Autoestima
Autoestima
Autoestima
Desde esta perspectiva, se considera que la autoestima rasgo (o nivel típico de autoestima)
depende principalmente de las contingencias de autovalía que experimenta el individuo y de su
tendencia a construir circunstancias que satisfagan dichas contingencias. La autoestima estado (o
experiencia momentánea de autoestima) va a fluctuar en torno a dicho nivel típico de autoestima
en respuesta a los éxitos y fracasos que experimenta el individuo en las circunstancias vitales
relevantes, es decir, en aquellas que son contingentes a su autoestima (Crocker y Wolfe, 2001).
Si bien en la infancia los niveles son similares en ambos sexos, en la adolescencia emerge un
“vacío” entre ellos, presentando los varones una autoestima más elevada que las mujeres (ver
metaanálisis de Kling, Hyde, Showers y Buswell, 1999; Robins et al., 2002). Garaigordobil, Pérez y
Mozaz (2008) encuentran que estas diferencias de género se producen en autoestima y no en
autoconcepto, y en particular en adolescentes de 16-17 años.
La autoestima es un factor crítico que afecta al ajuste psicológico y social. Así, niveles bajos en la
autoestima o autoconcepto de los jóvenes se han asociado con una serie de síntomas
psicopatológicos (para una revisión, ver Garaigordobil et al., 2008); entre otros, con reacciones de
ansiedad (Fickova, 1999; Garaigordobil, Cruz y Pérez, 2003; Newbegin y Owens, 1996), síntomas
depresivos, desesperanza y tendencias suicidas (Overholser, Adams, Lehnert y Brinkman, 1995;
Robins, Donnellan, Widaman y Conger, 2010; Rodríguez Naranjo y Caño, 2010; Whisman y Kwon,
1993). Una autoestima o autoconcepto bajos también son frecuentes en los jóvenes que tienden a
la procrastinación o demora innecesaria en la realización de tareas (Ferrari y Díaz Morales, 2007) y
en aquellos que manifiestan conductas agresivas (Garaigordobil y Durá, 2006; Robins et al., 2010),
conductas antisociales (Calvo, González y Martorell, 2001; Donnellan, Trzesniewski, Robins, Moffitt
y Caspi, 2005; Owens, 1994), violencia escolar (Cava, Musitu y Murgui, 2006; Musitu, López y
Emler, 2007; Martínez, Murgui, Musitu y Monreal, 2008) y violencia relacional (Moreno, Estévez,
Murgui y Musitu, 2009).
Por último, es destacable que una autoestima baja durante la adolescencia es un factor de riesgo
para diversos problemas en la edad adulta. En un estudio longitudinal, Trzesniewski et al. (2006)
encuentran que los individuos con baja autoestima en la adolescencia tienen un riesgo mayor de
sufrir una peor salud física y mental en la edad adulta, una peor proyección laboral y económica, y
una mayor probabilidad de verse implicados en actuaciones criminales, en comparación con los
adultos que presentaban una elevada autoestima cuando eran adolescentes. Este conjunto de
hallazgos permite concluir que mejorar la autoestima en adolescentes puede resultar útil para
prevenir un amplio rango de problemas de conducta, emocionales y de salud tanto en la propia
adolescencia como en la vida adulta.
Son escasos, sin embargo, los estudios en los que se ponga a prueba la eficacia de estrategias
específicamente dirigidas a la mejora de la autoestima o autoconcepto en adolescentes. Entre los
estudios publicados que se centran en producir dichas mejoras en adolescentes (ver cuadro 1), se
encuentran, en primer lugar, el trabajo realizado por Mestre y Frías (1996), que revela los efectos
positivos sobre la autoestima de las estrategias dirigidas al afrontamiento de los problemas
incluyendo aprendizaje de habilidades sociales, modificación de expectativas y desarrollo de
nuevas actitudes escolares y sociales. Olmedo, del Barrio y Santed (1998) muestran la eficacia de la
auto-observación y reestructuración cognitiva, entrenamiento en habilidades sociales y solución de
problemas. Barrett, Webster y Wallis (1999) muestran la eficacia del entrenamiento en control
cognitivo, comunicación y solución de problemas. Garaigordobil (2002, 2007) muestra que resultan
efectivas para mejorar el autoconcepto en adolescentes las estrategias para la mejora de la
comunicación, las interacciones sociales, la expresión y comprensión de emociones, y la resolución
de conflictos. Esta intervención, que emplea técnicas de dinámica de grupos, produce a su vez un
incremento en las conductas pro-sociales y una disminución de la conducta antisocial.
La estima que un individuo siente hacia su persona es importante para su desarrollo vital, su salud
psicológica y su actitud ante sí mismo y ante los demás. El concepto de sí mismo influye en la
forma de apreciar los sucesos, los objetos y las personas del entorno. El autoconcepto participa
considerablemente en la conducta y en las vivencias del individuo. La persona va desarrollando su
autoconcepto, va creando su propia autoimagen, el autoconcepto no es innato.
Cuando hablamos de autoestima, nos estamos refiriendo a una actitud hacia uno mismo. Significa
aceptar ciertas características determinadas tanto antropológicas como psicológicas, respetando
otros modelos.
Se genera como resultado de la historia de cada persona, no es innata; es el resultado de una larga
secuencia de acciones y sentimientos que se van sucediendo en el transcurso de nuestros días.
• Componente afectivo: Sentimiento de valor que nos atribuimos y grado en que nos aceptamos.
Puede tener un matiz positivo o negativo según nuestra autoestima: “Hay muchas cosas de mí que
me gustan” o “no hago nada bien, soy un inútil”. Lleva consigo la valoración de nosotros mismos,
de lo que existe de positivo y de aquellas características negativas que poseemos. Implica un
sentimiento de lo favorable o desfavorable, de lo agradable o desagradable que vemos en
nosotros.
• Autoconcepto físico: La percepción que uno tiene tanto de su apariencia y presencia físicas como
de sus habilidades y competencia para cualquier tipo de actividad física.
• Autoconcepto social: Consecuencia de las relaciones sociales del alumno, de su habilidad para
solucionar problemas sociales, de la adaptación al medio y de la aceptación de los demás.
La autoestima (lo que una persona siente por sí misma) está relacionada con el conocimiento
propio (lo que una persona piensa de sí misma). En un individuo puede detectarse su autoestima por
lo que hace y cómo lo hace. Existen tres buenos motores que influyen en el comportamiento del
individuo y suelen manifestarse simultáneamente:
Actuar para obtener una mayor satisfacción y creerse mejor. En este caso, dicho individuo buscaría
alabanzas eludiendo tareas en las que podría fallar y haciendo aquellas en las que está seguro.
Actuar para confirmar la imagen que los demás, y él mismo, tienen de sí. Como por ejemplo, si una
persona cree ser un buen futbolista, querrá jugar al fútbol siempre que encuentre la menor
oportunidad. Si por el contrario cree que se le da mal la jardinería, arreglará mal ciertas cosas del
jardín y dirá que es por azar cualquier mejoría que experimente en esta afición.
Actuar para ser coherente con la imagen que tiene de sí, por mucho que cambien las circunstancias.
Para el individuo es muy difícil cambiar algo de sí mismo que afecte a alguna de sus ideas básicas y
posibilite un comportamiento diferente.
Cómo mejorar el grado de vinculación en la familia:
Dar oportunidades para que todos los componentes de la familia trabajen y jueguen juntos.
Establecer reglas para toda la familia que mejoren el grado de vinculación de sus miembros.
Dar oportunidades para que los componentes de la familia compartan con los demás sus
asuntos personales.
Clarificar los papeles de los componentes de la familia.
Fomentar las soluciones positivas de los problemas que surjan entre los miembros de la
familia.
Demostrando amor incondicional (los hijos han de ser queridos por ellos mismos).
Mostrándoles sus características y cualidades positivas.
Enviándoles mensajes positivos (darse cuenta de lo positivo de cada hijo y decirlo).
Dedicando a cada hijo un tiempo especial (trato individualizado).
Reconociendo sus esfuerzos, su interés y dedicación por las cosas.
Convirtiendo sus quejas y críticas en sugerencias y peticiones.
Animándoles a tener iniciativa y a hacer cosas por su cuenta.
Escuchándoles sin juzgarlos continuamente.
Descubriendo su excelencia y apoyándonos en sus puntos fuertes.
Exigiéndoles proporcionadamente lo que saben y pueden hacer.
Este constructo se ha definido como las percepciones del individuo sobre sí mismo, las cuales se
basan en sus experiencias con los demás y en las atribuciones que él mismo hace de su propia
conducta (Shavelson, Hubner y Stanton, 1976), así como el concepto que el individuo tiene de sí
mismo como un ser físico, social y espiritual
Góngora, V., Casullo, M. (2009). “Factores protectores de la salud mental: Un estudio comparativo
sobre valores, autoestima e inteligencia emocional en población clínica y población general”.
Interdisciplinaria, vol. 26, num. 1, pp. 183-205
la Psicología Positiva que se centra en la salud mental más que en la enfermedad. Se entiende por
salud mental no sólo la ausencia de síntomas sino también la experiencia de bienestar psicológico
Schwartz (1992) define a los valorescomo metas motivacionales desea bles y transituacionales que
varían en importancia y que sirven como principios en la vida de una persona y considera 10 tipos
de valores motivacionales: poder, logro, hedonismo, autodirección, estimulación, uni versalismo,
benevolencia, tradición, conformidad y seguridad. Estos valores se organizan en dos dimensio nes
bipolares: apertura al cambio versus conservación y autopromoción versus autotrascendencia.
Las dos variables que mejor distinguieron el grupo de pacientes con ansiedad y/o depresión del
grupo control fueron: Autoestimay Felicidad. La contribución de ambas variables fue significativa y
similar aunque Autoestima resultó levemente más relevante. En consonancia con otros estudios,
un nivel alto de autoestima se relacionaría con una población con mejor salud mental, en tanto
que niveles bajos se asociarían con una población con trastornos mentales (Mruk, 2006). La
habilidad de sentir satisfacción de la vida, de disfrutar con otros expresando emociones positivas
(Felicidad) claramente ha sido asociada a altos niveles de autoestima y a mayores niveles de salud
mental.
Duro Martín, A. (2021). Revisión de terapias para la baja autoestima: Perfil clínico y mecanismos de
acción. Revista de Psicoterapia, 32(119), 143-164. https://doi.org/10.33898/rdp.v32i119.476
Se revisan seis terapias diferentes que se vienen utilizando para tratar la baja autoestima. Aunque
sus enfoques clínicos son muy diversos, todas ellas, sin embargo, acaban por mejorar la autoestima
del paciente. Para intentar responder a esta cuestión, abordamos esta revisión en dos fases
sucesivas. Primero, se extraerá y analizará el perfil clínico de cada terapia –e.g., su etiología,
supuestos, objetivos terapéuticos o técnicas de tratamiento; y, en segundo lugar, se compararán
sus específicos mecanismos de acción (MA) –su núcleo terapéutico– respecto del logro de
objetivos personales del paciente -posicionando aquellos sobre un sistema componentes de
competencia y eficacia personales. Se concluye que todas las terapias resultarían eficaces porque,
aunque cada una de ellas actúe únicamente sobre uno o dos componentes, su efecto se irradiaría
luego por el sistema desde ahí hasta la autoestima.
Efectuaremos una exposición ordenada de varios enfoques vigentes para tratar la baja autoestima,
agrupados en dos categorías: terapias clásicas y terapias de última generación. Dentro de la
primera categoría, revisaremos las terapias de rasgos, cognitivo-conductuales y conductual-
racional-emotiva; y dentro de la segunda, el enfoque mindfulness, la técnica EMDR y la terapia
metacognitiva.
A diferencia de las terapias clásicas, las terapias de nuevo cuño no se focalizan inicialmente sobre
contenidos, sean contenidos de rasgos, de constructos o contenidos de las representaciones
mentales, sino sobre procesos cognitivos tales como refocalizar la atención o consolidar recuerdos
en la memoria. En general, estas últimas terapias persiguen implantar en el paciente una nueva
perspectiva acerca de lo que vaya acaeciendo en su mente. Tal dicotomía, en realidad, supone una
simplificación, pero recurrimos a ella con intención didáctica. Efectivamente, en toda terapia
intervienen contenidos y procesos, sea en un grado u otro
Dentro de esta clase de terapias examinaremos conjuntamente las de Hall y Terrier (2003) y la
terapia de rol fijo, magníficamente expuesta por Pervin (1975), basada en los constructos de Kelly
(1955/1991). Incluimos estas terapias en el mismo grupo porque en ambos casos el tratamiento
pivota sobre el objetivo de que el paciente se identifique con una serie o estructura de atributos
personales. De hecho, en la terapia de rol fijo se esboza y entrega al paciente un modelo de
personalidad, un papel al que tiene que ajustarse. Debe constatarse que, aunque los dos primeros
autores presenten su tratamiento como terapia cognitivo-conductual, en realidad lo esencial del
mismo se concentra en torno a unos rasgos personales, como comprobaremos más adelante.
Inversamente, la terapia de rol fijo no se reduce al contenido de los constructos, sino que a partir
de ellos se genera una atmósfera de experimentación que implica, obviamente, el procesamiento
de nueva información.
Para estas terapias la etiología de la baja autoestima radica en que el paciente desconoce o no se
comporta según ciertos rasgos o constructos personales que valora positivamente – sea ello de
forma explícita o implícita. El supuesto terapéutico subyacente es que la autoestima acaece
cuando la persona es –y así se reconoce a sí misma– de una particular manera. Por consiguiente,
su objetivo terapéutico pasa por ayudar al paciente a que sea justo de esa manera –identificando y
comportándose según su perfil de rasgos deseados. Hall y Terrier (2003) postulan que, si el
paciente estuviera ya en posesión de tales rasgos, entonces su aplicación y puesta en escena
resultaría facilitada. En cambio, en la terapia de rol fijo se opta mejor por poner de manifiesto al
paciente sus propios constructos personales implícitos, que ya viene utilizando para valorar a los
otros y valorarse a sí mismo aunque sin plena conciencia de ello; y se le ofrece un modelo de
personalidad (estructura de constructos) a modo de rol para llegar a ser esa persona. En efecto, se
insta al paciente a pensar, sentir y actuar según el rol (Pervin, 1975).
Terapia Cognitivo-Conductual
Como se desprende de su propio nombre, esta terapia trabaja al mismo tiempo sobre las
cogniciones del paciente –validándolas– y sus conductas –entrenando nuevas habilidades. Ambos
momentos terapéuticos se integran en aras de mejorar su interacción con el medio ambiente. En
esta categoría, vamos a revisar las terapias aplicadas por Whelan et al. (2007), McManus et al.
(2009), Jacob et al. (2010), Waite et al. (2012), Parker et al. (2013) y Pack y Condren (2014) –casi
todas ellas impartidas en grupo. Como veremos, aun compartiendo estos autores un mismo
enfoque terapéutico, difieren luego en los detalles.
Consideran como causa de la baja autoestima, como su etiología, la aceptación por parte del
paciente de unas creencias irracionales sobre sí mismo, lo cual le depara un afloramiento de
síntomas y le lleva a una inhibición conductual e, inclusive, a la realización de conductas
compensatorias que resultan contraproducentes. Según McManus et al. (2009), estas conductas
compensatorias son gobernadas por ciertas “reglas de vida” que el paciente ha establecido para
comportarse. El supuesto terapéutico es que la autoestima sobrevendrá una vez que el paciente
sostenga unas autocreencias racionales sobre sí mismo, abriéndose a nuevas experiencias a raíz de
ello. Su MA opera consolidando estas autocreencias y propiciando nuevas conductas adaptativas –
que vendrán a reforzar el cambio (McManus et al., 2009).
Terapia Conductual-Racional-Emotiva
Para el presente enfoque la etiología de la baja autoestima consiste en que el paciente se eleva a sí
mismo– y al mundo en general– un conjunto de exigencias irracionales, de todo punto
inalcanzables. Véanse algunos ejemplos de ello: “Tengo que hacer las cosas bien y que las personas
que me importan aprueben lo que hago o, si no, ello significará que no soy lo suficientemente
bueno”, “Las situaciones que me rodean deben ser de tal manera que me proporcionen lo que
desee, cuando lo desee, y nunca deben proporcionarme nada que yo no desee” (Ellis, 1996). Por
tanto, el supuesto terapéutico es que, si el paciente sostuviera unas expectativas más razonables
sobre uno mismo y el mundo, entonces sentiría autoestima. Su MA funciona al cambiar unos
irracionales “deberías” del paciente por una aceptación incondicional de cómo sean las cosas en
realidad y cómo sea él mismo junto con ellas. Así se reduciría su frustración y malestar
concomitante aun cuando unas expectativas imposibles no hubieran sido cubiertas.
Terapias de Última
Técnica EMDR
En este apartado haremos revisión de la terapia de Wanders et al. (2008) –aunque comparan la
terapia cognitivo-conductual con la técnica EMDR, nos ceñiremos aquí única y exclusivamente a
esta segunda. Utilizan el procedimiento general de la técnica EMDR –siglas del inglés “Eye
Movement Desensitization and Reprocessing”–, si bien aplicada a las situaciones traumáticas que
originaron al paciente su perenne desestimación.
Cifran la etiología de la baja autoestima que sufre el paciente en aquellos acontecimientos
traumáticos que hubiera experimentado, mayormente pero no exclusivamente, en una edad
temprana; y cuyos recuerdos y profundo impacto personal todavía no han acabado de consolidarse
en la memoria, razón por la cual continúan aflorando fácilmente a su conciencia junto con las
emociones negativas que conllevan. El supuesto terapéutico latente es que, si se produjese el
definitivo almacenamiento del trauma, entonces sobrevendría la autoestima.
Su MA opera en dos fases consecutivas. Primero, interconectando los recuerdos “flotantes” sobre
el trauma que angustian al paciente con otros varios recuerdos, indistintamente de signo positivo o
negativo, ya consolidados previamente en su memoria –en su fase de desensibilización– Y
asignando después un significado personal más racional y benigno a la respuesta que diera el
paciente ante el trauma –en su fase de reprocesamiento. Ambos procesos de manera conjunta
atenuarán o eliminarán la frecuente reexperiencia de la situación traumática y la hiperactivación
concomitante. Con respecto a la actuación específica de esta técnica, Pagani y Carletto (2017) se
inclinan por la hipótesis denominada SWS, Slow Wave Sleep –sueño de onda lenta– para explicar la
reorganización de redes funcionales distantes, así como la reconsolidación de la nueva información
asociada. Por su parte, Maxfield (2008) y Bergmann (2010) nos ofrecen detallada información
sobre este mecanismo e incluso su revisión histórica.