Cuentos de Maluja y Otras Bruja Olga Montes Barrios
Cuentos de Maluja y Otras Bruja Olga Montes Barrios
Cuentos de Maluja y Otras Bruja Olga Montes Barrios
y otras brujas
Olga Montes Barrios. Narradora. Miembro de la UNEAC. Egresada del Centro de Formación
Literaria Onelio Jorge Cardoso. Premio Félix Pita Rodríguez de la AHS del año 2003 con el libro de
cuentos De la vida y de la muerte; mención en el Concurso de la UNEAC de la Provincia de La
Habana con el proyecto de libro La mochila de Vicente, en 2005; mención en el Concurso Fundación
de Fernandina de Jagua con el texto ¿Por qué no nos visitan los extraterrestres?, en 2006; mención
especial en el Concurso Interamericano de Cuento Fundación Avon para la Mujer, Argentina, en
2006; Premio Regino E. Boti de Literatura Infantil con el libro Gorila de Angumu, en 2013; Premio
Nacional de narrativa en el Encuentro Debate del año 2014; Premio Fundación de la Ciudad de
Matanzas de Literatura infantil y Juvenil con la novela Danza de papalotes, 2014; Premio Abril 2015
con el libro Chimbe; Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas de Literatura infantil y Juvenil con
la novela Permiso para decir, 2016; Premio La Edad de Oro con el libro Un mensaje sin leer, 2018.
Ha publicado, entre otros, De la vida y de la muerte, 2003; ¿Por qué no nos visitan los
extraterrestres?, 2007; Galería de sombras, 2012; La Mochila de Vicente, 2015; Gorila del Angumu,
2015; Danza de papalotes, 2016; Chimbe, 2017; Permiso para decir, 2017; Desnuda frente al espejo,
2017; La bruja Maluja, 2019.
Cuentos de Maluja
y otras brujas
Olga Montes Barrios
Edición: Berkis Aguilar Mazola
Corrección: Ana M. Valdés Castillo
Emplane: Adelena Carballo Esperón
Ilustración de cubierta e interiores: Yunier Serrano Rojas
Diseño de cubierta: Alejandro Concepción Martínez
ISBN 978-959-218-454-1
Editorial Unicornio
Finca San León. Artemisa, Cuba
C.P 33800
E-mail: [email protected]
Para Luis Enrique
Plácida y las mariposas
Harta de que los niños la descubran siempre, Maluja decidió crear un nuevo
embrujo para desorientarlos. En Brujanvidia viven demasiadas arpías y todas
usan escobas como medios de transporte. Sus conjuros no se diferencian en
nada y ya no quedan ni dragones para arrancarles las pezuñas y confeccionar
pócimas respetables. ¡Uff! ¡Qué aburrido! ¿Y, si en vez de escoba, Maluja
utilizara otro artefacto para trasladarse? ¡Claro! Los niños esperan verla aparecer
montada en su antigua escoba. Si la sustituyera por algo menos evidente, no
la reconocerán. ¡Podrá acercarse a sus fiestas sin levantar sospechas y hurtar
la cantidad de caramelos que desee! ¡Hum! Babea de gusto. Quince moscas
quedan fulminadas en el césped. ¿Qué artefacto pudiera hechizar Maluja
para que la lleve y la traiga a donde quiera ir? Inspecciona su cuchitril de un
extremo a otro. Descubre un murciélago dormitando en el techo. ¡Perfecto!
Se alboroza la bruja. Atrapará al murciélago, arrancará sus alas y… Jojojojo.
Dentro de poco Maluja estrenará alas agigantadas con extracto de gorrión
constipado. Volará tan alto y rápido como las nubes cuando se forma la
tormenta. Estira la mano para atraparlo, pero no lo alcanza. ¡Uf! Agarra la
escoba, bastará una pequeña elevación para llegar hasta él. ¡Eh! ¿Qué
sucede? La antigua escoba, enterada de los planes de su dueña, se niega a
volar.
—¡Habrase visto escoba renegada! —protesta Maluja y la lanza por la
ventana.
La antigua barredera cae en el patio y, con el impacto, se parte en dos
trozos.
A duras penas, temblequeándole las canillas, la vieja Maluja trepa sobre la
mesa. ¡Uff! ¡No llega! Baja de nuevo y sobre la mesa coloca una silla.
¿Tampoco? Sobre la silla pone una banqueta. Trepa, temblequeando. Estira
la mano… ¡Casi lo alcanza! La banqueta traquetea. Un poquito más a la
derecha… un poquito más… ¡Ayayay! Roza las pequeñas orejas. El
murciélago abre un ojo, luego el otro. Maluja se estira un poco más… y el
murciélago sale volando. Maluja intenta alcanzarlo. La silla tembletea.
Maluja lanza desesperados manotazos intentando atrapar al murciélago que,
aún adormilado, se posa en el extremo más alto del caballete.
—¡Arrrrrr! —protesta Maluja— Ya me las pagarás, quiróptero engreído.
La banqueta se desestabiliza, la silla resbala y ella impacta contra el suelo.
—¡Auuuuuu! —Aúlla de dolor antes de desmayarse.
El médico diagnostica seis costillas rotas, cadera partida y las tres greñas
lesionadas.
En ocho meses y veinticuatro días de reposo, Maluja ha tenido tiempo de
pensar y analizar. ¡Ya sabe cuál será su nuevo medio de transporte! ¡El
caldero del guiso! Se desliza hasta él, con mil trabajos, apoyándose en su
bastón. Al llegar comprueba que es demasiado pequeño. Apenas consigue
acomodar un pie en su interior. No se amilana. Solo necesita encontrar un
caldero, lo suficientemente amplio, como para caber sentada. ¡Ajá! La olla
de los brebajes. Es ancha y espaciosa y en tiempo de lluvia puede situar la
tapa encima, para no mojarse. ¡Yupi! ¡Qué gran idea se le ha ocurrido a
Maluja!
En cuanto las hechiceras del pueblo descubran su ingeniosidad, la
nombrarán Gran Bruja de las innovaciones e intentarán imitarla.
La olla de los brebajes se eleva despacio del suelo con la bruja en su
interior.
—¡Arriba! ¡Arriba! —grita eufórica Maluja.
La cazuela sale embalada hacia las nubes arroyando lo que se interponga
en su camino. Esquiva un eucalipto, hace astillas tres ramas de ceiba mocha,
quiebra una gigantesca telaraña. Tres tiñosas y dos zunzunes se apartan
despavoridos. Maluja babea de satisfacción y el apestoso aliento se dispersa
en el aire. Jojojojo, carcajea.
La olla de los brebajes sube y sube sin rumbo fijo, desapareciendo entre las
nubes.
—Espera, espera —grita Maluja— ¡Abajo! ¡Abajo!
Pero la olla no obedece sus orientaciones. ¡Se aleja cada vez más de las
piñatas! ¡Oh! Enrojece de rabia la arpía.
—Olla estúpida —ruge— ¡Abajo! ¡Abajooooo!
Y la cacerola, que nunca había subido tan alto, del entusiasmo se ha
quedado alelada. ¡Por nada del mundo regresará al cuchitril! Allí la trataban
como a un vulgar caldero. ¡Y ahora es toda una elegante alfombra mágica!
Sobrepasa a un cohete, se interna en la Vía Láctea, bordea una calle de
estrellas, hasta llegar a la luna. Y como nadie la enseñó a frenar, no para
hasta chocar contra un cráter, echando por la borda a su vieja y enfurecida
tripulante.
Maluja no consigue estabilizarse en el suelo, flota y flota como una pluma.
Unas veces cabeza abajo, otras, cabeza arriba. Ya ni siquiera consigue ubicar
dónde se encuentra la Tierra. La olla de los brebajes, deslumbrada, no hace
otra cosa que observar el panorama flotando unos metros más allá.
—¡Arrrrrg! —ruge de rabia Maluja—. En cuanto alcance a esa estúpida
olla… ¡Agrrrr!¡Ya me las pagará!
El sueño de Remigia
Remigia despertó muy enfadada. Llevaba tres días soñando con las ciruelas.
En el patio de su casa crecía un enorme árbol repleto de la sabrosa fruta. Y,
como aún estaban verdes, no las había podido arrancar. Planeaba hacer un
dulce para envenenar a los gatos. ¡No la dejaban dormir! Cada mañana,
cuando se disponía a descansar, comenzaban a corretear en el tejado y era
muy difícil conciliar el sueño. ¡Huf! Con lo cansada que estaba. ¿Acaso ellos
no saben que las brujas son nocturnas? ¿Por qué no correteaban de noche?
Pues bien, en el sueño siempre se repetía lo mismo: mientras Remigia
disfrutaba de un merecido descanso, después de pasar la noche entera
practicando brujería, alguien brincaba la cerca, se colaba en el patio y
tumbaba las ciruelas. ¡Todas! ¡Sin dejar ni una! ¿Y quiénes se atrevían a
semejante infamia? Pues, nada más y nada menos que una pandilla de
chiquillos. ¡Habrase visto! ¿Cuánto tiempo hacía que Remigia había
espantado de los alrededores aquella terrible plaga? Ya ni se acordaba.
Entonces, ¿por qué ahora aparecían en sus sueños? Si en algo confiaba ella,
era en la veracidad de los sueños. Cuando una bruja sueña constantemente
con la misma situación, esta termina por hacerse realidad. Suficiente motivo
para sentirse intranquila. Así que, tomó una decisión. Ató en cada uno de sus
dedos un fino cordel y con ellos los gajos del ciruelo. Cualquiera que se
atreviese a rozarlos, sacudiría su sueño ligero y entonces… ¡Pobre de él!
Remigia no quería ni pensar en el castigo.
Clausuró las ventanas y taponeó las hendijas. ¡No fuera
a colarse un rayo de sol! Y se tumbó en la cama. Pasados
dos segundos comenzó a roncar. Afuera, en el patio, los
gajos del ciruelo se mecían al compás del viento. Los
finos cordeles, acariciados por la brisa, comenzaron a
sonar cual cuerdas de violín. ¡Puaf! A los tomeguines no
les quedó otro remedio que acercarse. ¡Con aquella música tan melosa! Y
tras los tomeguines llegaron dos chiquillos y tres chiquillas. Venían con
tirapiedras y jaulas de varetas. En cuanto vieron las ciruelas se pusieron rojos de
contentos. Colocaron las jaulas en los postes de la cerca y espantaron los
tomeguines a pedradas —ninguno fue tan tonto de acercarse a las jaulas—.
Las chiquillas treparon las primeras y zarandearon las ramas. El fino cordel
se agitó con fuerza y presionó los dedos de Remigia, que despertó alarmada.
—¡Guarrrrrrrrrrrrf! —chilló rabiosa.
Los gatos corrieron a esconderse en el alero. Los chiquillos —que desde
abajo recogían las ciruelas— treparon, raudos, tronco arriba y a las
chiquillas se les erizaron los pelos de la nuca. ¿Quién había proferido aquel
terrible grito?
Pero no terminaron de hacerse la pregunta. Desaliñada y molesta, Remigia
apareció al instante.
—¡No lo puedo creer! —rugió al descubrir a los chiquillos y a las
chiquillas en su ciruelo.
Estaba tan furiosa, que sus ojos despedían chispas de candela.
—¡Una bruja! —se asombraron las chiquillas y los chiquillos. ¿Desde
cuándo no veían una bruja tan de cerca? Bajaron del ciruelo con rapidez. ¡A
esto había que tomarle fotos!
A Remigia, de la ira, le castañeaban los dientes. Los chiquillos y las
chiquillas sacaron sus teléfonos celulares y comenzaron a retratarla.
Remigia pensó que le estaban tomando el pelo. ¡Deja que los convirtiera
en… en…! Movió sus manos con rapidez procurando algún conjuro. Los
finos cordeles atados a sus dedos comenzaron a zarandear las ramas, y
mientras más intentaba Remigia deshacerse de ellos, más se liaban sus
dedos. Una lluvia de ciruelas comenzó a caer sobre las chiquillas y los
chiquillos que se divertían, al ver a una auténtica bruja con las manos
atadas. Después de tomarle un montón de fotos, probaron algunas ciruelas
—pero estaban verdes, ¡puaf!—, recogieron sus jaulas de varetas, sus
tirapiedras, cruzaron la cerca y se marcharon ligeros por donde habían
venido. En cuanto los gatos los vieron partir, salieron de sus escondites y
enrumbaron tras ellos. Lo más probable era que alguno los aceptara en su
tejado. Seguramente allí vivirían más tranquilos que con la bruja Remigia.
La bruja, intentando desatar sus dedos, hipaba de rabia. ¿Cómo se habían
atrevido a tanto? Tumbaron sus ciruelas. Se llevaron a sus gatos. ¡Le tomaron
fotos! Ella, que no se había retratado ni en sus quince. Ah, pero se iba a vengar.
Seguro que sí. ¡En cuanto consiguiera zafarse…! Y al no conseguir desatar el
fino cordel terminó por quedarse dormida, allí mismo, en el patio. En esta
ocasión soñó con tomeguines. ¡Oh! ¡Los sueños! —Murmuraba retorciéndose
de miedo, intentando despertar— ¡Qué horror! Los sueños terminan por hacerse
realidad.
Escoba de Bruja
Lo que no sospechaba la escoba era que, sin el llamado de su ama, las escobas
de las brujas no pueden levantar el vuelo.
Cansados de que la vieja escoba no los transportase a sitio alguno, Manolo y
Miguel decidieron utilizarla como lanza para cazar imaginarios mamuts, que
no eran otra cosa que enormes montículos de piedra. La escoba sentía un
fuerte latigazo en el empate, cada vez que impactaba contra el duro objetivo. No
contentos con la caza, Manolo y Miguel se convirtieron en temibles
gladiadores, y la escoba pasó a ser una espada de combate. El empate
traqueaba amenazando despegarse. ¡Oh! La escoba se sacudía con cada
nueva estocada. ¿Es que no se cansaban nunca esos chiquillos? A punto
estaba de soltar las lágrimas cuando les escuchó decir.