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Nullius: Revista de pensamiento crítico en el ámbito de Derecho

e-ISSN 2737-6125
https://revistas.utm.edu.ec/index.php/revistanullius
Vol. 3 Nº. 2 (1-23): Julio – diciembre 2022
[email protected]
Universidad Técnica de Manabí
DOI: 10.5281/zenodo.6794922

El Lawfare como ideología judicial: la crisis del


sistema político social
Lawfare as a judicial ideology: the political and social crisis

Fernando Oliván López


Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, España.
[email protected]
ORCID: 0000-0001-9743-9279

Recepción:14 de enero de 2022 / Aceptación: 15 de marzo de 2022 / Publicación: 04 de julio de 2022

Resumen

La democracia actual está recorrida por un nuevo coeficiente de crisis: la irrupción del proceso
judicial como instrumento de configuración de la actividad política. Es lo que, bajo la terminología
anglosajona, se denomina el Lawfare, es decir, la instrumentación del proceso, ya sea civil, penal
o administrativo, como mecánica para interferir en la vida política de las sociedades modernas. En
este trabajo buscamos comprender tanto las razones de su irrupción como sus fundamentos
históricos. Un análisis que emprendemos desde la teoría pura del estado y que nos llevará a sus
mismos orígenes en la construcción del Estado Absoluto. Ahí veremos que tanto la teoría de la
“separación de poderes” como el concepto de “independencia de la justicia” sobre el que se
sustenta este intervencionismo judicial no son consustanciales a la idea de democracia, sino que
gravitan sobre los modos propios del Antiguo Régimen. Nuestra conclusión es que ese Lawfare se
asienta en los mismos fundamentos del Estado Moderno desde sus orígenes como estado absoluto,
y constituye la expresión actual de lo que podemos llamar la Ideología del sistema judicial.

Palabras clave: Lawfare; Ideología judicial; Separación de poderes; Independencia de los


jueces; Estado de Justicia; Estado de Servicio; Crisis del Estado Moderno; Público-privado

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[email protected]
Universidad Técnica de Manabí
DOI: 10.5281/zenodo.6794922

Abstract

Today´s democracy is affected by a new coefficient of crisis: the irruption of the judicial process
as an instrument of configuration of political activity. It is what, under Anglo-Saxon terminology,
is called lawfare, meaning the instrumentalisation of the judicial process, whether civil, criminal
or administrative, as a mechanism to interfere in the political life of modern societies. In this work
we seek to understand both the reasons for its emergence and its analytical foundations. An
analysis that we undertake from the Pure Theory of the State and that will take us to the origins of
the construction of the Absolutist State. There we will see that both the theory of the "separation
of powers" and the concept of "independence of justice" on which this judicial interventionism is
based are not consubstantial to the idea of democracy, but gravitate on the ways of the Old Regime.
Our conclusion is that this lawfare is based on the very foundations of the Modern State from its
origins as an absolutist state, and constitutes the current expression of what we can call the
Ideology of the judicial system.

Keywords: Lawfare; judicial ideology; separation of powers; judges independence; Service State;
Modern State Crisis; Public-private

1. Introducción
A lo largo de los últimos años venimos apreciando una fuerte transformación en el ejercicio de
la política, cambios que, en no pocas ocasiones, incorporan un alto coeficiente de crisis al
desestabilizar las formas ordinarias del debate político. En este artículo nos centraremos en un caso
particular que, por su virulencia y las consecuencias que entraña, resulta significativo. Nos
referimos a la irrupción del proceso judicial, tanto en su vertiente penal como en los otros órdenes
civil y administrativo, como instrumento de acción y política.
Llaman la atención los siguientes factores en los que centraremos nuestro análisis.
1.- La quiebra histórica de los viejos dominios de la política y el derecho.
2.- El uso táctico-estratégico del proceso judicial como arma de acción en el espacio político.
3.- Una cierta predisposición, aunque en absoluto monopolística, de la derecha al uso de este
nuevo instrumental de la acción política.
Con lo primero queremos resaltar ese cambio de juego que hoy vivimos. A lo largo de los siglos
XIX y gran parte del XX el sistema diferenciaba, como dos espacios absolutamente opuestos, los
campos de la acción política y del proceso judicial, el primero definido en su materia por los temas
de estado, en su sentido estricto, y en cuanto a su forma en la oralidad del debate público, frente al
segundo -el proceso-, reservado, en cuanto a su materia, al campo de los intereses inmediatos de
los ciudadanos, y en cuanto a su forma al espacio técnico y especializado del lenguaje jurídico
escrito. Esa separación es la que hoy se desvanece, provocando una confusión de juegos que ha

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terminado sometiendo la acción política a unas reglas que, sujetas a la especialidad del proceso,
han terminado por reducir la capacidad de su control democrático.
Con lo segundo nos referimos al hecho de que, paradójicamente, el proceso de desplazamiento
de esa línea divisoria entre la política y el derecho, junto a la judicialización de los espacios
clásicamente reservados al ámbito político, también ha terminado contaminando la acción judicial,
sometiendo este orden a marcas específicamente políticas. La tradicional distinción entre derecha
e izquierda, antes reservada fundamentalmente para la definición de los partidos políticos, hoy se
traslada al marco judicial, con la clasificación tanto de los propios jueces como de sus asociaciones
bajo esas señas. En definitiva, la política ha terminado trasladándose desde los viejos espacios
reservados a la misma, Gobierno y Parlamento, al ámbito judicial, con ello las asociaciones
judiciales entran en proceso de sustituir a los partidos.
Lo tercero va a ser parte de las claves que nos permiten comprender el fenómeno. No estamos ante
un desplazamiento neutro en el que, vaciado de contenido el viejo sistema de partidos, el espíritu
de la política haya buscado nuevo acomodo en el tercer poder de la clásica clasificación de
Montesquieu. Insistimos en que el proceso no ha sido neutro, sino que se inclina, sin lugar a duda,
hacia esas posiciones de la derecha. Nuestra conclusión es que no estamos ante un incidente
histórico, fruto de una especifica correlación de fuerzas, sino que estamos ante un fenómeno que
gravita en las mismas entrañas del sistema.

En este trabajo analizaremos estos tres factores, tratando de responder tanto a sus causas
actuales como a las más profundas, que nos darán las claves para entender el proceso. También
buscaremos descubrir las razones que lo hacen eficiente y, por ello, profundamente perturbador
del sistema. Por último, trataremos de ver cómo se puede contrarrestar esta inercia devolviendo al
sistema su equilibrio.

2. Definición de problema: EL proceso judicial como instrumento de la política.

No es necesario realizar algún catálogo de los casos referidos. El fenómeno ha cundido tanto
en aquellos países recorridos por largas y profundas crisis, como en los que el sistema parecía
plenamente consolidado. Prácticamente todos los estados contemporáneos, tanto en Europa como
en América (Tirado, 2021) conocen sobradamente el tema. Los procesos judiciales cercan y
amenazan a los personajes de la política con independencia de su prestigio y nivel de gestión.
Desde presidentes hasta concejales en la vida municipal, de Argentina, Chile y el resto de
Latinoamérica (Luque, Poveda y Hernández, 2020) hasta los países nórdicos pasando, hoy día, por
los Estados Unidos donde el expresidente Trump se ve actualmente sometido a toda una batería de
casos. Italia inició la saga, Chirac y Sarkozy en Francia, en España lo han sufrido prácticamente
todos los partidos y ha sido utilizado especialmente contra los partidos independentistas. El resto
de países europeos no han escapado a esta práctica. El proceso judicial no solo amenaza a los
responsables políticos, anotando el riesgo de mantener su larga mano, incluso, cuando pierden la
coraza de la auctoritas, sino que también atenaza la misma capacidad de acción de los partidos, en
no pocas ocasiones expulsados de la arena política.

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Es cierto que, a comienzos del siglo XX en los Estados Unidos, políticos como Roosevelt ya
denunciaban un fenómeno que, como ellos mismos decían, amenazaba con romper el sano
equilibrio entre los distintos poderes, fue el llamado Gobierno de los jueces (Jenkins 2005) y que
convirtió al Tribunal Supremo en verdadero árbitro de la política norteamericana socavando los
esfuerzos de modernidad que pretendieron las políticas asociadas al New Deal. Sin embargo, este
fenómeno consiguió su recanalización. Hoy estamos ante un nuevo modelo de acción,
especialmente activo en estas décadas que contornean el cambio de siglo, desde los años noventa
a esta tercera década del siglo XXI. Un período donde el fenómeno alcanza una nueva
efervescencia, hasta el punto de amenazar la propia consistencia del sistema democrático.

El proceso se desarrolla sobre las siguientes premisas:

1.- Un hiperdesarrollo normativo constringente de la actividad política.

Ya el siglo XX despierta con un proceso de desbordamiento normativo fruto del modelo


kelseniano (Bárcenas y Tajadura, 2018, p. 191). El propio Carl Schmitt (2013) lo denunciará
irónicamente, con eso que él mismo denominó una “legislación motorizada”. Un fenómeno
impulsado por las exigencias de la Pirámide normativa que, en su crecimiento, obliga a una
multiplicación desenfrenada de las normas, provocando esa saturación jurídica que domina el
espacio social de los países de occidente. Un fenómeno que se puede apreciar, sobre todo, a los
siguientes extremos:

a) Una inflación del derecho internacional. Frente al carácter limitado del aparato normativo
internacional, la segunda mitad del siglo XX asistió a un fuerte desarrollo de este tipo de
normas, consecuencia, entre otros factores, del nuevo orden surgido tras la II Guerra
Mundial.
Este desarrollo elefantiásico tuvo fundamentalmente dos orígenes. De entrada, el
crecimiento en número, dimensiones y competencias de las organizaciones internacionales
y su deriva, desde su parcela originaria centrada en los marcos de cooperación interestatal,
hacia la configuración de un nuevo orden normativo. Segundo, el nacimiento y desarrollo
de un derecho internacional de los derechos humanos, tanto en su dimensión de DIDH
(Derecho Internacional de los Derechos Humanos) como en su especialidad como DIH
(Derecho Internacional Humanitario).
La consolidación de la Organización de Naciones Unidas como marco de la cooperación
internacional favorecerá la multiplicación de instancias con voluntad normativa, ya sea en
aspectos de gobernanza económica internacional, como en esa especificidad de los
Derechos Humanos. El Fondo Monetario Internacional, la OCDE, la OMC, UNESCO, la
OMS, como lo será la Corte Penal Internacional, recrean el mapa normativo de los estados
modernos. En el caso europeo, el sistema derivado de la constitución de las Comunidades
Europeas añadirá un factor de potencia gigantesca.

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Todo ello en mecánica competitiva con los principios constitutivos de la soberanía de cada
uno de los estados. Ésta verá mermadas sus competencias legislativas, cedidas a unos
organismos internacionales, por todo lo expuesto, de escasa legitimidad democrática.
b) Una hiperresistencia del derecho constitucional (Negri 1994). Amparado en el mismo
aparato normativo internacional, y estigmatizado el orden político como abrasivo de los
derechos y libertades fundamentales -unos derechos que encontrarán su asiento, a partir de
ahora, más en el marco internacional que en el propio del estado- la norma constitucional
y todas esas otras directamente vinculadas a la misma, alcanzan un grado de resistencia
que las blinda frente a toda posible reforma y, más aún, sustitución (Blanco, 1994). Con
ello, el espacio político, pese a su proclamación como democrático, se ve privado de sus
competencias constituyentes. Es decir, definido ya un poder constituido, el poder
constituyente queda relegado a ese momento fundacional en que se proclamó el texto de la
Constitución, cerrándose toda vía a su transformación. La voluntad general queda relegada
al espacio normativo subconstitucional.
c) Un hiperdesarrollo de modelos pseudonormativos a los que, en la terminología de Zygmunt
Bauman (2003), podemos ya denominar como derecho líquido.
Opto por la calificación de Derecho líquido dado el carácter de estas normas, carentes de
las características de eso que, por oposición, denominamos un derecho fuerte. Normas
carentes del carácter deóntico de los sistemas normativos ordinarios, pero de una nueva
eficacia capaz de imponerse no pocas veces, sobre el mismo derecho clásico. Me refiero a
ese conjunto de disposiciones contenidas bajo instrumentos como Libros blancos, Buenas
prácticas, Recomendaciones, Códigos deontológicos, Responsabilidad Social Corporativa,
Propuestas, etc. que, originadas fuera de los poderes ordinarios con competencia
normativa, vienen colonizando el espacio social imponiéndose con una capacidad
coercitiva superior, incluso, a las propias leyes.
Estamos hablando de normas que escapan a los clásicos sistemas de fuentes, lo que las
convierte en normas con escasa o nula legitimidad democrática, mismas que surgen de los
llamados Comités de expertos, organismos deliberantes o consultivos, no pocas veces de
carácter privado, carentes, en todo caso, de vínculo con la representación popular y
producidas, por lo tanto, fuera de los cauces propios constitutivos de los instrumentos
normativos.

2.- Un achicamiento del aparato político clásico.

Paralelo a ese desarrollo de los nuevos sistemas de normas, los clásicos poderes de consistencia
política, es decir, el legislativo y el ejecutivo, han visto mermada su legitimidad y eficacia viéndose
despojados de su consistencia política. Este proceso se agudiza por dos causas concretas:

a) La debilitación hasta la disolución de los liderazgos políticos en las décadas de cambio


de siglo. El siglo XX vio configurada su política sobre la base de fuertes liderazgos

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desplegados por los representantes políticos y pongo el acento en los elegidos


democráticamente.
Personalidades como De Gaulle en Francia o Adenauer en Alemania no constituían
excepción alguna en el panorama político de la segunda mitad del siglo XX
(Hobsbawm 1995). Frente a estas propuestas de fuertes personalidades políticas y que
marcó toda una época, la política actual se levanta sobre actores políticamente muy
débiles, carentes de esa presencia cuasimonárquica que caracterizó el siglo.
No entro en la valoración de esa disposición o carencia de liderazgo y que, en no pocas
ocasiones, lleva a la derecha a reclamar la presencia de nuevos líderes. Lo importante
es que este modelo de liderazgos débiles ha sido aprovechado para ese asalto al poder
que vemos desplegarse hoy, el cual se hace, paradójicamente, desde actores carentes
de legitimidad democrática directa, como sucede con los miembros del aparato judicial.
b) La multiplicación de las instancias con competencias normativas. En trabajos
anteriores, he dado en llamar a este fenómeno “liquidación de la política” (Oliván 2019)
en cuanto supone un proceso de deslocalización de la centralidad soberana.
Frente a los modos clásicos que dominaron el siglo XIX y gran parte del XX, las
competencias derivadas del principio de soberanía vienen multiplicando sus instancias,
configurando un universo de actores muy complejo. Unos, plenamente provistos de
entronque democrático a través de modos de representación política, pero otros,
desprovistos de toda vinculación con la voluntad general. (Oliván 2015)
Los procesos de territorialización del poder han sido la principal fuente de esta
descentralización del acto político, pero no han faltado otros casos, sobre todo los
derivados de los órganos de acción ejecutiva, como los Consejos especializados. Esta
mecánica, derivada de las propuestas que ya acumuló la III República Francesa -
destaco ahí su importantísimo Consejo del Trabajo (Rebérioux 1975 p. 140) y que dará
lugar a los Ministerios de Trabajo en el siglo XX- alcanza rasgos de hiperinflación
desde finales del siglo XX, reduciendo fuertemente la competencia política de los
órganos políticos centrales.

3.- El tercer factor sobre el que se sustenta la crisis del estado moderno no es otro que la misma
crisis del sistema de separación de poderes. Con ello la percepción que en la actualidad tenemos
es la de la desaparición del componente político en el sistema de separación de poderes.

Frente a los modos políticos que saturaron los siglos XIX y prácticamente todo el XX, donde
la batalla política se desarrollaba en unos espacios plenamente definidos, el siglo XXI inicia no
solo con un fuerte difuminado de esos mismos espacios políticos, sino con su deslegitimación
galopante. Esto ha sido debido, sobre todo:

a) El desprestigio del aparato parlamentario que, pese a aparecer en el esquema


constitucional como la principal instancia en rango de honores, le vemos, sin embargo,
reducido a ser una mera caja de resonancia de la confrontación de los partidos. El

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Parlamento ha perdido su competencia como espacio del debate y la acción política.


Reducidas sus facultades normativas por los procesos antes descritos, ve también
achicado su espacio de debate ante el protagonismo que adquieren los nuevos
escenarios de la confrontación, mucho más dinámicos y vistosos, por ejemplo, los
platós televisivos o los nuevos foros de discusión, incluso las redes sociales. Con ello,
el Parlamento no solo pierde el monopolio y protagonismo de la acción normativa, sino
también el protagonismo del debate político.
b) La reducción de la eficacia ejecutiva. Paralelo al proceso anterior, la instancia del
Gobierno se ve también sometida a la fuerte competencia ejecutiva de nuevas
instancias. La descentralización territorial, en no pocas ocasiones con la presencia de
órganos político-administrativos de fuerte consistencia, hace que el marco de la acción
gubernativa quede profundamente limitado. Las instancias con competencia sobre el
ciudadano se multiplican, desde unidades meramente locales, incluso infra
municipales, hasta el propio estado o en su caso, la misma Unión Europa. La
competencia ejecutiva se reparte entre municipios, conurbanos con competencias en
varios temas, regiones, territorios autónomos y, en algunos casos, estructuras
asociativas de estas unidades con responsabilidades concretas. A esto se añaden nuevas
instancias especializadas que menoscaban la capacidad ejecutiva de los órganos
clásicos transformando radicalmente los mismos fundamentos del derecho
administrativo. (Cassese 2014)
c) Se suma la propia renuncia a la acción política. El combinado de bajos liderazgos y de
fuertes pérdidas competenciales produce una tendencia a expulsar de la actividad
política a las personalidades con verdadera vocación política, vacío que ha sido cubierto
pornuevos actores que no necesariamente tienen vocación de servicio y compromiso
político. Nuevos actores reclutados en casting donde lo único que se busca es una
imagen capaz de ser atractiva para un voto desprendido de su consistencia soberana.
No será casual el número de personas procedentes del mundo del espectáculo que han
venido a llenar las listas de candidatos y, a la postre, de gobernantes. (Oliván 2021)

3. Hipótesis sobre la que trabajamos


En el marco de la comprensión teórica a la que nos afronta esa crisis del sistema, sobre todo en
la sobreactuación de los jueces y su intromisión en la vida política, tenemos dos posibles
respuestas. Por un lado, la que despliega la propia ideología del sistema y que nos propone el
siguiente discurso: Frente a la deslegitimización de lo político, se ha producido un cierto
desplazamiento de la responsabilidad ciudadana que ha buscado su satisfacción en ese tercer pilar,
el del Poder Judicial, al que ha convertido en garante de la consistencia democrática del sistema.
Gracias a ese nuevo activismo de los jueces, el sistema puede depurar sus puntos de quiebra
recuperando así la estabilidad de las formas del estado de derecho. Con este modelo de respuesta
se viene a afianzar los rasgos de legitimidad del Lawfare, es decir, de la irrupción del proceso
judicial como instrumento de configuración de la actividad política.

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Frente a ello, lo que vamos a argumentar es que, asumiendo la consistencia sociológica de las
premisas expuestas, discrepamos de la conclusión anotada anteriormente apuntando a una
respuesta más profunda. El proceso de inflación del acto jurisdiccional como instancia de control
político, el despliegue de un sistema de acción política y en no pocos casos de lucha partidista
desde la actuación de los tribunales, sin dejar de estar vinculada a los procesos descritos, tiene, sin
embargo, un origen distinto y es tributario de mecanismos de acción que no responden solamente
a un mero desplazamiento del poder político sino que tienen más que ver con la propia estructura
basal de sistema estado moderno en sus orígenes monárquicos (Legendre 2015 p. 43), lo que va a
entrañar la puesta en cuestión de su legitimidad democrática.
Nuestra tesis es que este proceder tiene una serie de raíces, más profundas que el acontecimiento
político de hoy y cuyas líneas maestras dibujamos en la introducción de este trabajo. En resumen,
no estamos ante un factor meramente contingente y coyuntural que, a la búsqueda de un nuevo
equilibrio del sistema, termine legitimando su actuación. Por el contrario, estamos ante un
fenómeno anclado en la propia sustancia del modo estado en sus orígenes postmedievales, y que
dista mucho de sustentarse en los valores y mecánicas proclamados como fundamento de un orden
democrático e, incluso, liberal, lo que reduce en gran medida su proclamada legitimidad. En
definitiva, las pulsiones que sostienen esta deriva hacia el nuevo gobierno de los jueces, no solo
carecen de un entronque democrático en sus raíces, sino que proceden de momentos y dinámicas
específicamente extrañas al mismo, si no directamente contrarias a él.
A nuestro entender, el Lawfare se fundamenta, en su estructura profunda, al menos, sobre los
tres siguientes pilares.
1.- La confusión de las esferas de lo público y lo privado, lo que da al traste con la misma
configuración del orden político.
2.- La propia crisis del estado moderno. Es decir, el cierre de un ciclo al final de la Edad Media
y que se abre a lo que la historiografía denominó la Modernidad.
3.- La base ideológica del sistema judicial, lo que ya podemos llamar técnicamente la Ideología
del orden judicial.
Estos tres factores se incardinan en tres ciclos distintos, cada uno con su propia periodicidad lo
que, por su propia dinámica, los convierte en independientes. Sin embargo, esta será nuestra
principal conclusión, los tres cierran ciclo en esta época, lo que ha supuesto un factor multiplicador
de sus efectos con las consecuencias que hemos podido anotar a la cabecera de este artículo.

4. Fundamentos analítico-metodológicos
Las realidades sociales, máxime las que configuran el orden político-social sobre el que se
articula la vida comunitaria, son fruto de complejos procesos que se conforman a lo largo de
muchos años. De ahí la profunda resistencia que oponen a todo tipo de cambios. Esto es
especialmente cierto en el nivel más elevado de la organización política como refleja, aunque solo
sea en su nivel formal, la sacralidad que rodea los textos constitucionales. Todo esto ha sido

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analizado sobradamente por la teoría socio-política desde su orígenes en los trabajos de la escuela
de Max Weber (1944).
Hay, así, en la organización del orden político, un sustrato basal que se resiste a los cambios
sociales. Solo así podemos comprender la persistencia de modos de ser anteriores, no pocas veces
contradictorios con su propio enunciado, en medio de formas recreadas por procesos de
modernidad. Una resistencia que sobrevive a los mismos acontecimientos revolucionarios. Esta
persistencia se camufla, es cierto, bajo nuevos ropajes, pero, inevitablemente, mantiene dinámicas
consustanciales a sus propios orígenes.
Para sostener nuestra hipótesis de trabajo, nos acercaremos a algunas de esas estructuras basales
mediante las técnicas de la teoría de sistemas, un modelo de análisis altamente consolidado desde
los trabajos del Luhmann (1983), y especialmente aplicable al campo jurídico. La aplicación de la
teoría de sistemas nos permitirá deducir: Uno, las mecánicas de persistencia que soportan el
engranaje institucional del aparato judicial a lo largo de su historia. Un análisis que completamos
apoyados en el doble instrumental de la teoría general del estado y la teoría histórica del derecho,
centrada, esta última y principalmente, en el período constitutivo de la doctrina de Separación de
poderes. Dos, el sustrato proto-jurídico sobre el que se levantó el sistema. Para este fin, nos
planteamos la aplicación tanto de técnicas derivadas de la teoría del derecho como propuestas
específicamente antropológicas. Los modelos antropológico-jurídicos resultan especialmente
aplicables a lo referente a las relaciones entre los conceptos de lo público y lo privado, binomio
conceptual sobre lo que se fundamenta, a nuestro entender, la teoría pura del estado (Oliván, 2017).
Y, tres, en el análisis de la crisis actual que recorre el modo estado. Crisis a la que aplicaremos, en
esta misma línea, la teoría de sistemas según la metodología luhmaniana, recuperando tanto la
perspectiva histórica como la específicamente política.

5. Las raíces profundas del Lawfare


5.1. La crisis del estado moderno
A lo largo de los casi tres cuartos de siglo transcurridos desde la II Guerra Mundial
presenciamos, al menos, tres tipos ideales de democracia levantados sobre tres períodos diferentes.
Un primer estadio recorrería desde el final de la II Guerra Mundial hasta la caída del Muro de
Berlín. La segunda etapa iría desde el fin de ese siglo hasta la crisis bancaria y la caída del Lehman
Brothers, es decir, el estallido de la denominada “Gran Recesión”, iniciando ahí la tercera etapa.

El acontecimiento de la II Guerra Mundial, define un umbral histórico. Tras la derrota del


nazismo, sobre el tiempo de Europa se proyecta el cartel de “¡nunca jamás!”. Un cierre de la
historia que debía afectar tanto al hecho en sí de la guerra (“nunca más una guerra mundial”) como
al fracaso humano que supuso el holocausto. (Oliván, 2019)

Con ello, tras el horror que supuso la guerra y el fascismo, se alcanza una nueva etapa a la que,
por oposición a la maldad con la que se pinta el periodo anterior, se definirá como el “espacio del
bien” por antonomasia. Un “Bien” que se identificará radicalmente con la idea de democracia.

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Surge así la imagen de un mundo nuevo que fusionará, confundiéndolos en unidad semántica,
los conceptos de Democracia, Modernidad y Derechos Humanos. Paralelamente, también se irá
deslizando un efecto subyacente, Europa pierde su centralidad y verá sustituido su liderazgo por
los dos extremos de esa misma Modernidad, los Estados Unidos de América y la Rusia Soviética
(Heilbroner, 1972). Con ello el tiempo histórico nos abre al periodo de la Guerra Fría.

La Guerra Fría, sin embargo, no supuso la confrontación competitiva entre dos modelos
político tangencialmente opuestos, como sí confrontaron los conceptos de Democracia y Fascismo
(Sternhell, 2012). Con la Guerra Fría no estamos, en absoluto, ante un conflicto que oponga la
democracia y su negación. Pese al lenguaje propagandístico, ambos bandos reclamaron para sí esa
condición de ser la verdadera democracia.

En definitiva, pese a la Guerra Fría, el modelo democrático dejó de ser un modelo entre otros
muchos posibles. Ambos submodelos, Liberal y Popular se reivindicaron como democráticos.

En el espacio occidental, esto entrañó la consolidación de un sistema ideológico sustentado


sobre nuevos pilares. De entrada, la proclamación del modelo democrático como el único asumible
en una sociedad moderna, eso sí, reduciendo su sistemática a una mecánica articulada sobre tres
ejes: A) la sobre determinación de la Ley, y sobre todo la Constitución, como fundamento del
Estado de Derecho; B) la articulación de la alternancia política, desarrollada a través de partidos
políticos y elecciones periódicas, C) y el respeto de los Derechos Humanos, recogidos como
Derechos Fundamentales y elevados a norma supra suprema (Oliván, 2021).

El modelo se apoyó sobre una base económica muy concreta, algo que fue respetado tanto por
la derecha como por la izquierda. Un verdadero pacto de hierro cerrado, a partir de 1942, como el
nuevo contrato social de la edad contemporánea. Me refiero al denominado Estado del bienestar,
ese Welfare State cuya promesa sostuvo el esfuerzo de guerra en los países aliados (Bambery,
2015). Será la quiebra de este sustrato económico, es decir, la ruptura de este pacto, lo que llevará
al derribo del sistema.

A lo largo de los llamados treinta gloriosos, verdaderos años de oro del sistema, ese estado del
bienestar fuertemente estatalizado, se sostuvo gracias a un gigantesco gasto público, mecánica que
convertía a los estados en los principales agentes económicos de cada país. Todo un sistema
apoyado en una elefantiásica administración, altamente cualificada y especializada, que
paralelamente se convirtió también en el principal actor de la vida política.

La culminación del estado del bienestar coincide, en lo cronológico, con una serie de
fenómenos aparentemente contradictorios. De entrada, la pérdida definitiva del monopolio de
Estados Unidos sobre el control de la riqueza mundial. Y segundo, la creación de gigantescas
masas monetarias cada vez más autónomas de la voluntad política, lo que supondrá la quiebra del
sistema keynesiano. Con ello cambia el mapa económico, lo que inevitablemente entrañará
también el cambio del mapa político. Al final de todo este proceso, el estado se convirtió en una

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instancia cada vez más marginal. Rota la vinculación ética entre los políticos y el estado, las puertas
a la corrupción se abrieron de par en par.

La corrupción no es, por lo tanto, una atrofia del sistema, sino su consecuencia sistémica
(Sennett, 2000). En el fondo es la forma de compensar la vieja función central del gobierno. Si ya
no es el estado el que reparte la riqueza, acumulando el capital que garantiza el bienestar a todos
los ciudadanos, todo ello a la vez que explicita ese cursus honorum que da brillo a la carrera
política, no pocos se lanzarán a su saqueo. En otras palabras, si el estado ya no garantiza el
bienestar para todos, al menos que garantice la riqueza “para mí y los míos”. La práctica se inició
en el espacio del Tercer Mundo, pero pronto, como un cáncer, afectó al resto de países.

Con ello entramos en ese segundo gran modelo democrático, el que se desarrolla desde la caída
del Muro de Berlín hasta la crisis bancaría que abre la quiebra del Lehman Brothers. Es lo que,
desde su enunciación por Francis Fukuyama (1992), denominamos el período de “el fin de la
historia”.

Periodo de tránsito, un arco que anuncia los cambios que vienen. Ahí se presentan procesos de
consolidación del anterior modelo junto a mecánicas de crisis. La izquierda definida como
socialdemocracia se rompe y con ello quiebra el modelo keynesiano. El abandono del marxismo
en Europa fue la expresión que dio consistencia al proceso. Sus consecuencias fueron inmediatas,
el desguace del Estado del bienestar y un fuerte retroceso en los Derechos Fundamentales, sobre
todo los sociales. La privatización de los servicios básicos, especialmente los que afectan a la
igualdad como educación y sanidad, y la renuncia a toda autonomía política, lo que, en política
exterior, supuso para Europa el alineamiento radical respecto a los intereses de los Estados Unidos,
constituye el núcleo de la nueva etapa.

En lo que respecta al sistema democrático, hay un factor fundamental: la renuncia a la política.


Un achicamiento de lo político que supondrá la abdicación del estado en su papel dirigente y, con
ello, la privatización de los servicios esenciales sustituidos por instancias privadas que irán
devorando las competencias estatales. La película de Ken Loach I´am Daniel Blake refleja el
profundo desgarro que esta política supuso en el tejido social de un país que fue clave para el
establecimiento del Estado del bienestar. Lo que sucedió en Inglaterra ocurrió también en el resto
de países de Europa.

Las llamadas puertas giratorias que comunicaban los despachos políticos con los
empresariales, la generalización de una corrupción que alcanza ahora cuotas insoportables,
máxime al verse confrontada con la nueva pobreza de las clases populares y, por último, la
autonomía de las élites, desvinculadas definitivamente de la sociedad en su conjunto, provocarán
un desapego de la política que abriría en canal el sistema.

Al final, la ciudadanía, fundamento del orden político estatal, dejó de tener consistencia política.
Las políticas públicas desarrolladas por los gobiernos tecnocráticos supusieron el fin de ciclo de

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una soberanía residenciada en el pueblo. La persona, pese a su proclamación constitucional como


fundamento del orden político (así lo hace la C.E. en su artículo 10), dejó de ser el centro de la
vida del estado.

Sin embargo, aún se perciben otras consecuencias que, en cierto grado, anuncian una reacción
social y sobre las que se prefigura lo que será la tercera fase del sistema. De ahí vienen algunas de
las imágenes que proyecta esta reacción frente al modelo anterior: neo-nacionalismos, nuevas
formas de rechazo a las élites, propuestas anti-institucionales, y el reclamo de un neo-
intervencionismo económico recuperan parte del discurso político perdido. Todo ello con sus
sombras: xenofobia, renacimiento de lo religioso, propuestas antisistema que amenazan al mismo
ideal de democracia, pero que, en todo caso, pueden leerse como expresión de una nueva voluntad
de autonomía.

Como escribía Ferrajoli (1999), el Estado se ha convertido en demasiado pequeño para las
grandes cosas, pero demasiado grande para las pequeñas, lo que provoca ese continuo
alumbramiento de nuevas propuestas de organización política con las que nace el nuevo siglo.

Que no estamos ante un mero factor coyuntural y, por lo tanto, sometido a los vaivenes del
acontecimiento político, se aprecia, incluso, en las novedosas líneas que saturan los nuevos textos
constitucionales. Un giro respecto a las formas clásicas sobre las que se ha reconocido el
constitucionalismo a lo largo de los dos últimos siglos.

Propuestas como la Constitución de Marruecos de 2011 (Oliván, 2012) o la de Túnez de 2014


o las que se discuten y proyectan en el subcontinente americano, reflejan nuevas formas de
organizar el poder que podemos denominar postmodernas en cuanto rompen con el modelo
construido por la Modernidad que abre la Revolución Francesa. En el primer caso, anoto la ruptura
definitiva con el modelo tripartito de separación de poderes y la elevación a consistencia
constitucional -y con ello a la participación en la soberanía- de nuevas instancias (es el caso del
título XII de la Constitución marroquí). Todo ello con una fuerte transformación de la sustancia
soberana.

Estamos ante una crisis que pone en quiebra el sistema político democrático tal y como lo hemos
conocido en los últimos setenta años. Lo que nos debe llevar a entender la irrupción de nuevas
formas de ejercicio de gobierno.

5.2. Confusión de las esferas de lo público y lo privado

Esta quiebra rompe con la estructura entre lo público y lo privado, entraña el nivel más profundo
de la crisis y nos traslada a los mismos orígenes del acontecimiento político. Hemos insistido en
este punto pues intuímos que es ahí donde está el verdadero juego sobre el que se debate el futuro
de nuestra sociedad.

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En el mundo antiguo no se da la oposición entre público y privado. La casa, ese Oikos de los
griegos o el domus romano, es parte indisoluble del orden político. El paterfamilias es denominado
en griego oikodespotés lo que nos permite comprender esa continuidad entre la acción privada y
la pública. Casa y polis mantienen una unidad sustancial (Oliván, 2017). La asamblea (ágora o
foro) no es más que la reunión de esos déspotas, reunidos ahí en su condición de ciudadanos
armados: los quirites (Comitia centuriata). En cambio, el estado moderno carece absolutamente de
estas bases. Con el estado nace la separación radical entre lo público y lo privado, algo que le
costará construir más de cinco siglos. Esta será justamente la gran diferencia entre el orden antiguo
y el moderno.
Los teóricos del Estado moderno, imbuidos por textos clásicos, pero absolutamente
descontextualizados de su mundo cultural y político, y afrontando necesidades muy distintas de
las del mundo Antiguo, terminaron levantando todo un nuevo sistema que servirá de guía a los
viejos reinos post-medivales. Surge de esta manera la idea abstracta del estado, configurado como
un cuerpo fantasmagórico –ese Leviatán que saturará las pesadillas de Hobbes (1980)-, un ser
poderoso y, lo más importante, autónomo respecto a los seres que le componen.
Frente a esa comunidad asociativa que era Roma, ese Senatus Populusque Romanus, aparece
un nuevo ser, un nuevo cuerpo, una nueva persona, distinto y separado de los miembros que la
componen. Rousseau lo llevará a sus últimas consecuencias, el nuevo ser, formado por todos los
que nutren su cuerpo, es, sin embargo, una realidad mayor que la suma de sus miembros. Con el
estado hay ya una nueva persona, una persona artificial -ficticia, jurídica- pero tan real como el
cuerpo humano.
Como decimos, Roma era una idea, incluso pudo ser sagrada como una diosa, pero carece de
personalidad jurídica. Roma tampoco precisó esa personalidad a lo largo de sus siglos de existencia
por que el estado es una cosa nueva. Hablamos de estado justamente cuando aparece esta nueva
subjetividad construida con todos los atributos de la personalidad.
El concepto de razón artificial que propone Cocke y que radicalizan autores como Selden o
Hale ya en medio de la Revolución Inglesa (Berman, 2011, pág. 395), se asienta tanto sobre la idea
de autonomía del derecho como de la existencia de una incipiente soberanía popular. Los
monarcómanos franceses, ya sean de la izquierda hugonote o de la derecha de la Liga, también
derivarán inevitablemente hacia ese modelo de estado.
Alexis de Tocqueville (1982), en “El Antiguo Régimen y la Revolución” se percata de ese nudo
gordiano y que solo sabrá resolver la Revolución, por eso, los orígenes de la Revolución Francesa
no estarán tanto en la crisis de ese final del siglo XVIII, sino en todo ese proceso de acumulación
de poder –en esa lucha por la autonomía- que caracteriza a las monarquías renacentistas. La
monarquía de Luis XIV anuncia la Revolución francesa. Por eso, desde sus orígenes renacentistas,
el estado se ve abocado hacia la forma de república. Solo ahí encontrará su plena autonomía,
teniendo que constreñir lo privado separándolo del espacio público.
En la Edad Media –prolongándose en la Edad Moderna- no existe espacio público porque el
orden jurídico político se asienta sobre estructuras privadas, fundamentalmente esas gens de las
familias aristocráticas. Es el orden familiar –y su potestas- lo que funciona como dinámica social.

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El naciente estado, con su nueva personalidad jurídica, entrará en competición con estas unidades
familiares hasta absorberlas. En su primera etapa, la esfera pública, donde se ubica el poder,
presenta formas privatizadas competitivas con el resto de gens. Las monarquías barrocas del
Despotismo Ilustrado soportarán esta contradicción, de ahí su inevitable deriva hacia la revolución.
Pese a configurarse como un espacio público, al quedar la persona del estado fusionada a la del
rey, el naciente juego entre las esferas pública y privada termina recreado como conflicto entre dos
esferas privadas separadas: la esfera privada particular, Habermas la definirá como burguesa
(Habermas, 1981), y la esfera privada de la Corte, articulada bajo el orden de la familia real, o sea,
el orden nobiliario.
Con ello, ese espacio público de igualdad, donde los ciudadanos son copartícipes de la
soberanía, es absorbido por ese otro espacio privado y jerarquizado organizado por las leyes de la
“casa”. El problema es que, tras el fracaso de la Revolución en su proyecto democrático, esas
mecánicas gentilicias derivadas del Antiguo Régimen subsistirán instaladas en los nuevos aparatos
orgánicos que se levantarán con la Modernidad contemporánea (Legendre, 2015). La
Administración pública, con su rígida estructura jerárquica, su sistema de órdenes, no pocas veces
transpuesto desde las viejas formas nobiliarias, y su fortísima autonomía respecto a la sociedad
civil, terminará recreando la imagen de la Corte en el estado contemporáneo. No será el único caso
de privatización del orden político, podemos pensar también en la gran empresa capitalista y su
fortísima incidencia en la vida política, con sus dinastías empresariales y la centralidad de sus
casas, inevitable factor dislocador en el desarrollo del estado.
Lo que queremos decir es que, esa sociedad civil que se va construyendo paralela al estado, no
resulta, sin embargo, homogénea, en su sustancia, con el mismo. No estamos ante un binomio,
como si fueran dos vías paralelas, que se reparten funciones e instituciones. El concepto de
sociedad civil nos remite necesariamente a ese momento republicano del sistema estatal moderno,
en oposición a ese otro concepto de estado-administración, levantado en el momento monárquico.
Este es la contradicción que arrastra el sistema, la idea de estado, tal y como surge fruto de la crisis
que alumbra la Modernidad, nace profundamente preñada de contenidos monárquicos.
De ahí la polisemia que acumula el término de público (Sennett, 2011) y que le aporta tres líneas
semánticas. De entrada, esa tradición que lo vincula con el concepto de política, es decir, lo que
atañe a la ciudad y a su gobierno, en este sentido la palabra público remite a autoridad y con este
significado aún lo usamos en contextos como Poderes públicos. Pero también nos remite a aquello
que pertenece a todos, público, en este sentido, sería lo que no es de nadie y por eso es de todos,
es ahí donde radica su estela republicana y democrática. Pero público va a ser también, y sobre
todo a partir de esta época, el concepto de audiencia, es decir, esas masas de individuos interesados
en lo que alguien dice, los que ocupan el patio frente al escenario en el teatro, los que compran y
leen los periódicos o se paran a escuchar los discursos. Sobre estas líneas se desarrollará la historia
de la sociedad civil. Al otro lado, en la otra esfera, quedará el Estado, reducido a ese aparato
burocrático, y por ello privatizado, al que llamamos Administración Pública.

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Un proceso que nos lleva, por una parte, a la publicitación de la esfera privada y, por otra, a la
privatización de la esfera pública. Una deriva que terminará sofocando al mismo modelo de Estado
Moderno.
De ahí el riesgo constante que sufre el estado de una deriva hacia posiciones neomonárquicas
(Sternhell, 2012), eso sí, ya no en las formas de una monarquía al viejo estilo, esas viejas realezas
derivadas de un supuesto origen divino, sino bajo las nuevas formas que sustituyen los textos
religiosos por esa nueva y abstracta idea del imperio de la ley. Una sacralización de la ley que
termina por autolegitimarse desprendiéndose, incluso, de esa idea de voluntad general que la
vinculaba a las raíces mismas de la sociedad en su condición de pueblo. De esta manera, se
imponen nuevos conceptos que terminan sofocando la conceptualización que sustentaba el orden
democrático. Ideas como soberanía constitucional, imperio de la ley, Estado de derecho, terminan
sacralizándose, pasando a sustituir la materialidad humana de la comunidad de ciudadanos. Pierre
Rosanvallon (1985), lo denominará el momento Guizot, que viene con esa revolución coronada
que, de la mano del Bonapartismo en sus dos manifestaciones en Francia, cierra en ambos casos
los respectivos proyectos revolucionarios de 1789 y de 1848 y que, pese a todo, constituirá los
fundamentos de la cultura política moderna.

5.3. La ideología de la clase judicial


La construcción del sistema de separación de poderes no está vinculada, de entrada, con el
sistema democrático. Como es conocido es anterior a un proceso que tenemos que vincular al
acontecimiento de la Revolución francesa. Basta recordar algunos de sus más preclaros
propagandistas, como el mismo Montesquieu, marqués de la Brède y presidente del Parlamento de
Burdeos, es decir, un indiscutible miembro del estado nobiliario del Antiguo régimen (Hazard
1985). Sin embargo, sus raíces son aún anteriores, y podemos rastrearlas en la construcción del
estado absolutista de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII.

En este período se produce una serie de acontecimientos que permiten dividir la historia del
absolutismo en dos momentos o fases distintas, fuertemente solapadas. De ahí los conflictos que
generaron, pero que nos permiten delinear una biografía del estado moderno desde sus orígenes en
la Baja Edad Media hasta la plena Edad Contemporánea. La primera fase la constituye el Estado
de la Justicia, al que seguirá lo que podemos denominar el Estado de Servicio (Jouanna, 2013 y
Oliván, 2021).

El estado, como estructura artificial, requiere justificar de una forma continua su existencia.
Frente a la polis o el imperio, constituido de una forma u otra alrededor de la presencia inmediata
de sus ciudadanos y cuya legitimidad surge de forma natural en la expresión de la Asamblea, el
estado, como decimos, reclama continuamente acreditar su función pública. La Iglesia, que
también aparece constituida como persona jurídica, partía de tener su propia justificación en su
esencia como cuerpo místico del Hijo de Dios. El estado, construido bajo ese mismo aparato de la
personalidad, al no poder reivindicar esa esencia divina, tendrá que alcanzar su propia

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justificación, lo que, ya en lenguaje político, podemos denominar legitimidad (Villacañas, 2016).


Es decir, una razón de ser propia que de sentido a su existencia. Desde sus inicios, esta razón de
ser no fue otra que la búsqueda de la Justicia. (Krynen, 2018)

Es cierto que el ideal de justicia se ha solapado desde siempre con el proyecto divino, sin
embargo, también desde siempre, ha mantenido una autonomía secular. El “dar a Dios lo que es
de Dios y al Cesar lo que es del Cesar”, que consagra la propuesta paulina, apunta ya a la admisión
de esa competencia autónoma del orden profano. La Justicia es también un cometido secular. Un
acto del Cesar.

A lo largo de la Edad Media, ese ideal de Justicia alcanzará sustancia propia, dotando al poder
político de una independencia sustantiva respecto a la instancia de la Iglesia.

A los efectos de nuestra cultura occidental, el término Justicia procede de las XII Tablas,
Constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. Tribuere, al igual que reddere son verbos
asociados, lo que nos apunta a la lectura del concepto, tanto uno como otro entrañan algo que hay
que dar, tributar o rendir. En definitiva, la Justicia es algo que se debe. El justiciable, ese que
reclama el acto de justicia -summ cuique-, se proyecta como alguien que mantiene un derecho
sobre ese otro encargado de rendirlo. La justicia es un deber que debe tributar el soberano.

Bajo esta configuración, como decimos, el soberano aparece en una posición de deudor respecto
a la persona del justiciable. En el marco del proceso latino clásico, esto resultaba claro. La
comunidad debe ese acto de justicia a cada uno de los quirites en cuanto ciudadanos. El problema
aparece cuando, con la construcción de las estructuras estatales, el poder, es decir, el rey, asume y
acumula el acto jurisdiccional.

El poder real, a lo largo de la Baja Edad Media, se sostiene fundamentalmente sobre ese acto
de apoderarse del proceso (Tigar y Levy, 1978). De esta manera, el acto jurisdiccional, de ser una
actividad comunitaria, es decir, una justicia contemplada y retribuida por la comunidad, pasa a ser
un acto administrado y gestionado por el poder, es decir, por el rey.

A partir de aquí, reclamar justicia se convierte en un acto de derecho público. La difusión de


mitos y leyendas como la atribuida al emperador Adriano anuncian esta deriva. Gerson nos la
cuenta: ahí está esa bonne femme que, interpelando al mismo emperador, le reclama el acto de
justicia. El canciller de la Universidad de París lo deja bien claro, esa mujer de la fábula no suplica
justicia, como se puede reclamar piedad, lo que exige del emperador, al que acusa, en un momento
de la fábula, de mal pagador por no escucharla, es directamente Justicia. “Te reclamo, le dice, esa
justicia que tú me debes” (Krynen 2009, pág. 20) Debitor iustitiae, establece la decretal de
Inocencio III. Portalis llegará a definirla como la primera deuda de la soberanía.

Bodino lo expondrá seguidamente: la función principal del príncipe no es otra que administrar
-rendir- justicia a sus súbditos. La razón principal -nos dicen los autores clásicos- que lleva a los

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príncipes a juzgar a sus súbditos no es otra que esa obligación mutua que surge entre el Príncipe y
sus súbditos. En definitiva; si éstos le deben obediencia y ayuda, el Príncipe les debe justicia y
protección. Estamos ya ante una justicia de estado.

Ahora bien, el rey, como dirá el propio San Luis, no es un jurisconsulto ni se le puede pedir ese
gigantesco esfuerzo de escuchar a todo el mundo, de ahí la urgencia de desarrollar todo ese
gigantesco aparato de la jurisdicción, esa planta judicial cuyas ramas deben acceder, no solo a los
lugares más lejanos, sino también a las especialidades de procesos cada vez más complejos.

Un proceso que se alimenta, además, por el descubrimiento de los libros del Corpus Iuris Civilis
de Justiniano y de la expansión de las universidades (Le Goff, 1986). Con ello, el naciente estado
tuvo a su disposición todo un verdadero ejército de expertos listo a cumplir con esa delegación del
acto jurisdiccional. El rey, a lo sumo, solo se reservará ese acto final de casación que permitirá
mantener la unidad de jurisdicción. De esta manera, junto a esa “justicia delegada” que asumen
los juristas, se construye también esa otra “justicia retenida”, esas lits de Justice. Dos modelos de
justicia que, al poco, entrarán en contradicción y conflicto.

Con todo ello, se va creando ese orden jurisdiccional -la nobleza de toga- que pronto competirá
con la vieja nobleza de espada. Un orden nobiliario, en absoluto subordinado al otro, pues es tan
verdadera nobleza como la otra, como nos recordará Petrarca, y que llevará a las más altas
dignidades a juristas como Baldo y tanto otros (Gilli, 2003, p. 69). Nace también ahí esa idea de
Parlamento, los llamados Parlamentos judiciales, sobre los que recaerá la función jurisdiccional.

Estamos ante la idea de “los dos cuerpos del rey” (Kantorowicz, 1985), esa impresionante
doctrina elaborada por los juristas borgoñones y que alcanza a construir el núcleo de la doctrina
de la soberanía. Pese a no estar presente, nos dirán, el rey habla por la boca de sus doctores. El
problema es que, poco a poco, ese orden judicial irá asumiendo como propio el contenido de hacer
justicia. Un proceso que, a lo largo del siglo XVII, proyectará su independencia de la actividad de
la Corona.

El profesor Krynen nos ilustra sobre cómo esa competencia autónoma queda manifiesta en
numerosos ceremoniales de la Corte. Es el caso de los funerales regios. Frente al luto exigido al
resto de cortesanos, esa nobleza judicial acude a este ceremonial con el esplendor de sus togas,
acreditando así estar por encima del penoso acontecimiento. El rey había muerto, sin embargo, la
Justicia seguía viva en la persona de ese orden judicial. El Parlamento representa ahí la plena
dignidad regia, es decir, el cuerpo inmortal del soberano. El rey tiene dos cuerpos, pero el
verdaderamente soberano anida, no en ese cuerpo biológico con el que se le retrata a caballo y
condenado a morir, sino en ese otro cuerpo ficticio -el Parlamento- sobre el que se levanta ya la
idea de estado.

La deriva hacia el reconocimiento de una verdadera soberanía judicial se alcanza a través de


una paulatina sacralización del acto de Justicia. Estamos ya en tiempos de d´Aguesseau, presidente

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del Parlamento de Paris y que reclamará la inviolabilidad e independencia judicial. Un concepto,


como vemos, en absoluto vinculado a los tiempos democráticos, sino al absolutismo monárquico
en su máximo esplendor. D´Aguesseau fue jurista en la Corte de Luis XIV.

A lo largo de los siglos XVII y XVIII, gran parte de la lucha política no era otra que la reacción
de la corona a la búsqueda de la recuperación plena del acto de Justicia. Lits de justice, lettres de
caché, persecuciones de juristas y algún asesinato, serán el arsenal de respuestas con el que
contraatacará la Corona. Tres líneas de acción serán claves, de entrada, reintroduciendo de la figura
del rey en el proceso. Esto se conseguirá a través de la figura del “procurador” real, es decir, el
fiscal, o sea, de nuevo ese cuerpo ficticio (fiscus) del rey al que ya recurre la doctrina de Los Dos
Cuerpos, y la del greffier, ese notario o secretario judicial. Juez y fiscal, y en su caso greffier,
compartirán el espacio jurisdiccional en una no oculta competencia.

La segunda línea buscará controlar directamente a los jueces, lo que moverá verdaderas guerras
civiles. Desde el Parlamento Largo de la Revolución inglesa, hasta la Fronda (la Fronda Judicial)
en Francia, así como sucesivas huelgas judiciales (Maire, 1998) que se cobraron la vida de
numerosos abogados. La construcción de la Orden o Colegio de los abogados fue la respuesta,
desde el mundo de los juristas, para articular su defensa estamentaria.

La tercera línea, sobre la que se desplegó el modelo del Estado Contemporáneo, no fue otra que
la de recrear el orden jurídico, oponiendo a ese derecho que monopolizaban los jueces, la poderosa
idea de la Ley. La Ley contra el Derecho. Con ello se inicia ese absolutismo legislativo que
culminará, de la mano de Napoleón, con el desarrollo del poder reglamentario. Como podemos
apreciar, estamos ya en los umbrales del derecho contemporáneo.

El siglo XVII, y sobre todo el XVIII, se construye así bajo ese conflicto inscrito en la misma
médula del estado. Un conflicto entre el nuevo absolutismo legislativo y la idea de derecho. Frente
a esas leyes nuevas que escribe la Corona, los juristas opondrán toda la pesada artillería de la
interpretación jurídica. Eduard Coke, en oposición a ese orden legal que intenta construir la
monarquía, reclamó y, en más de una ocasión, inventó las más antiguas leyes de Inglaterra (Hill
1980 pág. 260). Frente al derecho nuevo, opuso ese supuesto derecho antiguo, de siempre. El
Common Law, no es más que esa razón artificial escrita por las mil mentes pensantes de todos
esos juristas -jueces y abogados- que se oponen a esa modernidad que quiere imponer la corona.
Como decimos, el conflicto no se dará solo en Inglaterra, Francia lo sufrirá en esa larguísima
Fronda que agotará a la monarquía de los Capeto. Las Coronas con esa Ilustración que las apoya,
buscarán a través de las nuevas leyes construir un mundo nuevo; frente a ellos, los juristas,
atrincherados en posiciones retrogradas y vinculadas a una tradición –“las leyes antiguas”-
ensayarán bloquear el progreso social. Voltaire (2011), en su Tratado de la tolerancia, lo deja claro:
son esos jueces y abogados, demasiado vinculados a la ideología eclesiástica, los verdaderos
enemigos de la modernidad y el progreso.

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Es cierto que en ese campo de los juristas aparecen figuras como Montesquieu, cuyo famoso
libro contribuirá a esa guerra de posiciones. Pero, sobre todo, ahí también están los Boulainvilliers
y sus proclamas racistas en defensa de la nobleza de Francia. En definitiva, la ideología originaria
de ese estamento judicial no aparece de la mano del progreso.

El Antiguo Régimen termina con un poder judicial cada vez más autónomo, en franco conflicto
con el principio soberano que, poco a poco, se verá relegado a esas otras funciones que luego
llamaremos legislativa y ejecutiva (Anderson, 1994). Por eso, como decimos, eso que llamamos
la doctrina de la división de poderes, en absoluto podemos contemplarla como un invento
“democrático”. Es más, cuando nazca la democracia, los revolucionarios no dejarán de aborrecer
semejante engendro. Ya la misma Ilustración comprendió acertadamente que solo un poder fuerte
y dinámico -ese absolutismo del Despotismo Ilustrado- podía competir con la inercia acristianada
que configuraba la ideología de las clases judiciales. Sobre ese “Todo para el pueblo, pero sin el
pueblo” ensayó su último intento de romper con un mundo dominado por la Iglesia.

Es ahí, sin embargo, cuando nace ese otro modo sobre el que se construirá la Modernidad
contemporánea, es decir, ese otro modo que hemos dado en llamar Estado de Servicio: el Servicio
público como se dirá en el siglo XX. De nuevo, una propuesta construida lejos de esa inercia
populista que saturaba el discurso de los viejos parlamentos. Frente a ese poder judicial que,
negándola, compite con la idea de progreso, se levantará la idea de un poder ejecutivo. Un poder
que, sustentado en el orden normativo -la ley y luego el reglamento- competirá con ese otro
derecho acaparado e interpretado por los jueces y su gremio. Estas son las raíces del derecho
administrativo que germinará, tras la Revolución, como el instrumento básico de la Administración
pública.

De todas maneras, el siglo termina -esa es la chispa que enciende la Revolución- con el éxito
de ese mundo viejo (de ahí no pocos de los apoyos nobiliarios que recibirá el acontecimiento
revolucionario). En las listas que componen la Asamblea francesa, son abogados y jueces los que
vienen a acaparar la representación del pueblo. Es decir, triunfa el sistema de división de poderes,
como proclama en un principio el texto de 1789. Triunfan los juristas, en el fondo eso son los
Estados Generales. Por un momento podríamos sospechar que triunfa lo antiguo. Sin embargo, la
rueda de los acontecimientos ya se ha puesto en movimiento, esta será la gran obra de Rousseau
(Starobinski, 1971) y, de nuevo, se reintroduce, a través de ese pueblo, el ideal democrático. Tras
1789 vendrá 1792 con los Robespierre, Marat, Saint-Just y tantos otros que trastocarán el juego.
Al final, Luis XIV (en la cabeza de Luis XVI) quedará derrotado en todos sus extremos.

Con independencia de las inclinaciones ideológicas de los jueces y juristas en particular, existe
una ideología propia del sistema judicial, unos modos asentados en la propia sustancia de un
subsistema que se construye dentro de una dinámica muy concreta y respondiendo a funciones y
urgencias fuertemente marcadas ideológicamente desde sus orígenes. Esto es especialmente
apreciable en la “interpretación normativa”, mecánica por la que la norma, desde la abstracción

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propia a su naturaleza, alcanza el grado de aplicabilidad en la persona o personas del justiciable.


Es aquí, en ese especial mecanismo de aplicación de la lógica deóntica, donde se asienta eso que
damos en llamar ideología de los jueces (Krynen, 2009), una mecánica de construcción lógico-
simbólica que queda inscrita en esas formas de razonar a las que inequívocamente denominamos
jurídicas. Así, sostenemos que existe una ideología específica de los juristas y jueces.

6. Crisis del poder judicial


Sin embargo, en cierto grado es el propio sistema el que ya ha empezado a canalizar las vías a
la búsqueda de un nuevo equilibrio. Si, como hemos dicho, tanto el ejecutivo como el poder
legislativo representados por las instancias del Gobierno y el Parlamento han entrado en crisis
anunciando una cierta decadencia de la política, otro tanto está empezando a pasar con el
denominado poder judicial. Es decir, también el poder judicial empieza a ser recorrido por fuertes
corrientes disolventes.
La realidad es que el proceso judicial, como instrumento para canalizar esa Justicia, también
está de capa caída, una pérdida de relevancia socio-política que se manifiesta sobre todo en dos
líneas. Por una parte, se ve sacudido por la aparición competitiva de nuevas instancias que
reclaman su protagonismo en el campo de la resolución de los conflictos, dejando a la vieja Planta
judicial, de entrada, sin el monopolio del sistema y en no pocos casos, sin un papel relevante.
La irrupción de los sistemas de arbitraje, enormemente competitivos en el mundo de los
negocios, sobre todo en las transacciones internacionales, pero cada vez más también en aspectos
de inmediata incidencia en la vida ordinaria (arbitrajes de consumo, rentas, etc.); la importante
presencia de sistemas de conciliación (por ejemplo, en materia de derecho de familia) tramitados
desde un instrumental socio-psicológico; o la llamada “Justicia local” (Elster, 1995 p. 14) más
adecuada a la resolución de los problemas inmediatos absolutamente alérgicos a las grandes
dilaciones que reclama el lento actuar de la Justicia clásica; están reduciendo, hasta casi su
marginación, la competencia de los jueces como punto de equilibrio entre la sociedad y el aparato
del estado.
Amplias áreas jurisdiccionales se ven así arrebatadas a la actividad de los jueces, de entrada,
prácticamente en lo referente a los altos negocios internacionales, reenviados sin excepción alguna
a esa privatización de la justicia que suponen las Cortes Internacionales de Arbitraje, pero también
dominios de una enorme incidencia social como los concernientes a la vida en pareja, el consumo
al por menor, las posiciones de usuario respecto a grandes suministradores de servicios, se ven
reenviadas a sistemas de resolución de conflictos ajenas al aparato judicial. Un fenómeno que
empieza a formalizarse, incluso, en el mismo orden penal, verdadero núcleo duro de la actividad
jurisdiccional de corte monárquico, que ve penetrar las nuevas técnicas en tipos penales como los
concernientes a accidentes de tráfico, y asuntos de menor cuantía.
Junto a esta competencia externa, el proceso también ve mermada la función de los jueces y
juristas en general bajo otra dinámica interna pero igualmente disolvente: la aparición de nuevos
actores en el proceso. Una irrupción que afecta ya directamente al proceso penal, y que termina
arrebatando al juez ese rol supremo de ser el dispensador de la justicia. Psicólogos, sociólogos,

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pedagogos, asistentes sociales junto al aparato científico-forense encargado de aportar la


racionalidad de la ciencia en medio del acto de justicia, terminan limitando la actividad del juez
que ve, así, reducida su capacidad de decisión, cada vez más constreñida a la mera aplicación de
protocolos, una vez evacuados los pertinentes informes.
Con ello esa histórica función de la Administración de Justicia, origen y esencia de ese Poder
judicial, se ve también mermada. La nueva Justicia empieza a marginar la posición del jurista a la
de mero comparsa de unos equipos profesionales cada vez más complejos, pero, sobre todo,
alejados de los viejos cuerpos de juristas, tanto en lo que responde a su formación académica como
también a su propia ideología.
El poderoso instrumental académico-ideológico que alimentaba las técnicas de interpretación
de las normas deja de ser un arma de dominio exclusivo del orden judicial (Oliván, 2019). Las
nuevas normas, máxime en esa dispersión normativa que ya referimos, pierden ese componente
deóntico que las convertía en materia reservada a la lectura interpretativa de los jueces (Saavedra,
1978). El viejo concepto de Justicia, consecuencia de esa transformación que ya empezó decíamos
en siglo XVIII con el surgimiento de la nueva ideología del Estado de Servicio (Orain, 2018), cede
su posición a nuevos aparatos cada vez más competitivos y, en principio, alejados de la ideología
judicial que nutre los cuerpos de juristas.

7. Conclusiones
En este artículo quisimos buscar las razones y las raíces sobre las que se fundamenta la crisis
de la política a la que, usando la terminología anglosajona, no dudamos en calificar de lawfare.
Nuestra tesis es que no estamos ante un fenómeno sustancialmente nuevo, es decir, fruto de
acontecimientos que lo conviertan en coyuntural. Por el contrario, sostenemos que estamos ante
un fenómeno que arranca con la propia naturaleza del sistema, es decir, con la aparición del mismo
orden judicial y el sistema de separación de poderes.
Sostenemos que la separación de poderes en absoluto es, ni un mecanismo propio del sistema
democrático, ni se origina con el nacimiento de la democracia. Por el contrario, el sistema de
separación de poderes y el nacimiento, con ello, del poder judicial nacen y se desarrollan en el
entramado institucional del Antiguo Régimen, son parte del núcleo duro de lo que se llamó el
Absolutismo monárquico. De ahí que podamos hablar de ideología del orden judicial, no en
referencia a una necesaria ideología de los jueces en su individualidad, pero sí en la necesaria
estructuración ideológica del sistema judicial. La clave está en el entramado de la interpretación
jurídica. La interpretación de las normas, sometida a los mecanismo lingüístico-formales de la
lógica deóntica, impone al aparato de la justicia unas mecánicas de comprensión de la realidad -y
no solo la política- con un sesgo al que no se puede menos que calificar de ideológico.
El estallido de estas prácticas del Lawfare es, para nosotros, la confluencia de una serie de
factores de crisis que anuncian un cambio de ciclo. La crisis del Estado Moderno en su
configuración democrática, con la pérdida de relevancia de los viejos aparatos institucionales que
se levantaron al calor de la doctrina de la separación de poderes, junto a la crisis que afecta a la

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configuración del espacio público, han permitido la irrupción de los jueces como árbitros en un
sistema amenazado de colapso.
Sin embargo, nuestra conclusión final es que el proceso tiene también un fuerte coeficiente de
finitud. También el orden judicial se ve arrastrado a esa crisis que le va despojando, poco a poco,
pero inexorablemente, de su papel específico, es decir, el de aparato independiente para la
administración de justicia.
El Lawfare es, no solo inquietante, sino profundamente distorsionador de una mecánica
ordenada del acontecer político. Surge, decimos, por el vacío ocasionado por la pérdida de
relevancia de los otros dos poderes, pero, como hemos tratado de anotar en las conclusiones, la
crisis del propio sistema termina arrastrando también al aparato judicial a su propia decadencia.
La sociedad, sobre todo los actores políticos de base democrática, pueden, en todo caso, propiciar
esa tendencia apoyando la misma transformación de la justicia y, el caduco sistema de base
absolutista, que entrañó la doctrina de la separación de poderes y la independencia del orden
judicial.

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Citación/como citar este artículo: Oliván, F. (2022). El Lawfare como ideología judicial: la crisis
del sistema político social. Nullius, 3(2), 1-23. https://doi.org/10.5281/zenodo.6794922

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