Imanencia Transcendencia Na Intencionalidade

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ACTAPHILOSOPHICA, vol. 6 (1997), fasc. 1 -PAGG.

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note e commenti

Inmanencia y trascendencia en la intencionalidad*

MAGDALENA BOSCH**

1. Introducción
Intencionalidad es un término que se ha entendido de muy diversos modos, en
distintas tradiciones, y por tanto se hace necesario precisar el sentido en que va a
tratarse. Tomaré la intencionalidad para significar el ser de las cosas en nosotros
cuando las conocemos o queremos, la presencia de lo conocido y de lo querido en
cuanto tal, y la unión del conocimiento con lo que conoce y del apetito con lo que
quiere.
Intencionalidad puede entenderse, por tanto, como acceso a lo que es y al ser de
lo que es, tanto cuando se da en la vertiente cognoscitiva, como cuando tiene lugar
en la vertiente apetitiva. A pesar de que generalmente se ha prestado mayor atención
a la intencionalidad cognoscitiva, no menos intencionales son los actos apetitivos,
que no a p re h e n d e n un objeto pero que lo hacen pre s e n t e al sujeto, en su
intencionalidad volitiva.
En los actos que llamamos intencionales se da una presencia intencional de las
cosas en quien realiza esos actos. Pero la presencia sola no es enteramente la
intencionalidad, sino que se da una unión en la que culmina el acto intencional.
Porque, en efecto, el acto intencional acabado consiste en que cognoscente y
conocido son uno en acto. Esta comprensión de la intencionalidad se puede aplicar,
por analogía, a los actos de la intencionalidad apetitiva.
La intencionalidad, así entendida, supone inmanencia y trascendencia, tanto por
parte del sujeto como del objeto. El objeto es el ente, y es fundante de la
intencionalidad del sujeto y del mismo ser intencional. Los actos intencionales son

* Este artículo es una elaboración de algunas de las ideas que estudié en mi Tesis doctoral acerca
de la inmanencia y la trascendencia en la intencionalidad. Estoy en deuda con los profesores
Eudaldo Forment e Ignacio Guiu por la ayuda que me prestaron a lo largo de aquel estudio; por
lo que quiero dejar constancia del más sincero agradecimiento a ambos.
** Dpto. de Filosofía Teorética y Práctica. Facultad de Filosofía. Universitat de Barcelona. C/
Baldiri i Reixac s/n. 08028 Barcelona

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posibles porque el ente permite ser conocido y ser querido, y esa posibilidad que él
ofrece es su trascendentalidad. Sólo porque el ente se deja conocer y querer, puede
haber actos intencionales.
El sujeto es la persona humana, capaz de acceder al ente y a su ser, por sus
facultades intencionales. Tanto en uno como en otro se dan la inmanencia y la
trascendencia. Es decir, el acto intencional, en tanto que es acto de una persona, es a
la vez inmanente y trascendente respecto de ella; y en cuanto que se funda en el ente,
requiere por su parte, también al mismo tiempo, inmanencia y trascendencia respecto
del ente.

2. Trascendentalidad e inmanencia del ente


Cuando conocemos o queremos algo, aquello se hace presente en nosotros. Es en
nuestra alma, en nuestras potencias intencionales. Y sin embargo eso conocido o
querido no deja de ser lo que era naturalmente, no cambia su ser natural. Pero la
actualización de las potencias intencionales da lugar a un ser intencional, un modo
de ser diverso al natural y una presencia de formas distinta a la que se da en ese ser.
La intencionalidad sólo es posible por una actualización de las potencias
cognoscitivas o apetitivas del sujeto humano. Es en esa actualización de potencias,
en su ponerse en acto, donde tiene lugar la intencionalidad, el ser intencional. Y el
ser intencional requiere tanto la trascendentalidad relativa del ente, como la
inmanencia de su ser en él. Ambas nociones exigen una fundamentación metafísica
adecuada para poder comprender en toda su hondura los actos intencionales. Cada
acto cognoscitivo o apetitivo se funda en estos dos aspectos del ente.
Por trascendentalidad relativa del ente debe entenderse la misma
trascendentalidad del ser del ente, en tanto que está como ordenada o referida a algo
distinto de sí mismo. Ese orden o referencia distingue la trascendentalidad relativa
de otros modos trascendentales. Para entender esta trascendentalidad específica que
funda los actos intencionales podemos acudir a la descripción que se encuentra al
inicio de De Veritate1. Allí se van distinguiendo los distintos sentidos en que puede
tomarse el ente, hasta llegar a la universal referencia del ser al alma y a sus potencias
de conocimiento y volición.

1 STO. TOMÁS, De Veritate, q. 8, a. 6, c.; Q. Disp. De Veritate, q. 1, a. 1, c.: «Aliqua dicuntur


addere supra ens, in quantum exprimunt ipsius modum, qui nomine ipsius entis non exprimitur.
Quod dupliciter contingit: uno modo ut modus expressus sit aliquis specialis modus entis. [...]
Alio modo ita quod modus expressus sit modus generaliter consequens omne ens; et hic modus
dupliciter accipi potest: uno modo secundum quod consequitur omne ens in se; alio modo
secundum quod consequitur unumquodque ens in ordine ad aliud. [...] Si autem modus entis
accipiatur secundo modo, scilicet secundum ordinem unius ad alterum, hoc potest esse
d u p l i c i t e r. Uno modo secundum divisionem unius ab altero. [...] Alio modo s e c u n d u m
convenientiam unius entis ad aliud; et hoc quidem non potest esse nisi accipiatur aliquid quod
natum sit convenire cum omni ente. Hoc autem est anima, quae quodammodo est omnia, sicut
dicitur in III De Anima. In anima autem est vis cognitiva et appetitiva. Convenientiam ergo entis
ad appetitum exprimit hoc nomen bonum, ut in principio Ethic. dicitur: bonum est quod omnia
appetunt. Convenientiam vero entis ad intellectum exprimit hoc nomen verum».

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En primer lugar distingue Santo Tomás entre la atención a un modo específico


del ente y la atención al ente en general, es decir, al ente en cuanto ente. Escogemos
esta segunda opción. Vamos a referirnos a un aspecto común a todo ente, aspecto que
el ente tiene por el hecho de ser ente, y no por otras posibles razones que dependan
de algo específico.
A esta distinción sigue otra: una vez que se toma al ente en cuanto tal, puede
hacerse según el modo de ser del ente en sí mismo, o bien según algún modo de ser
del ente que se sigue de su ordenación a otro. Vamos a fijarnos en este segundo
sentido. La trascendentalidad relativa a la que me refiero consiste en una cualidad
del ente en cuanto tal, pero haciendo referencia a algo otro, en orden a otro. Por tanto
se trata de una cualidad que tiene en tanto que ente, pero a la vez, en tanto que
referido a algo que no es él mismo.
Conocemos ya dos características de la trascendentalidad relativa que funda la
intencionalidad, pero todavía cabe precisarla un poco más, según se entienda esta
referencia u ordenación a la que se ha aludido. La referencia del ente a algo distinto
de sí puede ser a modo de división de uno respecto de otro, o bien a modo de
conveniencia. Es decir, que la referencia podría ser por una oposición o distinción,
algún modo de separación o alejamiento. Todo ello es un modo de referirse, como
la referencia que existe entre cosas opuestas: la misma oposición las refiere una a
otra.
Pero hay otro modo de referencia que es convenir. Este modo de referencia
incluye cosas como resultar propio de algún modo para alguien, resultar idóneo,
estar ordenado a aquello. Contrariamente a la descripción anterior, la conveniencia
dará lugar a una proximidad o cercanía. De manera que hay algo a lo que el ente en
cuanto tal y refiriéndose a otro, ese otro le resulta conveniente.
De ahí se desprende que aquello que resulta conveniente al ente, a su vez ha de
resultarle conveniente el ente a sí. Esta condición pone en evidencia una necesidad
de universalidad que sólo se encuentra en el alma. En efecto, el alma es universal
para poder convenir a todo ente; y todo ente puede convenir al alma.
Una vez que se concreta el término de la conveniencia del ente que se ha venido
describiendo resulta fácil entender los dos modos de la conveniencia: apetitivo y
cognoscitivo, puesto que el ente puede convenir a los dos tipos de potencia que hay
en el alma.
Se concluye de todo ello que la trascendentalidad relativa del ente funda la
intencionalidad; siendo la misma trascendencia del ser del ente en tanto que ente
que, como tal, se refiere a otro conveniéndole. De modo que la primera condición de
posibilidad de todo acto intencional es el ser del ente y su trascendentalidad.
Esta dependencia del ser puede precisarse un poco más, y es lo que consideraré la
inmanencia en el ente de su ser, que es fundamento de actos intencionales, tanto
cognoscitivos como apetitivos.
La inmanencia de la intencionalidad por parte del ente consiste en esa
participación en el ser, que hace posible su trascendentalidad. La intencionalidad es
inmanente al ente en la misma medida en que el ente está en acto y se hace
intencionalmente trascendente, puesto que la razón de su trascendencia intencional
es justamente su ser. Lo inmanente al ente es su propio ser, que es la razón de la
intencionalidad en tanto que trasciende. Luego la trascendencia del ente, que hace

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posible los actos intencionales y el ser intencional, está condicionada por su


inmanencia.
La inmanencia de la intencionalidad en el ente puede considerarse, en primer lugar,
respecto de los actos cognoscitivos. Al atender a esa capacidad del ente de «poder ser
conocido» se advierte la necesidad de atender a su fundamento y causa, que no puede
ser otro que el propio ser del ente. Así lo ha expuesto Canals cuando afirma: «Sto.
Tomás, para quien el acto del ente es el ser, esse, “de suyo nunca perfectible ni
receptivo, sino siempre perfectivo y recibido” entendió ciertamente, como advirtió
Cayetano, la esencia del conocer en cuanto tal como acto y ser de ese ente que es
perfeccionado de tal modo por el ser, que por su ser tiene constitutivamente el ser
cognoscitivo»2.
De manera que el fundamento de la cognoscibilidad es el ser del ente. El ser del
ente fundamenta su cognoscibilidad y su verdad. Si reconocemos en el ente la
mencionada capacidad de ser conocido o querido, de que se adecúen a él las
potencias intencionales, habrá que reconocer que él mismo, su ser, es el fundamento
de tal capacidad; porque primero es la entidad de la cosa, y luego su razón de bondad
o de verdad que son consecuencia de la entidad misma.
El verum sigue al ens y no al contrario. Y cuando aquí se dice “seguir” se está
expresando una prioridad entitativa, una precedencia ontológica: es porque hay ens,
que puede haber v e ru m. El e n s es primero en sentido fundante, de condición
absoluta. Y además, tanto en el orden del ser, como en el orden del conocer.
En el orden del ser, porque nada puede tener razón de verdadero —ni ninguna
otra— si no es; de modo que el ser hace posible al ente tener razón de verdadero.
Pero también lo precede en el orden del conocer. En primer lugar, porque la noción
misma de ente es primera, anterior y necesaria para entender el trascendental verum.
En segundo lugar, y como consecuencia, porque solamente en el ente,
fundamentándose en él, habiéndolo entendido, pueden entenderse los primeros
principios del conocer.
No puede entenderse la verdad si no se entiende antes el ente, mientras que ente
puede entenderse sin haber entendido la verdad. Esta es una prueba más de la
anterioridad del ente. Por otro lado, esta posibilidad de entender el ente sin necesidad
de haber entendido previamente su verdad, es lo que señala la diferencia conceptual
entre ens y verum. Porque conceptual es la distinción que puede hacerse entre ellos,
ya que coinciden en el ser: el ente mismo es lo verdadero. A la vez que se da esta
identidad se da la distinción conceptual y la prioridad mencionadas: «Lo primero que
cae en la concepción del entendimiento es el ente, porque una cosa es cognoscible en
cuanto que es en acto, como se dice en IX Metaph. Luego el ente es el objeto propio
del entendimiento, y así el primer inteligible, como el sonido es lo primero audible»3.
Por tanto el ente en cuanto tal es fundante de la adecuación y así puede afirmarse
de la adecuación de las potencias cognoscitivas, que es la verdad, que consiste en la
correspondencia con la verdad ontológica: «Decir de lo que es que no es, o de lo que
no es que es, es falso; mientras que decir de lo que es que es, o de lo que no es que
no es, es verdadero»4.
2 F. CANALS, Sobre la esencia del conocimiento, PPU, Barcelona 1991, p. 303.
3 STO. TOMÁS, S. Th., I, q. 5, a. 2, c.
4 ARISTÓTELES, Metafísica, IV, 7, 1011b 26-27.

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En cambio, no es por el acto del sujeto intencional que se fundamenta la realidad


ontológica. Ningún acto apetitivo o cognoscitivo respecto de un ente, obrará en él
influencia entitativa ninguna. El ser bueno y verdadero es debido al ente y aquello
que es verdad o bondad es tal por el ente; porque intencionalmente se conforma con
él. Como argumenta Aristóteles, «Tú no eres blanco porque nosotros pensemos que
verdaderamente eres blanco; sino que, porque tú eres blanco, nosotros los que lo
afirmamos, nos ajustamos a la verdad» 5. Puesto que, en el conocimiento, lo
conocido existe en el cognoscente, sabemos que en él se nos manifiesta la realidad
como tal, sabemos que conocemos el ente como realidad natural fuera del alma. A la
vez se da otro ser, el de lo conocido en tanto que conocido, que se da solamente en el
alma.
Y de este modo, una vez que se atiende a la intencionalidad como verdad, visto
que el fundamento de la verdad es el ente, habrá que aceptar que el fundamento de la
intencionalidad también lo es; pero no sólo en la intencionalidad del conocer, sino
también en la del desear. Análogamente a como el v e ru m es el objeto de las
potencias cognoscitivas, el bonum lo es de las apetitivas. Pues bien, su fundamento
no será otro que el ente mismo, lo cual se debe a la conversión del bonum con el ens,
parecidamente a como sucede con la verdad. Puesto que algo tiene de bueno cuanto
de apetecible, y de apetecible cuanto de perfecto y es perfecto en la medida en que es
en acto. De modo que ser en acto es la razón de su perfección, la razón de su
apetecibilidad y el fundamento de los actos intencionales a que puede dar lugar6.
Se pone de manifiesto, por tanto, la inmanencia del ser del ente, respecto del
propio ente que lo participa, y que el ser tiene un papel fundante respecto de los
actos intencionales, actos que tienen lugar gracias a que el ente trasciende su propio
ser en una trascendentalidad relativa a las potencias intencionales.

3. La unidad de las dos vertientes intencionales


Hasta aquí el fundamento de la intencionalidad en el ser del ente: «una cosa es
cognoscible en cuanto que está en acto»7, e igualmente es buena en tanto que es. Si
no estuviera en acto no sería posible que se manifestara como verdadera ni buena.
Sólo en la medida en que tiene ser, el ente puede sostener esa trascendentalidad
relativa que pondrá en acto al entendimiento o a la voluntad.
Todo ello no es más que la explicitación de la conveniencia que se describió
anteriormente. Pero esa conveniencia tiene una reciprocidad por parte del sujeto, y
de sus potencias cognoscitivas y apetitivas. Y esa reciprocidad permite hablar, en el
sujeto, de dos vertientes de la intencionalidad, que se corresponden con estos dos
tipos de potencias. Son los dos modos que el sujeto tiene de convenir al ente, en
tanto que puede conocerlo o bien en tanto que puede quererlo.
Las potencias correspondientes a las dos vertientes intencionales tienen por
objeto al ente mismo. Si se atiende a sus objetos propios que son el bien y la verdad,
ha de reconocerse que ambos se convierten con el ente. Pero además se advierte que
5 Ibidem, IX, 10, 1051b 3-9.
6 Cfr. STO. TOMÁS, S.Th., I, q. 5, a. 1, c.
7 Ibidem, I, q. 5, a. 2, c.

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el ente, en la misma medida en que participa del ser, trasciende su verdad y su bien,
y así se muestra en su plenitud la razón de su trascendentalidad relativa.
El bien y la verdad añaden una “razón” al ente, es decir, que son realmente el
ente mismo, pero añadiéndoles justamente la referencia al entendimiento o a la
voluntad. Porque lo primero conocido y de modo más evidente, es el ente. Y todas
las demás concepciones del entendimiento se resuelven en la de ente, o se
constituyen añadiéndole, conceptualmente, alguna razón que no se explicita en el
nombre de ente8.
Así pues, la verdad y el bien no son sino el ente mismo al que «se añade» alguna
precisión conceptual 9. Por lo que se refiere al bien, añade al ente la razón de
deseable en cuanto que tiene perfección, de modo que «aunque ente y bien se
identifican en la realidad, como difieren conceptualmente, no significa lo mismo
decir ente sin más que bien sin más [...]. Pero bueno incluye el concepto de perfecto,
que es apetecible; y, por tanto, dice ultimidad. Luego aquello que tiene su última
perfección decimos que es bueno sin más»10.
La trascendentalidad del ente funda la trascendencia de los actos intencionales,
porque verdadero y bueno son el ente mismo en cuanto que accesible de dos modos
distintos. Esto hace posible la unidad de las dos vertientes intencionales, porque las
dos son acceso al ser. Puesto que el objeto de ambas se convierte con el ente, ese
objeto, de hecho, resulta ser el mismo. Por eso tiene que haber entre ellas una
especial relación, una estrecha unidad. Verdad y bien son explicitaciones de dos
aspectos del ente mismo. La unidad en el fundamento puede considerarse la primera
de las razones de la íntima unión de las dos vertientes de la intencionalidad.
Junto a esta primera razón, en la que se advierte la coincidencia del fundamento y
del objeto, puede añadirse una segunda razón de unidad. Se trataría de explicitar que
el objeto no sólo coincide porque en ambos casos es el ente, sino porque además el
objeto es el mismo, en el sentido de que la intencionalidad cognoscitiva y apetitiva se
ocupan de la misma cosa, y no solamente en cuanto que ente, sino también en cuanto
que objeto. Es decir, una vez que un ente concreto es objeto de conocimiento, ese
mismo ente concreto, lo será también del apetito, en la medida en que se presente
apetecible. Es el mismo, pero con formalidades distintas: «Es aprehendido como
ente sensible o inteligible, y apetecido en cuanto conveniente o bueno»11.

8 Cfr. STO. TOMÁS, De Veritate, q. 1, a. 1, c.: «Illud autem quod primo intellectus concipit quasi
notissimum, et in quo omnes conceptiones resolvit, est ens, ut Avicenna dicit in principio
Metaphysicae suae. Unde oportet quod omnes aliae conceptiones intellectus accipiantur ex
additione ad ens».
9 En sentido estricto, nada se añade al ente. Ha de entenderse que lo único a que puede hacerse
referencia, en este sentido, son las explicitaciones de aquello que está presente implícitamente en
el ente y que puede explicitarse para conocer la trascendentalidad relativa del ente. Cfr. ibidem,
q. 1, a. 1, c.
10 STO. TOMÁS, S.Th., I, q. 5, a. 1, ad 1: «Licet bonum et ens sint idem secundum rem, quia tamen
d i fferunt secundum rationem, non eodem modo dicitur aliquid ens simpliciter, et b o n u m
simpliciter [...] Sed bonum dicit rationem perfecti, quod est appetibile: et per consequens dicit
rationem ultimi. Unde id quod est ultimo perfectum dicitur bonum simpliciter».
11 Ibidem, I, q. 80, a. 1, ad 2: «Id quod apprehenditur et appetitur, est idem subiecto, sed differt
ratione: apprehenditur enim ut est ens sensibile vel intelligibile; appetitur vero ut est conveniens
aut bonum».

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Un tercer argumento de la unidad de las dos vertientes intencionales es el modo


de la relación con su objeto. En ambos casos, éste se comporta con cierta razón de
finalidad, y por consiguiente, atrayendo. De manera que al objeto común se añade un
común modo de relacionarse con él. Esta común relación subyace a la relación
trascendental que define de modo propio al bien y a la verdad distinguiéndolas entre
sí. Junto a esa distinción propia de cada caso, se hace presente esta común relación a
modo de fin, y que no es sino una consecuencia de la perfección de la participación
en el ser por parte del ente que atrae. Es la trascendentalidad del mismo ser. Atrae en
tanto que verdadero y en tanto que bueno; y la distinta atracción que tiene lugar en
cada caso mantiene cierta razón de finalidad en tanto que adecuación.
Para el entendimiento la verdad es de algún modo su fin. E igualmente para la
voluntad, el bien es también fin suyo. Así dice Aristóteles que «lo deseable y lo
inteligible mueven sin ser movidos». Y a ese modo de mover va unido un modo de
manifestarse, porque lo bueno resulta apetecible en su manifestación, cuando es
conocido como bueno12.
Pero además de la atracción, Aristóteles subraya ya la influencia, en este caso, del
conocer sobre el apetecer. Esta recíproca influencia de las dos vertientes de la
intencionalidad podría considerarse un cuarto argumento en favor de la unión entre
ellas. Unido al bien mismo está su conocimiento como condición intrínseca. Así lo
afirma el Estagirita de modo implícito al sostener que porque parece bueno, lo
apetecible resulta apetecible. De modo que la misma razón de la apetecibilidad está
condicionada por el conocimiento que de ella se alcance. Más adelante en el mismo
texto se expone de modo más explícito cierta subordinación del apetito al
conocimiento, porque «más influye la apariencia en el deseo». En efecto sólo es
objeto de deseo aquello que se conoce como deseable, que tiene la apariencia de tal,
que se presenta previamente al conocimiento como tal. Sólo si se dan esas
condiciones puede el apetito contar con un objeto propio.
Todavía puede hacerse otra matización. Además de compartir su objeto, en tanto
que ente y en tanto que objeto, y de ser atraídos por él a modo de fin, la verdad y el
bien «se incluyen mutuamente». Se trata de un paso más —podría considerarse la
quinta razón o argumento— en el reconocimiento de la unión entre ambos
trascendentales, y es una nueva luz sobre la unidad de las dos vertientes
intencionales. El sentido en que se incluyen mutuamente es el siguiente: «La verdad
es un cierto bien, o de lo contrario no sería apetecible, y el bien es de algún modo
verdad, pues de lo contrario no sería inteligible. Luego así como lo verdadero puede
ser objeto del apetito bajo el concepto de bueno, como cuando alguien desea conocer
la verdad, así también lo bueno ordenable a la acción es, bajo el aspecto de
verdadero, objeto del entendimiento práctico»13.
Esta es la unidad de los dos aspectos de la trascendentalidad relativa del ente,
porque esta posibilidad de convertirse el bien en verdad y la verdad en bien no es

12 ARISTÓTELES, Metafísica, XII, 7, 1072a 25.


13 STO. TOMÁS, S. Th., I, q. 79, a. 11, ad 2: «Verum et bonum se invicem includunt: nam verum est
quoddam bonum, alioquin non esset appetibile; et bonum est quoddam verum, alioquin non esset
intelligibile. Sicut igitur obiectum appetitus potest esse verum, inquantum habet rationem boni,
sicut cum aliquis appetit veritatem cognoscere; ita obiectum intellectus practici est bonum
ordinabile ad opus, sub ratione veri».

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sino por su conversión con el ente. Porque lo verdadero es ente, es verdadero; y por
la misma razón es bueno. E igualmente, algo es bueno por ser ente, y por lo mismo,
en razón de su participación en el ser, puede presentarse como verdadero.
Nuevamente la unidad de los trascendentales contribuye a definirlos y a reafirmar las
definiciones hechas anteriormente.
Estas últimas afirmaciones evidencian la trascendentalidad relativa del ente y su
carácter fundante de la intencionalidad. Si la intencionalidad se da en esa
trascendentalidad y en ella hay tal unidad, significa que la intencionalidad misma en
su esencia, goza también de una peculiar unidad que es su repetida condición de
acceso al ser. Lo que sucede con el ente, que es bueno y verdadero en razón de su
ser, sucede correlativamente con la intencionalidad, que es conocimiento o deseo en
razón de que es acceso al ser.
Se da también, en consecuencia, una correlación con las potencias del alma,
puesto que son ellas el sujeto próximo de la intencionalidad. «El objeto del
entendimiento es la mejor razón de bien apetecible, en cambio, el bien apetecible,
cuya razón está en el entendimiento, es el objeto de la voluntad»14 . Así que la
inteligencia y la voluntad también se incluyen de algún modo, mutuamente. Además
de la unión en sus objetos y justamente por ella, se establece una unión entre las
potencias mismas. El vínculo entre las dos vertientes intencionales se establece por
el fundamento, que es el ente; pero —justamente por eso— también se da ese
vínculo entre las facultades intencionales y en sus actos de conocer o desear lo ente.

4. Inmanencia en el sujeto
En los actos de conocer o desear el ente, es donde se da la presencia intencional.
La presencia intencional es inmanente al sujeto en tanto que perteneciente a él, en
tanto que es presencia en él. Y aún con más razón, la unión entre conocido y
cognoscente, amante y amado, es inmanente en la medida en que cognoscente y
amante no se “exteriorizan” para unirse a su objeto; lo cual sería contradictorio con
la unión misma. Un cognoscente o amante exteriorizados dejarían de ser
cognoscente o amante, porque su posibilidad misma de constituirse como tales está
dentro de sí, en sus interiores actos de conocer y amar.
Conocer y amar son necesariamente inmanentes al sujeto en la medida en que son
intencionales. Conocimiento y amor exigen la inmanencia en las facultades
cognoscitivas y apetitivas como su condición de posibilidad.
La presencia intencional requiere en la misma medida al objeto y al sujeto;
puesto que debe ser presencia de algo en los dos sentidos. Tiene que ser presencia de
algo ente que es susceptible de ser conocido o querido, a la vez que es presencia en
algún sujeto a quien pertenece la posesión intencional en que la presencia consiste.
La aceptación de la inmanencia de la intencionalidad del sujeto, requiere preguntarse
el modo en que se da esa inmanencia y la razón que la hace posible.
El modo de la inmanencia intencional en el sujeto se revela en la simplicidad del

14 Ibidem, I, q. 82, a. 3, c.: «Obiectum intellectus est ipsa ratio boni appetibilis; bonum autem
appetibile, cuius ratio est in intellectu, est obiectum voluntatis».

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alma que es donde permanecen inmanentes los objetos intencionales. Porque el alma
«es en cierto modo todas las cosas, pero no está compuesta de todas las cosas»15. La
composición sería justamente lo contrario a la inmanencia. Sería, eso sí, un modo de
estar presentes, pero no inmanentes. La inmanencia es sólo posible si las cosas dejan
su ser físico y se hacen al ser intencional. El ser intencional no admite composición
alguna, y hace posible que el alma sea todas las cosas sin composición. Lo físico no
puede estar en el alma en absoluto, y por tanto no puede resultarle inmanente.
De manera que la inmanencia es posible por la inmaterialidad. Lo cual es una
afirmación paralela al reconocimiento de que la inmaterialidad es la condición de
posibilidad de la presencia intencional. La exigencia de la inmaterialidad viene dada
por el alma misma, por las facultades intencionales. Porque el entendimiento no
puede estar compuesto de materia y forma individualizadas, sus objetos sólo pueden
constituirse como tales en cuanto son abstraídos de las formas individuales. La
forma de las cosas cognoscibles es inteligible en la medida en que es abstraída de la
materia individualizada. Cuando son inteligibles en acto es cuando se hacen uno con
el entendimiento, también en acto y también libre de toda materia individual16.
En consecuencia, la inmanencia intencional exige, tanto por parte del sujeto
como del objeto, la inmaterialidad. De modo distinto, pero con la misma exigencia,
sucede con el apetito. En la medida en que haya una impresión, afección o presencia
intencional en el amante, su real presencia inmanente estará condicionada por su
inmaterialidad. A pesar de que el término de los actos de la voluntad sea la cosa en
sí, puede aceptarse cierta inmanencia en tanto que se da cierta presencia intencional
en el acto mismo de la intencionalidad, y así la inmanencia intencional de las
facultades apetitivas será la misma que alcancen sus propios actos, porque se da en
ellos.
El hecho de que la inmanencia se dé en los actos nos revela que junto a la
exigencia de la inmaterialidad, y unida a ella, se da la exigencia de la actualidad. En
la medida en que el acto de conocer o querer es de un sujeto y ese sujeto es su autor,
en esa misma medida le resulta inmanente: «Es imposible que algo físico ingrese en
el orden de la inmanencia cognoscitiva pues entonces lo que no se daría sería,
precisamente, inmanencia. Esta no puede consistir en pasividad o en recepción de la
exterioridad»17.
En efecto el ingreso físico es contradictorio a la inmanencia, por ser pasivo y por
ser exterior. Sería pasivo todo ingreso en el que no hubiera un acto por parte del
sujeto. Pero además, es precisamente en el acto cognoscitivo del sujeto donde lo

15 Ibidem, I, q. 84, a. 2, ad 2.
16 Cfr. STO. TOMÁS, C.G., l. II, c. 50: «Intellectus autem non potest esse compositus ex forma et
materia individuali. Species enim rerum intellectarum fiunt intelligibiles actu per hoc quod a
materia individuali abstrahuntur. Secundum autem quod sunt intelligibiles actu fiunt unum cum
intellectu. Unde et intellectum oportet esse absque materia individuali. Non est igitur substantia
intelligens ex materia et forma composita».
17 A. R I E R A M AT U T E , La articulación del conocimiento sensible . Una interpretación del
pensamiento de Sto. Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 1970, pp. 89-90. A continuación se
completa el argumento: «La recepción de la exterioridad es una dimensión no inmanente y, en
consecuencia, no cognoscitiva de la facultad que hay que referir al órgano: dimensión
especializada del organismo desde un punto de vista vegetativo» (ibidem, p. 90).

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conocido puede despojarse de su fisicalidad. La fisicalidad es lo que hace al objeto


que sea externo, que resulte extraño, que no sea propiamente objeto, hasta que es
aprehendido. Sólo en el acto de aprehensión de la forma ésta puede separarse de sus
concreciones físicas. De modo que por el acto, es posible la inmaterialidad. Y ambas
cosas, actualidad e inmaterialidad, hacen posible la inmanencia.
La afirmación de la inmaterialidad como condición de la inmanencia intencional,
no impide reconocer una gradación que contribuye precisamente a esclarecer el
modo en que se da la inmanencia. Ello puede verse en que «al entrar la forma en
nosotros continúa entorpecida por la materia, porque el propio fantavsma es acto de
una facultad orgánica. La forma ha cambiado la materia del objeto exterior por la del
sujeto cognoscente; es un comienzo de inmanencia de la forma en el sujeto, pero no
es todavía la inmanencia estrictamente espiritual, la adherencia al nou~"»18.
Parece, por tanto, que puede darse una inmanencia incompleta o plena, según el
momento en la realización del acto. La inmanencia espiritual sería inmanencia de
una plenitud intencional, donde el objeto se ha hecho a la espiritualidad de la
facultad o donde ésta goza de una posesión perfecta de él. Los demás grados
dependerán del modo en que se posea al objeto.
La intencionalidad apetitiva presenta algunas peculiaridades. Al plantear la
posibilidad de una plenitud de inmanencia en la espiritualidad de cognoscente y
conocido que se identifican en acto, se pone de relieve inevitablemente la diferencia
respecto de la inmanencia de esta otra vertiente intencional. El motivo no es la duda
sobre la espiritualidad de la voluntad, puesto que el apetito sigue a las formas del
conocimiento y, según sean sensibles o inteligibles, el apetito se adhiere a ellas de
modo también sensible o inteligible. Luego la voluntad debe gozar de la misma
espiritualidad que el entendimiento.
Donde se presenta el conflicto es en su inmanencia. Esta dependería del modo en
que tenga lugar la presencia intencional propia de las facultades volitivas. Pero
deben matizarse las conclusiones a que se llega en el estudio de la intencionalidad
cognoscitiva antes de aplicarlas a la intencionalidad apetitiva. La plenitud de
inmanencia intencional espiritual ha de matizarse en el caso de la voluntad y advertir
que, aunque también espiritual, esa inmanencia no será idéntica sino análoga a la del
conocer; distinguiéndose por el diverso modo de estar inmanente su objeto. Y el
diverso modo es una presencia que no incluye aprehensión.
Pero la no-aprehensión no significa no-presencia, ni tampoco no-inmanencia;
sino que análogamente a como las formas del conocimiento se hacen presentes en él,
así las formas queridas permanecen en el alma19.
Cuando se desea algo, aquello se hace presente en el que lo desea, y no solamente
en tanto que conocido, sino presente en tanto que deseado, querido, buscado. Hay
una presencia de aquello que despierta la inclinación del afecto o del amor, y el
mismo deseo queda como invadido por ese anhelo y está como absorto en ello; de
modo parecido a como está uno absorto en sus pensamientos, que quiere decir lleno
de ellos, atento a ellos, conformado con ellos.
A los actos apetitivos les precede una presencia cognoscitiva a la que, como tal

18 J. MARECHAL, El punto de partida de la Metafísica, vol. I, Gredos, Madrid 1957, p. 90.


19 Cfr. STO. TOMÁS, S.Th., q. 37, a. 1, ad 2.

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apetito, puede luego adherirse o no. Lo que no hace el apetito es “aprehender” otra
vez esa forma. Necesita de la forma, la tiene presente, pero es la misma que le
presenta el conocimiento, y la necesita hasta el punto que lo apetecible no mueve al
apetito sino en cuanto aprehendido20.
Lo que actualiza al sentido es lo sensible, y al intelecto, lo inteligible. Pero lo que
actualiza a las potencias volitivas es lo conocido, y en cualquiera de los dos niveles,
aunque no en tanto que sensible o inteligible —que es lo que caracteriza y define a
las potencias cognoscitivas—, sino en tanto que eso conocido se muestra deseable.
Esto se ve también confirmado por la inclinación que todas las formas suscitan. Si el
conocimiento es por las formas y la presencia intencional del conocimiento es por la
forma conocida, la presencia intencional de la voluntad es la misma inclinación a esa
forma que se le hace presente.
De todo ello se deduce que no hay una presencia intencional en el apetito, distinta
de la del conocimiento. La presencia en la voluntad es una presencia a modo de fin,
aunque no sea por aprehensión de una forma, y aunque sea de un objeto
“extrínseco”, es lo primero en el orden de la intención, está en la intención.
Pero además, los actos intencionales de ambas vertientes, la cognoscitiva y la
apetitiva, se muestran inmanentes en su perfeccionamiento del sujeto. El sujeto
adquiere perfección en sus propios actos de conocimiento y de apetito, y los objetos
de esos actos de algún modo permanecen en él. Porque «la acción del apetito y del
sentido y del entendimiento no es como la acción que marcha hacia la materia
exterior, sino como la acción que consiste en el mismo agente, como perfección
suya»21. Esto no excluye en absoluto a la voluntad. Incluso se ve con mayor claridad
la razón perfectiva de sus actos. Resulta obvia la inmanencia de tal perfección del
sujeto que lo es, justamente, en tanto que queda en él. Y esa inmanencia no es sólo
de las operaciones y de la perfección que se obtiene en ellas, sino también de su
resultado perfectivo.
Pero la inmanencia intencional se da solamente en la medida de su ser
trascendental. En esa misma medida en que se relaciona con el ente, lo aprehende o
lo hace presente en su querer. La inmanencia intencional alcanza su sentido en la
trascendencia.

5. Trascendencia del sujeto


En efecto, la inmanencia intencional tiene sentido en tanto que correlato de la
trascendencia intencional. La misma inmanencia intencional en el sujeto, se debe a
un acto previo trascendente.
De hecho, el aspecto que se revela más esencial en la intencionalidad, y en sus
dos vertientes, es la trascendencia. Ocurre que ésta se encuentra presente en todos
los aspectos que le conciernen y es condición suya intrínseca. A la vez, la distinción

20 Cfr. ibidem, I, q. 80, a. 2, ad 1.


21 STO. TOMÁS, De Veritate, q. 8,a. 6, c.: «Actio autem appetitus et sensus et intellectus non est
sicut actio progrediens in materiam exteriorem, sed sicut actio consistens in ipso agente, ut
perfectio eius».

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note e commenti

entre ambos aspectos responde más bien a una necesidad metodológica que
posibilite su estudio, pero no a ninguna separación entre ellos en el acto intencional,
por cuya simplicidad no cabrían, propiamente, distinciones que supusieran una
composición.
La trascendencia no es un rasgo más de la intencionalidad del conocer y del
q u e r e r, sino que constituye una condición necesaria. La esencialidad de la
trascendencia intencional se entiende al considerar que en el acto intencional se da
una presencia y una unión que no puede lograrse sino por el trascenderse de sí del
sujeto.
En ese trascenderse de sí el sujeto se crea una distancia entre sujeto y objeto que
es a la vez distancia y vínculo22. En ese equilibrio entre la distancia y el vínculo se
da la unión que se manifiesta de modos distintos en el caso del conocimiento y del
apetito; y sin dejar de ser verdadera unión intencional evidencia el acceso al ser que
tiene lugar en esos actos. Y esta es la razón de la trascendencia, por ambas partes. La
trascendencia del ente, consecuencia de su participación en el ser, y la trascendencia
de las facultades, fundada en el ser actuante del ente y posibilidad perteneciente al
sujeto. Por tanto, la muestra más clara de la trascendencia de la intencionalidad es
evidenciar que el objeto intencional es siempre el ente.
Respecto a esta afirmación debe hacerse un aclaración previa y que incide
plenamente en la cuestión que va a abordarse. Me refiero a la distinción entre objeto
intencional y el ente. Puede afirmarse que el objeto de la intencionalidad es el ente, en
tanto que él constituye realmente el término de la intencionalidad del sujeto. Sin
embargo, en otro sentido, el objeto intencional se refiere a aquello que las facultades de
conocimiento o apetito hacen suyo. Pues precisamente en tanto que suyo e intencional,
ese objeto se distingue ya del ente. Esta es la diferencia entre la cosa conocida o
querida y lo conocido o querido que, en cuanto tal, está en quien conoce o quiere.
A la vez, sería equivocado afirmar que el objeto del conocer o del querer fuesen
lo conocido o querido en cuanto tal, porque lo que fundamentalmente se conoce es la
cosa, no la “intención” de ella. Luego vemos reafirmado el ente mismo como
“objeto” del conocimiento y del apetito, tomando ahora el “objeto” en su sentido de
término de la relación trascendental intencional del sujeto. Este hecho es el que
funda la trascendencia de la intencionalidad. Y en este hecho coinciden las dos
vertientes intencionales.
El estudio de la trascendencia intencional quedará más completo si hacemos
alguna referencia a la polémica sostenida especialmente en la vertiente del
conocimiento. Hemos dicho que la trascendencia intencional necesita de la
inmanencia, pero no debe confundirse con ella. Hasta el momento, se ha recorrido
un itinerario entre varias precisiones acerca del equilibrio entre lo inmanente y lo
trascendente de la intencionalidad. Ahora me propongo señalar el error a que
conduciría una posible confusión.

22 A. M I L L Á N - PU E L L E S , La estructura de la subjetividad, Rialp, Madrid 1967, p. 185: «La


trascendencia intencional suprime en cierto modo la distancia del sujeto al objeto, porque no es
otra cosa que el acto en el que el primero tiene la presencia del segundo; pero al punto se
advierte que este modo de hablar no expresa exactamente lo que ocurre, antes bien, en cierta
forma lo traiciona, si no va corregido por la aclaración de que la presencia del sujeto al objeto es
simultáneamente una distancia, la constitución objetiva de una separación irremediable».

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La polémica ha tenido lugar en relación a la intencionalidad cognoscitiva, porque


en la intencionalidad volitiva la trascendencia resulta mucho más clara. Y la razón, a
su vez, se encuentra en que su inclinación es un modo intencional más claramente
trascendente que la posesión que tiene lugar al conocer23.
En cambio, esa posesión que se da en el conocimiento puede ser malinterpretada
y, de hecho, lo ha sido. Al estudiar la esencia de la intencionalidad cognoscitiva se
subrayó que la operación del conocimiento tenía su término en la mente, pero no su
principio, que es la cosa conocida y lo ente. A este respecto se han dado
interpretaciones del conocimiento que ignoran la trascendencia del conocimiento.
Me limitaré a mostrar el caso de Descartes como ejemplo que de algún modo incluye
a todos.
El problema cartesiano consiste en replegar la conciencia sobre sí misma,
impidiendo el acceso al ente, o al menos, ignorándolo. El conocimiento no se funda
en las cosas que son, sino en el propio conocimiento. Me refiero a la duda metódica
y a su resolución: «Pero advertí luego que, queriendo yo pensar de esta suerte, que
todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando
que esta verdad: “yo pienso, luego soy”, era tan firme y segura que las más
extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué
que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba
buscando»24.
El principio tomado por Descartes es justamente la inversión de la
intencionalidad del sujeto. Por su conocimiento intencional, el sujeto accede al ser
de las cosas y es ese ser el que funda la verdad. En el caso cartesiano el
razonamiento es el contrario: porque pienso, soy. Entonces el pensamiento sería el
fundante del ser, al menos del mío. Pero también el ser de las cosas que conozco está
en juego, porque como consecuencia del cogito cartesiano la verdad de las cosas
deberá fundarse también en el pensamiento: «Puedo establecer desde ahora, como
regla general, que todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente son
verdaderas».
La consecuencia de todo ello es que la verdad pasa a depender del conocer. Si las
cosas son verdaderas en tanto que concebidas con claridad y distinción, su verdad
depende de la claridad y distinción de quien las conoce, de manera que su entidad
misma, su participación en el ser, deja de ser el fundamento de su verdad.
Por tanto, tomar como principio el “pienso, luego soy”, invalida a la
intencionalidad en sus mismas raíces, en su fundamento. La relación trascendental
no tiene lugar alguno en este principio. La intencionalidad no cabe ni en el ente, que
ya no es fundamento; ni en el sujeto, que no trasciende de sí mismo. El conocimiento
se apoya únicamente en su propia evidencia. La verdad es esa misma evidencia en
los diversos grados en que pueda presentarse.
Los planteamientos diversos que se enraízan en el principio cartesiano del cogito,
no pueden dar cuenta cabal de la intencionalidad. La intencionalidad y el solipsismo

23 Ibidem, p. 204: Es «un trascender que por su misma esencia es trascendencia de un modo más
formal que la posesión, inmaterialmente analéptica, de lo conocido: el trascender de la
subjetividad a lo querido, la intencionalidad pura del querer».
24 R. DESCARTES, Discurso del método, Oeuvres, Adam-Tannery, Librairie philosophique J. Vrin,
París 1974, vol. 6, P. IV, p. 32.

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están contrapuestos. Para un cognoscente encerrado en sí la intencionalidad es un


absurdo, porque ha perdido su misma razón de ser que era la relación trascendental
con algo. No es sólo la relación trascendental del ente la que se desvanece, sino que
la misma relación del sujeto queda impedida, no alcanza su término, no tiene
sentido.

6. Plenitud intencional
La trascendencia intencional no es sino la misma participación del ente en el ser
y el acceso a él por parte del sujeto. La verdad y el bien son trascendentales en la
medida en que participan del ser. Por esto admiten grados. En este caso los grados
tienen un máximo exponente, hay un grado absoluto. Ese grado no es otro que el Ser
mismo. Y el Ser mismo no es otro sino Dios: Dios es el mismo ser subsistente.
Si la trascendencia de la intencionalidad es el acceso al ser, una trascendencia en
plenitud, abierta a la plenitud de ser, permitirá una intencionalidad que accede a
Dios. La trascendencia de la intencionalidad abre la posibilidad de acceder a Dios. Y
si la intencionalidad se da en dos cauces, a saber, el cognitivo y el apetitivo, el
acceso a Dios se hará posible también en esos dos cauces.
Ahora bien, «Dios es último fin de cualquier cosa. Por consiguiente cada cosa
cuanto más posible le sea tiende a unirse a Dios como fin último»25. Y si todo ser
tiende a unirse a Dios, teniendo en cuenta que no todo ser es intencional, quizá
podría concluirse que nada o casi nada tiene que ver la intencionalidad con el acceso
a Dios. Sin embargo, al reparar en el modo de realizar esa unión con Dios, es cuando
se pone en evidencia que el acceso a Dios es primordialmente intencional. La
diferencia entre los dos casos estriba en que no cabe, fuera de la intencionalidad, otro
modo de tener a Dios como fin, que no sea el mismo orden natural: ése, al que
correspondía el apetito natural que no es intencional porque surge espontánea y
necesariamente de una forma natural, sin intervención de conocimiento alguno26.
En cambio, plantear un posible acceso a Dios por vía intencional, implica llegar a
Dios en tanto que cognoscible y amable. Puesto que sólo puede conocer a Dios un
cognoscente racional e inteligente, el sujeto humano es capaz de conocer a Dios, y
como consecuencia de ese conocimiento, amarlo. De manera que el sujeto humano
posee un cierto modo de alcanzar a Dios, por medio de las operaciones de sus
facultades intelectivas, tanto en su vertiente cognoscitiva como apetitiva:
conociéndole y amándole27.

25 STO . T OMÁS, C.G., III, c. 25: «Ultimus enim finis cuiuslibet rei est Deus, ut ostensum est.
Intendit igitur unumquodque sicut ultimo fini Deo coniungi quanto magis sibi possibile est».
26 El orden natural instaura una teleología natural que se distingue de la búsqueda de plenitud
intencional. Aunque en ambos casos hay una razón de fin, el modo de dirigirse a él difiere
notablemente. Para un estudio de la finalfinalidad natural véase A. PREVOSTI MONCLÚS, La física
d’Aristòtil, PPU, Barcelona; y también R. ALVIRA, La noción de finalidad, Eunsa, Pamplona
1987.
27 Cfr. STO. TOMÁS, S. Th., I, q. 65, a. 2, c.: «Quamvis creaturae rationales speciali quodam modo
supra hoc habeant finem Deum, quem attingere possunt sua operatione, cognoscendo et
amando».

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Magdalena Bosch

Por lo que se refiere al conocimiento, «Dios es la Verdad por esencia»28, plenitud


de verdad, y un acto de conocimiento que tenga a Dios por objeto será el más
plenamente intencional. Al menos en cuanto que está orientado a aquello que es la
plenitud de su objeto, que es la plenitud de verdad. La plenitud de verdad no es otra
cosa que la consecuencia de la plenitud de ser. Si por el hecho de ser se da una
trascendencia en forma de bien y de verdad, es en el ser mismo donde se da de modo
pleno ese trascender como plena verdad y bien pleno.
Por la intencionalidad, el sujeto humano puede abrirse a esos dos modos de
plenitud, porque sólo de un modo intencional puede hacerse presente en él lo que es
la perfección: «Dice Aristóteles que el alma es en cierto modo todas las cosas,
porque puede conocerlas todas. Y según este modo es posible que en una cosa
exista la perfección de todo el universo. De donde, según los filósofos, ésta sería la
última perfección a que podría llegar el alma, a saber, que en ella estuviese
reflejado todo el orden del universo y las causas del mismo, y en esto tienen que
poner también el último fin del hombre, el cual lo ponemos nosotros en la visión de
D i o s »2 9 .
Una vez más, se pone de manifiesto la estrecha unión de las dos vertientes
intencionales, puesto que también en su plenitud, se evidencia que junto a la
perfección se da el conocimiento. A la vez que se hace presente la perfección en el
hombre, él la contempla. O mejor, gracias a esa presencia cabe tal contemplación.
Las dos razones —de bien y de verdad— se presentan unidas en plenitud. A pesar de
que el texto concluya con la propuesta de la visión de Dios como fin último,
anteriormente ha fundado la posibilidad de alcanzar ese fin en la presencia de la
perfección en el alma. Pero además, tomando la visión de Dios como fin último no
se excluye sino que se apela al consiguiente movimiento de la voluntad. Si el
hombre ve a Dios, lo amará; del mismo modo que en los demás niveles del
conocimiento el apetito sigue a la aprehensión (aunque quizás no debamos emplear
el término “aprehensión”, sino sólo el de conocimiento, porque, propiamente, de
Dios no hay aprehensión posible).
Esta es la limitación que acompaña a la capacidad humana de plenitud. Plenitud
real, pero no absoluta. Un entendimiento creado no puede aprehender a Dios, por su
misma finitud30. Lo infinito no puede quedar inmanente en lo finito, no cabe en él. Y
lo finito no puede aprehenderlo, ni ser penetrado por lo infinito. Porque la operación
del conocimiento acaba en la mente.
Esta es razón para hacer una nueva referencia a la intencionalidad volitiva, en
este caso para subrayar la diferencia respecto de su posible acceso a la plenitud. No
podemos conocer la Verdad plena, pero en cambio sí podemos amar el Bien
absoluto. Y esto por el modo distinto de presencia intencional en las potencias

28 Ibidem, I-II, q. 3, a. 7, c.: «Deus sit veritas per essentiam, et quod eius contemplatio faciat
perfecte beatum».
29 S TO . T O M Á S , De Ve r i t a t e, q. 2., a. 2, c.: «Et ideo in III de A n i m a d i c i t u r, animam esse
quodammodo omnia, quia nata est omnia cognoscere. Et secundum hunc modum possibile est ut
in una re totius universi perfectio existat. Unde haec est ultima perfectio ad quam anima potest
pervenire, secundum philosophos, ut in ea describatur totus ordo universi, et causarum eius; in
quo etiam finem ultimum hominis posuerunt, qui secundum nos, erit in visione Dei».
30 Cfr. STO. TOMÁS, In III Sent., d. 14, a. 2, q. 1: «Capacitas finita non comprehendit infinitum».

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volitivas. Porque la operación de la voluntad acaba en la cosa misma y las


operaciones de la voluntad del sujeto humano pueden tener por término a Dios.
Cuando el sujeto humano ama a Dios, lo ama porque es Bueno. Lo ama en razón
de su Bien, que a él se le hace accesible de algún modo, que no es aprehensivo sino
que es una inclinación. En este sentido, es más trascendente la voluntad que la
inteligencia. Porque la voluntad se abre más a la plenitud, precisamente porque su
modo propio de acceder al ser es más una apertura e inclinación que una aprehensión
y posesión, como sucede en el conocimiento31.
Todos los seres apetecen a Dios a modo de Bien32, puesto que ésa es la razón
fundante de todo apetito, y que se cumple también en la plenitud. La plenitud
intencional se da respecto de Dios, pero no bajo razones distintas a la verdad y al
bien, que son las relaciones trascendentales y por tanto las vías de todo acceso
posible. En Dios se da la plenitud intencional, porque El es el mismo Ser, y es el Ser
mismo el fundamento de toda Verdad y de todo Bien, que en su plenitud son El
mismo en tanto que cognoscible y amable.

7. Conclusión
La capacidad humana de intencionalidad hace posible la apertura al ser, el acceso
al ser: conocer y querer, amar; cosas que son, y que por la intencionalidad son
también en nosotros, con un ser intencional.
El estudio de la inmanencia y la trascendencia que tiene lugar en los actos
intencionales resuelve el dualismo sujeto-objeto, porque revela la articulación entre
ambos, que consiste en un modo peculiar de unión: unión porque el objeto se hace
presente en el sujeto siendo intencionalmente en él, unión —también— porque
ambos se hacen uno en acto.
El equilibrio de la inmanencia y la trascendencia del propio ser del ente se ofrece
a las potencias intencionales humanas dejándose conocer y querer. Esta apertura del
hombre al ser, a su vez, le hace capaz —por esos dos cauces que son el conocimiento
y el amor; y de modo diverso en ambos casos— de una apertura al mismo Ser
Subsistente. Por la intencionalidad, el hombre es capaz de conocer y amar a Dios.

31 No pretendo cuestionar el carácter trascendente de la aprehensión y posesión cognoscitivas. Al


contrario, creo que he llevado a cabo una fundamentación de la misma. A lo que quiero referirme
es al distinto modo de la actividad cognoscitiva y apetitiva. Tradicionalmente se reconoce a la
voluntad una mayor apertura o “extaticidad”. Pero la precisión de todo esto, siendo coherentes
con la analogía que se ha establecido entre las dos vertientes de la intencionalidad, podría ser
objeto de otro estudio.
32 Cfr. STO. TOMÁS, In III Sent ., d. 14, a. 2, q. 1; De veritate, q. 22, a. 2, ad 1 et ad 2: «Sicut enim
nihil habet rationem appetibilis nisi per similitudinem primae bonitatis [...] ipsum esse est
similitudo divinae bonitatis; unde in quantum aliqua desiderant esse, desiderant Dei
similitudinem et Deum implicite».

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