Casa
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Wilfredo Carrizales
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ELditorial
etralia
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Colección Narrativa
Internet, junio de 2006
ELditorial
etralia
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Escribir es un arte
pero también es un oficio y una profesión. El poder de llevar la
creatividad al nivel de una obra maestra encaja en la primera
definición; el manejo apropiado de herramientas en la segunda;
corresponde a cierto carácter de escritores intentar que la tercera se
desarrolle en un esquema que no interrumpa al arte ni al oficio.
El libro que hoy presentamos en la Tierra de Letras es una versión digital del
original, publicado en 2004 en Pekín, en una cuidada edición impresa de la que
hemos tomado las magníficas ilustraciones de Zhou Qiong.
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II
El reloj de pared decide cada noche dar sólo un número determinado de cam-
panadas. A esas horas, salen de sus escondites las sombras de un tiempo impre-
ciso. Bajan por las blancas paredes, desde distintos puntos, y se congregan muy
cerca de la caja del reloj. Observan en detalle el movimiento del péndulo. Luego
calculan el momento exacto para desaparecer absorbidas en los confines de zo-
nas olvidadas.
Las lluvias sobrevienen al ser atraídas por ese insólito fenómeno. La casa
aumenta su temprana exultación y detecta la celeridad de los principios celes-
tiales. A medida que se acerca el límite pluvioso, un como trepidar conmueve los
cimientos de la casa. La eficacia en poner su fortaleza hacia un impulso que tras-
ciende queda una vez más patentizado.
Los charcos de agua son tan transparentes que el propio jardín se mira en
ellos y descubre otra juventud.
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III
Los sábados la casa se hace distante por dentro. Recurro a un recóndito va-
lor y recorro, palmo a palmo, la lejanía que ya no pretende regresar. Descubro
(como si nunca antes hubiese sucedido ningún descubrimiento) un derruido rin-
cón en un patio postergado. Hito y frontera de nostalgias.
Los muros han escogido envejecer y en esa vía van desmoronando orgullos y
antiguas naturalezas con sus respectivas prosapias.
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IV
Las flores de azahar establecen el principio de la casa y su importancia re-
dunda más allá de un simple espacio limitado por el viento y los pedruscos del
terreno.
Bajo otra época la casa se movió siguiendo los redondeles que le trazaba el
grillo reidor del amanecer.
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V
Hay ruidos de pies descalzos en los umbrales de las puertas. La tierra incita
al polvo a profanar la inusual ternura del piso segmentado. Hay ruidos, también,
de pies que, en tiempos mejores, una vez estuvieron bien calzados. Cuelgan boca
abajo los recuerdos pendientes de trenzas y la brisa los mueve al penetrar silen-
ciosamente por las ventanas que se abren a los misterios mayores.
Los sueños no pueden irse cuando quieren. Bueno resulta mostrar un poder
que se esconda en cada esquina, pero los mensajes que con constancia envía la
casa deben ser llevados a feliz término.
(Un gallo llega a la casa y las mañanas cacarean al divisar los blancos huevos
que ruedan gozosos sobre la hojarasca).
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VI
Un tordo merodea alrededor de una de las almas de la casa. Tal asunto suele
ser permisivo si la levedad se pone de manifiesto bajo circunstancias extraordi-
narias. De lo contrario, un negro sino se apropia, irremediablemente, del espíritu
que la casa guarda con celo en su recóndito origen.
La tierra de los patios entonces, hurga un único destino que la justifique ante
los ojos de los visitantes.
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VII
La casa que me habita bulle y se agita por todos y cada uno de sus costados.
Me creo merecedor de sus bondades y me comprometo a ser testigo veraz de los
acontecimientos que la tornan viva y palpitante.
Dando un veloz vuelco, en los inmediatos días la casa desplegará sus aires y
gravitará sobre los espacios que atestiguan todos los pormenores.
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VIII
La plenitud de la casa no se detiene. Ella intuye la cercanía de la gran puerta
orientada hacia el giro lúcido de la veleta.
Con hueso y calcio las paredes enaltecen la subida que las pondrá al mismo
nivel de las enramadas donde se detiene la luna.
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IX
A los gatos los seduce la casa, su calor aquiescente. De noche, en medio de la
blancura de las paredes, el mejor representante de los felinos reivindica su fuero
y exige ambiente muelle al lado de abundante comida. A cambio, deja cierta
parentela.
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X
En la cocina la casa se desborda en hechizos y las ollas y los sartenes regre-
san a los tiempos de la alquimia. Brotan por los aires leguas y siglos de sabiduría
aromática: clavos de olor para fijar las ventanas de los sentidos; canela útil en la
navegación de los gustos; nuez moscada en la frontera del paladar, incitadora y
sensual; jengibre, amoroso pasajero hacia el ideal clímax; ajíes del arcoiris...
La casa muta en fenomenal comida cada una de sus entrañas y así hace pro-
picio el deleite de llevarse a la boca otra boca que aguarda y unos labios que
expresan el deseo tiñéndose de uva al filo de la medianoche.
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XI
Despliega la noche la mujer con su larga y negra cabellera y de sus dedos
saltan al mínimo cielo de la casa abalorios de estrellas. El piso se siente enalteci-
do por el sublime brillo y un revelante espejo aparece para agrandar los besos
que nosotros, los amantes, hemos seleccionado.
La mujer dice y afirma del encanto que siente. Yo me plazco en dejarme caer
entre sus ojos y sorber la piel de su aliento. Mientras tanto, la casa no ha cesado
de inventar instrumentos de brisas, de sombras y de innegable contento.
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XII
Hace la casa maravillas de tantos gemidos y besos. De sonrojo en sonrojo, los
sábados se tornan en noches que descubren el frutecer de amores antes remo-
tos.
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XIII
Heme aquí en la casa que me enaltece en albura y me obsequia a plenitud
estas manos mías de niño. Puedo irradiar, desde cercanos entonces, caricias ha-
cia unos senos de infanta descubiertos en la horizontalidad amorosa de la noche
y su tictac.
El reloj une un cero superior a uno inferior e inventa una hora octava para
que la puerta de calle se abra y permita entrar a Ayarí desprendida de luna y
traje selenita al máximo blancor.
El día copula con la noche, ambos enmascarados como gatos. Ruedan com-
placidos sobre racimos de uvas oscuras y claras y los maullidos burbujean en el
tránsito hacia la maceración del vino.
Ayarí bebe el vino del gato negro y besa la barba de su poeta, mientras la
noche asiente y no pasa.
Ayarí sorbe el vino del gato blanco y el poeta posa sus labios bajo su ombligo,
al tiempo que la madrugada dispone espléndidos abrazos.
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XIV
La casa absorbe las aguas contenidas en los rocíos zodiacales. Acontece que
un gran acuario se instala en los predios de las tuberías y comienza a fluir pesca-
dos peces en busca de mágicas recetas.
Se moviliza la miel y empuja al limón dentro del sartén, donde el oro tiene
aletas y escamas, pero carece de agallas para mejor voltearse. Dorado en su
nombre, sale del aceite y sube ostentoso al plato. Uvas de mar le custodian el
aroma del itinerario recorrido.
La mujer que persiste en llamarse Ayarí entorna los ojos de mirar milagros y
esboza una sonrisa hecha de emoción para el paladar. Dentro del pescado voy
yo: carne provocativa y dulce, tierna espina, mucho corazón...
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XV
El enorme gato es fiel testigo y por eso cuelga de la pared. La casa le ha
asignado tan importante tarea. Da su testimonio escrito el gato. La casa redacta
las noticias y la mañana dominical pregona en todas sus paredes los eventos
amatorios que convirtieron la noche en inextinguible llama de vela.
La mañana del domingo cierra el ciclo y vuelve a sumar ocho como cuando
algún dios olvidado intenta desglosar el concepto múltiple.
No viste de sueño la mujer porque ha sido amada y ella también amó y des-
nudó al hombre en un real soñar para que la volviera a desear despierto.
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XVI
Las vigas de la casa piensan en la palabra alcayata y, de inmediato, dos pe-
queños redondeles de hierro penetran las maderas.
Desde el siglo XIX, impromptu, Chopin arriba con su piano. Ayarí respira
nocturnos y, sin más preludios, vuela en las alas del ave polonesa y salva los
abismos.
El piano exhibe las teclas en cuyo ámbito se tensa el amor y los pentagramas
nacen desde el fondo de la pasión que resuena.
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XVII
Por las bocas de las perras insistentemente ladra la noche de la casa. Lo
consigue porque le sobra pasión en reconocerse como un tipo elevado de animal,
sombrío y luminoso.
La casa en proceso continuo engendra otra casa. El hombre que las habita se
ingenia un especial pensamiento y éste se vuelve mujer. La mujer susurra el
aquí estoy y quiero que hagas conmigo la plácida abertura del medianochecer
para que titilen las nuevas estrellas y sea cúlmen el trasegar.
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XVIII
Ciertas noches de brisas o céfiros mensurables la casa se siente nao barcina y
hace crujir las cuadernas porque pretende navegar sobre las corrientes subte-
rráneas de su propio destino.
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XIX
Oigo el palpitar de la casa en su savia que se desplaza de pared a pared, en la
onda avasallante de la fuerza protectora.
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XX
Las puertas de la casa se abren en sucesión y la línea recta las ha preparado
para que ejecuten sus destinos al permitir el paso de músicas, imaginarios ver-
bales y una atractiva mujer, quien a ratos enmudece y viaja.
Buena la casa con la mujer buena y el poeta amante duplica su corazón para
que la mujer prolongue en él su estadía y sea casa y la casa sea mujer aun más en
la pasión por el hombre soñador y sutil.
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XXI
La especial tarde de un sábado palpitó sus diecinueve impulsos vegetales y
un fastuoso dominio del verde se volcó sobre Ayarí en deseo y bienvenida.
La casa ratificó las alegrías al sentirla y tenerla dentro con aromas y fragan-
cias de orquídeas impregnados en su cabellera.
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XXII
Alta, sentada bajo la lámpara de taparas, Ayarí se ilumina a sí misma y me
convierte en su reflejo. Ella mira la luz y es agua suspendida lo que ve.
Alta, erecta en mi tiempo, del tamaño de sus ojos deseantes, regresa de cer-
canas montañas y su alegría vuela entre los cocuyos que brincan sobre la pimpina.
Alta, segura en el espacio del jardín, a través de los helechos que cuelgan de
un pedazo de cielo, camina ella consagrando nuestra primavera.
(La casa la observa partir y se nutre aun más, en soledad, del alimento que
deja la nostalgia).
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XXIII
Frente a la botella de vino tinto, dos pescados niegan la tristeza y piensan
que la mujer de senos de niña debería comer desnuda y mostrar su apetito solar.
Del estío la casa ha pasado a una estación húmeda y fresca y el cambio re-
cuerda, dulcemente, el florecer del musgo en la vereda de la luna.
El tejado se ahonda como una vagina entrelazada por los signos machos del
cielo. Se oye su fragor de fluidos y de tiernos sonidos. Lo sentimos rojo por ser el
color de la lentitud, la fortificación y el enaltecimiento.
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XXIV
Sobra el fenómeno multicolor cuando invita la mesa señorial a la cena que
seduce. Las horas ensanchan sus complicidades y la vida dentro de la casa orde-
na una prórroga para que los amantes se fusionen y sea uno solo el jadeo.
El poeta quiere, ante todo, esbozar una autobiografía mínima, donde lo más
excelso y amoroso quede escrito sobre el pubis depilado de Ayarí-hembra y
mujer-niña.
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XXV
Esta noche puse en libertad a los indómitos versos. Junio giró la cabeza y
recordó que el cielo bajo el tiempo no había mutado. Un tintineo de voces des-
pertó a la casa y ella consultó su reloj para cerciorarse de que los granos de arena
eran los mismos.
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XXVI
Si supieras, le dice la casa a Ayarí, que existen hilos que enmadejan la vida e
ignoraras quién dispone la aspadera.
La casa quiere que Ayarí quiera y que anide la lengua de plumaje rojo en la
abertura dispuesta a mutar el aleteo en intenso vuelo orgásmico.
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XXVII
Las tardes sabatinas me acrecientan los sentidos terrenales. Perdido en medio
de mis hermanos los helechos ocupo a una de mis visiones en localizar a Ayarí.
Luego, la traigo a casa, la casa que le es íntima.
Después, los tres, la casa, Ayarí y yo, jugamos a la ronda de los desnudos
cuerpos.
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XXVIII
Descubro el color de la lujuria hospedado en las pupilas de Ayarí. El perfume
de rosas de su pubis atento flota en el éter que la casa emana. Quiero que ese
perfume sostenga a la casa, sea su pilastra de perfección.
Pienso en su cuerpo desnudo que subyace. Más veranos cabrán en él. Yo los
convoco desde tórridas distancias y los alojo bajo su vientre. Un serafín de can-
dela me quema. Me afirmo en su vulva que prorrumpe en magma y pone un
rótulo sobre mi visión.
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XXIX
Determino que al despertar junto a Ayarí la luz del patio en la mañana sea
una clara voz que traiga la semejanza de una gallina en su nidal. La casa se des-
pereza y ahueca sus alas para servir el desayuno de las posibilidades. Los hijos
de sus amores se nos suben, en tropel, al colchón y las risas confirman nuestra
herencia. Sin huesos en el alma desfila un sol para dos.
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XXX
Lo dice el poeta y la casa lo secunda.
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XXXI
Junio llega ante la casa montado en su animal de agua. La casa tuvo sed y la
sació con sus cerraduras atesoradas. Ahora la casa ama a la mujer de paso rápido
y muslos adolescentes. Junio la convence y la atrae adosada a un pedazo de co-
meta. La casa se fragiliza. El poeta la ayuda y ambos se fortalecen. Ayarí se
emociona con voz secreta. Frutos y caramelos atardecidos otorga el hombre bar-
bado a la mujer que ama el mar. Yo también amo al mar y los ojos de las gaviotas
y un trozo de madero en la playa.
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XXXII
Acariciar un largo pelo negro, un suspiro ardoroso de azabache, en medio de
las miradas que una mujer de esta índole va ensartando con deleite. Ayarí se
encuentra siempre tras los gestos de la noche en ciernes. Su gallardía se expresa
más cuando la estatura descuella a la hora de intercambiar besos: ella, de pie; el
poeta, sentado y laxo.
Otras latitudes lentas, las de la cama, preparan con fruición los mejores ama-
neceres, donde los muslos conversen acerca de los requiebros y se cuenten los
secretos que dimensionan los privilegiados amores.
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XXXIII
El jardín de la casa procrea sus propios vientos. A veces una tenue evapora-
ción forja un puente ácueo y hace cruzar al día más sabático para que la casa se
distienda en alborozos. Se le ilumina el ámbito al saberse sustancia de mujer
gloriosa.
Toco su corazón con tres dedos y le confieso el gusto que me daría si hiciera
de mí su manjar, su ambrosía de carne. Arde su boca; me cocina su fuego esme-
rado.
La tarde inaugura los sucesos de los pechos inundados y cada acuciosa cari-
cia tremola de ondas que se mueven en la piel, de un costado a otro costado.
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XXXIV
Ayarí toma mis ojos en sus manos y los baja hasta la estrella ardiente que
rasura su pubis. Ya el ígneo recodo ha puesto a transitar la sangre de los trópi-
cos. La majestad del escenario se fragmenta en su propio beneplácito y alegría.
(La casa nos espía desde sus ventanas y le caben las blancuras de su ser en el
siempre sorprendente acto amoroso. Enigma y enunciación la modelan).
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XXXV
Sé lo que busco por el límite del cuerpo de Ayarí. Sé qué se hace su piel en el
teatro sin sombras de la noche. Conozco la corriente rápida que fluye por sus
senos y siento el batir de sus alas de niña en la madrugada tranquila.
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XXXVI
La pasión por Ayarí se acrecentó al percibir el aroma del mar en su piel,
vestigio de su último baño. Su figura paseó a lo largo de la playa y un tributo de
frutos marinos alimentó su deseo de fósforo y llamarada.
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XXXVII
La ventana del dormitorio traga la luz que corretea tras el gallo blanco. Me
fío de ese portento y conduzco a Ayarí al rincón acolchonado. Mi voz, suave y
penetrante, le llega por ondas de poesía a su oído. Imito el asalto del gallo sobre
el plumaje hembra. La luz se agranda y acrisola los metales sexuales que se
funden.
Celebramos con renovados abrazos y plural ardentía los destellos del alba
que entona madrigales. (A la intemperie, la casa encuentra el balance de distin-
tos colores). El candelabro y las sombras que le pertenecen por adopción, acer-
can la lejanía de los límites y por ventura inventan un cielo casero sólo para dos.
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XXXVIII
Mi amante todavía más embellecida me suele sumergir en la poza donde
aletean secretos mayores y menores en procura de besos perpendiculares. Su
avasallante permanencia embarga mi pensamiento con la imagen que se sigue
proyectando en compañía de la alegría. Yo surjo único en la sala de la casa y de
taumaturgia me reconozco y avanzo.
La casa del fiel esparcimiento se acuesta para que los sueños de quienes la
habitan la conduzcan a su merecida condición de señorío.
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XXXIX
El poeta mora en casa afuturada con enlaces vegetales y piedras de agua
para mirar las alegorías y la contentura. También el agua suele precipitarse des-
de las copas de los árboles entrecruzándose en círculos que alteran las leyes
domésticas.
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XL
Trepé definitivamente a la coyuntura del amor, embellecida una y muchas
veces. Ayarí ascendió conmigo tras abrir las puertas emotivas de la casa y per-
mitir el ingreso de las aves que se encienden.
La exacta hora nocturna disparó sus dardos contra nuestra púrpura palpita-
ción. Crecimos de inmediato envueltos en el manto de la ternura, seguros de
nuestro acierto.
Ayarí se colocó de espaldas a mí. Dos botones de fresa le brotaron del pecho.
Mi boca chupó el néctar del imposible olvido y recorrí la cobertura interna de su
hecho de mujer.
Noto cada noche, precedido de la casa que me habita, sus facciones en donde
la elegancia y el ensueño se amaridan para que yo sea su hombre y la colme de
poesía seminal y esplendente.
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