Gazmuri-Pensar La Revolución. Tras 1776

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Después de 1776. Pensar la revolución.

Chapter · January 2014

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Susana Gazmuri
Pontificia Universidad Católica de Chile
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ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO
CIRCULACIONES, CONEXIONES Y MIRADAS,
1756-1867

Antonino De Francesco
Luigi Mascilli Migliorini
Raffaele Nocera
(Coordinadores)

Introducción
Giuseppe Galasso

Mediterráneo (Historia) 7-OCT.indd 5 07-10-14 10:32


Distribución mundial para lengua española

Primera edición, FCE Chile, 2014

De Francesco, Antonino; Mascilli Migliorini, Luigi; Nocera, Raffaele


Entre Mediterráneo y Atlántico. Circulaciones, conexiones y miradas, 1756-1867 / Antonino De Francesco, Luigi
Mascilli Migliorini, Raffaele Nocera (Coordinadores); Introducción de Giuseppe Galasso
Chile: FCE, 2014
642 p. ; 23 x 16,5 cm. (Colec. Historia)
ISBN 978-956-289-123-3

© Fondo de Cultura Económica


Av. Picacho Ajusco 227; Colonia Bosques del Pedregal;
14200 México, D.F.
© Fondo de Cultura Económica Chile S.A.
Paseo Bulnes 152, Santiago, Chile

Registro de Propiedad Intelectual N° 246.316


ISBN 978-956-289-123-3

Coordinación editorial: Fondo de Cultura Económica Chile S.A. / Nicoletta Marini d’Armenia
Imagen de portada: Impresión original de mapa antiguo, cortesía de Jonathan Potter Ltd., Londres. Novissima Totius
Terrarum Orbis Tabula. Por Nicholas Visscher. Publicado en Ámsterdam, c.1679.
Revisión de textos e índice onomástico: Valerio Giannattasio
Diseño de portada: Macarena Líbano Rojas
Diagramación: Gloria Barrios A.

Este libro se publica con una contribución del “Ministero dell’Istruzione


dell’ Università e della Ricerca (MIUR)” y “Progetti di Ricerca di Interesse
Nazionale (PRIN,2009)” y con una subvención del Departamento de
Estudios Históricos de la Università di Milano.

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra –incluido el diseño tipográfico y de portada–, sea cual fuera el
medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito de los editores.

Impreso en Chile – Printed in Chile

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Índice

Introducción a 1756. Giuseppe Galasso 11


Prólogo. Nuestra América, Mare Nostrum. Luigi Mascilli Migliorini 25
Prefacio. Raffaele Nocera 33

PARTE I. LA RUTA DE NÁPOLES

Un viajero en teoría. Genovesi, las utopías y América del Sur 45


Girolamo Imbruglia
Nápoles: Las Luces en el espacio mediterráneo 57
Elvira Chiosi
Carlos III: la Ilustración entre España y ultramar 73
Gabriel Paquette
Los jesuitas españoles expulsos ante la disputa del Nuevo Mundo 93
Niccolò Guasti
Las trayectorias de la “disputa del Nuevo Mundo” 109
Maria Matilde Benzoni

PARTE II. ECOS DE REVOLUCIONES

El espacio revolucionario transatlántico: una comparación historiográfica 137


Antonino De Francesco
Después de 1776. Pensar la Revolución 151
Susana Gazmuri
La crisis del Antiguo Régimen colonial. Las revueltas en la América
española en la segunda mitad del siglo xviii 171
Federica Morelli
El sueño americano: los orígenes de un imperio naciente 195
Nicoletta Marini d’Armenia
7

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8 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

Santo Domingo en revoluciones (1789-1825) 211


Raphaël Lahlou
La Revolución de Santo Domingo 225
David Geggus

PARTE III. LIBERTAD Y CONSTITUCIÓN

De Aboukir a Ayacucho o de las guerras revolucionarias a la América


independiente. Imágenes y sensaciones 243
Claudio Rolle
De Cádiz a la América del Sur: el viaje de una ilusión constitucional 255
Juan Luis Ossa Santa Cruz
Algunas reflexiones sobre las Cortes de Cádiz y la contribución de
los delegados hispanoamericanos 279
Marta Lorente Sariñena
Influencias del constitucionalismo inglés en el Mediterráneo 299
Diletta D’Andrea
Leandro Miranda al servicio de la República de Colombia: aventuras
periodísticas y diplomáticas 313
Daniel Gutiérrez Ardila
La “guerra civil borbónica”. Crisis de legitimidad y proyectos nacionales
entre Nápoles y el mundo iberoamericano 341
Carmine Pinto

PARTE IV. HACIA NUEVAS NACIONES

República y Federalismo en América del Sur, entre la Monarquía


hispánica y las revoluciones de Independencia 363
Gabriel Entin
Dictaduras temporales, bonapartismos y caudillismos 393
Raúl O. Fradkin
Latinoamericanos en Europa 421
Rosa Maria Delli Quadri
Londres, capital del exilio mediterráneo. Un estudio comparado entre
la comunidad española y la italiana (1823-1833) 437
Viviana Mellone
Buenos Aires, capital independiente 457
Valerio Giannattasio

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ÍNDICE 9

Los desafíos de la justicia republicana. Profesionalización e independencia


de la judicatura en Chile y Perú durante el siglo xix 477
Pauline Bilot y Pablo Whipple
La larga transición de la esclavitud a la abolición 501
Luigi Guarnieri Calò Carducci
Inserción y dinámicas del sistema hispanoamericano en el circuito
del comercio atlántico 519
Amedeo Lepore

Referencias 545

Índice onomástico 631

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Después de 1776. Pensar la Revolución

Susana Gazmuri *

The ideas of democracy and citi-


zenship were current among the
Greeks and Romans; why did they
only become revolutionary ideas in
Europe 2000 years later?
Goldstone, 19821

Introducción

Es un lugar común de los textos escolares de historia y ciencias sociales enumerar


entre las causas de la Revolución de Independencia hispanoamericana la inf  luen-
cia que habría tenido la Revolución de Estados Unidos y Francia en nuestro con-
tinente. Según este relato, ambas habrían servido de inspiración e impulso a los
procesos de emancipación que aquí se inauguraban. Sin embargo, la historiografía
actual cuestiona la simplicidad de esta explicación, pues aun cuando advirtamos
el parentesco entre estos procesos revolucionarios, las cosas no son tan claras a
la hora de intentar establecer conexiones causales o genealógicas entre ellos. ¿Es
posible construir una línea directa y acumulativa que va desde la Revolución de
las Trece Colonias, a la francesa, para terminar en la hispanoamericana? Incluso
si se acepta la premisa de que las independencias hispanoamericanas deben ser

* Universidad Adolfo Ibáñez.


1
Jack A. Goldstone, “The Comparative and Historical Study of Revolutions”, Annual Review of
Sociology, 8(1), 1982, p. 187.

151

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152 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

entendidas como parte del proceso más amplio del fin del Antiguo Régimen e
instauración de repúblicas en Europa y América,2 las articulaciones causales que
entrelazan estas transformaciones son complejas y deben tomar en consideración
no solo su sentido general, sino también las situaciones particulares y distinti-
vas de los diversos actores involucrados.3 Entender la lucha por la independencia
hispanoamericana en el contexto de la aparición de las naciones modernas y el
colapso del Antiguo Régimen y la crisis de los imperios europeos en los siglos
xviii y xix nos permite comprender de qué manera lo que comenzó como un mo-
vimiento autonomista culminó con la desvinculación definitiva de la metrópoli y
la creación de nuevas naciones. Al mismo tiempo nos permite entender por qué,
tarde o temprano, estas naciones optarían por el sistema republicano de gobier-
no. Pero, más allá de estas cuestiones fundamentales, nos permite distinguir los
imbricados lazos que relacionan estos fenómenos. De este modo se hace patente
que la independencia formó parte sustancial de un proceso más amplio de cambio
de paradigma político en Occidente, evolución que tuvo ritmos y resultados dis-
pares, pero que estableció un horizonte político similar para América y Europa.4
A este respecto, parece inapropiado pensar en términos de inf  luencias unidirec-
cionales que irían de la Revolución de las Trece Colonias a las hispanoamericanas,
pasando por la francesa, como si la causalidad pudiera basarse en la cronología.
Muchas veces establecer el ascendiente de un evento sobre otro puede ocultar las
relaciones múltiples que existen entre sucesos emparentados más por un aire de
familia que por su incidencia directa. Si bien es cierto que los revolucionarios his-
panoamericanos estaban atentos e informados sobre lo que sucedió en América del

2
Estas son, a grandes rasgos, las tesis planteadas por quienes trabajan en los modelos “Era de las re-
voluciones” y “Revoluciones atlánticas”, inaugurados por los trabajos de Robert Roswell Palmer, The Age
of the Democratic Revolution: A Political History of Europe and America, 1760-1800. Princeton: Princeton
University Press, 1959; Eric Hobsbawm, La era de la revolución, 1789-1848; La era del capital, 1848-1875;
La era del imperio, 1875-1914. Barcelona: Crítica, 2012.
3
Ver, por ejemplo, Eduardo Posada Carbó, “Revoluciones atlánticas, Revoluciones hispanoamericanas”,
en Luis Miguel Duarte, Óscar Jané, Manuel Lucena, Eduardo Posada y Juan Pablo Fusi (eds.), Revoluciones e
independencias a lo largo de la historia. Valladolid: Universidad de Valladolid, Secretariado de Publicaciones
e Intercambio Editorial, 2011, pp. 119-142; Wim Klooster, Revolutions in the Atlantic World: A Comparative
History. Nueva York: New York University Press, 2009; Jeremy Adelman, “An Age of Imperial Revolutions”,
American Historical Review, 113(2), 2008, p. 319; Jeremy Adelman, Sovereignty and Revolution in the Iberian
Atlantic. Princeton: Princeton University Press, 2006; José María Portillo Valdés, Crisis atlántica: autonomía
e independencia en la crisis de la Monarquía hispana. Madrid: Fundación Carolina/Centro de Estudios
Hispánicos e Iberoamericanos/Marcial Pons Historia, 2006; Jack P. Greene et al., Las revoluciones en el
mundo atlántico. Madrid: Taurus, 2006. Para una crítica a la inclusión de Hispanoamérica en la “Era de
las Revoluciones Atlánticas”, ver Eric Van Young, “Was There an Age of Revolution in Spanish America?”,
en Víctor Uribe Urán, State and Society in Spanish America during the Age of Revolution. Wilmington, Del:
Scholarly Resources, 2001.
4
Manuel Lucena Giraldo, “Revoluciones atlánticas, Revoluciones hispanoamericanas”, en Luis Miguel
Duarte, Óscar Jané, Manuel Lucena, Eduardo Posada y Juan Pablo Fusi (eds.), Revoluciones e independencias
a lo largo de la historia, p. 100.

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DESPUÉS DE 1776. PENSAR LA REVOLUCIÓN 153

Norte y en Europa, y es posible establecer con certeza aceptable que leyeron las
ref  lexiones de los philosophes, los revolucionarios franceses, así como los escritos
de políticos y pensadores norteamericanos, la relación con estas noticias e ideas
no fue de recepción pasiva, sino de observación, ref  lexión, adaptación y crítica.5
A partir de estas premisas, este artículo propone estudiar cómo los escritores,
pensadores y políticos chilenos pensaron la “revolución” mientras la experimen-
taron. Para realizar este ejercicio es fundamental considerar que lo que llamamos
“revolución de independencia” comenzó como un movimiento juntista en apoyo
a Fernando VII, que se fue transformando en una revolución en el fragor de los
acontecimientos. El quiebre con España comenzó con la crisis de legitimidad que
siguió a la convocatoria de las Cortes de Cádiz y el intento del Consejo de Regen-
cia por imponer su autoridad en los territorios americanos. En esta etapa, todavía
el vocablo “revolución” era poco utilizado y menos en relación con una posible
ruptura con la Monarquía española. La tradición del constitucionalismo histórico
y el iusnaturalismo legitimaron el fenómeno juntista tras la prisión del rey, con
argumentos completamente tradicionales. Sin embargo, la posterior aceleración
y profundización del quiebre con la Península implicó el paso de un movimiento
juntista a uno de emancipación respecto de las autoridades peninsulares y sus
representantes en América. Este proceso se fundamentó en una concepción de la
legitimidad política cimentada en una nueva concepción de la soberanía, la au-
toridad del pueblo y los ciudadanos individuales, antes que de las corporaciones
y los cuerpos que componían la nación. Es en ese momento, alrededor de 1810,
que se comenzó a hablar abiertamente de “revolución”. En esas circunstancias, los
hispanoamericanos, que evidentemente estaban al tanto de los acontecimientos
de 1776 y 1789, analizaron la Revolución angloamericana y francesa como mo-
delos a seguir o evitar y se preguntaron qué implicaba vivir una revolución, cuáles
podían ser sus consecuencias, qué hacía que la Revolución francesa hubiera termi-
nado en el Terror y el despotismo napoleónico, mientras que la angloamericana
hubiese logrado establecer una República exitosa.

¿Revolución?

Determinar cómo se pensó la revolución en Hispanoamérica comporta una pri-


mera dificultad, puesto que no existe consenso historiográfico sobre si el proceso
de independencias y la posterior emergencia de Repúblicas en este continente

5
Respecto de la lectura de los textos franceses y su importancia relativa en relación con otras tradiciones
intelectuales para los publicistas, revolucionarios e intelectuales chilenos de 1810, ver Cristián Gazmuri,
“Libros e ideas políticas francesas en la gestación de la Independencia de Chile”, en Ricardo Krebs W. y
Cristián Gazmuri (eds.), La Revolución francesa y Chile. Santiago de Chile: Universitaria, 1990, pp. 151-178.

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154 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

puede calificarse de revolución. Jaime Rodríguez, por ejemplo, es uno de los his-
toriadores más tajantes en afirmar que la Independencia se vivió como una guerra
civil combatida en nombre de fundamentos iusnaturalistas y pactistas que perte-
necían aún al universo de la Monarquía, y no al lenguaje político de la Moder-
nidad, con lo que le niega su carácter revolucionario.6 Rodríguez tiene razón al
afirmar que la emancipación se luchó como una guerra civil entre los miembros
de un mismo cuerpo político en el curso de su desmembramiento, pero lo que
resultó de esa guerra fue un cambio radical no solo de la forma de gobierno, sino
también del modo como se concebía la comunidad política.7 Por otra parte, su
carácter revolucionario se cuestiona en nombre de las evidentes continuidades
sociales, económicas y culturales que existieron en la Independencia y el periodo
poscolonial. Para despejar estas cuestiones parece necesario determinar en qué
consiste una “revolución”. Sin embargo, una breve revista al trabajo de cientis-
tas sociales e historiadores nos mostrará que, de hecho, no existe una definición
incontestada del término “revolución”, ni sobre qué procesos se pueden calificar
como verdaderamente revolucionarios ni cuáles corresponden a otro tipo de even-
tos como revueltas, guerras civiles, insurrecciones, etcétera.8
En términos históricos, desde la antigüedad “revolución” implicaba un cambio
de régimen político que se inscribía en el ciclo regular de la vida de la polis, en
el que cada forma de gobierno se agotaba en la corrupción de los principios que
la animaban hasta el punto de requerir un cambio de régimen cuyo renovado

6
Jaime E. Rodríguez, The Independence of Spanish America. Cambridge, Nueva York: Cambridge
University Press, 1998, p. 274.
7
Gabriel Entin, “Quelle République Pour La Révolution?”, Nuevos Mundos Mundos Nuevos, 2008.
Entre la literatura que sostiene el carácter revolucionario del proceso de emancipación e independencia, ver
Alan Knight, “Las tradiciones democráticas y revolucionarias en América Latina”, Revolución, democracia y
populismo en América Latina. Santiago: Centro de Estudios Bicentenario, 2005. Adelman, Sovereignty and
Revolution in the Iberian Atlantic; Gabriel Entin, María Teresa Calderón y Clément Thibaud (coords.), “Las
revoluciones en el Mundo Atlántico”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos, 2007; Juan Luis Ossa Santa Cruz,
Armies, Politics and Revolution: Chile, 1780-1826 (Tesis). Oxford University, 2011. Roberto Breña expone
el estado de la cuestión en “Los procesos emancipadores americanos y la Revolución hispánica hoy. Revi-
sionismos y debates”, 20/10: Memoria de las Revoluciones en México, 9, 2008.
8
Los intentos por definir la revolución se centran en la radicalidad del cambio de paradigma. Otro
modo de precisar qué es una revolución apunta a factores como el grado de participación del pueblo, la
importancia de establecer quiénes la lideran, si la élite o miembros de las masas populares, etcétera. Sobre
las dificultades para definir este fenómeno ver, entre otros, Jack A. Goldstone, “The Comparative and
Historical Study of Revolutions”, Annual Review of Sociology, 8, 1982, pp. 187-207; Jack A. Goldstone,
“Révolutions Dans L’Histoire Et Histoire De La Révolution”, Revue Française De Sociologie, 30(3/4), 1989,
p. 405.; Isaac Kramnick, “Ref  lections on Revolution: Definition and Explanation in Recent Scholarship”,
History and Theory, 11(1), 1972, p. 26; Clifton B. Kroeber, “Theory and History of Revolution”, Journal
of World History, 7(1), 1996, p. 21; Martin E. Malia y Terence Emmons, History’s Locomotives: Revolutions
and the Making of the Modern World. New Haven, Conn, Londres: Yale University Press, 2008.

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DESPUÉS DE 1776. PENSAR LA REVOLUCIÓN 155

impulso volvería, sin embargo, a agotarse.9 Esta concepción se mantuvo más o


menos estable hasta la Revolución francesa, cuyo impacto político, social y cul-
tural fue de tal magnitud y radicalidad que socavó las bases mismas del Antiguo
Régimen, pareciendo a sus contemporáneos y a las generaciones posteriores un
proceso irreversible de ruptura total con el pasado que venía a fundar una nueva
era en nombre de la razón humana.10 Ya no solo se trató de un cambio de régimen
en términos más o menos predecibles dentro de un conjunto de posibles formas
de gobierno, sino de la instauración de un nuevo orden que destruyó el antiguo
paradigma e instauró uno completamente nuevo. Así, “revolución” comenzó a
significar un cambio abrupto e incontestable de las condiciones fundamentales
de legitimidad de los regímenes políticos que conlleva una transformación del
esquema conceptual que hacía que los principios y nociones del sistema anterior
se volvieran aberrantes e incompatibles con el nuevo modelo.11
Es precisamente esta profundidad y radicalidad del cambio de paradigma polí-
tico, social y cultural lo que a su vez ha llevado a distinguir entre las llamadas “gran-
des revoluciones” como la rusa, china o cubana, de golpes de Estado, guerras civiles
y sublevaciones. Esta precisión instala, a su vez, la duda sobre el carácter revolucio-
nario del proceso de emancipación e independencias hispanoamericanas. Pues si
bien es claro que la separación de los territorios americanos de España y el paso del
gobierno colonial al republicano son, desde la perspectiva política, cambios sustan-
ciales, es mucho menos evidente en qué medida se transformaron las condiciones
de existencia de los habitantes de estos territorios. Por cierto, el escenario varió en
lo medular para la élite criolla, que obtuvo el poder político y económico que le
había sido real o simbólicamente denegado. Pero es mucho menos obvio de qué
forma se modificó la situación del resto de los miembros de la nación, a los que, sin
embargo, se les adjudicaba la soberanía. Por lo demás, ese pueblo en nombre del
cual se hizo la revolución estuvo dividido en torno a la causa de la emancipación.
En palabras del agudo observador que era Antonio José de Irisarri:

Es cierto que nuestros pueblos no tomaron todo el interés, que debían por su
libertad, desde el primer instante en que los españoles descubrieron sus miras
de conservarnos en esclavitud; pero también lo es, que fueron dóciles a la voz
enérgica de aquellos hombres ilustrados, que les hicieron conocer el mal que
les traía la dependencia de España, y el bien de su separación.12

9
Jack A. Goldstone, Révolutions Dans L’Histoire Et Histoire De La Révolution, pp. 405-409.
10
Íd., p. 420.
11
Isaac Kramnick, “Ref  lections on Revolution: Definition and Explanation in Recent Scholarship”, y
Martin E. Malia y Terence Emmons, History’s Locomotives: Revolutions and the Making of the Modern World.
12
Antonio José de Irisarri, “Sobre la justicia de la Revolución americana”, Semanario Republicano, 14
de agosto-21 de agosto, 1813.

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156 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

Con todo, se puede argumentar con David Bushnell que si bien las nuevas Re-
públicas continuaron siendo controladas por una pequeña élite de comerciantes
y terratenientes, la sociedad que surgió a partir de ese momento era relativamente
más abierta que la colonial, y que la instauración de Repúblicas representativas
expandió, a la larga, la participación de las clases medias, lo que sentó las bases
necesarias para el cambio social en el largo plazo.13 A fin de cuentas, en el curso de
las guerras de independencia los americanos adoptaron un lenguaje y un conjunto
de ideas y prácticas que exaltaban al individuo e implicaban la ampliación de la
participación política, con lo que se hacía insostenible, en definitiva, mantener la
estructura social del antiguo régimen, basada en corporaciones y castas.14 Conse-
cuentemente, decir que esta revolución fue fundamentalmente política no es afir-
mar que no haya tenido consecuencias en el ordenamiento social, especialmente a
largo plazo, o que las clases populares no hayan tenido ninguna participación en
ella. En cambio, sí implica reconocer que en Hispanoamérica las reformas polí-
ticas precedieron y fueron condición de posibilidad de los cambios en el ordena-
miento social, al menos en parte, porque la legitimidad del sistema político resul-
tante residía en un pueblo o nación que demandaría, con el tiempo, los derechos
que en teoría poseía. Al respecto cabe recordar la afirmación de François-Xavier
Guerra, según la cual aun cuando las Constituciones de los nuevos países ameri-
canos pudieran inspirarse en el modelo inglés o americano, su vocación corres-
pondió al esfuerzo proyectual de la Revolución francesa, que no trataba de per-
feccionar libertades preexistentes históricamente, sino otras nuevas.15 Al respecto,
es necesario tener en mente que la Revolución de las Trece Colonias, a la que se
admite sin problemas entre las revoluciones modernas, no solo se llevó a cabo en
nombre de las antiguas libertades garantizadas por la Monarquía, sino que sus lí-
deres eran miembros de la burguesía, y que el régimen republicano no tuvo mayor
impacto en la estructura de la sociedad en lo inmediato.16
Por lo demás, es preciso preguntarse si la Revolución francesa define por sí
misma el sentido moderno de “revolución”, y si marca un antes y un después en
la historia de la humanidad, como lo pretendía el establecimiento del calendario

13
David Bushnell, “Independence Compared: The Americas North and South”, en Anthony
McFarlane y Eduardo Posada Carbó (eds.), Independence and Revolution in Spanish America: Perspectives
and Problems. Londres: Institute of Latin American Studies, 1999, p. 75. Bushnell nos recuerda, además,
que la Revolución angloamericana se llevó a cabo en nombre de las libertades tradicionales de las colonias
inglesas y no en nombre de la República.
14
Anthony McFarlane, “Issues in the History of Spanish American Independence”, en Anthony
McFarlane y Eduardo Posada Carbó, Independence and Revolution in Spanish America: Perspectives and
Problems. p. 7.
15
François-Xavier Guerra, “La Revolución francesa y el mundo ibérico”, en Ricardo Krebs W. y
Cristián Gazmuri (eds.), La Revolución francesa y Chile. p. 352.
16
David Bushnell, “Independence Compared: The Americas North and South”, pp. 69-83.

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DESPUÉS DE 1776. PENSAR LA REVOLUCIÓN 157

republicano, o si en realidad lo que presenciamos a finales del xviii y durante el


xix fue un proceso de cambio de paradigma político, y a la larga social, marcado
por fenómenos revolucionarios emparentados en su afán por instalar nuevos re-
gímenes –Repúblicas– fundados en concepciones específicas del individuo, de los
derechos naturales y de las condiciones de legitimidad de los gobiernos. Este es,
de manera amplia, el planteamiento de quienes trabajan bajo el paradigma de la
“Era de las Revoluciones”, propuesto por primera vez por R. R. Palmer y desarro-
llado más tarde por Eric Hobsbawm.17 Este argumento ha encontrado enérgicas
objeciones entre los historiadores que estudian las notables continuidades sociales,
culturales y económicas que persistieron en Europa y América tras el fin del An-
tiguo Régimen y la disolución de los lazos imperiales. Con todo, aun admitiendo
estas continuidades, no se puede negar la existencia de movimientos revoluciona-
rios en ambos continentes, como señalan quienes trabajan en la línea de la historia
atlántica y transnacional, quienes no solo han subrayado el valor hermenéutico
de conectar los procesos locales con contextos globales, sino sobre todo la mutua
inf  luencia entre unos y otros.18 Estos autores han mostrado las múltiples interre-
laciones entre la Revolución angloamericana, la francesa y las hispanoamericanas.
Su trabajo es un argumento poderoso a favor del postulado de que en la segunda
mitad del siglo xviii y durante el siglo xix, Europa y América viven un proceso
común tanto por sus aspiraciones y horizonte político como por el marco que
ayuda a explicarlos: el contexto de crisis económica e imperial que condicionó y
posibilitó el comienzo del fin del Antiguo Régimen.19 Si bien se trató de procesos
con diferentes características y ritmos, la Revolución francesa, anglo e hispanoa-
mericana redefinieron lo que se entendía como cuerpo político, quién ostentaba la
soberanía en este cuerpo y la forma de gobierno más apropiada para él.20

De la lealtad a la revolución

Con estas consideraciones en mente, se intenta explorar aquí cómo se piensa la


revolución desde la experiencia revolucionaria. ¿Cuál fue la ref  lexión que los pro-
pios hispanoamericanos hicieron sobre sus procesos de emancipación e instala-
ción de Repúblicas? ¿Cuáles fueron los términos en que concibieron sus acciones

17
Robert Roswell Palmer, The Age of the Democratic Revolution: A Political History of Europe and Ame-
rica, 1760-1800 y Eric Hobsbawm, La era de la revolución.
18
Para una perspectiva transnacional ver, por ejemplo, Matthew Brown y Gabriel Paquette, Connec-
tions After Colonialism: Europe and Latin America in the 1820s. Tuscaloosa: University of Alabama Press,
2013.
19
Jeremy Adelman, “An Age of Imperial Revolutions”, pp. 319-340.
20
Gabriel Entin, “Quelle République Pour La Révolution?”.

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158 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

y qué ideas las sustentaban? En definitiva, ¿de qué maneras se piensa y se vive
la “revolución” tras 1776 y 1789? Lo cierto es que aun cuando la historiografía
se pregunte legítimamente qué es una revolución y si los procesos de emancipa-
ción e instalación de Repúblicas en Hispanoamérica se pueden considerar como
tales, para sus actores lo que estaban experimentando era sin lugar a dudas una
“revolución”.
Una manera de salvar la distancia entre las concepciones de los contemporá-
neos y la interpretación posterior de intelectuales y académicos es volver al len-
guaje y las herramientas intelectuales que esos hombres utilizaron para concebir
la experiencia de separación de la Península e instalación de gobiernos republi-
canos. Con ello se evita el impulso de evaluar si entendían correctamente o no
lo que estaban haciendo y permite transformarse en testigos de las experiencias
revolucionarias que ayudaron a cristalizar nuestro concepto contemporáneo de
“revolución”.
La palabra “revolución” y la propuesta de independizarse de España aparecen
ya en algunos escritos hispanoamericanos antes de la crisis de la Monarquía espa-
ñola y del movimiento juntista de 1810. Uno de los ejemplos mejor conocidos es
la “Carta a los Españoles-Americanos” del jesuita peruano Juan Pablo Vizcardo,
escrita en 1791, que postulaba la justicia y necesidad de independizarse de Es-
paña. Su argumento central era que el gobierno de la Monarquía española había
devenido tiránico en la administración de América, y que las medidas impuestas
en el continente buscaban el beneficio de España y no del Nuevo Mundo. Las
prácticas absolutistas y despóticas del gobierno español, así como las restricciones
impuestas al comercio, rompían las cláusulas del pacto entre los españoles-ame-
ricanos y la Corona, en tanto el gobierno debía beneficiar, en primer lugar, a los
ciudadanos de la patria y no a lo que parecía un gobierno extranjero. Para Viz-
cardo, la Corona había llevado a cabo una “revolución” de su pacto con América
al violar las antiguas libertades de los diversos cuerpos que componían la Monar-
quía.21 Esta “revolución” legitimaba la aspiración de independencia, reforzada por
el ejemplo de las Trece Colonias, que frente a los actos despóticos de la Corona
inglesa habían reclamado sus antiguas libertades.22
A comienzos del siglo xix, por lo tanto, el término “revolución” se usaba en el
sentido tradicional de “vuelta atrás”, es decir, de un cambio de régimen o forma
de gobierno en un ciclo que contemplaba solo unas cuantas alternativas posibles

“El progreso de la grande revolución que acabamos de bosquejar, y que se ha perpetuado hasta
21

nosotros en la constitución y gobierno de España, es conforme con la historia nacional. Pasemos ahora al
examen de la inf  luencia que nosotros debemos esperar o temer de esta misma revolución [la realizada por la
Corona].” Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, Carta Dirigida a Los Españoles Americanos. México, D.F.: Fondo
de Cultura Económica, 2004.
22
Íd.

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DESPUÉS DE 1776. PENSAR LA REVOLUCIÓN 159

dentro de un esquema previsible.23 Por consiguiente, Vizcardo entendía la dege-


neración de la Monarquía en despotismo como una “revolución”, una alteración
de los fundamentos que sustentaban la autoridad del monarca español sobre la
nación americana y hacían legítima su demanda de independencia.
Si bien es posible encontrar unos cuantos proyectos sui generis de independen-
cia como el de Vizcardo antes de 1810, lo cierto es que la crisis de la Monarquía
española tendría causas ajenas a su administración y la dinámica de su relación
con los territorios hispanoamericanos. No fue sino con la caída de Fernando VII
por causa de la invasión napoleónica y la subsecuente formación de Juntas de Go-
bierno para defender los territorios del soberano francés que en América Hispana
se realizó el primer ensayo de autogobierno, experimento que alentó las expectati-
vas de autonomía de los españoles-americanos. Las acciones de la Junta de Regen-
cia, que intentaron frustrar la autonomía de las Juntas americanas, despertaron la
oposición y antagonismo hacia las autoridades peninsulares, e impulsaron la rebe-
lión contra España. Esta acción se justificó en términos que todavía correspondían
a los del antiguo paradigma del tomismo de Salamanca y el constitucionalismo
histórico. De esta manera, la invasión napoleónica a la Península española marcó
el inicio de la crisis de la Monarquía hispánica en tanto forma de gobierno y el
inicio de la disolución del Imperio español como sistema de dominación colonial.
Las Juntas de Gobierno se constituyeron bajo la convicción de que en caso de
ausencia del rey, los cuerpos de la Monarquía debían reasumir la soberanía, sin
que eso implicara romper el pacto político que los unía al rey, sino por el contario,
protegerlo. Desde la perspectiva de los americanos, la crisis de 1808 no ponía en
cuestión la Monarquía como sistema de gobierno, ni su participación integral
en los cuerpos que componían la Monarquía hispánica. Los españoles-americanos
no imaginaban que la invasión napoleónica marcaba el comienzo de un periodo
convulsionado que daría inicio a un proceso autonomista que terminó transfor-
mándose en una guerra de independencia, ni suponían las implicancias en tér-
minos de sistema político que esto tendría. Si bien no ignoraban los procesos
revolucionarios que habían llevado a las Trece Colonias a declarar su indepen-
dencia respecto de Gran Bretaña, ni los sucesos de la Revolución francesa que
temporalmente habían establecido un sistema republicano en Francia, en 1808
no sospechaban que acabarían por enfrentarse a la Monarquía.
Fue la evidencia de que las Juntas de Cádiz y el Consejo de Regencia no consi-
deraban la representación americana en términos de igualdad respecto a los penin-
sulares y que, de hecho, el Consejo intentaba gobernar los territorios americanos
como colonias y no como miembros integrales de la Monarquía lo que quebró las

23
De acuerdo con el esquema propuesto por Aristóteles y recogido por Polibio, había tres formas de
gobierno: monarquía, aristocracia y democracia, que degeneraban en tiranía, oligarquía y gobierno popular,
respectivamente. Toda revolución se daba dentro de este esquema de gobiernos posibles.

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160 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

relaciones entre España y los territorios americanos.24 En Chile, por ejemplo, la


reacción de Abascal ante las aspiraciones de autogobierno de la Junta transformó
un reclamo por la que era considerada la autonomía legítima de los cabildos en
uno por la emancipación, impulsando su verdadero carácter revolucionario. El
Consejo de Regencia, y su representante Abascal, no fueron reconocidos como
autoridades válidas, y en ausencia de potestad, toda acción subsecuente de las
magistraturas españolas fue calificada de despotismo. Evidentemente, las acciones
abusivas del virrey español justificaban, al mismo tiempo, el empeño americano
por darse una forma soberana de gobierno. De este modo, el movimiento auto-
nomista devino en un movimiento revolucionario que redefiniría la comunidad
política como una asociación independiente y autocontenida, capaz de generar
su propio gobierno. Consecuentemente, se puede afirmar que la independencia
comenzó como un proceso autonomista que buscaba garantizar el derecho de los
españoles-americanos al autogobierno. Sin embargo, la negación de esos derechos
y los intentos del Consejo de Regencia por avalar la autoridad del gobierno pe-
ninsular frente a las Juntas americanas tuvo el potencial de transformar el autono-
mismo en una lucha por la independencia.
Desde esta perspectiva, las revoluciones hispanoamericanas tienen un carácter
dual, pues se trató por un lado de la disolución del lazo imperial que las unía al
cuerpo de la Monarquía y, por el otro, de revoluciones políticas. La disolución de
los lazos entre España y América se fundamentó en la negación de la autonomía
que, legalmente, era garantizada por el constitucionalismo histórico. Con ella,
los americanos vieron derrumbarse los fundamentos de las antiguas repúblicas
católicas y tuvieron que redefinir la República, sus principios de legitimidad –la
soberanía– y las formas de gobierno que implicaba. En consecuencia, aquello que
llamamos Revolución hispanoamericana fue un proceso que implicó dos ruptu-
ras, una del dominio imperial y otra política, o como lo expresa Camilo Henrí-
quez, una lucha por la “libertad nacional” y otra por la “libertad civil”.25 Ambos
quiebres se realizaron en nombre de la libertad, pero con dos acepciones diferentes
del término, aunque en la práctica sean inalienables una de la otra. Por un lado,
lo que se reclamaba frente a la España imperial era libertad como no dominación,
esto es, el derecho de un pueblo que se reconoce como un cuerpo político a no
recibir su gobierno de otra nación, y por otro lado, libertad entendida como la
capacidad de la nación –y de los individuos– de gobernarse a sí mismos.26

24
François-Xavier Guerra, “La Revolución francesa y el mundo ibérico”, p. 348.
25
Camilo Henríquez, “Aspecto de las provincias revolucionadas de América”, Aurora de Chile, 29 y 30,
27 de agosto-3 de septiembre, 1812.
26
Así, el historiador argentino Gabriel Entin caracteriza a la Revolución hispanoamericana como una
“experiencia de ruptura del orden monárquico y de construcción de nuevas comunidades políticas”. Gabriel
Entin, María Teresa Calderón y Clément Thibaud (coords.), “Las revoluciones en el Mundo Atlántico”,
p. 407.

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DESPUÉS DE 1776. PENSAR LA REVOLUCIÓN 161

El paso de una situación a otra se observa, por ejemplo, en la afirmación de los


derechos políticos del Reino de Chile, consignados por Juan Egaña y la Junta de
Gobierno en 1811 y publicados en 1813. En ese documento, la Junta aseveraba
que la caída de Fernando VII, la frustración de la representación americana en
las Cortes de Cádiz, así como los intentos del Consejo de Regencia por someter
a las Juntas americanas, habían demostrado el estado de sujeción y desigualdad
de los pueblos en el cuerpo de la Monarquía. Al mismo tiempo, la experiencia de
autogobierno adquirida había demostrado que solo los americanos podían custo-
diar sus propios intereses, asegurando así el buen gobierno y la prosperidad de la
Patria. En los hechos, la crisis de la Monarquía otorgó a los americanos la libertad
para autogobernarse y los intentos de limitar esa libertad recién adquirida eran
considerados ilegítimos y tiránicos, pues intentaban privarlos de las facultades y
derechos que ya habían sido reconocidos a los españoles. De esta manera, tanto
las circunstancias críticas del colapso del gobierno monárquico, así como la ad-
misión de que la búsqueda de la felicidad era una prerrogativa inalienable de los
hombres, garantizaban el derecho del pueblo de Chile a formar una Constitución.
A pesar de todo lo anterior, este bosquejo de Constitución establecía que Chile
permanecería bajo la autoridad de Fernando VII, “u otra persona física o mo-
ral señalada por el Congreso”. Con estas manifestaciones, la Junta mostraba que
consideraba altamente improbable que Chile volviera al cuerpo de la Monarquía
española, pero que no descartaba la Monarquía en sí como forma de gobierno.
Con todo, es evidente que los términos de la relación entre el pueblo y el monarca
habían cambiado. El pueblo era reconocido ahora como una entidad soberana,
que poseía la libertad de someterse a la autoridad del monarca, siempre y cuando
este garantizara un gobierno moderado “en fuerza de las antiquísimas y venerables
leyes de la Nación”, y “no ceda a la arbitrariedad y el despotismo”.27
En consecuencia, la primera etapa de la revolución en Chile implicó la rede-
finición, todavía bajo los términos del constitucionalismo histórico, de los prin-
cipios que fundaban la relación entre el pueblo americano y la Monarquía. Este
pueblo se concebía ahora como una comunidad política independiente y soberana
que podía ceder la autoridad política bajo la égida de una Constitución que de-
terminaba los principios de legitimidad de esa autoridad. El acto revolucionario
venía a ser, entonces, el reconocimiento de los propios derechos, como había afir-
mado Camilo Henríquez en la Proclama de Quirino Lemáchez de 1811, documen-
to en que el impulso a la independencia se configura como “el despertar de una

27
Chile, Congreso Nacional y Juan Egaña, Proyecto de una Constitución para el Estado de Chile: que por
disposición del Alto Congreso escribió el senador D. Juan Egaña en al año de 1811 y que hoy manda publicar el
Supremo Gobierno: le precede el Proyecto de Declaración de los Derechos del Pueblo de Chile, modificado según
el dictámen consultado por orden del mismo Gobierno. Santiago de Chile: Impr. del Gobierno, por D.J.C.
Gallardo, 1813.

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162 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

larga tiranía” –un gobierno ilegítimo– y “un movimiento grande y sublime hacia
la libertad” que llevará a los hispanoamericanos a las “glorias de la República”,
único sistema de gobierno donde pueden “f  lorecer la virtudes sociales” que hacen
prosperar a los pueblos. La ruptura con España, por lo tanto, marca la inaugura-
ción de una nueva época, la era de la “libertad”, que traería consigo la prosperidad
material, moral y política, íntimamente entrelazadas entre sí.28
En la Proclama, Camilo Henríquez utiliza la palabra revolución en al menos
tres sentidos diferentes. El primero, refiriéndose a la posibilidad de que Napoleón
invadiese América, entiende revolución como un giro inesperado en el curso de
los eventos, “aunque se estableciese en América un conquistador por la revolución
inesperada de los sucesos”. La segunda acepción es la de cambio de forma de go-
bierno, todavía bajo el esquema predecible de la anaciclosis: “Ellos [los filósofos]
se lanzan en lo futuro, y leyendo en lo pasado la historia de lo que está por venir,
descubriendo los efectos en las causas, predicen las revoluciones y ven en los sis-
temas gubernativos el principio oculto de su ruina y aniquilación”. Por último,
revolución designa el quiebre con las autoridades españolas, que abre el camino al
autogobierno y a la posesión de la soberanía por el pueblo: “Seguramente no ha-
béis de buscarlos [a los legisladores que darán una nueva Constitución a Chile] en
los que han acreditado odio y aversión al nuevo gobierno ni en los que afectaron
una hipócrita indiferencia en nuestra memorable revolución, ni en los que han
intrigado por obtener el cargo de representantes”.29
Más tarde, en la Aurora de Chile, Camilo Henríquez utiliza el vocablo “revolu-
ción” frecuentemente. En un comienzo denota principalmente el quiebre con la
Monarquía española y la obtención de la libertad civil del pueblo chileno. Luego
señala con más fuerza el carácter irreversible del proceso iniciado en 1810, radi-
calizando el carácter épico de la empresa revolucionaria y caracterizándola como
una gesta heroica, una lucha contra la tiranía opresora que inauguraría una nueva
era de libertad, justicia y prosperidad. Si en el “Prospecto” de febrero de 1812
Henríquez había convocado a los sabios de Chile a cooperar con el gobierno civil
y el proyecto de la libertad con sus “luces, meditaciones, libros y papeles” para
regenerar y recobrar la dignidad del continente americano,30 en julio de ese año
llamará a la nación entera a empaparse del entusiasmo revolucionario, “este rapto,
esta efervescencia del espíritu”, “la resolución de los héroes, el entusiasmo de los
republicanos antiguos, que se ha desplegado gloriosamente por la gran causa de la

28
Camilo Henríquez, “Proclama del padre Camilo Henríquez que circuló en Santiago, firmado con el
anagrama de Quirino Lemachez, en enero de 1810”, Colección de historiadores i de documentos relativos
a la Independencia de Chile, 26, 1911.
29
Íd.
30
Camilo Henríquez, “Prospecto”, Aurora de Chile, 1, febrero, 1812.

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DESPUÉS DE 1776. PENSAR LA REVOLUCIÓN 163

libertad nacional”.31 La Revolución hispanoamericana alcanza así el tono épico de


las empresas inmortales que transforman a los hombres en héroes.32 En el fragor
de la lucha, en medio de la incertidumbre, Camilo Henríquez consideraba la Au-
rora de Chile una herramienta esencial para sostener la energía de la “revolución”,
que solo podía asegurarse persuadiendo a los chilenos de que el nuevo orden de
cosas, el orden de la libertad, resultaría en un aumento de la prosperidad pública.33
Si inicialmente el sentido del vocablo revolución se enmarcó en el paradigma
iusnaturalista de la Monarquía, y se caracterizó como la restitución de la libertad
originaria del pueblo americano, renovación y regeneración, en la medida que
la guerra de emancipación se radicalizó, se hizo aparente que la ruptura con la
Monarquía tomaba un cariz irreversible y que la lucha en estos territorios tendría
repercusiones más allá de sus fronteras, cooperando a instalar un nuevo para-
digma marcado por la libertad civil. Así, “revolución” llegó a denotar el quiebre
definitivo con lo antiguo y la inauguración de una nueva época, en que América
pasaba a formar parte de la historia, a jugar “su papel en el teatro del mundo”34
y ocupar un lugar junto a al resto de las naciones que pugnaban por adquirir su
libertad civil. En este proceso se jugaba el fin del Antiguo Régimen y la instala-
ción del nuevo paradigma de libertad, que de ser exitoso, decidiría la suerte de la
prosperidad humana en los siglos por venir.35

Pensando la revolución: el espejo de 1776 y 1789

Los escritores de esta primera etapa de la revolución de Independencia, como


Camilo Henríquez, Antonio José de Irisarri y Juan Egaña, exponen las esperan-
zas y temores que despertaba el proyecto revolucionario utilizando muchas veces
como espejo las experiencias francesa y angloamericana. Si a comienzos de 1812
Camilo Henríquez manifestaba sus aprensiones frente a la anarquía y disolución

31
Camilo Henríquez, “La libertad en los pueblos de América”, Aurora de Chile, 27, 13 de agosto, 1812.
32
Camilo Henríquez, “Prospecto”.
33
Camilo Henríquez, “Del entusiasmo revolucionario”, Aurora de Chile, 31, 10 de septiembre, 1812.
34
Camilo Henríquez, “El estado revolucionario”, Aurora de Chile, 33, 24 de septiembre, 1812.
35
“Hasta ahora la historia de la América ha sido bien insulsa e infeliz. La mitad del universo ofrecía
la uniformidad y la humillación de los pueblos orientales, los más abyectos del mundo. Las generaciones,
después de haber vegetado en la oscuridad, caminaban al sepulcro en un triste silencio, sin tener jamás una
parte activa en los grandes acontecimientos que trastornaban la tierra. Mudose en fin este orden uniforme y
degradante de cosas. La patria presenta un aspecto más animado, se mueve, se agita, piensa; y el blanco de
sus pensamientos y agitación es el mayor interés que puede ocupar a las naciones, es la libertad nacional. No
es pues el interés de una provincia, es la prosperidad, es la gloria de un continente inmenso y de innume-
rables islas, es la libertad de una gran parte del globo la que se pretende. (…) Es palpable que esta felicidad
no es para un día, sino para muchos siglos. (…) Si triunfamos, la musa de la historia nos contará entre los
héroes”. Camilo Henríquez, “Aspecto de las provincias revolucionadas de América”.

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164 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

social que podía acarrear la libertad, llamando la atención sobre el caso francés, a
medida que la lucha por la independencia y la sensación de ruptura con la Mo-
narquía se intensificaron, la Aurora de Chile y más tarde El Monitor Araucano y el
Semanario Republicano pondrán su foco de atención sobre el éxito de la Revolu-
ción angloamericana, sus protagonistas, pensadores y su gobierno republicano.36
En la medida en que se explicitó que la lucha con la Península era un combate por
la independencia, la libertad y el autogobierno, se comenzó a observar el tránsito
de una actitud inicial timorata a una entusiasta. Este cambio se ve ref  lejado, a su
vez, en la mirada sobre las experiencias revolucionarias de 1776 y 1789. Mien-
tras que En el espíritu de imitación es dañoso a los pueblos, publicado durante el
primer trimestre de 1812, Henríquez utilizaba el caso francés para advertir sobre
los peligros de la acción revolucionaria, ya desde mediados de ese año comienza a
publicitar la considerada exitosa Revolución de las Trece Colonias.37 La alusión a
la experiencia de Estados Unidos, por ejemplo, permitía mostrar que la Revolu-
ción hispanoamericana era una convulsión necesaria para restablecer el equilibrio
de los cuerpos, como había sido la separación de Angloamérica de la metrópoli
británica, pues “las revoluciones son en el orden moral lo que son en el orden de
la naturaleza los terremotos, las tempestades”.38
La ref  lexión de Camilo Henríquez respecto de la Revolución francesa y an-
gloamericana giraba en torno a las causas de sus respectivos éxitos y fracasos. Esto
parecía especialmente relevante si su propósito era guiar los posibles caminos que
aseguraran la mantención de la libertad recién adquirida en el tiempo. Para el fray
de la Buena Muerte, como para muchos políticos e intelectuales del periodo, el
éxito de la revolución dependía de la aptitud del pueblo para vivir bajo un gobier-
no republicano. Así, la decadente y católica sociedad francesa, por ejemplo, había
fracasado en su intento por adoptar el sistema republicano estadounidense porque
no alteró primero sus costumbres y sucumbió a la anarquía, la disolución social y
al gobierno arbitrario de los líderes revolucionarios. Para cada pueblo existía, por
lo tanto, una forma apropiada de gobierno, que era conforme al “genio” particu-
lar que constituía, en el fondo, su esencia. La adopción de una nueva forma de
gobierno se realizaría de manera armoniosa si coincidía con el momento en que
el pueblo había consolidado ese “genio”, como en el caso de los Estados Unidos.
Todavía era necesario verificar si Hispanoamérica alcanzaría la libertad estando
preparada para asumir los desafíos de un gobierno republicano y qué sistema
debería adoptar:

36
Camilo Henríquez, “Los hombres se habitúan a la esclavitud”, Aurora de Chile, 30 y 31, 3 de sep-
tiembre-10 de septiembre, 1812.
37
Los conf  lictos internos que afectaban a Estados Unidos eran menos evidentes para los hispanoame-
ricanos en esta etapa.
38
Camilo Henríquez, “La libertad en los pueblos de América”.

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DESPUÉS DE 1776. PENSAR LA REVOLUCIÓN 165

Es necesario pues preparar con suavidad, y lentitud los hombres a los grandes
trastornos, e innovaciones políticas: a menos que una revolución repentina en
las opiniones los conduzca por caminos nuevos, e insólitos, como sucedió
en tiempo de Carlos V y Felipe II.39

Antonio José de Irisarri afirmaba, asimismo, que el ejemplo de Francia, cuya


revolución había culminado en el despotismo napoleónico, era la demostración de
que no había peor error que intentar establecer la República en un pueblo vicioso
y corrompido.40 Varios años más tarde, cuando la revolución de independencia
ya había triunfado y en Chile se discutía el arreglo constitucional, Juan Egaña
también llamó a evitar el modelo francés, cuyo fracaso atribuía a haber intentado
“establecer una Constitución nueva, sobre principios desconocidos”, es decir, cuya
eficacia no había sido probada por la experiencia de la historia, un topos caro al
constitucionalista chileno. Los políticos e intelectuales llamaban a evitar la emula-
ción ingenua, “a imitar a los ya probados y conocidos; a los que anteponen sus pro-
pias teorías a los sistemas más prácticos de más aceptación que han hecho la felicidad
de otros países, la Constitución inglesa y la de los Estados Unidos”.41
La observación de las revoluciones de 1776 y 1789, sumada a la propia expe-
riencia revolucionaria, contribuyó a la concepción de la “revolución” como “un
gran trastorno”, una tormenta que era necesario capear para introducir las “inno-
vaciones políticas” requeridas sin destruir la sociedad a su paso.42 Para resistir la
tempestad se debía preparar a los ciudadanos a través de la educación, las fiestas
cívicas y la enseñanza de la virtud ciudadana.43 El ejemplo francés venía al caso,
pues si bien todos consideraban que su revolución se había visto frustrada por la
ineptitud moral y política del pueblo, compartían el ideal que la había inspirado:
el amor por la libertad. El problema radicaba en que la libertad conquistada gracias
al entusiasmo revolucionario requería la moderación de las pasiones para evitar los
peligros de la anarquía, el faccionalismo y el despotismo. De ahí que la garantía de
sobrevivencia del gobierno republicano fuese la ilustración y la virtud.44

39
Camilo Henríquez, “El espíritu de imitación es muy dañoso a los pueblos”, Aurora de Chile, 2, 20
de febrero, 1812.
40
Antonio José de Irisarri, “Sobre los gobiernos republicanos”, Semanario Republicano, 8-9, 25 de
septiembre-2 de octubre, 1813.
41
Cursivas del autor. Juan Egaña, “Breve contestación a las observaciones publicadas impugnando la
memoria sobre sistemas federativos”. Londres: Colección de Algunos Escritos Políticos, Morales, Poéticos
y Filosóficos, 1826. Juan Egaña siempre se opuso al sistema federalista, sin embargo, reconocía que esa
forma de gobierno nacía de una meditación adecuada sobre la República para las condiciones del pueblo
angloamericano.
42
Camilo Henríquez, “El espíritu de imitación es muy dañoso a los pueblos”.
43
El tema de la educación ciudadana es prominente en la obra de intelectuales y políticos del periodo
como Camilo Henríquez, Juan Egaña, Manuel de Salas y Antonio José de Irisarri.
44
Antonio José de Irisarri, “Sobre los gobiernos republicanos”.

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166 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

La revolución trascedente y la revolución inmediata

Justamente, los escritores y políticos de esta primera etapa de la Independencia


manifestaron una conciencia aguda acerca de las amenazas involucradas en la em-
presa que estaban llevando adelante. Dirigir una revolución, acometer innova-
ciones radicales, era probablemente uno de los actos más peligrosos que se podía
cometer. Implicaba por una parte ir contra costumbres, preocupaciones y hábitos
inveterados y, al mismo tiempo, contener las pasiones y los intereses personales
que se desataban con el poder recién adquirido. Requería al mismo tiempo pres-
teza para asir el momento oportuno y prudencia frente a las impredecibles even-
tualidades de la lucha. En palabras de Irisarri, “entrar en una revolución es fácil,
conducirla felizmente es difícil”.45
Para pensadores tan disímiles como Camilo Henríquez, Antonio José de Iri-
sarri y Juan Egaña, el éxito de la revolución dependía no solo de los sentimientos
republicanos de los ciudadanos, sino también de la capacidad del gobierno para
conducir la nación en tiempos turbulentos. Es decir, de la virtud política de sus
dirigentes, traducida en el “desinterés y la grandeza y elevación del alma”.46 El es-
píritu de facción se manifestó tempranamente entre los líderes de la revolución de
independencia, notablemente entre José Miguel Carrera, Bernardo O’Higgins y la
familia Larraín. En este escenario, los escritores y publicistas intentaron explicar a
la opinión pública las causas del faccionalismo, así como exponer los riesgos que
estas divisiones representaban para el proyecto revolucionario. Para Antonio José
Irisarri se debían estudiar las implicancias de instalar la libertad y los derechos po-
líticos de los ciudadanos, comprender apropiadamente qué involucraba la volun-
tad general y cómo debía manifestarse en la formación de un gobierno que la res-
petara verdaderamente y no la utilizase simplemente como un medio para hacerse
del poder. Quien llegaba al poder por medio de las armas, recurriendo al concepto
siempre difícil de aprehender, de voluntad general, amenazaba la libertad y el in-
terés nacional, pues estaba sujeto a la inestabilidad aparejada a la ilegitimidad y la
lucha armada. Los gobiernos formados en virtud de pronunciamientos militares,
o “revoluciones” realizadas por un partido con el apoyo de tropas militares que
necesitaban de la fuerza para mantenerse en el poder, eran ilegítimos en su funda-
ción y ponían en peligro la libertad nacional. Se introduce entonces otra acepción
de la palabra “revolución”, que será prominente en el periodo, y que designa la
rebelión o levantamiento de un partido o líder militar con apoyo de tropas.47

45
“Características de la Revolución”, El Monitor Araucano, 85-86, 26 de octubre-28 de octubre, 1813.
46
Antonio José de Irisarri, “Comentarios sobre sucesos militares en el Alto Perú y suerte de la re-
volución en América”, Semanario Republicano, tomo II, 2-3-4, 6 de noviembre-13 de noviembre-20 de
noviembre, 1813.
47
Antonio José de Irisarri, Historia del perínclito Epaminondas del Cauca, por el Bachiller Hilario de
Altagumea. Nueva York: Imprenta de Hallet, 1863, p. 242.

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DESPUÉS DE 1776. PENSAR LA REVOLUCIÓN 167

Mientras que “revolución” como cambio de sistema de gobierno tendría im-


plicancias trascendentes, “revolución” en cuanto sedición apuntaría a un sentido
inmediato, sujeto a la contingencia de la lucha política. En su versión trascenden-
te, la revolución será vista como un evento heroico, mientras que en su versión
mundana será la manifestación vulgar de las pasiones políticas. No deja de ser
irónico que José Miguel Carrera haga esta distinción. En su Diario Militar cuenta
que al llegar a Chile, el 25 de julio de 1811, su hermano Juan José le impone de
la situación del país diciéndole que “llegaba en los momentos de una revolución
que se efectuaría a las diez del día veintiocho”,48 lo que denota evidentemente una
lucha armada contra los representantes del rey, es decir, por la autonomía. Más
adelante dice: “entre las revoluciones que diariamente fingían los Larraínes para
sus fines particulares, intentaron una por los artilleros para reponer a su antiguo
comandante Reina”.49 También utiliza el vocablo en este sentido para describir
la guerra civil entre su familia y los Larraínes: “Era ya de absoluta necesidad des-
truir el Congreso, pues a mas de su ilegitimidad e ineptitud, encerraba porción
de asesinos, i era el centro de la discordia, de la revolución, de la ambición i de
cuanto malo puede creerse”.50 De este modo, en el Diario Militar de Carrera cada
asonada entre los distintos bandos revolucionarios se califica como una “revolu-
ción”. La distinción entre “la revolución de Independencia” y las “revoluciones”
se profundiza por la experiencia histórica concreta de los hispanoamericanos, para
quienes la revolución de Independencia fue seguida por un periodo de alta inesta-
bilidad política, marcado por la llegada al poder de distintas facciones y caudillos
por medio de las armas, en lo que Irisarri llamaría “revoluciones tumultuarias”,
alborotos, asonadas, bochinetes, molotes, etcétera.51
Los testimonios de Manuel de Salas y Juan Egaña posteriores al desastre de
Rancagua y su descripción del exilio en Juan Fernández deben leerse en este con-
texto de lucha fratricida. Ambos atribuyen, en gran medida, sus desgracias perso-
nales a la propia dinámica de la revolución, y no solo al triunfo de las tropas de
Mariano Osorio. La revolución, cuando es liderada exclusivamente por el entu-
siasmo revolucionario, destierra la circunspección y la prudencia, con lo que se
consume en su propio ardor y da paso al despotismo y la anarquía. De este modo
Manuel de Salas expone los costos personales que sufrieron él y otros políticos e
intelectuales por intentar jugar un rol moderador de cara al frenesí anárquico de
los líderes militares que se tomaban el gobierno.52 Quienes como él y Juan Egaña

48
José Miguel Carrera, Diario Militar. Santiago, 1900, vol. I, p. 18.
49
Íd., p. 31.
50
Íd., p. 49.
51
Antonio José de Irisarri, Historia del perínclito Epaminondas del Cauca, por el Bachiller Hilario de
Altagumea. p. 243.
52
Manuel de Salas, Escritos de Don Manuel De Salas y documentos relativos a él y a su familia. Santiago
de Chile: Imprenta Cervantes, 1910, vol. 3, p. 86.

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168 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

habían intentado establecer puentes entre los realistas acérrimos y los indepen-
dentistas a ultranza, así como entre los distintos bandos en que se dividieron los
jefes militares de la causa patriota, fustigaron la rigidez, desmesura y crueldad de
los hombres de armas, culpándolos, en el fondo, del fracaso de la revolución. Para
Manuel de Salas, esta actitud llevó a Chile a la crisis de 1814, que terminaría con
el exilio de hombres de letras como él y Juan Egaña a la isla de Juan Fernández
y el autoexilio de Camilo Henríquez a Argentina. De los testimonios de de Salas
y Egaña emerge una imagen de la revolución mucho más lúgubre que la de la
gesta heroica delineada por Camilo Henríquez. Esta imagen refiere a “pasiones
fuertes e inamovibles” que triunfan sobre el “carácter tranquilo y moderado”, a
“juntas y sociedades políticas de ciudadanos” que son “el foco de conspiraciones
y tumultos”.53 De Salas y Egaña tenían la convicción de haber sido víctimas de su
propia moderación y virtud, atributos sin embargo indispensables para el éxito de
la empresa de la libertad, porque a final de cuentas una revolución que perdía de
vista sus objetivos trascendentes se consumía en el fuego de las revueltas prosaicas,
encendido por la pasión de las facciones.
Para Juan Egaña, en su sentido trascedente, la revolución era un quiebre que
establecía una nueva realidad definitiva, pero al mismo tiempo era un estado par-
ticular de existencia, marcado por la incertidumbre y la transitoriedad. Aun cuan-
do era una etapa necesaria para preparar a los pueblos para el gobierno republica-
no, necesitaba de la guía de la virtud y la ilustración, pues, dejada en manos de la
mecánica revolucionaria, arriesgaba desembocar en la barbarie. Solo la situación
revolucionaria tenía la fuerza para

renovar las antiguas instituciones; romper los resortes del hábito y pasibilidad,
hasta llegar al estado de pura naturaleza, y una independencia salvaje, por
cuyo término es preciso pasar rápidamente, para que las pasiones exaltadas no
se conviertan en fieras.54

Así, para no ser destructivo, el ímpetu revolucionario debía ser contenido por
el dique de la virtud.55

53
Juan Egaña, Ocios filosóficos y poéticos en la Quinta de las Delicias. Londres: D.M. Calero, 1829;
Juan Egaña, El chileno consolado en los presidios o filosofía de la religión. Londres: Imprenta española de M.
Calero, 1826.
54
Juan Egaña, Cartas Pehuenches, o, correspondencia de dos indios naturales del Pire-Mapu, o sea la Cuarta
Tetrarquía en Los Andes, el uno residente en Santiago, y el otro en las cordilleras pehuenches. Santiago de Chile:
Ediciones de la Universidad de Chile/Consejo Nacional del Libro y la Lectura, 2001.
55
Íd.

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DESPUÉS DE 1776. PENSAR LA REVOLUCIÓN 169

Conclusión

La Emancipación e Independencia hispanoamericana se puede considerar parte


del proceso de desintegración de la Monarquía hispánica y de la crisis del Imperio
español, como una guerra civil entre españoles-peninsulares y españoles-america-
nos, o como parte de las Revoluciones europeas y americanas de los siglos xviii y
xix. Ninguna de las opciones de interpretación excluye a las demás. Se trata más
bien de distintas puertas de entrada para comprender un proceso complejo. Los
testimonios aquí analizados apuntan a que los actores de estos sucesos llegaron a
concebir el quiebre con la Monarquía española como una revolución que traía
consigo dos realidades nuevas, una nueva comunidad política y un nuevo sistema
de gobierno: la República. Desde este punto de vista, se puede considerar que la
Revolución hispanoamericana forma parte del conjunto de procesos revoluciona-
rios modernos que instalaron un nuevo paradigma político en América y Europa.
Al mismo tiempo, las revoluciones hispanoamericanas encontraron en 1776 y
1789 un espejo que les permitió vislumbrar y concebir su propia revolución. En
ese espejo se ref  lejaron los peligros y las posibilidades de su propia acción, entre-
vista, a veces, a la sombra de la amenaza inmanente de la anarquía, la facción y el
despotismo, y otras a la luz de la trascendencia y el heroísmo. La revolución apa-
rece así como una efigie bifronte que posibilita el cambio, pero al mismo tiempo
puede aniquilarlo.

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