervino, en solitario o con
distintas milicias, como «Los Linces de la República» o el Ateneo Libertario
de Retiro, en el saqueo de cinco pisos, además del robo de una gran partida de
carbón para la calefacción de la casa. Felipe Mesto, destinado después a
Valencia como comisario de Hacienda en la Caja de Reparaciones, fue
declarado en rebeldía por los vencedores después de la guerra y su causa
sobreseída.
A pesar de la conocida rivalidad política y sindical entre las distintas
fuerzas del Frente Popular, a la hora de repartirse los pisos a incautar
mostraban una gran predisposición para el pacto. En Montesquinza 14 hubo
acuerdo tácito para asignarse los más valiosos: el bajo izquierda fue ocupado
por el Sindicato Postal Rural de UGT, el bajo derecha por la CNT y el
primero izquierda por el Partido Comunista de Puente de Segovia.

Muebles para la revolución

Donde partidos, sindicatos y organismos gubernamentales encontraron un


auténtico filón para el expolio fue en los guardamuebles, de donde se
surtieron especialmente para los nuevos cuarteles de las milicias. El de la
calle Jordán 11 fue sucesivamente saqueado para surtir al cuartel de «La
Motorizada», que se había incautado del convento de las Siervas de María, en

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la Plaza de Chamberí. Su propietario, Antonio González, asistió resignado a
la salida de camiones y camiones con los enseres cuya custodia tenía
encomendada.
La misma resignación que mostró Concepción de Agustín Pola, dueña de
La Amuebladora, en la calle Juan Álvarez Mendizábal 73, en Argüelles, así
como su guarda, Antonio Arriero Rodríguez. Ambos reflejaron con todo
detalle en sus declaraciones de 1939 las vicisitudes de los bienes cuya
custodia tenían encargada. De los 182 clientes del guardamuebles, 146
sufrieron los saqueos de sus enseres total o casi totalmente, mientras que los
36 restantes los padeció parcialmente. Hubo requisas e incautaciones hasta el
mes de noviembre de 1936 en que la zona, próxima al Parque del Oeste, fue
declarada zona de guerra. Pero en los meses de febrero a marzo de 1937, a
pesar de estar restringido el acceso a dicha zona, se multiplicaron los asaltos
al almacén, «rompiendo puertas y ventanas del patio de atrás, entrando por el
tejado y por boquetes abiertos en la casa contigua», según el vigilante, que a
veces obtenía permiso para permanecer de día en el edificio y evitar más
robos.
Algunas de las incautaciones en La Amuebladora las llevaron a cabo
unidades de milicias o del Ejército Popular, previa presentación de la
autorización correspondiente. Así, las Milicias Confederales y el Batallón de
Autotransporte se apropiaron en tres ocasiones, en octubre de 1936, de camas,
camas turcas, colchones, mantas, almohadas y ropa de cama, aparte de objetos
y enseres guardados en baúles y cajones. En febrero de 1937 fue el jefe de
Sanidad de la JDM quien autorizó la requisa de muebles y efectos con destino
al Hospital Militar n.º 7. Ese mismo mes el comisario de la 40.ª Brigada
Mixta realizó un registro en busca de armas.
Hasta febrero de 1938 no volvieron a interesarse por el almacén las
fuerzas republicanas: fue entonces un oficial de la 7.ª División quien visitó el
guardamuebles para hacerse con enseres para la nueva jefatura de su unidad
en el número 52 del paseo de la Castellana, demostrando que no había
quedado nada en dicha finca. En marzo siguiente acudieron miembros del 2.º
Cuerpo de Ejército a retirar muebles y efectos. A partir de abril de 1938 fue el
Servicio de Recuperación del Ministerio de Defensa Nacional el que se hizo
cargo de las incautaciones. La propietaria dejó constancia para los vencedores
de los nombres y apellidos de todos los oficiales responsables de las distintas
requisas.
El ansia expoliadora de las milicias dio lugar a algunas situaciones
cómicas. En Ayala 94, según la declaración de la portera, Felisa García, unos

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milicianos de la UGT se incautaron de los muebles del ático, pero tuvieron
que almacenarlos en dos cuartos de la casa a la espera de poder recogerlos.
Unos días después vinieron otras milicias y se llevaron los mismos muebles
en un camión. «Después fueron a recogerlos los primeros milicianos quienes
se encontraron chasqueados al ver que los segundos se los habían llevado»,
relataba la portera.
No menos cómica fue la explicación que unos milicianos de CNT y FAI
dieron al portero de Marqués de Riscal 5, Tomás Vivas Rivero, cuando este
los vio bajar del registro de un piso con una caja de zapatos llena de joyas y
objetos de oro. Los anarquistas le dijeron al portero que «eran de un nido que
habían encontrado».

La extorsión revolucionaria

Las instrucciones sobre los registros para que se requisaran objetos de


valor, pero no de uso personal, fueron incumplidas con frecuencia por la
sencilla razón de que muchos de estos objetos personales lo eran además de
valor. Las denuncias en este sentido son numerosas, pero baste reseñar lo
ocurrido a un vecino de la calle Colegiata 16, José Jorro Rodríguez, cuyo
domicilio fue registrado por milicianos de la FAI, que le requisaron un reloj
de pulsera de señora de platino y brillantes, seis navajas de afeitar con sus
estuches y cartera de piel con iniciales de plata, tres cajas de cigarros puros,
dos de ellas sin empezar, y «otras varias alhajas que no precisó», según
declararon los vecinos en 1939, pues José Jorro había fallecido durante la
guerra. El remate de la actuación de los milicianos, procedentes del Ateneo
Libertario de Puente de Toledo, fue llevarlo detenido y ponerle en libertad a
la noche siguiente con la promesa de entrega de 10.000 pesetas, que fueron
abonadas por la víctima.
Este tipo de extorsiones monetarias fueron también motivo de varias
denuncias en la posguerra. Cierro este capítulo con un caso ciertamente
singular. Luis Fernández Cano, residente de la calle Mesonero Romanos 4,
reseñó en su declaración jurada el allanamiento de su casa por unos
milicianos que, aparte de robarle objetos de valor y cuatrocientas pesetas, le
conminaron «a que rompiera todo lo que fuera y oliera a iglesia». El vecino
cumplió la exigencia rompiendo y quemando una talla de la Virgen del
Carmen, una bendición papal, todas las estampas que tenía enmarcadas, el
diploma y la condecoración de caballero de Isabel la Católica y «libros y
fotografías de las principales ciudades de Italia que le había facilitado el

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secretario de la Casa del Fascio italiano, Signore Carbonara, situada en Alcalá
54».
El responsable de este registro en su domicilio, según la denuncia de
Fernández Cano, era un hombre llamado Constantino Osorio, «alto, de
constitución robusta y con cicatrices en la cara y en el cuello y de unos
veinticinco años». A los pocos días, este individuo se presentó de nuevo,
pistola en mano, reclamándole dinero, y le entregó 200 pesetas. Unos días
después, nueva visita, nueva reclamación y nuevo pago de otras 200 pesetas.
A la tercera vez, exigió 300 pesetas que el propietario también le abonó, y en
la cuarta ocasión pidió otras 300 y una moneda de oro para fundirla y
arreglarse los dientes. Antes de marcharse, Fernández Cano le advirtió: «No
vuelvas más porque ya no te tengo miedo». Constantino Osorio no volvió
nunca más, pero en pago del robo y las cantidades de dinero que le habían
entregado, pidió papel para escribir y dejó una nota pegada a la puerta de la
casa, que decía literalmente:
Esta casa esta requisada por la CNT
Esta casa asido requisada dos veces por los de la CNT por lo tanto no se le de be
molestar mas pues lla aquerdito bastante super sonalidad.
El que la registro
Carne sindical querdencial
(Firma ilegible)

Constantino Osorio Domínguez, natural de Vigo, fue denunciado en


noviembre de 1940 por crímenes y saqueos durante la guerra, según la
declaración realizada por el falangista Antonio Farias Camba en la calle
Fomento 9, dependencia de la antigua checa convertida en sede de la Brigada
Político-Social franquista. Osorio había abierto el 1 de abril de 1939 una
tienda de ultramarinos en Navalmoral de la Mata (Cáceres), acogido por su
suegro. Un vecino de Ponzano 47, José Carraffa Rodríguez, denunció que
Osorio había vivido durante la contienda en su misma calle, en un hotelito del
número 66, con la hija de los guardeses de la finca, María Gómez Ruiz.
Aseguró también que había oído en el barrio que Osorio había asesinado en
Toledo a un sacerdote y a su sobrina, pero que no conocía de nada al
denunciado.
Detenido en Navalmoral de la Mata en julio de 1941 y conducido a la
cárcel madrileña de Porlier, Osorio negó haber cometido delito alguno.
Reconoció haber servido en el ejército «rojo», pero como maestro herrero,
con destino en el Cuartel de las Cuarenta Fanegas de Chamartín de la Rosa,
así como en Guadalajara y Teruel. Afirmó también que en marzo de 1936 le
fue aplicada la Ley de Vagos y Maleantes por una estafa.

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Varios vecinos de la calle Ponzano declararon en su favor, diciendo que
Osorio y su familia gozaban «fama en el barrio de personas honradas y
formales». Un compañero de la empresa de coches Casal, donde Osorio había
sido ayudante de mecánico antes de la guerra, dijo que «era estimado por todo
el mundo y no se le conocían ideas políticas». El juez militar decretó su
libertad provisional en enero de 1942, dado que «el propio denunciante en su
ratificación desvirtúa completamente los hechos toda vez que dice no conocer
al encartado y son referencias los hechos que le atribuye que no puede
comprobar».
Constantino Osorio y María Gómez se casaron en Navalmoral de la Mata
el 12 de marzo de 1942. Cuatro años después, en mayo de 1946, Osorio
volvió a ser detenido, esta vez por la denuncia de un antiguo «maquis»,
Vicente Díaz Laguna, convertido en delator al servicio de las fuerzas
franquistas, que le señaló como enlace y colaborador de las partidas que
operaban en la sierra de Cáceres. El «Gallego», como conocían a Osorio,
llegó a pedir a una partida, la del «Francés», que dieran un atraco para él, para
«poder hacerse con unas pesetas», según el denunciante.
Calificado como «individuo retraído, muy hábil y sagaz», Osorio intentó
fugarse de la cárcel después de ser detenido, pero se hirió en una pierna, lo
que frustró su huida. Negó, sin embargo, ninguna relación con las partidas del
«maquis» y solo admitió haber accedido a la solicitud del «Francés» para que,
por 50 pesetas, pasara por el monte a tres individuos a Portugal dado su
conocimiento de la zona, por comerciar clandestinamente con tripas de
cordero al otro lado de la frontera, pero sin saber si eran «rebeldes» o no.
Trasladado en julio a la cárcel de Carabanchel, Osorio fue juzgado en Madrid
el 21 de enero de 1948, seis años después de su puesta en libertad por la causa
seguida contra él al finalizar la guerra. Fue sentenciado a cuatro años de
prisión por auxilio a la rebelión.

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13.

LA GUERRA DE LOS COLCHONES

U na de las escenas recurrentes del paisaje del Madrid en guerra fue la de


la incautación de colchones, mantas y prendas de abrigo de las casas
particulares, para su destino a acuartelamientos de las fuerzas republicanas y
hospitales para combatientes. El 11 de octubre de 1936 el Ministerio de
Gobernación decretó que la DGS y los gobernadores civiles de las provincias
procedieran a esa requisa, de acuerdo con los siguientes criterios: en las
viviendas deshabitadas se incautaría la totalidad de los colchones, mantas y
prendas de abrigo si eran propiedad de «pasados» a la zona rebelde o personas
exiliadas al extranjero; y la mitad si los dueños no estuvieran voluntariamente
en zona enemiga. En las casas habitadas, se requisarían los que excedieran de
un colchón y dos mantas por cama, y de ese excedente solo se incautaría la
mitad.
El decreto establecía que la «ocultación maliciosa» de estos enseres se
consideraría un delito sometido a los nuevos Tribunales de Represión del
Fascismo. Se levantaría un acta con inventario de lo incautado, que se
entregaría al portero y al inquilino afectado.
Esta medida tiene su reflejo en numerosas declaraciones juradas. Como
era habitual, fue utilizada como pretexto por algunos porteros para exhibir
ante los vencedores su labor en defensa de los vecinos. Nieves Banda Fontela,
portera de la calle Alcalde Sainz de Baranda 14, en el barrio de Ibiza, junto al
Retiro, explicó en su testimonio que «en cuanto a la incautación de colchones
logró convencer a cuantas personas pretendían efectuarla de que todos los
vecinos eran pobres y que únicamente usaban los estrictamente precisos a su
uso». Pilar Fernández Cuevas, portera de la vecina calle Ibiza 14, llegó a
declarar que fue detenida por el SIM después de que una vecina la acusara de
ocultar colchones de los inquilinos de derechas.

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La requisa de colchones y mantas fue también motivo de denuncia de los
vecinos contra los porteros ante los franquistas por su celo en colaborar con el
cumplimiento del decreto gubernamental. Los de la calle Pedro Heredia 22,
junto a la entonces existente cárcel de Ventas, denunciaron a la mujer del
portero porque en una requisa de colchones, cuando los agentes y milicianos
ya se marchaban sin haber encontrado nada, los detuvo en el portal para
señalarles dónde estaban guardados cuatro colchones, cuatro mantas y cinco
almohadas de un vecino «pasado» a la zona sublevada.
Esta denuncia contra la mujer del portero no tuvo nada que ver, sin
embargo, con el procesamiento por los vencedores de su marido, Raimundo
Mellado Moreno, de setenta y un años, y de su hijo Fidel, de treinta y tres,
albañil, afiliado a UGT, que se había incorporado voluntariamente a las
milicias, donde alcanzó el grado de teniente. Otro hijo, Tomás, había muerto
combatiendo como brigada en las filas del Ejército Popular en Villanueva de
la Cañada.
La causa contra el portero de Pedro Heredia 22 y su hijo se abrió por la
denuncia de una vecina, Salvadora Gil García, viuda de un alférez de
artillería, Teodoro Mata Martínez. Mata había salido el 1 de agosto de 1936
con las fuerzas leales al gobierno para el frente de la sierra, donde había
tenido varios altercados con el hijo del portero, según la denunciante.
Detenido el 21 de septiembre en la sierra, Mata fue trasladado a la Cárcel
Modelo de donde salió en una saca del 7 de noviembre para ser asesinado en
Paracuellos.
El portero negó haber denunciado a Teodoro Mata, aunque sí reconoció
haber puesto una denuncia contra el dueño de la finca, Ursulino Sierra,
porque solo le pagaba 35 pesetas cuando su contrato estipulaba un sueldo de
75, denuncia que no tuvo consecuencias. También afirmó que su hijo Fidel
discutía a veces de política con la mujer del alférez asesinado, antes y durante
la guerra. El propio Fidel recalcó en su declaración que la viuda de Teodoro
Mata había seguido manteniendo durante la guerra relaciones amistosas con
su familia, la cual estaba agradecida a su marido por el trato que había dado
en el Cuartel de Vicálvaro a su fallecido hermano Tomás, al que destinó de
barbero en la unidad.
Varios vecinos de la casa testificaron a favor del portero, recordando que
les había protegido y que incluso había intervenido como testigo de descargo
en los procesos a los que alguno de ellos tuvo que enfrentarse. El único
testimonio desfavorable fue el de Ursulino Sierra, dueño de la casa, que

Página 251
aseguró que el portero no «se comportó bien con sus convecinos» durante el
dominio «rojo».
La sentencia, dictada el 9 de abril de 1940, absolvió a Raimundo porque
los hechos que se le imputaban no revestían relevancia penal suficiente para
ser considerados como delitos. Su hijo Fidel, en cambio, fue condenado a seis
años y un día de cárcel por auxilio a la rebelión, al haber combatido y haber
sido instructor en la «columna Perea» y en la 2.ª y 106.ª brigadas mixtas
republicanas.

La guerra de García Berlanga

Si hay un hecho insólito relacionado con la requisa de colchones y mantas


en Madrid durante la guerra es el relatado en su declaración jurada por el
portero de Hortaleza 42, Ernesto Castro, de cincuenta y nueve años, cordobés
de Villanueva del Duque. En su testimonio asegura que seis de las doce casas
de la finca eran «pisos de recibir», también llamados «pisos discretos»,
dedicados a la prostitución:
Por esta razón han concurrido durante la dominación «roja» un sinnúmero de
individuos de filiación y conducta dudosa, pero a juicio del que suscribe eran
elementos militares o encuadrados en milicias z Comités (sic); dado el número de
ellos y la clase de casa de que se trata procuraba tener el menor contacto con los
mismos.

Ernesto Castro especificó en su declaración que en los «pisos dedicados a


la Industria que indico» se produjeron a lo largo de la guerra tres requisas de
colchones y camas, dando lugar la segunda de ellas a una escena
sorprendente:
La primera de ellas fue verificada por unas llamadas milicias, la segunda por la
Comisaría del Distrito y la última por orden de Intendencia, según sus
manifestaciones.
[En] La segunda requisa que como indico fue hecha por orden de la Comisaría, se
llevaron unos seis colchones y algunas ropas de cama siendo todo ello devuelto al día
siguiente.

A esta historia de la requisa de ida y vuelta de los colchones y mantas de


los «pisos de recibir», que parece sacada de una película del genial Luis
García Berlanga, se suman en la declaración de Ernesto Castro otros sucesos
dignos de ser mencionados en estas líneas. El primero de ellos es la
conducción a uno de estos «pisos discretos», a finales del verano de 1936, de
la duquesa de Lerma, María Luisa Bahía y Chacón, cuyo marido, Fernando
Fernández de Córdoba y Pérez de Barradas, antiguo senador, el segundo de

Página 252
los terratenientes de la provincia de Cádiz, había sido asesinado en su casa de
Goya 8.
La duquesa, que había sido liberada de una checa según declaró el
portero, estuvo escondida un día en ese «piso de recibir». La «madame»,
Marta Silva, logró contactar con un antiguo servidor de la duquesa,
seguramente influyente, quien intervino ante la DGS para ponerla a salvo. El
portero asegura que quienes trajeron a la duquesa a esa casa de prostitución
fueron milicianos de la FAI, lo que hace pensar nuevamente en una posible
intervención humanitaria del famoso «Ángel Rojo», Melchor Rodríguez. La
duquesa de Lerma fundó después de la contienda un internado para huérfanas
de guerra en el hospital Tavera de Toledo.
El segundo suceso reseñado por el portero de Hortaleza 42 es más
escabroso: en los primeros días de junio de 1937 un capitán alquiló una
habitación de la casa y entró en ella acompañado de dos jóvenes. Al poco
rato, sonó un disparo, del que resultó muerta una de las mujeres. La policía se
hizo cargo de la investigación del suceso, del que el portero no pudo precisar
más.
No quiero dejar de recoger también aquí los apuros que pasó Paulino San
Pablo, portero de Tesoro 17, en Noviciado, por estar la finca ocupada también
en su mayor parte por pisos de «mujeres de vida alegre», según su propia
declaración. El portero declaró que la policía republicana registró su casa el
20 de noviembre de 1937 y halló en ella un total de 183,95 pesetas en
monedas sueltas. Sospechando que provenían de las propinas que recibía de
los clientes que acudían a la casa, se le acusó de desafección al régimen por
conservar moneda fraccionaria. Y es que la escasez de cambio en Madrid
desde mediados del año 1937 había obligado a los establecimientos a colgar
carteles como «Si no trae cambio no se le despacha» o «Si no tiene cambio,
no bebe», escasez que se achacaba a una maniobra de la «quinta columna»
para dificultar la vida de los madrileños.
También se acusaba a este portero del delito de contrabando de plata
porque entre las monedas se le había requisado una de ese metal de 50
pesetas. El hecho de haber escondido a un militar retirado primo suyo,
Leonardo García Valle, que resultó detenido el 7 de septiembre de 1936, y
que alguien le denunciara por haber festejado la entrada de los franquistas en
Bilbao, le llevó a ser juzgado por desafección al régimen republicano en
marzo de 1938.
Paulino San Pablo esgrimió en su defensa su afiliación a UGT desde el 1
de mayo de 1934. Dijo que las monedas eran de la hucha donde sus hijos

Página 253
metían sus ahorros, y que no era cierto que admitiera «propinas de los amigos
de las Sras. antedichas». Finalmente resultó absuelto, pero al ser motivo de
continuas inquisiciones, según su declaración, decidió incorporarse como
guardia al Cuerpo de Seguridad y Asalto. Es posible que el aval de su primo
militar, al que había protegido, le eximiera de ser procesado después de la
guerra por los vencedores.

Reventando cajas de caudales

El dinero fue, naturalmente, uno de los principales objetivos tanto de los


saqueos como de las requisas. En Príncipe de Vergara las milicias del Quinto
Regimiento se llevaron un botín de 187.385,83 pesetas propiedad de la
inquilina Dolores Arteaga, según la precisa denuncia del portero, detallada
hasta el céntimo.
Las cajas de caudales fueron un recurrente objeto del deseo por parte de
agentes y milicianos. En Montalbán 14 las milicias se apoderaron nada menos
que de cuatro de ellas: tres de una misma oficina, la de José Luis de Orio, y
otra de la azucarera Ebro, sin que el portero supiera precisar la cantidad de
dinero que había en ellas.
Ubaldina Fernández Quiñones, habitante del número 6 de la calle
Concepción Arenal, había escondido su caja fuerte en el cuarto trastero de su
vecina Henriette Tomas, pensando que la condición de extranjera de esta sería
una garantía frente a los registros. La policía descubrió la caja fuerte y la hizo
abrir, incautándose de 424 pesetas, una pulsera de brillantes y zafiros, un reloj
de oro y una sortija de oro con brillantes, entre otras joyas.
El portero de Conde de Peñalver 5, Gregorio Pampliega Saldaña,
denunció que en un registro le despojaron de 7.000 pesetas que le dio a
guardar el religioso paúl Agustín Nogal Tobar, al que había ocultado en su
casa hasta su detención, traslado a San Felipe Neri 4 y fusilamiento en
Vallecas el 23 de octubre de 1936. Además, al portero le quitaron otras 1.000
pesetas de su propiedad.
Las anotaciones de porteros y vecinos sobre el tipo de propiedades objeto
de saqueos y requisas son muy diversas. El escenógrafo teatral Higinio
Colmenero, que había colaborado en el montaje de obras de, entre otros,
Cipriano Rivas-Cherif, cuñado del presidente de Manuel Azaña, vio cómo la
Junta de Espectáculos le requisaba unos decorados en agosto de 1937.
También fue incautada en marzo de 1937, por el Sindicato Único de la
Industria de Espectáculos Públicos de la CNT, la sastrería teatral propiedad de

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Humberto Cornejo Arenillas, en la calle Magdalena 2. El propio Cornejo
aseguró haber rescatado «con grave riesgo para mi persona, gran cantidad de
ropas religiosas», que entregó después de la guerra al Servicio de
Recuperación de Objetos Religiosos establecido en la iglesia de las
Calatravas, en la calle Alcalá.
En Conde de Peñalver 17, en la casa de Asunción Oria Rodríguez, viuda
de José Herrera y madre del eclesiástico, jurista y periodista Ángel Herrera
Oria, fundador de Editorial Católica y director de El Debate, las milicias se
apoderaron de la plata y de objetos de culto de la capilla, además del archivo
del periódico católico, según la denuncia del portero, Agapito López Tevar,
que señaló que la familia se encontraba ausente del domicilio.
Teresa Álvarez, vecina de Maldonado 13, sufrió el 10 de agosto de 1936
la incautación de una valiosa biblioteca por milicias anarquistas de Puente de
Vallecas. La mujer debió de quejarse amargamente de la pérdida pues le hurtó
de la posibilidad de subsistir vendiendo algunos ejemplares.
Afortunadamente, una gestión del dirigente socialista Julián Besteiro hizo
posible que la biblioteca volviera a su dueña en marzo de 1938, según la
declaración que ella misma presentó a los vencedores un año después, sin
importarle mencionar su gratitud al viejo profesor, detenido para entonces por
los franquistas, de cuyas cárceles no volvería a salir con vida.
Sobre gustos a la hora de elegir el producto a saquear, tampoco había nada
escrito en nuestra guerra. En la calle Ronda de Atocha 9 los vecinos reseñaron
saqueos y robos en tres pisos, pero remarcaron solamente por su valor, entre
todos los enseres expoliados, la sustracción de una pianola. Curiosamente,
una pianola fue lo único que dejaron los asaltantes de un piso de la calle del
Áncora 19, en el barrio de Atocha, del que se llevaron todos los muebles con
destino al Socorro Rojo Internacional.
Las requisas realizadas por la Junta de Incautación y Protección del
Patrimonio Artístico, creada por decreto del 23 de julio de 1936, tampoco se
libraban de las denuncias ante los vencedores. Los vecinos de la plaza del
Biombo 4 consignaron en su declaración el saqueo a finales de septiembre de
1936 del piso de Pedro Sánchez de Toca, marqués del mismo nombre, por
miembros de la citada Junta, dos hombres y dos mujeres, que se llevaron
cuadros, muebles y objetos de arte.
Uno de los intervinientes de esta requisa fue identificado como Antonio
Rodríguez y Rodríguez-Moñino, a quien decían que le acompañaba su novia
o esposa, empleada de la Biblioteca Nacional, probablemente María Brey
Mariño, con la que se casaría en 1939. Antonio Rodríguez fue depurado

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después de la guerra por su compromiso con el régimen republicano, en el
que tuvo un controvertido papel en la incautación de la colección de
numismática del Museo Arqueológico Nacional, de la que se perdió la pista
en su mayor parte. En 1966 sería elegido académico de número de la Real
Academia Española pese a las objeciones del régimen franquista y de varios
académicos.

El Palacio de don Melchor

No menos singular fue la incautación del Palacio del Marqués de Viana,


en la céntrica calle de Duque de Rivas 1, por militantes de la FAI liderados
por Melchor Rodríguez, a la que nos hemos referido en el anterior capítulo.
Ya hemos mencionado que, además de cuartel general de la facción «Los
libertos» encabezada por el dirigente sevillano, el palacio sirvió de refugio a
muchas personas perseguidas a las que el «Ángel Rojo» ofreció su protección,
incluido el personal de servicio de los propietarios del inmueble, los
marqueses de Viana.
Melchor Rodríguez se incautó del palacio el día 23 de julio de 1936, a los
seis días de producirse el golpe militar, junto con sus camaradas Celedonio
Pérez y Luis Jiménez, instalándose en él ese mismo día con su mujer y su
hija, como ya hemos mencionado. Una de las primeras medidas que tomó al
posesionarse del edificio fue «asegurar toda cuanta riqueza en el mismo
existía evitando así que fuese destruida o saqueada», según su propia
declaración.
Melchor Rodríguez abandonó el palacio el día 19 de noviembre después
de que fuera alcanzado por una bomba incendiaria arrojada por la aviación
franquista, que hirió a su mujer y a su hija como ya he señalado. Aunque se
trasladó a vivir entonces al paseo de Recoletos 23, a un piso incautado
también por la FAI, Melchor Rodríguez mantuvo la «propiedad» del Palacio
del Marqués de Viana hasta el final de la guerra.
En este punto conviene recordar las circunstancias en que Melchor
Rodríguez fue detenido el 22 de abril de 1939 por los vencedores en la que
sería su tercera residencia en la capital, en Príncipe de Vergara 38, cuarto
derecha. Puede sorprender que el antiguo novillero, responsable de prisiones
madrileñas hasta marzo de 1937 y último alcalde republicano de Madrid, no
fuera apresado hasta más de veinte días después del final de la guerra. Pero
aún choca más que lo fuera por la entrevista que le realizó, sobre su conducta

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humanitaria en el Madrid «rojo», el periodista Ignacio Alonso Villalobos y
Solórzano, de treinta y un años, y que publicó el 21 de abril el diario Ya.
Y todavía es mucho más llamativo que el antiguo chapista de la FAI
hubiera participado sin problema alguno el 12 de abril de 1939 junto a José
María Pemán, director de la Real Academia Española y consejero nacional
del Movimiento, en un acto público en El Retiro, donde se acumulaban
aquellos días los vehículos abandonados por las fuerzas republicanas. El acto
fue un homenaje a Serafín Álvarez Quintero en el primer aniversario de su
muerte, donde Melchor Rodríguez improvisó una quintilla dedicada a su
amigo y paisano. Todo ello detalladamente relatado en la prensa del día
siguiente para los lectores del nuevo Madrid «nacional».
Pero sigamos con la suerte del Palacio de Duque de Rivas 1. Su
propietario, el marqués de Viana, Fausto Saavedra Collado, cumplimentaba el
22 de diciembre de 1939 una declaración en el consulado español en Lisboa,
donde estaba destinado como agregado naval de la embajada, para aportarla al
sumario abierto contra Melchor Rodríguez. El aristócrata, que había
combatido en la Armada franquista durante la guerra como capitán de
corbeta, aseguraba que deseaba dar su testimonio por deberle al cabecilla
anarquista «el haber salvado su casa particular» y por si «le puede servir de
descargo o atenuante al verse y fallar la causa que se le sigue». Fausto
Saavedra confirmaba lo dicho por Melchor Rodríguez y aseguraba que
«gracias a su perseverancia e influencia, pudo salvar y conservar intacto todo
cuanto en ella se hallaba, incluso obras de arte y uniformes del dicente».
El 10 de mayo de 1940, cinco meses después de haber sido absuelto en
otro proceso militar anulado por el auditor de guerra, Melchor Rodríguez era
condenado a veinte años y un día de prisión por un delito de adhesión a la
rebelión. Tenía cuarenta y cinco años. Saldría de la cárcel en 1944. Falleció
en Madrid en 1972, con setenta y nueve años. Como es sabido, el entierro del
«Ángel Rojo», en los últimos años del franquismo, congregó a personas de
distintas ideas políticas, desde anarquistas a falangistas. Su féretro iba
cubierto con una bandera rojinegra y se entonó el himno confederal «A las
barricadas» para despedirle.

¿Cadáveres ocultos en el Palacio de Liria?

Otro episodio muy singular fue la incautación por las milicias del PCE, en
los primeros días de la guerra, del Palacio de Liria, propiedad del

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decimoséptimo duque de Alba, Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, que sería
nombrado embajador en Londres de la España de Franco en plena contienda.
La Junta de Incautación y Conservación del Patrimonio Artístico llegó a
difundir una nota a principios de agosto de 1936 alabando el cuidado con que
los comunistas estaban manteniendo el palacio, donde organizaban visitas
culturales. Al propio palacio volvieron las obras más notables de la colección
de arte de los Alba, como el retrato de la duquesa pintado por Goya, que la
Junta requisó en los sótanos del Banco de España, donde su propietario las
había guardado con lógica cautela, al igual que había hecho con otra parte de
su colección en otras instituciones, incluida la embajada británica.
Ironías del destino, la aviación franquista destruyó el palacio con bombas
incendiarias el 17 de noviembre, aunque lograron salvarse la mayoría de las
obras en él expuestas, no así muchos documentos y grabados que ardieron con
la biblioteca. La destrucción por los sublevados del Palacio de Liria fue una
baza propagandística bien aprovechada por el gobierno republicano. Incluso
se organizó una exposición de la colección de arte del duque de Alba,
inaugurada en Valencia en diciembre siguiente, como parte de esa campaña
de propaganda.
Uno de los milicianos comunistas encargados de la vigilancia del palacio
del duque de Alba fue Guillermo Atienza Herranz, alicantino de cuarenta y
cinco años, portero de la calle del Acuerdo 8. Afiliado en agosto y septiembre
de 1936 al PCE y a la CNT «con el fin de tener más seguridad personal», fue
destinado con el 5.º Regimiento al frente del Tajo hasta noviembre, en que
volvió a Madrid. En diciembre, después del incendio del Palacio de Liria, le
encargaron formar parte del retén que lo custodiaba, por lo que se trasladó a
vivir en él. Pero su estancia no pudo estar más llena de sobresaltos.
A los tres días de haberse acomodado en el palacio, Guillermo Atienza
descubrió un bulto bajo una lona en la parte posterior del edificio, junto al
jardín. Según su declaración a los vencedores en la posguerra, preguntó qué
era aquel bulto al responsable de la custodia del palacio, el comunista Manuel
Ramos Jiménez, alias «el Bombero», de treinta y ocho años, natural de Auñón
(Guadalajara). Ramos le contestó riendo que era un individuo que había
entrado por la noche a robar y que había tenido que matarlo. Dicho lo cual le
pidió que le ayudara a sacarlo a la calle cuando fuera de noche. Atienza se
negó, por lo que Ramos llamó al partido, que le mandó a un responsable
apellidado González con un policía, «los cuales procedieron a descubrir el
cadáver diciendo que lo enterrasen por allí, haciendo un hoyo en cualquier
sitio del jardín», según Atienza. A este le entraron náuseas y tuvo que

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retirarse, pero más tarde Ramos le enseñó el sitio donde había enterrado el
cadáver con ayuda de un empleado del palacio llamado «El Calefato». Según
le dijo el propio Ramos, la víctima era un cura.
Quince días después, Atienza descubrió otro cadáver «próximo a la verja
o mejor dicho a la tapia del edificio que separa a este del jardín». «La masa
encefálica de aquel desgraciado se hallaba a un metro de distancia y ante
aquel espectáculo el que depone empezó a vomitar, viéndose obligado a
retirarse de aquel sitio», según su declaración. Volvió a los tres días al palacio
y Ramos le dijo que también habían enterrado el cadáver en el jardín.
Atienza estaba seguro de que ese segundo cadáver también era una
víctima de Ramos, y así se lo dijo. La respuesta de Ramos fue ordenarle que
se marchara del palacio, pero no contento con ello sacó su pistola y le disparó
un tiro, que no alcanzó a Atienza. Esto le llevó a denunciarle en comisaría,
por lo que Ramos fue juzgado y condenado por las autoridades republicanas,
según Atienza, no saliendo de la cárcel hasta la entrada de los franquistas en
la capital.
Después de que el ayuntamiento se hiciera con el control del Palacio de
Liria, en mayo de 1937, Atienza estuvo empleado en los comedores de las
JSU y de Mundo Obrero y después fue cobrador del sindicato de la
construcción de CNT.
A pesar de su historial, Atienza alegó ante los vencedores que había
protegido durante la guerra a José Escobar Sánchez, capitán de FE destinado
en la Auditoría de Guerra, y al cuñado de este, un capitán del Tercio, Antonio
Lerdo de Tejada, y a su mujer, a quienes proveyó de alimentos en sus
domicilios, hasta que viéndolos en peligro los acogió en su propia casa, en la
calle Francisco Ricci 14. Sus protegidos declararían a su favor en las
diligencias abiertas contra él por los vencedores, aunque en su contra se
esgrimieron pruebas como la instancia del PCE que cumplimentó solicitando
destino como portero en los Ministerios, en la cual aseguraba que había
asaltado al Cuartel de la Montaña. Atienza negó haber participado en dicho
asalto y argumentó que la instancia se la rellenó un amigo que le dijo que,
poniendo lo del Cuartel de la Montaña, tenía «mérito suficiente para que le
dieran el destino». Finalmente, la causa contra Atienza resultó sobreseída
provisionalmente en julio de 1939 y fue puesto en libertad.
Más incierto se le presentaba el destino a Manuel Ramos Jiménez, «el
Bombero», supuesto autor de los crímenes del Palacio de Liria según la
declaración de Atienza. Fue denunciado en mayo de 1939 por un policía,
Manuel Murillo, que coincidió con él en la peluquería de Prisiones Militares,

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junto a San Francisco el Grande. Según Murillo, «El Bombero» se jactaba de
haber sido el responsable del Palacio de Liria, aunque en su testimonio lo
llamó erróneamente «de Heredia». El policía añadió que en el palacio se
cometieron varios asesinatos, de los cuales especulaba con que «Ramos sea
uno de los principales autores».
Aunque en una ficha policial incluida en el expediente constaba que había
pertenecido a la checa de los Salesianos de Atocha y que era responsable del
Palacio de Liria, Ramos lo negó diciendo que se limitaba a enseñar las obras
de arte de los Alba a las personas que iban a visitarlo. Negó también que allí
se cometieran asesinatos, y que solo sabía que se intentó «pasear» al
administrador del duque de Alba, Manuel Castells García, y que él mismo lo
evitó. Dijo que tampoco perteneció a la checa de los Salesianos, sino que
estuvo allí detenido por no afiliarse al PCE, «ya que por este motivo tenía
toda la antipatía de todos los del palacio», pero que al día siguiente le
mandaron de nuevo a Liria a hacer de portero. Y que no le tuvieron preso en
San Antón hasta el final de la guerra por intento de asesinato, como había
asegurado Atienza, sino por una grave trifulca con un compañero, con el que
se pegó el 19 de marzo de 1937.
A pesar de que Ramos dijo haberle salvado la vida, el administrador
Manuel Castells García hizo una declaración contundente contra él: lo llamó
«perfecto bandido», que en unión de otros se incautó del Palacio de Liria,
«donde se hicieron toda clase de estragos y atrocidades, destrozando obras de
arte de cuantivalencia (sic) incalculable; asimismo ha oído el declarante a
infinidad de vecinos que en el referido palacio cometió tres asesinatos, siendo
encontrados sus cadáveres por sus compañeros. Todo el mundo tiene la
convicción de que es uno de los sujetos más peligrosos e indeseables que
puedan existir», remató Castells.
Un vecino confirmó que Ramos fue detenido por los «rojos» por «haber
sido acusado de tres asesinatos, cuyos cuerpos fueron enterrados en el túnel
del mismo Palacio de Liria». Otro vecino señaló que «el Bombero» asesinó a
un jesuita y a un policía.
El consejo de guerra dictó sentencia el 19 de enero de 1940, considerando
como hechos probados que Ramos «perteneció al Ateneo Comunista que se
incautó del Palacio de Liria, interviniendo en la destrucción del mismo», a
pesar de que «el Bombero» aseguró que solamente había servido de guía para
los visitantes y de portero. Fue condenado a treinta años de prisión por
adhesión a la rebelión, una pena que evidencia la pretensión de los vencedores
de hacerle pagar la ruina de un palacio que ellos mismos habían destruido.

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Un palacete para la infancia

Otra peculiar historia sobre las incautaciones recogida en estas


declaraciones juradas es la referida al Palacete del Marqués de Cavalcanti, el
general José de Cavalcanti y Alburquerque y Padierna de Villapadierna, en la
calle Tutor 35, en Argüelles, ya desaparecido, en cuyo solar se levanta hoy un
centro educativo.
El general Cavalcanti, que ganó la Cruz Laureada de San Fernando en la
guerra de África, con una épica carga de caballería en 1909, se sumó a la
sublevación como antes lo había hecho a la «sanjurjada» en 1932. Es famosa
su imagen en la contienda civil con los generales Franco y Mola recorriendo
entre un gentío las calles de Burgos. Era yerno de la escritora Emilia Pardo
Bazán, la cual perdió a su único hijo varón, Jaime Quiroga y Pardo Bazán, y
al hijo de este, Jaime Quiroga y Esteban Collantes, víctimas del Madrid
frentepopulista, asesinados en la Pradera de San Isidro en agosto de 1936.
El Palacete del Marqués de Cavalcanti se encontraba vacío en julio de
1936 y su custodia había quedado a cargo del portero, Faustino Murcia
Fernández, de sesenta años, guardia civil retirado, natural de Torralba de
Calatrava (Ciudad Real), y de su mujer. Un día de finales de aquel mes julio
se presentaron en dos coches varios milicianos armados de fusiles y pistolas,
acompañados de dos mujeres, todos ellos vestidos con monos, que
amenazaron a Faustino Murcia con fusilarle si no les franqueaba la entrada. El
portero no tenía las llaves, por lo que los milicianos se introdujeron en el
palacio después de romper los cristales de una ventana y lo registraron
violentamente, destruyendo todos los muebles que encontraban a su paso.
En su declaración jurada dice el portero Faustino Murcia:
Transcurridos unos momentos se presentaron en los salones una pareja de la Policía
Gubernativa, y una pareja de seguridad, los cuales dirigiéndose a los que procedían
de este modo les preguntaron si tenían autorización para efectuar los desmanes que
estaban haciendo, contestando negativamente; suspendiendo en aquel momento
aquellos trabajos destructores y de saqueo, marchándose el que parecía jefe de los
rojos con uno de los agentes más caracterizados de la Policía Gubernativa a la
Delegación [Comisaría] de Leganitos, de donde regresaron al poco rato dedicándose
otra vez al saqueo y destrucción sin que los agentes y guardias de seguridad pudieran
poner coto a este acto criminal.
Uno de los agentes (el más caracterizado) me preguntó por un teléfono y me
ordenó le acompañase al Gabinete de los Sres. Marqueses y en el trayecto y a solas
me dijo en voz baja: No tenga cuidado, entraran muy pronto las tropas, refiriéndose a
los Nacionalistas, y mataremos a todos estos criminales y ladrones. La conferencia
que sostuvo era en solicitud de relevo no debiendo hacerle caso toda vez que no se
presentaron a efectuar este.

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Cuando terminaron de desvalijar el palacete, los milicianos y los policías
se marcharon juntos, llevándose los primeros «papeles y todas cuantas
condecoraciones, fajines, armas y otros objetos estimaron oportunos». Los
policías le dijeron al portero que se presentara por la tarde en la comisaría de
Leganitos para firmar un acta con todo lo incautado. Al llegar a las
dependencias policiales, se encontró con los agentes presentes en el registro y
le dijeron que ya no hacía falta su firma y «que dejaban a los ladrones en
prisión, pero que seguro que los soltarían después de venirse ellos de la
prisión en que los dejaron». Se ofrecieron incluso a hablar de lo sucedido
«con los Sres. Marqueses cuando vinieran estos a Madrid», según la
declaración del portero.
Al día siguiente aparecieron otros milicianos con la intención de
incautarse del edificio. La discusión de los recién llegados con los porteros
fue escuchada por una vecina que volvió a llamar a la policía, presentándose
unos agentes acompañados de guardias de Seguridad que asumieron la
custodia del palacete hasta bien entrada la noche. Sin embargo, en medio de la
noche, los agentes consultaron con sus superiores si tenían que entregar el
edificio a las milicias o no y les ordenaron que lo hicieran.
Después de que las milicias se hicieron cargo de la residencia de los
marqueses de Cavalcanti, mantuvieron al portero y a su mujer en condición
casi de prisioneros, según denunciaron estos. Solo dejaban salir de la casa a la
mujer para hacer la compra, bajo custodia de un miliciano, «obligándome a
mí —declaró el portero— a la limpieza de patio y portales sin sueldo, pues
habían metido en el edificio a más de sesenta chicos todos ellos de rojos».
En efecto, el Palacio de los Marqueses de Cavalcanti fue una de las diez
guarderías infantiles que en agosto de 1936 puso en marcha la Federación de
Pioneros de las JSU en edificios incautados. Allí se cuidaba a los hijos de los
combatientes que habían caído en la lucha o que se encontraban en el frente.
En la prensa madrileña de aquellos días aparecieron varios llamamientos para
que se donaran víveres, vestidos, libros y juguetes a estas guarderías de las
juventudes comunistas.
La guardería funcionó hasta que el barrio de Argüelles fue declarado zona
de guerra y evacuado ante la proximidad de las avanzadillas de los
«nacionales» que atacaban Madrid. Un día cayó una bomba cerca del
palacete, destrozando la casa de los porteros, lo que motivó que a Faustino
Murcia y a su mujer les dejaran marchar a casa de un hijo en la calle Martín
de los Heros. De allí, pasaron a otra casa en Joaquín María López, que
dejaron en noviembre, en plena batalla a las puertas de Madrid, para

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refugiarse en Puertollano (Ciudad Real) hasta el final de la guerra. Cuando
regresó a la capital, Faustino Murcia se instaló de nuevo en el palacete de
Tutor 35, pero ya no volvió a ver al marqués de Cavalcanti: el general había
fallecido en San Sebastián el 3 abril de 1937, con sesenta y cinco años, casi
exactamente dos años antes del triunfo de su bando.
Es posible que los niños que disfrutaron del palacete del general
Cavalcanti aquellos tres meses de 1936 nunca supieran la identidad de su
propietario, pero seguramente no olvidarían jamás sus salones y jardines,
donde jugaron a ser felices en medio de los desastres de la guerra.

Saqueos a Marañón y Gómez Ulla

Los episodios de saqueos e incautaciones que estamos citando a través de


las declaraciones juradas tienen otros nombres y apellidos relevantes. Los
vecinos de Serrano 49 apuntaron en su denuncia el expolio de la casa del
eminente médico y humanista Gregorio Marañón, a pesar de su apoyo a la
República ante el golpe militar. Marañón se había exiliado en París en
diciembre de 1936 con la excusa de impartir un curso en la Universidad de la
Sorbona, debido al serio peligro que corría su vida en el Madrid
revolucionario. La prensa republicana no tardaría en atacarle no solo por sus
críticas al terror desatado en el bando gubernamental, sino también por tener
«un hijo traidor» que combatía en las filas de Franco. Se llegó incluso a
criticar que se le hubiera proporcionado un carné de afiliado a la CNT para
salir de España.
Fue también asaltada la casa del teniente coronel médico Mariano Gómez
Ulla en el paseo de la Castellana 12, según la declaración de los vecinos.
Agentes del SIM saquearon la clínica, el despacho y la biblioteca del célebre
cirujano militar, que fue condenado y encarcelado por el gobierno republicano
por desafección al régimen después de haber servido a la causa
gubernamental como cirujano en el Hospital Militar de Carabanchel y en el
habilitado en el Hotel la Princesa. Fue precisamente el SIM el que detuvo a
Gómez Ulla en enero de 1938, después de que agentes soviéticos simularan
con un agente falso una operación para que se pasara a las filas «nacionales».
Juzgado por el Tribunal de Espionaje y Alta Traición en Barcelona, con una
petición de pena de muerte por parte de la fiscalía, fue finalmente absuelto,
aunque no excarcelado. Sería canjeado a finales de noviembre de 1938 por el
doctor Jaime Bago y sirvió en las filas franquistas hasta el final de la

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contienda. Gómez Ulla solía decir con humor que, después de haber trabajado
toda una vida, «a mí me cambiaron por Bago».
En Jorge Juan 5 fue asaltado y saqueado el piso de Pablo Garnica,
consejero delegado de Banesto, presidente de la firma fabricante de la leche
condensada El Niño. El financiero colaboraba con el bando sublevado desde
el principio de la contienda. Su hija Ana María fue asesinada el 16 de junio de
1937, embarazada, en Las Arenas, Guecho (Vizcaya), junto a su marido,
Gabriel Zubiría y Somonte, y dos de sus cuñados, Pedro y Rafael, y la
institutriz al servicio de la familia, Briddie Bolan, poco antes de que entraran
en la localidad las fuerzas «nacionales». En 1938, otro hijo de Garnica, José,
alférez provisional del ejército franquista, cayó en combate en el frente
madrileño de Ciempozuelos.
Según la portera de la finca, Andrea Gibanel Sanz, el expolio de las
propiedades de Garnica se produjo en agosto de 1936. Los objetos de más
valor se los llevó el alcalde de Daimiel (Ciudad Real), Lorenzo García-Limón
García-Consuegra, según la portera, que exoneró de toda responsabilidad en
lo sucedido al empleado de Garnica que custodiaba la casa, Félix Illán, y a su
mujer, María González. El alcalde manchego, militante del PSOE, fue
juzgado en la posguerra y, entre otras acusaciones de detenciones y
profanaciones, figuró en su proceso el haber ido a Madrid al principio de la
guerra, «de donde trajo muebles procedentes de los saqueos». Condenado a
muerte el 27 de junio de 1939, fue fusilado en Daimiel cinco meses después.

Incautaciones por María Teresa León y Victoria Kent

Un nombre célebre que aparece denunciado en las declaraciones juradas


por saqueos e incautaciones es el de la escritora María Teresa León,
compañera del poeta Rafael Alberti, que se significó por su labor en la
Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, presidida
por José Bergamín. La Alianza se estableció a raíz del golpe militar en el
palacio de los condes de Heredia Spínola, en la calle Marqués del Duero 7,
junto a Cibeles, edificio incautado por el PCE.
Parece que la Alianza les tomó gusto a las propiedades de los Heredia
Espínola. Hipólito Rodríguez Navarro, portero del número 2 de Francisco de
Rojas, junto a la glorieta de Bilbao, propiedad también de los citados condes,
denunció en 1939 la incautación de los pisos primero y tercero izquierda por
la Alianza, mencionando a María Teresa León como secretaria de la misma.

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En ambos pisos la Alianza expolió ropas y en uno de ellos también
mobiliario.
En otra finca que poseían los condes de Heredia Spínola, la de Villanueva
15, junto al Retiro, el portero Leandro Alonso Castilla, de profesión jornalero,
y los vecinos Miguel Alfageme y Pablo Saguar señalaron directamente a la
autora de Memoria de la melancolía como la responsable, junto con unas
milicias, del saqueo en octubre de 1936 del piso segundo izquierda, en el que
vivía el conde de Altea y donde se alojaron después dos familias evacuadas de
Talavera de la Reina.
A la Alianza de Intelectuales Antifascistas la señalaron también el portero
y los vecinos de Concepción Jerónima 16 por haberse incautado el 25 de
agosto de 1936 de la librería religiosa que Enrique Ocaña regentaba en la
calle Carretas 23. El propio Ocaña era uno de los firmantes de la declaración,
donde denunció haber sufrido hasta tres detenciones.
El portero de la calle Virgen de los Peligros 14, Pedro González López,
anotó que el piso principal de la finca, que se encontrabadesamueblado, fue
incautado por Victoria Kent en nombre de Izquierda Republicana. La que
había sido directora general de Prisiones y diputada en Cortes, donde sostuvo
el famoso debate con Clara Campoamor posicionándose en contra del
sufragio femenino, estableció en ese piso la Secretaría de Refugios Infantiles
de IR, de la que era titular y que organizaba la acogida de niños evacuados o
las expediciones para su salida de Madrid.
Una historia peculiar es la del Palacio de Santa Coloma, en Ríos Rosas 37,
propiedad de Brígida Gil-Delgado y Olazabal, condesa viuda de Coloma, que
residía en Sevilla. El portero, Cipriano Gómez Blanco, declaró que el 25 de
julio de 1936 lo requisó una asociación de mujeres republicanas para instalar
un hospital para combatientes, pero el 4 de agosto las mujeres fueron
expulsadas por la recién creada Inspección General de Milicias, con el
comandante Luis Barceló al mando. El frustrado destino del palacio como
hospital para heridos de guerra obedeció seguramente a las indicaciones dadas
por la Sanidad Militar para reorganizar en Madrid estos hospitales llamados
«de sangre» ante «el problema que plantea el excesivo número de hospitales
creados en un momento de humanitario y generoso impulso».
En el mismo Palacio de Santa Coloma, ya para entonces incautado, el
alcalde Pedro Rico había ofrecido el 24 de julio de 1936 un almuerzo a las
milicias llegadas a Madrid procedentes de Cuenca, con un menú elaborado en
las cocinas del Colegio de la Paloma. Ironías del destino, serían unos
milicianos de Cuenca los que en Tarancón obligaron a volver a Madrid al

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alcalde Pedro Rico y a varios ministros del gobierno de Largo Caballero
después de su huida de la capital el 6 de noviembre ante la llegada de las
tropas franquistas a las puertas de la ciudad.
Pedro Rico, perteneciente a UR, decidió refugiarse en la embajada de
México ante el temor a represalias por su fuga de Madrid y desde allí
consiguió salir escondido en el maletero del coche de un banderillero de Juan
Belmonte con destino a Valencia, donde salió en barco al exilio. No se
libraron de la venganza, sin embargo, sus propiedades familiares: la
Agrupación Socialista Madrileña se incautó de los dos pisos que tenía su
madre, María López, en la calle Villanueva 41, que fueron totalmente
saqueados.

Pugna sindical por las incautaciones

En muchas ocasiones se produjo una dura pugna entre los distintos


sindicatos para hacerse con el control de las fábricas y empresas madrileñas.
La fiebre de incautaciones de compañías, entidades, edificios y servicios
alertó a comienzos de agosto al Comité Nacional del Frente Popular que, en
una nota difundida en los diarios madrileños, señaló que las incautaciones
«deben limitarse a lo estrictamente indispensable para asegurar las urgentes
necesidades de la lucha entablada». La nota expresaba la desaprobación de
«cuantas se realicen por personas o grupos no autorizados por el gobierno o
por el comité de incautaciones que legalmente funciona».
La propia prensa leal al gobierno hizo en ocasiones llamamientos a que se
realizaran las incautaciones «verdaderamente necesarias», ya que «la manía
de las incautaciones es susceptible de conducirnos a situaciones delicadas,
llegando en algunos casos a la desarticulación de los servicios de
abastecimiento que son de técnicos y no cabe la improvisación».
Un trágico caso de incautación que conocemos con detalle gracias a estas
declaraciones juradas es el de la empresa Richard Gans, de fundiciones
tipográficas, que tenía su sede en la calle Princesa 61, en el barrio de
Argüelles, y contaba con 150 empleados al comienzo de la guerra. El edificio
existe aún hoy, pero su número actual es el 65, dando una de sus fachadas, de
estilo modernista, a la calle Altamirano.
Lo primero que sorprende es que la declaración jurada de esta finca
presentada a los franquistas está firmada por Adrián Orgaz Cazorla y Joaquín
Gutiérrez Llorente, que eran representantes del consejo obrero que se hizo
con el control de la fábrica. La incautación se produjo el 18 de agosto de

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1936, un día después de la detención de sus propietarios: Matilde Gimeno
García, de cuarenta y ocho años, viuda del fundador Richard Gans, fallecido
en 1925, y sus hijos Ricardo y Manuel Gans Gimeno, de veintiocho y
veinticinco años respectivamente, que fueron sacados de su domicilio de
Princesa 50 en compañía de su cocinera y del portero de la finca.
A los pocos minutos de la detención fueron puestas en libertad la madre y
la cocinera, y horas después el portero. Los propios trabajadores de la
empresa hicieron gestiones para dar con el paradero de los hijos en diversos
lugares, entre ellos la checa comunista de San Bernardo 72. Uno de los
empleados, Santiago García Rivera, que había sido testigo de las detenciones,
llamó a la comisaría del distrito poco después con la sorpresa de que, al
acompañar a un inspector y varios agentes al interior del domicilio de los
Gans, se encontraron a dos de los individuos que habían realizado las
detenciones, que estaban registrando aún la casa. Según García Rivera, el
inspector, «algo acobardado», les pidió «que no hicieran más detenciones sin
contar con la autoridad y que no tomasen ninguna determinación por su
cuenta».
Vana advertencia la del inspector: los cadáveres de Ricardo y Manuel
Gans Gimeno aparecerían cinco días después en la Ciudad Universitaria.
Fueron reconocidos por empleados de su empresa, tres de los cuales serían
también detenidos por las milicias el día 26 de agosto y puestos en libertad a
los pocos días gracias a las gestiones del resto de sus compañeros.
El asesinato de los hermanos Gans se atribuyó a la checa comunista de
San Bernardo 72, donde fueron conducidos tras su detención. Su conserje,
Edmundo Rodríguez Rodríguez, sería juzgado y condenado a muerte por los
franquistas como autor del doble asesinato, entre otros crímenes. Fue
ejecutado a los cincuenta y dos años por garrote vil el 21 de enero de 1944.
Una vez asesinados los jóvenes propietarios, los empleados de la
fundición tipográfica se enteraron de que milicias de la CNT salían hacia la
sede de la fábrica para hacerse con ella y garantizarse el suministro de
material de imprenta para los diarios que pretendían incautarse: La Voz y El
Sol.
«Ante esto —declararon Orgaz Cazorla y Gutiérrez Llorente al finalizar la
guerra— se procedió a confeccionar un cartel para ser colocado en la puerta
diciendo que la casa quedaba incautada por su personal, todo él perteneciente
a la UGT, para de esta forma parar este golpe y salvar la casa».
Constituido el consejo obrero de la fábrica, se procedió a legalizar su
situación ante el Ministerio de Industria, que nombró un interventor en la

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empresa. De los 150 empleados de antes de la guerra, 90 se mantuvieron en la
actividad y el resto se incorporó a las filas del Ejército Popular, resultando
tres de ellos muertos en combate. Después se inventariaron todos los bienes
de la empresa «con el único fin de salvaguardarlos contra cualquier atropello,
cosa que hemos logrado casi en su totalidad aun con exposición personal en
muchos casos». Al declararse zona de guerra aquella parte del distrito de
Palacio, el consejo obrero decidió repartir la maquinaria por distintos talleres
y dependencias oficiales, como el Ministerio de Marina o los Nuevos
Ministerios.
A la actividad tradicional de la empresa añadieron, a requerimiento de la
Delegación de Industrias de Guerra, la fabricación de material bélico, lo que
fue una actuación habitual en las empresas incautadas para aprovecharlas en
el esfuerzo de la guerra. Según el reportaje publicado el 28 de agosto de 1937
en el diario madrileño Unidad, los empleados de Richard Gans comenzaron a
fundir cartuchos de balas disparadas el 5 de noviembre de 1936, con los
franquistas a las puertas de Madrid, logrando reciclar hasta marzo de 1937 la
cantidad de 34.742 kilos de metal mediante la fundición de 3.451.000
cartuchos detonados.
Tres semanas después de la entrada de los franquistas en Madrid, el 21 de
abril de 1939, diez miembros del consejo obrero de la fábrica fueron
detenidos a raíz de la denuncia de la propietaria, Matilde Gimeno, ante el
Juzgado Militar de Empresas. La mujer aseguró que los detenidos estaban
«complicados en el asesinato de sus hijos», aunque reconoció que Ricardo y
Manuel fueron detenidos un día antes de la constitución del consejo obrero.
Los miembros del consejo obrero escribieron el 5 de julio siguiente una
carta a la mujer desde la cárcel de Yeserías donde estaban presos, pidiéndole
que retirara la denuncia pues «en todo momento no hemos hecho nada más
que defender su casa y sus intereses con una abnegación y honradez tales que
en más de una ocasión hemos tenido que exponer nuestras propias vidas para
conseguirlo».
Matilde Gimeno les respondió con otra misiva en la que, si bien no les
responsabilizaba directamente del asesinato de sus hijos como había hecho en
su declaración como testigo, sí les achacaba que se hubieran aprovechado de
su detención para hacerse inmediatamente con la propiedad no solo de la
fábrica, sino también de sus bienes personales, que se llevaron de su casa de
Princesa 50, obligándola a firmar que se los había entregado voluntariamente.
La mujer les recordó también que la habían tenido presa en su domicilio,
y después en una pensión donde trató de ocultarse, en la calle Doctor Cortezo,

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con vigilancia permanente y bajo continua presión para que les entregara sus
joyas y valores. Les culpó de haberla denunciado a las autoridades
republicanas ante su negativa a dárselos, por lo que fue detenida el 23 de
octubre de 1936 y encarcelada dos meses en la prisión de mujeres del Asilo
de San Rafael. Asimismo, fue condenada por desafecta al régimen a pagar
una multa de mil pesetas que pidió desembolsar en cuatro plazos por no
disponer de esa cantidad de dinero, ya que vivió la guerra en la miseria. En su
carta a los antiguos miembros del consejo obrero, la viuda de Richard Gans
les recordó el comentario que su presidente, Adrián Orgaz Cazorla, hizo sobre
ella ante un conocido: «A esa, hay que dejarla; está loca perdida, pidiendo
limosna por las esquinas».
Matilde Gimeno también se refirió en su misiva al reportaje dedicado a la
fábrica incautada en el periódico Unidad del 28 de agosto de 1937, que
recogía la fiesta celebrada por el consejo obrero para festejar el primer
aniversario de la incautación. En el reportaje, los empleados reconocían que
se incautaron de la firma «por haber desaparecido los dueños, que eran
fascistas».
La mujer les invitó a referir al juez todo cuanto ella había anotado en su
carta:
Yo creo que si dicen al Sr. Juez la verdad, les hará justicia; en el tiempo que Vds.
dominaron era un albañil, o un zapatero inculto el Fiscal, pero hoy es otra cosa.

Y concluía su carta con un timbre de orgullo femenino que les invitó a


emular en su actual situación como encarcelados:
Tengo todo bien meditado, y ojalá lo hubieran meditado Vds. bien, antes de hacer lo
que hicieron. Mis pobres hijos que no cometieron otro delito que sentirse españoles,
vivirían, que es la mayor desgracia que me ha ocurrido, quedarme sin ellos. Y no
olviden, por si les puede servir de ejemplo, que mujer como soy, y con las desdichas
que pasé por causa suya, no me rebajé en ningún caso a pedir a Vds. piedad, ni ayuda
en ningún caso.

El 25 de noviembre de 1939 un consejo de guerra condenó a doce años y


un día de cárcel a cuatro de los representantes del consejo obrero: Adrián
Orgaz Cazorla, Antonio Victoriano Vicente, Isidro Alcázar Carvajal y
Joaquín Gutiérrez Llorente, a la vez que absolvía a todos los demás
miembros. Sin embargo, el auditor de Guerra revisó la sentencia y aumentó la
condena a los cuatro anteriores a treinta años de cárcel, impuso veinte años a
un quinto empleado, José Ortega Martínez, y confirmó la absolución del
resto. Las penas más graves les serían conmutadas en los años siguientes. A
Alcázar Carvajal se le concedió la libertad condicional en julio de 1942,

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mientras que a Gutiérrez Llorente se le otorgó en marzo de 1943. Orgaz
Cazorla fue indultado en julio de 1946. Matilde Gimeno murió el 16 de marzo
de 1954. Le sobrevivió únicamente su hija Amalia, fallecida en 1992.

Obrero en su propia fábrica

El industrial Pedro José Villalba Raigal, de sesenta y dos años, vecino del
paseo de Santa María de la Cabeza 22, sufrió también la incautación de su
fábrica de bronces en octubre de 1936 por parte de los obreros, quienes le
manifestaron «que me respetaban la vida aunque tenían orden de eliminar a
todos los patronos de derechas», según su declaración. La peculiaridad del
caso es que le dejaron trabajar en la empresa como un empleado más, si bien
le obligaban a firmar para que el pago de todos los jornales fuera cargado a su
cuenta corriente.
El industrial fue detenido posteriormente, el 7 de diciembre de 1936, junto
con sus hijas Filomena y María Luisa, todos ellos acusados de ser militantes
de AP. También se detuvo en dos ocasiones a su sirvienta, Josefa Acedos
Martín, a la que intentaron sonsacar información comprometedora contra la
familia, «cosa que no pudieron conseguir por ser de nuestra confianza», según
el empresario. Mientras estuvo encarcelado un mes y medio en Alcalá de
Henares, los obreros siguieron sacando dinero de su cuenta sin su firma.
A sus hijas, detenidas tres meses en el Asilo de San Rafael, se las condenó
en febrero de 1937 a cien pesetas de multa por desafección al régimen, pero al
ser puestas en libertad se les impuso la evacuación forzosa de Madrid.
También fue detenido en dos ocasiones su hijo Esteban, falangista, al que se
obligó a marchar al frente enrolado en el Ejército Popular para combatir
contra sus propios correligionarios.

La Junta de Fincas Urbanas Incautadas

Desde el comienzo de la revolución los alquileres habían sido una vía de


obtención de recursos para los comités que se habían incautado de los
inmuebles. Una de las numerosas pruebas de ello es el documento que los
vecinos de la finca de la calle León 13 entregaron a los vencedores en 1939:
firmado por el Comité Local de Vallecas el 10 de septiembre de 1936, sus
representantes, pertenecientes al Ateneo Libertario de Vallecas, Sociedad de
Trabajadores de la Tierra, PCE, PSOE y JSU, hacían saber a los residentes
que el inmueble quedaba incautado, con indicaciones de no hacer «efectivo el

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importe de los alquileres a ninguna otra persona que no sea la representada
por este Comité». El propietario de la finca, Álvaro León Queipo de Llano,
fue detenido y posteriormente fusilado en Paracuellos el 7 de noviembre
siguiente.
Como en tantos otros aspectos de la revolución, el gobierno republicano
fue sometiendo bajo su control la actuación de partidos y sindicatos del Frente
Popular en materia de incautaciones. Nada estaba más lejos de su intención
que revertir la situación y devolver las propiedades a sus dueños. Se trataba
de aprovechar, una vez más, los frutos de la revolución en beneficio de la
causa gubernamental. Sin duda, los inmuebles urbanos, en tanto que activos y
fuente de rendimientos económicos, eran una valiosa arma de guerra y el
gobierno no estaba dispuesto a prescindir de ella.
El golpe de mano contra partidos y sindicatos para arrebatarles el control
de las fincas incautadas vino dado por un decreto de Juan Negrín, ministro de
Hacienda, por el que se creaba el 27 de septiembre de 1936 la Junta de Fincas
Urbanas Incautadas. En virtud de este decreto, la potestad de incautación de
fincas, su administración y la recaudación de alquileres pasaba a manos de
Hacienda. Se imponía la requisa definitiva de los inmuebles de los que eran
dueñas las personas condenadas en los tribunales por participar o colaborar en
el golpe militar, y la incautación provisional de las propiedades de los que
estaban en prisión o ausentes.
Todo ello se estableció cuatro días después de la creación de la Caja de
Reparaciones por daños derivados de la guerra, con cargo a la responsabilidad
civil de los que habían tomado parte directa o indirectamente en la
sublevación, que incluía el embargo de sus bienes, así como la retención de
saldos en cuentas corrientes, cajas de ahorro, depósitos y valores. Es muy
posible que entre las incautaciones denunciadas a los vencedores después de
la guerra las hubiera motivadas por la Caja de Reparaciones, aunque no
consten como tales.
El gobierno tuvo en el cobro de los alquileres de las fincas incautadas una
continua fuente de problemas con partidos y sindicatos. Fueron recurrentes
los avisos y anuncios oficiales en los periódicos para recordar a los inquilinos
que las rentas debían abonarse exclusivamente a los recaudadores
gubernamentales. Se insistía en que eran nulos los recibos que presentaran
otros organismos distintos a la Junta de Fincas Urbanas Incautadas.
Asimismo, se hacía presente que el arrendatario se vería obligado a abonar
nuevamente al gobierno lo pagado a un cobrador ilegal.

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En las declaraciones juradas de posguerra hay reflejo también del
conflicto generado por el control de las rentas de las fincas incautadas. Por
ejemplo, la finca de Montesquinza 14, incautada por la CNT, que era la que
cobraba los alquileres a los inquilinos, no pasó a manos de Hacienda hasta
agosto de 1937, casi un año después del decreto de Negrín. Más rápido fue el
traspaso del número 20 de la calle María de Molina que, incautada en
septiembre de 1936 por el después perseguido POUM, pasó a la Junta en
noviembre de aquel mismo año. Muy cerca de allí, en Zurbano 1, finca
propiedad de Luis de Marichalar y Monreal, vizconde de Eza, se sucedieron
en el cobro de los alquileres dos organizaciones de la CNT, «La
Contraguerra» y el Ateneo Libertario de Vallehermoso, hasta que se hizo
cargo de ella la Junta.
El citado Ateneo Libertario de Vallehermoso, que tenía su sede en la calle
Blasco de Garay 53, aparece de nuevo en las declaraciones juradas de
Campoamor 18. En septiembre de 1936 se instaló a vivir como evacuado en
un piso de este inmueble el presidente de dicho Ateneo, Ángel Martín, que se
aposentó en él junto con tres matrimonios de evacuados, uno de ellos el de sus
suegros. Al final acabaron yéndose del piso, pero no sin antes desvalijarlo
entero, lo que motivó que la portera llamara a la policía, que acudió al lugar,
aunque no hizo nada por evitar el saqueo. El presidente del Ateneo Libertario
y sus compañeros llegaron a decir que «eran dueños absolutos de lo que había
en el piso y que no se llevaban la casa porque no podían», según la portera,
Estefanía Juberías.
Las incautaciones generaron también problemas en la administración de
las fincas, y en especial con el sueldo y el puesto de trabajo de los porteros.
Álvaro Tomé Santamaría era portero de Juan Álvarez Mendizábal 44,
inmueble en el que llevaba trabajando desde 1907. La casa, propiedad de los
condes de Riudoms, fue incautada por el gobierno. Al estar cerca de la línea
del frente, junto al Parque del Oeste, tuvo que ser evacuada. «Como dejó de
rentar me dejaron de pagar mi sueldo y he tenido todo este tiempo hasta la
fecha que vivir de caridad antes que prestar mi ayuda a los rojos», decía el
portero.
La misma queja tenía Emilio Tabernés Viñas, que se quedó sin percibir su
sueldo por la ocupación de la finca donde era portero, Marqués de Riscal 3,
propiedad del marqués de Cambil. Un conserje de Casino de Madrid,
Sebastián Humanes Serrano, denunció también que perdió su empleo al
incautarse el gobierno de ese inmueble, si bien tenía a su cargo otra portería,
la de Juanelo 14.

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¡Fortificad Madrid!

En el capítulo de las incautaciones merece la pena destacar las de los


materiales de fortificación para hacer de Madrid una ciudad inexpugnable,
como lo fue a lo largo de toda la guerra. En estas declaraciones sobresale un
nombre propio: el del empresario Serafín Paul Cid, de setenta y nueve años.
Suyas eran las 120 toneladas de madera y tres metros cúbicos de piedra
berroqueña que, según denunció en 1939, los milicianos le requisaron al
principio de la contienda en un solar de Ercilla 15. El mismo propietario
denunciaría también a los vencedores que en otros dos terrenos suyos, en
Peñuelas 50 y en Ronda de Toledo 22, policías y milicias se llevaron para
fortificaciones las vallas y puertas de ambos solares, además de flejes y
chapas de hierro que guardaba en ellos, junto con un camión marca Río.
Serafín Paul Cid se convirtió así posiblemente, quién sabe si a su pesar o no,
en uno de los máximos contribuyentes al efectivo plan de fortificación de la
ciudad ideado por los tenientes coroneles Vicente Rojo y Tomás Ardid.
Los vecinos de la plaza de Nicolás Salmerón 8, hoy de Cascorro,
recogieron en su declaración el asalto por las milicias al sótano del inquilino
Antonio Pumarega, del que se llevaron, entre otros útiles de pocería, 37
piquetas, 26 azadones, 17 palas, 4 pisones, 8 pistoletes y cortafríos, 6 barras
de levantar losas, 8 varillas de hierro y 16 tablones, material suficiente para
armar a toda una compañía de zapadores. En una ciudad asediada desde
noviembre de 1936, todo era aprovechable para obstaculizar o detener el
avance del enemigo.
De las huellas más descarnadas de la guerra en Madrid, sobre Madrid o
contra Madrid, y su reflejo en las vidas de porteros y vecinos, tratan las
páginas que siguen.

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14.

ZONA DE GUERRA

U na orden firmada el 24 de diciembre de 1936 por el teniente coronel


Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor del general José Miaja, héroe
popular de la defensa de Madrid, dividía la capital en una zona de vanguardia
y otra de retaguardia. La línea divisoria venía definida por el eje de las calles
Francos Rodríguez, Bravo Murillo, San Bernardo, plaza de España, calle de
Bailén, rondas de Segovia y de Toledo hasta Atocha, Pacífico, Puente de
Vallecas y carretera de Valencia, limitando al norte por los municipios de
Fuencarral y Chamartín de la Rosa. Se definía así lo que sería la zona de
guerra propiamente dicha, al oeste y suroeste de la capital, con limitaciones
de acceso, residencia y actividad, si bien el carácter de ciudad atrincherada se
extendería a toda la geografía madrileña, física y humana.
La disposición de Rojo se anunciaba un mes después de que Franco
hubiera desistido del asalto frontal a Madrid ante la derrota de sus fuerzas a
las puertas de la ciudad. Los partidarios del gobierno que luchaban en primera
línea habían forjado épicamente la leyenda del «¡No pasarán!» en las cruentas
jornadas de noviembre de 1936. Una vez concluida la batalla de Madrid, la
capital siguió siendo un campo de Marte, y lo sería hasta el final de la
contienda.
Los bombardeos de la aviación y la artillería franquistas recordaron
constantemente a los madrileños esa condición. Fue a finales de agosto
cuando se produjo la primera incursión de la aviación sublevada sobre la
capital, que obligó a tomar medidas de salvaguarda de la población. El diario
Claridad publicó en aquellos días sus propias instrucciones, en las que instaba
a los comités de casa a requisar y acondicionar «las cuevas o plantas bajas del
inmueble» para que sirvieran de refugio a los vecinos; proveerse de linternas
eléctricas para no tener que encender las luces de la escalera; o dar el aviso en

Página 274
los diferentes pisos y garantizar que el acceso a los refugios se realizara con
orden.
También incluía recomendaciones como apagar todas las luces de los
cuartos, pero dejando abiertas de par en par las puertas y ventanas de las
habitaciones. «Así evitaréis la rotura de cristales motivada por la trepidación
que produce la explosión de la trilita que contiene la bomba», decía el
periódico. Asimismo, señalaba que «el ruido de la explosión de una bomba es,
como el trueno, señal de que ha pasado el peligro de que os mate la
descarga».
Las oleadas de bombardeos aéreos franquistas comenzarían en octubre de
1936. Ya el día 23 de ese mes una bomba de aviación causó 13 heridos, siete
de ellos niños, en el paseo del Comandante Fortea, en la ribera del
Manzanares. Fueron las primeras víctimas civiles de las bombas de aviación
franquistas en la capital, según los informes de la Cruz Roja Internacional. A
ellas se sumaron cuatro días después las del bombardeo sobre el Matadero
Municipal, calle Méndez Álvaro y calle y Puerta de Toledo, que provocó
otros 14 heridos.
Sería el comienzo del dolor y la devastación infligidos por parte de la
aviación y la artillería franquistas a la capital, cuyas víctimas ascendieron solo
en noviembre de 1936 a 305 muertos y 1.197 heridos, mientras que en todo el
año 1937 sumaron 722 muertos y 1.824 heridos.
Los investigadores Enrique Bordes y Luis de Sobrón han documentado e
identificado más de 2.200 edificios afectados por los bombardeos franquistas
sobre la capital. Se trata solamente de una tercera parte de los registrados a
principios de 1938 por la memoria del Comité de Reforma, Reconstrucción y
Saneamiento de Madrid, que contabilizó durante 1937 un total de 6.036
intervenciones en fincas afectadas por las bombas.
Los distritos que más habían sufrido en ese año la furia destructora de
vidas y bienes fueron, por número de fincas dañadas: Centro (1.403),
Hospicio (877), Universidad (864), Chamberí (615), Latina (421), Congreso
(398), Palacio (373), Inclusa (355), Hospital (330) y Buenavista (248).
A una parte de Buenavista, pero también de Chamberí, correspondería la
«zona neutral» diseñada por el cuartel general de Franco en noviembre de
1936, y sucesivamente ampliada hasta tres veces en ese mes, para evitar
bombardearla. No había tan solo una justificación ideológica, por ser barrios
de clases acomodadas y conservadoras, sino también una importante razón
diplomática, pues era el espacio donde más embajadas se concentraban,

Página 275
algunas de ellas, no hay que olvidarlo, con refugiados derechistas acogidos en
su interior para huir de la represión frentepopulista.
De la destrucción y muerte provocadas por los bombardeos franquistas
sobre Madrid queda, como ya adelanté, un pálido reflejo en las declaraciones
juradas estudiadas. Así, muy pocas declaraciones dan cuenta de las víctimas
ocasionadas por los bombardeos. Resulta impactante, por poner un ejemplo,
que las declaraciones juradas de Corredera Baja 31 no digan ni una palabra
sobre el proyectil de la artillería franquista que el 9 de enero de 1937 penetró
en los cuartos interiores de la finca provocando la muerte de la entonces
portera, Petra Rodríguez, y heridas de diversa consideración a seis inquilinos,
hecho del que informó en su día el reporte diario de la alcaldía de Madrid a la
delegación de la Cruz Roja Internacional.
Conmueven, por ello, la sinceridad de declaraciones como la de Alejandra
Torres Soriano, de sesenta y un años, viuda, vecina de Preciados 9, junto a la
Puerta del Sol, quien hace constar que «a consecuencia del bombardeo del 17
de noviembre de 1936 fue completamente destruido el edificio, habiendo sido
víctimas del mismo varias personas, entre ellas D. Diego Álvarez Gutiérrez y
Rafael Cerdeño Álvarez, esposo y nieto respectivamente de la firmante».
No menos sobrecogedora es la declaración del sacerdote Inocencio Diez
Alcalde, de sesenta y tres años, que vivía en la calle Fray Ceferino González
8, al lado del Rastro. «A consecuencia de un obús, fue destruida la casa
quedando entre sus escombros todos los inquilinos, que perecieron a
excepción del firmante», escribió. A la pregunta de si era cierta la declaración
jurada del portero, el viejo sacerdote respondió lacónicamente: «Murió
cuando la destrucción de la casa».
Los vecinos de Meléndez Valdés 71 reflejaron en su declaración la muerte
del portero de la finca a causa de una bomba de aviación, pero no indicaron su
identidad. Lo mismo que los de Atocha 87 y Maldonado 13, cuyos porteros
murieron en sendos bombardeos en octubre de 1936.
La portera de Cava Alta 21, Francisca Herráez González, registró en su
declaración la muerte por un bombardeo en la calle del administrador de la
finca, Enrique de Castro García. Parte de su interés en consignar esta noticia
se debía a que el gobierno se había incautado de la finca después de la muerte
del administrador, nombrándola a ella portera.
En Tutor 68, en el barrio de Argüelles, fue la propia portera, Ferminia
Yagüe González, de sesenta y un años, la que resultó herida el 17 de
noviembre de 1936 cuando la casa fue alcanzada por una bomba de aviación.
Las heridas la obligaron a estar hospitalizada hasta noviembre de 1937,

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después de lo cual fue «acogida por familiares y socorrida por amigos», según
su declaración.
El portero de Lope de Rueda 19, José Tenorio Unsion, de cuarenta años,
también resultó herido por una bomba de aviación el 15 de noviembre de
1936, en la glorieta de Cuatro Caminos, llamada entonces del 14 de Abril.
Según su declaración, a consecuencia de la explosión perdió la pierna
izquierda y sufrió gravísimas heridas en el rostro. Tenorio, además de portero,
trabajaba como carpintero en el taller del célebre escultor Julio González.

Gritos contra la aviación franquista

Ya hemos visto cómo en ocasiones se efectuaban asaltos y detenciones de


milicias y policías en algunas fincas por la sospecha de que se hubieran
arrojado bombas desde las casas coincidiendo con un bombardeo aéreo. Los
vecinos de Caracas 7 acreditaron en su declaración jurada que, efectivamente,
había sucedido tal cosa a finales de octubre de 1936. Así, denunciaron que
durante una incursión aérea franquista un vecino de Españoleto 10 lanzó una
granada de mano desde el patio interior que afectó al tejado de la finca de los
declarantes. Una inspección realizada por «técnicos», según los vecinos,
confirmó que «desde luego la granada no podía haber sido lanzada desde un
avión».
No son pocas las declaraciones que denuncian a vecinos, sirvientas o
porteros por sus expresivas manifestaciones en contra de los sublevados
mientras se producían bombardeos sobre la ciudad, algo que, por otra parte, se
antoja de lo más lógico y natural. La declaración jurada de los inquilinos de la
calle María de Guzmán 42 cita a tres vecinas —Úrsula Cáceres, Manuela
Redondo y María Méndez— porque «cuando venía la aviación nacional o sin
venir la aviación bociferaban (sic) en contra del Movimiento Nacional». A
pesar de la denuncia, ninguna de ellas aparece como encausada después de la
guerra.
Los vecinos de Augusto Figueroa 31 señalaron ante los vencedores a una
criada de la casa, Dominica Segovia, como una de las autoras de la denuncia
contra unos inquilinos por falangistas. La prueba de que había sido ella la
delatora, según los denunciantes, es que la criada «había anunciado sus
amenazas en voz alta, y sobre todo cuando volaba sobre Madrid la aviación
nacional». No he encontrado registros de ningún procedimiento abierto por
los franquistas contra la denunciada.

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El portero de Santa Brígida 4, Antonio Zarzalejo Solano, «camisa vieja»
de FE, acusó a un vecino, Ramón Cortés Larroy, de cincuenta y tres años,
zaragozano, representante de calzado, afiliado a CNT y FAI, de «que
pretendía disparar con un fusil desde los corredores de la casa a los
aeroplanos del Gobierno Nacionalista del Caudillo Franco». Pero más grave
fue la denuncia de los vecinos, que señalaron a Cortés como autor de
detenciones y saqueos con otros milicianos del Ateneo Libertario de Delicias.
Según Agustín del Olmo, dueño de la taberna que había en el bajo de la finca,
Cortés había contado que, cuando fueron a detener a un hombre en una casa
de la calle Velázquez, la mujer del detenido se abrazó a su marido en plena
calle para evitar que se lo llevaran. Un compañero sacó entonces una pistola y
lo mató a tiros allí mismo.
Otra denuncia involucraba a Cortés en la incautación de un hotelito de la
calle Alfonso XII propiedad de Enrique Carrión Vecin, dueño del célebre
edificio Capitol en la plaza de Callao. Cortés y un compañero saquearon el
hotelito y vendieron varios objetos que allí se encontraban. A pesar de contar
con el aval de tres fabricantes de calzado con los que había trabajado como
agente comercial, Cortés fue condenado en julio de 1940 a treinta años de
cárcel. En el sumario no se menciona en ningún momento su pretensión de
derribar a fusilazos los aviones franquistas que bombardeaban Madrid.

Abandonar las casas bombardeadas

Las referencias más frecuentes a los bombardeos en las declaraciones


juradas aluden a la necesidad de abandonar pisos, negocios o fincas enteras
por los daños sufridos por la aviación o la artillería franquistas,
mayoritariamente en el mes de noviembre de 1936. En algunos casos, ante el
abandono forzoso de las fincas bombardeadas, los vecinos intentaban
protegerlas de posibles saqueos, explicables por la situación de carestía en
que empezaba a encontrarse la ciudad. La portera de la calle Espalter 3 se
topó con el problema de que «a causa de las explosiones las puertas quedaron
tan averiadas que no se podían cerrar con llave». Aunque puso cadenas con
candados, las milicias los forzaron fácilmente para saquear las viviendas.
En Conde Duque 30 un proyectil de artillería reventó el piso segundo
derecha, dejando al descubierto el interior de dos habitaciones, de las que
fueron robados muebles y ropas, según la denuncia del propietario. Los
vecinos de la calle Madera 6 denunciaron que la casa fue incendiada por un
bombardeo el 17 de noviembre de 1936, y que, con el pretexto de extinguir

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las llamas, varios individuos forzaron los pisos de seis inquilinos y robaron en
ellos dinero y ropas.
De este bombardeo de terror de los aviones franquistas en la noche del 17
de noviembre tenemos otro valioso testimonio, el de la portera de la calle de
la Montera 31, Felicia Arenas Blanco, de cuarenta y nueve años, zamorana de
Abraveses de Tera:
Durante el incendio de la plaza del Carmen la noche del 17 de noviembre de 1936,
ante el temor y el peligro de las bombas de la Aviación, fuimos a refugiarnos al
Metro que se encontraba lleno totalmente acompañada de mis hijas, de los vecinos y
familias Señores Ortega y Mingo, y en una tienda de este último en la calle San
Bernardo n.º 22 pasamos la noche. Al regresar por la mañana nos encontramos que
había habido un incendio y para sofocarlo fue necesario violentar las puertas del
patio de la Portería para coger agua, la del Principal 2.º y 3.º, la referida Portería,
quejándose los vecinos del Pral. y 2.º izquierda, Sres. Botija y Bernaola,
respectivamente, le habían desaparecido algunas ropas.

Antonio Portillo García, agente de policía, vecino de Arenal 26, denunció


que durante las obras de desescombro del edificio, alcanzado en noviembre de
1936 por los bombardeos, desaparecieron del piso tercero algunas ropas y
efectos de dos huéspedes que tenía en su domicilio. Vicente Gargallo Tarín,
funcionario, vecino de Orellana 12, formuló una denuncia similar: el 25 de
diciembre de 1936 entró un proyectil de artillería en casa de la inquilina
María Asensi de Puncel, lo que motivó que acudieran numerosas personas,
una de las cuales le robó 500 pesetas a la mujer. En Rosalía de Castro 28,
como se llamaba entonces a la actual calle Infantas, unos ladrones
aprovecharon las perforaciones producidas por la metralla de los cañonazos
en la fachada para ascender y robar en uno de los pisos.
Lo mismo sucedió en la calle Caños Viejos 4, a la sombra del viaducto de
la calle Bailén, donde un proyectil de artillería abrió en 1938 un boquete en
una medianera por el que entraron unos chavales, que abrieron varias
buhardillas y robaron algunas pertenencias de los vecinos. Una vez reparada
la medianera, volvieron a romperla y forzaron las buhardillas que no habían
sido asaltadas la vez anterior, lo que hace presumir que se trataba de los
mismos chavales.
En muchas ocasiones eran los propios dueños de las casas los que,
después de desalojarlas por haber sido alcanzadas por proyectiles de artillería,
volvían a ellas para arrancar las puertas y las ventanas con el fin de usarlos
como leña, un bien escaso y muy apreciado. Aunque lo más habitual era que
esa labor de recogida de material para la lumbre entre las ruinas de los
inmuebles la realizaran vecinos y transeúntes.

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Singular es la declaración de los vecinos de la calle de las Infantas 34, en
la que denunciaron a su casero por haberles querido cobrar, bajo amenaza de
hacer intervenir a la CNT para ello, los alquileres de los pisos aun sabiendo
que «si no vivíamos permanentemente en la casa era por lo castigados que
fueron aquellos contornos por los obuses y los daños por los mismos causados
en la propia casa donde cayeron varios». La queja de los inquilinos estaba
fundamentada: su inmueble estaba solamente a una manzana de distancia de
la antigua plaza de Vázquez de Mella, hoy de Pedro Zerolo, popularmente
conocida durante la guerra como «plaza del guá», pues era donde solían caer
los proyectiles de la artillería franquista, como las canicas en el hoyo del
juego infantil, que sobrepasaban su objetivo de la torre observatorio de la
Telefónica en Gran Vía.

Libros contra bombas

Juan Pradillo de Osma, ingeniero de cuarenta y ocho años, viudo, padre de


seis hijos, vivía en un piso del número 13 de la plaza de Santo Domingo. La
casa sufrió el impacto de varios proyectiles de artillería que la hicieron
inhabitable. Por esta causa tomó la decisión de trasladarse al piso bajo, sede
de la editorial Fox, que había sido saqueada por milicias del POUM cuando
estas se incautaron de la finca. Ya instalado en su nuevo alojamiento, un día
recibió la visita de varios agentes de policía que le informaron de que tenían
orden de incautarse de los libros, folletos y revistas que se conservaban en la
editorial con objeto de convertirlos en pasta de papel.
Según su declaración, Juan Pradillo se personó entonces en la comisaría
del distrito para pedir al comisario que suspendiera la orden «con el pretexto
de que los libros me servían para evitar la entrada de metralla y aminorar el
riesgo de accidentes a mis seis hijos». El comisario se mostró «muy
comprensivo» ante la solicitud de este padre y suspendió la orden de requisar
los libros que protegían a su familia.
El desalojo de los pisos superiores de las fincas, por ser los de mayor
peligro ante los bombardeos, tanto de aviación como de artillería, fue una
práctica habitual. Así, Carmen Velilla Jiménez, vecina de la calle Mayor 62,
aceptó hacerse cargo de la portería del edificio en agosto de 1937 para poder
abandonar su piso, que era alto y estaba más expuesto a las bombas
franquistas.
Los vecinos de la calle Imperial 3 recogieron en su declaración las
solicitudes de Clementina Álvarez, inquilina del piso tercero derecha, para

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poder dormir por las noches en el piso primero abandonado por sus dueños,
solicitudes que le fueron denegadas a pesar de que a su vecina de la puerta de
al lado se le había concedido.
En Libertad 33, en cambio, la portera, Constantina Martínez, señaló que el
vecino del tercero izquierda, Mariano Gualis, bajaba durante los bombardeos
a dormir al piso primero derecha, donde vivía sola una sirvienta. El vecino
terminó expulsando a la mujer para hacerse con el piso y llegó a impedir que
la dueña, Pilar Martínez, pudiera sacar ningún mueble de su propiedad.
A raíz de un bombardeo de la aviación franquista que el 18 de noviembre
de 1936 afectó a edificios colindantes, los vecinos de Espoz y Mina 13
decidieron abandonar sus pisos e instalarse en los trasteros del sótano.
Aquella situación no les libró de los consabidos registros y detenciones, pues
apenas un mes después varios individuos armados se llevaron detenidos del
sótano a los hermanos Gerardo, Francisco y Jaime Cuevas, junto con un
empleado de su empresa y un amigo que tenían alojado. Conducidos a un
convento de la calle Lista 29, solo volvió de él con vida Gerardo.

La ciudad en ruinas

Es llamativo que algunos vecinos desmintieran que los bombardeos


franquistas fueran causantes de la ruina de sus casas, para achacar la
responsabilidad a las fuerzas «rojas», seguramente con el fin de obtener
alguna reparación por parte de los vencedores. Los vecinos de Quintana 13
corrigieron la declaración de su portero, negando que tuvieran que abandonar
la casa al ser afectada por bombas incendiarias en una incursión franquista.
Según los vecinos, la casa apenas sufrió desperfectos, pero les obligaron a
dejarla las milicias que estaban acuarteladas en las proximidades. Incluso
apuntaron que la casa fue destruida por las brigadas de fortificaciones, no
porque amenazara ruina, sino para el aprovechamiento de sus materiales en
las defensas de aquel sector.
Los hermanos Mariano y Jaime García Gambón, que vivían en
Altamirano 50, en el barrio de Argüelles, donde tenían a la vez un taller
industrial, denunciaron a los franquistas el expolio de todos los enseres de su
domicilio, incluida una biblioteca de 3.000 volúmenes, así como todas las
máquinas, herramientas y materiales del taller. Asimismo, reseñaron la
desaparición de «gran parte de la calefacción, instalaciones eléctricas, pisos
de madera, puertas y ventanas con sus cercos; baños, termosifones, fregaderos

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de mármol, las rejas del taller». Para terminar, sentenciaron: «La finca no ha
sufrido nada por los bombardeos, todo han sido las milicias rojas».
Algo similar denunciaron los vecinos de Rafael Salillas 14, hoy calle
Grandeza Española, junto a Puerta del Ángel, una finca evacuada en zona de
guerra de la cual las brigadas de fortificación se fueron llevando puertas,
ventanas y cubierta del tejado, además de desmontar todas las instalaciones de
agua y electricidad, y arrancar rejas y balcones, retretes y lavabos, fogones y
pilas de agua.
En Gaztambide 53, donde Amador Serrano Romero tenía su taller de
pintura, sumaron a esa demolición la extracción de los entarimados para hacer
leña. Otro pintor que vivía cerca de allí, Félix Romero García, habitante de un
hotelito en la calle Joaquín María López 9, relató con mucha ironía lo
sucedido a su casa después de que le obligaran a evacuarla en 1936:
El 22 de noviembre del mismo año, me desalojaron de mi casa a la fuerza y dándome
palabra de respetar todo; habiéndola cumplido tan caballerosamente que no me han
dejado ni un plato a más de todo lo que disponía en mi taller para poder vivir de mi
industria, dejándome completamente arruinado.

No menos gráfica es la descripción que Luis Fernando Ucelay Sierra,


comerciante, hizo de su casa del paseo de Extremadura 86 cuando volvió a
ella al finalizar la guerra, después de haber vivido como evacuado en la plaza
de las Cortes 3:
Está la casa sin tejado ni techo, sin puertas ni los marcos de las mismas, sin ventanas
ni marcos de las mismas, y sin muebles, y estropeado lo que queda en pie de la casa.

Los vecinos del número 72 del mismo paseo refirieron que fueron
obligados por milicianos a abandonar sus casas el 5 de noviembre de 1936, en
las vísperas del intento de asalto franquista a Madrid, y que no les permitieron
sacar ropas ni enseres. «Por la razón apuntada (…), todos los vecinos fueron
víctimas del total saqueo de sus viviendas», apostillaban.
Las quejas por desvalijamientos en casas evacuadas de zonas de guerra
son recurrentes. En los barrios de Argüelles o Moncloa, las declaraciones
apuntan directamente como autores a miembros de la 40.ª Brigada Mixta, allí
desplegada. Así ocurre con los testimonios de porteros y vecinos de
Gaztambide 17 o de Hilarión Eslava 14, caso este último donde la denuncia
por los saqueos señala como autor al «teniente Paco», dato que sería sin duda
de gran ayuda en las pesquisas de los vencedores.

Mujeres solas en zona de guerra

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La finca de Martín de los Heros 13, a apenas medio kilómetro del frente
del Parque del Oeste, fue evacuada por todos los vecinos, quedando
solamente en ella Alejandra de Pablo, la sirvienta del inquilino del primero
derecha, el coronel retirado Ricardo Rey Castellón, al que el estallido de la
guerra sorprendió veraneando en Mondoñedo (Lugo). La mujer se quedó toda
la guerra a cargo del piso, según el testimonio del portero, Francisco Zufia
Peragón.
Otra mujer que vivió sola en zona de guerra como única inquilina de una
finca fue Petra Pérez Rojas, de treinta y un años, toledana de Carpio de Tajo.
Portera de Andrés Mellado 5, Petra aseguró haberse dedicado «a proteger la
Casa y bienes de los Inquilinos con su presencia personal en la finca a pesar
de hallarse en zona batida por artillería, morteros y fuego de fusil, además de
Aviación». También denunció los continuos saqueos sufridos, «unos
autorizados por el llamado Gobierno Rojo y otros al principio por la chusma
suelta que disponía de vidas y haciendas».
Fermina Carral Cajigas, viuda, de setenta años, santanderina de Ampuero,
portera de Ferraz 34, se armó de valor para regresar a la casa en mayo de
1937, después de que la hubieran tenido que desalojar en noviembre de 1936
«por el peligro que suponía la permanencia en ella por la gran cantidad de
proyectiles de cañón y bombas de aviación que continuamente recibíamos».
Aunque los pisos estaban todos saqueados, Fermina evitó con su presencia
«que las brigadas de fortificaciones rojas desmantelasen completamente la
casa».

Duelos artilleros

Muchas de las casas expuestas a los cañonazos de los franquistas por su


situación en la cornisa del Manzanares fueron desalojadas por las fuerzas
militares republicanas. Los vecinos de San Buenaventura 10, junto a Las
Vistillas, fueron obligados a evacuar sus casas el 15 de noviembre de 1937
por orden de la Comandancia de Artillería, que precintó el portal y las puertas
de los pisos. Cuando los vecinos regresaron el 28 de marzo a la finca, al entrar
los «nacionales» en Madrid, se encontraron sus domicilios desvalijados.
Muy próximo a este lugar se encuentra el palacio de Mayor 83, frente a la
entonces parroquia de La Almudena y junto a los restos de la muralla árabe.
En la guerra fue requisado por el PCE para pasar después a manos del
batallón del sindicato de panaderos. Finalmente quedó a cargo de una batería

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de artillería que respondía desde aquel mirador al fuego de los cañones
franquistas al otro lado del Manzanares.
También cerca de allí, en la calle Factor 10, los vecinos se vieron
obligados a dejar la casa a finales de enero de 1937 al instalarse en la calle, a
pocos metros, un cañón, bien a resguardo de la mole del Palacio Real. El
portero, Alejandro Sastre Lázaro, que quedó encargado de la vigilancia del
edificio en las horas de día, denunció que la dotación del cañón forzó la
puerta de un piso, propiedad de un capitán de ingenieros encarcelado,
Fernando Puell Sancho, alegando que desde él se hacían señales luminosas al
enemigo. Los asaltantes terminaron llevándose herramientas, gorras militares
y otros objetos de la casa.
Si resultaba peligroso tener un cañón a la puerta de casa, no lo era menos
tener explosivos dentro de ella. Los vecinos de la calle del Pozo 6, próxima a
la plaza de Canalejas, recordaron en su declaración que en marzo de 1937
unos desconocidos dejaron una tonelada de dinamita en la taberna del bajo de
la finca, hecho que fue denunciado inmediatamente por el dueño del
establecimiento a las autoridades, que la retiraron.

Delicias, un paseo militarizado

Los habitantes del paseo de las Delicias 68 se resignaron a que las fuerzas
republicanas instalaran un puesto de observación con telémetro en la azotea
de su casa, pero lo que no aceptaron fue el polvorín que fue acumulando en su
piso entresuelo centro el inquilino Manuel Salgado: fusiles, cajas con
municiones y dinamita. Varios vecinos le obligaron a llevarse todo el
material.
El citado paseo, que va de la glorieta de Atocha a la de Legazpi, fue un
verdadero campamento militar a tenor de las declaraciones juradas de
posguerra. El portero del número 146, Andrés Sacristán, declaró que en
marzo de 1938 se instaló en un piso de la finca la comandancia de la 21.ª
Brigada Mixta. El piso era propiedad de Mariano Lara, al que detuvieron tres
individuos que se identificaron como policías, sin que volviera a saberse nada
de él desde entonces.
En el número 149 se instaló en noviembre de 1936 la jefatura de la
columna del coronel Adolfo Prada, quien dos años más tarde, el 28 de marzo
de 1939, rendiría Madrid ante el coronel franquista Eduardo Losas en las
inmediaciones del Hospital Clínico.

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En el número 150, cuatro portales más abajo, ya casi en Legazpi, se ubicó
la jefatura de Sanidad de la 4.ª División, que lo traspasó después a los jefes y
comisarios del batallón disciplinario.
Los inquilinos del número 158 recogieron en su denuncia que debieron
abandonar la finca el 7 de noviembre de 1936, al comenzar la batalla de
Madrid, al ser incautada por las milicias del Frente Popular y después por la
36.ª y la 41.ª brigadas mixtas, que lo desvalijaron todo.
También en Delicias, en el número 163, los vecinos tuvieron que evacuar
la casa al ser ocupada por las milicias y después por unidades de ingenieros y
de intendencia de carabineros.
Las fincas de Madrid tuvieron como ocupantes a jefes célebres de las
milicias, como la de Lista 25, que tuvo alojado en su piso bajo nada menos
que al estado mayor de Enrique Líster, que lo recibió del 5.º Regimiento.
Otras, en cambio, se destinaron a funciones no tan célebres, pero no menos
importantes, como la de Guzmán el Bueno 40, que sirvió de puesto de socorro
a las fuerzas que combatían en Moncloa contra las avanzadillas de los alzados
en el cruento mes de noviembre de 1936.
Los vecinos de Santa Engracia 38, por el contrario, se mostraron muy
contrariados en su declaración jurada a propósito de la poco épica función de
una pensión de la finca frecuentada durante la guerra por extranjeros. Uno de
los firmantes de la declaración era el famoso fotógrafo Alfonso Sánchez
García, que en 1939 contaba con cincuenta y ocho años, y que residía desde
marzo de 1935 en la casa. Tanto Sánchez García como su hijo Sánchez
Portela, el célebre «Alfonso», serían depurados por los franquistas perdiendo
su carnet de periodistas y la posibilidad de hacer reporterismo.
Así de expresivamente describía Alfonso Sánchez padre la vida en aquella
finca durante la guerra:
En el piso cuarto de esta casa existe de siempre una pensión extranjera que durante la
guerra ha sido el cobijo de la «canalla internacional militar» que vino a Madrid en
noviembre 1936. Oficiales de Estado Mayor hubo, propagandistas, profesores de
Escuelas Militares, etc. «Ha sido y es siempre» un hantro (sic) de gentes, en su
mayoría extranjeros, desconocidos, espías, gentuzas, trashumantes en procesión
interminable, que entran y salen continuamente, incontrolable en todo tiempo, tanto
en tiempo de paz como de guerra. Rameras y tipos raros, impropio todo ello e
incompatible de una casa decente, como son todos los demás vecinos, aparte de la
importancia que para la policía pueda tener el relato de este hecho.

Como seguramente habrá pensado el lector, resulta chocante que el


contundente estilo de su declaración jurada no le librase a Alfonso Sánchez
padre de ser depurado y sancionado por los vencedores.

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¡A las armas!

El remolino de la contienda en una ciudad convertida en frente de batalla


como fue el Madrid asediado convirtió a sus habitantes, muy a su pesar en la
mayoría de los casos, en protagonistas de la «guerra total». Todos y cada uno
de ellos desempeñaron en ella un papel, ya fuera activo o pasivo, que habría
de quedar consignado en las declaraciones juradas de 1939, a veces como en
un mapa incompleto y fragmentario, otras como en un plano indescifrable y
secreto, que las denuncias de otros testigos se encargarían de completar o de
revelar a los vencedores.
Esto ocurrió de manera especial ante el hecho de la incorporación
voluntaria o forzosa a las filas militares republicanas, si bien en los
testimonios ante los jueces franquistas fue habitual delatar a los porteros o
vecinos que lo habían hecho voluntariamente. Por esta razón, muchos de ellos
cumplimentaron las declaraciones juradas con el objetivo de exculparse a sí
mismos por haber tomado las armas contra los que serían, a la postre,
vencedores.
Vicente Rico Collado, de cuarenta y dos años, portero de la calle Almagro
21, afirmó que le incorporaron al batallón que la Sociedad de Porteros de
UGT creó en noviembre de 1936 para defender Madrid del ataque franquista.
Según su explicación, a ese batallón «forzosamente hubimos de pertenecer
todos, hasta los cojos, y yo no pude ser una excepción». No obstante, precisó
que estuvo escasamente un mes en sus filas y durante ese tiempo «no tomé
parte en hecho alguno de armas».
En el caso de Vicente Rodeño Huertas, casado, de treinta y dos años,
portero de la calle Don Ramón de la Cruz 75, fue su hermana Luisa, su
sustituta en la portería, la que tuvo que informar en la declaración jurada que
Vicente se había marchado al exilio y que sus últimas noticias, según una
postal que había recibido con fecha del 11 de febrero de 1939, es que se
encontraba recluido en un campo de concentración francés. Miliciano de la
primera hora, presentado como chófer, Vicente fue destinado en marzo de
1937 a un batallón de transportes en Valencia. Sus vecinos le acusaron de
haber alardeado de su enrolamiento en las milicias y de haber tomado parte en
la detención de dos inquilinos de la finca, sin más consecuencias.
En algunas fincas llegaban a ser numerosos los vecinos denunciados por
haber sido combatientes de las fuerzas republicanas. En Claudio Coello 74
fueron delatados hasta cuatro de ellos, que además habían luchado como
voluntarios: Pablo Herranz Diez, Luis García Monedero, Francisco del Hoyo

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Reig y Juan José Estévez Crespo. Los dos últimos eran militantes socialistas,
según la denuncia, presentada en un papel sin firma adjunto a las
declaraciones juradas.
El único que resultó procesado por los vencedores fue Francisco del Hoyo
Reig, implicado en un sumario por varias detenciones, asesinatos y saqueos
como integrante de un grupo de milicianos liderado por un individuo llamado
Braulio Aznar Mas. Se acusó a Francisco del Hoyo de haber hecho servicios
de vigilancia en el Palacio de Villapadierna, en calle Goya 10, denunciado
como checa. El 4 de abril de 1940 fue condenado a treinta años de cárcel.
Se da la paradoja de que Francisco del Hoyo tenía un hermano, José
María, afiliado a Renovación Española, que había sido asesinado por los
republicanos en Valencia. Además, su hermana María del Carmen, de
veinticinco años, que tiene una declaración en el sumario abierto contra
Francisco, dijo haber sido vigilada, perseguida y detenida por los «rojos» por
haber sido la novia y prometida del arquitecto Francisco Javier Fernández-
Golfín y Montejo, que lideró y dio nombre a una de las grandes
organizaciones de la «quinta columna», la «Golfín-Corujo», creada por la
Falange clandestina en Madrid. La desarticulación de la red «Golfín-Corujo»
en mayo de 1937 sirvió a los agentes soviéticos y españoles involucrados en
la detención y asesinato de Andreu Nin, líder del POUM, para fabricar
evidencias falsas contra este, como un plano de Madrid destinado a la
artillería franquista elaborado por Fernández-Golfín al que se añadió un
mensaje cifrado con tinta invisible con la «N» de Nin.
Es presumible que a Francisco del Hoyo Reig le salvaran de la pena
capital ambas circunstancias: ser hermano de una víctima del terror «rojo» y
de la prometida de un «mártir» de la causa como Fernández-Golfín, fusilado
en Barcelona en junio de 1938 junto con nueve miembros de su organización.
En Covarrubias 3 los firmantes de la declaración jurada señalaron que la
portera se había olvidado de reseñar en su testimonio que uno de los vecinos,
un ingeniero apellidado Freide que residía en el ático derecha, había
intervenido «en la colocación de una de las minas que se hicieron estallar en
el Alcázar de Toledo».

El soldado desconocido

El portero de la casa de Monteleón 46 es uno de los miles de soldados


desconocidos de la guerra de España. Murió en acción de guerra en las filas
del Ejército Popular, pero no conocemos su nombre. Sí que sabemos que

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tanto su viuda, Amparo Rodríguez Pérez, de veintinueve años, como él fueron
ensalzados por los vecinos ante los vencedores por su buen carácter. Según
dijeron, en el tiempo en que desempeñó su labor antes de ser llamado a filas,
el portero observó «una inmejorable conducta para con todos los antiguos
vecinos de esta casa, defendiéndoles de la acusación de derechismo que
públicamente se les imputaba, a conciencia de que, en efecto, todos eran
afectos al glorioso Movimiento Nacional Sindicalista».
Los vecinos de Ronda de Atocha 39 señalaron que el portero de la finca,
Esteban Martínez, se había marchado voluntario a las milicias «rojas» al
estallar la guerra. En su caso la denuncia no tuvo consecuencias: Esteban
Martínez había muerto en combate en el frente. Fue sustituido en la portería
en abril de 1937, lo que indicaría que no sobrevivió más de diez meses desde
su marcha al frente.
Aunque el haber empuñado las armas contra los sublevados se convirtió
después de la guerra en un riesgo, hubo quien reconoció sin tapujos haber
servido en el derrotado bando republicano. En ese sentido es muy llamativa,
por lo que tiene de orgullo de haber cumplido con su deber, la declaración
jurada de Francisco Hernández Ortego, un solador de treinta y seis años,
natural de Roa de Duero (Burgos), afiliado a UGT desde 1923, que era
portero de la calle Ávila 36, en el popular barrio de Cuatro Caminos.
En la declaración, fechada el 6 de abril de 1939, escrita a máquina por
algún vecino, «por no saber escribir el portero», Hernández Ortego reconocía
haber alcanzado el grado de capitán de las fuerzas republicanas, en las que
había luchado desde el 21 de agosto de 1936. Afirmaba también haber servido
en la 202.ª Brigada Mixta en el frente de Levante y haber sido herido el 19 de
enero de 1937, lo que motivó que no volviera a prestar servicio hasta 1938.
Sobre los hechos ocurridos en la casa donde trabajaba como portero, el
capitán Hernández Ortego informó de que se produjo la detención de un
vecino llamado Federico Arnaldo, que fue después evacuado a Murcia, y la de
un visitante de unos inquilinos, de nombre Fernando, al que arrestaron
milicianos anarquistas —«lo bajaron a empujones llenándole de
improperios»— y que a la mañana siguiente apareció muerto en un
descampado, con las manos atadas a la espalda y amordazado.
La declaración jurada de los vecinos está firmada solamente por Joaquín
Cabrera, empleado de cincuenta y seis años, «por ser el único vecino que no
pertenecía al Frente Popular». En ella exculpa al portero de las detenciones
producidas en la finca, por no haber intervenido «ni como autor, inductor o
delator».

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Hernández Ortego había vuelto a su casa en la portería de Ávila 36 al
terminar la guerra después de estar dos días en un campo de concentración de
Chamartín de la Rosa, donde se había presentado voluntariamente a los
vencedores. Esta es la razón por la que pudo dar por buena la declaración
escrita a máquina presentada por los vecinos en su nombre el 6 de abril ante el
juez militar del distrito de Chamberí. Nada extrañaría que fuera esta
declaración la que llevó a su detención en el mes de junio, en el que pasó a
estar preso en el campo de concentración del Grupo Escolar Miguel de
Unamuno, en la actual calle Alicante 5, de donde fue trasladado en octubre al
penal de Ocaña (Toledo). Allí estuvo encarcelado siete meses, pasando
después a un batallón de trabajadores del que fue licenciado el 14 de junio de
1940, mientras quedaba a la espera de la resolución del sumario abierto contra
él.
En su declaración ante el instructor franquista, realizada el 29 de marzo de
1942, el capitán Hernández Ortego afirmó que se presentó voluntario en las
milicias para «atender a las necesidades de su familia» porque les dijeron en
la Casa del Pueblo que no fueran a trabajar a la construcción porque ya no se
podía. Formó parte del Batallón «Thaelmann», desplegado en Rascafría, hasta
que pasó con el grado de teniente a la 9.ª Brigada Mixta. En Villaverde Bajo
resultó herido, como había señalado en la declaración jurada como portero,
por lo que fue ascendido a capitán. Después fue destinado al frente de
Castellón con la 202.ª Brigada.
El sumario incluye una declaración a su favor firmada por siete vecinos de
la finca donde trabajaba como portero, en la que aseguraban:
Fue siempre respetuoso y educado con todos. Muy amante de su familia; sin que se
haya apreciado nunca nada anormal en su conducta de ciudadano; se sabía que
pertenecía a la organización sindical llamada UGT, pero no se le vio en él
ostentación callejera de ninguna idea política. Todo esto expuesto, se refiere y es
anterior al 18 de julio de 1936, fecha del Glorioso Movimiento Nacional.

Es posible que Hernández Ortego, capitán del Ejército Popular, herido en


combate por la causa republicana, debiera todo a ese testimonio favorable de
sus vecinos. Su causa judicial como vencido fue sobreseída provisionalmente
el 6 de mayo de 1942.

Porteros en filas

Fernando Naveira Gómez, de treinta y tres años, portero de Leganitos 14,


fue llamado por su quinta el 31 de abril de 1938, prestando servicios de su

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oficio de zapatero en el Ejército Popular. A ello sumaba haberse afiliado a la
CNT en octubre de 1936, a pesar de lo cual no fue procesado por los
vencedores. Tampoco lo fue el portero de Benito Gutiérrez 14, Juan García
Crespo, de treinta y ocho años, perteneciente a la Sociedad de Porteros de
UGT desde marzo de 1933, que reconoció haberse incorporado a las filas del
Ejército Popular en febrero de 1939 llamado por su reemplazo, siendo
destinado a la Ciudad Universitaria.
El portero de Marqués de Riscal 5, Tomás Rivas Vivero, natural de Neira
(Lugo), vio el final de la guerra con treinta y ocho años. A punto estuvo de no
contarlo:
Acuciado por las necesidades pues contaba con tres hijos pequeños y habiéndose
reducido sus ingresos por la disminución en el número de vecinos se vio obligado a
encuadrarse en los llamados Guardias de Asalto en fecha 4 de septiembre de 1936,
saliendo al frente y siendo herido el día 1 de diciembre del mismo año.

Una vez reestablecido, y gracias a amistades, Tomás Rivas evitó volver al


frente, encuadrándose en servicios auxiliares hasta el fin de la contienda. A
pesar de su incorporación como voluntario a las filas republicanas, no fue
procesado por los franquistas. En ello debió de influir su colaboración con un
súbdito alemán, Luis Linans, a la hora de proporcionar refugio en la finca a
cuatro hermanas de la caridad y a un hijo de dieciséis años de María Luisa de
Borbón, marquesa de Villamantilla de Perales, al que pudieron introducir en
una embajada antes de que fuera detenido. No menos influyente resultó su
incorporación a la Falange clandestina cinco meses antes de acabar la guerra,
confirmada por un vecino. Para rematar, el propio portero declaró que «he
bautizado a mis dos hijas nacidas en el periodo de guerra».
No tuvo tanta fortuna Arsenio Valledró López, de treinta y ocho años,
portero de Alonso Cano 34, que sirvió en las fuerzas republicanas como
chófer a partir de noviembre de 1936 por pertenecer al Sindicato de
Transportes de UGT desde 1929. Un año después de la guerra fue detenido y
procesado bajo la acusación de haber denunciado a Martín Díez Illán,
vigilante de obras de ferrocarril, cuya novia, Elisa Sarabia Lidón, vivía en la
finca donde era portero. Después de ser detenido la primera vez en julio de
1936, Martín Díez Illán había señalado al portero como la persona que lo
había denunciado a los frentepopulistas. Aunque fue puesto en libertad
entonces, lo detuvieron nuevamente en octubre. Preso en la Cárcel Modelo,
Díez Illán fue sacado de ella el 7 de noviembre para ser fusilado en
Paracuellos del Jarama.

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Arsenio Valledró reconoció que en noviembre de 1936 le llamaron de la
comisaría de Buenavista para que informara sobre las «tendencias políticas»
de Díez Illán. Dijo entonces que «era buena persona y que era de derechas»,
pero que su ánimo «no era el de perjudicar a dicho señor». Sin embargo, en
los archivos de la DGS republicana constaba una ficha en la que aparecía su
nombre como denunciante de Martín Díez Illán por «desafecto al régimen».
La denuncia decía que le había escuchado una conversación por teléfono en
julio de 1936 en la que aseguraba que «tenían la consigna de llevar corbata
negra durante tres meses» porque «les habían matado al jefe», en referencia a
José Calvo Sotelo.
A su favor consta en el sumario la declaración de 25 vecinos de Alonso
Cano 34, poniendo de relieve su «conducta intachable» con todos los
inquilinos. Asimismo, figura el testimonio de Esperanza Lidón, madre de la
novia del asesinado, que llegó a declarar que sabía que la denuncia contra su
futuro yerno había partido de otra persona, no del portero.
Arsenio Valledró fue condenado el 21 de agosto de 1941 a treinta años de
cárcel, pero el auditor anuló la condena por «haberse omitido la práctica
diligencia de pruebas imprescindibles para sentenciar los hechos». El 10 de
mayo de 1943 se dictó el sobreseimiento provisional de la causa y su libertad
definitiva.

Una plancha para volar el Teatro Real

Tampoco se libró del procesamiento por los franquistas Darío Vadillo


Olivares, de treinta y siete años, vizcaíno de Orduña, portero del número 3 de
la calle de Carlos III, frente al Teatro Real, que perdió su trabajo en la portería
al haber sido evacuada la casa en noviembre de 1937 por ser zona de guerra.
Después de estar medio año sin trabajo, se incorporó en julio de 1938 como
soldado a la aviación republicana «por evitar irme al frente y poder mantener
a mi familia».
Darío Vadillo fue denunciado a los franquistas, junto con otros dos
vecinos de la casa, Eugenio y Álvaro Arauz Pallardó, por la inquilina Elisa
Monte de Villa, que les acusaba de haber señalado con falsedades ante las
autoridades «rojas» a su marido, Juan Crespo Bermejo, detenido y
posteriormente asesinado, al igual que su hijo Francisco Crespo Monte.
La acusación del portero, según la vecina, era que su marido se había
dejado una plancha encendida cuando en agosto de 1936 decidieron mudarse
a Ferraz 35 ante el temor a una explosión por la proximidad de su casa de la

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calle Carlos III al Teatro Real, convertido en un polvorín por las fuerzas
republicanas. Según la mujer, Vadillo había declarado que su marido le dijo
expresamente que «dejaba puesta la plancha para que hiciera explosión».
El portero confirmó lo de la plancha encendida, pero lo situó en julio,
durante un registro en el que tuvo que estar presente, achacándolo a un olvido
de la sirvienta de los Crespo y no dándole más relevancia que el que «se
fundiese algún plomo». Sin embargo, los milicianos dieron cierta importancia
al hecho, diciendo que «lo hacían para volar el polvorín del Teatro de la
Ópera», según un testigo.
El hecho de que Juan Crespo Bermejo no fuera detenido en la finca de la
calle Carlos III donde era portero Darío Vadillo, unido a sus antecedentes
derechistas, llevaron al sobreseimiento provisional de la causa y la puesta en
libertad de este. También se sobreseyó otra causa contra el portero por la
denuncia de otra vecina que se marchó de veraneo en julio de 1936 y que le
acusaba de haber sustraído tres paraguas y una maleta de su casa. Varios
vecinos declararon a favor del portero en este sumario, señalando que la
vecina denunciante tenía inquina contra Darío Vadillo por «ser desafecta al
Glorioso Movimiento Nacional».
Ana García Garay, mujer de Ursicino González García, portero de Carrera
de San Jerónimo 38, frente al Congreso de los Diputados, reveló la condición
de su marido como voluntario en las milicias republicanas en su declaración
jurada. Lo hizo para justificar su firma en dicha declaración, pues su marido,
de cuarenta y un años entonces, tranviario, afiliado a UGT desde 1931,
«desde el primer momento se fue voluntario al frente y hasta la fecha no ha
regresado». La mujer incluso detallaba a los vencedores que la primera
unidad donde combatió su marido había sido el batallón de milicias
«Octubre».
Por una ficha de los vencedores conservada en el CDMH sabemos que
Ursicino González llegó a ser comisario de Sanidad del Ejército Popular. Y
también conocemos, por una orden del Ministerio de Justicia franquista por la
que se ponía en libertad a 1.242 penados, que salió de la Prisión Provincial de
Madrid y regresó a su casa en noviembre de 1944, ocho años después de
marcharse a la guerra a defender sus ideales.
De la mujer del portero de Velázquez 109 no conocemos su identidad. Al
igual que la de Ursicino, firma el 5 de abril de 1939 la declaración jurada en
vez de su marido, en su caso por encontrarse este detenido en un campo de
concentración, pero la rúbrica la hace con el pulgar por no saber escribir. Su
marido, Timoteo González González, de treinta y nueve años, afiliado al

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Sindicato de Porteros ugetista, había sido llamado por su quinta, la de 1921, a
pesar de doblar la edad a la que los mozos iban a la «mili», como
consecuencia del recurso del Ejército Popular a la llamada continua de
reemplazos ante la escasa respuesta a sus órdenes de movilización. Destinado
en la 118.ª Brigada Mixta, desplegada en el frente de Levante, Timoteo
González estuvo encarcelado después de la guerra en la Prisión Provincial de
Madrid hasta junio de 1941, mes en el que se le concedió la libertad
condicional.

Porteros que fortificaron Madrid

Algunos porteros desempeñaron labores vinculadas a la fortificación,


desescombro y reconstrucción del Madrid asediado, sin que estos quehaceres
los llevaran a ser procesados por los franquistas. El portero de la calle Arango
9, Sandalio Rodríguez Arnau, explicó a los vencedores que trabajó en la
construcción de refugios para la población civil, pero considerando que aquel
cometido pudiera resultar incriminatorio se vio en la necesidad de justificarse
diciendo que lo hizo «por aumentar sus ingresos para atender a sus
necesidades».
Fernando Velasco Muela, portero de la plaza de Los Mostenses 15,
afiliado a UGT, puso su oficio de albañil al servicio de la fortificación de la
ciudad en septiembre de 1936. Resultó herido en la batalla de Madrid, en
noviembre siguiente, y no recibió el alta hasta el 2 de abril de 1937.
Reingresó en fortificaciones el 1 de mayo, pero fue finalmente dado de alta
por inútil a finales de 1938, pasando a un batallón de retaguardia. El hecho de
que los vecinos de la casa no hubieran sufrido delito alguno, como acreditaba
la declaración jurada de los mismos, pudo ser clave para que los franquistas
no fiscalizaran la actuación de este portero.
Parecido es el caso de Ricardo Fernández Caballero, portero de Andrés
Mellado 41, que se quedó sin su empleo en noviembre de 1936 al ser
evacuada la casa por ser zona de guerra. Afiliado a UGT desde 1935, para
ganarse la vida se enroló en diciembre de 1937 en un Grupo Auxiliar de la
Comandancia General de Ingenieros como fortificador, donde permaneció
hasta el 22 de mayo de 1938, en que fue hospitalizado a consecuencia de un
accidente de coche. El final de la guerra le cogió aún convaleciente en el
hospital.
La experiencia de Antonio Palomino García, portero de Alonso Cano 71,
es muy ilustrativa del radical cambio que la guerra produjo en la vida de los

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habitantes de la ciudad: a principios de noviembre de 1936 dejó su trabajo
como obrero de la construcción para ocuparse en la sección de fincas
bombardeadas del Comité de Reforma, Reconstrucción y Saneamiento de
Madrid, creado por el Ministerio de Obras Públicas el 1 de abril de 1937.
No menos ilustrativo de la transformación de la vida en guerra es el
ejemplo de Ricardo Bueno Ruiz, portero de Jerónimo Llorente 2. Afiliado a
UGT desde 1932 y de oficio encuadernador, le destinaron a entelar alas de
aviones militares, que requerían una constante reparación al resultar
acribillada la tela que las cubría durante los combates aéreos contra el
enemigo. Sin duda, las artes de la encuadernación podían ser de gran ayuda en
dicha labor. Así lo debieron de entender también los franquistas, que no
procesaron al portero ugetista.
Nicolás Molina Merino, de cincuenta y cuatro años, de oficio camarero,
afiliado a la sociedad del ramo de UGT desde 1932, y portero de Fernando el
Católico 44, relató a los franquistas una actuación como miliciano en la
guerra muy poco heroica. El 5 de agosto de 1936 fue encuadrado por su
sindicato en el Batallón «Pablo Iglesias» con la misión de servir como
camarero a las milicias que ocupaban el Cuartel de la Montaña. Cumplió tan
revolucionario cometido hasta el 19 de mayo de 1937 en que se puso a
trabajar en el bar Centro, en Vallecas. Los vencedores no tuvieron en cuenta
sus servicios de camarero como miliciano y no fue procesado.
A su colega de profesión Dionisio Cámara García, de cuarenta años,
vizcaíno de Gallarta, portero de Ronda de Toledo 5, le perdonaron en
principio haber trabajado como camarero casi toda la guerra, en el bar
Fuentecilla de la calle Toledo 78. Afiliado al sindicato gastronómico de CNT
desde 1931, el 22 de febrero de 1939, poco más de un mes antes de terminar
la guerra, fue movilizado por su reemplazo, el del año 1919. Le destinaron a
la compañía de depósito de la 77.ª Brigada Mixta, en el frente de Aranjuez
(Madrid), donde permaneció treinta y dos días trabajando en la construcción
de una trinchera de evacuación. Pero fue procesado y juzgado en la posguerra
por el asesinato del dependiente del estanco del portal contiguo al de su finca,
Manuel García Gómez, muerto en la calle por un grupo de milicianos el 20 de
julio de 1936.
El propietario y el responsable del bar Fuentecilla donde trabajaba
Dionisio Cámara hicieron declaraciones muy favorables sobre él, así como el
propietario de la finca donde se desempeñaba como portero y once vecinos de
la misma. El 12 de febrero de 1940 fue absuelto por el consejo de guerra,
quedando en libertad definitiva, lo mismo que otro vecino de la calle

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procesado por los mismos hechos. En el mismo juicio fue condenada a seis
años y un día de cárcel otra vecina, Benita Sánchez-Cajas Revuelta, por haber
facilitado la barra de hierro con la que se forzó el cierre del estanco de Ronda
de Toledo 7, que fue saqueado tras el asesinato de su dependiente.

La Guerra Civil que nadie quiere contar

Las declaraciones juradas ofrecen cuadros de una guerra bastante


desconocida. Son historias apenas esbozadas que, sin embargo, se asoman a
ángulos insólitos o sorprendentes de la contienda. Historias, por ejemplo, que
hablan de forzosos alistamientos «voluntarios» para proteger a familiares
perseguidos, como relataba Vicente Moreno Martín, de cincuenta y ocho
años, industrial, vecino de Fernando de los Ríos 19. En su declaración contó
que sufrió persecuciones y registros por ser militante de FE y que estaba
aterrorizado a raíz del asesinato de dos de sus sobrinos por las milicias. Por
esta razón aseguró que, para evitar males mayores, su hijo Adolfo, de
diecinueve años, se presentó voluntario en las filas militares republicanas, lo
que hizo que cesara la persecución contra él. El argumento, sin duda, era
también un modo de exculpar a su hijo por haber luchado con los vencidos.
Crescencio Martínez Rojo, de cuarenta y dos años, que se desempeñaba
como maestro en las Escuelas Pías de San Antón, era también portero de
Cardenal Cisneros 11. En octubre de 1936 fue detenido por unas milicias, que
le dejaron en libertad a las pocas horas. Esa circunstancia le llevó a
presentarse voluntario en el Batallón «Félix Barzana» de la Federación de
Trabajadores de la Enseñanza (FETE), de UGT, a la que estaba afiliado desde
febrero de 1936. Estuvo un año de servicio en el batallón y salió del mismo
con un certificado de inutilidad por enfermedad. Sin embargo, consiguió
plaza en las Milicias de la Cultura, siendo destinado como maestro a un
batallón de obras y fortificaciones, donde fue detenido por las autoridades
republicanas el 10 de abril de 1938 y conducido a la prisión de Porlier.
La razón de su apresamiento era el estar fichado en la oficina de control
de nóminas de la DGS como afiliado al partido derechista AP. El portero
aseguró que los once maestros seglares que daban clase en las Escuelas Pías
fueron afiliados a AP sin su consentimiento y que, por esta razón, reclamaron
que se les diera de baja y se les aumentara el sueldo. Al no conseguirlo,
Crescencio Martínez dejó su trabajo en las Escuelas de San Antón. Los
testimonios favorables de los vecinos, que corroboraron su lealtad al gobierno
del Frente Popular, acabaron por convencer al tribunal republicano de la falta

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de culpabilidad de Crescencio Martínez, que fue puesto en libertad el 29 de
abril siguiente.
Sin embargo, Crescencio Martínez afirmó un año después a los
vencedores en su declaración jurada que si se hizo «miliciano de la cultura»
fue «para no tener que tirar ni un solo tiro contra mis hermanos los
nacionales». Por su parte, los vecinos corroboraron una vez más la lealtad del
portero y maestro, esta vez a las derechas, seguramente en premio a su
bonhomía y sus atenciones durante la guerra. Crescencio Martínez Rojo no
fue procesado por los franquistas.
Otras anotaciones apuntan a la cruenta represión que se mantuvo toda la
guerra en el seno del Ejército Popular contra los soldados derechistas
reclutados por sus quintas. Fue un modo de continuar la represión mediante
asesinatos extrajudiciales y sin despertar la alarma, pues se cometían en la
mayoría de los casos en primera línea del frente. La desaparición de los
asesinados se solía inscribir en los partes de las unidades como muertos al
intentar desertar al enemigo.
El portero y los vecinos de la calle Hortaleza 82 recogen la denuncia de la
inquilina María López, cuyo hijo, Ramón Huertas López, de veinticuatro
años, fue llamado a filas por su quinta y hecho prisionero en la misma unidad
a la que fue destinado. Según manifestó el portero recogiendo lo relatado por
la madre del joven, «cuando fue a verlo su familia el cabecilla Líster les dijo
que como no era afecto al régimen le habían fusilado». Los vecinos
confirmaron esta versión, detallando que la fecha del fusilamiento de Ramón
Huertas López fue el 24 de abril de 1937. La única noticia que tenemos de la
vida de este joven madrileño es que había aprobado unas oposiciones a
auxiliar administrativo de la DGS en abril de 1936, tres meses antes de
estallar la guerra.
Otro caso es el denunciado por Hermenegildo Alonso García, vecino de la
calle Arrieta 9. Su hermano Ángel, de veintiún años, fotógrafo, fue llamado a
filas por su reemplazo y destinado con el Batallón Alpino al pueblo madrileño
de Rascafría, donde el 20 de noviembre de 1937 «fue asesinado por su
tendencia derechista según informes a la familia por sus mismos compañeros
de Batallón», como denunció Hermenegildo. Ángel no fue la única víctima de
la «checa» organizada en esta famosa unidad de montaña para eliminar a
supuestos desafectos.
A Evaristo García Mises, de veinticinco años, vecino de Juan Bravo 73,
empleado del Banco Español de Crédito, que cumplía sus deberes militares en
defensa de la República como sargento de intendencia, le fueron a buscar a su

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casa el 6 de junio de 1938 unos compañeros de su unidad, la 77.ª Brigada
Mixta, a los que saludó afectuosamente y presentó a sus familiares. Salieron
todos diciendo que se iban al cuartel de intendencia que la unidad tenía
instalado en el convento de las Salesas Reales de la calle de Santa Engracia
18, montando en un coche que les esperaba en el portal. Desde entonces no se
volvió a tener noticias suyas. Según la denuncia de su hermana Rosario, la
familia hizo gestiones para averiguar su paradero. Les dijeron que estaba
detenido por el SIM en el Ministerio de Marina, donde le escribieron dos
veces y le enviaron ropa limpia. Tanto las cartas como la ropa les fueron
devueltas.
Fueron frecuentes las denuncias por asesinatos de reclutas con
antecedentes derechistas en la 77.ª Brigada Mixta, y se llegó a hablar de que
se producían entre tres y cinco diarios. También se denunció que el año 1938,
ante la llegada de una remesa de quintos, en su mayoría catalanes, se
cometieron más de 190 asesinatos en dos meses, lo que habría llevado a los
mandos republicanos a plantearse la disolución de la brigada.
Formada originariamente por milicias anarquistas de CNT y FAI de los
batallones «Espartacus» y «Andalucía-Extremadura», que era la orientación
política mayoritaria en sus mandos y comisarios, la unidad estaba desplegada
a mitad de la contienda en el frente de Aranjuez, en el sector de la Cuesta de
la Reina. Existen testimonios que indican que alrededor de las posiciones de
esta unidad se enterraron en fosas a numerosos asesinados, particularmente en
una hondonada cercana a Seseña que llegó a denominarse «Valle de las
Lágrimas» en las filas de la unidad por el destino cruento de los que allí eran
conducidos. Existieron también denuncias de que, ante la deserción de un
combatiente, se ordenó fusilar a los cuatro o cinco compañeros que
compartían su chabola.
La familia de Evaristo García Mises citó como posibles implicados en su
muerte a un comisario de la unidad, Gregorio Delgado, y a un teniente de
intendencia llamado Lázaro Aguilera Blanco, que figuran en otras denuncias
similares referidas a esta brigada republicana. Lázaro Aguilera, antiguo
militante de Renovación Española, el partido de José Calvo Sotelo, fue
detenido por la checa «Espartacus», donde le dieron a elegir entre ser
asesinado o colaborar con ellos denunciando a derechistas, inclinándose por la
segunda opción. Lázaro Aguilera fue fusilado con veintisiete años por los
franquistas el 18 de junio de 1939, cinco meses antes que el capitán Víctor
Rincón Moreno, de treinta y un años, también señalado por su implicación en
la desaparición del joven vecino de Juan Bravo 73.

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Hay también fogonazos sobre la persecución ideológica en el seno de las
Brigadas Internacionales, con una componente de rumor de patio de vecindad
que los hacen aún más significativos. Los inquilinos de Alcalde Sainz de
Baranda 8 testimoniaron que a finales de 1937 fue detenido en uno de los
pisos del entresuelo un capitán de nacionalidad alemana de las Brigadas
Internacionales. «Al parecer, por causa de denuncia por espía, fue
aparatosamente detenido por unos oficiales o jefes rusos muy armados. Parece
fue fusilado», reza la declaración de los vecinos, que remataban la noticia
señalando que «la mujer que vivía con él sigue en el cuarto y se llama Paquita
López».
Singular es la peripecia que recogen el portero y los vecinos de la calle de
Marqués de Santa Ana 45 de un joven vecino afiliado en la clandestinidad a
los «balillas» de FE, Mariano González Fernández. Detenido en noviembre de
1936 pese a ser menor de edad, fue liberado en diciembre siguiente. Llamado
a filas por las autoridades republicanas, estas le volvieron a detener el 12 de
febrero de 1939 por intentar desertar en la línea de fuego.
No tuvo tanta suerte otro joven vecino de la calle Concepción Jerónima
36, José Menor Gaudioso, de dieciocho años, estudiante, afiliado a FE de
Chamartín de la Rosa. Según sus vecinos fue obligado a ir al frente, donde
murió en febrero de 1937 al ser alcanzado por los disparos de los centinelas
cuando se intentaba pasar al campo «nacional», lo que, como queda dicho,
solía ser la excusa utilizada para encubrir los asesinatos causados por las
purgas ideológicas en las propias filas republicanas.

Un padre en la trinchera de su hijo desertor

Francisco Vicente Argüelles, vecino de Fuencarral 100, logró su propósito


de pasarse a las filas sublevadas en julio de 1938. Alférez de complemento de
ingenieros, había sido destinado al frente de Levante encuadrado en la 206.ª
Brigada Mixta, desde donde desertó al enemigo. En cumplimiento de las
severísimas medidas de castigo establecidas en el mismo año 1938 contra la
deserción en el Ejército Popular por el jefe del Gobierno republicano, Juan
Negrín, agentes del SIM detuvieron en su domicilio de Madrid a su padre,
Vicente Martín, de cincuenta y cinco años, médico, para que ocupara el
puesto de su hijo desertor en las trincheras.
Después de estar encarcelado en el Ministerio de Marina, la Basílica de
Atocha y la prisión de San Antón, Vicente Martín fue incorporado en el frente
de Levante al batallón disciplinario de la misma unidad de la que había

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desertado su hijo, la 206.ª Brigada, con la que marchó después a Extremadura.
En aquel frente el padre del desertor cayó enfermo, comenzando un periplo de
dos meses por distintos hospitales militares republicanos hasta que fue
trasladado al Hospital Militar n.º 29 de Madrid, en la carretera de Colmenar
Viejo.
Allí le sorprendió la entrada de los «nacionales» en la capital el 28 de
marzo de 1939, día en que fue trasladado a su casa en el piso principal
izquierda de Fuencarral 100, donde falleció al día siguiente a las cuatro de la
madrugada, rodeado de su viuda, Luisa Martín Izquierdo, y de sus tres hijos
pequeños, de veinte, quince y once años. La viuda, firmante de la declaración,
no dudó en achacar la enfermedad y muerte de su marido al «calvario»
sufrido en el batallón disciplinario, donde «hubo de realizar los trabajos más
penosos y sufrir los más atroces martirios».
Son muy frecuentes las alusiones a prófugos y desertores de filas
escondidos en las fincas para escapar de la movilización, desafiando las cada
vez más gravosas penas militares en el bando republicano contra este tipo de
delitos. Especialmente singular es el caso de Antonio Castro, un vecino de
Génova 23 al que el portero, Víctor Martín Maestre, señaló ante los
vencedores como «evadido del Glorioso Ejército Nacional», sin dejar de
apuntar la insólita circunstancia de que, después de abandonar las filas
franquistas, «desertó de las filas rojas y fue detenido por agentes del SIM».
Los vecinos confirmaron la suerte de este desertor de las dos Españas.
Los inquilinos del paseo de Santa María de la Cabeza 17 recogieron, entre
otras detenciones sufridas en la casa, la de Eugenio Irureta Cabildo, detenido
por abandono de su unidad militar y encarcelado en la prisión de San Antón,
de donde pasó al Hospital Provincial, en Atocha, a la planta de enfermos
mentales.
En Mayor 50 se escondió desde julio de 1936 el vecino Ricardo Castro
Mijangos para no tener que marchar al frente. Finalmente fue descubierto en
un registro policial el 13 de mayo de 1938, casi dos años después. El mismo
tiempo estuvo escondido para no ir a filas, pero con éxito, Joaquín Ferrer
Cerro, de veinticinco años, al que su padre tuvo oculto en su domicilio de la
calle Espejo 15 con la complicidad del portero de la casa, Félix Cabañas
Aguado, jubilado del cuerpo de Seguridad y Asalto.
Haber escondido desertores o prófugos de filas del Ejército Popular fue un
motivo exhibido con frecuencia por los porteros ante los vencedores. Felipe
García Segovia tuvo en su casa escondidos nada menos que a cuatro prófugos,
incluido su hijo José, perseguido por pertenecer a las Juventudes de Acción

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Popular (JAP). Otro de los remisos a empuñar el fusil era Eugenio Mataiz
Plana, médico y falangista. También era médico el tercero de los prófugos,
Emilio Palenque Chamón. El cuarto se llamaba Jerónimo Rodríguez
Povedano.
Pura López Castro, portera de Narváez 50, afirmó haber sufrido dos
detenciones por las autoridades republicanas, una por tener un hijo falangista
y otra por considerarla cómplice de la ocultación del único hijo varón de la
vecina Juana López para evitar su marcha al frente.
La portera de Infantas 15, María Menéndez Vergara, se jactaba de no
haber denunciado a prófugos de filas escondidos en la finca:
Cuando los registros buscando jóvenes para su incorporación al ejército rojo, evité
subieran a los pisos donde sabía existían personas comprendidas en las quintas
movilizadas.

José Delgado Blanco, afiliado a los sindicatos de Porteros, Albañiles y


Espectáculos públicos de UGT, se agarró como a un clavo ardiendo a varias
de sus actuaciones en la contienda a favor de los inquilinos para no ser
procesado por los vencedores. De la finca en la que trabajaba, la del número 3
de la calle O’Donnell, habían sido asesinados cuatro vecinos, aunque los
responsables de la declaración jurada le descargaron de toda responsabilidad
«ni como autor, inductor ni delator». Una de sus bazas a favor fue la de no
haber denunciado el escondite de Luis Sanz Suárez, un joven inquilino de la
casa remiso a incorporarse a filas. El portero no fue procesado.
Constancio Buendía Sánchez, portero de Ribera de Curtidores 33,
presentó ante los vencedores un argumento poderoso a su favor: el de haber
sido preso de los «rojos» desde agosto a noviembre de 1936, después de lo
cual, sin embargo, tuvo que afiliarse a la CNT, si bien dijo haber cotizado
solo un mes. Para reforzar su condición de desafecto al gobierno republicano,
sus vecinos señalaron en su declaración que un hijo del portero, Jesús
Buendía, se había pasado de las filas «rojas» a las «nacionales» en el frente de
Aliaga (Teruel) y que ahora servía como alférez provisional a la causa
franquista.
Otros porteros no dudaron en presentar como aval ante los vencedores la
deserción del Ejército Popular de sus familiares más directos. El de Viriato 4,
Guillermo Ruiz González, viudo de cincuenta y nueve años, destacó que su
hijo Ángel Ruiz Pérez había sido detenido el 13 de junio de 1937 por desertar
del Ejército Popular, y que fue juzgado y condenado a servir en un batallón
disciplinario, donde seguía destinado al término de la guerra.

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Pero más favorecedor aún que tener un hijo desertor o haber escondido a
prófugos de las filas republicanas era haberlo sido uno mismo. Amador
Merino Camacho, de treinta y seis años, madrileño de Fuente del Fresno,
portero del número 1 de la plaza de Callao, que era el edificio de oficinas de
la compañía de seguros francesa Assurances Générales, aseguró que sufría de
epilepsia cuando fue llamado a filas en septiembre de 1938, «gracias al Dr.
Masguindal, por el que pude alegar enfermedad que no padecía». Los
certificados falsos de enfermedad, práctica habitual en ambas retaguardias, no
le libraron de ser destinado finalmente a Ciudad Real en enero de 1939, a
servicios auxiliares del parque de automovilismo. «Serví a los Rojos 45 días,
a los que conseguí desmoralizar a todos los obreros del parque», destacaba el
portero en su declaración, que concluía informando de su ingreso en la
Falange clandestina desde octubre de 1938.
También se valió de una oportuna recomendación médica el portero de
Cardenal Cisneros 5, Antonio Aguilera Teixidó, de treinta y cuatro años,
jornalero. Movilizado por su quinta, la de 1925, el 15 de septiembre de 1938,
fue enviado como auxiliar a un batallón de trabajadores al alegar un
impedimento físico. El portero no dudó en reconocer a los franquistas que el
doctor Leandro Fernández «viendo mi utilidad manifiesta y mis pocos deseos
de incorporarme a una unidad de choque interpuso su valiosa
recomendación».
Más arriesgada fue la treta de Manuel Rodríguez Menéndez, de treinta
años, jornalero, que trabajaba en la portería de Cardenal Cisneros 29. A pesar
de estar afiliado a la CNT desde marzo de 1936, cuando fue llamado a filas
por su reemplazo, el de 1929, se procuró documentación falsa para
presentarse como nacido en 1903, cinco años antes de la fecha verdadera. A
pesar de todo, la fiebre de movilizaciones forzosas en la zona republicana
llevó pronto a la recluta de la quinta de 1924, por lo que se vio obligado a
presentarse con su edad falsa. Logró, sin embargo, incorporarse a un batallón
de fortificaciones, del que finalmente fue requerido para el cupo de
combatiente con destino en Extremadura. Sin llegar siquiera a tal destino,
Manuel Rodríguez decidió darse la vuelta y regresar a Madrid, donde le
esperaba el final de la guerra en la que no había querido ser carne de cañón.
Otros porteros utilizaron los resquicios ofrecidos por las leyes de la guerra
para evitar la incorporación a filas. Mario Garrido González, portero de San
Bernabé 8, era mecánico en la Comandancia de Carabineros al comenzar la
guerra. Su hermano le colocó en una tahona de la calle Luisa Fernanda que
fue requisada por el Parque de Intendencia, circunstancia que aprovechó, al

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ser llamado a quintas en mayo de 1937, para pedir un certificado como exento
del servicio militar por estar incorporado a una industria de guerra. Para evitar
estos abusos el gobierno republicano eliminó estas exenciones en septiembre
de 1937, una vez perdido el frente del Norte, por lo que Mario Garrido tuvo
que ingresar en filas, siendo destinado a la 216.ª Brigada Mixta. No fue
procesado por los vencedores.
A Sergio Rey López, de treinta y tres años, toledano de Chozas de
Canales, le dio tiempo a cumplimentar su declaración jurada como portero de
Bretón de los Herreros 46 después de entrar con las tropas franquistas en
Madrid el 28 de marzo de 1939. Llevaba casi un año ausente, desde que fue
movilizado en mayo de 1938 por los republicanos para servir en un batallón
de fortificaciones en Somosierra. En su declaración, Sergio Rey decía:
Desde los primeros días de mi incorporación traté de pasarme a las filas nacionales,
no pudiéndolo lograr hasta el día 15 de noviembre del año 1938 por el sector de
Guadarrama-Somosierra, el cual con gran riesgo de mi vida pude evadirme de las
filas rojas habiendo sido ametrallado en los momentos de efectuar mi paso a las filas
de nuestro Ejército Nacional.

Los vecinos de la avenida de Reina Victoria 18 reflejaron en su


declaración la desaparición de su portero, Jerónimo Huélamo Castellanos,
después de ser enviado a un batallón disciplinario en mayo de 1938 al haber
sido detenido por no presentarse a la caja de recluta cuando fue llamado su
reemplazo. Su mujer, Guadalupe Tolosa Varela, fue designada en septiembre
de 1938 como portera por la Junta de Fincas Incautadas al confirmarse la
desaparición del marido.
Ángel Galán Rodríguez, portero de la calle Príncipe 5, tampoco pudo
preciarse ante los vencedores de su condición de desertor de las filas militares
republicanas. Según la declaración de su viuda, Ángel Galán fue descubierto
el 2 de diciembre de 1938 al intentar pasarse a las líneas franquistas y resultó
muerto por los disparos de los centinelas.

La «semana del duro»

Hay recogidos también cruentos ajustes de cuentas relacionados con el


golpe del coronel Segismundo Casado contra el gobierno de Juan Negrín, el 5
de marzo de 1939, que a su vez provocó en Madrid el levantamiento de las
fuerzas comunistas contra el rebelde Consejo Nacional de Defensa (CND),
presidido por el general José Miaja.

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Esta guerra intestina entre las fuerzas republicanas se prolongó en la
capital durante siete días, con más de 200 muertos. Fue llamada «la semana
del duro», como se denominaba la campaña de publicidad que los Almacenes
Rodríguez, en Gran Vía 4, hacían antes de la contienda para anunciar su
periodo de liquidación de productos. La mención irónica del entonces popular
lema comercial aludía al hecho de que aquellos fueron los días en que se
«liquidó» definitivamente la resistencia republicana ante los franquistas.
El abogado Julián Monís Morales, de sesenta y cinco años, y el ingeniero
Antonio Ochoa Parias, de sesenta y uno, eran los únicos vecinos que
habitaban en el paseo de la Castellana 51, finca próxima al puesto de mando
de la 7.ª División, que se levantó con los comunistas contra las fuerzas
casadistas en esta guerra civil del bando republicano dentro de la Guerra
Civil. En su declaración manifestaron que en toda la contienda no hubo
«asesinatos ni muertes violentas ni desapariciones», y que «solamente ha
habido siete víctimas dentro del portal de la casa durante la semana comunista
producidas por los proyectiles que se cruzaban ya que la casa estaba
constituida en fortaleza y prisión comunista».
A los pocos días de sofocada la sublevación comunista por las fuerzas del
CND, apoyado por socialistas, anarquistas y republicanos, fue detenido en la
calle Marqués de la Ensenada 6 el vecino Enrique Bañón Jacome, de treinta y
seis años, abogado comunista, destinado en el Palacio de Justicia. La portera
de la casa, Antonia Hernández Merino, declaró que Bañón apareció asesinado
al día siguiente. Lo mismo denunciaron el portero y los vecinos de Ribera de
Curtidores 2 respecto a su vecino Eloy Usallán Martín, detenido el 12 de
marzo, cuando el final de la revuelta comunista, por tres individuos llegados
en un coche de la DGS. Usallán apareció asesinado al día siguiente en la calle
de Embajadores.
También aparece recogida en la declaración jurada del portero de
Fuencarral 119, Francisco del Campo, la desaparición durante el golpe de
Casado del inquilino de la casa Ángel Peinado Leal. Comisario político
socialista, Peinado Leal fue fusilado en El Pardo por los comunistas durante la
revuelta de marzo de 1939, junto con tres oficiales del Ejército Popular
capturados en la «Posición Jaca», en la Alameda de Osuna.
Aprovechando las luchas intestinas del bando republicano en su provecho,
el portero de la calle Barrilero 20, Antonio Gil Fernández, no perdió la
oportunidad de exhibir como mérito ante los franquistas el haber servido de
guardia de Asalto a caballo en Valencia «en la sofocación del movimiento

Página 303
comunista para no entorpecer el avance de las fuerzas Nacionales sobre la
misma».
Los combates entre las fuerzas del Frente Popular por las calles de Madrid
dejaron una profunda zozobra en los vecinos de Argensola 16, por un caso
muy ilustrativo de la debacle republicana, en la que parecía reclutarse sin
miramiento a personas de toda condición. El chófer Gabriel García Marquina
y el carnicero Leoncio Martín Escudero, firmantes de la declaración jurada,
denunciaron la incorporación forzosa a filas de un joven «quinto del biberón»,
vecino de la casa, Luís Torres Torres, de dieciocho años, destinado a la 53.ª
Brigada Mixta, unidad que se mantuvo fiel al gobierno de Negrín y combatió
contra las fuerzas del coronel Casado. La causa de la inquietud de estos dos
vecinos era que el joven Luis Torres había sido movilizado en contra del
informe de varios médicos que señalaban su condición de inútil para el
servicio militar. «A juicio nuestro fue arbitrariamente declarado útil, por
padecer deficiencia mental y física», subrayaron los dos declarantes, quienes
denunciaron alarmados que el muchacho había «desaparecido en la intentona
comunista».
Sirvan de colofón a este capítulo las dos siguientes historias, una del
principio de la contienda en Madrid y otra del final, que demuestran cómo la
desgracia puede presentarse en la guerra de un millón de formas. Al portero
de Reina Victoria 44, cuya identidad los vecinos no revelan en su declaración,
lo mató una bala perdida al comienzo de los combates a las puertas de
Madrid. A Luis Aparicio, portero de la calle Juan de Austria 15, la desgracia
se le apareció, en cambio, el día después de la entrada de los franquistas en la
ciudad, el 29 de marzo de 1939. La explosión de una bomba por accidente en
la Ciudad Universitaria le segó la vida después de haber estallado la paz.

Página 304
15.

HA ESTALLADO LA PAZ

L a entrada de los franquistas en Madrid el 28 de marzo de 1939,


poniendo fin a casi tres años de guerra y de asedio, significó la
instauración inmediata de un nuevo orden regido por el bando con el que se
impuso en la capital el estado de guerra que, por otro lado, ya había sido
declarado el 23 de enero anterior por el gobierno de Juan Negrín en todo el
territorio republicano.
La implantación del nuevo orden de los vencedores tuvo en los juicios
sumarísimos de urgencia contra los vencidos una de sus herramientas más
contundentes. Como ya hemos citado, en Madrid y su provincia fueron
procesadas después de la guerra por los franquistas unas 273.750 personas, lo
que significa el 17 por ciento de la población de la provincia madrileña,
teniendo en cuenta que esta ascendía a 1,6 millones de habitantes.
Quizás sea difícil encontrar una descripción más exacta y sucinta, y a la
vez más compasiva y conmovedora, de la maquinaria judicial de los
vencedores que la del alférez honorífico Ricardo Sánchez de la Viña, un joven
abogado incorporado con veintidós años en Gijón (Asturias) a los servicios
jurídicos del ejército «nacional»:
La calificación de todos los delitos y la inculpación a todos los encartados con
motivo de la Guerra Civil española, era la de Rebelión o auxiliares a la misma,
cuando no la más grave aún de «traición». Y el texto del Código de Justicia Militar,
al proyectarlo sobre los sangrientos y trágicos sucesos revolucionarios, no permitía
disquisiciones ni elucubraciones de laboratorio penal sobre los juicios sumarísimos
de urgencia que se ventilaban ante los Consejos de Guerra.
O traidores, o rebeldes, y, cuando menos, auxiliares a la «rebelión». O
participaron o colaboraron; complicados o no; la disyuntiva era rígida y escalofriante.
(…)
Miles de patrocinados me encomendaron su árida defensa, que, en ocasiones,
llegaba a abrazar a veinte e incluso treinta procesados en un solo Consejo. Y cuando
nada podía alegar el Defensor en pro de alguno de ellos debido al cúmulo de sus
gravísimas acusaciones, una literatura entre realista y sentimental llenaba las lagunas

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que debieran de ocupar el estudio de las circunstancias atenuantes de los hechos
criminosos.
La magnitud delictiva de algunos de estos hechos; la cantidad de procesados o
defendidos de cada sesión o juicio; y el escaso tiempo de que disponíamos para
estudiar las Defensas —que nos entregaban uno o dos días antes— valoran,
sinceramente, nuestra abrumadora y humanitaria labor desarrollada por los cinco
Alféreces Honoríficos del Cuerpo Jurídico-Militar, que pechamos con la alta
responsabilidad de cargar sobre nuestras conciencias con todas las secuencias de la
Guerra en esta zona. Pero, aun con la dignidad que crea la modestia, tenemos que
reconocer que contamos con un fructífero balance —legítimo orgullo profesional—
de muchas vidas salvadas de la Muerte y de muchos seres alejados de los hierros de
la Cárcel.
Y esto es más que suficiente para enorgullecernos, como Militares españoles, que
fuimos, y como defensores del Bando de los Vencidos…
Y basta de exordio. ¡Qué Dios acoja en su Seno a los cayeron ante el piquete, y
dé Gloria eterna a quienes murieron en defensa de la Causa…!

Aunque Sánchez de la Viña intervino como defensor de los encausados en


Asturias desde octubre de 1937, fecha de la definitiva conquista del frente
norte por los franquistas, su esclarecedor testimonio de las consecuencias del
sometimiento a la jurisdicción militar de todos los actos y conductas de los
vencidos, fuera cual fuera su gravedad o su levedad, es extensible a los
consejos de guerra celebrados en Madrid.
En el estallido de la paz, imagen concebida por José María Gironella para
titular la última novela de su celebrada trilogía sobre la contienda, se
invirtieron muchos de los papeles que los madrileños habían desempeñado en
el conflicto. Una de estas permutas incidiría especialmente en las relaciones
entre familias, comunidades de vecinos, compañeros de trabajo o simples
conocidos: los delatados se convirtieron en delatores, y los delatores, en
delatados.
Un caso ilustrativo de este cambio de papeles es el de Rafael Martín-
Camuñas Ayala, de cuarenta y tres años, vecino de Ribera de Curtidores 19,
en el Rastro. Había sido detenido durante la guerra, el 12 de abril de 1937, por
la denuncia presentada por dos vecinas del barrio: Eduvigis Torralba Infante,
de cuarenta y un años, que vivía en la calle Ronda de Toledo 10, y Rosa
Sacristán, de treinta y cinco, vecina de la calle Santa Isabel, que era la mujer
de un sobrino del denunciado.
Las mujeres le acusaron entonces de haber pertenecido a FE, haber
ejercido como interventor por las derechas en las elecciones del 36 y haber
sido delator de «todos los obreros de la barriada» durante la revolución de
octubre de 1934. Asimismo, señalaron que tenía un sobrino de las JSU,
Francisco López González, sargento de la 112.ª Brigada, con destino en
Galapagar (Madrid), al que una vez que volvió de permiso del frente le dijo

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«que se desengañe, pues van a ganar ellos, y le van a dar más tiros que a
ninguno».
El denunciado, vendedor ambulante y colocador de lunas, conocido como
Rafael «el de los plumeros», fue conducido a la checa de la calle de Don
Pedro, después a la DGS y finalmente a la cárcel de San Antón. Ante el
tribunal republicano que le juzgó por desafecto al régimen, las dos mujeres
negaron haber formulado denuncia alguna contra él, pese a que el agente que
la tramitó las reconoció como denunciantes. Rafael Martín-Camuñas solo
admitió como cierto haber sido interventor de AP, pero por hacerle un favor a
un cliente que le pagó 25 pesetas, lo que aceptó por atravesar necesidades
económicas.
A pesar de que varios vecinos constataron que era persona de izquierdas,
fue condenado el 11 de junio de 1937 por desafección al régimen republicano
a un año y medio de internamiento en un campo de trabajo, debido a su papel
como interventor de las derechas en las elecciones de hacía más de un año.
A su vuelta a Madrid después de la guerra, de regreso del campo de
trabajo de Albatera (Valencia) donde había estado preso, Martín-Camuñas se
echó en brazos de la justicia militar de los vencedores para saldar sus cuentas
contra sus antiguas denunciantes, a pesar de haber manifestado al ser juzgado
su adhesión al gobierno del Frente Popular, «representación legítima de la
voluntad del pueblo manifestada en las elecciones de febrero de 1936».
Eduvigis Torralba y Rosa Sacristán fueron detenidas y procesadas por los
franquistas en unión de Camila Heras Recio, a la que Martín-Camuñas
incluyó en la denuncia por insultar y acosar a su hija en la cola del
racionamiento diciendo que «los fascistas no tienen derecho a comer», lo que
motivaba que la chica volviera «varias veces a casa llorando por esto y sin los
alimentos que había ido a buscar a la tienda». Además, incorporó a su
testimonio contra las dos primeras la acusación de que, a la salida de su juicio
en la cárcel de San Antón, insultaron a su mujer y a los testigos de descargo,
señalando que «tan fascistas eran ellos como los que habían condenado», lo
que estuvo a punto de provocar su linchamiento.
Torralba y Sacristán reconocieron que fueron testigos de cargo en el
proceso republicano contra el vendedor ambulante, pero negaron de nuevo
que lo denunciaran. El 3 de octubre de 1939 fueron condenadas a doce años y
un día de prisión menor por auxilio a la rebelión, que se les conmutó por la
pena de ocho años en 1943, saliendo en libertad condicional en 1944. Camila
Heras fue absuelta por no ser constitutivos de delito los hechos denunciados.

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El vendedor ambulante se cobró finalmente su desagravio al doble de precio
que su agravio.

Cambio de chaqueta

Ya he apuntado que, de acuerdo con los datos revelados por Javier


Cervera, puede concluirse que el miedo y el instinto de supervivencia fueron
seguramente las principales causas de las denuncias realizadas por los
porteros en el Madrid revolucionario. Considero que algo similar puede
decirse de la colaboración de algunos porteros en la actividad indagatoria de
los vencedores. El caso de Benigna García Alcolea, portera de la calle Santa
Inés 8, junto a la calle Atocha, es muy representativo. En su declaración
jurada llegó a denunciar a su marido, Luis Alcántara García, portero de la
finca, como delator del vecino Indalecio Mora Gonzalo, detenido en julio de
1936 por las milicias. En el mismo escrito la portera daba cuenta de que su
marido, alistado en un batallón de fortificaciones en septiembre de 1936,
desapareció al poco tiempo por el sector de Toledo.
Como ya hemos visto, las declaraciones juradas de porteros y vecinos de
los primeros días de abril de 1939 están salpicadas de denuncias, tanto contra
personas ajenas a las casas que intervenían en detenciones, registros, saqueos
o incautaciones, como contra porteros y vecinos por su compromiso y
afección a la causa republicana, por su conducta en contra del resto de los
inquilinos o, simplemente, por haberlos oído expresarse en contra de los
sublevados.
En el estudio que he realizado sobre las cerca 2.000 declaraciones juradas
del distrito de Chamberí, no llegan a un 10 por ciento las que identifican con
nombres y apellidos a los presuntos responsables de los atropellos cometidos,
ya fuera como «autor material, inductor o delator». Se trata de 166
denunciados, en su mayor parte personas ajenas al inmueble, como policías,
milicianos, militares o incluso evacuados, a los que se señala por detenciones,
robos o incautaciones, pero a ninguno por asesinato.
De entre los residentes de los inmuebles, hay una docena de porteros y
sirvientas incriminados por delatores, haber gritado contra la aviación
«nacional» durante los bombardeos, haber testificado en contra de algún
vecino en un juicio o haber negado su aval a un inquilino perseguido. Los
vecinos denunciados a los franquistas por sus propios convivientes llegan al
medio centenar, fundamentalmente por haber desempeñado cargos o
responsabilidades en las fuerzas republicanas, haber expresado ideas

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contrarias al alzamiento, haber denunciado a otros vecinos o haber ocupado o
saqueado pisos deshabitados.
Las denuncias contra vecinos en las declaraciones juradas de Chamberí
son particularmente numerosas en solo dos casos. Uno es en la calle Cristóbal
Bordiú 33, donde son denunciados doce inquilinos por su compromiso con la
causa republicana, y otro en Santísima Trinidad 9, donde son señalados once
vecinos, entre ellos el célebre coronel Gustavo Durán; Francisco Barranco,
presidente de la Sociedad de Obreros del Transporte Mecánico (UGT), y el
hijo de este, Francisco, al que se señala como chófer del general soviético
Manfred Zalmánovich Stern, alias «general Kléber».
El portal 88 de la calle Lista es otro escalofriante ejemplo de la Guerra
Civil y sus efectos a escala doméstica. En esta finca habían desaparecido seis
de las dieciséis personas que fueron detenidas por las fuerzas republicanas
durante la contienda. Pues bien, los vecinos denunciaron después de la guerra
al mismo número de inquilinos, dieciséis, como «dudosos de afección al
Glorioso Movimiento Nacional Sindicalista», entre ellos dos capitanes de las
fuerzas militares «rojas». Primero por unos y después por otros,
prácticamente todos los residentes de la finca resultaron denunciados.
Uno de los vecinos denunciantes y practicantes de esta particular versión
de la ley del Talión era Juan Guillén Carratalá, de treinta y seis años,
empleado de banca, quien no tuvo reparos en reconocer en su declaración que
había sido afiliado a UGT desde antes de la guerra, aunque ahora militaba en
FE como jefe de centuria de la 66.ª Bandera. El caso de Juan Guillén
ejemplifica perfectamente otro tipo de cambio de roles, o de chaquetas, que
debió de ser bastante frecuente después de la victoria franquista.
Algunas denuncias en la posguerra resultaban estremecedoras. El portero
y los vecinos de Ercilla 4, junto a la glorieta de Embajadores, delataron a un
inquilino de la casa llamado Agustín López, al que acusaban de haber dado
muerte a 87 personas. De esta horrenda acusación no tenían más prueba que
habérselo oído decir a la mujer del propio denunciado. A los vecinos también
les constaba que el tal Agustín López había intervenido en el asalto del
Palacio Obispal, de lo cual sí parecían tener una clara evidencia porque, según
anotaron, «trajo a su casa el báculo». A pesar de una acusación tan grave
como la de haber asesinado a cerca de 90 personas, con tal nombre no aparece
nadie en el listado de fusilados en Madrid por los franquistas en la posguerra.
Los vecinos fueron muy recatados a la hora de señalar en su declaración
jurada la «conducta político-social» de Matías Fernández López, madrileño,
de treinta años, portero de San Vicente Ferrer 56, en el barrio de Malasaña.

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«Tenemos entendido que perteneció a algún partido del Frente Popular»,
dijeron. El portero tuvo que ser forzosamente menos circunspecto en sus
respuestas al cuestionario de los vencedores y reconoció ante el juez militar
del distrito haber estado afiliado a UGT antes de la guerra, inscribirse como
militante del PCE desde noviembre de 1936 y sumarse a CNT en agosto de
1938. También confesó que «he estado trabajando como chófer en los
servicios que me fueron encomendados por la organización a que pertenecía»
y, por si fuera poco, reveló que había sido presidente del comité de vecinos de
la casa.
En su favor, Matías Fernández añadió en la declaración que, gracias a su
intervención, fue puesto en libertad un vecino, Lorenzo Olarte, «a pesar de
constarme que era persona de derechas y, según rumores, fascista». También
utilizó sus influencias para «evitar disgustos» al propietario de la finca,
Manuel Martín de Luque, a quien sin embargo le saquearon su domicilio. Es
muy posible que los franquistas reconocieran en todas las adscripciones
políticas y sindicales del portero un mero ejercicio de oportunismo, máxime
cuando en la casa no hubo que lamentar asesinatos ni desapariciones. De
hecho, Matías Fernández no consta como procesado en la posguerra.
En Velázquez 19 se produjo un curioso caso de fuego cruzado de
denuncias y avales que también debió de ser habitual en la posguerra. Los
vecinos señalaron al final de la declaración que la hija de la portera, Eugenia,
«se halla en Francia en compañía de un elemento de la columna
internacional». A la vez, uno de los firmantes, el industrial Ramón Puigcarbó,
señaló también a la hija de la portera como la autora de la denuncia que llevó
a su detención ya que «tenía relaciones con un policía». Esto no fue óbice
para que la portera, Emilia Asenjo, diera el nombre del citado Puigcarbó
como un vecino que podía responder por su actuación durante la contienda.
Los vecinos de Cuesta de Santo Domingo 13 no dieron por buena la
declaración de su portera, Jacinta García Costanza. Su objeción no estaba
relacionada con ningún suceso de la guerra, sino que se centraba
exclusivamente en la respuesta de la empleada sobre «su actuación durante el
dominio marxista». A esta pregunta, Jacinta García había respondido:
«Cumplir con mi obligación». «Son ciertas las afirmaciones de la portera —
declararon los vecinos— a excepción de haber cumplido con su obligación.
Acomodada en el cuarto entresuelo derecha a principios de los sucesos, la
portería ha estado casi desatendida».
A la vista de esta acerada puntualización, parece como si los vecinos
hubieran esperado el final de los casi tres de años de guerra solamente para

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darse el gusto de hacerle este reproche a la portera.

Una portera rapada

Si los porteros habían defendido a los vecinos evitando su detención


durante la contienda, en la posguerra los papeles también se invirtieron. A
Ricardo Alonso García, portero de Alcalá 169, de cuarenta y un años, afiliado
a UGT desde 1931, le vinieron a detener tres falangistas después de la entrada
de los franquistas en Madrid. Pudo evitarlo in extremis Concepción Cubillos,
hija de la propietaria del entresuelo izquierda, quien presentó a los falangistas
un informe favorable sobre Ricardo Alonso. El portero había dado en su
declaración los nombres de hasta siete personas a las que protegió u ocultó de
la persecución «roja» en la finca. Los vecinos ratificaron que «su conducta ha
sido inmejorable estando dispuesto siempre a cualquier acto que redundase en
beneficio de los inquilinos». No fue investigado ni procesado.
A María Sacristán Palacios, de cincuenta y ocho años, viuda, natural de
Barajas de la Sierra (Ávila), no hubo en cambio ningún vecino que la
defendiera cuando el 28 de marzo de 1939 hicieron su entrada en Madrid las
fuerzas franquistas. Aquel día se presentaron unos individuos en su portería
de Manuel Silvela 20, «los cuales hicieron contra mí gravísimas acusaciones,
las cuales puedo demostrar no tienen fundamento, y sin esperar explicaciones,
me cortaron el pelo (…). Espero de la Justicia de Dios y del Gobierno
Nacional serán esclarecidos estos hechos», remataba su declaración. Los dos
vecinos que cumplimentaron la declaración jurada confirmaron el ataque
sufrido por la portera, pero apostillaron que ignoraban la intervención que la
mujer hubiera podido tener en la desaparición de tres vecinos de la casa. Que
la portera no fuera procesada por los franquistas indica que no tuvo ninguna,
pero su caso evidencia cómo los empleados de las porterías se convirtieron
desde el primer día en el chivo expiatorio de todas las responsabilidades de lo
sucedido en las fincas de Madrid.
Hay que hacer notar que las declaraciones juradas de porteros y vecinos
no fueron el único canal utilizado para denunciar ante las autoridades
franquistas a los propios porteros, los empleados del servicio doméstico o los
convecinos. Circunstancia que podía obedecer a la voluntad de los
damnificados por dejar la denuncia en el ámbito personal más restringido
posible, sin que tuvieran conocimiento de ella otros miembros de su
comunidad de vecinos.

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Es buena prueba de ello el caso de la detención el 13 de agosto de 1936
del abogado Eduardo Piñán y Malvar, que fue diputado de la CEDA,
asesinado con cuarenta años en Paracuellos el 24 de noviembre de 1936. Su
viuda, Gloria del Valle Prieto, señaló en mayo de 1939 que su marido se
hallaba refugiado en Velázquez 31, en el domicilio propiedad de Tomás
Gómez Piñán, a tres de cuyos empleados del servicio responsabilizó de la
denuncia que llevó a su apresamiento y posterior asesinato. Sin embargo, el
portero de la finca, Manuel Guzmán Pinto, solo mencionó en su declaración
jurada la detención de Tomás Gómez Piñán y «otros dos que tenía ocultos»,
sin revelar su identidad ni su fatal suerte. Tampoco hizo mención de la
posible implicación en las detenciones de los sirvientes de la casa. Por su
parte, el único vecino firmante de la declaración no hizo ninguna referencia a
estos hechos.

Porteros y criadas fusilados

Los porteros y las criadas fueron un objetivo predilecto de denuncias,


señalamientos, detenciones, procesamientos y condenas durante los primeros
meses del poder franquista. A pesar de los hechos constatados sobre la
colaboración de una parte de ellos en la represión contra las personas
consideradas desafectas, es incuestionable que esta actuación también fue
magnificada sobre la base de prejuicios y tópicos negativos. La prueba es que,
pese a ser retratados como los responsables primeros de muchos de las
detenciones y de los asesinatos habidos en Madrid por resentimiento y odio
de clase hacia los inquilinos o empleadores, la propia justicia militar
franquista desmintió esta especie.
Si nos atenemos a las cifras que Manuel García Muñoz aporta en su
valioso estudio sobre los fusilamientos de posguerra en el madrileño
cementerio de La Almudena, fueron quince los porteros, porteras y criadas de
la capital ejecutados en la posguerra sobre la base de denuncias por delación o
asesinato. La relación alfabética de los fusilados es la siguiente: Eloína Arnaiz
Benito, Visitación Blanco González, Genara Calle Martínez, Francisca
Cuerda Cortés, Germán Gardaizabal Blázquez, Socorro González Hernández,
Ángela Jiménez Sebastián, Antonia Martín Elías, Felipa del Moral Álvarez,
Pedro Ortega García-Vidal, Josefa Ortiz Galera, Josefa Rodríguez Fernández,
Baldomero Rosignol Maestro, Longinos Sancha Gracia y Julio Yebra García.
Del cómputo he descontado a uno de los porteros señalados por el citado
autor, Felipe de Miguel de Lafuente, pues era en realidad chófer mecánico de

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Carabanchel Alto y en su expediente judicial no figura en ninguna parte que
fuera portero. Fue fusilado el 17 de enero de 1942 por haber pertenecido al
comité revolucionario de aquella localidad. También he confirmado que las
hermanas Manuela y Teresa Guerra Basanta, sobre cuya historia escribiré más
adelante, no eran porteras de General Pardiñas 32, sino mujeres contratadas
por el portero para la limpieza de la finca.
A pesar de que el propio García Muñoz advierte que puede haber más
porteras fusiladas, puesto que podría estar oculta su profesión bajo la genérica
definición de «sus labores», en las mujeres ejecutadas en la posguerra solo
hay cinco domiciliadas en Madrid que respondan a esa característica según la
relación presentada por este autor. Aun habiendo sido todas ellas porteras, y
sumándolas a los porteros y sirvientas condenados a la pena capital en
consejo de guerra y ejecutados por los franquistas, el número seguiría siendo
inferior al de los que fueron asesinados en el Madrid frentepopulista sin que
mediara juicio o pliego de cargos alguno. Sin contar que bajo esa misma
definición de «sus labores» se cuentan nada menos que cerca de 700 mujeres
de toda condición, no solo religiosas, asesinadas en Madrid por el bando
gubernamental, entre las cuales es lógico pensar que también habría porteras
y sirvientas. Como señalo en el capítulo 3, a falta de un recuento definitivo,
fueron veinticinco porteros y sirvientas los asesinados por las milicias y
agentes republicanos. Asesinatos que, como sabe el lector, están extraídos
además de un cuerpo documental incompleto, por lo que cabría sumar aún
más casos.

Juicios y ejecuciones vertiginosos

Los procedimientos sumarísimos franquistas suscitan cautelas más que


razonables en cuanto a la ausencia de garantías procesales, si bien constan en
muchos casos las denuncias de las víctimas y las declaraciones, unas
inculpatorias y otras absolutorias, firmadas por testigos. Con todo, el estudio
de los expedientes que condujeron a la ejecución de penas capitales contra el
personal de servicio en las fincas madrileñas pone en evidencia que algunas
condenas a muerte fueron impuestas vertiginosamente, incluso contra el
criterio del fiscal militar, como si el nuevo régimen quisiera darles un sentido
ejemplarizante al tiempo que buscara personificar en los reos ejecutados el
odio de clase alentado por el «dominio marxista» al que decía haber
sojuzgado.

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Es el caso de las hermanas Manuela y Teresa Guerra Basanta citadas
anteriormente. Manuela, de treinta y siete años, viuda, y Teresa, de
veintiocho, casada, fueron detenidas el 2 de abril de 1939 y encarceladas en el
penal de mujeres de Ventas. Las dos hermanas habían sido denunciadas en la
comisaría de Buenavista por los vecinos de General Pardiñas 32, donde
trabajaban como limpiadoras contratadas por el portero.
Afiliadas al Partido Sindicalista en noviembre de 1936, los vecinos las
acusaron de haber denunciado a cuatro vecinos que fueron detenidos por las
milicias, a dos de los cuales se les dio por asesinados: Luis Hernández Alba y
Julián López Valdeoliva. Según el testimonio de un inquilino, cuando Luis
Hernández Alba sacó un carné de la CNT los milicianos decidieron no
detenerlo, pero en ese momento las hermanas Guerra les advirtieron de que el
vecino era falangista a pesar de llevar documentación de la central anarquista,
y les dijeron que «debían matarlo en el mismo portal pues era un individuo
peligroso».
Los vecinos las acusaron también por espías y por tener «constantemente
amedrentados» a los habitantes de la finca, incluido el portero, al que los
vecinos tenían gran aprecio por la defensa que hizo de ellos y que sufría
también por sus ideas derechistas las amenazas de las dos mujeres, según los
testigos. También las denunciaron por haber robado en los domicilios
aprovechando su presencia en los registros.
Manuela y Teresa negaron todas las acusaciones y señalaron a una
evacuada del número 5 de Príncipe de Vergara como la denunciante del
falangista Hernández Alba. Juzgadas el 4 de mayo, la defensa pidió la pena
mínima de cárcel, pero el consejo de guerra las condenó a muerte por
adhesión a la rebelión siguiendo el criterio del fiscal. Las dos hermanas
fueron fusiladas a las cinco de la madrugada del 24 de junio de 1939,
figurando entre las primeras de las ochenta mujeres ejecutadas en Madrid en
la posguerra por los franquistas, solo después de María Panticosa Riaza y
Concepción González Martínez.
El proceso contra Josefa Rodríguez Fernández, de cincuenta y nueve años,
viuda, natural de Cervantes (Zamora), contiene también todos los elementos
de la arbitrariedad y vertiginosidad con que se aplicó en sentido
ejemplarizante la persecución y castigo de porteros y criadas. Empleada en el
portal de la calle Elvira 26, los vecinos que cumplimentaron la declaración
jurada aseguraron sobre ella que «se regocijó con la quema del convento de la
Sagrada Familia y quemó las enseñas de la Patria de un Sr. Policía cuando
saquearon el hotel de su propiedad (aunque ella no verificó el saqueo). Siendo

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asidua concurrente a visitar a los Mártires asesinados, “besugos” y “fiambres”
para ella». Asimismo declararon que el hijo de la portera, de nombre Ángel,
era miembro de una partida dedicada a dar «paseos» y que «fue muerto
providencialmente en unión de cuatro o cinco foragidos (sic) más cuando en
un auto iban a hacer un “servicio” por una bomba de aeroplano».
Los vecinos firmantes eran Norberto Fernández Alba, tranviario afiliado
«por rigurosa imposición» a UGT antes de la guerra, y José Fernández de
Trabanco, industrial, que había sido detenido por los «rojos» y que, según su
propio testimonio, fue «llevado cerca del cementerio de Nuestra Sra. de la
Almudena desde donde escapó».
El 24 de abril, solo doce días después de la firma de las declaraciones
juradas de los vecinos de Elvira 26, la Auditoria de Guerra solicitó a la
comisaría del Congreso informe sobre la conducta política y social de la
portera. Los agentes recogieron todo tipo de cargos: ser la promotora del
incendio del convento de la calle de Jorge Juan, denunciar a vecinos de
derechas, tener atemorizados a los habitantes de la casa y del barrio, ser
presidenta del comité de casa o del de barriada, estar adscrita al Ateneo
Libertario de O’Donnell…
Un vecino, Cayetano Martínez de Baroja, zapatero, expresó su
«sospecha» de que Josefa Rodríguez pudo ser la denunciante de un vecino
detenido, y la acusó de hacer «toda suerte de vilipendios» a los cadáveres de
las personas asesinadas en el llamado Tejar de Sixto. Esto último lo
aseguraron también los dos vecinos denunciantes en su testimonio ante la
policía, diciendo que la portera de su casa era «la capitana de un grupo de
desalmadas mujeres que iban a escarnecer los cadáveres de los mártires
asesinados por los marxistas». Ninguno de los testigos afirmó haber
presenciado en persona los hechos que le imputaban a la portera. Otros dos
vecinos, un conductor y un ferroviario que reconocieron ser afiliados de UGT
desde antes de la guerra, manifestaron que no podían avalar la conducta de
Josefa Rodríguez.
La portera negó todas las acusaciones y aseguró que fue alguna vez al
Tejar de Sixto «a comprar lechuga» y que vio «por causalidad» los cadáveres
de «los mártires asesinados por los rojos». Sobre su denuncia contra un
vecino, dijo que lo había hecho porque «la había maltratado y no por cuestión
política».
Al final, en el sumario no se da por probado que denunciara al vecino,
pero sí todas las demás acusaciones, «siendo la verdadera cabecilla roja del
barrio». El fiscal pide la pena de muerte, mientras que el defensor solicita la

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absolución «dada la no mucha peligrosidad de su defendida». El consejo de
guerra se celebra tres semanas después de abiertas las diligencias, el 16 de
mayo de 1939. La sentencia condena a la portera a la pena capital por delito
de adhesión a la rebelión, «con agravante de perversidad». Josefa Rodríguez
es fusilada el 31 de julio de 1939.

Un inútil testimonio de descargo

Un mes después exactamente fue fusilada Ángela Jiménez Sebastián, de


veintitrés años, natural de Cabanillas (Soria), la novena mujer contra la que se
cumplía en Madrid la pena capital impuesta por la justicia militar franquista.
Su nombre, como los de todos los porteros y sirvientes que siguen a
continuación, está extraído de la denuncia que figura en las declaraciones
juradas de porteros y vecinos, lo que me llevó a consultar su caso entre los
expedientes de los consejos de guerra franquistas.
Empleada como cocinera en la casa del médico José Luis de Presa
Vázquez, en la calle Duque de Rivas 2, a Ángela Jiménez se la acusó de haber
denunciado a este por tener escondido en su casa a su tío sacerdote, Pedro
Vázquez Rueda. El religioso se había refugiado en casa de su sobrino después
de la quema de la iglesia y hospital de la Congregación de Sacerdotes de San
Pedro Apóstol, en la calle de San Bernardo, en la que desaparecieron los
restos del dramaturgo Pedro Calderón de la Barca, que estaba allí enterrado.
El médico y su tío sacerdote fueron detenidos por cinco milicianos con
pañuelos rojinegros el 11 de octubre de 1936, junto con el portero de la finca,
Protasio Moreno Sánchez. Al portero se le acusó de haber escondido en la
carbonera de la casa dos cálices propiedad del sacerdote, uno de ellos
recuerdo de su primera misa. Nadie tuvo duda de que aquellos cálices eran el
motivo del registro, pues los milicianos fueron al sótano directamente a
buscarlos.
Según las acusaciones de los vecinos, Ángela habría escuchado la
conversación de los tres detenidos cuando hablaron de su plan de esconder los
cálices en la carbonera. Un testigo llegó a afirmar que el propio José Luis
Presa había señalado a familiares y a amigos que si le ocurría algo «no se
hiciese responsable a nadie más que a su criada Ángeles (sic)». Se dijo que la
cocinera tenía amistad con los miembros de la FAI que ocupaban el Palacio
del Marqués de Viana, situado enfrente de la casa, a donde acudía varias
veces al día, y que incluso terminó afiliándose al sindicato anarquista.

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Ya sabe el lector que este palacio fue incautado por el dirigente anarquista
Melchor Rodríguez, el «Ángel Rojo», para utilizarlo como una tapadera con
el fin de intentar proteger a todos los que le demandaban ayuda, incluidos
religiosos. De hecho, el hijo del portero declaró que, al salir detenidos de la
casa, el médico quiso dirigirse al palacio incautado para informar a las
milicias de Melchor Rodríguez de lo que estaba ocurriendo, dado que en
cierta ocasión les habían extendido un salvoconducto de libre circulación
tanto a su tío sacerdote como a él. Pero los captores se lo impidieron,
ordenándoles que se metieran en el coche que tenían esperándoles.
En los procedimientos sumarísimos contra Melchor Rodríguez consta que
el médico, su tío sacerdote y el portero habían sido ya detenidos una vez y
conducidos a la checa de Fomento, pero los familiares pidieron ayuda al
dirigente sevillano de la FAI y este obtuvo su libertad. Cuando se produjo su
segunda y definitiva detención, Melchor Rodríguez y sus compañeros
«estaban consternados e hicieron lo posible por encontrar su paradero», según
declaración de Tomás de la Presa Vázquez, hermano del médico. Los tres
detenidos fueron asesinados en la Dehesa de la Villa al día siguiente de ser
sacados de la casa, siendo reconocidos sus cadáveres en el Depósito Judicial.
Ángela Jiménez negó en su declaración que hubiera denunciado a José
Luis Presa por esconder a su tío sacerdote, pero admitió haber revelado a otra
criada llamada Nicolasa que debían de esconder algo en la carbonera y que
esta criada fue la que los denunció. Otros testimonios sumaron a las
acusaciones el que la cocinera hubiera proferido insultos contra los
«nacionales» en ocasión de los bombardeos de su aviación sobre Madrid,
como si algo tan natural e instintivo pudiera tener reproche penal.
Aunque el fiscal pidió la pena de treinta años de prisión y el defensor la
absolución, porque «no existen pruebas de que denunciara a su señor»,
Ángela fue condenada a muerte el 10 de mayo de 1939 y fusilada a las cuatro
y media de la madrugada del 24 de julio siguiente.
El propio Melchor Rodríguez tuvo que responder en sus declaraciones
ante la justicia militar franquista por la detención y desaparición de estos tres
vecinos de Duque de Rivas 2. Relató que el propio José Luis de la Presa
acudió al Palacio del Marqués de Viana a pedirle protección después de su
primera detención. El dirigente de la FAI le contestó «que en cualquier
momento que le ocurriera algo lo llamara, fuera de día o de noche, por
teléfono y acudiría personalmente en su auxilio, ofreciéndole asimismo que si
querían se fuese a dormir al Palacio». También negó haber hecho registros ni
detenciones en esa finca «ni en ninguna otra con carácter real». Dijo no

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conocer a Ángela Jiménez y no tener «noticia por los del grupo que en
ninguna ocasión se acercara a denunciar a nadie», con lo que desmontaba la
principal acusación contra la sirvienta, si bien esta declaración claramente
exculpatoria de Melchor Rodríguez fue realizada el 13 de octubre de 1939,
más de tres meses después del fusilamiento de la joven cocinera.

Una fiesta por la muerte de Mola

No menos vertiginoso fue el proceso contra Longinos Sancha Gracia,


portero de la calle Hortaleza 9, y su mujer, Carmen Cruz González, ambos de
treinta y siete años. Natural de El Tejado (Salamanca), el portero era también
guardia urbano. El matrimonio se había afiliado a UGT seis meses después de
comenzada la guerra. Longinos se hizo también militante del PCE en enero de
1937.
Ambos fueron detenidos a los pocos días de entrar las tropas de Franco en
Madrid, de manera que los vecinos entregaron la declaración jurada cuando
ya estaban en la cárcel. En ella se consignaba el asesinato de dos vecinos del
inmueble, Luis Presa, de sesenta años, comerciante, y José Armendáriz,
funcionario, de sesenta y tres. La mujer de este último sospechaba que había
sido denunciado por el portero. Asimismo, la viuda de Presa y hermana de
Armendáriz, Mercedes, que vivía en la casa, fue señalada por Longinos como
«espía fascista», por lo que prohibió que pudiera recibir visitas, según el
testimonio de los vecinos.
En el proceso, el portero fue denunciado también por ir siempre armado
con una pistola con la que, según los testigos, amenazaba a los residentes del
inmueble. El resto de las acusaciones no eran de mayor calibre. Se dijo que el
matrimonio había hecho una fiesta para celebrar la muerte del general Mola.
También se señaló que «siempre que venía la aviación [el portero] decía que
tenían la culpa los vecinos porque eran fascistas» y que no dejaron coger «los
panecillos que arrojó la aviación nacional porque según él estaban
envenenados», aunque esta advertencia había sido una consigna de las
autoridades de la JDM como hemos visto. Otra acusación fue que ocuparon el
piso de un vecino durante toda la guerra, aunque los porteros explicaron que
les autorizó el dueño al quedar el piso vacío.
Longinos negó todas las acusaciones y dijo que «siempre ha dado buenos
informes de los vecinos». Su mujer aseguró que lo único que manifestaban a
los agentes y los milicianos cuando venían a solicitar información era que los
inquilinos «eran católicos».

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El consejo de guerra se celebró el 16 de mayo de 1939. Se condenó a
ambos por delito de adhesión a la rebelión. Longinos Sancha fue sentenciado
a muerte y Carmen Cruz a treinta años de cárcel. El portero fue fusilado el 31
de julio de 1939, tres meses después de acabada la guerra. A su viuda se le
conmutó la pena por veinte años y un día el 28 de agosto de 1944.

Una tardía absolución

El caso de Julio Yebra García, portero de la calle Núñez de Balboa 35,


merece un lugar destacado en la crónica escalofriante de la arbitrariedad de
los juicios franquistas de posguerra. Natural de Illana (Guadalajara), afiliado a
la sección de Transportes de UGT desde 1910, tenía cincuenta y ocho años al
finalizar la contienda. Yebra García y su mujer, Luisa Martínez, de cuarenta y
un años, fueron objeto de dos procedimientos judiciales después de la
contienda, por lo que fueron detenidos y encarcelados, él en Porlier y ella en
Ventas. En el primero de los procedimientos aparecían señalados por la
portera del número 36 de la misma calle, Mercedes Mantiñán, por haber
denunciado a un capitán de complemento de artillería, José Luis de Salas
Padrón, de treinta y dos años, según le dijeron las milicias que detuvieron al
militar en una pensión de Conde de Peñalver 34. En su declaración ante el
juez, en mayo de 1939, el matrimonio negó rotundamente haber denunciado
al capitán, que sería asesinado.
Al mismo tiempo se les procesó por una denuncia de una verdulera del
número 34 de Núñez de Balboa, María Isabel Albacete, que aseguró haberles
oído gritar: «Sí, sí, matarlos y beberos su sangre» al paso de «una camioneta
de tropas rojas para detener a ocho fascistas». En este segundo sumario, el
propietario de Núñez de Balboa 35, Pedro Vilata Vals, declaró en favor de sus
porteros diciendo que «tiene un inmejorable concepto de los mismos,
teniéndolos conceptuados como buenas personas, que tiene referencias de que
no han denunciado a ningún inquilino, creyéndolas personas afectas al GMN
[Glorioso Movimiento Nacional]».
En el curso de estas segundas diligencias, dos agentes se personaron el 31
de julio de 1939 en la casa para hacer indagaciones acerca de los porteros.
Una vecina del número 33, Ángeles Sánchez Fernández, les aseguró que
«observaron buena conducta, y que en cierta ocasión en que fueron unos
milicianos a hacer un registro en uno de los pisos de la casa, [Julio Yebra
García] se negó rotundamente a dejarlos que los llevaran a efecto hasta que no
trajeran una orden de las autoridades correspondientes».

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El 4 de noviembre de 1939, un consejo de guerra examina la segunda
causa contra Yebra García y su mujer y dicta el sobreseimiento y la libertad
de los encausados por no haber «incurrido en responsabilidad exigible en vía
judicial». Nueve días después, se mandan sendos oficios para comunicar a los
interesados su puesta en libertad. Luisa Martínez es libertada el 15 de
noviembre de 1939 de la cárcel de Ventas. Ese mismo día, se comunica desde
la cárcel de Porlier al juzgado militar que Julio Yebra García había sido
fusilado el 24 de julio anterior al haber sido condenado a muerte el 15 de
mayo por el primer sumario, por el que también se había penado a treinta años
a su mujer.
Cinco años después, con motivo del auto de sobreseimiento dictado el 6
de mayo de 1944 en favor de Julio Yebra García y su mujer, se reconocería
que «durante la pasada rebelión fueron meros propagandistas sin que de su
actuación se derivasen daños contra las personas de derechas».

Denuncias contra criadas

La prueba del sentido ejemplarizante de estos primeros procesos


vertiginosos, impregnados de los prejuicios contra porteros y sirvientas, es
que existen otros posteriores donde, pese a que las acusaciones revestían la
misma gravedad, la sentencia sería bien diferente.
Así le sucedió a Encarnación Rojo Gómez, de veintitrés años, natural de
Valfermoso de Tajuña (Guadalajara), cocinera de unos vecinos de Conde
Aranda 16, cuyo destino pudo haber sido similar al de Ángela Jiménez, la
cocinera de Duque de Rivas 2. La denuncia contra ella era igual de grave:
haber delatado al dueño de la casa donde trabajaba, asesinado por las milicias.
Se trataba del capitán de artillería Cristino Bermúdez de Castro, de
cuarenta y dos años, destinado en la Escuela Central de Tiro de Carabanchel.
El militar había sido detenido el 13 de agosto de 1936 en la calle, horas
después del registro de su casa por un grupo de veinte milicianos. No era la
primera vez que lo apresaban. En los primeros días de la guerra fue conducido
para fusilar a la Casa de Campo con otros doce compañeros, pero allí los
reconocieron dos milicianos que habían hecho el servicio militar en la Escuela
Central de Tiro, quienes lograron abortar la ejecución, devolviéndoles a todos
a sus domicilios.
Conducido en su segunda detención a la checa de Bellas Artes, el capitán
Bermúdez de Castro fue sacado el mismo 13 de agosto para darle el «paseo»,
pero antes le llevaron a su domicilio para que se vistiera de paisano porque le

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dijeron que «no era digno de morir con el uniforme que había profanado»,
según un testimonio. El capitán fue asesinado poco después en los Altos del
Hipódromo.
El nombre de Encarnación Rojo aparece en la declaración jurada del
portero junto con el de otra sirvienta de la casa, Emilia González. El portero,
Marino Brichete Carrasco, afiliado a UGT desde mayo de 1936, las acusa de
ser las denunciantes del capitán. Las señalará también, en una declaración
ante las autoridades franquistas, la viuda del militar, María Collantes, por
haber cooperado con los asaltantes, diciendo dónde tenían escondida un arma
y dónde guardaban las joyas, así como de informar del posterior asesinato de
su marido en los Altos del Hipódromo a unos vecinos. También añadió que
las dos mujeres se fueron de la casa el mismo día de la aparición de las
milicias.
Encarnación dijo desconocer a los asaltantes y, para demostrarlo,
manifestó que la sorprendieron unos milicianos cuando por la escalera de
servicio trataba de entregar unas alhajas que le había dado la señora para
ponerlas a salvo en casa de los vecinos. Aseguró que si se enteraron de la
muerte del capitán fue porque fueron a preguntar por su paradero en distintos
lugares y que en la puerta de la checa de Bellas Artes vieron a uno de los
milicianos que habían intervenido en la detención. A sus preguntas, el
miliciano les dijo que al capitán Bermúdez de Castro se lo habían llevado a
«pasear» el mismo día de su detención y que había «muerto con gran
valentía» gritando «Arriba España».
Encarnación explicó también que si fueron a darle la noticia del asesinato
a unos vecinos fue para que se lo dijeran «de mejores modos» a la señora.
Sobre su salida de la casa el mismo día de los sucesos, dijo que así se lo
ordenaron los milicianos. También añadió que Emilia y ella habían ido a
visitar en los días siguientes a la señora por «afecto». El 25 de agosto de 1936
se marchó a su pueblo, donde pasó el resto de la guerra.
Los avales que constan en el sumario en favor de Encarnación están
presentados por Santiago Matesanz Martín, «camisa vieja» de FE, que dice de
ella que era «netamente derechista» y que le había hecho partícipe de «su odio
y antipatía a todo rojo». Marcelino de León Sánchez, sacerdote de la Iglesia
de Jesús de Medinaceli, habla de sus «buenas ideas y sentimientos». El jefe
local de FE de su pueblo, Basilio García Martínez, también declara a favor
suyo, lo mismo que el alcalde, Rafael Pacheco Fernández, que afirma que
Encarnación asistía a «cuantos actos religiosos se celebraban
clandestinamente» en el pueblo.

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A pesar de testimonios tan favorables, el fiscal pidió treinta años de cárcel
para Encarnación Rojo. El consejo de guerra, celebrado el 16 de marzo de
1942, la sentenció a doce años y un día de reclusión menor por auxilio a la
rebelión. Recluida en la cárcel de Ventas, se le concedió la libertad
condicional diez meses después, en enero de 1943.
Muchas denuncias en los meses inmediatamente posteriores al final de la
guerra respondían a una conjunción de desafortunadas casualidades para los
encausados. María Barriguete Martín, de veintitrés años, madrileña de Getafe,
era la criada de la familia del joven falangista Rosendo Milla Pastor, que vivía
con sus padres, Faustino y Encarnación, y con su hermano Manuel en la calle
Ave María 16. La muchacha se marchó de la casa tres días antes de la
detención de Rosendo por las milicias. Después de la guerra, un cuñado de
Rosendo, el militar retirado Pedro Rivero, interpuso denuncia contra la criada
como denunciante del joven, que acabó siendo asesinado en octubre de 1936.
María Barriguete fue detenida y procesada. Aseguró haber salido de la
casa después de comenzar la guerra para atender a su madre, enferma, que
sufría vómitos de sangre. No comunicó su decisión a los señores, pero luego
mandó a su madre y a su hermana a que liquidaran lo que se le debía. Afirmó
que había servido durante siete años a la familia y que «sabía de sobra» que
Rosendo era falangista, hasta el punto de que «Rosendo la excitaba para que
se alistara a FE, pues el uniforme era muy bonito, cosa a la que no accedió».
El denunciante confirmó que era cierto que la madre de la criada fue a
cobrar lo que se le debía a la hija, pero que lo hizo diciendo «que no volvería
su hija porque todos eran fascistas y carcas y sufría mucho al lado de ellos».
También contó que la madre dijo que en Campamento «mataban a muchos
fascistas, que no debían dejar uno, y que la noche anterior había uno que de
terror se le salían los ojos y que en el Cuartel de Artillería a caballo no habían
dejado vivo a ninguno, añadiendo como chiste y escarnio que a uno de ellos
se le cayó el bisoñé». Asimismo, el denunciante declaró que otro día se
presentó en la casa de los Milla la hermana de la criada a por unos delantales,
acompañada de Juan García, el novio de la denunciada, que iba armado de un
fusil «para amedrentar».
Según María Barriguete, su novio, que era pastor, falleció en combate en
febrero de 1937 durante la batalla del Jarama, y un mes después la familia de
Juan García le invitó a pasar una temporada con ellos en Valencia para aliviar
juntos la pena. A pesar de la contundencia de la denuncia contra esta criada,
la causa fue sobreseída provisionalmente el 29 de septiembre de 1939 y quedó
en libertad.

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Otra jovencísima sirvienta, Nicolasa Robledo Núñez, de dieciséis años,
natural de Mombeltrán (Ávila), fue despedida en plena guerra de la casa de
sus señores, en la recoleta Travesía del Conde 4, junto a la calle de Segovia,
«por no cumplir sus obligaciones». Su patrona, Zulima Rubiera, la denunció
después de la contienda, al igual que hizo su marido, el industrial Antonio del
Palacio, dueño de una fábrica de embutidos en la misma finca, en la
declaración jurada presentada al juez militar del distrito.
El matrimonio acusó a Nicolasa de haber actuado en venganza por su
despido delatando a la mujer por «fascista» y porque rezaba el rosario, así
como haber denunciado a los siete trabajadores de la fábrica por «desafectos y
holgazanes», por lo que fueron detenidos en febrero de 1937. La mujer del
empresario no fue detenida porque pudo huir a tiempo de su casa. El marido,
que había sido encarcelado por los «rojos» en Porlier y Alcalá de Henares, no
se olvidó de reseñar que durante un registro policial los agentes le requisaron
dos jamones.
Detenida el 18 de noviembre de 1939 y encarcelada en la prisión de
Ventas, Nicolasa, que ya tenía diecinueve años, tuvo que hacer frente a un
procedimiento en el que se agravaron las acusaciones, por considerar que
tenía una estrecha relación con las milicias del Círculo Socialista Latina-
Inclusa, de las que formaba parte su novio, Bonifacio Maurín.
La joven presentó avales de su empleador en Valencia, donde había
recalado tras salir de Madrid. Su nuevo patrón aseguró que Nicolasa era de
derechas y que había expresado su deseo de que triunfara Franco para poderse
reunir en su pueblo de la sierra de Gredos con sus padres, de quienes solo
sabía por la Cruz Roja.
Nicolasa fue condenada el 14 de abril de 1941, por delito de auxilio a la
rebelión, a seis meses y un día de prisión atenuada por ser menor de edad
cuando los hechos. Salió en libertad el 3 de mayo siguiente.
A unas pocas manzanas del anterior escenario, en Bailén 47, los vecinos
vivieron durante la guerra un auténtico calvario de detenciones y registros,
aunque no hubo ningún asesinato. La condición de izquierdista del portero,
Francisco Esteban Clemente, de cuarenta y siete años, madrileño de
Navalcarnero, le llevó a ser denunciado como responsable de todo lo sucedido
durante la guerra por la vecina Hortensia Fernández, incluido el asesinato del
administrador de la finca, Miguel López Carnicer, del que se le oyó decir
«que le costó mucho trabajo morir y que había hecho muchas muecas».
A pesar de estas acusaciones, en la declaración jurada cumplimentada por
dos vecinos de la casa el 6 de abril de 1939, el portero fue únicamente

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denunciado, junto con su mujer, Sofía Ruiz, por haber «tenido atemorizado no
solo a los inquilinos de la casa sino a los de las contiguas» y por ayudar a las
milicias a bajar los muebles requisados a otro vecino.
La denunciante añadió a estas acusaciones que la portera salía de mañana
con sus hijos de corta edad y otras sirvientas y vecinas a ver los cadáveres de
los fusilados en la Pradera de San Isidro, diciendo al regresar «que venía de
contemplar los besugos». Tachados por otros vecinos de «rojísimos
peligrosos» y de tener un «comportamiento infame», el consejo de guerra
consideró que Francisco Esteban no era autor material de asesinatos, pero sí
inductor o delator. El portero, antiguo maquinista de los ferrocarriles MZA,
fue condenado el 22 de junio de 1940 a veinte años y un día de cárcel por
auxilio a la rebelión. Su mujer fue sentenciada a doce años y un día de
prisión.
A los viejos porteros de San Vicente Ferrer 48, Felipe Agustí Aguado, de
setenta y un años, y su mujer Luisa García Cobos, de sesenta y siete, ambos
naturales de Pinto (Madrid), los detuvieron el 26 de junio de 1939 por una
denuncia, pero no de alguien cualquiera. Su acusador fue el teniente coronel
José Díaz Balmisa, presidente del consejo de guerra permanente de Sevilla,
que los hizo responsables de la delación que llevó al prendimiento de su
hermano Andrés, escolapio, escondido desde el 19 de julio de 1936 en la casa
de su tía, Atocha Díaz. Al religioso lo detuvieron el 17 de octubre de 1936
milicianos de la FAI, que lo condujeron a la checa de Fomento, donde ya no
volvió a saberse nada más de él.
Según el denunciante, los únicos que sabían del paradero del religioso
eran los porteros y sus hijos, dos de los cuales, Guillermina y Luis, fueron
detenidos igualmente por los franquistas. El militar delató también a otra
vecina, Isabel Rodríguez, por reclamar al comité de vecinos que denunciara
que había un religioso escondido en la casa, lo que contradecía su afirmación
de que solo los porteros y sus hijos conocían el paradero de su hermano
sacerdote.
La situación de los viejos porteros y de sus hijos se agravó aún más si
cabe cuando otra vecina, Adela las Santas, denunció a la portera Luisa y a su
hija Josefa por delatar a otro vecino, el falangista Luis Carmona Pérez. Huido
del incendio de la Cárcel Modelo, Carmona apareció en su casa para
cambiarse de ropa. Según la vecina, la portera lo vio y dijo que le buscarían
por ser «un indecente fascista». Tres días después aparecieron unos miembros
de la FAI preguntando por Carmona, que finalmente fue detenido y asesinado.

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El viejo portero Felipe Agustí negó en sus declaraciones que hubieran
delatado al escolapio y explicó que llegaron unos milicianos a preguntar por
un nieto de Atocha Díaz y que luego los vio bajar con el religioso. Pero
Agustí no pudo reiterar los argumentos de su defensa ante el consejo de
guerra: falleció el 10 de enero de 1940 en la cárcel de Yeserías a causa de una
hemorragia cerebral por arterioesclerosis, según su expediente. Su mujer,
Luisa, fue condenada a treinta años de cárcel y su hija Josefa a 20. A Josefa se
le concedió la libertad condicional el 22 de enero de 1944, pero no he logrado
saber la suerte de su madre. Un año antes se había dispuesto el sobreseimiento
definitivo de la causa contra ambas por la desaparición del falangista Luis
Carmona.
Pero las penas para esta familia no terminaron ahí. El hijo de los porteros,
Luis Enrique Agustí García, fue condenado a treinta años de prisión en 1940
por su participación en el asalto al Cuartel de la Montaña, su inscripción en
las MVR y su desempeño como agente de policía. Su padre, por increíble que
parezca, llegó a dejar reseñada en su declaración jurada como portero la
participación de Luis Enrique en la detención de un vecino de la casa. La
condena le fue conmutada en mayo de 1943 por la de veinte años y un día. En
diciembre de 1945 se le concedió la libertad condicional.

Un portero del SIM

Jacinto Fernández Méndez, portero de Alcalá 95 y antes de Castelló 70,


tenía treinta y ocho años cuando fue condenado a muerte por los franquistas el
5 de diciembre de 1939. De oficio herrador y natural de Borox (Toledo), era
afiliado a UGT desde 1935 y se hizo militante del PSOE en 1937.
Preso en la cárcel de Porlier desde el mes de mayo de 1939, se le acusaba
de haber detenido a cinco vecinos de la finca de donde era portero, lo que no
consta en las declaraciones juradas de Alcalá 95, aunque sí que era miembro
de la policía «roja» y agente del SIM, además de que en su casa de la portería
se encontraron objetos de plata, vajillas, ropas y tapices.
Su trayectoria durante la guerra lo convertía a los ojos de los vencedores
en un «rojo» peligroso. Miembro de las MVR, donde ingresó voluntario en
abril de 1937, aseguró no haber prestado ningún servicio porque el mes
siguiente pasó a ser agente de policía para subsistir ya que la dueña de la casa
le dejó de pagar su sueldo cuando la Junta de Fincas Urbanas Incautadas se
hizo con la casa.

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Destinado como agente en las comisarías de Congreso y Buenavista,
aseguró que tampoco había participado en detenciones porque estuvo «en el
Servicio de Vigilancia». Desde marzo de 1938 se desempeñó como miembro
del SIM, con el grado de teniente, en la 34.ª División, con la que pasó a
Cataluña antes del corte de la zona republicana, realizando servicios en
Barcelona, hasta que volvió a la zona central en barco. Su último destino
hasta el final de la guerra fue el servicio de censura que tenía el SIM para
controlar la correspondencia tanto de militares como de civiles.
La condena a muerte por adhesión a la rebelión le fue conmutada a Jacinto
Fernández Menéndez por la de treinta años el 19 de septiembre de 1940. El 23
de noviembre de 1943 se le rebajó esta pena a la de veinte años y un día. No
existe en el sumario nota de su liquidación de su condena. Sí consta que su
hermano era jefe de FE en Borox, su localidad natal, lo que posiblemente
influyó en la rebaja de su condena y su tiempo de prisión.

Un comité de porteros y criadas

En el Madrid de posguerra hubo denuncias de vecinos contra porteros y


sirvientas que terminaron en resoluciones absolutorias para los encausados.
La máquina judicial militar de los vencedores puso en marcha incontables
procedimientos sobre la base de estas denuncias sin fundamento, que también
contribuyeron sin duda a la construcción de la imagen negativa de los
empleados de las fincas.
Los vecinos de la calle Orellana, que discurre paralela a Génova entre las
plazas de Santa Bárbara y de la Villa de París, señalaron que varios porteros y
sirvientas que vivían en su calle intervenían en las reuniones que celebraba el
comité de barriada. Las reuniones tenían lugar en el portal número 12, en el
que trabajaba como portera Veneranda Caballero, de cincuenta años, y en
ellas «constantemente [se] incitaba al asesinato y desaparición de los vecinos
de derechas», según los denunciantes. En toda la calle Orellana se habían
cometido 16 asesinatos de los que se culpaba a este comité, formado por ocho
personas, entre porteros y criadas.
A las reuniones asistía también el portero del número 13, Aurelio
González Rubí, de cincuenta y tres años, natural de Los Corrales de Buelna
(Cantabria). Fue acusado como delator por dos vecinos de su casa, aunque no
fue detenido hasta el 8 de abril de 1941. Se le atribuía el haberse jactado de
denunciar por «fascistas» a cinco vecinos de Orellana 15 que habían sido
asesinados: Carmen de Pablo, viuda de un coronel de artillería, y su yerno,

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más un amigo que tenían refugiado, comandante de infantería, y dos
religiosos. No le responsabilizaron, sin embargo, de la detención de Gerardo
Osorio de Moscoso y Reynoso, conde de Altamira, que vivía en la misma
finca de Orellana 13 y fue asesinado en Paracuellos del Jarama el 28 de
noviembre de 1936, con treinta y tres años.
A pesar de la gravedad de las acusaciones, la causa fue sobreseída
provisionalmente en diciembre de 1942, si bien la principal inculpada,
Veneranda Caballero, portera de Orellana 12, pasó un año y medio en la
cárcel después de haber alegado en su defensa que refugió en su casa a tres
hermanas Espinosa de los Monteros. La portera afirmó también que mantuvo
en secreto que una vecina escondía en su casa a dos religiosos escolapios.
Por su parte, Aurelio González Rubí, sobre el que pesaba la acusación de
haber delatado a cinco vecinos que resultaron asesinados, nunca llegó a
conocer la noticia del sobreseimiento del sumario: falleció el 26 de mayo de
1941 en la prisión establecida por los franquistas en el Colegio Santa Rita de
Carabanchel Alto, un mes y medio después de su detención.

Portera contra portera

Las denuncias contra los empleados de las fincas no partían siempre de


habitantes de su mismo portal. La declaración jurada de los vecinos de
Marqués de Leganés 5, perpendicular a la de Los Libreros, junto a Gran Vía,
no menciona en ningún momento a su anterior portera, Ángela Fernández
Grande. Según su sustituta, se había marchado con su familia en diciembre de
1938 al balneario valenciano de Cofrentes, convertido entonces en hospital.
En la finca no había sucedido nada digno de mención, salvo la detención
temporal de dos inquilinos. Sin embargo, el 22 de abril de 1939, catorce días
después de que los vecinos y la nueva portera presentaran sus declaraciones
juradas, se publicaba en la prensa una requisitoria del auditor de Guerra
reclamando la comparecencia de Ángela Fernández Grande ante el juez
militar del distrito Centro.
La denuncia procedía de los vecinos del portal número 7 de la misma calle
Marqués de Leganés, dos de cuyos residentes habían sido asesinados en
Aravaca en septiembre de 1936: Martín Rosales González, empleado del
diario monárquico La Época, y su hijo Martín Rosales Rodríguez de Rivera.
Asimismo se había producido el saqueo del comercio de Luminosos Pajares.
Junto a Ángela Fernández Grande, portera del número 5, fue denunciada
también la del número 14, Paula López César, de 47 años, afiliada a UGT

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desde 1933. A ambas se las acusaba de jactarse de denunciar a personas de
derechas, decir que había que «exterminar» a todos los «fascistas» y «carcas
de la calle» y hacer «manifestaciones contra la aviación y el ejército
nacional». Ángeles Fernández Grande negó las acusaciones, diciendo que era
Paula López César la que la llamaba «fascista» a ella.
En el sumario abierto contra las dos porteras, el fiscal las acusa de
denunciar a los vecinos asesinados en el portal número 7. Sin embargo, el
consejo de guerra reunido el 19 de abril de 1940 devuelve las actuaciones
para que «se amplíen los informes respecto a la participación en los hechos de
las acusadas» por «no haberse completado definitivamente la prueba». Se
verificó que Ángela había tenido escondido a un sacerdote, el cual daba clases
a su hija y a los hijos de otros vecinos. El fiscal rebajó a seis años y un día su
petición contra ella, por delito de excitación a la rebelión, al haber proferido
manifestaciones izquierdistas. Su causa fue sobreseída provisionalmente el 14
de febrero de 1944.
A Paula López César, que según los testigos era conocida entre los
vecinos como «el terror del barrio», se le achacó el haber expresado su alegría
por la detención y posterior asesinato de los Martín Rosales padre e hijo,
siendo acusada también por la viuda y madre de estos de haber denunciado
además a dos sobrinos que fueron encarcelados. Fue condenada el 24 de junio
de 1940 a doce años y un día de cárcel, condena que en agosto de 1943 estaba
extinguiendo en libertad condicional, pero desterrada en Guadalajara. Su
marido, Pedro Escribano Sainz, de cincuenta años, fue procesado también por
denunciar a personas de derechas y colaborar con la checa de la vecina calle
de la Luna. Condenado a la misma pena que su mujer, murió en una cárcel de
Sevilla.

Denunciar por un «arrebato»

La guerra y la posguerra facilitaron, como hemos visto, un arma eficaz, la


de la denuncia, para ajustar cuentas y dirimir rencillas personales. Pedro
Mínguez Sáez, de cincuenta y ocho años, jornalero de Igueruela (Albacete),
era portero de Ribera de Curtidores 18, en el Rastro. Afiliado entre 1927 y
1929 a Unión Patriótica, el partido del dictador Miguel Primo de Rivera,
después se asoció a Izquierda Republicana, de cuyas milicias formó parte en
agosto de 1936. En noviembre siguiente fue nombrado agente de las MVR
con destino en la comisaría del distrito del Hospital, hasta octubre de 1937,

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fecha en que se dio de baja marchando como evacuado a Chinchilla
(Albacete).
Dos vecinos de la casa, el capitán de artillería retirado Asterio Pérez Siller
y Severiano Martínez Arteaga, le denunciaron el 16 de mayo de 1939 porque
sospechaban que les había delatado durante la guerra. Le señalaban también
por haber participado en la toma del Cuartel de la Montaña, donde decía que
«le habían cortado la cabeza a todos los fascistas», y que en otra ocasión «en
unión de otros varios y enarbolando las armas que eran portadores, dijo que
salían para Toledo para cortarle la cabeza a todos los del Alcázar».
Pedro Mínguez y su mujer, Carmen Moncada, que hacía manifestaciones
a favor de los «rojos» y amedrentaba a los vecinos según la misma denuncia,
fueron detenidos el 26 de mayo de 1939. En su declaración, el portero
reconoció haber denunciado a Severiano Martínez, «no sabiendo aún por qué
lo hizo toda vez que no estaba enemistado con el mismo y sí por el contrario
ser muy amigos». Afirmó que inmediatamente después fue a retirar la
denuncia a comisaría, pero le dijeron que ya no se podía y que seguiría su
curso. A pesar de ello, quiso «hacer presente que había sido debido a un
arrebato solicitando fueran lo más considerados posibles ya que él reconocía
no había motivo alguno para denunciar a Severiano Martínez». La mujer del
portero confirmó que eran muy amigos y que su marido le dijo que lo había
denunciado en «un arrebato de locura».
Por si no fueran suficientes los cargos contra los porteros, el vecino Pérez
Siller sumó esta imputación:
Su mujer Carmen Moncada es también exaltada izquierdista, que esta obligó a un
hijo de su marido de diez y nueve años a ir a la Sierra a luchar, que este no quería ir y
su padre le daba el consentimiento, pero tanto insistió la Carmen Moncada que
consiguió que se fuera a la Sierra y ese mismo día murió en el frente.

Los porteros negaron este extremo. En el expediente figura además una


declaración firmada por varios familiares en la que afirman que el hijo del
matrimonio, Pedro Mínguez Moncada, no fue coaccionado para enrolarse en
septiembre de 1936 como voluntario en las fuerzas republicanas, en cuyas
filas murió combatiendo en la batalla de Brunete en julio de 1937, con
veinticuatro años. La acusación contra la portera no fue consideraba y fue
absuelta. Su marido, en cambio, fue condenado el 8 de marzo de 1940 a doce
años y un día de cárcel por el delito de auxilio a la rebelión.
Acusaciones contra porteros o empleados de los portales madrileños, que
podían llevar en 1939 al fusilamiento sin remisión o a severas penas de cárcel,
tendrían apenas unos años después otra consideración para los jueces

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militares franquistas. Eugenia Cascales Illeras, portera de Narváez 58, y su
hija Paula García Cascales, fueron acusadas el 5 de abril de 1939 por una
vecina, Luisa Ibáñez Cordón, de haber denunciado a sus hijos, Enrique y
Emilio Arjona Ibáñez, asesinados el 23 de agosto de 1936 después de haber
sido detenidos junto con ella. Esta grave denuncia no figuraba en la
declaración de los dos vecinos, que solo apuntaron que la portera huyó
llevándose algunos muebles del piso de un inquilino.
Es cierto que la portera y su hija habían abandonado Madrid en 1939.
Fueron detenidas en Alicante en enero de 1943 y juzgadas en julio siguiente.
Además de por haber delatado a los hermanos Arjona, se las denunció por
amenazar continuamente a los vecinos derechistas, diciéndoles que había que
matarlos a todos. La joven Paula, que era miembro del Ateneo Libertario de la
calle Narváez, debió de desconcertar al consejo de guerra al afirmar que los
Arjona fueron detenidos por un capitán cuñado de ellos, al que acompañaban
milicias y guardias de Asalto. A pesar de ello, madre e hija fueron condenadas
a treinta años de prisión, pena que les fue conmutada apenas quince días
después por la de veinte años por no estar «acreditado suficientemente» que
interviniesen en la denuncia de los dos hermanos asesinados. Un año después
quedaban en libertad.

El «comité de porteros confidentes»

Concluyo este capítulo con el sumario 17621 de la Auditoria de Guerra


franquista, un expediente muy ilustrativo sobre la responsabilidad de algunos
porteros madrileños en denuncias y detenciones durante la contienda, pero
que es también muy demostrativo de la diferente actuación de los vencedores
según la categoría de los inculpados.
Se trata del sumario seguido contra los miembros del llamado «comité de
porteros confidentes», creado en agosto de 1936 por la Sociedad de Porteros
de Madrid y Sus Contornos, de UGT. El comité, formado por once miembros,
recibía y valoraba las denuncias de los porteros afiliados al sindicato sobre las
personas supuestamente desafectas que vivían en las casas donde
desempeñaban su labor.
Por un lado, se analizaban los listados generales de cada finca, en los que
constaban los nombres de todos los inquilinos y sus familiares, edades,
profesiones, parentescos, lugares de trabajo y procedencias. En esas
relaciones se anotaban expresiones como «¡OJO!» o «¡VER!» al lado de los
nombres que se consideraban sospechosos de desafección.

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Por otra parte, se elaboraban fichas individuales de personas consideradas
como enemigas, como la siguiente, fechada el 12 de diciembre de 1936, sobre
Luis de Marichalar y Monreal, ministro de Guerra y Fomento durante el
reinado de Alfonso XIII, que entonces contaba con sesenta y tres años y que
sobrevivió a la guerra:
El ex vizconde de Eza está en su casa Genova 13. Comvendría hacer vigilancia para
ver la manera de cojerle. El sofer suyo se llama Gregorio y vive o encierra en las
cocheras que hay en el Teatro Martín por este Gregorio se sabe que dicho señor está
en Madrid.

Las denuncias de los porteros no ahorraban ningún dato sobre los


denunciados por íntimo que fuera:
Carmen Riobo domicilio Francisco Giner 17 el querido de esta Sra es Militar hace
unos tres meses estaba en A vila es una Sra desafecta al régimen y tienen un sobrino
que teme salir a la calle por si le detienen por faccista, Tiene dinero en el banco y con
el pretesto que no puede sacarlo no paga a la modista (tiene una hermana en un
cuarto de la misma casa).

Las denuncias ofrecían también, junto a estos datos íntimos, un retrato del
entramado de delatores que rodeaban a la persona sospechosa:
Julia Ibáñez Gala con domicilio en Paseo Castellana 26. Esta Sra durante las
elecciones pegaba en la cancela del portal la candidatura de Acción Popular a cuya
Organización sigue con suma simpatía, pero en la actualidad tiene carnet de la C.N.T.
El día que estalló el movimiento la criada de dicha Sra decía a la trapera que su
señorita sabía de muy buena tinta que de esta echa (sic) se implantaba el Faccismo
(sic) en España, tiene refujiados en su casa que hay que investigar quien son. El
querido de ella que es un elemento peligroso está en casa de ella de cinco a y media.

En algunas fichas se llegaba a indicar la posibilidad de que el denunciado


hubiera recibido trato de favor por parte de alguna figura leal al gobierno
republicano, como se dice en este caso del general José Asensio Torrado,
nombrado subsecretario del Ministerio de la Guerra por Largo Caballero:
Rafael Aguirre (ingeniero de minas del Estado) domiciliado Serrano 66 desafecto al
régimen pagaba a la sirvidumbre y a sus obreros todo lo menos que podía, fue
detenido en el mes de noviembre y puesto en libertad sin saber porque, se pone en
duda si era por ser familia del General Asensio, de los dos hijos que tiene el llamado
Joaquín fue detenido al empezar el movimiento, era faccista y un sobrino llamado
Gonzalo Aguirre con domicilio en Marqués del Duero 3 está en su casa por temor a
ser detenido, es también familia del General Asensio.

La existencia de este comité de UGT que recogía y supervisaba las


denuncias de los porteros asociados fue reconocida ante los franquistas por
uno de sus miembros, Carlos Morales Asensio, portero de Ferraz 72. El
presidente del comité era Mariano Villaplana Lasheras, con cincuenta y dos

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años al terminar la guerra, que presidía la Sociedad de Porteros desde finales
de 1937. Miembro también de un tribunal popular, Villaplana fue condenado
en 1940 por los franquistas a treinta años de prisión.
El vicepresidente del «comité de porteros confidentes» era Manuel
Casado Millán, condenado a doce años y un día, y el tesorero Pedro Aparicio
Roldán, empleado de El Socialista, sentenciado a seis años y un día. Como
vocal primero figuraba José Castillo Blázquez, portero de Santa Engracia 3,
condenado a veinte años.
Una vez que este comité revisaba las denuncias, las enviaba a la checa del
socialista y ugetista Agapito García Atadell, donde a su vez funcionaba otro
«comité de porteros confidentes» presidido por Baldomero Rosignol Maestro,
con Pedro Ortega García-Vidal como secretario. Según un informe de la DGS
franquista, «este Comité desempeñó un importante papel en los servicios de la
Brigada ya que cuando los agentes de [Ángel] Pedrero iban a efectuar una
detención lo hacían ya enterados de toda clase de detalles que hacían
imposible que el servicio fracasara».
Al contrario que los dirigentes del comité de porteros confidentes del
sindicato ugetista, a los que los franquistas impusieron penas de cárcel, los
responsables de este segundo comité que trabajaba con García Atadell serían
condenados a muerte y fusilados en el cementerio de La Almudena: el
cordobés Baldomero Rosignol el 15 de abril de 1941 y el toledano Pedro
Ortega el 27 de abril de 1943, ambos con cincuenta y seis años.
A ambos me he referido en páginas anteriores entre los porteros
ejecutados por los vencedores. Sus trayectorias como militantes socialistas y
afiliados ugetistas son muy similares, ya que dejaron su trabajo en sus
respectivas porterías al producirse la sublevación para formar parte de las
MVR y después pasar a ser agentes del SIM.
Rosignol era portero desde hacía casi veinte años de Lagasca 130, entre
las calles General Oraá y María de Molina, donde durante la guerra fueron
detenidos y asesinados dos vecinos, Indalecio Gutiérrez González, de treinta y
un años, y Julio de los Cobos Torres, de cincuenta y un años, comisario de
policía, detenido el 16 de agosto de 1936, un día antes de que el ministro de
Gobernación, Sebastián Pozas, firmara su cese.
Los vecinos constataron en su declaración jurada que Rosignol había
tenido una «conducta muy deficiente pues ha amenazado y coaccionado» y
que había pertenecido a la checa de García Atadell y después al SIM, como
ayudante de Ángel Pedrero. Asimismo, informaron de que días antes del
golpe del coronel Casado, Rosignol le dijo a una vecina que iban a ocupar su

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piso tres hombres porque necesitaban contar con balcones que dieran a la
calle, amenazándola con que si decía algo «sería el último día de su vida». Sin
duda se trataba de preparativos ante los previsibles combates que iban a
producirse entre las distintas fuerzas republicanas a raíz del golpe militar del
general Miaja y el coronel Casado contra el gobierno de Juan Negrín. Dos
días antes de que las tropas franquistas entraran en Madrid, Rosignol
desapareció de la casa, según los vecinos, por lo que cumplimentaron por él
su declaración jurada como portero.
En el consejo de guerra contra Pedro Ortega García-Vidal, que había sido
concejal de Toledo en los años veinte, se le acusó de haber denunciado «a la
mayoría de los vecinos de la casa [de la] que era portero con el propósito de
que fueran asesinados». De la finca donde trabajó, en la calle Antonio Acuña
5, entre Alcalá y O’Donnell, fueron asesinados el comandante de infantería
José Arévalo Carretero y su hijo Ignacio, así como el comandante de la
Guardia Civil Enrique González Estefani, todos ellos en las sacas de la cárcel
de Porlier. Pedro Ortega había señalado a Ignacio Arévalo como integrante de
un «coche fantasma» que disparaba contra las milicias por la noche, según las
acusaciones del sumario.
Otras denuncias señalaban que Pedro Ortega cobraba dinero a familiares
de detenidos para que estos pudieran verlos en la checa de García Atadell.
Pedro Ortega negó haber participado en asesinatos y aseguró que solo hacía
funciones de intendente en la checa. En noviembre de 1936 fue uno de los
cinco firmantes, junto con Ángel Pedrero, Antonio Albiach, Ovidio Barba y
Fermín Blázquez, de la declaración que se difundió a los periódicos por los
miembros de la «brigada» de García Atadell acusando a su jefe de traición
después de su fuga de Madrid con el fruto del botín de su actividad criminal.
De hecho, informes policiales franquistas le situaban con Ángel Pedrero al
frente de la checa de la «calle de la S» después de la huida de su cabecilla.

Destruir Madrid antes que entregarlo

Del «comité de porteros confidentes» de la checa de García Atadell


también formaban parte Santiago Sáez, Juan Ramón Zapata, al que sustituyó
Antonio Torres Palomino por fallecimiento, y Antonio Pumares. Este último,
limpiabotas, de treinta y nueve años, natural de Petín (Lugo), estableció el
«comité de porteros confidentes» en el paseo de la Castellana 51 al disolverse
la «brigada» del tipógrafo socialista. El comité trabajó a partir de entonces
con la Inspección General de las MVR, con sede en Serrano 47. Según

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Baldomero Rosignol, en la checa de García Atadell recibían 30 denuncias
diarias de porteros, mientras que al trasladarse a Castellana 51 se redujeron a
10, aunque decía «no poder precisar los porteros que las hicieron».
Antonio Pumares, afiliado al PSOE, había sido portero de la finca de
Castellana 51 antes de la guerra, pero fue despedido al ser detenido en la
huelga revolucionaria de 1934 por haber escondido a fugitivos. Al comenzar
la guerra expulsó al titular de la portería y se incautó del edificio. De hecho,
entre las acusaciones contra él figuraba la de haber asesinado el 8 de
noviembre de 1936 a cinco vecinos de la finca: a Luis Hermida Villaga,
abogado, junto con su mujer, Carmen Ayala, a sus dos hijos, Berta y Luis, y a
su cuñado, Enrique. En el sumario se afirma que entre los asesinos de esta
familia se comentaba en Castellana 51 que uno de los milicianos había
recibido un gran mordisco en el codo de la joven Berta al intentar forzarla
antes de asesinarla.
Pumares declaró a los franquistas que en la checa de García Atadell solo
trabajó de cocinero, que más tarde ingresó en la Policía por recomendación
del PSOE y que después entró en el SIM. Reconoció que tuvo bastante trato
con Margarita Nelken. Sin embargo, otros miembros de la checa le señalaron
como uno de los que participaban en los «paseos». Otros testimonios
aseguraron que se jactaba de que «podría destruir Madrid cuando quisiera»,
porque como directivo del Sindicato de Porteros «tenía dadas órdenes a casi
todos los pertenecientes al sindicato para que con unas latas de gasolina que
les había entregado rociaran las escaleras de su casa y les prendieran fuego en
el momento que pretendieran entrar los fascistas».
Pumares fue condenado a muerte el 1 de septiembre de 1943, pena que en
noviembre le fue conmutada por Franco por la de treinta años de prisión al
determinarse en la revisión de la sentencia que, pese a las acusaciones de
pertenecer a una checa y haber detenido a personas que fueron asesinadas, no
había quedado demostrada su participación como autor material en los
asesinatos. El 1 de julio de 1946 Pumares fue finalmente indultado, quedando
en libertad y fijando su residencia en Madrid.
Merece la pena detenerse, por último, en la suerte de José Castillo
Blázquez, portero de Santa Engracia 3, que formaba parte del comité de la
Sociedad de Porteros de UGT que recibía las denuncias de estos contra los
vecinos. De cincuenta y siete años, natural de Munero (Albacete), en junio de
1939 fue procesado en una primera causa por los franquistas ante el Juzgado
Especial de Porteros y Criados por la denuncia de la nieta adoptiva del conde
de Peñalver, María Socorro Areces y Méndez-Vigo, que le acusaba de haberla

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denunciado y haber saqueado su casa junto con otros dos porteros y su propio
chófer.
Varios vecinos de Santa Engracia 3 testificaron en este sumario para decir
que no tenían «ninguna queja» contra Castillo Blázquez, e incluso uno lo
eximió directamente del asesinato de un vecino, el de Pedro Redondo Sanz,
reconociendo que había guardado objetos que la viuda le había encomendado
para su custodia. En la misma casa fueron asesinados Jesús Arias de Velasco
y sus hijos Francisco y María Jesús, detenidos por dos hombres armados el 27
de septiembre de 1936, pero Castillo Blázquez afirmó que no los había
denunciado.
Por si fueran pocas las circunstancias que podían agravar su situación ante
los jueces franquistas, a ellas se sumó el hecho de haber formado parte de un
tribunal popular. Castillo Blázquez aseguró que fue nombrado juez bajo
amenaza de encarcelamiento porque al ser Santa Engracia 3 una finca
incautada, él tenía la condición de funcionario del Ministerio de Hacienda.
Reconoció haber intervenido en 53 juicios, pero que en «la mayor parte
fueron absueltos los procesados».
Es posible que los testimonios favorables de los vecinos de la finca donde
trabajaba como portero salvaran a Castillo Blázquez de una condena más
dura, pese a formar parte de un comité de porteros delatores, ser empleado de
una finca con cuatro asesinatos y haber sido vocal en un tribunal popular.
Condenado el 23 de febrero de 1940 a veinte años de cárcel, la pena le fue
conmutada al año siguiente por la de doce años y un día. Salió en libertad
provisional en julio de 1942 y fue indultado en noviembre de 1946. Favor por
favor, el portero y los vecinos de Santa Engracia 3 pudieron seguir
compartiendo desde entonces el curso de sus vidas entre las ruinas visibles e
invisibles de Madrid.

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Epílogo

D e las innumerables historias que me han salido al paso en mi


investigación de entre esas ruinas visibles e invisibles del Madrid de
posguerra, he elegido las de cuatro porteros a modo de epílogo de este libro
dedicado a la Guerra Civil vivida y contada en los pisos, las escaleras, los
sótanos y los portales de los inmuebles de Madrid.
Estos cuatro porteros tienen en común haber sido identificados como
«rojos» por su militancia política o sindical, haber destacado por su actitud en
defensa de sus vecinos y, a pesar de ello, haber sido denunciados ante los
vencedores en la posguerra.
A Manuel Hernández Hidalgo, de sesenta años, natural de La Cañada
(Ciudad Real), portero de Almagro 38, afiliado a la UGT desde 1930, lo
avalaron ante los franquistas dos vecinos abogados, Juan Cueto Marqués y
Manuel Lorente Jiménez. En su declaración jurada, los vecinos dijeron de él
que «en los 25 años que lo conocen su conducta fue siempre inmejorable y de
gran respeto por los inquilinos». También testimoniaron «sus esfuerzos por
educar a sus hijos con un sentido de elevadas y patrióticas aspiraciones», de
lo que era prueba que su hijo Alfonso fuera policía y hubiera servido a la
causa «nacional» durante la guerra.
A pesar de esta declaración favorable, el portero fue procesado el 26 de
abril de 1939 bajo la acusación de haber denunciado el paradero de un vecino
huido de la casa por estar amenazado, Estanislao Pinacho Aresti, y además
haber robado en su piso. Su supuesta denuncia del vecino llevó además a la
detención de un amigo que este tenía oculto, Francisco Brualla, que fue
conducido a la checa del Radio Comunista Este en O’Donnell 22, aunque
vivió para contarlo.
Hernández Hidalgo negó las acusaciones, afirmando que, muy al
contrario, «lo que ha hecho siempre ha sido favorecer y ocultar al mismo
como al resto de los vecinos de la casa cuando iban en su busca». Aseguró
que había ayudado toda una noche a Estanislao Pinacho a romper documentos
comprometedores y que, cuando en una ocasión se presentaron los milicianos

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a buscarlo, lo llamó por teléfono, «arriesgando su vida, por estar las milicias
rojas en el portal», para que no apareciera por su casa.
El portero afirmó que no había robado nada del piso del vecino, sino que
quiso «ocultar a los milicianos algunos muebles y enseres que tiene guardados
para cuando venga dicho señor entregárselos». Para rematar su declaración, el
portero ugetista dijo «que no se explica el motivo de las acusaciones que se le
dirigen».
Un vecino declaró a favor suyo, diciendo que era «tachado de fascista por
encubrir y proteger a las personas de derechas de la casa» y que estuvo a
punto de ser detenido en más de una ocasión por esta razón. A pesar de ello,
el portero fue condenado por delito de rebelión, aunque por tener una pena
inferior a catorce años quedó en libertad provisional el 22 de mayo de 1942.
La causa se sobreseyó provisionalmente el 19 de abril de 1943.

Una ciega y una paralítica en la línea de fuego

Los vecinos del número 68 de la calle Blasco Ibáñez, hoy Princesa,


dejaron anotado en su declaración jurada ante los franquistas un comentario
descorazonador para el portero de la finca, Pedro Marfagón Ulesia,
santanderino de cuarenta y seis años. Preguntados si era cierto el contenido de
la declaración jurada del portero, respondieron: «Hay algo cierto, algo
incierto y algo que se omite».
Es difícil encontrar una mejor definición para la sorprendente experiencia
de guerra y posguerra de este camarero, afiliado a la CNT «para poder
trabajar». El Juzgado Especial «A», como se denominaba al de Porteros y
Criados, abrió diligencias el 1 de junio de 1939 contra este portero y su mujer,
María Martínez Olivares, por una denuncia de Federico Martínez Velasco, de
sesenta y un años, que les acusaba de haber delatado a su hijo Federico el 24
de julio de 1936.
Teniente de aviación con destino en la Escuela de Experimentación de
Cuatro Vientos, el joven Federico Martínez había participado en julio de 1936
en la fracasada sublevación del aeródromo y se había escondido en Blasco
Ibáñez 68 en el piso de un amigo y compañero de armas, el capitán Joaquín
Escribano Balsalobre. Ambos fueron detenidos allí mismo, sin que se volviera
a tener noticias de ellos.
Otro vecino, Emilio Victorero, dueño del bar y de la pensión que había en
la finca, empeoró un poco más las cosas para Pedro Marfagón: declaró haber
estado detenido en la checa de Fomento por denuncia del portero. Para

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rematar, el vecino testificó que al ver cómo se llevaban detenidos a los dos
aviadores, el portero le dijo que el hecho de que el teniente Federico Martínez
estuviera allí escondido «era una gran responsabilidad para él», por lo que
dedujo que era quien lo había denunciado.
El pliego de cargos siguió creciendo con nuevas declaraciones de vecinos.
Le acusaron también de ser el delator de un estudiante, Luis Martín, y de un
ingeniero militar retirado que sería asesinado, José María Acosta, en cuya
detención acompañó a la policía. Después amedrentó a los hijos de este
último, obligando a una de las hijas a coser sacos para parapetos y
presionando a otro de los hijos para que se presentara voluntario a las fuerzas
republicanas. También señalaron que «cuando las tropas nacionales ocuparon
la Ciudad Universitaria el Pedro Marfagón recibió en su casa bombas y
botellas de líquido inflamable para ser lanzadas contra las fuerzas que
intentaran entrar en Madrid».
Pedro Marfagón negó haber denunciado a nadie, aunque reconoció que
cuando le preguntaban si había militares en la casa decía que sí, pero que
nunca dio malas referencias de ninguno. Explicó que estuvo en la cárcel
después de la huelga revolucionaria en 1934, como había declarado un
testigo, pero explicó que fue puesto en libertad enseguida al demostrarse su
inocencia en relación con unos disparos hechos desde la casa. De su actuación
en la contienda, dijo que se quedó sin trabajo como portero al ser evacuada la
casa por ser zona de guerra, por lo que se colocó de camarero en la Cervecería
Torrijos, en la calle del mismo nombre.
Pero no todo fueron malas noticias para el portero. Al procedimiento se
sumaron también testimonios favorables de peso, como el del abogado
Agapito Brezmes, quien manifestó que Pedro Marfagón, en los primeros días
de noviembre, cuando el «tiroteo era muy grande y continuo en momentos de
verdadero peligro y quedándose de los últimos para abandonar la casa lo
realizó salvando de dicho peligro a una de las inquilinas ciegas y a otra
paralítica».
El mismo vecino relató también que cuando él mismo fue detenido en
abril de 1937, el portero evitó que le llevaran a una checa y logró que fuera
conducido a una comisaría, donde hizo gestiones para liberarlo. Además,
sabía que, gracias a sus gestiones, había sido liberado de otra checa en la calle
de San Bernardo el también abogado José de Gregorio Cuenca. Y, para
terminar, el testigo apostilló que «siempre le oyeron condenar a los rojos por
los crímenes que cometían».

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Aunque el fiscal había pedido contra el portero penas de reclusión mayor
a muerte por adhesión a la rebelión, el consejo de guerra dictó el 29 de julio
de 1941 su libre absolución, por demostrarse que es de «buenos sentimientos»
y que ha «favorecido a los vecinos de significación derechista poniendo todos
sus medios para conseguir la libertad de las checas donde algunos de ellos
estaban detenidos». A ello se unía, según la sentencia, la «imprecisión de las
denuncias», por lo que el consejo no daba por probadas las acusaciones. Dos
días después, Pedro Marfagón era puesto en libertad, haciendo bueno aquel
comentario de sus vecinos —«Hay algo cierto, algo incierto y algo que se
omite»— para describir su peculiar historia.

Un aval de Margarita Nelken

La mayoría de los 67 vecinos de la calle Mallorca 6, junto a la Ronda de


Atocha, muy cerca del actual Teatro Circo Price, se sorprendieron cuando
vieron a unos agentes franquistas detener a su portero, Emilio Márquez Mesa,
de cuarenta y siete años, sevillano. Era el 18 de julio de 1939, y alguno quizás
debió de pensar que se trataba de una peculiar forma de celebrar el tercer
aniversario del alzamiento militar. Al fin y al cabo, el portero era afiliado a
UGT desde el año 1931, lo que lo convertía, a los ojos del «Nuevo Estado»,
en un «rojo» cuanto menos sospechoso. Y es que lo sucedido a varios vecinos
de la finca había sido terrible: Valentín y Buenaventura Romero Jiménez,
secretario judicial y maestro nacional, respectivamente, fueron asesinados el 8
de noviembre de 1936 en una saca de la Modelo; Enrique Gimeno, capitán de
Seguridad, había desaparecido desde septiembre del mismo año, lo mismo
que el industrial Antonio Gómez García, detenido en noviembre.
La detención del portero se había producido, sin embargo, por dos
denuncias mucho menos graves. La primera la presentó una vecina que llegó
a la finca como evacuada, Agustina Carrascal, que dijo haberse sentido
perseguida por Emilio Márquez por no ser «roja». El segundo denunciante era
un vecino de toda la vida, Jaime Juliá, que le acusaba de haber acompañado a
unos milicianos en un registro en el que se incautaron de una máquina de
escribir, muebles y efectos personales de otro inquilino, Jorge Kostanowski,
de origen belga.
Ninguna de estas imputaciones figura en la declaración jurada de los
vecinos donde, muy al contrario, se destaca su condición de afiliado a UGT
como uno de los recursos con el que el portero pudo responder de los
inquilinos «y salvarles incluso la vida, en varias ocasiones».

Página 339
El portero, preso en el convento de las Comendadoras por estas dos
denuncias, repasaría seguramente, piso por piso, todo cuanto hizo por sus
vecinos para servirse de ello en su defensa. Cuando el inquilino del bajo n.º 6,
Juan Ezcurra López, le puso al corriente el 30 de agosto de 1936 de que había
acogido en su casa a su cuñado José Alonso Roza, por no sentirse seguro en
su domicilio, Emilio Márquez le ofreció toda su colaboración para impedir, en
cuanto pudiera, que le ocurriese nada desagradable.
En noviembre de 1936 detuvieron en el piso entresuelo n.º 1 a Valentín
Romero Delgado y a sus hijos Buenaventura y Valentín. A estos últimos los
fusilaron en Paracuellos, pero unos meses después el padre seguía en la
cárcel, por lo que sus hijas le pidieron al portero que fuera a la prisión de San
Antón a declarar en favor de él, lo que hizo manifestando la buena impresión
que tenía del detenido, al que pusieron en libertad al cabo de unas pocas
horas.
Pero, sin duda, lo más notable fue cuando en agosto de 1936 la mujer de
Jaime Juliá, su denunciante, vecino del piso principal n.º 9, le pidió ayuda
para buscar a su marido, detenido por milicianos en el laboratorio
farmacéutico donde trabajaba. El portero la acompañó a distintas cárceles, a
una checa establecida en el Círculo Libertario y a la DGS, sin resultado. En
una de estas gestiones llegaron a cruzarse con un trabajador del laboratorio, al
que la mujer señaló como uno de los denunciantes, al cual el portero
recriminó su conducta, aunque el empleado no supo decirles su paradero.
Al regresar a casa, Emilio Márquez subió al piso segundo n.º 3, donde
vivía la que fuera diputada socialista y después dirigente comunista Margarita
Nelken, a quien solicitó ayuda para encontrar a Jaime Juliá. Al poco rato,
estando en la portería, vieron llegar al vecino desaparecido. Cuando Jaime
Juliá empezó a contar lo que le había ocurrido, tuvo que interrumpirse al
aparecer Margarita Nelken en el portal. El portero presentó a la diputada
socialista al vecino para el que le había pedido ayuda, e inmediatamente
después «la Nelken lo llevó en su coche a la Casa del Pueblo, donde le dieron
un aval, sin que haya sabido que, a partir de este momento, hayan vuelto a
molestarle», según escribió el portero en su declaración jurada.
La misma Nelken que el 13 de octubre siguiente escribiría en el diario
socialista Claridad un artículo contra el enemigo interior, aconsejando aplicar
«las más severas, las más inexorables medidas de profilaxis» contra los
«provocadores» que «apuñalan por la espalda a los que combaten de cara»,
libró también en septiembre un salvoconducto para otros dos vecinos, Julián
Benavente padre e hijo, a quienes vinieron a buscar unos individuos de Getafe

Página 340
para llevárselos a esta localidad con la excusa de que tenían que arreglar un
asunto de una venta de trigo.
Como los Benavente dijeran que ellos no habían hecho ninguna venta de
tal producto, se resistieron a irse con ellos. En la discusión intervino el portero
requiriéndoles la autorización de la DGS para llevarse al padre y al hijo. Al
final los desconocidos se fueron, pero volvieron al día siguiente, ocasión en la
que el portero llamó por teléfono a la comisaría, como había convenido el día
anterior, para que acudiesen los agentes si volvían los desconocidos. Al hacer
acto de presencia la policía, los desconocidos volvieron a marcharse sin
conseguir su propósito. El salvoconducto que les entregó entonces Nelken les
sirvió hasta el día en que, de acuerdo con los agentes, los Benavente se
refugiaron en la comisaría, evitando varias veces su detención, ya que durante
un tiempo los hombres interesados en prenderlos volvieron a aparecer por la
casa preguntando por ellos.
Las declaraciones de los vecinos durante las diligencias sumariales no
dejaron duda sobre su gratitud y reconocimiento a Emilio Márquez.
«Defendió los intereses de sus inquilinos como asimismo las vidas de algunos
de ellos, avalando a muchos de ellos de marcada tendencia derechista y que
por tanto estaban muy perseguidos», rezaba una declaración firmada por más
de sesenta vecinos. «El ambiente de la vecindad es en un todo favorable a
Emilio por la serie de favores que dispensó a estos durante la época roja»,
remataba otro. También se le reconoció por haber dado refugio a una persona
amenazada de muerte, Luís Pagazaurtundua.
El portero reveló finalmente que el vecino Jaime Juliá, para quien había
conseguido un aval a través de Margarita Nelken, le había denunciado por
apremiarle a pagar las quince o veinte mensualidades del alquiler que
adeudaba a la Agrupación Socialista Madrileña, que se había incautado de la
finca. Por su parte, la vecina denunciante fue detenida y procesada por los
franquistas por tener muebles y objetos que no eran de su propiedad sin
entregarlos a las autoridades y por «denuncia reputada falsa» que dio lugar a
la «detención ilegal» del portero.
Así las cosas, el juez franquista determinó que Agustina Carrascal y Jaime
Juliá habían obrado de mala fe contra el portero por adeudar alquileres.
Aparte, se demostró que nunca había ido armado y que «no le unía amistad ni
confianza con la vecina Margarita Nelken». La causa contra Emilio Márquez
fue sobreseída el 19 de junio de 1940, quedando en libertad. También lo fue
la causa contra Agustina Carrascal.

Página 341
Un portero comunista defendido por los vecinos

La caligrafía con que escribió su declaración jurada Alejandro Acosta


García, de treinta y nueve años, guardia urbano, portero de Andrés Mellado
12, no trasluce sus sentimientos de aquellos momentos. Habían pasado solo
once días desde que el general Franco firmara el último parte de guerra, y
quince días desde que sus tropas hicieran su entrada en Madrid por la
Moncloa, muy cerca de la casa que atendía, que tuvo que ser abandonada en
noviembre de 1936 por ser zona de guerra.
Quizás es el atento cuidado con que Alejandro Acosta fue desgranando
con la pluma sobre el cuestionario de los vencedores lo sucedido en su portal
lo que contuvo cualquier atisbo de distracción por su parte. Un muerto y dos
desaparecidos entre los inquilinos no era una buena carta de presentación para
un portero de los perdedores, y menos aún lo sería con un borrón de tinta,
pues además de aparentar descuido resultaría hasta redundante.
Alejandro Acosta, natural de Coca (Segovia), había luchado durante la
guerra por una sola, exclusiva meta: por su vida y la de su familia. Pero,
mientras escribía su declaración para el juzgado militar de Universidad,
inculpándose a sí mismo, se le hacía más evidente que había perdido esa
lucha. Se lo confirmaron los agentes franquistas que fueron a detenerlo a su
casa el 18 de abril, seis días después de presentar su declaración jurada. Pero
no fue detenido por decir en esta que «obligado por la situación de aquel
momento ingresé en el Partido Comunista el 11 de diciembre de 1936»,
aunque luego explicitara que se dio de baja en abril de 1938. Ni lo fue por
reconocer que «obligado por las necesidades de mi casa y por estar a punto de
ser llamada mi quinta, ingresé como soldado voluntario en el Cuerpo de
Aviación el 19 de mayo de 1938».
La causa de su detención era, precisamente, aquella que había evitado
reflejar en la declaración, lo mismo que había procurado que no se le fuera a
escapar el borrón de tinta sobre el cuestionario: un compañero de la guardia
urbana, Arsenio Pedraza Martín, de treinta y seis años, natural de Boñar
(León), le había denunciado por haber formado parte del comité de
depuración de los agentes del cuerpo, acusándole de haberle señalado a él por
difundir propaganda fascista y por enseñar a hacer el saludo fascista a otros
compañeros.
Alejandro Acosta se defendió diciendo que solo había participado una vez
en ese comité como testigo de cargo, sin ser uno de sus miembros. Sobre el

Página 342
caso personal del compañero denunciante, contestó que no había hecho más
que manifestar lo que era público, porque el propio Pedraza nunca había
ocultado su ideología derechista. Además, insistió en que no contestó a más
preguntas sobre Pedraza aduciendo que lo ignoraba todo.
Los vecinos de Andrés Mellado 12 declararon a su favor, afirmando que
no perjudicó a nadie y que «dio a las milicias marxistas buenas referencias de
los vecinos de la casa siendo todos, y sabiéndolo él mismo, de carácter
derechista». Otro vecino afirmó que sabía que se hizo del PCE durante la
guerra «por coacción» y que «ingresó en Aviación como soldado cuando veía
inminente la llamada de su quinta, seguramente para no ir a las trincheras».
En el sumario se hizo constar que su hermano Arturo era alcalde y jefe
local y comarcal de Falange en Coca, y que otro hermano, Fernando, que
residía en Madrid, había sido perseguido durante la guerra por sus ideas
derechistas. En octubre de 1939 la causa contra Alejandro Acosta fue
sobreseída, aunque se le destinó a un batallón de trabajadores como
«calificado entre los de responsabilidad media». Un año después quedó en
libertad.
A la vista de su rúbrica en la declaración jurada, en la que su nombre y
primer apellido aparecen protegidos bajo un trazo que simula una cúpula o un
escudo protectores, uno acaba descubriendo que toda la verdad de la vida de
Alejandro Acosta estaba cifrada en esa firma impenetrable con la que parecía
decirse a sí mismo que, pasara lo que pasara, siempre lucharía para que su
familia quedara a salvo de los estragos de la guerra, como hicieron tantísimos
españoles, aunque muchos, entonces, ya nunca pudieran contarlo.

Página 343
Fuentes consultadas

Periódicos y revistas

ABC
Ahora
Crónica
El Debate
El Financiero
El Imparcial
El Liberal
El Socialista
El Sol
Heraldo de Madrid
Informaciones
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Página 344
Gaceta de la República
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Siglas utilizadas

Acción Popular – AP
Archivo General e Histórico de Defensa – AGHD
Archivo Histórico Nacional – AHN
Biblioteca Nacional de España – BNE
Boletín Oficial del Ayuntamiento de Madrid – BOAM
Boletín Oficial del Estado – BOE
Boletín Oficial de la Junta de Defensa Nacional – BOJDN
Boletín Oficial del Ministerio de Defensa – BOMD
Boletín Oficial de la Provincia de Madrid – BOPM
Centro Documental de la Memoria Histórica – CDMH
Centro de Documentación de Cruz Roja Española – CDCRE
Comité Provincial de Investigación Pública – CPIP
Confederación Española de Derechas Autónomas – CEDA
Confederación Nacional del Trabajo – CNT
Consejo Nacional de Defensa – CND
Diario Oficial del Ministerio del Ejército – DOME
Diario Oficial del Ministerio de la Guerra – DOMG
Diario Oficial del Ministerio de Defensa Nacional – DOMDN
Dirección General de Seguridad – DGS
Falange Española – FE
Federación Anarquista Ibérica – FAI
Gaceta de Madrid – GM
Gaceta de la República – GR
Junta de Defensa de Madrid – JDM
Juventudes de Acción Popular – JAP
Juventudes Socialistas Unificadas – JSU
Milicias de Vigilancia de la Retaguardia – MVR
Partido Comunista de España – PCE
Partido Nacionalista Vasco – PNV
Partido Obrero de Unificación Marxista – POUM
Partido Socialista Obrero Español – PSOE

Página 350
Portal de Archivos Españoles – PARES
Servicio de Información Militar – SIM
Unión General de Trabajadores – UGT

Página 351
Índice de declaraciones juradas de porteros y
vecinos de Madrid por calles

(Fondos conservados hoy en el CDMH y accesibles


digitalmente a través del Portal PARES)

DISTRITO DE BUENAVISTA
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1353, Exp.1
– Calle Agustín Durán (imágenes 2-8)
– Calle Alcalá (imágenes 9-85)
– Calle Alcántara (imágenes 86-137)
– Calle Almagro (imágenes 138-164)
– Calle Almirante (imágenes 165-182)
– Plaza de Alonso Martínez (imágenes 183-186)
– Calle Altos del Hipódromo, Villa Ulpiana (imágenes 187-188)
– Calle Amador de los Ríos (imágenes 189-192)
– Calle del Pasaje de Anastasio Aroca (imágenes 193-198)
– Calle Andrés Tamayo (imágenes 199-206)
– Calle Antonio García Quejido (imágenes 207-210)
– Calle Antonio Pérez (imágenes 211-214)
– Calle Ardemans (imágenes 215-216)
– Calle Argensola (imágenes 217-224)
– Plaza de Aunós (imágenes 225-226)
– Calle Ayala (imágenes 227-318)
– Calle Azcona (imágenes 319-326)
– Calle Bárbara de Braganza (imágenes 327-342)
– Calle Barquillo (imágenes 343-361)
– Calle Béjar (imágenes 362-365)
– Calle Blanca de Navarra (imágenes 366-373)
– Calle Canillas (imágenes 374-389)
– Calle Cardenal Belluga (imágenes 390-397)
– Avenida de Carlos Marx, hoy avenida de Alfonso XIII (imágenes 398-399)
– Calle Cartagena (imágenes 400-429)
– Calle Castelar (imágenes 430-435)
– Paseo de la Castellana (imágenes 436-469)
– Calle Castelló (imágenes 470-493)

Página 352
– Calle Cisne, hoy paseo de Eduardo Dato (imágenes 494-497)
– Calle Cid (imágenes 498-502)
– Calle Columela (imágenes 503-512).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1353, Exp.2


– Calle Claudio Coello (imágenes 2-76)
– Calle Colonia de Ayudantes de Ingenieros (imágenes 77-88)
– Calle Columela (imágenes 89-93)
– Calle Conde de Aranda (imágenes 94-128)
– Calle Conde de Xiquena (imágenes 129-161)
– Calle Conde de Vilches (imágenes 162-165)
– Calle Constancia (imágenes 166-173)
– Calle Diego de León (imágenes 174-213)
– Calle Don Ramón de la Cruz (imágenes 214-300)
– Calle Ebro (imágenes 301-302)
– Calle Ega (imágenes 303-304)
– Calle Espartinas (imágenes 305-317)
– Calle Eraso (imágenes 318-323)
– Calle Eresma (imágenes 324-325)
– Calle Eugenio Salazar (imágenes 326-327)
– Calle Fernando el Santo (imágenes 328-339)
– Calle Fernando VI (imágenes 340-343)
– Calle Ferrer del Río (imágenes 344-355)
– Calle Fortuny (imágenes 356-378)
– Calle Francisco Alcántara en la Colonia de El Viso (imágenes 379-382)
– Calle Francisco García
Molina en Prosperidad (imágenes 383-384)
– Calle Francisco Giner (imágenes 385-388)
– Calle Francisco Navacerrada (imágenes 389-404)
– Calle Francisco Silvela (imágenes 405-455)
– Calle Franco (imágenes 456-463)
– Calle Gabriel Lobo (imágenes 464-471)
– Calle Gallarza (imágenes 472-477)
– Calle García Luna (imágenes 478-483)
– Calle General Castaños (imágenes 484-501)
– Calle General Martínez Campos (imágenes 502-508)
– Calle General Oraá (imágenes 509-520)
– Calle General Pardiñas (imágenes 521-593)
– Calle General Porlier, hoy
General Díaz Porlier (imágenes 594-621).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1353, Exp.3


– Calle General Sanjurjo (imágenes 2-7, 531-532)
– Calle General Zabala (imágenes 8-11)
– Calle Génova (imágenes 12-48)
– Calle Gómez Cano (imágenes 49-52)
– Calle Gómez Ortega (imágenes 53-58)
– Calle Goya (imágenes 59-107)

Página 353
– Calle Granados (imágenes 108-109)
– Calle Guadiana (imágenes 110-115)
– Calle Guerrero y Mendoza (imágenes 116-123)
– Calle Hermanos Bécquer (imágenes 124-127)
– Calle Hermenegildo Martínez (imágenes 128-129)
– Calle Hermosilla (imágenes 130-198)
– Calle Hortaleza (imágenes 199-202)
– Plaza de la Independencia (imágenes 203-206)
– Calle Iriarte (imágenes 207-216)
– Calle Jesús Méndez (imágenes 217-220)
– Calle Jorge Juan (imágenes 221-269)
– Calle José Picón (imágenes 270-273)
– Plaza de José Piernas (imágenes 274-277)
– Calle Juan Bautista de Toledo (imágenes 278-279, 395-396)
– Calle Juan Bravo (imágenes 280-295)
– Calle Juan de la Hoz (imágenes 296-303)
– Calle Julián Marín (imágenes 304-307)
– Calle Lagasca (imágenes 308-344)
– Calle Las Palmas (imágenes 345-348)
– Calle Lista, hoy calle Ortega y Gasset (imágenes 349-388)
– Calle López de Hoyos (imágenes 389-394, 397-406)
– Calle Lóriga (imágenes 407-418)
– Calle Lozano (imágenes 419-420)
– Calle Luis Cabrera (imágenes 421-426)
– Calle Durán (imágenes 427-428)
– Calle Malcampo (imágenes 429-436)
– Calle Maldonado (imágenes 437-449)
– Plaza de Manuel Becerra (imágenes 450-463)
– Calle Manuel García (imágenes 464-465)
– Calle Manuel Hernández (imágenes 466-467)
– Calle Marcenado (imágenes 468-469)
– Calle María de Molina (imágenes 470-481)
– Glorieta de María Pignatelli (imágenes 482-484)
– Calle María Teresa (imágenes 485-492)
– Calle Marqués de la Ensenada (imágenes 493-496)
– Calle Marqués del Llano (imágenes 497-498)
– Calle Marqués de Monasterio (imágenes 499-506)
– Calle Marqués del Riscal (imágenes 507-530, 533-536)
– Calle Marqués de Valdecilla (imágenes 537-554)
– Calle Marqués de Villamejor (imágenes 555-559)
– Calle Martínez Izquierdo (imágenes 560-565)
– Calle Matilde Díez (imágenes 566-567)
– Carretera de Maudes (imágenes 568-573)
– Calle Mejía Lequerica (imágenes 574-577)
– Calle Méjico (imágenes 578-585)
– Calle Miguel de Cervantes (imágenes 586-587, 597-598)
– Calle Miguel Ángel (imágenes 588-895)
– Calle Montesa (imágenes 599-620)
– Pasaje de Montesa (imágenes 621-632)
– Calle Monte Esquinza (imágenes 633-642).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1353, Exp.4

Página 354
– Calle Monte Esquinza (imágenes 2-38)
– Calle Naciones (imágenes 39-41)
– Calle Nervión (imágenes 42-43)
– Calle Núñez de Balboa (imágenes 44-73)
– Calle Olózaga (imágenes 74-78)
– Calle Oltra (imágenes 79-82)
– Calle Orellana (imágenes 83-86)
– Calle Orfila (imágenes 87-98)
– Calle Padilla (imágenes 99-139)
– Calle Pardo Bazán (imágenes 140-141)
– Calle Pechuán (imágenes 142-145)
– Calle Piamonte (imágenes 146-153)
– Glorieta María Pignatelli (imágenes 154-157)
– Calle Pilar de Zaragoza (imágenes 158-185)
– Calle Pisuerga (imágenes 186-191)
– Pasaje de Pradillo (imágenes 192-193)
– Calle Prim (imágenes 194-199)
– Calle Príncipe de Vergara (imágenes 200-246)
– Calle Ramón y Cajal (imágenes 247-250)
– Calle Recoletos (imágenes 251-260)
– Paseo de Recoletos (imágenes 261-266)
– Calle Ricardo Fuentes (imágenes 267-268)
– Calle Ricardo de la Vega (imágenes 269-270)
– Calle Roma (imágenes 271-276)
– Plaza de Salamanca, hoy plaza del Marqués de Salamanca (imágenes 277-278)
– Calle Salas (imágenes 279-280)
– Calle Salvador Crespo (imágenes 281-284)
– Calle San Lucas (imágenes 285-288)
– Calle Sánchez Pacheco (imágenes 289-292)
– Calle Santa Hortensia (imágenes 293-296)
– Calle Serrano (imágenes 297-383)
– Calle Sil (imágenes 384-385)
– Calle Suero de Quiñones (imágenes 386-389)
– Calle Tajo (imágenes 390-391)
– Calle Talavera (imágenes 392-393)
– Calle Tamayo (imágenes 394-396)
– Calle Tambre (imágenes 397-400)
– Calle Teresa de Escoriaza (imágenes 401-402)
– Calle Tormes (imágenes 403-404)
– Calle Torrijos, hoy Conde de Peñalver (imágenes 405-472)
– Calle Velázquez (imágenes 473-582)
– Calle Vicente Perea (imágenes 583-586)
– Calle Villalar (imágenes 587-600)
– Calle Villanueva (imágenes 601-617)
– Calle Zabaleta (imágenes 618-623)
– Calle Zurbano (imágenes 624-657)
– Calle Zurbarán (imágenes 658-665).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1354, Exp.1


– Calle Alcalá (imágenes 2-77)

Página 355
– Calle Alcalá Galiano (imágenes 78-79)
– Calle Alonso Heredia (imágenes 80-87)
– Calle Alcántara (imágenes 88-105)
– Calle Almagro (imágenes 106-127)
– Calle Almirante (imágenes 128-152)
– Calle del Pasaje Anastasio Aroca (imágenes 153-160)
– Calle Andrés Tamayo (imágenes 161-166)
– Calle Antonio Pérez (imágenes 167-179)
– Calle Argensola (imágenes 180-197)
– Calle Ardemans (imágenes 198-205)
– Calle Ayala (imágenes 206-271)
– Calle Azcona (imágenes 272-275)
– Plaza de Aunós (imágenes 276-277)
– Calle Bárbara de Braganza (imágenes 278-281)
– Calle Blanca de Navarra (imágenes 282-285)
– Calle Bondad, en la Colonia de Carteros (imágenes 286-291)
– Calle Barco (imágenes 292-295)
– Calle Barquillo (imágenes 296-304)
– Calle Béjar (imágenes 305-308)
– Avenida de Carlos Marx, hoy avenida de Alfonso XIII (imágenes 309-310)
– Calle Cartagena (imágenes 311-334)
– Calle Castelar (imágenes 335-339)
– Paseo de la Castellana (imágenes 340-347, 356-367)
– Calle Torrijos, hoy Conde de Peñalver (imágenes 348-351)
– Calle Villalar (imágenes 352-355)
– Calle Castelló (imágenes 368-433)
– Plaza de Colón (imágenes 434-438)
– Calle Columela (imágenes 439-451, 599-602)
– Calle Conde de Aranda (imágenes 452-483)
– Calle Conde de Xiquena (imágenes 484-487)
– Calle Constancia (imágenes 488-495)
– Calle Claudio Coello (imágenes 496-589)
– Calle Cid (imágenes 590-598)
– Calle Doctor Thebussen (imágenes 603-604)
– Calle Diego de León (imágenes 605-634)
– Calle Eraso (imágenes 635-638)
– Calle Eresma (imágenes 639-642)
– Calle Eugenio Salazar (imágenes 643-649)
– Calle Franco (imágenes 650-653)
– Calle Francisco Cea (imágenes 654-657)
– Calle Francisco Navacerrada (imágenes 658-677)
– Calle Francisco Silvela (imágenes 678-693)
– Calle Fortuny (imágenes 694-700)
– Calle Feijóo (imágenes 701-704)
– Calle Fernando el Santo (imágenes 705-708)
– Calle Fernando VI (imágenes 709-712)
– Calle Ferrer del Río (imágenes 713-720)
– Calle Galdo (imágenes 721-724)
– Calle Gallarza (imágenes 725-732)
– Calle Gabriel y Galán (imágenes 733-734)
– Calle Gabriel Lobo (imágenes 735-738).

Página 356
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1354, Exp.2
– Calle García Luna (imágenes 2-10)
– Calle García de Paredes (imágenes 11-14)
– Calle General Castaños (imágenes 15-18)
– Calle General Oraá (imágenes 19-38)
– Calle General Pardiñas (imágenes 39-56)
– Calle General Porlier, hoy General Díaz Porlier (imágenes 57-87)
– Calle General Zabala (imágenes 88-89)
– Calle Génova (imágenes 90-103)
– Calle Gómez Cano (imágenes 104-105)
– Calle Gómez Ortega (imágenes 106-116)
– Calle Gómez de Vaquero (imágenes 117-120
– Calle Goya (imágenes 121-199, 202-209)
– Calle Orcasitas, Colonia de Carteros (imágenes 200-201)
– Calle Gremios (imágenes 210-211)
– Calle Guadiana (imágenes 212-215)
– Calle Guerrero y Mendoza (imágenes 216-219)
– Calle Gil y Baus (imágenes 220-223)
– Glorieta de Campanar (imágenes 224-227)
– Calle Hermosilla (imágenes 228-287)
– Calle Humilladero (imágenes 288-291)
– Plaza de la Independencia (imágenes 292-295)
– Calle Iriarte (imágenes 296-303)
– Calle Jenner (imágenes 304-309)
– Calle Joaquín Costa (imágenes 310-313)
– Calle Jorge Juan (imágenes 314-338)
– Calle Juan Bravo (imágenes 339-360)
– Calle Julián Marín (imágenes 361-362)
– Calle Lagasca (imágenes 363-443)
– Calle López de Hoyos (imágenes 444-477)
– Calle Londres (imágenes 478-479)
– Calle Lope de Rueda (imágenes 480-481)
– Calle Alcalá (imágenes 482-483)
– Calle Lóriga (imágenes 484-485)
– Calle Lista, hoy Ortega y Gasset (imágenes 486-564)
– Calle Maldonado (imágenes 565-574)
– Calle Mantuano (imágenes 575-578)
– Plaza de Manuel Becerra (imágenes 579-582)
– Calle Manuel Hernández (imágenes 583-586)
– Calle Marcenado (imágenes 587-590)
– Calle María de Molina (imágenes 591-603)
– Calle Marqués de la Ensenada (imágenes 604-607)
– Calle Marqués del Duero (imágenes 608-611)
– Calle Marqués de Monasterio (imágenes 612-615)
– Calle Marqués de Santillana (imágenes 616-617)
– Calle Marqués de Valdecilla (imágenes 618-619)
– Calle Marqués de Villamejor (imágenes 620-625)
– Calle Marqués de Villamagna (imágenes 626-629)
– Calle Maestro Ripoll (imágenes 630-631)
– Calle Martínez Izquierdo (imágenes 632-633)

Página 357
– Calle Matilde Díez (imágenes 634-637)
– Calle Meléndez Valdés (imágenes 638-641)
– Calle Méjico (imágenes 642-649)
– Calle Monte Esquinza (imágenes 650-655).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1354, Exp.3


– Calle Monte Esquinza (imágenes 2-13)
– Pasaje de Montesa (imágenes 14-17)
– Calle Miguel de Cervantes (imágenes 18-19)
– Calle Nervión (imágenes 20-23)
– Calle Núñez de Balboa (imágenes 24-63)
– Calle Olózaga (imágenes 64-75)
– Calle Orfila (imágenes 76-84)
– Calle Oria (imágenes 85-86)
– Plaza de Aunós (imágenes 87-88)
– Calle Padilla (imágenes 89-111)
– Calle Las Palmas (imágenes 112-114)
– Calle particular del Acuerdo (imágenes 115-118)
– Pasaje de la Sudamérica (imágenes 119-122)
– Calle Piamonte (imágenes 123-127)
– Calle Pilar de Zaragoza (imágenes 128-137, 186-189)
– Calle Pinar (imágenes 138-141)
– Calle Pisuerga (imágenes 142-145)
– Calle Pradillo (imágenes 146-147)
– Calle Prim (imágenes 148-151)
– Calle Príncipe de Vergara (imágenes 152-185, 190-197)
– Calle Quintiliano (imágenes 198-201)
– Calle Rafael Bonilla (imágenes 202-207)
– Calle Don Ramón de la Cruz (imágenes 208-257)
– Calle Ramón y Cajal (imágenes 258-259)
– Calle Recoletos (imágenes 260-280)
– Paseo de Recoletos (imágenes 281-294)
– Calle Ricardo de la Vega (imágenes 295-306)
– Calle Ruiz de Alda, en la Colonia Cruz del Rayo (imágenes 307-310)
– Calle Salas (imágenes 311-314)
– Plaza de las Salesas (imágenes 315-334)
– Calle San Juan de la Cruz (imágenes 335-336)
– Calle San Rafael (imágenes 337-340)
– Calle Santibáñez (imágenes 341-344)
– Calle Santo Tomé (imágenes 345-352)
– Calle Serrano (imágenes 353-442)
– Calle Siete de Julio (imágenes 443-446)
– Calle Sil (imágenes 447-448, 620-621)
– Calle Talavera (imágenes 449-450)
– Calle Tambre (imágenes 451-452, 622-623)
– Calle Tamayo (imágenes 453-456)
– Calle Tello Meneses, en Prosperidad (imágenes 457-458)
– Calle Teresa de Escoriaza (imágenes 459-460)
– Calle Torrijos, hoy Conde de Peñalver (imágenes 461-495)
– Calle Marqués de Valdecilla (imágenes 496-497)
– Calle Velázquez (imágenes 498-579)

Página 358
– Calle Vicente Perea (imágenes 580-581)
– Calle Villalar (imágenes 582-593)
– Calle Villanueva (imágenes 594-609)
– Calle Vinaroz (imágenes 610-613)
– Calle Oria (imágenes 614-615)
– Calle Francisco Alcántara (imágenes 616-617, 624-625)
– Calle Miño (imágenes 618-619)
– Calle Zabaleta (imágenes 626-629)
– Calle Zurbano (imágenes 630-639)
– Calle Zurbarán (imágenes 640-643)
– Cuesta del Zarzal (imágenes 644-647).

DISTRITO DE CENTRO
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1355, Exp.1
– Calle Abada (imágenes 2-9)
– Calle Aduana (imágenes 10-21)
– Calle Alcalá (imágenes 22-25)
– Calle Andrés Borrego (imágenes 26-33)
– Costanilla de los Ángeles (imágenes 34-37)
– Calle Arenal (imágenes 38-60)
– Calle Ave María (imágenes 61-64)
– Calle Audiencia (imágenes 65-68)
– Calle Ballesta (imágenes 69-92)
– Travesía de la Ballesta, hoy calle Loreto y Chicote (imágenes 93-98)
– Calle Barcelona (imágenes 99-114)
– Calle Barco (imágenes 115-130)
– Calle San Bernardo (imágenes 131-138)
– Calle La Bolsa (imágenes 139-150)
– Calle Bordadores (imágenes 151-175)
– Calle Caballero de Gracia (imágenes 176-212)
– Calle Cádiz (imágenes 213-216)
– Plaza del Callao (imágenes 217-220)
– Plaza de Canalejas (imágenes 221-224)
– Calle Carmen (imágenes 225-247)
– Calle Carolinas (imágenes 248-251)
– Calle Carretas (imágenes 252-267)
– Calle Cava de San Miguel (imágenes 268-271)
– Calle Ciudad Rodrigo (imágenes 272-275)
– Calle Clavel (imágenes 276-279)
– Calle Colegiata (imágenes 280-296)
– Calle Coloreros (imágenes 297-300)
– Plaza del Comandante Las Morenas (imágenes 301-304)
– Calle Concepción Arenal (imágenes 305-316)
– Calle Concepción Jerónima (imágenes 317-368)
– Calle Conchas (imágenes 369-376)
– Avenida Conde de Peñalver, hoy calle Gran Vía (imágenes 377-384)
– Calle Conde de Romanones (imágenes 385-392)
– Plaza de la Constitución o Plaza Mayor (imágenes 393-398)
– Calle Corredera Baja de San Pablo (imágenes 399-422)
– Calle Cruz (imágenes 423-430)

Página 359
– Calle Cruz Verde (imágenes 431-442)
– Calle Cuchilleros (imágenes 443-447)
– Calle Chinchilla (imágenes 448-451)
– Calle Desengaño (imágenes 452-459)
– Calle Doctor Cortezo (imágenes 460-463)
– Calle Duque de Rivas (imágenes 464-467)
– Avenida Eduardo Dato, hoy calle Gran Vía (imágenes 468-475)
– Calle Esparteros (imágenes 476-487)
– Calle Espoz y Mina (imágenes 488-511)
– Calle Felipe III (imágenes 512-519)
– Calle Fuencarral (imágenes 520-539)
– Calle Gerona (imágenes 540-543)
– Calle Gómez de Baquero, hoy calle Reina (imágenes 544-551)
– Plaza de Herradores (imágenes 552-555)
– Calle Hileras (imágenes 556-563)
– Calle Hortaleza (imágenes 564-571)
– Calle Imperial (imágenes 572-589)
– Calle Infantas (imágenes 590-593)
– Calle Jacometrezo (imágenes 594-609)
– Calle Jardines (imágenes 610-635)
– Calle Latoneros (imágenes 636-643).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1355, Exp.2


– Calle León (imágenes 2-5)
– Calle Loreto y Chicote (imágenes 6-16)
– Calle Luna (imágenes 17-44)
– Calle Madera (imágenes 45-56)
– Calle Mariana Pineda (imágenes 57-60)
– Calle Marqués de Leganés (imágenes 61-68)
– Calle Mayor (imágenes 69-105)
– Plaza Mayor (imágenes 106-113)
– Calle Mesonero Romanos (imágenes 114-121)
– Calle Miguel Moya (imágenes 122-125)
– Calle Montera (imágenes 126-171)
– Calle Muñoz Torrero (imágenes 172-179)
– Calle Navas de Tolosa (imágenes 180-183)
– Calle Relatores (imágenes 184-192)
– Calle Doctor Cortezo (imágenes 193-194)
– Calle Rosalía de Castro, hoy calle Infantas (imágenes 195-198)
– Calle La Paz (imágenes 199-214)
– Calle Pez (imágenes 215-230)
– Avenida Pi y Margall, hoy calle Gran Vía (imágenes 231-241)
– Calle Pizarro (imágenes 242-256)
– Calle Pontejos, hoy Marqués Viudo de Pontejos (imágenes 257-260)
– Calle Postas (imágenes 261-270)
– Calle Postigo de San Martín (imágenes 271-286)
– Calle Preciados (imágenes 287-320)
– Plaza del Progreso, hoy de Tirso de Molina (imágenes 321-332)
– Plaza de la Provincia (imágenes 333-336)
– Calle Puebla (imágenes 337-340)
– Plaza de la Puerta del Sol (imágenes 341-346)

Página 360
– Calle Enrique García Álvarez (imágenes 347-348)
– Calle Salud (imágenes 349-383)
– Calle San Bernardo (imágenes 384-395)
– Calle San Felipe Neri (imágenes 396-399)
– Carrera de San Jerónimo (imágenes 400-411)
– Calle San Martín (imágenes 412-417)
– Calle San Onofre (imágenes 418-421)
– Calle San Roque (imágenes 422-434)
– Plaza de Santa Catalina de los Donados (imágenes 435-442)
– Plaza de Santa Cruz (imágenes 443-456)
– Calle Santo Tomás (imágenes 457-460)
– Calle Siete de Julio (imágenes 461-464)
– Calle Silva (imágenes 465-483)
– Calle Tetuán (imágenes 484-499)
– Calle Tintoreros (imágenes 500-503)
– Calle Toledo (imágenes 504-531)
– Calle Tres Cruces y Pasaje del Comercio (imágenes 532-540)
– Calle Tudescos (imágenes 541-556)
– Calle Valverde (imágenes 557-564)
– Calle Veneras (imágenes 565-572)
– Calle Ventura de la Vega (imágenes 573-576)
– Calle Victoria (imágenes 577-590)
– Calle Zaragoza (imágenes 591-594).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1355, Exp.3


– Calle Abada (imágenes 2-21)
– Calle Aduana (imágenes 22-25)
– Calle Andrés Mellado (imágenes 26-31)
– Calle Arenal (imágenes 32-49)
– Calle Atocha (imágenes 50-73)
– Calle Ballesta (imágenes 74-85)
– Calle Barco (imágenes 86-101)
– Calle Barcelona (imágenes 102-105)
– Calle La Bolsa (imágenes 106-113)
– Calle Bordadores (imágenes 114-117)
– Calle Bravo Murillo (imágenes 118-121)
– Calle Carmen (imágenes 122-136)
– Plaza del Carmen (imágenes 137-140)
– Calle Carretas (imágenes 141-148)
– Calle Caballero de Gracia (imágenes 149-152)
– Calle Cádiz (imágenes 153-156)
– Calle Cava de San Miguel (imágenes 157-164)
– Plaza de Celenque (imágenes 165-168)
– Calle Concepción Jerónima (imágenes 169-172)
– Avenida Conde de Peñalver, hoy calle Gran Vía (imágenes 173-176)
– Calle Conde de Romanones (imágenes 177-191)
– Calle Concepción Arenal (imágenes 192-195)
– Costanilla de los Ángeles (imágenes 196-200)
– Calle Constantino Rodríguez, hoy Libreros (imágenes 201-203)
– Calle Corredera Baja de San Pablo (imágenes 204-207)
– Calle Correo (imágenes 208-211)

Página 361
– Calle Chinchilla (imágenes 212-221)
– Calle Cruz (imágenes 222-230)
– Calle Desengaño (imágenes 231-238)
– Calle Duque de Rivas (imágenes 239-249)
– Calle Doctor Cortezo (imágenes 250-253)
– Calle Esparteros (imágenes 254-265)
– Calle Espoz y Mina (imágenes 266-273)
– Avenida Eduardo Dato, hoy calle Gran Vía (imágenes 274-277)
– Calle Flora (imágenes 278-281)
– Calle Fuencarral (imágenes 282-287)
– Calle Jardines (imágenes 288-295)
– Calle Jacometrezo (imágenes 296-299)
– Calle Luna (imágenes 300-310)
– Calle Madera (imágenes 311-319)
– Calle Mayor (imágenes 320-346)
– Calle Pez (imágenes 347-351)
– Calle Mariana Pineda (imágenes 352-355)
– Calle Mesonero Romanos (imágenes 356-371)
– Calle Montera (imágenes 372-397)
– Calle Navas de Tolosa (imágenes 398-401)
– Calle La Paz (imágenes 402-414)
– Calle Peligros (imágenes 415-418)
– Calle Preciados (imágenes 419-446)
– Plaza del Progreso, hoy de Tirso de Molina (imágenes 447-454)
– Calle Pontejos, hoy Marqués Viudo de Pontejos (imágenes 455-458)
– Calle Pozo (imágenes 459-462)
– Avenida Pi y Margall, hoy calle Gran Vía (imágenes 463-470)
– Calle Puebla (imágenes 471-474)
– Plaza de la Puerta del Sol (imágenes 475-484)
– Calle Postas (imágenes 485-488)
– Calle Relatores (imágenes 489-496)
– Calle Rosalía de Castro, hoy calle Infantas (imágenes 497-596)
– Calle Salud (imágenes 597-517)
– Calle Salvador (imágenes 518-526)
– Plaza de San Martín (imágenes 527-531)
– Calle Silva (imágenes 532-539, 560-571)
– Calle San Bernardo (imágenes 540-547)
– Calle San Felipe Neri (imágenes 548-551)
– Calle San Cristóbal (imágenes 552-555)
– Carrera de San Jerónimo (imágenes 556-559)
– Calle San Vicente Alta (imágenes 572-575)
– Calle San Roque (imágenes 576-582)
– Calle Tetuán (imágenes 583-586)
– Calle Toledo (imágenes 587-607)
– Travesía de Trujillos (imágenes 608-611)
– Calle Trujillos (612-615)
– Calle Tudescos (imágenes 616-619)
– Calle Valverde (imágenes 620-623, 649-656)
– Calle Victoria (imágenes 624-648).

DISTRITO DE CHAMBERÍ

Página 362
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1357, Exp.1
– Calle José Abascal (imágenes 2-41)
– Calle Alburquerque (imágenes 42-53)
– Calle Alenza (imágenes 54-60)
– Calle Almagro (imágenes 61-77)
– Calle Alonso Cano (imágenes 78-149)
– Plaza de Alonso Martínez (imágenes 150-157)
– Calle General Álvarez de Castro (imágenes 158-165)
– Calle Arango, hoy calle Juan de Austria (imágenes 166-173)
– Calle Ávila (imágenes 174-181)
– Glorieta de Bilbao (imágenes 182-195)
– Calle Bravo Murillo (imágenes 196-234)
– Calle Bretón de los Herreros (imágenes 235-279)
– Calle Caracas (imágenes 280-294)
– Calle Carbonero y Sol (imágenes 295-296)
– Calle Cardenal Cisneros (imágenes 297-382, 452-455)
– Calle Carranza (imágenes 383-406, 411-422, 442-451, 456-459)
– Calle Castillo (imágenes 407-410, 423-429)
– Plaza de Chamberí (imágenes 430-433)
– Calle Cicerón (imágenes 434-437)
– Calle Cisne, hoy paseo de Eduardo Dato (imágenes 438-441)
– Calle La Coruña (imágenes 460-463)
– Calle Covarrubias (imágenes 464-494)
– Calle Cristóbal Bordiú (imágenes 495-513)
– Glorieta de Cuatro Caminos o Catorce de Abril, esta última entre 1931 y 1941 (imágenes 514-518)
– Calle Divino Pastor (imágenes 519-549)
– Calle Don Quijote (imágenes 550-553)
– Plaza del Dos de Mayo (imágenes 554-570)
– Calle Dulcinea (imágenes 571-574)
– Calle Eguilaz (imágenes 575-578)
– Calle Eloy Gonzalo (imágenes 579-618, 623-643)
– Calle Santísima Trinidad (imágenes 619-622)
– Calle Españoleto (imágenes 644-675)
– Calle Espronceda (imágenes 676-690)
– Calle Feijóo (imágenes 691-700)
– Calle Fernando el Católico (imágenes 701-702)
– Calle Fernández de la Hoz (imágenes 703-728).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1357, Exp.2


– Calle Fernández de la Hoz (imágenes 2-5)
– Calle Francisco de Rojas (imágenes 6-14)
– Calle Francisco Silvela (imágenes 15-16)
– Calle Fuencarral (imágenes 17-93)
– Calle Galería de Robles (imágenes 94-102)
– Calle García de Paredes (imágenes 103-136)
– Calle Garcilaso (imágenes 137-145)
– Calle General Álvarez de Castro (imágenes 146-184)
– Calle General Arrando (imágenes 185-201)

Página 363
– Calle Gonzalo de Córdoba (imágenes 202-217)
– Calle Guipúzcoa (imágenes 218-231)
– Calle Hartzenbusch (imágenes 232-251)
– Calle Hernani (imágenes 252-281)
– Calle Huesca (imágenes 282-283)
– Glorieta de la Iglesia, hoy glorieta Pintor Sorolla (imágenes 284-288)
– Calle Istúriz (imágenes 289-292)
– Calle Jaén (imágenes 293-308)
– Calle Jerónimo de la Quintana (imágenes 309-316)
– Calle Jordán (imágenes 317-331)
– Calle José Marañón (imágenes 332-337)
– Calle Juan de Austria (imágenes 338-357)
– Calle Julián Marín, hoy avda. de los Toreros (imágenes 358-362)
– Calle Juan de Olías (imágenes 363-364)
– Calle Lérida (imágenes 365-374)
– Calle Luchana (imágenes 375-425)
– Calle Malasaña, hoy calle Manuela Malasaña (imágenes 426-469a)
– Calle Manuel Cortina (imágenes 469b-488)
– Calle Manuel Silvela (imágenes 489-500)
– Calle María de Guzmán (imágenes 501-542)
– Calle María Panés (imágenes 543-550)
– Calle Marqués de Leis (imágenes 551-554)
– Calle Maudes (imágenes 555-562)
– Camino de Maudes (imágenes 563-564)
– Calle Medellín (imágenes 565-572)
– Calle Mercedes (imágenes 573-574)
– Calle Miguel Ángel (imágenes 575-580)
– Calle Modesto Lafuente (imágenes 581-601)
– Calle Monteleón (imágenes 602-649)
– Calle Morejón (imágenes 650-653)
– Calle Murillo (imágenes 654-657).
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1357, Exp.3
– Calle Nicasio Gallego (imágenes 2-8)
– Plaza de Olavide (imágenes 9-13)
– Calle Olid (imágenes 14-25)
– Calle Orense (imágenes 26-37)
– Calle Oviedo (imágenes 38-41)
– Calle Palafox (imágenes 42-62)
– Calle Palencia (imágenes 63-88)
– Calle Ponce de León (imágenes 89-102)
– Calle Ponzano (imágenes 103-173)
– Calle Quesada (imágenes 174-184)
– Calle Rafael Calvo (imágenes 185-188)
– Calle Raimundo Fernández Villaverde (imágenes 189-216)
– Calle Raimundo Lulio (imágenes 217-236)
– Avenida de la Reina Victoria (imágenes 237-238)
– Calle Ríos Rosas (imágenes 239-286)
– Calle Ruiz (imágenes 287-310)
– Calle Sagasta (imágenes 311-313)
– Calle Martín de los Heros (imágenes 314-315)
– Calle Sagunto (imágenes 316-336)
– Calle Salamanca (imágenes 337-338)
– Calle San Andrés (imágenes 339-361)

Página 364
– Calle San Bernardo (imágenes 362-373)
– Glorieta de San Bernardo, hoy glorieta de Ruiz Jiménez (imágenes 374-389)
– Calle San Enrique (imágenes 390-391)
– Calle San Guzmán (imágenes 392-396)
– Calle San Luis (imágenes 397-400)
– Calle Sandoval (imágenes 401-429)
– Calle Santa Engracia (imágenes 430-592)
– Calle Santa Feliciana (imágenes 593-620)
– Calle Santísima Trinidad (imágenes 621-632)
– Calle Trafalgar (imágenes 633-681, 686-701)
– Calle Teruel (imágenes 682-685, 702-709)
– Calle Tiziano (imágenes 710-713)
– Calle Vargas (imágenes 714-726)
– Calle Velarde (imágenes 727-762)
– Calle Viriato (imágenes 763-813)
– Calle Zurbano (imágenes 814-871).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1357, Exp.4


– Calle José Abascal (imágenes 2-11)
– Calle Alonso Cano (imágenes 12-31)
– Calle Alburquerque (imágenes 32-41)
– Calle Almagro (imágenes 42-45)
– Calle Almansa (imágenes 46-47)
– Calle Arango, hoy calle Juan de Austria (imágenes 48-54)
– Calle Artistas (imágenes 55-58)
– Calle Ávila (imágenes 59-62)
– Calle Bravo Murillo (imágenes 63-83)
– Calle Bretón de los Herreros (imágenes 84-105)
– Calle Caracas (imágenes 106-110)
– Calle Cardenal Cisneros (imágenes 111-122)
– Calle Carranza (imágenes 123-130)
– Calle Prolongación de la Castellana, hoy paseo de la Castellana (imágenes 131-132)
– Calle Covarrubias (imágenes 133-145)
– Calle Cisne, hoy paseo de Eduardo Dato (imágenes 146-149)
– Calle Cristóbal Bordiú (imágenes 150-161)
– Calle Daoíz (imágenes 162-165, la última declaración prácticamente ilegible)
– Calle Dolores Romero, del Distrito del Congreso (imágenes 166-167)
– Plaza del Dos de Mayo (imágenes 168-175)
– Calle Divino Pastor (imágenes 176-201)
– Calle Españoleto (imágenes 202-222)
– Calle Eguilaz (imágenes 223-226)
– Calle Espronceda (imágenes 227-230)
– Calle Feijóo (imágenes 231-234)
– Calle Fernández de la Hoz (imágenes 235-257)
– Calle Francisco Giner (imágenes 258-261)
– Calle Francisco de Rojas (imágenes 262-265)
– Calle Fuencarral (imágenes 266-307)
– Calle García de Paredes (imágenes 308-321)
– Calle General Álvarez de Castro (imágenes 322-342)
– Glorieta del General Álvarez de Castro (imágenes 343-346)
– Calle General Arrando (imágenes 347-371)

Página 365
– Calle General Martínez Campos, hoy paseo del General Martínez Campos (imágenes 372-379)
– Calle Gonzalo de Córdoba (imágenes 380-383)
– Calle Huesca (imágenes 384-385)
– Calle Gaztambide (imágenes 386-387)
– Calle Jordán (imágenes 388-389)
– Calle Javier Bueno, hoy calle Divino Pastor (imágenes 390-393)
– Calle Jenner (imágenes 394-395)
– Calle Jerónimo de la Quintana (imágenes 396-399)
– Calle Luchana (imágenes 400-405)
– Calle Málaga (imágenes 406-413)
– Calle Malasaña, hoy calle Manuela Malasaña (imágenes 414-428)
– Calle Manuel González Longoria (imágenes 429-430)
– Calle Manuel Silvela (imágenes 431-442)
– Calle María de Guzmán (imágenes 443-457)
– Calle Miguel Ángel (imágenes 458-461)
– Calle Maudes (imágenes 462-467)
– Calle Modesto Lafuente (imágenes 468-483)
– Calle Monteleón (imágenes 484-500)
– Calle Morejón (imágenes 501-504)
– Calle Murillo (imágenes 505-509)
– Calle Nicasio Gallego (imágenes 510-520)
– Calle Nueva de Guinot (imágenes 521-522)
– Plaza de Olavide (imágenes 523-528)
– Calle Orense (imágenes 529-532)
– Calle Palencia (imágenes 533-541)
– Calle Palma (imágenes 542-550)
– Calle Palafox (imágenes 551-554)
– Calle Ponce de León (imágenes 555-558)
– Calle Ponzano (imágenes 559-573)
– Calle Rafael Calvo (imágenes 574-577)
– Calle Raimundo Fernández Villaverde (imágenes 578-593)
– Calle Raimundo Lulio (imágenes 594-597)
– Avenida de la Reina Victoria (imágenes 598-599)
– Calle Ríos Rosas (imágenes 600-623)
– Calle Ruiz (imágenes 624-639)
– Glorieta de Rubén Darío (imágenes 640-643)
– Calle Sagasta (imágenes 644-654)
– Calle Sagunto (imágenes 655-658)
– Calle Salamanca (imágenes 659-662)
– Calle San Andrés (imágenes 663-668)
– Calle San Bernardo (imágenes 669-684)
– Calle Sandoval (imágenes 685-702)
– Calle Santísima Trinidad (imágenes 703-725)
– Calle Santa Engracia (imágenes 726-817)
– Calle Trafalgar (imágenes 818-836)
– Calle Velarde (imágenes 837-840)
– Calle Viriato (imágenes 841-872)
– Calle Virtudes (imágenes 873-880)
– Calle Zurbano (imágenes 881-894)
– Calle Zurbano y calle Málaga (895-899)
– Calle Zurbarán (imágenes 900-903).

Página 366
DISTRITO DE CONGRESO
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1355, Exp.4
– Calle Abtao (imágenes 2-17)
– Calle Academia (imágenes 18-20)
– Calle Aguirre (imágenes 21-24)
– Calle Aizgorri (imágenes 25-28)
– Calle Alameda (imágenes 29-40)
– Calle Alarcón (imágenes 41-48)
– Calle Alberto Bosch (imágenes 49-57)
– Calle Alcalá (imágenes 58-113)
– Calle Alcalde Sáinz de Baranda (imágenes 114-141)
– Calle Alfonso XI (imágenes 142-145)
– Calle Alfonso XII (imágenes 146-167)
– Calle Álvarez Gato (imágenes 168-171)
– Calle Amor de Dios (imágenes 172-175)
– Calle Andalucía (imágenes 176-179)
– Calle Andrés Torrejón (imágenes 180-185)
– Plaza del Ángel (imágenes 186-201)
– Calle Antonio Acuña (imágenes 202-209)
– Calle Antonio Maura (imágenes 210-221)
– Calle Antonio Toledano (imágenes 222-230)
– Carretera de Aragón, hoy calle Alcalá (imágenes 231-234)
– Calle Arias Montano (imágenes 235-236)
– Calle Atocha (imágenes 237-368)
– Glorieta de Atocha, hoy Plaza del Emperador Carlos V (imágenes 369-372)
– Paseo de Atocha, hoy de la Infanta Isabel (imágenes 373-407)
– Calle Ayala (imágenes 408-419)
– Calle Bocángel (imágenes 420-427)
– Calle Cavanilles (imágenes 428-435, 460-465)
– Calle Cañizares (imágenes 436-451)
– Calle Casado del Alisal (imágenes 452-459)
– Calle Cervantes (imágenes 466-503)
– Calle Concepción Bahamonde (imágenes 504-507)
– Calle Condes de Torreanaz (imágenes 508-509)
– Calle Coronel Blanco (imágenes 510-510a)
– Plaza de las Cortes (imágenes 510b-527)
– Calle Cruz (imágenes 528-548)
– Costanilla de los Desamparados (imágenes 549-555)
– Calle Dolores Romero (imágenes 556-557)
– Calle Doctor Castelo (imágenes 558-571)
– Calle Doctor Esquerdo (imágenes 572-591)
– Calle Doctor Mata (imágenes 592-595)
– Calle Doctor Velasco (imágenes 596-603)
– Calle Drumen, hoy calle Doctor Drumen (imágenes 604-607)
– Calle Duque de Fernán Núñez (imágenes 608-615)
– Calle Duque de Sexto (imágenes 616-629)
– Calle Echegaray (imágenes 630-645)
– Calle Eduardo Aunós (imágenes 646-651)
– Calle Espalter (imágenes 652-663)

Página 367
– Calle Espoz y Mina (imágenes 664-669)
– Calle Carretera del Este, hoy avenida de Daroca (imágenes 670-673).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1356, Exp.1


– Calle Lanuza (imágenes 2-5)
– Calle León (imágenes 6-45)
– Calle Lombía (imágenes 46-49)
– Calle Lope de Rueda (imágenes 50-81)
– Calle Lope de Vega (imágenes 82-122)
– Calle Luis Mitjans (imágenes 132-136)
– Calle Luis Vélez de Guevara (imágenes 137-162)
– Calle Los Madrazo (imágenes 163-170)
– Calle Magdalena (imágenes 171-198)
– Calle Maiquez (imágenes 199-202)
– Calle Manuel Fernández y González (imágenes 203-211)
– Calle Marqués de Cubas (imágenes 212-229)
– Calle Marqués de Mondéjar (imágenes 230-233)
– Calle Marqués de Toca (imágenes 234-241)
– Paseo del Marqués de Zafra (imágenes 242-249)
– Calle Martínez Corrochano (imágenes 250-255)
– Plaza de Matute (imágenes 256-263)
– Avenida Menéndez Pelayo (imágenes 264-312)
– Calle Menorca (imágenes 313-322)
– Pasaje Moderno (imágenes 323-326)
– Calle Montalbán (imágenes 327-342)
– Calle Moratín (imágenes 343-401)
– Calle Moreto (imágenes 402-405, 408-417)
– Calle Narciso Serra (imágenes 406-407, 418-419)
– Calle Narváez (imágenes 420-473)
– Calle Nicolás María Rivero, hoy calle Cedaceros (imágenes 474-487)
– Calle Nueva del Este, hoy calle Rufino Blanco (imágenes 488-491)
– Calle Núñez de Arce (imágenes 492-505)
– Calle O’Donnell (imágenes 506-514)
– Calle Pacífico, hoy avenida de la Ciudad de Barcelona (imágenes 515-577)
– Calle Pedro Heredia (imágenes 578-583)
– Calle Carretera del Este, hoy avenida de Daroca (imágenes 584-588)
– Calle Felipe IV (imágenes 589-598)
– Calle Fernanflor (imágenes 599-607)
– Calle Fernán González (imágenes 608-631)
– Calle Francisco Ferrer (imágenes 632-635)
– Calle Francisco Lastres (imágenes 636-637)
– Calle Fúcar (imágenes 638-653)
– Travesía del Fúcar, hoy calle Almadén (imágenes 654-665)
– Calle Fuente del Berro (imágenes 666-673)
– Calle Gobernador (imágenes 674-688)
– Calle Goya (imágenes 689-708)
– Calle Granada (imágenes 709-716)
– Calle Gutenberg (imágenes 717-723).

Página 368
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1356, Exp.2
– Calle Hermosilla (imágenes 2-37)
– Calle Huertas (imágenes 38-104, 107-132, 618-619)
– Calle Santa María (imágenes 105-106)
– Calle Ibiza (imágenes 133-148)
– Calle San Ildefonso (imágenes 149-150, 153-154, 429-432)
– Calle Roque Barcia (imágenes 151-152, 155-156, 381-393)
– Calle Infante (imágenes 157-168)
– Calle Iturbe (imágenes 169-172)
– Plaza de Jesús (imágenes 173-178)
– Calle Jesús (imágenes 179-186)
– Calle Jorge Juan (imágenes 187-210)
– Calle José Nakens (imágenes 211-212)
– Calle Nueva del Este, hoy calle Rufino Blanco (imágenes 213-214)
– Calle Jovellanos (imágenes 215-218)
– Calle Juan de Mena (imágenes 219-234)
– Calle Juan de Urbieta (imágenes 235-242)
– Avenida de la Plaza de Toros, hoy avenida de Felipe II (imágenes 243-250)
– Calle Porvenir (imágenes 251-254)
– Calle Prado (imágenes 255-299)
– Paseo del Prado (imágenes 300-327)
– Calle Príncipe (imágenes 328-355)
– Calle Rafael Juan y Seva (imágenes 356-359)
– Calle Reforma Agraria, hoy calle Alfonso XII (imágenes 360-363)
– Calle Relatores (imágenes 364-367)
– Calle Roberto Castrovido (imágenes 368-380)
– Calle Alcalde Sáinz de Baranda (imágenes 394-397)
– Calle San Agustín (imágenes 398-410)
– Calle San Eugenio (imágenes 411-428)
– Carrera de San Jerónimo (imágenes 433-452)
– Calle San José (imágenes 453-456)
– Calle San Pedro (imágenes 457-490)
– Calle San Sebastián (imágenes 491-494)
– Calle Sánchez Barcaiztegui (imágenes 495-504)
– Calle Sánchez Bustillo (imágenes 505-512)
– Plaza de Santa Ana (imágenes 513-541)
– Calle Santa Catalina (imágenes 542-561)
– Calle Santa Feliciana (imágenes 562-563)
– Calle Santa Isabel (imágenes 564-591)
– Calle Santa María (imágenes 592-617, 620-627)
– Calle Santa Polonia (imágenes 628-625)
– Calle Tomás López (imágenes 626-639)
– Calle Toribio Fernández Morales (imágenes 640-641)
– Calle Valderribas (imágenes 642-661)
– Calle Valenzuela (imágenes 662-669)
– Calle Ventura de la Vega (imágenes 670-689)
– Calle Verónica (imágenes 690-702)
– Calle Zorrilla (imágenes 703-730).

Página 369
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1356, Exp.3
– Calle Abtao (imágenes 2-5)
– Calle Alberto Bosch (imágenes 6-13)
– Calle Alameda (imágenes 14-17)
– Calle Alarcón (imágenes 18-23)
– Calle Alejandro González (imágenes 24-30)
– Calle Alcalá (imágenes 31-79)
– Calle Alcalde Sáinz de Baranda (imágenes 80-85)
– Calle Alfonso XI (imágenes 86-89)
– Calle Alfonso XII (imágenes 90-118)
– Calle Andalucía (imágenes 119-122)
– Plaza del Ángel (imágenes 123-130)
– Calle Ángel Ganivet (imágenes 131-132)
– Calle Antonio Acuña (imágenes 133-141)
– Calle Antonio Maura (imágenes 142-145)
– Paseo de Atocha, hoy de la Infanta Isabel (imágenes 146-149, 224-231)
– Calle Atocha (imágenes 150-223)
– Avenida de la Plaza de Toros, hoy avenida de Felipe II (imágenes 232-244)
– Calle Ayala (imágenes 245-264)
– Calle Huerta del Cordero (imágenes 265-270)
– Calle Condes de Torreanaz (imágenes 271-272)
– Calle Cañizares (imágenes 273-276)
– Calle Caridad (imágenes 277-279)
– Carrera de San Jerónimo (imágenes 280-299)
– Calle Cervantes (imágenes 300-328)
– Plaza de las Cortes (imágenes 329-338)
– Calle Cruz (imágenes 339-346)
– Costanilla de los Desamparados (imágenes 347-250)
– Calle Doce de Octubre (imágenes 251-354)
– Calle Dolores Romero (imágenes 355-356)
– Calle Doctor Castelo (imágenes 357-369)
– Calle Doctor Esquerdo (imágenes 370-385)
– Calle Duque de Sexto (imágenes 386-389)
– Calle Goya (imágenes 390-418)
– Calle Echegaray (imágenes 419-434)
– Calle Espalter (imágenes 435-438, 444-452)
– Calle Elvira (imágenes 439-443)
– Calle Felipe IV (imágenes 453-456)
– Calle Fúcar (imágenes 457-474)
– Travesía del Fúcar, hoy calle Almadén (imágenes 475-477)
– Calle Fuenterrabía (imágenes 478-481)
– Calle Fuente del Berro (imágenes 482-493)
– Calle Francisco Ortega (imágenes 494-498)
– Avenida de Francisco Ferrer, hoy avenida de Felipe II (imágenes 499-502)
– Calle Francisco Lastres (imágenes 503-508)
– Calle Gobernador (imágenes 509-516)
– Calle Gutenberg (imágenes 517-518, 521-524)
– Calle León (imágenes 519-520, 677-690)
– Calle Granada (imágenes 525-532)
– Calle Hermosilla (imágenes 533-549)

Página 370
– Calle Huertas (imágenes 550-591)
– Calle Ibiza (imágenes 592-605)
– Calle Infante (imágenes 606-609)
– Plaza de la Independencia (imágenes 610-613)
– Calle Jesús (imágenes 614-617)
– Calle José Nakens (imágenes 618-621)
– Calle Jorge Juan (imágenes 622-633)
– Calle Jovellanos (imágenes 634-637)
– Calle Juan de Mena (imágenes 638-645)
– Calle Juan de Urbieta (imágenes 646-657)
– Calle Julián Gayarre (imágenes 658-674)
– Plaza de la Lealtad (imágenes 675-676).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1356, Exp.4


– Calle Luis Vélez de Guevara (imágenes 2-9)
– Calle Lope de Rueda (imágenes 10-44)
– Calle Lope de Vega (imágenes 45-66)
– Calle Lombía (imágenes 67-74)
– Calle Los Madrazo (imágenes 75-102)
– Calle Magdalena (imágenes 103-110)
– Calle Maiquez (imágenes 111-114)
– Plaza de Manuel Becerra (imágenes 115-118)
– Calle Manuel Fernández y González (imágenes 119-122)
– Calle Marqués de Cubas (imágenes 123-131)
– Calle Marqués de Leis (imágenes 132-135)
– Paseo del Marqués de Zafra (imágenes 135-139)
– Calle Marqués de Toca (imágenes 140-151)
– Avenida Menéndez Pelayo (imágenes 152-195)
– Calle Menorca (imágenes 196-204)
– Calle Montalbán (imágenes 205-216)
– Calle Moratín (imágenes 217-229)
– Calle Moreto (imágenes 230-231)
– Calle Narciso Serra (imágenes 232-235)
– Calle Narváez (imágenes 236-251)
– Calle Nicolás María Rivero, hoy calle Cedaceros (imágenes 252-259)
– Calle Nueva del Este, hoy calle Rufino Blanco (imágenes 260-263)
– Calle O’Donnell (imágenes 264-280)
– Calle Pacífico, hoy avenida de la Ciudad de Barcelona (imágenes 281-292)
– Pasaje Moderno (imágenes 293-296)
– Plaza de Jesús (imágenes 297-301)
– Plaza de Matute (imágenes 302-313)
– Calle Pedro Heredia (imágenes 314-317)
– Calle Prado (imágenes 318-339)
– Paseo del Prado (imágenes 340-347)
– Calle Príncipe (imágenes 348-370)
– Paseo de Ramón y Cajal, hoy avenida de Ramón y Cajal (imágenes 371-387)
– Calle Relatores (imágenes 388-393)
– Calle Roberto Castrovido (imágenes 394-403)
– Calle Roque Barcia (imágenes 404-411)
– Plaza de Santa Ana (imágenes 412-415)
– Calle San Inés (imágenes 416-419)

Página 371
– Calle Santa Isabel (imágenes 420-445)
– Calle Santa María (imágenes 446-449)
– Calle San Agustín (imágenes 450-457)
– Calle Santa Polonia (imágenes 458-469)
– Calle San Pedro (imágenes 470-473)
– Calle Sánchez Barcaiztegui (imágenes 474-489)
– Calle Segundo Izpizua (imágenes 490-495)
– Calle Valenzuela (imágenes 496-503)
– Calle Valderribas (imágenes 504-507)
– Calle Ventura de la Vega (imágenes 508-523)
– Calle Verónica (imágenes 524-527)
– Calle Zorrilla (imágenes 528-539).

DISTRITO DE HOSPICIO
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1358, Exp.1
– Calle Alcalá (imágenes 2-13)
– Calle Antonio Flores (imágenes 14-17)
– Calle Apodaca (imágenes 18-48)
– Calle Argensola (imágenes 49-68)
– Calle Augusto Figueroa (imágenes 69-96)
– Calle Barbieri (imágenes 97-130)
– Calle Barceló (imágenes 131-143)
– Calle Barco (imágenes 144-145, 148-177)
– Calle Puebla (imágenes 146-147)
– Calle Barquillo (imágenes 178-214)
– Calle Belén (imágenes 215-242)
– Plaza de Bilbao, hoy plaza de Vázquez de Mella (imágenes 243-255)
– Calle Caballero de Gracia (imágenes 256-263)
– Calle Campoamor (imágenes 264-277)
– Costanilla de los Capuchinos (imágenes 278-285)
– Calle Colmenares (imágenes 286-294)
– Calle Colón (imágenes 295-314)
– Avenida Conde de Peñalver, hoy calle Gran Vía (imágenes 315-344)
– Calle Corredera Alta de San Pablo (imágenes 345-360)
– Calle Corredera Baja de San Pablo (imágenes 361-392)
– Calle Divino Pastor (imágenes 393-396)
– Calle Churruca (imágenes 397-413)
– Calle Emilio Menéndez Pallarés (imágenes 414-425)
– Calle Espíritu Santo (imágenes 426-461)
– Calle Escorial (imágenes 462-469)
– Calle Farmacia (imágenes 470-485, 545-551)
– Calle Fernando VI (imágenes 486-505)
– Calle Florida, posiblemente hoy travesía de la Florida (imágenes 506-517)
– Calle Fuencarral (imágenes 518-541, 552-591)
– Plaza de García Hernández, hoy plaza del Rey, (imágenes 592-599)
– Calle Gómez de Baquero o calle Reina, esta última es su denominación actual (imágenes 600-615)
– Calle Góngora, hoy calle Luis de Góngora (imágenes 616-619)
– Calle Gravina (imágenes 620-651)
– Calle Hermanos Álvarez Quintero (imágenes 652-655)
– Calle Hernán Cortés (imágenes 656-683)

Página 372
– Plaza de Herradores (imágenes 684-687)
– Calle Hortaleza (imágenes 688-780)
– Calle Infantas, también aparece como calle Rosalía de Castro (imágenes 781-801)
– Calle Jesús del Valle (imágenes 802-823).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1358, Exp.2


– Calle Jesús del Valle (imágenes 2-5)
– Calle Justiniano (imágenes 6-19)
– Calle Larra (imágenes 20-23)
– Calle Libertad (imágenes 24-68)
– Calle Madera (imágenes 69-123)
– Calle Marqués de Santa Ana (imágenes 124-139)
– Calle Molino de Viento (imágenes 140-169)
– Calle Orellana (imágenes 170-183)
– Calle Palma (imágenes 184-220)
– Calle Pelayo (imágenes 221-300)
– Calle Peligros, hoy calle Virgen de los Peligros (imágenes 301-304)
– Calle Pérez Galdós (imágenes 305-324)
– Calle Pez (imágenes 325-337)
– Calle Piamonte (imágenes 338-347)
– Calle Primavera (imágenes 348-351)
– Calle Puebla (imágenes 352-371)
– Calle Regueros (imágenes 372-391)
– Calle Reina (imágenes 392-395)
– Plaza del Rey (imágenes 396-397)
– Calle Federico Balart, desapareció con la Gran Vía (imágenes 398-399)
– Calle Rosalía de Castro, hoy calle Infantas (imágenes 400-405)
– Calle Infantas (imágenes 406-407)
– Plaza de Ruiz Zorrilla (imágenes 408-430)
– Calle Sagasta (imágenes 431-455)
– Calle San Bartolomé (imágenes 456-495)
– Plaza de San Gregorio, hoy plaza de Chueca (imágenes 496-503)
– Calle San Gregorio (imágenes 504-526)
– Calle San Ildefonso (imágenes 527-530)
– Calle San Joaquín (imágenes 531-542)
– Calle San Lorenzo (imágenes 543-566)
– Calle San Lucas (imágenes 567-574)
– Calle San Marcos (imágenes 575-606)
– Travesía de San Mateo (imágenes 607-610, 638-645)
– Calle San Mateo (imágenes 611-637)
– Calle San Opropio, hoy calle Serrano Anguita (imágenes 646-657)
– Calle San Roque (imágenes 658-660)
– Calle San Vicente (imágenes 661-696)
– Calle Santa Águeda (imágenes 697-698)
– Calle Santa Bárbara (imágenes 701-704)
– Plaza de Santa Bárbara (imágenes 705-724)
– Calle Santa Brígida (imágenes 725-750)
– Calle Santa Teresa (imágenes 751-756)
– Calle Válgame Dios (imágenes 757-765)
– Calle Valverde (imágenes 766-824)
– Calle Velarde (imágenes 825-828).

Página 373
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1358, Exp.3
– Calle Apodaca (imágenes 2-9)
– Calle Argensola (imágenes 10-13)
– Calle Augusto Figueroa (imágenes 14-36)
– Calle Ballesta (imágenes 37-40)
– Calle Barco (imágenes 41-55)
– Calle Barbieri (imágenes 56-67)
– Calle Barceló (imágenes 68-71)
– Calle Barquillo (imágenes 72-90)
– Calle Belén (imágenes 91-98)
– Calle Beneficencia (imágenes 99-102)
– Calle Colón (imágenes 103-106)
– Calle Colmenares (imágenes 107-110, 117-120)
– Calle Campoamor (imágenes 111-116, 121-126)
– Avenida Conde de Peñalver, hoy calle Gran Vía (imágenes 127-130)
– Calle Corredera Baja de San Pablo (imágenes 131-138)
– Calle Churruca (imágenes 139-150)
– Calle Emilio Menéndez Pallarés (imágenes 151-158)
– Calle Escorial (imágenes 159-162)
– Calle Farmacia (imágenes 163-170)
– Calle Fernando VI (imágenes 171-178)
– Calle Florida, posiblemente actual travesía de la Florida (imágenes 179-182)
– Calle Fuencarral (imágenes 183-246)
– Calle Gómez de Baquero, hoy calle Reina (imágenes 247-252)
– Calle Génova (imágenes 253-263)
– Calle Gravina (imágenes 264-271)
– Calle Hortaleza (imágenes 272-342)
– Calle Hernán Cortés (imágenes 343-359)
– Calle Infantas (imágenes 360-362)
– Plaza de San Ildefonso (imágenes 363-366)
– Calle Jesús del Valle (imágenes 367-386)
– Calle Justiniano (imágenes 387-390)
– Calle Larra (imágenes 391-400)
– Calle Libertad (imágenes 401-413)
– Calle Madera (imágenes 414-421)
– Calle Marqués de Santa Ana (imágenes 422-429)
– Calle Molino de Viento (imágenes 430-445)
– Calle Orellana (imágenes 446-464)
– Calle Palma (imágenes 465-468)
– Calle Pelayo (imágenes 469-497)
– Calle Peligros, hoy calle Virgen de los Peligros (imágenes 498-501)
– Calle Pérez Galdós (imágenes 502-513)
– Calle Pez (imágenes 514-517)
– Calle Reina (imágenes 518-519)
– Calle Rosalía de Castro, hoy calle Infantas (imágenes 520-525)
– Calle Sagasta (imágenes 526-545)
– Calle Santa Bárbara (imágenes 546-549, 554-557)
– Plaza de Santa Bárbara (imágenes 550-553)
– Calle San Bartolomé (imágenes 548-561)
– Calle Santa Brígida (imágenes 562-565)

Página 374
– Calle San Gregorio (imágenes 566-567, 570-574)
– Plaza de San Gregorio, hoy plaza de Chueca (imágenes 568-569)
– Calle San Joaquín (imágenes 570-582)
– Calle San Mateo (imágenes 583-590, 599-600, 658-659)
– Travesía de San Mateo (imágenes 591-598, 601-604)
– Calle San Marcos (imágenes 605-608)
– Calle San Opropio, hoy calle Serrano Anguita (imágenes 609-612)
– Calle San Onofre (imágenes 613-620)
– Calle Santa Teresa (imágenes 621-636)
– Calle San Vicente (imágenes 637-645)
– Calle Válgame Dios (imágenes 646-653)
– Calle Valverde (imágenes 654-657).

DISTRITO DE HOSPITAL
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1359, Exp.1
– Calle Amparo (imágenes 2-19)
– Calle Áncora (imágenes 20-51)
– Calle Argumosa (imágenes 52-99)
– Ronda de Atocha (imágenes 100-135)
– Calle Ave María (imágenes 136-220)
– Calle Baltasar Bachero, hoy calle Salitre (imágenes 221-228, 233-262)
– Calle Buenavista (imágenes 229-232, 299-339)
– Calle Batalla del Salado (imágenes 263-286)
– Calle Barrilero (imágenes 287-291)
– Plaza Beata María Ana de Jesús (imágenes 292-298)
– Calle Bustamante (imágenes 340-349)
– Calle Cabeza (imágenes 350-406)
– Calle Cáceres (imágenes 407-448)
– Calle Calvario (imágenes 449-478)
– Calle Canarias (imágenes 479-502)
– Calle Caravaca (imágenes 503-506)
– Calle Ciudad Real (imágenes 507-521)
– Calle Delicias (imágenes 522-525, 530-573)
– Calle Divino Vallés (imágenes 526-529)
– Paseo de las Delicias (imágenes 574-677)
– Calle Doctor Fourquet (imágenes 678-725)
– Calle Durán (imágenes 726-727)
– Calle Embajadores (imágenes 728-775)
– Calle Emilio Mario (imágenes 776-779)
– Calle Esgrima (imágenes 780-787)
– Calle Empecinado, hoy calle Juan Martín el Empecinado (imágenes 788-793)
– Calle Esperanza (imágenes 794-819)
– Calle Fe (imágenes 820-836).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1359, Exp.2


– Calle Fe (imágenes 2-13)
– Calle Ferrocarril (imágenes 14-29)

Página 375
– Calle Fray Luis de León (imágenes 30-45)
– Calle General Lacy (imágenes 46-95)
– Calle General Palanca (imágenes 96-99)
– Plaza de Luca de Tena (imágenes 100-111, 246-249)
– Calle Guadiana (imágenes 112-113)
– Calle Jesús y María (imágenes 114-145, 155-158)
– Calle José Antonio de Armona (imágenes 146-154, 159-178)
– Calle José María Roquero (imágenes 179-185)
– Calle Juan de Vera (imágenes 186-193)
– Plaza de Lavapiés (imágenes 194-197, 238-245)
– Calle Lavapiés (imágenes 198-237)
– Calle Magdalena (imágenes 250-301)
– Calle Mallorca (imágenes 302-309)
– Calle Méndez Álvaro (imágenes 310-317)
– Calle Miguel Servet (imágenes 318-332)
– Calle Ministriles (imágenes 333-368)
– Calle Murcia (imágenes 369-406)
– Calle Olivar (imágenes 407-486)
– Calle Olmo (imágenes 487-543)
– Calle Pacífico, hoy avenida de la Ciudad de Barcelona (imágenes 544-575)
– Calle Palos de Moguer, hoy calle Palos de la Frontera (imágenes 576-586)
– Calle Pedro Unanue (imágenes 587-594)
– Calle Primavera (imágenes 595-606)
– Plaza del Progreso, hoy plaza de Tirso de Molina (imágenes 607-618)
– Calle Ramírez de Prado (imágenes 619-622)
– Calle Riego, hoy calle Rafael de Riego (imágenes 623-637)
– Calle San Carlos (imágenes 638-649)
– Calle San Cosme, hoy calle de San Cosme y San Damián (imágenes 650-680)
– Travesía de San Lorenzo (imágenes 681-716)
– Calle San Pedro Mártir (imágenes 717-732)
– Calle San Simón (imágenes 733-736)
– Calle Santa Isabel (imágenes 737-785)
– Paseo de Santa María de la Cabeza (imágenes 786-789, 794-834)
– Glorieta de Santa María de la Cabeza (imágenes 790-793)
– Calle Sebastián Elcano (imágenes 835-844)
– Calle Sebastián Herrera (imágenes 845-853)
– Calle Sombrerería (imágenes 854-869)
– Calle Sombrerete (imágenes 870-873)
– Calle Tarragona (imágenes 874-895)
– Calle Tomás Meabe (imágenes 896-899)
– Calle Torrecilla del Leal (imágenes 900-939)
– Calle Tortosa (imágenes 940-955)
– Calle Tres Peces (imágenes 956-971, 974-994)
– Calle Tribulete (imágenes 972-973)
– Calle Valencia (imágenes 995-1007)
– Ronda de Valencia (imágenes 1008-1013)
– Calle Vizcaya (imágenes 1014-1017)
– Calle Zurita (imágenes 1018-1033).

DISTRITO DE LA INCLUSA
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1359, Exp.3

Página 376
– Paseo de las Acacias (imágenes 2-13)
– Calle Abades (imágenes 14-25)
– Calle Amparo (imágenes 26-33)
– Calle Antonio López (imágenes 34-42)
– Plaza de Antonio Zozaya, hoy plaza del General Vara del Rey (imágenes 43-58)
– Calle Amazonas (imágenes 59-62)
– Calle Antoñita Morán (imágenes 63-65)
– Calle Bolívar (imágenes 66-69)
– Calle Cabestreros (imágenes 70-85)
– Calle Canarias (imágenes 86-90)
– Calle Caravaca (imágenes 91-94)
– Calle Carlos Arniches (imágenes 95-98)
– Calle Colegiata (imágenes 99-106)
– Calle Casino (imágenes 107-110)
– Calle Duque de Alba (imágenes 111-127)
– Plaza del Duque de Alba (imágenes 128-131)
– Calle Dos Hermanas (imágenes 132-140)
– Paseo de las Delicias (imágenes 141-189)
– Calle Divino Vallés (imágenes 190-193)
– Calle Embajadores (imágenes 194-259)
– Glorieta de Embajadores (imágenes 260-267)
– Calle Encomienda (imágenes 268-287)
– Calle Ercilla (imágenes 288-291, 337-347)
– Calle Esgrima (imágenes 292-295)
– Calle Espada (imágenes 296-307)
– Calle Estudios (imágenes 308-336)
– Travesía del Ferrocarril (imágenes 348-349)
– Calle Fray Ceferino González (imágenes 350-362)
– Calle General Ricardos (imágenes 363-364, 367-368)
– Calle Conde Duque (imágenes 365-366)
– Calle Guillermo de Osma (imágenes 369-385)
– Calle Huerta del Bayo (imágenes 386-393)
– Calle Inmaculada Concepción (imágenes 394-397)
– Calle Jaime el Conquistador (imágenes 398-401)
– Calle José Miguel Gordoa (imágenes 402-417)
– Calle Juanelo (imágenes 418-454)
– Calle López Silva (imágenes 455-458)
– Calle Maldonadas (imágenes 459-471)
– Calle Méndez Vigo (imágenes 472-490)
– Calle Mesón de Paredes (imágenes 491-577)
– Calle Mira el Sol (imágenes 578-585)
– Calle Moratines (imágenes 586-589)
– Plaza de Nicolás Salmerón, actualmente plaza de Cascorro (imágenes 590-619)
– Calle Oso (imágenes 620-634)
– Paseo de la Chopera (imágenes 635-646)
– Paseo de los Olmos (imágenes 647-649)
– Calle Peña de Francia (imágenes 650-653)
– Calle Peñuelas (imágenes 654-673)
– Plaza del Progreso, hoy plaza de Tirso de Molina (imágenes 674-682)
– Calle Ribera de Curtidores (imágenes 683-726)
– Calle Rodas (imágenes 727-734)
– Calle Ruda (imágenes 735-756)
– Ronda de Valencia (imágenes 757-764)

Página 377
– Calle San Cayetano (imágenes 765-768)
– Calle San Millán (imágenes 769-781)
– Calle Santa Ana (imágenes 782-785)
– Calle Sombrerete (imágenes 786-789)
– Calle Toledo (imágenes 790-809)
– Ronda de Toledo (imágenes 810-825)
– Glorieta Puerta de Toledo (imágenes 826-829)
– Calle Tribulete (imágenes 830-867)
– Calle Ventorrillo (imágenes 868-841)
– Calle Voluntarios Macabebes (imágenes 842-845).

DISTRITO DE LATINA
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1360, Exp.4
– Calle Águila (imágenes 2-37)
– Calle Aguas (imágenes 38-51)
– Calle Alamillo (imágenes 52-55)
– Calle Alfonso VI (imágenes 56-71)
– Calle Almendro (imágenes 72-85, 116-117)
– Calle Amparo (imágenes 86-87)
– Calle Angosta de los Mancebos (imágenes 88-99, 124-127)
– Calle Ángel (imágenes 100-115)
– Plaza de la Cebada (imágenes 118-119, 373-392)
– Travesía del Almendro (imágenes 120-123)
– Calle Arganzuela (imágenes 128-143)
– Calle Bailén (imágenes 144-155)
– Calle Barrafón (imágenes 156-157)
– Calle Bastero (imágenes 158-185)
– Calle Calatrava (imágenes 186-238)
– Calle Caños Viejos, hoy cuesta de los Caños Viejos (imágenes 239-242)
– Calle Carlos Arniches (imágenes 243-258)
– Calle Carnero (imágenes 259-270)
– Calle Cava Alta (imágenes 271-298)
– Calle Cava Baja (imágenes 299-363)
– Calle Cava de San Miguel (imágenes 364-372)
– Calle Conde (imágenes 393-396)
– Travesía del Conde (imágenes 397-398)
– Plaza del Conde de Barajas (imágenes 399-402, 441-444)
– Plaza del Conde de Miranda (imágenes 403-410)
– Plaza del Cordón (imágenes 411-414)
– Calle Cuchilleros (imágenes 415-432)
– Cuesta de las Descargas (imágenes 433-440)
– Calle Chopa (imágenes 445-448)
– Plaza de la Cruz Verde (imágenes 449-452)
– Calle Don Pedro (imágenes 453-488)
– Calle Emilio Mesejo (imágenes 489-472)
– Paseo de Extremadura (imágenes 473-478)
– Calle General Ricardos (imágenes 479-482)
– Calle Grafal (imágenes 483-487)
– Calle Humilladero (imágenes 488-527)
– Paseo Imperial (imágenes 528-531)

Página 378
– Calle Irlandeses (imágenes 532-547)
– Calle Jerte (imágenes 548-553)
– Calle Juan Antón (imágenes 554-555)
– Plaza de Julio Romero de Torres, hoy plaza de los Carros (imágenes 556-559)
– Calle Juan Duque (imágenes 560-563)
– Calle López Silva (imágenes 564-567)
– Calle Luciente (imágenes 568-575)
– Calle Quevedo (imágenes 576-577)
– Calle Linneo (imágenes 578-579)
– Calle Mancebos (imágenes 580-603)
– Plaza del Marqués de Comillas, hoy plaza de la Paja (imágenes 604-611)
– Calle Martín Rico (imágenes 612-613)
– Carrera de San Francisco, Colonia del Carmen (imágenes 614-615)
– Calle Mayor (imágenes 616-633)
– Calle Mazarredo (imágenes 634-635)
– Calle Mediodía Chica (imágenes 636-639)
– Calle Mediodía Grande (imágenes 640-659)
– Calle Mira el Río Baja (imágenes 660-663)
– Calle Morería (imágenes 664-669)
– Calle Nicolás Estévanez, antes y ahora paseo Imperial (imágenes 670-671)
– Calle Nuncio (imágenes 672-675)
– Calle Oriente (imágenes 676-691)
– Plaza de la Morería (imágenes 692-696)
– Calle Paloma (imágenes 697-728)
– Paseo de los Pontones (imágenes 729-740)
– Calle Pretil de Santisteban (imágenes 741-744)
– Calle Príncipe Anglona (imágenes 745-754)
– Plaza de Puerta Cerrada (imágenes 755-756, 761-769)
– Calle Puñonrostro (imágenes 757-760)
– Plaza Puerta de Moros (imágenes 761-777)
– Calle Rafael Salillas (imágenes 778-779)
– Calle Rollo (imágenes 780-787, 804-805)
– Calle Redondilla (imágenes 788-803)
– Calle Rosario (imágenes 806-813)
– Calle Sacramento (imágenes 814-830)
– Costanilla de San Andrés (imágenes 831-838)
– Plaza de San Andrés (imágenes 839-842)
– Calle San Antonio (imágenes 843-844)
– Calle San Bernabé (imágenes 845-856)
– Calle San Buenaventura (imágenes 857-864)
– Calle San Bruno (imágenes 865-870)
– Carrera de San Francisco (imágenes 871-894)
– Calle San Isidro, hoy calle San Isidro Labrador (imágenes 895-910)
– Plaza de San Miguel (imágenes 911-929)
– Costanilla de San Pedro (imágenes 930-957)
– Calle Santa Ana (imágenes 958-965)
– Calle Santa Áurea (imágenes 966-977)
– Plaza de Segovia Nueva (imágenes 978-981)
– Calle Segovia (imágenes 982-1021)
– Ronda de Segovia (imágenes 1022-1035)
– Calle Sierpe (imágenes 1036-1043)
– Calle Tabernillas (imágenes 1044-1056)
– Calle Toledo (imágenes 1057-1148)

Página 379
– Calle Valliciergo (imágenes 1149-1152)
– Calle Ventosa (imágenes 1153-1164)
– Travesía de las Vistillas (imágenes 1165-1168)
– Plaza de la Villa (imágenes 1169-1172).

DISTRITO DE PALACIO
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1360, Exp.1
– Calle Álamo (imágenes 2-5)
– Calle Altamirano (imágenes 6-25)
– Calle Amadeo Vives (imágenes 26-29)
– Calle Amnistía (imágenes 30-41)
– Costanilla de los Ángeles (imágenes 42-47)
– Calle Antonio Grilo (imágenes 48-59)
– Calle Arrieta (imágenes 60-80)
– Calle Arriaza (imágenes 81-89)
– Calle Bailén (imágenes 90-93)
– Calle Bartolomé Mitre (imágenes 94-97)
– Travesía de las Beatas (imágenes 98-101)
– Calle Benito Gutiérrez (imágenes 102-143)
– Calle Biombo (imágenes 144-147)
– Calle Bola (imágenes 148-159)
– Calle Buen Suceso (imágenes 160-167)
– Calle Cadarso (imágenes 168-173)
– Calle Calderón de la Barca (imágenes 174-177)
– Calle Campomanes (imágenes 178-185)
– Calle Caños, hoy calle Caños del Peral (imágenes 186-197)
– Colonia Manzanares (imágenes 198-199)
– Calle Doctor Cárceles, hoy calle Rey Francisco (imágenes 200-207)
– Calle Écija (imágenes 208-209)
– Avenida Eduardo Dato, hoy calle Gran Vía (imágenes 210-225)
– Plaza de España (imágenes 226-235)
– Calle Espejo (imágenes 236-247)
– Calle Evaristo San Miguel (imágenes 248-253)
– Paseo de Extremadura (imágenes 254-267)
– Calle Factor (imágenes 268-283)
– Calle Ferraz (imágenes 284-318)
– Calle Flor Baja (imágenes 319-322)
– Paseo de la Florida (imágenes 323-324)
– Calle Fomento (imágenes 325-360)
– Calle Fuentes (imágenes 361-368)
– Calle Guillermo Rolland (imágenes 369-376)
– Calle Ilustración (imágenes 377-380)
– Calle Independencia (imágenes 381-384)
– Calle Isabel la Católica (imágenes 385-397)
– Plaza de Isabel II, denominada popularmente de la Ópera (imágenes 398-404)
– Calle Lazo (imágenes 405-408)
– Calle Leganitos (imágenes 409-446)
– Calle Luisa Fernanda (imágenes 447-464)
– Calle Mario Roso de Luna (imágenes 465-466)
– Calle Marqués de Urquijo (imágenes 467-474)

Página 380
– Calle Martín de los Heros (imágenes 475-507).

AHN FC-CAUSA_GENERAL, 1360, Exp.2


– Calle Martín de los Heros (imágenes 2-17)
– Calle Mayor (imágenes 18-41)
– Calle Meléndez Valdés, distrito de Buenavista (imágenes 42-43)
– Calle Mendizábal, hoy calle Juan Álvarez Mendizábal (imágenes 44-75)
– Calle Mesón de Paños (imágenes 76-91)
– Calle Manzana (imágenes 92-103)
– Calle Milaneses (imágenes 104-115)
– Plaza de Ministerios, hoy plaza de la Marina Española (imágenes 116-129, 134-137)
– Plaza de los Mostenses (imágenes 130-133, 138-141)
– Calle Noblejas (imágenes 142-143)
– Plaza de Oriente (imágenes 144-152)
– Camino de El Pardo, hoy avenida de Valladolid (imágenes 153-156)
– Calle Pavía (imágenes 157-160)
– Calle Princesa (imágenes 161-192)
– Calle Quintana (imágenes 193-206)
– Plaza de Ramales (imágenes 207-210)
– Calle Ramón Chíes (imágenes 211-214)
– Calle Reloj (imágenes 215-220, 227-231)
– Travesía del Reloj (imágenes 221-226)
– Paseo del Rey (imágenes 232-235)
– Calle Rey Francisco, denominada, en 1939, calle Doctor Cárceles (imágenes 236-237)
– Calle Río (imágenes 238-253)
– Calle Romero Robledo (imágenes 254-255)
– Paseo de Rosales, hoy paseo del Pintor Rosales (imágenes 256-261)
– Calle San Bernardo (imágenes 262-293)
– Calle San Ignacio, hoy calle San Ignacio de Loyola (imágenes 294-301)
– Calle San Nicolás (imágenes 302-309)
– Paseo de San Vicente, hoy cuesta de San Vicente (imágenes 310-313)
– Calle Santa Clara (imágenes 314-323)
– Costanilla de Santiago (imágenes 324-331)
– Calle Santiago (imágenes 332-343)
– Cuesta de Santo Domingo (imágenes 344-370)
– Plaza de Santo Domingo (imágenes 371-382)
– Calle Señores de Luzón (imágenes 383-386)
– Calle Torija (imágenes 387-390)
– Calle Tutor (imágenes 391-410)
– Calle Unión (imágenes 411-426)
– Calle Ventura Rodríguez (imágenes 427-440)
– Calle Vergara (imágenes 441-446)
– Calle Vizcondesa de Jorbalán, hoy calle Santa María Micaela (imágenes 447-450).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1360, Exp.3


– Calle Altamirano (imágenes 2-5)
– Calle Amadeo Vives (imágenes 6-13)
– Calle Arriaza (imágenes 14-17)

Página 381
– Calle Arrieta (imágenes 18-21)
– Costanilla de los Ángeles (imágenes 22-30)
– Calle Bailén (imágenes 31-32)
– Calle Bola (imágenes 33-36)
– Calle Benito Gutiérrez (imágenes 37-40)
– Plaza del Biombo (imágenes 41-42)
– Calle Calderón de la Barca (imágenes 43-46)
– Calle Campomanes (imágenes 47-60)
– Calle Carlos III (imágenes 61-64)
– Calle Doctor Cárceles, hoy calle Rey Francisco (imágenes 65-71)
– Avenida Eduardo Dato, hoy calle Gran Vía (imágenes 72-87)
– Calle Escalinata (imágenes 88-104)
– Calle Espejo (imágenes 105-124)
– Calle Evaristo San Miguel (imágenes 125-128)
– Calle Ferraz (imágenes 129-130)
– Calle Fomento (imágenes 131-138)
– Calle Fuentes (imágenes 139-150)
– Calle Guillermo Rolland (imágenes 151-163)
– Plaza de Herradores (imágenes 164-167)
– Calle Isabel la Católica (imágenes 168-179)
– Calle Independencia (imágenes 180-183)
– Calle Juan de Herrera (imágenes 184-191)
– Calle Leganitos (imágenes 192-205)
– Calle Lepanto (imágenes 206-209)
– Calle Luisa Fernanda (imágenes 210-217)
– Calle Martín de los Heros (imágenes 218-236)
– Calle Mayor (imágenes 237-244)
– Calle Marqués de Urquijo (imágenes 245-248)
– Calle Mendizábal, hoy calle Juan Álvarez Mendizábal (imágenes 249-273)
– Calle Mesón de Paños (imágenes 274-277)
– Plaza de los Mostenses (imágenes 278-281)
– Plaza de Ministerios, hoy plaza de la Marina Española (imágenes 282-285)
– Calle Noblejas (imágenes 286-287)
– Calle Princesa (imágenes 288-306)
– Calle Quintana (imágenes 307-308)
– Calle Ramón Chíes (imágenes 309-312)
– Calle Reloj (imágenes 313-328)
– Travesía del Reloj (imágenes 329-332)
– Paseo de Rosales, hoy paseo del Pintor Rosales (imágenes 333-343)
– Calle Río (imágenes 344-348)
– Calle Santiago (imágenes 349-364)
– Calle San Bernardo (imágenes 365-372)
– Calle Santa Clara (imágenes 373-376)
– Cuesta de Santo Domingo (imágenes 377-382)
– Calle San Quintín (imágenes 383-384)
– Calle San Nicolás (imágenes 385-388)
– Plaza de San Nicolás (imágenes 389-392)
– Calle Señores de Luzón (imágenes 393-399)
– Paseo de San Vicente, hoy cuesta de San Vicente (imágenes 400-417)
– Calle Torija (imágenes 418-421)
– Calle Tutor (imágenes 422-435)
– Calle Vergara (imágenes 436-439).

Página 382
DISTRITO DE UNIVERSIDAD
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1361. Exp. 1
– Calle Abell (imágenes 2-5)
– Calle Acuerdo (imágenes 6-18)
– Callejón del Alamillo (imágenes 19-22)
– Calle Alberto Aguilera (imágenes 23-44, 49-58)
– Avenida Reina Victoria (imágenes 45-48)
– Calle Almansa (imágenes 49-78)
– Calle Alvarado (imágenes 79-92)
– Calle Amaniel (imágenes 93-110)
– Calle Andrés Mellado (imágenes 111-138)
– Calle Antonio Palomino (imágenes 139-146)
– Calle Berruguete (imágenes 147-155)
– Calle Blasco de Garay (imágenes 156-180)
– Calle Bravo Murillo (imágenes 181-255)
– Calle Calvo Asensio (imágenes 256-259)
– Calle Carnicer (imágenes 260-263)
– Calle Casto Plasencia (imágenes 264-271)
– Calle Castro (imágenes 272-275)
– Colonia Ayudantes de Ingenieros, al final de la calle Ponzano (imágenes 276-285)
– Plaza de las Comendadoras (imágenes 286-291)
– Calle Conde Duque (imágenes 292-316)
– Travesía del Conde Duque (imágenes 317-320)
– Calle Cristo (imágenes 321-322)
– Calle Doctor Santero (imágenes 323-330)
– Calle Dolores (imágenes 331-334)
– Calle Donoso Cortés (imágenes 335-358)
– Calle Dos Amigos (imágenes 359-362)
– Plaza del Dos de Mayo (imágenes 363-366)
– Calle Duque de Liria (imágenes 367-370)
– Calle Enrique de Mesa (imágenes 371-374)
– Calle Escosura (imágenes 375-394)
– Calle Espíritu Santo (imágenes 395-414)
– Calle Fernández de los Ríos (imágenes 415-451)
– Calle Fernando el Católico (imágenes 452-483)
– Calle Fernando Garrido (imágenes 484-485)
– Calle Francisco Ricci (imágenes 486-493)
– Calle Francos Rodríguez (imágenes 494-526)
– Calle Galileo (imágenes 527-575)
– Travesía de Galileo, hoy calle Emilio Carrere (imágenes 576-579)
– Calle Garellano (imágenes 580-583)
– Calle Gaztambide (imágenes 584-593)
– Calle Goiri (imágenes 594-597, 602-605)
– Calle Guzmán el Bueno (imágenes 598-601, 606-638)
– Calle Hilarión Eslava (imágenes 639-652)
– Calle Jerónima Llorente (imágenes 653-660)
– Calle Joaquín María López (imágenes 661-666)
– Calle José Calvo (imágenes 667-670)
– Calle Juan de Dios (imágenes 671-678).

Página 383
AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1361. Exp. 2
– Calle Juan de la Encina (imágenes 2-5)
– Calle Juan Montalvo (imágenes 6-7, 269-270)
– Calle Juan Pantoja (imágenes 8-11)
– Calle Leganitos (imágenes 12-15)
– Calle Limón (imágenes 16-23)
– Calle Luis Fernández Martínez (imágenes 24-29)
– Calle Magallanes (imágenes 30-33, 36-39)
– Calle Margaritas (imágenes 34-35, 40-41)
– Calle Marqués de Santa Ana (imágenes 42-51)
– Calle Marqués de Urquijo (imágenes 52-55)
– Calle Meléndez Valdés (imágenes 56-77)
– Calle Minas (imágenes 78-97)
– Calle Montserrat (imágenes 98-121)
– Calle Noviciado (imágenes 122-130)
– Calle Olite (imágenes 131-135)
– Calle Oudrid (imágenes 136-141)
– Calle Palma (imágenes 142-181)
– Calle Pez (imágenes 182-197)
– Calle Ponciano (imágenes 198-205)
– Travesía de las Pozas (imágenes 206-209)
– Calle Blasco Ibáñez, hoy calle Princesa (imágenes 210-244)
– Calle Quiñones (imágenes 245-252)
– Calle Rafael Herrero (imágenes 253-256)
– Avenida Reina Victoria (imágenes 257-286)
– Calle Residencia (imágenes 287-288)
– Calle Reyes (imágenes 271-300, 303-308, 313-314)
– Calle Rodríguez San Pedro (imágenes 301-302, 309-312, 315-366)
– Calle San Andrés (imágenes 367-374)
– Calle San Bernardino (imágenes 375-396)
– Calle San Bernardo (imágenes 397-459)
– Calle San Dimas (imágenes 460-467)
– Calle San Hermenegildo (imágenes 468-499)
– Calle San Leonardo (imágenes 500-503)
– Calle Santa Cruz de Marcenado (imágenes 504-507)
– Calle Santa Juliana (imágenes 508-519)
– Calle San Vicente, hoy calle San Vicente Ferrer (imágenes 520-575)
– Costanilla de San Vicente (imágenes 576-579)
– Calle Tenerife (imágenes 580-585)
– Calle Tesoro (imágenes 586-598)
– Calle Topete (imágenes 599-606)
– Calle Vallehermoso (imágenes 607-634)
– Calle Oria, Colonia de El Viso (imágenes 635-636)
– Calle Villaamil (imágenes 637-638)
– Calle Zamora (imágenes 639-642).

AHN, FC-CAUSA_GENERAL, 1361. Exp. 3

Página 384
– Calle Acuerdo (imágenes 2-17)
– Calle Alberto Aguilera (imágenes 18-80)
– Calle Antonio Palomino (imágenes 81-84)
– Calle Andrés Mellado (imágenes 85-102)
– Calle Bernardo López García (imágenes 103-106)
– Calle Blasco de Garay (imágenes 107-128)
– Calle Bravo Murillo (imágenes 129-145)
– Calle Carolinas (imágenes 146-153)
– Calle Cea Bermúdez (imágenes 154-159)
– Plaza de Cristino Martos (imágenes 160-166)
– Calle Conde Duque (imágenes 167-170, 182-201)
– Ronda del Conde Duque, hoy calle Serrano Jover (imágenes 171-177)
– Travesía del Conde Duque (imágenes 178-181)
– Calle Covadonga, después calle López de Haro (imágenes 202-205)
– Plaza de Cuatro Caminos (imágenes 206-209)
– Calle Donoso Cortés (imágenes 210-225)
– Calle Dos Amigos (imágenes 226-230)
– Calle Dos de Mayo (imágenes 231-238)
– Calle Doctor Santero (imágenes 239-248)
– Calle Doctor Zamenhof (imágenes 249-252)
– Calle Duque de Liria (imágenes 253-260)
– Calle Espíritu Santo (imágenes 261-270)
– Avenida del Federico Rubio, hoy avenida del Doctor Federico Rubio y Galí (imágenes 271-274)
– Calle Fernando el Católico (imágenes 275-293)
– Calle Fernández de los Ríos (imágenes 294-333)
– Calle Francos Rodríguez (imágenes 334-343)
– Calle Galileo (imágenes 344-378)
– Calle Gaztambide (imágenes 379-386)
– Glorieta de Quevedo (imágenes 387-390)
– Calle Guzmán el Bueno (imágenes 391-405)
– Calle Hilarión Eslava (imágenes 406-407)
– Calle Joaquín María López (imágenes 408-411)
– Calle Jorge Juan (imágenes 412-415)
– Calle Juan de Dios (imágenes 416-419)
– Calle Juan Montalvo (imágenes 420-423)
– Calle Leganitos (imágenes 424-427)
– Calle Limón (imágenes 428-435)
– Calle Luis Fernández Martínez (imágenes 436-439)
– Callejón de Lozoya, hoy calle Lozoya (imágenes 440-443)
– Calle Magallanes (imágenes 444-447)
– Calle Mariano Fernández (imágenes 448-451)
– Plaza del Marqués de Comillas (imágenes 452-453)
– Calle Marqués de Santa Ana (imágenes 454-457)
– Calle Meléndez Valdés (imágenes 458-472)
– Calle Minas (imágenes 473-481)
– Calle Montserrat (imágenes 482-489)
– Calle Navarra (imágenes 490-491)
– Calle Noviciado (imágenes 492-499)
– Calle Palma (imágenes 500-515)
– Calle Pez (imágenes 516-519)
– Calle Pirineos, en Dehesa de la Villa (imágenes 520-523)
– Calle Pozas (imágenes 524-533)
– Calle Princesa (imágenes 534-541)

Página 385
– Avenida Reina Victoria (imágenes 542-562)
– Calle Ríos Rosas (imágenes 563-564)
– Calle Rodríguez San Pedro (imágenes 565-574)
– Calle San Bernardo (imágenes 575-604)
– Calle San Bernardino (imágenes 605-616)
– Calle Santa Cruz de Marcenado (imágenes 617-620)
– Calle San Dimas (imágenes 621-624)
– Calle San Hermenegildo (imágenes 625-636)
– Calle Santa Juliana (imágenes 637-645)
– Calle San Leonardo (imágenes 646-649)
– Calle Santa Lucía (imágenes 650-657)
– Calle San Vicente, hoy calle San Vicente Ferrer (imágenes 658-683)
– Calle Tenerife (imágenes 684-687)
– Calle Topete (imágenes 688-691)
– Calle Tesoro (imágenes 692-695)
– Calle Vascos (imágenes 696-701)
– Calle Vallehermoso (imágenes 702-726, 741-742)
– Calle Villaamil (imágenes 727-730)
– Calle Virgen de Nieva (imágenes 731-734)
– Calle Zamora (imágenes 735-740).

Página 386

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