El Amor de Dios y La Mortificación - R Garrigou Lagrange OP

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El amor de Dios y la mortificación

REGINÁLD GARRIGOU, LA GRANGE O. P.


El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

EL RDO. P. REGINALDO GARRIGOU LAGRANGE, TEOLOGO Y FILOSOFO


TOMISTA CONTEMPORANEO1
1) Representa el Rdo. Reginaldo Garrigou-Lagrange, actualmente huésped ilustre de los
Cursos de Cultura Católica de Buenos Aires, uno de los valores teológicos y filosóficos
más auténticos de la floreciente escuela tomista contemporánea, y en algunos sectores de
su especialidad (el referente a Dios, por ejemplo, o a la contemplación. infusa) su
personalidad alcanza relieve sobresaliente que lo destaca por sobre los demás.
Hace poco, en un número extraordinario de la revista "Angelicum", teólogos y filósofos
cristianos de todas las nacionalidades, ofrendaban al P. Garrigou-Lagrange el "Libro de
oro" en ocasión de cumplir sus sesenta años. De este modo querían dar testimonio ante el
mundo de una hermosa y larga vida consagrada enteramente al apostolado de la
inteligencia y de la verdad en toda su extensión.
Porque, en verdad, la obra del P. Garrigou-Lagrange es vastísima, comprendiendo los
dominios de la filosofía, de la teología dogmática y de la teología ascético mística. Se
entronca, de este modo, en la tradición de los grandes maestros de la Escolástica, que no
sabían de fragmentación y separación de los diversos sectores de la sabiduría cristiana, y
eran conjuntamente místicos, teólogos y filósofos. Su saber era uno, como uno es el
dominio de la verdad total en sus franjas natural y sobrenatural, cuya diferencia esencial
ellos distinguían sin separar. Si razones didácticas, que se han impuesto definitivamente
con indiscutible ventaja, han enseñado al P. Garrigou-Lagrange a tratar por separado los
distintos dominios de la verdad integral cristiana, él ha cuidado muy bien de no
separarlos en su espíritu, donde se han desarrollado armónicamente para traducirse así en
cada tema (filosófico o teológico) tratado siempre dentro del cuadro general del saber
cristiano.
En su fecunda vida de autor, su pluma ha producido unos veinte volúmenes de la más
sólida y pura doctrina tomista, correspondientes a los tres sectores abarcados por su obra.
Podríamos agruparlos, sin menoscabo de que algunos de ellos pertenezcan a dos sectores
a la vez, del siguiente modo: I. TEOLOGIA: De revelatione, De Deo uno (y se anuncian
como próximos a aparecer: De Verbo Incarnato y De gratia); La predestination des Saints
et la grace, Le seres du mystere et la clair obscur intellectuel. — II. ASCETICA Y
MISTICA: Perfection chrétienne et contemplation, L'amour de Dieu et la Croix de Jésus,
La Providence et la Confiance en Dieu, Les trois conversions et les trois vois, Le Sauveur
et son amour pour nous. — III. FILOSOFIA: Dieu, son existence, sa nature, Les
perfections divines (extractado del anterior), Le Sens commun, la Philosophie de l'étre et
les formules dogmatiques, Le realisme du Principe de finalité. A estos numerosos tomos
hay que agregar una nutrida serie de artículos (algunos de ellos piezas tan magistrales
como sus libros) sobre los más variados temas dentro de la sabiduría cristiana, publicados
en diversas revistas de Europa.
2) La seguridad, ortodoxia y profundidad de su doctrina rivalizan con lo vasto de su obra.
En todos los asuntos abordados, tanto de la filosofía como de la teología o vida espiritual,

1
Prólogo de la primera edición.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

prefiere ahondar hasta los principios últimos, conduciendo desde allí el razonamiento.
que fundamenta una determinada verdad, a una fácil acumulación de argumentos
inmediatos que, si bien logran su intento no nos ponen en posesión de la verdad integral
desde sus mismos fundamentos y a través de todos los pasos que nos conducen hasta ella.
La argumentación resulta límpida y concluyente, el entendimiento recorre sin tropiezos el
camino que va desde el principio hasta la verdad determinada como a su conclusión
evidente y necesaria. De ahí esa gravitación constante a los- primeros principios, y, para
referirme al caso especial de la filosofía, ese entroncar siempre las tesis de diferentes
tratados en el ser y sus principios fundamentales de la metafísica. Procedimiento éste, que
no es sino el empleado por Santo Tomás, quien prueba constantemente sus tesis
derivándolas de las grandes verdades primeras, evidentes ya por la autoridad revelarte, ya
por su inteligibilidad inmediata intrínseca.
3) Como en Santo Tomás, también en el P. GarrigouLagrangeGarrigou Lagrange, Dios es
el punto central y vital de toda su obra. Es allí donde las diferentes tesis se armonizan y la
síntesis se cierra con toda cohesión, no de otra suerte que en el orden ontológico Dios es
la Causa primera y Fin último, en quien toda la realidad encuentra su perfecta y definitiva
razón de ser, la clave de bóveda del mundo real. El P. Garrigou-Lagrange es
indudablemente el autor contemporáneo que más ha profundizado el tema de Dios, tanto
en su aspecto teológico como filosófico. No sólo en sus obras especiales sobre el tema:
"Dios, su existencia y su naturaleza", "Las perfecciones divinas", el artículo "Dios" del
Diccionario Apologético, y su libro recientemente aparecido "De Deo uno" en que
comenta las cuestiones correspondientes de la Suma; todas ellas obras magistrales y
difícilmente superables, sino aún en sus demás tratados, Dios constituye el punto de vista
central de su obra, al que, o bien llega como término analogado en un camino ascendente
(en filosofía), o bien desde donde proyecta sobre el mundo y sobre las almas la luz divina
(en teología y mística). Es que el P. Garrigou-Lagrange, no de otro modo que Santo
Tomás, hace de Dios el centro y fundamento ontológico de toda realidad y el término
final en que se sostiene todo el movimiento de la actividad de la creatura. Sólo a la luz de
Dios puede el filósofo y más todavía, el teólogo, llegar a un conocimiento profundo de
toda la realidad, que o bien es el mismo Dios, o bien no se explica y sostiene sin Dios.
Y como Santo Tomás, también el P. Garrigou-Lagrange es ante todo un teólogo, teólogo
en la plenitud del término, que abraza todos los dominios de la ciencia divina y humana
(Dogmática, Ascética y Mística); y aun cuando hace filosofía, no es sino el teólogo que
desciende al plano de la realidad puramente inteligible, para complementar su obra
teológica con la de la inteligencia racional y llegar así a la síntesis de la sabiduría
cristiana.
4) Por lo demás, no sólo por su método sino sobre todo por su doctrina, procura el P.
Garrigou-Lagrange traducir con fidelidad el pensamiento del Doctor Angélico.
Su obra se injerta toda ella en la síntesis de Santo Tomás. No ha hecho sino aplicar su
preclara inteligencia a la meditación y profundización de este caudal inagotable del
Doctor Angélico, para desentrañar de allí los grandes y eternos principios con que
continuar la síntesis teológico-filosófica cristiana, que en lo que tiene de obra de

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

inteligencia humana permanece siempre inacabada, siempre susceptible de continuación


y perfeccionamiento. Estudio éste y referencia constante al Santo Doctor nacidos de una
estima y amor inmenso a la obra del Doctor común de la Iglesia. Se podrá disentir con el
P. Garrigou-Lagrange en la interpretación de algunos pasajes de Santo Tomás, pero no se
le podrá negar sin mala fe, su deseo de permanecerle fiel, su anhelo de conformar su
doctrina con la del Santo Doctor. Anhelo que brota pujante de su adhesión inquebrantable
y amor inmenso a la obra del Angélico, en quien, como dijo León XIII, "la Tazón apenas
puede elevarse a más sublime altura y a. la fe no le es dado obtener más eficaces y
numerosos auxilios" (Encíclica "Aeterni Patris").
5) A su hondo conocimiento de la Teología y de la Filosofía tomistas une el P. Garrigou-
Lagrange una obra de discernimiento crítico de la Filosofía moderna, que conoce a fondo.
Ha comprendido muy bien que el drama trágico que desgarra por dentro al pensamiento
moderno le viene de su desvinculación e insubordinación frente al ser, que se inicia con
Descartes. Por eso, a esta filosofía, cuyos errores más encontrados tienen esa fuente
común, opone el P. Garrigou-Lagrange la única posible y verdadera solución: el
sometimiento al ser, como la ley fundamental de la inteligencia. Sin el ser, el
entendimiento se ha desorbitado y su obra ha perdido su punto de apoyo, su centro de
gravedad. Sin el sometimiento al ser, la inteligencia se ha desvinculado, en último
término del Ser infinito, de quien depende todo ser e inteligibilidad, y separada así del
Ser de Dios, se ha colocado ella misma en su sitial, con las consecuencias desastrosas
para su ejercicio. Ha pretendido así la inteligencia humana, en el idealismo e
inmanentismo panteísta de la filosofía moderna, atributos divinos que no posee ni puede
poseer. Frente a semejante posición monstruosa del pensamiento moderno, el P. Garrigu-
Lagrange opone en "Dieu...", "Le Sens commun ...", "Le principe de finalité" y en "La
premiare donnée de l'intelligence" (artículo publicado en "Melanges Thomistes", 1923),
la filosofía del ser de Santo Tomás, toda ella fundada y erigida sobre la realidad
filosófica, que, a su vez, en su término prepara y conduce a la aceptación de la revelación
divina y se subordina armónicamente con la fe y la teología dogmática y mística en la
vasta síntesis de la Sabiduría cristiana.
6) Pero el P. Garrigou-Lagrange ha comprendido que esta Sabiduría cristiana en su forma
más elevada no es contemplación de las verdades de la filosofía ni siquiera de la teología,
sino la vida desarrollada plenamente hasta la contemplación infusa de Dios por la caridad
y los dones del Espíritu Santo. De ahí que si ha ahondado en el mundo de las esencias
metafísicas, si ha penetrado también profundamente en los temas dogmáticos, toda esta
actividad está dirigida y subordinada en él a lo que no titubearnos en llamar su obra
máxima, su obra preferida, y a la que ha dedicado sus mejores y más maduros esfuerzos,
compensados con la máxima difusión de sus libros en todas las lenguas: su teología
ascético-mística. En ella ha puesto de manifiesto los vínculos y armonías profundas de la
doctrina de Santo Tomás, al respecto, con la de los tratados y principios de vida espiritual
carmelitanos de San Juan de la Cruz y Santa Teresa y también con los de Santa Catalina
de Siena. En contacto constante con la revelación y la teología dogmática, ha ido
desentrañando e iluminando a la luz de sus principios la teología de la vida espiritual, de
la perfección cristiana.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Es que el P. Garrigou-Lagrange, como asiduo lector de Santo Tomás, sabe muy bien que,
según el Santo Doctor y los grandes maestros de la vida -espiritual, corresponde a la vida
contemplativa una supremacía sobre la vida activa, y que dentro de la contemplación, la
filosofía se subordina a la teología, y ésta a la contemplación infusa de la vida
sobrenatural cristiana como preparación e incoación de la visión beatífica.
7) Su visita a los Cursos de Cultura Católica de Buenos -Aires, ha movido a los
Directores de la Editorial GLADIUM a publicar, traducido al castellano, uno de los más
vigorosos tratados de que consta su grande obra: "L'Amour de Dieu et la Croix de Jésus"
("El amor de Dios y la mortificación"). Ellos me han encomendado la traducción que hoy
se publica en este volumen.
He podido realizar esta empresa, con la premura pedida, gracias a la decidida
colaboración de un grupo de mis alumnos de Filosofía, del Seminario de La Plata,
quienes se han repartido el trabajo de la traducción, que luego personalmente he revisado
y corregido con prolijidad, cuidando, sobre todo, de la fidelidad al sentido del original
francés.
El mérito, pues, de este esfuerzo, pertenece, con justicia, a estos jóvenes estudiantes del
Seminario.
Por mi parte, el único deseo que abrigo al publicar este libro, es el de la gloria de Dios y
el del bien que espero procurará a las almas cristianas la lectura de sus páginas rebosantes
de doctrina y unción.
OCTAVIO NICOLAS
La Plata, 19 de Julio de 1938. Fiesta de San Vicente de Paul.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Capítulo I
LA MORTIFICACION O PURIFICACION ACTIVA
El progreso espiritual es ante todo el de la caridad, que debe hacernos cumplir cada vez
mejor los dos grandes preceptos del amor de Dios y del prójimo, a los cuales están
subordinados los otros preceptos y los tres consejos evangélicos. En otros términos, es
menester devolver a Dios el amor que nos manifiesta creándonos, conservándonos,
haciéndonos participar de su vida íntima, aumentando en nosotros la vida de la gracia,
para conducirnos a la de la eternidad. Este progreso de la caridad no se mide por las
consolaciones sensibles, que acompañan a veces a la devoción, sino por sus dos
manifestaciones esenciales: la muerte al pecado y la configuración progresiva con Cristo
Jesús, por la imitación de sus virtudes.
Consideremos estas dos manifestaciones de nuestro adelantamiento espiritual, y en
primer lugar la muerte al pecado. Nuestro Señor, "dirigiéndose a todos" nota San Lucas
(IX, 23), dijo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, lleve su cruz
cada día y sígame". "Renúnciese", es la ley de la mortificación, que debemos imponernos
a nosotros mismos. "Lleve su Cruz", es la obligación de soportar con paciencia las
pruebas que Dios nos envía, para purificarnos y hacernos trabajar para la salud de las
almas. Para darnos a entender que el renunciamiento no es un fin, sino un medio, los
maestros de la vida espiritual llaman frecuentemente a la mortificación una purificación
activa, que nos imponemos, y a la cruz una purificación pasiva, que se nos impone.
Hablaremos de estas dos formas de purificación y, ante todo, de la primera.

El naturalismo práctico
La mortificación como la humildad, organizadas de una manera permanente en la vida
religiosa por la práctica de los tres consejos de pobreza, castidad y obediencia, son cosas
tan contrarias al espíritu del mundo, que éste se esforzará de continuo en negar su
necesidad. El naturalismo práctico siempre renaciente bajo una forma u otra, llámese
americanismo o modernismo, desprecia siempre la mortificación y con ella los votos
religiosos en los que quiere ver no una liberación, sino más bien una traba para el bien
que cada uno debe hacer a su alrededor. ¿Por qué, dice, hablar tanto de mortificación, si
el Cristianismo es una doctrina de vida, de renunciamiento, si el Cristianismo debe
asimilarse toda la actividad humana, en lugar de destruirla; de obediencia, si el Evangelio
es una doctrina de libertad?
Estas virtudes pasivas no tienen tanta importancia mas que para los espíritus negativos,
incapaces de alguna empresa y que no tienen sino la fuerza de la inercia.
¿Por qué, añade, despreciar nuestra actividad natural? ¿Acaso nuestra naturaleza no es
buena? ¿No viene de Dios? ¿No está inclinada a amar a su Autor más que a sí misma y
sobre todas las cosas? Nuestras pasiones o emociones en sí mismas, es decir los diversos
movimientos de nuestra sensibilidad, deseo o aversión, gozo o tristeza, etc., no son
moralmente ni buenas ni malas, sino que llegan a serlo solamente según la intención de

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

nuestra voluntad que les da su consentimiento, las despierta, las modera o no las modera.
Por lo tanto no hay que mortificarlas; es necesario tan sólo, ordenarlas: son fuerzas que
hay que utilizar y no destruir.- ¿No es ésta la enseñanza de Santo Tomás, aunque
diferente —se añade— de la de tantos autores espirituales y en particular de la del autor
de la "Imitación" (I. III, c. 54), donde trata "de los diversos movimientos de la naturaleza
y de la gracia", en términos que hacen pensar en aquellos de los cuales se servirán más
tarde los jansenistas?
¿Por qué —continúa el naturalismo práctico— tanto combatir el juicio propio, la
voluntad propia? Es entregarse al escrúpulo, colocarse en un estado de servidumbre que
destruye toda espontaneidad. ¿Por qué condenar la vida del mundo, puesto que es en el
mundo donde la Providencia nos ha colocado, no para combatirlo, sino para mejorarlo?
El valor de la vida religiosa se mide por su influencia social, y para ejercer esta
influencia, no debe ser forzado por las preocupaciones excesivas de renunciamiento, de
mortificación, de humildad, de obediencia. Debe, por el contrario, dejar desarrollar lo
más posible el espíritu de iniciativa y de todas las aspiraciones naturales, que nos
permitirán comprender las almas de nuestro tiempo y entrar en contacto con este mundo
que no debemos despreciar, sino mejorar.
En esta objeción formulada por el americanismo, reasumida por el modernismo, lo
verdadero está hábilmente mezclado con lo falso. Aún invócase aquí la autoridad de
Santo Tomás. De que, según él, las emociones o movimientos de la sensibilidad que
llama pasiones son fuerzas para utilizar y no para destruir, de que es menester ordenarlas
y no hacerlas morir, no se sigue que estas pasiones, desde el momento que no están muy
bien ordenadas por la templanza, el desprendimiento, la castidad, la fuerza, la paciencia,
la humildad, la dulzura, la justicia, la obediencia y por las otras virtudes animadas por la
caridad, vengan a ser las raíces de una multitud de faltas o de vicios. Entre las virtudes,
ya teologales, ya cardinales, y las que con éstas se relacionan, casi todas deben evitar los
vicios contrarios; ahora bien, estos vicios y sus consecuencias que subsisten en nosotros,
deben ser no solamente velados, ordenados o moderados, sino también realmente
extirpados. Para ver cual es, según Santo-Tomás, el campo de la mortificación, inspirado
por la virtud de la penitencia2 en espíritu de reparación, bastaría enumerar los vicios de
que trata en la II-II de su "Suma Teológica": los siete pecados capitales, que nacen de las
tres concupiscencias y que tiene cada uno seis o siete vástagos frecuentemente más malos
que el tronco que los engendra3. Esta terrible progenitora de los pecados capitales tal
como es descripta por San Gregorio, cuenta más de cuarenta vicios, que felizmente, por
lo menos, no están conexos como las virtudes, porque el reino del mal no podría ser uno
como el del bien, puesto que se aleja de la unidad 4. La materia de la mortificación está
esparcida por todas partes, ¡ay!, a pesar de lo que digan los amantes del "camino corto y
fácil", no falta para ir hacia Dios.

2
G. III, q. 85.
3
G. I-II, q. 84.
4
I-II, 73, a. 1.

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El naturalismo práctico repite también con frecuencia este principio de Santo Tomás: "La
gracia no debe destruir la naturaleza, sino perfeccionarla". Los movimientos de la
naturaleza, se dice, no son tan desordenados como lo dijo el autor de la "Imitación"; es
necesario el pleno desenvolvimiento de la naturaleza bajo la gracia. Y como se carece del
verdadero espíritu de fe, se tergiversa el invocado principio de Santo Tomás: habla él de
la naturaleza en el sentido metafísico de la palabra y no ascético, es decir, de la naturaleza
humana como tal, que responde a la definición abstracta del hombre, y, por consiguiente,
de la naturaleza en lo que ella tiene de esencial y de bueno, obra de Dios que debe ser
seguramente perfeccionada y no destruida por la gracia. No habla aquí de la naturaleza
caída, herida, tal como es concretamente de hecho después del pecado de Adán,
deformada por nuestro egoísmo frecuentemente inconsciente que se mezcla en muchos de
nuestros actos; ahora bien, es acerca de esta naturaleza herida, la cual tarda en cicatrizarse
después del bautismo, de la que hablan las obras ascéticas y místicas como la
"Imitación"; y entonces no hacen sino repetir lo que enseña el mismo Santo Tomás sobre
las consecuencias del pecado original y de nuestros pecados personales (I-II. q. 85 y 86).
Las consecuencias del pecado, en tanto que son un desorden, deben ciertamente ser
destruidas y esta destrucción es la obra de la gracia que no solamente nos eleva sino
también nos cura, gratia sanans et elevans.
Como decía un excelente Padre Maestro a un joven atolondrado que no cesaba de invocar
el principio: "La gracia no destruye la naturaleza": "No solamente no la destruye, sino
que la reconstruye, la restaura, al destruir los gérmenes de la muerte que se encuentran en
ella, y, por consiguiente, la perfecciona tanto más cuanto esta saludable destrucción ha
sido más radical, como lo muestra la vida de todos los santos". Es en ellos, y no en otra
parte, donde hay que ver lo que debe ser el "pleno desenvolvimiento de la naturaleza bajo
la gracia", para no falsearlo completamente, destruyendo la naturaleza y gracia bajo
pretexto de no destruir nada.
El equívoco más o menos voluntario y mantenido por la mediocridad y la tibieza sobre
las diversas acepciones de la palabra naturaleza no tarda en manifestar sus desastrosos
resultados. El árbol se juzga por sus frutos. Para -complacer -demasiado al mundo, estos
apóstoles de un nuevo género, en lugar de convertirlo se dejan convertir por él. Se les ha
visto primeramente desconocer las consecuencias del pecado original; les oímos, el
hombre nace bueno, como decían los Pelagianos y después de ellos J. J. Rousseau. Se les
ha visto en segundo término olvidar la gravedad infinita del pecado mortal, como ofensa
a Dios; no lo han considerado más que por el lado humano y exterior, por el mal que nos
causa visiblemente en la presente vida. De este modo, se ha desconocido particularmente
la gravedad de los pecados del espíritu: incredulidad, presunción, orgullo, y los
desórdenes que son su consecuencia. En tercer lugar y por la misma razón se ha olvidado
la elevación infinita de nuestro fin sobrenatural: en vez de hablar de la visión beatífica y
de la vida de la eternidad, se han referido un vago ideal moral, coloreado de religión,
donde desaparecía la oposición radical del cielo y del infierno. Finalmente, en cuarto
lugar los escritores de quienes hablamos han olvidado completamente que el gran medio
empleado por Nuestro Señor, para salvar al mundo, es la Cruz.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Esta doctrina por sus cuatro consecuencias principales manifestaba su principio: el


naturalismo práctico o la negación práctica de lo sobrenatural; principio que se ha
expresado algunas veces bajo esta forma: "La mortificación no es de la esencia del
cristianismo".

La necesidad de la mortificación según el Evangelio y San Pablo


Es claro que todas estas invenciones más o menos hábilmente presentadas no tienen
alguna relación con la vida y la doctrina de Nuestro Señor y de los santos. El Salvador no
ha venido a la tierra para hacer obra humana de filantropía, sino más bien una obra divina
de caridad; Él la ha llevado a cabo, al hablar a los hombres más de sus deberes que de sus
derechos, diciéndoles la necesidad de morir completamente al pecado para recibir en
abundancia una vida nueva, y ha querido testimoniarles su amor hasta morir en la cruz
para rescatarlos.
Los santos le han seguido, todos están marcados con la efigie de Jesús crucificado, todos
han amado la mortificación y la cruz, tanto los santos de la primitiva Iglesia, como los
primeros mártires, los de la Edad Media, como un San Bernardo, un Santo Domingo, un
San Francisco de Asís, o los más recientes, como un San Benito José Labre o el Santo
Cura de Ars.
Es que Nuestro Señor había dicho dirigiéndose a todos: "Si alguno quiere venir en pos de
mí, renúnciese a sí mismo, lleve su cruz cada día y sígame. Porque el que quiere salvar su
vida la perderá, y el que la perdiere por causa mía, la salvará. ¿De qué sirve al hombre
ganar el universo, si acaba por perderse?" (Lc IX, 23). — "En verdad, en verdad, os digo,
que si el grano de trigo, después de echado en la tierra no muere, queda infecundo: pero
si muere produce mucho fruto. El que ama su vida la perderá; y el que aborrece su vida
en este mundo, la conservará para la vida eterna" (Jn XII, 24). Bienaventurados los que
tienen, como dicen los santos, este santo aborrecimiento de su propio yo, hecho de
egoísmo y de orgullo; éstos aman santamente su alma para Dios a quien glorifican desde
la vida presente y cuya gloria cantarán en la eternidad. Y el Señor les ayuda en este
trabajo de muerte para hacerlos vivir sobreabundantemente de la vida nueva, porque Él
ha dicho: "Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el agricultor. Todo sarmiento que en mí
no llevare fruto, lo cortará: y al que diere fruto, lo podará para que dé más fruto" (Juan,
XV, 1). Esta poda no se hace ciertamente sin dolor. La mortificación y la paciencia
exigidas en el sermón de la montaña (Math, V, VI, VII), ya lo veremos, van muy lejos.
San Pablo continúa la enseñanza del Maestro; no dice solamente, como los moralistas
paganos, que es necesario moderar nuestras pasiones; dice: "Castigo mi cuerpo y lo
reduzco a servidumbre; no sea que habiendo predicado a los otros sea yo condenado" (I
Co IX, 27). "Porque la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu y el espíritu los
tiene contrarios a los de la carne: como que son cosas entre sí opuestas; motivo por el
cual no hacéis vosotros todo aquello que queréis" (Gal., V, 17). "De aquí es que me
complazco en la ley de Dios según el hombre interior: mas al mismo tiempo echo de ver
otra ley en mis miembros, que resiste a la ley de mi espíritu, y me sojuzga a la ley del
pecado que está en mis miembros. ¡Infeliz de mi! ¿Quién me libertará de este cuerpo de

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muerte?" (Rm VII, 22). "Y los que son de Cristo, tienen crucificada su propia carne con
los vicios y las pasiones" (Ga V. 27). Por lo demás, por las obras de la carne, San Pablo
no entiende solamente la impureza, el libertinaje, sino también, como lo dice en el mismo
lugar, "las enemistades, pleitos, celos, arrebatos, disputas, disensiones" (Gal., V, 20),
todo lo que se opone a los frutos del Espíritu que son: "la caridad, el gozo, la paz, la
paciencia, la mansedumbre, la bondad, la fidelidad, la dulzura, la templanza" (Gal., V,
22). Para que viva el hombre nuevo, debe el hombre viejo morir verdaderamente. "No
viváis como los gentiles… pero en cuanto a vosotros no es eso lo que habéis aprendido
en la escuela de Jesucristo, pues en ella habéis escuchado predicar, y aprendido, según la
verdad de su doctrina, a desnudaros del hombre viejo, según el cual habéis vivido en
vuestra vida pasada, el cual se vicia siguiendo la ilusión de las pasiones. Renovaos, pues,
ahora en el espíritu de vuestra mente, y revestíos del hombre nuevo, que ha sido creado
conforme a la imagen de Dios en justicia y santidad verdadera ... No queráis contristar al
Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellado para el día de la redención. Toda
amargura, ira, enojo, gritería y maledicencia, con todo género de malicia, destiérrese de
vosotros ... Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos muy queridos y proceded con
amor, a ejemplo de lo que Cristo nos amó y se ofreció a sí mismo a Dios en oblación y
hostia de olor suavísimo" (Eph., IV, 20, SS, V, 1-2). "Ahora bien, si habéis resucitado en
Cristo, buscad las cosas que son de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios;
aficionaos a las cosas de lo alto, y no a las de la tierra; porque muertos estáis ya, y vuestra
vida está escondida con Cristo en Dios" (Col., III, 1).
"Porque si viviéreis según la carne, moriréis: mas si con el espíritu hacéis morir las obras
de la carne, viviréis. Siendo cierto que los que se rigen por el espíritu de Dios, esos son
hijos de Dios" (Rom., VIII, 12). Esta ley de la mortificación y de la cruz se aplica más
particularmente a los apóstoles que deben seguir más de cerca a Nuestro Señor Jesucristo,
para manifestarlo al mundo y salvar las almas. Por eso San Pablo escribe (II Cor., IV,
10): "Mas este tesoro (de la luz divina) lo llevamos en vasos de barro: a fin de que se
reconozca que la grandeza del poder (del Evangelio) es de Dios y no nuestra, Nos vemos
acosados de toda suerte de tribulaciones, pero no por eso perdemos el ánimo; nos vemos
en grandes apuros, mas no desesperados; somos perseguidos, mas no abandonados;
abatidos, mas no enteramente perdidos; traemos siempre en nuestro cuerpo por todas
partes la mortificación de Jesús a fin de que la vida de Jesús se manifieste también en
nuestros cuerpos. Porque nosotros, aunque vivimos, somos continuamente entregados en
manos de la muerte, por amor de Jesús: para que la vida de Jesús se manifieste asimismo
en nuestra carne mortal ... Por lo cual no desmayemos: antes, aunque en nosotros el
hombre exterior se vaya desmoronando, el interior se va renovando de día en día. Porque
las aflicciones, tan breves y tan ligeras de la vida presente nos producen el eterno peso de
una sublime e incomprensible gloria".
Estamos lejos del naturalismo práctico del que hemos hablado anteriormente, el cual
afirma que la mortificación no es de la esencia del Cristianismo; equivale a decir que el
Cristianismo no nos enseña a morir al pecado y a sus consecuencias; equivale a decir que
la virtud de la penitencia no es necesaria al cristiano; equivale a suprimir la predicación

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del Precursor y todo lo que ha escrito San Pablo sobre el hombre viejo y el hombre
nuevo.

Principios de Santo Tomás y de San Juan de la Cruz sobre la purificación


necesaria
Estudiaremos en Santo Tomás, más adelante, cuáles son los cuatro grandes motivos por
los cuales la mortificación y la cruz se nos imponen; nos basta por el momento recordar
como principio fundamental la diferencia específica que establece entre la templanza
cristiana o infusa, descripta en el Evangelio y en San Pablo, y la templanza adquirida,
descripta por Aristóteles y por los más grandes moralistas paganos.
He aquí de qué manera se expresa (I-II, q. 63, art. 4): "Toda diferencia en la definición
manifiesta una diferencia específica. Ahora bien, en la definición de la virtud infusa se
dice que Dios la produce en nosotros sin nosotros; y por consiguiente la virtud adquirida,
a la cual este carácter no puede convenirle, es específicamente diferente de la virtud
infusa5.
Los hábitos (habitus) son específicamente distintos de dos maneras. Primeramente según
las razones especiales y formales de sus objetos. El objeto de toda virtud es el bien
considerado en una materia determinada; así, el objeto de la templanza es el bien en las
concupiscencias del tacto, que deben ser ordenadas por la recta razón. Es manifiesto
entonces, que la medida que les impone la razón humana es de otro orden distinto del que
les es impuesto por la norma divina (sobrenatural); por ejemplo, para la alimentación, la
razón humana impone una medida de manera que no dañe ni a la salud ni al ejercicio de
la actividad racional; mientras que según la norma de la ley divina se requiere que el
hombre castigue su cuerpo y lo reduzca a servidumbre, por la abstinencia y otras cosas
semejantes. Es por consiguiente manifiesto que la templanza infusa y la templanza
adquirida difieren específicamente: sucede lo mismo con las otras virtudes (como la
paciencia, la humildad y la dulzura).
"En segundo lugar los hábitos difieren especifica-mente según a lo que estén ordenados;
la salud del hombre, en efecto, no es específicamente la misma que la del caballo, porque
es relativa a una naturaleza diferente. De igual modo, Aristóteles dice en su Política (I.
III, c. 3), que las virtudes del buen ciudadano varían según la diversidad de los regímenes
políticos. También, desde este-punto de vista, las virtudes morales infusas, que hacen de
los hombres "los ciudadanos de los santos y los miembros de la familia de Dios" (Ephs.,-
II, 19), son específicamente diferentes de las virtudes morales adquiridas, que disponen al
hombre para obrar razonablemente en el orden de las cosas humanas".

5
Una virtud es por consiguiente esencialmente infusa cuando no podemos adquirirla por la repetición de nuestros
actos, sino que sólo Dios puede producirla en nosotros. Por analogía, los teólogos hablan comúnmente de
contemplación infusa (a pesar de que la contemplación sea, no una virtud, un hábitus, sino un acto) para decir que,
por oposición a la contemplación filosófica o aún teológica, fruto de nuestra actividad personal, solo Dios, por una
inspiración especial puede producirla en nosotros. La contemplación infusa no es en efecto un acto, que se puede
producir cuando uno quiere, como los actos ordinarios de fe, esperanza, caridad, o los de simple consideración
atenta de los misterios de la salvación.

11
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Se ve por esto que la templanza infusa o cristiana implica esencialmente, bajo la


dirección de la fe, bajo la inspiración de la caridad y de la virtud de la penitencia, una
mortificación que no exige la templanza adquirida descripta por Aristóteles. Son estas
virtudes de diferentes órdenes. Ordenadas por los principios de la razón natural, las
virtudes morales adquiridas podrían crecer indefinidamente sin lograr nunca alcanzar la
dignidad de las virtudes morales infusas correlativas, porque estas últimas tienen un
objeto esencialmente sobrenatural, inaccesible a las fuerzas naturales del hombre y del
ángel; están ordenadas por principios esencialmente sobrenaturales, y es en razón del
objeto formal que las especifica, que ellas son directamente conformes a la participación
de la naturaleza divina, que es la gracia santificante recibida en el bautismo. Estas
virtudes morales infusas son, no del orden natural (humano o angélico), sino del orden
sobrenatural de la vida íntima de Dios.
Es así como la templanza infusa, y las virtudes anexas, bajo la inspiración de la caridad y
de la penitencia, están ordenadas por la fe y la prudencia infusa, conforme a las doctrinas
del pecado original, de la gravedad del pecado mortal y de sus consecuencias, doctrinas
que no pueden comunicársenos sino por la revelación divina, y que ninguna inteligencia
angélica por sus fuerzas naturales podría conocer.
Notemos, en fin, que según Santo Tomás, estas virtudes infusas deben acrecentarse, subir
hacia la cumbre de la perfección, sin desviarse ni a la derecha ni a la izquierda hacia los
vicios contrarios, y es así como sobre las virtudes sociales de todo buen ciudadano,
merecen progresivamente el nombre de virtudes purificantes (purgatoriae), y de virtudes
del alma purificada (virtudes purgati animi). — Recuérdese cómo Santo Tomás (I-II, q
61, a. 5), describe las virtudes purificantes: "aquellas de los que tienden a semejarse a
Dios: la prudencia desprecia todas las cosas del mundo por la contemplación de las cosas
divinas; dirige todos los pensamientos del alma hacia Dios. La templanza abandona, tanto
cuanto la naturaleza lo puede soportar, lo que exige el cuerpo. La fortaleza impide al
alma espantarse ante la muerte y ante lo desconocido de las cosas superiores. La justicia,
en fin, lleva a entrar plena y definitivamente en este camino del todo divino. En cuanto a
las virtudes de los que han llegado a la divina semejanza, son llamadas virtudes del alma
purificada; entonces la prudencia no mira más que a las cosas divinas; la templanza ha
Olvidado las concupiscencias terrenas; la fortaleza ignora las pasiones; la justicia contrae
con_ Dios una eterna alianza, por la imitación de las perfecciones divinas; éstas son las
virtudes de los bienaventurados y de algunos grandes santos aquí en la tierra".
Según esta enseñanza de Santo Tomás, todo cristiano debería, evidentemente, llegar a ser
un alma interior, llegar a las virtudes purificantes (purgaturiae), que son las virtudes
verdaderamente sólidas, capaces de resistir, con la gracia actual, a las tentaciones de la
carne, del mundo y del demonio. Pero estas virtudes purificantes, tal cual las acaba de
describir Santo Tomás, no se conciben en el organismo espiritual más que animadas por
una caridad ya elevada y acompañada de los dones correspondientes bajo la dirección del
don de sabiduría (I-II q. 68, a. 5). Y por consiguiente, aun aquellos que están en la vida
activa deben aspirar a este completo desenvolvimiento del organismo espiritual; deben
tender a la perfección, no solamente de las virtudes morales, sino también de las virtudes
teologales y de los dones. Sin ser llamados, evidentemente, al género de vida de un
12
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

cartujo o de una carmelita, deben acordarse, como lo dice Santo Tomás, que "la vida
activa dispone a la vida contemplativa"6, que "ella la precede como lo que es común a
todos, precede en el tiempo lo que es propio de los perfectos" 7. ¿Y por qué la vida
contemplativa es propia de los perfectos? Porque, dice el Santo Doctor, "ella está
ordenada no a una caridad cualquiera, sino a la perfección de la caridad" 8, que por su
brillo viene a ser el alma del verdadero apostolado.
Por lo demás, muchas almas cristianas deben unir la vida de Marta y la de María, en la
vida mixta que Nuestro Señor ha querido para sus apóstoles y que es superior en sí a la
vida activa y a la vida puramente contemplativa9. ¿Cómo, sin un corazón muy purificado
v sin una grande unión con Dios, arrancar las almas del y hacerlas amar el Cristo más
que a sí mismas y conducirlas eficazmente a las obras de salvación?
Si la vida verdaderamente perfecta requiere el pleno desenvolvimiento del organismo
espiritual de las virtudes y de los dones conexos con la caridad, es necesario para
alcanzarla una muy profunda purificación.
Basta, para darse cuenta de ello, traer a la memoria que, en nuestra marcha hacia la
cumbre de la perfección, no acontece frecuentemente desviarnos del verdadero camino y
corregir un golpe excesivo a la derecha por otro no menos excesivo a la izquierda. Es
imposible, sin la mortificación exterior e interior y sin la prueba purificadora, permanecer
sobre la ruta ascendente trazada por el Señor ante la negligencia y la solicitud inquieta, la
imprudencia y astucia, entre la cobardía y la audacia culpable, la molicie y la tenacidad,
la pusilanimidad y el orgullo, el descorazonamiento y la presunción, entre la simulación y
la jactancia, la obediencia y la bajeza de ánimo, la indulgencia inepta y el excesivo rigor.
¡Cuán fácil es desviarse por causa de un secreto orgullo, de un sutil amor propio que
busca encontrarse a sí mismo en la práctica aparente de las más altas virtudes!
Por eso San Juan de la Cruz ha diseñado al comienzo de la Subida del Carmelo un monte
simbólico, en cuya base el alma encuentra tres caminos que parecen conducir a la
cumbre; en realidad sólo uno conduce hasta allí. En el centro está la senda estrecha de la
perfección; es abrupta, comienza por la negación total; en la entrada se lee: "Nada, nada,
nada ..." y un poco más arriba: "Después que no quiero nada por amor propio, todo me es
dado sin que yo lo busque".
Por el contrario, el camino del espíritu errado, es el de los bienes de la tierra, donde está
escrito: "Cuanto más los procuré menos los hallé; no pude subir al monte por llevar
camino errado". Es la confesión que deberán hacer los que por allá se han ido.
Por el otro lado se ve el camino del espíritu imperfecto, donde paran aquellos que
quisieran llegar sin demasiada fatiga a los bienes del cielo y que se complacen en las
primeras consolaciones, o aun en su manera de ejercer el apostolado. Allí se lee: "Tardé
más y subí menos porque no tomé la senda".
6
II-II q. 182, a. 4.
7
Ibidem.
8
Ibidem.
9
II-II, q 188, a. 6.

13
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Para llegar a la cumbre de la perfecta unión con Dios, es menester tomar la senda
estrecha de la mortificación y de las purificaciones de los sentidos y del espíritu: "Arcta
via est quae ducit ad vitam" (Math., VII, 14). Pero este camino tan estrecho al principio
se ensancha cada vez más en el diseño de San Juan de la Cruz. Muestra cómo conduce a
las cuatro virtudes cardinales, aquellas del alma purificada, después a los siete dones, a
las virtudes teologales perfectas, a los doce frutos del Espíritu Santo, y finalmente a la
cumbre, donde se lee: "Divino Silencio, Divina Sabiduría, Festín Perpetuo: sólo mora en
este monte la Gloria y honra de Dios". Es verdaderamente, cómo lo anunciaba el Salmo
47, 16: "la montaña que Dios en su beneplácito ha querido para su mansión" y adonde El
llama a sus amigos: "Mons Dei, mons pinguis…, mons in quo beneplacitum est Deo
habitare in eo".

CAPÍTULO II
LA MORTIFICACION Y LAS CONSECUENCIAS DEL PECADO ORIGINAL

Ya hemos visto que la mortificación no es, como pretende el naturalismo, la destrucción


de la naturaleza, sino más bien la restauración o la cura de la naturaleza por la
destrucción del pecado y sus consecuencias. Si necesita un corte de bisturí, es para
extirpar los gérmenes de la corrupción. Se puede definir "la muerte del pecado", lo que es
en realidad, la muerte a la muerte, o la vida cada vez más perfecta, santa, pura e
inmutablemente unida a Dios.
Una definición integral diría: La mortificación es la destrucción del pecado y de sus
consecuencias con el renunciamiento a las cosas lícitas, pero inútiles para nosotros, cuya
preocupación nos absorbería con detrimento de la unión divina 10. Esta destrucción,
ordenada a la construcción del edificio espiritual, es por consiguiente necesaria a todos
los cristianos, porque todos, y cada uno según su condición, deben tender a la perfección
de la caridad, en virtud del primer precepto: "Amarás al Señor tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu espíritu" (Luc., X, 27) ; y si
todos no pueden efectivamente practicar los tres consejos evangélicos de pobreza, de
castidad y de obediencia, deben todos al menos tener el espíritu. de estos consejos, el
espíritu de desprendimiento para morir más y más a las concupiscencias de la carne, de
los ojos y del orgullo, para cumplir cada vez mejor el precepto supremo11.
La mortificación, así definida, no se separa solamente de la falsa idea que nos da el
naturalismo para negar su necesidad, sino también de aquella que se hicieron los
jansenistas, cuya austeridad orgullosa estrechaba el corazón en vez de dilatarlo; se
olvidaban de las palabras del divino Maestro: "Tú, al contrario, cuando ayunas, perfuma
tu cabeza y lava tu cara, para que no conozcan los hombres que ayunas, sino únicamente
tu Padre, que está presente en todo, aun en lo que hay de más secreto: y tu Padre que ve
lo que pasa en secreto, te dará por ello la recompensa". (Mt 6, 18).

10
Cf. S. Tomás I-II q. 184, a. 2.
11
S. Tomás. II-II q. 184, a. 3.

14
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Esta mortificación se denomina purificación activa; porque nos la imponemos a nosotros


mismos según la palabra de Jesús, "dirigida a todos", narra San Lucas (9, 23): "Si alguno
quiere venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo". Y Nuestro Señor añadía al punto:
"lleve su cruz cada día y sígame". Es esta la purificación pasiva impuesta por Dios, como
la Cruz lo fue al Salvador.
Dios mismo viene en efecto a completar muy profundamente el trabajo de la purificación
activa, si uno se deja trabajar por Él, para llegar a la pureza perfecta y ser asociado al
gran misterio de la redención por medio del sufrimiento. "Dominus mortificat et vivificat,
deducit ad inferos et reducit... humiliat et sublevat... de stercore elevat pauperem ut
sedeat cum principibus et solium gloriae teneat" (I. Reg. II, 6). Estas palabras del cántico
de Ana reviven eternamente en el Magnificat. De estas dos purificaciones, activa y
pasiva, debemos hablar ahora.
La mortificación es, por consiguiente, necesaria para qué el alma sea librada del pecado y
de sus consecuencias, que "muera al pecado", y para que se adhiera más pura y
firmemente a Dios, imitando a Jesucristo. Estos dos grandes motivos pueden expresarse
de una manera más concreta dividiéndolos así: la mortificación es necesaria: 1°, para
destruir en nosotros las consecuencias del pecado original; 2°, para hacer desaparecer en
nosotros las consecuencias de nuestros pecados personales; 3°, para subordinar
perfectamente nuestra actividad natural a la vida de la gracia, sin perder jamás de vista la
elevación infinita de nuestro fin sobrenatural; 4°, para imitar a Jesús crucificado y
trabajar con Él en la obra de la redención.
Trataremos en este artículo del primer motivo. Veamos cuáles son las consecuencias del
pecado original, las heridas que subsisten en el bautizado; cuál es la naturaleza de estas
heridas; y de qué modo son progresivamente cicatrizadas y curadas.

¿Cuáles son las consecuencias del pecado original en el bautizado?


Es menester evitar aquí el pesimismo de los protestantes y de los jansenistas, para
quienes el pecado original ha extinguido en nosotros el libre albedrío, que la gracia no
repararía jamás; pero tampoco es menester caer en el optimismo, poco realista, de los
que, olvidando en parte lo que es el fomes peccati, parecen creer que el estado de
decadencia, en nada es inferior a un estado puramente natural, y que el bautismo nos libra
de todo el desorden que es la consecuencia del pecado original.
El bautismo produce sin duda dos efectos inestimables: la gracia santificante y el carácter
bautismal; y la "gracia de un solo (niño) tiene más valor que el bien natural de todo el
universo"12; ella vale más que todas las naturalezas angélicas tomadas en conjunto,
porque es de un orden infinitamente superior, estrictamente divino, y con ella la
Santísima Trinidad viene a habitar en nosotros como en un templo. El bautismo nos
incorpora a Cristo, ilumina nuestra inteligencia por la fe, convierte hacia Dios nuestra
voluntad por la esperanza y la caridad; nos abre la puerta del cielo y nos perdona toda la
pena debida al pecado; todo esto concierne a la persona del bautizado.

12
I-II q. 113, a. 9 ad 2.

15
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Sin embargo, el bautismo no suprime aquí abajo las penalidades de la vida presente, el
dolor, la concupiscencia, la muerte, que son consecuencias del pecado original en la
naturaleza humana. "Conviene en efecto, —dice Santo Tomás 13—, que el bautizado por
el ejercicio espiritual combata la concupiscencia, y soporte las penas de la vida para
merecer la beatitud eterna".
"La concupiscencia, —añade él—, es disminuida por la gracia bautismal" 14, no se
suprime.
Esta doctrina ha sido definida por el Concilio de Trento, sess. V (Denzinger n° 792):
"Queda en los bautizados la concupiscencia o foco de codicia, que exige el combate
espiritual, no puede dañar a los que no consienten, pero que por la gracia de Cristo
resisten virilmente; mucho más, el que luchare como conviene obtendrá la corona. (2 Tm
2, 5). Esta concupiscencia que San Pablo llama frecuentemente pecado (Rm 6, 12 ss), el
santo Concilio declara que la Iglesia Católica jamás ha pensado que sea llamada pecado
en el sentido de que sea verdadera y propiamente un pecado en los bautizados, sino
porque proviene del pecado e inclina al pecado".
La concupiscencia, consecuencia del pecado original, es como una herida, que la gracia
bautismal comienza a sanar, pero que, a pesar de todo, tarda en cicatrizarse.
No es esta la única herida; hay aun otras tres, según dice Santo Tomás (I-II q. 85, a. 3):
"Por la justicia original, la razón era la señora de todas las potencias inferiores del
alma y recibía de Dios la gracia de estarle perfectamente sometida; pero esta justicia
original ha desaparecido con el pecado del primer hombre".
Esta es la causa por la cual las potencias del alma quedan en cierto modo destituidas,
privadas de su orden natural a la virtud; esta destitución ha sido llamada "vulneratio
naturae", es decir, herida de la naturaleza caída.
"Ahora bien, hay cuatro potencias del alma que pueden ser sometidas al imperio de la
virtud: la razón en la cual se halla la prudencia; la voluntad, donde está la justicia; la
irascibilidad donde está la virtud de la fortaleza, la concupiscencia, en la cual se
encuentra la temperancia15.
"En tanto que la razón se halla separada de su ordenación hacia lo verdadero, existe la
herida de la ignorancia; en tanto que la voluntad está privada de su ordenación al bien
moral, existe la herida de la malicia, cuando la ira está privada de su ordenación al bien
arduo existe la herida de la debilidad; y cuando la concupiscencia está privada de su
inclinación al bien fácil y deleitable, como lo pide la razón, está la herida de la
concupiscencia.
"Así, pues, hay cuatro heridas en la naturaleza humana que le vinieron por el pecado del
primer hombre. Y como la inclinación al bien de la virtud está disminuida en nosotros

13
III q. 69, a. 3.
14
III q. 69, a. 4 ad 3.
15
La ira y la concupiscencia, son las dos formas del apetito sensitivo o sensibilidad; la ira, inclinándose al bien
sensible árduo, y la concupiscencia, hacia el bien sensible deleitable.

16
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

por el pecado actual, estas cuatro heridas son también las consecuencias de nuestros
pecados personales que las agrandan. Es así como por el pecado repetido la inteligencia
se embrutece sobre todo en el orden de las cosas morales, para la conducta de la vida; la
voluntad se ha endurecido en el mal, la dificultad de hacer el bien ha aumentado y la
concupiscencia se ha inflamado cada vez más".
Tales san las cuatro heridas causadas por el pecado original y agravadas por todos
nuestros pecados personales.

Herida de malicia o de inclinación al mal,


en la voluntad
Facultades
superiores

egoísmo
Heridas del alma

herida de ignorancia, de la cual se origina la


en la inteligencia
imprudencia y el enceguecimiento

herida de debilidad, de la cual se origina la


en lo irascible
Facultades
inferiores

pusilanimidad, la pereza

herida de concupiscencia, de la cual se


en lo concupiscible
origina la lujuria, la gula

Según Santo Tomás (I-II q. 83 a. 2 y 3), el pecado original, que está desde el comienzo en
la esencia del alma, como privación de la gracia de justicia original, ha infectado también
desde el comienzo la voluntad, que estaba sometida a Dios y en consecuencia a las otras
potencias que se hallaban sometidas a la recta voluntad. El pecado, que está al comienzo
de la voluntad rebelde, extiende sus males a las otras facultades.
¿Las tres heridas de malicia, ignorancia y debilidad, quedan como la concupiscencia en el
bautizado, o son sanadas, de inmediato, por la gracia bautismal?
Santo Tomás examina esta cuestión considerando la gracia y las virtudes infusas que son
los efectos del bautismo. (III q. 69, a. 4 ad 3). y dice: "La dificultad de hacer el bien y la
inclinación hacia el mal, quedan en los bautizados, no porque les falten las virtudes
infusas, sino a causa de la concupiscencia que el bautismo no quita. Pero como el
bautismo disminuye la concupiscencia, para impedirle prevalecer, disminuye la dificultad
para hacer el bien y la inclinación al mal, para que el hombre no sea enteramente
dominado por ellas". Hay que decir otro tanto de la: ignorancia, en el orden moral para la
conducta de la vida.
Esas cuatro heridas están en vías de cicatrizarse en el bautizado, pero no están
completamente curadas por el bautismo. Es claro también que la herida de la voluntad, la
inclinación al mal es la fuente del amor propio y a menudo de un craso egoísmo
inconsciente, del orgullo, de la envidia, de la avaricia; que la herida de la inteligencia, la
ignorancia, es el principio de la imprudencia, bajo todas sus formas: desconsideración,
precipitación, etc. y del enceguecimiento del espíritu ante las cosas superiores; que la

17
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

herida de lo irascible, la debilidad, es la fuente de la pusilanimidad, de la pereza, del


respeto humano o temor mundano, del descorazonamiento; y por fin que la
concupiscencia es el origen. de la lujuria con todas las diversas formas de intemperancia.

De la naturaleza de las heridas, consecuencias del pecado original


Todos los teólogos admiten que nuestros pecados personales reiterados, disminuyen
progresivamente en nosotros la natural inclinación a la virtud, porque la inclinación al
mal disminuye la inclinación hacia el bien16.
¿Sucede lo mismo con el pecado original? ¿Las heridas que son su consecuencia,
disminuyen la inclinación natural del hombre a la virtud?
Muchos teólogos modernos juzgan que las heridas, consecuencia del pecado original, no
disminuyen en nosotros esa inclinación natural a la virtud, pues solamente consisten en la
privación del don gratuito de justicia original que, elevando al hombre a la vida
sobrenatural, colocaba la naturaleza en un estado de integridad o de. perfección. Se
seguiría que el hombre, en el estado de caída no es menos apto para hacer el bien, de lo
que lo hubiera sido en un estado puramente natural, llamado de "naturaleza pura" en que
Dios hubiera podido crearlo sin darle ni la gracia santificante, ni la integridad o
perfección natural17. La mayor parte de los tomistas piensan, por el contrario, que el
hombre en estado de caída no reparada, tiene menos fuerzas para realizar el bien moral
natural, que las que hubiera tenido en el estado de naturaleza pura.
Tal es la doctrina de casi todos los grandes comentadores de Santo Tomás 18.
La principal razón sobre la cual se apoyan es que, en el estado de caída, el hombre nace
con una voluntad que está desviada de Dios "aversa a Deo" por el pecado original;
mientras que en el estado puramente natural nacería con una voluntad tal, que podría, o
bien dirigirse hacia Dios, o bien preferir un bien creado a Dios pero estaría apartada de
él19. Es verdad, en efecto, que por el pecado original la voluntad está desviada de Dios,
fin último sobrenatural e indirectamente también de Dios, fin último natural, porque todo
pecado contra el fin último sobrenatural es indirectamente un pecado contra la ley natural
que nos ordena obedecer a Dios en cualquier cosa que mandare.

16
Cf. S. Tomás, P., Hae., q. 85, a 1.
17
Tal es la opinión de numerosos teólogos de la Compañía de Jesús.
18
Se la encuentra expuesta en Billuart, de Gratia, díss. II, a. 3, en los Salmanticenses, de Peccatis, in Iam• IIae. q. 85
a. 3 y de Gratia, dist). II, dub. III, Nos. 102, 116, 129, 135, dub. VIII, NQ 287, que citan (ibid.) como propugnadores
de esta sentencia a los tomistas Capréolus, Ferrariensis, Consgrad, K5llin, Alvarez, Juan de S. Tomás, a los cuales
hay que añadir Lemos, Contenson, Goudin y muchos otros; recientemente el P. Hugón en su dogmática. Gonet,
que se había separado de esta manera de pensar en su Clypeus se retractó a continuación en su Manuale, Lyon
1681, t. I, p. 218, y retornó a la opinión común de los tomistas, sorprendiéndonos el verla abandonada por el P.
Kors, O. P. en un reciente trabajo.
19
Cf. S. Tomás, De Veritate q. 24, a. 12, ad. 2. Malo, q. 4 a. 2, q. 5, a. 2.

18
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

La voluntad aplica todas las demás facultades a la acción; si ella se halla desviada de
Dios e inclinada al mal, todas las otras facultades sufrirán; su inclinación a la virtud será'
disminuida, y por ende, será ésta menor que en el estado puramente natural.
Esta doctrina es, no lo dudamos, la doctrina de Santo Tomás.
Puede verse, por lo que enseña sobre la necesidad de la gracia para amar a Dios, autor de
la naturaleza, sobre todas las cosas y para observar la ley natural.
Dice el Santo Doctor: "El hombre por sus solas fuerzas naturales puede amar a Dios
(autor de su naturaleza) más que a sí mismo por encima de todo" 20. Después de haber
recordado el principio, que toda criatura está naturalmente inclinada a amar a Dios más
que a sí misma, añade: "Pero en el estado de naturaleza corrompida, el hombre no puede
hacerlo porque por consecuencia de la corrupción de la naturaleza, la voluntad se inclina
hacia su bien propio a menos que no sea sanada por la gracia de Dios".
Es el egoísmo, a quien es necesario combatir siempre en nosotros. Por la misma razón, el
hombre en estado de caída no puede observar toda la ley natural 21. La naturaleza caída no
sube a su estado natural normal sino por la gracia que la sana (gratia sanans) y esta
función de la gracia habitual difiere de aquella otra que nos eleva a la vida sobrenatural
(gratia elevans).
En muchos lugares habla Santo Tomás de lo mismo, y sobre todo cuando describe las
heridas que son consecuencia del pecado original.
Ellas no son solamente la privación de un don gratuito: "La herida de malicia dice— no
es un pecado pero ciertamente es una inclinación al mal (pronitas voluntatis ad malum),
según la expresión del Génesis (8, 21): "Los sentidos del hombre están inclinados al mal
desde la juventud"22. La herida que el V. Beda llama infírmitas "se opone a la virtud de la
fortaleza"23. Lo mismo la llamada concupiscencia es la concupiscencia no en cuanto es
natural al hombre, "sino en tanto que desprecia los límites de la razón" 24.
Ahora bien, aquí se trata manifiestamente no sólo de las heridas que son la consecuencia
de nuestros pecados personales sino también de aquellas que vienen del pecado original 25
y que subsisten también después del bautismo, aunque están en vía de curación 26.

20
('a) I-II q. 109 a. 3. En este texto S. Tomás parecería entender la expresión "ex soiis naturalibus" en el sentido de
los teólogos antiguos, de los cuales habla allí, y que querían decir con ello que Adán había sido creado en el estado
de integridad antes de recibir la gracia santificante.
21
I-II q. 109, a. 4.
22
I-II q. 85, a. 3 ad 2.
23
Ibid., ad 4.
24
Item. II Sent., d. 30, q. 1, a. 1, ad. 4, et de Malo q. 4, a. 2, ad. 1.
25
I-II q. 85, a. 3.
26
III q. 69, a. 4, ad. 3.

19
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Santo Tomás habla de lo mismo en otros lugares de sus obras 27. El ve en el desorden de la
concupiscencia y de la debilidad para el bien, tal como se constata en la humanidad, un
signo muy probable del pecado original28.
Esta doctrina sería el fiel eco del Evangelio, de las Epístolas de San Pablo donde trata del
"hombre viejo" y de la necesidad de "revestirse del hombre nuevo".
Se encuentra también en las conocidas páginas de la "Imitación de Cristo", I, III, c. 54:
De los diversos movimientos de la naturaleza y de la gracia; y c. 55: De la corrupción de
la naturaleza y de la eficacia de la gracia. Los santos, iluminados por el don de la ciencia,
sobre lo qué es la miseria humana, han hablado generalmente así, no solamente los que
han escrito como San Agustín contra los pelagianos, y otros negadores del pecado
original, sino también aquellos que después del siglo XVII, combatieron el Jansenismo,
como San Alfonso de Ligorio.
Este último dice formalmente: "La concupiscencia en el estado presente inclina mucho
más al pecado que en el estado de naturaleza puro. En el estado de naturaleza caída las
miserias del hombre son mucho más graves de lo que lo hubiesen sido en el estado de
naturaleza pura"29.
Tal parece ser también el sentido natural de los textos del magisterio eclesiástico, donde
trata de las heridas de la naturaleza caída, del libre albedrío no destruido, pero atenuado,
debilitado y del fomes peccati; y también donde condena las orgullosas pretensiones del
naturalismo y de sus diversas formas: el racionalismo y el liberalismo30.
Se encuentra en fin una confirmación en este hecho: que el naturalismo práctico tiende a
negar la existencia de las heridas, consecuencia del pecado original como tiende a negar
los diversos motivos de la mortificación y del espíritu de sacrificio.

La progresiva curación de las heridas


Esta curación comienza con el bautismo que disminuye la concupiscencia, la inclinación
al mal, la debilidad para el bien31. Pero esta curación no se acaba nunca en este mundo.
Como lo ha dicho el Concilio de Trento, sen. VI, cap. 13, citando a San Pablo: "Que
aquel que cree estar de pie, se cuide de no caer" (1Co 10, 12). Es necesario "trabajar por
la salvación, con temor y temblor" (Flp 2, 12), en el trabajo, vigilias, limosnas, plegarias,
dádivas, ayunos, castidad. Es necesario tener un santo temor, sabiendo bien que,
regenerados con la esperanza de la gloria, sin poseerla todavía, hay que combatir contra
la carne, el mundo y el demonio; y que no es posible la victoria sino obedeciendo con la

27
I-II q. 91, a. 6. — P, IIae., q. 82 a. I. ad I. — P, IIae., q. 83, a. 1, 2, 3. — P IIae., q. 109, a. 2, ad. 3. — II Sent., d. 30 q.
1, a. 1, ad. 3. — de Malo,, q. 2, a 11; q. 4, a. 1, ad. 14; q. 4, a. 2. c.; q. 5, a. 1, ad. 4, ad. 10, ad. 13; q. 5. a. 2. ad 1. —
de Veritate, q. 24, a. 12, ad. 2. — In Ep. ad. Rorn., VI, 6; VII, 23; ad Eph., IV, 22; ad. Col. III, 9. — Item Tabula urea ad
verba forres infectio, peccatum, 107, 283, 319, 329, 333, 342. Gratia, 2, 120, 121, 121, 177.
28
III C. Gentes, I, IV, c. 52.
29
S. Alphonsus Lig. Historia Haeresurn. Confutatio XIIa (ed Walter, 1903, p. 4584, N9 5).
30
Cf. Denzinger, Enchiridion definitionum, loa ed., N9 174, 181, 198, 788, 793, 1275, 1616, 1627, 1634. q., 1643.
31
Cf. HP, q. 69, a. 4, ad 3.

20
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

gracia de Dios, según lo dice San Pablo: "Si vivís según la carne moriréis, pero si vivís
según el espíritu, y mortificáis las obras de la carne viviréis" (Rm 8, 12). La curación no
será casi completa en este mundo sino después de hecha mucha mortificación,
acompañada de las pasivas purificaciones de los sentidos y del espíritu, es decir, en la
vida unitiva, como lo demuestra la vida de los Santos.
Para ello es necesario poner en práctica lo que dice San Pablo: "Vosotros habéis
resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde vive Cristo sentado a la diestra
de Dios. Adheríos a las cosas de arriba y no a las de la tierra; porque estáis muertos y
vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando Cristo que es vuestra vida aparezca,
entonces apareceréis vosotros también con Él a la gloria. Haced, pues, morir vuestros
miembros, los del hombre de la tierra, la fornicación, la impureza..., la cólera, la
animosidad… No uséis de mentiras entre vosotros, porque os habéis despojado del
hombre viejo, con, sus obras, y vestíos del hombre nuevo, que renovándose sin cesar a la
imagen de aquel que lo ha creado, llega a la ciencia perfecta... Así, pues, como elegidos
de Dios, santos y bienamados, revestíos de entrañas de misericordia, de bondad, de
humildad, de dulzura, de paciencia, apartándoos mutuamente y perdonándoos
recíprocamente. Pero sobre todo revestíos de la caridad, que es el vínculo de la
perfección"32.
El gran Apóstol invita también a los Efesios "a revestirse del hombre nuevo, creado
según Dios en justicia, y santidad verdaderas"33.
Aparece también claro cómo las virtudes morales infusas, son de un orden
definitivamente superior al de las virtudes morales adquiridas, descritas por los mejores
moralistas paganos34.
Podemos comprender lo que ellas deben llegar a ser en el alma purificada "virtudes animi
purgati"35. Se explica que la triple concupiscencia de los ojos, de la carne y del orgullo no
encuentra su perfecto remedio
sino en los tres consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia 36; y que todo
cristiano debe tener el espíritu de estos consejos, aun cuando su condición no le permita
el practicarlos efectivamente.
Se percibe finalmente toda la grandeza del precepto supremo: Amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu espíritu (Lc 10,
27). No son de admirar más las palabras de San Agustín: "Dos amores han edificado dos
ciudades: El amor de sí hasta el desprecio de Dios, la ciudad terrena; el amor de Dios
hasta el desprecio de sí mismo, la ciudad de Dios"37.

32
Coloss., III, 1-15.
33
Ephs., IV, 24.
34
I-II q. 63, a. 4.
35
I-II q. 61, a. 5.
36
I-II q. 108, a. 4; I-II q. 189, a. I.
37
Ciudad de Dios, I. XIV, c. 28.

21
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Este desprecio de sí es el desprecio de todos los gérmenes de muerte que subsisten en


nosotros, el desprecio de todo lo que puede separarnos de Dios y del prójimo; este
desprecio se identifica de este modo con el santo amor, con el cual debemos amarnos a
nosotros mismos para glorificar a Dios. Para destruir en nosotros el egoísmo con todas
sus estrecheces, debemos amarnos de una manera incomparablemente más alta, más
profunda, debemos amarnos por Dios y desear verlo como Él se ve, para darle gloria
eternamente. Entonces se realizará en nosotros la perfecta victoria de Cristo sobre el
pecado y la muerte, las heridas serán definitivamente sanadas y la vida sobrenatural
penetrará todo nuestro ser y lo elevará fortificándolo, para asegurar plenamente en
nosotros y para siempre el reino de Dios.

CAPÍTULO III
LA MORTIFICACION Y LAS CONSECUENCIAS DE NUESTROS
PECADOS PERSONALES
Hemos visto cuál es la necesidad de la mortificación a causa de las consecuencias del
pecado original, que subsisten en el alma del bautizado: la concupiscencia, la inclinación
al mal y al error, la debilidad para el bien. La mortificación no es menos necesaria a
causa de las consecuencias de nuestros pecados personales, y bajo este punto de vista,
procede, sobre todo, de la virtud de la penitencia, que bajo la inspiración superior de las
virtudes teologales de fe, esperanza y caridad, hace servir la temperancia, especialmente
la castidad y también la fortaleza, la paciencia para la destrucción del pecado y del
desorden que deja en nosotros. Pues si la penitencia es esencial en la vida cristiana, es
necesario decir otro tanto de la mortificación.
En efecto, es necesario no olvidar que la penitencia es una virtud especial que tiene sus
propios actos. Si cada virtud excluye formalmente el vicio que le es contrario, como lo
blanco excluye a lo negro, la penitencia tiene la finalidad especial de trabajar
efectivamente en la destrucción del pecado, y de todo pecado en cuanto es ofensa de Dios
y es perdonable por la gracia con la cooperación del hombre38.
Para comprender bien, consideraremos los tres efectos principales de la penitencia: 1°,
Remisión del pecado, sea mortal, sea venial; 2°, El perdón de la pena debida al pecado
(reatus poenae); 3°, La destrucción de las reliquias o las huellas del pecado (reliquiae
peccati) y la lucha contra la tentación.

La remisión del pecado


El perdón del pecado, enseña Santo Tomás, proviene principalmente de los méritos de la
Pasión del Salvador, por medio del sacramento de la Penitencia, y, secundariamente, de
los actos del penitente que pertenecen a la virtud de la penitencia 39, es decir, de los actos

38
Cf. S. Tomás, lila, q. 85, a. 2.
39
III, q. 86, a. 6.

22
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

de contrición, confesión y satisfacción, que son la materia próxima del sacramento de la


penitencia40.
Para que el pecado nos sea perdonado, es necesario que lo detestemos por un motivo
sobrenatural. La contrición perfecta, inspirada por el motivo mismo de la caridad o amor
de Dios, sobre todo, perdona los pecados mortales, aun antes de la recepción del
sacramento de la penitencia, con tal que se tenga el deseo, al menos implícito, de
recibirlo41.
Este deseo implícito está contenido en la voluntad de hacer todo lo que sea necesario para
la salvación. La contrición imperfecta o atrición es un dolor o detestación del pecado, que
procede de un motivo sobrenatural inferior al de la caridad; este motivo es o la torpeza
del pecado mortal, como injuria hecha a Dios y como mal del alma, o el temor de perder
la felicidad eterna, de ser separado del principio de todo bien y de caer en los castigos
divinos42. Hay ya en esta atrición, que excluye la voluntad del pecado e implica la
esperanza del perdón, un cierto amor sobrenatural de Dios, fuente de toda justicia 43.
Amor que no es suficiente para justificar, pero que, unido a la absolución sacramental,
obtiene la remisión de los pecados mortales por los méritos infinitos de la Pasión del
Salvador. En cuanto a los pecados veniales no pueden ser perdonados sin un pesar al
menos virtual, de haberlos cometido y sin el propósito de prepararse a evitarlos en lo
venidero; no es que podamos aquí abajo, sin un privilegio especial, evitar todos los
pecados veniales, de una manera continua, pero podemos y debemos evitar cada uno en
particular y su número debe disminuir evidentemente con el progreso de la caridad44.
Este dolor al menos virtual de los pecados veniales cometidos y el firme propósito de
hacer lo posible por no recaer está contenido en un acto ferviente de amor de Dios. La
oración dominical, el uso del agua bendita y de los otros sacramentales nos disponen a
estos actos fervientes de caridad y de penitencia, y con más razón la Santa Comunión y
también la extrema-unción45.
Es lo que nos dice el libro de la Imitación (Lc. 21), hablando de la compunción del
corazón: "A causa de la ligereza de nuestro corazón, y del olvido de nuestras faltas no
sentimos los males de nuestra alma... Feliz quien rechaza todo lo que puede manchar y
agravar su conciencia. Que tu ojo esté abierto ante tí y antes de reprender a tus amigos,
ten cuidado de reprenderte a tí mismo". C. 25: "Como observas a los otros, también así te
observan. Recuerda siempre que tu fin 'se aproxima y que el tiempo perdido no retorna...

40
III, q. 90, a. I, 2, 3, secc. XIV, ch. 3.
41
Concilio de Trento, secc. XIV, c. 4.
42
Conc. de Trento, secc. XIV, ch. 4.
43
Conc. de Trento, secc. VI, ch. 6.
44
Cf. S. Tomás, Ma, q. 87, a. I c.
45
Ibid., a. 3.

23
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Desde que comiences a caer en la tibieza, caerás en la turbación. Pero si perseveras en el


fervor, encontrarás una gran paz y tu trabajo será más liviano, a causa del amor de Dios y
de la virtud".

La mortificación perdona la pena debida por el pecado


La virtud especial de la penitencia no lleva solamente a detestar el pecado, como ofensa
de Dios, sino también a la separación, y para ésta la cesación del pecado no es suficiente,
es necesaria una satisfacción ofrecida a la justicia divina, porque todo pecado merece una
pena46.
El pecado mortal, si no ha sido perdonado en este mundo, merece una pena eterna,
porque nos desvía de Dios, soberano Bien y Fin último; este desorden moral es
irreparable, y mientras dura, debe durar la pena47.
Si al contrario el pecado mortal es perdonado aquí abajo, si el pecador se convierte, la
pena eterna se perdona, también, pero a menudo es necesario padecer una pena temporal,
que merece el pecado, sea mortal sea venial, en tanto que se dirige de una manera
desordenada hacia un bien infinito48. "Tribulación y angustia sobre todo hombre que hace
el mal... ¡Gloria, honor y paz, para todo el que hace el bien!" (Rm 2, 9).
¿Cuál es la razón profunda por la cual todo pecado merece una pena, como todo apto
inspirado por la caridad, merece una recompensa?
Santo Tomás nos lo explica así: "Vemos en el orden de las cosas naturales, que una
fuerza obra, tanto más cuanto la fuerza contraria obra contra ella... Lo mismo sucede
entre los hombres, cada uno está naturalmente llevado a superar a aquel que se levanta
contra él. Es claro también que todo lo que se halla contenido en un orden dado, está
unido al principio de este orden, y en consecuencia todo lo que se levanta contra este
orden de cosas merece ser superado por el mismo principio de este orden.
"Porque siendo el pecado un acto desordenado, quien peca contra un orden superior
merece una represión o una pena. Y como hay tres órdenes a los cuales está sometida la
voluntad humana, el hombre puede recibir una triple pena. La voluntad humana está
sometida ante todo al orden racional, que la dirige inmediatamente; luego al orden
exterior del gobierno, sea temporal sea espiritual; y, finalmente, al orden universal del
gobierno divino. Cada uno de estos tres órdenes está turbado por el pecado, puesto que
quien peca obra contra su propia razón, contra la ley humana y contra la ley divina.
Merece, pues, tres penas: los remordimientos de conciencia, el, castigo aplicado por los
hombres y el aplicado por Dios"49.

46
III, 85, a. 3.
47
I-II, q. 87, a. 3, 4, 5.
48
Ibid., a. 5.
49
I-II q. 87, a. I.

24
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Tal es el fundamento de la virtud de la penitencia y la razón por la cual ella debe en


justicia, una reparación o satisfacción a Dios por la ofensa que le ha sido hecha. Todo
pecado merece una pena, sea voluntaria o involuntaria.
La justicia vindicativa, que está en el juez, inflige para hacer respetar los principios del
derecho, una pena al culpable, contra su voluntad; la penitencia es una parte de la justicia,
que lleva al culpable a sufrir voluntariamente y a imponerse él mismo la pena merecida.
No puede, a la verdad, ofrecer a Dios una reparación absolutamente igual a la ofensa,
pero él le da la satisfacción proporcionada a su capacidad; ésta obtiene su valor del amor
que la inspira y principalmente de los méritos de Cristo, principio de nuestra
justificación50.
La absolución sacramental borra el pecado, pero además se nos impone una penitencia o
satisfacción para que obtengamos así el perdón de la pena temporal, que hay que sufrir
ordinariamente, aun cuando el pecado haya sido perdonado. Esta satisfacción es una parte
del sacramento de la penitencia y de esta manera contribuye a darnos la gracia o a
aumentárnosla51. Así se paga, en parte al menos, la deuda contraída por el pecador con la
justicia divina; debe también con este fin sufrir pacientemente las penas de la vida y si
esta paciencia no es suficiente para purificarla por completo, deberá pagar en el
purgatorio, porque nada manchado entra en el cielo. El dogma del purgatorio es así una
confirmación de la necesidad de la mortificación, porque nos enseña que es necesario
pagar nuestra deuda o aquí abajo mereciendo, o después en la muerte sin merecer. Es esto
lo que hace decir al autor de la "Imitación" (L. I, c. 21): "Si reflexionarais seriamente en
las penas del infierno y del purgatorio, creo que soportaríais voluntariamente el trabajo y
el dolor y no rechazaríais ninguna austeridad. Pero porque estas verdades no penetran
hasta el corazón y porque amamos lo que nos halaga, permanecemos fríos y negligentes".
Al contrario, un arrepentimiento lleno de amor borraría la falta y la pena, como aquellas
felices lágrimas que Jesús bendijo diciendo: "Muchos pecados le son perdonados porque
ha amado mucho" (Lc 7, 47),
El bautismo perdona al adulto que lo recibe como conviene, todas las faltas y toda la pena
que le es debida, porque el bautizado recibe en ese instante todo lo que en él debe
producir la Pasión del Salvador. Por la absolución, al contrario, recibimos el efecto de la
Pasión, según el modo de nuestros propios actos, que son la materia del sacramento de la
penitencia y que cooperan también a nuestra rehabilitación; por lo cual el perdón de la
pena no es completo sino cuando estos actos de penitencia, incluyendo la satisfacción,
sean completos52.
En la medida del fervor de la contrición, el penitente que es justificado recobra, o una
gracia superior a la que había perdido, o una gracia igual a la misma, o por fin una
menor53

50
III, q. 85, a. 3 c., ad 2, ad 3, y el Supplementum, q. 15, a. 1.
51
III, q. 86, a. 4, ad 2, et Supp., q. 10, a. 2, ad. 2.
52
Cf. III, q. 86, a. 4, ad. 3.
53
III, q. 89, a. 2.

25
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Así los méritos perdidos por el pecado mortal reviven en la medida del fervor de la
contrición54.
Y también este fervor y el de la primera satisfacción pueden ser tales que toda la pena
temporal debida por el pecado sea remitida en ese instante y con ella, a veces, todas las
reliquias del pecado, como sucedió, sin duda, en su conversión a la Magdalena 55.

La mortificación hace desaparecer los restos del pecado


El pecado, aun después de haber sido perdonado, deja generalmente en nosotros sus
huellas (reliquiae peccati). Es lo que sucede, sobre todo, en el caso del pecado repetido,
que engendra un mal hábito, un vicio. La absolución borra la falta y vuelve nuestra
voluntad hacia Dios, pero queda con todo en nosotros una inclinación a recaer en la falta
cometida con frecuencia. Esta inclinación no es tan fuerte como antes de la contrición,
pero subsiste aún en alguna medida, como el fomes peccati, fuego de la codicia, queda en
el bautizado, aunque disminuída por la gracia bautismal56.
La experiencia cotidiana demuestra demasiado esta verdad. Aquel que ha tomado la
costumbre de embriagarse, por el hecho de convertirse, recibe por la absolución con la
gracia santificante la: virtud infusa de la temperancia, pero no existe en él aun la virtud
adquirida correspondiente; antes al contrario, subsiste en él una inclinación a recaer en la
falta frecuentemente cometida y recaerá si no evita las ocasiones y no tiene el recurso de
una seria mortificación, para destruir las reliquias del pecado que, en cierto modo
impregnan su temperamento. Lo mismo sucede con las antipatías, las aversiones que no
han sido combatidas y que han crecido en nuestro corazón; aun después de un sincero
arrepentimiento y la absolución, queda en nosotros un algo no con apariencias de pecado
habitual, pero como disposición a recaer. Es necesario no solamente el no ocultar estos
vestigios del pecado, moderarlos y ponerlos en regla, sino también hay que matarlos,
mortificarlos, sin lo cual impregnarán nuestro ser de tal manera que serán necesarias
purificaciones pasivas muy profundas y dolorosas para librarnos de ellos. En este sentido
se ha dicho que cada uno en la edad de 30 ó 40 años es responsable de su propia
fisonomía, según que ella manifieste la suficiencia, la presunción, el orgullo, la fatuidad,
la envidia.
Estos vestigios del pecado nos debilitan grandemente, nos dejan en un estado de
postración y debilidad tal, que nos hacen retroceder ante los actos de virtud.
La mortificación debe extirpar estas malas raíces para trabajar en el saneamiento de
nuestra alma; ella debe contribuir a darnos todas las energías espirituales.

La resistencia a la tentación
No olvidemos que tenemos que combatir no solamente las consecuencias del pecado sino
las tentaciones que vienen del espíritu del mundo y del mal. "Revestíos —dice San Pablo

54
III, q. 89, a. 5 c., et ad 3.
55
III, q. 86, a. 5, ad 1.
56
III, q. 89, a. 5 c., y ad 3.

26
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

— de la armadura de Dios a fin de poder resistir a las embestidas del demonio. Porque no
tenemos que luchar (solamente) contra la carne y la sangre, sino también contra los
principados y las potencias, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los
malos espíritus esparcidos en el ambiente... Sed, pues, firmes, las cinturas ceñidas con la
verdad, revestíos con la coraza de la justicia y las sandalias en los pies, estad prestos a
anunciar el Evangelio de paz" (Eph., VI. 11).
Tenemos enemigos tanto más malvados y dañosos, cuanto sus facultades aplicadas al mal
son más fuertes y poderosas. ¿Si el hombre malo es peor que una bestia feroz, dijo
Aristóteles, qué se puede pensar del demonio?
Es necesario para resistirle vestirse de la armadura de Dios, con las virtudes: "Tomad
sobre todo el escudo de la fe, con el cual, podréis apagar todos los dardos inflamados del
Maligno Espíritu" (Eph., VI, 16) "Resistidle y huirá" (I. Jac., IV, 7). Y al contrario,
cuanto más se le cede más nos perseguirá.
Si Dios permitió que en el estado de inocencia el hombre que vivía en familiaridad con la
Divinidad fuera tentado por el demonio, es necesario decir que él tienta más directamente
a aquellos que aspiran a la perfección y que a ella conducen a otras almas; porque tiene
un gran interés en hacer caer a los que están muy alto. En cuanto a los grandes pecadores,
él los tiene por medio de la carne y el mundo, sin tener necesidad de seducirlos por una
acción directa.
Nuestro Señor mismo ha querido ser tentado, después de los días de ayuno pasados en el
desierto, para enseñarnos a resistir a la tentación, para darnos fuerza y confianza 57.
Vemos por este ejemplo que el demonio busca llevar al hombre espiritual, no de golpe a
faltas mortales, sino por faltas leves que lo conducirán a otras muy graves.
Así llevó él a Adán y Eva al mal por tres tentaciones sucesivas de gula, de vanagloria y
de orgullo extremado: "¿Es que Dios os ha dicho: Vosotros no comeréis de todos los
árboles del Paraíso?... No, vosotros no moriréis, sino que Dios sabe que el día en que
comáis, se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses conociendo el bien y el mal"
(Genes. III, 1). También buscó seducir a Cristo por tres tentaciones sucesivas: el deseo
del alimento después de un largo ayuno, la vanagloria u ostentación, y por último el
orgullo: "Si eres el hijo de Dios manda que estas piedras se conviertan en panes... Si eres
el hijo de Dios arrójate abajo (desde lo alto del templo)... Te daré todos los reinos del
mundo, si, postrándote, me adorares" (Math., IV 3). A ejemplo de Nuestro Señor,
respondamos con la palabra de Dios, sin discutir, y la tentación se convertirá de este
modo en ocasión de actos muy meritorios de fe, de confianza y amor de Dios.
En estos momentos tenemos la feliz necesidad de no poder contentarnos con actos de
virtud imperfectos (remissi) es necesario recurrir a actos más intensos y meritorios.
¿Cuáles son, para resistir a la tentación y para expiar nuestras faltas, las principales obras
satisfactorias? Se distinguen generalmente tres clases: la limosna, el ayuno 'y la plegaria,
cuya conveniencia es fácil hacer ver aparte. Toda satisfacción ofrecida a la justicia divina

57
III, q. 41, a. 1 y 2.

27
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

debe para el honor de Dios, quitarnos parte de los bienes de los cuales hemos abusado.
Ahora bien, hay también tres clases de bienes: 19 Los del alma, de los cuales se abusa por
el orgullo, que deben ser reparados por la plegaria humilde que nos inclina delante de
Dios; 29 Los bienes del cuerpo, de los cuales se abusa por la concupiscencia de la carne,
que debe ser expiado por el ayuno; 39 Los bienes exteriores, de los cuales se abusa por la
concupiscencia de los ojos, que debe ser expiado por la limosna (Cf. lila Supl. q. 15. a 3).
Los otros pecados pertenecen a 'estas dos concupiscencias y al orgullo, como a tres raíces
y lo mismo las otras obras satisfactorias pertenecen a las tres que acabamos de enumerar.
Todo lo que aflige al cuerpo como la disciplina y austeridades de este género, tiene la
misma razón de ser que el ayuno; las vigilias deben ser consagradas a las plegarias, que
se convierten así en una obra satisfactoria, y todas las obras de misericordia para con el
prójimo son como una limosna que les es dada. Las pruebas de la vida pacientemente
soportadas son también seguramente una satisfacción, que perdona la pena debida al
pecado, que borra las huellas que él deja en nosotros y nos preserva, contra la tentación.
El lugar dado a la penitencia en las antiguas órdenes religiosas, es importante; en ellas el
religioso y la religiosa deben ofrecer a Dios una satisfacción no solamente por ellos
mismos, sino por los pecadores que olvidan la reparación necesaria. Todos los santos,
particularmente los fundadores de órdenes, lo han comprendido así y no han cesado de
recordarlo a sus hijos: "Si se aflojan las observancias se aflojarán los espíritus; el
relajamiento de las reglas conducirá infaliblemente al relajamiento de las ideas y al de la
vida. El Señor, que iza inspirado estas reglas, no bendeciría un tal decaimiento 58". El
mundo de hoy día, al ver todo el mal que lo desvasta, no tiene menos necesidad de
oraciones y penitencias que en los primeros días del Cristianismo, como lo recordaba la
Bienaventurada Virgen María apareciéndose en Lourdes.
Esta reparación debe ser ofrecida con espíritu de amor y de adoración, pues así es un acto
muy elevado que procede de las tres virtudes subordinadas: caridad, religión y penitencia;
rinde a Dios la gloria que el pecado le arrebata y asocia muy íntimamente las almas
reparadoras a Cristo sacerdote y hostia, a la gran obra de la redención.

CAPÍTULO IV
DOS FORMAS DEL EXAMEN DE CONCIENCIA
Como aplicación práctica de la doctrina que acabamos de desarrollar sobre la
mortificación, expondremos dos formas de examen de conciencia, que permiten ver
mejor lo que en nosotros debe ser mortificado y que muestra también, en parte al menos,
los obstáculos que se oponen a la unión divina, que las purificaciones pasivas de los

58
Las observancias de una orden religiosa como la de S. Domingo son parecidas a la corteza, con frecuencia
vigorosa de los árboles; esta corteza no parece indispensable para la vida del árbol, pero si se le quita, la savia no
subiría ya y el árbol pronto se consumiría y moriría. Las observancias, lejos de oponerse al estudio se armonizan
muy bien con él, si se comprende qué cosa sean ellas, como el estudio un medio ordenado a la contemplación y a
la unión divina, frente al apostolado.

28
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

sentidos y del espíritu de que habremos de hablar a continuación harán desaparecer;


purificaciones que configuran progresivamente al cristiano fervoroso y generoso con
Jesús Crucificado.
Se hace comúnmente el examen, de conciencia siguiendo el orden de los preceptos del
decálogo o de nuestros deberes para con Dios, para con el prójimo y para con nosotros
mismos. Para mejor conocernos es útil variar de vez en cuando este examen y las
preguntas que contiene. Teniendo presente que es necesario no separar la vista sobre
nosotros mismos, de la de Dios, ejemplar de toda virtud, conviene examinarse a veces
siguiendo la enumeración de los siete pecados capitales y de las faltas que de ellos se
derivan; y otras veces al contrario, considerando sobre todo la jerarquía de las virtudes
que constituyen las diferentes funciones de nuestro organismo espiritual. Es necesario
también no descuidar de relacionar nuestro exterior con nuestro interior.

Examen de conciencia según la clasificación de los pecados capitales y de los


pecados de ellos derivados
El examen de conciencia que trata de los pecados capitales y sus consecuencias puede
hacerse fácilmente siguiendo la enunciación que da Santo Tomás (I-II, q. 77), después de
San Gregorio Magno. Se puede reducir a la división siguiente, donde rápidamente se ve
cómo de las tres concupiscencias, de las que habla el apóstol San Juan, se derivan los
pecados llamados capitales, porque son como la cabeza o principio de los demás. No son
los pecados más graves, pero son aquellos a los cuales estamos inclinados por naturaleza
y que conducen al alejamiento de Dios y a otras faltas aún más graves. Es así como la
vanagloria conduce a la desobediencia, a la hipocresía, a la animosidad, principio de la
discordia, a la pertinacia en la herejía. El hombre no llega de un golpe a la perversión
completa, pero llega progresivamente hasta ella.
Todos los pecados, dice Santo Tomás (I-II, q. 77, a. 4 y 5) se derivan del amor
desordenado de nosotros mismos o egoísmo que nos impide amar a Dios por encima de
todo y llega a desviarnos de Él. De este amor desordenado de nosotros mismos proceden
las tres concupiscencias: la de la carne, la de los ojos y el orgullo de la vida. De estas tres
concupiscencias se deducen los pecados capitales, principio de los otros.

29
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

VANAGLORIA de donde se deriva la


desobediencia, la jactancia, la hipocresía, la
contienda por rivalidad, la discordia, el amor de
novedades, la pertinacia.
Esta vanagloria tiene por consecuencia a la
respecto de sí mismo PEREZA, Disgusto de las cosas espirituales y del
trabajo por la santificación; de este disgusto
contrario al amor de Dios, nace la malicia, el
ORGULLO

rencor, la pusilanimidad, el descorazonamiento, la


torpeza espiritual, olvido de los preceptos, la
AMOR DESORDENADO DE SÍ MISMO

búsqueda de las cosas prohibidas.

ENVIDIA o tristeza por el bien de los otros, como


si este fuera un obstáculo a nuestro progreso,
derivan: el odio, la maledicencia, la calumnia, la
alegría por el mal de los otros y la tristeza por sus
respecto al prójimo
éxitos.
CÓLERA opuesta a la mansedumbre, de donde
nacen las disputas, los arrebatos, las injurias, las
vociferaciones, las blasfemias.

AVARICIA contraria a la liberalidad y a menudo a


la caridad y la justicia de donde salen: la perfidia, el
de los ojos
fraude, la falsedad, el perjurio, la perturbación, la
dureza, y el endurecimiento del corazón.
CONCUPISCENCIA

GULA que engendra: las chanzas impropias, la


bufonería, la impureza, las charlas insensatas, la
estupidez.
LUJURIA contraria a la castidad, de donde
de la carne proceden: El enceguecimiento del espíritu, la
inconsideración, la precipitación, la inconstancia, el
amor de sí mismo, hasta el odio de Dios, el apego a
la vida presente que destruye la esperanza de la
vida futura.

Se ve por todo esto, cómo los pecados capitales son el principio de los otros y cómo ellos
mismos proceden del orgullo que nos desvía de Dios y de la concupiscencia, que nos
hace buscar la felicidad suprema en los bienes terrenos.
Dedúcese la importancia de la humildad que merece ser llamada virtud fundamental, en
tanto que reprime el orgullo. Este pecado es en efecto el principio de todos los otros,
porque hace desviar de Dios, lo cual se encuentra en todo pecado mortal, pertenece más
directamente a la soberbia, al amor desordenado de nuestra propia excelencia, que nos
hace rechazar el someternos a Dios y obedecerle (II-II, q. 162, a. 7).

30
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Leyendo atentamente el principio de la clasificación precedente, se verá cómo la


vanagloria puede conducir progresivamente a caídas más lamentables y hasta a la
apostasía. Lleva al principio a la desobediencia, a la jactancia, a la hipocresía, para
ocultar el mal fondo que hay en nosotros, después a las disputas por rivalidad, a la
discordia; en materia de doctrina o de prácticas religiosas, lleva luego al snobismo, que
puede conducir hasta la pertinacia en el error y aun a la herejía. La vanagloria tiene
también por consecuencia el vicio capital siguiente: la pereza, el disgusto de las cosas
espirituales y del trabajo por la santificación. Es éste un pecado directamente contrario al
amor de Dios y a la alegría que de él resulta. Cuando la vida no se eleva hacia Dios,
desciende, cae en esa mala tristeza que apesadumbra al alma, en este disgusto por las
cosas santas, de donde se originan: la malicia y no solamente la debilidad, el rencor hacia
el prójimo, la pusilanimidad ante el deber que cumplir, la flojedad y la pereza espiritual
bajo todas sus formas, el descorazonamiento, la torpeza espiritual que Llega hasta el
olvido de los preceptos y finalmente a la búsqueda de las cosas prohibidas. Es así como
resbalando por esta pendiente del orgullo, de la vanagloria y de la pereza, que muchos
¡ay! han perdido su vocación, olvidando las promesas hechas a Dios y se han deslizado
por el camino de la condenación.
Considerando así los principios de los pecados, se pueden evitar en el examen de
conciencia dos defectos opuestos. Por un lado se precave contra la negligencia de los
quietistas, que dicen que el examen de conciencia es inútil bajo el pretexto de que nuestro
propio corazón es inescrutable y no puede sernos conocido sino muy superficialmente.
Decían también, lo cual ha sido condenado, que "Toda reflexión sobre nosotros mismos
es nociva, aun el examen de nuestras faltas", y añaden que el hecho de no poder
reflexionar sobre nuestros pecados es una gracia de Dios (cf. Denzinger, N9 1230 sq.).
Muy fácil es responderles: precisamente porque es difícil conocer la verdadera naturaleza
de nuestros sentimientos interiores, es necesario examinarlos bien y pedir la luz divina
para discernir si tienen la rectitud requerida.
Por otra parte, se evita así la búsqueda minuciosa de las menores faltas tomadas en su
materialidad, búsqueda que conduciría al escrúpulo y a veces al olvido de las cosas
verdaderamente importantes. No se trata aquí de hacer una estadística. Un médico que
quiere curar una erupción violenta no se pone a contar todos los pequeños granitos que
aparecen en la piel, sino que busca la causa de ella y comienza a purificar la sangre. De la
misma manera el alma no debe detenerse demasiado en la consideración de ella misma y
dejar de mirar hacia Dios. No debe agitarse para prevenir una gracia preveniente sino que
debe seguirla fielmente cuando el deber así lo pide.
Si hace bien el examen de conciencia, del cual acabamos de hablar y sobre todo si
considera los pecados capitales en sus relaciones con las cosas espirituales, como lo hace
San Juan de la Cruz, Noche Obscura 1. I, allí donde habla de la sensualidad espiritual y
del orgullo espiritual, descubrirá sin mucho trabajo su defecto dominante, aquel de donde
nacen todos los demás. Ciertas personas son más especialmente inclinadas al orgullo,
otras a la pereza espiritual, otras a la sensualidad, otras a la impaciencia, a la cólera, o a
una gran actividad natural que no está suficientemente ordenada hacia Dios, a una

31
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

agitación estéril en la que olvida el fin último, lo único necesario, Dios que debe ser
amado sobre todas las cosas. Los que viven con nosotros generalmente conocen bien
nuestro defecto dominante, que es a menudo un obstáculo para el bien común. ¡Ojalá
pudiéramos conocerlo nosotros mismos y soportar su advertencia si nuestro examen de
conciencia muy superficial, aun no nos lo manifiesta!
Pero pasemos a la otra forma de examen que completa a ésta.

Examen de conciencia según la jerarquía de las virtudes


No es suficiente conocer su defecto dominante, conviene también examinarse sobre la
fidelidad a la inspiración principal por la cual Dios nos atrae hacia sí. En el orden de la
salvación no podemos nada sin la gracia: "Sin mí nada podéis hacer", dijo Nuestro Señor.
Es necesario, pues, estar atentos a la inspiración divina que nos es dada, sea inspiración
en sentido amplio, es decir toda gracia actual preveniente, sea inspiración propiamente
dicha que procede de los dones del Espíritu Santo. No solamente es necesario estar
atentos a ella, sino pedir que se haga más luminosa y más apremiante para triunfar por
ella de toda afición al pecado y progresar generosamente en la práctica de las virtudes.
Como toda alma tiene su defecto dominante, también tiene un atractivo espiritual
particular que responde al nombre que Dios le ha dado desde toda la eternidad. Está dicho
en la parábola del buen pastor: “Él llama a sus ovejas por sus nombres y las lleva a
pastoreo; proprias oves vocat nominatim et educit eas" (Jn 10, 3). Este nombre espiritual
corresponde a la gracia particular que le da el Señor, como Él da a cada flor su belleza
especial. Hay almas en las que domina naturalmente la inteligencia y que reciben sobre
todo gracias de luz; si ellas les son fieles recibirán también cada vez más, gracias de
fortaleza que las conducirán a la perfección. Otras se elevan hacia la misma cumbre por
otro camino; en ellas es la voluntad la que se manifiesta más; reciben gracias que las
llevan a emplearse a fondo en el servicio de Dios; las gracias de luz, al principio poco
sensibles, no se manifestarán sino más tarde. Otras, en fin, en las que domina la memoria
y la actividad práctica, reciben sobre todo gracias de fidelidad al deber cotidiano, pero
pueden ser conducidas por ese camino a una muy alta perfección, al ejercicio superior de
las virtudes teologales y a sus dones correspondientes. Hay en cada alma, en el orden
natural, una aptitud más vigorosa, que la gracia se esfuerza en perfeccionar para
resplandecer en seguida sobre las partes más débiles y fortificarlas a su tiempo. Otras son
más inclinadas a la oración, otras a las austeridades, al apostolado en sus diversas formas.
Esta inclinación sobrenatural especial, no hay que combatirla, pues debe crecer y por su
intermedio trabajaremos en matar al pecado y podremos llegar a la perfección. La acción
de la gracia no debe destruir lo que hay de bueno en nuestra personalidad, sino al
contrario, perfeccionarlo por la vía de la abnegación y de la cruz, como se lee en la vida
de los santos. "Seamos sobrenaturalmente nosotros mismos, sin nuestros defectos", decía
un excelente director. No imitemos lo que no puede convenirnos, como la armadura de
Goliat no convenía a David, quien se contentó con su honda.
Pero para llegar a ser sobrenaturalmente el mismo sin los defectos, conviene examinarse
con frecuencia considerando la jerarquía de las virtudes que son como las diferentes

32
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

funciones de nuestro organismo espiritual; veremos mejor así, en nosotros, todo lo que se
opone a la perfección de estas virtudes. Esta jerarquía puede expresarse como sigue,
poniendo en la cumbre a la caridad para con Dios, que es la más alta de las virtudes
teologales, y a continuación la de la prudencia, superior a todas las virtudes morales que
ella gobierna. Se verá de este modo más claramente la gravedad de las faltas que se
opone a estas virtudes.

para con Dios y don disgusto de las cosas


de sabiduría para espirituales
Caridad
con el prójimo y envidia, discordia,
misericordia. escándalo
TEOLOGALES

confianza, presunción
abandono y don de desesperación
Esperanza
temor opuesto a la
presunción.

y espíritu de fe y infidelidad,
dones de blasfemia
Fe
inteligencia y de enceguecimiento e
ciencia. ignorancia culpable.

docilidad a los imprudencia,

VICIOS CONTRARIOS
buenos consejos y negligencia,
Prudencia
don de consejo prudencia de la
carne, astucia
VIRTUDES

y virtudes anexas: injusticia, impiedad,


Religión (don de superstición,
piedad), de hipocresía, mentira
penitencia, de
piedad filial, de
Justicia
CARDINALES

obediencia, de
gratitud, de
veracidad, de
fidelidad, de
liberalidad.

y don de fortaleza, audacia, temeridad,


con las virtudes flojedad,
anexas de pusilanimidad
Fortaleza
magnanimidad,
paciencia y
perseverancia.

Temperancia (sobriedad y intemperancia,


castidad), anexas de lujuria, cólera,
dulzura y humildad. orgullo, curiosidad.
33
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Se puede también, según el simbolismo tradicional, representar la jerarquía de las


virtudes pensando en un edificio espiritual. La excavación que es necesario hacer para
construirlo representa la humildad; pero esta excavación no se ha de hacer solamente una
vez por todas, como se hace para levantar una casa, sino que debe ser hecha
continuamente hasta el fin de la vida; en efecto, a medida que el edificio espiritual se
eleva, debe tener fundamentos más profundos; la humildad debe crecer con el amor de
Dios. De esta excavación se levantan dos columnas o pórticos, que simbolizan la fe y la
esperanza, y estas dos columnas sostienen la cúpula, cuya clave de bóveda representa a la
caridad para con Dios, la más alta de las virtudes y que vivifica a todas las demás.
Para entrar en este edificio espiritual, hay una puerta de dos hojas, cuyos cuatro goznes,
en latín cardines, representan las cuatro virtudes cardinales; los goznes superiores a la
prudencia y a la justicia; los otros dos a la fortaleza y a la temperancia; los herrajes que se
insertan en estos goznes simbolizan las virtudes, añejas de religión, penitencia,
obediencia, veracidad, subordinadas a la justicia; las de magnanimidad, paciencia,
perseverancia subordinadas a la fortaleza o también las de virginidad, dulzura y
humildad. A cada virtud cardinal corresponde un don del Espíritu Santo simbolizado por
una piedra preciosa engarzada en la puerta. De la columna de la fe está suspendida la
lámpara del don de inteligencia, y de la clave de bóveda de la caridad está suspendida la
lámpara del don de sabiduría, que alumbra interiormente a todo este edificio espiritual.
Es menester en fin, en este examen no descuidar las vinculaciones entre el interior y el
exterior.
Ciertos directores llaman mucho la atención de los principiantes sobre la actitud exterior
que se debe observar en la oración, en la asistencia a la Santa Misa, en la recepción de los
sacramentos, en las relaciones con nuestros superiores y con nuestros iguales, en suma en
toda la conducta de la vida. Muy justo es ello, en verdad, pero el exceso de semejante
método conduciría bien pronto a una cierta hipocresía, al descuidar la vida interior
tratando sólo de salvaguardar sus apariencias. Decía Nuestro Señor: "Cuando ayunéis, no
queráis tomar un tinte sombrío, como hacen los hipócritas, los cuales procuran extenuar
su rostro para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo, que han recibido
ya su recompensa" (Mt 6, 16).
Por reaccionar contra este exceso, otros no consideran en su justo valor la parte externa, y
como su alma no está suficientemente unida a Dios, el exterior deja mucho que desear.
Quieren ir apresuradamente, y por un orgullo inconsciente, no se preocupan como
debieran de aquello que es útil y necesario no sólo a los principiantes, sino también a los
adelantados.
El hombre, compuesto de alma y cuerpo, no conoce las cosas espirituales e interiores sino
en el espejo de lo sensible y externo, in speculo sensibilium; esto último, por
consiguiente, aunque en un puesto secundario, debe ser tenido en cuenta (Cf. II-II, q. 81,
a. 7).

34
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

La verdad se eleva todavía en nuestro caso, como se eleva la cumbre, en medio y próxima
a sus dos tendencias contrarias. Está sostenida por este principio: El fin que se pretende,
que es primero en el orden de la intención, es último en el de la ejecución. Se contempla
primeramente el edificio cuya construcción se pretende, su elevación y su belleza en la
idea que de él se forma, se eligen luego los medios necesarios sin descuidar ni los más
inferiores, los cuales, sin embargo, cuando se trate de levantar el edificio habrán de ser
los primeros en emplearse. En todas las cosas es necesario considerar primero el fin; pero
cuando se llega al momento de la ejecución misma, menester es ante todo comenzar por
los medios inferiores y elevarse luego progresivamente hasta llegar a la realización u
obtención del pretendido fin. Antes de recibirse de doctor en Letras es preciso seguir los
cursos de una facultad y por ella hacerse alistar en las filas de lo que se pretende. Pues, lo
mismo sucede cuando se trata de marchar hacia la perfección. Si el fin de la vida interior
no ha sido primero en el orden de la intención, si con el socorro de la gracia, no ha sido
eficazmente anhelado, tampoco será alcanzado en los límites de la ejecución; vaya esto
como contraponiéndose al parecer de aquellos que se preocupan mucho del exterior.
Mas, por el contrario, en el principio de la ejecución es menester no descuidar los
pequeños medios por los cuales se habrá necesariamente de empezar. Es preciso tener
aquí una verdadera atención a lo exterior, que viene a ser como el muro de defensa de
nuestra vida espiritual; sin el recogimiento exterior, la unión con Dios es imposible, y sin
la práctica exterior de la humildad no se llegará nunca a poseer la verdadera humildad de
corazón59. Existen relaciones mutuas entre el exterior y el interior, como entre lo físico y
lo moral, lo sensible y lo inteligible, la imagen y la idea, las pasiones y la voluntad. La
imagen precede a la idea, que se abstrae de aquélla y en seguida sirve para expresarla. El
culto externo, la oración vocal ayuda a la oración mental, la cual a su vez da vida a la
salmodia o al cántico litúrgico.
Si es verdad que lo interior es lo principal, no podría ser descuidado lo exterior sin
verdadero daño para nosotros y frecuentemente sin escándalo para el prójimo.
Se echa de ver, pues, por este doble examen de conciencia, la necesidad de la
mortificación, como asimismo de las purificaciones pasivas o de cruces que el Señor nos
envíe para purificarnos de todo apego al mundo y a nosotros mismos, y para que
verdaderamente el amor hacia Él ocupe el primer lugar en nuestra alma y reine sobre
todos nuestros actos.
Para hacer bien este examen, bajo cualquiera de las dos formas, tiene suma importancia,
como decíamos al principio, el no separar la mirada que sobre nosotros mismos echamos,
de aquella que debe siempre dirigirse a Dios, ejemplar de toda perfección. Esta mirada
sobre Dios es una mirada de la fe, perfeccionada por el don de sabiduría, que nos hace
juzgar de todo con relación a Dios, causa primera de salvación y fin último. Al considerar
las perfecciones divinas de Verdad, de Bondad, de Amor, de Justicia, de Misericordia, se
comprende mucho mejor, por antítesis, la miseria del hombre y el desorden del pecado.
Al recorrer el libro de la vida, donde se halla estampada la historia toda de nuestra alma,
conforme a la verdad más absoluta, se puede entrever mejor, y como desde lo alto, en qué
59
II-II, q. 161, a. 6, ad. 2um.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

cosa nos hemos buscado a nosotros mismos, en el transcurso de una semana o de un año,
por orgullo, vanidad, envidia, concupiscencia, en lugar de habernos entregados por entero
a Dios, ex Deo nati, por la humildad, dulzura, espíritu de fe, confianza y amor. Hecho de
esta manera, el examen de conciencia tiende a transformarse en oración, en aquella
oración que, implora la gracia eficaz para entrar en la intimidad de Dios60.

CAPÍTULO V
LA MORTIFICACIÓN Y LA ELEVACIÓN INFINITA DE NUESTRO
FIN SOBRENATURAL
Primeros movimientos desordenados y “actividad natural”
Después de haber demostrado la necesidad de la mortificación para borrar las huellas del
pecado original y de nuestros pecados personales, impresas en nuestras almas, importa
examinar ahora cómo ella debe contribuir a la subordinación perfecta de nuestra actividad
natural a la vida de la gracia, para no perder jamás de vista la elevación infinita de
nuestro fin sobrenatural.
Si el hombre hubiese sido creado en un estado simplemente natural, con un cuerpo y
alma inmortal, pero privado por completo de la vida de la gracia, hubiese debido
disciplinar sus pasiones, someterlas a la recta razón y a la voluntad, subordinando, a su
vez, estas facultades superiores a Dios, Autor de su naturaleza, a quien hubiera debido
amar por encima de todo, como fiel servidor; pero de este modo, jamás hubiera conocido
a Dios sino a través de las criaturas en quienes se proyectaban sus perfecciones. De
hecho no ha sucedido así, puesto que el Altísimo en su infinita bondad ha querido
llamarnos a un último fin, incomparablemente más elevado: llamarnos a contemplarle
inmediatamente, cara a cara, como Él se contempla, y a amarle como Él se ama. El ha
querido hacernos partícipes de su vida íntima, y es por eso que la vida de la gracia es
desde ya la vida eterna en su principio, inchoatio vitae aeternae, porque es el germen de
la gloria, semen gloriae.
Síguese de ello que el hombre debe vivir no sólo de un modo racional, sino también
sobrenaturalmente, y esto en todos sus actos deliberados, puesto que todos y cada uno
deben estar ordenados, al menos virtualmente, a nuestro fin último sobrenatural, que es el

60
En el escrito de un místico inglés- del siglo XIV, "Le Nuage de l'inconnaissance", c. 39, traducido ha poco por Dom
M. Noetinger de Solesmes (Mame, Tours), encontrarnos las siguientes expresiones: "La oración no es otra cosa cue
una aspiración del alma que tiende directa y fervorosamente a Dios, para alcanzar el bien y apartar el mal.
Pero ... todo el mal, ¿no está por ventura contenido en el pecado? Si, pues, queremos elevar 'nuestra plegaria para
alcanzar vernos libres de todo mal, inútil es el decir, o pensar, en tener en nuestro espíritu palabras que no tengan
el significado de esta pequeña expresión: "falta" (sin, réché).
Si, por el contrario, nuestra plegaria tiende a conseguir todo bien, no queramos proferir, ni por los labios ni por el
pensamiento o el deseo, palabra alguna que no sea "Dios".
Mas, aunque la brevedad de la oración está muy recomendada aquí, no hay sin embargo que disminuir su
frecuencia... Nunca habría de cesar antes de haber conseguido plenamente el objeto de su deseo. — Ver ibid., ch.
V. IX, XXXVI Sq.; LXXIV sq.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

término de nuestro viaje61. Debemos vivir no solamente como seres racionales, sino
también como hijos de Dios, rescatados por su único Hijo: no basta someter nuestras
pasiones a la recta razón, es menester, además, someter la razón misma a la fe, al espíritu
de fe, y toda nuestra actividad natural a la vida de la gracia, de la caridad, a la fidelidad,
al Espíritu Santo.
La elevación infinita de nuestro fin sobrenatural exige, por consiguiente, de una manera
especial, la mortificación de los primeros movimientos interiores de concupiscencia, de
orgullo, de cólera, de celos, de envidia, y aún la mortificación de una actividad natural,
que sin ser manifiestamente reprehensible, no tardaría sin embargo en desarrollarse en
detrimento de la vida de la gracia. En el vocabulario ascético; entiéndese generalmente
por actividad natural, una actividad que no está suficientemente subordinada a nuestro fin
último sobrenatural, una actividad que no está santificada, sino que procede casi
únicamente de un temperamento inclinado a exteriorizarse, del entusiasmo natural, de
una curiosidad mal disciplinada, de la necesidad de distraerse, de ejercer cierta influencia,
de hacer hablar de sí mismo, de llegar a una situación anhelada. De esta manera, haciendo
sin duda el bien, se tiende inconscientemente a hacerse centro, a traer hacia sí mismo las
almas en lugar de llevarlas a Dios, y se olvida así la palabra del Maestro: "Buscad el
reino de Dios y lo demás se os dará por añadidura".
Es de admirar hasta qué punto puede desarrollarse esta actividad natural con detrimento
de la vida de la gracia; no es raro, ciertamente, hallar cristianos que poseen una gran
cultura literaria, científica o jurídica y en quienes la fe cristiana parece no haberse
desarrollado desde su primera comunión; si la conservan todavía, la guardan sin la
proporción correspondiente a su actividad natural; y corre, así, los más grandes peligros,
pues no está aún bien ilustrada, bastante fuerte para defenderse contra todas las
objeciones que se presentan en semejante estado de espíritu. Grandes sabios son a
menudo, sin darse cuenta, verdaderos enanos espirituales. Puede ser, también, que
personas dedicadas al apostolado exterior, o al estudio, o también al estudio de la
filosofía, de la teología, de la exégesis, del derecho canónico, se dejen arrastrar de tal
manera por la actividad natural que la vida de la gracia, el espíritu de fe, no ejerzan en
ellas sino una débil influencia. En medio de este exceso, de estas preocupaciones,
generalmente humanas, que dan la ilusión de una vida intensa, hay quizás, a los ojos de
Dios, un vacío o una debilidad sobrenatural próxima a la muerte.
La elevación infinita de nuestro fin sobrenatural exige, pues, una mortificación que el
hombre natural no sabría comprender, una mortificación que es obligatoria como la
perfección de la caridad, o del amor de Dios perfección que no- estamos obligados a
realizar inmediatamente, pero que cada uno ha de tender hacia ella según su condición, en
virtud del precepto supremo (II-II, q. 184, a. 3).

61
Cf. S. Thomas, I-II, q. 18, a. 9. No existen actos deliberados individuales que sean indiferentes, vale decir, ni
moralmente buenos, ni moralmente malos. Sí hay algunos indiferentes en razón de su objeto, como el hecho de
salir a pasear, no lo son en razón de su fin, puesto que el hombre debe hacer cuanto hace, por un fin honesto,
subordinado al fin último sobrenatural, que debe ser preferido a todo; así estos actos son siempre buenos o malos
en razón de su fin.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Veamos lo que dice Nuestro Señor a este respecto, en el Sermón de la Montaña, con
relación a los primeros movimientos desarreglados; lo aplicaremos enseguida a lo que la
ascética llama "la actividad natural".

La mortificación de los primeros movimientos desarreglados


Queriendo mostrar, Nuestro Señor, en el Sermón de la Montaña (Mt 5), la excelencia de
la nueva ley, ley de amor y de gracia, y su superioridad sobre la ley de temor del Antiguo
Testamento, insiste, comenzando por las ocho Bienaventuranzas, sobre la elevación de
nuestro fin sobrenatural: "Bienaventurados los pobres de espíritu…, los mansos...,
bienaventurados los que lloran..., los que tienen hambre y sed de justicia..., los
misericordiosos... , los puros de corazón... los pacíficos…, bienaventurados los que
sufren persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos". Ellos serán
consolados, hartados, ellos obtendrán misericordia, verán a Dios, serán llamados sus
hijos, su recompensa es grande en el cielo.
¿Cómo alcanzar un fin tan alto, que no es otro que la vida misma de Dios durante la
eternidad? Es necesario comenzarla a vivir aquí abajo por la gracia: "Sed, pues, perfectos
como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mc 5. 48).
Para eso es necesaria una gran mortificación, no solamente exterior, sino también
interior; mortificación de los menores movimientos desarreglados de concupiscencia, de
cólera, de odio, de orgullo, de hipocresía, etc.
El verdadero cristiano no debe guardar ningún resentimiento, ninguna animosidad en su
corazón: "Cuando presentes tu ofrenda ante el altar, si te acuerdas que tu hermano tiene
algo contra ti, deja allí, ante el altar tu ofrenda, y ve, luego a reconciliarte con tu
hermano; después vendrás a presentar tu ofrenda" (Mt 5. 24). "Reconcíliate con tu
adversario lo antes posible"; es necesario no sólo no ver en él un adversario, sino un
hermano, un hijo de Dios. ¡Bienaventurados los mansos!
Mortificación de la concupiscencia, de la mala mirada, del mal deseo, con el que ya se
cometería el adulterio en el corazón: "Si tu ojo derecho te es una ocasión de caída,
arráncale…; tu mano... córtala; porque más te vale que uno solo de tus miembros perezca
y que tu cuerpo entero no sea arrojado en el infierno" (Mt 5. 29).
El ojo derecho que es ocasión de caída, es ya un mal pensamiento bajo el pretexto de
apostolado, ya un amigo, un consejero, y aun el padre que se extravía e induce al mal.
Nuestro Señor no puede expresarse de una manera más enérgica para mostrar el peligro:
"Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncalo". Recurre, si es necesario, a las austeridades
corporales, al ayuno, a la vigilancia, a las disciplinas; encontrarás en ello mayor libertad
de espíritu62.
Mortificación de todo deseo desarreglado de venganza: "Vosotros sabéis que se dijo: Ojo
por ojo, diente por diente. Pero yo os digo que no tengáis rencor al perverso".

62
Cf. II-II, q. 147 de jejunio.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

No respondáis a las injurias con brusquedad para vengaros; sin duda es necesario resistir
hasta la muerte al malo que quiere llevarnos al mal, al pecado; pero todo cristiano debe
soportar con paciencia las injurias, sin odio, sin irritación. "Si alguno te golpea la mejilla
derecha, preséntale la izquierda. Si te quiere llevar a juicio para quitarte tu túnica, dale
también tu manto". Es decir estar preparado para sufrir la injusticia, con longanimidad.
Esto era necesario particularmente a los Apóstoles para fundar la Iglesia, pues ellos
debían soportar el choque terrible de las persecuciones, y muchos paganos, a la vista de
su constancia heroica y de su bondad debían convertirse. Pero también se recomienda
aquí a todos los cristianos, la paciencia en la tolerancia de las injurias; pues ella es, sobre
todo, quien quebranta la cólera del adversario y quien lo convierte. El cristiano debe estar
menos preocupado de defender celosamente sus derechos, que de ganar para Dios el alma
irritada de su hermano. Su código no es la "Declaración de los derechos del hombre",
sino el Evangelio. Se ve así, la altura de la justicia cristiana, que debe unirse siempre a la
caridad. A quien quiera tomarnos la túnica, vale más darle también nuestro manto, que
comenzar un proceso que separaría profundamente las almas. A todos les está
recomendado aquí el evitar las contenciones en las oposiciones con el prójimo; a los
perfectos se les dice que no entren en litigios, menos en los intereses superiores cuya
guarda tienen; si no pueden ceder en sus deberes, lo pueden en sus derechos, para el bien
sobrenatural de aquel que se irrita contra ellos. Así lo han practicado todos los santos.
Mortificación del egoísmo, de la propia voluntad, por una activa práctica de la caridad:
"Si alguno quiere obligarte a hacer mil pasos, haz con él dos mil. Da a quien te pida y no
busques evitar a quien te quiere pedir un empréstito". Si alguno te pide un servicio, una
ayuda, disponte para darle más de lo que pide; no te detengas con los bienes terrenos,
pero considera más bien el alma de tu prójimo.
Mortificación de los sentimientos de odio, aun respecto de los peores enemigos: no
solamente paciencia sobrenatural, perdón de las injurias, sino también amor a los
enemigos. "Y yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os odian, rogad
por los que os maltratan y os persiguen: a fin de que seáis los hijos de vuestro Padre que
está en los cielos… Si amáis solamente a aquéllos que os aman, ¿qué recompensa
merecéis? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros
hermanos, ¿qué más que los paganos hacéis?". El motivo formal de la caridad es, en
efecto, infinitamente superior al de una amistad natural. Nosotros amamos naturalmente a
aquellos que nos hacen bien, como también somos impulsados a aborrecer a aquellos que
nos hacen mal y a permanecer indiferentes con los demás. El amor natural nos hace amar
al prójimo por sus buenas cualidades naturales y por los favores de él recibidos. El
motivo formal de la caridad es muy otro, ya que debernos amar sobrenaturalmente aún a
los peores enemigos; debemos amarles con el mismo amor sobrenatural y teologal con
que amamos a Dios, considerando por la fe que estos enemigos, si no son ahora amigos
de Dios, están, al menos, llamados a serlo, están solicitados por la gracia divina para que
se conviertan; debemos rogar por su conversión, por su salvación, desear que lleguen
como nosotros al término del viaje, a la vida del cielo, por medio de la bendición y el
socorro de nuestro Padre común, que todos debemos eternamente glorificar. Para amar
así sobrenaturalmente al prójimo que nos ofende, es necesario mirarlo sobrenaturalmente

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

con los ojos de la fe, ver en él un hijo de Dios y, por amor de Dios, desearle los
verdaderos bienes sobrenaturales imperecederos. Eso exige evidentemente la
mortificación de todos los movimientos de antipatía, de aversión, de rencor; todo eso
debe ser abrasado por el fuego de la caridad, para que esta virtud tenga verdaderamente el
primer lugar en nuestras almas y anime todos nuestros actos.
Nuestro Señor exige muy enérgicamente, en fin, sobre todo a las personas consagradas a
Dios, la mortificación de los menores movimientos de hipocresía y de orgullo espiritual,
pues, si nuestra justicia no abunda más que la de los escribas y fariseos, no entraremos en
el reino de los cielos: "Guardáos de hacer vuestras buenas obras ante los hombres, para
ser visto de ellos; de lo contrario no tendréis recompensa ante vuestro Padre que está en
el cielo. Cuando hagas, pues, limosna, no suenes la trompeta delante tuyo, como hacen
los hipócritas en las sinagogas y en las calles" (Mt 6,1). "Cuando roguéis, no hagáis como
los hipócritas que gustan rezar ante las sinagogas y en los rincones de las calles, para ser
vistos de los hombres... Cuando ayunéis, vio toméis un aire sombrío, como hacen los
hipócritas, que aparecen macilentos, para mostrar a los hombres que ayunan. En verdad,
os digo, que ya han recibido su recompensa" (Mt 6,16) .
Respecto a esto Jesús nos muestra cual debe ser el espíritu de mortificación: morir al
pecado y a sus consecuencias por amor de Dios: "Tú, cuando ayunes, perfuma tu cabeza
y lava tu cara, para que no vean los hombres que ayunas, pero sí tu Padre, que está
presente en lo secreto, y Él, que ve lo oculto, te premiará" (Mt 6,18). Perfuma tu cabeza
con el aceite de la caridad, de la misericordia y de la alegría espiritual. Lava tu cara, es
decir, purifica tu alma de todo espíritu de ostentación y de toda afección desordenada.
Cuando haces esos actos de piedad, no está prohibido que seas visto, sino que quieras ser
visto, porque así perderías la pureza de intención que debe dirigirse directamente a Dios,
al Padre presente en el secreto de tu alma.
Otra mortificación del orgullo: "No juzguéis y no seréis juzgados. Porque según como
hayas juzgado se os juzgará ... ¿Por qué miras la paga en el ojo de tu hermano, y no miras
la viga que está en el tuyo?". El juicio temerario, generalmente nacido del orgullo,
afirma, bajo ligeros indicios de mal, la mala intención del prójimo; así se falta a la
caridad y a la justicia; se arroga un derecho que no se posee: solamente Dios puede juzgar
el secreto de los corazones, tanto más cuanto que no ha habido suficiente manifestación
exterior. El que juzga así temerariamente, es un juez vendido por su orgullo, que ve en el
prójimo, no un hermano, sino un rival que debe suplantar.
Nuestro Señor pide, en fin, especialmente, a aquellos que están encargados de instruir a
los otros sobre las cosas de la salud, la mortificación del orgullo intelectual. Dice
hablando de los fariseos: "Buscan el primer lugar en los festines, los primeros asientos en
las sinagogas, los saludos en las plazas públicas y ser llamados Rabí por los hombres.
Pero vosotros no queráis ser llamados Rabí; pues no tenéis más que un solo Maestro, y
todos sois hermanos. El más grande de vosotros sea vuestro servidor. Pues quienquiera
que se ensalce será humillado y quienquiera que se humille será ensalzado" (Mt 23, 6-
12).

40
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

También dirá San Pablo (1Co 8, 1): "La ciencia hincha, mientras que la caridad edifica.
Si alguno presume de su ciencia, no ha conocido todavía cómo se debe conocerla. Pero si
alguno conoce a Dios, ese es conocido de Él". Como dice Santo Tomás, comentando este
texto de San Pablo, la ciencia sin la caridad es inútil para la salvación y lleva al orgullo,
mientras que la caridad edifica. Es necesario, pues, asociar la caridad a la ciencia, y
buscar la verdad no por curiosidad y vanagloria, sino por amor de Dios y de las almas;
entonces la ciencia será también útil para la salvación. "Hay algunos dice San Bernardo
que quieren saber por saber, y eso es curiosidad; otros para ser conocidos, y eso es
vanidad; otros para vender la ciencia, y eso es un cálculo sin nobleza; otros para
edificarse, y eso es prudencia; otros, en fin, para la edificación del prójimo, y eso es
caridad".
Es necesaria aquí una mortificación y una virtud especial, para refrenar por un lado la
curiosidad, para vencer por otro la pereza intelectual, y ordenar el estudio hacia un fin
sobrenatural, al amor de Dios y de las almas. Esta virtud es la de la estudiosidad o
aplicación al estudio, virtud que debe ser animada por la caridad, para no sacrificar en el
trabajo intelectual lo principal a lo accesorio, el Creador a la creatura, y para no
detenerse, como sucede a menudo, en un estudio minucioso o una crítica literal del
Evangelio, en lo superfluo, y perder así el espíritu de la palabra de Dios63.
Santo Tomás insiste sobre este punto explicando el fin del Sermón de la Montaña: "Quien
escuchare estas palabras y las pusiere en práctica, será comparado a un hombre sabio, que
edificó su casa sobre roca... Pero quien las escuchare sin llevarlas a la práctica, será
semejante a un insensato que edificó su casa sobre arena". "Cayó la lluvia, descendieron
los torrentes, soplaron, los vientos y azotaron la casa y fue volteada, siendo grande su
ruina" (Mt 7, 24). El Doctor Angélico dice a este respecto: "A cada uno toca ver sobre
qué construye... cuál es el fundamento sobre el que reposa su intención. Algunos
escuchan (la palabra del Evangelio) solamente para saber, edifican solamente sobre la
inteligencia, y eso es edificar sobre arena... Otros la escuchan para practicarla, para amar
a Dios y al prójimo, y eso es edificar sobre roca... sobre la caridad: ¿Quién nos separará
de la caridad de Cristo?" (Rm 8, 35)64.
Vemos así por el Sermón de la Montaña, al cual hay que considerar con frecuencia para
no perder de vista la grandeza de la moral cristiana, que la elevación infinita de nuestro
fin sobrenatural, exige de todo cristiano la mortificación generosa de todos los
movimientos desarreglados de su corazón: concupiscencia de la carne y de los ojos,
orgullo de la vida, de donde nacen los siete pecados capitales, que son el principio de una
muchedumbre de otros pecados, a menudo más graves aún, que destruyen la vida de la
gracia, nos apartan del último fin y nos ponen en el camino de condenación. El espíritu
de esta mortificación reclamada por la nueva ley es, pues, el espíritu de amor de Dios y
de las almas en Dios. Pero no se piensa en lo suficiente, que esta ley de amor y de gracia
exige a su vez la mortificación de una "actividad natural" que, sin ofender
manifiestamente al orden natural, se desarrollaría en detrimento de la vida divina.

63
Cf. S. Tomás II-II, q. 166, de studiositate.
64
Tomás in Matthaeum, 7, 24.

41
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Lo mortificación de la -actividad natural"


En la terminología ascética y mística, los autores espirituales entienden por "actividad
natural" la acción del alma que se ejercita fuera del influjo de la gracia, y en perjuicio de
la misma; es una actividad no santificada, que al desarrollarse nos aparta de la unión
divina y nos dispone de más en más al naturalismo práctico.
Debe ser ella vigilada y mortificada en virtud del principio de Santo Tomás que "no
existe acto deliberado individual que sea indiferente", es decir ni moralmente bueno, ni
moralmente malo65.
Si algunos actos son indiferentes en razón de su objeto, como el ir a pasear, cuando los
realizamos deliberadamente los queremos sea por un fin bueno, sea por un fin malo.
Luego el hombre debe obrar en lo más posible deliberada y no maquinalmente, y hacer
todo cuanto lleva a cabo por un fin racional, honesto, finalmente por Dios, a quien
debemos amar por encima de todo, y al cual debemos ordenar al menos virtualmente
todos nuestros actos.
"Nadie puede servir a dos señores simultáneamente; puesto que aborrecerá al uno y
amará al otro, o si se sujeta al primero mirará con desdén al segundo. No podéis servir a
Dios y a las riquezas66, a Dios y al mundo. No se pueden pretender dos fines últimos
diferentes, cada uno de los cuales fuera considerado como el bien Supremo" 67. "Ora
comáis dice San Pablo—, ora bebáis, o hagáis cualquiera otra cosa: hacedlo todo a gloria
de Dios"68. Al igual que como se dice, sobre los Alpes, en la región de San Gothardo, en
el límite de división de las aguas, cada gota de agua se dirige ora al norte, hacia el Rhin y
el Mar del Norte, ora al sud hacia el Rhon o el Tessin y el Mediterráneo, así también en
nuestra vida cada acto deliberado sigue la dirección del bien o la del mal. En materia
moral en la realidad concreta de la vida, no cabe la neutralidad; asimismo deberíamos
pensar con frecuencia en las consecuencias próximas o lejanas de nuestras acciones, de
una actividad natural buena o inofensiva al parecer, pero que, nacida fuera del influjo de
la gracia, tiende a desarrollarse en detrimento de ésta. ¡Cuántas veces la vida divina reina
tan sólo en nosotros en los actos superiores, sin reinar en manera alguna sobre una
cantidad de actos, donde ni siquiera virtualmente se hallan el espíritu de fe y de amor de
Dios! Con justicia, pues, se han distinguido tres grados en esta "actividad natural".
El primero, que es el más grosero, consiste en un ardor natural cuyas consecuencias
inmediatas son sentidas en ciertas personas que casi nada pueden emprender sino es con
impetuosidad; su acción, muy poco reflexiva por cierto, es casi siempre vehemente,
fogosa, un verdadero arranque. Seguramente, esta disposición no procede de ningún
modo de la gracia, sino por el contrario se le presenta como adversa, como que va
seguida de desarreglo, y arrojada en la turbación, el desorden y la obscuridad.
Ordinariamente esta actividad comienza por el amor propio, el deseo de satisfacerse lo

65
I-II, q. 18, art. 9.
66
Mt 6, 24.
67
I-II q. 1, a. 5.
68
1Co 10, 31.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

más pronto posible; de allí dimana una precipitación contraria a toda prudencia, una
agitación opuesta radicalmente a la paz, a la tranquilidad del orden, en que se conserva la
presencia de Dios. En ocasiones semejantes es necesario detenerse y suspender la acción
para moderar la actividad que arrebata.
Hay aquí mucho egoísmo inconsciente, egoísmo individual o egoísmo colectivo que se
podría llamar nosismo. Es lo que acontece cuando, sin duda, queremos que se haga el
bien, pero queremos que sea hecho por nosotros, a nuestra manera, y sino por nosotros, al
menos por nuestra sociedad, nuestra familia religiosa, por nuestra comunidad y bien
pronto el espíritu de corporación o el espíritu de partido acaba por substituir al espíritu de
Dios. Síguense de aquí las más tristes divisiones entre los obreros de la viña del Señor.
Ciertamente, nadie se dispone así para la contemplación de las cosas divinas.
A veces se manifiesta este ardor natural como un entusiasmo exterior y bullicioso, que
fatiga mucho a las almas reflexivas y recogidas, pues se asemeja a la vida espiritual como
las piedras de vidrio al diamante, como la patriotería al verdadero amor de la patria, como
el culto enfático y estúpido de la ciencia al amor por la verdad. Este ardor natural puede
hacer creer a un alumno de escuela primaria o a un sabio mediocre, que es una autoridad
considerable, a un administrador de los más vulgares que es un jefe excepcional. Puede
hacer también megalómanos ridículos e inofensivos, pero más frecuentemente hace
ambiciosos que cuando llegan a los altos cargos son muy perjudiciales al prójimo.
El segundo grado de actividad natural es menos grosero y menos peligroso: se lo llama
precipitación natural. Se encuentra en personas que tienen la conciencia mucho más
delicada, pero que con frecuencia no escuchan bastante al Espíritu Santo en el secreto de
sus corazones. Su voluntad propia se insinúa en su acción y previene el movimiento de la
gracia. De alguna manera se dejan fascinar por un fin, cuya obtención es próxima en el
estudio o el apostolado; pierden de vista la relación de este fin próximo con el último fin,
la gloria de Dios y la salvación de las almas; entonces, no viendo suficientemente el fin
supremo no recurren suficientemente a Dios, autor de la gracia, para cumplir su deber; no
oran bastante. Olvidan la importancia del gran principio que Santo Tomás recuerda con
frecuencia: el orden de los agentes corresponde al orden de los fines; imposible es tender
al fin último sin el concurso del agente supremo Dios, autor de la salvación. Si uno no ve
sino la obtención de un fin próximo y humano no se recurre más que a un esfuerzo
humano y se deja arrastrar por la precipitación natural. Luego, si el éxito no responde a
nuestra esperanza, experimentamos tristeza, nos turbamos. No sucedería esto si en lugar
de obrar precipitadamente por nosotros mismos, cuando no hay consejo ni precepto,
esperáramos el movimiento de la gracia para no obrar sino por el motivo de la voluntad
de Dios. Muchas almas que aspiran a la perfección están sujetas a este defecto sin
comprender qué gran obstáculo se opone a la acción del Espíritu Santo. Sería menester
consultar siempre a Dios en la oración para los negocios de importancia, cualquiera que
esta sea, pedir con instancias su luz, pues de otro modo no se llegará a ser un alma
interior, conducida habitualmente por la inspiración del Espíritu Santo.
Poco a poco corrigió Nuestro Señor este defecto en sus apóstoles, para conducirlos a la
santidad. Pedro le dijo antes de la Pasión: "Aun cuando fueras para los demás un objeto

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

de escándalo, no lo serás para mí". Jesús le respondió: “En verdad te digo que tú, hoy
mismo, en esta noche, antes de la segunda vez que cante el gallo, tres veces me habrás
negado?”69 Respondió a Santiago y a Juan que deseaban ver descender fuego del cielo
sobre una aldea que había permanecido sorda a la palabra de Dios: "No sabéis de qué
espíritu sois"70. San Pablo recuerda que la actividad natural produce en el sabio la
hinchazón del orgullo y que puede hacer del predicador "campana que resuena y címbalo
que retañe"71.
En fin, el tercer grado de la actividad natural no es ni el del ardor ni el de la precipitación
sino un movimiento natural mucho más sutil y difícil de conocer que los otros dos. Se
encuentra en personas que tienen sus pasiones muy gobernadas y muy pura intención,
que consultan al Señor con la oración en los negocios de alguna importancia, pero que no
esperan bastante, para la ejecución, el movimiento de la gracia. Olvidan que el Espíritu
Santo es el dueño de la hora.
De tiempo en tiempo, por un rasgo de amor propio inconsciente, tienen un juicio
enteramente natural, que no procede de ningún modo del espíritu de fe y se disponen a
obrar de una manera totalmente humana, sin esperar el momento querido por Dios. No
son bastante contemplativas; olvidan la lección del Salmo: Expectans expectavi
Dominum, et intendit mihi: esto les origina un perjuicio muy grande que no se imaginan;
fórmase así como una nube entre ellas y Dios y cesan de ver un momento la luz divina.
Estos movimientos naturales deslucen mucho a un alma llegada a la unión divina, la
hacen, por un momento, banal, o aun vulgar. El Espíritu Santo retira en este instante su
asistencia particular y el alma demasiado apresurada para obrar por sí misma, en vez de
dejarse conducir, arruina en parte la obra de Dios en ella. Y pierde durante algún tiempo
"el sentido de las cosas de Dios".
Así, por ejemplo, cuando anunció Jesús a sus discípulos su dolorosa Pasión, Pedro lo
llevó aparte y se puso a reprenderlo, diciéndole: "¡Ah, Señor! De ningún modo: no, no ha
de verificarse eso en ti". Y Jesús vuelto a él le dijo: "Quítateme de delante Satanás, que
me escandalizas: porque no comprendes las cosas que son de Dios, sino la de los
hombres" (Mt 16,22). En esta ocasión habló Pedro muy naturalmente; olvidó que no se
puede responder, ni aun aparte, al que es hijo de Dios. Sin duda que hablaba así porque
amaba a Jesús, pero era este un movimiento natural no conforme con el espíritu de Dios y
del que se hubiera servido el demonio, a no haber mediado la respuesta de Jesús, para
engañarlo e impedirle entender el gran misterio de la Redención.
Tal es la mortificación especial que exige la elevación infinita de nuestro fin sobrenatural,
elevación de los primeros movimientos desarreglados y de la actividad natural que se
desarrollaría con detrimento de la vida divina, nos exteriorizaría más y más y nos haría
olvidar al Maestro interior que habita en nosotros para santificarnos. Si se practica
generosamente esta mortificación se comprenderá más y más que la contemplación de los

69
Mc 14, 29.
70
Luc. LX, 55.
71
I Cor., XIII, 1.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

misterios de la salvación en el recogimiento habitual está en el camino normal de la


santidad.
Se explica entonces porqué Nuestro Señor nos dice (Mt 7, 13): Angosta es la puerta y
estrecha la senda que conduce a la vida, ¡y qué pocos son los que atinan, con ella! El
camino de la carne y del orgullo es muy ancho al principio, pero se estrecha más y más y
conduce al infierno. Al contrario, el camino del espíritu es estrecho al principio, es el de
la humildad y abnegación, pero luego se ensancha y finalmente se hace inmenso como
Dios mismo, a quien conduce.
Aquí el corazón se dilata y el alma exclama: "Quam magna muititudo dulcedinis tuae,
Domine, quam abscondisti timentibus te: Cuán grande es la multitud de tu dulzura, Señor,
que guardaste para los que te temen" (S 30, 20).
San Pablo dice también: "El tiempo es corto: y así, lo que importa es que los que tienen
mujer vivan como si no la tuviesen: y los que lloran como si no la llorasen, y los que
huelgan como si no holgasen...; y los que gozan del mundo como si no gozasen de él;
porque la escena de este mundo pasa" (1Co 7, 29 y sgts.). Es por esto que contra las tres
concupiscencias se han dado los tres consejos evangélicos de pobreza, castidad y
obediencia: para que busquemos "las cosas de arriba, no las de la tierra", para que nuestra
vida esté "oculta con Cristo en Dios".
Tales son las exigencias de un fin último que trasciende infinitamente nuestras
aspiraciones naturales. Si seguimos este camino estrecho, que luego se ensancha más y
más, veremos realizar la promesa. "Cuando aparezca Cristo, que es vuestra vida, entonces
apareceréis también, vosotros con El glorioso" (Col 3, 4). "Pues a los que Él tiene
especialmente previstos, también los predestinó para que se hiciesen conformes a la
imagen de su Hijo, de manera que sea el mismo Hijo, el primogénito entre muchos
hermanos" (Rm 8, 20) .
Si uno se impone fatigas, peligros y golpes para subir al Monte Blanco y gozar con la
vista de sus grandes glaciares, qué mortificación no merece la visión misma de la divina
Esencia, poseída por toda la eternidad. "Aunque en nosotros el hombre exterior se va ya
desmoronando y el interior se va renovando de día en día. Porque las aflicciones tan
breves y tan ligeras de la vida presente, nos producen el eterno peso de una sublime e
incomparable gloria... Y el que nos formó para este estado de gloria es Dios, el cual nos
ha dado su espíritu por ofrenda" (2 Cor. IV-17; V, 5).
No hemos nacido ni de la carne ni de la sangre sino de Dios, somos de Dios. Nobleza
obliga...
Para resumir de una manera tan práctica y simple como elevada, lo que hemos dicho
acerca de la mortificación en sus relaciones con el amor de Dios y el espíritu de
Sabiduría, citamos una página del libro del Beato Grignon de Monfort, "L'Amour de la
divine Sagesse" 2a P, C. 6 (3° medio para obtener la sabiduría divina: una mortificación
universal).

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

"La sabiduría no se encuentra en aquellos Que viven a su antojo, que conceden a sus
pasiones y a sus sentidos lo que desean72; pues los que caminan según la carne no pueden
agradar a Dios y la sabiduría de la carne es enemiga de Dios 73. Mi espíritu no
permanecerá en el hombre porque es carne74. Todos aquellos que están en Jesucristo,
Sabiduría eterna, han crucificado sus carnes con sus vicios y concupiscencias, y llevan
ahora y siempre la mortificación de Jesús en sus cuerpos.
"No os imaginéis que esta Sabiduría más pura que los rayos del sol entre en un alma y en
un cuerpo manchados por los placeres de los sentidos. No exige para comunicarse una
semi-mortificación o una mortificación de algunos días, sino una mortificación universal
y continua, valerosa y discreta. Para tener la Sabiduría:
"1° Es menester o dejar resueltamente los bienes del mundo o al menos apartar su
corazón de estos bienes, poseerlos como no poseyéndolos
"2° Es menester no conformarse a las modas exteriores de los mundanos (nolite
conformari huic saéculo. Rm 12, 2) ... Esta práctica es más necesaria que lo que se
piensa.
"3° No hay que creer ni seguir las falsas máximas del mundo. Los mundanos
ordinariamente no enseñan abiertamente el pecado; pero lo tratan o de virtud o de
honestidad o de cosa indiferente o de poca consecuencia. En esta delicadeza, que el
mundo ha aprendido del demonio para cubrir la fealdad del pecado y de la mentira,
consiste esta malignidad de que habla San Pablo: "Mundus totus in maligno posítus est"
(I Joan. V, 19)... Todo el mundo está penetrado de malignidad y hoy más que nunca.
"4° Siempre que se pueda hay que huir las compañías... perniciosas o peligrosas y aun la
de las personas devotas cuando son inútiles y hacen perder el tiempo. Que vuestra vida
esté oculta con Cristo en Dios (Col 3, 3). En fin, guardad silencio con los hombres para
entreteneros con la sabiduría. Un hombre silencioso es un hombre sabio (Eccli. XX, 5).
"5° Para tener la sabiduría hay que mortificar su cuerpo, no solamente sufriendo con
paciencia las enfermedades y las molestias de las estaciones sino procurándose algunas
penas y mortificaciones, como ayunos, vigilias y otras austeridades de los santos
penitentes... El mundo rechaza como inútiles todas las mortificaciones del cuerpo. ¿Qué
no dice y qué no hace para apartar de la práctica de las austeridades de los santos,
quienes, más o menos en su totalidad han reducido su cuerpo a servidumbre por las
vigilias, los ayunos y las disciplinas?
"6° A fin de que sea buena esta mortificación exterior y voluntaria, necesariamente hay
que juntarla con la mortificación del juicio y de la voluntad, por la santa obediencia... Por
medio de esta obediencia es expulsado el amor propio que todo lo daña; la cosa más
pequeña llega a ser muy meritoria, y se llegará con seguridad y como durmiendo, al
puerto de la salvación. Todo lo que acabo de decir está encerrado en este gran consejo:

72
Job., XXVIII, 13.
73
Rorn., VIII, 8. X
74
Genes., VI, 3.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Dimitte omnia et invenies Omnia: Dejad todas las cosas y encontraréis todo al encontrar a
Jesucristo, Sabiduría encarnada".

CAPITULO VI
LA IMPERFECCION
El menor bien no es un mal pero todos deben tender a la perfección, cada uno
según su condición
Antes de tratar de las purificaciones pasivas de los sentidos y del espíritu, que tienen por
fin hacer desaparecer las imperfecciones de los principiantes y de los adelantados,
quisiéramos volver, para profundizar más, a una cuestión que hemos examinado ya en
dos lugares75, y que ha sido de nuevo discutida estos últimos tiempos en muchas revistas
francesas, belgas y alemanas; la distinción del pecado venial y la imperfección. Para
comprenderla mejor la compararemos a otra que se le asemeja en muchos puntos: la del
menor mal.
Todo el mundo concede que hay imperfecciones distintas del pecado venial entre los
actos indeliberados; por ejemplo, cuando un acto bueno (o al menos indiferente) es
hecho, en razón de su objeto, de un modo mecánico por causa de distracción involuntaria.
Muchas veces esta distracción es la causa del desorden. Cuando, con frecuencia y por
descuido, se hace ruido inútilmente al entrar en una capilla en que muchas personas están
orando, se las molesta; no se perturba menos a aquellos con quienes se salmodia cuando
por inatención se pronuncian las palabras o muy rápida o muy lentamente. Llena está la
vida de imperfecciones de este género y en las comunidades; el capítulo de las culpas
debe remediar esto; de otro modo es una molestia general que obstaculiza la marcha de
las almas hacia la perfección. No hay pecado venial en estos actos, en tanto que son
indeliberados y absolutamente involuntarios, pero deberían ser cada vez menos
frecuentes en una persona que verdaderamente tiende a la perfección, y no se darían sino
muy raramente si el alma estuviera más unida a Dios, más atenta a sus deberes, fuera más
delicada respecto al prójimo, más respetuosa de todo aquello que da estima a la vida. No
existieron ni en la vida de Nuestro Señor ni en la de María.
Por lo demás, no debemos olvidar que los actos indeliberados, causas de desorden,
comenzarán a ser pecados veniales desde el momento en que se podría y debería
considerar y deliberar, y no se lo hace. Entonces la distracción no es absolutamente
involuntaria; hay allí un voluntario indirecto y alguna culpabilidad por causa de la
negligencia. Esto es aplicable también a los primeros movimientos desordenados de
sensualidad o de impaciencia que comienzan a ser culpables cuando se podría y debería
prestar atención, reprimirlos, y no se lo hace. Acerca de esto casi todo el mundo está de
acuerdo.

75
Perfection chrétienne et contemplation pág. 177, 180, 527-535 y Vie spirituelle, sept. 1923 pág. 583..., enero de
1925, pág. (85) sgts...

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

¿Es un mal el menor bien?


El acuerdo de pareceres cesa en la siguiente cuestión: ¿De si, hay un pecado venial en
elegir deliberadamente un menor bien prefiriéndolo a un bien superior que justamente se
nos aconseja como mejor en sí y para nosotros, hic et nunc?
Se supone que no hay aquí ni desprecio del Consejo, ni pereza ni negligencia sino menor
esfuerzo, menor generosidad en avanzar por el camino de la perfección. Querríamos
volver a tratar esta cuestión comparándola a la muy semejante del menor mal comparado
a uno mayor que hay que evitar.
Hay que advertir en primer lugar que cuando se prefiere un bien menor a un bien mejor
en sí y para nosotros, se lo hace muy frecuentemente por pereza y negligencia, y
entonces, de hecho, hay pecado venial. Asimismo, hemos consentido siempre con
Billuart, que es ilícito omitir una cosa mejor para nosotros por el sólo hecho de que no
estamos obligados a ello y que queremos usar de nuestra libertad. Hay aquí, dicen con
razón muchos tomistas, un querer sin justo motivo "volitio otiosa carens pia utilitate aut
justa necesitate"76 y puesto que no hay acto indeliberado que sea individualmente
indiferente (pues cada uno debe tener un fin bueno, y si no lo tiene es malo), síguese que
el acto en cuestión es malo.
Pero cuando se prefiere un bien menor a otro que sería mejor en sí y para nosotros, no es
imposible hacerlo aún por un motivo legítimo, aunque sea menos bueno.
He aquí cómo se expresan respecto a esto muchos teólogos: "Aceptar una satisfacción
permitida, como refocilarse fuera de las horas de comida, fumar o tomar rapé por puro
placer y sin necesidad; prolongar las conversaciones útiles pero que se hubieran podido
abreviar.
Todo esto que permanece dentro de los límites de lo lícito, permanece también dentro de
los límites de lo meritorio; pero, cuán rápido hubiese sido el progreso y cuán intenso el
mérito si se hubiera elegido la otra alternativa!"77.
Otro ejemplo: un buen médico ha asistido durante nueve días seguidos a la misa para
obtener una gracia especial, y ha advertido que esta media hora no le impedía continuar
con fruto sus estudios médicos ni ocuparse de sus enfermos; el décimo día por la mañana
tiene este buen pensamiento: podría continuar asistiendo a misa todos los días; es cierto
que no es obligatorio pero sería mejor en sí y también para mí; no impediría en nada mi
trabajo, más aún, lo favorecería en un sentido superior; uno de mis colegas asiste a misa
todos los días sin menoscabo de sus trabajos de profesor de Facultad; podría seguir su
ejemplo y así haría mejor. Hay aquí quizá una inspiración del Espíritu Santo, pero con
todo no es esto una obligación; es un consejo que no despreciaré; para mí sería mejor
seguirlo, pero no hay pecado si dedico al estudio esta media hora de la mañana; confieso
que esto es menos bueno, puesto que con más generosidad podría encontrar más tarde
esta media hora para el trabajo; es esto menos bueno, pero es bueno aún. No llamamos

76
Ita Billuart, de Actibus humanis, diss., IV, a. 6, solv. Obj. 3
77
P. Ed. Hugon O. P. Vie Julio de 1920, pág. 279.

48
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

malo en sí lo que solamente es menos bueno en sí y no llamamos malo para mí lo que es


solamente menos bueno para mí.
¿Tiene este médico un juicio recto? ¿Hay aquí solamente menor generosidad, o bien, hay
aquí un pecado venial?
Un caso análogo se presenta para el sacerdote que después de su misa hace habitualmente
un cuarto de hora de acción de gracias, y que tiene este buen pensamiento: "Podría,
ciertamente, si lo quisiera, dar media hora de acción de gracias, como tal o cual de mis
amigos, cuyo ministerio parece mucho más fecundo que el mío.
Por lo demás, yo no estoy obligado, y sin dejarme llevar por la pereza, puedo también
estudiar un poco de filosofía o de historia, lo que podría hacer un poco más tarde con
mayor generosidad". Ciertamente, este sacerdote no piensa cometer un pecado venial
pero quiera Dios que no llegue a dedicarse al estudio con tan inmoderado ardor que
desprecie la oración, que su oración no sea sino un momento de far niente o de dulce
ociosidad. Siempre hemos reconocido que la imperfección, sobre todo cuando es
reiterada, como también los actos virtuosos muy débiles, remissi, dispone indirectamente
al pecado venial, pues deja desarrollar tendencias contra las cuales convendría luchar con
más energía78.
¿Pero se sigue de aquí que el menor bien para mi sea malo para mí?
Los que niegan que la imperfección sea distinta en sí del pecado venial, responden: hay
en sí pecado venial cuando se prefiere el menor bien a aquel que nos parece mejor para
nosotros, hic et nunc, y no se lo puede hacer por un motivo legítimo; lo que se quiere
llamar aún menor generosidad es en realidad pereza o negligencia 79. Según esto lo menos
caliente sería frío.
Para estos teólogos la consideración relativa del menor bien, comparado al mejor,
prevalece sobre la consideración, absoluta de este menor bien tomado en sí mismo. Así se
hallan constreñidos a juzgar implícitamente: El menor bien con el que es mejor para mi
hic et nunc llega a ser un mal, induit rationem mali. La imperfección no es por
consiguiente en sí distinta del pecado venial, y de hecho no difiere de él, sino per
accidens, por falta de atención al bien superior que se podría hacer y no se hace. Esta
manera de ver tropieza con serias objeciones.
Estas objeciones son los argumentos invocados en favor de la solución contraria, tal
como está propuesta, entre los tomistas, por los Carmelitas de Salamanca 80 y tal como

78
Así los actos de caridad llamados remissi, por razón de su poca intensidad a pesar de que permanecen buenos y
meritorios, no reaccionan sino débilmente contra las inclinaciones desordenadas y por esto disponen per accidens
o indirectamente al pecado venial. Si queremos contentarnos con lo estrictamente necesario para no pecar, Dios
que nos da mas de lo necesario, disminuirá sus gracias. Cf. Billuart, De Charitate, diss_ II, a. 2, de Actibus remissis.
79
M. E. Ranwez en su artículo "Péché véniel et imperfection de las Ephemerides theol. Lovanienses", abril de 1926,
pág. 179: "Elegir aquello que sin duda alguna es menos bueno rara mi alma, es pecar".
80
Cursus theol. de Peccatis. tr. XIII, din. 19, dub. 1, n. 8 y 9 et De incarnatione in llía. P. S. Thomae, q. 15, a. 1, haber
en Jesucristo ningún pecado venial ni ninguna imperfección.

49
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

nosotros mismos la hemos expuesto81. Desde este segundo punto de vista hay distinción
en sí entre el pecado venial y la imperfección, porque la consideración absoluta del bien
menor prevalece sobre la consideración relativa de este bien menor comparado al mejor.
Por ejemplo, para el médico dé que hemos hablado, sería mejor qué continuase yendo a
misa todos los días, pero también es bueno y legítimo consagrar esta media hora al
estudio de la medicina; este acto es bueno en razón de su objeto (el estudio al cual se
entrega evitando los dos defectos opuestos de pereza y curiosidad), en razón de su fin
(cuidar de sus enfermos), en razón de las circunstancias de tiempo, lugar, etc., porque se
supone que él estudia como debe, cuando debe, donde debe, etc... Según los principios
expuestos por Santo Tomás en su I-II q. 18, sobre la moralidad de los actos humanos,
captación del objeto, del fin, y de las circunstancias; este acto es bueno; es menos bueno
que la asistencia a la misa, pero, al fin de cuentas es necesario no llamar malo en sí lo que
es solamente menos bueno en sí, ni llamar malo para mi hic et nunc lo que solamente es
menos bueno para mi hic et nunc.
Consúltese lo que enseñan corrientemente los tomistas a propósito de los actos
imperfectos remissi, de caridad, II-II q. 24, art. 6, ad.
Tal es la primera razón: Los actos humanos se especifican, por su objeto y no por la
relación de este objeto a un bien mejor; si, pues, este objeto, el motivo por el cual se lo
quiere y las circunstancias son conformes con la recta razón, el acto es bueno, aunque sea
menos bueno que otro que se podría hacer en el mismo momento. Una segunda razón se
funda en la distinción entre consejo y precepto, distinción según la cual el consejo por su
naturaleza no obliga, invita solamente a hacer lo que es mejor. Y no se puede responder,
como algunas veces se ha pretendido: "Eso es verdadero tratándose del consejo in
abstracto, pero el consejo que se me presenta in concreto hic et nunc, oportuno para mí,
obliga". Esto equivaldría a decir, como lo señala en cierta parte Billuart, que el consejo in
concreto pierde su naturaleza, su esencia de consejo y se hace un precepto; lo cual es
inadmisible, como si el hombre, desde el momento que es este hombre particular,
perdiese su naturaleza humana. Si, pues, tal consejo obliga hic et nunc, esto nunca será
por sí mismo, sino de modo enteramente accidental, cuando no seguirlo sería pereza o
menosprecio. Por otra parte se define el pecado: "Est dictum, vel factum, vel concupitum
contra legem aeternam", esto es contrario a un precepto que obliga sub gravi o sub levi.
También admitimos que la perfección de la caridad cae bajo el precepto supremo del
amor de Dios: "Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus
fuerzas, con todo tu espíritu", pero esta perfección cae bajo este precepto no como
materia, como cosa que se ha de realizar inmediatamente, sino solamente como el fin
hacia el cual todo cristiano debe tender, cada cual según su condición 82; en este sentido
todo cristiano debe poseer el espíritu de los consejos. Pero no hay pecado sino cuando
hay transgresión de un precepto, en cuanto a la materia de este precepto, sea ella
obligatoria sub gravi o sub levi83. Un consejo, aun oportuno, una buena inspiración en
81
Perfection Chrétienne et contemplation, 41 edición, pág. 527 - 535.
82
Cf. S. Tomás, IP IIae., q. 184, a 3.
83
Cf. S. Tomás, IP IIae., q. 184, a. 3 ad. 2um.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

forma de consejo, aunque sea conforme a nuestra vocación, no es suficiente ipso facto
para constituir una obligación. Vemos en la vida de los santos que algunas veces el
Espíritu Santo les hace comprender que tal acto es mejor para ellos (por ejemplo,
ofrecerse como víctima para una grande causa) y que sin embargo no están obligados a
ello, en tanto que no hayan hecho voto de lo más perfecto, pero que después de haberse
ofrecido, no deberán retroceder.
La consideración de las virtudes lejos de excluir la de los preceptos, debe unírsele, porque
el acto virtuoso está especificado por el objeto, prout subest regulis morum, cf. I-II q. 18
y 19.
Se podría añadir una tercera razón: El mismo Dios no siempre elige lo que es mejor en sí
mismo, puesto que siempre puede crear seres más perfectos que los que ha creado. Para
salvar a los hombres no estaba obligado a elegir la Encarnación. La ha querido muy
libremente. Había, sin duda, una grande conveniencia, pero una conveniencia tal, que la
elección de un camino inferior de salvación no implicaba, sin embargo, inconveniente
alguno "non fuisset inconveniens". El Señor habría podido contentarse con enviarnos un
profeta para decirnos que Él nos perdonaba y en qué condiciones. De la misma manera, a
pesar de la conveniencia de la creación, Dios muy bien habría podido no crear. El
optimismo absoluto de Leibnitz que afirma que Dios no sería ni bueno, ni sabio, si no
hubiese creado, es un grave error, una herejía. Sin duda, hay una diferencia entre Dios y
nosotros, en este sentido, que Él no es más grande por haber creado el universo, mientras
que nosotros nos hacemos mejores siendo más generosos; pero, en fin, sigue siendo
verdad por analogía, que puedo abstenerme, sin pecado, de un acto de grande liberalidad
a la vista de tal pobre al que me contento con dar una pequeña moneda.
Las tres razones que acabamos de dar no han sido verdaderamente refutadas por los
pocos teólogos que rehúsan la distinción entre el pecado venial y la imperfección.
Solamente objetan esto: el rechazo de un bien mayor no se puede dirigir a Dios; luego es
un pecado venial.
Respondemos: el rechazo de un bien mayor no se puede dirigir a Dios cuando este bien
mayor es obligatorio, o cuando siendo solamente de consejo, hay desprecio del consejo, o
pereza, negligencia. Pero no es lo mismo si se abstiene de este bien mayor de consejo,
por hacer alguna cosa menos buena, por un motivo todavía legítimo, por ejemplo, si el
médico de quien hablábamos más arriba se abstiene de ir a la misa no obligatoria para
dedicarse al estudio, aun cuando él reconoce que con más generosidad podría encontrar el
tiempo de hacer ambas cosas. Además siempre hemos dicho, con los salmanticenses, que
la ausencia de perfección, que se encuentra en los actos menos generosos, no es buena,
pero este acto menos perfecto permanece bueno por razón de su objeto, de su fin, de las
circunstancias, y es referible a Dios. Se puede realizar la ascensión de una montaña, por
un sendero directo y muy difícil, o bien por un camino en zig-zag, que serpentea, de
modo de suavizar la pendiente; quien prefiere este camino en zig-zag al sendero breve
más dificultoso, va menos rápidamente hacia la cima de la montaña, pero aun sube; no
desciende. Lo que es menos caliente no es frío; que diez grados de temperatura sean
menos que veinte, no quiere decir que sean igual a cero. Aunque sea difícil distinguir el

51
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

más alto grado de vida vegetativa del más bajo de vida sensitiva, esto que ha hecho
plantear la cuestión: ¿La esponja es una planta o un animal? Sin embargo queda en pie
que son dos órdenes distintos. Supremum infimi attingit infimum supremi, el grado
supremo del orden inferior toca de alguna manera el grado más bajo del orden superior,
pero sin embargo, hay distinción entre los reinos vegetal y animal. La consideración
relativa de un bien menor comparado con el mejor no debería prevalecer sobre la
consideración absoluta de este bien menor considerado en sí, porque éste permanece
referible a Dios. No se rehúsa aquí hacer más esfuerzo para retroceder o quedar
estacionado, sino para adelantar más lentamente por otro camino más fácil de pendiente
suave. Sólo es necesario recordar el bello grabado diseñado por San Juan de la Cruz en la
portada de la "Subida al Monte Carmelo"; allí se ve en medio la senda estrecha de la
perfección que se eleva derecho hacia la cumbre por la abnegación completa; después, a
la derecha el camino del espíritu errado de aquel que busca los bienes de la tierra. Está
escrito allí: "Cuanto más los procuraba con tanto menos me hallé. No pude subir al monte
por llevar camino errado". Este camino desviado aparta de Dios. Pero sobre el mismo
grabado, a la izquierda, se ve el camino del espíritu imperfecto. Estas son las propias
palabras que el santo ha escrito sobre este camino: "Bienes del Cielo: "Por haberlos
procurado tuve menos que tuviera si por la senda subiera. Tardé más y subí menos,
porque no tomé la senda". Este camino del espíritu imperfecto sube hasta la cima en lo
cual difiere del espíritu errado; pero sube en dulce espiral, mucho menos rápido que la
senda estrecha de la perfección. Así, están, muy bien salvaguardados todos los matices en
este asunto tan delicado. Conduce esta doctrina a una santa austeridad, sin descorazonar
las almas menos generosas, pero no obstante buenas.

El mal menor
Esta cuestión se aclara también comparándola a la del mal menor. ¿Es lícito escoger un
mal menor para evitar otro mayor? No hay duda que se puede escoger un mal físico
menor, como la amputación de un miembro para salvar la vida de un enfermo, pero, ¿se
puede escoger un mal menor moral?
Algunos teólogos responden afirmativamente, porque, dicen, el mal menor en
comparación con el mayor que se ha de evitar, reviste la razón de bien, induit rationem
boni. La consideración relativa del mal menor, comparada, con la del mal mayor que hay
que evitar, prevalecería sobre la consideración absoluta del mal menor tomado en sí
mismo. Esta superioridad de la consideración relativa conduciría en seguida a cierto
rigorismo por la confusión del menor bien con el mal, de la imperfección con el pecado
venial; ahora conduce a una suerte de "laxismo" por la confusión del mal menor con el
bien. ¿No es un signo de relativismo, cuya inconsistencia se manifiesta por la fluctuación
entre los extremos? La verdadera respuesta nos parece que está enunciada por Santo
Tomás a propósito de la mentira: ¿es siempre un pecado? q. 110, a. 3). Se objeta: es
necesario escoger un mal menor para evitar uno mayor, como el médico amputa un
miembro para salvar el cuerpo; ahora bien, la mentira, al causar el error en el espíritu de
otro, produce un daño menos grave que el homicidio; por lo tanto, se puede mentir para
evitar que alguno cometa un crimen y evitar la muerte del que está amenazado. Santo

52
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Tomás responde (ibid. ad. 4um): "La mentira no es solamente un pecado por el mal, que
causa al prójimo, sino también por el desorden esencial que lleva consigo (pues nuestra
palabra está hecha, por su naturaleza, para expresar nuestro pensamiento, como nuestra
inteligencia para conocer la verdad). Mas, no está permitido recurrir a una cosa ilícita,
intrínsecamente desordenada, para impedir un mal... Tampoco está permitido mentir para
librar a alguno de cualquier peligro. Está permitido solamente ocultar la verdad", porque
ocultarla no es hablar contra ella. Y de hecho, cuando los santos se hallan en estos casos
difíciles, como están habitualmente unidos a Dios, reciben del Espíritu Santo, por el don
de consejo, una inspiración, que viene a suplir la imperfección de su prudencia y les hace
evitar la mentira, guardando completo silencio, si es absolutamente necesario guardarlo.
Nuestro Señor dijo a sus discípulos: "Cuando se os haga comparecer (ante los jueces) no
penséis ni cómo, ni qué habéis de decir: porque se os dará entonces lo que habéis de
hablar" (Mt 10, 19).
Se sigue de esta respuesta de Santo Tomás, que no se puede querer una cosa
intrínsecamente mala, para evitar otra mayor. Los actos humanos están especificados, en
efecto, por su objeto, y si éste es esencialmente malo desde el punto de vista moral, el
acto por él especificado es moralmente malo. Pero si en una cosa o persona (por ejemplo
en un candidato de elecciones) hay todavía un aspecto suficientemente bueno como para
que se pueda no escoger positivamente, sino tolerar el mal que en ella hay, se puede tener
así un recurso para evitar un mal mayor, siempre que sea imposible evitarlo por otros
medios. Pero uno debe esforzarse en buscar esos otros medios o en hacerlos aparecer para
que no se prolongue esa situación crítica, con la que podemos cooperar al desorden. Por
ejemplo, se debe hacer lo posible que se presenten buenos candidatos a elecciones.
Para volver a la cuestión de la imperfección, fijémonos que si el mal menor no se trueca
en un bien, por el sólo hecho de que escogiéndolo se evita un mal mayor, tampoco el bien
menor se nos trueca en un mal, por el sólo hecho de que escogiéndolo se le prefiere a un
bien mejor en sí y para nosotros.
Los actos son especificados por su objeto: si el objeto es intrínsecamente malo, aunque
menos malo que otro, la acción por él especificada es mala. Si el objeto es bueno, aunque
menos bueno que otro, la elección por él especificada es todavía buena.

La conformidad con la voluntad divina


Hagamos resaltar, en fin, la diferencia que existe respecto de la conformidad con la
voluntad de Dios, entre la tierra y el cielo, entre el destierro y la patria. Aquí abajo,
durante nuestro viaje hacia la eternidad, estamos obligados a conformar nuestra voluntad
con la voluntad divina, queriendo todas las cosas por el mismo motivo, que el mismo
Dios, in volito formali, para el bien y para la gloria divina; pero no estarnos obligados,
cuando no hay precepto, a querer todas las cosas (volitum materiale) que Dios quiere, por
ejemplo la muerte de nuestro padre, cuando llegue. Lo cual, en efecto, dice Santo
Tomás84, es un bien bajo el punto de vista universal de la Providencia, pero puede no
serlo bajo el punto de vista particular en que se debe colocar tal cristiano o tal familia. Es
84
I-II q. 19 a. 10.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

la misma piedad filial quien nos hace afligir de la muerte de un padre o de un amigo,
sometiéndonos completamente a la voluntad divina; Jesús lloró en la tumba de Lázaro.
Sin duda cuando el Señor nos envía tal humillación o aflicción temporal, es mejor
quererla en sí misma, pero no es una obligación, y es suficiente querer aquí la justicia
divina y el orden de la Providencia85.
En el cielo todos los bienaventurados ven en Dios todo lo que pueden desear y querer, y
entonces no solamente lo quieren siempre por el bien y la gloria de Dios (volitum
formale) sino que siempre quieren también todo lo que Dios quiere (volitum materiale) y
no se apenan jamás de lo que legítimamente se hubieran apenado aquí abajo 86. Ellos ven,
en efecto, todas las cosas bajo el punto de vista superior y eterno, como la divina
Providencia, y no ya bajo el punto de vista particular en que debían colocarse durante su
viaje hacia la eternidad. Evidentemente la imperfección tampoco existe en el cielo,
mientras que en la tierra no solamente existe, sino que también es distinta del pecado
venial, cuando se prefiere a un bien mejor (en sí y para nosotros) un bien menor aún por
un motivo legítimo, aunque menos bueno. El menos blanco no es negro; el menor bien no
es un mal; una menor generosidad no es de sí pereza y negligencia.
Pero sigue siendo verdad que los actos imperfectos, de aquel por ejemplo que, teniendo
cinco talentos, obra como si no tuviera más que dos, disponen indirectamente al pecado
venial, en el sentido de que dejan desarrollar con ellos tendencias contra las que
convendría luchar con mayor energía87.
Veremos precisarse esta doctrina, estudiando luego con San Juan de la Cruz las
imperfecciones de los incipientes que deben eliminar las purificaciones pasivas de los
sentidos, y en seguida las de los adelantados, las cuales deben desaparecer
progresivamente durante la noche oscura del espíritu.

Examen de algunas dificultades relativas a la imperfección


En las páginas precedentes nos hemos interrogado: ¿Hay siempre y de sí pecado venial
en no alcanzar el máximum de generosidad del que es moralmente capaz hic et nunc?
Todos los que pueden, sin gran dificultad, oír la misa todos los días, parando mientes en
¿pecan venialmente no oyéndola, aun cuando empleen este tiempo en una ocupación
honesta pero menos buena en sí y menos buena para ellos?
Cuando veo que sería mejor para mí hacer voto de ayuno durante nueve días y me
contento con ayunar así, sin obligarme a ello por voto, ¿acaso peco venialmente, o hay en
eso, como lo enseñan comúnmente los teólogos, una generosidad menor? ¿El bien menor
es un mal? La oscuridad de una cuestión sutil, ¿debe conducirnos, acaso, a confundir el
bien y el mal? ¿No es menester, más bien, aclarar lo que es oscuro por los principios de
por sí evidentes? Para saber cuál sea sobre este punto la verdadera doctrina de Santo
Tomás, ya que se la ha invocado contra la opinión generalmente recibida, lo mejor es

85
bid. ad. 2.
86
Ibid. al fin del artículo.
87
Cf. Billuart, de Caritate, diss. II. a. 2.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

consultar sus propios textos, sobre todo donde ex professo él trata la cuestión en su
"Suma Teológica", en la cual expresa de una manera didáctica su pensamiento definitivo,
y también en sus demás obras.
Veremos en seguida las razones que fundamentan esta doctrina y examinaremos, de paso,
las objeciones que se le presentan.

Algunos textos importantes de Santo Tomás


En la "Suma Teológica", en el tratado de la nueva Ley I-II q. 108 a. 4, el Santo Doctor se
pregunta si convenía añadir consejos a los preceptos. Responde: "La diferencia que existe
entre el, precepto y el consejo, es que el precepto implica una necesidad de obedecer,
mientras que el consejo está dejado a elección de aquel a quien se da (in optione ponitur
ejus cui datur)... Los preceptos de la nueva ley se dan, pues, sobre aquello que es
necesario para alcanzar nuestro último fin los consejos se dan sobre las cosas por medio
de las que se alcanzará mejor y más prontamente ese fin". Eso se verifica no solamente en
los tres consejos propiamente dichos, sino también en los otros, pues al fin del mismo
artículo se expresa así: "Por ejemplo, cuando se da Limosna a un pobre sin estar obligado
a ello (quando dare non tenetur) se sigue un consejo; lo mismo cuando uno se abstiene
algún tiempo de los placeres de los sentidos (legítimos) para, ir a la oración; del mismo
modo también cuando alguien no sigue su voluntad pudiendo lícitamente seguirla (quod
licite posset facera), por ejemplo, si hace bien a sus enemigos cuando no está obligado a
ello, o si perdona una ofensa sin exigir la satisfacción a que tendría derecho"88.
En estos diversos casos, Santo Tomás señala actos mejores en sí y para el que los hace,
pero a los que no está obligado en el momento mismo en que los ejecuta. Podía, dice,
abstenerse de ellos lícitamente. ¿Quiere decir con ello que podía dejar de hacerlos sin
pecado mortal, pero no sin pecado venial? De ningún modo; Santo Tomás acaba de decir:
"Podía LICITAMENTE” seguir su voluntad"; ahora bien, no se puede hacer LICITAMENTE un
pecado venial; nosotros estamos, propiamente hablando, obligados a evitar cada pecado
venial; obligados "sub levi", según Santo Tomás y todos los teólogos. El no mentir es un
precepto, pero evidentemente no toda mentira es un pecado mortal.
La definición del pecado dada por San Agustín (dictum, vel facturn vel concupitum
contra legem aeternam) no se aplica solamente al pecado mortal, sino que se aplica
también analógicamente al pecado venial. Si éste, propiamente hablando, no va contra la
ley eterna, en el sentido de que no nos aparta del fin último; en cambio se desvía de la ley
(recedit ab ordine legis), pues implica un desorden relativo a los medios y es, no un bien
menor, sino un mal que estamos obligados a evitar89.
Sobre este punto Passerini, que fué consultado, en esta cuestión, habla como los demás
comentadores90.

88
I-II q. 108 a. 4.
89
II-II q. 110, a. 3 ad 4.
90
Cf. De Malo, q. 7, a. 1 ad Ium.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Sucede de otra manera con los actos buenos, menos generosos, que se pueden lícitamente
hacer, como acaba de decir Santo Tomás, cuando uno se decide a ejecutar un acto más
perfecto.
En el mismo artículo de la I. q. 108 a. 4 ad lum. Santo Tomás indica, como se hace
generalmente, que es necesario, a propósito de los consejos, distinguir lo que es mejor en
sí de lo que es mejor para nosotros hic et nunc. Así la virginidad, que es en sí más
perfecta que el matrimonio, no conviene a todos. "Qui potest capere, capiat" (Mt 19, 12).
¿Se sigue, según Santo Tomás, que lo que se me presenta hic et nunc como mejor, no
solamente en sí, sino también para mí, sea por eso mismo obligatorio para mí? De
ninguna manera. Santo Tomás acaba de decir, en este mismo artículo, que en el momento
mismo en que ejecuto tal acto mejor, puedo lícitamente dejarlo de hacer.
También cuando en su Comentario sobre San Mateo, 19, 12, explica el "qui potest capere
capiat", dice: "A aquel que ha recibido de Dios la gracia de comprender el valor de la
castidad absoluta, se le aconseja practicarla" 91; se le aconseja, pero no es por eso
obligación bajo pecado venial.
El santo Doctor había indicado, en efecto, en su Comentario sobre las Sentencias (IV d.
19 q. 2 a 2. 1 ad 3): "Un consejo no obliga jamás, a no ser que por razón de una
circunstancia particular, tome la fuerza de un precepto, por ejemplo: aquellos que no han
hecho el voto de guardar la castidad absoluta, están obligados a ello en ciertas
circunstancias y durante algún tiempo"92.
Todo esto se halla conforme con el gran principio de Santo Tomás, que hemos expuesto
largamente:93 La Perfección de la caridad bajo el precepto del amor de Dios, no como
materia o cosa que inmediatamente se ha de realizar, sino como el fin hacia el que todos
deben tender, cada uno según su condición 94. Es tan verdadero para Santo Tomás como
para San Agustín que aún la perfección de la caridad realizable solamente en el cielo, cae
bajo precepto95; claro que no cae bajo precepto como materia mandada, sino como la
meta final, la cumbre hacia la que todos deben tender más o menos ligero, más o menos
generosamente, sea por el sendero difícil de la perfecta abnegación que siguen los santos,
sea por el camino de más suave pendiente de las almas menos perfectas 96.
Mucho más, aun cuando se trata de religiosos, enseña Santo Tomás en la "Suma
Teológica" II-II q. 186, a. 2: "Aquel que ha entrado en el, estado religioso, no está
obligado a poseer la caridad perfecta, sino a tender hacia ella. Por consiguiente, no está
obligado a ejecutar ya los actos que van con la perfección de la caridad (como bendecir a
los que hablan mal de él) pero está obligado a tender hacia eso; obraría contra esa

91
Santo Tomás in Matthaeum XIX, 12.
92
II-II q. 124 a. 4 ad. 1.
93
Petfection chrétienne et contemplation, 1923, t. 1p 217. Itera pág. 228.
94
Cf. II-II q. 184, a. 3.
95
II-II q. 184, a. 3.
96
Cayetano in I-II, q. 184, a. 3, n. 5.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

obligación dejándose llevar por el desprecio hacia ella; luego, no peca por no cumplir
estos actos perfectos, sino por rehusarse a aspirar a ellos por su desprecio. Tampoco el
religioso está obligado a todos los ejercicios por los que se llega a la perfección, pero sí a
los que les están prescriptos por la regla que prometió observar".
En el mismo artículo (ad 2um.), hace notar: "Hay una totalidad de perfección a la que no
se puede faltar sin pecar, pero hay otra que se puede ejecutar sin pecar, con tal que no
haya en ello desprecio; así todos, sean religiosos, sean seculares, están obligados en cierto
modo a hacer todo el bien que puedan... según su condición", es decir, como él ha dicho
en el cuerpo de este artículo, todos deben tender hacia la perfección, sin estar obligados a
hacer hic et nunc, lo que se le manifiesta mejor, sin estar obligados a marchar lo más
ligero posible por el camino más rápido y mas directo para alcanzar el máximum de
generosidad de que son moralmente capaces en cada momento. Otra cosa sería si hiciesen
el voto de lo más perfecto. Hay otros muchos pasajes semejantes en la Suma Teológica.
Pero no es solamente en la "Suma" donde Santo Tomás habla así; también lo hace en
lugares que los antiguos tomistas conocían muy bien y que el dominico Pedro de
Bérgamo indicó en su "Tabula aurea operum, Sancti Thomae", en la palabra Imperfectio,
que no se olvidó de notar97, y de una manera más precisa en la palabra Melius, núm. 3 y
4.
Resumió el sentido de estos diversos pasajes en estas dos proposiciones: "Quilibet
tenetur ad melius, secundum afectum, non autem secundum actum, quia nolens esse
melior, non potest esse sine contemptu. Cada uno está obligado a aspirar a lo mejor, no a
ejecutar el acto mejor que pueda hacer". "Quilibet tenetur praeferre melius minus bono in
judicando, non autum in appetendo et operando. Cada uno está obligado a preferir el
mejor al menor bien, según su juicio sobre ellos, pero no está obligado a querer y ejecutar
hic et nunc lo que le parece mejor".
Uno de los pasajes característicos citados por Pedro de Bérgamo es el "de Veritate" (q.
23, a. 8 ad 9) respecto a la conformidad con la voluntad de Dios. Santo Tomás se
presenta esta objeción, que coincide con la opinión que se nos opone: "El pecado
consiste, sobre todo, en la maldad de la preferencia o elección. Pero es una elección mala,
preferir el bien menor al mayor. Luego..." Responde: "La elección contiene un juicio y un
querer. Si, pues, en su juicio, alguien prefiere lo menos bueno a lo mejor, comete en ello
una maldad, pero no la comete si esta preferencia está solamente en el querer, pues el
hombre no está siempre obligado a querer y hacer lo mejor, a no ser que se trate de
cosas a las que esté obligado por precepto: de lo contrario cada uno estaría obligado a
seguir los consejos de perfección" desde el momento en que los pudiese cumplir. Del
mismo modo todavía en su Comentario sobre San Mateo, C. 19, 11, Santo Tomás nos
dice, a propósito del "Qui potest capere capiat": "el hombre está obligado a aspirar a lo
mejor, pero no está obligado a ejecutarlo hic et nunc."

97
Tabula aurea, en la palabra Imperfectio, n° 2.

57
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

El punto delicado de la cuestión


Reduzcamos a su justa medida la oposición que existe entre la opinión que nosotros
rechazamos y la doctrina admitida por la mayoría de los teólogos, que hemos defendido
siguiendo la opinión de muchos tomistas, en particular con los Carmelitas
Salmanticenses. Para no exagerar las divergencias de estas dos maneras de ver,
recordemos lo que decíamos más arriba: "Cuando se prefiere un bien menor a un bien
mayor en sí y para nosotros, uno lo hace con frecuencia por pereza o negligencia, y hay
entonces pecado venial. Hemos también concedido siempre, con, Billuart, que es ilícito
omitir una cosa mejor para nosotros, por sólo el motivo de que no estamos obligados a
ello y no queremos usar de nuestra libertad". De ese modo se explica un texto de Santo
Tomás, que se nos ha puesto en contra98. Esta nota, que hemos hecho ya muchas veces,
quiere decir que dar la preferencia a lo deleitable sobre lo honesto es siempre un pecado,
pues eso es una sinrazón, y a psicología más rudimentaria nos hace ver que tal es el caso
de un seminarista que abandona el seminario porque está seducido por los encantos de
una prima con la que se quiere desposar. Aquí, no solamente hay menor generosidad para
avanzar hacia la meta de la perfección, sino también un retroceso; la cosa es bastante
evidente, a pesar de los pretextos a que apela.
Este caso es completamente diferente de los que hemos dado. En éstos, creemos, uno no
prefiere lo deleitable a lo honesto, sino un bien honesto más fácil a otro más difícil, pero
realizable. Tal sacerdote, decíamos, antes de consagrarse cada día a la enseñanza, da por
la mañana a Dios una hora y cuarto (prima, la meditación, la misa, la acción de gracias);
comprende que sería mejor para él y en sí, prolongar su acción de gracias, a manera de
oración más íntima; podría así, con más generosidad, dar dos horas al Señor antes de su
trabajo, como alguno de sus cofrades. Él no lo hace, no por desprecio de ese buen
pensamiento, ni por pereza, sino para dedicarse a un estudio filosófico, que con mayor
generosidad podría hacer más tarde. También le acontece muy a menudo rezar su
breviario mientras asiste a la misa cantada del domingo, mientras que con más esfuerzo
podría hacer dos actos buenos en lugar de uno, rezando su breviario un poco después. ¿Es
ésto siempre pecado venial de negligencia, de pereza? ¿No habrá en ello, a veces, una
simple imperfección, una menor generosidad?
¿Acaso no es éste, con mayor razón —preguntémonos— el caso del buen médico que,
después de haber hecho una novena, asistiendo a la misa todas las mañanas, se dice
seriamente: "Yo podría continuar asistiendo a ella todos los días, como tal de mis
cofrades que no deja de cumplir por eso menos bien sus deberes de estado; sería mejor en
sí y para mí; yo estoy bien lejos de despreciar este buen pensamiento, pero no cometo
pecado empleando esta media hora de la mañana en el estudio"? Este buen médico no
retrocede, como el seminarista, al que ha poco nos referimos; continúa ascendiendo, pero
por un camino más fácil y menos rápido. Prefiere no lo deleitable a lo honesto, sino un
bien honesto menos elevado a otro que exigiría más esfuerzo99.

98
In I Ep. ad. Thess. C. V., 19.
99
Se objeta: "Si en semejante caso no hubiese pecado venial, sería necesario, para ser lógico, aconsejar al buen mé
dico que no vaya a la misa por sola devoción, ya que asistiendo a ella se expone a pecados veniales de distracción

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Razón de la distinción entre la imperfección y el pecado venial


Esta razón ya la hemos hecho notar con los Salmanticeses 100.
Ellos hacen resaltar, desde luego, que no es Santo Tomás, sino Escoto, quien sostuvo que
el hecho de no seguir un consejo es de suyo un pecado venial. La principal razón que
traen contra él se reduce a lo que hemos dicho: "El menor bien no se trueca en un mal por
el hecho de que uno lo escoja con preferencia al que sería mejor en sí y para nosotros,
pero más difícil"101 Todo el mundo concede que sería confundir el bien y el mal, llamar
malo en sí lo que es solamente menos bien en sí; el matrimonio no es condenable por el
hecho de que es un estado de vida menos perfecto que el de la virginidad consagrada a
Dios para siempre. Tampoco conviene llamar malo para mí, hic et nunc, lo que es
solamente menos bien para mí en este momento.
No se puede abusar de esta doctrina, como el seminarista que busca en ello un pretexto
para salir del seminario y casarse, sino que este abuso nada quita al valor de esa razón,
fundada inmediatamente sobre lo que es el principio mismo de la moral: la distinción del
bien y del mal.
No olvidemos que la virtud no consiste en un indivisible, que sería el del máximum de
generosidad, realizable hic et nunc, bajo del cual ya no habría lugar sino para el pecado
venial y el pecado mortal. La virtud lleva consigo muchos grados; la fortaleza, por
ejemplo, está en un justo medio entre la cobardía y la audacia temeraria. Pero este justo
medio se eleva más y más, sin desviar ni a derecha ni a izquierda, hasta que llegue al
ejercicio perfecto de la virtud adquirida por la fortaleza; es aun superior por la virtud
infusa del mismo nombre y más elevado todavía por el don de fortaleza.
Los grados inferiores a este último no son un desorden como el que se encuentra en un
pecado venial de flojedad o temeridad.
El desorden del pecado venial (inordinatio circa media ad finem ultimum) es un mal.
Aquí solamente hay un grado menor de virtud, un bien menor102.
Lo mismo sucede respecto a la caridad; para quien posee una caridad de diez talentos, es
una imperfección, deseo no cuenta de ello, obrar como si no tuviese más que dos; pero
estos actos imperfectos de caridad (remissi), no son pecados veniales. Son, dice Santo

voluntaria, mientras que no corre riesgo de ningún pecado. reemplazando la misa por un estudio técnico
interesante".
Es fácil responder que la asistencia a la misa por sola devoción, aun acompañada de algunas distracciones
voluntarias, puede ser más meritoria que el estudio técnico interesante cumplido sin ningún pecado. También el
que asciende una montaña, aun cayendo muchas veces y levantándose, sube más alto que el que marcha
tranquilamente en la llanura: Santa Teresa lo ha advertido muchas veces.
100
Cursus theol., de Peccatis, tr. XIII, disp. 19, dub. 1, n. 8 et 9; de Incarnatione in IIIa P. S. Thomae, q. 15, a. 1, de
impeccabilitare Christi, donde muestran que no hubo en Nuestro Señor ni pecado venial, ni imperfección.
101
Cf. Salmanticenses, de Peccatis, loc. cit.
102
Quien así convenientemente hace, movido por un motivo todavía legítimo, una obra menos buena que la que
podría hacer, imita todavía en ello al mismo Dios, que entre muchos bienes posibles o realizables, no elige siempre
lo mejor, pero realiza muy bien lo que elige. Cf. Sto. Tomás, q. 25, a. 6, ad 1.

59
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Tomás, actos meritorios, aunque no obtienen en seguida el aumento de caridad a que nos
dan derecho (II-II q. 24, a. 6, ad 1).
¿Se dirá que el bien menor se hace malo desde el momento que impide un bien mayor?
Esto sería verdadero si estorbase un bien mayor obligatorio; pero en el caso, nos ha dicho
Santo Tomás, no hay obligación de ejecutar hic et nunc este bien mayor; se debe tender a
esto como a un fin; pero no hay obligación de realizarlo inmediatamente. Se ve en la vida
de los santos que algunas veces el Señor les inspira ofrecerse como víctima para una
grande causa, haciéndoles comprender que son libres para aceptar, pero después de la
aceptación no deberán retroceder. En otras ocasiones es una orden que intima el Espíritu
Santo.
Ciertamente hay pecado en no seguir un buen consejo por pereza, por negligencia o
también por espíritu de contradicción, replicando en tono burlesco; así mismo es un
pecado que puede hacerse habitual y conducir a una verdadera falta de juicio. Pero no es
imposible dejar de seguir un buen consejo, para hacer un acto menos bueno para
nosotros, pero todavía legítimo, por el motivo que lo inspira. En este caso, hemos dicho,
según el principio de la especificación de los actos por su objeto, el acto es bueno por
parte de su objeto, de su fin y de las circunstancias; como en el caso del médico de que
hablábamos más arriba, que en lugar de seguir yendo a misa todos los días, cumple sus
deberes de estado, cuando con más generosidad podría hacer lo uno y lo otro. Así
mantenernos todas las razones expresadas más arriba. En particular, confundir el bien
menor con el mal, conduciría a decir, con los relativistas, que el mal menor es un bien.
Como lo subrayan los Carmelitas de Salamanca (ibid.), lo que se llama imperfección es
un acto imperfecto en el que se puede considerar la misma falta de perfección. Esta
ausencia de perfección, formalmente considerada, no es buena (porque no es ser y el ser y
el bien realmente se identifican), constituiría un pecado si fuese la ausencia de un bien
hic et nunc obligatorio; pero si no hay en este momento obligación a ello, es solamente la
falta de una perfección superior, de una mayor generosidad, lo mismo que en los actos
imperfectos de caridad103. Es, precisamente, lo que nos dice Santo Tomás (I-II q. 108, a.
4) "Quando aliquis non sequitur voluntatem suam in aliquo facto quod licite posset
facere, consilium sequitur in illo casu: puta si bene faciat; inimicis suis, quando non
tenetur; vel si offensam remittat, cujas fuste posset, exigere vindictam".
También se lee en la II-II q. 113, a. 1, ad 1: "Ad bonitatem mentis pertinet ut homo ad
justitiae perfectionen tendat, et ideo in culpam reputat, non solum si deficiat a communi
justita, quod viere culpa est, sed etiam si deficiat a justitiae perfectione, quod quandoque
culpa non est".
En otras palabras, el alma humilde habla como de un pecado de su falta de perfección
que, a veces, no es pecado, sino solamente una imperfección. Al contrario, Santo Tomás
ha dicho, más arriba, II-II q. 110, a. 3, ad 4: "Non licitum est mendacium dicere, ad hoc
quod aliquis alium a quocumque periculo liberet", mentir para sacar a uno de un gran
103
Cf. Salmanticenses, de Peccatis disp. XIX, dub. 1, N9 8. Item Salmant., de Incarnatione loe. cit., donde se
explayan más largamente. Así todos los matices de la moralidad de los actos humanos están admirablemente
señalados sin ninguna confusión.

60
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

peligro, siempre es un pecado venial, y no solamente imperfección; lícitamente se puede


callar la verdad, pero hablar contra ella no.
Hay imperfección, pero no pecado venial, si la madre cristiana, amando por encima de
todo, con un amor de estima (magis appretiative) a Dios, a quien no ve, ama con más
intensidad (magis intensive), con amor más sentido a su hijo, que ve y estrecha contra sí.
La intensidad de este amor maternal es simplemente una consecuencia de la condición de
nuestra naturaleza, más inclinada a un objeto visible y presente que a uno invisible,
aunque sea incomparablemente más valioso. Esta imperfección desaparecerá en el cielo,
donde veremos a Dios cara a cara, y es necesario tender a la intensidad del amor de Dios,
como hacia la vida eterna. Su ausencia no es, sin embargo, un pecado venial.
Sin duda que algunos casuistas han abusado de la distinción entre imperfección y pecado
venial, y que frecuentemente han querido ver una imperfección allí donde
verdaderamente hay un pecado venial; pero esta distinción no ha sido encontrada por
ellos; ha sido dada por buenos autores espirituales, ascéticos y místicos. Lejos de
inclinarse en esto a la laxitud o negligencia, han señalado muy atentamente todos los
matices de los actos humanos, no sólo los pecados veniales, sino también lo que conviene
evitar para avanzar generosamente en el camino de la perfección 104.
Estas imperfecciones son particularmente aquellas que, según San Juan de la Cruz,
subsisten en los aprovechados y deben ser eliminadas por las purificaciones pasivas.
Mientras que el sendero estrecho de la abnegación completa, dice este santo, sube
siempre derecho a la cumbre que debe alcanzar, el camino del espíritu no extraviado,
pero imperfecto, es un camino en zig-zag por el cual se sube sin tanto mérito y esfuerzos,
por el cual se va menos rápido y también menos alto.
Ahora comprenderemos mejor porqué el Santo ha descripto sobre la bella portada
diseñada al comienzo de la "Subida al Monte Carmelo", lo largo de este camino del
espíritu imperfecto: "Tardé más y subí menos porque no tomé la senda" de la abnegación
completa. Al contrario sobre este sendero, que, sube siempre derecho hacia la cumbre, ha
escrito: "Nada, nada, nada... Desde que no quiero nada por amor propio, se me da todo
sin que lo busque. Desde que no estoy apegado a cosa alguna, encuentro que nada me
falta". El bien menor no es un mal, pero en realidad de verdad es solamente un bien
menor.
Mientras no supera estas imperfecciones, dice San Juan de la Cruz, "el alma sufre el
entorpecimiento del espíritu, la rudeza natural, consecuencia del pecado; está sujeta a las
distracciones y a la disipación..., y este estado no es compatible con aquel de la unión
perfecta... Ningún aprovechado, por aplicado que haya sido, está exento de numerosas
afecciones naturales y hábitos imperfectos, que exigen la poderosa purificación de la

104
La opinión contraria, a primera vista, parece ser más elevada, y en otro tiempo nos había hecho alguna
impresión; pero habiendo reflexionado, nos parece que disminuye la elevación de la perfección cristiana. No
piensa bastante en las imperfecciones de los aprovechados, señaladas por S. Juan de la Cruz, allí donde habla de la
Noche del espíritu. Por encima del mal, antes de llegar a la perfección, está el bien menor, que conviene superar
con una generosidad cada vez mayor. Cf. Cayetano, De Indulgentiis, q. 3, initio.

61
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

noche del espíritu; sin la cual la pureza requerida para la unión divina faltará siempre" 105
Santa Teresa habla del mismo modo106.
Solamente en esta unión se realizará, en cuanto es posible aquí abajo, la plena perfección
a que debemos tender por el primer precepto: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu". El justo cumplirá,
entonces, no ya imperfectamente, sino perfectamente, este precepto supremo, y será
verdaderamente "un adorador en espíritu y verdad"107.

CAPÍTULO VII
LA FLOR DE LA MORTIFICACION
La virginidad consagrada a Dios
Al comienzo de su estudio sobre la virginidad, Santo Tomás 108 cita estas palabras de San
Agustín, de Virginitate, cap. 8: "La virginidad es la continencia perfecta, por la cual la
integridad de la carne es guardada, inmolada y consagrada a Dios, creador del alma y
del cuerpo". "Es el pensamiento continuado (o el firme propósito) de guardar en una
carne corruptible una incorruptible pureza" (ibid. cap. 13).
Santo Tomás109 explica cómo el acto de la virtud de la virginidad consiste formalmente en
la firme resolución de abstenerse siempre, hasta la muerte, del placer de los sentidos o
carnal. De aquí se sigue que una virgen guarda la virginidad, a pesar de la violencia
exterior que le pueda ser hecha, si no da su consentimiento, mientras que perdería esta
virtud por el sólo consentimiento interior a este placer de los sentidos. Es verdad que en
este caso, si no ha habido acto exterior gravemente culpable, se puede recuperar la
virginidad por la contrición y la penitencia.
Vemos, siguiendo al Doctor Angélico: 1°, el sentido y alcance del consejo evangélico,
que invita a la práctica de esta virtud; 2°, lo que ella misma es como virtud especial y en
sus relaciones con las demás virtudes; 3°, lo que es la consagración de las vírgenes; 4°,
finalmente, cómo la virginidad dispone a la contemplación y a la unión divina.

El consejo evangélico
La virginidad es el objeto de un consejo evangélico, como lo enseña San Pablo (1Co 7,
25): "En lo concerniente a las vírgenes no tengo precepto del Señor; pero doy un
consejo, como quien ha recibido la gracia de ser fiel... Si te has casado, no has pecado y
105
Noche Obscura, L. II, cap. 2.
106
Ver el texto que citamos en la nota siguiente.
107
A propósito de las almas elevadas a la unión transformante, todavía distingue Sta. Teresa, entre imperfección y
pecado venial aun el que es indeliberado. Escribe en efecto, Castillo I., VIII morada, cap. IV al comienzo: "Tampoco
os pase por pensamiento, que por tener estas almas tan grandes deseos y determinación de no hacer una
imperfección por cosa de la tierra, dejan de hacer muchas, y aun pecados. De advertencia no, que les debe el
Señor a estas tales dar muy particular ayuda para esto. Digo pecados veniales..."
108
II-II q. 152.
109
Ibid., a. I.

62
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

si la virgen se casa, no ha pecado; pero estos tales tendrán aflicciones en la carne, y yo


querría ahorrároslas… El tiempo es corto...; es necesario, pues, que aquellos que usan
del mundo, se porten como si no usaran de él, porque pasa la figura de este mundo.
Quisiera, pues, que estuviérais sin preocupación. Quien no está casado tiene el cuidado
de las cosas del Señor, busca agradar al Señor; el que está casado tiene el cuidado de
las cosas del mundo; busca agradar a su mujer y está dividido. De igual modo la mujer
no casada y la virgen tienen el cuidado de las cosas del Señor, a fin de ser santas de
cuerpo y espíritu; pero la que está casada tiene cuidado de las cosas del mundo, busca
agradar a su marido... Así el que casa a su hija hace bien, y el que no la casa hace
mejor".
Cada consejo evangélico nos invita a un acto superior al acto contrario, est de meliori
bono. La virginidad perpetua, conservada por amor de Dios, es más perfecta que el
matrimonio.
Efectivamente, el Señor ha dicho (Mt 19, 12), que algunos han renunciado a constituir
hogar para vivir más de las cosas del reino de Dios, "propter regnum caelorum". "Qui
potest capere capiat". ¡Quien pueda comprender comprenda! Y el Apocalipsis (14, 4)
añade: "Estos son los que acompañan al Cordero por todas partes a donde va. Han sido
rescatados de entre los hombres como primicias para Dios y el Cordero no se han
encontrado engaños en su boca; y porque son irreprochables".
También la Iglesia en el Concilio de Trento, sesión 24, can. 10, ha condenado como
herejía la doctrina luterana, según la cual el estado de virginidad no es más perfecto y
más elevado que el de matrimonio; Lutero llegaba a decir que el voto de virginidad es
ilícito, como contrario a la naturaleza.
Santo Tomás (loc. cit. a. 2) ha refutado de antemano esta herejía, mostrando que, estando
hecho el cuerpo para el alma y el alma para Dios, es legítimo abstenerse de toda
deleitación carnal para dedicarse más libremente a la contemplación de la Verdad eterna.
Tal es la subordinación perfecta de los medios al último fin: el cuerpo es para el alma; el
alma es para la contemplación y el amor de Dios, para cantar su gloria o el reinado de su
bondad. ¿Cómo puede extraviarse el hombre hasta el punto de sostener que la virginidad
conservada por amor de Dios es ilícita? Lejos de estar por debajo de la moral común la
sobrepasa, y eso para disponer el alma a la vida contemplativa, que es la vida en Dios. La
virginidad libra de la servidumbre del cuerpo y de las pasiones, que por lo general van
más allá de la medida, si no se las retiene más acá.
Por eso Nuestro Señor, la Santísima Virgen, y después de ellos tantos santos, han
practicado perfectamente esta virtud.
El insensato objeta con Lutero: Pero el bien común de la humanidad, la perpetuidad de la
especie humana, asegurada por el matrimonio, es superior al bien privado que persigue la
persona que quiere permanecer virgen.
La sabiduría responde por boca de Santo Tomás (loc. cit., a. 4): Dios, que es el soberano
bien, es superior al bien común de la especie humana; el bien divino supera al bien
humano; el bien del alma es superior al del cuerpo; el bien de la vida contemplativa al de

63
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

la vida activa. Pero la santa virginidad está inmediatamente ordenada al bien del alma, a
la vida contemplativa o a la unión con Dios, mientras que el matrimonio está ordenado a
la conservación de la especie humana y a la vida activa.
La contemplación de las cosas divinas es, evidentemente, más perfecta que la
multiplicación de la especie humana, que es el fin del matrimonio (ibid. a. 4, ad. 3). El
estado de virginidad es, pues, incontestablemente un estado de Vida superior. Sería una
herejía el negarlo, como lo afirma el Concilio de Trento (ses. 24, can. 10), contra los
luteranos y como lo recuerda Pío IX contra el naturalismo moderno (Enc. Qui pluribus,
Denzinger número 1774).
Por la virginidad, la persona humana vive en un cuerpo de carne, una vida enteramente
espiritual, que se aproxima a la de los ángeles; esta vida muy pura hace el cuerpo más y
más semejante al alma y el alma más y más semejante a Dios. La pureza del corazón
aparece en la mirada, en la actitud, el gesto y algunas veces el cuerpo de los santos
permanece incorrupto en su tumba, signo glorioso de su perfecta castidad. Por esta virtud
el alma también se dispone a participar de la luz de Dios, de su amor y de su fortaleza.
La virginidad es, como la magnanimidad, una virtud que supera la medida común, pero
tiene en sí su medida eminente, porque tiende a las grandes cosas perfectamente
proporcionadas al soberano Bien, que es Dios.
Contra esta sublime doctrina tradicional, todavía Lutero ha objetado: Pero nadie puede
saber con certeza si tendrá la gracia de ser fiel al voto de castidad, y por lo tanto nadie
puede hacerlo; esto sería imprudente y por ende ilícito.
No es necesario —responden los teólogos— tener la certeza absoluta que se recibirá esta
gracia, basta escuchar el consejo del Señor, sentirse atraído por él y, después de haber
tomado consejo de un buen guía, poner su confianza en la gracia de Dios. La certeza de la
esperanza no es especulativa como la de la fe; es una certeza de orden práctico, de la que
participa la voluntad, que bajo la dirección de la fe tiende con seguridad hacia el fin
divino (II-II q. 18, a. 4, et q. 88, a. 4: "An expediat diquind vovere"). Del mismo modo
para convertirse al cristianismo y hacer las promesas del bautismo, basta conocer que con
el socorro de la gracia se podrá perseverar. El voto de virginidad, lejos de ser ilícito,
conviene, pues, perfectamente, a quienes se sienten llamados por el consejo del Señor y
ponen en Él su confianza.

La virtud especial de la virginidad y su relación con las otras virtudes


Santo Tomás (loe. cit. a. 3) se pregunta si la virginidad es una virtud especial, distinta de
la simple castidad. No duda en responder afirmativamente. "La virginidad dice— es una
virtud especial, distinta de la castidad común, en razón de su excelencia especial, del
renunciamiento total, hasta la muerte, a los placeres de los sentidos". Lo mismo la
magnanimidad es una virtud especial, porque tiende a las grandes cosas en la práctica de
las demás virtudes que ella inspira. Así también la munificencia supera, por su
generosidad, la liberalidad común.

64
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Por el contrario, la castidad conyugal y la de la viudez, no teniendo la excelencia de la


virginidad, no son virtudes especiales, distintas de la castidad común.
Hay más todavía: la virginidad consagrada a Dios posee en el orden espiritual, una
maravillosa fecundidad. Ha renunciado por el Señor a la fecundidad material del
matrimonio de la tierra, pero recibe desde aquí abajo el céntuplo, porque es el principio, o
al menos la condición, de una paternidad o maternidad espiritual que trasmite una vida
que debe durar no solamente 60 u 80 años, sino para siempre.
Nuestro Señor no ha querido fundar una familia determinada, porque venía a fundar la
inmensa familia de la Iglesia, que debía durar no sólo hasta el fin de los tiempos, sino por
toda la eternidad. El sacerdocio, que es la participación del de Cristo, confiere al
sacerdote una paternidad espiritual que transmite a las almas la vida de la gracia, como lo
vemos en los Apóstoles. Por encima de ellos la Virgen María, sin poseer el carácter
sacerdotal, recibió la plenitud del espíritu del sacerdocio; es, a la vez, Madre de Dios y
Madre de todos los hombres, Medianera universal de todas las gracias en general y en
particular. Al pie de la Cruz oyó que Nuestro Señor le decía, mostrándole a San Juan, que
representaba toda la humanidad rescatada: Mujer, he ahí a tu hijo. Después de ella todas
las esposas de Cristo, participantes de la virginidad de María, están llamadas a participar
también de su maternidad espiritual para con las almas, por quienes deben ellas,
especialmente, rezar y sacrificarse.
Tal es la excelencia de la virginidad. No se sigue, sin embargo, que toda virgen
consagrada a Dios sea más perfecta que una madre cristiana muy fiel a todos sus deberes.
Es, sin duda, más perfecta desde un punto de vista, es decir, en razón de su virginidad;
pero puede ser pura y simplemente menos perfecta, si posee en un grado menor la
caridad. La caridad que nos une a Dios y al prójimo es, en efecto, la virtud suprema, que
inspira y anima todas las demás. Así la virgen cristiana debe ser muy humilde en su
virginidad 5,1 no creer que por esta virtud es absolutamente más perfecta que tal o cual
buena madre, que no cesa de sacrificarse por sus hijos en el espíritu de Cristo.
La virginidad no es, pues, la mayor de las virtudes (cf. Santo Tomás, ibid. a. 5), pero es la
forma más perfecta de la virtud de castidad. Ella se sitúa por debajo de las virtudes
teologales, que nos unen inmediatamente a Dios; por debajo de la prudencia que dirige
todas las virtudes morales; por debajo de la virtud de religión que rinde a Dios el culto
que le es debido, y le ofrenda los actos de la castidad religiosa; también está por debajo
de la virtud de la fortaleza, que sacrifica no solamente algunos placeres, sino toda la vida
por Dios, soportando, si es necesario, el mismo martirio. Siempre el fin es superior a los
medios, y éstos son tanto más perfectos cuanto más se acercan al fin a que están
ordenados.
Pero si no es la más alta de las virtudes, la virginidad, por así decirlo, da un cuerpo
visible a la virtud suprema del amor de Dios, porque la manifiesta espléndidamente,
renunciando hasta la muerte a todo otro amor.

65
El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

La consagración de las vírgenes


Santo Tomás ha hablado muchas veces en sus obras, de la consagración de las
vírgenes110. En particular en el libro IV de las "Sentencias", dist. 38, q. 1, a. 5, se pregunta
si entre las personas que se consagran a Dios y hacen voto de continencia perpetua, se
debe dar un velo especial a las vírgenes. He aquí su respuesta: "No se podría encontrar
ninguna falsedad en la liturgia de la Iglesia. Ahora bien, en toda la liturgia de la toma de
velo de las vírgenes, se habla de la integridad de la carne, como es fácil verlo. Luego este
velo virginal no puede ser dado sino a las vírgenes". ¿Cuál es la razón profunda de todo
esto? Santo Tomás la explica así:
"En la Iglesia todo signo sensible tiene un significado espiritual, y como un signo
corporal no puede representar suficientemente una cosa espiritual, es menester que a
veces la misma cosa espiritual sea representada por varios signos sensibles. El desposorio
espiritual de Cristo y de la Iglesia es a la vez fecundo y absolutamente puro, sin
corrupción alguna. Es fecundo, porque por él somos regenerados, nos hacemos hijos de
Dios; es absolutamente puro de toda corrupción, porque dice San Pablo: "Cristo ha
purificado la Iglesia en el agua bautismal... para hacerla aparecer gloriosa ante Él, sin
tacha, sin arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada" (Ef 5, 27). Por esto el mismo
San Pablo dice a los fieles de Corinto: "Yo soy amante celoso de vosotros, con celo
divino, pues que os tengo desposados con este único esposo, que es Cristo, para
presentaron a Él como una virgen casta" (II, Cor., XI, 2)".
Ahora bien, la fecundidad corporal no es compatible con la integridad de la carne o
virginidad. Por eso ha sido menester representar por dos signos diferentes el desposorio
espiritual de Cristo y la Iglesia, simbolizando uno de ellos su fecundidad y el otro su
pureza perfecta o integridad.
De este modo el desposorio de la tierra representa el desposorio espiritual en cuanto a su
fecundidad; pero debía existir otro símbolo para representar este mismo desposorio
espiritual en su absoluta pureza; este segundo símbolo se encuentra en la toma de Velo de
las vírgenes y en las palabras y ceremonias que la acompañan. Por esto sólo el obispo, a
quien está confiada la guarda de la Iglesia, puede dándoles el velo, desposar las vírgenes
con Cristo; lo hace como el paraninfo y el amigo del Esposo. Además la integridad o
perfecta pureza de la unión de Cristo y la Iglesia está plenamente simbolizada por la
continencia de las vírgenes, y de una manera menor (semiplena), por la continencia de las
viudas. Por esta causa se da también un velo a las viudas (que entran en la vida religiosa),
pero no con la misma solemnidad que a las vírgenes".
La solemnidad de que habla aquí Santo Tomás es aquella de la consagración de las
vírgenes, que está largamente expuesta en el Pontifical y que sólo el obispo, o su
delegado, puede otorgar, como acaba de decirse.
El Santo Doctor también se hace a este propósito esta objeción: "Pero esta consagración
de las vírgenes no confiere la gracia, porque entonces sería un sacramento y este

Cf. Tabulam auream S. Thomae, en las palabras Consecratio, 13, 14, 15, 16, 17 y
110

Virginitas, 25, 26.


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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

sacramento también debería ser dado a las viudas, las cuales también necesitan un
socorro especial de la gracia para ser fieles a su voto".
Responde (ibid., ad 2): "En la consagración de las vírgenes, como en la consagración de
los reyes y en las otras bendiciones del mismo género, se da una gracia (gratia datur), si
no hay obstáculo de parte de la persona que la recibe. Sin embargo estas consagraciones y
bendiciones no se llaman sacramentos, porque no han sido instituidas para curar del mal
del pecado como los sacramentos"111
"Todo estado eminente de vida —dice también Santo Tomás— requiere un socorro
especial de la gracia, que es concedido por una consagración, por ejemplo la de los reyes,
de los monjes, de las monjas. Estas consagraciones son las acciones jerárquicas de que
habla Dionisio en el cap. II de la Jerarquía eclesiástica" 112 "No son sacramentos; no dan a
quienes los reciben el poder de dispensar las cosas divinas, como lo hace el sacramento
del orden"113.
"Así como la solemnidad del desposorio de la tierra consiste en el aparato con que se
realiza, la solemnidad del voto o de la promesa hecha a Dios consiste en una bendición
espiritual o consagración, que fue instituida por los Apóstoles y acompaña la profesión
según determinada regla, como lo dice Dionisio en la Jerarquía eclesiástica, cap. II,
después de haber hablado del sacramento del orden... Es conveniente esta solemnidad,
cuando se renuncia definitivamente al mundo, abrazando para siempre el estado de
perfección"114 Según Santo Tomás esta consagración es indeleble, así como un cáliz
queda consagrado para siempre115.
A causa de la excelencia de la virginidad esta consagración está reservada a los obispos.
Mientras que el sacerdote puede bendecir un matrimonio y dar el velo a las viudas, "sólo
el obispo, a quien está confiada la guarda de la Iglesia, puede desposar con Cristo las
vírgenes, que son figura de la iglesia, esposa del, Salvador"116
Santo Tomás, a propósito de esta antigua costumbre de la Iglesia, aun se hace dos
objeciones más: ¿No es, dice, una pena injusta privar de esta consagración a quienes,
habiendo perdido la virginidad por violencia, quieren consagrarse a Dios?
Responde: "Aquellas que así han padecido violencia sin consentir en ella, a los ojos de
Dios no han perdido en nada la gloria de la virginidad; pero como en semejante caso es
muy difícil no aprobar alguna complacencia ilícita, la Iglesia, que no puede juzgar del
interior de las conciencias, no da el velo (y la consagración) de las vírgenes a quienes han
padecido esta violencia exterior. Así el Papa S. León (Epist. 87), dice: "Las siervas de
Dios que por opresión de los bárbaros han perdido su integridad, obrarán mejor, por

111
Sent., d. 38, q. 1, a. 5, ad. 2.
112
IV, Sent., d. 2, q. 1, a. 2 ad. 9.
113
IV Sent., d. 24, q. 1, 1, q. 3, 3.
114
II-II q. 88, a. 7.
115
II-II q. 88, a. 11.
116
IV Sent., d. 24, q. 2, a. c.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

humildad y reserva, en no pedir entrar en la comunidad de las vírgenes"117. Pero, se objeta


todavía Santo Tomás, algunas veces habrá escándalo si, por el hecho de rehusar a una
persona el velo y la consagración de las vírgenes, se descubre que ha perdido la
virginidad.
Responde: "Para evitar un escándalo no se debe cambiar los sacramentos y los
sacramentales de la Iglesia; porque la consagración de las vírgenes tiene su razón de ser
en sí y en la mayoría de los casos, pero como dicen algunos teólogos, en un caso
particular, para evitar el escándalo, se puede tomar una precaución, contentándose con
hacer entonces las ceremonias que no son de la substancia misma de la bendición y
consagración de las vírgenes y cambiando en las palabras el nombre de virginidad por el
de castidad"118.
De hecho, en el ceremonial de muchas órdenes religiosas, principalmente en el de la
Orden de Santo Domingo, para la toma de velo, las modificaciones son más notorias,
cuando se trata de la toma de velo de las viudas119.
Esta enseñanza de Santo Tomás concuerda exactamente con la tradición, de una manera
especial, con aquello que ha escrito sobre este punto San Ambrosio, especialmente con
las palabras con las cuales consagraba en el altar a las vírgenes que venían de Boloña y
otras aldeas vecinas, para recibir en Milán dicha consagración.
La misma costumbre regía en las iglesias de África, y como lo muestran numerosos
documentos, esta costumbre, se remontaba hasta el primer siglo; se enseñaba
comúnmente que sólo el obispo podía conferir dicha consagración120.
Esta antigua consagración de las vírgenes, ha sido recibida hoy día por numerosos
religiosos de Ordenes anteriores al siglo XIII y por algunas otras de fundación más
reciente.
En otras Ordenes, el voto solemne de virginidad, es considerado como su equivalente.

Virginidad, contemplación y unión divina


Esta virtud supone una gran vigilancia para ser conservada en su íntegra perfección y
delicadeza, como una flor espiritual que jamás se marchita. Exige la mortificación
exterior del cuerpo y de los sentidos, especialmente de la vista y del tacto; también la
mortificación interior de la imaginación que conduce al desvarío y aquella del corazón
que corre riesgo de irse lejos de Dios, de crearse lazos y perder la santa libertad que le
hace falta para remontarse siempre como una llama purísima a la infinita Belleza y
Bondad de Aquél, que quiere ser el Esposo de las Almas.

117
IV Sent., d. 38, q. 1, a. 5, ad. 4. 5, ad. 5.
118
IV Sent., d. 38, q. 1, a.
119
Processionarium juxta ritum S. Ordinis Praedicatorum, 1913, p. 152-162.
120
Cf. III. Indice General de la Patrología Latina de Migue, tomo 220, pag. 710. Index de Virginibus, cap. de
Consecratione Virginum. Item P. L. t. XVI, 204, 275, 372; LII, 1098, 1099, 1100: LXXVIII, 173.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Para conservar esta virtud, que es un don de Dios, es menester recurrir constantemente a
los dos grandes mediadores; que nos han sido dados a causa de nuestra debilidad; es
necesario consagrarse a María, Virgen de las Vírgenes, para que ella nos conduzca a la
intimidad con Cristo, quien a su vez, nos conducirá a la intimidad de su Padre.
Entonces se cumplirá la palabra: "Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos
verán a Dios". Felices aquellos que elevan constantemente su corazón al Altísimo, le
verán cara a cara en el cielo y aun desde aquí abajo, le contemplarán de algún modo en sí
mismos y en el alma de sus hermanos, en ese santuario interior al que Él se digna venir a
habitar.
Santo Tomás advierte al respecto en su comentario sobre San Mateo, 5. 8: "Un corazón
inmaculado, libre de pensamiento y afecciones ajenas (a Dios), es como un templo
consagrado al Señor, en que desde aquí abajo podemos contemplarle... Ninguna otra cosa
como la impureza, empaña la contemplación divina; y así se dice en la Epístola a los
Hebreos, 12, 14: "Buscad la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al
Señor"... Desde aquí abajo clos santos, en razón de que su corazón se encuentra lleno de
gracia y justicia divina, contemplan a Dios de una manera muy superior a aquellos que no
lo conocen sino por las criaturas corporales. Cuantos más elevados son los efectos de la
Causa primera, mejor nos la hacen conocer.
Los que tienen el corazón puro y vivificado por la caridad acaban por semejarse más y
más a Dios y le conocen en cierto modo mejor, según la palabra del salmo 33: "Gustad y
ved, cuán suave es el Señor".
Cuando el alma, por la castidad perfecta, se halla purificada de todo afecto desordenado,
su espíritu, libre del error, se remonta, por el don de inteligencia, de lo sensible a lo
espiritual, y sin llegar a contemplar desde aquí abajo a Dios tal cual es, ve cada vez mejor
lo que Dios no es, y Él sobrepuja infinitamente no sólo a todos los cuerpos, el
firmamento y sus estrellas, sino también a todos los espíritus creados y creables. El alma
ve que la vida íntima de Dios aventaja a todas las ideas que nos podemos hacer de Él y
aun a aquellas de las cuales Él se vale para revelársenos.
El corazón puro, desde aquí abajo, presiente experimentalmente que Dios es superior en
un sentido a la Verdad, a la Bondad, a la Sabiduría, al Amor, a la Justicia, a la
Misericordia, a la Omnipotencia, pues su vida íntima contiene formal y eminentemente
estas perfecciones infinitas, fundidas e identificadas en una armonía inefable, que no se
revelará más que por la visión beatífica y que es plenamente comprendida más que por la
inteligencia increada (Cf. II-II q. 8, a. 7).
¡Bienaventuradas las almas que han comprendido el consejo evangélico de la virginidad y
lo han cumplido siempre con la mayor perfección! Al igual que San Bernardo, Santo
Tomás de Aquino, San Juan de la Cruz, les ha sido dado penetrar el sentido de ese libro,
cerrado a tantos otros, que se llama: El Cantar de los Cantares, y bajo la luz del Espíritu
Santo, que quiere inclinarse hacia los corazones puros, descubren allí las bellezas
espirituales, que pasan enteramente desapercibidas a la crítica humana, aun a la más
sagaz.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

Se lee en el diálogo de Santa Catalina de Sena: "Los pies atravesados de mi Hijo único,
deben servirte de grada, para llegar a su costado, que es la segunda grada (de la vida del
alma) en la que te será revelado el secreto del corazón... la perfección del amor. Allí el
alma se embriaga de amor, viendo que es tan amada. Ella sube de la segunda grada a la
tercera, vale decir, a esa boca llena de dulzura en que se halla la paz, después de la gran
guerra que habían causado sus faltas. La primera grada la arranca de los apegos terrenos y
la despoja del vicio; la segunda grada, la llena de amor por la virtud; la tercera le hace
saborear la paz" (C. 26)
"Pero hay muchos que suben tan lentamente y con tanta pereza, que bien pronto se
detienen y vuelven atrás.
Habiendo escalado con imperfección la primera grada de Jesús crucificado, no llegan a su
corazón: C. LIX). "Ellos se entibian, retroceden por falta de paciencia y creen justificarse
diciendo: Tales actos no me aprovechan, puesto que de ellos no saco ningún consuelo
para mi alma. Esto es obrar como el imperfecto, que no ama y sirve a Dios, sino porque
encuentra su propia consolación" (C. LX).
"En tanto que mis servidores permanecen en el amor mezquino, yo no me manifiesto a
ellos. Pero si ellos se abochornasen por su imperfección y si amasen la virtud, si
arrancasen con santo odio, la raíz del amor propio espiritual que hay en ellos ,
entonces me serían de tal modo agradables, que los amaría como a mis amigos; Yo me
manifestaré a ellos, puesto que mi Verdad ha dicho: "Aquel que me ame, será amado por
mi Padre y yo lo le amaré: vendremos a él y estableceremos nuestra mansión" (Juan
XIV, 21, 35).
He aquí la condición de los verdaderos amigos, ser por el amor dos cuerpos, pero una
sola alma por el amor. Porque el amor transforma en la cosa amada. Si no tienen más que
una sola alma, ¿cómo pueden guardar secretos el uno para con el otro?' Mi hijo así lo
dijo: Vendremos y moraremos juntamente. Y esta es la verdad" (C. LX).
"¿Dónde conoce el alma la dignidad que tiene de estar unida a la sangre del Cordero?...
En el costado de mi Hijo, es donde el alma conoce el fuego de la divina caridad"...
"Él quiso haceros ver el secreto de su corazón, su deseo infinito de vuestra salvación, y os
mostró su corazón abierto, para haceros comprender que él os ama más de lo que podía
demostrar su misma muerte; ésta, que era finita, no podía mostrar el amor infinito" (C.
85).
"Los que han llegado a la boca, hacen lo que hace la boca; ella habla... saborea los
alimentos, da el beso de la paz. El alma hace otro tanto; me habla... por medio de una
piadosa y frecuente plegaria..., ella me ofrece sus dulces y amorosos deseos para la
salvación del prójimo, ella anuncia la doctrina de mi Verdad, advierte y aconseja... apaga
también el hambre de almas, que tiene para mi gloria, sobre la mesa de la Santa, Cruz.
Ninguna otra mesa podría saciarla con más perfección... Ella devora la injuria, el
menosprecio y las afrentas... Acepta todo para mi gloria y nunca rechaza a su prójimo.

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El amor de Dios y la mortificación – Reginaldo Garrigou Lagrange

"Entonces la sensualidad muere en ella. Tal es el alma que ha llegado a la tercera escala
de la boca. Su adelanto estriba en que su voluntad propia ha muerto, gustando
únicamente del ardor de mi caridad".
"Halla el alma en mi boca la paz y el sosiego. Tú sabes que es la boca la que da el ósculo
de paz; en esta grada, el alma posee de tal modo la paz, que ninguno la puede perturbar,
puesto que ha abandonado y aniquilado su propia voluntad, cuya sola muerte, trae la paz
y la tranquilidad"…
“No se sigue que ella esté libre de Jesús... sino que sufre todo voluntariamente para honor
de mi nombre".
"Ella corre con ardor por la senda de Jesús crucificado; no se deja abatir por la injuria o la
persecución, vence todo con valor y perseverancia. Su amor se reviste con el fuego de mi
caridad... Me ama, no solamente por encontrar su consuelo, sino por mí, que soy la
Soberana Bondad; es verdad por otra parte que se ama a sí misma por mí, que ama a su
prójimo y está, dispuesta a sobrellevar todo con fortaleza y paciencia". (C. LXXVI). "El
alma sigue por lo tanto al Cordero sin mancilla, mi Hijo muy amado que sobre la Cruz se
encontraba feliz y afligido. Estaba afligido de la Cruz que atormentaba su cuerpo y de la
cruz del anhelo que tenía, de purgar la falta de los hombres; y era feliz, puesto que la
naturaleza divina, unida a la humana, no podía sufrir y llenaba de gozo su alma,
mostrándosele. Estaba contento y afligido, porque padecía su carne, mientras que la
divinidad no podía padecer, ni tampoco su alma, en la parte superior de su
entendimiento"121.
"Del mismo modo, mis hijos muy amados, cuando han llegado a la tercera o cuarta grada,
son atormentados por cruces espirituales y corporales, pues sufren en sus cuerpos en la
medida que yo permito y son atormentados por el disgusto que le causa la ofensa hecha
contra mí y los males del prójimo; pero ellos son felices, porque el tesoro de la caridad
que poseen no les puede ser quitado, lo cual es para ellos un manantial de alegría y
beatitud" C. LXXVIII).
"Cuando el alma se lanza con ardor a la virtud por el puente de la doctrina de Jesús
crucificado y ella llega a la puerta divina, su espíritu se eleva hacia mí, se baña y
embriaga de sangre, se abrasa en el fuego del amor y en mí saborea la misma divinidad"
(C. LXXIX).
Estas páginas son una de las más bellas formas del cántico espiritual, por la que la
perpetua virginidad se consagra más íntimamente a Dios. Es el eco del canto de Santa
Inés: Amo Christum in cujus thalamum introibo, cujus Mater Virgo est, cujus Pater
feminám nescit, cujus mihi organa modulatis vocibus cantant. Quem cum amavero, casta
sum; cum tetigero, monda sum; cum accepero, virgo sum.
En fin, a todos los fieles se dirige San Pablo cuando escribe: Aemulor, enim vos Dei
aemulatione: despondi enim vos une viro virginem castam exhibere Christo. Yo tengo

121
Se ve, como esta doctrina así dictada por Sta. Catalina de Sena, es exactamente la misma que la de Sto. Tomás,
que en otro lugar hemos expuesto largamente. (N. del T.) Se refiere el P. G. L. a la primera parte, cap. IV párrafo II
de su obra "El Amor de Dios y la Cruz ,de Jesús", de la que el presente volumen no traduce sino una parte.

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por vosotros un celo de Dios; pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros
a Cristo como una virgen pura" (2Co 11, 2).
Todos los fieles, en efecto, constituyen un solo cuerpo: la Iglesia esposa de Cristo que
debe perseverar en la fe, en la esperanza y en la caridad.
Ahora entrevemos mejor la armonía de todos estos misterios sobrenaturales; la espiritual
unión de Cristo y la Iglesia es a la vez fecunda y purísima. Ella debía ser simbolizada en
su fecundidad por el sacramento del matrimonio y en su pureza absoluta por la
consagración de las vírgenes que al igual que la Iglesia, llevan el nombre de esposas de
Jesucristo.
Solamente en el cielo podremos comprender el precio inmenso de esta unión espiritual y
a la vez toda su fecundidad, cuando veamos todas las almas salvadas por las oraciones y
sacrificios de aquellas que Jesús ha escogido para unirlas a su vida más íntima, en el gran
misterio de la Redención.

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