Diagnostic ANOREXIA
Diagnostic ANOREXIA
Diagnostic ANOREXIA
EL INICIO
Me llamo Lara. Tengo diecinueve años, mido un metro sesenta y dos de estatura y pese treinta y
ocho kilos. Estudio primero de biología y soy buena estudiante. Pero, desde que he enfermado, he
dejado de ir a clase y, por supuesto, estudiar.
Sentarme ante una hoja en blanco para narrar todo lo que me ha pasado en el último año, forma
parte de la rehabilitación del lamentable estado en el que me encuentre después de un año de sufrir
anorexia.
La terapeuta dice que empiece por donde yo quiera, pero no sé otra manera de hacerlo que por el
principio, explicando cómo soy, porque sólo así se puede entender cómo empezó todo. Mis padres
se separaron cuando yo tenía dieciséis
años, después de pasar media vida aguantándose por mí. Esto lo supe más tarde cuando todo había
terminado. A lo largo de las interminables discusiones que les escuché en la infancia, tuve muy claro
que ambos esperaban que terminara la enseñanza obligatoria para tomar la esperada decisión. Les
facilité las cosas todo lo que pude y elegí una modalidad de bachillerato que no se podía estudiar
dónde vivimos y que me obligó a buscar un instituto en otra ciudad. Mi madre y yo alquilamos un
piso y cambiamos de residencia, mientras que papá quedó en nuestra casa de siempre. Este hecho
supuso que el primer año de la nueva vida no notara los cambios. Pronto me acoplé al ritmo del
nuevo instituto e hice algunas amistades. La semana pasaba como un rayo, ajetreada como iba con
los estudios, porque quería sacar las mejores notas para conseguir una buena media en la
selectividad.
El fin de semana volvía a casa con papá y salía con el grupo de siempre. En ese momento tenía un
amigo muy especial, Quim. Era un buen chico, divertido e inteligente. Nuestra relación era perfecta.
Durante la semana yo podía estar centrada en los estudios y el fin de semana vivíamos nuestro
paraíso particular. Mi padre, que me consideraba una persona responsable, me concedía total
libertad para entrar y salir de casa.
La vida me había cambiado, pero todavía había una especie de normalidad que hacía que la
transformación no hubiera sido muy acentuada y no fuese traumática. Yoseguía obteniendo unas
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notas fantásticas en el instituto y el resto de personas que me rodeaban seguían haciendo su vida y
contaban conmigo.
Hasta los exámenes de selectividad nada alteró a mi mundo. Todo fue perfecto. Sólo quedaba ser
admitida en la que consideraba la mejor universidad para estudiar biología. Los resultados de las
pruebas, aunque fueron muy buenos, no fueron los esperados. Recuerdo perfectamente, como si
fuera hoy, la humillación que sentí al ver las calificaciones.
En ningún momento había considerado la posibilidad de obtener menos de un nueve y ese ocho con
treinta, después de tanto esfuerzo, significaba un fracaso. Estaba acompañada de algunos
compañeros de curso cuando se publicaron las notas, y sin decirles palabra me fui con la cabeza
cacho. Nadie me pidió a dónde iba. Creo que entre otras cosas, por la alegría y el gozo del momento,
porque ellos sí estaban contentos con la calificación.
Cuando salí del instituto no podía respirar. Una creciente opresión en el pecho me impedía la llegada
de aire a los pulmones. Caminé sin rumbo durante horas, hasta que sentí un vacío inmenso en el
estómago y unas ganas infinitas de llenarlo de dulces, de galletas y golosinas que a menudo evitaba
porque no quería engordar, ni que me salieron grandes a la cara. Después de mirarme el dinero que
llevaba, entré en un supermercado. A toda prisa, rellené una cesta cal- culante que tendría suficiente
para pagar. No quería pensar, veía eterno el momento de salir a la calle y empezar a devorar la
cantidad de comida que llevaba en el bolso.
Ni siquiera fui a casa. Sentada en el banco de un parque engullía todo lo que me ponía en la boca sin
prestar atención en el sabor. En la medida en que iba sintiéndome llena, iba tranquilizándome. Poco
a poco, las lágrimas se secaron y con las últimas mordeduras el ánimo mejoró. La angustia y la
humillación habían desaparecido. Con la barriga llena sólo tenía ganas de dormir y olvidarme del
mundo. Pero al llegar a casa, las náuseas me obligaron a vomitar toda la comida que había ingerido
compulsivamente.
Dormí todo el día. Mi madre pensó que era fruto del cansancio y la presión de la selectividad y me
dejó estar. Me desperté nueva. El malestar quedó atrás, seguí con mi vida y olvidé el hartazgo de
dulces. Lo justificaba pensando que sólo había sido una fechoría sin importancia porque me había
sentido demasiado presionada para obtener un buen resultado académico y que todo había
terminado. Estaba segura de que no volvería a ocurrir más y lo dejé correr avergonzada por mi
comportamiento.
Así, de la forma más inocente, se me despertó por primera vez, la fiera. Una bestia que me habitaba
en las entrañas y que hasta ahora había estado dormida. Un animal que con el tiempo me demostró
que era difícil de calmar. ( 10 )
EL VERANO
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Decidí pasar las vacaciones de verano en casa de mi padre. Era la única posibilidad de disfrutar de la
compañía de mis amigos y despedirme de ellos, dado que al llegar septiembre me iría a estudiar a
Barcelona y me alejaría de todos. Además, estaba Quim.
A estas alturas todavía me es muy difícil hablar de ello. Pese al tiempo que ha pasado y el
sufrimiento, creo que todavía lo quiero. Lo puedo reconocer aquí, en las páginas de mi diario íntimo.
Pero, por nada del mundo admitiría mis sentimientos a nadie. Soy una persona demasiado orgullosa
para demostrar debilidad. Tengo, aunque con la enfermedad he empezado a cambiar, la horrible
obsesión de querer ser perfecta. De hecho, he comprendido que precisamente esta manía es el
origen de mi mal.
Desde pequeña las cosas debían ser como yo quería. Incluso exigía conducir los juegos con las pocas
amigas que he tenido. He crecido con el firme convencimiento de que todo lo que hacía era
correcto, mi madre se encargaba de hacérmelo entender así. Soy, pues, ese tipo de personas que a
los ojos de los demás parece insuperable, pero que en la intimidad se tiraniza con exigencias
extremas.
Al menos hace ocho años que compartimos vivencias. Aunque debo admitir que, de todo este
tiempo, no siempre hemos estado compañeras de clase ni hemos salido de farra todos los fines de
semana. Tal vez, el no permanecer siempre juntas ha esta relación preservado que se ha mantenido
intacta a lo largo del tiempo. El resto de miembros del grupo que formamos a excepción de Quim, no
les tenía en gran estima aunque me esforzaba por aparentar lo contrario.
Pero ese verano, con el pequeño fracaso que los estudios me habían generado, a pesar de que pude
matricularme en la universidad deseada, me hacía percibir todo el mundo de otra manera. Incluso
puedo decir que destilaba un reguero de desprecio cuando salía con el grupo que no pasaba
desapercibido. El bajón en las notas me acercaba un poco a los simples mortales y el incidente se me
hacía insoportable.
Como era de esperar, la relación con Quim pronto se vio afectada. Discutíamos en todo momento y
derrumbamos los planes que a lo largo del invierno habíamos preparado con ilusión. Queríamos
querernos con intensidad, estar juntos el máximo tiempo posible para que cuando llegara la
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dolorosa separación, mi partida a Barcelona, la distancia fuera más llevadera. Pero yo no me sentía
bien. Percibía que empezaba a gestar una suerte de inseguridad que crecía cada día un poco más
con cada disputa y de rebote, me avinagraba el carácter. Me transformaba en un ser desconocido,
agresivo y de palabra mordaz que percibía cada consejo o cuestionamiento como un ataque.
Por si fuera poco, en casa de papá las cosas habían cambiado mucho. Ya no estábamos solos. Maite,
su novia, con su hijo se instalaron a vivir y días después de llegar, los abuelos con nosotros una
temporada. paternos decidieron pasar
¡Horror! ¡Alarma de catástrofe inminente! La intimidad y la libertad de que siempre había disfrutado
se vieron heridas de muerte. Salvo mi habitación, no existía ningún espacio donde refugiarme, ni
siquiera podía encerrarme en el baño como había hecho siempre, porque la urgencia de alguno de
los nuevos inquilinos no permitía relajación posible,
Ahora, cuando lo escribo, comprendo la dificultad de la situación. La presión a que estaba sometida,
Puedo explicarme cuáles fueron los motivos que me impulsaron a perder el control de mi vida y que
sólo hacían que fabricar resentimiento, rabia, miedo, y toda clase de emociones negativas que no
hicieron otra cosa que alimentar al animal que tenía dentro.
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LA FIERA
Dio señales una noche cualquiera cuando llegué a casa. Aquel día no había pasado nada especial que
me hiciera presagiar que una rendija de dimensiones considerables estaba a punto de atravesarme,
y que me rompería de tal modo que volver a recomponerme como ser humano sería muy difícil.
La tarde con sus amigos había sido agradable. Quim se había mostrado enamorado y no había
montado ningún numerito de celos. Ningún susto alteró las plácidas horas había pasado con el
grupo. Decidimos ir a cenar a una pizzería y apenas comí porque sólo tenía sed.
La ausencia de coches en el parking de casa me alertó de que quizás no había nadie. No sé qué me
pasó, la verdad, pero cuando entré, el silencio y la soledad se me hicieron pesados. Alargada sobre la
cama trataba de dormirme, pero no podía. Estaba intranquila, insatisfecha. De nuevo el vacío en la
boca del estómago se hizo presente. No me importó, esa sensación me era conocida y sabía cómo
calmarla. Abrí el frigorífico y allí mismo con la puerta abierta, empecé a comer al azar de todo un
poco. No era consciente de que prácticamente no masticaba la comida hasta que, harta, tuve que
detenerme. Con la barriga llena me sentía bien. Me acosté y el sueño llegó de inmediato.
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Al día siguiente, cuando desperté, me encontraba mal. Sólo abrir los ojos, un amargo sabor me
inundó la boca. Tenía la cabeza pesada y unas ganas urgentes de vomitar. Pese al esfuerzo que hice
por conseguirlo, estuvo imposible. El cuerpo se negaba a expulsar nada. Entonces, decidí que no
comería ninguna comida en todo el día, tal vez así desaparecería la sensación de vientre hinchado
que tanto me fastidiaba.
Estuve sin comer casi dos días enteros en los que bebía mucha agua e infusiones. Me excusaba
delante de mi padre para no sentarse a la mesa con todos, alegando dolor de estómago. Tantas
horas sin ingerir nada sólido me hicieron sentir ligera. La hinchazón de la barriga desapareció y con
ésta, la percepción de pesadez. Descontrolarme con la comida de ese modo no me había gustado.
Afortunadamente, ya había pasado y de nuevo sentía que había recuperado el control de mi vida.
Después del hartón me había notado inmensa. No podía volver a hacer algo así o acabaría
pareciendo una ballena.
Me encerré en el baño, aprovechando que era la hora del almuerzo y todo el mundo estaba en la
mesa y dediqué un buen rato a contemplarme en el espejo. No me vi mal, la verdad. Tal vez tenía
algo de barriguita, nada que no se pudiera solucionar con un poco de ejercicio.
El peso en la báscula me sorprendió. Marcaba medio kilo menos que la última vez que me pesó.
¡Fantástico! Pensé frente al espejo, todo está en su sitio. El exceso de comida calórica no había
tenido las consecuencias que tanto había temido, los dos días de ayuno me habían ayudado mucho.
Con ese razonamiento me animé. Incluso pensé que como tenía mucho tiempo libre podría coger la
bicicleta a ratos y empezar a jugar al tenis. Es cierto que no soy una gran deportista, pero me
aterrorizó la posibilidad de engordar y que la barriguita que me sobrecía acabase siendo una barriga.
Había olvidado a la fiera.
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EL DESENLACE
Fue el verano más horrible de mi vida. Las discusiones con Quim se sucedían y en casa las cosas no
eran mejores. La familia me ahogaba. No era capaz de compartir con ellos ni las comidas y con el
padre, la distancia se hacía insalvable. No había un motivo real, ahora lo sé, pero en ese momento
me sentía así. Se esforzaba por comunicarse, consciente de que me estaba pasando algo que se le
escapaba, pero yo no le dejaba acercarse. Culpaba a todo el mundo del malestar que sentía y, con
ese sentimiento, ponía en marcha un engranaje que, al activarse, acababa despertando
inevitablemente a la fiera. Los períodos de comida con exceso ocurrían cada vez con mayor
frecuencia, seguidos por días de abstinencia. Entonces no lo sabía, pero en realidad lo que estaba
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haciendo era ocultar las frustraciones tras una bacanal de alimentos siempre dejándome destruida.
que terminaba
Estos episodios, cada vez más asiduos, ocurrían siempre de noche. Durante el día miraba de
alimentación tarme con el mínimo, hasta que una noche, sin causa aparente, perdía el control y
entonces era capaz de ingerir cantidades desorbitadas, principalmente de dulces.
Cuando me asaltaba el ansia tenía que comer de inmediato. Si alguien rondinaba por la casa me
ponía muy nerviosa. Entraba en la cocina y me llevaba a la habitación paquetes de galletas y
chocolate que devoraba en un minuto sin apenas masticar. Cuando terminaba, permanecía al
acecho esperando que todo el mundo dormira para atacar la nevera. Había desarrollado el hábito de
comer sola.
Las vacaciones se acababan y pese a los intentos por estar bien con Quim, la rotura fue inevitable.
Las diferencias se hacían insalvables. La tensión crecía día a día y alargar la situación carecía de
sentido. Decidimos romper la relación.
El mundo se derrumbó. Era lo último que me faltaba para hundirme en una depresión. Triste y
angustiada decidí pasar unos días con mi madre antes de irme a Barcelona. Era el último refugio que
me tocaba. Ella siempre me había apoyado y animado, y me hacía sentir por encima de todo el
mundo, capaz caro la luna si éste fuera mi deseo.
Me fui de la casa de padre con el convencimiento de que Lara había vivido diecisiete años feliz que y
confiada, había muerto. En su lugar, un ser desconocido se afanaba por hacerse un espacio, un
monstruo de un hambre insaciable que amenazaba crecer sin medida. El mes y medio de desmadre
en la alimentación se había saldado con cuatro kilos a favor. Todos los pantalones que tenía me
quedaban estrechos. Aunque me había propuesto hacer deporte, la desgana se había apoderado de
mí y por la mañana cuando me despertaba, no me sentía con energía llevar adelante los propósitos
que durante la noche me había hecho. Después de un buen fartero me sentía culpable y me juraba,
una y otra vez, que no pasaría más. Al día siguiente me pondría a dieta y empezaría a hacer ejercicio.
Esta decisión iba seguida del acto de provocarme el vómito. Unas veces lo conseguía, otras no.
Incluso creo que el peso no se disparó más gracias a las ocasiones en que conseguía perbocar.
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Mi madre, cuando me vio, no hizo ningún comentario sobre mi peso. Discreta, encontró como
siempre una justificación para la ansiedad que había sufrido y entendió mi interés por hacer una
dieta. No quiso escuchar los signos de alarma que mi padre le hizo llegar sobre mis trastornos
alimenticios, demasiado evidentes para pasar desapercibidos. Como de costumbre, le acusó de no
entenderme y se puso de mi lado.
Los días que pasé con mi madre me calmaron. Conseguí controlar la cantidad de comida que ingería
y tener una alimentación bastante normal. Bajó el peso y me sentí mejor. La partida en Barcelona se
aproximaba y una especie de ilusión logró abrirse paso en mi horizonte. Viviría en una residencia de
estudiantes, podía conocer a gente interesante y disfrutar de la libertad de estar fuera de casa, lejos
de las obligaciones familiares. Imaginaba cómo serían las clases en la universidad, la partida en
Barcelona, y me animaba a hacer la dieta que me ayudaría a estar bonita y sentirme atractiva
cuando llegara.
El día antes de irme, subí a la báscula. Casi estaba en mi peso habitual, podía ponerme mis adorados
pantalones vaqueros, aunque todavía me oprimían un poco. Me observé en el espejo con atención y
con los dedos me pellizqué un pliegue de grasa que me cubría el abdomen. Tuve náuseas. Ahora
entendía por qué había dejado de agradarle a Quim. Con esa barriga seguro que le parecía una
elefanta. Me hice el firme propósito de conseguir eliminar todo rastro de grasa en mi cuerpo, seguro
que estaría mucho más atractiva para la nueva vida empezaba.
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Barcelona me pareció fantástica. La ciudad, llena de luz y color, hervía de excitación. Por todas
partes los estudiantes hacían corro y charlaban. La diversidad de personas me sorprendió
positivamente. Podías perderte entre el gentío, confundirte como un ser más que vive y respira, con
sueños y deseos, con ilusiones y esperanzas, sin ser reconocido. ¡Eso sí que era la libertad!
El día de la llegada dejé el equipaje en la residencia, que todavía estaba vacía, y me fui a la Rambla.
Sorpresa y emocionada recorrió las calles desconocidas hasta llegar al mar. Era increíble tenerla tan
cerca y saborear el salobre pegajoso que se pegaba en la piel y el pelo. Me esperaba un magnífico
año. Estaba segura de que sería feliz con ese cambio de vida y que, pronto, la pesadilla que había
sido el verano se borraría para siempre y con él, el recuerdo de Quim, que era muy doloroso. Al
menos, durante unas horas había logrado atenuar con la emoción del viaje el sufrimiento de la
pérdida. Pero inesperadamente, la pena me asaltaba al reconocer en la cara de algún joven rasgos
familiares, y me despertaba un dolor sordo que se manifestaba en la boca del estómago, donde mis
pesares solían anidar.
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Volví al alojamiento al atardecer. El alumbrado que se ponía en marcha poco a poco me transportó
por unos instantes a un mundo mágico. Me imaginé mil hadas aladas que con diminutas antorchas
en las manos encendían, uno tras otro, las farolas de la ciudad. Creo que éste fue uno de los días
más felices que experimenté en la nueva etapa de estudiante.
El ambiente en la residencia había cambiado mucho cuando entré. Un alboroto de risas y palabrerías
de chicos y chicas me recibió y de repente me sentí insegura. La gente saludaba en todas partes y yo,
desorientada, no sabía qué decir. Entré en la habitación que tenía asignada, donde ya estaban las
tres compañeras con las que compartiría el espacio todo el curso. Una de ellas me sorprendió mucho
por el volumen corporal. Pese a que hacía esfuerzos para desviar la mirada, mis ojos insolentes la
buscaban una y otra vez, incrédulos por lo que veían.
Por suerte, Clara, una chica muy delgada y de pelo pelirrojo, me distrajo con una serie de preguntas
a las que no me daba tiempo de contestar. Su máximo interés era conseguir que le dejara ocupar la
camilla de arriba de las dos que quedaban libres y que claramente teníamos que ocupar nosotros. La
impresión que me causaron las compañeras de habitación fue positiva, incluso Anna, con el cuerpo
descomunal, se me cayó bien. Es más, diría que con la serenidad que desprendía creo que mejor que
las demás.
En el comedor, cada una ocupó una mesa distinta. Llegamos tarde y todo el mundo ya estaba
sentado. Cogí un plato para servirme un poco de alimento y me di cuenta de que en todo el día no
había ingerido nada. Aún así, no tenía ninguna sensación de hambre y me encontraba
increíblemente ligera y llena de energía. En la mesa, me dediqué a observar unos y otros. Desde
donde estaba, podía ver a Anna, que mordisqueaba tranquilamente con un plato a rebosar. Una vez
mis ojos la descubrieron se negaban a dejar de mirarla. Mascaba con hambre, ajena a la observación
descarada a la que estaba sometida. Me vinieron vascas. ¿Cómo podía sacar de ese modo con el
cuerpo que tenía? Recordé las farteras con las que había atacado mi cuerpo en los últimos tiempos y
por unos momentos me vi reflejada en esa imagen colosal. Atrapada en esa cárcel de grasa, sin
poder respirar y con la ropa a punto de reventar. La mirada de Anna se topó con la mía y,
avergonzada, la retiré. En ese preciso instante tomé la decisión de hacer dieta. Debía conseguir
eliminar totalmente del cuerpo cualquier rastro de grasa bajo peligro de transformarme en un ser
parecido a Ana.
Continuando con la observación, curiosa, comprobé cómo los comensales cogían indistintamente de
todos los alimentos de las bandejas, patatas fritas, pescado enlucido, ensalada, pan; sin aparente
ningún tipo de precaución para engordar. De repente sentí hambre. Las papilas gustativas animadas
por el olor de los alimentos se despertaron y las tripas empezaron a hacerme ruido. La boca se me
hacía agua y me sentí débil. Acababa de plantearme el propósito firme de adelgazar y unos segundos
después quería abandonar el objetivo formulado. El dolor de estómago se intensificó. No sabía las
horas que llevaba sin tomar ningún comestible. Reseguí con la mirada todas las viandas y,
finalmente, abatida por el hambre cogí una manzana, convencida de que sería lo que menos calorías
tenía. Me la tragué con pesar. Me hubiera gustado ser capaz de levantarme de la mesa sin ser
vencida, pero dejar de nutrirse no era tan fácil. Durante el verano había logrado estar sin tomar nada
sólido casi cuarenta y ocho horas, pero a cambio me había hartado de infusiones sin azúcar y agua.
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Me anoté mentalmente comprar al día siguiente una buena provisión de botellas y cajas de poleo
para echar mano en caso de no poder controlar el apetito.
Ver a Anna, esa noche, desnuda con toda naturalidad poniéndose el pijama, sin ocultar los kilos de
grasa que le cubrían el cuerpo, pudo conmigo. ¡Ni muerta me convertiría en una matrona de
Botticelli! Si había conseguido pasar días enteros en ayunas en otras ocasiones, sin que me pasara
nada, ahora podía volver a hacerlo porque no tenía que dar explicaciones de la abstinencia a nadie.
Me acosté con la intención de buscar una farmacia al día siguiente en cuanto pisara la calle. La
decisión estaba tomada, nada me apetecía más que ponerme en forma y cambiar de imagen. Seguro
que Quim se quedaría impresionado con la transformación cuando me viera durante las vacaciones
de Navidad.
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COMPAÑA EQUIVOCADA
Me levanté muy cansada. La noche había sido un ir y venir de pesadillas que me despertaron varias
veces. Tuve que levantarme a beber agua porque tenía mucha hambruna. Percibía un agujero
inmenso en el estómago que crecía cada vez más y amenazaba con enloquecerme. La cabeza sólo
hacía que pensar en toda la comida que había rechazado durante la cena. El recuerdo de las fartadas
hacer que había protagonizado tiempo atrás se me ocurrió. El miedo a repetir este comportamiento
me paralizó. No tenía nada que comer en la habitación, ¿qué iba a hacer en caso de que la ansiedad
se despertara? ¿Cómo iba a calmar a la fiera sin ningún alimento? Decidida fui al baño a beber hasta
que me sentí harta y las tripas se calmaron.
La primera noche en la residencia fue horrible. Aun así, cuando al día siguiente salí a la calle a
primera hora de la mañana, sin desayunar y con una triste manzana en la mochila, lo primero que
hice fue buscar una farmacia y pesarme. Los cincuenta y tres kilos que señalaba la báscula casi me
hicieron gritar de alegría. ¡Era increíble! ¡Había conseguido perder un kilo! De repente, sentía que mi
universo estaba en orden. Por fin el cambio empezaba a producirse. Después de todas las angustias
y miedos de engordar, mi cuerpo me hacía un regalo con ese peso maravilloso. Yo nunca había
pesado menos de cincuenta y cuatro kilos y aquella pequeña bajada en el peso marcaba una
diferencia importante.
El recorrido a pie hasta llegar a la universidad lo hice exultante de alegría. Extasiada, contemplaba mi
silueta reflejada en los escaparates y me sentía ligera y bonita. Me repetía una y otra vez que el
esfuerzo tampoco había sido tan grande y la recompensa de adelgazar me lo valía. Calculé
mentalmente el tiempo que tenía por delante antes de terminar el primer trimestre. Estábamos a
finales de septiembre. Si me cogía en serio la dieta y me proponía hacer ejercicio a diario, en
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diciembre, cuando volviera a casa, podía pesar perfectamente menos de cincuenta kilos. Tampoco
era para tanto, pensé, todo era cuestión de proponérselo, sólo dependía de mí.
Pasé la mañana en la facultad con la inquietud propia del primer día. Las clases fueron agotadoras no
sólo por la información organizativa que cada uno de los profesores quería dejar clara desde el
primer día, sino también por la debilidad que mi cuerpo percibía.
Eran muchas horas sin comida, salvo la manzana de la noche anterior. Me dolía el estómago de
vacío. Hacía siempre un esfuerzo impresionante para apartar de la mente la imagen de la fruta que
llevaba en la mochila. Salía solo de saber que estaba, pero me negaba a comérmela. Pensaba que
tenía que aguantar todo lo que pudiera sin ingerir nada.
Cuando me planteaba si me zampaba la manzana o no, no era consciente, entonces, de que una
obsesión se apoderaba de mí y que me ocupaba la mente con un único pensamiento, controlar la
comida.
Una joven de pelo rubio atrajo mi atención, alejándome de las cavilaciones. La reconocí. Era una
compañera de clase. Ya había prestado atención en ella cuando entré. Tenía un cuerpo precioso y un
cabello magnífico. Iba vestida con ropa de deporte y mostraba un cuerpo que a mí me pareció
perfecto. La camiseta de algodón ajustada le marcaba unos pequeños pechos y redondos que
combinaban con gracia con una cintura de abeja y un vientre escandalosamente plano. Los huesos
prominentes de las caderas se le marcaban bastante bajo la piel que los pantalones de diseño bajito
no le cubrían. La envidié al instante. No era de extrañar que estuviera rodeada de chicos con los que
hablaba animadamente. Desvié la mirada hacia mi vientre prominente. Curiosamente, toda la alegría
que había oído horas antes al pesarme se desvaneció al instante. El horrible pliegue de mi barriga
me parecía más grande que por la mañana. Mentalmente me dije la que aunque me muriera allí
mismo de hambre, manzana no saldría de la mochila. De nuevo en clase no pude concentrarme en
nada. Me dolía la cabeza y me sentía un poco mareada. Cuando terminaron las clases y de camino a
la residencia en una papelería compré una agenda azul de tapas duras. Quería llevar un registro
exhaustivo no sólo de los estudios y los trabajos a realizar sino también de lo que pesaba y comía
cada día.
Ese día no me di cuenta de que no había hablado con nadie, que estuve toda la mañana alejada de
todo el mundo y con un único pensamiento, adelgazarme. En lugar de hacer amistades y conocer a
personas interesantes, como me había planeado cuando llegué a Barcelona, me encerré en banda y
elegí como compañera a una mala consejera: la anorexia.
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VIAJE AL INFIERNO
Así, de la forma más simple empezó la bajada hacia un pozo de destrucción. Porque la anorexia,
ahora puedo decirlo, es una enfermedad terriblemente destructiva. Un ogro monstruoso y viscoso
que te envuelve en una nube llena de engaños deformes que te aleja cada vez más de la realidad.
Que altera la percepción del propio cuerpo y te obliga a dejarte morir de inanición.
Desarrollé el odioso hábito de contemplarme en el espejo en todo momento. Aprovechaba las horas
de las comidas, cuando todo el mundo estaba en el comedor, para analizar cada milímetro de mi
cuerpo. A pesar de la decepción que cada sesión me suponía, seguía haciéndolo. No podía entender
cómo después de tantos días casi sin comida y aunque notaba que la ropa me vendía baldera, seguía
viéndome inmensa. Me desesperaba. Necesitaba ver resultados y quería pronto. Me había
propuesto conseguir un cambio espectacular de mi físico y mi carácter exigente no podía permitirse
el retraso.
Anna entró en el baño y me pilló absorta en la contemplación de mi cuerpo. No dijo nada, pero
nuestros ojos se cruzaron unos segundos. Fue un instante de encuentro en el que su mirada me hizo
ver que sabía lo que estaba haciendo, y no le gustaba.
Me puse muy nerviosa ante la situación. Salí a toda prisa del baño con una desazón desconocida.
Tenía la sensación de que Anna me había juzgado con esa ojeada serena que parecía decirlo todo sin
necesidad de palabras. ¿Quién era ella para atreverse a emitir juicio alguno sobre mi persona,
aunque fuera sin palabras? ¿Qué sabía ella de estética y de belleza que se hartaba
indiscriminadamente de comer sin tener conciencia de que parecía una ballena?
Con la determinación clara de enfrentarme la próxima vez que me mirara tan descaradamente, salí a
la calle. Llevaba la lista de cosas que tenía que hacer en el bolsillo, y me decidí por entrar en una
librería. Entre los libros que encontré de nutrición opté por uno que llevaba unas tablas muy
sencillas del valor calórico de alimentos no sólo por peso, sino también por unidades en el caso de
las frutas y verduras. Además iba acompañada de una dieta sencilla que me pareció muy fácil de
seguir. Estaba en la caja para pagar cuando vi a un grupo de chicas entre las que reconocí a Aina, la
compañera de clase que tenía un físico imponente. Justo esa mañana me había enterado de su
nombre porque siempre alguien la buscaba. Ella también me reconoció porque después de echarle
un vistazo al libro que llevaba, me sonrió. No pude estar de mirarla mientras me marchaba hasta que
desapareció de mi campo de visión. ¡Parecía tan segura de sí misma! ¡Qué envidia poder vestir de
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esa manera e ir por el mundo sintiendo que todo el mundo se extasía con tu belleza! Yo quería ser
como ella. Debía ser capaz de controlar mi cuerpo y conseguir la perfección.
Sentada en un banco de la plaza de Espanya hojeé ansiosa el libro hasta anochecer. Me tomé las
orientaciones que aparecían como si mi vida dependiera de lo que buscaba, y decidí seguir esos
consejos al dedillo. Si algo bueno tenía mi carácter, era la perseverancia, nadie me ganaría.
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EL DESPERTAR DE LA FIERA
Me empeñé en asistir a clase ajena al mundo que me rodeaba. Perdí de vista los sueños y las
ilusiones que tenía antes de llegar a la universidad, como encontrar a nuevos amigos y divertirme,
para centrarme en estudiar y programarme la alimentación. Pasaba gran parte del tiempo libre
concentrada en calcular las calorías de los alimentos que tenía que comer, mirándome al espejo y,
por supuesto, pesándome en la farmacia que había en la esquina de la calle. Al principio lo hacía
cuando volvía de la universidad, que era cuando encontraba el establecimiento abierto, pero pronto
la obsesión se intensificó y lo repetía dos veces al día. Apenas comía un tomate o una manzana que
ya me sentía con la barriga llena y la sensación de estar hinchada como un globo. Entonces tenía que
correr a pesarme rápidamente para comprobar que el peso no había aumentado.
Encaparrada en la manía por adelgazarme que crecía por momentos y los estudios, no prestaba
ningún interés a las relaciones humanas que se producían a mi alrededor. Con las compañeras de
habitación intercambiaba algunas palabras aunque de forma muy superficial. Curiosamente, Anna
era quien más se interesaba por mí, por mis estudios, por la gente que había conocido desde que
llegó a Barcelona y, evidentemente, me animaba a ir al comedor en compañía de ella, hecho que yo
siempre rechazaba con la excusa de terminar tareas pendientes. Había desarrollado el hábito de
mentir cuando se trataba de cualquier tema en torno a las comidas. Solía ir al comedor cuando
apenas quedaba nadie para evitar que se dieron cuenta de que sólo comía hojas de lechuga,
zanahorias y tomates. La fruta la fui desterrando despacio del menú cuando descubrí la cantidad de
calorías que tenía una sola pieza. Sólo se salvaron las manzanas, pero sólo me las permitía de vez en
cuando porque apretaban y este hecho me impedía perder peso al ritmo que yo necesitaba.
En menos de una semana perdí otros dos kilos. Me sentía eufórica. La ropa me quedaba baldera y la
expresión de mi rostro había cambiado considerablemente. Estaba rota de color y con unas manchas
negras bajo los ojos nada atractivas. Pero, al observar mi cuerpo en el espejo, curiosamente seguía
encontrándome grande. No conseguía, pese al esfuerzo que estaba haciendo, tener el vientre tan
plano como Aina. Cada día, en clase, le observaba atentamente de arriba abajo, quería averiguar el
secreto que la hacía tener aquél cuerpo tan perfecto. No tardé en descubrirlo, ella misma se encargó
de comunicarme cómo lo hacía. La ocasión se presentó un día después de las clases. Me había
llevado equipamiento para correr en las pistas de la universitaria, decidida a acelerar el proceso de
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adelgazar en el que estaba inmersa. Así que me puse la ropa de deporte, me dispuse a entrenarme
cuando la vi. La envidia me hizo hervir la sangre. Parecía una gacela atravesando las pistas de
atletismo. Corría tan ligera que los pies apenas le tocaban tierra, mientras que yo, poco dada a hacer
deporte, arrastraba los pies penosamente. No pude terminar ni la primera vuelta, mareada y
humillada por el fracaso deportivo, me senté sin aliento. Eran las cuatro de la tarde y ese día aún no
había ingerido ningún alimento. Me sentía terriblemente débil y con la moral baja cuando escuché
su voz.
Aquella tarde, de la mano de Aina, descubrí todo lo que me restaba para saber sobre cómo perder
peso. Me explicó sus truquillos para hacer ver a los padres que comía, las horas que dedicaba a
hacer ejercicio y para colmo, como se provocaba el vómito cuando comía con exceso.
¡Me sentí tocada por un ángel! Por fin conocía el secreto. Sólo tenía que poner en práctica todo lo
que una persona como ella había querido compartir conmigo. ¿Qué más podía desear? Me aferré a
Aina y sus instrucciones como una mesa de salvación Y traté de poner en práctica esa misma noche
todo lo que había aprendido.
De camino a la residencia me pesé de nuevo, pero desde la mañana no había perdido ni un gramo.
La rabia me invadió. Cuando llegué a la habitación las compañeras estaban cenando. El miedo a
verme mayor y la debilidad que sentía me hicieron perder el control y sin pensar muy bien lo que
hacía fui al comedor. Aunque había sitio junto a Anna, decidí sentarme sola. Escogí con cuidado lo
que iba a comer: un poco de lechuga, medio tomate, una cucharada de zanahoria rallada y un
pellizco de sal. Incapaz de regalarme ni una gotita de aceite con la que alegrar el triste plato, empecé
a comer despacio, masticando con mucho cuidado los poquitos de verdura que me introducía en la
boca. Primero lo hacía con la mirada baja, no quería toparse con los ojos de nadie.
El olor de las comidas de las bandejas me llegaba a las narinas insistente. Una lucha cruel se
despertó entonces entre la mente empeñada en comer la ensalada y la fiera que había despertado
animada los deliciosos por aromas de la carne y el pescado guisos que comían el resto de
comensales. Al principio no reconocí los síntomas. Hacía aproximadamente dos meses que la fiera
no había dado señales de vida y casi había olvidado su existencia. Fui consciente de lo que me estaba
pasando cuando me di cuenta de que una necesidad descontrolada me impulsaba a levantarme y
hartarme de comida. La debilidad que había oído aquella tarde al intentar hacer ejercicio me animó.
Fue la excusa perfecta para servirme algo de carne. La fiera, una vez probó la primera cucharada de
carne guisada, insaciable, pidió más. Después de agujerear en el plato de carne, me sirvié pescado y
patatas, acompañado de varias porciones de pan. Un hambre descontrolado me invadió y me
levanté a servirme un par de veces.
Comía y comía ajena a todo lo que me rodeaba hasta que cuando me servía el postre me di cuenta
de que en el comedor sólo quedaba yo y Ana, que, impasible, me observaba sabedora de lo que me
pasaba. Como siempre, pasó por mi lado sin curiosear y se limitó a hacerme una mirada con esos
ojos sabios.
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No sé por qué sentí vergüenza hecho. Incapaz de ir a la habitación por miedo a lo que tenía que
encontrarme con Anna, me quedé en la sala de estar recordando punto por punto todo lo que Aina
me había contado durante la tarde. El vómito era la única solución que tenía mediar la catástrofe
que me había sobrevenido esa noche. por re-
Al principio me costó, pero con las diversas técnicas con las que Aina me había ilustrado, finalmente
lo logré. Lo repetí una y otra vez hasta echar. que finalmente no me quedó nada más por
No cerré el ojo en toda la noche. Me sentía mal por partida doble. Por un lado, el estómago,
desacostumbrado a comer aquellas cantidades, me hacía un daño insoportable. Por otro, la mente,
enrabietada y enfurecida por la debilidad que había manifestado, me acojaba cruelmente por la
pérdida de control. Lo que más angustia me causaba era el miedo a no poder volver a controlarme.
Conocía por experiencia cuáles eran lex consecuencias si esa actitud persistía. Tenía que compensar,
fuera como fuere, la catástrofe causada en mi cuerpo y sabía perfectamente cómo hacerlo. Esa
misma tarde cuando fui a pesarme a la farmacia había comprado laxantes. Aina me había explicado
que era uno de los recursos que utilizaba cuando se descontrolaba. Después de vomitar todo lo que
había comido, rápidamente tomaba laxantes, de modo que todo lo que había ingerido lo expulsaba
pronto.
Insatisfecha después de vomitar y tomar los laxantes, hice abdominales en el suelo del pasillo hasta
caer agotada.
Poco a poco los latidos del corazón amainaron. El sudor acompañado por los escalofríos va
desapareciendo. Me senté en el suelo agotada, abrumada por la cantidad de sentimientos que
fluctuaban; me sentía sola, desvalida e infinitamente sucia. Algo me decía que nada volvería a ser
como antes.
Aquella noche experimenté uno de los sentimientos más destructivos que uno puede experimentar,
sentí pena por mí.
( 39 )
Deshecha, con la cara demacrada y el cuerpo dañado por la experiencia vivida la noche anterior de
fartera y vómitos, abonada con dosis abundantes de abdominales, fui a clase. Pese al malestar y la
debilidad, mi carácter rígido y exigente no me permitió quedarme en la residencia y descansar. La
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fuerza de voluntad extrema formaba parte de mi carácter y como tantas otras veces, saqué energía
de no sé muy bien dónde y me puse en marcha. De camino a la facultad, la imagen saludable y bella
de Aina me obsesionaba. ¿Cómo era posible que su aspecto fuera siempre tan atractivo y enérgico?
¿Cómo podía correr de ese modo? ¿De dónde sacaba las fuerzas permitían vivir si se dedicaba a
hacer lo mismo que que había hecho ella sólo hacía unas horas? Por un instante, consideré la
posibilidad de que la otra me hubiera mentido. Pero, ¿qué sacaba ella de todo aquello? ¿Por qué
debía molestarse en perder el tiempo con una persona que apenas conocía?
Con estos pensamientos llegué a clase y busqué a mi nueva amiga con la mirada. Su sitio estaba
vacío. No apareció en toda la mañana. No me preocupó, pero sí decepcionar. Había esperado poder
sentirme mejor hablando con ella de mi tema favorecido, estaba segura de que me habría hecho
bien.
No pude soportar estar toda la mañana en clase. No podía concentrarme. Sentía mucho frío a pesar
de que el día era espléndido y, finalmente, hice camino a la residencia. Me detuve en la puerta de la
farmacia indecisa, con la duda de pesarme o no. Por la mañana no lo había hecho por miedo al
resultado y, la curiosidad por comprobar qué había pasado con mi peso me animó a entrar. Me
pareció que la farmacéutica me miraba mal cuando le pedí cambio. No era la primera vez que tenía
esa sensación de ser analizada cuando iba. Incluso, el día anterior cuando había comprado los
laxantes, me había parecido observarle cierto desprecio en el semblante.
¡Horror! La bascula marcaba el mismo peso del dia anterior. No había perdido ni un gramo. En lugar
de alegrarme por no haber engordado tras el hartazgo protagonizado durante la cena, mi mente
enferma se empeñó en repetir una y otra vez que estaba estancada. ¿Qué más tenía que hacer para
adelgazarme después de haber tirado por la boca incluso las primeras papillas, por no hablar de los
efectos de los laxantes?
La situación se agravó en la residencia. Cuando llegué no había nadie, todo el mundo estaba en
clase, haciendo deporte o en la biblioteca. Me sentí perdida. La fatiga y el malestar seguían
presentes pero fui incapaz de yacer un rato y relajarme. En su sitio, y para alejarme del aroma
exquisito que llegaba de la cocina donde se preparaba el almuerzo, salí a correr. El miedo a que el
episodio de ansiedad de la noche anterior se repetira me inquietaba. No era la primera vez que la
fiera me visitaba y conocía el resultado catastrófico que su presencia me causaba.
A pesar de mi estado físico, esta vez la carrera fue mejor. Troté alrededor del parque cercano a la
residencia veinte minutos continuados sin desfallecer. Había decidido evitar las pistas de atletismo
de la universidad por no coincidir con compañeros y compañeras. Necesitaba estar sola, ser invisible
para el resto del mundo. Ese sentimiento era muy novedoso. Había dejado de ser una chica alegre y
sociable para convertirme en un ser enfadado con el mundo y arisco. Día a día iba desarrollando una
especie de fobia para con todos, alimentando la idea de que la gente me miraba mal, que con el
cuerpo que tenía era imposible que le gustara a nadie.
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Al entrar en la residencia me invadió el alboroto que reinaba. Compañeros y compañeras que
entraban y salían de las habitaciones y del comedor, riendo y gritando, chocaban conmigo que,
desorientada, me había detenido en el pasillo. Al instante, la calma que había conseguido mientras
entrenaba, me abandonó. La inquietud me invade y me sentí insegura. Todo el mundo sem- azul
tener claro adónde iba menos yo. ¿Por qué no era capaz de experimentar la libertad y felicidad que
veía en los compañeros de la residencia? ¿Qué me impedía entrar en el comedor y compartir la
comida con todos y todas tranquilamente sin obsesionarme con las calorías y la grasa de los
alimentos?
A toda prisa fui a ducharme. Sabía que no podía entrar en el comedor porque entre otras cosas, no
me sentía capaz de controlar lo que tenía que comer. Mientras el agua tibia me recorría el cuerpo
dolorido y cansado, las lágrimas liberadas me chorreaban mejillas abajo. Allí podía llorar. Estaba sola,
nadie podía juzgar mi debilidad. Resté un largo rato nutriendo la pena y el sentimiento de víctima
hasta que el ruido de unos pasos me volvió a la realidad. Desgraciadamente, un albergue de
estudiantes no era lugar para la soledad y el silencio que en ese momento personal necesitaba.
Quería escaparme no sólo de aquel lugar ruidoso lleno de gente que comía siempre y parecía
encarnar el ideal de felicidad; sino también de mi cuerpo, del que me sentía prisionera.
En la solitaria habitación el frío me invadió otra vez. No podía dejar de temblar compulsivamente.
Enmarañada con el edredón y agotada, la única solución viable era acostarme y conseguir que la
mente agotada desconectara y se olvidara por un momento de la comida y de la odiosa grasa que le
acompañaba. Aun así, antes de dejarme vencer por el sueño, voy recordar que había leído en algún
sitio que mientras dormíamos no se quemaban calorías, pero no me moví. Era incapaz de realizar
ningún movimiento voluntario, aunque el cuerpo seguía temblando perceptiblemente.
La puerta se abre suavemente y en la penumbra identifiqué el voluminoso cuerpo de Anna que con
cuidado de no hacer ruido se acercó a mi cama. Permaneció a mi lado un largo rato en silencio,
supongo que observándome, hasta que finalmente me puso la mano en la frente. El tacto cálido y
amoroso logró calmarme y por primera vez en los últimos meses el bienestar me invadió. Me rindí a
la caricia que tanto necesitaba, reconociendo que hacía meses que nadie me abrazaba y que yo,
incapaz de acercarme a ninguna de las personas que había conocido, tampoco lo había hecho. Antes
de dormirme entendí que el hambre que sentía no era sólo de alimentos, también lo era de cariño.
( 44 )
ANNA
Durante los días que estuve enferma, Anna me cuidó como una madre amorosa. Persistente, la
fiebre tardó cuatro días en abandonarme. Sé que Anna permaneció a mi lado casi todo el tiempo.
Los pocos ratos en los que me despertaba me acompañaba en el baño y me ayudaba a beber caldos
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e infusiones de hierbas. También me obligaba a tomar la medicación que un médico que vino a la
residencia me había recetado. Debo admitir que me hizo muy bien saber que le importaba a alguien.
Cuando la fiebre desapareció, con ella se llevó también la poca sensatez que paradójicamente
parecía haber recuperado durante los días de enfermedad. Lo primero que hice al levantarme de la
cama fue ir a pesarme a la farmacia. Al recuperar las fuerzas mínimamente, la obsesión por
adelgazarme volvió con más vigor que antes. Me apuraba pensar en la cantidad de peso que debía
haber ganado con toda la comida que Anna me había obligado a ingerir y los medicamentos que
había tomado.
Antes de entrar ahí permanecí un rato observando el interior de la farmacia. Para mi sorpresa, la
mujer que siempre me atendía no estaba y en su lugar había un hombre de edad avanzada que, al
verme entrar, me saludó con una leve inclinación de cabeza sin prestarla más atención. Aliviada me
pesé y comprobé que había perdido dos kilos más. ¡No me lo podía creer! ¡Pesaba trece kilos menos
que cuando empecé la dieta! Pero lo que más me alegra de todo era comprobar que el peso oscilaba
entre los treinta y nueve kilos y los cuarenta. ¡Era increíble! En la vida habría esperado llegar a ese
peso. Me sentía eufórica, llena de vitalidad. El éxito en el descenso del peso me hacía sentir
poderosa, a la vez que segura de lo que hacía, y percibía con total certeza que si había sido capaz de
llegar a ese punto, podía conseguir lo que me propusiera.
Así, de la forma más simple y ridícula, decidí que la fiera no volvería a despertarse y si lo hacía, ya
disponía de muchos recursos para dominarla.
Caminando en dirección a la residencia me observaba una y otra vez la silueta de mi cuerpo reflejada
en las vitrinas de las tiendas. Curiosamente ese cuerpo no parecía el mío. No me gustaba lo que veía.
Sin embargo, los cambios que se habían producido no me satisfacían. No me parecía que ese cuerpo
desgajado fuera tan bonito y atractivo como el de Aina. Convencida de que el problema era no
haberme adelgazado suficiente, decidí ir a correr un rato.
Animada por la posibilidad de encontrar a Aina y excesivamente abrigada para practicar deporte,
trotando poco a poco, me atrevió a ir hasta el polideportivo. Pese a sudar por el exceso de ropa, no
dejaba de sentir frío. Casi sin aliento y con los latidos del corazón disparados llegué. Aina no estaba.
Con un gran esfuerzo me acercó a dos jóvenes que a veces había visto que le acompañaban y les
pidió por ella. No me pasó por alto la cara de asombro que hicieron al verme. Me habían reconocido,
pero sus caras no ocultaron que algo en mí les sorprendía. Me alejé de ellos después de enterarme
de que hacía días que no aparecía por clase y no sabían por qué.
Convencida de que me habían encontrado atractiva con el cambio de imagen que se había
producido en mí, me fui. Mi enajenación mental era tan grande que cuando uno de ellos me
preguntó si me encontraba bien, me ofendí. Ni siquiera contesté. Como era habitual en mí, mi
orgullo no podía permitirse que alguien me viera débil. Entonces, corriendo con una fuerza que no
tenía, me empeñé en volver a casa en la mitad de tiempo que había tardado en hacer el camino la
primera vez.
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Lo logré pero a un precio muy alto. En la puerta de la residencia me mareé. Me senté en el suelo
húmedo con la cabeza entre las piernas. Lo veía todo oscuro. Durante unos segundos, la vista me
desapareció.
Percibía que a mi alrededor rodaba a pesar de estar muy sudada, tenía frío. Respiraba con dificultad,
incapaz de moverme y con rampas que me tensaban las piernas, pensaba que me moría.
Cuando recuperé el sentido, Anna y las demás compañeras de habitación estaban conmigo. Al abrir
los ojos vi la mirada amorosa de Anna. No sé por qué no podía dejar de mirarla. Sabía que había
cariño en aquella manera intensa de mirarme, pero también interpretaba otros mensajes como
incredulidad, mal humor, tristeza y mucha pena.
Clara, que pasaba de todo y desenfada, como siempre, quitó hierro a la situación con una broma y se
marchó con Elisa. Estas dos compañeras de habitación curiosamente me gustaban, pero no había
cruzado con ellas ni dos palabras seguidas. No tenía nada en contra de ellas, sólo que no me
interesaban y yo a ellas, tampoco.
Con mucho cuidado de no ofenderme, Anna me describió punto por punto mi comportamiento. Yo
no quería escucharla, pero me obligó a hacerlo. Sin ánimo para defenderme de la fuerza de sus
brazos que me sujetaban me quedé con la mirada baja mientras me contaba cuál sería el final de la
historia si no detenía a tiempo el trastorno alimentario que sufría e iba a ver a un médico. Sólo una
persona que ha sido víctima de esta enfermedad puede hablar como lo hizo Anna, pero yo me
empeñaba en no escucharla. Había encontrado una amiga, una persona que podía ayudarme, pero
no se lo permitiría. Me había costado mucho conseguir perder peso y ni loca volvería a engordar.
Trastornada, vociferaba insultos y palabras ofensivas que Anna soportó sin inmutarse. Pero lo grave
fue acusarla de hablarme así por envidia, porque ella era, de hecho, una foca. Entonces, no sabía con
quién me enfrentaba porque con Ana no había compartido experiencias que me ayudaron a
conocerla. Afortunadamente, era una persona inteligente que me apreciaba en serio y mucho más
tozuda que yo, porque soportó estoicamente todas las barbaridades que le dije sin inmutarse.
Cuando creyó que me había dicho todo lo que calía, se fue. Con el alma herida por todo lo que
acababa de escuchar, permaneció el resto de la tarde en la cama. No quería hablar de nuevo con
nadie. Estaba muy enfadada con Anna por lo que acababa de decirme. Me había tratado como a una
niña indefensa y no se lo permitiría.
Esa noche acudí al comedor de la residencia. Comí algo de fruta y yogur desnatado. Al volver a la
habitación, me senté en el escritorio. Hacía días tenía los libros abandonados. La incapacidad que
para concentrarme me había obligado a dejarles de lado. Por primera vez admitié que no estaba
bien. Los estudios habían sido siempre una parte importante en mi vida y ahora me sentía incapaz
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de ir a clase y concentrarme. Esto me preocupó. Pero no sabía cómo debía hacerlo para continuar
con la carrera de biología y la nueva vida con tantas preocupaciones. De repente me parecía que
contar calorías, pesarme, entrenar, y pensar qué debía comer todos los días, ocupaba mi tiempo y ya
no había espacio para nada más. Intuía que había llegado demasiado lejos y que todavía estaba a
tiempo de rectificar, pero tenía miedo. Solo pensar en la posibilidad de comer como antes y caer en
una sesión de fartera me enloquecía.
La sorpresa cuando me di cuenta de que había pasado prácticamente el trimestre y las vacaciones de
Navidad estaban a la vuelta de la esquina fue mayúscula. Tenía exámenes y trabajos para entregar y
todo esto debía prepararlo en tres semanas. Nerviosa, empecé a pasear por la habitación,
consciente de que, cuando todo acabara, debía volver a casa. El regreso suponía tener que
enfrentarme con los sentimientos y, evidentemente, reencontrarme con Quim.
( 50 )
VACACIONES DE NAVIDAD
La obsesión por adelgazar me había abstraído tanto de la realidad que en ningún momento me había
planteado qué quería hacer durante las vacaciones. Este pensamiento me ocurrió cuando me
encontré sentada en el tren. Temblando de frío, a pesar de que la gente en el vagón se quejaba de la
elevada temperatura, capté lo que podía significar encontrarme otra vez con Quim, con quien no
había hablado desde la última discusión.
Había hecho las maletas, comprado el billete de tren y no había pensado en ningún momento si
tenía ganas de volver a verlo. Me arrepentí de volver a casa. Experimenté mucho miedo. Durante
más de tres meses había vivido, aunque compartiendo habitación, independiente, prácticamente
sola, a pesar de estar rodeada de gente. Me había creado un mundo hermético al que era muy difícil
acceder. En él, fabricé una nueva Lara que no permitía opinión, crítica o intervención de nadie. La
única persona que en realidad había hecho un intento por acercarse había sido Anna, y con la última
conversación estaba segura de que no volvería a hacerlo más. ¿Cómo iba a hacer para vivir de una
forma distinta? En casa de papá era más fácil pasar desapercibida porque vivía más gente y todo el
mundo trabajaba o estaba ocupado con algo; pero, ¿qué haría en casa de mamá? ¿Cómo iba a
contarle que yo me controlaba la dieta y me preparaba la comida?
En una libreta que siempre llevaba en el bolso, escribí la lista de cosas que Aina hacía para mantener
el peso. Esta tontería me calmó y le hizo sentir algo más segura.
Cuando llegué a la estación todavía pensaba en Aina. Desde el día que nos habíamos encontrado en
el polideportivo ya no la había visto más. Por la clase circulaban todo tipo de comentarios respecto a
su salud. Lo que tenía más fuerza era que sufría anorexia desde hacía años y había sido hospitalizada
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por una complicación de la enfermedad. Al principio me impresionó, pero pronto me lo quité de la
cabeza. De alguna manera, enterarme de que no era tan perfecta me decepcionó. ¿Cómo era posible
que hubiera perdido el control sobre su persona?
Mi padre, que me saludaba desde la estación, me distrajo los pensamientos. Me alegró verle solo.
No tenía ganas de romances. Pero bajar, hubiera querido que hubiera una multitud cuando voy de
amigos y familiares con él para desviarle la atención de los ojos sobre mi persona.
Intentó abrazarme pero no le dejé. Rápidamente, me aparté y paré la mejilla para que me diera un
beso. No me apetecía que me tocase nadie. Aunque no hablaba, con los ojos me decía todo. Estaba
asustado, no paraba de mirarme de arriba abajo hasta que me preguntó si estaba enferma. Acababa
de llegar y quería irme, no tenía claro si sería capaz de permanecer con él los días que pensaba en un
principio. Me molestaba cómo me miraba. No me veía capaz de enfrentarme al resto de familia.
Hicimos el trayecto en silencio. ¡Increíble! Después de meses sin vernos y solo llamarnos alguna vez
para decirnos repetidamente que estábamos bien, no teníamos nada que hablar. Entre papá y yo se
había instalado una distancia inmensa que difícilmente podría acortarse.
Sólo me quedé con mi padre cuatro días. Me sentía observada en todo momento y continuamente
me encerraba en la habitación para huir de todos. Me obligaban a comer y era imposible negarme.
Al principio me dedicaba a jugar con la comida, le desplazaba por el plato y la aplanaba con la
cuchara, pero la abuela, insistente, tratándome como una niña, me llenaba el plato y era muy difícil
disimular que no comía. Durante las comidas todos estaban pendientes de la cantidad de alimento
que hacía desaparecer del plato hasta que empecé a levantarme durante las comidas para ir al baño.
Entonces, escupía la comida en el inodoro y la hacía guardar 屋
parecer. Otras veces simulaba que me torcaba la boca y la escondía en la servilleta, para acabar
guardándolo en el bolsillo del pantalón. Ni siquiera podía ir a la cocina para echar a la basura las
servilletas llenas de restos masticados porque la abuela cuando me veía tirar algo, la cacheaba.
Era evidente que todo el mundo estaba preocupado por mí pero la impresión que yo recibía en ese
momento en que la enfermedad ya estaba muy avanzada, era otra. Me sentía sitiada y rechazada
por mi familia.
No fui capaz de telefonear a Celeste, de quien me había distanciado, y mucho menos a Quim. De
repente, el objetivo por el que había empezado la dieta, que era sorprender a Quim con mi cambio
físico, perdía fuerza. Verlo ya no me interesaba y su opinión sobre mí todavía me importaba menos.
Prácticamente no salí a la calle los días que estuve con mi padre, sólo para correr. Evitaba pasar por
casa de Quim y no me acerqué a los bares que frecuentaba el grupo. Pero las cosas no son siempre
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como deseamos que sean. Son cómo deben ser y no hay otra explicación posible. Por mucho que te
escondas, si el encuentro debe producirse, no hay escapatoria posible.
Mel encontré en la estación de tren, justo cuando papá y yo nos despediremos. Me empeñé en
hacerle marchar antes de que llegara el tren. No podía soportar estar con él ni un minuto más. La
mirada del padre manifestaba todo lo que yo no quería ver, estaba enferma, gravemente enferma y
aunque se esfuerza de verdad, no logró que fuera al médico. La abuela también lo intentó pero
fracasó. Me había alejado de todos y me centré únicamente en no comer y entrenarme. No había
sitio para nada más.
Y lo estaba. Temblando de frío, a pesar de que iba súper abrigada, subí al tren. Me sentía vacía.
Curiosamente, ver a Quim no me despertaba ningún sentimiento especial. Me parecía mentira que
alguna vez hubiera sido importante para mí. Me pareció completamente raro. Lo reconocía
físicamente, pero la forma de hablar y de mirar me eran ajenas. Antes de que el tren se marchara,
todavía pude verlos abrazarse. Percibí náuseas. No entendía cómo podían magrearse tanto, yo no lo
soportaría.
Quim y su amiga pronto me desaparecen del pensamiento. Lo que de verdad me preocupaba era el
encuentro con mi madre. Quedaban muchos días de vacaciones por delante antes de poder volver a
la residencia de estudiantes, a mi libertad. Soportar a la madre sola no sería tarea fácil. Mi persona
estaba muy deteriorada física y psicológicamente. Entonces, no me daba cuenta de que me estaba
dejando morir. El estado de alienación era tan grave que no soportaba ni los afectos. Había
convivido con papá y su familia cuatro días y había sido incapaz de dejarme querer. No soportaba
que se me acercaran. El contacto físico me molestaba, por no mencionar el efecto que me producía
la exclamación que acompañaba el abrazo: ¡qué delgada estás!
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LA MADRE
No poder abrazar a mi madre me dolió mucho. Los latidos del corazón se me dispararon cuando la vi
en la estación, como cuando era pequeña y me esperaba en la puerta de la escuela. Mamá, el
refugio cálido, la seguridad. La vi venir hacia mí con los brazos abiertos y la rechacé. No podía
permitir que me tocara el cuerpo. La expresión dulce y serena con la que me miraba me previno que
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había hablado con todos los que pare. Hasta ahora, me habían visto no habían podido reprimir
asombro por el cambio físico que se evidenciaba, y mi madre, curiosamente, no hacía ningún
comentario. ¿Qué pretendía con esa actitud?
Me puse en alerta. Algo me decía que no confiara en ello. La enfermedad que avanzaba a pasos
gigantescos me hacía desarrollar desconfianza hacia las personas que me rodeaban y amaban, y con
mi madre no fue distinto.
fue encerrarme en el baño y llenar la bañera de agua caliente. Tenía tanto frío que no paraba de
temblar. Me observé en el espejo. Hacía tiempo que le evitaba, pero me esforcé. No me gustó la
imagen desnerida y triste de la joven que vi. Con el pelo sucio y despeinado, el rostro reflejado,
parecía más el de una muerta que el de una adolescente en plena juventud y efervescencia vital. Las
costillas se dibujaban perfectamente y los huesos de las caderas amenazaban agujerear la piel
amarillenta y transparente. Tenía pocos momentos de lucidez en los que me veía cómo realmente
estaba y en los que era consciente de lo que me estaba pasando, y éste fue uno de ellos.
Me puse a llorar. Sabía que no estaba bien, pero estaba perdida. Había conseguido el objetivo que
me había señalado cuando me fui de casa y al hacerlo realidad, me sentía perdida. Estaba atrapada
en una rueda que parecía no poder detener sola. En pocos meses, mi estado de deterioro físico
estaba muy avanzado. Me había soltado y me sentía incapaz de poner solución al ataque que había
iniciado contra mi persona.
Por primera vez en mucho tiempo subí a la bascula con miedo a ver el peso. Estaba muy débil y eso
me obligaba a comer, lo que veía muy dificil. Mi sospecha se confirmó, el bajón había sido
impresionante. Pesaba treinta y ocho kilos. Me puse muy nerviosa, no quería comer porque había
llegado a un punto en el que vomitaba involun- tariamente todo lo que ingería y eso me apuraba.
Me sentía incapaz de retener el alimento en el estómago, que, obligado a perbocar habitualmente,
lo hacía de forma natural. El agua caliente y el aroma del aceite de baño me calmaron. Me quedé en
el agua hasta que se heló. Mi madre me llamó para cenar y entendí que la primera situación
conflictiva entre nosotros iba a producirse. Antes de salir, envolví cuidadosamente los manojos de
pelo que me habían caído cuando me peinaba y me los guardé en el bolsillo entre una bola de papel.
Hacía unos días que me caían exageradamente.
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Con ese convencimiento me enfrenté a la primera comida con mi madre. No tenía hambre, pero la
debilidad me obligaba a ingerir algo. A menudo me mareaba y perdía la vista y esto empezaba a
preocuparme más que la caída del cabello. Si me encontraba débil no podría correr y, por tanto,
engordaría.
Mamá cocinó con mucho cuidado lo que cenamos. Una sopa aguada con cuatro fideos flotando y un
pescado con verduras. Comí algo de caldo con mucho cuidado de no coger los fideos. Con el pez la
cosa era más difícil. Lo troceé tanto como voy poder. Hacía montones, primero con las verduras y
después con el pescado.
Mi madre no me miraba. Hacía como que no se daba cuenta de todas las sandeces que estaba
haciendo para no tragarme un pedazo de pescado. La situación era muy triste. Ella me hacía
preguntas sobre los estudios y yo calculaba las calorías que había ingerido con la sopa y los
abdominales que debería hacer después para poder quemarlas.
Aquella noche, mamá con su indiferencia fingida hacia lo que yo comía, consiguió que por cuatro
cucharadas de caldo hiciese más de trescientos abdominales y subiera y bajara las escaleras hasta
que las rampas no me permitieran caminar más. Cuando, agotada, me retiraba a la habitación,
escuché a mi madre que lloraba desconsoladamente. Más adelante me enteré de que, sin yo
saberlo, había sido testigo de mi noche deportiva.
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DIAGNÓSTICO: ANOREXIA
El día de Fin de Año llovía a cántaros. Una tormenta de truenos y viento amenazaba destruir la
ciudad. Aunque llevaba horas despierta permanecí en la cama hasta la hora de comer. No tenía
ánimo para quitarme. La noche anterior con tanto ejercicio había consumido la energía que me
quedaba. No me veía capaz de enfrentarme a la comida que mi madre había preparado con la
hermana y el marido. Tenía la sensación de que había empezado con una huelga de hambre y había
terminado haciendo huelga tiempos de mí misma, de mi vida. En los últimos incluso había días que
no me duchaba. El baño de la noche anterior fue una excepción.
Por primera vez en mucho tiempo no me planifiqué el día. Ni siquiera pensé en el ejercicio. Cuando
mi madre me anunció que la comida estaba en la mesa hice intención de mover el cuerpo, pero lo
notaba pesado y débil. Lo último que recuerdo es verme al inicio de la escalera incapaz de iniciar el
descenso porque las piernas me hacían higo; después, la oscuridad.
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Me desperté en el hospital. Mi madre me miraba con serenidad. Verla tan tranquila me calmó. Sabía
que no estaba bien, que había ido demasiado lejos, pero en ese punto me sentía incapaz de cambiar
las cosas, sólo con la ayuda de mamá podría conseguirlo.
Por primera vez la palabra maldita se pronunció y fue el padre, que también estaba en el hospital,
quien lo hizo. Hasta el momento, a mi alrededor sólo se hablaba de trastorno alimenticio, ahora
también de anorexia. El estado de inanición en el que estaba era grave. Los me-
jas explicaron a los padres que si continuaba así, mi cuerpo no resistiría. La única solución viable era
internarme en un centro especializado para enfermos con trastornos alimenticios. Curiosamente, mi
enfermedad había unido otra vez a mi padre y mi madre, que me miraban con cara de culpabilidad.
Me hubiera gustado decirles que ellos no tenían nada que ver con la anorexia, que la culpable era yo
y sólo yo. Me daban lástima los dos, incapaces de entender por qué me estaba dejando morir.
Yo tampoco sabía muy bien cómo había llegado a ese desenlace tan doloroso. Al principio, la única
intención que tenía era adelgazar un poco para verme mejor. Cómo se descontroló todo, no sabría
explicarlo. Después de hablar con mis padres, el médico lo hizo conmigo pero en presencia de
ambos. Fue muy duro con las palabras que empleó. No hizo broma, ni tuvo miramientos por decirme
que había estado a las puertas de la muerte. Que el corazón, castigado por el exceso de trabajo físico
y debilitado por la carencia de alimentación, no había podido soportar la presión y había fallado.
Estas palabras me preocuparon mucho. Yo no quería morir. Histérica empecé a gritar. Estaba
confundida y agotada, por un lado quería estar bien de salud, recuperarme y volver a mis estudios,
pero por otro no sabía cómo debía recuperar la normalidad sin volver a las costumbres que en los
últimos meses m habían provocado el estado físico en el que me encontraba.
¿Cómo volver a ser normal? ¿Cómo seguir viviendo y estudiando sin comida? La sola idea de tener
que comer como el resto de los mortales, sin pensar en las calorías que tenían y la cantidad de grasa,
me enloquecía. Era evidente que sola no podría hacerlo, necesitaba ayuda. Mamá y papá trabajaban
y yo necesitaba vigilancia, explicó el médico, por tanto, no podría quedarme sola.
Nos dejó solos. Era una decisión que debíamos tomar nosotros bajo nuestra responsabilidad. Rogué
a mis padres que me dejaran quedarme en casa. Les prometí que me esforzaría en comer y que me
recuperaría. Los padres confiaron en ello. Aún no sabían que una anoréctica es una gran mentirosa
llega que incluso a creerse sus mentiras.
Lo consistía en volver a casa de papá los días pacto que mamá trabajaba porque los abuelos podrían
cuidar de mí, y los festivos volvería a casa de mamá. De repente, volvía a depender de nuevo de los
adultos. No estaba hospitalizada; pero sí, encarcelada. Aún tenía por delante la mitad de las
vacaciones de Navidad y me prometí recuperarme para poder volver a Barcelona, a mi libertad.
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( 64 )
EL DESARROLLO DE LA FARSA
La abuela fue la encargada de vigilarme. De las normas que pactamos, la más grave fue la
prohibición de dormir con la puerta de la habitación cerrada. Además, siempre que permaneciera
allí, la puerta debía estar abierta. Mi madre era quien la había impuesto. Le había contado a todo el
mundo cómo pasaba las noches. Querían evitar así dedicar horas con ejercicio alocadamente. que
Incluso me controlarían las idas en el baño y el momento de ducharme.
Fue tremendo. A estas alturas reflexiono y experimentamente vergüenza, pero, en ese momento,
estaba enfurecida. Veía mi intimidad sometida a vigilancia y me irritaba, aunque sabía que mi familia
no tenía otra alternativa, dado que yo pasaba el tiempo cavilando como les engañaría. Parece
ridículo cuando eres espectador o, en este caso, lector de la historia, pero cuando eres la
protagonista, la percepción cambia mucho. El estado de alienación y trastorno de una anoréctica es
tal que su mundo queda reducido a la obsesión que la domina que es adelgazar, quemar calorías y
pesarse.
Esa vida ridícula y opresiva se convirtió en mi universo. Dejé de ser una joven entuque siasta y alegre
para convertirme en una sombra de mí misma. Por mucho que me vigilaban siempre encontraba
alguna manera de salir con la mía. A pesar de sentarse a la mesa a comer con todos y me sabía
vigilada, seguía desarrollando estrategias para no comer. Casi me parece imposible haber sido capaz
de montar los numeritos que explicaré a continuación, pero lo hacía.
Estamos en la mesa y mi plato era el primero en llenarse. La abuela, por recomendación del
psicólogo que había empezado a tratarme, ponía poca cantidad, con la esperanza de que no me
angustiara. Además, todo el mundo hacía dieta conmigo. Se cocinaba comida muy sana y con poca
grasa. A continuación, se servían el resto de comensales, momento que yo aprovechaba para dejar
caer disimuladamente porciones de la comida que a golpes pequeños escondía bajo el plato. Luego
empezaba el ritual de cortar a trocitos muy pequeños la comida ya removerla. Cuando la mirada de
padre dejaba de ser comprensiva y pasaba a ser agresiva y dura me llevaba en la boca una cucharada
de comida que masticaba eternamente y desplazaba de un lado a otro de la boca, hasta que se
convertía en una pasta difícil de tragar.
Otro entretenimiento que a menudo utilizaba para distraer la atención de los ojos vigilantes de
todos, era coger una porción de pan e ir pellizcándola. Me entretenía en hacer bolitas de pan que
dejaba junto al plato, mientras intentaba no encontrarme con la mirada de mis compañeros de
mesa, que hacían un esfuerzo por soportar el circo que me empeñaba en hacer. Finalmente, el
espectáculo terminaba cuando la abuela se levantaba nerviosa de la mesa y el resto de comensales,
desesperanzados, la imitaban. Habían sido espectadores de un teatro ridículo para acabar viendo
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que, al fin, la actriz principal sólo se había puesto en la boca un pellizco de pan y una cucharada de
comida.
La farsa se alargó tan sólo tres días más y como siempre la abuela, que era quien más tiempo pasaba
conmigo, fue quien le puso fin. A pesar de la vigilancia a la que estaba sometida, encontré la manera
de vomitar la poca comida que conseguía tragar. Como en el baño no iba sola y tenía que hacer las
necesidades con la puerta abierta, vomitaba en un cajón del armario. El olor llegó a ser insoportable,
pero me daba igual.
Fue Juan, el hijo de Maite, quien se dio cuenta. Entró en la habitación para pedirme un diccionario y
se tapó la nariz instintivamente. A la hora de la cena, cuando la abuela le dijo que me avisara de que
la comida estaba en la mesa, con toda naturalidad contestó que no quería porque la habitación olía
mal.
La abuela, lista como era, supo dónde debía buscar. Se dirigió directamente al armario y abrió el
cajón donde guardaba la ropa de verano que, al ser invierno, no me ponía. La mujer se echó a llorar
y sin bostezar, salió a buscar a su padre.
Sabía que éste era el punto sin retorno. Me internarían en un centro especializado. Lo había
prometido. Tenía que hacer un esfuerzo por no vomitar, y no fui capaz. Podía comer poca cantidad,
éste había sido el trato, pero no debía perbocar. Mientras tenía laxantes para provocarme la diarrea,
lo evité, pero cuando terminaron me vi obligada a vomitar la poca comida que había ingerido a lo
largo de todo el día.
Al día siguiente debía marcharse a casa de mamá y papá se opuso y propuso que fuera ella quien
viniera para hablar conmigo. Cuando la reunión terminó, la decisión estaba tomada. Esa misma tarde
me internarían en una clínica para enfermos de anorexia y bulimia.
( 68 )
LA HOSPITALIZACIÓN
Mis padres me explicaron que reconocer que algo no iba bien era el primer paso para la
recuperación, y yo lo había hecho. Lo que me situaba en el buen camino. Pero que la hospitalización
era necesaria cuando existía un deterioro físico grave que representa un riesgo para la vida, y éste
era mi caso. Sin embargo, el hospital pedía, tanto a la familia como a la paciente, un compromiso de
aceptación de todos los objetivos de la terapia y, al mismo tiempo, de los cambios que deberían
asumirse en los hábitos de vida para ser aceptada como paciente en el centro.
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La madre, que era la que llevaba la voz cantante, se mostraba inflexible y muy dura mientras
transmitía la información. El padre, al contrario que ella, parecía anímicamente deshecho. No se
atrevía a mirarme a la cara. Permanecía sentado a mi lado con la cabeza gacha y la mirada perdida.
Sé que la situación le suponía un fracaso personal, y no se lo perdonaba.
Una chispa de cariño mok débil me va recién que los amase. Que los padres no podían dejarme
morir, que era lo que sedía yo estaba feado. Aceptó la hospitalización sin estas plenamente
convencida de poder soportarlo. Mientras mamá explicaba en qué debía consistir el programa de
rehabilitación, yo pensaba cómo conseguiría engañar a todo el mundo en el centro para continuar
tal y como estaba
La anorexia funciona así. Sabes que te estas morine y no tienes ninguna intención de detenerlo. El
cabello te cae 2 puñados y decides no peinarte, ni lavarlo. No tienes ánimo para mouret y tratas de
hacer abdominales con las pocas energías que tienes para respirar. Todo había empezado porque
quería estar más bonita y me había convertido en un monstruo.
No tenía caro que podría aguantar la duración del internamiento que, si iba todo bien, duraría
meses. Durante este tiempo, el objetivo principal sería cuatro a ocho conseguir que asumiera los
cambios estructurales necesarios para normalizar las pautas alimentarias. Y, evidentemente, la
rehabilitación nutritiva mediante la ingesta calórica adecuada con el correspondiente aumento de
peso.
¡Era lo que me faltaba escuchar! Estaba más que harta de tantas sandeces. ¿Acaso no querían ver
que yo sólo necesitaba que me dejaran tranquila? ¡Yo no le había pedido ayuda a nadie! ¿De qué iba
toda aquella historia de la hospitalización y los llantos y abrazos de los padres?
No era consciente de la gravedad de la situación, a pesar del evidente deterioro y la mala salud.
Estaba claro que no me dejarían recuperar la libertad y, desde luego, perdería el curso. Desconecté
de los padres, de la verborrea descontrolada que salía de la boca de mi madre y de la cara de pena
que hacía mi padre. El recuerdo de Aina me llegó inesperadamente acompañado de una gran
angustia. De repente, creía encontrarme en la misma situación que posiblemente se había
encontrado ella días atrás. ¿Sería cierto que había sido internada ella también? Recordaba cómo
incluso había hecho mofa de la debilidad de la joven que de algún modo había perdido el control de
su vida.
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Una vez más me negué lo innegable y quise creer que, como siempre, a mí no me pasaría nada
parecido y conseguiría por encima de todo y de todos la mía.
Mi madre se enfadó conmigo cuando comprendió que no le escuchaba. Se esforzó por no pegarme
dos gritos. Se la veía derrotada. Seguramente si hubiera podido hacerlo, me habría abofeteado para
hacerme reaccionar. Pero, dada la situación, debía ser comprensiva con la sapo de la hija, que se
estaba dejando morir de hambre. Con un esfuerzo, empezó a repetir la cantinela del tratamiento y
subrayó con especial énfasis que la nutrición se rehabilita nuevamente mediante una dieta
equilibrada que incorpora las comidas que causan aversión.
Llegados a este punto, presentía que mamá trataba de decirme alguna gorda y no veía la hora de
hacerlo. Continuó con la historia y añadió, como aquél que no dice nada, que para hacer con éxito el
programa se hacen cinco comidas al día y dos tentempiés.
Por fin, después de darle tantas vueltas, entendía dónde quería llegar mi madre. Tenía que hacer
cinco comidas al día y esto era demasiado fuerte para mí. Me miró directamente a los ojos
desafiantemente, y me dio un pulso con la mirada. Me vinieron vascas, pero no dije nada. Callaría,
me llevaría bien y haría ver a todo el mundo que cumpliría punto por punto todas las normas y que
no opondría resistencia. No tenía miedo a las normas. Me había especializado en los últimos tiempos
en mentir y fugarme de horarios, disciplinas y vigilancias y no encontraría problemas en seguir
haciéndolo.
( 72 )
EL INGRESO EN EL CENTRO
Dos horas después atravesábamos el umbral del hospital. La recepcionista nos indicó dónde sentarse
mientras nos venían a buscar.
Pronto, apareció por el pasillo un joven que me pareció casi de mi edad. Con una sonrisa simpática
se presentó como Ernest y despidió a sus padres. Otra vez me sentí como una niña pequeña que
llega por primera vez a la escuela. Tuve mucho miedo a quedarme. No pude reprimir las lágrimas
que chorrearon mejillas abajo y me bañaron los labios. Me parecieron muy saladas.
Ernest cogió mi bolso, que de repente me parecía muy pesado, y me animó a seguirle por un
corredor muy iluminado hasta una habitación llena de almohadas y estores de colores. Más que un
hospital, creí estar en la sala de juegos de una guardería, incluso había dibujos pegados a las
paredes. Pronto entendí por qué. El ruido de pies que son arrastra- gatos con desgana y algunas
voces excesivamente agudas me llegó, seguido de un grupo de chicas escuálidas. Me pareció tener la
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cabeza demasiado grande para un cuerpo tan delgado y débil. Aparentaban niñas procedentes de
otro planeta. A pesar de los rasgos distintos del rostro y de color de piel, se parecían a ellos. Todas
tenían la vista gorda y tristes. Durante un momento tuve la sensación de que me recordaban a
alguien, pero no fui capaz de identificar a la persona.
Debo admitir que me impresionaron, aunque no tanto como las dos figuras enormes, grasas y
descomunales que hicieron su aparición cuando sentado todo el mundo estaba y Ernesto pasaba una
ridícula lista. Entonces recordé que en el centro también se trataba a los enfermos de bulimia. Por lo
que vi a continuación no iban solas. Las acompañaba un niño de pelo rubio y hasta que parecía estar
a punto de romperse. Aunque en un principio parecía que los dos gigantes acompañaban a Vera,
porque el niño en realidad era una chica, no era así. La joven se encargaba de arrastrarlos por todo
el hospital en un intento de conseguir que siguieran el horario y las actividades que estaban
programadas a lo largo del día.
No podía dejar de mirar al extraño trío que se sentó a mi lado sin prestar atención en mí, al igual que
el resto del grupo. Al principio no entendía los motivos de la indiferencia de cada uno hacia el otro.
Unos días después lo comprendí cuando yo misma me di cuenta de que pasaba de todo el mundo.
Cada paciente vivía tan centrada en la lucha propia que se olvidaba de mirar a su lado.
Ernest hizo las presentaciones y trató de crear un buen ambiente sin éxito. Entonces supe que cra al
responsable de mi grupo y también que dirigía una de las terapias conjuntas. Cuando Neus, la chica
que estaba sentada a mi derecha, empezó a llorar, otros miembros del grupo la siguieron
propiciando un ambiente de tensión que yo no entendía. Me enteré de lo que ocurría cuando uno de
los gigantes, porque eran chicos, empezó a insultar a las que lloraban. Les decía desde niñas
infantiles, hasta esqueletos moribundos. Me puse muy nerviosa y quise abandonar la sala. Me lo
impidió una anciana que lucía una sonrisa espléndida. Se presentó como María, la cocinera, que nos
venía a informar de que la cena estaba en la mesa.
Tuve las mismas ganas de llorar que el resto de compañeras. Estaba tan agobiada mi primer día en el
centro que había olvidado a qué había ido. Entre Ernesto y María consiguieron conducirnos al
comedor. Era loco. Para soltar a correr y no mirar atrás. Todo un grupo de muñecas desmarchadas,
sin ánimo para movernos y desneridas, llorando porque no queríamos comer. Cerrando el grupo, en
la retaguardia, dos gigantes hambrientos que para mover una pierna debían pedir permiso a la otra.
Me negué a comer al principio. Después recordé que me había prometido hacerme la buena, dar
confianza para después hacer la mía. Así, aquella noche, después de no sé las horas que habían
pasado, comí un poco de ensalada, ensucié dos veces desde la cuchara de puré de verduras y medio
yogur. Casi vomite sobre la mesa. A toda prisa me levanté desorientada. Sin saber hacia dónde
dirigirme, bocé en medio del comedor.
El numerito fue odioso pero me ahorró tener que hacerlo más tarde. Ernest me acompañó a la
habitación y quedó esperando que me duchara y me cambiara de ropa. Como ya ocurría en casa de
mi padre, no pude estar sola ni un minuto.
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La habitación era triste. En el baño no había espejo para evitar que nos hiciéramos daño. Compartiría
la habitación con Vera, según Ernest, porque cuidaría muy bien de mí. Me entraron ganas de reír
pensando cómo aquel extraño ser, con el cuerpo cubierto de pelo y tembloroso, tenía que cuidar de
mí.
Cuando miré la maleta vi que había sido revuelta y habían desaparecido los laxantes y el bolso
donde llevaba utensilios de manicura y el perfume. Vera me explicó que eran las reglas del centro.
No podíamos tener nada en la habitación con la que pudimos herirnos.
En poco tiempo volvía a pasar una primera noche en un lugar desconocido y la vivía otra vez
terriblemente. Al igual que la primera noche en la residencia cia de estudiantes, la velada en la
clínica fue larga e insomne. Estaba asustada con el control y las normas de seguridad que había con
los enfermos. No sería fácil salirme con la mía.
Los gritos y las palabras malsonantes en plena noche me alertaron de que alguna gorda estaba
pasando. Vera y yo saltamos de la cama y abandonamos la habitación, como la mayoría de internas,
y nos dirigimos al lugar de donde creíamos que venía el alboroto.
Para mi sorpresa presencié cómo dos enfermeros ataban a la cama a una de las compañeras de
terapia. No conocía a la joven, no la había visto durante el día. Más tarde, me explicó Vera que era
Aroa, una compañera que ya había salido del centro y que ese mismo día había ingresado en un
estado penoso. La ataban porque la habían descubierto haciendo abdominales en la cama a pesar de
su estado.
No cerré el ojo en toda la noche. Aunque era una enferma más en el centro, percibía de algún modo
que en ese lugar era una novata en lo que se refiere a la anorexia. Vera, que tampoco durmió, se
encargó de enterarme del historial médico de las compañeras y también de Sergi y Lluc, que con su
problema de bulimia también estaban sufriendo desde hacía tiempo.
Con estas reflexiones me sorprendió el día y, éstas, la cruda realidad. Tenía por delante el primer
gran reto, debía desayunar.
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( 78 )
LA AUSENCIA DE AINA
Mi madre vino a verme unos días después de estar internada. La dejaron por considerar que la visita
favorecería mi recuperación. Debía hacerme una pregunta importante.
Con una mezcla de emociones contrapuestas recibí a mi madre. No me resistí cuando quiso
abrazarme. Le sequé las lágrimas sin experimentar desprecio.
Me contó que había ido a la residencia para recoger mis cosas y había hablado con Anna, que
parecía tener muchas ganas de verme y, además, tenía una información que compartir.
La verdad, yo no tenía un interés especial por verla, pero me picó la curiosidad. Seguía
sorprendiéndome la preocupación de la compañera de habitación por mi persona. ¿Qué había hecho
yo para merecer esta estima? La había insultado y humillado y ella seguía queriendo acercarse.
Cuando mi madre se marchó, con el consentimiento de los médicos para que Anna me viniera a
visitar, sospeché que algo importante había ocurrido que debía afectarme directamente en la
recuperación. Si no fuera así, no deberían romper unas normas de funcionamiento estrictas en el
centro en lo que se refiere a las visitas y el contacto con el mundo exterior mientras duraba el
tratamiento.
Por primera vez en muchos meses, algo despertaba mi interés más allá de la dieta, peso y ejercicio.
Con impaciencia esperaba la visita de Anna, curiosa por enterarme de los motivos que provocaban
que una compañera de habitación, casi desconocida, se desplazara a mi ciudad con un mensaje de
interés vital para mi recuperación .
¿Quién era en realidad Anna? ¿Qué no había apreciado de su persona poseída por mi obsesión?
Una semana después llegó la visita tan esperada. Anna, con una sonrisa radiante, me abrazó y se
sentó a mi lado sin preguntarme ni cómo estaba. Sólo llegar empezó a hablar sin detenerse ni para
coger aliento. Después de un largo rato en que le escuchaba sin saber muy bien lo que decía,
comprendí que me contaba su vida, la lucha personal con la anorexia y la bulimia. Las dificultades
para superar ese infierno y, finalmente, el equilibrio.
Entendía ahora el comportamiento que había tenido conmigo y la preocupación que le había
abocado a observarme con esa insistencia suya.
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Cuando no volví de las vacaciones de Navidad, sospechó que algo me había pasado y, por supuesto,
la visita de mamá para recoger mis cosas había acabado confirmándole las sospechas.
Me dijo muchas cosas importantes y logró abrirme los ojos a la gravedad de la enfermedad. que
sufría, como no lo había sido capaz ninguno de los profesionales que nos cuidaban en el centro. Y
que a pesar del trabajo exhaustivo con las terapias de grupo y cómo se esforzaban por hacernos salir
del pozo de locura en el que todos los enfermos vivían inmersos, no tenían éxito en el afán.
Pero no fue sólo cuando me contaba su experiencia personal que yo reaccioné. Sin embargo, la
última información fue decisiva para cambiar el rumbo de los acontecimientos en mi vida. Cuando
terminaba su relato y me repetía por octava vez que la recuperación no era tan fácil, que hay que
poner de tu parte mucha fuerza y tesón para curarte. Porque, en caso de no entenderlo así, puedes
recaer una y otra vez, como le había ocurrido a ella, que había tardado tres años en empezar a
recuperarse y que en estos momentos todavía se mantenía alerta. frente a cualquier indicio
preocupante.
Entonces, después de una pausa que me pareció demasiado larga, se atrevió a decirme que había
enfermas que no conseguían superarlo e incluso llegaban a morir.
Supe lo que iba a decirme antes de que sus labios articularan las palabras. Aina había fallecido
después de sufrir la enfermedad maldita más de cinco años. El corazón no le había soportado el
maltrato recibido y había quebrado. La voz había corrido como un reguero de pólvora encendido por
el campus de la universidad y alguien me había relacionado con ella.
La última y terrible información completaba la misión de Anna en esa extraña visita. Era el mensaje
lo que realmente importaba, el mensajero seguramente había sido buscado por la madre.
Cuando se fue, me quedé perdida. Ernest vino a buscarme y me acompañó en el difícil proceso de
digerir toda aquella información y guiarme en el camino que debía seguir a partir de ahora.
( 82 )
INTELIGENCIA EMOCIONAL
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En el centro, todo el mundo se preocupaba por nosotros y trataba de ayudar pero Ernest era
diferente para mí y, aunque cuando estaba internada no fui capaz de entender por qué, meses
después en casa y con la terapeuta que me ayudaba en la terapia de rehabilitación lo comprendí.
Ernesto me recordaba a mi padre. Este hecho propició que al salir del hospital recuperara pronto la
tan deteriorada relación.
Quería salir de ese infierno y la ayuda de los padres fue importantísima. Su comportamiento fue
ejemplar, según los terapeutas, para el centro. Su equi- librio emocional y la serenidad para hacer
todo lo que desde el hospital se les reclamaba era la diferencia sustancial entre el éxito en la
recuperación de unos u otros enfermos. Lo llamaban inteligencia emocional y parecía ser la clave
para explicar un humo de enfermedades y problemas que tenían un origen psicológico y se
alimentaban de la debilidad de un sistema emocional que no estaba educado para soportar el
fracaso.
Ernest se encargó de recordarme un día sí, y el otro también, que éste no era mi caso. Que a pesar
de ser una joven muy sensible, era muy fuerte y tenía una buena base afectiva para superar
cualquier obstáculo.
Pero lo que parecía más importante era mi deseo por querer recuperarme. Lo intentaba en serio. La
noticia de la muerte de Aina me había impresionado mucho. Ahora, en la distancia y con mi
recuperación en marcha, era capaz de ver la realidad tal y como era, sin distorsiones posibles.
Recordaba su cuerpo escardalense que por aquel entonces me pareció precioso y entendía que las
compañeras del centro me la recordaban porque en realidad todas las anorécticas somos iguales, a
pesar de que nosotros nos veamos diferentes del resto.
Al inicio de la enfermedad conservamos nuestros rasgos físicos. Una vez que el proceso avanza, la
transformación es idéntica. Nos convertimos en una especie de esqueletos infantiles con la cabeza
llena de calvas, para que lo queramos o no, invariablemente el cabello se nos cae. Sin olvidar que a
cambio, sin saber ni los médicos por qué, nuestro cuerpo se cubre de uno por el finito y oscuro que
nos hace parecer crías de pollito con su primer plumaje.
Ernest me lo negaba, decía que sólo era así cuando la enferma llevaba mucho tiempo con la anorexia
y recaía una y otra vez con muchas dificultades para romper el círculo vicioso en el que estaba
atrapada.
Era cierto que éste no era mi caso. Si bien la enfermedad se había desarrollado muy rápida, tenía
una explicación lógica y razonable y debía analizarse para entenderla y superarla.
Tuve que admitir públicamente y frente al grupo de terapia que la separación de los padres me había
afectado mucho. Y que ese dolor no manifestado, que yo había disfrazado de desprecio hacia mis
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progenitores, me había herido profundamente, y me hizo sentir culpable del malestar y el
sufrimiento que ambos sufrían. No tenía, mi dolor, nada que ver con mis padres. Los dos me amaban
y habían intentado hacerme entender que el aprecio por las personas se transforma a lo largo del
tiempo y, a veces, aunque hay cariño, la separación entre las personas es necesaria. Mi sufrimiento
era fruto de la rigidez de una mente que se empeñaba en querer verlo todo desde una sola
perspectiva.
Reconocer la base del sufrimiento y el origen de la angustia produce una especie de paz interior que
te libera. Pero no todas las sesiones finalizaban con el descubrimiento de una pena o la comprensión
de un hecho. A veces una sesión era una suerte de martirio, un castigo que, por su dimensión, no te
dejaba profundizar o ver más allá.
En las sesiones se ponía de manifiesto la personalidad de los internos y las debilidades que
ocultábamos con un esfuerzo inútil, porque apenas estos rasgos extremos de nuestros caracteres
nos habían llevado a donde estábamos.
Día a día, fui avanzando en la recuperación física de mi cuerpo debilitado. Poco a poco, la ingesta de
alimentos aumentaba y mi cuerpo fue ganando peso. Pese a la mejora, la afectividad, todavía
debilitada, escondía una herida que se empeñaba en no dejar ver y que, cuando menos lo
sospechaba, sangró de nuevo y mostró que la recuperación tan deseada no llegaría pronto.
( 86 )
LA RECAÍDA
Una semana antes de volver a casa tuve una recaída. Desde entonces, ya no me pasó más, pero su
efecto fue muy duro y retrasó mi marcha. Supongo que fue la proximidad de la salida – encadenar
los hechos. que va des
Cuando has sido apartada del mundo, escondida de la realidad y luchando contra ti mismo, el
regreso a la vida cuesta. Enfrentarte a lo que has abandonado y hacer de nuevo lo que antes de la
enfermedad hacías sin pensar con naturalidad es muy dificil.
Me veía incapaz de pasear por la calle sola, ir de compras oa la universidad. Pensar en las tareas a
hacer y decidir cosas tan tontas como si me hacía o no mechas en el pelo. ¿Cómo iba a hacer todo
aquello sin pensar en la comida, en los laxantes y en el peso que marcaba la báscula? ¿Sería capaz de
volver a la residencia?
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Eran demasiadas preguntas sin respuesta. Volver a casa no significaba el fin del tratamiento, sólo era
un paso adelante, un indicio de mejora evidente que te otorgaba un cheque hacia la recuperación,
que no significaba la libertad, la autonomía ni la ausencia de peligro al volver a adoptar los hábitos
que tanto había costado superar.
Fue en una de las sesiones del grupo de terapia, en la que una de las compañeras habló de su
relación de pareja, cuando el recuerdo de Quim despertó y provocó que los demonios, que durante
semanas había logrado derrotar , reavivaron con fuerza y me hicieron reaccionar otra vez contra mi
cuerpo.
María contó con pelos y señales el sufrimiento que le producía haber roto con su pareja. La anorexia
le había imposibilitado para dejarse amar y él la había dejado por otra chica.
El sufrimiento ajeno despertó el recuerdo del único chico que me había gustado en serio y lo añoré.
El intentar entender los motivos que nos alejaron fue complicado porque no encontré ningún
con suficiente consistencia que pudiera justificarlo. Por tanto, ¿qué provocó nuestra ruptura?
Esta pregunta me hizo cuestionarme la posibilidad de buscarle cuando estuviera más recuperada y
razonar con él los motivos de la separación. Pero inevitablemente, este planteamiento me condujo a
la situación del reencuentro y, por tanto, a revisar el estado de mi cuerpo.
La inseguridad se apoderó de mí y quise volver a lo que durante un tiempo me había dado seguridad,
la anorexia. Otra vez me en- pensar si hacía ejercicio y cuidaba la alimentación, volvería a gustarle y
posiblemente recuperaríamos la relación. Aquella noche empecé a hacer abdominales como una
loca hasta que Vera alertó al vigilante.
Se había desenmascarado un sufrimiento que trataba de cubrir con toda clase de mentiras y miedos
y al que debía enfrentarme si de verdad quería recuperarme.
Como siempre Ernesto restó importancia a mi debilidad y me hizo ver que era normal. Que ninguna
persona era perfecta y que todo el mundo nos equivocábamos. Que lo realmente valioso era ser
capaces de reconducir la situación, recuperar nuevamente el control y aceptar el error cometido.
Nos pidió con valentía qué era lo que más dañaba y una vez descubierto el punto débil, trabajar para
fortificarlo.
La sesión de terapia sirvió ese día para admitir que, en ningún momento, Quim y yo habíamos
discutido por ningún rasgo de mi aspecto físico, al contrario, tuve que verbalizar que su halago
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favorito hacia mi persona siempre era «me pareces la chica más bonita del mundo». Por el contrario,
sí que lo hacíamos a menudo por mi inflexibilidad, por la tozudez en las decisiones, por la negativa al
cambio ante cualquier imprevisto. Al fin, discutimos siempre por mi carácter.
( 89 )
Había logrado llegar al origen de mis dificultades. Mi carácter, que tenía tanto positivo, en cuanto a
la constancia y la fuerza de voluntad para hacer lo que me proponía, se volvía en mi contra ante
cualquier contratiempo. No consentía el fracaso, no me permitía la equivocación. Era incapaz de
reconocer los errores y, por supuesto, todo esto lo trasladaba al resto del mundo.
Tomar conciencia de quién era me hizo ver que si dejaba de comer, controlaba mi peso, pero el
resto de aspectos de mi vida eran incontrolables. El mundo no permanecía estático. Las personas
cambiábamos de opinión y las circunstancias que nos rodeaban, de repente, se transformaban y por
más que nos empeñamos en mantenerlas, ya no eran las mismas.
Me había obsesionado con querer verme solos por fuera, y hacía de mi físico la única realidad
importante. Por fortuna entendí que estaba equivocada.
Lloré mucho con las compañeras de grupo ante esta comprensión. Me permití por primera vez
manifestar mi debilidad en público y, contrariamente a lo que pensaba antes, no me vi más débil. Vi
con humildad que solos. era un ser humano más, que buscaba al igual que todo el mundo la
felicidad.
Iniciaba así el camino hacia la recuperación y me esforzaba cada día en serio para hacer todo lo que
me pedían en el centro, que no era fácil. Incluso llorando mientras comía, cuando lo que quería
hacer era correr horas y horas para quemar las calorías que me obligaban a ingerir y que me hacían
sentir como un globo. Conseguía así, con la constancia que me caracterizaba, iniciar lentamente la
vuelta a la vida.
Quince días después salía del centro de la mano de mis padres, que orgullosos de mí reían y lloraban
a la vez. Yo estaba contenta, pero tenía miedo. Había logrado superar una etapa muy difícil de la
anorexia, pero lo peor estaba por venir.
Las enfermas de anorexia podemos superar la anorexia pero, al igual que otras enfermedades,
quedan latentes en la memoria las huellas que nos ha dejado. Si no se trabaja a fondo el motivo
psicológico que la desencadenó, a la mínima de cambio, se despierta.
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Había, pues, nuevamente que aprender a vivir con otro monstruo.
( 91 )
LA VISITA DE CELESTE
Había salido del centro hospitalario con pautas y rutinas claras que debía seguir día a día. Ernesto
había sido muy duro cuando nos las contaba. Aunque cuando hablaba se dirigía a los padres y les
orientaba en cuanto al comportamiento que debían tener conmigo, sus ojos me miraban fijamente
de vez en cuando. Esa mirada inflexible me hizo muy bien. Me transmitió toda la fuerza que
necesitaba para aprender a vivir de nuevo.
De nuevo fui a alojarme en casa de mi padre. No había elección posible. Tenía que estar vigilada y la
madre con su horario de trabajo no podía hacerlo. Los abuelos, que habían vuelto a su pueblo, se
trasladaron a casa de mi padre y tuve que enfrentarme al maltrato al que les había sometido tiempo
atrás.
Todo el mundo conocía las estrategias que empleaba con la comida y, por tanto, el control era
exhaustivo. Aunque la intención de curarme era sincera, me costaba mucho romper los hábitos que
había desarrollado durante la enfermedad.
Había perdido el curso y eso me dolía. Me hacían interminables los días y busqué una distracción. La
lectura fue mi refugio. Pasaba horas empeñada en algún libro y, aunque no salía mucho, empecé a
dar paseos con la abuela. Al principio tenía vergüenza que me vieron por la calle. Siempre había
alguien que me observaba descaradamente y el hecho me intimidaba.
Los abuelos también me acompañaban en la visita con la terapeuta. Estas sesiones me ayudaron
mucho cuando salí del centro y ahora siguen haciéndolo, aunque a otro nivel. En una de las sesiones,
la terapeuta me preguntó por qué no llamaba a Quim y trataba de quedar con él. Sólo de pensarlo
me ponía muy nerviosa. No me atreví a hacerlo, pero sí que fui capaz de buscar a Celeste, a quien
había dejado totalmente al margen de mi vida cuando terminé la relación con Quim.
Mi madre me explicó que durante la semana los jefes estaba fuera obligada por los estudios, pero
que de semana siempre volvía. Ese mismo viernes vino a verme. Aunque mi madre le había alertado
de mi estado físico, no pudo ocultar la cara de sorpresa al verme. Le sonreí condescendiente, cada
día en la medida en que mi estado de salud mejoraba, tomaba conciencia del deterioro físico en el
que estaba. Los días pasaban y me sentía cada vez mejor, pero en ningún caso suponía un aumento
importante de peso.
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Celeste estaba espléndida. A los pocos minutos nuestra relación era como siempre. Tanto que no fui
sincera cien por cien, como había hecho siempre. Ese aspecto de mi personalidad me costaba mucho
cambiar.
Fue ella quien habló primero de Quim. No tenía mucho que contarme porque hacía tiempo que no le
veía. El grupo se había dispersado desde que empezamos la universidad y tomamos caminos muy
diversos. Él, de todos sus amigos, era quien estudiaba en la ciudad más lejana. Durante las
vacaciones de Navidad se había dejado ver con una chica, aunque no había definido públicamente su
relación, nos imaginábamos que hacían pareja.
Encontrarme con Celeste fue magnífico. Parte de mí revivió. Había olvidado lo que significaban las
relaciones humanas, compartir confidencias e intereses comunes. Varias veces estuve a punto de
explicarle lo que me había pasado, verbalizar cómo me sentía y gritar muy fuerte lo que no era capaz
de decir a la terapeuta ya los padres: que estaba atrapada en una red pegajosa y complicada, donde
vivía una araña gigante que me observaba tranquilamente, segura de que en un momento u otro me
tragaría. Esta araña de dimensiones considerables no era otra que el ano-
rexia. Día a día hacía avances. Comía lo que me indicaban e iba a la terapeuta, pero tenía mucho
miedo de no poder hacerlo sola. ¿Realmente llegaría un momento en que podría recuperar mi
independencia y continuar sola con mi vida?
Esta pregunta me la repetía un montón de veces a lo largo del día. Anna lo había conseguido, ¿por
qué no debía hacerlo yo? Posiblemente yo también podría, pero no estaba segura del esfuerzo que
supondría. Si tenía que engordar tanto como ella, estaba convencida de que nunca podría
escaparme de la trampa.
La visita de Celeste me hizo bien. Se brindó a venir a verme todas las semanas y ayudarme en la
recuperación. Ese ofrecimiento, sin saberlo las dos en el momento, fue mi salvación. Me despertó la
ilusión de vivir y me ayudó a recuperar la percepción de quien era, una joven con un mayor futuro
por delante.
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CAMBIO DE IMAGEN
Cuando quieres aumentar de peso pasa exactamente igual que cuando quieres perderlo. Al principio
cuesta, pero una vez logras aumentar el primer kilo, el ascenso es progresivo y cada vez más rápido.
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Las visitas de Celeste me ayudaban a esforzarme cada vez más. La veía tan bonita y llena de vitalitar
que quería imitarla, copiar sus gestos alegres, suyos y el peinado juvenil y gracioso que llevaba con el
pelo tan corto y, evidentemente, vestirme como ella. De hecho, fue suya la idea de dejarme algunas
prendas de su vestuario algo hippy, que consistía en blusas y faldas muy anchas y de muchos
colores, y me animó a quitarme la horrible ropa deportiva que evidenciaba, de una manera terrible,
lo delgado que estaba mi cuerpo.
Este cambio fue el inicio de la transformación. Veremos vestida con una ropa totalmente distinta a la
que había usado antes de estar enferma me ayuda a perder de vista el recuerdo de la imagen
antigua, aquella que no me había gustado y por la que había caído en la anorexia.
A continuación, Celeste, animada por la confianza que habíamos recuperado y consciente del bien
que sus visitas me hacían, me propuso raparme la cabeza. Opinaba que así volverían a crecer con
mayor fuerza el pelo y las calvas se verían menos. No lo pensé. La dejé hacer y cuando acabó y me vi
reflejada en el espejo, me encantó encontrar que la joven delgada que se veía tenía las mejillas
encendidas y los ojos llenos de ilusión.
No era Lara de siempre, era otra la que se contemplaba y aceptaba que la transformación era
posible y la quería.
Después de dos semanas sin ver a Celeste, que se preparaba para los exámenes finales, me atreví
por primera vez a ser yo quien iba a verla a su casa. Fue mi primera cichida sola y la hice para buscar
a la amiga que tanto me estaba ayudando y que siempre se había mostrado cien por cien generosa.
Fuimos a comprarnos ropa juntas y me dejé aconsejar.
Fue el primer fin de semana en muchos meses que, arrastrada por Celeste, salía de pubs y me
encantó confundirme entre el gentío con un vaso en la mano, aunque la bebida que había pedido no
me la voy beber. El ruido ensordecedor de la música me recordó que estaba viva y me dio ganas de
bailar.
Me vi con algunos antiguos miembros del grupo y me sorprendió comprobar que nos saludábamos
como si el tiempo no hubiera pasado. No percibí en ninguno indicios de estar enterados de mi
enfermedad, tampoco me importó. El antiguo sentimiento de desprecio que tuve por ellos cuando
empezaba a enfermar había desaparecido y, en su lugar, despertó gratitud por el trato amable y
simpático.
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Ese primer sábado de marcha llegué a casa agotada. A pesar del estado de euforia que
experimentaba en cuanto cerré los ojos me dormí, consciente de que había iniciado un nuevo
camino en la vida.
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DUDAS
A veces me asaltan las dudas y los miedos. Hay días en que la falta de energía me apura y, entonces,
quiero abandonar y dejar de seguir luchando. En estos momentos me obligo a cixir a la calle y me
acerco al instituto más cercano a casa y me siento a observar a los chicos y chicas que entran y salen,
y los que scuan en grupos y charlan ruidosamente. Me obligo a identificarme con ellos y recordar
que tan sólo un año atrás yo era una alumna más en un instituto como aquél, con los mismos sueños
e ilusiones. Debo hacerlo porque con la enfermedad me parece que ha pasado mucho tiempo y me
he hecho muy mayor y los intereses de la gente de mi edad ya no son los míos.
Las confidencias de Carlos me abrieron un poco más los ojos y me hicieron comprender que todo el
mundo no tiene el camino para llegar a donde quiere fácil pero que, a pesar de las dificultades, los
paréntesis y las confusiones, no debemos dejarnos vencer.
Me encontré con Carlos otras veces. Compartimos experiencias y en algunas ocasiones íbamos al
cine. Casi sin darnos cuenta empezamos a formar un nuevo grupo con los amigos que volvían a casa
los fines de semana y de nuevos que, como nosotros, necesitaban a alguien para asustar a la
soledad.
Se hablaba en todo momento del próximo curso, de los estudios que iniciaríamos y de la posibilidad
de compartir un piso entre todos. Esta nueva expectativa, aunque me ilusionaba, me daba miedo. La
idea de no volver a la residencia la encontraba atractiva. Pero no estaba segura de ser capaz de
reanudar los estudios y hacer una vida normal. Me daba miedo vivir con mis amigos y tener
comportamientos extraños que les alejaran de mí. Valoraba mucho la vida que tenía, las relaciones
per- sonales que poco a poco iban consolidándose y, por supuesto, los nuevos intereses compartidos
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que me descentralizaban de mí. Había sido una egocéntrica obsesiva y por fin ahora conseguía que
otras cosas atrajeran mi atención.
Con la comida, las cosas seguían difíciles. No podía evitar contar las calorías de todo lo que ingería y
sólo alimentarme de alimentos sin grasa. Comía cantidades muy pequeñas y el peso se estancó. Al
principio engordé rápidamente pero, en la medida en que mi actitud se normalizaba, mi alrededor se
relajaba y ya no estaba todo el mundo sobre mí.
El no vomitar era para todos un gran avance, así como verme comida, aunque fuera poco. Mi
relación con los alimentos seguía siendo fría y reservada. No era capaz de disfrutar del placer de
degustar una buena comida. Sentarse en la mesa era una rutina obligatoria que hacía cada día para
comer la cantidad mínima de alimentos para seguir viva. Trataba de no ensalivar los alimentos y
alargaba cada comida todo lo que podía.
No podía evitar sentir náuseas cuando veía a la gente que degustaba con glotonería, era incapaz de
entender el placer y el ansia por comer.
Durante mucho tiempo no pude quedar con mis amigos para ir a cenar o comer. Siempre procuraba
verlas después de las comidas y evitaba comida en público. Seguía sintiéndome culpable cada vez
que me introducía un alimento en la boca, como si no tuviera derecho a alimentarme para vivir. Ese
sentimiento es el que más me costó superar.
A veces, cuando el grupo iba de cenar, me excusaba y decía que no podía ir. Tenía un miedo inmenso
de ser rechazado. Me daba cuenta de que era yo quien me apartaba, quien me negaba la
oportunidad de estar con los demás y compartir momentos agradables. Pero, a continuación,
apartaba estos pensamientos y surgía mi personalidad luchadora y fuerte que quería por encima de
todo defender lo que quería, lo que creía que era mejor para mí y en aquellos momentos la decisión
de no compartir las comidas con el grupo era la opción adecuada, aún no estaba preparada para
superar tan dura prueba.
Tengo que decir que ninguno de los amigos me pidió nunca por qué no iba. Sé que todo el mundo
estaba enterado de la enfermedad que padecía, no sólo porque mi físico lo evidenciaba, sino
también porque la voz había corrido y este tipo de enfermedades tan complejas atraen la atención.
La única persona que se atrevió a decírmelo directamente fue Celeste. Y se lo agradecí mucho. Tenía
razón en hacerme entender que comer es humano y forma parte de nuestro día a día, negarlo es
negar la vida y eso no tenía sentido. Que con la gente se compartían muchos ámbitos de nuestra
vida y la alimentación justo era lo más social de torso. Los amigos, los compañeros, la familia
siempre se juntaban a comer para celebrar muchas cosas y que yo también podía estar
alimentándome cómo era mi costumbre si era lo que deseaba.
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Tardé semanas en decidirme pero fui capaz de salir a cenar con todo el grupo cuando llegaron las
vacaciones de verano. Tengo que decir que fue todo un número, pero fui capaz de sentarme y comer
con mis amigos aunque sólo jugué un poco con la ensalada y conseguí tragarme unas hojas de
lechuga. Fue un gran reto de lo que salí triunfadora, lo pasé muy bien y no me sentí rechazada en
ningún momento. Había logrado dar un paso más hacia la normalidad.
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Aunque la enfermedad sigue latente ya menudo se hace presente en antiguas costumbres que se
resisten a marchar, he mejorado mucho. Sé que sin el cariño de la familia y de Celeste no lo habría
conseguido. Todo lo que he aprendido de la terapeuta que sigue tratándome y del equipo que me
atendió en el centro donde estuve hospitalizada también ha sido de gran valor en mi recuperación.
No quiero seguir mirando hacia atrás porque tengo nuevos planes para mí y sólo puedo atender al
presente, todavía soy incapaz de pensar en el futuro.
Para que el testimonio aquí narrado esté completo, haré una especie de decálogo que define la
anoréctica y señala los rasgos más terribles con la intención de que Celeste entienda hasta qué
punto he estado enferma y, al mismo tiempo, para recordarme cuál es el camino que no debo
seguir, dado que el próximo curso compartiré piso con ella y otros colegas y ella se ha comprometido
a vigilarme de cerca.
-La anoréctica come como si estuviera a régimen, a pesar de que es muy delgada.
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-Normalmente vomita después de comer. -Toma muchos laxantes y diuréticos.
-Utiliza ropa muy grande para esconder el cuerpo. -Se excede en la práctica de ejercicio.
-Se niega a mantener un peso normal. -Percibe una imagen distorsionada de su cuerpo.
Aunque existen otros síntomas que no llamo y que son muy evidentes, éstos son un pequeño
resumen de los miedos más frecuentes entre los anorécticos. No es raro reconocerlas entre un
grupo de jóvenes. Algunas pueden llegar más lejos que otras en el desarrollo de la enfermedad y el
grado de gravedad, pero muchas jóvenes la padecen sin que las personas que las rodean sean
conscientes de la peligrosidad de las manías que tienen hacia la comida.
También cabe señalar que el motivo que lleva a cada enferma a caer en la anorexia es distinto pero
no hay que olvidar que el rescoldo donde se origina siempre es el mismo: afectividad débil, miedo al
fracaso, incapacidad para reconducir las frustraciones y, evidentemente, baja autoestima.
Con mi personalidad estricta y perfeccionista herida de muerte puedo admitir que una mezcla de
todas las carencias llamadas con anterioridad fueron el caldo de cultivo de mi mal, aunque hoy de
todo esto puedo atreverme a decir que no queda casi nada.
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EPÍLOGO
En un principio, empecé a escribir el diario para mí, como una cina para intentar entender la
enfermedad que padecía y para encontrar una explicación razonada de los motivos por los que dejé
que la anorexia se infiltrara en mi vida y me llevara a las puertas de la muerte.
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Con mi testimonio no pretendo ir más allá de compartir una vivencia que quizá sea útil para otras
enfermas, aunque la anorexia se manifiesta y se vive de muchas maneras según cada individualidad.
Aún así, tiene unos rasgos comunes a todas las personas afectadas.
Sin embargo, lo más importante es saber que la anorexia puede ser vencida. Que la ayuda de los
seres queridos es básica para recuperar el equilibrio emocional, pero la responsabilidad de la
curación sólo es de la enferma.
He sufrido mucho, pero el sufrimiento me ha ayudado a asumir cosas muy valiosas. A pesar de que
pueda ser malsonante después de todo lo que he contado sobre la anorexia, debo decir que ha sido
un foco de aprendizaje que me servirá de por vida.
Aunque a veces decaigo anímicamente y tengo que afanar por recuperar la alegría.
De todas las cuestiones que he superado, admitir que el mundo no gira solos a mi alrededor y que
hay otras cosas que me interesan es lo que mejor me ha hecho. Porque al comprobar que en el
diario todo lo que hay escrito gira en torno a mí, me he visto claramente como una cgocéntrica y no
me ha gustado en absoluto.
Otro avance, hacia mi carácter, ha sido que ya no me deprimo cuando las cosas no salen como yo
quiero, puedo sentirme afectada, pero me remonto con facilidad.
Por último, aunque la enfermedad va remitiendo y la época dura ha pasado, veo que la anorexia
siempre estará espectral a mi lado. Aún así, he aprendido a mirarla de otra manera, como una amiga
que me ha ayudado a abrir los ojos en cuanto a mi persona y que me recuerda en todo momento
que tengo que vigilar mucho para no bajar la guardia.
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