El Sueno de Whitman Jose Luis Ferris

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JOSÉ LUIS FERRIS

El sueño
de Whitman

Fundación José Manuel Lara


Ayuntamiento de Málaga
Área de Cultura

Iml * instituto municipal del libro

Esta novela fue galardonada con el V Premio Málaga de Novela concedido el 18 de diciembre de 2009 en la sede del Instituto Municipal
del Libro de Málaga. Formaron parte del jurado Ángeles Caso, Juan Cobos Wilkins, Luis Alberto de Cuenca, Ignacio F. Garmendia,
Antonio Orejudo y, con voz pero sin voto, el director del Instituto Municipal del Libro, Alfredo Tajan, actuando como secretaria Rocío
Rodríguez Manzano. El fallo fue ratificado ese mismo día por el Consejo Rector del Instituto Municipal del Libro.

Primera edición: marzo, 2010


®José Luis Ferris, 2010

® Fundación José Manuel Lara, 2010


Avda. de Jerez, s/n. Edif. Indotorre. 41012 Sevilla (España)

Fotografía de cubierta: Getty Images, Isaac Newman


Maquetación y diseño: milhojas. servicios editoriales.

Este libro no podrá ser reproducido,


ni total ni parcialmente,
sin el previo permiso escrito del editor.
Todos los derechos reservados.

Depósito legal: SE-297-10


ISBN: 978-84-96824-58-4

Printed in Spain-Impreso en España


Para papyrefb2: jrmaverick
Para Ana
...sin embargo, nada permanecía, ni la sorpresa,
ni el miedo, ni la risa, ni el dolor.

CHESTER HIMES, Yesterday will make you cry


UNO

La tarde en que el capitán Zaldívar colocó su enorme mano sobre la rodilla de Paulina Sarabia,
así, sin el menor escrúpulo, mirando a la mujer con una ambición concentrada, presionando los dedos
contra la tensa carnalidad de su pierna sin desviarse ni un momento de la expresión de aquellos ojos
que condensaban el espanto, toda la desesperación que cabe en el fondo de una mirada, ella, Paulina
Sarabia, comprendió sin remedio que el desastre era inminente, que la detención de su esposo a
primeras horas de la mañana no se debía a un simple error, sino a un hecho premeditado, a un asunto
de incalculable gravedad que en cuestión de días o incluso de horas podría liquidarse en algún
descampado de las afueras, con el golpe letal de un fusilamiento dictado y rubricado por el hombre
que ahora palpaba su rodilla, el hombre que la estaba observando con la iniquidad de unos ojos
velados por el alcohol, enrojecidos de furia y de insomnio, obstinados en torturarla lentamente desde
la autoridad y el privilegio que le habían concedido los superiores del Protectorado para organizar la
rebelión en el enclave estratégico de Larache, depurando sin ninguna tibieza a todo elemento
perturbador, a cualquier militar o civil desleal, a los traidores que pudieran entorpecer las tareas del
Movimiento en las horas decisivas, y para eso, para llevar a buen fin el sueño de los suyos, la
restitución del orden y la salvación sin condiciones de la patria, era preciso actuar del modo más
implacable, batirse como leones contra los indecisos, proceder sin vacilar cubriendo sectores
estratégicos, abatir cualquier contingente sospechoso y organizar pelotones de detención con el fin de
abortar cualquier posibilidad de resistencia. Por eso ahora, presintiendo lo peor y consternada por
los acontecimientos, los que se venían desarrollando en los cuarteles de Larache los últimos días, en
las calles colindantes, la Casa de Correos y Telégrafos y el Jardín de las Hespérides, ahora, veía con
innoble silencio cómo la mano del capitán Zaldívar insistía obstinada sobre su rodilla con unos
dedos macerados y anchos que se deleitaban abnegadamente en ello.
En la agria penumbra de esos minutos que se adensaban en su respiración, acelerándole el pulso,
su cabeza se pobló de imágenes recientes, de momentos cercanos, de esos meses en que Zaldívar y su
esposo se vieron más que nunca: los encuentros oficiales en el despacho del Cuartel de Ingenieros,
en una sala privada del Pabellón de Trasmisiones o durante las salidas extraoficiales con amigos de
total confianza: tardes y noches en el Casino, cenas en restaurantes de las afueras donde ella ejercía
de acompañante, de pasiva espectadora, con la lógica reticencia de quien se sabe, de algún modo,
vigilada, sometida a la voluptuosa observación del capitán y los suyos.
—Me gustan las mujeres que saben escuchar —sentenciaba Zaldívar sosteniendo la mirada sobre
ella—. Esposas como la tuya, Gadea, escasean en la vida. Mantenía bien atada, bien a salvo de
cuervos como nosotros...
Pero el brigada Gadea, que no concedía el menor valor a los juicios ligeros del oficial, obviaba
el comentario, presionaba la mano de su esposa por debajo de la mesa y reconducía la conversación
hacia el asunto que les había reunido esa noche. Sin embargo, nada de lo que Zaldívar dejó traslucir
en diversos momentos a propósito de ella era pura cortesía. Paulina Sarabia lo pudo comprobar mes
y medio antes de la detención de su marido, a comienzos de junio. El capitán tuvo el arrojo de
presentarse en su propia casa impecablemente uniformado de oficial y con la pistola reglamentaria a
la izquierda de la cintura. Preguntó por Gadea, por supuesto, pero su intención era penetrar en aquel
territorio, ostentar su poder, acercarse a Paulina como nunca antes lo había hecho, sentir de cerca el
perfume que manaba de aquella piel qué le excitaba los sentidos, que desde hacía semanas o meses
acaparaba su conciencia, su voluntad, se instalaba intensamente en su pensamiento nada más abrir los
ojos con el amanecer, o incluso a media noche, cuando se despertaba por un desasosiego de temores
extraños acrecentados por la resaca del alcohol y sabía que no iba a recobrar el sueño, y se veía solo
en su cama, indigno, sin un cuerpo tendido junto a él que, nada más tocarlo, le disipara el espejismo
de tanta incertidumbre. El capitán preguntó por Alejandro Gadea sabiendo que no estaría, ya que esa
misma mañana se habían encontrado en la guarnición de Riffien, pero Paulina fingió una aparente
normalidad y le sirvió té helado nada más advertir el cerco de sudor que empapaba su camisa, la
fruición con que se frotaba insistentemente las manos o esa mirada sostenida y recelosa, como si ella
conociera los motivos que le habían llevado hasta allí, las sospechas que su marido venía
despertando en el oficial los últimos días y, cómo no, el obsesivo deseo que la mujer había fraguado,
noche a noche, en una mente fanática como la suya.
—Tú dirás, Alonso —Paulina miraba al capitán sobriamente, desde la distancia de una silla que
acababa de colocar frente al oficial, asegurándose de que la bata que la cubría ocultaba sin
concesiones la extensión de sus piernas, el mínimo indicio de sus pechos—. Una visita tan
inesperada y a esta hora de la tarde tiene poco de ordinario, ¿o acaso me equivoco?
El silencio de Zaldívar se prolongó más de lo esperado. Miraba nervioso, oscilante, huyendo y
regresando a los ojos de Paulina Sarabia mientras hundía los labios en el té sin soltar el vaso de
ambas manos, amarrado a él como a un resorte firme y seguro.
—Nada de importancia, Paulina. Digamos que se trata de un asunto rutinario. Iba hacia Correos y
me detuve en la puerta. Puede que sólo sean suposiciones, pero hay algo en Alejandro que me
preocupa. Tú lo conoces tanto o más que yo. Últimamente lo encuentro alterado y esquivo, como
todos tal vez. Es mucho lo que nos jugamos. Pero a él lo han visto con gente que no es de fiar. Sus
salidas con el comandante Giménez y otros compañeros de las Navas, ya sabes, Perrero, Lozano,
Utrera, están levantando demasiados recelos. Si sabes algo, es mejor que me lo cuentes. Aún estamos
a tiempo de evitar un disgusto del que nos arrepentiríamos toda la vida. Nadie mejor que tú lo puede
entender. Gadea y yo llevamos muchos años en esto y lo considero casi un hermano.
A Paulina le estaba pareciendo que las palabras del capitán salían manchadas de impostura.
Sabía, en efecto, muchas más cosas de Zaldívar de las que éste podía suponer. Conocía el poder y la
responsabilidad que, desde marzo, le habían atribuido los jefes del Protectorado, el modo en que un
hombre ambicioso como él había renunciado a su vida tranquila en Marruecos para asumir la tarea
de organizar el Movimiento en Larache y hacerse con el control de las comunicaciones en el
momento en que estallase la rebelión. Y para eso debía asegurarse el apoyo de los incondicionales,
captar poco a poco a los tibios y obrar con rapidez contra los desafectos. Lo demás, el entusiasmo
que el jefe de la Legión le había trasmitido desde que le encomendó la paciente tarea de inflamar a la
oficialidad de la zona, de contagiarles la seguridad en el triunfo, quedaría refrendado con la
actuación organizada y decisiva de la Legión, los Regulares y las fuerzas de choque. Pero hasta que
eso llegara, Zaldívar tenía que ajustar y resolver demasiados detalles, y uno de ellos era, sin duda, el
brigada Alejandro Gadea.
—A quien encuentro alterado es a ti —Paulina se había levantado y se dirigía hacia la librería
que ocupaba la pared izquierda del salón, iluminada a esa hora por la claridad de una tarde apacible
de junio que se proyectaba desde la ventana, entre las copas de las palmeras y un aire plomizo e
inmóvil—. Alejandro está como tú, esperando que las cosas se aclaren y dispuesto a lo que haga
falta cuando llegue el momento.
Pero Zaldívar tampoco creía en sus palabras. La miraba con atención desde la butaca del fondo,
apoyando ahora la nuca en el respaldo, tratando de atravesar la opacidad de la tela que envolvía el
cuerpo de la mujer, de adivinar sus formas desde allí mientras acariciaba con la mano izquierda,
instintivamente, la cartuchera del arma. No hablaba, se dejaba llevar por un flujo invisible y primario
que de repente anulaba sus viejas cavilaciones, los asuntos que le mantenían ocupado la mayor parte
del día, los temas por resolver que acababa de dejar sobre la mesa de su despacho, en el acuar-
telamiento de Trasmisiones. Ahora no había otra cosa en su mente que el magnetismo de una mujer
deseable y deseada escudriñando en los cajones de un mueble de madera oscura, a escasos metros de
él, inclinada e insinuante, tierna y complaciente como una esclava.
—Sabía que estaban por aquí —dijo Paulina, sin volverse siquiera, incorporándose despacio—.
Son las primeras fotos de Alejandro al poco de llegar a África, en plena campaña. Hay una en la que
parecéis dos niños, tú y él, uniformados e imberbes como dos escolares.
—De eso hace ya ocho años —los labios de Zaldívar estaban ya viscosamente pegados al oído
de la mujer: se había deslizado hacia ella evitando el ruido de sus botas, con total sigilo—.
Cualquiera nos reconoce ahora —su aliento era una brasa líquida en el cuello de Paulina,
inmovilizada por los brazos enérgicos del oficial, atrapada entre aquel cuerpo húmedo de enorme
complexión y el obstáculo duro del mueble, de espaldas a él, sintiendo con angustia la protuberancia
de su estómago, la presión de sus rodillas paralizándola del todo.
—No me gustan estas bromas, Alonso. Sé buen chico y suéltame —Paulina respiró hondo y
escupió aquellas palabras sin oponerle demasiada resistencia, esperando a que Zaldívar se relajara
del todo—. Te equivocas de persona. No me halaga lo más mínimo que un hombre como tú se
comporte de este modo, recurriendo a la fuerza como un miserable.
Zaldívar, sin embargo, no relajaba uno solo de sus músculos. Insistía en mantener sobre ella una
presión que comenzaba a cegarle, a convulsionarle por dentro, como si las palabras de aquella mujer
vinieran de otro lugar o tuvieran un efecto lento e inocuo, demasiado sólidas incluso como para
disolverse de inmediato en su cerebro.
Pero nadie es capaz de medir los límites de la desesperación, la extensión que puede alcanzar la
rabia en un momento inesperado, cuando el dolor no es sólo un sentimiento abstracto e íntimo, sino
una sacudida que envenena la sangre, que oprime las muñecas y te abrasa la mandíbula, la nuca, la
cruz de la espalda..., una desgarradura que a Paulina le sabe a humillación, a injuria viva si proviene
de alguien que abusa de su fuerza, que quebranta tu voluntad con un fanatismo enfermizo, alguien que,
sin embargo, en un momento de inflexión, en un lapso de confianza, afloja los dedos de la mano y
permite que el brazo de la víctima salte contra él, inopinadamente, y le descargue en el rostro, sin
mirarle si quiera, el borde afilado de un objeto que le saja la piel de la cara; y de pronto retrocede,
despierta de algo, se toca el pómulo y siente el palpito de su propia sangre, caliente aún, manando
entre sus manos.

—Te lo dije, Zaldívar. No lo vas a conseguir —la mujer de Gadea se había desprendido del
capitán y ahora lo miraba de frente, con un rictus duro de desprecio y de agravio, esgrimiendo en la
mano derecha la caja metálica de las fotografías—. Cerdos como tú deberían estar fuera del Ejército
y del mundo. Y recuerda que no es éste un buen momento para ti. No te conviene airear este incidente
y puede que a mí tampoco. Sólo lo siento por Alejandro. Siempre te creyó un amigo leal. Eso es,
leal, una palabra que, sin duda, habrás olvidado.
Sin embargo ahora estaba allí, junto a él, junto al mismo Alonso Zaldívar, rogándole por la vida
de Gadea, insistiendo sin descanso, pidiendo no clemencia, sino razones sobre su detención,
argumentos que pudieran respaldar su arresto a primera hora del día, la mañana del 20 de julio de
1936, a punta de pistola, tal y como le habían contado, sin mediar palabra. Ella sabía que Lasa e
Ibarrola obedecían órdenes, por eso entraron sin más en el dormitorio de la Plana Mayor,
acompañados de varios soldados, y empuñando sus armas. Fueron directamente a por su esposo y a
por el brigada Sarrión. Les ordenaron que se levantaran, así, sin tiempo a nada más, descalzos y con
las manos en la nuca, que siguieran luego a los tenientes. Al parecer fue Alejandro Gadea quien
opuso cierta resistencia, no física sino verbal; pronunció alguna cosa que encolerizó aún más a los
dos oficiales. De allí los condujeron a uno de los calabozos del acuartelamiento y, a media mañana,
los sacaron del batallón en un camión civil. Paulina tuvo conocimiento del arresto a la hora de
comer. Fue la mujer del comandante Giménez quien se acercó hasta su casa y le advirtió de la
situación: «No quiero que te alarmes, pero conviene que vayas a hablar con alguien de Jefatura,
Robayna o Zaldívar. Diles que tu marido no es un traidor, que te escuchen al menos». Pero Zaldívar
no estaba para nadie y se negó a recibirla. Lo demás fue un acto desesperado de coraje y de rabia, de
absoluta obstinación. Paulina esperó más de una hora en la puerta principal del acuartelamiento de
Trasmisiones, junto al cabo que vigilaba la entrada. Antes de dirigirse hacia aquel batallón, se había
colocado un vestido de viscosa que apenas se ponía porque realzaba en exceso sus formas, le
concedía una desusada ostentación, una plenitud física que decidió ocultar bajo prendas muy sobrias
desde que se casó con Gadea y se trasladó a Marruecos. El vestido, de corte alto, estampado en
azules, de una consistencia casi elástica que se ceñía a su cintura y a sus pechos con severa
precisión, era una de las armas que pensaba emplear contra Zaldívar. Pese a la premura con la que
había actuado en cuanto recibió la noticia del arresto, la angustia que la empezó a abatir nada más
irse la mujer de Giménez, al calibrar a solas la gravedad de lo que estaba sucediendo, Paulina
Sarabia tenía siempre un punto de frialdad que le permitía controlar y disponer sus acciones con
admirable estrategia. Le había ocurrido en momentos decisivos de su vida, con sólo doce años,
cuando su madre murió consumida por la tuberculosis y la fiebre y ella tuvo que hacerse cargo de la
casa, de su hermano Miguel, un niño de sólo cuatro años, y, sobre todo, de su padre, que acusó
aquella soledad sin dignidad alguna, avejentándose por días y dejándose vencer por la postración, el
desánimo, el miedo a un desamparo enorme y lacerante. Pero Paulina se hizo cargo de todo sin el
menor síntoma de desfallecimiento, sin derramar una lágrima, haciendo acopio de una inventada
severidad contra sí misma y de una compostura que, en el fondo, era puro fingimiento. También hubo
de emplear esa misma firmeza cuando Alejandro se cruzó por su vida. Ella no había salido de
Montefrío, salvo algún viaje a Granada para acompañar a su padre cuando aún era muy niña, por eso
fue toda una revelación verlo aparecer por la plaza vestido de soldado, junto a otros jóvenes del
pueblo a quien ella conocía sólo de vista, de cruzarse con ellos por la calle o de algunas verbenas.
El era deliciosamente distinto, irreal en cierto modo en aquel mundo adormecido por la monotonía y
el trasiego invariable de una tierra detenida en el tiempo, varada en su propia memoria. Por eso,
cuando Alejandro Gadea la miró por primera vez y ella sintió que algo se retorcía en sus entrañas, no
dio tregua a sus dudas y se amarró al convencimiento de que su día había llegado, de que aquel
hombre traía con él una incontestable invitación a la vida, toda la generosidad que se le había negado
hasta entonces, la hermosa aventura de salir de allí y comenzar de nuevo, en otro lugar, bajo otro
amparo, sin la diaria necesidad de seguir engañándose.
Pero ahora le golpeaba más que nunca la angustia, el calor de una tarde de julio diferente a las
demás, junto a la verja entreabierta del batallón de Trasmisiones, esperando a que Zaldívar saliera
de su despacho y mirara por un momento hacia ese lugar, que la viera por un instante, sólo eso, y algo
se conmoviera en él al contemplar su rostro transfigurado por la angustia, el vestido que se había
colocado expresamente para ir a su encuentro, la visión de una mujer herida y deseable que se
obstina en esperar, que le exige desde la distancia tan sólo unos minutos de su tiempo.
—No se quede ahí —el capitán había alzado la voz sin alterar el semblante, agitando el brazo
para que Paulina avanzara hacia el interior del recinto—. Le he dicho a Vidaurreta que no estoy para
nadie y usted no es una excepción —se lo dijo frente a frente, abriendo de nuevo la puerta del
despacho e instándola a pasar—. Cada hora, cada segundo es determinante en estos momentos y no
me puedo permitir relajos de este tipo. Tú dirás.
La mujer anotó la falsa formalidad de Zaldívar, su trato distante de hacía unos minutos, en el
exterior y en presencia del cabo de guardia, y su actitud de ahora, gélida aún pero tuteándola de
nuevo, aminorando gradualmente la marcialidad de sus palabras.
—¿Qué piensas hacer con él? —Paulina buscaba un tono conciliador, de evidente proximidad,
pero en el instante en que el oficial hizo el gesto de bajar los ojos, ella lo tomó por la mandíbula y le
alzó la cabeza—. No me huyas, Alonso. Esto es muy serio. Conoces a Alejandro mejor que nadie. Es
un hombre íntegro, un militar de raza. Os habéis ayudado el uno al otro en momentos difíciles. Ha
hecho mucho por ti y tú lo sabes.
—Te equivocas, Paulina —el capitán se palpó por un momento la repulsiva cicatriz del pómulo,
mirándola a los ojos, endureciendo la expresión de la cara—. El brigada Alejandro Gadea no es el
hombre que tú y yo hemos conocido. Al menos no el mismo que en los últimos meses ha estado
envenenando a los suboficiales de las Navas con consignas antifascistas, el mismo que .ha
reconocido pertenecer a una asociación militar patrocinada por el gobierno de Madrid, la U.M.R.A.,
de claro signo izquierdista, el mismo compañero, escúchame bien, que animó a Perrero y a Utrera a
entrar en una de las logias de Larache. Tengo la lista, sus nombres, los recibos de la cuota de
ingreso, ahí están, puedes examinarlos a fondo, setenta y cinco pesetas y el derecho a ser masón, a
traicionar a los tuyos y a conspirar contra el espíritu de una rebelión que la mayoría creemos
necesaria y urgente. Lo siento Paulina, no hay paso atrás y Gadea es un obstáculo y un contratiempo
para el triunfo de la Causa. Nosotros, los sublevados por la justicia y el orden, somos ahora, lo
entiendas o no, la única legalidad, la única fuerza, la única razón posible.
Había pasado la vida entera engañándose a sí misma, tratando de aceptarla con una valentía fuera
de lo común, creyendo que los momentos de mayor desarraigo, pesadumbre y soledad eran sólo el
precio, el trámite para alcanzar un estado más continuo de felicidad y de amparo, una forma de
normalidad en la que ella pudiera actuar sobre las cosas, preservarlas de cualquier acción
terminante, defenderlas como un territorio íntimo.
La vida entera para eso, para verla desmoronarse poco a poco entre sus manos mientras escucha
la sentencia delante de un canalla como Zaldívar, un hombre que, sin duda, la sigue deseando en ese
instante de abatimiento y angustia, cuando todo está perdido para ella, un hombre que la mira ahora
con afilada convicción, que deposita lentamente la mano sobre su rodilla y la palpa después
deleitándose en ello, en el momento en que advierte que Paulina Sarabia ha cedido a toda voluntad,
que consiente, siempre en silencio, que la mano insista, socabe poco a poco entre sus muslos, se
detenga después, alargue la tortura y permita que esos ojos que la juzgan, que la miran tan
concentradamente, la examinen arrogantes, húmedos, desmenucen centímetro a centímetro la
expresión de su boca, de su rostro demudado y vulnerable, vencido acaso.
—¿Harás algo por él? —decía con debilidad, con una voz procedente del fondo más profundo,
comiéndose las lágrimas, notando la mordedura de los labios de Zaldívar en un lado del cuello,
abrasándola con una consistencia fría y gelatinosa—. Júramelo. Dime que no dejarás que lo maten.
Ahora era su mano izquierda la que reptaba por el muslo, la que avanzaba titubeante y enorme
por debajo del vestido, creciéndose de fiebre.
—Eso no es cosa mía —susurró el oficial sin dejar de rozarla con la boca, rascándole la piel—.
La vida de Alejandro Gadea depende enteramente de ti.
DOS

—Haga cuanto pueda y sea claro conmigo. Si le interesa, ya sabe mi teléfono.


La mujer que pronunció estas palabras desde el otro lado de la mesa, a un metro escaso de mí,
mirándome con toda la firmeza de la que un ser humano puede hacer acopio, como si en ello le fuera,
más que la vida, un deber insoslayable o la restitución incluso de su propia dignidad, se llamaba
Julia Gadea Sarabia. Su nombre lo había escuchado por primera vez dos días antes de conocerla en
persona, cuando alguien llamó a la editorial y preguntó por Ramírez, don Luis Ramírez, con ese punto
de formalismo caduco o de fingida adulación, para espetar seguidamente que se trataba de un asunto
de relativa urgencia, pero que convenía no demorar en exceso. «Le aseguro que es algo de interés»,
me dijo, y que si no estaba Ramírez ni pensaba estar hasta primeros de noviembre, daba por hecho
que alguien habría en la oficina para dedicarle unos minutos y obrar, al menos, en total consecuencia
y con la debida eficacia. Fue al final de su brillante intervención telefónica cuando pronunció su
nombre un par de veces, la segunda con estudiada lentitud, para que tomara buena nota y le
dispusiera un lugar en mi agenda junto a una fecha no demasiado lejana. Era evidente que aquella
mujer no conocía lo más mínimo a Ramírez, su tendencia al recelo, su modo natural de reprobar a los
extraños, de emplear la indiferencia a fondo, pero sobre todo ignoraba el funcionamiento de una
editorial, por muy provinciana y ruinosa que ésta resultara, y los intrincados mecanismos defensivos
que suelen preservarla de poetas desalmados, incombustibles novelistas que amenazan sin el menor
escrúpulo con narraciones salvajes, vandálicas incluso, para acabar con ese cortejo de escribidores
obstinados en publicar cualquier sandez mecanografiada a doble espacio. Aquella mujer que decía
llamarse Julia Gadea Sarabia me estaba solicitando sencillamente una entrevista y yo, saltándome los
filtros reglamentarios, conmovido acaso por su palmaria ingenuidad o por el modo tan expeditivo de
conciliar mi interés con cuatro frases bien resueltas, le di cita para dos días más tarde.
Conviene advertir, antes de que este relato alcance los derroteros impredecibles que me
propongo detallar y en los que el destino me acabó involucrando con una habilidad indecorosa, que
mi vida, hasta aquel mismo momento, era un perfecto manual del despropósito. Quiero decir que mis
últimos veinte años, tras licenciarme en Filología Inglesa con un expediente académico lleno de
convocatorias de gracia y soberanos esfuerzos, no fueron nada ejemplares. Diré más bien que en las
fechas en que Julia Gadea irrumpió en mi vida yo era un náufrago recién reflotado que comenzaba a
vislumbrar tierra firme en una pequeña editorial de provincias. Y eso se lo debía enteramente a
Ramírez, ya que mi reciente incorporación a su empresa, pese a las precarias condiciones y el
menguado sueldo, me parecía un obsequio inmerecido, una prometedora manera de olvidar el largo
peregrinaje de empleos ocasionales y absurdos a los que había sometido la mitad de mis años. Y
ahora que menciono con relajado desdén y un punto incorregible de melancolía ese tiempo perdido,
malviviendo con salarios miserables y afrontando episodios que sólo servirían para engrosar mi
descrédito, reconozco mi culpa en tan lamentables trabajos y admito de buen grado cualquier
acusación al respecto, sobre todo en lo que concierne a mi vieja vanidad y a mi insostenible deseo de
vivir de un talento creativo que nadie tuvo la honestidad de cuestionarme cuando el remedio era
posible, al comienzo de todo. En contra de mis esperanzas, el premio que obtuve con uno de los
primeros relatos que logré pergeñar y concluir, arruinó mi futuro. Fue en un pueblo de Murcia que no
pienso inmortalizar en estas líneas. Me desplacé hasta allí acompañado de un grupo de
incondicionales que no paraba de jalear mi buena suerte, mi instinto natural para el verso y la
Tabulación. Una escribanía de plata y un paseo procesional por las calles principales de la villa,
custodiado a ambos lados por la reina y la musa de la Huerta, delante de un séquito festivo de
muchachas de blanco, de gentes ornadas con ropas de otra época y un quinteto de músicos que
animaba el cortejo, fueron el pago que pude cosechar por un sesudo cuento sobre el desamor y sus
secuelas en el que había invertido muchas noches de insomnio, terquedad y diccionario. Sin embargo,
el germen de aquella experiencia, lejos de disuadirme de posteriores intentos, me llenó la cabeza de
una gloria que tendría que venir en ocasiones más favorables. Y obcecado en ello, cegado por ese
resplandor de grandes gestas literarias, renuncié a las prescritas oposiciones de agregado de
instituto, a firmar un doctorado o conquistar una plaza de traductor en un organismo de altura. Así que
el tiempo trascurría sin un nuevo premio que llevarme a la boca y sin que un miserable editor
respondiera a la llamada de los innúmeros manuscritos que enviaba correctamente certificados.
Mientras tanto, aquel repertorio de inéditos que brotaba sin piedad de la factoría de mi Amstrad
8512 se acumulaba en un rincón, bostezaba a solas, mientras yo me iba habituando a la mirada
recriminatoria de mi padre, a soportar con docilidad sus ojos sobre mí, no sólo como un largo
reproche que iría alcanzando proporciones gradualmente demoledoras, sino como un signo fatal de
ese futuro que me aguardaba de no actuar con la debida urgencia, dejando a un lado mis infundados
sueños de novelista respetable y con la suerte de cara.
Quizá por amor propio, porque el fracaso se fue haciendo pertinaz y mi padre menos transigente
conmigo, un día decidí destruir buena parte de aquel arsenal de originales y salir en busca de trabajo.
El rosario de empleos en los que probé fortuna hasta mi llegada a Mariola Editores, la empresa de
Ramírez, fue variopinto y penoso. Invertí año y medio en la venta a domicilio de una lujosa
enciclopedia que incluía dos apéndices y un atlas físico-político que, debido a los repentinos ajustes
mundiales, perdió el calificativo de actualizado en plena campaña comercial. Hice de eficiente
recadero para Notarios Reunidos S.C., de relaciones públicas en una sala de fiesta de la costa que
sólo abría sus locales los meses de verano, de expendedor en una gasolinera y hasta de auxiliar de
conductor en una línea de autobús escolar que me sirvió, entre otras cosas, para conocer muy a fondo
el trazado urbano y las razones que llevaron a Heredes a cometer aquel infanticidio bíblico. Luego
vino lo de Fany, un episodio tan prometedor como fugaz que resolvió durante quince meses mi
precaria economía y la maltrecha relación que venía fomentando con mis padres. Su nombre
completo era tan elocuente como el modo de hablar que empleaba en público o esa visión heredada y
selecta que tenía del mundo en general: María Estefanía Delgado de la Cruz y González Tercero. A
mí, sin embargo, me gustó desde la primera vez que la vi. No era habitual que alguien de su especie
reparase en un cuarentón como yo, mediocre de altura, algo patizambo y rigurosamente reñido con el
buen gusto, con la moda y con las ropas de marca. El día que nos encontramos en El Café Español
debí de perecerle, a primera vista, un hombre lamentable. Sobre la mesa, a escasos metros de la
entrada, la taza de café reivindicaba un espacio entre mis folios, entre un velón encendido y algunos
libros desparramados que debían de ser mis lecturas de entonces. Recuerdo bien la fecha porque tuve
el detalle de anotarla en un sobre de azúcar que guardé entre las primeras páginas de La Fiesta del
Chivo: 11 de septiembre de 2000. Sin embargo, ella no se detuvo por el estropicio visual que
involuntariamente causaba mi estancia transitoria en aquel salón, sino porque mi teléfono móvil había
desertado de la mesa y yacía sobre el suelo enlosado y oscuro.
—Debe de ser tuyo —me dijo, acercándome el aparato, tomándolo entre el índice y el pulgar
como si fuera un explosivo o el cadáver de un animal nauseabundo—. No lo vayas a perder. Es un
Ericsson de museo.
Al levantar la cabeza me encontré con los ojos más claros que había visto en mi vida, brillantes y
perfectamente sombreados de malva bajo dos cejas delineadas con una simetría de amanuense. El
rímel remataba el prodigio, pero el óvalo de su cara, maquillado y sutil, me remitió de un modo
irremediable a Boticcelli, a esos rostros que sólo existen en la inmortalidad de un cuadro o en los
espejos de la imaginación.
—Qué le vamos a hacer, es un regalo —mentí—, y además lo uso muy poco. La tecnología no es
lo mío.
—O sea, que lo tuyo es montarte la oficina en cualquier café de la ciudad y escribir la segunda
parte de La Guerra de las Gaitas.
Las dos amigas que acompañaban a Fany entendieron que la ironía comenzaba a rebasar la
indiscreción, se hacía impertinencia, y decidieron esperarla fuera, a salvo de una reacción
inesperada por mi parte. No conocían mi timidez, ni tampoco mi enorme dificultad para establecer
una conversación fluida con los desconocidos; todo un defecto que se incrementaba sin duda si la
persona que tenía delante era del género opuesto y se vestía en Loewe o en Max Mará. Además, si a
algo estaba resignado en la vida era a la idea de que determinadas mujeres de este mundo son
inexorablemente ajenas a hombres como yo, habitan un reino paralelo al nuestro pero nunca
convergente, están diseñadas para ser vistas desde la prudente distancia de quien mira el interior de
un escaparate y se recrea morosamente en esos objetos que nunca serán suyos. Por eso, cuando Fany
se detuvo junto a mi mesa sin el menor reparo, dándome a entender que ella y sus acompañantes se
habían divertido a mi costa poco antes de abandonar el establecimiento, me vi atrapado en mis
propias limitaciones y apenas tuve reflejos para responder con una frase hiriente y lúcida.
—No se ría de mí. Aunque le parezca extraño, en lugares como éste el tiempo transcurre de otro
modo. El trasiego y el vocerío de estos cafés no me perturban nada, al contrario, hacen que me sienta
acompañado, más integrado en la vida.
—Entonces es verdad que eres escritor.
—Lo intento al menos, pero no puedo recomendarle ninguno de mis libros. No hay editor que se
anime a hacer negocio con ellos. La demanda, el marketing, ya sabe.
Me miraba sin bajar el listón de la insolencia, percatándose de mi indefensión y de lo mucho que
había fumado en aquellas dos horas al ver el cenicero abrumado de colillas aplastadas.
—¿Me invitas a un cigarro?
Me lo dijo relajando la voz, permitiendo que le acercara el paquete de Nobel que guardaba,
intacto, en el bolsillo de la chaqueta. Luego comenzó a desprecintarlo sin apartar sus ojos de los
míos, sonriendo de nuevo, recreándose en la cajetilla y extrayendo finalmente un cigarrillo que
depositó con suavidad entre sus labios. Cuando adelantó la cara hacia mí para que le diera fuego
comprendí más que nunca que Fany era de otro mundo, de una esfera distinta a la de un mortal como
yo.
—Ahora no tengo tiempo, me están esperando, pero me puedes llamar al móvil —sacó del bolso
una tarjeta y la dejó sobre el canto de la taza vacía—. Tengo libres las tardes. Me intriga saber lo
que esconde una cabeza como la tuya. No se conoce todos los días a un escritor que se resiste a
morir, a ser abatido por el fracaso.
Dos días después comencé a llamarla. Al principio todos mis intentos se topaban con la respuesta
aséptica de un buzón de voz que me invitaba a dejar el mensaje, una sugerencia a la que jamás
sucumbí. Colgaba de inmediato y me sumía en un estado de desconcierto que me impedía poner orden
en las cosas. Me asombraba de mi propia actitud, del interés obsesivo que una mujer como aquélla
me estaba despertando pero, sobre todo, me negaba a admitir todas las convicciones que yo mismo
tenía de muchachas como Fany, a las que había ridiculizado más de una vez en tertulias de amigos y
en un par de relatos que ni recuerdo ya. Mi desconocida insistencia fue la que consiguió, no obstante,
que, a la séptima llamada, la voz inconfundible de Estefanía me consolara de tanta inculpación y de
todas las retóricas e hipótesis con las que me estaba atormentando. Nos vimos esa misma tarde en la
quinta planta de unos grandes almacenes. Allí, en el restaurante cafetería, junto a un mirador abierto a
la panorámica insólita de una ciudad que acusaba los primeros síntomas del otoño, supe que Fany
estaba hecha de una materia invulnerable a las penurias mundanas. Me confesó que había estudiado
Derecho pero que no ejercía su verdadera profesión, sino que trabajaba de asesora fiscal en una
conocida empresa constructora. Su padre, don Alberto Delgado de la Cruz, era un reputado juez de la
Audiencia de Alicante y miembro de una estirpe familiar de marcado abolengo. Todo soplaba, pues,
a mi favor para acabar sintiéndome más ridículo y miserable que el día en que tropecé con la
claridad de aquellos ojos. Mientras ella hablaba yo trataba de fingir con pequeños movimientos de
cabeza, con gestos muy vagos, que me complacían sus palabras, la prematura confianza que empleaba
conmigo en nuestra primera cita a solas, pero en el fondo hacía que me sintiera indigno e incómodo
ante ella, arrepentido de haber provocado un encuentro en el que la vanidad de Fany podía disfrutar
del sparring idóneo para demoler la escasa autoestima de un adversario como yo, para hacerlo
pedazos y dejarlo allí, sobre la lona de un café atestado de público a esa hora de la tarde en que los
ociosos ocupan su localidad, se parapetan detrás de un tazón de té y miran de soslayo, observan
taimadamente, como esperando el momento en que ruede la cabeza de la víctima. Sin embargo, mi
instinto de fabulación me la estaba jugando de nuevo, porque ni ella era tan perversa ni yo tan
mezquino como mi empeño en verlo de ese modo. Lo comprobé cuando la mujer que tenía frente a mí
dejó repentinamente de hablar, se llevó a la boca un cigarrillo y, antes de encenderlo con una
laboriosidad de secuencia cinematográfica, alargó la mano hasta mi frente y la fue deslizando por la
sien, por el pómulo, por el contorno mudo de mis labios.
—No he dejado de pensar en ti desde el lunes —sé que no se burlaba, que había un temblor
sincero en el tierno arrebato de tocarme, de acariciarme de cerca—. No sé nada de ti y, ya ves, te
cuento mi vida como si nos conociéramos de años.
Lo demás fue un suave tránsito hacia la felicidad. Comenzamos a vernos con una frecuencia
diaria. Su primer regalo fue un teléfono móvil de última generación que ella misma contrató a su
nombre para que me despreocupara de todo.
Me llamaba desde la oficina, desde el gimnasio o desde el centro de estética al que acudía dos
tardes por semana. En algo más de un mes y sin habernos confesado nada determinante, me había
presentado a sus principales amigas, a varios compañeros de trabajo y a su hermano Alfredo, un
próspero gestor inmobiliario que me puso al corriente en diversos planes urbanísticos y en ciertas
inversiones con beneficio garantizado. Por supuesto que le agradecí su franqueza, pero sobre todo el
respeto que me profesó desde el principio. Sin duda Fany había divulgado entre las personas de su
confianza una imagen distorsionada o falsa de mí. Por aquellas fechas y en vista de que no me
renovaban mi trabajo en la línea de transporte escolar, me vi obligado a solicitar una vacante en las
listas de desempleados reincidentes y a esperar una nueva oferta. Ella, no obstante, lo sabía. Estaba
perfectamente informada de mi calamitosa situación, de mi demostrada inoperancia y de mis
frustrados intentos de colocar un manuscrito en el despacho de algún editor. Pero ninguno de mis
fracasos empañaba lo más mínimo mi relación con ella, más bien intensificaba en la muchacha un
sentimiento de protección, de dominio y de entrega sobre mí que acabó por unirnos mucho antes de lo
esperado.
Una fecha tan señalada como las fiestas de Navidad nos pareció la más propicia para que
conociera a sus padres. Por entonces mi indumentaria y mi aspecto habían mejorado sustancialmente.
Me afeitaba todas las mañanas, empleaba desodorante y una colonia carísima que Fanny eligió para
mí. Opté por humedecerme el pelo y fijarlo con un gel que prolongaba ese aire de loción y pulcritud
con el que debutaba cada día, nada más levantarme. Comencé a lucir un optimismo atrofiado hasta
entonces, vencido por la falta de uso. De la ropa se ocupaba personalmente ella, pero con un afán
restaurador completamente fiel al modelo primitivo; quiero decir que respetaba mi afición a las
chaquetas oscuras, a los téjanos y a las camisas de rayas, pero siempre con un toque de Adolfo
Domínguez o Ralph Lauren que me concedía una prestancia insólita. De modo que el día en que Fany
me presentó a sus padres, la impresión que ambos se llevaron de un infeliz elegantemente informal
como yo, fue menos grotesca de lo esperado. Don Alberto tardó algo más que su esposa en
despojarse de cierto hermetismo ritual, protocolario, pero luego de examinarme a fondo, de
interpretar mis detalles externos, adquirió un progresivo aire de confianza y me hizo acompañarle
hasta el salón principal. Su excelente pinacoteca era la segunda parte del examen. Poner a prueba mis
conocimientos artísticos sobre Lorenzo Casanova, Pizarro, Aguirre o Emilio Várela fue sólo el
pretexto para hablar conmigo a solas y exponerme sus condiciones:
—Fany ya no es una niña. Ha cumplido los treinta y puede hacer con su vida lo que le plazca —
adiviné su preocupación, su esfuerzo por encontrar las palabras precisas y evitar que me hiriera en
exceso su franqueza—, pero no creo que sea bueno para ti, para ninguno de los dos, que no tengas un
empleo decente ni un propósito más práctico que escribir esas novelas que, según he podido saber,
no te reportan el menor beneficio. Tengo amigos, buenos amigos, en la Diputación, en el
Ayuntamiento y hasta en la prensa local. Una simple llamada y en unos días te incorporas a un puesto
digno y respetable. Tú decides.
No me encontraba en condiciones de rechazar su franco ofrecimiento, de responderle con un
arrebato de orgullo, y asumí la sugerencia o la amenaza como un regalo del destino que debía
aprovechar sin pérdida de tiempo. De modo que a primeros de año, de siglo y de milenio me
incorporé a la plantilla de técnicos y auxiliares del Museo de Bellas Artes local para hacer de guía y
conducir a grupos y visitantes ilustres por las distintas salas del edificio. Mi familia acusó muy
positivamente los cambios que había experimentado mi vida tras la aparición de Fany. Si conmigo se
mostraban obsequiosos y afables, con ella volcaron todo su potencial de atenciones, de afectos
guardados, como si su llegada tuviera un estigma profetice, una potestad de sanación sobre mí que ya
empezaba a ofrecer resultados francamente espectaculares. A partir de entonces, las citas y los
paseos con la mujer que había venido a apuntalar mi existencia se fueron asentando en un proceso de
normalidad, de rutina diaria, que si bien en mi caso no modificaba el entusiasmo y la emoción de los
primeros encuentros, en Fany comenzó a ejercer una influencia lentamente corrosiva que se hizo
sintomática hacia finales de verano. Nuestro primer aniversario decidimos celebrarlo a media tarde
en El Café Español y después rubricarlo debidamente con una cena a la orilla del mar, en un lujoso
restaurante del puerto. Pero Fany no dio señales de vida ni llamó para avisarme de un posible
retraso. Yo la esperaba en el mismo velador de la primera vez, con un libro de Augusto Monterroso
que había comprado para ella y una pulsera de caña donde hice grabar mi nombre junto a la fecha de
aquel martes que se prometía aciago: Claudio, 11 de septiembre de 2001. Su teléfono móvil me
remitía invariablemente al buzón de voz. Comencé a preocuparme a partir de las nueve, cuando la
noche se había echado sobre la calle y aquellas tres horas en la cafetería se hacían angustiosas y
eternas. El ánimo del personal también parecía afectado. La gente a mi alrededor vociferaba con una
intensidad fuera de lo común, como si estuviera al corriente de mis íntimas especulaciones, de mi
tortuosas pesquisas por saber algo de Fany, de su extraña desaparición precisamente un día tan
señalado para ambos. Inquieto, desesperado por la remota posibilidad de que algo grave le hubiera
sucedido —un pensamiento que me empeñaba en descartar pero que justificaba a la perfección su
misterioso silencio-salí del local y fui directamente en su busca. Apenas unos minutos después, en
cuanto llegué a su casa y su madre se asomó a recibirme con la sonrisa neutra e invariable de
siempre, supe que un acontecimiento tan ajeno a nosotros como la caída de las torres de Nueva York
había provocado una urgente reunión familiar. Al parecer, tanto las inversiones bursátiles de la saga
Delgado de la Cruz como otros intereses especulativos amenazaban con desmoronarse junto a
aquellas moles de cemento que yacían sobre el corazón de Manhattan. Saber que Fany estaba bien fue
para mí un gran consuelo, pero también la prueba irrefutable del escaso papel que ocupaba en su vida
un año después de nuestra relación formal. Desde entonces y hasta finales de año, todo fue un
agónico peregrinaje en busca de la pasión perdida en el que tuve que oír razonamientos tan amargos
como que yo había dejado de ser el escritor indócil y febril que la cautivó desde el primer momento,
que ahora, lejos de aquella frescura entre bohemia y exótica que aportaba a su vida, era un mero
funcionario acomodado a la monotonía laboral y a las fiestas sociales. Pero de todo aquello, de aquel
torrente de reproches que dosificaba con cautela para que el daño actuara lentamente sobre mi
maltrecho organismo, a Fany sólo la guiaba una causa tan determinante y secreta como Nacho
Villaescusa, un fisioterapeuta argentino que la atendía dos veces por semana en el centro de estética
y que, al parecer, acabó ofreciéndole un paraíso más prometedor que mis paseos a la luz de Neruda o
de Kavafis.
Lo dejamos en diciembre y, a comienzos de enero, tomé la decisión de abandonar también mi
plaza en el Museo de Bellas Artes aduciendo razones de índole personal e irrevocable. Sé que don
Alberto lo sintió en el fondo. El padre de Estefanía me llamó la tarde antes de que mi teléfono móvil
pasara a mejor vida, en cuanto tuvo conocimiento del hecho, para disculparse en nombre de su hija
recurriendo insistente a su eterna inmadurez, pero que no dejara de contar con la amistad de un
hombre de palabra, que estaría encantado de emplear sus influencias en ocasiones futuras.
La verdad es que apenas tuve tiempo de asumir las consecuencias de un desamor tantas veces
anunciado por mi infalible instinto. A principios de febrero, un viejo compañero de Facultad que
ahora regentaba un videoclub en pleno centro urbano, me habló de Ramírez. Recordaba con detalle
nuestra grotesca excursión al pueblo de Murcia donde recibí mi primer y único galardón literario,
también mi antigua predilección por Borges y Cortázar, a quienes defendía hasta el aburrimiento en
el bar de la Facultad. Luego me confesó su extrañeza, lo mucho que le había sorprendido mi silencio
de todos estos años sin saber de mí ni de mi prometedora vida de escritor, atento siempre a los
suplementos culturales de los periódicos, a las noticias literarias, convencido de que en cualquier
momento mi nombre aparecía en algún titular, junto a la reseña de un libro recién publicado. Así de
solícito era entonces Helenio Santacreu, y lo seguía siendo veinte años más tarde desde el mostrador
de un establecimiento de alquiler de películas, humilde como siempre y acaso feliz en aquel negocio
que nada tenía que ver con nuestros sueños lejanos, con la firme falacia de alterar el orden de una
cultura apelillada y rancia que exigía nuestra acción, el levantamiento de jóvenes como nosotros,
adiestrados para arremeter contra las viejas glorias locales desde distintos medios, desde foros de
opinión, reuniones interminables en el café del Riscal o desde esa revista que no fundamos nunca
pero en la que pusimos lo mejor de nuestros años, proclamas incendiarias que se apagaron después,
cuando hubo que enfrentarse a solas con una vida práctica y salvar el tipo de la mejor manera, como
todos hicieron, como había hecho el propio Helenio Santacreu, a quien ahora, tantos años después,
encontraba en la puerta de un local inadvertido por mí hasta aquel instante, sobre la acera por la que
pasaba a diario al regresar a casa, allí, en el oráculo nocturno de una franquicia que cerraba pasada
la media noche; él, exultante y decidido a rendirme de nuevo su antigua pleitesía, la admiración que
me seguía profesando, a neutralizar mis errores y a ponerme a salvo de mi propia conciencia.
—Conozco a alguien que te puede interesar. Viene con frecuencia a la tienda. Edita libros sobre
asuntos locales, gastronomía, tradiciones de aquí, guías de la provincia y algún ensayo de venta
garantizada. Va a lo seguro. De qué otro modo se iba a embarcar en un negocio de locos. Te puedo
dar el teléfono y la dirección de su casa —Santacreu hizo una breve señal para que fuera hacia él y
empezó a teclear en el ordenador, a concentrase en el resplandor azul de la pantalla—. Toma nota.
Luis Ramírez Ventura. Bazán 18. Dile que vas de mi parte.

Había aprendido mucho en ese tiempo, lo suficiente como para asumir otra nueva decepción, otro
fracaso que echar sobre mi espalda y que trataría de ir superando en un plazo de muy difícil
pronóstico. Por eso, cuando me cité con Ramírez en un pequeño bar de la Plaza Nueva, muy cerca de
su oficina, fui con el ánimo dispuesto a no obtener de él más que un trato cordial y algún que otro
discurso sobre la oferta y la demanda, los malos tiempos que corren para los pequeños editores de
provincias que malviven por puro amor al oficio, por nostalgia de algo. Pero Luis Ramírez no era
así. Lo encontré junto a la barra apurando un soberbio bocadillo de calamares, delante de un plato de
aceitunas y una jarra muy fría de cerveza. Su aspecto me desconcertó al principio y dudé mucho de
que él fuera el hombre que estaba buscando. De cualquier modo, el resto de clientes que ocupaba las
mesas y el largo mostrador no ofrecía una imagen que mejorara la de Ramírez, acodado a dos brazos
sobre su almuerzo, torvo de espalda y hundido en un suéter desvencijado que denunciaba su
delgadez, su osamenta cuanto menos difícil. Cuando me decidí a entrar, apenas apartó la mirada del
periódico que tenía a su izquierda; luego alzó la mano y me animó a cruzar el aire denso del
establecimiento, una espesura de humo de fritura, de cigarrillos, de elocuente vapor humano. De
frente, Ramírez era involuntariamente ofensivo. Sus cejas, velludas con estridencia, aparentaban una
fanática independencia facial sobre sus gafas de cerca, sobre su escueta mirada ensombrecida. A ello
cabía sumarle la bronquedad del rostro, debida esencialmente a un mal afeitado, pero también a un
cierto descuido de sí mismo, a un residuo extemporáneo de vieja rebeldía que se resiste a la edad, a
claudicar de una triste y extraña juventud. De cualquier modo, los ojos de Ramírez resumían
escrupulosamente el conjunto. Al mirarlos, uno podía adivinar esa mezcla arrogante de ironía, de
enconada indiferencia, de vaguedad ante cualquier asunto de naturaleza vital o mundana. Quizá por
eso, cuando por fin cerró el periódico y apartó los platos y la jarra para hacerme un hueco junto a él,
me examinó de un modo liviano, sin énfasis alguno, como si aquélla no fuera nuestra primera cita,
sino una especie de reencuentro más o menos frecuente, una velada marcada por la costumbre. Me
faltó coraje para abrir allí mismo la cartera que llevaba conmigo, poner sobre el mostrador alguno de
los originales que había seleccionado para él, las copias que pensaba entregarle, y no perder el
tiempo en divagaciones absurdas, en formalismos que no conducen a nada. Pero aquella estrategia
hubiera sido inútil con un hombre como Ramírez. De hecho, nada más saludarme y excusar el intento
de darme la mano, pringada por completo de aceite, tomó el mando de la charla y me fue reduciendo
a un mero espectador, a un selecto testigo de aquel alarde de concreción y de franqueza que apenas
me permitió gesticular, asentir sólo de vez en cuando ante el peso específico de sus palabras. Estaba
claro que Luis Ramírez no publicaba novelas ni obras de creación que no tuvieran un aval comercial,
una firma de autor tocado por el éxito, y para eso ya estaban los grandes grupos editoriales, provistos
sin duda de rampas de lanzamiento e infraestructuras galácticas si las comparaba con su pequeña
empresa. Sin embargo, no descartaba la opción de llevarse a casa alguno de mis manuscritos y leerlo
con verdadero interés, al menos para ofrecerme una opinión firme y objetiva que me sacara de
ciertas dudas elementales. «Es lo único que puedes esperar de mí —me dijo—, siempre que aceptes
las reglas, claro está. Puedo hundirte la moral hasta que escupas verde, pero también recomendar tu
libro a un colega de Madrid si el texto merece la pena. Tú decides».
Una semana después Ramírez me llamó para que nos viéramos de nuevo, esta vez en su despacho,
el entresuelo de un edificio de cinco plantas, en la calle Bazán, a escasos metros de la plaza donde
nos vimos la primera vez. Supuse, sin motivo aparente, que estaría solo. Cuando subí, la puerta del
inmueble se encontraba levemente entornada y su voz salía de un cuarto adjunto a la sala de
fotocomposición, una especie de oficina abigarrada y angosta donde tenía su mesa de trabajo y
centenares de libros caóticamente apilados en lejas metálicas. Hablaba por teléfono, pero se había
percatado ya de mi presencia, por eso interrumpió momentáneamente la conversación y me dijo que
tomara asiento, que me acomodara en la silla que había frente a él. Lo hice sin demasiada
convicción, vacilante, procurando adoptar al mismo tiempo una actitud relajada, ajena a su
conversación telefónica y a la inminente sentencia que oiría de sus labios en escasos minutos, en
cuanto colgara el auricular. De vez en cuando dirigía la vista hacia mí, pero pensando sin duda en
otra cosa, con la misma falta de entusiasmo que empleó la primera vez, absorto ahora en las palabras
de su interlocutor. Le vi entonces notablemente cambiado y bastante más saludable. Se había
rasurado la cara y sus cejas delataban la acción terminante de un peine, el ejercicio de un
adiestramiento voluntarioso y profuso. También la luz de la ventana, laminada y oblicua, enaltecía
sus facciones, reblandecía sus rasgos, otorgaba a su cabeza una nueva dignidad, un aire de asceta
adaptado a su tiempo, de cráneo laureado por una finísima capa de pelo gris, más duro y enérgico en
las sienes y en la nuca. Me fijé también en la camisa a cuadros que llevaba puesta, en el repiqueteo
de sus dedos sobre la superficie del escritorio mientras hablaba o en la voluptuosa oscilación de su
nuez cuando, al cabo de unos minutos, colgó el teléfono y sorbió agua de un vaso que descansaba en
el centro de la mesa.
—Me he llevado una enorme decepción contigo —esta vez me miraba sin la menor indiferencia,
sosegando el tono de la voz—. Esperaba mucho más de ti, no te voy a engañar. Helenio Santacreu me
había dicho tantas cosas. Me hice ilusiones, mira tú. Pensaba «este pobre chaval, a lo mejor es un
diamante en bruto y nadie se ha enterado». Hubiera hecho algo por ti, no te miento, pero no lo voy a
hacer, al menos por ahora. Ninguna de las novelas que me has pasado se merecen el sacrificio de los
lectores, entre otras cosas porque les sobran páginas y están rigurosamente muertas. Y están muertas,
huelen a puro cadáver, porque no tienes nada que contar, porque las historias que te has buscado son
artificiales, nada tienen que ver con Claudio Valbuena, resultan ajenas a ti, te pillan tan a distancia
que se te van de las manos, huyen solas, buscan una muerte tranquila nada más nacer porque conocen
de antemano su destino, y tú también lo conoces, pero te esfuerzas en no verlo, lo maquillas con
retóricas, con literatura de taller, con fugaces destellos de algo que quiere ser estilo, pero que sólo se
queda en pirotecnia barata, en fu-nambulismo de feria. Cuando escribes, escúchame bien, te
transformas en un esclavo mezquino, pero no de ti, ni de tus propias pasiones, sino en el vasallo de
todos los muertos de este mundo, miras por sus cuencas vacías, sientes por la piel putrefacta de
quienes ya no sienten, escuchas con el mismo corazón extinguido de aquéllos que dejaron de vivir
hace decenas, cientos o miles de años. Tú no eres Borges ni Bal-zac, eres Claudio Valbuena, un
hombre que ha leído, que se ha empapado de emociones y aventuras contadas por otros, verdaderas o
falsas, lo mismo da, pero si te empeñas en ser novelista, si llevas tanto tiempo llenando folios y
folios de patrañas, hazlo de verdad, escribe con las mismas tripas que se te encogen ahí dentro
cuando te pisan la cabeza, cuando te deja una mujer, cuando alguien te nombra y no sabes si es para
vivir o para morir en un segundo. Tus libros, y con esto termino, son tan fúnebres como el artista que
tú mismo has inventado, sólo tienes que acabar con él o rescatarlo de toda la podredumbre en la que
vive. O lo dejas o lo tomas, pero si decides seguir en esto tendrás que jugártela, lanzarte a tumba
abierta, poner la vida en todo lo que salga de ti.
No era vergüenza, orgullo malherido, ni siquiera dolor, lo que Ramírez me estaba haciendo sentir
con aquellas palabras. En contra de lo que había imaginado antes de llegar a su oficina, de
enfrentarme a él y de encajar mansamente un golpe tan directo, otra derrota que cargar sobre mi
espalda, la náusea que entonces se acopló a mi estómago era de naturaleza muy distinta. Engendraba
una desconocida voluntad de luchar más que nunca, de responderle o de decirle algo que tuviera la
misma carga de provocación que su modo de exponer lo que pensaba, que todo aquel discurso del
que podía desprenderse cierta crueldad, pero también un interés por mí, un indisimulado propósito
de abocarme hacia esa decisión que tanto le hubiera agradecido muchos años atrás, cuando instalé mi
vida en ese falso paraíso habitado por los muertos. Recordé entonces las palabras de Fanny, el
momento en que me confesó su enorme desencanto y me besó por última vez en el portal de su casa:
«Lo siento, mi vida, pero tus citas me aburren. Mejor te buscas a otra que se derrita contigo
escuchando a Whitman y a Quevedo. Tú eres así de triste. Seguro que besas tan bien como Lope y
abrazas igual que Segismundo en la escena III, pero yo necesito algo diferente, alguien que lo haga
por sí mismo, que me ponga a cien sin ajustarse a un guión y luego me lleve al cine, al huerto o a la
luna. Tampoco pido tanto.»
Ramírez seguía pendiente de mi silencio. Esperaba una respuesta o quizá una despedida sin más,
aséptica en todo caso, cobarde incluso, un frío apretón de manos y un hasta nunca, fue un placer
conocerle, que daría por zanjado nuestro encuentro. Pero nada fue así. Parecía dispuesto a
dispensarme todo el tiempo del mundo, a concederme la tregua necesaria para que recogiera, uno a
uno, los pedazos de mi turbación. Por eso, escupió una disculpa, descolgó de nuevo el auricular y
marcó el número de alguien. Habló durante unos minutos con el encargado de una imprenta sobre un
libro que debían entregarle esa misma semana; insistió en la urgencia y en el compromiso de la
editorial, en la fecha de presentación. Luego, tras una sutil amenaza, colgó el teléfono, tomó unas
notas en su agenda y regresó pacientemente al punto donde me había dejado rumiando sus palabras.
—Pienso ir a por todas —le dije, observando cómo Ramírez encogía la expresión y volvía a
sorber agua del vaso sin apartarme de su vista—. Haré lo que usted dice. No sé cuándo encontraré
esa historia. Puede que la tenga delante y mis ojos no me permitan verla, pero lo que sí le agradezco
es haberme enseñado a mirar, a saber lo que haré con ella si algún día aparece. He sido un perfecto
ciego y usted me ha devuelto a este mundo. Ahora sólo le pido que me ayude un poco más. Le voy a
necesitar y quiero tenerle cerca.
—Ni lo sueñes, muchacho. Mis competencias acaban aquí. Lo que hagas a partir de ahora me trae
sin cuidado.
—No lo entiende. Nadie me ha dicho las cosas como usted acaba de hacer. He aguantado cada
una de sus palabras sin ofenderme en ningún momento, al contrario, alabo mucho su franqueza. Sólo
quiero que no me deje así, como a un paciente enfermo y desahuciado.
—Está bien, olvidemos este asunto —Ramírez se levantó del sillón y avanzó hacia el perchero, a
la derecha de la ventana, luego palpó su chaqueta y extrajo una cajetilla de Ducados—. No te ofrezco
porque sé que fumas rubio —sentado de nuevo, comprobé que su rostro tenía signos de fatiga, que los
ojos, agrandados por el cristal de las gafas, lucían una leve encarnadura—. Te propongo algo que
quizá nos convenga a los dos. Me puedo equivocar, por supuesto, pero parto de algo evidente. Tú no
tienes trabajo y a mí me faltan horas del día para sacar a flote esta mierda de empresa. Cuando vine
de Madrid debí hacer como nuestro común amigo Helenio, montar un negocio menos cabrón que éste,
un videoclub o una tienda de comida rápida. No sabes lo jodido que está el tema.

Días después comencé a trabajar para Mariola Editores, la empresa de Ramírez. Las condiciones
no parecían excesivamente tentadoras: un contrato de seis meses con amplias opciones de renovación
si los resultados eran favorables para todos y un sueldo ajustado a las posibilidades de la editorial,
oscilantes y escasas según me había informado el propio Ramírez sin ánimo de engaño. Pero lo más
sorprendente era la agresiva apuesta que había hecho conmigo, su decidida confianza en mí para
ocupar un puesto de responsabilidad que, por antigüedad y experiencia, debía corresponder a alguno
de los tres empleados que trabajaban bajo su cargo. Vicent y Amparito Boluda eran los técnicos.
Llevaban varios años con él ocupándose del área de preimpresión, componiendo y maquetando
libros, diseñando cubiertas y atendiendo al teléfono y a las visitas cuando Ramírez se ausentaba.
Paquito Calabuig era el comercial. Su experiencia en la calle venía de lejos. Catorce años visitando
comercios, mostrando productos de lencería y cerrando pedidos le bastó para convencer al
responsable de una editorial y demostrar su eficacia en la venta de género de cualquier índole, sus
dotes de persuasión para que profesores de instituto y de universidad recomendaran obras publicadas
por su empresa, para que las instituciones públicas se comprometieran a adquirir ciertos ejemplares
de una tirada y garantizasen, en buena medida, parte de la inversión. Quiero decir que cualquiera de
ellos, por el tiempo que llevaba junto a Ramírez, conocía perfectamente el proceso y los
entrampados recursos editoriales, las leyes del mercado y la eventualidad de un empleo sujeto a la
intuición y al azar, a las ayudas oficiales y al hallazgo de una obra que rentabilizase de pronto
pérdidas y esfuerzos. Sin embargo, era yo, por decisión exclusiva de mi nuevo jefe, quien ahora
ocupaba un despacho adjunto al suyo, un pequeño cuarto destinado a almacén que habían desalojado
poco antes de mi incorporación al trabajo. Ramírez creía principalmente en mi versatilidad y en una
elástica polivalencia que pudiera acomodarse a las necesidades de cada momento. Igual servía para
reforzar las labores de fotocomposición como para corregir galeradas o redactar la sinopsis que
debía figurar en la contracubierta de un libro. Sin embargo, mi primera misión era sustituir a Ramírez
cuando éste desaparecía por unas horas o a veces durante días o semanas enteras. Asumir decisiones
también formaba parte del contrato. Y para actuar con la mayor rapidez, mi mentor invirtió algunos
días en ponerme al corriente, en adiestrarme en artes disuasorias contra necios de diverso pelaje, en
el empleo de argucias y respuestas suficientemente sólidas como para noquear a un autor compulsivo,
a un proveedor inoportuno o a un banquero impacientado que amenaza con rescindir la línea de
descuento o desatender un pagaré.
En sólo unas semanas, Ramírez quedó convencido de mi gran rendimiento; también de mi
adaptación al desorden orgánico de la editorial, que traté de convertir poco a poco en un caos mejor
organizado. Clasifiqué los archivadores de facturas y de contratos en su lógica cronología. Destiné
un espacio a los libros de producción propia, dispersos arbitrariamente en mesas, cajas, anaqueles y
cajones, y los fui colocando por fecha de edición en un mueble abrumado hasta entonces de objetos
inútiles. Mi relación con los compañeros, tan áspera al principio, fue limando algunas diferencias. El
trato con Amparito y Vicent se hizo más intenso, más cercano a medida que mi tarea cotidiana
comenzó a reportarles un apreciable beneficio personal. Mis padres, acostumbrados a paliar mis
golpes de infortunio, asumieron muy bien lo del nuevo empleo, así como mi sugerencia de
independizarme por fin y trasladar mis cosas a un estudio de alquiler en cuanto ahorrase el dinero
suficiente. Sabía que mi ruptura con Fanny les había afectado en gran medida, esencialmente por mí,
a quien seguían estimando un ser débil y depresivo, incapaz de superar un trance emocional de tal
magnitud, sobre todo por que a mis años (en mayo cumplí los cuarenta y cinco) fracasos de este tipo
—eso pensaba mi madre— adquieren una consistencia difícil de digerir y altamente nociva.
Sin embargo, ni razones pasadas ni mi vieja propensión a la melancolía pudieron empañar la
fortuna de haber hallado un nuevo empleo, de presumir de él y situarlo un grado más arriba de ese
mundo literario y obsesivo que ahora permanecía en una confortable sala de espera, tranquilo y
latente, atento a que un suceso, una emoción repentina o una historia inesperada convulsionara mis
tripas, mi corazón, mi alma y mi vida enteras. Mientras tanto, el optimismo parecía alimentar cada
impulso que daba. Las mañanas y las tardes en la editorial transcurrían veloces, diferentes siempre.
La edición de un nuevo libro marcaba asimismo una etapa distinta a las demás. Me hice un verdadero
experto en filtrar llamadas prescindibles, en atender a las visitas, en resolver problemas de
intendencia y dejar para Ramírez sólo lo estrictamente personal. Así hasta principios de octubre.
Había tomado la decisión de renunciar a las breves vacaciones estivales que me correspondían
por derecho. Mi nueva casa, un pequeño apartamento en la playa de San Juan de apenas cincuenta
metros cuadrados, me proporcionaba todo lo que anhela un joven soltero o un turista que huye del
calor, el tedio y la rutina: el mar, el bullicio y los paseos nocturnos por la arena. No dejé de faltar un
solo día a mi trabajo y Ramírez me lo supo agradecer a su modo: ampliándome su confianza y
prolongando sus ausencias más de lo debido. Fue así, hacia principios de octubre, cuando una mujer
que decía llamarse Julia Gadea Sarabia telefoneó a la editorial y preguntó por él.
Recuerdo como si fuera ahora el tono de su voz, el ruego que había en sus palabras, su modo de
dirigir mi voluntad y provocar una cita conmigo apenas dos días más tarde. Avisé a Ramírez y me
recriminó mordazmente la benevolencia desde el otro lado del teléfono: «atente a lo que venga,
muchacho, pero recuerda que esto no es una casa de acogida. Si se pone impertinente, ya sabes,
puerta y que vaya a llorar a otra parte con sus versos. No te ablandes, Claudio, ponía firme.» Pero
cuando apareció en mi despacho embutida en un traje de chaqueta beis y colocó el bolso sobre mi
mesa, en medio de los dos, descubrí que no era de esa clase de mujeres que vive el engaño de una
falsa y tardía vocación literaria. Julia no se parecía en nada a las otras, ni siquiera venía a hablarme
de ella, de su talento, de lo mucho que la habían animado para venir a verme y concedernos el
privilegio de leer alguno de sus libros, inconcebiblemente inéditos aún, inapreciados todavía por un
olfato sagaz como el nuestro. Ella no era así. Julia Gadea Sarabia traía entre sus cosas un fajo de
cuartillas escritas por alguien a quien ni ella misma conocía; alguien que muchos años atrás, en un
tiempo de fervor y de furia, mecanografió en hojas de papel de seda acontecimientos estremecedores,
pensamientos vertidos día a día en los que daba cuenta y pormenores de cómo se preparó y ejecutó el
alzamiento militar del 17 de julio de 1936 en el territorio español de Marruecos; alguien que anotó
sin escrúpulo el nombre de las víctimas, de los traidores, de los fusilamientos realizados fuera y
dentro de los cuarteles durante aquellas fechas; alguien que meses o años después de tanta atrocidad
decidió guardar silencio, ocultar su diario o conservarlo sólo para su deleite, para rememorar los
detalles de una gesta dramática que alteró el rumbo natural de la historia.
—Le ruego que lo lea, que le preste la atención que merece.
Julia era mucho mayor de lo que su voz aparentaba. La chaqueta entallada o la falda de tubo la
hacían visiblemente esbelta, ocultaban las imprecisiones carnales de la edad —más de sesenta años
—, pero sin duda era una mujer que sabía cuidarse, que había dedicado tiempo a su cuerpo, a su piel
levemente cobriza, tersa aún, apenas poblada de arrugas estridentes.
—Lo haré, tiene mi palabra —le dije—. Pero antes necesito que me dé algunos datos. No dudo
de que estos papeles sean auténticos, hay detalles evidentes que lo prueban, si embargo están sin
firmar. ¿Quién los ha escrito? ¿Cómo han ido a caer en sus manos? ¿Por qué tiene tanto interés en que
esto se publique? Comprenderá que debo asegurarme.
La mujer me observó muy a fondo. Tal vez estuviera dudando de mi capacidad y de mi
competencia en la editorial. Puede que, sencillamente, no se fiara de mí y me estuviera sometiendo
también a un detallado estudio antes de responder a mis preguntas. En cualquier caso, tenía un
admirable control de sí misma. Con una serenidad que la envolvía por entero, que acompañaba cada
gesto de su boca, de sus manos, esbozó una escueta sonrisa, tomó un bolígrafo y anotó en un papel,
con una desusada caligrafía de manual, su nombre y su teléfono.
—Sólo le pido que lo lea con atención —estaba cerrando el bolso y se había levantado en
dirección a la puerta—. Publicar ese diario puede ser un acierto para ustedes. Hay datos
desconocidos hasta ahora, detalles que nadie ha podido saber.
—No lo dudo —me incorporé y caminé tras ella, siguiéndola hasta la entrada de la oficina—,
pero podía facilitarme un poco las cosas. Ramírez querrá saber algo de usted. Al fin y al cabo, es él
quien decide, quien tiene la última palabra.
—Supongamos que ese documento nada tiene que ver conmigo —estaba en el rellano de la
escalera, a punto ya de marcharse—. Suponga, por ejemplo, que lo encontré hace unos días junto a un
contenedor de papel, que he venido hasta aquí por un deber meramente altruista, por darme el gusto
de que ustedes lo publiquen. ¿Le parece poco convincente o prefiere que invente algo romántico, algo
más novelesco?
—No la creo —le dije, sintiendo más cerca que antes el olor de su piel, la intensidad de su
perfume—. Su interés la delata. Nadie insistiría como usted lo ha hecho, nadie gastaría su tiempo
llamando a una editorial, obstinándose en concertar urgentemente una cita. Hay algo en esos papeles
que le incumbe demasiado y no se atreve a confesar, al menos por ahora. De todos modos, no pienso
rogarle. Haga lo que considere y márchese tranquila. Tiene mi promesa de que leeré su documento
con interés.
Comenzó a caminar escaleras abajo, lentamente, sabiendo que la seguía con la mirada, que la
estaba observando bajo la luz mortecina del descansillo, decepcionado e inmóvil.
—La persona que escribió ese diario ordenó fusilar a mi padre —se volvió por un momento y me
lanzó la triste llamarada de sus ojos—. Tuvo la sangre fría de contarlo en esas páginas, lo
comprobará usted mismo. Su nombre es Alonso Zaldívar, pero no indague demasiado sobre él,
apenas encontrará datos que le interesen. Murió sin dejar descendencia. Esos documentos, dígaselo a
Ramírez, no son legalmente de nadie.
TRES

El horizonte impreciso y morado del amanecer o las sombras detenidas frente a ellos, esperando
una orden, una voz que irrumpa en el vacío, enérgica, que suene como un golpe en medio de sus
respiraciones, una sola palabra escupida por los labios de un traidor para que se alcen los fusiles,
apunten y descarguen sin el menor requiebro: un horizonte tenso, de anchura violácea, o aquellas
sombras precipitadamente firmes, resueltas frente al amanecer, fueron la última imagen que los ojos
de Alejandro Gadea se llevaron de este mundo.
El primer proyectil le atravesó el costado derecho y le arrastró hacia el muro que se levantaba a
su espalda. Un segundo después, otra bala le astilló la clavícula. La última le entró por la boca como
un aullido de plomo, le perforó el maxilar y se alojó definitivamente en su cráneo. Varias horas más
tarde, aquel margen del camino pajizo y polvoriento, arrimado al tapial de una casa vacía, vibraba de
chicharras, de vapor de julio. Fue Tito Márquez, el dueño de la tienda de ultramarinos del Zoco
Chico, quien vislumbró los cuerpos de los tres suboficiales desde la camioneta. Estaban mordidos
por el sol, sucios de sangre y tierra, deformes contra el suelo.
El hombre detuvo el vehículo y miró prudentemente a ambos lados, después apuntó hacia el
retrovisor que colgaba muy pegado a su cabeza y en el que se dibujaba el camino que había dejado
atrás. Luego abrió la puerta y salió con desconfianza, sin apagar el motor. Caminó unos pasos.
Comprobó con la punta de su sandalia que aquellos despojos, los de Sarrión y Lozano, no albergaban
ni un resuello de vida, como tampoco el cuerpo abatido del brigada Gadea, encarado hacia él con los
ojos abiertos, agravados repentinamente por la sombra de una nube que ennegreció su mirada durante
unos segundos que a Tito le parecieron horas, obnubilado como estaba tras descubrirlo allí, sobre la
espesa mancha de sangre que brotaba de su nuca, que enfangaba la tierra bajo su cráneo.
No pudo cerrarle los ojos. El recio de Tito Márquez no pudo cerrarle los ojos por mucho que se
empeñó en ello y por mucha querencia que le tuviera en vida a Alejandro Gadea, a quien había
atendido personalmente durante años en su negocio de ultramarinos y por quien sentía un respeto
fuera de lo común. «Estos hijos de puta tienen plomo en el alma», balbució sumergido en sí mismo,
retirando la mano del rostro del suboficial y llevándosela a su frente para apartarse el sudor.
Los enterró allí mismo. Con sus brazos y con la azada que guardaba en la camioneta, junto a las
cajas de hortalizas y frutas que había cargado esa mañana en Alcazarquivir, cavó durante hora y
media una zanja profunda y angosta, paralela al camino, como una cicatriz de rabia y de melancolía.
Al principio hundía la herramienta con cautela, atento al menor ruido, al paso de algún vehículo
militar o civil que pudiera importunarle, por miedo incluso, pero luego, a medida que el sudor y el
cansancio se apoderaban de su cuerpo, una fuerza ciega le fue anulando la prudencia y los sentidos,
le condujo a un aislamiento de aquella realidad tan espantosamente irreal, de aquel repentino infierno
en el que se había convertido Larache y, al parecer, cualquier ciudad o rincón del Protectorado.
Nadie pasó por allí durante el tiempo que Tito necesitó para dar sepultura a los tres suboficiales.
Cuando dio por terminado su trabajo, allanó con sus pies, con todo el peso de su cuerpo, la tierra
blanda y revuelta, dispersó la sobrante para borrar la evidencia de su acción y, antes de abandonar el
lugar, de alejarse de aquel remanso del camino, se concedió una tregua, miró con hondura el
horizonte y rezó por ellos, o al menos algo masculló entre sus labios, ya fuera una súplica por sus
almas o una maldición para los chacales y los traidores de aquella refriega.
Hasta aquel momento, el bueno de Tito Márquez no había vertido una lágrima ni había echado
fuera de sí más que cólera y silencio, pero al subir a la camioneta y alejarse de aquel lugar comenzó
a sentir una extraña quemazón en la boca del estómago, un golpe de dolor que le hizo presionar con
fuerza el volante y adelantar el rostro hacia la luna del parabrisas. Quería creer que esos muertos que
acababa de sepultar junto a la carretera y los otros, los que imaginaba ahora en las cunetas, en los
muros del cementerio, en las calles y en los cuarteles de Larache, eran pura mentira. Se obstinaba en
pensar que las detenciones, las denuncias, las ejecuciones sin juicio alguno o la venganza,
simplemente, formaban parte de una macabra ficción que, de un momento a otro, llegaría a su fin. En
eso se amparaba mientras conducía sin propósito, aferrado al volante, sabiendo con una punzada de
desasosiego que para un hombre de bien como él, para un hombre que tuviera arregladas las cuentas
con su conciencia, lo que ahora le venía de frente era la impostura, la traición a uno mismo, el
instinto de sobrevivir y, sobre todo, el silencio. Por eso calló durante días lo de Gadea y los dos
suboficiales. Ni siquiera a su esposa, que le vio llegar esa mañana doblado de sudor y pesadumbre,
sin apenas fuerzas para descargar el vehículo, tuvo ánimos de confesarle nada. Sabía que los
militares sublevados no se andaban con sutilezas. Con sus propias manos o ayudados por las fuerzas
moras, por la policía indígena, los Regulares y las Mehalas, habían detenido a toda autoridad civil
sospechosa, eliminaban a diario a decenas de elementos izquierdistas y clausuraban los locales de
reuniones públicas, especialmente las sedes de partido, la Casa del Pueblo, la central sindical, el
ateneo y la logia Lexus. Pero a él, a Tito Márquez, nadie le pidió cuentas de nada ni le importunó
aquellos días. Nadie puso su nombre en una lista ni pensó en denunciarle por su trato con ciertos
individuos que ahora se pudrían en una prisión o bajo tierra y que habían sido gente cercana a él. A
Tito se le quería bien porque era un hombre que siempre se guardó el pensamiento para sí y porque
nadie le vio enredado en más asunto que su negocio. Desde allí, desde aquel local de ultramarinos
que él y su esposa llegaron a concebir como su propio hogar, como una laboriosa claudicación de
todo, Tito había podido contemplar la más variada muestra de actitudes humanas, desde la soberbia a
la pura humildad, de la usura a la gratitud, de la fidelidad al desprecio. En quince años, personas de
fiar, con palabra de ley, dignas de su confianza, se podían contar con los dedos de una mano. Quizá
por eso, cuando la mujer del comandante Giménez le contó lo de Gadea, que lo habían detenido en la
Plana Mayor y que iban muy en serio, que detrás de él caerían muchos más, sintió aquella mezcla de
conmiseración y de miedo que unos días después se trasformaría en rabia, en odio, en impotencia al
verlo muerto junto al camino, sin galones, despojado de cualquier distinción militar, degradado con
saña, desplomado sobre el polvo.
—Algo te pasa, Márquez —le venía diciendo su mujer en los últimos días, como tratando de leer
en la sombra abatida de sus ojos los síntomas de una tristeza que él se empeñaba en negar—. No
sabes lo que daría por estar ahí dentro —se lo decía sin apartarle la mirada, mientras comían,
señalando con el dedo el territorio abierto de su frente—, ahí dentro, donde sólo tú sabrás la de
cosas que escondes, la de secretos que guardas para ti.
Pero él volvía a negar con un leve movimiento de cabeza, sin atreverse a levantar los ojos y sin
dejar de llevarse la cuchara a los labios con una lentitud que le delataba de nuevo, que le enfatizaba
la melancolía.
—¿Sabes lo de Paulina? —le acabó susurrando casi un mes más tarde, una de aquellas noches en
las que el sueño no llegaba y la respiración de su mujer se hacía sentir más que nunca en la
oscuridad.
—Lo sé.
—No tuvieron bastante con liquidar a Gadea, no. Tenían que ensañarse también con la chica —
Tito hablaba con una indisimulada hostilidad, con un laconismo que buscaba por fin el amparo de su
esposa.
—No es eso lo que corre por ahí. De Alejandro y los dos suboficiales de las Navas nada hay
seguro. Igual aparecen cuando esto se termine...
Tito Márquez se hundió de nuevo en el silencio. Dejó que los segundos pasaran mientras pensaba
intensamente en Paulina.
—Dalos por muertos, Carmen, hazme caso. Sé cosas que me callo por prudencia, por cobardía,
por no complicar aún más mi vida y la tuya.
—No me asustes.
—Traté de hablar con ella hace algunas semanas, en cuanto corrieron los rumores de que habían
liquidado a Gadea, pero tuve miedo, ese miedo que se te cose a la piel y que aún me emboza la
garganta cuando oigo un motor que se detiene en nuestra puerta, cuando entran en la tienda y no sé
bien a lo que vienen. Por eso envié a Miguel, el chico de la herrería. Le dije que fuera hasta su casa,
como quien lleva un encargo, y que le diera el recado de que se pasara por aquí en cuanto le fuera
posible, sólo eso. Pero Paulina no estaba ya en la ciudad. Fueron a por ella la misma mañana en que
desaparecieron los tres suboficiales.
Tito Márquez volvió a su silencio, esta vez esperando que su esposa le deslizara la angustiosa
pregunta de por qué ese interés suyo hacia la muchacha, o qué sabía él que no supieran ella y los
demás, con lo raudas que corrían las noticias y la de rumores que circulaban a diario sobre la suerte
de tantos infelices. Tito volvió a su silencio y comprobó aliviado que a pesar de sus palabras, de la
repentina imprudencia de sus palabras, Carmen no le exigía detalles ni le animaba a ir más allá, no le
pedía ni siquiera una confesión. Dejaron simplemente que la noche pasara y que Tito guardara para
sí, un día más, el motivo de su tormento, el hecho de que en todo el tiempo transcurrido desde que
enterrara a los tres fusilados no hubiera tenido posibilidad alguna de compartir su secreto con la
mujer de Gadea, de decirle cara a cara la verdad, que fue él quien los encontró junto al camino, quien
los vio por última vez y quien los sepultó con sus manos, las mismas manos que, de haberla tenido
delante, la hubieran buscado para abrazarla, para insistir en el consuelo. Pero nada de eso fue
posible. La misma mañana en que se llevaron a cabo las ejecuciones, Paulina fue detenida en su
propia casa y conducida a la prisión melillense de Victoria Grande. La vieron salir con una
serenidad de escalofrío, sin oponer la menor resistencia a los soldados moros que la llevaron calle
abajo, hasta el coche que la estaba esperando. Lo de su traslado a Melilla se supo dos meses
después. Olalla Ventura, un teniente de las Navas, la reconoció entre el grupo de mujeres que se
hacinaba en aquella prisión. Fue con dos falangistas, parientes suyos al parecer, en busca de alguien
muy allegado, una cuñada o una prima a la que habían denunciado por despecho, por mera venganza.
Entonces era todo tan fácil como alzar el dedo y señalar: «esa es roja». Esa misma tarde, un grupo de
soldados irrumpiría en su casa y la sacaría a empellones entre protestas y sollozos de niños y de
ancianos. Luego daría con sus huesos en los calabozos de la policía y, de allí, a la cárcel más
próxima. El militar de las Navas, implicado hasta los ojos en la rebelión, entró en la prisión de
Victoria Grande, según decían, cagándose en la madre de los inútiles que la habían encerrado en
aquel matadero. Se enfrentó al director y a cuantos le salieron al paso. Hizo alarde de su rango, de su
apoyo incondicional al Movimiento y luego ordenó que sacaran a su prima o a su cuñada de aquel
lugar inmundo, que se disculparan una y mil veces ante él por haberla detenido sin más
comprobaciones, por un miserable chivatazo de alguien a quien no tardaría en encontrar. Luego, el
oficial y los suyos, acompañados por el director de la cárcel, se dirigieron con marcialidad hacia las
galerías, recorrieron el edificio y se detuvieron ante una de las celdas. Fue entonces, tras el golpe
seco del cerrojo, al penetrar en aquel amasijo de mujeres abatidas y enfermas, cuando el teniente
creyó reconocer entre aquellos rostros marcados por el espanto a la esposa de Gadea, a la mujer de
un estúpido suboficial de su batallón, el de Cazadores de las Navas, que había pagado con sangre su
no menos estúpida lealtad a la República. Distinguió a Paulina entre la quejumbre, entre aquel
hervidero de cuerpos hacinados; sostuvo la mirada sobre ella durante unos segundos y luego la
desvió hacia la mujer que andaba buscando. Sacó a su pariente de aquel espacio infecto y se marchó
de allí mascullando alguna blasfemia. Al salir de la cárcel, el teniente Olalla Ventura no podía
desprenderse de aquella visión. La imagen de Paulina Sarabia permanecía perfilada y sólida en su
memoria.
Sin darse cuenta, se llevaba con él la vaguedad entera de sus ojos, su palidez de cadáver.
Al día siguiente, la noticia del paradero de la muchacha se propagó por Larache con suma
rapidez. Quien más o quien menos, desde su estupor, se preguntaba qué habría hecho aquella infeliz
para merecer un castigo semejante. Cada cual llevaba con más o menos aplomo, con mayor o menor
quebranto, miedo o desesperación la situación que convulsionaba la vida de una ciudad herida
súbitamente por el agravio y el odio; cada cual se acogía a su propia circunstancia, a los mecanismos
de supervivencia que tuviera más a mano, pero el caso de Paulina fue para muchos un ejemplo de la
gran sinrazón que operaba sobre sus voluntades, de la locura que comenzaba a regir sobre ellos.
Lo que Tito Márquez, el teniente del batallón de las Navas y los vecinos que habían conocido
bien a la mujer de Alejandro Gadea ignoraban por completo era que detrás de aquella represalia se
escondía el atormentado espíritu de un hombre como Alonso Zaldívar, la enfermiza obsesión de un
ser al que no le había temblado el pulso a la hora de mandar al infierno a uno de sus mejores amigos
y al que tampoco se le iba a encoger el alma al ordenar la inmediata detención de su esposa, su
traslado y su encarcelamiento; todo ello bajo la severa vigilancia de uno de los suyos, evitando así
más riesgos de los previstos desde aquel despacho de Trasmisiones, atento siempre a cualquier
eventualidad, a que la medida de advertencia o de castigo ejercida sobre la muchacha no fuera más
allá de lo calculado por él.
—Vi a la viuda de Gadea en Victoria Grande —le espetó el teniente de las Navas al mismo
Zaldívar pocos días después de su visita a la prisión—. Tenía la palidez de un muerto. No sé lo que
habrá hecho la desgraciada ni me importa, pero creo que más de uno se está ensañando a placer.
—No me jodas, Olalla. Esto es una guerra —el rostro de Zaldívar se endureció de repente—.
Ponte sentimental y verás lo que tardan en arrancarte la piel.
—Sólo te digo que hay cosas que no me gustan. Hay mucho hijo de puta beneficiándose de la
rebelión y habrá que empezar a pedir cuentas.
—Los hijos de puta están de nuestra parte, no lo olvides —dijo Zaldívar, sin bajar el tono de sus
palabras—. Además, qué carajo te importa la vida de esa mujer. No es momento de vacilaciones y
mucho menos de piedad. Ándate con ojo.
—Di la orden de que fuera trasladada al hospital —el teniente miró a su superior evitando una
actitud desafiante—. Te digo que la encontré pálida como una muerta.
—Me has defraudado —el capitán dio un paso hacia su interlocutor tratando de maquillar su ira
con una cínica serenidad. No sólo le estaba irritando la actitud del teniente inmiscuyéndose en
asuntos que considera propios, sino también recibir de aquel modo la noticia de que Paulina estaba
enferma—. Te dije que los débiles no tenían sitio en nuestras filas. Sabes que te lo dije, Olalla.
—No es momento de ver quién tiene más cojones de los dos. Me la juego cada día por lo mismo
que tú, pero ahí fuera, en la calle, no en un despacho y con un pelotón de moros en la puerta
cubriéndome la espalda. Si gano yo, ganas tú. No me jodas con eso de la debilidad. Lo que pasa es
que te has olvidado de ciertos principios que un hombre no debe perder ante nada ni ante nadie.
Actuar con decisión, con disciplina férrea, con implacable energía no nos da licencia para matar por
matar, para borrar por capricho todo lo que se mueva delante de nuestros ojos. Estoy entregado por
entero al Movimiento, me estoy batiendo como el que más por la Causa, pero hay un código de honor,
Zaldívar, hay valores que no se pueden olvidar. De no ser así, de no poner el menor freno, esto se
nos va a ir de las manos antes de lo que imaginas.
El capitán encajó la diatriba con otra mueca de cinismo, como perdonando la vida de Olalla. Ni
empleó el menor esfuerzo en responder a la sarta de acusaciones que le acababa de arrojar, ni puso
la menor voluntad en contradecir sus palabras.
—¿Qué sabes de la chica? —Zaldívar preguntó sin apenas mirar al teniente.
—Poca cosa. La noche de su ingreso en el O'Donnell tuvo, al parecer, una hemorragia. El estado
de delirio y la fiebre con que llegó al hospital eran síntomas claros de una enfermedad infecciosa,
probablemente tifus.
—Dime, ¿de qué la conocías?
—De nada, de verla un par de veces por la guarnición. Ga-dea siempre presumió de esposa y no
le faltaban razones. No me preguntes por qué, pero me extraña mucho que esa mujer tenga algo por lo
que pagar.
—Por eso la proteges, porque la consideras una víctima de nuestra rebelión.
—Te equivocas, Zaldívar. Soy tan miserable que lo hago por mí, por lavar un poco mi
conciencia.
—¿Y qué dirá tu conciencia si la chica no sale viva de allí?
—El jefe del hospital me ha asegurado que la infección está controlada. Lo que ahora les
preocupa son las pérdidas de sangre. Descubrieron lo del embarazo por mera casuali-dad, ni ella
misma lo sabía.
El capitán cambió por primera vez la expresión sarcásti-ca que había empleado desde su
encuentro con el teniente. Por mucho que se esforzaba en controlar el efecto que las palabras estaban
ejerciendo en él, sus ojos traslucían ya la turbación, el desgarro silencioso que produce a veces lo
inesperado.
—Una desgracia más, ¿o no?
—Sólo está de dos meses, el tiempo justo, vamos. El cabrón de Gadea no se fue de vacío. Algo
se debió oler y no dudó en aprovechar los últimos momentos. Seguro que ése no descansa en paz.
CUATRO

Según Ramírez, lo conveniente era esperar, acometer el asunto con cierta indiferencia y, en
cualquier caso, no precipitarse nunca. Aquel documento tenía un valor indiscutible, no tanto por la
forma, que ponía en evidencia los limitados recursos del autor y sus grandes desavenencias con la
gramática, sino por el testimonio que ofrecía de primera mano y en caliente de toda aquella refriega.
Sobre la guerra civil se habían vertido ríos de tinta en los últimos años. Varias novelas de éxito
enmarcaban la acción en la contienda. En las librerías se amontonaban los ensayos sobre el tema,
desde obras que afrontaban con mayor o menor rigor la estrategia militar de los golpistas a estudios
más livianos sobre las víctimas, las Brigadas Internacionales, la represión o los miles de
desaparecidos. También proliferaban las biografías de personajes de aquel periodo, sobre todo de
figuras como la del general Franco, Mola, Sanjurjo, Millán Astray o José Antonio, o de líderes de la
izquierda tan significativos como Aza-ña, Pasionaria o Negrín. Era abrumador el interés que había
despertado en los lectores esa etapa trágica de la historia de España, pero el testimonio que ahora
tenía en mis manos, el documento que Julia Gadea me había confiado cuatro semanas atrás tenía un
tono sobrecogedor, ponía al alcance de cualquier inopinado destinatario una información que
desconocían los historiadores y que se entreveraba no ya en su minuciosa descripción de los hechos
desde mucho antes de llevarse a cabo, sino en el ritmo y en la voz de quien los contaba, en el
fanatismo de cada afirmación, en el ángulo desde el que veía la realidad y en la potestad de poderla
manejar a su antojo.
Ramírez me había insistido mucho: «tarde o temprano llamará o se dejará caer por el despacho;
deja que sea ella quien mueva ficha». Me dijo desde el otro lado del teléfono, pocos días después de
la visita. Pero los pronósticos de mi jefe volvían a fallar con una mujer como aquélla. Había pasado
un mes y mi preocupación se centraba ahora en el extraño mutismo que envolvía el asunto, en el
misterioso silencio de Julia. No me quitaba de la cabeza la posibilidad evidente de que el tema se
nos fuera de las manos. Nosotros no teníamos la exclusiva de la publicación ni existía ningún
compromiso firmado al respecto. Cabía pensar en el supuesto nada descabellado de que Julia Gadea
hubiera contactado con otros editores. Puede que lo hiciera en un primer momento y que nosotros
fuéramos una opción entre varias. De ser así, nuestra respuesta habría perdido cualquier posibilidad
de éxito y sólo podríamos esperar una lacónica carta agradeciendo nuestro desinterés y exigiendo la
devolución de la copia que ahora descansaba sobre mi mesa. En caso contrario, en el supuesto de
que nosotros fuéramos los únicos en quien Julia confiara su documento, nada podía asegurar, dado el
tiempo transcurrido desde entonces, que no hubiera llamado a otra puerta, que no hubiera ido con el
mismo cuento a otros despachos y que incluso, poniéndome en lo peor, alguien se nos hubiera
adelantado con un contrato más o menos generoso y una atención suficientemente correcta y cordial.
Quizá por ese temor que empezó a cobrar fuerza a medida que pasaban las semanas o por el mero
hecho de que aquellas cuartillas se habían convertido en una obsesión para mí, tomé la decisión de
poner fin a todas las especulaciones y, haciendo caso omiso del consejo de Ramírez, cogí el teléfono
y llamé a Julia.
Serían cerca de las cinco. Lo recuerdo porque desde la ventana de la oficina veía los comercios
de enfrente y a esa hora comenzaron a subir las persianas de la relojería y de la tienda de vestidos de
novia. El teléfono sonaba a intervalos pausados y lentos pero nadie parecía tener el menor interés en
descolgar. Ya estaba a punto de desistir cuando una voz grave y envolvente me respondió desde el
otro lado.
—Supongo que han tenido tiempo de leer con detalle el documento que les dejé —la voz de Julia
sonó con una cercanía sobrecogedora—. Me alegra que se hayan molestado en llamarme.
—O es usted muy perspicaz —le dije, sorprendido por la rapidez y precisión con que había
identificado mi llamada—, o ha hecho un máster en brujería.
—Jovencito, está usted algo anticuado. Hace ya tiempo que circulan por ahí unos teléfonos
bastante prácticos que reproducen en una pequeña pantalla el número del emisor. Basta con fijarse un
poco antes de descolgar.
—Lo sé —le respondí—, pero no creo que el número de esta oficina le sea tan familiar como
para reconocerlo a la primera.
—Familiar no lo es. No se prodigan ustedes en atenciones, pero la memoria es selectiva, se lo
recuerdo, y hace algo más de un mes que me aprendí los nueve dígitos de su editorial sin esforzarme
demasiado.
—Tiene toda la razón —quise tranquilizarla, pero a Julia le sobraba firmeza y serenidad—.
Hemos tardado más de lo habitual en darle una respuesta, sin embargo creo que la demora ha tenido
su premio.
—¡Eureka! —su exclamación sonó en mi oído con estridencia— ¿Eso quiere decir que van a
publicar el cuaderno?
—Eso quiere decir que estamos interesados en que así sea, pero antes quisiera reunirme con
usted. Conviene incluir un prólogo y apoyar los capítulos o las diferentes partes del texto con ciertas
reflexiones...
—No le pondré el menor reparo. Desde este momento estoy a su entera disposición. ¿Le parece
bien mi casa? No es nada del otro mundo, pero le aseguro que le resultará menos inhóspita que su
despacho.
—La creo —le dije, sosteniendo la sonrisa.
—Es un ático bastante soleado con una estupenda panorámica del castillo. Ya ve, luz natural y
hasta, si le apetece, algún brebaje exótico. Preparo el té a la menta como nadie.
Acepté sin dudar y completamente decidido a compensarle las cuatro semanas de incertidumbre y
de silencio con las que habíamos puesto a prueba su paciencia. De hecho, la estrategia de Julia
volvía a confirmarme que era una persona distinta a las demás. En ningún momento había pasado por
su mente la posibilidad de acuciarnos, de incordiar con la amable insolencia de sus llamadas, de
recordándonos que existía, que le debíamos una respuesta. Ella tenía muy claro que la decisión era
nuestra y que, en consecuencia, tarde o temprano daríamos señales de vida. El plan, sin embargo,
podía fallarle, pensé, con un desconocido como Ramírez, de quien tenía escasas referencias, pero
nunca con alguien como yo, a quien había tratado sólo media hora pero lo suficiente como para
hacerse una idea bastante aproximada de mí, de mi carácter, de mi vulnerabilidad, de mi flaqueza
ante ciertos asuntos y ante personas ciertamente excepcionales.
Julia no se equivocó. Julia no se equivocaba casi nunca porque tenía un instinto afilado y sagaz y
a mí me quemaba el deseo de poner en marcha la edición de aquellas cuartillas que habían
sobrevivido a siete décadas, pero sobre todo me interesaba desvelar los misteriosos matices que
envolvían su historia, la de los dos, la del documento del capitán Zaldívar y, por supuesto, la de Julia
Gadea.
La primera cuestión era aclarar la conexión entre ambos. ¿Cómo habían ido a parar esos papeles
a manos de aquella mujer? ¿Qué otra relación podía existir entre ella y el hombre que ordenó
ejecutar a su padre? Me seducía hasta tal punto verme involucrado en lo que entonces era para mí una
verdadera aventura, huir incluso de la gran banalidad de mi vida, que no dudé en aceptar su
invitación y concretar el encuentro para el día siguiente, a las cinco, en su casa.

Recuerdo que llegué con algo de retraso al número 7 de la calle Altamira. Pulsé el timbre que
había en el extremo superior de la placa y esperé a que su voz me invitara a subir. Un viejo ascensor
forrado de espejos me llevó hasta el rellano del ático y hasta el rostro sereno y brillante de Julia, que
me esperaba envuelta en una bata de seda verde salpicada de pájaros. Nos dimos un cordial apretón
de manos y volví a sentir la ráfaga helada de su perfume. Luego me dejé conducir hasta un salón
aparentemente sobrio, de puertas correderas que se abrían a una terraza de suelo rojizo anegada, a
esa hora, por el sol de la tarde. Me mostró la panorámica prometida, el perfil del castillo de Santa
Bárbara recortado en la altura contra un cielo cobalto, las casas de Santa Cruz trepando por su falda,
las azoteas de ropa tendida, la cresta de alguna iglesia y el campanario de San Roque, de Santa
María... Al volver al salón me pidió que me sentara junto a una mesa de mimbre perfectamente
dispuesta para el momento: dos vasos de cristal con decoraciones doradas, una bandeja de pastas
que confesó haber cocinado ella misma y una tetera que expandía un intenso aroma mentolado. Desde
aquel ángulo, la estancia tenía el aspecto acogedor de esos espacios diseñados a imagen y semejanza
de quien los habita. Las cortinas y los muebles guardaban la elegante sobriedad de su dueña, pero en
varios anaqueles de la librería que cubría por entero una de las paredes y en todos los rincones del
salón verdeaban plantas de múltiples formas y especies.
Julia jugaba ahora en su terreno y quiso dejarlo claro desde el principio.
—Espero que no venga con prisa. No me gusta nada la gente que liquida los asuntos a golpe de
reloj.
—Descuide, tengo toda la tarde para usted. Hasta mañana, nadie me espera en la editorial.
—Vaya, me alegra saberlo, aunque pensaba retenerle contra su voluntad. No siempre se tiene un
editor al alcance de la mano.
Me sirvió el té con verdadera destreza, tomando mi vaso y dejando caer el chorro humeante a
corta y larga distancia, oscilando la muñeca, creando un efecto espumoso y oscuro.
—Ya está endulzado. A mi gusto, por supuesto. Si lo encuentra fuerte, ahí tiene la azucarera.
Di un sorbo y la miré con una sonrisa de aprobación; luego abrí la carpeta en la que guardaba la
copia del documento y me dispuse a sacarla. Quería cambiar impresiones con ella y consideré que
aquél era el momento de empezar a enumerarle mi lista de observaciones, pero me equivoqué de
nuevo. Julia puso su mano sobre la mía, cogió el portafolios y lo colocó al otro lado de la mesa,
fuera de mi alcance.
—Me acaba de decir que no tenía ninguna prisa. Hágame caso. Tómese el té tranquilamente y
deje los deberes para luego.
Volví a asentir tratando de disimular el contratiempo, la torpeza de no saber medir ciertos
impulsos, de no aprender a discernir entre la oportunidad o la inoportunidad de mis actos. Entonces
Julia comenzó a hablar. No a lanzar ningún comentario extemporáneo sobre la bonanza del clima,
sobre aquel luminoso día de noviembre, por ejemplo, o los pasteles de calabaza y dátil que había
cocinado unas horas antes. Julia Gadea comenzó a hablar de sí misma con una transparencia
turbadora, como si mi presencia no le incomodara lo más mínimo, al contrario, parecía que tenerme
frente a ella removía su apetito de contar, su deseo de sumergirme en el cautivador relato de su vida.
—No sé qué idea tiene de mí, supongo que ninguna. Apenas hemos intercambiado cuatro palabras
más o menos correctas y cierta complicidad, admítalo, en un asunto que nos importa a los dos: la
publicación de esos papeles. Pero puede que le interese saber lo que esos papeles han cambiado mi
vida o hasta qué punto no soy la misma persona desde que llegaron a mis manos.
Míreme. No es que quiera darme el capricho de nada. He cumplido los sesenta y cinco y puedo
considerarme una pensionista que se ha ganado a pulso la jubilación. Lo paradójico del caso es que
es ahora cuando empiezo a creer en la vida. Es ahora cuando tengo el espíritu lo bastante sereno
como para desear disfrutar de cada día, de cada minuto y hasta de cada segundo que la vida me
regala.
Si prefiere que comience por el principio, le confesaré que no tuve la suerte de conocer a mi
padre. Nací algunos meses después de que él se fuera de este mundo. La mitad de mi infancia la pasé
en Tetuán, en un hospicio del que guardo una memoria vaga y oscura pero lo suficientemente cruel
para no desprenderme del todo de ciertos recuerdos que he arrastrado conmigo a lo largo del tiempo.
Tuvieron que pasar siete años para que un día, en plena clase de costura, sor Pilar, aún la recuerdo,
una monja seca y arrogante, me cogiera de la mano y me llevara con ella hasta el oratorio. Allí,
debajo de la imagen de un Cristo crucificado y surcado de sangre, ordenó que me arrodillara y me
pusiera a rezar.
—¡Mira bien esa imagen! ¡Mira bien su cara! —no lo decía gritando, pero su voz tenía un
acusado tono inculpatorio—. Quiero que sepas que sufre por ti. La herida del costado y los clavos
que lo sostienen son obra de los judíos, del odio, de la venganza de los hombres...
Se había inclinado y me sujetaba la mandíbula para que no apartara los ojos de la imagen.
—¡Mira ahora su vientre! —me fijé en el agujero y el desconchado que había en su ingle
izquierda, sobre el paño que lo cubría—. Eso es obra del demonio y de los rojos. No lo olvides
nunca. Acuérdate siempre porque tu padre, a quien Dios haya perdonado, era uno de ellos.
Recuerdo que me zafé de su mano, que grité con desesperación y salí de la capilla envuelta en
lágrimas. Fue mi último día en aquel Hospital civil porque esa misma tarde, después del ángelus, mi
madre vino a por mí y me llevó con ella.
Nunca sabré si los años que pasé en aquel orfanato fueron tan convulsos como el golpe
emocional que supuso para mí marcharme con aquella desconocida, con aquella mujer a la que no
había visto nunca y, sobre todo, no sabía cómo aceptar aquel acontecimiento, si con desconfianza,
miedo e incertidum-bre o con el leve entusiasmo de saber que mi madre existía, que no era una
ficción o un recuerdo imposible en la memoria. Las niñas con las que hube de convivir en aquel
hospicio hasta entonces habían perdido a sus padres en la guerra y se habían acomodado, como yo, a
una existencia sin ellos. Veíamos pasar la vida con la resignada esperanza de que, tarde o temprano,
alguna familia de buena posición viniera a por una de nosotras para adoptarnos como una hija más.
Pero ni en mis cálculos ni en el de ellas cabía la esperanza de que nuestra madre apareciera, como
una resucitada, por aquel hospital convertido en inclusa para sacarnos de allí, para ofrecernos la
vida diferente que nos habían robado a los pocos días de nacer.
La mujer que respiraba con fatiga y olía intensamente a jazmines llegó con un documento sellado,
esperó casi media mañana en la sala de visitas y, cuando me tuvo delante, cuando me examinó
centímetro a centímetro, se aproximó hasta mí, me miró con emoción y recelo, me cogió la cara y me
besó con un extraño temblor en los labios. Luego fui a recoger mis cosas, me despedí de las
hermanas y salimos caminando y sin hablar, cogidas de la mano, hasta la estación de autobuses. Fue
durante el viaje, mientras me acariciaba la cabeza, cuando comenzó a hablarme de Larache, de
nuestra casa, de una escuela muy hermosa y del mar, sobre todo me habló del mar.
En pocos días me acostumbré a aquella nueva vida y a echar apenas de menos a mis compañeras,
la disciplina y la soledad de aquel mundo asfixiante y sombrío. Mi madre no trabajaba debido a una
enfermedad pulmonar que le impedía fatigarse en exceso, sin embargo, en los ratos en que la fuerza y
el ánimo le asistían, cosía en una vieja singer haciendo arreglos de ropa para un comercio y para una
sastrería de la calle Mayor. Eran pequeños encargos que no le suponían demasiado compromiso y
que aceptaba por complacer la caridad de algunas almas que la habían conocido en tiempos más
gloriosos y que sentían un gran aprecio por ella.
Al principio todo fue difícil. Mi madre me esperaba con cierta inquietud cada vez que regresaba
de la escuela. Me preguntaba por la maestra, por las niñas que se sentaban junto a mí, por los temas
de los que hablaba con ellas... Tardé en comprender los motivos de su pequeña angustia, pero una
tarde, ya a mis once años, un niño del barrio judío al que llamábamos Rael y que siempre iba sucio y
con algún descalabro, comenzó a perseguirme a la salida del colegio. La historia se repitió durante
una semana, y en lugar de contárselo a mi madre o de denunciarlo a la maestra, decidí resolver yo
misma el problema. Dejé que me siguiera hasta las cercanías de mi casa. En la última esquina me
detuve, me giré de pronto y me dirigí decidida hacia él. No esperaba aquella reacción, desde luego,
por eso debió de asustarse y echó a correr en dirección contraria. Lejos ya de mi alcance, se paró,
me miró con desafío, me amenazó con una piedra y gritó algo que me recordó por un momento a sor
Pilar y aquella mano atenazada de rencor que me inmovilizaba la mandíbula: «Tu padre era un
gallina y un rojo de mierda; y tú, una puta sin bragas».
Vivíamos de la pensión que mi madre recibía mensual-mente por su condición de viuda de
militar. Yo sabía que mi padre había sido brigada, que pertenecía al Batallón de Cazadores de las
Navas y que había muerto como tantos soldados al comienzo de la guerra. Era todo lo que sabía. Del
resto no tuve más información hasta que esos papeles cayeron en mis manos. Mi madre huía siempre
de cualquier comentario acerca de mi progenitor. Ni siquiera hablaba de él cuando visitábamos el
cementerio cristiano de Larache, cada 21 de julio, íbamos paseando en silencio. Atravesábamos un
primer patio sembrado de tumbas, nichos y mausoleos de familias notables de la ciudad y llegábamos
luego a un segundo patio cercado de cipreses, lleno de lápidas modestas, de losas de piedra gastada
y de montículos sin más historia que la tierra desnuda, una cruz clavada y el nombre de un muerto
cualquiera escrito en cal viva. Allí, en la parte izquierda de ese otro camposanto, bajo un gran
cuadrado de cemento, se ocultaba la fosa común en la que yacían decenas de ejecutados en los
primeros meses de la contienda civil. Era el lugar donde mi madre y yo depositábamos flores y
orábamos durante unos minutos. Yo rezaba muchos padresnuestros y alguna salve, mi madre no; mi
madre hablaba en voz baja sin alterar una facción de su rostro, con los ojos clavados sobre la losa.
Balbucía alguna frase, pronunciaba palabras que parecían reproches, como si mi padre estuviera allí,
escuchándola. Hasta que se cansaba de hablar, sacaba un pañuelo y se lo llevaba al borde de los ojos
con la elegancia que siempre admiré en ella, sin un gemido, con el mismo silencio que nos había
acompañado hasta allí y con el que entonces regresábamos a casa.
La enfermedad de mi madre nunca fue un impedimento para que nuestra vida transcurriera con
cierta normalidad. Sólo a veces, cuando su tisis mal curada le hervía en el pecho, pasaba días o
semanas postrada y sin ganas de ocuparse de las tareas domésticas. Pero entonces yo era ya una niña
crecida que podía cuidar de ella y de la casa sin tener que abandonar el colegio. Lo peor llegó
después, cuando a los quince años le confesé mi vocación de maestra y mi deseo de estudiar
magisterio en Cádiz. Al principio no puso el menor reparo, pero a medida que se acercaba el tiempo
de marcharme, de pasar tres años alejada de ella, su carácter se hizo más intransigente, como si el
miedo a perderme de nuevo le doblegara la voluntad y le impidiera comprender que debía hacerlo
por las dos, que no podíamos vivir eternamente de aquella miserable paga que recibíamos por mi
padre, que mi único pensamiento era volver, cuidar de ella, pero con la dignidad de un trabajo, sin
depender jamás de la caridad de nadie.
Fueron tres años duros, pendiente de su salud y de mis estudios, y durante los que hube de contar
con la ayuda de Teresa, una de las pocas amigas que mi madre mantuvo durante aquellos años por
razones que también comprendí después: las dos eran viudas, tanto mi padre como el esposo de
Teresa habían muerto en plena guerra civil y por la misma causa, y las dos tenían abierta una herida
semejante, la del silencio y el miedo. La mujer del comandante Giménez se pasaba a diario por mi
casa, ayudaba a mi madre en alguna tarea, conversaban y le infundía el mismo ánimo que ella
necesitaba para sí. Gracias a Teresa supe, durante aquel periodo de idas y venidas a Cádiz, las
razones por las que mi madre no pudo ocuparse de mí hasta los siete años. Yo sabía simplemente que
su enfermedad la mantuvo impedida mucho tiempo en el Hospital O'Donnell de Melilla, que nunca
dejó de pensar en mí ni de saber por terceros que seguía en Tetuán, al cuidado de unas monjas, en un
hermoso hospicio donde no me faltaba ni techo, ni alimento, ni cuidados. Sabía que era yo el único
motivo que la mantuvo pegada a la vida, la razón que alentaba a aquel espíritu postrado, consumido
por la fiebre y la debilidad, pero Teresa me confesó algo que me iluminó aquella tarde, mientras mi
madre descansaba en su habitación.
—Paulina tiene una mala salud de hierro. No temas por ella. Ha sufrido lo que nadie se puede
imaginar y ahí la tienes. Es lógico que se lamente de esos achaques que la vida no perdona, pero lo
peor está pasado.
—Fue muy duro lo del hospital —le dije.
—Lo del hospital no fue nada. La cárcel es la que se cebó con ella. Tú no sabes lo que pasó allí
dentro.
—¿La cárcel?
—¿No te lo ha contado? —me lo dijo sin demasiada sorpresa—. Conociéndola, no me extraña.
Nada más morir tu padre tuvo que pasar por la penitencia de una prisión. Pero no una prisión
cualquiera, que va. La enviaron al reformatorio de Victoria Grande. Imagínate. Un matadero. Caían
como moscas. Lo que tu madre vio con sus ojos en aquel lugar inmundo no se olvida ni en una ni en
mil vidas que tuviera.
Agradecí a Teresa aquellas palabras y prometí guardar silencio. A partir de aquel día miré a mi
madre con ojos irremediablemente distintos y con una gratitud que le profesé hasta su muerte.
—Tampoco te habrá contado lo del Psiquiátrico —Teresa parecía decidida a revelarme todos
los secretos.
—Mi madre habla poco, ya la conoce.
—Supongo que para ella es muy duro remover todo aquello, pero no es una vergüenza para nadie.
Cualquiera en su lugar, con una hija arrancada de sus brazos nada más nacer, hubiera perdido la
cabeza.
—No me la imagino en un manicomio.
—Tampoco yo, pero ahí tienes la respuesta a que no fuera mucho antes a por ti. Al parecer,
cuando recuperó las fuerzas, en lugar de levantarse y salir del hospital, entró en una fase depresiva y
se aisló del mundo. Te lo digo como me lo contaron, que vete tu a saber, pero según parece, se
pasaba las noches gritando, dando voces contra éste y aquél, maldiciendo a todos los que le habían
arruinado la vida. Decía cosas que le podían haber costado muy caras en aquel momento, pero
alguien muy influyente intercedió por ella, la sacó de allí y la ingresó en una casa de reposo. Dos
años estuvo en aquel psiquiátrico de Melilla, el tiempo suficiente, al parecer, para que la severa
medicación y el descanso le devolvieran a un estado de lucidez que le permitiera valerse por sí
misma, saber que tenía una hija en Tetuán y agrupar todo su esfuerzo para recuperarla cuanto antes.
Nunca perdí el contacto con aquella mujer que a duras penas y con derroche de sacrificio y de
trabajos había sacado adelante a cuatro hijos y a una hermana deficiente a la que cuidó hasta el
último momento. Gracias a Teresa pude ampliar el rompecabezas de un pasado que se me había
negado hasta aquella edad en la que la vida se me mostraba con perfiles reales, con una crudeza a
veces inhumana.
A mis diecinueve años, recién terminados los estudios de Magisterio, sabía que mi padre había
sido militar, pero no un militar de los muchos que se sumaron al alzamiento y al bando de los que
resultarían vencedores en aquella guerra. Mi padre fue un suboficial perdedor, un rojo que pagó con
su sangre el error de una lealtad a aquella República que se resquebrajaba, un hombre cegado por un
idealismo que no tenía sentido ni futuro en aquella España herida por el odio. Sólo entonces, tras mi
regreso a Larache, comprendí lo difícil que sería para personas como Teresa, como mi madre o
como yo abrirse camino en un mundo cerrado y gris donde ser la esposa o la hija de un republicano
leal, un rojo a fin de cuentas, era un estigma, una mancha imborrable en la vida de cualquiera que
Paulina, mi madre, había pagado con creces, con un ensañamiento que hasta hace pocos años no he
llegado a comprender. Porque una venganza tan desproporcionada y vil exigía una razón poderosa, un
sentido que sólo he podido encontrar en el documento que guarda en esa carpeta y en unas cartas que
cayeron en mis manos no hace mucho. Pero de ello le hablaré más tarde.
Ahora quiero que sepa lo que supuso para mí buscar un trabajo en aquella España que exigía
limpieza de sangre para ejercer una profesión y adquirir una dignidad. Envié varias solicitudes a
todos los colegios de Larache. Sabía de antemano que en los Grupos Escolares españoles estaría
vetada mi presencia. El nacionalcatolicismo exigía que los maestros pertenecieran a Falange o que
hubieran jurado lealtad al glorioso movimiento nacional. Lo que yo misma había sufrido en mis años
de internado y de escuela, aquel adoctrinamiento en el ideario fascista, en el integrismo de una
religión intransigente y oscura, debía ser mi programa de actuación y mi conducta servil con un
régimen que había sentenciado a muerte a mi padre y condenado en vida a mi madre. Como cabía
suponer, mi demanda de trabajo fue rechazada en todos los centros escolares de signo católico,
incluso en el Grupo Escolar España, la escuela del barrio donde estudié y donde sabían de sobra que
Julia Gadea Sarabia era la hija de un brigada rojo y traidor al que habían ejecutado al comienzo de la
contienda.
Sin embargo, mi empeño y mi obstinación eran fuertes. Envíe mi solicitud y mi breve currículo a
varios centros laicos de la ciudad de modo que, a la vuelta de unas semanas, recibí la alentadora
respuesta de la Escuela Francesa. El centro, dependiente de la Misión Cultural de Francia en
Marruecos, tenía como director a monsieur Jacques Albisson, un excombatiente de la Primera Guerra
Mundial que se mostró sensible a mi situación y que, tras una fructífera entrevista, me ofreció una
plaza de profesora de español. Nunca podré agradecerle bastante a aquel hombre la oportunidad que
me brindó para ejercer durantes aquellos años mi vocación pedagógica, sobre todo teniendo en
cuenta que la escuela era laica, de acuerdo con la Constitución de la República Francesa, y de
enseñanza mixta, y que en ella tenían cabida niños y niñas de razas y religiones diferentes. De ese
modo, la tolerancia y el respeto a costumbres y creencias diversas fueron la forma de vida en la que
pude educar a mis alumnos sin que la realidad que me acechaba fuera de aquellos muros, la de la
represión y el miedo, perturbara mi tarea.
Con un sueldo mucho más consistente que la pensión que recibía mi madre pudimos vender la
casa y trasladarnos a una de nueva construcción en el mismo barrio de Las Navas, mucho más
soleada y confortable, en la que mi madre tenía su cuarto de costura y yo una habitación desde la que
vislumbraba la plaza y me aislaba a placer del mundo y sus pequeñas miserias. Sin embargo,
aquellos cambios no fueron definitivos. Apenas unos años después, a finales de los cincuenta, tras la
independencia de Marruecos y la devolución de los territorios del Protectorado, la ciudad comenzó a
sufrir una progresiva decadencia. Larache se fue despoblando de españoles y la vida se volvió más
hostil. Muchas personas cercanas a mi madre y a mí se marcharon a la península y en poco tiempo el
sentimiento de estar viviendo en lugar extraño se apoderó de nosotras. Empecé a preparar
oposiciones y a convencer a mi madre de que lo mejor para las dos era marcharnos a Ceuta, una
ciudad relativamente próxima que, sin salir del continente africano, seguía ofreciendo los beneficios
de vivir en territorio español. En el verano de 1961 saqué mi plaza de maestra, vendimos nuestra
casa y nos marchamos de Larache. Al otro lado de la frontera marroquí empezó esa nueva etapa que
marcaría el resto de mi vida hasta mi jubilación, en una vivienda del Paseo de Colón, muy cerca del
Mercado Central y de la escuela en la que he pasado cuarenta años.
Así dejé transcurrir la vida sin más ambiciones que mi trabajo, el paciente cuidado de mi madre
y las noches de soledad que fueron mi estricta compañera junto a un libro y una lámpara encendida
muchas veces hasta el amanecer.
Qué más puedo contarle...
Julia apartó de sus ojos la expresión de vaguedad que le había acompañado a lo largo de la
narración y concentró la mirada sobre mí. Entonces balbució una disculpa por haberse excedido en
los detalles, tomó la taza de té y me miró de nuevo, como esperando que le asaltara con alguna
pregunta.
—Podía usted contraatacar. Se ha quedado todo el tiempo callado y no era esa mi intención.
Vamos, confiéselo. O le ha aburrido soberanamente el discurso que le acabo de soltar o está
pasmado de oír tanta estupidez.
—Sabe que no es así —le dije—. Sabe que he venido a su casa dispuesto precisamente a
escucharla y, la verdad, me lo ha puesto bastante fácil.
—Demasiado, diría yo. Pero no crea que lo hago con frecuencia. Le puedo asegurar que es la
primera vez que hablo con alguien de estas cosas, al menos desde que llegué a esta ciudad, y de eso
hace ya casi un año.
—Me halaga haber tenido ese honor, pero ahora, como bien ha dicho, me toca contraatacar y son
muchas las preguntas que quiero hacerle.
No sé si estaba idealizando demasiado a Julia, pero me daba cuenta de que aquella mujer había
interrumpido su relato en el momento preciso, como si lo tuviera meditado de antemano. Sus palabras
se habían detenido en ese punto en el que el oyente se siente obligado a intervenir para unir los cabos
sueltos de una historia intencionadamente incompleta. La vida de Julia Gadea podía haber sido, de
hecho lo era, una vida muy semejante a la de otras niñas que se vieron marcadas por la crónica de
una guerra, por sus consecuencias, por un silencio igual. No era tampoco la primera en renunciar a
una vida propia, en calibrar las ventajas y la ingratitud de la soledad para acabar dedicando sus años
al cuidado de una madre eternamente enferma. En cierto modo, pese a todos los condicionantes que
aderezaban su existencia, esa fue una opción personal que nadie, y mucho menos yo, tenía derecho a
someter ajuicio o a poner en cuestión.
Lo que sí distinguía a Julia del resto de vidas semejantes eran precisamente los silencios, los
episodios de ese pasado que permanecieron ocultos para ella y que sólo la casualidad, el azar o el
destino pusieron a su alcance muchos años después, tras la muerte de su madre, a las pocas semanas
de su jubilación en un colegio de Ceuta.
—Es mi turno, ¿le parece? —me incorporé y cogí la carpeta del extremo de la mesa.
—Adelante, soy toda suya —Julia tomó una posición relajada, cruzó las piernas y me miró con
una sonrisa.
—Empecemos por el diario de Zaldívar. Lo primero que me interesa saber es cuándo llegó este
documento a sus manos.
—Hace trece meses. Disculpe la precisión pero fue durante la mudanza, unas semanas antes de
venirme a la península. Había tomado la decisión de marcharme de Ceuta. Mi madre murió en el
noventa y ocho y yo me acababa de jubilar. Como le dije al principio, me vinieron de pronto las
ganas de vivir.
—Sí, pero dónde lo encontró.
—Se lo estoy diciendo. Había metido en cajas los libros, los recuerdos que me acompañaron a lo
largo de la vida. Fue lo único que traje conmigo. El resto se quedó en aquella casa. La habitación de
mi madre permanecía tal y como la dejó al morir. Tenía que vaciar los armarios, deshacerme de su
ropa, retirar sus objetos y todas aquellas cosas que, en cierto modo, se fueron con ella. Al abrir el
último cajón de su cómoda, en una caja perfectamente camuflada bajo un juego de sábanas, encontré
el documento de Alonso Zaldívar. Pero no sólo eso. También hallé dos cartas del capitán dirigidas a
mi madre. Una estaba fechada en junio de 1937, durante su convalecencia en el hospital de Melilla.
La otra era bastante posterior, de octubre de 1950.
—Dígame una cosa —le interrumpí—. Zaldívar, según usted y por lo que él mismo relata en el
diario, fue el verdugo de su padre...
—Ya sé adonde va a parar. El ordenó su detención y no tuvo el menor escrúpulo en ordenar
también su fusilamiento. Para sicarios como él era un deber como otro eliminar a los elementos que
pudieran entorpecer su objetivo.
—Hasta ahí todo está claro.
—Lo que Zaldívar no detalla en sus notas es que Alejandro Gadea, mi padre, además de un
traidor y un desafecto —Julia estaba repitiendo las mismas palabras del capitán—, era su mejor
amigo, su compañero y confidente desde muy jóvenes, desde mucho antes de llegar a África. Él
mismo lo cuenta en una de sus cartas. Mi madre, por lo tanto, debía de conocerle bien y supongo que
le correspondería con el afecto que se profesa a alguien tan cercano.
—Entonces, el contenido de esas cartas...
—No es nada de lo que se imagina. Un hombre que es capaz de deshacerse de su mejor amigo sin
que le tiemble el pulso, animado como él por una causa superior e implacable, no pide luego perdón
ni trata de lavar su conciencia. Alonso Zaldívar sabía muy bien lo que hacía y por qué. Lo que mi
madre sintiera o dejara de sentir le traía sin cuidado. De hecho, no me cabe ninguna duda de que fue
él quien la denunció, quien ordenó a sus soldados que la sacaran de casa y la encerraran en aquella
prisión de Melilla.
—Siga, por favor —le animé a continuar.
—Si Zaldívar fue la sombra de mi madre durante muchos años, si un hombre de su catadura no
quiso alejarse de ella del todo era por algo que evidentemente le interesaba. Basta con leer la
primera de esas cartas para adivinar sus intenciones. Ella tenía algo en su poder que, en cierto modo,
le serviría de talismán para sobrevivir, algo que al mismo tiempo fue la tortura del capitán hasta su
muerte.
—Admiro su dominio de la intriga —le insinué.
—Ya le he dicho que resulta difícil de imaginar, pero para mí fue un trago profundamente amargo
descubrir hace sólo unos meses que la obsesión de Alonso Zaldívar era yo, como lo oye, la hija de
Paulina Sarabia, la niña que él mismo arrancó de los brazos de aquella madre enferma para ponerla a
salvo de todo en aquel hospicio de Tetuán.
—¿Usted?
—Sí, y no es fácil de entender sin la pieza que falta en este puzzle diabólico —Julia había
adoptado un aire de gravedad y ahora se acariciaba instintivamente la frente—. Lo que estoy tratando
de decirle es que debió de haber algo más que un trato cordial entre Zaldívar y mi madre, al menos
un encuentro entre ellos lo suficientemente elocuente como para que aquél albergara la sospecha de
que yo era algo suyo.
—Asombroso, pero ¿cómo ha llegado a esa conclusión?
—¿Quién habla de conclusiones? Es sólo una conjetura —Julia había elevado la voz y sostenía
con firmeza la mirada—. Mire, de la carta que Zaldívar escribió en junio del treinta y siete sólo se
deduce que aquél necesitaba conocer la verdad. Al parecer, la víspera del fusilamiento de Alejandro
Gadea, mi madre se vio con él para hablar de su detención, para pedirle cuentas sobre el asunto. Lo
que ocurrió aquel día puede que nunca lo sepamos, pero, en cualquier caso, ella jamás le dio el gusto
de saber si aquella hija era o no de Gadea, le tuvo condenado a esa duda de por vida, le hizo pagar
con el tormento.
CINCO

Siente que el fuego se detiene en sus párpados, que en su frente anida de nuevo una legión de
pájaros de plomo, un clamor extendido de vértigo y de alas. Lo intenta otra vez y percibe que una
fuerza le lapida los ojos, que la luz está lejos, que el día se diluye como una sombra más, que la vida
planea sobre ella sin apenas detenerse. Es una sensación que la atenaza nada más despertarse, cuando
el corredor se va llenando de pasos y el tintineo de las tazas o el trasiego de la limpieza se adueñan
de la habitación, de la penumbra, del silencio de una noche como siempre infinita. Ella lo sabe. Ella
sabe que está amaneciendo, que de un momento a otro vendrán a despertarla, le pondrán el
termómetro en la axila y le darán el jarabe, las pastillas de siempre, el trago que golpea su garganta y
le ensombrece el paladar, se diluye en su boca con un sabor amargo y se expande después, se
extiende con sigilo por su cuerpo. Siente que todo es lo mismo, que nada nuevo sucede, que la carta
que han dejado al entrar, junto a su mano dormida, no puede ser para ella, para alguien condenado al
olvido y a la resignación, apartado del mundo, arrojado de la vida sin más. Así, el monótono
espectáculo del día da comienzo lentamente, antes de que sus ojos se abran por fin y asuman la
claridad, antes de que comprueben que todo sigue en orden y miren a su alrededor y vean las mismas
camas, las mismas enfermas, la misma luz mortecina. Lo sabe. Ella sabe que su paisaje no es otro,
que no podrá ser otro mientras la fiebre siga minando su cuerpo, mientras sus brazos y sus piernas
sean carne vencida. Es una fuerza que la retiene y que anula su voluntad, que a veces, sólo a veces, la
sumerge en una laxitud muy parecida al deseo de morir, de abdicar de todo y para siempre, de
abandonarse como un náufrago que ha agotado sus fuerzas, que se deja vencer por el cansancio y el
frío. Eso piensa cuando el dolor, la calentura o la soledad le nublan el pensamiento, cuando la vida
es un hilo tan frágil que apenas se percibe en la flor de los labios, en el aliento dormido que emerge
de su boca como un flujo de aire que amenaza con detenerse. Pero ella no se rinde. No se rinde del
todo porque un golpe de lucidez, de rabia y desamparo la rescata de la parálisis, de la asfixia
inmediata, y se despierta entonces con una convulsión, abre mucho los ojos y piensa en ella, en la
niña que hasta hace unos días veía todas la mañanas, tan sólo unos minutos, sólo ese momento en el
que una de las enfermeras la depositaba a su lado, sobre la cama, y ella la abrazaba con la suave
debilidad de sus manos, mirándola mucho, comprobando de nuevo que aquel ser diminuto no era un
sueño más, otro engaño de su delirio, sino su propia hija, un bebé de apenas seis semanas que había
venido al mundo en aquel hospital, en medio de aquella infamia y de aquella locura, que por ella,
sólo por ella, debía resistir, no rendirse nunca, no abandonarse jamás, ni siquiera ahora, cuando gira
su cabeza y no la ve, cuando palpa entre las sábanas un sobre cerrado que alguien ha dejado allí,
junto a su cuerpo tendido, cuando siente transcurrir la mañana y la vida es una sucesión de minutos,
de segundos iguales. Tiembla. La fiebre le hace temblar. El zumbido de los pájaros que pueblan su
cabeza se agranda en el vacío, en el espacio de la sala, en el techo agrietado y distante que se
extiende sobre ella como una inmensa lona, como un cielo imposible y detenido. Tiembla y escucha
el palpito inmediato de la sangre, el latido en sus sienes. Se despierta y regresa, tantea una vez más
entre las sábanas con una sugestión de aflicción y fracaso. Mira de nuevo y busca. Su mano busca un
cuerpo tibio, pequeño, la forma exacta de un ser que se acople a sus brazos, lo llama, pronuncia
levemente su nombre, lo repite, dice Julia y se estremece, respira, siente cómo se agitan sus
pulmones, palpa el frío, la desolación, un sobre helado, y sabe que es verdad, sabe que hoy tampoco
la traerán junto a ella, que ésa es la terrible certidumbre que le espera, el fatal desafío, la crueldad
de los días que ha de seguir allí, postrada, sobre la cama de un hospital en el que ha visto pasar los
meses con impotente quietud, soñando tantas noches que todo aquel espanto sería un dolor efímero,
una oscura pesadilla, que al despertarse, al abrir los ojos, la vida volvería con su viejo equipaje
cotidiano, con el sabor de antes. Tiembla. Piensa obsesivamente en ella. Sabe que Julia no está y
ahora ve con angustia el rostro del teniente acercándose al suyo, el gesto de consuelo y de
resignación con el que la había observado, su mirada firme y patriarcal después, cuando le habló de
la niña y de la indudable conveniencia de sacarla de allí, de llevarla a un lugar en el que cuidarían de
ella, junto a otras niñas, que sería lo mejor para las dos; un hombre que finge ser amable, que dibuja
en su cara una sonrisa cordial mientras extiende el brazo hacia ella, toca suavemente su hombro, le
borra con la gruesa palma de la mano la lágrima que ella deja caer sin voluntad, sin que sus labios
expresen el profundo dolor que está sintiendo; un hombre y una cara que se agigantan de pronto, entre
las enfermeras que han venido con él y que ahora repiten sus palabras, «es lo mejor para la niña,
Paulina, tienes que comprenderlo»; y ella los mira, trata de mirarlos, de despejar la vaga neblina de
sus ojos, el zumbido que corrompe su cabeza; los mira con toda la piedad, comprimiendo la boca,
sabiendo que, por mucho que lo intente, no podrá decir nada. «Sería lo mejor para las dos». Y ella
no sabe, sólo gira de nuevo su cabeza huyendo de todos, del teniente que no ha parado de hablar, de
recordarle que sólo cumple órdenes, que su caso ha sido estudiado con verdadero interés, que él,
Luis Olalla Ventura, está dispuesto a tenerla informada mientras permanezca en aquel hospital, que se
trata de una medida transitoria, hasta que ella supere la enfermedad y pueda garantizarle a la niña la
atención que requiere, sólo eso. Pero ella desconfiaba de aquellas palabras, de aquel hombre de
uniforme que había venido hasta allí cumpliendo con un extraño deber, dudaba de su aspecto, de la
pulcritud de su rostro, rasurado y enérgico, de sus manos cuando volvieron a rozarle la cara con un
aire de conmiseración y ella le miró fijamente, concentrándose en sus ojos, rogándole que le jurara
allí mismo que decía la verdad, que Julia estaría en buenas manos, que pronto, muy pronto, en cuanto
ella se viera con fuerzas para salir de allí, nadie detendría sus ansias de abrazarla, de tenerla otra
vez a su lado y para siempre. Se lo dijo por fin con aquella fatiga que hizo estragos en el oficial, en
el alma blindada de aquel hombre que abandonó la habitación compungido por la escena, jurándose
así mismo que si aquella desgraciada salía con vida del hospital, del trance que la estaba
consumiendo, nadie quebrantaría su palabra, nadie iba a robarle a Paulina el derecho de encontrar a
su hija y de llevársela con ella, aunque fuera lo último que él, Olalla Ventura, hiciera en este mundo,
eso pensaba y eso mismo le dijo unos días más tarde a Alonso Zaldívar en su despacho de
Trasmisiones, cara a cara de nuevo, convencido de que el capitán, por esta vez, estaría de su parte.
«He cumplido tus órdenes», le dijo, «ahora cumple las mías». Pero Zaldívar se guardó la respuesta y
el rictus de satisfacción que le hubiera brindado allí mismo, cuando tuvo la certeza de que la niña
estaba a salvo de todo, en el hospicio de Tetuán que le habían recomendado no hacía mucho, un viejo
hospital reconvertido en casa de acogida para huérfanos de guerra en el que Julia tendría un trato de
favor, una atención preferente. Así se lo hicieron saber en un escrito oficial que el capitán de
Ingenieros guardaba desde hace días en el cajón de su escritorio y en el que nadie le exigía detalles,
nadie le pedía cuentas de su interés ni del velado propósito con el que ahora protegía a la hija de un
traidor fusilado un año atrás, al comienzo de la rebelión. «Tenías que haber visto a la mujer de
Gadea», inquirió Olalla Ventura antes de marcharse, «si sale de ésta, será un verdadero milagro».
Pero Zaldívar apenas le miró, se despidió de él con un gesto confuso y fingió que se hallaba
embebido en sus asuntos, en los planos y documentos que se extendían sobre la mesa y que ahora,
más que nunca, reclamaban su atención. Sin embargo, en el fondo de aquel hombre latía una idea
obsesiva y acuciante que, en cuanto el teniente cerró la puerta y se alejó del despacho, se apoderó él
con una fuerza colérica. Apartó de un golpe los papeles, abrió uno de los cajones del escritorio y
sacó del fondo una carpeta oscura. Miró con detalle las hojas que guardaba en su interior, las notas
tomadas por él, las fechas, los lugares y los nombres, las copias archivadas de la detención de
Gadea, la de su sentencia de muerte, la cuartilla en la que describió sin escrúpulo su encuentro con
Paulina, su orden de arresto y de traslado a Victoria Grande apenas dos días después, el ingreso de
la muchacha en el O'Donnell, el nacimiento de Julia y ahora, con los datos que le aportaba Olalla, el
día de su alta en el orfanato de Tetuán. Se frotaba las manos. Miraba aquellos documentos como las
piezas desencajadas de un rompecabezas que le era preciso resolver. Se tocaba la cara, la horrible
cicatriz del pómulo. Oscilaba la cabeza y deslizaba las manos sobre las hojas. Trataba en vano de
huir de un presentimiento que le atormentaba desde hacía muchos meses, un dato preciso que le
sacara del error, de la posibilidad una y mil veces calculada por él de que aquella niña era sangre
suya, carne suya, una conjetura que sólo podía ser resuelta con la confesión de Paulina, con una
simple confesión que despejara sus dudas, sólo eso. Pero Zaldívar jamás se presentaría ante ella. El
hombre que presumía de coraje y de lealtad, de concentrar un enorme poder en aquellos momentos
decisivos, en medio de una guerra, mostraba ahora las dimensiones de su cobardía, su vulnerabilidad
ante la mujer que conocía como nadie sus miserias, su perfil de canalla, la cara más despreciable y
repulsiva de un oficial laureado por los acontecimientos. Por eso había descartado cualquier opción
de acercarse a ella, de desentramar la urdimbre que había tejido a su alrededor y de salir tan
prematuramente de la sombra, de aquel silencio que le permitía actuar sin sospecha. Lo que hizo
aquella noche antes de abandonar el acuartelamiento fue escribir una carta, una carta cualquiera
pergeñada por alguien que intenta justificar su actitud, que no se inculpa de nada, es cierto, pero que
asume con dolor y firmeza las terribles decisiones que le impone el deber, la vida, la
responsabilidad de matar o morir; una carta en la que él, Alonso Zaldívar, trataría de mostrarse más
sincero que nunca, más hostigado que nunca por los avatares de aquella espantosa guerra, dejando
entrever un punto de arrepentimiento, apenas un aviso de esa conciencia que nunca le abandonó y que
ahora le mostraba el modo y el camino de restituir ciertos actos, de ocuparse siquiera y a destiempo
de personas cercanas, de seres que sufren sin voluntad de nadie las inevitables secuelas del odio
desatado; una carta encomendada al recuerdo, al pasado, a los momentos de aquella inocencia que
compartieron los tres, cuando él y Alejandro eran grandes amigos y ella brillaba en medio de todos
con aquella elegancia y aquella discreción; una carta escrita con total sutileza, evocando el encuentro
de esa tarde, la del 20 de julio, allí mismo, en el despacho de su batallón, tratando de salvar a
Gadea, de resolver un asunto de terribles consecuencias que la inercia implacable del proceso
impidió detener, evitar cuando menos a tiempo; una carta dirigida a Paulina en la que se deslizara el
deseo de aclarar lo que sucedió aquella tarde, en aquel lugar, sobre la mesa de su despacho, entre el
placer y la culpa, y luego la niña, esa niña que, según sus noticias, había nacido ocho meses y medio
después, treinta y ocho semanas más tarde de aquel extraño encuentro; un deseo de saber la verdad,
de conocer de su mano, con un simple escrito, con sólo unas palabras, si Julia era el fruto de aquella
despedida, de aquel vago suceso que él nunca borraría de su mente, como tampoco la imagen de
aquel cuerpo latiendo bajo el suyo que flota todavía en su recuerdo, apurando el insomnio de las
noches, con esa vana insistencia que le envenena la sangre, que le nubla los sentidos; una carta y un
deseo que no levanten sospechas, que lleguen secretamente en un sobre oficial y sin más
intermediarios que uno de sus soldados, alguien de su confianza, un subordinado leal que en su
próxima visita a Melilla aproveche el viaje y haga un alto en el O'Donnell, ya sabe, que pregunte en
el hospital por una tal Paulina Sarabia, la paciente a la que ha de entregar sin mediación de nadie ese
sobre cerrado, el mismo sobre que ahora descansa junto a la mano abatida de una mujer que se
despierta lentamente y siente que sus párpados son dos piedras de fuego, una mujer que sale de la
oscuridad y mira el cielo agrietado e invariable de la habitación, que respira con fatiga, que siente la
mordedura de la fiebre en cada tramo de su carne, en la yema herida de esos dedos que palpan en la
nada, que tocan la textura plana y rígida de un sobre, de una carta que han dejado para ella hace
algunos minutos, mientras dormía, y que aún no sabe que lleva su nombre escrito, no sabe ni imagina
quién la recuerda ahora, quién recurre de ese modo a las palabras, de qué lugar de la vida o de la
muerte han llegado hasta ella.

***

Larache, 25 de junio de 1937

Querida Paulina,
te escribo desde el centro de este horror, desde esta guerra y este baño de sangre que nos hace
indignos de todo. Intento creer que la violencia y la lucha que sacuden en este momento a España
eran en todo punto inevitables, aunque ello no justifique ni mitigue la crueldad que nos mueve.
También intento creer que no me guía otro propósito ni otro fin que el de la justicia y el orden, esos
valores a los que me aferró cada día para que no me fustiguen el miedo y la debilidad. Porque yo
también soy débil, Paulina, y humano, aunque no sea ésa la imagen que hayas guardado de mí ni el
recuerdo que he podido dejar en tu memoria. Seguro estoy de que me has juzgado mal, de que ya me
has condenado por ciertos actos que consideras enteramente míos, que me atribuyes sin razón, y que
entenderías de otro modo si conocieras la vorágine que entonces y ahora nos arrastra.
Nada pude hacer por Alejandro. Su detención, su arresto preventivo, derivó en la fatalidad de su
muerte, una muerte que se escapó de mi mano, de mis propias atribuciones, y que sentí como algo
mío. La guerra es así y ése es el único consuelo que me queda, también la razón por la que mi
conciencia no me reprocha nada. Si sigo aquí, en mi puesto de mando, es porque creo que me asiste
la verdad, porque estoy seguro del triunfo, porque sé que sólo la victoria me ayudará a vencer el
odio. El que triunfando juzga se puede permitir el lujo del perdón y ésa es la virtud de quien vence,
ésa es su generosidad. La causa, si de verdad la sentimos, nos impone la tortura y el placer de
perdonar, aunque no el olvido. En el fondo de nuestra alma hemos de recordar siempre, no para
satisfacer rencores ni vengar agravios, sino para ser inexorablemente implacables, llegado el
momento, con aquellos que no olvidan....
Y cómo olvidar los momentos felices que compartimos los tres antes del desastre, de esta
contienda de hermanos contra hermanos. Alejandro Gadea siempre fue y será ese gran amigo que uno
encuentra en la vida y que la vida nos acabó arrancando a ti y a mí por la gran sinrazón que rige
nuestras almas. Un turbio pensamiento y esas malas influencias que acosan despiadadamente al
hombre le estaban alejando de mí, de la idea que alimenta el espíritu de esta revolución que acabará
imponiéndose al caos y a la barbarie, pero ni siquiera un error de esa naturaleza podía ser el pretexto
de su muerte. Fue, como bien te he confesado, la fatalidad, el dictado del destino.
De tu visita de aquella tarde, la última en que nos vimos, guardo el sabor agridulce que generan
la pasión y la culpa. Estabas bellísima a pesar del dolor, del miedo que nos invadía en aquellos
momentos. No he dejado de pensar ni una sola noche en ti, entre el desvelo que me vence y
desespera, ni en tu imagen, en tu fragilidad de aquel día, en la tibieza de tu cuerpo. Nada supe
después. Sólo meses más tarde, por puro azar, uno de mis oficiales me informó de la suerte que
habías corrido. Ignoraba lo de tu paso por la prisión de Me-lilla, lo de tu enfermedad y, sobre todo,
que en ese amargo trance, en medio de ese sufrimiento que me duele imaginar y que hago íntimamente
mío, naciera esa niña que es mi tormento y mi dicha desde entonces.
Si bien en la distancia, estoy al tanto de tu salud y de que nada te falte. Tampoco a Julia, que
ahora, según me dicen, está al cuidado de las buenas Hijas de Jesús en un centro de Tetuán. Por ella
y por ti he de hacer cuanto esté en mi mano y mientras Dios me asista y considere. Si algo he hecho
de malo en esta vida espero que sea digno de perdón, de tu perdón ante todo. Sólo te ruego que
aceptes la ayuda de mi voluntad y que aciertes a entender la buena fe de esta carta; todo sería más
fácil para ti y para la niña, también para mí, que vivo o malvivo en la duda de saber si Julia es algo
mía, si nuestro último encuentro en este despacho desde el que ahora te escribo tuvo algo que ver con
su llegada al mundo. Sólo tú puedes conocer ese secreto que me atormenta ahora y que no consigo
borrar de mis cavilaciones, por eso te pido que me concedas el derecho de saber la verdad y que
escribas un sí o un no en el papel que te adjunto. Introdúcelo en el sobre en blanco que hay también
junto a esta carta y guárdalo unos días. La próxima semana pasará por el hospital un alférez de mi
destacamento al que puedes entregárselo sin ningún temor, eso es todo.
Ahora sólo te pido que resistas, que soportes con resignación estos malos momentos. Lo que la
vida arrebata, Dios repone. Espero y deseo que salgas pronto de esa enfermedad y que puedas gozar
de la alegría de esa hija que el cielo te ha dado. Quizá comprendas entonces que es posible el
perdón.

Fdo:
A. Zaldívar

P.D.: Por el bien tuyo y mío, destruye esta carta. Este es un tiempo de odios y la sinrazón nos
vigila.
SEIS

—Tú eres de los que resisten, de los que nunca desfallecen.


La voz de Fany me sacó de repente de aquel estado de embeleso en el que me hallaba sumido la
última media hora. Me había citado con Julia a las siete en punto en un territorio neutral, El Café
Español, para cerrar definitivamente los detalles de la publicación del diario. Aquella tarde estaba
solo en la editorial y decidí cambiar de marco antes de lo previsto. Me adelanté al encuentro y me
instalé en una de las mesas de la cafetería, cerca de la ventana. Llevaba conmigo el cuaderno de
Zaldívar, una copia de sus cartas y un libro de Carlota O'Neill, Una mujer en la Guerra de España,
editado en 1979, que Julia me había prestado el día de nuestra primera cita. Mientras la esperaba,
volví a leer la increíble misiva del capitán de Ingenieros, la insolencia de aquellas líneas, el cinismo
de unas confesiones que él mismo desacreditaba en su diario, en el documento donde dejó anotada la
verdad de sí mismo, su incuestionable crueldad y la sed de venganza que le llevó a cometer las
atrocidades que no tuvo reparo en describir junto a la fecha y el nombre de sus víctimas. También
tuve tiempo de ojear de nuevo el libro de memorias de Carlota O'Neill. Julia me habló de ella la
tarde que me recibió en su casa. Según me contó, la escritora no sólo había sufrido una represión
semejante a la de Paulina, su madre, sino que ambas, además, debieron de coincidir en la prisión de
Melilla. El relato de Carlota no tenía el menor desperdicio y ofrecía de primera mano un testimonio
sangrante de lo que ella misma sufrió aquellos primeros meses de persecución y cautiverio. Todo
parecía marcado por la fatalidad. Aquel 17 de julio de 1936, Carlota O'Neill se encontraba pasando
unas pequeñas vacaciones en la base aérea de Hidros, en la ensenada de la Mar Chica, cercana a
Melilla. Se hallaba allí con sus hijas y con su esposo, el capitán de aviación Virgilio Leret, un oficial
leal a la República que, al estallar la insurrección militar, dirigió desde su puesto de mando una
infructuosa resistencia contra las fuerzas sublevadas. Leret fue detenido y posteriormente fusilado.
Carlota huyó con sus hijas a Melilla, al domicilio de un suboficial amigo de su esposo que acabó
sumándose al bando rebelde por salvar la vida. A los pocos días fue detenida, separada de sus hijas
y llevada al reformatorio melillense de Victoria Grande. Allí comenzó una penosa odisea carcelaria
que duraría cuatro años y en la que llegó a presenciar los mayores horrores y a padecer el
hacinamiento y la insalubridad de un presidio maloliente donde el tifus, la disentería y la sarna eran
males comunes. «Llegaban viejas, jóvenes, muy jóvenes —relataba Carlota O'Neill en aquellas
páginas—, entraban con palidez de cadáver después de ser violadas. Fuera, los falangistas habían
entrado en el delirio... Las madres de familia, las abuelas, iban a dar con sus huesos a los calabozos
de la policía; de allí, a la cárcel. Las jóvenes que atrapaban eran otra cosa; pertenecían, en su
mayoría, a las juventudes sindicales obreras; sabían leer y entendían las reivindicaciones. Los
falangistas iban a buscarlas por las noches y se las llevaban; las violaban en el campo; caían sobre
ellas, uno después de otro, como perros. Unas morían en la brega; a otras las mataban; algunas iban a
la cárcel; su suerte final dependía de las manos en que caían». Volví a leer aquellas páginas estre-
mecedoras entre las que veía inevitablemente a la madre de Julia y a la que imaginaba en aquella
celda, consumida por el terror y la fiebre, probablemente la misma celda desde la que, una de
aquellas noches, Carlota pudo oír «un amasijo de gritos y amenazas chilladas delante de la cárcel;
las voces pedían —cuenta la escritora— a las presas en masa, agotando el diccionario de
improperios. Nosotras nos apretujábamos temblando de miedo, a la manera que el ganado se
aglomera cuando presiente el peligro. No sabíamos si había llegado el momento. Pero la gritería no
amenguaba, antes subía el tono y se aproximaba, hasta que por el fondo de la terraza vimos avanzar
linternas y ojos de falangistas armados que pedían a las rojas como escarmiento».

—Eres incorregible, querido. Morirás con las botas puestas.


La voz de Fany me rescató bruscamente de aquel escalofriante fragmento y me devolvió a la vida.
Caí en la cuenta de que mi ex-novia era cliente asidua de El Café Español, el lugar donde nos
conocimos, y que no estaba fuera de lo probable que nos encontráramos allí. Como la primera vez,
me había vuelto a coger desprevenido, pero traté de superar los efectos de la lectura, de aclimatarme
a la situación, y solté una frase recurrente y fácil:
—Tú tampoco has cambiado, sigues igual de cruel, igual de irresistible.
Me levanté para estamparle un beso en la cara, sin énfasis, y miré el reloj: eran cerca de las
siete. Fany estaba espléndida. Bajo el traje de chaqueta a rayas lucía un suéter rojo del que brotaban
dos, pechos comprimidos y falsos, extraños sin duda para alguien que había catado no ha mucho su
discreta mesura, su prematura languidez. Estaba claro que no había perdido el tiempo. El gimnasio,
la silicona, el colágeno y el fisioterapeuta que llenaba su tiempo libre habían hecho de ella una mujer
de prestancia que parecía no querer ocultar los espectaculares efectos de su nueva vida.
—Estoy ahí mismo, con papá —me señaló una de las mesas del fondo y pude ver a don Alberto
Delgado de la Cruz, reputado Juez de la Audiencia Provincial, lanzándome un saludo efusivo y
amable—. Vente y me cuentas.
En el momento en que Fany me tomó del brazo para que la siguiera me dije que, en el fondo,
quien había salido ganando con nuestra ruptura era sinceramente yo, sobre todo cuando hice balance
de mi vida sin ella y cuando la imagen de Julia se cruzó en mi pensamiento con una claridad
meridiana, poderosa, situada a años luz de aquel derroche de frivolidad. Volví a reparar en el detalle
de que a Julia Gadea, a pesar de su madurez, no le faltaban argumentos para presumir de un
magnetismo natural, sin trampas, especialmente recomendado para paladares selectos.
—Lo siento —me zafé de su brazo y esgrimí una disculpa—. Estoy esperando a alguien. Puede
que otro día...
Iba a decirle que se trataba de una reunión de trabajo, que ahora tenía un buen empleo en una
editorial, que había dejado de escribir y que ya no torturaba a mis amantes con versos de Neruda,
pero Fany me dejó con la palabra en los labios. Se dio media vuelta, soltó un exabrupto y se marchó
ofendida.
Por esta vez no me afectó ni su desprecio ni la mirada despectiva y risueña de los espectadores
de la mesa de al lado. María Estefanía Delgado de la Cruz y González Tercero era ya para mí una
especie extinguida.
Julia apareció en aquel momento, mientras regresaba a mi sitio y me disponía a guardar los
papeles que cubrían la mesa.
—Hacía muchos años que no entraba en un lugar tan acogedor —me reconfortó escucharla, sentir
de nuevo su perfume—. No tienes mal gusto.
Pensé por un instante en hablarle de Fany, en darle ciertos detalles de mi pasado que a nadie me
hubiera atrevido confesar, en advertirle también de que alguien nos estaría vigilando desde la mesa
del fondo, pero Julia tenía el poder de neutralizar los asuntos banales, de ensombrecer de pronto todo
lo secundario, de jerarquizar las cosas. También me había dado cuenta de que me estaba tuteando y
eso me gustaba especialmente porque delataba una voluntad de acercamiento, un gesto indudable de
confianza.
—¿Fuma? —no sé por qué le ofrecí un cigarrillo. Nunca la había visto fumar, pero fue un acto
automático, impensado, de una torpe cortesía.
—No eres tan observador como pensaba. Sabes que no, que ni fumo ni me agrada el tabaco. Tú
en cambio lo haces compulsivamente. En la media hora que llevas en esta mesa te has metido cuatro
dosis de monóxido de carbono en los pulmones, tú verás...
Julia me sorprendía de nuevo con su capacidad de deducción, con la intratable sinceridad de sus
palabras. Estaba esperando una respuesta, una justificación más o menos retórica por mi parte, pero
preferí desviar la conversación y ahorrarme un pequeño discurso sobre la falta de voluntad, sobre
mis frustrados intentos de dejar de fumar definitivamente, siempre sin demasiado empeño, sin estar
convencido.
—¿Qué va a tomar?
Pidió un té con leche y aprovechó la llegada del camarero para desprenderse de la chaqueta y
dejarla sobre una silla vacía. Cuando volvió a su asiento, me ofreció una sonrisa irresistiblemente
cálida, segura:
—Estoy trabajando muy en serio —me dijo—. Calculo que en dos o tres semanas tendré
acabados los textos que me pides. Reconozco que tenías razón. Gana mucho el documento
intercalando esos comentarios...
—La introducción, no se olvide. Interesa que sea clara, que invite al lector a zambullirse en el
libro. Piense que quien lea esas hojas tiene que saber de antemano a lo que se enfrenta, conocer los
máximos detalles del autor.
—¿Tú crees? Zaldívar no necesita muchas presentaciones, él solo se califica en esas páginas. De
todos modos trataré de hacer una semblanza lo más completa posible del personaje, pero ya sabes, es
un hombre difícil y hay grandes lagunas en su vida que requieren una profunda investigación y, sobre
todo, tiempo.
—Será suficiente con lo que hay, tampoco estamos hablando de una biografía strictu sensu.
Ramírez opina que ha de ser algo bastante aséptico, casi telegráfico, que no ocupe más de diez folios,
pero en eso es usted quien decide. Mi consejo es que recoja los detalles principales y que le dé la
forma que le plazca...
—Aún no le he contado lo que fue de Zaldívar —Julia susurró aquella frase con un leve tono de
suspense.
—Murió, como casi todos. Eso me dijo la primera vez, cuando nos vimos en la editorial.
Siempre di por sentado que le llegó la hora y la palmó como cualquiera, con la conciencia tranquila,
por supuesto, y orgulloso de sus viejas hazañas. Pero tiene razón. Supongo que me ha fallado la
curiosidad, que he pasado por alto algo importante.
—Supone bien —me dijo—. Zaldívar murió joven y en circunstancias algo turbias, nada que ver
con el final de un héroe.
Mientras apuraba los restos de un café frío y espeso y encendía un nuevo cigarrillo, Julia me
contó que, al acabar la guerra, Alonso Zaldívar se embriagó de triunfo. Pasó por diversos ascensos y
recabó en Ceuta convertido en coronel. La década de los cuarenta fue para él una etapa tranquila en
la que confraternizó con la sociedad civil, con lo más granado de una ciudad provinciana adaptada y
sometida al nuevo régimen. Antes de dejar Marruecos, Julia visitó varias hemerotecas y logró
recopilar diversas noticias sobre el tema.
El nombre del coronel Zaldívar aparecía reseñado en la mayoría de eventos políticos, sociales,
folklóricos y deportivos que se celebraron en ese tiempo. Según sus datos, además de Presidente
Honorífico del Casino local, de destacado directivo de la Federación de Fútbol Regional y miembro
de varias sociedades y congregaciones, Zaldívar era la salsa de todas las fiestas, la guinda de
cualquier celebración pública, desfile, acto benéfico o manifestación religiosa. Fue al final de la
década, entre marzo del cuarenta y ocho y los últimos meses de 1950, cuando su presencia comenzó a
perder paulatinamente auge. A pesar de seguir en la plaza y mantener su puesto de coronel en el
Cuartel de Ingenieros, su nombre empezó a borrarse de la vida pública. Apenas asistía ya a
ceremonias. Sus actividades en ese periodo se circunscriben por entero a la vida militar, a los
desfiles castrenses y a los viajes por el territorio del Protectorado, siempre de carácter oficial y en
misiones específicas.
—Ocurrió el 20 de octubre de 1950 —Julia volvía a hacer alarde de su portentosa memoria—.
Zaldívar salió del acuartelamiento de Ingenieros a primera hora de la mañana, solo, en el Fiat negro
que solía emplear para sus desplazamientos y que, por lo común, conducía uno de los soldados del
batallón. Llovía torrencialmente. Según la nota publicada una semana después en el Diario de Ceuta,
el coronel se dirigía a Tetuán, donde debía encontrarse con otros mandos para llevar a cabo unas
maniobras. La estrecha distancia entre ambas ciudades, apenas cuarenta kilómetros, fue, al parecer,
el principal argumento para no cancelar el viaje programado, toda vez que el temporal arreciaba con
fuerza sobre el norte de Marruecos desde la noche anterior. Cerca del Rincón de Mdiq, la tormenta
era ya una cascada inmensa que borraba el paisaje. El puente se había venido abajo, de modo que el
vehículo cambió bruscamente el trayecto y tomó una ruta incierta. Poco después, al intentar atravesar
una vaguada, el camino se vio anegado por un torrente y, de inmediato, por una inmensa lengua de
agua que engulló con violencia el coche de Zaldívar y lo arrolló hasta el mar. Seis días después del
suceso detuvieron la búsqueda. Habían peinado cada tramo de costa, removido el lodazal y
escarbado entre los escombros, pero ni el cuerpo del coronel ni los restos del vehículo aparecieron
nunca.
Mientras escuchaba a Julia me acordé, por un momento, de mi padre, de su servicio militar en
Melilla, en las Fuerzas de Regulares, y de la famosa riada del cincuenta. Mi padre me contó muchas
veces lo que vio con sus propios ojos durante aquellas dos semanas. Habían movilizado a la mitad
de su batallón para socorrer a la población civil. Xauen, Ceuta y Tetuán eran los puntos más
afectados y había que emplearse a fondo en las tareas de desescombro, drenaje y salvamento durante
quince días que le resultaron agotadores e interminables. Mi padre estuvo en Ceuta, en los barrios
periféricos anegados por las aguas, entre gentes que lo habían pedido todo, que veían con
desesperación los muros derribados de sus casas, las ruinas de su propia pobreza sepultadas bajo el
barro. Tras la campaña, los soldados iban exhaustos y abatidos en el convoy de regreso. Al poco de
su partida, mientras circulaban por la carretera que bordeaba la Playa del Tarajal, alguien mandó
detener los camiones. El teniente que estaba al mando de la batería bajó entonces de su vehículo y
señaló hacia la orilla. Allí, sobre la arena, al borde mismo del mar, yacía un cuerpo desnudo
corrompido por el sol y el salitre. Apenas tenía rostro. Su cara había sido pasto de peces o alimañas,
también sus manos y sus pies, descarnados y azules. Mi padre contaba que era lo más estremecedor
que había visto en su vida, que aquel despojo humano se alojó en su memoria para siempre, la
memoria de un ahogado que el mar devolvía a la tierra sin rastro de sí mismo, sin cara y sin alma, sin
otra huella que el vacío y la desolación.
—Es una hermosa historia —dijo Julia, dibujando ahora una sonrisa entre astuta y desconfiada—,
y hasta puedo imaginar lo que estás pensando. Pero eso está bien para un cuento de García Márquez o
uno de esos relatos que tienes que escribir algún día; además, qué importa si el cuerpo de Zaldívar
desapareció en el mar o fue a parar a una playa convertido en un expolio de carne. Lo que cuenta es
que murió hace más de cincuenta años y que el mundo no lo ha echado de menos.
—De acuerdo —dije, algo ruborizado por la aparente simpleza de mi conjetura—, pero la
hipótesis no es tan descabellada como parece. Las fechas coinciden. El lugar en el que se halló el
cadáver no dista ni veinticinco kilómetros de Cabo Negro, la zona donde debió de ir a parar el coche
y el cuerpo de Zaldívar. Ya sé que es especular mucho, pero hay un detalle que le conviene saber.
—Esto se pone interesante —inquirió Julia fingiendo sorpresa—. Continúa, por favor. Me tienes
en ascuas.
—La historia del cadáver en la playa no se acaba ahí. Según mi padre, el teniente ordenó que
nadie tocara el cuerpo y se avisó de inmediato a las autoridades de Ceuta. Horas después, cuando la
policía, el forense y el juez de guardia supervisaron los restos del ahogado, se lo llevaron de allí sin
más reverencias y lo dejaron en el depósito municipal. Durante algunos días apareció publicada la
noticia del hallazgo en varios periódicos de Marruecos con el fin de que algún pariente procediera a
su identificación, pero nadie, en todo ese tiempo, pudo reconocer en aquel amasijo deforme a un
familiar desaparecido.
—Zaldívar, que yo sepa, no tenía familia —dijo Julia, interrumpiéndome—, pero era
sobradamente conocido en los ambientes militares del Protectorado como para que alguien, cualquier
compañero o amigo, se hubiera molestado en hacer sus comprobaciones. Recuerda que lo estuvieron
buscando durante una semana.
—Lo recuerdo, pero eso no destruye del todo mi hipótesis. Lo que buscaban era un hombre, el
cuerpo de un hombre vivo o muerto llamado Alonso Zaldívar, el coronel de Ingenieros, pero no los
restos devastados de un cadáver sin nadie, sin rostro, sin huellas, sin ninguna evidencia de lo que fue
antes de ser devorado por las aguas.
—¿Adonde quieres llegar? —me dijo, arqueando la ceja.
—¿De verdad le importa?
—Ahora no puedes echarte atrás. Has llegado muy lejos.
—El cuerpo no fue reclamado por nadie, de modo que su destino más lógico era acabar en una
fosa común. El teniente de la guarnición de Melilla tuvo noticias del hecho y lo comunicó al grupo de
soldados de su unidad. Ya le digo que aquel muerto era algo especial, diferente, había con-
mocionado por entero a la tropa, de manera que alguien lanzó la idea de costearle una sepultura, de
adquirir entre todos una tumba en propiedad. Mi padre cuenta que nadie puso la menor objeción y
que el teniente se encargó de realizar las gestiones en sólo unos días. Lo enterraron sin demasiadas
ceremonias en el cementerio cristiano de Ceuta, ante la presencia del teniente, un sargento y un cabo
de Regulares.
—Lo que intenta decirme es que sigue allí-apuntó Julia—, debajo de una losa, como la reliquia
de un ángel caído o un náufrago sin nombre.
—Sin nombre, no —le corregí—. Al parecer, un alférez del destacamento, un tal Sandoval que
había estudiado Letras en Granada y que compartía con mi padre su afición a la música, a las
canciones de Gardel y Machín, tuvo la ocurrencia de llamarle Whitman. No me pregunte por qué. El
caso es que dada la escasa imaginación de la tropa y ante la opción de dejar la lápida desnuda, sin la
menor leyenda, la idea de Sandoval fue aceptada.
—De modo que Whitman, como el poeta norteamericano —dijo Julia.
—Whitman sin más. Lo comprobé yo mismo hace bastantes años. Mi padre se empeñó en
rememorar aquella etapa de su juventud, la del servicio militar en Regulares, y organizó unas
vacaciones a Marruecos. Guardo un vago recuerdo de esos días en Alhucemas, Melilla y Tetuán,
pero no así del cementerio de Ceuta. Mi madre y yo entramos en aquel camposanto aleccionados por
mi padre, con la leyenda del ahogado bien aprendida. También recuerdo que no fue nada fácil
localizar la tumba, que recorrimos durante más de una hora hileras de sepulturas y que al final, con la
ayuda de un empleado de mantenimiento, encontramos el lugar. Allí, sobre una losa de mármol y un
par de flores secas pude leer ese nombre.
—Whitman —repitió Julia—. No queda mal para un muerto.
—Whitman, Neruda, Kavafis... —Fany interrumpió de pronto la magia de las palabras y miró a
Julia con curiosa intensidad—. No se deje engañar por este encantador de serpientes. Es un seductor
peligroso.
Sé que le lancé una mirada homicida y que a punto estuve de devolverle el sarcasmo, pero
reaccioné de modo expeditivo: me levanté, saludé al padre de Fany e hice las presentaciones de
rigor. Julia respondió con elegancia pero sin poner el menor énfasis, desconcertada sin duda por la
estupidez de la escena. En vista de que ya se marchaban, de que sólo venían a despedirse, improvisé
la cortesía de acompañarles hasta la puerta.
—Una de dos —Estefanía aprovecho el momento para pegar sus labios a mi oído y disparar a
placer—, o estás haciendo una obra de caridad o te ponen las viejas. Eres un raro, Claudio, un raro
de cojones.
SIETE

Durante cinco días no había dejado de llover sobre Larache. Tito Márquez oía el gorgoteo del
agua desde el almacén mientras vaciaba las cajas de fruta y colocaba las legumbres sobre un palé de
madera, en sacos cerrados. Era media mañana y la lluvia caía oscura y pertinaz, como un lamento
perpetuo sobre las calles, sobre los vidrios de las ventanas, sobre el transcurso lento, monótono, de
una ciudad que seguía sin despertar de su inmenso letargo. Oía el repiqueteo del agua en la
techumbre metálica del almacén, insistente y continuo, cuando le pareció escuchar, muy a lo lejos, la
voz descompuesta de Carmen viniendo hacia él, saliendo de la trastienda como el gemido de un
pozo:
—Apresúrate, Márquez, alguien pregunta por ti.
—¿Alguien?
—No sé, un hombre. Parece que lleva prisa.
—Todos llevan prisa.
—Sí, pero éste es alguien importante, un tipo aparente.
—¿Cómo de aparente?
—¡Márquez, por favor...! Déjate de juegos y sal a ver lo que quiere.
Tito acabó de vaciar la última caja y se limpió las manos en el delantal con fingida parsimonia.
Accedió a la trastienda por una escalerilla de madera mientras adecentaba su aspecto, escondía la
camisa bajo su estómago y se sacudía a palmadas el pantalón. Antes de salir, se asomó a la ventana
por mera cautela. Tras el vidrio empañado y el espesor de la lluvia pudo ver un coche oscuro
detenido frente a la tienda de ultramarinos, un Fiat negro aparcado sobre la acera y con el motor en
marcha, conducido por alguien cuyo rostro se diluía en el vaho del cristal, en el vapor del agua. Tito
Márquez sintió por un momento que se le secaba la boca, que después de catorce años de rotundo
silencio, de dolosa impunidad, alguien venía a pedirle cuentas del pasado, a socavar en su vida, a
hurgar en el dolor, en una herida cerrada o dormida que sigue supurando en la memoria. Había
empezado a creer que su prudencia le mantendría a salvo de todo, que el tiempo enterraría cualquier
vestigio, cualquier lazo de culpa, que ya no habría motivo para la desconfianza, ninguna razón para el
miedo, que tanto él como su esposa habían conquistado el derecho de dormir en paz, de merecer una
existencia tranquila. Algo nuevo, sin sobresaltos, muy diferente a la vieja angustia que ahora volvía a
sentir en la boca del estómago, en la garganta contraída y reseca, en la gravedad de esos pasos que le
conducen con resignado deber hacia el interior del establecimiento mientras se palpa de nuevo la
camisa, se sacude el pantalón casi instintivamente. Lo reconoció de inmediato al fondo del pasillo,
de pie y junto al mostrador. Lo hubiera distinguido entre miles de hombres formados frente a él, entre
una multitud, a pesar de que ahora vestía de paisano y ocultaba su marcialidad bajo un gabán oscuro,
casi negro. Ese rostro, el de Alonso Zaldívar, lo llevaba grabado en las entrañas desde el día en que
lo vio por primera vez junto a la Central de Correos, entre un grupo de oficiales. El circulaba en su
camioneta por la avenida de la República cuando un soldado le cerró el camino y le ordenó
detenerse. Inspeccionaron su vehículo y le exigieron la documentación. Entonces alguien vitoreó su
nombre, el de Zaldívar, y mientras vaciaba la guantera y atendía a los militares pudo ver al capitán
saludando con sobrada arrogancia a un grupo de transeúntes que jaleaba su gesta, su coraje. Corría el
otoño de 1936. Algunos años después se lo cruzó de nuevo cerca de la Plaza de España, a la cabeza
del desfile que celebra la Victoria, exultante y altivo, custodiado por la tropa, por largas filas de
Regulares Indígenas, el batallón de Cazadores, soldados del Tercio y baterías de artilleros. Tito
sabía que detrás de aquel rostro se ocultaba un hombre sin alma, un ser implacable que había
sembrado el terror y el silencio entre muchos de los que entonces se agolpaban a su paso y
aclamaban el triunfo, a sus héroes, la hazaña gloriosa de los que supieron vencer. Un hombre y un
rostro que ahora brotaba de aquellas cenizas, del fondo de los años, y se precipitaba sobre él,
aparecía de pronto como un resucitado que entra sin llamar, que se introduce en tu propia casa, que
pronuncia tu nombre
—¿Señor Márquez?
El hombre de oscuro se había girado con brusquedad al intuir la presencia de Tito y ahora le
extendía su mano grande y enérgica, su mirada llena de recelo.
—¿En qué le puedo servir?
—Verá, hace tiempo que me marché de esta plaza —Zaldí-var parecía inseguro, extraño, como si
el pasado no fuera con él, como si el transcurso de los años hubiera borrado completamente su huella
—. Todo ha cambiado mucho, ¿comprende? Los lugares, la gente que uno deja..., todo cambia.
Pensamos que las cosas van a estar siempre ahí, esperándonos, y de repente, un día, nos damos
cuenta de que el tiempo no perdona, que diez años pueden ser demasiados en la vida de un hombre.
—No lo sabe usted bien —Márquez trataba de ser cordial, de seguir el discurso de su
interlocutor sin bajar la guardia—. Mi padre decía que el tiempo es un perro traidor: te lame las
heridas cuando te ve feliz y confiado, pero te despedaza como una bestia si te sabe vulnerable, si
huele tu miedo y tu debilidad.
—¿Y quién no ha sido débil alguna vez?
—Supongo que nadie —dijo Tito.
—Veo que usted es un hombre cabal, que no me he equivocado de persona —dijo Zaldívar
suavizando la voz, jugando a ser amable—. Por cierto ¿le dice algo el nombre de Paulina Sarabia?
—la pregunta cayó como una maza sobre el bueno de Tito—. Me dijeron que usted la conocía, que
preguntara por ella en la tienda de ultramarinos.
—Me pone usted en un apuro —el rostro del tendero mostraba ahora su palidez, comenzaba a
poblarse de sudor—. Tenemos muchos clientes, ¿sabe usted? Esta es la tienda más antigua del barrio.
—Comprendo, pero podía hacer memoria. Necesito encontrar a esa mujer.
Tito Márquez miró a su esposa de soslayo, arrastró un pañuelo por su frente y fingió que
recordaba, que se esforzaba en complacer al coronel.
—Conozco a una Paulina, aunque no puedo asegurarle que hablamos de la misma persona. Venía
bastante por el supermercado, pero hace mucho que dejamos de verla. Quiero recordar que vivía
cerca de aquí, en Las Navas...
—Es usted un buen hombre, ya se lo he dicho —Zaldívar apoyó su mano sobre el hombro de Tito
y le clavó la mirada—, y hace bien en proteger a los suyos, pero no se esfuerce más. Sé que la
conoce y que va a hacerme un enorme favor.
—Si está en mis manos, cuente con ello.
Alonso Zaldívar sacó una carta del bolsillo interior de su abrigo y se la dio al tendero con un
gesto piadoso, vacilante.
—Déle esto cuando la vea. Dígale que es de un amigo, de un amigo que no ha sabido olvidarla.
—¿Sólo eso?
—Señor Márquez, las cosas son a veces así de sencillas. Sufrimos inútilmente, dejamos nuestra
vida en la brega, luchamos por el más alto ideal y sabe qué, ¿sabe usted lo que queda después de
tanto esfuerzo, de tanta ambición miserable...? Nada. No nos queda absolutamente nada. Porque tarde
o temprano caemos en la cuenta de que la vida que había al otro lado, la que siempre quisimos
conquistar, no era mejor que ésta; que estamos igualmente perdidos, condenados, expuesto a ese
perro traidor, ¿no era eso?, que nos lame y nos devora con dientes implacables al menor síntoma de
debilidad, en cuanto huele nuestro miedo.
Tito Márquez cogió la carta y le tendió la mano al coronel. Al estrechar la suya notó que
temblaba, que en la fuerza y el vigor de aquel hombre había un punto de flaqueza, un ademán
inseguro. Trataba de reconocer en él al militar sin escrúpulos que años atrás se valía del terror, de la
frialdad más rotunda para despedazar a sus víctimas, el emisario del miedo cuya leyenda permanecía
escrita en la memoria de cientos de hombres y mujeres, en el corazón destrozado de quienes
perdieron a los suyos, su propia dignidad a cambio de silencio, de vivir torturados. Un hombre que
ahora le mostraba su perfil vulnerable, el lado más humano de su naturaleza fría y hermética, su
insondable capacidad de sentir, de traslucir un indicio de emoción.
—Trataré de encontrarla —dijo Márquez, asido aún a su mano, notando ahora una presión más
intensa.
—Sé que lo hará —Zaldívar miró a Tito con un vago desamparo y se soltó de él. Luego caminó
hacia la puerta, erguido, simulando entereza, como despojándose de cierto aire de melancolía. Antes
de salir a la calle, mientras se ajustaba el cuello del gabán, se giró por última vez y mostró sin pudor
la expresión húmeda de sus ojos, el brillo blindado de su alma—. Cuando la encuentre, cuando le dé
esa carta y le diga que el canalla de Alonso Zaldívar ha estado aquí, hablando con usted, que me
reconoció en cuanto me tuvo delante, dígale también que estoy pagando mi culpa, dígale la verdad,
que el hombre que ella conocía es ahora una sombra atormentada, un espíritu perdido que está
cumpliendo condena.
Tito Márquez lo vio salir y durante unos segundos permaneció parado junto al mostrador,
atrapado por la inmovilidad del momento. Luego miró a su esposa, sólo un instante, y se dirigió a la
ventana. Entre el manto de lluvia, apenas pudo distinguir la silueta oscura de un coche que se alejaba
por el fondo de la calle, que se borraba en la lejanía.

Esa misma tarde, tras despachar varias tareas cotidianas, Tito salió de la tienda bien abrigado,
cubierto por un impermeable y un paraguas que apenas le resguardaba del temporal, de la llovizna
racheada y persistente que seguía cayendo sobre Larache. La casa de Paulina estaba a cinco calles
del supermercado, en el barrio de Las Navas, hacia el sur, muy cerca de las afueras. En el cielo
ondulaba un mar de nubes oscuras que se extendía desde el horizonte, que comenzaba a confundirse
con la noche. Recordaba el portal y la casa, el edificio de tres plantas al que acudió con su camioneta
la primera vez, cuando Gadea y Paulina se acababan de instalar en la ciudad y él se ofreció a
acompañarles, a llevarles la compra, animado ya por un principio de afecto que se confirmaría con
los años, con el trato frecuente y cordial, el de ella sobre todo, que irrumpía en la tienda exultante y
hermosa, joven, con aquella dulzura y aquella plenitud que sólo la desgracia y la guerra lograron
cortar de raíz, arrancar de golpe y para siempre, en lo mejor de la vida. Recordaba el portal a pesar
de la ausencia, del tiempo en que la muchacha había permanecido fuera de Larache, en un enjambre
de prisiones y hospitales del que pudo escapar ocho años después marcada por el horror, turbada de
silencio, amarrada al legítimo deseo de encontrar a su hija y de traerla con ella a la ciudad, al
amparo de una casa levantada contra el mundo, a salvo ya de todo, una casa cualquiera en una calle
estrecha y tranquila, cerca de las afueras, sobre el portal que Tito por fin reconoce en medio de la
lluvia, bajo la penosa luz de la tarde, en un anochecer prematuro de mediados de octubre.
Eran pasadas las seis y tuvo que insistir con el postigo. Golpeó dos veces y repitió la operación
unos segundos después. Al tercer intento sintió que la puerta cedía, que una voz lenta e infantil
reverberaba en el vestíbulo, en la oquedad de la escalera. Dejó el paraguas en el mismo rellano y se
dirigió al segundo piso bajo la mirada atenta de la niña que preguntaba de nuevo, que trataba de
reconocerle desde la distancia, apoyada en la barandilla, estirándose mucho.
—Tranquila Julia, soy Márquez, el de la tienda de ultramarinos. Vengo a ver a tu mamá.
Paulina no salió a recibirle. La humedad de aquellos días de lluvia la mantenía postrada en el
sillón de su cuarto, abrigada con un batín espeso y un pañuelo que le protegía la garganta. Tito
comprobó que a pesar del deterioro físico, de las huellas imborrables que infiere el sufrimiento,
aquella mujer mantenía intacta su dignidad, la firmeza de entonces, los rasgos de una belleza que se
resiste a los devastadores efectos de la vida. También comprobó que se alegraba de verlo. Con una
sonrisa limpia y afable, el pelo pulcramente ordenado, recogido en la nuca, y el rostro algo velado
por el cansancio, le animó a sentarse junto a ella, en la silla que la niña había traído del salón hacía
unos segundos, en cuanto Márquez penetró en el dormitorio.
—Julia está hecha una mujer —dijo el tendero—. Es una niña preciosa.
—En abril cumplió los trece y ya ve, dentro de nada nos pasa a todos.
Márquez se dio cuenta de que la casa estaba limpia y en orden. Ni siquiera en el cuarto de
Paulina había el menor rastro de descuido. La cama estaba perfectamente hecha, cubierta con una
colcha de punto que caía a ambos lados con una precisión simétrica, sin la más mínima arruga. Hasta
los objetos colocados sobre el cristal de la cómoda o la mesilla de noche guardaban una lógica
sorprendente. Reparó de nuevo en la niña, en la premura con la que se desenvolvía de un lado a otro
de la casa, en el detalle que tuvo con él al entrar, pidiéndole el impermeable para colgarlo ella
misma en el perchero, en la viveza de sus ojos, cuando entró en la habitación, sin ánimo de
interrumpir, para ofrecerle «un té caliente, señor, que no es ninguna molestia, faltaría más, se lo hago
en un momento.» O el limpio olor femenino que envolvía el dormitorio, que emanaba de Julia, de las
manos de Paulina cuando se las tendió al llegar y que ahora reposaban enlazadas y blancas sobre sus
piernas, sobre la manta que las cubría.
—Me alegra verlo, señor Márquez —susurró Paulina—. Hace semanas que no salgo de casa. Si
no fuera por ella... —lo dijo mirando a su hija, que entraba en ese momento cargada con una bandeja,
una tetera humeante y dos vasos de cristal—. Julia se encarga de todo cuando me dan estos achaques.
En cuanto llega de la escuela, comienza a organizar. Es un bicho.
—En eso ha tenido mucha suerte —dijo Tito—. Puede estar orgullosa.
—Lo estoy. Y no vaya a pensar que es cosa mía o que voy detrás de ella diciéndole esto o
aquello. Es su naturaleza. Tiene un sentido del orden, del deber, ¿cómo le diría?, espontáneo,
instintivo.
—Verá, Paulina —el tendero adoptó un aire de gravedad y carraspeó un par de veces-he venido
hasta aquí por un asunto delicado.
—Era de suponer, señor Márquez —la mujer miraba ahora al tendero con una expresión triste y
resignada—. Nadie abandona su negocio por una visita de cortesía y mucho menos en un día como
éste. Hace un tiempo de perros.
Tito Márquez había introducido su mano en el bolsillo de la chaqueta y ahora palpaba con
preocupación el sobre que debía entregar a Paulina. Sabía que en el fondo no le quedaba otra salida
que cumplir su promesa, a fin de cuentas su papel se limitaba a eso, a servir de mero intermediario, a
ejecutar una acción que le eximía de responsabilidades, que no le comprometía a nada más. Otra
cosa bien distinta hubiera sido aprovechar el momento, valerse de aquella visita para revelarle a la
mujer de Gadea el secreto que guardaba desde hacía catorce años. Lo había pensado mucho en las
últimas horas. Parecía ya una exigencia, un acto de justicia y de alivio confesarle a Paulina lo que
vio y lo que hizo con sus manos aquel 21 de julio de 1936. Sería para ella un pequeño consuelo, un
golpe de luz contra aquella incertidum-bre, contra la aflicción de seguir creyendo que su marido, el
brigada de Infantería Alejandro Gadea Muñoz, fallecido a consecuencia de heridas por arma de
fuego, fue a parar a una fosa común, a ese reino de nadie, de muertos devastados y anónimos donde el
olvido es más profundo y la muerte más muerte. No tuvieron ni el valor de confesarle que el cuerpo
de su esposo jamás apareció. Le extendieron un simple documento, una partida de defunción
inventada por ellos, rubricada por el juez de paz y debidamente archivada en el Registro Civil de
Larache, folio 82 del tomo 17 de la sección de defunciones, siempre en virtud del oficio recibido del
señor Teniente Coronel Jefe de ese Territorio y según la certificación facultativa que se facilitó a las
autoridades civiles. Una muerte y un cuerpo que permanecían en la memoria de Márquez, ocultos en
el recuerdo, escondidos en un lugar de su alma desde aquella mañana de julio y que ahora, al verla
allí, sentada frente a él, tan delgada y tan frágil, se le hacía difícil confesar; no por desidia o por
miedo, sino por ella, por temor a removerle aún más el pasado, a socavar en una herida cerrada que
no conviene abrir, que es preferible olvidar.
—Esto es para usted, me lo dieron esta mañana.
Paulina alargó la mano y cogió el sobre sin despegar la vista de Tito. Estudiaba la expresión de
su cara para medir el alcance de la situación, del asunto que le había llevado hasta allí, para leer en
sus ojos la posible gravedad de su visita.
—¿Cómo puede estar tan seguro de que es para mí? Este sobre está en blanco. No va dirigido a
nadie y, como habrá comprobado, carece de remite.
—El hombre que me lo dio parecía muy seguro —dijo Márquez—. Vino a la tienda y me pidió
ese favor. Sabía que nos conocíamos, que me sería fácil dar con usted.
Los dedos largos y delgados de Paulina temblaron ligeramente al levantar la solapa del sobre.
Quería borrar cuanto antes el leve presentimiento que albergaba desde hacía unos minutos, al coger
la carta y comenzar a imaginar lo que escondía aquel papel, al especular sobre su origen, al
preguntarse de nuevo quién recurría a la frialdad de las palabras. Estaba sacando una de las
cuartillas del interior cuando algo la detuvo. Sin necesidad de leer una sola línea reconoció de
inmediato la letra, los trazos inclinados y enérgicos que aquella grafía, el sello manchado y maldito
de Zaldívar.
—Devuélvalo —la mujer cerró el sobre y lo puso al alcance de Tito—. Ya le dije que no era
para mí.
—No puedo hacer eso, Paulina. Ese hombre me pidió un favor y se marchó sin dejar ninguna
seña. No puedo hacer lo que me pide.
—Entonces, rompa esa carta. Haga con ella lo que quiera.
—Ni siquiera la ha leído. Piense en usted y en la niña. Le aseguro que la persona que me dio ese
papel parecía arrepentida, decepcionada de todo. Me pidió que le dijera que estaba pagando su
culpa. Usted sabrá lo que hace, Paulina, pero creo que se equivoca.
—Usted también, señor Márquez. Usted sabe muy bien quién era ese hombre. Sabe como yo lo
que hizo, las vidas que arruinó y las que se llevó por delante sin la menor piedad. Usted sabe que
Alonso Zaldívar fusiló a mi esposo y mataría a su propio padre si fuera necesario, sin que le
temblara el pulso.
—Sí, Paulina, pero la gente cambia. Han pasado muchos años...
—¡Se equivoca! —ahora la mujer había subido el tono de voz, era de repente más grave y severo
—. No sé qué le habrá contado ese desalmado, pero puedo asegurarle que fue un asesino y lo seguirá
siendo mientras viva. El tiempo no cambia a nadie y usted lo sabe. Sólo el miedo, el rencor y la
muerte, cuando los olemos, cuando los hemos visto tan cerca, nos hacen irremediablemente distintos,
nos condenan a vivir con los ojos de otro.
—La comprendo, pero el tiempo ayuda a perdonar.
—¿Perdonar? —Paulina reaccionó con un acceso de indignación y de ira—. ¿Me está pidiendo
que perdone? ¿Usted, señor Márquez? Creo que no se ha dado cuenta de lo que dice. Míreme bien.
Mire mi cara. Vea lo que han hecho conmigo. Acuérdese de lo que hicieron con él. Ni siquiera me
permitieron verle antes de morir. Ni con eso tuvieron piedad por mucho que me arrastré ante ellos,
por más que le rogué a Robayna, al canalla de Alonso Zaldívar, humillándome, arrojando al suelo mi
dignidad como una sucia ramera. No puedo perdonar, señor Márquez, sería una traición contra mí,
contra todo lo que me ata a este mundo.
Ese hombre ha destrozado mi vida y nada va impedir que le siga despreciando.
Tito miraba a la mujer con dolor y con lástima. Luego se inclinó ligeramente hacia adelante para
alcanzar el vaso de té y apurar de un sorbo los restos de aquella sustancia tibia, demasiado dulce
para su gusto. Se acordó entonces de la niña, de la prudencia con la que había salido de la habitación
para dejarlos solos, para que hablaran sin cuidado de sus cosas. Pensaba en Julia y la imaginaba
ahora en su cuarto, concentrada en sus deberes, escuchando de lejos, como un murmullo indescifrable
y monótono, las palabras de su madre, las suyas, conscientemente ajena a sus efectos.
—Está en su derecho de seguir odiando a Zaldívar —dijo Tito—, pero leer esa carta no le
compromete a nada. Ni está obligada a responder ni tiene que dar cuentas a nadie de lo que hace con
ella. Piénselo, Paulina, y piense también en Julia. Esa niña está limpia y no debería pagar nuestros
rencores.
—Estoy cansada, señor Márquez —la mujer apoyó la frente sobre el dorso de su mano y entornó
lentamente los ojos—. Comprenda que todo esto es un golpe para mí. No me quedan ni fuerzas ni
lágrimas.
—También para mí, Paulina. Por eso le pido que no me lo tenga en cuenta.
Tito Márquez se había levantado y ahora improvisaba un gesto de ternura sobre el hombro de la
mujer, apoyando levemente su mano. Salió del dormitorio dejándola allí, con una sombra de
pesadumbre, en silencio, sintiendo que había cumplido con su deber, sabiendo que a pesar del dolor,
del desprecio y el odio, la carta de Zaldívar estaba junto a Paulina, junto a sus manos, sobre la manta
de lana que abrigaba sus piernas.

***

Ceuta, 13 de octubre de 1950

Querida Paulina, escribo estas líneas sin ninguna fe, deseando vivamente que caigan alguna vez
en tus manos, pero abrigando el temor de que jamás llegarás a leerlas. Sé que hay tantas razones para
que no lo hagas, para que rompas en pedazos lo que ahora te escribo desde el arrepentimiento y el
miedo, como amargura en tu corazón. Sólo si en un rincón de tu alma te queda una luz de piedad me
cabe la esperanza del perdón, un sencillo perdón por este ciego que anduvo perdido en las tinieblas,
atrapado en la crueldad, cercado por las sombras de su inútil ambición, por el más espantoso engaño,
por voces y consignas que ahora se vuelven contra mí y que no cejarán hasta despedazarme, hasta
verme doblegado, ultrajado y vencido.
Hace años, las circunstancias me arrojaron al amargo dilema de matar o morir. Nadie pudo evitar
ese rugido de sangre que estalló contra el muro de España. Entonces creía profundamente en el
Movimiento Nacional, en aquella Cruzada que devolvería la justicia y el orden a una nación
corrompida por el caos, el desgobierno y el comunismo fanático. El destino puso en mis manos la
responsabilidad de encabezar aquella rebelión, de actuar con decisión y energía, sin flaqueza
posible. Un solo gesto de duda me hubiera costado la vida, la mía y la de cientos de compañeros
comprometidos con la causa. Sólo una acción implacable garantizaba el camino hacia la victoria.
Se alcanzó el objetivo. Concluyó la gloriosa Cruzada y el triunfo nos hizo olvidar por un tiempo
el ponzoñoso sabor de la sangre, los muertos que se quedaron en el camino y el alto precio que hubo
que pagar por alcanzar una Patria mejor, más nuestra y más libre. Con los años aprendí a perdonar, a
apaciguar el odio que aún latía en mi corazón, la vehemencia de mi espíritu. Recogí la recompensa y
me cobré el sacrificio con ascensos que premiaban mi lealtad.
Pocos meses después de acabar la guerra, el destino me llevó a otra plaza, lejos de Larache y de
viejos compañeros, donde me esperaba una vida provinciana y tranquila a la que acomodé mis
costumbres. El sueño parecía cumplido. Sin embargo, en los momentos de mayor confianza, apareció
la traición.
Sería muy largo recoger en estas hojas el intrincado proceso de iniquidades y de infamias al que
me han sometido mis amigos más leales, la fantasmagórica conspiración que han urdido contra mí
aquéllos en quien más confiaba. En este tiempo, en estos veinte meses de decepción y de dolor, de
odios y de injurias, he sentido más que nunca la sombra del pasado, me he mirado en el espejo de
aquellos días y he llegado a creer que todo fue una burda patraña, una gran impostura que yo mismo
defendí con mi vida. La ambición y la venganza siguen siendo la moneda de cambio. No reconozco
como mía esta España de ahora, este nación más pobre que gloriosa que devora a sus hijos y
sacrifica a sus héroes. La voluntad de unos cuantos ha tejido a su medida el traje de la Patria, ha
pisado sus símbolos y ha profanado el espíritu de la noble Cruzada que nos llevó a la victoria. Este
Régimen es débil, es un nido de recelos, de pugnas enconadas y manifiestos enemigos que convierten
el poder en un circo grotesco y delirante. Esta no es la España que quisimos ni la España que
necesitamos. No hay autoridad ni resortes efectivos de poder, pero sí deshonra y una crisis moral
dirigida por clanes, ministros y alguaciles que adulan indignamente al Jefe del Estado, mentecatos de
uniforme que siembran la fricción y el embuste, consumados ineptos que señorean y gobiernan desde
la mediocridad y desprecian la virtud.
Me siento acosado, perseguido por mis propios compañeros, relegado al ostracismo y herido por
la traición. Siempre es más fácil llevarse a un disidente por delante, a un militar convencido y
honrado, que depurar a los vulgares que rodean al General sin el menor sentimiento de Patria. En
nada tengo fe y apenas me sostiene la esperanza, la remota esperanza del perdón, tú perdón, Paulina,
y el de aquéllos que me importan en este valle de aflicción y de lágrimas.
Te costará creer que vosotras sois mi único consuelo. Jamás, ni en momentos de dicha o
desesperación, he amado a más mujer que a ti. Desde el silencio, desde el vacío de las noches, te he
llamado una y mil veces como un niño perdido. Siempre me faltó valor para luchar por ello y fue
más alto mi orgullo que la voluntad de refugiarme en tus brazos, de ganarme tu corazón. También he
sentido a esa niña como parte de mi vida, como la sangre de mi sangre que me ha de prolongar
cuando ya no esté en este mundo.
En los últimos años, desde que Julia está contigo, apenas he tenido noticias de vosotras, pero
quiero que sepas que no ha pasado un solo día sin que pensara en ella y en ti. Sois, a fin de cuentas,
lo único que me he de llevar de esta vida. Por eso deseo más que nunca y más que nada que tu rencor,
que el odio que guardas en tu alma, se convierta en piedad. Un gesto tuyo, una simple señal me
bastará para saber que tengo tu perdón. Esa es mi única voluntad, la última voluntad de hombre que
espera su sentencia.
Escríbeme a la dirección que te indico al final de esta carta. Desnuda tu corazón y dime algo de
Julia. Sácame por fin de la duda que me hiere. Si en unos días nada sé de ti entenderé que todo está
perdido.
Sólo Dios sabe el tormento en el que vivo, el desasosiego que me asiste y la verdad que he
puesto en las palabras que te mando.
Ruega por mí.

Fdo:
A. Zaldívar

Coronel Alonso Zaldívar Téllez.


Regimiento de Infantería del
Cerrallo N° 8, Ceuta (España)
OCHO

Las dos semanas que Julia pensaba dedicar a la semblanza biográfica de Zaldívar se convirtieron
en algo más de dos meses. A los pocos días de nuestra última cita en el Café Español me llamó a la
editorial para pedirme una pequeña tregua. Al parecer, hasta ese momento no había reparado en la
importancia de ciertos episodios de la vida del coronel que, de no resolverlos, mermarían en gran
medida su trabajo y privarían al lector de una visión completa o menos errónea del personaje. Sus
reflexiones habían coincidido con la llamada telefónica de un agente inmobiliario de Ceuta en la que
éste le informaba de la inminente venta de su piso y de la necesidad de cruzar el Estrecho en los
próximos días, ya que debía firmar la escritura y vaciar definitivamente la vivienda. Julia me llamó
para comentarme los cambios de última hora pero también para proponerme un plan bastante
tentador:
—No te puedes negar —dijo, endulzando la voz—, dime que no. Es sólo una semana. Habla con
Ramírez y dile que necesitas unos días para ti. Quiero que vengas conmigo.
La invitación de Julia era muy tentadora y, sobre todo, oportuna. En los nueve meses que llevaba
trabajando en la editorial no había faltado un solo día a mi despacho. Ni siquiera le había insinuado
a Ramírez la posibilidad de tomarme las tres semanas de vacaciones que me correspondían por
derecho. Era evidente que me convenía descansar y que un viaje como el que Julia me proponía tenía
todos los alicientes que uno exige cuando cambia de aires y desconecta de la insana normalidad
cotidiana. Sin embargo, no acababa de entender el empeño de Julia, su halagadora insistencia en que
viajara con ella a esos lugares que fueron el escenario de su vida y que ahora podría conocer sin
recurrir a la imaginación. Por descontado que no éramos dos desconocidos, pero tampoco
consideraba que nuestra relación esencialmente profesional hubiera alcanzado tal grado de confianza
como para justificar por sí sola una invitación tan directa como aquélla. También me frenaba el
miedo a defraudarla. Temía que en la prematura experiencia de aquel viaje descubriera al verdadero
Claudio, al muchacho débil e inseguro que se escondía tras la máscara de un editor escrupuloso y
audaz, entregado por entero a su trabajo. Tampoco sabía lo que Julia esperaba de mí, ni hasta qué
punto podía serle de alguna utilidad en sus investigaciones sobre Zaldívar.
—Eres muy retorcido, Claudio —me dijo—. Me apetece que vengas, eso es todo. Cualquier cosa
que descubra de ese hombre nos compete a los dos. No le des más vueltas. Tengo el presentimiento
de que algo vamos a encontrar y quiero que estés conmigo cuando eso ocurra.
Le pedí un par de días para realizar algunas gestiones. La primera, por supuesto, fue hablar con
Ramírez. Quizá porque nunca había abusado de su confianza y porque en la editorial se avecinaban
días tranquilos, sin demasiadas novedades, le abordé con optimismo a la mañana siguiente, en cuanto
le vi aparecer por el despacho. Confiaba en que su reacción sería rápida y positiva, pero después de
hablarle de Marruecos, del documento de Zaldívar y, cómo no, de Julia, me di cuenta de que me
había excedido en los detalles.
—Te estás implicando demasiado en esa historia —Ramírez tardó en responder—. Cógete una
semana, o dos si quieres. Lárgate y pásalo de puta madre. Pero no me jodas, Claudio, no me digas
que te vas a África a hacer de detective con esa mujer.
Le dije que no era exactamente eso, que pensaba disfrutar del viaje y que una oportunidad así no
se presentaba todos los días, pero no me creyó.
—No sé lo que te ha dado esa vieja —continuó—, pero te aconsejo que guardes las distancias.
Hazme caso. Cualquier día te veo haciéndole la compra o leyéndole cuentos para dormir. Esa gente
necesita un alma candida para aliviar su vejez y tú le has caído del cielo.
Por primera vez sabía que Ramírez no tenía razón. En aquellas semanas de citas y de encuentros,
Julia había aportado a mi vida un insólito entusiasmo por las cosas, un afán de trabajo y de
conocimiento que se mezclaba con el deleite de su presencia, de su voz, con el gesto vivo de sus
ojos. Era yo quien se sentía en deuda con ella, quien necesitaba un alma como la suya para ganar
confianza, para aprender a quererme después de tantos años, para arrancar de mi conciencia el miedo
a fracasar, a tropezar de nuevo.
—Puede que me equivoque —dije, mirando a Ramírez—, pero esa mujer me ha puesto en
bandeja la historia que buscaba.
—¡Vaya, apareció el escritor! Confío en que estés seguro de lo que dices. Ahora va a resultar que
esa anciana ha venido a traerte la buena nueva y yo sin enterarme.
Sé que no le dejé muy convencido, pero al menos había logrado sorprenderle con aquella
respuesta que improvisé de pronto, inopinadamente, sin reparar hasta ese mismo momento en la
importancia de mis palabras. Me acababa de dar cuenta de que mi interés por Julia era un mero
espejismo, o al menos no tan real como la historia que traía con ella. En el fondo era mi puro
subconsciente, el novelista frustrado y sigiloso que habitaba mi parte oscura, el lado más oculto, el
que regía en buena medida mis actos o el que impulsaba mi curiosidad por el pasado de Julia.
Comenzaba a entender que mi trato de favor con aquella mujer, con el documento de Zaldívar, en el
que había invertido mucho más tiempo que en cualquiera de las obras que llegaban a la editorial, no
respondía a una lógica exacta sino al deseo de alimentar mi instinto de escritor, mis ansias de
encontrar en aquellas vidas, en los episodios que Julia me narraba, un argumento de peso, una
historia que me permitiera lanzarme a tumba abierta y escribir con un dolor verdadero, con una
pasión enteramente mía.
Lo pensaba la mañana que hablé con Ramírez y le arrojé aquella frase directa, espontánea, pero
sabía que había algo más, que mi admiración por Julia era cuanto menos sincera, y que ese
sentimiento justificaba por sí solo mi deseo de seguir adelante, de viajar con ella a Marruecos y de
extender aquella relación amistosa y cordial hasta donde fuera posible.
El siguiente asunto que debía resolver era estrictamente familiar. Hacía dos semanas que no
visitaba a mis padres y si sabía algo de ellos era por las llamadas telefónicas que nos hacíamos con
relativa frecuencia, para comprobar simplemente que seguían bien, que no había nada nuevo por mi
parte y que nos veríamos pronto, en cuanto el trabajo me permitiera hacer una escapada. Ahora, sin
embargo, deseaba de verdad estar con ellos y no dudé en hacer una llamada desde la oficina para
invitarles a cenar aquella misma noche en un restaurante del puerto. No fue fácil convencerles. Mi
madre, como de costumbre, consideraba un despilfarro comer fuera de casa. «Tengo de todo, cariño
—me dijo—. Ayer precisamente hice croquetas y hasta puedo descongelar una dorada para esta
noche. Piensa que no estás para gastos, Claudio. Hazme caso». Hice como que no la escuchaba, le
recordé la hora en que pasaría a recogerlos y colgué. Aquella noche, después de encajar los
reproches de rigor y comprobar que tras siete meses seguían sin acostumbrarse a mi vida sin ellos,
disfruté como nunca de la cena, de aquella independencia ganada a pulso y de una conversación que
se prolongó hasta bien entrada la madrugada. Les hablé de mi trabajo en la editorial, de mi
inmejorable relación con Ramírez, de un posible aumento de sueldo a primeros de año y, por
supuesto, de Julia, de su libro y del inminente viaje a Marruecos. Después de los postres, animado
por el vino y por una extraña mezcla de placidez y de orgullo, me permití relatarles el tortuoso
pasado de Julia Gadea, las vicisitudes de una infancia difícil, el trance angustioso de su madre y la
siniestra huella del coronel Zaldívar en la vida de las dos. Al hablarles de Tetuán, de Larache y de
aquellas tierras del Protectorado, a mi padre se le iluminaron los ojos. Lo veía decidido a
desempolvar los recuerdos y le animé a que lo hiciera. Estaba deseando oír de nuevo las viejas
aventuras de su servicio militar en Melilla, comprobar muchos años después que la historia del
ahogado, de la terrible riada del cincuenta o el funesto recuerdo de Whitman seguían tan vivos en su
memoria como en la mía, que nada de cuanto pude contarle a Julia traicionaba la verdad de aquellas
palabras que pude escuchar otra vez con la emoción de entonces, con el asombro de un niño.
Al acabar la cena, dimos un breve paseo por el puerto y les devolví a casa en mi Ibiza de
segunda mano, un trasto renqueante y ruidoso que me había dejado tirado un par de veces pero que
estaba a la altura perfecta de mi poder adquisitivo. Fue al bajar del coche y despedirme de ellos
cuando mi padre, alentado aún por los efectos del cava, tuvo el espléndido detalle de ofrecerme su
flamante cuatro por cuatro para viajar a Marruecos con ciertas garantías. «¿No pensarás cruzar el
Estrecho montado en ese cacharro? —me reprochó—. ¿Qué dirá esa mujer de ti?» Por supuesto que
le tomé la palabra y las llaves del Land Cruiser. Aunque en ningún momento había comentado con
Julia las condiciones del viaje ni el medio que pensaba emplear para desplazarnos hasta el norte de
África, el ofrecimiento de mi progenitor era un regalo que no podía despreciar.
—Sin embargo, todo tiene un precio —mi padre sonreía ampliamente, como si no hablara en
serio—. Ya que te has metido en esa historia, podías hacerme un favor.
—Cuenta con ello —le respondí.
—Se trata de Sandoval, Miguel Sandoval Egea.
—¿El alférez de Regulares?
—El mismo. Fue el mejor compañero que tuve en esos años. Al principio, después de
licenciarnos, nos cruzamos algunas cartas. Luego, ya sabes, se apaga el entusiasmo, nos vamos
olvidando de todo... El caso es que sería muy importante para mí que dieras con él. No creo que te
resulte difícil. Era de Granada ¿recuerdas? Si vive todavía quiero que le lleves algo de mi parte.
Aplacé la despedida para unos minutos después y les seguí hacia el interior del edificio. Nada
más entrar en casa, mi padre se dirigió directamente al salón. Comenzó a escudriñar en los anaqueles
de la librería, entre las enciclopedias y los volúmenes que yo había contemplado invariablemente
desde niño en aquel mueble oscuro, ajenos al tiempo. Al final, de la parte superior, junto a la
colección de autores clásicos Ribadeneira que heredamos del abuelo, extrajo un libro de pequeño
tamaño, de tapas ocres, con el lomo gastado y deslucido por el sol.
—Devuélvele esto. Dile que me fue de mucha utilidad. Seguro que todavía se acuerda.
Antes de introducirlo en un sobre me permitió que lo ojeara. Debió de notar mi sorpresa, mi
estremecimiento al descubrir que el ejemplar que tenía entre las manos era una primera edición de La
voz a ti debida, de Pedro Salinas, publicada en Madrid en 1933, en la editorial Signo, tal y como
constaba en la cubierta. Me extrañaba mucho que mi padre hubiera conservado con verdadera
devoción aquel libro, que en algún momento de su vida le hubiera interesado la poesía y que
Sandoval tuviera gustos tan refinados.
—Eres una caja de sorpresas, papá —le insinué—. Tú y la poesía. Vaya, vaya. Lo has
disimulado muy bien en los cuarenta y cinco años que tengo el gusto de conocerte.
—Todos tenemos algo que esconder —aprovechó que estábamos solos para hacerme una
confesión—. Cosas de lajuven-tud. Quería ligarme a tu madre y Sandoval me prestó ese libro para
que tomara algunas ideas. Las cartas que le enviaba desde el cuartel concluían siempre con los
versos que le cogía prestados a ese tal Salinas. Fue todo un descubrimiento. Ella acabó
enamorándose de un recluta con alma de poeta y yo logré conquistar a la mujer de mi vida. Cuando
terminamos el servicio en Melilla y me despedí de Miguel Sandoval, traté de devolverle el libro,
pero el alférez no me lo aceptó, quiero decir que no me lo aceptó en aquel momento. «Ya tienes un
motivo para venir a verme», me dijo, «te escapas a Granada y me lo das. Allí tienes tu casa». El
resto ya lo conoces: han pasado más de cincuenta años y aún no he cumplido mi promesa.
Le cogí el libro, me despedí de ellos y me marché con el propósito y el compromiso de intentar
localizar a Sandoval. Al día siguiente hablé con Julia y ultimamos los detalles del viaje. También me
despedí de Ramírez, esta vez por teléfono. Fue una conversación breve pero intensa. Dos minutos
bastaron para oír una vez más sus consejos, el tono excesivo y receloso de su voz; también para
confirmarle que sólo me tomaría una semana de vacaciones y que, de no suceder ningún
contratiempo, el jueves 21 volvería por la editorial.
Tal y como estaba previsto, salimos de madrugada. Julia estaba radiante aquel miércoles de
mediados de noviembre, puntual y serena, varada con su maleta en la acera de la avenida, junto al
quiosco de prensa, a esa hora en que despunta el amanecer y las farolas adquieren una vaguedad
anaranjada y fría. Tomamos la autovía del Mediterráneo y en algo más de cinco horas llegamos a
Málaga. Ni siquiera entramos en la ciudad. Julia me indicó que continuara por la A-7 unos veinte
kilómetros y que cogiera la salida de Benalmádena. Buscaba El Embarcadero, un restaurante en el
que recaló hacía algunos años, en uno de sus viajes a la península junto a una gran amiga («Elvira,
me dijo, prácticamente una hermana para mí»), una compañera de escuela que tenía familia en
Torremolinos y a la que acompañó en varias ocasiones tras la muerte de su madre. Haciendo alarde
de su buena orientación, tomamos el desvío, alcanzamos la costa y, siguiendo la carretera de Cádiz,
vislumbramos a los pocos minutos el local. La comida resultó inmejorable y aún tuvimos tiempo de
disfrutar de la sobremesa. Antes de las cinco de la tarde estábamos en Algeciras y, media hora
después, en la cola del ferry para embarcar hacia Tánger. Recuerdo que la travesía por el Estrecho
coincidió con el ocaso, con un paisaje de aguas encendidas que se fue confundiendo con la noche.
Julia y yo pasamos el trayecto en la cafetería del barco, sobre un mar tranquilo que apenas dos horas
después nos invitó a contemplar, como una aparición, las primeras luces de África.
Junto a ella todo parecía sencillo: cumplimentamos los papeles de inmigración y pasamos la
frontera sin el menor incidente. Al salir de Tánger tomamos la autopista hacia Ra-bat. En algo menos
de una hora entrábamos en Larache, en la quietud nocturna de una ciudad congelada en el pasado,
acomodada en su laberinto de calles sinuosas, de zocos y de plazas, de arcos y mezquitas en una
suerte de olores intensos que impregnaban el aire de la noche tras la jornada de mercado, de tiendas
ya cerradas, de transeúntes de regreso envueltos en la misma calma que se respira al llegar a esa
hora silenciosa y tardía. Julia necesitaba perderse y recrearse de nuevo en el entramado urbano,
sentir de cerca el aliento de la ciudad, el vaho de sus callejas escondidas y angostas, llenar sus ojos
de toda esa indolencia sin bajar del coche, en un recorrido meramente visual, sensitivo, por la
medina antigua, por los barrios, los jardines, los lugares que había dejado cincuenta años atrás como
quien se desprende de un trozo de su vida sabiendo que no es del todo cierto, que siempre se regresa
al viejo paraíso para comprobar que nada ha cambiado sin nosotros, para reconocernos en las cosas,
para vernos sensiblemente en ellas.
Empecé a darme cuenta de que Julia se llevaba bien con su pasado. El hecho de haber dejado
aquel mundo, aquella ciudad en plena juventud o su marcha de Ceuta muchos años después, no
presuponía una voluntad de huida o desarraigo, tampoco de resentimiento hacia todo lo que creyó
dejar atrás al salir de África. Lo que Julia buscaba cuando se marchó de allí era una vida diferente,
sin determinismos, una existencia elegida por ella que la mantuviera a salvo de su vieja realidad, que
le permitiera fundar un nuevo espacio y explorar un tiempo limpio de recuerdos. Su vuelta a aquellas
tierras era en cierto modo una prueba, un pulso contra la nostalgia, una forma de comprobar que a
pesar de la emoción, del estremecimiento que aquella atmósfera provocaba en sus sentidos, nada la
retendría de nuevo en aquellos lugares. Eso fue lo que leí en sus ojos durante aquel recorrido
nocturno por Larache, antes de dirigirnos al hotel, y eso fue lo que entendí algunos días después sin
descartar la idea de que si Julia me necesitaba a su lado era, entre otras razones, para garantizar su
regreso, para no caer en la flaqueza ni dejarse abatir por la melancolía.
Con ése y otros pensamientos enfilé por fin la avenida de Mohamed V, primitiva Reina Victoria
según me indicó Julia, y desembocamos en la Plaza de la Liberación, antigua Plaza de España y
epicentro de la ciudad que une o que separa la medina antigua del ensanche. Dejamos el coche,
cogimos las maletas y caminamos unos metros hasta la rué de la Sale, una calle peatonal que nos
llevó directamente al Hotel Málaga. Era un edificio modesto, chapado de blanco, con toldos azules y
grandes maceteros flanqueando la entrada. Penetramos en el vestíbulo, forrado ostentosamente de
mármol ocre y rojizo, y nos dirigimos al mostrador de recepción. Julia había hecho la reserva de dos
habitaciones para tres noches, de modo que, cuando apareció el conserje, un hombre cetrino, mal
afeitado y excesivamente cordial, se dirigió a él con elocuente confianza, le habló del precio, de las
condiciones especiales que debieron comentar por teléfono el día anterior y del tipo de dormitorio
que había reservado: con aseo completo y vistas a la calle.
Aquella noche dormí más de nueve horas sin que nada me perturbara el sueño. La habitación,
alfombrada y pequeña, era, al parecer, lo más sofisticado que se podía encontrar en Larache: paredes
lisas y blancas, sin un cuadro, una cama de madera junto a una mesilla de noche adornada con un
búcaro de flores y un armario sencillo cerca de la entrada. Había quedado con Julia en el vestíbulo
del hotel a las diez en punto, de modo que a las nueve, tras escuchar el zumbido del despertador, me
levanté, corrí los visillos del balcón, miré el azul despejado del cielo, la calle semidesierta, me
duché y salí en su busca.
Desayunamos en el Café Central. En contra de mis malos hábitos (un simple café con leche
recalentado en la cocina antes de salir para la editorial), pedí zumo de naranja, té, tostadas,
mantequilla y mermelada de albaricoque. La mesa se llenó en un momento de pequeños manjares que
Julia y yo despachamos con avidez mientras repasábamos el plan de actuación.
Ahora recuerdo esos días como un episodio intenso y mágico, cargado nuevamente de aromas, de
olor y regusto a hierbabuena y jazmín, a cobre y cuero, a especias y bullicio de callejas y mercado.
Pasear con Julia por la medina aquellas tardes de noviembre era como un juego de placer y de
asombro, de exotismo y de misterio; un juego que consistía en dejarse llevar por las calles, perderse
en el trasiego de niños que juegan, de hombres y de ancianos que miran fijamente sin ver, adentrase
en las kasbah, entre puestos de comida, alcanzar el Zoco Chico, la mezquita Mayor, la Madraza, el
antiguo barrio judío y las viejas Atarazanas, la puerta de la Alcazaba y la plazuela de Anwar, la
plaza de Majzén con vistas al puerto y a la colina de Lixus, el castillo amurallado de la Cigüeña
junto al Jardín de las Hespérides, el mercado neoárabe almenado de tejas verdes o más allá, en la
desembocadura del río Lukus, a las afueras de todo, contemplar el bellísimo espectáculo de un
atardecer irrepetible y efímero.
Las mañanas, tal y como Julia tenía previsto, las dedicamos a buscar algún rastro de Zaldívar, un
nuevo documento o un testimonio que completara los espacios muertos de su pasado. Teníamos la
certeza de que Larache había sido una importante guarnición militar. Según el mapa que el coronel de
Ingenieros adjuntaba a su diario, la plaza contaba con el campamento de punta de Nador; al oeste se
hallaban los cuarteles de Regulares; al sur, el Hospital Militar y la Jefatura de la Legión; en la
carretera de Fez, hacia el este, el Parque de Artillería, la Estación Radiotelegráfica y los centros de
Cría Caballar y de Intendencia; en dirección a Tánger, el campamento de Krinda para el Tercer
Tercio de la Legión. Teníamos abundante información sobre el tema y partíamos de la ingenua
esperanza de que en alguna de aquellas guarniciones habría archivada una copia de la ficha de
filiación o del expediente militar del capitán de Ingenieros, principalmente en el Cuartel de
Telecomunicaciones, donde estuvo ubicado el batallón de Trasmisiones al que perteneció Zaldí-var
hasta 1940, o bien en la Comandancia Militar, un edificio de estilo neonazarí situado en plena
medina que había sido Jefatura del Territorio y sede del Estado Mayor.
La primera mañana, nada más iniciar el itinerario previsto, Julia se percató del error. El
acuartelamiento de Telecomunicaciones o el Autorradio, como se conocía popularmente en Larache,
hacía años que había dejado de ser una fortificación militar situada en la carretera de Alcazarquivir
para convertirse en una aldea amurallada llena de familias marroquíes. Lo mismo había ocurrido con
la vieja Comandancia, erguida entre aquellas callejas como el espectro de un edificio abatido por los
años, abandonado y vacío. Lo que estaba claro es que desde 1956, tras la independencia de
Marruecos y la repatriación del Ejército de los territorios del Protectorado, los archivos militares
habían desaparecido de la zona. El siguiente paso era averiguar el destino de todos aquellos
documentos, de modo que esa misma mañana, mientras Julia se dedicaba a llamar a algunos
conocidos y a pedir información en varios establecimientos oficiales, yo me puse en contacto con la
editorial, hablé con Amparito Boluda y le pedí que hiciera un rastreo por Internet. Media hora más
tarde teníamos resuelto parcialmente el problema: una parte de los archivos militares de la región
había sido almacenada en la Comandancia General de Ceuta y otra en el Archivo General Militar de
Madrid. En contra de lo que cabía suponer, Julia encajó el contratiempo con una sonrisa y con el
ánimo dispuesto a llegar hasta el fondo. En sólo un par de días, tras el fin de semana, nuestro
propósito era viajar precisamente a Ceuta y concluir allí nuestras vacaciones, de modo que tomamos
la tregua con la debida templanza, cogimos el coche y nos desplazamos aquel mismo viernes a
Asilah, una población pesquera situada al norte de Larache. Como dos turistas, nos perdimos por el
blanco sinuoso de sus calles, probamos un delicioso cous-cous rematado con té a la menta y pastas
de almendra, y regresamos ya entrada la noche.
Fue así como encaramos el fin de semana sin imaginar que al día siguiente, en cuestión de unas
horas, Julia se iba a enfrentar, con toda su dureza, a los fantasmas del pasado y, sin duda, a uno de
los episodios más trágicos de su vida. Habíamos desayunado, como de costumbre, en el Café Central
cuando, al dejar la Plaza de la Liberación y adentrarnos en el ensanche, Julia se detuvo frente a una
tienda de electrodomésticos. Tanto la fachada como el nombre del establecimiento le resultaban
enormemente familiares y no dudó en indicarme con un gesto de su mano que la siguiera hacia el
interior del local. Julia no dejaba de mirar a un lado y a otro con cierta extrañeza, como si buscara
entre aquellas paredes un fondo secreto, un resorte que le permitiera acceder al lóbrego espacio de
una cripta escondida. Había entrado en una extraña espiral de recuerdos cuando una muchacha muy
joven, de tez oscura y ojos terriblemente vivos, se dirigió a nosotros en un francés hospitalario e
indígena. Julia le devolvió la cordialidad y preguntó por el encargado de la tienda. La chica dudó
unos segundos; luego, sin perdernos de vista, se dirigió hacia el fondo del establecimiento y tras un
rumor amortiguado de voces, de palabras cruzadas, regresó acompañada de un hombre grueso, de
respiración fatigada que, por su aspecto, debía de rondar los sesenta años.
—Disculpe la curiosidad —Julia trató de borrar cualquier sombra de recelo de aquel rostro
grasiento y bronco—, pero he leído en la puerta Electrodomésticos Márquez y me he preguntado si
es usted familia de don Vicente, el dueño de la tienda de ultramarinos que había en este mismo local.
El hombre mudó la expresión de su cara por un rictus risueño, se desprendió de las gafas que
embrutecían la gravedad de sus ojos y se puso a limpiarlas con un pañuelo que sacó del bolsillo.
—No es usted tan joven como aparenta —respondió—. Hace la friolera de treinta años que mi
tío me traspasó el negocio y desde hace no menos de quince esto dejó de ser un supermercado. Pero
siga, no es usted la primera que me pregunta por él. Aún hay quien viene por aquí y me da recuerdos
para el viejo.
—Supongo que será demasiado pedir —dijo Julia—, pero me gustaría saber qué fue de él y de
Carmen. Mi madre les tenía mucho aprecio. Era para ellos alguien muy especial.
El hombre parecía complacido, halagado por aquellas palabras.
—Tito murió hace algunos años, pero mi tía, salvo los achaques de la edad y algún que otro
traspié, aún sigue dando guerra. Vive en Xauen, con mi madre y una de mis hermanas. Puedo darle
las señas. No estaría mal que le hicieran una visita; por lo que me cuenta, debió de conocerla bien.
Se llevaría una alegría. Si de algo se queja la pobre es de soledad. Siempre dice lo mismo: «fue
morirse Márquez y ahí se pudra una. Nadie se acuerda de llamar. Nadie quiere enterarse de que aún
estoy en este mundo».
Julia agradeció a aquel hombre su deferencia y su interés, copió en el dorso de una tarjeta la
dirección de la anciana y se despidió con la promesa de verla muy pronto. Mientras continuábamos
el paseo me puso al corriente de ciertos pormenores que debía conocer. En primer lugar comenzó por
admitir que de no ser por el documento de Zaldívar, nada la hubiera movido a explorar con aquella
vehemencia en su pasado. Recordaba que durante los cinco o seis viajes que en los últimos cuarenta
años llegó a realizar a Larache desde Ceuta, había paseado, sin ninguna duda, por aquella zona, había
pisado la acera de aquella tienda e incluso se había detenido frente al escaparate para mirar algún
electrodoméstico, sin embargo, nunca hasta entonces lo había hecho con los ojos del recuerdo, ni
siquiera desde la memoria de los años, desde el territorio perdido de aquella infancia en la que Tito
Márquez ocupaba un espacio alegre y cordial, una imagen feliz en la grisura de un tiempo abatido por
la tristeza. Empezaba a reconocer que hasta hacía muy poco, hasta el momento en que abandonó su
casa y salió de aquel mundo convencida de hacerlo para siempre, hasta que halló aquel maldito
diario y aquellas cartas, los lugares y las cosas habían perdido su capacidad de evocación. Parecía
que la mitad de su vida se hubiera borrado, por una extraña voluntad, tras un manto de niebla, que su
campo de visión sólo alcanzara esa parte del pasado menos cruel, menos dócil y amable. Sin
embargo, era ahora cuando los vestigios de entonces afloraban con una determinación casi violenta,
como si volvieran para pedir cuentas del olvido, para cobrarse la desatención y la injuria cometida
por los años. Por eso Julia entró en esa tienda y por eso empezó a hablarme de Márquez durante
aquel paseo como de un sueño reciente, limpio; me habló de las tardes que ahora regresaban con
nitidez a su memoria, cuando el tendero se acercaba hasta su casa en medio de la lluvia y ella
escuchaba desde su dormitorio, ella sentía entre aquellas paredes las palabras de su madre, la voz de
Tito conversando con Paulina durante aquellas horas, hablando quizá del pasado, de su padre, de la
guerra y de Zaldívar, de asuntos para siempre dormidos en el secreto de aquel cuarto y que ahora,
tantos años después, necesitaba oír de nuevo, rescatar del silencio, extraer de algún lugar de la nada.
Esa misma tarde Julia me propuso ir a Xauen. Atravesamos el Rif por una carretera infernal,
tortuosa y estrecha y antes de que anocheciera estábamos cruzando la medina de un poblado
enclavado en la montaña, derramado sobre ella como un prodigio nevado, como un desorden de
blancura, de callejas empinadas, recoletas e íntimas entre casas de cal que evocaban poderosamente
sus raíces andaluzas, su perfil de leyenda cincelado por los siglos sobre las piedras de África.
Dejamos el coche en el parking de la cima y descendimos a pie por pendientes y escalinatas,
bordeamos el cementerio árabe y alcanzamos la plaza de Mohamed V y, más allá, tras preguntar a un
par de lugareños, la dirección que figuraba en la tarjeta que Julia había sacado del bolso. Allí, en el
número 15 de la calle Alhucemas, encontramos a Carmen. Al principio y debido a la precariedad de
su vista, la anciana no situaba entre sus recuerdos a la mujer que tenía ante ella, pero en cuanto
escuchó el nombre de Paulina y Julia le habló de Larache, de la tienda de ultramarinos y de aquellos
años difíciles, su rostro adquirió una transparencia luminosa.
—¡Válgame el cielo! —exclamó con un temblor en los labios—. Tú debes de ser Julia. Pero
acércate, déjame que te vea.
Julia se inclinó frente a Carmen y dejó que sus manos le acariciaran el rostro. La anciana
comenzó a mirarla con unos ojos grises y dóciles que mostraban una opacidad blanquecina, una
veladura tejida por el tiempo.
—Eres igual que ella. Su misma piel, su misma cara, el timbre de tu voz...
—No me diga usted esas cosas —interrumpió Julia—. Mi madre era muy joven cuando usted la
conoció. El tiempo no perdona.
Las dos mujeres que acompañaban a Carmen parecían encantadas con nuestra visita y
manifestaron su hospitalidad con una bandeja repleta de dulces y una ronda té que nos repuso del
viaje y del frío. Para evitar especulaciones, Julia me presentó ante ellas como un joven escritor que
había venido de España con el propósito de conocer la zona y recabar información para su próximo
libro. Luego habló de su madre, de su muerte cuatro años atrás y también de las razones que le habían
llevado a marcharse de África, de su nueva vida en la península. Trataba de no mostrarse como una
extraña ante Carmen, de aproximarse a ella y de lograr un clima cordial y cercano. Quizá porque
sabía que la lucidez de aquella anciana que sobrepasaba con creces los noventa años podía iluminar
ciertas sombras del pasado, Julia decidió romper el hielo y se volvió hacia ella con decisión, sin
perder la ternura.
—Sé que Tito y usted quisieron mucho a Paulina. Y también que sufrieron por ella. Yo era una
niña y no estaba en condiciones de comprender ciertas cosas. Hace poco encontré entre los objetos
de mi madre el diario de un capitán de Ingenieros, un tal Alonso Zaldívar. No puede imaginarse lo
que ese documento me ha servido para entender el pasado, para saber, entre otras cosas, por qué
murió mi padre y quiénes fueron exactamente sus verdugos. Lo que no he podido averiguar es cómo
llegó ese diario a sus manos. Comprenda mi interés. Puede que Tito supiera algo de ese hombre, que
lo hubiera conocido.
Oyéndola hablar de aquel modo supe que Zaldívar era sólo un pretexto para Julia. Su propósito
de conocer los máximos detalles del coronel, de completar el difuso mapa de su biografía, no era
sino una solapada estrategia para indagar en su propia vida, la de Julia Gadea, para arrojar luz sobre
un tiempo que ahora se le tornaba tan falso y tan débil como un decorado de papel. También supe que
aquella anciana era para ella el eslabón (el último quizá) que aún le unía a ese mundo, que en la
memoria de aquella mujer se escondían el temor y la verdad, el miedo y la esperanza.
—Márquez era muy reservado —musitó la anciana—. Apenas hablaba de sus cosas, pero en su
cara se transparentaba la pesadumbre y la aflicción con tanta claridad que su alma quedaba siempre
al descubierto. No te imaginas cómo sintió lo de tu madre. Durante años se despertaba en sueños o
mal dormía con su nombre en los labios. Yo me daba cuenta de todo, de su rabia y de su miedo, pero
no quería que lo supiera. Era mejor así. A veces llegué a creer que mi aparente ingenuidad era para
él un consuelo, un modo de mantenerme a salvo de su propia tortura.
—No sabía que mi madre significaba tanto para él.
—No era sólo tu madre —respondió la mujer—, era también su conciencia. Pero eso lo
comprendí bastantes años después, cuando ese hombre se presentó en la tienda vestido de paisano y
preguntó por Márquez.
—¿Me está hablando de Zaldívar?
—Te estoy hablando de la persona que ordenó matar a tu padre y que envió a la cárcel a Paulina,
eso me dijo mi esposo aquella misma noche. Traía una carta para ella y convenció a Márquez para
que se la entregara en persona.
—¿Sólo una carta? Por favor, trate de recordar.
—Que yo sepa, era sólo una carta. Lo veo como si fuera ahora. Le dio aquel sobre y se marchó.
Fue la primera y la última vez que vi a Zaldívar. Cuando un mes más tarde supimos lo de su
desaparición, miré a Márquez y se lo dije: «ese hombre llevaba la muerte en la cara».
—¿Qué más le contó? —Julia reparó en el mohín de extra-ñeza de Carmen y repitió la pregunta
—. Aquella noche, ¿qué le dijo su esposo?
—¿De verdad quiere saberlo?
—Todo lo que pueda decirme de ese hombre me interesa. Me haría un gran favor.
—No se trata de él, sino de tu padre —la anciana hablaba casi en susurros, pero sus palabras
sonaron para Julia como un trueno inesperado—. Hay algo que mi marido jamás le contó a Paulina,
algo que se guardó para él hasta aquella noche.
Julia me miró durante unos segundos, como si quisiera asegurarse de que seguía allí, junto a ella,
como si necesitara mi presencia para soportar el peso de aquellas palabras o como si exigiera mi
atención para que no perdiera detalle de lo que iba a escuchar de un momento a otro. Le estaba
devolviendo la mirada cuando Carmen murmuró una disculpa, se levantó con dificultad del sillón y
caminó despacio hacia una de las habitaciones. Regresó al cabo de unos minutos con algo entre las
manos. Era una carpeta pequeña y azul que le entregó a Julia antes de sentarse de nuevo, de
acomodarse frente a ella.
—No sabes cuánto he esperado este momento —dijo la anciana—. A Márquez le hubiera gustado
estar aquí. Te lo habría contado como a mí aquella noche, pero, ya ves, se marchó sin cumplir su
penitencia. Si no recuerdo mal, en esos papeles dejó bien escrito lo que nunca le confesó a Paulina.
Y si quieres que te diga la verdad, aún no entiendo por qué. Lo que hizo mi esposo no fue ninguna
deshonra, todo lo contrario. Otro en su lugar se habría lavado las manos y aquí paz y allá gloria, que
no hay mejor ciego que el que no quiere ver ni mayor sordo que el que se empeña en no escuchar.
—No sé de qué me habla. ¿Qué tiene eso que ver con mi padre?
—Todo —repuso la anciana—. Márquez se lo encontró muerto junto a la carretera de
Alcazarquivir, la misma mañana en que lo fusilaron junto a otros dos hombres. ¿Y qué piensas que
hizo? ¿No te lo imaginas? Pues nada menos que enterrarlos allí, con sus propias manos y en pleno
día, exponiéndose a que alguien pasara por aquel camino y acabara denunciándole, a que cayera
sobre él cualquier acusación y corriera la misma suerte que tu padre y los otros. Ahí está el plano del
lugar donde enterró los cuerpos. Lo quiso dejar todo muy claro.
—¿Se da cuenta de lo que dice? —Julia reaccionó indignada pero serena, sin apenas aliento,
conteniendo el dolor—. Mi madre y yo hemos vivido engañadas, sobre todo ella, que debió de
imaginar miles de veces lo que hicieron con él, a qué maldito rincón le llevaron aquel día.
—Y qué más da —la interrumpí sin dejar de observar el rostro de aflicción de Carmen—. ¿De
qué le hubiera servido saber que estaba enterrado allí? Compréndalo, Julia. Nada podía hacer sino
torturarse más.
Julia no me respondió. Se limitó a levantarse de la silla que había colocado frente a la mujer de
Tito y caminó unos pasos hacia la ventana. Sé que estaba confundida y que cualquier palabra que
saliera de sus labios prometía ser inoportuna e injusta. Por eso no abrió la boca y por eso se situó
junto a la ventana, mirando hacia la calle o hacia el fondo de la noche con la triste vaguedad de sus
ojos, enturbiados, perdidos sobre el cristal, sobre esa lámina de niebla que le devolvía el reflejo de
sí misma. Empezaba a pesar aquel silencio súbito cuando Sara, la hermana de Carmen, sugirió que
nos quedáramos a cenar, que tomáramos algo consistente para afrontar las tres horas de regreso, que
ellas se sentirían muy halagadas y que sería una cena modesta pero cumplida. A punto estaba de
marcharse hacia la cocina cuando Julia se volvió para rehusar la invitación. Ni siquiera se esforzó en
buscar una disculpa. Nos despedimos de la anciana y de aquellas mujeres con el convencimiento y la
seguridad de que no volveríamos a verlas. Luego caminamos hasta el coche como dos desconocidos,
sin apenas mirarnos.
Durante el regreso a Larache Julia siguió sin despegar los labios, pero yo sabía que mi presencia
le reconfortaba, que a pesar del silencio, me necesitaba más que nunca, que en su cara había un fondo
de gratitud y placidez tan transparente como su alma.
NUEVE

Minutos antes de leer el informe sobre la desaparición y muerte de Zaldívar, el teniente coronel
Olalla Ventura se atrevió a insinuar que el luctuoso accidente carecía de fundamento, estaba fuera de
toda lógica y generaba tal cantidad de interrogantes que de no ser por la evidencia de algunos
testigos y de ciertas pruebas, cualquiera pensaría en una conspiración o en un ajuste de cuentas.
—Conocía muy bien a ese hombre —dijo el Olalla— y hay cosas que no encajan.
—¿Cosas como qué? —el coronel Reinosa preguntó desafiante.
—Zaldívar nunca viajaba solo, es más, en los años que lo he conocido jamás le vi conducir. Me
resulta muy extraño que cogiera el coche precisamente esa mañana.
—Prosiga —dijo lacónicamente Reinosa, como cumpliendo un mero trámite.
—También me cuesta mucho creer que un hombre de su experiencia se arriesgara a salir en pleno
temporal. Hay que ser muy temerario para jugársela de ese modo y Zaldívar era más bien calculador.
Tenía la sangre helada.
—¿Ha terminado? —Reinosa se sentó tras su mesa de despacho mientras esperaba la respuesta
del militar.
—Hay algo más —Olalla Ventura seguía de pie, erguido junto a la ventana—. Tengo entendido
que las maniobras quedaron suspendidas la noche antes del accidente. Los mandos de Tetuán fueron
inmediatamente informados, sin embargo, o Zaldívar no recibió a tiempo el mensaje o alguien de esta
plaza cometió la negligencia de no comunicarle la orden.
—Está bien, Olalla, ¿adonde quiere llegar? —dijo el coronel.
—Quiero que comprenda que, desde fuera, todo se ve muy confuso. Ese hombre no debió salir
jamás de este cuartel, al menos sin estar debidamente informado de lo que tendría que afrontar y
usted lo sabe, pero no sólo se marchó a dirigir unas maniobras que ni siquiera existían sino que lo
hizo sin compañía de nadie y bajo la peor tormenta que ha sufrido la región en decenas de años.
—¡Basta ya! —dijo seriamente Reinosa, golpeando sobre la mesa y elevando la voz—. ¿Qué se
piensa?, dígalo, ¿que somos un hatajo de cabrones, de incompetentes o de matones a sueldo? Usted
no es nuevo en esta profesión. ¿Cuántos años lleva en el Ejército? ¿Veinte?, ¿treinta? Entonces
debería saber que nadie es infalible, que en ocasiones se cometen errores que se acaban pagando
muy caros, que tanto usted como yo o como el propio Zaldívar también tomamos decisiones
equivocadas que ponen en juego nuestra vida y, a veces, la de un montón de inocentes. Estamos
expuestos a ello y cada día es una nueva prueba para nosotros. Zaldívar, por la razón que fuera, no
calibró el peligro que le esperaba y salió hacia Tetuán para cumplir con su deber. Lo hizo muy
temprano, poco después de las seis. Cuando a las ocho se restableció momentáneamente la
comunicación telefónica, recibimos la llamada de la Comandancia de Tetuán notificándonos el
aplazamiento de las maniobras, pero ya era tarde —el coronel comenzó a apaciguarse, abrió el sobre
que había sobre el escritorio y puso a la vista de Olalla Ventura un fajo de hojas selladas—. Le
aconsejo que se lea bien el informe. Espero que le ayude a despejar incógnitas. En este cuartel, según
usted, puede que haya mucho degenerado, mucho canalla y mucho inútil, pero le puedo asegurar que
hemos actuado con la mayor disciplina para llegar al fondo de este asunto. No tengo que explicarle
nada más. El coronel Alonso Zaldívar tenía su carácter, despertaba más odios que simpatías entre los
mandos y la tropa, no voy a negárselo, pero por encima de todo era uno de los nuestros.
—Hasta que dejó de serlo, coronel —exclamó Olalla Ventura—. ¿O piensa negarme ahora algo
tan claro como el acoso al que le estaban sometiendo en los últimos meses?
Reinosa se incorporó del asiento y miró con violencia a su interlocutor. Parecía estar a punto de
avanzar hacia él, de desafiarle allí mismo, pero se mordió los labios y optó por mantener las
distancias.
—De modo que era eso —afirmó con aplomo, forzando la sonrisa—. Usted no ha venido a Ceuta
para pedir información sobre el caso. Usted ha viajado hasta aquí para acusarme a la cara de algo
muy grave y aún no se ha dado cuenta de lo caro que puede costarle ese error.
—No se equivoque, coronel. Nadie le acusa de nada, pero reconozca que me ha ocultado ese
detalle desde el principio. Sé que Zaldívar era el hombre a batir desde el día en que hizo aquellas
desafortunadas declaraciones en la Comandancia de Melilla. Le recuerdo que yo estaba allí, frente a
usted. Haga memoria. Era una junta de jefes y oficiales, de supervivientes de esa casta africanista
felizmente reunida para celebrar el décimo aniversario de la Victoria. Bebimos más de la cuenta y a
Zaldívar le traicionó el temperamento. No se encontraba en condiciones de pensar en las
consecuencias que le traería lo que dijo aquella noche. Ni siquiera pudo advertir, borrado como
estaba por el alcohol, el efecto que tuvieron sus palabras entre algunos compañeros. El hablaba y
hablaba sin percatarse de que sus ofensas, sus encendidos ataques al gobierno o sus diatribas contra
el caudillo, a quien tachó de traidor y pusilánime, no caerían en saco roto. Zaldívar se dejó llevar
por la incontinencia y el delirio del momento, por la demencia de su mal beber, pero algunos
colegas, lejos de perdonarle el despropósito y pasar por alto sus patéticas palabras, airearon el
asunto y lo pusieron en conocimiento de los órganos competentes. Dígame si me equivoco, pero más
de uno estaba esperando una ocasión así para poner precio a su cabeza.
—No sé lo que pretende, Olalla —dijo Reinosa—. Ese hombre está muerto. Hay un informe
completo y detallado que lo confirma; y nadie, escúcheme bien, nadie anda por ahí llorando su
desaparición. Lo que no logro entender es su deseo de implicarse en este caso. Usted es un hombre
que se ha ganado el respeto de jefes y compañeros. Está bien considerado en el Estado Mayor. No
hay una sola mancha en su expediente y es ambicioso, tiene un brillante futuro por delante. ¿Qué
quiere, Olalla, mandar al infierno su carrera? ¿Se va a ensuciar por un tipo como Zaldívar? Piénselo
bien. No le beneficia en nada escarbar en la basura o dar la cara por alguien que ni siquiera está vivo
para agradecer su lealtad. Hágame caso y deje en paz a los muertos.
El teniente coronel Olalla Ventura no había alterado lo más mínimo su posición. Seguía erguido,
con el hombro levemente apoyado en el marco de la ventana y las manos ocultas en los bolsillos de
la guerrera, observando a Reinosa desde aquella distancia, sus gestos, la oscilación de sus manos, de
sus dedos sobre la mesa, encogidos como garras, o su cara tosca y acusadamente triste, contraída por
el desprecio o por la compasión. Lo miraba con firmeza, sin concederle un solo indicio de algo, sin
inmutar sus facciones, con una neutralidad fría e inquietante.
—Si le parece, desearía leer el informe. Ahora. Tengo toda la mañana. No quisiera regresar a
Larache sin darle el gusto de aceptar sus argumentos, esas evidencias de las que tanto habla.
—No esperaba menos de usted —dijo Reinosa, tras una sonrisa que transfiguró repentinamente su
rostro. Luego sorteó el obstáculo de la mesa, avanzó hacia el militar y le extendió los folios—. Sé
que apreciaba a ese hombre, que sabía cómo tratarlo y que, probablemente, haya sentido más que
nadie su pérdida. Por eso pasaré por alto ciertas cosas. Está en su perfecto derecho de conocer la
verdad y puede estar seguro de que la tiene en sus manos. No se mortifique, Olalla. Todo lo que debe
saber lo va a encontrar en ese documento.
Olalla Ventura le devolvió la sonrisa, cogió la cartera que había dejado a sus pies y se fue
alejando lentamente hacia la puerta. Lo hacía sin convicción, como esperando algo de Reinosa, como
si tuviera algún asunto pendiente o hubiera pasado por alto un último detalle.
—Tengo que pedirle un favor
—Adelante —dijo el coronel.
—No quiero que se ofenda pero desearía estar solo. Necesito un par de horas para leer a fondo
estos papeles, a ser posible en un sitio tranquilo. Ya le he robado mucho tiempo.
—Déjese de cumplidos —respondió Reinosa, extendiendo la palma de la mano hacia la puerta
para que Olalla le siguiera—. Venga conmigo.
Salieron a una galería larga y espaciosa de losas negras y blancas y avanzaron hacia las escaleras
que se adivinaban al fondo. Se percibía un rancio olor a humedad y los pasos sonaban en los muros
que se alzaban a ambos lados, en las puertas cerradas y oscuras que iban dejando atrás. De pronto,
mientras Olalla Ventura miraba distraídamente su reloj pensando acaso en el hombre que caminaba
junto a él, albergando una sugestión de desprecio y de recelo, Reinosa se detuvo. Parecía haber
olvidado algo, como si un fogonazo repentino le obligara a retroceder o a corregir la dirección que
pensaba tomar.
—Venga, acérquese —el coronel se dirigía ahora hacia la puerta de una dependencia situada a
pocos metros de la suya—. Si no tiene ningún inconveniente, este es el sitio más recomendable. Le
garantizo que nadie le va a molestar.
El cuarto estaba en penumbra y costaba distinguir el con-torno de los objetos, de los muebles
diluidos en una atmós-fera fría, confusa. Reinosa hizo pasar a su invitado, caminó hasta la ventana y
corrió las cortinas con un ímpetu excesivo. Al iluminarse de golpe, la estancia se mostró amplia y
mu-cho más acogedora de lo que cabía esperar. El suelo estaba cubierto por una espesa alfombra de
filigranas geométricas. A la izquierda, junto a la librería que ocultaba parcialmente la pared, había
un escritorio de roble y una butaca forrada de terciopelo rojo; a la derecha, un sofá de cuero, un par
de sillones y una mesa ovalada de patas muy cortas.
—¿Por qué iba a tener inconveniente? —dijo Olalla—. Ya quisiera para mí un despacho tan
confortable y tan bien iluminado.
—Hasta hace una semana, nadie, salvo el juez instructor, podía entrar en esta dependencia.
Estuvo precintada todo este tiempo —el coronel inspeccionó de nuevo el lugar, echó una última
mirada al escritorio, al calculado desorden de documentos y utensilios dispersos sobre la mesa—.
Como ya habrá imaginado, éste era el despacho de Zaldívar.
Olalla Ventura sintió un leve estremecimiento que apenas unos segundos después se tornó en
complacencia.
—Ningún reparo, coronel —contestó el militar—. En cuanto acabe, le buscaré para despedirme.
—Estaré en mi oficina —advirtió Reinosa—. ¿Sabe? Ha llegado en el momento oportuno. En
unos días se va desmantelar este despacho. Lo ocupará Ledesma a primeros de febrero. ¿Le
recuerda? Abandona la guarnición de Sevilla y se incorpora a esta plaza. No es que Zaldívar haya
dejado muchas cosas de valor, pero, al parecer, un hermano suyo, un tal Marcos, abogado en
Valencia y significado falangista, las reclama. Haremos recuento de sus papeles, de sus libros, de
cuanto haya de él en el cuartel y se lo enviaremos a la dirección que nos indica en su carta. Corno
verá, hasta en eso somos eficientes.
Apenas se quedó solo, Olalla Ventura se acomodó en la butaca, dejó el informe sobre la mesa y
se limitó a mirar a su alrededor. Nada parecía atraer especialmente su interés. A la derecha, tras la
puerta de entrada, había algunas prendas de abrigo colgadas de un perchero. Sobre el escritorio, la
caótica disposición de las carpetas y de algunos documentos delataba los efectos de un registro, de
un trámite justificado por las investigaciones llevadas a cabo tras el accidente de Zaldívar. El resto
de objetos dispersos por la estancia, en los anaqueles de la librería y sobre la mesa que había ante a
él, eran principalmente recuerdos, distinciones, placas y pequeños trofeos con el nombre del coronel
grabado sobre una chapa de metal junto al agradecimiento y la rúbrica de alguna asociación cultural
y folklórica, cofradía, congregación o federación deportiva. Tras saciar aquel primer golpe de
curiosidad, se animó a abrir el informe y comenzó a leer sin demasiado entusiasmo, haciendo
pequeños esfuerzos por concentrase en aquellos folios mecanografiados unos días atrás por algún
eficiente lacayo de Reinosa y debidamente firmado por el Jefe del Territorio y el Juez Instructor.
Mientras avanzaba en la lectura, sobre la mera superficie de las palabras, su mano derecha jugaba,
sin ninguna inocencia, con el pomo del primer cajón de la mesa. Acariciaba el tirador, la esfera fría y
metálica con la falsa indiferencia de un gesto instintivo, pero al cabo de unos minutos, cuando el
silencio se hizo más elocuente, tiró lentamente de él y comprobó que el receptáculo se abría sin
ninguna resistencia. No halló nada que mereciera su atención, sólo material de oficina, sellos de
caucho, un par de estilográficas, varios tinteros, cuartillas y cintas de recambio para la Adler que
descansaba sobre un extremo del escritorio. Tras manosear un estuche alargado que extrajo del
fondo, descubrió un pequeño arsenal de objetos inservibles, de monedas antiguas, insignias, timbres
de correo y dos llaves diminutas e iguales. Esta vez no se anduvo con rodeos. El militar cogió una de
ellas y la probó sobre la cerradura que bloqueaba los cajones inferiores. Nadie la había forzado, por
lo que dedujo que quienes realizaron la inspección tuvieron la cortesía y el cuidado de devolver
aquellas llaves a su lugar una vez concluido el registro. Parecía muy seguro de estar abriendo un
espacio prohibido, un lugar hasta hace nada secreto, y se entregó con apremio a revisar, uno a uno,
los legajos y la correspondencia que encontró perfectamente ordenada en el segundo cajón. No tardó
en comprobar que el contenido de aquellos documentos ilustraba con lujo de detalles la progresiva
carrera del coronel, sus contactos, la estrategia empleada para ganarse la confianza y el favor de sus
superiores, para desacreditar y hundir a un adversario, pero, sobre todo, encontró entre aquellos
papeles información confidencial acerca de oficiales y suboficiales del entorno de Zal-dívar,
anotaciones escritas de su puño y letra que delataban una obsesiva aversión y un afán
injustificadamente destructivo que, en cierto modo, salpicaban al propio Olalla y le remitían a
episodios ya borrados de su memoria. En el tercer cajón, bajo un ancho cartapacio que cubría por
entero su cavidad y disimulaba un doble fondo, encontró la prueba definitiva de esa infamia que,
pese a las evidencias que se iban revelando ante él, se negaba ingenuamente a aceptar. Lo primero
que derribó sus convicciones fue el diario de guerra del coronel. Allí, en unas cuartillas
mecanografiadas al hilo de los acontecimientos, de las circunstancias, en el fragor de las horas y los
años de contienda, las confesiones de Zaldívar podían estremecer a la criatura más indolente. Le
bastó con leer algunas de sus páginas, tomadas al azar, para descubrir el engaño y asumir sin remedio
el doble juego de ese hombre a quien había entregado su confianza durante años. Olalla Ventura se
enfrentaba ahora a un pasado distinto, a una realidad diferente y mezquina, a unos hechos que
comenzaba a ver desde el ángulo insólito de la venganza, de la impiedad y acaso de la locura. Lo que
hasta entonces habían sido para él meros episodios de guerra, acciones en todo momento necesarias
para establecer el orden, para asegurar la victoria, eran ahora una crónica doliente de hombres y
mujeres juzgados con toda arbitrariedad por Zaldívar, por mera sospecha, por un delirio de poder y
un despecho sin medida contra enemigos imaginarios que pagaron ese odio con la muerte o la tortura
de un presidio. Allí estaban sus nombres, los cargos que pesaron sobre ellos y la sentencia inmediata
que, en muchos casos, fue ejecutada sin juicio, sin derecho a réplica o a una simple explicación, sin
posibilidad alguna de defender su inocencia. Se estaba reencontrando, muchos años después, con
aquellas víctimas, con decenas de suboficiales acusados de traición, de civiles detenidos por
supuesta rebeldía, cuando se paró en seco sobre el nombre de Alejandro Gadea Muñoz, brigada del
batallón de Cazadores de las Navas, masón, miembro destacado de la U.M.R.A., izquierdista,
desafecto y probable organizador de focos de resistencia contra el glorioso Alzamiento. Aquel
suboficial que murió fusilado pocos días después de iniciarse la insurrección y que pertenecía a su
misma unidad, un hombre que jamás despertó las sospechas de Olalla Ventura hasta que lo vio
detenido y esposado, hasta que le informaron de su peligrosidad, sólo fue un infeliz, una víctima más
de aquella cadena de vilezas. En ningún momento, tal y como pudo comprobar en las páginas del
diario, se aportaron pruebas contra él. Bastó con la palabra de Zaldívar para incriminarlo y llevar a
cabo la ejecución. Lo confesaba el propio capitán de Ingenieros jactándose de sus atribuciones, de su
poder y de su responsabilidad aquellos días decisivos, pero también dejaba entrever algo personal
contra el brigada Gadea, algo que resultaba difícil de descifrar en aquellas líneas pero no así en los
documentos que halló junto al diario, en dos carpetas señaladas respectivamente con las iniciales P y
J. De nuevo el estremecimiento se apoderó de Olalla y hasta pudo percibir un leve temblor en las
manos cuando extrajo todo aquel historial sobre Paulina, la copia de su orden de arresto, la de su
traslado a la prisión de Victoria Grande, los partes de ingreso y hasta los informes que él mismo,
Olalla Ventura, le facilitó después por mera deferencia, creyendo que Zaldívar nada tenía que ver
con su desgracia, convencido incluso de que si el capitán se había ocupado personalmente de la
esposa de Gadea, de su hija después, era por cierta conmiseración, por clemencia acaso, por respeto
a su vieja amistad con un compañero descarriado y traidor que ya pagó su infamia y del que, a pesar
de todo, aún conservaba el antiguo aprecio de ese tiempo vivido sin rencor, los años de academia y
de servicio en destinos comunes, eso creía. Pero ahora, tras comprobar con sus propios ojos la
frialdad con que Zaldívar había tejido su desmedida venganza, su ensañamiento contra un hombre
como Alejandro Gadea, sin prueba alguna y, más aún, la calculada y absurda represalia que habría
de tomar contra ella, contra una mujer que se le revelaba ya inocente y heroica, le hizo sentir un
repentino desprecio por el oficial. Él mismo, Olalla Ventura, había sido cómplice y testigo de
aquella penitencia. Él mismo se había prestado, ingenuamente, a mediar por ella, a intervenir en
momentos decisivos, a convencer a Zaldívar de la inmerecida desgracia de la muchacha.
Como un redomado incauto, le iba facilitando toda la información que de ella lograba recoger,
como si el capitán fuera el elemento a persuadir, el confidente que conviene tener de nuestra parte
para que obre en consecuencia, para que dispense la debida justicia... Pero todo fue un juego, una
gran pantomima orquestada por el gran fingidor, una tragicomedia diseñada de principio a fin en la
que Olalla Ventura era la marioneta estúpida y crédula, incapaz de percibir los hilos que dirigían sus
acciones, el autómata que ignora los secretos mecanismos con que ha sido programado, el títere que
confía ridículamente en su voluntad.
Aunque durante años se creyó responsable del destino de Paulina, de su vida tal vez, la realidad
era tan otra como satisfacer los planes de Zaldívar, consumar sus propósitos. Sus frecuentes visitas
al hospital para conocer el estado de la muchacha, al comienzo de todo, obedecían, en efecto, a un
impulso íntimo, a una resolución personal, pero animada siempre por el respaldo del capitán de
Ingenieros. Era su beneplácito, el de Alonso Zaldívar, el que legitimaba cualquier acuerdo, cualquier
acción y cualquier providencia. Sus sutiles sugerencias, la perspicacia con la que deslizaba ciertos
consejos o insinuaciones sobre la joven, eran pura astucia, la estrategia que empleaba con Olalla
Ventura para ver cumplidas sus órdenes. Por eso llevaron a la niña, a la pequeña Julia, a aquel
hospicio de Tetuán, y por eso mismo Paulina fue conducida a aquella casa de salud para enfermos
mentales, con vigilancia especial, sólo hasta que saliera del silencio que la envolvía, hasta que su
mirada perdiera del todo aquella obcecación y regresara a este mundo.
Allí, en aquel cajón, en la carpeta que Olalla sostenía abierta entre sus manos, estaba la vida
entera de Paulina Sa-rabia; y también la breve historia de Julia, la niña que, según se podía adivinar
por las notas de Zaldívar, fue su gran debilidad, su punto flaco y su tormento; una niña que andaría ya
por los trece, toda una mujer si la comparaba con la criatura que vio por última vez seis años atrás,
de lejos, por supuesto, en aquella inclusa de la que apenas conservaba el recuerdo vago e inhóspito
de una sala vacía, de las hermanas que le atendieron con recelo cuando les puso al corriente del
caso, algo especial, eso era, y que en apenas unos días Julia saldría de allí, que vendrían a por la
niña tal y como constaba en la orden que traía debidamente firmada. Así lo dijo Luis Olalla Ventura,
descargando el peso de su conciencia, cumpliendo un juramento, apaciguando de algún modo sus
entrañas.

Llevaba poco más de una hora en aquel despacho y le parecía casi una vida, un tiempo difícil de
medir en el que sus convicciones se desmoronaban, segundo a segundo, como un reino de arena. No
quería o no disponía de ánimo para seguir leyendo. Dejó las carpetas en el fondo del tercer cajón,
bajo el cartapacio que las cubría, y lo cerró con llave. Iba a hacer lo propio con el receptáculo
superior pero algo instintivo le hizo dar un último vistazo a aquellos documentos perfectamente
ordenados, a los folios y las cartas que denunciaban el turbio pasado de Zaldívar. Todo estaba
milimétricamente en su sitio, sin embargo, junto al mazo de la correspondencia, había pasado por
alto, por irrelevante quizá, un libro que a primera vista no llamó su atención pero, a poco que reparó
en la cubierta, en el autor y en el título, le pareció impropio del difunto coronel. Resultaba, sin duda,
insólito, contradictorio incluso, imaginar a un hombre de su calibre entregado a la lectura de un libro
de versos como aquél, una edición bilingüe de Walt Whitman, concretamente el Canto a mí mismo,
fechado en Buenos Aires en 1941, con traducción y prólogo de León Felipe.
El teniente coronel Olalla Ventura se olvidó definitivamente del informe que tenía sobre el
escritorio y se adentró con curiosidad en las páginas de aquella obra que absorbía por entero su
atención. Lo primero que halló nada más abrir el volumen fue un ex-libris en forma de círculo con las
letras M.S.E., por lo que dedujo que se trataba de un préstamo o, con mayor solvencia, de una
requisa de las que se practicaban con frecuencia entre la tropa. Tras ojear la breve biografía del
poeta norteamericano, nada despertó su curiosidad, ni siquiera los poemas que comenzó a leer con
escepticismo y esfuerzo, sin la menor empatia. Luego siguió sin detenerse en las palabras,
escudriñando entre las hojas que pasaba con gradual decepción, convenciéndose, a medida que
avanzaba, de que su hallazgo no tenía nada de particular, carecía de fundamento, y de que
probablemente nunca conocería el motivo por el que aquel objeto fue guardado allí, entre los papeles
personales de Zaldívar. Eso pensaba rindiéndose al desánimo cuando vio algo que le obligó a
detenerse. En mitad del libro, en las página 123, aparecían recuadradas en tinta azul las estrofas
finales de uno de aquellos poemas de Whitman:
... Me dejan desamparado a merced de un
rojo asesino,
Todos acuden al promontorio para acusarme
y atacarme.

Los traidores me han entregado,


Desvarío, ¿qué digo? ¡Yo soy el gran traidor!
¡Yo mismo me he unido a la facción rebelde!
Mis propias manos me llevaron al dulce
promontorio.

¡Tacto malvado!, ¿qué estás haciendo"?


El aliento se corta en mi garganta,
¡Ya no puedo más! ¡Abrid las compuertas!

Pero no era sólo el poema 28 de aquella obra, los versos precisos que Olalla Ventura leyó una y
otra vez para desentrañar su fondo, lo que acaparaba de nuevo su atención; eran las escuetas
anotaciones de puño y letra del coronel, con su marcada inclinación, las que ponían en evidencia el
interés de Zaldívar por aquel libro. Allí, al margen de las estrofas señaladas, se distinguían pequeñas
frases sin conexión aparente: «Eso es: la historia del traidor traicionado, mi propia y patética
historia»; «Me rodean, me acechan, desean que me arrastre, que me humille ante ellos»; «Estoy solo,
lo sé»; «Preparan el festín y acudirán como hienas a devorar mis despojos»; «Nunca les daré ese
placer»; «Dios te salve, Zaldívar...»
Los versos de Walt Whitman resumían a la perfección la situación que atravesaba el coronel en
los últimos meses. Parecían escritos al hilo de su propia vida, de ahí que los hiciera suyos, que se
sintiera provocado por aquellas palabras y que escribiera luego esas frases tan semejantes a una
confesión, a la voluntad de no complacer a sus enemigos, de no darles el gusto de arrodillarse ante
ellos o de caer en su trampa, de verse al fin involucrado en alguna trama urdida contra él y servirles
de carnaza, como ese asunto oscuro que se rumoreaba desde hacía meses de cuartel en cuartel, con la
vileza y la mezquindad que se gastan los serviles, los de peor ralea, un caso aparentemente cerrado
que se abría de nuevo ante la repentina declaración de un testigo, un testigo digno de toda sospecha
que incriminaba directamente al coronel de Ingenieros en la muerte del Alférez Garay, invalidando
en consecuencia el informe pericial que calificaba el hecho de lamentable accidente, de escrupulosa
desgracia provocada por arma de fuego, mientras limpiaba la pistola en su dormitorio; un solo
impacto de bala del calibre 9 con huella de friega en la región torácica anterior derecha y con
orificio de salida en la espalda, a la altura izquierda del omoplato.
El suboficial Garay era de Madrid y, según decían, sobrino de un procurador en Cortes, un
protegido más que llegó al regimiento entre algodones, con bula gubernativa y con derechos muy
superiores a los de su rango, toda una provocación, en fin, para la oficialidad del cuartel que, pese a
censurar muy en privado abusos ministeriales de tal naturaleza e interpretarlos como un menosprecio
a su autoridad, los acataban con respetuosa indignación y obediencia o, como profirió más de una vez
el mismo Zaldívar sin que le temblara la voz, con vergonzante mezquindad y servilismo, por falta de
cojones, joder, que no hay huevos para plantarle cara a esa panda de parásitos.
Olalla Ventura comprendió muchas cosas aquella mañana de finales de febrero, muchas más de
las que recogía el informe que le había facilitado Reinosa. Ahora empezaba a conocer, después de
tantos años, al verdadero Alonso Zaldívar. Ahora podía calibrar, sin contemplar conjeturas, la
auténtica dimensión de su crueldad, los límites de su astucia. Ahora se daba cuenta de su falsa
alianza, de su ridículo papel de lacayo en el caso de Paulina y de Julia Gadea. Por fin asumía y
aceptaba la situación en la que se hallaba Zaldívar, el cerco de odios y venganzas que él mismo
había levantado a su alrededor como una fiera implacable que se vuelve contra su amo. Ahora se
veía capaz de trasformar en desprecio la vieja camaradería que les unió durante años. Ahora
entendía mejor que nadie su muerte, su última jugada, su voluntad cobarde o heroica de quitarse la
vida antes de que sus enemigos disfrutaran del festín, del espectáculo de su caída a los infiernos...

El teniente coronel Luis Olalla Ventura salió de aquel despacho minutos antes de lo previsto. Ni
apuró las dos horas que se había concedido, ni descuidó un solo detalle que pudiera delatar su
improvisada inspección. Devolvió escrupulosamente cada objeto a su lugar. Depositó la llave del
escritorio en el primer cajón, muy al fondo, dentro del estuche alargado del que la había extraído al
poco de su llegada. Dejó la mesa en perfecto estado de desorden, tal cual la había encontrado nada
más penetrar en aquel silencio bronco y cerrado. Luego salió de allí y se dirigió a la oficina de
Reinosa para devolverle los folios del informe. Estrechó la mano del coronel y le agradeció, ahora
sí, sus diligencias ante un hecho tan desagradable e-infausto como aquél, que le disculpara si en algo
le hubiera ofendido, hágase cargo, nada más lejos de su intención, y que salía sin perder más tiempo
para Larache, que ya almorzaría de camino... Todo con impecable decoro pero también con la insana
sensación de estar delinquiendo ante los mismos bigotes de Reinosa, a quien prefirió ocultarle los
objetos personales de Zaldívar que se llevaba dentro de su cartera sin dar la menor cuenta de ello.
Allí, entre sus papeles y entre algunos documentos que nada tenían que ver con el coronel fallecido
en acto de servicio, borrado para siempre de la faz de la tierra, Olalla Ventura escondía el diario del
gran traidor, las cuartillas de un carnicero alentado por la crueldad, por la sed de venganza. También
se llevó del despacho las carpetas de Julia y de Paulina, así como el libro de Whitman, no ya por sus
versos tortuosos, ni siquiera por lo que pudieron significar para una bestia insensible como el finado
Zaldívar, sino por lo extravagante del caso, por tratarse quizá de la pieza más absurda e insólita de
un rompecabezas cuanto menos diabólico, camuflado bajo la apariencia inocente de un poema de
amor, de pesadumbre o de arrepentimiento.
Dos días más tarde, el teniente coronel Luis Olalla Ventura echó al fuego las carpetas y remitió el
diario original del difunto a Paula Sarabia. Se lo hizo llegar por correo certificado y sin remite
alguno, como si aquel documento no tuviera más dueña ni mejor destino que el alma de aquella
mujer, como si fuera él en persona, el cabrón de Zaldívar, quien mostrara finalmente sus cartas, quien
le enviara desde el infierno mismo la prueba de su vileza.
De los versos de Walt Whitman tardó más tiempo en desprenderse. El teniente coronel los guardó
durante meses en su despacho sin saber muy bien qué hacer con ellos. La decisión la tomó tras una
nueva lectura del libro y tras caer en la cuenta de que no sería nada difícil localizar a su propietario.
Lo hizo sin necesidad de mover más resortes que los meramente precisos. Anotó las iniciales que
figuraban en el ex libris impreso en aquellas páginas y pidió a un subordinado que se encargara de
cotejarlas con el nombre y los apellidos de los soldados que servían o habían servido últimamente en
el Regimiento de Ingenieros número 8 de Ceuta. Una vez comprobada la identidad del joven, de
saber que se trataba del alférez Miguel Sandoval Egea, natural de Granada, y que su destino último
era el cuartel de Regulares de Melilla, donde cumplió los últimos meses de servicio, le hizo llegar el
libro por valija junto a una nota simple, sin firma alguna, en la que se deslizaba una frase precisa y
enigmática: No sé cuál fue o pudo ser el sueño de Whitman, pero sus versos han iluminado el mío
como un faro en la noche. Gracias por todo.
DIEZ

—El comportamiento del coronel Zaldívar era imprevisible.


Eso fue lo que declaró Sandoval la mañana en que dimos con él tras un rastreo largo y espinoso.
El mismo día en que dejamos Marruecos y nos instalamos en el Parador Nacional de Ceuta, en
plena Plaza de África, inicié el proceso —cabría llamarlo así, «proceso»— de averiguaciones para
localizar al profesor Miguel Sandoval, a la sazón, antiguo alférez de Regulares y amigo hasta la
muerte de Luis Valbuena Jurado, recluta de reemplazo, jubilado del Banco Español de Crédito y
padre de quien esto escribe.
La primera acción fue buscar el nombre del alférez en el listado de abonados de Telefónica. En
el hotel no había más guía al efecto que las páginas blancas de Ceuta y alrededores, de modo que
llamé directamente a información y tras un estúpido juego de números, de teclas que confirman o que
anulan, la voz de una señorita incalculablemente neutra, hierática, me aseguró que del tal Sandoval
no había ni rastro en todo el sistema.
La explicación de aquella ausencia debía de ser tan simple como cualquiera de las siguientes:
que el profesor Sandoval no tuviera teléfono, cosa difícil si nos acogemos a las estadísticas y al
sentido común; que sí estuviera abonado a una compañía de telecomunicación pero no precisamente a
Telefónica S.A.; que como titular de la línea figurara el nombre de un familiar del profesor para
evitar así molestias innecesarias por parte de algún descerebrado o de algún viejo alumno
insatisfecho...; o que, sencillamente, Miguel Sandoval llevara muerto uno o varios años, quién sabe.
Las decepciones se acumulaban en sentido proporcional al desconcierto. Después de la noche
triste de Xauen y el encuentro con Carmen, la esposa de Márquez, Julia no levantaba cabeza. La tarde
de nuestra llegada a Ceuta transcurrió en los términos previstos. Ella se había citado a la seis con los
agentes de la inmobiliaria para cerrar definitivamente la venta de su vivienda, un cuarto piso en el
Paseo de Colón. Se vieron en la puerta del inmueble y subieron después para comprobar el estado en
el que se hallaba la casa. Apenas quedaban algunos muebles en la habitación de Julia y de su madre y
ciertos objetos sin apenas valor que la propia Julia había dejado a propósito por si los nuevos
inquilinos le daban alguna utilidad. Sólo eso me contó del asunto. Yo la estaba esperando en un café
de la calle Real, a dos manzanas, y me sorprendió que apareciera apenas media hora después.
—Han sido excepcionalmente puntuales y hemos acabado antes de lo previsto —tenía un leve
cansancio en la voz y un injustificado tono de fastidio—. Por mi parte podemos ir a donde quieras.
Mañana he de pasarme por el notario a eso de las 10, es lo único, para firmar los últimos
documentos de la venta. Después nos vamos de aquí.
Debí decirle, recordarle, que no teníamos prisa, que nuestro regreso estaba programado para el
jueves y que la semana acababa de empezar, pero Julia estaba deseando salir de allí, lo notaba,
abandonar aquella tierra y alejarse cuanto antes de todo lo que tuviera que ver con su pasado, con los
fantasmas de su pasado y de su vida.
—Esto acaba de empezar —le dije—. No es por nada pero le recuerdo que estoy de vacaciones y
que fue usted quien me invitó a venir a Marruecos. Animo Julia, no se me venga abajo. Aún no
conozco la ciudad y dudo mucho de que encuentre mejor anfitriona que usted.
Le arranqué una tenue sonrisa de carmín y emprendimos un largo paseo por la avenida de San
Amaro. Pronto dejó que un rictus complaciente y sereno le inundara el rostro, en cuanto nos alejamos
de aquel enjambre de calles y enfilamos la avenida paralela al mar, un mar ennegrecido y frío como
el anochecer, como un lienzo terso y bruñido que le llenaba por entero los ojos.
A la mañana siguiente desayunamos en el hotel. Julia se ausentó durante una hora para resolver
sus deberes notariales en una oficina situada a quince minutos del Parador, en la Calle Francisco
Ribalta. Mientras tanto, yo aproveché el tiempo libre para inspeccionar el centro neurálgico de
Ceuta, el palacio Municipal, el Santuario de Nuestra Señora de África y la Comandancia General que
se hallaba a escasos metros del hotel. En cuanto apareció Julia y me comentó, aliviada, que sus
vínculos con la ciudad estaban resueltos, que nada la retenía ya en aquella plaza salvo la sepultura de
su madre y ciertas amigas, Elvira principalmente, a la que se negó a visitar por esta vez, nos
dirigimos a la citada Comandancia General con la esperanza de que los archivos militares de la
región, de las guarniciones que pertenecieron al Protectorado antes de 1956, se hallaran almacenados
entre aquellos muros.
Nos equivocamos de nuevo. Podía ser cierto que tras el desmantelamiento de los cuarteles y
unidades del norte de Marruecos, buena parte de la documentación fuera a parar a aquel edificio
militar de la Plaza de África, pero no teníamos ninguna autorización que nos permitiera husmear en
aquellos archivos, ni siquiera éramos parientes de ese tal Alonso Zaldívar que tanto nos interesaba y
cuya ficha militar se nos negó reiteradamente por más que insistimos ante el brigada que nos atendió
con impertinente deferencia. Tampoco Julia, que nombró a conocidos suyos de la ciudad, a
determinados prohombres de aparente influencia en los círculos económicos y políticos ceutíes y que
incluso pidió una entrevista con el responsable de la Jefatura de Servicios Técnicos de la
Comandancia, un antiguo alumno experto en informática y estadística que ahora trabajaba en el
Estado Mayor, tuvo mejor fortuna.
Regresamos al hotel con cierta pesadumbre, con la sensación de estar de nuevo en el punto de
partida o quizá con la desagradable sugestión de haber emprendido un viaje hacia ningún lugar.
Aquella misma noche, tras la cena y el paseo por las cercanías del Monte Hacho, tuve una idea
excepcionalmente afortunada; aunque quizá debería decir que la ocurrencia en sí me la proporcionó,
cómo no, la propia Julia, al menos ella fue quien la provocó al preguntarme por ciertos episodios del
pasado. Caminábamos junto a la muralla, dejando atrás un embrollo de callejas pinas y ondulantes,
cuando Julia decidió ponerse cordial. Le venía bien ese cambio después de un largo fin de semana de
pensamientos tortuosos y opacos. La complacencia le trasfiguraba el rostro, la boca, le achinaba
levemente los ojos y le daba cierta nitidez al óvalo de su cara.
—¿Qué tal tu corazón?
Le pregunta me cogió a trasmano y me desconcertó en un primer momento. No sabía qué
responder ni qué esperaba Julia escuchar de mí.
—¿Ha dicho el corazón?
—Sí, Claudio, no te hagas el ingenuo.
No me hacía el ingenuo pero hasta aquel instante mi vida sentimental no había sido tema de
conversación ni había suscitado el menor interés de nadie. Pensé incluso que se confundía de persona
y que me atribuía, por error, el problema cardiaco de algún conocido suyo.
—Mi corazón anda perfectamente, al menos de momento.
—¿Quieres hacerte el héroe conmigo o va en serio eso de que eres un tipo duro?
Julia estaba hiriente, actuaba aún con cierto encono; nada personal, por supuesto, pero empleaba
todavía un injustificado grado de ofensa en sus palabras.
—Si se refiere a lo de Fany, la muchacha que le presenté en el Café Español, puede estar
tranquila. Siento por ella lo mismo que por un pato de goma.
Me sorprendí de mis propias palabras, quizá porque hasta aquel momento no me había planteado
la brutal indiferencia que me provocaba ya Estefanía. Nadie diría que poco tiempo atrás, nada más
conocerla e iniciar aquel insólito noviazgo, los sentimientos que me despertaba aquella mujer iban a
transformarse a los pocos meses en pura indolencia, en humo, en nada.
Tenía la sensación de que Julia dominaba la virtud de leer mis pensamientos, de oler mis
emociones y hasta de prever mis respuestas.
—No eres justo con esa chica, Claudio. Seguro que aún la echas de menos.
—Puede estar segura de que no —a punto estuve de decirle lo que quería escuchar, que era Julia,
ella misma, quien había trasformado mi vida en poco tiempo, pero no lo hice—. Hoy por hoy nadie
me quita el sueño.
De quien sí me acordé aquella noche, en aquel preciso momento, fue de don Alberto Delgado de
la Cruz, padre de Fany y reputado juez de la Audiencia de Alicante. Mi relación con él nunca se vio
afectada por la ruptura sentimental con su hija, antes bien, fue el propio don Alberto quien siempre se
posicionó de mi parte, ya fuera por considerarme un perdedor nato que inspira clemencia y simpatía,
ya porque intuyó en mí cualidades ocultas que tarde o temprano tendrían que aflorar. La cuestión es
que don Alberto era un juez de abolengo y experiencia, que mi relación con él rozaba la satisfacción
y que la frase con la que me despidió tras mi ruptura con Fany fue oportuna y esperanzadora: «No
dejes de contar con la amistad de un hombre de palabra; estaré encantado de emplear mis influencias
en ocasiones futuras».
Al día siguiente, nada más levantarme, localicé a don Alberto en casa, en pleno desayuno
familiar, minutos antes de que saliera en dirección a los Juzgados. Le extrañó mi llamada, por
supuesto, pero se mostró interesado, resolutivo incluso, cuando le expuse el caso de Zaldívar, la
situación de Julia y la necesidad que teníamos de consultar el expediente del coronel en la
Comandancia General de Ceuta.
—Veré lo que puedo hacer, muchacho —me dijo—. Eso es cosa de los Jueces togados y no
puedo prometerte nada. Dame de todos modos tus datos y un teléfono donde te pueda localizar. Me
alegra mucho oírte.
Aquella misma mañana, antes del medio día, don Alberto me llamó al hotel para comunicarme la
estupenda noticia de que sus gestiones habían dado resultado, que un juez militar de la zona, paisano
y amigo al parecer, había dado las órdenes oportunas a los responsables de la Comandancia y que
sólo debía presentarme de nuevo en aquellas dependencias, identificarme con el documento de
identidad ante el alférez Molina y pedirle lo que tuviera que pedir o consultara lo que me pareciera
conveniente.
A Julia se lo conté ahorrando ciertos detalles, sin especificar el tipo de relación que mantenía
con el juez, sin hablarle innecesariamente de Fany. Luego nos dirigimos a la Comandancia y
preguntamos por el alférez Glicerio Molina. Lo demás fue más sencillo de lo que pudimos imaginar.
El oficial se mostró entregado y solícito. Escuchó con discutible interés la versión que Julia le narró
de determinados acontecimientos acaecidos años atrás y, particularmente, de la figura de Alonso
Zaldívar; le trasmitió el propósito de escribir una semblanza biográfica de personajes como él,
vinculados a la historia del Protectorado y a la casta militar africanista, después trató de ser concreta
y aludió sin disimulo al expediente militar del coronel Alonso Zaldívar Téllez, adscrito al
Regimiento de Infantería del Cerrallo hasta la fecha de su defunción, al parecer, por accidente, hecho
que debió de ocurrir, según lo datos de que disponía, hacia 1950.
—Me están pidiendo el historial militar de este hombre — barruntó el alférez mientras nos
mostraba el nombre y los apellidos de Zaldívar, tal y como los había anotado en un trozo de papel.
—Exacto —le dije—. Nos sería de mucha utilidad.
—Esperen ahí.
Nos señaló una mesa ovalada, un sofá y dos butacones de escay rojo burdeos que había frente al
mostrador. Luego desapareció por un pasillo largo y gris.
Julia y yo nos miramos pensando acaso en lo mismo, en que la suerte nos sonreía por fin, después
de muchos avalares. No pronunciamos palabra. La vi sentada junto a mí y hasta pude oír su
respiración honda y pausada, las manos cruzadas sobre el bolso que sostenía en su regazo, la blusa
malva aflorando levemente por los puños, por el cuello de la chaqueta, el traje de cachemir
impecablemente cortado a su medida...
—Están en su derecho de creerme o no —el alférez había regresado con una especie de
archivador y un par de libros de registro—, pero la carpeta del oficial al que buscan está
prácticamente vacía. Falta su expediente completo y su ficha militar. Aquí sólo figura el informe de
su defunción y dos cartas reclamando sus pertenencias. Lo pueden comprobar.
A Julia no pareció sorprenderle el contratiempo, como si sospechara que algo fallaría en última
instancia. Nos acercamos al mostrador y observamos el despliegue de objetos que aquel hombre
acababa de disponer para nosotros, como justificando su propia incertidumbre.
—¿Es todo lo que hay? —dijo Julia.
—Todo —respondió el oficial—. Lo demás son meros papeles, libros de registro con listados de
oficiales, suboficiales y tropa...: el personal militar que formaba parte del Regimiento en esos años.
Le pedimos una copia del informe y su explicita conformidad para ojear las dos cartas que había
sobre el mostrador, a nuestro alcance. Ambas misivas, mecanografiadas en folios pulcramente
plegados en cruz, llevaban fecha de diciembre de 1950, una del martes 12 y otra del jueves 21. Iban
firmadas por Marcos Zaldívar Téllez, hermano del interfecto y, según la información aportada,
heredero único y universal de sus bienes a tenor de la ley y dado que el difunto no había dejado
escrito testamento alguno, no habiendo asimismo pariente más próximo que el titular de la carta ni
descendiente directo del que se tuviera noticia a fecha del deceso. El autor aportaba al final del
escrito la dirección a la que debían remitirse las pertenencias de Zaldívar, desde objetos personales
hasta documentación de interés que no afectara —según rezaba literalmente la misiva— a la
privacidad del Ejército o a la seguridad nacional. Aquellas señas, sin embargo, no me resultaron en
absoluto indiferentes:
Partida Pedramala, n,° 6, Benissa (Alicante)
Por proximidad geográfica, por mero paisanaje, Benissa era una localidad que presumía de
conocer bien. Situada al norte de la provincia, a poco más de 70 kilómetros de la capital, era un
enclave estratégico de la comarca de la Marina Alta desde el que se oteaba el mar, la imponente
sierra de Bernia y el interior montañoso y abrupto de la provincia alicantina. Mi última visita a la
población había tenido lugar hacía escasos meses, acompañando precisamente a Ramírez. Mi jefe se
había citado con un ilustre benissero, el escritor Bernat Capó, a quien unía viejos favores desde su
común militancia política y a quien trataba de convencer esos días para que entregara a nuestra
editorial su ultimo libro, un brillante relato enmarcado en la Valí de Gallinera, en esa extensión
cuajada de pequeños pueblos de hondo sabor morisco que limita ya con la provincia de Valencia.
Bernat era un maestro del paisaje, un destacado discípulo de Gabriel Miró que llevaba años
pregonando las excelencias de la Marina, sus caminos, sus costumbres, su aroma telúrico de leña y
de raíces, de hierbas profundas, de mar infinito; un narrador racial, en fin, que había captado como
pocos, en lengua vernácula, la gracias y los prodigios de los pueblos norteños, de su historia y de sus
gentes. Su última obra —de ahí el interés de Ramírez— prometía alcanzar el éxito de libros
anteriores, piezas ya de referencia en la región como Espigolant peí rostoll morisc, Costumari
valencia y Terra de cireres, todo un banquete de sugerencias para revivir el sueño del lugar, para oír
el crujido de sus piedras, invocar el aire dormido en tiempos de Al Azraq, caudillo del valle y jefe
de la resistencia ante la conquista de las tropas cristianas.
—¿Te has fijado en el sobre?
Al hilo de mi comentario, Julia había reparado en otro detalle curioso. El membrete que figuraba
en el dorso del sobre de ambas cartas aludía a un comercio o a una fábrica de la localidad: Muebles
Ivars, Avenida del Caudillo 32, Benissa (Alicante). De modo que Marcos Zaldívar, hermano de
nuestro esclarecido coronel, licenciado en Derecho y, en consecuencia, letrado adscrito al Ilustre
Colegio de Abogados de Valencia según rezaba la cabecera de la misiva, miembro de Falange
Española y señalado defensor del Movimiento, cincuenta años atrás tuvo su residencia y
probablemente un dignísimo empleo en la localidad alicantina de Benissa, en pleno corazón de la
Marina Alta.

Nos despedimos del alférez sin ahondar en pormenores acerca del expolio del archivo personal
del coronel. Llevábamos la copia del informe de su muerte y los datos, ya legendarios, de su
heredero universal: Marcos Zaldívar Téllez.
Poco nos quedaba por hacer en Ceuta salvo disfrutar con menor impaciencia y ahogo de sus
calles, de sus plazas y de ciertos locales con encanto que visitamos aquella misma noche, desde una
cena plácida y exquisita en un restaurante del Paseo de la Marina Española a un cubalible de ginebra
y hielo picado en un irlandés de la calle del Molino. Fue precisamente esa noche, escuchando de
fondo la voz arrastrada y rota de Tom Waits en Downtown Train, cuando supe con absoluta certeza
que me había acostumbrado a Julia, a aquel gesto suyo de enturbiar los ojos, de entornar de cuando
en cuando la mirada y de quedarse ausente sin alejarse apenas de mí, sin permitir que me sintiera
insalvablemente solo...

—El comportamiento del coronel Zaldívar era imprevisible.


Eso fue lo que declaró Sandoval la mañana en que dimos con él, el mismo día en que expiraban
mis vacaciones y planeábamos el regreso a casa.
A punto estuve de abdicar la tarde anterior a la vista del poco éxito de mis gestiones en la
localización del profesor. Era una promesa, de acuerdo, un valioso favor que le debía a mi padre y
que me comprometí a cumplir a la vuelta del viaje, en cuanto llegáramos a Granada, pero también
había algo personal en aquella búsqueda tanto para mí como para Julia, algo más trascendente de lo
que cabía suponer hasta aquel momento, entre otras cosas porque el alférez Sandoval era, lo
quisiéramos o no, el único elemento común, el eslabón hallado entre Julia y yo, entre su pasado y el
mío.
Fue cruzar el Estrecho y salir de Algeciras y allí estaba ella recordándome como un deber la
urgencia de encontrar a Sandoval, de coger una guía telefónica de Granada, en cuanto entráramos en
la provincia, en cualquier bar de carretera, e intentar localizarlo de nuevo.
Eso fue lo que Julia me recordó y eso mismo fue lo que hicimos a la hora de comer en un
restaurante próximo a Loja. Pedí la cuenta a la vez que un listín telefónico, pero no hubo suerte.
Sandoval no estaba en las páginas blancas de la guía, al menos no figuraba en ellas como tal. Era
miércoles 20 de noviembre, fecha de penoso recuerdo para Julia, al menos desde que tuvo
conciencia de quiénes fueron los verdugos de su padre; el tiempo jugaba en nuestra contra y las
posibilidades de hallar al profesor se reducían progresivamente. Pensé en llamar a la Facultad de
Filosofía y Letras de Granada donde, al parecer, según me advirtió mi padre, había ejercido durante
años Sandoval, pero imaginé que a aquellas horas de la tarde el personal administrativo estaría
durmiendo la siesta tras la jornada intensiva de 8 a 3. No iba a renunciar a intentarlo al menos, pero
entonces me asaltó una idea mejor y más segura, la de llamar a Antonio Carvajal, un poeta granadino
a quien presumía de admirar y conocer y con el que llegué a cartearme durante unos años de sincera
amistad. Busqué su número en el coche, en la agenda que guardaba en uno de los bolsos de viaje, y le
llamé mientras improvisaba un argumento amable después de años si saber de su vida, algo que no
oliera a favor puro y duro, a mero interés.
—¿Sí?
—¿Antonio? —dije con aire familiar, como si el tiempo no existiera.
—El mismo —respondió siguiéndome el juego—. ¿Con quién hablo?
—Soy Valbuena, Claudio Valbuena, ¿me recuerdas?
—Por Dios, Claudio, qué sorpresa tan agradable.
Antonio no había perdido su talante cordial y bien que se encargó de demostrarlo durante la larga
conversación que mantuvimos hablando de asuntos triviales y de cierto estado de cosas. Al final,
como algo que se descuelga del cálido diálogo, le pregunté por el viejo profesor.
—¿Sandoval? ¿De qué lo conoces?
—Hizo la mili con mi padre. En Melilla —le dije—. Eran buenos amigos.
—Se jubiló hace cinco o seis años. No quería eljodido, decía que sin la Universidad y sin sus
alumnos no era nadie. Y la verdad es que se le echa de menos. Era un humanista de los que dejan
huella.
Carvajal me habló de él con franca devoción. Luego reconoció que hacía un tiempo que nada
sabía de su vida.
—El paso a la reserva tiene esas cosas, dejas de ver a los compañeros, te acomodas... Tampoco
es que tuviera una gran vida social, pero la Facultad lo era todo para él y raro era el día en que no te
lo cruzabas por los pasillos.
—Me gustaría localizarlo, hoy mismo a ser posible.
Se disculpó. Imaginé que había dejado el auricular para buscar el número o la dirección de
Sandoval; creí incluso que había colgado al sentir que se demoraba excesivamente.
—Perdona, chico, no encontraba la agenda. A ver, toma nota —oí su jadeo, su respiración
entrecortada—, Santiago 15. Eso está en el Realejo, junto a la iglesia de Santo Domingo.
Luego me dictó su teléfono y me lanzo la sugerencia de que nos viéramos antes de marcharme de
Granada, en algún bar del Sacromonte o del Albayzín.
—No sé cómo vas de tiempo, pero me gustaría invitarte a cenar o a comer.
Le dije que lo intentaría pero que no iba solo, que aquello no era exactamente un viaje de placer
y que en el caso de verme obligado a rechazar su invitación, volvería pronto para disfrutar de la
ciudad y de él, para ocuparme de esa amistad que habíamos descuidado como tantas cosas... Lo dije
con absoluta sinceridad y con una disposición renovada y rotunda de cumplir mi promesa, quizá
alentado por la certeza de estar muy cerca ya de Sandoval, de quien ya tenía los datos que necesitaba,
y quizá porque Julia no dejaba de mirarme con una sonrisa sugerente y redentora..
El siguiente paso fue llamar al profesor y concertar una cita para esa misma tarde. Eran más de
las cinco y cabía la posibilidad de que Sandoval nos recibiera antes de la cena. Todo parecía
demasiado fácil o era la emoción del encuentro la que me impedía contemplar mayores infortunios,
porque, de hecho, al marcar el número que me acababa de proporcionar el poeta, tras sonar dos
veces, la voz de una mujer me frenó prácticamente en seco.
—¿Don Miguel Sandoval?
—Lo siento, se ha equivocado.
Me excusé y le repetí las nueve cifras que tenía anotadas.
—Ha marcado bien —me consoló—, pero ése ya no es el número de ese tal Sandoval sino el
mío. Debió de darse de baja y me lo asignaron a mí. No es el primero que pregunta por él.
El siguiente paso fue buscar el domicilio que me había facilitado Carvajal. Subimos al coche y
entramos en Granada. El denso tráfico me disuadió de circular azarosamente por las calles y nos
desprendimos del vehículo en el primer parking que encontramos al final de la avenida de la
Constitución. Allí mismo tomamos un taxi en dirección a la calle de Santiago. En apenas diez minutos
nos hallábamos en la puerta de la vivienda, al lado del convento del mismo nombre. El número 15 no
era, sin embargo, una finca antigua tal y como me había descrito el poeta, sino un inmueble de
fachada de cristal y de muy reciente construcción. Se trataba exactamente de un edificio de oficinas
al que accedimos sin mayor problema por un vestíbulo muy bien iluminado y que nos llevó
directamente hacia los ascensores y hacia un pequeño mostrador al que regresaba en aquel momento
el portero del inmueble.
—¿Buscan a alguien?
Esta vez fue Julia quien se adelantó y quien preguntó directamente por Miguel Sandoval Egea,
vecino de la finca según los datos de que disponíamos.
El conserje parecía no tener la menor intención de hacernos perder el tiempo. A juzgar por su
reacción, rápida y expeditiva, estaba bien informado, aleccionado incluso, de modo que nos
comunicó que, en efecto, don Miguel había vivido en aquel solar hasta 1999, año en el que
demolieron el edificio tras declararlo en ruinas —aluminosis o algo así, indicó— y en el que se
iniciaron las obras de aquella filigrana de la arquitectura moderna. Después abrió un cajón interior y
sacó una tarjeta. Se la llevó a los ojos mientras levantaba sus gafas con la mano izquierda, mirando
muy de cerca aquel trozo de cartón y renunciando finalmente a emplear mayores esfuerzos.
—Tome —dijo dirigiéndose a Julia—, léalo usted misma. Me la dio el propio Sandoval al poco
de colocarme en la portería. Al principio llegaban muchas cartas a su nombre y rara era la jornada en
que no preguntaban por él. Venía una vez por semana a recoger el correo que seguían enviándole a su
antigua dirección; hasta que dejó de hacerlo y me dio esa tarjeta, por si alguien trataba de localizarlo.
Ahí tiene sus señas.
La calle de San Juan de Letrán estaba al otro lado de la ciudad, muy cerca de donde teníamos
estacionado el coche, exactamente en una vía perpendicular al Hospital Clínico y a la Facultad de
Medicina. Hicimos el trayecto a pie, con la noche extendiéndose sobre nosotros, oscureciendo el frío
cielo de noviembre.
Avanzamos por la Gran Vía y tomamos, al final de ésta, la avenida de la Constitución. Minutos
después, tras recorrer el nuevo tramo, torcimos por la derecha y llegamos a la puerta enrejada de un
edificio de ladrillo rojizo, de seis plantas. Pulsé el 3° C, tal y como indicaba la tarjeta, y esperé la
respuesta acercándome mucho al interfono. Tuve que insistir, jugando con la esperanza y con la
suerte, presionar de nuevo el timbre hasta que al cabo de unos segundos una voz de mujer vibró con
estridencia por el aparato:
—¿Quién es?
—Perdone —respondí—, ¿don Miguel Sandoval?
Hubo un silencio, unos momentos de duda, de breve in-certidumbre.
—Sí, vive aquí, pero no se encuentra en casa.
La situación me parecía ciertamente ridícula, absurda: un tipo cualquiera manteniendo (o tratando
de mantener) una conversación más o menos fluida con un interfono en mitad de la calle.
—Verá, me interesa mucho hablar con él. Traigo el recado de un viejo compañero suyo.
—Los miércoles llega tarde, a eso de las nueve. Será mejor que vuelva mañana.
Le dije que veníamos de lejos, que regresábamos de un largo viaje y que nos convenía localizarlo
ese mismo día, pero no hubo opción ni fortuna. La mujer insistió en que volviéramos a la mañana
siguiente, que don Miguel nos recibiría con sumo placer a partir de las diez.
No cabía otra cosa que aceptar y acordamos la cita para las diez y media. Aquella decisión
implicaba alargar un día más nuestro viaje y pasar la noche en Granada, en un hotel preferentemente
céntrico y relativamente próximo al domicilio de Sandoval y a la avenida de la Constitución, donde
teníamos estacionado el coche. Lo cierto es que no hubo que indagar demasiado ni caminar más allá
de cuatro calles para hallar un hotel discreto y limpio, en la avenida Severo Ochoa. Pedimos dos
habitaciones, y mientras Julia subía a la suya y se instalaba, yo aproveché para acercarme hasta el
choche y recoger las maletas. Pensé en llamar a Carvajal y tomarme en serio su invitación, pero
reparé de inmediato en la inoportunidad del momento: Julia acusaba, como yo en cierto modo, el
cansancio de los días, no teníamos el cuerpo para cenas pesadas y, más que irnos de copas y pasar
algo de frío, apetecía una ducha caliente y una cama confortable.
Ni siquiera plantee la posibilidad de salir del hotel. Julia y yo cenamos en la cafetería del
establecimiento algo tan frugal como un sandwich mixto y un café con leche. Apenas hablamos, pero
las escasas palabras que salieron de su boca fueron un bálsamo para mis sentidos.
—Te agradezco la compañía —al hablar, me rozó levemente la mano, me miró con una
proximidad firme y cálida—. Este viaje hubiera sido un calvario sin ti.
Iba a decirle que era yo el agradecido, que no recordaba ningún momento de mi vida, ningún
amago de aventura tan hermoso como el vivido aquellos días a su lado, pero me detuve en la mera
superficie.
—No diga eso, Julia, soy yo quien ha salido ganando, quien puede presumir de compañía.
Me lo agradeció con una deliciosa sonrisa suya, ancha y sutil. Luego ladeó la cabeza para
indicarme que era el momento de la retirada; entornó los ojos, se incorporó y me tomó del brazo para
que la siguiera hasta el ascensor. Dentro del habitáculo su perfume era mucho más intenso. La
acompañé hasta la puerta de su habitación sin que se despegara de mi brazo. Sólo al manipular la
llave en la cerradura se apartó levemente de mí al tiempo que intercambiábamos una mirada limpia,
un gesto estremecedor de gratitud y de buenas noches. Creo que fue en aquel momento cuando
empecé a tomar conciencia de que algo, un sentimiento superior a cualquier otro, se adueñaba
lentamente de mí; de que la emoción o la ansiedad que comenzó a envolverme mientras caminaba
hacia mi cuarto era la señal inequívoca de me estaba enamorando irremediablemente de Julia.
El cansancio resultó insuficiente para dormirme enseguida. Echado sobre la cama, aun con los
ojos cerrados, pensaba en ella y en todo lo que Julia generaba ya en mí. Más tarde, huyendo como de
una obsesión, pensé con inquietud en San-doval, a quien vería en pocas horas; pensaba en su
reacción cuando supiera quién me enviaba, cuando tuviera en sus manos el libro de Salinas muchos
años después de prestárselo a mi padre; pensaba en Zaldívar, cómo no, en el teniente coronel Alonso
Zaldívar, desaparecido en gloriosa o en temeraria acción un aciago 20 de octubre de 1950, tal y
como rezaba la copia del informe que teníamos en nuestro poder; pensaba en Zaldívar, en Marcos
Zaldívar, todo un desconocido para Julia y para mí, un pariente imprevisto que aparecía en escena
con un papel secundario quizá, pero en absoluto indiferente. Pensaba en el rastro que había dejado
durante años el militar, una huella que se perdía la violenta noche de su accidente y que había de
prolongarse, según todo los indicios, más allá de su muerte en los documentos y objetos personales
que recogió su propio hermano unas semanas después, como los restos de una vida o como los
breves fragmentos de un naufragio que alguien se empeña en recomponer. Pensaba en que pronto
sabría algo más de Zaldívar, de aquel tiempo, de los lugares y las acciones que palpó y vivió en su
propia piel aquel hombre atroz, y todo gracias a Sandoval, a su valioso testimonio; y sabría también
hasta qué punto había algo de obsesión y de venganza detrás de aquella historia, hasta dónde llegaba
la obstinación de Julia por averiguar cualquier detalle del pasado, su contumacia por reconstruir ese
trozo de vida que le prohibieron conocer y que ahora no admitía marcha atrás. Pensaba y pensaba
mientras la noche dibujaba en la ventana un tenue amanecer de jueves, mientras el silencio de la
habitación comenzaba a poblarse de ruidos cotidianos, los que provenían de la calle y quebraban la
paz de mi insomnio, de un duermevela que resolví despejar, a esas horas de la madrugada, con una
ducha caliente.
A las nueve en punto me encontraba limpio y vestido, con la maleta hecha y dispuesto a dejar la
habitación. Julia ya me esperaba en el vestíbulo con su equipaje, junto al mostrador, pagando la
cuenta de los dos con su tarjeta de crédito, llevándose el dedo índice a los labios cuando me vio
llegar, como pidiéndome silencio.
Caminamos hacia el parking para dejar los bultos en el coche; luego buscamos una cafetería
cerca de la Ancha de Capuchinos; desayunamos, leímos superficialmente la prensa y entrecruzamos
unas cuantas palabras amables. Eran las diez y veinte cuando nos encaminamos hacia el domicilio de
Sandoval. Julia no estaba por la labor de acompañarme y opuso cierta resistencia verbal aludiendo a
la inconveniencia de presentarse en casa del profesor sin un motivo aparente, pero se lo quité de la
cabeza y la involucré en aquella visita con un par de razonamientos de peso: yo había hecho lo
propio durante el viaje sin sentirme ajeno a nada y, por otra parte, Sandoval podía contarnos cosas
de aquel tiempo bastante ilustrativas y útiles quizá para los objetivos de Julia.
Ya en el portal pulsé el timbre y en apenas cinco segundos la puerta del edificio se abrió para
nosotros. Era un inmueble evidentemente nuevo, práctico, con un largo portal que desembocaba en
dos ascensores y una escalera estrecha y empinada. En el rellano del tercer piso nos esperaba una
mujer de pelo gris, de unos setenta años, que nos tendió apaciblemente la mano derecha. Era una
extremidad delgada, suave, salpicada de manchas, que asomaba por la manga del batín celeste que la
envolvía. Me pareció que nuestra visita, lejos de suponerle un contratiempo o una molestia, le
agradaba de manera especial.
—Tienen a Miguel en ascuas —exclamó—. Desde anoche no para de hacer conjeturas, de
preguntarse por ese misterioso compañero que aún se acuerda de él.
—Cuánto lo siento —le dije—. Podía haber sido más explícito.
—¡Quite, quite!, así ha tenido con qué entretenerse fuera de sus libros y de sus sellos, que de ahí
no hay quien le saque.
El largo pasillo por el que nos dirigía llevaba directamente al despacho del profesor. Conforme
nos aproximábamos, la esposa de Sandoval —pronto supimos que lo era— iba advirtiendo a éste de
nuestra presencia elevando la voz...
—La visita que esperabas ya está aquí, Miguel —indicó la mujer mientras abría lentamente la
puerta del cuarto—. ¿La recibes aquí?
Miguel Sandoval estaba sentado en un cómodo sillón de piel junto a su mesa de despacho. Tenía
desplegado el periódico sobre el escritorio y sostenía en su mano, como el cetro de la clarividencia,
una lupa de considerable volumen. Su aspecto era más que saludable para la edad que le suponía.
Pulcro y bien afeitado, lucía un perfil reblandecido por la luz que a esa hora inundaba el ventanal de
la calle y los visillos.
Su cráneo, mondo y lustroso, exhibía una sombra grisácea en las sienes y en la nuca. Mostraba
asimismo una nariz filosa, obstinada como el mentón, como las cejas apenas pobladas que
sobresalían bajo su frente y que oscurecían su mirada hundida y azul, vapuleada por muchos años de
lectura.
—Pero pasen, por favor, no se queden ahí.
Sandoval se incorporó del asiento y se mostró de cuerpo entero para acercarse a Julia y a mí.
Parecía un lord inglés vestido a la antigua usanza (chaleco, camisa de cuello duro y corbata) bajo un
elegante batín Burdeos pulcramente cerrado.
Hubo un intercambio de saludos que nos brindó el gusto de conocer a Consuelo, la mujer del
profesor, así como de justificar la presencia de Julia en aquella cita. Me adelanté a explicar que se
trataba de una buena amiga y que, gracias a ella, había podido conocer el auténtico genio de África,
el sabor de ese Marruecos profundo en el que ella vivió tantos años y del que acabábamos de llegar
después de una semana de viaje.
Bien —dijo expeditivo Sandoval—, y ¿a qué debo esta agradable visita?
Iba a decirle quién era yo, de parte de quién venía y las dificultades que habíamos encontrado
para llegar a aquella casa, pero me pareció mucho más elocuente y sencillo entregarle el libro que
traía para él. Cuando lo tuvo en sus manos dudó durante unos segundos, pero, de pronto, una sonrisa
le iluminó la cara de lado a lado.
—No me diga que le envía Luis Valbuena. ¡No sabe lo que esto significa para mí, muchacho! —
Sandoval comenzó a emocionarse visiblemente—. ¿Hace cuánto...?, ¿cincuenta años? He perdido la
cuenta, Consuelo —ahora se dirigía a su mujer con la mirada enrojecida y húmeda—. Este libro ha
estado la friolera de medio siglo en manos de un amigo al que no he dejado nunca de recordar.
—Él tampoco lo ha hecho, créame. Mi padre habla de usted como de un verdadero hermano.
—Y no es para menos. Pasamos juntos un montón de calamidades y siempre estaba el uno para
animar al otro. Puede estar seguro de que Melilla nos marcó a los dos.
—Sé que le hubiera gustado estar aquí. Fue mi padre quien insistió en que le buscara, quien me
pidió que le devolviera ese libro.
—Curioso, ¿no? Un soldado como él robándole versos a don Pedro Salinas..., el poeta del amor.
Me decía que le inspiraban como nadie... Venía a buscarme al destacamento, se sentaba en una
banqueta de la oficina con el libro en la mano y se ponía a leer en voz alta, entre sentimental y
rapsoda, pensando en su novia, claro.
—Nunca nos contó nada de esa afición —le dije—. Lo supe hace unos días, antes de salir de
viaje.
—Pero siéntense, por favor.
Julia y yo nos desprendimos de la ropa de abrigo mientras Consuelo la recogía y salía hacia la
habitación de al lado. Nos acomodamos en un sofá situado a la izquierda de la ventana al tiempo que
Sandoval se instalaba en una butaca de mimbre junto a nosotros, al lado de Julia. Al comienzo de
todo, el profesor se hizo cargo de las dificultades que tuvimos que superar para dar con él y se
excusó reiteradamente por ello: su forzado cambio de vivienda le había venido muy bien para
despistar a ciertos indeseables que, durante años, venían abusando de su generosidad. Lo mismo
había hecho, según explicó, con el número de teléfono, del que figuraba como abonada su propia
esposa.
Una vez expuestas las disculpas, la conversación dio un giro brusco hacia el pasado. Sandoval
extremó ese aire cordial que le envolvía, se mostró receptivo y dispuso la ocasión idónea para que le
hablara de mi padre, de sus años en activo y de su jubilación en el banco en el que había trabajado
desde que era un adolescente. Luego derivamos en cuestiones de salud, en lo bien que, a fin de
cuentas, le venía tratando la vida si pasábamos por alto ciertos achaques de la edad. Sandoval estaba
francamente entregado a la conversación y no quise desaprovechar el momento.
—Hábleme de usted, don Miguel. Mi padre va a someterme a un interrogatorio completo cuando
vuelva y quiero estar preparado.
—Me tiene a su disposición. ¿Qué quiere saber?
—Sé que también se jubiló hace pocos años y que ha dedicado toda su vida a la enseñanza y a la
traducción.
—Veo que está bien informado... La verdad es que no puedo presumir de otra cosa que de haber
tenido miles de alumnos, haber publicado un centenar de traducciones más o menos aceptables y de
conservar una vocación que ni los años ni la depredadora vida académica lograron hundir.
—Le comprendo perfectamente —la intervención de Julia fue, como siempre, oportuna. Hasta
entonces se había limitado a seguir con interés el diálogo entre Sandoval y yo, manteniéndose en un
discreto margen—. He sido maestra durante cuarenta y siete años y, salvando las distancias, he
conocido de cerca la miseria de unos y la mezquindad de otros.
Sandoval parecía cautivado por Julia, no tanto por el fondo de sus palabras como por su voz
clara y envolvente.
—Lleva toda la razón —dijo el profesor—, nunca sabemos hasta dónde nos pueden llevar la
ambición y el interés. Yo mismo empecé de agregado en un instituto rural. Cuando obtuve la cátedra
en el 59, durante veinte años impartí clases de Lengua en el Ángel Ganivet, uno de los centros más
veteranos de Granada. A la Universidad llegué en el 78, por méritos personales y con un historial
investigador nada trivial. Me incorporé a la carrera de Filología Inglesa como profesor de Literatura
Norteamericana. Por entonces ya había traducido a Emily Dickinson, John Dos Passos, Ezra Pound,
Chester Himes, Stephen Grane, Raymon Chandler...
—Walt Whitman... —añadí.
—Eso es. Whitman fue de los primeros. Si no recuerdo mal, era mi lectura de cabecera en los
años de servicio militar. Supongo que algo le habrán contado.
—Algo —afirmé—. Según mi padre, la ocurrencia de llamar Whitman a un ahogado anónimo fue
completamente suya.
Esta vez, la respuesta del profesor se hizo esperar. Parecía que mis palabras se le hubieran
atravesado en la garganta o acaso en el pensamiento.
—¿Puede creerse, Claudio, que había olvidado aquella historia? —me dijo, llevándose la mano a
la frente, mirándonos con una expresión reflexiva y cerrada—. Me habla de aquello y se ilumina de
pronto un terreno prácticamente dormido, oscuro, de mi memoria. ¡Cómo no! Ahora lo veo: aquel
ahogado arrojado del mar como un enorme pez humano, un ser hinchado y atroz que, sin embargo,
sólo despertaba en nosotros una extraña emoción, una rara sugestión de ternura, de melancolía y de
piedad, un muerto grande y deforme que provocaba inquietud y desconcierto, no desprecio o
repulsión, sino algo capaz de romper la indiferencia, de pasar planeando a ras de alma.
—Un ahogado que, al decir de mi padre, habría acabado en una fosa común.
—Como tantos otros, claro. Primero fue la guerra y sus terribles secuelas; luego llegó aquella
desgracia que asoló el norte de Marruecos. Su padre y yo estuvimos allí y le confieso que
contemplamos escenas escalofriantes.
—Pero él se libró de aquella suerte, de aquella indignidad.
—¿Quién se libró? —Sandoval parecía perdido.
—Le hablo del ahogado, por supuesto, de Whitman —le dije—. Él sí que tuvo una sepultura, un
lugar donde dormir en paz.
El profesor asintió sin emitir palabra. Se estaba encontrando con demasiados recuerdos y, pese a
su patente lucidez, los engranajes de la memoria parecían entumecidos, anquilosados por la
herrumbre de la edad, condenados ya a la lentitud, a la pereza.
—¿Sabe una cosa, Julia? —me gustó que Sandoval se dirigiera a ella con aquella cercanía, como
si Julia formara parte del relato—, nunca he creído del todo en el azar. No sé usted, pero yo siempre
he pensado que las cosas suceden por una causa que nunca es arbitraria. Existe una lógica interna, se-
creta, que dispone, queramos o no, ese desenlace y no otro. No es determinismo lo que quiero decir,
es algo menos profetice y más mundano, más terrenal...
—Siga, por favor —exclamó Julia.
—Lo siento, creo que no me he explicado bien —el profesor se había despegado del respaldo de
la butaca; ahora adelantaba su cuerpo y se frotaba las manos, con el gesto de quien trata de
concentrarse más que nunca en las palabras—. Lo que intento decirles es que nada ocurre por que sí.
Los hechos, los actos..., todo responde a una razón. Usted, por ejemplo, no se llama Julia por
capricho de nadie, como tampoco es mera casualidad que ustedes estén ahora aquí, en esta casa; ni
siquiera el momento en que ambos se conocieron es un fenómeno casual. Tenía que suceder así, de
ese modo, obedeciendo a una ley semejante a la que rige las mareas, la dirección de los vientos...
Sandoval se estaba poniendo profundo y cualquiera podría especular acerca de la inconveniencia
o no de aquella disertación sobre la providencia y el azar; sin embargo, el viejo profesor conocía
perfectamente los derroteros de su discurso.
—O sea que, según usted, el destino está perfectamente trazado...
—Ni mucho menos, Claudio —me corrigió Sandoval—; eso suena muy grandilocuente. Yo me
refiero a algo tan sencillo como que a aquel ahogado al que dimos digna sepultura no le llamé
Whitman por casualidad; tampoco porque el poeta norteamericano fuera para mí, por aquellos años,
un autor de culto. La causa habría que buscarla en un episodio vivido poco tiempo atrás.
—Por usted, supongo —añadí.
—Así es. Un año antes de mi incorporación como alférez al cuartel de Regulares de Melilla pasé
varios meses en el Regimiento de Ingenieros número 8 de Ceuta. Fue un periodo difícil, de dura
adaptación a la disciplina y a las absurdas leyes militares. Mi condición de universitario no facilitó
demasiado las cosas, más bien propicio un clima de sospecha, de cierto recelo hacia mi persona. El
correo siempre me llegaba abierto y las requisas a mi alrededor eran muy frecuentes. El caso es que
poco antes de acabar el periodo de instrucción hubo un registro en toda regla y me incautaron dos
libros, según ellos, propagandísticos y subversivos. Sé que ahora puede sonar ridículo, esperpéntico
si vale el adjetivo, pero el jefe que ordenó mi arresto y me acusó de instigador y de rebelde dejó
demostrada su ineptitud o, al menos, su ignorancia supina en ciertos temas de cultura general.
—¿Por qué esperpéntico, don Miguel? —le dije.
—Disculpe si voy demasiado rápido —se excusó el profesor—. Me refiero a la requisa llevada
a cabo por orden de aquel militar y, sobre todo, al hecho de considerar subversivo nada menos que a
Platón, figúrese, puesto que su obra La república era altamente sospechosa y toda una provocación
entre aquel alijo de libros que guardaba en mi taquilla. También lo fueron los versos de Walt
Whitman. La edición del Canto a mí mismo que hallaron entre mis pertenencias tenía una cubierta
indiscreta y ambigua para el gusto de la oficialidad. Era un retrato del propio escritor, de medio
cuerpo y ligeramente ladeado, un Whitman anciano y canoso que desparramaba sus barbas y su vasta
cabellera desordenada sobre los hombros y el pecho; una imagen, sin duda, que debieron de
confundir con el mismo Carlos Marx o con alguien de su misma cuerda.
—Ahora lo entiendo —dije sin dudar—: qué esperpéntica es la incultura.
—O qué atrevida es la ignorancia —añadió Julia.
—Todo es lo mismo —Sandoval estaba a punto de regalarnos su valioso testimonio—. La
cuestión es que aquella cacería, aquellos registros fueron cosa de un solo hombre, de un coronel de
Ingenieros bastante temido por la tropa y por sus propios subordinados. El rumor que corría por el
cuartel le atribuía un pasado oscuro y un montón de atrocidades. No era plato del gusto de nadie y lo
mejor era evitarlo a toda costa.
—Supongo que recordará su nombre —dijo Julia.
—Supone bien —asintió el profesor—. El nombre de Zaldívar fue una pesadilla para mí durante
años, incluso después de su muerte.
Sandoval comenzaba a abrirse para nosotros como un libro sagrado. Era como si un dedo
invisible, mágico, señalara ahora el punto exacto de su memoria donde debía detenerse, el lugar al
que Julia y yo deseábamos llegar.
—Nos está diciendo que usted conoció personalmente a Alonso Zaldívar, ¿no es así? —pregunté.
—Por supuesto que le conocí, aunque era un ser impenetrable y de trato difícil.
El sorprendido ahora era Sandoval. Aquel hombre no situaba a Zaldívar fuera de su experiencia
íntima, de sus propios recuerdos. El hecho de que Julia y yo conociéramos a alguien tan singular de
su pasado era, en cierto modo, un motivo de desconcierto para él y un detalle que le confundía. Para
un eminente profesor de literatura que no creía en las casualidades debía de ser turbador que dos
extraños a los que acababa de abrir las puertas de su casa reconocieran a alguien tan señalado de su
vida, a un ser remoto que ni el lodo de los años había logrado sepultar. Quizá por ello, por la
necesidad de atajar cuanto antes sus especulaciones, Julia intervino a tiempo y le explicó todo cuanto
debía saber acerca de su relación con Zaldívar. Le contó parte de su pasado, ése que había
descubierto tan recientemente y que ni ella misma había aceptado del todo. Para ella, Zaldívar
también era alguien especial y no convenía desaprovechar una ocasión como aquélla.
—¿Cómo era? —prosiguió Julia—. ¿Cómo lo recuerda?
—Frío, un tipo frío y calculador —dijo Sandoval—. Resultaba imposible adivinar sus
intenciones. Sabía crear una distancia infranqueable con los demás, ya fueran extraños o conocidos.
No se fiaba ni de su propia sombra.
—Un hombre hermético —apunté.
—El comportamiento del coronel Zaldívar era imprevisible. Se le temía sobro todo por eso.
Nunca sabías cómo podía reaccionar. Recuerdo que unos días después de la famosa requisa ordenó
que me presentara ante él a primera hora de la mañana. Me encomendé al cielo y al infierno y cuando
abrí aquella puerta, la de su despacho, lo que descubrí fue a un hombre vulnerable, a un ser dotado
de la astucia suficiente como para aparentar humildad o algo así. Lo cierto es que me devolvió el
libro de Platón mientras improvisaba una disculpa y bromeaba sobre el asunto; todo cordialidad y
buenos modos.
—Confundir a Marx con Whitman también daba para otra buena explicación —le comenté.
—Lleva razón —dijo Sandoval—, pero su falsa paciencia tenía un límite. Al principio nada
mencionó de ese otro libro. Dio por buena aquella porción de generosidad que había tenido conmigo
y aprovechó el momento para soltarme un extraño discurso sobre la lealtad y la mentira, sobre la
fidelidad y la conspiración. Luego se puso repentinamente grave, trascendente. No le entendí muy
bien hasta que pronunció unos versos del propio Whitman. Imagínense por un instante al poeta en
boca de un insensato como aquél: un tipo insidioso y mostrenco recitando, sin la menor gracia, los
cantos del gran Whitman.
—Esperpéntico, sin duda —me atreví a insinuar.
—Patético, pensé —dijo el profesor—. Y la verdad es que no sabía cómo tomarme aquella
exhibición de conocimiento. De lo que no cabía la menor duda era de que Zaldívar se había leído a
conciencia el libro que me fue confiscado y de que podía alardear de saberse de memoria estrofas
enteras.
—¿Por qué lo haría? No era propio de él —comentó Julia.
—Ya digo que Zaldívar era así, extraño y turbio. Lo que recuerdo especialmente es su desmedido
interés por Whitman. Me sometió a todo un interrogatorio sobre su vida, su tiempo, su carácter...
Algo encontró en aquellos versos y en aquel hombre que le deslumbró.
—Está claro que no era propio de Zaldívar —apunté.
—O quizá sí —replicó Sandoval—. Ya digo que resultaba imprevisible.
—Y también insensible y despiadado, no se engañe —Julia se estaba poniendo incisiva—;
aunque es posible que nos esté ocultando alguna cosa, don Miguel.
Sandoval respondió con un largo silencio, con la mirada extraviada en algo que trataba de
recordar. Sólo su respiración se dejaba oír en la densa calma del despacho. Luego se levantó
esbozando un gesto que nos invitaba a esperar, sólo un minuto, decía.
Mientras le veíamos desplazarse por la parte inferior de la biblioteca encastrada en la pared del
fondo, detenerse después en uno de los armarios, me dije que Julia estaba disfrutando de aquel
hombre como una niña feliz. Yo no contemplaba a Sandoval, sino a ella, expectante de lo que pudiera
decir o revelar nuestro anfitrión.
—Me ha dicho que es usted profesora, ¿me equivoco? —Miguel Sandoval regresaba con algo
entre las manos.
—Maestra —corrigió Julia—, al menos lo he sido hasta hace algo más de un año.
—Entonces sabrá valorar objetos como éste —el profesor alargó su mano hacia Julia y le entregó
un libro—. Mírelo bien.
Los dos hicieron un silencio, Sandoval para volver a su butaca y Julia para estudiar con
detenimiento aquel volumen que acaparaba, a simple vista, la atención de sus cinco sentidos.
—Si pretendía sorprenderme, confíe en que lo ha logrado —los ojos de Julia mostraban un brillo
de complacencia—. Éste es el libro que Zaldívar le requisó, ¿no es así?
—El mismo —respondió Sandoval—. Pero no crea que le debo a él esa inmensa gracia. El
coronel me despidió aquel día de su despacho y no volvimos a vernos, entre otras razones porque a
las pocas semanas concluí el periodo de instrucción y regresé a Granada a proseguir mis estudios. Al
año siguiente, al incorporarme de nuevo a las milicias, me destinaron al cuartel de Regulares y nada
volví a saber de él salvo por los rumores que llegaban a Melilla a través de algunos compañeros.
Creo recordar que las cosas no le iban del todo bien y que incluso le habían abierto un proceso por
algún asunto sucio, no me hagan mucho caso. La única noticia oficial que tuve de Zaldívar fue la de
su muerte.
—El 20 de octubre de 1950 —precisó Julia.
—Por ahí sería —dijo Sandoval—; usted está mejor informada, desde luego. Pero lo interesante
vino después, cuando el padre de este joven y yo acudimos a las afueras de Ceuta para aliviar aquel
inmenso desastre, ya saben, la riada que barrió como un azote brutal el norte de Marruecos. Fueron
quince días de locura en los que mi batallón socorrió a cientos de hombres y mujeres, niños y viejos
perdidos entre el lodo. Acabamos extenuados, abatidos por la tragedia y el frío. Yo sabía por una
información confidencial que el coronel Zaldívar había perecido en aquella desgracia, cerca del
Rincón de Mdiq.
—Sin embargo, al principio todo era incertidumbre y confusión —Julia no apartaba los ojos del
profesor.
—Un caos, créame —señaló Sandoval—. A la semana de movilizarnos, en plena labor de
desescombro, supe que no le habían encontrado y que abandonaban la búsqueda. Según un brigada de
Ingenieros implicado en aquella misión, lo de Zaldívar era como buscar una aguja entre la paja.
—Lo sé, está bien detallado en el informe que nos dieron en la Comandancia de Ceuta —
interrumpió de nuevo Julia—. Sin embargo, aún no nos ha dicho cómo volvió este libro a sus manos.
—Lo sé —respondió el profesor empleando sus mismas palabras—, aunque cada cosa en su
momento, y ahora toca hablar de nuestra vuelta, la del convoy que regresaba a Melilla con cientos de
soldados.
Sandoval se deleitó con el relato de aquel regreso, sobre todo en el episodio del ahogado, su
hallazgo al borde del mar y el efecto que su imagen ejerció entre la tropa.
—Era una masa de carne humana corrompida por el sol y el salitre. Debían de haberlo visto. Su
rostro estaba completamente borrado y sus extremidades eran planas y azules, descarnadas por la
insistente furia de los peces y por el ácido del mar. Un espectáculo, como verán, estremecedor que a
ninguno dejó indiferente y que a mí, desde el primer momento y condicionado acaso por su reciente
desaparición, me trajo la visión desolada de Zaldívar, la memoria de su despojo final.
—¿Y quién dice que no lo fuera? —sugerí con ánimo de participar en la conversación—. Usted
mismo afirma que nada ocurre por casualidad o por capricho.
—¿Y qué piensa que hice? —exclamó el profesor—. Por supuesto que busqué en aquel cuerpo
algún indicio físico que probara su identidad, que tuviera algún rasgo propio del coronel, algo tan
concluyente como la cicatriz de su pómulo, aquella línea que le ensombrecía el semblante como una
ofensa. Sin embargo, tal y como les cuento, el cadáver estaba desfigurado; su cara era una masa
irreconocible —Sandoval encogió repentinamente el rostro, endureció la expresión de sus ojos y de
sus labios al hablar—. En cualquier caso, lo fuera o no, cuando le dimos sepultura en aquella tumba
que, no lo olviden, costeamos entre todos los miembros de la brigada, incluido el teniente de la
unidad, no era únicamente en Zaldívar en quien pensé, al menos no sólo en el coronel desalmado que
se jactaba de su oscura leyenda, sino en el hombre a quien vi por última vez, el ser vulnerable que
fingía o inspiraba piedad...
—Pensaba en Whitman, ¿no es así? —dijo Julia.
—No encontré mejor nombre para coronar la piedra que pusieron sobre las ruinas humanas de
aquel ahogado. Podía ser Zaldívar, era una posibilidad fundamentada, pero un Zaldívar transfigurado
ya por el milagro de la literatura, un cadáver sin rastro de sí mismo, sin rostro y sin alma, sin otra
huella que el vacío y la fatalidad. ¿Qué otra cosa podía ser Alonso Zaldívar cuando estuviese
muerto?
—Entonces, este libro... —Julia blandió el volumen en el aire.
—Casi un año después de aquella aventura, de concluir por completo los deberes con la patria,
recibí en mi domicilio granadino un sobre con el libro de Whitman. Supuse que alguien lo hizo llegar
a la guarnición de Melilla, mi último destino, y que, una vez allí, algún soldado o suboficial del
destacamento se molestó en mirar mi expediente y en remitir aquel objeto a mi dirección civil.
—¿Pero quién lo envió desde Ceuta? —preguntó Julia sin soltar el libro de la mano— ¿Quién se
ocupó de devolvérselo a su verdadero dueño un año después de que Zaldívar faltara?
—Nunca lo pude averiguar —dijo el profesor—. Lo intenté por diversos medios y empleándome
a fondo, pero lo único que conseguí fue enredar mucho más la madeja. La prueba es que ese libro
llegó por valija interna al cuartel de Regulares, pero no desde Ceuta sino desde otra plaza que nadie
me quiso confirmar, probablemente desde Larache o desde Alcazarquivir. Venía acompañado de una
nota anónima, sin firma alguna, escrita por alguien que prefirió mantenerse al margen de todo. Si no
se ha extraviado debe de estar entre las últimas páginas.
Julia ya se había ocupado de buscarla y sostenía aquel fragmento de papel manuscrito entre los
dedos, casi a la altura de sus ojos:
—«No sé cuál fue o pudo ser el sueño de Whitman, pero sus versos han iluminado el mío como
un faro en la noche. Gracias por todo».
—¿Gracias por qué? —dije yo—. ¿Quién, además del coronel, pudo beneficiarse de ese libro?
¿Qué hay en él que interesara de ese modo a Zaldívar o a cualquier otro oficial?
—El poema 28 —Julia mantenía el libro abierto y fijaba la atención en una de sus páginas—.
Usted lo sabía, don Miguel. Lo que Alonso Zaldívar escribió en estas hojas es una confesión en toda
regla...
—Su testamento, diría yo —sentenció Sandoval—. Compruébelo usted mismo —me dijo,
mientras Julia me aproximaba el ejemplar para que leyera y juzgase—. Ahí lo dice prácticamente
todo.
—«La historia del traidor traicionado —comencé a leer elevando la voz—, mi propia y patética
historia... Preparan el festín y acudirán como hienas a devorar mis despojos».
—La historia de un canalla —dijo Julia mirando a Sandoval, ensombreciendo la voz—; un
solemne y despreciable canalla.
—«Dios te salve, Zaldívar...»
ONCE

FLORES NEGRAS PARA CHESTER HIMES

EL NOVELISTA NORTEAMERICANO FALLECE EN LA LOCALIDAD


ALICANTINA DE MORAIRA A LOS 75 AÑOS

Por Ruth Campuzano

El exiguo cortejo fúnebre que despidió a Chester Himes en el cementerio de Benissa la tarde del
13 de noviembre fue la síntesis perfecta, el más consecuente epílogo para una vida como la suya,
cruda, excesiva y solitaria.
El camposanto esperaba bajo un día pardo y lluvioso. Los restos mortales del escritor salieron de
Moraira al filo del atardecer y recorrieron en coche la carretera que conecta el interior con la costa,
un camino de asfalto que se empina por uno y otro recuesto, que sube entre secanos de algarrobos,
almendros, olivos y viñedos.
Bajo un cielo abultado de nubes, Benissa recibió el féretro con respetuosa indiferencia, con la
sobria beatitud de los pueblos que configuran la Marina Alta, no la de aquéllos que se humedecen de
litoral y presumen de playas y de puerto, sino la de esos otros del interior de la comarca que crecen a
una distancia prudente del mar sin renunciar del todo a él.
Benissa no brota, pues, a pie de agua pero la presencia del mar se percibe y se adivina en el aire
que la orea, en los valles y lomas; se huele en el vaho de cada huerto suyo, en los campos que
reciben la brisa o el apretado olor a salitre que expande el oleaje en lontananza.
Allí, a su cementerio, bajo una fina llovizna de otoño, llegó el féretro de Himes la tarde del
último martes. Sólo algunos de los allí presentes conocían el vasto y espinoso pasado del escritor,
del hombre o del viejo cascarrabias negro avecindado en la zona desde hacía cinco lustros. Sin
embargo, nadie, probablemente ninguno de los que le acompañaron en la última despedida, tuviera un
conocimiento cabal de su vida y sus miserias. «Chester Himes no era sólo un escritor de novela
negra —señaló Lesley Packard, su viuda—. Tiene títulos muy importantes, muy buenos,
desconocidos aquí: El primitivo, Pinktoes y La tercera generación, que fueron editados por
Grijalbo en México cuando la censura era muy fuerte en España».
El escritor había nacido el 9 de julio de 1909 en Jefferson City, Missouri. Su padre era profesor
de mecánica en el instituto Lincoln y su madre una belleza afroamericana de piel demasiado clara
para su origen. Al parecer, las relaciones entre ambos progenitores no fueron nada ejemplares y
siempre estuvieron marcadas por el resentimiento y el reproche. Lo cierto es que el pequeño Himes
creció con esa conciencia racial que pronto le acarrearía graves problemas con la vida y con la ley.
Ser negro en la América de aquellos años era un estigma, una infracción casi tan grave como
compaginar sus empleos de camarero y mozo de hotel, los ambientes marginales de Cleveland y la
venta clandestina de alcohol con los estudios en la Universidad de Ohio, donde ingresa en 1926. De
poco le serviría, no obstante, dado que, tras su primer arresto por robo, fue expulsado de la Facultad
y se vio arrojado irremediablemente a los bajos fondos. La consecuencia inmediata fue su detención
en 1928 por atraco a mano armada y una condena a veinte años de prisión. «Fue allí, en la cárcel,
donde empecé a escribir —confesaba el propio Himes—. Era una evasión, una manera de escapar
del mundo en el que vivía... Eso me protegió de los convictos y de los carceleros. Los convictos
negros tenían un respeto instintivo, e incluso miedo, por alguien que podía sentarse a escribir a
máquina y cuyo nombre aparecía en periódicos y revistas. Los carceleros no podían tocar a quien
pensaban era una figura pública».
Cumplió siete años en la prisión estatal de Ohio, de 1929 a 1936, y allí, en la biblioteca del
penal, comenzó a leer a Dashiell Hammett, a experimentar la mordedura de escribir y a publicar sus
primeros relatos en diversos medios, entre ellos la revista Esquaire. Consiguió la libertad bajo
palabra y se trasladó a vivir a California hasta 1953. Con la ayuda de una beca de la fundación
Rosenwald escribe Si grita, déjalo ir (1945), su primera novela, una historia dura, desgarradora,
sobre el racismo, en la que quedó holgadamente probado que el funcionamiento de las relaciones
interraciales no era asunto que interesara demasiado al americano medio; de hecho, el argumento
principal (una mujer blanca acusa de violación a un negro al que desea) fue sobrado motivo para
descartar la novela del premio George Washington Carver porque provocaba náuseas a un miembro
del jurado. Algo semejante ocurriría con relatos como Por el pasado llorarás (1952), del que fueron
censuradas las páginas que hacían de él una valiosa obra de denuncia, quedando reducida a una mera
historia de violencia, de guetos y de experiencia carcelaria. Tampoco se librarían de chequeos
editoriales y suspicacias censoras libros como La tercera generación (1954) o El fin de un
primitivo (1955).
A esas alturas de la vida, Chester Himes interpretó el mensaje y decidió exiliarse a Europa en
1956, un gesto de expatriación voluntaria que gozaba de amplios precedentes en Estados Unidos y
que llevó a considerar muy en serio una actitud (la de la generación perdida) de rechazo de las
estructuras dominantes en el país. Una extensa nómina de novelistas, poetas y dramaturgos, desde
Dos Passos o Ernest Hemingway a Pound, T.S. Eliot y Malcolm Cowley, quien más o quien menos
padeció la angustia del desarraigo, un sentimiento que evolucionaría, con los años, hacia una moda
intelectual y una urgencia vital de huir de un ámbito hostil. En el caso de Himes, el desarraigo era tan
absoluto como la necesidad de fabricarse una identidad en el irracional espacio del exilio.
El escenario americano le parecía irredimible y así lo hizo ver en sus obras, en su denuncia sobre
las consecuencias de una civilización deformada y enferma y en su obsesiva búsqueda de un
significado en las relaciones interraciales. Jamás sintió Chester Himes el reconcomio del patriotismo
ni la pertenencia a un lugar. «Los americanos blancos —decíamos han dejado a los negros sin nada
en que creer». Una afirmación que combinaba con otras de semejante calado como: «Nunca he
logrado encajar en ninguna parte»; «En América existe el convencimiento de que sólo la adversidad
ayuda al negro a superar los obstáculos. Pues bien, estoy absolutamente convencido de que sin la
adversidad yo podía haber sido muchísimo mejor escritor»; «América me hizo mucho daño. Cuando
luché por medio de la literatura decidieron destruirme; nunca sabré si a causa de ser yo un
degenerado ex presidiario que rehusaba llevar el hábito de penitencia, o un negro que no aceptaba el
problema de los suyos como propio».
Decepcionado, proscrito en su tierra natal, cansado de afrentas, desterrado de la literatura que se
enseñaba en las universidades norteamericanas por su condición de negro indecoroso y
reivindicativo, Himers se exilió a Europa y se instaló en París en 1956.
Pronto traba una productiva amistad con su traductor Marcel Duhamel, director a la sazón de la
Serie Noire de la editorial Gallimard. Fue éste quien le animó a dar un giro a su producción literaria
y a dedicarse a la novela policíaca, a las novelas de acción, como él las prefería llamar. Chester Hi-
mes, que hasta entonces (iba camino de los cincuenta años) venía malviviendo de la literatura y había
sufrido el desdén de la prensa y la postergación de sus obras, no hizo ascos al anticipo de 1.000
dólares que Duhamel le colocó sobre la mesa para que se olvidara de penurias y, sobre todo, de su
faceta de escritor social y se entregara con tripas y alma al nuevo género: la novela negra.
En sólo unos meses escribió y publicó Por amor a Imabelle (1957), primera narración de una
serie total de nueve relatos ambientados en el Harlem neoyorkino, en un escenario común donde
campean a sus anchas la lujuria, el vicio y la codicia. Todo ello servido en vaso largo, a un ritmo
endiablado y al hilo de historias en las que cualquier cosa es lícita y posible: robar, disparar, follar,
estafar, matar o sobrevivir hasta el día siguiente. Nueve novelas vertebradas por dos policías locos,
por dos negros curtidos en la marginalidad y la exclusión, en los oscuros fondos del racismo; dos
detectives extravagantes y blasfemos cuyos modales, en armonía con el medio en el que actúan (una
jaula de perros rabiosos), responden a unas reglas no escritas. Son Sepulturero Jones y Ataúd
Johnson, dos piezas que dejan a la altura de la ingenuidad a los duros más duros de la literatura del
género.
Sólo con la primera novela de la serie ya obtuvo Himes el Gran Premio de Literatura Policíaca
de 1958. Luego llegarían títulos tan elocuentes y célebres como Corre hombre, corre (1960),
Algodón en Harlem (1964) y Un ciego con una pistola (1969).
Lejos quedaron entonces para Chester Himes las penurias económicas, las situaciones de
indigencia... Aunque le fastidiaba cosechar aquel repentino éxito con una literatura de segundo orden,
ligera y extremadamente violenta, adoraba la buena vida y el dinero, los deportivos y el caviar. Jones
y Johnson le sacaron indudablemente del anonimato y la desesperación, le enriquecieron por un
tiempo y colocaron sus obras en un lugar preferente de todas las librerías y bibliotecas del mundo. Su
cotización subió de un modo vertiginoso en los años sesenta, ganó lo que no podía imaginar con sus
novelas y desmitificó sin el menor pudor la idílica visión del arte, la que sentencia y recuerda que el
escritor, como el artista, se mueve y se seguirá moviendo a impulsos mercenarios. Para Himes, con
su sentido claro y descarnado de las cosas, el dinero era un estribo perfecto para cambiar de altura,
ya fuera para mantenerse arriba o para despeñarse. «Yo no escribo accidentalmente por dinero —
declaró en una ocasión—, ése es mi objetivo principal».
Y a fe que lo ganó y que con esa fortuna y con una mujer llamada Lesley Packard, la inglesa
hermosa y refinada que conoció en París cuando ésta trabajaba para el diario Internacional New
Herald Tribune, la misma que se convertiría en su tercera y última esposa, dejó Francia y se refugió
en el levante español en 1969. Las novelas que escribe a partir de entonces muestran su escepticismo
frente a las posibilidades de emancipación del pueblo negro y da una nueva vuelta de tuerca a su
obra literaria. Lo que parece proclamar ahora Chester Himes es su absoluta desvinculación de la
realidad. La realidad resulta irracional, violenta, contradictoria y nociva. Lo que importa es abordar
esa irracionalidad llevando al lector a situaciones absurdas, bordear el surrealismo más desaforado,
generar personajes grotescos y tragicómicos de modo que enfrentarse a una nueva novela de Himes
venga a ser como sumergirse en ese gran delirio al que llamamos vida. «Yo creía que estaba
escribiendo de manera realista —confesará el escritor en su autobiografía—. Nunca se me ocurrió
que estaba escribiendo puro absurdo. El realismo y el absurdo son tan similares en la vida de los
negros americanos que uno no puede ver la diferencia».
La llegada de Himes a España a finales de los años sesenta con los bolsillos llenos de dólares y
las maletas rebosantes de libros supuso un encuentro cuanto menos extraño, chocante, con un país que
permanecía sumido en las sombras de una dictadura y que apenas podía ofrecerle algo más que sol,
el delicioso paisaje de la Costa Blanca y la tranquilidad de un dulce enclaustramiento en el paraje
idílico de la Marina Alta.
Llegaba como un indiano que ha renunciado a dos patrias: la de origen, Estado Unidos, y la de
adopción, Francia. Parecía consciente de que ésa sería su etapa definitiva tras una vida errante,
endemoniada y caótica. «Me reventaba marcharme a vivir a otra parte..., pero en cierto modo ya
estaba habituado; durante toda mi vida en Estados Unido no había parado de viajar. Y aunque
entonces no lo sabía, nunca dejaría de hacerlo, siempre a un paso por delante del desastre, siempre a
un pelo de la indigencia; hasta el punto de poder afirmar que nada en mi vida ha tenido más
permanencia que el cambio».
Himes y Lesley llegaron, pues, a la costa alicantina y compraron tres parcelas en la urbanización
Pía del Mar de Mo-raira, en el término municipal de Teulada. Allí construyeron su casa, el refugio en
el que Chester escribiría sus últimas novelas y los dos volúmenes de sus memorias. Fue a los siete
años de disfrutar de aquella nueva vida, en 1976, cuando una operación de próstata practicada en el
Reino Unido le provocó, accidentalmente, una embolia cerebral que desvirtuó de manera notable su
salud. Poco después contrajo el mal de Parkinson y sus piernas comenzaron a fallarle.
Los últimos siete años los pasó en una silla de ruedas, escribió poco aunque, según su esposa, se
mostraba alegre y hasta complacido por la vida. Desde su habitación veía la costa, su mirada
recorría aliviada el azul del mar y se posaba en el Peñón de Ifach. En 1983 vio publicada su última
novela, un intento de revolución social titulado Plan B, el mismo año en que su estado se agravó con
una parálisis general que le impedía levantarse de la cama. Los últimos once meses, el escritor
permaneció postrado. Su mujer se ocupaba diariamente de darle la comida y con la ayuda de Jaime,
el jardinero que atendía la parcela del matrimonio, la 122, lo acomodaba en el jardín para que
tomara el sol.
Poco quedaba ya del Himes misántropo habituado a lamerse sus propias heridas, del hombre
lleno de excesos por su carácter temperamental, el mismo que se confesaba todo un adicto al sexo y a
la literatura: «Yo mismo me sorprendía —decía— de que el sexo y la literatura fueran mis dos
obsesiones: la literatura era mi profesión, mi ambición, mi meta, mi salvación; y el sexo era mi
espada y mi escudo contra las heridas y frustraciones de la primera. Aquello resultaba puro
masoquismo»; un ser que concebía la escritura como una manifestación de su estado mental y
emocional, como una revelación de sus propias úlceras, de sus pasiones extremas.
«Chester era egocéntrico, de mal genio, siempre con un carácter fuerte...», confesaba estos días
su esposa Lesley, su viuda, deberíamos decir, desde el pasado lunes 12 de noviembre, a las tres de la
tarde, día y hora en que falleció el novelista norteamericano en su chalé de Pía del Mar, la
urbanización que le acogió hace quince años y que él mismo concibiera como un micromundo situado
en Moraira, una comunidad heterogénea poblada de extranjeros de cualquier lugar, turistas e
indígenas.
«Himes tenía afectado el sistema nervioso y sufría los problemas propios de una persona que está
en cama desde hace años. Sus riñones le fallaban y tenía problemas de coordinación», explicaba a
los medios el doctor Femenía, el médico que se ocupó de él durante los últimos años. «Apenas podía
hablar y, qué quieren que les diga, no se podía hacer nada más por él. La causa inmediata de su
muerte fue una tromboflebitis en una de sus piernas, que fue detectada el pasado viernes, día 9».
El reducido cortejo fúnebre que acompañó a los restos mortales de Chester Himes despidió al
escritor a las 16'15 horas del pasado martes en el cementerio municipal de Be-nissa. Bajo una lluvia
suave y pertinaz, la ceremonia religiosa oficiada por un pastor anglicano se celebró ante un reducido
grupo de doce personas, en su mayoría vecinos del novelista. Junto a la viuda, que vestía un traje
pantalón de color gris, gabardina y sombrero, la única figura institucional que hizo acto de presencia
fue Miguel Martínez Llobel, alcalde de Teulada. También acudieron al acto de despedida Jaime
Malonda Martínez, jardinero de la casa, y su mujer, que ayudaba al matrimonio en las tareas
domésticas, la enfermera y la esposa de Miguel Femenía, médico de Moraira que atendió a Himes
hasta el momento final, Manuel Bru, maestro y director del Colegio Público «12 de octubre» de
Benissa, el periodista y escritor Bernat Capó en calidad de amigo y representante del mundo
literario, así como el abogado y también amigo personal de Chester, Marcos Zaldívar, significada
figura local.
Dos ramos de flores, uno de ellos de Internacional Editores, de Barcelona, y una corona,
decoraron el nicho 56 donde quedó enterrado el escritor. Cualquiera que hubiera asistido a la
ceremonia, al camposanto de Benissa esa tarde húmeda y gris de noviembre, podría pensar que a
Chester Himes y a su viuda les faltó calor familiar en los últimos tiempos y que la soledad pudo ser
para ellos una de sus últimas compañeras de viaje («Himes fue grande por saber hacer enemigos, no
por saber hacer amigos», apuntó recientemente un periodista desde un medio regional), sin embargo,
según testimonios cercanos al gran escritor negro, pese a su decrepitud, no le faltó compañía ni
atenciones, tampoco amigos leales en los momentos de mayor necesidad. Tanto Bernat Capó, habitual
contertulio y compañero de fatigas de Chester desde la llegada de éste a la comarca, como Marcos
Zaldívar, viejo y señalado vecino de Benissa desde los vetustos años de la posguerra en los que, al
igual que el propio Himes, vino a afincarse en la zona, nunca dejaron de visitar al maestro del relato
ni a deleitarle con los placeres de una buena amistad.
«Siempre tuvo en Marcos un continuo apoyo, sobre todo después de su enfermedad, cuando la
parálisis le condenó a una silla de ruedas», declaró tras la ceremonia Lesley Himes, quien destacó
asimismo las virtudes humanas del señor Zaldívar, abogado y contable durante más de treinta años en
la histórica fábrica de muebles Ivars. «Conocía bien a Himes y sabía cómo tratarlo. Era el
compañero perfecto y un gran conversador —manifestó con insistencia la esposa del malogrado
novelista—. Muchas tardes, si el tiempo acompañaba, Marcos venía en su 124 blanco desde Benissa,
entraba en la habitación, me ayudaba a asearlo y a vestirlo, y se lo llevaba de paseo en la silla de
ruedas, como a un príncipe, hasta casi entrada la noche. Desde su jubilación, Zaldívar frecuentaba
mucho la casa. Es de imaginar que Chester le quería como a un hermano».
Saludamos al amigo filántropo a quien Lesley ha querido dedicar bellas palabras de
agradecimiento. Nos despedimos asimismo de Bernat, el escritor, de Jaime Malonda y de María
Jesús Cencello, enfermera de Himes, del maestro Manolo Bru, de Miguel Martínez, regidor de la
villa vecina de Taula-da y del resto del cortejo.
Cuando la tarde aún se resistía a oscurecer y la lluvia continuaba con su monótona y terca
melodía de otoño, nos quedamos solos ante el nicho 56, junto a los restos del novelista muerto: Aquí
yace Chester Himes —exclamamos en su honor antes de abandonar el lugar—, el escritor errante, el
más grande y auténtico de los escritores negros, el negro que jamás simpatizó con el lamento y el
victimismo de su raza, el hombre que se limitó a dar cuenta de la brutalidad del hombre y que nunca
creyó en la redención... Descanse en paz.
El Magacine Cultural
Domingo 18 de noviembre de 1984
DOCE

La vuelta a casa y a la editorial no tuvo efectos traumáticos. Los días en Marruecos habían sido
para mí una experiencia difícil de calificar pero en todo caso positiva e incanjeable por cualquier
otra, sin embargo, agradecía el regreso a la normalidad y a un trabajo que seguía considerando como
caído del cielo para mí.
Ramírez, fiel a su naturaleza, me estaba esperando con una sonrisa entre socarrona y patibularia.
Había un fondo de guasa en su faz de tipo escéptico y desconfiado y no me dejó tranquilo hasta que le
hablé del viaje y, cómo no, de Julia, de nuestras pesquisas biográficas en torno al autor del diario
que en unos meses publicaría la editorial, ese «capitán, coronel o lo que cojones fuera el tal Zaldívar
—dijo Ramírez la mañana de mi vuelta—. Que digo yo que tu dama de las camelias estará encantada
con un galán tan desprendido y servicial como tú. Ya me dirás si no, Claudio; le has resuelto la
vejez...».
Sabía que a Ramírez le gustaba probarme. Era parte del juego que solía emplear con la gente que
le merecía verdaderamente la pena. Con el resto era un ser hierático o un perfecto fingidor, según el
caso, que disimulaba lo justo para ocultar la indiferencia que sentía. Sin embargo, yo sí que le
importaba, al menos había un empeño terco y recurrente en aquellos ataques injustos contra Julia, un
propósito claro de que me defendiera con sus mismas armas, de que respondiera y desmontase, una
vez más, su permanente teoría de la sospecha.
—Lamento que no conozca a Julia de nada —le advertí—. Ya le dije que esa mujer se basta y se
sobra para andar por la vida. Tiene carácter, tiene orgullo y le puedo jurar que no va de pedigüeña ni
de víctima.
—Va de señora estupendísima —Ramírez se estaba excediendo en su papel—, camelándose a
jovencitos como tú para que le alegren el día o para que le publiquen reliquias bibliográficas o
historias de antihéroes igual de rancias que ella.
—No le creía tan terco —me la jugué con aquel adjetivo—. Pensaba que estábamos de acuerdo
en que el diario de Zal-dívar era interesante para nosotros. Usted lo dio por hecho, pero si ha
cambiado de opinión seguro que habrá otro editor que estará encantado de publicarlo y de ahorrarle
el sacrificio y el favor.
—Despacio, Claudio, despacio. Estoy contigo, no te equivoques. Ya ves que confío en ti. Has
llegado el último y te he dado más atribuciones que a nadie en la empresa. Creo que te he demostrado
mi apoyo, pero con las mismas, no quiero que tu buen carácter te traicione y a veces pecas de
candido, de ingenuo; admítelo.
—No me proteja tanto, por Dios. Si de verdad confía en mí, demuéstrelo de una vez. Deje que
haga con mi vida lo que me venga en gana cuando salga por esa puerta. El paternalis-mo no es lo
suyo, Ramírez, no le va nada. Y en cuanto a Julia, haga por conocerla. No la juzgue como al resto...
A Ramírez le gustó mi respuesta, lo sé, y sobre todo el coraje que le eché a mi parlamento. No
sólo pareció quedar más convencido de que su desconfianza era infundada y débil, sino que, por
primera vez, mostró verdadero interés por Julia y hasta me propuso concertar un encuentro con ella
fuera de la editorial.
En todo caso, no era Ramírez el asunto prioritario que debía resolver tras la vuelta a la oficina.
Además de despachar los temas más urgentes, desde el correo acumulado en mi mesa durante
aquellos días hasta la revisión de varias pruebas de imprenta, debía reunirme con Julia para valorar
toda la información recabada sobre Alonso Zaldívar. Teníamos que decidir si los documentos, las
notas recogidas y los testimonios serían suficientes para completar el apunte biográfico que Julia
realizaría en breve del coronel. A decir verdad, deseaba con encono y obsesión que no se rindiese,
que me insistiera una y otra vez sobre la necesidad de seguir, de llegar hasta el fondo. Me hubiera
defraudado por encima de cualquier justificación una actitud diferente, un conformismo por su parte,
sobre todo después de saber que tras la muerte de nuestro personaje había un hilo de luz, una
esperanza abierta e inexplorada que se personificaba en la figura de su hermano, un ser que no
entraba en nuestros cálculos y que, apenas una semana atrás, ni siquiera existía para nosotros.
Fue ella, Julia, quien me llamó un par de días después de nuestra vuelta. Que yo recuerde, salió
de su boca la idea de vernos cuanto antes en su casa para contrastar ciertos detalles y, por supuesto,
para deslizarme la sugerencia de seguir hasta el final o hasta donde fuera posible. A partir de aquella
llamada hablábamos a diario, bien para comentar algún descubrimiento de interés, bien para saber el
uno del otro. Yo no disponía de más vacaciones ni de más días de permiso hasta finales de año, pero
sí de tiempo propio para hacer algunas gestiones, sentarme frente al ordenador y dedicar horas y
horas a navegar por Internet en busca de alguna pista que nos acercara a Marcos Zaldívar Téllez.
Sabíamos que el hermano del capitán de Ingenieros fue el destinatario de sus objetos personales y
muy probablemente de un buen número de documentos privados que le fueron remitidos tras el
fallecimiento del militar. Teníamos una dirección y una fecha, es decir, una referencia espacial y otra
temporal. Ambas situaban a Marcos Zaldívar en la localidad alicantina de Benissa a comienzos de
los años cincuenta. Había transcurrido medio siglo largo desde entonces y las probabilidades de que
nuestro hombre viviera todavía y, además, en la misma zona, se reducían sustancialmente dada la
edad que cabía atribuirle al personaje (más de noventa años) y adquirían cierta categoría de
inverosimilitud o de milagro.
En ello pensaba casi obsesivamente y con la mala conciencia de que los días se iban sucediendo
y aún no había buscado el momento propicio para visitar a mis padres y dedicarles el tiempo que
estaban reclamando. Apenas les había saludado fugazmente a mi llegada y reconozco que forzado por
la inexcusable necesidad de devolverles el coche (sin lavar, por cierto, y con el depósito
prácticamente vacío). Entendía los reproches telefónicos de mi madre y, sobre todo, el interés de mi
padre por que le hablara largo y tendido de Sandoval y de todo cuanto vi y escuché en su casa de
Granada.
También recuerdo que había pasado una semana, que mi cita con Julia se demoraba más de lo
deseado por ella y por mí, cuando una noche, explorando en la red y tras servir-me de un nuevo
buscador, el nombre de Marcos Zaldívar apareció citado, casi encriptado diría yo, en un interesante
reportaje sobre el escritor norteamericano Chester Himes. El trabajo, a caballo entre la crónica y el
artículo extenso, iba firmado por la periodista Ruth Campuzano. Según los datos de la página web, se
trataba de un reportaje publicado en un suplemento dominical y llevaba fecha de 18 de noviembre de
1984. Bajo el título de «Flores negras para Chester Himes. El novelista norteamericano fallece en la
localidad alicantina de Moraira a los 75 años», la autora hacía un minucioso recorrido por la vida y
la obra del escritor negro y se recreaba de manera especial en el episodio de su inhumación en el
cementerio de Benissa. Aquella ceremonia, tal y como narraba la periodista, fue un acto íntimo y
familiar dado el escaso número de personas que se congregó ante la tumba de Himes.
Hasta aquí, la información no encerraba nada de particular, pero antes de concluir el artículo y
puesto que el reducido cortejo fúnebre permitía recrearse con detalle en los asistentes, la autora del
reportaje daba cuenta de sus nombres y de su relación con el finado. Entre ellos, entre los amigos y
conocidos del novelista, se mencionaba expresamente a Marcos Zaldívar, «significada figura local»
y «señalado vecino de Benissa desde los vetustos años de la posguerra». El artículo incluía el
testimonio de la viuda de Chester Himes, Lesley Packard, y unas elogiosas palabras que ésta
dedicaba precisamente a Zaldívar, de quien destacaba su profundo sentido de la amistad y los fuertes
lazos que le unían al escritor: «Conocía bien a Himes y sabía cómo tratarlo. Era el compañero
perfecto y un gran conversador... Desde su jubilación, Zaldívar frecuentaba mucho la casa».
Además de Marcos Zaldívar, la reportera citaba también entre los miembros de la comitiva al
escritor local Bernat Capó, autor de referencia de nuestra editorial y punto débil de Ramírez según
pude advertir en el encuentro que habíamos celebrado con él cinco meses atrás.
Lo concluyente, a fin de cuentas, eran dos detalles que se podían desprender del artículo: que a
últimos de 1984, el hermano del capitán de Ingenieros aún residía en la comarca de la Marina Alta,
más concretamente en la localidad alicantina de Benissa; y que tanto Marcos Zaldívar como el
propio Chester Himes, objeto del reportaje, guardaban o debieron de guardar, pese a la diferencia de
edad, algún tipo de relación con Bernat Capó, cabeza visible de la cultura de la zona.
El hallazgo me parecía valioso y prometedor y así se lo comuniqué a Julia a la mañana siguiente.
Fue ella quien me animó a llamar aquel mismo día a Bernat para salir de dudas. Habían pasado
diecinueve años desde esa última referencia a Marcos Zaldívar y desde la muerte de Chester Hi-mes.
Las posibilidades de que un nonagenario sano y con buena memoria hubiera sobrevivido al siglo XX
me parecían francamente remotas, pero aún así cabía la esperanza de que alguien cercano a él, su
familia, alguno de sus herederos, se hubiera hecho cargo asimismo de su legado personal, de los
documentos que pudo guardar durante años.
Ahora mis esperanzas se centraban, sin duda, en Bernat, en un escritor respetado tanto por su
trayectoria literaria en lengua vernácula como por su labor periodística. Ambas, en cualquier caso,
ponían en evidencia una actitud cívica ejemplar, así como su conciencia política y el compromiso
social que siempre le había guiado en su trabajo. Tras pasar la juventud en Valencia y dedicar buena
parte de su vida a numerosas empresas culturales, desde la fundación del Diari de Valencia o de
Noticias al Día, a la defensa de las señas de identidad y a la reconstrucción del País Valenciano a
través de cientos de artículos publicados en El Temps, Sao, Medite rráneo, Levante e Información,
Bernat había vuelto a su pueblo natal, Benissa, desde donde seguía ejerciendo el periodismo de
opinión de una manera regular, placentera y prácticamente altruista. Tenía setenta y cinco años, un
montón de libros de narrativa y de ensayo a sus espaldas y una Biblioteca Municipal con su nombre
en la localidad que le vio nacer. Cuando Ramírez y yo fuimos a visitarle, hacía poco tiempo que los
escritores catalanes le habían rendido un justo homenaje por su obra y hacía más de diez años, según
nos recordó el propio escritor, que la editorial Bullent había instituido el Premio de Cultura Popular
Bernat Capó.
Para Mariola Editores, la empresa editorial en la que yo trabajaba, era lógicamente .un honor
tener en su catálogo de publicaciones varias de sus obras; prueba de ello era el trato inusualmente
agradable, servil incluso, que Ramírez profesaba a Bernat. En cualquier caso y para el asunto que me
ocupaba preferí no recurrir a mi jefe y yo mismo localicé el teléfono del escritor benissero en el
fichero de autores. Cuando le llamé, el reloj de mi mesa marcaba la una y diez. Era jueves, el primer
o segundo jueves de diciembre; lo recuerdo bien porque ese día de la semana tocaba adecentar las
oficinas y, desde primera hora, la chica de la limpieza merodeaba por mi despacho y se entretenía
decorando la ventana con detalles navideños.
Marqué el número de Bernat Capó y al poco escuché la voz lenta y suave de su esposa. Le dije
que llamaba desde Mariola Editores, que deseaba hablar con el escritor, a quien ya tenía el placer de
conocer. Se creó un silencio que duró no más de diez o quince segundos:
—Bernat al aparo, dígame.
—Sí, soy Claudio Valbuena —le dije—. Nos presentó Luis Ramírez el pasado verano. Trabajo
en la editorial y le hicimos una visita...
—No sigas, muchacho —me interrumpió—. Te recuerdo como si te tuviese delante.
La verdad es que me puso muy fácil las cosas desde el principio. Bernat era un hombre
rigurosamente afable y generaba confianza. En cualquier caso le advertí que mi llamada podía
considerarla casi estrictamente personal, que al menos nada tenía que ver con nuestros negocios
editoriales o con el libro que dentro de nada nos entregaría para publicar en primavera, hacia
principios de mayo.
—En qué te puedo servir entonces —dijo el escritor.
—Quisiera preguntarle por alguien —musité con cierto encogimiento, empleando un injustificado
tono de modestia—, alguien a quien usted conoció, si no me equivoco.
—Tú dirás.
—Le hablo de Zaldívar, de Marcos Zaldívar. Sé que vivió en Benissa y que....
—¿Qué vivió? No sabes lo que dices —exclamó Bernat, esta vez con un fondo de alborozo—.
Ese condenado tiene más vidas que un gato y más aguante que un buey. Ya he perdido la cuenta de los
años que lleva cumplidos, pero hazte a la idea de que va para noventa y tres o noventa y cuatro.
Aquella respuesta me transfiguró por completo. Sentí que se había cumplido el milagro, que de
todas las conjeturas, de todos los caminos abiertos y escrutables, el verdadero era, sin ninguna duda
y en este caso, el más insospechado. La certeza de saber que el hermano del capitán aún estaba vivo
suponía mucho para Julia y para mí y así se lo hice saber a Bernat.
—¿Cree que sería posible hacerle una visita?
—Una y las que hagan falta, es un buen hombre y está bien templado para la edad que tiene. Él y
Salvador Soria, el pintor, ya sabes, están hechos de una pasta especial. Los dos llegaron a Benissa
por la misma época, allá por los cincuenta, y ya no supieron irse de aquí. Deberías conocerlos: al
uno por artista de los grandes y por ser de lo más internacional que han dado estas tierras; al otro,
por ilustrado y por filósofo, por su bonhomía y por todo lo que lleva cargado a sus espaldas.
Comprendí que no era el momento ni el lugar de entrar en detalles como tampoco de pasar el
resto de la mañana aplicado al teléfono. Bernat Capó era cordial y cercano pero también parco en
palabras cuando su interlocutor no se hallaba frente a él, cuando no había ojos que mirar ni rostro al
que enfrentarse. Preferí concretar la prometida visita en una nueva ocasión, en cuanto hablara con
Julia y le contara la noticia que ya me quemaba en el alma.
No dejé pasar más días sin verme con ella y aquel mismo fin de semana, por conveniencia o por
necesidad, concerté una cita con Julia. Le propuse el Café Español; era nuestro punto de encuentro de
los últimos meses, pero ella contraatacó con una cena en su casa la noche del sábado, a eso de las
nueve.
—Ni se te ocurra traer nada —me advirtió—. Ya me encargo yo de sorprenderte.
Traté de ser puntual e incumplí levemente el trato cargando con una botella de Fondillón que
Ramírez me acababa de regalar como adelanto navideño. Julia me esperaba igual que la primera vez
que subí a aquel ático de la calle Altamira, envuelta en una bata de seda y con la envidiable
serenidad de su rostro. Esta vez no hubo un simple y cordial apretón de manos, sino el gesto
instintivo de acercarnos los labios y esquivarlos en el último momento, buscando la mejilla. Había
cuidado hasta el más pequeño detalle: la casa olía intensamente a acre y sobre el mueble del
recibidor aún ardía una vara de incienso; la mesa del salón también presentaba un aspecto elegante y
alegre: sobre el mantel de encaje, un centro de flores rompía la sobriedad de las velas, las copas y
los cubiertos. Era evidente que Julia sabía vivir o sabía extraer el jugo de las cosas sencillas,
convertir los momentos cotidianos en minutos solemnes o en instantes aparentemente únicos. Para el
tipo de vida que yo mismo llevaba, inercial y práctica, aquel alarde de sencillez y de sosiego, de
amor al rito diario, rutinario, de hacer, de estar, de existir... era toda una lección de sabiduría que
aprendí de ella como de ningún otro ser de este mundo.
En cualquier caso, Julia estaba particularmente sensible, vulnerable. Fue la primera vez que
percibí en ella una fragilidad fuera de lo corriente, como si hubiera llegado el momento de prescindir
de la coraza, de la fortaleza espiritual a la que me tenía acostumbrado y, por primera vez, exigiera
para sí una atención y un cuidado especiales. Era una impresión indudablemente mía que nadie
hubiera apreciado a lo largo de una velada compartida con otros invitados. Me jactaba en el fondo de
conocerla bien, de admirar su firmeza y su energía, la seguridad que me inspiraba estar cerca de ella,
pero esa noche Julia, a medida que avanzaba la cena y la conversación, fue acusando una flaqueza
que me impelía a abrazarla, a rendirle todo mi amparo.
—A usted le pasa algo —interrumpí bruscamente la conversación.
—Por supuesto, Claudio —me dijo, como tratando de esquivar mis palabras—, me tienes
extasiada. ¿Qué quieres que me pase...? Que me encanta escucharte. Anda, continúa y no seas tan
perspicaz.
Proseguí hablando pero haciéndole ver que no me había convencido y que su habilidad para salir
airosa del trance se podía mejorar. Le contaba en aquel momento mi conversación telefónica con
Bernat y el hecho afortunado de que Marcos Zaldívar aún estuviera vivo y en condiciones bastante
favorables para mantener una charla fluida. Le hablé de todo ello con esa particular pasión que, al
parecer, suelo poner en las cosas y que a Julia le entusiasmaba ver y escuchar, hasta el punto de que
era esa forma mía de conversar y de implicarme lo que más le gustaba de mí y una de mis mayores
virtudes. «¡Hay que ver cómo lo vives! —me susurró alguna vez—. ¿Quién decía que eras un
encantador de serpientes?».
Con ella me sentía siempre cómodo, feliz si es que la palabra y el estado de plenitud al que me
refiero fuera algo más que una sensación engañosa y fugaz. En cualquier caso, aunque iba acelerado
de noticias y hablé casi sin tregua la primera media hora, Julia acabó tomando la palabra y di-
ciéndome que tampoco ella había perdido el tiempo aquella última semana. No caí hasta entonces en
la cuenta de que sus prioridades no eran exactamente las mías. La localiza-ción del hermano del
coronel Zaldívar era una gran noticia, sin duda, y un asunto que requería nuestra plena atención, sin
embargo, según ella, también exigía una reparación urgente la localización real de los restos de su
padre, su exhumación y una sepultura digna y legítima en el cementerio de Ceuta, junto a su madre.
Ahora que disponía de un plano detallado del lugar donde fueron fusilados y enterrados los tres
suboficiales, todo se encaminaba a solicitar los permisos oportunos para llevar a cabo la operación.
Julia, perturbada visiblemente por esa idea, la de recuperar el cuerpo de su progenitor o lo que
quedara de él, había dedicado aquellos días a indagar sobre el tema, a averiguar los pasos que debía
seguir para alcanzar su objetivo. Según me dijo aquella noche, sólo necesitó hacer un par de
llamadas para contactar con Emilio Silva, un joven periodista que tres años antes, en octubre de
2000, había protagonizado un hecho histórico y sin apenas precedentes en España: la exhumación de
los restos de su abuelo, Emilio Silva Faba, en un descampado del pueblo leonés de Prianza. El
hombre había sido asesinado, junto a doce vecinos de la localidad, el 16 de octubre de 1936 por ser
militante de Izquierda Republicana.
—El también tenía un plano —dijo Julia—, al menos apareció en el momento más oportuno,
cuando la decisión de excavar la fosa estaba tomada. Se trataba de una finca situada entre dos
caminos, a las afueras de Prianza del Bier-zo, exactamente en una cuneta y bajo un nogal. Tenías que
haberlo escuchado, Claudio. No faltaron voluntarios para realizar los trabajos de excavación, desde
arqueólogos hasta antropólogos forenses, y en ello estuvieron durante varios días sin demasiado
éxito. Hasta que apareció por allí, ¿te imaginas?, un anciano a quien los falangistas de su pueblo
habían obligado a enterrar a los fusilados casi setenta años atrás. Al día siguiente de la matanza en
aquella finca, según contaba, fueron a buscarle a casa. Le dijeron que cogiera un pico y una pala y lo
llevaron al sitio exacto donde debía enterrar a aquellos trece hombres. Le forzaron a cavar, junto a
otros dos jóvenes, una fosa de ocho metros de largo por uno y medio de ancho, a una profundidad de
setenta y cinco centímetros. Allí descargaron los cuerpos y volvieron a casa. Me contaba Emilio que
cuando la excavadora hurgó sobre la zona, al sacar la pala, hallaron sobre la tierra una bota. Era el
principio de lo que ya creían imposible. A continuación, los arqueólogos comenzaron a cribar la
tierra y apareció el pie de la primera fila que formaban los trece hombres. Me lo contaba aún
emocionado, Claudio. Me dijo que no podía describir con palabras un momento así, que el
sentimiento vencía a la razón. La tierra devolvía a sus muertos y por fin se hacía justicia.
No sé qué te parece todo esto pero a mí me resulta particularmente duro y conmovedor. Lo triste
vendría más tarde, cuando después de tanto esfuerzo, los restos de los trece fusilados estuvieron
hasta hace nada sin identificar en unas dependencias del ayuntamiento de Prianza, a la espera de que
algún laboratorio pudiera practicarles las pruebas de ADN.
—¿Qué dijo de tu padre? —le pregunté.
—Que lo veía difícil —exclamó algo resignada—. Larache no es territorio español y ahí se
complica todo. El colectivo que preside, la Asociación para la Recuperación de la Memoria
Histórica, podría echarme una mano y hasta orientarme en todos los asuntos legales que fuera preciso
pero, ya te digo, no hay ningún precedente al respecto.
—Tampoco debe de ser tan difícil remover un trozo de tierra —le animé—. A fin de cuentas no
estamos hablando de un campo de exterminio, sino de una fosa con tres hombres.
—Lo sé, pero hasta para eso me aconsejan enviar una carta al consulado de España en Tetuán y
hacer lo propio con las autoridades marroquíes a través del vicecónsul de Larache. Y todo
probablemente para nada, puesto que un precedente de esa naturaleza no le conviene al gobierno de
Marruecos. Ellos también tienen sus propias fosas por abrir, sus muertos secretos.
Comprendí que Julia había empezado a descartar la posibilidad de recuperar los restos de su
padre, el brigada Alejandro Gadea Muñoz, fusilado la mañana del 21 de julio de 1936 en la carretera
de Alcazarquivir, a las afueras de Larache. A ello quise atribuir su aire de abatimiento, la languidez
de aquella noche, pero estaba equivocado.
—¿Estás seguro de que Marcos Zaldívar está vivo?
—Completamente —respondí—, ya le he dicho que Bernat se ha ofrecido a llevarnos hasta él.
Sólo tengo que hacerle una llamada.
Me quedé con Julia hasta bien avanzada la noche. Sabía que mi presencia le hacía bien, que me
necesitaba especialmente por motivos que no pude adivinar en aquellos momentos. De hecho, al
acabar la cena, nos dejamos caer en el sofá, rodeados de cojines y sometidos a una cura de abrazos,
a una terapia de calor tierna y espontánea que nos mantuvo juntos y en silencio durante una fracción
de tiempo indefinible. Recuerdo que sonaba de fondo una música neutra que Julia acababa de poner,
como de banda sonora de película, también que los visillos del salón y la lámpara semiapagada
creaban una ilusión de intimidad. Yo permanecía sentado, procurando relajar cada uno de mis
músculos mientras ella se deslizaba como un pez hasta dar con su espalda y con su nuca en mi regazo,
mirándome desde esa postura de ruego o desafío, con la insolente tibieza de la confianza, sonriendo
desde sus ojos. En aquellos momentos, Julia ya no tenía edad, era un ser incalculablemente bello.
Tendida junto a mí, extendía su cuerpo sobre el sofá, descalza y serena, envuelta apenas por la seda
de su ropa como una diosa vencida.
No he podido recordar quién de los dos entornó antes los ojos y quién aproximó los labios: al
principio fue un roce apenas perceptible, un tanteo tibio y tenue, luego el jadeo de su boca bajo la
mía me pareció una llamada hacia la salvación o hacia la perdición más hermosa. Fue el beso más
dulce de mi vida; un beso profundamente nuevo que se intensificaba con el perfume de su piel, con la
inusitada suavidad de su nuca y de su espalda al acercarlas hacia mí y recorrer con mis manos el
dorso de aquel cuello firme y desnudo. Refugiado intermitentemente en su boca, mi mano izquierda
había empezado a buscar debajo de su bata con delicadeza, con absoluta cautela. El escote se abría
al ritmo ondulante de su respiración y desenmascaraba poco a poco la gravidez de unos pechos
perfilados y grandes. Julia me estaba sorprendiendo hasta extremos de delirio, no por lo insólito de
aquella situación probablemente deseada pero jamás prevista, tampoco por el comportamiento que
ambos habíamos decidido emprender, sino por esa otra Julia que estaba descubriendo y que se
mantenía secreta para mí, esa mujer mucho más deseable de lo que ella misma se hubiera permitido
imaginar y que costaba advertir viéndola vestida, en situaciones cotidianas, bajo la sobriedad de una
falda de tubo o de sus trajes de chaqueta.
Escondido de todo, a salvo del mundo, acomodado de costado al abrazo de Julia, a sus labios
rotundamente dulces, escuchaba sus latidos y, más allá, algún susurro limpio y secreto. «No te
muevas», me insinuaba al oído mientras se volvía a deslizar para ponerse en pie, para trasformar la
luz del salón en una leve penumbra y desaparecer por el pasillo, «espérame», en dirección al baño.
El tiempo se detuvo como un sueño hasta su vuelta, hasta su regreso oliendo a jabón, a perfume, a
secreta higiene femenina. Iba a abrazarme a su cintura, a la plenitud física de su cuerpo semioculto
bajo la ropa, suave y espléndido, demasiado terso para su edad, para una madurez sin hijos y una
existencia apaciguada, limpia de besos, de fiebre, de caricias... «No te muevas», volvió a decirme
mientras sus manos, con habilidad y con sosiego, me abrían poco a poco la camisa. Se había tendido
frente a mí, arrodillada como una esclava generosa y amiga para quitarme los zapatos, los calcetines
luego, los pantalones, jugando después con el roce de sus dedos, de sus yemas en mis pies, en mis
rodillas heladas, aclimatándome a su misma lentitud, a la limpia paciencia de su piel.
Despojado de una vida sin ella, a salvo del vacío, calculando las caricias anticipadamente, me
parecía imposible que Julia estuviera allí, a mi lado, alzándose ahora con toda la magnitud de su
belleza oculta, secreta, desnudándose ante mí sin evitar del todo el pudor, dejando caer al suelo la
bata que la envolvía con una escurridiza sugestión de seda y gravedad.
Casi sin darme cuenta, amparada en la penumbra, Julia me tomó de la manó y me condujo hacia
su dormitorio. Era todo tan irreal como inminente. Echado sobre la cama, la contemplé de nuevo
llena de esplendor, sus caderas anchas y firmes, su gesto último de vergüenza o de decoro tapándose
los pechos con los brazos cruzados antes de recostarse junto a mí, de besarnos otra vez, de
estrecharnos en una oleada de deseo y de necesidad. Y cada roce de sus dedos, cada fricción de mis
labios, era una huida de todo lo anterior, una renuncia al miedo, al pasado, a la pura adversidad, a la
culpa de haber vivido a ciegas, abdicando una y otra vez del amor a uno mismo, como ella, como
Julia, cobijada ahora en mí, dejándose envolver por mis brazos, desnuda y suave ante mis ojos.
Tenía el presentimiento de que de un momento a otro se rompería el hechizo. Era tanta la
felicidad, las sensaciones, la dulzura y el calor que emanaba de su cuerpo, tanta la gratitud, el
placer... que logré despojarme de la vida exterior y me dejé arrebatar por los sentidos. La leve
presión de su boca, el roce de su vientre empujando hacia el mío con una cadencia continua, el rubor
de su cara o la fiebre candente de sus muslos eran parte del prodigio, de la magia y de la noche.
Antes de que volviera a temblar, Julia se apretó contra mí y echó encima de los dos la sábana y la
colcha. Me hablaba en voz muy baja, «No pares de abrazarme», mientras sus pies, inquietos y fríos,
se enredaban en mis pies; mientras las manos, más audaces que antes, tanteaban sobre la piel,
dibujaban, sinuosas, un círculo en mis ingles.
—Ten paciencia conmigo —musitó—. Perdona mi torpeza.
Ni siquiera respondí. La estreché con más fuerza y busqué de nuevo sus labios. Desnudo entre
unas sábanas con olor a colada y a deseo, estremecido por una mujer tendida a mi lado, por el ser
que apaciguaba y conmovía mi vida al mismo tiempo, empecé a reconocer que aquél era el momento
más intenso y sensible de cuantos había podido experimentar en puntuales momentos de mi breve y
precaria historia amorosa. Con Julia no había urgencia ni precipitación, sino cautela y asombro,
deseo sometido a la sorpresa, a sus reacciones sin cálculo, a sus ojos entornados por un placer no
vivido hasta entonces. La sentía en su tierna oscilación acomodarse sobre mí, atrapando mis caderas,
mi cintura entre sus muslos, aproximarse despacio hacia mi rostro buscándome el oído, mordiéndome
el lóbulo con levedad, con la dosis justa de deseo y turbación, de arrebato y de delicia mientras sus
pechos, crecidos y ardientes, mostraban su opulencia entre las sombras, se aplastaban sinuosos sobre
mí, temblaban ateridos como peces de nieve. Y luego la misma y exacta sacudida de delirio, de
dulzura, la extenuación, el desvanecimiento y la ebriedad de un gozo que acaba como un palpito,
continuo y suave, que se niega a extinguirse tras la última oleada que nos dejó tendidos el uno junto
al otro, quietos los dos, escuchando únicamente el tenue murmullo de las respiraciones.
—Pídeme que olvide esta locura.
—Es lo más dulce que me ha pasado jamás —le contesté sin apenas girarme, apretando su mano,
sintiendo que una desbordante ternura hacia ella me invadía.
—Pídeme que lo olvide, Claudio, pídemelo.
TRECE

Querida Elvira, te escribo desde la culpa y desde el arrepentimiento que me provoca el silencio
con el que te he pagado estos últimos meses. Puedes estar segura de que nada has hecho para merecer
mi ingratitud y de que todos los reproches que me dediques después de recibir esta carta los tendré
merecidos y los aceptaré con absoluta humildad. Cuando nos despedimos en el puerto (han pasado ya
catorce meses), dentro de aquel abrazo que nos dimos iba mi sincera promesa de impedir a toda
costa que la distancia nos acabara separando no sólo físicamente, sino también en la amistad que nos
ha mantenido juntas casi toda una vida. Siento no haber cumplido mi propósito como debiera, sobre
todo tras el último verano y por muy enjundiosas que fueran las razones. El caso es que hoy martes, 3
de diciembre de este 2002 que se nos va casi sin darnos cuenta, te he echado más de menos que
nunca.
Pensarás que sólo me acuerdo de Santa Bárbara cuando truena y que a buenas horas recurro a ti
para buscar consuelo. Estás en tu derecho. Te comprendería además si decidieras no responderme o
si tu pago fuera el mismo que el mío: un silencio injustificado, inmerecido y largo. Sin embargo, han
pasado muchas cosas en mi vida desde el pasado agosto y necesito compartirlas contigo aunque sea
desde la esperanza de que, en algún momento, leerás estas líneas que ahora te escribo.
En cuanto al cambio, tal y como te adelantaba a los pocos meses de llegar, no puedo sino hablar
bien de una ciudad en la que nunca me he sentido extraña y en la que no he echado de menos nada de
lo que dejé en Ceuta cuando me fui. Me he acostumbrado ya a su fisonomía, a sus lugares, a un clima
muy semejante al nuestro. Mi casa es una bombonera que he vestido y decorado a mi gusto, ya me
conoces. Recuerda que se trata de un ático situado a dos pasos del ayuntamiento, muy céntrico pues, y
aunque no se puede calificar de espacioso (sí de suficiente y de excesivo para una mujer sola) todo
lo compensa con la luz (es muy luminoso) y con las excelentes vistas que ofrece desde la terraza. No
hará falta que te recuerde que aquí tienes tu habitación, tu cama dispuesta y tu espacio para cuando
decidas venir.
Respecto a lo otro, a mi «acomodo espiritual», ¿te acuerdas? (tú siempre haciendo chistes con
mis frases), puedo decirte que, hasta hace poco, aún no había alcanzado ese nivel de complacencia
que esperaba encontrar tras mi jubilación. Ya sé que el problema, como siempre, está únicamente en
mí. Era tanto el deseo de empezar a disfrutar de todo, de aprovechar cada momento cuando dejara el
colegio, que le he estado exigiendo al tiempo y a la vida mucho más de lo que tienen o de lo que
pueden dar. En cualquier caso y siendo más que sincera contigo he de confesarte que todo comenzó a
cambiar hace dos meses.
Hasta el pasado octubre te aseguro que apenas conocía a nadie en esta ciudad. Mis relaciones
humanas han sido un desastre por motivos que carecen probablemente de lógica, aunque también
reconozco que no he puesto demasiado de mi parte para evitarlo. Al año de mi llegada todavía no
llevaba una mínima vida social. Bien es cierto que ponerse al día tras un cambio de esta naturaleza,
empezar a rodar, como quien dice, no es cosa banal y lleva su tiempo. A ello cabe añadir un hecho
que surgió poco antes de mi partida y que te mencioné muy de pasada, quizá intencionadamente para
no darte más detalles de los que entonces llegué a considerar. «He encontrado unos documentos
sorprendentes entre los objetos que guardaba mi madre», ¿recuerdas?
Preferí no precipitarme y oculté durante meses una información que no solamente aportaba
valiosos detalles de mi pasado, sino que, más allá de lo que pudiera imaginar, ha alterado mi
existencia hasta extremos que verdaderamente desconozco.
No he logrado saber cómo llegó a manos de mi madre el diario original del hombre que, según su
propia confesión, ordenó asesinar a mi padre y a centenares de infelices entre julio y agosto de 1936.
Ella guardaba esos papeles junto a dos cartas del mismo oficial en las que se encuentran también
relevantes y comprometedoras confesiones. No te imaginas, Elvira, cuánto me han atormentado esos
documentos y el tiempo que me ha llevado superar (si es que lo he conseguido) el impacto que me
causaron. Por ellos sé cómo y por qué peregrinas razones acabaron con la vida del brigada
Alejandro Gadea, mi padre, pero también me han llevado a enfrentarme a una completa desconocida
para mí: mi propia madre. La conclusión de ese largo proceso mental, condicionado por los hechos
que he podido deducir de las citadas cartas, ha sido tan dolorosa como turbadora. A estas alturas,
querida Elvira, a mis sesenta y cinco años cumplidos, no sé realmente de dónde vengo, quién soy o
de qué confuso pasado procede la vida sacrificada y mezquina que he llevado. No sé verdaderamente
quién es mi padre, ¿comprendes? Ignoro si soy hija del verdugo o de la víctima, si soy fruto del amor
o del miedo, del deseo o de la depravación y de la infamia. Esa es mi congoja, Elvira, todo el
desasosiego que me invade desde que hallé esos papeles y desde que ando como desconcertada,
tratando de devolverle el sentido a lo que hago y a lo que he hecho a lo largo de mi vida.
Acuciada por la urgencia de ordenar precisamente mi vida, de acabar de una vez con esa
perplejidad que me ha privado de paz, de confianza en las cosas, consideré oportuno sacar a la luz el
diario de ese indeseable, el capitán Alonso Zaldívar. Visité una editorial de aquí y les propuse la
publicación de esos papeles personales en los que se pone en evidencia la clase de alimañas, de
gentuza que protagonizó aquel alzamiento militar y en los que se ofrecen numerosos pormenores de
aquel tiempo, detalles que ningún historiador, que yo sepa, ha podido conocer de primera mano. Lo
mejor de esa decisión no fue solamente el informe positivo de Mariola Editores y la consecuente
disposición a publicar el documento de Zaldívar; lo mejor, sin duda, fue conocer a Claudio y hallar
en él, en un hombre de extraordinaria pureza, las cualidades humanas y la empatía que no he podido
encontrar en tantos años.
En estas semanas (dos meses quizás), a través de los encuentros y las citas para despachar
asuntos meramente profesionales, Claudio se ha ido transformando en una presencia necesaria para
mí. Su vida, tan corta aún (¿qué son cuarenta y cinco años, Elvira?), tiene muchos puntos en común
con la mía o, al menos, así lo he podido o he querido entender. Admiro en él todo lo que quise para
mí con su misma edad, la ambición que me faltó, la sensibilidad que mantuve escondida y a salvo
para sobrevivir, la espontaneidad o la inocencia con la que deja trasparecer sus sentimientos.
Trabaja en la editorial que te he comentado y sospecho que ha sido, en buena medida, cosa suya la
decisión de publicar el diario. Su propósito, su sueño a fin de cuentas, es dedicarse por completo a
la literatura y vivir de sus propios libros, pero hasta ahora no ha tenido la fortuna necesaria y, según
él, no ha encontrado la gran historia que todo escritor necesita para «dejarse la piel en el intento y
salir de la mediocridad» (te trascribo literalmente sus palabras).
Claudio podía ser perfectamente mi hijo. Nos separan veinte años, la edad idónea para una
maternidad que ni tú ni yo hemos conocido y de la que, por diferentes razones, nos ha privado la
vida. Cada vez que miro hacia el pasado, esa infinita y oscura galería que sólo genera angustia y
congoja, no puedo evitar la ofensa que me parece todo: los años perdidos entre las cuatro paredes de
mi casa. Veo a mi madre y empiezo a descreer de su dulzura y su docilidad, de su permanente
dependencia de mí. Su imagen no ha vuelto a ser la misma desde que encontré ese maldito diario y
esas cartas. Ya no la reconozco, Elvira, no veo en ella a la enferma que fue, a la mujer de cristal que
amenazaba con resquebrajarse al menor tropiezo; no veo a ese ser al que me mantuve atada por
voluntad, por eterna deuda de amor y de sangre, por lealtad de hija buena y abnegada, dispuesta a
renunciar a sí misma, a su felicidad o su infelicidad, a elegir su destino... No soy justa, lo sé, pero a
quien veo es a una madre posesiva, acomodada a la debilidad como a un refugio hecho a su medida,
inexpugnable; una mujer absorbente que exige la exclusividad afectiva de una hija que fue
renunciando a todo por ella.
Hace cinco años que murió y pese a los cambios a los que he sometido mi vida, aún noto su
presencia y aún percibo su aliento. Sólo me he empezado a sentir diferente y a salvo, en cierto modo,
de su invisible influencia, tras conocer a Claudio. Ha sido como trasladar el epicentro de mis
sentidos, el foco de mis percepciones, a un ser rotundamente nuevo y capaz de compensarme con su
gratitud. El ha logrado que comenzara a sentirme mujer de un modo absoluto y diferente, a cambiar la
perspectiva de mi propia existencia, a ver desde sus ojos y a saberme admirada por primera vez.
Claudio me ha enseñado a quererme, Elvira, y eso me ha ganado como a una madre complacida o
como a una adolescente feliz y soñadora, no sé bien.
Lo cierto es que él ha puesto un punto de luz en el gran desconcierto en el que vivo. Esa fue quizá
la razón que me indujo a proponerle viajar conmigo a Marruecos hace un par de semanas. Y el
milagro se cumplió, querida amiga, y fue tan oportuno que aceptara y que decidiera acompañarme
que dudo mucho de haber salido bien librada de toda esa aventura, de tanto encuentro y desencuentro,
de no haberlo tenido junto a mí.
Ya sé que me estarás maldiciendo por no haberte avisado y por no dedicarte una simple llamada
de cortesía, pero no estaba de humor para ello cuando pasamos por Ceuta. Acababa de saber que mi
padre (al menos el que siempre consideré como tal) llevaba casi setenta años sepultado en una cuneta
y me sentí infinitamente impotente, engañada, estafada por el pasado y por la vida. Lo que quiero que
entiendas es que Claudio está siendo, sin sospecharlo siquiera, el apoyo que estaba exigiendo mi
persona.
Te recuerdo que cuando decidí emprender una existencia nueva, empezar otra vez, distanciarme
del triste pasado que tú me has conocido, acababa de salir también de un trance no menos desolador.
Fueron casi dos años de hospitales luchando contra una enfermedad de la que pude salir a fuerza de
agallas y de fe, reforzada y más entera que nunca. Un carcinoma de ovario detectado a tiempo gracias
a una revisión de rutina y, después, el milagro de la cirugía extirpando todo cuanto estuviera bajo
sospecha (ovarios, trompas y útero) para dejarme limpia y someterme por mera prevención a unas
cuantas sesiones de quimio; de ahí aquel inusitado deseo de empezar otra vez, Elvira, de echarme el
mundo a la espalda y de aprovechar cada minuto nuevo como un regalo del destino, como un
derroche de generosidad.... Venirme a esta ciudad fue una decisión acertada y dentro de poco, en
cuanto salga a la luz el libro del que te hablo, el diario del capitán Alonso Zaldívar, veré colmada
(pese a los imponderables que de inmediato te comentaré) una parte importante de mis deseos.
Claudio me está ayudando a compilar información sobre el funesto personaje. ¿Puedes creerte
que un hermano suyo, un tal Marcos, vive a setenta kilómetros de aquí, al norte de la provincia? Debe
de ser una reliquia, según dicen, aunque bien conservada, y andará, calculó yo, por los noventa y
cuatro o noventa y cinco años. El caso es que dentro de unos días le haremos una visita y trataremos
de sacarle algo de interés. Ya sé que estas cosas no me benefician en nada y que remueven todo
aquello que he venido precisamente a olvidar aquí, pero también es un modo de extirpar de una vez
este comecome que me arrebata el sosiego.
Esta semana he de verme con Claudio para tratar estas cosas y decidir la fecha en la que iremos a
Benissa, la localidad donde vive el hombre del que te hablo. No nos hemos visto desde que
regresamos de Marruecos, aunque, eso sí, no hay día que pase sin que una llamada nos consuele.
Creo que este próximo sábado (lo estoy decidiendo en este mismo instante) .le invitaré a cenar a casa
y aprovecharé, si la ocasión lo aconseja, para hablarle de nuevo de ti. Ya le he dicho quién eres, lo
importante que has sido en mi vida y estoy completamente segura de que le alegrará saber que te he
escrito.
Ahora, querida Elvira, quiero decirte algo que empañará, en cierto sentido, todo cuanto he venido
a contarte en esta carta. Entiende que he dejado para el final lo que, desde este mismo momento, ha
de ser un secreto entre las dos y que no quiero que alcance a quienes he conocido estos últimos
meses, especialmente a Claudio. Verás, hace unas semanas me sometí a una nueva revisión
ginecológica. Desde que vine, mi historial clínico ha pasado por las manos de varios médicos del
Hospital General y he hecho buenas migas con algunos de ellos. Hoy mismo he recogido el informe y
los resultados de lo que creía una simple prueba rutinaria, pero no ha sido así. Me han retenido más
de una hora y al final, después de una larga sesión de eufemismos y buenas intenciones, creo que he
sido yo quien ha tenido que dispensar consuelo y rogar franqueza.
Te decía al principio que nos acordamos de Santa Bárbara cuando oímos tronar. Llevas toda la
razón si piensas eso de mí, pero te pido que no me juzgues por ello y que estés a mi lado cuando
llegue el momento, cuando más lo necesite. No sé qué margen de tiempo se me ha concedido (el
doctor Blasco se acoge a la socorrida relatividad de los tratamientos, a mi propia resistencia), pero
no hay buenas perspectivas más allá de dos o tres años, incluso menos si el tumor se muestra más
agresivo de lo previsto.
Qué tremenda decepción, Elvira. Qué terrible desengaño en los momentos de mayor confianza.
Precisamente ahora en que me sentía con pleno derecho a vivir, a exigir mi pequeña porción de
felicidad. Y ya ves, dentro de muy poco, una vez descartada la cirugía, me veré expuesta a inútiles
sesiones de quimioterapia, a tratamientos de radiación y a soluciones paliativas que ensancharán la
tortura unos meses más. Aún no sé cómo lo voy a soportar ni con qué dignidad llevaré mi propia
decrepitud.
Ayúdame a ser fuerte, aunque sea desde la distancia y desde la conmiseración. Tengo la
sensibilidad a flor de piel y no sé durante cuánto tiempo podré fingir ante quienes más me importan,
ante Claudio sobre todo. Me siento inmensamente perdida desde hace unas horas; desde que
abandoné el hospital y me refugié en este cuarto, desde que tomé la decisión de escribirte y hacer de
ti mi única confidente.
A partir de ahora te pido que me acojas, que me escuches, que me permitas confiarte cada uno de
mis pensamientos, que me dejes comunicarte mi voluntad cuando me pueda la desesperación. Tengo
miedo, Elvira, y me asusta el desamparo como una fiera terrible.
Ayúdame. Escríbeme. Perdona toda mi ingratitud.
Me consuela saber que existes y que un día de estos escucharé tu voz o me encontraré con tus
palabras.
Tu amiga en la vida y en el alma,
Julia

P.D.: Te adjunto una copia del informe clínico para que tú misma juzgues y me ayudes a soportar
el desaliento.

***
SERVICIO DE ONCOLOGÍA MÉDICA
INFORME CLÍNICO

Anamnesis:
Paciente de 65 años de edad, soltera, nulípara (nacida en Melilla el 12/04/1937) con antecedentes de carcinoma de ovario (PT1,
NO; MO) en el año 1999, que requirió ooforectomía. Seguimiento sin evidencia de recidiva.

Antecedentes:
Hipertensión arterial

Enfermedad actual:
Actualmente se diagnostica carcinoma de sigma metastático con lesiones hepáticas múltiples.

Tratamiento:
La masa tumoral es irresecable quirúrgicamente y las posibilidades de intervención con quimio o radioterapia, aunque se
recomiendan, son escasas debido a su diseminación metastásica. Se aconseja tratamiento paliativo con soporte analgésico y tratamiento
neuromodulador.

Diagnóstico:
- 153 NEO COLON.
- M 8104/3 ADENOCARCINOMA NEOM.
CATORCE

Llegamos a Benissa a última hora de la mañana, poco antes de las doce. Bernat Capó nos estaba
esperando, tal y como acordamos por teléfono, a la entrada de la localidad, exactamente a la altura
de El Cantó, un restaurante bastante conocido en la zona. Ramírez había previsto acompañarnos con
la excusa de saludar a su venerado escritor y, de paso, animarle a concluir ese libro que, según mis
cálculos, ya debía estar en nuestro poder; sin embargo, algo que no quiso aclararme del todo le
obligó a cambiar de planes en el último momento:
—Mira que lo siento, Claudio, pero se me han torcido las cosas —me dijo, mientras me lanzaba
un juego de llaves desde su mesa—. Coge mi coche, no pensarás llegar al pueblo con la mierda de
trasto que tienes. Al menos queda bien.
Antes de marcharnos tuvo el detalle de salir del despacho y dedicarle a Julia un saludo en toda
regla; hasta se marcó la cortesía de pedir disculpas y de lamentar muy en serio perderse una jornada
en tan buena compañía y una ocasión de oro para conocerla más allá de un mero intercambio de
sonrisas en la puerta de la editorial.
Ramírez, cuando quería, era un hipócrita adorable o un cínico francamente cordial y convincente.
El caso es que Julia respondió con una sonrisa cargada de inteligencia y con la espléndida
locuacidad de costumbre:
—Gracias por todo, Ramírez, no había tenido ocasión de decírselo a la cara. Claudio habla
maravillas de usted y no veía el momento de estrechar su mano. Es usted una referencia para él. No
le defraude. Claudio vale mucho, aunque supongo que no le digo nada nuevo y que me delatan en el
fondo el cariño y la gratitud.
Fue la primera vez que advertí en Ramírez una desmañada ternura, en concreto al presionar la
mano de Julia y retirarla con lentitud, casi a punto de decir algo que no llegó a pronunciar,
enmudecido por ella.

Era un día de enero frío y plomizo, desabrido dijo Julia, y sólo al salir de la autopista y tomar el
desvío hacia Benissa comenzó a levantarse la niebla. Bernat nos esperaba desde hacía unos minutos
en la puerta de El Cantó, al abrigo de una cornisa y tapado hasta los ojos. Ni siquiera me permitió
bajar del coche y enzarzarnos en saludos. En cuanto me detuve y me reconoció a través del
parabrisas, se dirigió al vehículo y penetró por la puerta trasera.
—¡Collons, xiquets, fa un fred del dimoni!
Recordé de inmediato su familiaridad, el trato cercano de nuestro primer encuentro, y agradecí en
silencio la confianza que a los pocos minutos ya se había entablado entre los tres. En principio, Julia
se excusó por ocupar el asiento delantero, por no haber tenido ocasión de cederle el sitio, pero
Bernat la interrumpió, si no recuerdo mal, con una respuesta ocurrente que nos hizo reír y que facilitó
las presentaciones. Luego me señaló el camino. Debía tomar la salida sur de la población y conducir
en dirección a Calpe. A unos quinientos metros y tras una curva cerrada me hizo girar a la derecha
por un desvío que nos llevó directamente a un paraje rústico, abrupto. Remontamos una cuesta curva
y pina que lindaba, a la derecha, con un viejo caserón, y que nos condujo hasta una senda de asfalto
que, culebreando por la ladera, se perdía en una espesura de pinares.
—¿Ves aquella higuera que parece despeñarse del camino?
—tenía a Bernat en mi cogote, escudriñando el paisaje—, pues no te pases y tuerce a la izquierda
en cuanto la alcancemos.
No imaginaba una pendiente tan pronunciada y tortuosa como la que nos esperaba al girar. La vía
se truncaba en aquel espacio, en un rellano alfombrado de grama y agujas secas de pino que, sin más
opciones, desembocaba en una verja y una puerta metálica.
—Parece escondida —advirtió con sordina el escritor, como creando misterio—, pero los del
pueblo conocemos la casa y el camino como la palma de la mano.
Me indicó que aparcara el coche a un lado de la explanada, junto al cercado, y que detuviera el
motor. Luego salimos del vehículo y seguimos a Bernat hasta la puerta. Cuando pulsó reiteradamente
el timbre se oyeron ladridos y pisadas al otro lado y, de inmediato, un mecanismo accionó el portón
metálico para que se abriera lo justo, algo más de un metro, y pudiéramos acceder al interior.
—Con Tusca no hay cuidado —exclamó Bernat—. Sobrecoge y amedrenta a más de uno, pero es
noble como su dueño y distingue a los intrusos.
Tusca era una perra blanca y enorme que reconoció al escritor en cuanto lo olió de lejos. Yo no
sabía que a Julia le agradaban tan vivamente los animales y, pese a lo que imponía aquel ejemplar de
pastor del Pirineo, jugueteo con ella sin dejar de caminar, acariciando su cabezota inquieta y
complacida.
La casa, grande, encalada de blanco y cuya fachada aparecía defendida por una arcada y un
hondo soportal, daba a un jardín, a un sendero de gravilla y a un paisaje de cultivos, de valles y
recuestos, de suaves collados extraviándose en la lejanía hasta alcanzar el mar, un horizonte ancho y
azul quebrado en sus entrañas, en su eje, por la inminencia bronca del Peñón de Ifach. Antes de
alcanzar la entrada al caserón, al riu-rau como me corrigió Bernat, Tina nos salió al encuentro. Era
una mujer con un aire y una indumentaria inconfundiblemente rurales, hecha a las labores del campo y
las tareas de una vida cíclica y doméstica, imperturbada por la costumbre. Tendría la edad de Julia y,
sin embargo, se le había echado encima la vejez.
—Tina se ha hecho en esta casa —nos explicó más tarde el escritor—. Era una chiquilla cuando
se puso a servir en ella. Se puede decir que es el alma de este lugar y la sombra de Marcos desde
que el viejo se instaló en el pueblo.
Tina apenas pronunció unas imperceptibles palabras de bienvenida. Nos tendió la mano con
timidez, con acusada humildad, y se adelantó para que la siguiéramos.
Entramos en la vivienda y recorrimos un pasillo que desembocaba, a la izquierda, en un salón
amplio y alfombrado. Allí, junto a una de las ventanas y una mesa camilla sobre la que parecía
concentrarse la escasa y fría luz de aquel día de enero, un anciano de perfil rocoso, de pelo
blanquísimo y barba espesa y cana, jugaba a las cartas con una niña de no más de siete años. Era una
escena tierna, de cuento o de postal de invierno, con ambos personajes abrigados bajo las faldas de
la mesa al amor de un brasero y absortos, distraídos en aquella inocencia.
Julia y yo nos miramos fugazmente sin dar crédito a lo que, por fin, veíamos con nuestros propios
ojos. Costaba creer que después de tanto recurrir a la imaginación, a las suposiciones, a las
conjeturas, aquel hombre que ni siquiera se había percatado de nuestra presencia y que nos regalaba
un perfil distinguido era Marcos Zaldívar. Pese a los años que le atribuíamos parecía un tipo fuerte,
con buen dominio del porte y con un aire de dignidad que se advertía en la distancia.
—No se queden ahí —murmuró el anciano sin apartar los ojos de la mesa, sonriendo a la niña
con complicidad—. Han llegado a tiempo de verme perder. Carmelina es astuta como una raposa.
Cuando el viejo se giró hacia nosotros y, trabajosamente, comenzó a incorporarse, vimos emerger
a un gigante vencido, a un coloso derrotado por la tiranía de la edad. Si en aquel momento sentí que
el corazón se me desbocaba, el de Julia debía de galopar descontrolado y frenético ante aquella
presencia. Después de ese tiempo persiguiendo una sombra, el recuerdo o la leyenda de un ser como
Zaldívar, la evidencia física o el testimonio de alguien de su misma sangre tenía el razonable sentido
de una aparición. Por ello, durante unos segundos, minutos quizá, permanecimos de pie, junto a
Bernat, sin acertar a dar un paso ni a decir nada.
—Carmelina es la niña más lista y obediente que he conocido jamás —manifestó con
grandilocuencia el escritor, viendo cómo la pequeña corría hacia él—. Estos amigos no saben que
eres la primera en la escuela, ni lo bien que tocas el violín y lo mucho que quieres a Marcos.
—Sí, muy lista —dijo Tina—, pero es hora de decir adiós a Bernat y a estos señores y de
acompañar a la abuela a la cocina. Dentro de nada es hora de comer.
La niña se marchó sin oponer la menor resistencia de la mano de Tina, observándonos con una
expresión entre traviesa y risueña, dejándose acariciar por la mirada protectora de Marcos.
—Bueno, bueno y bueno —intervino de nuevo Bernat—. Como veis, todo llega. Hace unas
semanas que me preguntabas por él, Claudio, y aquí lo tenéis ahora, a vuestra disposición y con más
juicio que un servidor, que ya presumo de achaques y de gatillazos de memoria.
A petición del anciano, Julia y yo ocupamos el sofá que había frente al televisor mientras Marcos
y Bernat se acomodaron en los dos sillones que nos flanqueaban. En aquel instante pude ver de cerca
el rostro del viejo Marcos Zaldívar y sentir a la vez la respiración fatigada, nerviosa quizá, de Julia
a escasos centímetros de mí. Me había hecho a la idea de que aquélla era una ocasión caída del
cielo, única, irrepetible, y que debíamos aprovecharla como tal. Lo pensaba mientras insistía en
aguantar la mirada sobre él, sobre su faz vehemente y estriada, contraída sobre la densa barba que le
nacía con diligencia bajo los ojos como un blanco herbazal y que se ocultaba por su garganta entre el
pañuelo del cuello y un espeso suéter de lana. La mirada, hundida y oscura, era el refugio del viejo
fulgor de sus ojos, entreverados bajo el ceño y enmarcados de arrugas por una piel cuarteada y
baldía; una mirada, sin embargo, más inquisitiva que buena, más inquietante que apaciguadora.
—Verán, no soy hombre de rodeos ni de formalidades. Hace tiempo que superé ese nivel de
estupidez, al menos desde que cometí la inmoralidad de vivir más de la cuenta y me trasformé en un
personaje ofensivo y anacrónico. Si les parece, iremos directamente al grano. Bernat ya me ha puesto
al corriente de cierto asunto que les interesa y que a mí, si he de serles sincero, me pilla muy de
lejos. Creo que han estado investigando sobre mi hermano Alonso y que tienen la intención de
publicar algo de él, una pequeña biografía...
Con cierto aire de somnolencia o de fatiga, con el corazón latiéndole en la garganta, Julia se
animó a interrumpir.
—Es algo más que eso. Ya sé que han transcurrido demasiados años desde su muerte y
desconozco, más allá del parentesco familiar, la relación que Alonso Zaldívar llegó a mantener con
usted durante aquel tiempo, pero hay partes de su pasado que se cruzan con el mío y que
particularmente me importan más de lo que pueda suponer.
—No era eso lo que hablamos Claudio y yo hace apenas unos días —exclamó Bernat Capó
dirigiéndose a mí—, ¿o quizá me equivoco? Creo que se trataba de un libro, de una publicación
sobre ese oficial y de un «valioso rescate histórico». Esas fueron tus palabras.
—Y no le mentía, créame —respondí tratando de ser conciliador—. Tenemos un documento
francamente interesante, un testimonio narrado en primera persona que publicaremos en breve y que
irá precedido de una biografía sobre el autor, es decir, sobre el capitán Alonso Zaldívar. Nos
parecía oportuno enriquecer esas páginas con las palabras y con la experiencia de alguien tan
vinculado a él como su propio hermano.
—No tan vinculado, jovencito —me corrigió el viejo mientras sorbía con estridencia el vermú
que Tina acababa de servirnos en una bandeja—. Mi hermano y yo echamos muy pronto el vuelo. A
él le llamaron las armas y a mí las leyes. Apenas dio señales de vida durante su intensa y señalada
carrera militar. Mi madre se lamentaba a todas horas de ese desapego y de sus ínfulas de hombre
duro y autosuficiente; ella decía que en el fondo era tan débil o más que cualquiera y que se servía de
una coraza para que nadie descubriera su interior. Eso decía. Por lo demás, Alonso sólo recurría a
mí en momentos de apuro, algo más en los últimos años, pero siempre guardando el hermetismo que
le caracterizaba en ciertos asuntos.
—Entonces, nada sabrá usted de esto —Julia acababa de poner el diario del capitán en las manos
de su hermano—. Me gustaría que le echara un vistazo. Ahí tiene abundante información sobre el
capitán Alonso Zaldívar Téllez, al menos recoge en esas hojas varios años de su vida y de sus
«heroicas» acciones.
—¿De dónde lo ha sacado? —dijo Marcos, dibujando un gesto de contrariedad.
—No se lo va a creer —respondió ella—. Lo guardaba mi madre entre sus cosas, como un regalo
de la fatalidad o del destino. También poseía algunas cartas de su hermano bastante elocuentes, lo
suficientemente expresivas como para implicarme, como le digo, en un pasado del que no he sabido
nada hasta que mi madre faltó y encontré esos documentos.
Ahora, pese a la precariedad de aquellos ojos nublados por los años y las sombras, se adivinaba
en ellos un brillo de emoción que desmentía, no obstante, el rictus duro y fibroso de sus labios,
semiocultos entre la barba y el matojo blanquecino del bigote. También ahora volvió hacia Julia su
corpachón desvencijado y pétreo y la examinó afilando mucho la mirada.
—Me habla de su madre como si algo tuviera que ver con mi hermano. No sé si está al corriente
de cómo murió y en qué circunstancias me tuve que hacer cargo de sus cosas, de lo poco que dejó y
que se reduce, si de algo les sirve saberlo, a unos cuantos objetos personales y a varios documentos
privados. Ninguno de interés, a decir verdad, pero en nada de lo que recibí de él tras su muerte hay
indicios de alguna mujer o de alguien especialmente cercano. Ya les digo que Alonso era un
solitario.
—¿No recuerda nada parecido a una carta, una tarjeta o una nota firmada por ella, por Paulina?
—preguntó Julia—. Es importante saber si mi madre le respondió en algún momento.
—No sé de quién me habla y le aseguro, señora, que jamás hallé ningún escrito con ese nombre.
Lo que recibí del cuartel de Infantería donde acabó sirviendo mi hermano, siendo ya coronel, fueron
varias cajas con trofeos deportivos, hatillos de ropa usada, algunos muebles que debieron de ser de
su propiedad, un fajo de correspondencia, no mucha, condecoraciones y alhajas de escaso valor que
aún guardo en algún lugar de esta casa.
—Tampoco estará al corriente de las actividades de su hermano ni de su amplio y glorioso
historial —dijo Julia empleando un suave sarcasmo.
—Soy viejo, muy viejo, señora, pero no ingenuo o irresponsable hasta extremos de estupidez o
de auténtica ignorancia. Sé quién fue mi hermano y hasta puedo aceptar algunas de las infamias que
se le han atribuido, pero no se puede juzgar a nadie desde el fondo de nuestras pasiones y desde el
revanchismo sin haber estado allí, sin saber, con argumentos morales, con razones y valores
patrióticos, humanos, lo que unos hombres que sentían como ninguno a su país, a su nación, se vieron
obligados a hacer por el bien colectivo.
Bernat se pasó una mano por la cabeza monda y pulida y por un momento pareció a punto de
intervenir, pero no lo hizo y respondió con una sonrisa disconforme e irónica. Eran muchos años de
charlas, de encuentros y de discusiones en torno a un tema tantas veces recurrente e irreconciliable.
Parecía mentira que un intelectual de izquierdas como él tropezara siempre en la misma piedra que
Marcos Zaldívar le colocaba en el camino. Ese era el punto de mayores divergencias, de menos
alianza entre ambos pero, del mismo modo, ahí estaba la prueba incontestable de que la amistad se
situaba por encima de ideologías y de dogmas. Marcos apoyaba su osamenta y su pesada bonhomía
en el bueno de Bernat y éste había obtenido del viejo abogado, en medio siglo de sobremesas y
paseos, no pocas enseñanzas y sobradas muestras de afecto, de lealtad y de fervor. Se tenían el uno al
otro como asimismo tuvieron, veinte o treinta años atrás, al maestro Manolo Bru y al mismísimo
Chester Himes.
—No le comprendo —dijo Julia, mirando esta vez al viejo con un acceso de bravura—, hace un
momento se desmarcaba de su hermano como de un apestado y ahora hasta parece que lo defiende,
que es capaz de entender y justificar todas sus atrocidades.
—¿Han venido aquí para eso? —Marcos Zaldívar comenzó a alterarse y a elevar el tono de su
voz. Luego tomó el vaso de vermú, sorbió sosteniéndolo con las dos manos y miró fijamente a Bernat
—. No tengo cuerpo ni ánimo para enfrentarme a estas cosas. Se trataba de colaborar con ustedes
para un libro sobre Alonso o algo así. Por suerte o por desgracia llevo vivido más de la cuenta y aún
puedo ser útil en ciertos asuntos; pero si han venido a ajustar cuentas conmigo o a decirme a la cara
lo canalla y lo infame que fue mi hermano, ya se pueden marchar.
—No se altere, por favor —Julia trató de calmar al anciano endulzando la voz y juntando las
manos en posición de rezo—. No se volverá a repetir, se lo aseguro. Usted no tiene culpa de nada y
para nosotros es un auténtico regalo, un privilegio, que aceptara recibirnos en su propia casa.
—Tanto es así —intervine esmerándome mucho en la frase-que si lo considera inoportuno,
olvídese de ese diario, el que tiene sobre la mesa, y devuélvaselo a Julia. Sería muy duro para usted
leer ciertas cosas que le helarían la sangre por muchos años que pasaran.
—No, eso no —el viejo colocó su mano izquierda sobre el documento, protegiéndolo acaso—.
Cuando ustedes se marchen quiero darme el gusto de ojearlo con tranquilidad. No tengo ni la agilidad
ni los reflejos de antes. Además, imagino que será una copia.
—Lo es, y puede quedársela —dijo Julia—. Ahora, si no le molesta, me gustaría que nos hablara
de usted. Me he preguntado muchas veces cómo y por qué se instaló en este pueblo. Era, si no me
equivoco, un ilustre letrado en Valencia.
—¿Eso le han contado de mí? —Marcos comenzó a respirar con placidez, se aproximó hacia
Julia y le tomó la mano—. Mire, entre usted y yo, le confesaré una cosa que he mantenido oculta
durante buena parte de mi vida: aquí, donde me ve, yo fui un chico malo. Lo fui para los míos, desde
luego. Y usted se preguntará que quiénes eran los míos, ¿no es así?
—¿Se lo pregunto entonces? —Julia estaba deliciosamente absorta, concentrada en el anciano.
—Camisas viejas, camaradas, hombres de la Falange. Entré en el partido al poco de que se
fundara, en el año 34. Mi hermano ya estaba en el Ejército y yo compaginaba mis estudios de
Derecho en la Universidad de Valencia con las actividades políticas. Lo hice bien. Me gané la
confianza de mis correligionarios y comencé a ocupar puestos de responsabilidad. Cumplí un buen
papel en la guerra y supieron compensarme después. Ocupé diversos cargos políticos y me alisté en
la División Azul cuando llegó el momento, es decir, en 1941. A mi vuelta las cosas empezaron a
cambiar. La experiencia vivida en Rusia, el modo en que el Régimen comenzó a desvirtuar el espíritu
de José Antonio o el hecho de que empezara a pensar por mí mismo, a analizar con lucidez los
efectos reales del fascismo, del nuevo gobierno, me fueron transformando en un opositor incómodo,
en un falangista divergente al que cabía responder con el confinamiento o con la cárcel. «Hago lo que
tengo que hacer» era la frase a seguir, la que marcaba la altura moral en la que debía situarme por
encima de cualquier amenaza o contingencia. Estaba convencido de que lo prudente era rectificar y
emprender la difícil hazaña de mantenerme íntegro a costa de lo que fuera necesario. Lo había hecho
Ridruejo, un ideólogo ejemplar a mi parecer, y lo acabó pagando con el destierro. ¿Qué podía
esperarme sino un castigo igual o incluso peor?
—Vaya con el chico malo —apostilló Bernat, esta vez exhibiendo una sonrisa blanca y generosa.
—La guerra fue necesaria, una exigencia ineludible para la mayoría de nosotros, pero lo que vino
después no estuvo a la altura de lo que muchos esperábamos. Franco comenzó a comportarse como
un caudillo revanchista que se olvidó muy pronto de nuestra revolución, la de la Falange, para
entregarse a las corrientes más conservadoras y a la destrucción indiscriminada de todo lo que oliera
a adversario. Si por un lado fingía la suprema defensa de nuestra generación y de nuestros derechos
incondicionales, por otro predicaba una especie de ley de la venganza, dando a la honrosa tarea del
Poder una categoría de pago de gratificaciones. Franco y los suyos supieron utilizar a la Falange
hasta la traición, olvidando que el mando no lo legitima todo y dando lugar a un régimen político
impopular que sólo administraba hambre, transigía servilmente ante las presiones de la Iglesia,
mantenía una justicia arbitraria y se sostenía gracias a la amenaza y el miedo.
—Entonces, ¿qué fue usted? —preguntó Julia—, ¿un héroe?, ¿un traidor?
—Para mí, un hombre consecuente que prefirió apartarse a tiempo de la escena —dijo Marcos
Zaldívar—. Antes de que mis discrepancias fueran a mayores me retiré de la vida pública. Renuncié
a mis cargos, a mis responsabilidades políticas y vendí mi parte al bufete de abogados al que
pertenecía por entonces. Nada me parecía más oportuno que desaparecer sin levantar la menor
polvareda. Y eso hice. Benissa y esta comarca fueron para mí, más allá de un refugio, un paraíso en
el que me resultó muy fácil vivir.
—Sí, pero sin menospreciar la miseria que aún quedaba por pasar —señaló el escritor.
—No lo recuerdo así —el viejo se puso reflexivo y humilde—. Bien cierto es que no pude
ejercer mi oficio y que no era fácil emplearse en según qué cosas por aquellos años, pero a los pocos
meses de llegar ya me había colocado en la fábrica de muebles.
—Marcos ha vivido en este pueblo como un marqués, esa es la verdad —Bernat volvió a poner
la guinda de su perspicacia—. Ha hecho lo que ha querido, se ha dejado querer y ha sumado muchos
méritos para que todos le quieran. Tina es quien se ha ocupado de que las cosas le fueran mejor
durante cincuenta años, de cuidarlo y de sacar adelante esta casa; y eso que la pobre también ha
tenido un hogar que cuidar en el pueblo, un marido que no se la merece, dos hijas de muy buen ver y
una nieta a la que ya conocen y que es la alegría de Tina, de Marcos y de todos.
—Carmelina es una niña especial —susurró el anciano—. No hay más que verla.
—Yo también lo fui para él —Julia sintió repentinamente una acometida de ternura y se dirigió a
Marcos con voz trémula, vacilante—. Le estoy hablando de Alonso, de su hermano. Guardo dos
cartas de su puño y letra dirigidas a mi madre... Ignoro lo que le pudo contar a usted; ni siquiera sé si
nos está diciendo la verdad, si finge no saber nada.
—¿Qué está insinuando? —exclamó Marcos Zaldívar—. Vamos, no se acobarde. ¿Qué me quiere
decir?
—Nada, no quiero decir nada —respondió Julia—. Siento que mi cabeza es un caos, un
hervidero de ideas que circulan sin orden ni sentido, de sentimientos encontrados, de amor y de odio,
de preguntas, de reproches y recuerdos que se mezclan, que aparecen sucesivamente.
—Mire, no sé qué mal pudo hacerle mi hermano —el anciano hablaba simulando firmeza—, pero
si de algo le vale le diré que acabó pagando por ello. Alonso pagó bien caro sus excesos porque en
el fondo, como decía mi madre, era un perdedor.
—¿Un perdedor arrepentido o un completo desalmado? —Julia insistía.
—Por favor, no me lo ponga más difícil. Dígame qué puedo hacer por ustedes o déjelo de una
vez. Ahí guardo algunas cosas de Alonso, ya le digo. Pueden consultar lo que quieran para ese libro
que van a publicar, no les pondré la menor objeción, pero no insista, no me pida lo imposible ni me
reproche nada.
—No lo haré, quédese tranquilo —Julia rectificó una vez más su actitud y se mostró arrepentida,
como si una fuerza interior la hubiera traicionado de nuevo—. Tampoco le robaré más tiempo. Ha
sido usted muy paciente conmigo.
La aparición de Tina fue providencial y oportuna. Todo parecía indicar que la conversación
había llegado a un punto de estancamiento o de retorno que no nos beneficiaba a ninguno,
especialmente al viejo Marcos, quien ya mostraba signos de fatiga. La mujer traía una píldora y un
vaso de agua que el anciano tragó con un suspiro de resignación. Luego nos propuso tomar algo más
consistente que aquel aperitivo de vermú y de mistela con que nos había agasajado nada más llega,
pero todo aconsejaba interrumpir allí mismo la visita y así lo hicimos.
—No se vayan sin mirar esos documentos —dijo el viejo, señalando hacia un punto inconcreto
de la casa—. Me refiero a los archivos de Alonso. Tengo su expediente completo y alguna
correspondencia de interés.
Le acompañamos a una habitación contigua al salón, una especie de cámara de invitados
atiborrada de objetos inútiles y de muebles de muy diversos estilos, imposibles de armonizar. Julia
no quiso indagar más allá de lo preciso ni permitir que Marcos se continuara fatigando. Se conformó
con hojear el historial militar de Zaldívar y, después, una vez comprobada la escrupulosidad y la
extensión de los datos, solicitó permiso para hacer una copia aquella misma tarde.
—Puede quedárselo —dijo Marcos—. Puede llevarse lo que quiera de él. Sé que estará en
buenas manos. Y además, ¿adonde cree que irá a parar todo esto en cuanto falte yo?, dentro de nada,
ya ve...
—No sé qué decirle —Julia parecía desorientada.
—Aún no me ha dicho cómo llegó el diario de Alonso a manos de su madre. Es algo que me
intriga mucho.
—No tengo la menor idea. Supongo que alguien se lo hizo llegar; sus motivos tendría.
—Pero, ¿por qué a ella?, ¿por qué a su madre? —preguntó Marcos.
—¿De verdad quiere saberlo? —Julia parecía recelar— ¿No estará jugando conmigo?
El anciano respondió con un largo silencio que Bernat aprovechó para acercarse a él y servirle
de apoyo físico. Parecía muy cansado y se dejó guiar hacia su dormitorio, hasta quedar perfectamente
acomodado sobre un sillón tras el que se encuadraba la ventana y, más allá, el paisaje lluvioso y gris
de un día triste de enero. Tina comprobó que Marcos se encontraba bien pasando la mano por su
rostro, tomando delicadamente su muñeca delgada y azul. Luego permitió que Carmelina se quedara
junto a él mientas ella apagaba los fogones y terminaba de preparar la comida. Era el momento de
marcharnos, de despedirnos con discreción desde la puerta del dormitorio para no alterar el
descanso del viejo. Julia no dejaba de mirar a la pequeña y Marcos anotó la observación.
—¿Tiene usted hijos?
—No —respondió ella.
—Tampoco yo. Ni siquiera me lo propuse —susurró el anciano—. Ni me casé ni entró en mis
cálculos la idea de ser padre. Creo que nunca me gustaron los niños.
—Cualquiera lo pensaría viéndole ahora —interrumpí.
—Ya ve, esta niña puede hacer de mí lo que quiera. El día en que no la veo la vida no vale nada.
Creo que es la excusa perfecta para seguir soportando este mundo de locos.
Por un momento me pareció que se suavizaba la dureza de sus facciones, que su barba se tornaba
lacia y sedosa y que sus arrugas se volvían repentinamente dóciles, inciertas. Julia debió de sentir lo
mismo y se aproximó hacia él sin reprimir el arrebato de cogerle las manos, de inclinarse hasta su
altura y de mirarle con una sonrisa afectuosa y dulce:
—Le recomiendo que no lea ese diario. Es usted un hombre bueno y no se merece ese castigo.
Marcos trató de levantarse del sillón para evitar la postura forzada de Julia y se ayudó de ella
para conseguirlo. De nada sirvió que Bernat le recriminara la hazaña, que apelara a su terquedad y
que le pidiera insistentemente que evitara más esfuerzos. El anciano volvía a parecer un gigante
herido que se resiste a caer:
—Siento no haberles servido de mucho. Ya les dije que hay asuntos que me pillan muy de vuelta.
—¿Eso cree de verdad? —murmuró Julia—. Hay cosas que no se dicen sólo con palabras.
—Usted sí que es una gran mujer. Espero que vuelva por aquí.
—Si me lo pide con un abrazo, dé por seguro que lo haré...
Antes de que Marcos desplegara del todo sus brazos de coloso viejo y rendido, Julia lo anilló
con los suyos y se estrechó contra él hasta abarcar su cintura, hasta sentir la descarga de su cuerpo de
anciano trémulo, melancólico, su destartalada osamenta amarrándose al último ser de este mundo.
Tras un intenso silencio que nadie se atrevió a interrumpir, cuando ya deshicieron el abrazo,
ninguno de nosotros, ni siquiera Carmelina, se atrevió a decir nada. Nos despedimos de Tina y
salimos a la calle, al invierno y a la lluvia. Eran cerca de las dos. Recuerdo que Julia me tomó
inopinadamente con su mano y la mantuvo apretada contra la mía hasta llegar al coche. No sé lo que
vi o lo que pude percibir en aquel instante, pero cuando arranqué el motor y me alejé de la casa tuve
el presentimiento de que algo tan esencial como sutil había pasado por alto, de que aquellas horas
compartidas con Bernat y con Julia eran el comienzo de un irremediable final, y de que nunca, por
mucho que me empeñara en evitarlo, en enfrentarme al destino, volvería a ver con vida al viejo
Marcos, al anciano más hermoso y más triste de cuantos podré conocer los días que me queden.
QUINCE

Letras de Hoy
16-22 de abril de 2003

EL LIBRO DE LA SEMANA
Julia Gadea
Diario de una infamia
Mariola Editores, 2003
191 páginas. 19 euros

Durante los primeros meses del alzamiento militar en el norte de África —hablamos del 36—
fueron muchos los oficiales y suboficiales que se negaron a participar en lo que consideraban un
sucio golpe y una traición a la República. Casi todos ellos serían ejecutados y abandonados junto a
una tapia, una cuneta o una fosa común. Uno de aquellos hombres se llamaba Alejandro Gadea
Muñoz y era brigada en el Batallón de Cazadores de las Navas n.° 2. Fue fusilado en Larache la
mañana del 21 de julio de 1936, según consta en el Registro Civil de dicha ciudad y según rubricaron
(pese a que el cuerpo de la víctima nunca apareció) D. Justino Larrea de la Cruz, Juez de Paz, y D.
Eugenio Giménez Galán, Secretario. Tuvieron que transcurrir sesenta y cuatro años para que Julia
Gadea, hija del suboficial fallecido a consecuencia de «heridas provocadas por arma de fuego»,
recibiera una versión más cruda y completa de los hechos. Quiso el azar que Julia encontrara, durante
una mudanza, un documento francamente espeluznante: el diario íntimo de un tal Zaldívar, capitán de
Ingenieros y organizador del levantamiento militar en la citada plaza por expreso deseo del teniente
coronel Yagüe. La frialdad que se aprecia en el relato, el largo rosario de nombres que se desgrana
en sus páginas, la contundencia de las actuaciones llevadas a cabo o las ejecuciones realizadas dan
buena cuenta de la moral y el pelaje de aquella casta militar que cambió el rumbo de nuestra
Historia. Poco tiempo después del hallazgo, tras su jubilación como maestra, Julia Gadea decidió
sacar a la luz el testimonio de aquel oficial que no sólo encabezó la rebelión contra el legítimo
gobierno de la República sino que firmó y ordenó el fusilamiento de su progenitor.
Con el título de Diario de una infamia, Mariola Editores acaba de publicar una obra de enorme
importancia en la recuperación de la memoria histórica: el vil y estremece-dor relato del capitán
Zaldívar y los comentarios de Julia Gadea Sarabia, hija de una de aquellas víctimas que hasta hoy
han sido carne de olvido. Es ella misma quien prologa la obra y quien se anima a trazar un detallado
apunte biográfico del autor de las citadas páginas. También es ella quien declara al comienzo:

«No se trata de una revancha ante la Historia, ni siquiera de un ajuste de cuentas contra el miedo,
contra el silencio o contra la indignidad. Se trata de un simple acto de justicia y de restitución.
Hace apenas dos años llegó a mis manos el relato que literalmente se trascribe y se recoge en
este libro. Su autor fue un capitán de Ingenieros que se presenta a sí mismo, con vanagloria y orgullo,
como director de los acontecimientos que se desarrollaron en Larache entre la primavera de 1936 y
el invierno de 1939. El hecho de que dicho diario se hallara en mi propia casa, entre los objetos
personales de mi madre, es y sospecho que seguirá siendo un misterio mientras viva. No he logrado
averiguar quién se lo dio ni cómo llegó hasta ella, pero sospecho que detrás de todo prevaleció la
voluntad de reparar un daño y de desenmascarar con sus propias palabras a un hombre carente a
todas luces de escrúpulos.
Mi madre fue una víctima directa de su crueldad y mi padre, uno de los protagonistas de los
acontecimientos que en el diario se detallan. No ha sido fácil, sin embargo, juntar las piezas del
mezquino puzzle que configura la vida de dicho oficial. No obstante, gracias a la impagable ayuda
del escritor Claudio Valbuena, a su sensibilidad y a su constancia, ha sido posible la reconstrucción
biográfica de un personaje complejo y difícil de perfilar. Sólo así podemos saber que este capitán de
Ingenieros llamado Alonso Zaldívar Téllez, cabecilla del alzamiento en la plaza de Larache, alcanzó,
en unos años, el grado de coronel; pese a la popularidad que logró en el Protectorado y los cargos
civiles que engrosaron su carrera, tuvo un final trágico. Murió cerca del Rincón de Mdiq, en la
carretera que une Ceuta con Tetuán, al ser arrastrado con su vehículo por las aguas en la histórica
riada que asoló él norte de Marruecos el fatídico octubre de 1950.
El motivo que me mueve a dar a conocer este documento y los hechos que en él se cuentan,
insisto, no obedece a otro fin que el de colaborar con esa justicia histórica que ha de prevalecer por
encima de olvidos y revanchas. Estamos en 2003 y ya se detectan síntomas esperanzadores de que las
cosas están cambiando. El interés que en este tiempo despierta en la opinión pública la exhumación e
identificación de cientos de cadáveres de republicanos asesinados durante la Guerra Civil es la
prueba de que algo en nosotros ha sufrido una sana transformación, de que nuestra memoria va
encontrando su madurez y de que, además, el estupor que aquellas matanzas provocaron hace más de
sesenta años puede ser, por fin, restituido con la dignidad debida, con ese gesto solidario de
reconciliación.
En las tierras de España y en las que fueron de España en los trágicos años de la contienda y de
la represión, bajo el polvo de sus cunetas, sus barrancos o en el olvido de sus fosas comunes, más de
40.000 españoles piden desde sus restos un lugar entre los suyos. Estoy convencida de que este
momento es bueno para paliar los desmanes y para juzgar el talante y la mentalidad de los militares
que llevaron a cabo la rebelión contra la II República Española.
Deseo, por otro lado, que el lector sepa disculpar y aceptar la falta de calidad literaria del texto
que hemos rescatado, sobre todo si su valor testimonial, como se podrá ver, supera todo lo
imaginable. Ésa es la prueba del grado de obstinación y del sentido de la moral que se gastaban
oficiales como el capitán Alonso Zaldívar, producto genuino de la casta militar africanista que
protagonizó aquel episodio histórico.
El tiempo de los "héroes" ha pasado y ya iba siendo hora de ocuparnos de sus víctimas.»

Hasta aquí la cita. Lo que interesa asimismo destacar es la biografía que del capitán Zaldívar se
incluye al comienzo del libro. Julia Gadea nos ofrece no sólo una perfecta y completa semblanza del
personaje sino que se permite incluir una larga meditación sobre la vida de éste, basada en su
profundo conocimiento del oficial. Hablamos de un enjundioso ensayo biográfico en el que no faltan
las notas, los comentarios, y en el que, sin embargo, se valora ese deliberado propósito de cuidar el
ritmo del relato, de convertir la narración en un discurso que, pese a extenderse a lo largo de 72
páginas, logra cautivar al lector sin que se le atragante una sola frase. Lectura, pues, fluida gracias a
un uso ágil de la puntuación y a cierto comedimiento a la hora de abusar de los largos periodos.
Gadea, que admite haber realizado el texto «por la pura virtud de la curiosidad» hacia su
biografiado, reconoce que los vínculos que la relacionan con él han contribuido a emplear una
distancia y una perspectiva que si no resultan cabalmente objetivas, sí contienen un nivel respetable
de ecuanimidad; de ahí que se huya de un lenguaje cargado de apasionamiento y de emociones
enfrentadas. Un libro, en fin, deliberadamente no académico y acometido, según reconoce la
responsable de la edición, con el sano propósito de llegar a la verdad y al número más amplio
posible de lectores.
El hilo de la narración del diario del capitán arranca de la primavera de 1936, en concreto de los
días de marzo en que se libraron las primeras maniobras en el Llano Amarillo encabezadas por el
teniente coronel Yagüe, y llega a los últimos meses del celebrado año de la victoria. No obstante y
sin menospreciar todo lo expuesto hasta el momento, si Diario de una infamia aporta algo
verdaderamente singular es, sin duda, el testimonio que de primera mano nos ofrece el narrador.
Gracias a estas notas autobiográficas conocemos aspectos inéditos de aquel periodo, detalles y
episodios nunca aclarados por los historiadores y que ahora, de modo descarnado y directo, se nos
revelan en primera persona y desde el otro lado de los hechos, es decir, desde el de sus propios
protagonistas. A modo de ejemplo, es francamente valioso el testimonio que aporta el capitán
Zaldívar acerca del teniente coronel Yagüe y la sospecha que éste venía despertando en el seno del
gobierno de la República respecto a una posible revuelta militar dentro de su jurisdicción, esto es, en
el territorio del Protectorado. Con permiso explícito del editor y como muestra importante del
contenido de la obra, nos permitimos reproducir en este artículo un amplio extracto de lo que sobre
este asunto escribe en su diario el oficial Alonso Zaldívar:

«Todos los preparativos que en Marruecos se llevaban a cabo no habían pasado desapercibidos
para el Gobierno. El Teniente Coronel Yagüe no se recataba de hacer una propaganda en todo el
Protectorado que, dado lo avanzada que estaba la preparación del Movimiento y el magnífico
ambiente que hacia él había, se desarrollaba ya fuera de la clandestinidad. Por ello, el Ministro de la
Guerra cursó un aviso para que el Teniente Coronel Yagüe se presentara de inmediato en Madrid. La
guarnición de Ceuta se manifestaba contraria a que emprendiera el viaje y hacía ya varios días que el
aviso había sido recibido sin que se hubiera tomado una decisión sobre el particular. En estas
condiciones se me llamó a Ceuta por el Teniente Coronel Gautier, manifestándome dicho Jefe que,
puesto que tenía que efectuar un curso de aerostación durante el mes de junio, era necesario que
emprendiera el viaje cuanto antes. Se me daría una carta para el Teniente Coronel Galar-za, enlace
del Movimiento en el Ministerio de la Guerra, con el fin de que dicho Jefe procurara informarse
sobre cuál era el móvil que impulsaba al Ministro Sr. Casares Quiroga a llamar al Teniente Coronel
Yagüe a Madrid, ya que se temía una detención e incluso un atentado. [...]. Me despedí de los dos
Tenientes Coroneles y emprendí el viaje a la capital. Al día siguiente por la mañana comencé mis
gestiones. No encontré en el Ministerio al Teniente Coronel Galarza, ni en la Academia Torres,
donde daba clases como profesor de la misma. No sé si fue en aquella tarde o al día siguiente en el
Ministerio cuando conseguí entrevistarme por fin con él en el Palacio de Buenavista. La impresión
que recibí de Galarza es que al Teniente Coronel Yagüe no se le llamaba a Madrid para cosa grata.
Estimé en consecuencia que debía aconsejar la suspensión del viaje como la guarnición de Ceuta
deseaba, a pesar de que el yerno del Ministro, Capitán Várela, de Caballería, a quién también se
sondeó, opinaba que el Ministro le llamaba para hablar con él de diversos asuntos relacionados con
Marruecos. En la misma mañana, y alrededor de las dos y media, llamé por teléfono a Ceuta
poniéndome al habla con el Teniente Coronel Gautier y transmitiéndole la frase convenida para que
Yagüe desistiera del viaje. Grande fue mi sorpresa cuando Gautier me manifestó que había salido ya
de Ceuta aquella misma mañana. [...]. Fueron momentos para mí de verdadera angustia. Tenía la
impresión de que Yagüe sería detenido y acaso le ocurriera un mal mayor. Alrededor de las seis o
siete de la tarde, sin saber qué hacer ni a quién acudir por llevar varios años en Marruecos, tomé la
decisión de trasladarme al Congreso para buscar un apoyo que evitara en los primeros momentos la
detención mediante la amenaza de un escándalo parlamentario si era preciso. Trataba de ganar
tiempo para buscar un sitio donde Yagüe se pudiera ocultar si ello era necesario, y también medios
de transporte con los que el Teniente Coronel regresara a Marruecos. Ya en el Congreso, avisé al
Comandante Valenzuela, de Ingenieros, diputado por la C.E.D.A. Le expliqué los motivos que me
llevaban a verle. Le dije la situación en que el Movimiento se encontraba en Marruecos, el viaje que
el Teniente Coronel Yagüe había emprendido y que llegaría al día siguiente a Madrid. Le pedí
insistentemente manifestase al Jefe de la Minoría de la C.E.D.A., Sr. Gil Robles, mi deseo de hablar
con él urgente y personalmente. Yo no conocía al Sr. Gil Robles ni había militado en su Partido.
Sabía que Valenzuela pertenecía, dentro de la C.E.D.A., al grupo más partidario de la acción y él
conocía perfectamente mi manera de pensar. No dudaba del interés que pondría al tramitar mi
petición y en que respondería de mí ante el Sr. Gil Robles.
Valenzuela me dijo en la sala de visitas, donde mantuvimos la entrevista, que entraría en el salón
de sesiones para hablar personalmente con el Sr. Gil Robles. Tardaría unos veinte minutos en salir.
Al hacerlo me manifestó que el Sr. Gil Robles no podía atenderme en el momento, pero que el Jefe
de la Minoría de la C.E.D.A. le había dicho que me preguntara si creía fundamental la presencia de
Yagüe en África para que el Movimiento triunfase, contestando categóricamente que si el Teniente
Coronel no volvía a Marruecos el Movimiento fracasaría. Que esa era mi opinión y que por ello
transmitiera al Sr. Gil Robles mi ruego de que por todos los procedimientos que estuvieran a su
alcance evitara que le sucediera algo al Teniente Coronel, que debía regresar a Ceuta tan pronto
como fuera posible.
Al día siguiente acudí a la estación a esperarle. Le di cuenta de mis impresiones y de mi temor de
que fuera detenido. En los días siguientes manteníamos enlaces situándome en la cervecería del
Águila a eso de las dos de la tarde, hora en que regresaba al domicilio que en la calle de Serrano
tenían unos hermanos políticos suyos. Al verle llegar, me acercaba simulando un encuentro,
enterándome así de la marcha de las conversaciones con el Ministro de la Guerra. Por ellas supe que
habían tenido una larga conversación sobre la situación política de aquellos momentos, que el
Teniente Coronel le manifestó crudamente el rumbo equivocado que él estimaba seguía el régimen, lo
cual fatalmente tenía que conducir a acontecimientos desagradables que nadie sabía si ya era posible
evitar. El Sr. Casares Quiroga insistió repetidas veces en que el Teniente Coronel era necesario en
Madrid, que no le convenía continuar en Marruecos por la gran campaña que contra él se había hecho
y los recelos que por lo tanto inspiraba a los hombres del régimen. Le pidió solicitara el destino que
quisiera y llegó a ofrecerle hasta el mando de la escolta presidencial si es que le interesaba. La
contestación de Yagüe, siempre que sobre estos extremos insistió el Ministro, fue la misma, que no
deseaba más que el mando de la segunda Legión y que por lo tanto no aspiraba a otra cosa más que
volver a Ceuta para seguir ejerciendo dicho mando.
La estancia del Teniente Coronel en Madrid se prolongó en estos forcejeos durante cerca de un
mes. El Ministro no cedía y se resistía a dejarle regresar a Marruecos. El deficiente estado de salud
del Sr. Casares Quiroga lo aprovechó Yagüe para provocar su regreso. Hacía varios días que el
Ministro no podía recibirlo por encontrarse enfermo y el Teniente Coronel había quedado de acuerdo
con su esposa para que ésta simulase una enfermedad tan pronto él, por una frase convenida, le
avisara. Recibió el despacho de que su mujer se encontraba en cama. Se le notificó al Ministro por el
conducto de su yerno y secretario Capitán Várela. Aún todavía el Ministro se resistía. No se decidió
durante dos o tres días a dejarle marchar, haciéndolo finalmente ante la insistencia del Teniente
Coronel que manifestó sus deseos de volver por el estado delicado en que se encontraba su esposa.
La llegada de Yagüe a Ceuta devolvió la confianza. Durante su ausencia, la moral se había
desplomado de tal forma que muchos de los comprometidos empezaban a manifestar flaqueza. El
regreso se efectuó en la última decena del mes de junio, mientras yo continuaba en Madrid hasta
terminar el curso».
Sobran los comentarios. Sólo cabe añadir que tanto la cronobiografía como el índice onomástico
con el que se cierra el libro son instrumentos que contribuyen, sin duda, a un mejor seguimiento de la
obra, convirtiéndose en un magnífico complemento para quien se haya aventurado en la navegación
por la peripecia vital de esta «figura militar» que seduce de principio a fin. Una aventura, en
resumen, ejemplarizante en sentido inverso y de extraordinario valor para comprender el lado más
opaco y sombrío de la historia española en los cuatro largos años que se recogen en este libro lleno
de reflexión y sugerencias.
José Carlos Mérida
DIECISEIS

Decidí tomarme unas horas libres y salí de la oficina después de ojear la prensa y de hacer un par
de llamadas. Desde hacía unos meses, apenas había trabajo en la editorial; las subvenciones de las
que nos veníamos valiendo para resistir la decadente inercia del oficio se habían reducido a menos
de la mitad y la crisis económica que siempre planeó sobre nosotros se estaba convirtiendo en algo
más que una amenaza.
La jubilación anticipada de Amparito Boluda y de Paco Calabuig había supuesto un ficticio
alivio financiero para la empresa que se iría volatilizando al correr de los meses, conforme emergían
las dificultades y conforme crecía el peligro de paralizar la precaria producción editorial que nos
mantenía todavía en pie.
No entraban encargos de entidades privadas, libros o catálogos de organismos oficiales, y no
veíamos el momento de lanzar nuevos títulos al mercado sin la garantía de un éxito seguro y un autor
que llamase la atención de los lectores. Ramírez dedicaba buena parte de su tiempo a negociar con
los bancos y a tratar de convencer a Villanueva, el director de la entidad de ahorros a la que había
confiado durante treinta años todo su capital, para que le respetara la línea de descuento con la que
veníamos operando y hasta para exigirle, llegado el caso, el derecho a un crédito que saneara por
unos años la deficitaria situación de Mariola Editores.
La empresa había conocido etapas, si no boyantes, sí al menos de cierta prosperidad. El mismo
Villanueva pudo mostrar en más de una ocasión su lado sensible y su admiración inconfesa por los
libros y por la actividad que realizábamos, y hasta solía echar una mano a Ramírez en momentos de
obligada austeridad o de batacazos veniales. Sin embargo, de un tiempo a esta parte parecía correr la
consigna mercantil y profiláctica de cerrar el grifo a gente como nosotros, acostumbrados a subsistir
en las cenagosas aguas de la cultura, a valemos del trato personal y a remar corriente arriba bajo la
protección de los dioses.
—Este es un oficio de locos, de piraos —seguía maldiciendo Ramírez—, pero ahora lo han
convertido en un negocio de suicidas o, mejor, de eutanásicos perdidos, porque ya me dirás: nos
tienen bien cogidos por los huevos y ni siquiera podemos tirarnos desde un puente en caída libre, ni
eso podemos.

Me había tomado unas horas libres aprovechando que aquel día de finales de marzo ofrecía una
mañana tan clara, tan profundamente azul, que se trasparentaba el horizonte hasta lejanías
insólitamente remotas. Me encaminé hacia al puerto, a los muelles, para ver de cerca la anchura del
Mediterráneo. El mar palpitaba bajo la polvareda húmeda del sol, deslumbrante de espuma contra la
dársena que custodiaba el paseo. También era un milagro observar a las gaviotas descansando sus
buches en el guiño del agua, meciéndose y holgándose en suave balanceo para zambullirse después o
sacudirse el plumaje sobre una roca, observando, como yo, la guirnalda de vuelos y de gritos de
otras aves que se cernían en círculo sobre una ola o que se alejaban hasta licuarse en el brumoso azul
del cielo.
Allá, en la lejanía, en la bruñida lámina de un horizonte terso y cegador, quise buscarla o
imaginar al menos que Julia había existido alguna vez. Nunca he sido un hombre fuerte, ni siquiera
impetuoso y firme a la hora de enfrentarme a las adversidades, aunque ella me hiciera creer lo
contrario y hasta me pudiera convencer de que fui en su vida algo más que una sombra, que un
hombre engañado por la vanidad de sus sueños. Nuestra alma envejece con lentas y nocivas
meditaciones. Cuando aquello que soportamos como una ondulante espina es un mismo y recurrente
pensamiento, cuando el recuerdo se torna en obsesiva memoria de alguien que nos amó o creímos que
nos amó alguna vez, no nos queda mayor consuelo que rociarnos de melancolía y arrastrar nuestra
macilenta presencia hasta el alivio del mar, hasta las cosas que nos tonifican y atemperan el espíritu
como una terapéutica caricia sin dueño.
Habían transcurrido dos años desde la última vez que la vi, desde aquellos días de marzo tan
señalados para la editorial, para el equipo que constituíamos la empresa y, sobre todo, para Luis
Ramírez, quien hizo serios esfuerzos por estar a la altura de las circunstancias cuando las previsiones
de edición y las perspectivas de lanzamiento de nuestro libro Diario de una infamia, superó todo lo
calculado.
Una semana antes de la salida de la obra, varios diarios nacionales habían publicado un adelanto
de la misma en las páginas de su dominical. La entrevista concedida por Julia a un periodista
avispado y amigo de una radio local a mediados de febrero había provocado un efecto en cadena y
una campaña publicitaria gratuita e indeliberada que fue calando en la opinión pública antes de que
el libro saltara a las librerías. La ola de expectación modificó los planes de Ramírez y decidimos
editar, como medida de excepción, cinco mil ejemplares en tapa dura y en papel verjurado. Quien
sufrió mayor desgaste durante la campaña y las presentaciones que hubo que programar para la
ocasión en varios centros de la ciudad y, finalmente, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, fue,
sin ninguna duda, la propia Julia.
La vi disfrutar durante aquellas semanas como una niña a punto de ser feliz, sólo a punto de serlo.
No daba el menor paso sin mi presencia y me requería con obsesión allá donde la iban llevando los
compromisos, la promoción del libro y las nuevas entrevistas. Durante aquellos días supe que Julia
ocultaba un enorme cansancio y hasta llegué a creer que después del éxito y de los instantes que
vivimos con aquella intensidad, llegaría la feliz recompensa de un viaje o de un descanso compartido
en algún lugar deseado por los dos, remoto o cercano, lo mismo daba, pero nuestro a fin de cuentas.
—Necesito descansar durante un tiempo —me dijo en el portal de su casa uno de aquellos días,
ojerosa y cordial—. Mejor te llamo yo.
Me besó suavemente en los labios y se dio media vuelta. Fue la última vez que la vi.
Al principio dejé que transcurrieran los días confiando en que aquel aislamiento en el que yo la
imaginaba era una reacción natural, lógica, a la tormenta de la promoción y al inesperado éxito del
libro. Julia no era precisamente de esa clase de personas que necesita una cura de vanidad o un baño
de multitudes para sentirse bien, para mantener equilibrada su autoestima. Sabía que el sobreesfuerzo
podía pasarle factura y respeté su silencio durante una semana, pendiente en todo momento del
teléfono, de una mínima señal. No desconectaba el móvil ni lo dejaba fuera de mi alcance las
veinticuatro horas del día, incluso busqué y traté de planear un buen pretexto para llamarla, una
excusa justificada y tan incuestionable y convincente como para romper el pacto de no perturbar
aquella tregua que comenzaba a inquietarme.
Tuvo que ser precisamente Ramírez quien pusiera ante mí el argumento perfecto. No habían
transcurrido ni ocho días desde la última presentación del libro en el Círculo de Bellas Artes, desde
nuestro accidentado regreso un día después (mi caída por la escalera mecánica en Barajas fue
espectacular) y desde mi despedida de Julia aquella misma noche, cuando hubo que poner en marcha
una segunda edición de Diario de una infamia. Era la primera vez que sucedía con un título de la
editorial y no estábamos preparados para reaccionar a la velocidad del mercado. En cualquier caso,
Ramírez ya había extorsionado a la imprenta para que entregara en unos días tres mil ejemplares más
de la obra y ya se había encargado de celebrar la hazaña descorchando un Fondillón Casta Diva del
93 que guardaba para ocasiones como aquélla. Él mismo me pidió que contactara con Julia para
revisar las condiciones del contrato, en cualquier caso mejorables a su favor, y para comunicarle el
éxito de ventas y la excelente acogida del libro.
Me acuerdo especialmente de aquel mediodía de abril, del sol entrando a saco en mi despacho, la
luz listada de las persianas sobre mi mesa, sobre los libros, sobre el teclado, sobre los folios vacíos,
sobre mis manos al marcar por fin el número de Julia y esperar con impaciencia, con el corazón
asomado a la garganta, una respuesta suya. Le diría que perdonara mi infracción, que en principio era
cosa de Ramírez, pero que en cualquier caso me alegraba de quebrantar el acuerdo de permanecer
unos días sin ella por un motivo como aquél, y que me resultaba difícil, por qué no confesarlo,
francamente difícil, acatar su silencio y soportar la tortura de aquella incertidumbre. Le diría tal vez
que apenas se conocen las legítimas dimensiones de la emoción, la medida real de aquello que
sentimos, la hondura del palpito, la verdad del amor, de su misterio, sin la prueba elocuente de la
ausencia, de la negación del ser, de aquello que nos falta al respirar y que exige nuestra alma, nuestra
sangre, para seguir viviendo. Le hubiera dicho que la echaba infinitamente de menos..., pero Julia no
respondió.
Llamé con desesperación e insistencia durante días a su casa, a su móvil, sin el menor resultado.
Agotada aquella opción decidí atajar las especulaciones dirigiéndome a su domicilio, llamando
directamente a su puerta, pero nadie me abrió. Repetí la acción casi a diario durante semanas
abrigando la única esperanza de que Julia se hallara fuera de la ciudad, recuperándose en alguna
parte y con la voluntad de volver en cuanto lo considerara oportuno. «Necesito descansar durante un
tiempo» me había dicho al comienzo de aquella despedida, antes de que las conjeturas, las sospechas
y el recelo se apoderaran de mí como una niebla oscura y pertinaz. Mi angustia iba en aumento y ni
los consejos de mis padres, a los que acabé haciendo partícipes de aquella espiral de cavilaciones,
ni la indolencia de Ramírez restando importancia al asunto —«aparecerá cuando menos te lo esperes;
esa mujer te quiere bien y le haces falta», me decía—, lograban apaciguar mi inquietud.
Traté de olvidarla durante un tiempo y esperar, no desde la impaciencia o desde el miedo, desde
la más honda sensación de desamparo, sino desde un estado provisional de olvido o de abandono
consciente, desde un premeditado desinterés que hallaría su recompensa en el momento más
insospechado, quizá cuando comenzara a dar por perdida toda esperanza. Eso traté de hacer cuando
las semanas de ausencia se tornaron meses, cuando llegaron los primeros días del verano y seguía sin
conciliar el sueño, sin desechar la idea de que si algo grave le hubiera ocurrido nadie pensaría en mí,
nadie podría sospechar que era yo quien la esperaba, quien seguía torturándose por ella cada día,
cada hora y cada minuto de mi vida.
A mediados de septiembre se confirmó una de las sospechas que me negaba a aceptar desde el
primer momento: que Julia se había marchado definitivamente y con el firme propósito de no dejar
huella. Era Miércoles. Lo recuerdo con esa claridad porque también era el día del espectador y
acababa de salir del cine. Lo que trataba por encima de todo era de mantener ocupado el
pensamiento, de buscar estímulos en cualquier otro lugar, lo más lejos posible de mi propia
conciencia. Alguien me había recomendado aquella película, 21 gramos , con Sean Penn, Naomi
Watts y Benicio Del Toro. En el fondo de esas historias cruzadas, de aquel rompecabezas emocional
y de aquel rosario de tragedias se advertía una luz de esperanza y se podía hallar un significado, un
sentido, a la propia vida humana. Recuerdo que la película defendía la creencia de que el alma existe
en términos reales, pesa 21 gramos y se puede localizar en las intrincadas estructuras del cerebro. La
idea no era en absoluto peregrina o inocente, sino el resultado de las investigaciones y experimentos
que el doctor Duncan MacDougall había realizado a comienzos del siglo XX para demostrar que
todo ser humano, al morir, al esfumarse su espíritu, pierde peso, probando así que la conciencia es
tangible y material, que 21 gramos es la medida de la masa del alma.
Salí del cine pensando intensa y profundamente en la vida, en lo que hacemos de ella, en el poder
infinito del perdón. Deambulaba por la rambla de Méndez Núñez en dirección al puerto cuando sentí
un irrefrenable impulso de desviarme y enfilar la calle Altamira, de detenerme en el portal de la
vivienda de Julia y de pulsar de nuevo el timbre. Era una labor repetida sin éxito desde hacía meses
y el hecho de reincidir aquella misma noche, a una hora tan poco recomendable como las once y
media, demostraba mi poca fe en que alguien respondiera; de hecho, apenas me entretuve unos
segundos y ni siquiera insistí, continué mi camino cuando una voz metálica me bloqueó
repentinamente la respiración y me obligó a retroceder. No era la voz de Julia, desde luego, pero
pregunté por ella a través del interfono mientras me excusaba por la inoportunidad de la hora.
Aquella noche pude averiguar que Julia hacía meses que había vendido la casa, que los nuevos
inquilinos se acababan de mudar y que su voluntad de no dejar el menor rastro era demasiado
evidente como para emprender una búsqueda ciega, inútil y quizá para ella innecesaria.
No quise indagar más ni consolarme con nuevas conjeturas; ni siquiera caí en la tentación de
acudir a la inmobiliaria que había gestionado la venta del piso para sonsacarle los datos que
necesitaba de ella, su nueva dirección, el teléfono que pudo haberles dejado escrito en una nota para
formalizar la venta, para cualquier aviso, para la cita ante el notario a la hora de firmar la escritura o
para un simple trámite administrativo. La desaparición de Julia era un acto completamente
deliberado y no me sentí con fuerzas para quebrantar su deseo.
Tuve que soportar, eso sí, los incómodos y desafortunados comentarios de Ramírez, sobre todo al
principio; los interrogatorios a los que me sometió cuando di por cerrada mi búsqueda y él seguía
negándose a aceptar aquella misteriosa huida y, sobre todo, a perder de forma tan extraña a una de
sus autoras de éxito. Al año, sin embargo, de su desaparición, la actitud de mi jefe tomó el rumbo
contrario y pasó a convertirse en un tipo insólitamente comprensivo y tan prudente como cabía desear
de un hombre ineludible y próximo como él. Dejó de hurgar en la herida que Julia mantenía abierta
en mi carne. En contra de sus principios, de sus costumbres de solitario impenitente, me invitaba a
comer en los bares que solía frecuentar cuando el trabajo nos retenía en la oficina más allá de la
jornada y del horario establecido. Incluso uno de aquellos días, alarmado acaso por mi aspecto,
lamentable y desmejorado sin duda, me propuso sacarle un buen rendimiento al estado depresivo que
me tenía agazapado y que no lograba sacudir de mi vida.
—Eres muy dueño de hacer lo que te salga del pito —me dijo desde la puerta del despacho, sin
voluntad de entrar—, pero si no escribes ahora no creo que lo hagas nunca. Despierta, cono, y
suéltalo de una vez. Echa fuera lo que te arde entre las tripas. ¿No querías una buena historia? Ahí la
tienes. La tuya, joder. O la de esa tía que te ha hecho la putada de largarse en el mejor momento.
Tienes la hostia para elegir, Claudio, pero elige. No seas gilipollas.
Traté de acostumbrarme a olvidar la distancia que me separaba de ella, de calcular inútilmente el
tiempo que había transcurrido desde aquella despedida en el portal de su casa o de los días o los
años que tardaría en encontrarme con Julia en un lugar insospechado e incierto. La clave era olvidar,
pero en contra de todos los consejos, de cualquier sugerencia bienintencionada y amiga, yo no quería
olvidar, ni confundir los momentos ni resumir en un gesto, en un beso o en un abrazo suyo, el olor, el
murmullo y los matices de todos, de cada uno de los que viví y sentí aquel tiempo con ella. Quizá
porque olvidar es perder y porque un río interior me arrastraba cada noche a la búsqueda imposible
de su cuerpo, me obstinaba en no olvidarla, en exigirme a ciegas la posesión de todas las palabras
que le oí pronunciar, de todas las caricias y todos las formas que en su rostro dibujaba la ternura o la
alegría, la melancolía o el dolor, la penumbra o esa luz dorada de la tarde iluminando su cara, su
modo de mirar o de entornar los ojos o cada manera suya de modular la voz para decir «perdona mi
torpeza», «no te muevas» mi amor, o «necesito descansar durante un tiempo», necesito olvidar esta
locura...
Como si sólo unos meses pudieran marcar los compases de una vida, como si el tiempo hubiera
tomado su medida y su conocimiento, me había acostumbrado a Julia de tal modo que todo se
transfiguraba en ella, todo convergía en su recuerdo con una imantadora fuerza secreta y sigilosa.
Cualquier frase, cualquier línea o palabra que brotaba de mi mano acababa siendo ella, pareciéndose
a ella, a todas las mujeres que Julia pudo ser a través de mis ojos, de aquel deslumbramiento que
encendía en mi mirada su inocencia y su sabiduría, su cautela y su audacia, su belleza y su miedo.
En los dos años que habían transcurrido desde entonces hubo tiempo de cumplir con cierta y
decidida fortuna el sueño de publicar mi primer relato, aunque cabría explicar que fue en un libro
colectivo donde participaban varios escritores consagrados y donde mi narración quedaba bastante
eclipsada por aquellas estrellas de la literatura a las que les traería sin cuidado mi nombre y mi
pequeña historia de amor. En cualquier caso, el cuento que me incluyeron en aquel volumen no pasó
inadvertido para ciertos críticos de moda que me dedicaron, merecidamente o no, ciertos elogios,
augurándome incluso «un futuro esperanzador» si profundizaba en «ciertos logros narrativos
francamente loables». Nada comparable, sin embargo, a la edificante llamada de Helenio Santacreu,
mi viejo compañero de carrera y el amigo incondicional al que debía mi empleo en Mariola
Editores. Su felicitación era sincera y mi pequeño estreno literario adquiría en su persona
dimensiones fantásticas. «Lo sabía, Claudio; sabía que tarde o temprano saldrías en los papeles. Y tú
a lo grande, como tiene que ser, en un suplemento cultural de los buenos, de los que se leen todavía».
Aquel relato que decidí titular La dudosa levedad del alma no era sino el comienzo de un firme y
nuevo pacto con la literatura, esta vez sin melindres ni papanaterías. Estaba tocado, humana y
jodidamente tocado, y aquella historia, como otras que anunciaban venir después, irían saliendo de
mí con la marca inconfundible del dolor, con el estigma de una aflicción disuelta en la sangre, de un
veneno que se ha probado mucho, que no es una emoción o un sentimiento abstracto, ajeno, algo que
ocurría siempre lejos de nosotros, en los límites más imprecisos de la realidad, con esa
inconsistencia de lo que no se conoce; no, ahora me veía como un ser perpetuamente herido,
flagelado por el abatimiento, un hombre que no escribe por deseo o por placer, sino para salvar su
vida, por destino, por la inconsolable necesidad de soltar una bestia infecta y ardiente que le recorre
sigilosamente las entrañas de lado a lado, que le muerde el corazón y le inunda las venas de
impaciencia y de melancolía.

Sonaba muy cerca una música, o un rumor traído hacia mí por el viento y las olas. Sólo el mar, el
aire, el frescor que exhalaba como un vaho emergente y azul la creación infinita del agua me servían
de consuelo. Buscaba de nuevo su alivio aquella mañana limpia y pura de marzo. Y también la
buscaba a ella en la lejanía, en la fulgente lámina de aquel horizonte terso y ancho donde cabía
imaginar la huella de su nombre. Habían transcurrido dos años y aún advertía su ausencia, su
recuerdo en las cosas durante aquel paseo por el muelle, durante aquellas horas que me había tomado
por mi cuenta aprovechando el escaso trabajo que había en la editorial, sabiendo que Ramírez no
aparecería hasta el final de la mañana o quizá ni eso, quizá no lo hiciera hasta el día siguiente y con
el ánimo hecho jirones, derrotado por las circunstancias.
Era cerca de la una cuando volví a la oficina. Antes de encerrarme en el despacho comprobé, tal
y como había supuesto, que no quedaba nadie en la editorial, el ordenador de Vicent estaba apagado
y Ramírez no había dado, al parecer, señales de vida. Fue al sentarme y revisar la mesa cuando
encontré aquella nota pegada al teclado: «Te ha llamado Bernat Capó. Ponte en contacto con él. ¡Es
urgente!».
La letra era de Ramírez y también el papel en el que apuntó después los dos teléfonos de Bernat
para facilitarme el trabajo. Respiré hondo, miré otra vez la hora y me animé a marcar la primera
cifra. Aguardé respuesta durante un largo rato pero nadie descolgó. Probé con el segundo número, un
móvil sin duda, pero el resultado fue infructuosamente el mismo: sonó hasta agotar los intermitentes
avisos de llamada. Dejé pasar unos minutos y antes de volver a especular, de discurrir más de la
cuenta, lo intenté de nuevo.
—Bernat al aparato, ¿con quién hablo?
Le dije quién era y debió de notarme un ligero temblor en la voz. Hacía un tiempo que nada sabía
de él. Desde la publicación de su libro pocos meses después de la ausencia de Julia, nuestra relación
había perdido cierto entusiasmo y apenas hablamos una o dos veces y por motivos estrictamente
profesionales. Si por un lado prevalecía en mi voluntad un hambre de recuerdos, un anhelo de ella,
por otra parte había un contradictorio deseo de huir de los instantes y los seres que compartí
intensamente con Julia. Bernat era ya para mí un referente remoto, un nombre alejado de la memoria
por necesidad, por un reflejo de supervivencia que trataba de preservarme de todo cuanto me
torturaba.
—Verá, soy Claudio Valbuena. Tengo una nota suya...
—Hola Claudio —cambió repentinamente el tono, adquirió un aire íntimo y grave—. Marcos
acaba de morir. Ya sé que ha pasado el tiempo, que nos hemos distanciado, pero he creído que
debías saberlo. Él, en cambio, no se ha olvidado de ti ni de aquella visita. Hasta última hora ha
conservado una memoria envidiable.
—Lo siento, no sé qué decirle —estaba desconcertado, agradecido también—. Guardo un buen
recuerdo de aquel día y me satisface sinceramente que se haya acordado de mí.
—El entierro es esta tarde, a las seis, en la Iglesia de la Pu-rísima. Estaría bien que vinieras.
Mientras salía de la oficina telefoneé a Ramírez y le puse al corriente de la situación. Le lancé la
idea de desplazarnos juntos a Benissa y de hacer acto de presencia en la despedida del viejo Marcos,
de acompañar a Bernat en un momento de consternación y de tristeza para él, pero Ramírez se
disculpó sin valerse de pretextos: odiaba los entierros y no quería echar más leña a su depresión.
—Coge mi coche y ve tú, hazme ese favor. Invéntame cualquier indisposición, cualquier excusa,
ya sabes.
Le tomé la palabra y busqué las llaves del Volkswagen en el cajón de su mesa. Apenas tenía
apetito (llevaba unos días francamente desganado), por lo que descarté la idea de salir de viaje a
primera hora de la tarde, después de comer, y me marché decidido en aquel mismo momento. Cuando
llegué a Benissa eran cerca de las tres. El día seguía nítido y luminoso, pero la temperatura había
descendido varios grados. Aparqué delante mismo de la Iglesia donde se iba a oficiar el funeral unas
horas más tarde, en la Plaza de Jaume I, luego comprobé que tenía dinero en el bolsillo y me metí en
un bar. Era jueves. Sentado al final de la barra, cerca de un par de máquinas tragaperras y una puerta
que conducía a los servicios, veía parcialmente la calle. Era un bar triste y algo destartalado, uno de
esos locales extraños en los que no entra casi nadie pero que se mantienen abiertos de la mañana a la
noche como si el negocio no importara, sólo el tiempo, las horas y la música que se escucha siempre
de fondo, imperturbable, o la televisión encastrada en un ángulo del salón parpadeando impenitente y
sola. La muchacha que me atendió tardó unos minutos en aparecer y era, en efecto, una aparición.
Llevaba téjanos y una camiseta negra, ceñida y escotada en la que se leía Heavy metal en color
púrpura. A decir del tatuaje que le palpitaba sobre el pecho izquierdo se llamaba Lady Bárbara y era
gótica, de las que adoran el cuero, el pelo lacio azabache, la oscuridad, el rojo sangre y los polvos
de arroz. Con la tez exageradamente pálida, un pearcing ensartado a su labio y las uñas esmaltadas de
negro me sirvió un bocadillo de jamón, una ensaladilla y una cerveza. Me gustaba estar solo y saber
que no me conocía nadie en un lugar así, valerme también del misterio que despierta una identidad
desconocida, la de un tipo que bebe y engulle acodado en una barra de cinc mal iluminada, que
observa desde el fondo con la curiosidad de un forastero y que ni siquiera se acerca a la máquina
para sacar tabaco porque quizá no fume o quizá lo haya dejado hace un tiempo por voluntad o por un
acceso de rabia o de remordimiento. Agradecía aquel anonimato, aquel momento servido, sin ni
siquiera proponérmelo, por una suma de azares, por mi falta de apetito, por la muerte de Marcos y la
terquedad de Ramírez valiéndose una vez más de mí. Por esta vez llegaba demasiado temprano y me
permitía actuar sin precipitación, comer con cautela y con la convicción de que había hecho bien en
acudir a la llamada de Bernat.
Acabé el bocadillo y apuré la cerveza. Pregunté cuánto valía, conté el dinero que llevaba y pedí
un café solo. Le dije a Lady Bárbara que estaba de paso, que venía a un entierro y que si sabía algo
del asunto. Al responderme con una voz mucho más inocente que su aspecto punzante, ofensivo, me vi
fugazmente reflejado en el pearcing de la lengua, una bola gruesa y vibrante, pulida como un
cascabel. Por supuesto que no tenía la menor idea de lo que pasaba más allá de la puerta de su bar,
que eso de los funerales y de los cementerios era parte de su filosofía, sí, pero que nada podía
aclararme del finado, a quien no tenía el menor gusto de conocer. Mientras me estallaba en la cara el
globo de su goma de mascar, abusando ya de una prematura confianza, la chica trató de serme útil y
afinó sus modales:
—¿Qué piensa hacer hasta las seis? —me estaba leyendo el pensamiento— Se lo digo porque hay
un pub a dos calles de aquí, lo lleva un primo mío...
—Gracias, pero me esperan, he de ver a unos amigos.
—Entonces estarán con el muerto —lo dijo mientras me retiraba la taza vacía del café—. Ha
tenido suerte. Ahora los llevan a todos al tanatorio que abrieron a la entrada del pueblo, según se
viene de la autopista. Está muy cerca de esta plaza, en la zona de Bonaire.
Le acepté el vaso de mistela con el que se obstinó en invitarme y me marché caminando en busca
de la comitiva y de Bernat, siguiendo las indicaciones de la muchacha.
Bernat Capó me seguía reservando toda su cordialidad. Me abrazó al llegar y me agradeció
sinceramente el esfuerzo de acudir a la cita. Comprobé que el vestíbulo y el pasillo que rodeaban la
sala donde se guardaban y exhibían los restos del anciano estaban abarrotados de vecinos y amigos
que habían acudido a despedirle. Resultaba difícil abrirse paso entre los numerosos grupos y
corrillos que bloqueaban el acceso al interior, aunque yo no tenía el menor interés en contemplar un
cadáver, por bien amortajado y espléndidamente servido que estuviera. Creo que Bernat se percató
del contratiempo, de mi inconfesada fobia a los muertos, y tomándome del brazo me sacó de allí.
—Bueno, Claudio, cuéntame. Tenía ganas de verte.
—Y yo, aunque me siento culpable de haberme desentendido todo este tiempo de usted y de
Marcos. Han pasado cosas...
—Me hago cargo. No te disculpes.
Hubiera hecho cualquier locura por hablarle de ella, por utilizar al escritor de paño de lágrimas y
descargar en él la pesadumbre que seguía arrastrando como un alma en pena. Me hubiera servido del
recuerdo de aquel día, de aquel viernes de enero de 2003, tan próximo a su desaparición, para
evocarla con él, para que los ojos, las palabras y la propia memoria de Bernat me confirmaran que
Julia había existido, que no era un invento de mi conciencia o un producto espléndidamente logrado
por la imaginación y el deseo. Le hubiera confesado tantas cosas de ella..., pero la misma
desesperación que me alentaba a disponer de su amabilidad, de su atención, me exigía prudencia y
silencio, me recomendaba evitar cualquier alusión a Julia delante de Bernat, a la huella que había
dejado en mí.
Caminábamos calle arriba sin alejarnos mucho, con pasos muy cortos, abstraídos en la
conversación. Como si el escritor adivinara el estado de mi voluntad o leyera mi pensamiento, como
si Ramírez le hubiera aleccionado antes de que yo llegara o días atrás, Bernat eludió cualquier
pregunta capciosa sobre Julia, la borró de nuestra charla con una elegancia digna de agradecer, tal y
como había hecho en los pocos y fugaces encuentros de los dos últimos años.
—Por cierto, Claudio, leí tu cuento y sinceramente me encantó. ¿Cómo se llamaba...?
- La dudosa levedad del alma, creo que se refiere a ése.
—Ése era. Estuve a punto de llamarte a la editorial... No sé qué has escrito después.
—En octubre me publican otro relato, esta vez en una colección de narrativa breve. Le enviaré un
ejemplar.
—Me alegro de tus éxitos, muchacho. Ramírez me hablaba de ti con verdadero fervor y tenía
motivos para hacerlo. Hasta Marcos, si no recuerdo mal, se interesó hace un tiempo por algo tuyo.
—¿Qué pasó con él? —le dije—. ¿Cómo murió?
—Fue una cadena de fatalidades. Estas cosas acaban así. Como ya te informé hace meses,
Marcos se fracturó la cadera y tuvieron que intervenirle en el hospital de Denia. Estaba obligado a
guardar reposo, a permanecer inmovilizado en su cama. Por mucho que Tina y la enfermera que le
atendía se esmeraban en los cuidados, en las curas casi diarias, se acabó llagando y entró en un
declive físico irreversible. Su cuerpo se ulceró, se llenó de estigmas, hubo que rasurarlo entero,
incluso la barba, por pura higiene. Lo más triste de todo es que hasta el último día mantuvo la cabeza
en su sitio. Fue consciente de que se estaba muriendo y de que nada se podía hacer por él.
Bernat hablaba con una involuntaria ternura. Mientras caminábamos me preguntó si me apetecía
un café y me hizo acompañarle a un establecimiento que había situado frente al tanatorio, al otro lado
de la calle. Pedimos un par de cortados. Eran cerca de las cinco, de un momento a otro cerrarían la
sala donde velaban al viejo Marcos y trasladarían su cuerpo a la iglesia.
—No sé cómo vas de tiempo, pero quisiera que te quedaras después del funeral. El cementerio
coge muy cerca de aquí. Te enseñaría la tumba de Chester Himes.
—No lo había pensado —le confesé—, pero tampoco me espera nadie.
—Verás, me he tenido que hacer cargo de todo lo del viejo y aún quedan asuntos por resolver y
papeles que arreglar. Parece que no, pero morirse es un trastorno, un maldecap para los que se
quedan.
—Es extraño, Marcos parecía un hombre previsor...
—Y lo era, pero también caprichoso y tozudo. Hay una lista de tareas que nos dio a Tina y a mí
cuando vio el panorama más o menos claro. No pasó por alto el menor detalle. Ordenó limpiar el
traje que habría de servirle de mortaja. Mira tú que hasta se cuidó de buscar una frase para su
epitafio, y no una frase cualquiera, qué va, sino algo tan enfático y rebuscado como unos versos de
Walt Whitman, el poeta americano.
Mientras tanteaba en el bolsillo interior de su chaqueta, buscando quizá un papel doblado con los
versos de Whitman, sentí que la sangre se me helaba en las venas. El sorbo de café tibio que acababa
de tragar salió despedido de mi garganta en un acceso de angustia o de tos. Dudaba de si había
escuchado bien o de si mi imaginación trataba de invadir la realidad hasta extremos insospechados y
obsesivos. En cualquier caso, pedí disculpas y rogué a Bernat que prosiguiera. Ya tenía el fragmento
de papel en la mano y quiso sacarme de dudas:
—A ver qué te parece —exclamó—. La cita de Whitman es larga pero Marcos tenía buen gusto.
Escucha: «Lo mejor de mí quedará cuando ya no sea visible; para ese fin me he preparado sin tregua.
Recuerda mis palabras, tal vez regrese».
No pude responder. Una idea me envenenaba el pensamiento y salté de la silla como si un resorte
invisible me acabara de lanzar al vacío.
—Necesito verlo —estaba pidiéndole a Bernat que saliéramos de allí, que me siguiera hasta el
velatorio.
—Pensaba que no querías...
—Acompáñeme, por favor, venga conmigo.
Apenas quedaba gente en el interior del local. La mayoría de personas que había acudido a la
capilla ardiente se dirigía ya hacia la iglesia o hacia los coches para seguir al vehículo fúnebre.
Cuando entramos, la sala y la cabina de cristal estaban prácticamente desmanteladas de flores y
coronas. Uno de los empleados de la funeraria había cerrado ya la caja y se disponía, con la ayuda
de un operario alto y fornido, a conducirla hacia la calle. Entonces Bernat se adelantó, se dirigió al
de más edad por su nombre, con acusada confianza, y le pidió que abrieran de nuevo el arca, apenas
dos minutos, que nos dejaran solos con él.
A punto estuve de caer desplomado cuando la figura inerte del viejo comenzó a asomar bajo la
tapa lacada y oscura del ataúd. Su rostro, completamente rasurado, mostraba una horrenda cicatriz en
el pómulo izquierdo. Era un cuerpo de cera, incoloro y sereno, pulcramente uniformado de militar,
con los galones y emblemas de coronel de Ingenieros: las manos cruzadas sobre el vientre, bajo una
gorra de plato.
Salí de allí con ganas de correr a toda prisa hacia la plaza, de subir el coche y desaparecer sin
despedirme de nadie, pero tampoco pude. El pecho me ardía de indignación o de congoja y
necesitaba gritar. Bernat me había seguido alertado por mi lamentable reacción y por aquel estado de
angustia, de rabia, que me mantenía paralizado y trémulo en mitad de la calle, buscando
instintivamente el aire y el espacio ancho y abierto.
—Usted lo sabía —le dije cuando intuí su presencia, tratando de controlar la excitación,
sujetándome la frente—. Usted sabía muy bien quién era ese hombre. No sé desde cuándo ni creo que
me importe ya, pero usted ha encubierto a un impostor.
—Ella también lo sabía.
Tenía apoyada la mano sobre mi hombro y me hablaba con un paternalismo excesivo, midiendo
con enfermiza prudencia sus palabras.
—Aquella visita fue una revelación para Julia.
—¿Cómo puede hablar así? —oír su nombre fue como escuchar un estruendo en la noche—. ¿Qué
sabe de ella?
—Tranquilízate, Claudio. Me he dicho muchas veces que este momento tendría que llegar pero
nunca imaginé que me lo pondrías tan difícil.
—¿Difícil? ¿Cómo quiere que actúe? —trataba de controlar la emoción para seguir hablando—.
Hace dos años que no sé nada de ella. Dos años sin dar señales de vida. Dos años especulando,
torturándome, preguntándome una y mil veces, de día y de noche, en qué me pude equivocar,
soportando una culpa infinita...
—No sabes cuánto lo siento —musitó Bernat; después comenzamos a caminar en dirección a la
iglesia. Su mano me guiaba como a un espíritu—. Ella vino por el pueblo una o dos semanas después
de que se publicara aquel libro, Diario de una infamia, ¿no era así? La primera vez la acompañé yo
mismo hasta la casa. Llegó en el coche de línea y pasó el día con él. Después comenzó a venir con
más frecuencia.
—¿No le extrañó en ningún momento que apareciera sola?
—Al principio, como era natural, le pregunté por ti, pero no recuerdo muy bien lo que entonces
me respondió. Sólo sé que me resultó convincente.
—¿Y luego?
—Lo que pasó después sobrecogería a cualquiera.
No podría trascribir exactamente sus palabras, pero Bernat comenzó a hablarme de Julia con una
cercanía turbadora. También del viejo Zaldívar, no del anciano que creí haber conocido dos años
atrás, sino del coronel, del verdadero y único Zaldívar, el mismo que había pergeñado, de su puño y
letra, el diario de guerra de un oficial vengativo e inclemente, calculador hasta extremos de idear y
de fingir un final a todas luces perfecto, una muerte que sellaba definitivamente su vida y su pasado.
—Julia estaba enferma. Supongo que no sabrías nada.
—Nada —respondí sorprendido, concediéndome unos segundos de silencio—. Nunca hablamos
de ello. Siempre me pareció una mujer fuerte y jamás le oí una queja.
—Me sobrecoge recordarlo ahora y han pasado ya cerca de dos años. El caso es que me había
acostumbrado a verla por el pueblo. Solía llamarme antes de llegar y uno de aquellos días, después
de mucho insistir, la convencí para que comiera en casa, con Lola y conmigo. Apenas hablamos de su
desmedido interés por el viejo, de la razón de aquellas visitas que se celebraban con más y más
frecuencia. Nos confesó, eso sí, su propósito de dejar la capital y de venirse a vivir por la comarca.
Buscaba algo de alquiler, una casa a las afueras, a ser posible con jardín y con vistas al mar.
—¿Me está diciendo que Julia ha vivido todo este tiempo en Benissa?
—No exactamente —Bernat se volvió hacia mí: sus ojos me observaban con rutilante tristeza—.
Julia murió hace apenas un mes, Claudio —comenzó a temblarle la voz, a contagiarse de mi
abatimiento—. Me hizo prometer que no te llamaría, que ni siquiera avisaría a Ramírez cuando eso
ocurriera.
A partir de aquel momento, el mundo (y puede que la vida también) empezó a desmoronarse a mi
alrededor con la lenta ingravidez de una oscura nevada. Bernat continuaba hablando muy cerca de mí,
percibía sus palabras, la cadencia de sus frases fluyendo a mi lado, pero mi mente parecía perdida,
extraviada por las regiones del dolor y de la pesadumbre. Creí escuchar de sus labios que Julia se
refugió entre aquellos parajes, en un pequeño chalet muy próximo a Moraira desde el que se veía
toda la creación del mar, para esperar la muerte con calma y con aplomo.
—No estuvo sola —Bernat insistía en consolarme—, ni se sintió en ningún momento
desamparada, puedes estar tranquilo. A las pocas semanas de instalarse en su nueva casa llegó
Elvira, su amiga inseparable, una hermana y un ángel para ella. Fue su sombra y su consuelo hasta el
final. Se comió en-terita toda su decrepitud, los desdichados viajes a La Pedrera para someterse a
insufribles sesiones de quimioterapia que la dejaban rota y abatida... No sabes cómo te protegía de
su propio dolor, Claudio, cómo luchaba contra ella, contra su deseo, para que no estuvieras allí y, sin
embargo, cómo te nombraba la noche en que murió. Desde aquel estado de inconsciencia, narcotizada
completamente por la morfina, te estuvo llamando una y otra vez hasta agotar su aliento...
—¿Por qué no me avisó? —le reproché—. Debía haberme llamado.
—Me hizo prometerle que no lo haría jamás, aunque me lo rogase ella misma en el último
momento. No quería que la vieras en aquel trance, que sufrieras a su lado toda la decadencia de su
carne, de su cuerpo, de su espíritu incluso... Se vino a morir junto a él, ¿no lo comprendes? Sólo el
viejo Zaldívar sabría lo que sintió en ese tiempo, lo que sufrió de verdad, lo que quedaba en su alma.
—Y ha esperado hasta hoy para decírmelo todo, para vaciar su conciencia, Bernat —susurré.
—No sabía cómo hacerlo. Ni siquiera esta tarde pensaba que sacaría valor para hablarte de Julia
—parecía sincero conmigo.
—¿Y por qué lo ha hecho?
Se tomó un respiro para responder. Pensé que se estaba arrepintiendo de todo, que comenzaba a
dudar de sus propias palabras, como si considerase temerario e imprudente haber llegado tan lejos o
como si estuviera reprochándose ante mí haberme tenido al margen de aquella realidad durante tanto
tiempo.
—Porque nunca sospeché lo que sentías por ella, Claudio; porque jamás me pasó por la cabeza
que la pudieras querer tanto como ella a ti, compréndelo, del modo tan cierto y tan inocente como
Julia te quiso.
No acudí al último acto de aquella despedida. Bernat me disculpó y comprendió que quisiera
marcharme antes de que acabara la ceremonia religiosa, que no asistiera tampoco al cementerio para
despedir a un viejo impostor.
Me fui de allí sin saber hacia dónde encaminaría mis pasos. Sólo recuerdo que arranqué con
brusquedad y que enfilé la carretera en dirección a la costa. Estaba anocheciendo y el mar, que se
dejaba ver entre las curvas y las ondulaciones del paisaje, era una lámina bruñida e inmóvil.
Conducía con una sensación de vacío y de cansancio, los párpados me pesaban, me hipnotizaban los
faros de los coches que venían de frente y las líneas blancas del asfalto. Trataba de mantenerme
rígido, de apretar fuerte el volante y no dejarme vencer por la lasitud, por la oscuridad que caía
como un velo sutil sobre las colinas, sobre las madejas de pinares, en el descenso sinuoso hacia las
calas y los acantilados. Bernat me había dicho que fue cerca de la Fustera, bordeando la playa y
ascendiendo por un sendero rocoso paralelo al mar, desde donde habían arrojado las cenizas de
Julia.
Podría parecer estúpido acudir a esos lugares, consentir que la insensatez tomara el mando de mi
conciencia y de mi voluntad y dejarme vencer por algo muy semejante al abandono. No sería el
primero en desandar los caminos de la razón ni el último en sucumbir a esos cantos de sirena que
nacen de unos segundos de desesperanza. Julia me había enseñado muchas cosas, tantas como sus
infinitos silencios, como toda su quietud, como la apacibilidad que pude respirar aquella noche
desde el acantilado.
Era yo quien le hablaba, quien se acordaba de ella, yo quien despertaba con su olor en las manos
y en los ojos, quien la veía aproximarse con los labios más dulces que jamás pude probar y con el
sueño en la piel, bajo una bata de seda verde o una chaqueta beis. Era yo quien acudía feliz a su
llamada, adelantando los relojes para evitarle cualquier in-certidumbre, avanzando hacia ella desde
todos los caminos, desde las rutas y desde las travesías, volviendo de Xauen o de los polvorientos
paisajes de la imaginación. Era yo quien la buscaba en los cafés de la tarde, en los taxis que
recorrían la ciudad con sospechosa lentitud o en las terrazas abonadas al ocaso y a los amaneceres.
Era yo, sin dudar, quien aprendió su nombre un jueves de oficina y fantasía, antes de que descubriera
la golosina de su conocimiento, su generosa sonrisa de mujer o el modo sosegado de entornar la
mirada.
Decía Sandoval que todo sobreviene por una causa que nunca es arbitraria, por una fuerza
invisible y secreta que dispone que algo suceda así, de ese modo, obedeciendo a una ley semejante a
la que rige las mareas o el rumbo de los vientos... Si creyera en esa fuerza, en esa forma de destino
contra la que nada es posible, diría que el mío se detuvo hace ya algunos años y que el resto es una
sucesión de horas y minutos condenados a girar mientras el corazón aguante.

Desvariaba. Aturdido por la noche y el sonido del oleaje bajo mis pies, pensé por un momento
que perdía el equilibrio y me agarré con fuerza al pasamanos del mirador. El momento era calmo y
sugestivo. Al fondo, eclipsada parcialmente por las nubes, emergiendo del mar, se recortaba una
prodigiosa luna llena, y un poco más acá, unido a la tierra por una mano de sombra, la oscura silueta
del peñón. Solo en la altura, fascinado por aquel espectáculo de inmensidades, sentí que estaba a
punto de ser plenamente feliz, que sólo algo inasible, imperceptible y mínimo, lo impediría del todo
y para siempre y que ésa sería mi desdicha allá donde fuera: una secreta e insondable alegría
condenada a estar ahí, oculta en mis entrañas, latente y ciega.
Había perdido la noción del tiempo cuando decidí caminar hacia el coche. Me senté, me ajusté el
cinturón y cerré la puerta con ánimo de regresar. Minutos después circulaba por la autopista en
dirección a casa, contemplando la luna en el retrovisor, dejando atrás un paisaje de claridades
nocturnas, de imágenes fugaces que se iban sucediendo con la velocidad, como las que provocaba el
acecho del sueño en mi cabeza o la música que comenzó a sonar al accionar una simple clavija,
como si Ramírez la hubiera colocado a propósito para ella o para mi redención en la radio de su
coche, de nuevo aquel Downtown Train flotando en la voz de Tom Waits camino del infierno, de la
salvación o de la vida, encendiendo como un milagro su olor, el intenso perfume de su cuello y de su
nuca emborrachando mis sentidos en aquel irlandés de una noche africana, viéndola de nuevo
volverse hacia mí para decir mi nombre, para sentir a medias la ebriedad de estar juntos, para
escuchar de sus labios palabras como risa, horizonte, libertad, camina, no te detengas nunca, nunca,
nunca.

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