Diker - Que Hay de Nuevo en Las Nuevas Infancias
Diker - Que Hay de Nuevo en Las Nuevas Infancias
Diker - Que Hay de Nuevo en Las Nuevas Infancias
El discurso sobre lo nuevo de la infancia no es nuevo. Después de todo, los niños siempre
han sido, en el orden de las generaciones, “los nuevos” y “lo nuevo” de este mundo. En tanto
tales, siempre nos han sorprendido, siempre han representado un límite a nuestro saber y a
nuestra capacidad de anticipación.
Frente a esto, los discursos actuales se han ido poblando de nuevos nombres destinados a
reconocer “lo que hay de nuevo en la infancia”: infancias (en plural), nuevas infancias,
infancia hiperrealizada e infancia desrrealizada, cyberniños, niños-adultos, niños
vulnerables, niños en riesgo, niños consumidores, son sólo algunos de ellos. También se
han generado diversas hipótesis acerca de “lo que queda de infancia en lo nuevo”,
llegándose a postular incluso que estamos asistiendo al fin de la infancia.
En esta clase abordaremos algunos de los procesos que, en el curso de las últimas décadas,
han introducido cambios significativos en las condiciones sociales de la experiencia
infantil y han incidido en la reorganización de los discursos y de las prácticas
institucionales sobre la infancia:
a) la emergencia misma de la idea de que hay “algo nuevo en los nuevos”, que deriva, en
un extremo, en las hipótesis sobre el fin de la infancia;
b) el reconocimiento de los niños como sujetos de derecho;
c) la diversificación y expansión de un mercado de consumo cada vez más
meticulosamente orientado a los niños;
d) la reconfiguración de las posiciones adultas y de las relaciones de autoridad.
Antes de iniciar este recorrido, conviene realizar tres advertencias: en primer lugar, el
panorama que propondremos aquí no se pretende exhaustivo: ni en sus temas, ni en sus
enfoques. Más que construir un inventario de novedades, la intención es analizar algunas de
las interrogaciones que aquellos procesos abren, las condiciones de enunciación bajo las
cuales las preguntas que hoy nos hacemos sobre la infancia aparecen, y los efectos que su
misma formulación produce. En segundo lugar, teniendo en cuenta la multiplicación e
incluso fragmentación de las maneras de transitar la infancia y sus condiciones sociales de
realización, no se pueden postular ya afirmaciones acerca de la infancia pronunciada en
singular. Por lo tanto toda generalización tiene los límites que la diversidad de modos de
transitar la experiencia infantil impone. Finalmente conviene advertir que intentaremos aquí
analizar qué hay de nuevo en la infancia, absteniéndonos de producir una definición de
“infancia”. Porque es justamente en ese terreno, en el de la definición de lo que la infancia
es y debe ser, que las novedades se registran. La edad, la definición jurídica, la
incorporación al sistema escolar, son todos criterios que, si alguna vez edad, la definición
jurídica, la incorporación al sistema escolar, son todos criterios que, si alguna vez fueron
considerados más o menos objetivos, hoy están en discusión. En efecto, “¿qué es un niño?”
es una pregunta que hoy no admite respuestas unívocas. ¿Sólo se trata de una cuestión de
edad? ¿Es suficiente la definición jurídica de menor para delimitar el universo de la
infancia? ¿qué tienen en común un alumno de cuarto grado de primaria, de clase media
urbana y un niño de la misma edad que participa en una banda delictiva? ¿qué tienen en
común una niña de 12 años que ya es madre y una que no? ¿y los niños que trabajan o
cuidan a sus familias con otros que utilizan su tiempo libre en instituciones de recreación o
de complementación de su educación escolar? Frente a estas cuestiones, podríamos decir
“todos son niños”, pero debemos reconocer que no todos transitan la misma infancia. Es
justamente sobre el plural de las infancias y también sobre las dificultades y los riesgos de
cerrar una definición de niño que se pronuncie, una vez más, en singular, que nos
proponemos reflexionar aquí.
Así, por ejemplo, en el libro “La desaparición de la infancia” publicado en la década del
ochenta, Neil Postman sostiene que la introducción de la televisión en los hogares
norteamericanos desde los años cincuenta, está contribuyendo a la desaparición de la
infancia, en la medida en que elimina la separación entre niños y adultos característica de la
modernidad. Al respecto, este autor señala que el mundo de la imprenta había contribuido a
instalar esa separación en la medida en que para acceder al conocimiento imprenta había
contribuido a instalar esa separación en la medida en que para acceder al conocimiento
elaborado y a los “secretos del mundo adulto” era necesario disponer de un saber que los
adultos tenían y los niños no; en contraposición, con la televisión desaparece esta necesidad
de instrucción previa y los niños quedan habilitados para acceder a los “secretos de la
cultura, los secretos políticos, los secretos de la sexualidad” de manera directa, sin barreras y
sin ninguna jerarquía.
Desde otra perspectiva, Cristina Corea e Ignacio Lewkowicz han sostenido de manera más
radical que el niño actual ya no es producido por el discurso escolar, ni por el discurso
estatal, sino por las prácticas mediáticas: “lo que el niño puede, lo que el niño es, se verifica
fundamentalmente en la experiencia del mercado, del consumo o de los medios: puede elegir
productos; puede elegir servicios; puede operar aparatos tecnológicos; puede opinar; puede
ser imagen...”. Esto llevaría a lo que denominan “la destitución de la infancia”, fenómeno
que, según los autores, se inscribe en un proceso político y cultural más general de declive
de la experiencia del Estado-nación en favor de la experiencia del discurso mediático. La
inmediatez, la “pura actualidad, sin futuro ni pasado”, la velocidad, el instante, la
preeminencia de la lógica de la información, el declive de la autoridad (del Estado-nación y
con ella, de la lógica del saber), son algunas notas del discurso de los medios que estarían
contribuyendo a la destitución del tipo subjetivo de la infancia moderna, caracterizado por la
incompletud, la debilidad, la inocencia. En su lugar, se multiplican, dice Corea, las figuras
mediáticas del niño y la puesta en escena de una infancia potente, completa, que sabe, elige
y puede.
Ahora bien, la extensión de los medios, la tecnología y el mercado no son los únicos
fenómenos que estarían poniendo en cuestión la concepción moderna de infancia. De
hecho, la brutal fragmentación social que en la Argentina de las últimas décadas ha
afectado de manera particular a los más chicos ha contribuido también a configurar otros
ámbitos en los que la infancia se realiza a través de otras interpelaciones, otros discursos y
otras experiencias. En este marco, Corea destaca las figuras de la “infancia abusada” y la
“infancia abandonada” que se constituyen también en los medios, pero ligadas a
condiciones de extrema marginalidad. Estas infancias muestran también un distanciamiento
respecto de la concepción moderna, en la medida en que el discurso mediático les carga -a la
manera de lo que la autora define como un exceso, un abuso de representación- el atributo
de responsabilidad en un caso y de autonomía en el otro. Por su parte, Sandra Carli (aunque
sin suscribir la hipótesis del fin de la infancia) refiere a las figuras del “niño peligroso” y
del “niño víctima” que, también visibilizadas mediáticamente, se instalan como
representaciones sociales en las que la asimetría se diluye y la responsabilidad del adulto
se desdibuja. Narodowski encuentra en la calle y en el trabajo infantil el ámbito de
producción de una infancia que se presenta autónoma, independiente, que no suscita los
sentimientos adultos de protección ni de ternura, que se “des-realiza” como infancia en
la medida en que transita un mundo sin adultos y sin Estado protector.
Finalmente, también la definición del niño como sujeto de derecho (cuestión que
abordaremos en el punto siguiente) está introduciendo modificaciones significativas en la
concepción moderna de infancia.
Estos son sólo algunos ejemplos de los análisis que postulan en la actualidad el fin de la
infancia. Otra infancia, es decir, otros modos de concebir e intervenir sobre el cuerpo
infantil, está dando lugar, en estas perspectivas, a la emergencia de otros niños, mientras
que el niño inocente, incompleto, maleable, heterónomo, necesitado de protección y
cuidado, que debe ser formado para ingresar al mundo adulto, estaría en declive.
Como contracara de este proceso, se señala también que está conmovido el lugar que la
modernidad había reservado a los adultos: el de la protección, la responsabilidad, la
ternura, la orientación y la educación de los niños. La cara y la contracara de este declive se
expresarían en la pérdida de la asimetría, la reducción de las distancias o el debilitamiento de
la división entre el mundo del niño y el mundo del adulto, cuestión ésta en la que muchos
estudios también coinciden y que nuestra experiencia cotidiana no hace sino confirmar.
Así, en estas perspectivas la pregunta no sería tanto qué hay de nuevo en la infancia, sino
más bien, qué queda de infancia (moderna) en lo nuevo.
En este punto cabe realizar dos advertencias. Una, que no podemos pensar estos procesos
en términos de reemplazo de una concepción de infancia por otra. Al respecto, Valerie
Walkerdine advierte que el niño de la psicología evolutiva todavía existe como objeto
discursivo junto a muchas otras diferentes clases de infancia y que, entonces, de lo que se
trata no es sólo de capturar lo nuevo, sino también y principalmente de analizar cómo en el
actual régimen global de producción de la infancia tiene lugar la reorganización
discursiva que produce, en distintos lugares del mundo, bajo de distintas condiciones
sociales y en diferentes universos culturales, una multiplicidad de infancias. En esta misma
línea, Carli ha mostrado que la diversidad de figuras de infancia que se multiplican en la
actualidad incluye retazos y figuras típicamente modernas (por ejemplo, la del escolar) que
conviven y se superponen con figuras nuevas.
Porque inquietan lo que sabemos, lo que podemos e incluso lo que sentimos sobre los niños,
y también porque obligan a deponer nuestros parámetros acerca de lo que los niños deben
ser para confrontar, sin moralismo ni nostalgia, lo que los niños (y los adultos, claro) hoy
son.
Niños sujetos de derecho
Uno de los cambios más espectaculares registrados en el terreno de la infancia en los últimos
años es, sin dudas, la definición del niño como sujeto de derecho que se instala a partir de la
Convención Internacional de los Derechos del Niño aprobada en el año 1989. Esta
definición modifica algo más que el estatuto jurídico de la infancia: altera sustantivamente el
modo en que el niño se hace presente en el territorio público y, por lo tanto, el lugar que el
Estado debe ocupar para asegurar su protección.
En este sentido, la Convención abre una serie de discusiones teóricas y políticas acerca de la
infancia que conmueven los modos tradicionales de responder a la pregunta “qué es un
niño”. De hecho, desde hace algún tiempo, la Convención misma está siendo objeto de
debates que muestran el carácter contradictorio de algunos de sus principios en la medida en
que se sustentan en la convivencia de concepciones de infancia diferentes.
Nos interesa aquí reseñar dos de los asuntos que están en discusión y que comprometen de
manera directa el lugar que la Convención le reserva a los adultos: la definición del niño
como ciudadano y el problema de la efectivización simultánea del derecho a la educación y
de todos los derechos que ponen el acento en la autonomía y las libertades del niño.
En contraposición, Alain Renaut afirma que, en la medida en que son los adultos los que
instauran el contrato, el desafío consiste en inscribir al niño en una relación cuasi
contractual, en virtud de la cual aparece como ciudadano, aunque aún no lo sea plenamente.
Para este autor, la dimensión contractualista de la relación democrática con la infancia
“encuentra sus propios límites allí donde se hace necesario renunciar al espíritu del contrato
para hacer reaparecer la autoridad”, y este es justamente el punto en el que chocan los
derechos a la educación y los derechos a la libertad reconocidos a los niños en el texto de la
CIDN. Detengámonos un momento en este asunto.
Según Philippe Merieu, la Convención juega permanentemente con dos registros: por un
lado, sostiene la necesidad de proteger y educar al niño, quien “por su falta de madurez
física e intelectual, necesita protección y cuidados especiales” (Preámbulo). Para
asegurarlos, establece que es un deber de los adultos velar por el desarrollo del niño y
asegurar su derecho a la educación, la cual debe estar orientada a “inculcar al niño el respeto
de sus padres, de su identidad, de su lengua y de sus valores culturales, así como el respeto
de los valores nacionales del país en el que vive, del país de que sea culturales, así como el
respeto de los valores nacionales del país en el que vive, del país de que sea originario y de
las civilizaciones distintas a la suya”. Asimismo, la Convención dispone que esta educación
debe “preparar al niño para asumir las responsabilidades de la vida en una sociedad libre,
con un espíritu de comprensión, paz, tolerancia, igualdad entre los sexos y amistad entre
todos los pueblos y grupos étnicos nacionales y religiosos y personas de origen autóctono”
(CIDN, Art. 28 y 29).
Por otro lado, la Convención acuerda a los niños los derechos a la libertad de expresión, de
pensamiento, de consciencia, de religión, de asociación, de manifestación, así como el
derecho a dar su opinión libremente en todos los asuntos que lo afecten, aunque este último
queda restringido “al niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio”, el cual
deberá ser tenido en cuenta “en función de la edad y madurez” (CIDN, Art. 12, 13, 14).
Los problemas que abren estos dos conjuntos de derechos son muchos y muy complejos.
Sólo mencionaremos aquí que, a primera vista, los derechos vinculados con la educación
parecen remitir a la concepción moderna de infancia, que define al niño como un ser aún
incompleto, indefenso, que necesita para su crecimiento protección y orientación adulta,
mientras que los referidos a las libertades parecen poner en escena una concepción según la
cual el niño sería un ser responsable, autónomo, ya capaz de pensar por sí mismo, y por lo
tanto capaz de ejercer su libertad de elegir, manifestarse, etc.
No obstante, Baratta advierte que las limitaciones a las libertades que coloca la Convención
no son menores en la medida en que limitan la posibilidad de ingreso pleno de los niños en
el terreno de la ciudadanía y la democracia. Al respecto, el autor señala que la Convención
establece “contrapesos y límites” externos e internos al derecho del niño a formarse un juicio
propio, a expresar su propia opinión y a ser escuchado: entre los externos, destaca el derecho
que la Convención acuerda a los adultos de interpretar cuál es el interés superior del niño o
lo que asegurará su bienestar social, espiritual, moral, su salud física o mental (CIDN,
Art.3). Entre los internos, señala -entre otros límites- que para la convención, si bien el niño
tiene derecho a formarse un juicio propio sobre cualquier asunto, sólo tiene derecho a
manifestar su opinión en relación con los asuntos que lo afectan (CIDN, Art.12); además,
esta opinión sólo deberá ser tenida en cuenta “en función de la edad y la madurez del niño”
(ibidem).
“Sin una interpretación garantista y global de la Convención –señala Baratta- estaríamos en
presenciadel viejo y fatal error del paternalismo: dejemos que el niño forme su propia
imagen del mundo –dicen los adultos- pero nosotros no tenemos nada que aprender de ella
cuando se refiere a nosotros mismos.
Escuchémosle cuando decidimos por él, pero no tomemos mucho en cuenta lo que él dice, si
este resulta todavía muy pequeño o muy poco maduro”.
En cualquier caso, los puntos de discusión que se abren aquí son varios: si el niño es por
definición jurídica un ciudadano de pleno de derecho, ¿no es necesario prepararlo para el
ejercicio de la ciudadanía? Si se acepta que es necesario hacerlo, ¿cuáles son los límites a
sus libertades que son inevitables sostener? ¿Cómo, en ejercicio de su derecho a opinar
sobre todos los asuntos que lo afecten, ese sujeto en formación participa de las decisiones
acerca de su propia formación? La restricción a manifestar la opinión que se incluye en el
artículo 12, en función de criterios tan ambiguos como el “juicio propio”, la “madurez” o la
“edad”, está muy lejos de resolver estas contradicciones.
Antes bien, parece una solución de compromiso que no hace sino confirmar la complejidad
del asunto.
Las salidas a esta contradicción que aparecen en el debate son diversas: Renaut va a sostener
que los derechos del niño son, en sentido estricto “cuasi-derechos y cuasi-libertades” y que
en todo caso el problema para la educación (escolar y familiar) es cómo contribuir a formar
para el ingreso pleno al problema para la educación (escolar y familiar) es cómo contribuir a
formar para el ingreso pleno al contrato, tratando a los individuos como ciudadanos (con una
intencionalidad casi exclusivamente didáctica) aunque sepamos que no lo son todavía.
También sostiene que no se puede pensar la relación educativa de los adultos con los niños
sólo como una relación jurídica o cuasi-contractual, en la medida en que es también una
relación ética en virtud de la cual los adultos tienen el deber de velar por los niños, aún
cuando, en algunos casos, esto suponga un avance sobre sus derechos de libertad. Por su
parte, Pierre Tavoillot, sostiene que en la democracia los contratantes son iguales pero
pueden concebir, por contrato, una posición desigual. En el caso de la relación educativa
entre adultos y niños se puede, dice este autor, establecer por contrato “que,
temporariamente, uno será superior al otro”. La paradoja, nos advierte, es que educar para
formar parte del contrato como ciudadano pleno exige el respeto de un contrato anterior, el
contrato educativo.
Finalmente, Merieu dirá que lo que está en cuestión no es la necesidad de preparación para
el ejercicio de la ciudadanía, dado que en ningún caso estamos hablando de derechos que se
sustentarían en capacidades existentes y equitativamente distribuidas entre las personas, con
independencia de la formación que reciban. En este sentido, para él está fuera de discusión
que todos los niños tienen derecho a ser formados en el ejercicio de sus derechos (lo que
convierte a la formación en una responsabilidad de los adultos). Por lo tanto, la discusión se
restringiría al tipo de relación educativa que se sostenga: una educación más directiva, que
impone unos principios que se consideran formativos para el ejercicio futuro de la libertad, o
una educación que prepara para la libertad a través del ejercicio de la libertad.
Como es sabido, los debates acerca de cómo formar sujetos libres e iguales forman parte del
proceso mismo de configuración de las sociedades modernas y han atravesado todas las
polémicas político educativas del siglo XIX y principios del XX acerca de la escolarización
masiva. Lo que constituye una novedad es la puesta en discusión del lugar de los adultos en
esta formación, la tensión que esto introduce en el sostenimiento de la asimetría necesaria en
toda relación educativa, e incluso cierto abstencionismo en la función de cuidado y
protección de la infancia que a veces se registra en nombre del respeto a los derechos de los
niños. Desde ya, no pretendemos aquí resolver estos problemas. Lo que sí nos interesa es
destacar que, más allá del modo en que sus principios se han ido materializando en políticas
de protección integral, la misma definición del niño como sujeto de derecho, y la extensión
de los discursos que le están asociados, no sólo conmueve los modos tradicionales de
concebir la infancia sino también lo que los adultos somos y hacemos en relación con los
niños. Como ha señalado Mario Waserman, “hay una cierta guerra en el ámbito educativo
entre los adultos y los niños. El niño, como sujeto de derechos es el que más pone en
cuestión la permanencia de la infancia como institución social.
¿Qué derecho sobre él tiene efectivamente el adulto? Siempre estaremos atrasados en esa
respuesta”.
Niños consumidores
"Este año, la empresa Walt Disney Co. comenzará a vender una computadora personal con
pantalla plana especialmente diseñada para niños. La computadora incluye juegos, un
lapicero digital y un canal para tocar CDs y DVDs; se conecta a un televisor, un reloj, un
teléfono inalámbrico y otros productos que la empresa ha introducido en los últimos dos
años. La máquina se venderá por 599 dólares y la pantalla por 299. Disney anunció que
sacará a la venta una cámara digital y una cámara de video a fines de este año. La
computadora, que ha sido bautizada con el nombre de Disney Dream Desk PC será fabricada
por la empresa alemana Medion AG”.
Encontrar una noticia como esta en los diarios ya no nos sorprende. Habla de la ampliación
y diversificación de una oferta de bienes de consumo para niños que hoy incluye tanto
productos específicamente producidos para ellos, como objetos que tradicionalmente
formaban parte del mundo adulto (o a lo sumo, del patrimonio familiar), procesados ahora
bajo los códigos de una estética infantil que el mismo mercado instaló. Así, tanto los viejos
“electrodomésticos” como la tecnología de última generación pueden convertirse en la
actualidad, por obra y arte de Disney, en productos para niños.
1) El mercado ha ampliado su alcance sobre la vida cotidiana de los chicos, adquiriendo una
presencia y penetración -especialmente a través de la TV- que es hoy prácticamente
ininterrumpida.
2) Este alcance está directamente vinculado con la ampliación de la rentabilidad del mundo
del consumo infantil. Esta rentabilidad, que se verifica en rubros clásicamente infantiles,
como es el del juguete (que en Argentina aumentó su facturación en un 30% sólo en el
último año), también alcanza a otros que no hacen de los más pequeños su razón de ser (por
ejemplo, en el mayor grupo de cadenas de librerías del país, la venta de productos para niños
representa nada menos que el 15% de su facturación total). En vinculación con este
fenómeno, los espacios en los que se ofrecen esos bienes y servicios, también se amplían y
diversifican: restaurantes y bares con sector de juegos o con menú para bebés, shoppings con
guardería, librerías que reservan un área especial para niños, etc., forman parte de un
proceso creciente de “infantilización” de los ámbitos de consumo.
3) La oferta tiende a segmentarse cada vez con mayor detalle. La literatura, la ropa, el cine,
las obras teatrales, los juegos, los juguetes, los software (de entretenimiento o “educativos”),
los alimentos, los productos de higiene, etc., se orientan a sectores cada vez más específicos
de la población infantil, siendo la edad y el género los principales criterios de segmentación.
Más allá de sus ventajas comerciales (cuestión que no nos corresponde a nosotros analizar),
nos interesa destacar aquí la operación que esta estrategia pone en juego sobre el territorio
infantil: visibiliza un segmento de la población hasta entonces diluido bajo la categoría
“infancia”, le atribuye deseos, necesidades y preferencias homogéneas (por ejemplo a los
varones de 12 a 14 años), y luego lo restituye al mercado como grupo consumidor. Aunque
en esta operación el mercado dialoga -y muchas veces compite- con otros discursos
(psicológico, médico, pedagógico, moral, etc.) por establecer cuáles son los rasgos
específicos de ese segmento, sus efectos identitarios son muy potentes y directos: lo que los
niños y/o específicos de ese segmento, sus efectos identitarios son muy potentes y directos:
lo que los niños y/o niñas de un grupo consumidor tienen en común (y, a la vez, los
diferencia del resto), no es otra cosa que lo que consumen, desean, o “necesitan” consumir.
4) Aunque obviamente, el acceso a este mercado (cada vez más amplio y, al mismo tiempo,
cada vez más meticulosamente segmentado) es sumamente heterogéneo, en la medida en
que su oferta inunda las calles y las pantallas de los televisores, el mercado pone en
circulación no sólo productos sino también modelos identitarios que producen efectos sobre
los deseos, las preferencias y las representaciones estéticas que los niños y las niñas
construyen sobre sí mismos, más allá del consumo concreto de tal o cual producto.
5) Lo que se consume es la novedad misma: los bienes y servicios para niños aparecen y
desaparecen con una velocidad vertiginosa. Como ha señalado Juan Carlos Volnovich “hoy
en día asistimos a una aceleración que supone la destrucción a toda prisa, el consumo a toda
velocidad, el descarte de productos y de mercancías. Lo que importa es la cantidad de
mercancías que se consumen, sí, pero mucho más la velocidad en que se descartan, que es
cada vez mayor”. Consumir y descartar es la regla de estos tiempos, y el mercado infantil no
escapa a esta lógica. Para el “estilo consumista” –dice Zigmunt Bauman- el único valor de
los objetos es ofrecer satisfacción inmediata, la cual cesa en cuanto aparece otro objeto
posible de satisfacción que no hemos probado; en ese punto, los “viejos” objetos deben ser
descartados.
7) La tecnología parece condensar mejor que ningún otro rubro la lógica del acortamiento de
los tiempos de consumo al menos por dos razones: en primer lugar, porque la tecnología
misma cambia de manera permanente; en segundo lugar, porque los que se denominan
“nativos digitales”, es decir, los niños de los sectores sociales que han crecido en ambientes
tecnologizados, necesitan muy poco tiempo para aprender a utilizarlos. Tres asuntos que
parecen caracterizar la relación adultos-niños frente al consumo de productos tecnológicos:
en primer lugar, muestra la familiaridad con tecnología muy compleja y novedosa como si
fuera un atributo natural de los más chicos; en segundo lugar, refuerza la idea de que en este
terreno hay un abismo entre adultos y niños; en tercer lugar, expone dramáticamente la
inversión en la distribución tradicional de posiciones de saber y no saber y, con ella, la
inversión de las asimetrías.
La caracterización sintéticamente expuesta aquí permite advertir que, más allá de los modos
particulares en que se combinen las interpelaciones del mercado sobre los niños, éstas
conmueven la concepción tradicional de infancia, contribuyendo a la emergencia de nuevas
formas de la experiencia infantil que se realizan en y a través del consumo.
Por su parte, el consumo creciente de productos tecnológicos, instala la idea de que los niños
“naturalmente tecnologizados” son los que ocupan la posición de saber y, por lo tanto, los
que orientan al adulto en su ingreso al mundo digital (recuérdense las muchas publicidades
en las que un niño explica a un padre cómo funciona un aparato tecnológico). Esto nos pone
no sólo frente a una horizontalización de las relaciones adulto–niño, sino frente a una
inversión de la asimetría y, por tanto, de la direccionalidad de la transmisión de la cultura.
Al respecto, Julio Moreno señala que “los padres no son como antes investidos o pensados
por los niños como esos seres que saben acerca del mundo, de sus interrogantes e incluso de
su futuro […] lo cual hace más complicada la interacción”. En la medida además que el
consumo tecnológico infantil no encuentra ningún referente en la memoria de los adultos, el
desconcierto se convierte en la regla. Como dice Merieu, “hoy ningún padre puede buscar en
sus recuerdos para preguntarse a qué edad hay que comprarle un celular a un chico”.
Finalmente, la participación creciente directa o indirecta de los niños en el mercado de
consumo y la consiguiente orientación de los productos y de las estrategias de marketing
hacia los más chicos, pone en escena a un niño consumidor, poderoso y autónomo, que no
sólo no requiere que los adultos tomen todas las decisiones por él, sino que, en muchos
casos, toman ellos las decisiones por los adultos. Claro que el poder que da el mercado
siempre tiene su revés. Como dice Volnovich, cuando el mercado captura a los niños como
clientes, el niño consumidor termina siendo consumido. Y –advierte Narodowski- esos
chicos cada vez más “adultos” por su capacidad de elección y su autonomía, quedan “cada
vez más indefensos frente a la influencia massmediática y la compulsión al consumo: lo que
los hace poderosos, obviamente, también los debilita”.
En cualquier caso, está claro que esta caracterización sólo alcanza a los niños pertenecientes
a hogares cuyo poder adquisitivo les permite participar activamente en el consumo y nada
nos dice en principio sobre las modalidades de consumo propias de los chicos de hogares
más pauperizados o de los chicos sin hogar. No obstante, lo que nos interesa destacar es que
el mercado pone en circulación un nuevo modo de concebir la infancia que se distancia
radicalmente del niño heterónomo, necesitado de protección y orientación adulta propio de
la tradición moderna. Esta nueva concepción se expresa en discursos y prácticas que tienen
efectos más allá de que las oportunidades reales de participación en el consumo sean
desiguales, toda vez que visibiliza y a la vez produce unos rasgos que quedan disponibles
para ser articulados por otros discursos, en otros ámbitos. Así por ejemplo, la autonomía y el
poder que serían propios del “niño consumidor” podrán reaparecer con otro registro,
atribuidos a los niños que viven o trabajan en las calles, a niños involucrados en delitos o
incluso como rasgos asociados, en ciertas perspectivas, a la noción del niño como sujeto de
derecho.
Sin pretender agotar un fenómeno cuya complejidad y extensión excede largamente esta
clase, vale la pena mencionar, aunque más no sea a manera de ejemplo, algunas
transformaciones en las condiciones de la experiencia adulta que operan como contracara de
las registradas en el terreno de la infancia.
En primer lugar, han cambiado los hitos que tradicionalmente marcaban el ingreso a la vida
adulta. Por un lado, como señala Phillipe Jeamet, hitos clásicos, como el inicio de la vida
profesional o el matrimonio, son hoy más variables y tardíos, y todo puede cambiar con
mucha facilidad, de modo que frecuentemente encontramos a los adultos en posiciones
vitales que antes eran privativas de la adolescencia: buscar pareja, profesión, medios de vida,
casa, etc. Asimismo, en condiciones de profunda pauperización, el lugar de sostenimiento
familiar (material y emocional) que definía la posición adulta, también puede cambiar e
incluso invertirse con los niños, situación ésta que inevitablemente desdibuja y vuelve más
lábil la direccionalidad de la protección, el cuidado, la orientación. Por otro lado, Becchi y
Julia destacan que los acontecimientos que en un pasado no muy lejano determinaban el
paso a la adultez (las ceremonias religiosas como la comunión o el bar mitzvah, la
finalización de los estudios, el servicio militar obligatorio para los varones, el matrimonio, el
acceso a la mayoría de edad legalmente establecida, la posibilidad de votar, etc.) han ido
perdiendo progresivamente su carácter de “rito de pasaje”. En su lugar, encontramos hoy
toda una serie de situaciones intermedias que pueden prolongarse muchos años y que tornan
más ambiguas las definiciones y distinciones entre grandes y chicos: “la finalización de los
estudios –afirman las autoras- no corresponde ni a la partida del hogar de chicos: “la
finalización de los estudios –afirman las autoras- no corresponde ni a la partida del hogar de
los padres ni al acceso a un empleo estable, y nada de esto corresponde tampoco con la
formación de una pareja”; dicho de otro modo, se puede no ser del todo un adolescente pero
tampoco estar completamente integrado a la vida adulta. A esto se le suma la
hipervalorización actual de la juventud, tanto en términos estéticos como en relación con las
experiencias vitales que se consideran propias de esta etapa, lo que contribuye, en un
extremo, a configurar lo que algunos psicólogos denominan el “síndrome de Peter Pan”, una
suerte de resistencia a crecer en una sociedad que considera el paso de los años como un
disvalor. La cuestión entonces del tiempo vital como un tiempo que transcurre linealmente
entre la infancia como punto cero y la adultez como punto de llegada se ha vuelto mucho
más compleja. Entre niños y niñas que transitan tempranamente experiencias antes
reservadas a los mayores, adultos que “regresan” a situaciones que se consideraban propias
de la adolescencia, jóvenes que no terminan de ingresar ni en términos profesionales ni en
términos familiares al mundo adulto y adultos que no quieren envejecer, el tiempo vital, el
tiempo social y el tiempo del cuerpo transcurren con ritmos diferentes, con avances,
retrocesos, detenciones, desfases, desvíos. En este marco, el indicador etário que, desde el
siglo XIX, constituyó la principal herramienta de las disciplinas dedicadas al estudio de la
infancia para describir y prescribir los ritmos del desarrollo (cognitivo, físico, afectivo), así
como para establecer el tipo de experiencias que corresponden a cada momento de la vida,
ya no parece útil para dar cuenta de la multiplicidad de temporalidades que atraviesan la
vida de niños y adultos y tampoco para establecer de manera tajante y homogénea su
distinción.
En tercer lugar, contradiciendo la metáfora arendtiana que definía a los adultos como nativos
y a los niños como “recién llegados” y, por tanto, extranjeros del mundo al que arribaban,
los adultos experimentamos hoy, muchas veces, la sensación de ser más extranjeros de este
mundo que los propios niños. Como ya hemos señalado, esto se verifica sobre todo (aunque
no exclusivamente) en el terreno del consumo y utilización de los objetos tecnológicos,
donde, como dice Volnovich, “los adultos jugamos de visitantes y de locales los niños”. Esa
sensación de extranjeridad se relaciona no sólo con el mayor dominio técnico de los
productos tecnológicos que muestran los más chicos, sino también con ciertas competencias
comunicacionales y sociales asociadas a su uso, que a buena parte de los adultos nos resultan
completamente extrañas; por ejemplo, la habilidad para la lectura de relatos no lineales
(como los de muchos videojuegos y dibujos animados), el desarrollo de un lenguaje apto
para sostener intercambios breves, frecuentemente con muchas personas al mismo tiempo o
la disposición a “entrar y salir” de una red de relaciones sociales precarias y deslocalizadas,
que permite participar, como dice Julio Moreno, “en una conversación que no ha visto
empezar, que no verá acabar y en la que no tiene por qué contactarse ni conocer la presencia
de nadie, ni nadie conocerlo a él”. Desde ya, la utilización misma de objetos tecnológicos, el
desarrollo de estas competencias comunicacionales y los efectos subjetivos que producen
sobre los chicos es heterogénea y, repitámoslo una vez más, varía según los sectores
sociales, así como también según el género, el ámbito urbano-rural, etc. No obstante, dan
cuenta de la emergencia de unas formas de sociabilidad que, más allá de los soportes
tecnológicos, parecen extenderse en un mundo en el que las relaciones afectivas, laborales y
sociales, las instituciones, las normas, etc., se han vuelto más precarias, diversificadas e
inestables. Para finalizar digamos que el conjunto de las transformaciones apuntadas, abre
toda una serie de nuevos problemas vinculados con las formas que adopta la transmisión
intergeneracional de la cultura, la autoridad y el modo de ejercer la responsabilidad adulta
de, como decía Arendt, “presentar el mundo a los recién llegados”. Si con la modernidad,
esta función adoptó las formas institucionales de la familia nuclear y la escuela, hoy los
niños son socializados en un espacio más amplio, amorfo y diversificado que incluye el
mercado, la tele, Internet, los videojuegos, la calle, el mundo del trabajo informal, etc.,
ámbitos que conviven, aunque no sin conflicto, con las instituciones tradicionales. Por
supuesto, en todos estos ámbitos hay adultos (enseñando en las escuelas, diseñando
estrategias de marketing, haciendo televisión, sosteniendo actividades de explotación
infantil, prescribiendo medicación psiquiátrica a los niños, escuchando su palabra en un
juzgado o vendiéndoles paco), el punto es que su posición ya no puede postularse
homogénea, en la medida en que los discursos sobre la infancia, las formas de interpelación
a los niños y las prácticas sobre ellos se diversifican.
Lo que quizás está más claro es que la novedad de estos tiempos no es la emergencia de una
nueva definición de lo que es ser adulto y ser niño, sino la movilidad y variabilidad de los
atributos que corresponden a una y otra posición. En efecto, saber y no saber, autonomía y
heteronomía, debilidad y cuidado, son rasgos que ya no definen dicotómicamente la adultez
y la niñez, sino que pueden desplazarse y combinarse de maneras diferentes en distintas
situaciones y condiciones. En consecuencia, el carácter de las relaciones entre adultos y
niños tampoco puede ser fijado: podrán ser a veces asimétricas a favor del adulto, a veces
asimétricas a favor del niño, otras veces podrán ser relaciones de “igual a igual” y otras, de
simple indiferencia.
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