Estética 2021. Teórico 4
Estética 2021. Teórico 4
Estética 2021. Teórico 4
TEÓRICO 4
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El nombre del arte es profanado cuando se le llama poesía a esto: a jugar con
imágenes extravagantes o infantiles para estimular deseos lánguidos, lisonjear
sentidos apáticos y halagar paladares groseros.
Schlegel, Friedrich, Sobre el estudio de la poesía griega, op. cit., pp. 59-60
El énfasis en lo grosero o en lo inculto pareciera tener que ver con esta masa -como
la llama Schlegel- de personas que se suman, todas juntas, como clase, al consumo del arte
en términos de novedad o extrañeza. Pareciera que la situación de los artistas, a fines del
siglo XVIII, es la de satisfacer una demanda de novedad, producto de que se ha
incorporado al juicio estético una masa de personas que antes no cultivaba los placeres del
arte, de la comida, de la bebida o del disfrute del ocio. Casi podemos entender la posición
de Schlegel como la de un crítico cultural reaccionario, en cuanto a esta situación de los
recién llegados al juicio estético. Antes que ver lo que esto tiene de benéfico este carácter
de masa, es decir, el hecho de que cada vez más personas hacen uso libre de sus facultades
de conocimiento para experimentar placer en el campo de las artes o de la comida, la
bebida y los paisajes, lo que encuentra es una presión por lo nuevo. Pero no es exactamente
así como habría que pensar la lectura de Schlegel. Si bien su punto de vista es el del crítico
cultural, la manera en la cual enfoca el problema del gusto conlleva una identificación con
el artista, antes que con el receptor. Ese es su punto de quiebre con la estética kantiana.
La postura schlegeliana, a diferencia de la kantiana, es de empatía con el artista,
antes que de empatía con el receptor. Es como si quisiera decir: nosotros, los artistas,
estamos bajo la presión de un público que no para de demandar novedad y extravagancia.
No es que ese público esté gozoso de extraer la forma de cualquier objeto cotidiano para
producir juicios de gusto, sino que pide cada vez con más énfasis nuevos objetos u objetos
extravagantes con los que hacer uso libre de sus facultades. Se trata de un público que
rápidamente se cansa de lo bello y busca lo bello como nuevo o extraño. Al contrario de lo
que pensaba Kant, la categoría de lo bello no puede no ser interesante, hasta el punto de que
su lugar lo ocupa directamente la categoría de lo interesante. Podríamos incluso decir: bello
no es lo que dice Kant, lo que place desinteresadamente, sino lo interesante.
No se trata de que el arte haya entrado en decadencia, para Schlegel, sino de que ese
sujeto empírico capaz de educar el gusto (un burgués que imita a un aristócrata, así como el
aristócrata imitó a otros aristócratas para aprender a juzgar, podríamos agregar nosotros), a
mediados del siglo XVIII, una vez que empieza su autoilustración, cada vez se cansa más
rápidamente de los objetos que lo satisfacen. Los objetos del gusto, contra lo que cree Kant,
forman parte de lo agradable: son interesantes, antes que desinteresadamente placenteros.
Lo contrario de esta situación del gusto, propia de una cultura artificial –como llama
Schlegel a la cultura moderna- es la belleza pública, propia de la cultura natural. La cultura
natural, esto es, la cultura antigua, es una cultura de la belleza. En la cultura antigua, todo lo
que pertenece a lo público es bello: desde los edificios hasta las instituciones, desde los
poemas hasta los discursos políticos. Lo bello no es, específicamente, un rasgo que se
corresponde con ciertos objetos, cuyo valor agregado sería ser bellos. La belleza antigua es
natural: no está creada artificialmente, como un valor extra. Todo lo griego (o todo lo
romano), por ser griego o romano y en tanto es griego o romano, es bello. En cambio, la
cultura artificial, la moderna, es una cultura del gusto. Y, a finales del siglo XVIII, todos los
que juzgan lo bello y lo sublime (que son, de acuerdo con sus facultades, todos los seres
humanos) viven en una cultura del gusto, a la cual corresponde el cambiar
permanentemente de objetos. Que el juicio estético sea inestable es parte de la cultura
moderna, la cultura artificial. No es que estos sujetos que cambian de gustos estén
patologizados o pervertidos por el consumo rápido de los objetos artísticos, sino que en
realidad este cambiar de objeto es propio de la cultura moderna, propio de la cultura del
gusto, la cual es artificial, y no natural.
Lo bello es tan poco dominante en la poesía moderna que muchas de sus obras más
excelentes son, evidentemente, representaciones de lo feo
Schlegel, Friedrich, Sobre el estudio de la poesía griega, op. cit., pp. 60-61
Aparece así una categoría que hasta ahora no había aparecido entre las categorías
kantianas del gusto: lo feo. Una cultura artificial, una cultura donde los receptores buscan lo
interesante y lo buscan, específicamente, en una esfera de la realidad, la del arte, necesita
ampliar la categoría de lo bello, incorporando a ella lo agradable, lo sublime y también lo
feo. Es decir, para que bello sea lo mismo que interesante, lo bello tiene que ampliarse y ser
satisfecho por categorías que, previamente, no eran categorías estéticas, como, por ejemplo,
lo feo, lo monstruoso, lo colosal. Todo aquello que en la estética kantiana eran categorías
limítrofes de lo bello –como lo agradable y lo bueno- o de lo sublime –lo monstruoso, lo
colosal, lo terrible- van a ir siendo incorporadas, ya en el primer romanticismo, a la
categoría de belleza. La belleza moderna no puede ser sino una belleza artificial, es decir,
una belleza creada a propósito, circunscripta a cierto tipo de objetos (los objetos artificiales,
entre los cuales los objetos artísticos serían los más artificiales de todos), hecha de la
incorporación de todo lo no bello (de todo lo que hasta ahora no había sido tenido por
bello). Y todo lo que se logra con esta ampliación de la categoría de lo bello es hacerlo más
interesante; para poder despertar el gusto, que rápidamente se acostumbra al objeto que
tiene como paradigma de belleza, lo bello tiene que incorporar a lo feo, a lo sublime y a lo
agradable.
…y al fin habrá que confesar, aunque a disgusto, que hay una representación de la
confusión en su más alto grado, de la desesperación en toda su abundancia, que
exige la misma -si no más alta- fuerza creadora y sabiduría artística que la
representación de la plenitud y la fuerza en perfecta armonía.
Noten que es difícil para el artista de finales del siglo XVIII hacer desde cero un
objeto bello que sea al mismo tiempo interesante; y para eso necesita ampliar la categoría
de lo bello. Ahora bien, hacer un objeto no armónico -que represente lo feo, o lo terrible, o
lo monstruoso- implica un esfuerzo mayor que el que requiere la representación de la
armonía. De este modo, la ampliación de la categoría de lo bello es proporcional al ansia
insatisfecha de los sujetos del gusto y al esfuerzo de los artistas por satisfacerla. De ahí la
dificultad que tiene la representación de lo bello interesante (como lo bello moderno, lo
bello artificial), no porque lo feo sea más difícil de representar que lo armonioso, o lo
monstruoso que lo sublime, sino porque esa ampliación de la categoría de lo bello es como
un pozo sin fondo: aquello que demanda que se sigan buscando bellezas nuevas en las
antiguas fealdades es un ansia sin fin, un ansia infinita.
Las obras modernas más celebradas parecen ser distintas de este género, más por el
grado que por la especie; y si se encuentra algún atisbo de belleza perfecta, no está
tanto en el goce tranquilo como en el ansia insatisfecha.
Contra el goce tranquilo aparece el ansia insatisfecha. Donde, para Kant, había
belleza, para Schlegel hay interés. Y el objeto de interés, el objeto interesante, debe ser tal
frente a un ansia insatisfecha. Entonces, en lugar de haber satisfacción, hay insatisfacción.
El punto de vista schlegeliano es mixto. Por un lado, él pone un ojo en la sociedad,
y por otro lado, no podría poner ese ojo en la sociedad de la manera en que lo hace si no es
a través de la lectura de la Crítica del Juicio. Sin embargo, estas consecuencias que él ve no
son consecuencias de la lectura del texto de Kant por parte del mundo de los receptores, ni
por la adopción de conductas en función de él, sino que, en realidad, la mirada sobre esta
situación es la de un lector privilegiado de la Crítica del Juicio, como lo es Schlegel. Él es
el que pone en términos de comparación la Crítica del Juicio y la sociedad, y ve hasta qué
punto el estado real de la burguesía no es tan avanzado como el de la Crítica del Juicio.
Pero sobre todo, porque él no aboga, en este texto, por una estética de lo nuevo, es decir, de
la belleza artificial, sino por una estética de lo bello, es decir, natural, como era, según él, la
estética de los antiguos. Ahora bien, al mismo tiempo reconoce que la estética de los
antiguos no se puede recrear en términos de los modernos. La solución a este problema
sería tener un gusto público, un gusto estable, como el gusto antiguo, que es como un no
gusto: vivir en la belleza implica no tener el problema del gusto: en las poleis griegas, los
discursos políticos eran bellos, las instituciones eran bellas, los edificios públicos eran
bellos, las costumbres eran bellas: todo era bello, por lo tanto, no había problema estético.
Si se vive en medio de la belleza, no hay pregunta sobre la belleza. Bello es lo que es, y lo
que no es bello, no es. En una polis que está imbuida de la belleza no hay problema del
gusto. Así, el gusto público no es el problema del gusto sino la solución al problema del
gusto.
Pero en la modernidad no puede haber gusto público. No hay posibilidades de
recrear las condiciones de una cultura natural en la cultura artificial. Las obras de arte
modélicas de la modernidad, que son para Schlegel el Hamlet de Shakespeare y el Fausto
de Goethe, son obras que muestran, justamente, la escisión del sujeto, y no su carácter
unitario.
Si no, pareciera que el punto de vista schlegeliano, en este texto fuera clasicista, y es
todo lo contrario. Él es absolutamente crítico de los clasicistas. Dice que son almas viejas
disfrazadas con ropajes antiguos. La búsqueda del modelo en la Antigüedad es, más bien,
un síntoma del cansancio de una cultura, y no de su vigor. Por tanto, lo que sería la solución
al problema del gusto, para Schlegel, es al mismo tiempo imposible: no se puede volver a
esa situación en la que se vivía en la belleza. No puede haber, en la cultura moderna, un
gusto público. Así, la filosofía debe cargar con el problema del gusto. El problema es que
la estética es impotente frente a él. No encuentra ni los principios del gusto ni los de la
belleza. No capta bien el problema, ni encuentra, por eso, la solución.
El Estudio sobre la poesía griega es el mundo invertido de la Crítica del Juicio.
Todo lo que en el texto de Kant tiene un signo, en la sociedad burguesa, que refleja
críticamente Schlegel, aparece con el signo contrario. La belleza entendida como desinterés
se vuelve, en la sociedad, interés. Y lo que era goce tranquilo se convierte en ansia
insatisfecha. Todo lo que gusta puede dejar de gustar rápidamente.
Los límites de la ciencia y del arte, de lo verdadero y de lo bello, están tan confusos
que incluso se ha vuelto titubeante, casi en general, la convicción de la
inmutabilidad de aquellos eternos límites. La filosofía poetiza y la poesía filosofa.
La historia es tratada como poesía y ésta como historia. Incluso los géneros
literarios confunden recíprocamente su función. Una atmósfera lírica se convierte en
el tema de un drama y un motivo dramático es comprimido en una forma lírica. Esta
anarquía no se detiene en los límites externos, sino que se extiende a todo el terreno
del gusto y del arte. La fuerza productora es incansable e inconstante. Tanto la
receptividad individual como la pública son siempre igual de insaciables e
insatisfechas.
Dada esta situación social del gusto, los roles que tienen que cumplir los géneros,
así como las disciplinas –ciencia, arte y filosofía- se confunden. Aparece así, casi como un
efecto de esta situación y al mismo tiempo con posibilidades de ser su causa, la teoría. Ni
bien el gusto se muestra inconstante, tiene que aparecer una teoría del gusto, es decir, una
búsqueda de principios del gusto, como para poder responder a las demandas del gusto. En
lugar de haber poéticas, como en la primera mitad del siglo XVIII, que prescriben cómo
tienen que ser las obras de arte para satisfacer un gusto estable y que tiene al modelo
clásico como horizonte, lo que aparece es una teoría del gusto casi como una teoría del
capricho humano; una búsqueda de los principios del sujeto como para ser estudiados en
términos de poder ser satisfechos por las obras de arte. Más que una preceptiva, la teoría
aparece como una psicología del gusto. Antes que decir cómo tienen que ser las obras de
arte para ser siempre idénticas a sí mismas y perfectas, la teoría trata de entender qué es lo
que quiere el receptor -el cual es voluble, cambiante y siempre quiere lo nuevo- para poder
satisfacerlo. Por lo tanto, la teoría del arte sería una teoría de lo nuevo; una teoría de la
inestabilidad del gusto, antes que una preceptiva de las obras de arte. La situación de finales
del siglo XVIII es la inversa de la de principios del siglo. En lugar de preceptivas para las
obras de arte hay teoría del gusto. El punto de vista estético, como punto de vista
dominante, es el del receptor: la estética es una filosofía del gusto, no una filosofía del arte.
Con la asunción, por parte de Schlegel, de que el punto de vista dominante en la
estética de su tiempo es el punto de vista del receptor, aparece, como problema, el
fenómeno de la moda, que tiene que ver, justamente, con la caducidad permanente del gusto
y, sobre todo, con la ausencia de un gusto público. Es decir, el gusto que en Kant aspiraba a
la universalización, en la sociedad es caprichoso y privado, y también por eso, inestable.
Así, hacer una teoría del gusto es, en la medida en que se atiene a la sociedad, hacer una
teoría de la veleidad humana: una teoría de la moda. A diferencia de las preceptivas, que
tomaban como modelos a las obras de la antigüedad clásica y extrapolaban sus principios a
las obras contemporáneas (y así, en lugar de ser obras clásicas, obtenían obras neoclásicas),
esta teoría del gusto que se busca hacer después de Kant es una teoría que vuelve a partir de
la anarquía del gusto, para tratar de entender qué tiene que hacer un artista para satisfacer al
público, cuando el público no sabe lo que quiere, o bien lo que quiere es que haya siempre
algo nuevo. Pero ¿cómo podría saber el artista qué es lo nuevo? Si hay algo no
sistematizable, es precisamente lo nuevo, aquello que va a sorprender al público. De ahí
que toda obra de arte moderna, en tanto no puede no ser artificial, pueda fracasar, en la
medida en que tiene una voluntad intrínseca de ser nueva, y puede no ser vista como tal. Si
no es vista como nueva, pasa desapercibida.
Pero el problema es que lo que se piensa respecto de cuál es la norma del gusto, en
una cultura artificial, es también una malversación de la teoría kantiana del genio. Se piensa
que la norma del gusto la pone el genio, por lo tanto, la sociedad está permanentemente
deduciendo de él, como figura de lo extraordinario, la norma.
Podríamos pensar en una paradoja del genio. De la figura del genio, entendida como
una individualidad extraordinaria y extravagante, se deduce la norma de lo nuevo, que por
supuesto va a caducar rápidamente. Cuando aparece, lo hace como si fuera a durar para
siempre; como si esa norma tuviera el rango de lo eterno. En la medida en que cae, y esa
caducidad indica que la figura de la que emanaba no era en realidad un genio, la figura del
genio mismo dura lo que sus adoradores decidan. Es como si dijéramos: se es genio hasta
que se deja de serlo. El público se vuelve, así, tiránico respecto de la genialidad de los
artistas (Es notable el hecho de que Schlegel piensa como si él fuera un artista, más que un
crítico: como si pesara sobre él la tiranía del público, y el carácter voluble del gusto).
La teoría del genio, en la Crítica del Juicio, no es la teoría del individuo genial, de
aquél que introduce una innovación en un campo artístico particular –en ese caso, la teoría
sería imposible: no se puede hacer una teoría idealista a partir de la excepcionalidad, salvo
para mostrar las condiciones de posibilidad de esa excepcionalidad-, sino la teoría que
explica cómo puede haber en una obra de factura humana, como es la obra artística, algo
que llamamos belleza. Por eso en el §46 encontramos una definición del arte bello a partir
de la categoría de genio: el arte bello es arte del genio. Y a esa definición (que aparece en
el título del parágrafo 46) le sigue la definición de “genio”:
Genio es el talento (dote natural) que da la regla al arte. Como el talento mismo, en
cuanto es una facultad innata productora del artista, pertenece a la naturaleza; podría
expresarse así: genio es la capacidad espiritual innata (ingenium) mediante la cual la
naturaleza da la regla al arte.
Cuando uno lee esta definición por primera vez, puede pensar que lo que Kant trata
de explicar con la categoría del genio es qué cualidad tiene un individuo (y esa cualidad
sería un talento natural) como para que le pueda dar la regla al arte. En el arte de la época
en que se forma el individuo que va darle una regla nueva al arte –y en una época, como el
siglo XVIII, donde los estilos públicos cambiaron del barroco al clasicismo, sin olvidar el
rococó-, hay reglas y este individuo –o, mejor dicho, la obra de este individuo- las cambia,
creando una nueva (no, simplemente, destruyendo las que están vigentes). Sin embargo, lo
que trata de explicar Kant con la figura del genio es exactamente lo contrario de lo que
parece indicar, en primera instancia, su definición: ¿cómo se explican las reglas –en tanto
son reglas no obligatorias- de las obras de arte? Kant no se pregunta por algo que puede
responderlo la investigación empírica dentro de la Historia del Arte. Lo que se pregunta, en
relación a esas reglas no obligatorias con las que se produce belleza artística es: ¿por qué no
son siempre las mismas? ¿Cómo es posible que las reglas del arte cambien para que la
belleza artística cambie? El genio explica que en una obra aparezca algo que nunca ha sido
visto, algo que ha sido hecho según una regla que es nueva respecto de las vigentes. El
genio explica el cambio en los criterios de la belleza a lo largo de la historia del arte;
explica, en última instancia, que la belleza artística tenga una historia. Decir que el genio
explica la generación de reglas a lo largo de la historia del arte equivale a decir que “hay
una historia del arte” que es a la vez “una historia de la belleza” (hasta ahora, la fealdad no
ha ingresado, como categoría estética, a la historia del arte: en todo caso, si un artista
representa un objeto “feo”, por el solo hecho de representarlo, lo representa como “bello”).
Más allá de que la obra sea anónima, colectiva, o de un solo autor, Kant se pregunta: ¿cómo
entra en ella la belleza? Por otra parte, ¿por qué la belleza no es siempre la misma en los
objetos artísticos? (es decir, ¿por qué los objetos artísticos, como objetos bellos, tienen una
“historia”?) Porque la belleza la pone alguien, se puede decir.
Kant introduce la figura del imitador (que también la introduce Schlegel en Sobre el
estudio de la poesía griega) como la de aquel que aprende las reglas. En el § 32 y en el § 33
de la Crítica del Juicio, dice que el modo de aprender lo bello es en el modo de la
repetición de los aciertos. Justamente, se nos enseñan las grandes obras de cada campo
artístico en función de los aciertos y no en función de los errores. Por lo cual uno podría
decir que todo el aprendizaje humano es por imitación (en las artes) o repetición (en las
ciencias), como para que en medio de lo repetido y lo imitado reluzca lo nuevo (la nueva
regla). En medio de la repetición apreciamos lo que una obra tiene de nuevo, de original, de
diferente de las otras obras que se hicieron a la par. Eso es, de alguna manera, lo que
aprendemos institucionalmente. La teoría kantiana del genio no es la teoría de un individuo
extraordinario, sino justamente de lo contrario: una teoría del modo en el cual se cambian
las reglas mientras se trasmiten las reglas. Es lo que explicaría que exista la historia del arte
como la historia de las reglas para producir belleza (hasta ese momento, el arte producía
belleza).
Schlegel habla del fin del gusto público. Hacia finales del siglo XVIII, se ha
acelerado el cambio de las reglas del gusto. La demanda social de lo nuevo tiene que ver
también con que se han democratizado, hasta cierto punto, los conocimientos sobre arte. Se
han difundido, a través de los salones, dentro de algunos círculos de la burguesía, los
contenidos de la historia del arte. En el siglo XVIII, existe la posibilidad de comparar
estilos públicos y de saber que hay distintos conceptos de belleza.
En su libro El amor al arte. Los museos europeos y su público (1969), Pierre
Bourdieu y Alain Darbel plantean el problema del placer estético desde el punto de vista de
la sociología. Las conclusiones que sirven de introducción al libro las obtienen de una
investigación de campo sobre las visitas a los museos de arte franceses. El punto de vista de
los autores, en este sentido, es el inverso del de Kant: lo que analizan ellos es el
comportamiento de las distintas clases sociales que van a los museos (entre las que
predominan las clases medias cultas, sobre todo –ironizan ellos- porque siempre son
quienes se consideran más cultas de lo que en realidad son), para llegar a la conclusión de
que existe el privilegio de clase; lo que analiza Kant son las condiciones de posibilidad de
los juicios que podrían realizar todos los hombres y mujeres del mundo,
independientemente de sus clases sociales, pero sólo los realizan los miembros de las clases
cultivadas. Ahora bien, cuando la teoría kantiana llega al problema del “arte bello como arte
del genio” aparece de algún modo su límite, como si la propia teoría se pusiera a prueba a sí
misma. Bourdieu y Darbel leen a Kant a partir de ese límite, que para ellos estaría dado por
el “gusto bárbaro” (atribuido a las clases populares) como aquel que es incapaz de
diferenciar lo bello de lo agradable. Esta incapacidad de separar lo bello de lo agradable en
la época de Kant estaba más asociada con la burguesía como clase ascendente que con las
clases poco cultivadas de las que hablan Bourdieu y Darbel como aquellas más
directamente excluidas –excluidas por sí mismas- del museo de arte. No obstante, ellos
sostienen que de ahí resulta que
Bourdieu, Pierre; Darbel, Alain, El amor al arte. Los museos europeos y su público,
trad. Jordi Terré, Buenos Aires, Paidós, 2003, p. 80
Por supuesto que, como se trata de una investigación de campo hecha en 1969,
aspira a ser leída a partir de la contundencia de los datos estadísticos (aun cuando todos
sepamos que los datos que aporta una estadística en una investigación sociológica también
se construyen junto con la interpretación). Y, en este sentido, esta interpretación sociológica
es insostenible a partir de la letra de la Crítica del Juicio, en la medida en que aplasta el
punto de vista trascendental. Pero, de todos modos, me interesa que ellos pongan el dedo en
la llaga cuando aparece la figura del museo que excluye a ciertas personas porque,
precisamente, podría incluirlas. No hay nada que impida que alguien entre a un museo,
sobre todo si la entrada es libre y gratuita. Pero por eso mismo el acto de entrar al museo
revela un sistema de presupuestos y conocimientos que tienen que ser aprendidos
previamente, aunque no sean requeridos para la interpretación específica de las obras de
arte que se van a visitar. Supone, además, cierto criterio para encontrar redundancias entre
las obras y para establecer, por contraste con esas redundancias, diferencias que se
constituyen en modos de la originalidad para cada época. Y el punto ciego de la teoría del
genio de Kant está más bien del lado de no poder pensar (dentro del marco de una Crítica
del Juicio) de qué modo se construye la historia del arte como historia de los cambios en el
criterio de la belleza: como una historia, a su vez, de la historiografía. Boudieu y Darbel
desconfían de los historiadores del arte más de lo habitual: ¿qué pasaría si los naturalistas e
impresionistas franceses, entre 1680 y 1880, no hubieran firmado sus cuadros?, se
preguntan citando a Longhi. Si bien la originalidad se construye a partir de la diferencia con
las redundancias, cada época tiene su propio criterio para reconstruir lo que son
redundancias y diferencias en el respectivo pasado.
La idea de redundancia y originalidad, pensada a partir de este sentido en que la
entienden Bourdieu y Darbel, no puede depender solamente de los criterios de la
comunidad de los artistas. Son criterios en los que interviene el sistema de las artes en su
conjunto, que en la época de Kant estaba todavía en formación.
Respecto del cambio en las reglas con que el arte produce la belleza, volviendo al
texto de Kant, uno podría decir: el problema de esas reglas es justamente que son reglas.
No son leyes. No son leyes como son leyes las leyes de la naturaleza. Se trata de algo que
por definición puede cambiar. No son reglas que tengan una obligatoriedad más allá de la
vigencia que les den los hombres de una época. Por la misma razón que las reglas, en las
artes, se pueden enseñar y aprender, se pueden cambiar. La no obligatoriedad de las reglas
del arte se contrapone a la obligatoriedad de las normas (del derecho) y de las leyes (de la
naturaleza). Las reglas del arte se siguen porque lo producido por ellas -la belleza- place
socialmente.
Ahora bien, lo que nota Schlegel en 1797, en Sobre el estudio de la poesía griega,
es cuán rápidamente cansa la belleza y cuán elevada es la demanda de que los objetos
artísticos estén hechos de una manera que el receptor, frente a ellos, no identifique cómo
han sido hechos y que, justamente por eso, le parezcan por sí mismos geniales. Como si lo
que existiera socialmente fuera una parodia de la genialidad. En la medida en que el
receptor reclama de todo objeto artístico que sea interesante, exige de él que tenga una
belleza cuyas reglas (las reglas que lo han producido) resulten, por lo menos en un primer
momento, incognoscibles. Como si lo que se demandara del arte fuera que cambie (y no
que no cambie) las reglas de la belleza.
Volviendo al Studium: podríamos decir que Schlegel usa la Crítica del Juicio para
hacer una crítica cultural. No porque él piense que el juicio estético tiene que practicarse en
sociedad tal como lo fundamenta la Crítica del Juicio (el punto de vista kantiano, sabe él
bien, es un punto de vista filosófico-trascendental), sino porque lo que teoriza Kant en esa
obra es un libre juego entre las facultades que va tender a la insatisfacción en la búsqueda
de la satisfacción. Ésa sería la paradoja del gusto, paradoja que el propio Kant no podría
leer entre líneas en su estética, pero sí puede leerla Schlegel.
Cuando Schlegel, en el Studium, habla de poesía griega y poesía moderna, define el
término poesía así: es todo discurso cuyo objetivo principal o secundario es lo bello. Por lo
tanto, bello puede ser el arte, pero también la historia, las costumbres, la política y, en ese
sentido, bellas eran todas las manifestaciones de la vida griega. En la modernidad -en la que
Schlegel reconoce estar inserto-, la belleza es un constructo y, en este sentido, no puede no
ser artificial.
Lo que caracteriza a la belleza es que es una representación de la plenitud y de la
fuerza de una comunidad que vive en armonía. Es decir, no puede haber belleza que
aparezca en el arte si no está en la realidad. Si en la polis griega hay belleza, no es porque
alguien se la agrega a las instituciones, a los discursos, a las leyes, etc., sino porque la
belleza ya está allí: pertenece a lo griego, en tanto lo griego es lo propio de una comunidad
que vive en plenitud y armonía. En la cultura moderna, en la medida en que la vida social,
por su desigualdad, no puede no ser conflictiva, no puede haber una belleza que no sea
artificial, es decir, no puede haber otra belleza que la que se crea para que pueda ser
disfrutada en un tiempo y un espacio diferenciados: el tiempo y el espacio del ocio. Toda
belleza posible, en la cultura moderna, es una belleza que no pertenece a la sociedad. La
sociedad moderna es desarmoniosa. La belleza, en ella, siempre está aislada: es una
experiencia subjetiva, desconectada del todo social.
Los griegos tenían belleza natural, los modernos tienen belleza artificial: buscan
cosas interesantes. La belleza, en la modernidad, es algo que el sujeto construye
artificialmente, con el libre juego de las facultades de conocimiento. Por eso, lo que se
juzga bello place sólo un instante, para luego dejar de producir placer: no hay manera, bajo
estas condiciones de artificialidad, de que lo bello se sostenga en el tiempo. La forma de
hacer a lo bello interesante (cuando lo bello tiene que ser producido por los artistas) es
incorporarle –de ahí que lo bello, para Schlegel, siempre sea bello artificial- todo lo que
antes no era considerado bello: lo feo, lo sublime, lo agradable, lo bueno, es decir, todo lo
que para Kant delimitaba lo bello. Y asimismo, después habrá que incorporarle todo lo más
contrario a lo bello: lo enfermo, lo deforme, etc. Todas las categorías limítrofes posibles y,
cuando no alcancen, todas las categorías más lejanas.
Ahora bien, si en la cultura moderna no hay (ni puede haber) un gusto público, es
porque no hay costumbres públicas. La vida está escindida entre la vida pública y la vida
privada; entre la esfera de los negocios y la de los sentimientos. Por lo tanto, la caricatura
del gusto público es la moda. Lo que hay en la cultura moderna, en lugar de gusto público,
es moda. La moda –definida por Schlegel- consiste en rendirle homenaje, a cada momento,
a un ídolo distinto. La moda es siempre una idolatría provisional. Lo nuevo hace creer,
cuando aparece, que se ha alcanzado la belleza, que se ha encontrado una norma
fundamental del gusto, la norma suprema de todo lo artístico, y que ya no será necesario
volver a cambiarla. Sin embargo, esa no es sino otra de las paradojas del gusto, una
paradoja que es, al mismo tiempo, la clave de la modernidad estética: lo nuevo se presenta
como lo original y, en tanto original, como la verdadera norma del arte. El degustador de
arte, el esteta, parece querer decir: que cese para siempre el gusto privado y que se instale
un gusto público. Ahora bien, eso es imposible, porque precisamente, lo característico del
gusto es su mutabilidad. De hecho, que no haya más gusto privado sino público es un
objetivo de las vanguardias del siglo XX, pero en los términos del siglo XVIII no se puede
plantear sino como la paradoja misma del gusto. Para poder instalar un gusto público habría
que cambiar la sociedad. Y precisamente ese será el ideal de las vanguardias: que una nueva
forma de vida haga que vivamos en la belleza porque vivimos en la verdad. Pero, mientras
tanto, para el sujeto escindido, el sujeto moderno, no puede haber gusto público, aunque lo
desee. Y cada vez que aparezca lo nuevo dirá: esto es lo bello para siempre. Porque no es
que el sujeto moderno sabe de antemano que se va a cansar de la belleza. No. Es que el
gusto moderno, dice Schlegel, es lánguido: por eso es exigente, tiránico con los artistas.
Lo nuevo no es, entonces, lo verdadero. Y no puede serlo, porque la norma del gusto
–en esto, Schlegel es estrictamente kantiano- no es obligatoria. En la libertad que Kant
descubre en el juicio de gusto está, precisamente, su problema: ¿por qué, si hay libertad en
el juego de las facultades, lo que gusta un instante tendría que gustar todos los instantes
posibles? Ahora bien, Kant no está diciendo, tampoco, que lo que place, place para siempre.
Está diciendo que el sujeto tiene facultades que se disponen de determinada manera cuando,
en lugar de conocer el objeto, se dejan llevar por el sentimiento de placer que le provoca la
forma del objeto en tanto representación y no en tanto el objeto es algo existente y
consumible.
Lo que Schlegel critica es la figura de lo nuevo como brillante, porque lo brillante
es confundido con lo original. Y lo original es indicador de lo último, pero en realidad es lo
primero. Cuando algo es original, cuando uno dice “esto nunca fue visto antes” aun cuando
esto que se dice no haya sido comprobado -es decir, cuando es simplemente el estado de
las facultades del sujeto lo que hace que declare del objeto que es original- este objeto, en
tanto no tendría antecedentes, en tanto irrumpiría en el mundo sin ser parecido a nada, sería
lo primero –como lo primero de una serie, en todo caso, pero primero al fin-; y el efecto de
lo que acaba de conocerse y se presenta como nuevo es que el sujeto se lo represente como
si fuera original.
En este sentido, lo bello -pensado después de Kant- no puede ser ya nunca más lo
bello en sentido antiguo, como tampoco lo era ya para Kant. Recordemos que en el tercer
momento de la Analítica de lo bello de la Crítica del Juicio Kant diferencia la belleza de la
perfección. No puede haber algo que se pueda considerar bello por perfecto, en tanto lo
perfecto responde a un modelo. El modelo es característico de la belleza adherente, y no de
la belleza libre. Yo podría decir de un niño, de una mujer o de un varón “qué bello” o “qué
bella”, pero es muy difícil que, en esos casos, yo pueda juzgar la belleza del objeto sin
compararla con un modelo. Por algo se les dice “modelos” a las personas que encarnan un
ideal humano de belleza en cada época: parecieran tener todos los rasgos de la perfección
física tal como es entendida en el respectivo presente. Ya la belleza entendida en sentido
antiguo -identificada con la perfección o excelencia- es imposible para el propio Kant. Lo
que place al sujeto moderno tiene, sin que él lo sepa, alguna irregularidad (de manera que
sea más difícil identificar al objeto con su concepto y su finalidad). La belleza libre es más
susceptible de generar juicios de gusto que la belleza adherente.
Pero en la sociedad de finales del siglo XVIII tampoco puede decirse que esté
vigente la concepción de lo bello en sentido kantiano, es decir, como complacencia o
contemplación desinteresada. En medio de la tiranía del gusto no público, ni lo bello
antiguo ni lo bello kantiano pueden ser lo bello. Lo bello tiene que ser lo nuevo, y lo nuevo
tiene que tener los rasgos de lo brillante, de lo que llama la atención, de lo que está rodeado
de encanto –algo que para Kant era propio de lo agradable de la sensación, y no de lo bello
del sentimiento-. Por eso la poesía que satisface una demanda tan permanentemente
insatisfecha, una demanda tan imperativa, es una poesía extravagante. La extravagancia no
es algo vicioso, en la belleza moderna, sino necesario; es el mínimo indispensable como
para que el objeto en cuestión llame la atención. Los objetos de una cultura artificial
tienden a ser brillantes, llamativos, atractivos a los sentidos, encantadores, arrobadores,
deslumbrantes, excéntricos, es decir, extravagantes. Nada demasiado normal, común, muy
visto, puede ser declarado bello. Cada vez más, la belleza se va ir engullendo a sus
opuestos, precisamente porque lo que se juzgue como bello tendrá que ser algo cada vez
más extravagante, más inusual.
Las obras modernas más celebradas parecen ser distintas de las obras clasicistas,
que buscan la perfecta armonía; pero más, dice Schlegel, por el grado que por la especie.
En este punto, lo que él marca es que este estado de anarquía del gusto hace que también lo
clasicista, en tanto armonioso, pueda gustar a continuación de una belleza moderna muy
extravagante. Es decir, una vez agotado el gusto de la extravagancia, una obra clasicista o
incluso una obra del pasado puede volverse bella.
El gusto busca la variedad: una obra clasicista, antes que ser de otra especie que una
obra moderna, es una obra de otro grado de belleza, porque tiene una armonía que, en
términos del cansancio permanente del gusto, podría volver a gustar, en tanto podría ser
“nueva” cuando se ha vuelto inusual. De hecho, el rescate de las bellezas y de las fealdades
antiguas es parte de este programa del primer romanticismo. Por ejemplo, la recuperación
del gótico como belleza, por parte del Goethe y los primeros románticos, la recuperación
del arte medieval en general, que no tiene proporción centralizada; pero también las
bellezas de la antigüedad, como las tragedias y comedias griegas, podrían alternarse
perfectamente con las bellezas modernas en términos de que el gusto busca la variedad.
Lo que caracteriza a la moda, como reemplazo del gusto público, es lo cíclico: lo
que dejó de estar de moda puede volver a estarlo en otra temporada. Lo que fue modélico,
en la medida en que deja de serlo, puede convertirse en otro tipo de belleza. No
inmediatamente, pero sí después de cumplido un ciclo de olvido. Así, volver a los antiguos
o a ciertas bellezas medievales puede ser también un modo de la extravagancia.
Se trata, precisamente, de la belleza perfecta de la obra clasicista como algo que
satisface por un tiempo el goce tranquilo, y de la belleza extravagante como lo que
satisface, durante otro tiempo, esa ansia insatisfecha en el modo de un goce intranquilo, de
un interés. Pero no se trata de que alguien adopte un gusto y lo pueda sostener en el tiempo,
sino de una inestabilidad que es, de alguna manera, la consecuencia de lo que Kant teorizó
como libertad en el juicio estético. Esta libertad, decíamos, tenía que ver con el instante del
juicio de gusto, antes que con una capacidad que se pueda conservar en el tiempo y activar
siempre de la misma manera, a voluntad del sujeto. No es que el sujeto se pueda disponer a
gustar de las obras del pasado cuando va al museo simplemente porque no quiere
desperdiciar el tiempo de ocio. No puede decir: en lugar de conocer (de re-conocer las
obras de las que ya sé su nombre y las he visto en reproducciones), voy a disfrutar de
tenerlas delante. El sujeto podría tener, en esas circunstancias, una experiencia enteramente
de conocimiento y no de gusto. O podría sentir placer durante la primera media hora de la
visita al museo y, a partir de ahí, empezar a tener una experiencia estricta de conocimiento
(viendo una por una las obras que una guía o catálogo le indican que tiene que ver).
Lo que teorizó Kant como juicio estético no estaba exento, en virtud de su
aspiración a lo público, de permanecer insatisfecho. El hecho de que haya, según el
segundo y el cuarto momento de la Analítica de lo bello, una aspiración a la
universalización en términos de compartir el propio juicio no quiere decir que la capacidad
de juzgar no necesite activarse por un desvío del conocimiento hacia el placer ni, mucho
menos, que un juicio sobre la belleza de un objeto vaya a durar en el tiempo, como si se
pudiera repetir indefinidamente, después de la primera vez, sólo por tener las facultades que
permiten emitirlo.
La época moderna se alejó de lo bello cuanto más lo ansiaba, dice Schlegel. No
importa que el artista persiga lo extravagante, lo voluptuoso, lo florido, lo cautivador –
incluso como parodia de lo moderno- o lo contario: lo perfecto, lo redondo, lo fino; que se
incline por el gusto francés, por el gusto inglés o por el gusto italiano; lo que busca, y lo
que lo apremia, es satisfacer una receptividad insaciable e insatisfecha. Este carácter
insatisfecho del juicio de gusto, teorizado por el Estudio sobre la poesía griega, podría
leerse como la mitad sombría de la Crítica del Juicio; es lo que Kant no puede teorizar y
Schlegel pone en texto.
La exigencia de lo nuevo es propia de un gusto débil, no de uno fuerte. En términos
menos nietzscheanos (los del par fortaleza / debilidad), y más próximos a los de Schlegel,
el gusto socialmente existente es un gusto privado o –podríamos agregar nosotros-
privatizado, en el sentido de que alguna vez -en el mundo antiguo- fue público. Schlegel
piensa, en términos estrictamente poskantianos, lo que en términos nietzscheanos sería una
estética del efecto:
[12] En aquello que se denomina filosofía del arte, falta habitualmente una de las
dos: o la filosofía o el arte.
Buch, Esteban, La novena de Beethoven. Historia política del himno europeo, trad.
de Juan Gabriel López Guix, Barcelona, Acantilado, 2001, pp. 84-85
Ahora les leo la última estrofa de la Oda a la alegría. Dice Schiller:
Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la estética, trad. A. Brotons Muñoz, Madrid, Akal,
1989, pp. 49-50
Mis obras no quieren explicar a Kant ni ser explicadas por él […] Mi sistema sólo
puede ser juzgado por él mismo, no por las proposiciones de ninguna filosofía. […]
Por lo tanto, es menester admitirlo totalmente o rechazarlo totalmente.
Este va a ser un rasgo de las filosofías idealistas sistemáticas (de Fichte a Hegel):
proponer que hay tomar una filosofía en su totalidad, aceptando sus principios. Para la
época, la filosofía sistemática (entendida como filosofía especulativa) tiene una ventaja y es
que, en un punto, es irrefutable: o se la toma o se la rechaza, pero no se la puede refutar. Al
menos ése es el modo en el cual los filósofos conciben, en el contexto intelectual de finales
del siglo XVIII, la ventaja de ser sistemático. De ahí también la “anarquía de los sistemas
metafísicos”, con la que la moderación de Kant (con la restricción al conocimiento de la
cosa en sí) pretendía terminar, logrando que la metafísica progresara como progresaban las
ciencias. No obstante, también está el problema de si la filosofía de Kant llega a ser una
filosofía sistemática. Este fue un tema que se discutió largamente, no sólo en el momento
de publicación de la tercera crítica, sino que se siguió discutiendo hasta el siglo XX.
De todas maneras, el de Fichte pretende ser un sistema, como también pretende
serlo el de Schelling y el de Hegel. Por lo tanto, sólo puede ser adoptado o rechazado, pero
no refutado. “Se puede no entender mis obras y se debe no entenderlas si no se las ha
estudiado” [Fichte, J. G., “Primera introducción a la teoría de la ciencia”, en: Introducción
a la teoría de la ciencia, op. cit., p. 28]
Quien no entiende a Fichte –dice Fichte- es porque no estudia su filosofía de
acuerdo con sus principios. No la sigue al pie de la letra, podría decirse, en el sentido de
que no razona con esa filosofía. Hegel, en las Lecciones de filosofía de la historia (y en sus
clases en general) también hace hincapié en ese punto: es más fácil criticar una filosofía
(rechazar desde el comienzo sus principios, para pasar a no entenderla), que “interpretarla”
(es decir, seguir lo que el autor quiere decir a partir de los principios que establece).
Aparece, entonces, en la primera Introducción fichteana, el problema de no ser entendido
por no ser leído en la propia clave. Y esto puede suceder porque no se ha estudiado una
filosofía como su autor propone estudiarla. Pero Fichte, inmediatamente, cambia el tono:
¿cómo van a entenderme a mí si no han entendido a Kant? “Mis obras no contienen la
repetición de una lección ya anteriormente”, dice Fichte, en la página 28 de la “Primera
introducción a la teoría de la ciencia”.Sin embargo, en tanto sus obras exponen lo nuevo de
Kant, exponen precisamente lo que no se ha entendido de él. Fichte viene “después de
Kant” también en el sentido de exponer algo que necesitaría de que se haya entendido a
Kant.
Después de no haber sido entendido Kant, algo totalmente nuevo para la época
Si no se ha entendido a Kant, menos se va a entender una filosofía que re-expone lo
nuevo que Kant ha traído a la filosofía (dice Fichte). Cierra, entonces, la Advertencia
preliminar con una ironía que uno podría leerla –en la clasificación schlegeliana de los
distintos tipos de ironía- como la ironía del polemista (la ironía retórica, no la ironía
romántica).
Con aquellos que por obra de una larga servidumbre de espíritu se han perdido a
sí mismos y consigo mismos han perdido su sentido para la propia convicción y
su fe en la convicción de los demás; con aquellos para los que es locura que
alguien busque independientemente la verdad, que en las ciencias no ven nada
más que un modo más cómodo de ganarse el pan y que ante cada
ensanchamiento de ellas se espantan como ante un nuevo trabajo; con aquellos
para quienes ningún medio es vergonzoso si se trata de someter al que echa a
perder el negocio, con ninguno de ellos tengo nada que hacer. Me resultaría
penoso que estos me entendieran.
Fichte, J. G., “Primera introducción a la teoría de la ciencia”, en: Introducción
a la teoría de la ciencia, op. cit., p. 29
Es decir, hay que fundar el yo como un principio absoluto, de la misma manera en que
la filosofía moderna se fundó a partir del cogito cartesiano. Cuando se hace esta
introspección que propone Fichte, se advierte que algunas de nuestras representaciones van
acompañadas de un sentimiento de libertad y algunas de nuestras representaciones van
acompañadas de un sentimiento de necesidad. Eso es el resultado de la introspección.
Entonces, Fichte se autopregunta: ¿Cuál es el fundamento del sistema de las
representaciones acompañadas por el sentimiento de la necesidad? (pp. 30-31) Y se
autorresponde:
¿De qué debe dar cuenta la filosofía? De esto que él llama experiencia que –
recordemos de Kant- es un compositum, no es algo dado, sino algo construido. Fichte –
irónico en sentido retórico- hace que está hablándole a un lector que ha malentendido a
Kant pero que, claro, para malentenderlo tiene al menos que haberlo leído.
Por lo tanto, la encargada de hacer esta fundamentación de la experiencia es la
Wissenschaftslehre (la Teoría de la ciencia). ¿Por qué le llama así? Hay una larga
disquisición de Fichte explicando por qué le llama así. La llama así, básicamente, porque
advierte que muchos le van a criticar que reduzca la filosofía a una teoría del conocimiento.
Como la filosofía no se debe reducir a una gnoseología, usa un nombre específico (Teoría
de la Ciencia) para la exposición del “gran descubrimiento kantiano”. La filosofía, en tanto
se aplica a fundamentar la experiencia, se llama Teoría de la ciencia.
En el capítulo III va a indagar cuáles son los componentes de la experiencia. Estos
componentes, que están inseparablemente unidos en ella, son la cosa y la inteligencia. El
filósofo es, justamente, el que abstrae en la experiencia lo que está inseparablemente unido
en ella: la cosa y la inteligencia. La palabra utilizada para inteligencia es, obviamente,
Intelligenz. Si el filósofo abstrae la inteligencia de la cosa y deriva de ella la cosa, esa
filosofía se llama idealismo. Si hace lo contrario (derivar la inteligencia de la cosa) se llama
dogmatismo. No importa en absoluto si el dogmatismo es racionalista o empirista. Eso no le
interesa a Fichte. Se trata por igual, tanto en el caso del racionalismo como en el del
empirismo, de una filosofía dogmática (toda filosofía que deriva la inteligencia de la cosa
es dogmática).
El problema con estas dos filosofías, el dogmatismo y el idealismo, de acuerdo con el
capítulo IV, es que son mutuamente excluyentes. No se puede constituir un sistema que
tome elementos de uno y de otro. Es decir, son sistemas inconciliables. No se puede hacer
una solución de compromiso entre ellos: por eso, o se es idealista o se es dogmático. No
hay posibilidad alguna de tomar elementos verdaderos de uno y otro y componer un sistema
que tenga lo mejor de ambos sistemas. No hay un sistema superador. El idealismo kantiano,
en este sentido, tampoco tendría que ser pensado como un sistema que combina y concilia
“lo mejor del racionalismo” con “lo mejor del empirismo”. El idealismo de Kant es “algo
totalmente nuevo para la época”.
Por lo tanto, lo que Fichte va a proponer (ante la imposibilidad de una solución de
compromiso, de un sistema conciliador entre idealismo y dogmatismo) es un criterio para
decidir si una filosofía idealista es mejor que una dogmática, cuando uno tiene que elegir
entre un sistema y otro. Lo que es verdaderamente sugerente de la posición de Fichte es que
él sostiene que hay dos clases de filósofos, así como hay dos clases de humanidad: algunos
filósofos prefieren el dogmatismo y otros el idealismo. Por supuesto, de las dos posturas la
única que es capaz de explicar verdaderamente cómo se constituye la experiencia es el
idealismo. Pero hay temperamentos dogmáticos y apasionados (según Fichte) así como hay
temperamentos idealistas y fríos. Los apasionados prefieren el dogmatismo, porque el
dogmatismo tiene algo que lo hace enteramente atractivo como filosofía: requiere ser
defendido con pasión. La propia insuficiencia especulativa del dogmatismo lo hace
necesitado de la defensa apasionada. Mientras que el idealismo requiere del otro tipo de
temperamento: de los temperamentos fríos, los que no adoptan una filosofía que demanda,
de parte del sujeto que la sostiene, una encarnizada defensa. El idealismo no necesita ser
defendido. El dogmatismo, sí. Justamente, más allá de lo interesante de esta observación
que hace Fichte, es que no todos los temperamentos se van a inclinar por el idealismo,
aunque sólo él pueda explicar lo que hay que explicar (la experiencia). En el idealismo se
puede explicar cómo se constituye la cosa a partir de la inteligencia. Por eso mismo,
digamos así, es una filosofía para temperamentos fríos. Por otro lado, Fichte era leído como
un gran escritor en la época en que escribe las Introducciones a la Teoría de la ciencia.
Dentro de estas coordenadas, tiene razón al decir que esta filosofía es para espíritus fríos
(aun cuando lo diga en términos de ironía retórica y con ánimo de polemista).
En el capítulo V de la Primera Introducción, me interesa mostrar algo que, por la
incompatibilidad que hay entre los dos sistemas, hace que el idealismo se corresponda con
un tipo de yo que es distinto del tipo de yo con el que se corresponde la filosofía dogmática.
El tipo de yo de la filosofía dogmática es un yo disperso, según Fichte, mientras que el yo
con el que se corresponde la filosofía idealista es un yo absoluto. Esto lo va a analizar al
final de la argumentación, pero por ahora sigue con la contraposición de ambos sistemas. El
yo de la filosofía dogmática sería el yo que se infiere de todas las representaciones de la
cosa, sean representaciones acompañadas del sentimiento de libertad (por ejemplo una
fantasía) o acompañadas del sentimiento de la necesidad.
El yo que está sostenido por los objetos es un yo débil. Se trata de un yo que sólo
puede inferirse de las representaciones de la cosa en sí, no es enteramente autónomo,
verdaderamente absoluto. Es un yo débil (el yo del dogmatismo) contra el yo fuerte del
idealismo.
Pero quien llega a ser consciente de su independencia frente a todo lo que existe
fuera de él -y sólo se llega a esto haciéndose algo por sí mismo,
independientemente de todo-, no necesita de las cosas para apoyo de su yo, ni
puede utilizarlas, porque anulan y convierten en vacua apariencia aquella
independencia [p. 45]
Fichte parece Hegel en su exposición del principio de la ironía (el Yo que pone el no-
Yo). No es tan exagerado Hegel cuando dice que lo que hacen los hermanos Schlegel es
tomar el yo fichteano y aplicarlo en una filosofía del arte. Es una muy buena lectura –
también en lo que tiene de exageración- de aquello en lo que, en parte, consiste la ironía. La
ironía es el yo fichteano elevado a juez en materia de cuestiones estéticas: bien podría
leerse así. ¿Qué es el crítico sino un yo fichteano en acción? ¿Qué es Schlegel sino un gran
aplicador del yo fichteano? Hay algunos momentos en los cuales Fichte define lo que es
este yo que Schlegel parece haber transliterado para explicar qué es la ironía. “El yo que
este hombre posee y le interesa, anula aquella fe en las cosas”. Parece otra definición de la
ironía. ¿Qué es la ironía sino esta anulación de la fe en las cosas, por la cual las cosas son lo
que son sólo por su referencia al yo? Hay cosas que son bellas porque el yo lo dice, porque
el juicio sobre ellas sentencia en ellas la belleza. Sigo en el punto 5 (pág. 46): “El
dogmático cae, con el ataque a su sistema, realmente en peligro de perderse a sí mismo”. El
dogmático sostiene su yo en las cosas: esto que dice Fichte no es una mera forma de hablar.
Si cae el sistema del dogmático, cae el yo del dogmático. Un yo como el de las
Meditaciones metafísicas de Descartes, justamente, se sostiene si se sostiene el sistema. Ese
yo es el fundamento, en última instancia, de la existencia del mundo. Pero si no se prueba la
existencia del mundo con la prueba de la existencia de Dios, ese yo queda encerrado en el
solipsismo. El yo cartesiano es un yo amenazado -en el sentido de la lectura derridariana-
por la locura. Es un yo que puede “perderse”, literalmente. El racionalismo y el empirismo,
como sistemas que derivan el yo de las cosas, son dogmatismos. También lo es la filosofía
de Leibniz.
En los casos de la filosofía dogmática (empirismo y racionalismo) se trataría
filosofías cuyo yo no se sostiene sin la existencia de las cosas. Es un yo dependiente de las
cosas y, en ese sentido, es un yo disperso, anterior al “yo pienso” kantiano, un yo “que
acompaña todas mis representaciones” anteponiéndose a ellas. Por supuesto, ustedes me
dirán ¿desde dónde este yo (dogmático) es menos –en el sentido de “inferior”- que otro yo
(idealista)? Lo es desde un yo absoluto. Lo es si se mide ese yo con un yo absoluto. Si
ustedes leen la tercera clase de Deleuze en el libro Kant y el tiempo, la clase dedicada a lo
sublime, la exposición empieza mostrando la diferencia entre el yo cartesiano y el yo
kantiano. El yo cartesiano es todavía un sujeto pasivo.
Ahora bien, los románticos no leen literalmente esta Tathandlung, como la piensa
Fichte, en los términos de la filosofía práctica kantiana, donde siempre hay más
posibilidades que en la filosofía teórica. El problema de la cosa en sí es una restricción
teórica, no práctica. Benjamin, en su tesis doctoral de 1919, El concepto de crítica de arte
en el romanticismo alemán, en la cual le dedica varios capítulos a la lectura que los
románticos hacen de Fichte, sostiene que en realidad, lo que hacen los primeros románticos
–fundamentalmente Schlegel- es trasladar a la filosofía teórica lo que Fichte plantea para la
filosofía práctica. No son fichteanos en el sentido del homenaje y de la literalidad, de la
exégesis directa, como si trasladaran directamente a la estética la filosofía fichteana. Quien
dice que Friedrich Schlegel traduce a la estética la filosofía fichteana del Yo es Hegel. Y lo
dice como una crítica, no como un elogio. Por eso digo que no se trata, en la ironía
schlegeliana, de una operación tan mecánica como la piensa Hegel; no es que en el primer
romanticismo esté tan ausente -como Hegel dice que está- la filosofía propia; no creo que lo
único que hace Schlegel sea una aplicación a la crítica de arte de un kantismo consecuente
en el sentido de Fichte.
Lo que abre el primer romanticismo en el campo de la estética es lo que podríamos
llamar el kantismo sin cosa en sí o postkantismo, es decir, un kantismo de las posibilidades
ilimitadas, un kantismo del yo infinito. Es en este punto que Kant y el primer romanticismo
se hermanan, en tanto hay algo en Kant que el romanticismo puede extrapolar, y lo hace
con la mediación de Fichte, siendo más fichteanos que Fichte.
Pero también -propongo- el problema se podría pensar al revés: no en términos de
que la productividad infinita del yo sea inconsistente con la (auto)limitación a que la cosa
en sí sea incognoscible, sino en términos de que, si la cosa en sí deja de ser un límite para la
filosofía idealista, es porque el yo se ha infinitizado. Es decir, el filósofo idealista que es
Fichte no encuentra razón para que la filosofía de Kant tenga como problema a la cosa en
sí. El yo de la filosofía kantiana tiene el problema de la cosa en sí en tanto problema de la
cosa en sí kantiana, pero no como un problema del yo.
Ese yo infinito es ya el yo del primer romanticismo. Quien lee a Kant de manera
romántica no encuentra sino una inconsistencia en que la cosa en sí sea un problema. Ese
yo infinito es entonces el yo del primer romanticismo en sus dos modalidades de entender
la modernidad estética: la ironía –en Schlegel y el Círculo de Jena- y el sistema -en la
filosofía del arte de Schelling-.
La dificultad para hacer el pasaje de la filosofía del gusto a la filosofía del arte es
que la centralidad del sujeto había estado garantizada por el ejercicio del juicio como
ejercicio del gusto. Por esto decíamos que el gusto era un lastre difícil de dejar atrás para la
filosofía del arte, es decir, para convertirse en una filosofía cuyo tema es el arte, y no el
gusto. Este lastre no va a desaparecer de la estética. En su marco de nacimiento, podría
decirse, el problema del gusto es el que abre la reflexión. Pero si ese es su marco de
nacimiento -la estética nace de pensar el gusto y no de pensar el arte-, podría decirse que
también es su enfermedad mortal, como si la estética no pudiera salir nunca de la soberanía
del sujeto. Lo que le da nacimiento es lo que permanentemente la amenaza de muerte. Lo
mismo que hace que el lenguaje exacerbado de la “Oda a la alegría” suene hoy kitsch y el
mundo poético de Schiller parezca tan viejo como quimérico es, precisamente, lo que hace
que el problema del gusto siempre parezca lo que envejece a la estética, lo que la hace
depender de la subjetividad, lo que la retrotrae a la metafísica de la subjetividad. Podemos
decir, en este sentido, que los problemas del primer romanticismo nunca terminan de
volverse, para bien y para mal, problemas de museo, de anticuariado. Todo lo que en Kant
no envejece es lo mismo que envejece a Schiller; lo mismo que hace de Kant un filósofo
que se vuelve a leer y siempre dice otra cosa es lo que hace que la “Oda a la alegría” nos
haga pensar en la vieja Europa. No se puede leer a Schiller salvo como pasado, como
historia; lo universal de la “Oda a la alegría” es lo universal-ilustrado de Europa, y Europa
es el símbolo universal de la vejez del mundo, en lugar de ser el símbolo de su antigüedad.
Es como si Europa fuera un museo de sí misma y, precisamente, la “Oda a la alegría” fuera
su himno, no inmortal, sino senil. No se puede soportar tanto kitsch en ese poema, porque
ese mundo al que aspira Schiller es ya un mundo marmóreo, un mundo que se celebra a sí
mismo en valores que nunca se pusieron ni se pondrían en práctica. La universalidad a la
que la “Oda a la alegría” aspira bien se merece el nombre hegeliano de universalidad
abstracta, en lugar de universalidad concreta. Esto es lo que hace de esa universalidad,
planteada en los términos de Schiller, algo viejo de nacimiento, en tanto se celebra -y lo
celebra en los términos de Kant- algo siempre no-vigente, en tanto nunca se realiza y
siempre es aspiración.
En este sentido, uno podría pensar la “Oda a la alegría” como símbolo de lo
europeo, como un símbolo vetusto, pero también como un Museo Británico expandido. El
Museo Británico, entendido como el símbolo del poder colonial de un Imperio, es también
el símbolo de la Ilustración. El Museo Británico londinense propone un recorrido que es
una celebración del momento ilustrado: su recorrido es, en realidad, el recorrido de un
autoproclamado progreso de la razón. Los distintos períodos de las distintas culturas están
distribuidos en las distintas salas según continentes: ese es el recorrido del progreso. Y el
discurso oficial del museo en su disputa con el gobierno de Grecia -que desde la década de
1980 le reclama las esculturas del Partenón- es el discurso ilustrado: el Museo existe desde
1753 para que se puedan contar a un público mundial los más de dos millones de años de
historia humana. Esta insistencia en que el público del Museo Británico es el mundo, de que
está abierto al mundo, es lo que hace del Museo Británico un símbolo autocelebratorio de
la Ilustración. De hecho, la última sala es, precisamente, la que está dedicada a la
Ilustración.
El Museo es a la vez un símbolo de la Ilustración y un símbolo de la rapiña. Uno
puede pensar la “Oda a la alegría”, entonces, como el proyecto de un himno europeo –como
dice Esteban Buch-, pero también como el símbolo de la contradicción que el proyecto
ilustrado mismo encierra: la expansión colonial y, al mismo tiempo, la celebración de lo
rapiñado. En la épica colonialista, lo conseguido por la violencia, a través de las conquistas
de los tesoros de otros pueblos, se celebra como los logros de la humanidad. La civilización
tiene que tener un museo de sí misma, así como lo tiene que tener el progreso. Ese museo
es el Museo Británico.
En una ciudad como Londres, una de las ciudades más caras del mundo -también
para los británicos-, los museos públicos son gratuitos. La única dificultad es llegar hasta
ellos (no acceder a ellos). Esta contradicción es también la de la Ilustración, con su propia
idea autocelebratoria, la “Oda a la alegría”, y su propia institución autocelebratoria: el
Museo Británico. El Museo Británico –dijimos- es fundado en 1753, es decir, cuatro años
antes de la publicación de la Indagación sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y
de lo bello, de Burke, de los ensayos de estética de Hume -del mismo año- y el Ensayo
sobre el gusto, de Montesquieu, que iba a estar destinado a la Enciclopedia. Por eso
también puede ser entendido como el símbolo máximo de la centralidad del sujeto
moderno, cuando se vuelve un sujeto ilustrado. Es decir, el sujeto ilustrado es el sujeto de la
rapiña, el sujeto burgués, y al mismo tiempo el sujeto que le da el sentido de un progreso a
los más de dos millones de años de cultura. Por eso, en el folleto donde el Museo Británico
explica por qué, en su disputa con el gobierno de Grecia, tiene derecho a poseer las
esculturas del Partenón, aclara cuáles son los otros museos del mundo que tienen también
partes del Partenón y no las devuelven. Es como si el discurso oficial del museo fuera:
nosotros somos nada más que el museo que más rapiña hizo, pero conservamos lo rapiñado
en nombre de la humanidad. Esas esculturas no son británicas, aunque el museo se llama
Británico, y aunque estén en territorio británico. El Museo Británico es el símbolo del
espectáculo que se da, para sí misma, la humanidad civilizada: el museo abierto al mundo.
En algún lugar, alguna persona, algún día, puede encontrar las reliquias que encarnan el
progreso humano. Por ejemplo, puede ver la piedra Roseta. Hasta los griegos pueden,
perfectamente, ir a ver las partes que les faltan al Partenón.
Celebrar la Ilustración, para quien lo ve desde un lugar ex–céntrico, es celebrar la
rapiña. Este acceso universal al museo es el acceso a dos millones de años de rapiña
europea, no (o no sólo) de progreso. Esta contradicción no aparece reflejada en el discurso
de la propia institución.
Aquí se ve este doblez que estamos viendo, en este curso de Estética, entre lo
burgués y lo ilustrado. Hay un pequeño pliegue donde esa rapiña, esa apetencia del objeto,
precisamente, como dice Kant, hay que frenarla. La actitud ilustrada, en la versión kantiana,
no deja de ser el freno a la apetencia burguesa: “sólo contemplemos desinteresadamente –
nosotros, los cosmopolitas europeos- las riquezas que nos apropiamos”. Disfrutemos de los
manteles, de los jardines, del diseño barroco de muebles, disfrutemos de la riqueza, no en lo
que tiene de rapiña, de apetencia burguesa, sino en lo que tiene de bello. Hay algo de
altísima civilización en el juicio estético, que es precisamente lo que celebra la figura del
museo: la capacidad de ver lo que no tiene sino un valor de rapiña, lo que no tiene sino un
valor económico, bajo la perspectiva de la abstracción de la forma. En el Museo Británico,
como símbolo ilustrado, está presente esta duplicidad. La Ilustración es esa duplicidad: la
actitud de rapiña y la capacidad de tomar distancia de lo rapiñado y disfrutarlo sin
apetencia.
El momento que estamos estudiando, el del nacimiento de la estética, es también el
momento del nacimiento de los grandes museos europeos. Esta actitud contemplativa de la
que habla la estética kantiana es, precisamente, la que demanda el museo.
El problema que aparece en relación con este sujeto –el de la rapiña y el de la
contemplación, este sujeto central y autocentrado, el sujeto burgués- es que se vuelve
absoluto con Kant, e infinito en el idealismo de Fichte. La cosa en sí, el residuo
incognoscible de la experiencia, a partir de Fichte, se convierte en la vieja cosa en sí
kantiana.
La filosofía de Fichte se presenta como un idealismo (kantiano) consecuente, pero
también como un idealismo absoluto: sabe que la cosa se produce ante los ojos del
pensador –podríamos decir nosotros, ante los ojos de la mente, y no ante los ojos de la
sensibilidad-; sabe que la cosa no es más que un producto de ese sujeto que la ha puesto, y
que no hay nada que demostrar al respecto. Lo que caracteriza a este yo como absoluto es
su inmanencia y su carácter reflexivo –pero reflexivo en el modo de la acción, de la
actividad creadora. No se necesita más que hacer una introspección para encontrar esa
capacidad productiva que tiene el yo. Podemos pensar que esta autoobservación, que Fichte
propone en el modo del cogito cartesiano, es la prueba de la infinitud del yo, y de esta
infinitud del yo emana la filosofía idealista.
Fichte es muy consciente de que tiene un público y de cómo está conformado ese
público filosófico: es un público joven. Y por otro lado, aparece también la idea de que no
hay manera de convertir a alguien en idealista. No es una filosofía que pueda apelar al
convencimiento, una filosofía que pueda hacer demostraciones argumentativas de su valor
filosófico. En este sentido, el filósofo se hace a sí mismo: por medio de la introspección,
tiene asegurado el punto de vista idealista.
En esta apelación a la juventud quizás podríamos ver el sesgo iniciático –el sesgo
de círculo y de vanguardia- al que invita el propio Fichte, y que dará lugar al Círculo de
Jena. Por eso les decía que el primer romanticismo es un círculo de adoradores de Fichte,
en tanto tiene esa actitud de creer que ellos sí han entendido la filosofía de Kant vuelta
consecuente consigo misma por Fichte; ellos sí han sacado de Kant las consecuencias que
son necesarias para ser filósofo, es decir, para poder hacer crítica de arte como filosofía
idealista, o filosofía idealista como crítica de arte. Quien se diferencia del círculo en este
punto –y al diferenciarse lo rompe, podría decirse- es Schelling, con su idea de sistema.
¿Cuál sería, entonces, el “atrévete a pensar” de Fichte? (parafraseando el comienzo
del opúsculo kantiano “¿Qué es ilustración”). Decir: el yo puede conocer lo que él mismo
produce. Eso producido, en tanto producido, no podría sino ser producido por esa fuente
originaria de todo conocimiento que es el yo. Es más, podemos intuir ese yo y ahí me
parece que es donde está lo más problemático de Fichte: que el filósofo tiene que intuir el
yo. Pero, aunque Fichte no pueda enseñar a hacerlo, no habría ninguna razón por la cual un
idealista tendría que aceptar que produce el conocimiento pero tiene un límite para conocer.
El filósofo requiere un acto enteramente libre por el cual pueda percibirse a sí
mismo constituyendo el todo, como para que pueda ser verdaderamente ésa la instancia
soberana en la que se funda la Teoría de la ciencia. Para eso, es necesario hacer el análisis:
separar la inteligencia de la cosa. Ahora bien, la operación de abstracción por sí sola no
garantiza que yo conozca de la manera en la cual tiene que conocer el filósofo. No es
automática la intuición intelectual, no es automático el intuir el yo por el hecho de que yo,
como filósofo, produzca la abstracción. En todo caso, en la medida en que esa posibilidad
está dada y yo sólo tengo que encontrarla, y lo hago, tendría el fundamento, así, ante mis
ojos.
En este sentido, para entender el modo en el cual este yo –el yo fichteano, el
yo=yo− sería el yo de ironía romántica (lo que postula Hegel), hay que entender que hay
un tipo de actividad en la cual es mucho más fácil, desde el punto de vista cognoscitivo,
acceder a ese carácter de fuente de toda realidad que tiene el yo: la actividad crítica como la
actividad del crítico de arte (teniendo en cuenta que el crítico de arte, en tanto constituye
con su actividad la artisticidad del objeto artístico, es un crítico-artista). Lo que en Fichte es
la actividad nodal del filósofo, en Schlegel es la actividad nodal del crítico. Efectivamente,
en la crítica es mucho más fácil experimentar esta soberanía absoluta de yo, esta capacidad
de que todo lo que no sea el yo sea en tanto es producto del yo. En la operación de juzgar
belleza se constituye el objeto bello, como si el objeto bello no tuviera (porque no tiene)
ninguna otra realidad que no sea la que adquiere a través de la operación que lo juzga y
que, al juzgarlo, lo produce como objeto.
El hecho de que cualquier objeto antiguo, medieval o moderno pueda ser
reivindicado como bello a través de la actividad judicativa implica que la actividad
judicativa del crítico es una actividad judicativa enteramente productiva, como si el objeto
no hubiera existido. Es una actividad que podríamos entenderla casi como un producir
belleza a partir de la nada. No importa el objeto, sino el yo que lo declara bello. De ahí que
Hegel vea crítica en lugar de filosofía en esta actividad y que diga que no es un talento
especulativo –un talento filosófico-, sino un talento crítico el que tenían los hermanos
Schlegel. Por otra parte, Hegel reconoce ese talento crítico como un talento: ese talento es
el que diferenció a los hermanos Schlegel de lo que se entendía por “críticos” en su época.
En el yo de la ironía es donde mejor podemos entender esta actividad autoproductiva del yo
que se vuelve, para la filosofía, casi una actividad inefable. No se puede enseñar y no
depende del filósofo aprenderla y practicarla. En la crítica en el sentido schlegeliano
encontramos una actividad puramente creadora de sí misma, puramente productiva.
La estética no puede ser todavía filosofía del arte en sentido pleno con el primer
romanticismo en su versión schlegeliana, pero sí puede ser crítica de obras de arte. La
crítica de obras de arte es el ejercicio del juicio estético entendido como tal después de
Kant; como juicio estético sin el problema de la cosa en sí; como juicio estético realizable y
realizado por un yo infinito. El juicio estético, entonces, produce la obra de arte, o mejor
dicho, produce la artisticidad de la obra de arte. Para que se amplíen los límites del juicio
estético precisamente en el momento en que se aplica al campo específico del arte, lo que
se debe ampliar son los límites de lo bello.
Ahora bien, ¿cómo es que se amplían los límites del juicio estético precisamente en
el momento en que se confinan a la obra de arte? El juicio estético, en Kant, estaba dirigido
a cualquier objeto de la apetencia cotidiana, sólo que juzgado desde una perspectiva
contemplativa, y no desde una perspectiva práctica o teórica: ¿por qué ahora sería más
amplio que antes?
La estrategia para que se amplíen los límites del juicio estético cuando se
concentran sobre la obra de arte es la ampliación de la categoría de lo bello. De hecho, hay
un opúsculo de Friedrich Schlegel de 1794 –el mismo año de publicación de la
Wissenschaftslehre- que se llama Sobre los límites de lo bello. El problema de lo bello
kantiano es que es limitado, y lo es justo en la época en la que el burgués aspira a lo
ilimitado, y en la cual el yo, filosóficamente, se sabe a sí mismo absoluto, productivo,
infinito. Es como si hubiera en este punto un temor kantiano a su propia filosofía; como si
la filosofía kantiana se pusiera en lo teórico límites que por sí misma no tiene.
La ampliación de los límites de lo bello consiste en incorporar a su concepto lo que
para Kant era su límite: lo agradable, lo bueno (es decir, lo interesante) y lo sublime. Lo
más cercano a una nueva definición de lo bello aparece en el fragmento 108 de los
Fragmentos de Athenaeum.
Estos Fragmentos, cuando se publicaron en la revista Athenaeum, no aparecieron
firmados. En cambio, los Fragmentos Críticos o Fragmentos del Lyceum sí son todos de
Friedrich Schlegel. En las ediciones críticas se aclara de quién es la autoría (si son de
Friedrich o de August Schlegel, de ambos, o de Schleiermacher o de Novalis o si la autoría
es dudosa o no se ha podido determinar). La definición ampliada de lo bello aparece en el
fragmento 108 de los Fragmentos de Athenaeum:
[108] Lo bello es al mismo tiempo seductor y sublime. [Schön ist, was zugleich
reizend und erhaben ist].
[110] Es un gusto sublime preferir siempre las cosas en la segunda potencia. Por
ejemplo, copias de imitaciones, evaluaciones de reseñas, agregados a anexos,
comentarios a notas. Es más propio de nosotros, los alemanes, preferir aquello
donde se trata de prolongar. Los franceses prefieren aquello que favorece la
brevedad y vacuidad; su instrucción científica suele ser la abreviatura de un
extracto, y el producto más excelso de su arte poético, su tragedia, es sólo la fórmula
de una forma. [Es ist ein erhabener Geschmack, immer die Dinge in der zweiten
Potenz vorzuziehn. Z.B. Kopien von Nachahmungen, Beurteilungen von
Rezensionen, Zusätze zu Ergänzungen, Kommentare zu Noten. Uns Deutschen ist er
vorzüglich eigen, wo es aufs Verlängern ankommt; den Franzosen, wo Kürze und
Leerheit dadurch begünstigt wird. Ihr wissenschaftlicher Unterricht pflegt wohl die
Abkürzung eines Auszugs zu sein, und das höchste Produkt ihrer poetischen Kunst,
ihre Tragödie, ist nur die Formel einer Form]. [A.W. Schlegel]
Este fragmento (atribuido a August Schlegel), por un lado, cataloga el gusto sublime
como un gusto que se caracteriza por preferir las cosas elevadas a la segunda potencia.
Ahora bien, en los ejemplos que da vemos que no se trata solamente de un gusto por lo
complicado, por enrular el rulo, digamos así, sino por lo que ha perdido ya toda referencia
al objeto, todo contacto real con la cosa, todo referente. Lo sublime parece ser lo sin
referente; el disfrute mismo de la facultad de lo suprasensible. En cierto punto, es el gusto
de una facultad de lo onanista: ¿qué es lo sublime sino el placer de la facultad de lo
sublime?; el placer sublime pasa a ser el placer del no referente; el placer de la falta de
contacto con todo objeto. Si lo sublime kantiano era informe, lo sublime romántico aspira a
disfrutar de la pérdida de contacto con el objeto.
Por otro lado, el fragmento admite que hay un gusto francés y un gusto alemán,
entendidos como antagónicos; el primero es el gusto por lo breve, el segundo por lo
prolongado; el gusto francés es el gusto por lo formal, por lo vacío, y el alemán, por lo
viscoso, por lo denso. Cuando se dice de algo alemán, citando a Borges, “es alemán en el
mal sentido del término”, se alude, en parte, a lo que ya refiere el fragmento: al gusto por lo
fáustico, lo nocturno, lo complicado. Pero también hay un gusto sublime francés, que es su
contrario. Hay un sublime francés y un sublime alemán. Lo sublime romántico es, casi, lo
sublime kantiano hiperbolizado: un gusto de la facultad suprasensible por satisfacerse
onanistamente a sí misma.
Los fragmentos de Friedrich Schlegel que vamos a analizar son aquellos que
perfilan, dentro del primer romanticismo, una teoría de la ironía. La ironía, en el primer
romanticismo, está pensada como un programa filosófico y, como tal, se lo diferencia de la
ironía socrática. La ironía socrática sería el programa de la ironía antigua y la ironía
romántica, el programa de la ironía moderna.
Uno podría pensar, en primera instancia, que la ironía socrática –tal como la
presenta Schlegel en este fragmento, es un antecedente de la ironía romántica; pero la
relación es no es tan obvia. Schlegel reconoce que hasta la ironía socrática, aun siendo la
forma de ironía más involuntaria (por darse dentro del marco de una cultura natural, aunque
sea en un momento de crisis de esa naturalidad), aun siendo la forma de ironía más difícil
de recrear (o de imitar) en la cultura artificial moderna, tiene un elemento de fingimiento.
Es decir, es parte del programa de toda ironía jugar con el interlocutor. Hay una estructura
dialógica, y el interlocutor es objeto de mofa o, como dice después, de bufonería
trascendental. De hecho, la figura que caracteriza a la ironía en el sentido romántico es la
del Witz, una palabra que las traductoras de los Fragmentos la dejan en alemán y en el
Glosario del libro (El absoluto literario) aclaran que significa “chiste” o “juego de
palabras”, pero también la facultad de producirlos. Este matiz es importante: el ingenio es
tanto la facultad de producir chistes o juegos de palabras como su producto. Hay principio
lúdico en el Witz, que es propio del humor: superponer elementos de distinto origen; por
ejemplo, elementos de origen espurio con otros de origen noble, elementos de origen
popular con otros de origen culto. Es decir, hacer un constructo de elementos dispares. Esta
es la facultad del Witz.
En la ironía socrática también hay algo de artificio, aun cuando se trate de una
ironía propia de una cultura natural. Hay algo de fingimiento, de juego, de tramoya, de
conspiración, para llevar al interlocutor, por la vía negativa, no a una definición, sino a una
aporía. La ironía socrática también tiene algo de artificial y artero, aunque pertenezca a una
cultura natural, donde todo lo público es bello. Dividimos, ahora, el fragmento 42, para
poder analizarlo:
...incluso los estoicos consideraron la urbanidad una virtud. […und sogar die
Stoiker hielten die Urbanität für eine Tugend.]
Hay, además, una ironía retórica que, utilizada con discreción, tiene un efecto
óptimo, especialmente en lo polémico. Sin embargo, se enfrenta a la sublime
urbanidad de la musa socrática, como la magnificencia del más brillante discurso de
arte se enfrenta a una tragedia antigua de estilo elevado. [Freilich gibts auch eine
rhetorische Ironie, welche sparsam gebraucht vortreffliche Wirkung tut, besonders im
Polemischen; doch ist sie gegen die erhabne Urbanität der sokratischen Muse, was
die Pracht der glänzendsten Kunstrede gegen eine alte Tragödie in hohem Styl.]
Schlegel diferencia el uso retórico de la ironía del uso filosófico de la ironía. La ironía
es una forma de hacer filosofía. No es que Schlegel practique la ironía como una forma de
exposición de una filosofía que no tendría forma fragmentaria sino sistemática (la filosofía
de Fichte), sino que su pensamiento irónico es su (única) filosofía. Si el pensamiento de
Fichte es un “kantismo consecuente” o un “kantismo sin Kant (o después de Kant)”, el de
Schlegel es un “fichtismo consecuente” o un “fichtismo sin Fichte (o después de Fichte)”.
Schlegel pone en práctica el Yo absoluto de la filosofía de Fichte y la forma filosófica que
toma es la de la ironía.
El uso retórico de la ironía, por eso mismo, no debe confundirse con la ironía
filosófica. La polémica más elevada no se puede ni comparar con la ironía socrática. La
ironía socrática se caracteriza por la “sublime urbanidad”: aún la ironía antigua ya tiene en
sí un componente propio de la ironía moderna, que es la paradoja. Una urbanidad sublime
es, de algún modo, una urbanidad paradójica. En lo sublime conviven dos elementos
opuestos que no pueden conciliarse: la totalidad y la infinitud. De ahí que la idea de la
razón se imponga a partir del fracaso de la imaginación (en la Analítica de lo sublime de
Kant). Sócrates, en este sentido, pensado schlegelianamente, es alguien que, por la vía de la
ironía, entra en conflicto con la urbanidad propia de la polis. Busca poner en crisis al
interlocutor, haciéndolo dudar de lo que sabe, porque no puede fundamentarlo. Pero
tampoco la línea mayéutica del diálogo –como contrapeso de la línea irónica- le devuelve al
interlocutor la tranquilidad, llevándolo hacia una verdad alternativa a la que perdió.
Pero la vía de acceso al saber absoluto no la garantiza en exclusividad la filosofía. La
filosofía está en pie de igualdad con la poesía, también en relación a la ironía.
Sólo la poesía puede también elevarse desde este lugar hasta la altura de la filosofía,
y no está fundamentada en pasajes irónicos como la retórica. Hay poemas antiguos y
modernos que respiran constantemente en el todo y por doquier el hálito divino de la
ironía. En ellos vive realmente una bufonería trascendental. [Die Poesie allein kann
sich auch von dieser Seite bis zur Höhe der Philosophie erheben, und ist nicht auf
ironische Stellen begründet, wie die Rhetorik. Es gibt alte und moderne Gedichte, die
durchgängig im Ganzen und überall den göttlichen Hauch der Ironie atmen. Es lebt
in ihnen eine wirklich transzendentale Buffonerie.]
La ironía no puede ser una forma puramente retórica que se le incorpora a la filosofía
o a la poesía en tanto se busca la polémica. Schlegel plantea que existe una ironía antigua y
otro moderna, pero todavía –en este fragmento- no plantea las diferencias (estas diferencias
las plantea en el fragmento 108). No obstante, en el fragmento 42 termina presentando uno
de los rasgos principales de la ironía moderna: la infinitud del yo que la hace posible.
En el interior, el estado de ánimo que pasa todo por alto, y se eleva infinitamente
encima de todo lo condicionado, incluso encima de su propio arte, virtud y genialidad. En
el exterior, en la ejecución, la manera mímica de un buen bufón italiano habitual. [Es lebt
in ihnen eine wirklich transzendentale Buffonerie. Im Innern, die Stimmung, welche alles
übersieht, und sich über alles Bedingte unendlich erhebt, auch über eigne Kunst, Tugend,
oder Genialität: im Äußern, in der Ausführung die mimische Manier eines gewöhnlichen
guten italiänischen Buffo.]
La infinitud del yo, tematizada por Fichte, era impensable en la ironía antigua. La
ironía moderna, debido a la infinitud del yo, es una ironía infinitizada, para la que cualquier
cosa puede volverse su objeto. Al contrario, la ironía antigua estaba circunscripta a ciertas
actitudes excéntricas, por las que se ponía en crisis la organicidad de la polis. Por eso
aparece asociada a lo retórico, a lo poético, al diálogo socrático, pero esa asociación (con la
retórica, la poesía o la filosofía) requiere de fuerte componente racional. Es la razón la que
hace irrumpir la paradoja en el mundo antiguo. Schlegel no pretende -podríamos
sobreentender- la traslación de la ironía antigua al contexto moderno, sino que exista una
forma enteramente moderna de la ironía, sin que pierda esta característica de bufonería
trascendental.
La infinitud del yo que se descubre en la modernidad permite aplicar la ironía,
conscientemente, a cualquier tipo de objeto y que ese objeto, por haber pasado por el tamiz
de la ironía, se convierta en un objeto moderno. Por tratarse de una disposición de ánimo
que todo lo abarca, la ironía hace coincidir la infinitización del yo con la infinitización de
sus posibilidades: por eso se crea una disposición de ánimo lánguida, porque un yo infinito
se puede disponer sobre cualquier objeto, pero la infinidad de posibilidades lleva a la
indecisión sobre cuál elegir. Por otro lado, esta disposición del ánimo se eleva por encima
de todo. Todo lo que es condicionado ella lo puede superar, como si todo le fuera exterior y,
por esa misma razón, por resultarle exterior, lo puede hacer propio y luego abandonarlo. En
el fragmento 108 aparece más desarrollado en qué consiste esta capacidad (lo copio por
partes, a medida que lo analizo, porque es largo):
Para Hegel, el ironista ironiza sobre todo, menos con respecto a sí mismo y a su
propia libertad de arbitrio, que se encuentra por encima de todo. Sin embargo, en el
sujeto autoirónico se expresa una distancia del sujeto con respecto a sí mismo que se
resiste a esta interpretación de una manera fundamental. La distancia de la que se
trata aquí no es una distancia con respecto a toda determinación social sino la
distancia puntual del sujeto frente a algunos aspectos concretos de su identidad
social. El sujeto no se libera de tales aspectos en la medida en que asume la posición
imaginaria de un dios que se coloca sobre sí mismo, sino al experimentar
aspiraciones que son contrarias a las imágenes establecidas de sí. A un
distanciamiento con respecto a la imagen disciplinada de uno mismo no se llega por
medio de la elevación del yo por encima de esta imagen, como si aquel fuera el
soberano de su propia soberanía. Se trata más bien de una experiencia en el marco
de la cual el yo es confrontado de tal forma con las aspiraciones del propio yo que
contradicen esa imagen, que el yo (riéndose de sí mismo) se vuelve libre para otra
comprensión de sí.
En la ironía, todo tiene que ser broma y todo seriedad, todo tiene que ser
sinceramente abierto y profundamente simulado. La ironía surge de la unión del
sentido artístico de la vida y del espíritu científico, del encuentro de la filosofía
de la naturaleza acabada y la filosofía del arte acabada [In ihr soll alles Scherz
und alles Ernst sein, alles treuherzig offen, und alles tief verstellt. Sie entspringt
aus der Vereinigung von Lebenskunstsinn und wissenschaftlichem Geist, aus
dem Zusammentreffen vollendeter Naturphilosophie und vollendeter
Kunstphilosophie.]
Lo que la ironía trata de hacer convivir son siempre pares de opuestos. Pero, por
otro lado, la ironía no se define, en relación a esos opuestos, ni por uno ni por otro. La
broma y la seriedad están juntas, sin que una absorba a la otra; esto significa no tomar a la
broma por lo serio ni tomar a lo serio por la broma. Pero, por otro lado, en la ironía siempre
se corre el riesgo de que eso suceda. Si conviven la seriedad y la broma y ninguna de las
dos instancias absorbe a la otra, el riesgo es que el interlocutor confunda la broma con la
seriedad y la seriedad con la broma. Es decir, es parte del programa de la ironía ser mal
entendida, o correr siempre el riesgo de ser mal entendida. No es que el malentendido
aparece como una aberración, sino casi como un riesgo que el ironista debe correr. Por eso,
como les decía antes, la paradoja propia de la ironía es que el ironista siempre se tiene que
dejar afuera de una universalidad que necesariamente lo incluye. El que se burla, se está
burlando de algo que lo incluye y pretende que el interlocutor tenga complicidad con él,
pero es en realidad el burlado. Y, por otro lado, es muy fácil sacar al ironista de su
operación mostrándole que él también caería dentro de aquello de lo que se está burlando.
No habría que preocuparse entonces de que la ironía siempre se preste a la mala
interpretación. Hay que aceptar que no hay garantía, para el ironista, de encontrarse con una
comunidad de espíritus irónicos que pueda participar de la ironía con total complicidad. El
interlocutor siempre podría quedar fuera de la ironía, aunque no siempre el interlocutor –
como los interlocutores socráticos, leídos desde la perspectiva nietzscheana de “Sócrates y
la tragedia”- esté en la posición de víctima. No existe la ironía si no existe la posibilidad
que el interlocutor sea a la vez otro yo (o el propio yo, otro, como en el caso de la
autoironía). No obstante, la ironía, en lo que tiene de indefinición entre la seriedad y la no
seriedad, siempre puede fallar.
La ironía antigua está unida a un sentido de la vida y a un sentido del arte a los que se
los consideraba como dados de antemano y sobre los que no se acostumbraba indagar. De
hecho, por indagar sobre esos sentidos (el de la vida y el del arte), Sócrates es malentendido
hasta el punto de terminar condenado a elegir entre la muerte y el exilio. La artificialidad de
la ironía era más fácil de lograr en un contexto de naturalismo político y de cultura natural
como el antiguo, pero, por eso mismo, su ejercicio podía ser malentendido hasta el punto de
pagar como precio el exilio o la pena de muerte.
La ironía socrática –podría decirse- termina en tragedia. Es esencialmente
malentendida. Su “espíritu científico” choca con lo que la comunidad da por supuesto como
natural. Lo mismo que la hace fácil de practicar para el ironista la hace peligrosa a los ojos
de la comunidad. De algún modo, al estar ligada al espíritu científico de la pregunta por
algo que todos ya saben qué es (pero no pueden definirlo), la ironía forma parte de todo lo
que tiene de disruptiva la figura de filósofo que encarna Sócrates. Alguien que interroga a
sus contemporáneos respecto de aquellos sentidos que están dados en la polis como
conocidos y reconocidos es alguien que parece estar burlándose de todos y de todo. Esa es
la parte lúdica de la ironía socrática: el “sentido artístico de la vida” del que habla el
fragmento 108.
Así como la ironía tiene una parte científica, tiene una parte artística. La combinación
de dos actitudes opuestas –una científica y otra artística- es lo que hace de la ironía –de
todo lo que la ironía es- una paradoja. Por ejemplo, preguntarle a un militar qué es el valor
o preguntarle a un rapsoda qué es la belleza -como un modo de no aceptar que lo que el
interlocutor sabe desde el punto de vista vivencial, lo que se sabe a través de la práctica, es
un saber en sí mismo- no sólo es fingir que no se sabe, sino fingir que no se sabe para
enseñarle algo al otro (mostrándole primero su ignorancia), no para aprender algo de él.
Sócrates se finge ignorante para mostrar la ignorancia ajena. “Sólo sé que no sé nada” –
como paradoja- sería la síntesis (además de la vulgata) de la ironía socrática. Lo disruptivo
de Sócrates -en una polis que aparentemente es armoniosa y donde está dado naturalmente
el sentido de todas las cosas- es comportarse como un ironista, no simplemente como un
racionalista. Cuando pregunta, Sócrates no sólo finge no saber para poner en práctica la
mayéutica, sino que finge para burlarse de todos y de todo. En la ironía, la actitud científica
se combina con la actitud artística o lúdica.
Es una señal muy buena si los simples adeptos de la armonía no saben cómo tienen
que tomar esta continua autoparodia, si creen y descreen, una y otra vez, hasta
marearse, si toman la broma por la seriedad y la seriedad por broma. [Es ist ein sehr
gutes Zeichen, wenn die harmonisch Platten gar nicht wissen, wie sie diese stete
Selbstparodie zu nehmen haben, immer wieder von neuem glauben und mißglauben,
bis sie schwindlicht werden, den Scherz grade für Ernst, und den Ernst für Scherz
halten.]
Una de las dificultades de la ironía es que, de algún modo, tiende a ser interpretada
por lo contrario de lo que pretende ser. Suele ser tomada en serio cuando es en broma y
tomada en broma cuando es en serio. Y este no es solamente un problema de interpretación
del interlocutor, se trata más bien de un mal estructural -o de un bien estructural, según se
lo interprete- de la ironía. Yo me inclinaría a decir que es un bien estructural de la ironía el
tener esa capacidad de ser doble, de ser siempre susceptible de una mala interpretación. Eso
es, en última instancia, lo que le permite al ironista el resguardo de su yo y la posibilidad de
absolutizarlo, pero también, de convertirlo en una autoparodia.
La ironía socrática, en la lectura schlegeliana, ya tiene algo que no debe ser
confundido con engaño ni burla, sino que debe ser tomado como paradójico en sí. La
paradoja característica de la ironía moderna, en la lectura schlegeliana de la ironía
socrática, aparece pensada como una invariante de toda ironía: la diferencia está en que la
ironía moderna es artificial en una urbanidad artificial y la antigua artificial en una
urbanidad natural.
La ironía socrática es una forma de ironía que si bien está ligada a una forma de
urbanidad (en lo que tiene de natural) es, de algún modo, disruptiva respecto de esa forma
misma de urbanidad. Si bien la ironía no es algo que lo podamos entender como disociado
del arte de la conversación que practica Sócrates, es algo que es disruptivo incluso como
parte de esa misma forma de conversación. Pues la conversación socrática no es la
conversación sofística, sino que hay un espíritu que Schlegel llama científico junto con una
actitud artística frente a la vida. Por eso Schlegel diferencia en el fragmento 42 ese tipo de
ironía que es la ironía socrática de otro tipo de ironía que es la meramente retórica: la ironía
retórica es la propia del polemista. Es decir, hay una forma de ejercicio del arte de
convencer en el conversar que tiene que ver con el arte de fortalecer los propios argumentos
y debilitar los ajenos. La ironía retórica es instrumental: sirve para hacer cambiar el parecer
al interlocutor. Es una seducción del otro. Ese sería el uso retórico de la ironía, en lo que
tiene de diferente respecto del sentido de la ironía moderna y también del sentido socrático.
La ironía aparece cuando no se filosofa sistemáticamente. Eso es lo que tiene la ironía
socrática de común con la propia ironía schlegeliana (la moderna). Ni Sócrates ni Schlegel
filosofan sistemáticamente. Schlegel pone el diálogo -incluso el diálogo socrático- del lado
de las formas de filosofía no sistemáticas. No es mera conversación, no es mero arte de la
urbanidad, pero tampoco es filosofía en sentido sistemático. Lo irónico de la filosofía
socrática -que sería una filosofía oral (en esta clasificación)- es un factor que afianza el
componente no sistemático de esa filosofía. Hay una indagación científica -para Schlegel-
en la ironía socrática, hay una búsqueda de la verdad en la forma de la pregunta y, al mismo
tiempo, hay un componente artístico, lúdico, de deriva, de infinitud –si se quiere- en un
contexto donde no hay infinitud (el de la antigüedad griega). Por la irrupción de la
paradoja se descubre la imposibilidad de llegar a la verdad por la vía sistemática (los
diálogos socráticos son aporéticos). Es decir, lo que le interesa a Schlegel de la ironía
socrática es que deja siempre al diálogo, como forma no sistemática de filosofía, en estado
de paradoja. Hay, entonces, un carácter aporético de los diálogos socráticos que sería, para
él, estructural a la filosofía propia del ironista. Lo no sistemático de la filosofía estaría
asociado al elemento irónico.
En el fragmento 42 aparece como propio de la ironía un estado de ánimo que se eleva
por encima de todo lo condicionado. Hegel lo caracterizaría como alma bella (algo que
parece ser débil), pero se trata de un yo que se pone a sí mismo en la posición de lo
incondicionado.
La figura del alma bella, pensada como una acusación al protorromanticismo (no
como un reconocimiento) es la parte más problemática de la lectura hegeliana de la ironía.
Esta lectura está en la página 176 de la traducción de Akal de las Lecciones sobre la
estética. Allí aparecen dos descripciones puntuales del alma bella: una es la del Werther de
Goethe y la otra es la del Woldemar de Jacobi.
Este es el latiguillo hegeliano acerca del alma bella: se trata de un yo que se repliega
sobre sí mismo como un modo de rechazar el mundo. Este modo específico de rechazar el
mundo consiste en rechazarlo por considerarlo indigno de sí. Así se logra afirmar la
superioridad del alma por sobre la mediocridad del mundo. El alma es tan superior que el
mundo no está a su altura. Este es el latiguillo irónico de Hegel sobre el alma bella. No es
quizás lo más interesante de esta teoría, pero lo que dice respecto de esta belleza solitaria es
atinente por lo que voy a leer a continuación:
A este entusiasmo interno por la exagerada excelencia propia con que [el alma
bella] se magnifica ante sí misma, se añade luego una infinita susceptibilidad
respecto de todos los demás que deben, en todo momento, adivinar, comprender
y venerar esta belleza solitaria. (p. 176)
El alma bella, para Hegel, es en realidad un alma miserable. Ha construido esa belleza
como interioridad para sí y por eso no la pueda plasmar para otros. Esa negatividad es
producto de un aislamiento respecto del mundo que, una vez que se produce, es imposible
de revertir. Es decir, resulta imposible reconciliar las formas y figuras posibles para el ideal
con lo que ese ideal es en su representación interna, porque el ideal (lo bello artístico), para
el alma bella, es ella misma. Y este es el problema de este yo: hay que cambiar de yo para
poder construir una estética que no sea la continuación del alma bella. Hegel conecta el
alma bella con la ironía, pero –si tratamos de ver el problema al margen de Hegel- el alma
bella, como construcción del yo, sería el peor soporte posible para la ironía, sobre todo si
nos queremos tomar la ironía schlegeliana en serio y tratar de pensarla como un elemento
modernizador de la estética -que es lo que quiero hacer aquí-, en lugar de tomarla, a su vez,
irónicamente.
Es la falta de solidez interna de ese yo, esa falta de sustancialidad, esa mala
negatividad absoluta, la que hace que toda esta excentricidad anímica –que se debe, en
realidad, a la debilidad interior del alma bella- se hipostasie de un modo inverso y sea
aprehendida en el modo de potencias autónomas. En este punto de la teorización de la
ironía, Hegel da un giro dialéctico muy interesante. Este giro tiene que ver con cómo se
hipostasia esta debilidad del alma bella como una potencia autónoma. La propia debilidad
se hipostasia como una fuerza externa todopoderosa, que sería precisamente la que
gobierna al yo. Esa fuerza externa al yo que gobierna al yo tiene las formas de lo mágico, lo
magnético, lo demoníaco, la distinguida fantasmalidad de la clarividencia, la enfermedad
del sonambulismo, etc… Es decir, las más estereotipadas figuras románticas, para Hegel,
surgen de hipostasiar esa negatividad del yo, convirtiendo esa debilidad en un todopoder
externo que sería, en realidad, el que gobierna a esa alma. Un alma como el alma bella, en
ese estado de debilidad, es llevada a actuar automáticamente, dado que no tiene en sí misma
la fuerza para hacerlo. No se trata de una debilidad que queda en la interioridad, sino que
estaría sometida a una fuerza externa. La fuerza externa (que es en realidad la debilidad
hipostasiada) convierte a esa debilidad en un estado de sonambulismo, en un estado de
posesión demoníaco, en un estado de locura, etc… Se trataría de un alma que no puede
gobernarse a sí misma porque alguien le ha arrebatado la voluntad. Y este incurable
desánimo, que sería propio del alma bella, sale de la interioridad y se convierte como
exterioridad en un poder absoluto, en una potencia autónoma que controla al alma. Como si
se proyectara hacia afuera el estado de esa alma y se le atribuyera la responsabilidad de ese
estado a una potencia externa de carácter totalmente oscuro e ingobernable. No es que el yo
es débil –razonaría el alma bella-, no es que se cree por encima de la media y, además, no
tiene sentido del humor, sino que está gobernado por fuerzas que están más allá de su
control. Este modo de razonar –esta autojustificación, en realidad- es lo que pone al alma
bella en ese estado de sometimiento, de debilidad, de incapacidad de actuar. Pero la
impotencia el alma bella la concibe como producto de estar bajo las órdenes de un poder
superior. A tales desatinos, como los del alma bella, se adjunta para Hegel el principio de
ironía moderna.
Hegel establece la relación entre este estado decrépito del alma y el modo estético de
la ironía no sólo en términos psicológicos, porque esta falsa teoría induce a los poetas a
introducir en los caracteres una diversidad que no converge en una unidad. Desde el punto
de vista de Schlegel en Sobre el estudio de la poesía griega, Hamlet y Fausto serían héroes
modernos porque se sienten, en tanto sujetos escindicos, como si estuvieran acostados en el
potro de tortura. El personaje tironeado desde los extremos, para el Schlegel de Sobre el
estudio de la poesía griega, no es ejemplo de un concepto, sino un concepto que sólo puede
representarse en la tragedia filosófica, en el género didáctico, justamente porque no puede
ser pensado filosóficamente sin ser representado de ese modo. Se trata de una
representación paradójica, podríamos decir. Como este principio de la ironía moderna,
Schlegel lo aplica a las tragedias de Shakespeare, Hegel dice que estas tragedias, en clave
protorromántica, están mal interpretadas. Y utiliza, para mostrar esa mala interpretación,
dos ejemplos: Lady Macbeth y Hamlet.
En este sentido, se ha querido interpretar también los personajes
shakesperianos. Lady Macbeth, por ejemplo, debe ser una amante esposa de
ánimo dulce, aunque no sólo da lugar al pensamiento de asesinato, sino que
también lo lleva a cabo. (p. 177)
Lady Macbeth también sería este tipo de carácter dual, leído a través de la ironía
romántica: alguien que encarnaría (así como hablábamos de la conjunción de la sonrisa con
el llanto) la conjunción de la dulzura y la maldad. Como una paradoja viviente. Se trata de
otro de esos conceptos que sólo pueden tener una representación dramática y no una
representación filosófica. El recurso de Schlegel es tomar un personaje del pasado y leerlo
en la clave del presente: esto lo van a hacer notar a sus lectores tanto Hegel como Heine.
Schlegel es una nueva figura de artista: a la vez es receptor y productor de la obra. Más que
producir una obra propia a partir del estado de los materiales artísticos en el presente, lo
que hace es producir una obra nueva a partir de la lectura crítica de ciertos materiales de
pasado. Es decir, tomar una figura shakesperiana (Lady Macbeth, Hamlet) y leerla en una
clave moderna es una operación artística romántica. Ya sea una figura medieval, de la
antigüedad o isabelina, es lo mismo, pues lo que se hace es convertirla en una paradoja
viviente como personaje.
En la última frase de la cita, puesta en negrita, lo que marca Hegel es que estos
personajes shakespeareanos han sido usurpados en la lectura romántica como personajes
que serían característicos de lo que, en realidad, es el alma bella: la indecisión, la
incapacidad de actuar, el permanecer en la paradoja sin poder salir de ella. Mientras que en
Shakespeare son caracteres que, en todo caso, no saben cómo actuar, pero que van a actuar
y están decididos a hacerlo. Hegel ve muy bien que lo que hace Schlegel es apropiarse de
ciertos personajes y, de alguna manera, romantizarlos. Es propio de la ironía romántica (tal
como la lee Hegel) que el artista romántico pueda tomar cualquier personaje de cualquier
época y convertirlo en reflejo del estado de la subjetividad moderna. Es como si el primer
romanticismo modernizara a todos los personajes posibles y los hiciera portadores de una
indecisión, una nulidad de ánimo y una negatividad que es propia del alma bella.
La de Schlegel es una operación artística absolutamente novedosa, aún descripta en el
modo crítico que la describe Hegel: un personaje del pasado literario, leído en una clave
que es la clave del presente, se moderniza. De ahí que este aspecto de la ironía también sea
un aspecto completamente modernizador. Como si dijéramos que es el sujeto el que hace
pasar la obra shakespeareana a través de su tamiz y la convierte en una obra que habla de
presente y no del pasado.
A diferencia de lo que sostiene Hegel (que la ironía, es decir, el alma bella, moderniza
los objetos artísticos que toma del pasado), Heine sostiene que la ironía todo lo
medievaliza.
La escuela romántica de Heinrich Heine es una crítica, por supuesto, al romanticismo
(ya llamarlo escuela romántica implica una forma despectiva de referirse al romanticismo).
Se trata de un texto escrito entre 1832 - 1835 y que apunta algunas características sobre la
ironía que, si bien no son comunes con las que vimos en Hegel (no son las mismas
observaciones), permiten, no obstante, entenderla como lo más moderno de la subjetividad
romántica y de este primer romanticismo. En la ironía aparece un tipo de subjetividad
moderna -y un modo de ejercer la subjetividad moderna- que se caracteriza en buena parte
por rumiar el pasado, por buscar novedad en el pasado. En un punto, la ironía es una forma
de releer el pasado y buscar en él todo aquello que no fue redimido, trayéndolo al presente
como belleza. Todo lo despreciado es redimido y se lo convierte en nuevo y bello.
Ahora bien, en la lectura de Heine (que es tan malévolo, en su teorización del
romanticismo, como Hegel) se habla del modo en el cual los románticos alemanes traen al
presente la Edad Media. Junto con este aspecto también va a aparecer el papel que tiene el
cristianismo en el gusto por la Edad Media.
¿Qué fue la escuela romántica en Alemania? No fue ni más ni menos que el nuevo
despertar de la poesía de la Edad Media, tal como se había manifestado en sus cantos,
en sus obras plásticas y arquitectónicas, en el arte y en la vida. Esta poesía había
surgido del cristianismo, fue una pasionaria que brotó de la sangre de Cristo. No sé si
la melancólica flor que en Alemania denominamos pasionaria llevaba ese nombre
también en Francia, ni si la leyenda popular le atribuye, también aquí, aquél origen
místico. Es aquella extraña flor de colores especialmente indefinidos en cuyo cáliz se
ven retratados los instrumentos de martirio que fueron utilizados en la crucifixión de
Cristo: martillos, tenazas, clavos, etc… Una flor que no es en absoluto fea, sino sólo
macabra, cuya visión, incluso, provoca en nuestras almas un siniestro placer, al igual
que las sensaciones espasmódicamente dulces que surgen del dolor.
Heine, Heinrich, La escuela romántica, trad. Román Setton, Buenos Aires, Biblos,
2007, p. 41
Noten en esta descripción cómo se enfatiza, por parte de Heine, el modo en el cual el
romanticismo en Alemania buscó en la Edad Media, justamente, todo lo que necesitaba
para atrapar la atención de ese público de gusto debilitado del cual hablaba Schlegel.
Clavos, sangre, martirio, tenazas…Bueno, el potro de tortura (la Inquisición), es decir, todo
lo que tenía la Edad Media de oscuro, de espantoso, de despreciado por la modernidad. No
lo más compuesto, lo más agradable al ojo, lo más diurno, lo más infantil (me refiero a la
representación pictórica, a los dibujos sin perspectiva central). Lo que buscaba, justamente,
era todo lo que tenía de espectacular (sangre, clavos, tenazas, brujas quemadas, potros de
tortura, leyendas con elementos fantásticos, hechizos, nibelungos, etc…). Buscaba todo lo
que, de alguna manera, resulta tan atractivo de la Edad Media para todo el romanticismo,
incluso para el posromanticismo (pienso, por ejemplo, en Wagner).
Desde esta perspectiva, esta flor [la pasionaria] sería el símbolo más apropiado del
cristianismo, cuyo más espantoso atractivo consiste precisamente en la
voluptuosidad del dolor. Aunque en Francia se entiende bajo el nombre de
cristianismo únicamente el catolicismo romano, debo advertir enfáticamente que
sólo me refiero al último.
Una escuela que llamamos romántica se alzó en Alemania contra esta literatura [una
literatura de ciertos autores que pasaron al olvido, autores de moda, respecto de los
cual Heine dice que no es cierto que se lo leyera tanto a Goethe como Schlegel decía]
durante los últimos años del siglo pasado y como sus directores se nos presentaron
los señores August Wilhelm y Friedrich Schlegel.
Para Heine, el romanticismo es una escuela que irrumpió en un contexto donde lo que
se leía y tenía éxito era muy malo y lo que tenía éxito y era bueno -inclusive lo que tenía
éxito de Goethe-, tenía éxito por las razones equivocadas. En la época que los hermanos
Schlegel fundan Athaeneum, el gusto se consagraba a obras de dudosa factura. Es decir, se
ponían de moda determinados autores por razones que no siempre eran las estrictamente
literarias. Por lo tanto, la operación de los hermanos Schlegel como críticos es una
operación a contracorriente de lo que estaba vigente en ese momento. Recordemos la crítica
a la moda como parodia del gusto público.
Jena con estos dos hermanos, junto con muchos espíritus afines, que se reunían de
cuando en cuando, fue el centro desde el que se difundía la nueva doctrina estética.
[ídem, p. 56]
Heine pone ya al protorromanticismo como una nueva doctrina estética, más que
como una nueva doctrina literaria. Sigue:
Digo doctrina porque esta escuela comenzó con el juicio de las obras de arte del
pasado y con la fórmula de las obras de arte del futuro.
Esa es la clave, muy bien apuntada por Heine, del primer romanticismo: el pasado como
objeto de juicio y el futuro como objeto de programa.
Heine reconoce a los Schlegel como muy buenos críticos, igual que Hegel. Pero sin
que esa crítica se ejerza desde un sistema filosófico. Igual que sucedía con Lessing que,
para Heine, era un gran crítico sin sistema filosófico:
[Lessing] carece del terreno sólido de una filosofía, de un sistema filosófico. Este es
el mismo caso de los señores Schlegel, pero en un grado más penoso. Se fabula
acerca del influjo de algún influjo del idealismo de Fichte y de la filosofía de la
naturaleza de Schelling sobre la escuela romántica, incluso se afirma que ésta
procede completamente de aquellos. Pero yo veo aquí, a lo sumo, sólo el influjo de
algunos fragmentos de pensamientos que vienen de Fichte y de Schelling, pero de
ningún modo el influjo de una filosofía. (ídem, p. 57)
Volviendo ahora a los Fragmentos críticos de F. Schlegel, en el fragmento 48 la
ironía queda definida como la forma de lo paradójico.
La poesía sólo puede ser criticada por la poesía. Un juicio artístico que no es él mismo
una obra de arte, bien en su materia, como exposición de la impresión necesaria en su
génesis, o bien en virtud de una forma bella y un tono liberal siguiendo el espíritu de
las antiguas sátiras romanas, no tiene ningún derecho de ciudadanía en el reino del
arte. [Poesie kann nur durch Poesie kritisiert werden. Ein Kunsturteil, welches nicht
selbst ein Kunstwerk ist, entweder im Stoff, als Darstellung des notwendigen
Eindrucks in seinem Werden, oder durch eine schöne Form, und einen im Geist der
alten römischen Satire liberalen Ton, hat gar kein Bürgerrecht im Reiche der Kunst].
Schlegel, Friedrich, “Fragmentos del Lyceum” (1797), en: Poesía y filosofía, trad.
Diego Sánchez Meca y Anabel Rábade Obradó, Madrid, Alianza, 1994, pp. 47-67
Pero fueron ellos los que con su talento crítico se aproximaron a la perspectiva
de la idea; y con gran facundia e intrepidez innovadora, aunque con modestos
ingredientes filosóficos, se lanzaron a una brillantez polémica contra los modos
de ver hasta entonces admitidos y, así, introdujeron sin duda, en diferentes
ramas del arte, un nuevo criterio de enjuiciamiento y puntos de vista superiores
a los combatidos. Pero puesto que su crítica no se acompañaba de un fundado
conocimiento de su criterio, este criterio conservaba algo de indeterminado y
fluctuante, de modo que tan pronto pecaban por exceso, como por defecto. Si
bien hay que concederles por ello, como mérito, el hecho de haber exhumado y
enaltecido con amor lo que en aquellos tiempos era tenido por anticuado y
menospreciado: como las antiguas pinturas italianas y neerlandesas, los
nibelungos, etc
Esta idea de tomar algo menospreciado, tenido por feo o cruento, aparecería como
una forma de enjuiciamiento por el cual, algo que estaba fuera de ser considerado bello es
elevado a la categoría de bello. El crítico, en ese sentido, es quien convierte algo que
carecía de relevancia estética en merecedor del predicado Esto es bello, instituyendo la
belleza donde no la había. Se trata del acto de enjuiciamiento entendido como un acto
creador y por eso puede desembocar en la arbitrariedad: esta figura que a veces se traduce
como libre arbitrio que es la palabra alemana Willkür. Se trata de un criterio que en
realidad no es un criterio, porque responde a un principio enteramente subjetivo. De ahí que
en varios de los fragmentos en los que Schlegel define al crítico la definición parezca
orientada a diferenciar el buen del mal crítico, casi en el sentido del ensayo de Hume “Del
criterio del gusto”.
Un crítico es un lector que rumia. Por lo tanto, debería tener más de un estómago.
[Ein Kritiker ist ein Leser, der wiederkäut. Er sollte also mehr als einen Magen
haben].
El rumiante tiene que metabolizar lo que come. De algún modo, come dos veces el
mismo alimento: una vez como lo que es y otra, como algo que está mezclado con su propia
saliva. Leer y juzgar sobre lo que se lee son acciones que cierran un círculo. La operación
de la lectura parece tener que pasar por dos estómagos, como para metabolizar en dos
instancias distintas lo leído y, podríamos decir, mezclarlo con la propia saliva: hacerlo
consustancial al propio metabolismo. La idea de los dos estómagos parece sugerir una
doble constitución: la del crítico por el juzgamiento de la obra y la de la obra por el
juzgamiento del crítico. Hay una actividad por la cual el leer y el escribir tiene que
construir un yo, y al mismo tiempo ese yo es el que a través de la escritura convierte la
lectura en una segunda cosa.
Cuando Schlegel pone la figura del rumiante, pareciera ser que la explicación está
en el proceso digestivo elegido, y no en la figura de los dos estómagos, que es en realidad la
figura misteriosa en este fragmento: el crítico es alguien que debería tener dos estómagos, y
no hay un desarrollo de cómo funcionarían. Podemos pensar: el crítico es un lector
rumiante. No hay lectura que no sea al mismo tiempo una escritura instituyente de una
obra, y al mismo tiempo del yo que hace esa operación. El crítico necesita construir su yo a
través de la crítica. No es que la lectura lo forma, y en un momento determinado se
convierte en alguien que, por estar formado, tiene un juicio. No es una autoeducación en el
sentido ilustrado de Hume y de Burke. Más bien apunta a que hay un doble trabajo en la
lectura. Se regurgita inmediatamente aquello que después el organismo va a volver a
incorporar. No se puede no hacer de la lectura algo que se va a convertir en otra cosa; en
algo que va a ser juicio, y el juicio a su vez, al instituir la obra, no puede no devenir en la
construcción de un yo.
Hay fragmentos en los cuales el propio Schlegel ensalza a Lessing -un crítico y
filósofo de la época vinculado al neoclasicismo- como un gran ironista. Lo que convierte a
la ironía en una práctica que se perfecciona a sí misma en el modo de la crítica –la crítica
de arte- es que no puede alcanzar el estado de filosofía. Al no ser un sistema de
pensamiento, tiene formas que son más próximas a la oralidad, la conversación, la
polémica, pero también de la crítica. Justamente, donde mejor se practica la ironía es en la
forma del juicio crítico, por ejemplo, cuando alguien escribe la crítica de una obra y
encuentra así la manera de desarrollar su yo, desplegar esa infinitud del yo, y al mismo
tiempo desarrolla en esa práctica su erudición, su ilustración. Se combinan así libertad e
ilustración en la práctica de la ironía, sea en la conversación o en el juicio estético
desarrollado como juicio crítico.
También hay en la ironía una autoconstrucción del yo –de acuerdo con el principio
fichteano del yo-, que se desentiende de todo lo exterior. El yo se despliega sin trabas,
cuando ejerce la ironía. Esta autoconstrucción del yo –la del ironista puesto en el papel de
crítico- es lo que le permite al programa romántico ser un programa artístico-filosófico, y
en lo que tiene de artístico, poder desarrollarse sin que exista una obra, es decir, una obra
artística a la altura del temple romántico.
Esto es quizás lo más revolucionario del programa del primer romanticismo en su
versión irónica. De lo que libra la ironía al sujeto irónico es de la obra. Por eso la crítica es
la práctica ideal del ironista. Qué es un crítico: una persona que opina sobre las obras
artísticas ajenas sin haber producido ninguna. El hecho de no haber producido nada es,
precisamente, lo que caracteriza al crítico en el sentido del ironista romántico.
Este programa del crítico-artista, que reaparece en el esteticismo de fines del siglo
XIX, está ya en el primer romanticismo: pero el crítico-artista romántico, a diferencia del
esteticista, es alguien que produce un juicio instituyente de la artisticidad de la obra de arte,
no alguien que simplemente “escribe bien” y por escribir bien, su obra crítica es
considerada una obra literaria. El juicio es el que funda la artisticidad. Así, la obra de arte
aparece en el acto del pronunciarse sobre ella. Si a Schlegel le gustaba una comedia menor,
la convertía con su juicio crítico en la revista Athenaeum en una obra de arte. Y esa era la
obra de arte, y no la comedia menor. Este uso de la ironía es el que le critica Hegel, pero
por otro lado dice que es para lo que Schlegel tenía un talento que lo diferenciaba de sus
contemporáneos. Si Schlegel sostiene que una obra de la época isabelina -como de hecho lo
hace con Hamlet- es una obra filosófica moderna, porque Hamlet es un personaje filosófico
en tanto encarna la paradoja, de esa manera instituye la artisticidad de Hamlet. El crítico es
el que artistiza con su juicio a un objeto y lo instituye como obra de arte. Es justamente ese
momento, el de la institución de la obra de arte a través del juicio estético, el momento
productivo del romántico ironista.
En el fragmento 96 aparece la capacidad sin la cual la ironía no podría existir: el
ingenio (Witz).
Un buen enigma tendría que tener Witz; si no, no queda nada, en cuanto se
encuentra la palabra; tampoco deja de ser un estímulo cuando una ocurrencia con
Witz es tan enigmática que requiere ser adivinada: la condición es que su sentido se
vuelva completamente claro en cuanto es hallado. [Ein gutes Rätsel sollte witzig
sein; sonst bleibt nichts, sobald das Wort gefunden ist: auch ist's nicht ohne Reiz,
wenn ein witziger Einfall insoweit rätselhaft ist, daß er erraten sein will: nur muß
sein Sinn gleich völlig klar werden, sobald er getroffen ist.]
Para poder escribir bien sobre un objeto hay que haber perdido el interés en él. El
pensamiento que debe expresarse con sensatez ya tiene que haber pasado por
completo, ya no tiene que ocupar a quien lo expresa. Mientras el artista invente y
esté inspirado, se encontrará en un estado no liberal, por lo menos para la
comunicación. Él querrá decir todo, lo cual es una tendencia errónea de los jóvenes
o un prejuicio de los viejos chapuceros. De este modo, desconoce el valor y la
dignidad de la autolimitación, que tanto para el artista como para el hombre es lo
primero y lo último, lo más necesario y lo supremo. Lo más necesario, porque allí
donde uno no se limita a sí mismo lo limita el mundo a uno, a través de lo cual uno
se convierte en un siervo. Lo supremo, porque uno no puede limitarse sólo en los
puntos y lados donde tiene fuerza infinita, autocreación y autodestrucción. [Um über
einen Gegenstand gut schreiben zu können, muß man sich nicht mehr für ihn
interessieren; der Gedanke, den man mit Besonnenheit ausdrücken soll, muß schon
gänzlich vorbei sein, einen nicht mehr eigentlich beschäftigen. So lange der
Künstler erfindet und begeistert ist, befindet er sich für die Mitteilung wenigstens in
einem illiberalen Zustande. Er wird dann alles sagen wollen; welches eine falsche
Tendenz junger Genies, oder ein richtiges Vorurteil alter Stümper ist. Dadurch
verkennt er den Wert und die Würde der Selbstbeschränkung, die doch für den
Künstler wie für den Menschen das Erste und das Letzte, das Notwendigste und das
Höchste ist. Das Notwendigste: denn überall, wo man sich nicht selbst beschränkt,
beschränkt einen die Welt; wodurch man ein Knecht wird. Das Höchste: denn man
kann sich nur in den Punkten und an den Seiten selbst beschränken, wo man
unendliche Kraft hat, Selbstschöpfung und Selbstvernichtung. ]
La autolimitación, tal como Schlegel la expuso hasta este punto del fragmento 37,
tiene todo para ser pensada como una aplicación fichteana de la filosofía práctica kantiana:
la libertad absoluta de un sujeto se ejerce siendo él mismo el que se la limita. La
autolimitación es ejercicio de la libertad por parte de un yo absoluto. Para Fichte, es en la
moralidad (y no en el conocimiento) en lo que el yo experimenta su carácter absoluto e
infinito. No obstante, para Schlegel, a diferencia de Fichte, la autolimitación no es un
principio que pueda circunscribirse a aquellos aspectos en los que el sujeto se experimenta
como portador de un yo absoluto e infinito, como es el caso de la moralidad. El principio de
la autolimitación se extiende a todo aquello que es el terreno por excelencia de la ironía: la
creación artística y la conversación. “Decir todo”, en una obra o en una conversación, es
síntoma de no libertad, no de libertad. De yo joven e inexperto o de yo viejo y chapucero,
pero no de yo fuerte e irónico. Al yo que pretende “agotarse”, en su infinitud de
posibilidades, en la obra de arte le falta la autolimitación que es propia del yo absoluto.
Sigue el fragmento 37:
Cada hombre instruido y que se instruye contiene en su interior una novela. Sin
embargo, no es necesario que la exprese y escriba. [Auch enthält jeder Mensch, der
gebildet ist, und sich bildet, in seinem Innern einen Roman. Daß er ihn aber äußre
und schreibe, ist nicht nötig.]
Schlegel parte del principio de que toda vida tiene la estructura de una novela; por
lo tanto, cualquier sujeto es capaz de escribir una, independientemente de su calidad. Ahora
bien, el problema está en que, para escribir, el arte no consiste en explayarse sino en
limitarse. Lo característico de un escritor es que permanentemente está autolimitando la
capacidad de escritura. Escribir no es expandir el yo al infinito sino restringirlo,
autolimitarlo, en su producción incesante. Lo característico del trabajo artístico no está en
la expansión sino en la autolimitación.
La inconcreción es estructural a la obra de arte. Ahora bien: el carácter
intrínsecamente inacabado que tiene la obra de arte para el primer romanticismo –y que
Hegel critica como propio de ese yo débil que es el yo del alma bella- parece deberse –sin
darle por eso toda la razón a Hegel- a la relación intrínseca que esa obra guarda con el yo
del artista (un yo que tiende a precipitase más que a autocensurarse).
Ironía y obra de arte, entonces, tienden a identificarse. La ironía aparece en los
Fragmentos críticos tan apegada al concepto de obra de arte (como algo que permanece
siempre en estado de no realización, de no terminación, de no plasmación completa) que
incluso Schlegel se autocritica por la falta de ironía en su obra Sobre el estudio de la poesía
griega. Recordemos que la crítica tiene que ser también “obra de arte”:
Mi ensayo Sobre el estudio de la poesía griega es un himno en prosa de estilo
propio sobre lo objetivo de la poesía. Lo peor en él me parece la falta total de la
indispensable ironía; y lo mejor, la esperanzada presuposición de que la poesía es
infinitamente valiosa; como si esto fuera una cuestión acordada. [Mein Versuch über
das Studium der griechischen Poesie ist ein manierierter Hymnus in Prosa auf das
Objektive in der Poesie. Das Schlechteste daran scheint mir der gänzliche Mangel
der unentbehrlichen Ironie; und das Beste, die zuversichtliche Voraussetzung, daß
die Poesie unendlich viel wert sei; als ob dies eine ausgemachte Sache wäre.]