La Utopía de La Lectura, Conferencia Cartarescu
La Utopía de La Lectura, Conferencia Cartarescu
La Utopía de La Lectura, Conferencia Cartarescu
la 77ª Feria del Libro de Madrid. El autor de obras como 'Solenoide' y 'Cegador' trazó
un mapa sobre las diferentes clases de escritores y reivindicó la importancia de la
poesía, la belleza y la lectura. Puedes leer su conferencia completa en WMagazín
El escritor rumano dio una clase magistral sobre cómo está construida la catedral de la
literatura hecha por lo que él llama “escritores artesanos y escritores artistas”, hizo una
reivindicación de la poesía y de su importancia, mientras lamentó que hoy no se le dé el
valor que merece y trazó un mapa sobre el arte de la lectura y la necesidad de buscar la
belleza.
La utopía de la lectura es el texto de una persona que ama la leer, que busca la belleza y
que tiene a la escritura y la literatura como su religión. Cărtărescu lamentó los
momentos que vive el mundo contemporáneo frente a la poesía y la buena literatura, por
la tristeza de vivir en un mundo de “un arte sin literatura y una literatura sin poesía”.
La utopía de la lectura
Por Mircea Cărtărescu
El edificio de la literatura hacia el que nosotros, las gentes del libro, nos dirigimos
desde todas partes, desde todas las épocas, desde todos los pliegues de la historia, se
alza sobre un gigantesco amasijo de escombros.
El edificio de la literatura hacia el que nosotros, las gentes del libro, nos dirigimos desde
todas partes, desde todas las épocas, desde todos los pliegues de la historia, se alza sobre
un gigantesco amasijo de escombros. Es la montaña de los libros mediocres, perdidos en
la anomia y, sin embargo, importantes, porque son ellos los que elevan y hacen visible
el santuario. Son libros escritos por dinero, leídos porvoyeurismo y arrojados luego
a un túmulo tan alto como el Gólgota. Constituyen el noventa y nueve por ciento de
los libros del mundo.
El primer piso de ese enorme edificio fue construido por profesionales para los que
la escritura es un oficio. Por hábiles cerrajeros, herreros carpinteros, hojalateros y
torneros de la escritura. Por albañiles, ingenieros y mecánicos, por aquellos que cuentan
con estudios de trigonometría y de resistencia de los materiales. Ellos levantaron
edificios sólidos, coherentes, indestructibles, con paredes ajustadas con el nivel y la
pesa. Es la dimensión de la escritura que se puede aprender, la que justifica la existencia
de los cursos de escritura creativa. A ningún autor le viene mal conocer su oficio. Libros
construidos, libros exhaustivos más vastos que la vida, como edificios de cientos de
estancias, unos textos asombrosos como Ilusiones perdidas, Guerra y paz, Los
Buddenbrook o La guerra del findel mundo destacan en este primer nivel de la
literatura.
Hay sin embargo cosas que no se pueden aprender en un curso de escritura creativa.
Que superan el oficio y se dirigen hacia la fragilidad y lo inexplicable del arte. Una vez
que los artesanos han construido los volúmenes, las bóvedas y los arquitrabes, hay que
decorar la catedral de la literatura. Las paredes desnudas deben cobrar vida, hacen falta
frescos y estatuas que den esplendor al edificio. No puedes aprender el estilo, la química
de las combinaciones de palabras, la sutileza del encaje de los tonos. Con esa gracia
naces o no naces. La llevas en la sangre y no sabes de dónde procede. Aunque
infinitamente más frágiles, los escritores-artistas son infinitamente superiores a los
escritores-artesanos. “La poesía no se siente con el cerebro ni con el corazón –decía
Nabokov-, sino con la médula espinal”. Ningún autor que no sea un artista puede
provocarte ese estremecimiento, ese orgasmo final que es el objetivo de los
catadores refinados. En este nivel del enorme edificio te encuentras a los creadores de
formas y de milagros estéticos, encuentras las Soledades de Góngora y Salambó y En
busca del tiempo perdido y Finnegan’s Wake y Lolita y El arco iris de gravedad. Si la
literatura se hiciera con palabras, según dijo Mallarmé, Nabokov sería el más grande
escritor de todos los tiempos. Pero la literatura no se hace con palabras.
En esta palabra, religión, radica todo el secreto de la literatura, que es mucho más
que un oficio y mucho más que un arte.
Los dos primeros pisos de la literatura, la parte del oficio y la del arte, se entrelazan en
diferentes proporciones en la mayoría de los escritores verdaderos, los que honran su
vocación. Pero hay un piso más por encima de ellos, un escalón de una altura
abrumadora, insalvable para la mayoría. Para llegar a la cumbre de la catedral de la
literatura, hasta el campanario más alto, no hay vía de acceso. Tienes que haber nacido
allí.
Nabokov tuvo siempre palabras ásperas y despectivas para con Dostoievski. Encontró
en sus páginas desorden y torpeza y errores infantiles en la composición. Es cierto,
Dostoievski no se puede comparar con Tolstoi como artesano de la literatura, ni
con Nabokov como estilista. Pero una sola página de Nétochka Niezvánova vale más
que toda la obra de Nabokov, pues forma parte del sistema de pensamiento de
Dostoievski, del almacén de su experiencia humana, de su compasión por los
humillados y oprimidos del mundo. Sus líneas no solo te provocan un estremecimiento
en la columna, sino que hacen que nuestro cráneo se haga añicos y que nos sintamos por
fin libres de nuestros propios demonios. La gran literatura no se basa en la construcción,
ni en los temas, tampoco en el arte de las palabras. Ella toca el límite del límite de la
humanidad, más allá del cual nos rodea un dios infinito.
Kafka está por encima de los escritores de la modernidad precisamente porque no fue un
escritor. Porque incumplió todas las reglas del oficio y del arte de la escritura. Porque
vivió toda su vida como un centinela en los límites del lenguaje, que, según
Wittgenstein, son los límites del mundo. Ahí donde termina el ámbito de las ciencias,
de las artes, de la filosofía, del conocimiento humano, ahí donde la poesía y la fe
empiezan a jadear por falta de aire. Hacia el final de su vida, el propio Kafka se
convirtió en una carcasa habitada por un dios. Nadie podía ya comprender su voz.
La poesía es el gato muerto del mundo consumista, hedonista y mediático que nos
rodea. No se puede imaginar una presencia más ausente, una grandeza más humilde, un
terror más tierno. Nadie parece valorarla y, sin embargo, no existe nada más valioso.
Solo la encontramos en las librerías si tenemos la paciencia de llegar hasta las últimas
estanterías del fondo. Los poetas no tienen ya estatuas, como en el siglo XIX, ni
reputación, como en el siglo XX. Obsesionadas por las ventas y la rentabilidad, las
editoriales huyen de la poesía como alma que lleva el diablo. No se puede imaginar
hoy en día un destino más dramático que el del poeta consagrado por completo a
su arte. Los antiguos arruinaban su vida (en muchas ocasiones también la de otros) por
la locura de un verso hermoso, pero confiaban al menos en el reconocimiento de las
generaciones venideras. Ellos podían creer sinceramente que la belleza –como dijo
Dostoievski- es la salvación del mundo, pero hoy ya no sabemos qué es la belleza, ni
tampoco el mundo, y no entendemos qué significa “salvar”. ¿Qué vamos a salvar si
vivimos en lo inmanente y lo aleatorio? Sin la perspectiva de conseguir algo a través del
arte y, en definitiva, de su oficio, sin la esperanza en la gloria y en la posteridad, el
poeta está condenado a la vida asocial y fantasiosa del consumidor de hachís. “El poeta,
como el soldado, no tiene vida propia, / su vida propia es polvo y pólvora”, escribía el
gran poeta Nichita Stănescu. Hoy, cuando la civilización del libro agoniza y penetramos
con voluptuosidad en los espantosos desfiladeros de lo virtual, la poesía es menos
visible aún. La modernidad implicaba una civilización centrada en la cultura, una
cultura centrada en el arte, un arte centrado en la literatura y una literatura centrada en la
poesía. La poesía en la época de Valéry, Ungaretti y T.S. Eliot era el meollo del meollo
de nuestro mundo. Ahora, la descentralización postmoderna ha producido una
civilización sin cultura, una cultura sin arte, un arte sin literatura y una literatura
sin poesía. En cierto modo, los polos de la vida humana se han invertido de manera
brusca y las primeras víctimas han sido los poetas.
Nada parece hoy en día más ausente de la vida de los rumanos que la poesía. Si le pides
a alguien por la calle que mencione el nombre de un poeta rumano vivo, probablemente
nueve de cada diez no conozca ninguno. Al mismo tiempo, sin embargo, nada hay tan
presente como la poesía. Un sinfín de jóvenes publican poemas en sus blogs, la gente
sonríe con los anuncios ingeniosos de muchos productos, con los dibujos animados de
“Mini Max”, con los juegos mágicos de ordenador que a veces rezuman poesía. La
poesía no es únicamente el texto que no llega hasta el final en el margen derecho de la
página. Está en realidad en todas partes, en el ADN de nuestras células y en las fórmulas
matemáticas, en las mujeres guapas y en los hombres guapos, en la forma de las nubes
de verano, pero también en el cadáver putrefacto descrito por Baudelaire, en la ruina y
la destrucción. Ser poeta, en Rumanía y en otras partes, significa ser capaz de ver la
belleza allí donde nadie más la ve: en el gato muerto de la parábola zen, en el más
presente/ausente, el más humilde/sublime y el más dócil/peligroso objeto del mundo.
*
En realidad, a mí no me han formado los libros, sino la lectura. Existe un mundo de
la lectura sin la cual los libros no significan nada. Primero viví el placer de leer, luego la
costumbre de leer y finalmente, la monomanía de leer. Pero estos no son sino los
escalones inferiores del acto de leer. Solo cuando leer se convirtió en una adicción
comencé a penetrar en su filosofía, que es la lectura. En el mundo de la lectura ya no
lees libros, sino que vives bajo su inmensa bóveda, que está construida con libros pero
que los supera, tal y como una catedral es mucho más que las piedras que la forman. Al
pasar del leer a la lectura, se puede afirmar que das el paso del albañil al arquitecto.
Cuando lees de forma genuina, como los niños, los adolescentes y la mayoría de los
adultos, eres como un turista que, sin guía, entra en una iglesia barroca. Admira –o
cree admirar- el detalle de una escultura de pórfido o una taracea de la madera dorada.
Aquí, un santo envuelto en una armadura deslumbrante, con un estandarte en la lanza.
Allí, una Virgen llorosa o la lacería en nogal de la nave. Una bóveda gigantesca, con
una oscura alegoría. Pero sin una vida impregnada de cultura, sin el conocimiento de los
símbolos básicos ligados al cristianismo, a la historia, a la arquitectura e incluso a la
ingeniería, no podrás percibir jamás el conjunto religioso y artístico de esa iglesia, que
es una mónada y no una acumulación de objetos. La paradoja reside en que, para llegar
a la cultura, para verla desde el interior, tienes que haber estado ya en ella.
Esto no debería desanimarte. El paso de leer a la lectura no es difícil aunque sea un salto
sobre un abismo enorme. Un buen día lo das o, mejor dicho, te das cuenta de que lo has
dado, sin saber ni cuándo ni cómo, tal y como una mujer embarazada no participa, de
forma consciente, en la formación del feto en su vientre.
Al principio es el acto de leer. Los niños nacen en casas llenas de objetos. Unos cantan,
otros tienen pantallas con imágenes, algunos se utilizan en la mesa, otros se parecen a
los niños, solo que no se mueven. Entre esos cientos de objetos hay también algunos,
colocados en baldas, que parecen no servir para nada. Se pueden hojear y en sus páginas
hay dibujos y signos menudos. Los padres miran eso signos y te cuentan una historia.
Cuando creces, aprendes con esfuerzo a descifrar los signos. Es difícil comprender que
la escritura es la sombra de los sonidos de la lengua de esa página. Cuando leemos,
estamos en un mundo de sombras: abandonamos la realidad y penetramos en el mundo
interior de nuestro cráneo. El niño lee para modelar sus propias narraciones como unas
estatuas de colores vivos bajo el abombado hueso del cráneo.
Más adelante leemos para enriquecer nuestro conocimiento del mundo, para descansar
tras largas horas de trabajo, para satisfacer el vicio de la aventura, el voyeurismo social
o erótico, o para no aburrirnos en el metro. Cada uno de nosotros, incluso aunque haya
superado el abismo entre leer y la lectura, sigue leyendo de esta forma genuina.
Solo cuando ya no lees libros, sino que lees la propia lectura, comprendes que la
lectura eres tú mismo y que no has encontrado en ningún libro nada que no
estuviera en ti desde el principio.
Pero llega un momento en que, tras engullir toneladas de libros con un apetito
pantagruélico, se te revela que no lees al azar. Es el momento en que la lectura se
interioriza, se confunde con tu mente y con tu cuerpo y en que, paulatinamente, los
libros se alzan de nuevo, se recolocan y establecen huecos entre sí hasta que el montón
se convierte en un edificio. Porque, si leer es el arte de lo pleno, de los materiales de
construcción en bruto, la lectura vive de los vacíos: volúmenes, bóvedas, espacios
vacíos combados sobre el suelo, entre muros sostenidos por enormes contrafuertes. Un
violín macizo no podría emitir sonidos y en una catedral maciza no podrías entrar. Del
mismo modo, todos los libros del mundo, reordenados y jerarquizados por el sistema de
la lectura, forman entre sí una gigantesca caja de resonancia. Hay que situarse en su
interior para oír la fantástica música del mundo del libro.
Poco a poco te das cuenta de que no lees al azar. De repente, te golpea algo que reside
en la carne delicada de un libro. Eso que has encontrado empieza a perseguirte, como el
recuerdo de una antigua amada o el de la sombra de un sueño. Por primera vez
comprendes que no es en el libro, sino en ti, donde ha sucedido algo extraño. Para
revivir eso que has vivido, ese déjà-vu que es la señal de la verdadera comprensión,
relees el libro y luego lees todo lo que encuentres de ese autor. Poco a poco llegas a
los escritores espiritualmente vinculados con el primero. Ya no lees libros, sino grupos
de libros, luego grupos de grupos de libros, como si, al leer, levantaras en el interior de
tu mente el edificio mismo de la lectura. Aprendes a trazar puntos y arcos entre libros
diferentes, y cuando tu edificio está listo, él es tu propio cráneo, en cuya faz interna, con
las letras minúsculas de los que escriben la Biblia en un sello, está escrita toda la
literatura. Solo cuando ya no lees libros, sino que lees la propia lectura, comprendes
que la lectura eres tú mismo y que no has encontrado en ningún libro nada que no
estuviera en ti desde el principio.
Por lo tanto, Dostoievsky, Góngora, Rabelais, Swift, Joyce, Kafka y todos los demás
escritores que han sido y serán, son para mí los incontables personajes del fresco
alegórico que se extiende por las paredes interiores del edificio de la lectura y que solo
puedes contemplar desde dentro, en su centro y leyendo tal y como vives.
La lectura no te ayuda a ser más culto (eso sería esnobismo), sino a ser una
persona más verdadera. A entender mejor la vida, a diferenciar mejor los sueños
de las motivaciones. Por supuesto, no todos los libros son para cualquiera. Porque un
libro es una colaboración entre el escritor y el lector. Cada uno tiene sus preferencias y
sus gustos. Hay sin embargo libros que alcanzan un gran consenso entre los que aman y
conocen la literatura.
No voy a hablar aquí de los autores de superventas, aunque no los desprecio. Paulo
Coelho no es un gran escritor, pero podemos aprender en él un código ético positivo y
fructífero. Tampoco la autora de Harry Potter es una gran escritora, pero ha conseguido
hacer felices a millones de personas. Un autor de superventas vende productos estándar,
perfectos y útiles como los coches, los frigoríficos o las lavadoras de las grandes
superficies.
Un escritor verdadero es algo completamente distinto. Lo notas desde las primeras
páginas de su libro. Basta con “palpar” esas páginas con la mente: no son lisas como las
de los otros autores, sino que tienen una textura propia: son satinadas, aterciopeladas,
rugosas, sientes en los dedos el relieve de un dibujo o la aspereza de un estropajo.
Viven, laten, tienen personalidad, te sacan desde el principio de tu banal vida de bróker
o de dealer legal y te trasladan a la piel de Raskolnikov o de Julian Sorel o de Leopold
Bloom, personas extraordinarias que te hacen a ti también extraordinario.
Lee a Borges y conseguirás ver por ti mismo, brillando en la penumbra, esa esfera
minúscula llamada Aleph en la que se concentra Todo, el universo entero, todo lo
que ha sido y será. Lee a Nabokov y entrarás con él en el arcoíris para recorrer el aire
de color rojo, naranja, amarillo, verde… Lee a Thomas Pynchon y descubrirás quién es
la misteriosa V., la mujer desmontable, y cómo ha estado ella siempre presente en todos
los momentos fundamentales de la historia del siglo pasado. Un libro es una hiper-
película porque de él no emanan imágenes pasivas, sino que estas son creadas por tu
cerebro a partir de tus recuerdos, tus sensaciones, tus sueños y tus lecturas.
Nada puede por lo tanto sustituir a un libro, la lectura es el más acabado modo de
construirte a ti mismo como una persona verdadera: sabia y sensible y sensual. Y
un buen libro, inolvidable, que te persigue siempre no porque recuerdes su acción, sino
porque cambia tu forma de pensar, es una experiencia viva y embriagadora como la
droga o como una visión mística.
De vez en cuando dormitan también incluso los que leen al bueno de Homero. Termino
mi café y, tras permanecer largo rato con la mirada perdida en el vacío, continúo con la
lectura del Pelida Aquiles, desplegada en la pantalla de mi teléfono móvil. No hay
ningún hybris. Homero sigue siendo Homero. Arriba flotan las nubes de porcelana,
impasibles, y aquí, tumbado sobre la mesa, está mi gatito, que me mira con sus ojos de
color azur. Las ramas de los rosales silvestres tienen brillantes espinas rojas y frutos
anaranjados. El viento tiene un brillo especial en esta mañana de otoño. No se sabe de
dónde viene ni adónde va. Pronto desapareceré en la nada, pero este instante es más
eterno que la nada. “¡Instante, quédate conmigo”, me digo sonriente, “eres tan
hermoso!”.
Puedes leer una entrevista con Cartarescu en WMagazín en el siguiente enlace: “La
misión de los artistas es recordar quello que no recuerda nadie”.