Cuando Cristo Venga

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CUANDO

CRISTO
VENGA
El comienzo de
lo realmente bueno

Max Lucado

Betania es un sello de Editorial Caribe,

una división de Thomas Nelson, Inc.

Copyright © 2000 Editorial Caribe

Nashville, TN—Miami, FL

E-Mail: [email protected]

www.editorialcaribe.com

Título en inglés: When Christ Comes

© 1999 Max Lucado.

Traductor: Eugenio Orellana

ISBN: 0-88113-557-7

Reservados todos los derechos.


Prohibida la reproducción total o parcial
de esta obra sin la debida autorización
de los editores.

A mi madre Thelma Lucado


Tú me diste más que el ser.
Te diste a ti misma.
Te amo.
C ONTENIDO
AGRADECIMIENTOS

CUANDO CRISTO VENGA

1. «CONFÍEN EN MI»

¿Cuándo vendrá?

Pensar en la Segunda Venida me pone incómodo. ¿Una vida que no se acaba?


¿Espacio sin límites? ¿Y Armagedón, el lago de fuego, la marca de la bestia? ¿Se
espera que entienda todo esto? ¿Se espera que todas estas cosas me hagan sentirme
bien?

2. ESPERA EXPECTANTE

Un día digno de esperarse

Algunos cristianos están tan obsesionados con los últimos días que no pueden darse
cuenta de los días presentes. Otros son exactamente lo opuesto. Saben que Jesús viene,
pero viven como si tal cosa nunca fuera a ocurrir. Unos están tan aterrorizados
mientras que los otros no se inmutan. ¿No puede haber un equilibrio?

3. EL ORIGEN DE LA ESPERANZA

Un día de prueba y de promesa

Soy del tipo cauteloso. Quiero creer en la promesa de Jesús de que volverá, pero no sé
si pueda. ¿Me voy a atrever a confiar en las palabras de un carpintero de pueblo chico,
dichas hace miles de años en una remota nación? ¿Podría realmente creer en lo que
Jesús dice sobre su venida?

4. EN LOS CÁLIDOS Y AMOROSOS BRAZOS DE DIOS

Un día de reencuentro feliz

¿Y qué pasará con mis seres queridos que han muerto? ¿Dónde están
ellos ahora? ¿Qué ocurre en el período entre nuestra muerte y el regreso de Cristo?

5. HECHO DE NUEVO

Un día de rejuvenecimiento

¿Qué es todo eso que se dice acerca de un nuevo cuerpo? ¿Cambiamos de cuerpos?
¿Será el nuevo diferente a este? ¿Reconoceré a los demás? ¿Me reconocerán a mí?

6. UNA NUEVA VESTIMENTA


Un día de redención

Heme ahí, a las puertas del cielo. Mi familia entra, mis amigos también, pero cuando
me llega el turno a mí, la puerta se cierra. ¿Cómo puedo saber que no me van a dejar
afuera?

7. ¡MIRA QUIÉN ESTÁ ENTRE LOS VENCEDORES!

Un día de premios

Puedo entender por qué algunos recibirán premios en el cielo: los mártires, los
misioneros, los héroes. ¿Pero y los tipos como yo? ¿Podré esperar algún premio para
mi?

8. LO HARÁS DE NUEVO

Un día de agradables sorpresas

A veces me pregunto si en verdad he sido diferente en este mundo. ¿Lo he sido? ¿Lo
sabré algún día?

9. EL ÚLTIMO DÍA DEL MAL

Un día de ajuste de cuentas

¿Y qué pasará con el diablo? ¿Qué le ocurrirá cuando Cristo regrese? ¿Podré
resistirlo hasta entonces?

10. GRACIA PORMENORIZADA

Un día de perdón permanente

Me asusta pensar en el día del juicio. Todo lo que he hecho saldrá a la luz ¿no es así?
¿Pero será tal cosa necesaria? Y cuando todos mis pecados secretos sean hechos
públicos, ¿no me avergonzaré? ¿No me veré humillado?

11. AMOR CAUTELOSO

Un día de justicia final

Mi pregunta tiene que ver con el infierno. ¿En realidad existe el infierno? Y si existe,
¿por qué? ¿Por qué un Dios amoroso querría enviar a la gente al infierno?

12. VER A JESÚS

Un día de gozo indescriptible


¿Podrán todos ver a Jesús? Y perdónenme la pregunta, pero ¿querré verlo? Nada es
bello para siempre. ¿Por qué Jesús tendría que ser la excepción?

13. CRUZAR EL UMBRAL

Un día de celebración sin fin

¿Por qué habrá venido Jesús por mi? Comparado con otros, soy tan poca cosa. Y he
cometido tantos errores. ¿Por qué habría de interesarse por mi?

CON UN OÍDO EN LA TROMPETA

GUÍA PARA ESTUDIO

A GRADECIMIENTOS
Hace algunos años oí una historia simpática, posiblemente apócrifa, sobre Mark Twain.
Una maestra de Escuela Dominical le contó al escritor que su nombre se había
mencionado en la clase bíblica. Uno de los niños estaba tratando de decir de memoria
los nombres de los libros del Nuevo Testamento. Y empezó diciendo: «Mateo, Mark
Twain , Lucas, Juan».

«¿Qué le parece, señor Twain?, preguntó la maestra.

«Bueno», respondió él: «la verdad es que hace tiempo que disfruto de compañeros
tan finos».

Yo puedo decir lo mismo. A través del proceso de escribir este libro he disfrutado de
la compañía de algunos de los más especiales hijos de Dios. Y a unos cuantos de ellos
quiero darles las gracias.

A mi editora, Liz Heaney. ¿Cuántos libros hemos escrito hasta ahora? Más de una
docena, ¿verdad? Con la esperanza de que cada uno sea mejor que el anterior. Cada uno
seguramente más entretenido que el anterior. Gracias por ser una amiga tan especial y
no reírte abiertamente de mis errores.

A mi asistente, Karen Hill. No sé cómo, pero tú lo haces todo. Manejas la oficina.


Controlas las interferencias. Eres mi apoyo cuando tengo problemas. Pero haciendo
todo esto, jamás pierdes la alegría y nunca agotas tus energías. ¡Eres una maravilla!
Gracias mil, Karen.

A Steve y Cheryl Green, Austin, Caroline and Claire. Tan cierto como el sol
alumbra y se pone, ustedes son amigos fieles. Gracias por tener a Jesús en nuestra
familia.
A Steve Halliday. Gracias por otra sesuda guía de estudio que desafía la mente y
pone un reto en el corazón.

A la familia de Word. No hay mejor equipo en el cual un autor pueda confiar.

A la congregación de Oak Hills. ¡Qué año hemos tenido! Nuevo edificio. Nuevas
instalaciones. Nuevo plan de actividades. ¡Qué bueno que no quisieron un nuevo pastor!
Vivimos en un tiempo de oraciones contestadas. Estoy eternamente agradecido por el
privilegio de compartir con ustedes cada semana la Palabra de Dios.

A los ancianos de Oak Hills, por su diligente cuidado pastoral de la iglesia, por su
amor de hermanos hacia mi familia, por sus incesantes oraciones por mi trabajo, muchas
gracias.

Al personal (en aumento) de Oak Hills. Ustedes son maravillosos, y me siento


orgulloso de ser parte del equipo.

A Victor y Tara McCracken. Gracias por un verano lleno de estudio. Bienvenidos a


San Antonio.

A Becky Rayburn, el ángel de la oficina. ¡Qué bendición es tenerte a ti!

A mis hijas, Jenna, Andrea y Sara, una en secundaria, una en enseñanza media y una
en la escuela elemental pero todas en mi corazón. Las amo, hijas.

Y a mi esposa, Denalyn. Para mostrarme su gracia, Dios me dio la cruz. Para


mostrarme su extravagancia, Dios me dio a ti.

Y a ti, querido lector. Para guiarte en las siguientes páginas, haré lo mejor: hablando
cuando tenga algo que decir y callando cuando no tenga nada. Y en cualquier momento
si sientes que debes cerrar el libro y ponerte a conversar con el Autor, por favor, hazlo.

Ahí estaré cuando regreses.

C UANDO C RISTO VENGA


Vas en tu auto rumbo a casa. Piensas en el juego que quieres ver o en la comida que te
gustaría comer cuando de pronto un sonido que no puedes identificar llena el aire. El
sonido viene de lo alto. ¿Una trompeta? ¿Un coro? ¿Un coro de trompetas? No sabes,
pero quieres salir de dudas. De modo que te detienes, sales del auto y miras hacia
arriba. Te das cuenta que no eres el único curioso. La carretera se ha transformado en
una playa de estacionamiento. Los autos con las puertas abiertas y la gente mirando al
cielo. Clientes salen de las tiendas. Se detiene el juego de béisbol de la liga infantil que
se desarrollaba al otro lado de la calle. Jugadores y sus padres miran las nubes .
Y lo que ellos ven, y lo que tú ves, nunca se ha visto antes .

Como si el cielo fuera una cortina, la atmósfera se abre. Una luz brillante se
proyecta hacia la tierra. No hay sombras. Ni una sola sombra. De donde sale la luz
empieza a surgir un río de color: agujas de cristal de todos los matices jamás vistos. Y
cabalgando sobre aquel mar de colores un ejército interminable de ángeles. Pasa a
través de las cortinas una miríada de ellos al mismo tiempo, hasta que llenan cada
pulgada cuadrada del cielo. Norte. Sur. Este. Oeste. Miles de alas plateadas suben y
bajan rítmicamente y sobre el sonido de las trompetas se puede oír a los querubines y
serafines, cantando: «Santo, santo, santo».

El flanco final de ángeles es seguido por veinticuatro ancianos de barba plateada y


una multitud de almas se unen a los ángeles en adoración. El movimiento se detiene y
las trompetas callan. Se oye únicamente la triunfante tripleta: «Santo, santo, santo».
Entre cada palabra hay una pausa. Con cada palabra, una profunda reverencia.
Escuchas tu voz uniéndose al coro. No sabes por qué dices esas palabras, pero sabes
que debes decirlas .

De pronto, los cielos se aquietan. Los ángeles se vuelven, tú te vuelves, todo el


mundo se vuelve, y ahí está Él. Jesús. A través de las ondas de luz ves la silueta de la
figura de Cristo el Rey. Está parado sobre un gran semental, y el semental está sobre
una nube inflamada. Él abre su boca, y sientes que cae sobre ti como un manto su
declaración: «Yo soy el Alfa y la Omega» .

Los ángeles inclinan sus cabezas. Los ancianos se quitan sus coronas. Y ante ti hay
una figura tan arrobadora que lo sabes, instantáneamente lo sabes: Nada más importa.
Las acciones en el mercado bursátil o las notas en el colegio; reunión de vendedores y
resultados del juego de fútbol. Nada tiene importancia. Todo aquello que importaba ya
no importa más, porque Cristo ha llegado ...

Me pregunto cómo te hacen sentir estas palabras. Sería interesante sentarse en un


círculo de personas o escuchar sus reacciones. Si tuviésemos que resumir en una palabra
nuestras emociones sobre el retorno de Cristo, ¿qué palabra se escucharía? ¿Qué palabra
usaríamos?

¿Incomodidad? Probablemente una palabra muy popular. Te han dicho que tus
faltas saldrán a la luz. Que tus secretos se conocerán. Se abrirán los libros y se leerán
nombres. Tú sabes que Dios es santo. Sabes que tú no lo eres. ¿Cómo no habría de hacer
que te sientas incómodo pensar en su retorno?

Además, están aquellas frases: «La marca de la bestia», «el anticristo» y «la batalla
de Armagedón». ¿Y qué me dicen de «las guerras y rumores de guerras»? ¿Y la
advertencia que hizo aquel predicador por la televisión: «Eviten cualquier número
telefónico que tenga los dígitos 666»? ¿Y ese artículo que afirmaba que el nuevo
senador era el anticristo? Decir incómodo es decir lo menos.

O quizás no creas que la palabra adecuada sea incómodo. Negarlo pudiera ser más
apropiada. (¿O no será que por negarlo te sientes incómodo?) La ambigüedad no es una
compañía grata. Preferimos respuestas y explicaciones, y el fin del tiempo parece ser
escaso en ambas cosas. En consecuencia, optas por no pensar en el asunto. ¿Para qué
pensar en lo que no te puedes explicar? Si viene, bien. Si no, bien. Prefiero irme a la
cama, mira que mañana tengo que trabajar.

¿O qué tal la palabra disgustado ? Te puede sorprender, a menos que te hayas


sentido así; entonces estableces la relación. ¿Quién podría sentirse disgustado con la
idea de la venida de Cristo? Quizá una futura madre, que quiere tener a su bebé en sus
brazos. Quizás una pareja en planes de contraer matrimonio, que quieren experimentar
la vida de casados. Quizás un soldado asignado a una base en ultramar, que quizás
querría ir a casa antes de ir al hogar.

Este trío es apenas una muestra de las muchas emociones que provoca el
pensamiento sobre el regreso de Cristo. Otras podrían ser obsesión. (Estos son los que
manejan gráficos y códigos y es-mejor-que -creas-en-la-profecía.) Pánico . («¡Vende
todo y vete a los cerros!»)

Me pregunto qué será lo que Dios quiere que sintamos. No es difícil dar con la
respuesta. En Juan 14 Jesús lo dijo con toda claridad: «No se turbe vuestro corazón;
creéis en Dios, creed también en mí ... vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo» (vv. 1,
3). Es una escena sencilla. El Padre se ha ido por un breve tiempo. Pero regresará. Y
mientras esto sucede, quiere que sus hijos vivan en paz.

Yo quiero lo mismo para mis tres hijas.

Las dejé anoche para poder terminar este libro. Con un beso y un abrazo, salí por esa
puerta pero les prometí que volvería. ¿Era mi deseo dejarlas? No. Pero este libro
necesitaba algún trabajo, y la editora necesitaba un manuscrito de modo que heme aquí,
en un escondite, aporreando el teclado de una computadora. Hemos aceptado el hecho
que es necesario un tiempo de separación para poder terminar el trabajo.

Mientras estamos separados, ¿quiero que se sientan incómodas? ¿Quisiera que


tuvieran miedo de mi regreso? No.

¿Y si lo negaran? ¿Me sentiría contento de oír que han quitado mi foto de la pared y
han eliminado mi puesto de la mesa y rehúsan hablar de mi retorno? No lo creo.

¿Y el disgusto? «Ojalá papá no vuelvas antes del viernes en la noche porque


acuérdate que tenemos ese party soñado que no nos queremos perder». ¿Seré yo una
especie de papá aguafiestas que con mi venida lo voy a echar todo a perder?

Bueno, quizás yo lo sea, pero Dios no. Y si Él es parte de nosotros, pensar en su


retorno no tendría por qué disgustar a sus hijos. Él también está lejos de su familia. Él
también ha prometido regresar. Él no está escribiendo un libro, sino que está
escribiendo historia. Mis hijas no entienden todas las complicaciones de mi trabajo;
nosotros no entendemos todos los detalles del suyo. ¿Pero qué tenemos que hacer
mientras tanto? Confiar. Pronto se terminará de escribir el último capítulo y Él
aparecerá en la puerta. Pero hasta que eso suceda, Jesús dice: «No se turbe vuestro
corazón, ni tenga miedo. Creéis en Dios, creed también en mi».

Este es el deseo de Dios. Es también el propósito de este libro.


Ningún libro puede responder todas las preguntas. Y ningún lector va a estar de
acuerdo con todo lo que dice el libro. (Algunos de ustedes van a leer sólo un par de
líneas de la descripción de su retorno y ya van a tener formada una opinión.) Pero
quizás Dios use este libro para animarte a tener paz sobre su venida.

¿Querrías analizar el fin del tiempo y sentirte mejor? ¿Querrías usar algunas
palabras optimistas respecto del regreso de Cristo? Si es así, creo que he hallado algo.

Así es que hablemos.

Capítulo 1

«CONFÍEN EN MÍ»

¿Cuándo vendrá?

No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí ...


vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo.

Juan 14.1 , 3

La paternidad está llena de desafíos. ¿Quién de nosotros no ha tenido que responder a


las preguntas que nos hacen nuestros hijos?

«Papi, ¿por qué no puedo tener dos perritos?»

«Si ustedes se casaron a los dieciocho, ¿por qué yo no?»

«Papá, ¿qué es la Viagra?»

Tales preguntas harían tartamudear a un sabio. Sin embargo, empalidecen


comparadas con la que hace un niño durante un viaje. En una encuesta llevada a cabo
por Lucado y Amigos (yo entrevisté a un par de personas en el pasillo) me encontré con
la pregunta más complicada que padre alguno haya tenido que responder. ¿Cuál es la
pregunta más temida por mamás y papás? Es la que hizo un niño de cinco años durante
un viaje: «¿Cuánto falta todavía?»

Póngannos problemas de geometría y sexualidad, pero no hagan a los padres


responder a la pregunta: «¿Cuánto falta todavía?»

Porque es una pregunta imposible. ¿Cómo hablar de tiempo y distancia a alguien


que no entiende de tiempo y distancia? El padre novato asume que los hechos serán
suficientes: «Trescientos ochenta kilómetros». ¿Pero qué es un kilómetro para un niño
que no tiene edad ni siquiera para el jardín infantil? ¡Nada! ¡Es como hablarle en chino!
El niño entonces pregunta: «¿Cuánto son trescientos ochenta kilómetros?» Ante esta
pregunta, sientes la tentación de ser un poco más técnico y entonces explicas que un
kilómetro equivale a mil metros, de modo que trescientos ochenta kilómetros
multiplicados por mil metros equivalen a trescientos ochenta mil metros. No alcanzas a
terminar la frase cuando el niño se desconecta. Se queda quietecito hasta que tú te
tranquilizas y luego te pregunta: «Papá, ¿cuánto falta todavía?»

El mundo de un pequeñín está deliciosamente libre de cuenta kilómetros y relojes de


alarma. Le puedes hablar de minutos y kilómetros, pero el niño no capta tales
conceptos. ¿Qué hacer entonces? La mayoría de los padres recurren a la creatividad.
Cuando nuestras hijas eran bebés, les encantaba ver la película La sirenita . Así es que
Denalyn y yo usábamos la película como una economía de escala. «Como si vieran tres
veces seguidas La sirenita ».

Y por unos cuantos minutos, aquello parecía funcionar. Sin embargo, tarde o
temprano, la pregunta volvía. Y tarde o temprano, decíamos lo que todos los padres
dicen: «Sólo confía en mí. Disfruta del viaje y no te preocupes por los detalles. Te
aseguro que regresaremos bien a casa».

Y nos esforzamos para que así sea. No queremos que nuestros hijos se compliquen
con los detalles. De modo que les decimos: «¡Confíen en nosotros!»

¿Suena familiar? Posiblemente. Jesús nos ha dicho lo mismo. Justo antes de su


crucifixión, dijo a sus discípulos que los dejaría. «A donde yo voy [Pedro] no me
puedes seguir ahora; mas me seguirás más tarde» ( Jn 13.36 ).

Tales palabras dieron origen a algunas preguntas. Pedro habló por sus compañeros y
preguntó: «Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora?» (v. 37 ).

Dime si la respuesta de Jesús no refleja la ternura de un padre hacia su hijo: «No se


turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre
muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar
para vosotros ... vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy,
vosotros también estéis» ( Jn 14.1–3 ).

Reduce el párrafo a una sola frase y dirá: «Confíen en mí». Un recordatorio


saludable cuando anhelamos el regreso de Cristo. Para muchos, el verbo confiar no se
asocia fácilmente con su venida.

Nuestras mentes de pre-kinder no están capacitadas para manejar los pensamientos


eternos. Cuando pensamos en un mundo sin fronteras de espacio y tiempo, no tenemos
de dónde sujetarnos. En consecuencia, nuestro Señor toma la actitud de un padre:
«Confíen en mí que yo me encargo de todo». Este es, precisamente, su mensaje en estas
cálidas palabras de Juan 14 . Pensemos en ellas por un momento.

Todas sus palabras podrían reducirse a dos: Confíen en mí . «No se turbe vuestro
corazón; creéis en Dios, creed también en mí» (v. 1 ).

Que no nos atormente el pensar en el retorno de Cristo. No nos pongamos ansiosos


por las cosas que no podemos entender. Asuntos como el milenio y el anticristo pueden
despertar nuestro interés e incluso forzarnos a pensar, pero no deben abrumarnos ni
menos dividirnos. Para el cristiano, el retorno de Cristo no es un acertijo que tenemos
que resolver ni una incógnita que hay que despejar, sino más bien es un día con el que
debemos soñar.

Jesús quiere que confiemos en Él. No quiere que nos turbemos, por eso nos alienta
con estas verdades.

Tengo amplio espacio para ustedes . «En la casa de mi Padre muchas moradas
hay» (v. 2 ). ¿Por qué será que Jesús habla de «muchas moradas»? ¿Por qué mencionará
el tamaño de la casa? Podríamos responder a esta pregunta recordando las veces que
hemos oído lo opuesto. ¿No te han dicho en más de una ocasión: «Lo siento, pero no
tenemos espacio para usted»?

¿Y en materia de trabajo: «Lamentablemente no tengo una posición para usted en mi


compañía»?

¿Y en los deportes: «No tienes cabida en el equipo»?

¿Y en las cosas del amor: «En mi corazón no hay espacio para ti»?

¿Y en materia de fanatismo: «No nos interesa alguien como usted aquí»?

Peor aún. Quizás hayas oído esto mismo en la iglesia: «Nos ha fallado muchas
veces; es mejor que se busque otra iglesia».

Unas de las palabras más tristes sobre la tierra son: «No hay lugar para ti».

Jesús conocía el sonido de estas palabras. Todavía estaba en el vientre de María


cuando el portero de la hospedería dijo: «No hay lugar para ustedes».

Cuando los residentes de su pueblo trataron de apedrearlo, ¿no le dijeron lo mismo?


«No queremos profetas en este pueblo».

Cuando los líderes religiosos lo acusaron de blasfemia, ¿no lo evitaron también?


«En este país no hay lugar para alguien que se autoproclama Mesías».

Y cuando lo colgaron de la cruz, ¿no fue el mensaje unánime de rechazo? «No hay
lugar para ti en este mundo».

Aun hoy día Jesús recibe el mismo tratamiento. Va de corazón en corazón pidiendo
que lo dejen entrar. Pero la mayoría de las veces tiene que escuchar las palabras del
portero de la hospedería de Belén: «Esto está demasiado lleno. No hay espacio para ti».

Sin embargo, de vez en cuando es bienvenido. Alguien le abre la puerta de su


corazón y lo invita a entrar. Y a esa persona Jesús le hace esta gran promesa: «No se
turbe tu corazón. Crees en Dios, cree también en mí. En la casa de mi Padre muchas
moradas hay».
Dice: «Tengo mucho espacio para ti». ¡Qué promesa más extraordinaria! Hacemos
para Él espacio en nuestros corazones, y Él hace para nosotros espacio en su casa. Su
casa tiene espacio de más.

Su casa tiene una segunda bendición:

He preparado espacio para ti . «Voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (v. 2 ).
Hace un par de años pasé una semana predicando en una iglesia en California. Los
miembros de la congregación fueron unos anfitriones increíbles. Cada comida era en
una casa diferente y cada casa tenía una mesa llena, y en cada mesa había una charla
hermosa. Pero después de unas pocas comidas, me di cuenta de algo extraño. Todas las
comidas estaban constituidas por ensaladas. Me gustan las ensaladas como a cualquiera,
pero las prefiero como acompañantes del plato principal; sin embargo, dondequiera que
iba, eran el plato principal.

Nada de carne. Nada de postres. Sólo ensaladas.

Al principio pensé que era cosa de los californianos, pero finalmente tuve que
preguntar. La respuesta me dejó perplejo. «Nos dijeron que usted no comía otra cosa
que no fueran ensaladas». Rápidamente los saqué del error, y pregunté de adónde
habían sacado aquello. Al buscar hacia atrás, llegué a descubrir que el error se había
producido entre nuestra oficina y la de ellos.

La atención era excelente, pero la información había sido mala. Me alegro que pude
corregir el problema y así pude disfrutar de algunas buenas comidas.

Pero más feliz me siento al decirte que Jesús no va a cometer tal error contigo.

Él hará por ti lo que mis amigos californianos hicieron por mí. Él está preparando un
lugar. Hay, sin embargo, ciertas diferencias. Él sabe exactamente lo que tú necesitas. No
tienes que preocuparte de que te vayas a aburrir o cansar o fastidiar viendo a la misma
gente o cantando siempre las mismas canciones. Ni te vas a impacientar por tener que
comer sólo ensaladas.

Él está preparando el lugar perfecto para ti. Me agrada la definición que John
MacArthur hace de la vida eterna: «El cielo es el lugar perfecto para la gente perfecta». 1

Confía en las promesas de Jesús. «Tengo espacio de más; he preparado un lugar


para ti».

Y un último compromiso de Jesús:

Estoy hablando en serio . «Vendré otra vez y os tomaré a mí mismo, para que
donde yo estoy, vosotros también estéis» (v. 3 ). ¿Detectas un leve cambio de tono en el
último versículo? Las primeras frases son calurosas. «No se turben». «Creen en Dios».
«Muchas moradas hay». Hay ternura en estas palabras. Pero entonces el tono cambia.
Solo levemente. La ternura continúa pero ahora está aderezada con convicción. «Vendré
otra vez...».

1 John MacArthur, The Glory of Heaven , Crossway Books, Wheaton, Ill, 1996, p. 118.
George Tulloch demostró idéntica determinación. En 1996 dirigió una expedición al
lugar donde en 1912 se hundió el Titanic. Él y su equipo recuperaron numerosos
artefactos, cosas que iban desde anteojos a joyas y vajilla. En su búsqueda, Tulloch
descubrió que un gran pedazo del casco se había desprendido y yacía no lejos de la
nave. Ver eso y pensar en la posibilidad de rescatar parte del barco fue para Tulloch una
sola cosa.

Tenían que levantar y sacar la pieza de hierro de veintidós toneladas. Pudieron


llevarla hasta la superficie, pero en ese momento se levantó una tormenta que rompió
las cuerdas y el Atlántico reclamó su tesoro. Tulloch se vio forzado a renunciar a su
empeño y a organizarse de nuevo. Pero antes de abandonar el lugar, hizo algo curioso.
Descendió a la profundidad y con el brazo robot de su submarino adhirió un pedazo de
metal a una sección del casco. En el pedazo de metal había escrito estas palabras:
«Volveré, George Tulloch». 2

Vista superficialmente, su acción pareció una humorada. Creo que nunca llegó a
preocuparse que alguien le fuera a robar ese pedazo de metal. Por un lado, estaba a casi
tres kilómetros bajo la superficie del Atlántico; y por el otro, aquello no era más que un
pedazo de chatarra. Es difícil imaginarse que alguien tuviera interés en aventurarse a
aquella profundidad para robarla.

Por supuesto se podría decir lo mismo de ti y de mí. ¿Por qué Dios habría de
esforzarse tanto para reclamarnos? ¿Qué valor pudiéramos tener para Él? Pero tiene que
haber tenido sus razones porque hace dos mil años, Él entró a las lóbregas aguas de este
mundo en busca de sus hijos. Y en todos los que le permitieron hacerlo, Él estampó su
propósito de volver.

George Tulloch lo hizo. Dos años después regresó y rescató el pedazo de hierro.

Jesús volverá también. No sabemos cuándo será que venga por nosotros. No
sabemos cómo vendrá. Y en verdad ni siquiera sabemos por qué vendrá por nosotros.
Claro, tenemos nuestras ideas y opiniones al respecto. Pero lo más que tenemos es fe. Fe
que Él tiene mucho espacio y que ha preparado un lugar y, en el momento preciso
vendrá para que estemos donde Él está.

Lo hará. Sólo tenemos que confiar.

Capítulo 2

ESPERA EXPECTANTE

Un día digno de esperarse

2 Titanic Live , transmitido por el canal Discovery el 16 de agosto de 1998; Prime Time
Live , 13 de agosto de 1998.
¡Cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y
apresurándoos para la venida del día de Dios!

2 Pedro 3.11–12

Es interesante la forma como las Escrituras recuerdan a diferentes personas. A Abraham


se le recuerda como el que confía. Piensa en Moisés, y verás a un líder. El lugar de
Pablo en las Escrituras fue esculpido por sus escritos y a Juan se le reconoce por su
amor. Pero a Simeón se le recuerda, interesantemente, no por ser un líder, ni un
predicador ni por su amor, sino por su espera.

«He aquí había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, y este hombre, justo y
piadoso, esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba sobre él» ( Lc 2.25
, énfasis del autor).

Echemos una mirada a Simeón, el hombre que sabía cómo esperar la llegada de
Cristo. La forma en que él esperaba la primera venida es un modelo para cómo esperar
nosotros la Segunda Venida.

Nuestro breve encuentro con Simeón tiene lugar ocho días después del nacimiento
de Jesús. José y María han traído a su hijo al templo. Es el día de presentar un sacrificio,
el día de la circuncisión, el día de la dedicación. Pero para Simeón, es el día de la
celebración.

Imaginémonos a un anciano de pelo canoso y aspecto marchito caminando por las


calles de Jerusalén. Los vendedores ambulantes lo saludan por su nombre. Él les
devuelve el saludo alzando la mano pero no se detiene. Los vecinos lo saludan y él hace
lo mismo pero sigue su camino. Se encuentra con un grupo de amigos que conversan en
una esquina, les sonríe pero no se detiene. Debe llegar a un lugar y no tiene tiempo que
perder.

El versículo 27 contiene la curiosa declaración: «Movido por el Espíritu, vino al


templo». Aparentemente, Simeón no había planeado ir al templo. Dios, sin embargo,
pensaba de otra manera. No sabemos cómo fue que el Espíritu lo movió a ir al templo.
Quizás un vecino que lo llamó, quizás una invitación de su esposa, o a lo mejor, una
corazonada. No lo sabemos. Pero de alguna manera Simeón supo que tenía que
olvidarse de sus planes y dejar tranquilos los palos de golf. «Creo que voy a ir a la
iglesia», anunció.

Desde nuestra perspectiva, podemos entender la razón de la inquietud. Si Simeón lo


entendió o no, no lo sabemos. Sabemos, sin embargo, que esta no era la primera vez que
Dios le susurraba algo al oído. A lo menos en otra ocasión en su vida, él había recibido
un mensaje de Dios.

«Le había sido revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese
al Ungido del Señor» (v. 26 ).

Quizás tú te preguntes qué efecto tendrá un mensaje así sobre la persona que lo
recibe. ¿En qué forma te afectaría si un día cualquiera vieras a Dios? Sabemos el
impacto que provocó en Simeón.
Él «esperaba la consolación de Israel» (v. 25 ). «Constantemente esperaba al
Mesías».

Simeón era un hombre que andaba en puntillas, los ojos bien abiertos y esperando a
aquél que vendría a salvar a Israel.

Quizás tú sabes lo que es esperar a alguien que está por llegar. Yo sí lo sé. Cuando
viajo a algún lugar para predicar, a menudo no conozco a la persona que me espera en el
aeropuerto. Alguien tendrá que ser, pero yo no conozco a tal persona. Así es que me
bajo del avión mirando cada rostro de la gente, gente a la que jamás he visto. Pero
aunque nunca he visto a la persona que me está esperando, sé que la voy a encontrar.
Quizás tenga mi nombre escrito en una pancarta, o uno de mis libros en su mano o
simplemente una expresión enigmática en su rostro. Si me preguntaran cómo voy a
reconocer a la persona que ha venido a recogerme, diría: «No sé cómo, pero la
reconoceré».

Creo que con Simeón ocurrió lo mismo. «¿Cómo reconocerás al rey, Simeón?» «No
lo sé, pero lo reconoceré». Y así se pone a buscar. Como Columbo tras sus pistas.
Estudia cada rostro que pasa a su lado. A los extraños los mira a los ojos. Anda en busca
de alguien en particular.

El idioma griego, rico como es en estos términos, tiene toda una colección de verbos
que quieren decir «mirar» o «buscar». Uno se refiere a «mirar o buscar arriba», otro a
«mirar o buscar lejos»; uno se usa en cuanto a «mirar o buscar sobre» y otro en cuanto a
«mirar o buscar adentro». «Mirar o buscar algo intensamente» requiere de otra palabra y
«mirar o buscar cuidadosamente a alguien» aun de otra.

De todas las formas de mirar o buscar la que mejor capta lo que quiere decir
«esperar la venida» es el término usado para describir la acción de Simeón:
prosdechomai. Dechomai quiere decir «esperar». Pros quiere decir «expectante».
Combínalos y tendrás el cuadro de alguien que «espera expectante». La gramática es
pobre, pero la imagen es grande. Simeón estaba esperando; ni exigiendo ni apurando las
cosas. Solo esperando.

Al mismo tiempo, estaba esperando expectante. Vigilaba pacientemente.


Tranquilamente expectante. Ojos bien abiertos. Brazos extendidos. Buscando en la
multitud el rostro preciso y con la esperanza de que ese rostro apareciera aquel mismo
día.

Ese era el estilo de vida de Simeón. Y ese puede ser el nuestro también. ¿No se nos
ha dicho, como a Simeón, de la venida de Cristo? ¿No somos también nosotros, como
Simeón, herederos de una promesa? ¿No somos nosotros movidos por el mismo
Espíritu? ¿No estamos nosotros anhelando ver el mismo rostro?

Absolutamente. De hecho, más tarde Lucas usa el mismo verbo para describir la
actitud del siervo que vigila:

Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y


vosotros sed semejantes a hombres que aguardan [ prosdechomai ] a que
su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en
seguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando
venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se
sienten a la mesa, y vendrá a servirles ( Lc 12.35–37 ).

Fíjate en la actitud de los siervos: listos y esperando. Ahora nota la acción de su


señor. ¡Se siente tan conmovido que sus sirvientes lo estén esperando que adopta la
forma de siervo y les sirve! Se sientan en la fiesta y su señor les sirve. ¿Por qué? ¿Por
qué honrarles de esa manera? Porque el Señor se siente feliz de encontrar personas que
esperen su retorno. Y premia a los que esperan expectantes.

Ambas palabras son importantes.

Primero, debemos esperar . Pablo dice: «Pero si esperamos lo que no vemos, con
paciencia lo aguardamos» ( Ro 8.25 ).

Simeón es nuestro modelo. No se sintió tan abrumado con el «todavía no» como
para ignorar el «ahora». Lucas dice que Simeón era un «hombre justo y piadoso»
( 2.25 ). Pedro nos dice que seamos como Simeón.

«Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán
con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras
que en ella hay serán quemadas. Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas,
cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir» ( 2 P 3.10–11 ).

Tremendo. ¿Qué clase de personas deberíamos ser? Pedro nos dice: «¡Cómo no
debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando [ aquí encontramos
de nuevo la palabra ] y apresurándoos para la venida del día de Dios» (vv. 11–12 ).

La espera de lo que ha de ocurrir en el futuro no es licencia para irresponsabilidad


en el presente. Esperemos expectantes, pero esperemos.

Para la mayoría de nosotros, esperar no es el problema. O, quizás deba decir que


esperar sí es nuestro problema. Somos tan expertos en esperar, que no esperamos
expectantes. Nos olvidamos de observar. Somos tan pacientes que llegamos a
conformarnos. Nos sentimos tan satisfechos. Casi no miramos a los cielos. Rara vez
corremos al templo. De vez en cuando, o quizás nunca, permitimos al Espíritu Santo
interrumpir nuestros planes y guiarnos a la adoración de tal modo que podamos ver a
Jesús.

Es a aquellos de nosotros que somos tan fuertes en la espera y tan débiles en vigilar
que nuestro Señor nos habla cuando dice: «Pero el día y la hora nadie sabe, ni aun los
ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre ... Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha
de venir vuestro Señor ... porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis»
( Mt 24.36 , 42 , 44 ).

Simeón nos recuerda que debemos «esperar expectantes». Vigilar pacientemente.


Pero no tan pacientes que dejemos de vigilar. Ni tan vigilantes que dejemos de ser
pacientes.
Al final, la oración de Simeón fue contestada: «Y él le tomó en sus brazos, y bendijo
a Dios, diciendo: Ahora, Señor, despide a tu siervo en paz, conforme a tu palabra» ( Lc
2.28–29 ).

Una sola mirada al rostro de Jesús y Simeón supo que era el momento de volver a
casa. Y una sola mirada al rostro de nuestro Salvador, y sabremos lo mismo.

Capítulo 3

EL ORIGEN DE LA ESPERANZA

Un día de prueba y promesa

Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo,


en su venida.

1 Corintios 15.23

El terremoto que sacudió a Armenia en 1989 necesitó solo de cuatro minutos para
destruir a toda la nación y matar a treinta mil personas. Momentos después que el
movimiento mortal hubo cesado, un padre corrió a la escuela a salvar a su pequeño hijo.
Cuando llegó, vio el edificio en el suelo. Mientras buscaba en medio de aquella masa de
piedras y escombros, recordó una promesa que había hecho a su hijo: «No importa lo
que ocurra, siempre estaré ahí donde tú estés». Llevado por su promesa, encontró el
lugar donde había estado el aula de la clase de su hijo y empezó a quitar los escombros.
Llegaron otros padres y empezaron también a buscar a sus hijos. «Es demasiado tarde»,
le dijeron. «Usted sabe que están muertos. No se puede hacer nada». Incluso un policía
le dijo que dejara de buscar.

Pero el padre no se dio por vencido. Durante ocho horas, luego dieciséis, luego
veintidós y finalmente treinta y seis, buscó y buscó. Sus manos estaban destrozadas y
sus fuerzas se habían agotado, pero se negaba a darse por vencido. Finalmente, después
de treinta y ocho horas de angustia, removió un gran trozo de pared y oyó la voz de su
hijo. Le gritó: «¡Arman! ¡Arman!» Y una voz le respondió: «¡Papi, aquí estoy!» En
seguida, el niño agregó estas preciosas palabras: «Les dije a los otros niños que no se
preocuparan, que si tú estabas vivo, vendrías a salvarme, y al salvarme a mí, ellos
también se salvarían porque me prometiste que sucediera lo que sucediera, siempre
estarías conmigo». 1

Dios nos ha hecho la misma promesa. «Vendré otra vez...» nos asegura. Sí, las rocas
temblarán. Sí, la tierra se sacudirá. Pero el hijo de Dios no tiene por qué tener miedo,
porque el Padre ha prometido llevarnos con Él.

1 Jack Canfield y Mark Hansen, Chicken Soup for the Soul , Health Communications,
Deerfield, Beach, FL., 1993, 273–74.
¿Pero estamos dispuestos a creer la promesa? ¿A confiar en su lealtad? ¿No
deberíamos ser cautelosos sobre la confiabilidad de tales palabras?

Quizás tú no tengas dudas. Si tal fuere el caso, quizás quieras saltar este capítulo.
Otros de nosotros, sin embargo, necesitamos un recordatorio. ¿Cómo podemos estar
seguros que lo que dijo lo hará? ¿Cómo podemos estar seguros que quitará los
escombros para dejarnos libres?

Porque ya lo hizo una vez.

Vamos a revivir ese momento. Sentémonos en el piso, sintamos la oscuridad y


dejémonos tragar por el silencio mientras miramos con los ojos de nuestros corazones
allí donde los ojos de nuestro rostro no pueden ver.

Vamos a la tumba, porque Jesús yace en la tumba.

Calma. Frío. Muerte. La muerte ha logrado su más grande trofeo. Él no está en la


tumba dormido ni descansando ni aletargado; Él está en la tumba muerto. No hay aire
en sus pulmones. No hay pensamientos en su cerebro. No hay sensibilidad en sus
miembros. Su cuerpo está tan frío y rígido como la piedra sobre la cual lo han puesto.

Los ejecutores se aseguran que así sea. Cuando a Pilato le dijeron que Jesús estaba
muerto, ordenó a los soldados que se aseguraran. Estos salieron a hacerlo. Habían visto
cómo el cuerpo del Nazareno se sacudía, incluso habían oído sus quejidos. Le habrían
quebrado las piernas para acelerar su fin, pero no había sido necesario. La lanza clavada
en el costado quitó toda duda. Los romanos conocían su trabajo. Y su trabajo había
concluido. Quitaron los clavos, bajaron el cuerpo y se lo entregaron a José y a
Nicodemo.

José de Arimatea. Nicodemo el fariseo. Se sentaban en sillas de poder y ostentaban


posiciones de influencia. Hombres de recursos y hombres de peso. Pero habrían
cambiado todo eso por un solo respiro del cuerpo de Jesús. Él había contestado la
oración de sus corazones, la oración por el Mesías. Tanto como los soldados querían su
muerte, mucho más ellos querían que viviera.

¿No crees que mientras limpiaban la sangre de su barba trataban de percibir su


respiración? ¿Que mientras pasaban el sudario alrededor de sus manos, trataban de
sentir el pulso? ¿No crees que buscaban alguna señal de vida?

Pero no encontraron nada.

Así es que hicieron con él lo que se esperaba que se hiciera con un cuerpo sin vida.
Lo envolvieron en un sudario nuevo y lo pusieron en una tumba. La tumba de José.
Apostaron soldados romanos para vigilar el cuerpo. Y la puerta de la tumba se aseguró
con un sello romano. Durante tres días, nadie podría acercarse allí.

Pero entonces, llega el domingo. Y con el domingo llega la luz. Una luz dentro de la
tumba. ¿Una luz brillante? ¿Suave? ¿Intermitente? ¿Indirecta? No lo sabemos. Pero era
una luz. Porque Él es la luz. Y con la luz vino la vida. A medida que la oscuridad se
disipa, la descomposición se revierte. El cielo sopla y Jesús respira. Su pecho se
expande. Los labios hasta entonces como de cera, se abren. Los dedos, agarrotados, se
mueven. Las válvulas del corazón empiezan a trabajar.

Y, mientras nos imaginamos el momento, nos sobrecoge el asombro.

Y estamos asombrados no solo por lo que vemos, sino por lo que sabemos. Sabemos
que también nosotros tendremos que morir. Sabemos que también nosotros seremos
sepultados. Nuestros pulmones, como los de Él, quedarán vacíos. Nuestras manos,
como las de Él, se agarrotarán. Pero la resurrección de su cuerpo y el mover de la piedra
hacen que nazca una poderosa creencia: «Creemos esto: Si estamos incluidos en la
muerte de Cristo que conquista el pecado, también estamos incluidos en su resurrección
que salva y da vida. Sabemos que cuando Jesús resucitó de la muerte aquello fue una
señal del fin de la muerte como fin de todo. Nunca más la muerte tendrá la última
palabra. Cuando Jesús murió, Él llevó nuestro pecado, pero vivo nos trae a Dios» ( Ro
6.5–9 ).

A los tesalonicenses, Pablo les dijo: «Porque si creemos que Jesús murió y resucitó,
así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en Él» ( 1 Ts 4.14 ).

Y a los corintios: «En Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido
orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo en su venida» ( 1 Co 15.22–
23 ).

Para Pablo y para cualquier seguidor de Cristo, la promesa es sencillamente esta: La


resurrección de Jesús es prueba y un anticipo de la nuestra.

¿Pero podemos confiar en esa promesa? ¿Es la resurrección una realidad? ¿Son
verdad las afirmaciones de la tumba vacía? Esta no es solo una buena pregunta. Es la
pregunta. Porque como Pablo escribió: «Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún
estáis en vuestros pecados» ( 1 Co 15.17 ). En otras palabras, si Cristo ha resucitado,
entonces sus seguidores se reunirán con Él; pero si no, entonces sus seguidores son unos
tontos. La resurrección, entonces, es la piedra angular en el arco de la fe cristiana. Si es
sólido, entonces el portal es seguro. Quítalo y la puerta de entrada se vendrá abajo.

Sin embargo, la piedra angular no se mueve fácilmente, porque si Jesús no está en la


tumba, ¿entonces dónde está?

Algunos especulan diciendo que en realidad Jesús nunca murió. Que parecía estar
muerto, pero que solo estaba inconsciente. Y que luego se despertó y salió de la tumba.
¿Cuán verosímil es, sinceramente, esta teoría? Jesús soportó torturantes azotes, sed y
deshidratación, clavos en sus manos y pies, y, lo peor de todo, una lanza en su costado.
¿Podría un hombre sobrevivir a un trato igual? Y si pudiera, ¿podría él solo rodar la
piedra de entrada de la tumba, derrotar a los guardias romanos y escapar? Difícilmente.
Queda descartada cualquiera sugerencia de que Jesús no estaba muerto.

Otros acusan a los discípulos de robarse el cuerpo para simular una resurrección.
Dicen que los seguidores de Jesús -cobradores de impuestos comunes y corrientes y
pescadores- derrotaron a los sofisticados y bien armados soldados romanos y los
detuvieron el tiempo suficiente como para remover la piedra sellada, quitar las
envolturas del cuerpo y escapar. Una tarea que luce imposible, pero de todos modos, en
caso que así haya sido, aunque los discípulos se hayan robado el cuerpo, ¿cómo se
explica el martirio de algunos de ellos? Porque muchos murieron por la fe. Murieron
por creer en el Señor resucitado. ¿Podría alguien inventar la resurrección y luego morir
por un engaño? Yo no lo creo. Tenemos que coincidir con John W. Stott, quien escribió:
«Los hipócritas y los mártires no están hechos del mismo material». 2

Algunos van más lejos y afirman que fueron los judíos los que se robaron el cuerpo.
¿Es posible que los enemigos de Jesús se hayan apropiado del cadáver? Quizás. ¿Pero
por qué habrían de querer hacerlo? Ellos querían el cuerpo en la tumba. Así es que nos
apresuramos a preguntar, si ellos se robaron el cuerpo, ¿por qué no le sacaron provecho
a la aventura? ¿Por ejemplo, exhibirlo? Poner el cadáver del carpintero en un estrado
funerario y llevarlo por toda Jerusalén y el movimiento de Jesús habría chisporroteado
como una antorcha en el agua. Pero no hicieron nada. ¿Por qué? Sencillamente porque
no lo tenían.

La muerte de Cristo fue real. Los discípulos no tuvieron nada que ver con el cuerpo.
Los judíos tampoco. ¿Entonces dónde estaba Él? Bueno, durante los últimos dos mil
años, millones han optado por aceptar la explicación sencilla que el ángel dio a María
Magdalena. Cuando ella vino a visitar la tumba y la encontró vacía, le dijo: «No está
aquí, pues ha resucitado, como dijo» ( Mt 28.6 ).

Durante tres días, el cuerpo de Jesús fue víctima de la descomposición. No estaba


descansando, como te imaginarás. Se descompuso. Las mejillas se hundieron y la piel se
puso blanca. Pero después de tres días el proceso se invirtió. Dentro de la tumba hubo
una conmoción, una profunda conmoción... y el cuerpo viviente de Cristo se incorporó.

Y en el momento que se incorporó, todo cambió. Como lo dijo Pablo: «Cuando


Jesús se levantó de entre los muertos, aquello fue una señal del fin de la muerte como el
fin de todo» (véase Ro 6.5–6 ).

¿No te emociona esa frase? «Fue la señal del fin de la muerte como el fin de todo».
La resurrección es una explosión destellante que anuncia a todos los buscadores
sinceros que no hay problema en creer. No hay problema en creer en la justicia final. No
hay problema en creer en los cuerpos eternos. No hay problema en creer en el cielo
como nuestro estado y la tierra como su estrado. No hay problema en creer en un tiempo
cuando las preguntas no nos quitarán el sueño ni el dolor nos mantendrá postrados. No
hay problema en creer en tumbas abiertas y días sin fin y alabanza genuina.

Porque podemos aceptar la historia de la resurrección, es seguro aceptar el resto de


la historia.

Gracias a la resurrección, todo cambia.

Cambia la muerte. Se creía que era el final; ahora es el principio.

Cambia el cementerio. La gente iba allí una vez a decir adiós; ahora va a decir:
«Pronto estaremos juntos de nuevo».

2 John R.W. Stott, Basic Christianity , InterVarsity, Downers Grove, Ill, 1971, 50.
Hasta los ataúdes cambian. Ya no son más una caja donde escondemos los cuerpos,
sino que son un capullo en el cual el cuerpo se guarda hasta que Dios lo libere para que
vuele.

Y un día, según Cristo, será liberado. Él volverá. «Vendré otra vez y os tomaré a mí
mismo» ( Jn 14.3 ). Y para probar que su promesa iba en serio, se removió la piedra y
su cuerpo resucitó.

Porque Él sabe que un día este mundo volverá a ser conmovido. En un abrir y cerrar
de ojo, tan velozmente como el relámpago alumbra del este al oeste, Él volverá. Y toda
persona lo verá: tú lo verás y yo lo veré. Los cuerpos se levantarán del polvo e
irrumpirán a través de la superficie del mar. La tierra temblará, el cielo rugirá, y los que
no lo conocen se estremecerán. Pero en esa hora tú no tendrás temor, porque tú lo
conoces.

Porque tú, como el niño en Armenia, has oído la promesa de tu Padre. Sabes que Él
ha quitado la piedra, no la piedra del terremoto armeniano, sino la piedra de la tumba
arimateana. Y en el momento que Él quitó la piedra, también quitó toda razón para la
duda. Y nosotros, como el niño, podemos creer las palabras de nuestro Padre: «Vendré
otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis»
( Jn 14.3 ).

Capítulo 4

EN LOS CÁLIDOS Y AMOROSOS BRAZOS


DE DIOS

Un día de reencuentro feliz

Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel,


y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán
primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos
arrebatados juntamente con ellos en las nubes
para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor.
Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras.

1 Tesalonicenses 4.16–18

Si tú eres de aquellas personas a quienes hay que recordarles lo frágiles que son los
seres humanos, tengo una escena para recordártelo. La próxima vez que pienses que la
gente ha llegado a ser demasiado estoica y autosuficiente, me gustaría llevarte a visitar
un lugar. Si te preocupas porque te parece que los corazones son demasiado duros y que
las lágrimas fluyen solo de vez en cuando, entonces déjame llevarte a un lugar donde las
rodillas de los hombres se doblan y las lágrimas de las mujeres corren a raudales.
Déjame llevarte a una escuela para que observes a los padres dejando a sus hijos en el
aula el primer día de clases.

Es una escena traumática. Mucho después que la campana de la escuela ha sonado y


las clases han comenzado, los adultos se demoran por ahí formando grupos y
apoyándose mutuamente con palabras de aliento. Aun cuando saben que la escuela es
buena, que la educación es de buen nivel, y que volverán a ver a sus hijos dentro de
cuatro breves horas, se resisten a decirles adiós.

No nos gusta decir adiós a los seres queridos.

Pero lo que se vive en las escuelas al comienzo de cada año escolar es un picnic
comparado con lo que se experimenta en un cementerio. Una cosa es dejar a un ser
querido en un ambiente familiar, pero otra bien distinta es despedirlos porque se van a
un mundo que no conocemos y que no podemos describir.

No nos gusta decir adiós a los seres queridos.

Pero tenemos que hacerlo. Aunque tratemos de evitarlo y no nos guste hablar de
ello, la muerte es una parte muy real de la vida. En algún momento cada uno de
nosotros debe soltar la mano de alguien a quien ama para dejar que la tome alguien a
quien no vemos.

¿Recuerdas la primera vez que la muerte te forzó a decir adiós? La mayoría de


nosotros lo recordamos. Un día cuando yo estaba en el tercer grado, regresé de la
escuela y me sorprendió ver el camión de mi padre estacionado frente a la casa. Lo
encontré afeitándose en el baño. «Murió tu tío Buck», me dijo. Su anuncio me
entristeció. Quería a mi tío. No lo conocía muy bien, pero lo quería. La noticia despertó
también en mí la curiosidad.

En el funeral oí palabras tales como partida, morir, irse adelante. Estos eran
términos extraños para mí. Me pregunté, ¿Partir para dónde? ¿Morir a qué? ¿Irse
adelante por cuánto tiempo?

Por supuesto, desde entonces he aprendido que yo no soy el único que se hace
preguntas acerca de la muerte. Escucha cualquier conversación sobre el retorno de
Cristo, y alguien preguntará: «¿Pero qué pasa con los que ya han muerto? ¿Qué ocurre
con los cristianos entre su muerte y el regreso de Cristo?»

Aparentemente, la iglesia en Tesalónica hacía tales preguntas. Por eso Pablo les
dice: «Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que
no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza» ( 1 Ts 4.13 ).

La iglesia de Tesalónica había sepultado a algunos de sus hermanos amados. Y


Pablo quería que los miembros que quedaran vivieran en paz a pesar de los que se
habían ido adelante. Muchos de ustedes también han sepultado a seres queridos. Y así
como Dios les habló a los de Tesalónica te habla a ti.

Si este año te toca celebrar tu aniversario de bodas solo, Él te habla.


Si tu hijo se fue al cielo antes de ir al jardín infantil, Él te habla.

Si pierdes a un ser querido en un accidente, si aprendiste más de lo que habrías


querido sobre alguna enfermedad, si tus sueños quedaron sepultados mientras se
depositaba el ataúd en la tierra, Dios te habla.

Él nos habla a todos los que nos hemos parado o tengamos que pararnos sobre el
suave polvo cerca de una tumba abierta. Y a nosotros nos dice esta palabra de
confianza: «Quiero que sepas lo que ocurre a un cristiano cuando muere, de tal manera
que cuando tal cosa sucede, ustedes no se llenen de congoja como aquellos que no
tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y volvió de nuevo a la vida,
también podemos creer que cuando Jesús retorne, Dios traerá con Él a todos los
cristianos que han muerto» ( 1 Ts 4.13–14 ).

Dios transforma nuestro pesar y desesperanza en pesar lleno de esperanza. ¿Cómo?


Diciéndonos que veremos de nuevo a nuestros seres queridos.

Bob Russell es un amigo que pastorea en Kentucky. Hace poco que falleció su
padre. El funeral tuvo lugar bajo un día frío y horrible de Pennsylvania. Los caminos
cubiertos de nieve hicieron imposible la procesión fúnebre, de modo que el director le
dijo a Bob: «Voy a llevar yo solo el cuerpo de su padre a la sepultura». Bob no podía
soportar el pensamiento de no estar presente en el momento en que su padre fuera
bajado a la tumba, así es que él, su hermano y sus hijos se acomodaron como pudieron
dentro de un vehículo con tracción en las cuatro ruedas y siguieron la carroza. Esto es lo
que escribió:

Conducimos rumbo al cementerio sobre diez pulgadas de nieve,


estacionamos a unos cuarenta metros de la sepultura de papá, con el
viento soplando a unos cuarenta kilómetros por hora, y los seis de
nosotros cargamos el ataúd hasta la tumba... Miramos cómo el cuerpo
descendía y luego nos volvimos para irnos. De pronto sentí que algo
faltaba por hacer, de modo que dije: «Tengamos una oración». Los seis
nos agrupamos y entonces yo oré: «Señor, este es un lugar frío y
solitario...» Y no pude seguir. Traté de recuperar la compostura hasta que
finalmente susurré: «Pero te doy gracias porque sabemos que estar
ausente del cuerpo es estar seguro en tus brazos cálidos y amorosos». 1

¿No es eso lo que queremos creer? Así como los padres necesitan saber que sus
hijos están seguros en la escuela, nosotros deseamos saber que nuestros amados están
seguros en la muerte. Deseamos tener la confianza que el alma va inmediatamente para
estar con Dios. ¿Pero nos atrevemos a creerlo? ¿Podemos creerlo? Según la Biblia, sí
podemos.

Es sorprendente lo poco que las Escrituras dicen sobre esta fase de nuestras vidas.
Cuando se refiere al período entre la muerte del cuerpo y la resurrección del cuerpo, la
Biblia no alza la voz; sencillamente susurra. Pero en la confluencia de estos susurros, se
oye una voz firme. Esta voz de autoridad nos asegura que, al morir, el cristiano entra

1 Tomado de Bob Russell, Favorite Stories , The Living Word Ministries, Louisville,
Ky, cassette.
inmediatamente en la presencia de Dios y disfruta conscientemente del compañerismo
con el Padre y con aquellos que han partido antes.

¿De adónde saco tales ideas? Escucha uno de estos susurros:

Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia. Mas si el vivir


en la carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué
escoger. Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo
de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor ( Flp 1.21–23 ).

El lenguaje sugiere aquí una partida inmediata del alma después de la muerte. Los
detalles de la gramática son un poco tediosos pero veamos lo que sugiere un erudito:
«Lo que Pablo está diciendo aquí es que en el momento en que él parte o muere, en ese
mismo momento está con Cristo». 2

La carta que Pablo escribió a los corintios nos ofrece otra pista. Quizás habrás oído
la frase «estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor». Pablo fue quien lo dijo: «Más
quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor» ( 2 Co 5.8 ).

En la Segunda Venida de Cristo nuestros cuerpos resucitarán. Pero obviamente en


este versículo Pablo no está hablando de eso. De otra manera no habría usado la frase
«ausentes del cuerpo». Pablo está describiendo una fase después de nuestra muerte y
antes de la resurrección de nuestros cuerpos. Durante este tiempo estaremos «presentes
al Señor».

¿No es esta, precisamente, la promesa que Jesús hizo al ladrón en la cruz? Antes, el
ladrón había reprendido a Jesús. Ahora se arrepiente y pide misericordia. «Acuérdate de
mí cuando vengas en tu reino» ( Lc 23.42 ). Probablemente el ladrón está orando para
que se le recuerde en algún tiempo distante en el futuro cuando el reino venga. No
esperaba una respuesta inmediata. Pero la recibe: «De cierto te digo que hoy estarás
conmigo en el paraíso» (v. 43). El mensaje primario de este pasaje es la gracia ilimitada
y sorprendente de Dios. El alma del creyente va a donde está el Señor, mientras que el
cuerpo aguarda la resurrección.

Cuando Esteban moría, vio «los cielos abiertos y al Hijo del Hombre que está a la
diestra de Dios» ( Hch 7.56 ). Y mientras se acercaba la muerte, oraba: «Señor Jesús,
recibe mi espíritu» (v. 59 ). Es seguro asumir que Jesús hizo precisamente eso. Aunque
el cuerpo de Esteban estaba muerto, su espíritu estaba vivo. Aunque su cuerpo fue
sepultado, su espíritu estaba en la presencia del propio Jesús.

Alguien puede no estar de acuerdo con este pensamiento. Y proponga un período


intermedio de purgación, un lugar en el cual somos castigados por nuestros pecados.

2 Anthony Hoekema, The Bible and the Future , Eerdmans, Grand Rapids, MI, 1979,
104. Analysai (partir) es un infinitivo aoristo, que describe la experiencia momentánea
de la muerte. Unido a analysai por un solo artículo está el infinitivo presente, einai
(estar). El artículo solo une los dos infinitivos de tal manera que las acciones descritas
por los infinitivos son dos aspectos de la misma cosa, como los dos lados de una misma
moneda. Pablo está diciendo aquí que en el momento que él parta o muera, en ese
mismo momento, estará con Cristo.
Este «purgatorio» es el lugar donde, por un período indeterminado de tiempo, recibimos
lo que merecen nuestros pecados para que podamos recibir justamente lo que Dios ha
preparado.

Pero dos cosas me molestan sobre esta enseñanza. Por un lado, ninguno de nosotros
puede soportar lo que nuestros pecados merecen. Por el otro, Jesús ya lo hizo. La Biblia
enseña que la paga del pecado es muerte, no purgatorio (véase Ro 6.23 ). La Biblia
también enseña que Jesús llegó a ser nuestro purgatorio y llevó nuestro castigo:
«Habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se
sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» ( Heb 1.3 ). No hay purgatorio porque el
purgatorio tuvo lugar en el Calvario.

Otros creen que mientras el cuerpo es sepultado, el alma duerme. Y los que creen tal
cosa lo hacen sinceramente. En dos diferentes epístolas, Pablo usa siete veces el término
dormir para referirse a la muerte (véase 1 Co 11.30 ; 15.6 , 18 , 20 ; 1 Ts 4.13–15 ). Se
podría deducir que el tiempo entre la muerte y el retorno de Cristo se pasa en un estado
de adormecimiento. (Y, si tal fuere el caso, ¿quién podría quejarse? Nos gusta dormir,
¿no es cierto?)

Pero hay un problema. La Biblia se refiere a algunos que ya han muerto que hacen
cualquiera cosa menos dormir. Sus cuerpos están durmiendo, pero sus almas están bien
despiertas. Apocalipsis 6.9–11 se refiere a las almas de los mártires que claman por
justicia en la tierra. Mateo 17.3 habla de Moisés y Elías, quienes aparecieron en el
Monte de la Transfiguración con Jesús. A Samuel, quien regresó de la tumba, se le
describe como usando una túnica y con la apariencia de un dios ( 1 S 28.13–14 ). ¿Y
qué podría decirse de la nube de testigos que nos rodean ( Heb 12.1 )? ¿Podría tratarse
de los héroes de la fe y de los seres queridos que se han ido antes que nosotros?

Yo creo que sí. Pienso que la oración de Bob era correcta. Cuando en la tierra hace
frío, podemos buscar calor en el conocimiento de que nuestros seres queridos están en
los cálidos y amorosos brazos de Dios.

No nos gusta decir adiós a nuestros seres queridos. Trátese de la escuela o el


cementerio, la separación es dolorosa. No está mal que lloremos, pero no necesitamos
desesperarnos. Ellos sufrieron aquí. Allá no hay dolor. Ellos tuvieron problemas aquí.
Allá no hay problemas. Tú y yo podríamos preguntar a Dios por qué se los lleva. Pero
ellos no. Ellos lo entienden. Ellos están, en este mismo momento, en paz en la presencia
de Dios.

Hace menos de un año me encontraba ministrando en San Antonio cuando uno de


nuestros miembros me pidió que hablara en el funeral de su madre. Su nombre era Ida
Glossbrenner, pero sus amigos le decían Polly.

Mientras su hijo y yo planeábamos el servicio, me contó una historia fascinante


sobre las últimas palabras que su madre había dicho. La señora Glossbrenner había
estado como inconsciente en las últimas horas de su vida. En ese tiempo no pronunció
palabra alguna. Pero momentos antes de su muerte, abrió los ojos y dijo con una voz
clara: «Me llamo Ida Glossbrenner, pero mis amigos me dicen Polly».
¿Alucinaciones? Quizás. O a lo mejor algo más que eso. Quizás Ida estaba, bueno,
en la puerta de entrada a los cielos. Su cuerpo acá. Su alma en la presencia de Dios. Y
quizás estaba identificándose.

No lo sé. Pero sí sé que cuando hace frío en la tierra, podemos encontrar refugio en
el conocimiento de que nuestros seres queridos están en los cálidos y amorosos brazos
de Dios. Y cuando Cristo venga, nosotros también lo estaremos.

Capítulo 5

HECHO DE NUEVO

Día de rejuvenecimiento

Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias;


luego los que son de Cristo en su venida.

1 Corintios 15.23

Supongamos que un día vas pasando por mi granja y ves que yo estoy allí, llorando. (No
tengo granja ni inclinación a sentarme por ahí a llorar, pero vamos a suponer que lo
hago.) Ahí estoy, sentado, desconsolado ante un surco abierto en la tierra. Preocupado,
te acercas y me preguntas qué me pasa. Te miro por debajo de mi gorra John Deere y
extiendo hacia ti mi mano empuñada. La abro y la palma aparece llena de semillas.
«Estas semillas me rompen el corazón», lloriqueo. «Me rompen el corazón», repito.

«¿Qué?»

Entre sollozos, te explico: «Pondré estas semillas en el surco y las cubriré con tierra.
Se morirán, y nunca más las volveré a ver».

Mientras yo lloro, tú estás estupefacto. Miras a tu alrededor tratando de encontrar el


camión volcado del cual estás seguro que acababa de salir ileso. Finalmente, me
explicas un principio básico de agricultura: De la muerte de la semilla nace una nueva
planta.

Me pones un dedo en el rostro y me recuerdas con toda amabilidad: «No te lamentes


por tener que sepultar la semilla. ¿No sabes que pronto vas a ser testigo de un tremendo
milagro de Dios? Con tiempo y cuidado, esta pequeña semilla saldrá de su prisión en la
tierra y florecerá con una hermosura inimaginable».

Bueno, quizás tú no seas tan dramático, pero estos son tus pensamientos. El granjero
que se ponga a llorar sobre las semillas enterradas debe recordar que el tiempo de
plantar no es tiempo de sufrir. Cualquiera persona que se lamente sobre un cuerpo
sepultado necesita recordar lo mismo. Necesitamos recordar lo que les dijo Pablo a los
corintios: «Hay un orden en esta resurrección: Cristo resucitó primero; luego, cuando
Cristo venga otra vez, todo su pueblo resucitará» ( 1 Co 15.23 ).

En el capítulo anterior vimos lo que ocurre a los cristianos entre la muerte del
cuerpo y el regreso de nuestro Salvador. En esta fase, las Escrituras nos aseguran que
nuestra alma está viva aunque nuestro cuerpo ha sido sepultado. Este es un período
intermedio en el cual estamos «ausentes del cuerpo, y presentes al Señor» ( 2 Co 5.8 ).

Al momento de morir, nuestras almas se trasladan inmediatamente a la presencia de


Dios mientras esperamos la resurrección de nuestros cuerpos. ¿Y cuándo tendrá lugar
esta resurrección?, piensas. Cuando Cristo venga. «Cuando Cristo venga otra vez, los
que son suyos resucitarán a vida, y entonces vendrá el fin» ( 1 Co 15.23–24 ).

Este versículo levanta algunas preguntas: ¿A qué se refiere Pablo con «los que son
suyos resucitarán a vida»? ¿Qué resucitará? ¿Mi cuerpo? Y si es así, ¿por qué este
cuerpo? No me gusta mi cuerpo. ¿Por qué no comenzar con algo completamente nuevo?

Volvamos a la finca y busquemos allí algunas respuestas.

Si mi alegoría de la semilla te hizo pensar, debo confesarte algo. La idea no es mía;


se la robé al apóstol Pablo. El Capítulo 15 de su carta a los corintios es el ensayo
definitivo sobre nuestra resurrección. No vamos a ver todo el capítulo, sino que vamos a
aislar unos pocos versículos y señalar algunas cosas.

Pablo escribe: «Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo
vendrán? Necio, lo que tú siembras no se vivifica, si no muere antes. Y lo que siembras
no es el cuerpo que ha de salir, sino el grano desnudo, ya sea de trigo o de otro grano;
pero Dios le da el cuerpo como Él quiso, y a cada semilla su propio cuerpo» ( 1 Co
15.35–38 ).

En otras palabras: Tú no puedes tener un nuevo cuerpo sin que muera el viejo
cuerpo. 1 O, como dice Pablo: «Lo que tú siembras no se vivifica, si no muere antes» (v.
36 ).

Un amigo me contó que el paralelismo que Pablo hace entre la siembra de la semilla
y la sepultura de los cuerpos le trae a la memoria un comentario que le hizo su hijo
menor. El niño estaba en primer grado y su clase estaba estudiando las plantas por el
mismo tiempo que su familia tuvo que asistir al funeral de un ser querido. Tiempo
después, cuando pasaban por fuera del cementerio, los dos hechos se unieron en una
sola expresión: «Mami», dijo, apuntando hacia el camposanto: «¿aquí es donde plantan
a la gente?»

Al apóstol Pablo le habría gustado oír eso. En verdad, a Pablo le gustaría cambiar
nuestra manera de pensar acerca del proceso de sepultura. El servicio que se hace junto
al hueco en la tierra no es porque se esté sepultando a alguien, sino porque se lo está
plantando. La tumba no es meramente un hueco en la tierra, sino que es un surco fértil.
El cementerio no es un lugar de descanso sino un lugar de transformación.
1 A menos, por supuesto, que estés vivo cuando Cristo regrese, y entonces igualmente
tendrías un nuevo cuerpo. Pablo dice esto en 1 Corintios 15.51
Muchos piensan que la muerte no tiene sentido. La muerte es a la gente lo que los
huecos negros son al espacio: un poder misterioso, inexplicable, antipático, voraz al que
hay que evitar como sea. Y así lo hacemos. Hacemos todo lo que podemos para vivir y
no morir. Dios, sin embargo, dice que debemos morir para vivir. Cuando se siembra una
semilla, esta tiene que morir en la tierra antes que pueda crecer (v. 6 ). Lo que nosotros
vemos como la tragedia suprema, Él lo ve como el triunfo final.

Y cuando un cristiano muere, no es tiempo para desesperarse sino tiempo para


confiar. Así como la semilla se entierra y la cáscara que la cubre se corrompe, así
nuestro cuerpo carnal será enterrado y se corromperá. Pero así también como de la
semilla sembrada brota nueva vida, así nuestro cuerpo florecerá en un nuevo cuerpo.
Como dijo Jesús: «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si
muere lleva mucho fruto» ( Jn 12.24 ), o, como dice la versión «Phillips» en inglés: «A
menos que el grano de trigo caiga en la tierra y muera, seguirá siendo un grano de trigo;
pero si muere, producirá una buena cosecha».

Si pudiéramos hacer una variación un tanto brusca a esta metáfora, permíteme saltar
de las plantas y una finca a una comida y el postre. ¿No nos gusta dejarnos seducir por
el postre? ¿No nos agrada oír al cocinero decir: «En cuanto terminen, tengo una
sorpresa para ustedes»? Dios dice algo parecido en cuanto a nuestro cuerpo. «En cuanto
terminen con el que tienen, tengo una sorpresa para ustedes».

¿Cuál es la sorpresa? ¿Cuál es este nuevo cuerpo que voy a recibir? De nuevo,
ayuda nuestra analogía de la semilla. Pablo escribió: «Cuando la siembras [la semilla],
no tiene el mismo “cuerpo” que tendrá después» ( 1 Co 15.37 ). En consecuencia,
nosotros podemos imaginarnos el nuevo cuerpo mirando al cuerpo viejo.

Pienso que te va a gustar la paráfrasis que de este texto hace Eugene Peterson:

Para este tipo de cosas no hay diagramas. Podemos tomar un paralelismo


de la jardinería. Tú siembras una semilla «muerta» y pronto tendrás una
planta. No hay similitud visual entre semilla y planta. Nunca podrías
imaginarte cómo va a lucir un tomate mirando una semilla de tomate. Lo
que sembramos en la tierra y lo que crece de eso que sembramos no se ve
igual. El cuerpo muerto que enterramos en la tierra y el cuerpo de
resurrección que surge de él son dramáticamente diferentes ( 1 Co
15.37 ).

El punto que quiere señalar Pablo es claro. No podemos imaginarnos la gloria de la


planta mirando la semilla, ni tampoco podemos tener una idea del cuerpo futuro
estudiando el cuerpo actual. Todo lo que sabemos es que este cuerpo será cambiado.

«¡Vamos, Pablo! Danos por lo menos una pista. Solo un atisbo. ¿No podrías
decirnos algo más sobre nuestros cuerpos nuevos?»

Aparentemente él sabía que preguntaríamos eso porque sigue con el tema por unos
pocos párrafos más y nos da un punto final: No podrás imaginártelo, pero una cosa te
puedo asegurar: Tu nuevo cuerpo te va a gustar.
Pablo señala tres formas en que Dios va a transformar nuestros cuerpos. Nuestros
cuerpos serán cambiados de:

1. Corrupción a incorrupción. «El cuerpo es sembrado en corrupción, pero se


levanta en incorrupción» (v. 42 ).

2. Deshonra a gloria. «Se siembra en deshonra, se resucitará en gloria» (v. 43 ).

3. Debilidad a poder. «Se siembra en debilidad, se resucitará en poder» (v. 43 ).

Corrupción. Deshonra. Debilidad. Tres palabras poco gratas usadas para describir
nuestros cuerpos. ¿Pero quién podría discutir lo contrario?

Julius Schniewind no lo haría. Él fue un distinguido erudito bíblico europeo. En la


semana final de su vida, luchó contra una dolorosa enfermedad de los riñones. Su
biógrafo cuenta cómo, una noche, después que el profesor hubo dirigido un estudio
bíblico, se quiso poner el abrigo para regresar a casa, pero un fuerte dolor lo hizo
exclamar en voz alta esta frase en griego Soma tapeinoseos, soma tapeinoseos . El
estudioso de las Escrituras estaba citando las palabras de Pablo: «Mas nuestra
ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor
Jesucristo, el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra [ soma
tapeinoseos ]» ( Flp 3.20–21 ) 2

Seguramente ni tú ni yo vamos a pronunciar frases en griego, pero sabemos bien lo


que significa vivir en un cuerpo de humillación. De hecho, algunos de ustedes conocen
esto demasiado bien. Solo por curiosidad, preparé una lista de las noticias que he oído
en las últimas veinticuatro horas sobre personas que se han enfermado. Este es el
resultado:

• A un profesor se le diagnosticó mal de Parkinson.

• Un hombre de mediana edad está preocupado por el resultado de sus exámenes.


Mañana sabremos si tiene cáncer.

• A un amigo de mi padre lo van a operar de los ojos.

• Otro amigo tuvo un infarto.

• Un ministro murió después de cuarenta años de ministerio.

¿Captas la idea? Sin duda que sí. Me pregunto si Dios no querrá usar las siguientes
pocas líneas para hablarte directamente a ti. Tu cuerpo está tan cansado, tan agotado.
Articulaciones adoloridas y músculos fatigados. Ahora entiendes por qué Pablo describe
el cuerpo como una habitación. «Gemimos ... en nuestra habitación», escribió ( 2 Co 5.2
). Tu habitación acostumbraba ser robusta y fuerte, pero el tiempo ha pasado y las
tormentas han arreciado y a este viejo cascarón se le han hecho algunas averías. Aterida
por el frío, azotada por el viento, tu habitación ya no es tan fuerte como antes fue.
2 Hans Joachim Kraus, Charisma der Theologie , tal como lo cita John Piper, Future
Grace , Multnomah Books, Sisters, Oreg, 1995, 370.
O, a lo mejor tu «habitación», tu cuerpo, nunca ha sido fuerte. Tu vista nunca ha
sido muy buena, tu oído nunca ha sido muy claro. Tu andar nunca ha sido muy
vigoroso; tu corazón nunca ha sido muy fuerte. Has observado a otros dar por
descontada la buena salud que tú nunca has tenido. Sillas de ruedas, visitas al médico,
cuartos de hospital, agujas, estetoscopios. Te vas a sentir feliz si nunca vuelves a ver en
el resto de tu vida una de estas cosas. Darías cualquiera cosa, sí, cualquiera cosa por un
solo día en un cuerpo fuerte y saludable.

Si lo anterior te describe, deja que Dios hable a tu corazón por solo un momento. El
propósito de este libro es usar el regreso de Cristo para dar ánimo a tu corazón. Pocas
personas necesitan más aliento que los enfermos. Y pocos versículos dan más ánimo
que Filipenses 3.20–21 . Leímos el versículo 20 unos pocos párrafos atrás. Saborea
ahora el versículo 21 : «El cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para
que sea semejante al cuerpo de la gloria suya» ( Flp 3.21 ).

Veamos cómo expresan esta misma idea otras versiones de la Biblia:

«Él transfigurará estos nuestros cuerpos miserables en copias de su cuerpo glorioso»


(Biblia de Jerusalén).

«Él transformará nuestro modesto ser reproduciendo en nosotros el esplendor del


suyo, con esa energía que le permite incluso someterse el universo» (Nueva Biblia
Española).

A pesar de la fraseología diferente, la promesa es la misma. Tu cuerpo será


cambiado. No recibirás un cuerpo diferente; recibirás un cuerpo renovado. Así como
Dios puede hacer un roble de una semilla y un tulipán de un bulbo, Él hace del cuerpo
viejo uno «nuevo». Un cuerpo sin corrupción. Un cuerpo sin debilidades. Un cuerpo sin
deshonra. Un cuerpo idéntico al cuerpo de Jesús.

Mi amiga Joni Eareckson Tada dice lo mismo. Cuadrapléjica a raíz de un accidente


en su adolescencia, las dos últimas décadas las ha vivido en un malestar continuo. Ella,
más que la mayoría de nosotros, conoce el significado de vivir en un cuerpo debilitado.
Al mismo tiempo, ella más que muchos de nosotros, sabe de la esperanza de un cuerpo
resucitado. Escucha sus palabras:

En alguna parte de mi cuerpo roto y paralizado está la semilla de lo que


llegaré a ser. La parálisis hizo de mí lo que soy para llegar a ser lo más
grandioso cuando se hace la diferencia entre unas piernas atrofiadas e
inservibles y unas esplendorosas piernas resucitadas. Estoy convencida
que si hay espejos en el cielo (¿por qué no habría de haberlos?) la imagen
que vea será incuestionablemente «Joni», aunque una Joni mucho mejor
y más brillante. Solo que no se puede comparar... porque tendré la
semejanza de Jesús, el hombre del cielo. 3

¿Te gustaría tener un atisbo de lo que será tu nuevo cuerpo? Echemos una mirada al
cuerpo resucitado de nuestro Señor. Después de su resurrección, Jesús pasó cuarenta

3 Joni Eareckson Tada, Heaven: Your Real Home [El cielo: tu verdadero hogar],
Zondervan, Grand Rapids, Mich, 1995, 39.
días en presencia de la gente. El Cristo resucitado no era que no tuviera cuerpo y que
estuviera solo en un estado espiritual. Definitivamente, no. Tenía un cuerpo que se
podía ver y tocar.

Pregúntale a Tomás. Tomás dijo que él no creería en la resurrección a menos que


«viere la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi
mano en su costado» ( Jn 20.25 ). ¿La respuesta de Cristo? Se apareció a Tomás y le
dijo: «Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y
no seas incrédulo, sino creyente» (v. 27 ).

Jesús no se apareció como una bruma, un viento ni con el aspecto de un fantasma.


Se apareció con un cuerpo. Un cuerpo que mantenía una conexión sustancial con el que
originalmente tenía. Un cuerpo de carne y huesos. Por eso dijo a sus seguidores: «Un
espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» ( Lc 24.39 ).

El cuerpo resucitado de Jesús, entonces, era un cuerpo real, suficientemente real


como para andar por el camino a Emaús, suficientemente real como para aparecerse en
la forma de un jardinero, suficientemente real como para tomar desayuno con sus
discípulos en Galilea. Jesús tenía un cuerpo real. 4

Al mismo tiempo, este cuerpo no era un duplicado de su cuerpo terrenal. Marcos nos
dice que Jesús «[se] apareció en otra forma» ( Mc 16.12 ). Aunque era el mismo, era
diferente. Tan diferente que María Magdalena, sus discípulos en la playa, y sus
discípulos en el camino a Emaús no lo reconocieron. Aunque invitó a Tomás a tocar su
cuerpo, pasó a través de una puerta cerrada para estar en la presencia de Tomás. 5

¿Entonces qué sabemos del cuerpo de Jesús resucitado? Era diferente a cualquiera
otro que el mundo jamás haya visto.

¿Qué sabemos sobre nuestros cuerpos resucitados? Serán tan diferentes como jamás
pudiéramos imaginarnos.

¿Vamos a lucir tan diferentes que no seremos reconocidos instantáneamente?


Quizás. (A lo mejor vamos a necesitar etiquetas.) ¿Atravesaremos las paredes? Es
posible que seamos capaces de hacer mucho más que eso.

¿Seguiremos llevando las cicatrices de dolor de la vida? ¿Las marcas de guerra?


¿Las desfiguraciones por enfermedades? ¿Las heridas por la violencia? ¿Permanecerán
estas marcas en nuestros cuerpos? Es una buena pregunta. Jesús, a lo menos durante
cuarenta días, las conservó. ¿Conservaremos las nuestras? Sobre esto solo tenemos
opiniones, pero mi opinión es que no. Pedro nos dice que «por su herida fuimos
nosotros curados» ( 1 P 2.24 ). En los registros del cielo, una sola herida es digna de
recordarse. Y esa es la herida de Jesús. Nuestras heridas no existirán.

Dios va a renovar nuestro cuerpo y hacerlo como el suyo. ¿Qué diferencia hará esto
en la manera en que vives?

Tu cuerpo, en cierta forma, durará para siempre. Respétalo .


4 Lucas 24.13-35 ; Juan 20.10-18 ; Juan 21.12-14 .
5 Juan 20.14 ; Juan 21.1–4 ; Lucas 24.16 ; Juan 20.26 .
Vivirás para siempre en este cuerpo. Será diferente. Lo que ahora es torcido será
enderezado. Lo que ahora es imperfecto será reparado. Tu cuerpo será diferente, pero tú
no querrás un cuerpo diferente. Tú tienes este. ¿Cambia la opinión que tienes de este?
Espero que sí.

Dios tiene en alta estima tu cuerpo. Tú deberías tenerla también. Respétalo. No digo
que lo adores, solo que lo respetes. Es, después de todo, el templo de Dios (véase 1 Co
6.19 ). Sé cuidadoso con lo que comes, cómo lo usas, y lo mantienes. No te gustaría que
alguien estropeara tu casa; Dios tampoco quiere que le estropeen la suya. Porque es su
casa, ¿verdad? Un poco de ejercicio y algo de dieta para la gloria de Dios no creo que
sea pedir mucho. En alguna forma, tu cuerpo durará para siempre. Respétalo.

Tengo un último pensamiento.

Tu dolor NO durará para siempre. Créelo .

¿Tienes artritis en tus coyunturas? En el cielo no la tendrás.

¿Está débil tu corazón? En el cielo será fuerte.

¿Tienes un cáncer destruyendo tu sistema? En el cielo no hay cáncer.

¿Se desconectan tus pensamientos? ¿Te está fallando la memoria? Tu nuevo cuerpo
tendrá una mente nueva.

¿Parece este cuerpo más cercano a la muerte que nunca antes? Es posible. Lo está. Y
a menos que Cristo venga antes, tu cuerpo será sepultado. Así como la semilla se pone
en la tierra, así tu cuerpo será puesto en una tumba. Y por un tiempo, tu alma estará en
el cielo mientras tu cuerpo sigue en la tumba. Pero la semilla enterrada en la tierra
florecerá en el cielo. Tu alma y tu cuerpo se reunirán y tú serás como es Jesús.

Capítulo 6

UNA NUEVA VESTIMENTA

Un día de redención

Permaneced en Él, para que cuando se manifieste tengamos confianza,


para que en su venida no nos alejemos avergonzados.

1 Juan 2.28

No pretendo ser un buen golfista, pero sí tengo que confesar que soy un adicto al golf.
Si conoces un programa de doce pasos para tratar el mal, me inscribo. «Hola. Soy Max,
un golfadicto». Me encanta jugar golf, mirar jugar golf, y, en las noches buenas, hasta
sueño con golf.

Saber esto te ayudará a entender la tremenda alegría que sentí cuando me invitaron
al Torneo de Maestros. Un boleto para el «Masters» es para el golfista como el Cáliz
Sagrado. Son igual de escasos que las bolas que logro echar a los hoyos. De modo que
estaba emocionado. La invitación vino vía el golfista profesional Scott Simpson. A cada
jugador se le da cierta cantidad de boletos y Scott nos ofreció a mi esposa y a mí dos de
los suyos. (Si alguna vez alguien hubiera dudado que Scott entraría al cielo, este gesto
suyo eliminó cualquiera duda.)

De modo que partimos para el Club de Campo «Augusta National» en Atlanta,


Georgia. Allí los trofeos de golf son como el musgo que cuelga de los árboles. Está el
campo donde Nicklaus dio el golpe. El borde donde se detuvo la bola de Mize. La pista
donde Saranson golpeó su tiro de aproximación. Yo era como un niño en una confitería.
Y, como un niño, no podía captar suficiente. No me bastaba con ver el campo de golf y
caminar por el terreno. Quería ver el salón de los trofeos. Allí es donde están en
exhibición los palos de Hoigan y Azinger. Allí es donde pasan el tiempo los jugadores.
Y allí era donde yo quería estar.

Pero no me lo permitieron. Un guarda me cerró el paso. Le mostré mi boleto, pero él


movió la cabeza. Le dije que conocía a Scott, pero tampoco sirvió. Le prometí que le
ayudaría para que su hijo mayor entrara en la universidad. Nada. «Solo caddies y
jugadores», me dijo. Claro. Él sabía que yo no era jugador. También sabía que yo no era
un caddie . En los «Masters» los caddies deben usar ropa blanca y mi ropa me delataba.
Así es que opté por retirarme, pensando que nunca lograría ver los palos y los trofeos.
Había hecho todo ese camino hasta la puerta pero me habían negado la entrada.

Muchas, muchísimas personas temen que les pase lo mismo. No en Augusta, sino en
el cielo. Temen que en la puerta les digan que no pueden entrar. Un temor lógico, ¿no te
parece? Estamos hablando de un momento fundamental. Que no lo dejen entrar a uno
para ver la historia del golf es una cosa, pero que le nieguen la entrada al cielo es otra
muy diferente.

Esta es la razón por qué algunas personas no quieren hablar del regreso de Cristo. El
tema los pone nerviosos. Puede que se trate de personas temerosas de Dios y asistentes a
la iglesia, pero así y todo, el asunto los pone mal. ¿Hay una solución para este miedo?
¿Necesitas pasar el resto de tu vida preguntándote si te van a parar en la puerta? Sí, hay
una solución y no tienes que preocuparte. Según la Biblia, es posible «saber más allá de
toda duda que tienes vida eterna» ( 1 Jn 5.13 ). ¿Cómo? ¿Cómo podemos estar seguros?

Curiosamente, todo tiene que ver con la ropa que usamos.

Jesús explicó el asunto en una de sus parábolas. Cuenta la historia de un rey que
planea una fiesta de bodas para su hijo. Se entregan las invitaciones, pero la gente «se
niega a asistir» ( Mt 22.3 ). El rey es paciente y extiende una segunda invitación. Esta
vez los siervos del rey son maltratados y muertos. El rey se pone furioso. Los asesinos
son castigados y la ciudad es destruida y la invitación se hace, ahora, a todo el mundo.
La aplicación de la parábola no es complicada. Dios invitó a Israel, sus escogidos, a
ser sus hijos. Pero ellos rechazaron la invitación. Y no solo la rechazaron, sino que
mataron a sus siervos y crucificaron a su hijo. La consecuencia fue el juicio de Dios.
Jerusalén fue incendiada y el pueblo esparcido.

Pero la parábola continúa, y el rey hace otra invitación. Esta vez se dio a todos el
acceso a la fiesta de bodas: «buenos y malos», o, judíos y gentiles. Aquí es donde
nosotros, los que no somos judíos, entramos en la parábola. Nosotros somos los
beneficiarios de la invitación amplia. Y un día, cuando Cristo venga , estaremos en la
entrada del castillo del rey. Pero la historia no termina aquí. Estar a la puerta no es
suficiente. Se requiere una ropa determinada. La parábola termina con un párrafo
estremecedor.

Retomemos la historia en el final del versículo 10 :

Y las bodas fueron llenas de convidados. Y entró el rey para ver a los
convidados, y vio allí a un hombre que no estaba vestido de boda. Y le
dijo: Amigo, ¿cómo entraste aquí, sin estar vestido de boda? Mas él
enmudeció. Entonces el rey dijo a los que servían: Atadle de pies y
manos, y echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de
dientes ( Mt 22.10–13 ).

A Jesús le encantaban los finales sorpresivos y este, además de sorpresivo, es


aterrorizador: Un hombre en el lugar correcto, rodeado por los que tenían que estar allí,
pero vestido con la ropa que no era. Y porque estaba vestido así, fue echado de la
presencia del rey.

«¿Ropa que no era? Max, me estás diciendo que Jesús se preocupa de la ropa que
vistes?»

Aparentemente, así es. De hecho, la Biblia nos habla de la ropa exacta que Dios
quiere que vistamos.

«Sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne» ( Ro
13.14 ).

«Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; porque todos los que habéis
sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos» ( Gl 3.26–27 ).

Esta ropa no tiene nada que ver con jeans o trajes. La preocupación de Dios es con
nuestra ropa espiritual. Él ofrece una túnica celestial que solo el cielo puede ver y solo
el cielo puede dar. Escucha las palabras de Isaías: «En gran manera me gozaré en
Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de salvación,
me rodeó de manto de justicia» ( Is 61.10 ).

¿Recuerdas las palabras del padre cuando el hijo pródigo volvió al hogar? Él quería
que su hijo tuviera sandalias nuevas, un anillo nuevo, ¿y qué más? Ropa nueva. «Sacad
el mejor vestido, y vestidle» ( Lc 15.22 ). Ningún hijo suyo se iba a ver como un
andrajoso. El padre quería que vistiera la mejor ropa.
Tu Padre celestial quiere para ti lo mismo.

De nuevo, esto de la ropa no tiene nada que ver con lo que la tienda te puede
ofrecer. Tiene que ver con lo que Dios te da cuando le entregas tu vida a Él. Déjame
explicarte.

Cuando una persona llega a ser un seguidor de Cristo, cuando confiesa sus pecados
y acepta la gracia de Jesús, tiene lugar un maravilloso milagro. La persona ahora está
«en» Cristo. «Por lo tanto, no hay condenación para los que están en Cristo Jesús » ( Ro
8.1 , énfasis del autor).

Juan nos anima a «permanecer en Él, para que cuando se manifieste [Cristo]
tengamos confianza ... y no nos alejemos de Él avergonzados» ( 1 Jn 2.28 ).

¿Qué quiere decir estar «en Cristo»? La ilustración de la ropa es apropiada. ¿Por qué
o para qué usamos ropa? Hay partes de nuestro cuerpo que queremos ocultar.

Lo mismo puede ser verdad en cuanto a nuestras vidas espirituales. ¿Querríamos


que Dios viera todo en nosotros? No. Si así fuese, tendríamos vergüenza y miedo.
¿Cómo podríamos esperar ir al cielo con todas nuestras faltas a la vista? «La verdadera
vida», dice Pablo: «Está escondida con Cristo en Dios» ( Col 3.3 ).

Demos un paso más hacia adelante. Imaginémonos cómo se vería en el cielo una
persona que no esté vestida de Cristo. Para bien del análisis, imagina a un ser humano
decente. Lo llamaremos Danny el Decente. Desde nuestra perspectiva, Danny no tiene
problemas. Paga sus impuestos, paga sus cuentas, atiende a su familia y respeta a sus
jefes. Es una buena persona. En realidad, si tuviéramos que vestirlo, lo vestiríamos de
blanco.

Pero el cielo ve a Danny en forma diferente. Dios ve lo que tú y yo no vemos.


Porque mientras Danny el Decente camina por la vida, comete faltas. Y cada vez que
peca aparece una mancha en su ropa. Por ejemplo, alteró la verdad cuando ayer habló
con su jefe. Una mancha. Aunque levemente, adulteró su informe de gastos. Otra
mancha. Sus compañeros estaban murmurando acerca del nuevo empleado y él, en lugar
de alejarse, se unió al chismorreo. Otra mancha. Desde nuestra perspectiva, esas son
cosas pequeñas. Pero nuestra perspectiva no importa. La de Dios sí. Y lo que Dios ve es
a un hombre cubierto de faltas.

A menos que algo ocurra, Danny será el hombre de la parábola, aquel que no estaba
vestido con la ropa adecuada. La ropa de boda, como vimos, es la justicia de Cristo. Y si
Danny enfrenta a Cristo vistiendo su propia decencia en lugar de la bondad de Cristo,
tendrá que oír lo que el hombre de la parábola oyó. «No estás vestido para una boda ...
Entonces el rey dirá a sus siervos, Atad a este hombre de pies y manos. Echadlo a las
tinieblas, donde la gente llorará y hará crujir sus dientes de dolor» ( Mt 22.12–13 ).

¿Qué pasa si Danny cambia sus ropas y acepta lo que dice Isaías que «todas nuestras
justicias [son] como trapos de inmundicia»? ( Is 64.6 ) Supongamos que va a Cristo y
ora: «Señor sácame estos andrajos y vísteme con tu gracia» y que también confiesa la
oración de este himno: «Cansado, ven a Él por descanso, desnudo, ven a Él por
vestido». 1

Si lo hace, mira lo que sucede. Jesús, en un acto visible solo a los ojos del cielo,
quita la túnica manchada y la reemplaza con su túnica de justicia. Como resultado,
Danny queda vestido en Cristo. Y, como resultado, Danny está vestido para la boda.

Para citar otro himno: «Vestido solo en su justicia, intachable de pie ante el trono». 2

Dios hace solo una exigencia para entrar al cielo: que estemos vestidos en Cristo.

Escucha cómo Jesús describe a los habitantes del cielo: «Andarán conmigo en
vestiduras blancas, porque son dignas. El que venciere será vestido de vestiduras
blancas; y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de
mi Padre, y delante de sus ángeles» ( Ap 3.4–5 ).

Escucha la descripción de los ancianos: «Y alrededor del trono había veinticuatro


tronos; y vi sentados en los tronos a veinticuatro ancianos, vestidos de ropas blancas,
con coronas de oro en sus cabezas» ( Ap 4.4 ).

¿Y cuál es la ropa de los ángeles? «Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino


finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos» ( Ap 19.14 ).

Todos están vestidos de blanco. Los santos. Los ancianos. Los ejércitos. ¿Y cómo
crees que es el vestido de Jesús? ¿También blanco?

Posiblemente. De todas las personas, la más digna de usar una túnica sin mancha, es
Jesús. Pero según la Biblia,

o es así. «Entonces vi los cielos abiertos, y ante mí un caballo blanco. El que monta
el caballo es llamado el Fiel y Verdadero, y es justo cuando juzga y pelea. Sus ojos son
como llama de fuego, y sobre su cabeza hay muchas coronas. Tiene un nombre escrito,
el cual nadie sino Él conoce. Está vestido de una túnica teñida en sangre, y su nombre es
el Verbo de Dios» ( Ap. 19–11 - 13 ).

¿Por qué la túnica de Cristo no es blanca? ¿Por qué su capa no es sin mancha? ¿Por
qué su ropa está teñida en sangre? Déjame contestarte recordando lo que Jesús hizo por
ti y por mí. Pablo dice sencillamente: «Él tomó el lugar de nosotros» ( Gl 3.13 ).

Él hizo más que cambiarnos de ropa; se puso nuestra ropa. Y en la cruz estaba
vestido con nuestra ropa de pecado. Al morir, su sangre cubrió nuestros pecados. Y los
limpió. Y gracias a esto, cuando Cristo venga, no tenemos que temer el ser rechazados
en la puerta.

Hablando de ser rechazados en la puerta, no te he contado la parte final de la historia


del Torneo de Maestros de Golf. No dudo que estarás muriéndote por saber si al fin
pude entrar al salón de los trofeos. Créaslo o no, sí logré entrar.

1 David Danner, Rock of Ages .


2 Edward Mote, The Solid Rock .
El día antes de la competencia, los golfistas juegan un partido de exhibición. Es
costumbre que den la tarde libre a sus caddies e inviten a algún familiar o amigo para
que ocupen su lugar. Bueno, Scott me invitó a mí para que fuera su ayudante. «Por
supuesto», me dijo: «tendrás que usar el overol blanco».

Yo, encantado.

Esa tarde, cuando la exhibición hubo concluido, me dirigí al edificio del club. Me
enfrenté a la misma puerta y al guarda que no me había dejado entrar, y pasé tranquilo
hasta el lugar sagrado de los golfistas. ¿Por qué ahora sí y antes no? Un día había sido
rechazado y al siguiente, era bienvenido. ¿Por qué ese cambio?

Simplemente porque ahora estaba vestido con la ropa correcta.

Capítulo 7

¡MIRA QUIÉN ESTÁ ENTRE LOS VENCEDORES!

Un día de premios

Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga,


le halle haciendo así.

Mateo 24.46

Domingo 27 de septiembre de 1998. Aun cuando los Cardenales de St. Louis no tienen
ninguna posibilidad de llegar a la final del béisbol de las Grandes Ligas, el estadio está
repleto. Se había llenado tres semanas antes, cuando con un disparo de 430 pies que
salió como bala fuera del estadio, Mark McGwire empató la marca de jonrones que
tenía Roger Maris. Se llenó al día siguiente cuando 46.100 fanáticos, así como la mitad
de la raza humana, lo vio romper el récord con un tiro pegado a la línea sobre la valla
izquierda del campo.

Y está abarrotado hoy. Desde el viernes, McGwire no ha pegado ni uno ni dos


jonrones, sino tres. Desde hacía treinta y siete años nadie había podido lograr más de
sesenta y un jonrones en una temporada; ahora, el bateador de St. Louis había logrado
sesenta y ocho. Y todavía había más. El número sesenta y nueve fue a dar a las tribunas
del costado izquierdo del estadio. Se requiere de dos llamadas para que la multitud haga
silencio. El jonrón número setenta llega en la séptima entrada. La multitud está de pie
antes que se produzca el batazo; y sigue de pie después que McGwire ha corrido
conquistando los platos.

Todos irrumpen de alegría por el jonrón. Todos aplauden el nuevo récord. Aplauden
al espectador que cogió la bola. Aplauden la temporada. Aplauden a todo.
Estoy exagerando un poco, pero realmente creo que ellos, y nosotros, aplaudimos a
cualquiera cosa. Y aplaudíamos porque él hizo lo que a nosotros nos hubiera gustado
hacer. ¿No soñaste alguna vez con estar donde estaba McGwire? Piensa un poco. Pon en
reversa la máquina de los recuerdos. ¿No fuiste tú el muchacho idealista que soñabas
con dar un batazo espectacular? ¿O ganar el premio Pulitzer? ¿O cantar en Broadway?
¿O comandar una flotilla? ¿O recibir el premio Nobel de la Paz? ¿U obtener el Oscar?

¿No hubo un tiempo cuando te paraste en medio del campo con un bate en el
hombro y tus ojos refulgiendo como estrellas? Solo unos pocos años y la liga infantil
llegaría a las mayores y entonces, ¡cuidado Babe, y Mickey y Roger, que aquí vengo yo!

Pero en la mayoría de nosotros aquello no pasó de ser un sueño que nunca se hizo
realidad. Los bates se cambiaron por calculadoras, o estetoscopios o computadoras. Y,
solo con un poco de nostalgia, nos dimos a la tarea de organizar nuestra vida.
Entendemos. No todos pueden ser un Mark McGwire.

Por cada un millón de aspirantes, solo uno lo logra. La gran mayoría de nosotros
jamás le pegamos a una bola, ni sentimos los aplausos, ni recibimos la medalla de oro ni
pronunciamos el discurso de despedida.

Y eso no tiene nada de malo. Entendemos que en la economía de la tierra hay un


número limitado de coronas.

La economía del cielo, sin embargo, es refrescantemente diferente. Las recompensas


celestiales no están limitadas a unos pocos escogidos, sino «a todos los que aman su
venida» ( 2 Ti 4.8 ). La palabra de cinco letras todos es un diamante. El círculo de los
ganadores no está reservado a un puñado de ciudadanos de élite sino a un cielo repleto
de hijos de Dios que «recibirán la corona de vida que Dios ha prometido a todos los que
le aman» ( Stg 1.12 ).

Promesa similar oímos de la boca de Jesús: Los salvados de Cristo recibirán su


recompensa. «Cuando el señor venga y halle a su siervo haciendo su trabajo, el siervo
será bienaventurado» ( Mt 24.46 ).

La promesa encuentra eco en las epístolas. «El Señor recompensará a cada uno por
las cosas buenas que haya hecho, sea esclavo o libre» ( Ef 6.8 ).

Y en las bienaventuranzas: «Regocijaos y gozaos, porque grande es vuestro


galardón en el cielo» ( Mt 5.12 ).

Para todo lo que no sabemos sobre la vida más allá, esto es suficiente. El día en que
Cristo venga será un día de recompensa. Los que eran desconocidos en la tierra, serán
conocidos en el cielo. Los que jamás oyeron los aplausos de los hombres, oirán los
aplausos de los ángeles. Los que no tuvieron la bendición de un padre, oirán la
bendición de su Padre celestial. Lo pequeño será grande. Lo olvidado será recordado.
Lo pasado por alto será honrado y la fidelidad será reconocida. Lo que McGwire oyó
bajo el Arco de St. Louis será nada comparado con lo que tú oirás en la presencia de
Dios. McGwire recibió un Corvette. Tú recibirás una corona, y no solo una, sino tres.
¿Te gustaría echarles un vistazo?
La corona de vida . «Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque
cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los
que le aman» ( Stg 1.12 ).

Para ayudarte a apreciar la eternidad, piensa en esto: El cielo será maravilloso no


solo por lo que hay allí, sino por lo que no hay. ¿Que lo repita? Con mucho gusto. El
cielo será maravilloso no solo por lo que hay allí, sino por lo que no hay .

Así como el apóstol Juan tomó nota de lo que vio en el cielo, fue cuidadoso en
mencionar lo que no vio. ¿Recuerdas su famosa lista de «no más»? Dios «enjugará toda
lágrima de sus ojos, y no habrá más muerte, ni tristeza, ni llanto, ni dolor, porque todas
estas cosas viejas habrán pasado» ( Ap 21.4 ).

¿Captaste el primer «no más»? No habrá más muerte . ¿Te imaginas un mundo sin
muerte, solo vida? Si puedes, entonces puedes imaginarte el cielo. Porque los
ciudadanos del cielo usan la corona de vida.

¿Qué has hecho hoy para evitar la muerte? Seguramente muchas cosas. Tomado tu
medicina, controlado la comida, evitado los dulces y mantenido el ojo sobre el nivel de
colesterol. ¿Por qué? ¿Por qué el esfuerzo? Porque te interesa estar vivo. Sin embargo,
en el cielo no existe esta preocupación.

En realidad, allí no vas a tener ninguna preocupación. Muchas mamás están


preocupadas de que sus niños se vayan a causar algún daño. De eso no te tendrás que
preocupar en el cielo. En el cielo no sentiremos dolor. Algunos no quieren ponerse
viejos. En el cielo esto no será problema. Todos seremos perpetuamente fuertes. Cuando
viajas en avión temes que se vayan a estrellar. En el cielo no habrá nada de esto. Que yo
sepa, en el cielo no hay aviones; y si los hay, no se estrellan, y si se estrellan, nadie
muere; así es que no hay de qué preocuparse.

El verano pasado me golpeé la espalda. Nada serio, pero suficiente como para no
dejarme dormir. Necesitaba superar ese problema así es que empecé un régimen de
ejercicios que, a mi parecer, era bastante estricto. En poco tiempo los músculos de la
espalda se fortalecieron, bajé de peso y me sentí bastante fuerte. Estaba empezando a
recibir llamadas de equipos profesionales de fútbol, revistas sobre levantamiento de
pesas y agencias de modelaje cuando estuve a punto de perderlo todo. Una señora
irrespetó una luz roja y casi choca conmigo. Logramos evitar la colisión, pero estuvo
cerca. Mi físico escultural estuvo en peligro de quedar bastante maltrecho. Mientras me
alejaba del lugar, este pensamiento empezó a dar vueltas en mi cabeza: ¿Eso es mi
recompensa por todos los ejercicios? Quiero decir, correr, comer correctamente,
levantar pesas y, sin que mediara acción de mi parte, pude haberlo perdido todo en un
segundo .

¿No es esa la forma en que se va la vida? Somos criaturas frágiles. Por supuesto, mi
experiencia es pequeña comparada con la pérdida de otros. Piensa en la madre que da a
luz solo para saber que su hijo ha nacido muerto. O en el hombre que trabaja duro para
retirarse, solo para descubrir que un cáncer no le permitirá disfrutar del retiro. O del
atleta de secundaria que entrena durísimo solo para terminar lesionado. No estamos
hechos de acero sino de polvo. Y esta vida no termina con vida sino con muerte.
La próxima vida, sin embargo, es diferente. Jesús les dijo a los cristianos de Smirna:
«Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida» ( Ap 2.10 ).

Déjame referirme a otra corona que vamos a recibir en el cielo.

La corona de justicia . «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he


guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el
Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su
venida» ( 2 Ti 4.7–8 ).

La palabra justicia se define a sí misma. Quiere decir, sencillamente, estar en una


correcta relación con Dios. El apóstol Pablo mira hacia adelante al día cuando sea
coronado en justicia. Ahora bien, el estudiante cuidadoso de la Biblia puede plantear
aquí una pregunta. ¿Ya no somos justos? ¿No dijo usted en un capítulo anterior que
cuando llegamos a ser cristianos somos vestidos en justicia? Sí, lo dije.

¿Entonces por qué también vamos a recibir una corona de justicia? ¿Qué ocurre en
el cielo que no haya ocurrido en la tierra? Es una buena pregunta que puede contestarse
usando una analogía favorita del apóstol Pablo, la analogía de la adopción.

Cuando vivíamos en Brasil, conocimos a varias familias estadounidenses que fueron


allá a adoptar niños. Pasaban días y a veces semanas inmersos en un idioma diferente y
una cultura que les era extraña. Hacían todo lo que se les decía que hicieran, incluyendo
el pago de cuantiosas sumas con la esperanza de regresar a los Estados Unidos con un
niño.

En algunos casos la adopción se completaba antes que el niño naciera. Por razones
financieras, la pareja a menudo tenía que regresar a los Estados Unidos y esperar allí
que tuviera lugar el alumbramiento. Piensa en la posición de estas personas: Habían
firmado los papeles, había entregado el dinero, pero el niño aun no había nacido.
Regresarían al Brasil una vez que el bebé hubiera nacido para reclamarlo como suyo.

¿No ha hecho Dios lo mismo con nosotros? Entró en nuestra cultura, doblegó la
resistencia y pagó un precio inconmensurablemente alto requerido para la adopción.
Legalmente somos suyos. Tenemos todos los derechos legales de un hijo. Solo
esperamos por su retorno. Estamos, como dice Pablo: «Esperando que Dios termine de
hacernos sus hijos» ( Ro 8.23 )

Actualmente estamos en una relación correcta; estamos vestidos con Cristo. Pero
cuando Jesús venga, la relación será «correctísima» (reconozco que esta quizás no es la
palabra adecuada). Nuestra vestimenta se completará. Seremos coronados con justicia.
Estaremos correctamente relacionados con Dios.

Piensa en lo que esto significa. ¿Qué impide que las personas estén correctamente
relacionadas con Dios? El pecado. Y si el cielo promete una perfecta relación con Dios,
¿qué no hay en el cielo? Exactamente. Pecado. El cielo está libre de pecado. Tanto la
muerte como el pecado serán cosas del pasado.
¿Tiene importancia esto? Yo creo que sí. Antes tratamos de imaginarnos un mundo
sin muerte; hagamos ahora lo mismo pero sin pecado. ¿Puedes imaginarte un mundo sin
pecado? ¿Has hecho algo recientemente motivado por el pecado?

A lo menos te habrás quejado. O te habrás preocupado. O habrás refunfuñado. O


quizás has acumulado cuando debiste compartir. Te has alejado cuando debiste ayudar.
Lo «has pensado mejor y has decidido que mejor no». Pero tú no harás eso en el cielo.

Debido al pecado, has explotado con alguien a quien amas y has discutido con
alguien a quien acaricias.

Te has sentido avergonzado, culpable, amargado. Tienes úlceras, insomnio, días


oscuros y un dolor en el cuello. Pero nada de eso tendrás en el cielo.

Debido al pecado, el joven es víctima de abusos y el viejo es olvidado. Por el


pecado, se maldice a Dios y se adoran las drogas. Por el pecado, el pobre tiene cada vez
menos y el rico quiere cada vez más. Por el pecado, los bebés no tienen papás y las
mamás no tienen esposos. Pero en el cielo, el pecado no tendrá ningún poder; de hecho,
el pecado no existirá en el cielo. Allí no habrá pecado.

El pecado ha engendrado miles de congojas y ha roto millones de promesas. Tu


adicción puede seguirse en el pasado hasta llegar al punto inicial que no es otro que el
pecado. Tu desconfianza puede seguirse en el pasado hasta llegar al punto inicial que no
es otro que el pecado. La intolerancia, el robo, el adulterio, todo es provocado por el
pecado. Pero en el cielo todo esto no existirá.

¿Puedes imaginarte un mundo sin pecado? Si puedes, entonces puedes imaginarte el


cielo.

Permíteme hacer más práctica esta promesa. Hace algún tiempo, un amigo me hizo
una pregunta sobre la eternidad. Tenía que ver con su ex esposa. Ahora ella es cristiana
y él es cristiano. Pero las cosas siguen bastante tirantes entre ellos. Se preguntaba cómo
se sentiría al verla en el cielo.

Le dije que se sentiría fabuloso. Le dije que verla lo emocionaría. ¿Por qué?
Preguntémonos qué es lo que causa las tensiones entre la gente. En una palabra, el
pecado . Si no hay pecado, no hay tensión. Cero tensión. Ningún tipo de tensión entre
ex y ex, entre blanco y negro, entre abusado y abusador, e incluso entre víctimas de
homicidio y homicida arrepentido.

Se hará realidad la hermosa profecía de Isaías 11 : «Entonces el lobo vivirá en paz


con el cordero, el leopardo se echará junto al cabrito. El becerro, el león y el ternero
comerán juntos, y un niño los pastoreará» ( Is 11.6 ).

Casi un milenio más tarde, Juan hace una promesa similar. El cielo será grande,
dice, no solo por lo que habrá allí, sino por lo que no habrá. Dios «enjugará toda
lágrima de sus ojos, y no habrá más muerte, tristeza, llanto ni dolor, porque todas las
cosas viejas pasaron» ( Ap 21.4 ).
La lista de Juan podría seguir hasta el infinito. Como en el cielo no habrá pecado ni
muerte, tampoco habrá ______________________________. Pon en el espacio en
blanco lo que desees añadir a la lista de Juan. No más aspirinas. Quimioterapia. Sillas de
ruedas. Divorcio. Cárceles o corazones rotos. Miembros paralizados o automóviles
volcados.

Recibir la corona de la vida significa no más muerte. Recibir la corona de justicia


significa no más pecado. Y recibir la corona de gloria significa no más derrota.

Veamos esta última corona.

La corona de gloria . «Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros


recibiréis la corona incorruptible de gloria» ( 1 P 5.4 ).

Cuando estaba en la secundaria, Mark McGwire estuvo a punto de perderse como el


gran beisbolista que llegó a ser. Quería ser golfista. Pero no lo fue. Algo lo desanimó.
Cuando ya estaba de lleno en la carrera de beisbolista, casi abandona de nuevo. Ni su
matrimonio ni la temporada tuvieron nada que ver. Sencillamente le comunicó a su
esposa que iba a dejar todo, pero algo se lo volvió a impedir. Luego vinieron las
lesiones en los pies. Desde 1992 a 1995 tuvo que soportar múltiples cirugías lo que le
hizo perder dos tercios de los juegos. Les dijo a sus padres que abandonaría. Pero algo
lo hizo seguir adelante.

¿Qué fue ese algo? Un sueño. En alguna parte se hizo la idea de que habría de
lograrlo. Y mucho antes de ello, su nombre empezó a mencionarse junto a los de Ruth y
Maris, mucho antes lo apodaron el bateador de St. Louis o Big Mac, mucho antes los
fanáticos creyeron que él podría y él mismo pensó que podría. Soñaba con romper el
récord. Puso sus ojos en el precio y no desmayó.

¿Podría concluir con una palabra especial para un grupo muy especial? Muchos de
ustedes jamás han ganado un premio. O quizás fuiste decurión en tu tropa de Boy
Scouts o estuviste a cargo de las sodas en la fiesta de Navidad de la escuela, pero de ahí
no pasaste. Nunca ganaste mucho, en cambio observas a los Mark McGwires de este
mundo llevándose a casa todos los trofeos. Lo tuyo no pasó de ser «casi» y «qué lindo
habría sido que...»

Si tal ha sido tu caso, entonces apreciarás esta promesa: «Y cuando aparezca el


Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria» ( 1 P
5.4 ).

Pronto el día llegará. Lo que el mundo ha pasado por alto, tu Padre te lo ha


recordado, y más pronto de lo que te imaginas, te bendecirá. Mira lo que dice Pablo
sobre esto: «Cada uno recibirá su alabanza de Dios» ( 1 Co 4.5 ).

¡Qué frase increíble! Cada uno recibirá su alabanza de Dios . No «el mejor de
nosotros», ni «unos pocos de nosotros», ni «los que lo logren entre nosotros», sino que
«cada uno recibirá su alabanza de Dios».

Tú no vas a querer perderte esto. Dios hará que tal cosa no ocurra. De hecho, Dios
mismo será quien dé la alabanza. Cuando se trata de dar reconocimiento, Dios no delega
ese trabajo. No será Miguel quien ponga las coronas, ni será Gabriel quien hable en
nombre del trono. Dios mismo será quien ofrezca los honores. Dios mismo ensalzará a
sus hijos.

¡Y lo más extraordinario es que la alabanza es personal! Pablo dice: «Cada uno


recibirá su alabanza de Dios» ( 1 Co 4.5 ). Las recompensas no se darán a una nación
entera de una vez, a una iglesia entera de una vez, ni a una generación entera de una
vez. Las coronas se darán una a la vez. Dios mismo te mirará a los ojos y te bendecirá
con estas palabras: «Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te
pondré; entra en el gozo de tu señor» ( Mt 25.23 ).

Con eso en mente, permíteme animarte a que te mantengas firme. No cedas. No


mires hacia atrás. Deja que Jesús hable a tu corazón y diga: «He aquí yo vengo pronto;
retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona» ( Ap 3.11 ).

Capítulo 8

LO HARÁS DE NUEVO

Un día de agradables sorpresas

Ustedes son nuestra esperanza y gozo, y la corona de la que


nos sentiremos orgullosos cuando el Señor Jesucristo venga.

1 Tesalonicenses 2.19

Oskar Schindler tenía su fama. Era mujeriego y bebedor. Sobornaba a los oficiales del
ejército y era miembro del Partido Nazi. Sin embargo, enterrado en la oscuridad de su
corazón había un diamante de compasión por los judíos condenados de Krakow,
Polonia.

Mientras Hitler trataba de matar, Schindler trataba de salvar. Sabía que no podría
salvarlos a todos, pero sí a algunos, y así lo hizo. Lo que comenzó como una fábrica
lucrativa se transformó en un refugio para mil cien afortunados cuyos nombres llegaron
a estar en su lista, la lista de Schindler.

Si viste la película de ese mismo nombre, seguramente recordarás cómo termina la


historia. Con la derrota de los nazis vino el cambio de papeles. Ahora Schindler sería el
perseguido y los prisioneros serían libres. Oskar Schindler se prepara para deslizarse en
la noche. Mientras camina hacia su automóvil, los trabajadores de su fábrica forman una
fila a ambos lados del camino. Han venido a agradecer al hombre que les ha salvado la
vida. Uno de los judíos le presenta una carta firmada por cada uno de ellos,
documentando su proeza. Le dan también un anillo hecho del oro extraído de un diente
de uno de los trabajadores. En el anillo han grabado un versículo del Talmud: «Quien
salva una sola vida, salva al mundo entero».

En ese momento, en el aire fresco de la noche polaca, Schindler es rodeado por los
liberados. Filas de rostros. Esposos con sus esposas. Padres con sus hijos. Todos saben
lo que Schindler hizo por ellos. Nunca lo olvidarán.

¿Qué pensamientos habrán corrido por la mente de Schindler en ese momento?


¿Qué emociones afloran cuando una persona se encuentra cara a cara con personas
cuyas vidas ayudó a cambiar?

Algún día se sabrá. Schindler veía los rostros de los liberados; tú también los verás.
Schindler oía las palabras de gratitud de los redimidos; tú oirás lo mismo. Él estaba en
medio de una comunidad de almas rescatadas; lo mismo está reservado para ti.

¿Cuándo ocurrirá esto? Ocurrirá cuando Cristo venga. La promesa de 1


Tesalonicenses 2.19 no está limitada al apóstol Pablo. Me explico. «Vosotros sois
nuestra esperanza, nuestro gozo, y la corona de la cual nos sentiremos orgullosos
cuando el Señor Jesucristo venga» ( 1 Ts 2.19 ).

Han transcurrido unos seis meses desde que Pablo dejó Tesalónica. Él, Timoteo y
Silas pasaron tres productivas semanas en la ciudad. El resultado de su permanencia allí
fue un núcleo de creyentes. Lucas ofrece en una frase el perfil de la iglesia cuando
escribe: «Algunos de ellos [los judíos] se convencieron y se unieron a Pablo y Silas,
junto con muchos de los griegos que adoraban a Dios y muchas de las mujeres
importantes» ( Hch 17.4 ).

Es un grupo ecléctico el que asiste a los servicios de la primitiva iglesia: Algunos


son judíos, algunos son griegos, algunos son mujeres de influencia, pero todos están
convencidos que Jesús es el Mesías. Y en poco tiempo, todos pagan un precio por su fe.
Literalmente. Los nuevos creyentes son llevados a la presencia de los líderes de la
ciudad y forzados a pagar una fianza para que los dejen libres. Esa noche ayudan a
Pablo, a Timoteo y a Silas a huir de la ciudad.

Pablo tiene que salir, pero parte de su corazón sigue en Tesalónica. La pequeña
iglesia es tan joven, tan frágil, pero tan especial. Con solo pensar en ellos se siente
orgulloso. Anhela verlos de nuevo. «Damos siempre gracias a Dios por todos vosotros,
haciendo memoria de vosotros en nuestras oraciones» ( 1 Ts 1.2 ). Sueña con el día
cuando pueda verlos de nuevo y, aun más, sueña con el día en que puedan ver a Cristo
juntos.

Nota lo que les dice: «Vosotros sois nuestra esperanza, nuestro gozo y la corona de
la cual nos sentiremos orgullosos cuando el Señor Jesucristo venga» ( 1 Ts 2.19 ). El
versículo evoca una imagen parecida a la de Schindler y los sobrevivientes. Un
encuentro entre los liberados y el que los condujo a la libertad. Un momento en el cual
los salvados pueden reunirse con el que los guió a la salvación.

En este caso Pablo se reunirá con los tesalonicenses. Escudriñará ese mar de rostros
en busca de los de sus amigos. Ellos lo encontrarán a él y él los encontrará a ellos. Y, en
la presencia de Cristo, disfrutarán de una reunión eterna.
Trata de imaginarte haciendo lo mismo. Piensa en el día cuando Cristo venga. Tú
estás en el gran círculo de los redimidos. Tu cuerpo ha sido hecho nuevo. No más dolor
ni problemas. Tu mente ha sido hecha nueva. Lo que una vez entendiste en parte, ahora
lo entiendes claramente. No sientes miedo, peligro, ni pena. Aunque tú eres uno en
medio de una muchedumbre, es como si Jesús y tú estuvieran solos.

Y Él te hace esta pregunta. Ahora estoy imaginando, pero me pregunto si Jesús no


podría realmente decirte estas palabras: «Me siento tan orgulloso que me hayas
permitido usarte. Por ti, otros están aquí hoy. ¿Quieres conocerlos?»

Es probable que te sorprenda una declaración así. Que el apóstol Pablo escuche estas
palabras no sería nada de extraño. Él fue un apóstol. Que se las digan a un misionero
lejos de su tierra o a un famoso evangelista se entendería, ¿pero a ti?

La mayoría de nosotros no sabemos hasta dónde influimos en las vidas de otros (lo
cual es bueno, porque de haberlo sabido, a lo mejor nos habríamos vuelto arrogantes).
La mayoría de nosotros quizás nos sintamos impulsados a preguntar, con las palabras de
Mateo 25.37 : «Maestro, ¿de qué estás hablando?»

En este punto quizás Jesús -de nuevo estoy suponiendo- se vuelva a la multitud y
con su mano sobre tu hombro, les diga: «¿Hay alguien aquí que haya recibido alguna
influencia de este hijo mío?» Y uno por uno, empiezan a pasar al frente.

El primero es tu vecino, un viejo rudo que vivía al lado de tu casa. Para ser sincero,
no esperabas volverlo a ver. «Usted nunca se enteró que yo lo observaba», explica.
«Pero lo hacía. Y por usted, yo estoy aquí».

Y luego viene un puñado de personas, una media docena o algo así. Uno habla por
todos y dice: «Usted se encargaba de los devocionales de los jóvenes cuando nosotros
éramos unos muchachitos. No abría mucho la boca, pero sí abría su casa para nosotros.
Aceptamos a Cristo en su sala de estar».

La línea continúa. Un compañero de trabajo dice de la forma en que controlabas tu


genio. Un recepcionista recuerda la atención con que lo saludabas cada mañana.

Alguien a quien ni siquiera recuerdas menciona las veces que lo visitaste en el


hospital. Ibas a ver a un amigo en la cama de al lado, pero al salir te detenías junto a esta
persona que se veía tan sola y le decías alguna palabra de esperanza.

Pero lo que más te asombra es que haya personas de otros países. Porque nunca
viajaste a Asia, o a África, o a América Latina, pero mira. Camboyanos, nigerianos,
colombianos. ¿Cómo pudiste haber sido una influencia para ellos? Jesús te recuerda de
los misioneros que se cruzaron en tu vida. Tus amigos decían que eras demasiado bueno
con ellos. Siempre les dabas dinero. «Yo no puedo ir, pero puedo ayudar a que vayan»,
decías. Ahora entiendes. No era que fueras demasiado generoso, sino que el Espíritu
Santo te hacía ser así. Y porque fuiste obediente al Espíritu, Utan de Cambodia quiere
darte las gracias. Y Kinsley de Nigeria y María de Colombia.

Y sin darte cuenta, tú y tu Salvador se encuentran rodeados por una maravillosa


colección de almas a las que tú influiste. A algunos conoces, a la mayoría no, pero por
cada uno sientes lo mismo. Sientes lo que Pablo sentía por los tesalonicenses: orgullo.
Entiendes lo que él quiso expresar cuando dijo: «Vosotros sois nuestra esperanza,
nuestro gozo y la corona de la que nos enorgulleceremos cuando nuestro Señor
Jesucristo venga» ( 1 Ts 2.19 ).

No un orgullo altanero del tipo mira-lo-que-fui-capaz-de-hacer, sino un gozo


sobrecogedor que dice: «Me siento tan orgulloso de tu fe».

Pero Jesús no ha terminado todavía. A Él le gusta dejar lo mejor para lo último y


pienso que lo mismo hará en el cielo. Has visto a tus vecinos, a tus compañeros de
trabajo, a personas a quienes apenas conociste, a extranjeros a quienes jamás viste, pero
hay todavía otro grupo. Y Jesús separa a la multitud para que puedas verlos.

Tu familia.

Tu esposa es la primera en abrazarte. Hubo tiempos cuando parecía que todo


terminaría en fracaso, pero ahora, oyes que te dicen al oído: «Gracias porque tuviste
paciencia conmigo».

Luego están tus padres. Ya no son los viejos débiles que viste la última vez, sino que
ahora lucen robustos y renovados. «Estamos orgullosos de ti», te dicen. Los siguientes
son tus hijos. Esos niños a los que cuidaste con tanto cariño y por quienes oraste tanto.
Te dan las gracias, una y otra vez. Ellos saben lo duro que fue y cuánta atención les
dedicaste, y te lo agradecen.

Y luego algunos rostros que no reconoces. Debieron de habértelo dicho. Son tus
nietos y bisnietos y demás descendientes que nunca habías visto, hasta ahora. Ellos,
como los demás, te agradecen por el legado de fe que les dejaste.

Te dan las gracias.

¿Ocurrirá tal cosa? No lo sé. Si ocurre, puedes estar seguro, primero, que la
grandeza y gloria de ese momento superará toda descripción que estas palabras pudieran
transmitir. «Cosas que no se han imaginado son las que Dios ha preparado para aquellos
que lo aman» ( 1 Co 2.9 ). Y segundo, si un momento de reunión así ocurriese, puedes
estar seguro que no vas a lamentar cualquier sacrificio que hayas hecho por el reino.
¿Las horas de servicio a Cristo? No te vas a quejar. ¿El dinero que diste? Darías mil
veces más. ¿El tiempo que dedicaste a ayudar a los pobres y amar a los perdidos? Lo
volverías a hacer.

Oskar Schindler lo haría. Al principio nos preguntábamos sobre los pensamientos


finales de Schindler. Nos preguntábamos cómo se sentiría rodeado por las personas a las
que había librado de la muerte. La última vez que aparece en la película nos deja una
buena idea. Allí, en la presencia de los sobrevivientes, guarda la carta en su abrigo.
Acepta el anillo, y mira a la gente cara a cara. Por primera vez, se ve emocionado. Se
inclina hacia Isaac Stern, el mayordomo de la fábrica y le dice en un susurro tan bajo,
que Stern le pide que repita lo que le ha dicho. Él lo hace. «Pude haber hecho más»,
dice, indicando hacia un vehículo que pudo haber vendido. «Aquello habría podido
liberar a diez prisioneros». Ese broche de oro en su solapa habría servido para sobornar
a un soldado y liberar a dos más. En ese momento, la vida de Schindler se reduce a un
solo valor. ¿Ganancia? ¡No importa! ¿La fábrica? ¡No importa! Todas las lágrimas y la
tragedia de tal pesadilla se reducen a una sola verdad: Personas. Solo eso cuenta:
personas.

Te sugiero que sientas lo mismo. Oh, no te vas a lamentar. El cielo no sabe de


lamentos. Nuestro Dios es tan bueno que nos permite enfrentar las oportunidades que
perdimos. Pero Él se siente feliz al permitirnos ver a aquellos que de alguna manera nos
pertenecen. En ese momento, cuando ves a las personas que Dios te permitió amar, me
atrevo a decir, todo ocurrirá en el lapso de un latido del corazón.

Volverás a cambiar los pañales, reparar los autos, preparar las lecciones, hacer
arreglos en el techo. Una mirada en los rostros de los seres amados, todo lo volverás a
hacer.

En el lapso de un latido del corazón... un latido celestial.

Capítulo 9

EL ÚLTIMO DÍA DEL MAL

Un día de ajuste de cuentas

Y el diablo que los engañaba [al pueblo de Dios] fue lanzado en


el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta;
y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos.

Apocalipsis 20.10

El punto más alto de mi carrera teatral llegó cuando tenía nueve años. Yo era un
orgulloso miembro del Coro de Niños Odessa, una colección de treinta preadolescentes
de West Texas cuya tarea principal era cantar en los almuerzos de las damas y en las
reuniones del Club de Leones. Nuestro uniforme era siempre suéter verde y saco negro
y marchábamos hacia la plataforma cantando: «¡Hey, mírame!» Lawrence Welk se
habría sentido orgulloso.

Nuestra gran oportunidad llegó cuando estábamos en segundo año en el coro. El


departamento de drama de un colegio local dijo que necesitaba algunos actores de la
edad nuestra para su producción de El Mago de Oz . ¿Les interesaría? Interesarnos no
era la palabra correcta. Estábamos emocionados. ¡Adiós Damas Auxiliares de los
miércoles! ¡Hola, Broadway! ¡Henos aquí!

Pero nunca pusimos la planta de nuestro pie en el escenario sino hasta el ensayo
final. Habíamos venido ensayando en diferentes lugares y horarios. Los del coro de
niños aprendimos nuestro papel aparte de los demás actores. Nunca vimos a Dorothy.
Nunca oímos de Scarecrow y, por supuesto, nunca supimos nada del Mago.

Para mí eso significaba mucho porque yo no estaba familiarizado con la trama. Se


suponía que todos conocían la historia del Yellow Brick Road . Todos, menos yo. En
aquella época, El Mago de Oz lo daban por televisión una vez al año, siempre un
domingo por la noche. Mis amigos, mis compañeros de la escuela, en realidad todo el
que podía quedarse en casa y ver El Mago de Oz lo veía. ¿Y yo? Yo no, señor. Todos
menos yo. Yo tenía que estar en el culto el domingo por la noche oyendo a ese estúpido
predicador. (Oh, perdón. Parece que algo queda todavía de mi furia infantil.)

Es suficiente decir que aunque yo había oído de El Mago de Oz nunca lo había visto.
No conocía la historia. En el ensayo final me di cuenta que estaba peligrosamente
desinformado. Como habíamos practicado separados del reparto, pensé que nosotros (el
Coro de Niños de Odessa) éramos el reparto. Escuché al director hablar de actores de
apoyo, pero asumí que ellos eran de segunda categoría y nosotros de primera. En otras
palabras, la ciudad de Odessa, en Texas, se volcaría para ver a sus actores. Y no a los
actores, en general, sino a mí , el actor, en particular.

Estoy tratando de encontrar la forma de contar esto humildemente, y no es fácil. Yo


era un enano especial. Era parte de la «Hermandad Lullaby». Los conocedores de las
películas de categoría recuerdan que dentro del coro grande de los enanos hay dos coros
más pequeños. Los de la «Hermandad Lollipop» y los de la «Hermandad Lullaby». Con
gran talento nosotros, los otros tres enanos y yo, nos adelantábamos en el momento
preciso, presentábamos un regalo a la campesina de Kansas y cantábamos: «En nombre
de la Hermandad Lullaby, te damos la bienvenida a la tierra de los enanos».

Antes del ensayo final, nuestra práctica nunca había pasado de ahí. En consecuencia,
yo no sabía más que eso. Suponía que mi actuación terminaba con la entrega del regalo.
Muchas noches las pasé despierto imaginándome a Dorothy desmayándose a mis pies y
a la multitud aclamando a Max el enano. Los agentes empezarían a llamar, Hollywood
me haría guiños, Broadway me rogaría. Comenzaba mi carrera.

Imagínate, entonces, mi disgusto cuando supe la verdad. Por fin, estuvimos en el


verdadero escenario con el verdadero reparto. Cantamos nuestra canción de la
Hermandad Lullaby pero en lugar de cerrarse las cortinas como esperaba que ocurriera,
el director nos pasó la mano por la cabeza y nos apuró para que saliéramos. «Lindo
trabajo, enanitos simpáticos» fue todo lo que dijo. Quedé atontado. «¿Quería decir que
había más que mi participación?» Lo había, y yo estaba a punto de verlo.

Emergiendo de una nube se oyó la risotada de una bruja perversa. Corrió por el
escenario de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Su capa volaba mientras
blandía su vara. Yo, de herido en mi orgullo pasé a horrorizado. El espanto mismo
estaba sobre el escenario. No tenían que decirme que me asustara. ¿Quién había hablado
jamás de una bruja? ¡Yo no sabía nada!

Lo habría sabido, sin embargo, si hubiera conocido la historia.

Entre paréntesis, nosotros podemos cometer el mismo error en la vida que yo cometí
en el escenario. Si no estamos enterados del final del guión es posible que el miedo haga
presa de nosotros cuando nos corresponda actuar. Por eso es importante reflexionar
sobre el último acto».

La presencia de Satanás es una razón para que algunas personas teman el retorno de
Cristo. Es comprensible. Términos como «Armagedón», «lago de fuego» y la «bestia
escarlata» son suficientes como para intranquilizar el corazón más recio. Y ciertamente
quienes no conocen a Dios tienen razón para estar ansiosos. ¿Pero los que están vestidos
en Cristo? No. Estos solo necesitan leer, al final del guión, la referencia al diablo.
«Satanás, quien los engañaba [al pueblo de Dios], fue lanzado en el lago de fuego y
azufre; donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por
los siglos de los siglos» ( Ap 20.10 ).

Dios no ha mantenido el final en secreto. Quiere que veamos el cuadro completo.


Que sepamos que el vencedor es Él. Y que estemos seguros que el mal con el que nos
encontramos en el escenario de la vida no es tan poderoso como parece.

Hay muchos pasajes que nos enseñan estas verdades, pero mi favorito es un par de
versículos registrados por Lucas. Jesús lo dice la noche antes de su muerte. Está en el
aposento alto con sus seguidores. No pueden creer la profecía según la cual uno de ellos
habría de traicionar a su Maestro. Su autojustificación los lleva a argumentar y la
argumentación lleva a Jesús a exhortarlos al servicio.

Luego, en un brusco cambio, Jesús se vuelve a Simón Pedro y le dice estas


sorprendentes palabras: «Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos
como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma
a tus hermanos» ( Lc 23.31–33 ).

Este pasaje nos permite vislumbrar algo de un mundo invisible. Surgen varias
preguntas, pero al mismo tiempo provee muchas afirmaciones, la principal de las cuales
es la cadena de mando. Dios está claramente en control, y tiene al diablo con las riendas
cortas. ¿Te fijaste en el verbo que sigue al nombre de Satanás? Pedir . «Satanás os ha
pedido...»

El diablo no exige, resuelve o decide. Pide. Así como pidió permiso para tentar a
Job, pide permiso para tentar a Simón Pedro. Bastante diferente a la imagen que
teníamos de la vieja serpiente del Huerto de Edén, ¿no te parece? En lugar del poderoso
Malo, una mejor caricatura sería un rufián flaco, desgarbado y disminuido que pretende
ser rudo pero que sale huyendo cuando Dios lo aprieta. «Oh, oh... este... bueno... me
gustaría... este... complicarle un poco la vida a Pedro; por supuesto, si tú me lo
permites». La cadena de mando es clara. Satanás no hace nada que Dios no lo sepa, y
Dios usa a Satanás para llevar adelante la causa de su reino. 1

¿Por qué no le preguntamos a alguien que sepa?

Julie Lindsey trabajaba en el último turno en un hotel al sur de Montgomery,


Alabama. Su empleo de tiempo parcial le ayudaba a pagar su educación. Ella era una
creyente fiel. Pero una noche su fe le fue puesta a prueba cuando dos hombres le
pusieron una pistola en la cabeza y la forzaron a entrar en su camioneta. Le robaron, la
1 En The Great House of God [La gran casa de Dios] escribí más extensamente sobre
esto. Para un tratamiento más a fondo de esta verdad, véanse las páginas 143–55.
violaron repetidamente y finalmente la dejaron esposada a un árbol. A las dos de la
mañana alguien la encontró y la rescató.

La pesadilla estuvo a punto de destruirla. No podía actuar normalmente de modo


que el hotel la despidió y tuvo que dejar la escuela. En sus propias palabras, se sentía
«hecho añicos, perdida y aturdida».

Esta es una de las piezas que no encaja en el rompecabezas. ¿Cómo una tragedia tal
puede tener lugar en los planes de Dios? A su tiempo, Julie supo la respuesta a esa
pregunta. Y así lo expresó:

Después de esa experiencia, pasé mucho tiempo pensando en Dios...


Buscaba y oraba para entender. Anhelaba ser sanada... Mi espíritu y mi
fe habían sido dolorosamente probados; en los meses que siguieron, mi
transcurrir espiritual fue doloroso pero también hermoso.

Dios me permitió obtener beneficios de una situación tan


desagradable y devastadora. Ahora hay en mi vida una cantidad de cosas
buenas. Tengo unos amigos fantásticos, más de los que jamás pude haber
tenido a no ser por esta experiencia. Tengo un trabajo que me permite
servir a personas víctimas de crímenes. Tengo una profunda relación con
Dios. Espiritualmente soy más sabia y madura que lo que era antes. He
sido bendecida más allá de lo que puedo decir en estas páginas y eso me
hace ser muy agradecida. Romanos 8.28 ha llegado a ser una parte viva
de mi vida: «Todas las cosas ayudan a bien a los que aman al Señor y
que son llamados según su propósito...». Después de todo, te pregunto,
¿quién ganó? 2

Ahora Julie es una ministra que trabaja con grupos a los que les enseña sobre la
misericordia y sanidad de Dios. ¿Puedes imaginarte los rugidos de Satanás con cada
mensaje que ella da? Lo que él quiso que fuera un mal, Dios lo transformó en un bien.
Sin darse cuenta, Satanás ayudó al avance del Reino. En lugar de destruir a una
discípula, él robusteció el testimonio de esa discípula.

Piensa en eso la próxima vez que el mal haga flamear su capa y corra a través del
escenario de tu vida. Recuerda, el acto final ya está escrito. Y el día en que Cristo venga
será el fin para el mal.

Entretanto, mientras esperamos el retorno de Cristo, podemos animarnos porque:

Jesús está orando por nosotros . Esta no es una advertencia alarmista que Pedro
oye de labios de Jesús. «Simón, Simón, Satanás os ha pedido para probaros a todos
ustedes como un agricultor zarandea el trigo» ( Lc 22.31 ). ¿Traducción libre? «Satanás
quiere sacudir tu fe como un agricultor zarandea el trigo sobre el piso para desgranarlo».
Y a continuación: «¡Vete! ¡Sale ahora mismo de la ciudad!» O, «¡Escóndete!» o «¡Huye
antes que sea demasiado tarde!»

2 Joe Beam, Seing the Unseen , Howard, West Monroe, La, 1994, p. 230.
Pero Jesús no da muestras de pánico. Está tranquilo. «He orado para que no pierdas
tu fe. Ayuda a tus hermanos a ser fuertes cuando vengas a mí» (v. 32 ).

¿Percibes la calma en su voz? Discúlpame, pero yo casi detecto el acento de un


matón de Brooklyn lleno de tatuajes, con una chaqueta de cuero negro y diciendo con
esa calma típica de ellos: «Oye, Pedro, Satanás quiere matarte, pero no te preocupes. Le
dije que era mejor para él que no se metiera contigo».

El resumen de todo esto es sencillo: Jesús ha hablado y Satanás ha escuchado. Es


posible que el diablo acierte un golpe o dos. Incluso podría hasta ganar un par de rounds
, pero nunca ganará la pelea. ¿Por qué? Porque Jesús pelea por ti. Te va a gustar la
forma en que esta verdad aparece en Hebreos: «Pero porque Jesús vive para siempre,
nunca dejará de cumplir su función sacerdotal. Por eso es capaz de salvar a todos los
que vienen a Dios a través de Él porque Él vive para siempre, rogando a Dios que los
ayude» ( Heb 7.24–25 ).

Otras traducciones dicen:

«Él vive para siempre para interceder por ellos».

«Él está viviendo siempre para rogar en favor de ellos».

«Él está... siempre en el trabajo de hablar en favor de ellos».

En Romanos, Pablo dice la misma cosa: «El Espíritu mismo habla a Dios por
nosotros, incluso ruega por nosotros...» ( Ro 8.26 ). Y en el versículo 24 : «El que murió
por nosotros, y que resucitó a vida por nosotros... y que está en la presencia de Dios en
este momento intercediendo por nosotros».

En este mismo momento Jesús te está protegiendo. Quizás te sientas como un enano
en el escenario con la bruja perversa, pero no te preocupes. El mal tiene que pasar
primero a través de Cristo para que llegue a tocarte. Y Dios jamás dejará que seas
tentado más allá de lo que puedes resistir; y siempre está ahí para ayudarte a salir
victorioso» (véase 1 Co 10.13 ).

«El Señor sabe cómo rescatar al hombre piadoso de sus pruebas» ( 2 P 2.9 ), y Él te
librará a ti. Él nos rescatará a todos nosotros en el día cuando Cristo venga.

El hecho que Jesús está orando por nosotros debe animarnos. También nos debe
animar saber que:

Venceremos . «Cuando vengas a mí...» son las palabras que Jesús usa con Pedro.
No dice: « si vienes a mí», ni «ante la eventualidad que vuelvas a mí», sino « cuando
vuelvas a mí». Jesús no tiene la más mínima duda, y así debe ocurrir también con
nosotros. Lo que Jesús hizo con Pedro es lo que a mí me gustaría que alguien hiciera
conmigo, el enano. Él le leyó el resto del guión.

Supongamos que hubieras estado presente durante aquel ensayo de El Mago de Oz .


Supongamos que hubieras visto a aquel niño con los ojos abiertos como platos, con un
gorro rojo en la cabeza y escondiéndose de la bruja. Y supongamos que sientes pena por
él. ¿Qué habrías hecho? ¿Cómo habrías logrado que se sintiera mejor?

Sencillamente, contándole el resto de la historia. «Seguro, Max, la bruja causará


algunos problemas. Dorothy y los demás tendrán sus dificultades, pero al final, la bruja
se va a derretir como cera y todos llegarán a casa sanos y salvos».

¿No es eso lo que Dios nos dice sobre Satanás? Leamos de nuevo las palabras de
Juan: «Y el diablo que los engañaba [al pueblo de Dios] fue lanzado en el lago de fuego
y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche
por los siglos de los siglos» ( Ap 20.10 ).

Dios no ha guardado secretos. Él nos ha dicho que, mientras estamos en este camino
de ladrillos amarillos («Yellow Brick Road»), tendremos problemas. Las enfermedades
atacarán nuestros cuerpos. Los divorcios romperán los corazones. La muerte creará
viudas y los desastres destruirán los países. No deberíamos esperar menos. Pero aunque
el diablo quiera asustarnos, no necesitamos ser víctimas del pánico. «En este mundo
tendréis aflicción», nos dice Jesús: «pero confiad, porque yo he vencido al mundo» ( Jn
16.33 ).

Nuestro Maestro habla de una obra ya hecha. «Yo he vencido al mundo». Es obra
acabada. La batalla ya se libró. Estemos alertas, pero no alarmados. La bruja no tiene
poder. El guión ha sido publicado y es de conocimiento público. El libro se ha
encuadernado. Satanás es dejado suelto por un tiempo, pero es un tiempo muy breve. Él
lo sabe. «Está furioso, porque sabe que su tiempo es breve» ( Ap 12.12 ). Solo algunas
escenas más, solo un par de vueltas en el camino, y su fin habrá llegado.

Y nosotros los enanos estaremos allí para verlo.

Capítulo 10

GRACIA PORMENORIZADA

Un día de perdón permanente

Porque como en los días antes del diluvio estaban


comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento,
hasta el día en que Noé entró en el arca, y no entendieron
hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos,
así será también la venida del Hijo del Hombre.

Mateo 24.38–39
Denalyn y yo pasamos hace poco parte de un sábado viendo a nuestra hija Andrea jugar
en una competencia de voleibol. El primer juego comenzó a las ocho y el segundo a las
once. Entre las dos partidos, uno de los padres invitó al resto de nosotros a desayunar a
su restaurante. No a «un» restaurante, sino a «su» [de ella] restaurante. Una comida
gratis no se desprecia así no más, así es que una docena más o menos de nosotros
aceptamos la invitación.

La comida se sirvió al estilo cafetería, de modo que nos paramos en la fila. Todos
menos la anfitriona. Ella se mantuvo de pie junto a la caja registradora. Como dueña,
quería asegurarse que ninguno de los invitados pagara por su desayuno. La empleada de
la caja llenaba el ticket y llamaba a otro empleado para que atendiera el pedido, pero
nosotros no pagamos ni un solo centavo. Cuando uno de nosotros quedaba frente a la
cajera, nuestra generosa amiguita le decía: «A él lo conozco. Viene conmigo. Su cuenta
está pagada». Se sentía feliz de reconocer a cada uno de nosotros.

Piensa en lo que ocurría esa mañana. La amabilidad de nuestra anfitriona era


magnífica. Cada vez que decía: «Su cuenta ya está pagada» quedaba en evidencia su
generosidad. De esta manera, aquellos que la conocían eran recompensados. Nuestras
bandejas lucían llenas, lo que dentro de poco ocurriría con nuestros estómagos. ¿Por
qué? Simplemente porque habíamos aceptado su invitación. Aquellos a quienes ella no
conocía y que a su vez no sabían quién era, tenían que pagar. Aunque su generosidad
era abundante, no era universal.

Pudiera parecer ridículo escuchar a alguien analizar una invitación a un desayuno. A


menos que se esté apuntando a otro desayuno o se esté tratando de decir algo más
importante con la ilustración del desayuno. En realidad, lo que quiero hacer es,
precisamente, esto último, usar el ejemplo del desayuno (nada de despreciable tampoco)
para decir algo trascendente. Lo que ocurrió ese sábado por la mañana es una muestra
de lo que veremos cuando Cristo venga.

El día cuando Cristo venga será un día de juicio. Este juicio estará marcado por tres
hechos.

En el primero, se revelará la gracia de Dios. Nuestro anfitrión recibirá todo el


crédito y atención.

En el segundo, se darán a conocer las recompensas para sus siervos. Solo los que
hallan aceptado su invitación serán honrados.

Y en el tercero, aquellos a quienes Él no conoce, tendrán que pagar un precio. Un


precio alto y terrible. En Mateo 24.38–39 Jesús se refiere a este precio: «En aquellos
días antes del diluvio la gente comía y bebía, se casaba y entregaba a sus hijos en
casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca. Ellos no sabían nada de lo que
estaba pasando hasta que vino el diluvio y los destruyó. Ocurrirá lo mismo cuando
venga el Hijo del Hombre».

Al buscar Jesús una manera de explicar su regreso, retrollevó la atención al diluvio


de Noé. El paralelo es obvio. En aquel entonces, se proclamó un mensaje de juicio. Este
mismo mensaje se sigue proclamando hasta ahora. En aquel entonces, la gente no quiso
escuchar. Hoy ocurre lo mismo. Noé fue enviado a salvar a los fieles. Cristo fue enviado
a salvar a los fieles. En aquel entonces hubo un diluvio de agua. El diluvio que viene
será de fuego. Noé construyó un lugar seguro de madera. Jesús hizo un lugar seguro con
la cruz. Los que creyeron se refugiaron en el arca. Los que creen ahora están protegidos
en Cristo.

Más importante todavía, lo que Dios hizo en la generación de Noé, lo hará en el


regreso de Cristo. Pronunciará un juicio universal e irreversible. Un juicio en el cual se
revela la gracia, se dan a conocer las recompensas, y se castiga a los impíos. Si lees la
historia de Noé, no vas a encontrar la palabra juicio . Pero aunque la palabra no
aparezca, hay amplia evidencia de un juicio.

La era de Noé fue una época triste. «La gente sobre la tierra hacía lo que Dios había
dicho que era malo, y la violencia estaba por todas partes» ( Gn 6.11 ). Tal rebelión
rompió el corazón de Dios. «Su corazón se llenó de dolor» ( Gn 6.6 ). Por eso mandó un
diluvio, un poderoso diluvio purificador sobre la tierra. De los cielos llovió durante
cuarenta días. «El agua subió hasta que las más altas montañas debajo del cielo
quedaron cubiertas. Pero el agua siguió subiendo hasta alcanzar casi siete metros por
sobre las montañas» ( Gn 7.19–20 ). Solo Noé, su familia y los animales sobrevivieron
en el arca. Todo lo demás pereció. Dios no dejó caer de golpe el mazo sobre la mesa,
pero sí cerró la puerta del arca. Según las palabras de Jesús: «Ocurrirá igual cuando
venga el Hijo del Hombre» ( Mt 24.39 ). Y entonces se llevará a cabo un juicio.

¡Estamos hablando de un pensamiento que provoca ansiedad! Solo la expresión día


del juicio hace pensar en personas pequeñitas en la base de una inmensa mesa de juez.
En la cubierta de la mesa hay un libro y sentado a la mesa está Dios y de Dios procede
una voz de juicio: ¡Culpable! Glup . ¿Se supone que tenemos que darnos ánimo los unos
a los otros con estas palabras? ¿Qué otra cosa que no sea pánico puede provocar la idea
de un juicio? Para quienes no están preparados, no puede ser de otra manera. Pero para
los seguidores de Jesús que entienden el juicio, la hora no es para temerle. De hecho,
una vez que la entendemos, podemos esperarla.

Veamos algunas preguntas fundamentales, y cómo se contestan.

¿Quiénes serán juzgados? Todos los que han vivido, sea la época que sea. Según
Mateo 25.32 : «Ante Él [el Hijo del Hombre] se reunirán todas las naciones». En 2
Corintios 5.10 Pablo escribe: «Porque todos habremos de comparecer ante el tribunal de
Cristo». Así como la tierra fue sometida a juicio en los días de Noé, así toda la
humanidad será juzgada el día cuando Cristo venga.

Esto conduce a una serie de preguntas, de las cuales la siguiente no es la más difícil:
¿Y qué pasa con los que nunca han oído de Cristo? ¿Y con los que vivieron antes del
tiempo de Cristo o que nunca escucharon su evangelio? ¿Serán también sometidos a
juicio? Sí, pero con estándares diferentes.

Los hombres serán juzgados de acuerdo con la luz que tuvieron, no sobre la base de
una luz que nunca tuvieron. La persona en la jungla remota que nunca oyó de Jesús será
juzgada en forma diferente a como lo será una persona que es solo un receptor y un
conocer de la Biblia pero que está lejos del evangelio.

Jesús explica esto con su áspera crítica a las ciudades de Corazín y Betsaida:
En las ciudades donde Jesús había obrado la mayoría de sus milagros, la
gente rehusó volverse a Dios. Por eso Jesús se sintió muy disgustado con
ellos y dijo: «Ustedes, habitantes de Corazín están en problemas. Y
ustedes, habitantes de Betsaida también. Si los milagros que tuvieron
lugar en sus ciudades hubieran ocurrido en Tiro y Sidón, la gente de esas
ciudades haría mucho tiempo que se habría vuelto a Dios. Se habrían
vestido de saco y echado ceniza sobre sus cabezas. Les aseguro que en el
día del juicio, el castigo será menos grave para las gentes de Tiro y Sidón
que lo que será para ustedes ( Mt 11.20–22 ).

La frase «menos grave» es reveladora. No todos serán juzgados con la misma


medida. A mayor privilegio, mayor responsabilidad. Corazín y Betsaida vieron mucho,
por lo tanto mucho se esperaba de ellas. El evangelio les fue presentado con toda
claridad, pero ellas con toda claridad también lo rechazaron. «El camino más lamentable
hacia el infierno es aquel que sale del púlpito, pasa por la Biblia y a través de
advertencias e invitaciones». 1

Por el otro lado, Tiro y Sidón vieron menos, por lo que se les demandaba menos. La
situación de ellas, para usar las palabras de Cristo, era «menos grave» que la de las
otras. ¿El principio? El juicio de Dios está basado en la respuesta de la humanidad al
mensaje recibido. Él jamás nos haría responsables por algo que no nos haya dicho.

Al mismo tiempo, Él nunca nos dejaría morir sin decirnos algo. Aun a aquellos que
nunca oyeron de Cristo se les ha dado un mensaje sobre el carácter de Dios. «Los cielos
cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día emite
palabra a otro día, y una noche a otra noche declara sabiduría. No hay lenguaje, ni
palabras, ni es oída su voz» ( Sal 19.1–3 ).

La naturaleza es el primer misionero de Dios. Donde no hay Biblia, hay estrellas


centelleando. Donde no hay predicadores, está la primavera. Donde no hay testimonio
de las Escrituras, está el testimonio del cambio de estaciones y las emocionantes puestas
de sol. Si una persona no tiene otra cosa que la naturaleza, entonces la naturaleza es
suficiente para revelarle algo de Dios. Como dice Pablo: «La realidad básica de Dios es
suficientemente evidente. ¡Abre tus ojos y la verás! Al echar una mirada atenta a lo que
Dios ha creado, la gente siempre ha sido capaz de ver lo que sus ojos no pueden ver: su
poder eterno, y el misterio de su ser divino» ( Ro 1.20 ).

Pablo sigue diciendo: «La ley de Dios no es algo extraño, impuesto a nosotros desde
afuera, sino que ha sido tejida en la tela misma de nuestra creación. Dentro de ella hay
algo profundo que habla del sí y del no de Dios, de lo recto y de lo incorrecto. Su
respuesta al sí y al no de Dios será de conocimiento público el día cuando Dios haga su
decisión final sobre cada hombre y mujer. El mensaje de Dios que yo proclamo
mediante Cristo Jesús toma en cuenta todas esas diferencias» ( Ro 2.15–16 ).

No sabemos cómo hará Dios para tener en cuenta esas diferencias, pero lo hará. Si a
ti y a mí, en nuestro estado pecador, nos preocupa este asunto, podemos estar seguros
que Dios en su santidad ya las ha establecido. Podemos confiar en el testimonio que

1 J.C. Ryle citado por John Blanchard en Whatever Happened to Hell? Crossyway
Books, Wheaton, Ill, 1995, 184.
procede del cielo: «Sí, Señor Dios Todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos»
( Ap 16.7 ).

Habiendo establecido quién será juzgado, veamos ahora la pregunta siguiente:

¿Qué se juzgará? Sencillamente todo lo que hayamos hecho en esta vida presente.
De nuevo 2 Corintios 5.10 es claro: «Porque es necesario que todos nosotros
comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya
hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo». Esto incluye obras, palabras
y pensamientos.

¿No es eso lo que se entiende de Apocalipsis 20.12 ? «Los muertos fueron juzgados
por lo que habían hecho, lo cual estaba escrito en los libros». Afirmaciones similares
encontramos en otros pasajes de las Escrituras.

«Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea
mala» ( Ec 12.14 ).

«El día del juicio, los hombres rendirán cuenta de cada palabra ociosa que hayan
dicho» ( Mt 12.36 ).

En Lucas 12.2 Jesús resume el asunto cuando dice: «Todo lo que está oculto será
revelado, y todo lo que es secreto será dado a conocer».

¿Aun para el creyente? ¿Nosotros también seremos juzgados? Hebreos 10.30 lo


dice: «El Señor juzgará a su pueblo». Y el apóstol Pablo añade: «Porque todos
compareceremos ante el tribunal de Cristo ... de manera que cada uno de nosotros dará a
Dios cuenta de sí» ( Ro 14.10 , 12 ).

Me pareció ver un par de cejas que se levantaban. ¿Por qué un cristiano tiene que ser
sometido a juicio? No es una mala pregunta. Vamos a la tercera.

¿Por qué serán juzgados los cristianos? ¿No tenemos una nueva vestidura? ¿No
estamos vestidos con la justicia de Cristo? ¿No han sido nuestros pecados alejados de
nosotros cual el este lo está del oeste? Así ha sido. Y podemos pararnos firmemente en
esta verdad: «Por lo tanto, no hay condenación para los que están en Cristo Jesús» ( Ro
8.1 ). Debido a que estamos vestidos en Cristo, no tenemos por qué tener miedo del día
cuando Dios nos juzgará.

Pero si estamos vestidos en Cristo, ¿por qué tenemos que ser juzgados?

A esta pregunta encuentro a lo menos dos respuestas. Primero, de esta manera


nuestras recompensas pueden ser dadas a conocer, y segundo, de esta manera se revela
la gracia de Dios.

Hablemos un momento de nuestras recompensas. La salvación es el resultado de la


gracia. Sin excepción, ningún hombre o mujer ha hecho jamás algo que perfeccione la
obra terminada de la cruz. Nuestros servicios no nos ganan la salvación. Sin embargo,
nuestro servicio tiene efecto en nuestras recompensas. Como un escritor afirmó:
«Somos aceptados en el cielo sobre la base de la fe sola, pero somos adornados en el
cielo sobre la base de los frutos de nuestra fe». 2

Si esto te suena raro, no estás solo. La Escritura ofrece solo enseñanza suficiente
para convencernos de nuestras recompensas, pero no suficiente para responder nuestras
preguntas sobre ellas. ¿En qué forma vienen? ¿Cómo se nos dan? No se nos dice.
Sencillamente se nos asegura que existen. Además de las coronas de vida, de justicia y
de gloria, las Escrituras nos dicen que hay otros premios.

Uno de los pasajes más claros sobre este tema lo encontramos en 1 Corintios 3.10–
15 . En estos versículos, Pablo visualiza dos vidas. Ambas están construidas sobre el
fundamento de Cristo; es decir, ambas están salvadas. Una, sin embargo, añade a ese
fundamento obras valiosas de oro, plata y piedras preciosas. La otra se contenta con
seguir la ruta más fácil y no hace una contribución sustantiva al reino. Su obra está
hecha de madera, heno y hojarasca, todos materiales inflamables.

En el día del juicio, se revelará la naturaleza de cada obra. Pablo escribe: «Ese día
aparecerá con fuego, y el fuego probará el material del cual esté hecha la obra de cada
uno. Si el edificio que se ha levantado sobre el fundamento permanece, el constructor
obtendrá recompensa. Pero si el edificio se quema, el constructor sufrirá pérdida. El
constructor se salvará, pero como si se hubiera escapado del fuego» ( 1 Co 3.13–15 ).

Observa que ambos constructores se salvan, pero solo uno de ellos recibirá
recompensa. Y esa recompensa será proporcional a sus obras. No sabemos cuál será
exactamente la forma que tendrá la recompensa. En una ocasión alguien me aconsejó
que mantuviera un «reverente agnosticismo» sobre esa cuestión. En otras palabras:
mantén pacientemente tu ignorancia.

Mi impresión es que los premios vendrán en la forma de responsabilidad adicional,


no en la forma de privilegios adicionales. A eso parece referirse Mateo 25.21 : «Bien,
buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de
tu señor». Al obrero parece dársele más responsabilidad en lugar de más descanso. Pero
de nuevo, no estamos seguros que así vaya a ser.

Lo que sí sabemos es esto: Somos salvos por gracia, y somos recompensados de


acuerdo con las obras. Todo lo que vaya más allá de estos límites, es pura especulación.
De hecho, cualquiera especulación en este sentido es peligrosa al desarrollar en nosotros
una actitud de competencia inadecuada.

¿Pero no seremos competitivos en el cielo? ¿El hecho de recibir recompensas no


levantará celos en algunos y arrogancia en otros? No. Porque en nuestro estado de no
pecaminosidad nuestra atención no estará puesta en nosotros sino en Cristo Jesús. Con
gusto asumiremos la actitud que Cristo manda en Lucas 17.10 : «Así también vosotros,
cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos,
pues lo que debíamos hacer, hicimos».

Pero persiste la pregunta, ¿por qué deben ser expuestas nuestras obras? Según Jesús:
«Todo lo oculto será revelado, y todo lo que está en secreto será dado a conocer» ( Lc
2 Donald Bloesch, Essencials of Evangelical Theology , Harper and Row, San
Francisco, 1978, 229.
12.2 ). ¿Está diciendo Jesús que serán revelados todos los secretos? ¿Los secretos de los
santos como los de los pecadores? Así será -y esto es esencial- los pecados de los salvos
serán revelados como pecados perdonados . Nuestras transgresiones se anunciarán
como transgresiones perdonadas . Esta es la segunda razón para que los creyentes sean
juzgados. La primera, para que nuestros actos puedan ser recompensados y la segunda,
para que Dios revele su gracia.

Probablemente has oído la historia de aquella pareja que resolvió darse consejería
ella misma. Haría ella, una lista de las faltas que veía en él; y él, de las faltas que veía en
ella. Luego, las intercambiarían y se las leerían mutuamente en voz alta. Parecía un
ejercicio saludable, así es que ella hizo su lista y él hizo la suya. Luego de terminada la
lista de faltas de él, la esposa se la entregó a su esposo y él la leyó en voz alta. «Roncas
mucho, te gusta comer en la cama, llegas a casa demasiado tarde y te vas al trabajo
demasiado temprano, etc.». Después de terminada la lectura, el esposo le entregó a ella
su lista. La esposa empezó a leer para ella antes de hacerlo en voz alta, y sonrió. Él
también había escrito sus quejas, pero junto a cada cosa, había añadido: «Pero la
perdono».

El resultado fue una lista de gracia tabulada.

Tú también recibirás una lista el día del juicio. Recuerda que la razón fundamental
del juicio es revelar la gracia del Padre. Al anunciarse tus pecados, la gracia de Dios es
magnificada.

Imagínate el momento. Tú estás ante el trono de juicio de Cristo. El libro se abre y


se inicia la lectura. Cada pecado, cada mentira, cada ocasión de destrucción y codicia.
Pero tan pronto como se lee la infracción, se proclama la gracia.

Falta de respeto a los padres cuando tenías trece años de edad.

Ocultar la verdad a los quince.

Murmurar a los veintiséis.

Lujuria a los treinta.

Desatender la dirección del Espíritu a los cuarenta.

Desobedecer la Palabra de Dios a los cincuenta y dos.

¿Resultado? El veredicto misericordia de Dios resonará en el ámbito del universo.


Por primera vez en la historia, entenderemos la profundidad de su bondad. Gracia
pormenorizada. Bondad detallada. Perdón registrado. Un temor reverente nos
sobrecogerá cuando se enumeren nuestros pecados y después de cada uno se anuncie el
perdón. Celos revelados, celos quitados, infidelidades anunciadas, infidelidades
limpiadas, mentiras expuestas, mentiras borradas.
El diablo huirá derrotado. Reverentes, los ángeles darán un paso al frente. Nosotros
los santos estaremos ante la gracia de Dios. En la medida que veamos cuántos pecados
Él nos habrá perdonado, veremos cuánto nos ama. Y lo adoraremos. Uniremos nuestras
voces a las de los santos: «Tú eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque tú
fuiste muerto, y con la sangre de tu muerte trajiste a los pueblos para Dios de cada tribu,
lengua, pueblo y nación» ( Ap 5.9 ).

¡Qué triunfo será para nuestro Maestro!

Quizás tú estés pensando, Será triunfo para Él pero humillación para mí . No, no
será así. Las Escrituras prometen: «El que creyere en Él no será avergonzado» ( 1 P
2.6 ). ¿Pero cómo puede ser eso? Si lo escondido es revelado y lo secreto sacado a la
luz, ¿no será esa una situación demasiado embarazosa? No. De ninguna manera. Y he
aquí el por qué.

La vergüenza es hija del egocentrismo. Los ocupantes del cielo no son egocéntricos,
sino Cristocéntricos. Tú estarás en tu estado de absoluta pureza. La pureza no protege
una reputación ni proyecta una imagen. Tú no vas a sentir vergüenza; al contrario, te
sentirás feliz de dejar que Dios haga en el cielo lo que hizo en la tierra: ser honrado en
tu debilidad.

¿Cabezas agachadas debido a la vergüenza? No. ¿Cabezas inclinadas en adoración?


Sin duda.

Entre paréntesis, ¿No te hace sentir bien que todo esto se realice abiertamente? No
más juegos. No más encubrimientos. No más favoritos. No más falsos méritos. El
resultado será la primera comunidad genuina de personas perdonadas. En el cielo solo
uno es digno de los aplausos y ese es quien se dejó horadar las manos y los pies.

Así es que no te preocupes por sentir vergüenza. El creyente no tiene nada que temer
del juicio. El incrédulo, sin embargo, sí tiene mucho que temer. Lo cual nos lleva a
nuestra última pregunta.

¿Cuál es el destino de quienes no conocen a Cristo? ¿Recuerdas los tres


propósitos del juicio? Para que se revela la gracia de Dios. Para que sus premios sean
conocidos. Y para quienes no lo conocen, paguen un precio. Un precio alto y terrible.

Vamos a volver a la historia del desayuno gratis en el restaurante. ¿Qué habría


pasado si un extraño hubiera tratado de colarse? Nadie lo hizo, pero es posible que
alguien hubiese querido hacerlo. Se habría deslizado entre los invitados y habría
actuado como si hubiese sido parte del grupo. ¿Habría tenido éxito? ¿Habría logrado
engañar a nuestra anfitriona? No. Ella conocía a sus invitados por nombre.

Lo mismo ocurre con Jesús. «El Señor conoce a los que le pertenecen» ( 2 Ti 2.19 ).
Así como nuestra anfitriona permaneció junto a la caja registradora, así nuestro
Salvador permanecerá junto al trono del juicio. Así como ella cubrió nuestra deuda, así
Cristo perdonará nuestros pecados. Y así como ella habría rehusado atender como
invitado a quien no lo haya sido, así Jesús hace lo mismo. «Yo no conozco a esta
persona», habría dicho ella. «Apartaos de mí, obradores de iniquidad. Nunca os
conocí», dirá Jesús ( Mt 7.23 ).
Para tal persona, el día del juicio será un día de vergüenza. Sus pecados serán
sacados a la luz, pero no como pecados perdonados. ¿Puedes imaginarte la misma lista
menos la proclamación de perdón? Un hecho tras otro hasta que el pecador ni siquiera
pretenda resistir el justo castigo de Dios.

Para quienes nunca aceptaron la misericordia de Dios, el juicio será un día de ira.
Será como los días de Noé. Pero ese es un tema para la página que viene.

Capítulo 11

AMOR CAUTELOSO

Un día de justicia final

El diluvio se los llevó a todos. Así será también


la venida del Hijo del Hombre.

Mateo 24.39

Recientemente hice algo que pocas veces hago. Puse atención a las instrucciones que
daba por los altavoces la asistente de vuelo. Por lo general, cuando esto ocurre, yo tengo
mi nariz metida en un libro o en un proyecto, pero esta vez era diferente. Porque el día
anterior se había caído un avión comercial. Ver las noticias del accidente me convenció
que tenía que prestar atención. Porque si este avión llegaba a estar en dificultades, no
sabría qué hacer.

De modo que puse atención. Mientras ella mostraba cómo asegurarse el cinturón, yo
me aseguraba el mío. Mientras ella mostraba la forma de usar la máscara de oxígeno, yo
me fijaba en el lugar donde estaba almacenada. Cuando ella indicó hacia las salidas de
emergencia, yo me volví para ver dónde estaba la que me correspondía a mí. Fue
entonces que observé lo que ella observa en todos los vuelos. Nadie estaba escuchando.
Nadie ponía atención. Me molestó esa actitud y me dieron ganas de pararme y gritar:
«Es mejor que escuchen todos ustedes porque un pequeño percance y este avión se
transformará en un mausoleo ardiente. Lo que esta mujer está diciendo puede salvarles
la vida».

Me pregunté qué ocurriría si ella usaba formas más drásticas. Por ejemplo, que
rociara un muñeco con gasolina y le prendiera fuego. O presentara en la pantalla de cada
sección del avión imágenes de pasajeros corriendo despavoridos para abandonar un
avión en llamas. O recorriera los pasillos arrebatándoles a los pasajeros los periódicos y
las revistas y exigiéndoles que pusieran atención si querían sobrevivir a un infierno de
fuego.
Sin duda que perdería su trabajo. Pero haría lo que tenía que hacer. Y a los pasajeros
les estaría haciendo un tremendo favor. Nuestro Salvador ha hecho lo mismo por
nosotros. Su motivación fue más allá que cumplir con su deber. Su motivación fue el
amor. Y el amor advierte al amado.

La advertencia de Cristo es clara: «Porque como en los días antes del diluvio
estaban comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento, hasta el día en que
Noé entró en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos,
así será también la venida del Hijo del Hombre» ( Mt 24.38–39 ).

Como señalamos en el capítulo anterior, los paralelos entre el diluvio de Noé y el


retorno de Cristo surgen fácilmente. En aquel entonces, la gente se negaba a escuchar.
Hoy día, muchos siguen sin querer oír. En aquel entonces, Dios proveyó de un lugar
seguro para que se refugiaran los fieles: el arca. Hoy día, Dios ha enviado a su Hijo para
que en Él se refugien los fieles. En aquel entonces fue un diluvio. Un diluvio de agua. El
que viene ahora será un diluvio de venganza. El primero fue irreversible. Así será
también el segundo. Una vez que la puerta se cierre, se cerrará para siempre. El día del
diluvio hubo lamentos. El día del juicio habrá «lloro y crujir de dientes» ( Mt 25.30 ).
En cuanto a los perdidos, la Biblia dice: «El humo de sus tormentos sube por siempre y
siempre; y ellos no tienen reposo ni de día ni de noche» ( Ap 14.11 ).

Este es un asunto serio. El infierno es un tema para tratar con seriedad. Un tema que
nos gustaría evitar. Estamos de acuerdo con C.S. Lewis: «Si estuviera en mis manos
hacerlo, no hay doctrina que quitaría con más placer del Cristianismo que la doctrina del
infierno... Pagaría lo que fuera por poder decir: “Todos se salvarán”» 1

¿No lo harías tú? Claro que sí.

Vamos a discurrir sobre esto por un momento.

¿Sirve el infierno a algún propósito? Por más que nos desagrade la idea del
infierno, ¿no sería aun peor la ausencia de él? Saquémoslo de la Biblia y, al mismo
tiempo, sacaremos toda referencia a un Dios justo y a unas Escrituras confiables. Me
explico.

Si no hubiera infierno, Dios no sería justo. Si no hubiera castigo por el pecado, a los
violadores, a los pillos y a los asesinos en masa el cielo les sería completamente
indiferente. Si no hubiera infierno, Dios sería ciego para con las víctimas y daría las
espaldas a quienes claman por alivio. Si no hubiera ira hacia la maldad, entonces Dios
no sería amor, porque el amor odia lo que es malo.

Decir que no hay infierno sería decir que Dios es mentiroso y que sus Escrituras son
falsas. La Biblia habla repetida y firmemente del resultado dualista de la historia.
Algunos se salvarán. Otros se perderán. «Muchos de los que duermen en el polvo de la
tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión
perpetua» ( Dn 12.2 ). Y Pablo añade: «Vida eterna a los que, perseverando en bien
hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos
y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia» ( Ro 2.7–8 ).
1 C.S. Lewis, tal como es citado por Larry Dixon en The Other Side of the Good News ,
Victor Books, Wheaton, Ill, 1992, 45.
Hay quienes objetan este punto por gravitar sobre las enseñanzas de Jesús. La idea
del infierno, dicen, es una idea del Antiguo Testamento. Curiosamente, el Antiguo
Testamento es comparativamente parco sobre este tema. El Nuevo Testamento es la
fuente primaria de pensamientos sobre el infierno. Y Jesús es el primer maestro del
tema. Nadie habla más a menudo o más claramente sobre el castigo eterno que el propio
Señor Jesucristo.

Piensa en estos dos hechos: El trece por ciento de las enseñanzas de Cristo son sobre
el juicio y el infierno. Más de la mitad de sus parábolas tienen que ver con el juicio
eterno de Dios a los pecadores. De las doce veces que aparece en la Biblia la antigua
palabra Gehena o Gena (en las versiones más recientes de la Biblia en español traducida
como infierno o fuego eterno), una sola vez no corresponde a palabras de Jesús. 2 Nadie
habló más del infierno que Jesús. «El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el
que no creyere, será condenado» ( Mc 16.16 ).

¿Vamos a ignorar estas afirmaciones? ¿Podemos quitarlas de nuestras Biblias? Solo


a expensas de un Dios justo y una Biblia confiable. El infierno es una parte muy real en
la economía del cielo.

Aun ahora, antes que Cristo venga, la presencia del infierno sirve a propósitos
poderosos. Funciona de alguna manera como el taller de mi papá. Allí era donde nos
aplicaba la disciplina a mi hermano y a mí. Cuando mamá se enojaba, nosotros salíamos
corriendo. Cuando papá se enojaba, recibíamos nalgadas. Puedes imaginarte qué
preferíamos nosotros. Todo lo que papá tenía que hacer era mandarnos al taller. Cuando
escuchábamos su «Espérenme en el taller», nuestras asentaderas empezaban a
hormiguear. Yo no sé qué es lo que piensas tú sobre el castigo corporal. No menciono
nuestra experiencia para iniciar una discusión sobre el tema. Simplemente creo que
explica el impacto que el taller tenía en mi conducta.

Por supuesto que mi padre me amaba. Yo sabía que me amaba. Y la mayor parte del
tiempo, su amor era suficiente. Hubo muchas cosas que yo no hice porque sabía que me
amaba. Pero hubo unas pocas ocasiones cuando su amor no fue suficiente. La tentación
era tan fuerte, o la rebeldía tan feroz, que el pensamiento de su amor no era capaz de
hacerme retroceder. Pero el pensamiento de su ira sí. Cuando el amor no era suficiente
para obligarme, el miedo me corregía. Pensar en el taller -y el lloro y el crujir de dientes
allí adentro- eran argumento suficiente para hacerme reaccionar.

La aplicación parece obvia. Si no, hagámosla. Nuestro Padre celestial ama a sus
hijos. De veras. La mayor parte del tiempo, ese amor es suficiente para hacer que lo
sigamos. Pero habrá ocasiones en que no será así. El llamado del deseo puede ser tan
fuerte, la atracción de la avaricia tan grande, la promesa de poder tan seductora que la
gente sencillamente rechazará el amor de Dios. En ese momento, el Espíritu Santo
puede que mencione «el taller». Quizás nos recuerde que «todo lo que el hombre
sembrare, eso también segará» ( Gl 6.7 ). Y es posible que el recuerdo que hay un lugar
de castigo sea todo lo que necesitamos para corregir nuestra conducta.

En Lucas 16 Jesús nos hace ese recordatorio.


2 Para ver dos puntos de vista contrastantes sobre la duración del infierno, véase a
Blanchasrd, Whatever Happened to Hell? y Edward William Fudge, The Fire That
Consumes . The Paternoster Press, Carlisle, RU, 1944.
¿Cómo es el infierno? Jesús es la única persona que ha vivido sobre la tierra y que
conoce personalmente el infierno. Y su descripción es la más confiable y gráfica que
jamás se haya escrito. Cada palabra en esta historia es importante. Cada palabra es
sobria.

Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía


cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado
Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba
saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros
venían y le lamían las llagas ( Lc 16.19–21 ).

La historia comienza en una lujosa residencia en un barrio exclusivo. El dueño de la


casa es extravagante. Usa ropa finísima. El griego sugiere que la tela de la cual está
hecha su ropa literalmente vale su peso en oro. Cada día ofrece banquetes. En una época
cuando mucha gente apenas puede comer una vez a la semana, su dieta diaria es
exuberante.

Dentro de las puertas de su propiedad hay hermosos jardines. Porcelana finísima y


cubiertos de oro se diseminan sobre su mesa. Fruta recién cosechada de sus huertos
forma parte de su comida diaria. Vive, dice Jesús, en un lujo constante.

Pero fuera de sus puertas se sienta un pordiosero llamado Lázaro. Su cuerpo lleno de
llagas y la piel pegada a sus huesos. Yace a la puerta de ese palacio. Alguien tan
compasivo como para ignorarlo pero demasiado pobre como para ayudarle, transporta al
mendigo en una carreta y lo deposita frente a la casa del rico. En aquellos días, los ricos
no usaban servilletas sino que se limpiaban las manos en grandes trozos de pan. Lázaro
se conformaba con tener las migajas de ese pan.

Observa el contraste. Un varón cuyo nombre no se menciona se solaza en el ocio.


Un mendigo con nombre yace en su miseria. Entre ambos hay una puerta. Una puerta
inmensa y fuerte. Adentro, una persona está en fiesta permanente. Afuera, una persona
se muere de hambre. Y arriba, un Dios justo dicta la sentencia. Cae la cortina de la
muerte. Ambos mueren. Y mientras las luces se vuelven para iluminar la escena dos,
echamos una mirada a los destinos inversos.

«Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de
Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando
en tormentos» (vv. 22–23 ).

El mendigo, que no tenía nada sino a Dios, ahora lo tiene todo. El rico, que lo tuvo
todo excepto a Dios, ahora no tiene nada. El mendigo, cuyo cuerpo probablemente fue
echado a un hueco junto con la basura, es ahora honrado con un asiento cerca de
Abraham. El rico, quien seguramente fue sepultado en una tumba esculpida y ungido
con aceites costosísimos es destinado al infierno por la eternidad. El dolor de Lázaro ha
cesado. El dolor del rico apenas comienza.

Si la historia terminara aquí, quedaríamos sorprendidos. Pero la historia continúa.


Jesús ahora nos lleva a los límites del infierno y nos revela sus horrores. El rico está en
un tormento inexorable. Cinco versículos hacen cuatro referencias a su dolor.
«Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos» (v. 23 ).

«Estoy atormentado en esta llama» (v. 24 ).

«Este [Lázaro] es consolado aquí, y tú atormentado» (v. 25 ).

«Tengo [el rico] cinco hermanos para que [Lázaro] les testifique, a fin de que no
vengan ellos también a este lugar de tormento» (v. 28 ).

Quizás la última frase sea la más elocuente. El rico define su nuevo hogar como un
«lugar de dolor». Sufre cada fibra de su ser. Y lo que es peor (sí, hay algo peor) él puede
ver el lugar de confort que nunca conocerá. Alza sus ojos y ve al mendigo que una vez
vivió a las puertas de su mansión. Ahora es el rico el que pide.

«El rico vio de lejos a Abraham con Lázaro a su lado. Y clamó, “¡Padre Abraham,
ten misericordia de mí! Envía a Lázaro a que moje su dedo en agua y refresque mi
lengua, porque estoy sufriendo en este fuego”» (vv. 23–24 ).

El infierno sería tolerable si sus habitantes fueran robotomizados. Pero no lo son.


Están conscientes. Y hacen preguntas. Hablan. Claman. De todos los horrores del
infierno, el peor debe ser el conocimiento que el sufrimiento nunca terminará. «Estos
irán a castigo eterno, pero los justos a vida eterna» ( Mt 25.46 ).

Para describir la duración del castigo se usa el mismo adjetivo que para describir la
duración de la vida en el cielo: eterno . Los buenos viven «eternamente». Los malos son
castigados «eternamente». 3

Apocalipsis 14.11 es igualmente angustiante: «Y el humo de su tormento sube por


los siglos de los siglos. Y no tienen reposo de día ni de noche los que adoran a la bestia
y a su imagen, ni nadie que reciba la marca de su nombre».

Nos gustaría saber que a los pecadores se les dará una segunda oportunidad, que
unos pocos meses o milenios de purgatorio purificarán sus almas, y finalmente todos se
salvarán. Pero a pesar de sonar tan atractivo, esto no lo enseñan las Escrituras. La
respuesta de Abraham al pedido del hombre perdido demuestra que la paciencia de Dios
se detiene a las puertas del infierno. «Entre nosotros y vosotros hay puesta una gran
sima, de modo que los que quieren ir de aquí hacia allá no pueden, ni tampoco se puede
venir de allá para acá» ( Lc 16.26 ).

El término puesta que se origina en el griego, es una palabra que significa


«promulgar, asegurar». Literalmente significa «construir, establecer permanentemente».
En Romanos 16.25 Pablo usa la misma palabra cuando dice de Jesús: «el que puede
confirmaros».

Fascinante. El mismo poder que confirma a los salvos en el reino, sella la suerte de
los perdidos. No habrá misiones evangelizadoras al infierno como tampoco habrá
excursiones de fin de semana al cielo. Es duro enseñar esto, porque surge la pregunta.

3 Blanchard, Whatever Happened to Hell? , p. 130.


¿Cómo podría un Dios de amor mandar a las personas al infierno? Esta
pregunta la hace la gente frecuentemente. La pregunta misma revela un par de
malentendidos.

Primero, Dios no manda a la gente al infierno. Él simplemente respeta la decisión de


la gente. El infierno es la expresión final de la más alta preocupación de Dios por la
dignidad del hombre. Nunca nos ha forzado a que lo escojamos a Él aun cuando eso
pudiera significar que en cambio, escojamos el infierno. Como lo dice C.S. Lewis: «Al
fin y al cabo, hay solo dos tipos de personas: los que dicen a Dios “que se haga tu
voluntad” y aquellos a quienes al final, Dios dirá, “que se haga tu voluntad”. Todos los
que están en el infierno optaron por el infierno». 4 En otro de sus libros, Lewis lo dice de
esta manera: «Creo que, en un sentido, los condenados han sido rebeldes exitosos hasta
el fin; y que las puertas del infierno se cierran desde adentro». 5

No. Dios no «manda» a la gente al infierno. Tampoco manda «gente» al infierno.


Este es el segundo malentendido.

La palabra gente es neutra, implicando inocencia. Las Escrituras no enseña en


ninguna parte que la gente inocente es condenada. No es la gente la que va al infierno,
sino la gente pecadora. Los rebeldes. Los egocéntricos. Por eso, ¿cómo podría un Dios
amoroso enviar a la gente al infierno? No lo hace. Simplemente respeta la decisión de
los pecadores.

La historia de Jesús concluye con un giro sorpresivo. Oímos al rico clamar: «Por
favor envía a Lázaro a casa de mi padre. Tengo cinco hermanos, y Lázaro les advertiría
para que no vengan ellos también a este lugar de dolor» ( Lc 16.27–28 ).

¿Qué es eso? ¿De repente, el rico lleno de celo evangelístico? ¿Aquel que nunca
conoció a Dios ruega ahora para que se envíen misioneros? Es notable lo que puede
hacer con tus prioridades tener un pie en el infierno. Los que conocen los horrores del
infierno harían cualquier cosa para advertir a sus amigos.

Jesús, que entiende el diluvio final de ira, está dispuesto a hacer cualquier sacrificio
para evitarlo. «Si tu mano o tu pie son motivo para que peques, córtalos y échalos de ti;
es mejor entrar en la vida mutilado o cojo que con dos manos o dos pies ser lanzado en
el fuego eterno» ( Mt 18.8–9 ).

Esta historia es, sin duda, la más perturbadora que Jesús haya contado. Contiene
palabras tales como tormento, dolor y sufrimiento . Enseña conceptos que son duros de
tragar, conceptos tales como «castigo consciente» y «destierro permanente». Pero
también enseña una verdad vital que fácilmente se pasa por alto. Esta historia enseña el
amor inimaginable de Dios.

«¿Qué? ¿El amor de Dios? Max: Parece que tú y yo hemos leído dos historias
diferentes. La que yo leí habla de castigo, de infierno, de miseria eterna. ¿Cómo algo así
puede enseñar del amor de Dios?»
4 C.S. Lewis, The Great Divorce , Macmillan, New York, 1946, pp. 66–67, citado por
Blanchard, Whatever Happened to Hell? , p. 151.
5 C.S. Lewis, The Problem of Pain , Macmillan, New York, 1967, p. 127. Citado por
Blanchard, Whatever Happened to Hell? , p. 152
Porque Dios fue allí, por ti. Dios cruzó el abismo. Dios atravesó la sima. ¿Para qué?
Para que no tuvieras que hacerlo tú.

No olvides nunca que mientras estaba en la cruz, Jesús se hizo pecado. «Cristo fue
sin pecado, pero Dios lo hizo pecado para que en Cristo nosotros pudiéramos estar en
buena relación con Dios» ( 2 Co 5.21 ). Jesús se hizo pecado, precisamente lo que Dios
odia y que castiga.

«La paga del pecado es muerte», dice Pablo en Romanos 6.23 . El rico es testimonio
de la veracidad de esta afirmación. Lleva una vida de pecado y ganarás una eternidad de
sufrimiento. Dios castiga el pecado, aun cuando el pecado se halle en su propio hijo.
Eso es, exactamente, lo que ocurrió en la cruz. «El Señor llevó en Él la maldad de todos
nosotros» ( Is 53.6 ).

Y porque lo hizo, Jesús «llevó nuestros sufrimientos sobre Él y sufrió nuestros


dolores» ( Is 53.4 ). Lo que el rico sintió, Jesús lo sintió. Lo que tú viste al mirar dentro
del abismo del infierno, Jesús lo experimentó... el dolor, la angustia, el aislamiento, la
soledad. No es de maravillarse que haya clamado: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has desamparado?» ( Mc 15.34 ).

Como el rico, Jesús conoció el infierno. Pero a diferencia del rico, Jesús no
permaneció allí. «Él [Jesús] también participó de lo mismo, para destruir por medio de
la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que
por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre» ( Heb
2.14–15 ).

Sí, la miseria del infierno es profunda, pero no tanto como el amor de Dios.

¿Cómo, entonces, vamos a aplicar este mensaje? Si tú eres salvo, debe ser para ti
causa de regocijo. Ya has sido rescatado. Un atisbo al infierno hace que el creyente se
regocije. Pero también lo lleva a redoblar sus esfuerzos para alcanzar al perdido.
Entender el infierno es orar más intensamente y servir más diligentemente. La nuestra es
una misión de alta prioridad.

¿Y los perdidos? ¿Cuál es el significado de este mensaje para los que no están
preparados? Hacer caso de la advertencia y prepararse. Este avión no va a volar para
siempre. «Mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete; porque aquello es el
fin de todos los hombres, y el que vive lo pondrá en su corazón» ( Ec 7.2 ).

Capítulo 12

VER A JESÚS

Un día de gozo indescriptible


Sabemos que cuando Cristo venga otra vez, seremos como Él es,
porque le veremos como realmente es.

1 Juan 3.2

San Agustín pensó en el siguiente experimento. Imagínate a Dios diciéndote: «Te


propongo un trato. Te daré lo que quieras: placer, poder, honor, riqueza, libertad e
incluso paz mental y una buena conciencia. Nada será pecado; nada será prohibido; y
nada será imposible para ti. Nunca te vas a aburrir, ni nunca te vas a morir. Pero, a
cambio de todo eso, nunca verás mi rostro». 1

La primera parte de la proposición es atractiva. ¿No hay allí una parte de nosotros,
una parte del amor al placer que hay en nosotros, que se anima ante el pensamiento de
no culpabilidad y de un deleite que no termina? Pero ocurre que cuando estamos a punto
de levantar la mano para aceptar el trato, escuchamos la frase final: «Nunca verás mi
rostro».

Y paramos. ¿Nunca? ¿Nunca conocer la imagen de Dios? ¿Nunca estar ante la


presencia de Cristo? En este punto, dime, ¿no empieza aquella ganga a perder algo de su
atractivo? ¿No empiezan a surgir otros pensamientos? ¿No nos enseña la prueba algo
sobre nuestros corazones? ¿No revela el ejercicio una parte mejor y más profunda de
nosotros que quiere ver a Dios?

Para muchos es así.

Para otros, sin embargo, el ejercicio de San Agustín apenas levanta una pregunta.
Una pregunta torpe. Una pregunta que te resistes a hacer para no pasar por tonto o
irreverente. A riesgo de poner palabras en tu boca, permíteme poner palabras en tu boca.
«¿Para qué un acuerdo así?», preguntas. «No se trata de falta de respeto. Por supuesto
que yo quiero ver a Jesús, pero ¿verlo para siempre ? ¿Será tan admirable?»

Según Pablo, lo es. «El día cuando el Señor Jesús venga», escribe: «Todos los que
hayan creído en Él lo admirarán» ( 2 Ts 1.10 ).

Admirar a Jesús . No se trata de ángeles, o mansiones o nuevos cuerpos o nuevas


creaciones. Pablo no mide el gozo por su encuentro con los apóstoles o por poder
abrazar a los seres queridos. Si vamos a admirar a estos, lo que es muy probable, él no
lo dice. Lo que dice es que vamos a admirar a Jesús.

¿Por qué esa admiración?

Por supuesto que yo no tengo forma de responder a esa pregunta por experiencia.
Pero puedo llevarte a alguien que sí puede. Hace mucho tiempo, un domingo por la
mañana un hombre llamado Juan vio a Jesús. Y lo que vio lo escribió y lo que escribió
ha intrigado a los seguidores de Cristo por dos mil años.

1 Peter Kreeft, Heaven: The Heart’s Deepest Longing , Ignatius Press, San Francisco,
1980, p. 49.
Al imaginarnos a Juan, nos imaginamos a un anciano con hombros caídos y caminar
pausado. Han pasado muchos años desde sus tiempos de joven discípulo con Jesús en
Galilea. Su maestro ha sido crucificado y la mayoría de sus amigos están muertos. Y
ahora, el gobierno romano lo tiene exiliado en la isla de Patmos. Imaginémoslo en la
playa. Ha venido aquí a adorar. El viento sacude las aneas y las olas golpean contra la
arena y Juan no ve otra cosa sino agua, un océano que lo separa del hogar. Pero ninguna
cantidad de agua podría separarlo de Cristo.

«Yo estaba en el Espíritu en el día del Señor, y oí detrás de mí una gran voz como
de trompeta que decía: Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último. Escribe en un
libro lo que ves, y envíalo a las siete iglesias que están en Asia: a Éfeso, Esmirna,
Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea» ( Ap 1.10–11 ).

Juan está a punto de ver a Jesús. Por supuesto esta no es la primera vez en que verá a
su Salvador.

Basta que tú y yo leamos de las manos que alimentaron a miles. No fueron las de
Juan. Juan las vio: dedos cansados, palmas encallecidas. Él las vio. Basta que tú y yo
leamos de los pies que anduvieron sobre las olas del mar. No fueron los de Juan. Juan
los vio: calzados con sandalias, cubiertos de polvo. Basta con que tú y yo miremos sus
ojos: brillantes, fieros, llorosos. No son los de Juan. Juan los vio. Ojos que saben mirar a
las multitudes, que saben reír y que saben buscar a las almas. Juan había visto a Jesús.

Durante tres años había seguido a Jesús. Pero este encuentro era completamente
diferente a cualquiera que hayan tenido en Galilea. La imagen era tan vívida, la
impresión tan poderosa, que Juan quedó frío. «Cuando le vi, caí como muerto a sus
pies» ( Ap 1.17 ).

Así describe el encuentro:

Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo; y vuelto, vi siete


candeleros de oro, y en medio de los siete candeleros de oro, a uno
semejante al Hijo del Hombre, vestido de una ropa que llegaba hasta los
pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro. Su cabeza y sus cabellos
eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de
fuego; y sus pies semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un
horno; y su voz como estruendo de muchas aguas. Tenía en su diestra
siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro
era como el sol cuando resplandece en su fuerza. Cuando le vi, caí como
muerto a sus pies. Y Él puso su diestra sobre mí, diciéndome: No temas (
Ap 1.12–17 ).

Si te sientes impresionado por lo que acabas de leer, no eres el único. El mundo de


Apocalipsis no puede ser envasado o explicado, sino solamente examinado. Y Juan nos
da una visión para examinar, una visión de Cristo que viene a ti desde todos los ángulos.
Espadas y pies de bronce y cabello blanco y luz del sol.

¿Qué tenemos que hacer con una imagen como esta?


Primero, recordar que lo que Juan escribió no es lo que vio. Lo que escribió es como
lo que vio. Pero lo que vio fue tan sobrecogedor que no tuvo palabras para describirlo.

En consecuencia, se sumerge dentro del closet donde guarda las metáforas y sale
con una carga de cuadros en palabras. ¿Te diste cuenta la frecuencia con que Juan usa la
palabra como ? Describe el pelo como lana, los ojos como fuego, los pies como el
bronce, y una voz como el torrente de aguas, y luego ve a Jesús como el brillo del sol
cuando resplandece con más fuerza. La implicación es clara. La lengua humana es
inadecuada para describir a Cristo. Por eso, en su esfuerzo por describirnos lo que veía,
Juan nos entrega símbolos. Símbolos originalmente dirigidos a los miembros de las siete
iglesias en Asia.

Para que podamos comprender el pasaje debemos entender los símbolos, de la


misma manera que los lectores originales los entendieron.

Entre paréntesis, la estrategia de Juan no es extraña. Nosotros hacemos lo mismo. Si


abres el periódico en la página editorial y ves a un burro hablándole a un elefante, sabes
qué significa, ¿verdad? No son caricaturas que tengan que ver con un zoológico, sino
que son caricaturas de carácter político. (Aunque a veces parecieran relacionarse con un
zoológico). Conoces el simbolismo detrás de las imágenes. Y para poder entender la
visión de Juan, debemos hacer lo mismo. Y al hacerlo, al empezar a interpretar las
imágenes, podamos empezar a vislumbrar lo que veremos cuando veamos a Cristo.
Sigamos un poco más adelante.

¿Qué veremos cuando veamos a Cristo?

Veremos al sacerdote perfecto. «Vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y
ceñido por el pecho con un cinto de oro» (v. 13 ). Los primeros lectores de este mensaje
conocían la importancia de la túnica y del cinto. Jesús está vistiendo la ropa de un
sacerdote. Un sacerdote presenta al pueblo a Dios y a Dios al pueblo.

Tú has conocido a otros sacerdotes. En tu vida ha habido otros, sean clérigos o no,
que trataron de llevarte a Dios. Pero ellos también necesitaron un sacerdote. Algunos
necesitaban uno más de lo que lo necesitabas tú. Ellos, como tú, eran pecadores. No es
el caso de Jesús. «Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha,
apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos» ( Heb 7.26 ).

Jesús es el sacerdote perfecto.

Él también es puro y purificador. «Su cabeza y sus cabellos eran blancos como
blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de fuego» ( Ap 1.14 ).

¿Cómo debería lucir una persona que nunca ha pecado? ¿Si la preocupación no lo
hace arquear las cejas ni el enojo ensombrece sus ojos? ¿Si la amargura no lo hace
vociferar y el egoísmo no le hace sonreír forzadamente? ¿Cómo debería verse una
persona que jamás haya pecado? Lo sabremos cuando veamos a Jesús. Lo que Juan vio
aquel domingo en Patmos fue absolutamente inmaculado. Le hizo recordar la lana
virgen de la oveja y el copo de nieve del invierno.
Y también pensó en el fuego. Otros habían visto la zarza ardiendo, el altar quemado,
el horno recalentado o los carros de fuego, pero Juan vio ojos como llamas. Y en esos
ojos vio una llama purificadora la cual quemaría la bacteria del pecado y purificaría el
alma.

Un sacerdote; cabello blanco, puro como la nieve y rojo-blanco. (Ya hemos visto
esto en galileos tostados por el viento y el sol.) Las imágenes continúan.

Cuando vemos a Jesús lo vemos absolutamente fuerte. «Sus pies eran como bronce
bruñido y refulgentes como en un horno» (v. 15 ).

La audiencia de Juan conocía el valor de este metal. Eugene Peterson nos ayuda a
los que no lo conocemos con la siguiente explicación:

El bronce es una combinación de hierro y cobre. El hierro es fuerte pero


se corroe. El cobre no se enmohece pero es flexible. Combinados ambos
producen el bronce y la mejor cualidad de cada uno se conserva: la
dureza del hierro y la duración del cobre. La regla de Cristo descansa
sobre esta base: el fundamento de su poder es probado por el fuego. 2

Todos los poderes vienen a menos. El hombre musculoso en las revistas, los
automóviles en las pistas de carrera, los ejércitos en los libros de historia. Han tenido su
fuerza y han tenido su día, pero todo eso ha pasado. Sin embargo, la fuerza de Jesús
nunca decaerá. Nunca. Cuando lo veas, verás, por primera vez, lo que es la verdadera
fuerza.

Hasta aquí, Juan ha descrito lo que ha visto. Ahora nos dice lo que oye. Nos habla
del sonido de la voz de Jesús. No las palabras, sino el sonido, el tono, el timbre. El
sonido de una voz puede ser más importante que las palabras de una voz. Yo puedo
decir: «Te amo», pero si lo hago con un gruñido obligado, no te vas a sentir amado. ¿Te
has preguntado alguna vez cómo te sentirías si Jesús te hablara? Juan se sintió como si
estuviera junto a una cascada: «Su voz como estruendo de muchas aguas» (v. 15 ).

El sonido de un río corriendo a través de la floresta no es un sonido tímido. Es el


telón de fondo de todos los otros sonidos. Aun cuando la naturaleza duerma, el río
habla. Lo mismo ocurre con Jesús. En el cielo su voz se oye siempre. Una presencia
firme, tranquila, imponente.

En sus manos hay siete estrellas. «Tenía en su diestra siete estrellas» (v. 16 ). Más
adelante leemos que «las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias» (v. 20 ).
Con perdón de los zurdos, en las Escrituras la mano derecha representa la prontitud.
José recibió la bendición con la mano derecha de Jacob ( Gn 48.18 ), el Mar Rojo se
dividió cuando Dios extendió su mano derecha ( Éx 15.12 ), la mano derecha de Dios
nos sostiene ( Sal 18.35 ) y Jesús está a la mano derecha de Dios intercediendo por
nosotros ( Ro 8.34 ). La mano derecha describe acción. ¿Y qué ve Juan a la mano
derecha de Cristo? Los ángeles de las iglesias. Como un soldado listo con su espada o

2 Eugene Peterson, Reversed Thunder , Harper SanFrancisco, San Francisco, 1988, pp.
36–37.
como un carpintero que agarra con firmeza el martillo, Jesús protege a los ángeles, listos
para enviarlos a proteger a su pueblo.

¡Cuán reconfortante es esta confianza! ¡Qué bueno es saber que el Hijo del Hombre,
puro, fogoso, de pies de bronce tiene una prioridad: la protección de las iglesias. Las
sostiene en la palma de su mano derecha. Y las dirige con la espada de su palabra: «Y
de su boca salía una espada aguda de dos filos» (v. 6 ).

El sonido de su voz trae paz al alma, pero la verdad de su voz horada el alma.
«Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos;
y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los
pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta
en su presencia» ( Heb 4.12–13 ).

No más adivinanzas. No más juegos. No más verdades a medias. El cielo es una


tierra honesta. Es una tierra donde las sombras desaparecen ante la faz de Cristo. «Y su
rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza» ( Ap 1.16 ).

¿Qué tenemos que hacer con un cuadro así? ¿Cómo vamos a asimilar estas
imágenes? ¿Las vamos a combinar en un lienzo y tomarlas como un retrato de Jesús?
No lo creo. No creo que el fin de esta visión sea decirnos cómo se ve Jesús, sino quién
es Jesús:

El sacerdote perfecto

El puro y santo

La fuente de todo poder

La pureza del amor

La luz eterna.

¿Y qué va a ocurrir cuando veas a Jesús?

Verás pureza intachable y fortaleza indeclinable. Sentirás su presencia infinita y


conocerás su protección irrefrenable. Y todo lo que Él es lo serás tú, porque serás como
Jesús. ¿No es esa la promesa de Juan? «Sabemos que cuando Cristo venga otra vez,
seremos como Él es, porque lo veremos tal como Él es» ( 1 Jn 3.2 ).

Como serás puro cual la nieve, nunca volverás a pecar.

Como serás fuerte como el bronce, nunca volverás a flaquear.

Como vas a vivir cerca del río, nunca volverás a sentir la soledad.

Como la obra del sacerdote habrá concluido, nunca volverás a dudar.


Cuando Cristo venga, vivirás en la luz de Dios. Y lo verás como realmente es.

Capítulo 13

CRUZAR EL UMBRAL

Un día de celebración sin fin

Yo prometí daros a Cristo, como su solo esposo.


A vos quiero daros como su novia pura.

2 Corintios 11.2

La historia del príncipe y su novia campesina. El romance más intrigante que haya
ocurrido jamás. Su atracción a él es imposible. Él, el príncipe majestuoso. Ella, la
campesina común y corriente. Él, incomparable. Ella, rústica. No es fea, pero no puede
ser. Ella tiende a ser hosca y agria, aun caprichosa. No es la clase de alma con la que te
gustaría vivir.

Pero según el príncipe, ella es el alma sin la cual él no puede vivir. Le pide la mano.
Sobre el rústico piso de la cabaña de la campesina, él dobla la rodilla, toma su mano y le
pide que sea su esposa. Aun los ángeles se inclinan para oír su «Sí» susurrante.

«Pronto volveré por ti», le promete Él.

«Te estaré esperando», le promete ella.

Nadie se extraña de que el príncipe tenga que irse. Él es, al fin y al cabo, el hijo del
rey. Seguramente tiene que hacer algo relacionado con el reino. Lo extraño no es su
partida, sino la conducta de ella durante su ausencia. ¡Se le olvida que está
comprometida!

Todos creeríamos que ella no podría pensar en otra cosa que no fuera la boda, pero
no es así. Todos creeríamos que ese día sería su único tema de conversación, pero no es
así. Algunos de sus amigos jamás la han oído hablar de ese acontecimiento. Pasan los
días y las semanas, y no se habla para nada de su retorno. Sí, ha habido tiempos, ¡qué
barbaridad!, cuando se le ha visto traveseando con los hombres del pueblo. Flirteando.
Cuchicheando. A plena luz del día. Y si eso ha sido en el día, ¿cómo será su
comportamiento en la oscuridad de la noche?

¿Es ella rebelde? Quizás. Pero lo más probable es que sea olvidadiza. Se olvida que
está comprometida. Esa no es excusa, dices tú. Sí, tendría que estar pensando siempre
en su regreso. ¿Cómo una campesina podría olvidarse de su príncipe? ¿Cómo una novia
podría olvidarse de su novio?
Buenas preguntas. ¿Y nosotros? La historia del príncipe y la campesina no es una
fábula antigua. No es una historia acerca de ellos, sino un cuadro de lo que somos
nosotros. ¿No somos nosotros la novia de Cristo? ¿No hemos sido separados «como una
novia pura para un solo esposo? ( 2 Co 11.2 ). ¿No nos ha dicho Dios: «Te desposaré
conmigo para siempre»? ( Os 2.19 ).

Estamos comprometidos con nuestro hacedor. Nosotros, los campesinos, hemos


oído la promesa del príncipe. Él llegó a nuestro pueblo, tomó nuestra mano y nos robó
el corazón. Sí, incluso los ángeles inclinaron su oído para escuchar nuestro «Sí».

Y los mismos ángeles deben de haber quedado perplejos ante nuestra conducta.
Porque no siempre actuamos como comprometidos, ¿no es así? Pasarán días, e incluso
semanas, sin que digamos una palabra sobre nuestra boda. Sí, algunos de los que nos
conocen bien ni siquiera saben que el príncipe ya viene.

¿Dónde está el problema? ¿Somos rebeldes? En un sentido sí, pero más creo que
somos olvidadizos. Amnésicos.

La semana pasada me detuve en una tienda que vende vitaminas. Le pedí al


vendedor que me mostrara algunas. Me mostró un frasco que me pareció familiar. Era
un frasco de «gingko». Solo algunos días antes mi mamá me había dicho que había
estado tomando «gingko» para la memoria. Sabía que había oído de esa vitamina, pero
no me acordaba dónde. ¿Te imaginas qué le dije al vendedor? Indicando hacia donde
estaba el frasco, le dije: «Ayúdeme a recordar para qué sirve eso». (Me dio un
descuento.)

Olvidar para qué sirve el «gingko» es una cosa. Pero olvidar nuestro compromiso
con Cristo es otra. ¡Necesitamos recordar! ¿Me permites ofrecerte un incentivo?

Tú le has robado el corazón a Dios .

La primera vez que fui testigo del poder de una proposición matrimonial fue cuando
estaba en la universidad. En mi clase había una muchacha que se comprometió. No
recuerdo mucho de la clase, solo que la teníamos muy temprano y el profesor era
aburridísimo. (A menudo los doctores aplicaban somníferos a sus clases a modo de
tratamiento.) No he podido volver a acordarme del nombre de la muchacha, pero sí
recuerdo que era tímida e insegura de sí misma. No se destacaba entre los demás y
parecía que eso le gustaba. No se maquillaba, no sabía vestirse con gracia. Era, para
decirlo en dos palabras, una ordinaria.

Un día, sin embargo, todo eso empezó a cambiar. Cambió el peinado. Cambió su
forma de vestir. Incluso su voz cambió. Empezó a hablar. Y a hablar con confianza.
¿Qué había hecho la diferencia?

Sencillamente, alguien la había escogido a ella. Un joven a quien ella amaba le


había dicho, mirándola cerquitita, directo a los ojos: «Quiero que compartas tu vida para
siempre conmigo». ¡Anda! Su vida cambió a partir de ese momento. La propuesta la
transformó en una bomba. El amor la hizo quererse a sí misma. El amor le dijo que
había algo por lo que valía la pena vivir.
El amor de Dios puede hacer lo mismo en nosotros. Nosotros, como la muchacha de
la historia, nos creemos muy poca cosa. Somos inseguros. Dudamos de todo. Pero la
propuesta de matrimonio del príncipe cambia todo eso.

¿Quieres un remedio para la inseguridad? ¿Un jarabe contra el mal de la duda?


Piensa en estas palabras escritas para ti:

Prendiste mi corazón, hermana, esposa mía; has apresado mi corazón con


uno de tus ojos; con una gargantilla de tu cuello. ¡Cuán hermosos son tus
amores, hermana, esposa mía! ¡Cuánto mejores que el vino tus amores, y
el olor de tus ungüentos que todas las especias aromáticas... Huerto
cerrado eres, hermana mía, esposa mía; fuente cerrada, fuente sellada
(Cantar de los Cantares 4.9–10 , 12 ).

¿Te suena extraño este lenguaje? ¿Crees que es un poco irreverente pensar en Dios
como un amante enamorado? ¿Te parece torpe pensar en Jesús como un pretendiente
embriagado de amor? Si es así, ¿de qué otra manera podrías explicar sus acciones?
¿Tiene lógica poner a Dios en un pesebre? ¿Tiene sentido clavarlo en una cruz? ¿Vino
Jesús a la tierra guiado por una ley de ciencia natural? No, Él vino como un príncipe con
sus ojos puestos sobre la doncella, listo a combatir con el mismo dragón de ser el caso
para ganar su mano.

Y eso es exactamente lo que ocurrió. Libró una batalla con el dragón del infierno. Él
ha dicho: «Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia» ( Jer
31.3 ).

Mientras escribía este capítulo, recibí una llamada telefónica de un hombre que
pedía consejo respecto a su amada. El pobre no sabía qué hacer.

Sus trabajos los tenían en diferentes ciudades y su opinión acerca de la relación que
llevaban los tenía en dos páginas diferentes. Él estaba listo para casarse; ella estaba lista
para dejarlo en cualquier momento. Me habría gustado que hubieras oído la emoción en
su voz. «Creo que podría vivir sin ella», me dijo. «Pero no quiero».

No hay duda que Jesús puede vivir sin nosotros, pero no quiere hacerlo. Él ama a su
novia.

¿Te has fijado en la forma en que un novio mira a su novia durante la ceremonia de
casamiento? Yo sí. Quizás es la ventaja que tengo respecto de ti. Porque cuando oficio
la ceremonia, estoy muy cerca del novio. En un sentido, uno al lado del otro, Él
entrando en el matrimonio, y yo facilitándoselo. Antes de llegar al altar, he estado con él
por unos momentos «fuera de escena» observándolo cómo se acomoda el cuello una y
otra vez y se seca el sudor. Sus amigos le recuerdan que todavía tiene tiempo de
escapar, y siempre hay una mirada medio seria en sus ojos que sugiere que podría
hacerlo. Como ministro, soy el que le doy la orden de caminar hacia el altar. Él me
sigue mientras yo entro en la capilla. Parece un criminal caminando hacia el patíbulo.
Pero todo cambia cuando aparece ella. Y la mirada que advierto en su rostro es mi
escena favorita de toda la ceremonia.
La mayoría no la capta. Y no la capta porque la mayoría la está mirando a ella. Pero
cuando otros ojos están puestos sobre la novia, yo dirijo mi vista al novio. Si la luz le da
en el ángulo correcto, puedo ver un pequeño reflejo en sus ojos. Es ella reflejándose en
los ojos de él. Y eso le recuerda por qué está ahí. Su mandíbula se suelta y su sonrisa
forzada se suaviza. Se olvida que está metido dentro de un incómodo esmoquin. Y se
olvida del sudor que le moja la camisa. Se olvida de la apuesta que hizo de que no
vomitaría. Cuando la ve, cualquier peregrino pensamiento que hubiera tenido de salir
huyendo le vuelve a parecer un chiste. Sobre su rostro se lee claramente: «¿Quién
podría vivir sin esta novia?»

Y tales son, precisamente, los sentimientos de Jesús. Mira a los ojos de nuestro
Salvador y allí, también, verás una novia. Vestida de lino fino. Cubierta de gracia pura.
Desde la corona en su cabeza hasta las nubes en sus pies, se puede ver su realeza; es la
princesa. Es la novia. Su novia. Camina hacia donde está Él. Todavía no está con Él.
Pero lo ve, Él la ve a ella y la espera ansioso.

«¿Quién podría vivir sin ella?» escuchas que susurra.

¿Y quién es esta novia? ¿Quién es esta belleza que ocupa el corazón de Jesús?

No es la naturaleza. Él ama a su creación y la creación gime por estar con Él, pero
Él nunca llamaría a la creación su novia.

No son sus ángeles. Sus ángeles están siempre presentes para adorarle y servirle,
pero él nunca diría que esos seres celestiales son su novia.

¿Entonces quién? ¿Quién es la novia a quien Jesús habla y por quien Jesús suspira?
¿Quién es esta doncella que ha capturado el corazón del hijo de Dios?

Eres tú. Tú has capturado el corazón de Dios. «Como el gozo del esposo con la
esposa, así se gozará contigo el Dios tuyo» ( Is 62.5 ).

El desafío es recordarlo. Meditarlo. No perderlo de vista. Permitir que su amor


cambie la forma en que te ves.

¿Te ha ocurrido alguna vez que has pasado inadvertido? Ropa y estilo nuevos
ayudan por un tiempo. Pero si quieres un cambio permanente, aprende a verte como te
ve Dios: «Me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia, como a
novio me atavió, y como a novia adornada con sus joyas» ( Is 61.10 ).

¿Has sufrido alguna vez de baja autoestima? Si tu respuesta es sí, recuerda lo que
sentías. «Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual
recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la
sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» ( Is
61.10 ).

¿Te preocupa la posibilidad de que el amor se termine? No te preocupes. «Él nos


amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados» ( 1 Jn 4.10 ).

¿Aún te sientes como si no valieras nada?


Mira los regalos que Él te ha dado: Ha enviado a sus ángeles para que te cuiden, a su
Espíritu Santo para que viva en ti, a su Iglesia para que te aliente, y su Palabra para que
te guíe. Tú tienes privilegios que solo un prometido puede tener. Cada vez que hablas,
Él escucha; pides algo y Él te responde. Nunca dejará que seas tentado demasiado.
Cuando una lágrima corre por tu mejilla, Él se apresura a enjugarla. Deja que tus labios
pronuncien un soneto de amor y Él estará ahí para oírlo. Si tú quieres verlo a Él, Él
mucho más te quiere ver a ti.

Está construyendo una casa para ti. Y con cada golpe de martillo y corte de
serrucho, Él sueña con el día cuando te lleve en sus brazos y traspase el umbral contigo.
«En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho;
voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra
vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» ( Jn
14.2–3 ).

Tú has sido escogido por Cristo. Has sido liberado de tu vieja vida en tu vieja casa,
y Él te ha reclamado como su amado. «¿Entonces, dónde está Él?», quizás preguntes.
«¿Por qué no ha venido?»

Hay solo una respuesta. Su novia aun no está lista. Aun está preparándose.

La gente que se va a casar está obsesionada con los preparativos. Que el vestido.
Que el peso. Que el peinado y el esmoquin. Todo debe estar en orden. ¿Por qué?
¿Porque su prometido se va a casar con esas cosas? No. Todo lo contrario. Ellos quieren
lucir de lo mejor porque su prometido se está casando con ellos.

Lo mismo es válido para nosotros. Queremos lucir de lo mejor para Cristo.


Queremos que nuestros corazones sean puros y nuestros pensamientos sean limpios.
Queremos que nuestros rostros brillen con gracia y nuestros ojos centelleen de amor.
Queremos estar preparados.

¿Por qué? ¿Porque tenemos la esperanza que nos ame? No. Todo lo contrario.
Porque ya nos ama.

Se te ha declarado. Estás comprometido, separado, llamado, una novia santa. Las


aguas prohibidas no tienen nada para ti. Tú has sido elegido para su castillo. No es pasar
una noche en brazos de un extraño.

Preocúpate de la fecha de tu boda. Cuidado con olvidarla. Sé intolerante con los


lapsus mentales. Escríbete notas. Memoriza versículos. Haz lo que sea para recordar.
«Buscad las cosas de arriba. Poned la mira en las cosas de arriba» ( Col 3.1–2 ). Tú
estás comprometido con la realeza, y tu Príncipe ya viene para llevarte a tu hogar.

C UANDO C RISTO VENGA

Guía de Estudio
P REPARADO POR S TEVE H ALLIDAY

Cuando se trata de animales, nuestra casa es un zoológico. No creo que haya otros que
tengan las mismas extrañas experiencias que nosotros. Tenemos un pájaro que entra a la
casa por un hueco en la chimenea y que va a picotear justo en la pared del dormitorio.
Otro se acerca a la ventana volando suavemente. Por una semana nos olvidamos de
darle alimento a un pececito dorado, y sobrevivió. Dejamos a un inquieto conejillo en la
parte de atrás del patio, y de las plantas que había allí, no quedó nada. Parece que
nosotros no tenemos otra cosa que hacer que compartir episodios de animales. De
hecho, a veces me pregunto si Dios no los ha puesto en nuestro camino para que yo
pueda sacar de ellos mis ilustraciones.

Eso pensé la semana pasada cuando me las tuve que ver con Fred. Fred es uno de
dos hámsters que viven bajo el dominio de Sara, nuestra hija de nueve años. Ella lo dejó
correr a su antojo por sobre el teclado del piano. Me pregunté qué habría dicho mi
esposa Denalyn de haber estado en casa. Yo me encontraba atendiendo los asuntos del
hogar cómodamente instalado en una poltrona. El pequeño roedor no estaba haciendo
ningún daño; más bien parecía divertirse. Todos lo estábamos. Sara y yo gozábamos con
las carreras de Fred. Le estaba dando un nuevo sentido a aquello de «aporrear las
teclas». Pero después de varios estrellones del pobre, los tres estábamos algo cansados.
Entonces Sara tomó a Fred y lo puso en el atril del piano. Cerré los ojos y Sara, solo por
un momento, se alejó unos pasos. Era todo lo que necesitaba Fred para complicarlo
todo.

Para entender lo que pasó a continuación, necesitas saber que nuestro piano es una
de esas versiones horizontales. Si hubiese sido de aquel otro tipo vertical, Fred habría
estado a salvo. Si la tapa hubiese estado cerrada, a Fred no le habría pasado nada. Pero
la tapa estaba abierta y Sara estaba distraída y yo estaba medio dormido cuando Fred
decidió caminar por el borde.

Abrí los ojos justo a tiempo para ver a Fred cuando caía en medio de aquel mar de
cuerdas, clavijas y macillos. Sara y yo entramos de inmediato en acción, pero era
demasiado tarde. Nuestro pequeño no solo estaba dentro del instrumento, sino enredado
en las cuerdas. Vimos su espalda peluda aprisionada y cómo el pobre tiraba hacia todos
lados tratando de zafarse y escapar.

Pero Fred estaba atrapado.

Y nosotros estábamos asustados. ¿Cómo sacar a un hámster de adentro de un piano?


Intentamos de varias maneras.

Tratamos de empujarlo. Metimos los dedos por entre las cuerdas, y así tratamos de
llevarlo hasta el lugar donde podría salir. No funcionó. Él corrió en la dirección opuesta
y desapareció tras una esquina. Buscamos una lámpara y alumbramos dentro del piano,
pero no pudimos verlo.

Hicimos lo mismo con una linterna, y nada. Empujarlo no dio resultado.

Entonces tratamos de sacarlo de su escondite llamándolo. Usamos todas las formas


posibles.
La voz de una invitación a comer: «Fred, ¿quieres venir?»

La voz de un amigo: «Vamos, viejo, déjame verte».

a voz de una madre: «Freddie, mi regaloncito. ¿Dónde está mi amor?»

E incluso una voz de mando: «¡Fred, sal de ahí!»

Fracaso completo. Empujarlo no había servido. Llamarlo, tampoco. Entonces se nos


ocurrió otra idea. ¿Qué tal un poco de música de piano? Teníamos que hacerlo con
mucho cuidado; ciertas canciones podrían ser peligrosas. Una marcha de John Philip
Sousa por ejemplo, lo dejaría fuera de combate en un dos por tres. Tendría que ser algo
delicado, apenas acariciando las teclas y luego silencio para tratar de oír su tímido
caminar. Tocamos algo. Escuchamos y no oímos nada. Tocamos otro poco y
escuchamos. De nuevo nada. Optamos por algunas melodías más elaboradas. Pensamos
que «Tres cerditos desobedientes» lo haría ser obediente. O, quizá: «Te tengo atrapado
en mis cuerdas». Incluso intentamos con una variación de «Papá, tírale al hámster».
Pero no cogió ninguno de estos mensajes. Sencillamente no quería salir de su escondite.

Nos quedaba solo una alternativa. Teníamos que (¡ gulp!) desarmar el piano. Estoy
seguro que algunos de ustedes habrían acometido la tarea con alegría. Yo no. Mis
manos no sirven para tales tareas. Me cuesta abrir una bolsa de pan, mucho menos
podría abrir un piano. Pero Fred, el hámster, estaba en peligro. ¿Cómo podríamos
dejarlo atrapado allí? Así es que me conseguí un destornillador y busqué por dónde
empezar.

No encontré nada que me pareciera el punto ideal. No había por dónde meter el
destornillador. El teclado no tenía tornillos. Pensé en empezar por quitar los pedales,
pero supuse que aquello no ayudaría mucho.

Así es que, de nuevo, estábamos atrapados. Todos, sin excepción, estábamos


atrapados. A Fred se le acababa el aire y a nosotros las soluciones. Todo lo que
podíamos hacer a estas alturas era orar para que el pobre pudiera sobrevivir una noche y
a la mañana siguiente llamar a un afinador que hiciera el trabajo por nosotros. Sin
embargo, me preocupaba cómo explicárselo al afinador. («No, el piano suena bien, el
problema es que tenemos un hámster que se nos está metiendo en la música.)

Fue cuando nos sentamos a descansar un rato cuando me pregunté: ¿Le ocurrirán
estas cosas a otras familias? ¿O es que Dios sabe que necesito una conclusión para el
libro?

Si es así, entonces me estaba dando una muy buena con Fred. Tú y yo tenemos
mucho en común con la mascota de Sara. Como Fred, nos caemos. Y, como Fred, nos
sentimos atrapados. Atrapados, no por las cuerdas de un piano, sino por la sensación de
culpabilidad, la ansiedad y el orgullo. Este es un lugar extraño y que infunde pavor.
Nunca pensamos que caeríamos allí. De alguna manera nunca pensamos que estaríamos
tan lejos de la mano de nuestro Maestro. Y no sabemos cómo salir.

Pero Dios sí sabe cómo. Él no está asustado, sino que quiere que sepamos que
pronto vendrá para llevarnos a casa. ¿No es esta la última declaración de la Biblia?
«Ciertamente vengo en breve» ( Ap 22.20 ). ¿Pero estamos poniendo atención? Algunos
sí, pero otros de nosotros, como Fred, somos un poco lentos para reaccionar.
Afortunadamente, Dios nos entiende. Y Él actúa con creatividad.

Nos empuja. Mediante los dedos de las circunstancias y situaciones, trata de que
miremos arriba. Pero nosotros, al igual que Fred, nos acurrucamos en una esquina.

Él nos llama. A veces con un susurro. Otras veces a gritos. Pero nosotros no siempre
respondemos.

Entonces, echa mano a un poco de música. Dedos divinos tocan el teclado del
universo. Y suenan las sinfonías diarias de los amaneceres y los anocheceres. Águilas
que se remontan por los aires y olas que acarician las playas. Todo, para llamar nuestra
atención. Pero muchos de nosotros seguimos en la esquina.

Incluso Dios ha intentado un pequeño desmantelamiento. ¿Aquellos momentos


cuando parece que nuestro mundo se viene al suelo a pedazos? Dios ha usado su
destornillador para sacudir las cosas un poquito no porque no nos ame sino todo lo
contrario, porque nos ama tremendamente. Y Él hará cualquiera cosa con tal de rescatar
a sus hijos.

Aun si eso significa hacerse uno de nosotros para entrar en nuestro mundo.

Así les dije, bromeando, a las niñas. Después que intentamos todos los métodos
posibles, les dije: «Bueno, uno de nosotros tendrá que hacerse un hámster, entrar allá y
sacarlo».

Por supuesto ni siquiera podríamos empezar a hacer tal cosa. ¿Pero te imaginas si
pudiéramos? ¿Te imaginas llegar a ser como Fred? Panza redonda, piernas cortas y
pelos por todo el cuerpo? (Algunas de ustedes quizás piense que estoy describiendo a su
marido.) ¿Dejar tu mundo maravilloso y cambiarlo por el suyo? No podemos
imaginarnos tal cosa. Pero Dios pudo, y lo hizo. Y la transformación de humano a
hámster no es nada comparable a la distancia que hay entre el cielo y la tierra. Dios se
hizo un bebé. Y entró al mundo no de cuerdas y clavijas y macillos de un piano, sino a
un mundo de problemas y angustias.

«El Verbo se hizo carne y vivió entre nosotros. Lleno de gracia y de bondad» ( Jn
1.14 ).

La palabra operativa del versículo es entre . Él vivió entre nosotros y se vistió de la


más costosa de las túnicas: el cuerpo humano. Hizo de un pesebre su trono y de algunos
pastores su corte real. Tomó un nombre corriente, Jesús, y lo santificó. Tomó a un
pueblo común y corriente y también lo hizo santo. Pudo haber vivido por encima o muy
lejos de nosotros. Pero no lo hizo, sino que vivió entre nosotros.

Se hizo amigo de los pecadores y hermano del pobre. Tocó sus heridas y sintió sus
lágrimas y pagó por sus errores. Entró en una tumba y salió y dijo que nosotros
haríamos lo mismo. Y a todos nosotros, a todos los Fred asustados de este mundo, nos
dio el mismo mensaje: «No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo; creéis en Dios,
creed también en mí... Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo
estoy, vosotros también estéis» ( Jn 14.1 , 3 ).

¿Y cómo vamos a responder nosotros?

Algunos dicen que Él no existe. Ponen toda su atención en una romanza para piano
solo y no se interesan por el Maestro.

Otros oyen de Él, pero no creen en Él. No es fácil creer que Dios va a llegar hasta
aquí para llevarnos a casa.

Pero entonces, unos pocos deciden arriesgarse. Dejan su esquina y salen afuera.
Cada día miran al cielo. Como Simeón: «esperan» y «anhelan» el día cuando Cristo
vuelva ( 2 P 3.11 ). Ellos saben que hay más para vivir que el interior de un piano, y
quieren estar listos cuando Cristo llegue.

¿Te cuentas entre los que buscan? Vives con un oído en la trompeta y un ojo en las
nubes. Y estás listo cuando Él pronuncie tu nombre.

Oh. Seguramente querrás saber qué ocurrió con Fred. Bueno, por fin decidió salir
del lugar en el que había caído. Miró hacia arriba. Y cuando lo hizo, Sara estaba allí.
Alzó su cabeza lo suficiente como para que ella lo alcanzara y lo sacara.

Que es exactamente lo que Dios hará con nosotros. Tú mirarás arriba, y Él te


alcanzará para llevarte a casa...

cuando Cristo venga .


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1Lucado, M. 2001. Cuando Christo venga . Caribe-Betania Editores: Nashville

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