Em Bria Guez
Em Bria Guez
Em Bria Guez
Jean-Luc Nancy
EMBRIAGUEZ
Introducción y traducción
Cristina Rodríguez Marciel
Javier de la Higuera Espín
Granada
2014
COLECCIÓN DE FILOSOFÍA Y PENSAMIENTO
© JEAN-LUC NANCY.
© Introducción y traducción: C. RODRÍGUEZ MARCIEL
Y JAVIER DE LA HIGUERA ESPÍN.
© UNIVERSIDAD DE GRANADA.
EMBRIAGUEZ
ISBN 978-84-338-5646-3. D. L. GR-1.009-2014.
Edita: Editorial Universidad de Granada.
Campus Universitario de Cartuja. Granada
Diseño de la cubierta: José María Medina Alvea.
Fotocomposición: Taller de Diseño Gráfico y Publicaciones, S. L. Granada.
Imprime:
Título original: Ivresse (Paris, Payot-Rivages, 2013)
Immanuel Kant,
Antropología en sentido pragmático
—8—
tiempo «no es un concepto empírico extraído
de alguna experiencia», dirá Kant), como lo a
priori que nos fuerza y que nos arrastra, como
el tiempo que pasa y arrasa sin dejar nada
a su paso. «Todo sucede en el tiempo, salvo
el tiempo mismo», ha escrito Nancy en otro
lugar parafraseando a Kant, para referirse
a la clásica y metafísica representación del
tiempo como tiempo lineal, de huída, como
algo «inmóvil irreversiblemente huidizo» 1:
«primer esquema, piensa Kant: esquema del
tiempo, engendro del tiempo: añado la uni-
dad a la unidad: cuento mis presentes, para
poder presentar mis cuentas: tiempo, forma
del sentido interno, lugar de la síntesis, del
enlace, del encadenamiento de las causas, de
los progresos razonables de la humanidad,
apresurémonos, por favor, hacia más y más
tiempo»2. Non v’arrestate, ma studiate il passo,
—9—
mentre che l’occidente non si annera. Más y más
tiempo, por tanto, tiempo de preocupaciones,
de proyectos, de acciones, de «todo lo que
confunde la verdad con la ejecución de un
proceso», oiremos decir aquí a Nancy, tiempo
de la sucesión y de las causas, un tiempo a
través del cual, a su vez, toda nuestra civiliza-
ción se ha interpretado a sí misma como «una
barbarie del tiempo». Pero, ¿y si el tiempo
pudiera ser la «cadencia de la embriaguez, el
ritmo de los impulsos y de los sopores», de
las pulsiones y de las ralentizaciones, «de los
placeres, de las locuras y del sosiego»? ¿Y si el
tiempo estuviera lleno de instantes en los que
las preocupaciones pudieran suspenderse «en
provecho de minúsculas ebriedades, infinitesi-
males, evanescentes»? La borrachera podría ser,
en consecuencia, algo capaz de abrir el tiempo,
algo que podría «abrirlo e introducirse en él
con un vaivén»3. De este modo, la cadencia
de la embriaguez le daría espacio al tiempo,
desbordándolo, espacializándolo. El tiempo
abierto, trasformado en espacio, espaciamiento
3. Ídem.
—10—
del tiempo. «El tiempo que os sea dado vivir,
que sea el tiempo, eternamente ebrio, en el
que estéis sometidos a los torbellinos de los
mundos». Embriaguémonos, entonces.
—11—
aquella de la que están hechos los poemas,
hechos o deshechos, desligados, desenlazados».
Filosofía y poesía. Acaso el discurso de Nancy
esté motivado por la virtud de encontrar un
imposible «justo medio» en el corazón de este
quiasmo entre los extremos simples de un
discurso sobrio y de un discurso ebrio, de la
razón y de la pasión, de la filosofía y de la
poesía. Ese medio no es fácil en absoluto, es
incluso de una extrema dificultad, ya que el
«medio» no es aquí la exactitud del centro que
está entre dos extremos, sino, por una parte,
la encrucijada, el cruce de caminos, la dispo-
sición desigual de doble gesto y cruce y, por
otra, el medio como el elemento fluido en que se
produce su escritura, el lugar de ese intercam-
bio permanente o del duelo mutuo de aquellos
extremos unidos por su diferencia, logos-alogon,
nacidos a la vez y a la vez separados en el
origen mismo de occidente, como su oscuro
nacimiento4. El uno está muerto para el otro,
—12—
pero ambos viven de sus muertes recíprocas.
La apuesta es, entonces, pensar y penetrar
esa comunidad imposible entre sobriedad y
ebriedad, filosofía y poesía, abiertas, quebradas
o desdobladas cuando «un día, los dioses se
retiran…»5: Pasado de una infinita lejanía, en
el que la verdad aún no había sido despojada
de la presencia carnal (para convertirse más
tarde en búsqueda sin término de una verdad
ausente) y en el que el discurso aún envolvía
su propia verdad (antes de ser sólo el relato
ficticio cuya verdad, como afirma el Sócrates
del Fedro al contar ese inventado mito sobre el
origen de la escritura, únicamente los antiguos
podían conocer).
Se trata, entonces, de duelo y de deseo. La
filosofía enlutada por la poesía a la vez que
embriagada por ella. ¿O es acaso al revés?
Filosofía y poesía «cada una de duelo por la
otra, y cada una deseosa de la otra (la otra la
—13—
misma), pero cada una rivalizando también
con la otra en el cumplimiento del duelo y del
deseo»6. Acaso podría ocurrir que cualquier
distinción entre un discurso sobrio y un dis-
curso ebrio fuera aquí imposible, filosofía y
poesía irrumpen constantemente la una en la
otra, se interrumpen, se quitan la palabra la
una a la otra porque, en este libro, la escritura
soûlographique de Nancy se desata, como la len-
gua del que bebe, antes de cualquier distinción
o separación entre ambos discursos, antes de
cualquier distinción discursiva. Beber abre así
el acontecimiento no discursivo del discurso —
indecible, farfullante, balbuciente, inarticulado
aún— desatando una lengua que precede al
habla, inminencia de la lengua in statu nascen-
di. Ni discurso sobrio ni discurso ebrio, por
tanto, sino origen del sentido como «bacanal
de la verdad». «Beber desata la lengua (in vino
disertus), pero también franquea el corazón»,
escribió Kant, paradigma del filósofo sobrio
que, sin embargo, jamás dejó de estar ebrio
sabiendo que «la reserva de los propios pen-
—14—
samientos es para un corazón puro un estado
opresivo, y [que] unos bebedores jocundos no
toleran fácilmente que nadie sea en medio de la
francachela muy moderado; porque representa
un observador que atiende a las faltas de los
demás»7. Absténganse los abstemios, entonces,
porque rechazar la embriaguez consistiría en
prescindir deliberadamente de ese franquea-
miento del corazón y de su apertura al afuera:
«el estricto rechazo de la embriaguez», escribe
Nancy, «no deja de manifestar un rechazo [...]
de la existencia y de la proximidad de un
afuera y de una ruptura de dique por donde
todo eso puede discurrir».
Dos borracheras forman, por tanto, este
espacio de alteridad radical y, al mismo tiem-
po, de máxima cercanía, ya que es el espacio
de la circulación incesante del sentido, de lo
«“sin-relación” de la relación»8, al que nuestro
—15—
pensar, el pensar como lo-común, nosotros
mismos, está necesariamente expuesto y que
nos constituye, destituyéndonos en el mismo
gesto. Embriaguez se propone penetrar en esa
lejanía que somos nosotros mismos. Es «esta
larga divagación de ebriedad que somos
pensando, escribiendo, recitando, a través de
ficciones y veridicciones…» Para Nancy, sin
embargo, esa «larga divagación de ebriedad»
sigue un «riguroso» método que, según sus
palabras, «podría ser el método correcto». No
tanto el método de una duda que encontrara
su máxima justificación en un genio maligno
«hecho de alcohol», ego sum, ego existo ebrius, de
resonancias tan cartesianamente irracionales,
sino el método de una racionalidad abierta a su
propia infinitud, racionalismo feliz, realizado
(racional-real) como estilo. El verdadero estilo
es siempre quizás el cruce del pensamiento
y de la vida, pensamiento de la vida en el
doble sentido del genitivo, en el que la vida
se afecta a sí misma, estilizándose y dándose
forma pero sin someterse a nada que le sea
ajeno (una forma arquetípica) o que detenga
su movimiento de exceso con respecto a sí
misma (un sentido de la vida que la colmara
—16—
o que la salvara definitivamente, entregándola
a una presencia absoluta y, sin embargo y pa-
radójicamente, relativa a ella, como Dios o la
felicidad del género humano): «…en el acto de
filosofar, la vida se afecta de su propia vacancia
de sentido»9. El estilo es siempre, por tanto,
conexión con el afuera, con una exterioridad
que es la cosa misma pensándose y haciéndo-
se, y haciéndonos pensar, fidelidad última al
sentido del mundo como apertura en que el
mundo consiste10: speculum del ser como tránsito
del afuera en cada cosa, vista efectiva de la
existencia. Deleuze lo ha intuido también en
el estilo aforístico de Nietzsche, caracterizado
por esta relación con el afuera11. O Foucault,
—17—
viendo en la bellísima y desértica escritura
de Blanchot un «pensamiento del afuera» 12.
En el caso de Nancy, esa apuesta por el
estilo «configura el espacio de un desbroce
del sentido» 13 y es la única posibilidad de
acceso a una verdad que no sea la de las
significaciones. Un estilo que no consiste,
claro está, en «estilo» en el sentido de los
«efectos literarios» ni en el de los «ornatos
del discurso» —eso a lo que Borges se refirió
como a un asunto «acústico-decorativo» 14—,
sino en la exigencia de «aguzar los estilos» 15
para que estos sean capaces de perforar,
de «agujerear el pensamiento»: «se trata
de la recuperación de una tensión interna
de toda la filosofía que le es originaria, y
—18—
que es la tensión misma entre el sentido y
la verdad» 16.
El reparto de estilos, en consecuencia, es la
tarea del pensamiento en la medida en que el
pensamiento no deja de tensar el espacio entre
el sentido y la verdad. En este libro vamos a
ver cómo el «imperativo de la embriaguez» al
que se refiere Nancy en el inicio de su texto
aparece, precisamente, como el imperativo de
la verdad (para que no confundamos «la verdad
con la ejecución de un proceso»), como una
verdad imperativa que no será la de la homoiosis
o adæquatio rei et intellectus, ni la de la certeza
del cogito —ya lo hemos adelantado: en estas
páginas veremos hasta qué punto ese cogito no
existe sino ebrio y veremos de qué modo su
método se «tambalea»—, ni siquiera la de una
(des)velada aletheia, sino una verdad que se
nos impone, que nos cae encima, una verdad
que «ni se busca ni se encuentra», una verdad
«donada antes de toda donación» pero que,
sin embargo, en su «delirio báquico», en su
embriaguez, abre el sentido. Un éxtasis de
—19—
la verdad que va aparejado a la apertura del
sentido, a su venida: «la verdad sólo puede
consistir, a fin de cuentas [...], en la verdad
del sentido»17. Y la verdad que sólo consiste
en la verdad del sentido (y que aquí podría
residir precisamente en la celebérrima verdad
que está en el vino —in vino veritas—) es siem-
pre algo muy diferente de una adecuación: es
un movimiento hacia afuera, una moción y
una emoción que también franquea el corazón.
Una verdad que se da como el agua en el
discurrir de una fuente y que «no debe nada»
sino a la hospitalidad de «la garganta que la
acoge». Sujeto transformado entonces por
metonimia en su garganta y que sólo por su
estar ahí para recibir esa verdad está dando
ya cuenta de su existencia. «Yo soy» (un «yo
soy» que pronunciado no añade nada a un
«yo soy» mudo) no enuncia sino ese don de
la existencia: «yo estoy aquí, heme aquí, esté
loco, dormido o completamente atiborrado».
Así, lo que dice la Pitia embriagada por las
emanaciones del laurel es que hay que cono-
—20—
cerse a sí mismo, por supuesto, pero no para
que el autoconocimiento constituya un acceso
privilegiado y fundamental a la verdad, sino
para tratar de averiguar en qué consiste ese «sí
mismo» que hay que conocer, puesto que no
hay en la fórmula délfica ninguna «asunción
de “sí”, ninguna empresa de identificación
de sí», sino «un abismo abierto, la indistin-
ción prometida, el río sin retorno», el saber
del no saber, es decir, saber que «yo es otro»
y en el mismo momento en que se enuncia
ese «conocimiento de sí» saberse privado de
sí (y, en esta ocasión, el español, como si de
una chanza se tratara, ha forjado un uso en
argot que nos recuerda que «privar» es tomar
bebidas alcohólicas).
Veremos también en este libro cómo la
embriaguez le permite a Nancy dar un paso
más en su operación de «deconstrucción del
cristianismo» (de igual modo que, como es-
cribe en el prefacio para la edición española,
es también una «oportunidad privilegiada
para mostrar hasta qué punto es impreciso
el concepto de “secularización”»). El pan y
el vino, las santas especies en que se alteran
el cuerpo y la sangre de Cristo, y la distinción
—21—
entre ambos, vienen en este texto a confirmar,
precisamente, el «carácter espiritual» de la san-
gre y del vino frente al carácter material del
cuerpo y del pan: la sangre está del lado de la
divinidad y el espíritu «no por casualidad da
nombre a los licores más fuertes, los espíritus
del vino o los espirituosos». Y, sin embargo, la
embriaguez habría provocado asimismo la
indistinción entre el cuerpo y el alma, entre un
cuerpo duro «sólido y sustancial» y un alma
neumática «etérea y espiritual». Bebemos y nos
derramamos por dentro una «cualidad líquida»
cuya mojadura, liquidez o «licorosidad», no es
sino el espacio de confluencia, contaminación
e intercambio entre un cuerpo fluido que «fluye
de venas a arterias, circula por todas partes,
impregna y empapa las carnes, los tejidos» y
un alma líquida, «la forma de una informidad
expansiva y transvasiva, la naturaleza de una
liquidez que se adapta a los contornos que se
presentan». Todo ello no es sino otra forma
de poner en circulación aquella nota póstuma
de Freud que tanto ocupó a Nancy en otro
tiempo: Psyche ist ausgedehnt.
Para que todo eso tenga lugar, hay que
beber, porque la embriaguez, finalmente,
—22—
es «condición del espíritu», escribe Nancy,
puesto que es la que nos permite sentir el
«carácter absoluto» del espíritu, es decir, su
total distinción, su «separación con respecto
a todo aquello que no es el propio espíritu»
pero, al mismo tiempo, y en un gesto contrario
indiscernible de éste, ese carácter absoluto
consiste en el abandono de «la absolución de
lo absoluto» donde lo absoluto se abandona
tan absolutamente que «no nos distinguirnos
ya de ello», deseo de lo propio —«más ebrio
que lo propio, no hay nada», escribe Nancy—
que desea inocularse y fluir por nuestras
venas hasta la disolución, lo absoluto como
la irrigación que penetra a través del cuerpo
del que bebe y que así pierde su carácter
separado en el «sosiego simple y transpa-
rente» de la indistinción. Un espíritu, por
tanto, que es disolución y distinción a la vez,
menos «el soplo que la penetración», escribe
Nancy en L’Adoration, que «la penetración de
una acuidad que sin distender ni deshacer la
impenetrable materia —el mundo, los cuerpos,
nuestra común presencia— sin embargo le da
a ésta su holgura, su luz, en el sentido no de
lo que esclarece, sino de lo que separa, en el
—23—
sentido de un orificio abierto en el seno del
espesor compacto y común»18.
Y es también la opción metódica por el estilo,
que mencionábamos líneas más arriba, la que
en Embriaguez nos permite asimismo explicar
su danza, la danza que el texto es: el sobrio
discurso (logos que está atado a su alogon como
a las espaldas de un tigre que es él mismo)
danza por estas páginas, es más bien la danza
ebria que estas páginas escriben. Hace bailar
nombres de autor, idiomas, voces, que pasan
y que vuelven, que nos hacen bailar también
a nosotros en una fiesta, o banquete, que es
la del más riguroso pensamiento.
Baile de voces y de autores, en primer lugar,
que es la condición de posibilidad del estilo del
pensamiento, del pensamiento como estilo. Tan
imposible es decir «yo, filósofo» como decir «yo,
muerto» o «yo, miento»: imposibilidad de un
decir que no se anule en el mismo momento
de pronunciarse; inmanencia plena del decir
en lo dicho y apertura radical de éste en sí
—24—
mismo. Sólo la renuncia a la propiedad del
sentido abre el pensamiento, lo abre al estilo.
La subjetividad filosófica, tradicionalmente
salvaguardada en un espacio de alteridad
exterior al mundo, está rota desde Nietzsche
en mil pedazos —o quizás ya lo estaba en los
aforismos de Heráclito—. Embriaguez no es el
discurso de su autor, es el discurrir de esas
voces y de esos nombres, ellos mismos sin pro-
piedad, a-subjetivos: Sócrates, Hegel, Hölderlin,
Baudelaire, Lowry, Eurípides, Nietzsche, Cor-
tázar, etcétera. Ninguna tesis, ninguna posición
en ninguno de ellos, pero todos dicen sólo y
necesariamente una misma verdad, verdad de
la ebriedad, ya lo hemos visto, la única (in vino
veritas), puesto que es la verdad de lo absoluto
(el movimiento de lo absoluto y el absoluto
como movimiento): la comunicación universal
(lo absoluto «disoluto»), el universal impulso
que atraviesa todo lo existente lanzándolo
fuera de sí (-ex), la inquietante extrañeza de
lo más familiar; la absolutez de la mismidad
siempre alterada, el afuera del mundo en el
mundo. Una misma razón (la razón infinita
y sin-razón, que hay en la unidad disyuntiva
logos-alogon) es afirmada en ese baile por todos
—25—
sus danzantes, unos filósofos y otros literatos,
«todos ebrios, los poetas, sí, pero no menos
que ellos, aunque de otra manera, los filóso-
fos». Unos y otros están allí, todos ellos en su
diferencia y como diferentes, en su diferencia
idiomática y en varias lenguas: no sólo el latín
y el alemán de las distinciones semánticas
(«Saciado —saoul— proviene de satis, harto.
Satura…»; «Bei, behören, gehören: pertenecer…»,
etc.), sino los idiomas de las recreaciones con-
ceptuales (à la Descartes: “Ego sum, ego existo
ebrius”; à la Hegel: «Das Absolute ist immer schon
bei uns und will bei uns sein. Immer schon? Wie-
so?...»), los idiomas de las traducciones citadas
(Lacoue-Labarthe traduciendo a Hölderlin, los
traductores franceses de Eurípides y Nietzsche)
y, finalmente, en esta relación poco exhaustiva
que quizás se podría desgranar mucho más,
las traducciones de Nancy (Hegel, Hölderlin)
y las citas no literales (el pequeño pasaje de
Cortázar, el final à la Rabelais), también con
la firma tácita del propio Nancy.
En Sócrates aquella razón única es un es-
tilo de estar en el mundo como instalado en
una infinitud en acto que es el no-saber (esa
«corriente demasiado fuerte» de que habla
—26—
Heidegger, que hace de Sócrates «el más puro
pensador de occidente»)19: Sócrates ebrio y
sobrio al mismo tiempo, iniciando un Banquete
infinito (de infinita repetición) que aún nos
convida a bailar. Y Sócrates lo hace con He-
gel (o, mejor, éste con aquél): «…haciéndonos
recuperar a Hegel, cuyo cortejo báquico se
tambalea sobre los pasos firmes de Sócrates».
Lo absoluto hegeliano «quiere estar cerca de
nosotros» (son las palabras de Hegel, recuerda
Nancy), es este mismo deseo de cercanía de
lo absolutamente lejano, «ebriedad del infini-
to» como disolución de la propiedad y de la
particularidad cosificada. Y en el mismo paso
que Hegel, Schelling y Hölderlin, celebrando
la misma orgía de la verdad. Y cerca de ellos
(«Y Hölderlin cerca de ellos»: ¡casi podemos
ver la escena!), Spinoza, «ebrio de Dios».
Pero en el inicio de nuestra divagación y
al final («…para acabar: retorno a la literatu-
ra»), el baile literario. Baudelaire, cantando a
la «universal borrachera», al mismo son que
—27—
Apollinaire en sus Alcoholes, como el imperativo
categórico de la modernidad: «es menester
estar siempre borracho». Acompañado de su
coetáneo Wagner, pero también del antiguo
poeta chino Li Bai. Y hasta del mismo Jean-
Luc Nancy que por un momento se presenta
como poeta («Un pensamiento, un deseo, un
libro / una pizca de escarcha / emborracha»).
En la revelación de la divinidad del vino, Bau-
delaire está acompañado del mismo Jesucristo
(«esta es mi sangre derramada por vosotros»),
de Verlaine, de Valéry: cuerpo y alma, una
única hidra atravesada por la ebriedad de su
«mismidad siempre alterada». Lowry acaba,
con la extensa cita de Bajo el volcan, la «…diva-
gación de ebriedad que somos», con la misma
verdad ebria de una única clave de identidad,
de nuestra identidad, disuelta universalmente:
«…en algún lugar, tal vez, en una de aquellas
botellas rotas o perdidas, en una de esas co-
pas, se hallaba, para siempre, la clave solitaria
de su identidad. ¿Cómo volver atrás y buscar
ahora, husmear entre los vidrios rotos bajo
los eternos bares, bajo los océanos?»
Pero, a pesar de la declaración del propio
autor antes del texto de Lowry que acaba con
—28—
esa cita, la «larga divagación de ebriedad» no
acaba ahí. Sigue repitiéndose en un remolino
(«Wirbel»), en que el texto de Nancy se retoma
a sí mismo pero no del todo igual sino con
pequeñas variantes, lagunas, añadidos, ínfimos
matices que enfatizan más aún el carácter di-
ferencial que tiene toda repetición: lo que se
repite no es lo idéntico sino lo diferente, y se
repite infinitamente. El baile de las voces y
los nombres se ve duplicado o enredado ahora
en este otro baile que, sin embargo, sigue el
mismo son, de los matices, los énfasis y las
diferencias… de lo mismo. Las nuevas apari-
ciones vienen de ningún sitio (y van también
a ningún sitio), inesperadamente surgen del
hueco entre la primera divagación y su remo-
lino posterior. Algunas de ellas introducen el
pequeño giro de la reflexión: la ironía infinita
de la Sátira Menipea de la virtud del Catolicón de
España, que se ríe de sí misma; la «relación
absoluta con lo absoluto, dice K.[Kierkegaard]».
O un énfasis en la reiteración y la vuelta de
sí: «Yo puesto a distancia de mi mismidad sin
poder convertirme en otro y abandonarme
completamente»; «…hasta la confusión. Gozo,
se dice, pero es más aún, porque el gozo se
—29—
pierde más allá de sí, pero aquí todo vuelve
en sí, se reúne, se colma y se harta hasta el
agotamiento». O la descripción detallada,
enumerativa, repetitiva, del desbordamiento
del cuerpo, y la pregunta, inmediatamente
respondida, acerca de cómo lo más propio es
no tener siquiera un camino.
Junto a los anteriores diferendos, el traza-
do final de este remolino en lo que parece la
sugerencia de una experiencia desnuda, sea
la experiencia mítica o ritual de arrebato y
celebración, sea su prolongación o simulación
(«…cuya voz resuena…») por el lirismo poético
y hasta la vivacidad de la imagen escénica:
La referencia, primero, a los genios bara-jile,
maestros de la cerveza en la tradición dogón
y, con ella, de la ebriedad, «…del lenguaje, los
arrebatos y las injurias»; seguida de la extensa
cita del canto dionisíaco que se nos invita a
los lectores a escuchar en vivo, de la boca del
propio Baco, después de habernos lanzado un
abrupto «¡Cállate!» que introduce el cortante
silencio en el texto (marcado con una línea
de puntos): «Pero, escucha, escucha después
de haber oído el peán délfico, escúchalo a él».
Después, la resonancia meramente literaria de
—30—
estos entusiasmos en los inspirados poemas de
Chénier, Nietzsche, Hölderlin, seguramente
del propio Nancy («El suntuoso, rugiente,
chorreante espectáculo del cortejo báquico…»),
cantando a Baco-Dionisos; y finalmente en las
muy fugaces escenas narrativas, casi imágenes
cinematográficas, de Las Ménades, de Cortázar,
de La gaviota, de Chéjov y de Crimen y Castigo,
de Dostoievski.
La larga y ebria divagación de la ebriedad
sólo llega a su final cuando encuentra la so-
bria referencia del «Envío» con que se cierra
el libro, dirigido directamente al lector. Tres
piezas en esta sección postal final: un brindis
a la manera de Gargantúa a nuestra salud,
lectores; y acompañando al brindis, dos pistas
sobre la corporalidad del sentido que circula
por la voz que en ellas habla y por la propia
materialidad de estas páginas: el pequeño y algo
inconexo poema (probablemente del propio
autor) donde el texto mismo excribe la lucidez
extrema alcanzada sólo en el máximo delirio
y extravío de quien habla; y la doble cita de
À la recherche…, de Proust, en las que se deja
entrever (se sugiere: «corriente subterránea
de sentido» lo llamaría E. A. Poe) la doble
—31—
puntualidad —finitud infinitamente finita—,
temporal y espacial, de esta divagación, que es
Embriaguez: el poder de trastornar sólo dura el
tiempo que dura la embriaguez; el frasco que
contiene la bebida embriagadora, finalmente,
es el paradójico lugar donde la ebriedad se
excede a sí misma. Como el frasco, la ebria
divagación de la ebriedad se cierra sin más
mediación que el punto final, la página en
blanco y la devolución del libro a su opacidad
de cosa.
—32—
PREFACIO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
—34—
harán aquí los traductores?2—), con el ángel y
con la bestia habría podido decir Pascal, que
prescribía «titubead, tropezad y embriagaos,
pero no por una embriaguez de vino, trope-
zad, pero no por embriaguez», estando como
—35—
estaba él mismo despistado, titubeando entre
ebriedad y sobriedad de espíritu.
Ebriedad y sobriedad se oponen como el
estado de quien ha vaciado la botella y el de
quien ni siquiera la ha tocado (puesto que el
sobrio no es, como solemos entenderlo, aquel
que bebe moderadamente, sino literalmente
aquel que no bebe en absoluto). Pues no pro-
barla en absoluto puede llevar a beber hasta
la saciedad («à plus soif», como decimos en
francés) licores espirituales, tan divinos como
la sangre de Cristo y las emanaciones de la
Pitia. De lo espiritual a lo espirituoso no hay
más que un matiz.
Por ese motivo la filosofía no ha dejado ja-
más de beber, a pesar de todas las apariencias
que debía mantener para responder a una idea
común de la sabiduría o del conocimiento. Pero
ser filósofo consiste precisamente en saber que
sophia y sed [soif] son el mismo pensamiento.
—36—
Y mis dos traductores españoles, Cristina y
Javier, son filósofos.
Jean-Luc Nancy
Marzo de 2014
—37—
—38—
EMBRIAGUEZ
..............................................
En el total suspiro
De la respiración del mundo
Embriagarse
—Abismarse—
Sin consciencia
—Supremo deleite—
.....................................................
—40—