La Muerte de La Esperanza - Eduardo de Guzman

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La muerte de la esperanza recoge las memorias personales del autor en los
primeros y los últimos días de la guerra de España. Dividida en dos partes,
la primera —Nuestro día más largo— es un relato vivido y dramático de la
cambiante situación de Madrid durante las jornadas febriles y azarosas del
17 al 20 de julio de 1936; una narración de los comienzos de la trágica
contienda en los centros oficiales, las redacciones de los periódicos, las
sedes de los sindicatos obreros y especialmente en la calle donde millares
de luchadores anónimos se aprestaban a combatir, a morir de ser preciso,
en defensa de sus respectivos ideales. El Puerto de Alicante, segunda parte
de La muerte de la esperanza, se inicia el 28 de marzo de 1939, cuando la
suerte de la guerra está ya decidida, con la difícil y accidentada salida de
Madrid, el éxodo republicano hacia las costas mediterráneas, la vida en
Valencia durante las horas postreras del Consejo Nacional de Defensa y la
concentración en Alicante de cuantos intentan expatriarse. Finaliza con las
angustiosas jornadas del puerto donde millares de personas se debaten
setenta y dos horas entre la ilusión y la desesperanza, arrinconadas contra
el mar por el avance de las fuerzas vencedoras, esperando unos barcos que
no llegan y sin otras salidas que la rendición o la muerte. Concluyen las
memorias en la mañana del 1 de abril con la entrega de los que aún se
encuentran en los muelles y el suicidio de quienes no pueden, o no quieren,
sobreponerse al dolor de la gran derrota.
Eduardo de Guzmán
La muerte de la esperanza
Memorias de la guerra civil 1
« La salida está en vencer, en el luchar la esperanza»

(Romancero español)
BREVE ACLARACIÓN PRELIMINAR

Aunque no publicado hasta ahora, el relato que sigue fue escrito hace muchos
años. Tantos, que el autor no había cumplido todavía la mitad de los que ahora
tiene y no necesitó forzar su memoria para reconstruir hechos y sucesos que
estaban grabados en su mente con la frescura de haberlos vivido pocas horas
antes.
Esta crónica de unos días excepcionales fue redactada sin propósito firme de
publicarla; apuntes tomados para sí mismo de unos acontecimientos decisivos en
la vida del país, no tenían otra finalidad que servir de base y apoyo a unos trabajos
futuros de mayor amplitud. Las circunstancias hicieron que las cuartillas quedasen
arrinconadas, olvidadas en la vorágine de la guerra primero y, después, en las
dolorosos incertidumbres que la posguerra representó para cuantos no lograron
triunfar en la sangrienta contienda.
Al releer ahora lo que escribió un día ya remoto, el autor lo ha encontrado —
no sin cierta sorpresa por su parte— sugestivo e interesante, juzgando que su
divulgación puede ser más oportuna que nunca. No para satisfacer vanidades
literarias o personales, que el tiempo le curó de ellas si alguna vez llegó a
padecerlas, sino por entender que el relato evoca —cree que con fiel exactitud—
el clima tenso de Madrid en un momento crucial de su historia; el ambiente
enrarecido y violento que se respiraba y el generoso desinterés con que jóvenes
de todos los matices ideológicos asumían voluntaria y gozosamente su papel de
protagonistas y mártires de una guerra fratricida, prólogo indudable y directo de
una conflagración de mayores dimensiones que habría de decidir los destinos de la
Humanidad durante varias generaciones.
Se trata en resumen, como comprobará quien siga leyendo, de un amplio
reportaje directo y veraz de cuanto aconteció en la capital de España durante las
febriles jornadas de julio de 1936. El autor cuenta con sencillez, sin adornos
retóricos, lo que vio, oyó y vivió en los centros oficiales, las redacciones de los
periódicos, las barriadas obreras, la sede de las organizaciones sindicales y la
calle. Sobre todo la calle, escenario incomparable en estos días de explosiones de
júbilo o desesperanza, manifestaciones tumultuosas, combates encarnizados, gestas
heroicas y sacrificios anónimos. Lejos de ella, en despachos ministeriales o puestos
de mando, había hombres que trataban de dirigir y encauzar, con mayor o menor
acierto, los trascendentales acontecimientos. Pero el factor decisivo —aquí como
en el resto de España— estaba en las calles y en los campos, en millares y millares
de luchadores que se disponían a combatir —a morir si era preciso— en defensa
de causas que consideraban justas, merecedoras de afrontar todos los riesgos
imaginables por conseguir hacerlas triunfar.
Por encima de los acontecimientos históricos que se desarrollan y aun siendo
hechos de capital repercusión en la vida de millones de españoles —incluso en la
de muchos que todavía no habían nacido—, está el interés fascinante del retablo
grandioso y bárbaro a un tiempo de una gran ciudad aprestándose para intervenir
en la contienda que se inicia o participando de lleno en ella. El cuadro alucinante
en que luchan, triunfan, fracasan o mueren muchos millares de personas, cuyos
nombres, hazañas, heroísmos o cobardías no recogerá nadie, tiene mayor
importancia que los sucesos que son consecuencia lógica de su manera de pensar
y sentir en una hora crítica. La narración de un episodio o suceso resulta
relativamente fácil, aunque haya transcurrido mucho tiempo desde que se produjo.
Mucho más arduo y trabajoso, pero también más trascendente, resulta pintar el
clima de general exaltación que hizo que lo excepcional llegase a parecernos
enteramente natural.
Sin habérselo propuesto de antemano, el autor cree haber conseguido
resucitar en su reportaje —memorias personales de hechos que adquieren mayor
volumen histórico con el transcurso del tiempo— el ambiente y el pulso de Madrid
en aquellas dramáticas jornadas. Lo hace con toda la imparcialidad posible en
quien se siente implicado en las consecuencias de la lucha entablada. Fácilmente
se descubre que el autor no niega sus sentimientos porque sería pueril y absurdo,
escribiendo para sí mismo, pretender engañarse. Ha dejado hoy el relato en la
forma en que fue escrito —sin más modificación que algunas precisiones acerca
de la suerte corrida por varios de los personajes que cruzan por la escena—
porque nada más lejos de su ánimo que pretender confundir o equivocar a nadie
respecto a la forma en que hace treinta y siete años interpretaba los
acontecimientos que se desarrollaban ante sus ojos.
PRIMERA PARTE

NUESTRO DÍA MÁS LARGO


(Así comenzó la guerra de España)
I

VIERNES, 17 DE JULIO

Son las cuatro de la tarde y el sol implacable de julio deja caer sobre la
ciudad una lluvia de plomo derretido. En las calles desiertas, el asfalto
reblandecido se pega a las suelas de los zapatos y una ligera neblina hace oscilar
los edificios ante los ojos somnolientos. Cansado, sudoroso, desabrochado el
cuello de la camisa, camino despacio, buscando la protección de la escasa
sombra. Igual hacen las pocas personas con quienes me cruzo. Tras las puertas
entornadas, los balcones medio cerrados y las persianas corridas, millares y
millares de madrileños duermen la siesta. Otros, menores en número pero
superiores en fortuna, disfrutan y a en las play as cantábricas de un veraneo
reparador.
Pienso en ellos con envidia. Por desgracia, ni este año habrá veraneo ni esta
tarde siesta. Tengo sueño atrasado como consecuencia obligada del ajetreo de
estos días en que he de permanecer levantado hasta bien entrada la mañana y
volver a incorporarme antes del mediodía, por si durante las pocas horas de
sueño agitado y nervioso ha sucedido lo que todos esperamos y tememos a un
tiempo. Llevo así no sé y a cuántas noches; igual le sucede, como mínimo, a otro
medio millón de españoles de todas las creencias e ideologías. Supongo que todos
sentirán en este instante lo mismo que y o: un deseo vehemente de tumbarse a
dormir y permanecer un par de días sin moverse de la cama.
Envuelto en el bochorno de la tarde estival, encamino mis pasos al Congreso.
Lo hago maquinalmente, por una especie de inercia, obediente a la costumbre de
ir allí cada tarde en busca de noticias, aunque de sobra sé que hoy no las
encontraré. El Parlamento ha aplazado sus sesiones y anteay er, luego de la
borrascosa y dramática reunión de la Diputación Permanente, casi todos los
diputados salieron a toda prisa con rumbo a sus respectivas provincias. Sin
embargo, y por si surgieran de pronto graves sucesos, conviene darse una vuelta
por el viejo caserón. Igual harán otros compañeros; probablemente los mismos
que unas horas antes, alrededor de la una, visitaron —también como todos los
días— al ministro de la Gobernación para oír de sus labios la tranquilizadora
noticia de que en toda España reina una paz octaviana.
Experimento una clara sensación de alivio al entrar. En contraste con el calor
asfixiante de la calle, la temperatura del interior resulta agradable. Porteros,
ujieres y ordenanzas aparecen en sus puestos, pese a que apenas hay vida esta
tarde en el Congreso. El salón de sesiones permanece sumido en profundas
tinieblas; las tribunas están vacías y en los anchos pasillos y las amplias salas
decoradas aparatosamente al gusto isabelino, reina un completo silencio, extraño
y un poco deprimente, recordando la animación y el bullicio de sólo una semana
atrás.
En el bar del Congreso, envuelto en una suave penumbra, encuentro a un
grupo de compañeros. Son informadores políticos de diversos periódicos
madrileños, para ninguno de los cuales constituy e una sorpresa el abandono y la
calma que impera en el viejo palacio esta tarde estival. Todos sabemos que
España vive un instante crítico en este 17 de julio de 1936; una hora tensa,
angustiada, víspera de algo trascendental y decisivo, aunque nadie acierte a
profetizar exactamente de qué. Sucesos de extrema gravedad pueden producirse
—tienen que producirse, mejor— en cualquier momento. De eso, que es lo único
que importa y cuenta en este día, hablamos inevitablemente los periodistas
reunidos en el bar, tratando cada uno de defender sus puntos de vista, que casi
siempre coinciden con los del periódico a que pertenece y en todos los casos con
los del partido político o la organización sindical en que milita.
Pero, en contra del lógico y natural apasionamiento, hablamos en un tono
apagado y mortecino. El calor sofocante invita a la siesta; el monótono ronroneo
de los ventiladores que agitan el aire, sin conseguir refrescarlo, acentúa el sopor,
y todos llevamos varias noches en vela. Desde que al atardecer del domingo fue
asesinado el teniente Castillo y en la madrugada del lunes corrió Calvo Sotelo la
misma trágica suerte, ninguno de nosotros ha logrado descansar un solo día lo
suficiente.
Cada tarde se anuncia, con may or insistencia que la víspera, una sublevación
militar inminente y es preciso pasarse la noche pendiente de los teléfonos, atento
a los más diversos rumores, corriendo de un lado para otro, a fin de confirmarlos
o desmentirlos con la máxima rapidez. Aun cuando no pase nada en la noche que
termina, todo puede ocurrir en el día que alborea, y quien se tumbe
despreocupado a dormir ocho o nueve horas, puede encontrarse al despertar con
un cambio completo en el panorama nacional.
Cinco jornadas así, en una constante guerra de nervios y amenazas, están a
punto de terminar con nuestra resistencia física. Interesados, más interesados que
nadie —por sumar a los motivos de índole profesional otros políticos y personales
—, las noches sin dormir acumulan grandes cantidades de sueño en nuestros
párpados e impregnan las palabras de un suave escepticismo.
—Convenceos, muchachos —dice uno—, de que las revoluciones no se
anuncian a hora fija, como las corridas de toros. Ya veréis cómo al final no pasa
nada.
—¡Hum! —replica otro, con aire somnoliento. Esta vez va en serio. Lo que
anteay er dijeron Gil Robles, Vallellano e incluso Ventosa…
—¡Palabras, palabras y palabras…! Tendrían que estar locos de remate para
echarse a la calle, haciendo inevitable la revolución que temen.
—La revolución está y a en la calle —sostiene un tercero, con momentáneo
acaloramiento—. Si los militares no la atajan pronto…
—¿Otra « sanjurjada» ? —le interrumpe alguien, burlón— ¡bah! Cuatro
guardias de asalto bastan para terminar con ella.
—¡Estáis listos…! Lo del 10 de agosto no volverá a repetirse. Ahora no será
un general aislado el que se levante, mientras los demás esperan cruzados de
brazos a que les saque las castañas del fuego.
—¡Peor para ellos! Los trabajadores están alerta y la lección de Asturias…
—Lo único que hace falta —sentencia otro, silencioso hasta este momento—
es que Casares se líe la manta a la cabeza y meta en cintura a todo Cristo.
La charla se anima unos minutos, pero no tarda en languidecer. Son muchos
días de hablar de lo mismo, hacer idénticas conjeturas y emplear iguales
razonamientos. Aunque en el grupo hay periodistas de las más diversas
tendencias, cada uno sabe lo que van a decir los demás y puede anticipar sus
palabras. Los argumentos carecen de novedad y la discusión de interés. Vuelve a
hacerse el silencio y los ojos de varios se cierran maquinalmente, añorando el
placer de una buena siesta.
Pero no habrá descanso para ninguno. Mientras subsista la gravedad de la
situación tendremos que permanecer en plena actividad. En el mejor de los
casos, cuando la tormenta se disipe y vuelvan la política y la vida nacional a sus
cauces normales, estaremos y a en el otoño. En el peor, nadie sabe lo que puede
ocurrir.
—Bueno —masculla uno, encogiéndose de hombros—, y a dijo Larra que en
España nunca pasa nada.
—Sí —respondo—. Es ella siempre la que pasa por todo.
(Somos diez los periodistas que esta tarde estival nos encontramos en el
Congreso. Ninguno se muestra optimista al enjuiciar la situación, pero ni el más
pesimista del grupo puede imaginar siquiera la trágica suerte que nos espera. De
los diez, la mitad morirán violentamente antes de concluir el año; uno de ellos
será mi hermano Ángel —redactor de La Libertad lo mismo que y o—, que
pierde la vida en el Alberche el 15 de octubre de 1936. Suerte igual correrá el 1
de may o de 1940, una vez terminada la contienda, Manuel Navarro Ballesteros,
de Mundo Obrero. De los cuatro restantes, tres —Gutiérrez de Miguel de El Sol,
Pérez Merino de Claridad y y o— seremos condenados a muerte en consejos de
guerra sumarísimos y pasaremos en presidio los años de nuestra juventud. Sólo
uno de los presentes escapará relativamente bien: Roncero, de Ahora, que
cruzará la frontera para iniciar en Francia un prolongado exilio).
Un hombre de mediana estatura, cuy a rapidez de movimientos contrasta con
su corpulencia, asoma un momento la cabeza buscando a alguien con la mirada.
Al no encontrarlo en el bar, da media vuelta y se aleja sin pronunciar palabra.
Pero uno de los periodistas le ha visto de refilón y reconocido en el acto. Toda su
somnolencia desaparece de golpe y se pone en pie dispuesto a darle alcance,
mientras exclama, sorprendido:
—¡Qué raro…! ¡Prieto aquí a estas horas…!
Todos salimos tras él. Segundos después rodeamos a Prieto en uno de los
pasillos. Don Indalecio —cara redonda, párpados carnosos, ojos de miope—
tiene un gesto de honda preocupación en el semblante. Nos conoce a todos y se
anticipa a las preguntas que tenemos en la punta de la lengua.
—Vengo —dice— a reunirme con la Ejecutiva del Partido Socialista.
Hace una pausa, como si necesitara tomar aliento; luego, dejando caer con
lentitud las palabras, añade:
—La guarnición de Melilla se ha sublevado esta tarde. Los trabajadores están
siendo pasados a cuchillo.
Mientras habla llegan, jadeantes por el calor y las prisas, diversos miembros
de la Ejecutiva. A Prieto le urge reunirse con sus compañeros para decidir
rápidos las medidas a tomar en vista de la grave situación planteada. No se
molesta en darnos detalles de lo sucedido en la población marroquí. Es posible
que los ignore aún; también que prefiera reservárselos por el momento. Ninguno
de nosotros le apremia. Los detalles son cuestión secundaria y vendrán más
tarde; lo fundamental ahora es la noticia en sí.
Corremos hacia las cabinas telefónicas. Cada uno habla con su periódico para
comunicar lo que sucede, que no por esperado resulta menos sensacional. Luego,
sin salir del Congreso, tratar de conseguir confirmación y, a ser posible,
ampliación, de lo dicho por don « Inda» . Varios pedimos a un tiempo
conferencia telefónica con Melilla. Hemos de aguardar impacientes unos
minutos que se nos antojan siglos; al final…
—Lo siento, señor; la linea está averiada.
Tampoco resulta posible hablar con Ceuta, Tetuán o Larache, porque todos los
cables se han estropeado de repente. Como es lógico, todos sabemos que la
presunta avería no pasa de ser una excusa. Confirma en cierto modo lo
anunciado por Prieto. Sin embargo, una duda se abre paso en nuestro ánimo: ¿se
ha extendido la rebelión a toda la zona española de Marruecos o ha cortado las
comunicaciones el propio gobierno?
—Quizá si hablásemos con Málaga y Algeciras…
Lo hacemos sin conseguir aclarar nada. En Algeciras y Málaga saben todavía
menos que nosotros. Circulan los mismos rumores que en Madrid y los ánimos
están muy excitados. Sin embargo, carecen de noticias concretas del otro lado
del Estrecho. Los barcos de Ceuta, Tánger y Melilla llegaron sin novedad a la
hora acostumbrada.
—Cuando salieron había tranquilidad. Claro que después…
Lo sucedido después, lo que esté ocurriendo en este mismo instante, es lo
único que verdaderamente interesa e importa. Pero de eso, de todo eso, no
pueden decirnos una sola palabra las personas con quienes hablamos por teléfono
en las ciudades más meridionales de España.
—Bueno, alguien tiene que estar enterado en Madrid.
Todos tenemos amigos y conocidos en los lugares donde pueden informarnos
—ministerios de Guerra y Gobernación y Dirección General de Seguridad— y
cada uno procura localizar por teléfono a quienes en situaciones normales y en
un terreno confidencial le desmienten o confirman los rumores circulantes. En
esta ocasión, sin embargo, fallamos estrepitosamente en los primeros intentos.
Por una extraña y sospechosa coincidencia, una may oría de nuestros posibles
informantes no están en sus despachos ni nadie acierta a decirnos dónde
encontrarles. Logramos, no obstante, localizar a un par de ellos; ninguno aclara
nuestras dudas o disipan nuestros temores.
—No hagáis casos de bulos —es la respuesta unánime—. Si ocurriese
realmente algo importante, el gobierno se lo comunicaría al país. Mientras no
diga nada, es que no sucede nada.
—Pero la incomunicación telefónica con Marruecos…
—Una simple avería que estará arreglada dentro de media hora. Entonces
podréis hablar con Melilla y convenceros de que todo son fantasías.
Pese a las rotundas negativas de nuestros interlocutores telefónicos, es fácil
advertir un tono de ansiedad y nerviosismo en sus voces. Si alguno de nosotros
hubiera puesto en cuarentena el sensacional anuncio de Prieto, la pretendida
avería telefónica y las denegaciones oficiales habrían sido suficientes para
convencerle. A la media hora nadie abriga la más remota duda. La rebelión
militar podrá tener may or o menor alcance, pero es indudable que ha
comenzado.
El bar, los pasillos y las salas del Congreso empiezan a llenarse. Llegan
apresuradamente políticos, periodistas y curiosos. Todos los que tienen acceso al
edificio del Parlamento y que por un lado u otro han oído rumores de lo que
sucede, acuden ansiosos por enterarse de algo más. Se forman corrillos en los
que se habla y discute a voces. Todo el mundo está plenamente convencido de
que la lucha —tantas veces anunciada y desmentida durante la última semana—
es y a una trágica realidad, aunque nadie conozca todavía las exactas
proporciones del movimiento.
—Triunfará sin dificultad en todo Marruecos —afirma, convencido, el
comandante Ristori, un marino republicano que morirá tres meses después
peleando en Torrejón—, porque están comprometidos los jefes de Regulares y el
Tercio. Hace quince días se lo dije al ministro, que no me hizo el menor caso.
Ahora…
—Casares sabe perfectamente lo que hace —salta en defensa del ministro un
diputado de Izquierda Republicana—. Me consta que el gobierno ha tomado las
medidas precisas y puedo asegurarles que la subversión quedará aplastada en
menos de cuarenta y ocho horas.
Carentes todos de información exacta y directa, cada uno tiene una opinión
diferente acerca de la importancia del alzamiento. No faltan los optimistas que,
dando por descontado que el gobierno tiene en sus manos todos los resortes,
confían en una repetición de lo sucedido el 10 de agosto. En general, los
elementos gubernamentales temen, más que a los militares sublevados, a las
organizaciones obreras.
—¡Habrá que tener mucho cuidado —advierten seriamente— con la CNT y
los comunistas, que pretenderán aprovecharse del río revuelto!
Para muchos de los seguidores entusiastas de Azaña, Martínez Barrio,
Casares, Sánchez Román o Maura, el verdadero peligro para el régimen está a la
izquierda. La República puede defenderse de los generales levantiscos sin
grandes dificultades; con los guardias de Asalto y la Guardia civil —en cuy a
tradicional fidelidad y disciplina tienen una fe ciega— habrá más que suficiente
para ahogar cualquier intentona descabellada.
—En la península no se moverá nadie y lo de Marruecos quedará liquidado
en tres o cuatro días.
Es la opinión predominante entre los elementos republicanos. Sin embargo,
algunos que no pertenecen a las minorías gubernamentales no son tan optimistas;
tampoco lo son, en general, los socialistas. Unos y otros saben que la energía
verbal de Casares no tiene traducción exacta en los hechos; que lleva tres meses
amenazando a diestro y siniestro, pero dejando que fascistas y antifascistas
diriman sus diferencias en mitad de la calle a balazo limpio. ¿Habilidad
maquiavélica para que sus enemigos se destrocen mutuamente?
—¡Claro que sí! El Gobierno tiene sus fuerzas intactas mientras se debilitan
los enemigos de la República.
—Pero lo de Melilla…
—¡Fuego de virutas! Casares controla la situación. ¿O le cree tan insensato
como para estar todo este tiempo cruzado de brazos? ¡Ni pensarlo! Conoce la
conspiración hasta en sus menores detalles y la aplastará sin tardanza ni
contemplaciones.
Los ugetistas tienen dudas más que fundadas; los comunistas creen que el
gobierno debe apelar al pueblo y apoy arse en el Frente Popular; los hombres de
la CNT desconfían de Casares y dan por descontado que habrán de ser los
trabajadores armados quienes en última instancia derroten a la subversión militar.
Pero la CNT no tiene representación parlamentaria, los comunistas son muy
escasos y los socialistas se hallan profundamente divididos. Si los caballeristas
exigen una rápida distribución de armas, los seguidores de Prieto y Besteiro se
oponen en redondo.
—Nuestra obligación —afirman— es secundar al gobierno y mantener a todo
trance la legalidad republicana.
No es preciso en su opinión recurrir a medidas extremas para vencer la
rebelión. Armar a las masas obreras podría resultar contraproducente. Por atajar
un peligro relativo, se crearía otro cien veces may or. Al poder público le sobra
con sus recursos normales para hacer morder el polvo a todos sus enemigos.
—No perdamos la cabeza, amigo —aconsejan algunos con ademán tranquilo
y gesto sonriente—. Los cuartelazos nada tienen que hacer en pleno siglo XX.
Los socialistas moderados y los republicanos históricos distan mucho de ser
may oría en el país; no obstante, lo son en las redacciones de los periódicos
madrileños y en los llamados círculos políticos de la capital de España. En
cualquier caso, tienen una indudable may oría entre las personas que al atardecer
del 17 de julio hablan y discuten en los salones y pasillos del Congreso. Si no
logran contagiar a los demás su panglosiano optimismo, consiguen cuando menos
llevar la voz cantante, profetizando unánimes e incansables el inmediato fracaso
de la sublevación.
—Tengo el coche a la puerta —dice Sánchez Monreal, director de la Agencia
Febus, a un grupo de compañeros—. Si salimos después de cenar, de madrugada
estaremos en Córdoba y a mediodía en Málaga o Algeciras.
Quiere cruzar el Estrecho y llegar a Marruecos tan pronto como se
restablezcan las comunicaciones. Díaz Carreño, redactor de La Voz, va con él. Yo
pretendo acompañarles, pero el director del periódico en que trabajo, que acaba
de llegar al Congreso, considera mucho más conveniente para La Libertad mi
presencia en Madrid.
—Nadie sabe lo que puede pasar aquí esta noche o mañana —argumenta—.
Por grave que sea lo de Marruecos, la batalla decisiva habrá de librarse en
Madrid.
Antonio Hermosilla es un hombre alto, delgado, con el pelo casi blanco y un
ligero tic nervioso. No es un escritor brillante, pero tiene un magnífico sentido
periodístico y sabe rodearse de los hombres que necesita. En sólo tres años ha
cuadruplicado la tirada de La Libertad, ahora uno de los diarios de may or
circulación de todo el país. Políticamente es, como su periódico, republicano de
izquierda; con un izquierdismo moderado que no sobrepasa los límites de un
socialismo reformista y gubernamental. Colaboradores asiduos de La Libertad
son, entre otros muchos, Albornoz, Prieto, Barcia y Martínez Barrio, y de manera
más excepcional Sánchez Román y el propio Azaña. No obstante, Hermosilla no
comparte en modo alguno el optimismo de otros republicanos, acaso porque
desconfía de la decisión y acierto de Casares Quiroga.
—¡Ojalá todo quede reducido a lo de Melilla! —exclama, nada convencido
de que así pueda ser.
Teme mucho que el pronunciamiento melillense sea el comienzo de una
sublevación que se extienda en pocas horas a todas las guarniciones peninsulares,
desencadenando una auténtica catástrofe nacional. De cualquier forma entiende
que es un poco pueril marchar ahora a Marruecos. Habrá tiempo de hacerlo si la
lucha se limita y circunscribe a las plazas de soberanía o a la zona del
Protectorado; de no ser así, lo que suceda en otros lugares, esencialmente en
Madrid, habrá de ser más importante y trascendental.
Termina entre tanto la reunión de la Ejecutiva socialista. Prieto se escabulle
habilidoso sin que los periodistas podamos abordarle de nuevo. Sobran, no
obstante, personas que nos informen de lo acordado. El Partido, que no forma
parte del Gobierno, apoy ará a éste, urgiéndole al propio tiempo para tomar las
medidas necesarias a fin de aplastar el levantamiento. En cuanto a los sindicatos
socialistas…
—La Unión General de Trabajadores responderá a cualquier tentativa
fascista con la huelga general revolucionaria.
No será, claro está, una huelga que estorbe o paralice la acción del Gobierno
y se limitará a las poblaciones en que los militares sublevados pretendan declarar
el estado de guerra. ¿Qué hará la CNT? Para la may oría la respuesta no ofrece
duda posible. Aunque la Confederación no firmo el pacto del Frente Popular,
contribuy ó decisivamente a su triunfo; está enfrentada con el gobierno de
Casares que apoy a a la patronal en la huelga de la construcción, que y a dura
muchas semanas, pero luchará con todas sus fuerzas contra el movimiento
derechista.
—De todas formas —insiste Hermosilla—, convendría conocer su reacción
frente a lo sucedido en Melilla.
Se la anticipo y o, seguro de no equivocarme. Pero la mía es una opinión
personal y al periódico le interesa conocer y divulgar la postura oficial de la
organización confederal en este momento crítico y decisivo. Bien. Buscaré a los
militantes más conocidos y responsables, a los miembros de los Comités que
dirigen la CNT y dentro de una hora, de dos como máximo, La Libertad estará en
condiciones de hacer públicas las decisiones tomadas por los sindicatos
revolucionarios.
Abandono el Congreso, donde la animación empieza a disminuir, convencidos
todos de que la información y las noticias están ahora en otros sitios. Salgo del
edificio al mismo tiempo que Hermosilla, Gómez Hidalgo y Lezama. Los dos
últimos forman parte también de la redacción de La Libertad. Hidalgo, diputado
de Unión Republicana, va en busca de su jefe político —Martínez Barrio—, que
es al mismo tiempo presidente de las Cortes y vicepresidente de la República;
Lezama encamina sus pasos hacia el ministerio de la Guerra para ver a Casares.
—Yo buscaré a Riquelme —dice Hermosilla—. Es probable que sea quien
más noticias tenga.
Riquelme y Hermosilla son amigos hace muchos años y viven en dos
hotelitos contiguos de la colonia del Viso. Riquelme, famoso por sus campañas
africanas, es uno de los pocos generales abiertamente republicano.
En la calle de Fernanflor, Monreal y Carreño se disponen a subir al coche del
primero y enfilar la carretera de Andalucía. Sonrientes, se despiden de algunos
compañeros.
—Mañana estaremos en Málaga, tal vez en Melilla, y sentiréis no habernos
acompañado.
(No llegan tan lejos, por desgracia. Su viaje se interrumpe en Córdoba. Es
gobernador de Córdoba un redactor de El Sol —Antonio Rodríguez de León—,
que les recibe con los brazos abiertos. Cuando se presentan en la mañana del 18
de julio, la situación en la ciudad de los califas es muy tirante. Las tropas están
acuarteladas y los trabajadores piden armas. Cumpliendo instrucciones de
Madrid, el gobernador se las niega; se las sigue negando cuando los militares
sublevados penetran en el Gobierno civil y le detienen. También son detenidos los
otros dos periodistas madrileños. Tras unas semanas de encierro, Monreal y
Carreño son puestos en libertad. No pueden volver a Madrid, pero sí reunirse con
sus familias, que veraneaban en San Rafael y han sido trasladadas a Valladolid.
Superando enormes dificultades, logran llegar a su punto de destino).
Cerca de la Puerta del Sol, en el primer tramo de la Carrera de San Jerónimo,
está el Café Rex. En él suelen reunirse por las tardes algunos militares
republicanos, esencialmente aviadores. Junto a Ramón Franco, frecuentan la
tertulia el teniente coronel Ortiz, los comandantes Camacho y Romero, los
capitanes Bay o y Rexach y el antiguo mecánico Pablo Rada. El piloto del Plus
Ultra no está en Madrid porque el gobierno le ha nombrado agregado militar a la
embajada de España en Washington, pero sí muchos de sus compañeros.
—No te molestes en entrar porque no encontrarás a nadie. Cada uno está y a
en el puesto que le corresponde.
Habla el capitán Rexach, con quien me cruzo en la entrada. Rexach —uno de
los sublevados de Cuatro Vientos, en unión de Queipo de Llano, Franco, Collar e
Hidalgo de Cisneros— es un hombre alto, de complexión atlética y gesto
decidido. Acaba de enterarse de lo sucedido en Melilla, que no le ha cogido de
sorpresa.
—Llevábamos muchos días esperando algo por el estilo. Ni en Getafe ni en
Cuatro Vientos nos pillarán dormidos. Seremos nosotros, probablemente esta
misma noche, quienes despertemos a más de cuatro.
Mientras habla, sube al coche que le espera junto a la acera y pisa a fondo el
acelerador. Le sigo con la vista mientras atraviesa como un loco la Puerta del Sol.
(Dentro de unas horas, Rexach estará en Sevilla dispuesto a bombardear Tetuán;
el próximo lunes él y un grupo de aviadores amigos influirán decisivamente en el
desenlace de la lucha en Madrid).
Como todos los anocheceres, grupos nutridos llenan por completo las amplias
aceras de la Puerta del Sol. Aquí y allá se forman corrillos en los que se discute
con apasionada vehemencia y que se disgregan al acercarse alguna pareja de
guardias. Abundan, desde luego, los transeúntes más o menos apresurados y los
simples curiosos, pero los elementos políticos están en aplastante may oría. Los
huelguistas de la construcción cambian impresiones o reciben consignas delante
mismo del ministerio de la Gobernación, que ha declarado ilegal el paro. Algunos
agitadores comunistas alzan de vez en cuando su voz en un grupo de obreros en
un improvisado mitin-relámpago. En los múltiples cafés se propalan y comentan
las últimas noticias, que casi siempre tienen más de fantásticas que reales. En las
bocacalles, retenes de asalto montan guardia para impedir alborotos y
manifestaciones.
—¿Dónde puedo encontrar a Val?
Conozco a los individuos a quienes me dirijo y ellos me conocen a mí.
Eduardo Val es el secretario del Comité de Defensa de la CNT madrileña. Dirige
la lucha de los obreros de la construcción y encabeza los grupos confederales de
acción. Hombre dinámico, largo en hechos y corto en palabras, va de un lado
para otro silencioso como una sombra, escabullándose una y otra vez de la
policía que hace meses sigue sus pasos. Se mueve en la clandestinidad como pez
en el agua y es difícil saber dónde encontrarle en un momento determinado,
aunque quienes le conocen saben que estará siempre en el sitio conveniente y
preciso.
—Habla con Isabelo; él te podrá decir lo que quieras saber.
Isabelo Romero, un metalúrgico de veinticinco años, inteligente y decidido,
forma parte también del Comité de Defensa. Es al mismo tiempo secretario del
Comité Regional del Centro. Como el Comité Nacional está detenido y la policía
clausuró hace varias semanas los locales de los sindicatos, lleva prácticamente
todo el peso de la organización. Ninguno más autorizado para exponer en estos
momentos la postura de la Confederación Nacional del Trabajo.
—Ya sabemos lo de Melilla —dice en cuanto nos vemos, antes de que tenga
tiempo de hacer la menor pregunta—. También sabemos que esta noche o
mañana empezará el bollo en toda España. La lucha será dura, sangrienta,
desesperada, pero los trabajadores vencerán.
Hijo de campesinos andaluces, nacido en la cuenca de Riotinto, Isabelo se ha
forjado en la lucha y la clandestinidad. Conoce las cárceles por dentro y sabe de
sindicalismo, de huelgas, de combates callejeros en defensa de las
reivindicaciones obreras. Valiente, infatigable y austero, quedándose muchos días
sin comer y no pocas noches sin dormir, cuenta con la confianza incondicional de
sus compañeros. Aunque su nombre sea casi desconocido fuera de los medios
confederales, millares de metalúrgicos y todos los militantes de las barriadas
extremas de Madrid, secundan sin la menor vacilación sus indicaciones.
—Con un poco de decisión y buena voluntad por parte de Casares —afirma
—, no habría peligro de golpe militar. Le han sobrado tiempo y oportunidades
para aplastar un complot que todos conocemos; pero ese tipo no ha hecho ni hará
nada mientras continúe en el poder.
Tiene ideas claras y concretas sobre la situación planteada —ideas que
reflejan y sintetizan las de toda la organización confederal—, y las expone sin
eufemismo ni veladuras. Desde hace meses —sostiene—, Casares realiza un
juego tan peligroso que casi equivale a un suicidio.
—Es un doble chantaje en que utiliza el fantasma de la revolución social para
amedrentar a las derechas y la amenaza de un golpe fascista apoy ado por los
militares para asustar a los trabajadores.
En el fondo, Casares no cree en ninguno de los dos peligros, pero los utiliza
como contrapesos de un balancín que le permite seguir en el gobierno y hasta
considerarse la única persona capaz de evitar una catástrofe nacional. Y no es lo
malo que se lo hay a creído hasta ay er, sino que lo siga crey endo en este
momento.
—Casares espera que se repita lo del 10 de agosto y le baste con una
compañía de guardias de asalto. Cuando quiera darse cuenta de la realidad —si
llega a dársela en algún momento—, y a resultará demasiado tarde.
La CNT está convencida de que las derechas lucharán estrechamente unidas
y que la pelea será a muerte. También que sólo los trabajadores combatiendo
heroicamente en las calles podrán impedir su triunfo. La lucha podría decidirse
en pocas horas si el gobierno entregase armas al pueblo.
—Pero eso no lo hará Casares ni con el agua al cuello.
Es posible que otro jefe de gobierno —nombrado apresuradamente cuando
y a está todo a punto de perderse— acceda a proporcionar armas a republicanos
y socialistas.
—A la CNT no se las dará nadie. Tendremos que tomarlas nosotros donde
estén. Bueno —añade con una sonrisa—, y a hemos empezado a cogerlas.
Es cierto. Desde el lunes los militantes confederales están movilizados, en
cualquier lugar de España los grupos de choque —armados con pistolas unas
veces, con cartuchos de dinamita otras, con simples escopetas de caza en la
may oría de los pueblos— pasan las noches en vela, vigilando las carreteras, los
puntos estratégicos de las ciudades y las proximidades de los cuarteles. Tienen,
además, instrucciones concretas: huelga general revolucionaria como réplica
inmediata a un levantamiento militar y lucha calle por calle y casa por casa con
todos los medios a su alcance.
—Esperamos que la UGT haga lo mismo y en muchos puntos está
funcionando de hecho la Alianza Obrera Revolucionaria. Como en Asturias hace
dos años, todos los trabajadores pelearemos ahora codo con codo.
—Lo malo —arguy o— es si la sublevación os pilla desprevenidos.
Mi interlocutor sonríe, mientras niega con repetidos movimientos de cabeza.
La Confederación ha pensado en esa posibilidad y tomado las medidas oportunas
para salvarla. Isabelo responde con energía, aunque, como es lógico, sin dar
nombres ni entrar en detalles minuciosos. La organización tiene enlaces dentro de
los cuarteles, porque los trabajadores movilizados continúan fieles a sus
respectivos sindicatos y en estos momentos pueden serles más útiles que nunca.
En algunos sitios son tantos que, puestos de acuerdo entre sí, resultan suficientes
para ahogar la subversión antes de que trascienda a la calle; en otros tienen
previstos medios eficaces para avisar a sus compañeros de la intentona; en
algunos escapando del cuartel a tiro limpio para dar la voz de alerta a quienes
aguardan fuera.
—Estamos mejor informados de lo que nadie supone —concluy e—, y no
somos tan confiados ni tan estúpidos como Casares.
Asiento convencido. Me consta de una manera positiva que los elementos
confederales ejercen una vigilancia permanente y discreta en determinados
lugares durante las veinticuatro horas del día. También algo que pocos sospechan
y tiene tanta o may or importancia: que sus servicios de información funcionan
con increíble rapidez y eficacia. Sus muchos afiliados en los servicios de
comunicaciones —teléfonos, telégrafos, ferrocarriles, etc— explican que las
noticias o los objetos —libros, manifiestos, pasquines de propaganda o pequeños
paquetes de armas y explosivos— lleguen con prontitud y sin tardanza a sus
puntos de destino. Respecto a las fuentes informativas, resultan mucho más
extensas, variadas y sorprendentes de lo que pueden imaginar quienes no
integran los cuadros defensivos confederales. Al millón largo de cenetistas hay
que sumar otro millón como mínimo de simpatizantes, amigos y familiares de
cualquiera de ellos, distribuidos por toda la nación.
—Será muy difícil que nadie de un solo paso perjudicial o amenazante para
la organización sin que nos enteremos a tiempo.
Hablo largo rato con Isabelo y con otros compañeros que interrumpen
nuestra charla para traerle noticias o recibir instrucciones. Como consecuencia,
son y a más de las diez de la noche cuando llego al periódico. La Libertad ocupa
un edificio de tres plantas en la calle de la Madera, muy cerca de la Gran Vía.
En la planta superior está la redacción; en la intermedia la administración; abajo
los talleres.
Las linotipias han empezado a funcionar, y tanto en la redacción como en los
despachos del director y subdirector del periódico hay más animación que
nunca. Están todos los que habitualmente participamos en la confección del diario
e incluso muchos redactores y colaboradores que la may oría de las noches no
hacen acto de presencia, limitándose a mandar sus cuartillas o comunicar por
teléfono las noticias; también abundan los amigos, casi todos políticos, ansiosos
por conocer las últimas noticias.
Pero, si hay mucha gente, no parece que nadie tenga la menor prisa en
escribir nada. Todo el mundo prefiere comentar y discutir los acontecimientos de
la jornada y sus inevitables consecuencias. En realidad, es lo único que se puede
hacer; nada de lo que se publique mañana tendrá la menor importancia, puesto
que no podrá rozarse siquiera el problema fundamental del momento.
—Orden tajante de la censura: ¡ni la más pequeña alusión a Marruecos!
—¡La táctica del avestruz! ¡Cómo si a estas alturas el silencio sirviera de
nada…!
La indignación es general entre los redactores. Casares cree, por lo visto, que
con no hablar del peligro, el peligro desaparece. La radio ha seguido toda la tarde
con sus programas habituales; en sus noticiarios no se ha mencionado siquiera el
nombre de Melilla. Algún periódico que pretendió lanzar una edición
extraordinaria tuvo que desistir ante la invasión policíaca de sus talleres. Ya que
son incapaces de evitar la sublevación, los ministros están decididos a hacer
cumplir a rajatabla su consigna de silenciar los hechos.
—El gobierno hace bien —sostiene Somoza Silva—. Divulgar la noticia del
pronunciamiento antes de haberlo aplastado, sembraría una alarma innecesaria y
peligrosa para el país.
Lázaro Somoza Silva es diputado provincial en representación de Unión
Republicana y se considera obligado a aplaudir todas las medidas
gubernamentales. Son varios los redactores del periódico que comparten su
opinión, que no en balde la inmensa may oría pertenece a uno u otro de los
partidos que integran la coalición ahora en el poder.
—Habrá tiempo sobrado de hablar mañana o pasado cuando la intentona
muera por consunción al ver sus promotores que no tiene repercusión alguna en
la península.
Como por la tarde en el Congreso, una may oría de republicanos cifra su
esperanza en que lo sucedido en Melilla sea un chispazo aislado que pueda
apagarse con la misma facilidad y rapidez que el de Sevilla hace cuatro años.
Gómez Hidalgo, que viene de hablar con Martínez Barrio y parece enterado de
muchas cosas que una elemental discreción le impide revelar, afirma:
—No hay que echar leña al fuego ni excitar los ánimos. Con calma y
sensatez, aún puede solucionarse el problema sin dolorosos derramamientos de
sangre.
Fernández Evangelista, que hace información en la Dirección General de
Seguridad y aparece un momento por el periódico, comparte el optimismo de
muchos. Piensa volver por el caserón de la calle de las Infantas y permanecer
allí toda la noche, igual que Alejandro de la Villa; sin embargo sostiene,
convencido:
—No haremos más que perder el tiempo. Desde Alonso Mallol para abajo,
todo el mundo tiene la plena seguridad de que no pasará nada. Por lo menos esta
noche.
En el centro policíaco no existe inquietud ni nerviosismo de ninguna clase.
Están tomadas, como es lógico, las necesarias medidas de precaución; pero son
las mismas de la víspera y de todos los días desde que los asesinatos de Castillo y
Calvo Sotelo elevaron la tensión política a su grado máximo.
—Quisiera compartir vuestro optimismo, pero no puedo —disiente rotundo
uno de sus oy entes—. Debió hacerse mucho en estos días y no se hizo nada para
evitar que las cosas llegaran a este extremo. Temo lo peor y creo que si el pueblo
se duerme estamos perdidos.
Luis de Tapia tiene y a sesenta y cinco años, no anda sobrado de salud y no
suele trasnochar. Escribe sus coplas por la tarde en cualquier café o en el mismo
Congreso, y las lleva o las manda al periódico. Por excepción, esta noche hace
acto de presencia en la redacción con gesto preocupado. Le asustan, mucho más
que los posibles riesgos personales, advertir que la falta de resolución y energía
de sus gobernantes pone a la República en el más grave de todos los trances.
Durante muchos lustros —desde que publicó sus primeros versos en El Imparcial
antes de terminar el siglo XIX— ha puesto su gracia e inteligencia al servicio de
un ideal que ahora —esta noche, mañana o pasado— corre grave peligro de
perecer.
—Si Casares no es capaz de defender la República, debe dejar que la
defiendan los trabajadores.
Republicano de toda la vida, sin ser ni pretender en ningún momento ser otra
cosa, Luis de Tapia coincide en este punto con Largo Caballero y con quienes,
libertarios o comunistas, están a la izquierda del líder de la UGT. Hace semanas
que Caballero aboga por el armamento de las milicias socialistas y esta tarde lo
ha hecho con redoblado vigor en la reunión de la Ejecutiva de su partido. Pero el
posible reparto de armas a los trabajadores constituy e por el momento la
manzana de la discordia entre republicanos y socialistas moderados de una parte
y el proletariado revolucionario de la otra.
—Armar al pueblo —arguy e, asustado, Gómez Hidalgo— significaría el
caos. La revolución sería la muerte de la República.
—¿Prefieres que la entierren sin lucha los militares monárquicos?
Se discute con pasión y vehemencia. Hay todavía quienes se niegan a creer
que el régimen se halle en peligro de muerte. Aducen que no todos los generales
son monárquicos y que incluso quienes lo son pondrán el cumplimiento de su
deber y el mantenimiento de la legalidad y la disciplina por encima de sus
ideales políticos. Que se hay a sublevado en Melilla un tabor de Regulares o una
bandera del Tercio no implica que el Ejército entero se ha de sumar a la rebelión.
—Batet y López Ochoa son republicanos —añade—, y ni el primero en
Cataluña ni el segundo en Asturias dudaron un solo segundo en cumplir al pie de
la letra las órdenes del gobierno de Lerroux y Gil Robles.
Igual se comportarán ahora todos los jefes militares; aunque tengan que
retorcerse el corazón, harán honor a sus promesas de lealtad hacia el régimen,
como hubieron de hacerlo quienes el año treinta y dos marcharon con sus tropas
sobre Sevilla o se negaron a secundar a Sanjurjo.
—¡Y para qué hablar de otros, como Queipo de Llano y Cabanellas…! —
concluy en con aire triunfal.
(Todo el mundo sabe que Queipo de Llano, sublevado en favor de la
República el 15 de diciembre de 1930, ha sido jefe militar de la Presidencia
durante todo el mandato de Alcalá Zamora. Respecto a Cabanellas, cuy os
entusiasmos republicanos y antecedentes masónicos no constituy en un secreto
para nadie, se recuerda una frase dirigida a Largo Caballero en los pasillos del
Congreso, delante de numerosos diputados y periodistas: « Si hace falta lanzarse
al campo para defender la República, cuente conmigo» ).
Eduardo Haro, subdirector de La Libertad, no se muestra muy convencido.
Antiguo marino ganado por el periodismo, conoce la mentalidad de sus viejos
compañeros de armas y no se forja excesivas ilusiones. Entre la oficialidad de la
Armada predominan los elementos aristocráticos y monarquizantes. Para los
pocos de ideología republicana, el ambiente es tan hostil que una may oría ha
tenido que pedir el retiro.
—Las guarniciones marroquíes —indica— no se habrían sublevado sin contar
de antemano con la escuadra; de no tener el apoy o incondicional de la Marina su
intentona estaría condenada a un fracaso irremediable y son los primeros en
saberlo.
Contra el desaforado optimismo de algunos, es de temer que la conspiración
tenga las extensas ramificaciones que se han denunciado cien veces durante las
semanas precedentes sin conseguir que Casares la tomase una sola vez en serio.
Para Haro será decisiva la actitud que adopten los marinos de guerra en las
próximas horas.
—La Escuadra está disciplinadamente al lado del gobierno —asegura Gómez
Hidalgo—, y me consta de una manera positiva. Los marinos fueron siempre
ejemplo de caballerosidad y no faltarán ahora a la palabra empeñada.
Ante el marcado escepticismo de quienes le escuchan, Gómez Hidalgo, tras
mirar receloso en torno suy o como si temiera que algún enemigo de la República
pudiera oír sus palabras para divulgarlas luego, decide comunicarnos una noticia
sensacional, no sin exigir antes la máxima discreción y reserva.
—A primera hora de la noche —asegura— ha salido de Cartagena una flotilla
de destructores con rumbo a Melilla. Llegará de madrugada, y si los rebeldes no
se entregan en el acto, les hará entrar en razón a cañonazos.
—¿Crees, de verdad, que los marinos bombardearán a los militares
sublevados en Melilla? —pregunta Haro, dubitativo.
—¡Naturalmente! La mejor prueba es que los barcos se han hecho a la mar
en cumplimiento de las órdenes dadas por el ministro.
El argumento parece definitivo. Lo es para aquellos de sus oy entes que están
convencidos de antemano de que lo sucedido en la ciudad africana es una locura
de un grupo de exaltados, sin posibles repercusiones en otros puntos del país. Pero
no para los demás; sobre todo para quienes recordamos los brindis pronunciados
en fecha reciente al final de un banquete celebrado en Ceuta y al que asistieron
numerosos marinos.
—Eso no fue más que la fantasía de una mente calenturienta —contesta
Hidalgo con gesto malhumorado—. El Gobierno hizo las correspondientes
averiguaciones y comprobó que no había nada de cierto en lo que se rumoreaba.
Somos varios los que seguimos sin convencernos. Entre los escépticos está el
propio director del periódico. Hermosilla no ha visto, como proponía al dejar el
Congreso, al general Riquelme, aunque ha logrado hablar por teléfono con él.
Como es natural dadas las circunstancias, el general se mostró reservado; no
obstante…
—Estaba en el Ministerio y de tener plena confianza en la escuadra me
habría hablado con un poco más de optimismo.
Le conoce lo suficiente para poder interpretar sus medias palabras en un
sentido que nada tiene de halagüeño para la causa republicana. Por el contrario,
Antonio de Lezama, que llega en este momento a la redacción y viene del
Ministerio de la Guerra, opina de manera opuesta. Admite que, en efecto,
Riquelme se muestra francamente pesimista; en cambio, en las demás personas
con quienes ha hablado predomina la euforia.
—La rebelión de Marruecos —afirma— está siendo y a eficazmente
combatida. No sólo en tierra, donde únicamente se ha sublevado una minoría,
sino desde el mar y el aire.
Ha estado con muchos amigos desde que abandonó a última hora de la tarde
el palacio de las Cortes; la may oría pertenecen a su mismo partido —Izquierda
Republicana— y desempeñan carteras ministeriales o cargos de fundamental
importancia en estos momentos críticos. Todos le han hablado con absoluta
sinceridad y puede confirmar no sólo la salida de Cartagena con rumbo a Melilla
de una parte de la escuadra, sino que la aviación leal al Gobierno no tardará
muchas horas en entrar en acción, caso de que no hay a entrado y a.
—A Casares no le ha sorprendido ni alarmado lo de Melilla. Cuando se lo
dijeron se echó a reír y contestó en tono burlón: « ¿Dicen ustedes que se han
levantado los militares? ¡Pues y o me voy a acostar tranquilamente!» .
La frase, claro está, constituy e una broma del jefe del Gobierno; pero,
también, el mejor indicio de su tranquilidad y de la confianza absoluta en que no
pasará nada que ponga en verdadero peligro al régimen. Esto, que es lo
fundamental, se lo han ratificado entre otros amigos Augusto Barcia y Marcelino
Domingo, con quienes acaba de charlar en plan confidencial.
—Es desagradable y triste lo sucedido en Melilla —concluy e—, pero es lo
menos que podía pasar dada la tensión reinante. Porque, aunque otra cosa
piensen algunos, lo ocurrido no es el comienzo de una sublevación general, sino el
aborto de una conjura y el paladino reconocimiento de su fracaso.
—Pero las repercusiones…
—No habrá repercusión alguna en la península. El Gobierno tiene en este
punto concreto una seguridad absoluta. Las severas medidas de precaución
tomadas han hecho desistir a los comprometidos. Los de Marruecos tendrán que
darse por vencidos cuando comprueben que se han quedado solos.
Algunos de sus oy entes asienten complacidos y satisfechos; otros, en cambio,
persistimos en nuestra desconfianza. Hermosilla quisiera creer lo que dice
Lezama, pero no puede, escarmentado por la completa ineficacia de Casares
durante las semanas precedentes; igual exactamente le sucede a Luis de Tapia.
Haro, por su parte, duda mucho de que la marina de guerra se enfrente con los
sublevados. Por mi parte, y o estoy convencido de que la lucha iniciada será larga
y sangrienta.
—Bueno —masculla Lezama, disgustado y molesto—. Por lo menos no
podréis negarme que son las doce de la noche y todavía no ha repercutido en
ningún lugar de la península el alzamiento de Melilla.
Tiene razón en este punto concreto. Marruecos sigue incomunicado y debe
seguirse luchando en diversos lugares con may or o menor encarnizamiento, pero
es el único sitio en que hasta ahora se lucha. Muchas horas después de haber
comenzado la sublevación melillense, la normalidad no se ha alterado en todo el
territorio peninsular. Cada poco rato los informadores destacados en la Dirección
General de Seguridad aseguran que no pasa nada. Al mismo tiempo van
celebrándose en la forma acostumbrada las habituales conferencias con los
diversos corresponsales en provincias y ninguno denuncia —¡todavía!— la
menor perturbación del orden público.
En Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza y Bilbao circulan los mismos
rumores que en Madrid y existe parecido nerviosismo. Sin embargo, ni los
soldados han salido a la calle ni en parte alguna se ha intentado siquiera declarar
el estado de guerra. Las autoridades gubernativas desempeñan sus funciones
exactamente igual que la víspera y los numerosos bulos que se lanzan a cada
momento no tardan en ser desmentidos rotundamente.
—Está bien. Reconozcamos que en este diecisiete de julio no se han
sublevado más que algunas guarniciones marroquíes. Pero ¿qué ocurrirá en el día
dieciocho, que comienza en estos momentos?
—Que los sublevados tendrán que rendirse —afirma Gómez Hidalgo,
convencido y seguro.
II

SÁBADO, 18 DE JULIO

A medida que avanza la noche, va disminuy endo la animación en el


periódico. Los amigos que han acudido en busca de noticias se van un poco
decepcionados. También aquellos redactores o colaboradores que otros días no
aparecen por la redacción, y que hoy han hecho una excepción, trasnochando
más que de costumbre. A las dos de la madrugada sólo quedamos los mismos que
cualquier otra noche. De cuando en cuando, llamamos a uno u otro lado o nos
llaman los compañeros destacados en la Dirección General de Seguridad. La
impresión continúa siendo la misma. A las tres, el propio director decide irse a
dormir.
—Me parece una tontería seguir esperando —dice—. Avisadme si ocurre
algo esta noche, cosa que y a no creo.
Lezama, que se marcha con él, ha conseguido disipar de momento su
pesimismo respecto al porvenir inmediato. Acerca de lo que hay a de publicar el
periódico unas horas después, no existen dudas ni problemas: cumpliendo las
enérgicas órdenes de Casares, la censura no autoriza la más ligera alusión a lo
que está sucediendo en Marruecos.
—Quienes nos lean hoy —comenta Haro al cerrar la edición—, creerán que
vivimos en el mejor de los mundos posibles.
Pero por absoluto que sea el mutismo obligado de los periódicos, únicamente
los deficientes mentales pueden compartir en España tan desaforado optimismo.
A la falta de noticias del Gobierno, responde la gente lanzando rumores, siempre
más graves y alarmantes que la realidad misma por grave que ésta sea.
Aunque el periódico se cierra a las cuatro de la madrugada, todavía
aguardamos un rato por si a última hora llegase alguna de las noticias que
esperamos o Casares cambiara de opinión acerca del silencio impuesto a los
diarios. Al final, cuando y a la rotativa está en marcha, nos vamos defraudados y
aburridos.
En pleno estío, la Puerta del Sol no pierde animación en las últimas horas de
la madrugada. A las cuatro y media continúan abiertos casi todos los cafés;
algunos entornan sus puertas o bajan los cierres de una manera simbólica durante
quince o veinte minutos, pero sin que los clientes abandonen sus mesas y divanes.
En las aceras, grupos de trasnochadores forman corrillos o pasean despacio. La
concurrencia es, desde luego, inferior a la del anochecer y de muy diferente
composición. Los huelguistas de la construcción, los agitadores políticos y los
simples curiosos han sido sustituidos por bohemios, cómicos, músicos y artistas —
que se califican a sí mismas de frívolas con un amable eufemismo para su
verdadera profesión—, que se concentran en la gran plaza a medida que van
cerrándose los centros de diversión nocturna. Por aquí pasan —o pasean—
también la may oría de los redactores de los periódicos de la mañana, que, una
vez cerrada la edición de sus respectivos diarios, aún tienen ganas de acudir a
tomar café y charlar un rato en cualquiera de las infinitas tertulias.
La gravedad de la situación política, la lucha armada que y a se ha iniciado en
Marruecos, todavía no altera la fisonomía peculiar de la Puerta del Sol en las
altas horas de la madrugada. Haro y y o, que desde la redacción de La Libertad
bajamos como todas las noches por la calle de Preciados, luego de atravesar la
Gran Vía y la plaza de Callao —que por contraste con la Puerta del Sol parecen
totalmente desiertas—, lo comprobamos con una simple ojeada. Quizá sean más
numerosos los guardias que vigilan en torno a Gobernación; acaso algunos de los
automóviles que circulan rápidos no vay an ocupados como otras noches por
juerguistas alborozados o parejitas amorosas; es probable, incluso, que en
muchos de los grupitos se hable de armas y acciones revolucionarias en lugar de
discutir sobre contratos y rivalidades artísticas. Pero, en apariencia al menos, la
Puerta del Sol ofrece el mismo cuadro que las demás amanecidas. Incluso las
camionetas que esperan pacientemente a que el sueño vay a ganando a los
trasnochadores de Chamberí, Goy a, Cuatro Caminos o Ventas.
Entre los cafés Universal y Colonial —rebosantes de público igual que
cualquier noche— se encuentra Teléfonos. Es un viejo y destartalado edificio de
dos plantas, construido a comienzos de siglo para albergar una de las primeras
centrales telefónicas de Madrid. Tiene en la planta superior una amplia sala
destinada a los corresponsales de los periódicos provincianos con diez o doce
cabinas, grandes mesas y muchas sillas. La sala se encuentra concurrida a
cualquier hora. Como hay diarios de la mañana y de la tarde en casi todas las
ciudades de la península, así como en Canarias, Baleares y Marruecos, y cada
uno tiene una hora diferente para que su representante en la capital le transmita
las informaciones más importantes, Teléfonos es prácticamente la única
redacción madrileña que no interrumpe su actividad un solo segundo en el
transcurso de la jornada.
Esta madrugada es may or la afluencia de periodistas que otras veces, pero no
el trabajo. Lo único que importa es lo que sucede en Melilla, Ceuta, Tetuán o
Larache, y las comunicaciones con África están interrumpidas y nadie tiene
noticias exactas y concretas de lo que esté ocurriendo. En los demás sitios hay
tranquilidad relativa en un clima de general nerviosismo e inquietud. Todos los
reporteros han pasado la noche esperando acontecimientos que no llegaron a
producirse. Algunos, vencidos por el cansancio y el aburrimiento, descabezan un
sueñecito, retrepados en los sillones o echados de bruces sobre las mesas. El resto
entretiene la espera enfrascado en amistosas partidas de poker o monte.
—Creíamos que sería una noche de mucho jaleo y y a veis: ¡nada de nada!
De haberlo sabido, llevaría y a cinco o seis horas en la cama.
Eduardo Castro, redactor del Heraldo y corresponsal de numerosos
periódicos de provincias, apenas puede mantener abiertos los ojos. Hombre
pequeño, simpático, bonachón y cordial, sin ninguna significación política, no
tiene un sólo enemigo ni antes ni después de la guerra. Tras muchos días de no
descansar lo suficiente, ha aguantado hoy hasta las cinco, pero y a no puede más.
—Tengo tanto sueño —afirma—, que no me enteraría aunque empezasen
ahora a cañonear la Puerta del Sol.
Se marcha con paso cansino, convencido de que nada hay que hacer de
momento en Teléfonos. Yo le imito y Haro se viene conmigo. Entramos un rato
en el café Colonial, que acaba de abrir de nuevo sus puertas, luego del cuarto de
hora de cierre simbólico con todos los clientes dentro. Ofrece el mismo
espectáculo que todas las amanecidas: peripatéticas de Peligros, Aduana y
Jardines, que intentan sus últimas conquistas sin conseguir que nadie les haga
caso; taurinos que discuten a voces las consecuencias del pleito con los toreros
mejicanos; artistas y músicos de « cabarets» , que no tienen prisa por irse a
dormir; un grupo de « letristas» , que se pelean por enésima vez discutiendo la
reorganización de la Sociedad de Autores y los derechos de los fabricantes del
género frívolo; algunas tertulias —las menos—, que hablan de política,
propalando los bulos más tremebundos.
—¡La escuadra está bombardeando Barcelona…!
—¡Ni hablar! Es la aviación la que arrasa Melilla. Me lo acaba de decir…
En el cielo van apagándose las últimas estrellas y la claridad lechosa de la
amanecida envuelve la ciudad, dando a los edificios un cierto aire fantasmal.
Tras tomar un último café y hablar con algunos amigos —que saben todavía
menos que nosotros—, volvemos a la plaza y nos despedimos. Haro toma un taxi
para dirigirse a su casa; y o vivo más cerca y prefiero ir andando, disfrutando del
relativo frescor de la hora. Los barrenderos están regando las calles casi
desiertas, donde la tranquilidad es completa.
En Antón Martín me adelanta un coche que baja rápido hacia el Pacífico.
Aunque no se detiene, alguien saluda al pasar, agitando una mano por la
ventanilla. Al fijarme, veo que el chófer es un viejo militante de la CNT y que a
su lado, en el baquet, va Isabelo Romero; detrás, tres hombres. Tras el primer
automóvil pasan dos más. Pese a que no aflojan la marcha al llegar a mi altura,
reconozco a varios de sus ocupantes como elementos de los grupos confederales
de defensa. ¿Dónde van a las cinco y cuarto de la madrugada? Dada la dirección
que llevan, a la Estación del Mediodía o a los cuarteles de María Cristina y el
Pacífico. ¿Habrá llegado algún tren con elementos sublevados de Alcalá, Getafe
o cualquiera de los cantones próximos? ¿Ha estallado tal vez la rebelión entre las
tropas de guarnición en el propio Madrid?
Trato de comprobarlo, pese a los lógicos y apremiantes deseos de tumbarme
a dormir unas horas. Por fortuna, la estación se halla tan cerca que puedo llegar
andando cuesta abajo en seis o siete minutos; tampoco me llevará más de veinte
o veinticinco ver lo que sucede en las cercanías de los cuarteles. Sin pensarlo dos
veces, desciendo a buen paso por la calle de Atocha. En la enorme y destartalada
glorieta que se abre al final y en la que si por un lado desemboca el Paseo del
Prado, por el contrario tienen su arranque las Rondas y los paseos de Santa María
de la Cabeza y Delicias —que conducen a los barrios obreros de las márgenes
del Manzanares y a la zona industrial de Villaverde—, reina una absoluta calma.
Los carros de los traperos que se encaminan hacia el centro de la ciudad se
cruzan con los camiones cargados de frutas y verduras procedentes de Valencia,
Murcia y Alicante, que, tras pasar toda la noche en la carretera, van a descargar
al mercado central de Legazpi.
Frente al ministerio de Fomento, una camioneta de guardias de asalto; un par
de ellos pasean con aire aburrido y miran displicentes en todas las direcciones; la
may oría, recostados en sus asientos, duermen o sueñan. Lo mismo hace un grupo
numeroso de segadores tirados en la acera de uno de los accesos a la estación del
Mediodía. Con las hoces envueltas en haces de paja y la cabeza recostada en el
menguado equipaje, descansan unas horas en espera del tren que ha de llevarles
a algún pueblo próximo para participar en la recolección.
En las bocas del « metro» , grupos de obreros que de pie o sentados hablan y
comentan en espera de que abra sus puertas el ferrocarril subterráneo y les
conduzca a sus puesto de trabajo, seguramente en el otro extremo de la ciudad.
De la estación sale de cuando en cuando algún obrero; en ocasiones lo hacen
juntos en pequeños grupos. Ha amanecido y a y pasa chirriante el primer tranvía.
Miro en dirección a los cuarteles del Pacífico y María Cristina, que apenas si
distan medio kilómetro de aquí. No descubro el menor síntoma de anormalidad.
Las calles empiezan a poblarse a medida que pasan los minutos, pero con las
mismas gentes y en actitud idéntica a cualquier otra mañana de no importa que
día.
—¡Eh, Guzmán! Espera un momento…
Me vuelvo y reconozco a quien me llama. Es Valentín, un destacado militante
del sindicato ferroviario que antes de ocho días morirá destrozado por una
granada en el puerto de Somosierra. Me ha visto de lejos y me llama. Busca lo
mismo que y o espero de él al acercarme: noticias. Ninguno de los dos las
tenemos. Mi interlocutor ha pasado toda la noche de vigilancia en la estación de
Atocha. De acuerdo con los elementos de la UGT tienen establecidos un sistema
de comunicación rápida con todas las líneas de la Compañía MZA, que extiende
sus redes ferroviarias por más de la mitad de la nación. Si algo sucede en
cualquier punto de Andalucía, Levante, Aragón o Cataluña, lo sabrán un minuto
después los telegrafistas de la estación madrileña.
—Contra lo que temíamos, no ha pasado nada esta noche. Sin embargo, habrá
que continuar vigilantes porque tiene que suceder algo, y muy gordo, sin tardar
mucho.
Pienso lo mismo. Sería un milagro que la rebelión iniciada ay er en
Marruecos no tuviera hoy mismo repercusiones en distintos puntos de la
península, y jamás confié en milagros de ninguna clase. No obstante, son y a las
seis y media de la mañana y me caigo de sueño. Aunque me gustaría
permanecer en la calle atento a cuanto sucede, es forzoso descansar por lo
menos un rato. Llego a mi casa cuando y a está abierto el portal. Vivo en un piso
alto y antes de tumbarme me asomo un momento al balcón, desde el que se
domina toda la calle de Atocha, Antón Martín, el comienzo de Santa Isabel y el
final de Magdalena. Funcionan y a el « metro» , los tranvías y los autobuses con
entera normalidad; han salido los periódicos de la mañana, que nada dicen de la
sublevación marroquí; grupos de obreros con la tartera debajo del brazo caminan
presurosos hacia fábricas, talleres y obras. En las primeras horas de la mañana
del 18 de julio, Madrid no registra la menor alteración de su ritmo habitual.
¿Será cierto lo de Melilla o habré soñado despierto? Estoy tan adormilado que
no acierto a responderme a mí mismo.
Apenas me tiro encima de la cama, caigo en un sueño profundo. Alguien me
sacude de un brazo cuando tengo la impresión de que no llevo acostado ni cinco
minutos. Al abrir los ojos malhumorado y refunfuñante, descubro la cara seria y
alarmada de mi madre. Tiene que ser algo importante para lo que me despierta
tan temprano. Lo es, en efecto.
—La radio acaba de decir —anuncia con gesto preocupado— que ha
estallado una rebelión militar en Marruecos.
No me sorprende la noticia, que conozco desde la víspera, aunque sí mirar el
reloj colocado sobre la mesilla y comprobar que son más de las once. Abandono
la cama y corro al teléfono. Llamo a Unión Radio, donde tengo algunos amigos.
Confirman lo anticipado por mi madre e incluso me leen el texto de la breve nota
que, rompiendo su obstinado silencio de la noche anterior, ha hecho pública
Casares Quiroga. En ella, tras admitir que una parte del Ejército se ha sublevado
en África, el Gobierno asegura: « El movimiento está limitado a ciertas zonas del
Protectorado y nadie, absolutamente nadie, se ha sumado en la península a tan
absurda empresa» .
—¿Qué te parece? —pregunta Medina, el locutor de Unión Radio, que es
precisamente quien me habla.
—Que la nota llega con mucho retraso —contesto sincero— y que con toda
seguridad no refleja más que una parte mínima de la verdad.
Me reafirmo en esta impresión en tanto me lavo y afeito precipitadamente.
Anoche, cuando efectivamente se combatía en Marruecos, Casares prohibió que
se dijese una sola palabra de lo que ocurría; al cambiar hoy de opinión y no
atreverse a decir que el movimiento insurreccional ha sido aplastado, resulta
lógico pensar que ha triunfado no sólo en Melilla, sino también en Tetuán y Ceuta.
En cuanto a que nadie secunda a los sublevados en el territorio peninsular, era
verdad hace seis horas, pero probablemente habrá dejado de serlo en estos
momentos.
Mi pesimismo tiene confirmación tan pronto como vuelvo a Teléfonos.
Aparte de Marruecos, se sabe y a de una manera positiva que la rebelión se ha
propagado como mínimo a Canarias, cuy as comunicaciones han quedado
interrumpidas a primera hora de la mañana. De Marruecos se habla de un
manifiesto divulgado por Radio Ceuta y firmado por el general Franco, cuy o
texto íntegro se desconoce aún, pero que no ofrece dudas respecto al
enfrentamiento del firmante con el Gobierno de la República. Unos telegramas
transmitidos por Reuter y Havas hablan en términos bastantes confusos de la
situación en la zona española del Protectorado. Parece, no obstante, que los
rebeldes son dueños de Melilla, Tetuán y Ceuta y que se lucha con
encarnizamiento en Larache.
—Según Havas —dice Barrado, que forma parte de la redacción de la
agencia francesa en Madrid—, uno o dos aviones bombardearon Tetuán esta
madrugada.
No hay, en cambio, la menor noticia de la flotilla que salió de Cartagena la
tarde anterior con rumbo a Melilla. Como los destructores tuvieron tiempo
sobrado de llegar a su punto de destino, se impone la conclusión de que los buques
de guerra en vez de cumplir las instrucciones recibidas de Madrid, han debido
hacer causa común con los militares sublevados.
—De todas formas —arguy e Ay ensa, redactor de El Liberal, aferrándose a
una última esperanza—, lo decisivo es lo que ocurra en la península. Y aquí,
como afirma Casares, continúa sin pasar absolutamente nada.
Pero contra el empecinado optimismo de algunos parece que también pasan
cosas desagradables en la España metropolitana. Ay er mismo, en Burgos, Batet
tuvo que ordenar el arresto de un general y de varios oficiales de la guarnición
que preparaban un alzamiento. La situación en varias provincias no está muy
clara y son cada vez más difíciles las comunicaciones telefónicas.
—El capitán general del Departamento Marítimo de San Fernando —anuncia
uno, saliendo de la cabina donde acaban de darle la noticia— ha proclamado
hace media hora la ley marcial.
—¿En apoy o del Gobierno?
—En contra.
Jesús Izcaray, redactor de Claridad, que conversó hace un rato con el general
Pozas, habla de su honda preocupación. Pozas, militar de absoluta confianza del
régimen, ocupa en estas horas críticas la Inspección General de la Guardia Civil
y se ha pasado toda la noche sin dormir, colgado materialmente del teléfono.
Trata de averiguar quién ha ordenado la concentración de los guardias de
algunas provincias en la capital, como ocurre en Albacete, Toledo y
Guadalajara, y no parece haber conseguido aclarar nada.
En Teléfonos, donde esta mañana hay may or número de periodistas que
nunca, circulan toda clase de noticias y rumores. Unos pueden ser desmentidos
con rapidez y seguridad; respecto a otros, cabe temer que sean rigurosamente
ciertos. Se habla de Baleares, de Málaga, de Barcelona, de Cartagena y
Zaragoza. Un corresponsal, que habla con un periódico de Pamplona, ve
interrumpida bruscamente la conferencia que celebra y son inútiles todos sus
esfuerzos por reanudarla. No cuesta trabajo imaginarse por qué y casi todos
coincidimos en los motivos de la repentina interrupción.
—¡Seguro que se ha sublevado Mola!
El general Mola, antiguo director general de Seguridad con la monarquía,
jefe de las fuerzas militares en Marruecos durante el segundo bienio republicano,
fue trasladado a Pamplona apenas triunfante el Frente Popular. Se ha rumoreado
muchas veces no sólo que está de acuerdo con los requetés navarros para
sublevarse contra el régimen, sino que encabeza la conspiración militar que
extiende sus redes por todo el país. Militares republicanos le han acusado en
diversas ocasiones de dirigir la preparación del alzamiento, pero Casares Quiroga
ha rechazado con airada indignación la especie.
—Bueno, ¿a qué esperamos para hablar con el ministro?
Es y a cerca de la una de la tarde, hora en que el ministro de la Gobernación
recibe todos los días a los periodistas. Generalmente no suelen ir a verle más que
cinco o seis informadores, que se encargan luego de comunicar a los demás las
noticias o los comentarios del titular del departamento. Pero hoy es un día
excepcional y vamos muchos más, acuciados todos por idéntica impaciencia por
conocer la referencia oficial de lo que sucede.
En la planta principal del edificio se abre el llamado Salón Canalejas; es la
estancia más amplia y lujosa del viejo caserón con tres balcones que dominan la
Puerta del Sol, desde los cuales se han anunciado al pueblo los cambios de
régimen durante los últimos ciento cincuenta años. Es aquí precisamente donde
los informadores aguardan todos los días hasta que un ordenanza les avisa que el
ministro puede recibirles, abriendo seguidamente las puertas de su despacho.
Sin embargo, en este mediodía del 18 de julio, don Juan Moles está
demasiado atareado —o demasiado desconcertado— para recibir a los
periodistas. Lo hace en su lugar el subsecretario, que sale a nuestro encuentro en
el Salón Canalejas, cerrando a su espalda la puerta que comunica con el
despacho del ministro. Ossorio Tafall es un hombre joven aún, de mediana
estatura, palabra fácil y aire socarrón; amigo y correligionario de Casares,
gallego y diputado de Izquierda Republicana, por Pontevedra, lleva una brillante
carrera y muchos le aseguran un magnífico futuro político.
Ni siquiera lo dramático de las circunstancias borra de sus labios la sonrisa
ligeramente irónica que, como de costumbre, entreabre sus labios. Como de
costumbre también, habla mucho y dice poco. Se limita en fin de cuentas a
repetir el contenido de la nota gubernamental hecha pública dos horas antes: la
subversión ha quedado circunscrita a Marruecos y no tardará muchas horas en
ser definitivamente aplastada.
—Se trata de una intentona descabellada —asegura—, que no ha tenido ni
tendrá repercusión en ningún punto de la península.
—¿Ni siquiera en Navarra? —pregunta intencionado uno de los reporteros.
—¿Por qué en Navarra precisamente? —se sorprende Ossorio Tafall.
—Porque en Madrid circula con insistencia el rumor de que no sólo se ha
sublevado Mola, sino que es quien dirige la conspiración en toda España.
La untuosa sonrisa del subsecretario desaparece de golpe; un relámpago de
ira cruza por sus pupilas, mientras niega indignado, con una repentina cólera que
contrasta con su anterior mesura:
—¡Mentira! —vocifera descompuesto—. ¡Nieguen rotundamente esa
monstruosa falacia! El general Mola es absolutamente leal a la República. ¿Lo
duda alguien? Pues sepa ese alguien que hace sólo una hora, hablando por
teléfono con el señor ministro…
Nos miramos boquiabiertos y confusos. El incomprensible optimismo de
Ossorio Tafall, su plena confianza en el republicanismo del general Mola, supera
con mucho nuestra capacidad de comprensión. Pero ¿podemos convencerle de
que está equivocado? ¿Vale la pena perder el tiempo discutiendo con un caballero
que trata de engañarnos deliberadamente o que vive en la más rosada de las
nubes?
—El Gobierno es dueño absoluto de la situación, asegura con envidiable
desparpajo al dar por terminada la entrevista; pero antes de regresar al despacho
del ministro, aún se permite hacer una advertencia amenazadora: ¡Y cuidado con
los bulos, señores! Si los rebeldes serán castigados, quienes les hacen el juego
propalando infundios alarmistas, tampoco gozarán de una impunidad inadmisible
en estos instantes.
Con sólo cruzar de nuevo la Puerta del Sol y volver a Teléfonos tenemos el
mejor mentís de todo lo dicho por Ossorio Tafall. Durante la media hora que duró
nuestra ausencia, han llovido las noticias, ninguna de las cuales tiene nada de
tranquilizadora. Se lucha en las calles de Cádiz, donde ha estallado la huelga
general como réplica a la declaración del estado de guerra; algo parecido ocurre
en Málaga y Córdoba; en Jerez parece que ha triunfado el movimiento. Contra
todos los anuncios oficiales, la rebelión comienza a extenderse como una mancha
de aceite por toda la geografía peninsular.
¡Una nueva nota del Gobierno!
Acaba de ser facilitada en la Presidencia y será leída dentro de cinco minutos
por los micrófonos de Unión Radio y Radio España de Madrid. ¿Confesará
Casares su fracaso y apelará al pueblo para que se lance en defensa de la
República? ¡En absoluto! Una vez más se presenta a sí mismo como el salvador
del régimen, afirmando con impresionante cinismo: « Gracias a las medidas
preventivas tomadas por el Gobierno, un vasto movimiento antirepublicano ha
sido aplastado. No ha encontrado ay uda alguna en la península y solamente
consiguió reclutar algunos partidarios en una fracción del Ejército» .
—¡Qué cara! —vocifera indignado uno de los reporteros—. ¡Decir eso
cuando están sublevadas la mitad de las guarniciones…!
Pero la nota añade algo más que entraña todavía may or gravedad. Tras
saludar « a las fuerzas que en Marruecos luchan por dominar la subversión» ,
afirma: « El Gobierno toma nota de los ofrecimientos de ay uda recibidos y,
agradeciéndolos, declara que el mejor medio de ay udarle es garantizar la
normalidad de la vida ciudadana dando un alto ejemplo de serenidad y de plena
confianza en la fuerza militar del Estado. La acción del Gobierno será suficiente
para restablecer el orden» .
—¿Qué te parece?
—Que si Casares no fuera un megalómano insensato, tendríamos que
considerarle un traidor.
—¿Por qué se niega a armar a los trabajadores para que hagan su revolución?
—Porque con sus desplantes verbales unidos a su falta de energía real hace
inevitable un choque sangriento, en el que si no triunfan los obreros se impondrá
la reacción.
—Y en cualquiera de los dos casos, la primera víctima será la República.
(En Teléfonos hay, en esta primera hora de la tarde del 18 de julio, medio
centenar de periodistas. Los hay de todas las tendencias y matices: republicanos
y monárquicos, de izquierdas y derecha, católicos, socialistas, requetés,
sindicalistas y comunistas. Unos esperan que el movimiento militar sea aplastado
con rapidez; otros anhelan y desean su triunfo. Pero salvo raras y afortunadas
excepciones, todos ellos sufrirán en su carne las consecuencias de la lucha que
ahora comienza. Perecen muchos durante la guerra; mueren otros tantos cuando
y a las hostilidades han cesado oficialmente. Antes o después, casi ninguno se
libra de persecuciones, torturas y presidios. En realidad, aun siendo grande en
todas el número de bajas, no existe profesión alguna que sufra un tanto por ciento
de víctimas más elevado que la periodística en la dramática peripecia que vive
España).
Es la hora de comer, pero no hay tiempo para desplazarse a casa ni aun para
sentarse un rato en cualquier restaurante próximo. Tenemos que contentarnos
como otros muchos con bajar al Colonial e ingerir a toda prisa un bocadillo.
Apenas si tardo diez minutos en hacerlo, pero cuando de nuevo penetro en la sala
de prensa de Teléfonos encuentro a todos los compañeros agitados y revueltos. El
nombre de Sevilla está ahora en todos los labios. Parece que grupos armados
están atacando en este momento mismo la central telefónica de la gran ciudad
andaluza defendida por una sección de guardias de asalto. ¿Quiénes son los
atacantes? Nadie lo sabe, y su verdadera identidad provoca entre los periodistas
madrileños las más encendidas polémicas.
—La telefonista estaba asustada y no sabía o no quería decir quiénes trataban
de asaltar la Telefónica —informa el que acaba de hablar con Sevilla—.
Únicamente dijo que allí estaba Queipo de Llano dispuesto a defender la
República.
La comunicación se interrumpió —probablemente porque los atacantes
entraron en el edificio— antes de que la telefonista aclarase sus últimas palabras.
Entre los reporteros madrileños surgen, como es inevitable, las más diversas
interpretaciones. Para unos —los derechistas— es indudable que los obreros
sevillanos —CNT y comunistas— se han lanzado a la lucha abierta, iniciando la
revolución social. Para otros —los izquierdistas— tienen que ser monárquicos y
falangistas los que tratan de adueñarse por la fuerza de Sevilla. No obstante, hay
algo que desorienta a todos por igual: la intervención de Queipo de Llano. Nadie
duda de su republicanismo; pero no ejerce mando alguno desde la destitución de
Alcalá Zamora y resulta sorprendente su presencia en la ciudad de la Giralda.
—Seguramente le ha mandado el Gobierno —sostienen algunos republicanos
— para impedir que pueda repetirse lo de Sanjurjo.
La hipótesis resulta verosímil; doblemente cuando alguno señala que en estos
momentos se dirige a Zaragoza —si no ha llegado y a a su punto de destino— el
general Núñez de Prado para sostener y respaldar a Cabanellas, impidiendo que
sea rebasado por ciertos elementos monárquicos de la guarnición. A los pocos
minutos, la suposición recibe una confirmación semioficial. Eduardo Castro, que
ahora está en funciones en la Dirección General de Seguridad, llama a Teléfonos
para informar a sus compañeros de la noticia que circula en el centro policíaco:
Queipo de Llano acaba de terminar con la rebelión iniciada en Sevilla, tomando
por asalto los cuarteles donde se habían atrincherado algunos militares alzados en
armas.
Dados los antecedentes políticos del general, nada tiene de extraño que hay a
salido en defensa del régimen. La noticia llega a divulgarse minutos después por
los micrófonos de Unión Radio, luego de que se consigue del ministerio de la
Guerra autorización para su difusión a los cuatro vientos. Pero apenas ha
terminado de radiarse cuando alguien penetra en Teléfonos chillando indignado:
—¡No hagáis caso, porque es precisamente todo lo contrario! Lejos de
sofocar la rebelión en Sevilla, Queipo de Llano la encabeza y dirige.
Jesús Izcaray, redactor de sucesos de Claridad, está en la Dirección General
de Seguridad cuando empiezan a circular rumores de lo sucedido en Sevilla. Para
saber lo que hay a de cierto en la especie, no se le ocurre acudir a ninguna
autoridad o Ministerio, convencido de que no le dirán la verdad. Marcha a la Casa
del Pueblo y habla precisamente con el redactor jefe de su propio periódico.
Carlos de Baraibar, además de periodista, es figura destacada en la Unión
General de Trabajadores y partidario resuelto de Largo Caballero. En vista del
cariz de los acontecimientos, hace un par de días que los socialistas establecieron
una especie de gabinete de información que dirige Baraibar, que está en
comunicación constante con las estaciones ferroviarias y los centros telegráficos
de toda España. Conoce, pues, cien veces mejor que el Gobierno lo que sucede
en cada sitio y en cada momento.
En plena discusión sobre los acontecimientos de Sevilla, llega a Teléfonos el
manifiesto conjunto que socialistas y comunistas acaban de lanzar. Su lectura
produce en unos profunda decepción, mientras otros sonríen burlones y
satisfechos. La Ejecutiva socialista —controlada por Prieto y los moderados— y
el Comité Central del Partido Comunista no anuncian las tajantes
determinaciones precisas en esta hora crítica. Su postura sería lógica hace cuatro
días, pero no en la tarde del 18 de julio. Los dos partidos marxistas declaran que
han ofrecido toda su ay uda al Gobierno de Casares Quiroga, que cumplirán
disciplinadamente sus órdenes y que tienen plena confianza en que sea capaz de
restablecer en plazo breve la normalidad.
—¡Aviados estamos…! Si las centrales sindicales les imitan…
En el Congreso acaban de reunirse las directivas de los diversos partidos
republicanos. ¿Una crisis? Es muy probable, aunque siempre llegará con varias
semanas —meses, mejor— de retraso. En cualquier caso, no cabe duda de que
en este momento las noticias políticas hay que buscarlas en los pasillos del
Parlamento.
Teléfonos queda casi vacío en contados minutos. Al abandonarlo, los
periodistas se dividen en grupos que toman distintas direcciones. Unos corren
hacia el Palacio de Oriente, donde, caso de producirse la crisis, habrán de acudir
los consultados por Azaña como presidente de la República; otros se dirigen al
Ministerio de la Guerra, en el que alguien afirma que está reunido el Gobierno en
sesión permanente; algunos marchan a la Dirección General de Seguridad, y los
restantes, encaminamos nuestros pasos hacia el Congreso.
Pese a la gravedad extrema de la situación, el centro de Madrid da la
impresión de que todo el mundo duerme apaciblemente la siesta. La Puerta del
Sol, convertida en un horno a las cuatro de la tarde de un día canicular, aparece
casi desierta. Los tranvías circulan vacíos y apenas si algún viajero de aire
cansino entra o sale por las bocas del « metro» . El mismo espectáculo en la
Carrera de San Jerónimo: el calor aprieta de firme, muchas tiendas continúan
cerradas y escasean los transeúntes. Ni siquiera se ven guardias en las cercanías
del Parlamento ¿Están concentrados como medida de precaución o no se teme
que en Madrid pueda suceder nada?
En el interior del Congreso, si el salón de sesiones permanece desierto y a
oscuras, los pasillos, las salas, las secciones y el bar rebosan de animación y
bullicio. En violento contraste con la soledad de veinticuatro horas antes, el
vetusto caserón conoce hoy la agitación y el nerviosismo de las grandes
solemnidades políticas, pese al convencimiento de todos de que el problema
planteado en esta hora no se resolverá dentro, sino fuera del edificio. Periodistas
de todos los diarios y matices, diputados que aún se encuentran en Madrid;
exdiputados que no han perdido la esperanza de volver a serlo, figuras, figurillas
y figurones o simples aspirantes a serlo, forman corros, discuten a voces, lanzan
y desmienten noticias o se apartan hacia este o aquel rincón para celebrar
rápidos y misteriosos conciliábulos.
Al entrar procedente de Teléfonos, encuentro a la mitad de los redactores de
La Libertad; lo mismo ocurre con los demás periodistas de los diarios de la
mañana. En ninguna redacción se empieza a trabajar normalmente hasta las
nueve o las diez de la noche e informadores y comentaristas necesitan pulsar
antes el ambiente político o enterarse de los acontecimientos más recientes para
tener una orientación al comenzar a escribir. Pero acaso sea más difícil aquí que
en ningún sitio formarse hoy una idea exacta y clara de lo que sucede. Por cada
noticia cierta, hay veinte bulos fantásticos en circulación.
Van desde un extremo a otro de las posibilidades nacionales; desde el fracaso
completo de la sublevación a su triunfo total, según los deseos o temores de sus
propaladores.
—¿Qué sabe de la CNT? —pregunta Hermosilla, interesado, apenas me ve.
—Que luchará donde sea y como sea —respondo—. Igual hará la UGT. La
única duda es si tendrán armas o habrán de combatir con los puños.
—Largo Caballero sigue pidiéndolas con insistencia y apremio; pero ni
Casares ni Azaña están dispuestos a proporcionárselas.
Es el principal tema de discusión y enfrentamiento entre republicanos y
socialistas moderados de un lado y el resto de las izquierdas del otro. Los
primeros temen que armar al pueblo sea desencadenar una revolución, mucho
más difícil de sofocar que el pronunciamiento militar en pleno estallido; los otros
consideran que los trabajadores encuadrados en las dos grandes centrales
sindicales son los únicos que pueden salvar y a a la República.
—La República la salvará don Diego —afirma Gómez Hidalgo, que acaba de
celebrar una reunión con los demás diputados de Unión Republicana—. ¡Y lo
conseguirá sin derramamientos de sangre!
Su confianza no la comparte más que un número escaso de correligionarios.
Martínez Barrio forma el ala más conservadora del Frente Popular, en oposición
nada disimulada a todos los proy ectos socialistas y socializantes. Resulta muy
dudoso, sin embargo, que los militares sublevados le acepten como solución,
aunque sea con carácter transitorio y provisional.
—Sólo servirá para perder tiempo, dividir a los defensores del régimen y
envalentonar a sus enemigos.
Varios prohombres de Izquierda Republicana abogan —todavía— por la
continuación de Casares Quiroga. Lezama está a su lado, convencido de que aún
puede dominar la sublevación. Pero si la tarde anterior eran may oría quienes le
apoy aban, ahora van quedándose solos. La opinión predominante, incluso entre
los miembros de su partido, es francamente hostil.
—Lleva veinticuatro horas sin hacer nada y estropeándolo todo. Cuanto antes
desaparezca, mejor.
El fracaso de Casares como presidente del Consejo y ministro de la Guerra,
corre parejas con el de Moles, ministro de la Gobernación, y Alonso Mallol,
director general de Seguridad. Ninguno de los tres ha dado muestras de previsión
para impedir los graves acontecimientos ni de energía para aplastarlos una vez
iniciados.
—El único que responde en Gobernación es el general Pozas. De no ser por
él, toda la Guardia Civil estaría y a sublevada de acuerdo con los militares.
Desmoralizado anoche, hundido totalmente esta mañana, no es posible que
Casares Quiroga continúe al frente del Gobierno. ¿Quién le sucederá? Nadie lo
sabe, porque la decisión depende de Azaña, que hasta ahora no ha exteriorizado
su pensamiento. Se sabe, sí, que ha consultado por teléfono con buen número de
personalidades republicanas durante las últimas horas, pero nada más. Sin
embargo, gana terreno por momentos la idea de que Martínez Barrio será el
designado por el presidente de la República.
—Acaba de reunirse en Gobernación todo el Gobierno.
La noticia no tarda muchos minutos en tener confirmación. Los ministros,
reunidos durante buena parte de la jornada en el palacio de Buenavista, se han
trasladado al edificio de la Puerta del Sol, acaso por considerarse más seguros en
él. Es muy significativo que don Diego asista —tal vez presida— la reunión
ministerial; equivale a reconocer y proclamar que ha recibido, en efecto, el
encargo presidencial de encabezar al nuevo gabinete.
—Pudiera ser —discrepa un diputado socialista—. Pero también han acudido
a Gobernación Prieto y Caballero. ¿Por qué no puede ser don Indalecio el
designado por Azaña?
Resulta perfectamente viable. Ya hace unos meses, al ser elegido presidente
de la República, Azaña pretende que Prieto ocupe la jefatura del Gobierno; lo
impide entonces la hostilidad del sector caballerista de su propio partido, que
entiende que deben gobernar los republicanos solos. Es muy probable que ahora,
a la vista de los acontecimientos, hay an cambiado todos de parecer.
—En cualquier caso, lo efectivo es que Casares es y a, políticamente, un
cadáver insepulto.
De pronto se extiende rápida por los pasillos del Congreso una noticia
inesperada y sorprendente. La transmiten desde Palacio los informadores que allí
montan guardia durante toda la agitada jornada.
—Sánchez Román —anuncian— está conferenciando en estos momentos con
el presidente. Al entrar dijo que acudía llamado urgentemente por Azaña.
Felipe Sánchez Román, jurista famoso, acaudilla el Partido Nacional
Republicano, situado en la derecha del régimen. Aun siendo moderado el
programa del Frente Popular —redactado en su may or parte por él mismo—,
Sánchez Román se negó a suscribirlo por no admitir ninguna alianza con los
comunistas, prefiriendo acudir solo a las urnas el 16 de febrero, pese a estar
convencido de antemano de la derrota. ¿Qué puede significar la consulta
presidencial en esta hora angustiosa?
—No creo que existan posibles dudas —se indigna Vicente Uribe, diputado
comunista que será ministro dentro de unos meses—. Asustado por el
movimiento militar, Azaña se inclina decidido hacia la derecha.
Confiar el poder a Sánchez Román puede ser, más que una inclinación, una
claudicación. Significa doblegarse a las exigencias de quienes empuñan las
armas contra el régimen. Tanta gravedad entraña que son muchos en el Congreso
los que se resisten a creerlo y pretenden quitar importancia a la entrevista.
—Es lógico que Azaña quiera conocer la opinión de todos los elementos
republicanos, y Sánchez Román es uno de ellos. Don Manuel ha hablado, por
teléfono al menos, con otros políticos, sin que eso quiera indicar, naturalmente,
que a todos vay a a encargarles de formar Gobierno.
Es un argumento de fuerza. No obstante, aunque se sabe que Azaña ha
consultado por teléfono con distintas personalidades, las únicas a quienes parece
haber visto en los dos últimos días son, aparte de Casares Quiroga, Martínez
Barrio y Sánchez Román. La consulta de don Diego resulta enteramente lógica,
por cuanto es presidente de las Cortes y vicepresidente de la República; la
llamada de Sánchez Román, en cambio, sólo revestirá los mismos caracteres si
va seguida de otras a los jefes de los diferentes partidos republicanos e incluso de
socialistas y comunistas que apoy an con sus votos parlamentarios al Gobierno
todavía en funciones.
—Seguro que Prieto y Largo Caballero van a Palacio en cuanto termine la
reunión de Gobernación.
Importa mucho comprobar este extremo; importa especialmente cuando la
situación se agrava a cada instante. A estas horas parece que la rebelión militar
no sólo ha triunfado en Marruecos y Canarias, sino que va imponiéndose con
rapidez en Andalucía. Córdoba está y a en manos de los rebeldes, mientras
continúa luchándose con redoblada violencia en Málaga, Sevilla y Cádiz; también
parece que las tropas están acuarteladas —y no por orden del Gobierno— en la
may oría de las poblaciones castellanas, aragonesas y levantinas. De Pamplona
sólo se sabe que el comandante Medel —jefe de la Guardia Civil de Navarra y
hombre de probada lealtad al régimen— ha sido acribillado a balazos por sus
propios subordinados.
En cierto modo y sentido las consultas presidenciales, la composición del
futuro Gobierno y los hombres que lo integren, tiene tanta importancia en este
momento crucial como el triunfo o fracaso del movimiento insurreccional en
cualquier capital de provincia. Somos muchos los que pensamos así y varios los
periodistas que abandonamos precipitadamente el Congreso para dirigirnos a la
Puerta del Sol y a la Plaza de Oriente.
Cuando salimos del Parlamento, y a están en la calle los periódicos de la
tarde. La may oría se limitan a publicar las notas oficiales y algunas noticias más
o menos vagas y confusas de la rebelión en algunas ciudades peninsulares.
Derechistas o izquierdistas se atienen en su casi totalidad a las instrucciones de la
censura, suprimiendo cuanto el lápiz rojo tacha. Claridad no, y Claridad es
órgano oficial de la Unión General de Trabajadores y portavoz del sector
caballerista del socialismo español.
« ¡Libertad o muerte!» , pregona en gruesos caracteres el titular que
encabeza la primera página del periódico. Claridad anuncia que los trabajadores
lucharán en defensa de la República, exige que el pueblo sea armado
inmediatamente y ordena a los obreros sindicados pelear contra el fascismo y la
reacción con todos los medios a su alcance y sin esperar nuevas órdenes o
consignas. La batalla que se libra en Sevilla y la sublevación de distintas
guarniciones demuestra toda la gravedad del peligro; para conjurarlo, los
mineros asturianos, que están en pie de guerra, se disponen a salir con rumbo a
Madrid para combatir al lado de sus hermanos de la capital de España.
En sólo dos horas, las calles céntricas han experimentado un cambio tan
radical como increíble. Hay racimos de gente en torno a cada vendedor de
periódicos, arrebatándole materialmente los ejemplares. En las aceras y aun en
medio de la calzada, grupos nutridos que comentan o discuten a voces. Muchas
tiendas de la Carrera de San Jerónimo echan precipitadamente los cierres y sus
dependientes forman corrillos en las aceras, devorando con avidez las
informaciones periodísticas.
Impresiona el aspecto de la Puerta del Sol. Vacía, adormilada bajo el calor
bochornoso a las cuatro de la tarde, se ha convertido a las seis en un hervidero
humano. De Ventas, del Pacífico, de Chamberí, de los barrios de Extremadura y
Toledo, llegan los tranvías abarrotados de trabajadores excitados y vociferantes;
las bocas del « metro» arrojan una tras otra incesantes oleadas de obreros
nerviosos y airados. La multitud no cabe y a en las amplias aceras y empieza a
invadir las calzadas, dificultando la circulación. Millares y millares de personas
acuden desde todas las barriadas a pedir armas en tono cada vez más imperioso
y amenazante.
—¡Debíamos empezar —gritan algunos— por colgar a los traidores que nos
las niegan!
La rotunda negativa de Casares a facilitar elementos de combate a los
trabajadores mientras la rebelión militar salta de una ciudad a otra, se les antoja
una traición. Equivale a entregarles inermes a merced de sus enemigos
tradicionales. Con la llegada de cada nueva bandada de gentes crecen los gritos y
la indignación. Muchos oradores improvisados arengan aquí y allá a la
muchedumbre. Todos miran hacia el Ministerio y levantan los puños crispados.
Gobernación ha cerrado sus puertas. Ante ellas, una doble fila de guardias de
seguridad y asalto. Otros grupos, más numerosos aún, de hombres uniformados,
vigilan en la calle de Carretas, en la de Correos y en la plaza de Pontejos, junto al
antiguo edificio de Telégrafos que les sirve de cuartel. Pero, o han recibido
órdenes de no enfrentarse con la multitud, o han decidido no hacerlo por
iniciativa propia. En cualquier caso, ni carga contra la manifestación popular que
tienen ante los ojos ni hacen el menor gesto de hostilidad. Por el contrario,
muchos guardias dialogan con los manifestantes, cuy os sentimientos comparten
evidentemente, y se limitan a impedir, sin violencias, que la gente derribe las
puertas y penetre en el Ministerio por la fuerza.
—No pierdas el tiempo intentando entrar. Dentro no conseguirás nada.
El consejo procede de Ignacio Barrado —calvo, cincuentón, con una
pronunciada cojera—, con quien me tropiezo a la entrada del café Levante.
Barrado, redactor de la Agencia Havas, acaba de salir de Gobernación, donde ha
estado desde las cuatro en misión informativa. Sabe lo poco que se puede saber y
desconfía de que nadie logre averiguar nada más. El Consejo de Ministros, al que
han asistido Martínez Barrio, Prieto y Largo Caballero, concluy ó hace rato,
aunque los periodistas no vieron salir ni pudieron hablar más que con uno de los
asistentes: el secretario de la Unión General de Trabajadores.
—Largo Caballero salía echando chispas. Fue a pedir armas para los obreros
y recibió la más rotunda de las negativas.
A la pretensión caballerista se opone en términos enérgicos Martínez Barrio,
al que apoy an sin vacilaciones todos los demás asistentes a la reunión, incluido
Indalecio Prieto. La escena resulta violenta, borrascosa y dramática. El
secretario de la UGT le pone término abandonando el Consejo.
—¿Para ir a Palacio llamado por Azaña?
—Es probable que alguien vay a a Palacio desde Gobernación, pero con toda
seguridad no será Largo Caballero.
Resulta inútil tratar de ver en este momento a los ministros que puedan quedar
en el Ministerio de la Puerta del Sol, caso de que no lo hay an abandonado todos
y a. Por otro lado, la crisis está planteada, aunque se prescinda de una
comunicación oficial dadas las circunstancias. Es indudable que Casares está
dimitido.
—El sucesor no tardará en ir a ver al presidente, caso de que todavía no hay a
ido.
En la Puerta del Sol sigue en aumento la afluencia de público y la indignación
general. Sin embargo, las noticias fundamentales no están ahora en la vieja plaza
—« rompeolas de todas las Españas» —, sino en el Palacio Nacional; aunque
acaso sería más exacto decir que se hallan en los cuarteles prestos a sublevarse y
en los centros obreros donde los trabajadores sindicados se preparan a toda prisa
para la batalla inminente.
Las tiendas de la calle del Arenal han cerrado sus puertas. Grupos nutridos y
amenazantes van y vienen entre la Puerta del Sol y la plaza de Oriente. En la
plaza del Celenque, una veintena de obreros meten apresuradamente en dos taxis
los rifles y escopetas sacados de una armería cercana, mientras otros cargan los
revólveres y pistolas de que acaban de apoderarse.
—Como Casares no quiere darnos armas —explica uno en medio de un
corrillo de curiosos—, tenemos que cogerlas donde las hay a.
La plaza de Oriente es más grande que la Puerta del Sol y hay menos gente.
Tan sólo unos centenares de personas que forman grupos en los jardines o en
torno a las estatuas y comentan con animación los sucesos de la jornada. Por otro
lado, aquí se han tomado superiores medidas de precaución. Aparte de la guardia
habitual de Palacio, soldados de la escolta presidencial ocupan posiciones de
combate dentro y alrededor del edificio, dispuestos para rechazar a tiros
cualquier ataque. Junto a los jardines de Caballerizas aparecen estacionados unos
camiones de asalto; otros más numerosos aún, mantienen una tensa vigilancia en
la plaza de España, formando una especie de barrera entre el cuartel de la
Montaña y la residencia oficial del presidente de la República.
Un grupo de periodistas aguardan expectantes en la puerta de la calle de
Bailén; otros tantos hacen lo mismo en la plaza de la Armería. Llevan muchas
horas allí y es poco lo que han podido ver o averiguar. Rehuy endo la curiosidad
de los informadores, las personalidades políticas llamadas por Azaña pueden
entrar y salir de Palacio sin ser vistas utilizando la salida del Campo del Moro.
—Estamos perdiendo lastimosamente el tiempo —gruñe uno malhumorado
—. Cuando sepamos quién es el nuevo jefe de Gobierno, y a lo sabrá media
España.
Apenas si en toda la tarde ha habido nada noticiable excepto la visita de
Sánchez Román. ¿Para encabezar el futuro ministerio? Contra lo que una hora
antes se da por seguro en el Congreso, a las puertas de Palacio y a las siete de la
tarde, son pocos los periodistas que lo creen. Pese a todas las precauciones y
reservas, hasta ellos se han filtrado algunas noticias cuy a absoluta certidumbre
nadie puede garantizar, pero que parecen ciertas. Aunque los informadores no
hay an llegado a verles, son varios los políticos republicanos de cierta importancia
que han conferenciado o están conferenciando en este mismo instante con el
presidente de la República. Entre ellos figuran, además de Sánchez Román,
Ossorio y Gallardo, Albornoz y Lluhí Vallescà.
—Pero será Martínez Barrio con toda seguridad quien reciba el encargo
presidencial. Los demás habrán de prestarle todo su apoy o personal y político.
De manera inevitable comenzamos a discutir las posibilidades de Martínez
Barrio para formar Gobierno y las consecuencias que el hecho puede traer
aparejadas. No llegamos a ningún acuerdo, naturalmente. Pertenecemos a las
más diversas tendencias políticas y cada uno opina de acuerdo con sus ideas y
deseo. Reproducimos casi con las mismas palabras una disputa cien veces
repetida entre nosotros mismos durante los últimos ocho días:
—¿Qué sabéis de la Montaña? —pregunto, para cambiar de tema.
—Nada, excepto que los soldados están acuartelados.
—¿Por el Gobierno?
—Di que contra el Gobierno y no te equivocarás.
Se hace de noche y aumentan con rapidez los grupos concentrados en la
inmensa plaza. Pero a diferencia de lo que sucede en la Puerta del Sol, aquí
permanecen en actitud expectante, sin pretender siquiera acercarse a las puertas
de Palacio. Entre los periodistas empieza a cundir el aburrimiento y el cansancio
de una larga e infructuosa espera.
—Me voy al periódico —decido—. ¡Cualquiera sabe lo que estará pasando,
mientras aquí seguimos en las nubes…!
Son las ocho de la noche. Subo hacia la Gran Vía por Santo Domingo. En
todas partes el mismo espectáculo. Ni un solo guardia o soldado a la vista; por
doquier, grupos agitados y nerviosos que van y vienen o discuten a voces
formando grandes corros. De cuando en cuando, cruzan veloces coches llenos de
individuos silenciosos, de aire serio y gesto preocupado. Probablemente van
armados, aunque sería difícil precisar a cuál de los bandos en pugna pertenecen.
Pasada la Gran Vía, la estrecha calle de Silva aparece totalmente ocupada
por un inmenso gentío. No tardo en ver lo que sucede, que no me causa la menor
sorpresa. En un enorme caserón de la calle de la Luna, con vueltas a las de
Tudescos y Silva, está instalada hace más de un año la sede madrileña de la
Confederación Nacional del Trabajo. A finales de junio, cuando Casares declaró
ilegal la huelga de la construcción, los locales fueron clausurados, al tiempo que
se procedía a la detención de varias decenas de militantes. Cerradas y selladas
las puertas de los diversos sindicatos y comités confederales, varias parejas de
seguridad y asalto vigilaron día y noche durante tres semanas para que no fuesen
abiertas por la fuerza. Esta tarde la clausura ha terminado; puertas y balcones
aparecen abiertos de par en par y varios millares de trabajadores se agolpan en
el interior del edificio o en la calle pugnando por entrar.
Abriéndome paso a empujones y codazos, logro ganar el portal del caserón.
Centenares de personas se apretujan hasta lo inverosímil en la señorial escalera
de piedra y en todos los salones del piso alto. Una obsesión que nada hacen por
ocultar, que muchos expresan constantemente a gritos, domina y agita a todos:
¡armas! No hay uno solo que no esté dispuesto a luchar en la calle contra el
movimiento derechista, pero quieren pistolas o fusiles con que batirse. Los
militantes más conocidos, los secretarios de los sindicatos, de los comités y de las
juventudes se ven asaltados por grupos que les aturden con sus voces en demanda
de elementos de combate.
—¡No hay más armas, compañeros! Esperamos tenerlas pronto y las
repartiremos en cuanto lleguen. ¡Esperad!
Las conseguidas hasta ahora están repartidas y a. Los que han logrado una
simple escopeta de caza, suscitan la envidia de sus compañeros. Llueven sobre
ellos peticiones y ofrecimientos; pero nadie quiere desprenderse del revólver o la
pistola alcanzada y rechazan desdeñosos súplicas y demandas. Hay treinta
hombres por cada arma, sin contar los millares que aguardan impacientes en las
calles inmediatas o los centros de las barriadas. La may oría de los trabajadores
tendrán que afrontar con las manos vacías una pelea que todos consideramos
inevitable e inminente.
—Hacemos lo que podemos y más —se disculpan los elementos responsables
—. ¡Qué pena no disponer de un arsenal completo…!
En una habitación apartada, unos hombres llenan botellas de gasolina a fin de
utilizarlas como bombas incendiarias; en otra, un grupo de metalúrgicos manipula
con cartuchos de dinamita, fabricando rudimentarias granadas de mano. Es
difícil en medio de la barahunda reinante localizar a una persona determinada y
no consigo dar con Isabelo y Val, que son quienes de momento me interesan
más. Ninguno de los dos se halla al parecer en la calle de la Luna. Andan por ahí,
al frente de grupos de acción, buscando y requisando armas y organizando la
vigilancia en las entrañas de Madrid y las cercanías de los cuarteles. En cambio,
encuentro a otros miembros de los comités confederales que me informan de
cuanto deseo saber.
—¡Claro que hemos abierto los locales por nuestra cuenta! —dice Inestal—.
¿El Gobierno? ¡Bah! Es un cadáver que apesta y cuanto antes le entierren mejor.
Los guardias, que esta tarde vigilaban el caserón cerrado, pretendieron
oponerse a su reapertura; arrollados por la multitud, optaron al final por
marcharse. Nadie teme que puedan volver para intentar clausurar de nuevo los
sindicatos. En cualquier caso, no lo conseguirán, porque la CNT está preparada
para impedirlo, aunque sea a tiros.
Encuentro muchos amigos y conocidos febrilmente atareados. Nobruzán,
Salgado, Padilla, Puertas, Amor Nuño, Sañudo, Ibars, Cáscales, Pradas, Ortega,
Orobón y Villar son militantes destacados de la organización que ocupan cargos
en los distintos comités y sindicatos. Otros muchos han salido precipitadamente
con rumbo a diversas provincias o se encuentran en la cárcel. Pero en un sitio u
otro todos se aprestan a luchar sin vacilaciones ni desmay os.
Antonio Moreno es un hombre alto, corpulento, de palabra fácil y gesto
tranquilo. Ocupa de manera provisional la secretaría del Comité Nacional,
porque el designado por la organización —David Antona— se halla preso como
consecuencia de la huelga de la construcción, en la que ha participado de una
manera activa y directa. Ponderado, sensato, sin exaltaciones ni extremismos,
Moreno confirma la firme voluntad confederal de aceptar la lucha en el terreno
que se plantea y llevarla hasta un final victorioso.
—Esta misma tarde han salido delegados del Comité Nacional con
instrucciones concretas para las distintas regionales. Todos los militantes, afiliados
o simpatizantes de la organización confederal, deben armarse como sea,
contestando con la huelga general revolucionaria a la menor tentativa fascista y
hacerse matar antes de consentir su triunfo.
De pronto se produce un terrible alboroto en el enorme edificio. Son muchos
los que hablan y gritan a un tiempo y es difícil enterarse de lo que sucede,
aunque juzgando por la actitud de los que se encuentran en la calle, y han sido los
primeros en enterarse, debe ser alguna buena noticia. Lo es en cierto modo y
manera como compruebo cuando al final consigo averiguarlo. Se trata de la
llegada de varios militantes del Ateneo Libertario de Barrios Bajos. Uno de ellos,
llamado Barreiro, trae en la mano un fusil nuevo y bien engrasado que muestra
con visible satisfacción y orgullo. Pero lo fundamental no es aquel arma, ni las
que exhiben sus tres acompañantes, sino dónde y cómo las han conseguido.
—Hace media hora llegó un camión cargado de fusiles —explica— al
Círculo Socialista de la calle de Valencia. Luego de mucho hablar y razonar,
logramos que nos cedieran una docena para el Ateneo. Pero todavía quedan en
Barrios Bajos más de doscientos compañeros con las manos vacías.
Lo mismo que en Lavapies, sucede en todas las barriadas madrileñas. Hay
millares de hombres buscando un arma para participar en una pelea que todos
consideramos tan próxima como inevitable. Parece que los socialistas han
encontrado en algún parque o cuartel quien les facilite fusiles, pese a la rotunda
oposición de Casares Quiroga. La CNT tropieza, desde luego, con mucho
may ores dificultades para armarse.
—Confiamos en que la UGT nos ceda algunos fusiles. En todo caso,
lucharemos con armas o sin ellas.
—¿Solos?
—No. Confiamos en que los demás partidos y organizaciones hagan lo mismo
que nosotros. De cualquier forma, aunque nos quedásemos solos, no vacilaríamos
un solo segundo.
Junto a la obsesión de las armas, hay una grave preocupación en cuantos
llenan en este momento los locales confederales: los presos. Como consecuencia
de la huelga de la construcción, varios centenares de militantes se encuentran
encerrados en la Cárcel Modelo madrileña. Entre ellos se encuentran algunos de
los hombres más conocidos de la organización, como David Antona, secretario
del Comité Nacional; Cipriano Mera y Teodoro Mora.
—Si por la mañana no han salido, iremos a sacarlos por la fuerza.
Muchos querrían ir ahora mismo. Les contiene la seguridad de que esta noche
—dentro de una hora, de dos o de cinco— los militares se lanzarán a la calle en
Madrid, igual que se están lanzando en todos los puntos de España, y es preciso
concentrar un máximo de fuerzas en los precipitados preparativos para hacerles
frente.
—Si Casares no estuviera en contra del pueblo, hace días que todos nuestros
hombres estarían en libertad. Pero cuando llegue el momento de jugarse el todo
por el todo en contra del fascismo, muchos de los que ahora se encuentran presos
darán la cara con las armas en la mano mientras escapan por las alcantarillas
quienes les metieron en la cárcel.
Alrededor de las diez de la noche llego a la redacción de La Libertad. No hace
falta hablar con nadie —basta ver las caras de redactores, colaboradores y
amigos— para descubrir que en todos impera la preocupación y el pesimismo.
Son malas todas las noticias que se reciben. Como obedeciendo a un plan
meticulosamente trazado, la rebelión salta de una ciudad a otra, de un extremo de
la nación al opuesto. Esta mañana estaba circunscrita a Marruecos y Canarias;
doce horas después arde y a en Navarra, Burgos, Aragón, Andalucía y puntos
aislados del Norte, las dos Castillas y Extremadura.
—Otras doce horas y se habrá extendido al resto de la nación.
—Y lo peor de todo —sostiene Haro malhumorado— es la sensación de
estupidez e impotencia del propio Gobierno.
Aun siendo extremadamente grave la situación, cabría confiar en una
solución si en la hora decisiva Casares Quiroga estuviese a la altura de sus
bravatas y desplantes. Por desgracia para la República, la beligerancia contra el
fascismo anunciada a bombo y platillo desde el banco azul no aparece por
ninguna parte. Anoche todavía parece dueño de sus nervios y de los resortes del
mando; ahora se encuentra hundido, incapaz de reaccionar con la necesaria
energía ni de hacer nada práctico.
—Para lo único que sirve —comenta Carbonell, un redactor que llega en este
momento de la Casa del Pueblo y se hace eco del ambiente reinante allí— es
para impedir que los trabajadores se armen.
—Armarles —se asusta Somoza Silva— sería la revolución.
—Y no armarles, el fascismo.
Hay que elegir de prisa entre dos graves riesgos, y el Gobierno, superado por
los acontecimientos, lleva treinta horas inhibiéndose. Perder día y medio en
circunstancias tan dramáticas constituy e un auténtico suicidio. Ni siquiera el
repentino y completo hundimiento del presidente del Consejo y ministro de la
Guerra puede servir de explicación y disculpa de la completa inactividad
gubernamental.
—Hasta ay er —se queja dolorido Luis de Tapia—, Casares se burlaba de
todos nosotros cuando le advertíamos una y otra vez del peligro; hoy, al estallar la
sublevación que afirmaba haber abortado con sus enérgicas medidas, resulta un
pobre diablo que no sabe qué hacer ni dónde meterse.
Pero mucho más que el propio Casares —que políticamente está y a
definitivamente muerto—, importa el futuro inmediato del régimen. ¿A quién
designará Azaña como nuevo jefe de Gobierno? Todos los informes recogidos
por los redactores del periódico en las fuentes más diversas apuntan unánimes al
presidente de las Cortes.
—Será un error más, acaso irreparable —sostiene Tapia—. Hace falta un
hombre decidido y enérgico, no un vulgar pastelero con pretensiones de
Maquiavelo andaluz.
—Sólo Martínez Barrio puede lograr que los militares desistan de su actitud —
protesta, acalorado, Gómez Hidalgo—. Les bastará saber que don Diego ha
sustituido a Casares para que la may oría de los sublevados depongan las armas.
—Ocurrirá todo lo contrario. Su nombramiento en estas circunstancias
equivale a una confesión de impotencia del régimen que envalentonará a sus
enemigos.
Aunque en la redacción de La Libertad están en abrumadora may oría los
elementos republicanos, sólo hay dos personas, ambas pertenecientes a Unión
Republicana —Gómez Hidalgo y Somoza Silva—, que confíen en el éxito del
presidente de las Cortes. Los demás, todos los demás, tememos que su
intervención resulte contraproducente y catastrófica.
—Quizá la may or equivocación fue elegir presidente a Azaña —dice
Hermosilla—. Aunque sólo fuera porque su sucesor a la cabeza del banco azul y
en el Ministerio de la Guerra hubo de ser Casares Quiroga.
(Son muchos los que en el periódico piensan lo mismo. No es una opinión
nacida ahora, en vista de lo sucedido en los últimos días. Ya al ser destituido
Alcalá Zamora, La Libertad lanza y sostiene la candidatura de Álvaro de
Albornoz. Pequeño de estatura, pero de grandes arrestos y energías. Albornoz
está a punto de triunfar, respaldado por buen número de republicanos y
socialistas. Fracasa en el último momento merced a una maniobra dirigida por
Prieto, que aspira a convertirse en jefe de Gobierno, y no lo consigue, en may o
de 1936 por la oposición resuelta del ala izquierda —caballerista— de su propio
partido).
—Sí —le apoy a Haro—. Albornoz no entregaría el poder en estos momentos
a Martínez Barrio. Ni menos aún lo dejaría abandonado en mitad de la calle.
Hermosilla y Lezama han hablado esta tarde de nuevo con Riquelme.
Aunque con una limpia historia militar y lealtad que nadie discute hacia el
régimen, el general no ocupa ningún puesto de mando importante o resolutivo;
ahora mismo, cuando la República corre el máximo peligro, continúa en un
cargo burocrático y honorífico.
—Casares le consultó esta mañana, pero le despidió de mala manera cuando
se mostró partidario de armar al pueblo. Sin embargo, Riquelme sigue
convencido de que sólo se puede vencer la insurrección con la ay uda popular y
de que aún es tiempo de hacerlo.
Es posible que el general tenga razón en todo. En cualquier caso, las horas
perdidas en cabildeos y vacilaciones hacen doblemente peligrosa la situación y el
mismo Riquelme tiene que ser ahora mucho más pesimista que a las seis de la
tarde.
—Porque son más de las once y Casares continúa sin hacer ni dejar hacer
nada.
Confirmando todos los pesimismos, Alejandro de la Villa llega procedente de
la Dirección General de Seguridad. Piensa volver allá inmediatamente y viene al
periódico tan sólo para comunicar a sus compañeros una impresión deprimente y
desoladora.
—La Dirección es un caos —asegura—. Nadie está en su puesto ni nadie se
fía de los demás. Se dan muchas órdenes, pero no se cumple ninguna. Alonso
Mallol ha desaparecido prácticamente y reina el desbarajuste más espantoso. Si
la salvación de la República depende de la Dirección de Seguridad, ¡estamos
aviados…!
A cada momento son más alarmantes las noticias. Se sabe y a que en
Algeciras han desembarcado fuerzas marroquíes; que se lucha en las calles de
Almería; que en Huesca, el general Benito ha proclamado la ley marcial; que en
Córdoba los militares dominan la situación, y que el gobernador civil está
prisionero; que en Cáceres, Zamora y Salamanca existe la sublevación, y que en
Zaragoza esperan —y temen— que las tropas salgan a la calle de un momento a
otro.
—Pero ¡si Cabanellas es republicano…!
—¡Bah! ¡También lo era esta mañana Queipo de Llano!
Es lógica y obligada la desconfianza. Aparte del antecedente aleccionador de
lo sucedido en Sevilla, están la edad avanzada y la falta de energías físicas de
Cabanellas. Una de las pocas decisiones tomadas en las últimas horas por Casares
ha sido enviar a Zaragoza al general Núñez de Prado, jefe de la aviación militar.
Se sabe que el general llegó a media tarde a la ciudad aragonesa; desde entonces
no se tiene la menor noticia de lo que hay a hecho o de lo que sea de él
personalmente. (Pasarán muchos días antes de conocerse con exactitud la suerte
que corre Núñez de Prado; para entonces, el general lleva y a algún tiempo
fusilado).
Antes de la medianoche la redacción del periódico se queda casi desierta. La
may oría de los redactores se reparten por donde pueden surgir noticias de interés
en estas horas decisivas y dramáticas. Van a Gobernación, al Ministerio de la
Guerra, al Palacio Nacional, a la Casa del Pueblo y a los locales de los diferentes
partidos políticos. Las llamadas telefónicas se suceden con ritmo acelerado.
—Martínez Barrio tiene ultimadas las gestiones para formar Gobierno —
informa Gómez Hidalgo desde Gobernación—. Cuenta con Sánchez Román,
Izquierda Republicana, y la Esquerra. Prieto, por su parte, le ha prometido el
apoy o socialista.
—¿Y Largo Caballero?
—Insiste en la locura de armar a la UGT, pretensión que don Diego rechaza
de plano.
—Entonces no habrá Gobierno.
—Te equivocas. Lo habrá antes de dos horas.
En las calles aumenta el nerviosismo de las gentes y abundan los alborotos y
manifestaciones que nadie obstaculiza, porque los guardias parecen haber
desaparecido. En la Casa del Pueblo, con los alrededores invadidos por grandes
masas trabajadoras, es general la indignación contra la actitud de Casares y la
que se atribuy e a Martínez Barrio.
—Acaba de llegar un camión con fusiles. Nadie quiere decir de dónde los han
sacado, pero esperan recibir muchos más esta misma noche.
En la calle May or, a un paso de la Puerta del Sol, tiene su centro social
Izquierda Republicana. La gente discute a voces y protesta colérica armando una
terrible algarabía que hace difícil entender lo que Antonio de Lezama telefonea
desde la sede del partido de Azaña y Casares.
—Circula la noticia —dice rabioso— de que Martínez Barrio trata de llegar a
un acuerdo con los militares sublevados y ha hablado con Mola ofreciéndole la
cartera de Guerra. Si se confirma esta traición…
Los gritos impiden oír el final. Lezama, optimista y confiado veinticuatro
horas antes, se expresa ahora en tono de violenta indignación. Duda aún que sea
cierta la gestión de don Diego; pero de serlo, no creo que su partido le ay ude.
—¡Ni aunque lo mande, que no lo mandará, el propio Azaña…!
Una llamada de la Censura viene a confirmar, en cierto modo, lo que
Lezama se niega a admitir. Aunque el Gobierno de Casares ha desaparecido
prácticamente y no se sabe si podrá formarse otros, los censores continúan en sus
puestos y tienen órdenes e instrucciones concretas. Queda rigurosamente
prohibido lanzar ninguna edición especial ni anticipar una sola palabra sobre las
gestiones de Martínez Barrio. Tampoco se debe retrasar el cierre del periódico en
espera de noticias ni publicar ninguna que no hay a sido previamente autorizada.
—¡Mandadles a la porra…! Si en estos momentos vamos a seguir
amordazados…
Casi todos los que se hallan en la redacción son —somos— partidarios de
imitar a Claridad y saltar por encima de la censura para publicar con todo detalle
la verdad de lo que sucede. Hermosilla y Haro sienten ciertos escrúpulos. La
Libertad es un periódico republicano que debe defender al régimen en todo
momento y ocasión, cumpliendo disciplinadamente las órdenes del Gobierno.
—¿Qué Gobierno? ¿El de Mola y Queipo de Llano?
Eduardo Haro apunta una solución: consultar con los otros periódicos de
orientación política similar —concretamente El Liberal, El Socialista y Política—
y proceder todos de acuerdo en la misma forma. Hermosilla acepta rápido la
sugerencia y se dispone a telefonear.
En este momento se lee por los micrófonos de Unión Radio un manifiesto
conciso y enérgico de la Confederación Nacional del Trabajo. Está en abierta
contradicción con todas las instrucciones de la Censura. Aunque no nombra
siquiera a Martínez Barrio, sale al paso de sus maniobras, ordenando la
declaración en toda España de la huelga general revolucionaria y la movilización
inmediata de los trabajadores para luchar con las armas en la mano contra la
amenaza fascista.
—¿Cómo lo habrá autorizado la Censura? —pregunta, sorprendido,
Hermosilla.
—De ninguna manera —respondo, seguro de no equivocarme—, porque la
CNT no cuenta para nada con el Gobierno. ¡Cómo no cuenta la UGT para
repartir fusiles entre sus hombres! Casares es un cadáver que no sirve y a más
que para seguir fastidiándonos con la Censura…
III

DOMINGO, 19 DE JULIO

La calle de la Luna está a cuatro pasos de la redacción de La Libertad.


Apenas leído el manifiesto de la CNT abandono el periódico para volver a los
locales de la organización confederal en busca de noticias. Son y a las doce y
media de la noche y acaba de comenzar un nuevo día —el 19 de julio— que
puede y debe ser decisivo para el futuro de todos.
En los alrededores del viejo caserón hay más gente que a primera hora de la
noche. Con una sensible y fundamental diferencia: muchos hombres armados
que nada hacen por esconder o disimular sus armas. Grupos apostados en las
bocacalles cercanas detienen y registran todos los coches que pasan. Tres o
cuatro automóviles, con las luces encendidas y los motores en marcha, aguardan
estacionados delante de la puerta.
Trabajosamente, abriéndome paso a empujones, logro llegar a la entrada del
edificio. En el amplio portal tropiezo con Isabelo Romero, que sale
precipitadamente, seguido por un grupo de obreros.
—Si quieres algo, vente. Tengo mucha prisa, pero podemos hablar por el
camino.
Habla anticipándose a mis preguntas y en tanto se dirige a uno de los coches
parados ante la puerta. Sube al baquet, junto al conductor y y o me siento a su
lado; en el asiento posterior van sentados tres hombres a los que conozco de vista.
Los tres visten mono azul y dos de ellos llevan la pistola en la mano.
—¡Síguele de cerca y no le pierdas de vista un solo momento! —ordena
Isabelo al chófer, señalándole otro de los automóviles que acaba de ponerse en
marcha.
Los dos coches, casi emparejados, desembocan en la Gran Vía y descienden
rápidos hacia Cibeles. Todos los cafés están abiertos y en las aceras se ven
nutridos grupos que hablan y gesticulan nerviosos y agitados. En las calles de
Alcalá, Negresco, Aquarium y La Granja aparecen desbordantes de público;
también hay mucha gente agolpada en los alrededores del Ministerio de la
Guerra.
—Vamos a Usera —explica Isabelo—, donde hace rato que nos esperan.
Recorremos a buena marcha el Paseo del Prado. Hago algunas preguntas y
advierto que Isabelo está perfectamente enterado no sólo de la designación de
Martínez Barrio, sino de las gestiones realizadas por el presidente de las Cortes
cerca de algunos de los generales sublevados. Incluso cree conocer la respuesta
de éstos: una negativa deferente, pero enérgica, a las sorprendentes proposiciones
de don Diego.
—¿Cómo lo sabes? —inquiero sorprendido.
—También nosotros tenemos un servicio de información que funciona rápido.
Isabelo espera que la negativa de Mola baste para hacer desistir a Martínez
Barrio. En realidad, lo desea mucho más que lo espera. Si el presidente de las
Cortes abandona voluntariamente su intento de formar un extraño Gobierno,
ahorrará a los obreros el tiempo y el trabajo de echarle en forma violenta.
¿Qué obreros? ¿Los confederales solos?
No; tan decididos en su oposición como los integrantes de la CNT están ahora
ugetistas y comunistas; incluso los socialistas moderados pese a todos los
esfuerzos de Prieto y hasta los mismos republicanos. ¿Qué muchos de ellos
prometieron ay udar a don Diego y la may oría de los partidos le ofrecían
ministros?
—Fue antes de sospechar siquiera que pudiera soñar en llegar a una
inteligencia con Mola. Después de saberlo, todos están indignados y furiosos.
Le doy la razón, naturalmente. Por Lezama conozco la violenta reacción de
buena parte de los afiliados madrileños de Izquierda Republicana, a los que no
basta a tranquilizar la posible presencia en el pretendido gobierno futuro de
Marcelino Domingo, Augusto Barcia y Domingo Barnés. Pero aún seguro de que
el golpe fallará —que ha fallado y a en este momento—, Isabelo se muestra
indignado por la intentona.
—Es un golpe bajo, una maniobra sucia —dice colérico—. Por miedo y odio
a los trabajadores, Azaña y Martínez Barrio quieren ponerse de acuerdo con las
derechas, ofreciendo el poder a los militares sublevados. Tan ciegos están que no
quieren darse cuenta de que si triunfa la rebelión les fusilarán a ellos antes que a
nosotros.
Los coches cruzan la glorieta de Atocha, más animada en este momento que
a las doce de la mañana de un día cualquiera, y siguen rápidos por el paseo de las
Delicias. Ante la estación de las Delicias, igual que poco antes en la del Mediodía,
advierto grupos de obreros que vigilan todos los accesos.
—Hace y a unas horas —explica mi acompañante— que los comités obreros
se hicieron cargo de las estaciones. Las organizaciones ferroviarias controlan
perfectamente el movimiento de trenes y viajeros.
Pasada la plaza de Legazpi, a la entrada misma del Puente de la Princesa,
entre el Mercado Central y el Matadero, dos camiones atravesados forman una
especie de barricada. Junto a ellos un grupo de paisanos detienen todos los coches
y piden la documentación a sus ocupantes. El automóvil que marcha delante
continúa tras una breve detención; a nosotros no se molestan en pararnos,
limitándose a saludar nuestro paso con el puño en alto.
—¡Salud, camaradas!
Están armados con revólveres y pistolas; sólo dos de ellos llevan en las manos
sendos rifles. A la derecha, por encima de las tapias del Matadero, asoman los
cañones de varias escopetas. Hay otros parapetados detrás de los muros
dispuestos a impedir a tiros el paso de quien pretenda burlar el control de los que
se mueven en torno a los camiones.
Al otro lado del Manzanares comienza Usera, un barrio proletario que ha
crecido desmesuradamente en los últimos años. Esta noche del sábado no debe
haberse acostado nadie y todo el mundo se encuentra en la calle. Hay una
verdadera multitud en la plazoleta que se abre al final del puente, donde concluy e
por un lado la calle de Antonio López y comienza por el otro la carretera de
Andalucía.
La muchedumbre se espesa un centenar de pasos a la izquierda, en un punto
al que se dirigen en línea recta los dos coches. Muchos hombres, no pocas
mujeres y algunos chicos trabajan de prisa, levantando un serie de barricadas,
sucesivas y escalonadas. Por delante de ellas, en actitud vigilante, mirando
recelosos hacia Villaverde y Getafe, grupos de choque armados de cualquier
manera y una may oría con las manos vacías. Todos corren a rodear entre
expectantes y esperanzados los coches.
—¿Los traes por fin, Isabelo?
—Menos de los quisiera, pero los traigo. Tendréis que arreglaros de momento.
Si luego conseguimos más…
Un grupo nutrido rodea a Isabelo, que se ha apeado del segundo coche y se
acerca al que ha venido precediéndonos; lo mismo hacen varios de sus
acompañantes y y o les sigo. Cuando abren las portezuelas del primer automóvil,
una sola ojeada me basta para comprobar que transporta fusiles. No deben ser
arriba de veinticinco o treinta con tres o cuatro cajas de municiones.
Los que aguardan las armas son diez veces más numerosos y todos discuten y
se pelean por conseguir una. Secundado por algunos compañeros, Isabelo va
distribuy endo los fusiles. Vive hace años en Usera y conoce a todo el mundo.
Elige a los que considera capaces de manejar con may or decisión y acierto los
« mausers» .
Finaliza el reparto cuando distinguimos a lo lejos las luces de unos coches que
se acercan a lo largo de la carretera de Andalucía.
—Deben ser los compañeros de Villaverde y Getafe.
Lo son, en efecto. En cada automóvil vienen seis individuos armados con
revólveres. Vigilan la carretera y sirven de enlace entre los trabajadores
madrileños y sus compañeros de los pueblos inmediatos. Dan apresuradamente
sus noticias. En Getafe los soldados continúan acuartelados, pero no se han
movido; los obreros vigilan los alrededores del cuartel y las entradas y salidas del
pueblo. Lo mismo hacen en Villaverde donde todo el mundo permanece alerta.
—Y no creas que sólo nosotros. También los socialistas, los comunistas, los
republicanos. ¡Todos unidos como en Asturias!
—¿Qué pasa con los guardias?
—Nada. Saben que todos defendemos lo mismo y no van a ponernos pegas.
—Pero las órdenes de Casares…
Isabelo se encoge despectivo de hombros y sonríe. ¿Qué diablos pinta y a
Casares Quiroga? Diga lo que diga, nadie le hará caso. Y lo mismo puede
sucederle a Martínez Barrio si se empeña en seguir por el camino emprendido.
—Si no me crees, fíjate allí.
« Allí» es la plazoleta en que desemboca el Puente de la Princesa. Aunque
hasta este momento no me hay a fijado en él porque tiene las luces apagadas,
ahora descubro que en un lado de la glorieta está parado un camión de asalto.
Algunos de los guardias permanecen dentro del coche, descabezando un
sueñecito en sus asientos; otros han echado pie a tierra y charlan cordial y
amistosamente con los obreros que les rodean.
—¡Vámonos! Aquí y a no tenemos nada que hacer.
Es un solo coche el que emprende el regreso; el otro, en el que quedan aún
diez o doce fusiles, irá a llevárselos a los compañeros de Villaverde, donde
escasean las armas y los esperan con impaciencia. Cuando el automóvil se pone
en marcha, pregunto interesado a Isabelo.
—¿Dónde conseguisteis los « mausers» ?
—En el Parque de Artillería. Los socialistas convencieron al jefe, que es
republicano, para que les entregase esta noche dos o tres mil fusiles. Nosotros
hemos tenido que conformarnos con unos doscientos.
Contra lo que supongo por anticipado, no cruzamos el río para volver al centro
de la población, sino que seguimos a toda marcha por la calle de Antonio López
hacia el Puente de Toledo.
—Tengo que hablar con los compañeros de Carabanchel y el paseo de
Extremadura y ver cómo andan las cosas por allí.
Durante más de una hora recorremos los barrios que se extienden entre la
Casa de Campo de un lado y la carretera de Toledo por otro y van desde la orilla
derecha del Manzanares hasta las alturas de Campamento y Carabanchel. En
todas partes se ofrece a nuestros ojos el mismo espectáculo: calles más
concurridas en esta madrugada que en cualquier hora de un día corriente; grupos
armados que vigilan en puntos estratégicos al amparo de barricadas
improvisadas; centenares de obreros en los alrededores de todos los círculos
socialistas.
Los ateneos libertarios o los radios comunistas esperando órdenes y
reclamando armas; coches que van de un lado para otro transmitiendo las últimas
noticias y dando instrucciones. En el alto de Extremadura, los dos Carabancheles,
Mataderos y los puentes de Segovia y Toledo la preocupación fundamental son
los cuarteles de Campamento. Hay en ellos dos o tres regimientos y se teme que
en cualquier momento inicien la marcha sobre el centro de Madrid y el
aeródromo militar de Cuatro Vientos.
—Contra lo que los fascistas suponen, no será un simple paseo. Lucharemos
todos juntos con uñas y dientes y no les dejaremos pasar.
Es fácil advertir que en estas barriadas hay bastante más armas que en Usera
y son muchos los trabajadores que empuñan orgullosos y satisfechos los fusiles
recién conseguidos. Algunos llevan uniforme de las milicias socialistas; los más
van en mangas de camisa o con un simple mono. ¿Y los guardias? Ni los civiles ni
los de asalto muestran la menor hostilidad contra los obreros armados; los
primeros, concentrados en sus cuarteles, parecen esperar órdenes del Gobierno,
que cumplirán disciplinadamente; los segundos, aun manteniéndose un poco
apartados, no ocultan y disimulan sus simpatías.
—Cuando empiecen los tiros —asegura Isabelo—, estarán con nosotros.
—¿Qué pasa en las otras barriadas?
—Lo mismo que en éstas. Vallecas, Ventas, Cuatro Caminos y Tetuán se
encuentran en pie de guerra, controladas por las organizaciones obreras.
Son las dos de la madrugada cuando emprendemos el regreso al centro.
Durante el camino recuerdo una frase reciente y certera de Prieto: « Si la
reacción sueña con un golpe de estado sin sangre, se equivoca» . Tiene razón. No
será posible repetir la aventura de Primo de Rivera en 1923. En 1936, tanto en
Madrid como en el resto de España y cualquiera que sea el que triunfe al final, la
lucha costará millares de víctimas por ambos lados.
A las tres de la madrugada vuelve a llenarse la redacción de La Libertad.
Regresan precipitadamente para redactar unas notas rápidas la may oría de los
redactores que, lo mismo que y o, han buscado por todas partes las últimas
noticias e impresiones. Desgraciadamente no parece que nada de lo que
escribamos tenga muchas posibilidades de ver la luz en el número del diario que
está a punto de cerrarse.
—La Censura está imposible; todo la asusta y tacha sin dudarlo galeradas
íntegras.
Tras unas horas de dudas y vacilaciones, Hermosilla ha optado por respetar
las normas impuestas por un Gobierno que habrá desaparecido cuando el
periódico salga a la calle. Telefónicamente ha conferenciado con los directores
de Política, El Liberal y El Socialista. Ninguno de ellos ve con buenos ojos las
gestiones iniciadas por Martínez Barrio, pero todos consideran peligroso y
contraproducente saltarse la censura a la torera, creando nuevos conflictos y
dificultades al régimen tan gravemente amenazado en estos instantes.
—Entonces —protesto— es inútil escribir nada. No vale la pena si sólo van a
leerlo los censores.
Hermosilla y Haro defienden una postura que no les agrada en el fondo.
Temen que la inactividad y la debilidad de los gobernantes durante los últimos
días conduzcan al país a la catástrofe, pero les asusta un poco enfrentarse de
manera abierta y resuelta con ellos; ni siquiera en estos momentos se deciden por
una conducta que juzgan revolucionaria. Igual opina Lezama, pese a toda la
indignación que siente por los intentos de don Diego de llegar a un acuerdo con
los generales rebeldes.
—Zugazagoitia cree que, dadas las circunstancias, debemos estar
incondicionalmente al lado de cualquier gobierno republicano. Si Martínez Barrio
forma un nuevo ministerio, daremos la noticia sin el menor comentario.
(Julián Zugazagoitia es director de El Socialista, diputado y afecto a la
tendencia moderada que encabeza Indalecio Prieto dentro de su partido.
Refugiado en Francia al terminar la guerra, es entregado en 1940 por los
alemanes).
Como La Libertad se someterá disciplinadamente a las instrucciones de la
censura, no hay nada que hacer. Basta y sobra con publicar las escasas,
contradictorias y confusas noticias que dejará pasar de lo que sucede en
provincias y un editorial —que y a ha redactado Eduardo Haro— en el que se
recomienda serenidad y un general agrupamiento de voluntades en torno al
Gobierno —aunque nadie sabe cuál será cuando el periódico salga dentro de unas
horas—, para defender la República y salvar al régimen en la hora más grave de
su corta y azarosa historia.
Contra lo que muchos dan por descontado, en las últimas horas —conocida de
un lado la negativa de los militares sublevados y del otro la actitud resueltamente
hostil de las organizaciones obreras—, Martínez Barrio no desiste de su empeño.
Según Gómez Hidalgo —que ha estado a su lado hasta hace unos minutos y
volverá en cuanto abandone la redacción—, espera dar aún esta misma noche la
lista del nuevo Gobierno.
—¿Con Mola en el Ministerio de la Guerra y Queipo en Gobernación?
Hidalgo niega con aire indignado. Aunque otra cosa hay an propalado
socialistas y anarquistas, don Diego no piensa entregar el poder a los enemigos
del régimen. Es cierto que ha hablado telefónicamente con algunos de los
generales sublevados y con otros que pueden imitarles en las próximas horas;
pero no para darles la razón ni menos aún invitarles a tomar posesión del
Gobierno del país.
—Quiere hacerles comprender su error y que vean que la revolución que
temen no pasa de ser una fantasía. Su presencia al frente del nuevo gabinete
constituy e una plena garantía de que no existe el complot comunista que propalan
los elementos monárquicos para justificar el pronunciamiento.
Es totalmente falso que su intento de convencer a los militares hay a
constituido un completo fracaso. Martínez Barrio está convencido del éxito de su
gestión y de que sus apelaciones al patriotismo y sensatez de los generales habrán
de dar muy pronto los frutos apetecidos.
—Veréis cómo no tardan en desistir de su actitud levantisca y volver a los
cuarteles las tropas que sacaron a la calle, ahorrando al país un baño de sangre.
Las rosadas esperanzas de Gómez Hidalgo no encuentran mucho eco en la
redacción. Nadie que conozca la realidad española puede tomar en serio lo del
complot comunista; los comunistas son una minoría insignificante entre los
trabajadores organizados. Su pretendida amenaza no pasa de ser un pretexto para
justificar el alzamiento de las fuerzas reaccionarias. Lejos de contribuir a disipar
el peligro que amenaza a la República, las gestiones de Martínez Barrio lo
centuplican.
—Es como dar a entender a los sublevados que tienen ganada la partida y que
no tropezarán con ninguna resistencia seria. En esas condiciones lo natural y
lógico es que no acepten otro régimen que el suy o.
—¡Todo lo contrario! —sostiene con creciente acaloramiento Hidalgo—. Los
militares depondrán las armas en cuanto se convenzan de que no existe amenaza
alguna de revolución marxista.
Llegan en este momento transmitidas por teléfono unas noticias alarmantes.
La rebelión ha estallado pasada la medianoche en Valladolid y Zaragoza. En
ambas ciudades se ha proclamado la ley marcial y las tropas ocupan el centro de
la población.
—Ahí tiene Martínez Barrio la respuesta de los militares…
La discusión se agria y las voces suben de tono. Aparte de no convencer a las
derechas, el presunto sucesor de Casares tampoco cuenta con la confianza de las
izquierdas. ¿Qué apoy os tiene para poder gobernar?
—¿Os parecen pocos la confianza del presidente de la República y el respaldo
de su partido, de Izquierda Republicana, del Nacional Republicano, de los
catalanes y de los vascos que le han ofrecido ministros?
—Muy pocos —respondo—, cuando le faltan los socialistas y, sobre todo, la
UGT y la CNT.
No hay manera de llegar a un acuerdo. Para Martínez Barrio parece
suficiente contar con los sectores republicanos y la benévola condescendencia
del ala moderada del socialismo. Pero ¿es humanamente posible hacer frente a
la subversión militar sin el concurso activo, directo y entusiasta de las
organizaciones obreras?
—Sin ellas —afirma Fernández Evangelista con desgarro barriobajero—, el
gobierno durará lo que un caramelo a la puerta de una escuela.
—Especialmente —ratifico— cuando los sindicatos están en pie de guerra y
empiezan a disponer de las armas que les negó Casares y seguirá negándoles
Martínez Barrio.
A las cuatro de la mañana hay que cerrar la edición. Se espera hasta el último
minuto la noticia de la formación del nuevo gobierno o de la renuncia oficial del
encargado por Azaña de formarlo. No llega ninguna de las dos.
—Es inútil aguardar más. Don Diego no dará la lista hasta que los periódicos
de la mañana estén en la calle. Como esta tarde por ser domingo no se publica
ninguno, tendrá veinticuatro horas de relativo silencio para sus maniobras.
Se cierra el periódico y empiezan a trabajar febrilmente estereotipia y
rotativa. La Libertad estará en la calle apenas amanezca como todos los días;
pero, amordazada por la censura de un gobierno inexistente, sus columnas no
reflejarán con exactitud toda la gravedad desesperada de la situación.
Personalmente, nada tenemos que hacer y a en el periódico y nos lanzamos a
la calle. Estoy cansado, tengo mucho sueño atrasado y nada me gustaría más que
poderme tumbar unas horas. Lo mismo en may or o menor proporción les ocurre
a todos mis compañeros. Nadie se va a dormir, sin embargo. Es demasiado
trascendental lo que se ventila en esta madrugada dramática para pensar siquiera
en meterse en la cama. Nos separamos a la salida de la redacción y cada uno
encamina sus pasos a donde espera encontrar may ores y más exactas noticias.
Gobernación, Teléfonos, la Dirección de Seguridad, el ministerio de la Guerra y
la entrada del Palacio Nacional, junto con las sedes de los partidos políticos y las
organizaciones sindicales ejercen sobre todos nosotros una atracción irresistible.
No ha disminuido la afluencia de público en la Puerta del Sol y los primeros
tramos de la calle de Alcalá; incluso puede afirmarse que aumentó
considerablemente en las últimas horas de la madrugada. Todos los cafés
continúan abiertos, las tertulias, más concurridas que nunca, hierven en
comentarios, gritos y discusiones. No obstante, la multitud que llena las calles
céntricas parece menos nerviosa, agitada y vocinglera que a las doce o la una.
No es, desde luego, que se deje ganar por el cansancio o hay a perdido interés y
apasionamiento por cuanto sucede. Da la clara sensación de estar esperando algo
y reservando sus energías para cuando ese algo se produzca. De momento han
cesado las manifestaciones pidiendo armas, probablemente porque los millares
de fusiles sacados del Parque de Artillería —en contra de la voluntad, las órdenes
y los deseos de Casares y Martínez Barrio— han tranquilizado un poco los
ánimos. En cualquier caso, circulan de un lado para otro automóviles con obreros
armados en misión de vigilancia y enlace, repartiendo instrucciones y consignas
entre los diversos grupos políticos.
—Es la calma que precede a la tempestad; veremos lo que tarda en estallar la
tormenta.
Pasadas las cinco de la madrugada, Martínez Barrio anuncia a los periodistas
la formación del nuevo gobierno, cuy a lista ha sido previamente remitida a la
Gaceta para su publicación en el número de este 19 de julio. La constitución del
gabinete no produce la menor extrañeza entre los informadores; excepto, claro
está, la fundamental de que lo integren personas que prácticamente no
representan a nadie, ausentes las dos grandes fuerzas políticas dispuestas a
enfrentarse violentamente en las calles.
Martínez Barrio —que aparece cansado, deprimido y triste ante los
periodistas, con un aire pesimista que denota la escasez de sus ilusiones— califica
su gobierno de conciliatorio; alejado por igual de ambos extremos, su programa
se limitará a restablecer el orden alterado y evitar una sangrienta catástrofe
nacional. ¿Lo conseguirá? Si personalmente debe abrigar las may ores dudas, aún
es más negativa la opinión unánime de los informadores que le escuchan.
—No durará ni siquiera lo suficiente para que los ministros sigan siéndolo
cuando aparezcan sus nombres en la Gaceta —profetiza certero uno de los
periodistas que abandonan precipitadamente Gobernación para divulgar la
noticia.
Pero la noticia se ha divulgado —nadie sabe exactamente cómo ni por quién
—, incluso antes de que los informadores abandonen el viejo palacio de la Puerta
del Sol, donde acaban de oírla de labios del jefe del nuevo gobierno. A las cinco
en punto de la mañana está y a en la multitud que invade las calles céntricas; en
los cafés más abarrotados de público que nunca en este amanecer tormentoso; en
los centros republicanos, en la Casa del Pueblo y en los locales de los sindicatos;
ha llegado velozmente hasta los barrios extremos y en todas partes suscita las
mismas reacciones de colérica indignación.
—¡Nos han vendido…! ¡Hay que colgar a todos los traidores…!
La furiosa protesta no se circunscribe a los elementos obreros. Alcanza
también a los republicanos de todos los matices. Marcelino Domingo lo
comprueba a su pesar al hacer acto de presencia en la sede de Izquierda
Republicana. Es su propio partido, en el que hasta anoche mismo gozó de sólido
prestigio y grandes simpatías. Quiere con su simple presencia disipar el clima
general de hostilidad y trata de dirigir la palabra a sus correligionarios. Una
tempestad de gritos, silbidos y denuestos impide oír sus palabras. Algunos
exaltados rompen airados sus carnets y se los tiran a la cara del ministro.
—¡Fuera…! ¡Fuera…! ¡Qué se vay an…! ¡Cobardes…!
A duras penas, protegido y rodeado por un grupo reducido de amigos,
Marcelino puede escapar de las iras populares. Abandona el local confuso y
destrozado. Se da perfecta cuenta de que su carrera política, cualquiera que sea
el curso futuro de los acontecimientos, ha terminado de una manera definitiva.
En las calles se forman grandes manifestaciones. Afluy e gente de todas
partes. De las barriadas llegan coches y camiones cargados de trabajadores que
esgrimen iracundos fusiles y pistolas. Los centros políticos y los cafés se vacían
en un abrir y cerrar de ojos. Los gritos atruenan el espacio, repetidos
incesantemente por millares de gargantas.
—¡Traidores…! ¡Traidores…! ¡A colgarles, a colgarles…!
Oradores improvisados arengan a las multitudes. Son discursos violentos,
tajantes, incendiarios. Martínez Barrio quiere entregar el país a los enemigos del
régimen; dejar a trabajadores y republicanos a merced de las iras de
monárquicos y fascistas. No hay que darle tiempo a consumar sus siniestros
designios. El pueblo tiene que imponerse sin más tardanza si quiere salvar la
República.
—¡Vamos por ellos…! ¡Qué no quede ni uno…!
Entre gritos y amenazas, tremolar de puños cerrados y armas que se agitan
por encima de las cabezas, las manifestaciones marchan sobre el ministerio de la
Gobernación, sobre el de la Guerra, con rumbo al Palacio Nacional, donde debe
estar Azaña.
Advertido de lo que sucede, Martínez Barrio trata de contener la marejada
popular que amenaza llevárselo por delante. Empieza a dar órdenes y pronto
comprueba que nadie las cumple. Los guardias de asalto se han retirado de las
calles céntricas o no hacen nada por disolver a los manifestantes; algunos incluso
se suman abiertamente a la manifestación y no son quienes menos gritan y
amenazan. En un intento desesperado y postrero, don Diego recurre a los
socialistas. Prieto le ofrece su apoy o y simpatías personales, pero nada más
porque tiene una prohibición tajante de la Ejecutiva; Largo Caballero exige una
vez más la entrega de todas las armas de que disponga el gobierno a los sindicatos
obreros.
Paralelamente, la rebelión militar se extiende. De Barcelona llega la noticia
más temida: las tropas del cuartel de Pedralbes se dirigen hacia el centro de la
población. En la plaza de Cataluña comienza una lucha feroz con los trabajadores
que las hacen frente. Algo parecido sucede en Zaragoza y Valladolid. Lo mismo
ocurrirá con toda seguridad dentro de unas horas en Valencia y Madrid, donde las
guarniciones continúan encerradas en sus cuarteles.
Desbordado por los acontecimientos, sin apoy os firmes en la derecha, la
izquierda o el centro, Martínez Barrio no tiene nada que hacer. Su gobierno es una
reunión de políticos totalmente aislados del país, que se mueven en el vacío y a
los que nadie hace caso, empezando por las fuerzas armadas. Una hora después
de anunciar la formación del nuevo gabinete y una hora antes de que los
nombres de los ministros recién nombrados aparezcan en la Gaceta, Martínez
Barrio presenta su dimisión al presidente de la República. La noticia trasciende
inmediatamente a la calle y es acogida con grandes demostraciones de júbilo.
—Hemos ganado la primera batalla. ¡Viva la República!
La caída del gobierno de Martínez Barrio se extiende con may or rapidez aún
que la nueva de su constitución, pero con efectos diametralmente opuestos. Las
multitudes exteriorizan su júbilo y gentes desconocidas se abrazan en mitad de la
calle, cantando a voz en grito himnos revolucionarios. Un grupo de guardias de
asalto es vitoreado con entusiasmo en la Puerta del Sol; responden a las
aclamaciones de la multitud agitando los fusiles por encima de las cabezas.
—¿Qué le parece todo esto? —pregunta Hermosilla, con quien me encuentro
a la puerta de Teléfonos.
—Que se han perdido estúpidamente doce horas preciosas en un intento
descabellado, condenado desde el principio al más inevitable de los fracasos.
Es día claro y a cuando en Teléfonos coincidimos la mitad de los redactores
de La Libertad; también se concentran allí otros muchos informadores de los
demás periódicos de la mañana y de la tarde, así como numerosos
corresponsales de diarios de provincias y de las agencias internacionales. En la
destartalada sala de prensa reina una espantosa barahúnda. Hablamos todos a un
tiempo, comentando lo sucedido o haciendo pronósticos para un futuro inmediato;
chillan para hacerse entender los que desde las cabinas dan o reciben
informaciones; de vez en cuando, alguno que llega corriendo de la calle o que
abre violentamente la puerta de una de las cabinas, anuncia alguna noticia
sensacional:
—En el centro de Barcelona se está librando una batalla encarnizada.
—Un tabor de Regulares acaba de desembarcar en Cádiz.
—¡Media Málaga está ardiendo…!
—Los obreros atacan a las tropas que declaraban el estado de sitio en
Zaragoza.
—En Valladolid, los militares dominan la situación.
Alguien recuerda entonces que de Oviedo partió anoche un tren lleno de
mineros que acudían en defensa de Madrid. ¿Qué habrá sido de ellos?
—Pasaron antes de estallar la rebelión. Dicen que están en Ávila y dentro de
dos horas…
La noticia sensacional de un minuto se olvida al siguiente, relegada a segundo
plano por otra más alarmante o esperanzadora. Es posible que no todas sean
ciertas, pero no hay tiempo ni ocasión de comprobar el origen y veracidad de
ninguna. En cualquier caso, no ofrece la más remota duda que se lucha en media
España en el amanecer de este decisivo domingo de julio. En Madrid todavía no
han comenzado a dialogar fusiles y ametralladoras, pero no tardarán en hacerlo
porque la may or parte de la guarnición está y a sublevada.
—Dicen que en la Montaña están Fanjul y en Campamento García de la
Herranz al frente de los soldados.
Resulta perfectamente viable, aunque toda comprobación inmediata y directa
resulta imposible. Fanjul ha sido diputado derechista por Cuenca en varias
legislaturas y García de la Herranz es un antiguo ay udante de Sanjurjo,
condenado por su participación en el movimiento del 10 de agosto.
La amplitud del movimiento insurrecional y el dominio por parte de los
sublevados de buena parte del territorio nacional hace que cunda el pesimismo
entre los periodistas republicanos que andan por Teléfonos. Hermosilla, Lezama
y Haro no comparten el júbilo popular que acoge la dimisión de Martínez Barrio,
porque ven muy amenazador y negro el porvenir inmediato del régimen. ¿Quién
puede suceder con alguna posibilidad de éxito al presidente de las Cortes?
—Un gobierno decidido a defender la República por todos los medios a su
alcance, respaldado por el pueblo y apoy ado por las organizaciones obreras.
Acogen la idea con marcado escepticismo. La solución llegará demasiado
tarde. Pudo ser eficaz en la tarde del 17 de julio, no en la mañana del 19. En dos
días los políticos republicanos no han hecho nada a derechas, mientras la rebelión
iba extendiéndose por toda la geografía nacional.
—Ya domina en Marruecos, Canarias, Navarra, Andalucía y Castilla la Vieja.
Si triunfa en Zaragoza y Barcelona, todo estará perdido.
—En Barcelona fracasará —afirmo, convencido.
Gestos de escepticismo y sonrisas melancólicas acogen mis palabras. Todos
tienen muy presente lo sucedido en 1934. Un batallón de infantería y tres piezas
de artillería fueron suficientes para obligar a rendirse a la Generalidad, mientras
tiraban las armas y huían sin combatir escamots y rabassaires. Ahora no será un
solo batallón, sino varios regimientos completos, los que intervengan en la lucha
mandados por jefes decididos y enérgicos.
—Inevitablemente, volverá a repetirse lo del 6 de octubre.
—¿Olvidáis que ahora la CNT participa en la contienda?
Ninguno de mis oy entes ignora que la Confederación agrupa a la inmensa
may oría del proletariado catalán; tampoco que, perseguida sañudamente por
Dencás y Badía, se abstuvo de intervenir en la rebelión de 1934. Pero, aun
admitiendo que los sindicalistas son gente decidida que se dejará matar antes de
entregarse…
—No tienen nada que hacer frente a unas tropas disciplinarias y provistas de
armamento moderno.
Discrepo, pero no consigo que nadie comparta mi parecer. Entre los
periodistas que ahora llenan Teléfonos hay muchos republicanos, no pocos
socialistas y algún comunista; ninguno de ellos admite que los anarcosindicalistas
—individualistas, indisciplinados y un poco caóticos— puedan ser factor decisivo
en la batalla empeñada. Ni siquiera en Barcelona.
—En dos horas, los militares serán dueños absolutos de la población.
Es día claro y a, pero nadie piensa marcharse a dormir. En la sala de prensa
de Teléfonos no disminuy e la animación, ni los gritos y las discusiones en torno a
cada una de las noticias que van llegando como un alud ininterrumpido. Entre
ellas se recibe la nueva de la constitución apresurada de un nuevo gobierno, el
último de la República quizá.
—Lo preside Giral y cuenta con el apoy o y colaboración de todos los partidos
del Frente Popular.
La noticia no produce la menor sorpresa, porque era lógico esperar algo por
el estilo luego del rotundo fracaso de Martínez Barrio. El doctor Giral, catedrático
y decano de la Facultad de Farmacia, es un prestigioso hombre de ciencia, pero
un político grisáceo y borroso. Republicano histórico, nadie duda de su lealtad al
régimen, de su honradez y de su decisión. Como contrapartida, carece de la
popularidad e incluso de la personalidad de Prieto, Largo Caballero, Azaña o
Martínez Barrio, acaso porque no es orador de mitin ni polemista parlamentario.
Ha sido ministro varias veces, sin sobresalir demasiado en ninguna.
—¿Giral? —preguntan muchos con un leve encogimiento de hombros—. ¿Y
qué puede hacer el pobre Giral a estas alturas?
—Continuar la lucha resueltamente en defensa del régimen, apoy arse en las
masas trabajadoras, armar al pueblo y licenciar a los soldados en filas.
Son medidas revolucionarias, las únicas adecuadas para hacer frente a una
situación desesperada; las mismas que anoche reclamaban a voces los
manifestantes de la Puerta del Sol y que Largo Caballero lleva meses enteros
pidiendo inútilmente. No cabe duda de que serán acogidas con agrado por todos
los que votaron el 16 de febrero al Frente Popular. Pero ¿llegarán a tiempo? ¿No
es y a demasiado tarde para intentar nada eficaz?
—Todo depende de Barcelona; allí se juega en estos momentos el futuro de
España.
Avanza lentamente la mañana. Vencidos por el sueño y el cansancio, algunos
periodistas duermen echados de bruces sobre las mesas de Teléfonos, en medio
de la algarabía, de los gritos y los comentarios con que sus compañeros reciben
cada nueva noticia que les llega de los acontecimientos que con rapidez
vertiginosa se están desarrollando en la may or parte de España. Todos estamos
destrozados físicamente, agotados por un día prácticamente interminable, que
para nosotros empezó en la noche del anterior domingo y no sabemos cuándo ni
cómo terminará. Pero si en las jornadas precedentes apenas hemos pegado los
párpados, menos podemos hacerlo en la mañana de este 19 de julio, en que la
lucha, esperada y temida a un tiempo, alcanza y a su máxima virulencia y se
ventila a balazo limpio en mitad de las calles el destino de cada uno y el porvenir
de la nación.
Tomamos café una y otra vez; nos lavamos repetidamente la cara, como
recurso para ahuy entar el sueño que nos invade y logramos permanecer
despiertos y en pie. En un momento de calma, en que la recepción de noticias
sufre una ligera interrupción, me asomo al amplio ventanal de Teléfonos, desde
el que se domina la Puerta del Sol y el primer trozo de la calle Alcalá.
Aunque las bocas del « metro» siguen despidiendo repetidas oleadas de
gentes que acuden procedentes de Vallecas, las Ventas y Cuatro Caminos, en la
gran plaza va disminuy endo el inmenso gentío que la ha llenado por completo
desde la tarde anterior. Siguiendo instrucciones que los delegados de las distintas
organizaciones transmiten de grupo en grupo, millares de trabajadores armados
de cualquier manera marchan a tomar posiciones en las entradas de Madrid o las
cercanías de los cuarteles. De la cercana plaza de Pontejos salen con igual
dirección varios camiones de asalto provistos de ametralladoras. Al pasar entre la
multitud los guardias son aclamados con entusiasmo y contestan a los vítores
agitando las armas que empuñan por encima de las cabezas.
—¿Y si hablásemos con Pozas?
El general Pozas, Inspector General de la Guardia Civil hasta esta
madrugada, es ahora nuevo titular de Gobernación. Durante los dos últimos días,
cuando todo el mundo parecía haber perdido la cabeza en el Ministerio de la
Puerta del Sol, supo conservar la sangre fría y la calma, actuando en todo
momento con dinamismo y eficacia. Tiene que ser por fuerza quien mejor
enterado esté de cuanto sucede, que no en balde permanece en constante
comunicación con las distintas comandancias de la Guardia civil, luchando
desesperadamente por impedir que se propague una subversión que y a alcanza a
las tres cuartas partes de las provincias españolas. Prácticamente, Pozas es el
único que ha sabido estar en su puesto en una hora trágica, mientras a su lado se
hundían tanto el ministro don Juan Moles como todos sus colaboradores,
empezando por Alonso Mallol, director general de Seguridad.
Falta bastante aún para la hora en que el ministro suele recibir a los
informadores; además, ni esta tarde se publican periódicos, por ser domingo, ni
antes del mediodía de mañana aparecerá otra publicación que la Hoja Oficial del
Lunes. No obstante, lo excepcional de las circunstancias aconseja que intentemos
entrevistarle cuanto antes y somos muchos los informadores políticos que,
abandonando Teléfonos, cruzamos la Puerta del Sol para encaminar nuestros
pasos al Ministerio.
Al penetrar en el edificio advertimos un cambio sustancial en la atmósfera
que se respira. No es sólo que se hay an redoblado las precauciones y numerosos
guardias estén apostados en las entradas del caserón, en la escalera y en los
balcones que dan a la Puerta del Sol —en algunos de los cuales se han instalado
ametralladoras que cubren la enorme plaza—, sino que ha desaparecido por
completo el aire de vencimiento y pesimismo de cuantos se mueven y trabajan
en las distintas dependencias. A diferencia de la tarde anterior, todo el mundo
parece darse cuenta exacta de la gravedad extrema de la situación y de la
necesidad de multiplicarse para lograr superarla.
La impresión se confirma plenamente cuando conseguimos hablar unos
momentos con el nuevo ministro. Don Sebastián Pozas es un hombre de mediana
estatura, corpulento, que ha superado la cincuentena y a quien el paso de los años
llena de canas la cabeza y de arrugas la frente. Tiene los ojos enrojecidos por la
falta de sueño y un gesto claro de cansancio en el semblante. Resulta lógico y
comprensible, porque lleva varias noches sin dormir, pendiente de teléfonos y
teletipos a través de los cuales transmite constantes órdenes e instrucciones a los
gobernadores civiles y a las fuerzas de seguridad, asalto, Guardia Civil y policía.
Recién posesionado de la cartera, en horas trágicas en que se pelea con
sangriento encarnizamiento en toda España, no puede dedicarnos mucho tiempo.
Tampoco entrar en detalles minuciosos de lo que ocurre en cada ciudad donde ha
comenzado la lucha. Pero sí darnos, y resulta suficiente por el momento, una
visión de conjunto de la situación planteada. No peca del incomprensible
optimismo de que Ossorio Tafall alardeaba veinticuatro horas antes en el mismo
lugar; tiene conocimiento pleno y exacto de la gravedad del trance y se expresa
sin eufemismos ni ilusiones engañosas.
—La situación es gravísima, desde luego —reconoce—. Sin embargo, y
aunque se ha perdido un tiempo precioso en dos días de lamentables inhibiciones
y desconciertos, todavía no está todo definitivamente perdido.
Aunque la contienda habrá de ser difícil y costosa, cabe la posibilidad de
superar en un plazo relativamente corto los peligros que amenazan al régimen.
No niega —acaso porque sería pueril intentarlo a estas alturas— que los
sublevados son dueños de todo Marruecos, donde al parecer se encuentra desde
primera hora de la mañana el general Franco, hasta ay er comandante general de
Canarias; tampoco que en la zona del Protectorado disponen los militares alzados
en armas de fuerzas de choque tan aguerridas y eficientes como la Legión y los
Regulares, que el general conoce perfectamente por haberlos mandado durante
las campañas del Rif y Yebela.
—Pero que dispongan de quince o veinte mil hombres perfectamente
armados en Marruecos no quiere decir que puedan emplearlos de manera
inmediata en combatirnos en la Península.
La distancia de Ceuta a Tarifa no sobrepasa los veinte kilómetros y entre
anoche y esta mañana ha sido franqueada por dos tabores marroquíes que
lograron desembarcar en Algeciras y Cádiz. Como contrapartida esperanzadora
confirma algo que y a circula por Teléfonos como simple rumor: que los tres
destructores mandados el viernes contra Melilla y que ay er se creía sumados al
movimiento insurreccional se han puesto hace unas horas a las órdenes del
Gobierno republicano, luego de imponerse la marinería a los oficiales
sublevados.
—Y lo mismo sucede con el Churruca, que esta misma mañana condujo a
Cádiz un grupo de Regulares y que en estos momentos está en el Estrecho al
servicio de la República y dispuesto a impedir el paso de ningún transporte
rebelde.
Es la noticia más sensacional, precisamente por no contar nadie con ella, y
que modifica de manera sustancial la situación planteada. En efecto, salvo
Casares y alguno de sus corifeos, ningún sector del Frente Popular —y mucho
menos las organizaciones obreras— confiaban en que los sublevados de África
tropezasen con dificultad alguna en el transporte de sus tropas a la Península.
Todo el mundo pensaba, conforme proclamaba anteay er a gritos en los pasillos
del Congreso el comandante Ristori —que como marino parecía estar
perfectamente enterado—, que la escuadra secundaría unánime y entusiasta el
movimiento. Ahora vemos que no es así; quizá no sea la única sorpresa que
recibamos en estos días. Son tantos los factores que intervienen en la contienda
que ahora se inicia, que nadie puede estar seguro de tomarlos todos en cuenta
para predecir con posibilidades de acierto el desarrollo de la lucha durante las
próximas horas.
—Probablemente —indico—, será decisivo lo que ocurra en Barcelona.
Pero de Barcelona, Pozas no habla una sola palabra. Es posible que carezca
de noticias directas o que no juzgue conveniente divulgar las que tiene. Pone fin
al breve diálogo con los informadores alegando, probablemente con razón
sobrada, que y a nos ha concedido más tiempo del que puede disponer en estos
momentos. Tornamos, pues, a Teléfonos un poco contrariados por la carencia de
informes sobre lo que está sucediendo en la ciudad condal. Los periodistas que
continúan en Teléfonos están igual o peor que nosotros. No son muchas las
noticias que tienen y aún cabe en lo posible que algunas de ellas no guarden el
más remoto parecido con la verdad auténtica. Hay, no obstante, un hecho
evidente: que, a diferencia de lo sucedido en 1934, los militares no triunfan en un
abrir y cerrar de ojos y sin encontrar prácticamente resistencia.
Hoy llevan y a cinco o seis horas luchando encarnizadamente, deben haber
sufrido centenares de bajas y no parecen tener la victoria al alcance de sus
manos. Si las tropas salidas de los cuarteles consiguieron llegar al centro de la
población —los combates más duros parecen librarse en la misma plaza de
Cataluña—, distan mucho de haber aplastado la eficaz resistencia de republicanos
y sindicalistas.
—Es muy importante que las emisoras de radio continúen en manos de la
Generalidad. Cuando los militares no las utilizan y a, como hizo Queipo en Sevilla
ay er, es porque las cosas no les van nada bien.
De la noche a la mañana la radio se ha convertido en el más eficaz y valioso
instrumento de propaganda. Tiene sobre los periódicos la inmensa ventaja de una
may or rapidez y de poder llegar a todas partes, saltando, sin que hay a modo de
impedirlo, por encima de las líneas que delimitan las zonas en que empiezan a
repartirse España los dos grandes bandos en pugna. Aun descontando que hay a
mucho de exagerado y parcial en las noticias contradictorias y las consabidas
arengas que lanzan a los cuatro vientos las emisoras barcelonesas, el simple
hecho de que los sublevados no las controlen a las varias horas de haber
declarado el estado de guerra constituy e un síntoma en extremo alarmante para
sus partidarios.
Paralelamente llegan a Teléfonos en estos momentos dos noticias del propio
Madrid. La primera es que a la estación del Norte acaba de llegar un tren de
mineros salido la tarde anterior de Oviedo y que ha pasado por León, Palencia y
Valladolid —donde en estos momentos los militares son dueños de la situación—
antes de producirse el levantamiento. (Aunque acaso sería más exacto decir que
el movimiento no se inició en dichas capitales hasta que los mineros asturianos
hubieran continuado su viaje con rumbo a la capital). La segunda es que se ha
producido en las calles madrileñas el primer choque armado y caído las
primeras víctimas.
—En Torrijos ha habido cuatro muertos y bastantes heridos. Un grupo
socialista se dio de cara con otro falangista y unos y otros echaron mano a las
pistolas.
La contienda sólo dura un par de minutos; cuando un camión de asalto acude
con toda rapidez atraído por el estruendo de los disparos, sólo quedan tendidos en
tierra los que han sido alcanzados por los balazos. Pero nadie se hace ilusiones de
ningún género. A este primer choque no tardarán en seguir otros cien veces más
encarnizados y sangrientos.
De la Puerta del Sol nos llega en este momento un clamoreo ensordecedor de
gritos y aplausos. Al asomarnos al ventanal vemos que avanzan despacio por el
centro, entre una masa humana que les vitorea con entusiasmo, unos cuantos
camiones ocupados por hombres que empuñan fusiles y pistolas y saludan con el
puño cerrado a la muchedumbre que les aclama. Son los mineros asturianos que
acaban de llegar a Madrid y cuy a presencia en el centro de la capital constituy e
una iny ección de fe y optimismo para los trabajadores.
—¡UHP…! —gritan a voz en cuello con un ritmo monótono y obsesionante
—. ¡UHP…!
Millares de gargantas les hacen coro. Los mineros asturianos gozan de un
prestigio casi mítico después de la revolución de octubre. Para los campesinos
castellanos o los obreros industriales de Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla son
los adelantados de la revolución, los luchadores esforzados, capaces de
imponerse a todos sus enemigos a fuerza de explosiones de dinamita. Que estén
ahora en la Puerta del Sol constituy e la más sólida garantía de que el enemigo no
pasará.
Salgo de Teléfonos cuando y a los camiones con los mineros se alejan por la
calle de Alcalá en medio del aleteo de los aplausos. En la misma puerta
encuentro a alguien que acude en mi busca. Es Pedro Orobón, miembro del
Comité Regional de Defensa confederal, que quiere saber qué noticias tengo de
Valladolid, donde reside su familia. No puedo decirle mucho más de lo que y a
sabe: que el movimiento parece haber triunfado en la ciudad castellana, pese a
que los obreros han declarado la huelga general y se defienden a tiros en la Casa
del Pueblo y en los talleres de la estación. Orobón, por su parte, me informa de
algo que aún desconozco. Varios de los militantes de la CNT detenidos con motivo
de la huelga de la construcción han salido hace una hora de la Cárcel Modelo.
—David Antona está ahora en Gobernación hablando con Pozas para exigir la
libertad inmediata de todos los compañeros que continúan encerrados.
Me interesa hablar con él y lo consigo diez minutos después cuando sale de su
entrevista con el ministro. David Antona —albañil, treinta y dos años, hombre de
fuerte complexión, aire decidido, mandíbula voluntariosa y palabra fácil— es el
secretario del Comité Nacional de la Confederación Nacional del Trabajo, que
ha de jugar —que está jugando y a especialmente en Barcelona— un papel
decisivo en la lucha entablada en la may or parte de España.
—He dicho a Pozas que si no salían esta misma mañana los compañeros que
siguen presos, asaltábamos la cárcel. Delante de mí ha dado por teléfono orden
de que los suelten. Espero que y a estén todos en la calle, empezando por Mera y
Mora.
—¿Qué sabes de Barcelona?
—Que la CNT aplastará en pocas horas a los sublevados.
Aunque habla con aire convencido, expresa más un deseo que una realidad
tangible. En efecto, aunque ha procurado ponerse en contacto con la regional
catalana de la Confederación en las pocas horas que lleva en libertad, no ha
conseguido una información detallada y concreta de lo que está sucediendo en
las calles de la ciudad condal. No obstante, Antona argumenta con rapidez y
acierto precisando las razones de su optimismo.
—Tanto los militares como el Gobierno han hecho todo lo posible por perder
la partida empeñada. Ni unos ni otros pudieron hacerlo peor.
De sublevarse por sorpresa un mes antes —y no cuando tras los asesinatos de
Castillo y Calvo Sotelo todo el mundo esperaba que lo hicieran de un momento a
otro—, el triunfo del alzamiento hubiera resultado mucho más fácil; incluso si el
día 17 los comprometidos se lanzan en todas partes a la ocupación de los puntos
estratégicos del país, los defensores del régimen no habrían podido reaccionar
con la necesaria rapidez y energía.
—Al escalonar su acción los sublevados, levantándose unas guarniciones
mientras otras permanecen a la expectativa encerradas en los cuarteles, han
dado tiempo sobrado para que el Gobierno, de proceder con decisión y fuerza,
hubiese podido aplastarles.
Por desgracia, la acción del Gobierno ha sido todavía más torpe y vacilante
que la de sus enemigos. Pudo anticiparse a éstos, deteniendo a todos sus jefes —
cuy os nombres eran del dominio público—, y desarticular el movimiento. Más
tarde, al sublevarse la guarnición de Melilla, pudo armar al pueblo, licenciar a los
soldados, conminar a la rendición a los dudosos y acometer sin may ores
tardanzas el asalto de los cuarteles que se resistieran. No hizo nada de esto, sin
embargo, perdiendo un tiempo precioso en titubeos, discusiones bizantinas y
torpes maniobras condenadas de antemano a un rotundo fracaso.
—Casares Quiroga y Martínez Barrio —afirma Antona— pasarán a la
historia como los enterradores de la República.
—Entonces —inquiero sorprendido—, ¿das por seguro el triunfo de los
sublevados?
Mi interlocutor alza la voz para responder con una negativa indignada y
rotunda. Además de los militares y del Gobierno republicano, hay un tercer
factor —fundamental para él— en el sangriento drama que empieza a vivir
España. Es, naturalmente, el proletariado revolucionario del que muchos han
hablado de sobra en los meses precedentes, pero al que nadie ha tomado
verdaderamente en serio. Casares lo ha estado utilizando como un fantasma para
amedrentar a terratenientes y capitalistas; las derechas como pretexto en la
preparación y justificación anticipada de la necesidad ineludible del movimiento.
—Pero ni unos ni otros creían de verdad en su fuerza ni contaban con que el
pueblo auténtico tuviese nada que decir, y menos que decidir, en sus disputas.
Los tres días perdidos estúpidamente por los gobernantes republicanos y
desperdiciados asimismo de manera incomprensible por los militares —que
repiten tácticas y procedimientos de los cuartelazos clásicos del siglo XIX,
olvidando que estamos en el XX—, han permitido a los trabajadores movilizarse
para la lucha y —contra la voluntad expresa y manifiesta de Azaña, Casares y
Martínez Barrio— hacerse con las armas precisas para combatir eficazmente.
—Van a luchar, desde luego; lo están haciendo y a en Barcelona y otros cien
lugares distintos. ¡Pero que no se llame nadie a engaño! Si los obreros están
arriesgando sus vidas, si la perderán muchos en el transcurso de la contienda que
ahora se inicia, no será, naturalmente, para defender intereses ajenos, sino sus
propios ideales de trabajadores revolucionarios.
Fogoso orador de masas, Antona se exalta al hablar. No expresa una simple
opinión personal, desde luego, sino que expone los puntos de vista de una
organización que enrola a más de un millón de obreros y cuy o Comité Nacional
preside en esta hora decisiva para el proletariado español.
—La lucha será empeñada y cruenta. Pero los trabajadores seguirán
adelante sin contar sus muertos y no dejarán que nadie les arrebate el fruto de la
victoria. Cuando la lucha acabe, todo habrá cambiado de manera radical en
España, terminando para siempre con la explotación, el hambre y la injusticia.
Cruzamos la plaza del Callao, en cuy as esquinas vigilan grupos de obreros
armados con fusiles y pistolas, que detienen y registran los automóviles que
suben o bajan por la Gran Vía. Allá abajo, en la plaza de España, grupos mucho
más nutridos levantan barricadas y miran con hostilidad y recelo en dirección al
cuartel de la Montaña.
—¿Estarán sublevados y a?
—Oficialmente, todavía no. En realidad, lo están desde el viernes.
Resulta extraño y desconcertante que unos militares levantados contra el
Gobierno permanezcan más de cuarenta y ocho horas encerrados en los
cuarteles sin lanzarse a la calle.
—Creo que cometen una grave equivocación —dice Antona—. Anteay er,
incluso ay er mismo, pudieron apoderarse del centro de Madrid por sorpresa y
casi sin lucha. Hoy domingo y a les resultaría mucho más difícil y mañana les
será totalmente imposible.
Sólo con la mentalidad decimonónica de un conspirador clásico español se
comprende esta actitud. Es la misma de los « espadones» progresistas o
moderados del siglo pasado, que una vez pronunciados creían innecesario
combatir porque estaban seguros de que todo el país compartía su manera de
pensar y sentir. Como la nación entera estaba a su lado, el solo hecho de
pronunciarse, de dar el grito, resultaba más que suficiente para que sus enemigos
huy eran amedrentados sin atreverse a disputarles el botín del poder.
—Cabe otra explicación —arguy o—. La de que, convencidos de que el
Gobierno ha concentrado en Madrid todas sus fuerzas, consideren precisa la
llegada de refuerzos para dar la batalla en la capital de la nación con alguna
posibilidad de victoria.
Que no sea cierto, conforme comprobamos todos ahora, no excluy e
naturalmente que los elementos militares puedan suponerlo por anticipado. Es
una medida elemental de precaución y sólo la incomprensible ceguera de
Casares Quiroga —desafiando a gritos a todos sus adversarios sin preocuparse de
tener a su lado las fuerzas precisas para aplastarles en el caso de que recojan su
guante— hace posible esta realidad tan increíble como desconcertante.
Un enorme gentío llena por completo la calle de la Luna. Abundan los
individuos armados, pero son mucho más numerosos los que esperan con
impaciencia una pistola o un fusil con que poder participar en la lucha inminente.
Trabajosamente nos abrimos paso para llegar al portal del edificio donde tienen
su sede los sindicatos madrileños. De pronto un grito repetido por cientos de
gargantas anuncia el acontecimiento esperado:
—¡Ahí vienen…!
Los que vienen son los presos confederales que acaban de ser puestos en
libertad. Llegan en los coches que han ido a recogerles a la puerta de la Cárcel
Modelo y de los que salen materialmente en volandas. Abrazados, estrujados
más bien por sus compañeros, González Marín, Cipriano Mera, Julio, Verardini,
Cecilio, Villanueva, López y medio centenar de militantes más detenidos por la
huelga de la construcción.
—¡Uf! —gruñe Villanueva—. Ya temía que nos dejaran encerrados hasta que
los fascistas fueran a liquidarnos.
—¿Qué sabes de Barcelona? —pregunta Mera apenas me ve, sin duda por
creerme mejor informado.
Respondo con la verdad. Sé prácticamente lo mismo que todos. En Barcelona
se está combatiendo con encarnizamiento porque, a diferencia de Madrid, los
militares se han lanzado a la calle, llegando hasta el centro mismo de la
población. Según las encendidas arengas que constantemente trasmite Radio
Associació de Cataluny a, la rebelión debe estar a punto de ser vencida. Sin
embargo, es posible que los locutores catalanes exageren los éxitos propios y
disimulen u oculten los adversarios. En cualquier forma, el hecho indudable de
que a las seis o siete horas de haber comenzado la lucha emisoras de radio
continúan en manos y al servicio de la Generalidad, y a constituy e el mejor de
los síntomas.
—Desde luego —añado— no se repite lo sucedido en octubre, porque ahora
los trabajadores combaten en primera línea. Sin embargo, la pelota sigue en el
tejado y nadie sabe de que lado caerá.
—Yo sí —me interrumpe Isabelo Romero, que llega presuroso, abriéndose
paso por entre el grupo que nos rodea—. ¡Del nuestro! Antes del anochecer, la
CNT será dueña de Barcelona.
Precipitadamente explica el fundamento de sus afirmaciones. Merced a los
compañeros de la Telefónica ha conseguido hablar hace unos minutos con el
Comité Regional de Cataluña, con Marianet concretamente, que estaba exaltado,
eufórico y radiante.
—Se está luchando en todas partes, pero la pelea se inclina y a del lado
confederal. En la avenida de Icaria, cerca de la Barceloneta, los compañeros del
puerto se lanzaron sobre un regimiento de artillería, y utilizando como parapetos
móviles las bobinas de papel de periódico depositadas en uno de los muelles,
lograron apoderarse de varios cañones.
Algo de esto ha dicho y a la radio barcelonesa, aunque en Teléfonos, donde se
comentó la noticia, todo el mundo la ponía en cuarentena. Ahora la noticia
parece confirmada. Ni el secretario de la regional catalana de la CNT es un
fabulista ni mentiría hablando en estos momentos con el secretario confederal del
Centro.
—Seguro que no ha exagerado —insiste Isabelo cuando se lo digo—. Estaba
contento y alborozado porque las cosas van mucho mejor de lo que todos
esperábamos.
Cuando regreso a Teléfonos, luego de comer a toda prisa en una taberna de la
calle de la Luna, el optimismo de Isabelo Romero tiene plena confirmación. No
se trata de que en cualquier otro punto de Barcelona los obreros hay an derrotado
a sus enemigos alzados en armas, sino de algo que tiene mucho may or alcance y
trascendencia. Tanta, que en un primer instante me resisto a admitir su veracidad.
—¿No será un bulo más? —inquiero, desconfiado.
—¡Ni pensarlo! Tras anunciarlo desde Barcelona, acaba de ser confirmado
por el propio Pozas.
Se trata, naturalmente, de la actitud de la Guardia Civil. Nadie hasta este
momento ha confiado demasiado en su lealtad a la República. Por el contrario,
son varias las provincias en que no sólo ha secundado el levantamiento, sino que
lo ha encabezado. Durante toda la mañana los civiles barceloneses —más de dos
mil hombres en total— se han mantenido neutrales, encerrados en sus cuarteles.
Ahora, de pronto, aparecen en las calles, peleando al lado de las autoridades
republicanas.
—Eso basta y sobra para decidir la contienda —afirma un periodista.
—Discrepo —le contradice otro—. Acaso la Guardia Civil se hay a decidido,
precisamente, porque la lucha está y a decidida.
Sea como sea y por lo que sea, la resolución de la Guardia Civil aumenta
considerablemente las posibilidades de triunfo izquierdista en Barcelona, aunque
todavía se continúa peleando con dureza en cien puntos distintos de la ciudad
condal y nadie puede predecir cuándo acabará el trágico dialogar de fusiles y
ametralladoras. Mientras envueltos en el bochorno de la tarde estival
aguardábamos impacientes noticias de lo que sucede en el resto de España, se
impone una pregunta inquietante:
—¿Qué pasa con la Guardia Civil de Madrid?
Un poco por encima se puede calcular que en la capital de España hay en
este momento entre tres mil y tres mil quinientos guardias civiles. Profesionales
y veteranos en su totalidad, perfectamente armados, con una disciplina férrea,
buenos jefes y un entrenamiento adecuado, constituy en una fuerza combatiente
de primera magnitud. Lo malo es que ninguno de los que estamos en Teléfonos
podemos asegurar nada concreto y firme acerca de su actitud.
—El ministro de la Gobernación —asegura Hermosilla, que acompañado de
Lezama acaban de hablar con Riquelme— tiene plena confianza en su lealtad al
régimen.
Lo dice sin demasiada convicción; probablemente con la misma íntima
desconfianza con que hace unos minutos se lo ha dicho Riquelme. Es
comprensible y lógico que Pozas, que hasta esta madrugada fue Inspector
General de la Guardia Civil, lo crea; aunque acaso, y luego de lo sucedido en
diversas provincias durante las últimas horas, lo diga únicamente para evitar
alarmas. Pero una cosa es lo que crea o diga el ministro, y otra muy distinta la
realidad. Y la realidad es que en las cuarenta y ocho horas transcurridas desde
que se inició la lucha en Marruecos, los civiles han desaparecido de las calles
para concentrarse en sus cuarteles.
—¿Acuartelados por el Gobierno? ¡Ni pensarlo! Si Pozas confiase en la
Guardia Civil como dice, la utilizaría en las calles o en vigilar los cuarteles, como
hace con los de asalto.
Es cierto, no obstante, que los cuarteles madrileños de la Guardia Civil ni se
han sumado abiertamente a la rebelión ni parecen inclinados a hacerlo; de una
manera inmediata cuando menos. La impresión general de cuantos nos hallamos
en Teléfonos en estos momentos es que, luchando entre sus simpatías ideológicas
y la promesa empeñada de fidelidad al régimen, tratan de mantenerse un poco al
margen de la lucha iniciada, guardando una aparente y difícil neutralidad que —
como demuestra lo sucedido en Barcelona— puede romperse en un sentido o en
otro en el momento más inesperado.
—Por si acaso, hay grupos armados y guardias de asalto vigilantes en las
cercanías de sus cuarteles.
Hoy es domingo y mañana sólo saldrá por la mañana la Hoja del Lunes.
Lógicamente en esta jornada estival debiéramos descansar tranquilamente la
inmensa may oría de los periodistas. Dudo mucho, sin embargo, que ninguno lo
haga. Ahora mismo, Teléfonos está más concurrido que nunca con redactores de
todos los diarios madrileños y corresponsales de los de provincias, con muchas de
las cuales están totalmente interrumpidas las comunicaciones. Es inútil pretender
hablar con cualquier punto de España, aunque nunca se sabe si es el Gobierno o
son los sublevados quienes han interceptado las líneas. Como consecuencia
lógica, aunque se habla mucho y se discute con el lógico apasionamiento, son
más los rumores de imposible confirmación que las noticias exactas, y las
opiniones personales que los hechos concretos y confirmados. Todos estamos
sudorosos, cansados, rotos por dos días de insoportable tensión y de escaso dormir
en medio de un calor asfixiante.
—¡Ya empezó, muchachos! —grita uno que habla por teléfono en una de las
cabinas—. ¡En el cuartel de la Montaña ha comenzado el « tomate» !
No ha terminado de hablar cuando muchos estamos en la calle, ansiosos por
comprobar personal y directamente la veracidad de la noticia. Ignacio Barrado
tiene un coche ante el bar Flor con el motor en marcha y un gran letrero que dice
« Prensa» en el parabrisas. Un minuto después marchamos por la calle de
Arenal. Al desembocar en la plaza de Oriente, unos guardias nos dejan pasar,
pero nos detienen a los pocos pasos un grupo de obreros armados, en mangas de
camisa y con un pañuelo rojo anudado en torno al brazo derecho.
—¡Salud, camaradas! —dicen apenas indicamos quiénes somos y adonde
vamos—. ¡Pero cuidado, porque los tíos de la Montaña están zumbando de firme!
Señalan con un gesto expresivo en dirección al cuartel. Exageran o el
combate ha concluido con la misma rapidez que debió iniciarse. Se oy en, sí, muy
espaciados, algunos disparos; pero no el estrépito y fragor de la batalla que
desencadenará la salida de los militares o el asalto de quienes los cercan. No ha
ocurrido nada de esto, en efecto, como comprobamos dos minutos después en la
plaza de España.
Numerosos guardias de asalto vigilan tercerola en mano en las esquinas o
descansan en sus camionetas o en los jardines que rodean el monumento a
Cervantes y al Quijote. Muchos obreros trabajan afanosos levantando los
adoquines de las calzadas para formar barricadas. Enfilando la calle de Ferraz,
dando cara al cuartel de la Montaña, dos carros blindados de asalto con las
ametralladoras enfiladas al reducto adversario. Centenares de trabajadores,
armados con fusiles o pistolas, o con las manos vacías en espera de conquistar un
arma, van de un lado para otro, toman posiciones tras las improvisadas
barricadas o forman grandes corrillos. Desde el comienzo de la calle Ferraz,
vemos algunos guardias y milicianos parapetados tras los árboles en torno a la
estatua del general Casasola y ante la iglesia de los Carmelitas y al fondo la masa
imponente de la Montaña, con las puertas cerradas y algunas ametralladoras
emplazadas. Todo está preparado y dispuesto para iniciar la batalla; pero la
batalla no ha comenzado aún.
El comandante Burillo —alto, delgado, con grandes bigotes un tanto pasados
de moda, pero que constituy en el rasgo más característico de su fisonomía—
charla con unos oficiales de asalto, rodeado por un nutrido grupo de curiosos
junto al jardín de Caballerizas, en el arranque mismo de la cuesta de San Vicente.
Le conocemos tanto como él nos conoce a nosotros, pues casi todos los días le
vemos en Gobernación e incluso en el Congreso. Sus primeras palabras son para
confirmar nuestra impresión al llegar a la plaza de España. El combate
encarnizado que todos damos por descontado que habrá de librarse allí, no ha
comenzado en contra de cuanto pudiera suponerse diez minutos antes en
Teléfonos.
—Están dentro, sublevados evidentemente —afirma—, pero no dispararán de
momento si no los atacamos.
El reciente tiroteo que ha sembrado la alarma en medio Madrid y que
justifica tanto su presencia como la nuestra en las proximidades del cuartel, no ha
sido un intento de salida y menos aún un ataque a fondo de las fuerzas
gubernamentales y obreras. Una camioneta, procedente de la Play a de Madrid y
llena de trabajadores, fue atacada al pasar cerca del cuartel. Alguien disparó
contra el vehículo una ráfaga de ametralladora y hubo dos muertos y diez o doce
heridos. Como respuesta al ataque, los guardias apostados en el paseo de Rosales
y las bocacalles próximas contestaron a tiros y se entabló una breve y sangrienta
pelea en la que han debido resultar víctimas por las dos partes. Al final, y luego
de recogidos los muertos y heridos, se ha restablecido, como comprobamos, la
calma.
—No puede ser muy duradera, naturalmente —afirma Burillo—. Si antes del
amanecer no se han rendido, tendremos que asaltar el cuartel con todas sus
consecuencias.
Parece que los sublevados en la Montaña —regimientos de Infantería
números 31 y de Zapadores número 1, además del Batallón de Alumbrado,
aparte de varios centenares de oficiales retirados que se han presentado en el
cuartel y doscientos o trescientos paisanos monárquicos y falangistas— no se
consideran con fuerzas suficientes para iniciar por sí solos la salida y tratar de
ocupar el centro de la ciudad. Esperan que vengan a reforzarles columnas
militares procedentes de otras provincias y esencialmente de los cantones que
rodean Madrid, con los que han estado en comunicación constante hasta hace
pocas horas.
—Es inconcebible —añade Burillo—, pero hasta hace poco funcionaban con
toda normalidad las líneas telefónicas entre los diversos cuarteles sublevados y a o
a punto de sublevarse. Al final, con un retraso considerable, las hemos cortado,
dejándoles incomunicados. Tampoco los enlaces que de cuando en cuando
mandan a los cantones pueden alcanzar sus puntos de destino y los últimos salidos
están en nuestras manos.
Por lo que algunos han dicho y más aún por fragmentos de conversaciones
telefónicas oídas, se sabe que los encerrados en la Montaña reclaman ay uda
urgente del resto de los cuarteles madrileños. De no recibirla —y será muy
difícil que la reciban—, tienen el proy ecto de continuar como hasta ahora, faltos
de fuerzas para realizar con éxito una salida.
—Pero tendrán que salir muy pronto —concluy e Burillo—, por las buenas o
por las malas. Les dejaremos unas horas para que se convenzan de que nada
tienen que hacer. Pero si por la mañana no se han entregado, les aplastaremos sin
consideraciones de ningún género.
En vista de la calma reinante, Burillo se vuelve rápido al cuartel de Pontejos.
Nosotros damos una vuelta en torno a la Montaña. No podemos ir, naturalmente,
por la calle de Ferraz, porque desde el cuartel tirotean a quien se aventura por
ella. Lo hacemos por la de Mendizábal, que corre paralela, separada de la
primera treinta o cuarenta metros. En las esquinas de Ventura Rodríguez y Luisa
Fernanda, grupos de milicianos, reforzados por guardias de asalto, vigilan tras las
improvisadas barricadas. Mirando hacia arriba podemos ver en los balcones de
los pisos altos y en algunas terrazas parapetos rudimentarios, por encima de los
cuales asoman los cañones de varios fusiles que apuntan a la impresionante mole
del cercano cuartel.
Por la calle de Quintana bajamos hasta el paseo de Rosales. Estamos a medio
centenar de metros de la parte trasera de la Montaña. Se repite aquí el
espectáculo de la plaza de España y el comienzo de la calle Ferraz. Aunque
menos numerosos, también abundan los guardias parapetados, tercerola en
mano, tras los troncos de los árboles y los milicianos que amontonan las sillas
metálicas para protegerse de los posibles disparos. Una camioneta, acribillada a
balazos, aparece abandonada muy cerca de la entrada del batallón de
Alumbrado, protegida por sacos terreros por sobre los cuáles asoman
amenazadoras las bocas de los fusiles.
—Es la camioneta de la Play a —indica un guardia, que abandonando la
protección de uno de los troncos avanza hacia el centro de la calzada—. Mataron
a varios de sus ocupantes, pero no tardarán en pagarlo caro.
Formamos un grupo a medio centenar de metros de los muros del cuartel.
Desde dentro, desde las ventanas —algunas de las cuales aparecen protegidas por
gruesas pacas de paja—, pueden vernos perfectamente. Mientras charlamos en
torno a la suerte corrida por los ocupantes de la furgoneta, aumenta el número de
los que nos rodean. Un poco maquinalmente, sin darnos cuenta exacta del posible
peligro, avanzamos unos pasos en dirección a la furgoneta; más de uno de los que
nos rodean agitan rabiosos las armas que empuñan, fijos los ojos en los muros del
cuartel.
De pronto, suenan varios disparos, a los que sigue inmediatamente una ráfaga
de ametralladora. Es seguro que no tiran a dar; que pretenden únicamente
advertirnos de su presencia e impedir que nos acerquemos. En cualquier caso, las
balas pasan silbando por encima de nuestras cabezas. Bastan, sin embargo, para
que el grupo se disuelva en un abrir y cerrar de ojos. Se tiran unos al suelo,
corren otros a refugiarse en la barricada más próxima o buscar protección tras el
tronco de cualquier árbol. Barrado, que por su cojera se ha quedado bastante
atrás, me llama desde la esquina de Quintana. Yo vacilo un instante, mientras los
guardias y los milicianos de las terrazas y balcones de Rosales disparan a su vez
contra los defensores del cuartel.
En cuatro saltos estoy a cubierto junto a la barricada. Advierto entonces que
los disparos de la Montaña han cesado; lo advierten también algunos de los que
segundos antes se tiraron al suelo y se incorporan ahora. Un sargento de asalto
contiene a sus compañeros y a los milicianos que tiran contra el cuartel.
—¡Basta, basta! ¡Estáis malgastando estúpidamente las municiones!
Tiene razón, desde luego. Tras lanzar su primera ráfaga de advertencia al
grupo que parecía aproximarse, los militares han dejado de disparar. Las voces
enérgicas del sargento de asalto consiguen que quienes nos rodean en este
momento hagan lo mismo, convencidos de la inutilidad de proseguir el fuego.
—Es una treta de esos… —masculla rabioso el sargento—. Como saben que
andamos escasos de la munición que a ellos les sobra…
Es cierto, desde luego; si ay er y hoy se han repartido cinco o seis mil fusiles
entre los trabajadores madrileños —quedan otros treinta o cuarenta mil más,
cuy os cerrojos se guardan en la Montaña—, apenas si a cada miliciano han
podido entregársele arriba de tres o cuatro peines. De caer en la trampa de sus
enemigos y contestar con un fuego graneado a cualquier agresión o disparo
suelto de los sitiados en la Montaña, se quedarán sin municiones antes de que
llegue a iniciarse en serio el asalto.
—Mira con lo que tengo que luchar y o —dice García Pradas, a quien
encuentro en la plaza de España, y que se ha apeado un momento de un
automóvil con grandes letreros « CNT-FAI» , pintados en blanco sobre el negro de
la carrocería—. Creí que en el Comité de Defensa me proporcionarían algo
mejor, y si me descuido, me quitan esto.
« Esto» es una escopeta de caza de dos cañones; es nueva, posiblemente sin
estrenar aún, será magnífica para tirar a los conejos o a los pájaros, pero no es lo
más apropiado para luchar contra los cuarteles. La escopeta es el botín que mi
interlocutor logró en el asalto de una armería. Lleva más de veinticuatro horas
deseando cambiarla por otra arma más efectiva; se lo ha pedido a centenares de
compañeros y no ha tenido el menor éxito.
—Ha habido fusiles para los socialistas, los comunistas e incluso los
republicanos, que son cuatro gatos; en cambio, a la CNT se los niegan
sistemáticamente.
De mediana estatura y fuerte complexión, José García Pradas, ha sido
compañero mío durante años en la redacción de La Tierra. Más tarde, cuando el
periódico desaparece víctima de la hostilidad de los gobernantes del segundo
bienio, abandona la pluma para subir a un andamio y trabajar como obrero de la
construcción. Vive en el puente de Segovia y forma parte de los grupos
confederales de defensa.
—Todos los compañeros —añade—, están en la calle dispuestos a dejarse
matar antes de que triunfen los fascistas. Somos más de dos mil; pero, entre
todos, no tenemos ni cincuenta fusiles.
El barrio de que habla es el que al otro lado del Manzanares se extiende a lo
largo de la carretera de Extremadura, bordeando las tapias de la Casa de Campo.
Es el camino más corto y recto para alcanzar los cuarteles de Campamento y el
aeródromo de Cuatro Vientos. Constituy e, por ello, un punto de valor decisivo en
la contienda que Madrid se apresta a librar; que, con toda seguridad, comenzará
dentro de unas horas.
—Cipriano está allí, naturalmente —agrega al subir de nuevo al coche en
unión de otros cuatro individuos para reanudar la marcha—. ¡Ah, también tu
hermano Ángel!
No me sorprende en lo más mínimo. Cipriano Mera vive en el puente de
Segovia, y es lógico que apenas recobrada su libertad, hay a vuelto para luchar
con sus vecinos. También mi hermano, criado en el mismo barrio, donde preside
un club de atletismo, resulta natural que ande por allí. Máxime cuando Mangada
organiza unos batallones en la Casa de Campo y Ángel es muy amigo suy o,
desde que recientemente hizo el servicio militar bajo su mando, precisamente en
la época en que el teniente coronel, luego de un ruidoso incidente, fue desposeído
del mando y recluido en prisiones militares.
Un momento pensamos Barrado y y o marchar al puente de Segovia —
adonde se puede llegar en menos de cinco minutos—, para ver las medidas de
precaución tomadas para impedir que las fuerzas acuarteladas —sublevadas—
en Campamento puedan avanzar sobre Madrid. Lo impide una noticia que
alborozadamente nos da un miliciano socialista, que asegura haberla oído
momentos antes por la radio.
¡Los sublevados de Barcelona han sido aplastados! Hace una hora que se
rindieron todos en la plaza de Cataluña.
Puede ser verdad, y varios que se acercan al grupo que formamos en la plaza
de España la ratifican con una seguridad impresionante. Yo quisiera creerles,
pero me cuesta trabajo admitir que sea verdad. Lo mismo le pasa a Barrado, y
decidimos volver cuanto antes a Teléfonos para averiguar lo que hay a de cierto.
Cuando minutos después estamos de nuevo en la destartalada sala de prensa
de la antigua central telefónica, una sola mirada basta para advertir cambios
sustanciales con el aspecto que mostraba una hora antes. Es posible que ahora
hay a más gente, más excitada y vociferante que nunca; pero son menos,
evidentemente, los periodistas profesionales y, entre ellos, son muy escasos los
pertenecientes a los diarios derechistas.
—A enemigo que huy e —responde Barrado cuando se lo hago notar—,
puente de oro más que de plata.
Entre los que continúan en Teléfonos —de izquierdas en su casi totalidad—,
reina un desbordante optimismo. Tanto, que en un principio doy por descontado
que la noticia dada por el miliciano socialista sea cierta y la lucha hay a concluido
en Barcelona con un triunfo completo.
—Todavía no —dice Eduardo Castro en mangas de camisa, sudoroso, con
cara de cansancio, que sentado ante un receptor de radio parece mirarle
hipnotizado, bebiéndose las palabras de los distintos locutores—, pero tardará
muy poco.
Los soldados sublevados que luchaban en el centro de Barcelona —plaza de
Cataluña, Universidad y Paralelo—, se han rendido en las últimas horas y los
antifascistas han hecho centenares de prisioneros. Sin embargo, aún resisten
algunos núcleos, la capitanía general y el cuartel de Atarazanas, entre ellos.
—Capitanía, donde aseguran que se encuentra el general Goded, está siendo
cañoneada, y milicianos y guardias se preparan para tomarla por asalto;
posiblemente tardará poco en caer; pero todavía no ha caído.
Del resto de España, las noticias son mucho menos satisfactorias. Se lucha en
la mitad, como mínimo, de las capitales de provincias, y la pelea se muestra
desfavorable para las fuerzas republicanas. El Movimiento parece imponerse en
todo León y la may or parte de Castilla la Vieja, en Aragón, Cáceres y algunas
ciudades andaluzas y gallegas, aparte, claro está, de toda la zona marroquí,
Navarra, las Canarias y las Baleares, donde ha triunfado sin tropezar con ninguna
resistencia seria. Nada de esto puede sorprendernos, porque lo damos por
descontado, no sólo desde ay er, sino desde antes incluso que se produjera el
primer alzamiento melillense. Hay, en cambio, algo nuevo que produce auténtico
estupor: Oviedo. ¿Cómo es posible que el coronel Aranda, a quien muchos
juzgaban republicano entusiasta y del que se llegó a hablar hace dos meses como
futuro director general de Seguridad, se hay a adueñado de la ciudad en un golpe
de audacia? ¿Cómo se dejaron engañar los líderes mineros que ay er mismo
enviaron un tren con centenares de luchadores obreros en ay uda de Madrid,
convencidos de que en Asturias nada intentarían los militares?
—Bueno —concede Hermosilla, que, como todos los periodistas madrileños y
millones de españoles de todas las profesiones, va inquieto y afanoso de un lado
para otro en busca de las últimas noticias—. No creo que después de lo ocurrido
con Cabanellas y Queipo pueda sorprendernos nada.
Desde que nos vimos unas horas antes, el director de La Libertad ha hablado
una vez más con el general Riquelme, a quien Casares tenía un poco apartado por
razones difíciles de explicar y comprender. Desde por la mañana parece que
Riquelme, con un grupo reducido de jefes y oficiales de toda confianza, está
trabajando en Guerra con eficacia y dinamismo, organizando la resistencia
contra el alzamiento reaccionario.
—¿Qué tal el nuevo ministro?
El nombramiento de Castelló —un general poco menos que desconocido,
gobernador militar de Badajoz hasta hace unas horas—, constituy ó de
madrugada una sorpresa para todos. Su designación se atribuy e, por unos, a su
pretendida afiliación a la masonería; por otros, a su energía para hacer abortar el
movimiento militar en la ciudad extremeña, y por algunos, a su parentesco con
un diputado socialista, Vidarte. La verdad parece ser que Giral le designó luego
de que ningún otro militar de su graduación —ni siquiera Miaja, Masquelet o
Riquelme—, quisieron aceptar la cartera en momentos tan trágicos.
—Creo que es un hombre nervioso, exaltado, un poco desequilibrado; pero de
cuy a lealtad nadie tiene la más ligera duda.
Bajamos a la calle para ver si un café bien cargado nos despeja un poco.
Todos llevamos cuarenta y ocho horas sin acostarnos y apenas podemos
mantener los ojos abiertos. Es y a noche cerrada y grupos armados, apostados en
todas las esquinas, detienen los coches y exigen la documentación a sus
ocupantes. Tanto los guardias como los improvisados milicianos dan claras
muestras de excitación y nerviosismo. Muchos, tienen los fusiles o las pistolas en
posición de disparar, y advierto que en los automóviles que circulan va un
individuo de pie en el estribo, mirando receloso en todas las direcciones y con un
arma en la mano derecha, mientras con la izquierda se sujeta a una ventanilla del
vehículo.
—¡Nos tiran desde las terrazas y balcones altos! —explican los ocupantes de
un coche con las iniciales de la UGT pintadas en blanco en la carrocería—. Así
se han cargado y a a un puñado de los nuestros. ¡Pero como cojamos a uno de
esos cabrones, no tendrá tiempo para arrepentirse!
Cruzando la Puerta del Sol entramos en el viejo café de Levante. En el fondo,
como todas las tardes, tienen su habitual tertulia un grupo de veteranos
periodistas. Pese a las circunstancias que vive España —acaso por ello mismo—,
la tertulia está más concurrida que nunca. Aparte de los periodistas —Ezequiel
Endériz, Víctor Gabilondo, Avecilla, Paredes, Tamay o, etc—, hay varios
músicos, amigos o simples conocidos. Hablan y discuten con la acostumbrada
vivacidad, aunque, como siempre, Endériz parece llevar la voz cantante. Sin
embargo, todos callan y se hace un profundo silencio cuando el aparato de radio,
que en el mostrador tienen puesto a todo volumen, anuncia la transmisión de
alguna noticia.
No son muchas ni distintas a las que circulan por Teléfonos las que se
comentan en la tertulia. Pese a que dos de sus integrantes forman parte de la
redacción de la Hoja del Lunes —único periódico que se publicará mañana—, y
uno de ellos se ha pasado la tarde en el ministerio de la Gobernación, hablando en
varios momentos con Pozas, no pueden añadir nada sensacional, ni siquiera
interesante, a lo que y a sabemos. Maquinalmente, una vez que he tomado el
café, reclinado en el cómodo aunque excesivamente caluroso diván, cierro un
momento los ojos. Sin darme cuenta, me invade un profundo sopor, y por unos
minutos pierdo incluso la noción de dónde me encuentro.
Un repentino clamoreo en que se mezclan vivas, aplausos y gritos
ininteligibles, me arranca de la somnolencia y abro desconcertado los ojos.
Asombrado, contemplo el cuadro inesperado y asombroso que ofrece ahora el
café, tan distinto al de pocos minutos antes. Todo el mundo está en pie, gritando y
alborotando; muchos se abrazan, mientras otros tiran al aire los sombreros o las
chaquetas e incluso tres o cuatro bailan subidos encima de las mesas de mármol.
Hasta las peripatéticas de Aduana, Paz o Jardines —más numerosas que nunca
en el café, acaso porque en esta tarde dominical su trabajo ha sufrido una radical
disminución—, exteriorizan en forma inequívoca su ruidoso júbilo. Un instante
creo seguir dormido y soñando, tan difícil resulta admitir lo que creo estar
viendo; pero al siguiente he de convencerme de que estoy completamente
despierto.
—¿Qué diablos pasa? —pregunto una y otra vez sin conseguir de momento
que nadie me responda, ni siquiera me oiga en medio de la jaula de locos en que
se ha transformado el café. En vista de ello cojo de un brazo a Endériz y le grito
casi en el oído—: ¿Qué ocurre?
Un momento me mira con aire estupefacto; luego, recordando sin duda que
medio minuto antes me ha visto dormitar en el diván, sonríe y contesta:
—¡Casi nada, muchacho! ¡Qué Goded ha caído prisionero en Barcelona y
hablando por radio acaba de reconocer su derrota y pedir a todos los facciosos
que se entreguen…!
Me sorprende oírlo; no que Goded hay a caído prisionero, cosa que cabía
esperar y a que se encontraba en Capitanía y quienes cercaban el edificio se
disponían a tomarlo por asalto; sí que hay a hablado por radio y sobre todas las
cosas que hay a pedido a los militares alzados en armas que abandonen la lucha.
Voy a formular nuevas preguntas cuando los que se amontonan junto al
mostrador, en torno al aparato de radio, reclaman imperativamente silencio:
—¡Callarse, callarse…! ¡Van a repetir la noticia…! En el enorme café se
hace un completo silencio. Cesan en el acto los gritos, los vivas y las
conversaciones. Todos aguzamos el oído y llegan con perfecta claridad a nuestros
oídos las palabras del locutor anunciando que el general Goded, jefe del
Movimiento militar en Barcelona, que acaba de ser hecho prisionero, va a dirigir
la palabra a todos los españoles. Un segundo después una voz serena, impregnada
de profunda tristeza, dice, dirigiéndose evidentemente a sus compañeros:
—La suerte me ha sido adversa y he caído prisionero; si queréis evitar
derramamientos de sangre, quedáis desligados del compromiso que teníais
conmigo.
Sigue después una corta alocución del presidente de la Generalidad. La voz de
Company s, jubilosa y emocionada a un tiempo, anuncia en catalán que la
rebelión ha sido vencida en la ciudad condal y tras un cálido elogio a las fuerzas
de orden público y a las masas populares que han aplastado la intentona concluy e
con un doble vitor:
—¡Visca Cataluny a! ¡Visca la República…!
Centenares de voces responden entusiasmadas a los vivas del presidente de la
Generalidad. Sin dejarme arrastrar por el júbilo de quienes me rodean, y o abrigo
una importante duda. Conozco perfectamente a Company s, con quien he hablado
personalmente en innumerables ocasiones, y no cabe la más remota duda de que
la voz escuchada es la suy a. Pero ¿es también auténtica la voz de Goded o se
trata de una habilidad propagandística?
—Ni pensarlo… —niega rotundo Endériz—. ¡Conozco a Goded desde
Marruecos y tengo la seguridad absoluta que no se trata de ningún truco!
Quiero creerle, pero me queda un resto de duda pese a que varios de los que
nos rodean apoy an rotundos las afirmaciones de Endériz. Todavía estamos
discutiendo cuando Eduardo Castro, que corrió a Gobernación apenas se anuncio
la sensacional nueva, afirma que Pozas en persona la ha confirmado. Con un
suspiro de satisfacción y cansancio, añade:
—¡Al fin, creo que esta noche podremos dormir unas horas…!
Pero las palabras de Castro expresan más una esperanza que una realidad.
Aunque la lucha hay a concluido triunfalmente en Barcelona, todavía se sigue
combatiendo en media España y no es de creer que las frases de Goded basten
para hacer desistir de su empeño a los militares sublevados. Ni siquiera en
Madrid, donde los tiroteos callejeros parecen intensificarse a medida que avanza
la noche.
Al volver a Teléfonos encuentro la escena que cabe esperar por anticipado.
Todo el mundo está jubiloso y optimista y no pocos dan por totalmente aplastado
el alzamiento, voluntariamente olvidado, que a estas horas ha triunfado en
muchos puntos de España. Sólo una minoría reconoce y proclama que la
contienda no ha hecho más que comenzar y que el resultado continúa siendo
peligrosamente incierto.
Yo pienso como la minoría, pero no tengo fuerzas ni ánimos —el cansancio,
el calor y el sueño me tienen destrozado— para enzarzarme ahora en pueriles
discusiones. Me interesa mucho más el papel jugado por la CNT en los sucesos
de Barcelona, donde los militantes anarcosindicalistas han sido factor decisivo en
la victoria alcanzada y abandono la antigua central telefónica de la calle Alcalá
para dirigirme una vez más hacia la calle de la Luna.
En la puerta encuentro a Isabelo Romero que acude en mi busca. Ha oído la
noticia mientras volvía de Vicálvaro donde ha pasado unas horas agitadas y
dramáticas y quiere que se la confirme. Lo hago, mientras en el automóvil que le
ha traído hasta aquí —y en el que van otros tres compañeros armados— nos
dirigimos a la sede madrileña de la organización confederal. Le alegra
comprobar que la noticia es cierta y que la lucha está decidida en Barcelona;
pero que lo esté en Barcelona, no quiere decir que esté resuelta en los demás
sitios, especialmente en Madrid.
—Aquí tendremos que pelear duro dentro de unas horas y no sé si ni aun
lanzándonos todos los trabajadores a una lucha a vida o muerte lograremos
vencerlos.
Lleva cuarenta y ocho horas largas y endo de un lado para otro, repartiendo
armas, organizando grupos de choque, comprobando la situación en las diversas
barriadas y los alrededores de los cuarteles. Aunque no todos están sublevados y
en muchos de los que lo están son escasos los efectivos, siempre serán doce o
catorce mil hombres perfectamente armados y disciplinados, parapetados en
sólidos edificios de fácil defensa, los que se opondrán a los trabajadores
antifascistas, sin contar que la Guardia Civil —que sigue vacilante— puede
sumarse en cualquier instante al movimiento.
—Vengo ahora de Vicálvaro. Allí trataban de sublevarse algunos oficiales del
Regimiento de Artillería, pero entre los militares republicanos y los soldados, que
son todos de la UGT y la CNT, han frustrado la intentona y mañana habrá
cañones para las fuerzas antifascistas.
Espera que no sea el único cuartel que no haga armas contra el pueblo. Los
compañeros de Leganés y Getafe, parece que con la colaboración y ay uda de
republicanos, socialistas y comunistas lograrán que las tropas que guarnecen
dichos cantones no participen en la rebelión. Tampoco en los cuarteles del
Pacífico cuenta con muchos simpatizantes la intentona derechista.
—El peligro está en la Montaña y Campamento, y la Guardia Civil que puede
atacarnos en cualquier momento. Pero si nos adelantamos a todos y asaltamos
los cuarteles antes de que salgan, ganaremos en unas horas la partida empeñada.
Las calles ady acentes a la plaza del Callao rebosan de gente. Una serie de
camiones, apresuradamente semiblindados con unas simples chapas de hierro
por el Sindicato Metalúrgico, esperan alineados en la Gran Vía el momento de
partir hacia los lugares de lucha; en cada camión hay quince o veinte hombres
armados de cualquier manera y algunos sin armas de ninguna clase. Deben
llevar allí largo rato y a y mientras unos cuantos vigilan, muchos se han tumbado
en su interior a descabezar un sueño intranquilo y nervioso. Numerosos coches,
ocupados por grupos de todas las barriadas, van y vuelven de la calle de la Luna
de recibir instrucciones del Comité de Defensa y en todas las esquinas a cuerpo
limpio o protegidos por incipientes barricadas, centinelas piden la documentación
y cachean a quienes no pueden mostrar un carnet sindical o de cualquier partido
político de izquierdas.
En una de las habitaciones del primer piso, Val, embutido en un mono azul,
con un pistólón al cinto, con ojos de no dormir en muchas horas, con aire de
cansancio y la cara empapada en sudor, se inclina sobre un plano grande de
Madrid y va señalando el lugar en que deben actuar a la mañana siguiente los
compañeros de las distintas barriadas.
—Los del puente de Toledo deben subir hacia Carabanchel y Campamento;
los de Usera y Villaverde, preparados para acudir a Getafe si la cosa no se
arregla y si se soluciona sin lucha, subir a Campamento; los de Cuatro Caminos y
Tetuán deben bajar al centro y los de Vallecas y el Sur…
En la secretaría del Comité Nacional encuentro a Antonio Moreno. David
Antona está en estos momentos en el ministerio de la Guerra cambiando
impresiones con los militares leales a la República acerca del asalto a los
cuarteles rebeldes de Madrid y poniéndose de acuerdo con republicanos,
socialistas y comunistas acerca de la colaboración entre todas las fuerzas
izquierdistas y obreras. Quiero hablar con él y lo consigo tras una espera
relativamente breve.
—Apenas amanezca —dice Antona en cuanto me ve—, atacaremos los
reductos facciosos y en pocas horas quedará totalmente resuelta la situación en
Madrid.
Aparte de las fuerzas de asalto y de algunos militares republicanos, los
asaltantes contarán con la ay uda de la aviación. Los aeródromos militares de
Getafe y Cuatro Vientos están en manos de elementos de absoluta confianza. De
tanta como Díaz Sandino, que hoy, luego de asegurarse el dominio del Prat de
Llobregat, ha contribuido al triunfo barcelonés. Satisfecho, David añade algunas
noticias esperanzadoras.
El teniente coronel Ortiz domina la base de Los Alcázares y acaso esto
contribuy a a que parte de la escuadra, sublevada por los oficiales de marina ay er
mismo, hay a encerrado a los rebeldes, poniéndose de nuevo a disposición del
Gobierno.
Por su voluntad, que es la de todos los militantes de Madrid, el ataque a los
cuarteles comenzaría sin la menor demora. No obstante, los militares
republicanos y socialistas prefieren aplazar unas horas el asalto, esperando que
los rebeldes, en vista de que no acude nadie en su auxilio y del fracaso de
Barcelona, depongan las armas.
—Es una pérdida lastimosa de tiempo —comenta Antona malhumorado—,
porque saben la suerte que les espera y no se rendirá ninguno. De cualquier
forma…
—¿Qué?
—Antes del mediodía de mañana lunes se habrá repetido en Madrid lo
sucedido hoy en Barcelona.
IV

LUNES, 20 DE JULIO

Madrid despierta sobresaltado por el ronco estampido de los cañones, el


zumbido monótono de los aviones que surcan el aire limpio de la amanecida y el
trágico dialogar de fusiles y pistolas. Cruzan las calles camiones cargados de
obreros que van o vuelven de los puntos de lucha; vigilan las esquinas hombres
vistiendo monos de trabajo que disparan contra las terrazas donde creen
descubrir agazapado algún « paco» ; circulan a todo correr y haciendo sonar sus
sirenas, las ambulancias que transportan heridos de la empeñada pelea y la
ciudad entera respira un aire de aguda tensión mientras se escucha el fragor
ininterrumpido del combate cercano y saltan cristales hechos añicos por efecto
de la explosión de bombas de aviación o granadas de mano.
Cuando la esperada y temida batalla madrileña alcanza su culminar, llevo
varias horas de pie y en la calle. Vuelvo a casa la noche anterior pasadas y a las
dos de la madrugada, roto por tres jornadas de muchos nervios y ningún reposo,
y pese al cansancio acumulado, sólo consigo dormir de mala manera hasta las
cinco. Llevo un rato totalmente despierto cuando un griterío confuso y lejano que
llega de la calle me hace tirarme de la cama y asomarme medio desnudo al
balcón. A la luz incierta del amanecer descubro un cuadro tan inesperado como
significativo. Procedente del Pacífico sube por la empinada cuesta de Atocha un
tranvía abarrotado de milicianos al que acompañan en su lento caminar
centenares de personas que chillan y alborotan por motivos que de momento no
alcanzo a comprender. Sólo cuando la extraña y ruidosa comitiva llega a Antón
Martín y cruza por delante del Monumental descubro, con el consiguiente
asombro, que el tranvía arrastra, enganchado a su tope trasero, nada menos que
un cañón. (De manera inevitable la escena me recuerda algunas estampas
populares de la Revolución Francesa. Pero ahora no estamos, claro está, en 1789,
sino en 1936; en el Madrid proletario que se dispone a cerrar el paso al fascismo
y no en el París dieciochesco que ponía en tela de juicio el origen divino de las
monarquías absolutas).
—¡UHP…! ¡UHP…! —gritan incansables con ritmo monótono y
acompasado los que van en el tranvía o a pie acompañando y protegiendo al
cañón; luego, mirando a los curiosos que se asoman a los balcones, añaden en
una llamada imperativa—: ¡A la Montaña…! ¡Todos a la Montaña…!
Grupos armados y sin armar que surgen por todas las bocacalles se les van
sumando mientras continúan hacia la Plaza May or y la calle Bailén para
descender a la plaza de España. Apresuradamente trato de telefonear a distintos
sitios y no consigo hablar con nadie. Los teléfonos están comunicando o nadie se
molesta en descolgarlos por mucho que suenen. En cualquier caso, no pierdo
demasiado tiempo intentándolo. Cinco minutos después estoy vestido y me
dispongo a salir.
En el pasillo, junto a la puerta de la escalera, me sale al paso mi madre.
Tiene los ojos irritados por la falta de sueño y la cara contraída en un gesto de
honda preocupación. No necesito preguntarle nada para saber que ha debido
pasar la noche en vela, preocupada por la lucha que ahora se inicia y más
alarmada aún por la suerte posible de sus hijos. Si y o he vuelto de madrugada al
cabo de dos días sin aparecer por casa, a mi hermano Ángel no le ha vuelto a ver
desde el sábado.
—¡Ese hijo…! ¡Ese hijo…! —murmura angustiada mientras me da un rápido
abrazo de despedida.
Ciudad de empleados, burgueses, dependientes y burócratas, Madrid no gusta
de madrugar en ninguna época del año. Tanto en invierno como en verano, a las
seis de la mañana no suelen estar levantados más que los traperos, barrenderos
que riegan las calles, serenos medio dormidos que se retiran a descansar y
algunos juerguistas retrasados que por efectos del alcohol ingerido no aciertan a
encontrar el camino de regreso a sus hogares, a los que poco a poco, a medida
que avanza la mañana, se van sumando un número reducido de obreros que, por
trabajar en el extremo opuesto de la población, tardan mucho tiempo en llegar a
sus tajos respectivos.
En esto, como en tantas otras cosas, este lunes no tiene el menor parecido con
cualquier jornada de trabajo. Aunque en las calles céntricas hay ahora mil veces
más personas que en una madrugada ordinaria y una may oría ha permanecido
toda la noche sin pegar los ojos, nadie podría confundirlos con los acostumbrados
beodos a quienes sorprende el alba en mitad de sus prolongadas libaciones.
Pese a que los combates en serio no han comenzado todavía —se iniciarán
dentro de un par de horas con el asalto a los primeros cuarteles—, y a se pelea
esporádicamente en distintos puntos. Suenan lejanos o cercanos muchos tiroteos a
un tiempo y al cruzar algunas calles hay que hacerlo a la carrera, desafiando el
riesgo de recibir un balazo antes de alcanzar el resguardo de la próxima esquina.
Han caído y a las primeras víctimas y las ambulancias corren de un lado para
otro, atendiendo llamadas urgentes y recogiendo heridos. Simultáneamente
estallan los incendios y cada pocos minutos una nueva columna de humo negro y
espeso viene a sumarse a las muchas que y a se elevan rectas hacia lo alto de un
cielo sin nubes.
—Son las guaridas de los « pacos» —afirman a voces los ocupantes de un
coche sobre cuy a carrocería han extendido, como protección contra las balas,
unos flamantes colchones—. ¡Ojalá ardieran lo mismo todos los « fachas» !
En la Puerta del Sol aumenta por momentos la animación y el bullicio. Un
coche blindado de asalto, provisto de ametralladora, monta la guardia ante el
ministerio de la Gobernación, en cuy os balcones y terrazas, protegidas por sacos
terreros, están emplazadas algunas máquinas. Los cafés han abierto a medias,
pero no hay quien sirva a los posibles clientes porque los camareros se han
marchado respondiendo al llamamiento de sus sindicatos. Tampoco en Teléfonos
hay nada que hacer. Por vez primera en muchas horas, en la destartalada sala de
prensa reina la inactividad y el silencio. Algunos periodistas, rendidos por el
cansancio, duermen tirados de bruces sobre las mesas. Son muy pocos, en
realidad; la may oría de los que en otras ocasiones hablan y discuten están y a a la
espera de acontecimientos en los posibles lugares de combate, en Gobernación,
en Guerra o en la Dirección General de Seguridad.
Un avión vuela muy bajo, rozando casi los edificios altos. Es un aparato
militar, cuy o piloto agita el brazo y cierra el puño en señal de saludo, al advertir
que la multitud que empieza a llenar la Puerta del Sol alza la cabeza para mirarle.
—¡Es nuestro, nuestro…! —gritan alborozadas millares de personas; luego,
viendo la dirección que toma al alejarse, añaden convencidos—: ¡Va a
bombardear la Montaña…!
Un momento cesan las conversaciones y los gritos y todos aguzamos el oído
sin conseguir escuchar el esperado estallido de las bombas. No obstante, los
ocupantes de un coche que baja por la calle Preciados, afirman que dos minutos
antes han visto desde la Gran Vía como el aeroplano leal dejaba caer su
mortífera carga sobre el cuartel rebelde y sitiado.
De Pontejos parten en este momento, en medio de las aclamaciones del
público, tres camionetas de asalto que se dirigen a la Montaña. Muchos coches
con obreros armados o sin armas toman la misma dirección. Los ocupantes de
uno me invitan:
—¡Vente, quieres! Vamos a Rosales…
Acepto en el acto. Quien me habla es un viejo luchador revolucionario,
militar profesional hace años separado del Ejército por sus ideas —Tomás
Lallave—, que dentro de cuatro días morirá peleando en tierras de Guadalajara.
Se ha pasado la noche en un ateneo de barriada instruy endo a centenares de
obreros en el manejo de las armas y ahora acude para participar personalmente
en el asalto de la Montaña, encabezando unos grupos de choque.
Mientras ascendemos por Preciados hacia la plaza de Santo Domingo,
cambiamos algunas palabras. Me interesa conocer su opinión como militar
acerca de la actitud de los sublevados madrileños y sus posibilidades en la lucha
que está a punto de iniciarse en torno a los cuarteles. Lallave es concreto y
categórico en su respuesta:
—Los rebeldes están perdidos, por lo menos en Madrid. Es difícil imaginar
cómo unos militares, que deben conocer táctica y estrategia, se encierran en los
cuarteles en lugar de lanzarse al asalto de los centros oficiales antes de que el
Gobierno hubiese tenido tiempo de organizar su defensa.
Por el espesor de sus muros y la posición dominante que ocupa, la Montaña
tiene fácil defensa. Unos miles de hombres —que son los que ahora se hallan
dentro— podrían resistir un asedio de semanas o meses, rechazando todos los
ataques enemigos.
—Pero para ello sería preciso que todos estuvieran más que unidos,
hermanados en un mismo ideal, y del primero al último dispuestos a jugárselo
todo a una sola carta, muriendo antes de entregarse.
Es indudable y a que la hermandad de ideales no existe entre los recluidos en
el cuartel. La may oría de los soldados pertenecen a sindicatos o partidos de
izquierda, secundan a la fuerza el alzamiento y escaparán en cuanto tengan
ocasión de hacerlo.
—¿Entonces, la Montaña…?
—Pase lo que pase estará en manos del pueblo antes del mediodía.
A la entrada de Leganitos tenemos que abandonar el coche y continuar a pie.
Una enorme multitud, un verdadero río humano que desborda las aceras y llena
por completo la calzada, encamina sus pasos hacia el cuartel en cuy as
inmediaciones va a decidirse probablemente la suerte de Madrid. Algo parecido
ocurre en la Gran Vía cercana, y en todas las calles que por un lado u otro
conducen a la plaza de España y al paseo de Rosales. Llegadas en « metro» ,
tranvías, camionetas, coches o a pie, cientos y cientos de personas se encaminan
a los alrededores del cuartel de la Montaña. Son obreros de todos los oficios
embutidos en sus monos de trabajo; también empleados y dependientes que ni
siquiera en esta jornada revolucionaria y pese al intenso calor prescinden de la
corbata y la americana; no faltan, tampoco, grupos de muchachas jóvenes que
han abandonado fábricas y talleres para animar a los suy os en la lucha entablada
y, si fuera preciso, intervenir personalmente en la pelea. Es el pueblo, todo el
pueblo madrileño bullanguero, cordial y despreocupado, materia prima para
saineteros costumbristas y fabricantes de fáciles cuplés, que repentinamente se
ha puesto serio y reclama, con energía y sin aspavientos, un papel de
protagonista en la gran tragedia nacional.
Impresiona el aspecto de la plaza de España. Llenos los jardines que rodean
la estatua de Cervantes, grupos nutridos se desparraman por las calles de la
Princesa, Martín de los Heros y Mendizábal para rebasar por uno de sus lados el
cuartel sitiado y descender hacia Rosales, a espaldas de sus fuertes muros, por
Quintana y Buen Suceso. Cruzan a la carrera las bocacalles que descienden
directamente al epicentro de la lucha por las que silban las balas. En las esquinas,
los grupos armados que disparan contra el cuartel advierten a gritos del peligro a
quienes pretenden cruzar. Son pocos, sin embargo, los que hacen caso de sus
advertencias y retroceden. La may oría sigue adelante, agachándose para
ofrecer menor blanco y corriendo con toda la velocidad que sus piernas les
permiten. De cuando en cuando alguno no consigue alcanzar la esquina opuesta y
cae en mitad de la calle, rotas sus carnes por una bala certera.
—¡Atrás, atrás…! ¡Los que no tengan armas, que no estorben…!
Algunos guardias y militantes de distintos partidos y organizaciones tratan de
impedir que la muchedumbre llegue, como pretende, al punto en que
lógicamente la lucha adquiere su máxima virulencia: los jardines que se
extienden ante las rampas de acceso a la Montaña desde la calle de Ferraz,
delante de la iglesia de los carmelitas, y llegan hasta el comienzo de la Cuesta de
San Vicente, frente por frente a Caballerizas y al Palacio Nacional. Algunos
hacen caso y desisten; la may oría se encrespa y sigue adelante, no sin gruñir en
tono de airada protesta:
—Queremos armas y en el cuartel las hay. Si llegamos tarde cuando se
entre…
Corren a parapetarse tras alguna de las improvisadas barricadas o del tronco
de cualquier árbol. Los que han conseguido un fusil, una pistola o una simple
escopeta de caza, disparan. Los que no tienen más que las manos vacías y el
corazón inflamado en ansias de victoria, esperan anhelante la caída del
compañero para recoger su pistola o fusil y seguir disparando. Cuando se
presenta la menor oportunidad, avanzan a la carrera y en masa, llegando en dos
o tres ocasiones a las mismas rampas que dan acceso a la Montaña. Caen
muchos, pero no importa. Son muchos más los que se disputan el arma que
empuñaba segundo antes: los que esperan con ansiedad ocupar el puesto que su
caída dejó vacante.
Nadie tiene la menor duda de que el cuartel caerá muy pronto. Es posible que
dentro de la Montaña hay a tanta gente como fuera, con la enorme ventaja de la
disciplina, el entrenamiento militar y el armamento. Disponen de ametralladoras,
fusiles, bombas de mano y munición sobrada, mientras afuera escasea la
munición y no sobran las armas. Dentro del cuartel están un regimiento de
infantería, otro de zapadores y un batallón de alumbrado. Dentro están dos
generales, varios coroneles, veinte comandantes y un centenar de capitanes y
tenientes, amén de numerosos militares retirados, monárquicos y falangistas
decididos a jugarse el todo por el todo. Ocupan una posición céntrica, dominante
de los alrededores, resguardados por muros de metro y medio de espesor.
Lógicamente, más que soñar con entrar cabe temer una salida de los sitiados,
mejor armados que los sitiadores, con mejores mandos, más armamento y
planes más elaborados. Parece obligado pensar que quienes se han encerrado en
la Montaña están de acuerdo con los sublevados de los cantones y todos juntos
emprendan sin tardanza una marcha sobre el centro de la ciudad para adueñarse
en pocas horas de todos los puntos estratégicos. Pero aquí, en la plaza de España,
en la calle de Ferraz y el paseo de Rosales, en esta mañana agitada y sangrienta
del 20 de julio, nadie admite tal posibilidad. Si alguno llega a insinuarla, veinte
voces distintas le contestan entre escépticas y burlonas:
—¡Ni soñarlo…! Al que asome la gaita se la rompemos…
—¡Quita d’ahí, chalao! Que más quisiéramos nosotros que salieran a la calle
a dar la carita…
Todo el mundo tiene una confianza ciega, irrazonada y un poco absurda, pero
terriblemente efectiva, de que la multitud inflamada en ardores revolucionarios,
de que el pueblo en armas, es y tiene que ser invencible. Esta convicción puede
parecer disparatada, analizada con frialdad y lógica. Pero aquí y ahora parece
respirarse en el aire, todos lo expresan con palabras, gestos y actitudes y hasta los
más recelosos acaban contagiándose; de igual modo que, incluso los menos
decididos, los simples curiosos que han venido atraídos por un espectáculo
desusado y gratuito, acaban pidiendo armas y se disponen a participar en el
asalto inminente.
—Hoy sufrirán su último Annual los generales borbónicos. Y no serán los
moros quienes les venzan, sino el pueblo al que pretenden dominar y seguir
explotando.
Es un viejo escritor y periodista quien perora exaltado y violento ante un
grupo de jóvenes. Alto, delgado, con las barbas blancas que le caen sobre el
pecho dándole cierto aire de apóstol o luchador de la Primera Internacional,
Augusto Vivero habla a gritos, sobreponiéndose al estrépito de los disparos y al
griterío de la gente. A veces abandona el resguardo del improvisado parapeto y
se encara amenazador, los puños crispados por la ira, al cercano cuartel.
—La Montaña es el símbolo de la vieja España. Cuando la tomemos habrá
caído la Bastilla del oscurantismo, de la reacción y del clericalismo.
Unas descargas interrumpen su arenga. Tiran desde el cuartel y le contestan
desde las terrazas y balcones de las casas vecinas, las esquinas de todas las calles,
las barricadas apresuradamente montadas o los troncos de los árboles que sirven
de resguardo a los más decididos. Cuando el tiroteo afloja un momento, Vivero
sigue arengando a quienes le rodean.
—¡Qué nadie se haga ilusiones, compañeros! ¡La lucha es definitiva y a
muerte! ¡Ay de los vencidos…!
Me doy de cara con muchos conocidos. En torno a la Montaña se encuentran
líderes famosos del movimiento obrero, mezclados y confundidos con los simples
afiliados. Importa poco que hasta ay er mismo, enfrentados por sus discrepancias
en la huelga de la construcción, discutieran a veces con áspera violencia. Hoy,
ante el peligro común, la UGT y la CNT están más unidas que nunca; tan
hermanadas como lo estuvieran hace dos años en el octubre rojo asturiano.
También aquí, como un grito de combate y una expresión de fe, se vocea la vieja
consigna:
—¡UHP! ¡UHP…!
Millares de gargantas hacen coro a quien lanza el grito. Los que gritan son
representación auténtica del proletariado madrileño: albañiles, metalúrgicos,
camioneros, taxistas, empleados, gráficos, dependientes. También están un
centenar de los mineros asturianos llegados ay er mismo en ay uda de sus
compañeros de la capital. Incluso no pocos que han llegado de los pueblos
cercanos para participar en la lucha. Junto a ellos, encuadrándolos y en cierto
modo dirigiéndoles en la pelea, unos centenares de guardias de asalto, muchos de
ellos embutidos en monos proletarios.
—¡Cuidado, muchacho! ¡Ahí te van a freír a balazos…!
Aconsejan a voces y procuran frenar la excesiva audacia de muchos que se
exponen más de la cuenta. No siempre consiguen que les hagan caso. La multitud
tiene prisa por entrar en el cuartel, por apoderarse de las armas que guarda, por
resolver el problema planteado en el centro de la ciudad antes de que puedan
acudir en socorro de los sublevados las guarniciones de los cantones, también
alzadas en armas.
Aunque mucho menos numerosos, también hay algunos guardias civiles entre
los sitiadores del cuartel. ¿Quiere decir esto que los tres o cuatro mil guardias
civiles destacados en Madrid han hecho causa común con el pueblo? Sería, desde
luego, una ay uda decisiva para los trabajadores y un golpe mortal para sus
enemigos. Pero la ilusión, acariciada un momento al ver algunos tricornios entre
los sitiadores del cuartel, no tarda en desvanecerse. Tomás Lallave, que ha estado
en Gobernación esta misma mañana y hablado con antiguos compañeros de
armas, explica de mala gana, sin levantar demasiado la voz, por si sus noticias
pueden deprimir el ánimo de quienes luchan por aplastar la rebelión:
—La Guardia Civil de Madrid continúa sin decidirse. ¿Qué sería ideal qué
luchara contra los sublevados como ay er en Barcelona? Seguro. Pero no es así,
por desgracia, y es de temer que en cualquier momento nos juegue una mala
pasada.
No es poco lo que el general Pozas —hasta ay er inspector general de la
Guardia Civil y hoy ministro de la Gobernación— ha conseguido con habilidad y
energía: impedir que los civiles salgan a la calle para disparar contra el pueblo.
Hasta ahora, la Guardia Civil mantiene una actitud de aparente neutralidad y
difícil equilibrio, encerrada en sus cuarteles de Guzmán el Bueno, Bellas Vistas y
Batalla del Salado. No disparan contra los paisanos y las fuerzas de asalto que
vigilan los alrededores; pero no cabe duda de que lo harán, tirando a matar, si
alguien intenta penetrar en sus reductos.
—Entonces, ¿esos guardias? —pregunto, señalando con un gesto a los que
aparecen a nuestra vista.
Se trata de una habilidad de Pozas, de una maniobra destinada a ejercer una
fuerte influencia psicológica tanto entre los sitiadores como sobre los sitiados. Los
civiles en torno a la Montaña son muy escasos; con toda seguridad no pasarán de
una compañía, si es que llegan. En realidad, el ministro no dispone de otros
miembros de la Benemérita que los habitualmente destacados en el ministerio de
la Gobernación y en el contiguo edificio de Pontejos.
Solos, aislados, sin disponer más que de sus fusiles y alguna que otra
ametralladora no pueden ser factor decisivo en la lucha empeñada, aun
concentrándoles a todos en cualquiera de los puntos de refriega. Pero por pocos
que sean, su presencia en lugares céntricos de Madrid donde todo el mundo
puede verles y esencialmente aquí, en las proximidades de la Montaña, anima a
unos tanto como desanima a otros. Aunque a los soldados sublevados por sus
jefes se les hay a dicho que la Guardia Civil está sublevada también, la vista de
algunos tricornios entre los sitiadores bastará para convencerles de que sus jefes
les engañan. Incluso los propios jefes sentirán vacilar sus convicciones y
derrumbarse la confianza que pudieron sentir. En cambio, para el pueblo
constituirá una iny ección de optimismo creer ver y saber que los treinta mil
guardias civiles de toda España están a su lado como un solo hombre, cumpliendo
con la fidelidad acostumbrada —una fidelidad que a los trabajadores ha costado
no pocos disgustos— las órdenes del poder constituido que acata siempre y
cumple con disciplinada puntualidad.
—¡Quietos, quietos…! ¡Qué nadie dispare…!
La orden, que parece surgir de un grupo numeroso de militares y guardias de
asalto que se encuentran en el arranque de la calle de Ferraz, sorprende y
desconcierta a todos. Cuesta trabajo que la gente obedezca, aunque la repiten a
voces centenares de personas, exigiendo a quienes manejan fusiles y pistolas que
hagan un alto. Los guardias dan el ejemplo y reiteran la orden a quienes les
rodean. Aunque nadie sabe a qué se debe y muchos expresan a voces su
desconcierto, poco a poco disminuy e el fuego hasta que cesa por completo.
—¿Se ha rendido el cuartel?
Me acerco a la barricada levantada en la calle Ferraz. Quiero hablar con
alguien que me explique lo que sucede. Veo a muchos militares conocidos. Unos
están allí al mando de los guardias; otros, que no tienen mando o están retirados,
han ido allí para luchar junto al pueblo. Distingo en un grupito a Burillo con sus
grandes bigotes, al comandante Navarro, a Miguel Palacios. De pie sobre la
barricada, dando desdeñoso la espalda al peligro que pueda representar que
disparen sobre él desde el cuartel, el teniente Moreno explica a voces:
—Vamos a pedirles que se rindan, que se convenzan de que están solos y
nada tienen que hacer contra el Gobierno y el pueblo…
Mirando hacia el cuartel puedo ver un grupo formado por tres individuos que
avanzan despacio por el centro de la calle. Uno de ellos lleva un pañuelo blanco
atado a un palo que agita por encima de su cabeza. Seguidos con ojos anhelantes
por la multitud, ascienden despacio por las rampas del cuartel, llegan hasta una
de las puertas y se detienen. A los pocos segundos, aparecen un sargento y
algunos soldados que hacen pasar a uno de los integrantes del grupo, mientras los
otros quedan esperándole a la entrada del cuartel.
—Es un compañero de Delicias. Hacía falta un voluntario y fue el primero en
ofrecerse.
Quien me informa es Barreiro, secretario del Ateneo de Barrios Bajos.
Empuña un fusil y parece ansioso por seguir disparándolo. A su lado, con fusiles
unos pocos, con pistolas o escopetas de caza otros, sin armas la may oría, están
numerosos militantes de la barriada. Incluso algunas mujeres que no son las
menos ansiosas de que la lucha se reanude cuanto antes.
—No hacemos más que perder el tiempo —gruñe Barreiro malhumorado—.
Los tipos ésos no querrán entregarse.
—¡Peor para ellos, porque los barreremos…!
El ruido de un avión nos fuerza a levantar la cabeza. Son dos por lo menos los
aparatos que surcan el cielo madrileño en esta mañana tormentosa. Vuelan bajo,
muy bajo, rozando casi los tejados. Parece que han pasado varias veces sobre la
Montaña dejando caer, octavillas y manifiestos desdeñando el riesgo de ser
alcanzados por algún balazo. En esta ocasión, los aviones no vuelan sobre la
vertical del cuartel, sino sobre la Plaza de España y se alejan por encima de la
Gran Vía. Uno de los pilotos inclina medio cuerpo fuera de la cabina y saluda
con el puño cerrado. La multitud le contesta con gritos y aclamaciones.
—Lo que hace falta —afirma Villanueva, un militante de la Construcción que
ay er estaba en la Modelo y que dentro de unos meses morirá peleando como
comisario en Teruel—, es que se dejen de tirar papeles y arrojen bombas.
—Las tirarán, no te preocupes, si tardan media hora en entregarse.
—Aunque acaso con la artillería hay a suficiente. Fíjate ahí…
Me fijo. Aunque hasta ahora no ha sonado un solo cañonazo, puedo ver tres
cañones. Uno, del 15, acaban de emplazarlo en los jardines de Ferraz, a setenta u
ochenta metros del cuartel. Quienes lo han llevado hasta allí se han jugado la vida
para hacerlo porque el lugar está batido por los fuegos de la Montaña. En torno al
cañón hay un teniente y algunos militares con la gorra puesta, pero en mangas de
camisa. También un grupo numeroso de paisanos, armados con fusiles y pistolas,
parapetados tras una columna metálica que sostiene unos cables de alta tensión,
los árboles del jardín, el quicio de la iglesia y el convento de los carmelitas o
tirados en el suelo al amparo de los bancos.
Otros dos cañones del 7,5 aparecen colocados un poco más lejos, en lo alto de
la calle de Bailén, delante de los jardines de Caballerizas. Junto a los cañones,
colocados en posición de disparo, están los camiones que los arrastran. Aun
siendo de reducido calibre, sus efectos pueden ser enormes tirando a escasa
distancia. Y más que los daños materiales, los estragos que produzcan en el
ánimo de los sitiados.
—¡Ahí vienen, ahí vienen…!
El que entró en el cuartel vuelve a salir, se reúne con sus dos acompañantes y,
siempre tremolando el pañuelo blanco vuelven, con may or prisa que al alejarse
hacia la esquina de la calle Ferraz y la Plaza de España.
—Lo que y o suponía —murmura Barreiro, al ver los gestos de los
parlamentarios—. No han conseguido nada.
—¡Preparados todos! ¡Ahora va a empezar en serio…!
Los parlamentarios llegan a la barricada. Sus palabras, dando cuenta de la
negativa a rendirse de los sitiados, no sorprenden a nadie. Una may oría había
previsto la inutilidad de la gestión antes de emprenderla; el resto lo comprendió
tan pronto como Carmona —el compañero que presentó el ultimátum de los
sitiadores— salió del cuartel y las puertas se cerraron a piedra y lodo a su
espalda.
—Tenemos que ser los primeros en entrar —dice Mora que, junto a la
barricada, da instrucciones a medio centenar de militantes de la Construcción—.
¡Y no lo olvidéis: lo que nos importa por encima de todo son las armas!
Oigo repetir lo mismo cien veces durante la hora siguiente. Es la consigna
dada por la CNT. Procede a un mismo tiempo del Comité Nacional, del Comité
de Defensa, de la FAI y de todos los centros de las barriadas. En el reparto de
armas de la víspera, la organización ha sido dada un poco de lado por los que
hicieron el reparto y sólo tiene las que pudieron conseguir sus muchos millares de
afiliados en el asalto a las armerías o al apoderarse de algún camión que las
transportaban. Tiene probablemente más hombres que nadie en la calle y con el
ánimo preciso para luchar como sea y contra quien sea. Aquí mismo están en
may oría entre los paisanos, como demuestran sus gritos y los pañuelos
rojinegros. Pero muchos tienen que esperar impacientes con las manos vacías.
—¡Todas las armas a la organización, compañeros…!
Es posible que para los demás partidos u organizaciones hay a armas en
abundancia si el Gobierno —que ahora no existe prácticamente—, consigue
imponer su autoridad sobre los sublevados. Para la CNT, no. Si quiere armarse
tendrá que hacer lo mismo que ay er y que siempre: buscar las armas donde se
encuentren y apoderarse de ellas. Nada se le dará de regalo y lo sabe. Tendrá
que conseguirlo todo —como lo ha conseguido siempre—, a costa de esfuerzos,
de sacrificios y de sangre.
—¡Atención todos! ¡Empezamos de nuevo…!
Unos disparos sueltos, que nadie se molesta en averiguar de qué parte
proceden, desencadenan de nuevo la lucha con cien veces may or violencia. No
es sólo que durante la media hora de pausa hay an llegado a la Plaza de España, a
Rosales y a las calles inmediatas unos centenares más de hombres, algunos
armados; es, fundamentalmente, que ahora se dispara con may or rapidez, con
may ores ansias de terminar, con el convencimiento en todos de que se trata de la
pelea decisiva que debe llegar a su final mucho antes de que concluy a esta
dramática mañana.
Tiran desde el cuartel y replican desde la calle o viceversa. Disparan los
sitiados desde balcones y ventanas, parapetados tras los fuertes muros de la
Montaña, manejando ametralladoras emplazadas en puntos bien elegidos para
barrer las calles, alzando una barrera de plomo y muerte al paso de los sitiadores.
Contestan los guardias y los paisanos, manejando las ametralladoras instaladas en
las terrazas de los edificios cercanos, corriendo de árbol en árbol para acercarse
más y más al cuartel, arrastrándose por el suelo para ofrecer menos blanco a las
balas, asomando más de medio cuerpo en las esquinas o por encima de las
barricadas para apuntar rápidos antes de apretar el gatillo.
—¡Ahora viene lo bueno…!
El ronroneo de un avión se sobrepone a los ruidos del combate. Todos
levantamos la cabeza. Un viejo Breguet vuela a baja altura por encima de los
edificios. Todos dan por descontado que va a tirar alguna bomba sobre el cuartel.
Los sitiados lo temen, y un momento dejan de disparar contra los sitiadores para
volver hacia el avión las armas que empuñan. Pero sea porque los disparos le
impiden acercarse o porque el objetivo del piloto no sea en este momento el
bombardeo de la Montaña, el aparato no vuela por encima del cuartel; lo deja a
un lado y da media vuelta para perderse de vista volando sobre la Moncloa
primero y la Casa de Campo después.
La desilusión de la gente no tiene tiempo para manifestarse. De un lado
porque las ametralladoras de la Montaña tornan a tirar, y guardias y paisanos
contestan con redoblada violencia. De otro, y fundamental, porque la artillería,
silenciosa hasta este momento, entra en acción. Son primero las dos piezas del
siete y medio. El estrépito del primer cañonazo provoca una tempestad de gritos
y aclamaciones.
Todos esperan que la granada lanzada estalle en la fachada de la Montaña
abriendo un amplio boquete por donde puedan penetrar los asaltantes. Pero el
proy ectil pasa muy por encima del cuartel y va a perderse nadie sabe dónde. Lo
mismo ocurre con el segundo cañonazo. Un profundo rumor de decepción se
eleva de las filas sitiadoras. Algunos expresan su recelo y desconfianza a gritos.
—¡Tiran alto adrede…!
El teniente Moreno y varios de los oficiales que le rodean cortan a voces los
recelos populares. Los dos primeros cañonazos han sido, aparte de un homenaje
a Faraudo y Castillo, muertos recientemente, otros tantos avisos para los sitiados.
Tendrán que rendirse si no quieren ser destruidos.
—Ahora y a saben que nuestros cañones disparan —grita Moreno—. ¡Qué no
es posible fallar un blanco como la Montaña tirando a cero y desde ochenta
metros!
Algunos no acaban de convencerse. A aumentar su inquietud viene entonces
el eco lejano de unas explosiones. ¿Se está luchando a cañonazos en
Campamento o algún otro de los cantones? Es probable, y la probabilidad nada
tiene de agradable. Teodoro Mora, que ha estado hace unas horas con los
hombres del puente de Segovia y las milicias que Mangada ha concentrado en la
Casa de Campo, afirma que ni unos ni otras tenían cañones.
—Pero sí los tienen en Campamento. Si alguien los maneja, tienen que ser los
sublevados.
Yo pienso en el cañón que al amanecer subían por Atocha remolcado por un
tranvía y que no está en los alrededores de la Montaña. ¿No han podido llevarle
hacia la carretera de Extremadura? Nadie de quienes me rodean puede contestar
la pregunta. Ni siquiera les interesa hacerlo, concentrada por entero su atención
en lo que tienen más próximo. Muchos ojos se clavan entre esperanzados y
recelosos en el teniente que, secundado por algunos soldados y guardias, cambia
de emplazamiento las piezas del siete y medio. Un metalúrgico de Barrios Bajos
viene corriendo a juntarse con Barreiro en la barricada, pregonando a voces su
optimismo. Conoce al militar que maneja los cañones y tiene plena seguridad en
su republicanismo.
—¡Ahora los va a cascar de buten…!
Pero antes que los cañones pequeños tornen a disparar, lo hace por vez
primera el del quince colocado ante la iglesia de los Carmelitas en el arranque de
la calle de Ferraz. La fuerte detonación se sobrepone a todos los ruidos y parece
hacer temblar ligeramente los edificios cercanos. Antes de que se extinga su eco
viene a unírsele otra may or: la explosión de la granada. Da de lleno en la
fachada del cuartel, que un momento desaparece de nuestra vista oculta por el
humo y la polvareda.
Cuando se disipa la humareda, todos pueden comprobar que uno de los
balcones ha sido arrancado, y una amplia brecha, que probablemente atraviesa
los fuertes muros, se abre en la imponente fachada. Hay quien asegura que en
ese balcón estaba emplazada momentos antes una ametralladora. Es fácil
imaginarse lo que, de ser cierto, habrá sido de la máquina y sus servidores.
Un clamoreo ensordecedor acoge la puntería de quienes manejan el cañón
del quince. Son muchos los que, inconscientes del peligro que corren, abandonan
resguardos y barricadas para correr jubilosos hacia el punto en que está
emplazada la pieza. Pero la lucha continúa, y desde el cuartel disparan
contestando a los sitiadores, y algunos de los que abandonan esquinas y parapetos
caen mucho antes de llegar donde se proponen.
Tardan bastante en volver a cargar el cañón del quince. De un lado porque,
aparte del teniente que manda la pieza, faltan artilleros auténticos, suplidos por
espontáneos con mejor voluntad que acierto; de otro, porque el fuego graneado
que hacen desde el cuartel dificulta la maniobra. Antes de que esté en
condiciones de hacerse oír de nuevo, los hacen dos cañoncitos del siete y medio
colocados en sus nuevos emplazamientos.
Dan ahora donde la multitud espera. Las granadas estallan en la fachada y en
la parte alta del cuartel, destrozando parte del tejado, haciendo retirarse
precipitadamente a varios grupos que manejan ametralladoras emplazadas en
balcones y ventanas. Con todo, los efectos de estos cañonazos son mucho
menores que los de la pieza que tira desde los jardincillos de Ferraz. Como
compensación disparan mucho más rápidos. Tanto, que llegan a dar la clara
impresión de que el teniente que los manda dispone de una batería completa.
En cualquier caso, cada cañonazo aumenta el júbilo y la confianza de los
sitiadores, tanto como debe deprimir la moral de los sitiados. A completar el
efecto moral y material de la artillería viene ahora la aviación. En esta ocasión
son dos los aparatos los que se aproximan procedentes de Cuatro Caminos o
Getafe. Vuelan bajo, aunque quizá un poco más alto que los aviones que pasaron
anteriormente sobre la plaza de España. Estos de ahora lo hacen directamente
sobre la Montaña. Pican cuando están a poca distancia y pasar casi rozando los
tejados; dejan caer algo y se elevan rápidos, casi verticales, huy endo de los
efectos de la explosión de las bombas que acaban de lanzar.
El violento estallido hace temblar la tierra. Mientras los aviones se alejan,
perseguidos por los balazos de los sitiados, que no han conseguido alcanzarles, por
encima del cuartel se eleva una nubécula de humo. En las calles cercanas la
intervención efectiva y demoledora de la aviación es acogida con clamores de
entusiasmo.
—Todos a la carrera cuando suene el cañonazo.
Son los compañeros del Ateneo del Sur que, armados de pistolas y escopetas,
se ponen de acuerdo para aproximarse al cuartel lo más posible. Lo hacen, en
efecto, cuando de nuevo deja oír su voz la pieza del quince y aprovechando el
momentáneo silencio que la explosión impone a los defensores y la protección
que les ofrece la nube de humo y polvo levantada. Corren a toda velocidad por
los jardines, sorteando las balas, resguardándose en los troncos de los árboles,
hasta casi ganar el acceso de las rampas, donde se tiran al suelo para seguir
disparando.
Entre los que corren, desdeñando las avispas de plomo que zumban junto a
sus oídos, reconozco a varios militantes sindicales. Varios ocupan cargos
destacados en la organización confederal, pertenecen a los comités regionales e
incluso al comité nacional. Están aquí, naturalmente, no porque nadie les obliga o
se lo mande, sino porque su conciencia les señala que deben ocupar los puestos
de peligro y jugarse la vida sin la menor vacilación.
Igual sucede con socialistas y comunistas. Los primeros, mucho más
numerosos, desmienten con el ejemplo de sus dirigentes las acusaciones
reaccionarias que pretenden que los jefes se esconden mientras dan la cara los
obreros engañados. Aquí, en torno a la Montaña, luchando en primera línea, están
muchos que las fuerzas reaccionarias considerarían como jefes. Pistola en mano,
dispuesto a saltar el parapeto y correr hacia el cuartel, está Ricardo Zabalza,
secretario de la Federación de Trabajadores de la Tierra. Y Carlos Rubiera, que
lo es de los empleados y dependientes de la UGT. Incluso artistas famosos como
el pintor Quintanilla. O el escultor Barral. (Barral que, cuatro meses después,
morirá cerca de aquí, cerca del lugar en que todavía se alza su monumento a
Pablo Iglesias, luchando en el parque del Oeste durante los días azarosos de
noviembre).
—¡Una bandera blanca…!
—¡Ya se rinden…!
—¡Vamos por ellos de una vez…!
—¡A la carrera, compañeros…! Si nos retrasamos, las armas…
La bandera, un simple trapo blanco, continúa tremolando en un balcón del
segundo piso del cuartel, en el ángulo mismo que forma entre la calle de Ferraz y
el comienzo de Rosales. Nadie duda de que se trata de la rendición de sus
defensores, perfectamente justificada, en opinión de muchos, por el efecto de los
cañonazos y las bombas de aviación. Confirmando esta impresión, cesan de
pronto los disparos. ¿Quién deja de tirar primero? Nadie se lo pregunta en este
momento. Lo único efectivo es que fusiles y ametralladoras suspenden de
repente su dramático dialogar.
—¡Adelante…! ¡Viva la República…!
Un guardia de asalto grita arengando a las masas mientras echa a correr
hacia el cuartel, agitando en el aire el fusil que empuña. Cientos de personas le
imitan. En medio de un alboroto ensordecedor de gritos y vivas, la multitud
abandona barricadas y parapetos para aproximarse a la Montaña.
Aunque la may oría son hombres, mezclados con ellos van bastantes mujeres
e incluso algunos chicos a los que no ha habido manera de alejar de los lugares
de pelea. Unos y otros, todos, creen que la lucha ha concluido y se adelantan
confiados, seguros de no correr el menor peligro. Son pocos los que quedan en los
improvisados parapetos y los que continúan en sus puestos de los balcones y las
terrazas de los edificios próximos. Pero incluso éstos abandonan un momento sus
armas para erguirse detrás de los colchones o sacos terreros para contemplar a la
gente que se dirige a las puertas de la Montaña.
De pronto se produce lo inesperado. He sobrepasado el final de Ventura
Rodríguez y llego a la desembocadura de Luisa Fernanda cuando suenan las
primeras descargas. El guardia que avanzaba delante de todos tremolando el fusil
sobre la cabeza, se hunde verticalmente con un negro agujero en mitad de la
frente. Otros caen a su lado de entre quienes avanzan en las primeras filas.
El asombro paraliza un instante a la multitud, vocinglera y alborozada media
minuto antes. Se hace un profundo silencio mientras la gente, desconcertada, no
acaba de comprender lo que sucede. Yo mismo me resisto a creer que el cuadro
que contemplo sea efectivo y real. Estoy en el centro de una calle céntrica, en
una mañana calurosa de julio y muchedumbre que llena la calzada ha
enmudecido, mientras hablan con palabras de muerte las armas de fuego. Caen
algunos a mi alrededor, mientras otros, salidos de su estupor, corren hacia la
esquina más próxima.
—¡Atrás…! ¡Atrás…! ¡Es una trampa…!
Tras unos momentos de vacilación, la muchedumbre vuelve a la carrera a
sus puntos de partida. Lo hace rápida, aguijoneada por las balas que silban como
avispas de plomo cerca de sus oídos. Como muchos de los que avanzaban, estoy
ahora en la calle de Luisa Fernanda. La gente corre pegada a las paredes,
rehuy endo los balazos que barren la calzada. Sólo se detiene al ganar la calle de
Mendizábal, que la cruza, y donde se está a cubierto de los disparos.
—¡Ha sido una trampa indigna! —masculla furioso un hombre de mediana
edad con un pañuelo rojo anudado al brazo izquierdo, mientras trata de taponar
con ambas manos una herida en la pierna.
El tiroteo se ha reanudado con mucha may or violencia o intensidad.
Trabajosamente, con grave riesgo de la vida de quienes participan en la tarea,
van siendo retirados algunos de los que cay eron en medio de la calle de Ferraz y
en los jardines próximos.
Los camilleros de la cruz roja y los espontáneos que les ay udan corren hacia
una ambulancia cercana con el cuerpo ensangrentado y exánime de una
muchacha. Podrá tener veinte o veintidós años y va con la blanca blusa teñida de
rojo, los ojos cerrados y un rictus de intenso sufrimiento en el semblante.
—Es la Peque de Cuatro Caminos —dice uno que la conoce—. Iba con un
grupo de su barrio cuando un balazo…
Truenan de nuevo los cañones coreados por los gritos de los sitiadores cada
vez que dan en el fácil blanco. Cinco minutos después, la lucha tiene una
violencia superior a la de cualquier momento anterior. Si tiran con may or
intensidad los que atacan el cuartel, también contestan sus defensores con más
rapidez y acierto, impidiendo la aproximación de sus adversarios. Pese a la
enorme ventaja que representan en favor de los presuntos asaltantes el empleo
de la artillería y la aviación, la decisión de quienes pelean enfrente mantiene
equilibrada la pelea durante minutos interminables.
Hay, no obstante, en estos momento de creciente intensidad en la pelea quien
asegura haber visto de nuevo un pañuelo en alguna de las ventanas. Cuando lo
dice, no consigue que le crea nadie. No sólo porque cuantos le rodean no llegan a
ver el trapo blanco, sino porque el combate por ambas partes alcanza en ese
instante su máxima violencia.
—¡Calla de una vez —le interrumpe despectivo uno de sus oy entes— y deja
y a de ver visiones…!
—La verdad —agrega otro, mientras se agacha tras el parapeto para cargar
el fusil— es que esos tíos de enfrente pelean como hombres.
La forma en que se defienden, al cabo de unas horas de comenzar la lucha,
pese a encontrarse totalmente aislados y sin disponer más que de fusiles y
ametralladoras frente al superior armamento adversario, no deja lugar a la más
remota duda. Los sitiadores podrán discrepar de sus ideas políticas, pero tienen
que reconocer y admirar la entereza y decisión con que las defienden. Si una de
las grandes tragedias españolas es saber luchar y morir mejor que vivir y
entenderse, no cabe duda de que los de dentro y los de fuera hacen honor, en
general, a sus características raciales.
Es posible, probable incluso, que los sitiados luchen en condiciones de
inferioridad may ores de las que parecen a primera vista. No sólo por estar
sitiados, sino por no existir entre ellos la unanimidad que entre quienes les atacan.
Afuera, todos —guardias, militares, republicanos, socialistas, libertarios y
comunistas—, han olvidado momentáneamente cuanto les separa; dentro no
ocurre lo mismo. Si los militares y los voluntarios monárquicos y falangistas
luchan con decisión, perfectamente hermanados, no ocurre lo mismo con
algunos de los soldados, pertenecientes a los partidos y organizaciones
izquierdistas.
—No sé lo que pasa dentro —comenta dubitativo un guardia de asalto que en
uno de los avances ha llegado muy cerca de la Montaña—. Juraría que en el
interior del cuartel sonaban muchos más disparos que los que hacían contra
nosotros…
Para Tomás Lallave, al que vuelvo a encontrar en la calle de Mendizábal, el
hecho tiene la fácil explicación de que en la Montaña debe haber en estos
momentos más de un millar de soldados, trabajadores en su may oría.
—Muchos pertenecen a la UGT y a la CNT. Conozco entre ellos a un puñado
de buenos compañeros. Si pueden hacer algo por ay udarnos…
Cabe la posibilidad de que lo están haciendo. Es probable incluso que la
bandera blanca aparecida hace media hora en los balcones del cuartel no sea,
como la gente supone, una trampa para los sitiados, sino que la hay an puesto
quienes desean terminar cuanto antes la lucha por simpatizar con los sitiadores.
—Quizá hay an pagado caro el hacerlo —añade—. Pero más caro puede
costamos a nosotros si tardamos unas horas en entrar. Parece que ha salido una
columna de Campamento y si llega a juntarse con los hombres de la Montaña…
Aguzando el oído y en algunos momentos de relativa calma, se oy e lejano el
estampido de algunos cañonazos. No parece que los guardias ni las milicias
concentradas en la Casa de Campo al mando de Mangada dispongan de
Artillería. Se impone, pues, la conclusión de que son los sublevados quienes
manejan los cañones. ¿Podrán impedirles avanzar los guardias y las milicias, sin
disciplina militar ni mandos adecuados?
—En el mejor de los casos, cabe la duda. Es suficiente para esforzarnos
terminar aquí cuanto antes.
Rápidamente la orden corre de un extremo a otro de las líneas que cercan la
Montaña. Hay que aprovechar los momentos en que la explosión de las granadas
artilleras imponen un momentáneo silencio a los defensores para tratar de
aproximarse más y más al cuartel y tratar de penetrar, por donde sea y como
sea, pero entrar…
—En cuanto entren los primeros…
Transcurre largo rato, no obstante, antes de que se consiga. Despreciando el
peligro, grupos cada vez más nutridos corren al estallar las granadas para
colocarse al amparo de las mismas rampas que dan acceso al cuartel. Caen no
pocos antes de lograrlo, pero al cabo más de doscientos hombres, vestidos de
cualquier manera, con las armas más heterogéneas, están agazapados a veinte
metros de los muros de la Montaña, aguardando impacientes y tensos el
momento del asalto.
Grupos más numerosos aún bajan por Luisa Fernanda, Rey Francisco y
Evaristo San Miguel, pegándose a las paredes de las casas, llevando como
protección coches y camiones en los que han colocado colchones o sacos
terreros. Otros corren de árbol en árbol en Rosales o se acercan por el
pronunciado talud que señala el comienzo de los jardines del parque del Oeste.
Algunos ascienden disparando desde la parte trasera de las oficinas del Norte en
el paseo del Rey.
Es un espectáculo sorprendente e impresionante. Cuesta trabajo admitir su
realidad. Uno tiene la impresión de estar viendo una de las muchas películas que
sobre la Gran Guerra inundan las pantallas de todos los cines y se resiste a creer
que la lucha es de verdad, que las balas son de plomo y que quienes caen aquí y
allá lo hacen para no levantarse más. Incluso la presencia de periodistas y
fotógrafos que habrán de contar y retratar la batalla entablada, da a esta misma
lucha ciertos aires de irrealidad.
Mezclados con los combatientes, agazapados tras los árboles de Ferraz o de
Rosales, ocupando puestos de peligro, descubro a varios compañeros de La
Libertad; también a otros de diversos periódicos. Son los mismos que a diario
hacen información en el Parlamento o en los centros políticos; están, asimismo,
casi todos los redactores de sucesos. Algunos, jóvenes o viejos, impulsados por
sus ideas o sentimientos, participan activamente en la lucha, empuñando las
armas que han podido agenciarse o esperando impacientes en primera línea
poder hacerse con alguna. Otros, y acaso sean los más sorprendentes, en actitud
puramente profesional.
Un par de fotógrafos, ante la iglesia de los Carmelitas, en un lugar batido por
los disparos de unos y otros, retratan una y otra vez el cañón del 15 que dispara
contra el cuartel, a los guardias que manejan sus fusiles en las esquinas cercanas,
a los obreros que, pistola en mano, avanzan agachados para acercarse a la
Montaña. Lo hacen con tranquilidad, con calma, escogiendo ángulos y
posiciones. Dan la clara sensación de que la lucha no fuera con ellos; que
tuvieran la seguridad de que los disparos son de simple fogueo y el plomo que
silba en torno suy o, que desgarra las carnes de obreros y guardias, no pudiera
alcanzarles a ellos.
Parecida es la actitud de algunos periodistas. Más que en plena batalla,
parecen estar en los pasillos del Congreso o en la puerta del Palacio Nacional
durante la tramitación de una crisis, interrogando a los personajes políticos que
salen de evacuar alguna consulta. Con unas cuartillas en la mano, preguntan a
quienes le rodean y toman tranquilamente notas y apuntes para la información
que escribirán unas horas después.
Martínez Olmedilla es un republicano moderado, redactor del Heraldo.
Hombre pacífico, pasa y a de los cuarenta años. Está, como tantos otros, no en
actitud combativa, sino profesional. Con su aire bohemio y burgués a un tiempo,
con su chalina y su pipa, va de un grupo a otro, ignorando las balas que le
siluetean, recogiendo nombres y datos.
—¡Al asalto todos…! ¡Viva la República…!
Son las doce de la mañana. Millares de hombres —monos desgarrados,
barbas crecidas, ojos de no dormir en tres noches— se lanzan adelante a pecho
descubierto. Tabletean las ametralladoras de la Montaña y las ráfagas abren
anchos claros en sus filas. Pero si una fila de atacantes caen, los que le siguen
saltan sobre ellos y prosiguen su carrera, ansiosos por vengarlos. Un grupo de
trabajadores asciende rápido por las escaleras que conducen a la explanada que
se abre ante el cuartel y corren a pegarse a las paredes de la Montaña para no
ser alcanzados por los que disparan dentro desde ventanas y balcones. Un minero
se adelanta resuelto hacia una de las puertas y lanza un cartucho de dinamita con
la mecha encendida.
Cae antes de que el cartucho alcance su objetivo y sería difícil saber si se tira
al suelo para rehuir los efectos de la explosión o ha sido alcanzado por algún
balazo. En cualquier caso, nadie se fija en él, porque casi en el mismo instante de
caer hace explosión la dinamita. Vuela por los aires el parapeto formado ante el
portalón de entrada, la ametralladora que manejaba un oficial, parte de la puerta
y algunos de sus defensores.
—¡Adentro…! ¡Seguidme todos…!
Pistola en mano, Ricardo Zabalza gana en dos saltos la puerta deshecha. Tras
él avanza un grupo nutrido de obreros y unos guardias de asalto. Tiran desde el
interior del cuartel y un momento se resguardan en el quicio de entrada para
contestar al fuego adversario. Luego, uno tras otro, pegados a las paredes,
penetran en el amplio portalón con rumbo al patio del cuartel de infantería. Un
coche, materialmente acribillado a balazos, llega nadie sabe cómo ni de dónde
ante la puerta y penetra difícilmente hasta el mismo patio, donde siguen luchando
grupos de oficiales, falangistas y soldados. En el coche va el comité de un Ateneo
de barriada; la mitad de sus ocupantes morirán antes de que en la Montaña se
extingan los ecos de la empeñada pelea.
A los primeros grupos siguen sin tardanza otros. Unos centenares de
milicianos, ferroviarios y guardias, inician paralelamente el asalto, subiendo por
el talud que cae sobre la estación del Norte. Saltando las tapias, caen sobre el
patio del gimnasio primero, penetran por las ventanas de la planta baja y pronto
coinciden en el patio central con los que han entrado por la puerta volada por la
dinamita.
Mientras se lucha encarnizadamente en el patio central y las distintas plantas
del cuartel de infantería, grupos nutridos emprenden el asalto de los de zapadores
y alumbrado. Los cañones han dejado de disparar, pero sigue el nervioso tableteo
de las ametralladoras. No obstante, y aunque algunos de los que avanzan se
derrumban de pronto con una trágica cabriola, centenares de obreros y guardias
ganan la explanada que se abre ante el edificio. Cuando un cartucho de dinamita
o una granada de mano surca los aires con dirección a una puerta o una ventana,
la gente se tira de bruces al suelo. Un segundo después, cuando la explosión ha
limpiado de enemigos y obstáculos el camino que desean seguir, abriendo una
brecha por donde llegar al corazón mismo de la Montaña, se ponen en pie y
corren con toda la velocidad que les permiten sus piernas.
A los pocos minutos se pelea no sólo en la parte del cuartel de infantería, sino
en la correspondiente a los otros dos. Abandonando decididamente la protección
de las barricadas, de las casas o de las esquinas, centenares y centenares de
personas, entre las que abundan mujeres y chicos, llenan ahora la calle Ferraz,
los jardines, las rampas de acceso o incluso penetran en el cuartel, pese a que se
continúa combatiendo encarnizadamente en su interior. A uno de los balcones de
la planta primera, medio destrozado por un cañonazo, se asoma un muchacho
joven, alto, delgado, con el pelo revuelto y aire de júbilo. Nervioso, empieza a
arrojar a sus amigos que esperan en la explanada los fusiles de que ha logrado
apoderarse mientras grita a todo pulmón:
—¡Entrad todos…! ¡El cuartel es nuestro!
No es verdad, ni lo será antes de media hora. Todavía quedan por doquier
núcleos aislados de resistencia, donde grupos de militares y voluntarios pelean
con heroísmo haciendo pagar cara su propia vida. Son unos centenares de
hombres que en el momento más crítico y dramático, cuando todo puede
considerarse perdido, pelean con bravura indómita demostrativa de su entereza
varonil. Pero, franqueadas las puertas de entrada, su número disminuy e con el
mismo ritmo con que aumentan los guardias y milicianos que les combaten. Se
entablan encarnizadas peleas de un extremo a otro de los patios, de un piso a otro,
en las escaleras y en las galerías. Poco a poco los defensores van siendo vencidos
por la superioridad aplastante de sus adversarios.
Unos guardias de asalto emplazan una ametralladora en la galería principal
de uno de los patios. La máquina abre grandes huecos en los grupos que resisten.
No por ello, dejan de luchar los defensores. Aun convencidos de la imposibilidad
de alcanzar la victoria, siguen peleando contra todo y contra todos, haciéndose
matar antes que rendirse.
Aquí y allá empiezan a surgir grupos de soldados con los brazos en alto y
vitoreando a la República. Casi todos ellos muestran en alto los carnets políticos
que les acreditan como afiliados a los partidos republicanos o a los sindicatos
obreros. Todos aseguran a gritos que están al lado de los asaltantes y que si
dispararon lo hicieron contra su voluntad, cosa que puede ser verdad o no serlo.
Un suboficial, que pregona a voces su filiación socialista y al que conocen
personalmente algunos de los asaltantes, acaba de ser sacado del calabozo en
unión de varios otros soldados.
—Nos encerraron el sábado por la mañana —explica a quienes le rodean—,
y si llegan a triunfar…
Unos soldados confirman tanto el encierro del suboficial como el peligro
corrido. Provisto de una pistola y seguido por muchos, el suboficial anuncia a
gritos su deseo de encontrar a los jefes de la rebelión. Marcha hacia el cuarto de
banderas, donde supone que estarán aún los oficiales de su regimiento con el
coronel don Moisés Serra a la cabeza. Están, en efecto, pero muertos.
Aunque resulta herido por uno de los primeros cañonazos, el coronel Serra ha
luchado con valor y energía hasta el último instante. Recorriendo constantemente
los puntos de may or peligro ha procurado mantener en alto el espíritu de los
defensores. Incluso después de irrumpir en la Montaña los asaltantes ha seguido
combatiendo, intentando agrupar a sus hombres para intentar abrirse paso a la
desesperada. Con él, en torno a él, un grupo nutrido de jefes y oficiales pelea con
decisión inquebrantable. Una may oría se hace matar en la desigual contienda. Al
final, algunos que todavía sobreviven a las heridas sufridas, prefieren levantarse
la tapa de los sesos a entregarse. Tanto en el cuarto de banderas, como en los
despachos y oficinas, como en el cuarto de suboficiales, hay muchos militares
muertos.
—Pero aquí no están —afirma el suboficial socialista— ni los generales
Fanjul y Villegas, ni el coronel Quintana.
Afirma que el coronel mandaba el regimiento de zapadores y que los dos
generales dirigían la sublevación de Madrid. ¿Dónde se encuentran ahora? Es
probable que se hallen en la parte del inmenso cuartel donde aún prosigue la
lucha; que, rodeados de oficiales y voluntarios decididos y resueltos, pretendan
incluso abrirse paso a tiros para salir de la Montaña y escabullirse por las calles
próximas.
Varios periodistas penetran en el cuartel de Zapadores cuando todavía silban
las balas, y hay que agacharse para cruzar el patio a la carrera o esperar,
resguardado tras de alguna pilastra o tirado en el suelo, a que cese el tiroteo. Aquí
son mucho más numerosos los soldados que se mezclan con los asaltantes y
exteriorizan su júbilo al saber que están licenciados por el gobierno y podrán
marcharse inmediatamente a sus casas. Abundan también los prisioneros
militares y paisanos, custodiados por grupos de guardias que se esfuerzan por
defenderles contra las iras de algunos energúmenos que quizá pretenden
disimular con su actitud en este momento su excesiva prudencia en el instante del
asalto. Pero entre los detenidos no están los dos generales.
—Se los llevaron hace poco hacia el cuartel del Alumbrado —indica alguien
—. Se hizo cargo de ellos un comandante de asalto.
—Los van a sacar por la parte de Rosales —ratifica un guardia— antes de
que la gente se entere y haga una barbaridad.
Vamos hacia allá dando una vuelta considerable, sin prestar mucha atención a
las descargas cerradas que nos llegan distantes, probablemente del cuartel de
Infantería, seguidas de unos disparos sueltos. Pronto encontramos unas
camionetas de asalto y unos autocares en que han metido a los prisioneros.
Protegiéndoles están fusil en mano una treintena de asalto, rodeados por un grupo
de paisanos, cuy o número aumenta por segundos y dan muestras de nerviosismo
y excitación.
—¡Dejadnos que terminemos con ellos! —pide a voces un tipo sudoroso y
mal encarado.
—Recibirán su castigo —asegura un teniente de asalto que trata de calmar a
los paisanos—. Pero antes tenemos que juzgarles porque la República y la Ley …
—¡Pamplinas…! La Justicia popular…
—Cumplimos órdenes del Gobierno…
—Pero el pueblo en armas…
Suben de punto las voces y la disputa amenaza terminar a tiros. En las
camionetas hay y a una veintena de detenidos. Están, en general, en mangas de
camisa, destocados, con un gesto de cansancio y agotamiento. Varios han
resultado heridos y tienen manchas de sangre en las ropas.
Todos los rostros me resultan totalmente desconocidos. Sólo creo reconocer
de lejos a uno, al que varios guardias parecen custodiar y proteger con especial
atención. Es un hombre de mediana estatura y complexión, rostro inteligente y
barbita blanca, que ha resultado ligeramente herido en la lucha. El general Fanjul
ha sido diputado en varias legislaturas, subsecretario del Ejército hasta hace cinco
meses, con Gil Robles como ministro y formado en numerosas comisiones
parlamentarias. Aun en este trance angustioso, difícil, mantiene su entereza y
contempla sereno a los paisanos que gritan. Probablemente no se hace muchas
ilusiones respecto al porvenir; pero si no pudo vencer porque la suerte le fue
adversa, demuestra que sabe perder.
—¿Dónde les llevan? —pregunto a un capitán de asalto, que da apresuradas
instrucciones a los conductores de los vehículos y a los guardias que les protegen.
—A Gobernación. El general Pozas ha dado órdenes terminantes de
conducirles allí.
Las camionetas se ponen en marcha en medio de los gritos de una parte de
los paisanos. A la gente que acaba de asaltar la Montaña le disgusta que los
guardias custodien a sus adversarios.
—¡Todos merecen acabar colgados! —vocifera iracundo un individuo
corpulento, en mangas de camisa, con un pañuelo rojo anudado en torno al brazo
izquierdo y un fusil en la mano derecha—. ¡Y también a quienes les amparan y
defienden!
—Los guardias cumplen con su deber —le hace cara resuelto un muchacho
alto, delgado, que ni en plena lucha y a mediodía de un tórrido día de julio, ha
prescindido de chaqueta y corbata, pero que ha sido uno de los primeros en
penetrar en el cuartel—. La República no puede consentir que nadie se tome la
justicia por su mano.
—Pero la revolución…
—La revolución debe ser el imperio de la ley, no la satisfacción de las malas
pasiones de cada uno. Lo que sucedió ahí dentro, hace quince minutos, fue una
salvajada que no puede volver a repetirse.
Acalorado, cuenta con gesto de profunda indignación cómo unos grupos de
energúmenos, prevaliéndose de las circunstancias y dando rienda suelta a sus
instintos de fieras sedientas de sangre, han asesinado en uno de los patios a
muchos de los sublevados, una vez hechos prisioneros. Sólo la enérgica
intervención de unos guardias y de los elementos responsables de distintos
partidos pudo poner coto a la barbarie desatada.
—Matar a prisioneros indefensos es una canallada, lo haga quien lo haga.
—¿Querías acaso —replica airado el individuo corpulento— que les diéramos
un premio por lo que hicieron?
—No. Quiero que se les castigue si lo merecen, pero después de haber sido
juzgados. Lo contrario es una vergüenza y un crimen.
—Ellos lo hacen donde triunfan.
—No lo sé; pero aunque fuese cierto, nosotros no debemos imitarles, porque
perderíamos la razón que nos asiste y nos convertiríamos en una horda de
salvajes.
En el interior del edificio han cesado por completo los tiros. Muchos de los
que asaltaron el cuartel, y especialmente de los que entraron después de tomado,
van de un lado para otro, curioseándolo todo, divirtiéndose en ponerse correajes,
gorras de oficiales o cascos de acero de los soldados. Forman grupos abigarrados
que entonan himnos revolucionarios y procuran salir en las fotografías que siguen
haciendo numerosos reporteros gráficos en una especie de mascarada grotesca y
repelente por el lugar y las circunstancias.
—Los hombres de la CNT tienen algo más importante que hacer que tomar
todo esto como una verbena —afirma Nobruzán que, acompañado de tres o
cuatro individuos, lleva una ametralladora hacia un camión que espera delante
del cuartel de zapadores.
Son centenares los elementos confederales que cumplen en esta forma las
instrucciones recibidas. Con rapidez se arman lo mejor posible cuantos han
participado en la lucha. Buscan por todas partes las armas escondidas o
abandonadas y las meten precipitadamente en coches o camiones que aguardan
con el motor en marcha y salen con ellas hacia la calle de la Luna o los Ateneos
de barriada.
—Hay millares de compañeros desarmados —dice Villanueva— y la lucha
no ha terminado, ni siquiera en Madrid, con la toma de la Montaña.
Tiene razón, desde luego, porque aun después de asaltado el principal cuartel,
se pelea encarnizadamente en veinte puntos distintos de Madrid y aún es posible
que la lucha adquiera especial virulencia en otros cien diferentes.
Lo compruebo personalmente minutos después cuando subo hacia la plaza del
Callao, donde se está formando a toda prisa un convoy que, con las armas
tomadas en la Montaña, acuda en auxilio de los que combaten en las cercanías de
Campamento. Por la Gran Vía asciende una manifestación que rodea a un
capitán antifascista que se dirige a Gobernación llevando la bandera del
Regimiento número 31 como trofeo de victoria. Van muchos que participaron en
la lucha de la Montaña, llevando las armas y los cascos que allí consiguieron y
otros muchos curiosos. De pronto suenan unos disparos y caen varios, entre ellos
una pobre mujer que pasa por la acera y un chico de trece o catorce años.
Tras un momento de estupor, la gente busca a los agresores. Están en los pisos
altos de algunas de las casas del último tramo de la Gran Vía, escondidos y
parapetados tras los petriles de las terrazas, manejando pistolas y rifles y
asomando la cabeza para tirar sobre seguro. La manifestación se disgrega en un
abrir y cerrar de ojos, mientras milicianos y guardias emprende la cacería de los
« pacos» . El tiroteo pierde intensidad cuando los agresores huy en, abandonando
sus armas, o son abatidos. Rehecha, la manifestación prosigue su camino, pero el
episodio se repite en la calle de Preciados e incluso en la misma Puerta del Sol.
En torno a la sede confederal de la calle de la Luna, millares de compañeros
esperan con impaciencia armas con que combatir. Pero, aun habiendo
conquistado muchas, no hay para todos. Además, es preciso saber a quién se le
dan y tener un mínimo de seguridad en que sabrá manejarlas y tenga la decisión
precisa para acudir sin demora a los puntos de peligro que se le indiquen. (En
total, como se sabrá pronto, cuando el Comité de Defensa haga balance del botín
conquistado en la Montaña, aparte de proveerse de fusiles cuantos elementos
confederales participan en el asalto, la CNT consigue siete ametralladoras, varios
morteros, un centenar de pistolas y ochocientos fusiles y municiones en
abundancia. Estas armas ay udarán hoy a sofocar muchos de los focos rebeldes
de Madrid y permitirán mañana el asalto de Alcalá de Henares y pasado la toma
de Guadalajara y buena parte de Toledo).
—¡Vamos rápidos! Cada minuto que perdamos puede ser fatal…
A cincuenta metros de la sede confederal está medio formada una pequeña
columna. La integran dos camiones, protegidos por chapas de hierro, en los que
van veinte o treinta hombres armados de fusiles y en los que terminan de
colocar, apresuradamente, una de las ametralladoras logradas en la Montaña y
seis o siete coches sobre cuy a carrocería han extendido como protección contra
las balas unos colchones y en los que van cuatro o cinco hombres provistos de
pistolas y fusiles. Entro en uno de los coches que se pone en marcha
inmediatamente. Como esperaba, la pequeña columna se dirige al puente de
Toledo. Pero, una vez allí, en lugar de subir hacia Carabanchel Alto y
Campamento, tuerce por la carretera de Toledo.
—¿Pero no vamos a Campamento?
—Sí, pero tenemos que dar un pequeño rodeo. En Getafe la situación es
apurada.
Mientras marchamos a todo correr hacia Getafe, Isabelo, que manda la
pequeña columna, me da unas rápidas explicaciones. De Getafe acaban de
llamar al Comité Nacional pidiendo ay uda inmediata. Parece que las cosas no
marchan nada bien. Aunque a primera hora de la mañana los compañeros de
Villaverde y Getafe, ay udados por otros llegados de Madrid, con el propio
Isabelo a la cabeza, tomaron por asalto el convento de los Escolapios, donde se
había hecho fuerte un grupo de facciosos y los compañeros del cuartel de
Artillería impidieron que algunos oficiales monárquicos sacaran los cañones a la
calle, la actitud de los militares no es nada clara. Los oficiales que unas horas
antes aparentaron someterse al pueblo, se niegan a colaborar con él para
dominar otros reductos facciosos. Colocados en una actitud equívoca y confusa,
no se sabe si están con la República o con los sublevados.
—Tendrán que decidirse de una vez. Los que no están con el pueblo están al
lado de sus enemigos.
En los alrededores del cuartel se hallan apostados los trabajadores de Getafe
y los campesinos llegados de los pueblos próximos, armados como pueden.
Cercan el cuartel y han levantado improvisadas barricadas en los alrededores.
Pero nadie sabe exactamente lo que pasa dentro. Un grupo de soldados,
mandados por varios oficiales, no dejan que entre ni salga nadie y mantienen a la
gente del pueblo a una distancia prudencial. Isabelo decide rápido. Hace que los
integrantes de la pequeña caravana tomen posiciones, haciendo que la
ametralladora enfile la puerta de entrada del cuartel. Luego avanza solo,
consciente del peligro que corre, pero sin vacilaciones ni temor de ninguna clase.
Cuando está entre los oficiales de la guardia y otros que salen apresuradamente,
al verle aproximarse, pregunta en un diálogo breve y nervioso:
—¿A qué esperáis para luchar junto al pueblo contra los traidores de
Campamento?
—Aguardamos órdenes del ministerio de la Guerra.
—No hay órdenes que valgan, porque el ministerio no existe en este
momento. ¡Decidid pronto! ¡O lucháis ahora mismo al lado del pueblo o
tomamos por asalto el cuartel, como tomamos hace una hora la Montaña!
¡Elegid rápidos!
Antes que los oficiales deciden los soldados, abriendo de par en par todas las
puertas y confraternizando con los trabajadores que lo cercan. Todos juntos
marchamos de prisa, formando una larga caravana de coches y camiones hacia
Leganés, para caer por aquel lado sobre los sublevados de Campamento. Cuando
llegamos son y a las dos y media de la tarde y la lucha llega a su punto final.
Quienes toman, tras varias horas de lucha áspera y sangrienta, los diversos
cuarteles del más cercano de los cantones militares madrileños son los millares
de hombres que desde el sábado por la noche están en la Casa de Campo
dispuestos a cortar cualquier intento de entrar en la ciudad de los sublevados de
Campamento. Son luchadores de todos los partidos y organizaciones del Frente
Popular e incluso de quienes no participaron oficialmente en la coalición
electoral del 16 de febrero ni presentaron candidatos propios. Están también todos
los jóvenes del puente de Segovia y de la carretera de Extremadura. A su frente,
mandándoles, el teniente coronel Mangada, un hombre de mediana estatura,
delgado, nervioso, que sabe lo que la República se juega, más aún de lo que
personalmente se juega él —y sabe que es nada menos que la cabeza—, si la
subversión llega a triunfar.
Durante treinta horas republicanos, socialistas, comunistas y libertarios,
concentrados bajo las frondas de la antigua posesión real, aprenden a manejar
las armas, a abrir zanjas y trincheras, fortifican los edificios donde pueden
refugiarse para rechazar cualquier intento de avance de los facciosos. El lunes
por la mañana, cuando y a suenan los primeros disparos en torno a la Montaña,
reciben orden de avanzar. Todos responden alegres y entusiasmados, suben por la
ancha carretera o se despliegan por los campos cercanos. Dejan atrás el término
municipal y tienen y a ante sus ojos los cuarteles rebeldes.
Pero el avance es mucho más difícil de lo que piensa la may oría. Pasan de
dos mil los sublevados; quizá lleguen a tres mil con los oficiales retirados y los
monárquicos y falangistas que se les han sumado. Tienen mandos sobrados y
disponen de ametralladoras, morteros y cañones. La may oría de sus adversarios
no han entrado nunca en fuego ni tienen la menor idea de la táctica militar. Los
militares les dejan acercarse. Luego disparan los fusiles, las ametralladoras e
incluso los cañones tirando a cero. Caen muchos destrozados por el plomo y la
metralla; el resto, sorprendido y amedrentado, retrocede.
Reaccionan pronto y tornan a avanzar. Ahora, sin permitirles acercarse,
entran en juego las ametralladoras, los morteros y los cañones. Tienen que
retroceder una vez más, dejándose tendidos en tierra unas docenas de
compañeros. El episodio se repite varias veces, con ligeras variantes. Pero y a los
milicianos han aprendido a tirarse al suelo en el momento preciso, a avanzar
muy separados entre sí, a llegar cada vez un poco más lejos y retroceder algo
menos. Al final de la mañana están y a en posiciones, de las que nada ni nadie les
hace retirarse.
Desde los dos Carabancheles también se avanza. En el puente de Toledo se
han organizado varios centenares de hombres que se lanzan a la lucha tan
resueltos como los que ascienden por la carretera de Extremadura. Se reproduce
aquí lo ocurrido en otros sitios: el avance impetuoso del principio, el retroceso
luego de los primeros y sangrientos escarmientos, incluso el rápido aprendizaje y
la inmediata reacción para volver a emprender el ataque. A mediodía o poco
después empiezan a recibir considerables refuerzos. En autos y camiones llegan
un centenar de guardias y varios centenares de trabajadores armados
procedentes del centro de Madrid. Pronto también, algunos camiones medio
blindados por los compañeros de la metalurgia, sobre los que se han colocado
algunas de las ametralladoras conquistadas en la Montaña. Aparte de esto, dos
aviones empiezan a sobrevolar los cuarteles sublevados. Al principio dejan caer
octavillas, anunciando a los soldados que están licenciados y que no tienen que
obedecer las órdenes de sus jefes; en sucesivas pasadas arrojan algunas bombas.
Las bombas desmoralizan a los sublevados y animan a los milicianos. Hasta
ahora, fiado en la superioridad de sus armas, en la disciplina de los hombres que
manda y en la torpeza —heroica, pero torpeza— de los que atacan, los militares
alzados en armas, con el general García de la Herranz a la cabeza, acarician
esperanzas de triunfar en la dura empresa. Luego, cuando las radios de Madrid y
los altavoces que acompañan a los atacantes —junto con el considerable
aumento de éstos y del armamento de que disponen—, demuestran que la
Montaña ha caído, las ilusiones se desvanecen. Aún se esfuerzan muchos en
luchar a la desesperada, sabiendo la suerte que les aguarda caso de ser vencidos.
Pero todo resulta y a inútil.
Tras tirarse al suelo para, arrastrándose por tierra, acercarse a un parapeto
donde funcionan dos ametralladoras, unos cartuchos de dinamita con las mechas
encendidas surcan el aire, y la posición, las máquinas y sus servidores saltan por
los aires. Un obrero se pone en pie y corre hacia adelante, pistola en mano,
gritando a voz en cuello:
—¡Adelante, compañeros…! ¡UHP!
Centenares de hombres se lanzan tras él. Algunos no llegan donde se
proponen y caen, segados por una hoz de plomo, en mitad de la carretera. No
importa. Electrizados por el ejemplo de los que marchaban delante, los que le
siguen saltan por encima de los muertos, penetran en Campamento, van
asaltando uno tras otro los diversos cuarteles. La lucha adquiere ahora redoblada
violencia. Disparos a bocajarro, granadas de mano y cartuchos de dinamita,
fusiles manejados como mazas, ay es de dolor, alaridos de muerte estrechamente
enlazados con gritos de triunfo. Quince minutos después la lucha ha terminado.
Los soldados arrojan las armas y vitorean a la República; quienes los tienen,
exhiben con orgullo sus carnets de organizaciones sindicales o partidos de
izquierda. Todos insisten en lo mismo, repitiendo la misma historia que unas horas
antes en la Montaña. Ninguno luchó por su gusto, sino muy en contra de su
voluntad. Jefes y oficiales tienen que entregarse. Muchos han muerto en la lucha;
entre ellos está el general García de la Herranz, que acaudillaba la sublevación
en los cantones madrileños.
En Campamento, pocos minutos después de concluida la pelea, encuentro a
tres periodistas amigos. Uno, Antonio de Lezama, es subdirector de La Libertad y
ha dejado atrás el medio siglo de existencia. A pesar de los años y del pelo
blanco, ha luchado en vanguardia y fue de los primeros en penetrar en los
cuarteles sublevados. Lo mismo puede decirse de los otros dos. Uno, García
Pradas, será pronto director de CNT; el otro, mi hermano Ángel, morirá dentro de
tres meses en el Alberche.
Pero todavía no ha terminado la lucha en Madrid. Aunque uno tras otro han
sido tomados la Montaña, Campamento, Getafe, el cuartel de Wad Ras y otros
centros de la subversión, continúa la pelea encarnizada en cien puntos distintos de
la ciudad, como comprobamos al regresar al centro. La contienda es ahora
menos espectacular que por la mañana, pero alcanza may or extensión y acaso
ocasione tantas o más víctimas. Cientos de individuos, que no están dispuestos a
darse por vencidos, pelean como pueden y en la forma que pueden. Escondidos
tras una esquina, parapetados en alguna terraza, ocultos tras las persianas de
cualquier balcón, apuntan y disparan sobre guardias y milicianos. A veces,
forman grupos nutridos y bien armados, tienen escogida de antemano una
posición fuerte y estaban en ella esperando cooperar al avance de las tropas
salidas de la Montaña o procedentes de los Cantones. Cuando se convencen que la
sublevación ha sido vencida en los cuarteles, continúan luchando. Algunos
alientan la remota esperanza que la sublevación, vencida en Madrid y triunfante
en puntos muy cercanos, puede mandar sobre la capital columnas motorizadas
que esta misma tarde, mañana lo más tarde, puedan desfilar triunfalmente por la
Puerta del Sol.
Quieren cooperar a la victoria de los suy os y, solos o formando partidas más
o menos nutridas, realizan una labor que siembra el desconcierto en barrios
enteros y ensangrienta muchas calles. Sus balazos alcanzan no sólo a los guardias
de asalto o a los milicianos, sino a muchas gentes indefensas que ninguna
participación tienen en la lucha entablada.
Las breves pero sangrientas peleas callejeras; los ataques por sorpresa, las
emboscadas, los focos de resistencia que surgen y desaparecen con
desconcertante rapidez en los sitios más inesperados, dan los frutos apetecidos,
aunque se paguen con centenares de víctimas. Centenares de guardias y millares
de milicianos tienen que consagrarse a la caza de pacos; han de gastar
municiones que no les sobran, parte de las pocas fuerzas que les quedan luego de
varios días sin dormir y largas horas de combate; siembran la confusión, el
desconcierto, la alarma, y no permiten que los hombres triunfantes en
Campamento o Carabanchel formen apresuradamente las columnas que salgan a
contener a las fuerzas que avanzan sobre Madrid procedentes de Valladolid,
Burgos, Salamanca o Guadalajara.
Se suceden los episodios sangrientos durante toda la tarde. La pelea tiene
may or encono que la lucha en torno a los cuarteles. Son centenares los
desesperados que, cumpliendo al pie de la letra las instrucciones recibidas,
quieren obligar a los milicianos a gastar sus escasas municiones, animar con sus
disparos a que los tres mil guardias civiles de Madrid —que siguen encerrados en
sus cuarteles en actitud sospechosa y equívoca— se lancen a la calle para
encender de nuevo la lucha en el centro de la ciudad hasta que lleguen las
columnas de Mola, que y a están en la sierra; de Cabanellas, que aseguran que ha
llegado y a a Guadalajara. En ocasiones los francotiradores —que ocupan un
edificio alto, de fácil defensa, con muros de medio metro de espesor—, confían
en resistir días enteros. En ningún caso logran aguantar más que unas horas. Los
milicianos inician el asalto en cuanto suenan los primeros disparos. A veces,
rechazados con graves pérdidas, no encuentran solución más expeditiva que
prender fuego al edificio. En cualquier caso, la vida de los « pacos» —salvo
aquellos que buscan precipitado refugio en alguna embajada, donde de antemano
tienen concedido el derecho de asilo— no tardan en sentir los efectos de la cólera
popular.
Madrid ha cambiado por completo de aspecto en esta tarde del lunes. No sólo
por las innumerables peleas callejeras, por los disparos que suenan en los puntos
más inesperados, por los guardias y milicianos apostados en las esquinas y
pidiendo la documentación a cuantos pasan o por los muchos automóviles con un
colchón encima para resguardar a sus ocupantes de las balas de los « pacos» .
También por una profunda modificación en su atmósfera habitual e incluso en el
atuendo de las gentes. Repentinamente han desaparecido corbatas y chaquetas.
Hay mucha gente en mangas de camisa y más aún vistiendo monos proletarios,
que muchos no saben llevar ni se han puesto nunca. Están cerrados la may oría de
los comercios y apenas circulan los tranvías. La gente prefiere el « metro»
porque en él se está a cubierto de los tiros que con frecuencia barren las calles.
—Hoy no se paga, compañero. El viaje es gratis.
No se cobra en ningún sitio. Ni siquiera en los bares y los hoteles servidos por
grupos reducidos de camareros —la may oría está peleando en las calles—, a
quienes entran a mitigar la sed de un día caluroso. De momento, la moneda ha
perdido todo su valor.
El Congreso aparece medio desierto. No es el abandono somnoliento del
viernes, cuando en uno de sus pasillos recibimos un grupo de periodistas la
primera noticia del comienzo de la sublevación. Hay guardias de asalto vigilando
en las inmediaciones e incluso en el interior. Pero, prácticamente, han
desaparecido los diputados, tanto de izquierda como de derecha, muchos de los
cuales combaten en uno u otro bando, incluso los encabezan, en sus respectivas
provincias, y no pocos de los cuales habrán muerto cuando se disipe la tempestad
de hierro y fuego que ahora azota a toda España. Hay, en cambio, algunos
políticos viejos y a en la reserva y algunos periodistas despistados a caza de
noticias que no podrán encontrar aquí, donde circulan los bulos más disparatados.
Abandono el Congreso al no encontrar allí a las personas que busco. Cuando
salgo, hay varias ambulancias paradas ante el edificio del Palace. Grupos de
sanitarios, protegidos por milicianos y algunos guardias, van sacando las camillas
con heridos y metiéndolas en el lujoso hotel, que dentro de unas horas quedará
convertido en hospital de sangre.
En las Cuatro Calles he de apresurar el paso y pegarme a las paredes al
caminar, porque unos individuos disparan desde algún edificio de la calle de
Sevilla y las balas silban en todas las direcciones. En Teléfonos reina toda la
animación imaginable, pero también una confusión y desconcierto que es fiel
imagen de la que en estos momentos impera en gran parte de España. Aquí hay
reunidos más de medio centenar de periodistas y circulan las noticias más
sensacionales, muchas de las cuales no tardan en tener rápida confirmación.
Pero cada uno tiene una idea distinta del desarrollo de la contienda y de su
posible duración.
—Todavía pueden triunfar los facciosos —gruñe uno, preocupado.
—¡Bah! Fracasados en Madrid y Barcelona, no tienen nada que hacer. Antes
de que acabe la semana, todo estará resuelto.
Es la opinión preponderante, acaso porque una may oría de los periodistas que
se encuentran en Teléfonos en estos momentos lo desean así. En general, son
todos redactores de periódicos de izquierda, porque los de derechas han preferido
quedarse en casa. No sólo por el peligro personal que puedan correr en la calle,
sino porque, suspendidos sus periódicos por orden gubernamental o incautadas las
respectivas imprentas, no tienen nada que hacer.
No se tienen noticias claras, explícitas y concretas de lo sucedido en las
diversas provincias ni de qué lado se inclinan los acontecimientos en las distintas
regiones. Es posible, no obstante, trazar un cuadro aproximado de la situación. Se
sabe que el alzamiento ha triunfado en todo Marruecos, en Canarias y las
Baleares, que los moros y legionarios desembarcados ay er en Algeciras y Cádiz
parecen haber asegurado el triunfo más o menos transitorio de Queipo en Sevilla;
que en Málaga se combate con encarnizamiento y que los facciosos son dueños
de Córdoba y Granada. En cambio, y es fundamental la nueva, una parte de la
escuadra se inclina por la República, vencidos los oficiales rebeldes por la actitud
resuelta de la marinería.
—¿Y en Castilla?
—Mal, rematadamente mal. Una vez más, los « burgos podridos» están en
manos de caciques, curas y facciosos.
Se dice que hay lucha en Valladolid, donde el general Molero ha sido
asesinado; también que en Burgos, Batet trató de defender la República con la
misma energía que en Barcelona en octubre del 34, pero con menor acierto y
fortuna; que a las puertas de León están los mineros asturianos; que los requetés
navarros se han adueñado de Alava y la Rioja y que la sublevación se ha
impuesto en Palencia, Salamanca, Cáceres, Ávila y Soria.
De Galicia las noticias son escasas y contradictorias. Debe haber lucha en
distintos puntos, pero resulta poco menos que imposible saber con qué resultados.
Parece que una columna de mineros ha entrado en La Coruña, donde el
gobernador civil se defendía contra los militares facciosos en el edificio del
gobierno, apoy ado por los guardias de asalto y nutridos grupos de paisanos.
También que en el arsenal del Ferrol se peleaba a media mañana de manera
encarnizada, sublevados los oficiales contra la República y los marineros contra
los oficiales.
—Pero hace y a tres horas que no llega la menor noticia, y eso es el peor de
los síntomas.
De Cataluña, en cambio, sobran informes y en general agradables.
Conquistada Barcelona tras veinticuatro horas de lucha cruenta, la rebelión ha
sido aplastada en Lérida, Gerona y Tarragona. Incluso en Barbastro, y a en tierras
aragonesas, parece que el batallón que guarnece la plaza está al lado de la
República.
—Pero en Barcelona la lucha ha sido más dura y sangrienta que en Madrid.
Esta mañana, al asaltar el cuartel de Atarazanas, hubo muchos muertos. Entre
otros, Francisco Ascaso.
(Compañero de luchas y aventuras de Durruti, Ascaso, cien veces detenido,
expulsado o fugitivo de muchos países, condenado a muerte en alguna ocasión, es
redactor de Solidaridad Obrera. Pero no se limita a combatir al fascismo con la
pluma. Prefiere hacerlo con las armas en la mano, dando el pecho a las balas. Es
uno de los primeros líderes de la CNT que caerán en la lucha; a su nombre se
habrán juntado muchos millares más, antes de que —cerca de tres años más
tarde— termine la contienda que ahora comienza).
En Levante parece reinar una confusión completa, sin que nadie acierte a
explicar de una manera clara y escueta lo que sucede. Todo lo que se sabe es que
hasta ahora la guarnición de Valencia, si continúa encerrada en los cuarteles en
actitud más que sospechosa hostil, no ha pretendido apoderarse de la ciudad ni
proclamar el estado de guerra.
—¿Y en Castilla la Nueva?
Es la región más cercana, de la que el propio Madrid forma parte. Sin
embargo, es de la que menos se sabe. Es un poco la región cenicienta a la que
nadie concede mucha importancia. Provincias extensas, pero pobres, poco
pobladas y escasamente atractivas, nadie considera que puedan representar
papel alguno en la vida nacional. Políticamente, Guadalajara es un feudo caciquil
del conde de Romanones; en Cuenca suelen triunfar los elementos derechistas, y
Toledo está dominado por las dos moles impresionantes del Alcázar y la catedral;
es decir, por la Academia militar y la sede primada de las Españas.
—¿A quién diablos puede preocuparle en estos momentos lo que sucede en
Ciudad Real, Cuenca o Guadalajara?
Además, en Cuenca no hay guarnición militar ni tienen importancia alguna
las existentes en Ciudad Real y Guadalajara. En cuanto a Toledo:
—Tiene curas hasta en la sopa. Pero los curas solos no han triunfado en
ninguna revolución. Sobre todo cuando se ventila a balazo limpio.
En Teléfonos inquieta y preocupa lo que sucede en otros lugares de vital
importancia para la lucha entablada. Por desgracia, no se sabe una sola palabra
de las Vascongadas y son confusos y contradictorios los rumores sobre la
situación en Cartagena, El Ferrol y una parte considerable de la escuadra. Que la
marinería de algunos buques se hay a impuesto a los oficiales sublevados, no
quiere decir que en el grueso de la flota no triunfe la subversión ni que en este
momento no estén tray endo a la Península millares y millares de legionarios y
marroquíes.
Una noticia procedente de Marina parece despejar este temor, el más grave
para todos. En Marina, donde Indalecio Prieto permanece desde ay er,
acompañando, ay udando y asesorando al jefe del Gobierno, Giral, reina un
optimismo desbordado en contraste con el agudo pesimismo de dos días antes.
—El Jaime I ha llegado al Estrecho para impedir el paso de ningún buque. Si
los facciosos tratan de traer más moros, sólo conseguirán proporcionar alimento
a los peces del Estrecho.
No parece existir duda posible a este respecto. El Jaime I es uno de los dos
viejos acorazados de que dispone la flota. El otro, el España, está en reparación
en El Ferrol y no podrá hacerse a la mar. El Jaime se basta y sobra para dominar
el Estrecho, cortando el cordón umbilical que une a los facciosos de Marruecos
con sus amigos de la Península. Sin su auxilio, los sublevados en Andalucía no
tardarán muchas jornadas en ser aplastados por las fuerzas leales.
—Alea jacta est —comenta satisfecho Félix Paredes, compañero de La
Libertad—. Antes de que concluy a la semana se repetirá, centuplicado, lo del
diez de agosto.
—Desgraciadamente no será así —afirma Cánovas Cervantes—. Aunque no
acabéis de creerlo, estamos en los comienzos de la cuarta guerra civil. Y será
cien veces peor que las tres anteriores.
Director de La Tierra y antes de La Tribuna —dos periódicos y a
desaparecidos—, Cánovas Cervantes tiene verdadera obsesión con el agitado
siglo XIX español, plenamente convencido de que cuanto sucede y a vencido el
primer tercio del XX es continuación clara y consecuencia inevitable de los
problemas que no se resolvieron en España en momento adecuado. Da por
descontado que la vieja reacción española no se dará ahora fácilmente por
vencida, como no se lo dio en las contiendas civiles de la centuria pasada.
—Sobre todo ahora que la aviación ha suprimido las distancias y puede contar
—contará con absoluta seguridad— con la ay uda y el estímulo de Italia y
Alemania.
Confía, sin embargo, en que el pueblo triunfará, pero a base de mucho pelear
y dejarse millares de cadáveres en el camino de su victoria. Sólo alienta una
esperanza: que en la hora de su triunfo el pueblo o sus dirigentes no sean tan
ingenuos y generosos como lo fueron en tantas ocasiones.
—Vencidos los carlistas, Maroto y Cabrera siguieron siendo generales del
ejército español y a ningún partidario de don Carlos se le hizo la vida imposible ni
se le fusiló por sus ideas una vez llegada la paz. De vencer ellos, no habrían
procedido en igual forma.
Llega en este momento la noticia inesperada de la muerte de Sanjurjo.
Acogida con escepticismo al principio, no tarda en tener plena confirmación.
Hace unas horas, al despegar en Estoril la avioneta en que se dirigía a Burgos
para ponerse al frente de la sublevación, el aparato se estrelló y el general
pereció carbonizado.
La noticia produce distintas reacciones entre los periodistas que se encuentran
en Teléfonos. Son muchos los que le han conocido personalmente durante sus
campañas africanas, en tiempo de la Dictadura o cuando era director general de
la Guardia Civil. Yo, personalmente, no puedo olvidar su intervención en la
proclamación de la República, cuando en la tarde del 14 de abril se presenta en
casa de Miguel Maura —donde se halla reunido el Comité Revolucionario— y
dice a los informadores:
—Vengo a poner la Guardia Civil a las órdenes del Gobierno Provisional de la
República.
Si la República pudo proclamarse en 1931 sin lucha y sin sangre, se debió en
parte a Sanjurjo, que desoy ó los requerimientos de La Cierva y Cavalcanti para
que la Guardia Civil se enfrentara sangrientamente con el pueblo en defensa de
Alfonso XIII. Como contrapartida, cabe y debe consignarse que en 1932 se alzó
en armas tratando de hundir a la República. Pero fue el único que dio la cara y
pechó con las culpas de muchos que le impulsaron a sublevarse, que le
prometieron toda clase de apoy os y luego le dejaron abandonado, mientras
hacían públicas demostraciones de solidaridad con el régimen que odiaban.
—Lo siento, sinceramente lo siento —comenta Cánovas Cervantes—. Con
todos sus defectos, Sanjurjo era un hombre generoso, incapaz de ensañarse con
un adversario vencido. Otros no son como él y su desaparición hará que la lucha
adquiera caracteres de terrible ferocidad.
Al anochecer se intensifican los tiroteos callejeros. Es posible que los
« pacos» aumenten sus actividades al creerse amparados por las sombras;
también que los milicianos que vigilan en las esquinas y recorren las calles,
cansados de varias noches sin dormir y muchas horas de constante tensión, estén
un tanto nerviosos y deseando terminar cuanto antes con sus enemigos.
En algunos puntos se entablan breves y sangrientas peleas. No obstante, por
las calles circula mucha gente, que busca refugio en los portales o en las bocas
del « metro» al iniciarse cualquier refriega. Apenas se apaga el eco de las
descargas, vuelven a circular por las aceras. A veces, obligados por las órdenes o
los avisos de los milicianos, por el centro de la calzada.
En la redacción de La Libertad reina una moderada euforia a primera hora de
la noche. Ha sido una dura jornada de intensa actividad y violentos combates que
han ensangrentado la mitad de la geografía peninsular. Pero contra lo que el
sábado temían incluso los más optimistas, la República no ha sido aplastada por la
conjura. Supliendo las indecisiones, fallos y cobardías de quienes desoían con
gesto de olímpica superioridad todos los avisos acerca de la inminencia del golpe
militar, el pueblo se ha batido con heroísmo, consiguiendo evitar la consumación
de la catástrofe.
—Triunfantes los trabajadores en Madrid y Barcelona, fracasada la intentona
en otros puntos claves y colocada la escuadra al lado de la República, los
facciosos están definitivamente perdidos.
Es cierto, que dominan regiones enteras, disponen de tropas coloniales y,
conforme demuestran los hechos, prepararon con precisión y meticulosidad el
alzamiento, contando con complicidades mucho más extensas de lo que nadie
pudo suponer por anticipado. Pero si ni contando con el factor sorpresa y
auxiliados por la ceguera incomprensible y la cerrazón mental de Casares
Quiroga, Moles y Alonso Mallol, lograron derrocar al régimen, no existe y a el
menor peligro de que puedan conseguirlo en los días próximos en que los
conjurados habrán de entregarse.
—¡Hum! —gruño dubitativo—. Las guerras carlistas duraron varios años,
pese a estar limitadas a zonas más reducidas y no contar con tantos elementos.
—¡Bah! Las cosas han cambiado mucho en pocos años. Cabrera, Gómez o
Zumalacárregui podían hacer algo con sus ataques por sorpresa y su movilidad
en el siglo pasado. Ahora, con la rapidez de las comunicaciones y la aviación, no
tendrían nada que hacer.
Discutimos un rato sin ponernos de acuerdo. Esa aviación que hace
totalmente imposible repetir en pleno siglo XX la lucha de guerrillas en que
fueron maestros los curas Merino y Santa Cruz, los generales Gómez y Cabrera e
incluso Zumalacárregui, es precisamente lo que para mí representa el máximo
peligro. Hace menos de tres meses, al inaugurar la Lufthansa, la línea aérea
Madrid-Berlín, estuve en Alemania formando parte de un grupo de periodistas
madrileños. En Berlín, en el propio ministerio del Aire germano, oy endo las
explicaciones de algunos aviadores que nos hablan orgullosos de la fácil y rápida
transformación de los aparatos Junker 52 —similar al que nos ha traído desde
Madrid—, en temibles aviones de bombardeo y sus repetidas afirmaciones de
que las fuerzas del aire alemanas son muy superiores a las de Inglaterra y
Francia unidas —lo que asegurará el triunfo de Hitler en la segunda guerra
europea que no tardará en comenzar—, comprendí la gravedad del peligro que
amenazaba a las democracias occidentales en su lucha contra los regímenes
fascistas.
—Que es la misma —afirmo— que nos amenaza ahora a nosotros de
prolongarse unos meses el alzamiento, con el terrible inconveniente de que
nuestros aviones son pocos y anticuados.
Nadie me hace mucho caso, porque todos están convencidos de que la lucha
entablada se resolverá en un plazo de días y de que de ninguna manera puede
degenerar en una guerra civil. En cuanto a la posible intervención de aviones
germanos o italianos en favor de los facciosos, cuantos se hallan en la redacción
la rechazan de plano.
—Francia no lo consentiría de ninguna manera —sostiene Haro—. Después
del triunfo del Frente Popular, con Blum y los socialistas en el poder, no tolerará
ninguna nueva aventura de Hitler o Mussolini.
—Inglaterra —sostiene por su parte Gómez Hidalgo con aire doctoral— no
permitirá que Mussolini quiera repetir en el oeste del Mediterráneo lo que hizo en
Abisinia.
Fernández Evangelista, que está en Gobernación, anuncia que una columna,
integrada principalmente por guardias de asalto, se apresta a partir con rumbo a
la sierra. Corren rumores de que otra columna mandada por Mola está en el
puerto del Guadarrama y los guardias se aprestan a cerrarla el paso.
Paralelamente informan desde la Casa del Pueblo que numerosos camiones con
hombres armados de cualquier manera se disponen a salir apenas amanezca con
igual destino.
Hermosilla y Lezama llegan pasadas las once de la noche. Vienen del
ministerio de la Guerra y traen las últimas impresiones de la jornada. Aunque,
como es lógico, en el ministerio reina un terrible desbarajuste, han desaparecido
la may oría de los mandos militares y es dudosa la lealtad de muchos que todavía
permanecen en sus puestos, la impresión general es que la conspiración,
meticulosamente preparada, ha fracasado en sus propósitos.
—Pudo y debió triunfar el sábado o el domingo en toda España. Al no
lograrlo ni ay er ni hoy, especialmente al vencer la República, tanto en Madrid
como en Barcelona, la intentona está condenada irremisiblemente al fracaso.
Las palabras de Hermosilla reflejan la opinión de Giral, con quien habló a
media tarde en el ministerio de Marina, y especialmente del general Riquelme,
con quien ha estado hasta hace media hora. Nadie desconoce ni oculta que la
situación es muy grave, que España ha quedado prácticamente dividida casi por
la mitad en dos zonas hostiles y que la lucha, que en estas primeras jornadas ha
costado y a varios miles de muertos, habrá de costar muchos más en los días
próximos.
—Los facciosos dominan en buena parte del territorio nacional y disponen de
considerables recursos. Sin embargo, un golpe de estado sólo puede triunfar por
sorpresa y éste no ha triunfado.
Aunque la intentona tiene mucho may or volumen y resulta cien veces más
dolorosa y trágica que la del 10 de agosto, su resultado habrá de ser el mismo.
Aún dueño de Sevilla, Sanjurjo tuvo que escapar con rumbo a la frontera
portuguesa al saber que su pronunciamiento había fracasado en Madrid. Igual
tendrán que hacer ahora los generales rebeldes. Es posible que resistan unos
cuantos días, conscientes todos de lo que se juegan en el empeño.
—Al final tendrán que admitir su derrota.
El moderado optimismo que esta noche prevalece en los ministerios de
Marina y Guerra —donde están reunidos casi todos los ministros y otras muchas
personalidades que sin serlo tienen may or autoridad e influencia sobre las masas
combatientes que los propios ministros— se basa en argumentos que Lezama,
repitiendo palabras de Prieto, expone en breves frases.
—Hay poca aviación, pero casi toda está al lado de la República. Lo mismo
ocurre con la flota, que y a tiene asegurado el dominio del Estrecho, haciendo
totalmente imposible la llegada a la Península de las tropas marroquíes
sublevadas. Si a esto le sumamos que la sublevación ha sido vencida en las
ciudades más importantes y no logró triunfar en las regiones más pobladas e
industrializadas, como son Cataluña, Levante y el Norte, la cosa no ofrece dudas.
Especialmente, cuando al triunfar en Madrid el Gobierno no sólo asegura una
legalidad que nadie puede poner en duda con respecto al exterior, sino la
posibilidad de utilizar las grandes reservas del Banco de España para adquirir
todas las armas que pueda necesitar.
A plazo largo, la victoria de la República no ofrece la menor sombra. No
obstante, existen algunos peligros inmediatos, cuy a gravedad sería suicida
desconocer. De un lado, son escasas las fuerzas militares organizadas de que
dispone el Gobierno, y a que el licenciamiento de los soldados ha dejado
momentáneamente vacíos los cuarteles en las ciudades que domina. Casi todos
los soldados y muchos millares de hombres que no lo son, están en armas,
movilizados por las organizaciones sindicales y los partidos políticos dispuestos a
defender con uñas y dientes la República.
—Pero la may oría no están organizados, carecen de mandos y no admiten
recibir órdenes del ministerio de la Guerra, actuando donde y como les parece.
Por otro lado, Madrid se encuentra en situación mucho más apurada de lo que
pudiera hacer pensar el dominio absoluto de las calles por guardias de asalto y
milicianos. Encerrados en sus cuarteles continúan más de tres mil guardias
civiles, que si todavía no han hecho armas contra el pueblo, lo harán
indudablemente si se aproxima alguna columna facciosa de las que y a está en los
puertos del cercano Guadarrama.
Para hacer frente a su amenaza, Madrid necesita urgentes refuerzos y no se
sabe de dónde le puedan llegar ni por dónde. Alcalá y Guadalajara están en
poder de los facciosos, amenazando Madrid por el este; lo mismo sucede con
Albacete, que cierra el paso a cualquier posible refuerzo de Murcia y Cartagena;
por otro lado, las provincias de Cuenca y Toledo —con fuertes organizaciones
caciquiles y derechistas en casi todos los pueblos— pueden alzarse contra la
República en cualquier instante, completando el cerco de Madrid al cortar todas
las vías férreas y las carreteras nacionales que conducen a la capital.
—Riquelme estuvo toda la tarde hablando por teléfono con la fábrica de
armas de Toledo sin poder conseguir que le enviasen los fusiles, ametralladoras y
municiones que allí tienen y que tanta falta nos hacen aquí.
En Toledo se ha concentrado toda la Guardia Civil de la provincia sin contar
para nada con el ministro de la Gobernación. Aunque ni los elementos
reaccionarios ni los militares se han sublevado oficialmente aún, caben pocas
dudas de que estén alzados en armas contra la República. Por si acaso, el general
Riquelme trabaja en estos momentos por organizar una pequeña columna de
guardias y soldados.
—Si por la mañana sigue sin recibir las armas exigidas a la fábrica de Toledo,
saldrá para allá a fin de aclarar definitivamente la situación.
A medianoche llega a la redacción una noticia más alarmante aún que las
precedentes. De Gobernación avisan que varias columnas militares procedentes
de Valladolid, Burgos y Navarra han rebasado los puertos de los Leones,
Somosierra y Navacerrada con propósito de entrar en Madrid antes del
amanecer.
—El batallón de guarnición en El Pardo —añaden—, que se adueñó del
pueblo esta mañana, salió hacia la sierra a primera hora de la noche para unirse
con las fuerzas facciosas que avanzan sobre Madrid.
Aun sin confirmar la noticia, en el ministerio de la Guerra no niegan en
redondo que pueda ser cierta. En cualquier caso, admiten que lo es cuanto se
refiere al batallón de El Pardo. Por su parte, en la Dirección General de
Seguridad, donde reina un completo desbarajuste y una espantosa confusión, las
impresiones no pueden ser más inquietantes.
—El peligro en la sierra es gravísimo —dicen—. Hemos mandado para allá
los hombres de que disponemos, pero no sabemos si conseguirán nada.
Sentimos una profunda desconfianza de cuanto nos dicen. Como hemos
comprobado en el curso de las últimas jornadas, no son la Dirección de
Seguridad ni los distintos ministerios quienes mejor enterados están de lo que
ocurre en ninguna parte del país. Tampoco quienes en estos momentos disponen
de may ores contingentes dispuestos a luchar en contra de la sublevación militar.
Tanto la información exacta como los luchadores decididos y eficaces están en
las organizaciones sindicales y en los partidos políticos de izquierda. Algunos
redactores del periódico acuden a la Casa del Pueblo y a Izquierda Republicana;
y o, como tantas veces en el curso de las agitadas jornadas, a la calle de la Luna.
Tras de unas horas de sangrientas escaramuzas en todos los barrios de la
ciudad, en las calles impera ahora la calma, si bien de cuando en cuando se
escucha algún disparo suelto. Hombres provistos de fusiles y pistolas montan una
guardia cuidadosa en todas las esquinas, obligan a pararse a los escasos
automóviles que circulan y piden la documentación —política y sindical, que la
otra ha perdido en pocas horas todo su valor— a quienes circulan. La may oría de
los balcones permanecen abiertos, con las persianas levantadas y las luces
encendidas. No obstante el bochorno de la noche estival, son pocos los que se
asoman a ellos, temerosos de ser alcanzados por alguna bala perdida.
En la calle de la Luna y en las inmediatas, hileras de automóviles y camiones
en cuy o interior hay muchos hombres, generalmente armados, descansando
como pueden de las fatigas de la jornada. Algunos duermen echados de bruces
sobre los volantes, prestos a poner el coche en marcha y salir rápidos hacia
cualquier lugar en que se reproduzca la lucha; otros dormitan tumbados en el
interior de los coches y los camiones.
En la sede de la CNT madrileña, donde prácticamente llevan reunidos desde
hace cuarenta y ocho horas todos los comités de la organización, entran y salen
con paso raudo y gesto resuelto hombres con la barba crecida, los ojos irritados
por la falta de sueño, la may oría vestidos con monos de trabajo o en mangas de
camisa. Son delegados de las barriadas o de los pueblos próximos que van en
busca de armas e instrucciones o traen noticias de lo que en ellos sucede.
Hay mucha gente en el amplio portalón, en la señorial escalera que conduce
al piso principal y en todos los pasillos. Algunos forman grupos y cambian
impresiones o discuten con may or o menor vehemencia. Una may oría descansa
sentada o tendida en el suelo. En algunos sitios para avanzar hay que saltar por
encima de quienes descabezan de cualquier forma un breve sueño. Basta advertir
el aire cansado de muchos para comprender que todos llevan varios días sin
dormir normalmente. Algunos, heridos en el curso de los recientes combates,
tienen vendadas las piernas, los brazos, o sujetas con esparadrapos la compresas
que tapan los rasponazos más o menos profundos de las balas enemigas. Uno
rezonga malhumorado a quien le ha despertado:
—Si no cierro los ojos un par de horas, cuando amanezca no podré tenerme
de pie.
En uno de los salones cambian rápidas impresiones los componentes del
Comité Nacional, del Regional y de Defensa de la CNT. Las deliberaciones
sufren constantes interrupciones por la llegada de compañeros que traen noticias
de lo que sucede en algún lugar, o porque cualquiera de los integrantes de los
comités requiere la pistola o el fusil y sale corriendo para resolver un conflicto
planteado en un barrio o participar en una refriega que ha estallado de pronto.
Al entrar, no sin tener que discutir un momento con quienes montan guardia
en la puerta, encuentro a muchos amigos y conocidos. Están David Antona y
Antonio Moreno, que forman, junto con otros compañeros, el Comité Nacional, y
varios de los cuales estuvieron presos hasta ay er mismo en la Modelo como
consecuencia de la huelga de la construcción. También Isabelo Romero, Juan
Torres, Cecilio y otros integrantes del Comité Regional. Por Defensa veo a
Eduardo Val —alto, delgado, desgarbado, embutido en un mono y con la pistola
colgada del hombro, que dentro de unos meses jugará un papel destacado en la
defensa de Madrid—, Salgado y Barcia. Están, asimismo, muchos militantes
conocidos —Falomir, Nuño, Íñigo, Mera, Mora, Marín, Ramos, Mancebo, etc—
de los diversos sindicatos. Todos ellos han luchado durante la jornada en cien
lugares distintos. Algunos han estado durante la tarde en las provincias limítrofes
y más de uno en lugares dominados por el fascismo, de donde han tenido que
escapar abriéndose paso a balazo limpio.
Hablo rápido y nervioso con un grupo en que están Antona, Isabelo y Val. Les
comunico las últimas y graves noticias recibidas en la redacción de La Libertad:
los puertos de la sierra tomados por los sublevados; las columnas militares que
procedentes de Burgos y Valladolid se aproximan en estos momentos a Madrid;
el peligro que la ciudad corre… No me dejan seguir. Afortunadamente, nada de
esto es cierto. Los militares dominan, desde luego, en toda Castilla la Vieja. Son
dueños de las provincias cercanas de Ávila y Segovia, en muchos de cuy os
pueblos pelean a la desesperada grupos de compañeros.
—Pero ni han tomado los puertos ni hay una sola columna facciosa al sur de
la sierra.
Lo saben de una manera positiva. Más de uno de los presentes ha estado esta
tarde en las montañas próximas e incluso en los alrededores de Segovia y Ávila.
Por otro lado, hace tan sólo cinco minutos han hablado con los compañeros de
Guadarrama, Buitrago y Navacerrada en la subida a los pasos de la cordillera.
Tienen en ellos grupos armados guardándolos y están en constante vigilancia.
Además…
—A todos ellos han llegado y a, y continúan llegando, centenares de guardias
y milicianos para contribuir en caso necesario a su defensa.
Es probable, casi seguro, que los fascistas ataquen por allí mañana, pasado o
dentro de dos días. Pero todavía no han llegado las columnas militares enemigas,
y para hacer frente a los pequeños grupos de las vanguardias del adversario se
bastan los hombres que allí se encuentran o que y a marchan con destino a la
sierra.
—El peligro may or, el que hemos de atajar rápidamente si no queremos
perecer asfixiados, está en otro lado.
Los facciosos no sólo son dueños de Guadalajara —donde al parecer hay
varios generales al frente de la sublevación—, sino de Alcalá, que dista
únicamente treinta kilómetros de la Puerta del Sol. También, y aunque los
gobernantes republicanos parecen resistirse a creerlo, dominan Toledo y
Albacete. No hay informes exactos de lo que sucede en los pueblos de Ciudad
Real y Cuenca, pero cabe la posibilidad —probabilidad mejor— de que de no
acudir rápidamente en su auxilio tarden pocos días —acaso pocas horas— en
caer en manos de caciques y reaccionarios.
—Aislado por el norte, el este y el sur, Madrid no puede resistir mucho. ¡O
rompemos rápidamente el cerco o estamos perdidos!
—Pero ¿la sierra…?
—Es un obstáculo que dificultará el avance tanto de ellos como de nosotros.
Unos centenares de hombres bastan y sobran para contener a un verdadero
ejército.
Tienen la seguridad de que y a han salido para Guadarrama y Somosierra los
elementos precisos para impedir que los fascistas —que todavía no disponen de
grandes elementos en la falda norte de la cordillera— puedan abrirse paso con
rumbo a Madrid.
—¿Que podríamos avanzar nosotros? Quizá. Pero ¿de qué nos serviría? Toda
Castilla la Nueva y León está en manos del fascismo. Asturias se halla
demasiado lejos para poder alcanzarla.
—Antes de iniciar esta larga marcha, necesitamos contar con las armas y los
refuerzos que sólo pueden llegarnos de Cataluña, Levante, Murcia y la Andalucía
oriental que está en poder del pueblo. Cortando la ruta de los refuerzos,
pertrechos e incluso alimentos que necesitaremos con urgencia, están Alcalá,
Toledo, Guadalajara y Albacete, que los facciosos no han debido tener tiempo
aún de reforzar y fortalecer.
—Tomadas Alcalá, Guadalajara y Toledo, Madrid tendrá comunicaciones
directas y seguras con el sur y Levante. Son tres núcleos aislados. Conquistados,
será nuestra toda la Mancha, porque Albacete, muy alejada de los otros dominios
facciosos, caerá por sí sola en pocos días.
—Además —interviene Isabelo— impediremos que los cavernícolas de
Cuenca acaben con nuestros compañeros y llevaremos a Valencia las armas que
el pueblo necesita para asaltar los cuarteles.
—¿Qué pensáis hacer, entonces?
—No tardarás en verlo. Apenas amanezca, emprenderemos la marcha.
Vamos sobre Alcalá y Toledo primero, sobre Guadalajara después.
—Antes de cuarenta y ocho horas estaremos en los tres sitios y el cerco de
Madrid habrá saltado hecho pedazos.
Es una afirmación que los hechos no tardarán en confirmar. Muchos de los
que están en este salón, en las habitaciones contiguas y en la escalera llevan días
enteros sin dormir dos horas seguidas. Rendidos por el cansancio escuchan a sus
compañeros o hablan con los ojos entornados, recostados contra la pared,
hundidos en un sillón o tumbados en el suelo.
Antes del amanecer, una columna parte de la calle de la Luna. La integran un
centenar de automóviles y diez o doce camiones sobre los que se han montado
algunas ametralladoras. De todas las barriadas acuden caravanas de coches y
camiones para sumárseles en las Ventas o el puente de Toledo.
Una may oría de los que van en camiones o automóviles duermen por el
camino con el fusil apretado entre las piernas. Dentro de un rato, el tableteo de
las ametralladoras será su despertar. Unos perecerán hoy mismo; otros
arriesgarán su vida a diario durante meses interminables. Al final…, ¿quién
puede suponer hoy cuál será el final?
¡La guerra ha comenzado…!
SEGUNDA PARTE

EL PUERTO DE ALICANTE
(Así terminó la guerra de España)
I

MARTES, 28 DE MARZO

Suena estridente el timbre del teléfono. Arrancado bruscamente del sueño,


entreabro los ojos y descuelgo el auricular. La voz de mi madre me llega
nerviosa y apremiante:
—¿Qué esperas ahí todavía? ¡Estás loco…! ¿No ves que se ha marchado todo
el mundo?
Sonrío tristemente al escucharla. Hace días, muchos días, que repite
incansable lo mismo. En realidad, apenas dice otra cosa desde su precipitado
retorno de Valencia —capital del « Levante feliz» en una hora y a lejana— al
Madrid asediado y hambriento. Le obsesiona el afán de que me marche cuanto
antes, sabiendo —nadie puede ignorarlo y a a finales de marzo— que la guerra
está definitivamente perdida.
Comprendo su actitud, similar a la de millares de madres. La mía perdió un
hijo en los comienzos de la lucha y teme perder otro al final. No anda,
naturalmente, descaminada en sus temores. Aunque a veces me gusta soñar
despierto, sé perfectamente que lo pasaré mal si permanezco aquí cuando entren
los que llevan veintinueve meses a sus puertas. A veces discuto con ella en un
vano intento de hacerla comprender que debo continuar en mi puesto hasta el
último segundo.
—¡El último segundo ha sonado y a! Antón Martín está lleno de soldados que
abandonan los frentes. También he visto dos camiones con banderas monárquicas
y la gente…
Miro el reloj mientras mi madre continúa. Son las diez menos cuarto de la
mañana. He dormitado unas horas echado de bruces sobre la mesa del despacho
y no sé lo que pueda haber ocurrido desde el amanecer en que, tras concluir la
confección del periódico —¡del último número de periódico!—, me dejé ganar
por el sueño y el cansancio acumulados en varias noches de mucho trabajar y
poco dormir.
—¿Acaso no me crees, hijo? —inquiere angustiada la voz de mi madre—.
¡Asómate a la calle y verás que no exagero!
Procuro tranquilizarla con breves palabras, aunque sé por anticipado de su
inutilidad. Tengo la plena seguridad de que cuanto acaba de decir responde
escrupulosamente a la verdad; que Antón Martín y todas las calles de Madrid
ofrecen en este momento el triste espectáculo de un ejército derrotado, cuy os
soldados han abandonado por propia iniciativa las trincheras. Me consta que los
frentes han desaparecido, que las líneas cercanas a la capital quedaron
totalmente desguarnecidas anoche y que el enemigo puede entrar cuando le de la
gana sin encontrar la menor resistencia.
Con sólo levantar la cabeza y mirar hacia la Castellana a través del balcón
tengo la mejor confirmación si pudiera quedarme alguna duda, que
desgraciadamente no me queda. Por Abascal descienden de la Ciudad
Universitaria grupos desperdigados de soldados que, tras soltar los fusiles,
emprenden una marcha lenta y apesadumbrada hacia sus pueblos respectivos.
—¡Convéncete, Eduardo! Si continúas ahí media hora más, no podrás salir de
Madrid. ¡Aunque te duela mucho, todo ha terminado!
Tiene razón y lo sabemos los dos. Todo ha terminado, en efecto, y lo poco
que resta habrá de ser una sucesión ininterrumpida de dolorosas tragedias. En
realidad, todo terminó hace treinta y seis horas, en la noche del domingo pasado,
cuando el Consejo Nacional de Defensa radió a los cuatro vientos la orden de
levantar bandera blanca en todos los puntos que atacase el enemigo. Fue un golpe
duro y bajo que muchos no pudimos encajar. No sólo por ver definitivamente
muerta una causa por cuy a defensa tantos sacrificaron su vida, sino porque en
aquel instante —precisamente en aquel instante— y o creía tener las mejores
razones para esperar una decisión diametralmente opuesta…

***
—Sí; y a sabemos que sólo llevas tres horas acostado, pero te necesitamos con
urgencia. Dentro de diez minutos irá un coche a buscarte.
Quien me habla forma parte del Consejo Nacional de Defensa, que hace
veinte días escasos acabó con las torpes maniobras y las burdas mentiras del
Gobierno fantasma de Negrín, refugiado a la sazón en un pueblo de Alicante, lo
más lejos posible de los frentes y lo más cerca de un aeródromo con aparatos
preparados con los motores en marcha. Aunque tengo mucho sueño —Castilla
Libre, que dirijo, se cierra de madrugada—, abandono la cama y media hora
después me presento donde me aguardan.
—La ofensiva fascista empezó hace una hora sin hacer ningún caso de
nuestras proposiciones de paz —dice González Marín apenas me ve—. No nos
queda otro remedio que resistir como sea.
Asiento convencido, sin vacilaciones. Nada puede resultar más desastroso que
entregarnos sin condiciones a merced del vencedor.
—Nos defenderemos como y donde podamos: en las ciudades, las montañas
o las costas —añade Val—. Lucharemos como gatos panza arriba y les haremos
pagar muy caras nuestras cabezas.
No me sorprende oírle. No puede sorprenderme cuando llevamos semanas
enteras hablando de esta resolución última y desesperada. Menos aún cuando
todos, por lo menos en público, opinan exactamente igual que nosotros.
—Los cien mil hombres que como mínimo sacrificarán los fascistas al
triunfar —prosigue Marín—, no deben ir al matadero con resignación bovina,
sino pelear como hombres y morir matando.
Todos los presentes hacen gestos de asentimiento. No existe la menor
discrepancia. En el momentáneo silencio que sigue a las palabras de González
Marín, me repito mentalmente los versos de Almafuerte hace pocos días
reproducidos en primera página de mi periódico: « No te des por vencido ni aun
vencido; no te sientas esclavo ni aun esclavo y que maldiga y muerda vengadora
aun rodando en el polvo tu cabeza» .
—Lo menos que podemos exigir —interviene Salgado— es tiempo suficiente
para evacuar a todos los que se consideren en peligro o no quieran vivir bajo un
régimen dictatorial.
—Tenemos la obligación moral y material de cumplir al pie de la letra la
consigna del Consejo —sostiene Pradas por su parte—: « O todos nos salvamos o
perecemos todos» .
—Si es preciso —concluy e Marín—, convertiremos las diez provincias que
nos quedan en otras tantas y gigantescas numancias.
En la reunión participan los dos representantes del movimiento libertario en el
Consejo Nacional de Defensa. Junto a ellos, un puñado de militantes conocidos de
la organización confederal, con puestos destacados en el frente y la retaguardia.
Aparte de varios jefes de brigada y división, que dentro de una hora estarán de
nuevo en las trincheras de Usera, el Jarama o Guadalajara, asisten José García
Pradas, director de CNT, y Manuel Salgado, jefe en estos momentos de los
servicios de información militar, igual que lo fue en los días dramáticos y
convulsos de noviembre de 1936.
—Todo el Consejo Nacional —informa Val— apoy a nuestra decisión
inquebrantable de resistir a cualquier precio. La única duda es Besteiro. Los
demás, todos los demás…
Sabe perfectamente cómo piensan porque hace una hora habló con ellos.
Tanto los militares —Miaja y Casado— como los representantes socialistas,
republicanos, ugetistas y sindicalistas —Wenceslao Carrillo, San Andrés, del Río,
Antonio Pérez y Sánchez Requena— están resueltos a cumplir la palabra
empeñada con el pueblo y los combatientes de lograr una paz honrosa o hacerse
matar luchando.
—Hasta en este momento crítico, cuando todo parece perdido a primera vista
—vuelve a hablar Pradas—, tenemos lo que nunca tuvimos en el pasado y
difícilmente volveremos a tener en un futuro previsible.
Es cierto, desde luego. Ahora, cuando la guerra se aproxima a su final y
muchos, perdida por completo la moral combativa, han huido o se niegan a
seguir luchando, los obreros —confederales, socialistas, republicanos y
comunistas— disponen todavía de medio millón de hombres organizados
militarmente, cientos de miles de fusiles y pistolas, un centenar de cañones y
otros tantos aviones y tanques. Hace tres, cuatro o cinco años cualquiera de
nosotros, con sola una centésima parte de ese material, se hubiera considerado
con fuerzas sobradas para hacer triunfar la revolución no sólo en España, sino en
medio mundo.
—El enemigo es, indudablemente, más fuerte. Merced a la aviación
alemana, las divisiones italianas y la traición de las democracias, y Rusia, que se
cruzan de brazos para dejar que nos aplasten, nos supera en tierra, mar y aire.
Pero en cualquier caso tenemos mil veces más armas y recursos que el 18 de
julio de 1936 cuando con las manos vacías nos lanzamos al asalto de los
cuarteles.
Aun descontando que tengamos perdida la guerra regular y clásica en que
llevamos empeñados treinta y dos largos meses, podemos proseguir mucho
tiempo todavía una contienda irregular y revolucionaria a base de guerrillas,
núcleos escogidos de resistencia, atentados, sabotajes y destrucciones en una
lucha feroz en la que nadie pida, ofrezca ni espere cuartel.
—Con las armas que tenemos —argumenta Mancebo—, el territorio que
dominamos y la fría desesperación de cien mil hombres que saben que su única
posibilidad de prolongar unos días su existencia estriba en continuar luchando,
pondremos a nuestras cabezas un precio tan elevado que el fascismo nacional e
internacional no sea capaz de pagarlo.
Murmullos de aprobación acogen las palabras de Pradas y Mancebo. Todos
estamos convencidos de que, por trágica que sea, la decisión numantina de morir
para impedir que el triunfo fascista sea un simple paseo, es la única salida
honrosa que nos permiten las circunstancias. Aunque no falte alguno que,
intoxicado aún por recientes actitudes propagandísticas, acaricie la ilusión de
acontecimientos extraños que pueden paliar e incluso evitar nuestra derrota.
—Hace diez días —dice— que Hitler entró en Praga ciscándose en los
acuerdos de Munich y riéndose de Chamberlain y Daladier. Aunque las
democracias sigan sin atreverse a reaccionar, tendrán que contestar un día a las
agresiones nazis y la segunda guerra europea o mundial…
No llega a concluir la frase. Son varios los que le interrumpen airados para
poner las cosas en su sitio. No podemos perder el tiempo discutiendo soluciones
mágicas a nuestra situación. Durante más de un año Negrín y los comunistas han
estado especulando con una guerra que, según todos los síntomas, no estallará en
ningún caso antes de que finalice la lucha en España. Los resultados están a la
vista.
—Sería pueril engañarnos a estas alturas con mentiras piadosas. Con guerra
europea o sin ella, ni Londres, ni París, ni Moscú, moverán un solo dedo para
salvarnos. Estamos solos, absolutamente solos, y no podemos confiar más que en
lo que personalmente seamos capaces de hacer. ¿Alguna duda?
Todos mueven la cabeza en gesto negativo. Incluso el compañero que se
atrevió a insinuar la posibilidad de que los acontecimientos internacionales
vinieran en nuestra ay uda, asiente a las palabras de Val, quien tras una breve
pausa, continúa:
—Hay que redactar un manifiesto enérgico, concreto y categórico que,
firmado por el Consejo Nacional de Defensa, sea radiado esta misma tarde. En
él, dirigiéndose a amigos y enemigos, es preciso exponer con brutal claridad y
sin paños calientes la trágica situación planteada por la ofensiva fascista y nuestra
decisión inquebrantable de morir matando.
A este manifiesto deben seguir y acompañar otros varios. Unos dirigidos a los
combatientes antifascistas cuy a vida corre el más grave y cierto de los riesgos de
terminar la guerra con una rendición tan incondicional como la que pretende el
enemigo. Habrá que hablarles con sinceridad y sin paliativos, diciéndoles la
suerte que les aguarda.
—Comisarios, policías, militares profesionales que han luchado al lado del
pueblo, periodistas, miembros de los partidos políticos, alcaldes o concejales en
los pueblos, etc., serán condenados a muerte y fusilados. Sabemos lo que sucedió
en otras regiones, esencialmente en Extremadura, Málaga y el Norte, y no cabe
que nadie abrigue esperanzas suicidas.
Comprendo perfectamente lo que se pretende. Más aún, lo encuentro no sólo
lógico, sino obligado. No tenemos por qué traicionar nuestros ideales y a quienes
pelean a nuestro lado, haciendo el juego al fascismo dispuesto a exterminarnos.
Adormecer el espíritu combativo de las gentes con una mentida seguridad de que
nada tienen que temer, sería la más imperdonable de las estupideces.
—Hay que decirles precisamente todo lo contrario: que no tienen nada que
perder hagan lo que hagan, porque si los fascistas ocupan la zona leal sin dar
tiempo a la evacuación de nadie, todo, absolutamente todo, lo tienen perdido y a.
—Empezando por su propia vida e incluso la de sus familiares.
—Algo semejante debe hacerse con otros manifiestos y proclamas no
dirigidas precisamente a nuestros hombres, sino a los que se hallan aún al otro
lado de las trincheras. Es preciso hacerles comprender que no podrán
engatusarnos con engañosos cantos de sirena ni con promesas inconcretas y
aleatorias.
De esta decisión de continuar luchando hasta el fin, de no confiar poco ni
mucho en promesas que en los vascos dejaron los más terribles recuerdos, se
desprende una conclusión forzosa que no tenemos por qué negar ni siquiera
callar. Antes al contrario, debemos divulgarla a los cuatros vientos.
—Si morimos matando y nuestras familias morirán con nosotros, no vamos a
sacrificarnos precisamente por salvar la vida de cuantos fascistas o simpatizantes
suy os viven aún en la zona republicana. Si se trata de una guerra de exterminio y
los nacionales no nos dejan otra salida, no seremos únicamente nosotros los
exterminados.
Transmitidas por radio, divulgadas por las agencias de información de medio
mundo, arrojados por millares sobre las líneas y poblaciones enemigas por los
pocos aviones que nos quedan, estas proclamas harán reflexionar a quienes nos
cierran todas las salidas.
—Si todos no podemos salvarnos, pereceremos todos. ¡Y serán ellos los que
tengan que elegir entre los dos términos de este dilema!
Existe absoluta unanimidad de parecer entre todos los reunidos. Tomo notas
de los acuerdos adoptados y trabajo con febril actividad durante varias horas.
Apenas he dormido la noche pasada, pero el sueño ha huido de mis párpados. Me
mantiene despierto la seguridad de que, dado lo extremo de las circunstancias
que vivimos, lo que estoy escribiendo puede tener para muchos, incluido y o
mismo, una importancia vital. Procuro exponer en forma concisa y precisa las
indicaciones apuntadas, expresar en el menor número posible de palabras la
resolución firme del movimiento libertario de no abandonar las armas sin una
seguridad previa, plena y total de que cuantos se crean en peligro puedan
abandonar la zona republicana.
Redacto manifiestos largos justificando nuestra posición y breves y
encendidas proclamas. De unos apenas si se harán unos centenares de copias; de
otros se editarán millares y millares de ejemplares y y a antes de terminar de
escribirlos están en marcha las rotativas que han de multiplicar un texto que se
quiere hacer llegar a las multitudes. Unos y otros se atienen escrupulosamente a
las directrices recibidas y están preparados al caer la tarde para su inmediata
distribución.
—El Consejo Nacional de Defensa se reunirá dentro de una hora. Antes de
dos, daremos lectura por radio al primer manifiesto. Será la señal para empezar
sin pérdida de minuto a distribuir todos los demás.
Ha vuelto el sueño una vez terminada la urgente tarea que me fuese
encomendada por la mañana. Pero no es momento adecuado para tumbarse
cuando la ofensiva enemiga iniciada en Extremadura puede verse secundada en
cualquier instante por otros ataques a fondo en los diferentes frentes.
Positivamente sabemos que hay varios cuerpos de ejército desplegados en los
alrededores de Madrid y en el frente del Tajo para asestarnos lo que pretende ser
el golpe definitivo. Sólo una actitud resuelta y desesperada del Consejo puede
galvanizar los frentes y la retaguardia para impedir un triunfo inmediato y fácil
de nuestros adversarios.
—Aunque Besteiro pondrá algunos reparos —indica González Marín, al
dirigirse a la reunión—, todos los demás, empezando por Miaja, secundarán sin
vacilaciones nuestra posición.
Le creo. Dada la negativa enemiga a tomar en consideración las propuestas
de paz y la ofensiva iniciada para exigir una rendición incondicional que a todos
puede conducirnos al paredón, no cabe otra salida que la defendida por nosotros
y compartida, de mejor o peor gana, por el resto de los sectores antifascistas.
Pueden existir discrepancias entre nosotros respecto al régimen futuro de España
caso de haber logrado la victoria, pero no cabe duda que a todos —republicanos,
socialistas, comunistas o confederales— nos tratará el enemigo de igual manera.
—Y todos, empezando por los propios miembros del Consejo Nacional de
Defensa, habrían de sentir no perecer antes de caer en sus manos.
Espero en el Comité Regional de Defensa el resultado de la reunión que se
está celebrando en el ministerio de Hacienda. Lo mismo hacen otros muchos.
Son enlaces que se aprestan a llevar a los frentes cercanos las proclamas que se
están acabando de imprimir en esta tarde dominical; delegados de barriada y
sindicatos que aguardan impacientes instrucciones concretas.
La espera se prolonga mucho más de lo previsto. Al final, alguien da por
teléfono una noticia que nos resistimos a creer. Es preciso que la radio la difunda
a los pocos minutos para que le concedamos el menor crédito. En lugar de una
resistencia a ultranza y desesperada, el Consejo Nacional de Defensa ordena que
en los frentes donde ataque el enemigo las fuerzas republicanas levanten bandera
blanca y se entreguen sin ofrecer la menor resistencia.
La orden inesperada es acogida con gritos de rabia e indignación. Algunos
hablan abiertamente de traición y sostienen que hay que hacerse comer la
vergonzosa consigna a quienes la han dado. Manuel Salgado, que acaba de llegar,
trata inútilmente de serenar los ánimos excitados. Según él, aunque Val y
González Marín trataron por todos los medios de hacer prevalecer el criterio
confederal en la reunión del Consejo, fueron derrotados por republicanos,
socialistas y militares.
—No fue sólo Besteiro quien votó en contra —añade—, sino Miaja, Casado,
Carrillo, Miguel Andrés, Del Río y Antonio Pérez.
Todos ellos parecen convencidos y seguros de que podrá evitarse la temida
inmolación de millares de luchadores antifascistas. De acuerdo con rotundas
afirmaciones tanto de Casado como Besteiro en el curso de los apasionados
debates que precedieron a la orden de izar bandera blanca, existe un acuerdo
tácito con los mandos enemigos que permitirá la evacuación de cuantos quieren
expatriarse.
—Habrá barcos para todos —dice Salgado, repitiendo lo dicho en el Consejo
— y la ocupación de la zona republicana se hará por etapas. Los nacionales no
llegarán antes de quince días a los puertos de Levante. En Madrid tendremos una
semana para que pueda marcharse todo el mundo con entera tranquilidad.
—¡Eso no te lo crees ni tú! —le interrumpo sin poderme contener—. Tras la
orden dada esta noche, mañana no quedará un soldado nuestro en ninguno de los
frentes…
Acierto, naturalmente. Como cualquiera podía prever, si en la jornada del
domingo, tropezando con algunos núcleos de resistencia, la ofensiva enemiga
avanza veinte o treinta kilómetros en Extremadura, el lunes pueden progresar con
la velocidad que se les antoje en cualquiera de los frentes de la zona central,
totalmente inmovilizados durante los últimos meses de la contienda.
La orden radiada por el Consejo Nacional de Defensa acaba con toda sombra
de resistencia. Los soldados no aguardan para abandonar armas y trincheras a
que el adversario ataque los puntos que guarnecen. Totalmente desmoralizados,
muchos tiran los fusiles sin que sus jefes, tanto o más hundidos que ellos por el
final desastroso de la contienda, hagan nada por impedirlo. En Madrid mismo se
produce una desbandada al atardecer del lunes. Grupos nutridos de soldados
saltan de las trincheras para confraternizar con sus adversarios, mientras otros
regresan a Madrid, dejando a su espalda la Casa de Campo, la Ciudad
Universitaria o las orillas del Jarama.
—Los soldados deben volver a las trincheras —dice el Consejo Nacional de
Defensa—. La disciplina es más necesaria que nunca. En estas circunstancias, el
desmoronamiento de los frentes sería una catástrofe.
Lo es, aunque el enemigo siga sin atacar, al menos en los frentes cercanos a
la capital. A la desesperada se intenta restablecer una situación que ha destrozado
la orden dada la víspera. Circulan rápidas y enérgicas consignas. Numerosos
enlaces salen de Hacienda con órdenes tajantes para los jefes de los distintos
sectores. Líderes políticos y sindicales, así como militares de uniforme, corren
hacia las calles de la Princesa, Cea Bermúdez, Francos Rodríguez y carreteras de
Toledo y Extremadura para atajar la desbandada. Hablan en mítines
improvisados a los soldados para que vuelvan a empuñar las armas y retornen a
los puestos que ocupaban hasta hace dos horas.
Se quiere secundar su acción por medio de la radio. Por desgracia, Madrid
sufre un prolongado corte en el suministro de electricidad, y las emisoras de
radio no funcionan. Cuando se subsana la avería —que nadie sabe si obedece a
negligencia o sabotaje—, ante los micrófonos se suceden oradores de todos los
partidos y organizaciones, comenzando por los propios integrantes del Consejo
Nacional de Defensa. Durante dos horas, hasta bien avanzada la noche, se
suceden las órdenes, las arengas y las súplicas. Al final se anuncia oficialmente
que se ha conseguido la finalidad perseguida y los frentes de Madrid vuelven a
estar guarnecidos.
—¿Qué pasará si el enemigo ataca?
—No atacará, porque le interesa tanto como a nosotros dar tiempo a la
evacuación de la capital.
Pese a las seguridades del Consejo Nacional de Defensa, dudo mucho de que
tengan tiempo de salir cuantos consideren su vida en peligro. Aun cuando exista
—posibilidad que sigo resistiéndome a creer— un acuerdo tácito con el enemigo
para que retrase unos días su entrada en Madrid, será inevitable que la llamada
Quinta Columna —centuplicada en los últimos días por millares de individuos que
estuvieron enchufados durante toda la guerra o permanecieron hasta ahora en
una medrosa inactividad y quieren hacer méritos en el postrer instante— se lance
a la calle y ocupe la ciudad al no tropezar con ninguna resistencia. También que
los soldados que esta noche continúan en las trincheras próximas, las abandonen
en masa tan pronto amanezca el día de mañana.
En cualquier caso, y o tengo la obligación —más moral que material— de
permanecer aquí hasta el último segundo. No puede servir de excusa válida que
la redacción en pleno de algún periódico hay a huido hacia Levante y que en la
noche del lunes 27 de marzo hay an dejado de aparecer la mitad de los diarios
madrileños de la tarde. Castilla Libre, que dirijo, se publicará mañana martes,
acaso por última vez. Se lo digo así, con perfecta claridad, a cuantos trabajan
conmigo al comenzar la confección del periódico.
—Cabe la posibilidad de que dentro de una hora, de dos o tres los fascistas
entren en Madrid y quedemos encerrados en una trampa sin salida posible.
Aunque y o me quedaré como mínimo hasta que el número esté en la calle, no
puedo obligar a nadie y a partir de este momento cada uno es libre para proceder
como mejor le parezca.
La extremada escasez de papel ha reducido Castilla Libre a una sola hoja en
la segunda quincena de marzo. Aunque también la redacción ha quedado
reducida al mínimo, puedo prescindir de la mitad, y a que no es mucho lo que
podemos escribir. De los cuatro redactores, tres salen para Valencia antes del
amanecer. Yo me quedo en la imprenta hasta que acaba la tirada. Retorno
entonces a la redacción y llamo por teléfono al ministerio de Marina, donde, en
compañía de Salgado —que dirige en estos momentos los servicios de
información militar—, están los representantes del Movimiento Libertario en el
Consejo Nacional de Defensa.
—Todo está perfectamente controlado —me dice— y no existe motivo
alguno de alarma. Tenemos tres días para la evacuación de Madrid y en estas
setenta y dos horas…
Le interrumpo violento. Los frentes quedaron casi desguarnecidos ay er tarde
y el enemigo no ha entrado y a en la ciudad porque no ha querido. No trata de
contradecirme, pero insiste en que una may oría de los soldados volvieron anoche
mismo a las trincheras; que está en contacto telefónico permanente con todos los
puestos de mando en los alrededores de Madrid y que en las líneas existe una
absoluta normalidad.
—El plan de evacuación, al que ha dado su conformidad el enemigo, está
planeado por zonas. Las fuerzas nacionales no tienen que entrar en Madrid antes
del día treinta de marzo y hasta entonces…
Habla con entera sinceridad y cree lo que dice, pero no logra convencerme.
Por encima de los acuerdos tácitos con las fuerzas nacionales —si tales acuerdos
son algo más que una fantasía— está la dura realidad de los frentes
desmoronados por culpa de la orden radiada por el Consejo en la noche del
domingo. En Madrid, la situación es tan desesperada que no podrá sostenerse ni
veinticuatro horas.
Discutimos unos minutos y al final admite que puedo tener razón. De todas
formas insiste en que procure dormir un poco para estar más fresco y
descansado por la mañana. A mediodía se celebrará una reunión en el Comité
Regional de Defensa confederal para tomar decisiones en vista del desarrollo de
los acontecimientos y es preciso que asista.
—Falta siete horas para las doce —replico—, y en ese tiempo pueden y
tienen que ocurrir muchas cosas.
—Descuida. Si ocurriese algo te llamaría por teléfono. Más aún: iría
personalmente a recogerte.

***
Cuando me despierta la llamada angustiosa de mi madre son cerca de las
diez. Ni Salgado ni nadie ha ido a buscarme ni me ha llamado por teléfono. Estoy
seguro de ello porque tengo ligero el sueño y el aparato está sobre la mesa donde
he dormitado desde las seis o las siete. Esto me induce a suponer que todo
continúa igual. Tan grave, tan desesperado incluso como la noche anterior, pero
nada más. Es probable, casi seguro, que muchos soldados más hay an
abandonado las trincheras cercanas e incluso que algunos elementos
monárquicos o falangistas, refugiados hasta ay er en una embajada o camuflados
como republicanos o comunistas en cualquier centro burocrático, se hay an
lanzado a la calle paseando banderas bicolores. Nada de esto, sin embargo,
modifica sustancialmente la situación planteada anoche.
—Tranquilízate, madre —respondo—. Iré por casa para darte un abrazo.
—Es preferible que te vay as desde ahí. Si pierdes media hora viniendo, no
podrás salir de Madrid.
Es posible que tenga razón. Los nacionales pueden entrar cuando quieran
seguros de no tropezar con la menor resistencia. ¿Por qué no lo han hecho y a?
Aunque me lo hay an asegurado cien veces en los últimos días, sigo dudando que
el pretendido acuerdo tácito y secreto con el enemigo pase de ser una mentira
piadosa o una fantasía delirante de los mismos que lo propalan. Pero incluso en el
caso de que fuera cierto, considero totalmente imposible que la ocupación de
Madrid se retrase todavía setenta y dos horas. En el caso improbable de que las
fuerzas regulares enemigas no se movieran de sus líneas actuales, sus partidarios
dentro de la ciudad se apoderarían de ella mucho antes del viernes. Entre otras
razones, por la definitiva de que no habrá nadie que se la dispute en estos
momentos.
Continúo, no obstante, unos minutos en la redacción. Quiero conocer de labios
autorizados cuál es exactamente la situación y qué perspectivas existen de
evacuación. Llamo a Marina, pero está comunicando. Impaciente telefoneo —
trato de telefonear mejor— a otros números u otros sitios en que me puedan
informar y no consigo hablar con nadie. En algunos casos el timbre de llamada
suena diez o doce veces sin que descuelgue nadie el auricular; en otros, en la
inmensa may oría, escucho la señal de estar comunicando. ¿Una avería nada
sorprendente durante las últimas jornadas o están desconectados y a los centros
oficiales donde llamo? Cualquier cosa es posible en esta hora angustiosa de
liquidación general. Pierdo así diez minutos. Al cabo cuelgo malhumorado y me
dispongo a abandonar la redacción cuando suena de nuevo el timbre del teléfono.
Descuelgo convencido de que se trata de mi madre que quiere meterme prisa,
pero me equivoco.
—Llevo un rato llamando y no dejabas de hablar —dice una voz de hombre
que reconozco en el acto—. Lo siento, porque el tiempo apremia.
Se trata de Padilla, un militante metalúrgico que ahora, lo mismo que en los
días febriles de noviembre, colabora estrechamente con Salgado. Llama en su
nombre para darme noticias relativamente tranquilizadoras. Aunque los
acontecimientos se han precipitado en las últimas horas, conviene más que nunca
conservar la serenidad y la calma. Los fascistas no entrarán en Madrid hasta la
tarde y todos los compañeros que lo deseen podrán abandonar la ciudad. En
Valencia, Alicante, Cartagena y Murcia hay barcos de sobra para asegurar la
marcha al extranjero de todos los que deseen expatriarse.
—Pradas está con Casado y Marín con Miaja —añade— para evitar que
puedan jugarnos una trastada a última hora. Salgado ha marchado a Defensa,
donde también está Val organizando la evacuación. Con que llegues alrededor de
las once es suficiente, porque no piensan marcharse hasta pasadas las doce,
cuando estén seguros de que ha salido todo el mundo.
Respondiendo a mis preguntas, añade con rapidez algunos detalles. Parece
que Besteiro no quiere moverse de Hacienda y que el coronel Pradas, jefe del
Ejército del Centro, irá alrededor de la una a las líneas enemigas de la
Universitaria para rendir la ciudad. En cualquier caso, las primeras tropas
nacionales no entrarán en Madrid hasta las cuatro o las cinco de la tarde.
—En Torrejón hay preparado un tren que saldrá a la una para Valencia. En la
Federación Local tienen quince o veinte autobuses que irán partiendo a medida
que se llenen. A ti te esperan en Defensa. ¡Un abrazo, y suerte!
La redacción de Castilla Libre está en el mismo edificio de la calle Miguel
Ángel ocupado por el Comité Regional de la Confederación. Tras una mirada
melancólica al local, que probablemente no volveré a pisar, salgo. En la escalera
encuentro a Franch, un músico que en representación del Sindicato del
Espectáculo forma parte del Comité regional. Es un hombre alto, delgado, de aire
resuelto y gesto nervioso. Tiene alrededor de cincuenta años y ha pasado casi
toda la guerra en los frentes, hasta que, convaleciente de graves heridas, le
obligaron a ocuparse de la sección propresos en sustitución de otro compañero
incorporado a las trincheras. Está, como la may oría, dolorido e indignado por el
final de la lucha.
—¡Valiente cabronada! —chilla airado—. ¡Era preferible luchar hasta morir
como en noviembre que tener ahora…!
Acaba de quemar en una chimenea los ficheros de su sección para que
dentro de unas horas no puedan ser utilizados por el enemigo. Igual hacen o han
hecho y a los encargados de otras secciones. Pero antes, naturalmente, se han
preocupado de los presos.
—A los fascistas los pondrán en libertad los suy os, si no lo han hecho y a.
Antifascistas te aseguro que no queda ni uno.
—¿Incluso los comunistas?
—¡Claro! Con los comunistas podremos tener todas las diferencias que se
quiera, pero sería una canallada entregarles atados de pies y manos al enemigo
común. Ay er recorrí cárceles y comisarías para tener la seguridad de que todos
están libres.
Me alegra oírle. No porque constituy a una sorpresa, y a que me consta que
hace días la Confederación dio la orden de libertar a todos los presos antifascistas
sin la menor excepción, sino por la seguridad de que la orden se ha cumplido en
Madrid. En la puerta del edificio hay varios coches sobrecargados que se
disponen a enfilar inmediatamente la carretera. En uno de ellos, los dos
individuos que le ocupan meten prisa a Franch.
—Tenemos que recoger tres compañeros en Cuatro Caminos antes de salir.
¿Quieres que te deje en Defensa o algún otro sitio?
—Prefiero que me dejes en Iglesia para tomar el « metro» —respondo
sincero—. Tengo que pasar por casa.
El auto sube a toda prisa por Martínez Campos. En dirección contraria
marchan apresuradamente algunos camiones con grupos de hombres y mujeres
e incluso niños. Son familias enteras que abandonan precipitadamente Madrid. En
la glorieta de la Iglesia, en Eloy Gonzalo y Santa Engracia, el cuadro difiere muy
poco del de otro día cualquiera de los dos últimos años. Los comercios están
abiertos, circulan los tranvías y se venden con absoluta normalidad los periódicos
matutinos, aunque esta mañana no hay an aparecido ni la mitad de los habituales.
Procedente de Cuatro Caminos y Quevedo grupos de soldados sin armas que
vienen de los frentes abandonados y se encaminan sin prisas hacia sus casas o sus
pueblos. Algunos de ellos ríen quizá por haber finalizado una pesadilla; los más
caminan serios y pensativos, preocupados sin duda por su futuro inmediato.
—Antes de ocho días —comenta Franch—, todos sentirán haber soltado las
armas.
A todo correr sube por Santa Engracia una camioneta ocupada por diez o
doce hombres, uno de los cuales enarbola una pequeña bandera bicolor. Los
soldados y la gente les mira con curiosidad, pero sin hacer el menor comentario
ni gesto de hostilidad. Franch tuerce el gesto.
—No me gusta esto —murmura—. Dentro de media hora estarán aquí y no
podrá salir nadie.
Procuro tranquilizarle, repitiendo lo que Padilla me ha dicho por teléfono
mientras me apeo junto a la boca del « metro» . Me escucha con aire de
escepticismo.
—Puede, pero… ¡Si no te das mucha prisa, te cogerán en esta inmensa
ratonera…!
Aunque niego con la cabeza al despedirme de los ocupantes del auto, temo lo
mismo. Son nada más que las diez y veinte y sería inconcebible que no y a a las
cuatro de la tarde, sino a las doce de la mañana, no sean los fascistas dueños de la
ciudad. Perder dos horas, quizá una tan sólo, es la seguridad de no tener
escapatoria posible.
La estación del « metro» da una impresión sorprendente de normalidad. De
normalidad, claro está, dentro de la terrible anormalidad de la guerra con los
frentes más cercanos a menos de un kilómetro de distancia. Ni la gente que
medio llena el andén, ni sus actitudes, gestos o manera de vestir se diferencian
poco ni mucho de los que ay er, hace quince días o un año, ocupaban este lugar a
estas mismas horas. Aunque nos encontramos a finales de marzo, hace frío; la
primavera que y a ha comenzado parece más remota que nunca y la gente se
abriga como puede. Capotes, tabardos, abrigos, mantones y bufandas, sin que
falten los pasamontañas, los pañuelos o las gorras cubriendo las cabezas.
Llega el tren tan lleno como de costumbre. Los que aguardamos en el andén
empujamos para meternos en los coches. Entre los viajeros abundan los
uniformes, cosa natural y casi obligada en una ciudad que lleva veintiocho meses
asediada. Hay las inevitables protestas de los que se quejan de codazos o
pisotones, no más abundantes o estridentes que cualquier otro día. En general, la
gente se muestra hosca, concentrada, con un gesto de malhumor. Pero tampoco
esto constituy e una novedad para nadie.
En Chamberí, Bilbao y Tribunal entra más gente que sale. En Sol se apean
muchos para transbordar a la línea de Ventas, pero son doble como mínimo los
que esperan en el andén y penetran en avalancha apenas se abren las puertas. Un
minuto permanece el tren detenido en la estación a fin de cerrar las puertas.
Cuando reanuda la marcha, vamos materialmente aplastados unos contra otros,
exactamente igual que otro día cualquiera. La gente habla poco y sus caras no
reflejan alegría de ningún género. Acaso porque no acaban de creerse que la
guerra está a punto de terminar; quizá precisamente porque se lo creen, y a que
los que viajan a diario en el « metro» figuran en su inmensa may oría entre los
perdedores.
Me apeo en Antón Martín, abriéndome paso a empujones por entre los que
intentan tomar el tren que les conduzca al Pacífico y a Vallecas. Subo con rapidez
las escaleras y salgo a la plaza. También aquí los comercios están abiertos y
circulan los tranvías. Automóviles y camiones corren en todas las direcciones.
Generalmente sus ocupantes van silenciosos y serios. Acierto a ver, no obstante,
un camión con una bandera monárquica que desciende por Santa Isabel con
rumbo a la glorieta de Atocha. En él, quince o veinte muchachos que hacen el
saludo fascista y lanzan vivas y mueras. Quienes transitan por las aceras o se
asoman a las puertas se vuelven a mirarlos, pero no se atreven a contestar.
Ante el Monumental, grupos nutridos que discuten con cierto acaloramiento.
En la esquina de León está abierto el bar Zaragoza con su habitual clientela,
menos ruidosa hoy que otros días. Enfrente, los montones de escombros de la
casa donde estuvo la farmacia del Globo, edificio destrozado por una bomba de
aviación.
En un balcón, mi madre que espera impaciente mi llegada. A buen paso cruzo
el portal y subo de tres en tres los escalones, porque el ascensor no funciona.
Llego jadeante a la cuarta planta. Mi madre, que espera con la puerta del piso
abierta, apremia mientras me abraza:
—¡Date prisa, hijo…! A estas horas debías haber salido de Madrid.
—¡Bah! —intento tranquilizarla—. Me sobra tiempo para marcharme…
—¡Pero si y a están dentro…! Si te hubieras ido cuando…
Se interrumpe comprendiendo que no es hora de perder el tiempo en
recriminaciones. Lo único que le importa en este momento es que no me pase
nada y pueda marcharme. Lo mismo le sucede a mi hermana, que me abraza
llorosa.
—Ahí tienes la maleta —dice, señalándome una abierta sobre una silla del
pasillo—. Debías llevarte otra más grande, porque en ésta…
Han pretendido meter demasiadas cosas y no pueden cerrarla. Soluciono el
problema sacando con rapidez unos zapatos, unas camisas y dos jersey s. Mi
madre protesta. Entiende que llevo muy poca ropa —un traje, dos mudas, unos
pañuelos y una corbata— y demasiados papeles. Son los que más me importan,
aunque a ellos se les antojen un estorbo.
—Sería mejor que en vez de las cuartillas…
Miro a mi madre y no continúa. Recuerda sin duda lo que ay er mismo le
dije. Los papeles contienen algunos trabajos inéditos, cuy a publicación puede
ay udarme a vivir en Europa o América, al menos en los primeros tiempos.
—Tomás vino hace diez minutos. Se queja de que no encontró gasolina, pero
podrá llevarte a donde te esperen.
Tomás es el chófer del periódico. Por las mañanas va a buscarme a casa para
llevarme a la redacción. Hoy ha venido obedeciendo a la costumbre o
simplemente para despedirme. Es un hombre may or, pequeño de estatura y
cargado de hijos.
—Bajó a hablar con Mariano, pero subirá inmediatamente.
Mariano, uno de mis hermanos, vive en la misma casa, pero en un piso de la
otra escalera. May or que y o, no ha tenido prácticamente actuación alguna
durante la guerra. No obstante, es de izquierdas y puede tener un disgusto al
entrar los fascistas. Por su voluntad se vendría conmigo, pero la mujer y los hijos
le impiden hacerlo. A menos, claro está, que en las últimas horas hay a cambiado
de parecer.
—No —niega mi hermana—. Cree que nadie se meterá con él y con
esconderse durante las primeras semanas…
—¡Aligera! —interviene mi madre—. Cada minuto que pierdas aquí…
Tiene razón y echo a andar, cogiendo la maleta. Mi madre sale hasta el
rellano de la escalera para darme un abrazo que bien puede ser el último. Solloza
emocionada.
—¡Ya verás como no pasa nada! —pretendo serenarla mientras me
desprendo de sus brazos—. Dentro de unos días tendréis carta mía desde donde
esté.
Bajo rápido la escalera sin volver la cabeza, para no ver a mi madre llorando
ni aumentar su congoja. No tengo la menor idea de donde podré dar con mis
huesos caso de salir de España. Ni siquiera tengo ninguna seguridad de poder
escapar de Madrid. En el rellano del entresuelo encuentro a Tomás que sube en
mi busca. Está preocupado y nervioso.
—Tenemos que correr mucho. Dentro de media hora no se podrá andar por
la calle.
En el portal, Mariano se despide de su mujer. Mi cuñada lo abraza llorosa y
sigue llorando cuando me abraza a mí. Desde la puerta de la calle, Tomás se
impacienta:
—Vamos, de prisa.
Echa a andar y y o le sigo con la maleta. Tiene el coche en la esquina de
Amor de Dios. En los diez minutos que he tardado en subir y bajar, la plaza de
Antón Martín ha experimentado una ligera variación. Hay más gente ante el
Monumental y en la puerta del bar Zaragoza. Algunos comercios han cerrado,
pero a los balcones se asoman bastantes mujeres. Pasan a todo correr tres coches
con una bandera bicolor que se dirigen hacia la Plaza May or. Al pasar advierto
que los que van dentro llevan las pistolas en la mano.
El auto de Tomás es pequeño y viejo. Lleva mucho tiempo en servicio y está
lleno de desconchones. Puede ser útil para la ciudad, pero no sirve para la
carretera. Sería difícil que pudiese llegar hasta Valencia; en el mejor de los casos
tardaría diez o doce horas. No irá, desde luego. Entre otras razones, porque no
tiene gasolina y sería difícil encontrarla en la carretera.
—No tengo arriba de tres litros en el depósito —advierte Tomás mientras
meto con dificultad la maleta—. A todo tirar para quince o veinte kilómetros.
—Sobran desde luego —respondo—. Con que me lleves a Defensa, basta.
—Y a mí —añade mi hermano—, que me deje lo más cerca posible de
Quevedo.
Bajamos por la calle hacia la glorieta de Atocha. Frente a la Facultad de
Medicina están poniendo colgaduras en una casa. Es probable que dentro de
media hora les hay an imitado una may oría. No porque sus moradores
simpaticen con los que van a entrar, sino por temor a significarse en contra suy a.
He presenciado durante los últimos tiempos demasiados cambios para hacerme
ilusiones al respecto.
—Hay siempre muchos dispuestos a correr en ay uda del vencedor.
La destartalada glorieta que se abre ante la estación está muy concurrida. Por
las Rondas y Delicias suben grupos de soldados sin armas, con gesto serio y
andar cansino procedente de los frentes de Mataderos y Usera. En un extremo de
la plaza se está formando una manifestación con banderas bicolores que se
dispone a emprender la marcha en dirección contraria para dar la bienvenida a
los que no tardarán en entrar. No serán como máximo arriba de un centenar,
entre los que predominan los chicos. Los superan en número los vencidos, que
regresan de los frentes y que formando una silenciosa columna se encaminan a
las bocas del « metro» para dirigirse a Vallecas o cualquiera otro punto de la
ciudad. Pero los primeros se hacen notar mucho más, acaso porque son los
únicos que gritan.
—Iré a Cuatro Caminos —dice Tomás mientras enfila el paseo del Prado—.
La parienta y los chicos están en casa de un cuñado. Si nos dejan, volveremos a
Peña Grande, donde vivíamos antes. Ya veremos cómo está aquello.
—¿Y tú? —pregunto a Mariano, aunque me figuro de antemano su respuesta.
Mi hermano se encoge de hombros con gesto fatalista. De buena gana se
vendría conmigo. Abriga grandes dudas respecto a su suerte, pese a no tener
enemigos ni haberse significado. Cree, sin embargo, que el máximo peligro
estará en los primeros momentos.
—Si procuro no hacerme demasiado visible en un par de semanas, quizá no
pase nada. No me fío mucho, desde luego, pero ¿qué quieres que haga?
Los hijos le obligan a desafiar el peligro de quedarse. Tiene uno de dos años y
otro de cinco y ningún dinero para que puedan vivir una temporada por corta que
sea. Volverá a trabajar cuanto antes, igual que ha seguido trabajando estos treinta
y dos meses.
—¡Cuidado! Me parece que vamos a tener bollo…
Llegamos a la Cibeles. Hay mucha gente en las aceras; en el centro, tres o
cuatro centenares de personas alborozadas y gesticulantes miran cómo unos
muchachos colocan unas banderitas monárquicas encima del caparazón de sacos
terreros y cemento que ha protegido la fuente de la diosa durante más de dos
años. Entre ellos distingo a un par de curas y a tres guardias civiles con el
tricornio puesto. Son los primeros que vemos casi desde el comienzo de la guerra.
—¿Crees que habrán entrado desde alguno de los frentes cercanos?
Es posible; como también lo es que hasta hace dos horas estuvieran
refugiados en alguna embajada o prestando servicio con distinto uniforme en
cualquier centro oficial. En todo caso, y a juzgar por su actitud, los guardias de
asalto que aparecen ante el Banco de España están de su parte. Un grupo de
mozalbetes pretenden cerrarnos el paso.
—¡Sigue de prisa! —grito a Tomás—. ¡No te pares aquí!
Obedece rápido, impresionado acaso porque empuño la pistola que llevo en el
bolsillo. La gente se aparta para dejarnos pasar cuando el coche se les viene
encima. Gritan algo que no llego a entender. Al ganar la entrada de Recoletos,
me vuelvo para mirar. Un grupo de individuos excitados rodean a uno de los
civiles señalando con el brazo extendido al auto en que nos alejamos. Por fortuna,
el guardia no parece hacerles mucho caso.
—¡Tranquilidad! —aconsejo a Tomás, que da muestras de nerviosismo—. No
nos persigue nadie.
—¡Menos mal! Pero si tenemos otro tropiezo…
Estamos a punto de tenerlo a los quinientos metros escasos. En Colón hemos
de detenernos un par de minutos para dejar pasar una pequeña manifestación
que baja por Goy a para continuar hacia Génova y nos intercepta el camino. Son
doscientas o trescientas personas entre las que abundan soldados y guardias, que
vitorean al fascismo y dan mueras a los rojos. Antes que nosotros han tenido que
detenerse otros tres coches cuy os ocupantes son, a juzgar por las maletas y los
gestos, antifascistas que tratan de salir cuanto antes de Madrid. Los manifestantes
no hacen el menor caso de ellos ni de nosotros.
—¡Uff! —gruñe Tomás, limpiándose el sudor cuando podemos continuar—.
Creí que no pasábamos.
Está nervioso, pálido y un tanto asustado. Su nerviosismo aumenta a medida
que pasa el tiempo. Frente a Zurbarán nos cruzamos con una pequeña caravana
de tres coches, cuy os ocupantes alternan el sonar insistente de las bocinas con los
vivas a Franco. Van armados, desde luego y por la ventanilla de uno de los
automóviles asoma amenazador el cañón de un naranjero. Apenas han cruzado
cuando oímos el ruido inconfundible de una serie de disparos. El tiroteo, que dura
medio minuto, no se produce en la Castellana, sino en Lista o Marqués de Riscal.
Seguimos adelante sin conseguir averiguar dónde suenan los disparos. Tomás
cambia de color.
—Si nos cogen contigo… —masculla, mirándome de reojo.
Comprendo perfectamente lo que le sucede. Teme que si ahora detuviesen el
coche podría reconocerme alguien y no sólo sería y o quien lo pasaría mal. Cree
que debo ser muy conocido y tengo la grave responsabilidad de haber dirigido un
periódico. De ir solo, en cambio, no le ocurriría nada con toda seguridad. Debe
estar —así me lo imagino por lo menos— ansioso por separarse de mí. Empieza
a decir algo de la poca gasolina del coche y del miedo que no le alcance para
llegar a Cuatro Caminos.
—La redacción de Castilla Libre casi me pillaba al paso; pero la vuelta que
tengo que dar para ir hasta Defensa.
—¡Déjame aquí! —le interrumpo en la esquina de Pinar—. Subiendo por
Martínez Campos estaréis en dos minutos en Quevedo.
Mi hermano protesta indignado, pero Tomás se apresura a parar. Me tiro del
coche y saco la maleta. No quiero que nadie se sacrifique por mí y el conductor
tiene en este momento demasiado miedo. El Comité Regional de Defensa está
cerca, en la calle de Serrano, y puedo ir andando. La maleta no es ningún
obstáculo; es poco más que un maletín y no pesará arriba de siete u ocho kilos.
Tengo que obligar casi a la fuerza que mi hermano, que se ha apeado de un
salto, vuelva a subir al coche. De nada serviría que me acompañase como
pretende. Personalmente debe ocuparse de sus hijos y procurar esconderse unos
días, como pensaba, para que no le ocurra nada en los primeros momentos de
confusión. Conviene que no ande mucho por la calle.
—¿Y tú? —vacila.
—Están esperándome en Defensa con un coche en marcha. De allí iremos a
Barajas para coger un avión. Dentro de tres o cuatro horas estaré en Francia o
Argelia.
Nada de esto es cierto, pero lo digo con tal acento de sinceridad que convenzo
a mi hermano. Emocionado me da un abrazo. Están a punto de saltársele las
lágrimas:
—¡Suerte!
—¡Bah! —le animo—. No pasará nada. De otras peores hemos salido…
Tomás hace girar el coche para cruzar la Castellana y subir por Martínez
Campos. Mariano saca medio cuerpo por la ventanilla mientras se aleja.
Aparentando una indiferencia que no siento, sonrío y agito la mano en saludo de
despedida.
Cuando el coche llega a la esquina de Martínez Campos, cojo la maleta y
echo a andar. Subo por Pinar hacia Serrano. Camino de prisa con la mano
derecha hundida en el bolsillo del chaquetón donde llevo la pistola. La calle
aparece desierta en estos momentos. Al llegar a Serrano tengo un momento de
vacilación. Al otro lado de la calzada, esquina a María de Molina, está el
Gobierno civil. En la puerta, charlando animadamente, hay un grupo de guardias.
¿En qué actitud estarán en este momento? Lo ignoro. Es seguro que hace un par
de horas estuvieron a las órdenes del Consejo Nacional. Pero ahora pueden haber
cambiado de bando. Y, peor aún, tratar de hacer méritos en el último segundo a
los ojos de los vencedores.
Sigo adelante, con la maleta en una mano y la otra en el bolsillo. Ando con
calma, sin mirarlos directamente, pero observándolos por el rabillo del ojo. No
reparan en mí y si lo hacen no me conceden la menor importancia. Cuando me
alejo, continúan charlando en la misma actitud.
Subo la cuesta de Serrano por la acera de los impares. No hay mucha gente a
la vista. La may or parte de los hoteles que en esta zona bordean la calle han
servido hasta ay er de centros oficiales de todas clases, pero ahora parecen
abandonados. De lejos veo a unos cuantos individuos en actitud parecida a la mía,
que andan con rapidez y desaparecen por cualquiera de las bocacalles. Otros dos
montan en un coche que emprende inmediatamente la marcha en dirección a las
rondas.
Ante el Comité Regional de Defensa hay parados cuatro coches. Al
acercarme veo, no sin cierta sorpresa, que no hay nadie en ellos. Supongo que
sus ocupantes estarán dentro del Comité recibiendo instrucciones o transmitiendo
algún recado. Probablemente sean de otros que, como y o, han sido citados a esta
hora. Miro maquinalmente el reloj y compruebo satisfecho que aún no son las
once. Llego con puntualidad.
Me extraña que, contra la costumbre, no esté un centinela en la garita junto a
la puerta de entrada. Es posible que en vista de las circunstancias hay an indicado
a los componentes de la guardia que pueden marcharse. La puerta del jardín está
abierta y entro, dirigiéndome a los escalones que conducen a la entrada del
edificio.
En los escalones encuentro dos personas hablando. Una es un antiguo
miliciano, manco a consecuencia de un morterazo en la Casa de Campo, que
lleva varios meses al servicio del Comité de Defensa. La otra, un hombre de
mediana estatura, grueso, con el pelo y el largo bigote grisáceos al que conozco
de sobra: Mauro Bajatierra. Panadero de profesión y viejo militante anarquista,
lleva cuarenta años luchando en defensa de sus ideas y ha conocido
persecuciones, encierros y exilios a uno y otro lado del Atlántico. Con más de
sesenta años, peleó en diferentes partes hasta que sus compañeros le obligaron,
muy en contra de su voluntad, a convertirse en corresponsal de guerra del
periódico CNT.
—¡Viaje perdido, Eduardo! —dice al verme—. También a mí me citaron
aquí, pero y a no queda nadie.
—¿Nadie? —pregunto, resistiéndome a darle crédito.
—Nadie. Los últimos se largaron hace diez minutos.
El compañero manco asiente con repetidos movimientos de cabeza.
Hablando con rapidez da luego unas explicaciones un tanto confusas. Val y
Salgado estuvieron en Defensa desde el amanecer, preocupados por la
evacuación de todos los militantes confederales. No pensaban marcharse antes
de las doce o la una, pero a las diez y media cambiaron de parecer ante una
llamada urgente.
—Creo que era Casado quien les llamaba con apremio. Salieron a todo gas,
según parece hacia Barajas. Ordenaron a unos compañeros que se quedasen aquí
hasta las doce para orientar a quienes vinieran en los últimos momentos. Pero
hace diez minutos…
Cogieron un coche para largarse también con rumbo a Valencia. Aún
quedaban seis o siete hombres de la guardia, pero desaparecieron en pocos
instantes cada uno por su lado. Nuestro interlocutor estaba en la parte de atrás del
edificio cuando advirtió que se había quedado solo.
—Iba a salir también cuando llegó Mauro.
Mientras habla va andando hacia la calle. Tiene prisa por alejarse de allí y
refugiarse en su casa de la Guindalera. Al pisar la acera me fijo en los cuatro
coches abandonados. ¿No podríamos utilizar cualquiera de ellos?
—Los dejaron ahí anoche porque están averiados. Incluso los sacaron la
gasolina que tenían en los depósitos.
No me agrada oírlo. El tiempo apremia, casi todos los compañeros se han ido
y a y los fascistas serán dentro de media hora —si no lo son y a— dueños
absolutos de Madrid. Adivinando sin el menor esfuerzo lo que pienso, el antiguo
miliciano se apresura a añadir, al tiempo que emprende su marcha hacia la
Guindalera con paso ligero:
—En la Local hay coches y autobuses de sobra. Hacia allá hemos mandado a
muchos compañeros.
Mauro Bajatierra me lo confirma. Hace media hora pasó por allí. Varios
compañeros de la Federación Local estaban organizando la evacuación. Vio
partir un autocar lleno, pero quedaban otros dos vacíos y diez o doce coches.
—Vamos rápidos. No creo que hay a ninguna dificultad para que puedas
marcharte.
—¿Y tú? —pregunto extrañado.
—No lo sé —responde sincero—. Todavía no sé lo que haré.
Echa a andar Serrano abajo y y o apresuro el paso para ponerme a su lado. El
edificio ocupado al finalizar la guerra por la Federación Local de Sindicatos de
Madrid está relativamente cerca: en un señorial palacio de la calle de Juan
Bravo, a la altura de Velázquez. Caminando de prisa podemos llegar en diez o
doce minutos.
Por fortuna, esta parte de Madrid parece abandonada y desierta. Vemos de
lejos algunos coches que marchan a todo correr hacia las rondas sin que
alcancemos a reconocer a sus ocupantes. Son muy escasas las personas con
quienes nos cruzamos, todas andando de prisa y con cara de pocos amigos. Hasta
los guardias que formaban un grupo hace poco a la entrada del Gobierno civil
han desaparecido. Las puertas de la verja están abiertas, pero el jardín y el
edificio parecen abandonados.
—Soy viejo y me siento cansado —dice Mauro hablando con lentitud—.
Había puesto todas mis ilusiones en la gesta heroica del pueblo español y el
desastre final me hunde moral y materialmente. ¿Cuándo tendrá el proletariado
español y los hombres libres del mundo una oportunidad como la que hemos
perdido? Lo ignoro, pero tengo la dolorosa certidumbre de que no viviré para
verlo.
Comprendo perfectamente su estado de ánimo. Durante cerca de tres años,
pese a todo y a todos, hemos mantenido viva la ilusión de que nuestra lucha
cambiaría no sólo el destino de España, sino el futuro del mundo. Al pelear contra
el fascismo acariciábamos la esperanza de constituir una provechosa lección
para los enemigos de dictaduras y opresiones, vivieran donde viviesen, y
ay udarles con el ejemplo a librarse de sus cadenas.
—Cuesta mucho trabajo admitir que tantos idealistas murieron en vano.
—Y más aún pensar que quienes nos suceden no tendrán una ocasión como la
que nosotros no hemos sabido aprovechar.
Llegamos a Juan Bravo y ascendemos por ella. Caminando por el andén
central, nos adelantan veloces varios coches que suben hacia el paseo de Ronda.
Van todos muy cargados, con los cristales de las ventanillas bajados, mirando
recelosos en todas las direcciones, prestos a rechazar cualquier ataque. Son
antifascistas que han retrasado su marcha hacia Valencia, Alicante o Cartagena y
que temen encontrar obstáculos para lograr salir. En la esquina de Claudio Coello
se nos cruzan dos automóviles que corren hacia Lista. Una sola mirada basta para
advertir que en este caso sus ocupantes —armados con pistolas y fusiles— no
creen encontrarse precisamente entre los vencidos.
—Me parece que aquí también llegamos tarde.
Soy y o quien lo dice al no ver, como esperaba, unos cuantos autocares y
coches ante el edificio ocupado por la Federación Local. Mis temores se
confirman al acercamos más. No hay, desde luego, ningún vehículo esperando
nuestra llegada o la de otros por el estilo para emprender la marcha. Peor aún,
conforme no tardamos en comprobar. Todas las puertas están abiertas, pero ni en
el jardincito que rodea al edificio ni dentro de él queda absolutamente nadie.
¿Qué podemos hacer ahora?
—Parar el primer coche que pase —decido.
Trato de poner en práctica la idea. Procedente de Serrano suben dos
automóviles. Los bultos que llevan atados encima dan claramente a entender que
conducen gentes que abandonan Madrid a toda prisa. Dejando la maleta en la
acera, salgo a la calzada agitando los brazos y pidiendo a voces que paren. El
primero disminuy e un momento la marcha como si fuese a complacerme. Sin
embargo, cuando llega a mi altura, pisan el acelerador y cruza como una
exhalación por delante de mí.
Sin desanimarme por ello, avanzo un par de pasos para detener al segundo.
Éste no se molesta siquiera en simular que frena. Cuando está a cuatro o cinco
metros acelera repentinamente su velocidad. Tengo que dar un salto para no ser
atropellado. Aun así, me roza el guardabarros trasero derribándome.
—¡Cabrones!… ¡Hijos de puta…!
Me incorporo furioso viendo cómo se alejan. Cegado por la ira saco la pistola
dispuesto a emprenderla a tiros. Logro dominarme en el último instante. He
podido ver al pasar que el coche iba totalmente lleno. A ellos ha debido cegarles
el miedo a no poder escapar si tenían que cargar conmigo. ¿No habría y o
procedido en idéntica forma de estar cambiados los papeles? Aún estoy
formulándome mentalmente la pregunta cuando el automóvil se aleja lo
suficiente para que no sirviera de nada empezar a disparar ahora.
—Van asustados —trata de serenarme Mauro, que ha visto el incidente desde
la acera— y el pánico transforma en fieras a los hombres.
Le doy mentalmente la razón, un poco avergonzado porque la cólera hay a
estado a punto de hacerme disparar contra quienes se encuentran en situación
parecida a la mía; que pueden ser incluso un grupo de compañeros enloquecidos
por la amenaza que pesa sobre sus cabezas.
—¿Te imaginas lo que pasará en cualquier puerto si llega un barco en el que
no caben ni la décima parte de los que aguardan en los muelles?
Me imagino lo que ocurrirá en un caso de éstos, que posiblemente se esté
dando en este instante o pueda darse mañana o pasado, y la idea no me hace
precisamente feliz. Pero lo urgente por el momento es salir de Madrid, cosa que
cada vez veo más difícil. Son más de las once y cuarto y el centro de la ciudad y
los barrios cercanos a los frentes deben estar y a en manos del enemigo.
—Tengo y a demasiados años para soportar un nuevo exilio —dice Bajatierra
— con la infinita pesadumbre de la derrota. Prefiero quedarme aquí.
—Tomaremos por las buenas o las malas el primer coche que pase —
pretendo animarle—. Todavía podemos salvarnos.
—Tú sí porque eres joven —replica sereno Mauro—. Para mí resulta y a
demasiado tarde.
Parece haber tomado una decisión, superando sus dudas de unos minutos
antes. Un momento pienso que y o también tendré que quedarme porque no
encontramos manera de marcharnos. Pero al siguiente renacen mis esperanzas.
Allá abajo, en Serrano, aparece un camión pequeño, de los llamados « rusos» —
aunque sean de fabricación checa— que sube despacio porque lleva una carga
excesiva o porque el conductor no se atreve a correr. En la cabina del chófer van
tres o cuatro personas; quince o veinte más se apiñan en la caja del vehículo.
—Voy a pararle como sea —anuncio a mi acompañante.
—Bien. Yo te cubriré desde aquí.
Salgo hasta el centro mismo de la calzada con la pistola en la mano.
Parapetado tras un árbol, Bajatierra parece dispuesto a manejar la suy a:
—¡Alto, alto! —grito a voz en cuello agitando los brazos—. ¡Parad un
momento…!
—¡No sigáis, compañeros…! —me secunda Mauro.
Hay unos momentos angustiosos, preñados de amenazas. Si y o tengo la
pistola en la mano, varias armas me apuntan desde el interior del camión, que
sigue avanzando despacio.
—¿Queréis que nos matemos entre nosotros, compañeros? —grita Bajatierra,
abandonando el resguardo del árbol, mientras se guarda la pistola.
—¡Para, Manolo! —suena una voz imperiosa en el interior del vehículo—.
Son compañeros…
El camión se detiene a tres o cuatro metros del sitio en que me encuentro. Me
acercó rápido y veo sorprendido que uno que va junto al chófer agita la mano en
gesto de saludo. Al mirar a la caja del camión me parece reconocer varias de las
caras que asoman.
—Habéis tenido suerte —dice uno de los ocupantes—. De no reconocerte os
habríamos barrido.
Tiene razón, indudablemente. Parado en mitad de la calzada ofrecía un
blanco seguro a los doce o catorce hombres armados que van en el vehículo y
que al oír mis gritos se dispusieron a disparar. Mauro, que los ha reconocido
incluso antes de parar, me indica:
—Son compañeros de Vallehermoso.
Lo son. Tenían preparado el camión, con gasolina suficiente para llegar a la
costa, desde hace dos días. Han esperado hasta última hora para que pudieran
incorporarse al grupo los compañeros que estaban en los frentes cercanos.
—Salimos —explica uno— cuando y a los fachas estaban en la glorieta de
Quevedo.
—¡Subid deprisa! —apremia otro—. Cada minuto que perdamos puede ser
decisivo.
Cojo la maleta y se la tiendo a uno, que se apresura a meterla dentro del
camión. Me vuelvo entonces a Bajatierra. Está gordo y torpe en movimientos a
causa de la edad. Quiero ay udarle a subir, auxiliado por muchas manos que
desde arriba quieren izarle.
—Sube tú; y o me quedo. Prefiero acabar aquí a morirme de asco y
vergüenza en cualquier otro rincón del mundo.
Trato de convencerle de que tiene que venirse con nosotros, que lo que sea de
uno será de todos y que es tonto quedarse en Madrid para que le maten. Arguy o
incluso que puede ser todavía útil a la causa de todos en Francia o América.
—Esa tarea os corresponde a los jóvenes —replica—. Yo y a cumplí la mía.
Es inútil tratar de convencerle. Intento levantarle en vilo para meterle dentro
del camión, pero no puedo. Los compañeros de Vallehermoso se impacientan:
—¡Decidid de una vez! Aquí no podemos seguir.
—¡Sube rápido! Yo no me voy.
Tiran de mí desde el interior del camión cuando éste inicia la marcha. Un
momento pierdo pie y temo ser arrollado. Con un esfuerzo logro subir. Cuando lo
hago, veo a Bajatierra en el centro de la calzada.
—¡Salud y suerte, compañeros! ¡Viva la anarquía…!
Desde lejos y a, veo cómo gana de nuevo la acera y empieza a andar
tranquilo y sereno. Vive por la calle de Pardiñas. Va con calma a su domicilio,
seguro del final que le espera.
—¡Qué pena! —murmura alguien a mi lado—. Hay pocos hombres como
ése…
Asiento con un movimiento de cabeza, fija la mirada en la figura de Mauro,
que se empequeñece en la lejanía. Llegamos al paseo de Ronda, pero no
torcemos hacia Manuel Becerra, sino que descendemos hacia la plaza de toros
por la que algunos llaman y a avenida de los Toreros.
—¡Cuidado, compañeros! Es probable que nos quieran detener en el puente
de las Ventas…
Miro a quien habla y le reconozco no sin un ligero esfuerzo. Está bastante
cambiado, acaso porque hace meses que no lo veo. Es un hombre de treinta y
tantos años, menudo de estatura, de gesto decidido y ademán resuelto. Se llama
Antonio Rodríguez y figuró entre los fundadores del grupo Campo Libre. Hace
algún tiempo tuvo disgustos con la organización y creo que fue enviado como
castigo a un batallón de fortificaciones.
—¡Atención a ésos! ¡No os precipitéis en disparar, pero si hace falta…!
Bordeamos la plaza de toros para salir a la calle de Alcalá. En la misma
esquina hay un grupo nutrido de personas que nos cierran el paso. Juzgando por
su aspecto, son gentes que han ido en el « metro» hasta allí y que buscan con
ansia un vehículo en que alejarse de Madrid.
—Es posible —admite uno que va a mi lado—. Pero también que sean
fascistas que quieran hacer méritos…
—¡En cualquier caso, aquí no cabe nadie!
Es cierto. Aparte de los doce o catorce hombres, en el interior del camión van
unas cuantas mujeres y cinco o seis chicos. Son familiares de algunos de los
militantes de Vallehermoso que no han querido separarse de sus deudos o que
temen lo que pueda ocurrirles de caer en manos de nuestros enemigos. Todos
llevan consigo bultos y maletas con la ropa más imprescindible, especialmente
no sabiendo dónde irán a parar ni dónde tendrán que dormir.
—¡Paso…! Llevamos y a demasiada carga…
Algunos se apartan al acercarse el camión. Otros tienen que hacerlo
precipitadamente para no ser atropellados. Tres o cuatro intentan saltar al interior
sin conseguirlo. Al desistir de su intento, se deshacen en insultos e imprecaciones.
—¡Más de prisa! —grita Antonio Rodríguez—. A paso de carreta se nos
echarán encima.
Sobrepasamos al grupo y torcemos para enfilar el puente. Vemos entonces
que alguien ha puesto una bandera en una de las ventanas del segundo piso de la
plaza.
—¡Al suelo todos! ¡Cuidado con esos de la derecha…!
Al grito acompaña el estrépito de algunos disparos y oímos silbar las balas por
encima de nuestras cabezas. Tiran unos individuos escondidos y parapetados en
la tapia de las cocheras del « metro» . De rodillas en el camión, sacando la mano
derecha por encima de la baranda, cuatro o cinco disparan sus pistolas contra la
tapia; incluso uno, que maneja un naranjero, lanza una ráfaga, mientras el chófer
pisa a fondo el acelerador. Desaparecen los individuos asomados a la tapia y
cesan los tiros.
—¡Parad y vamos por ellos…! —propone uno en quien los disparos parecen
haber encendido el deseo de luchar.
La may oría se opone. La persecución de los agresores podría llevarnos lejos;
en el mejor de los casos nos haría perder un cuarto de hora, lujo que no podemos
permitirnos de ninguna de las maneras. El camión, que se ha detenido un
momento luego de pasar el puente, ante la entrada de la larga y estrecha calle
que conduce al cementerio del Este, reanuda su marcha. Cuatro automóviles que
han cruzado a toda velocidad el puente, nos dan alcance cuando iniciamos la
subida hacia la Ciudad Lineal. Van llenos de gentes que, como nosotros, escapan
de Madrid y nos saludan al adelantarse. En uno de ellos, que marcha medio
centenar de metros pegado al costado izquierdo del camión, dos hombres y tres
mujeres que nos explican a voces:
—Llevábamos un buen rato sin poder acercarnos. Los cabrones esos freían a
tiros a los que intentaban pasar.
—Hace cinco minutos se cargaron a dos coches en el centro del puente.
—También había otros que tiraban desde la plaza.
Van más rápidos que nosotros y nos dejan atrás. Pienso que bien pudieron
advertirnos como fuera del peligro que corríamos al atravesar el puente para que
los tiros no nos cogieran por sorpresa. Que todo hay a salido bien y no hay a bajas
en el camión no basta ni mucho menos para excusarles.
Por la Ciudad Lineal salen a la carretera de Aragón algunos coches y
camiones. Están ocupados principalmente por oficiales, comisarios y soldados,
que, tras abandonar los frentes del Pardo y la Sierra, han dado un amplio rodeo
para no pasar por el centro de Madrid. A voces preguntamos a los que van en un
camión al que adelantamos.
—Estábamos en Buitrago y nos dieron orden de entregarnos. Preferimos no
hacerlo.
Empezamos entonces a discutir el camino que nos conviene seguir.
Marchamos por la carretera de la Junquera, porque la de Valencia está cortada
por el enemigo en las cercanías de Madrid desde la batalla del Jarama. Caben
diversos caminos para llegar a ella más allá de las posiciones ocupadas por los
nacionales. Podemos tomar una carretera de muy segundo orden antes de llegar
a Torrejón y descender por ella hacia las orillas del Tajuña. También abandonar
la ruta de Aragón en Alcalá y salir a Villarejo por Nuevo Baztán y Carabaña.
Incluso podríamos seguir hasta Guadalajara para dirigirnos a Cuenca por
Sacedón y desde allí continuar hasta el Puerto de Contreras por Minglanilla.
Opinamos todos y tardamos en ponernos de acuerdo.
Al final coincidimos en que la tercera ruta, la que pasa por Cuenca, alarga el
recorrido en más de cien kilómetros, casi todos por caminos intransitables. El
camión en que viajamos es lento, pero resistente; de cualquier forma no
podríamos estar en Valencia antes de once o doce horas.
—Suponiendo, que es mucho suponer, que los fachas no están y a en
Guadalajara o Cuenca.
Por razones diferentes debemos rechazar también la primera de las rutas.
Sigue de cerca el curso del Jarama antes de saltar a la ribera del Tajuña. Buena
parte del recorrido está muy cerca de las líneas enemigas. Aunque los fascistas
no hay an recibido orden de avanzar todavía, nada tendría de extraño que al ver
desguarnecidas las trincheras adversarias, grupos de soldados hubiesen entrado
en cualquiera de los pueblos cercanos.
—Lo más seguro es ir por Alcalá —decide el secretario de Vallehermoso,
que es el organizador del viaje de los militantes de su Ateneo.
Paramos un momento pasado el puente de San Fernando para que hable con
el chófer y los dos que le acompañan en el baquet. Aunque la detención no se
prolongue arriba de tres minutos, son varios los coches que nos adelantan, todos
cargados de gente que se dirigen a Levante.
—En marcha y ojo avizor. No sabemos la sorpresa que podemos encontrar
en cualquier curva y conviene ir prevenidos. Sobre todo al atravesar los pueblos.
La carretera está bien y corremos sin detenernos hasta llegar a Alcalá. No
tenemos que entrar en la población porque el camino que pensamos tomar
arranca a la derecha antes, pero sin pasar muy cerca de la llamada Puerta de
Madrid. Se repite aquí algo de lo sucedido en las Ventas. La única diferencia es
que son muchos los coches, motos, camiones y furgonetas que nos preceden y
nos siguen y que todos vamos sobreavisados.
Hay bastante gente agrupada a ambos lados de la carretera y sería difícil
decir a simple vista si se trata de antifascistas que quieren marcharse o fascistas
que pretenden que no se vay a nadie. Llegamos a un centenar de metros de las
viejas murallas, cuando estalla un nutrido tiroteo. Parece que alguien, oculto no
sé dónde, dispara contra unos coches y furgonetas que nos preceden y desde los
vehículos responden en la misma forma.
—¡Agacharse todos y zumbar al primero que se cruce en la carretera o haga
ademán de disparar!
La gente corre apartándose de la carretera y refugiándose en las casas
próximas. El conductor pisa a fondo el acelerador y el camión da un salto hacia
adelante. Un individuo parapetado tras un árbol con un fusil en la mano da unos
pasos vacilante y se derrumba de bruces. Estamos y a en el sitio del fregado y las
balas silban en torno nuestro. Un proy ectil atraviesa la madera de la caja muy
cerca de mí; otro hiere en un brazo a uno de los compañeros; un tercero produce
una extensa raspadura en la cabeza de una mujer, sentada en el suelo.
—¡Basta, basta! No gastéis municiones en balde…
Cesa el fuego. Estamos y a a medio kilómetro del lugar de la lucha y nadie
dispara y a contra nosotros. Alguien indica la conveniencia de parar para atender
a los heridos. La may oría, incluy endo a los interesados, se opone. Seguimos la
marcha por una carretera secundaria que va de Alcalá a Perales de Tajuña,
pasando por Loeches y Campo Real.
—Afortunadamente, no es nada grave. Con taponar la herida para que no siga
sangrando, asunto resuelto.
Habla uno de los muchachos del Ateneo, que hasta esta mañana figuró en la
sanidad de un batallón en la Universitaria. No es médico, desde luego, pero está
acostumbrado a ver heridas y lleva consigo un pequeño botiquín. La lesión de la
mujer en la cabeza es un simple arañazo que ha dejado de sangrar; la del
hombre, un balazo en sedal que le atravesó el antebrazo.
—Parece que no ha tocado el hueso y con un buen vendaje habrá suficiente.
Desinfecta con alcohol los bordes de la herida; la venda luego de colocar unas
compresas de algodón como taponamiento. Es posible que le duela bastante el
brazo y hasta que dentro de un rato le de fiebre. En cualquier caso tendrá que
aguantar hasta que lleguemos a Valencia.
—A menos que prefieras quedarte en alguno de los pueblos que crucemos.
El interesado rechaza sin vacilaciones la sugerencia. Quedarse en Villarejo,
Fuentidueña o Tarancón es la seguridad de caer mañana en manos del enemigo.
—Seguiría hasta Valencia aunque fuese a rastras.
No está muy seguro, como no lo estamos nadie, de que consigamos llegar a
la costa. Lo estamos menos aún cuando al llegar a Loeches algunos coches que
van delante retroceden y nos advierten que tanto Campo Real como Velilla de
San Antonio están y a ocupados por los fascistas. Puede ser verdad o no serlo; en
todo caso, lo más cuerdo es retroceder hasta Torres de la Alameda para tomar
otro de los varios caminos que enlazan las carreteras generales de Aragón y
Valencia.
Lo hacemos. El nuevo camino es peor que el anterior. Aunque muy
frecuentados en estos años en que ha estado cortada la carretera general, como
medio de comunicación de Madrid con el resto de la zona republicana, apenas si
pasa de camino vecinal, destrozado por un tráfico intenso. Por fuerza hemos de
marchar despacio, pese a todo lo apremiante del tiempo. En Valdilecha nos
advierten:
—¡Cuidado en Tielmes…! Parece que la quinta columna se ha hecho dueña
del pueblo…
Tanto una furgoneta y tres coches, que nos preceden en una pequeña
caravana, como nosotros, extremamos las precauciones al penetrar en Tielmes.
No ocurre lo que tememos. Hay bastante gente en las calles y vemos colgaduras
en algunos balcones. Por una de las bocacalles alguno asegura haber visto pasar
de lejos una manifestación con banderas bicolores. Pero, sea porque no estén
armados o porque no quieran meterse en líos, ni disparan contra nosotros ni
pretenden cerrarnos el paso.
Unos centenares de metros más allá, cuando y a Tielmes ha quedado a
nuestra espalda, se produce de manera totalmente inesperada una pequeña
escaramuza. La furgoneta y los coches, que corren más que nuestro camión, nos
han sacado alguna ventaja y el chófer está tratando de darlos alcance. De pronto,
suena un disparo y un hombre que va de pie pegado a la parte delantera se
derrumba con un balazo en la sien.
—¡Ahí, a la derecha, entre aquellos olivos…!
Suenan muchos disparos y oímos silbar las balas. Tiran desde lo alto de una
loma que se alza al otro lado de un riachuelo, tirados en el suelo para ofrecer
menos blancos o parapetados tras los troncos de los árboles. Contestamos
haciendo fuego con rapidez, pero no es posible precisar la puntería en un camión
en marcha y sin casi ver al enemigo que ocupa una posición dominante y cuenta
indudablemente con mejores armas.
Cesan los disparos al alejarnos unos centenares de metros. Para el camión en
un lugar resguardado y diez o doce saltamos a tierra. Hay quien pretende dar un
pequeño rodeo y coger de costado o por la espalda a los que están emboscados
disparando contra la carretera. El secretario del Ateneo se opone. Aunque
pudiéramos darnos el gusto de cazar a quienes pretendían cazarnos —cosa más
que dudosa— perderíamos el tiempo suficiente para tener cortado el camino de
huida.
—¡Pero han matado a Juan, y eso…!
—Peor sería que nos matasen a todos. ¡Al camión, rápidos!
Tiene razón. De mala gana subimos. El compañero alcanzado con el primer
disparo ha muerto instantáneamente, con la cabeza atravesada por un balazo.
Tumbado en el fondo del camión, lo tapan con una manta. Las mujeres y los
chicos lloran; los hombres aprietan rabiosos los puños.
—¡De prisa, Manolo! Cuanto antes salgamos a la carretera general…
Diez minutos después entramos en Villarejo de Salvanés. Junto a la gasolinera
cerrada hay dos coches cuy as averías tratan de reparar con la máxima premura
sus ocupantes. Por ellos sabemos que en el mismo lugar han sido tiroteados otros
coches. También que la carretera de Valencia está, al parecer, libre de enemigos.
Marchamos por ella mucho más rápidos que por los caminos que dejamos a
la espalda. Escarmentados por lo sucedido, nadie va de pie, sino sentados o
arrodillados, con las armas preparadas en la mano y mirando vigilantes en todas
las direcciones. Vamos muchos y sentados ocupamos más sitio; tenemos que
apretujarnos, especialmente cuando el muerto llena por sí solo el espacio de
cuatro o cinco. ¿Qué hacemos con él? Algunos hablan de llevarlo hasta Valencia;
otros son partidarios de enterrarlo en cualquier pueblo por el que pasemos; no
falta, sin embargo, los que consideran más eficaz dejarlo sin enterrar en una de
las cunetas.
—Después de muerto —afirman— todo da lo mismo.
—Era un buen compañero de la Construcción. Ha pasado toda la guerra en
primera línea sin que le ocurriese nada. Y ahora, en el último día…
Para Juan González lo ha sido definitivamente y bien puede serlo para todos
nosotros. El simple viaje hacia los puertos, que hace unas horas considerábamos
exento de grandes riesgos, resulta más difícil y azaroso de lo previsto. Pero, en
realidad, ¿habíamos previsto ninguno este derrumbamiento vertical de los frentes
y esta huida en masa?
Cruzamos sin detenernos Fuentidueña y pasamos el Tajo por el estrecho
puente. Compruebo que es y a la una de la tarde y aún nos quedan trescientos
kilómetros. Por mucha prisa que nos demos, no llegaremos a Valencia antes de
las seis o las siete de la tarde. La circulación aumenta a medida que nos alejamos
de Madrid, toda ella en una misma dirección. Nos adelantan muchos automóviles
y motos; adelantamos a nuestra vez a otros vehículos, camiones o coches que
llevan demasiado peso o no marchan bien. Todos seguramente sentimos las
mismas ansias de llegar y la incertidumbre de lo que encontraremos a la llegada.
En Tarancón paramos un momento para llevar el muerto al cementerio. En
las calles del pueblo reina una animación extraordinaria. Son muchos los vecinos
que están ultimando sus preparativos de marcha y no pocos los ocupantes de
coches y automóviles que tienen la esperanza de encontrar en cualquier taberna
o casa de comidas algo de comer o beber. Yo me encuentro en este caso. Lo
mismo que seis o siete de los que vienen con nosotros, no he desay unado y la
cena de anoche fue extremadamente ligera.
Tenemos hambre y sed y mientras un grupo, con Antonio Rodríguez, se
acercan con el camión hacia el cementerio, el resto —comprendidas varias de
las mujeres y los chicos— nos quedamos en el cruce de carreteras para ver si
encontramos algo de comer. Nos tranquiliza ver que no hay colgaduras en las
casas ni manifestaciones en las calles, acaso porque los enemigos están aún
demasiado lejos. Además, la carretera hasta Valencia está libre de obstáculos y
el camión volverá por nosotros dentro de diez minutos.
No tenemos mucha suerte en nuestras pretensiones de comer algo. Aunque
algunos bares han abierto sus puertas, no tienen nada que vendernos o no quieren
hacerlo convencidos de que el dinero de que disponemos no tendrá el menor
valor dentro de unas horas. Tengo que contentarme con un vaso de vino. Un
compañero de Vallehermoso, que viene en el camión con su mujer y un hijo
pequeño, quiere darme un trozo de pan. Se lo agradezco, pero no puedo comerlo
viendo los ojos de envidia con que me mira el crío y se lo entrego.
Salgo de la taberna para volver al lugar en que el camión vendrá a
recogernos. Hablo un momento con unos vecinos del pueblo que están metiendo
precipitadamente unos bultos en un viejo coche en que se disponen a emprender
la carrera hacia el mar. Pese a la aparente tranquilidad del pueblo, los ánimos
están tensos y expectantes.
—¡Menuda escabechina se organizó en la carretera hace poco más de una
hora!
Me lo explican con medias palabras. Por lo que puedo entender, a mediodía o
poco antes llegaron al pueblo un camión y unas tanquetas italianas. No debían ser
más que quince o veinte hombres procedentes del frente de Toledo que se habían
adelantado considerablemente a sus compañeros. Se apostaron en la salida del
pueblo para no dejar que nadie siguiera hacia Valencia.
—Detuvieron varios coches; sin embargo, otros llegados de Madrid se
empeñaron en seguir. Quisieron detenerles a tiros, pero los otros no se arredraron.
Cay eron varios, pero a bombazo limpio se abrieron paso. Asustados los italianos
se volvieron por donde habían venido. Seguramente estarán otra vez aquí a
primera hora de la tarde.
Es posible que mis informantes exageren la importancia de la refriega,
transformando una simple escaramuza en una batalla campal. En cualquier caso
demuestra que el enemigo está cerca y que la menor demora en partir puede
tener desastrosas consecuencias.
—¡Ahí está el camión…!
Celebro verlo llegar. Subimos de prisa porque todos hemos oído algo de lo
ocurrido una hora antes en el pueblo o sus inmediaciones. Los que se han
acercado al cementerio confirman lo referente a la lucha. Han visto allí unos
cuantos muertos a consecuencia de la pelea.
—Había un compañero —me dice Antonio Rodríguez—. Era Franch, de
Espectáculos. Tenía el pecho destrozado por una ráfaga.
Me impresiona oírlo. Hablé con Franch hace tres horas y me llevó en su
coche desde la Regional hasta el « metro» de Iglesia. Debió salir de Madrid una
hora antes que y o y y a está muerto.
Son cerca de las dos cuando de nuevo salimos a la carretera. Estamos en los
comienzos de la primavera, pero el cielo aparece medio cubierto por nubarrones
grisáceos y sopla un viento frío y desagradable. Ni el grueso jersey ni el
chaquetón que llevo puestos bastan para que entre en calor.
A medida que ganamos kilómetros en dirección a Valencia aumenta el tráfico
por la carretera. Aunque casi todos vamos en la misma dirección, se producen
algunos accidentes por las prisas de muchos, por el nerviosismo de los
conductores o por averías de los vehículos en los intentos de adelantamiento.
Muchos vehículos salen a la carretera, verdadero cordón umbilical que
alimentó a Madrid durante treinta meses, procedentes de los pueblos de Cuenca o
de la Mancha o de los frentes de Guadalajara y Toledo. Aunque casi todos son
camiones, camionetas, automóviles o motos, tampoco faltan los carros que hacen
más lenta y difícil la marcha. Deben ser millares las personas que en estos
momentos transitamos por la carretera formando caravanas que cubren
kilómetros y kilómetros. Recuerdo el cuadro de Goy a en que una multitud huy e
perseguida por el amenazador coloso de la guerra que lo arrasa todo a su paso.
También la descripción colorida e impresionante de Rudy ard Kipling de una
carretera hindú, el Gran Tronco, repleta de fugitivos. Como en Kim, cada uno de
los miles de individuos que nos encontramos en la carretera tenemos una historia
dramática a la espalda y un futuro incierto y posiblemente trágico ante nuestros
ojos.
Destemplados, ateridos por el vientecillo que nos azota la cara, vamos
cruzando pueblos: Saelices, Montalvo, Villar el Saz, Olivares. Bordeamos el cauce
del Júcar rebosante por las lluvias invernales. En Valverde paramos un instante
porque somos varios los que tenemos hambre y hay una casa en la que hemos
comido a veces en nuestros viajes a Valencia. Por desgracia, la puerta está
cerrada y es inútil que llamemos. O no hay nadie dentro, o no quieren abrir.
Igual nos sucede en Montilla del Palancar. Decidimos no probar suerte en
más sitios y seguir sin detenernos hasta Valencia. Pero antes de llegar a
Minglanilla tenemos que parar. Dos tenientes, un sargento y un soldado que tienen
su coche a un lado de la carretera se ponen por delante para que nos detengamos.
Se han quedado sin gasolina y quieren que les demos los litros suficientes para
seguir la marcha.
—¡Imposible! Apenas nos queda la suficiente para llegar nosotros.
—¡Pues o subimos con vosotros, o aquí nos quedamos todos! —amenaza uno
de los tenientes, agitando una granada de mano que parece dispuesto a arrojar
contra nosotros.
Sus mismos compañeros, echándosele encima, consiguen quitársela.
Tenemos que contener al mismo tiempo a varios de los que van en el camión
dispuestos a contestar a tiros a la amenaza. Al fin se accede a que los cuatro
suban al camión, aunque tengan que ir de pie y muy apretados.
Proceden del frente de Albarracín, de donde salieron por la mañana
decididos a no entregarse. Son de Almería y quieren volver a su ciudad natal.
—Está lejos, desde luego; pero si llegamos allí tenemos una barca para
marcharnos a Oran.
Es posible que lo consigan, aunque resulta más que dudoso si en los demás
frentes se ha producido la misma desbandada que en los del Centro. Pasado
Minglanilla, al atardecer, iniciamos el descenso del puerto de Contreras. En una
revuelta de la carretera, mucho antes de llegar al puente que cruza el Cabriel,
hay una larga fila de coches detenidos. Pronto averiguamos lo que pasa. Un
grupo de soldados al mando de un capitán están revisando la documentación de
quienes pretenden seguir hacia Valencia.
—¡Orden terminante! ¡Sin salvoconducto no pasa nadie!
Los que van provistos de ellos no tienen más que mostrarlos para poder
continuar. Tampoco tienen que detenerse los que, más previsores o más cobardes,
llevan un pasaporte en el bolsillo. Ni y o, ni ninguno de los que vienen en el
camión, podemos mostrar nada que se le parezca. Apeándose, varios discuten
con los soldados. Yo prefiero dirigirme al capitán.
—¿Sabe usted lo que ocurre en Madrid?
—Ni lo sé, ni me importa. Esta misma tarde he recibido órdenes que tengo
que cumplir.
—Por encima de las órdenes está la vida de toda esta gente —replico—.
¿Prefiere acaso que los fascistas nos fusilen a todos?
Discutimos un rato y consigo hacerle vacilar. Las órdenes estaban bien en
otros momentos, cuando había que impedir que los evacuados regresasen a
Madrid o a los pueblos cercanos al frente o cuando había que evitar la libre
circulación del enemigo o la fuga de desertores. Ahora no hay que pensar en
nada de eso. Los nacionales están en Madrid de donde hemos logrado salir por los
pelos.
—¿Pero, los salvoconductos…?
—¿A quién íbamos a pedírselos? ¿A los fascistas que eran los únicos que
quedaban cuando salimos?
Convencido a medias habla por teléfono con Valencia desde una casilla
cercana donde tiene su puesto de mando. Vuelve serio y cejijunto, rascándose
pensativo la barbilla. No sé con quién ha hablado, pero lo oído le sume en un mar
de confusiones.
—No acabo de entenderlo —masculla—. Hace dos horas una cosa y ahora…
Bueno, podéis seguir.
Vuelvo precipitadamente al lugar en que ha quedado el camión al tiempo que
la caravana de coches detenidos se pone de nuevo en marcha. Cuando el camión
en que viajo pasa por delante del capitán le veo discutiendo acaloradamente con
uno de los sargentos. No oigo lo que dicen, pero resulta fácil imaginárselo.
Ninguno de los dos acaba de entender lo que pasa, quizá porque se resisten a
admitir la triste realidad de la derrota. Creo que a mí, en su puesto, me ocurriría
igual.
Los soldados del batallón de retaguardia que vigilan el puente y la áspera
subida del otro lado del río, no hacen intención alguna de detenernos. Llegamos a
Villargordo cuando las primeras sombras de la noche se extienden sobre los
campos. En las calles del pueblo hay bastante animación; un par de bares están
abiertos y las luces encendidas en el interior de las casas. Me da la sensación de
que la gente que nos ve pasar desde las puertas de sus viviendas consideran la
situación semejante a la de ay er o a la de hace un año y que no piensan por lo
más remoto que los nacionales pueden estar allí dentro de unas horas.
Confirmo esta impresión en Utiel y Requena primero, en Buñol, Chiva y
Manises después. Aunque la carretera es un río de coches y camiones que corren
en una sola dirección, los pueblos dan una extraña sensación de completa
tranquilidad. No hay, al menos no lo parece, alarma, inquietud ni siquiera
nerviosismo. Las calles están animadas y concurridas, los comercios abiertos y
la gente forma grupos en las aceras hablando animadamente.
—¡Increíble! —murmuro—. Esta tranquilidad cuando en Madrid…
Es un poco todavía el Levante Feliz que hace dos años formaba el más
violento contraste con el Madrid asediado y hambriento. Entonces cabía la
disculpa de que no habían sufrido directamente el dolor de la guerra, alejados
ciento cincuenta kilómetros los frentes más próximos. Ahora, en cambio, y a
conoce la angustia de los bombardeos aéreos y de la muerte sembrada a voleo
en sus calles. Todos deberían saber y a que, hundidos los frentes, el enemigo
puede llegar mañana o pasado; tal vez esta misma noche. Pero, aunque y o no lo
crea…
—¿No será verdad lo del acuerdo secreto y las facilidades de evacuación
para todos?
—¡Despierta, Guzmán! No hay acuerdo que valga, y tú debes saberlo. ¡Ay
de los que no puedan, o no podamos, tomar un barco!
Mentalmente doy la razón a Antonio Rodríguez, que es quien habla. Aunque
le conozco de vista hace años, son pocas las veces que hemos hablado. Jamás
simpatizamos y últimamente me han contado cosas desagradables como
explicación a su confinamiento en un batallón de fortificaciones o castigo. Como
si adivinase lo que estoy pensando en silencio, precipitadamente da una
explicación confusa de lo que le ha sucedido.
—Quise terminar de una vez con todos los fascistas infiltrados en nuestras
filas. Y no me refiero a las confederales, sino a las de todos los partidos y
organizaciones.
Desde el comienzo de la guerra ha sido enemigo encarnizado de utilizar a
quienes fingían ponerse a nuestro lado para salvar la piel. Pero más que los
militares de la U. M. E., que en general se portaban bien, le inquietaban otros.
Eran los individuos que, presos o detenidos, se ofrecieron como delatores y
confidentes para conseguir la libertad. Reconocía que habían resultado muy útiles
ay udando a la policía y al SIM para desarticular las organizaciones clandestinas
y prender a sus jefes.
—Aun así, vivos y en libertad constituy en una grave amenaza.
Concentraba su odio en varios que habían servido de ganchos para llevar a sus
camaradas a la emboscada de una falsa embajada montada por los servicios
especiales del ministerio de la Guerra. Sólo por ello merecían que sus antiguos
amigos los ahorcaran como traidores e indeseables. No obstante, cabía la
posibilidad de que hubieran intentado cubrir sus antiguas debilidades, laborando
en los últimos tiempos en las organizaciones de la quinta columna. De uno de
ellos le constaba que había confeccionado una larga lista de nombres, apellidos,
señas y domicilios de cuantos antifascistas habían actuado en los tribunales
populares, en la policía y en el SIM y serían pocos los incluidos en ella que, de
caer en manos del enemigo, librasen la piel.
—Uno de los primeros nombres era el mío —afirma.
Denunció lo que sabía, asegurando que era uno de los jefes de la quinta
columna madrileña. Pero los organismos que le habían utilizado como confidente
estaban muy satisfechos de sus servicios, que en agosto de 1938 continuaban
considerando convenientes y provechosos. No sólo no quisieron hacer caso de sus
denuncias sino que dijeron que Rodríguez era un tipo incontrolado, maniático y
sanguinario que sólo soñaba con matar.
—Cuando, al final, quise ir personalmente por él, los policías que le protegían
me detuvieron y por muy buenas componendas me mandaron a un batallón de
castigo del que pude escapar anoche.
Es posible que sea verdad lo que me cuenta; también que se trate de un
comprensible intento de justificación personal. En cualquier caso ni sé nada del
asunto ni tengo porqué darle o quitarle la razón; especialmente cuando la guerra
llega a un desastroso final y sólo el azar nos ha reunido en el camión en que
ambos conseguimos salir de Madrid.
Han dado las ocho cuando entramos en Valencia. Lo hacemos lentamente,
formando parte de una larga caravana que no se mueve con demasiada rapidez.
Mientras nos acercamos al centro de la ciudad, se produce una discusión. En
tanto que algunos, impacientes o temerosos, quieren ir directamente al puerto y
subir, aunque sea a la fuerza, al primer barco que zarpe, la may oría somos
partidarios de establecer rápido contacto con los elementos directivos y
responsables de los diferentes partidos u organizaciones a que pertenecemos para
enterarnos de lo que sucede, saber de los puertos de más fácil acceso y salida y
recibir instrucciones para una rápida y ordenada evacuación.
Todo el centro de Valencia es un inmenso hormiguero humano en las
primeras horas de la noche del 28 de marzo. Son muchos millares las personas
llegadas desde la mañana y los que todavía continúan afluy endo. Ocupan por
entero las aceras, se desbordan por las calzadas y hacen poco menos que
imposible la circulación. Nuestro camión no puede pasar de la calle de San
Vicente. Se queda allí, con todas las mujeres y los chicos que nos acompañan,
amén de varios hombres armados, mientras los demás lo abandonamos para
intentar establecer contacto con los elementos encargados de la evacuación.
Bajamos andando trabajosamente, abriéndonos paso a codazos hasta la plaza
de Castelar. Es impresionante su aspecto, doblemente impresionante en una
oscuridad, sólo rota por los faros encendidos de algunos coches y la luz que sale
del interior de los edificios por puertas, ventanas o balcones. Son más abundantes
los hombres, sin que esto quiera decir que escaseen las mujeres. La gente se
mueve nerviosa de un lado para otro, formando casi siempre grupos nutridos
cargados con macutos, bultos o maletas y hablando a voces para poderse
entender en medio de la general algarabía. Guardias de asalto, soldados de los
batallones de retaguardia e incluso carabineros permanecen de guardia en medio
de la muchedumbre. No creo que sean de ninguna utilidad, sin embargo, porque
parecen todavía más desconcertados y confundidos que el resto de nosotros.
Igual que la plaza de Castelar están las cercanas calles de Ruzafa, Blasco
Ibáñez, las Barcas, Salmerón, Pi y Margall y la Paz. Por todas ellas se anda con
dificultad. Los coches y camiones parados junto a las aceras, incluso algunos
blindados ligeros que sería difícil decidir quién ha traído hasta aquí y en torno a
los cuales hay grupos de soldados o paisanos, entorpecen más aún el tráfico. Es
frecuente el encuentro con amigos y compañeros. Abundan las conversaciones
rápidas en que se pregunta a voces por el paradero de paisanos o camaradas, que
en muchos casos no han podido llegar a Valencia.
Existe una confusión completa y nadie sabe exactamente lo que sucede.
Parece que esta mañana salió un barco de Valencia y que en el puerto hay ahora
mismo otro inglés que no quiere dejar subir a la gente. Pero todo esto oído de una
manera rápida, puede ser o no cierto. En cualquier caso, la impresión
predominante en la calle, lo que nos dicen al paso cuantos compañeros vemos y
que llegaron a Levante antes que nosotros, es que habrá barcos de sobra en las
próximas horas y que la evacuación de todos los que quieran irse está asegurada.
En la sede del Comité Nacional del Movimiento Libertario hay tanta gente
que es difícil entrar y mucho más conseguir hablar con un compañero
determinado. Lo mismo pasa en otros sitios. Al cabo de un rato, cansado de ir de
un lado para otro cargado con la maleta, me encamino a la redacción de Fragua
Social, seguro de encontrar allí quien pueda orientarme. También aquí hay
exceso de público ante el edificio, en el portal, en la escalera e incluso en la
redacción. Consigo no obstante penetrar en el despacho donde se han encerrado
para trabajar el director y uno de los redactores. Los dos son antiguos y buenos
amigos. Manuel Villar ha sido director de CNT de Madrid antes de venir a
Valencia; Félix Paredes, compañero mío durante años en las redacciones de La
Tierra y La Libertad. Ambos me abrazan alborozados y satisfechos al verme.
—Temíamos por ti. Preguntamos a muchos que venían de Madrid y ninguno
sabía de tu paradero. Algunos nos dijeron que no habías podido salir.
—Lo conseguí en el último momento —respondo sincero— porque me
dejaron tirado. Llegué a Valencia hace media hora y no sé nada de lo ocurrido
en toda la tarde. Supongo que vosotros podréis orientarme.
Lo hacen en forma rápida y escueta. Las radios y las agencias de
información extranjeras dicen que los nacionalistas son dueños de Madrid desde
el mediodía, aunque hay a quienes afirman haber salido después. Parece también
que han entrado en Guadalajara y avanzan por la Mancha y Andalucía sin
encontrar resistencia. Sin embargo, no se dan toda la prisa que cabía esperar y la
impresión general es que tardarán tres o cuatro días aún en alcanzar la costa
mediterránea.
—¿Por acuerdo previo con el Consejo de Defensa? —pregunto escéptico.
—Seguramente, porque la evacuación de quienes consideran más
comprometidos les ahorre no pocos problemas. Una represión con millares, tal
vez cientos de millares de muertos, sería un desprestigio para el régimen
naciente.
Es cierto que hoy mismo, a poco de llegar a Valencia, el coronel Casado ha
dicho hablando con los miembros de la Comisión de Evacuación, que Franco ha
dado su asentimiento tácito para que puedan marcharse cuantos antifascistas lo
deseen. Pero, conforme ha tenido que reconocer a continuación, el pretendido
acuerdo no está firmado y ni siquiera redactado. Que los franquistas avancen con
prudente lentitud es una cosa y que nos den por su voluntad toda clase de
facilidades para que embarquemos, otra completamente distinta.
—Y la prueba indudable de que así es la tenemos en la precipitada salida del
propio coronel Casado.
—¿Cuándo y cómo llegó? —pregunto interesado.
—A media mañana, y en avión. Le acompañaban algunos militares y los
miembros del Consejo Nacional que aún estaban en Madrid, excepto Besteiro.
Parece que confiaban en que los fascistas no entrasen en la ciudad hasta mañana
y el hundimiento repentino y total del frente cercano les cogió desprevenidos.
Pienso que bien pudo ser así, aunque después de radiar la nota de alzar
bandera blanca debieron estar preparados para lo peor. Por fortuna, y según mis
interlocutores, tanto en Madrid como en Valencia se han preocupado con éxito de
lo fundamental en estos instantes: la evacuación.
—Han contratado barcos suficientes para que salgamos todos.
Pese a la profunda desmoralización existente en toda la zona, a la seguridad
que la disolución espontánea del ejército del Centro tardará pocas horas en
repetirse en los demás, confían en que podamos escapar de la ratonera todos los
atrapados en ella. A media tarde habló Paredes con Forcinal, el miembro más
dinámico y activo de la Comisión Internacional de Ay uda y Evacuación y le
encontró optimista y contento.
—Acababa de hablar con París y aseguraba que esta noche y mañana
llegarán los barcos.
En realidad, y a han llegado algunos barcos. En el puerto de Valencia hay
ahora mismo un mercante inglés que aunque se resiste a dejar subir refugiados a
bordo tendrá que acceder a ello. En Cartagena está dispuesto para partir el
Campillo y del puerto valenciano salió hace unas horas el Lezardieux, con más de
quinientos antifascistas y con rumbo a Oran.
—¿Y sabes una cosa curiosa?… Navarro Ballesteros, que y a había subido a
bordo, bajó a tierra para ceder su plaza a Salado, que estaba asustado, y esperar
otro buque.
Se trata de dos periodistas amigos. Manuel Navarro Ballesteros ha dirigido en
Madrid Mundo Obrero; Luis Salado, La Voz. Conociéndoles, no me sorprende el
gesto generoso del primero ni el nerviosismo del que ahora estará llegando a un
puerto argelino.
Villar me habla de los compañeros de profesión madrileños que han llegado a
Valencia en el curso de esta agitada jornada. De Castilla Libre ha charlado con
Nobruzán y Mariano Aldabe; de CNT con García Pradas y Aselo Plaza.
—Pradas andaba preocupado por ti y preguntaba a todos los compañeros. Se
alegrará de saber que llegaste al fin.
Lo creo. Pradas y y o nos conocemos hace ocho años, hemos trabajado
juntos en la redacción de La Tierra y durante casi toda la guerra —él en un
periódico confederal de la tarde y y o en uno de la mañana— luchamos por la
misma causa con parecidos argumentos e idéntico entusiasmo. Esperaba haberle
encontrado en Defensa de Madrid esta mañana, y acaso fue su ausencia lo que
más me sorprendió. Cuando se lanza o se repite la consigna de « o nos salvamos
todos o perecemos todos» , hay que dar el ejemplo.
—Seguro que le agradará verme —replico—, aunque acaso le guste menos lo
que hay a de decirle.
—Vente conmigo —indica Villar—. Tengo que verle a él, a Val y a Casado
para saber a qué atenernos.
En Fragua Social han estado trabajando toda la tarde; aunque interrumpidos
por frecuentes visitas, tienen escrito y compuesto más de la mitad del periódico.
Sin embargo, a las nueve de la noche no saben todavía con certeza si se publicará
o no el número correspondiente a la mañana siguiente.
—Es poco más o menos lo que me sucedió a mí anoche —contesto—. La
única diferencia es que aquí el enemigo no está a medio kilómetro.
—Pero es probable que cuando queramos darnos cuenta lo tengamos a
menos de medio metro.
Aunque hasta esta mañana los frentes de Levante se mantenían inalterables,
es difícil saber lo que puede haber sucedido esta tarde. Si desde hace días y
especialmente a partir de la noche del domingo existe una desmoralización
general, la caída de Madrid y la llegada de varios millares de fugitivos de la
capital y de sus alrededores ha acentuado el clima de descomposición,
sembrando un terrible confusionismo. Son muchos los que todavía dan órdenes,
pero escasos quienes las cumplen. Como sucede en todos los partidos y
organizaciones antifascistas, los comités libertarios han sido desbordados por los
acontecimientos y nadie sabe lo que puede suceder dentro de una hora.
—Sólo una parte del Consejo Nacional de Defensa parece conservar un resto
de serenidad.
Con Casado están muchos jefes militares desde Matallana, jefe del Estado
May or del Ejército republicano, al general Menéndez, que manda el de Levante.
También los consejeros republicanos, socialistas, ugetistas y libertarios. Se hallan
reunidos en sesión permanente, en contacto con la Junta Internacional de
Evacuación y celebrando conferencias constantes con Francia.
—Nos han citado a esta hora a los informadores de los periódicos y de la
radio para darnos instrucciones concretas.
Le acompaño aunque no sea de los convocados. Hasta esta mañana dirigí en
Madrid un periódico que hoy precisamente publicó su último número y que
seguramente no volverá a aparecer. Por importante que sea lo que nos digan —y
lo será, porque de ello depende la vida de muchos, incluida la mía—, no tendré
dónde publicarlo. En realidad, mi carrera profesional ha terminado, por lo menos
en España.
En las calles parece haber aumentado la gente y se circula con dificultad
creciente. Por suerte vamos cerca, aunque en recorrer unos centenares de
metros tardamos quince o veinte minutos. Marchamos a un amplio edificio
cercano a la plaza de Castelar, ocupado por la comandancia de la Agrupación de
Ejércitos de la zona Centro-Sur.
—Encontraremos a mucha gente —dice Villar cuando llegamos a la puerta
—. Entre otros, Val, Salgado y Pradas que no se apartan de Casado, y hacen bien.
Creo que incluso andan por aquí Mera, Valle, Luzón y Verardini.
Los soldados de guardia tienen que esforzarse para mantener alejados de las
puertas a muchos de los que pretenden entrar. Podemos pasar no sin que Villar
hay a de mostrar una contraseña de que va provisto y y o mi carnet como director
de Castilla Libre. De cualquier forma, dentro hay demasiada gente en el portal,
en la amplia escalera y en todos los despachos. En su inmensa may oría de
uniforme, sin que por ello escaseen los civiles. Conocemos a muchos,
confederales unos; republicanos, socialistas e incluso comunistas los demás.
En el rellano del primer piso nos damos de cara con Mancebo y Amil.
Anoche hablé con ellos en Madrid. Se alegran de verme porque al parecer se ha
extendido la noticia de que no había podido abandonar la ciudad sitiada durante
tantos meses.
—Nosotros salimos con dificultad esta mañana. Ahí tienes a Pradas y Salgado
que preguntan a todos por ti.
No entro a verlos, de momento, porque Villar ha entrado en un salón de la
derecha donde distingo al coronel Casado hablando con un grupo de
informadores locales. Me acerco interesado por oír lo que dice y descubro que
en el salón están también, aparte de algunos militares, varios de los miembros del
Consejo Nacional de Defensa. Concretamente Wenceslao Carrillo, San Andrés y
Eduardo Val. También un caballero francés, Forcinal, que parece llevar
personalmente la dirección de la Junta Internacional de Ay uda y Evacuación.
—La situación es grave, muy grave —dice Casado—. Pero con serenidad,
disciplina y sentido de responsabilidad en todos, aún puede evitarse lo peor.
Lo peor es, naturalmente, la desmoralización general, la desesperación que
puede engendrar un pánico colectivo que nos suma en el caos. Hasta ahora,
según él, las cosas marchan medianamente bien. El enemigo cumple su
compromiso tácito y no pretende impedir la salida de España de quienes deseen
expatriarse. Salvo el Ejército del Centro que, debido a circunstancias muy
especiales, se ha disuelto como un azucarillo en un vaso de agua, los demás —
Levante, Andalucía y Extremadura— cumplen disciplinadamente las órdenes
recibidas. Los dos últimos se retiran sin combatir en los puntos en que avanzan sus
oponentes. De cualquier modo, su avance es lento y tendremos tiempo de sobra.
Como demostración plena indica que Ciudad Real —con cuy o gobernador civil
acaba de hablar— está en completa calma y en manos de las fuerzas
republicanas.
—La evacuación está garantizada. Varios barcos salidos ay er y hoy de
Marsella, Cette y Argel llegarán esta misma noche, si no han llegado y a, a
Valencia, Alicante, Cartagena y Almería. Otros les seguirán mañana. Las
personas que se consideren en peligro en el frente y la retaguardia podrán
embarcar sin entorpecimiento alguno. Lo fundamental es que nadie pierda la
cabeza y todos cumplan al pie de la letra las instrucciones que se dicten,
plenamente seguros de que sobrarán tiempo y barcos.
Mientras monsieur Forcinal y un diputado francés que lo acompaña —Charles
Tillon— ratifican y amplían lo que acabamos de oír respecto a los anhelados
transportes marítimos, Casado abandona el salón para meterse en un despacho
disculpándose con la precisión de resolver una serie de asuntos urgentes.
—Bueno —dice Villar disponiéndose a volver a la redacción—. Parece que
mañana saldrá todavía el periódico.
—No te fíes, por si acaso —le aconsejo—. Algo parecido oí y o anoche y si
me descuido me quedo en Madrid.
Vuelvo hacia la escalera para buscar la habitación en que deben estar Pradas
y Salgado. No tengo necesidad de entrar porque ambos salen a mi encuentro, con
muestras inequívocas de alegría al verme.
—¿Sabes y a lo de Mauro? —pregunta Pradas.
—No. Me separé de él pasadas las once de la mañana en la calle de Juan
Bravo y desde entonces…
—Le han matado. Le estaban esperando cuando llegó a su casa. Quisieron
detenerle y se resistió. Le acribillaron a balazos, pero creo que incluso caído en el
suelo siguió disparando hasta agotar el cargador de la pistola.
Me duele la noticia, como me dolió saber que Franch había muerto en
Tarancón. Son dos compañeros y amigos con los que esta mañana hablé de la
difícil salida de Madrid, y los dos están muertos.
—Lo siento —respondo sincero—. Pero vosotros debéis sentirlo más aún
porque en cierto modo sois los culpables de su muerte.
—¿Nosotros, por qué? —protestan a un tiempo.
Se lo digo con toda claridad y crudeza. Fue como y o al Comité Regional de
Defensa confiado en encontrar allí medios para salir de Madrid y no halló a
nadie. Después acudimos a la Federación Local donde tampoco había nadie. Yo
pude tomar un camión poco menos que en marcha; pero Bajatierra, cuarenta
años más viejo, cansado, aplastado moralmente por la derrota, prefirió quedarse
para que le mataran.
—De haberle esperado, de no encontrarse solo y abandonado a su edad,
seguro que estaría en este momento con nosotros.
Dolidos por mis palabras contestan acalorados. No tenían la menor idea de
que Mauro fuese esta mañana por Defensa; creían que saldría de Madrid en el
mismo coche que utilizaba a diario para visitar los frentes y que no tropezaría con
muchas dificultades viviendo relativamente cerca de las Ventas, camino obligado
para dirigirse a Valencia. En cualquier caso, cuando Val y Salgado tuvieron que
acudir precipitadamente a Barajas para hablar con Casado, dejaron a varios
compañeros encargados de recoger a quienes acudieran en el último minuto.
—Lo que no podía pensar —se disculpa Salgado— es que se largaran en
cuanto diésemos media vuelta.
—Yo no quise apartarme un minuto de Casado por mandato de la
organización —añade Pradas—. No queríamos que hiciese lo mismo que Miaja.
Ante mi gesto de sorpresa por las últimas palabras, explica que Miaja,
olvidando las responsabilidades del cargo que ocupaba y sin preocuparse de nada
ni de nadie, se ha marchado de España en avión. Dado lo dramático de las
circunstancias, el Consejo no ha creído oportuno ni conveniente divulgar la
desmoralizadora noticia.
—Casado, por fortuna, es todo lo contrario —añade—. Está luchando con
uñas y dientes por salvar cuanto se pueda salvar. Aunque sea a costa de su propia
vida.
No comparto su opinión, pero no es momento ni ocasión para discutirla.
Tiempo habrá de hacerlo, si vivimos lo suficiente; como tendremos que discutir
no poco sobre la orden de izar bandera blanca radiada en la tarde del domingo,
causante directa de la profunda desmoralización que hundió en treinta y seis
horas el frente y la retaguardia madrileña.
—Quédate con nosotros. Así podrás comprobar que no dejamos tirado a
ningún compañero mientras nos salvamos nosotros.
Acepto desde luego. Estoy cansado, molido por el viaje, hambriento y con
sueño atrasado. Me gustaría poder tumbarme a dormir una horas. Rechazo sin
vacilaciones la tentación. Si anoche en Madrid pudo tener para mí las peores
consecuencias, aún podría resultar más desastroso si lo hiciera en Valencia ahora.
Me espabilaría con sólo mojarme un poco la cara.
—Ahí tienes un lavabo. Si quieres afeitarte de paso, puedes hacerlo. Yo lo
hice a media tarde. La maquinita y la brocha son mías.
Me encuentro mucho mejor tras los diez minutos que empleo en afeitarme y
lavarme a toda prisa. Cuando vuelvo al despacho, Salgado está discutiendo con
Valle, comisario de la XIV División. Con gesto indignado le oigo:
—¡No y mil veces no! Vosotros debíais ser ejemplo de serenidad y disciplina.
Lo que pretendéis…
No termina la frase; quizá porque prefiere dejar el final en el aire o porque
me ha visto entrar. Voy a preguntarles por qué discuten cuando una puerta que da
a otra habitación se abre y en el umbral aparece Luzón, comandante de una
brigada en el frente de Guadalajara, muchas veces herido a lo largo de la guerra.
Pregunta impaciente dirigiéndose a Valle:
—¿Acabas de una vez, pelmazo? Cipriano dice que si continúas hablando…
Al advertir mi presencia se acerca para darme una palmada amistosa en la
espalda:
—¡Hola, Guzmán! ¿Vienes con nosotros, eh?
—No —se anticipa Salgado a contestar—. Por fortuna para él, no está tan
loco como vosotros.
Luzón se queda un momento pensativo y desconcertado. Valle abandona el
despacho para meterse en la habitación. Me fijo en este momento que Luzón,
que está en mangas de camisa, tiene una corbata en la mano. Mirando a través
de la puerta que ha dejado abierta distingo a Mera, Verardini, Gutiérrez y
Liberino que están cambiándose de ropa.
—¡Déjalos! —grita uno a Luzón—. Si no quieren, peor para ellos.
Luzón nos mira vacilante. Luego, encogiéndose de hombros, traspasa el
umbral y cierra la puerta a su espalda. Me vuelvo en gesto de muda
interrogación hacia Salgado, que me explica:
—¡Están locos! Se han empeñado en que hay cerca de Valencia un campo
donde están camuflados unos aviones de caza y quieren ir por ellos.
—¿Camuflados por quién?
—No sé si los comunistas o los fascistas; pero desde luego es una fantasía
delirante.
Es posible que lo sea porque la terrible impresión de la derrota nos ha
trastornado a todos. No obstante, se me antoja bastante raro que a estas alturas
pueda nadie haber escamoteado unos aviones y tenerlos escondidos para servirse
de ellos en el sentido que sea; tampoco acabo de comprender que para ir a
buscarlos tengan que vestirse de paisano.
—Dicen que de militar llamarían demasiado la atención de quienes custodian
los aparatos.
Añade que Val y Pradas quieren hablar conmigo y me esperan en un
despacho del piso inferior. Bajo y los encuentro hablando y discutiendo con
varios compañeros de Madrid.
—Queremos que puedan salir de España todos los antifascistas que lo deseen
—explica Pradas—. Pero hemos de preocuparnos esencialmente de los nuestros
y sobre todo de la militancia del Centro.
Es natural y lógico que así sea. Republicanos, socialistas y comunistas hacen
lo mismo con los suy os. Si, como se espera, hay barcos de sobra, magnífico;
pero de no haberlos, conviene no dormirse para no ser, como de costumbre, los
sacrificados.
—Baztán ha salido y a hacia Cartagena para procurar que embarquen los
compañeros de allí y los que vay an llegando. Mancebo marchará dentro de un
rato a Alicante. Amil está en contacto permanente con el Comité Regional para
que todos los compañeros de Madrid salgan sin perder un solo segundo para el
lugar en que sea más conveniente.
—¿El puerto de Valencia?
Mueve la cabeza en gesto dubitativo. Aunque todavía esperan convencerlo, el
capitán del buque inglés que se encuentra en el puerto desde hace muchas horas
se niega a embarcar a nadie e incluso a descargar rápido. Está en contacto por
radio con un crucero británico que navega muy cerca de la costa y amenaza con
su intervención si se pretende forzarle.
—En este momento debemos evitar incidentes que pudieran entorpecer la
evacuación.
Me pregunta si he cenado y respondo que ni siquiera desay unado. Indica
dónde puedo saciar el hambre, donde lo hará él mismo dentro de media hora. En
esta misma calle, al otro lado de la calzada, hay un comedor colectivo atendido
por soldados del Cuerpo de Tren en el que se están sirviendo comidas todo el día
a cuantos lo desean.
—Preferimos que la gente se coma los pocos víveres que quedan antes de
que los fascistas se apoderen de ellos.
Lo dice el comandante Blanco, jefe de una unidad del Cuerpo de Tren en el
ejército de Levante, que salió en el último minuto de Gijón cuando la pérdida del
Norte. Es quien ha organizado esta masiva distribución de alimentos entre los que
llegan a Valencia con hambre en estas horas febriles.
—Vete con él. Nosotros bajaremos dentro de unos minutos.
Bajo con Blanco, pero no me meto en el comedor donde está terminando de
cenar una veintena de personas. Antes necesito buscar y hablar con los
compañeros de Vallehermoso que me trajeron desde Madrid en su camión. Es
probable que y a estén en contacto con el Comité Regional del Centro y sepan lo
que tienen que hacer. Pero y o tengo la obligación ineludible de decírselo cuanto
antes, por si acaso.
—Bueno, pero no te descuides —me aconseja Blanco—. A las once será el
último turno y si te retrasas…
Lejos de disminuir, sigue en aumento la multitud que llena todas las calles
céntricas. Constantemente llegan a Valencia nuevos coches con soldados de los
frentes del Centro o Levante y campesinos de Cuenca, Toledo, Ciudad Real o
Albacete. Muchos, que han ido directamente al puerto, vuelven descorazonados
por la muchedumbre que llena los alrededores y la negativa del capitán del
buque inglés a dejar subir a nadie. Impidiendo que la gente lo tome por asalto,
hay varias filas de guardias y soldados para que nadie pueda acercarse
demasiado.
Encuentro el camión donde lo dejamos hora y media antes. En su interior
varias de las mujeres y los chicos descabezan un sueño. En la cabina, echado
sobre el volante, dormita el chófer. A unos pasos de distancia, un grupo en que
figura el secretario del Ateneo. Ya están enterados de lo que y o iba a decirles.
Han hablado con los diversos comités confederales, especialmente con Amil,
Gallego Crespo y Cecilio Rodríguez que llevan el peso de la organización
madrileña en estos momentos y cualquier orden que se de llegará a ellos, como a
otros grupos militantes, sin pérdida de minuto.
—¿Y los heridos?
—Bien. Irán con nosotros.
Quiere conocer mis impresiones y se las doy con absoluta sinceridad. Todos
parecen convencidos de que la evacuación no tropezará con grandes obstáculos;
que llegarán barcos en número suficiente, aunque en estos momentos no hay a
ninguno en que podamos embarcar. Pero por encima de la suerte personal de
cada uno de nosotros está el desastre y la certidumbre de no haber sabido
aprovechar una oportunidad que no volverá a presentarse.
—¿Qué hay de los pasaportes?
Comprendo el sentido de su pregunta. Algunos partidos hace y a tiempo, en
previsión de la derrota, provey eron de pasaportes a sus militantes. Nosotros, no;
entre nosotros el simple hecho de tramitar o pedir un pasaporte presuponía una
actitud derrotista. Ni mis interlocutores ni y o lo tenemos.
—No importa —respondo sincero—. En definitiva, el problema ahora no es
de pasaportes, sino de portes.
Son las once y veinte cuando regreso a la delegación del Cuerpo de Tren
donde debo cenar. Al entrar en una habitación grande, con una mesa larga en el
centro, me cruzo con Pradas al que han llamado con urgencia antes de concluir
su y antar. Los demás están en la mitad de la cena.
—Si tardas media hora más —bromea Blanco—, no pruebas bocado.
Me siento en el lugar dejado vacío por Pradas y paseo la vista por la
concurrencia. Somos quince las personas reunidas en torno a la mesa, si bien dos
de ellos se marchan a los cinco minutos de mi llegada. Conozco a la mitad, pero
el resto me son desconocidos. A mi izquierda tengo a Aselo Plaza, redactor jefe
de CNT; a mi derecha al coronel republicano Navarro, al que me parece no
haber visto desde los primeros meses de la guerra; a su lado, Álvaro Gil,
comandante de batallón en la 70 brigada y héroe del Pingarrón; más allá el
también comandante Blanco y su comisario, socialista. Está también un
muchacho joven, hijo de Salgado, un capitán, dos tenientes y varias personas
más a las que conozco de vista, pero no recuerdo sus nombres. Empiezo a comer
con rapidez tratando de compensar el adelanto que los demás me llevan.
—¡Eh, Guzmán!, ¿qué te parece el banquete? —pregunta Blanco, que hace
allí las veces de anfitrión.
—¡Opíparo! —respondo en el mismo tono—. Hacía cerca de tres años que no
comía así.
Es cierto. La cena, dada las privaciones y la sobriedad a que hemos tenido
que acostumbrarnos en el Madrid asediado, resulta suculenta, aunque quizá
influy a en mi parecer el hecho de ser lo primero que ingiero desde hace
veintisiete o veintiocho horas.
—Lo celebro. No querría que os quedaseis con hambre en lo que puede ser
nuestra última cena.
—¡Vay a si puede ser la última! —ríe Gil—. Si alguno es supersticioso lo
siento por él, porque somos trece en este momento.
—¡Bah! Con tal de que entre los trece no hay a un judas…
—¡Imposible! Un judas nos habría traicionado y a…
—¿Crees —pregunto amargado— que nos ha traicionado y a poca gente?
En el momentáneo silencio que sigue a mi pregunta suenan doce campanadas
en el reloj de la pared.
II

MIÉRCOLES, 29 DE MARZO

En las calles aumenta por momentos el gentío. Nuevas oleadas de fugitivos


llegan constantemente a Valencia procedentes de los pueblos cercanos o de los
frentes remotos. Son muchos ahora los camiones cargados de militares —
oficiales, soldados y algún comisario— parados ante los centros oficiales o las
sedes de los partidos y las organizaciones. Incluso una sección de blindados
ligeros cruzan la plaza de Castelar, abriéndose trabajosamente paso entre la
muchedumbre.
Aunque el alboroto de ruidos y gritos sigue siendo el mismo, es fácil advertir
un cambio sensible en la multitud. Si hace cuatro horas esperaba con relativa
calma instrucciones y directrices, pasada la medianoche las reclaman a voces
con nerviosa impaciencia. Aquí y allá, surgen exclamaciones o protestas que
hallan inmediato eco en la multitud:
—¡Estamos cansados de esperar…!
—¡Qué nos digan de una vez dónde están los barcos…!
—¿Vamos a seguir aquí cruzados de brazos hasta que lleguen los « fachas» ?
Procedentes del puerto regresan varios camiones con hombres y mujeres
excitados y coléricos. Vuelven rabiosos porque las fuerzas enviadas por el
Consejo no les dejan acercarse al barco inglés que sigue sin permitir que nadie
suba a bordo. Una mujer, chillando a voz en cuello, acusa frenética:
—¡No nos dejan subir porque lo tienen preparado para marcharse ellos…!
Aunque no dice quiénes son « ellos» , es fácil imaginárselo. Por si alguien lo
duda, tres individuos de pie en el techo de un coche aparcado junto a la acera
improvisan una especie de mitin relámpago. Gritan a coro:
—¡Atención, camaradas! La Junta de Casado, la de la paz honrosa, quiere
entregarnos al fascismo para que…
Un clamoreo de voces airadas les impiden seguir. Enfrentándose con ellos un
teniente les increpa:
—¡Estáis haciendo el juego a la quinta columna…!
Los del coche pretenden hacerse oír. Uno de ellos, con una pequeña bocina en
la mano, se la acerca a la boca para chillar:
—¡Camaradas! ¡Los traidores de la Junta…!
No puede continuar. Alguien, que le ha cogido de una pierna, lo arrastra fuera
del coche. Grupos airados se precipitan sobre ellos.
—¡Cuidado, camaradas! ¡Son agentes provocadores…!
—¡Muera la quinta columna…!
—¡Acabad con esa canalla…!
Los que pretendían hacerse oír se tiran del techo del coche para tratar de
escabullirse entre la muchedumbre. ¿Son en realidad agentes provocadores,
miembros de la quinta columna que consideran llegado el momento de entrar en
acción? Lo dudo, porque tendrían que estar locos para hacerlo en este momento,
exponiéndose a ser destrozados por los miles de antifascistas desesperados que
llenan el centro de la ciudad. Más probable es que se trate de una célula
comunista que en un movimiento audaz trata de canalizar la cólera general
contra los miembros del Consejo de Defensa. Aunque en realidad no sabría decir
qué puede resultar en estas circunstancias más peligroso y amenazador.
—La cosa está francamente fea —reconoce preocupado Félix Paredes, al
que veo minutos después en la redacción de Fragua Social—. No llegan los
barcos anunciados, el cabrón del capitán inglés continúa negándose a dejar
embarcar a nadie y a medida que pasan las horas van encrespándose los ánimos.
Si por la mañana seguimos igual, no sé lo que puede pasar.
Es la opinión predominante en la redacción donde constantemente entra y
sale gente, deseosa de saber algo o ansiosa por comunicar las noticias y los bulos
más disparatados. El periódico del día siguiente está y a confeccionado y a punto
de entrar en máquinas, aunque nadie está muy seguro de si llegará a salir. Los
redactores continúan allí dispuestos a cumplir las órdenes que reciban.
—Lo malo es que una situación así no puede prolongarse indefinidamente. Y
menos cuando el ejército y los frentes de Levante, perfectamente disciplinados
hasta esta tarde, parece que empiezan a desmoronarse.
De cualquier forma no creen que el final esté a la vista ni sea cuestión de
pocas horas. Pudo suceder en Madrid, donde los frentes estaban dentro de la
misma ciudad y la quinta columna había podido organizarse con los numerosos
grupos refugiados en las embajadas. En Valencia los frentes están a cuarenta
kilómetros y la población ha sido siempre liberal, republicana y sindicalista.
—En estos momentos están en las calles millares de antifascistas de toda la
zona, armados en su may oría y al borde de la desesperación. De no ser un
ejército regular con armas pesadas, quien pretendiera enfrentarse abiertamente
con ellos lo pasaría mal.
Todo esto resulta perfectamente razonable y lógico. Pero cuando concluy e
una guerra como la nuestra, en los últimos momentos no existe lógica ni razón
que valga. Es posible todo, pero especialmente lo peor para los derrotados.
Mariano Aldabe, de edad indefinible, débil de complexión y agudo de
ingenio, ha sido hasta anoche redactor de Castilla Libre. Salido de Madrid de
madrugada con algunos miembros del Comité Regional, está en Valencia desde
el mediodía. No confía demasiado en que podamos embarcar porque no se fía
poco ni mucho de las democracias y esencialmente de los ingleses.
—Nos han estado traicionando toda la guerra y no van a ay udarnos ahora
cuanto tanto les interesa ponerse a bien con Franco, Hitler y Mussolini.
Aún no ha terminado de hablar cuando llega jadeante en su busca uno de los
que vinieron con él desde Madrid. Trae una noticia que produce cierta
conmoción en cuantos la escuchan:
—En Alicante acaba de entrar un barco grande. Vamos a salir
inmediatamente para allá.
Aunque Aldabe hace un gesto de profundo escepticismo al oírle, se marcha
en su compañía. Varios de los que andan por la redacción corren también a dar la
buena noticia a compañeros que les aguardan en uno u otro lado. Yo no estoy
muy seguro de que sea cierto. Manuel Villar tampoco.
—Es posible que sea verdad —comenta— y que se trate del primero de los
barcos anunciados que llega. Pero también que no pase de ser una maniobra para
que marchen hacia allá los más impacientes y alborotadores.
Tratamos de hablar con Alicante desde la redacción y no lo conseguimos. Lo
hacemos en cambio con la Federación Local de Valencia y el Comité Regional
de Levante. Les han dado la noticia igual que a nosotros, pero no han podido
confirmarla. Parece que igual les sucede a republicanos y socialistas.
—Antes de hacer nada, esperad que podamos confirmarla. Daremos
instrucciones en cuanto sepamos si tienen fundamento.
Esperamos un buen rato inútilmente. Son muchos los que entran en la
redacción o telefonean ansiosos por saber lo que hay a de cierto en la noticia que
y a circula por toda Valencia. Las constantes llamadas bloquean los teléfonos de
Fragua Social y nos impiden llamar a ningún lado. Al fin, cerca y a de las dos de
la madrugada, Villar marcha al Comité Regional y Paredes viene conmigo a la
comandancia del grupo de ejércitos donde continúa la may oría de los miembros
del Consejo Nacional de Defensa. Ambos quedan en verse de nuevo en un punto
determinado cuarenta minutos después para proceder de acuerdo con los
informes y las instrucciones recibidas.
En las calles parece haberse acentuado el nerviosismo de una hora antes.
Algunos coches inician la marcha hacia la carretera; en otros, así como en no
pocos camiones, están cargando apresuradamente bultos y maletas para salir
hacia Alicante. Numerosos grupos discuten acaloradamente la decisión a tomar.
Una may oría es partidaria de dirigirse a cualquier punto en que hay a posibilidad
de embarcar. Pero…
—¿Quién nos garantiza que podamos hacerlo en Alicante?
La misma duda que algunos expresan a voces nos preocupa también a
nosotros. Mentalmente voy dando vueltas a la posibilidad esbozada por Villar de
que pueda tratarse de una maniobra para descongestionar las calles de Valencia
de los más impacientes. La hipótesis me contraría por dos motivos diferentes: que
no hay a tal barco y que quienes tienen sobre sus hombros la pesada carga de
salvar al may or número posible de antifascistas sean capaces de utilizar métodos
reprobables en cualquier circunstancia y más en las dramáticas por que
atravesamos.
—Desde luego es cierto que hay un barco grande en el puerto de Alicante —
nos confirma Álvaro Gil con quien nos cruzamos en la puerta del edificio—. Voy
a buscar a unos compañeros que me esperan y salir para allá. Si queréis venir
alguno, creo que hay sitio en el coche.
Ni Val, ni Salgado, ni Pradas están en ninguno de los dos despachos en que
conversé con ellos hace un par de horas. Se encuentran dentro del edificio desde
luego, pero llevan un rato encerrados con Casado, Carrillo y San Andrés y los
miembros de la Comisión Internacional de Evacuación, hablando de los barcos
que están en camino y de hacia dónde deben dirigirse cuantos pretenden salir de
España. Me lo dicen el hijo de Salgado y el secretario de Val.
—Quieren que no salgas de nuevo a la calle y les aguardes aquí —añaden.
Tienen encargo de hacer la misma indicación a Aselo Plaza, que salió hace
un rato para ver a no saben quién, quedando en volver pronto.
—Probablemente habrá ido a charlar con algunos hermanos —dice el
secretario de Val con una sonrisita—. Ya sabes que Aselo…
Sé perfectamente lo que quiere dar a entender. No es la primera vez que oigo
insinuar que Aselo tiene muchos amigos entre los masones. No ignoro tampoco
que en la CNT existe cierta prevención contra ellos y que más de uno ha sido
dado de lado por el simple hecho de serlo. Pero sea o no masón —en lo que no
tengo por qué meterme—, Plaza es un hombre inteligente, republicano de
siempre, que se ha comportado con decisión y lealtad a lo largo de la guerra,
realizando una labor meritoria como redactor-jefe de CNT.
Para Félix Paredes no tienen ningún recado. No lo necesita, en realidad. Le
basta con la confirmación plena de la llegada de un buque al puerto de Alicante.
Además…
—Oí cómo Val informaba inmediatamente a los distintos comités de la
organización. Incluso escribí a máquina por indicación suy a una nota diciéndoles
lo mismo, que un motorista se encargó de llevarles.
Paredes marcha a reunirse con Villar y y o aguardo impaciente que acabe la
reunión del Consejo con la Comisión Internacional de Evacuación. ¿Se sabe algo
de Mera, Luzón, Valle y compañía?
—Ni palabra. Salieron hace más de dos horas y no tengo idea de por dónde
diablos pueden andar.
Cinco minutos después entran en el despacho Aselo Plaza y el coronel
Navarro. Aunque vienen juntos parece que se han encontrado en el rellano de la
escalera. El coronel lleva un simple maletín; Plaza tiene y a su maleta en esta
habitación junto a la mía y otras cuatro o cinco.
—La cosa se complica —dice Navarro—. Parece que surgen dificultades
para que los barcos que esperábamos vengan al puerto de Valencia.
Es una noticia nueva y desagradable tanto para Aselo como para mí.
Miramos en gesto de interrogación al coronel, que explica:
—Creo que es una mala faena del capitán del buque inglés. Ha hablado por
radio con otros dos buques británicos que venían hacia acá, aconsejándoles que
den media vuelta o se dirijan a Cartagena.
El individuo en cuestión puede ser un fascista o simplemente alguien que
quiera hacer méritos a los ojos de los vencedores. En cualquier caso, no sólo
continúa negándose a que suba nadie al barco que manda, sino procurando que
no lleguen otros buques. Cabe incluso que actúe así impulsado por el temor de
que la gente que llena los muelles pueda en cualquier momento arrollar a los
guardias y soldados que la mantienen a distancia.
—¿Qué podemos hacer?… Nada prácticamente, porque si hiciéramos lo que
debemos, Inglaterra aprovecharía el pretexto para impedir la salida de un solo
republicano.
La inquietante noticia no tarda en ser totalmente confirmada por Salgado que
viene al despacho apenas terminada la reunión que estaban celebrando. Está
indignado con el capitán inglés que tras estarlos toreando todo el día parece
haberse quitado la careta con sus mensajes a otros barcos que se disponían a
entrar en el puerto.
—Con arreglo a las ley es de cualquier país en guerra —añade—, podríamos
detenerle y hasta fusilarle. Desgraciadamente, no haremos nada porque a estas
alturas resultaría contraproducente para lo que ahora nos importa por encima de
todas las cosas: la evacuación.
Éste ha sido el criterio de los componentes de la Comisión Internacional que
finalmente aceptaron los miembros del Consejo de Defensa. Por fortuna, si
incluso en lo malo puede haber una parte buena, este desgraciado asunto tiene
una parte tranquilizadora.
—Saber que la promesa de la pronta llegada de numerosos barcos no es un
cuento chino, sino que y a navegan cerca de nuestras costas.
Que la argucia del capitán inglés hay a retrasado la entrada en Valencia de
dos de ellos carece de importancia, porque avisada radiotelegráficamente la
compañía armadora les ha ordenado dirigirse a Cartagena en dirección a la cual
llevan navegando unas horas. Se trata de la Mid-Atlantic, una sociedad francesa
formada con capital español que lleva algún tiempo realizando todas las
operaciones de importación y exportación en nombre de Campsa-Gentibus.
—El Consejo tenía muchas dudas acerca de la Mid-Atlantic porque en su
constitución intervino el partido comunista francés, aunque con dinero español, y
porque Trifón Gómez, que marchó a Francia para organizar la venida de barcos
que asegurasen la evacuación, tropezó con serias dificultades para llegar a un
acuerdo con los dirigentes de la misma.
Aunque en los últimos días habían dado su plena conformidad al envío de sus
barcos —que en realidad pertenecían al gobierno de la República— cabía toda
suerte de desconfianzas. Ahora y a no. Los buques prometidos habían salido en las
fechas acordadas y se dirigían a los puertos convenidos de antemano. Porque,
aparte de los dos que debieron entrar esta noche en Valencia y que no entraron
—temerosos de ser asaltados por una muchedumbre incontrolada de facinerosos
que se habían adueñado del puerto, según aviso confidencial del capitán inglés—,
había otros varios en camino.
—Concretamente, el Marítima, un buque de nueve mil toneladas,
perteneciente a la Mid-Atlantic, que hace hora y media atracó en el puerto de
Alicante.
—¿Y los demás?
—Dos están camino de Cartagena; en Almería entrará otro esta noche, si no
ha entrado y a; uno más estará por la mañana en Valencia. Sin contar que desde
Oran y Argel han salido otros dos buques con destino a Alicante.
La evacuación, que era el problema más urgente para el Consejo de
Defensa, está asegurada plenamente. Los barcos de la Mid-Atlantic garantizan
que ni un solo antifascista que se considere en peligro tendrá que quedarse contra
su voluntad en España. La última incógnita, consistente en la posibilidad de que la
escuadra enemiga capturase en alta mar los transportes, está despejada
favorablemente.
—Tenemos noticias de que el Stanbroock, que salió de madrugada de
Alicante, llegó a Oran sin el menor contratiempo, aunque pasó muy cerca de
varios barcos de guerra fascistas. Lo mismo podemos decir del Lezardieux, que
partió esta mañana de aquí.
Tres minutos después, hablando un poco aparte con Plaza y conmigo, Pradas
ratifica y amplía lo dicho por Salgado. En el Marítima parece que podrán
marcharse varios miles de personas; un poco apretadas quizá, pero no hay que
pensar en comodidades ni gollerías. Por fortuna, el mar está calmado y el viaje
no será muy largo. En Alicante no queda nadie prácticamente. En los últimos
días se ha marchado mucha gente y en el Stanbroock se fueron los últimos que
quedaban.
—Hablé por teléfono con Llopis hace media hora para anunciarle que
mandábamos hacia allí la gente. Le pareció muy bien porque no quería que el
Marítima, que desea zarpar a mediodía, tuviera que ir medio vacío.
Llopis es un antiguo y conocido militante confederal que en los últimos
tiempos ha actuado como presidente de la Diputación alicantina. Siguiendo
instrucciones del Consejo permanecerá en su puesto hasta que hay a salido todo el
mundo. Pudo hacerlo la madrugada anterior como lo hicieron los comités
republicanos, socialistas y comunistas de toda la provincia y no pocos
compañeros nuestros, pero optó por quedarse para encauzar el embarque de los
grupos que fueran llegando.
—Cuando zarpe el Marítima y a estará en el puerto otro buque esperando
gente. De cualquier forma es conveniente que os marchéis en el primero que
salga.
—¿Nosotros?
—Sí; aquí no tenéis y a nada que hacer y a la organización le interesa que
salgan quienes puedan luchar fuera, rechazando ataques y calumnias, contando
toda la verdad de la revolución española y poniendo las cosas en su lugar.
Tiene razón en lo primero. Perdido Madrid, ni Castilla Libre ni CNT volverán a
publicarse. En Valencia podríamos colaborar en Fragua Social y Nosotros, pero si
el primero de dichos periódicos saldrá a la calle dentro de unas horas, es más que
dudoso que pueda hacerlo en días sucesivos. Lo segundo resulta halagador, sin
dejar de ser lógico, aunque hay a fuera de España muchos que pueden hacerlo
tan bien o mejor que nosotros.
—Sin embargo…
—No es preciso que digas nada —interrumpe Pradas, sin escuchar lo que
pretendo decirle—. Es un acuerdo de la organización y debéis cumplirlo.
Añade unas explicaciones que considero ociosas porque las tengo olvidadas
de puro sabidas. Para la Confederación, la vida de todos sus militantes tiene
idéntico valor y así lo ha demostrado en estos años mandando a sus figuras más
destacadas al asalto de los cuarteles primero y a los frentes después, con la
dolorosa y lógica consecuencia de la muerte de sus mejores elementos. No ha
cambiado de parecer y sigue crey endo que el deber inexcusable de la militancia
es servir en todo momento de lección y ejemplo a los demás.
—Si ahora le interesa salvar a todos los que se encuentran en peligro, le
preocupa esencialmente que en el último segundo no caigan quienes de may or
utilidad le pueden ser en un futuro inmediato, borrascoso o incierto.
En nuestras filas abundaron siempre más los hombres capaces de morir por
sus ideas que los preparados para exponerlas en la tribuna o la prensa. La lógica
y harto justificada desconfianza respecto a los intelectuales —que en una
may oría de casos pretenden servirse de las organizaciones obreras para trepar en
su carrera profesional o política— hizo que en los sindicatos anarcosindicalistas
escasearan mucho más que en las organizaciones socialistas, comunistas o
republicanas.
—Pero ahora necesitamos a los pocos que tenemos. En la guerra eran otros
—Mera, Jover o Sabin, por ejemplo— cien veces más útiles y necesarios. En lo
que tendremos que afrontar fuera, una vez derrotados, cuando todos los cabrones
cobardes que huy eron de España al comienzo de la lucha para realizar en
Francia, Inglaterra, Suiza o América cómodas labores diplomáticas y
propagandísticas se lancen como lobos rabiosos contra la CNT, lo serán quienes
sepan manejar una pluma y puedan quitarles la careta.
—Entonces crees que nosotros dos…
—No se trata sólo de vosotros dos —interviene Val que ha entrado en el
despacho y permanece silencioso hasta este momento, atento a lo que hablamos
—. Ni de que vuestra piel valga más que la del último soldado. Únicamente que
en la batalla que comenzará al acabar la de los frentes, que ha comenzado y a en
realidad, podéis ser más útiles a las ideas que quienes no saben escribir. Y son las
ideas, más que los hombres, lo que siempre nos importaron y ahora con mucha
may or razón que en cualquier otro momento.
Es una decisión tomada hoy mismo de acuerdo con los comités
representativos de la organización que siguen funcionando en estos momentos.
No se trata, desde luego, de un favoritismo que seríamos los primeros en
rechazar, sino de procurar que no se repita, multiplicado por cien, lo sucedido
hace unas horas con Mauro Bajatierra.
—Vosotros dos saldréis ahora para Alicante. El coronel Navarro os
acompañará. Podéis ir en mi propio coche. El chófer y a está advertido y estará
en la puerta con el auto listo dentro de diez minutos.
No tenemos necesidad de perder tiempo en preparativos de ninguna clase.
Con agarrar las maletas respectivas, listo. Estamos en la puerta antes de que
llegue el coche. Por la escalera, y durante la breve espera, hablamos con
Salgado y Pradas que bajan a despedirnos. ¿Cuál es la situación en estos
momentos?
—Grave, muy grave. Ay er esperábamos tener diez o doce días para la
evacuación; esta tarde confiábamos aún en disponer de cuatro o cinco. Ahora nos
daríamos por satisfechos con cuarenta y ocho horas y probablemente no
tendremos ni la mitad.
La desmoralización se extiende por toda la zona republicana como una
inmensa mancha de aceite. Los frentes se desmoronan por sí solos sin necesidad
de que ataque el enemigo. Hasta media tarde las divisiones que integran el
Ejército de Levante se mantenían en sus puestos, dando un respiro a las ciudades
y puertos de la costa. Pero luego han abandonado las trincheras, replegándose
sobre Valencia donde han llegado y a unidades completas, incluso con tanques.
—No es posible hacerlas volver al frente para que cubran la evacuación de
los demás, porque se negarían a obedecer una orden en tal sentido, caso de
dársela.
Disueltos espontáneamente los ejércitos del Centro y Levante, en rápida
retirada los del Andalucía y Extremadura frente a un avance enemigo que no
tropieza con ninguna clase de obstáculos, todo se hunde por momentos. Ocurre lo
que y o pensé al oír la orden de alzar bandera blanca en las posiciones atacadas,
lo que cualquiera pudo anticipar el domingo por la noche y lo que no quiso ver la
may oría del Consejo Nacional de Defensa.
—Hubiera sido mil veces preferible hacer lo que la organización tenía
planeado.
Pradas y Salgado asienten. No es que lo crean ahora, a la vista de lo sucedido,
sino lo sostenían el domingo mismo, igual que los dos representantes libertarios en
el Consejo —Val y González Marín— frente a los cuales se manifestó unánime la
opinión de los militares —Miaja y Casado—, de los socialistas —Besteiro,
Wenceslao Carrillo y Antonio Pérez— y de los republicanos Miguel San Andrés
y José del Río. Pero ¿de qué puede servir en este momento volver la vista atrás
como no sea para llorar como Boabdil y por parecidas razones?
—¿Qué pensáis hacer?
Ni José García Pradas ni Manuel Salgado forman parte del Consejo, pero
están enterados de todas sus decisiones no sólo por Val —que sí lo forma— sino
por la confianza que Casado tiene en ellos.
—Designar a Alicante como puerto básico para la evacuación por ser el más
alejado de los frentes y el de más fácil acceso desde todos los puntos de la zona.
Para allá han salido y a, precediendo a los miles de personas que marchan en
idéntica dirección, varios miembros de la Comisión Internacional con el diputado
francés Charles Tillon, al que auxiliarán en su labor los cónsules de diversos
países instalados en la ciudad levantina, comenzando por el de Francia.
—Todos tienen práctica en esta labor, porque no en balde en Alicante
embarcaron millares de fascistas refugiados en las embajadas madrileñas.
Aparte del Marítima que saldrá a mediodía con todos los que hay an llegado hasta
ese momento, están en camino dos barcos más.
—Entonces, ¿venís vosotros también? —pregunta Aselo.
Niegan a un mismo tiempo Pradas y Salgado. Es posible que mañana o
pasado, cuando hay an salido de Valencia todos los que esta noche y mañana
llegarán procedentes de los frentes o de los pueblos, vay an a Alicante a coger el
último buque. También cabe la posibilidad de que embarquen en el propio
Valencia.
—En cualquier caso, cuando cualquiera de nosotros pise la cubierta de un
barco, y a llevaréis todos vosotros muchas horas en Oran o Marsella.
Llega el coche conducido por un hombre alto y delgado que combatió
muchos meses en la Sierra, en Gredos y en la cuesta de las Perdices antes de
volver a coger el volante abandonado al comienzo de la lucha. Lo hizo cuando,
declarado inútil para seguir en primera línea, quedó al servicio del Comité de
Defensa. El auto es grande y cabemos con las maletas. Atrás, Navarro, y Plaza;
y o en el baquet, junto al conductor.
—¡Salud y suerte! —digo a Pradas y Salgado al abrazarlos como despedida.
Luego, quitando gravedad al momento, bromeo—: ¡Qué no se os ocurra imitar al
famoso capitán Araña…!
—¡Descuida! Embarcaremos también, pero cuando todos estén a salvo. O
nos dejaremos matar tratando de impedir que ni un solo antifascista se quede en
tierra.
Hay todavía muchos coches y mucha gente en las calles de Valencia, pero es
sensible de todos modos la diferencia con la media noche. Centenares de
automóviles y camiones nos han precedido en la marcha hacia Alicante y no
pocos de los que ahora vemos al dirigirnos hacia la carretera del litoral acaban de
llegar y hacen un pequeño alto antes de reanudar la marcha con el mismo rumbo
que nosotros.
Tenemos la mejor prueba al salir a la carretera. Los coches forman una
interminable caravana. Avanzamos en dos filas y cuando de tarde en tarde quiere
marchar un vehículo en dirección contraria se producen terribles
embotellamientos. Por fortuna, como a todos nos acucian premuras parecidas,
cuando un coche o un camión se queda sin gasolina o se avería, los que lo siguen
le entregan la suficiente para que pueda continuar o ay udan a apartar el coche
averiado a uno de los lados de la ruta.
—Hay ciento ochenta y tres kilómetros a Alicante —dice el chófer—, y
podríamos estar allá en tres horas. Pero como está la carretera no llegaremos
antes de las siete o las ocho.
No nos preocupa gran cosa, acaso porque pensamos que el barco que se halla
en el puerto alicantino no zarpará antes del mediodía y tenemos tiempo de sobra.
Son las tres de la madrugada cuando cruzamos Silla, a las puertas mismas de
Valencia. Juzgando por el bullicio de las calles y especialmente por la gente que
ve pasar una caravana que empezó a desfilar hace una hora larga, podríamos
suponer que estábamos al anochecer.
Aunque dada la trágica situación porque pasamos todo el mundo debería ir
silencioso y cariacontecido en automóviles y camiones, muchos van cantando
alegremente. Son generalmente canciones populares con letras alusivas a los
frentes y unidades en que han combatido. A veces la canción y la letra son
conocidas y las corean quienes marchan delante y detrás. De vez en cuando
algunos entonan la Marsellesa, la Internacional o las Barricadas.
Me produce una extraña sensación oírlos. No pocos de los coches y camiones
son los mismos que quince o dieciséis horas atrás salían de Madrid o cruzaban los
campos de Cuenca. La actitud de sus ocupantes es diametralmente opuesta. Si al
mediodía parecían encaminarse a un duelo, ahora dan la impresión de marchar a
una fiesta. Nada ha ocurrido en estas horas que explique la mudanza, porque la
situación de toda la zona todavía republicana es cien veces más angustiosa de lo
que podíamos sospechar por la mañana. El único cambio es que el abandonar
Madrid teníamos la duda de lo que encontraríamos en la costa y ahora creemos
tener la seguridad de hallar en Alicante un barco esperándonos. A pesar mío
recuerdo un viejo cuento francés acerca del tormento de la esperanza.
—Comprendo la alegría que experimentan al saber que podrán marcharse.
Yo, sin embargo, continúo dudando si no sería preferible quedarse.
Es el coronel quien lo dice hablando con Aselo Plaza que va a su lado. Me
sorprende oírle y me vuelvo en el asiento para mirarle. ¿Acaso piensa, como
tantos de nosotros, conforme sostuvieron los representantes libertarios el domingo
en el Consejo Nacional de Defensa que era preferible morir luchando que
levantar bandera blanca donde atacase el enemigo? No tardo en salir de mi
comprensible error.
—Nada malo debe pasarnos a los militares profesionales. Con arreglo a la
Convención de Ginebra los prisioneros de guerra han de ser tratados con toda
clase de consideraciones.
Aselo replica rápido que la famosa Convención de Ginebra no es para los
vencedores más que un simple papel mojado. Como demostración habla de la
suerte corrida por Batet, Núñez del Prado, Caridad Pita o Salcedo.
—El caso es distinto —contesta Navarro—. Entonces la guerra no había
comenzado y se trataba simplemente de una sublevación que eliminaba a sus
más peligrosos adversarios en medio de la confusión y el desbarajuste
provocados por el mismo alzamiento.
—¿Cree que ahora procederán de distinta manera?
—¡Naturalmente! El honor militar obliga a todos los que visten uniforme a
comportarse como personas civilizadas. A los paisanos podrán juzgarles por
haber hecho armas contra el Ejército con todo el rigor de los códigos castrenses.
Pero la Convención de Ginebra dispone…
—¿Que den un premio a los militares profesionales?
—Tanto como un premio, no —continúa molesto el coronel—. Pero sí que nos
traten con la consideración debida a nuestro rango y nos dejen en completa
libertad una vez concluida la guerra.
—Procure que no le cojan los nacionales, coronel —le aconseja burlón
Aselo.
Herido por el tono de las palabras de su acompañante, y más aún por la
risotada con que las acoge el chófer, Navarro guarda un enfurruñado silencio. Yo
me imagino que el coronel, al hablar así, piensa en lo sucedido en las tres guerras
civiles precedentes, en que Maroto pudo seguir su carrera militar en el ejército
isabelino y a Cabrera le reconocieron grados, títulos, honores y preeminencias
los gobiernos de la Restauración.
—La diferencia —murmuro hablando conmigo mismo— estriba en que
ahora no son liberales los vencedores.
Vamos a paso de tortuga con frecuentes paradas. En Cullera la estrechez del
puente sobre el Júcar obliga a hacer a los que lo pasan una larguísima cola. Más
adelante, la carretera con intenso tráfico durante años y poco arreglada, está en
pésimas condiciones. En Sueca muchos vehículos aburridos por la lentitud de la
marcha han preferido desviarse de la carretera general para ir más rápidos por
la que, a través de Albaida y Alcoy, conduce a las puertas de Alicante. Otros
muchos les imitan al llegar al cruce de Gandía.
—El piso está todavía peor y tendrán que ir más despacio —responde el
conductor, que hace ocho días tuvo que andar por allí.
En Gandía se unen a la larga caravana varios coches que vuelven del puerto
situado a un par de kilómetros. Han ido porque alguien les dijo que había barcos,
pero no hallaron más que algunos grupos durmiendo en los muelles y cansados
de esperar inútilmente.
El coronel Navarro parece molesto por nuestro escepticismo respecto a la
Convención de Ginebra y el respeto que impone hacia los prisioneros de guerra y
se mantiene en casi completo mutismo. Yo, que apenas he dormido la noche
anterior, siento que se me cierran los ojos. Aunque me esfuerzo por mantenerme
despierto, casi sin darme cuenta me quedo dormido.
Cuando de nuevo abro los ojos tengo la impresión de haberlos cerrado cinco
minutos antes, pero han pasado en realidad unas horas.
—¿Buen sueño, eh? Si te descuidas un poco te hubieras despertado dentro del
barco…
Es día claro, aunque por el cielo se arrastran unas nubes grisáceas impulsadas
por el viento. Miro sorprendido el reloj y compruebo que son las ocho y media
de la mañana. ¿Dónde estamos?
—Atrás dejamos Villajoy osa y antes de media hora estaremos en Alicante.
Ya deberíamos haber llegado, pero la correa del ventilador…
Dormía tan profundamente que no llegué a enterarme, pero una pequeña
avería nos ha tenido parados tres cuartos de hora entre Benisa y Calpe. Advierto
que vamos más rápidos y que parece haber menos coches y camiones en la
carretera.
—Nos adelantaron muchos y debemos ir de los últimos. ¡Ojalá no lleguemos
demasiado tarde!
La luz del día o la proximidad de Alicante parecen haber disipado la tensión
reinante de madrugada en el interior del coche y el coronel y Aselo, ambos del
mejor humor, charlan animadamente acerca de nuestro probable punto de
destino. A los dos, igual que a mí, les gustaría que el Marítima que esperamos
tomar nos llevase a Marsella o a cualquier otro puerto francés del Mediterráneo.
—Por desgracia, es casi seguro que se dirigirá a Orán o Argel.
Ni el coronel ni nosotros tenemos parientes, amigos o conocidos en Argelia o
Marruecos y lógicamente tropezaremos con may ores obstáculos para ganarnos
la vida que en cualquier país europeo. Incluso si, como ocurrió en Francia con los
escapados de Cataluña, nos internan en algún campo, tardaremos más en salir.
Probablemente nos dejarían hospedamos en algún hotel si dispusiésemos de
dinero, pero…
—Yo no llevo arriba de dos mil pesetas…
—Yo ni la mitad.
—Pues y o sólo tengo quinientas, pero es igual, porque a ninguno nos servirán
absolutamente para nada. Los billetes republicanos han perdido todo su valor con
la derrota y no creo que nadie nos los cambie por francos o libras.
No es cosa que nos preocupe en absoluto. Según parece en Francia funcionan
algunas organizaciones de ay uda a los exiliados que les proporcionan
documentación y trabajo tras conseguir su salida de los lugares de concentración.
Es de suponer que extiendan sus actividades a los que vay an a parar al
Marruecos francés, Argelia y Túnez.
—En el peor de los casos, unos meses de encierro.
Habíamos soñado con algo totalmente distinto al final de la guerra, pero
siempre la suerte de los vencidos tuvo poco de envidiable y nosotros hemos sido
derrotados. En realidad, más que nuestra suerte personal —que de salir de
España podremos solucionar con may ores o menores dificultades— me abruma
el hundimiento de tantas ilusiones y el sacrificio inútil de tantos compañeros
muertos en el curso de la contienda. Lo nuestro tiene arreglo; y aun en el caso de
no tenerlo, significaría únicamente añadir unos números más a una cifra y a
estremecedora.
—Con el terrible inconveniente de que esos números serán nuestras vidas y
no tenemos otras con que sustituirlas.
—Eso tiene, desde luego, una capital importancia para nosotros o nuestras
familias. En cambio, la derrota gravitará durante generaciones enteras sobre la
conciencia de todo un pueblo.
Navarro discrepa. El fascismo es una moda fugaz que no tardará en
desaparecer del mundo civilizado. Aunque la excesiva prudencia de las
democracias le hay a permitido triunfar en las guerras de Abisinia y España, ni
Hitler ni Mussolini estarán en el poder dentro de una década.
—Es posible —admito.
Pasado Campello corremos hacia Alicante con prisas renovadas por llegar de
una vez. Pronto descubrimos en la lejanía la silueta inconfundible del monte en
cuy a cima se y ergue el viejo castillo de Santa Bárbara que alza sus murallas
materialmente encima del caserío de la ciudad, dominando el puerto.
Diez minutos después bordeamos las abruptas pendientes del cerro y en una
revuelta de la carretera aparece ante nuestros ojos el puerto. Miramos
ansiosamente y podemos ver numerosos camiones y coches parados a la entrada
y circulando por los muelles. No vemos lo que más nos interesa: el barco que
debe esperarnos. No desconfiamos, sin embargo, de que esté allí. Algunos
tinglados y almacenes ocultan de nuestra vista gran parte de las dársenas. El
Marítima debe estar, tiene que estar, en algún lugar del puerto que todavía no
distinguimos.
—Entra en el muelle.
El conductor no necesita la orden. Antes de oírla y a enfila la entrada del más
cercano, que es también el más largo e importante. Es el que partiendo de los
pies mismos del castillo de Santa Bárbara se interna en línea recta en las aguas
mediterráneas, bordeando la play a del Postiguet y los vetustos establecimientos
de baños. A cuatrocientos metros de su iniciación arranca de su parte derecha un
muelle ancho que forma con otro que avanza del lado opuesto, la dársena interior.
Todavía, el primero de los muelles sigue otros doscientos o trescientos metros en
dirección este para doblar luego hacia el sur, prolongándose en un largo espigón
de cerca de un kilómetro en cuy o extremo un faro marca la bocana del puerto.
Experimento un ligero sobresalto mientras avanzamos y van apareciendo
ante nuestra vista las aguas de la dársena interior vacía de embarcaciones. La
impresión es todavía may or unos segundos después al dominar con la mirada la
larga dársena exterior.
—¡Ni rastro…!
Un momento callamos abrumados, resistiéndonos a dar crédito a lo que nos
transmiten nuestros sentidos. Al cabo, mientras nos apeamos sumidos en una
confusión sin límites, hemos de rendirnos a la evidencia. En toda la extensión del
puerto no hay un solo barco a la vista. Por lo menos sobre las aguas, porque allá
en el centro de la dársena interior emergen los mástiles de un buque cuy o casco
debe reposar en su fondo.
—Demasiado pequeño para poderlo confundir con el Marítima —oigo decir
al coronel.
No entiendo mucho de barcos, pero mentalmente le doy la razón. Un buque
de nueve mil toneladas tiene que tener unas dimensiones diez veces may ores que
las del que debió hundirse víctima de un cañonazo o un bombardeo de aviación.
Pero ¿qué ha sido del Marítima?
—Se fue al amanecer, hora y media antes de que llegáramos nosotros. Y
creo que se fue casi vacío.
Da la explicación, anticipándose a nuestras preguntas, un hombre de mediana
edad y estatura, con claro aire de campesino manchego, que se acerca seguido
de otros tres o cuatro de parecido aspecto que deambulan con aire cariacontecido
por el ancho muelle. Tras un breve silencio, y viendo que le escuchamos con
interés, prosigue:
—Nosotros no llegamos a verle. Rubiera y Henche, que entraban en el
muelle en ese momento, lo vieron desatracar y empezaron a gritar, pero no los
oy eron.
—¿Socialistas?
—Sí. Estuvimos en la capital, en Albacete, hasta anoche. Salimos cuando en
la Casa del Pueblo nos dijeron que Henche y Rubiera habían pasado por allí para
venirse a Alicante donde había barcos. Pero ni ellos ni nosotros pudimos cogerlo.
Miro alrededor mientras sus compañeros nos dan toda clase de explicaciones.
Aquí y allá, en el inmenso muelle protegido en su parte exterior por un sólido
muro de piedra de cinco o seis metros de alto que hace las veces de rompeolas,
hay numerosos grupos que avizoran la lejanía con la esperanza de descubrir la
aproximación de algún buque.
—Los compañeros del Centro están en la Federación Local. Os conviene
pasar por allí para que os incluy an en las listas.
Nos informa un militante madrileño de la construcción al que conozco de
vista. Podemos ir a pie porque está cerca, pero preferimos hacerlo en el coche
para llevar las maletas. En el tray ecto nos fijamos en el aspecto de la ciudad, que
antes no advertimos preocupados por hallar el barco que a todos nos interesaba.
El puerto y sus inmediaciones muestra claras señales de haber sido
bombardeado en repetidas ocasiones. Algunos de los almacenes presentan
grandes huecos en las paredes y la techumbre. En los muelles se ven bastantes
embudos ocasionados por las bombas, que han sido rellenados. De varias de las
grúas no quedan más que montones de hierros retorcidos. Aparte del barco cuy os
mástiles sobresalen un par de metros de las aguas, hay otras embarcaciones de
menor tonelaje hundidas aquí y allá. Los barracones que servían de vestuarios en
la play a contigua aparecen destrozados. Apilados de cualquier manera en cuatro
o cinco puntos distintos se ven enormes montones de sacos. Varios están rotos,
reventados quizá por el peso de los colocados encima, derramándose parte de las
lentejas que contenían. Todos estos sacos debían constituir la carga de alguno de
los barcos llegados en los últimos días y que no ha habido quien sacase del puerto.
El espléndido paseo de los Mártires ofrece un aspecto impresionante y
dramático. Faltan muchas de las palmeras que en todo tiempo constituy eron su
mejor ornato. De algunas, sólo queda el tronco; otras, arrancadas de cuajo por
las explosiones, aparecen atravesadas en el andén central con sus raíces al aire.
Varias de las casas que dan frente a las aguas del puerto han sido convertidas en
montones de escombros por las bombas; otras muestran grandes desperfectos y
ninguna conserva íntegra su cristalera. Aunque, acaso, may or impresión nos
cause la sensación de estar vacías y deshabitadas, como si los alicantinos durante
los años de guerra se hubiesen alejado todo lo posible del mar por el que podía
llegarles la muerte.
Pero si las casas que forman uno de los lados del paseo de los Mártires tienen
aspecto de abandonadas, la animación rebosa en la Rambla y en las múltiples
calles que la cruzan y que corren paralelas al mar, pero separadas de él por
algunas manzanas. Aquí abundan los coches aparcados junto a las aceras y los
grupos que se desbordan por las calzadas. Sin embargo, todos parecen forasteros
y en realidad lo son. En las matrículas de automóviles, furgonetas y camiones,
las de Madrid y Valencia constituy en la may oría absoluta. Entre las gentes que
llenan las calles, una inmensa may oría estaba anoche en Valencia y ay er o
anteay er en cualquier frente del Centro o Levante o en no importa qué pueblo de
Albacete, Cuenca, Guadalajara o Ciudad Real.
Nos apeamos en las inmediaciones de un edificio donde reina una actividad
febril. Si en la calle hay mucha gente aguardando, todavía son más los que entran
y salen con aire apresurado. Si hasta hace unas horas fue la sede de la
Federación Local de Sindicatos alicantinos, en este momento podría ser centro de
todo el movimiento libertario español. O, al menos, de la may oría de los
militantes confederales que todavía siguen en libertad y vivos en España.
Serrano y Esplandiú pertenecen al mismo sindicato de artes gráficas que
Aselo y y o como periodistas. Si el primero figura como secretario al finalizar la
guerra, el segundo, pequeño de estatura, trabajador incansable, con un
dinamismo asombroso, lleva sobre sus hombros el funcionamiento del sindicato,
procurando que no falte papel y tinta y las diversas imprentas sigan funcionando
pese a la carencia de personal, a la antigüedad de las máquinas y a los fallos
constantes de energía en una ciudad situada en plena línea de combate.
—En el primer piso encontraréis a Gallego, Mancebo y Cecilio. Tienen casi
redactadas las listas de embarque.
—¿Para qué, si no hay barcos?
—Los habrá esta misma tarde para que pueda marcharse todo el que lo
desee.
Molesto por nuestro gesto de escepticismo, Esplandiú se apresura a
comunicarnos todo lo que sabe. Aunque el Marítima se marchó medio vacío de
madrugada por un repentino ataque de pánico del individuo que lo mandaba,
tanto Casado desde Valencia por teléfono, como directamente los integrantes de
la Comisión Internacional de Evacuación trasladados a Alicante, aseguran que
dentro de unas horas habrá barcos de sobra.
—Ahora mismo creo que en el Ay untamiento la Comisión Internacional está
reunida con los delegados de todos los partidos y organizaciones preparando el
embarque.
En el escaso tiempo transcurrido desde su llegada a Alicante —poco más de
dos horas en el mejor de los casos— los militantes más significados de los
diversos partidos y organizaciones antifascistas han trabajado mucho y bien. La
primera impresión recogida de labios de Esplandiú la amplía considerablemente
Manuel Amil con quien hablamos minutos después, mientras Gallego Crespo y
Cecilio Rodríguez añaden nuestros nombres a los que y a figuran en las listas
apresuradamente redactadas.
—Llegamos a las siete de la mañana —dice— y nos encontramos con el
puerto vacío y una ciudad abandonada. No había más que un destacamento
militar en el castillo de Santa Bárbara y algunos guardias y carabineros faltos de
jefes que no sabían a qué atenerse.
El Marítima se había marchado al amanecer. Asustado al saber que varios
millares de fugitivos llegarían a las primeras horas de la mañana dispuestos a
tomar su barco, obedeciendo órdenes no se sabía de quién, el capitán decidió
zarpar. Llopis y algunos otros antifascistas conocidos que quedaban en la ciudad
subieron al buque en unión de unos tenientes de asalto para obligarle a esperar un
par de horas como mínimo, pero fueron reducidos por la marinería del mercante
y el Marítima puso rumbo a Oran llevándoselos.
—Mancebo, Antonio Moreno, López y y o coincidimos en el puerto con
Rubiera, Pascual Tomás y otros elementos socialistas, republicanos y comunistas,
así como algunos militares profesionales y en un breve cambio de impresiones
llegamos a un completo acuerdo que pusimos en práctica sin pérdida de tiempo.
Se constituy ó en el acto una especie de junta integrada por un representante
de los distintos partidos y organizaciones que había de cumplir con urgencia una
función triple: encuadrar, controlar y dirigir a los militantes de cada significación
que fueran llegando, formando con sus nombres las correspondientes listas de
embarque; atender a las funciones de vigilancia y defensa de la ciudad con las
fuerzas militares de que se pudiera disponer y entablar contacto telefónico con el
Consejo Nacional que continuaba en Valencia y con los elementos de la
Comisión Internacional que se habían desplazado a Alicante —especialmente con
el diputado francés Charles Tillon— para conocer con exactitud las posibilidades
reales y efectivas de evacuación.
—Aunque todo fue improvisado porque nadie había pensado siquiera en la
situación con que nos encontramos al llegar, las cosas van mejor de lo esperado
y las perspectivas parecen inmejorables.
Al acuerdo inicial concertado se habían plegado sin vacilaciones ni poner
ninguna clase de pegas las siete u ocho mil personas que llegaron en las dos horas
siguientes y los muchos millares más que continuaban llegando. De Valencia
dieron la seguridad de que dos barcos como mínimo entrarían en el puerto antes
de las doce de la noche, noticia que confirmaron los miembros de la Comisión
Internacional de Evacuación presidida y a por Charles Tillon e integrada por los
cónsules de diferentes naciones acreditados en Alicante.
—Personalmente creo que los cónsules, con los que he hablado, son unos
pichirichis, pero aseguran estar respaldados por sus gobiernos de los que han
recibido instrucciones concretas y ante los que tienen el prestigio de haber
evacuado a millares de fascistas refugiados en las embajadas madrileñas.
En el aspecto puramente defensivo se cuenta con elementos suficientes para
asegurar que ni los elementos de la quinta columna —caso que la hubiera en
Alicante—, ni los enemigos que ay er y anteay er han sido puestos en libertad en
el reformatorio de adultos donde estaban encerrados y en el campo de Albatera
podrán adueñarse de la población ni alterar el orden mientras estemos aquí. No
podríamos resistir durante muchas horas a un ejército enemigo, carentes de
aviación, artillería, tanques e incluso unidades militares medianamente
organizadas.
—Por fortuna, aunque los frentes han desaparecido, las fuerzas fascistas no
tienen prisa. Tardarán dos o tres días en llegar, dado que no han entrado todavía
en Valencia ni Albacete y cuando se presenten aquí y a estaremos en Francia o
Argelia.
Gallego de origen y corpulento de figura, Manuel Amil es uno de los más
destacados militantes de la Regional del Centro. Inteligente, sensato y ponderado,
siempre con los pies en tierra, nada dado a fantasías, es uno de los siete hombres
—los otros fueron Val, González Marín, Pradas, Salgado, Mancebo y Melchor
Baztán— designados en un pleno de mediados de febrero para hacer frente al
golpe de estado preparado por los comunistas y Negrín, al regresar éste de
Francia, para eliminar a republicanos, socialistas y libertarios de todos los puestos
de responsabilidad.
—Procurad no apartarse mucho por si hacéis falta en cualquier momento.
Habrá suficiente con que uno de nosotros se pase por allí de vez en cuando.
Aunque los barcos esperados pueden hacer su aparición en cualquier momento,
lo más probable es que no entren en el puerto antes del anochecer.
Cuando volvemos a la calle, el coronel Navarro se despide de nosotros. Sabe
que el coronel Burillo y otros militares profesionales están reunidos para
organizar las fuerzas militares que van llegando y marcha a ofrecer su
colaboración. Nosotros, que dejamos nuestras maletas en el coche que nos trajo
desde Valencia, entramos en un bar con ánimo de desay unar.
—Lo siento, compañeros, pero no queda más que agua.
—Con que esté caliente, nos basta —responde Esplandiú.
Parece que algunos conocidos han encontrado en un almacén del puerto unos
cajones con botes de leche condensada. Serrano ha conseguido uno y nos lo
tomamos entre cinco, desleído su contenido en varias tazas de agua caliente. No
es un desay uno muy completo, pero resulta suficiente para entonarnos.
Deambulamos luego por las calles que a mediodía están atestadas con la
constante llegada de nuevas oleadas de fugitivos. Las carreteras de Valencia,
Albacete y Murcia vuelcan sobre Alicante millares de soldados, de obreros y de
campesinos. A cada paso nos encontramos con más compañeros y amigos. Aun
siendo proporcionalmente escasos, no faltan los periodistas madrileños,
valencianos o de otras ciudades de la zona republicana. Confederales hay ocho o
diez, aparte de Plaza y de mí mismo; en número parecido están los republicanos,
socialistas y comunistas. En plena calle me encuentro con Navarro Ballesteros.
Aunque distanciados políticamente —él dirige en guerra Mundo Obrero y y o
Castilla Libre— somos amigos personales desde hace diez o doce años, en
tiempos en que ambos estábamos en la adolescencia. Recordamos un acto
profesional celebrado unos meses atrás en el cine Pardiñas, en que intervinimos
García Pradas y y o en nombre de los periodistas confederales y Navarro
Ballesteros y Javier Bueno en nombre de la UGT Le pregunto si sabe algo de
Javier, el único de los cuatro cuy o paradero en estos momentos ignoro.
—Me han dicho que ay er continuaba en Madrid y pensaba refugiarse en la
embajada de Panamá.
—¿Crees que ellos permitirán que varios millares de antifascistas se amparen
en la extraterritorialidad diplomática?
—Creo que no tendrán ese problema porque muy pocos de los nuestros
conseguirán siquiera que les abran la puerta de una embajada.
Parece que José Luis Salado quiso en algún momento buscar asilo
diplomático, pero que a última hora lo pensó mejor y salió para Valencia. Fue
Navarro Ballesteros precisamente quien le cedió su puesto en el Lezardieux
cuando el barco estaba a punto de zarpar.
—Creo que hice bien —afirma el interesado—. Si José Luis llega esta
mañana a Alicante y encuentra el puerto vacío, se hubiera muerto en el muelle.
Por todas partes vemos grupos de campesinos. De los pueblos de la Mancha,
Valencia o Murcia continúan llegando en masa los componentes de los
ay untamientos o de los comités del Frente Popular, muchos acompañados de sus
mujeres. Vienen en camiones y coches abarrotados de maletas, baúles e incluso
aperos. Algunos deben haberse traído hasta los perros y los animales de labor.
—¡Otro grupo más de la huida a Egipto…!
—¿Bucólicos, eh? ¿Sabes lo que llevan en ese baulito?… ¡Azafrán! Vale su
peso en oro y donde vay an…
Con toda su animación forastera, Alicante sigue dándome la impresión de una
ciudad fantasmal, como una de aquellas « ghost town» del Oeste americano,
abandonada precipitadamente por sus moradores apenas agotado el filón que la
dio vida. A veces tengo la sensación de que somos nosotros los únicos seres vivos
en ella. Por lo menos en la parte más cercana al puerto.
—Y en buena medida lo somos. Durante la guerra, para escapar de los
frecuentes bombardeos, la gente se marchó a la parte opuesta de la ciudad.
Ahora muchos de los que trabajaban en el puerto o en los centros oficiales se han
largado también en los barcos de estos días para Argelia, donde la may oría
tienen familiares o amigos.
Pasada la una de la tarde nos dicen que podemos ir a comer al Hotel Palace,
a un paso del puerto y al pie del castillo de Santa Bárbara. Hubo un tiempo
cercano en que el Palace fue el hotel más lujoso de la ciudad, pese a su aire
decimonónico y anticuado. Durante la guerra ha funcionado en su planta baja un
comedor colectivo. Casi todos los cocineros y camareros que lo servían han
embarcado ay er o esta madrugada. Sustituy éndoles por unas horas —también
piensan marcharse en el primer barco— están ahora una serie de compañeros
del sindicato gastronómico.
La comida es abundante, pero poco variada. Consiste en un plato único:
lentejas. Cada uno puede repetir las veces que quiera, con el único inconveniente
de no recibir pan más que la primera. De cualquier forma…
—Comed hasta hartaros, porque no sabemos cuándo será la próxima.
A primera hora de la tarde recibo una mala noticia. Me la da Carlos Rubiera,
diputado socialista y presidente de la Diputación de Madrid, con el que hablo unos
minutos a la puerta del Ay untamiento. Parece que la situación en Valencia es tan
crítica y difícil como pudo serlo veinticuatro horas antes la de Madrid.
—Hace un rato habló Casado por radio. Recomendó calma y tranquilidad
como de costumbre, añadiendo que la ciudad vivía un momento dramático que
podía desembocar en una espantosa catástrofe. Pero más alarmante aún que lo
que dijo, aún siéndolo tanto, fue el tono en que lo dijo y lo que dejó entender. No
me extrañaría nada, desgraciadamente, que la quinta columna se hay a
apoderado y a de la población.
Habían tratado de hablar por teléfono con Valencia sin conseguirlo. Aunque la
línea funcionó perfectamente durante toda la mañana, ahora parecía cortada o
averiada. Mientras Charles Tillon y los cónsules procuraban averiguar lo que
sucedía a través de Oran y París, Burillo, que se había hecho cargo del mando
del castillo de Santa Bárbara, donde aparte de unas ametralladoras antiaéreas
existía una buena estación de radio, intentaba lo mismo.
—En cuanto sepa algo llamará para decirlo. De todas formas, y o, que soy
optimista por naturaleza, empiezo a sentirme pesimista.
En el edificio donde ahora funcionan transitoriamente los organismos
confederales hay más noticias, pero no mejores ni más claras. Gracias —según
parecía— a una emisora de onda corta, han conseguido hablar con un
compañero que continúa en Valencia. Asegura que las tropas nacionales no sólo
no han entrado en la población, sino que se encuentran todavía a cierta distancia.
Pero también que hay alborotos en las calles y algunos grupos que enarbolan
banderas monárquicas. Del Consejo Nacional de Defensa sólo sabía que se
proponían salir hacia Alicante algunos de sus componentes.
—Antonio Pérez, que se adelantó a sus compañeros, creo que cruzó por
Gandía hace media hora —añade Mancebo.
Pasan dos horas y no conseguimos averiguar nada más. En cambio, las
noticias respecto a los barcos de evacuación no pueden ser más satisfactorias. La
Comisión Internacional de Evacuación afirma que están y a cerca de la costa y
que entrarán en el puerto apenas oscurezca. Lo mismo aseguran desde el castillo
de Santa Bárbara de donde baja Burillo para comunicar que por radio ha
establecido contacto con los dos buques.
—Uno de ellos podrá estar aquí a las nueve o las diez; el otro llegará de
madrugada.
Antonio Pérez, que forma parte del Consejo Nacional de Defensa en
representación de la UGT llega a Alicante, pero contra lo esperado no puede
contar gran cosa con respecto a Valencia. Por lo que dice, cuando a las once de
la mañana se puso en marcha, en las calles había cierto nerviosismo, circulando
toda clase de rumores alarmantes, pero nada más. De lo que hay a ocurrido
después está igualmente de enterado que nosotros, aunque confirma que por lo
menos la mitad de los consejeros se proponían salir al atardecer hacia Alicante.
Al atardecer y a, cuando muchos han marchado al puerto para esperar los
barcos, se presenta en Alicante David Antona. Nombrado hace meses
gobernador de Ciudad Real, ha permanecido en su puesto hasta mediada la
mañana.
—Salimos de milagro —reconoce—. La primera noticia de la llegada de los
fascistas la tuvimos cuando los moros andaban por las calles. Todavía no sé cómo
no nos atraparon a todos.
Estamos a punto de dirigirnos también al puerto, cuando Cecilio Rodríguez,
tesorero del Comité Regional, nos entrega a cada uno un diminuto paquetito, al
tiempo que borra nuestros nombres de una lista que lleva en la mano.
—Para que podáis comer los primeros días.
Abrimos el paquetito y nos encontramos con tres relucientes libras esterlinas.
—¿Qué significa esto? —pregunto asombrado.
Benigno Mancebo que está presente se anticipa a Cecilio a darnos la
explicación. Hace algún tiempo que ante la posibilidad de una derrota, el Comité
Regional empezó a convertir en divisas parte del dinero recibido a cambio del
azafrán y otros productos exportados por las colectividades agrarias. No
constituía ningún tesoro de « Las mil y una noche» el dinero así reunido. Aun
teniendo en cuenta solamente a los compañeros que podrían embarcar, no
tocábamos más que a tres libras.
—De cualquier forma pueden sernos de gran utilidad en Oran o donde
vay amos.
Sonrío melancólico mientras hago mentalmente un cálculo. Aunque jamás
estuve muy enterado de la cotización del oro me imagino que cada una de estas
monedas no valdría en junio de 1936 muy por encima de las cien pesetas; es
decir que el valor de tres no llegaba a la mitad de lo que entonces cobraba como
redactor de La Libertad.
—¡Buena fortuna! —comento—. Con este capital podremos vivir en la
opulencia el resto de nuestras vidas.
Anochece cuando llegamos caminando a la entrada del muelle del norte,
donde está aparcado el coche en que vinimos desde Valencia. Mientras Aselo y
y o recogemos nuestras maletas, pasa por nuestro lado Ángel Pedrero, al que
rodean medio centenar de individuos. Otros tantos se quedan un poco rezagados o
colocando los coches en que han venido y cuatro o cinco blindados ligeros que los
escoltan y con los que forman una especie de barrera defensiva que protege la
entrada del puerto por este lado.
—Llegaron hace una hora —indica Esplandiú. Uno de ellos me dijo que
fueron a Mazarrón donde tenían un barco preparado, pero se había largado
cuando llegaron. Después anduvieron por Murcia y Torrevieja antes de decidirse
a venir aquí.
Pedrero ha sido largo tiempo jefe del SIM. Catedrático de instituto de filiación
socialista, ha procurado estar a bien con todos los sectores antifascistas sin
conseguirlo casi nunca. Un tiempo simpatizante con los comunistas, se colocó
resueltamente frente a Negrín al constituirse el Consejo Nacional de Defensa.
—Bien —responde Plaza—. Esperemos por el bien de todos nosotros que aquí
tengan más suerte.
Suman varios millares las personas que y a se encuentran en el puerto y
constantemente llegan más. Cada uno se va colocando donde le parece porque no
hay lugares acotados ni reservados para nadie. Sin embargo, de una manera
instintiva todos depositan sus bultos o sus maletas en las inmediaciones de donde
han puesto los suy os otros grupos de conocidos, paisanos o correligionarios. Como
resulta natural, todos procuran hacerlo donde suponen que habrán de atracar los
barcos esperados y puedan subir con may or rapidez y menos trabajo.
Aunque son diversos los muelles, la inmensa may oría muestra sus
preferencias por el más largo y ancho de todos: el que partiendo de la plaza de
Joaquín Dicenta y dejando a su izquierda la play a del Postiguet forma por su
parte externa el rompeolas que protege las aguas del puerto. Tiene en conjunto
una longitud que no bajará del kilómetro y una anchura inicial superior al
centenar de metros. De su parte derecha arranca otro muelle que divide el puerto
en dos dársenas distintas. Se alzan en él distintos edificios y construcciones —
aduanas, estación, almacenes y cobertizos— casi todos los cuales muestran
huellas visibles de los repetidos bombardeos aéreos.
Avanzamos llevando nuestros bártulos unos centenares de metros hasta la
parte de allá del tinglado próximo a la confluencia del muelle principal con el
secundario que cierra la dársena interior, pero mirando hacia la exterior. Nos
quedamos fuera, desdeñando meternos en el cobertizo que y a alberga demasiada
gente. Aunque sopla una brisa desapacible, que probablemente se tornará
francamente fría a medida que avance la noche, preferimos estar al aire libre las
horas que nos toque esperar.
—Según Mancebo, el primer barco llegará entre las diez y media y las once.
Aseguran que el buque navega muy cerca de la costa y que, de querer,
podría estar en el puerto en treinta o cuarenta minutos. Parece, sin embargo, que
por razones que no acabo de comprender, tanto el capitán del buque como
algunos de los miembros de la Comisión de Evacuación estiman conveniente que
no enfile la bocana hasta dos horas después.
—Es para burlar a cualquier buque fascista que pueda rondar por estas aguas.
Discrepo, naturalmente. Por mal que funcionen sus servicios de información,
el enemigo sabe a estas horas que hay en Alicante varios millares de personas
reunidas para embarcar. Como sabían ay er y anteay er que de los puertos
principales que aún seguían en nuestras manos habían de salir diversos barcos
con rumbo a Marsella u Oran. Si no los han interceptado sólo puede deberse a dos
causas: que, con acuerdo tácito o sin él, les interese nuestra marcha para evitarse
una represión que les desacreditaría ante las democracias europeas, o que la
presencia de barcos franceses y británicos de vigilancia ante nuestras costas les
aconseje no intervenir.
—En uno u otro caso, los transportes que esperamos podrían llegar y partir en
pleno día. O no llegar de ninguna de las maneras.
Quienes me rodean piensan de diferente manera, acaso por mantener viva la
esperanza, y no es cosa de entablar una larga discusión. Colocamos nuestras
maletas en el suelo, contra la pared exterior del cobertizo, y nos disponemos a
esperar con calma. A nuestro alrededor se instalan grupos cada instante más
numerosos. En muchos de ellos hay compañeros, amigos o simples conocidos.
Predominan en esta zona los militantes confederales madrileños y los
campesinos castellanos. En la contigua están los levantinos y más allá un área
extensa ocupada por los socialistas.
—¡Cuidado! No encender hogueras.
En un principio me parece bien la consigna. Hay demasiada gente en los
muelles y tenemos que estar casi unos encima de otros, especialmente en el
interior de almacenes y cobertizos donde han buscado abrigo la may oría de las
mujeres y los chicos. Una hoguera avivada por el aire podría provocar un
incendio de imprevisibles y dolorosas consecuencias. Pero cuando algunos tratan
de justificar la indicación, tengo que echarme a reír.
—¡Atención a las luces, porque podrían servir de orientación a los barcos
fascistas!
Es una tontería, naturalmente. De sobra saben cuantos navegan por estas
aguas dónde está el puerto. Máxime cuando no sólo acaban de encender el
pequeño faro que señala la bocana del mismo, sino que empieza a funcionar en
la lejanía el faro del cabo de Santa Pola que cierra por el sur la bahía alicantina.
Pero, aparte de puerilidades y tonterías, la gente muestra en general una
admirable serenidad y disciplina. Incluso en esta apurada situación en que
muchos millares de personas miran anhelantes al mar como camino único de
salvación, todos procuran comportarse de la mejor manera. Los miembros de la
junta, comité o como queramos llamarla, constituida de manera espontánea en
las primeras horas de la mañana para hacerse cargo de la situación —compuesta
por representantes de las distintas organizaciones políticas—, siguen actuando en
este momento. Reunida en uno de los edificios del puerto, enlazada por teléfono
con los destacamentos militares apostados en las afueras de la ciudad, en el
fuerte de Santa Bárbara y en otros puntos claves, transmite sus instrucciones y
noticias a quienes aguardan en el puerto por medio de delegados que recorren las
distintas zonas o a voces, utilizando megáfonos.
Con los coches y camiones en que la gente ha ido llegando se forma en la
plaza de Joaquín Dicenta una especie de barrera defensiva, dejando en el centro
y a los lados portillos por donde puedan entrar y salir del muelle los que deseen
hacerlo. Intercalados en ella los blindados ligeros que ha traído el SIM y otros del
mismo tipo procedentes de no sé qué frente o almacén con sus ametralladoras
dominando el paseo de los Mártires y el arranque de la carretera de Valencia.
Utilizando algunos coches, grupos armados mantienen el contacto y la
comunicación con los destacamentos que montan la guardia en diversos puntos
de la población, alerta contra cualquier intentona.
Dentro del muelle se forma un amplio pasillo que lo recorre en toda su
longitud, desde su arranque hasta el faro, por el que pueda caminarse sin
obstáculos ni inconvenientes. También se procura dejar libres los dos lugares en
que probablemente atracarán los barcos, uno en la dársena exterior y otro en la
interior. La gente cumple rápida y sin protestas las instrucciones que recibe. Todo
el mundo está convencido de que mucho depende del comportamiento de cada
uno y, en estas primeras horas al menos, no se tolerarían desobediencias de
nadie.
—Bueno, ahora no queda más que aguardar.
Muchos, convencidos de que la espera será larga o cansados por el camino
recorrido hasta llegar aquí, descansan sentados en las maletas o los bultos; otros,
tumbados en el suelo, envueltos en una manta y teniendo como cabecera un
macuto, duermen para que el tiempo se les haga menos pesado. La may oría
conversa con quienes les rodean o van de un grupo a otro, buscando amigos y
compañeros, interesándose por la suerte de los ausentes o comentando las
lóbregas perspectivas que se abren ante la may oría.
—¿Tu hermano Pepe? Venía con nosotros, pero como tiene la novia en
Valencia…
—No quiso moverse del pueblo. Dice que no se ha metido en nada y que
nada pueden hacerle, aunque y o creo…
—¡Lo que me alegra verte, muchacho! Hace más de un año que no sabía
nada de ti y me temía…
—¿Qué vamos a hacer, cuando lleguemos a Francia…?
—¡Qué pena haber luchado tanto para que el final…!
Encuentros inesperados, evocación de amigos o parientes desaparecidos,
zozobra por la situación presente, inquietud por la nueva vida que habrá que
iniciar lejos del suelo natal. Doce o catorce mil personas que la derrota ha
juntado en unos muelles a orillas del mar abrumadas, más que por los dramas
individuales, por la enorme tragedia de un pueblo que repentinamente se queda
hueco por dentro, vacío de esperanzas e ilusiones.
Voy de aquí para allá hablando y abrazando a muchos compañeros y amigos.
En un grupo está Mariano Aldabe, redactor de Castilla Libre, con Manuel Villar y
Félix Paredes; en otro, Cáscales y Leiva con unos muchachos de las Juventudes
Libertarias; aquí May ordomo, Viñuales y Máximo Franco con otros jefes y
comisarios de la heroica 28 División, ganadora en dos ocasiones distintas de la
Medalla del Valor, con los que estuve hace tres meses en la última ofensiva del
ejército republicano; allí, los de la 25, compañeros de Durruti en los primeros
meses de la guerra, o los de la 42, que vieron morir a Villanueva y a la mitad de
sus hombres en Teruel; más allá los andaluces Molina y Guerrero, que subieron
luchando desde Huelva para acabar mandando sendas divisiones en las orillas del
Jarama.
Es materialmente imposible dar un paso sin encontrar caras conocidas,
rostros que nos recuerdan las jornadas iniciales de la lucha y la epopey a de
noviembre cuando Madrid sin gobierno se defendió con uñas y dientes; nombres
que van íntimamente asociados a la Casa de Campo, a Brunete, a Teruel, a
Extremadura y Levante; que nos hablan sin palabras del largo camino recorrido,
de los muchos héroes anónimos que sacrificaron sus vidas en defensa de un ideal
que ahora parece perdido nadie sabe por cuánto tiempo.
—Quizá hubiera sido preferible que muriésemos todos luchando.
Son muchos los que piensan así, los que sienten la vergüenza de estar vivos
cuando llega la derrota; los que envidian a los que murieron con las armas en la
mano y cerraron sus ojos plenamente convencidos de que el triunfo final no
podría escapárseles a los compañeros que seguirían combatiendo.
David Antona pregunta a Manuel Amil y a Gallego Crespo por los miembros
del Consejo Nacional de Defensa. Ya sabe de la marcha de Miaja y de la
decisión de Besteiro de quedarse en Madrid para afrontar responsabilidades en
las que no ha incurrido; pero se interesa por la suerte de los demás y
especialmente de Val, junto al que deben estar, entre otros, Manuel Salgado y
José García Pradas. Sus interlocutores no pueden responderle. Casado habló por
radio a primera hora de la tarde. Desde entonces no se sabe nada de él ni de los
otros. Es posible que continúen en Valencia, donde la situación —al menos vista
desde Alicante— es de una terrible confusión, o que consigan venir a reunirse
con nosotros de un momento a otro.
—Temo mucho que no sea así —interviene Mancebo que llega a sumarse al
grupo. Incluso creo que hay razones sobradas para ponerse en lo peor.
Hace diez minutos escasos que hablo con unos compañeros valencianos que
acababan de llegar a Alicante. Habían salido de Valencia a las cuatro de la tarde
y antes que ellos partió una caravana de coches en los que viajaban una
cincuentena de personas encabezadas por Casado, Carrillo, Val, San Andrés y
Del Río, los cinco componentes del Consejo Nacional.
—Venían hacia acá, desde luego. La gente los vio pasar por Silla, Sueca y
Cullera. Después se esfumaron.
Los compañeros valencianos corrieron mucho deseando unirse a la caravana.
Cuando llegaron a Alicante estaban convencidos de que los otros habían llegado
antes porque sus automóviles marchaban más rápidos.
—Al enterarse de que no era así pensaron lo mismo que y o al oírlos: que les
habían matado por el camino.
Es una deducción bastante lógica dadas las circunstancias, pero en modo
alguno una seguridad. Por lo menos todos tratamos de convencernos mutuamente
de la posibilidad de que hay an dado algún rodeo por las carreteras del interior, de
que no les habrá pasado nada y que en cualquier momento pueden presentarse
sanos y salvos en el muelle para embarcar con todos nosotros.
Aunque a las nueve de la noche y a parecía que nos habíamos reunido en el
puerto —hay mucha gente en el paseo de los Mártires, en las proximidades del
que fue Club de Regatas y en los muelles del otro lado— todos los que en el curso
de la jornada habíamos ido llegando a Alicante, constantemente nuevos grupos
vienen a sumársenos. Entre las nueve y las once deben ser tres o cuatro mil
personas más las que esperan impacientes la aparición de un barco.
—Ya no puede tardar mucho. Son las once y media y según todos los cálculos
de la Comisión…
Diez minutos después la esperada noticia empieza a circular por los muelles
como reguero de pólvora. La Comisión Internacional de Evacuación acaba de
comunicar que el buque aguardado con tanta impaciencia está sólo a dos o tres
millas de distancia. Desde la estación de radio del castillo de Santa Bárbara dicen
que se han puesto en contacto con el barco que se dirige a toda marcha al puerto.
—¡Antes de las doce estará aquí…!
Muchos corren hacia el lado opuesto del muelle y se suben al muro que hace
las veces de rompeolas. Yo mismo consigo encaramarme para otear el horizonte.
—¡Ya viene…! ¡Ya viene…!
Los gritos de anuncio provocan una enorme conmoción en cuantos esperan.
Centenares de voces jubilosas repiten las mismas palabras. Yo me esfuerzo por
ver lo que tantos anuncian y no consigo ver nada.
—¡Allá, a la derecha…! ¡Frente a la bocana…!
Fuerzo la vista y al fin me parece ver una masa oscura que se destaca del
fondo de las estribaciones del cabo de Santa Pola. Todavía sigo dudando cuando
encima de la masa oscura se encienden unas luces, cuy a aparición provoca una
explosión de entusiasmo.
—¡Ya lo tenemos ahí mismo…! ¡Y menudo barco…!
Las luces se van aproximando. La luna asoma en este momento por entre un
jirón de las nubes y distingo claramente que se trata de un buque de regulares
dimensiones que se dirige a la entrada del puerto. Su avance es lento, pero cada
metro que gana es acogido con voces y gritos alborozados.
De repente, cuando sólo debe estar a quinientos metros de la entrada, se
detiene. Enmudecen las gentes y se abre un silencio expectante entre los que
hemos conseguido encaramarnos al muro de piedra. En el muelle suenan
preguntas alarmadas e impacientes.
—¿Qué pasa…? ¿Qué ocurre…?
Tras un minuto de parada la masa, ahora gris, del buque entra de nuevo en
movimiento. Con asombro sin límites advertimos que, lejos de seguir
acercándose, está virando. Muchos se restriegan los ojos incrédulos mientras
guardan un sepulcral silencio. Al cabo es preciso rendirse a la evidencia: en vez
de acercarse más, el buque empieza a alejarse.
Un ¡oh!, de profunda decepción se escapa de todos los labios.
Desconcertados, sin acabar de comprender y menos de explicarnos lo que
sucede, vemos cómo el barco traza un amplio semicírculo en el centro de la
bahía para alejarse rápidamente hasta desaparecer de nuestra vista a la altura del
cabo Huerta.
Cariacontecidos saltamos del muro al muelle. Al caer tropiezo y caigo sobre
el brazo izquierdo, donde llevo el reloj. Temo que se hay a parado y
acercándomelo al oído compruebo que sigue funcionando. Veo al mismo tiempo
que sus manecillas señalan las doce de la noche en punto. Oigo decir a mi lado:
—¡De aquí no salimos con vida ninguno…!
III

JUEVES, 30 DE MARZO

Imprevisibles muchas veces, las reacciones de la multitud tienen siempre


algo de primitivo y pueril. Como los niños, las muchedumbres pasan con
facilidad y sin transición de un extremo a otro, saltando en unos segundos de la
risa al llanto y del más rosado optimismo a un pesimismo irrazonado y desolador.
Diez minutos bastan para cambiar por entero el aspecto del puerto de Alicante.
Lo que a las doce menos cinco era algazara y euforia, se trueca a las doce y
cinco en amarga desesperanza. Los más acusan rabiosos:
—¡Todo el mundo nos traiciona…!
Las palabras no constituy en únicamente una reacción momentánea o irritada
por el inesperado cambio de rumbo del buque aguardado con ansias; expresan un
firme convencimiento grabado a fuego en el ánimo popular a fuerza de
abandonos, olvidos, injusticias y decepciones a lo largo de toda la guerra. Un
rosario inacabable de hechos nos ha ido mostrando la doblez de unos, la cobardía
de otros, la inhibición de quienes debían actuar y la intervención de los que no
tenían papel en el drama. Contra todas las ley es internacionales, las democracias
nos han negado las armas que precisábamos para defendernos. La farsa de la no
intervención ha permitido que Francia, Inglaterra y Norteamérica imitasen a
Pilatos lavando se las manos y simulando no ver que otros se las teñían en sangre
hasta el codo. Incluso quienes decían ay udarnos negociaron a veces con nuestro
oro y con nuestra sangre, cobrando precios astronómicos por armas de desecho,
frenando la revolución, planteando aquí extrañas querellas partidistas,
boicoteando a los hombres más capaces y las organizaciones más fuertes y
buscando por todos los medios que sus seguidores lograsen el monopolio del
poder, aun a costa de la desunión y del enfrentamiento de los antifascistas entre
sí, a ciencia y conciencia de que podía traer aparejada la derrota colectiva.
—El pueblo español, los trabajadores españoles hemos tenido que luchar solos
contra todo y contra todos.
Y ahora, como remate y contera, Francia e Inglaterra reconocen a Franco y
cavan la tumba de la República.
—En la que con toda seguridad nos enterrarán muy pronto a todos nosotros.
Mariano Viñuales, comisario en la 28 División, da rienda suelta a su
indignación hablando a voces en medio de un nutrido grupo que asiente a sus
palabras. Comprende y se explica el comportamiento de los conservadores
británicos, realizando un doble juego en defensa de los sacrosantos intereses del
capitalismo internacional, o la indecisión de los gobernantes franceses
acobardados por la amenaza hitleriana. Ni siquiera le sorprende que Stalin vay a a
lo suy o y ponga los intereses del estado soviético por encima de la revolución
mundial, tolerando el sacrificio de los trabajadores españoles igual que sacrificó
anteriormente a los alemanes, polacos y húngaros.
—Lo inconcebible y vergonzoso es la traición de los que debían y tenían que
estar a nuestro lado, muchos de los cuales siguen todavía afirmando que lo están.
—¿Quiénes?
Viñuales no se muerde la lengua. Habla de los hombres que el pueblo con sus
votos llevó al poder y que no quisieron ni pudieron por incapacidad política o
cobardía física cumplir con su deber. De Casares Quiroga que se burla durante
meses de cuantos le denuncian la inminencia de un levantamiento que asegura
aplastar en veinticuatro horas cuando se produzca, que niega el 18 de julio armas
a los trabajadores y el 19 lo abandona todo en medio de la calle; del mismo
Azaña, que en noviembre escapa de Madrid y no para hasta Barcelona, y que en
febrero de 1939, en lugar de regresar a España, donde continúa la guerra, dimite
en Francia la presidencia de la República, dando a las democracias el pretexto
que buscan para reconocer diplomáticamente a los fascistas; de Negrín, que
habla de resistir hasta la muerte y que tiene siempre un avión preparado para la
fuga; de los intelectuales que se llamaron servidores de la República y recibieron
de ella los máximos honores.
—Todos huy eron en la hora del peligro. Llevan muchos meses viendo los
toros desde la segura barrera de los Pirineos. Lloran la tragedia del pueblo,
llorarán incluso nuestra muerte, pero esperan y a el momento de volver a sus
cátedras aunque sea entonando loas en honor del vencedor.
—Machado, no.
—¡Claro que no! Machado era la antítesis de todos esos. A Machado no le
premió la República con ningún puesto de relumbrón, ningún enchufe, ninguna
embajada. Modesto y leal, siguió callado su labor y estuvo hasta el fin de sus días
al lado del pueblo. Quizá por eso le abandonaron los otros y le dejaron morir de
pena y soledad tras la derrota de Cataluña en un desconocido pueblecito
pirenaico.
Maestro de escuela aragonés, Viñuales combate en las primeras líneas desde
el mismo 18 de julio. Forma entre los luchadores que, partiendo de Barcelona,
liberarán la mitad de Aragón; combate luego en Belchite, Teruel, Levante y
Extremadura. Da siempre el ejemplo marchando en los puestos de vanguardia.
Herido, retorna al frente antes de cicatrizar sus lesiones.
—Sólo el pueblo ha sabido y sabe estar a la altura debida en nuestra guerra.
Frente a tantas cobardías, vejaciones y abandonos escribió con su sangre páginas
inolvidables. Aunque al final hemos sido vencidos, aunque de cada uno de
nosotros individualmente no se acordará nadie, el comportamiento conjunto de
los trabajadores, lo que hicieron en el frente y la retaguardia constituirá un
ejemplo imborrable, un acicate constante para cuantos aspiran a que el mundo
futuro esté libre de las injusticias y dolores del que hasta ahora conocimos.
En sólo unos momentos el muelle se ha convertido en un inmenso guirigay de
voces, gritos, polémicas y discusiones. Dejándose llevar por sus nervios la gente
habla más que escucha y prefiere chillar a razonar serenamente. Si por la
mañana fue un duro golpe saber que se había marchado el barco que debía
aguardarnos, a medianoche es may or la impresión de presenciar directamente
cómo un buque llegaba hasta la bocana y daba media vuelta en lugar de penetrar.
—Pero —grita uno—, ¿está seguro alguien de que era el buque que debía
recogernos?
Cien voces distintas le contestan indignadas afirmativamente. Pero el que ha
formulado la pregunta ha sembrado una duda a la que no pocos se aferran
instantes después como a una tabla de salvación. En definitiva, todo lo que hemos
visto era una embarcación que se aproximó al puerto y viró antes de entrar.
—¿Quién nos dice que no era un barco de guerra fascista?
No lo dice nadie, porque muchos empiezan a pensarlo. Quizá la cosa no
ofrezca dudas posibles para un marinero o pescador acostumbrado por poco que
sea a la navegación, pero la inmensa may oría que llena el puerto somos gente de
tierra adentro, que fácilmente pueden confundir la silueta de un mercante
entrevista en la oscuridad, con unas lucecitas encendidas un minuto en cubierta,
con un cañonero o un destructor. Máxime cuando muchos de una manera
instintiva desean creerlo para mantener en pie unas leves esperanzas de
salvación.
—Yo creo que era el Canarias.
—¡Seguro que era el Canarias! ¡No podía ser otro!
Aunque la especie se nos antoje disparatada, se propaga con increíble
rapidez. Tengo la clara impresión de que una may oría no lo cree, pero simula
aceptarlo únicamente para no deprimir y desmoralizar a quienes los rodean,
especialmente a las dos mil o tres mil mujeres que están entre nosotros.
—Si de verdad fuese el Canarias —murmuran los más crédulos—,
entonces…
La presencia de un crucero enemigo en las proximidades hubiese sembrado
la inquietud y la alarma hace unas horas. Ahora, sin embargo, se trueca en un
signo esperanzador. En efecto, que el Canarias esté en las inmediaciones puede
significar que no nos hallamos totalmente abandonados. Que estando los accesos
al puerto libres y despejados no hubiera entrado ningún barco de los varios que
nos han dicho que salieron de Oran o Marsella con tiempo suficiente para haber
llegado y a a Alicante, significaría que esos buques sólo existían en nuestra
imaginación; en cambio, si el paso se lo había cerrado el Canarias quedaba en pie
la esperanza de que pudieran pasar en cualquier momento en que el crucero
enemigo se alejase o que la cercanía de unidades de guerra inglesas y francesas,
que al parecer pululan por los alrededores, le fuercen a tolerar la evacuación de
los últimos defensores de la zona republicana.
—Mil veces peor hubiera sido que, como todos pensamos hace media hora, el
barco que se marchó sin entrar fuese uno de los contratados por el Consejo
Nacional o la Comisión Internacional de Evacuación.
Aunque se entablan muchas discusiones en torno a esta posibilidad, es fácil
percibir que ejerce una acción tranquilizadora en las gentes. Pese al completo
escepticismo de algunos, los optimistas se esfuerzan por buscar argumentos en
que basar sus restos de esperanza. A la una de la madrugada el ambiente general
en los muelles es menos depresivo y desmoralizado que sesenta minutos antes.
—En cualquier momento pueden llegar los barcos…
A las dos de la madrugada, una buena noticia. Algunos miembros de la Junta
constituida por los representantes de los distintos partidos y organizaciones al
llegar a Alicante —de la que forman parte, entre otros, el coronel Burillo en
nombre de los militares, Carlos Rubiera en representación de los socialistas y
Antonio Moreno por la Confederación— acaba de hablar con los integrantes de la
Comisión Internacional de Evacuación, reunida durante toda la noche al parecer
en la sede del consulado francés, en la calle de Castaños, y las impresiones no
pueden ser más tranquilizantes y esperanzadoras.
—Un crucero y varios cañoneros franceses se dirigen a Alicante para
impedir que los barcos de evacuación tropiecen con el menor obstáculo a la
entrada o a la salida.
—¿Era cierto, entonces, lo del Canarias?
—Parece que sí, lo que explicaría que todavía no hay a entrado ninguno de los
barcos prometidos.
—¿Pero entrarán?
—¡Naturalmente! Mucho antes del amanecer embarcaremos todos.
El optimismo general sube de golpe varios grados hasta borrar casi por
completo la sensación desoladora del buque que dio media vuelta en la bocana
del puerto. La desesperanza general de dos horas antes deja paso a una nueva
esperanza, aunque una may oría, sometidos a una especie de ducha escocesa,
dudan de todo y de todos. Vivimos esta noche en una tensión difícil de soportar.
—Si continúa muchas horas, acabarán por saltar hechos pedazos los nervios
de muchos.
Es un peligro cierto contra el que poco podemos hacer. Aumenta la sensación
de frío a medida que avanza la madrugada. Es posible que en circunstancias
distintas no lo sintiéramos, pero molidos de cansancio, sin dormir lo suficiente en
días anteriores, con la desazón de un porvenir incierto, todos estamos un poco
destemplados. Se encienden numerosas hogueras, pero si uno se calienta por
delante, siente may or frialdad en la espalda.
Lo mejor es andar de un lado para otro para ahuy entar al mismo tiempo un
sueño en que nos resistimos a caer. Hablamos con mucha gente, aunque los
temas no ofrecen ninguna variación. Todo gira en torno a nuestra situación actual,
a lo que podría haberse hecho para evitarlo y a las perspectivas de evacuación.
—¿Crees que efectivamente llegarán pronto los barcos?
Es la pregunta inevitable cuando te ven amigos o compañeros que suponen
que tienes que estar mejor informado que ellos. Es inútil esforzarse en
convencerles que tienes exactamente las mismas noticias que los demás. Incluso
cuando se convencen de que es así quieren conocer tu opinión personal o lo que
piensan otros militantes destacados o las figuras sobresalientes de republicanos,
socialistas y comunistas.
—Parece que Rubiera está muy esperanzado. Un compañero que le oy ó
hablar hace un rato con Zabalza y Rodríguez Vega…
—Los que tienen más noticias son los comunistas. Como Burillo está en
contacto con los de la estación de radio y el diputado francés es también
« chino» …
Circulan con rapidez los más contradictorios rumores, que duran lo que tardan
en ser sustituidos por otros más absurdos y disparatados. Es una manera como
cualquier otra de perder o ganar tiempo, explicable cuando varios millares de
personas no tienen que hacer más que aguardar con febril impaciencia algo que
no acaba de llegar y de lo que depende la vida de todos.
—Soy profundamente pesimista —reconoce David Antona— y a medida que
pasan las horas voy perdiendo las pocas esperanzas que tenía. Creo que la
Comisión de Evacuación hace lo que puede, pero puede muy poco y no la hace
caso nadie.
En cualquier caso, la carga que gravita sobre sus hombros es muy superior a
las posibilidades de un simple diputado francés y a las de unos cónsules con
carácter más o menos honorario. La evacuación debió ser dirigida, encauzada y
controlada por el Consejo Nacional de Defensa. Por desgracia, al radiar el
domingo la orden de levantar bandera blanca en donde atacase el enemigo
desmoralizó a todo el mundo, acabando con toda posibilidad de resistencia.
—Necesitábamos quince días como mínimo para que pudieran salir de
España los que quisieran hacerlo y no hemos tenido ni tres. Y ahora, por mucho
que nos duela, ¡ay de los vencidos!
—Debimos seguir luchando como fuera, donde fuese y con lo que fuere —
afirma convencido Máximo Franco, comandante de brigada, héroe de muchos
combates—. Pero hacía meses que muchos querían hacer méritos con el
enemigo y a los que deseábamos seguir luchando…
—Pretendían poco menos que fusilarlos, como te ocurrió a ti en Extremadura
—se adelanta May ordomo, jefe de la 28 División, a completar la frase que
Máximo deja en el aire.
Cuenta en pocas palabras un suceso del que y a estoy enterado. En la última
ofensiva del Ejército Republicano, la de enero de 1939 en Extremadura, quedó
totalmente roto el frente adversario al primer empujón entre Valsequillo y Los
Blázquez.
—Pudimos avanzar lo que quisiéramos porque enfrente no había nadie y el
boquete abierto tenía quince kilómetros de anchura. Pero entonces vino una orden
tajante del cuartel general del grupo de ejércitos para que no avanzara nadie.
Pese a la orden, unos grupos atravesaron el Zújar por puentes que nadie se
había cuidado de volar, entraron en Granja de Torrehermosa y cruzaron la
carretera y el ferrocarril que une Peñarroy a con Llerena. Cuando iban a entrar
en Azuaga, cuy os defensores se habían marchado, llegaron unos oficiales
ordenando su inmediato repliegue.
—Pocos minutos antes, en medio de la carretera, un pelotón de la 127
Brigada capturó, sin disparar un solo tiro, dos autocares con una cuarentena de
hombres uniformados que, a juzgar por lo que dijeron, marchaban a una
concentración en Sevilla.
Máximo Franco concibe entonces una maniobra audaz: utilizar los autocares,
los salvoconductos y los uniformes para meter por sorpresa en Sevilla misma
medio centenar de hombres decididos, bien armados y dispuestos a morir
matando.
—Con ellos podía ocuparse en un rápido golpe de mano el centro de la ciudad
y la radio para provocar en la zona enemiga la confusión y el pánico,
coincidiendo precisamente con la reanudación de la ofensiva.
Máximo Franco no sólo iría a su frente, sino que había seleccionado y a de
entre todos los soldados de la brigada, que se ofrecieron voluntarios, a los
cincuenta que consideraba idóneos. Estaban provey éndose del armamento
adecuado —metralletas, bombas de mano, algún bazoka— cuando los mandos
superiores se enteraron, pusieron el grito en el cielo y no hubo forma de seguir
adelante.
—Quisieron detenerme, someterme a consejo de guerra e incluso hablaron
de fusilarme.
—Sólo la intervención del general Escobar —completa May ordomo—, que
mandaba el ejército de Extremadura y le dio la razón a él y a mí, evitó que se
armase una buena, porque la División no hubiera tolerado que le pasara nada.
—Pero los traidores impidieron el golpe de mano que tenía preparado.
Probablemente hubiese muerto en la lucha con los hombres que me
acompañaban: sin embargo, bien merecía la pena haber intentado algo, aunque
fuera a la desesperada.
Ignoro, naturalmente, quiénes fueron los jefes del Estado May or de la
Agrupación de Ejércitos de la entonces denominada zona Centro-Sur que
pudieron frenar en seco la ofensiva extremeña tan pronto como se abrió un
boquete con may or anchura del esperado en las líneas enemigas. Debieron ser
dignos compañeros de los que retrasaron veinte días la operación y prescindieron
del desembarco en las proximidades de Motril, asegurando que alguien se había
pasado al enemigo con los planos de los preparativos. Sé, no obstante, que tras
cuatro días de completa paralización se dio orden de reanudar el avance cuando
empezó a llover intensamente y el adversario había recibido los necesarios
refuerzos.
—Lo que pudo ser un gran triunfo —agrega May ordomo— terminó casi en
un desastre. Y no precisamente porque los soldados no lucharan con decisión y
valor.
Inevitablemente recuerdo que la zona la mandaba en aquellos momentos —
los decisivos de la batalla de Cataluña— el general Miaja y que su jefe de estado
may or era el general Matallana. De Miaja y a sabemos que salió de España hace
treinta y seis horas como mínimo. ¿Le acompañaría Matallana?
—No —interviene Amil—. Anoche estaba con Casado en Valencia.
Vuelve a planteársenos el enigma del paradero de Casado y la may oría de los
miembros del Consejo Nacional.
Por lo que unos y otros nos han dicho, salieron de Valencia hacia las tres de la
tarde con rumbo a Alicante. Son y a las tres de la madrugada y no han llegado.
Como les ha sobrado tiempo para hacerlo, la deducción lógica no tiene nada de
agradable.
—Socialistas y republicanos piensan lo mismo que nosotros —afirma
Mancebo. Temen que les sorprendieran los fascistas en el camino y que a estas
horas estén fusilados.
Mariano García Cáscales, militante de las Juventudes Libertarias, que en
representación de las mismas ocupó la delegación de Información en la Junta de
Defensa de Madrid el 7 de noviembre de 1936, se acerca al grupo para buscar
confirmación a una noticia que empieza a circular por el muelle.
—¿Es cierto que llegará un barco antes de una hora?
Estamos hablando a cincuenta metros del edificio donde reunidos en sesión
permanente y en comunicación telefónica con la Comisión de Evacuación están
los delegados de los distintos partidos y organizaciones. Amil corre a enterarse y
a los dos minutos está de vuelta.
—Parece que ahora va de veras. Moreno venía a comunicárnoslo cuando
tropezó conmigo.
En un abrir y cerrar de ojos estamos de acuerdo en lo que conviene hacer.
Hemos de repartirnos para ir grupo por grupo despertando a los que se hay an
dormido, avisándoles para que estén preparados y dispuestos para la partida. Los
compañeros y sus familiares deben agruparse por regionales, federaciones
locales, sindicatos, barriadas o grupos de afinidad para actuar de una manera
coordenada, sin retrasos peligrosos, pero sin excesivas prisas que puedan sembrar
la confusión y el desorden.
—Lo fundamental es que todo el mundo conserve la sensatez.
Lo hacemos sin pérdida de minuto. Despertamos a muchos que no acaban de
creer lo que les decimos. Otros se apresuran a recoger y amontonar sus bártulos.
Hay un rápido trasiego de maletas para ir juntándose los pertenecientes a un
mismo sindicato o barriada. Aquí y allá se oy en voces de llamada o indicaciones
de orientación:
—¡Los de transportes a la derecha!
—¡Aquí, la Federación Local de Valencia!
—¿Los socialistas? ¡Allá, junto a aquellos montones de sacos!
Igual que nosotros hacen los demás. No sobra sitio, porque debemos ser más
de quince mil personas y no hay espacio suficiente para que esta reagrupación
no tropiece con dificultades. Pero aunque en determinados lugares quedan
entremezclados socialistas, comunistas, republicanos y libertarios, se consigue en
poco tiempo una buena distribución por tendencias. En cualquier caso y pese al
nerviosismo de las circunstancias y a la oscuridad en que nos movemos —la
may oría de las hogueras, encendidas a primeras horas, están medio apagadas—
se logra en poco tiempo la finalidad perseguida. La gente da en estos momentos
pruebas de serenidad y dominio sobre sus reacciones.
—Parece mentira —comenta admirado Enrique Esplandiú— que no hay a
surgido ni un roce entre los comunistas y los demás, cuando hace sólo tres
semanas andábamos a tiros.
—Eso demuestra la madurez política y el sentido de responsabilidad del
pueblo —responde Aselo Plaza.
—¡Lástima que con este pueblo único no hay amos sido capaces de triunfar!,
—comento dolorido—. Cuanto más grande sea, may or será, es, la
responsabilidad histórica de quienes no supieron —o no supimos, porque también
a nosotros nos alcanzan las culpas— llevarlo a la victoria.
Hace muchos meses que me obsesiona el mismo pensamiento. Desde que
perdida Cataluña, errante el gobierno Negrín, dimitido Azaña, reconocido Franco
por las democracias y traicionados por todos los que debieron ay udarnos, hube
de admitir la posibilidad de la derrota, me abruma el desastre. No sólo por las
consecuencias personales que tendrá para mí —aun interesándome tanto como al
que más salvar la vida, pues no es agradable perderla en plena juventud—, sino
por el inútil sacrificio de un pueblo incomparable. Tras más de un siglo de luchas
incesantes hubo de presentársele, al fin, una oportunidad histórica única; que no
hay a sabido aprovecharla, no es culpa suy a, evidentemente.
Son muchos los que ahora se encaraman al muro que bordea el muelle por su
parte exterior para dominar la may or extensión posible del mar por donde no
debe tardar en llegar uno de los barcos esperados. No lo hago esta vez, no lo
pretendo siquiera recordando lo sucedido a medianoche. Prefiero sentarme
encima de la maleta y liar con calma uno de los pocos cigarrillos que me
quedan.
—¡Allí, allí…! ¿No veis las lucecitas?
Muchos clavan ansiosos las miradas en el punto señalado por el que ha
gritado. Tienen que forzar no poco la vista para descubrir algo. Parece que allá
lejos, a tres o cuatro millas de distancia, se distinguen difícilmente unas luces que
deben marcar la situación de un barco. Desde luego, no se trata del que
esperamos.
—Pasa de largo —oigo decir a otro—. Cada vez está un poco más lejos…
Es una pequeña decepción que se repite a los quince minutos. De nuevo se
divisan unas luces que se mueven lejos de la costa en dirección de sur a norte.
Pueden ser mercantes que navegan de Argelia a Francia cruzando aguas
españolas; tal vez, y conforme nos anunciaron, navíos de guerra franceses que
vigilan para que no sea interceptado ninguno de los transportes contratados para
nuestra evacuación. En cualquier caso…
—Otro que se va sin acercarse siquiera…
Como es lógico cada minuto que transcurre crece el nerviosismo. Poco a
poco la espera va haciéndose insoportable. Rendidos, muchos que aguardaban en
pie, subidos incluso en los montones de sacos, en su propio equipaje, en los restos
de las grúas o en algún poste, van dejándose caer al suelo.
—Es el tormento de la esperanza —oigo a Aselo—, el más refinado que
inventó la Inquisición.
Terminado el pitillo, sentado en la maleta con los codos apoy ados en las
rodillas y la cara entre las manos, el sueño me vence unos minutos. De pronto
me parece oír un clamoreo y alguien me sacude el hombro. Abro los ojos y
miro sorprendido alrededor porque por un instante he olvidado dónde estoy y lo
que sucede.
—¿Qué ocurre?
—¡Qué y a está ahí…!
—¿El barco? ¿Dónde…?
En pie de un salto miro a una dársena primero y luego a la otra. No veo que
hay a entrado ningún buque durante el tiempo que estuve adormilado. Sin
embargo, la gente está alborotada, hablando y gritando a un tiempo. Vuelvo la
vista confuso a Aselo, que aclara sonriente:
—No está aquí y a, pero lo estará en cinco minutos. Viene en línea recta hacia
la bocana y llega a menos de cincuenta metros…
Son muchos los que corren a lo largo del muelle hacia la bocana o tratan de
asomarse al rompeolas. Les imito de una manera maquinal; me dejo arrastrar
mejor, por los que empujan en esa dirección. Es terrible la conmoción entre la
multitud que aguarda. Una mujer ríe convulsa mientras unas lágrimas le corren
por las mejillas.
No es posible llegar junto al muro que limita el muelle. Pero aquí, en el punto
en que el muelle forma un ángulo recto para correr hacia el sur, hay un montón
de sacos de lentejas. Veo trepar a no pocos y hago lo mismo. No consigo llegar a
lo más alto, pero sí a una altura superior a la del muro del rompeolas. Sostenido
por los que vienen detrás, en un difícil equilibrio sobre un saco reventado y que
bajo mi peso va perdiendo su contenido, alcanzo a ver una franja de mar libre.
Los que están más arriba gritan:
—¡Ya enfila la bocana…!
—¡Éste viene de verdad!
—¡Salvados al fin…!
Dos que están delante resbalan al reventar el saco que pisan y tienen que
agacharse para no caer, agarrándose a quienes les rodean. Entonces veo lo que
ha provocado el tremendo alboroto. Es un buque, indudablemente; mucho más
pequeño, a mi parecer, del que dio media vuelta antes de llegar tan cerca como
éste. Es posible que no quepamos en él la mitad de los que nos apiñamos en el
muelle, pero en cualquier caso significa una formidable iny ección de esperanza
y optimismo para todos.
—¡Ya va a entrar…!
Se han incorporado los que perdieron el equilibrio y me tapan. No importa. Ni
siquiera que un violento empujón de quienes quieren subir por uno de los lados
del montón, haga que catorce o quince perdamos los puestos alcanzados y nos
obligue a descender hasta el nivel del muelle. Ni el empujón ni la caída pueden
molestarnos mientras sigamos oy endo gritos y exclamaciones de nerviosa
alegría:
—¡Te juro que había perdido las esperanzas…!
—De no verlo con mis propios ojos…
Abriéndome paso a codazos regreso donde están mis compañeros. Andan
muy atareados recogiendo maletas y macutos y sin saber dónde dirigirse porque
ignoran en qué muelle atracará el barco.
—Creo que será cerca del faro.
Son muchos los que y a se dirigen hacia allí conduciendo como pueden sus
equipajes. Indudablemente quieren ser los primeros en subir por si no llegan más
buques y en éste no hay sitio para todos. Una mujer grita:
—¡No separaros…! Si nos perdemos en este barullo…
Un muchacho quiere adelantarse a quienes le preceden corriendo por el
borde mismo del agua. De pronto resbala y cae.
—¡Qué se ahoga…! Echadle una cuerda…
—No hace falta. Sabe nadar…
Es cierto. El muchacho nada con perfecta soltura dirigiéndose hacia una
escalerilla cercana. Muchos ríen viéndole fuera de peligro.
—¡No quedarse ahí mirando como papanatas! Ay udadme con el baúl…
La gente está contenta, con ganas de reír por todo. La seguridad de un barco a
la vista y la perspectiva de poder abandonar la trampa en que está a punto de
convertirse el puerto hace sentir a la multitud una alegría contagiosa.
Pero toda la alegría se trueca en inquietud y alarma un minuto más tarde.
Bastan unas voces que hieren nuestros oídos para hacer variar por completo el
panorama:
—¿Por qué se ha parado en lugar de seguir?
—Yo creo que está dando marcha atrás…
—¡Imposible…! ¡Si éste también nos la juega…!
Escarmentados por lo ocurrido a media noche las frases que oímos tienen un
significado amenazante. Nos resistimos a admitir lo peor y clavamos la mirada
en la bocana del puerto ilusionados aún con ver asomar por allí la proa de una
embarcación. Desgraciadamente, no asoma. En cambio, las voces van siendo
sustituidas por gritos de indignación y cólera:
—¡Está dando la vuelta…!
—¡Se vuelve vacío…!
—¡No os vay áis, cabrones…!
—¡Cobardes…! ¡Traidores…!
No es preciso trepar al muro para ver lo que sucede que, juzgando por lo que
oímos, podemos dar por descontado. Se repite, corregido y aumentado, lo de
horas antes. Este buque ha llegado más cerca, hasta casi rozar la bocana; pero sin
decidirse a entrar se aleja de nuevo.
—¡Si pudiese atinar a uno de esos hijos de perra…!
—¡No disparar, camaradas! ¿Qué conseguiremos con ello…?
La última petición debe caer en el vacío porque escuchamos el ruido de
varios disparos. Están tirando contra el barco que se aleja algunos de los que
presencian su incomprensible maniobra desde lo alto del muro. Otros se
esfuerzan por sujetar a los que lo hacen.
—¿No veis que y a están demasiado lejos?
—¡Si lograse echar mano a uno, lo destrozaba…!
Cesan los tiros, pero no los gritos de rabia, de desesperación mejor.
Abandonan el muro los que se habían subido a él cuando el barco se pierde en el
horizonte. Algunas mujeres lloran. Un momento no sabemos qué hacer ni qué
pensar. Apretamos los puños, clavándonos las uñas en la palma de la mano en
clara y muda expresión de impotencia.
—¿Qué diablos puede haberle pasado? —pregunta Aselo al cabo de un rato de
silencio.
Me encojo de hombros porque no sé qué contestar. De pronto advierto que
está amaneciendo. Pienso que antes, cuando creí cerrar los ojos un momento, he
debido dormir bastante rato. ¡Ojalá hubiera podido seguir durmiendo sin sufrir
esta nueva y acaso definitiva desilusión!
Vuelvo a sentarme en la maleta y hundir la cara entre las manos. La claridad
incierta de la amanecida va barriendo paulatinamente las sombras de la noche. A
la algarabía de minutos antes, ha sucedido un dramático silencio. Impresiona el
gesto y la actitud de cuantos nos rodean. El golpe ha sido demasiado duro por
inesperado y la gente tarda en reaccionar.
Algunos andan de un lado para otro hablando, discutiendo o maldiciendo. La
may oría, rota por el cansancio y las emociones, calla con aire hosco y
reconcentrado, hundido cada cual en sus propios pensamientos. No duerme
nadie, aunque muchos tengan los ojos cerrados. La atmósfera de la amanecida
está impregnada de una sombría desesperanza.
—¡Sería preferible que nos matasen de una vez…!
El frío del amanecer se mete en los huesos. Siento las piernas entumecidas y
me levanto. Para entrar en calor empiezo a andar de prisa y sin rumbo cierto,
saliendo a la especie de pasillo que todavía sigue abierto en el centro del muelle.
Paso al lado de muchos amigos; me cruzo con otros que caminan en dirección
contraria en actitud parecida a la mía. Apenas nos hablamos. Por regla general,
nos limitamos a encogernos de hombros con aire fatalista ante la muda
interrogación que leemos en sus pupilas.
—¡Nos matarán a todos, a todos, camaradas…! De aquí saldremos todos
muertos… Hemos caído en una trampa de la que nadie conseguirá escapar…
Los gritos resuenan con fuerza redoblada en el silencio que envuelve a la
multitud apiñada en el muelle. Muchos buscan con la mirada al individuo que
grita. No tardan en descubrirlo. Es un individuo de mediana edad y corpulencia,
que subido en lo alto de una de las farolas que iluminaban el puerto antes de que
una bomba hiciera saltar hecho pedazos el foco de su remate. Animado sin duda
al verse objeto de la atención general, el individuo sigue voceando:
—¡Todo es mentira, compañeros…! No habrá evacuación… Los barcos
vienen a vernos de lejos como si fuéramos fieras y se van. Luego vendrán con
sus cañones y nos barrerán. En realidad, y a estamos muertos porque…
—¡Cállate, imbécil!
—¡Baja de una vez, idiota…!
El sujeto en cuestión no hace el menor caso de las indicaciones. Sigue
perorando a voz en cuello, agarrado con manos y pies a la parte más alta de la
farola. Unos muchachos hablan de subir por él. Alguien procura disuadirles.
—¡Dejadlo…! ¿No veis que está loco?
—Pero lo que dice…
—¿No es acaso lo mismo que pensamos todos, empezando por ti?
Es cierto, y acaso por ello duela más oírlo. Por otro lado, a nadie sorprende
que se hay a vuelto loco. Lo más probable es que de prolongarse la situación en
que nos encontramos —y no acertamos a ver la salida posible— pronto la
may oría esté como él.
—¡El fascismo internacional convertirá Europa entera en un cementerio! Los
que le permitieron triunfar aquí no tardarán en sentirlo en su propia carne.
Aunque entonces ninguno de nosotros podamos verlo porque estaremos
enterrados. Yo…
Sus palabras hacen daño porque parecen altavoces puestos a nuestros más
íntimos pensamientos. Algunos se tapan las orejas para no oírlo; otros procuran
alejarse lo más posible; no pocos le dirigen miradas iracundas.
—Si no pensara que está para que le amarren…
Esplandiú viene en mi busca. Parece que ha encontrado algo para desay unar.
Anoche no cenamos y aunque las circunstancias hay an hecho que apenas lo
recordemos, la realidad es que tenemos el estómago vacío y sentimos hambre.
—Poco tenemos, pero menos es nada.
Se trata de un bote pequeño de leche condensada que Serrano ha conseguido
no sabemos cómo. No tenemos pan, pero sí agua que cogemos de una de las
fuentes del muelle. Una mujer nos ha cedido una cacerola que ponemos a
calentar en una de las numerosas hogueras que han vuelto a encenderse.
Repartida la leche entre cuatro, no tocamos ni siquiera a un vaso. De todas
formas, nos anima y reconforta.
—¿Qué pasará ahora?
Ninguno lo sabemos. Es preciso reaccionar e intentar lo que sea, aunque la
situación parezca desesperada. Hay que hablar con los compañeros y ver lo que
se puede intentar. Todo menos resignarse a esperar el final con los brazos
cruzados.
En torno al edificio donde funciona la junta que representa a cuantos nos
hallamos en los muelles se agolpa la gente hasta lo inverosímil en espera de
noticias e instrucciones. Difícilmente y gracias a que algunos conocidos nos
ay udan a abrirnos paso, logramos llegar hasta la entrada. En un grupo nutrido
hablan y discuten muchos compañeros destacados. Con David Antona y Antonio
Moreno, secretario y vicesecretario de la CNT, el 18 de julio, están los
secretarios del Centro, Levante y Andalucía, Germán Puertas, Cecilio, Manuel
López, Trigo, Leiva, Marcelo, Roy ano, Íñigo y varios militantes levantinos y
andaluces. Todos coinciden en lo mismo: la situación es trágica, pero…
—Mientras hay vida es posible la esperanza.
Parece que la Comisión Internacional de Evacuación no se resigna a darse
por vencida y está procurando asegurar la llegada de algunos barcos. Se impone
una pregunta y la formulo:
—¿Por qué se fueron los dos que llegaron hasta la entrada del puerto?
—Según los socialistas —responde Antona—, por una sucia maniobra de los
comunistas.
Hago un gesto de absoluto escepticismo. Podemos estar enfrentados
políticamente con los comunistas y llevarnos como el perro y el gato. Pero de
esto a creerlos capaces de una canallada para impedir la evacuación de todos
media un abismo. De los muchos que están aquí, en el puerto, hace años que
conozco a varios. Con Navarro Ballesteros, por ejemplo, discutí muchas veces y
polemicé otras tantas en las columnas de los periódicos. Pero pondría por él la
mano en el fuego seguro de su comportamiento en cualquier trance.
—No se trata de Navarro —me ataja Aldabe— ni de ninguno de los que están
aquí y que correrán la misma suerte que nosotros, sino de los que se hallan lejos,
en Francia. Concretamente de los que manejan la Mid-Atlantic.
Recuerdo lo que anteanoche me dijo Salgado en Valencia acerca de dicha
Compañía y de las pegas puestas a Trifón Gómez para el envío de los barcos.
También que el asunto parecía resuelto y que el Marítima, que pertenece a la
Mid-Atlantic, llegó a Alicante mandado por ellos.
—Pero se fue casi vacío, ¿no?, y sin querer esperar a nadie. Lo mismo han
venido otros dos hasta unos centenares de metros y han dado media vuelta
dejándonos tirados.
La cosa no me parece tan clara como la ven varios de los presentes. Hasta
ahora tenemos la impresión de que el capitán del Marítima actuó por propia
iniciativa acometido repentinamente por el pánico. ¿No será este mismo el caso
de los que mandaban los otros dos buques, que retrocedieron temerosos de lo que
pudieran encontrarse dentro del puerto?
—Podría ser, desde luego; pero también que la Mid-Atlantic los diera por
radio orden de dar media vuelta. Por lo menos Rubiera cree tener razones para
pensarlo así.
Diez minutos después hablo con Carlos Rubiera. Abogado, diputado socialista
por la provincia de Madrid, buen orador, es un hombre joven, fogoso,
escrupulosamente honesto en su vida pública y privada, que ha desempeñado
durante buena parte de la guerra la presidencia de la Diputación de Madrid.
Adscrito a la fracción caballerista del partido, defiende con vehemente
elocuencia sus ideas y sus inclinaciones personales. Con él están en este
momento José Rodríguez Vega, secretario general de la UGT —sustituto de
Largo Caballero en el puesto—, Ricardo Zabalza, secretario de la Federación de
Trabajadores de la Tierra, y Rafael Henche de la Plata, concejal elegido el 12
de abril de 1931 y alcalde de Madrid en el último año.
—No he dicho —precisa cuando le pregunto por lo que acaban de contarme
— que tenga pruebas de que la Mid-Atlantic nos traicione vergonzosamente para
entregarnos atados de pies y manos a los fascistas, pruebas que no podemos tener
aquí y ahora. Pero sí que existen indicios sobrados para suponerlo así.
La sociedad naviera Mid-Atlantic, radicada en Marsella, ha sido pagada por
el gobierno republicano español para efectuar la may or parte del comercio
marítimo de importación y exportación en los últimos tiempos. La compañía
dispone de buques con un tonelaje bruto de alrededor de 150 000 toneladas,
barcos que serían suficientes para asegurar en pocos días la evacuación de todos
los antifascistas que deseaban abandonar España al producirse la derrota.
—Pero Trifón Gómez, que, designado por el Consejo Nacional de Defensa,
se entrevistó días pasados con los dirigentes de la sociedad, no encontró en ellos la
menor facilidad.
Alegando que era el gobierno Negrín, y no quienes le habían sustituido, el
firmante del correspondiente contrato con la compañía, se negaban a que sus
barcos se arriesgaran visitando los puertos mediterráneos españoles para salvar a
los miles de personas que se consideraban amenazadas. Al final accedieron o
simularon acceder, afirmando que sus barcos saldrían para Valencia, Alicante,
Cartagena y Almería, y así se lo comunicó Trifón al Consejo, pero advirtiendo
que no estaba muy seguro de que cumpliera su palabra.
—¿Y tú crees que no la cumplieron?
—Temo que hicieron algo cien veces más canallesco, cuy as víctimas
seremos todos nosotros.
—¿Qué, concretamente?
—Que mandasen los barcos, pero con la orden terminante de mantenerse en
permanente contacto con la compañía por medio de la radio para darles en cada
caso las instrucciones pertinentes. Lo que explicaría que unos barcos como el
Marítima zarpasen de madrugada sin llevarse a nadie. Y que otros, como los de
esta noche, hay an llegado a nuestra vista para dar media vuelta rápida,
dejándonos hundidos y desmoralizados.
No cuesta trabajo imaginarse lo que la Mid-Atlantic —de ser cierto lo que
Rubiera sospecha esta mañana y lo que anteanoche parecía temer Salgado—
diría a sus capitanes mercantes para obligarles a virar en redondo a la vista del
puerto. O que las fuerzas nacionales habían entrado en Alicante y los tripulantes
caerían en sus manos, o que los muelles estaban llenos de una muchedumbre
desesperada e incontrolable que apenas atracase una embarcación, la tomarían
por asalto, incluso matando a sus tripulantes.
—Pero ¿por qué y para qué habría de hacerlo la Mid-Atlantic?
—Por una razón poderosa y sencilla: demostrar al mundo entero que los
únicos que luchaban de buena fe contra el fascismo eran los comunistas y que el
Consejo Nacional de Defensa, confirmando lo que llevan diciendo tres semanas
sus partidarios, tiene como única misión entregar a todos los antifascistas para
que sean fusilados por sus enemigos.
—¿Sacrificando al mismo tiempo a unos millares de comunistas?
—¿Por qué no? Si te das cuenta de que y a salieron de España los que
verdaderamente les interesaba, ¿qué les importaría sacrificar a unos centenares
de militantes casi anónimos, si a cambio podían lograr el arma más poderosa y
eficaz de propaganda y justificación de cara al futuro? ¿Acaso no lo hicieron en
Alemania con Rosa Luxemburgo y Cari Liebknecht primero y con Thaelman
después?
Ni Henche ni Rodríguez Vega ni y o parecemos muy convencidos. Rubiera
insiste en que esta jugarreta no tiene nada de sorprendente en personajes como
Stalin que ha hecho condenar y fusilar como contrarrevolucionarios y traidores a
la may or parte de los hombres que hicieron triunfar el comunismo en 1917 y que
persigue a Trotski, implacable, por todos los rincones del mundo.
—Si recordáis los procesos del POUM y el asesinato de Andrés Nin no creo
que podáis extrañaros de nada.
Añade todavía algo más. No está nada convencido de que el triunfo de
Casado a primeros de marzo se deba íntegra y exclusivamente al decidido apoy o
que le prestaron republicanos, socialistas y sindicalistas, sino al propósito
deliberado de los dirigentes comunistas de dejarse vencer.
—A primeros de marzo la guerra estaba perdida y lo sabíamos todos.
Culpables de la derrota eran y son los comunistas y Negrín. Para salvar su
responsabilidad nos tendieron una trampa en la que caímos ingenuamente.
La destitución de todos los mandos que no eran comunistas y su sustitución
por hombres del partido fue una provocación que no tenía otro objetivo que
obligar a saltar al resto del antifascismo, harto de sus maniobras.
—La sublevación de la Junta pudieron aplastarla porque sólo en el Centro
tenían los comunistas tres Cuerpos de Ejército contra uno que apoy aba a Casado.
Prefirieron no hacerlo, aunque para cubrir las apariencias lanzaron a la lucha
unas cuantas brigadas.
—¿A sabiendas que no conseguirían nada?
—¡Claro! ¿No es muy significativo que el mismo día 6 en que empiezan los
combates, Negrín, Pasionaria, Modesto, Líster y compañía tomen los aviones y
se larguen a Francia dándose y a por vencidos?
No acaba de convencerme. El plan esbozado por Rubiera es interesante y
sugestivo, pero se me antoja demasiado maquiavélico para corresponder
íntegramente a la verdad de los hechos. De buena gana me hubiera gustado
discutirlo detenidamente con él en diferentes circunstancias. Por desgracia, no
parece muy factible que para nosotros puedan darse y a circunstancias más
favorables.
En cualquier caso, la charla termina aquí. En el muelle se produce en estos
momentos un terrible revuelo, cuy a causa no tardamos en averiguar. El diputado
francés, acompañado por los cónsules de Francia y Chile, que son los más activos
y dinámicos, vienen en busca de los representantes de los distintos partidos y
organizaciones para tratar con ellos una cuestión importante y urgente.
Carlos Rubiera es, precisamente, el representante socialista.
La reunión con los representantes de la Comisión Internacional de
Evacuación no se prolonga arriba de quince minutos. Mientras monsieur Tillon y
sus acompañantes cruzan entre la multitud que les abre paso respetuosamente,
tenemos conocimiento exacto de lo que han venido a plantearnos.
—Sencilla y llanamente que hay una plaza libre en el avión de la compañía
francesa que hace el recorrido entre Casablanca y Marsella, con escala en
Alicante, y proponen que nosotros designemos al hombre que pueda sernos más
útil hoy mismo en Francia.
La compañía Air France, heredera de la famosa Latécoèur de los primeros
tiempos de la aviación, tiene entre sus líneas regulares, entre la metrópoli y sus
colonias africanas, dos que hacen escala en Alicante y que han seguido
funcionando durante toda la guerra. En el avión salido de Casablanca esta
mañana con rumbo a Marsella viene un sitio vacío. Quien lo ocupe puede estar
antes de tres horas en Marsella y en las oficinas de la Mid-Atlantic.
—Creen los cónsules, como nosotros, que la orden de no entrar los barcos ha
sido dada por radio por la casa armadora. Y que más eficaz que todas las
gestiones que puedan hacerse por teléfono y radio es que una persona
conocedora de la situación y con la autoridad derivada de hablar en
representación de los antifascistas abandonados en el puerto, ponga las cartas
sobre la mesa y obligue a la Mid-Atlantic.
Hay que darse prisa en nombrar a uno porque el aparato no tardará en llegar
y la escala en Alicante es únicamente de veinte minutos. Nosotros discutimos
brevemente el asunto. Nos gustaría que el designado fuera uno de los nuestros —
Antona, Moreno, Amil o cualquier otro—, pero advertimos en el acto que no
sería quien encontrase may ores facilidades en su gestión. Debe ser un socialista,
no sólo porque los socialistas tienen gran fuerza en Francia, sino porque lo es
también Trifón Gómez, que debe estar en Marsella y en contacto con la Mid-
Atlantic.
—Puede ser Antonio Pérez, como miembro del Consejo de Defensa, o
Rodríguez Vega, Tomás o Rubiera.
Se lo comunicamos a los republicanos, que coinciden con nosotros. También
los comunistas entienden que es lo más conveniente. A los socialistas les
complace y enorgullece la opinión general. Pero cuando todos damos por
descontado que la persona elegida será Pérez o Rubiera, sus compañeros eligen a
Pascual Tomás.
—Rubiera, de querer, hubiese sido el elegido, pero se negó en redondo,
afirmando su decisión de compartir la suerte de cuantos quedábamos en el
puerto. Entonces consideramos que Tomás era el más indicado.
Probablemente lo es. Menos impetuoso y más diplomático que Rubiera,
Pascual Tomás está a bien con todas las fracciones socialistas. Es más conocido y
tiene may or personalidad que Antonio Pérez, habla bien el francés y tiene
amigos personales en el gobierno galo.
—Es quien puede realizar las gestiones precisas con la rapidez necesaria para
que puedan sernos de utilidad.
La salida de Pascual Tomás hace renacer en la muchedumbre unas limitadas
esperanzas. Los que han ido acompañándole hasta el paseo de los Mártires, donde
le espera el coche de uno de los cónsules para conducirle al aeródromo, traen al
regresar una noticia más alentadora aún. Prosiguiendo sus gestiones iniciadas la
víspera, el cónsul francés y el diputado Tillon han conseguido hablar con algunas
autoridades francesas.
—Les han dado palabra de honor de ordenar que algunos de los barcos de
guerra que patrullan por las aguas cercanas entren en el puerto para asegurar
nuestra protección y llevarse en caso necesario a unos centenares de evacuados.
—Esperemos que sea verdad —digo con marcado escepticismo a quien me
lo comunica.
—Lo será porque se trata del gobierno francés y no de una compañía
particular en la que puede haber montones de indeseables.
En cualquier caso, la buena nueva, que circula por todo el muelle con rapidez
cinematográfica, cambia un tanto el ambiente. Aunque una may oría no se fíen
y a de ninguna clase de promesas, muchos necesitan creérselo para no tirarse al
mar o levantarse la tapa de los sesos.
—¡No lo creáis, camaradas…! Todas las promesas son mentiras… Aquí nos
matarán a todos porque…
Es el loco que sigue gritando desde lo alto de la farola. Algunos que han
intentado bajarlo a la fuerza han tenido que desistir al ser recibidos a patadas por
el orate.
—¡No le hagáis caso! En cuanto se convenza de que nadie le presta atención,
bajará él solo.
Pero hay muchos que le escuchan o le miran y el individuo sigue vociferando
abrazado a la farola en una postura que cualquier persona cuerda no podía
soportar durante media hora. Me alejo para librarme de sus gritos cuando otros
proferidos todavía con may or fuerza llegan a mis oídos.
Miro hacia el punto de donde parten las voces y veo a un hombre en el agua,
a dos metros del muelle, manoteando desesperado en un vano intento por
mantenerse a flote.
—¡Sacadlo rápido! —suplica una mujer. ¡Si tardáis un minuto, se ahogará!
Cuatro hombres se tiran vestidos al agua; en dos brazadas están junto al que
grita, que tiene y a la cabeza bajo el agua. Le cogen de los hombros, de los brazos
y le empujan con fuerza hacia fuera. Veinte manos se tienden hacia él desde el
borde del muelle y le sacan en volandas.
El individuo, pálido, desencajado, ha tragado bastante agua y jadea tendido
en el suelo, rodeado por un montón de curiosos agrupados a su alrededor.
—Quería suicidarse —explica uno que debe conocerle. Llevaba tres horas
diciendo que iba a matarse. Pero en cuanto se vio en el agua empezó a gritar
como un desesperado pidiendo socorro.
Varios de los que escuchan la explicación se echan a reír, mientras
contemplan con expresión burlona al pobre hombre que, sentado en el suelo, abre
mucho la boca para aspirar con ansias el aire que debe faltarle en los pulmones.
Yo siento una profunda lástima por el infeliz, en quien el instinto de conservación
se impuso a sus afanes desesperados de morir. ¿No será algo por el estilo lo que
en estas horas, en estos días mejor, nos está sucediendo a todos?
—¡Hola, Guzmán! Sabíamos que andaba por aquí, aunque no hubiéramos
llegado a verle.
Reconozco en el acto al que nos habla, con quien he ido a tropezar sumido en
meditaciones que nada tienen de agradables. Me sorprende verle allí en las
críticas circunstancias en que nos encontramos.
—¡Hola, doctor! —respondo sincero—. Créame si le digo que siento
encontrarle metido también en esta ratonera.
El doctor Bajo Mateos es un hombre alto, de cierta edad, vestido siempre con
elegancia, de modales educados y corteses. Médico excelente, de sólido prestigio
profesional, sin grandes actividades políticas antes de la guerra ni durante ella, no
ha hecho otra cosa que poner sus conocimientos y su ciencia al servicio de
quienes la necesitaban en estos años de lucha. Muchos heridos deben la vida a su
denodada actuación en toda clase de hospitales; acaso sean más aún los niños que
deban la suy a a los desvelos del doctor como director de Higiene Infantil en los
meses más duros de la contienda.
—¿Ha venido solo?
—No; Encarna está ahí y Paco andaba con Leiva hace diez minutos.
Encarna, su esposa, veinte años más joven que él, no ha cumplido aún los
cuarenta y es mujer guapa, enamorada de su marido, que tiene el gesto nada
común de descuidar su arreglo personal para disimular la diferencia de edad.
Decidida y resuelta, siempre con los pies bien asentados en tierra, constituy e un
auxiliar inapreciable para su marido que muchas veces tiene la cabeza en las
nubes. Está hablando con Esplandiú, pero le deja para hacerlo conmigo.
—¿Por qué habéis venido? —la pregunto—. A Bajo nadie puede quererle mal
porque no ha hecho más que favores.
El doctor sonríe tristemente al escucharme. Está seguro de no haber hecho
daño a nadie de una manera intencionada; pero no lo está de que no hay a quien
esté deseando hacérselo a él. Es difícil tener éxito en ninguna profesión sin
suscitar la envidia y el encono de los fracasados.
—Hay muchos que no le perdonan el triunfo —dice su mujer— y que desean
quedarse con su clientela.
—Y además está Paquito —añade Bajo—. A sus años no podíamos dejar que
se fuera solo.
El hijo, Paco, es un muchacho tan alto como su padre, pese a que aún no ha
cumplido los dieciséis años. Desde los primeros cursos del bachillerato y a se
distinguió por su decidido antifascismo, acentuado en los años de guerra.
Enrolado pese a sus pocos años en algunas columnas, la madre y el padre
hubieron de desvivirse para conseguir sacarlo del cuartel o del frente. De palabra
fácil, ha intervenido en numerosos actos de las Juventudes Libertarias a las que
pertenece.
—Supimos que había salido para Valencia —prosigue el doctor— y vinimos
en su busca.
Paco, al que acompañan Leiva y Buitrago, se acercan en este momento.
Vienen riéndose de algo sorprendente que acaban de contemplar: una larga cola
de hombres y mujeres esperando con ansias que les extiendan sus pasaportes.
—¡Cómo si en esta situación hubiera de servirles de algo…!
Tan absurdo me parece el suceso que supongo que se trata de una broma.
Para convencerme, me invitan Paco y Leiva a ir personalmente a verlo. Tengo
que rendirme a la evidencia. Junto a la pared medio derruida de uno de los
almacenes, treinta o cuarenta personas aguardan. Delante de ellos, en una mesa
improvisada, un hombre, que tiene en el suelo un montón de pasaportes en
blanco, va rellenando uno tras otro con los nombres y datos de quienes desfilan
ante él.
Le reconozco a la primera mirada. Es un conocido militante socialista
madrileño que hasta anteay er desempeñaba el cargo de gobernador civil de
Guadalajara. González Molina, auxiliado por dos camaradas, está extendiendo
pasaportes con una perfecta seriedad. Tras anotar todos los datos, pegar una
fotografía del interesado y hacerle poner sus huellas digitales, entrega los
documentos a quienes se apresuran a guardarlos con todo cuidado.
—¡El siguiente…! ¡De prisa…!
Aunque apenas tarda dos minutos en su tarea, la cola de los que aguardan se
va alargando. Algunos de los que recogen el pasaporte hacen ademán de pagar
algo, pero González Molina les frena en seco.
—Aquí, camarada, no hay que abonar un solo céntimo.
No se trata, aunque pueda parecerlo, de una broma de mal gusto ni mucho
menos de un timo.
—¿Qué quieres que haga? —explica en un breve alto de su labor—. Al salir
de Guadalajara me traje un montón de pasaportes que no me dieron tiempo a
extender a los que querían marcharse. Aquí se los entrego a cuantos me los
piden.
—¿Crees que servirán para algo?
—Seguramente no. Excepto, naturalmente, para que quienes los reciben
consideren más fácil la salida por el simple hecho de tenerlos en sus bolsillos.
Es probable que tenga razón. A juzgar por los gestos y comentarios de los
interesados la tiene. De sobra sabemos todos que lo necesario y urgente es un
medio de transporte y no unos papeles. Pero los pasaportes no hacen daño a
nadie y contribuy en a encender una lucecita de ilusión en algunos espíritus.
El ruido lejano de un avión pone en conmoción al muelle. Todo el mundo le
busca con la mirada y no tarda en encontrarle. Es un aparato grande, que vuela
bajo por encima de la ciudad y parece dirigirse al mar.
—¡Es un avión comercial…!
Lo es. Se trata sin sombra alguna de dudas del avión de la Air France que se
dirige a Marsella. Cruza a escasa altura por encima del muelle abarrotado de
gente, para internarse en el mar. Muchos agitan las manos o los pañuelos en gesto
de amistoso adiós.
—¡Ahí va una de nuestras últimas esperanzas!
Se refiere a Pascual Tomás, que habrá de actuar como emisario de todos
nosotros. Son las once de la mañana. A las tres podrá estar en Marsella.
—¡Ojalá tenga suerte…!
Por mucha que tenga, será difícil que sus gestiones puedan alcanzar éxito con
la rapidez necesaria. Aunque consiguiera nada más llegar, que saliera un barco
en nuestro socorro, el auxilio no nos llegaría hasta mañana a mediodía.
—¿Podremos aguantar tanto?
Es la pregunta que todos hacemos, sin posibilidad de darle una contestación
segura. Desde que llegamos a Alicante y especialmente desde hace catorce o
quince horas que nos metimos en los muelles estamos prácticamente aislados del
mundo exterior. Muchos salen del puerto para buscar algo en cualquier casa de la
ciudad, pero procuran no alejarse, temerosos de que durante su ausencia llegue
un barco que no puedan tomar. Otros están en contacto con los hombres que
guarnecen el castillo de Santa Bárbara o los accesos a la ciudad. Pero son escasas
y confusas las noticias que traen al volver.
—Ni siquiera sabemos dónde están los fascistas en este momento.
La mejor información, aparte de lo que la Comisión Internacional de
Evacuación considera oportuno comunicarnos, procede de las gentes que
continúan afluy endo a Alicante en incontenible oleada. Por ellos sabemos que
ay er día 29, aparte de adueñarse a mediodía de Valencia —de donde hasta la
noche pudieron salir no pocos antifascistas—, el enemigo entró en Ciudad Real,
Cuenca, Jaén y Albacete.
—Albacete lo tomó sin lucha la división Littorio a última hora de la tarde.
Alicante dista 168 kilómetros de Albacete. Nadie ignora que las divisiones
italianas son las mejor motorizadas de todas las fuerzas que luchan en España.
Con sus camiones e incluso con sus tanques ligeros, la Littorio puede cubrir en
cuatro o cinco horas la distancia. Si no están y a en Alicante es porque no quieren.
—¿Qué podemos hacer?
Ni lo sé y o ni lo saben los compañeros de la CNT, ni los republicanos,
socialistas o comunistas con quienes hablo. A todos preocupa por igual el
problema de la posible llegada de las fuerzas enemigas con anterioridad a la
problemática arribada de algún transporte para la muchedumbre apiñada en el
puerto.
—Desgraciadamente —dice el coronel Navarro—, no creo que podamos
hacer nada práctico.
Otros militares profesionales, como Burillo, no se sienten más optimistas. Ni
siquiera los jefes de milicias —hay varios comandantes de cuerpo de ejército y
división entre nosotros— estiman posible una resistencia eficaz.
—¿Ni siquiera defender dos o tres días Alicante para que pueda embarcar la
gente, caso de que hay a barcos?
Mueven la cabeza en gesto negativo. En el puerto, en Alicante y en sus
alrededores puede haber ocho o diez mil soldados, jefes y comisarios que han
luchado durante la guerra en los diversos frentes. A ellos pueden sumárselos otros
cinco o seis mil civiles que se defenderían a la desesperada. Pero ni unos ni otros
podrían conseguir otra cosa que hacerse matar.
—No hay una sola unidad organizada con sus mandos correspondientes y la
dotación necesaria. Tenemos muchas pistolas de los más diversos tipos, pero
nadie lleva encima más de dos o tres cargadores, con lo que no podría hacer
fuego mucho rato. Fusiles y rifles no pasarán de dos mil, con muy escasa
munición. Ametralladoras hay muy pocas y tampoco abundan mucho las
metralletas. Por último, carecemos por completo de tanques pesados, artillería y
aviación.
En estas condiciones no sería posible resistir el ataque a fondo de una sola
división provista de armamento moderno y precedida en su avance por la acción
destructora de la aviación. Acaso se podría soñar con hacer frente durante unas
horas a un ataque por mar. En los montes cercanos y en los cabos que cierran la
bahía existen algunas fortificaciones y un puñado de viejos cañones emplazados
para obstaculizar un desembarco.
—Pero, aparte de que esos fortines deben estar totalmente abandonados a
estas horas, los italianos avanzan por tierra.
No cabe, pues, hacerse ilusiones de ninguna clase. Duraremos lo que el
enemigo tarde en atacarnos. Una muchedumbre desorganizada, desmoralizada,
concentrada en unos muelles que no ofrecen resguardo posible contra los
bombardeos de la aviación o la artillería no puede triunfar en ninguno de los
casos. Podrá, como máximo, dejarse matar en un gigantesco holocausto, en una
Numancia sin murallas, pero nada más.
—Sólo nos queda esperar.
Esperar sin muchas esperanzas, que es peor que una desesperanza completa.
Pasado el momentáneo alivio de la ilusión de los barcos franceses, insinuada por
la Comisión de Evacuación y la marcha de Pascual Tomás en busca de socorros,
que en el mejor de los casos llegarán tarde, la tensión y el pesimismo aumentan
por momentos. A empeorar la situación vienen en estos momentos unos aviones
fantasmas.
—¡Escuchad, escuchad…! Me parece ruido de aparatos …
Escuchamos un momento, pero no oímos nada, pese a que hay a nuestro
alrededor quienes afirman oír claramente el ruido de unos motores. De ser
aviones deben ir muy altos, ocultos entre las nubes. Tampoco acertamos a verlos,
aunque no falta quien asegura a gritos:
—¡Son cuatro aparatos de bombardeo! ¡Los he visto cuando se escondían tras
aquella nube!
Es probable que los bombardeos no existan fuera de unas imaginaciones
exaltadas por lo trágico de nuestra situación. Pero no por irreales producen
menor efecto desmoralizador en algunos espíritus.
—¡Aquí no hay donde meterse! Si empezasen a bombardear…
No cabe duda de que unas bombas producirían en el muelle una espantosa
carnicería. Estamos ahora tan apretados unos contra otros, porque cada vez hay
más gente, que para escapar alguno tendrían que tirarse al agua varios millares.
—Tenemos unos botes de lentejas. ¿Por qué no comes algo?
Un poco maquinalmente, como medio bote; aunque he de hacerlo sin pan y
las lentejas no están muy apetitosas, caen bien en el estómago medio vacío.
Formamos cola ante una de las bocas de riego para beber un poco de agua,
cuando de nuevo se agitan las gentes entre esperanzadas e inquietas.
—¡Acaban de entrar los de la Comisión de Evacuación!
No sabemos a lo que vienen, pero en cualquier caso tiene que ser algo
importante. Los que componen la junta improvisada en Alicante treinta horas
antes se reúnen con ellos en el local acostumbrado, mientras fuera esperan con
ansia muchos miles de personas. A la una de la tarde salen los cónsules. Con ellos
van el coronel Burillo y Carlos Rubiera. Minutos después corre por todo el muelle
la noticia de lo que ocurre.
—Los italianos están a las puertas de Alicante y quieren llegar a un acuerdo
con nosotros.
—¿Acuerdo en qué?
—En que les dejemos entrar sin lucha en Alicante a cambio de que ellos nos
garanticen que podremos continuar en el puerto hasta que vengan los barcos.
La proposición me parece inverosímil, pese a que sean muchos los que
insisten en su veracidad. Los militantes más destacados de los distintos partidos
celebran aquí y allá rápidos cambios de impresiones en espera del regreso de
Rubiera y Burillo, dando instrucciones a sus respectivos delegados. Una may oría
es partidaria de aceptar, siempre que se nos den garantías.
—¡Cuidado! No olvidéis el acuerdo de los vascos con los italianos en Santoña
y lo que les sucedió.
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Retrasar como sea la entrada de los italianos, que deben tener pocas ganas
de combatir. En el peor de los casos, ganaremos unas horas.
A los diez minutos vuelven Burillo y Rubiera para comunicar lo que acaban
de saber. Parece que en el consulado francés han hablado con dos oficiales
italianos que les han hecho una propuesta en firme: convertir el puerto en zona
neutral internacional, que la división Littorio respetaría hasta que pudiéramos ser
evacuados cuantos en ella nos encontramos.
—La respuesta debemos dársela cuanto antes al propio general Gambara,
que espera a las puertas de la ciudad.
Socialistas, republicanos y militares aceptan sin vacilaciones. Comunistas,
cenetistas y juventudes exigen un mínimo de garantías de que podremos
permanecer en el puerto el tiempo preciso para que lleguen los barcos que deben
estar en camino.
—En cualquier caso —añaden— conservaremos las armas de que
disponemos y los italianos se comprometerán a no atacar el puerto en ningún
momento ni circunstancia.
Vuelven a salir del muelle los dos delegados de antes, que en la plaza de
Joaquín Dicenta suben a un coche grande sobre cuy a parte delantera colocan una
bandera blanca. Entre los ocupantes del muelle el nerviosismo alcanza un punto
álgido. Por doquier estallan discusiones.
—La propuesta de los italianos demuestra que les interesa que nos larguemos.
—¡No seas iluso! Si somos tan tontos como para dejarles ocupar el castillo…
Las opiniones están más divididas que nunca. Para unos la moderación de la
Littorio tiene que deberse a una gestión de Francia e Inglaterra para garantizarnos
la salida. Para los más, se trata de una trampa que nos tienden y en la que
estamos a punto de caer.
—Si no entran en el puerto hasta que vengan los barcos…
—Entrarán cuando les parezca y nos cojan más desprevenidos.
El loco de la farola, callado durante cerca de una hora, acaso para coger
fuerzas, vuelve a gritar con renovados bríos.
—¡Nos matarán a todos, camaradas…! Fusilarán a los hombres, y a las
mujeres…
Muchos se indignan al escucharlo.
—¡Lo único que nos faltaba! Habrá que hacerle callar como sea.
—El loco por la pena es cuerdo.
Sin hacer caso de gritos ni amenazas, probablemente sin oírlas siquiera, el tipo
sigue con su cantinela, repitiendo incansables sus catastróficos augurios.
—¿No creéis que convendría tomar precauciones por si no llegamos a un
acuerdo?
—Acaso fuera más preciso si llegamos a él. Yo no me fío de los macarronis.
Nadie se fía poco ni mucho de los italianos, aunque las circunstancias nos
obliguen a aceptar su propuesta.
En este punto concreto existe absoluta unanimidad. Como también en las
medidas a tomar inmediatamente.
—Hay que formar una barricada con los coches y los sacos para obstruir el
paseo y asegurar la comunicación entre el puerto y el castillo.
No es preciso dar una orden en este sentido por los distintos partidos y
organizaciones para que millares de voluntarios pongan manos a la obra. Con los
centenares de camiones y coches abandonados a la entrada del puerto, en la
plaza de Dicenta y en el paseo de la play a se forman dos barricadas paralelas,
separadas por un centenar de metros que aseguren la comunicación entre la
entrada del muelle y las abruptas pendientes del monte de Santa Bárbara. Los
sacos de lentejas amontonados en el centro del muelle son transportados con
rapidez increíble a la entrada. Avanzando sobre la plaza se forma con ellos,
utilizándolos a modo de sacos terreros, un alto parapeto con troneras para
disparar. Empotrados materialmente en él quedan los blindados ligeros traídos por
los del SIM y unos grupos de guerrilleros, con sus ametralladoras emplazadas en
forma que puedan disparar sin dejar ángulos muertos. A las tres de la tarde,
cuando la obra está prácticamente terminada, vuelven los comisionados.
—Éxito completo. Están conformes con todo —dice uno de los cónsules que
viene acompañándoles.
Unos pocos lo creen y dejan traslucir su contento. En general, la gente no
acaba de creérselo y guarda un expectante silencio. No le faltan razones, como
comprueba cuando, luego de marcharse el cónsul, empiezan a circular detalles
de lo acordado. Aparentemente no difieren mucho de lo esperado, pero todas las
modificaciones introducidas hacen más precaria aún nuestra situación.
—Desde luego, el puerto será declarado zona neutral, donde podamos esperar
sin ser molestados el tiempo preciso para que lleguen los barcos. Pero…
Las fuerzas italianas ocuparán sin resistencia alguna Alicante, incluidos los
dos castillos de San Fernando y Santa Bárbara, así como los fortines que pueda
haber en la costa, haciéndose cargo de los faros que lucirán esta misma noche
con toda su potencia para facilitar la navegación. Además, y como celebración
de la toma de la ciudad, desfilarán antes de anochecer por algunas de las calles
céntricas y especialmente por el paseo de los Mártires, castigando severamente
y en el acto cualquier conato de hostilidad contra ellas.
—Habrá que tener mucho cuidado para que cualquier loco no le de gusto al
dedo, echándolo todo a rodar.
A muchos no les agrada este desfile que parece una provocación. Menos aún
la ocupación del castillo de Santa Bárbara, alzado casi verticalmente ciento
setenta metros sobre el puerto y desde el que unas simples ametralladoras no
dejarían persona viva en los muelles en menos de diez minutos. ¿No puede
tratarse de una artimaña para acabar con nosotros con toda impunidad?
—¡Ni pensarlo! Por múltiples y variadas razones, a los italianos no los
conviene aparecer a los ojos del mundo como chacales implacables.
En realidad, y según impresiones recibidas por los cónsules, todo el mundo
parece interesado en que salgamos de España.
—Fusilar diez o doce mil personas de las que están en el puerto sería un
comienzo deplorable para un régimen nuevo y la peor propaganda ante el mundo
civilizado. Es preferible dejar que nos vay amos.
Me gustaría creerlo, pero no puedo. En cualquier caso es inútil enfrascarse
ahora en discusiones que nada pueden remediar. A la fuerza hemos de confiar en
la buena fe de los italianos. Para disipar nuestras dudas los que se han
entrevistado con él afirman:
—El general Gambara ha empeñado su palabra de honor.
No habrá obstáculos para que pueda entrar y salir del puerto quien lo desee,
sin que las fuerzas italianas intervengan para nada. También podrán salir y entrar
nuestros delegados y los miembros de la Comisión Internacional de Evacuación
seguirán trabajando, incluso recibiendo toda clase de facilidades con respecto a
las comunicaciones por teléfono o radio.
Queda otro punto en el aire: los barcos. No se sabe nada del resultado de las
gestiones de Pascual Tomás, que apenas habrá llegado en estos momentos a
Marsella. Tampoco de los dos buques que anoche dieron media vuelta antes de
entrar en el puerto. Se estaba tratando de localizarles por radio para que volviesen
a Alicante.
—Pero hay algo más concreto y categórico: que el gobierno francés está
dispuesto a garantizar la evacuación, aunque sea con sus barcos de guerra.
Es una buena noticia, que por desgracia no encuentra muchos crey entes en el
muelle. Son tantas las promesas olvidadas, los anuncios no transformados en
hechos que aquél nos parece uno más, probablemente tan falto de fundamento
serio como los precedentes. En cualquier caso, tendremos que esperar, porque no
tenemos otro remedio.
—¡No creáis a nadie…! Estamos solos… ¡Todo el mundo nos traiciona…!
El loco de la farola continúa gritando, aunque cada vez con menos fuerza.
Avanza con lentitud la tarde. Unos hombres retiran las dos barreras formadas por
coches en el paseo de los Mártires por un lado y en los acceso a la play a por otro.
Grupos nutridos transportan los últimos sacos para completar la barricada de la
plaza de Dicenta, dejando unos portillos por donde se pueda entrar y salir.
—¡Mucho cuidado ahora! Se acercan los italianos…
De grupo en grupo circulan órdenes nerviosas para que nadie se deje llevar
por los nervios y cometa una tontería que tendría para todos las más desastrosas
consecuencias. Se vigila de cerca a los más exaltados y se advierte que las
primeras víctimas de cualquier agresión serían las tres o cuatro mil mujeres que
están entre nosotros.
—Ninguno tiene derecho a poner en grave riesgo sus vidas.
De pie en el borde del agua, clavados los ojos en la lejanía, vemos surgir los
primeros italianos. Aparecen al fondo, al otro extremo del puerto, avanzando por
el parque de Canalejas. Delante van unos motoristas; a continuación, muy
espaciadas entre sí, varias tanquetas. Treinta o cuarenta metros detrás, camiones
cargados de hombres. Cerrando el cortejo, un par de batallones en formación de
desfile. Van despacio, mirando recelosos hacia el muelle que ocupamos. Las
ametralladoras de las tanquetas no dejan un segundo de apuntarnos.
Se ha hecho un silencio impresionante. Oímos perfectamente el ruido de las
motos, de las tanquetas y de los camiones; incluso llegan hasta nosotros algunos
gritos de mando por encima de las aguas del puerto. En torno nuestro hay
muchos hombres pálidos, con los puños apretados con fuerza, mordiéndose los
labios para no gritar. No pocas mujeres lloran con el rostro oculto entre las
manos. Una chica joven chilla y se revuelca en el suelo, presa de un ataque de
histeria.
—¡Italianos, maricones! —masculla uno.
—¡Guadalajara, Guadalajara…! —grita otro, sin poderse contener.
—¡Lo que daría por estar otra vez en Brihuega! —gruñe un tercero.
Se produce un pequeño revuelo en el extremo del muelle y un muchacho cae
al agua. Parece que, cegado por la rabia, se abrió paso a codazos empuñando una
pistola que pretendía disparar. Alguien se lo impidió, empujándole. El muchacho,
que no debe saber nadar, manotea en el agua. Dos hombres se tiran por él y le
empujan hacia el borde del muelle y le sacan con ay uda de los que están más
próximos.
Prosigue el desfile de una parte de la división Littorio. Las motos, las
tanquetas y los camiones aceleran un poco su marcha pasado el Club de Regatas
y se distancian de la infantería que les sigue. Tras recorrer todo el paseo de los
Mártires, atraviesan la plaza de Dicenta rozando algunos la barricada formada
por los sacos de lentejas y continúan por la carretera de Valencia, bordeando el
monte de Santa Bárbara.
Los batallones de infantería realizan un recorrido más corto. A toque de
corneta, hacen un breve alto en el centro del paseo, girando a la derecha para
descansar unos minutos dando vista al puerto. Luego otro toque de clarín les hace
ponerse firmes, dar media vuelta a la izquierda y continúan su desfile, dando la
espalda al mar para ascender formados por la Rambla.
—¡Terminó la exhibición y el desfile! ¿Y ahora, qué?
Nadie sabe lo que vendrá después, aunque pocos esperan que pueda ser más
agradable que lo pasado. El desfile de las fuerzas italianas —¡precisamente
italianas!— ha acentuado la rabia y depresión de todos. Tratando de animar a la
gente, algunos señalan el hecho cierto de que las fuerzas de la división Littorio se
han atenido escrupulosamente a lo convenido, sin pretender entrar en el puerto ni
hacer el menor gesto de agresión contra los que nos encontramos en él.
—Ni siquiera han dejado vigilancia a la vista.
Pero no hace falta verlos para saber que están allí, a unos centenares de
metros y que con sus armas nos han colocado, como dicen los ingleses, « entre el
diablo y el mar profundo» . Si antes nuestra situación era mala, ahora es
francamente desesperada.
—¿Crees que nos salvaremos?
—Temo mucho que no.
Es la opinión general. Confirmándolo dramáticamente, oigo un disparo cerca
y veo a la gente apartarse un poco, mientras otros acuden atraídos por la
detonación. Imito instintivamente a estos últimos. Tendido en el suelo, con la
cabeza destrozada por un balazo, está un hombre con aspecto de campesino y el
pelo blanco. Un individuo, médico sin duda, se inclina sobre él y se vuelve a
incorporar moviendo apenado la cabeza.
—Nada que hacer. Está muerto.
Una mujer comenta a mi lado.
—Estaba solo sentado en el suelo, sin hablar con nadie. De pronto sacó la
pistola y se pegó un tiro.
—No es el primero —contesta otra—. Hace cinco minutos se mató otro junto
al muro.
—¡Acabaremos matándonos todos! —dice con aire fatalista la mujer que
habló primero.
Yo también lo pienso. La resistencia humana tiene un límite, pasado el cual
nadie puede predecir lo que hará. ¿Hemos llegado a ese límite? Probablemente.
—Lo único asombroso es que la gente hay a aguantado tanto.
Anochece y a cuando por el muelle se propaga con la rapidez acostumbrada
la misma noticia de otras veces: la llegada inminente de un barco. Me encojo de
hombros cuando me lo dicen. Desde que llegué a Valencia, hace y a cerca de
cuarenta y ocho horas, no he oído otra cosa y sigo sin ver entrar en el puerto
ninguna de las embarcaciones anunciadas. Me figuro que ahora sucederá lo
mismo. Tan escarmentados como y o, cuantos me rodean se niegan a concederla
el menor crédito.
—¡Ya está bien de bulos y mentiras…!
Pero Esplandiú, que, inquieto y desasosegado, anda de aquí para allá,
acercándose a todos los grupos e interviniendo en todas las conversaciones, llega
al poco rato con una afirmación sorprendente:
—Ahora va de veras. Se trata de un crucero francés.
Molesto por nuestro gesto de incredulidad, añade rápido algunos detalles. No
se trata de ningún rumor sin fundamento, sino de una promesa hecha por el
cónsul francés en nombre de su gobierno. Se sabe el nombre del crucero y la
hora aproximada en que llegará. Incluso ahora mismo se ha ordenado desalojar
la parte del muelle en que atracará, aunque no hará su entrada hasta las doce y
media de la noche.
—Antona y Mancebo quieren que vay as a verlos cuanto antes. No me
dijeron para qué, pero me lo imagino sin dificultad: incluirte en la lista de los
primeros que embarquen.
No estoy tan seguro como Esplandiú, entre otras razones porque no me creo
lo del crucero, y se lo digo. No obstante, acudo al sitio en que se encuentran.
Cerca de la entrada del muelle, al lado del edificio donde siguen reuniéndose los
delegados que se mantienen en contacto con la Comisión de Evacuación, acampa
un grupo numeroso de militantes destacados. Son en definitiva y por los cargos
ocupados últimamente quienes dentro del puerto controlan la organización.
—¿Qué hay de ese camelo del crucero francés?
—Que es cierto. Francia no quiere ser menos que Inglaterra y, aunque un
poco tarde, hará como mínimo lo mismo que ella.
—¿Es que Inglaterra mandará también un barco de guerra?
—Lo ha mandado y a. Hace tres horas salió de Gandía llevándose a todos los
que había en el puerto. Empezando por el Consejo Nacional de Defensa.
Aquello es tan nuevo como inesperado para mí y no puedo contener una
exclamación de sorpresa. Con asombro lindante con el estupor oigo lo que los
cónsules han comunicado hace un rato a nuestros delegados. Un crucero inglés
llamado Galatea entró esta mañana en el puerto de Gandía, donde había cerca de
doscientas personas esperando en situación parecida a la nuestra.
—Iba a recoger al Consejo Nacional de Defensa y acabó embarcando a
todos.
Aunque los cónsules no conocían los nombres de todos los embarcados sí
sabían que entre ellos estaban el coronel Casado, el general Menéndez y los
consejeros Wenceslao Carrillo, Eduardo Val, Miguel San Andrés y José del Río.
Cabe suponer que también se hay an ido todos sus acompañantes de los últimos
días; incluso algunos compañeros por cuy a suerte estábamos bastante
preocupados. Manuel Amil me pregunta, refiriéndose a ellos:
—¿Comprendes ahora por qué se quedaron con gesto heroico en Valencia,
mientras nos largaban a todos a Alicante?
Lo comprendo y me duele. La satisfacción personal de saber que están a
salvo tiene la amarga contrapartida de su conducta con muchos que difícilmente
escaparán con vida de la situación en que se encuentran. Recuerdo
inevitablemente mi alusión burlona al capitán Araña cuando me despedía de
ellos.
—Al final resultaron auténticos capitanes Araña. Con la única diferencia que
fueron ellos quien se embarcaron, dejándonos a los demás en tierra.
Pero no es cosa de perder el tiempo en lamentaciones inútiles y menos
cuando ignoramos si tienen justificación y excusa los que fueron a Gandía,
seguros de encontrar salida en tanto mandaban a la may oría de la gente hacia
Alicante.
—Lo importante es, aparte de que llegue de verdad el crucero francés, las
personas que podrán embarcar, los puestos que corresponda a la organización y
quiénes deben tener preferencia en el embarque.
Al hablar así, Mancebo plantea sin rodeos inútiles todas las dificultades de la
nueva situación. Como parece que el buque francés no podrá llevarse arriba de
150 personas, esto significa que menos de una centésima parte de los que
estamos en el puerto podrá subir al crucero.
—O, dicho en otras palabras, que por cada uno que se salve, habrá cien que
tendrán que resignarse a lo peor.
Aunque todavía se está discutiendo el reparto de plazas, lo más probable es
que se hagan con ellas cuatro grupos numéricamente equivalentes. Uno para
republicanos, masones y militares profesionales; otro para UGT y socialistas; un
tercero para comunistas, y el cuarto para la CNT.
—Dispondremos como máximo de treinta y cinco a cuarenta plazas, una
quincena de las cuales será forzoso reservar para la FAI y Juventudes Libertarias,
con lo que apenas llegarán a veinticinco aquellas de que disponga la organización
sindical propiamente dicha.
Juzgando por las listas que se hicieron la víspera por la mañana y los
compañeros que después han ido llegando, en el puerto hay en estos momentos
siete u ocho mil confederales, militantes en su casi totalidad. No dispondremos,
por tanto, de un puesto para cada cien, sino de uno por cada doscientos cincuenta
o trescientos cenetistas. Habrá que elegir con exquisito cuidado y honestidad, a
sabiendas de que quienes no sean incluidos se considerarán víctimas de una
terrible injusticia.
—Lo primero que debemos determinar es el criterio a seguir. Concretamente,
¿debemos seleccionar a los militantes que por sus conocimientos, prestigio,
facilidad de palabra o pluma puedan ser más útiles a las ideas fuera de España, o
a aquellos que por los cargos ocupados o por lo que en ellos tuvieran que hacer
sean más odiados por el fascismo y no tengan posibilidad alguna de salvar la
cabeza, caso de caer en sus manos?
Se dividen las opiniones desde el primer instante y se discute con
acaloramiento lógico. Es natural que los que defienden la preferencia hacia un
grupo sean en casi todos los casos quienes se consideran incluidos en él, aunque
no aboguen en beneficio propio, sino de aquellos que les auxiliaron y secundaron.
También que sus contradictores les echen en cara en el calor de la discusión que
lo único que pretenden es ser elegidos personalmente.
—Para evitar suspicacias —decide Mancebo—, y o no aceptaré, aunque
resultase elegido, marchar en el crucero. ¿No estáis seguros de que vendrán otros
barcos esta misma noche? Pues aguardaré al segundo o al tercero.
Es un gesto por su parte, y a que por haber actuado en organismos policíacos
y judiciales sabe de sobra la suerte que le espera de no poder embarcar.
Siguiendo su ejemplo, otros militantes que nada han tenido que ver con la
represión, facilitan en lo posible la selección, eliminándose voluntariamente de
ella.
—Si viene otro barco, saldremos. Si no viene, mala suerte.
Pese a muchas exclusiones voluntarias de militantes conocidos que quieren
facilitar la tarea de los encargados de confeccionar las listas de embarque, la
tarea resulta difícil, larga, desagradable e incluso peligrosa. Impera la creencia
general de que el crucero francés no será tan sólo el primer barco que entre en
Alicante, sino el único. Muchos consideran que constituy e la última esperanza y
que no embarcar equivale a una sentencia de muerte. Todos pueden tener
derecho a tomarlo, pero forzosamente tendrán que quedarse fuera más del
noventa y nueve por ciento.
La redacción de las listas dura horas enteras; sobre quienes las ultiman
llueven peticiones, súplicas, argumentos más o menos sólidos y veraces e incluso
amenazas. Individuos aislados creen justificar su mejor derecho contando hechos
increíbles, hazañas portentosas en campo enemigo y hasta monstruosidades
propias de un cerebro enfermizo. Inventan impulsados por el pánico y la
desesperación.
—Aun sabiendo que todo es mentira, dan ganas de vomitar al oírlos.
En todos los sectores pasa lo mismo. Espoleada su imaginación por el deseo
de conseguir plaza en el que puede ser el último barco, son muchos los que se
proclaman a voces héroes o bárbaros. Cuando tropiezan con la rotunda
incredulidad de quienes les escuchan y no pocas veces les conocen, montan en
cólera y amenazan:
—Pues si y o no subo, no embarca nadie.
Se trata generalmente de un simple desahogo verbal, pero que repetido mil
veces crea en el muelle un clima áspero de discusiones, rencillas y
enfrentamientos. A las diez de la noche se ha despejado por completo una parte
del muelle cercana a la bocana, en las proximidades del faro. A ciento cincuenta
metros de distancia se levanta una especie de barricada para mantener alejados
a los que no hay an de embarcar en el primer buque.
Un estrecho portillo permite el paso a la zona acotada. Representantes de las
diversas organizaciones, con las listas confeccionadas en la mano, comprueban la
identidad de los que figuran en ellas para que entren con sus respectivos
equipajes. Vigilan la barricada unos grupos de guerrilleros, policías y soldados.
Todos los designados tienen que estar a las doce menos cinco en la parte del
muelle acotada. Cuando a las once y cuarto empiezan a dirigirse hacia allá en
grupos se producen algunos alborotos porque varios replican airados a los siseos o
insultos de quienes se consideran injustamente preteridos. Por fortuna, la sensatez
y serenidad de la inmensa may oría hace entrar en razón sin grandes violencias a
los perturbadores.
Yo no estoy desde luego entre los que se van. Como no lo están otros
periodistas confederales: Mariano Aldabe, Félix Paredes, Aselo Plaza o
Nobruzán. Nos gustaría poder embarcar, pero, conscientes de la imposibilidad
material de hacerlo todos, felicitamos con sincera efusión a los que han tenido
más suerte. No sólo a compañeros como Antona, Gallego, Amil, Villar y López,
sino a socialistas e incluso algún comunista. Si entre éstos se encuentran Etelvino
Vega, Navarro Ballesteros y Burillo, entre aquéllos figuran Rubiera, Zabalza,
Henche, Pedrero, Antonio Pérez y Acero.
Cuando han pasado casi todos, quedo un rato no lejos de la barricada, en un
lugar oscuro hundido en mis pensamientos. Sin reparar en mí o no importándoles
mi presencia, oigo hablar a un grupo de los que han recibido órdenes de proteger
la zona acotada. Están planeando asaltar el barco tan pronto como atraque al
muelle. Cuentan para ello con las metralletas y las bombas de mano.
—Por las buenas o las malas, seremos los primeros en embarcar.
Mancebo, que ha estado con las listas en la mano comprobando la identidad
de los que aparecen en ellas, vuelve hacia la parte central del muelle una vez
terminada su misión. Caminamos juntos y vamos unos minutos sin hablar. Al
final quiere conocer mi impresión. Recordando lo oído poco antes y pensando en
la tragedia que puedan provocar un grupo de desesperados, respondo, sincero:
—Acaso fuera lo mejor que ese crucero no llegase a entrar en el puerto.
IV

VIERNES, 31 DE MARZO

Son pocos los que duermen a la una de la madrugada. Aunque estamos


agotados por la interminable espera y los nervios de muchos no parecen capaces
de aguantar más, una may oría lucha por mantener los ojos abiertos. El crucero
francés debe llegar a las doce y media y las gentes se encaraman al muro del
rompeolas o clavan la mirada en la bocana del puerto, impacientes por verle
aparecer. Incluso pasados cuarenta minutos de la hora indicada seguimos
esperando, acaso porque y a no somos capaces de hacer otra cosa.
El loco de la farola lleva unas horas callado. Es un alivio, porque su monótona
letanía crispaba los nervios de quienes le escuchaban. No sé si le obligaron a
bajar a la fuerza, bajó porque se le agotaron las fuerzas o se suicidó tirándose de
cabeza. Cualquier cosa es posible y ninguna me sorprendería mucho. Ha habido
y a siete u ocho suicidios y probablemente habrá muchos más cuando amanezca
si continuamos en la misma situación. Tampoco escasean los ataques de histeria,
los enfermos repentinamente agravados y algunos cuy o corazón es incapaz de
soportar una tensión tan dramática y prolongada.
Nadie habla de ellos, quizá porque la sensación del peligro propio insensibiliza
de los dolores o tragedias ajenas. Ay er sacaron a bastantes en camillas para ser
atendidos fuera; desde que por la tarde entraron los italianos, enfermos y muertos
se quedan entre nosotros. Como máximo, familiares o amigos les recogen del
suelo para llevarlos a un improvisado hospital o enfermería atendidos por
médicos y enfermeros que generalmente pueden hacer muy poco.
Para combatir el frío de la noche, sorprendente en Alicante a finales de
marzo, arden en los muelles numerosas hogueras. En torno a ellos, la gente,
sentada, con los ojos medio cerrados fijos en el fuego y generalmente sin ganas
de hablar. Envueltos en mantas y capotes, no pocos tumbados, simulan dormir y
algunos lo hacen en efecto; la may oría, sin embargo, vela con los ojos cerrados
concentrada en sus meditaciones.
Al otro lado de la dársena exterior, en la zona acotada, podemos ver a los
ciento cincuenta seleccionados para embarcar. Están mucho más inquietos y
nerviosos que nosotros. Han encendido un par de pequeñas hogueras, pero no
tienen calma para permanecer sentados en torno suy o. Se mueven de aquí para
allá, y endo hasta el pequeño faro de la bocana, asomándose por encima del
muro del rompeolas para mirar al mar, formando y deshaciendo grupitos que
conversan o discuten.
—¡Creo que y a viene!
A la una y media de la madrugada, el muelle entra en convulsión. Quienes
esperan en el muro anuncian la aproximación de varios barcos. Los que estamos
sentados nos incorporamos y los que aparentan dormir nos imitan. Todos
esperamos la entrada inmediata del crucero francés que se retrasa, ignoramos
por qué causas.
—¡No es un barco solo, sino varios!
Consigo llegar al muro y encaramarme en él. El cuadro que entonces
aparece a mi vista difiere bastante del esperado. A diferencia de la noche
anterior, no hay ningún barco que se acerque en línea recta al puerto con las
luces escondidas disponiéndose a entrar, pero a dos o tres millas de distancia,
bastante separados entre sí, vemos las luces de posición de siete u ocho
embarcaciones; unas inmóviles y otras que parecen dar vueltas entre los cabos
que limitan la bahía.
—No lo entiendo. Llevan así quince o veinte minutos.
Yo tampoco lo entiendo. Los buques no parecen tener intención de alejarse
siguiendo un rumbo determinado ni por el contrario decidirse a entrar en el
puerto. Caben muchas y distintas explicaciones que discuten con el natural
acaloramiento quienes de lejos presencian sus extrañas maniobras. Para unos, el
Canarias está al habla con el crucero francés para disuadirle de que entre en el
puerto. Para otros, el buque galo aguarda que se le unan los barcos de transporte
de la Mid-Atlantic para penetrar todos juntos y realizar de una vez la evacuación.
La verdad puede ser cualquiera, pero lo efectivo es que pasa media hora y todo
sigue lo mismo.
Pero si las luces de los barcos continúan con sus sorprendentes andanzas a un
par de millas del puerto, en el muelle el clima se enrarece por momentos y a
cada segundo aumenta la irritación y la desesperanza.
—¿A qué esperan para entrar?
—A que nos muramos de viejos.
—No es de viejos precisamente de lo que vamos a morir.
A las dos de la mañana tres barcos parecen decidirse. Abandonan sus vueltas
y revueltas para dirigirse a la costa. En un principio dudamos de que sea así. A los
pocos minutos, no puede caber la menor duda. Entre sus luces y las de otras
cuatro o cinco embarcaciones que no se han movido, media y a una distancia de
más de una milla y continúan aproximándose.
—¡Ya era hora que se decidieran!
De los tres buques, uno, más largo y estrecho que los otros, avanza en cabeza,
con may or velocidad. Los otros dos, más anchos y posiblemente más pesados, se
rezagan, marchando con may or lentitud. Yo no acierto a distinguirlos bien. Hay
quien tiene mejor vista y conoce mejor la silueta de toda clase de
embarcaciones.
—El que viene delante es un barco de guerra, posiblemente un destructor. Los
otros dos son buques de carga.
Importa poco que sea un destructor en lugar de un crucero, si se decide a
entrar y puede llevarse a los que aguardan en la zona acotada. Especialmente si
lo acompañan dos mercantes que recojan a la may oría de los que
permanecemos en el muelle.
—Aunque tengamos que ir hacinados en las bodegas o de pie en la cubierta.
Durante unos minutos en el puerto, vuelve a reinar el optimismo y la
esperanza. No sólo en la zona acotada, sino en todo él las gentes se llaman a gritos
o preparan sus equipajes para subir a bordo con la may or rapidez posible. Yo no
acabo de creérmelo porque tengo vivo en la mente lo sucedido veinticuatro horas
antes.
—Un nuevo chasco sería catastrófico.
El chasco se produce en forma semejante a la noche anterior. El supuesto
crucero o destructor francés que marcha en cabeza, llegando a trescientos
metros del rompeolas, para sus máquinas, primero, y da marcha atrás después.
Lo mismo hacen los dos mercantes que le siguen. La única diferencia es que
ahora no se alejan hasta perderse de vista en el horizonte, sino que se limitan a
regresar al punto en que se encontraban minutos antes.
—¡Qué me aspen si lo entiendo! ¡Esto es y a para morirse…!
Es terrible la decepción general. Si a muchos no los quedan fuerzas ni para
expresar su rabia, son más los que parecen haberse vuelto locos. El muelle entero
estalla en gritos y maldiciones. Aunque todavía quedan algunos optimistas
delirantes, la may oría acusa el nuevo y terrible mazazo. De poco sirve que hay a
barcos supuestamente amigos en las inmediaciones, si ninguno se decide a entrar.
—Están jugando con nosotros como el gato con el ratón. Y el final inevitable
es que el ratón acaba devorado.
Abandono el muro donde siguen muchos con los ojos clavados en las luces
lejanas en espera aún de que algunas de las embarcaciones acudan en nuestra
ay uda. Siento la angustia no sólo de mi propia situación, sino la de tantos millares
de personas que parecen condenadas a un trágico final.
—En cierto modo y manera —digo a Mancebo, que, tan deprimido como y o,
viene a sentarse a mi lado—, acaso sea un bien acabar cuanto antes. ¿No sería
una vergüenza insoportable seguir vivo cuando tantas cosas perecen a nuestro
alrededor?
—¿También tú piensas en el suicidio? —afirma, más que pregunta.
Muevo la cabeza en gesto negativo. No soy partidario del suicidio ni siquiera
en circunstancias tan extremas como las que atravesamos. Puede ser en
determinados casos una solución de tipo personal, pero nada más. Hablo de la
probable muerte que a todos nos amenaza en este lugar y momento y que hay
instantes que miro sin el menor temor, como corolario lógico de la derrota para
quienes no preparamos anticipadamente la fuga y estuvimos en nuestros puestos
hasta el último segundo.
—A mí tampoco me asusta —responde Mancebo—. Lo prueba que,
perfectamente enterado de la situación, tuve cien veces ocasiones y medios para
huir y preferí seguir en mi puesto. Únicamente me dolería no morir como un
revolucionario.
—¿En lucha abierta con el enemigo y manejando el fusil o la pistola?
—Así. O ejecutado, como tantos anarquistas que murieron en el curso de la
historia: con la cabeza muy alta y pregonando frente a sus verdugos la fe en el
ideal. Pero…
—¿Qué? —lo animo a seguir, sin acabar de comprender dónde quiere ir a
parar.
—Eso constituy e hoy un sueño para mí. Durante toda mi vida he tenido la
convicción de morir de esta forma, orgulloso de mi labor, escupiendo mi
desprecio a los jueces burgueses que me condenasen. Sin embargo…
Hace una pausa como si le costara trabajo decir lo que tiene en los labios.
Tras ligera vacilación, añade:
—La revolución no se hace con agua de rosas. Tiene, como obligada
contrapartida de su grandeza idealista, una parte fea y sucia que alguien tiene que
realizar. Para defenderla de sus enemigos es preciso mancharse las manos. En
nuestro caso, he tenido que manchármelas y o. Mi papel era menos heroico del
que peleaba en las trincheras y menos brillante del que hablaba en las tribunas;
pero tan necesario como el primero y más eficaz que el segundo. ¿Comprendes
lo que quiero decir?
Lo comprendo y siento un íntimo escozor. No sé quién dijo que en la
confesión todos buscan un cirineo sobre cuy os hombros arrojar parte del peso de
su cruz. Con sólo unas palabras, Benigno Mancebo me ha hecho comprender que
hay cargas infinitamente más pesadas que las que a otros parecen y a
insoportables; que la vida, con valer tanto, puede ser el mínimo que la revolución
nos exija sacrificarla.
—Nosotros nos vamos. Es probable que nos maten. Pero preferimos morir
luchando en campo abierto a dejarnos exterminar aquí como ratas acorraladas.
Un grupo de militantes, jóvenes y decididos, han resuelto salir del puerto y de
Alicante antes del amanecer. Son en su may oría campesinos aragoneses y
castellanos. Conocen bien las montañas y se han infiltrado muchas veces a
espaldas de las líneas enemigas. La empresa que ahora se proponen tiene mucho
de desesperada. Quieren internarse en tierra con rapidez, ganar el macizo ibérico
y subir por él hasta las estribaciones pirenaicas.
—Son cuatrocientos o quinientos kilómetros y es posible que no lleguemos tan
lejos. De cualquier manera, vale la pena intentarlo.
Nos gustaría acompañarles, pero seríamos un obstáculo y no una ay uda para
ellos. Se necesitan unas piernas de hierro y un entrenamiento adecuado para
realizar marchas diarias de cuarenta o cincuenta kilómetros, con el equipaje a
cuestas, generalmente de noche y por intrincados vericuetos. Les deseamos
suerte, que es lo único que podemos hacer.
A las seis de la mañana se produce en el puerto una nueva conmoción. Los
que siguen vigilando en el rompeolas anuncian a gritos la aproximación de un
barco. Aunque muchos corren a verlo y pugnan por encaramarse al muro, no
tengo ganas de imitarles, seguro más que simplemente temeroso de una nueva
decepción. Sin moverme del lugar en que estoy recostado contra la pared de uno
de los tinglados, oigo sus gritos alborozados.
—¡El crucero francés está a punto de entrar!
—¡Otros dos barcos le siguen de cerca…!
Pese a todas las desilusiones sufridas, todavía quedan quienes confían en el
milagro. Al otro lado de la dársena y a la luz temblorosa de las hogueras medio
apagadas y a, me parece ver que los que aguardan en la zona reservada corren
de un lado para otro agitados y nerviosos. Pero la animación y la esperanza
tardan menos de un cuarto de hora en desaparecer. Una vez más se repite la
increíble historia: la detención ante la bocana del puerto y el cambio de rumbo
para alejarse con rapidez. ¿Cuántas veces ha ocurrido lo mismo y a?
—En cualquier caso, creo que ésta es la definitiva.
Al amanecer parece confirmarse el pesimismo. No sólo los barcos que en
dos ocasiones distintas se acercaron, sino los cuatro o cinco más que toda la
noche estuvieron en las proximidades del puerto han desaparecido. En toda la
extensión marítima que se domina desde el faro o el rompeolas no queda una
sola embarcación a la vista.
A las ocho de la mañana empiezan a desfilar, cargados con sus equipajes y
cariacontecidos, los ciento cincuenta que habían de embarcar en el crucero
francés. Poco a poco van retornando a los lugares que ocupaban la tarde anterior.
No acaban de explicarse lo sucedido y parecen más hundidos y desconcertados
que nadie.
—¿Qué explicación han dado los cónsules?
Los cónsules no han dado ninguna explicación, probablemente porque no la
tienen. Dos de ellos parece que estuvieron buena parte de la noche a la entrada
del muelle y se marcharon al amanecer desesperanzados y a de que atracase el
crucero anunciado con tanta solemnidad.
—No creo que sirva de nada —dice Rubiera—, pero convendría reanudar el
contacto con ellos.
Aunque han podido hacerlo, los italianos no han cortado la comunicación
telefónica del puerto con el resto de la ciudad. Se puede hablar con la Comisión
Internacional de Evacuación y se concierta una nueva entrevista. La noticia
circula con rapidez por el muelle, pero nadie la presta la menor importancia.
—¿Qué van a decir? Lo mismo que ay er o que anteay er: prometer barcos y
más barcos sin conseguir que llegue de verdad ninguno.
Cunde y se intensifica la desmoralización. Aumentan con rapidez quienes lo
dan todo por definitivamente perdido. Impresiona el aire desolado de la multitud.
Impresionan más aún los frecuentes suicidios. Un individuo de cierta edad se tira
de cabeza al agua; dos muchachos jóvenes quieren auxiliarlo y el suicida se
defiende de ellos con uñas y dientes. Es una pugna breve y angustiosa que
muchos presencian desde el borde del muelle. Al final, los jóvenes tienen que
desistir y el viejo desaparece bajo el agua.
En la parte exterior del puerto, dos cadáveres flotan junto al rompeolas.
Debieron suicidarse al amanecer, sin que nadie se diera cuenta. Otro, que va
caminando al parecer con entera tranquilidad, se pega un tiro en la cabeza y cae
sobre una mujer tumbada y dormida que se despierta con un grito de horror. Se
produce otro hecho más dramático aún: un muchacho joven se dispara un tiro en
el pecho y la bala, después de atravesar su cuerpo, va a herir mortalmente a un
viejo de pelo blanco. Los dos se derrumban muertos casi al mismo tiempo.
—En dos días más el enemigo no tendrá nada que hacer, porque nos
habremos matado todos.
La gente comienza a demostrar una indiferencia increíble ante la muerte. En
la parte central del muelle un hombre alto, fornido, que está fumando un buen
cigarro puro, se da de pronto un tajo profundo en la garganta. Cuando algunos
quieren auxiliarle, los rechaza enérgico. Sentado en el suelo, con el puro en los
labios, permanece medio minuto hasta que se derrumba muerto.
—Es el alcalde de Alcira —oigo decir a mi lado.
—En ocasiones excepcionales como ésta —dice el doctor Bajo Mateos—, el
suicidio es la más contagiosa de las enfermedades conocidas.
Con absoluto escepticismo recibimos por enésima vez la noticia de que
acuden barcos en nuestro auxilio. La noticia la ha traído hasta el muelle el
diputado francés que forma con los cónsules la Comisión de Evacuación.
—Se explicaba que nos resistiéramos a creerlo, pero tiene la seguridad de que
vienen.
Incluso parece que ha dado o intentado dar una explicación de lo ocurrido con
el crucero francés. Parece que ha estado, en efecto, a pocos pasos del puerto y
decidido a entrar en dos ocasiones. En ambas, desistió cuando por radio le
advirtieron que todos los que estaban en el muelle teníamos armas, que había
gentes dispuestas a tomarlo por asalto en cuanto atracase y que su llegada podía
desencadenar una verdadera batalla entre nosotros mismos.
—Y forzoso es convenir, por mucho que nos duela, que probablemente
estaban en lo cierto.
Quien me lo dice añade que hace diez minutos han salido Burillo y otros de
nuestros representantes para conferenciar con la Comisión de Evacuación porque
debe haber asuntos urgentes que tratar. Excitada mi curiosidad, me dirijo al
edificio donde funciona el que podríamos denominar comité de enlace de los
diferentes partidos y tendencias. Antona, al que dos horas antes he visto regresar
de la zona acotada del muelle con gesto de honda preocupación, está más
contento y animado.
—Lo de la llegada próxima de buques parece cierto. Como parece que el
único obstáculo para que entrasen anoche fue el miedo a que nos matásemos
para ser los primeros en embarcar.
Como una confirmación de sus palabras, en el extremo opuesto del muelle
empiezan a decir a gritos que varios barcos acaban de aparecer en el horizonte.
Un soldado, que provisto de unos gemelos otea el mar desde el tejado de un
edificio medio derruido, lo ratifica a grandes voces.
—Son tres y deben estar a un par de millas. Me atrevería a asegurar que uno
de ellos es de guerra.
Algunos dan por seguro que se trata del crucero francés y de los dos
mercantes que la noche anterior se acercaron al puerto. Esto basta para que
muchos pechos se abran de nuevo a una remota esperanza. Ni siquiera basta para
matarla la dolorosa experiencia de lo sucedido y el hecho de que los tres se
queden parados a bastante distancia de la costa.
—Eso es precisamente lo que anunció uno de los cónsules. Para que se
decidieran a entrar teníamos que darles ciertas garantías de seguridad.
A saber en qué consisten las garantías y a dárselas en cualquier caso —y a
que no tenemos posibilidad de opción— han ido a conferenciar con ellos un par
de delegados.
—Incluso cabe la posibilidad de que lo hagan con el propio Gambara para
may or seguridad respecto al cumplimiento de los acuerdos.
Media hora más tarde están de regreso nuestros representantes. Vienen con
ellos Tillon y varios de los cónsules. A la multitud por entre la que difícilmente
consiguen abrirse paso hacia el edificio donde se halla reunido, esperándolo, el
resto del comité de enlace, Burillo recomienda sonriente:
—¡Calma y serenidad, muchachos! Todo va bien; todo puede arreglarse.
En el muelle crece la curiosidad por una reunión de la que muchos
consideran que depende nuestro destino. La expectación aumenta cuando los
reunidos piden que se les unan determinadas personalidades destacadas de los
diversos partidos y organizaciones. Todo son comentarios y especulaciones sobre
lo que puedan tratar y, pese a la desmoralización y al pesimismo generales, no
faltan quienes empiezan a entrever nuevas y más rosadas esperanzas.
La desconfianza y el pesimismo vuelven a extenderse con vertiginosa rapidez
tan pronto como se conoce lo decidido. Hay una parte prometedora, que lo sería
más de no tener tan amargas y recientes experiencias. Los barcos que aparecen
parados a un par de millas del puerto están dispuestos a entrar para recoger a
cuantos se encuentran en los muelles. El general Gambara, con el que han
tratado el asunto, está dispuesto a no inmiscuirse en nada ni dificultar de ninguna
manera la operación. Textualmente ha dicho:
—A todos nos interesa que puedan marcharse hoy mismo los que todavía se
hallan en el puerto.
Pero la entrada de los barcos ansiados y la evacuación tiene como condición
sine qua non una exigencia terminante: la entrega de armas. No la imponen los
italianos ni siquiera la Comisión Internacional de Evacuación, aunque estén
conformes con ella, sino el comandante del crucero y los capitanes de los buques
mercantes, respaldados firmemente por el Gobierno de París.
—Sin desarme total no llegarán los barcos y no podrá salir ni uno solo de los
miles que anhelamos hacerlo.
Aunque al plantearse la cuestión algunos —especialmente libertarios y
comunistas— hicieron constar su recelo y desconfianza, la aceptación estaba
decidida mucho antes de empezar a discutir. No sólo porque previamente algunos
habían dado su conformidad, sino porque no existía a todos los efectos prácticos
posibilidades de opción.
—Con armas o sin ellas —dijeron los militares consultados—, en el puerto no
tenemos defensa posible. Un bombardeo de aviación del que no podríamos
defendernos; el cañoneo de cualquier barco de guerra o unas simples
ametralladoras emplazadas en el castillo de Santa Bárbara nos barrerían en un
abrir y cerrar de ojos. Nada perdemos con entregarlas, porque y a lo tenemos
todo perdido desde el punto de vista militar.
Contra su entrega teníamos la posibilidad de la evacuación. Era comprensible
que los barcos que habían de efectuarla dudaran en trasponer la bocana del
puerto sabiendo que en los muelles había quince o veinte mil personas
desorganizadas, desesperadas, dispuestas a tomar por asalto la primera
embarcación que llegase aunque fuese utilizando las pistolas y las bombas de
mano de que disponían.
—Al entregar las armas no sólo facilitamos la evacuación, sino que
eliminamos la dolorosa perspectiva de una lucha fratricida en que nos matemos
nosotros mismos.
Es posible que tengan razón, pero a la gente no se lo parece. Al anunciarse lo
convenido, por doquier se oy en voces de indignación y rabia. Algunos llegan al
extremo de afirmar que nuestros propios delegados nos han vendido para
entregarnos inermes a los fascistas, que entrarán a degüello en el puerto en
cuanto soltemos fusiles y pistolas.
—Yo no entregaré la pistola más que por el cañón y apretando el gatillo —
amenazan, vociferantes, muchos.
Cuesta tiempo y trabajo ir venciendo la resistencia de la may oría. No se
logra antes de las once de la mañana y empleando el decisivo argumento de que
la vacilación en cumplir las condiciones que nos imponen no sólo retrasará la
entrada de los barcos que aguardan a unas millas del puerto, sino que puede
inducirlos a marcharse sin preocuparse para nada de nosotros. Al final, cuando se
ha conseguido la conformidad de todos, se dispone que numerosos grupos
provistos de mantas vay an de un lado para otro recogiendo las armas que se les
entreguen para sacarlas fuera del muelle, donde habrá varios camiones para
recogerlas.
—¿Crees que debo entregar las que tengo?
—Eres tú quien tiene que decidir si las entregas, las tiras al mar o te quedas
con ellas como recuerdo.
En una hora se recogen ametralladoras, metralletas y la totalidad de fusiles y
rifles. También muchas pistolas, aunque algunos prefieran esconderlas para
conservarlas hasta el último minuto y otros arrojarlas desmontadas al mar. En
cualquier caso, a mediodía está terminada la operación y varios camiones se han
llevado casi todas las armas y municiones de que disponíamos al llegar al puerto.
—Bueno, ahora pueden entrar los barcos.
—Entrarán tan pronto sepan que hemos cumplido sus exigencias.
Pero los componentes de la Comisión de Evacuación se alejan para realizar
las pertinentes gestiones sin que los buques se acerquen. Desde el rompeolas
puede vérseles en lontananza. Son tres y llevan varias horas y endo de un extremo
a otro de la bahía sin aproximarse demasiado a tierra.
—¿A qué esperan y a? —pregunta impaciente y recelosa la gente.
No hay respuesta lógica capaz de tranquilizarla. En realidad, nadie responde a
las preguntas que la may oría formulan angustiados. A la una de la tarde la tensión
ha vuelto a subir peligrosamente. Las esperanzas que algunos quieren mantener
en pie se esfuman de nuevo; los argumentos con que se quieren convencer a sí
mismos más que aspirar a animar a los demás, empiezan a sonar totalmente
falsos en sus propios oídos.
—No debimos entregar las armas —lamentan unos.
—No debimos perder la guerra —replican otros—. De haberla ganado serían
ellos los que estuviesen como ahora nosotros.
En todos los grupos o corros se discute con aspereza. Ante nuestros ojos
tenemos las mejores demostraciones de una vieja y conocida verdad. La de que
si no hay mejor argamasa que el triunfo para mantener unidos a los más diversos
elementos, nada existe tan disgregador como el fracaso. « La revolución es la
enfermedad de los vencidos» , decía Foch a los plenipotenciarios alemanes que
en noviembre de 1918 le urgían la firma del armisticio para contener las
revueltas de Kiel. Tenía razón como hemos comprobado a nuestra costa.
—¿Qué crees que puede pasar ahora?
—Todo y nada bueno. Ponte en lo peor y te quedarás corto.
Lo peor empieza a suceder inmediatamente. Quienes continúan expectantes
en el rompeolas dan la voz de alarma. En lugar de acercarse como esperábamos
los barcos que llevan unas horas a la vista se alejan. Aunque muchos se resisten a
creerlo, a las dos de la tarde los tres buques han desaparecido en la lejanía.
—¿Qué dirán ahora los cónsules?
Los cónsules no dicen nada porque no aparecen por el puerto y no hay
manera de hablar por teléfono con ellos. Para colmo de males, frente a la salida
del muelle en la plaza de Dicenta, en el paseo de los Mártires y en los accesos a
la play a contigua de Postiguet, los italianos han establecido unas líneas de
vigilancia para impedir el acceso al interior de la ciudad de los refugiados del
puerto.
—¡Ahí vuelven los barcos…!
El grito de aviso produce el correspondiente revuelo. Muchos se niegan en un
principio a creerlo y tienen que convencerse al asomarse al muro y distinguir
tres buques en posiciones muy parecidas a las que ocupaban durante buena parte
de la mañana. ¿Por qué se han ido para volver a la media hora?
—No entiendo el juego que se traen entre manos.
—¿Y si estos barcos fueran diferentes a los de antes?
Aunque el hombre que formula la pregunta lo hace perfectamente en serio,
varios le contestan en tono burlón que necesita unas buenas gafas o, mejor aún,
una camisa de fuerza. En un principio los tres navíos parecen complacerse en
continuar repitiendo sin grandes variaciones lo hecho por la mañana: marchar sin
prisas de norte a sur y de sur a norte, sin sobrepasar ninguno de los cabos de
Santa Pola y Huertas, pero sin aproximarse al puerto menos de dos o tres millas.
De pronto la sorpresa:
—¡Al fin se deciden a venir!
Es cierto, aunque la gente se resista a creerlo. De los tres barcos, uno se
desplaza hacia la parte de la Albufereta y los otros dos vienen en línea recta
hacia el puerto, separados entre sí por unos doscientos metros. Desconfiamos
porque en una serie de ocasiones distintas —aunque nunca en pleno día— hemos
presenciado la aproximación de barcos que siempre viraron antes de llegar a
entrar. ¿No ocurrirá lo mismo ahora?
—El que viene en cabeza parece un buque de guerra.
—Será el crucero francés.
—¡Con tal que no repita su faena de anoche…!
No parece que se disponga a repetirla porque no aminora la marcha y enfila
con su proa la entrada del puerto. En el muelle, siguiendo la aproximación de los
buques por los gritos y exclamaciones de quienes llenan la parte del rompeolas,
reina una considerable efervescencia. En muchos pechos renace la esperanza,
pero sin que hay an desaparecido totalmente desconfianzas y recelos.
—No me lo creeré hasta que esté embarcado —dice, suspirando, una mujer.
—Yo, ni aún entonces. ¡Estaba y a tan convencida de que nos había olvidado
todo el mundo!
La gente está en pie, agitada, nerviosa, clavando una vez más los ojos en la
entrada del puerto. Muchos preguntan a gritos si no se detiene como el de anoche
a media milla de distancia o vira en redondo como los de anteanoche.
—¡No, no…! Esta vez es de verdad…
Pero casi enlazando con estas palabras alborozadas nos llegan otras
asombrosas y alarmantes:
—¡Cuidado, compañeros…! ¡No se trata de un buque francés…!
La gente se mira desconcertada sin acabar de comprender la importancia
que pueda tener que el buque no sea francés. Muchos preguntan a un tiempo y
los denuestos y maldiciones en que estallan quienes lo contemplan desde el
rompeolas aumentan su confusión y desconcierto. Al final, sobreponiéndose a
todas, una voz grita:
—¡Un buque de guerra fascista…!
—¡Traiciones hasta el final…!
Se arma un terrible alboroto en el que resulta difícil entender nada. De pronto,
cuando la proa del barco enfila la bocana, se produce un terrible e impresionante
silencio. Parece como si de repente los millares de personas hubieran perdido la
voz para concentrar todos sus sentidos en la mirada. Y lo que ven no puede
resultar más increíble y amenazante.
Es un buque de guerra, el que, reduciendo su velocidad al límite, traspone con
lentitud la entrada del puerto. No es un crucero francés, sino un minador español:
el Vulcano. La cubierta está atestada de soldados vestidos de caqui; en la popa han
desplegado una gran bandera bicolor; apuntando hacia el muelle en que nos
apiñamos vemos emplazadas una serie de ametralladoras. En el impresionante
silencio en que ha quedado el puerto, llega con claridad hasta nosotros una vieja
y conocida canción que los soldados entonan a coro:

« Banderita tú eres roja,


banderita tú eres gualda,
llevas sangre y llevas oro
en el fondo de tu alma…»

Mientras el minador evoluciona lentamente dentro de la dársena exterior para


ir a atracar a los muelles de la parte opuesta, la gente mira y escucha con gesto
estupefacto, sin acabar de dar crédito a sus sentidos. En un instante en que los
soldados callan, llega lejano y débil hasta nosotros un grito:
—¡Viva la República…!
Muchos ojos se vuelven hacia el faro pequeño que señala la entrada del
puerto. Un hombre que ha permanecido en él de servicio desde que llegamos
agita los brazos en la torreta, lanza otro grito que no logramos percibir con
claridad y se lanza de cabeza al vacío. Rebota su cuerpo al chocar contra las
piedras del rompeolas para volver a caer de nuevo y quedar ahora en una
dramática inmovilidad con el cráneo destrozado.
—¡Un muerto más, fascistas…! —grita un viejo fuera de sí.
Muchas mujeres lloran, no sé si por la entrada del Vulcano, por el suicidio que
acaban de presenciar o por las dos cosas a la vez. Los hombres, crispados, con los
ojos relampagueantes de ira y un gesto de angustiosa impotencia en el rostro,
permanecen en una inmovilidad de estatua. Acaba de atracar el minador y los
soldados inician el desembarco. Continúan cantando mientras. Ahora entonan el
himno de la Legión:

« ¡Legionario, legionario,
de bravura sin igual,
si al luchar hallas la muerte,
tendrás siempre por sudario,
legionario,
la bandera nacional!»

De pronto en el muelle, donde millares de personas aguardan un triste destino,


también empiezan a cantar. Son tres o cuatro primero, cincuenta al segundo
siguiente, medio millar al minuto. Es el comienzo de A las barricadas:

« ¡Negras tormentas agitan los aires


nubes oscuras nos impiden ver.
Y aunque no espere el dolor y la muerte
contra el enemigo nos llama el deber…!»

Muchos se asustan al escucharlos y reclaman a voces que se callen. Uno de


los que cantan, un muchacho joven manco porque un brazo lo perdió en Teruel,
se enfrenta resuelto con quienes les piden que se callen.
—¿Por qué voy a callar? ¿Qué podrán hacer más que matarme…?
En el muelle de enfrente, al otro lado del muelle, los soldados dejan de cantar
al formarse. Entre nosotros también cesan los cánticos. La gente está cejijunta,
preocupada y rabiosa:
—¡Para esto nos hicieron entregar las armas…!
Nadie ignora lo que significa la entrada del minador, los soldados que están
desembarcando, los otros buques que permanecen a la expectativa y las tropas
que probablemente habrán llegado por tierra.
—Va a repetirse punto por punto lo sucedido a los vascos en Santoña.
Un general italiano llega a un acuerdo para la evacuación de los que desean
salir de España; durante unas horas o unos días hace honor a la palabra
empeñada o gana tiempo haciéndoselo creer a sus enemigos. Al final, los
italianos desaparecen del primer plano, aparecen tropas españolas y un general o
un coronel, tras afirmar no saber nada del acuerdo, apresa a unos adversarios
que, desarmados, no pueden ofrecer ninguna resistencia.
—¡Buen timbre de orgullo para Benito Mussolini y sus camisas negras…!
Vemos perfectamente cómo varias compañías —legionarios según unos,
moros en opinión de otros, simples soldados al parecer de los más— se
despliegan tomando posiciones en los muelles del otro lado del puerto, en el paseo
de los Mártires, a lo largo de la carretera de Valencia y en los edificios de las
faldas del monte de Santa Bárbara que miran al mar.
—El final está a la vista.
Nadie se hace ilusiones. Cuando termine el despliegue y hay an emplazado
armas automáticas o cañones que dominen el único trozo que debe quedar de la
España republicana, empezarán el bombardeo o el asalto precedido de un
ultimátum exigiendo una rendición inmediata. ¿Qué podemos hacer? Es urgente
decidirlo, porque tendremos que actuar en consonancia dentro de una hora, de
media; tal vez un minuto más tarde únicamente.
—¡No rendirnos de ninguna manera! Si de todas maneras vamos a morir…
El teléfono no funciona; los cónsules no aparecen; algunos que atraviesan la
improvisada barricada formada con sacos de lentejas para ir en su busca, tienen
que retroceder perseguidos por los disparos enemigos. Tiran al aire, desde luego;
pero lo harán a dar caso de intentar seguir adelante.
En el muelle continúan los suicidios. Varios hombres se arrojan al agua con
intención de ahogarse. Casi todos consiguen su propósito. Uno sólo empieza a
bracear con fuerza, arrepentido en el último minuto; pero se hunde antes de que
nadie se decida a socorrerlo.
—¿Para qué hacerlo? —comenta uno encogiéndose de hombros—. Apenas le
sacásemos volvería a tirarse o se levantaría la tapa de los sesos.
Un grupo de soldados, junto a los que caminan algunos de los miembros de la
Comisión Internacional de Evacuación, se acerca a la entrada del muelle. Yo
estoy a cuatrocientos metros de distancia, junto a la dársena exterior, y no puedo
acercarme para enterarme de lo que pretenden, porque el pasillo central dejado
en la primera noche ha desaparecido y resulta difícil y problemático ir de un
lado para otro en medio de la barahúnda existente. Pero cinco minutos después,
pasando de boca en boca, llega hasta nosotros noticias de lo que sucede.
—¡Exigen que desalojemos el puerto antes de media hora!
—¿El general Gambara?
—No, un coronel español que se ha hecho cargo del mando en Alicante.
—¿Y los cónsules?
—Muertos de miedo. Han detenido al de Francia y al diputado comunista.
Dicen que van a fusilarlos.
Unos compañeros de Barrios Bajos, que se encontraban cerca de la barricada
y que ahora tratan de unirse con el resto de militantes de la barriada, nos
confirman la noticia en todas sus partes.
—Si a las cinco no hemos levantado bandera blanca entregándonos,
empezarán a disparar.
Los treinta minutos siguientes tienen mucho de pesadilla dantesca. Hay
quienes sostienen a voces su voluntad de resistir, aun a sabiendas de su inutilidad.
Otros propugnan la rendición para evitar víctimas innecesarias. No faltan gentes
acometidas por el pánico que no saben que hacer ni dónde meterse, ni los que,
tras una breve meditación, llegan a la conclusión de que es preferible morir
cuanto antes y sin gestos teatrales de ninguna clase se acercan tranquilamente la
pistola a la sien y aprietan el gatillo.
—De no ser por las mujeres, y o sería partidario de dejarnos matar sin
movernos.
—No te preocupes por las mujeres —replica una a su lado. También las
mujeres sabemos morir cuando es preciso.
Transcurre el plazo fijado sin que se tome ningún acuerdo colectivo. No es
posible hacerlo. Apiñados hasta lo inverosímil, estrujados materialmente por las
oleadas humanas que se mueven de pronto en las más opuestas direcciones, no
hay manera de reunirse, hablarse, ni siquiera verse para cambiar impresiones,
aunque fuese con la mirada. Por otro lado, ¿de qué serviría hacerlo? ¿Qué
autoridad moral y material tienen y a las organizaciones y partidos barridos por la
derrota? ¿Qué representamos todos nosotros en este momento en que cae el telón
sobre la gran tragedia de España? Todo es inútil porque nadie llegará a enterarse
jamás de los sufrimientos y las torturas de quienes fuimos a concentrarnos en el
último trozo de tierra española.
—¡Fijaros, camaradas! ¡Van a disparar ésos…!
El final de la frase se pierde en el estrépito de los disparos. No son tiros
sueltos, sino ráfagas de ametralladora. Hacen fuego desde distintas posiciones y
ángulos. Disparan alto, como advertencia y aviso, y las balas silban muy por
encima de nuestras cabezas. De cualquier forma, algunos balazos rebotan en el
muro de piedras del rompeolas, y varias personas resultan alcanzadas, mientras
otras caen al agua en el revuelo que se produce en el muelle, donde las gentes se
tiran al suelo o buscan algún inexistente medio de protección.
—¡Malditos…!
Rabiosos, algunos muchachos que han conservado sus pistolas avanzan hacia
el borde del muelle, dispuestos a contestar al fuego. Es más que dudoso que sus
armas tengan alcance suficiente, y muchos temen que la réplica que provoquen
haga bajar la puntería a los que disparan. Muchos tratan de impedirles manejar
las pistolas.
—¡Calma, calma, compañeros…! Han dejado de tirar.
Es cierto. Lenta, recelosamente, van levantándose muchos de los que se
tiraron al suelo, tras comprobar que el tiroteo ha cesado. Todo el mundo da por
descontado que se trata sólo de una breve tregua para dar tiempo a que nos
pleguemos a sus condiciones. La gente mira a su alrededor, buscando una posible
protección contra nuevos tiros, que no sólo sean de advertencia y aviso. No hay
donde nadie puede sentirse seguro.
Mientras unos se ocupan de ay udar a salir del agua a los que se cay eron o se
tiraron en el momento de confusión, otros se preocupan de convencer a los que
hicieron ademán de manejar las pistolas, que resultaría catastrófico para todos
que lo hicieran.
—Sólo conseguiríais que nos matasen a todos.
Una may oría discute a voces lo que debemos hacer. Aunque continúan siendo
muchos los que insisten en una negativa a las exigencias del enemigo, abundan
ahora los partidarios de la rendición.
—No podemos hacer nada.
—Hay varios millares de mujeres que no podemos sacrificar.
—Ellas son las primeras decididas a resistir.
—¿Para qué, si todo está perdido?
La discusión se halla en su punto álgido cuando de nuevo hablan las
ametralladoras. También ahora tiran alto, porque de no hacerlo cada balazo
alcanzaría a cinco o seis personas, dado el apiñamiento del muelle y la
imposibilidad absoluta de fallar el blanco. Pero, aun apuntando alto, las balas
silban más próximas, y son más los rebotes contra la piedra del rompeolas.
Durante un par de minutos, que a muchos se les antojan horas, la gente ha de
permanecer tumbada en el suelo. Se oy en gemidos, quejas, expresiones de
cólera y de temor.
—¡Así no podemos seguir…!
—¡Nos matarán a todos de no rendirnos…!
De pronto, un hombre, cuy a mujer parece presa de un ataque de histeria, se
pone en pie, agitando con gesto desesperado un pañuelo blanco. Otros le imitan
aquí y allá.
—¡Cobardes…! ¡Merecían que nosotros mismos…!
—¿Qué otro remedio quedaba…?
Aunque todavía se oy en algunos disparos, las balas silban todavía más altas, y
y a no rebotan en el muro, que era el may or peligro. Al poderse incorporar con
menores riesgos, aumenta rápidamente el número de los que agitan trapos
blancos en señal de rendición. Al cabo de un rato los disparos cesan por
completo.
—Todo ha concluido —dice Aselo, incorporándose con gesto desolado.
—Sí —replico—, y la frase de Breno tiene más dolorosa actualidad que
nunca para nosotros: ¡Vae victis!
Siento una íntima amargura, un peso abrumador en el pecho, una terrible
vergüenza. Muchas veces he pensado en la derrota durante los últimos meses;
más veces la di por inevitable desde que salí de Madrid y me la representé
mentalmente. Pero la derrota completa y total no llega hasta este momento, y de
pronto advierto la enorme diferencia entre lo imaginado y lo real. Por un
instante, a la angustiosa incertidumbre de mi propio futuro, se sobrepone la
tragedia de un pueblo.
—Y todos tenemos en lo sucedido nuestra parte de culpa.
La gente calla abrumada. Durante unos minutos apenas nos atrevemos a
hablar, a mirarnos siquiera, avergonzados de nuestra impotencia y vencimiento.
Creo que en estos momentos a todos nos duele más que la desgracia personal la
pérdida colectiva de un ideal con tanta pasión defendido a lo largo de nuestras
vidas. A muchos les tortura de tal manera, que renuncian a seguir viviendo.
—Acaso sea la solución —vacilo, contagiado por la racha de suicidios, viendo
cómo un hombre cae de bruces luego de dispararse un tiro a la entrada del
cercano almacén.
Reacciono con un esfuerzo. Matarse no resuelve más que un problema
personal y lo decisivo de cuanto sucede es de tipo colectivo. Habrá que aguantar,
aunque lo que nos espera sea peor que la propia muerte que hay a de coronarlo.
—Mientras hay vida, hay esperanza —murmura Esplandiú.
—No —rectifico— cuando la esperanza ha muerto. Lleva muerta en realidad
cinco días.
A mi mente acuden en estos momentos unos versos del romancero español
con frecuencia evocados en estos años de guerra. Son los del caudillo moro que,
cercado por un enemigo superior en número, arenga a sus hombres diciéndoles
que « la salida está en vencer / y en el luchar la esperanza» .
—La nuestra murió el domingo cuando dejamos de luchar.
Un grupo de soldados, mandados por un capitán, se acercan a la entrada del
muelle. Piden, exigen mejor, hablar con los militares de más alta graduación
entre nosotros. Como más tarde sabremos —estamos en este momento
demasiado lejos para poder presenciarlo—, salen a su encuentro algunos
militares profesionales. En forma clara y enérgica el capitán da sus órdenes para
la inmediata evacuación del puerto. Debemos salir todos de forma paulatina y
ordenada para constituirnos en prisioneros. Seremos conducidos entre una doble
fila enemiga hasta un campo de los alrededores, al pie del monte de Santa
Bárbara, fuera y a del casco urbano. Las mujeres tendrán que separarse de los
hombres para ser recluidas en los diversos cines y teatros de Alicante.
—Aplastaremos sin contemplaciones cualquier intento de resistencia,
barriendo con ráfagas de ametralladora a los que vacilen en cumplir lo mandado.
Da media vuelta para alejarse sin admitir la menor objeción. A los pocos
pasos retrocede para añadir una última advertencia.
—Si alguno intenta ocultar un arma o esgrimirla contra la tropa, será fusilado
en el acto.
Sus palabras circulan con rapidez por el interior del puerto, llegando hasta sus
últimos rincones. Vemos cruzar por el paseo de los Mártires numerosos camiones
cargados de soldados que van a tomar posiciones en las estribaciones del monte,
en el comienzo de la carretera de Valencia y en la plaza de Dicenta. Aunque
quienes han hablado con el capitán afirman que pertenece al regimiento de San
Quintín, la gente asegura que los ocupantes de algunos de los camiones son
legionarios y moros. Los únicos que de momento no aparecen a la vista son los
italianos de la Littorio.
—La salida del puerto comenzará dentro de diez minutos.
Han derribado una parte de la barricada levantada con sacos de lentejas
veinticuatro horas antes, a fin de que podamos salir con may or rapidez. Hay
individuos que desean ser los primeros y colaboran sin que nadie se lo pida en su
demolición. Advierto que muchos son los mismos que esta madrugada
alardeaban de heroísmos imaginarios y barbaries incalificables en su intento por
conseguir una de las ciento cincuenta plazas del crucero francés. Cuando algunos
se lo recuerdan, replican con desparpajo y cinismo:
—Mentí para intentar largarme. Pero como no he hecho nada ni tengo la
menor responsabilidad…
—¡Cobardes…!
Lo son y tienen prisa en salir pensando que los últimos en abandonar el
muelle serán los más comprometidos. No quieren, claro está, que les confundan
con ellos y esperan ser mejor tratados y pasar más desapercibidos entregándose
los primeros. Antes, sin embargo, tienen algunos de ellos la precaución de tirar al
mar cuanto pueda comprometerles. Muchos se indignan viéndoles arrojar al
agua el contenido de sus maletas e incluso las maletas mismas.
—¡Qué pena no haber ajustado todas las cuentas a estos indeseables…!
Pero los indeseables son insignificantes en número, aunque precisamente por
su escasez llamen más la atención. Sus miedos y sus cambios camaleónicos de
color serían cómicos y risibles en otro momento. En esto fornan un violento
contraste con la tragedia general y la actitud entera y digna con que la afrontan
el noventa y nueve por ciento restante.
Son instantes de intenso dramatismo. Todo el mundo sabe lo que le espera y
encara su destino sin debilidades ni claudicaciones. Se abrazan muchos en gesto
de despedida. Las mujeres frenan la expresión de sus sentimientos y procuran
mantener firme el ánimo de sus familiares cercanos. Ni siquiera lloran cuando
alguno anuncia una decisión trágica e incluso la pone en práctica ante su vista.
Arrodilladas junto a su deudo, le cierran los ojos mientras se muerden rabiosas
los labios.
—¡Ya están saliendo…!
Empiezan a salir los primeros grupos. A quince o veinte pasos de distancia los
soldados separan a las mujeres de los hombres y los obligan a continuar en
direcciones distintas. Entre una doble fila de soldados, los hombres marchan por
la carretera de Valencia, bordeando el monte de Santa Bárbara; las mujeres,
también entre doble hilera de vigilantes, son internadas en el casco de la ciudad.
Aunque forman una doble columna de tres o cuatro en fondo, apenas se
advierte al principio el vacío que dejan en el muelle. Nos damos cuenta ahora de
que estábamos muchos más apiñados de lo que creíamos y que nuestro número
era may or del que suponíamos. ¿Cuántos seríamos en total? No lo sabemos ni lo
sabremos nunca. Sólo sabemos que allí nos juntamos, llevados por el oleaje de la
guerra, arrastrados por el naufragio de la derrota, millares de hombres y
mujeres de todos los partidos, defensores de las más diversas ideas, luchadores
de todos los frentes.
Impresiona el espectáculo del puerto en estas horas en que, pese a la gente
que está saliendo, no parece disminuir sensiblemente el número de los que aún
nos encontramos dentro. Difícil describir lo que a cada instante sucede a nuestro
alrededor. Aunque grabado a fuego en las retinas de todos los que lo
presenciamos, es más que problemático que nadie llegue a creernos si algún día
lo contamos.
Despedimos a muchos compañeros que se marchan; encontramos a cada
instante a otros que no habíamos visto en la terrible aglomeración de estos días. A
muchos decimos adiós convencidos de no volverlos a ver; otros muchos nos lo
dicen a nosotros pensando lo mismo. En distintas circunstancias emocionarían
encuentros y despedidas; en éstas, no. Todo queda limitado a un apretón de
manos y una palabra, dos cómo máximo. Incluso el simple desear suerte o salud
a uno parece en este trance una burla sangrienta.
Cae la tarde y las primeras sombras de la noche empiezan a cubrir la tierra.
Continúa ininterrumpido el desalojo del puerto que y a dura varias horas.
Empiezan a advertirse grandes claros en el muelle, pero todavía quedamos varios
millares de personas. La marcha de los que caminan hacia un improvisado
campo de concentración es lenta y se interrumpe con frecuencia. Al principio no
sabemos a qué atribuirlo. Más tarde nos enteramos que obedecen a los frecuentes
registros a que son sometidos aquí y allá los que salen. Los registros tienen como
finalidad buscar las armas que puedan llevar escondidas.
—Desde el muro del rompeolas —afirma uno— vi matar a dos que se
resistieron.
Es posible que sea verdad; también que sea fruto de la imaginación excitada
del que lo cuenta. En cualquier caso ni sorprende ni impresiona a quienes lo
oímos, acaso porque y a no hay nada que pueda impresionarnos. Estoy y o, y me
figuro que a los demás les sucede lo mismo, en un estado de ánimo extraño y
sorprendente. Repentinamente parece que ha dejado de interesarme cuanto
suceda o pueda suceder.
He ido a sentarme, cansado de estar de pie, en torno a una hoguera encendida
en el centro del muelle. Alrededor hay muchos compañeros y amigos. Apenas si
hablamos ninguno, dejando transcurrir los minutos y las horas. No tenemos prisa
en salir y no porque supongamos que pueda derivarse alguna ventaja de
permanecer aquí el may or tiempo posible, sino de una manera maquinal e
instintiva. Aparentemente estamos sumidos en graves meditaciones; en realidad,
creo que ni siquiera nos molestamos en pensar.
En contraste con la ansiedad y zozobra de los días precedentes, me siento
invadido por una inexplicable paz interior. Acaso la esperanza, por remota que
sea, constituy a la más insoportable de las torturas y al perderla por completo
renace la tranquilidad del espíritu. Cuando y a no se espera nada, deja uno de
agitarse y sufrir. Debe ser algo parecido lo que expresa el gesto sereno de
muchos muertos cuando, tras muchas horas de agónica lucha, dejan de aferrarse
a la vida con desesperadas energías.
—Voy a salir —oigo decir a Mancebo. Quiero aprovechar la oscuridad para
intentar huir.
—Haces bien —respondo sin abrir los ojos, sin moverme, sin el menor deseo
de imitarlo.
Se marcha. Diez minutos después llegan a nuestros oídos el ruido de varias
descargas. Proceden de las estribaciones del monte. Probablemente las hacen
contra alguien que pretendió escapar. ¿Lo conseguiría?
No he comido en todo el día, pero no tengo hambre. Agradezco, sin embargo,
un trocito de pan y dos rodajas de salchichón que me tocan en el reparto que de
sus últimos víveres hacen los compañeros de una colectividad manchega.
Aunque es noche cerrada, continúa el desalojo del puerto. El camino que siguen
los que salen está alumbrado por los faros de varios camiones y coches
colocados a lo largo de su ruta. Pero cada vez deben ser más los que intentan
fugarse a juzgar por la creciente frecuencia de los disparos.
Todavía quedamos en el muelle alrededor de mil personas cuando los
soldados comunican a voces una orden de sus jefes: suspendida la salida hasta la
mañana. Están cansados también y quieren tomarse un pequeño descanso. No
obstante habrá una fila cerrando la salida del muelle para que no pueda escapar
nadie.
—Y no soñéis despiertos —advierte uno—. Los barcos que hay por aquí son
todos nacionales. Franchutes e ingleses se largaron hace muchas horas para no
volver.
Tiene razón, desde luego. Aunque no fuera así y un buque entrara esta noche
en el puerto, no podríamos embarcar. No hay cuidado, porque no entrará
ninguno. Si no lo hicieron anoche cuando el puerto estaba libre, no van a hacerlo
hoy con el Vulcano vigilando en la dársena exterior.
—Por lo menos serán unas horas más de libertad. Si es que podemos llamar
libertad a esto.
—Y posiblemente unas horas más de vida. Acaso las últimas.
V

SÁBADO, 1 DE ABRIL

La tranquilidad de esta última noche que pasaremos en el puerto contrasta


con la inquietud y zozobra de las dos precedentes. No es tanto que las quince o
veinte mil personas de hace veinticuatro horas hay an quedado reducidas a menos
de mil, como la mudanza de nuestro estado de ánimo. Ahora no estamos
pendientes de las luces que se mueven en la lejanía ni aguardamos un barco que
nos conduzca a tierras libres de la amenaza enemiga. Hemos dejado de esperar,
y al darlo todo por definitivamente perdido, recuperamos la calma que ay er nos
faltaba.
Por un regalo inesperado del adversario tenemos una noche a nuestra
disposición. Una noche en que podemos hablar libremente, exponer
pensamientos e ideas sin el menor disfraz, sentirnos y actuar como hombres
libres. Nada importa que hay amos de movernos entre los fusiles que guardan la
entrada del muelle y las aguas del Mediterráneo vigiladas por embarcaciones
hostiles. Dentro de los límites del puerto y por unas breves horas volvemos a ser
lo que siempre fuimos, lo que no podremos continuar siendo apenas amanezca.
—¿Cuánto tiempo habrá de pasar antes de que en un rincón cualquiera de
España otros hombres —liberales, republicanos, socialistas, comunistas y
anarquistas— puedan alzar sus voces sin temor a las consecuencias?
La pregunta tiene muchas respuestas hipotéticas, pero ninguna que ofrezca
garantía alguna de acierto. Discrepan los opinantes y sólo hay una relativa
coincidencia en un punto concreto: que probablemente ninguno de nosotros vivirá
lo suficiente para presenciarlo.
—Que nosotros no lo veamos es una cosa y que pueda retrasarse muchos
años otra muy distinta —protesta uno—. El fascismo no es una panacea que
solucione todos los problemas, y el amor del hombre a la libertad acabará
aplastándolo.
Llevamos varias horas hablando mientras transcurre rápida esta noche que
puede ser la última para muchos, que lo serán para algunos por decisión
irrevocable y propia. Las discusiones giran inevitablemente en torno a la
revolución y la guerra, a los motivos de la derrota y a las repercusiones que
habrá de tener no sólo sobre el pueblo español, sino en las ansias humanas de
transformación de una sociedad que y a ha cumplido su ciclo en la historia.
Difieren los pareceres porque quienes los exponen pertenecen a las más
diversas tendencias. Aunque hasta ay er hemos podido estar enfrentados por
motivos secundarios, ahora parecen borradas las pasadas rencillas para debatir
amistosamente las causas que nos han conducido a la situación actual. La derrota
común quita importancia a nuestras discrepancias cuando incluso la suerte
personal de cada uno carece de trascendencia comparada con el fracaso o
triunfo de unos ideales largamente acariciados.
—En España los regímenes son transitorios y fugaces. Primo de Rivera, que
tenía el respaldo de la Corona, el apoy o del Ejército, las bendiciones de la Iglesia
y el visto bueno de la gran burguesía, duró sólo seis años. La República que trajo
el pueblo con sus votos, cumpliría ocho el próximo día catorce, si para entonces
no estuviera muerta y enterrada. Nuestra revolución…
—Está tan muerta y enterrada como la República y con menos esperanzas de
resurrección.
—Te equivocas. Aplastado por la fuerza de las armas, el ideal de un pueblo
renace presto de sus propias cenizas para emprender de nuevo…
Se habla y discute en veinte puntos distintos del muelle que ahora parece casi
vacío en comparación de ay er tarde. En torno a cada hoguera hay varias
personas que opinan y el doble, como mínimo, que escuchan mostrando con
leves gestos su conformidad o discrepancia con lo que unos u otros dicen. Al
comienzo estábamos un poco separados por grupos políticos o amistades
personales. Luego han ido mezclándose todos. En cualquier sitio hay
republicanos, comunistas, libertarios y socialistas; junto a un catedrático está un
albañil; un periodista, en medio de abogados, metalúrgicos o ferroviarios;
diputados y secretarios de sindicatos con campesinos; militares profesionales con
labriegos manchegos o gráficos madrileños.
Acaso el asunto más debatido y polémico sean las causas de la derrota.
Procuran todos tratarlo con cierta elevación para no herir la susceptibilidad de sus
oy entes y enfocarlo en sus líneas generales y no limitarse a los aspectos
episódicos. Para una may oría, la derrota se debe a la traición y olvido de las
democracias, cuy as últimas manifestaciones nos ha tocado sufrir personalmente.
Para otros, a la superioridad del material suministrado a nuestros enemigos por
Alemania e Italia y a la baja calidad del que nos vendieron a nosotros. No faltan
los que la atribuy en a nuestra desunión en acusado contraste con la unidad de las
fuerzas adversarias.
—Todos esos factores han contribuido indudablemente a nuestro vencimiento
—interviene Antona—, pero creo que olvidáis otro fundamental y básico a mi
parecer: el miedo a la revolución.
Habla de quienes el 18 de julio negaban armas al pueblo porque temían
mucho más a los trabajadores que a la reacción; que son los mismos que después
han puesto may ores energías y entusiasmos en frenar la revolución que en ganar
la guerra.
—Y no lo hacían por miedo de asustar a las democracias como decían a
todas horas, sino porque eran ellos los que de verdad estaban y a más que
asustados.
Son muchos los que no están conformes y se entabla una larga discusión. Si
no se llega a ningún acuerdo general se consigue por lo menos que el tiempo
vuele. Aunque ninguno ha dormido mucho las noches precedentes, nadie tiene
interés en hacerlo ésta.
—Tiempo nos sobrará para dormir cuando estemos muertos.
Como una obsesión, la idea de la muerte surge a cada instante en nuestro
pensamiento y aflora a nuestras palabras. No hablamos con temor, no sé si
porque los años de guerra nos han familiarizado con ella o porque cuando la
sentimos muy próxima y la consideramos ineludible dejamos de temerla.
Empieza a clarear la amanecida cuando la suerte de cada uno se plantea de
lleno como cuestión fundamental. Mariano Viñuales, comisario de la 28 División,
maestro de escuela al comenzar la guerra, expone crudamente, sin medias tintas,
con brutal sinceridad, lo que haremos cuando, apenas amanezca por completo,
pretendan obligarnos a abandonar el puerto:
—Yo me mataré antes de salir. ¿Qué pensáis hacer vosotros?
—Yo me mataré también —sostiene un viejo luchador anarquista andaluz—.
Me prometí a mí mismo no caer vivo en manos del fascismo y cumpliré mi
promesa.
—Yo no —afirma Manuel Amil—. Si me quieren muerto, tendrán que
matarme.
La discusión se generaliza. Cada uno va dando su opinión, razonándola. Todos
partimos, naturalmente, de nuestra situación actual y de las perspectivas que se
abren ante nosotros. Nadie sueña despierto ni espera nada agradable en un futuro
inmediato.
—Es tan lóbrega la suerte que nos espera, que la muerte es una liberación.
Hay muchos opuestos al suicidio por diferentes razones. El coronel Burillo
expone con claridad las suy as, semejantes en un todo a la de varios militares
profesionales presentes.
—Un militar puede suicidarse —afirma— cuando su honor se lo exige. Es
decir, cuando su torpeza ha conducido a la derrota y a la muerte a los hombres
que manda, o ha huido por cobardía del sitio de peligro. También cuando falta a
sus compromisos, traiciona la palabra empeñada o comete cualquier felonía.
Cuando su honor no está en entredicho, debe tener la hombría de afrontar cara a
cara sus responsabilidades.
—Y al final ser fusilado, ¿no?
—Si le fusilan debe morir como un hombre. Pero ¿por qué van a fusilarle? A
los prisioneros de guerra no se les fusila en los países civilizados.
Alude a la famosa Convención de Ginebra, repitiendo palabras semejantes a
las que hube de escuchar de labios del coronel Navarro en nuestro viaje de
Valencia a Alicante. Con arreglo a sus normas, los prisioneros deben ser
respetados, con prohibición expresa de que jefes y oficiales sean sometidos a
tareas humillantes. También dispone que una vez terminada la guerra, los
prisioneros recobren su libertad.
—¿Cree usted que le considerarán prisionero de guerra?
—Indudablemente. Soy militar que ha cumplido con su deber obedeciendo a
un Gobierno legítimo que había prometido solemnemente defender. Ni he
cometido ningún delito ni tengo las manos manchadas de sangre.
—Mis razones para oponerme al suicidio son muy distintas —interviene Juan
Ortega, viejo luchador obrero—. No soy más que un trabajador que jamás
ocupó puestos de relumbrón. Pero creo que faltaría a mi deber moral si me
pegase un tiro ahora.
No espera salvarse y da por descontado que las semanas o meses que viva
serán una sucesión ininterrumpida de dolores y angustias. Aun así, no se
suicidará. Habrá otros muchos en los campos, en las comisarias o en las cárceles
por donde pasen menos formados que él, con una conciencia proletaria más débil
que sientan vacilar sus convicciones en los últimos instantes.
—Quiero servirles de ay uda con mi ejemplo —concluy e.
—Disiento del compañero Ortega —habla Máximo Franco, comandante de
Brigada—. Creo que el mejor ejemplo que podemos dar a los demás es no
doblegarnos ante el enemigo ni sufrir con resignación injurias y torturas. El
hombre sólo es verdaderamente libre cuando por la libertad propia y la de los
otros sacrifica sin vacilaciones su existencia.
—Yo recuerdo la opinión de un instructor de milicias —interviene Molina,
jefe de División en el Jarama—. Montó en cólera cuando al preguntarme qué
haría en una situación desesperada respondí que volarme la tapa de los sesos.
Dijo que el suicidio no era digno de un revolucionario.
—¿Por qué?
—Porque aun a sabiendas de que va a ser fusilado, debe dejarse prender
como último servicio a la causa para engañar con sus respuestas, fruto aparente
de una debilidad que no siente, al enemigo respecto a nuestros planes y efectivos.
—¡Lástima que en este caso no tengamos efectivos ni planes para poder
engañar a los fascistas! —contesta Viñuales.
Coincidimos varios en las líneas generales de una respuesta, contraria
también al suicidio. Sin pretender ninguno pasar por personaje importante,
plenamente conscientes de nuestro modesto papel, creemos que vivos durante
algún tiempo podemos ser más útiles que muertos. En los campos y las cárceles
hay millares de trabajadores que pusieron sus ilusiones en un alto ideal y a los
que se pretenderá desmoralizar con una propaganda insistente y machacona de
que han sido engañados y traicionados por sus jefes, que han huido cargados de
millones al extranjero, mientras los han dejado a ellos totalmente abandonados.
—Cuando nos vean, sabrán que por lo menos hubo unos luchadores, todo lo
modestos que se quiera, pero que estuvieron en su puesto hasta el último minuto y
comparten su misma suerte.
Son las ocho de la mañana y un sol brillante inicia su recorrido por un cielo
sin nubes. La noche ha quedado atrás, pero las tinieblas empiezan para nosotros.
Va a concluir la evacuación del muelle. Vemos allá lejos que los soldados forman
como la noche anterior dos filas paralelas dejando en medio un ancho pasillo por
donde habremos de pasar. Inician la salida quienes se encuentran cerca de la
plaza de Joaquín Dicenta.
—¡Ha llegado el momento, compañeros!
Oímos unos tiros detrás de uno de los barracones y nos estremecemos
sabiendo lo que significan. A cuatro pasos de nosotros Mariano Viñuales y
Máximo Franco, comisario de la 28 División y comandante de la 127 Brigada, se
estrechan con fuerza la mano izquierda mientras levantan las pistolas que
sostienen con la derecha a la altura de su sien.
—¡Nuestra última protesta contra el fascismo…!
Suenan a un tiempo los dos disparos. Un instante permanecen en pie ambos.
Luego se hunden verticalmente como si les hubiesen fallado a un tiempo
músculos y huesos. Quedan tendidos, inmóviles en el suelo, con los ojos abiertos
mirando sin ver, con las pistolas humeantes al lado y unidas aún sus manos
izquierdas.
Un momento los contemplamos en silencio. Luego echamos a andar
lentamente hacia la salida. Camino maquinalmente, sin ver siquiera dónde piso.
Frente a mí veo a los soldados que nos aguardan. Pienso en las ilusiones
desvanecidas, en el ejemplo de cuantos cay eron en largo camino recorrido.
Alguien murmura a mi lado:
—Pronto envidiaremos a los muertos.
Asiento sin palabras.
Es el primero de abril de mil novecientos treinta y nueve.
¡La guerra ha terminado!

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