Cuentos de Maluja y Otras Bruja Olga Montes Barrios

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Cuentos de Maluja

y otras brujas
Olga Montes Barrios. Narradora. Miembro de la UNEAC. Egresada del Centro de Formación
Literaria Onelio Jorge Cardoso. Premio Félix Pita Rodríguez de la AHS del año 2003 con el libro de
cuentos De la vida y de la muerte; mención en el Concurso de la UNEAC de la Provincia de La
Habana con el proyecto de libro La mochila de Vicente, en 2005; mención en el Concurso Fundación
de Fernandina de Jagua con el texto ¿Por qué no nos visitan los extraterrestres?, en 2006; mención
especial en el Concurso Interamericano de Cuento Fundación Avon para la Mujer, Argentina, en
2006; Premio Regino E. Boti de Literatura Infantil con el libro Gorila de Angumu, en 2013; Premio
Nacional de narrativa en el Encuentro Debate del año 2014; Premio Fundación de la Ciudad de
Matanzas de Literatura infantil y Juvenil con la novela Danza de papalotes, 2014; Premio Abril 2015
con el libro Chimbe; Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas de Literatura infantil y Juvenil con
la novela Permiso para decir, 2016; Premio La Edad de Oro con el libro Un mensaje sin leer, 2018.
Ha publicado, entre otros, De la vida y de la muerte, 2003; ¿Por qué no nos visitan los
extraterrestres?, 2007; Galería de sombras, 2012; La Mochila de Vicente, 2015; Gorila del Angumu,
2015; Danza de papalotes, 2016; Chimbe, 2017; Permiso para decir, 2017; Desnuda frente al espejo,
2017; La bruja Maluja, 2019.
Cuentos de Maluja
y otras brujas
Olga Montes Barrios
Edición: Berkis Aguilar Mazola
Corrección: Ana M. Valdés Castillo
Emplane: Adelena Carballo Esperón
Ilustración de cubierta e interiores: Yunier Serrano Rojas
Diseño de cubierta: Alejandro Concepción Martínez

© Olga Montes Barrios 2019


© Sobre la presente edición:
Editorial Unicornio, 2019

ISBN 978-959-218-454-1

Editorial Unicornio
Finca San León. Artemisa, Cuba
C.P 33800

E-mail: [email protected]
Para Luis Enrique
Plácida y las mariposas

En Brujanvidia viven muchas brujas. Tantas que no alcanzan los dedos de


las manos y de los pies para contarlas. Usan capas oscuras y sombreros
picudos. Se trasladan en escobas y aúllan en las noches sobrevolando el
caserío. Son envidiosas y egoístas. Tan viles que, cuando no hallan a quién
hacer daño, se embrujan entre ellas mismas. Cada tres meses celebran su
Asamblea y determinan acuerdos. ¿Fueron lo suficientemente ruines como
para despertar el odio a su paso? ¿Sí? Entonces han logrado su objetivo.
¿Hicieron bastante daño como para que se hable de ellas con recelo y temor?
¿Sí? Pues no tienen de qué preocuparse.
Cierto día, además de los temas cotidianos, decidieron analizar otro
asunto. El caso Plácida. Algo que, desde hace algún tiempo, inquieta al
gremio.
Plácida es como las demás. Usa el atuendo característico de las brujas. No se
cepilla los dientes, jamás alisa sus greñas y jura odio eterno a los chiquillos y
chiquillas. Pero, últimamente, se está comportando un poco rara. Algunas
aseguran haberla visto a pleno día, sin escoba, caminando en la ladera del
arroyo. Otras juran que la han sorprendido tarareando una canción. ¡Qué
horror! Pero lo más grave, lo que pone los pelos de punta a quien lo escucha es
que Plácida colecciona mariposas. ¡Cómo! ¿Coleccionar mariposas? ¿Una
bruja? Esa información debe ser investigada a fondo. Las hechiceras más
viejas de Brujanvidia han tomado una determinación: Plácida será
estrictamente vigilada. El gremio necesita tener más información sobre ella:
¿a qué hora se levanta? ¿Qué ingredientes utiliza en sus conjuros? ¿Cuál es
el color de sus pantuflas? ¿Los tomates de su huerto son venenosos o sanos?
¿Cuál es su programa televisivo favorito? ¿A qué hora suele retirarse a
dormir?
Ajena a lo que sucede, Plácida continúa con su rutina: hostiga a las
princesas, prepara sus conjuros e inspecciona las desgastadas hebras de su
escoba para garantizar un vuelo vertiginoso y seguro. Ah, pero a las dos y treinta
y cuatro minutos de la tarde, justo cuando el sol del verano arremete contra las
raíces de las ceibas y las demás brujas roncan, a pierna suelta, bajo el
soporífero aire de los ventiladores, el teléfono celular de Plácida vibra
debajo de su almohada. La bruja despierta desorientada, apaga la alarma y
comprueba la hora. Efectivamente, tiempo de cacería. Y, como las brujas no
soportan el sol, se viste con pantalón largo, medias, guantes, solera,
sombrero de paja, gafas oscuras y sale, resuelta, de su buhardilla.
Se aleja por el camino de tierra que conduce hasta el arroyo. Anda
despacio, sobre los húmedos terrones, evitando hacer ruido. Aparta el manojo de
culantrillos y asoma su cara. ¡Oh! Algo muy parecido a una sonrisa dibuja su
arrugado rostro. Un sinfín de mariposas, de diversos colores y tamaños,
revolotean los frescos montones de violeta. Entonces Plácida, poniendo mucho
cuidado para no hacerles daño, comienza a perseguirlas. ¡Cuánto se divierte
en aquel juego! Corre tras ellas, atrapa algunas y observa fijamente sus
coloridas alas. Luego las suelta. Tropieza entre lianas, cae, se levanta. Las
mariposas se posan en sus hombros, sobre sus extendidos brazos, en su nariz
ganchuda. A duras penas, Plácida consigue ahogar su ronca carcajada. ¿Y si
las otras brujas la escucharan? Oh, no. Eso no puede suceder. Cuando cae la
tarde y las mariposas comienzan a retirarse a dormir, Plácida suspira profundo
y se sienta sobre una piedra, a orillas del río. ¿Qué le ocurre? ¿Despierta
todos los días, a media tarde, para venir a jugar con mariposas? ¡Uff! ¡Qué
horror! Algo extraño sucede con ella. ¿Qué pasaría si las demás se
enteraran? No quiere ni pensarlo. Y si no fuera por lo que es, allí mismo
rompería a llorar. Pero las brujas no lloran. Así que regresa a su buhardilla,
cabizbaja, y jura que nunca más repetirá aquel acto abominable. Ya en plena
noche, cuando el aullido de sus colegas espanta a los murciélagos, Plácida
trepa en su escoba y se lanza al viento, junto a ellas, intentando destacarse en
su maldad.
Las otras, advertidas, la observan muy de cerca. Cada uno de sus
movimientos es analizado rigurosamente. ¿Por qué se sentó de lado? ¿Desde
cuándo no realiza un conjuro? ¿Hay una chispa inusual en sus ojos? Plácida no
tarda en percatarse. Algo se trama en su contra. ¿Sospecharán? ¿La habrán
descubierto? Toma la determinación de no visitar más la ladera del arroyo. Y
aunque ya no activa la alarma en su teléfono celular, todas las tardes, a las
dos y treinta y cuatro minutos, despierta afligida y ya no consigue volver a
dormirse. Su tristeza es inmensa. Apenas se asoma al portal. Ya no le
divierte hacer maldades ni volar en la escoba sobre las ramas de la ceiba.
Permanece en cama, suspirando. Y como las brujas no acostumbran a ser
visitadas, nadie se percata de su enfermedad. La puerta de su buhardilla no
vuelve a abrirse y el gremio —ocupado en asuntos más importantes— se
olvida del asunto.
Una tarde, justo a las dos y treinta y cuatro
minutos, mientras todas las habitantes de
Brujanvidia duermen bajo el soporífero aire
de los ventiladores, el pueblo se ve invadido
por una plaga de mariposas. Las hay de
diversos colores y tamaños. Sobrevuelan las
ramas de las ceibas donde se alzan las
rancias casuchas. De pronto, una puerta se
abre y del interior de la buhardilla sale
volando una enorme mariposa. Parece tener ojos en las alas y planea con
alegría, como si, desde hace mucho tiempo, hubiera deseado hacerlo. El
cielo se tupe de tonalidades que suben y bajan en una acompasada danza.
Pero, como las brujas siempre duermen de día, en Brujanvidia nadie las ve.
Desde entonces, las brujas se preguntan dónde se habrá metido Plácida que
ya no se le ve cabalgar su escoba en noches de luna llena ni aullar sobre el
caserío, como las demás. Y, por si acaso, continúan vigilando, no vaya a ser
que a esa tonta se le ocurra hacer alguna cosa rara, como coleccionar
mariposas o algo por el estilo. ¡Ja! ¡Habrase visto tamaño disparate!
La bruja Maluja

Maluja es una bruja terca a la que le gustan mucho


los caramelos. Está tan vieja que apenas si puede
caminar. Por eso, adonde quiera que vaya siempre se
traslada en escoba. Si va por papas al mercado,
agarra su escoba aunque el reloj marque las diez de
la mañana. Le importa un comino lo que se comente
sobre ella. Usa un sombrero picudo —como todas
las brujas— para ocultar su calvicie. Tres greñas asoman, canosas y
rebeldes, como alambre de púas. Le queda un solo diente y, cuando ríe, su
apestoso aliento envenena a las moscas.
Es muy malvada y, al enfadarse, sus ojos chispean como bolas de fuego.
Adora hacer daño pero, lo que más le complace es chupar caramelos. Antes,
cuando tenía la dentadura completa, los trituraba, ahora debe de conformarse
con chuparlos.
En las noches agarra su escoba y sobrevuela los poblados, olfateando. Si
descubre un mínimo aroma azucarado, allí mismo aterriza.
Por eso, al enterarse de que en el pueblo vecino se celebraría una fiesta de
cumpleaños, afiló su único diente. ¡Por fin se daría una hartera! Maluja debe
trazar un plan para robar la piñata. Ha robado muchas en toda su vida. Si una
cosa disfruta, además de chupar los sabrosos caramelos, es escuchar los
berridos de los niños al encontrar la piñata rota y vacía. ¡Uf! ¡Cuánto placer!
El sabor de los caramelos nunca resultó más estupendo. En el pasado, siendo
Maluja una bruja joven, no necesitaba complicarse la vida trazando planes ni
nada por el estilo. Bastaba asomar su espantosa figura detrás de las cortinas,
y los chiquillos salían corriendo, aterrados. La piñata quedaba desprotegida.
¡Solo para ella! Pero las cosas han cambiado. Ya los niños no son tan
asustadizos como antes. ¡Qué falta de respeto! ¿Dónde se ha visto que no se
tema a las brujas? Cada día resulta más difícil meterles miedo. La última vez
Maluja se disfrazó de tortuga. Un estúpido y lento animalillo que debía
despertar la conmiseración de los niños. Pensó que aquel duro caparazón le
protegería de sus ataques. Grave error. Nadie sabe lo terribles que pueden ser
los chiquillos, más si se reúnen en grupos. Prefiere ni recordar ese día ni el
otro ni el otro ni… pero hoy no se dejará vencer. Hoy debe ser más astuta que
todos ellos juntos. Fisgonea tras los arbustos. Han comenzado a llegar. Son
enérgicos, risueños, retozones. ¡Uf! ¡Un horror! Corretean por el jardín,
sudorosos. Sus risas golpean las sienes de Maluja. Son dinamitas a punto de
hacer estallar su vieja cabeza. Los odia. ¡Cuánto los odia! Los convertiría en
renacuajos. Luego los aplastaría uno por uno escuchando traquear sus sosas
cabecillas. Aunque no, debe controlar su ira. Si hiciera eso el pueblo entero
le caería encima y perdería la oportunidad de hurtar la piñata. El olor de
chocolatines, mentas y cafés le hacen tragar en seco. Dentro de poco
comenzará a babear. Es inevitable. Siempre le sucede. Un apestoso charco de
saliva se deslizará por la comisura de su boca y no parará hasta que no logre
zamparse unos cuantos caramelos. Veinte a lo sumo. Para empezar. Bosteza
ruidosamente. Su pestífero aliento fulmina a siete moscas que caen sobre la
tarta, en el comedor.
¿De qué se disfrazará esta vez? Piensa y requetepiensa hasta que… ¡Ya lo
sabe! Se disfrazará del peor de los seres que habitan sobre la Tierra: ¡de
niña! ¡Uf! ¡Qué malvada es! No se le pudo ocurrir algo mejor. Así conseguirá
andar entre ellos sin levantar sospechas. Logrará confundirlos y, cuando menos
se lo esperen —¡zas!—, tomará la piñata y se largará en su escoba lo más
rápido posible. Jojojojo, ríe satisfecha. Debe controlarse. Los pequeños
pueden escucharla y… No, no, no. Eso no ocurrirá. No quiere ni imaginar lo
que sucedería.
Agarra la poción mágica y se da un rápido buche. ¡Huaf! Sabe a rayos.
Enseguida su cuerpo comienza a sentir escalofríos. La piel se estira, los
huesos se encogen, del cráneo nacen tupidas y rebeldes greñas. En pocos
segundos la vieja arpía se ha transformado en una flacucha y pálida niña de
dientes manchados y ojos turbios. Se mira en el espejo: perfecto —masculla
y su propia voz le causa estupor. Algo ha fallado en el brebaje. Con esa voz
no podrá engañar a ningún chiquillo, por muy tonto que este sea. Maluja
sabe que no puede perder tiempo. El efecto de la poción no durará más de
treinta minutos. Deberá fingirse muda. Mejor, suspira, así no se verá en la
obligación de dirigir la palabra a esas fierecillas. Oculta la escoba tras unos
arbustos y, resuelta, sale de su escondite. Los chiquillos continúan sus juegos
tontos y alborotadores. No parecen inmutarse con su presencia. Es tan solo
una más. Se congratula en silencio. ¡Ha sido fácil engañarlos! Persigue su
olfato. Va directamente a la habitación del cumpleañero. Sabe que allí
encontrará la piñata. Su nariz nunca la engaña. Será más simple de lo que
pensaba. Empuja la puerta y la ve, sobre un estante. Adornada con papeles
de colores y cintas azules. ¡Hum! Maluja se saborea, da unos pasos, agarra la
piñata con deseos de desbaratarla, pero se contiene, mejor no arriesgarse.
Tomará los caramelos y se marchará a la carrera. Solo se enterarán cuando
tiren de las cintas y nada salga. Ya quisiera ver sus caras. Un montón de
chiquillos glotones revolcándose en el suelo para recoger nada. ¡Puaf! ¡Qué
chasco! Sus manos tiemblan, repletas de caramelos de distintos aromas y
colores. Llena el saquillo afelpado. Quisiera atragantarse de pastillas y
chocolatines. No puede hacerlo. Al menos no hasta que esté bien segura, lejos
de los niños. La boca se le llena de saliva y el charco de baba escapa por sus
comisuras. Montones de moscas caen fulminadas desde el techo. Los
chiquillos comienzan a protestar debido al mal olor.
—¡Es Maluja, debe estar escondida por aquí!
El corazón de Maluja da un vuelco. ¿La han descubierto?
—¡Atrapémosla!
Los chiquillos corren por el jardín, desorientados. Buscan en los
matorrales y en las copas de los árboles. Ella aprovecha la confusión y se
escurre, pegándose a las paredes. Nadie sospechará de una niña ingenua de
dientes manchados y ojos turbios, que carga sobre los hombros un saquillo
afelpado. Va directo hacia su escoba, monta y sale disparada, lanzando al
aire su escalofriante carcajeo. Los niños miran al cielo, sorprendidos y ven
perderse, entre las nubes, su desagradable silueta que, cabalgando en su
escoba, deja tras de sí el apestoso tufo de su baba. Llega a su cuchitril,
desempapela diez, quince, veinte caramelos y los engulle, desesperada.
Doce, catorce, veinticinco más, pero… algo no anda bien. ¿Por qué no
escucha los berridos de los niños? ¿No habrán descubierto el robo? Aguza el
oído mientras chupa y chupa con impaciencia. Estos caramelos huelen muy
bien, aunque su sabor es un tanto raro. Y por más que Maluja chupa, ni
saben ni se gastan. La risa de los niños le llega como dinamitazos que
estallan en sus sienes. Las voces ponen de punta sus tres greñas.
—Maluja, la bruja, tan vieja y atontada, ha venido a robar ¡piedras
azucaradas!
¡Cómo! ¿Piedras? ¡Puaf! Maluja arroja el bocado con rapidez, aunque no
lo suficiente como para evitar que las piedras astillen su único diente. Lanza
al viento un aullido de dolor y corre a esconderse debajo de la cama. Teme
que los niños la descubran. Esas terribles fierecillas sin compasión. Por hoy
no se arriesgará a volver a salir en su escoba. Pero mañana. ¡Ja! Que se
preparen mañana.
Una bruja enamorada

Silvina está enamorada. Y como el amor es una debilidad en las brujas, no


quiere que nadie lo sepa. Desde que conoció a Fermín, en la cola del yogurt,
no hace más que suspirar por los rincones. Su corazón late como una
pandereta y en vez de sal, le pone azúcar a la tortilla. En las mañanas, antes
de que apriete el sol, se calza las zapatillas, mete sus piernas flacas en un
mono deportivo y enrumba hasta el parquecito. Allí, bajo la sombra del
copey, se reúnen los ancianos del barrio para hacer ejercicios. Silvina odia
los ejercicios, pero no tiene otra oportunidad de encontrarse con Fermín.
Como las brujas no entienden nada de amor, ella está muy nerviosa. Ya no
sabe qué inventar para atraerlo. Preparó un brebaje y se lo dio a tomar, pero,
al parecer, se pasó en alguno de los ingredientes. Quizá en los pelos de
chichiricú o en los ojos de murciélago ciguato. O el diente de lagartija no
tenía demasiadas caries. Lo cierto es que a Fermín se le aflojó el estómago.
Hubo que llevarlo al hospital. Le pusieron siete sueros y muchos pañales
desechables. Silvina se preocupó de veras. Sus brebajes no resultaban tan
efectivos como antes. Desde entonces, Fermín se escurre cual anguila. Si la ve
aparecer por una esquina, corre hacia la otra. Si la profesora orienta
ejercicios en pareja, Fermín se aferra a la compañía de otro anciano.
¡Cualquiera! Mientras no sea Silvina.
Oh, esto la desconcierta grandemente. Por mucho
que intente ganar su atención, no lo consigue. ¡Se
niega a probar los mejunjes que prepara para él! Y
como las hechiceras resuelven sus conflictos a base de
pócimas y conjuros, Silvina lleva al parquecito —todas
las mañanas— una nueva brujería: polvos de rana
cantarina para que Fermín oiga en su voz la mejor de las
tonadas; emplasto de cundiamor y miel de abeja para que su cutis se vuelva
terso y juvenil; placenta de dragona primeriza, y, de esta forma, conseguir
oler más que las flores. ¿Y Fermín? ¡Como si no la viera! Embobado con el
trote en el mismo lugar, las cuclillas o las rotaciones del cuello. Silvina está
perdiendo la paciencia. Si Fermín continúa ignorándola, corre el riesgo de
quedar seriamente embrujado.
Hoy, tempranito, Silvina preparó la poción, la guardó en el termo (simulando
que es café) y salió de su casucha. Con ella hechizará a su amor. Lo convertirá en
chipojo, lo esconderá en su jabuco y lo encerrará baje tres llaves. Cuando el reloj
pulse las doce campanadas y la redonda luna se pose en la rama más alta de
la ceiba, lo sacará del encierro y le dará su primer beso de amor. ¡Chas! El
hechizo será roto. Fermín volverá a ser el anciano encorvado y bien parecido
de siempre y serán infelices por el resto de los días. ¡Arrrg! ¡Cuánta dicha!
Silvina se retuerce de contenta.
Los ancianos se reúnen bajo la sombra del copey. Apoyados en sus
bastones estiran sus viejos huesos y empiezan a calentar. La profesora los
orienta, sonriente, como todas las mañanas. Silvina se acerca
disimuladamente a Fermín y le ofrece una humeante taza de café —es decir,
de poción—. ¿Pero cómo? ¿No toma café? ¿Ni un poquito? ¿Le sube la
presión? Silvina se sonroja. Su escoba —escondida sobre una rama del
copey— tiembla de desconcierto. La profesora pide que ocupen sus puestos.
Ya van a comenzar los ejercicios.
De mala gana se incorpora Silvina, bien cerquita del apuesto anciano. Bueno,
¿qué inventará ahora para hechizar a su amado? ¿Y si lo rapta en la noche y lo
encierra en el ropero? ¿Y si lo convierte en renacuajo y lo tira en la cisterna? En
el barrio se está comenzando a murmurar. Dicen que Silvina está enamorada y
esto no le conviene. Un comentario así deshonraría a cualquier bruja. ¡Uff! ¿Qué
hará ella para aquietar su pasión? Y mientras piensa y piensa buscando un
remedio, continúa yendo, todas las mañanas al parquecito, a hacer los
ejercicios con los demás ancianos. ¡Y con Fermín, claro!
Como de amor las brujas no entienden nada, Silvina apenas duerme
ideando un nuevo brebaje o conjuro para hechizar a su amado y, lo más
importante: ¡ser infelices por el resto de los días!
La olla de los brebajes

Harta de que los niños la descubran siempre, Maluja decidió crear un nuevo
embrujo para desorientarlos. En Brujanvidia viven demasiadas arpías y todas
usan escobas como medios de transporte. Sus conjuros no se diferencian en
nada y ya no quedan ni dragones para arrancarles las pezuñas y confeccionar
pócimas respetables. ¡Uff! ¡Qué aburrido! ¿Y, si en vez de escoba, Maluja
utilizara otro artefacto para trasladarse? ¡Claro! Los niños esperan verla aparecer
montada en su antigua escoba. Si la sustituyera por algo menos evidente, no
la reconocerán. ¡Podrá acercarse a sus fiestas sin levantar sospechas y hurtar
la cantidad de caramelos que desee! ¡Hum! Babea de gusto. Quince moscas
quedan fulminadas en el césped. ¿Qué artefacto pudiera hechizar Maluja
para que la lleve y la traiga a donde quiera ir? Inspecciona su cuchitril de un
extremo a otro. Descubre un murciélago dormitando en el techo. ¡Perfecto!
Se alboroza la bruja. Atrapará al murciélago, arrancará sus alas y… Jojojojo.
Dentro de poco Maluja estrenará alas agigantadas con extracto de gorrión
constipado. Volará tan alto y rápido como las nubes cuando se forma la
tormenta. Estira la mano para atraparlo, pero no lo alcanza. ¡Uf! Agarra la
escoba, bastará una pequeña elevación para llegar hasta él. ¡Eh! ¿Qué
sucede? La antigua escoba, enterada de los planes de su dueña, se niega a
volar.
—¡Habrase visto escoba renegada! —protesta Maluja y la lanza por la
ventana.
La antigua barredera cae en el patio y, con el impacto, se parte en dos
trozos.
A duras penas, temblequeándole las canillas, la vieja Maluja trepa sobre la
mesa. ¡Uff! ¡No llega! Baja de nuevo y sobre la mesa coloca una silla.
¿Tampoco? Sobre la silla pone una banqueta. Trepa, temblequeando. Estira
la mano… ¡Casi lo alcanza! La banqueta traquetea. Un poquito más a la
derecha… un poquito más… ¡Ayayay! Roza las pequeñas orejas. El
murciélago abre un ojo, luego el otro. Maluja se estira un poco más… y el
murciélago sale volando. Maluja intenta alcanzarlo. La silla tembletea.
Maluja lanza desesperados manotazos intentando atrapar al murciélago que,
aún adormilado, se posa en el extremo más alto del caballete.
—¡Arrrrrr! —protesta Maluja— Ya me las pagarás, quiróptero engreído.
La banqueta se desestabiliza, la silla resbala y ella impacta contra el suelo.
—¡Auuuuuu! —Aúlla de dolor antes de desmayarse.
El médico diagnostica seis costillas rotas, cadera partida y las tres greñas
lesionadas.
En ocho meses y veinticuatro días de reposo, Maluja ha tenido tiempo de
pensar y analizar. ¡Ya sabe cuál será su nuevo medio de transporte! ¡El
caldero del guiso! Se desliza hasta él, con mil trabajos, apoyándose en su
bastón. Al llegar comprueba que es demasiado pequeño. Apenas consigue
acomodar un pie en su interior. No se amilana. Solo necesita encontrar un
caldero, lo suficientemente amplio, como para caber sentada. ¡Ajá! La olla
de los brebajes. Es ancha y espaciosa y en tiempo de lluvia puede situar la
tapa encima, para no mojarse. ¡Yupi! ¡Qué gran idea se le ha ocurrido a
Maluja!
En cuanto las hechiceras del pueblo descubran su ingeniosidad, la
nombrarán Gran Bruja de las innovaciones e intentarán imitarla.
La olla de los brebajes se eleva despacio del suelo con la bruja en su
interior.
—¡Arriba! ¡Arriba! —grita eufórica Maluja.
La cazuela sale embalada hacia las nubes arroyando lo que se interponga
en su camino. Esquiva un eucalipto, hace astillas tres ramas de ceiba mocha,
quiebra una gigantesca telaraña. Tres tiñosas y dos zunzunes se apartan
despavoridos. Maluja babea de satisfacción y el apestoso aliento se dispersa
en el aire. Jojojojo, carcajea.
La olla de los brebajes sube y sube sin rumbo fijo, desapareciendo entre las
nubes.
—Espera, espera —grita Maluja— ¡Abajo! ¡Abajo!
Pero la olla no obedece sus orientaciones. ¡Se aleja cada vez más de las
piñatas! ¡Oh! Enrojece de rabia la arpía.
—Olla estúpida —ruge— ¡Abajo! ¡Abajooooo!
Y la cacerola, que nunca había subido tan alto, del entusiasmo se ha
quedado alelada. ¡Por nada del mundo regresará al cuchitril! Allí la trataban
como a un vulgar caldero. ¡Y ahora es toda una elegante alfombra mágica!
Sobrepasa a un cohete, se interna en la Vía Láctea, bordea una calle de
estrellas, hasta llegar a la luna. Y como nadie la enseñó a frenar, no para
hasta chocar contra un cráter, echando por la borda a su vieja y enfurecida
tripulante.
Maluja no consigue estabilizarse en el suelo, flota y flota como una pluma.
Unas veces cabeza abajo, otras, cabeza arriba. Ya ni siquiera consigue ubicar
dónde se encuentra la Tierra. La olla de los brebajes, deslumbrada, no hace
otra cosa que observar el panorama flotando unos metros más allá.
—¡Arrrrrg! —ruge de rabia Maluja—. En cuanto alcance a esa estúpida
olla… ¡Agrrrr!¡Ya me las pagará!
El sueño de Remigia

Remigia despertó muy enfadada. Llevaba tres días soñando con las ciruelas.
En el patio de su casa crecía un enorme árbol repleto de la sabrosa fruta. Y,
como aún estaban verdes, no las había podido arrancar. Planeaba hacer un
dulce para envenenar a los gatos. ¡No la dejaban dormir! Cada mañana,
cuando se disponía a descansar, comenzaban a corretear en el tejado y era
muy difícil conciliar el sueño. ¡Huf! Con lo cansada que estaba. ¿Acaso ellos
no saben que las brujas son nocturnas? ¿Por qué no correteaban de noche?
Pues bien, en el sueño siempre se repetía lo mismo: mientras Remigia
disfrutaba de un merecido descanso, después de pasar la noche entera
practicando brujería, alguien brincaba la cerca, se colaba en el patio y
tumbaba las ciruelas. ¡Todas! ¡Sin dejar ni una! ¿Y quiénes se atrevían a
semejante infamia? Pues, nada más y nada menos que una pandilla de
chiquillos. ¡Habrase visto! ¿Cuánto tiempo hacía que Remigia había
espantado de los alrededores aquella terrible plaga? Ya ni se acordaba.
Entonces, ¿por qué ahora aparecían en sus sueños? Si en algo confiaba ella,
era en la veracidad de los sueños. Cuando una bruja sueña constantemente
con la misma situación, esta termina por hacerse realidad. Suficiente motivo
para sentirse intranquila. Así que, tomó una decisión. Ató en cada uno de sus
dedos un fino cordel y con ellos los gajos del ciruelo. Cualquiera que se
atreviese a rozarlos, sacudiría su sueño ligero y entonces… ¡Pobre de él!
Remigia no quería ni pensar en el castigo.
Clausuró las ventanas y taponeó las hendijas. ¡No fuera
a colarse un rayo de sol! Y se tumbó en la cama. Pasados
dos segundos comenzó a roncar. Afuera, en el patio, los
gajos del ciruelo se mecían al compás del viento. Los
finos cordeles, acariciados por la brisa, comenzaron a
sonar cual cuerdas de violín. ¡Puaf! A los tomeguines no
les quedó otro remedio que acercarse. ¡Con aquella música tan melosa! Y
tras los tomeguines llegaron dos chiquillos y tres chiquillas. Venían con
tirapiedras y jaulas de varetas. En cuanto vieron las ciruelas se pusieron rojos de
contentos. Colocaron las jaulas en los postes de la cerca y espantaron los
tomeguines a pedradas —ninguno fue tan tonto de acercarse a las jaulas—.
Las chiquillas treparon las primeras y zarandearon las ramas. El fino cordel
se agitó con fuerza y presionó los dedos de Remigia, que despertó alarmada.
—¡Guarrrrrrrrrrrrf! —chilló rabiosa.
Los gatos corrieron a esconderse en el alero. Los chiquillos —que desde
abajo recogían las ciruelas— treparon, raudos, tronco arriba y a las
chiquillas se les erizaron los pelos de la nuca. ¿Quién había proferido aquel
terrible grito?
Pero no terminaron de hacerse la pregunta. Desaliñada y molesta, Remigia
apareció al instante.
—¡No lo puedo creer! —rugió al descubrir a los chiquillos y a las
chiquillas en su ciruelo.
Estaba tan furiosa, que sus ojos despedían chispas de candela.
—¡Una bruja! —se asombraron las chiquillas y los chiquillos. ¿Desde
cuándo no veían una bruja tan de cerca? Bajaron del ciruelo con rapidez. ¡A
esto había que tomarle fotos!
A Remigia, de la ira, le castañeaban los dientes. Los chiquillos y las
chiquillas sacaron sus teléfonos celulares y comenzaron a retratarla.
Remigia pensó que le estaban tomando el pelo. ¡Deja que los convirtiera
en… en…! Movió sus manos con rapidez procurando algún conjuro. Los
finos cordeles atados a sus dedos comenzaron a zarandear las ramas, y
mientras más intentaba Remigia deshacerse de ellos, más se liaban sus
dedos. Una lluvia de ciruelas comenzó a caer sobre las chiquillas y los
chiquillos que se divertían, al ver a una auténtica bruja con las manos
atadas. Después de tomarle un montón de fotos, probaron algunas ciruelas
—pero estaban verdes, ¡puaf!—, recogieron sus jaulas de varetas, sus
tirapiedras, cruzaron la cerca y se marcharon ligeros por donde habían
venido. En cuanto los gatos los vieron partir, salieron de sus escondites y
enrumbaron tras ellos. Lo más probable era que alguno los aceptara en su
tejado. Seguramente allí vivirían más tranquilos que con la bruja Remigia.
La bruja, intentando desatar sus dedos, hipaba de rabia. ¿Cómo se habían
atrevido a tanto? Tumbaron sus ciruelas. Se llevaron a sus gatos. ¡Le tomaron
fotos! Ella, que no se había retratado ni en sus quince. Ah, pero se iba a vengar.
Seguro que sí. ¡En cuanto consiguiera zafarse…! Y al no conseguir desatar el
fino cordel terminó por quedarse dormida, allí mismo, en el patio. En esta
ocasión soñó con tomeguines. ¡Oh! ¡Los sueños! —Murmuraba retorciéndose
de miedo, intentando despertar— ¡Qué horror! Los sueños terminan por hacerse
realidad.
Escoba de Bruja

La escoba se desperezó, recompuso algunas de sus cerdas y miró en


derredor, atolondrada. Manigua y humedad. ¡Puaf! ¿Había estado inconsciente
muchas horas? Se sentía decepcionada. Tantos años al servicio de su ama para
terminar hecha dos trozos en un rincón del oscuro patio. ¡Cuánta injusticia!
Las escobas siempre fueron personajes secundarios en los cuentos para
niños. Simples vehículos en los que se trasladaban los más viles y crueles
personajes. ¡Ah! Pero la hora de la venganza había llegado. En cuanto
consiguiera unir sus dos mitades su vida daría un giro. ¡Ya lo creía! ¿Qué
hubiera sido de las brujas de no ser por sus rápidas y fieles escobas? Le
hubiese gustado verlas tomando el tren o el avión para deslizarse hacia
lejanos confines. ¡Ingratas! Tratar de esa manera a quien le había servido por
los siglos de los siglos. ¿Cambiarla por una tiznada y grasienta olla? ¡Ah!
¡Cuánta humillación! Nunca más ninguna bruja volvería a asentar sus
posaderas sobre su viejo lomo. ¡Seguro que no! Ni Maluja ni nadie.
Sus dos mitades estaban muy cerca la una de la otra, pero sin una ayudita que
las uniera resultaba imposible volver a ser la de antes. La escoba necesitaba
hacerse notar. Como obedeciendo a sus pensamientos escuchó que alguien se
acercaba por el tupido sendero.
—¡Por favor! Por favor, ayuda —gimió.
Pero muy pronto se arrepintió de sus palabras. Quienes se
acercaban no eran nada menos que dos chiquillos.
—¿Escuchaste eso, Manolo?
—¿Que si escuché qué?
—Alguien está pidiendo ayuda.
La escoba permaneció inmóvil. No quería imaginar lo que
sucedería con ella si los niños la encontraban.
—¡Mira allá, Manolo! Entre los yerbajos.
—Es solo una vieja escoba partida en dos, Miguel.
Los chicos corrieron hacia ella.
—Mírala, ¿no te das cuenta? Es la escoba de una bruja.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—No tienes más que verla. Está vieja y antigua. Solo una bruja se
atrevería a conservar una escoba tan anticuada como esta.
—Aunque así fuera, Miguel. No nos servirá de nada. Está partida.
—¡Empatémosla!
La escoba tembló de pavor. Lo menos que deseaba era caer en manos de
semejantes criaturas. Manolo y Miguel corrieron con ella hasta el sótano de
la escuela, buscaron pegamento y empalmaron las dos mitades.
—¡Ya está! ¿Y ahora qué? —dijo Miguel.
—Supongo que deberíamos saber las palabras mágicas.
—¿Conoces las palabras mágicas?
—Yo no. ¿Y tú?
—Tampoco.
—Entonces tendremos que improvisar —aseguró Manolo.
La escoba los escuchaba inmóvil, asustada por haber caído en manos de
los chiquillos, aunque feliz por sentir juntas sus dos mitades.
Manolo y Miguel probaron con todas las palabras conocidas, pero ninguna
dio resultado. La escoba no se movía. Deseaba más que nada levantar el
vuelo, despegar suave y cobrar impulso con un ligero escape de polvo y
humo, como solía hacer cuando la vieja Maluja la guiaba. Pero no. No
cometería ese error. Si demostraba a los chicos que realmente era la escoba
de una bruja, terminaría en la hoguera o lo que era peor, se convertiría en el
juguete favorito de aquellos dos.
—Claro, Manolo, debemos montar sobre su lomo. De lo contrario no
levantará el vuelo.
—Es cierto, Miguel. ¡Montemos!
Los dos chiquillos se sentaron a horcajadas sobre la escoba y comenzaron
a tironear de sus cerdas, correteando y chillando como fierecillas. ¡Oh! La
escoba tuvo una idea. Daría una lección a esos vagabundillos. Se elevaría en el
aire y no pararía hasta llegar al desierto del Sahara. ¡Que aprendieran a
respetar a la escoba de una bruja! Hizo un supremo esfuerzo por
concentrarse. ¡Elévate, elévate, elévate! ¡Sube, sube, sube! Pero, por mucho
que lo intentara, no consiguió despegarse ni un centímetro del suelo. ¿Por
qué no lo conseguía? ¿Sería demasiado peso para ella, acostumbrada al
cuerpo esquelético de Maluja? ¿Habría perdido sus dotes? ¿Se agotaría la
carga de sus baterías? La escoba se preocupó de veras, y por primera vez en
mucho tiempo sintió nostalgia por la ausencia de su ama. ¡Ella hubiera
sabido cómo echarla a volar nuevamente!

Lo que no sospechaba la escoba era que, sin el llamado de su ama, las escobas
de las brujas no pueden levantar el vuelo.
Cansados de que la vieja escoba no los transportase a sitio alguno, Manolo y
Miguel decidieron utilizarla como lanza para cazar imaginarios mamuts, que
no eran otra cosa que enormes montículos de piedra. La escoba sentía un
fuerte latigazo en el empate, cada vez que impactaba contra el duro objetivo. No
contentos con la caza, Manolo y Miguel se convirtieron en temibles
gladiadores, y la escoba pasó a ser una espada de combate. El empate
traqueaba amenazando despegarse. ¡Oh! La escoba se sacudía con cada
nueva estocada. ¿Es que no se cansaban nunca esos chiquillos? A punto
estaba de soltar las lágrimas cuando les escuchó decir.

—Juguemos ahora a los indios, Manolo.


—Buena idea, Miguel. Hagamos una pira para enviar señales de humo.
La escoba se sintió perdida. ¿Dónde se había metido Maluja, que no venía
a socorrerla? Manolo y Miguel la colocaron al centro y, arrimándole algunos
palos secos y yerbajos, prendieron fuego.
¡Malujaaaaaaaaa! —gritó horrorizada la escoba, al tiempo que sentía
chisporrotear las puntas de sus cerdas.
Manolo y Miguel estaban tan divertidos, que apenas repararon en el grito.
Maluja, que continuaba flotando sobre los cráteres de la luna, por fin
escuchó su llamado.
—¿Dónde estás, maldita escoba? —respondió con un gruñido, cabeza
abajo, Maluja—. Acaba de venir a buscarme, so inútil.
La escoba no supo ni cómo ni por qué sintió elevarse por los aires, volando
hacia el llamado de su dueña. Manolo y Miguel, boquiabiertos, cayeron
sentados de la sorpresa viendo cómo la vieja escoba desaparecía entre las
nubes.
Cuentan los cosmonautas que, aún hoy, quienes se acercan un poquito a la
luna pueden ver, flotando a su alrededor, a la bruja Maluja, antecedida por
una olla tiznada y perseguida por su vieja escoba, que todavía no consigue
alcanzarla.
El baile

En el castillo se celebrará un baile. Todas las jóvenes han sido invitadas. La


noticia ha llegado a Brujanvidia. Las brujas hierven de celos. Ellas no podrán
asistir. Las apresarían y castigarían sin compasión. Idearán la manera de
vengarse. No pueden permitir que un evento como ese se desarrolle en sus
mismas narices. No soportan que los demás se diviertan ni la pasen bien, cuando
ellas permanecen escuchando la repugnante música y el frufrú de los trajes,
mientras danzan.
La nariz de Gregoria ha enmohecido de la ira. Incluso, le ha crecido otra
verruga, justo a la izquierda del pómulo derecho. Es como un chícharo
fermentado. Al principio pensó que fuese un grano pero no, es solo otra verruga.
Siempre ha pensado que los bailes son una pérdida de tiempo. Uno de los peores
acontecimientos que se les ha ocurrido inventar a las personas. Se reunirán
muchas princesas y príncipes. Hablarán tonterías y se divertirán con
cualquier nimiedad. Gregoria escuchará sus risas aunque taponee sus oídos y se
coloque siete almohadas sobre la cabeza. Luego bailarán toda la noche. Un
espanto. Ya quisiera ella verse perder el tiempo con semejante bobada. Es lo
que más desearía. Bueno, en fin, el ataque de hipo fue debido a eso. Jamás lo
confesará a las otras, pero achicharra en deseos de ir al baile. De hecho irá.
No se lo impedirían ni aunque la encadenaran al tronco de una ceiba. Ni
aunque le sacasen las baterías a su escoba. Claro que no se presentará a un
evento tan fino, con aquella capa zurcida ni aquellos zapatos desgastados.
Debe pensar en alguna pomada hidratante o un agregado que le suavice el
cutis. Se mira en el espejo. En fin, el hechizo deberá ser muy poderoso. Algo
duradero, que cambie su imagen por completo. Quizá una poción de pezuña
de iguana, mezclada con yerba de sapo y colmillo de gato negro triturado.
Gregoria, montada en su anticuada escoba, se acerca al castillo. Hay muchas
luces y coches, y el aire huele a colonia de girasoles tiernos. Si se dejase ver,
se armaría un correcorre tremendo. Las princesas y los príncipes chillarían
aterrados buscando la manera de escapar. No es lo que quiere. Achicharra en
deseos de entrar al castillo y gastar los tacones al compás de un vals, o lo que
sea que esté de moda en estos tiempos. Suspira. Hubo de burlar la
inteligencia de las otras brujas para poder salir de Brujanvidia. No quiere ni
imaginar lo que le harían si la pillan. Saca el frasco con la poción mágica y
vierte un chorro sobre su vieja escoba que, rápidamente, se transforma en un
refinado carruaje. ¡Huy! Cuanto glamour. Gregoria sonríe de vileza. Agarra
el frasco y se lo empina. Sus apestosos harapos se convierten en un
hermosísimo vestido. Los gastados zapatos se transforman en lujosas
zapatillas de charol, y toda ella deja de ser la espantosa Gregoria para
transformarse en una encantadora jovenzuela. ¡Oh! Gregoria se lamenta de
no haber traído consigo su cámara fotográfica. Monta de un salto en el
carruaje y se dirige al castillo.
Hay luces y ruido y, si no fuera porque Gregoria es fuerte de estómago,
comenzaría a vomitar al instante. Nunca había estado en un sitio como este.
Princesas y príncipes se pasean de un lado a otro espantando el calor con
abanicos de plumas. Si quisiera embrujarlos, la noche no le alcanzaría. ¡Son
muchos! Pero no corrió el riesgo para algo tan simple. Gregoria vino a
bailar. La música restalla en sus oídos. Corre a la pista y sacude su esqueleto
como si en ello le fuera la vida. Sus movimientos llaman la atención, le
rodean, le aplauden. Oh, nunca antes Gregoria había estado tan a gusto.
Todos quieren ser su pareja. En fin, tendrá que complacerlos. No quisiera ver
la cara de las brujas si la pillasen. Nadie la descubrirá. Ingirió suficiente
poción como para estar enmascarada hasta bien entrada la madrugada. Baila
con unos y otros por el inmenso salón. Tiene los pies llenos de ampollas y
callos reventados, de los pisotones recibidos, pero eso no la amilana. Está
feliz. No lo había sido tanto, desde las últimas olimpiadas, donde obtuvo
medalla de bronce en la carrera de escobas.
Una joven y grácil princesa se le acerca, baila a su compás. Oh, presumida.
¿Intentará retarla? Los demás le hacen espacio, la rodean. Ya le enseñará
Gregoria cómo se desdoblan las brujas. ¡Uf! Bailan acompasadas. Bien
podrían formar un dúo y participar en un concurso. El público les aplaude.
Aunque cueste reconocerlo, Gregoria se siente a gusto. La joven le parece
simpática, a pesar de ser una princesa. Por esta noche consentirá ser su
amiga. Sin que nadie se entere, claro. No olviden que Gregoria es una bruja.
Y las brujas no pueden sentirse atraídas por las princesas, por muy bien que
estas bailen y sonrían.
La noche avanza y ellas ni se percatan de lo súper que la están pasando.
No solo bailan, sino que se divierten, se cuentan historias descabelladas y
mastican ruidosamente el hielo de los granizados. Suenan las doce en el reloj
de pared. La princesa empalidece y deja de bailar. Gregoria piensa que le ha
pisoteado un juanete, pero no. Es algo peor. La princesa la mira a los ojos,
atemorizada, antes de echar a correr. Gregoria sale tras ella. Quiere detenerla,
preguntarle qué sucede. La princesa corre de prisa por las escaleras que
conducen al traspatio. Gregoria la sigue. Otras tantas princesas huyen también.
A Gregoria esto no le huele bien. Algo raro sucede. Mientras choca con
ellas, por el pasillo, le parece encontrar rostros conocidos. ¿Dónde las ha
visto antes? Oh… Gregoria tiene un presentimiento.
¿Será que…? La princesa desaparece en los matojos, al
igual que las otras. Luego, una silueta sale de las sombras
y se interna en el cielo cabalgando una escoba. Escucha la
inconfundible risa de las brujas. Luego sale otra… y otra
más… y otra. ¡Son muchas! Pero… Gregoria las observa
boquiabierta. ¿Qué ha sido eso? ¿Será posible que las
brujas…? Intenta seguirlas. ¡Imposible! El conjuro que ha
bebido es tan fuerte, que no volverá a su imagen verdadera hasta bien
entrada la madrugada. ¡Uf! Tendrá que esperar unas tres o cuatro horas.
Deberá conformarse con este anémico rostro, el ridículo vestido, las zapatillas
de charol y permanecer anclada en el castillo. ¡Chit! Le gustaría mucho volver a
encontrarse con la prince… o con la bru… o con cualquier cosa que esta fuera.
Maldición, no le pidió el número de su móvil. Si al menos pudiera echar a
volar su vieja escoba saldría embalada tras ella. Pero ahora no es más que un
tonto y frívolo carruaje. No le queda otro remedio que regresar al salón. El
baile continúa, aunque ya para Gregoria ha perdido su encanto. Tiene los
pies adoloridos. Se sienta en un rincón, meditabunda y aburrida. Ni el móvil
ni el correo. ¡Nada! ¿Volverá a ver a su amiga alguna vez? Le gustaría
mucho volver a bailar con ella, que le enseñara aquel pasillo… ¡Wao! Su
rostro se ilumina. Ha tenido una idea. ¿Y si organiza un baile en
Brujanvidia? Asistirán las brujas de todos los alrededores. Ella también, por
supuesto. Sin duda, la reconocerá al instante, aunque su rostro sea muy
diferente del que llevaba hoy. Aquella forma de bailar no la olvidará
mientras viva. Mira el reloj de pared. No ve las santas horas de volver a su
imagen verdadera. ¿Cómo se le ocurrió preparar una poción tan perdurable?
¡Uf! Suspira. Claro que eso del baile no está nada mal. Ya quisiera ver las
caras de las brujas cuando lo proponga. ¡Seguro que lo hará! En cuanto
regrese a Brujanvidia.

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