La Muerte de La Esperanza - Eduardo de Guzman
La Muerte de La Esperanza - Eduardo de Guzman
La Muerte de La Esperanza - Eduardo de Guzman
Le Libros
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(Romancero español)
BREVE ACLARACIÓN PRELIMINAR
Aunque no publicado hasta ahora, el relato que sigue fue escrito hace muchos
años. Tantos, que el autor no había cumplido todavía la mitad de los que ahora
tiene y no necesitó forzar su memoria para reconstruir hechos y sucesos que
estaban grabados en su mente con la frescura de haberlos vivido pocas horas
antes.
Esta crónica de unos días excepcionales fue redactada sin propósito firme de
publicarla; apuntes tomados para sí mismo de unos acontecimientos decisivos en
la vida del país, no tenían otra finalidad que servir de base y apoyo a unos trabajos
futuros de mayor amplitud. Las circunstancias hicieron que las cuartillas quedasen
arrinconadas, olvidadas en la vorágine de la guerra primero y, después, en las
dolorosos incertidumbres que la posguerra representó para cuantos no lograron
triunfar en la sangrienta contienda.
Al releer ahora lo que escribió un día ya remoto, el autor lo ha encontrado —
no sin cierta sorpresa por su parte— sugestivo e interesante, juzgando que su
divulgación puede ser más oportuna que nunca. No para satisfacer vanidades
literarias o personales, que el tiempo le curó de ellas si alguna vez llegó a
padecerlas, sino por entender que el relato evoca —cree que con fiel exactitud—
el clima tenso de Madrid en un momento crucial de su historia; el ambiente
enrarecido y violento que se respiraba y el generoso desinterés con que jóvenes
de todos los matices ideológicos asumían voluntaria y gozosamente su papel de
protagonistas y mártires de una guerra fratricida, prólogo indudable y directo de
una conflagración de mayores dimensiones que habría de decidir los destinos de la
Humanidad durante varias generaciones.
Se trata en resumen, como comprobará quien siga leyendo, de un amplio
reportaje directo y veraz de cuanto aconteció en la capital de España durante las
febriles jornadas de julio de 1936. El autor cuenta con sencillez, sin adornos
retóricos, lo que vio, oyó y vivió en los centros oficiales, las redacciones de los
periódicos, las barriadas obreras, la sede de las organizaciones sindicales y la
calle. Sobre todo la calle, escenario incomparable en estos días de explosiones de
júbilo o desesperanza, manifestaciones tumultuosas, combates encarnizados, gestas
heroicas y sacrificios anónimos. Lejos de ella, en despachos ministeriales o puestos
de mando, había hombres que trataban de dirigir y encauzar, con mayor o menor
acierto, los trascendentales acontecimientos. Pero el factor decisivo —aquí como
en el resto de España— estaba en las calles y en los campos, en millares y millares
de luchadores que se disponían a combatir —a morir si era preciso— en defensa
de causas que consideraban justas, merecedoras de afrontar todos los riesgos
imaginables por conseguir hacerlas triunfar.
Por encima de los acontecimientos históricos que se desarrollan y aun siendo
hechos de capital repercusión en la vida de millones de españoles —incluso en la
de muchos que todavía no habían nacido—, está el interés fascinante del retablo
grandioso y bárbaro a un tiempo de una gran ciudad aprestándose para intervenir
en la contienda que se inicia o participando de lleno en ella. El cuadro alucinante
en que luchan, triunfan, fracasan o mueren muchos millares de personas, cuyos
nombres, hazañas, heroísmos o cobardías no recogerá nadie, tiene mayor
importancia que los sucesos que son consecuencia lógica de su manera de pensar
y sentir en una hora crítica. La narración de un episodio o suceso resulta
relativamente fácil, aunque haya transcurrido mucho tiempo desde que se produjo.
Mucho más arduo y trabajoso, pero también más trascendente, resulta pintar el
clima de general exaltación que hizo que lo excepcional llegase a parecernos
enteramente natural.
Sin habérselo propuesto de antemano, el autor cree haber conseguido
resucitar en su reportaje —memorias personales de hechos que adquieren mayor
volumen histórico con el transcurso del tiempo— el ambiente y el pulso de Madrid
en aquellas dramáticas jornadas. Lo hace con toda la imparcialidad posible en
quien se siente implicado en las consecuencias de la lucha entablada. Fácilmente
se descubre que el autor no niega sus sentimientos porque sería pueril y absurdo,
escribiendo para sí mismo, pretender engañarse. Ha dejado hoy el relato en la
forma en que fue escrito —sin más modificación que algunas precisiones acerca
de la suerte corrida por varios de los personajes que cruzan por la escena—
porque nada más lejos de su ánimo que pretender confundir o equivocar a nadie
respecto a la forma en que hace treinta y siete años interpretaba los
acontecimientos que se desarrollaban ante sus ojos.
PRIMERA PARTE
VIERNES, 17 DE JULIO
Son las cuatro de la tarde y el sol implacable de julio deja caer sobre la
ciudad una lluvia de plomo derretido. En las calles desiertas, el asfalto
reblandecido se pega a las suelas de los zapatos y una ligera neblina hace oscilar
los edificios ante los ojos somnolientos. Cansado, sudoroso, desabrochado el
cuello de la camisa, camino despacio, buscando la protección de la escasa
sombra. Igual hacen las pocas personas con quienes me cruzo. Tras las puertas
entornadas, los balcones medio cerrados y las persianas corridas, millares y
millares de madrileños duermen la siesta. Otros, menores en número pero
superiores en fortuna, disfrutan y a en las play as cantábricas de un veraneo
reparador.
Pienso en ellos con envidia. Por desgracia, ni este año habrá veraneo ni esta
tarde siesta. Tengo sueño atrasado como consecuencia obligada del ajetreo de
estos días en que he de permanecer levantado hasta bien entrada la mañana y
volver a incorporarme antes del mediodía, por si durante las pocas horas de
sueño agitado y nervioso ha sucedido lo que todos esperamos y tememos a un
tiempo. Llevo así no sé y a cuántas noches; igual le sucede, como mínimo, a otro
medio millón de españoles de todas las creencias e ideologías. Supongo que todos
sentirán en este instante lo mismo que y o: un deseo vehemente de tumbarse a
dormir y permanecer un par de días sin moverse de la cama.
Envuelto en el bochorno de la tarde estival, encamino mis pasos al Congreso.
Lo hago maquinalmente, por una especie de inercia, obediente a la costumbre de
ir allí cada tarde en busca de noticias, aunque de sobra sé que hoy no las
encontraré. El Parlamento ha aplazado sus sesiones y anteay er, luego de la
borrascosa y dramática reunión de la Diputación Permanente, casi todos los
diputados salieron a toda prisa con rumbo a sus respectivas provincias. Sin
embargo, y por si surgieran de pronto graves sucesos, conviene darse una vuelta
por el viejo caserón. Igual harán otros compañeros; probablemente los mismos
que unas horas antes, alrededor de la una, visitaron —también como todos los
días— al ministro de la Gobernación para oír de sus labios la tranquilizadora
noticia de que en toda España reina una paz octaviana.
Experimento una clara sensación de alivio al entrar. En contraste con el calor
asfixiante de la calle, la temperatura del interior resulta agradable. Porteros,
ujieres y ordenanzas aparecen en sus puestos, pese a que apenas hay vida esta
tarde en el Congreso. El salón de sesiones permanece sumido en profundas
tinieblas; las tribunas están vacías y en los anchos pasillos y las amplias salas
decoradas aparatosamente al gusto isabelino, reina un completo silencio, extraño
y un poco deprimente, recordando la animación y el bullicio de sólo una semana
atrás.
En el bar del Congreso, envuelto en una suave penumbra, encuentro a un
grupo de compañeros. Son informadores políticos de diversos periódicos
madrileños, para ninguno de los cuales constituy e una sorpresa el abandono y la
calma que impera en el viejo palacio esta tarde estival. Todos sabemos que
España vive un instante crítico en este 17 de julio de 1936; una hora tensa,
angustiada, víspera de algo trascendental y decisivo, aunque nadie acierte a
profetizar exactamente de qué. Sucesos de extrema gravedad pueden producirse
—tienen que producirse, mejor— en cualquier momento. De eso, que es lo único
que importa y cuenta en este día, hablamos inevitablemente los periodistas
reunidos en el bar, tratando cada uno de defender sus puntos de vista, que casi
siempre coinciden con los del periódico a que pertenece y en todos los casos con
los del partido político o la organización sindical en que milita.
Pero, en contra del lógico y natural apasionamiento, hablamos en un tono
apagado y mortecino. El calor sofocante invita a la siesta; el monótono ronroneo
de los ventiladores que agitan el aire, sin conseguir refrescarlo, acentúa el sopor,
y todos llevamos varias noches en vela. Desde que al atardecer del domingo fue
asesinado el teniente Castillo y en la madrugada del lunes corrió Calvo Sotelo la
misma trágica suerte, ninguno de nosotros ha logrado descansar un solo día lo
suficiente.
Cada tarde se anuncia, con may or insistencia que la víspera, una sublevación
militar inminente y es preciso pasarse la noche pendiente de los teléfonos, atento
a los más diversos rumores, corriendo de un lado para otro, a fin de confirmarlos
o desmentirlos con la máxima rapidez. Aun cuando no pase nada en la noche que
termina, todo puede ocurrir en el día que alborea, y quien se tumbe
despreocupado a dormir ocho o nueve horas, puede encontrarse al despertar con
un cambio completo en el panorama nacional.
Cinco jornadas así, en una constante guerra de nervios y amenazas, están a
punto de terminar con nuestra resistencia física. Interesados, más interesados que
nadie —por sumar a los motivos de índole profesional otros políticos y personales
—, las noches sin dormir acumulan grandes cantidades de sueño en nuestros
párpados e impregnan las palabras de un suave escepticismo.
—Convenceos, muchachos —dice uno—, de que las revoluciones no se
anuncian a hora fija, como las corridas de toros. Ya veréis cómo al final no pasa
nada.
—¡Hum! —replica otro, con aire somnoliento. Esta vez va en serio. Lo que
anteay er dijeron Gil Robles, Vallellano e incluso Ventosa…
—¡Palabras, palabras y palabras…! Tendrían que estar locos de remate para
echarse a la calle, haciendo inevitable la revolución que temen.
—La revolución está y a en la calle —sostiene un tercero, con momentáneo
acaloramiento—. Si los militares no la atajan pronto…
—¿Otra « sanjurjada» ? —le interrumpe alguien, burlón— ¡bah! Cuatro
guardias de asalto bastan para terminar con ella.
—¡Estáis listos…! Lo del 10 de agosto no volverá a repetirse. Ahora no será
un general aislado el que se levante, mientras los demás esperan cruzados de
brazos a que les saque las castañas del fuego.
—¡Peor para ellos! Los trabajadores están alerta y la lección de Asturias…
—Lo único que hace falta —sentencia otro, silencioso hasta este momento—
es que Casares se líe la manta a la cabeza y meta en cintura a todo Cristo.
La charla se anima unos minutos, pero no tarda en languidecer. Son muchos
días de hablar de lo mismo, hacer idénticas conjeturas y emplear iguales
razonamientos. Aunque en el grupo hay periodistas de las más diversas
tendencias, cada uno sabe lo que van a decir los demás y puede anticipar sus
palabras. Los argumentos carecen de novedad y la discusión de interés. Vuelve a
hacerse el silencio y los ojos de varios se cierran maquinalmente, añorando el
placer de una buena siesta.
Pero no habrá descanso para ninguno. Mientras subsista la gravedad de la
situación tendremos que permanecer en plena actividad. En el mejor de los
casos, cuando la tormenta se disipe y vuelvan la política y la vida nacional a sus
cauces normales, estaremos y a en el otoño. En el peor, nadie sabe lo que puede
ocurrir.
—Bueno —masculla uno, encogiéndose de hombros—, y a dijo Larra que en
España nunca pasa nada.
—Sí —respondo—. Es ella siempre la que pasa por todo.
(Somos diez los periodistas que esta tarde estival nos encontramos en el
Congreso. Ninguno se muestra optimista al enjuiciar la situación, pero ni el más
pesimista del grupo puede imaginar siquiera la trágica suerte que nos espera. De
los diez, la mitad morirán violentamente antes de concluir el año; uno de ellos
será mi hermano Ángel —redactor de La Libertad lo mismo que y o—, que
pierde la vida en el Alberche el 15 de octubre de 1936. Suerte igual correrá el 1
de may o de 1940, una vez terminada la contienda, Manuel Navarro Ballesteros,
de Mundo Obrero. De los cuatro restantes, tres —Gutiérrez de Miguel de El Sol,
Pérez Merino de Claridad y y o— seremos condenados a muerte en consejos de
guerra sumarísimos y pasaremos en presidio los años de nuestra juventud. Sólo
uno de los presentes escapará relativamente bien: Roncero, de Ahora, que
cruzará la frontera para iniciar en Francia un prolongado exilio).
Un hombre de mediana estatura, cuy a rapidez de movimientos contrasta con
su corpulencia, asoma un momento la cabeza buscando a alguien con la mirada.
Al no encontrarlo en el bar, da media vuelta y se aleja sin pronunciar palabra.
Pero uno de los periodistas le ha visto de refilón y reconocido en el acto. Toda su
somnolencia desaparece de golpe y se pone en pie dispuesto a darle alcance,
mientras exclama, sorprendido:
—¡Qué raro…! ¡Prieto aquí a estas horas…!
Todos salimos tras él. Segundos después rodeamos a Prieto en uno de los
pasillos. Don Indalecio —cara redonda, párpados carnosos, ojos de miope—
tiene un gesto de honda preocupación en el semblante. Nos conoce a todos y se
anticipa a las preguntas que tenemos en la punta de la lengua.
—Vengo —dice— a reunirme con la Ejecutiva del Partido Socialista.
Hace una pausa, como si necesitara tomar aliento; luego, dejando caer con
lentitud las palabras, añade:
—La guarnición de Melilla se ha sublevado esta tarde. Los trabajadores están
siendo pasados a cuchillo.
Mientras habla llegan, jadeantes por el calor y las prisas, diversos miembros
de la Ejecutiva. A Prieto le urge reunirse con sus compañeros para decidir
rápidos las medidas a tomar en vista de la grave situación planteada. No se
molesta en darnos detalles de lo sucedido en la población marroquí. Es posible
que los ignore aún; también que prefiera reservárselos por el momento. Ninguno
de nosotros le apremia. Los detalles son cuestión secundaria y vendrán más
tarde; lo fundamental ahora es la noticia en sí.
Corremos hacia las cabinas telefónicas. Cada uno habla con su periódico para
comunicar lo que sucede, que no por esperado resulta menos sensacional. Luego,
sin salir del Congreso, tratar de conseguir confirmación y, a ser posible,
ampliación, de lo dicho por don « Inda» . Varios pedimos a un tiempo
conferencia telefónica con Melilla. Hemos de aguardar impacientes unos
minutos que se nos antojan siglos; al final…
—Lo siento, señor; la linea está averiada.
Tampoco resulta posible hablar con Ceuta, Tetuán o Larache, porque todos los
cables se han estropeado de repente. Como es lógico, todos sabemos que la
presunta avería no pasa de ser una excusa. Confirma en cierto modo lo
anunciado por Prieto. Sin embargo, una duda se abre paso en nuestro ánimo: ¿se
ha extendido la rebelión a toda la zona española de Marruecos o ha cortado las
comunicaciones el propio gobierno?
—Quizá si hablásemos con Málaga y Algeciras…
Lo hacemos sin conseguir aclarar nada. En Algeciras y Málaga saben todavía
menos que nosotros. Circulan los mismos rumores que en Madrid y los ánimos
están muy excitados. Sin embargo, carecen de noticias concretas del otro lado
del Estrecho. Los barcos de Ceuta, Tánger y Melilla llegaron sin novedad a la
hora acostumbrada.
—Cuando salieron había tranquilidad. Claro que después…
Lo sucedido después, lo que esté ocurriendo en este mismo instante, es lo
único que verdaderamente interesa e importa. Pero de eso, de todo eso, no
pueden decirnos una sola palabra las personas con quienes hablamos por teléfono
en las ciudades más meridionales de España.
—Bueno, alguien tiene que estar enterado en Madrid.
Todos tenemos amigos y conocidos en los lugares donde pueden informarnos
—ministerios de Guerra y Gobernación y Dirección General de Seguridad— y
cada uno procura localizar por teléfono a quienes en situaciones normales y en
un terreno confidencial le desmienten o confirman los rumores circulantes. En
esta ocasión, sin embargo, fallamos estrepitosamente en los primeros intentos.
Por una extraña y sospechosa coincidencia, una may oría de nuestros posibles
informantes no están en sus despachos ni nadie acierta a decirnos dónde
encontrarles. Logramos, no obstante, localizar a un par de ellos; ninguno aclara
nuestras dudas o disipan nuestros temores.
—No hagáis casos de bulos —es la respuesta unánime—. Si ocurriese
realmente algo importante, el gobierno se lo comunicaría al país. Mientras no
diga nada, es que no sucede nada.
—Pero la incomunicación telefónica con Marruecos…
—Una simple avería que estará arreglada dentro de media hora. Entonces
podréis hablar con Melilla y convenceros de que todo son fantasías.
Pese a las rotundas negativas de nuestros interlocutores telefónicos, es fácil
advertir un tono de ansiedad y nerviosismo en sus voces. Si alguno de nosotros
hubiera puesto en cuarentena el sensacional anuncio de Prieto, la pretendida
avería telefónica y las denegaciones oficiales habrían sido suficientes para
convencerle. A la media hora nadie abriga la más remota duda. La rebelión
militar podrá tener may or o menor alcance, pero es indudable que ha
comenzado.
El bar, los pasillos y las salas del Congreso empiezan a llenarse. Llegan
apresuradamente políticos, periodistas y curiosos. Todos los que tienen acceso al
edificio del Parlamento y que por un lado u otro han oído rumores de lo que
sucede, acuden ansiosos por enterarse de algo más. Se forman corrillos en los
que se habla y discute a voces. Todo el mundo está plenamente convencido de
que la lucha —tantas veces anunciada y desmentida durante la última semana—
es y a una trágica realidad, aunque nadie conozca todavía las exactas
proporciones del movimiento.
—Triunfará sin dificultad en todo Marruecos —afirma, convencido, el
comandante Ristori, un marino republicano que morirá tres meses después
peleando en Torrejón—, porque están comprometidos los jefes de Regulares y el
Tercio. Hace quince días se lo dije al ministro, que no me hizo el menor caso.
Ahora…
—Casares sabe perfectamente lo que hace —salta en defensa del ministro un
diputado de Izquierda Republicana—. Me consta que el gobierno ha tomado las
medidas precisas y puedo asegurarles que la subversión quedará aplastada en
menos de cuarenta y ocho horas.
Carentes todos de información exacta y directa, cada uno tiene una opinión
diferente acerca de la importancia del alzamiento. No faltan los optimistas que,
dando por descontado que el gobierno tiene en sus manos todos los resortes,
confían en una repetición de lo sucedido el 10 de agosto. En general, los
elementos gubernamentales temen, más que a los militares sublevados, a las
organizaciones obreras.
—¡Habrá que tener mucho cuidado —advierten seriamente— con la CNT y
los comunistas, que pretenderán aprovecharse del río revuelto!
Para muchos de los seguidores entusiastas de Azaña, Martínez Barrio,
Casares, Sánchez Román o Maura, el verdadero peligro para el régimen está a la
izquierda. La República puede defenderse de los generales levantiscos sin
grandes dificultades; con los guardias de Asalto y la Guardia civil —en cuy a
tradicional fidelidad y disciplina tienen una fe ciega— habrá más que suficiente
para ahogar cualquier intentona descabellada.
—En la península no se moverá nadie y lo de Marruecos quedará liquidado
en tres o cuatro días.
Es la opinión predominante entre los elementos republicanos. Sin embargo,
algunos que no pertenecen a las minorías gubernamentales no son tan optimistas;
tampoco lo son, en general, los socialistas. Unos y otros saben que la energía
verbal de Casares no tiene traducción exacta en los hechos; que lleva tres meses
amenazando a diestro y siniestro, pero dejando que fascistas y antifascistas
diriman sus diferencias en mitad de la calle a balazo limpio. ¿Habilidad
maquiavélica para que sus enemigos se destrocen mutuamente?
—¡Claro que sí! El Gobierno tiene sus fuerzas intactas mientras se debilitan
los enemigos de la República.
—Pero lo de Melilla…
—¡Fuego de virutas! Casares controla la situación. ¿O le cree tan insensato
como para estar todo este tiempo cruzado de brazos? ¡Ni pensarlo! Conoce la
conspiración hasta en sus menores detalles y la aplastará sin tardanza ni
contemplaciones.
Los ugetistas tienen dudas más que fundadas; los comunistas creen que el
gobierno debe apelar al pueblo y apoy arse en el Frente Popular; los hombres de
la CNT desconfían de Casares y dan por descontado que habrán de ser los
trabajadores armados quienes en última instancia derroten a la subversión militar.
Pero la CNT no tiene representación parlamentaria, los comunistas son muy
escasos y los socialistas se hallan profundamente divididos. Si los caballeristas
exigen una rápida distribución de armas, los seguidores de Prieto y Besteiro se
oponen en redondo.
—Nuestra obligación —afirman— es secundar al gobierno y mantener a todo
trance la legalidad republicana.
No es preciso en su opinión recurrir a medidas extremas para vencer la
rebelión. Armar a las masas obreras podría resultar contraproducente. Por atajar
un peligro relativo, se crearía otro cien veces may or. Al poder público le sobra
con sus recursos normales para hacer morder el polvo a todos sus enemigos.
—No perdamos la cabeza, amigo —aconsejan algunos con ademán tranquilo
y gesto sonriente—. Los cuartelazos nada tienen que hacer en pleno siglo XX.
Los socialistas moderados y los republicanos históricos distan mucho de ser
may oría en el país; no obstante, lo son en las redacciones de los periódicos
madrileños y en los llamados círculos políticos de la capital de España. En
cualquier caso, tienen una indudable may oría entre las personas que al atardecer
del 17 de julio hablan y discuten en los salones y pasillos del Congreso. Si no
logran contagiar a los demás su panglosiano optimismo, consiguen cuando menos
llevar la voz cantante, profetizando unánimes e incansables el inmediato fracaso
de la sublevación.
—Tengo el coche a la puerta —dice Sánchez Monreal, director de la Agencia
Febus, a un grupo de compañeros—. Si salimos después de cenar, de madrugada
estaremos en Córdoba y a mediodía en Málaga o Algeciras.
Quiere cruzar el Estrecho y llegar a Marruecos tan pronto como se
restablezcan las comunicaciones. Díaz Carreño, redactor de La Voz, va con él. Yo
pretendo acompañarles, pero el director del periódico en que trabajo, que acaba
de llegar al Congreso, considera mucho más conveniente para La Libertad mi
presencia en Madrid.
—Nadie sabe lo que puede pasar aquí esta noche o mañana —argumenta—.
Por grave que sea lo de Marruecos, la batalla decisiva habrá de librarse en
Madrid.
Antonio Hermosilla es un hombre alto, delgado, con el pelo casi blanco y un
ligero tic nervioso. No es un escritor brillante, pero tiene un magnífico sentido
periodístico y sabe rodearse de los hombres que necesita. En sólo tres años ha
cuadruplicado la tirada de La Libertad, ahora uno de los diarios de may or
circulación de todo el país. Políticamente es, como su periódico, republicano de
izquierda; con un izquierdismo moderado que no sobrepasa los límites de un
socialismo reformista y gubernamental. Colaboradores asiduos de La Libertad
son, entre otros muchos, Albornoz, Prieto, Barcia y Martínez Barrio, y de manera
más excepcional Sánchez Román y el propio Azaña. No obstante, Hermosilla no
comparte en modo alguno el optimismo de otros republicanos, acaso porque
desconfía de la decisión y acierto de Casares Quiroga.
—¡Ojalá todo quede reducido a lo de Melilla! —exclama, nada convencido
de que así pueda ser.
Teme mucho que el pronunciamiento melillense sea el comienzo de una
sublevación que se extienda en pocas horas a todas las guarniciones peninsulares,
desencadenando una auténtica catástrofe nacional. De cualquier forma entiende
que es un poco pueril marchar ahora a Marruecos. Habrá tiempo de hacerlo si la
lucha se limita y circunscribe a las plazas de soberanía o a la zona del
Protectorado; de no ser así, lo que suceda en otros lugares, esencialmente en
Madrid, habrá de ser más importante y trascendental.
Termina entre tanto la reunión de la Ejecutiva socialista. Prieto se escabulle
habilidoso sin que los periodistas podamos abordarle de nuevo. Sobran, no
obstante, personas que nos informen de lo acordado. El Partido, que no forma
parte del Gobierno, apoy ará a éste, urgiéndole al propio tiempo para tomar las
medidas necesarias a fin de aplastar el levantamiento. En cuanto a los sindicatos
socialistas…
—La Unión General de Trabajadores responderá a cualquier tentativa
fascista con la huelga general revolucionaria.
No será, claro está, una huelga que estorbe o paralice la acción del Gobierno
y se limitará a las poblaciones en que los militares sublevados pretendan declarar
el estado de guerra. ¿Qué hará la CNT? Para la may oría la respuesta no ofrece
duda posible. Aunque la Confederación no firmo el pacto del Frente Popular,
contribuy ó decisivamente a su triunfo; está enfrentada con el gobierno de
Casares que apoy a a la patronal en la huelga de la construcción, que y a dura
muchas semanas, pero luchará con todas sus fuerzas contra el movimiento
derechista.
—De todas formas —insiste Hermosilla—, convendría conocer su reacción
frente a lo sucedido en Melilla.
Se la anticipo y o, seguro de no equivocarme. Pero la mía es una opinión
personal y al periódico le interesa conocer y divulgar la postura oficial de la
organización confederal en este momento crítico y decisivo. Bien. Buscaré a los
militantes más conocidos y responsables, a los miembros de los Comités que
dirigen la CNT y dentro de una hora, de dos como máximo, La Libertad estará en
condiciones de hacer públicas las decisiones tomadas por los sindicatos
revolucionarios.
Abandono el Congreso, donde la animación empieza a disminuir, convencidos
todos de que la información y las noticias están ahora en otros sitios. Salgo del
edificio al mismo tiempo que Hermosilla, Gómez Hidalgo y Lezama. Los dos
últimos forman parte también de la redacción de La Libertad. Hidalgo, diputado
de Unión Republicana, va en busca de su jefe político —Martínez Barrio—, que
es al mismo tiempo presidente de las Cortes y vicepresidente de la República;
Lezama encamina sus pasos hacia el ministerio de la Guerra para ver a Casares.
—Yo buscaré a Riquelme —dice Hermosilla—. Es probable que sea quien
más noticias tenga.
Riquelme y Hermosilla son amigos hace muchos años y viven en dos
hotelitos contiguos de la colonia del Viso. Riquelme, famoso por sus campañas
africanas, es uno de los pocos generales abiertamente republicano.
En la calle de Fernanflor, Monreal y Carreño se disponen a subir al coche del
primero y enfilar la carretera de Andalucía. Sonrientes, se despiden de algunos
compañeros.
—Mañana estaremos en Málaga, tal vez en Melilla, y sentiréis no habernos
acompañado.
(No llegan tan lejos, por desgracia. Su viaje se interrumpe en Córdoba. Es
gobernador de Córdoba un redactor de El Sol —Antonio Rodríguez de León—,
que les recibe con los brazos abiertos. Cuando se presentan en la mañana del 18
de julio, la situación en la ciudad de los califas es muy tirante. Las tropas están
acuarteladas y los trabajadores piden armas. Cumpliendo instrucciones de
Madrid, el gobernador se las niega; se las sigue negando cuando los militares
sublevados penetran en el Gobierno civil y le detienen. También son detenidos los
otros dos periodistas madrileños. Tras unas semanas de encierro, Monreal y
Carreño son puestos en libertad. No pueden volver a Madrid, pero sí reunirse con
sus familias, que veraneaban en San Rafael y han sido trasladadas a Valladolid.
Superando enormes dificultades, logran llegar a su punto de destino).
Cerca de la Puerta del Sol, en el primer tramo de la Carrera de San Jerónimo,
está el Café Rex. En él suelen reunirse por las tardes algunos militares
republicanos, esencialmente aviadores. Junto a Ramón Franco, frecuentan la
tertulia el teniente coronel Ortiz, los comandantes Camacho y Romero, los
capitanes Bay o y Rexach y el antiguo mecánico Pablo Rada. El piloto del Plus
Ultra no está en Madrid porque el gobierno le ha nombrado agregado militar a la
embajada de España en Washington, pero sí muchos de sus compañeros.
—No te molestes en entrar porque no encontrarás a nadie. Cada uno está y a
en el puesto que le corresponde.
Habla el capitán Rexach, con quien me cruzo en la entrada. Rexach —uno de
los sublevados de Cuatro Vientos, en unión de Queipo de Llano, Franco, Collar e
Hidalgo de Cisneros— es un hombre alto, de complexión atlética y gesto
decidido. Acaba de enterarse de lo sucedido en Melilla, que no le ha cogido de
sorpresa.
—Llevábamos muchos días esperando algo por el estilo. Ni en Getafe ni en
Cuatro Vientos nos pillarán dormidos. Seremos nosotros, probablemente esta
misma noche, quienes despertemos a más de cuatro.
Mientras habla, sube al coche que le espera junto a la acera y pisa a fondo el
acelerador. Le sigo con la vista mientras atraviesa como un loco la Puerta del Sol.
(Dentro de unas horas, Rexach estará en Sevilla dispuesto a bombardear Tetuán;
el próximo lunes él y un grupo de aviadores amigos influirán decisivamente en el
desenlace de la lucha en Madrid).
Como todos los anocheceres, grupos nutridos llenan por completo las amplias
aceras de la Puerta del Sol. Aquí y allá se forman corrillos en los que se discute
con apasionada vehemencia y que se disgregan al acercarse alguna pareja de
guardias. Abundan, desde luego, los transeúntes más o menos apresurados y los
simples curiosos, pero los elementos políticos están en aplastante may oría. Los
huelguistas de la construcción cambian impresiones o reciben consignas delante
mismo del ministerio de la Gobernación, que ha declarado ilegal el paro. Algunos
agitadores comunistas alzan de vez en cuando su voz en un grupo de obreros en
un improvisado mitin-relámpago. En los múltiples cafés se propalan y comentan
las últimas noticias, que casi siempre tienen más de fantásticas que reales. En las
bocacalles, retenes de asalto montan guardia para impedir alborotos y
manifestaciones.
—¿Dónde puedo encontrar a Val?
Conozco a los individuos a quienes me dirijo y ellos me conocen a mí.
Eduardo Val es el secretario del Comité de Defensa de la CNT madrileña. Dirige
la lucha de los obreros de la construcción y encabeza los grupos confederales de
acción. Hombre dinámico, largo en hechos y corto en palabras, va de un lado
para otro silencioso como una sombra, escabullándose una y otra vez de la
policía que hace meses sigue sus pasos. Se mueve en la clandestinidad como pez
en el agua y es difícil saber dónde encontrarle en un momento determinado,
aunque quienes le conocen saben que estará siempre en el sitio conveniente y
preciso.
—Habla con Isabelo; él te podrá decir lo que quieras saber.
Isabelo Romero, un metalúrgico de veinticinco años, inteligente y decidido,
forma parte también del Comité de Defensa. Es al mismo tiempo secretario del
Comité Regional del Centro. Como el Comité Nacional está detenido y la policía
clausuró hace varias semanas los locales de los sindicatos, lleva prácticamente
todo el peso de la organización. Ninguno más autorizado para exponer en estos
momentos la postura de la Confederación Nacional del Trabajo.
—Ya sabemos lo de Melilla —dice en cuanto nos vemos, antes de que tenga
tiempo de hacer la menor pregunta—. También sabemos que esta noche o
mañana empezará el bollo en toda España. La lucha será dura, sangrienta,
desesperada, pero los trabajadores vencerán.
Hijo de campesinos andaluces, nacido en la cuenca de Riotinto, Isabelo se ha
forjado en la lucha y la clandestinidad. Conoce las cárceles por dentro y sabe de
sindicalismo, de huelgas, de combates callejeros en defensa de las
reivindicaciones obreras. Valiente, infatigable y austero, quedándose muchos días
sin comer y no pocas noches sin dormir, cuenta con la confianza incondicional de
sus compañeros. Aunque su nombre sea casi desconocido fuera de los medios
confederales, millares de metalúrgicos y todos los militantes de las barriadas
extremas de Madrid, secundan sin la menor vacilación sus indicaciones.
—Con un poco de decisión y buena voluntad por parte de Casares —afirma
—, no habría peligro de golpe militar. Le han sobrado tiempo y oportunidades
para aplastar un complot que todos conocemos; pero ese tipo no ha hecho ni hará
nada mientras continúe en el poder.
Tiene ideas claras y concretas sobre la situación planteada —ideas que
reflejan y sintetizan las de toda la organización confederal—, y las expone sin
eufemismo ni veladuras. Desde hace meses —sostiene—, Casares realiza un
juego tan peligroso que casi equivale a un suicidio.
—Es un doble chantaje en que utiliza el fantasma de la revolución social para
amedrentar a las derechas y la amenaza de un golpe fascista apoy ado por los
militares para asustar a los trabajadores.
En el fondo, Casares no cree en ninguno de los dos peligros, pero los utiliza
como contrapesos de un balancín que le permite seguir en el gobierno y hasta
considerarse la única persona capaz de evitar una catástrofe nacional. Y no es lo
malo que se lo hay a creído hasta ay er, sino que lo siga crey endo en este
momento.
—Casares espera que se repita lo del 10 de agosto y le baste con una
compañía de guardias de asalto. Cuando quiera darse cuenta de la realidad —si
llega a dársela en algún momento—, y a resultará demasiado tarde.
La CNT está convencida de que las derechas lucharán estrechamente unidas
y que la pelea será a muerte. También que sólo los trabajadores combatiendo
heroicamente en las calles podrán impedir su triunfo. La lucha podría decidirse
en pocas horas si el gobierno entregase armas al pueblo.
—Pero eso no lo hará Casares ni con el agua al cuello.
Es posible que otro jefe de gobierno —nombrado apresuradamente cuando
y a está todo a punto de perderse— acceda a proporcionar armas a republicanos
y socialistas.
—A la CNT no se las dará nadie. Tendremos que tomarlas nosotros donde
estén. Bueno —añade con una sonrisa—, y a hemos empezado a cogerlas.
Es cierto. Desde el lunes los militantes confederales están movilizados, en
cualquier lugar de España los grupos de choque —armados con pistolas unas
veces, con cartuchos de dinamita otras, con simples escopetas de caza en la
may oría de los pueblos— pasan las noches en vela, vigilando las carreteras, los
puntos estratégicos de las ciudades y las proximidades de los cuarteles. Tienen,
además, instrucciones concretas: huelga general revolucionaria como réplica
inmediata a un levantamiento militar y lucha calle por calle y casa por casa con
todos los medios a su alcance.
—Esperamos que la UGT haga lo mismo y en muchos puntos está
funcionando de hecho la Alianza Obrera Revolucionaria. Como en Asturias hace
dos años, todos los trabajadores pelearemos ahora codo con codo.
—Lo malo —arguy o— es si la sublevación os pilla desprevenidos.
Mi interlocutor sonríe, mientras niega con repetidos movimientos de cabeza.
La Confederación ha pensado en esa posibilidad y tomado las medidas oportunas
para salvarla. Isabelo responde con energía, aunque, como es lógico, sin dar
nombres ni entrar en detalles minuciosos. La organización tiene enlaces dentro de
los cuarteles, porque los trabajadores movilizados continúan fieles a sus
respectivos sindicatos y en estos momentos pueden serles más útiles que nunca.
En algunos sitios son tantos que, puestos de acuerdo entre sí, resultan suficientes
para ahogar la subversión antes de que trascienda a la calle; en otros tienen
previstos medios eficaces para avisar a sus compañeros de la intentona; en
algunos escapando del cuartel a tiro limpio para dar la voz de alerta a quienes
aguardan fuera.
—Estamos mejor informados de lo que nadie supone —concluy e—, y no
somos tan confiados ni tan estúpidos como Casares.
Asiento convencido. Me consta de una manera positiva que los elementos
confederales ejercen una vigilancia permanente y discreta en determinados
lugares durante las veinticuatro horas del día. También algo que pocos sospechan
y tiene tanta o may or importancia: que sus servicios de información funcionan
con increíble rapidez y eficacia. Sus muchos afiliados en los servicios de
comunicaciones —teléfonos, telégrafos, ferrocarriles, etc— explican que las
noticias o los objetos —libros, manifiestos, pasquines de propaganda o pequeños
paquetes de armas y explosivos— lleguen con prontitud y sin tardanza a sus
puntos de destino. Respecto a las fuentes informativas, resultan mucho más
extensas, variadas y sorprendentes de lo que pueden imaginar quienes no
integran los cuadros defensivos confederales. Al millón largo de cenetistas hay
que sumar otro millón como mínimo de simpatizantes, amigos y familiares de
cualquiera de ellos, distribuidos por toda la nación.
—Será muy difícil que nadie de un solo paso perjudicial o amenazante para
la organización sin que nos enteremos a tiempo.
Hablo largo rato con Isabelo y con otros compañeros que interrumpen
nuestra charla para traerle noticias o recibir instrucciones. Como consecuencia,
son y a más de las diez de la noche cuando llego al periódico. La Libertad ocupa
un edificio de tres plantas en la calle de la Madera, muy cerca de la Gran Vía.
En la planta superior está la redacción; en la intermedia la administración; abajo
los talleres.
Las linotipias han empezado a funcionar, y tanto en la redacción como en los
despachos del director y subdirector del periódico hay más animación que
nunca. Están todos los que habitualmente participamos en la confección del diario
e incluso muchos redactores y colaboradores que la may oría de las noches no
hacen acto de presencia, limitándose a mandar sus cuartillas o comunicar por
teléfono las noticias; también abundan los amigos, casi todos políticos, ansiosos
por conocer las últimas noticias.
Pero, si hay mucha gente, no parece que nadie tenga la menor prisa en
escribir nada. Todo el mundo prefiere comentar y discutir los acontecimientos de
la jornada y sus inevitables consecuencias. En realidad, es lo único que se puede
hacer; nada de lo que se publique mañana tendrá la menor importancia, puesto
que no podrá rozarse siquiera el problema fundamental del momento.
—Orden tajante de la censura: ¡ni la más pequeña alusión a Marruecos!
—¡La táctica del avestruz! ¡Cómo si a estas alturas el silencio sirviera de
nada…!
La indignación es general entre los redactores. Casares cree, por lo visto, que
con no hablar del peligro, el peligro desaparece. La radio ha seguido toda la tarde
con sus programas habituales; en sus noticiarios no se ha mencionado siquiera el
nombre de Melilla. Algún periódico que pretendió lanzar una edición
extraordinaria tuvo que desistir ante la invasión policíaca de sus talleres. Ya que
son incapaces de evitar la sublevación, los ministros están decididos a hacer
cumplir a rajatabla su consigna de silenciar los hechos.
—El gobierno hace bien —sostiene Somoza Silva—. Divulgar la noticia del
pronunciamiento antes de haberlo aplastado, sembraría una alarma innecesaria y
peligrosa para el país.
Lázaro Somoza Silva es diputado provincial en representación de Unión
Republicana y se considera obligado a aplaudir todas las medidas
gubernamentales. Son varios los redactores del periódico que comparten su
opinión, que no en balde la inmensa may oría pertenece a uno u otro de los
partidos que integran la coalición ahora en el poder.
—Habrá tiempo sobrado de hablar mañana o pasado cuando la intentona
muera por consunción al ver sus promotores que no tiene repercusión alguna en
la península.
Como por la tarde en el Congreso, una may oría de republicanos cifra su
esperanza en que lo sucedido en Melilla sea un chispazo aislado que pueda
apagarse con la misma facilidad y rapidez que el de Sevilla hace cuatro años.
Gómez Hidalgo, que viene de hablar con Martínez Barrio y parece enterado de
muchas cosas que una elemental discreción le impide revelar, afirma:
—No hay que echar leña al fuego ni excitar los ánimos. Con calma y
sensatez, aún puede solucionarse el problema sin dolorosos derramamientos de
sangre.
Fernández Evangelista, que hace información en la Dirección General de
Seguridad y aparece un momento por el periódico, comparte el optimismo de
muchos. Piensa volver por el caserón de la calle de las Infantas y permanecer
allí toda la noche, igual que Alejandro de la Villa; sin embargo sostiene,
convencido:
—No haremos más que perder el tiempo. Desde Alonso Mallol para abajo,
todo el mundo tiene la plena seguridad de que no pasará nada. Por lo menos esta
noche.
En el centro policíaco no existe inquietud ni nerviosismo de ninguna clase.
Están tomadas, como es lógico, las necesarias medidas de precaución; pero son
las mismas de la víspera y de todos los días desde que los asesinatos de Castillo y
Calvo Sotelo elevaron la tensión política a su grado máximo.
—Quisiera compartir vuestro optimismo, pero no puedo —disiente rotundo
uno de sus oy entes—. Debió hacerse mucho en estos días y no se hizo nada para
evitar que las cosas llegaran a este extremo. Temo lo peor y creo que si el pueblo
se duerme estamos perdidos.
Luis de Tapia tiene y a sesenta y cinco años, no anda sobrado de salud y no
suele trasnochar. Escribe sus coplas por la tarde en cualquier café o en el mismo
Congreso, y las lleva o las manda al periódico. Por excepción, esta noche hace
acto de presencia en la redacción con gesto preocupado. Le asustan, mucho más
que los posibles riesgos personales, advertir que la falta de resolución y energía
de sus gobernantes pone a la República en el más grave de todos los trances.
Durante muchos lustros —desde que publicó sus primeros versos en El Imparcial
antes de terminar el siglo XIX— ha puesto su gracia e inteligencia al servicio de
un ideal que ahora —esta noche, mañana o pasado— corre grave peligro de
perecer.
—Si Casares no es capaz de defender la República, debe dejar que la
defiendan los trabajadores.
Republicano de toda la vida, sin ser ni pretender en ningún momento ser otra
cosa, Luis de Tapia coincide en este punto con Largo Caballero y con quienes,
libertarios o comunistas, están a la izquierda del líder de la UGT. Hace semanas
que Caballero aboga por el armamento de las milicias socialistas y esta tarde lo
ha hecho con redoblado vigor en la reunión de la Ejecutiva de su partido. Pero el
posible reparto de armas a los trabajadores constituy e por el momento la
manzana de la discordia entre republicanos y socialistas moderados de una parte
y el proletariado revolucionario de la otra.
—Armar al pueblo —arguy e, asustado, Gómez Hidalgo— significaría el
caos. La revolución sería la muerte de la República.
—¿Prefieres que la entierren sin lucha los militares monárquicos?
Se discute con pasión y vehemencia. Hay todavía quienes se niegan a creer
que el régimen se halle en peligro de muerte. Aducen que no todos los generales
son monárquicos y que incluso quienes lo son pondrán el cumplimiento de su
deber y el mantenimiento de la legalidad y la disciplina por encima de sus
ideales políticos. Que se hay a sublevado en Melilla un tabor de Regulares o una
bandera del Tercio no implica que el Ejército entero se ha de sumar a la rebelión.
—Batet y López Ochoa son republicanos —añade—, y ni el primero en
Cataluña ni el segundo en Asturias dudaron un solo segundo en cumplir al pie de
la letra las órdenes del gobierno de Lerroux y Gil Robles.
Igual se comportarán ahora todos los jefes militares; aunque tengan que
retorcerse el corazón, harán honor a sus promesas de lealtad hacia el régimen,
como hubieron de hacerlo quienes el año treinta y dos marcharon con sus tropas
sobre Sevilla o se negaron a secundar a Sanjurjo.
—¡Y para qué hablar de otros, como Queipo de Llano y Cabanellas…! —
concluy en con aire triunfal.
(Todo el mundo sabe que Queipo de Llano, sublevado en favor de la
República el 15 de diciembre de 1930, ha sido jefe militar de la Presidencia
durante todo el mandato de Alcalá Zamora. Respecto a Cabanellas, cuy os
entusiasmos republicanos y antecedentes masónicos no constituy en un secreto
para nadie, se recuerda una frase dirigida a Largo Caballero en los pasillos del
Congreso, delante de numerosos diputados y periodistas: « Si hace falta lanzarse
al campo para defender la República, cuente conmigo» ).
Eduardo Haro, subdirector de La Libertad, no se muestra muy convencido.
Antiguo marino ganado por el periodismo, conoce la mentalidad de sus viejos
compañeros de armas y no se forja excesivas ilusiones. Entre la oficialidad de la
Armada predominan los elementos aristocráticos y monarquizantes. Para los
pocos de ideología republicana, el ambiente es tan hostil que una may oría ha
tenido que pedir el retiro.
—Las guarniciones marroquíes —indica— no se habrían sublevado sin contar
de antemano con la escuadra; de no tener el apoy o incondicional de la Marina su
intentona estaría condenada a un fracaso irremediable y son los primeros en
saberlo.
Contra el desaforado optimismo de algunos, es de temer que la conspiración
tenga las extensas ramificaciones que se han denunciado cien veces durante las
semanas precedentes sin conseguir que Casares la tomase una sola vez en serio.
Para Haro será decisiva la actitud que adopten los marinos de guerra en las
próximas horas.
—La Escuadra está disciplinadamente al lado del gobierno —asegura Gómez
Hidalgo—, y me consta de una manera positiva. Los marinos fueron siempre
ejemplo de caballerosidad y no faltarán ahora a la palabra empeñada.
Ante el marcado escepticismo de quienes le escuchan, Gómez Hidalgo, tras
mirar receloso en torno suy o como si temiera que algún enemigo de la República
pudiera oír sus palabras para divulgarlas luego, decide comunicarnos una noticia
sensacional, no sin exigir antes la máxima discreción y reserva.
—A primera hora de la noche —asegura— ha salido de Cartagena una flotilla
de destructores con rumbo a Melilla. Llegará de madrugada, y si los rebeldes no
se entregan en el acto, les hará entrar en razón a cañonazos.
—¿Crees, de verdad, que los marinos bombardearán a los militares
sublevados en Melilla? —pregunta Haro, dubitativo.
—¡Naturalmente! La mejor prueba es que los barcos se han hecho a la mar
en cumplimiento de las órdenes dadas por el ministro.
El argumento parece definitivo. Lo es para aquellos de sus oy entes que están
convencidos de antemano de que lo sucedido en la ciudad africana es una locura
de un grupo de exaltados, sin posibles repercusiones en otros puntos del país. Pero
no para los demás; sobre todo para quienes recordamos los brindis pronunciados
en fecha reciente al final de un banquete celebrado en Ceuta y al que asistieron
numerosos marinos.
—Eso no fue más que la fantasía de una mente calenturienta —contesta
Hidalgo con gesto malhumorado—. El Gobierno hizo las correspondientes
averiguaciones y comprobó que no había nada de cierto en lo que se rumoreaba.
Somos varios los que seguimos sin convencernos. Entre los escépticos está el
propio director del periódico. Hermosilla no ha visto, como proponía al dejar el
Congreso, al general Riquelme, aunque ha logrado hablar por teléfono con él.
Como es natural dadas las circunstancias, el general se mostró reservado; no
obstante…
—Estaba en el Ministerio y de tener plena confianza en la escuadra me
habría hablado con un poco más de optimismo.
Le conoce lo suficiente para poder interpretar sus medias palabras en un
sentido que nada tiene de halagüeño para la causa republicana. Por el contrario,
Antonio de Lezama, que llega en este momento a la redacción y viene del
Ministerio de la Guerra, opina de manera opuesta. Admite que, en efecto,
Riquelme se muestra francamente pesimista; en cambio, en las demás personas
con quienes ha hablado predomina la euforia.
—La rebelión de Marruecos —afirma— está siendo y a eficazmente
combatida. No sólo en tierra, donde únicamente se ha sublevado una minoría,
sino desde el mar y el aire.
Ha estado con muchos amigos desde que abandonó a última hora de la tarde
el palacio de las Cortes; la may oría pertenecen a su mismo partido —Izquierda
Republicana— y desempeñan carteras ministeriales o cargos de fundamental
importancia en estos momentos críticos. Todos le han hablado con absoluta
sinceridad y puede confirmar no sólo la salida de Cartagena con rumbo a Melilla
de una parte de la escuadra, sino que la aviación leal al Gobierno no tardará
muchas horas en entrar en acción, caso de que no hay a entrado y a.
—A Casares no le ha sorprendido ni alarmado lo de Melilla. Cuando se lo
dijeron se echó a reír y contestó en tono burlón: « ¿Dicen ustedes que se han
levantado los militares? ¡Pues y o me voy a acostar tranquilamente!» .
La frase, claro está, constituy e una broma del jefe del Gobierno; pero,
también, el mejor indicio de su tranquilidad y de la confianza absoluta en que no
pasará nada que ponga en verdadero peligro al régimen. Esto, que es lo
fundamental, se lo han ratificado entre otros amigos Augusto Barcia y Marcelino
Domingo, con quienes acaba de charlar en plan confidencial.
—Es desagradable y triste lo sucedido en Melilla —concluy e—, pero es lo
menos que podía pasar dada la tensión reinante. Porque, aunque otra cosa
piensen algunos, lo ocurrido no es el comienzo de una sublevación general, sino el
aborto de una conjura y el paladino reconocimiento de su fracaso.
—Pero las repercusiones…
—No habrá repercusión alguna en la península. El Gobierno tiene en este
punto concreto una seguridad absoluta. Las severas medidas de precaución
tomadas han hecho desistir a los comprometidos. Los de Marruecos tendrán que
darse por vencidos cuando comprueben que se han quedado solos.
Algunos de sus oy entes asienten complacidos y satisfechos; otros, en cambio,
persistimos en nuestra desconfianza. Hermosilla quisiera creer lo que dice
Lezama, pero no puede, escarmentado por la completa ineficacia de Casares
durante las semanas precedentes; igual exactamente le sucede a Luis de Tapia.
Haro, por su parte, duda mucho de que la marina de guerra se enfrente con los
sublevados. Por mi parte, y o estoy convencido de que la lucha iniciada será larga
y sangrienta.
—Bueno —masculla Lezama, disgustado y molesto—. Por lo menos no
podréis negarme que son las doce de la noche y todavía no ha repercutido en
ningún lugar de la península el alzamiento de Melilla.
Tiene razón en este punto concreto. Marruecos sigue incomunicado y debe
seguirse luchando en diversos lugares con may or o menor encarnizamiento, pero
es el único sitio en que hasta ahora se lucha. Muchas horas después de haber
comenzado la sublevación melillense, la normalidad no se ha alterado en todo el
territorio peninsular. Cada poco rato los informadores destacados en la Dirección
General de Seguridad aseguran que no pasa nada. Al mismo tiempo van
celebrándose en la forma acostumbrada las habituales conferencias con los
diversos corresponsales en provincias y ninguno denuncia —¡todavía!— la
menor perturbación del orden público.
En Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza y Bilbao circulan los mismos
rumores que en Madrid y existe parecido nerviosismo. Sin embargo, ni los
soldados han salido a la calle ni en parte alguna se ha intentado siquiera declarar
el estado de guerra. Las autoridades gubernativas desempeñan sus funciones
exactamente igual que la víspera y los numerosos bulos que se lanzan a cada
momento no tardan en ser desmentidos rotundamente.
—Está bien. Reconozcamos que en este diecisiete de julio no se han
sublevado más que algunas guarniciones marroquíes. Pero ¿qué ocurrirá en el día
dieciocho, que comienza en estos momentos?
—Que los sublevados tendrán que rendirse —afirma Gómez Hidalgo,
convencido y seguro.
II
SÁBADO, 18 DE JULIO
DOMINGO, 19 DE JULIO
LUNES, 20 DE JULIO
EL PUERTO DE ALICANTE
(Así terminó la guerra de España)
I
MARTES, 28 DE MARZO
***
—Sí; y a sabemos que sólo llevas tres horas acostado, pero te necesitamos con
urgencia. Dentro de diez minutos irá un coche a buscarte.
Quien me habla forma parte del Consejo Nacional de Defensa, que hace
veinte días escasos acabó con las torpes maniobras y las burdas mentiras del
Gobierno fantasma de Negrín, refugiado a la sazón en un pueblo de Alicante, lo
más lejos posible de los frentes y lo más cerca de un aeródromo con aparatos
preparados con los motores en marcha. Aunque tengo mucho sueño —Castilla
Libre, que dirijo, se cierra de madrugada—, abandono la cama y media hora
después me presento donde me aguardan.
—La ofensiva fascista empezó hace una hora sin hacer ningún caso de
nuestras proposiciones de paz —dice González Marín apenas me ve—. No nos
queda otro remedio que resistir como sea.
Asiento convencido, sin vacilaciones. Nada puede resultar más desastroso que
entregarnos sin condiciones a merced del vencedor.
—Nos defenderemos como y donde podamos: en las ciudades, las montañas
o las costas —añade Val—. Lucharemos como gatos panza arriba y les haremos
pagar muy caras nuestras cabezas.
No me sorprende oírle. No puede sorprenderme cuando llevamos semanas
enteras hablando de esta resolución última y desesperada. Menos aún cuando
todos, por lo menos en público, opinan exactamente igual que nosotros.
—Los cien mil hombres que como mínimo sacrificarán los fascistas al
triunfar —prosigue Marín—, no deben ir al matadero con resignación bovina,
sino pelear como hombres y morir matando.
Todos los presentes hacen gestos de asentimiento. No existe la menor
discrepancia. En el momentáneo silencio que sigue a las palabras de González
Marín, me repito mentalmente los versos de Almafuerte hace pocos días
reproducidos en primera página de mi periódico: « No te des por vencido ni aun
vencido; no te sientas esclavo ni aun esclavo y que maldiga y muerda vengadora
aun rodando en el polvo tu cabeza» .
—Lo menos que podemos exigir —interviene Salgado— es tiempo suficiente
para evacuar a todos los que se consideren en peligro o no quieran vivir bajo un
régimen dictatorial.
—Tenemos la obligación moral y material de cumplir al pie de la letra la
consigna del Consejo —sostiene Pradas por su parte—: « O todos nos salvamos o
perecemos todos» .
—Si es preciso —concluy e Marín—, convertiremos las diez provincias que
nos quedan en otras tantas y gigantescas numancias.
En la reunión participan los dos representantes del movimiento libertario en el
Consejo Nacional de Defensa. Junto a ellos, un puñado de militantes conocidos de
la organización confederal, con puestos destacados en el frente y la retaguardia.
Aparte de varios jefes de brigada y división, que dentro de una hora estarán de
nuevo en las trincheras de Usera, el Jarama o Guadalajara, asisten José García
Pradas, director de CNT, y Manuel Salgado, jefe en estos momentos de los
servicios de información militar, igual que lo fue en los días dramáticos y
convulsos de noviembre de 1936.
—Todo el Consejo Nacional —informa Val— apoy a nuestra decisión
inquebrantable de resistir a cualquier precio. La única duda es Besteiro. Los
demás, todos los demás…
Sabe perfectamente cómo piensan porque hace una hora habló con ellos.
Tanto los militares —Miaja y Casado— como los representantes socialistas,
republicanos, ugetistas y sindicalistas —Wenceslao Carrillo, San Andrés, del Río,
Antonio Pérez y Sánchez Requena— están resueltos a cumplir la palabra
empeñada con el pueblo y los combatientes de lograr una paz honrosa o hacerse
matar luchando.
—Hasta en este momento crítico, cuando todo parece perdido a primera vista
—vuelve a hablar Pradas—, tenemos lo que nunca tuvimos en el pasado y
difícilmente volveremos a tener en un futuro previsible.
Es cierto, desde luego. Ahora, cuando la guerra se aproxima a su final y
muchos, perdida por completo la moral combativa, han huido o se niegan a
seguir luchando, los obreros —confederales, socialistas, republicanos y
comunistas— disponen todavía de medio millón de hombres organizados
militarmente, cientos de miles de fusiles y pistolas, un centenar de cañones y
otros tantos aviones y tanques. Hace tres, cuatro o cinco años cualquiera de
nosotros, con sola una centésima parte de ese material, se hubiera considerado
con fuerzas sobradas para hacer triunfar la revolución no sólo en España, sino en
medio mundo.
—El enemigo es, indudablemente, más fuerte. Merced a la aviación
alemana, las divisiones italianas y la traición de las democracias, y Rusia, que se
cruzan de brazos para dejar que nos aplasten, nos supera en tierra, mar y aire.
Pero en cualquier caso tenemos mil veces más armas y recursos que el 18 de
julio de 1936 cuando con las manos vacías nos lanzamos al asalto de los
cuarteles.
Aun descontando que tengamos perdida la guerra regular y clásica en que
llevamos empeñados treinta y dos largos meses, podemos proseguir mucho
tiempo todavía una contienda irregular y revolucionaria a base de guerrillas,
núcleos escogidos de resistencia, atentados, sabotajes y destrucciones en una
lucha feroz en la que nadie pida, ofrezca ni espere cuartel.
—Con las armas que tenemos —argumenta Mancebo—, el territorio que
dominamos y la fría desesperación de cien mil hombres que saben que su única
posibilidad de prolongar unos días su existencia estriba en continuar luchando,
pondremos a nuestras cabezas un precio tan elevado que el fascismo nacional e
internacional no sea capaz de pagarlo.
Murmullos de aprobación acogen las palabras de Pradas y Mancebo. Todos
estamos convencidos de que, por trágica que sea, la decisión numantina de morir
para impedir que el triunfo fascista sea un simple paseo, es la única salida
honrosa que nos permiten las circunstancias. Aunque no falte alguno que,
intoxicado aún por recientes actitudes propagandísticas, acaricie la ilusión de
acontecimientos extraños que pueden paliar e incluso evitar nuestra derrota.
—Hace diez días —dice— que Hitler entró en Praga ciscándose en los
acuerdos de Munich y riéndose de Chamberlain y Daladier. Aunque las
democracias sigan sin atreverse a reaccionar, tendrán que contestar un día a las
agresiones nazis y la segunda guerra europea o mundial…
No llega a concluir la frase. Son varios los que le interrumpen airados para
poner las cosas en su sitio. No podemos perder el tiempo discutiendo soluciones
mágicas a nuestra situación. Durante más de un año Negrín y los comunistas han
estado especulando con una guerra que, según todos los síntomas, no estallará en
ningún caso antes de que finalice la lucha en España. Los resultados están a la
vista.
—Sería pueril engañarnos a estas alturas con mentiras piadosas. Con guerra
europea o sin ella, ni Londres, ni París, ni Moscú, moverán un solo dedo para
salvarnos. Estamos solos, absolutamente solos, y no podemos confiar más que en
lo que personalmente seamos capaces de hacer. ¿Alguna duda?
Todos mueven la cabeza en gesto negativo. Incluso el compañero que se
atrevió a insinuar la posibilidad de que los acontecimientos internacionales
vinieran en nuestra ay uda, asiente a las palabras de Val, quien tras una breve
pausa, continúa:
—Hay que redactar un manifiesto enérgico, concreto y categórico que,
firmado por el Consejo Nacional de Defensa, sea radiado esta misma tarde. En
él, dirigiéndose a amigos y enemigos, es preciso exponer con brutal claridad y
sin paños calientes la trágica situación planteada por la ofensiva fascista y nuestra
decisión inquebrantable de morir matando.
A este manifiesto deben seguir y acompañar otros varios. Unos dirigidos a los
combatientes antifascistas cuy a vida corre el más grave y cierto de los riesgos de
terminar la guerra con una rendición tan incondicional como la que pretende el
enemigo. Habrá que hablarles con sinceridad y sin paliativos, diciéndoles la
suerte que les aguarda.
—Comisarios, policías, militares profesionales que han luchado al lado del
pueblo, periodistas, miembros de los partidos políticos, alcaldes o concejales en
los pueblos, etc., serán condenados a muerte y fusilados. Sabemos lo que sucedió
en otras regiones, esencialmente en Extremadura, Málaga y el Norte, y no cabe
que nadie abrigue esperanzas suicidas.
Comprendo perfectamente lo que se pretende. Más aún, lo encuentro no sólo
lógico, sino obligado. No tenemos por qué traicionar nuestros ideales y a quienes
pelean a nuestro lado, haciendo el juego al fascismo dispuesto a exterminarnos.
Adormecer el espíritu combativo de las gentes con una mentida seguridad de que
nada tienen que temer, sería la más imperdonable de las estupideces.
—Hay que decirles precisamente todo lo contrario: que no tienen nada que
perder hagan lo que hagan, porque si los fascistas ocupan la zona leal sin dar
tiempo a la evacuación de nadie, todo, absolutamente todo, lo tienen perdido y a.
—Empezando por su propia vida e incluso la de sus familiares.
—Algo semejante debe hacerse con otros manifiestos y proclamas no
dirigidas precisamente a nuestros hombres, sino a los que se hallan aún al otro
lado de las trincheras. Es preciso hacerles comprender que no podrán
engatusarnos con engañosos cantos de sirena ni con promesas inconcretas y
aleatorias.
De esta decisión de continuar luchando hasta el fin, de no confiar poco ni
mucho en promesas que en los vascos dejaron los más terribles recuerdos, se
desprende una conclusión forzosa que no tenemos por qué negar ni siquiera
callar. Antes al contrario, debemos divulgarla a los cuatros vientos.
—Si morimos matando y nuestras familias morirán con nosotros, no vamos a
sacrificarnos precisamente por salvar la vida de cuantos fascistas o simpatizantes
suy os viven aún en la zona republicana. Si se trata de una guerra de exterminio y
los nacionales no nos dejan otra salida, no seremos únicamente nosotros los
exterminados.
Transmitidas por radio, divulgadas por las agencias de información de medio
mundo, arrojados por millares sobre las líneas y poblaciones enemigas por los
pocos aviones que nos quedan, estas proclamas harán reflexionar a quienes nos
cierran todas las salidas.
—Si todos no podemos salvarnos, pereceremos todos. ¡Y serán ellos los que
tengan que elegir entre los dos términos de este dilema!
Existe absoluta unanimidad de parecer entre todos los reunidos. Tomo notas
de los acuerdos adoptados y trabajo con febril actividad durante varias horas.
Apenas he dormido la noche pasada, pero el sueño ha huido de mis párpados. Me
mantiene despierto la seguridad de que, dado lo extremo de las circunstancias
que vivimos, lo que estoy escribiendo puede tener para muchos, incluido y o
mismo, una importancia vital. Procuro exponer en forma concisa y precisa las
indicaciones apuntadas, expresar en el menor número posible de palabras la
resolución firme del movimiento libertario de no abandonar las armas sin una
seguridad previa, plena y total de que cuantos se crean en peligro puedan
abandonar la zona republicana.
Redacto manifiestos largos justificando nuestra posición y breves y
encendidas proclamas. De unos apenas si se harán unos centenares de copias; de
otros se editarán millares y millares de ejemplares y y a antes de terminar de
escribirlos están en marcha las rotativas que han de multiplicar un texto que se
quiere hacer llegar a las multitudes. Unos y otros se atienen escrupulosamente a
las directrices recibidas y están preparados al caer la tarde para su inmediata
distribución.
—El Consejo Nacional de Defensa se reunirá dentro de una hora. Antes de
dos, daremos lectura por radio al primer manifiesto. Será la señal para empezar
sin pérdida de minuto a distribuir todos los demás.
Ha vuelto el sueño una vez terminada la urgente tarea que me fuese
encomendada por la mañana. Pero no es momento adecuado para tumbarse
cuando la ofensiva enemiga iniciada en Extremadura puede verse secundada en
cualquier instante por otros ataques a fondo en los diferentes frentes.
Positivamente sabemos que hay varios cuerpos de ejército desplegados en los
alrededores de Madrid y en el frente del Tajo para asestarnos lo que pretende ser
el golpe definitivo. Sólo una actitud resuelta y desesperada del Consejo puede
galvanizar los frentes y la retaguardia para impedir un triunfo inmediato y fácil
de nuestros adversarios.
—Aunque Besteiro pondrá algunos reparos —indica González Marín, al
dirigirse a la reunión—, todos los demás, empezando por Miaja, secundarán sin
vacilaciones nuestra posición.
Le creo. Dada la negativa enemiga a tomar en consideración las propuestas
de paz y la ofensiva iniciada para exigir una rendición incondicional que a todos
puede conducirnos al paredón, no cabe otra salida que la defendida por nosotros
y compartida, de mejor o peor gana, por el resto de los sectores antifascistas.
Pueden existir discrepancias entre nosotros respecto al régimen futuro de España
caso de haber logrado la victoria, pero no cabe duda que a todos —republicanos,
socialistas, comunistas o confederales— nos tratará el enemigo de igual manera.
—Y todos, empezando por los propios miembros del Consejo Nacional de
Defensa, habrían de sentir no perecer antes de caer en sus manos.
Espero en el Comité Regional de Defensa el resultado de la reunión que se
está celebrando en el ministerio de Hacienda. Lo mismo hacen otros muchos.
Son enlaces que se aprestan a llevar a los frentes cercanos las proclamas que se
están acabando de imprimir en esta tarde dominical; delegados de barriada y
sindicatos que aguardan impacientes instrucciones concretas.
La espera se prolonga mucho más de lo previsto. Al final, alguien da por
teléfono una noticia que nos resistimos a creer. Es preciso que la radio la difunda
a los pocos minutos para que le concedamos el menor crédito. En lugar de una
resistencia a ultranza y desesperada, el Consejo Nacional de Defensa ordena que
en los frentes donde ataque el enemigo las fuerzas republicanas levanten bandera
blanca y se entreguen sin ofrecer la menor resistencia.
La orden inesperada es acogida con gritos de rabia e indignación. Algunos
hablan abiertamente de traición y sostienen que hay que hacerse comer la
vergonzosa consigna a quienes la han dado. Manuel Salgado, que acaba de llegar,
trata inútilmente de serenar los ánimos excitados. Según él, aunque Val y
González Marín trataron por todos los medios de hacer prevalecer el criterio
confederal en la reunión del Consejo, fueron derrotados por republicanos,
socialistas y militares.
—No fue sólo Besteiro quien votó en contra —añade—, sino Miaja, Casado,
Carrillo, Miguel Andrés, Del Río y Antonio Pérez.
Todos ellos parecen convencidos y seguros de que podrá evitarse la temida
inmolación de millares de luchadores antifascistas. De acuerdo con rotundas
afirmaciones tanto de Casado como Besteiro en el curso de los apasionados
debates que precedieron a la orden de izar bandera blanca, existe un acuerdo
tácito con los mandos enemigos que permitirá la evacuación de cuantos quieren
expatriarse.
—Habrá barcos para todos —dice Salgado, repitiendo lo dicho en el Consejo
— y la ocupación de la zona republicana se hará por etapas. Los nacionales no
llegarán antes de quince días a los puertos de Levante. En Madrid tendremos una
semana para que pueda marcharse todo el mundo con entera tranquilidad.
—¡Eso no te lo crees ni tú! —le interrumpo sin poderme contener—. Tras la
orden dada esta noche, mañana no quedará un soldado nuestro en ninguno de los
frentes…
Acierto, naturalmente. Como cualquiera podía prever, si en la jornada del
domingo, tropezando con algunos núcleos de resistencia, la ofensiva enemiga
avanza veinte o treinta kilómetros en Extremadura, el lunes pueden progresar con
la velocidad que se les antoje en cualquiera de los frentes de la zona central,
totalmente inmovilizados durante los últimos meses de la contienda.
La orden radiada por el Consejo Nacional de Defensa acaba con toda sombra
de resistencia. Los soldados no aguardan para abandonar armas y trincheras a
que el adversario ataque los puntos que guarnecen. Totalmente desmoralizados,
muchos tiran los fusiles sin que sus jefes, tanto o más hundidos que ellos por el
final desastroso de la contienda, hagan nada por impedirlo. En Madrid mismo se
produce una desbandada al atardecer del lunes. Grupos nutridos de soldados
saltan de las trincheras para confraternizar con sus adversarios, mientras otros
regresan a Madrid, dejando a su espalda la Casa de Campo, la Ciudad
Universitaria o las orillas del Jarama.
—Los soldados deben volver a las trincheras —dice el Consejo Nacional de
Defensa—. La disciplina es más necesaria que nunca. En estas circunstancias, el
desmoronamiento de los frentes sería una catástrofe.
Lo es, aunque el enemigo siga sin atacar, al menos en los frentes cercanos a
la capital. A la desesperada se intenta restablecer una situación que ha destrozado
la orden dada la víspera. Circulan rápidas y enérgicas consignas. Numerosos
enlaces salen de Hacienda con órdenes tajantes para los jefes de los distintos
sectores. Líderes políticos y sindicales, así como militares de uniforme, corren
hacia las calles de la Princesa, Cea Bermúdez, Francos Rodríguez y carreteras de
Toledo y Extremadura para atajar la desbandada. Hablan en mítines
improvisados a los soldados para que vuelvan a empuñar las armas y retornen a
los puestos que ocupaban hasta hace dos horas.
Se quiere secundar su acción por medio de la radio. Por desgracia, Madrid
sufre un prolongado corte en el suministro de electricidad, y las emisoras de
radio no funcionan. Cuando se subsana la avería —que nadie sabe si obedece a
negligencia o sabotaje—, ante los micrófonos se suceden oradores de todos los
partidos y organizaciones, comenzando por los propios integrantes del Consejo
Nacional de Defensa. Durante dos horas, hasta bien avanzada la noche, se
suceden las órdenes, las arengas y las súplicas. Al final se anuncia oficialmente
que se ha conseguido la finalidad perseguida y los frentes de Madrid vuelven a
estar guarnecidos.
—¿Qué pasará si el enemigo ataca?
—No atacará, porque le interesa tanto como a nosotros dar tiempo a la
evacuación de la capital.
Pese a las seguridades del Consejo Nacional de Defensa, dudo mucho de que
tengan tiempo de salir cuantos consideren su vida en peligro. Aun cuando exista
—posibilidad que sigo resistiéndome a creer— un acuerdo tácito con el enemigo
para que retrase unos días su entrada en Madrid, será inevitable que la llamada
Quinta Columna —centuplicada en los últimos días por millares de individuos que
estuvieron enchufados durante toda la guerra o permanecieron hasta ahora en
una medrosa inactividad y quieren hacer méritos en el postrer instante— se lance
a la calle y ocupe la ciudad al no tropezar con ninguna resistencia. También que
los soldados que esta noche continúan en las trincheras próximas, las abandonen
en masa tan pronto amanezca el día de mañana.
En cualquier caso, y o tengo la obligación —más moral que material— de
permanecer aquí hasta el último segundo. No puede servir de excusa válida que
la redacción en pleno de algún periódico hay a huido hacia Levante y que en la
noche del lunes 27 de marzo hay an dejado de aparecer la mitad de los diarios
madrileños de la tarde. Castilla Libre, que dirijo, se publicará mañana martes,
acaso por última vez. Se lo digo así, con perfecta claridad, a cuantos trabajan
conmigo al comenzar la confección del periódico.
—Cabe la posibilidad de que dentro de una hora, de dos o tres los fascistas
entren en Madrid y quedemos encerrados en una trampa sin salida posible.
Aunque y o me quedaré como mínimo hasta que el número esté en la calle, no
puedo obligar a nadie y a partir de este momento cada uno es libre para proceder
como mejor le parezca.
La extremada escasez de papel ha reducido Castilla Libre a una sola hoja en
la segunda quincena de marzo. Aunque también la redacción ha quedado
reducida al mínimo, puedo prescindir de la mitad, y a que no es mucho lo que
podemos escribir. De los cuatro redactores, tres salen para Valencia antes del
amanecer. Yo me quedo en la imprenta hasta que acaba la tirada. Retorno
entonces a la redacción y llamo por teléfono al ministerio de Marina, donde, en
compañía de Salgado —que dirige en estos momentos los servicios de
información militar—, están los representantes del Movimiento Libertario en el
Consejo Nacional de Defensa.
—Todo está perfectamente controlado —me dice— y no existe motivo
alguno de alarma. Tenemos tres días para la evacuación de Madrid y en estas
setenta y dos horas…
Le interrumpo violento. Los frentes quedaron casi desguarnecidos ay er tarde
y el enemigo no ha entrado y a en la ciudad porque no ha querido. No trata de
contradecirme, pero insiste en que una may oría de los soldados volvieron anoche
mismo a las trincheras; que está en contacto telefónico permanente con todos los
puestos de mando en los alrededores de Madrid y que en las líneas existe una
absoluta normalidad.
—El plan de evacuación, al que ha dado su conformidad el enemigo, está
planeado por zonas. Las fuerzas nacionales no tienen que entrar en Madrid antes
del día treinta de marzo y hasta entonces…
Habla con entera sinceridad y cree lo que dice, pero no logra convencerme.
Por encima de los acuerdos tácitos con las fuerzas nacionales —si tales acuerdos
son algo más que una fantasía— está la dura realidad de los frentes
desmoronados por culpa de la orden radiada por el Consejo en la noche del
domingo. En Madrid, la situación es tan desesperada que no podrá sostenerse ni
veinticuatro horas.
Discutimos unos minutos y al final admite que puedo tener razón. De todas
formas insiste en que procure dormir un poco para estar más fresco y
descansado por la mañana. A mediodía se celebrará una reunión en el Comité
Regional de Defensa confederal para tomar decisiones en vista del desarrollo de
los acontecimientos y es preciso que asista.
—Falta siete horas para las doce —replico—, y en ese tiempo pueden y
tienen que ocurrir muchas cosas.
—Descuida. Si ocurriese algo te llamaría por teléfono. Más aún: iría
personalmente a recogerte.
***
Cuando me despierta la llamada angustiosa de mi madre son cerca de las
diez. Ni Salgado ni nadie ha ido a buscarme ni me ha llamado por teléfono. Estoy
seguro de ello porque tengo ligero el sueño y el aparato está sobre la mesa donde
he dormitado desde las seis o las siete. Esto me induce a suponer que todo
continúa igual. Tan grave, tan desesperado incluso como la noche anterior, pero
nada más. Es probable, casi seguro, que muchos soldados más hay an
abandonado las trincheras cercanas e incluso que algunos elementos
monárquicos o falangistas, refugiados hasta ay er en una embajada o camuflados
como republicanos o comunistas en cualquier centro burocrático, se hay an
lanzado a la calle paseando banderas bicolores. Nada de esto, sin embargo,
modifica sustancialmente la situación planteada anoche.
—Tranquilízate, madre —respondo—. Iré por casa para darte un abrazo.
—Es preferible que te vay as desde ahí. Si pierdes media hora viniendo, no
podrás salir de Madrid.
Es posible que tenga razón. Los nacionales pueden entrar cuando quieran
seguros de no tropezar con la menor resistencia. ¿Por qué no lo han hecho y a?
Aunque me lo hay an asegurado cien veces en los últimos días, sigo dudando que
el pretendido acuerdo tácito y secreto con el enemigo pase de ser una mentira
piadosa o una fantasía delirante de los mismos que lo propalan. Pero incluso en el
caso de que fuera cierto, considero totalmente imposible que la ocupación de
Madrid se retrase todavía setenta y dos horas. En el caso improbable de que las
fuerzas regulares enemigas no se movieran de sus líneas actuales, sus partidarios
dentro de la ciudad se apoderarían de ella mucho antes del viernes. Entre otras
razones, por la definitiva de que no habrá nadie que se la dispute en estos
momentos.
Continúo, no obstante, unos minutos en la redacción. Quiero conocer de labios
autorizados cuál es exactamente la situación y qué perspectivas existen de
evacuación. Llamo a Marina, pero está comunicando. Impaciente telefoneo —
trato de telefonear mejor— a otros números u otros sitios en que me puedan
informar y no consigo hablar con nadie. En algunos casos el timbre de llamada
suena diez o doce veces sin que descuelgue nadie el auricular; en otros, en la
inmensa may oría, escucho la señal de estar comunicando. ¿Una avería nada
sorprendente durante las últimas jornadas o están desconectados y a los centros
oficiales donde llamo? Cualquier cosa es posible en esta hora angustiosa de
liquidación general. Pierdo así diez minutos. Al cabo cuelgo malhumorado y me
dispongo a abandonar la redacción cuando suena de nuevo el timbre del teléfono.
Descuelgo convencido de que se trata de mi madre que quiere meterme prisa,
pero me equivoco.
—Llevo un rato llamando y no dejabas de hablar —dice una voz de hombre
que reconozco en el acto—. Lo siento, porque el tiempo apremia.
Se trata de Padilla, un militante metalúrgico que ahora, lo mismo que en los
días febriles de noviembre, colabora estrechamente con Salgado. Llama en su
nombre para darme noticias relativamente tranquilizadoras. Aunque los
acontecimientos se han precipitado en las últimas horas, conviene más que nunca
conservar la serenidad y la calma. Los fascistas no entrarán en Madrid hasta la
tarde y todos los compañeros que lo deseen podrán abandonar la ciudad. En
Valencia, Alicante, Cartagena y Murcia hay barcos de sobra para asegurar la
marcha al extranjero de todos los que deseen expatriarse.
—Pradas está con Casado y Marín con Miaja —añade— para evitar que
puedan jugarnos una trastada a última hora. Salgado ha marchado a Defensa,
donde también está Val organizando la evacuación. Con que llegues alrededor de
las once es suficiente, porque no piensan marcharse hasta pasadas las doce,
cuando estén seguros de que ha salido todo el mundo.
Respondiendo a mis preguntas, añade con rapidez algunos detalles. Parece
que Besteiro no quiere moverse de Hacienda y que el coronel Pradas, jefe del
Ejército del Centro, irá alrededor de la una a las líneas enemigas de la
Universitaria para rendir la ciudad. En cualquier caso, las primeras tropas
nacionales no entrarán en Madrid hasta las cuatro o las cinco de la tarde.
—En Torrejón hay preparado un tren que saldrá a la una para Valencia. En la
Federación Local tienen quince o veinte autobuses que irán partiendo a medida
que se llenen. A ti te esperan en Defensa. ¡Un abrazo, y suerte!
La redacción de Castilla Libre está en el mismo edificio de la calle Miguel
Ángel ocupado por el Comité Regional de la Confederación. Tras una mirada
melancólica al local, que probablemente no volveré a pisar, salgo. En la escalera
encuentro a Franch, un músico que en representación del Sindicato del
Espectáculo forma parte del Comité regional. Es un hombre alto, delgado, de aire
resuelto y gesto nervioso. Tiene alrededor de cincuenta años y ha pasado casi
toda la guerra en los frentes, hasta que, convaleciente de graves heridas, le
obligaron a ocuparse de la sección propresos en sustitución de otro compañero
incorporado a las trincheras. Está, como la may oría, dolorido e indignado por el
final de la lucha.
—¡Valiente cabronada! —chilla airado—. ¡Era preferible luchar hasta morir
como en noviembre que tener ahora…!
Acaba de quemar en una chimenea los ficheros de su sección para que
dentro de unas horas no puedan ser utilizados por el enemigo. Igual hacen o han
hecho y a los encargados de otras secciones. Pero antes, naturalmente, se han
preocupado de los presos.
—A los fascistas los pondrán en libertad los suy os, si no lo han hecho y a.
Antifascistas te aseguro que no queda ni uno.
—¿Incluso los comunistas?
—¡Claro! Con los comunistas podremos tener todas las diferencias que se
quiera, pero sería una canallada entregarles atados de pies y manos al enemigo
común. Ay er recorrí cárceles y comisarías para tener la seguridad de que todos
están libres.
Me alegra oírle. No porque constituy a una sorpresa, y a que me consta que
hace días la Confederación dio la orden de libertar a todos los presos antifascistas
sin la menor excepción, sino por la seguridad de que la orden se ha cumplido en
Madrid. En la puerta del edificio hay varios coches sobrecargados que se
disponen a enfilar inmediatamente la carretera. En uno de ellos, los dos
individuos que le ocupan meten prisa a Franch.
—Tenemos que recoger tres compañeros en Cuatro Caminos antes de salir.
¿Quieres que te deje en Defensa o algún otro sitio?
—Prefiero que me dejes en Iglesia para tomar el « metro» —respondo
sincero—. Tengo que pasar por casa.
El auto sube a toda prisa por Martínez Campos. En dirección contraria
marchan apresuradamente algunos camiones con grupos de hombres y mujeres
e incluso niños. Son familias enteras que abandonan precipitadamente Madrid. En
la glorieta de la Iglesia, en Eloy Gonzalo y Santa Engracia, el cuadro difiere muy
poco del de otro día cualquiera de los dos últimos años. Los comercios están
abiertos, circulan los tranvías y se venden con absoluta normalidad los periódicos
matutinos, aunque esta mañana no hay an aparecido ni la mitad de los habituales.
Procedente de Cuatro Caminos y Quevedo grupos de soldados sin armas que
vienen de los frentes abandonados y se encaminan sin prisas hacia sus casas o sus
pueblos. Algunos de ellos ríen quizá por haber finalizado una pesadilla; los más
caminan serios y pensativos, preocupados sin duda por su futuro inmediato.
—Antes de ocho días —comenta Franch—, todos sentirán haber soltado las
armas.
A todo correr sube por Santa Engracia una camioneta ocupada por diez o
doce hombres, uno de los cuales enarbola una pequeña bandera bicolor. Los
soldados y la gente les mira con curiosidad, pero sin hacer el menor comentario
ni gesto de hostilidad. Franch tuerce el gesto.
—No me gusta esto —murmura—. Dentro de media hora estarán aquí y no
podrá salir nadie.
Procuro tranquilizarle, repitiendo lo que Padilla me ha dicho por teléfono
mientras me apeo junto a la boca del « metro» . Me escucha con aire de
escepticismo.
—Puede, pero… ¡Si no te das mucha prisa, te cogerán en esta inmensa
ratonera…!
Aunque niego con la cabeza al despedirme de los ocupantes del auto, temo lo
mismo. Son nada más que las diez y veinte y sería inconcebible que no y a a las
cuatro de la tarde, sino a las doce de la mañana, no sean los fascistas dueños de la
ciudad. Perder dos horas, quizá una tan sólo, es la seguridad de no tener
escapatoria posible.
La estación del « metro» da una impresión sorprendente de normalidad. De
normalidad, claro está, dentro de la terrible anormalidad de la guerra con los
frentes más cercanos a menos de un kilómetro de distancia. Ni la gente que
medio llena el andén, ni sus actitudes, gestos o manera de vestir se diferencian
poco ni mucho de los que ay er, hace quince días o un año, ocupaban este lugar a
estas mismas horas. Aunque nos encontramos a finales de marzo, hace frío; la
primavera que y a ha comenzado parece más remota que nunca y la gente se
abriga como puede. Capotes, tabardos, abrigos, mantones y bufandas, sin que
falten los pasamontañas, los pañuelos o las gorras cubriendo las cabezas.
Llega el tren tan lleno como de costumbre. Los que aguardamos en el andén
empujamos para meternos en los coches. Entre los viajeros abundan los
uniformes, cosa natural y casi obligada en una ciudad que lleva veintiocho meses
asediada. Hay las inevitables protestas de los que se quejan de codazos o
pisotones, no más abundantes o estridentes que cualquier otro día. En general, la
gente se muestra hosca, concentrada, con un gesto de malhumor. Pero tampoco
esto constituy e una novedad para nadie.
En Chamberí, Bilbao y Tribunal entra más gente que sale. En Sol se apean
muchos para transbordar a la línea de Ventas, pero son doble como mínimo los
que esperan en el andén y penetran en avalancha apenas se abren las puertas. Un
minuto permanece el tren detenido en la estación a fin de cerrar las puertas.
Cuando reanuda la marcha, vamos materialmente aplastados unos contra otros,
exactamente igual que otro día cualquiera. La gente habla poco y sus caras no
reflejan alegría de ningún género. Acaso porque no acaban de creerse que la
guerra está a punto de terminar; quizá precisamente porque se lo creen, y a que
los que viajan a diario en el « metro» figuran en su inmensa may oría entre los
perdedores.
Me apeo en Antón Martín, abriéndome paso a empujones por entre los que
intentan tomar el tren que les conduzca al Pacífico y a Vallecas. Subo con rapidez
las escaleras y salgo a la plaza. También aquí los comercios están abiertos y
circulan los tranvías. Automóviles y camiones corren en todas las direcciones.
Generalmente sus ocupantes van silenciosos y serios. Acierto a ver, no obstante,
un camión con una bandera monárquica que desciende por Santa Isabel con
rumbo a la glorieta de Atocha. En él, quince o veinte muchachos que hacen el
saludo fascista y lanzan vivas y mueras. Quienes transitan por las aceras o se
asoman a las puertas se vuelven a mirarlos, pero no se atreven a contestar.
Ante el Monumental, grupos nutridos que discuten con cierto acaloramiento.
En la esquina de León está abierto el bar Zaragoza con su habitual clientela,
menos ruidosa hoy que otros días. Enfrente, los montones de escombros de la
casa donde estuvo la farmacia del Globo, edificio destrozado por una bomba de
aviación.
En un balcón, mi madre que espera impaciente mi llegada. A buen paso cruzo
el portal y subo de tres en tres los escalones, porque el ascensor no funciona.
Llego jadeante a la cuarta planta. Mi madre, que espera con la puerta del piso
abierta, apremia mientras me abraza:
—¡Date prisa, hijo…! A estas horas debías haber salido de Madrid.
—¡Bah! —intento tranquilizarla—. Me sobra tiempo para marcharme…
—¡Pero si y a están dentro…! Si te hubieras ido cuando…
Se interrumpe comprendiendo que no es hora de perder el tiempo en
recriminaciones. Lo único que le importa en este momento es que no me pase
nada y pueda marcharme. Lo mismo le sucede a mi hermana, que me abraza
llorosa.
—Ahí tienes la maleta —dice, señalándome una abierta sobre una silla del
pasillo—. Debías llevarte otra más grande, porque en ésta…
Han pretendido meter demasiadas cosas y no pueden cerrarla. Soluciono el
problema sacando con rapidez unos zapatos, unas camisas y dos jersey s. Mi
madre protesta. Entiende que llevo muy poca ropa —un traje, dos mudas, unos
pañuelos y una corbata— y demasiados papeles. Son los que más me importan,
aunque a ellos se les antojen un estorbo.
—Sería mejor que en vez de las cuartillas…
Miro a mi madre y no continúa. Recuerda sin duda lo que ay er mismo le
dije. Los papeles contienen algunos trabajos inéditos, cuy a publicación puede
ay udarme a vivir en Europa o América, al menos en los primeros tiempos.
—Tomás vino hace diez minutos. Se queja de que no encontró gasolina, pero
podrá llevarte a donde te esperen.
Tomás es el chófer del periódico. Por las mañanas va a buscarme a casa para
llevarme a la redacción. Hoy ha venido obedeciendo a la costumbre o
simplemente para despedirme. Es un hombre may or, pequeño de estatura y
cargado de hijos.
—Bajó a hablar con Mariano, pero subirá inmediatamente.
Mariano, uno de mis hermanos, vive en la misma casa, pero en un piso de la
otra escalera. May or que y o, no ha tenido prácticamente actuación alguna
durante la guerra. No obstante, es de izquierdas y puede tener un disgusto al
entrar los fascistas. Por su voluntad se vendría conmigo, pero la mujer y los hijos
le impiden hacerlo. A menos, claro está, que en las últimas horas hay a cambiado
de parecer.
—No —niega mi hermana—. Cree que nadie se meterá con él y con
esconderse durante las primeras semanas…
—¡Aligera! —interviene mi madre—. Cada minuto que pierdas aquí…
Tiene razón y echo a andar, cogiendo la maleta. Mi madre sale hasta el
rellano de la escalera para darme un abrazo que bien puede ser el último. Solloza
emocionada.
—¡Ya verás como no pasa nada! —pretendo serenarla mientras me
desprendo de sus brazos—. Dentro de unos días tendréis carta mía desde donde
esté.
Bajo rápido la escalera sin volver la cabeza, para no ver a mi madre llorando
ni aumentar su congoja. No tengo la menor idea de donde podré dar con mis
huesos caso de salir de España. Ni siquiera tengo ninguna seguridad de poder
escapar de Madrid. En el rellano del entresuelo encuentro a Tomás que sube en
mi busca. Está preocupado y nervioso.
—Tenemos que correr mucho. Dentro de media hora no se podrá andar por
la calle.
En el portal, Mariano se despide de su mujer. Mi cuñada lo abraza llorosa y
sigue llorando cuando me abraza a mí. Desde la puerta de la calle, Tomás se
impacienta:
—Vamos, de prisa.
Echa a andar y y o le sigo con la maleta. Tiene el coche en la esquina de
Amor de Dios. En los diez minutos que he tardado en subir y bajar, la plaza de
Antón Martín ha experimentado una ligera variación. Hay más gente ante el
Monumental y en la puerta del bar Zaragoza. Algunos comercios han cerrado,
pero a los balcones se asoman bastantes mujeres. Pasan a todo correr tres coches
con una bandera bicolor que se dirigen hacia la Plaza May or. Al pasar advierto
que los que van dentro llevan las pistolas en la mano.
El auto de Tomás es pequeño y viejo. Lleva mucho tiempo en servicio y está
lleno de desconchones. Puede ser útil para la ciudad, pero no sirve para la
carretera. Sería difícil que pudiese llegar hasta Valencia; en el mejor de los casos
tardaría diez o doce horas. No irá, desde luego. Entre otras razones, porque no
tiene gasolina y sería difícil encontrarla en la carretera.
—No tengo arriba de tres litros en el depósito —advierte Tomás mientras
meto con dificultad la maleta—. A todo tirar para quince o veinte kilómetros.
—Sobran desde luego —respondo—. Con que me lleves a Defensa, basta.
—Y a mí —añade mi hermano—, que me deje lo más cerca posible de
Quevedo.
Bajamos por la calle hacia la glorieta de Atocha. Frente a la Facultad de
Medicina están poniendo colgaduras en una casa. Es probable que dentro de
media hora les hay an imitado una may oría. No porque sus moradores
simpaticen con los que van a entrar, sino por temor a significarse en contra suy a.
He presenciado durante los últimos tiempos demasiados cambios para hacerme
ilusiones al respecto.
—Hay siempre muchos dispuestos a correr en ay uda del vencedor.
La destartalada glorieta que se abre ante la estación está muy concurrida. Por
las Rondas y Delicias suben grupos de soldados sin armas, con gesto serio y
andar cansino procedente de los frentes de Mataderos y Usera. En un extremo de
la plaza se está formando una manifestación con banderas bicolores que se
dispone a emprender la marcha en dirección contraria para dar la bienvenida a
los que no tardarán en entrar. No serán como máximo arriba de un centenar,
entre los que predominan los chicos. Los superan en número los vencidos, que
regresan de los frentes y que formando una silenciosa columna se encaminan a
las bocas del « metro» para dirigirse a Vallecas o cualquiera otro punto de la
ciudad. Pero los primeros se hacen notar mucho más, acaso porque son los
únicos que gritan.
—Iré a Cuatro Caminos —dice Tomás mientras enfila el paseo del Prado—.
La parienta y los chicos están en casa de un cuñado. Si nos dejan, volveremos a
Peña Grande, donde vivíamos antes. Ya veremos cómo está aquello.
—¿Y tú? —pregunto a Mariano, aunque me figuro de antemano su respuesta.
Mi hermano se encoge de hombros con gesto fatalista. De buena gana se
vendría conmigo. Abriga grandes dudas respecto a su suerte, pese a no tener
enemigos ni haberse significado. Cree, sin embargo, que el máximo peligro
estará en los primeros momentos.
—Si procuro no hacerme demasiado visible en un par de semanas, quizá no
pase nada. No me fío mucho, desde luego, pero ¿qué quieres que haga?
Los hijos le obligan a desafiar el peligro de quedarse. Tiene uno de dos años y
otro de cinco y ningún dinero para que puedan vivir una temporada por corta que
sea. Volverá a trabajar cuanto antes, igual que ha seguido trabajando estos treinta
y dos meses.
—¡Cuidado! Me parece que vamos a tener bollo…
Llegamos a la Cibeles. Hay mucha gente en las aceras; en el centro, tres o
cuatro centenares de personas alborozadas y gesticulantes miran cómo unos
muchachos colocan unas banderitas monárquicas encima del caparazón de sacos
terreros y cemento que ha protegido la fuente de la diosa durante más de dos
años. Entre ellos distingo a un par de curas y a tres guardias civiles con el
tricornio puesto. Son los primeros que vemos casi desde el comienzo de la guerra.
—¿Crees que habrán entrado desde alguno de los frentes cercanos?
Es posible; como también lo es que hasta hace dos horas estuvieran
refugiados en alguna embajada o prestando servicio con distinto uniforme en
cualquier centro oficial. En todo caso, y a juzgar por su actitud, los guardias de
asalto que aparecen ante el Banco de España están de su parte. Un grupo de
mozalbetes pretenden cerrarnos el paso.
—¡Sigue de prisa! —grito a Tomás—. ¡No te pares aquí!
Obedece rápido, impresionado acaso porque empuño la pistola que llevo en el
bolsillo. La gente se aparta para dejarnos pasar cuando el coche se les viene
encima. Gritan algo que no llego a entender. Al ganar la entrada de Recoletos,
me vuelvo para mirar. Un grupo de individuos excitados rodean a uno de los
civiles señalando con el brazo extendido al auto en que nos alejamos. Por fortuna,
el guardia no parece hacerles mucho caso.
—¡Tranquilidad! —aconsejo a Tomás, que da muestras de nerviosismo—. No
nos persigue nadie.
—¡Menos mal! Pero si tenemos otro tropiezo…
Estamos a punto de tenerlo a los quinientos metros escasos. En Colón hemos
de detenernos un par de minutos para dejar pasar una pequeña manifestación
que baja por Goy a para continuar hacia Génova y nos intercepta el camino. Son
doscientas o trescientas personas entre las que abundan soldados y guardias, que
vitorean al fascismo y dan mueras a los rojos. Antes que nosotros han tenido que
detenerse otros tres coches cuy os ocupantes son, a juzgar por las maletas y los
gestos, antifascistas que tratan de salir cuanto antes de Madrid. Los manifestantes
no hacen el menor caso de ellos ni de nosotros.
—¡Uff! —gruñe Tomás, limpiándose el sudor cuando podemos continuar—.
Creí que no pasábamos.
Está nervioso, pálido y un tanto asustado. Su nerviosismo aumenta a medida
que pasa el tiempo. Frente a Zurbarán nos cruzamos con una pequeña caravana
de tres coches, cuy os ocupantes alternan el sonar insistente de las bocinas con los
vivas a Franco. Van armados, desde luego y por la ventanilla de uno de los
automóviles asoma amenazador el cañón de un naranjero. Apenas han cruzado
cuando oímos el ruido inconfundible de una serie de disparos. El tiroteo, que dura
medio minuto, no se produce en la Castellana, sino en Lista o Marqués de Riscal.
Seguimos adelante sin conseguir averiguar dónde suenan los disparos. Tomás
cambia de color.
—Si nos cogen contigo… —masculla, mirándome de reojo.
Comprendo perfectamente lo que le sucede. Teme que si ahora detuviesen el
coche podría reconocerme alguien y no sólo sería y o quien lo pasaría mal. Cree
que debo ser muy conocido y tengo la grave responsabilidad de haber dirigido un
periódico. De ir solo, en cambio, no le ocurriría nada con toda seguridad. Debe
estar —así me lo imagino por lo menos— ansioso por separarse de mí. Empieza
a decir algo de la poca gasolina del coche y del miedo que no le alcance para
llegar a Cuatro Caminos.
—La redacción de Castilla Libre casi me pillaba al paso; pero la vuelta que
tengo que dar para ir hasta Defensa.
—¡Déjame aquí! —le interrumpo en la esquina de Pinar—. Subiendo por
Martínez Campos estaréis en dos minutos en Quevedo.
Mi hermano protesta indignado, pero Tomás se apresura a parar. Me tiro del
coche y saco la maleta. No quiero que nadie se sacrifique por mí y el conductor
tiene en este momento demasiado miedo. El Comité Regional de Defensa está
cerca, en la calle de Serrano, y puedo ir andando. La maleta no es ningún
obstáculo; es poco más que un maletín y no pesará arriba de siete u ocho kilos.
Tengo que obligar casi a la fuerza que mi hermano, que se ha apeado de un
salto, vuelva a subir al coche. De nada serviría que me acompañase como
pretende. Personalmente debe ocuparse de sus hijos y procurar esconderse unos
días, como pensaba, para que no le ocurra nada en los primeros momentos de
confusión. Conviene que no ande mucho por la calle.
—¿Y tú? —vacila.
—Están esperándome en Defensa con un coche en marcha. De allí iremos a
Barajas para coger un avión. Dentro de tres o cuatro horas estaré en Francia o
Argelia.
Nada de esto es cierto, pero lo digo con tal acento de sinceridad que convenzo
a mi hermano. Emocionado me da un abrazo. Están a punto de saltársele las
lágrimas:
—¡Suerte!
—¡Bah! —le animo—. No pasará nada. De otras peores hemos salido…
Tomás hace girar el coche para cruzar la Castellana y subir por Martínez
Campos. Mariano saca medio cuerpo por la ventanilla mientras se aleja.
Aparentando una indiferencia que no siento, sonrío y agito la mano en saludo de
despedida.
Cuando el coche llega a la esquina de Martínez Campos, cojo la maleta y
echo a andar. Subo por Pinar hacia Serrano. Camino de prisa con la mano
derecha hundida en el bolsillo del chaquetón donde llevo la pistola. La calle
aparece desierta en estos momentos. Al llegar a Serrano tengo un momento de
vacilación. Al otro lado de la calzada, esquina a María de Molina, está el
Gobierno civil. En la puerta, charlando animadamente, hay un grupo de guardias.
¿En qué actitud estarán en este momento? Lo ignoro. Es seguro que hace un par
de horas estuvieron a las órdenes del Consejo Nacional. Pero ahora pueden haber
cambiado de bando. Y, peor aún, tratar de hacer méritos en el último segundo a
los ojos de los vencedores.
Sigo adelante, con la maleta en una mano y la otra en el bolsillo. Ando con
calma, sin mirarlos directamente, pero observándolos por el rabillo del ojo. No
reparan en mí y si lo hacen no me conceden la menor importancia. Cuando me
alejo, continúan charlando en la misma actitud.
Subo la cuesta de Serrano por la acera de los impares. No hay mucha gente a
la vista. La may or parte de los hoteles que en esta zona bordean la calle han
servido hasta ay er de centros oficiales de todas clases, pero ahora parecen
abandonados. De lejos veo a unos cuantos individuos en actitud parecida a la mía,
que andan con rapidez y desaparecen por cualquiera de las bocacalles. Otros dos
montan en un coche que emprende inmediatamente la marcha en dirección a las
rondas.
Ante el Comité Regional de Defensa hay parados cuatro coches. Al
acercarme veo, no sin cierta sorpresa, que no hay nadie en ellos. Supongo que
sus ocupantes estarán dentro del Comité recibiendo instrucciones o transmitiendo
algún recado. Probablemente sean de otros que, como y o, han sido citados a esta
hora. Miro maquinalmente el reloj y compruebo satisfecho que aún no son las
once. Llego con puntualidad.
Me extraña que, contra la costumbre, no esté un centinela en la garita junto a
la puerta de entrada. Es posible que en vista de las circunstancias hay an indicado
a los componentes de la guardia que pueden marcharse. La puerta del jardín está
abierta y entro, dirigiéndome a los escalones que conducen a la entrada del
edificio.
En los escalones encuentro dos personas hablando. Una es un antiguo
miliciano, manco a consecuencia de un morterazo en la Casa de Campo, que
lleva varios meses al servicio del Comité de Defensa. La otra, un hombre de
mediana estatura, grueso, con el pelo y el largo bigote grisáceos al que conozco
de sobra: Mauro Bajatierra. Panadero de profesión y viejo militante anarquista,
lleva cuarenta años luchando en defensa de sus ideas y ha conocido
persecuciones, encierros y exilios a uno y otro lado del Atlántico. Con más de
sesenta años, peleó en diferentes partes hasta que sus compañeros le obligaron,
muy en contra de su voluntad, a convertirse en corresponsal de guerra del
periódico CNT.
—¡Viaje perdido, Eduardo! —dice al verme—. También a mí me citaron
aquí, pero y a no queda nadie.
—¿Nadie? —pregunto, resistiéndome a darle crédito.
—Nadie. Los últimos se largaron hace diez minutos.
El compañero manco asiente con repetidos movimientos de cabeza.
Hablando con rapidez da luego unas explicaciones un tanto confusas. Val y
Salgado estuvieron en Defensa desde el amanecer, preocupados por la
evacuación de todos los militantes confederales. No pensaban marcharse antes
de las doce o la una, pero a las diez y media cambiaron de parecer ante una
llamada urgente.
—Creo que era Casado quien les llamaba con apremio. Salieron a todo gas,
según parece hacia Barajas. Ordenaron a unos compañeros que se quedasen aquí
hasta las doce para orientar a quienes vinieran en los últimos momentos. Pero
hace diez minutos…
Cogieron un coche para largarse también con rumbo a Valencia. Aún
quedaban seis o siete hombres de la guardia, pero desaparecieron en pocos
instantes cada uno por su lado. Nuestro interlocutor estaba en la parte de atrás del
edificio cuando advirtió que se había quedado solo.
—Iba a salir también cuando llegó Mauro.
Mientras habla va andando hacia la calle. Tiene prisa por alejarse de allí y
refugiarse en su casa de la Guindalera. Al pisar la acera me fijo en los cuatro
coches abandonados. ¿No podríamos utilizar cualquiera de ellos?
—Los dejaron ahí anoche porque están averiados. Incluso los sacaron la
gasolina que tenían en los depósitos.
No me agrada oírlo. El tiempo apremia, casi todos los compañeros se han ido
y a y los fascistas serán dentro de media hora —si no lo son y a— dueños
absolutos de Madrid. Adivinando sin el menor esfuerzo lo que pienso, el antiguo
miliciano se apresura a añadir, al tiempo que emprende su marcha hacia la
Guindalera con paso ligero:
—En la Local hay coches y autobuses de sobra. Hacia allá hemos mandado a
muchos compañeros.
Mauro Bajatierra me lo confirma. Hace media hora pasó por allí. Varios
compañeros de la Federación Local estaban organizando la evacuación. Vio
partir un autocar lleno, pero quedaban otros dos vacíos y diez o doce coches.
—Vamos rápidos. No creo que hay a ninguna dificultad para que puedas
marcharte.
—¿Y tú? —pregunto extrañado.
—No lo sé —responde sincero—. Todavía no sé lo que haré.
Echa a andar Serrano abajo y y o apresuro el paso para ponerme a su lado. El
edificio ocupado al finalizar la guerra por la Federación Local de Sindicatos de
Madrid está relativamente cerca: en un señorial palacio de la calle de Juan
Bravo, a la altura de Velázquez. Caminando de prisa podemos llegar en diez o
doce minutos.
Por fortuna, esta parte de Madrid parece abandonada y desierta. Vemos de
lejos algunos coches que marchan a todo correr hacia las rondas sin que
alcancemos a reconocer a sus ocupantes. Son muy escasas las personas con
quienes nos cruzamos, todas andando de prisa y con cara de pocos amigos. Hasta
los guardias que formaban un grupo hace poco a la entrada del Gobierno civil
han desaparecido. Las puertas de la verja están abiertas, pero el jardín y el
edificio parecen abandonados.
—Soy viejo y me siento cansado —dice Mauro hablando con lentitud—.
Había puesto todas mis ilusiones en la gesta heroica del pueblo español y el
desastre final me hunde moral y materialmente. ¿Cuándo tendrá el proletariado
español y los hombres libres del mundo una oportunidad como la que hemos
perdido? Lo ignoro, pero tengo la dolorosa certidumbre de que no viviré para
verlo.
Comprendo perfectamente su estado de ánimo. Durante cerca de tres años,
pese a todo y a todos, hemos mantenido viva la ilusión de que nuestra lucha
cambiaría no sólo el destino de España, sino el futuro del mundo. Al pelear contra
el fascismo acariciábamos la esperanza de constituir una provechosa lección
para los enemigos de dictaduras y opresiones, vivieran donde viviesen, y
ay udarles con el ejemplo a librarse de sus cadenas.
—Cuesta mucho trabajo admitir que tantos idealistas murieron en vano.
—Y más aún pensar que quienes nos suceden no tendrán una ocasión como la
que nosotros no hemos sabido aprovechar.
Llegamos a Juan Bravo y ascendemos por ella. Caminando por el andén
central, nos adelantan veloces varios coches que suben hacia el paseo de Ronda.
Van todos muy cargados, con los cristales de las ventanillas bajados, mirando
recelosos en todas las direcciones, prestos a rechazar cualquier ataque. Son
antifascistas que han retrasado su marcha hacia Valencia, Alicante o Cartagena y
que temen encontrar obstáculos para lograr salir. En la esquina de Claudio Coello
se nos cruzan dos automóviles que corren hacia Lista. Una sola mirada basta para
advertir que en este caso sus ocupantes —armados con pistolas y fusiles— no
creen encontrarse precisamente entre los vencidos.
—Me parece que aquí también llegamos tarde.
Soy y o quien lo dice al no ver, como esperaba, unos cuantos autocares y
coches ante el edificio ocupado por la Federación Local. Mis temores se
confirman al acercamos más. No hay, desde luego, ningún vehículo esperando
nuestra llegada o la de otros por el estilo para emprender la marcha. Peor aún,
conforme no tardamos en comprobar. Todas las puertas están abiertas, pero ni en
el jardincito que rodea al edificio ni dentro de él queda absolutamente nadie.
¿Qué podemos hacer ahora?
—Parar el primer coche que pase —decido.
Trato de poner en práctica la idea. Procedente de Serrano suben dos
automóviles. Los bultos que llevan atados encima dan claramente a entender que
conducen gentes que abandonan Madrid a toda prisa. Dejando la maleta en la
acera, salgo a la calzada agitando los brazos y pidiendo a voces que paren. El
primero disminuy e un momento la marcha como si fuese a complacerme. Sin
embargo, cuando llega a mi altura, pisan el acelerador y cruza como una
exhalación por delante de mí.
Sin desanimarme por ello, avanzo un par de pasos para detener al segundo.
Éste no se molesta siquiera en simular que frena. Cuando está a cuatro o cinco
metros acelera repentinamente su velocidad. Tengo que dar un salto para no ser
atropellado. Aun así, me roza el guardabarros trasero derribándome.
—¡Cabrones!… ¡Hijos de puta…!
Me incorporo furioso viendo cómo se alejan. Cegado por la ira saco la pistola
dispuesto a emprenderla a tiros. Logro dominarme en el último instante. He
podido ver al pasar que el coche iba totalmente lleno. A ellos ha debido cegarles
el miedo a no poder escapar si tenían que cargar conmigo. ¿No habría y o
procedido en idéntica forma de estar cambiados los papeles? Aún estoy
formulándome mentalmente la pregunta cuando el automóvil se aleja lo
suficiente para que no sirviera de nada empezar a disparar ahora.
—Van asustados —trata de serenarme Mauro, que ha visto el incidente desde
la acera— y el pánico transforma en fieras a los hombres.
Le doy mentalmente la razón, un poco avergonzado porque la cólera hay a
estado a punto de hacerme disparar contra quienes se encuentran en situación
parecida a la mía; que pueden ser incluso un grupo de compañeros enloquecidos
por la amenaza que pesa sobre sus cabezas.
—¿Te imaginas lo que pasará en cualquier puerto si llega un barco en el que
no caben ni la décima parte de los que aguardan en los muelles?
Me imagino lo que ocurrirá en un caso de éstos, que posiblemente se esté
dando en este instante o pueda darse mañana o pasado, y la idea no me hace
precisamente feliz. Pero lo urgente por el momento es salir de Madrid, cosa que
cada vez veo más difícil. Son más de las once y cuarto y el centro de la ciudad y
los barrios cercanos a los frentes deben estar y a en manos del enemigo.
—Tengo y a demasiados años para soportar un nuevo exilio —dice Bajatierra
— con la infinita pesadumbre de la derrota. Prefiero quedarme aquí.
—Tomaremos por las buenas o las malas el primer coche que pase —
pretendo animarle—. Todavía podemos salvarnos.
—Tú sí porque eres joven —replica sereno Mauro—. Para mí resulta y a
demasiado tarde.
Parece haber tomado una decisión, superando sus dudas de unos minutos
antes. Un momento pienso que y o también tendré que quedarme porque no
encontramos manera de marcharnos. Pero al siguiente renacen mis esperanzas.
Allá abajo, en Serrano, aparece un camión pequeño, de los llamados « rusos» —
aunque sean de fabricación checa— que sube despacio porque lleva una carga
excesiva o porque el conductor no se atreve a correr. En la cabina del chófer van
tres o cuatro personas; quince o veinte más se apiñan en la caja del vehículo.
—Voy a pararle como sea —anuncio a mi acompañante.
—Bien. Yo te cubriré desde aquí.
Salgo hasta el centro mismo de la calzada con la pistola en la mano.
Parapetado tras un árbol, Bajatierra parece dispuesto a manejar la suy a:
—¡Alto, alto! —grito a voz en cuello agitando los brazos—. ¡Parad un
momento…!
—¡No sigáis, compañeros…! —me secunda Mauro.
Hay unos momentos angustiosos, preñados de amenazas. Si y o tengo la
pistola en la mano, varias armas me apuntan desde el interior del camión, que
sigue avanzando despacio.
—¿Queréis que nos matemos entre nosotros, compañeros? —grita Bajatierra,
abandonando el resguardo del árbol, mientras se guarda la pistola.
—¡Para, Manolo! —suena una voz imperiosa en el interior del vehículo—.
Son compañeros…
El camión se detiene a tres o cuatro metros del sitio en que me encuentro. Me
acercó rápido y veo sorprendido que uno que va junto al chófer agita la mano en
gesto de saludo. Al mirar a la caja del camión me parece reconocer varias de las
caras que asoman.
—Habéis tenido suerte —dice uno de los ocupantes—. De no reconocerte os
habríamos barrido.
Tiene razón, indudablemente. Parado en mitad de la calzada ofrecía un
blanco seguro a los doce o catorce hombres armados que van en el vehículo y
que al oír mis gritos se dispusieron a disparar. Mauro, que los ha reconocido
incluso antes de parar, me indica:
—Son compañeros de Vallehermoso.
Lo son. Tenían preparado el camión, con gasolina suficiente para llegar a la
costa, desde hace dos días. Han esperado hasta última hora para que pudieran
incorporarse al grupo los compañeros que estaban en los frentes cercanos.
—Salimos —explica uno— cuando y a los fachas estaban en la glorieta de
Quevedo.
—¡Subid deprisa! —apremia otro—. Cada minuto que perdamos puede ser
decisivo.
Cojo la maleta y se la tiendo a uno, que se apresura a meterla dentro del
camión. Me vuelvo entonces a Bajatierra. Está gordo y torpe en movimientos a
causa de la edad. Quiero ay udarle a subir, auxiliado por muchas manos que
desde arriba quieren izarle.
—Sube tú; y o me quedo. Prefiero acabar aquí a morirme de asco y
vergüenza en cualquier otro rincón del mundo.
Trato de convencerle de que tiene que venirse con nosotros, que lo que sea de
uno será de todos y que es tonto quedarse en Madrid para que le maten. Arguy o
incluso que puede ser todavía útil a la causa de todos en Francia o América.
—Esa tarea os corresponde a los jóvenes —replica—. Yo y a cumplí la mía.
Es inútil tratar de convencerle. Intento levantarle en vilo para meterle dentro
del camión, pero no puedo. Los compañeros de Vallehermoso se impacientan:
—¡Decidid de una vez! Aquí no podemos seguir.
—¡Sube rápido! Yo no me voy.
Tiran de mí desde el interior del camión cuando éste inicia la marcha. Un
momento pierdo pie y temo ser arrollado. Con un esfuerzo logro subir. Cuando lo
hago, veo a Bajatierra en el centro de la calzada.
—¡Salud y suerte, compañeros! ¡Viva la anarquía…!
Desde lejos y a, veo cómo gana de nuevo la acera y empieza a andar
tranquilo y sereno. Vive por la calle de Pardiñas. Va con calma a su domicilio,
seguro del final que le espera.
—¡Qué pena! —murmura alguien a mi lado—. Hay pocos hombres como
ése…
Asiento con un movimiento de cabeza, fija la mirada en la figura de Mauro,
que se empequeñece en la lejanía. Llegamos al paseo de Ronda, pero no
torcemos hacia Manuel Becerra, sino que descendemos hacia la plaza de toros
por la que algunos llaman y a avenida de los Toreros.
—¡Cuidado, compañeros! Es probable que nos quieran detener en el puente
de las Ventas…
Miro a quien habla y le reconozco no sin un ligero esfuerzo. Está bastante
cambiado, acaso porque hace meses que no lo veo. Es un hombre de treinta y
tantos años, menudo de estatura, de gesto decidido y ademán resuelto. Se llama
Antonio Rodríguez y figuró entre los fundadores del grupo Campo Libre. Hace
algún tiempo tuvo disgustos con la organización y creo que fue enviado como
castigo a un batallón de fortificaciones.
—¡Atención a ésos! ¡No os precipitéis en disparar, pero si hace falta…!
Bordeamos la plaza de toros para salir a la calle de Alcalá. En la misma
esquina hay un grupo nutrido de personas que nos cierran el paso. Juzgando por
su aspecto, son gentes que han ido en el « metro» hasta allí y que buscan con
ansia un vehículo en que alejarse de Madrid.
—Es posible —admite uno que va a mi lado—. Pero también que sean
fascistas que quieran hacer méritos…
—¡En cualquier caso, aquí no cabe nadie!
Es cierto. Aparte de los doce o catorce hombres, en el interior del camión van
unas cuantas mujeres y cinco o seis chicos. Son familiares de algunos de los
militantes de Vallehermoso que no han querido separarse de sus deudos o que
temen lo que pueda ocurrirles de caer en manos de nuestros enemigos. Todos
llevan consigo bultos y maletas con la ropa más imprescindible, especialmente
no sabiendo dónde irán a parar ni dónde tendrán que dormir.
—¡Paso…! Llevamos y a demasiada carga…
Algunos se apartan al acercarse el camión. Otros tienen que hacerlo
precipitadamente para no ser atropellados. Tres o cuatro intentan saltar al interior
sin conseguirlo. Al desistir de su intento, se deshacen en insultos e imprecaciones.
—¡Más de prisa! —grita Antonio Rodríguez—. A paso de carreta se nos
echarán encima.
Sobrepasamos al grupo y torcemos para enfilar el puente. Vemos entonces
que alguien ha puesto una bandera en una de las ventanas del segundo piso de la
plaza.
—¡Al suelo todos! ¡Cuidado con esos de la derecha…!
Al grito acompaña el estrépito de algunos disparos y oímos silbar las balas por
encima de nuestras cabezas. Tiran unos individuos escondidos y parapetados en
la tapia de las cocheras del « metro» . De rodillas en el camión, sacando la mano
derecha por encima de la baranda, cuatro o cinco disparan sus pistolas contra la
tapia; incluso uno, que maneja un naranjero, lanza una ráfaga, mientras el chófer
pisa a fondo el acelerador. Desaparecen los individuos asomados a la tapia y
cesan los tiros.
—¡Parad y vamos por ellos…! —propone uno en quien los disparos parecen
haber encendido el deseo de luchar.
La may oría se opone. La persecución de los agresores podría llevarnos lejos;
en el mejor de los casos nos haría perder un cuarto de hora, lujo que no podemos
permitirnos de ninguna de las maneras. El camión, que se ha detenido un
momento luego de pasar el puente, ante la entrada de la larga y estrecha calle
que conduce al cementerio del Este, reanuda su marcha. Cuatro automóviles que
han cruzado a toda velocidad el puente, nos dan alcance cuando iniciamos la
subida hacia la Ciudad Lineal. Van llenos de gentes que, como nosotros, escapan
de Madrid y nos saludan al adelantarse. En uno de ellos, que marcha medio
centenar de metros pegado al costado izquierdo del camión, dos hombres y tres
mujeres que nos explican a voces:
—Llevábamos un buen rato sin poder acercarnos. Los cabrones esos freían a
tiros a los que intentaban pasar.
—Hace cinco minutos se cargaron a dos coches en el centro del puente.
—También había otros que tiraban desde la plaza.
Van más rápidos que nosotros y nos dejan atrás. Pienso que bien pudieron
advertirnos como fuera del peligro que corríamos al atravesar el puente para que
los tiros no nos cogieran por sorpresa. Que todo hay a salido bien y no hay a bajas
en el camión no basta ni mucho menos para excusarles.
Por la Ciudad Lineal salen a la carretera de Aragón algunos coches y
camiones. Están ocupados principalmente por oficiales, comisarios y soldados,
que, tras abandonar los frentes del Pardo y la Sierra, han dado un amplio rodeo
para no pasar por el centro de Madrid. A voces preguntamos a los que van en un
camión al que adelantamos.
—Estábamos en Buitrago y nos dieron orden de entregarnos. Preferimos no
hacerlo.
Empezamos entonces a discutir el camino que nos conviene seguir.
Marchamos por la carretera de la Junquera, porque la de Valencia está cortada
por el enemigo en las cercanías de Madrid desde la batalla del Jarama. Caben
diversos caminos para llegar a ella más allá de las posiciones ocupadas por los
nacionales. Podemos tomar una carretera de muy segundo orden antes de llegar
a Torrejón y descender por ella hacia las orillas del Tajuña. También abandonar
la ruta de Aragón en Alcalá y salir a Villarejo por Nuevo Baztán y Carabaña.
Incluso podríamos seguir hasta Guadalajara para dirigirnos a Cuenca por
Sacedón y desde allí continuar hasta el Puerto de Contreras por Minglanilla.
Opinamos todos y tardamos en ponernos de acuerdo.
Al final coincidimos en que la tercera ruta, la que pasa por Cuenca, alarga el
recorrido en más de cien kilómetros, casi todos por caminos intransitables. El
camión en que viajamos es lento, pero resistente; de cualquier forma no
podríamos estar en Valencia antes de once o doce horas.
—Suponiendo, que es mucho suponer, que los fachas no están y a en
Guadalajara o Cuenca.
Por razones diferentes debemos rechazar también la primera de las rutas.
Sigue de cerca el curso del Jarama antes de saltar a la ribera del Tajuña. Buena
parte del recorrido está muy cerca de las líneas enemigas. Aunque los fascistas
no hay an recibido orden de avanzar todavía, nada tendría de extraño que al ver
desguarnecidas las trincheras adversarias, grupos de soldados hubiesen entrado
en cualquiera de los pueblos cercanos.
—Lo más seguro es ir por Alcalá —decide el secretario de Vallehermoso,
que es el organizador del viaje de los militantes de su Ateneo.
Paramos un momento pasado el puente de San Fernando para que hable con
el chófer y los dos que le acompañan en el baquet. Aunque la detención no se
prolongue arriba de tres minutos, son varios los coches que nos adelantan, todos
cargados de gente que se dirigen a Levante.
—En marcha y ojo avizor. No sabemos la sorpresa que podemos encontrar
en cualquier curva y conviene ir prevenidos. Sobre todo al atravesar los pueblos.
La carretera está bien y corremos sin detenernos hasta llegar a Alcalá. No
tenemos que entrar en la población porque el camino que pensamos tomar
arranca a la derecha antes, pero sin pasar muy cerca de la llamada Puerta de
Madrid. Se repite aquí algo de lo sucedido en las Ventas. La única diferencia es
que son muchos los coches, motos, camiones y furgonetas que nos preceden y
nos siguen y que todos vamos sobreavisados.
Hay bastante gente agrupada a ambos lados de la carretera y sería difícil
decir a simple vista si se trata de antifascistas que quieren marcharse o fascistas
que pretenden que no se vay a nadie. Llegamos a un centenar de metros de las
viejas murallas, cuando estalla un nutrido tiroteo. Parece que alguien, oculto no
sé dónde, dispara contra unos coches y furgonetas que nos preceden y desde los
vehículos responden en la misma forma.
—¡Agacharse todos y zumbar al primero que se cruce en la carretera o haga
ademán de disparar!
La gente corre apartándose de la carretera y refugiándose en las casas
próximas. El conductor pisa a fondo el acelerador y el camión da un salto hacia
adelante. Un individuo parapetado tras un árbol con un fusil en la mano da unos
pasos vacilante y se derrumba de bruces. Estamos y a en el sitio del fregado y las
balas silban en torno nuestro. Un proy ectil atraviesa la madera de la caja muy
cerca de mí; otro hiere en un brazo a uno de los compañeros; un tercero produce
una extensa raspadura en la cabeza de una mujer, sentada en el suelo.
—¡Basta, basta! No gastéis municiones en balde…
Cesa el fuego. Estamos y a a medio kilómetro del lugar de la lucha y nadie
dispara y a contra nosotros. Alguien indica la conveniencia de parar para atender
a los heridos. La may oría, incluy endo a los interesados, se opone. Seguimos la
marcha por una carretera secundaria que va de Alcalá a Perales de Tajuña,
pasando por Loeches y Campo Real.
—Afortunadamente, no es nada grave. Con taponar la herida para que no siga
sangrando, asunto resuelto.
Habla uno de los muchachos del Ateneo, que hasta esta mañana figuró en la
sanidad de un batallón en la Universitaria. No es médico, desde luego, pero está
acostumbrado a ver heridas y lleva consigo un pequeño botiquín. La lesión de la
mujer en la cabeza es un simple arañazo que ha dejado de sangrar; la del
hombre, un balazo en sedal que le atravesó el antebrazo.
—Parece que no ha tocado el hueso y con un buen vendaje habrá suficiente.
Desinfecta con alcohol los bordes de la herida; la venda luego de colocar unas
compresas de algodón como taponamiento. Es posible que le duela bastante el
brazo y hasta que dentro de un rato le de fiebre. En cualquier caso tendrá que
aguantar hasta que lleguemos a Valencia.
—A menos que prefieras quedarte en alguno de los pueblos que crucemos.
El interesado rechaza sin vacilaciones la sugerencia. Quedarse en Villarejo,
Fuentidueña o Tarancón es la seguridad de caer mañana en manos del enemigo.
—Seguiría hasta Valencia aunque fuese a rastras.
No está muy seguro, como no lo estamos nadie, de que consigamos llegar a
la costa. Lo estamos menos aún cuando al llegar a Loeches algunos coches que
van delante retroceden y nos advierten que tanto Campo Real como Velilla de
San Antonio están y a ocupados por los fascistas. Puede ser verdad o no serlo; en
todo caso, lo más cuerdo es retroceder hasta Torres de la Alameda para tomar
otro de los varios caminos que enlazan las carreteras generales de Aragón y
Valencia.
Lo hacemos. El nuevo camino es peor que el anterior. Aunque muy
frecuentados en estos años en que ha estado cortada la carretera general, como
medio de comunicación de Madrid con el resto de la zona republicana, apenas si
pasa de camino vecinal, destrozado por un tráfico intenso. Por fuerza hemos de
marchar despacio, pese a todo lo apremiante del tiempo. En Valdilecha nos
advierten:
—¡Cuidado en Tielmes…! Parece que la quinta columna se ha hecho dueña
del pueblo…
Tanto una furgoneta y tres coches, que nos preceden en una pequeña
caravana, como nosotros, extremamos las precauciones al penetrar en Tielmes.
No ocurre lo que tememos. Hay bastante gente en las calles y vemos colgaduras
en algunos balcones. Por una de las bocacalles alguno asegura haber visto pasar
de lejos una manifestación con banderas bicolores. Pero, sea porque no estén
armados o porque no quieran meterse en líos, ni disparan contra nosotros ni
pretenden cerrarnos el paso.
Unos centenares de metros más allá, cuando y a Tielmes ha quedado a
nuestra espalda, se produce de manera totalmente inesperada una pequeña
escaramuza. La furgoneta y los coches, que corren más que nuestro camión, nos
han sacado alguna ventaja y el chófer está tratando de darlos alcance. De pronto,
suena un disparo y un hombre que va de pie pegado a la parte delantera se
derrumba con un balazo en la sien.
—¡Ahí, a la derecha, entre aquellos olivos…!
Suenan muchos disparos y oímos silbar las balas. Tiran desde lo alto de una
loma que se alza al otro lado de un riachuelo, tirados en el suelo para ofrecer
menos blancos o parapetados tras los troncos de los árboles. Contestamos
haciendo fuego con rapidez, pero no es posible precisar la puntería en un camión
en marcha y sin casi ver al enemigo que ocupa una posición dominante y cuenta
indudablemente con mejores armas.
Cesan los disparos al alejarnos unos centenares de metros. Para el camión en
un lugar resguardado y diez o doce saltamos a tierra. Hay quien pretende dar un
pequeño rodeo y coger de costado o por la espalda a los que están emboscados
disparando contra la carretera. El secretario del Ateneo se opone. Aunque
pudiéramos darnos el gusto de cazar a quienes pretendían cazarnos —cosa más
que dudosa— perderíamos el tiempo suficiente para tener cortado el camino de
huida.
—¡Pero han matado a Juan, y eso…!
—Peor sería que nos matasen a todos. ¡Al camión, rápidos!
Tiene razón. De mala gana subimos. El compañero alcanzado con el primer
disparo ha muerto instantáneamente, con la cabeza atravesada por un balazo.
Tumbado en el fondo del camión, lo tapan con una manta. Las mujeres y los
chicos lloran; los hombres aprietan rabiosos los puños.
—¡De prisa, Manolo! Cuanto antes salgamos a la carretera general…
Diez minutos después entramos en Villarejo de Salvanés. Junto a la gasolinera
cerrada hay dos coches cuy as averías tratan de reparar con la máxima premura
sus ocupantes. Por ellos sabemos que en el mismo lugar han sido tiroteados otros
coches. También que la carretera de Valencia está, al parecer, libre de enemigos.
Marchamos por ella mucho más rápidos que por los caminos que dejamos a
la espalda. Escarmentados por lo sucedido, nadie va de pie, sino sentados o
arrodillados, con las armas preparadas en la mano y mirando vigilantes en todas
las direcciones. Vamos muchos y sentados ocupamos más sitio; tenemos que
apretujarnos, especialmente cuando el muerto llena por sí solo el espacio de
cuatro o cinco. ¿Qué hacemos con él? Algunos hablan de llevarlo hasta Valencia;
otros son partidarios de enterrarlo en cualquier pueblo por el que pasemos; no
falta, sin embargo, los que consideran más eficaz dejarlo sin enterrar en una de
las cunetas.
—Después de muerto —afirman— todo da lo mismo.
—Era un buen compañero de la Construcción. Ha pasado toda la guerra en
primera línea sin que le ocurriese nada. Y ahora, en el último día…
Para Juan González lo ha sido definitivamente y bien puede serlo para todos
nosotros. El simple viaje hacia los puertos, que hace unas horas considerábamos
exento de grandes riesgos, resulta más difícil y azaroso de lo previsto. Pero, en
realidad, ¿habíamos previsto ninguno este derrumbamiento vertical de los frentes
y esta huida en masa?
Cruzamos sin detenernos Fuentidueña y pasamos el Tajo por el estrecho
puente. Compruebo que es y a la una de la tarde y aún nos quedan trescientos
kilómetros. Por mucha prisa que nos demos, no llegaremos a Valencia antes de
las seis o las siete de la tarde. La circulación aumenta a medida que nos alejamos
de Madrid, toda ella en una misma dirección. Nos adelantan muchos automóviles
y motos; adelantamos a nuestra vez a otros vehículos, camiones o coches que
llevan demasiado peso o no marchan bien. Todos seguramente sentimos las
mismas ansias de llegar y la incertidumbre de lo que encontraremos a la llegada.
En Tarancón paramos un momento para llevar el muerto al cementerio. En
las calles del pueblo reina una animación extraordinaria. Son muchos los vecinos
que están ultimando sus preparativos de marcha y no pocos los ocupantes de
coches y automóviles que tienen la esperanza de encontrar en cualquier taberna
o casa de comidas algo de comer o beber. Yo me encuentro en este caso. Lo
mismo que seis o siete de los que vienen con nosotros, no he desay unado y la
cena de anoche fue extremadamente ligera.
Tenemos hambre y sed y mientras un grupo, con Antonio Rodríguez, se
acercan con el camión hacia el cementerio, el resto —comprendidas varias de
las mujeres y los chicos— nos quedamos en el cruce de carreteras para ver si
encontramos algo de comer. Nos tranquiliza ver que no hay colgaduras en las
casas ni manifestaciones en las calles, acaso porque los enemigos están aún
demasiado lejos. Además, la carretera hasta Valencia está libre de obstáculos y
el camión volverá por nosotros dentro de diez minutos.
No tenemos mucha suerte en nuestras pretensiones de comer algo. Aunque
algunos bares han abierto sus puertas, no tienen nada que vendernos o no quieren
hacerlo convencidos de que el dinero de que disponemos no tendrá el menor
valor dentro de unas horas. Tengo que contentarme con un vaso de vino. Un
compañero de Vallehermoso, que viene en el camión con su mujer y un hijo
pequeño, quiere darme un trozo de pan. Se lo agradezco, pero no puedo comerlo
viendo los ojos de envidia con que me mira el crío y se lo entrego.
Salgo de la taberna para volver al lugar en que el camión vendrá a
recogernos. Hablo un momento con unos vecinos del pueblo que están metiendo
precipitadamente unos bultos en un viejo coche en que se disponen a emprender
la carrera hacia el mar. Pese a la aparente tranquilidad del pueblo, los ánimos
están tensos y expectantes.
—¡Menuda escabechina se organizó en la carretera hace poco más de una
hora!
Me lo explican con medias palabras. Por lo que puedo entender, a mediodía o
poco antes llegaron al pueblo un camión y unas tanquetas italianas. No debían ser
más que quince o veinte hombres procedentes del frente de Toledo que se habían
adelantado considerablemente a sus compañeros. Se apostaron en la salida del
pueblo para no dejar que nadie siguiera hacia Valencia.
—Detuvieron varios coches; sin embargo, otros llegados de Madrid se
empeñaron en seguir. Quisieron detenerles a tiros, pero los otros no se arredraron.
Cay eron varios, pero a bombazo limpio se abrieron paso. Asustados los italianos
se volvieron por donde habían venido. Seguramente estarán otra vez aquí a
primera hora de la tarde.
Es posible que mis informantes exageren la importancia de la refriega,
transformando una simple escaramuza en una batalla campal. En cualquier caso
demuestra que el enemigo está cerca y que la menor demora en partir puede
tener desastrosas consecuencias.
—¡Ahí está el camión…!
Celebro verlo llegar. Subimos de prisa porque todos hemos oído algo de lo
ocurrido una hora antes en el pueblo o sus inmediaciones. Los que se han
acercado al cementerio confirman lo referente a la lucha. Han visto allí unos
cuantos muertos a consecuencia de la pelea.
—Había un compañero —me dice Antonio Rodríguez—. Era Franch, de
Espectáculos. Tenía el pecho destrozado por una ráfaga.
Me impresiona oírlo. Hablé con Franch hace tres horas y me llevó en su
coche desde la Regional hasta el « metro» de Iglesia. Debió salir de Madrid una
hora antes que y o y y a está muerto.
Son cerca de las dos cuando de nuevo salimos a la carretera. Estamos en los
comienzos de la primavera, pero el cielo aparece medio cubierto por nubarrones
grisáceos y sopla un viento frío y desagradable. Ni el grueso jersey ni el
chaquetón que llevo puestos bastan para que entre en calor.
A medida que ganamos kilómetros en dirección a Valencia aumenta el tráfico
por la carretera. Aunque casi todos vamos en la misma dirección, se producen
algunos accidentes por las prisas de muchos, por el nerviosismo de los
conductores o por averías de los vehículos en los intentos de adelantamiento.
Muchos vehículos salen a la carretera, verdadero cordón umbilical que
alimentó a Madrid durante treinta meses, procedentes de los pueblos de Cuenca o
de la Mancha o de los frentes de Guadalajara y Toledo. Aunque casi todos son
camiones, camionetas, automóviles o motos, tampoco faltan los carros que hacen
más lenta y difícil la marcha. Deben ser millares las personas que en estos
momentos transitamos por la carretera formando caravanas que cubren
kilómetros y kilómetros. Recuerdo el cuadro de Goy a en que una multitud huy e
perseguida por el amenazador coloso de la guerra que lo arrasa todo a su paso.
También la descripción colorida e impresionante de Rudy ard Kipling de una
carretera hindú, el Gran Tronco, repleta de fugitivos. Como en Kim, cada uno de
los miles de individuos que nos encontramos en la carretera tenemos una historia
dramática a la espalda y un futuro incierto y posiblemente trágico ante nuestros
ojos.
Destemplados, ateridos por el vientecillo que nos azota la cara, vamos
cruzando pueblos: Saelices, Montalvo, Villar el Saz, Olivares. Bordeamos el cauce
del Júcar rebosante por las lluvias invernales. En Valverde paramos un instante
porque somos varios los que tenemos hambre y hay una casa en la que hemos
comido a veces en nuestros viajes a Valencia. Por desgracia, la puerta está
cerrada y es inútil que llamemos. O no hay nadie dentro, o no quieren abrir.
Igual nos sucede en Montilla del Palancar. Decidimos no probar suerte en
más sitios y seguir sin detenernos hasta Valencia. Pero antes de llegar a
Minglanilla tenemos que parar. Dos tenientes, un sargento y un soldado que tienen
su coche a un lado de la carretera se ponen por delante para que nos detengamos.
Se han quedado sin gasolina y quieren que les demos los litros suficientes para
seguir la marcha.
—¡Imposible! Apenas nos queda la suficiente para llegar nosotros.
—¡Pues o subimos con vosotros, o aquí nos quedamos todos! —amenaza uno
de los tenientes, agitando una granada de mano que parece dispuesto a arrojar
contra nosotros.
Sus mismos compañeros, echándosele encima, consiguen quitársela.
Tenemos que contener al mismo tiempo a varios de los que van en el camión
dispuestos a contestar a tiros a la amenaza. Al fin se accede a que los cuatro
suban al camión, aunque tengan que ir de pie y muy apretados.
Proceden del frente de Albarracín, de donde salieron por la mañana
decididos a no entregarse. Son de Almería y quieren volver a su ciudad natal.
—Está lejos, desde luego; pero si llegamos allí tenemos una barca para
marcharnos a Oran.
Es posible que lo consigan, aunque resulta más que dudoso si en los demás
frentes se ha producido la misma desbandada que en los del Centro. Pasado
Minglanilla, al atardecer, iniciamos el descenso del puerto de Contreras. En una
revuelta de la carretera, mucho antes de llegar al puente que cruza el Cabriel,
hay una larga fila de coches detenidos. Pronto averiguamos lo que pasa. Un
grupo de soldados al mando de un capitán están revisando la documentación de
quienes pretenden seguir hacia Valencia.
—¡Orden terminante! ¡Sin salvoconducto no pasa nadie!
Los que van provistos de ellos no tienen más que mostrarlos para poder
continuar. Tampoco tienen que detenerse los que, más previsores o más cobardes,
llevan un pasaporte en el bolsillo. Ni y o, ni ninguno de los que vienen en el
camión, podemos mostrar nada que se le parezca. Apeándose, varios discuten
con los soldados. Yo prefiero dirigirme al capitán.
—¿Sabe usted lo que ocurre en Madrid?
—Ni lo sé, ni me importa. Esta misma tarde he recibido órdenes que tengo
que cumplir.
—Por encima de las órdenes está la vida de toda esta gente —replico—.
¿Prefiere acaso que los fascistas nos fusilen a todos?
Discutimos un rato y consigo hacerle vacilar. Las órdenes estaban bien en
otros momentos, cuando había que impedir que los evacuados regresasen a
Madrid o a los pueblos cercanos al frente o cuando había que evitar la libre
circulación del enemigo o la fuga de desertores. Ahora no hay que pensar en
nada de eso. Los nacionales están en Madrid de donde hemos logrado salir por los
pelos.
—¿Pero, los salvoconductos…?
—¿A quién íbamos a pedírselos? ¿A los fascistas que eran los únicos que
quedaban cuando salimos?
Convencido a medias habla por teléfono con Valencia desde una casilla
cercana donde tiene su puesto de mando. Vuelve serio y cejijunto, rascándose
pensativo la barbilla. No sé con quién ha hablado, pero lo oído le sume en un mar
de confusiones.
—No acabo de entenderlo —masculla—. Hace dos horas una cosa y ahora…
Bueno, podéis seguir.
Vuelvo precipitadamente al lugar en que ha quedado el camión al tiempo que
la caravana de coches detenidos se pone de nuevo en marcha. Cuando el camión
en que viajo pasa por delante del capitán le veo discutiendo acaloradamente con
uno de los sargentos. No oigo lo que dicen, pero resulta fácil imaginárselo.
Ninguno de los dos acaba de entender lo que pasa, quizá porque se resisten a
admitir la triste realidad de la derrota. Creo que a mí, en su puesto, me ocurriría
igual.
Los soldados del batallón de retaguardia que vigilan el puente y la áspera
subida del otro lado del río, no hacen intención alguna de detenernos. Llegamos a
Villargordo cuando las primeras sombras de la noche se extienden sobre los
campos. En las calles del pueblo hay bastante animación; un par de bares están
abiertos y las luces encendidas en el interior de las casas. Me da la sensación de
que la gente que nos ve pasar desde las puertas de sus viviendas consideran la
situación semejante a la de ay er o a la de hace un año y que no piensan por lo
más remoto que los nacionales pueden estar allí dentro de unas horas.
Confirmo esta impresión en Utiel y Requena primero, en Buñol, Chiva y
Manises después. Aunque la carretera es un río de coches y camiones que corren
en una sola dirección, los pueblos dan una extraña sensación de completa
tranquilidad. No hay, al menos no lo parece, alarma, inquietud ni siquiera
nerviosismo. Las calles están animadas y concurridas, los comercios abiertos y
la gente forma grupos en las aceras hablando animadamente.
—¡Increíble! —murmuro—. Esta tranquilidad cuando en Madrid…
Es un poco todavía el Levante Feliz que hace dos años formaba el más
violento contraste con el Madrid asediado y hambriento. Entonces cabía la
disculpa de que no habían sufrido directamente el dolor de la guerra, alejados
ciento cincuenta kilómetros los frentes más próximos. Ahora, en cambio, y a
conoce la angustia de los bombardeos aéreos y de la muerte sembrada a voleo
en sus calles. Todos deberían saber y a que, hundidos los frentes, el enemigo
puede llegar mañana o pasado; tal vez esta misma noche. Pero, aunque y o no lo
crea…
—¿No será verdad lo del acuerdo secreto y las facilidades de evacuación
para todos?
—¡Despierta, Guzmán! No hay acuerdo que valga, y tú debes saberlo. ¡Ay
de los que no puedan, o no podamos, tomar un barco!
Mentalmente doy la razón a Antonio Rodríguez, que es quien habla. Aunque
le conozco de vista hace años, son pocas las veces que hemos hablado. Jamás
simpatizamos y últimamente me han contado cosas desagradables como
explicación a su confinamiento en un batallón de fortificaciones o castigo. Como
si adivinase lo que estoy pensando en silencio, precipitadamente da una
explicación confusa de lo que le ha sucedido.
—Quise terminar de una vez con todos los fascistas infiltrados en nuestras
filas. Y no me refiero a las confederales, sino a las de todos los partidos y
organizaciones.
Desde el comienzo de la guerra ha sido enemigo encarnizado de utilizar a
quienes fingían ponerse a nuestro lado para salvar la piel. Pero más que los
militares de la U. M. E., que en general se portaban bien, le inquietaban otros.
Eran los individuos que, presos o detenidos, se ofrecieron como delatores y
confidentes para conseguir la libertad. Reconocía que habían resultado muy útiles
ay udando a la policía y al SIM para desarticular las organizaciones clandestinas
y prender a sus jefes.
—Aun así, vivos y en libertad constituy en una grave amenaza.
Concentraba su odio en varios que habían servido de ganchos para llevar a sus
camaradas a la emboscada de una falsa embajada montada por los servicios
especiales del ministerio de la Guerra. Sólo por ello merecían que sus antiguos
amigos los ahorcaran como traidores e indeseables. No obstante, cabía la
posibilidad de que hubieran intentado cubrir sus antiguas debilidades, laborando
en los últimos tiempos en las organizaciones de la quinta columna. De uno de
ellos le constaba que había confeccionado una larga lista de nombres, apellidos,
señas y domicilios de cuantos antifascistas habían actuado en los tribunales
populares, en la policía y en el SIM y serían pocos los incluidos en ella que, de
caer en manos del enemigo, librasen la piel.
—Uno de los primeros nombres era el mío —afirma.
Denunció lo que sabía, asegurando que era uno de los jefes de la quinta
columna madrileña. Pero los organismos que le habían utilizado como confidente
estaban muy satisfechos de sus servicios, que en agosto de 1938 continuaban
considerando convenientes y provechosos. No sólo no quisieron hacer caso de sus
denuncias sino que dijeron que Rodríguez era un tipo incontrolado, maniático y
sanguinario que sólo soñaba con matar.
—Cuando, al final, quise ir personalmente por él, los policías que le protegían
me detuvieron y por muy buenas componendas me mandaron a un batallón de
castigo del que pude escapar anoche.
Es posible que sea verdad lo que me cuenta; también que se trate de un
comprensible intento de justificación personal. En cualquier caso ni sé nada del
asunto ni tengo porqué darle o quitarle la razón; especialmente cuando la guerra
llega a un desastroso final y sólo el azar nos ha reunido en el camión en que
ambos conseguimos salir de Madrid.
Han dado las ocho cuando entramos en Valencia. Lo hacemos lentamente,
formando parte de una larga caravana que no se mueve con demasiada rapidez.
Mientras nos acercamos al centro de la ciudad, se produce una discusión. En
tanto que algunos, impacientes o temerosos, quieren ir directamente al puerto y
subir, aunque sea a la fuerza, al primer barco que zarpe, la may oría somos
partidarios de establecer rápido contacto con los elementos directivos y
responsables de los diferentes partidos u organizaciones a que pertenecemos para
enterarnos de lo que sucede, saber de los puertos de más fácil acceso y salida y
recibir instrucciones para una rápida y ordenada evacuación.
Todo el centro de Valencia es un inmenso hormiguero humano en las
primeras horas de la noche del 28 de marzo. Son muchos millares las personas
llegadas desde la mañana y los que todavía continúan afluy endo. Ocupan por
entero las aceras, se desbordan por las calzadas y hacen poco menos que
imposible la circulación. Nuestro camión no puede pasar de la calle de San
Vicente. Se queda allí, con todas las mujeres y los chicos que nos acompañan,
amén de varios hombres armados, mientras los demás lo abandonamos para
intentar establecer contacto con los elementos encargados de la evacuación.
Bajamos andando trabajosamente, abriéndonos paso a codazos hasta la plaza
de Castelar. Es impresionante su aspecto, doblemente impresionante en una
oscuridad, sólo rota por los faros encendidos de algunos coches y la luz que sale
del interior de los edificios por puertas, ventanas o balcones. Son más abundantes
los hombres, sin que esto quiera decir que escaseen las mujeres. La gente se
mueve nerviosa de un lado para otro, formando casi siempre grupos nutridos
cargados con macutos, bultos o maletas y hablando a voces para poderse
entender en medio de la general algarabía. Guardias de asalto, soldados de los
batallones de retaguardia e incluso carabineros permanecen de guardia en medio
de la muchedumbre. No creo que sean de ninguna utilidad, sin embargo, porque
parecen todavía más desconcertados y confundidos que el resto de nosotros.
Igual que la plaza de Castelar están las cercanas calles de Ruzafa, Blasco
Ibáñez, las Barcas, Salmerón, Pi y Margall y la Paz. Por todas ellas se anda con
dificultad. Los coches y camiones parados junto a las aceras, incluso algunos
blindados ligeros que sería difícil decidir quién ha traído hasta aquí y en torno a
los cuales hay grupos de soldados o paisanos, entorpecen más aún el tráfico. Es
frecuente el encuentro con amigos y compañeros. Abundan las conversaciones
rápidas en que se pregunta a voces por el paradero de paisanos o camaradas, que
en muchos casos no han podido llegar a Valencia.
Existe una confusión completa y nadie sabe exactamente lo que sucede.
Parece que esta mañana salió un barco de Valencia y que en el puerto hay ahora
mismo otro inglés que no quiere dejar subir a la gente. Pero todo esto oído de una
manera rápida, puede ser o no cierto. En cualquier caso, la impresión
predominante en la calle, lo que nos dicen al paso cuantos compañeros vemos y
que llegaron a Levante antes que nosotros, es que habrá barcos de sobra en las
próximas horas y que la evacuación de todos los que quieran irse está asegurada.
En la sede del Comité Nacional del Movimiento Libertario hay tanta gente
que es difícil entrar y mucho más conseguir hablar con un compañero
determinado. Lo mismo pasa en otros sitios. Al cabo de un rato, cansado de ir de
un lado para otro cargado con la maleta, me encamino a la redacción de Fragua
Social, seguro de encontrar allí quien pueda orientarme. También aquí hay
exceso de público ante el edificio, en el portal, en la escalera e incluso en la
redacción. Consigo no obstante penetrar en el despacho donde se han encerrado
para trabajar el director y uno de los redactores. Los dos son antiguos y buenos
amigos. Manuel Villar ha sido director de CNT de Madrid antes de venir a
Valencia; Félix Paredes, compañero mío durante años en las redacciones de La
Tierra y La Libertad. Ambos me abrazan alborozados y satisfechos al verme.
—Temíamos por ti. Preguntamos a muchos que venían de Madrid y ninguno
sabía de tu paradero. Algunos nos dijeron que no habías podido salir.
—Lo conseguí en el último momento —respondo sincero— porque me
dejaron tirado. Llegué a Valencia hace media hora y no sé nada de lo ocurrido
en toda la tarde. Supongo que vosotros podréis orientarme.
Lo hacen en forma rápida y escueta. Las radios y las agencias de
información extranjeras dicen que los nacionalistas son dueños de Madrid desde
el mediodía, aunque hay a quienes afirman haber salido después. Parece también
que han entrado en Guadalajara y avanzan por la Mancha y Andalucía sin
encontrar resistencia. Sin embargo, no se dan toda la prisa que cabía esperar y la
impresión general es que tardarán tres o cuatro días aún en alcanzar la costa
mediterránea.
—¿Por acuerdo previo con el Consejo de Defensa? —pregunto escéptico.
—Seguramente, porque la evacuación de quienes consideran más
comprometidos les ahorre no pocos problemas. Una represión con millares, tal
vez cientos de millares de muertos, sería un desprestigio para el régimen
naciente.
Es cierto que hoy mismo, a poco de llegar a Valencia, el coronel Casado ha
dicho hablando con los miembros de la Comisión de Evacuación, que Franco ha
dado su asentimiento tácito para que puedan marcharse cuantos antifascistas lo
deseen. Pero, conforme ha tenido que reconocer a continuación, el pretendido
acuerdo no está firmado y ni siquiera redactado. Que los franquistas avancen con
prudente lentitud es una cosa y que nos den por su voluntad toda clase de
facilidades para que embarquemos, otra completamente distinta.
—Y la prueba indudable de que así es la tenemos en la precipitada salida del
propio coronel Casado.
—¿Cuándo y cómo llegó? —pregunto interesado.
—A media mañana, y en avión. Le acompañaban algunos militares y los
miembros del Consejo Nacional que aún estaban en Madrid, excepto Besteiro.
Parece que confiaban en que los fascistas no entrasen en la ciudad hasta mañana
y el hundimiento repentino y total del frente cercano les cogió desprevenidos.
Pienso que bien pudo ser así, aunque después de radiar la nota de alzar
bandera blanca debieron estar preparados para lo peor. Por fortuna, y según mis
interlocutores, tanto en Madrid como en Valencia se han preocupado con éxito de
lo fundamental en estos instantes: la evacuación.
—Han contratado barcos suficientes para que salgamos todos.
Pese a la profunda desmoralización existente en toda la zona, a la seguridad
que la disolución espontánea del ejército del Centro tardará pocas horas en
repetirse en los demás, confían en que podamos escapar de la ratonera todos los
atrapados en ella. A media tarde habló Paredes con Forcinal, el miembro más
dinámico y activo de la Comisión Internacional de Ay uda y Evacuación y le
encontró optimista y contento.
—Acababa de hablar con París y aseguraba que esta noche y mañana
llegarán los barcos.
En realidad, y a han llegado algunos barcos. En el puerto de Valencia hay
ahora mismo un mercante inglés que aunque se resiste a dejar subir refugiados a
bordo tendrá que acceder a ello. En Cartagena está dispuesto para partir el
Campillo y del puerto valenciano salió hace unas horas el Lezardieux, con más de
quinientos antifascistas y con rumbo a Oran.
—¿Y sabes una cosa curiosa?… Navarro Ballesteros, que y a había subido a
bordo, bajó a tierra para ceder su plaza a Salado, que estaba asustado, y esperar
otro buque.
Se trata de dos periodistas amigos. Manuel Navarro Ballesteros ha dirigido en
Madrid Mundo Obrero; Luis Salado, La Voz. Conociéndoles, no me sorprende el
gesto generoso del primero ni el nerviosismo del que ahora estará llegando a un
puerto argelino.
Villar me habla de los compañeros de profesión madrileños que han llegado a
Valencia en el curso de esta agitada jornada. De Castilla Libre ha charlado con
Nobruzán y Mariano Aldabe; de CNT con García Pradas y Aselo Plaza.
—Pradas andaba preocupado por ti y preguntaba a todos los compañeros. Se
alegrará de saber que llegaste al fin.
Lo creo. Pradas y y o nos conocemos hace ocho años, hemos trabajado
juntos en la redacción de La Tierra y durante casi toda la guerra —él en un
periódico confederal de la tarde y y o en uno de la mañana— luchamos por la
misma causa con parecidos argumentos e idéntico entusiasmo. Esperaba haberle
encontrado en Defensa de Madrid esta mañana, y acaso fue su ausencia lo que
más me sorprendió. Cuando se lanza o se repite la consigna de « o nos salvamos
todos o perecemos todos» , hay que dar el ejemplo.
—Seguro que le agradará verme —replico—, aunque acaso le guste menos lo
que hay a de decirle.
—Vente conmigo —indica Villar—. Tengo que verle a él, a Val y a Casado
para saber a qué atenernos.
En Fragua Social han estado trabajando toda la tarde; aunque interrumpidos
por frecuentes visitas, tienen escrito y compuesto más de la mitad del periódico.
Sin embargo, a las nueve de la noche no saben todavía con certeza si se publicará
o no el número correspondiente a la mañana siguiente.
—Es poco más o menos lo que me sucedió a mí anoche —contesto—. La
única diferencia es que aquí el enemigo no está a medio kilómetro.
—Pero es probable que cuando queramos darnos cuenta lo tengamos a
menos de medio metro.
Aunque hasta esta mañana los frentes de Levante se mantenían inalterables,
es difícil saber lo que puede haber sucedido esta tarde. Si desde hace días y
especialmente a partir de la noche del domingo existe una desmoralización
general, la caída de Madrid y la llegada de varios millares de fugitivos de la
capital y de sus alrededores ha acentuado el clima de descomposición,
sembrando un terrible confusionismo. Son muchos los que todavía dan órdenes,
pero escasos quienes las cumplen. Como sucede en todos los partidos y
organizaciones antifascistas, los comités libertarios han sido desbordados por los
acontecimientos y nadie sabe lo que puede suceder dentro de una hora.
—Sólo una parte del Consejo Nacional de Defensa parece conservar un resto
de serenidad.
Con Casado están muchos jefes militares desde Matallana, jefe del Estado
May or del Ejército republicano, al general Menéndez, que manda el de Levante.
También los consejeros republicanos, socialistas, ugetistas y libertarios. Se hallan
reunidos en sesión permanente, en contacto con la Junta Internacional de
Evacuación y celebrando conferencias constantes con Francia.
—Nos han citado a esta hora a los informadores de los periódicos y de la
radio para darnos instrucciones concretas.
Le acompaño aunque no sea de los convocados. Hasta esta mañana dirigí en
Madrid un periódico que hoy precisamente publicó su último número y que
seguramente no volverá a aparecer. Por importante que sea lo que nos digan —y
lo será, porque de ello depende la vida de muchos, incluida la mía—, no tendré
dónde publicarlo. En realidad, mi carrera profesional ha terminado, por lo menos
en España.
En las calles parece haber aumentado la gente y se circula con dificultad
creciente. Por suerte vamos cerca, aunque en recorrer unos centenares de
metros tardamos quince o veinte minutos. Marchamos a un amplio edificio
cercano a la plaza de Castelar, ocupado por la comandancia de la Agrupación de
Ejércitos de la zona Centro-Sur.
—Encontraremos a mucha gente —dice Villar cuando llegamos a la puerta
—. Entre otros, Val, Salgado y Pradas que no se apartan de Casado, y hacen bien.
Creo que incluso andan por aquí Mera, Valle, Luzón y Verardini.
Los soldados de guardia tienen que esforzarse para mantener alejados de las
puertas a muchos de los que pretenden entrar. Podemos pasar no sin que Villar
hay a de mostrar una contraseña de que va provisto y y o mi carnet como director
de Castilla Libre. De cualquier forma, dentro hay demasiada gente en el portal,
en la amplia escalera y en todos los despachos. En su inmensa may oría de
uniforme, sin que por ello escaseen los civiles. Conocemos a muchos,
confederales unos; republicanos, socialistas e incluso comunistas los demás.
En el rellano del primer piso nos damos de cara con Mancebo y Amil.
Anoche hablé con ellos en Madrid. Se alegran de verme porque al parecer se ha
extendido la noticia de que no había podido abandonar la ciudad sitiada durante
tantos meses.
—Nosotros salimos con dificultad esta mañana. Ahí tienes a Pradas y Salgado
que preguntan a todos por ti.
No entro a verlos, de momento, porque Villar ha entrado en un salón de la
derecha donde distingo al coronel Casado hablando con un grupo de
informadores locales. Me acerco interesado por oír lo que dice y descubro que
en el salón están también, aparte de algunos militares, varios de los miembros del
Consejo Nacional de Defensa. Concretamente Wenceslao Carrillo, San Andrés y
Eduardo Val. También un caballero francés, Forcinal, que parece llevar
personalmente la dirección de la Junta Internacional de Ay uda y Evacuación.
—La situación es grave, muy grave —dice Casado—. Pero con serenidad,
disciplina y sentido de responsabilidad en todos, aún puede evitarse lo peor.
Lo peor es, naturalmente, la desmoralización general, la desesperación que
puede engendrar un pánico colectivo que nos suma en el caos. Hasta ahora,
según él, las cosas marchan medianamente bien. El enemigo cumple su
compromiso tácito y no pretende impedir la salida de España de quienes deseen
expatriarse. Salvo el Ejército del Centro que, debido a circunstancias muy
especiales, se ha disuelto como un azucarillo en un vaso de agua, los demás —
Levante, Andalucía y Extremadura— cumplen disciplinadamente las órdenes
recibidas. Los dos últimos se retiran sin combatir en los puntos en que avanzan sus
oponentes. De cualquier modo, su avance es lento y tendremos tiempo de sobra.
Como demostración plena indica que Ciudad Real —con cuy o gobernador civil
acaba de hablar— está en completa calma y en manos de las fuerzas
republicanas.
—La evacuación está garantizada. Varios barcos salidos ay er y hoy de
Marsella, Cette y Argel llegarán esta misma noche, si no han llegado y a, a
Valencia, Alicante, Cartagena y Almería. Otros les seguirán mañana. Las
personas que se consideren en peligro en el frente y la retaguardia podrán
embarcar sin entorpecimiento alguno. Lo fundamental es que nadie pierda la
cabeza y todos cumplan al pie de la letra las instrucciones que se dicten,
plenamente seguros de que sobrarán tiempo y barcos.
Mientras monsieur Forcinal y un diputado francés que lo acompaña —Charles
Tillon— ratifican y amplían lo que acabamos de oír respecto a los anhelados
transportes marítimos, Casado abandona el salón para meterse en un despacho
disculpándose con la precisión de resolver una serie de asuntos urgentes.
—Bueno —dice Villar disponiéndose a volver a la redacción—. Parece que
mañana saldrá todavía el periódico.
—No te fíes, por si acaso —le aconsejo—. Algo parecido oí y o anoche y si
me descuido me quedo en Madrid.
Vuelvo hacia la escalera para buscar la habitación en que deben estar Pradas
y Salgado. No tengo necesidad de entrar porque ambos salen a mi encuentro, con
muestras inequívocas de alegría al verme.
—¿Sabes y a lo de Mauro? —pregunta Pradas.
—No. Me separé de él pasadas las once de la mañana en la calle de Juan
Bravo y desde entonces…
—Le han matado. Le estaban esperando cuando llegó a su casa. Quisieron
detenerle y se resistió. Le acribillaron a balazos, pero creo que incluso caído en el
suelo siguió disparando hasta agotar el cargador de la pistola.
Me duele la noticia, como me dolió saber que Franch había muerto en
Tarancón. Son dos compañeros y amigos con los que esta mañana hablé de la
difícil salida de Madrid, y los dos están muertos.
—Lo siento —respondo sincero—. Pero vosotros debéis sentirlo más aún
porque en cierto modo sois los culpables de su muerte.
—¿Nosotros, por qué? —protestan a un tiempo.
Se lo digo con toda claridad y crudeza. Fue como y o al Comité Regional de
Defensa confiado en encontrar allí medios para salir de Madrid y no halló a
nadie. Después acudimos a la Federación Local donde tampoco había nadie. Yo
pude tomar un camión poco menos que en marcha; pero Bajatierra, cuarenta
años más viejo, cansado, aplastado moralmente por la derrota, prefirió quedarse
para que le mataran.
—De haberle esperado, de no encontrarse solo y abandonado a su edad,
seguro que estaría en este momento con nosotros.
Dolidos por mis palabras contestan acalorados. No tenían la menor idea de
que Mauro fuese esta mañana por Defensa; creían que saldría de Madrid en el
mismo coche que utilizaba a diario para visitar los frentes y que no tropezaría con
muchas dificultades viviendo relativamente cerca de las Ventas, camino obligado
para dirigirse a Valencia. En cualquier caso, cuando Val y Salgado tuvieron que
acudir precipitadamente a Barajas para hablar con Casado, dejaron a varios
compañeros encargados de recoger a quienes acudieran en el último minuto.
—Lo que no podía pensar —se disculpa Salgado— es que se largaran en
cuanto diésemos media vuelta.
—Yo no quise apartarme un minuto de Casado por mandato de la
organización —añade Pradas—. No queríamos que hiciese lo mismo que Miaja.
Ante mi gesto de sorpresa por las últimas palabras, explica que Miaja,
olvidando las responsabilidades del cargo que ocupaba y sin preocuparse de nada
ni de nadie, se ha marchado de España en avión. Dado lo dramático de las
circunstancias, el Consejo no ha creído oportuno ni conveniente divulgar la
desmoralizadora noticia.
—Casado, por fortuna, es todo lo contrario —añade—. Está luchando con
uñas y dientes por salvar cuanto se pueda salvar. Aunque sea a costa de su propia
vida.
No comparto su opinión, pero no es momento ni ocasión para discutirla.
Tiempo habrá de hacerlo, si vivimos lo suficiente; como tendremos que discutir
no poco sobre la orden de izar bandera blanca radiada en la tarde del domingo,
causante directa de la profunda desmoralización que hundió en treinta y seis
horas el frente y la retaguardia madrileña.
—Quédate con nosotros. Así podrás comprobar que no dejamos tirado a
ningún compañero mientras nos salvamos nosotros.
Acepto desde luego. Estoy cansado, molido por el viaje, hambriento y con
sueño atrasado. Me gustaría poder tumbarme a dormir una horas. Rechazo sin
vacilaciones la tentación. Si anoche en Madrid pudo tener para mí las peores
consecuencias, aún podría resultar más desastroso si lo hiciera en Valencia ahora.
Me espabilaría con sólo mojarme un poco la cara.
—Ahí tienes un lavabo. Si quieres afeitarte de paso, puedes hacerlo. Yo lo
hice a media tarde. La maquinita y la brocha son mías.
Me encuentro mucho mejor tras los diez minutos que empleo en afeitarme y
lavarme a toda prisa. Cuando vuelvo al despacho, Salgado está discutiendo con
Valle, comisario de la XIV División. Con gesto indignado le oigo:
—¡No y mil veces no! Vosotros debíais ser ejemplo de serenidad y disciplina.
Lo que pretendéis…
No termina la frase; quizá porque prefiere dejar el final en el aire o porque
me ha visto entrar. Voy a preguntarles por qué discuten cuando una puerta que da
a otra habitación se abre y en el umbral aparece Luzón, comandante de una
brigada en el frente de Guadalajara, muchas veces herido a lo largo de la guerra.
Pregunta impaciente dirigiéndose a Valle:
—¿Acabas de una vez, pelmazo? Cipriano dice que si continúas hablando…
Al advertir mi presencia se acerca para darme una palmada amistosa en la
espalda:
—¡Hola, Guzmán! ¿Vienes con nosotros, eh?
—No —se anticipa Salgado a contestar—. Por fortuna para él, no está tan
loco como vosotros.
Luzón se queda un momento pensativo y desconcertado. Valle abandona el
despacho para meterse en la habitación. Me fijo en este momento que Luzón,
que está en mangas de camisa, tiene una corbata en la mano. Mirando a través
de la puerta que ha dejado abierta distingo a Mera, Verardini, Gutiérrez y
Liberino que están cambiándose de ropa.
—¡Déjalos! —grita uno a Luzón—. Si no quieren, peor para ellos.
Luzón nos mira vacilante. Luego, encogiéndose de hombros, traspasa el
umbral y cierra la puerta a su espalda. Me vuelvo en gesto de muda
interrogación hacia Salgado, que me explica:
—¡Están locos! Se han empeñado en que hay cerca de Valencia un campo
donde están camuflados unos aviones de caza y quieren ir por ellos.
—¿Camuflados por quién?
—No sé si los comunistas o los fascistas; pero desde luego es una fantasía
delirante.
Es posible que lo sea porque la terrible impresión de la derrota nos ha
trastornado a todos. No obstante, se me antoja bastante raro que a estas alturas
pueda nadie haber escamoteado unos aviones y tenerlos escondidos para servirse
de ellos en el sentido que sea; tampoco acabo de comprender que para ir a
buscarlos tengan que vestirse de paisano.
—Dicen que de militar llamarían demasiado la atención de quienes custodian
los aparatos.
Añade que Val y Pradas quieren hablar conmigo y me esperan en un
despacho del piso inferior. Bajo y los encuentro hablando y discutiendo con
varios compañeros de Madrid.
—Queremos que puedan salir de España todos los antifascistas que lo deseen
—explica Pradas—. Pero hemos de preocuparnos esencialmente de los nuestros
y sobre todo de la militancia del Centro.
Es natural y lógico que así sea. Republicanos, socialistas y comunistas hacen
lo mismo con los suy os. Si, como se espera, hay barcos de sobra, magnífico;
pero de no haberlos, conviene no dormirse para no ser, como de costumbre, los
sacrificados.
—Baztán ha salido y a hacia Cartagena para procurar que embarquen los
compañeros de allí y los que vay an llegando. Mancebo marchará dentro de un
rato a Alicante. Amil está en contacto permanente con el Comité Regional para
que todos los compañeros de Madrid salgan sin perder un solo segundo para el
lugar en que sea más conveniente.
—¿El puerto de Valencia?
Mueve la cabeza en gesto dubitativo. Aunque todavía esperan convencerlo, el
capitán del buque inglés que se encuentra en el puerto desde hace muchas horas
se niega a embarcar a nadie e incluso a descargar rápido. Está en contacto por
radio con un crucero británico que navega muy cerca de la costa y amenaza con
su intervención si se pretende forzarle.
—En este momento debemos evitar incidentes que pudieran entorpecer la
evacuación.
Me pregunta si he cenado y respondo que ni siquiera desay unado. Indica
dónde puedo saciar el hambre, donde lo hará él mismo dentro de media hora. En
esta misma calle, al otro lado de la calzada, hay un comedor colectivo atendido
por soldados del Cuerpo de Tren en el que se están sirviendo comidas todo el día
a cuantos lo desean.
—Preferimos que la gente se coma los pocos víveres que quedan antes de
que los fascistas se apoderen de ellos.
Lo dice el comandante Blanco, jefe de una unidad del Cuerpo de Tren en el
ejército de Levante, que salió en el último minuto de Gijón cuando la pérdida del
Norte. Es quien ha organizado esta masiva distribución de alimentos entre los que
llegan a Valencia con hambre en estas horas febriles.
—Vete con él. Nosotros bajaremos dentro de unos minutos.
Bajo con Blanco, pero no me meto en el comedor donde está terminando de
cenar una veintena de personas. Antes necesito buscar y hablar con los
compañeros de Vallehermoso que me trajeron desde Madrid en su camión. Es
probable que y a estén en contacto con el Comité Regional del Centro y sepan lo
que tienen que hacer. Pero y o tengo la obligación ineludible de decírselo cuanto
antes, por si acaso.
—Bueno, pero no te descuides —me aconseja Blanco—. A las once será el
último turno y si te retrasas…
Lejos de disminuir, sigue en aumento la multitud que llena todas las calles
céntricas. Constantemente llegan a Valencia nuevos coches con soldados de los
frentes del Centro o Levante y campesinos de Cuenca, Toledo, Ciudad Real o
Albacete. Muchos, que han ido directamente al puerto, vuelven descorazonados
por la muchedumbre que llena los alrededores y la negativa del capitán del
buque inglés a dejar subir a nadie. Impidiendo que la gente lo tome por asalto,
hay varias filas de guardias y soldados para que nadie pueda acercarse
demasiado.
Encuentro el camión donde lo dejamos hora y media antes. En su interior
varias de las mujeres y los chicos descabezan un sueño. En la cabina, echado
sobre el volante, dormita el chófer. A unos pasos de distancia, un grupo en que
figura el secretario del Ateneo. Ya están enterados de lo que y o iba a decirles.
Han hablado con los diversos comités confederales, especialmente con Amil,
Gallego Crespo y Cecilio Rodríguez que llevan el peso de la organización
madrileña en estos momentos y cualquier orden que se de llegará a ellos, como a
otros grupos militantes, sin pérdida de minuto.
—¿Y los heridos?
—Bien. Irán con nosotros.
Quiere conocer mis impresiones y se las doy con absoluta sinceridad. Todos
parecen convencidos de que la evacuación no tropezará con grandes obstáculos;
que llegarán barcos en número suficiente, aunque en estos momentos no hay a
ninguno en que podamos embarcar. Pero por encima de la suerte personal de
cada uno de nosotros está el desastre y la certidumbre de no haber sabido
aprovechar una oportunidad que no volverá a presentarse.
—¿Qué hay de los pasaportes?
Comprendo el sentido de su pregunta. Algunos partidos hace y a tiempo, en
previsión de la derrota, provey eron de pasaportes a sus militantes. Nosotros, no;
entre nosotros el simple hecho de tramitar o pedir un pasaporte presuponía una
actitud derrotista. Ni mis interlocutores ni y o lo tenemos.
—No importa —respondo sincero—. En definitiva, el problema ahora no es
de pasaportes, sino de portes.
Son las once y veinte cuando regreso a la delegación del Cuerpo de Tren
donde debo cenar. Al entrar en una habitación grande, con una mesa larga en el
centro, me cruzo con Pradas al que han llamado con urgencia antes de concluir
su y antar. Los demás están en la mitad de la cena.
—Si tardas media hora más —bromea Blanco—, no pruebas bocado.
Me siento en el lugar dejado vacío por Pradas y paseo la vista por la
concurrencia. Somos quince las personas reunidas en torno a la mesa, si bien dos
de ellos se marchan a los cinco minutos de mi llegada. Conozco a la mitad, pero
el resto me son desconocidos. A mi izquierda tengo a Aselo Plaza, redactor jefe
de CNT; a mi derecha al coronel republicano Navarro, al que me parece no
haber visto desde los primeros meses de la guerra; a su lado, Álvaro Gil,
comandante de batallón en la 70 brigada y héroe del Pingarrón; más allá el
también comandante Blanco y su comisario, socialista. Está también un
muchacho joven, hijo de Salgado, un capitán, dos tenientes y varias personas
más a las que conozco de vista, pero no recuerdo sus nombres. Empiezo a comer
con rapidez tratando de compensar el adelanto que los demás me llevan.
—¡Eh, Guzmán!, ¿qué te parece el banquete? —pregunta Blanco, que hace
allí las veces de anfitrión.
—¡Opíparo! —respondo en el mismo tono—. Hacía cerca de tres años que no
comía así.
Es cierto. La cena, dada las privaciones y la sobriedad a que hemos tenido
que acostumbrarnos en el Madrid asediado, resulta suculenta, aunque quizá
influy a en mi parecer el hecho de ser lo primero que ingiero desde hace
veintisiete o veintiocho horas.
—Lo celebro. No querría que os quedaseis con hambre en lo que puede ser
nuestra última cena.
—¡Vay a si puede ser la última! —ríe Gil—. Si alguno es supersticioso lo
siento por él, porque somos trece en este momento.
—¡Bah! Con tal de que entre los trece no hay a un judas…
—¡Imposible! Un judas nos habría traicionado y a…
—¿Crees —pregunto amargado— que nos ha traicionado y a poca gente?
En el momentáneo silencio que sigue a mi pregunta suenan doce campanadas
en el reloj de la pared.
II
MIÉRCOLES, 29 DE MARZO
JUEVES, 30 DE MARZO
VIERNES, 31 DE MARZO
« ¡Legionario, legionario,
de bravura sin igual,
si al luchar hallas la muerte,
tendrás siempre por sudario,
legionario,
la bandera nacional!»
SÁBADO, 1 DE ABRIL