La Democracia en La Organización de La Iglesia
La Democracia en La Organización de La Iglesia
La Democracia en La Organización de La Iglesia
de la Iglesia
Mensaje Navidad
tanto, no es un producto de la comunidad cristiana sino un don
de Cristo por el que El sigue congregando visiblemente a su pueblo
y anunciando el mismo evangelio. La Iglesia tiene como dogma
de fe que el poder sacerdotal ha sido instituido por Cristo (con-
cilio de Trento) y que la potestad de jurisdicción que en la Iglesia
tienen el Papa y los obispos es también un poder derivado del de
los apóstoles por voluntad de Cristo (concilios Vaticano I y Vati-
cano II).
Esta constitución de la Iglesia es lo que justifica la afirmación
tan reiterada de que la Iglesia no tiene una autoridad de origen
democrático, pues su jerarquía le ha sido dada por la misión enco-
mendada por Cristo a los apóstoles y es continuidad de la que tu-
vieron los apóstoles como jefes de las iglesias. "La Iglesia, dice
el cardenal Cayetano, no existe derivadamente del pueblo, sino de
su cabeza, que es Cristo y de quien recibió su origen, su perfección
y su potestad" 21. En este aspecto es grande la diferencia que existe
entre la constitución de la Iglesia y la sociedad humana; y el
querer aplicar a ésta los principios constitutivos de la Iglesia difi-
cultó a muchos pensadores antiguos aceptar la legitimidad de la
democracia. Por lo mismo Pío XII había afirmado que "si se tiene
en cuenta la tesis de la democracia —tesis que insignes pensado-
res cristianos han defendido en otro tiempo— de que el sujeto ori-
ginario del poder civil derivado de Dios es el pueblo, y no la
"masa", resulta clara la distinción entre la Iglesia y el Estado, aun
siendo éste democrático" 22. Con este mismo contexto hay que en-
tender las duras palabras de Benedicto XV: "Declaramos absolu-
tamente imposible que la Iglesia apruebe las innovaciones demo-
cráticas cuya introducción en la Iglesia algunos piden con insis-
tencia" 23.
Y, sin embargo, esto no contradice en nada la necesidad de
una democracia en la Iglesia en el sentido a que antes nos hemos
referido y que es el que corrientemente juzgan los Papas como le-
gítimo en la sociedad humana de nuestros días. La oposición está
sólo con un concepto de democracia entendida como teoría sobre
el origen del poder y la autoridad en la sociedad, pero no enten-
Apología de c o m p a r a t i o n e .
Discurso del 2 oct. 1945 al Tribunal de la Rota:
Doctrina Pontificia, v. V: Documentos jurídicos (Madrid 1 9 6 0 ) .
Aloe. «Cum multa» en el Consistorio del 16 die. 1920: La documenta-
tion catholique, n. 92, 8 enero.
diendo democracia como modelo de una trama jurídica concreta
del poder.
Y es que el pensamiento político sobre la democracia ha evo-
lucionado mucho desde aquel primer planteamiento sobre el origen
divino de la autoridad. Si en un principio la democracia fue una
reacción contra el Antiguo Régimen encarnado en monarquías ab-
solutas que pretendían justificarse por el recurso al derecho divino
de los reyes, o por el amparo yusnaturalista de la sociedad esta-
mental o quizá por un pacto histórico e irrevocable entre el rey y
su pueblo, posteriormente, a lo largo del s i g l o , la democracia
fue sobre todo la reivindicación de una serie de libertades públicas
y derechos de los ciudadanos. Así fueron: el sufragio como instru-
mento de control del poder público, la libertad de expresión y
reunión, la educación política de las masas para que participen en
la vida pública y la ley entendida sobre todo como amparo contra
el abuso del poder.
De este modo se fueron introduciendo lentamente unas aspira-
ciones sociales y políticas de índole democrática y que fueron más
o menos acogidas en cada nación. Perdió interés el tema de la
organización del poder (democracia versus monarquía) en favor de
la promoción de las nuevas aspiraciones por la presencia del pueblo
en la vida pública. Y la democracia designa cada vez más un ideal
de la sociedad política en la que cada hombre aspira a vivir con
la máxima libertad y el orden social es entendido como una mayor
promoción de la persona y de sus derechos.
Es así como la democracia es legítimamente considerada como
un valor positivo en la vida de los pueblos, aunque el modo con-
creto como es promovida en cada nación no siempre esté acertado.
Ya Montesquieu había afirmado que el impulsor fundamental de
toda democracia es la virtud de los ciudadanos. Y así se reconoce
ya oficialmente en el pensamiento cristiano. "Cuando por su ele-
vación cultural antigua y reciente, por su experiencia en el uso de
la libertad social, se muestra el pueblo capaz de colaborar en la
gestión de los negocios públicos, hay fundamento para que reivin-
dique esta participación como un derecho que se le debe" bis. Y
"merece alabanza —se lee en el Vaticano II— la conducta de aque-
llas naciones en las que la mayor parte de los ciudadanos participa
In Mt commentarium.
Citado en Problèmes de l'autorité (Paris 1 9 6 2 ) .
Y en nuestros días Pablo VI ha dicho en una ocasión: "¿Quién
no ve que en otro tiempo, especialmente cuando la autoridad pas-
toral iba ligada a la temporal, que las insignias del obispo eran de
superioridad, de exterioridad, de honor y, a veces, de privilegio,
arbitrio y suntuosidad? Entonces tales insignias no provocaban es-
cándalo; más aún, al pueblo le gustaba mirar a su obispo ador-
nado de grandeza, de poder, de fastuosidad y majestad. Pero hoy
no es así y no debe ser así. El pueblo, lejos de admirarse, se ma-
ravilla y escandaliza si el obispo aparece revestido con soberbios
distintivos anacrónicos de su dignidad" 30.
Estos ejemplos se refieren evidentemente más al ejercicio ético
del poder que a la constitución jurídica o administrativa de la Igle-
sia. Pero, en cualquier caso, prueban la distancia que media entre
el ideal de la Iglesia y las formas concretas y establecidas confor-
me a las que se rige la Iglesia.
Ha sido frecuente el que los modelos históricos del poder en la
Iglesia hayan sido propuestos y enseñados cual si se tratara de rea-
lidades dogmáticas, con la pretensión de darles así mayor estabi-
lidad y alejarlos de posturas críticas.
Uno de estos casos, y quizá el más reciente, es el modelo mo-
nárquico aplicado a la Iglesia. A pesar de los testimonios antiguos
y modernos que hablan de que la Iglesia ha sido instituida con
una autoridad monárquica, tal expresión es totalmente inadecuada
para expresar la voluntad de Cristo sobre el supremo ministerio
pastoral en la Iglesia y es uno de tantos ejemplos de traducción
desafortunada de las peculiaridades de la Iglesia a similares for-
mas del mundo civil. Ya el Concilio Vaticano I que, con sus en-
señanzas acerca del dogma del primado del Romano Pontífice,
tanto ayudó a dar una configuración monárquica a la Iglesia, ex-
cluyó sin embargo que tal dogma pudiera ser equiparado con los
regímenes de monarquía absoluta, a la que tan adictos eran por
entonces grandes sectores de católicos 31. Sólo de una manera abu-
siva y con muchas cortapisas se puede equiparar el ministerio de
Pedro y sus sucesores como una monarquía, pues esa misma fe nos
dice que el Romano Pontífice no puede cambiar nada de la cons-
Mensaje de N a v i d a d .
P. EYT, Vers une Eglise démocratique
de oficios dentro de la Iglesia. La antigua eclesiología nos tenía
acostumbrados a tener como dato primordial la división de estados
y cargos en la Iglesia, lo cual no era más que un reflejo en la
Iglesia de la sociedad estamental en la que ella vivía. La condición
básica y definitoria del fiel es algo comunitario e indiferenciado
para todos los bautizados. Y es esta la dignidad propia del cris-
tiano, a saber, la participación en la misión salvadora de Cristo.
La Iglesia no está hecha desde la jerarquía ni mediatizada por la
autoridad, sino que es un pueblo que vive en comunión con Cristo
de quien recibe todos sus dones. Y sólo desde esta igualdad fun-
damental es inteligible la diferencia de estados, de misiones y de
gracias entre los cristianos; uno no es cristiano desde su condición
de jerarca sino que el ejercicio de un ministerio jerárquico es uno
de los modos de actualizar la condición de cristiano. Y en Cristo,
anterior a su voluntad de dar una jerarquía a su Iglesia, está su
voluntad de congregar a los hombres en su pueblo y hacerles par-
tícipes de su misión. Por eso el Vaticano II sólo habló de la jerar-
quía, de los seglares o del estado religioso después de haber ex-
puesto la dignidad común de todo el pueblo de Dios, a quien
Cristo convoca, a quien le envía su Espíritu y al que conduce soli-
dariamente hasta su consumación en el reino futuro. "De esta
graduación de estados en la Iglesia deriva un principio fundamen-
tal de derecho eclesiástico, a saber, el de que cualquier diferencia
en la Iglesia sólo es aceptable en el marco y sobre la base de una
igualdad espiritual de todos los miembros del pueblo. Este princi-
pio descansa en la razón profunda del bautismo como sacramento
básico de la existencia cristiana" 36.
En consecuencia, las prerrogativas de Cristo son comunes a cuan-
tos forman ese pueblo de Dios. No hay mayor dignidad eclesial en
la jerarquía que en los súbditos. "El pueblo escogido por Dios es
único..., es común la dignidad de sus miembros por su regenera-
ción en Cristo... Así pues, en Cristo y en la Iglesia, ninguna des-
igualdad existe por razón de la estirpe o de la nación, la conducta
social o el sexo... Pues, aunque algunos, por voluntad de Cristo,
han sido colocados en favor de los demás como doctores, distri-
buidores de los misterios y pastores, existe entre todos verdadera
85. Democratización.
fidelidad a la institución divina de la Iglesia. En estas instituciones
debe existir amplia libertad de pensamiento y búsqueda de nuevas
formas de contacto y presencia en el mundo.
Hasta ahora el cristiano no actuaba en la acción eclesial sino a
través de las instituciones centralizadas y organizadas de la Iglesia
(parroquia, diócesis, congregación religiosa, asociación apostólica...)
y sólo como tales reconocidas en la Iglesia. Pero hoy la vida de la
Iglesia ha desbordado estos marcos y son muchos los católicos que
realizan su vocación cristiana en comunidades libres y ajenas a los
cuadros institucionales. Pensamos que sobre este fenómeno se ha
meditado poco, a pesar de que es un movimiento que irá en aumen-
to. Algunas de estas comunidades cristianas, por ejemplo, llegan a
una tal madurez que solicitan la existencia de ministros ordenados
para ellas; ahora bien, es claro que tales ministros no pueden ser
institucionalizados con las mismas características y requisitos que
exige la legislación actual, pues esas comunidades no aceptarán un
ministro con una formación aislada, cual si se tratara de seres saca-
dos del mundo par vivir en un monasterio. En cualquier caso, se
tratará de ministerios con unos vínculos democráticos con la comu-
nidad que nada se parecerán a los que hoy existen.
El modo de organizar la vida pública de la Iglesia y el floreci-
miento de sus instituciones no puede ser dirimido desde un dere-
cho divino que lo hubiese determinado para siempre. Ni siquiera la
vida religiosa, que es uno de los dones que la Iglesia ha recibido
de Cristo, ha sido idéntica siempre, sino que ha pasado por formas
totalmente diversas y sin relación alguna entre sí, como pueden ser
por ejemplo la vida de un ermitaño y la de un miembro de un ins-
tituto religioso moderno. Por eso hay que estar despierto para cap-
tar las necesidades de la Iglesia en cada momento y abierto a nue-
vas configuraciones que pide el mundo en el que ella se desarrolla.
Hoy en la Iglesia son necesarias instituciones y comunidades en que
resplandezca especialmente su espontaneidad y el testimonio de una
libertad sin medida en los modos de seguir a Cristo. Las institucio-
nes sofocadas por leyes y costumbres anticuadas ya no dan testimo-
nio alguno de lo que es la Iglesia; sólo las comunidades vivas y en
uso de la plena libertad de los hijos de Dios son las que pueden
mostrar ese "tejido democrático fundamental" (R. Costé) que es
fruto de una vida en comunidad de fe y amor.
Si antes todo el acento iba sobre el orden, la disciplina, el uni-
formismo y la continuidad de las costumbres, ahora esos postulados
no ofrecen motivación alguna, pues las instituciones se justifican en
razón de la función que prestan al hombre y en el grado en que
sus individuos colaboran en ellas de un modo personalizado. Así las
nuevas organizaciones y grupos eclesiales buscan más abrirse a la
libertad individual y a la solidaridad en la promoción del bien co-
mún. Si los grupos son instrumentos de poderío, represión o mani-
pulación no se justifican en la Iglesia ni testimonian nada verídico
de ésta. Previendo el nuevo orden de cosas el Vaticano II ha expre-
sado condiciones para toda nueva institución eclesial que serían in-
comprensibles en el antiguo ordenamiento. Así, por ejemplo, pide
el concilio a los católicos que cuando obran asociadamente asuman
la responsabilidad de sus propias asociaciones y no hagan recaer
sobre el resto de la Iglesia el éxito o fracaso de sus libres opciones
e iniciativas 86. También pide que cada grupo respete las opiniones
divergentes de los demás grupos y no identifique apresuradamente
la propia opción con el evangelio 87. Advertencias que son muy acer-
tadas y que responden plenamente a las exigencias de una sociedad
democrática.