Jimenez - Evolucion Hu, Ana y Paz

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ISSN 2254-6901 | Vínculos de Historia, núm. 7 (2018) | pp.

15-36
http://dx.doi.org/10.18239/vdh_2018.07.01

Evolución humana y paz. Una aproximación desde la teoría


y la práctica1

Human evolution and peace. An approach from theory and


practice
Juan Manuel Jiménez Arenas
Universidad de Granada
[email protected]

Fecha de recepción: 19-1-2018


Fecha de aceptación: 12-3-2018

RESUMEN
Puede resultar paradójico investigar la paz en la prehistoria, y más concretamente, a partir
de los restos de taxones humanos extintos, cuando no tenemos constancia ni del concepto ni,
probablemente, la idea de paz. Sin embargo, considerar la paz como una categoría de análisis
nos permite visibilizarla en todo tiempo, lugar y por parte de cualquier agente. Por otro lado,
esta aportación se inserta dentro de la investigación para la paz, lo que implica que se centra en
encontrar ejemplos históricos que permitan transformar la realidad pacíficamente. En este trabajo
transitaremos desde la teoría a la práctica partiendo de una definición concreta de paz, la paz
imperfecta, entendida como el desarrollo de las capacidades humanas deseables, desde una
perspectiva procesual, inacabada, en continuo cambio, cotidiana y paradójica en el sentido de que
convive con la violencia. A partir de aquí plantearé cómo la secuenciación del genoma de taxones
extintos y la persistencia de trazas de neandertales y denisovanos en nuestro código genético
han puesto de manifiesto que, durante la evolución humana, lejos de las lógicas de exterminio
que han sido historiográficamente predominantes para explicar la expansión de los humanos
anatómicamente modernos, cabe pensar que han primado los flujos y las interrelaciones, a pesar
de las diferencias fenotípicas existentes. Como consecuencia, la variabilidad y la diversidad han
sido y son fundamentales para la supervivencia de nuestra especie.

PALABRAS CLAVE: paz imperfecta, prehistoria, Paleogenómica, violencia metaestructural,


modelos ontológicos.

1  Este trabajo se ha llevado a cabo gracias al apoyo del grupo de investigación HUM-607 de la Junta de
Andalucía. Quisiera agradecer a Francisco A. Muñoz Muñoz (in memoriam) quien aún me sirve de inspiración
y guía para llevar a cabo la labor como investigador para la paz. A Cándida Martínez López por prestarse a
discutir sobre estas temáticas. Y a María Ruiz Hilillo por su encomiable apoyo y revisión del texto. También
a los editores de la revista y a los revisores anónimos que han contribuido, sin dudas, a mejorar la versión
anterior de este artículo.

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EVOLUCIÓN HUMANA Y PAZ. UNA APROXIMACIÓN DESDE LA TEORÍA Y LA PRÁCTICA

ABSTRACT
It may appear paradoxical to investigate peace in prehistory, and more specifically, based
upon the remains of extinct human taxa, when neither the concept nor, probably, the idea of peace
existed. However, considering peace as a category of analysis allows us to visualize it in any time or
place and via any agent. Furthermore, this contribution is framed within research for peace, which
means that it focuses on finding historical examples that make it possible peacefully to transform
reality. The work progresses from theory to practice, beginning with a precise definition of peace,
imperfect peace, understood as the development of desirable human capabilities and from a complex
perspective (contextual, fluctuating, unfinished, constantly changing, daily and paradoxical –in the
sense of coexistence with violence–). This is followed by a consideration of how the sequencing of
the genome of extinct taxa and the persistence of traces of Neanderthals and Denisovans in our
genetic code have revealed that, during human evolution, contrary to the logics of extermination that
have been historiographically predominant, there is reason to believe that interrelationships have
prevailed despite the existing phenotypic differences. As a result, it is argued that variability and
diversity have been and continue to be crucial to the survival of our species.

KEY WORDS: imperfect peace, prehistory, paleogenomic, metastructural violence, ontological


models.

1. INTRODUCCIÓN

1.1. Investigando la y para la paz


Una de las primeras preguntas que me hice cuando me acerqué, desde la prehistoria,
a la investigación para la paz fue: ¿Es posible estudiar la paz en tiempos y por parte de
agentes que ni dispondrían de este concepto ni, posiblemente, de tal idea? La respuesta
primera devino del nombre que damos a nuestra área de investigación, investigación para
la paz (la cursiva es mía). Porque en este caso, la preposición, que marca la relación de
dependencia entre los dos sustantivos, indica el sentido (el fin o término, si la aproximación
fuese teleológica) al que se encamina una acción. En nuestro caso, la investigación para
transformar una realidad que presenta aspectos que resultan sensiblemente mejorables,
recurriendo como argumento a nuestro pasado más remoto.
Resulta fácil considerar las paces desde la perspectiva de los valores, de los
presupuestos éticos, de las prácticas (Muñoz, 2001). Por el contrario, existen dificultades
para su reconocimiento científico. No obstante, la paz debe ser considerada una categoría de
análisis: un lugar común, un punto de encuentro, donde se generan novedades conceptuales,
teóricas y metodológicas sobre cuestiones que son capitales en humanidades y ciencias
sociales (v.  g. conflicto, poder, etcétera). El hecho de ser considerada una categoría de
análisis convierte a la paz en un resorte que permite interpretar el pasado de manera crítica,
en una dinámica básica de la experiencia humana que permite ser reconocida en todo
tiempo, en todo lugar y por parte de todas las entidades humanas2.
Pero podemos ir más allá, si aplicamos de manera laxa el concepto de hiperrealidad
de Baudrillard, si los/as historiadores/as tratamos de establecer un vínculo entre pasado
e historia de la misma manera que los/as cartógrafos/as lo plantean entre el territorio y el
mapa, en la que el segundo precede al primero en detrimento de este (Baudrillard, 1978: 5).
La hiperrealidad no es una interpretación falsa de la realidad, es la constatación de su

2  Entiendo por entidad lo que tiene existencia en sí con independencia del conocimiento que los seres
humanos podamos alcanzar sobre ello.

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complejidad, del continuo e inextricable diálogo presente-pasado, en el que se confunde lo


real con el modelo (Baudrillard, 1978: 57). Desde una perspectiva aristotélica, el concepto
de hiperrealidad puede remitir a la continua amalgama entre historia y poesía, entendida la
primera como los sucesos que realmente han acaecido y la segunda como los que pudieron
haber acontecido (Aristóteles, Poética IX).
Así, yendo de la historia a la poesía (o viceversa), el pasado, en nuestro caso, el más
remoto, se traduce en una hiperrealidad que se convierte en una poderosa herramienta
para justificar y legitimar conductas del presente. Y en este sentido, la historia, las ciencias
en general, no se alejan mucho de los objetivos de los mitos, y más concretamente de los
mitos fundacionales. Esto es, aquellos en los que se establecen características que son
fundamentales para la forma que tiene un determinado grupo humano de representarse.
El hombre es tal como es hoy día porque ha tenido lugar ab origine de acontecimientos
(Eliade, 2000: 85). Los mitos le narran estos acontecimientos y, al hacerlo, le explican
cómo y por qué fue constituido de esta manera. Quiénes somos, de dónde venimos o por
qué somos como somos, son cuestiones que –entre otras– subyacen cuando estamos
investigando sobre nuestros orígenes.
El momento en el que, supuestamente, se fijan esas características es, bajo mi punto
de vista, fundamental, crucial. Porque cuanto más antiguas se perciban, más naturales
se van a considerar y, por tanto, más justificables y legítimas se estiman. Un ejemplo,
el mito de la división sexual del trabajo. Mujeres recolectoras, hombres cazadores, con
preeminencia de los segundos y olvidando la importancia de los vegetales en la vida de
estos grupos (Berihuete Azorín y Piqué i Huerta, 2006). Sin evidencias que lo sustente
de manera empírica y a partir de relatos sobre hombres, generados mayoritariamente por
hombres, se busca convertir una pretendida limitación de aquellas a la esfera de lo privado
y un presunto protagonismo de estos en lo público en algo naturalizado, que no natural
(v. g. Dalhberg, 1975; Sanahuja Yll, 2002; Sánchez Romero, 2005; Vilá y Estevez, 2010).
Algo similar ocurre con la violencia. En un exitoso libro de divulgación científica, Los
ángeles que llevamos dentro, se plantea que a lo largo de la historia la violencia ha disminuido
hasta llegar a sus niveles mínimos en la época contemporánea, y más concretamente
a partir del siglo XX (Pinker, 2012). Así las cosas, si percibimos el mundo actual como
violento, cuánto más lo habrá sido en el pasado. La cuestión es que este trabajo, escrito
por un psicólogo, ha tenido, y prevemos tendrá, un alcance mucho mayor que otros mejor
estructurados y fundamentados. Un ejemplo, el reciente artículo de Gómez y colaboradores
en el que se sustenta que las muertes por agresiones directas en grupos de recolectores-
cazadores no era diferente a la de nuestros parientes más cercanos, los grandes simios
antropomorfos, los decesos violentos aumentan en las sociedades prestatales para disminuir
en las estatales (Gómez y otros, 2016).
La presencia de y la fascinación por la violencia han tenido una influencia capital
en el desarrollo de la disciplina de la historia (Guilaine y Zammit, 2002). Sin embargo,
desde la perspectiva de una particular visión de la paz, la paz imperfecta, se plantea que
a lo largo de la historia de la humanidad, los conflictos se han gestionado y transformado
mayoritariamente de manera pacífica (v. g. Muñoz, 2001; Jiménez Arenas, 2011; Jiménez
Arenas y Muñoz Muñoz, 2013). O al menos de forma que hoy podría considerarse pacífica.
Por ello, se plantea una reinterpretación de la historia en clave pacífica. Si nuestra máxima
preocupación es la paz, sitúese en el centro de nuestra investigación.
Sin embargo, si evaluamos la producción de la mayoría de los centros internacionales
de investigación para la paz, se constata un sesgo hacia el estudio de la violencia3,

3  Ver, por ejemplo, los informes que generan instituciones tan importantes como el SIPRI (2017), el PRIO

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presuponiendo que su conocimiento nos conducirá a un mundo más pacífico. Por tanto,
un primer apunte sería, si vis pacem para pacem; así transitemos desde enfoques
violentológicos hacia pazológicos. Este giro no pretende inventar algo nuevo, sino plantear
desde la mirada de la investigación para la paz, interpretaciones alternativas sobre nuestro
pasado, que se centren en los tiempos, espacios y agentes de paz.

1.2. Prehistoria para la paz. Un estado de la cuestión


No han sido muchos los trabajos vinculados a la prehistoria que se han tejido siguiendo
los caminos descritos arriba. No obstante, es relevante tenerlos en cuenta y discernir sus
aportaciones. La primera referencia que plantea la cooperación como un factor clave en
la evolución de las especies, incluidas las humanas, fue El apoyo mutuo del pensador de
origen ruso Piotr A. Kropotkin (2005). Desde una perspectiva libertaria, propone que el
mutualismo ha sido un comportamiento predominante y alternativo a la ortodoxia darwinista
que plantea, como motor evolutivo, la lucha por la existencia y la supervivencia de los más
aptos. A pesar de sus sugerentes y documentadas propuestas, las ideas de Kropotkin no
tuvieron demasiado éxito. De hecho, coquetear con este tipo de aproximaciones podía
traer consecuencias muy negativas, como las sufridas por el humanista Ashley Montagú
quien prologó la edición editada en Boston por Extending Horizons Books, Porter Sargent
Publishers de 1955 y fue purgado por comunista durante la represión macartista. Además,
Montagú destacó por la denuncia de las falacias escondidas tras el concepto “raza” (v. g.
Montagú, 1972), siendo uno de los ponentes de la Declaración de la Unesco titulada The
Race Question (1950).
Aunque previamente otros autores habían propuesto la presencia de la cooperación
en los albores de la salida de Homo fuera de África (Lordkipanidze y otros, 2005), serán
autoras/es como Jean Jacques Hublin (2009) y Spikins, Rutherford y Needham (2010), los/
as que establezcan un vínculo expreso entre compasión y prehistoria. El primer trabajo es
una reflexión aparecida en la prestigiosa revista Proceedings of the National Academy of
Sciences a propósito de la publicación de un cráneo de un individuo infantil del yacimiento
de la Sima de los Huesos (Atapuerca, Burgos) con una fusión temprana de sus huesos
lo que le provocaría una anormal maduración cerebral y tortícolis crónica (Gracia y otros,
2009). El segundo de los artículos parte de la prehistoria de las emociones puesto que
consideran a la compasión una experiencia “socio-moral” que debió evolucionar a partir de
la cooperación de nuestros ancestros en un medio más conflictivo, si lo comparamos con
nuestros parientes vivos más cercanos, como es la sabana (Spikins y otros, 2010). Además,
los humanos presentamos diferencias significativas en cuestiones como la empatía y la
compasión si nos comparamos con aquellos.
Ahora bien, se trata de aportaciones que se limitan a una parte, eso sí importante,
de lo que denominamos paz: la compasión. Esta se define según el Diccionario de la Real
Academia Española de la Lengua como “sentimiento de pena, de ternura y de identificación
ante los males de alguien” y en inglés, según el diccionario Collins, como “a feeling of pity,
sympathy, and understanding for someone who is suffering”. Ambas definiciones incluyen
un término parecido understanding –identificación–. Empero, uno de los grandes problemas
de la paz es precisamente ese, su identificación para su entendimiento. Ya Galtung (1990)
delimitó su famoso triángulo en el que se ponía de manifiesto que la mayor parte de las
formas que adoptan las violencias –y las paces– permanecen, a la manera de un iceberg,
habitualmente ocultas y silenciosas.
Un año después, en 2011, publiqué un capítulo de libro que lleva inserto expresamente
el concepto de paz. El título pretendió ser elocuente: Pax Homínida. Una aproximación

(que publica entre otras, la revista Journal of Peace Research) o la Escola de Pau (Urrutia y otros, 2016).

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imperfecta a la evolución humana. Aparte de hacer un repaso a las evidencias de


cuidados, de solidaridad, altruismo y filantropía que han jalonado la evolución de nuestro
linaje, se atisban otras, menos obvias, aunque igualmente persuasivas. Por ejemplo, las
interrelaciones (poblacionales, aunque no exclusivamente sexuales4) que se produjeron
entre neandertales y humanos anatómicamente modernos, lo que supone una propuesta
alternativa a la visión a la historia concebida como “lógicas de exterminios” que ha sido
historiográficamente predominante (Jiménez Arenas, 2011). La conclusión fue que los
comportamientos que hoy podemos considerar pacíficos –cooperativos, solidarios, altruistas
y filantrópicos– han sido clave para la supervivencia de nuestros antepasados y los son
para nuestra propia supervivencia y deberían ser considerados de la misma manera que se
hace con el bipedismo o la encefalización.
En 2015 se editó en un volumen dedicado a la arqueología de la infancia, un capítulo en
el que abordé la relación entre infancia, complejidad y cooperación desde una perspectiva
evolutiva (Jiménez Arenas, 2015). De las conclusiones a las que arribé destacaré tres. En
primer lugar, que la aparición de la infancia supone que individuos inmaduros no tengan
que depender de manera tan directa de las mujeres para su alimentación y otros miembros
del grupo se pueden hacer cargo de los cuidados. En segundo lugar, que el período de
crecimiento de los neandertales y los humanos anatómicamente modernos es similar y, por
tanto, el período de aprendizaje-enseñanza más intenso es semejante. El tercero, que la
interrelación entre un gran cerebro, un tiempo de maduración lento y la mayor colaboración
de individuos a la hora de la socialización provocan una mayor complejidad socio-cultural.
Muy recientemente, Spikins y colaboradores (2017) han publicado un trabajo en el que
se realiza una revisión del comportamiento simbólico de los neandertales estableciendo
múltiples semejanzas con los humanos anatómicamente modernos. En este estudio se
pone de manifiesto la capacidad de abstracción de aquel taxón así como su alta sociabilidad.
Trabajos como este suponen una “humanización” de los neandertales, lo cual entraría dentro
de un concepto amplio de paz. En este sentido, es relevante poner de manifiesto que una
de las características de la violencia es la cosificación del “otro”, lo que conlleva considerar
que no comparten las mismas capacidades que “nosotros”.
De lo anteriormente expuesto se deduce que tanto el concepto de paz como el modelo
ontológico del que partamos serán fundamentales para el desarrollo de nuestra práctica
investigadora.

4  La cuestión de la sexualidad en la prehistoria ha sido ampliamente debatida. En su influyente artículo “The


origin of man”, O. C. Lovejoy (1981) planteaba que ya desde A. afarensis, una especie muy dimórfica (v. g.
Jiménez Arenas, 2006), la forma de relación predominante entre machos y hembras fue la monogamia. Sin
embargo, estudios posteriores ponen de manifiesto que existe una relación entre las diferencias de tamaño
de machos y hembras y el sistema de apareamiento en primates no humanos (v. g. Plavcan, 2000), siendo
los muy dimórficos tendentes a vivir en harenes o en grupos en los que se establece una fuerte jerarquía
reproductiva y los que no presentan esas diferencias tan acusadas propensos a la monogamia. En el caso
de Homo, la población de Dmanisi, considerada “habilina” en algunos trabajos (Agustí y Lordkipanidze, 2011;
Jiménez-Arenas y otros, 2011; Lordkipanidze y otros, 2007) y Homo erectus en otros (Lordkipanidze y otros,
2013) se ha caracterizado como muy dimórfica. Empero, con Homo erectus s. l., y más concretamente a partir
de la población de la Sima de los Huesos (Arsuaga y otros, 1997), las diferencias en la masa corporal estimada
disminuyen significativamente, lo que implicaría, en principio, un cambio en el sistema de apareamiento.
Por tanto, se puede inferir que la competencia reproductiva sería significativamente menor a partir de ese
momento. Aún así, es difícil de interpretar cómo eran esas relaciones. No obstante, es posible continuar
especulando con que un mayor equilibrio en el número de machos y hembras provocaría mayores posibilidades
de apareamiento para todos los miembros del grupo y, por tanto, menores tensiones [ver Gray (2013) para
una revisión de la sexualidad humana desde una perspectiva evolutiva]. Por otra parte, la ausencia de báculo
en los humanos se pone en relación con la escasa o nula existencia de “competencia poscopulatoria” entre
los machos (Brindle y Opie, 2016).

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EVOLUCIÓN HUMANA Y PAZ. UNA APROXIMACIÓN DESDE LA TEORÍA Y LA PRÁCTICA

2. PAZ, ¿QUÉ PAZ?

2.1. Una breve historia de la evolución del concepto de paz


Aunque resulta resbaladizo establecer la aparición de cada una de ellos, la paz ha
transitado desde una práctica, pasando por idea y culminando en concepto. Este último ha
variado a lo largo de las décadas que van desde el final de la II Guerra Mundial a nuestros
días (Martínez Guzmán, 2001). El primero que nos encontramos es la paz negativa,
entendida como la ausencia de guerra o más genéricamente como la ausencia de violencia
directa. Está muy marcada por agendas, aún hoy día vigentes, en las que el armamentismo
y el desarme detentaron, y detentan, un papel fundamental. Este concepto de paz resulta
excesivamente limitante si no se atiende a otras instancias de la violencia y la paz.
Años después surge la paz positiva, que se gesta a finales de los sesenta al calor de
un concepto tremendamente exitoso, la violencia estructural, incubada por el matemático
y sociólogo noruego Johan Galtung (1969). Este autor capital para la investigación para
la paz, detectó formas invisibles e indirectas de violencia que son causadas mediante
la explotación que provoca marginalización y segmentación, que están presentes en las
estructuras de los sistemas político-económicos –específicamente en el liberal-capitalista–
y que refuerza el carácter sistémico de la violencia. Lo último es fundamental porque
remarca las interrelaciones entre las diferentes instancias de la violencia. Para Galtung
es fundamental, si pretendemos construir un mundo más justo y equitativo, reconocer
estas formas de violencia, mucho más sutiles y difíciles de detectar y que producen
empobrecimiento, inequidades e injusticias. De ahí la expresión frecuentemente vinculada
a la paz positiva: paz con justicia social. Ahora bien, dos de los principales problemas que
presenta el fértil binomio violencia estructural-paz positiva son: 1) que es imprescindible
cambiar de manera significativa las estructuras para que se perciban avances en materia
de paz y 2) que, dado que la paz se opone a la violencia, es necesario acabar con toda
la violencia del mundo para poder considerar a este como pacífico, lo que la convierte en
utópica, en un paraíso en la Tierra.
Con la venida del nuevo milenio, se comenzó a repensar la paz desde presupuestos
alternativos a los tradicionales provenientes de la modernidad. La postmodernidad
y, con posterioridad, la transmodernidad están contribuyendo a alumbrar nuevas
conceptualizaciones de la paz que encuentran alternativas menos estructurantes, más
abiertas y menos maximalistas. Entre ellas destacan la paz transracional de Wolfgang
Dietrich (2013, 2014) y la paz imperfecta de Francisco A. Muñoz Muñoz (2001). Sólo unas
líneas sobre la primera para centrarme en la segunda por ser el marco conceptual en el que
me muevo y en el que se desarrolla esta contribución.
La paz transracional alude a la coexistencia de múltiples racionalidades que, de una
u otra forma, remiten a una idea o imagen, y no necesariamente un concepto, de la paz.
Las paz transracional presenta cuatro categorías de paces: las paces energéticas (que
buscan la armonía, la unificación de dualidades mediante intercambios), las paces morales
(que polarizan pares que se refieren a un fin último), las paces modernas (que aluden a
lo que se percibe, a la racionalidad y lo sensorial y que implican responsabilidad) y las
paces postmodernas (que remiten a ideas como desconfianza, desilusión e incredulidad,
pero también pluralidad). Se trata de una paz relacional, compleja y sistémica que trata de
evitar la dicotomización y en la que la experiencia es clave porque nos hace. Para ello la
paz transracional recurre al método elicitivo ideado por John Paul Lederach (2005) para la
transformación de conflictos y a la transdisciplinariedad aplicada por Adam Curle (1999).
Así pues, los conceptos de paz acaban condicionando las agendas de investigación
que, por otra parte, no sólo son cada vez más extensas sino también más interrelacionadas,

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lo que nos obliga a reconocer la complejidad como espacio donde necesariamente


enmarcar su abordaje (Muñoz Muñoz y Molina Rueda, 2010). Efectivamente, los diversos
escenarios de la paz, los actores y actrices implicados/as en ella, sus proyectos, sus
circunstancias, tiempos hacen que tengamos que integrar dimensiones cuantitativas y
cualitativas cambiantes. ¿Cómo afrontar, pues, esta complejidad que por sí sola no sólo
crea incertidumbre sino que, también, podría llegar a paralizarnos? La propuesta, de la cual
participo, es la paz imperfecta, presentada y primeramente desarrollada por Francisco A.
Muñoz Muñoz (Muñoz, 2001).

2.2. La paz imperfecta


La paz transracional y la paz imperfecta convergen en muchos puntos. Partiré de tres: 1)
se trata de conceptualizaciones autónomas de paz, esto es, que no dependen directamente
de la violencia, 2) son complejas y 3) incluyen el denominado giro epistemológico (Martínez
Guzmán, 2001), esto es, si la paz es nuestra preocupación y nuestro anhelo, situemos la
paz en el centro de nuestra práctica investigadora.
Desde la perspectiva de la paz imperfecta planteamos una matriz compuesta por
cinco ejes: una teoría general de los conflictos, pensar desde un paz imperfecta; deconstruir
la violencia; discernir las mediaciones e interacciones sistémicas entre conflictos, paz y
violencia; y el empoderamiento pacifista. Se trata de “lugares comunes” de la investigación
para la paz a lo largo de sus años de existencia (Muñoz Muñoz, 2001; Muñoz Muñoz y Molina
Rueda, 2010). La novedad reside en la ampliación del giro epistemológico al ámbito de lo
ontológico, lo que supone una demanda “radical” para la actualización de los presupuestos
sobre los que pensamos la investigación de y para la paz.

2.2.1. Los conflictos


A partir de los trabajos de Muñoz y colaboradores/as (v. g. Muñoz y López Martínez,
2000; Muñoz, 2001; Muñoz Muñoz y Molina Rueda, 2010; Jiménez Arenas y Muñoz Muñoz,
2013) se plantea que los conflictos no son ni sinónimo ni antesala de la violencia, sino el
resultado de las diferencias en las percepciones, objetivos y desarrollo de capacidades
entre distintas entidades humanas, y puede entenderse como “un proceso interactivo que
se da en un contexto determinado. Es una construcción social diferenciada de la violencia”
(Fisas, 1998: 185) El conflicto, entendido desde un prisma positivo, es fuente de creatividad
y de oportunidades, y abre la posibilidad al cambio y a la transformación. El conflicto forma
parte del proceso de interacción social en el que los intereses de los individuos y grupos se
entrelazan, se regulan, transforman o resuelven en ocasiones, convirtiéndose en una parte
esencial del complejo desarrollo de socialización que experimenta toda entidad humana.
Entender el conflicto desde esta perspectiva supone pues formas de reconocimiento mutuo
(asimilar la alteridad y la diversidad humana) y de comprensión de las percepciones del otro
(la inexistencia de una única verdad, de una única visión de la realidad, etcétera).
Por tanto, se considera el conflicto como primera condición de nuestra capacidad para
optar y que, desde los inicios de nuestra historia, la mayor parte de aquellos se han gestio-
nado pacíficamente. Esto supone que los humanos no somos ni pacíficos ni violentos por
naturaleza (Martínez Fernández y Jiménez Arenas, 2003).

2.2.2. La paz imperfecta


Se entiende como tal aquellas situaciones en las que se consigue el máximo de desa-
rrollo de las capacidades humanas de acuerdo con las condiciones sociales y personales
de partida (Muñoz, 2001). Se denomina imperfecta porque está en permanente construc-
ción, es cotidiana y ubicua, perfectible, inacabada y convive con los conflictos y, aunque

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EVOLUCIÓN HUMANA Y PAZ. UNA APROXIMACIÓN DESDE LA TEORÍA Y LA PRÁCTICA

pueda parecer contradictorio, con la violencia. Pero más allá de su cualidad de imperfecta,
el carácter sistémico de la paz hace que se entrelacen sus múltiples instancias. Entender
la paz desde este punto de vista nos permite romper con las concepciones anteriores en
las que la paz aparece como total, infalible, utópico, terminado, lejano, no alcanzable en lo
inmediato. En segundo lugar, una paz imperfecta contribuye a reconocer las prácticas pací-
ficas allá donde ocurren y nos descubre estos hitos como soportes de una paz mayor, más
amplia. Y en tercer lugar una paz imperfecta nos ayuda a planificar unos futuros conflictivos
y siempre incompletos.
La imperfección nos acerca a lo más humano de nosotros mismos, ya que en noso-
tros conviven emociones y cultura, deseos y voluntades, egoísmo y filantropía, aspectos
positivos y negativos, aciertos y errores. También, permite que nos reconozcamos como
actores y actrices siempre inmersos/as en procesos dinámicos e inconclusos, ligados a la
incertidumbre y la fragilidad.
La imperfección asimismo nos remite a una de las ideas que defiendo con mayor
ahínco desde hace años: todas las entidades humanas tienen capacidades para la gestión
pacífica de los conflictos. De tal forma que resulta significativo y a la vez enriquecedor reco-
nocer las paces imperfectas especialmente en aquellas entidades humanas que podemos
reconocer como nuestros particulares leviatanes, rompiendo las dinámicas basadas en las
lógicas del enemigo por las de adversario. Por tanto, una de las tareas principales de todos
las/os investigadoras/es para la paz debe ser rescatar las realidades de la paz, reconocer
todas las acciones en las cuales ella está presente, todas las predisposiciones, actitudes y
acciones –individuales, subjetivas, sociales y estructurales– que en nuestros actos de ha-
blar o expresar, pensar, sentir y actuar estén relacionados con la paz.

2.2.3. Visibilización y crítica de las violencias


Sin la existencia de la violencia ni hablaríamos ni investigaríamos la paz. Y aquella se
puede definir como conductas o situaciones que, de forma deliberada, aprendida o imitada,
provocan o amenazan con hacer daño o sometimiento grave [físico, verbal o psicológico
(emotivo-cognitivo)] a las entidades humanas (desde individuos a la especie) y/o a los en-
tornos y contextos en los que establecen sus interrelaciones para el desarrollo de sus ca-
pacidades, impidiéndolas o limitándolas en el presente y/o en el futuro. Puede producirse a
través de acciones, pero también se nutre de silencios e inacciones. Dicho de otra manera,
“todo aquello que, siendo evitable, no promueve, obstaculiza o incluso impide el desarrollo
de las potencialidades [capacidades] deseables de los seres humanos” (Sánchez Cazorla,
1997: 15).
Lamentablemente, podemos encontrar innumerables formas y escenarios de violen-
cia. Y las principales formas que adoptan las violencias son la directa, la estructural, la
cultural, la simbólica y la metaestructural. Ahora bien, aunque esta separación resulta ope-
rativa, los ejercicios de la violencia incluyen la interacción entre los diferentes tipos de vio-
lencia. No obstante, pasaré a la descripción de cada uno de ellos.
La violencia directa se refiere a la que se concreta en comportamientos y acciones
intencionados que provocan daños físicos, psíquicos, emocionales, sentimentales, ambien-
tales, etcétera. En ella se produce una identificación de víctimas y victimarios y es la más
visible y fácilmente reconocible de entre los tipos de violencias. Una cuestión fundamental
es separarla de la agresividad, entendida como toda pulsión tendente al mantenimiento y/o
transmisión de la vida, cuya base es fisiológica y que permite la supervivencia en un medio
externo que se revela como conflictivo (Simón, 1991: 3).
La violencia estructural es, como ya se ha comentado anteriormente, un concepto
enunciado por Johan Galtung, un tipo de violencia indirecta provocada por cada uno de los
sistemas económicos y políticos, especialmente el liberal-capitalista, sintetizada en la injus-

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ticia social, la pobreza, las inequidades y relacionada con otras circunstancias que hacen
que muchas de las capacidades de la población no se hagan realidad. Otra característica
de la violencia estructural es la interconexión entre las diferentes instancias de la violencia.
Por eso, de un tiempo a esta parte, consideramos denominarla sistémica (Muñoz Muñoz y
Jiménez Arenas, 2015) y así enfatizar esta característica.
La violencia metaestructual se presenta en el presente trabajo y se refiere a aquella
que transciende los sistemas y estructuras políticas y económicas de tal manera que se
puede rastrear en múltiples contextos y circunstancias. Una de sus principales fuentes de
justificación y legitimación es la naturalización de la desigualdad. Por eso, resulta espe-
cialmente interesante su vínculo con la prehistoria en general, y con la evolución humana
en particular, porque aspectos como la violencia patriarcal o racial, se valen de discursos
biologizados para naturalizar tales inequidades, lo que conecta este tipo de violencia con
la cultural.
Esta última, la cultural, también es debida a Galtung y alude a las formas de legiti-
mación y justificación de las violencia directa, estructural y metaestructural a través de la
esfera simbólica de nuestra existencia: lenguajes, artes, ciencias, medios de comunicación,
religiones, sistemas políticos, etcétera (Galtung, 1990). Una característica fundamental es
que se percibe como correcta.
La violencia simbólica se reserva para los casos en los que los dominadores imponen
un orden gnoseológico: el sentido inmediato del mundo (y, en particular, del mundo social)
en términos de jerarquía y desigualdad (Bourdieu, 1991). Es producida y apropiada por las
clases dominantes, representando la ortodoxia, la oficialidad. Contribuye a que las clases
dominadas acepten su rol, delimitado por las dominadoras, lo que la conecta con el concep-
to de hegemonía gramsciano (Gramsci, 1991) e implica una complicidad tácita entre ambos
grupos. La violencia simbólica ayuda a naturalizar (interiorizar) y reproducir ese mundo
social inequitativo.

2.2.4. Las mediaciones


La mediación es un concepto que permite relacionar elementos distintos a través de
agentes que cumplen la función de interponerse entre varias circunstancias. Considerándo-
la desde una perspectiva filosófica-epistémica, la mediación es una reflexión racional en la
que se incorporan más ideas y un proceso dialógico a través del cual se pueden encontrar
las relaciones. Su capacidad interpretativa y de materialización está fuera de toda duda y
es importante abordarla tanto en su aspecto más abstracto, en la articulación de las ideas,
como en su concreción, en la interpretación de las realidades y las acciones prácticas.
La mediación tiene una dimensión topológica, de escenario, de lugar, y otra dialógica
como recurso epistémico que puede ser reconocido en determinadas relaciones y acciones.
Aquella, tal como apuntábamos antes, nos facilita encontrar entes y prácticas humanas que
enlazan los conflictos con la paz, estimulándola. En la regulación pacífica de los conflictos
la negociación es una de las formas más reconocidas y dentro de ellas la mediación es el
mecanismo utilizado en muchas ocasiones para favorecer y acercar las posiciones iniciales
de los actores. Por tanto, la mediación es una de las formas por excelencia de prevenir y
regular conflictos.

2.2.5. Empoderamiento pacifista


Resulta fundamental reformular el poder desde una perspectiva pacifista, olvidando
concepciones relacionadas con la imposición, control, subordinación, coerción, etcétera y,
sobre todo, con su carácter externo, lo que invita a tener que tomarlo (las más de las ve-
ces por medios violentos). Ahora bien, el poder puede ser también entendido desde otros
puntos de vista. Así, Foucault (1979 y 1980) lo plantea como una continua negociación en

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EVOLUCIÓN HUMANA Y PAZ. UNA APROXIMACIÓN DESDE LA TEORÍA Y LA PRÁCTICA

el que el poder se cede y se ejerce provocando continuos cambios en las correlaciones de


fuerza. Esta propuesta, aunque tremendamente fértil e inspiradora, resulta insuficiente para
girar el concepto de poder desde una perspectiva pacifista. Sin negar la existencia de las
formas de ejercer el poder antes expuestas, desde la investigación para la paz proponemos
la coexistencia de un poder creativo, positivo, basado en la creación de redes, en la coo-
peración y en el convencimiento de que las experiencias, escenarios, tiempos y actores/
actrices de paz, contribuyen a la transformación de la realidad (Boulding, 1993). Además,
defendemos que todas las entidades humanas tienen poder, considerado como la capaci-
dad para transformar la realidad, y lo ejercen. Para ello partimos de esos poderes capilares
relacionales, reticulares y que están presentes en todas las entidades humanas, en sus
habitus (Muñoz Muñoz y Bolaños Carmona, 2011).
A partir del giro en el concepto de poder, se define el empoderamiento pacifista en un
doble sentido, el primero, como la toma de conciencia de las capacidades que tenemos los
seres humanos para la transformación pacífica de los conflictos, y el segundo, como todos
aquellos procesos en que la paz, la transformación pacífica de los conflictos, la satisfacción
de necesidades o el desarrollo de capacidades ocupan el mayor espacio personal, público
y político posible. Pensamos que el empoderamiento pacifista es un concepto central en
la construcción de la paz. Ambos sentidos son complementarios y sinérgicos: la toma de
conciencia de las capacidades precede y es necesaria para la acción pacífica en todos
sus niveles (micro, meso, macro) convirtiéndose en nexo entre la teoría y la práctica. Lo
es porque da recursos de transformación individual-social-colectiva y, asimismo, porque
nos obliga a indagar sobre las realidades de la paz, lo que nos retrotrae directamente a la
filosofía para hacer las paces (Martínez Guzmán, 2001) o la paz imperfecta (Muñoz, 2001).
Representa, al mismo tiempo, una categoría académica de las disciplinas que se dedican al
estudio de la paz; y una realidad propositiva y ejemplarizante. El empoderamiento pacifista
pretende rescatar la praxis de la paz, conseguir que las acciones de paz tengan el mayor
espacio personal, público y político a pesar de su convivencia con los conflictos y la violencia.
En el caso que nos ocupa, a partir de la prehistoria.

3. MODELOS ONTOLÓGICOS, SESGOS E IDENTIDAD


Los modelos ontológicos remiten a cómo concebimos al ser humano en abstracto.
Si seguimos al fundador de la fenomenología trascendental, Ernest Husserl, sería la parte
de la filosofía que se preocupa por el estudio de las esencias formales, esto es, aquellas
esencias que convienen a todas las demás esencias (Ferrater Mora, 2004), de tal manera
que se convierten en una potente forma de legitimación y justificación de determinados
discursos sobre la realidad. Por tanto, el concepto ontológico del cual participamos, tendrá
una influencia capital en la forma en la cual construimos la realidad, incluida nuestra
identidad. Además, las prácticas contribuyen a su afianzamiento.
Se pueden definir dos grandes modelos ontológicos:
Uno, negativo del ser humano epitomizado en la frase de Thomas Hobbes “El ser
humano es un lobo para el ser humano”, y otro, positivo que se resume en el mito del buen
salvaje de Jean Jacques Rousseau.
Para el primero, los humanos son esencialmente violentos. Y si nuestra esencia es
violenta sólo puede ser superada mediante el concurso de la cultura. El contrato social
deviene de la necesidad de superar ese estado natural de la humanidad que es la lucha de
“todos contra todos”. Entronca con la tradición judeocristiana, con la expulsión del paraíso
y ha tenido, y tiene aún mucho éxito (liberalismo, marxismo, darwinismo, darwinismo
social, sociobiología...) Para el segundo, los humanos son esencialmente pacíficos. Sólo
la aparición de la propiedad privada generó egoísmo y en definitiva, violencia. Rousseau

24 | Vínculos de Historia, núm. 7 (2018)


Juan Manuel Jiménez Arenas

influye en pensadoras/es posteriores (Kropotkin, Ashley Montagu, teóricas feministas,


investigadoras/es para la paz).
Ahora bien, desde la perspectiva que se viene proponiendo en el concepto de paz
imperfecta, los seres humanos no somos ni esencialmente violentos, ni esencialmente
pacíficos; somos primariamente conflictivos. Por tanto, urge un modelo ontológico imperfecto.
Tanto la paz como la violencia son construcciones culturales, históricas y por tanto,
contingentes. Desde una perspectiva compleja que permite el reconocimiento de la
convivencia de aspectos aparentemente antagónicos, en los seres humanos conviven,
como ya he expresado anteriormente, comportamientos cooperativos y egoístas, altruistas
y codiciosos, pacíficos y violentos.
¿Qué relación se puede establecer entre modelos ontológicos y la prehistoria? Que
esta se convierte en el tiempo y el espacio inmejorable para plantear cuitas que tienen que
ver con las presuntas esencias de los seres humanos; en particular aquellas que responden
a la lógica de los mitos fundacionales. De tal forma que se trata de “esencializar” aspectos
tan importantes para parte de la humanidad actual como: la preeminencia de los seres
humanos dentro de la naturaleza; el predominio de unos grupos (especies) humanos sobre
otros; la superioridad de unos complejos culturales respecto a otros; la división sexual del
trabajo; la naturaleza violenta o pacífica de los seres humanos, etcétera. Esto remarca el
carácter de hiperrealidad de nuestra práctica puesto que, como afirma Almudena Hernando,
“el contenido de nuestros discursos de conocimiento está determinado por los intereses,
conflictos, preocupaciones y sensibilidad general de cada época” (Hernando, 1999: 19),
que son la base para la generación y reproducción de los hábitus (Bourdieu, 1977) y que
se convierten en los esquemas generativos a partir de los cuales un grupo determinado
interpreta la realidad y actúa en ella (Hernando, 1997).
Ahora bien, además de figurar como la metonimia y la metáfora (Olson, 1994), las
disciplinas históricas pueden funcionar como el sinécdoque, aspirando a designar el todo
a partir de una parte. Esto implica un nivel de selección importante. De tal manera que,
parafraseando a D. L. Clarke, la prehistoria no es inocente (Clarke, 1973). Por tanto, cuáles
sean esos procesos de selección, conscientes e/o inconscientes, van a condicionar las
narraciones, los sesgos, los prejuicios y los discursos, las justificaciones y legitimaciones de
un status quo concreto. No obstante, hay que reconocer que también ha servido, y sirve, para
la transformación social. Así, las identidades –actuales– van a jugar un papel fundamental,
puesto que comparto con Felipe Criado Boado “la importancia que a menudo la prehistoria
y las etapas remotas de la historia (que sólo mediante la arqueología pueden ser conocidas)
adquieren para fundar la identidad” (Criado Boado 2001: 36), esto es, comportamientos que
son fundamentales para la forma que tiene una parte de la humanidad de representarse.
En el caso de la supuesta naturaleza humana propongo que no sea ni violenta ni pacífica
sino conflictiva.
Tradicionalmente se enfatizado el carácter excluyente de las identidades, de su
conformación en base a la alteridad (Barth, 1969), lo que resalta la diferencia y, en no pocas
ocasiones, la desigualdad que se legitima y justifica. Ahora bien, no es menos cierto que las
identidades tienen también un marcado carácter inclusivo. Esto dota a las identidades de
un carácter complejo y dialógico establecido entre los aspectos exo- y endo- de las mismas.
Es más, desde el giro epistemológico y ontológico vinculado a la paz imperfecta, se valora
el reconocimiento y realce de la diversidad, tender a la equidad. Una equidad que no podrá
serla sin las perspectivas de género, edad y población.
Para ello es fundamental entender que las entidades humanas somos el resultado de
una compleja combinación de características identitarias. Esto no significa que no existan
características más o menos fijas, sino que en las identidades conviven lo más pasajero con

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EVOLUCIÓN HUMANA Y PAZ. UNA APROXIMACIÓN DESDE LA TEORÍA Y LA PRÁCTICA

lo más permanente. Las identidades son históricas y contingentes. Más aún, se modelan y
moldean durante la vida de los seres humanos a la manera de un caleidoscopio en el que
los diferentes aspectos van intersectando de forma distinta dando lugar a figuras diferentes.
Por tanto, las entidades humanas somos el resultado de una compleja combinación de
características identitarias –móviles, inestables, heterogéneas, presentes, imperfectas–
(Garcés Montoya, 2005) que conviven bajo un discurso ficticio de unicidad (Vila, 2002).
Recapitulando, la relación entre el pasado y el presente es fundamental para entender
la función identitaria de las ciencias del pasado, y en particular de la Prehistoria. La
interpretación en Prehistoria está, bajo mi punto de vista, preñada por ese carácter de
hiperrealidad, de “cante de ida y vuelta”, que entrevera hechos, evidencias y prejuicios. Y
en todos ellos, los modelos ontológicos y epistemológicos juegan roles capitales.

4. INTERACCIONES Y FLUJOS
Los trabajos sobre prehistoria de la compasión (Hublin, 2009; Spikins y otros,
2010) y sobre la paz homínida (Jiménez Arenas, 2011) han enfatizado la presencia de la
cooperación, la solidaridad, el altruismo y la filantropía como comportamientos presentes
en los homínidos desde hace, al menos, 1,8 millones de años. Sin embargo, desde la
perspectiva de la paz imperfecta cabe incorporar, a la manera de Spikins y colaboradoras
(2017), otro tipo de experiencias a la caracterización de las conductas de los representantes
del género Homo. En este caso me centraré en las interacciones y flujos entre diferentes
poblaciones prehistóricas consideradas especies diferentes.

4.1. La Historia como lógica de exterminios


La Historia, como disciplina, se ha construido mayoritariamente en torno a la violencia,
considerándose uno de sus principales motores. Así, Hegel plantea en su filosofía de la
historia que las luchas, el sufrimiento, se convierten en constantes históricas de tal forma
que las metas finales sólo serán alcanzadas tras un largo camino por este valle de lágrimas
de la historia, “el calvario del Espíritu absoluto” (Hegel, 1971: 473). Esta concepción es
tomada por Marx quien propone que “La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja
que lleva en sus entrañas otra nueva. Es, por sí misma, una potencia económica” (Marx,
1986: 639). Esta frase ha inspirado la imagen que tenemos de la historia y en particular de
las revoluciones, de las cuales se visibilizan, casi exclusivamente, sus aspectos violentos.
Como muestra tomaré las imágenes icónicas de las revoluciones francesa –toma de la
Bastilla– y rusa –asalto al Palacio de Invierno–.
Se trata, de cualquier modo, de una historia pesimista (si acaso el futuro devendrá
diferente) que se va configurando en torno a lógicas de exterminios físico y cultural. Si
bien la primera puede resultar más obvia, la segunda presenta también una larga tradición
que se remonta a finales del siglo XIX cuando McGee (1896) estableció que existía una
transmisión y ajuste entre los grupos humanos superiores y los inferiores que acababa
por diluir, hasta la desaparición, las costumbres de los segundos que, en este proceso,
transitaban desde la barbarie a la civilización. Llevado hasta las últimas consecuencias
se alcanzarían genocidios culturales, como se puede extraer fácilmente del concepto
epistemicidio de Ramón Grosfoguel (2013). Esta idea, no obstante, viene siendo cuestionada
desde la década de los 30 del siglo pasado por autores como Redfield, Linton y Herskovits
(1936) quienes propusieron que el contacto entre diferentes poblaciones provoca cambios
en los sistemas culturales (entendidos en el más amplio sentido de la expresión) de ambos.
Los humanos anatómicamente modernos procedemos de África, aunque la nueva
datación de Jebel Irhoud podría situar su origen lejos de la región que tradicionalmente
se había considerado la cuna de la humanidad (Hublin y otros, 2017). Nuestros orígenes

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Juan Manuel Jiménez Arenas

son lejanos en el tiempo y también en el espacio. Así, muy recientemente se ha propuesto


que la primera salida fuera de África se produjera hace 180  000 años (Hershkovitz
y otros, 2018), aunque de momento no tenemos evidencias de que se adentraran más
allá del corredor sirio-palestino. Conforme esas poblaciones fueron avanzando se fueron
encontrando con los habitantes del continente euroasiático, humanos cuyos fenotipos eran
bien diferentes. Los africanos oscuros de piel, estilizados, con cráneos más altos, más
anchos en la parte superior, con menor prognatismo facial y mentón, se encontraron con
las poblaciones neandertales, claros de piel, muchos de ellos/as pelirrojos/as, de menor
estatura y más corpulentos, con cráneos más bajos y robustos, con arcos superciliares muy
marcados, narices anchas y prominentes caras. De los denisovanos, un taxón que sólo se
ha encontrado en Asia, apenas conocemos dos molares y una falange (Sawyer y otros,
2015), y por tanto su apariencia física sigue enterrada.

4.2. Una Historia alternativa. Flujos poblacionales


¿Qué puede aportar la evolución humana al debate sobre supuestos exterminios?
Creo que mucho. Hasta hace poco tiempo era arrolladoramente mayoritaria la visión que
proponía que allá por donde los humanos modernos iban avanzando, desparecían las
especies humanas (y no humanas) precedentes (v. g. Stringer y Gamble, 1996; Hortolá y
Martínez-Navarro, 2013). Interpretaciones que se sitúan en el extremo del paradigma de la
competencia de Charles Darwin en el que la “lucha por la existencia” se torna, parafraseando
a Alfred Tennyson, “roja en diente y garra”.
Todo parecía confluir en pos de la sustentación de la denominada “hipótesis de la
sustitución”. Incluido el ADN mitocondrial (ADNmt) (Serre y otros, 2004) que presentaba
diferencias muy significativas entre los humanos anatómicamente modernos y los
neandertales, lo que justificaba la propuesta de aislamiento reproductivo entre ambos
taxones y extinción de estos debido a la superioridad tecnológica y la mayor capacidad de
explotación de los entornos por parte de aquellos. No obstante, incluso en los momentos de
mayor fuerza de la “hipótesis de la sustitución”, se alzaron voces disidentes que proponían
que el flujo genético fue constante durante toda la evolución humana (Wolpoff, 1999). El
espaldarazo definitivo a las propuestas que se basaban en la interacción vino de la mano
de la secuenciación del genoma neandertal (Green y otros, 2010). A partir de este trabajo la
comunidad científica internacional se vio obligada a reconocer la existencia de flujo genético
entre ambas poblaciones.
Esto tiene una enorme trascendencia puesto que el concepto biológico de especie,
que se debe a Buffon (1801: 160 y ss.) y es el que late y se considera hegemónico, dicta
que dos organismos pertenecen a la misma especie siempre y cuando sean capaces de
tener descendencia y que esta sea fértil5. Dicho de otra manera, y siguiendo el criterio antes
expuesto, dos o más individuos se clasifican como especies diferentes cuando se produce
un aislamiento reproductivo definitivo entre ellos. Neandertales y humanos anatómicamente
modernos tuvieron descendencia fértil, aunque no toda la humanidad actual porta el legado

5  No obstante, el debate sobre qué es una especie dista de ser cerrado. Aunque en este trabajo se ha
optado por el denominado “concepto biológico”, existen otros muchos. En paleontología el más usado es el
morfológico, que permite clasificar en función de la forma (Weller, 1949). No obstante, este criterio fue criticado,
casi inmediatamente, por Simpson puesto que “the degree of morphological difference within what everyone,
morphologist, geneticist, or other, calls a single species is frequently greater than that between what all call
separate, related species. It is also quite impractical to obtain a valid, over-all measure of total morphological
difference between two organisms” (Simpson, 1951: 287). A esto hemos de añadir las problemáticas para (1)
diferenciar entre caracteres homólogos u homoplásicos y (2) evaluar los factores implicados en la variabilidad
intraespecífica.

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EVOLUCIÓN HUMANA Y PAZ. UNA APROXIMACIÓN DESDE LA TEORÍA Y LA PRÁCTICA

de aquellos. Los africanos subsaharianos no, ¿por qué? Porque sólo una pequeña parte de
la población de humanos anatómicamente modernos salió de África. Sapiens extrañados
que se diseminaron por el mundo encontrándose con moradores locales. Las poblaciones
humanas actuales americanas, asiáticas, europeas, norteafricanas y oceánicas presentan
un porcentaje de genoma neandertal que oscila entre un 1,5 y 4 % (Green y otros, 2010).
Ahora bien, esta cantidad es mayor cuanto más nos aproximamos al momento de las
interacciones, como se desprende de la secuenciación del ADN de uno de los primeros
humanos anatómicamente modernos del continente europeo recuperado en el yacimiento
de Peştera cu Oase (Rumanía). El individuo denominado Oase 1, presenta una antigüedad
de entre 37 000 y 42 000 años y entre un 6 y 9 % de genoma neandertal (Fu y otros, 2015).
Así pues, esta nueva realidad tiene consecuencias interesantes desde la perspectiva
de la investigación para la paz.
La primera es que los únicos humanos anatómicamente de los que no se tiene
constancia de flujo genético con taxones conocidos pertenecen a poblaciones africanas
subsaharianas. La segunda es que los encuentros fueron múltiples (entre 100 000 y 70 000
en Asia Central y entre 47 000 y 65 000 en el resto del continente euroasiático, incluyendo
el corredor sirio-palestino) (Sankararaman y otros, 2012; Kuhlwilm y otros, 2016). Las
restantes poblaciones somos una mezcla caleidoscópica de diferentes “especies”,
fragmentos intersectados y cambiantes, retales en palabras de Svante Pääbo, director de
Genética Evolutiva del Instituto Max Planck de Leipzig (Alemania) (Tancredi Barone, 2014).
La tercera es que esos encuentros, esas interrelaciones, esos flujos genéticos continúan
configurando a una parte de los seres humanos actuales. Así, los denisovanos nos legaron
una mayor capacidad para vivir en altitudes elevadas (Huerta-Sánchez y otros, 2014) y los
neandertales aspectos relacionados con la catabolización de las grasas, color de la piel,
mayor cantidad de queratina y enfermedades del presente: depresión, obesidad, trastornos
cardiovasculares, adicciones (Simonti y otros, 2016). Es oportuno aclarar que el legado
de estos proporcionó, originalmente, ventajas adaptativas a poblaciones que vivieron en
condiciones diferentes a las de su origen (África) que, sin embargo, la interacción con
factores socio-ambientales actuales han convertido en deletéreas. En palabras de las/os
autoras/es del trabajo anterior: “It is possible that some Neandertal alleles provided a benefit
in early AMH populations as they moved out of Africa, but have become detrimental in
modern Western environments” (Simonti y otros, 2016: 741).
Lo interesante es la producción de la siguiente paradoja: a pesar de que la investigación
más avanzada ha puesto de manifiesto la anteriormente comentada mezcla de poblaciones,
sin embargo, seguimos pensando en términos de aislamiento y poniendo todas las cortapisas
habidas y por haber a la inclusión de los neandertales y los humanos anatómicamente
modernos en una única especie, Homo sapiens, estableciendo la distinción en el nivel de
subespecie: Homo sapiens sapiens, Homo sapiens neanderthalensis6.
Así las cosas, emerge una pregunta, ¿por qué si la genética apunta a un flujo entre
poblaciones, en algunos casos muy diferentes anatómica y morfológicamente, persiste
el paradigma de la sustitución y del aislamiento reproductivo? Obedece a una forma de
entender el mundo y de considerar las relaciones sociales y políticas que se vale de la

6  Siendo consciente de que la denominación más habitual es Homo neanderthalensis-Homo sapiens, la


combinación de diferencias fenotípicas entre ambos taxones y la confirmación de que entre ambos tuvieron
descendencia fértil me lleva a recuperar que la distinción taxonómica debería situarse en el nivel subespecie,
entendida como poblaciones que teniendo un origen común, en un momento dado se aíslan geográfica y
reproductivamente lo que provoca una diferenciación morfológica, aunque al volver a ser simpátricas producen
descendentes que mantienen la capacidad para reproducirse (Mayr, 1982).

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Juan Manuel Jiménez Arenas

violencia metaestructural para justificar y legitimar un discurso sobre la realidad en el que la


diferencia se convierte en desigualdad. A esto hemos de añadir la concepción de la propia
ciencia que actúa como sistema de validación para determinadas formas de justificación y
legitimación de un orden concreto del que destacaré dos: el racismo y el colonialismo.
El primero implica la consideración de los “otros” como sujetos aislados, inferiores y con
una “esencialidad” marcadamente diferente respecto a la de los que encarnan la superioridad
(los “nosotros”) (para profundizar en esta discusión ver Gould, 1997). Evidentemente, este
tipo de prácticas buscan, como ya he planteado anteriormente, convertir la diferencia en
desigualdad. Ahora bien, las formas que adopta este “nuevo racismo científico” son mucho
más sutiles y elaboradas que las dominantes durante el siglo XIX y primera mitad del XX
(por ejemplo, la craneometría, la frenología y la eugenesia), presentando una característica
interesante, la traslación, en la que se mueve el debate a otro tiempo en el que los
protagonistas son otros actores. Aún así, comparte con las viejas formas la consideración
inferior de lo diferente.
Por otra parte, los “otros”, encarnados en los neandertales, y presentados como
poblaciones con menor desarrollo social, cultural y tecnológico, sirven para remarcar la
capacidad de innovación y progreso de los humanos anatómicamente modernos. De esa
forma, por ejemplo, a los primeros se les ha negado o minimizado capacidades similares a
las de nuestro taxón. Así, se rechazó que los neandertales explotaran recursos tales como
los marinos y los animales de pequeña talla (lagomorfos y aves). No obstante, recientes
investigaciones permiten sustentar que sí lo hicieron (Cortés-Sánchez y otros, 2011; Fa
y otros, 2013). Otro caballo de batalla relevante ha sido las capacidades simbólicas (ver
Spikins y otros, 2017). Cualquier atisbo de actividad que pudiera implicar un desarrollo
importante del pensamiento abstracto, se cuestionaba o, en todo caso, se consideraba
una burda copia a partir del modelo “sapiens”. Empero, las evidencias vuelven a reconocer
la cercanía conductual entre ambos taxones. Neandertales y humanos anatómicamente
modernos comparten la misma variante del gen FOXP2 que está implicado en las
capacidades neurológicas para la producción y entendimiento del lenguaje (Krause y otros,
2007). Además, son múltiples las evidencias de uso de pigmentos y adornos –conchas y
dientes perforados para ser usados como colgantes– que se vinculan con el ámbito de
lo simbólico (Caron y otros, 2011). Asimismo, son destacables los conocimientos de los
neandertales en cuanto a medicina natural, lo que implica que los cuidados eran muy
intensos (Hrdy y otros, 2012). Por último, cabe subrayar sus prácticas funerarias (Rendu y
otros, 2014) que podrían implicar, teóricamente, la negación de la finitud de la vida humana
y la creencia en un más allá. Ahora bien, a pesar de estas evidencias, los neandertales
siguen siendo representados y percibidos como seres inferiores; las ciencias del pasado al
servicio de la legitimación de la desigualdad (Jiménez Arenas, 2002).
El segundo aspecto de este orden del mundo, el colonialismo, deviene de pensar que
los humanos anatómicamente modernos, portadores de un desarrollo tecnológico mayor
que las poblaciones “autóctonas”, se superponen a las formas culturales preexistentes.
Esta percepción recuerda sobremanera a las formas de actuar de las potencias coloniales
ya desde el siglo XVI y que tan bien refleja McGee en el concepto de aculturación antes
aludido.
Así las cosas, los fenotipos, los cuerpos neandertales, no sólo son materiales, se cargan
de significados, de estereotipos que provocaron su separación y repulsión. A este rechazo
ha contribuido la imagen que se ha transmitido de los neandertales. Aunque los últimos años
han supuesto un cambio significativo de la imagen de los neandertales, tradicionalmente
se les ha representado gráficamente como casi-simios/apenas-humanos: prognatos,
peludos y encorvados, aunque reconocibles. Vinculado a esto, una idea muy foucaultiana:

Vínculos de Historia, núm. 7 (2018) | 29


EVOLUCIÓN HUMANA Y PAZ. UNA APROXIMACIÓN DESDE LA TEORÍA Y LA PRÁCTICA

la subyugación de los cuerpos y el control de la población (Foucault, 1978); o dicho de


otra manera, cómo deben de ser los cuerpos humanos, qué cuerpos son normales. Como
plantea Rosemary A. Joyce (2005) los cuerpos son construcciones simultáneas de estatus
social, género/sexo, raza, etnia, edad y clase. En nuestro caso, podríamos cambiar raza por
población, concepto que puede incluir también diferentes taxones porque las diferencias
anatómicas y morfológicas, en definitiva, corporales, han conllevado planteamientos
esencialistas en los que las diferencias han tornado en desigualdades.
Así, la evolución humana participa, como elemento justificador y legitimador,
mediante procesos de naturalización, de un orden sociopolítico concreto. En este caso, la
desigualdad a partir de la apariencia física. Esto entronca con la que hemos denominado
violencia metaestructural puesto que contribuye a perpetuar tal modelo mediante el recurso
a la naturalización –cuanto más antiguo y más persistente sea una característica, un
comportamiento, una institución, etcétera más natural se considera– y por tanto, menos
posibilidad de cambio existe. En este caso a través de narraciones sobre nuestro pasado
que tratan de darle un barniz de verdad, o verosimilitud, a través del componente científico.
Un sapienscentrismo que contribuye a que no desaparezca la creencia de superioridad
biológica, cultural y moral de unos grupos humanos respecto a otros y limita el reconocimiento,
en términos de igual, de la diversidad fenotípica y cultural que ha acompañado al menos,
los 200 000 últimos años de la historia de la humanidad.
Ahora bien, desde una perspectiva transmoderna, no me quedaré en una crítica de
la violencia. La endogamia y el aislamiento son generalmente negativos, y, por tanto, los
flujos, las interrelaciones contribuyeron a que los neandertales estén todavía presentes.
Lejos de contribuir a su desaparición, hemos ayudado a su continuidad. Las diferencias
fenotípicas, evidentes, entre neandertales y humanos anatómicamente modernos no han
sido suficientes como para convertirse en barreras, en fronteras invisibles que contribuyen,
de forma sutil, a perpetuar discursos racistas sobre la realidad.
La diversidad biológica y cultural es clave para nuestro presente y puede serlo para
nuestro futuro. La gran variabilidad de nuestra especie (que, recordemos, incluye a las
poblaciones neandertales y denisovanas) ha ayudado a que nos hayamos convertido en la
única especie ecuménica de primates. Además, una menor variabilidad puede implicar una
reducción de la viabilidad poblacional, sobre todo cuando estas son pequeñas (v. g. Conner
y White, 1999). Un ejemplo actual de esta tendencia la tenemos en un taxón relativamente
cercano, evolutivamente hablando a nosotros, los gorilas de montaña (Gorilla beringei).
Esta población ha visto reducido su número dramáticamente en los últimos 20 000 años lo
que conlleva una disminución de su variabilidad genética y un aumento de las mutaciones
deletéreas (Xue y otros, 2015). Este escenario implica para los gorilas de montaña una
menor capacidad para hacer frente a los cambios ambientales y a la evolución de los
patógenos. Por tanto, la variabilidad, la diversidad han sido, son y serán fundamentales
para la supervivencia de los humanos.
Lejos de las lógicas de exterminio que han prevalecido en las narraciones sobre
evolución humana, la Paleogenómica está poniendo de manifiesto cómo los flujos y las
interacciones han contribuido a modelar lo que somos hoy, posiblemente la especie más
compleja que habita la Tierra.

5. BIBLIOGRAFÍA
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