Las Pequenas Muertes de La Vida Primeras

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Luis Cortés Briñol

LAS PEQUEÑAS MUERTES


DE LA VIDA
Una invitación a pensar la pérdida

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Índice

Prólogo. A quien está leyéndome .................................. 13

I
PENSAR LA(S) MUERTE(S)

1. Desvistiendo al personaje ........................... 21


Fui lo que eres tú ........................................... 21
Yo muero, tú mueres, él/ella muere ................ 22
Esos locos bajitos ........................................... 26
¿Dónde te escondes, muerte? ......................... 29
Congojísimo vértigo ...................................... 32
¿Muerte, en singular? ..................................... 35
Biopsia de las pequeñas muertes ..................... 38

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8 LUIS CORTÉS BRIÑOL

II
GALERÍA DE MUERTES FIGURADAS

2. Pretérito imperfecto ................................... 43


Ziru .............................................................. 43
Padres, hijos, maestros, amigos y el rey
del pop ..................................................... 45
Harpo: mirando a los ojos al numen ............... 52
Los amantes de Teruel .................................... 57
Tu media naranja ........................................... 61
Vías muertas .................................................. 66

3. Ser o no ser (el mismo), esa es la cuestión ... 71


¿Dónde está el niño que yo fui? ..................... 71
El barco de Teseo ........................................... 76
En busca de la identidad perdida .................... 81
Dime tu nombre ............................................ 86
En brazos de Morfeo ..................................... 93
El fogonazo ................................................... 100
Bilis negra ..................................................... 106
Recordari ......................................................... 111

4. Muerto en la polis, muerto para


la polis ......................................................... 117
¡Aún estoy vivo! ............................................. 117
Damnatio memoriae .......................................... 125
Un bicho monstruoso .................................... 130
Conversos ...................................................... 136
La sopa de eternidad ...................................... 144

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LAS PEQUEÑAS MUERTES DE LA VIDA 9

III
DOLOR Y DESAFÍO

5. Animales de costumbres .............................. 155


Montparnasse ................................................ 155
Un minuto de silencio ................................... 161
Cronos y Kairós ............................................. 169
Siguiendo las migas de pan ............................. 174
Negro sobre fondo rojo ................................. 182
Huellas .......................................................... 187

6. Objetivo: matar a las muertes ..................... 193


Omitir una vez más ....................................... 193
Singular batalla ............................................... 195
Los hijos de la eternidad ................................ 204
Nayeon: la fantasía de la inmortalidad digital ... 212
Que hablen mal de mí, pero que hablen ......... 216
El síndrome de Peter Pan ............................... 222

IV
SATURNO DEVORADO

7. El consuelo de los filósofos ....................... 229


Sôma y sêma: el camino de la sabiduría ............ 229
Tetrafármakon: un remedio en cuatro partes ..... 234
Perì phýseos: la imagen especular ..................... 239
Ataraxia: dejad de quererme ........................... 243
Bíos y zoé: dos vidas en una ............................ 250

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8. Un viaje heroico ......................................... 255


El coronel Chabert ........................................ 255
Renacimientos ............................................... 256
Murimuri ........................................................ 262
Aprender de las pequeñas muertes .................. 266
Contraindicaciones para «pequeñomurientes» ... 271
Un rayo muriente de sol ................................ 275

Epílogo. Memento vivere: no te olvides de vivir ........... 281


Agradecimientos ....................................................... 285
Bibliografía .............................................................. 287

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A mis padres, Luis y Laura,
que me dieron la vida; esa de la que a veces,
injustamente, me duelo.
Os debo el niño que fui y el adulto que soy.

A mi hermana, Adriana,
la persona que mejor conoce a todos los Luises que he sido.

A la memoria de mi abuelo Andrés Briñol Echarren,


que supo muy pronto que terminaría dedicándome
a escribir libros, como hizo él.

Y a la de todos mis ausentes,


que siguen conmigo presentes.

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Prólogo

A QUIEN ESTÁ LEYÉNDOME


«No pienso absolutamente nunca en la muerte.
Y en caso de que usted pensara en ella, le recomiendo
hacer como yo, escribir un libro sobre la muerte
[…] antes que hacer un problema de ella».
Vladimir Jankélévitch, Pensar la muerte

C reo que el consejo de Jankélévitch llega tarde. La muer-


te se me hizo un problema, y de los gordos. Procuran-
do desenredarlo, he escrito el libro, aunque todos los libros
empiezan a escribirse mucho antes de su primera palabra.
Este no es una excepción. Comenzó a tomar forma, sin yo
saberlo, cuando a mis cinco años vi morir a una paloma en
el patio del colegio. Mis compañeros de clase la tocaban
con palos y reían unánimes, llevados por la curiosidad, en
un juego que intuí cruel. La azuzaban para que levantara
el vuelo. Unos torpes aleteos últimos y dejó de moverse.
Sentí que algo importante acababa de ocurrir. Me quedé
allí de pie, mirando, un largo rato, a solas. Los demás per-
dieron pronto el interés, mientras una incomprensible tris-
teza me recorrió por dentro. Desde entonces, una y otra
vez, he vuelto al tema de la muerte; o la muerte ha vuelto
a mí, según se mire.

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Cuantas más vueltas le doy, más claro lo veo: es el per-


sonaje de ficción más rentable de la historia de Occidente.
Un buen día cubrimos el miedo con estrafalarios y oscuros
ropajes, lo aupamos a un caballo, guadaña en mano…
et voilà! Salió a escena la horrenda imagen de la muerte, te-
mible y lúcida, una amiga con la que nadie quiere toparse, el
recuerdo ofensivo de nuestra insignificancia. Compuesta y
sin novio, la escondimos en el fondo del armario, bajo toda
clase de ardides culturales y tabús, regalándole poemas y
mitos. Pero hemos puesto el acento en la sílaba equivocada.
No es solo que la muerte no viniera de ningún lugar
(fue nuestro insospechado polizón desde el principio), sino
que, en sí misma, es un artificio de la imaginación. Siendo
estrictos no es algo sobre lo que quepa decir apenas nada,
salvo que niega las propiedades de la vida. Así es, al menos,
para la muerte física que corrompe nuestro cuerpo, la gran
muerte. Entretenidos pintándola con aspecto siniestro he-
mos olvidado que, de hecho, estamos bastante acostumbra-
dos a morir.
¿Cuántas veces has muerto? De vez en cuando me gus-
ta hacer esta pregunta, una benévola provocación. A riesgo
de que me tomen por loco, creo que adelanta la fuerza de
un argumento que es, al mismo tiempo, una vivencia des-
carnada: los finales de cada etapa vital, el final de un gran
amor, de los seres queridos, de la forma de pensar anticipan
nuestro desaparecer. Son algo así como los ensayos de una
obra de teatro que no queremos representar. Nos arrebatan
el sueño de permanencia, impiden que sigamos abrazando
a quienes amamos, resquebrajan nuestra identidad. Otras

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LAS PEQUEÑAS MUERTES DE LA VIDA 15

veces los ponemos en marcha por iniciativa propia, para


que se alíen con nuestros planes. En cualquier caso, nos
obligan a preguntarnos cuánto queda de nosotros con el
paso del tiempo. Impuestos o buscados, dichos finales son
las pequeñas muertes de la vida, y a ellas dedico este libro.
Como si fuera un cronista de mis propias guerras meti-
do a filósofo mundano, me he propuesto indagar en las
muertes metafóricas y su relación con la gran muerte, el
lienzo sobre el que se dibujan. Me interesa hacerme una
idea de cómo son, de qué se componen y en qué posición
nos dejan. También si podemos hacer algo con ellas (o con-
tra ellas). Porque algo habrá que hacer, ¿no? Para que nos
ayuden a explorar los vastos dominios de la pérdida, he re-
currido a mis fieles escritores muertos —algunos muy muer-
tos—: narradores, poetas y filósofos que, antes de nosotros
(y, a menudo, mejor), pensaron y escribieron sobre estos asun-
tos, cada uno a su aire. Me arroparán cuando haga memoria
no solo de argumentos, sino de algunas vivencias propias,
porque nuestro morir es (humanos, demasiado humanos)
profundamente íntimo.
Es difícil escribir sobre la muerte sin decir obviedades,
sin caer en los tópicos depositados capa a capa como los
estratos geológicos. Claro que, bien mirados, dicen mucho
más de lo que dicen. Intentaré servirme de ellos (y de mis
amadas etimologías) para sacar a la luz unas pocas de las
atractivas historias que nos cuentan.
Una última aclaración, para evitar decepciones. Este no
es un libro de filosofía, pero sí es un libro con filosofía (¿có-
mo podría no serlo?, ¡la filosofía está por todas partes!).

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Cada cual tiene una filosofía propia, de andar por casa, re-
zagada y comodona. Algunos, además, nos esforzamos por
refinarla, haciéndola menos arbitraria y caprichosa, lo que
exige ser sistemático y cargar con un complejo armazón
conceptual. Cada saber tiene sus códigos, y está bien que así
sea. Pero en esta ocasión me he alejado deliberadamente de
los rigores de la escritura académica, adentrándome en el
juego de la metáfora. Soy consciente de que resultará insa-
tisfactorio para algunos lectores. Tiene su sentido, qué pue-
do decir. El filósofo se lo toma todo en serio, y cabe exigir-
le rigor; el poeta, trabaja con sugerentes ficciones, sin
importarle su racionalidad. Unos y otros, peleados desde
tiempos de Platón, se pasean por este libro con provocativos
andares. Unos y otros tienen mucho que decir sobre las
pequeñas muertes.
Podría hacer mía la advertencia de Michel de Montaig-
ne, que hace casi quinientos años revistió el género ensayís-
tico de un pulso personal como nadie antes: «Lector, este es
un libro de buena fe. Te advierte desde el inicio que el
único fin que me he propuesto con él es doméstico y pri-
vado. […] Si hubiese sido para buscar el favor del mundo,
me habría adornado mejor, con bellezas postizas». Siguien-
do los pasos del francés, y con permiso, no disimularé mi
intención de tratar este tema de tú a tú, con la cercanía que
merece.
Te propongo, pues, que hagamos juntos el ejercicio do-
méstico de devolver a la muerte a su natural territorio, la
vida, reflexionando sobre sus símbolos y metáforas, ligadas
siempre a la pérdida. Hablemos de muertes y no de muerte,

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pues nunca fue una. Desvistamos al negro personaje y vis-


tamos a sus pequeñas secuaces, las únicas que nos toca ex-
perimentar.
Hace tiempo una amiga me preguntó: «¿Alguna vez has
muerto?». Dejé pendiente escribirle, como hago tantas ve-
ces, para poder explicarme mejor.Tal vez este libro sirva, en
parte, como respuesta.
Tuya es mi invitación.

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I

PENSAR LA(S) MUERTE(S)

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1

DESVISTIENDO AL PERSONAJE

FUI LO QUE ERES TÚ

«Nunca es demasiado pronto para aprender


que los coches fúnebres no siempre son para los demás».
Lucien Jerphagnon, Elogio del pesimismo

Otro de los momentos estelares de mis incipientes reflexio-


nes mortales ocurrió unos sanfermines, años después de mi
experiencia con la paloma. En sanfermines la vida y la muer-
te lucen más intensas. Lo supo Hemingway, lo saben los co-
rredores del encierro, que arriesgan su vida por un instante
de arrebatadora emoción, lo supieron mis abuelos maternos
(que se conocieron en sanfermines y vivieron juntos hasta
que la muerte los separó).Y lo supe yo, a mi manera de niño,
aquella cálida noche de julio en Pamplona, mientras me mi-
raban los ojos sin ojos de la pequeña calavera. La compré en

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el mercadillo de artesanías —nosotros los llamamos los


hippies— que se instala año tras año en los jardines de la Ta-
conera. Del puesto más exótico de todos, regentado por un
hombre que dijo ser egipcio, salía un hilillo blanco de humo
denso con olor a sándalo. Las máscaras africanas se amonto-
naban junto a pipas de todas las formas, colgantes con amu-
letos y estatuas con formas de animales.Y ahí estaba, sobre un
mantel morado de terciopelo, el cráneo huesudo de escayola
pintado a mano. Escrito a rotulador, en su frente: «Fui lo que
eres tú. Serás lo que soy yo».
Pasé todo el camino de vuelta a casa, calavera en mano,
pensando en qué podía consistir ser un muerto. No era la
primera vez que me venían a la cabeza cosas parecidas, pero
aquella noche, dejando atrás con mi familia la atmósfera
densa del incienso y los rítmicos golpeteos de los yembés,
añadí un matiz a mi enmarañado discurrir: morir era, al
parecer, una forma de estar en el mundo.

YO MUERO, TÚ MUERES, ÉL/ELLA MUERE

«Sin el lenguaje no habría habido entre los hombres ni república,


ni sociedad, ni contrato, ni paz, en mayor grado del que estas
cosas pueden darse entre los leones, los osos y los lobos».
Thomas Hobbes, Leviatán

Quizá el más grande de todos los descubrimientos que hace-


mos desde que venimos al mundo, el más determinante de
los aprendizajes, sea la lengua materna. Dentro de sus confi-

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nes aprendemos a conjugar los verbos, un ensayo de conju-


gación del mundo.
De niños comprendemos fácilmente las normas, pero nos
cuesta entender sus excepciones. Por eso somos buenos apli-
cando una pauta regular a todo. Morir, verbo irregular que se
conjuga como dormir. En la lengua general actual —dice la
RAE— funciona como intransitivo, con el sentido de «dejar
de vivir», por lo que, lógicamente, no admite su construcción
en pasiva. De dormir, morir, y de dormido, morido. Lógico. Sin
embargo, cuando el niño dice morido, haciendo gala, sin saber-
lo, de su portentosa maquinaria cerebral, despierta la sonrisa
del adulto, seguida de una inmediata corrección. Morir no se
comporta como debería. ¿Qué es eso de morido? Se dice
muerto, y punto (con la muerte no se negocia). El niño igno-
ra que morido es hoy un vulgarismo inaceptable; el adulto
ignora, tal vez, que dicho participio regular se usó hasta el si-
glo xvii. El adulto tiene razón, pero porque morir dejó de
cumplir la norma.
La norma dice que el presente de indicativo se conjuga
así: yo muero, tú mueres, él/ella muere...Y es justo al revés
como vamos aproximándonos a esa cosa rara llamada muer-
te. Hubo un momento en la prehistoria (un momento de
cientos de miles de años) en el que los humanos empeza-
mos a distinguir entre el eso muere de la presa cazada y el tú
mueres de un miembro del grupo, para inferir —confusos—
un yo moriré. La autoconciencia, caprichosa ella, tuvo el
singular efecto de distanciarnos de los demás, a paso lento,
para facilitaros que nos pongamos en su piel: el otro es parte
importante de mí, de la tribu, pero no es yo.

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Así, cada niño, cada niña, recorrerá en unos pocos años


el mismo camino que anduvimos como especie: hacerse
cargo de su herencia mortal.Y conjugará el verbo que se re-
siste. Muere él o ella, el vecino, la profesora, el señor que cru-
zaba despistado por el paso de cebra. Muere el tú a quien la
tierna mirada se dirige, el tú distinguido del paisaje, un tú
que es todos los demás. Pasados los años, la sombra del ver-
bo irregular se va como poco a poco desplegando y nos
alcanza: muero yo. Saber eso lo cambia todo.

Siempre ha sido así. La idea de la muerte propia es como un


cuerpo extraño que no se termina de digerir. Ni lo podemos
expulsar, ni se termina de incorporar a nosotros. Se queda
dentro, como decía Nietzsche de la filosofía. Tan pronto lle-
gamos a sabernos mortales, se nos atraganta la vida.Y como
un clavo saca otro clavo, la muerte (más bien el espanto de
la muerte) inspiró toda clase de filosofías, por mucho que
Espinosa (en la bibliografía lo verás escrito Spinoza, pero me
gusta castellanizarlo: era de ascendencia hispano-portuguesa)
dijera que «el hombre libre en ninguna cosa piensa menos
que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la
muerte, sino de la vida». Vaya que si pensamos en ella. No
hay ni hubo persona libre o esclava, filósofo o artista, artesa-
no o soldado, agricultor o científico que no haya reparado
en la extrañeza de la muerte. El mismo Espinosa, genio filo-
sófico de categoría, aludió en su Ética más de veinte veces al
tema de la muerte, aunque fuera para animarnos a combatir
las supersticiones que la rondan. Cuesta encontrar un solo

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filósofo sobre la faz de la tierra —no digamos ya un poeta—


que no se pronunciara (con mayor o menor sensatez) sobre
la muerte. Será que no somos libres, que somos presas del
malsano temor.
Y es que pensar en la vida humana sin pensar en la
muerte es un imposible, la segunda es el punto de fuga de
la primera, donde convergen ansias y planes. La última pa-
rada. Hasta en los momentos más felices se descuelga un
pensamiento, ya maduro, que nos hace recelar («cuando
Fortuna nos descubre su bello rostro, es precisamente cuan-
do la tormenta comienza a cernirse sobre nuestra cabeza»,
dijo Píndaro). Nace un bebé, alegría, buena nueva, y la
sombra de la muerte se suma a la fiesta, comienza su acecho.
Lo primero que se pregunta: «¿El bebé está sano?». Quere-
mos saber si está lejos, todo lo lejos que pueda estar, de la
muerte.
La conciencia de la muerte nace como intuición y ma-
dura como certeza, brota de lo universal y se expresa en lo
particular. Mientras que el resto de seres vivos mueren,
nosotros tenemos que morir. Morir es nuestra necesidad. Para
las demás criaturas su propia muerte es algo ajeno a ellas,
dictado por la genética. Desarrollan su ciclo biológico sin
aspavientos, con la premura que los instintos han marcado.
La muerte y los impuestos, afirmó Daniel Defoe, son las
dos únicas cosas completamente ciertas en la vida. De lo
segundo sabemos mucho los autónomos; por lo primero,
se han preocupado todas las tradiciones metafísicas. Y los
niños.

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ESOS LOCOS BAJITOS

«Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma


Nuestros rencores y nuestro porvenir
Por eso nos parece que son de goma
Y que les bastan nuestros cuentos
Para dormir...».
Joan Manuel Serrat, «Esos locos bajitos»

Cuando tenía unos seis años empecé a pensar en algo de for-


ma obsesiva: ¿cómo sé que voy a morir? Todo apuntaba a que
mi final llegaría, pero…, ¿seguro? ¿De dónde provenía la cer-
teza con la que hablaban los adultos? Imaginaba vivir aislado
del mundo, sin referencias sobre la muerte, sin haber visto ja-
más un cadáver, ni la paloma ni la escultura con forma de ca-
lavera. ¿Sabría que iba a morir, que se puede morir? Llegué a
la conclusión de que no. Moriría tarde o temprano, claro, pe-
ro sin llegar a saber que era mortal. Nuestra conciencia de la
mortalidad nos viene de refilón, a través de la experiencia de
la muerte del otro. Necesito ver lo muerto para inferir, por in-
ducción, que también se aplica a mí. Mi conclusión me
fascinó, aunque su resultado no me hacía, ya por entonces,
ninguna gracia.
Supongo que aquello que dijo Freud de que, en el fon-
do, nadie cree en su propia muerte, es verdad. Tengo más
dudas sobre que «en el inconsciente, estamos convencidos
de nuestra propia inmortalidad», como pensaba el padre del
psicoanálisis. Sobre todo porque nadie sabe qué demonios
es el inconsciente. Lo que está claro es que, por mucho que

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LAS PEQUEÑAS MUERTES DE LA VIDA 27

hasta el momento la mortalidad de los seres humanos al-


cance el promedio del 100 % —como señaló con humor
Odo Marquard—, hay algo en ser caducos que se nos resis-
te. Al fin y al cabo, nadie que haya muerto puede atestiguar
cómo es eso. Personalmente, creo que cuando llega el últi-
mo aliento no hay un más, ni un allá. Con la gran muerte
se acaba el «yo». Telón. Existimos mientras exista nuestro
cuerpo. Siendo él caduco, lo somos nosotros.

De pequeños pasamos los días en el paraíso terrenal del ca-


chorro, sin mayor propósito que jugar y divertirnos, dicen los
encargados de las escuelas infantiles. Es mentira: estamos tra-
mando un plan para desarticular las verdades del mundo. En
su invariable estratagema, los niños nunca dan la espalda a los
asuntos espinosos. Exigen explicaciones, pormenores, deta-
lles, hasta quedar satisfechos, cosa que nunca ocurre. Si hay
un tema que reclama su curiosidad es el de la muerte. Más
que preguntar, interpelan.
Hace poco tuve que enfrentarme a la batería de dudas
del hijo de una buena amiga, mientras les enseñaba la Cate-
dral de Pamplona. Su vocecita de cinco años se interesó por
el Cristo de Caparroso, una talla del gótico tardío en made-
ra policromada que representa la crucifixión. Los brazos y el
costado ensangrentados son bastante explícitos. Le conté
con cierta parsimonia el proceso de condena que condujo al
profeta a la cruz (me encanta dar a los niños muchas más
explicaciones de las que piden). El caso es que no le impor-
taba mucho por qué lo ejecutaron, qué hizo para terminar

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así; quería saber cómo murió, exactamente. Le di algunos


detalles, evitando lo truculento. Cada respuesta suscitaba en
él una nueva pregunta. Hasta que llegó la más importante:
«¿Qué ha pasado con él?». «Pues que murió, cariño», le dije.
«No, ¿pero luego qué ha pasado?». Lo que quería saber,
pronto me di cuenta, era qué ocurrió con el cuerpo. ¡Pues
claro! La relación entre la persona fallecida y su cuerpo es el
núcleo de los rituales fúnebres de todas las culturas. Le ex-
pliqué que Jesús de Nazaret, humano como él y como yo,
fue enterrado. «Pero entonces no podrá respirar», replicó
con gesto de preocupación. «Ya no necesitaba respirar», aña-
dí para tranquilizarlo. Tendrías que haber visto sus ojitos, tan
abiertos, fijándose en cada detalle del retablo, como si inten-
tara confirmar mis palabras mediante algún indicio claro. Su
infantil pero aplastante lógica lo conducía a una sola con-
clusión: mientras haya un Jesús, necesitará respirar, por muy
enterrado que esté. Su madre caminaba hacia nosotros en
ese momento. Preferí cederle a ella el engorroso tema de la
resurrección.
Ser niño es, sobre todo, ponerles nombre a las cosas.
¿Cómo se le pone nombre a la muerte? Asociándola con un
límite. Hay ciertas palabras absolutas, como «todos», «nadie»,
«siempre», «nunca»…, que, por serlo, tienen algo de amena-
zador. «Muerte» y «muerto» son palabras especiales en la
caja de herramientas de un niño. Dos que todavía no ma-
neja con soltura, cuya misteriosa utilidad le está reservada
para más adelante; un límite, un para siempre, un nunca
más.

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¿DÓNDE TE ESCONDES, MUERTE?

«El mayor esfuerzo de la vida


es no acostumbrarse a la muerte».
Elias Canetti, Libro de los muertos

La muerte tiene la habilidad de esconderse. A veces lo hace


a simple vista.Vivimos cada día sorteando la muerte y ma-
tando para vivir. Comer nos mantiene alejados de la muer-
te, a costa de dársela a plantas y animales. Un inocente paseo
por el parque siega decenas de vidas, que pisamos con total
indiferencia. Cada lavado de manos extermina miles de
bacterias. Matando morimos más despacio. ¿Te parece mal?
Es la vida misma, que se abre camino. «Que la muerte es
también la juventud del mundo —escribió Bataille—, la
humanidad acepta ignorarlo». No culpes al destino, culpa a la
pluricelularidad. La muerte es el peaje que pagamos para
asegurar la supervivencia de la especie (contamos a cambio
con la reproducción sexual y sus placenteros mecanismos
asociados).
Otras veces usa las palabras para agazaparse, aprove-
chándose de nuestro arte moviendo los nombres de lugar.
Con las metáforas damos a una cosa el nombre que perte-
nece a otra, siendo bienhablados, o sea, eufemísticos. Y así,
para mantener a raya la palabra de mal agüero, trasladamos
«ha muerto» por «descansa en paz». Los eufemismos están
ahí para quitarle hierro al asunto, para evitar ofender (nor-
malmente, a nosotros mismos). Según Fernando Lázaro
Carreter (un señor que sabía mucho de palabras) los eufe-

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30 LUIS CORTÉS BRIÑOL

mismos delatan siempre temor a la realidad, un deseo ver-


gonzante de ocultarla y afán de aniquilarla. No se me ocu-
rre mejor ejemplo de uso que la muerte. De ahí la
proliferación de alternativas que reclutamos para evitar el
verbo «morir»: partir, apagarse, expirar, faltar, descansar, fi-
nar, irse y tantos otros.
La muerte es el hecho natural del que hablamos con
menos naturalidad. Se esconde bien bajo el maquillaje (el
del muerto y el de los vivos). Hay una profilaxis de la
muerte. El refinamiento técnico de nuestros días permite
distanciarse de ella bajo la más estricta lógica higiénica.
Nada de cadáveres descompuestos ni olores ni lutos espec-
taculares: una muerte maquillada. Lo mismo para las expre-
siones de sufrimiento en los tanatorios: gafas de sol,
antiojeras, lo que haga falta para disimular por fuera que
estamos rotos por dentro. Tanatopraxia del dolor. La muer-
te ha vuelto a ser algo privado, casi imperceptible, excluido
del vivir cotidiano. No siempre fue así, claro.
Durante la Edad Media la muerte fue omnipresente. Los
constantes recordatorios de nuestro destino (memento mori)
subrayaban la fugacidad de una vida que, por otra parte, no
era gran cosa. Asediada por calamidades varias, acechando
en forma de pestes, guerras y pobreza, la guadaña cortaba el
hilo de la vida con suma facilidad. La escasez de cuidados
médicos colaboraba en el reclutamiento de las almas piado-
sas, que no tenían más remedio que resignarse y confiar su
fe a la otra vida. Resignación cristiana que las danzas de la
muerte representaron con poder igualador. Tanto podía fi-
jarse la dama de negro en el rey como en el más harapiento

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LAS PEQUEÑAS MUERTES DE LA VIDA 31

mendigo, todos estamos invitados a su baile. Los esqueletos


empezaron a desfilar en el arte del siglo xiii, y lo coparon
en el Renacimiento. La muerte es un muerto que mata
(¿será que quiere vengarse por excluirlo de nuestro mundo
de vivos?).
Estas lúgubres inclinaciones hicieron de la muerte un
personaje mucho más familiar y público de lo que es hoy.
Los cementerios estaban junto a las iglesias, y los muertos
permanecían en el centro de las poblaciones. Se convivía
más con la muerte, pero eso no quiere decir que se murie-
se mejor. No nos engañemos: nos cuesta horrores ver algo
natural en desaparecer, por mucho que nuestro morir, co-
mo pintó Pieter Brueghel el Viejo en su impresionante
El triunfo de la muerte, esté anunciado por las trompetas del
Juicio Final.
Tiene sentido que fuera un científico, el microbiólogo
ruso y premio nobel Iliá Ilich Méchnikov, quien usó por
primera vez el término tanatología para describir a la cien-
cia encargada de la muerte. Fue pionero en el estudio de los
fagocitos, células capaces de envolver al enemigo y comér-
selo, así como de barrer los restos de basura que encuentren
a su paso (son eficaces limpiadores y verdugos de bacterias
a jornada completa). La tanatología se hacía necesaria tras el
fracaso de la religión —a juicio de Méchnikov— para ex-
plicar la vida y todo lo que rodea su fin. Recogiendo el
testigo, el psicólogo estadounidense Herman Feifel intro-
dujo la incómoda presencia de la muerte —incomodísima
entre el público norteamericano— como tema de discu-
sión científica. Médicos, teólogos, psicólogos y filósofos

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encendieron los debates tanatológicos, sacando, por fin, a la


dama de negro del ostracismo académico.
La muerte no se escondía, la escondimos. Tuvimos que
hacerlo, presas de un conflicto: estar dentro y fuera de la
naturaleza, vivir entre los límites de lo mecánico y de
lo libre; ser, tú y yo, organismos caducos y, maldita la gracia,
saber que lo somos. Hoy parece que, muy poco a poco, apa-
recen tibios intentos por sacar la muerte a que se airee, que
falta le hace. Los «cafés de la muerte», impulsados por el
sociólogo suizo Bernard Crettaz, buscan acercarla a la so-
ciedad (como si hubiera pasado una temporada en algún
otro lugar, desubicada). Aunque nos dé repelús, la muerte es
mejor hablarla.
Compartidos, los fantasmas dan menos miedo.

CONGOJÍSIMO VÉRTIGO

«Este morir, esta postrera suerte


es imagen del miedo repetida;
en cuanto a ser imagen tan temida,
pues la imaginación la hace tan fuerte».
Gabriel Bocángel, Sonetos

Mira que lo intenté, pero cada vez que estuve a punto de ro-
zar la idea de mi propia muerte, se evaporaba, se hacía niebla
vaga entre los árboles, una pompa de jabón estallando tras
perder su frágil envoltura. «¿Cómo es estar muerto?», me pre-
gunté tantas veces antes de que, como decía mi abuelo, me

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entrara el fundamento. No es que fuera un niño lúgubre (no


haría honor a la verdad imaginarme como un miembro de la
familia Adams), pero sí que le daba muchas vueltas a este
asunto del morir. Mientras imaginaba mi muerte, seguía es-
tando allí. Me veía a mí mismo tumbado, con los ojos cerra-
dos, más pálido tal vez. Era incapaz de abstraerme de mis per-
cepciones. Más tarde comprendí dónde estaba el error y
pude refutar el lema de mi pequeña calavera: la muerte no es
un estado en el que vaya a estar nunca. Para estar muerto, hay
que ser.Y tras la muerte, sencillamente, no somos. «¿Y cómo
es no ser?» —insistía mi voz interior—. De ningún modo. En
sentido estricto, nadie está muerto. Quien está algo (muerto,
vivo, contento, enfermo, estresado) es el sujeto. Sin sujeto, no
hay un estar. Así que cuando mueres, ya no estás (ni muerto
ni ninguna otra cosa).
Si no me crees, procura imaginar lo que sientes cuando
estás inconsciente. Por mucho que te esfuerces, no puedes:
sin consciencia no hay sensación alguna. Toda conjetura en
ese sentido será una falsificación. Si vamos más lejos, si ex-
tendemos la inconsciencia a la inexistencia, la cosa ya se
torna imposible.
Unamuno lo tenía claro: no podemos concebirnos co-
mo no existiendo. Ahí radica el vértigo que provoca pensar
en la muerte de uno mismo. Usó la castiza expresión que
encabeza este apartado:

Intenta, lector, imaginarte en plena vela cuál sea el estado de


tu alma en el profundo sueño; trata de llenar tu conciencia
con la representación de la inconsciencia, y lo verás. Causa

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congojosísimo vértigo el empeñarse en comprenderlo. No


podemos concebirnos como no existiendo.

¡Congojísimo vértigo! Y que lo diga, don Miguel. Co-


mo mucho, podremos imaginar nuestro cuerpo sin vida,
nuestro entierro, el mundo girando sin nosotros. Pero en la
medida que observamos, seguimos estando, siendo testigos
de algo, meros espectadores. Nunca tendremos a nuestro
alcance pensar la muerte desde dentro. Ante la imposibilidad
de imaginar nuestra no existencia, nos sentimos acongoja-
dos (por no decirlo de otra forma, más vulgar, que empieza
y termina igual, y describe bien cómo se queda uno cuan-
do piensa demasiado en estas cosas).
Para Unamuno, y coincido con él, la imposibilidad de
concebirse como no existiendo está ligada a la imposibili-
dad de concebirse sin cuerpo. Existir como individuos es,
pues, permanecer siendo cuerpo, finito, mortal de necesi-
dad. «La vida es física», escribió el poeta Watanabe.
De lo anterior cabe inferir algo interesante: la muerte
no es una experiencia, es ininteligible, no la podemos tras-
ladar al pensamiento, salvo de forma indirecta. Es su apro-
ximación oblicua lo que nos asusta tanto: interrumpe nues-
tro proyecto de vida, deja descuidados a quienes dependen
de nosotros y, a menudo, equivale a deterioro, sufrimien-
to, agonía. Por ello confundimos la muerte con el morir.
La verdadera congoja, más allá de experimentos mentales
irresolubles, está en imaginar cómo será nuestro morir. Un
miedo paradójico: miedo a lo desconocido y miedo a co-
nocer.

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Pascal dijo que es más fácil soportar la muerte que pen-


sar en ella. No lo sé, pero puestos a soportar, ¿quién dijo
que muerte solo hay una?

¿MUERTE, EN SINGULAR?

«¿Es preciso que el dedo de la muerte se pose


en el tumulto de la vida de vez en cuando para que
no nos haga pedazos? ¿Estamos conformados de tal modo
que a diario necesitamos minúsculas dosis de muerte
para ejercer el oficio de vivir?».
Virginia Woolf, Orlando

Hay preguntas que son difíciles porque no tienen una res-


puesta; otras lo son porque tienen muchas. A esta categoría
pertenece ¿qué es la muerte? «Muerte» significa cosas distin-
tas según el sentido en el que se emplee. ¿Es lo opuesto a la
vida? Hay quien así lo entiende. Pero tal definición haría
muertas a las piedras. Mejoraremos un poco las cosas si apun-
tamos a lo que tuvo vida y ya no la tiene, si bien estamos
escurriendo el bulto. ¿Qué es la vida, pues? Otra preguntita
difícil donde las haya. Hay seres de los que decimos, sin nin-
guna duda, que viven, mientras que otros, como los virus (y
algunos políticos), pueden clasificarse como vivos o como
inertes según la definición de vida que nos guíe.
En el caso humano tenemos, por un lado, la vida física,
la vida de Homo sapiens sapiens, animal que, con todas sus
rarezas, sigue siendo un primate. Un humano está oficial-

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mente muerto (es una forma de hablar, ya hemos conveni-


do que, en sentido estricto, nadie está muerto) cuando un
médico lo dictamina. Pero la muerte no es instantánea ni
total. El cuerpo muere poco a poco, y algunas de sus células
siguen vivas días después del óbito. No hay una barrera
exacta, sino una secuencia de procesos, que cada época fija
por razones prácticas. Hasta mediados del siglo pasado, cuan-
do moría el cerebro, lo hacía asimismo el resto del cuerpo, y
viceversa. El desarrollo técnico actual permite mantener,
durante un tiempo, las constantes vitales de sujetos cuyo cere-
bro se ha apagado para siempre: es la muerte encefálica. ¿Está
vivo ese sujeto? Según la tradición médica antigua, mientras el
paciente respire (por su cuenta o artificialmente), está vivo.
Hoy, en cambio, se lo considera muerto, aunque su corazón
siga latiendo gracias al soporte artificial. Podríamos decir que
está en un limbo entre la vida y la muerte, más cerca de la se-
gunda que de la primera.
Por otra parte, el ser humano no es un animal más. Te
decía antes que la vida humana es más que vida biológica: es
organismo que envejece, procesos metabólicos y ciclo natu-
ral, pero también historia interrumpida, artificio médico,
conciencia de finitud. Somos los únicos animales que teori-
zan, escriben, crean instituciones, proyectan sus vidas y la
sacan del tiempo presente con una complejidad absoluta-
mente inalcanzable para el resto de especies. Se lo debemos a
nuestra gran inteligencia, la que nos permite transformar el
entorno y tejer una vastísima red de símbolos y lenguajes, de
conceptos e ideas. Filosóficamente hablando es un salto cua-
litativo. Lejos de formar parte sumisa ante las causas y efectos

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del universo, damos un sentido a nuestra vida y pedimos


explicaciones a nuestra muerte. Además de humanos, pode-
mos ser personas, lo que esconde una vulnerabilidad añadida:
mueren las personas sin que lo hagan los humanos. Esto que
te cuento es crucial, volveremos a ello más adelante.
Ya ves cómo la vida y la muerte no tienen vocación de
absoluto; incluso en su sentido más físico, protegen fronte-
ras menos definidas de lo que nos gustaría. De ahí los ape-
llidos. Muerte cerebral, muerte legal, muerte biológica,
muerte aparente… No hay, por tanto, una muerte, hay
muchas. Está la muerte que nos mata en un sentido total,
que nos destruye físicamente, con la que nunca vamos a
coincidir. En términos médicos se corresponde con la pér-
dida irreparable de la capacidad de consciencia. La llamo la
gran muerte, la única muerte que admite el singular. Ferra-
ter Mora la llamaba «mortalidad máxima» (para distinguirla
de la muerte de los otros, que sería una «mortalidad mí-
nima»), y Jankélévitch se refería a ella como «muerte en
primera persona». A las formas de morir que podemos expe-
rimentar, las que nos matan dejándonos vivos, las he llamado
pequeñas muertes.
No hay que dejarse engañar: son pequeñas pero mato-
nas. Nos encogen, nos dejan marcas (marcas mortales), y,
aunque no se pueden separar de la gran muerte, su línea de
fuga, constituyen la mayor afirmación de la vida que vaya-
mos a encontrar.
Echemos mano del microscopio para verlas más de
cerca.

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BIOPSIA DE LAS PEQUEÑAS MUERTES

«Ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente».


François de La Rochefoucauld, Máximas

Mi regalo favorito de pequeño fue un microscopio. Aquel


aparato negro era como tener otros dos ojos, pero con super-
poderes. Una ventana mágica al mundo. No había metro cua-
drado del suelo de casa que quedase fuera de mi concienzu-
do escrutinio.Ya en la universidad, los potentes microscopios
de la facultad de ciencias hicieron mis delicias. La mayor par-
te de los seres vivos que existen en nuestro planeta son invi-
sibles a simple vista. Pero están ahí.
Si pudiéramos extraer una muestra de pequeña muerte
y analizarla en el laboratorio, nos llevaríamos una gran de-
cepción. A primera vista, su composición no es muy distin-
ta que la de cualquier otra experiencia humana: amor,
tiempo, memoria. Tres ingredientes que conforman el teji-
do sobre el que crecen las pequeñas muertes: la pérdida. El
primer elemento, el amor en su sentido más amplio, es
fuerza vital, impulso, proyecto, deseo. Cuando el tiempo
corrompe nuestro vínculo con lo amado, hace que la me-
moria duela, dando a luz a la pequeña muerte.
Con lentes más potentes empezaríamos a distinguir
formas y podríamos aventurar alguna clasificación, por po-
co exhaustiva que sea. En un primer grupo tendríamos las
pequeñas muertes de los seres queridos, que con su gran
muerte, o saliendo de nuestra vida, nos roban una parte de
nosotros mismos. Son las muertes del otro. El segundo gru-

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po lo conformaría la muerte (metafórica) de nuestra forma


de ser, nuestra consciencia e identidad psicológica. Son las
muertes del «yo».Y está, por último —muy relacionado con
el anterior—, el tercer grupo: cuando estamos muertos an-
te la mirada de los demás. Son las pequeñas muertes cuyo
componente social, político, es el núcleo.
Por supuesto, no son divisiones estancas: se pueden (y se
suelen) mezclar, saltan de una a otra, o más bien se extien-
den como una neoplasia, reproduciéndose sin control e
invadiendo zonas anejas. Así es como las pequeñas muertes
se relacionan entre ellas, otorgando al caleidoscopio de la
pérdida ángulos y colores inacabados. No resulta muy útil
distinguir, en un afán citológico, entre las pequeñas muertes
externas (como las muertes del otro) y las internas (como
un cambio brusco en nuestra personalidad), ya que la iden-
tidad personal siempre la forjamos en contacto con el en-
torno (por no mencionar lo problemático que es hablar de
exterior e interior: ¿dentro o fuera de qué?). Así que mejor
refrenar las ansias de archivero y admitir que tales distincio-
nes admiten muchos grises.
Sí podemos afirmar que no basta cualquier pérdida. Per-
der mi abono del metro no es una pequeña muerte (¡menu-
do infierno sería vivir con tal afectación!). La pérdida a la que
me refiero comporta un irreversible dejar de tener (algo) o
un dejar de ser (alguien), experimentados con suficiente in-
tensidad como para desencadenar un duelo. Tampoco toda
muerte es una pérdida. El ejemplo de la muerte del comple-
to desconocido del que sabemos por televisión, un número,
algo demográfico, expresa bien esa muerte que no nos afecta

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—en tercera persona, decía Jankélévitch—, algo banal, una


muerte estadística.
Estudiadas las muestras, ya tenemos el resultado de la
biopsia. El diagnóstico: «pequeñomuriente». Eso es lo que
somos tú y yo. Una condición crónica y congénita que, bien
tratada, no te impedirá llevar una vida buena, buenísima in-
cluso. Ni siquiera es una enfermedad, aunque a veces la sin-
tamos como tal. Que esto sea una biopsia y no una autopsia,
nos dice algo: las pequeñas muertes son las muertes en vida,
las que no acaban con la vida, las que nos obligan (vinculadas
a lo sensible, al cuerpo, a la experiencia) a trasegar con ellas.
Ser «pequeñomuriente» significa que, como decían los
clásicos, vivir es ir muriendo. Es tomar conciencia de que la
pérdida, la pequeña muerte, está presente en cada etapa de
la vida y no solo cuando la gran muerte se acerca. Séneca
nos lo recordaba así: «En esto justamente nos equivocamos
burdamente: en la percepción de la muerte como un acon-
tecimiento solo del futuro. Gran parte de ella se encuentra
ya tras de nosotros: cualquiera de nuestras épocas pasadas, es
la muerte quien ya las posee».
La pequeña muerte se infiltra en la vida. Y lo hace de
mil maneras. He imaginado como sería un museo que re-
coja algunas de sus variantes más comunes. ¿Te asomas
conmigo a la galería de las muertes figuradas? En la planta
baja veremos las muertes del otro, las que más a mano están.
Subiendo a la primera planta, tenemos las muertes del «yo».
Por último, la segunda planta reúne las muertes de nuestro
lugar en la comunidad.
Adelante.

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