Cuentos Fang de GUinea Ecuatorial
Cuentos Fang de GUinea Ecuatorial
Cuentos Fang de GUinea Ecuatorial
JL
CENTRO CULTURAL
HISPANO- GUINEANO
MALABO
CUENTOS DE
GUINEA ECUATORIAL
CENTRO CULTURAL
HISPANO-GUINEANO
MALABO
19R7
,
PROLOGO
•
El cuento guineano
EL CUENTO
EL CUENTO GUINEANO
TEMÁTICA
EL ESCENARIO
EL ES'J'JLü
VAHIACIONES
LA CULTURA
EPÍLOGO
ACTUALIDAD VITAL
El autor
16
IMPORTANTE
17
Odjáa Sima y el Ze
Mintzón
Por los contornos del poblado de Akonibe Obuc, distrito
de Nsor, un «Ze Mintzón» sembraba el pánico en los rebaños
de ovejas y de cabras y traía a maltraer a todos los habitantes
de la región: constituía un riesgo aventuarsc a salir solo,
según a que horas del día y, sobre todo, de noche.
_Ante situación tan alarmante, el valeroso Odjáa Sima dijo
a sus hermanos:
- Para poner remedio a la desaparición de nuestras
cabras y ovejas y al posible daño de las personas, a partir de
hoy, siempre que salgáis de vuestras casas, salid en grupos de
tres o de cuatro. Que los niños no salgan del poblado, sin que
una o varias personas mayores los acompañen.
La prudente recomendación de Odjáa Sima fue acat ada
con prontitud y puntualidad por todos los vecinos del pobla-
do; pero, con todo, cabras, ovejas y otros animales domésticos
seguían siendo víctimas del terrible y misterioso «Ze Mint-
zón». Las numerosas trampas que le prepararon no consiguie-
ron atraparlo. Odjáa Sima intentó montar la vigilancia, pero
nadie le prestaba concurso.
Cierto día, Mba Ondó, sobrino de Odjáa Sima, que sólo
contaba catorce años, salíó a las cercanías del poblado, en
busca de unas cañas de azúcar, en la finca paterna. El adoles-
cente desobedeciendo el cauto consejo de su tío, salió solo.
Ya Mba Ondó estaba a punto de echar el haz de cañas al
hombro, cuando se abalanzó sobre él el terrible «Zc Mint-
zón». Un grito de horror llegó a los oídos de los que estaban
en el Abá (casa de la palabra). Inmediatamente, adivinaron el
causante del grito.
Con la rapidez e impetuosidad de un violento tornado,
salieron todos del Abá; se armaron con lo primero que halla-
ron a mano, y volaron en dirección al despavorido lamento.
Mas, ¡oh dolor!, llegaron tarde.
En un charco de sangre, -horror daba verlo-, yacía, pal-
pitante aún, el cuerpo de Mba Ondó, pero sin corazón, pues el
cruel «Ze Mintzón» se lo había arrancado. Lloros, vituperios,
maldiciones de hombres y mujeres contra la temible fiera ...
pero todo inútil.
La trágica muerte del sobrino sorprendió a Odjáa Sima en
el cafetal que tenía a kilómetro y medio del poblado, donde
estaba limpiando los cafetos de chupones. Dejó el trabajo, y
corrió al lado de los restos del sobrino.
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En dolido silencio con gesto tranquilo y decidido comenzó -
a afilar con la lima el cortante machete. Entró en casa. Cogió
dos frutos de Ndón. Masticó, sin pestañear, sus semillas.
Tomó del fuego un rojo tizón y se Jo tragó incandescente.
Finalmente, se colgó al cuello su «abuboyan» (amuleto).
Llamó a sus hermanos de tribu y les habló en estos términos:
- Hermanos, hasta el presente, hemos intentado defen-
dernos de la terrible fiera, pero no Jo hemos conseguido.
Empuñad, pues, vuestras armas, para liquidarla de una vez.
Nadie, de los allí reunidos, se atrevió a secundar los propó-
siros de Udjáa, quien, en vistas del fracaso, salió solo al
encuentro de la temible fiera. No cardó mucho en encontrarse
r rente a frente del depredador de vidas.
La lucha era inevitable; las fuerzas, desiguales, por Jo que
Odjáa recurrió a la astucia: cogió el machete con la izquierda,
simulando que era zurdo. «Ze Mintzón» Je dio una dentellada
en dicho brazo, obligándole a soltar el machete. Con rapidez
felina, Odjáa clavó sus afilados dientes en la garganta de la
fiera. Mantuvieron una dura e incierta lucha, cuerpo a cuerpo,
hasta que Odjáa recuperó su machete con la mano derecha.
!:-:monees, logró enfundarlo reiteradas veces en el disforme
cuerpo del terrible animal, que tuvo que abandonar la pelea y
darse a la fuga.
Odjáa fue siguiendo elrastro de sangre que dejaba el ene-
migo. Llevaba cuatro kilómetros de fatigosa persecución,
cuando, detrás del «Akun» (basurero) de un primo suyo, vio
yacente al que fuera el azote de los contornos. Sin pérdida de
tiempo, Je cortó la cola, las orejas y los bigotes: constituían los
trofeos del vencedor.
Odjáa, corno si tuviera alas en los pies, llegó presuroso al
poblado, donde encontró a los suyos con los cantos rituales
por la defunción de Mba Ondó. Les mostró los trofeos arran-
cados a la fiera. La cspectación, primero, y el entusiasmo, des-
pués, fueron creciendo, a medida que Odjáa contaba su feliz
aventura con la fiera temible. Los vivas de los hombres y los
gritos de alegría de las mujeres resonaban la silenciosa selva;
pero dominando el entusiasmo humano, las tristes notas del
Nkú anunciaban el fallecimiento del sobrino de Odjáa, dueño
de la terrible fiera que exhaló el último aliento en las inmedia-
ciones de su casa.
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El valiente Odjáa, puesto en pie, pidió silencio y elijo a sus
hermanos:
- Tenéis a la vista un ejemplo de lo que debéis hacer
cuando algo os molesta: no tenéis que cejar hasta aniquilarlo,
como yo mismo he hecho: a partir de hoy, todos podéis vivir
en paz. Disponed la sepultura para Mba Ondó; cantad y bai-
lad, pues ya no existe el peligro.
A partir de esta hazaña, el poblado de Akonibe ha sido
siempre uno de los más valerosos y decididos.
21
Muerte del monstruo
•
asesino
En los tupidos bosques de Guinea Ecuatorial, tenía su gua-
rida un monstruo exterminador; su gigantesca musculatura, la
deformidad y fiereza de sus facciones y la crueldad sanguina-
ria con que exterminaba a las víctimas tenían sumida a toda la
región en la mayor de las congojas.
Para conseguir las presas se valía de un animalito, el
«onen-ñen» d� sabrosa carne, condimentada con manteca. Un
solo comensal podía dar razón en una sola comida del «onen-
ñcn» más corpulento, tan escaso era de carnes, pero éstas
tenían una rara virtud: la de revivir las partes vitales de quie-
nes las habían comido.
Cuando el monstruo con olfato misterioso y penetrante per-
cibía que alguien había comido al «onen-ñen», gritaba a éste:
Oh onenñei; oho nenñen le.ooot
El «onen-lielÍ» le respondía, desde el estómago, donde se
encontraba; acudía el monstruo; dividía en dos mitades a la
víctima y recobraba el «onen-ñen». De esta forma, perecieron
numerosos y valientes cazadores que, tanto en grupos, como
individualmente, intentaron acabar con el terrible monstruo.
Un tal Beká, sin renombre de cazador, buscaba también
cómo deshacerse del monstruo asesino. Acudió a sus tíos
maternos en demanda de consejo y éstos, después de larga
reflexión, le indicaron lo que tenía que hacer, cuando el mons-
truo leatacase en el bosque, a dónde tenía que ir a enfrentarse
con él.
Siguiendo tales instrucciones, Beká trampó varios lugares
del bosque; el tercer día atrapó a «onen-ñen». La· mató y des-
holló; Jo condimentó debidamente y se lo comió con envidia-
ble apetito. Todo eso Jo hizo en el bosque, y allí quedó
tranquila y profundamente dormido.
Como de costumbre, el monstruo gritó:
- ¡Oho, onen-ñcn, oho oncll-ñcÓ Je, ooo! ¿Dónde estás,
hijo mío, que no contestas? ¿Quién te ha causado mal tamaño?
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Beká, como si tuviera alas, voló al poblado de sus tíos,
dando voces:
- Ya llega el monstruo, ya llega el monstruo; ¿cómo esca-
paré de sus garras mortíferas?
- Ánimo, hijo, -exclamó su tío materno-, nada malo
te pasará.
el
Apareció gigantesco monstruo con asombro de los hom-
bres y pavoroso miedo de las mujeres y de los niños.
- Ven, amigo, -le dijo el tío materno de Beká-, ven a
comer el sabroso manjar que te hemos preparado.
Y comió el monstruo la pasta de plátanos maduros, ama-
sada con venenosas hierbas. A penas ingerida, cayó redondo el
monstruo que enterraron al pie del alta ceiba que presidía el
poblado.
A Bcká le procuraron una medicina misteriosa la cua I
acabó con la vida de «onen-ñerÍ» que había comido. Lo prncla-
maron libertador del bosque, que en adelante pudo ser disfru-
tado pacíficamente por todos los moradores de la comarca.
23
El héroe Mbogo Nsogo
26
Nkut V Oteteñ
Hace muchos años, en un apacible poblado de la selva
ecuatorial, vivían dos honrados matrimonios. Sus cabezas de
familia eran, respectivamente, Bibás-Bidsop y Ngomdan. El
hijo del primero, Nkut, estaba locamente enamorado de 01.c-
teñ, hija del segundo. Ambos temían que sus padres, conoce-
dores de su enamoramiento, lo dificultasen, pues aun eran
jovencitos. Por ello, tomaban todas las precauciones para no
manifestar el afecto que recíprocamente se tenían. A hurtadi-
llas, y de vez en cuando, se comunicaban por señas a través ele
un ventanuco frontero en la parte trasera de sus contiguas
viviendas.
Cierto día Nkut y Oteteñ acordaron encontrarse a la orilla
del río lento que discurría a cien metros del poblado. En el
lugar de la cita estaba la tumba del que fuera, durante muchos
años, encúcuma del poblado. Un corpulento «anvut-besek»
protegía la sepultura con su verde follaje y la preservaba de
los rigores del sol con grata sombra.
Nkut, que concilió difícilmente el sueño aquella noche,
llegó con anticipación al sitio del encuentro. Sentóse en el
borde del sepulcro, cuando, [horror], una leona con la boca
abierta y tinta en sangre avanzaba hacia él. Echó a correr y,
en la precipitada carrera, perdió el pañuelo que habitualmente
llevaba en torno al cuello.
La leona atrapó el pañuelo, lo dividió en dos mitades, que
abandonó luego, rojas de sangre. Ella misma, calmada la sed
en el río, se fue en busca de nuevas presas.
Cuando Nkut creyó que el peligro de la leona había des-
aparecido, desanduvo el corrido camino, con las debidas pre-
cauciones. Su corazón se acongojó duramente al ver junto al
sepulcro el jirón del pañuelo tinto en sangre. En el escenario
de su enamorada mente, se le representó viva la dolorosa tra-
gedia de su amada Oteteñ, devorada por la cruel leona. ¿Sería
capaz de sobrevivir separado de su Oteteñ? El penetra ntc y
afilado cuchillo, que llevaba a la cintura, dio respuesta a esta
angustiosa pregunta y cortó el hilo primaveral de Nkut.
Habían transcurrido breves instantes, cuando llegó Otcteñ,
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descuidada y amorosa, para abrazarse con Nkut; pero, ¡oh
dolor! i,qué ven sus ojos? ¿Quién puso término a la vida de su
amor? ¿Podría seguir viviendo sin él? Sin esperar respuesta,
con crispada y convulsa mano, envaina en su pecho el puñal
caliente, que la mano de Nkut abandonó en tierra.
La roja sangre de los jóvenes amantes fue absorbida,
fecunda y caliente aún, por las raíces del «anvut-besek», que
amparaba la turna del antiguo jefe. A partir de hoy, no sería
una tumba sola, serían dos -una con dos cadáveres- las
cobijadas por el «anvut-besek».
A diario pasaban las madres de los infortunados jóvenes al
lado de su sepulcro, al ir y regresar de sus fincas. Nada
extraordinario llamaba su atención, sino era la herida incura-
ble que la trágica muerte les había causado. Mas, cuando llegó
la época en que los frutos del «anvut-besek» están en sazón,
quisieron comer de ellos; ¡cuál no fue el asombro de las madres
al partirlos! La pulpa estaba moteada como de gotas de san-
gre: cosa no vista hasta esta cosecha. ¿Qué había pasado? Se
corrió la voz, y así lo conservó la tradición, de que la sangre
de Nkut y Oteteñ, absorbida por el «anvut-besek», es la que
ha coloreado sus frutos por dentro.
A partir ele este año, pesa la prohibición sobre los habitan-
tes del poblado de comer los frutos del «anvutbesek».
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Edjan Evuna
En un pueblecito de la tribu de Nsomo, vivía el solitario
Edjan Evuna, quien, debido al exiguo número de personas
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capaces de alternar en una conversación, se pasaba los días
las noches con la boca cerrada.
La víspera de la Fiesta Patronal de un poblado, distante
veinte kilómetros del suyo, se puso en camino, deseoso de
compartir el día con sus amistades y conocidos. Pasó la
mañana de la fiesta en alegres conversaciones; avanzaba la
tarde, amenizada por los baleles; pero Edjan Evuna aún no
había probado bocado. A eso de las seis, su padrino Abaga
Elá lo invitó a su mesa. Ñame, sopa de maíz y pollo en salsa
de cacahuete prometían saciar copiosamente el hambre atra-
sada de Edjan.
Mas, ¡oh decepción!, apenas había comenzado a comer,
cuando Je dijo el padrino:
- Pueclcs comer de todas las comidas, menos del pollo.
Edjan, molesto por la prohibición, intentó levantarse de la
mesa, pero su mucha hambre le forzó a comer ávidamente los
manjares permitidos. No tuvo otra bebida que un -jarro de
agua clara. ·
Acabada la comida, dio las gracias a A baga, y sin humor
para concluir la fiesta, tomó el camino de su poblado, ganoso
de regresar cuanto antes. Entre las mil ideas que, cual furiosas
avispas, agitaban su mente, se volvía y revolvía una: cómo
vengarse de la prohibición de saborear el apetitoso pollo de su
padrino. Después de pensarlo mucho, dio con la solución.
- Me comeré yo solo -se dijo- el gallo de mi corral.
Llegado a casa, le faltó tiempo para armarse de un palo,
matar el gallo y aderezarlo en sabroso guiso. Habría que
acompañarlo con el alegre y sazonador topé, que recogió de
las palmeras de la finca vecina de la casa. Nada faltó a la
preparación del banquete: ni el refrescante baño, ni el exci-
tante-aperitivo, ni la tranca detrás de la puerta, para que nin-
gún importuno estorbase la labor gastronómica o fo obligase
a compartir lo que él consideraba irrepartible.
Aún no se había sentado a la mesa, cuando alguien llamó
a la puerta.
¡,Quién va?, -preguntó displicente Edjan.
- Soy tu amigo Eyimi Ondó, -contestaron desde fuera.
- Lo siento; amigo, -le respondieron desde dentro. Ayer
comisteis y bebisteis hasta saciaros, pero a mí no me invitas-
teis. Ahora estoy -rcparando lo que entonces no hice. No insis-
tas; pues no abriré ni a mi propio abueio.
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Eyimi Ondó partió maldigiriendo el merecido reproche. A
los pocos instantes, fue Ndon Mbá quien golpeó la puerta.
Edjan preguntó, nuevamente:
- ¿Quién es?
- Soy tu hermano Ndon Mbá; tengo que comunicarle
algo interesante.
- Vuelve mañana, pues estoy comiendo.
Insistía Ndon en que le abriese la puerta; pero Edjan lo
avergonzó con estas palabras:
- En vuestra fiesta me considerasteis como un mirlo
blanco; no me convidasteis; por eso ahora me convido a mi
mismo. Cuando haya acabado de comer, volveremos a ser
hermanos.
Ndon Mbá cabizbajo y sin palabras regresó a su casa.
Minutos después, el adivino Esimi pulsó a la puerta de F.djan
Evuna, que no se hizo de rogar para abrirla, tratándose de
quien se trataba. Ambos compartieron la parte del gallo que
quedaba, así como· de la botella.
Al despedirse, Esirni entregó a Edjan una bol ella de agua
misteriosa y le dijo:
Con esta agua misteriosa podrás curar enfermos graves e,
incluso, resucitar muertos. Bastará con que eches unas gotas
en la nariz del enfermo o del difunto. Cuando entres en una
casa, me encontrarás siempre en ella. Si estoy sentado a la
cabecera del enfermo o del muerto, quiere decir que puedes
curarlo; si, por el contrario, estoy a los pies, no intentes
curarlo, pues cargarás tú con las consecuencias. Dicho csro,
desapareció.
Días más tarde, estaba Edjan a la puerta ele casa, cuando
oyó los gritos desgarrados de Nguema Nasari.
- ¿Qué te pasa?, -le preguntó compadecido de su llanto.
- Mi señora Nchama está en estado de coma, -repuso
Nguema.
- ¿Qué me darás, si la curo?, inquirió Edjan.
- Cuanto me pidas, si está en mi niano, -respondió el
afligido esposo.
Fueron a casa de Nguerna; encontraron a su esposa mori-
bunda; Edjan vio a Esimi, sentado a la cabecera; le dio las
gracias, puso las gotas de la misteriosa agua en la nariz de la
enferma, y ésta se levantó inmediat_amente. Recompens.ffon a.
Edjan con dos cerdos y una gallina.
1
Otro día, le mandaron recado de que una mujer, nea y
conocida en la comarca, tenía a su hija en estado de coma.
Edjan acudió presuroso, sin pactar la recompensa. Al entrar
donde estaba la joven, vio a Esimi, sentado a la cabecera; le dio
las gracias y aplicó las misteriosas gotas en la nariz de la
joven, que recobró instantáneamente la salud.
En pago, la madre de la hermosa y rica joven la quiso dar
corno esposa a Edjan; pero éste no la aceptó por no disgustar
a su mujer f!iyé, que no hubiese consentido una competidora
de esa calidad en el hogar. En cambio, consiguó que se casara
con su sobrino, Eyén.
La fama de Edjan alcanzaba ya muchos kilómetros a la
rendonda de . Izorno. En cierta ocasión, llegó la noticia de que
Nimi Maiiana, jefe de una conocida y valerosa tribu, había
muerto. Allá acudió nuestro Edjan con su agua misteriosa.
Cuando entró a la cámara mortuoria, vio al adivino Esimi
sentado, 110 a la cabecera, sino a los pies del cadáver. Edjan
estaba perplejo; ¿qué haría? Vino a sacarlo de la duda el
rumor que corría entre los circunstantes: «Si Edjan resucita al
jefe, lo nombraremos a él subjefe de la tribu». Desobede-
ciendo, pues, las órdenes de Esimi, le echó las gotas de la
misteriosa agua en la nariz, y el muerto resucitó al instante.
Los gritos de entusiasmo estremecieron la moribunda
tarde del poblado. Jefe y súbditos ponderaban la virtud cura-
uva de Edjan ... pero éste fue arrebatado en visión debajo de
un chocolatero, donde se encontró con el adivino Esimi, que
le dijo:
- ¿Qué te ordené, respecto a la curación de los enfermos?
- l�uc te encontraría siempre al lado del enfermo; que si
Le veía a la cabecera, lo curase; en caso contrario, que no lo
ti iciese, pues yo cargaría con las consecuencias.
- Entonces, ¿por qué resucitaste al jefe?, -preguntó el
adivino.
- Porque era grande la recompensa que me esperaba, -
--respondió Edjan.
- En castigo de tu desobediencia a mis mandatos, mori-
rás en lugar del jefe; pero te concedo dos días de vida.
Dicho esto, Edjan volvió a alternar normalmente con el
regocijado jefe y sus súbditos. Comieron, bebieron y se alegra-
ron. Dos días después, cuando iban a nombrarlo subjefe,
Edjan murió rcpenunamenre.
J¿
Adjaba Edjo
35
El pueblo de los guapos
Ilace muchos años, en cierto poblado, todos sus habi-
iames, hombres y mujeres, pequeños y mayores, todos eran
«guapos»: No había ni se admitía a ningún feo.
Cierta mujer de ese poblado tenia un tío de aspecto asque-
roso y repugnante, lleno de sarna y tiñas de arriba abajo, y
los pies que apenas podía. desplazarse de un lugar a otro. Por
si esto fuera poco, despedía olores tan penetrantes y nausea-
bundos que no se podía soportar a varios metros de distancia.
En resumen, constituía una auténtica calamidad.
A pesar de tanta pestilencia, la sobrina amaba tiernamente
a su cío y quería, por todos los medios, curarlo. Pero ¿cómo
unrortucirlo en el poblado cuando estaba tremendamente
prohibida la entrada de ningún feo?.
Aprovechando la obscuridad de la noche, con solas las
estrellas por testigos, metió al repulsivo tío bajo montones de
leña, detrás de la añosa cocina. Mientras lo ocultaba cuidado-
samente, le habló de este modo:
- Permanecerás escondido en este escondrijo sin hablar
con nadie, y sin que nadie te vea; yo atenderé tus comidas, te
bañaré a diario y curaré tus heridas. Pero, cuidado, que nadie
re vea, ni siquiera rni rnarido.
Quedó conforme el lastimoso tío; su sobrina lo cuidaba
con solicitud; y el marido de ésta permanecía ajeno a la pre-
sencia del nuevo huésped.
Cierta mañana, el esposo de la caritativa sobrina salió, pre-
cipitadamente, sin desayunar a inspeccionar las trampas. De
regreso· a casa, sintió las molestias del hambre y registró la
. cocina por si su mujer le hubiese dejado algo de comida: plá-
tan o, envuelto de cacahuete, yuca ... Como no encontrase ·
nada, se hrzo esta reflexión, en voz alta:
- ¿Dónde me habrá dejado mi mujer la comida?
Una vuz proveniente del rimero eje leña le indicó:
- Mi sobrina te ha guardado la comida en el armario.
Absorto por la inesperada y extraña voz, preguntó intri-
gado:
- ¿<iuié11 es el que me habla?
36
I
·,
- Te he dicho -replicó la oculta voz- que mi sobrina te
ha guardado la comida en el armario.
No cabía ya duda. La voz procedía de la pila de leña. Allí
se dirigió el hambriento buscador. Empezó a remover troncos,
ramas, hojarascas ... y allá, al fondo, apareció la figura horri-
ble de lo que parecía un ser humano.
Sin osar acercarse a él, le ordenó que avanzase hasta la
mitad del patio del poblado, para que se convirtiese en el
blanco de las atónitas miradas de todos los habitantes. Cuan-
tos pasaban, a cierta distancia, hombres, mujeres, niños y
niñas, exclamaban:
--' «Mengue •• -así se llamaba la mujer caritativa- tú
sa bias bien que te casaste en un poblado donde todos somos
guapos y sanos; tú, en cambio, has traído a tu sarnoso, repug-
nante y feucho tío, quédate aquí con él.
Y uno tras otro, todos los habitantes fueron abandonando
el poblado. Cuál no fue el dolor de la compasiva sobrina
cuando, al regresar de la finca, se encontró con su tío en
medio del patio y la larga fila de «intocables guapos» fugiti-
vos. Ella misma pronunció palabras conjuradoras y se enfiló
con los que huían del lugar, para fijar su morada lejos, muy
lejos de los feos.
El solitario enfermo, casi a rastras, comenzó a recorrer el
poblado, casa tras casa, en busca de algo que comer. A duras
penas encontró unas yucas, algunos envueltos de cacahuetes y
media docena de plátanos cocidos. Cargó con ellos, como
pudo, y regresó a la casa de su sobrina.
Después de saciar el hambre de varios días, se acostó más
tranquilo que de costumbre, sin temor de que los «guapos» le
molestasen; pero más preocupado por su futuro, pues le falta-
ban los cuidados de su solicita sobrina.
A eso de medianoche, cuando las estrellas centellean más
en el manto de la noche y cuando el silencio de la selva se va
haciendo sonoro a los más leves sones, una luz vivísima hirió
los párpados de nuestro contrahecho enfermo. Despertó so-
bresaltado; pero no osó moverse, tal era el miedo que le
había entrado.
La voz suave y apaciaguadora de un desconocido derramó
en sus oídos el bálsamo pacificador de la palabra.
Levántate enseguida; -dijo.
Mi enfermedad me .
38
Sin dejarle concluir la respuesta, replicó el desconocido:
- Te he dicho y te repito que te levantes.
En un esfuerzo sobrehumano, se incorporó el que fuera
abandonado por su feura.
- A la salida del poblado -dijo el aparecido- hay una
grácil palmera; tenemos que llegarnos hasta ella.
El extraño desconocido, con la lámpara de bosque alejaba
las sombras del sendero; detrás, machete en mano, el contra-
hecho arrastraba su fealdad. Llegados al pie de la palmera,
ordenó el aparecido:
- Sube y corta el racimo de dátiles.
- No puedo subir, porque .
Tampoco ahora le dejó concluir la frase y con voz que
resonó en el silencio de los bambúes le intimidó de este modo.
- Te he dicho que subas y cortes el fruto de la gratifi-
cante palmera. Cuando esté cayendo, pondrás tu cabeza
debajo, sin tener miedo a las punzantes espinas y a los anima-
litos que en él se guarecen.
Estas autoritarias palabras consiguieron que el enfermo
sacara fuerzas de ílaqueza. Trepó, como pudo, tallo arriba.
Cortó el ubérrimo racimo, que cayó amenazante sobre su pos-
temosa cabeza. En vez del temido descalabro, el hombre
enfermo, feo, contrahecho y ulceroso se transformó misterio-
samente en hombre sano y más «guapo» que ninguno de los
que le habían despreciado.
Ahora podía ir en busca de los fugitivos «guapos»; podría
vivir con ellos; casarse con la mujer más hermosa: así Jo hizo.
Cuando llegó al nuevo poblado de los «guapos», nadie ciaba
crédito al relato de su transformación, ni creían que fuera el
mismo que habían despreciado. Sólo después ele recordarles
circunstancias y Jugares, pudo convencerlos de que la pacien-
cia todo lo alcanza y que lo último que hay que perder en esta
vida es la esperanza.
39
La
.
nma
,.., •
previsora
Visitación /\ voro vivía con su hija de seis años, en el inte-
rior de la selva. Hacia dos años que su esposo había muerto, y
tenia que trabajar para el sustento de su hija única y el propio.
Una mañana, la mamá, como hacía todos los días, se des-
pidió de su hijita con un beso, y se dirigió a la desembocadura
de los ríos Campo y Kie, donde abundan los hongos, tan apre-
ciados de las mujeres guineanas.
Pasaron un día, dos y tres y Visitación no regresaba a casa;
su hijita empezó a sufrir un hambre atroz. La choza estaba
solitaria y no había nadie que pudiese auxiliarla. A pesar de
sus pocos años, se armó de valor y decidió salir en busca de su
madre. Pero ¿a dónde había dirigido sus pasos?; ¿dónde
encontrarla?
El hambre, la soledad y la tristeza pudieron más que el
miedo. Se puso en camino sin saber por dónde ni a dónde
encaminarse. Pero antes, en previsión, impropia de su corta
edad, tornó unas tijeras, aguja e hilo, por si la selva le
desgarraba su vestido multicolor. Como provisiones, para el
incierto camino, tomó algunos picantes y dos yucas que aún
guardaba en la cocina.
Empezó a andar y andar por medio del bosque. Pasaron
un día, dos y tres días, transcurrieron varias semanas y no dio
con su madre ni con persona alguna. Llevaba ya más de mes y
medio perdida por la selva, cuando divisó una estrecha y
umbrosa trocha. Avanzó por ella y desembocó en el poblado
de los «Ogros". denominados «Cabezas ••. Desde tiempo inme-
morial, habían fijado allí su residencia, en número de diez y se
conocían por el número correlativo a su llegada, del uno al
diez. Sus alimentos eran los animales que cazaban y las perso-
nas que pasaban extraviadas por sus dominios. Hoy tocaría el
turno a la hija de Visitación Avoro.
()gro 1.--¿De dónde vienes y qué buscas por aquí?
1 ifia.-Vengo de muy lejos y estoy buscando a mi mamá,
pues hace muchos días que salió de casa y no ha vuelto.
Ogro 1.-Y. ¿a dónde fue tu madre?
Niña.-Me dijo qué iba a buscar hongos a los ríos de la
selva, para que las dos tuviéramos comida.
Ogro 1.-Los hongos están en la desembocadura de los
4(1
rios Campo y Kie; sigue ese camino y no tardarás en llegar.
La niña empezó a caminar calle arriba. Cuando pasaba
por delante de las casas de los Ogros «Cabezas», uno tras otro
mantenían con ella la misma conversación que el «Cabeza I» .
Conmovidos por su inocencia y por el hambre traducida en su
rostro, la animaban, como su compañero, a que fuese en
busca de su madre.
Al llegar a la choza del «Cabeza X», se repitió la escena;
pero el Ogro dijo a la niña:
Ogro X.-Hija mía, no oigo bien lo que me dices, acércate
un poco más.
Obedeció la niña y se acercó, no sin cierto miedo, casi
hasta tocar al Ogro.
Ogro X.-Te he dicho que no te oigo, acércate más y
ponte sobre mis labios, así oiré mejor lo que me dices.
Dócil y sencilla, como una paloma, dio un salto al labio
inferior del Ogro que, en un santiamén, la tragó enterita, sin
darle tiempo a explicación alguna.
La niña se encontró en el vientre del Ogro con muchas
personas que había engullido, durante varios años, y que aún
estaban vivas. Sin perder la serenidad ni el tiempo, la previ-
sora niña sacó las tijeras y comenzó a cortar los intestinos del
Ogro, llegando, incluso, hasta el hígado. Para acrecentar el
dolor, echaba picante, a medida que le sajaba las entrañas.
El «Cabeza X» no tardó en sentir malestar general y, a los
pocos instantes, tan agudos dolores que no podía aguantar.
Rompió en amargos lloros y con gritos que conmovían la
selva exclamó:
- Ninguna de las personas, hasta ahora tragadas, me ha
causado tan terribles dolores; ni las más venenosas serpientes
han alterado mi digestión. Pero ¿qué tiene esta tierna niña que
acabo de engullir?
Mientras así gritaba el Ogro furioso, la precabida niña
seguía su operación salvadora. Las puntiagudas y cortantes
tijeras segaron la aorta del corazón del monstruo, que cayó
redondo con todo su peso de más de setecientos kilos.
La valiente niña se había salvado y con ella los encerra-
dos, hacía años, en el vientre del «Cabeza X».
- Salgamos -les dijo- de uno en uno, sin mirar siquiera
las danzas de los demás Ogros «Cabezas».
Así lo hicieron y, andando, andando, tuvieron la suerte de
encontrar de regreso a su casa a Visitación Avoro. Celebra-
ron el encuentro con un banquete de hongos ...
La previsión y la valentía salvan, frecuentemente, de graves
peligros.
42
•
El Joven Akudzama
Zamaye-mebege estaba casado con varias mujeres. De
cada una de ellas tuvo unos cuantos hijos, excepto de una de
la que nacieron Akudzarna y Mengue que quedaron huérfanos
en temprana edad. Los dos siguieron viviendo en la cocina de
su difunta madre.
· De los numerosos hijos que tuvo Zamayc-mcbege, (mica-
mente Mengue era mujer, todos los demás eran varones.
¿Dónde encontraría el cabeza de familia para casar a ta nros
hijos? La venta de cabras, ovejas, gallinas y patos no le solu-
· cionaría gran cosa. La única hija tampoco cubría el costo de
tanta dote.
Día tras día, pasaba Zamaye-mebege las horas muertas,
sentado en el abaá, rumiando cómo resolver el problema. Una
tarde se le ocurrió esta idea: acudiría a sus tíos maternos,
seguro de que ellos le solucionarían el caso. Una mañana,
cuando las últimas estrellas daban los buenos días a la aurora,
se despidió de los suyos y salió rumbo al lejano pais de su
madre.
Después de varios días de convivencia con sus parientes,
los reunió en el abaá y les dijo:
- Mi presencia entre vosotros responde a la carencia <le
medios para casar a mis hijos. Bien sabéis que únicamente
tengo una hija y que mis posesiones son escasas.
El más anciano de los parientes le respondió:
- Mañana te daremos la solución.
Al día siguiente, muy de mañana, ya estaban los familiares
de Zamaye-mebege en el abaá. Uno de ellos le practicó con una
cuchilla leves cortes en el muslo derecho; sobre las herirlas
colocó unas hierbas y le dijo, en nombre de los demás:
- Regresarás a tu poblado. Cuando te saluden tus muje-
res e hijos, los sentarás en el muslo izquierdo; pero, cuando
llegue Mengue, lo harás en el derecho, y al poco rato morirá.
Luego, la· entierras en las afueras del poblado. Esta escopeta
que te entregamos la irás dejando a cada uno ele tus hijos. Al
salir de casa por la tarde, una «nsin» les señalará el camino;
que disparen a lo que se les ponga a su alcance.
43
Zarnaye-rnebege que había seguido intrigado el discurso de
su pariente, quedó muy triste por el futuro que esperaba a su
única hija.
Cuando llegó al poblado, recibió el saludo de las mujeres y
sus hijos. Tal corno le habían ordenado, los sentó en el muslo
izquierdo. Faltaban por saludarlo Mengue y su hermano
Akudzarna. Era este un joven de aspecto desagradable y
repugnanre; olía que apestaba; su cabeza estaba cubierta de
tiña y el cuerpo de sarna; los pies los tenía forrados de niguas.
Era d.e carácter raro y, desde niño, profesaba a su padre un
odio irreconciliable, pues lo tenía por el más brujo de los bru-
jos. Por eso, cuando su hermana iba a saludarlo, le dijo:
- No lo saludes; ¿qué habrá tramado ese hechicero con
sus tios maternos?
Pero Mengue, que amaba mucho a su padre, fue a salu-
darlo, rnienrras dormía su hermano. El padre cumplió lo que
sus tíos le ordenaron. Al despertar Akudzarna, encontró a la
hermana presa de una fiebre muy aira. A las pocas horas,
murió, y la enterraron en las afueras del poblado, como estaba
mandado.
Dos días después, Zamaye-mebege llamó a su primogénito,
le entregó la escopeta y le dijo:
- Al anochecer, saldrás de casa. A la puerta de casa
encontrarás una nsin; la seguirás y dispararás a lo que se te
presente. Por la noche, salió de casa, siguió a la nsin que lo
condujo hasta la tumba de Mengue. Estaba ésta más hermosa
que nunca, sentada en preciosa silla. Ndonzarna disparó con-
tra ella y regresó a su casa. A la mañana siguiente, encontró
un corpulento elefante muerto, junto a la tumba de Mengue.
Lo vendió y con el importe pudo dorar a varias mujeres. Sus
otros hermanos corrieron la rnisma aventura y tuvieron idén-
tica suerte.
Únicamente Akudzama se negó a acercarse a su padre,
quien hacía todo lo posible por ganar su afecto, a fin de pro-
curarle un botín corno a los demás .hijos. Después de no pocas
estratagemas, consiguió que aceptase la escopeta y escuchase
las instrucciones que habían ejecutado sus hermanos.
Durante unos cuantos días, Akudzarna permaneció en casa
con la escopeta ociosa, pero, a decir verdad, ardía en deseos
de saber cómo sus hermanos se habían hecho con tantos ele-
(ames, cuando por las cercanías, años hacía que no se veía
44
ninguno. Así una noche, sigilosamente salió de casa; siguió los
menudos y rápidos pasos de la nsin, y, a doscientos metros
del poblado, se encontró con su hermana, linda como jamás la
había visto.
En vez de disparar contra ella, como lo habían hecho sus
hermanos, rompió en triste y fraterno llanto. Intentó asir a
Mengue, pero ésta desaparecía de su vista, mientras Je decía:
Dispara contra mí, Akudzama, dispara contra mí.
No lo haré; no lo haré, -respondió el hermano; y aña-
dió:
Ya me imaginaba, fue padre el culpable de tu muerte. Y
regresó al poblado; y su odio contra el padre iba en aumento.
A la noche siguiente, volvió a encontrarse con su hermana;
logró agarrarla; pero Mengue, con fuerza misteriosa lo arre-
bató y lo llevó a su reino -. Allí le curó de cuantas enfermeda-
des padecía; corrigió cuantos defectos deformaban su cuer-
po ... en una palabra, lo transformó en un joven hermosísimo,
corno no había en todo el contorno. .
Al cabo de unos años, regresó al poblado, donde nadie
lloró su desaparición; pero tampoco ahora lo reconoció nadie,
ni su propio padre. Lo que causó tanta admiración como su
belleza fue el que viviese en la humilde choza del desaparecido
Akudzama.
Una tarde, en la reunión del abaá, declaró a su padre que él
era su hijo Akudzarna; y le contó cuanto había sucedido.
Todos ponderaban su extraordinaria hermosura. Su matrimo-
nio fue más feliz que el de sus hermanos, y tuvo muchos hijos,
de los que vivió rodeado largos años.
45
Mbá el aventurero
47
- Idéntico mandato nos ha dado nuestro padre el rey,
repuso ahora la mayor de las hermanas.
Nunca mejor ocasión para que unos y otros cumpliesen
con la vol untad paterna y los deseos personales: acordaron,
pues, que se casarían, siguiendo rigurosamente el orden de
edad. Por parejas, del brazo y con muestras de juvenil alegría,
se presentan ante el rey, padre de las hijas:
- Hoy se ha cumplido el precepto que nos diste, -le dije-
ron. Hemos encontrado a estos siete hermanos de padre y
madre. te los presentamos para que nos permitas tomarlos por
maridos.
- Bien, -respondió el rey, -mañana es lunes; el primo-
géuito será la primera víctima. El martes, lo será el segundo, y
así sucesivamente ... hasta llegar al menor de los hermanos que
se llamaba Mbá.
La voluntad del rey fue cumplida puntual y rigurosamente.
Día a día, iban desapareciendo los hermanos de Mbá. El
sábado llamó a éste el rey y le dijo:
- Prepárate, pues mañana te toca el turno.
Este mismo día por la tarde, la novia de Mbá le dijo:
- Ruega a mi padre que ordene llenar de cubos de agua
la habitación donde dormimos .
Asl lo hizo y la habitación quedó repleta de agua. Por la
noche, a la hora de dormir, la novia se presentó con un pico y
una pala. Durante toda la noche, ambos practicaron una pro-
funda galería que comunicaba con la parte exterior del pala-
cio ... y por ella se evadieron ... Después de una larga y penosa
caminata, por dificiles senderos, llegaron a orillas de un cau-
daloso río.
Ya los gallos quebraban albores, y el rey estaba deseoso
de acabar con el séptimo de los hermanos. Envió a su guardia,
tal corno hiciera otros días, a la habitación de Mbá. Pero
regresó con la nueva de que ni él ni su hija estaban en la
babi ración.
Furioso, el rey destacó un batallón de soldados, para que
fuera e11 persecución de los fugitivos. Por suerte, cuando los
soldados llegaron al río, Mbá y su novia eran conducidos al
otro lado por el tripulante de un cayuco. El jefe del ejército
gritaba al tripulante que regresase a la orilla. El tripulante,
que era un poco sordo, preguntó a la joven:
- ¿ Qué ordena el jefe?
,¡g
- Que bogues más rápido, para evitar el chaparrón que
nos amenaza, -replicó la joven.
Así, los soldados tuvieron que regresar al palacio real y
confesar su fracaso.
La joven pareja anduvo aquel día más de cuarenta kilóme-
tros por Jugares enmarañados y no acostumbrados a la planta
humana. Aprestá base el sol a despedirse de los morrales; Mbá
ya no podía más. Durante unos instantes quiso reposar su
dolorida cabeza en las rodillas de la joven princesa, cuando
una mortífera serpiente dejó inerte al joven en brazos de su
novia. Esta rompió a llorar y a implorar el auxilio de lo alto.
Inesperadamente, se presentó ante ella una joven, como de
dieciséis años.
- ¿Cuál es la causa de tus llantos y ruegos?
No resulta dificil averiguarla, -le respondió, mostrándole
el cuerpo inerte de Mbá. Y le contó, por menudo, su odisea.
La recién llegada sacó de su cofrecito ungüentos misterio-
sos que aplicó a Mbá quien repentinamente recobró la vida.
- ¿Qué te debemos, a cambio de este favor?, -preguntó
la novia de Mbá.
- Únicamente que consintáis en que yo sea la segunda
mujer de Mbá.
- Sea así, -respondieron ambos-, y prosiguieron los
tres el viaje. Ya llevaban recorridos más de dos mil kilóme-
tros, cuando llegaron a un país donde el rey había prohibido
la existencia de varones.
Mbá y sus dos mujeres recorrieron curiosos el extraño
país, habitado únicamente por mujeres, gobernadas por un
rey. Mbá, a su vez, era objeto de las inquisidoras miradas
femeninas.
El rey fue informado por sus espías de que en la casa de la
palabra de la capital del reino se encontraba un varón con dos
mujeres. No quiso el rey aparentar cruel con los extranjeros;
por eso, envió una embajada para que comunicase a Mbá:
- «Mañana el rey te formulará tres preguntas; si no las
aciertas, perderás la vida. En cambio, si las respondes correc-
tamente, morirá el rey y tú ocuparás el trono.
Mientras Mbá descansaba, custodiado por las mujeres sol-
dados, el Hada del rey llamó a la segunda mujer de Mbá y le
entregó las respuestas a las tres preguntas, preparadas por el
rey. La joven sacó del bolsillo tres monedas de oro y se las
49
entregó al Hada, en recompensa. Antes del amanecer, ya Mbá
sabía de memoria lo que tenía que contestar.
Eran las ocho de la mañana, cuando el rey con su escolta
mujeril fue al encuentro de Mbá para formularle las enigmáti-
cas preguntas:
- ¡,Qué es lo que hay en la casita del rey?, -preguntó éste
con tranquilidad.
- Allí está su abuela, con la que su Majestad suele comer
personas por la noche, -respondió con seguridad Mbá.
Bien, -dijo el rey. Vamos por la segunda: ¡,Qué tengo
yo en mi habitación?
Una aguja de cuatro puntas, -se apresuró a decir
Mbá.
El rey turbado ya, casi no acertaba a expresar la tercera
pregunta, pero, albergando aún un rayo de esperanza inte-
rrogó:
- ¿Con qué bebo vino y qué colores tiene?
- Es un vaso de tres colores: rojo, azul y negro, -
concluyó Mbá.
El propio rey había firmado su sentencia; lo mataron y en
su lugar subió Mbá. El Hada del rey se convirtió en la tercera
esposa de Mbá.
Mbá tuvo varios hijos con cada una de las mujeres. Vivie-
ron felices muchos años, al cabo de los cuales Mbá murió
rodeado del afecto de los suyos. Pero ahora se presenta esta
pregunta al lector: ¿Cuál de los tres primogénitos que tuvo
con cada mujer debería sucederle en el trono?
50
El bosqQe del brujo
En una apacible soledad, rodeada de mangos, naranjos y
palmeras, tenía su espaciosa morada la familia Zarna ye Mbc-
gue. Los tres retoños del matrimonio llevaban, respecti-
vamente, el nombre de Nguema Zama, Ndon Zarna y Mbá
Zama, el más pequeño. Los tres manifestaron innata afición y
rara habilidad para la caza, de la que vivían los familiares y
vecinos.
El padre, que los había adiestrado en el arte vcnaroria, les
advirtió que podían trampar en los bosques limítrofes al
poblado; pero no en otro que distaba de allí seis kilómetros.
Las frecuentes batidas que daban con sus arcos mortíferos
y el diario tributo cobrado por las trampas amenazaban con
extinguir los animales de los bosques no vedados.
Por ello, cierto día, Nguema Zama salió furtivamente,
decidido a trampar en el bosque prohibido, que no era otro
que el bosque del brujo. Éste, cuando encontraba a algún
cazador en sus dominios, lo mataba; comía su carne, y con la
piel confeccionaba sus extraños trajes.
Esta primera vez, todo ocurrió normal en la cacería de
Nguema: colocó sus trampas, que, al cabo de dos días, atrapa-
ron numeras animales. La operación se repitió a lo largo ele
tres meses, sin que nadie se percatase de la peligrosa cacería.
Pero hete aquí que un día en que Nguema revisaba sus
trampas, avanzó más de lo acostumbrado y se encontró en
una ancha carretera, casi una autopista. En el arcén derecho,
había un tambor automático: una vez golpeado, seguía tocan-
do ininterrumpidamente, hasta que llegase el brujo. Esta era
su tr�mpa I?ªra atrapar las personas. Los continuos sones
repetía:
Kelen, kelen, ke/en,
Sinken, kelelen, kelen. (bis)
Nguema, picado por la curiosidad, cogió los palillos y
empezó a golpear el tambor. Su extrañeza se convirtió en
temor; quiso huir; pero, ¿a dónde? Se le ocurrió ocultarse
debajo del mismo tambor.
Llegó el brujo; no vio a nadie; ¿quién lo habría tocado? ...
51
pero su fino olfato, acostumbrado a la carne humana, descu-
brió al culpable, y comenzó a cantar y bailar, acompañado del
tambor:
Beñ, beñ, beñ
Puab, puab, puabla (bis)
- ¿Por qué te escondes?; -dijo a Nguema. ¿No sabes que
llevo uIJ año sin comer y que tengo mucha hambre? -Dicho
esto, le dio un terrible golpe y lo mató.
Pasaron diez, quince días; nadie daba razón del paradero
de Nguema. ¡,Lo habría devorado una fiera? ¿Habrfo sido rap-
tado por gentes sin ley? Ndong Zama, su hermano, partió en
.su busca; atravesó el bosque prohibido; y llegó al lugar del
nefasto tambor. Como Nguema, quiso satisfacer la curiosidad,
y corrió la misma suerte que él.
Eran dos los hermanos desaparecidos. Entonces, Mbá
Zarna, el menor, pretendió descifrar la misteriosa desaparición
o dar con el desconocido lugar en que se hallaban. La fatali-
dad le hizo seguir el camino de sus hermanos y encontrarse
con el fatídico tambor. También Mbá cayó en la tentación de
tocarlo; pero en vez de esperar, como sus hermanos, a que
viniese el brujo, cogió el tambor con ambas manos y, en loca
carrera, se dirigió al poblado paterno.
Cuando Zarna ye Mbegue percibió los sones del retum-
bante tambor, cuyo misterio conocía, salió armado del tenso
arco y disparó una alada y mortífera flecha contra el corazón
del brujo, que ya se aprestaba a matar a Mbá Zama. Así fue,
corno ti bosque quedó libre de las malas artes del brujo.
52
•
La mujer de Ndjambu
Érase una vez un homl+e llamado Ndjambu quien después
de construir una amplia casa, en medio de la espesa selva, se
casó con dos jóvenes: Nguakendy y Ngualedje.
Cierto día, en vísperas de realizar un largo viaje, que le
alejaría durante meses de sus esposas, llamó a Ngualcdje, que
se encontraba en estado de gestación avanzado, y le dijo:
- Mi deseo es que de tu embarazo nazca un niño; si por
desgracia llegase a ser niña, tienes que matarla, antes de mi
regreso.
Dicho esto, a la mañana siguiente, presentes aún las
estrellas en el alto cielo, Ndjambu cogió entre las piernas el
sendero que le llevaría al camino vecinal.
No había transcurrido el mes cuando Ngualedje dio a luz a
una hermosa niña. Temerosa de las palabras de su marido,
decidió esconder a la pequeña en la espesa copa de un árbol
cercano a la casa. No quedó satisfecha con estas medidas de
seguridad, por lo que fue a casa del brujo, en busca de con-
sejo. Este le dijo:
Esconde la niña en la copa del Evenga. Cuando la
vayas a visitar, le cantarás esta canción.
Yombe, yombe, yombe (la madre)
lya nguete no, ]ya a likongue upando
a eleve na evenga. Tata Ndjambu upando
a rea na majiji.
Entonces la niña bajará inmediatamente y recibirá tus cui-
dados.
Ngualedje cumplió puntualmente cuanto le aconsejó el
brujo y, día tras día, prodigaba a su hija con cariño las aten-
ciones que precisaba.
A su regreso, Ndjambu preguntó a Ngualedje por el estado
del niño.
- Nació una niña -respondió Ngualedje- y, apenas
nacida, le di muerte, tal corno tú me ordenaste.
Al principio, Ndjambu quedó satisfecho con la explicación
de su mujer; pero no tardó en observar las repetidas y periódi-
cas salidas de Ngualedje al bosque. ¿Cuál era el motivo?
53
Deseoso de averiguarlo, Ndjambu fue a consultar al brujo.
- Tu mujer, -le dijo éste- ha dado a luz una niña r¡ue
tiene escondida en la copa de un Evenga. Si deseas que baje a
tus brazos, tendrás que cantarle esta canción:
Yombe, yombe, yombe (la madre)·
Iya nguete no, [ya a likangue upando
a eleve na evenga. Tata Ndjambu upando
a rea na majiji.
Al día siguiente, caía la tarde, las nubes tamizaban la luz
mortecina del sol y Ndjambu, con propósitos siniestros, se
dirigió en dirección al misterioso Evenga. Situarlo bajo sus
verdes ramas, entonó la canción que le enseñara el brujo.
La niña acostumbrada, a la voz femenina de la madre, no
prestó atención a las notas graves de la canción paterna, y
siguió tranquila en su escondite. Otra y otra vez entonó
Ndjambu la canción, con idénticos resultados.
Volvió de nuevo a casa del brujo para preguntarle por qué
la niña no respondía a sus llamadas. Entonces el brujo le pro-
porcionó un aceite especial con el que tenía que ungir su gar-
ganta, antes de entonar la canción. Así lo practicó Ndjambu, e
inmediatamente, una niña semejante a un ángel sin alas des-
cendía risueña de rama en rama.
El padre asesino no le dio tiempo a llegar a sus brazos,
pues con el cortante machete descuartizó el delicado cuerpo
que quedó cual preciosa joya engarzado en su propia sangre.
El instinto materno de Ngualedje presintió la tragedia.
Corrió al bosque; llegó al Evenga; entonó la canción de
costumbre, pero la niña no bajaba. Frenética repetía el canto;
sólo el eco respondía.
Buscó y rebuscó entre dos luces y ... ¡Horror! Descubrió el
cuerpo de la hija hecho pedazos; en otros tantos se dividió su
corazón, que recompuso la inaudita tragedia.
Con el velo del dolor envolvió los separados miembros de
su hija y les dio sepultura.
Regresó a su casa; preparó su reducido equipaje y, cubierta
por el manto de una noche sin luna, regresó a la casa de sus
padres en busca de amparo.
55
Otum-Taha
don Mba vivía en un pequeño poblado de la selva. Tenía
un vicio inveterado: el de fumar. Fumaba a todas horas, úni-
camente cuando comía y bebía dejaba al lado su negra pipa de
ébano; incluso cuando dormía aprisionaba fuertemente la pipa
entre sus dientes. Los vecinos lo conocían únicamente por el
nombre de Otum-Taha, que significa «quemador de tabaco».
5G
Tenía, contigua a su casa, una plantación de la que sacaba
cestos y cestos de tabaco en rama. Vendido, le podría dar sus
buenos bipkwele; pero a Otum-Taha más que el dinero le inte-
resaba el tabaco.
Los fumadores, aunque fueran sus vecinos, le resultaban
molestos, tanto si le pedían tabaco, corno si le rogaban que se
lo vendiese: a tal extremo había llegado su insaciable avidez.
Un día, harto de los vecinos y de sus molestias, determinó
abandonar el poblado para irse a vivir en solitario, en lo fra-
goso de la selva, donde ser humano no tuviera acceso. Apro-
vechando las altas horas de la noche, cargó con lo más
imprescindible, sin olvidar un buen cargamento de tabaco, y
se emboscó, sin más testigos que las estrellas.
Anduvo y anduvo toda la noche, la mañana, y hasta muy
entrada la tarde siguiente. Ya la noche caía de las altas ceibas,
cuando, extenuado, decidió pasar la noche bajo un frondoso
okurne, a orillas de un refrescante riachuelo.
Al otro día, tornó de nuevo el camino entre las manos en
busca de la deseada soledad. Tenía buen cuidado de no dejar
trazas de su paso, para evitar que lo encontrasen.
Los mortecinos rayos del sol poniente iban a poner térmi-
no a la tercera jornada, sin que Oturn-Taha hubiese encon-
trado un paraje acorde con su propósito. Entre dos luces y a
unos cincuenta metros divisó la negra boca de una gruta de
considerables dimensiones. La escasez de luz recomendaba
dejar su exploración para el siguiente día.
Apenas la aurora con sus blancos dedos corrió la negra
cortina de la gruta, Otum-Taha la recorrió en sus cuatro direc-
ciones. En ella encontró vestigios del ogro, del que era propie-
dad, pero que la había dejado, por dos o tres años, para
visitar a otros ogros.
Tanto la gruta como los aledaños respondían a los deseos
de Oturn-Taha. Puso manos a la obra y, a los pocos días, la
codiciada droga empezó a despuntar en la finca que con reco-
nocida pericia preparó -, Por cierto, que desde que salió de casa
seguía con su pipa cargada de tabaco; eso sí, tenía que econo-
mizar para poder empalmar con la nueva cosecha.
Así pasaron dos largos años, y nuestro «quemador ele
tabaco» vivía feliz en su buscada soledad, con la única preocu-
pación ele cultivar y fumar tabaco.
Cierto dia, ocupado en la meticulosa limpieza de la gruta,
57
encontró en uno de sus escondrijos una pipa que por sus res-
petables proporciones, emplearía el ogro, propietario de la
cueva. Otum-Taha, sin pensarlo dos veces, dejó la que usaba y
embocó la que por el tamaño prometía satisfacer mejor su
VICIO.
En el poblado de Otum-Taha vivía un cazador que cierto
día se emboscó en persecución de una manada de elefantes.
Fueron varios los días que infructuosamente les quiso dar
alcance. Mientras descansaba a quinientos metros del retiro de
Oturn-Taha, un fuerte viento arrastró el penetrante humo de
la gran pipa del «quemador de tabaco».
Esono Ngucma , que así se llamaba el cazador, percibió el
olor y dedujo que no lejos alguien estaba fumando. Ráfagas
sucesivas lo fueron orientando, hasta encontrarse frente a
frente de Otum-Taha. ¿Era cierto lo que veían sus ojos? ¿No se
trataba de un fantasma? A Ndon Mba le daban por muerto ya
hacía años ...
Sacando fuerzas de flaqueza, Esono dirigió el saludo a
Otum-Taha. Este, contrariado, no le contestó palabra, por
haber alterado su vida tranquila y, además, era Esono de los
que más le pedían de fumar.
Esono, que había pasado todo el día sin probar el tabaco,
no pudo resistir a la tentación, y pidió por favor a Otum-Taha
que le diese un poco de lo que él tan pródigamente consumía.
El ruego del cazador fue desoído por Otum-Taha que, desde-
ñoso se encaminó a la plantación de tabaco.
En el sitio donde estaba sentado Otum-Taha quedó una
hoja de tabaco que Esono Nguema cogió para liar un cigarro.
Cuando Oturn-Taha le vio, montó en cólera y saltó sobre
Esono, con intención de castigar su osadía. A falta de otro
instrumento, Otum-Taha pretendió golpear a Esono con su
gran pipa. Este esquivó el rudo golpe, que fue a dar de lleno
en el muro de la gruta.
Al instante se produjo una tremenda explosión. El lugar se
quedó en tinieblas, nadie sabe cuanto tiempo. Cuando reinó la
claridad los dos protagonistas, asombrados, pudieron contem-
plar un. montón de monedas de oro que sumaba miles de
millones, Nuevas monedas seguían lloviendo del cielo y acre-
centando la suma ... ya les llegaba a las rodillas, ahora a los
muslos ...
Entonces se entabló entre ambos una acolarada disputa
58
sobre a quén de los dos pertenecía el tesoro. Ahí los deja remos
discutiendo hasta hoy; pero te preguntamos a ti, amable lec-
tor, ¿a cuál de ellos juzgas propietario de tamaña riqueza'!
59
El Dios de la montaña
Erase u11 hombre muy sobrio que vivía corr sus hermanos
en u11 poblado, cruzado por la carretera de Niefang a Evína-
yon. Corno era diestro cazador, tanto con el arco corno con
las trampas, decidió trasladarse al corazón de la selva, rico en
las más variadas especies de animales.
E11 pocos días, plantó su choza a orillas de un cristalino y
lenro arroyo que circunda en forma de herradura una elevada
colina. Concluidos los trabajos de acomodación, empezó sus
incursiones, e11 busca de carne fresca. El primer día, cazó un
grácil aruilope y un pangolín. Cargó con ellos y, contento, los
llevó a casa, donde su mujer, entendida en guisos, los cocinó
con exquisitez, y comieron opípararnente el día siguiente. Pero
nuestro cazador, a pesar de ser parco, quería comer solo los
arurnales que cazaba.
Una mañana lluviosa, al rayar el día, salió a examinar las
trampas colocadas dos días antes. En la primera encontró
atrapada una vieja tortuga. La echó a cuestas, pensando para
sus adentros: «Con ella voy a engañar a mi mujer»; y, dirigién-
dose al astuto animal, le propuso amablemente:
- Te perdono la vida; te dejaré en lo alto de la colina,
donde tendrás tu morada; re llamaré «dios de la montaña», y
siempre que te pregunte: «¿Quién ha de comer el anirnal?»,
responderás: «El hombre».
As i lo convinieron. Al siguiente día, el botín de la caza fue:
una marmota, un lince y un zorro. Como de costumbre, la
mujer aderezó las comidas con picantes salsas; pero, antes de
comer, dijo el marido:
-· Mujer, ya sabes que el «dios de la montaña» nos pro-
tege; conviene, pues, que le preguntemos quién ha de comer el
guiso.
La mujer, romando a chacota la propuesta, preguntó:
- ¿Dónde habita ese dios que dices?
- ¿.lgnoras acaso -respondió el esposo- que los dioses
moran en las cumbres de las montañas? Precisamente, en lo
alto de esta colina vive uno de ellos; y, saliendo fuera, gritó de
este modo:
ti O
- [Oh «dios de la montaña»", permlterne que ose pregun-
tarte: ¿Quién ha de comer la carne que preparó mi mujer?
- Es el hombre y no la mujer, -contestó una voz lejana.
- Si queremos ser felices, -argumentó el cazador-
hemos de cumplir lo que manda el dios; por eso, comeré yo
solo las comidas.
Dos días después, cazó un ágil mono y un erizo. La mujer
los condimentó con salsa de cacahuete y envuelto de plátano.
A la hora de comer, mandó a su marido que preguntase al
«dios de la montaña» quién debía comer las viandas, con-
fiando que le tocaría el turno a ella. La súplica fue la de
siempre:
- ¡Oh «dios de la monraña»I, permítemc que ose pregun-
tarte: ¿Quién ha de comer la carne que ha preparado rru
mujer?
La respuesta no se hizo esperar, idéntica también a las
anteriores:
- Es el hombre y no la mujer.
La mujer callaba, soportaba y esperaba su turno; pasaban
los meses y éste no llegaba. Ya estaba en los huesos; había que
tomar una resolución, de lo contrario, moriría de hambre.
«Me iré -se dijo- a visitar al «dios de la montaña». Dicho y
hecho .. Tempranito, cargó con el encué y los enseres de la
pesca. A las pocas horas, había pescado varios kilos. Bien
cocinados, los metió en una cacerola de sopa con salsa de
cacahuete, plátano cocido... y con una botella de topé.
Con las comidas comenzó a escalar la colina, en busca de
la residencia del «dios de la montaña». En la cima, descubrió
un hoyo de medio metro de profundidad. Miró atenta a su
fondo y vio agazapada una tortuga, a la que preguntó, intri-
gada, si era «el dios de la montaña». Ante la respuesta afirma-
tiva, dijo la mujer:
- ¿Acaso las mujeres no somos criaturas tuyas'! ¿Cómo
siendo seres vivos podemos vivir sin comer? ¿Por qué única-
mente puede comer los animales el hombre?
Sin esperar contestación, sirvió las comidas a la tortuga
que las comió con apetito y agrado; también bebió las dos
terceras partes de la botella de topé. Una vez satisfecha, habló
así a la mujer:
Tampoco yo comía nada; a ejemplo tuyo estaba langui-
61
deciendo de hambre; pero, como me has alimentado, vete
tranquila, pues las cosas cambiarán.
De regreso, encontró que el marido había cazado un cor-
pulento jabalí, un pangolín y una graciosa ardilla. Los guisó
en secreto con las mejores salsas y el picante más exquisito del
país. A la hora de comer, el hombre frugal formuló la pre-
gunta habitual:
- ¡Oh «dios de la montaña»l, permíteme que ose pregun-
tarte. ¿Quién ha de comer la carne que preparó mi mujer?
- Esta tarde -respondió la divina voz- será la mujer y
nn el hombre.
Indignado el cazador de la prohibición y viendo que se le
escapaba el apetitoso banquete, cogió su arco; subió a la
colina y mató a la desprevenida tortuga, que fue dios por
corto tiempo.
62
U gula
68
El astuto Negué Esaboy
Negué Esaboy era un criado joven, inteligente y astuto. Un
día, propuso a su amo:
- Señor, si Vd., quiere, puedo procurarle una esposa her-
mosa y joven, sólo por un epkwele.
- No es posible que lo consigas, Je respondió Nsué , que
era el nombre de su amo.
----
69
Pasaron los días. La promesa de Negué Esaboy fue traba-
jando en la mente de Nsue. ¿Y si podía lograr una esposa por
sólo un epkwclc? ¿Por qué no intentarlo?
El sol caía vertical sobre el poblado. Era el momento de la
siesta. Nsue llamó a Negue y le dijo:
- Si consigues casarme con una mujer joven y hermosa
por sólo un cpk wclc, pasarás tú a ser señor y yo seré tu criado.
Negué pasó una semana rumiando cómo podría cumplir la
promesa que había hecho a su amo. Mientras cultivaba las
calabazas, los cacahuetes y las yucas de su amo, daba vueltas
en su cabeza a planes y más planes. Un día se dijo: Ya lo
tengo. Fue ante Nsue, a quien habló así:
- Ha llegado el momento de· que vaya a buscarte una
mujer joven y hermosa. Dame, pues, el epkwele prometido.
Recibida la moneda, prometió regresar antes de una
semana ... y emprendió la incierta y temeraria aventura; pero
tenía que ser fiel a su promesa.
La senda semejaba una parda boa. serpenteante por la
selva. Verdes cañaverales de bambúes ocultaban aquí y acullá
los ardorosos rayos del sol.
En un claro, que había sido finca de comida, encontró un
grácil papayo con sabrosas papayas a punto. Le quitó una y
siguió el sendero. Declinaba el sol, cuando llegó a un transpa-
rente y lento río en cuyas aguas lavó sus pies y refrescó su seca
garganta. Por lo que pudiera ocurrir en la oscura noche que
avanzaba desde los altos montes, se llenó los bolsillos con gui-
jarros de la ribera.
Aguas abajo, llegó al lugar donde una balsa trasbordaba a
los pasajeros a la otra orilla. Apenas vieron los chiquillos a
Negué, comenzaron a gritar:
- Mira, Negué Esaboy; Negué Esaboy ... lo pasaremos del
ouo lado. Y así lo hicieron.
en mitad del río, los chiquillos, de natural traviesos,
cornenza ron a remover el cayuco para infundir temor en el
pecho de Negué, poco acostumbrado a estos lances y, por de
pronto, incapaz de salvarse a nado.
A pesar de todo , Negué conservó la calma. Sacó los guija-
rros de los bolsillos y los arrojó con violencia al fondo del río.
Inmediatamente, empezó a gritar con voz lastimera y lágrimas
en los ojos:
70
Por la agitación del cayuco todo el dinero· que llevaba
de mi amo se me ha caído en el fondo del río. Vosotros sois
los culpables. ¿Qué será de mí ahora? Y seguía llorando amar-
gamente.
Llegado al poblado de los cinco muchachos del cayuco,
convocó a sus padres; les explicó lo ocurrido y les pidió que
fuesen a rescatar de las aguas el dinero perdido; o bien, que
cada familia le abonase cinco mil bipkwele, cantidad que
habían engullido las aguas por culpa de sus atolondrados
hijos. Los padres optaron por la segunda solución. Ya tene-
mos al astuto Negué con veinticinco mil bipkwele en el bolsi-
llo.
Al siguiente día, Negué, rendido por la larga caminata,
entró, según la costumbre guineana, a descansar en el abaá; a.
su lado dejó la madura papaya, cogida el día anterior. Un
vigoroso gallo que vio la papaya a mano comenzó a picotearla
y la dejó inservible.
Cuando despertó Negué y se percató de los estropicios del
gallo, comenzó a preguntar a grandes voces por el dueño del
cantor de la mañana. Como es habitual en los poblados
pequeños, no cardó en presentarse el dueño, al que Negué
dijo:
- Mi amo, señor de estos lugares, me envía para que le
compre papayas, que le gustan mucho, y mire su gallo lo que
ha hecho. ¿Qué haré ahora?
Temeroso el buen campesino, le entregó el gallo, pues no
tenía otra cosa que ofrecerle.
Serían las tres de la tarde cuandu Negué llegó a las cerca-
nías del tercer poblado de sus andanzas. Un grupo de perso-
nas, silenciosas y tristes semejaban estatuas de sal. ¿De qué se
trataba? Estaban apunto de enterrar a una jovencita y her-
mosa mujer. Nadie, por miedo y respeto, se atrevía a tocar el
cadáver. Negué Esaboy se les ofreció para dirigir el entierro;
pero tiene que ser, les dijo, durante la noche; no a la luz del
día. Los afligidos parientes y amigos de la hermosa jovencita
convinieron en ello.
En una noche sin luna con las altas estrellas por testigos,
sólo el sepulturero y Negué acompañaron a la hermosa joven-
cita hasta la fosa. Allí la depositó el sepulturero y, a los pocos
instantes, Negué cargó con el ataúd y, al rayar el alba del día
siguiente, llegó al cuarto poblado.
71
La verde cortina de unos bambúes dio cobijo y sombra al
cadáver de la hermosa joven mientras Iegué maquinaba el
remate de su aventura. Este poblado estaba bajo los dominios
de otro señor, amigo del amo de Negué. Este le pidió hospe-
daje para él y para una de las mujeres de su dueño a la que
acompañaba. Gustoso dio orden el señor de que hospedasen
como reclamaba su amistad a los ilustres viajeros.
Negué advirtió a la gente curiosa del poblado que su
señora no quería dejarse ver, hasta que al día siguiente estu-
viese ataviada como correspondía a su dignidad. Respetuosos
a este deseo, cada cual se retiró a su casa, esperando la salida
del sol, para conocer y agasajar a sus huéspedes.
Inmediatamente, Negué, con la prontitud y astucia que Je
caracterizaban, corrió en busca del cádaver de la hermosa
joven. Sin ser visto, Jo introdujo en la casa que les dieron para
pernoctar. De una de las paredes pendía un agudo y cortante
sable. Negué Jo descolgó y con la rapidez del fulgurante rayo
Jo envainó en el delicado pecho de la hermosa joven.
Con simulado horror, saltó a la calle y al primer hombre
que vio pasar lo agarró fuertemente y comenzó a gritarle:
- i Asesino, asesino, no te escaparás asesino!
El inocente lugareño se vio al instante rodeado de ojos
inquisidores en la oscuridad. Antes de que el inculpado
pudiese defenderse, ya Negué había dicho a los concurrentes:
- Este caballero quiso solicitar a la señora que acompaño
y ante la negativa de ella, Je clavó un penetrante sable en el
pecho. Ahí dentro está, si queréis cercioraros de la verdad.
Todo el poblado se alborotó y apoyó la petición de Negué
que consistía en que el presunto asesino le diese otra mujer
joven y al menos tan hermosa como la asesinada.
La exigencia parecía justa y, así, el inocente tuvo que
entregarle a una de sus sobrinas, joven, doncella y hermosa.
Ya Negué había logrado sus objetivos. Regresó a donde
su amo con una joven y hermosa doncella; con un gallo y con
veinticinco mil y un epkwele de sobra.
El señor su amo, que fue fiel a su palabra, se convirtió en
su servidor y Negué sigue mandando aquella región, hasta la
fecha.
72
Voy cargado con una
montaña
76
Anita y los elefantes
Anita Nchama era una runa de doce años. Vivía en un
pequeño poblado de Guinea Ecuatorial. Una mañana de sol
radiante, salió, como de costumbre, a pescar en el río. Tornó
los utensilios de pesca: la red, el plato y el machete. Llegó al
riachuelo que calma la sed de los habitantes del poblado; se
quitó las pobres sandalias -no llevaba medias- y se dispuso
a pescar, al estilo del país. .
La· suerte la acompañó: pescó lo suficiente para la cena de
toda la numerosa familia y para comer el día siguiente. Estaba
tan entretenida en la pesca que, cuando se dio cuenta, era ya
media tarde y sintió mucha hambre.
Recogió los utensilios y la pesca y emprendió el regreso al
poblado. Distraída, quizá por el hambre y el sol cegador de
largas horas, tomó un sendero distinto del acostumbrado.
Anduvo y anduvo por la selva, y el poblado no llegaba. Al
caer el sol, se encontró, asombrada, a las puertas del poblado
de los grandes elefantes. Valiente como era, entró en casa de
uno de ellos. La puerta era muy grande; las habitaciones,
enormes, y el recibidor, inmenso. El dueño de la casa estaba
sentado en una descomunal silla. i\nita, admirada, le"'habló
así:
- ¡Oh!, ¡qué grandes y qué guapos sois los elefantes'
¡Qué hermosos colmillos tenéis! ¡Qué extenso y qué limpio es
vuestro poblado! Me gustaría vivir con vosotros muchos,
muchos días. Mis amigas dicen que a ellas les gusta comer
carne de 'elefantes: pero yo sólo quiero contemplar vuestra
belleza y disfrutar de vuestra compañía· y amistad.
· El elefante, que debía ser el jefe, comunicó a los demás lo
que Je había dicho Anita. Se pusieron muy contentos: agita-
ban las largas trompas, enseñaban los blancos dientes, canta-
ban y bailaban alrededor de i\nita. Le dieron muy buena cena
y la tuvieron como huésped de honor varios días.
Al cabo de unos días, Anita se acordó de que sus papás la
estarían buscando, apenados. Corrió a casa del elefante jefe y
le dijo que deseaba volver al lado de sus papás, pues estarían
sufriendo por su ausencia.
77
Los grandes elefantes encontraron sus razones justas, y,
aunque la querían mucho, la dejaron marchar a casa de sus
papás. Pero, al despedirla, la llenaron de regalos: pendientes,
collares, pulseras de marfil, vestidos vistosos de seda, finos
zapatos y muchos y grandes colmillos de elefante. ¡Qué con-
tenta estaba Anita!
Al llegar al poblado, contó a sus papás y sus compañeros
cuánto había disfrutado, y lo bien que la habían tratado los
grandes elefantes. Sus papás vendieron los colmillos y fueron
muy ricos.
Otra niña del poblado, deseosa de tener la misma suerte,
salió, intencionadamente, de pesca. Siguió, casi punto por
punto, lo que había oído contar a Anita y, como ella, se
encontró en el extenso poblado de los grandes elefantes. Al
verlos exclamó:
- [Qué grandes sois! A mí me gusta mucho comer la
carne exquisita de los elefantes.
Entonces, los grandes elefantes se dijeron:
- Esta niña nos quiere matar, para comer nuestra carne.
Nosotros la mataremos y la comeremos a ella. Y asi lo hicie-
ron.
De esta forma, la niña avariciosa e imprudente, en vez de
conseguir regalos y colmillos, como Anita, pagó con la vida su
imprudencia.
79
Los cuatro ignorantes
En lo más intrincado de la selva guineana vivían cuatr
jóvenes de edad aproximada y de parecidos gustos: amaban 1
aventura. Sus nombres eran significativos de sus futura
andanzas: Ondunduga (bruto), Akumya (famoso), Nyem Ma:
(inteligente) y Eman Bot (linchador).
80
Cierta noche Nyem Man (inteligente) tuvo un sueño en e!
que vio una vasta y populosa ciudad, que distaba no menos de
cuatrocientos kilómetros de su mísero poblado; pero en la
ciudad soñada se hablaba una lengua distinta del dialecto que
ellos usaban. Al despertar de su agradable y profético sueño,
exclamó: ¡Aquié a Zam! (Dios mío).
Le faltó tiempo para comunicar, por la mañana, a sus ami-
gos lo soñado. ¿Deberían ponerse en camino, en busca de la
ciudad fantástica? Las razones convincentes de Nyem Man
disiparon las posibles dudas. A los cuatro días, los cuatro ami-
gos emprendían el camino con rumbo desconocido.
Pronto se les agotaron las provisiones con que salieron de
casa; suerte de la hospitalidad de los pueblos fang y de los
frutos que, aquí y allá, encontraban en el camino.
Al cabo de dos semanas, después de recorrer enmarañadas
sendas y abandonadas trochas de madereros, de cruzar rápi-
dos arroyos y ríos caudalosos, de subir y bajar por pendientes
escabrosas, dieron vista a la ciudad, que días pasados fue
soñada por Nyem Man, que hacía honor a su nombre.
A punto estaba el sol de ocultar su rostro tras las nemoro-
sas montañas, cuando nuestros viajeros llegaron a una de las
puertas de la ciudad: eran seis las que por la noche la prote-
gían de peligros exteriores. Antes de cruzarla, Nyem Man dijo
a sus compañeros:
- Los habitantes de esta ciudad hablan una lengua desco-
nocida. Tendréis que ir a donde haya gente conversando;
cuando entendáis una palabra o una frase, la anotáis y así
podremos encantar fácilmente trabajo. Por mi parte, no ten-
dré dificultad, pues, como soy inteligente, a la primera cogeré
la conversación.
Les pareció bien el consejo de Nyem Man, por algo era el
sabio del grupo. Se esparcieron por la ciudad y hacia las ocho
de la tarde se encontraron, como habían quedado, en la plaza
Mayor de la ciudad. Estaban satisfechos de su primera expe-
riencia; cada uno sabía ya algo del enigmático idioma de la
ciudad. El que más' había entendido, como es natural, fue
Nyem Man. Había presenciado una riña y le quedó gr<!.lllJ.do...lo
que uno de los contendientes dijo al otro: «[Eres un,mfa:rne; ,;
cállate cochino!». · - ('.'
Ondunduga, a su vez, cogió la palabra «nosotros •• ; A'kum-
ya, descifró: «porque queremos»; y Eman Bot casi ganó a
81
Nycrn Man, al descifrar: «Llevános a donde quieras, somos
perdonavidas ••.
Con tan escasos conocimientos ya se creían en posesión del
desconocido idioma de la ciudad. ¡Tal era su necia presun-
ción!
Calle Mayor abajo, comenzaron a echar planes sobre el
futuro trabajo. Tan absortos iban en el tema, que Eman Bot
tropezó con el cadáver de una persona recién asesinada. Lo
insólito del caso dejó petrificados por unos instantes a los cua-
tro jóvenes. Aun no habían salido de su asombro, cuando se
acercó un agente del orden y les interrogó:
¿Quién ha asesinado a este hombre?
Nosotros; -respondió Ondunduga.
¿ Y por qué lo habéis hecho? -preguntó el agente.
«Porque queremos»; -contestó Akumya.
¿ Con que sois vosotros los asesinos que buscamos?;
-insistió el policía.
- «Eres un infame; cállate, cochino»; -le gritó Nyern
Man.
lrrirado el agente les replicó:
- Si hacéis en la ciudad lo que queréis y además me estáis
insultando, ¿como indemnizaréis la muerte de este hombre y
repararéis mi fama?
- Llévanos a donde quieras, somos perdonavidas; -le
respondió Ernan Bot, sin inmutarse.
- Vosotros mismos, como fanfarrones que sois, os habéis
condenado; venid conmigo a la cárcel; -concluyó el agente
del orden. Y los condujo a la prisión, donde pasaron dura-
mente la noche, sin saber por qué.
Al día siguiente, se reunieron los jóvenes de la ciudad para
juzgar a los cuatro presuntos asesinos. No tenían abogado
defensor; tampoco ellos se podían defender, por desconocer
completamente el idioma de la ciudad. Suerte que las investi-
gaciones realizadas ya por la policía habían descubierto al ver-
dadero asesino. Los cuatro «fanfarrones» fueron puestos en
libertad, pero con la promesa de ir a la escuela y empezar, sin
jactancia, el estudio de la lengua que no sabían. La escuela
está para enseñar a los que no saben, para que no caigan
neciamente en el error.
82
El tigre y la tortuga
Éranse un tigre y una tortuga que tenían sus casas vecinas.
El tigre era el jefe del poblado y tenía varias fincas que le
producían abundante y sabrosa comida; la tortuga, en cam-
bio, era pobre y vivía de la caridad de sus vecinos.
Llegó el día en que el tigre se cansó de socorrer a la pedi-
güeña y holgazana tortuga. Entonces ésta estudió la forma de
quitar al tigre lo que no le daba voluntariamente. Salia de casa
a altas horas de la noche; por senderos poco transitados, lle-
gaba a la finca de su vecino y cargaba con cuantas comidas le
apetecía. Así una noche y otra noche.
Al cabo de un mes, más o menos, el tigre notó que le des-
aparecían las comidas de la finca. ¿Quién se las quitaba? Por
más que indagó no daba con el ladrón. Entonces montó tram-
pas en todos los accesos a la finca; pero la astuta tortuga
conocía las mañas, para no dejarse atrapar.
En vistas del fracaso con las trampas, el tigre se puso en
camino para consultar el caso con el famoso e inteligente adi-
vino Mendjim-me Nsosoo. Llegado ante el desvelador de mis-
terios y el orientador de indecisos le habló así:
- Quisiera que, en tu sabiduría, me dieras a conocer
quién o quiénes, día a día, saquean mis fincas.
· En pocas palabras, Mendjim-me Nsosoo le respondió:
- Vuelve a tu casa, encarga a un artista una estatua de
hombre, de tamaño natural; la barnizas con pasta pegadiza, y
la colocas en medio de la finca. Tú mismo descubrirás al
ladrón.
El tigre realizó con rapidez y puntualmente la recomenda-
ción, del adivino: a los ocho días, la estatua pegajosa aguan-
taba el sol, la lluvia y los guiños de las estrellas, en medio de
la finca del tigre.
Las provisiones, que hacía cuatro noches había robado la
tortuga, tocaban a su fin. Como de costumbre, a las doce de la
noche, se encaminó a la finca consabida. Al llegar, se quedó
extrañada, al ver a la blanca luz de la luna la silueta de un
hombre. Contuvo unos Instantes sus menudos pasos y su
jadeante respiración. El hombre no se movía.
Con la rapidez de una estrella fugaz, cruzó por la mente
de la inteligente tortuga este pensamiento: «Convenceré a ese
hombre de que soy yo la encargada de custodiar, por la noche,
la finca dél tigre». Con este dardo de la inteligencia, se acerca
cautelosamente, al que cree guardián o espía, y le habla en
estos términos, a unos pasos de distancia:
- ¿Quién vive?
Únicamente; el eco de la selva y el croar de una rana res-
ponden a la pregunta, Nuevamente inquiere la tortuga.
- ¿No. me quieres responder? ¿Eres tú el ladrón?
La-estatua seguia.icomo es natural, en su mutismo e impa-
videz. La tortuga; -envalentonada por creer que no le respon-
día de miedo, se je 'acercaba más y más·.· A tal punto llegó su
osadía, que intentó. dar una bofetada al que creía guardián o
84
ladrón. La mano se le quedó fuertemente adherida a la mejilla
de la estatua.
Una y otra vez pugnó por desasirse, pero en vano. Eruon-
ces, le propinó otra bofetada en la mejilla izquierda, a la
vez que le gritaba indignada:
- ¡«Suéltame, suéltame, bandido»!
Quedó colgando la tortuga de la pétrea y sorda estatua. En
un intento supremo por desprenderse de la misteriosa trampa,
la emprendió a patadas; pero también sus cortas patas queda-
ron pegadas sin remedio. La rosada aurora, hija de 12
mañana, contempló extrañada e impotente el forcejeo de 12
tortuga por soltarse de la estatua. Los primeros rayos del
Astro Rey descubrieron en el poblado al ladrón de la finca del
tigre. El consejo de Mendjim-me Nsosoo había sido eficaz.
Se acabaron las sospechas. La noticia corrió por todo el
contorno. La tortuga tenía que pagar su merecido. La llevaron
a la cárcel, en espera del juicio. Los jueces decretaron la pena
de muerte, pues eran varios los delitos que pesaban sobre la
ajusticiada. La sentencia rezaba así:
- «Que se meta al ladrón en un saco y mañana se le
arroje a lo profundo del mar".
Horas antes de la ejecución, dejaron a la tortuga en el
saco, bien atado, en la playa. Al cabo de poco rato, oyó can-
tar a un puerco espín, que iba a bañarse. Entonces la tortuga
comenzó a gritar, con voz lastimera:
- «Me queréis matar por no aceptar el casamiento con la
hija del rey".
Al oírla, se acercó el inocente puerco espín y le preguntó:
- ¿Qué le ocurre, amiga tortuga?
Ésta le contesta con palabras fingidas:
- La hija del rey me ha escogido por marido; pero, como
no me gusta relacionarme con los grandes, he renunciado a la
propuesta y por eso los de mi poblado quieren matarme. Si tú
quieres casarte con ella, me sacas a mí, te metes tú en el saco
y, cuando vengan, les gritas: «Ya lo acepto; ya lo acepto; per-
donadme".
El ambicioso puerco espín desató el saco; salió la tortuga,
él se metió dentro, y la tortuga lo ató de nuevo. Triunfante,
como de costumbre, regresó la tortuga, de noche, cogió a los
suyos y huyeron a un país muy lejano.
85
Al atardecer, llegaron los verdugos comentando en voz
alta cómo ejecutarían a la tortuga. Al oírlos el puerco espín
gritó:
- «Ya lo acepto; ya lo acepto; perdonadme».
Riéndose a carcajadas, le dijeron los verdugos:
-¿Con que ahora te rindes y confiesas que has robado'!
Quedó atónito el puerco espín con esta pregunta. No sabía
qué pasaba. Empezó a suplicar a los verdugos, pero sus ruegos
y llantos se confundían con las carcajadas de los verdugos.
- La tortuga me ha traicionado, -exclamaba el arnbi-
cioso puerco espín-.
¿Qué será de mis hijos? ¿Quién se cuidará de ellos?
Sordos a tamos ruegos, los verdugos lanzan el saco al
profundo mar, donde el puerco espín expía su loca ambición.
Regresan los ejecutores de la justicia y dicen al tigre:
- «Misión cumplida».
Diez años después, la astuta tortuga se presenta ante el
tigre, jefe de la comarca y gran terrateniente. Asombrado ante
la visión de la que creía muerta y bien muerta, le pregunta:
- Pero ¿de dónde sales'! ¿No te arrojaron en el mar mis
verdugos'!
- Efectivamente, -respondió la tortuga- hace diez años
que me condenaron a muerte, y vengo del cielo, a donde se
vive mucho mejor que aquí abajo. He venido a visitarte y a
decirte que me hiciste un gran favor, en vez del mal que pcnsa-
bas causarme. Regresaré pronto al cielo, pues ya no sé
hacerme a la vida de acá. En el cielo se vive muy, pero que
muy bien.
El tigre dio un salto del trono, en el que como jefe se sen·
taba, y preguntó a la tortuga:
- ¡,Me puedes llevar contigo'!
- No es dificil -replicó la tortuga->; basta que te metan
en un saco como a 1ní me metieron y yo misma me encargo de
arrojarte al mar.
El tigre se dejó engañar. Al día siguiente, se fue con la
iunuga a la playa; se metió en el saco; la tortuga lo ató bien y
con no poco contento lo arrojó a lo profundo, donde se
ahogó.
La tortuga volvió entre sus familiares a quienes contó las
peripecias ele que se valió para librarse de la muerte. Una vez
más, vencía por su astucia.
86
Astucia de la tortuga
Cierto día el Sr. Tigre convocó a lodos los animales de los
contornos para celebrar la defunción de una de sus mujeres.
La difunta esposa dejaba huérfana a una hermosa e inteligente
jovencita.
Su padre, el Sr. Tigre, no quiso que la infortunada pasase
hambre y decidió casarla, a pesar de sus pocos años. La oca-
sión para buscarle esposo era que ni pintiparada: los más
nobles y famosos animales habían acudido a la ceremonia, y
estaban prontos a secundar las intenciones del Sr. Tigre: Lo
difícil sería acertar en la elección.
Por eso al Sr. Tigre, aunque tiene fama de tonto, se le
ocurrió la siguiente idea. En el momento de mayor silencio de
la ceremonia, levantó la voz en estos términos:
- Deseo casar a mi hija Dolores, que así se llamaba la
niña; el que de vosotros pretenda ser su marido tendrá que
referir ante el público, reunido en esta casa de la palabra, una
noticia o un hecho «inaudito».
El primero en responder a la propuesta fue el Sr. Elefante,
que habló así:
- Hace dos años y medio, de un solo trompazo derribé
cinco árboles en el monte Alén. ¿Ha sido visto u oído jamás
hecho semejante?
Un murmullo general de desaprobación se levantó del
público para quien cualquier animal, bruto como el elefante,
podía hacer lo mismo.
- Habló luego el caballo y dijo que él podía suportar el
hambre y la sed durante cuatro días. El camello echó por tie-
rra la afirmación del caballo, asegurando que él pasaba seis y
siete días sin comer ni beber. Y el público aplaudió al camello.
Uno por uno fueron exponiendo todos los animales allí
presentes lo que ellos creían «inaudito»; pero a ninguno le
concedieron las palmas del triunfo; en este caso, la mano de
Dolores.
Mientras todos los concurrentes eran ojos y oídos para
seguir el fallo del singular concurso, el Sr. Tortuga desapare-
ció, sin ser visto ni oído, y se fue a su poblado.
87
- Ya que nadie ha logrado contar algo «inaudito» -vo-
ciferó molesto el tigre- mi hija Lela quedará por casar.
Todos los animales, a una, empezaron a agitar las manos,
golpearse la cabeza, y a maldecir su mala fortuna de no haber
conseguirlo como esposa a la bella niña del Sr. Tigre. Comen-
zaba ya el decepcionante desfile, cuando el Sr. Tortuga con
sus cinco esposas cruzaron cachazuda y silenciosamente, lle-
gando al otro extremo del poblado del Sr. Tigre.
Todosadmirados preguntaron, al unísono, el porqué de la
ausencia del Sr. Tortuga y adónde se encaminaba. La res-
puesta del taimado animal fue tan astuta como. pensada:
- Mi poblado -les dijo- padece una desgracia enorme.
Se me mueren los niños, se me mueren los animales; ya no me
quedan cabras ni gallinas; incluso se me han muerto los gatos
que alejaban las ratas; han aparecido las epidemias; los bos-
ques se han secado y con ellos mis fincas ... ¿Quién de vosotros
se atrevería a habitar en estas condiciones un poblado, aunque
fuese el de sus mayores? Creo que nadie. Así, he decidido
mudarme de sitio y buscar otro mejor. Por eso vamos los seis
a sacar los hoyos con los que cazaba muchos animales, para
llevárnoslos al nuevo poblado.
Un tumulto de risas, burlas e ironías se levantó del salón:
- ¡Embustero!; ¡farsante!; ¡sinvergüenza!;. ¡ignorante!. ..
El Sr. Tigre calmó al público, presa de la risa y del sar-
casmo, y preguntó al Sr. Tortuga:
- ¿Desde cuándo y quién te ha enseñado que los hoyos
pueden cambiarse de lugar? ¿No ves como todos se ríen de ti y
te toman por embustero? El trabajo que pretendes realizar,
Sr. Tortuga, no sólo resulta inútil, sino que es imposible.
Rápido le cortó la palabra el Si'. Tortuga: Amigo Tigre, tú
mismo acabas de dictar la sentencia. Declaras que resulta
imposible mudar los hoyos de sitio; por tanto, mi preten-
sión es «inaudita»: jamás se ha visto ni oído' cosa parecida.
Así, no tendrás más remedio que casar a tu hija con quien
siempre te ha vencido en inteligencia y astucia: Yo, D. Tor-
tuga.
El Sr. Tigre, acorralado por las miradas de los animales
allí presentes dio la mano de su hija a su invencible contrin-
cante, D. Tortuga. ·
88
Victoria de la tortuga
Ndjambu estaba casado con dos mujeres: una era sorda y
la otra ciega. Esta última perdió pronto la confianza del codi-
cioso marido, porque resultaba inútil para trabajar las fincas y
cumplir con las labores del hogar. Por ello, la pobre ciega se
sentía abandonada y era desgraciada.
Ndjambu tenía una hermosa finca de castaños que su
mujer sorda cuidaba con mimo. La vigilaba celosamente, y
prometía castigar, incluso con la muerte, a quien osase «picar»
una sola castaña.
A cinco kilómetros de la finca, diversas familias de anima-
les domésticos habían convertido en sus guaridas las viejas
casuchas de un poblado, años hacía, abandonado. Los ha bi-
tan tes habían tenido que abandonarlo por la extrema pobreza
de sus fincas y la escasez de agua en tiempo de la seca. Los
animales tenían que irse lejos para buscar de comer.
La astuta tortuga, en una de sus habituales correrías de
aprovisionamiento, descubrió el fructífero castañal. En ade-
lante, no correría otro camino para el abastecimiento de la
familia: de casa, a la finca de Ndjumbu, y desde aquí a casa.
El perro, que vivía vecino de la tortuga, miraba con ojos,
grandes como platos, lo bien nutridos que estaban los hijos de
su vecina, y que en su secadero nunca faltaban sabrosas comi-
das; en cambio, él y su familia estaban a punto de transirse de
hambre.
Cierto día, el perro ya no podía más, y se dirigió a la tor-
tuga con voz suplicante:
- Amiga tortuga, ¿dónde encuentras comida para los
tuyos? ¿Me permitirías acompañarte para traer de comer para
los míos?
La sagaz tortuga le respondió:
- Cuando las castañas caen del árbol y golpean rru capa-
razón, yo me aguanto y no grito, por miedo al dueño del cas-
tañar; tú, en cambio, armarías mucho escándalo y nos
descubrirían. No puedes venir conmigo.
No satisfizo esta respuesta al perro, que tramó la estrata-
gema de seguir a la tortuga en sus razias. Una noche, mientras
ésta dormía a pierna suelta, observó el perro que tenía el bolso
89
colgado del secadero de la cocina. Con precaución y disimulo,
metió en él unos puñados de ceniza.
Las últimas estrellas hacían sus guiños de adiós a la
aurora, cuando la diligente tortuga enfiló el camino hacia el
castañal de Ndjambu, con el bolso al hombro.
90
A medida que daba menudos saltitos, la fina ceniza caía
del bolso, y dibujaba una línea pardusca.
Los primeros rayos del sol despertaron al perro, que había
velado por la noche. Siguiendo despacio el hilo conductor de
la ceniza, se topó de narices con la tortuga, hacia las nueve de
la mañana, en la finca de Ndjambu.
Al verlo, la cara de la vieja tortuga se arrugó como un mar
agitado; con todo, disimuló y dijo al can:
- Calla y aguanta, si no estamos perdidos.
Así lo hizo el primero y segundo día: las púas punzantes de
las castañas no le arrancaron ni un solo alarido. Al ser dos los
ladrones, las consecuencias del hurto eran más notorias para
Ndjambu, por eso decidió intensificar la vigilancia.
Cierto día, al primer canto de la perdiz, escondióse entre el
bicoro, cercano a la finca. A la hora de costumbre, llegaron
los hurtadores. Comenzaron a « picar» castañas y, a un mo-
mento dado, lanzó tal ladrido el perro, que atemorizó a su
compañera y alertó a Ndjambu, que en dos zancadas se plantó
en el lugar del latrocinio.
Huyó el perro, rabo entre piernas, como alma que lleva el
diablo, pero la lenta tortuga quedó prisionera. Felizmente,
Djambu había descubierto a los culpables, y tenía con qué
darse un banquete. Al llegar a casa, llamó a sus mujeres y les
dijo:
- Esta, junto con el perro, son los causantes del hambre
que estamos sufriendo: ellos eran los que nos saqueaban la
finca. La vais a guisar con el pollo grande que me trajo el
amigo Njula. La aderezáis con salsa de dátiles y con el plá-
tano más maduro de la huerta. Entre tanto, voy a llamar a
Njula, para comer juntos.
Apenas salido Djambu, la artera tortuga habló así a las
mujeres.
- Habéis oído lo que dijo vuestro marido; traedme el
pollo para que lo mate; lo preparáis rápido y bien, pues desfa-
llezco de hambre.
- Tú y el pollo -replicó la ciega- iréis al puchero, para
acabar luego en el estómago de Djambu y Njula.
Como si no hubiese oído a la ciega, la tortuga, a gritos y
por señas convenció a la sorda, quien cocinó el pollo, que, en
un santiamén, comió la tortuga, lamiendo incluso la salsa de
dátil y plátano.
91
Después de haber comido, dijo a la sorda:
- Llévame al río, pues quiero bañarme.
Sin hacerse rogar, la sorda acompañó a la tortuga al cer-
cano rio. Al poco rato de haber salido, llegaron Djambu y
Njula a darse un buen banquete. La noticia de lo ocurrido
cayó sobre ambos, como fría losa sepulcral.
Sin perder tiempo, se encaminaron al río, a cuya orilla
estaba la sorda deshecha en lágrimas.
- ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está la tortuga?, -preguntó
azarado Djambu.
Su mujer le pormenorizó lo ocurrido y cómo la tortuga
quiso exhibirse en un baile muy bonito y, mientras bailaba, se
fue alejando río abajo.
Djambu echó a correr, río abajo, hasta el pantalón, donde
amarraba el cayuco transbordador. Cruzaban en él la tortuga
y el cocodrilo, a quien ese día tocaba el turno de trasladar a
los viajeros. Djambu comenzó a gritar al cocodrilo, para que
regresara con la tortuga; pero como es sordo, por naturaleza,
preguntó a la tortuga qué quería Djambu.
- ¿No ves ese tornado que llega amenazante?, -explicó
la tortuga-. Pues dice Ndjambu que me dejes rápidamente en
la otra orilla y que vuelvas a casa.
Remaba el cocodrilo con más ahínco y hacía señas de
paciencia a Djambu, que no cesaba de desgañitarse, inútil-
mente.
Después de dejar a la tortuga en la otra orilla, regresó al
lado de D jambu y le dijo:
- Corramos a tu casa, antes que nos cale la negra tor-
menta que trae en brazos el tornado.
- ¿Cómo quieres que te dé cobijo?, -respondió Djarn-
bu-, después que libraste de mis iras a la enemiga tortuga.
Sin enterarse, el sordo cocodrilo le cortó, diciendo:
- La tortuga es muy buena; es el único amigo que me
ayuda en este mal momento que estamos pasando, por falta
de comida. Camina despacio la .pobre ... y me he apresurado a
pasarla del otro lado,· para que no la coja el tornado.
Con el silencio en los labios y la venganza en el pecho
regresó Djambu a su casa; llamó a la sorda que pagó su falta
con el precio de su vida. A partir de ese día, la mujer ciega
cobró la amistad de Djambu.
92
El tigre y el cordero
(Nzée ya Ekelá)
Hace mucho tiempo, un tigre y un cordero vivían Juntos y
eran muy excelentes amigos. Ambos tenían una mujer hacen-
dosa, y cinco hijos, de edades parecidas.
En cierta ocasión, la persistente sequía originó una caren-
cia casi absoluta de alimentos. Los dos amigos acordaron ir al
bosque a poner trampas (olam}, con el fin de quitar el hambre
a sus respectivas familias. Uno y otro trarnparon lo mejor que
supieron y regresaron esperanzados a sus hogares.
A los dos días el tigre invitó a su amigo a visitar las rrarn-
pas por si había caído alguna presa. El cordero tuvo la suerte
de atrapar una magnífica rata (kuiñ); el tigre, en cambio,
regresó con las manos en los bolsillos.
Por la tarde, la mujer del cordero preparó un sabroso
guiso de rata y cacahuete. Uno de los corderitos cogió un
cacho y, al estilo de los pequeños, se lo iba comiendo por la
calle. Al verlo el hijo del tigre le arrebató la carne de un zar-
pazo y se la comió. El corderito, llorando, fue a conra r a su
padre lo acaecido. Este, dolorido por el llanto de su hijo, acu-
dió a casa de su amigo y dijo que la próxima vez que ocurriese
algo semejante se enfadaría y sabría vengarlo.
Al cabo de tres días, ya reconciliados, volvieron los amigos
a trampar en el bosque. Cuando fueron a reconocer las tram-
pas, la del cordero había apresado un corpulento jabalí;
(Ngüiñ afan), mientras que el tigre no atrapó ni siquiera un
ratoncito.
Como de costumbre, la hembra del cordero preparó sabro-
sos y variados guisos con el apetitoso jabalí. Otra vez el corde-
rito, despreocupado y alegre, salió por la calle comiendo un
trozo de la carne guisada por su madre. El tigriro echó a
correr detrás de él, y no se contentó con quitarle y comerle el
bocado que llevaba, sino que con sus afiladas garras le opri-
mió el cuello y lo estranguló. Cargó el tigrito con su victima y
la llevó a sus padres quienes asaron al pobre corderito y se lo
comieron en familia.
93
Indignado el cordero fue de nuevo a casa del tigre y le dijo:
- Amigo, a pesar de que tenga mucha paciencia, también
sé enfadarme y tomar el desquite por mi cuenta.
Las amenazas del cordero no impidieron que los otros cua-
tro hijos corriesen idéntica suerte a la del benjamín de la casa.
Pero la alevosía del tigre culminó el día que su señora invitó a
la mujer del cordero para que le ayudase a sacar cacahuete en
la finca. Esta última llevó de comida una pata cocida de
jabalí; la tigresa, en cambio, no llevó nada. Llegada la hora de
comer, la tigresa, a imitación de sus hijos, arrebató la comida
a la cordera y la estranguló después, con sus crueles zarpas.
Como sus hijos, acabó la madre en la mesa de la familia del
ugre.
El cordero, al notar la prolongada ausencia de su esposa, y
sospechoso de lo ocurrido, fue a casa del tigre, para recordarle
lo terrible de sus enfados y amenazas. Seguidamente, se fue al
camino que unía las viviendas con el río. En él practicó un
hoyo transversal y profundo que disimuló hábilmente con
hojas.
El tigre y los suyos comieron la carne de la cordera acom-
pañada de plá tan o machacado. El tigre engulló con tanta avi-
dcz que el bolo alimenticio le oprimía las fauces y sintió
necesidad de beber mucha agua. Envió al menor de sus hijos a
buscarla al río; pero, al llegar al hoyo, se hundió y quedó
atrapado. Salió el cordero de su escondrijo y con un palo lo
mató, mientras decía:
- Ya había dicho a tu padre repetidas veces que mis enfa-
dos son terribles.
Uno iras otro, los hijos del tigre recorrieron el mismo
camino y tuvieron fin parecido. Viendo que no volvían, la
propia tigresa tomó un cubo para traer agua asu marido, que
se asfixiaba por el plátano atragantado. Cayó en el hoyo como
sus hijos y corno ellos escuchó del cordero las mismas pala-
bras.
Desesperado, el tigre se encaminó a beber al río. Como
más desconfiado y fuerte, saltó el hoyo y persiguió al cordero
que a duras penas pudo llegar al abaá del poblado cercano, en
demanda de socorro. Los que estaban en el abaá les pregunta-
ron qué litigios tenían entre ellos. Cada cual expuso sus que-
jas, y echaron la culpa al tigre.
94
Desde aquel día, el cordero abandonó su residencia en el
bosque por temor del tigre, y se vino a vivir con los habitantes
del poblado: así, de animal salvaje se convirtió en doméstico y
familiar del hombre. Los del poblado se dijeron:
- ¿Qué nombre pondremos a este animal que ha abando-
nado el bosque para vivir con nosotros?
Todos a una, respondieron:
- Le llamaremos EKELÁ; estará con nosotros, lo cuida-
remos; y, a cambio, nos proporcionará su riquísima carne.
95
La astucia vence a la
fuerza
Hace muchos, muchos años, un tigre, un perro y una oveja
trabaron estrecha amistad: comían juntos, conversaban entre
sí y salían a dar frecuentes paseos por el bosque; la falta de
preocupación les causaba hastío y ya no tenían tema de con-
versación.
Cierto día, el tigre propuso ir de pesca, no sólo para bus-
car comidas, sino también para matar el aburrimiento. Acep-
taron los compañeros y con todos los utensilios de pesca al
hombro se encaminaron al cercano río.
Antes de comenzar el duro trabajo de la pesca, al estilo del
país, el rudo tigre dijo a los pacíficos camaradas: Que mate-
mos o no algún pez, yo tengo que comer.
El perro, temeroso de lo que podría ocurrir, pensó para su
96
capote: ¡pobre del que no tenga buenos pies para escapar cié!
bárbaro tigre: morirá en sus garras!
La oveja, que, aunque pacífica, no es nada tonta, también
pensó para sí: «el que no sea astuto morirá victima de la
fuerza bruta».
Prepararon las consabidas presas que hacen las mujeres
guineanas, cuando pescan en el río; empezaron a achicar el
agua con los típicos platos de pesca; pero como el río era
caudaloso no resistían las presas la presión del agua y nuestros
pescadores hubieron de desistir en su intento pescantil: el fra.
caso fue total.
Entonces, el tigre quiso cumplir el deseo manifestado, al
llegar al río: que con peces o sin ellos, él tenía qui, comer. El
perro y la oveja, que adivinaron sus intenciones, echaron a
correr y detrás de ellos el tigre feroz, que designó a I perro
como la primera víctima, creyendo que a la lenta oveja la
tenía segura.
A punto estuvo el tigre de dar alcance al perro, que sacaba
fuerzas de flaqueza, ante los amenazadores dientes del felino.
Ya casi alcanzaba la zarpa del tigre la cola de su víctima,
cuando al doblar el recodo de la senda toparon con el a baá de
un poblado, donde los vecinos charlaban animadamente.
Perro y tigre quedaron clavados ante la inesperada visión
de los hombres a quienes el perro explicó jadeante el motivo
de su apremiante huida.
Bastaron pocas palabras para que los lugareños descubrie-
sen la inocencia y la culpabilidad de uno y otro. Reprocharon
al tigre su crueldad y le obligaron airados, a regresar a la
selva. El perro, en cambio, agradecido, pidió permiso a sus
salvadores para quedarse en el poblado. A partir de entonces,
los perros son los amigos fieles del hombre al que acompañan
y defienden contra sus enemigos.
Entre tanto, la precavida oveja no echó en olvido la ame-
naza del tigre y se dijo: «después de devorar al perro, vendrá ·
por mí; tengo que empicar una estratagema para engañar al
bruto tigre ••.
Aún no había concluido esta reflexión, cuando oyó a lo
lejos el chasquear del ramaje y de las hojas secas agitadas por
la veloz carrera del tigre. La oveja, sin pensarlo dos veces, dio
con la cabeza un terrible golpe contra un árbol, contiguo al
río. Inmediatamente se lanzó al agua fangosa de la ribera, en
97
I& que se hundió completamente; sólo asomaba los ojos, que
con el golpe, adquirieron el tamaño de dos cocos medianos.
Al llegar el tigre enfurecido, preguntó a los grandes ojos:
- Grandes Ojos, ¿no habréis visto por aquí una oveja?
- No, le respondieron los grandes ojos.
Partió el tigre en busca de la desaparecida oveja. Recorrió,
horas y horas, la selva en todas las direcciones: todo en vano.
Volvió a pasar por donde la oveja estaba escondida, y nue-
varncnte, preguntó:
- Por favor, Ojos grandes, o grandes Ojos, ¿no habéis
visto pasar por aquí una oveja?
Entonces, Ojos grandes, contestó enfadado:
- Si me vuelves a preguntar esto otra vez, tomaré ven-
ganza; ¿acaso tengo por misión vigilar una oveja?
Temeroso el tigre, pues no había conocido el misterio de
Ojos grandes, triste y cabizbajo, regresó a su casa, sin peces,
sin perro y sin oveja.
Trascurrido largo rato, segura la oveja de que el tigre no
volvería a pasar por allí, salió de la zambullidura. Caute-
losa, no volvió a donde residía con el perro y el tigre. Se
fue al pueblo de los hombres, a quienes suplicó que la
dejasen vivir con ellos y que, a cambio, les daría su carne
sabrosa. Así lo hicieron, y, desde entonces, la oveja vive pací-
ficamente en los poblados.
Una vez más, la fuerza irreflexiva del tigre fue burlada por
la sagacidad de sus compañeros.
98
La tortuga y el tigre
En un claro de la selva, la tortuga y el tigre tenían sus
viviendas. En sus frecuentes conversaciones hablaban del
mundo que cada uno personificaba. Ambos llegaron a com-
prenderse y a ayudarse en muchas necesidades. En una pala-
bra, eran buenos amigos.
Un día, decidieron emprender un largo viaje, para conocer
tierras y gentes, pues sabían que el viajar instruye y da discre-
ción.
Dispuesto ya el equipaje y a punto de tomar el camino
entre las patas, dijo la tortuga a su compañero:
- Si te parece, vamos a convenir no inventar ninguna
treta para molestarnos mutuamente, así haremos un viaje
feliz.
El tigre, ocupado en los preparativos, no prestó atención.
Ya divisaban el primer poblado, asentado al borde de un
manso río, cuando propuso el tigre:
¿Qué te parece, si, para despistar a los que encontremos,
nos cambiamos de nombre'!
Bonita idea -replicó la tortuga; pero seré yo la primera
que elegiré el nombre. Me llamaré KUMA-KUMA;�rico-rico).
- Ni hablar, atajó rápido el tigre -ese nombre me
corresponde a mí, pues soy más grande y majestuoso que tú.
- Tienes razón, repuso la tortuga; no había reparado en
mi pequeñez y pobreza; por eso prefiero llamarme BEYEÑ
(huéspedes).
Al oír estas palabras, el tigre se frotaba las manos y hacía
resonar la selva con gritos de alegría: había engañado a su
amiga la tortuga.
Al llegar al poblado, entraron en el abaá y saludaron a los
alli presentes, quienes les señalaron la casa en que podían
pasar la noche.
Comenzaba a caer la noche de las altas ceibas. El abaá iba
quedando desierto. El jefe del poblado envió a su pequeño a
decir a los forasteros:
- Dice mi padre que vayan los huéspedes a su casa.
La pícara tortuga, al oírlo, se apresuró a decir al tigre:
99
- Me llaman; voy a ver qué me quieren; te avisaré luego.
Cuando llegó la tortuga a la casa del jefe, se encontró con
la mesa bien abastada de comidas. Abriendo y cerrando los
ojos y dando palmaditas en el sucio demostró al jefe su alegría
y gratitud.
- ¡;Dónde está tu compañero? -le preguntó el jefe.
- Asuntos de negocios lo retienen en el abaá.
Y la astuta tortuga después de comer y beber hasta
saciarse, volvió al lado del famélico tigre que le preguntó:
- ¿Cómo has tardado tanto en volver? ¿Se trata de algún
negocio importante?
- Oh no, amigo mio, tuve que sacarle las niguas al
jefe del poblado. Mañana te tocará a ti sacárselas.
- De ninguna manera, -respondió airado el tigre. Esta
misma noche nos iremos, sin despedirnos. Y así lo hicieron.
Una vez más la fina astucia de la tortuga triunfaba del
egoísmo· bobalicón del tigre.
100
El elefante y la tortuga
Era una clara mañana. La selva estaba animada por la
presencia de muchos animales que habían acudido curiosos a
presenciar una apuesta muy rara: el elefante y la tortuga se
habían desafiado a una carrera. La tortuga decía que corría
más que el elefante; y éste con una risa más grande que su
boca, pues la alargaba en la trompa, se reía de la atrevida
tortuga.
· Muy pocos fueron los animales que apostaron por la tor-
tuga; únicamente los que conocían su astucia y picardía.
En presencia de la concurrida asamblea de animales, se
fijaron la fecha, la hora, el itinerario del recorrido, así como
las fiestas en honor del vencedor. Al cabo de dos días, a las
ocho de la mañana y desde Bata a Punta Mbonda, el elefante
y la tortuga disputarían la carrera más dispar que se había
dado entre los habitantes del bosque guineano. El triunfo del
vencedor sería celebrado con bailes, comidas y bebidas ·del
país, cuyo costo correría a cargo del perdedor.
Mientras el elefante se las prometía muy felices, confiado
en sus robustas y largas patas, la tortuga aprovechó los dos
días que mediaban entre la apuesta y su ejecución, para medi-
tar y poner por obra la más hábil estratagema que se puede
imaginar.
Convocó a todas las tortugas de la región; les dio cuenta
de la apuesta, y les dijo más o menos:
- No se os oculta ni se me oculta que ni yo ni ninguna de
vosotras por separado, podemos ganar la competición; pero
todas juntas, en equipo, si podremos triunfar.
Para ello, las que tienen el mismo tamaño que yo se colo-
carán a ambos lados de todos los ríos que hay de Bata a Punta
Mbonda, por donde tiene que cruzar el elefante.
Tanto al llegar como al pasar el río, el elefante os pregun-
tará:
- ¿Cómo .te va, amiga tortuga? ¿Estás cansada?
Le responderéis:
- Me va muy bien. Sigamos. Sigamos.
Lo importante es que cada una esté en su puesto, bien
101
escondida y únicamente os dejaréis ver cuando el elefante os
haga la pregunta, y le contestéis a la misma. El elefante como
es tontito, creerá que soy yo la que habla con él. Las tortugas
aprendieron la lección y se encaminaron a sus respectivos
puestos.
El amanecer del jueves, que era el día de la carrera, estaba
sonoro con los gritos, aullidos, cantos, gorjeos y aplausos del
numeroso público selvático que había acudido al punto de
partida de los corredores. Los que apostaron por el elefante
102
miraban compasivos a los de la tortuga. El elefante con su
larga trompa olfateaba los mil olores de la selva y llenaba sus
amplios pulmones con el fresco aire de la mañana.
La tortuga, en su diminutez, tampoco daba señales de aba-
timiento, tanto confiaba en el éxito de sus mañas.
Dio la señal de salída el león con uno de sus rugidos pecu-
liares. A los pocos instantes, el elefante se perdió de vista entre
el bicoro y la tortuga, entre las espesas hierbas.
Al llegar al Utonde, una tortuga salió al paso del elefante
al que respondió y animó en su carrera, tal corno había sido
aleccionada. La escena tortuguil y elefantina se repitió del
otro lado del Utonde y en cuantos ríos hay que cruzar entre
Bata y Punta Mbonda. Los astutos planes de la tortuga iban
respondiendo puntualmente a las previsiones de su autora.
A dos o tres metros de la meta, entre unas plantas de con-
trití, estaba escondida la última tortuga que, cuando oyó el
estruendo del bicoro abatido por el pesado y veloz elefante,
salió corriendo y llegó a la meta segundos antes que el ele-
fante.
Los estupefactos espectadores que esperaban el fin de la
apuesta, ignorantes de las artimañas de la tortuga, la aplaudie-
ron como vencedora y campeona. El incauto elefante, sudo-
roso y avergonzado por la derrota, cayó desmayado y tardó
tres horas en volver en sí.
La tarde del domingo el elefante, tal corno estaba estipu-
lado, pagó un abundante y opíparo banquete a todos los parti-
cipantes en la apuesta; y los partidarios de la tortuga acrecen-
taron sus haberes.
Una vez más se cumple el adagio «vale más maña que
fuerza» y que la «unión hace la fuerza».
103
El tigre y la tortuga se
disputan una cabritilla
Una cauta tortuga y un estólido tigre tenían sus moradas
limítrofes en un delicioso bosque. La tortuga usaba y abusaba
de la astucia, frente a la torpeza de su vecino. Tanto es así,
que éste desconfiaba siempre de las propuestas tortuguiles y
actuaba siempre en contra. Cierto día, por acuerdo común,
cosa rara, determinaron convertirse en pastores: ambos co-
menzarían a formar el rebaño. La avispada tortuga propuso,
sin darle importancia:
- Yo compraré una cabra que será madre de numerosas
crías.
También al tigre Je pareció mejor comprar primero la hem-
bra. Entonces, la tortuga cambió de resolución y dijo:
- Mira, amigo, si te parece, vamos a efectuar las com-
pras; lo haremos en poblados distintos; además, yo prefiero
comprar antes el macho cabrío, para que me ayude en las
labores, hasta que adquiera su pareja. El tigre, sin reflexionar,
respondió:
- Quien comprará el macho cabrío seré yo; siempre me
estás poniendo a prueba. Tú sabes bien que el macho se repro-
duce con frecuencia y pretendes engañarme, diciéndome que
lo emplearás en los trabajos domésticos.
Al oír esto, la tortuga se frotó las manos; dio gracias a sus
antepasados por haber cegado la inteligencia del felino y le
contestó,· complaciente:
- Pues cómprate el macho; yo mercaré la hembra; pero
con una condición: cuando tu macho tenga la primera cría,
me la venderás y conseguirás buen dinerito.
Así Jo acordaron. Al cabo de una semana, se encontraron
en el poblado con las respectivas compras, que cada cual pon-
deraba, a su manera. El tigre lanzó este reto, en tono vani-
doso:
- Ya veremos quién llega a tener el rebaño más nume-
roso, antes de cinco años.
104
No dijo nada la tortuga; disimuló y fingió estar arenada.
Transcurrían los días; machos y hembras triscaban alegres
por las cercanías del poblado. Al cabo de unos meses, parió la
cabra una magnífica cría. El parto cogió fuera a la tortuga,
ausente por la defunción de un familiar. El estúpido tigre se
figuró que había sido el macho el que había parido; por eso, al
regresar la tortuga, le dijo satisfecho:
Amiga, mi macho ha parido, y ¡qué cabritilla más
sana!
Ha sido mi cabra, la he visto, al llegar, amamantando a
la pequeña, -respondió la tortuga.
- ¿Acaso soy embustero", -repuso el tigre furibundo. Tú
vienes de viaje y desconoces Jo que ha ocurrido aquí. Por orra
parte, la tierna criatura no distingue aún quién la ha engen-
drado. La tortuga renunció a discutir. Len la y silenciosamente
se encaminó a casa, donde el esposo y los hijos se Je burlaron,
porque tenía miedo del tigre.
Día y noche tramaba la tortuga el modo de recobrar su
cabritilla. Pasado un mes, se fue de paseo al poblado vecino.
De regreso, se puso triste, muy triste. A un kilómetro de casa,
empezó a derramar gruesas lágrimas y a lanzar gritos lastime-
ros. Todos los vecinos, incluidos sus familiares y el tigre, salie-
ron al encuentro y preguntaron por la causa del llanto .. 'o
respondió nada, antes intensificó los sollozos y decía gritando:
- ¡Ay, suegro mío!, ¡suegro mío! [Ay, suegro mio', ¡suegro
mío! ¡Ay, suegro mío de mi alma! ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, ¡mujer rnial,
llora, llora tu desdicha; tu padre ha muerto en el parto'
Los circunstantes empezaban a pensar que la tortuga o
había perdido el juicio o había bebido un vaso de más.
«¿Cómo un hombre podría morir en el parto?», susurraban
entre sí. Delegaron al tigre, como de más edad, para que pre-
guntase a la tortuga qué era lo ocurrido.
- Amiga, -le preguntó éste- no entendemos cómo el
hombre puede morir en el parto. ¿No ves que es imposible (JUC
muera éste por ser hombre?
Inmediatamente, la astuta tortuga cesó en sus lloros, secó
las fingidas lágrimas y preguntó al tigre y acompañantes:
- Yo tampoco entiendo cómo pudo parir un macho
cabrío. ¿No ves que resulta imposible, por ser macho?
El tigre quedó mudo y rígido como una estatua de ébano,
y confesó que la cabritilla no le pertenecía.
105
El tigre, el perro y la
•
oveja
De siempre el perro y la oveja han sido buenos compañe-
ros. Vivían, pues, perro y oveja en buena armonía. No lejos de
ellos, entre el bicoro, tenía su cubil el tigre. Sus intenciones de
buena vecindad eran aparentes: muchas veces había pensado
pegarse sendos banquetes con el perro y con la oveja, pero la
presencia de otros animales no se lo consentía.
Un día invitó el tigre a sus vecinos a pescar en el río, que
distaba eres kilómetros del poblado. Su intención era devorar
al perro y a la oveja, aprovechando la soledad del paraje.
Los invitados, ajenos a las aviesas intenciones, aceptaron
deseosos de ofrecer a sus hijos comida de pescado de agua
dulce.
Era muy de mañana cuando salieron en dirección al lugar
de la pesca. Llegados allí, hicieron los preparativos, como
acostumbran las mujeres fang. Discutieron luego sobre quién
tenía que meterse primero para escudillar el agua, a fin de
coger sin dificultad los peces.
El ofrecimiento espontáneo del tigre resolvió el problema;
se metió en el río y comenzó a achicar el agua con la escudilla,
pcru en su mente seguía tramando córrio llevar a término el
plan devorador. Mientras tanto, cantab� este canto enigmá-
tico:
Etohak enyuiñ M'ma V'abum nnem
Eiohak enyuiñ M'ma V'ubum nnem
<.,¡uc quiere decir: Matando pescado, saciaré mi apetito.
no matando pescado, saciaré mi apetito: tanto si pes-
caba, como si no, a sus dos invitados los tenía seguros.
El perro escuchó intrigado las palabras del tigre y, cuando
Je correspondió el turnó de escudillar, cantó, a su vez, de este
modo:
J::ll101 'unvot mbi n'ñeungú»
Emot 'anvot mbí n'ñeangúw ;
Que significa: H]�I que se canse de correr es el que morirá;
106
t- .
- -----····-
----
El que se canse de correr es el que morirá»: el perro
confiaba en su carrera veloz.
Tocó a la oveja meterse al agua; y, para no ser menos que
sus compañeros, cantó con voz femenina:
107
Mol ya mol ka fak
Mol yn mol ka fak.
Esto es: «Cada cual tiene su manera de pensar o defenderse
Cada cual tiene su manera de pensar o defenderse».
La pesca fue abundante. Llegó el momento de repartírsela.
La oveja dijo que iba en busca de hojas para envolver su
parte. Se fue para no volver, abandonando lo que le corres-
pondía. Al llegar a un barrizal, empezó a caminar hacia atrás,
para despistar al tigre, si venía en su persecución.
El perro," a tenor de la canción que cantara, puso los pies
en polvorosa y dejó solo y burlado al tonto tigre, con todo el
pescado, que no es comida de tigres.
Así, rabo entre piernas, y con las tripas vacías, regresó al
poblado, donde encontró a sus invitados, precavidos para el
futuro.
108
El mosquito y el elefante
Érase una vez un diminuto y zumbador mosquito que ruvo
la osadía de meterse en la descomunal oreja del elefante, para
proponerle lo siguiente:
Me gustaría mucho echar un pulso con Vd., Señor Ele-
fante.
Apártate de mi vista, insecto molesto y despreciable.
¿Cómo te atreves a sugerir tal propuesta al rey de la selva, que
con sólo un pequeño resoplido puede exterminar a miles y
miles de tus congéneres? Si no te apartas, acabo con tu vida
con la tranquilidad de quien se bebe un vaso de agua.
Lejos de desistir, el mosquito comenzó el plan de ataque
improvisado. Fue a posarse en el espinazo de la mujer del Sr.
Elefante. Este quiso castigar el atrevimiento de aquél, y, sin
pensarlo dos veces, descargó con toda la fuerza su pesada
trompa, con propósito de aplastarlo. El liviano violero esqui-
vó el golpe, y fue la esposa del elefante la que pereció, a conse-
cuencia del terrible trompazo.
La pérdida de su mujer mosqueó al gigante de los bosques,
que juró acabar con el trompetilla y toda su parentela. FI
mosquito se fue posando sucesivamente en los lomos de lodos
los miembros familiares del elefante: padres, hijos, tíos, pri-
mos, etc ...
La vengadora trompa aporreaba siempre con fuerza inusi-
tada no sobre el burlador mosquito, sino sobre los familiares
que, uno a uno, iban acrecentando el número de víctimas:
hasta que se extinguió toda la familia elefantina.
Entonces, el elefante, fracasado y avergonzado, se suicidó,
porque no solamente no había conseguido vengar a su burla-
dor, sino que, contra toda ley natural, se había constituido en
exterminador de su familia.
El mosquito de raudo vuelo y sonora trompetilla divulgó
el suceso, entre los suyos, por aquellos contornos. Al oír la
hazaña sus familiares y amigos decían:
¡Cuán verdad es que no hay enemigo pequeño!
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La tortuga justiciera
Hacía ya muchos años que un hábil cazador había plan-
tado su chuza en el corazón de la selva. Se llegaba a ella por
scrpcnteanies senderos, la refrescaban las cantarinas aguas
que se descolgaban de la vecina montaña. Cierto día, consi-
guió capturar vivo a un corpulento tigre. Lo llevó a su choza y
lo ató cuidadosamente con flexible melongo. Lo alimentaba
con especies vegetales que no agradaban mucho al depreda-
dor animal.
El afán de buscar alimentos más apetitosos y nutritivos
forzaba al prisionero a forcejear las débiles ataduras. Caía la
tarde de un caluroso día de julio. El desgastado melongó cedió
al ímpetu de la fiera que, libre, emprendió la huida por la
senda que lo condujo a la prisión. No habría corrido quinien-
tos metros, cuando se encontró frente a frente con el cazador.
Este, inerme, dio media vuelta y puso los pies en polvorosa. El
famélico tigre pensó: «Esta es la mía», y empezó a perseguir
al perseguidor de animales que, a su vez, exclamaba:
- ¡Ah, Dios mío, líbrame de las fauces sanguinarias de
esta fiera voraz!
- ¡Ah, Dios mío, -rogaba el tigre- bendice los alimen-
tos que has puesto al alcance de mis garras y que pronto voy a
ingerir!
Ya llevaban más de veinte minutos corriendo perseguido y
perseguidor, cuando aquél, convencido de que no tenía salva-
ción en la huida, se plantó en medio del sendero, decidido a
medir las fuerzas y astucia con la terrible fiera. Se entabló la
lucha. La inteligencia del cazador prevaleció contra la necia
fuerza animal,
El cazador consiguió poner al enemigo panza arriba; le ató
las ruanos delanteras ... y, como a un manso cordero, lo con
dujo u uevamerue a la cabaña. Allí lo lió fuertemente con lía-
nas y rnelongo, mientras construía una prisión segura, donde
Ju encerró y abandonó a su destino. Pasaron dos años sin que
probara bocado; estaba hambriento corno el insaciable mar;
apenas podía tenerse en pie ...
Quiso su buena estrella que pasara por allí un compasivo
I IU
muchacho que, enternecido por los ruegos del suplicante ani-
mal, soltó el candado y le abrió la puerta de par en par. Al
verse libre, habló así al libertador:
- Amigo, lo siento por ti; tengo mucha hambre; voy a
comenzar por tu tierna y sabrosa carne; haz testamento y des-
pídete de los tuyos ...
- No puedes hacer eso, -dijo el muchacho, llorando
amargamente- yo soy tu. salvador.
- Importa poco lo que dices, -replicó el tigre- sálvame
ahora con tu carne; -y la boca se le hacía agua.
Viendo el chico que no había forma de convencer al tigre,
lo citó ante los tribunales. Este aceptó, y acudieron al poblado
más cercano, donde era juez D. Antílope, a quien expuso el
muchacho:
- Señor juez, encontré encerrado a este tigre; lo liberté, y,
ahora, en pago, pretende devorarme. ¿Qué juzga la justicia?
El Antílope, presa de miedo, falló en favor del tigre que,
fanfarrón, propuso:
- Si te parece, iremos a otro tribunal en demanda de jus-
ticia. Y fueron al lugar en el que el jabalí la administraba.
También aquí, después de oídas las acusaciones, se declaró
inocente al tigre por los consabidos motivos. Acudieron a
otros jueces, y siempre idéntica sentencia; hasta que llegaron
al juzgado de la Sra. Tortuga que, después de oír paciente-
mente los alegatos del libertador, dijo:
- El asunto es grave: conviene esclarecer todas las cir-
cunstancias; iremos, pues, a donde ocurrieron los hechos.
Llegados al lugar, propuso la Tortuga:
- Que cada uno se coloque en el sitio y tal como estaba
cuando os encontrasteis.
El tigre entró en el encierro y el muchacho se fue al sen-
dero, distante cinco metros de él.
- ¿Cómo estaba el candado y qué hiciste con él?, -
preguntó la tortuga al muchacho. Este cogió el candado; cerró
la puerta y retrocedió unos pasos. Nuevamente la Tortuga:
- ¿Es así como estaba la puerta, · Sr. Tigre?
- Exactamente, -respondió tranquilo el tigre, creyendo
que la sentencia sería parecida a las anteriores.
¿Dónde estaban las llaves?, -inquirió el prudente juez.
En el alero de la choza, -repuso el tigre.
112
- En tal caso, la sentencia es evidente: «Sr. Tigre, quédate
como estabas y tú, muchacho, prosigue tu camino».
De este modo administró justicia la sagaz Tor: uga.
111
La araña y el camaleón
Érasc una vez una astuta araña y un pacífico camaleón,
que decidieron ir a visitar a Keza, famoso por sus muchas
riquezas, del que tenían confusas noticias. La distancia que
separaba los poblados era enorme y difícil. Así, emplearon
varios días en planear el viaje y preparar las provisiones.
El día convenido, después de los despidos de rigor, los dos
amigos tornaron el camino entre las manos. Tres días y tres
noches llevaban ya caminando y descansando, cuando, a lo
lejos, divisaron el poblado de Keza. Entonces, dijo la araña al
crédulo camaleón:
- Si re parece, nos vamos a poner unos apodos, para
nombrarnos, durante nuestra visita: tú te llamarás Benindaa
(los dueños ele la casa), y yo, Beyen (los forasteros). ¿Qué opi-
nas?
Tu idea es correcta; me parece bien.
Pero ha de ser con una condición, replicó la araña.
¿Cuál?, -preguntó el camaleón.
Que todas las comidas que nos traigan, diciendo: «Para
los forasteros» me corresponden; las que digan: «Para los due-
ños de la casan serán tuyas.
1
119
La serpiente Bidja
Érasc un diestro y gigantesco cazador que tenía tres hijos:
Engono, Edjan y Emana. Unicamente los grandes moradores
de la selva· interesaban al mortífero arcó de Nsué, que así se
llamaba el cazador. Numerosos tigres, leopardos, leones y ele-
fantes figuraban, a diario, entre sus trofeos. Únicamente la
serpiente ílidja no se había puesto al alcance de sus certeras
flechas y de su cortante machete: algo muy importante faltaba
aún para colmar su felicidad vcnatoria.
Cierto día, llamó a sus tres hijos, el menor de los cuales
frisaba los diecisiete años, y les dijo:
- Como sabéis, vivimos de la caza, y de ella tenéis que
sacar las dotes para vuestros matrimonios. Vámonos, pues, al
bosque, que os tengo que revelar un importante secreto.
Anduvieron varias horas por intrincados y enmarañados
senderos; llegaron a donde la selva perdía el nombre y se
ramificaba en obscuras gateras, por las que los animales salva-
jes entraban y salían de sus madrigueras.
- Este es el lugar propicio -dijo Nsué a sus hijos- para
colocar esta trampa (Ebcñg), que está acostumbrada a atrapar
diariamente los más significativos ejemplares del bosque.
Cada uno de vosotros vendrá a vigilar periódicamente la
misma. Con las piezas que cacéis, alimentaréis a la familia y
juntaréis dinero para abonar la dote del matrimonio. Si algún
día tenéis la suerte de atrapar a Bidja, me avisáis, pues, por
más que lo he intentado, no he podido aún cazar a ese peli-
groso animal.
El padre no les elijo cómo era Biclja: ni su forma, ni su
tamaño, ni su ferocidad ... de tal modo que los hijos creían que
cualquier animal corpulento podría ser Bidja.
Al cabo de unos cuatro días, Engono, el mayor de los her-
manos, se armó de lanza y machete y se emboscó para recono-
cer la trampa familiar. Antes de llegar a donde estaba tendida,
percibió distintos los rugidos del rey de los animales. Efectiva-
mente, un corpulento león forcejeaba por librarse de la
trampa. "Ya lo tengo», -exclamó Engono, pensando que se
trataba de Bidja. Y empezó a gritar a su padre:
120
«Tara Bidja ane ebeñg Bidja,
tara Bidja ane ebeñg Bidja».
El padre, con las ganas que tenía de matar a llidja, estaba
día y noche con el oído atento a la llamada de sus hijos. Apc-
nas oyó los gritos de Engono, empuñó dos lanzas, tomó el
machete y, como una exhalación,corrió al peligro. 1\I encon-
trarse con un león, así increpó, decepcionado, a su hijo:
- ¿Para esta porquería me has llamado?
- Pero, padre, -preguntó admirado Engono- ¿no es
Bidja? ¿No es el león el rey de la selva?
Nsué mató al león; lo llevaron al poblado, y con su precio
Engono pudo casarse con una hermosa joven.
Transcurrían los días. Ahora era Edján el que, armado de
lanza y de machete, custodiaba a diario la mortífera trampa.
Aquella mañana había madrugado. A la luz incierta de la
rosada aurora, divisó como un montículo que se movía en
torno de la trampa. ¿Qué era? Un enorme elefante al rapado
por la larga y flexible trompa. «Sin duda esre animal es
Bidja», se dijo Edján y, como el hermano, gritó a su padre:
« Tara Bidja ane ebeñg Bidja, ·
tara Bidja ane ebeñg Bidja».
Nsué, armado de la lanza y del machete, acudió a la lla-
mada, pero no tan presuroso como la vez primera, pues estaba
escarmentado. Cuando se encontró con el elefante, dijo a
Edján:
- Ciertamente, el elefante es el más grande de la selva;
pero para mí no representa nada; no es Bidja.
Mataron el elefante; vendieron la carne y los trofeos, y con
el importe pudo casarse Edján, como lo hiciera Engono. FI
día de la boda, el padre reunió a los tres hijos y les habló así:
- Hijos míos, Jo siento por Emana; pero he decidido,
ante tanto fracaso, no acudir más a vuestras llamadas.
Emana, entristecido, respondió a su padre:
- Padre, recuerde el refrán: «Otaga abene suso amuná
ane Ntong» (No desprecies el libro por su tamaño). Déme una
oportunidad, pues quiero, cumpliendo sus órdenes, seguir el
camino de mis hermanos.
Accedió Nsué, y, al día siguiente, cuando Emana se acer-
caba a la trampa, la encontró rodeada por los gruesos anillo
de una descomunal serpiente. «¿Sería Bidja? En lodo caso,
-pensó Emana=-, este animal no se parece en nada a I que
121
cazaron mis hermanos; aquellos eran meros animales; éste es
una serpiente». Y tuvo miedo; se subió a un árbol y, desde la
copa, llamó a gritos a su padre:
«Tara Bidja ane ebeñg Bidja,
tara Bidja ane ebeñg Bidja».
Más de diez veces repitió la llamada, sin que apareciese el
padre, quien, después de un largo rato, avanzaba despacio por
la senda, con las armas desapercibidas para la pelea.
Al sentir el chasquido de las hojas secas bajo los pies de
Nsué, la serpiente Bidja se irguió en actitud de escalar el cielo.
«No cabía duda, -pensó para sí el cazador- se trata de
Bidja»; pero, acuciado por el portento aprestó sus armas, úni-
camente pudo cortarle el extremo de la cola, que aun arras-
traba por el suelo.
De la parte seccionada descienden todas las serpientes que
reptan por la Tierra; la parte que voló al cielo formó el Arco
lris de siete colores, que marca la transición entre la tormenta
y la bonanza. Una vez más se cumplió:
Draga abene susá amuná ane Ntong.
122
El antilopín desobediente
Éransc una vez dos antílopes, madre e hijo, que gráciles
saltaban por las umbrías sendas de la intrincada selva gui-
neana. En las largas horas de descanso.la madre aconsejaba al
pequeño sobre cómo prevenir los numerosos peligros que se
esconden tras las flexibles hierbas o las corpulentas ceibas y
okumes. Entre otras cosas le decía:
- Muchos son los enemigos que nos persiguen de muerte:
unos con unos duros colmillos; otros con sus aceradas garras:
aquellos engulléndonos enteros ... pero el hombre, como más
inteligente, nos tiende trampas por donde pasamos. Cuando
veas un hoyo en tierra, desconfía y aléjate de él.
Pronto el pequeño antílope comenzó sus incursiones por el
bosque, sordo a los consejos prudentes de la madre, incluso,
prescindiendo de su compañía.
En cierta ocasión, regresó el delicado antilopín a la casa
materna, entrada ya la noche.
- ¿De dónde vienes a estas horas? -le preguntó la
madre-.
- Vengo de paseo, -contestó el antilopín-.
- ¿No tienes miedo a nuestros enemigos o a encontrarte
una trampa en el camino? No tendrías que salir solo; eres muy
pequeño.
- Pero, madre, tengo unas patas muy ligeras; puedo
esconderme donde no me alcanzan los enemigos; y, en cuanto
a las trampas, nunca he visto ningún hoyo; por aquí no se
acercan los hombres.
- Hijo mío, sufro mucho por ti, cuando no te tengo a mi
lado.
El irreflexivo y desobediente antilopín proseguía, un día y
otro, en sus andanzas. Pudo ir salvando los pequeños peligros
que aquí y acullá le asaltaban: en cierta ocasión, fue un águila
la que estuvo a punto de atraparlo; en otra, escapó a las fau-
ces sanguinarias de un leopardo ... pero un día, cayó en manos
del hombre.
Sin darse cuenta metió sus patas delanteras entre unas cor-
tadas hierbas que cubrían un profundo hoyo, el cual ocultaba
123
la trampa temible. Allí fue el quedar atrapado el antilopín por
sus manos delanteras; allí sus gritos penetrantes y lastimeros;
allí el acudir presuroso de la madre que, impotente, increpó a
su hijo.
- Hijo mío, ¡Cuántas veces te advertí de los muchos peli-
gros que te acechaban y, especialmente, de las trampas y los
hoyos' Pero tú no atendías mis consejos, no obedecías a mis
maternales mandatos y ahora pagas las consecuencias de tu
desobediencia.
Aunque quiera, no puedo hacer nada por ti, me alejo, para
no verte sufrir y para no caer, a mi vez, en manos del hombre.
124
El tucán, el gorrión y la
paloma
Éranse una vez un tucán, un gornon y una paloma que
vivían en lugares cercanos, pero sin mantener entre si relacio-
nes de buenos vecinos, por la sencilla razón de que cada uno
pertenecía a voladores de distinta especie.
Un día, el inquieto y charlatán gorrión tuvo una idea feliz:
propuso a sus compañeros que se reunieran los tres para r eali -
zar en común ciertas actividades: trabajar juntos, cerner jun-
tos, salir de paseo juntos y, cuando fuese necesario, ayudarse
entre sí.
La sencilla paloma aceptó la propuesta del gorrión con
quien, a partir de aquel día, compartía las tareas, la mesa, los
ocios y también las preocupaciones. El Lucán, en cambio, pre-
firió proseguir en su aislamiento egoísta.
Cierta mañana del mes de enero, el charlatán gorrión tuvo
la desgracia de perder a su anciana madre. Faltó tiempo a la
paloma para volar a su lado, darle el pésame y ayudarle en
todas las ceremonias del entierro.
· Al poco tiempo, el primogénito de la dulce paloma pereció
víctima de un ave rapaz (Nduiñ). Cuando lo supo el gorrión,
acudió presuroso para acompañar en el dolor a la llorosa
madre y prestarle los auxilios necesarios. Ya el gorrión y la
paloma se habían repuesto de sus desgracias, cuando el
egoísta tucán llamó a su puerta, con la siguiente súplica:
- Acaba de morir mi padre, estoy solo. No tengo quien
me valga y ayude en el entierro. Os ruego, por lo que más
queráis, que vengáis a mi casa y me echéis una mano.
Tanto el saltarín gorrión como la arulladora paloma Je: res-
pondieron a una:
- Acuérdate de que preferiste trabajar solo, comer solo,
vivir solo ... Cuando murieron nuestra madre y primogénito ,
no viniste a darnos el pésame ni a ayudarnos ... Ocúpate, pues,
tú solo del entierro de tu padre.
Ante esta respuesta dura, pero merecida, el tucán regresó
125
triste y pensativo a su casa. Solo y con mucho trabajo, pre-
paró el ataúd de su padre. Metió en él el cadáver, y solo cargó
con él sobre la cabeza, hacia el cementerio.
Cuando llegó a la sepultura, por más esfuerzos que hizo,
no consiguió. despegar el ataúd. Recorrió la selva en todas
direcciones y con sus lastimeros cantos pidió a las demás aves
que le ayudasen para desprender de su cabeza el ataúd de su
padre. Ninguna le hizo caso. Por eso, a partir de entonces, el
tucán lleva a todas partes el ataúd y acompaña su canto con
tristes fúnebres notas.
Con la misma medida con que midiereis seréis medidos.
126
El gorila astuto
En un pueblecito antiquísimo, perdido en la densa selva,
ocurrió algo can extraño, que admiraría al más escéptico:
cómo los vecinos del mencionado pueblo pasaron del proyecto
de sacrificar un animal.ial de dar muerte a unas personas.
Los hombres del poblado tenían fama bien merecida de
excelentes cazadores. ·
Cierto día, como trofeo de su incursión por el bosque tra-
jeron un gorila pequeño, al que sentenciaron para el banquete
común del domingo. En espera de la sentencia, lo encerraron
en una casita del país, con sus patas traseras bien ligadas con
melongo y sueltas las delanteras para que pudiese comer.
El sábado por la mañana, los cazadores salieron en busca
de plátanos, yuca y tomates a sus fincas, distantes buen trecho
del poblado. Para mayor tranquilidad dejaron el cuidado y
vigilancia de la tierna víctima en manos de las cinco mujeres
más viejas del lugar.
El mono, que no era tonto del todo, cuando se vio libre de
los fornidos cazadores, pensó una estratagema, para conseguir
la fuga. Con sus largos dedos cogió una caña de bambú de las
que, atadas con rnelongo, aguantaban las cortezas de oyang de
la pared. Con sus dientes afilados soltó dos cuerdas de
melongo; las ató en los extremos de la caña; en su mitad las
separó del bambú con un palito y consiguió Iorrnar un nvet
rudimentario.
Sin pérdida de tiempo, el astuto animal, con cuatro notas
musicales compuso e interpretó, acto seguido, una canción,
cuya letra decía así:
¿E bol e dja di be ke vé? ¿Adónde han ido los de este pueblo?
Toalé toalé 10 clo, clo, clo.
¿Be ke vé? ¿Adónde han ido'/
Be ke pkweñ bicoan Han ido a cortar plátanos
e'lig a Nkéng en el poblado ele Nkéng
Toa/é toalé lo
¿B'adji zú? ¿A quién comen?
B'adji é moan ongom Comen al pequeño gorila
a'wu Meséng muerto en Meseng.
127
Toalé toa/é to clo, clo, clo.
¡Eh! ¡eh! ¡eh! ¡Eh! ¡eh! ¡eh!
Toa/é toalé to bis
Ndji Biség. Consumidor de hígados.
Toa/é toalé to
Nto miya. Limpiador de intestinos.
Toa/é toalé to
S'a ma. A mí no.
Toalé toolé to
Ngam moan nnom. Tal vez a una viejecita.
Gustó tanto la canción a las viejecitas que rogaron al
gorila que se la repitiera.
- No repito mi canción -dijo el animal-, si no me
dejáis suelto por el pasillo.
Le abrieron la puerta y le permitieron deambular por el
lugar solicitado. Nuevamente, entonó allí su canción y otra
vez enterneció a las sensibles viejecitas, una de las cuales soli-
citó otro bis.
- Gustoso accederé a vuestro deseo -respondió el cua-
drumano-, si me lleváis a la vera del camino que conduce al
bosque.
Era tal el hechizo que el canto producía en las viejecitas
que presurosas cumplieron la condición.
Por tercera vez, el pequeño gorila pulsó su rústico nvet, y
atipló su voz con maestría hasta entonces inusitada.
Aquí era de ver y oír los saltos y gritos de las viejecitas que
se confundían con las alegres notas del canto. Otra vez más
rogaron y rogaron que el cantor repitiera la opereta.
- Lo haré -replicó él- si me permitís subir a la primera
rama de este árbol.
Ellas se lo consintieron, sin caer en la cuenta de que, paso
a paso, ·iban avanzando hacia la selva virgen, paraje a propó-
sito para el as de los trepadores. En la flexible rama, el
· pequeño gorila entonó su canción por última vez, pues no dio
tiempo a nuevos ruegos, antes, de tres acrobáticos saltos, se
internó en el bosque impenetrable y desapareció de la atónita
mirada de las burladas viejecitas.
Aun se oían las ramas agitadas por el fugitivo gorila,
cuando llegaron los curtidos cazadores abrumados por los
plátanos, yuca, tomates, etc ...
128
¿Dónde está el pequeño gorila? -preguntaron todos a
una.
Se nos escapó -respondió la más vieja ele las cinco.
¿Cómo es posible, si lo dejamos tan seguro y custo-
diado?
- Entonó una agradable canción -siguió explicando la
viejecita -y, cada vez que la cantaba, nos iba pidiendo más
libertad; que lo alejásemos más de la jaula; hasta que lo pusi-
mos en la rama de ese egombe-gombe, y de ahí se emboscó en
la selva y no pudimos darle alcance.
- ¿Qué decía la canción? -preguntó el más bromista de
los cazadores.
- La anciana repitió la letra, sin comerse una silaba.
- Es necesario que la canción se cumpla -decretó el más
cruel de los cazadores. Por tanto, tú y tus compinches mori-
réis en lugar del pequeño gorila y comeremos vuestra carne,
aunque no muy tierna, con estos plátanos, yucas y tomates.
Y tal como fuera sentenciado, así lo ejecutaron. Cumplién-
dose una vez más la sentencia:
Quien mal anda, mal acaba.
129
La boa y el antílope
En el poblado de Adurelang -Nsomo, vivía un hábil caza-
dor de animales, llamado Mbomio Mba.
Cierto día salió a visitar la linea de yuca y cacahuete que
constituía la esperanza de la familia para el año venidero. Con
dolor comprobó que los animales le habían destrozado toda la
comida. Mbomio Mba aceptó resignado la desgracia por dos
razones: porque tal suele ser la conducta de los animales sal-
vajes, y porque éstos lo tenían por el enemigo número uno.
Eso sí, prometió vengarse del desastre.
En los lugares de acceso a la linea cavó hoyos idóneos
para el trampeo. Con el fin de disimular las trampas, cubrió
los hoyos con hojas secas, y esparció por encima una tenue
capa de tierra. Hacía falta ser inteligente -y no incauto
animal- para no caer en el armadijo. Después Mbomio Mba
regresó a su casa con la intención de volver a visitar las tram-
pas al cabe, de cinco días, que era el tiempo habitual en tales
casos.
A las pocas horas, una boa hambrienta salió en busca de
presa. Reptaba desprevenida por el sendero que conducía a la
finca ele Mbornio Mba. De repente, se encontró en el fondo de
un profundo hoyo. Con estridentes silbidos comenzó a pedir
socorro a los habitantes del bosque.
Ninguno de los que oyeron sus súplicas le prestó auxilio:
iodos alegaban que era muy ingrata y vengativa.
El grácil antílope acertó a pasar vecino y oyó los lastime-
ros silbidos ele la boa. Acercóse al hoyo y le preguntó:
- ¿Qué haces en ese hoyo tan profundo?
- He tenido la desgracia de caer en la trampa -contestó
la serpiente- llevo rato y rato pidiendo socorro. Nadie me
quiere sacar; a ver si rú, amigo antílope, me echas una mano,
pues estoy muerta de hambre y de sed.
El compasivo antílope le respondió:
- No tengo inconveniente en ayudarte; -y le echó un
grueso tronco. Fuera ya del hoyo, habló el antílope:
¿En algo más puedo servirte?
Espera -dijo la boa-; tengo algo que decirte: Mira,
130
llevo varios días sin comer, ni beber; tú eres el único animal
que tengo a mano; quiero aprovechar la oportunidad; prepá-
rate, pues voy a engullirte, al instante.
- ¡Qué ingrata eres!; exclamó el antílope que se alejó con
rápida carrera. En vano quiso perseguirlo la desgraciada ser-
piente.
Entonces el antílope denunció a la boa ante el tribunal del
erizo, que era ese año el príncipe de la comarca. Pero éste, por
temor a caer un día en las fauces de la boa, falló en favor de la
misma.
El antílope no acató la sentencia y acudió ante el mono,
que, después de oídas ambas partes, se declaró incompetente
en pleitos de tierra firme, pues su vida transcurre por las copas
de los árboles.
J3J
Acudieron a casa del ratón, que gozaba de autoridad y
prestigio en los contornos. Por motivos parecidos a los del
erizo, dio la razón a la boa.
Contrariado el antílope formuló el último recurso en el
tribunal supremo del viejo jefe de los animales: la tortuga.
Esta, después de unos minutos de reflexión, dijo a los liti-
gantes:
- Para poder fallar con justicia, tengo que reconstruir los
hechos. Iremos al bosque y examinaré en qué posición se
encontraba la boa, cuando el antílope le prestó auxilio.
Así lo hicieron. Y, cuando la boa se hallaba en el fondo del
hoyo, dictaminó la tortuga:
- Que siga la boa donde está; que nadie le preste socorro,
por no saber corresponder a los favores recibidos.
El antílope dio gracias a la tortuga que, con su astucia,
premió merecidamente la ingratitud. Y ambos se separaron,
como buenos amigos.
A la mañana siguiente, fue Mbomio Mba a revisar las
trampas. Antes de llegar a la finda, oyó los silbidos de la boa
atrapada en el hoyo. Sin pérdida de tiempo, llamó a su mujer
que le seguía unos metros detrás con el machete y el nkué. No
le valió a la ingrata serpiente su conocida astucia y, así, Mbo-
mio Mba le cortó la cabeza de un machetazo.
132
Mal por bien
Nguema y Angué eran muy jóvenes. Vivían en un pueble-
cito de unas ocho familias. A los dos años de estar casados,
Angué dio a luz a un hermoso niño, que constituía la alegría
de los padres. Ni Angué ni su esposo contaban con parrentes
directos que pudieran cuidar, de cuando en cuando, del crío.
Por ello, acordaron que cada uno lo iría llevando, por turno,
al lugar del trabajo.
Cierto día que le tocaba a Angué cargar con el pequeño,
quiso dejárselo a Nguema, pero éste se excusó diciendo que
tenía que ir a visitar las trampas. Angué aunque no de muy
buena gana, cargó con el niño. y se fue a la finca.
Al llegar al sitio del trabajo, se sentó en un tronco seco
para amamantar al hijo. No había dado éste las primeras suc-
ciones, cuando se le apareció un hombrecillo del rarnaño de
un chimpancé, de aspecto cuadrumano, pero con ratas termi-
nadas en pezuñas.
Aunque Angué había visto en el bosque gorilas, chimpan-
cés y otros cuadrumanos, ninguno se parecía al que tenía
delante. Instintivamente, gritó pidiendo auxilio, pero el eco de
su voz se fue perdiendo de árbol en árbol.
Entonces, el hombrecillo extraño se acercó a donde /\ngué
estaba y le dijo benévolo:
- Mujer, no temas; no he venido a hacer daño ni a ti ni a
tu pequeño, sólo he venido a ayudaros.
Angué, a pesar de que estaba medio muerta del susto,
reaccionó, empuñó su machete, dispuesta a defenderse del pre-
sunto e inesperado enemigo. El hombrecillo, más suplicante, si
cabe, que la vez primera, insistió de nuevo:
- Te aseguro que no soy enemigo vuestro; al contrario,
mi intención no es otra que la de ayudaros.
- ¿Qué ayuda me puedes ofrecer -preguntó .'\.ngué- si
no eres humano, como yo?
- Mientras tú trabajas -le replicó el hombrecillo- yo
puedo cuidar de tu hijo.
- ¿No intentarás matármelo o llevártelo? -repuso An-
gué-.
133
Entonces, el hombrecillo le respondió pausadamente y con
acento melancólico:
- Recuerda bien lo que te voy a decir: Lo que k "ª"°ª""
la muerte no se halla en el bosque, sino en ci pueblo.
Angué, aunque no habia disipado completamente el ,c,.,u.
y la sospecha, confió al hombrecillo el cuidado de su hijo.
Mientras sembraba los cacahuetes, tenía un ojo en el hom-
brecillo que paseaba en brazos el fruto de su vientre.
Concluido el trabajo, el propio hombrecillo devolvió el hijo
a la madre, y le preguntó por el Jugar de trabajo del día
siguiente:
- Iré a corcar leña a orilla del río, dijo Angué.
· - Hasta mañana, pues; se despidió el hombrecillo.
Aquel día Nguema esperaba a su esposa en la Casa de la
Palabra, pues nunca solía regresar tan tarde. Le preguntó si le
había ocurrido algo extraño y, ante la negativa, se fueron a
casa. Allí, Angué preparó agua para bañar al niño. Cenaron, se
acostaron, corno de costumbre, y durmieron tranquilamente.
Al día siguiente, en el lugar de la leña se repitió la historia
del ofrecimiento del hombrecillo, pero esta vez sin recelos. Así
fueron pasando los días sin que Angué requiriese de su esposo
los cuidados para el hijo, solícitamente atendido por el hom-
brecillo, que cumplía el papel de familiar directo. .
l Jna de esas calurosas noches en que resulta dificil conci-
liar el sueño, dijo Nguema a Angué:
- Hace tiempo que te encuentro cambiada. Antes, corn-
partiarnos los cuidados de nuestro hijo; ahora, tú sola car-
gas con esta cruz. ¡Acaso alguién te ayuda en el bosque?
- Mañana daré respuesta a ru pregunta, contestó Angué.
Al .segundo canto de la perdiz, cogió Angué el ncué y al
crío y partió presurosa hacia el Jugar del trabajo. Ya la espe-
raba el hombrecillo, como de costumbre; pero esta vez, antes
de encargarse del niño, dijo a Angué:
- ¿Recuerdas que el primer día te dije que lo que causará
daño a tu hijo no está en el bosque sino en el poblado?
- Lo tengo presente en mi mente, replicó Angué. ·
Tomó el hombrecillo al niño; Jo cuidó, como días prece-
dentes y, al concluir el trabajo, como siempre hacía, lo devol-
vió ::1 la madre.
Por In noche, Angué contó a su marido la forma extraña y
134
constante como era ayudada en el cuidado del pequeño, mien-
tras ella trabajaba.
- ¡Qué ocasión más propicia desperdicias a diario! -le
dijo Nguema-. Ese animal debe de ser muy sabroso; ¿por qué
no me lo has dicho para que vaya a matarlo?
- Aún estás a tiempo, esposo mío; mañana, si quieres,
puedes ir a darle caza.
El sueño huyó de los párpados de Nguema y una pesadilla
venatoria agitó su mente.
Comenzaba la aurora a desatar sus trenzas de plata y ya
Nguema con arco y con flechas, seguía paso tras paso, en
busca del hombrecillo. Como era muy temprano, éste aún no
había acudido a la cita.
Angué indicó a su marido por dónde solía pasear el hom-
brecillo. Nguema eligió un escondite apto para el logro de sus
objetivos, y esperó atento el momento oportuno.
Una vez más, Angué confió' el fruto de sus entrañas al
hombrecillo; éste repitió por tercera vez:
- Lo que causará la muerte de tu hijo está ya en el bos-
que; no soy yo, sino tú la causante de la misma. -Y comenzó
a· pasear con el pequeño.
Las intenciones de Nguema no se ocultaron al hombreci-
llo.
Al pasar ante el escondite de Nguema una mortífera y
alada flecha salió de su arco, pero el hombrecillo protegió su
pecho, a modo de escudo, con el tierno cuerpo del hijo de
Nguema. Un débil vagido turbó la tranquila mañana y los
gritos histéricos de una madre hirieron con la violencia de
puñal la espesura.
Cuando Nguema quiso alcanzar con su machete al miste-
rioso hombrecillo, éste había desaparecido, después de deposi-
tar con cariño el cadáver del pequeño. Sólo se oyó el eco de
este reproche.
«Quise ser bueno con vosotros; pensé en ayudaros; me
pagasteis mal por bien; ambos a dos habéis sido los causantes
de la muerte de vuestro hijo.
136
Premio y castigo
En un poblado pequeño, situado en el corazón de la selva,
vivían dos viudas: una de ellas. de carácter apacible y honda-
doso; la otra, en cambio, irascible y desabrida. Ambas tenían
una hija ya mayorcita.
Cierto día, la mamá virtuosa envió a su pequeña a buscar
unas hojas con que preparar la yuca. Pronta y alegre se
internó en la selva la muchacha, canturreando una canción de
moda. Descuidada, deshojaba el okieñ kuiñ, cuando vio una
linda mariposa, volando de flor en flor. Le gustó tanto que
quiso atraparla; pero el grácil insecto se escapaba más lejos,
cada vez que las manos de la joven estaban a punto de cogerla.
¿Cuánto tiempo duró la persecución de la belleza alada? No se
sabe; pero debió de ser mucho.
Lo cierto es que, sin saber cómo ni por dónde, se encontró
la adolescente en un claro de la selva, donde no había más que
una choza. Forzada por el hambre, no tuvo más remedio que
llamar y entrar en ella, aunque no sabía quien la habitaba.
No encontró persona alguna, pero sí quedó asombrada de
la cantidad de comidas que allí había; carne, pescado, ahu-
mado, plátanos, cacahuetes, yuca, etc ... etc ... Con presteza
preparó mucha comida; pero no se atrevió a tocarla hasta
tanto que regresara el dueño de la casa. Como estaba también
cansada, se quedó profundamente dormida. A eso de las tres
de la tarde oyó estrépito de utensilios, y voces inconexas des-
pertaron a la joven, que despavorida vio entrar por la puerta a
un gigantón, el dueño de la choza, que regresaba de las faenas
de la finca. También él quedó sorprendido al ver allí a la her-
mosa muchacha.
- ¿Quién eres y qué haces aquí? -preguntó el gigante.
- Soy una desdichada -respondió con miedo la joven-;
he dado en este bello lugar por la ridícula ilusión de capturar
una mariposa. He preparado la comida; ahí la tienes, señor;
no he querido comer, pues esperaba al dueño para servirle.
- No te preocupes, hija mía, -repuso el giganre->, aun-
que ardo en deseos de comerte, porque 'eres tierna y tienes la
carne fresca, te profesaré, en adelante, el cariño de un padre;
13-
te consideraré como a mi hija. Anda, trae la comida y coma-
mos.
Corrían los días y los meses, y el gigante y la afortunada
joven vivían felices, como buenos amigos; él buscaba apetito-
sas comidas y ella las preparaba con arte culinario. Pero un
día, la adolescente dijo al padre adoptivo:
- Tengo mucha pena por mi mamá; es viuda; no tiene a
nadie más que a mí, y, cuando no me ve, se muere de pena;
¿me dejas ir a donde ella'!
- Mañana te daré la respuesta, -dijo el bosq uero.
Efectivamente, al otro día, después de sus quehaceres mati-
nales, habló así el gigante:
- Hija, si tal es tu deseo, vuelve al lado de tu querida
madre. En premio de. tus virtudes, llevarás lo siguiente: un
cestón de calabaza, otro de cacahuete, otro de chocolate del
país, carne fresca, joyas y otras muchas cosas. Con todo, te
advierto que no vuelvas más por aquí; pues no lo contarías
más.
La dócil joven le dio las gracias y prometió que seguiría
puntualmente su consejo.
El gigante colocó a la muchacha en medio de los regalos;
dio a una y a otros un golpecito con una varita mágica y, en
un abrir y cerrar de ojos, se encontró detrás de la cocina de la
mamá.
La alegría del poblado por el regreso de la que daban por
muerta fue enorme, sobre todo el de su buena mamá. La joven
explicó durante horas todas sus aventuras y el feliz desenlace
de las mismas.
La madre ambiciosa quiso que su hija corriese la misma
fortuna. La envió con palabras ásperas en busca de hojas para
la yuca. La joven salió de mala gana.
Persiguió la misma mariposa, y fue a parar a la choza en
que habitaba el gigante del bosque. Como su compañera, pre-
paró la comida; pero en vez de esperar al dueño de la casa,
comió y se quedó dormida.
A la hora acostumbrada regresó del bosque el gigante
quien con el cortante machete, sin más explicación, cortó el
delicado cuello de la dormida niña.
Así con la muerte de su hija expió la viuda su maldad y
avaricia.
]39
, .
La cadena magrea
En un pueblecito vivían tres hermanos hechiceros. Los tres
eran viudos y el mayor de ellos tenía una hija, de hermosura
incomparable, llamada Adá.
Cierto día un apuesto joven se presentó ante Adá y le
declaró que quería casarse con ella.
- No podré acceder a tu deseo -le respondió la joven,
-sin el consentimiento de mi padre.
Entonces Ndong, que así se llamaba el pretendiente, fue a
encontrar a los tres ancianos que estaban sentados en el
abaá.
- ¿Cómo te llamas", ¿de dónde vienes?, y ¿qué pretendes?
-le preguntaron a coro-, porque aquí llevamos años y años
y nadie se atreve a venir a este poblado.
- Me llamo Ndong, soy de la tribu Yengüiñ y he venido a
casarme con tu hija -respondió el joven.
J .os tres hermanos, por una sola boca, le contestaron:
- Por nosotros no hay inconveniente; pero quien desee
casarse con Adá tiene que traernos una cesta llena de toda
clase de frutos comestibles.
El joven pretendiente quedó perplejo: ¡una cesta llena de
toda clase de frutas, cuando no era la época de la cosecha!
Los tres viejos disiparon la turbación de Ndong con estas
palabras:
- En nuestro jardín hay un árbol que da toda clase de
frutas; en cualquier día del año puedes recogerlas; si gustas, te·
lo mostraremos y, cuando nos traigas la cesta llena de frutas,
te podrás casar con Adá.
Ndong regresó a casa de sus padres; les dio la noticia y les
pidió permiso para realizar el casamiento. Los padres le dije-
ron que aquella familia era familia del diablo; que cuantos
vivían con ellos habían muerto, y los que no, fue porque a
tiempo abandonaron el poblado de los tres hechiceros.
Ndong, que estaba locamente enamorado de Adá, aban-
donó ocultamente la casa paterna y se presentó ante el más
viejo ele los tres hermanos, el padre de la hermosa joven. El
viejo cogió la cesta y, seguido de Ndong, llegó bajo el miste-
rioso árbol.
140
Llenarás la cesta únicamente de frutas comestibles -le
dijo-, y fue a reunirse con sus dos hermanos en el a ba á.
143
La ballesta de Engono
Mbá
Engorro Mbá, desde sus tiernos años, acompañaba a su
padre a la caza, tanto con el arco como con las engañosas
trampas. A los quince años, se le reconocía en toda la
comarca, merecidamente, como el cazador que mejor mane-
jaba el Ban (ballesta) y que trarnpaba con más habilidad. Con
el producto del cotidiano trabajo, consiguió casarse con siete
hermosas mujeres de diversa edad y de diferentes tribus.
Su vida organizada y de trabajo acrecentaba su familia, al
compás de los años, tanto que, en menos de dos lustros, se
vio rodeado de veinticuatro hijos e hijas, vivarachos y decidi-
dos, como sus progenitores. En cambio, los hermanos carnales
de Engono Mbá, a causa de la muerte de su padre, se queda-
ron solterones, vagos y borrachos.
La ruin envidia empezó a anidar en el corazón de los her-
manos solteros, testigos de la alegría y prosperidad que llena-
ban el hogar del laborioso Engono Mbá,
Cierto día, el mayor de aquellos, Ngom Efá Mbá, no pudo
contener más el odio que roía su corazón y confabuló a los
demás hermanos para acabar con Engono Mbá. Todos ellos
dieron su sí fratricida y, a partir de entonces, buscaban la
forma de matarlo.
Una mañana en que las finas lloviznas, presagio de mal
agüero, caían lentas sobre el poblado, los envidiosos herma-
nos se congregaron en el abaá. El más astuto de ellos, en
tono despectivo, reclamó de Engono Mbá que les encendiese
una hoguera en el «salón», para alejar el frío de la húmeda
mañana,
Engono Mbá, consciente de su dignidad corno jefe de fami-
lia numerosa, no accedió a la humillante demanda de los her-
manos. La chispa de la envidia provocó entonces la hoguera
de insultos, amenazas y violentas agresiones. Ninguno de los
hermanos se atrevía a luchar singularmente contra Engono
Mbá, pues conocían la valentía y destreza ofensivo-defensiva
144
del adversario. Egom Efá, temeroso de perder la favorable
ocasión, saltó, cual leopardo herido, fuera del grupo, gri-
tando:
- Hincad, hincad a ese dios, a ese rico del poblado una
estaca de palo rojo en la nuca. Acabemos, de una vez, con él,
sea como sea.
«¿Qué haré, -se preguntaba Engono Mbá-para escapar a
esta arnenaza?». Con el fulgor de un relámpago, cruzó su
mente una idea salvadora: « Iré en busca de mi vieja ballesta».
Conocedor de las tácticas felinas, se fue distanciando de los
atacantes, y llegó al dormitorio, de cuyas paredes pendía la
mortífera ballesta, siempre a punto. Corno si saliese acompa-
ñado de veinte guerreros, se plantó, valiente, ante sus herma-
nos y suplicó de este modo a Egorn Efá:
- Hermano, nunca he matado ni deseado matar a nadie y
menos a ti, que eres mi hermano; tenemos una misma sangre;
nuestro padre nos está viendo desde el mundo de los muertos;
te ruego, pues, que depongas tu furor y calmes a nuestros her-
manos. Si mis mujeres, hijos y riquezas son la causa de vuestra
negra envidia, os prometo, ante Dios y por nuestros difuntos,
que os repartiré la tercera parte de mis bienes. Cuanto poseo
es fruto de mis trabajos y de las bendiciones de Dios; a nadie
he robado lo más mínimo.
Los ruegos fraternos y conciliadores de Engono Mbá no
hicieron mella en el duro corazón de Egom Efá, esclavo de un
maldito plan. Por el contrario, enardecido por la ira, cosía los
dientes contra los labios y se aprestaba a ejecutar la amenaza.
Entonces, Engono Mbá, confesando una vez más su inocencia
y que no tomaba él la iniciativa fratricida, suplicó a su her-
mano que no avanzara un paso más. Ante la negativa, tensó la
ballesta; voló el envenenado (eny) bambú que vació el ojo
· derecho de Egom Efá y le perforó el cráneo. Su cuerpo cayó
redondo en medio de los vengativos hermanos que escaparon,
amedrentados, de la justa defensa de Engono Mbá.
No desestimemos las cosas por su antigüedad;
en momentos de peligro, nos pueden sacar de apuro.
145
, .
La escopeta magrea
Era media mañana. Hombres y mujeres estaban en sus
habituales ocupaciones agrícolas, de pesca o de caza; los niños
estahan en la escuela, y pocas personas animaban el poblado.
Únicamente Mebcguc estaba recostado en su habitual cama
de bambú en la casa de la palabra. Como en otras muchas
ocasiones, rumiaba ahora la solución de un problema de casa-
miento.
Mebegue, de sus dos mujeres, contaba con diez hijos; pero
se daba la circunstancia de que todos eran varones. ¿Cómo se
las arreglaría? La tradición rezaba así: «el hijo varón tiene que
casarse con la dote de su hermana». Mebegue no tenia dinero,
no poseía lineas ... ¿de dónde sacaría, pues, la cantidad, nada
despreciable, para casar a sus diez hijos? Este pensamiento le
acuciaba de día en día, con más vehemencia, pues sus hijos se
iban haciendo mayores.
Esta mañana le pareció dar con la solución; y, hablando
para si en voz alta, se dijo:
- Iré y explicaré el caso a mis tíos maternos; ellos no
dejarán de ayudarme.
Dicho y hecho. A los tres días, había informado con todo
pormenor de la situación a sus tíos maternos, quienes Je die-
ron esta respuesta:
Como hijo que eres de nuestra difunta hermana, a la que
amábamos mucho, queremos ayudarte cuanto podamos. Mi-
ra, guardamos esta escopeta, recuerdo de familia. Hasta el pre-
sente, ella nos ha sacaso de todos los apuros. Estamos seguros
de que también resolverá el casamiento de tus hijos; se la
entregarás sucesivamente, comenzando por el primogénito y
acabando por el menor. Sólo podrán salir de caza con ella una
vez, pase lo que pase. Lo que cacen en esa salida lo emplearán
como dote del casamiento.
Mebegue regresó a su pueblo contento con la escopeta, y
pensó poner sin demora en práctica lo que los tíos· le dijeron.
A la mañana siguiente, entregó la mágica escopeta al
mayor de sus vástagos con las consiguientes recomendaciones.
Después que su madre le preparó las provisiones para ir al
146
bosque, cogio su «ebara» o mochila y se emboscó ávido de
misteriosas aventuras. Al llegar a un rraquilo río, cuyas ribe-
ras flanqueaban frondosos árboles, preparó con bambúes y
nipas una tosca choza para pernoctar y comer las viandas que
su madre le había preparado.
Su cena fue frugal: un dedo de plátano maduro, un poco
de cacahuete, envuelto de calabaza; el agua clara del río le
calmó la sed. El resto de las comidas lo guardó en la choza
para su regreso.
Cuando la rosada aurora asomaba su rostro por el oriente,
Mebegue con la escopeta en posición de hacer fuego y el ojo
avizor comenzó a medir con paso quedo y silencioso los con-
tornos que prometían caza abundante. No pasó mucho rato, y
vio una numerosa manada de monos. Entonces se dijo:
- Probaré suene, si consigo abatirlos a todos cumpliré
con mis objetivos.
Antes de disparar la maravillosa escopeta, tenía que profe-
rir estas palabras mágicas: «Escopeta mía, te recibí de mi
padre, a quien se la dieron sus tíos, si te reconoces mía, haz
que de un solo tiro caigan todos esos monos». A estas pala-
bras siguió un disparo seco y retumbante, cuyos efectos sem-
braron el suelo de palpitantes víctimas indefensas.
¿Cómo llevar tanto botín a su casa? Pensó en solicitar
ayuda del poblado más próximo. Cuando se aproximaba a la
choza que había construido, oyó confuso murmullo que fue
clarificándose en voces de niños y mujeres. ¿Se habría equivo-
cado de camino? No, era la misma choza por él fabricada.
- ¿Quiénes sois?, ¿de dónde venís? -gritó Mebegue desde
ltjm. ·
Sus preguntas no obtuvieron respuesta, pero observó que
el suelo estaba cubierto con las peladuras de los plátanos, de
los cacahuetes y de la yuca que había dejado en la choza.
Entonces, empezó a gritar colérico:
- ¿Quiénes han entrado en mi choza? ¿Quiénes han
comido mi comida?
Tampoco ahora tuvo respuesta alguna. Ante el silencio,
profirió toda clase de improperios:
- H ijos de satanás -decía- devolvedme mis comidas.
El silencio de los que quería convenir en interlocutores lo
enardecía más y más. Entonces, levantó la cabeza una mujer
que parecía la de más edad, y dijo:
148
- Chicas, vámonos, pues éste no es el hombre que busca-
rnos; no vale gran cosa.
Y, dicho esto, niños y mujeres desaparecieron en un santia-
mén, sin saber cómo ni a dónde. Mebegue se quedó solo e
indignado por haber perdido las provisiones. Después de
suplicar y rogar, consiguió que los del poblado le ayudasen a
llevar los monos a su casa. Con el dinero que sacó de la venta
de los monos pudo casarse, corno era su deseo.
Los demás hermanos repitieron la aventura y corrieron
parecida suerte a la de su hermano mayor; únicamente el más
pequeño, Ovula, que tal era su nombre, tuvo un desenlace
distinto. Helo aquí:
Con las comidas en la «ebara» y la escopeta al hombro
llegó al lugar donde sus hermanos levantaban la choza, pasa-
ban la noche y guardaban sus provisiones.
Como ellos se encontró con la consabida manada de
monos, como ellos disparó, después de pronunciar las pala-
bras misteriosas y como en ocasiones anteriores todos los
monos humedecieron con su roja sangre la parda tierra. Como
sus hermanos, oyó el murmullo que animaba los aledaños de
la choza y entonces se dijo para sí:
- Seguramente que esta gente quiere comprar carne, así
no necesitaré ir al poblado a solicitar ayuda para llevarme los
monos.
Cuando llegó a la choza, le extrañó ver niños en corro
jugando alegres; mujeres e11 animada conversación, y el suelo
sembrado de peladuras de plátanos, cacahuetes y yuca. Lejos
de enfadarse, como hicieron sus hermanos, preguntó con una
amable sonrisa:
- ¿Quién ha comido mis. provisiones?
Y dirigiendo una mirada bondadosa a los niños, él mismo
se respondió:
- Son éstos, sin duda; pero estoy contento de que ellos
hayan comido, aunque yo me quede con hambre.
Y habló luego así a las mujeres, en cono suplicante:
- Confío que me ayudaréis a llevar al poblado estas pie-
zas que he matado.
Entonces, la mujer que aparentaba más edad dijo a las
otras:
- Este es el hombre que buscábamos, pues no es como
los demás.
149
Para empezar, dadle de comer; luego, cargaremos con los
monos, los llevaremos a su poblado, y nos quedaremos con él.
Cargadas con el apetecido botín, semejaban hacendosas
hormigas que caminan afanosas al hormiguero. Cuando los
padres, los hermanos y los familiares vieron a Ovula y a su
acompañamiento entendieron el secreto de la escopeta mágica.
Únicamente Ovula, por su bondad con los niños y mujeres,
pudo dar con el secreto; sólo él fue capaz de enriquecer el
poblado con bellas y laboriosas mujeres y con niños, espe-
ranza del futuro. Pero su generosidad no paró aquí: dio una
mujer a cada uno de sus hermanos, sin exigirles dote por ella.
De este modo, Ovula, el más despreciable de los hijos de
Mebeguc, fue el más famoso de la familia, gracias a su amor
para con los niños y las mujeres.
150
Sumario
Págs.
Prólogo....................................................................... 7
Odjáa Sima y el Ze Mintzón 18
Muerte del monstruo asesino 22
El héroe Mbogo Nsogo 24
Nkut y Oteteñ 27
Edjan Evuna 29
Adjaba Edjo .. .. . 33
El pueblo de los guapos .. .. 36
La niña previsora 40
El joven Akudzama 43
Mbá el aventurero 46
El bosque del brujo .. .. 51
La mujer de Ndjambu _.......................................... 53
Otum-Taha 56
El Dios de la montaña................................................ 60
U gula 63
El astuto Negué Esaboy 69
Voy cargado con una montaña 71
Anita y los elefantes 77
Los cuatro ignorantes 80
El tigre y la tortuga 83
Astucia de la tortuga 87
Victoria de la tortuga 89
El tigre y el cordero (Nzcé ya Ekelá) 93
La astucia vence a la fuerza . 96
_La tortuga y el tigre 99
El elefante y la tortuga .. . 1O I
El tigre y la tortuga se disputan una cabritilla............. 104
El tigre, el perro y la oveja .. l 06
· El mosquito y el elefante............................................. 109
La tortuga justiciera 1 1O
La araña y el camaleón .. 114
La serpiente Bidja 120
El antilopín desobediente 123
151
�ágs
�!e, tucán, �l gorrión y la paloma
gorrla 2.3tuto
.
.
125
127
La boa y el antílope 130
Mal por bien . 133
Premie J castigo . 137
La cadena mágica . . . 140
La ba llesta de Engono Mbá .....................•................. 144
La escopeta mágica . 146