Susan Sontag Cartel
Susan Sontag Cartel
Susan Sontag Cartel
os carteles no son simplemente avisos públicos. Un aviso público, por ampliamente que circule,
puede ser un medio de llamar la atención a sólo una persona, alguien cuya identidad es desconocida
al autor del aviso. (Uno de los primeros avisos públicos conocidos, encontrado en las ruinas de la
antigua Tebas, es un papiro que anuncia una recompensa por la devolución de un esclavo fugitivo.)
Más característicamente, la mayoría de las sociedades pre- modernas utilizaron los anuncios
públicos para difundir la noticia sobre temas de interés general, tales como las diversiones, los
tributos, y la muerte y el advenimiento de los gobernantes. No obstante, un aviso público no
equivale a un cartel, aun cuando la información que contenga interese a muchos, en vez de a pocos
o a uno sólo. Tanto el cartel como el aviso público se dirigen a la persona no como individuo, sino
como miembro no identificado del cuerpo político. El cartel, a diferencia del aviso público,
presupone el concepto moderno del público —en el cual los miembros de la sociedad se definen
principalmente como espectadores y consumidores. Un aviso público aspira a informar y a dirigir.
Un cartel aspira a seducir, a exhortar, a vender, a educar, a convencer, a suplicar. Mientras que un
aviso público proporciona información para ciudadanos interesados o alertas, un cartel trata de
detener a los que, de otra manera, lo ignorarían. Un aviso público pegado a un muro es pasivo, y
requiere que el espectador se detenga ante él para leer lo que lleva escrito. Un cartel reclama
atención—a distancia. Es visualmente agresivo.
Los carteles son agresivos porque aparecen dentro del contexto de otros carteles. El aviso público es
una declaración independiente, pero la forma del cartel depende del hecho de que existen muchos
carteles — compitiendo (y a veces reforzándose) entre sí. Por lo tanto, los carteles presuponen el
concepto moderno de espacio público— como un teatro de persuasión. Un anuncio público es un
anuncio colocado en un espacio público. En la Roma de Julio César existían letreros por toda la
ciudad, lugares reservados para los anuncios de importancia general; y éstos fueron introducidos en
un espacio que de otra manera era verbalmente relativamente libre. Sin embargo, el cartel es un
elemento integral del espacio público moderno. El cartel, a diferencia del anuncio público, implica
la creación de un espacio público urbano como zona de letreros: las fachadas y superficies de las
grandes ciudades modernas repletas de imágenes y palabras. Las principales cualidades técnicas y
artísticas del cartel se derivan de estas redefiniciones modernas del ciudadano y del espacio público.
Así, pues, a diferencia de los anuncios públicos, es imposible concebir la existencia de los carteles
antes de la invención de la imprenta. El advenimiento de la imprenta introdujo rápidamente la
multiplicación de los anuncios públicos tanto como la de los libros; en Inglaterra, William Caxton
hizo, en 1480, el primer anuncio público impreso. Pero la imprenta sola no dio lugar a la producción
de carteles; para eso hubo que aguardar a la invención de un proceso más elaborado de impresión a
colores—la litografía—, por Senefelder, a principios del siglo XIX; y el desarrollo de impresoras de
alta velocidad que, para 1848, podían imprimir diez mil hojas por hora. A diferencia del anuncio
público, el cartel depende esencialmente de un proceso eficaz y barato de reproducción para la
distribución en masa. Otras características obvias de un cartel, fuera de su propósito de
reproducción en grandes cantidades, son decoratividad, y su mezcla de medios pictóricos y
lingüísticos, y son consecuencia del papel que desempeñan en el espacio público moderno. He aquí
la definición de Harold F. Hutchison, al principio de su libro, The Poster, An Illustrated History
from 1860 (El Cartel, Historia Ilustrada desde 1860, Londres 1968):
«Un cartel es esencialmente un gran anuncio, normalmente con un elemento pictórico,
generalmente impreso sobre papel y habitualmente exhibido en un muro o una cartelera
para el público general. Su propósito es llamar la atención hacia el mensaje que el
anunciante está tratando de agenciar y de grabar en el transeúnte. El elemento pictórico o
visual proporciona la atracción inicial, y debe ser lo suficientemente llamativo como para
atraer a los transeúntes y contrarrestar los atractivos de los otros carteles y, por lo general,
necesita de un mensaje verbal suplementario que complementa y amplifica el tema
pictórico. El tamaño amplio de la mayoría de los carteles permite que el mensaje verbal se
pueda leer de lejos.»
Un anuncio público, por lo general, se compone exclusivamente de palabras. Sus méritos son los de
la "información": inteligibilidad, claridad, totalidad. En un cartel, dominan los elementos plásticos o
visuales, y no el texto. Las palabras (sean muchas o pocas) forman parte de la composición visual
total. Los méritos de un cartel son, primero, "atraer", y, segundo, informar. Las reglas de
información están subordinadas a las que dotan a un mensaje, cualquier mensaje, de impacto:
brevedad, énfasis asimétrico, condensación.
A diferencia del anuncio público, que puede existir en cualquier sociedad poseedora de un lenguaje
escrito, el cartel no podía haber existido antes de las condiciones específicas e históricas del
capitalismo moderno. Sociológicamente, la llegada del cartel refleja la evolución de una economía
industrializada cuya meta es el constante aumento del consumo en masa, y (posteriormente, cuando
los carteles se volvieron apolíticos) también refleja el estado-nación moderno, secular y
centralizado que trae consigo una concepción peculiar y difusa del consenso ideológico y una
retórica de participación política en masa. La peculiar redefinición moderna del público en términos
de actividades de consumo y de diversión ha surgido del capitalismo. El cartel, que aparece durante
la segunda mitad del siglo XIX, es un síntoma característico de la creciente productividad
capitalista, alcanzando a más consumidores y espectadores. Los primeros carteles famosos tuvieron
una función específica: estimular a una proporción creciente de la población a gastar en productos
textiles, en diversiones y en las artes. Los anuncios cartelísticos de las grandes empresas
industriales, los bancos, y los productos de maquinaria aparecieron después. Una ilustración típica
de la función original son los temas de Jules Chéret, el primero de los grandes cartelistas, que van
desde cabarets, teatros de variedades, salones de baile y óperas hasta lámparas de petróleo,
aperitivos y papel para cigarrillos. Chéret, nacido en 1836, diseñó más de mil carteles. Los primeros
cartelistas importantes ingleses, los Beggarstaff —quienes se iniciaron a principios de la década de
los 1890 y se derivaron atrevidamente de los cartelistas franceses—, también se dedicaron
principalmente a anunciar productos textiles y obras de teatro. En los Estados Unidos, el primer
trabajo cartelístico distinguido se hizo para las revistas. Will Bradley, Louis Rhead, Edward
Penfield y Maxfield Parrish fueron empleados por revistas como HARPER'S, CENTURY,
LIPPINCOTT'S y SCRIBNER'S, para diseñar una portada distinta para cada ejemplar; luego los
diseños de las portadas se reproducían como carteles para vender las revistas a un público de
lectores de la creciente clase media.
La mayoría de los libros acerca del tema suponen rotundamente que el contexto mercantil es
esencial al cartel. (Hutchison, por ejemplo, es típico en la manera en que define el cartel por su
función de venta.) Pero aunque los anuncios comerciales proporcionaban el supuesto contenido de
los primeros carteles, Chéret, y luego Eugéne Grasset, rápidamente fueron reconocidos como
"artistas". Ya en 1880, un influyente crítico francés declaró que encontraba mil veces más talento en
un cartel de Chéret que en la mayoría de los cuadros que cubrían las paredes del Salón de París. Sin
embargo, se requirió una segunda generación de cartelistas —algunos de los cuales ya tenían hecha
su reputación en el mundo serio de la pintura "libre"— para establecer ante un público amplio que
el cartel era una forma de arte y no de comercio. Esto sucedió entre 1890, cuando se le comisionó a
Toulouse-Lautrec para producir una serie de carteles anunciando el Moulin Rouge, y 1894, cuando
Alphonse Mucha diseñó el cartel para GISMONDA, el primero de su serie deslumbrante de carteles
para las producciones de Sara Bernhardt en el Théátre de la Renaissance. Durante este período, las
calles de París y Londres se convirtieron en una galería al aire libre, con la aparición casi diaria de
nuevos carteles. Pero los carteles no tenían que anunciar la cultura, o presentar imágenes, exóticas y
sofisticadas, o ser reconocidos como obras de arte en sí. Sus temas podían ser completamente
"comunes". En 1894, obras con temas tan vulgarmente comerciales como el cartel de Steinlen
anunciando leche esterilizada y el cartel de los Beggarstaff para la Cocoa Rowntree, fueron
aclamados por sus cualidades de arte gráfico. Así, sólo dos décadas después de su primera
aparición, los carteles fueron reconocidos como una forma artística. A mediados de la década de los
1890 hubo dos exposiciones públicas de arte en Londres dedicadas totalmente al cartel. En 1895
apareció el libro ILLUSTRATED HISTORY OF THE PLACARD (HISTORIA ILUSTRADA DE
LA PANCARTA) en Londres; entre 1896 y 1900 un editor parisino publicó en cinco volúmenes
LES MAÍTRES DE L'AFFÍCHE (LOS MAESTROS DEL CARTEL). Entre 1898 y 1900 apareció
una publicación inglesa intitulada THE POSTER (EL CARTEL). El acumular colecciones privadas
de carteles se puso de moda a principios de la década de los 1890, y el libro de W. S. Roger, A
BOOK OF THE POSTER (LIBRO DEL CARTEL, 1901), estaba expresamente dirigido a ya
considerable público de aficionados cartelísticos.
Los carteles lograron más rápidamente un reconocimiento como "arte" que las otras nuevas formas
artísticas que surgieron a finales del siglo pasado. La razón, quizá, se debe al número de artistas
distinguidos, como Toulouse-Lautrec, Mucha y Beardsley, que adoptaron rápidamente la forma
cartelística. Sin esta infusión de talento y prestigio, los carteles hubieran tenido tal vez que aguardar
tanto como el cine para ser reconocidos como obras de arte en sí. Una resistencia más larga al cartel
como arte probablemente se hubiera fundado menos en su origen comercial "impuro" que en su
dependencia vital respecto a los procesos de multiplicación tecnológica. Pero es precisamente esta
dependencia la que hace del cartel una forma de arte específica y moderna. Cuando la pintura y la
escultura, las formas tradicionales del arte visual, entraron dentro de la frase clásica de Walter
Benjamín, «la edad de reproducción mecánica», sufrieron un cambio inevitable y profundo en su
significado y atractivo. Pero el cartel (como la fotografía y la cinematografía) no tiene historia en el
mundo pre-moderno; sólo podría existir en la era de la reproducción mecánica. A diferencia de la
pintura, un cartel nunca ha tenido como propósito el de existir como objeto único. Por lo tanto, la
reproducción de un cartel no produce un objeto de segunda generación, estéticamente inferior al
original o con una disminución de su valor social, monetario o simbólico. Desde su concepción, el
cartel está destinado a ser reproducido, a tener una múltiple existencia. A los carteles nunca se les ha
considerado, por supuesto, como una forma mayor de arte. La creación de carteles es por lo general
clasificada como arte "aplicado"; el cartel se propone comunicar el valor de un producto o de una
idea, en contraste, digamos, a la pintura o a la escultura, cuyo propósito es la libre expresión del
individualismo del artista. De acuerdo con este punto de vista, el cartelista, una persona que presta
sus habilidades artísticas, por un pago, a un vendedor, pertenece a una raza totalmente distinta a la
del artista verdadero, quien crea objetos autojustificables y de valor intrínseco. Así, pues, Hutchison
escribe:
«Un artista cartelístico (que no sea simplemente un artista cuyo trabajo se utilizó
incidentalmente en un cartel) no pinta y dibuja exclusivamente para expresarse, o desatar
sus propias emociones, o apaciguar su conciencia estética. Su arte es un arte aplicado, y lo
es a la causa de la comunicación, dictada por las demandas de un servicio, de un mensaje, o
de un producto con el cual no simpatice, pero ha aceptado ser provisionalmente su defensor,
a cambio de una remuneración monetaria adecuada. »
Pero definir el cartel, a diferencia de las "bellas" artes, por su primordial interés en una defensa —y
al cartelista, como una ramera que trabaja por dinero y trata de agradar al cliente— sería dudoso y
simplista. (Además sería anti-histórico. Sólo desde principios del siglo XIX se ha reconocido al
artista como una persona que trabaja para expresarse o por su amor al "arte".) No se puede decir que
los carteles, como los forros de los libros y las portadas de las revistas, sean un arte aplicado porque
se dedican tenazmente a la "comunicación", o porque sus creadores estén mejor remunerados que la
mayoría de los pintores y escultores. Los carteles son un arte aplicado porque, típicamente, aplican
lo ya hecho en las otras artes. Estéticamente, el cartel siempre ha sido parásito de un trabajo
anterior; Toulouse-Lautrec, Mucha y Beardsley simplemente traspusieron un estilo que ya habían
articulado en sus propios dibujos y pinturas. El trabajo de estos pintores —desde Puvis de
Chavannes hasta Picasso y Larry Rivers, Jasper Johns, Robert Rauschenberg y Roy Lichtenstein,
quienes ocasionalmente se han dedicado a los carteles—, no sólo es innovador, sino que pone en un
molde más accesible sus manierismos estilísticos más distintivos y familiares. Como forma artística,
los carteles rara vez llevan la ventaja. Más bien resulta frecuentemente que sobreviven, durante
mayor o menor tiempo, por haber popularizado convenciones artísticas elitistas ya maduras.
Ciertamente, durante el último siglo, los carteles han sido uno de los instrumentos principales para
popularizar el buen gusto visual dictado por los árbitros en el mundo de la pintura y la escultura.
Una muestra representativa de carteles producidos durante un período dado consistiría
principalmente en obras triviales y visualmente reaccionarias. Pero la mayoría de los considerados
buenos carteles tienen alguna clara relación con lo que no es meramente popular, sino lo que es
considerado visualmente elegante —elegante hasta cierto punto. El cartel nunca ha incorporado una
moda verdaderamente nueva. El último alarido de la moda es, por definición, "feo" y chocante a
primera vista; pero se convierte en la moda o la elegancia durante su etapa de asimilación a
aceptación. Como ejemplo tenemos los famosos carteles de Cassandre para Dubonnet (1924) y el
trasatlántico Normandie (1932); fueron influidos claramente por los cubistas y el estilo del Bauhaus
y emplearon estos estilos cuando eran ya comunes y estaban ya digeridas en el mundo artístico.
La relación de los carteles con la moda visual es la de la "cita". Así, generalmente, el cartelista es un
plagiario (de sí mismo o de otros), y el plagio es una de las características en la historia de la
estética de carteles. Los primeros buenos cartelistas fuera de París eran ingleses, y adaptaron
libremente el aspecto de la primera ola de carteles franceses. Los Beggarstaff (seudónimo de dos
ingleses que habían estudiado arte en París estaban influidos fuertemente por Toulouse-Lautrec);
Dudley Hardy, mejor recordado por sus carteles de las producciones de Gilbert y Sullivan en el
Savoy Theatre, le debía mucho a Chéret y a Lautrec. Esta "dependencia" interna del arte cartelístico
continúa sin mengua hasta el presente, en la medida en que el cartelista importante se alimenta de
las escuelas anteriores de arte cartelístico. Uno de los ejemplos actuales más sobresalientes de este
parasitismo funcional respecto al trabajo cartelístico previo es la brillante serie de carteles creados
en San Francisco a mediados de la década de los 60 para los grandes salones de baile rock, el
Fillmore y el Avalon, que plagiaban libremente a Mucha y demás maestros del Art Nouveau.
La tendencia estilísticamente parásita de la historia del cartel es una manifestación más que
confirma que el cartel es como una forma de arte. Los carteles, o por lo menos los buenos carteles,
no pueden ser considerados principalmente como instrumentos de comunicación, algo cuya forma
normativa es la "información". Precisamente es en este punto donde un cartel difiere genéricamente
de un anuncio público y entra dentro del territorio del arte. A diferencia del anuncio público, cuya
función es la de decir algo claramente, el cartel no se preocupa en última instancia por decir algo
tan preciso e inequívoco. El propósito del cartel puede ser su "mensaje": el anuncio, el aviso, la
frase hecha. Pero se reconoce la eficacia de un cartel cuando trasciende su utilidad al hacer entrega
del mensaje. A diferencia del aviso público, el cartel (a pesar de sus orígenes francamente
comerciales) no es meramente utilitario. El cartel eficaz —aún el que venda el producto casero más
humilde— siempre exhibe esa dualidad que es la marca precisa del arte: la tensión entre el deseo de
decir (lucidez, exactitud) y el deseo de permanecer en silencio (truncamiento, economía,
condensación, evocación, misterio, exageración). El solo hecho de que los carteles fueron diseñados
para tener impacto instantáneo, para ser "leídos" en un instante, porque tenían que competir con
otros carteles, fortaleció el empuje estético de la forma cartelística.
No es casual que la primera generación de grandes cartelistas se haya formado en París, la capital
artística pero no la económica del siglo XIX. El cartel nació del impulso estético. Se proponía hacer
del comercio algo "bello". Más allá de ese propósito, existe la tendencia que se ha proseguido
durante los últimos cien años de la historia del cartel. Cualesquiera que fueran sus orígenes para
vender productos y diversiones específicas, los carteles siempre han tendido a desarrollar una
existencia independiente como elemento principal en la decoración pública de las ciudades
modernas (y de las carreteras, borrando la naturaleza que existe entre las ciudades). Aun cuando se
nombre un producto, un servicio, una diversión o una institución, la función elemental del cartel
puede ser puramente decorativa. Sólo una corta distancia separa los carteles en la década de los 50
para el London Transport, que eran más decorativos que publicitarios, de los carteles de Peter Max,
a finales de la década de los 60, sobre los autobuses de Nueva York, que no anunciaban nada. La
posible subversión de la forma cartelística en pro de su autonomía estética se confirma por el hecho
de que ya desde finales del siglo XIX se empezaron a coleccionar carteles. Así un objeto diseñado
para el espacio público externo, y ostensiblemente para el vistazo rápido de las muchedumbres,
pasó a un espacio privado interno —la casa del coleccionista—, para convertirse en objeto de
escrutinio cuidadoso (es decir, estético).
En un principio hasta la función comercial específica sirvió para fortalecer la base estética de la
forma cartelística. Junto al hecho de que los carteles, originalmente fueron un artificio de la
publicidad comercial, que reflejan la intensidad de un tenaz propósito didáctico (vender algo),
existe el hecho de que el propósito inicial de los carteles fue el promover bienes y servicios
económicamente marginales. El cartel nace del esfuerzo de una creciente productividad capitalista
para vender bienes excedentes o no-esenciales o de lujo: artículos caseros, alimentos que no son de
primera necesidad, digestivos alcohólicos y refrescos, diversiones públicas (cabarets, teatros de
variedades, corridas de toros), "cultura" (revistas, obras teatrales, óperas), y viajes de placer. Por lo
tanto, desde un principio los carteles tenían un tono de ligereza e ingenio; una de las tradiciones
cartelísticas más importantes le da preferencia a lo desinteresado, lo divertido. En los primeros
carteles existe un elemento notable de exageración, de ironía, de hacer "demasiado" por el tema.
Aunque parezca especializado, el cartel teatral es quizá el género arquetípico del cartel del siglo
XIX, empezando con los austeros carteles de Toulouse-Lautrec para Jane Avril e Yvette Guilbert,
los de Chéret para la mundana Loie Fuller, y los de Mucha para la hierática Sarah Bernhardt.
Durante toda su historia, el elemento teatral del cartel ha sido uno de sus valores recurrentes - el
cartel como objeto podía mirarse como una especie de teatro callejero visual e instantáneo.
La exageración es uno de los encantos del arte cartelístico, cuando su propósito es comercial. Pero
el aspecto teatral de la estética cartelística encontró su expresión comedida o juguetona, cuando los
carteles se volvieron políticos. Nos sorprende el tiempo transcurrido entre el cartel como función
publicitaria desde sus orígenes en 1879, y el cartel como función política. Los avisos públicos
seguían desempeñando un papel político, como los llamamientos a las armas. Durante todo este
período, floreció un precedente más cercano al cartel político durante todo el siglo XIX: la
caricatura política, que en las revistas semanales y mensuales logró una expresión magistral en
manos de Cruikshank y Gillray y, más tarde, Nast. A pesar de estos precedentes, el cartel, por lo
general, se mantuvo inocente respecto a cualquier función política hasta 1914. Entonces, casi de la
noche a la mañana, los recién beligerantes gobiernos europeos reconocieron la eficacia del medio
publicitario para propósitos políticos. El tema principal de los primeros carteles políticos fue el
patriotismo. En Francia, los carteles hacían un llamado a los ciudadanos para comprar bonos de
guerra; en Inglaterra, exhortaban a los hombres a alistarse (desde 1914 hasta 1916, cuando se
introdujo la conscripción); en Alemania, los carteles eran ampliamente ideológicos, despertando
amor a la patria a base de hacer del enemigo un demonio. La mayoría de los carteles de la Primera
Guerra Mundial eran gráficamente burdos. Emocionalmente, variaban de lo pomposo, como el
cartel de Léete con Lord Kitchner y su dedo acusatorio, con la cita "Tu país te necesita a TI" (1914),
a lo histérico, como el cartel anti-bolchevique de Bernhard. Con raras excepciones, como el cartel
de Faivre (1916) que pedía contribuciones para los bonos de guerra franceses de ese año bajo el
lema "On les aura", los carteles de la Primera Guerra Mundial tienen poco interés fuera de lo
histórico. El arte gráfico político serio nació inmediatamente después de 1918, cuando los nuevos
movimientos revolucionarios que convulsionaban a Europa estimulaban una gran efusividad de
exhortación cartelística especialmente en Alemania, Rusia y Hungría. La Primera Guerra Mundial
trajo como consecuencia que el cartel político empezara a constituir una rama valiosa del arte
cartelístico. No es asombroso ver que mucho del mejor trabajo en el campo del cartel revolucionario
lo hayan hecho los cartelistas en forma colectiva. Dos de los primeros fueron el "Grupo de
noviembre", formado en Berlín en 1918, entre cuyos miembros se encontraban Max Pechstein y
Hans Richter; y ROSTA, un grupo constituido en Moscú en 1919, que tenía como artistas activos al
poeta Mayakovsky, al artista constructivista El Lissitzky, y a Alejandro Rodtjenko. Ejemplos más
recientes de la creación colectiva son los carteles republicanos y comunistas hechos en Madrid y
Barcelona en 1936-39 y los carteles creados por los estudiantes revolucionarios de la Escuela de
Bellas Artes de París durante la revolución de mayo en 1968. (Los "carteles de muro" chinos caen
dentro de la categoría de avisos públicos, según los hemos definido aquí.) Desde luego, muchos
artistas individuales han creado carteles radicales fuera de la disciplina de un grupo. Recientemente,
en 1968, el cartel revolucionario fue el tema de una gran exposición retrospectiva en el Museo de
Arte Moderno en Estocolmo.
La llegada del cartel político podrá parecer una ruptura violenta con la función original de los
carteles (alentar el consumo). Pero las condiciones históricas que dieron lugar a los carteles,
primero como publicidad comercial y luego como propaganda política, están entrelazadas. Si el
cartel comercial es producto de la economía capitalista, con su necesidad de acuciar a más gente a
gastar más dinero en bienes no-esenciales y espectáculos, el cartel político refleja otro fenómeno
que pertenece, característicamente, a los siglos XIX y XX. Primero fue articulado en la matriz del
capitalismo: el moderno estado-nación, cuyas pretensiones al monopolio ideológico tienen como
expresión mínima e indisputable la meta de la educación universal y el poder de la movilización en
masa para la guerra.
A pesar del lazo histórico entre los carteles comerciales y políticos existe, no obstante, una
importante diferencia de contexto. La presencia de carteles empleados como anuncios comerciales
indica generalmente el grado en que una sociedad se define como estable, en búsqueda del status
quo político y económico. En cambio, la presencia de carteles políticos generalmente indica que la
sociedad se encuentra en estado de emergencia. Los carteles son ya instrumentos conocidos, durante
períodos de crisis de la nación-estado para promulgar actitudes políticas en forma sumaria. En los
países capitalistas más antiguos, con instituciones políticas burguesas-democráticas, su uso es
restringido en tiempos de guerra. En los países más recientes, la mayoría de los cuales están
experimentando (sin mucho éxito) una mezcla de capitalismo de estado y socialismo de estado y
están sufriendo crisis económicas y políticas crónicas, los carteles son un instrumento común para
forjar una nación. Es notable el grado en que se han utilizado los carteles para "ideologizar"
sociedades del tercer mundo poco ideológicas. Existen dos ejemplos de este año político: primero,
los carteles colocados por todo Egipto (la mayoría de ellos amplificaciones de caricaturas
periodísticas), mientras prosigue la escalada de la guerra aérea en el Medio Oriente, identificando a
los Estados Unidos como el enemigo que apoya a Israel; y, segundo, los carteles que aparecieron
rápidamente en Phnom Penh (que previamente había tenido pocos carteles), en abril, después de la
caída del Príncipe Sihanouk, inculcando el odio hacia los residentes vietnamitas e incitando a los
camboyanos a la guerra en contra del "Viet Cong".
Evidentemente, los carteles tienen un destino distinto cuando diseminan la perspectiva oficial en un
país, como los carteles ingleses de reclutamiento de la Primera Guerra o los carteles cubanos para la
Organización de Solidaridad con los Pueblos de Asia, África y América Latina (OSPAAAL) y el
COR (Comisión de Orientación Revolucionaria) incluidos en este libro, que cuando hablan por una
minoría adversa al régimen. A los carteles que expresan el punto de vista mayoritario de una
sociedad (o situación) politizada, se les garantiza una distribución en masa. Su presencia es,
característicamente, repetitiva. Los carteles que expresan valores insurgentes, en vez de
establecidos, son menos ampliamente distribuidos. Por lo general, terminan siendo mutilados por
los miembros enfurecidos de la minoría silenciosa o arrancados por la policía. Las oportunidades de
longevidad y las perspectivas de distribución de los carteles insurgentes son, desde luego,
mejoradas cuando lo patrocina un partido político organizado. El cartel en contra de la guerra de
Vietnam, de Renato Guttuso (1966), hecho para el Partido Comunista Italiano, es un instrumento
político menos frágil que los carteles en contra de la guerra de Vietnam hechos por disidentes
independientes, como Takashi Kono, en Japón, y Sigvard Olsson, en Suecia. Pero por disímiles que
sean su contexto y su destino, todos los carteles políticos comparten un propósito común: la
movilización ideológica. Sólo varía la proporción de este propósito. La movilización hacia una meta
es realísticamente factible cuando los carteles son el vehículo de una doctrina política vigente. Los
carteles insurgentes o revolucionarios se dirigen, con más modestia, a una pequeña movilización de
la opinión en contra de la política oficial prevaleciente.
Uno podría suponer que los carteles políticos producidos por una minoría disidente tendrían que ser,
y frecuentemente lo son, más llamativos visualmente, más estridentes o simplistas ideológicamente,
que aquellos producidos por el gobierno en el poder. Tienen que competir para ganar la atención de
un público distraído, hostil o indiferente. De hecho, las diferencias de calidad estética e intelectual
no siguen estos lineamientos. El trabajo patrocinado por el estado puede tener la viveza y la soltura
de los carteles políticos cubanos o puede tener la trivialidad y el conformismo de los carteles de la
Unión Soviética y Alemania Oriental. Existe una variación similar de calidad entre los carteles
insurgentes políticos. Se hizo un trabajo cartelístico muy distinguido para el Partido Comunista
Alemán durante la década de los 20 por John Heartfield y Georg Grosz, entre otros. Durante el
mismo período, se estaban haciendo ingenuos carteles de agitación-propaganda para el Partido
Comunista Norteamericano, como el cartel de William Gropper pidiendo apoyo' para los obreros
textiles en huelga en Passaic, Nueva Jersey, o el de Fred Ellis demandando justicia para Sacco y
Vanzetti, ambos de 1927. El arte de la propaganda no necesariamente se ennoblece y se refina por la
falta del poder, ni tampoco se vulgariza inevitablemente cuando lo respalda el poder o cuando está
al servicio de las metas oficiales. El factor determinante para que se produzcan buenos carteles
políticos en cierto país, más que el talento de los artistas y el bienestar de las otras artes visuales, es
la política cultural del gobierno o partido o movimiento —si reconoce la calidad, si la estimula, o
aun la exige. Contrariamente a la idea envidiosa que muchos tienen acerca de la propaganda en sí,
no existe un límite inherente a la calidad estética o la integridad moral de los carteles políticos —es
decir, ningún límite aparte de las convenciones que afectan (y quizá limitan) todo el afichismo, el de
publicidad comercial tanto como el de propósitos de indoctrinación política.
La mayoría de los carteles políticos, como los comerciales, dependen de la imagen más que de la
palabra. El propósito de un cartel publicitario eficaz es el estímulo y la simplificación de los gustos
y apetitos; el propósito de un cartel político eficaz raramente es otra cosa que el estímulo (y la
simplificación) de los sentimientos morales. Y la forma clásica de estimular y simplificar es a través
de la metáfora visual. Una cosa o una idea está conectada a la imagen emblemática de una persona.
En la publicidad comercial, el paradigma aparece desde Chéret. Diseñó la mayoría de sus carteles,
fuera cual fuere el producto que vendían, alrededor de la imagen de una muchacha bonita —"la
novia mecánica", como la denominó Marshall McLuhan veinte años después, en su agudo libro
sobre versiones contemporáneas de esa imagen. El equivalente en la publicidad política es la figura
heroica. Esta figura puede ser un dirigente o un mártir de la lucha, o un anónimo ciudadano
representativo, como un soldado, un obrero, una madre o una víctima de la guerra. El propósito de
la imagen en un cartel comercial es que sea atractiva, con atracción mayormente sexual. Así se
identifica el deseo de adquisición material con el apetito sexual, y subliminalmente se refuerza el
primero atrayendo al segundo. Un cartel político procede más directamente y atrae las emociones
con más prestigio ético. No es suficiente que la imagen sea atractiva, o aun seductora, ya que lo
ofrecido siempre se presenta como más que deseable; es imperativo. Las imágenes de los anuncios
comerciales cultivan la capacidad de ser tentado, la posibilidad de satisfacer deseos y libertades
privados. Las imágenes de los carteles políticos cultivan el sentido de la obligación, la voluntad de
renunciar deseos y libertades privados.
Para crear un sentimiento de obligación moral o síquica, los carteles políticos usan una variedad de
atractivos estímulos emocionales. En los carteles de una sola figura, la imagen puede ser
desgarradora, como el niño víctima de napalm en los carteles que protestan en contra de la guerra de
Vietnam; o puede ser exhortatoria, como Lord Kitchner en el cartel de Léete; o inspiratoria, como el
rostro del Che en muchos carteles hechos desde su muerte. Una variante del cartel que se centra en
una persona ejemplar es el tipo que representa la lucha en sí y yuxtapone la figura heroica a la del
enemigo deshumanizado o caricaturizado. El cuadro muestra generalmente al enemigo —el huno, el
capitalista de levita, el bolchevique, LBJ— o atrapado o huyendo. Comparados con los carteles que
sólo presentan figuras ejemplares, los carteles con imágenes de batalla generalmente atraen los
sentimientos más crudos - como la venganza, el resentimiento y la complacencia moral. Pero al
tomar en cuenta los posibles resultados de la lucha y la naturaleza de la sátira del enemigo, muchas
veces se trata sencillamente de hacer que la gente se sienta más valiente. Como en los anuncios
comerciales, la imagen de los carteles políticos está generalmente respaldada con unas palabras,
cuantas menos (según parece), mejor. Las palabras secundan a la imagen. Una atractiva excepción a
esta regla es el cartel de Sigvard Olsson, en blanco y negro, representando a Hugo Blanco (1968),
en el que se sobrepone una larga cita en letra gruesa sobre el rostro del encarcelado revolucionario
peruano. Otra excepción, aún más llamativa, es el cartel cubano reproducido número 18, que hace
caso omiso de la imagen y crea una composición casi abstracta y de fuerte colorido, con las palabras
de un lema ideológicamente avanzado: "Comunismo no es crear conciencia con el dinero, sino crear
riqueza con la conciencia."
II
En la sociedad capitalista, los carteles son una parte omnipresente de la decoración del paisaje
urbano. Los aficionados a nuevas formas de belleza pueden encontrar satisfacción visual en el
improvisado "collage" de carteles (y señales de neón) que decoran las ciudades. Se trata, por
supuesto, de un aditivo, ya que son pocos los carteles exteriores actuales que, mirados uno por uno,
procuran un placer estético. Peritos más especializados en la estética de la ingestación, en el aura
libertino de los desperdicios y en las implicaciones libertarias de lo hecho a la buena de Dios,
pueden, todos, encontrar placer en tal decoración. Pero lo que hace que se multipliquen los carteles
en las áreas urbanas
del mundo capitalista es su utilidad comercial para vender determinados productos y, ante todo, para
perpetuar un clima social donde lo normativo es comprar. Ya que la salud económica depende de
que se invadan fuertemente cualesquiera límites de los hábitos consumidores de la gente, no puede
haber límite en el esfuerzo de saturar el espacio público con anuncios.
Una sociedad comunista revolucionaria, que rechaza la sociedad de consumo, por fuerza tiene que
volver a definir y, de este modo, limitar el arte del cartel. En tal contexto sólo tiene sentido un uso
selectivo y controlado de los carteles. Este uso selectivo de carteles en ninguna parte resulta más
auténtico que en Cuba, que ha repudiado, por aspiración revolucionaria (impulsada, aunque no todo
se reduzca a ello, por las penurias económicas impuestas por el bloqueo americano), los valores
mercantiles en una forma más radical que cualquier país comunista fuera de Asia. Es obvio que
Cuba no tiene que recurrir al cartel para incitar a sus ciudadanos a comprar bienes de consumo:
Pero queda un gran lugar todavía para el cartel: ya que cualquier sociedad moderna, comunista igual
que capitalista, es una red de señales. El cartel sigue siendo, bajo el comunismo revolucionario, una
clase principal de señal pública: decorando ideas compartidas e inflamando simpatías espirituales,
más bien que excitando apetitos particulares.
Como cabe esperar, una gran parte de los carteles cubanos tienen temas políticos. Pero a diferencia
de la mayoría de las obras de este género, el propósito del cartel político en Cuba no consiste
simplemente en propósitos edificantes. Su propósito es levantar y complicar la conciencia, objetivo
supremo de la misma revolución. Excluyendo a China, Cuba representa acaso el único ejemplo
actual de una revolución comunista que persigue el objetivo ético como una explícita meta política.
El uso cubano de los carteles políticos recuerda la visión de Mayakovsky a principios de los años
20, antes de que la opresión estalinista aplastara la independencia de los artistas revolucionarios y
desechara la meta comunista-humanista de crear mejores tipos de seres humanos. El éxito de su
revolución no se mide, para los cubanos, por su habilidad para preservarse a sí misma, irguiéndose
frente a la hostilidad sin escrúpulos de los Estados Unidos y sus sátrapas latinoamericanos. Se mide
por su propio progreso en la educación del "hombre nuevo". Estar armado para la autodefensa,
seguir el lento y arduo camino hacia la conquista de la autosuficiencia agrícola, haber abolido
virtualmente el analfabetismo, haber provisto a la mayoría popular de una dieta adecuada y de
servicios médicos por primera vez en sus vidas, todas estas notables realizaciones son tan sólo
preparaciones para la revolución de vanguardia que Cuba desea llevar a cabo. Dentro de esta
revolución, una revolución de conciencia, los carteles constituyen un método importante — entre
otros— de la educación pública.
Rara vez han proclamado los carteles la vanguardia de la conciencia política, y tampoco han sido
una auténtica vanguardia estéticamente. Los primeros carteles revolucionarios ocupan generalmente
las porciones medias y traseras de la conciencia política. Su labor consiste en confirmar, reforzar y,
además, diseminar valores mantenidos por los estratos ideológicamente más avanzados de la
población. Pero los carteles políticos de Cuba no son típicos. En la mayoría de ellos el nivel de
exhortación no alcanza mayor amplitud que la de unas pocas palabras emotivas: una orden, un
eslogan victorioso, una invectiva. Los carteles cubanos intentan transmitir complejas ideas
espirituales: "Crear conciencia...", "Espíritu de trabajo".
A diferencia de la mayoría de los carteles políticos, los carteles cubanos expresan a veces un tema
importante. Y, a veces, difícilmente dicen algo. Quizá el aspecto más avanzado de los carteles
políticos cubanos sea su tino para el sobreentendimiento visual y verbal. No parece que se exija de
los artistas del cartel el que sean siempre y explícitamente didácticos. Y cuando son didácticos, en
feliz contraste con la prensa cubana, que parece infravalorar la inteligencia del pueblo, los carteles
políticos cubanos casi nunca resultan estridentes o chillones o sobrecargados. (Sería difícil
demostrar que allí no hay propia- mente lugar para groserías en el arte político, o que la estridencia
traiciona siempre a la inteligencia. Uno de los más importantes sentidos del cambio de conciencia es
llamar a las cosas por su nombre. Y nombrar puede, en determinadas situaciones históricas,
significar que se digan por radiodifusión notables invectivas e insultos: así los carteles franceses en
Mayo de 1968, que señalaban: "Cest lui, le chie-en-lit" y "CRS = SS", tuvieron un uso político
perfectamente serio para desmistificar e ilegitimizar la autoridad represiva.)
No obstante, dentro del contexto cubano, tal estridencia o sobrecargamiento pudieran resultar
equivocados, como reconocen a menudo los cartelistas. Los carteles mantienen un tono de
sobriedad, emocionante, serio, pero jamás desapegado; están puestos para la, mayoría de los usos
políticos que tienen convencionalmente los carteles en las sociedades revolucionarias activamente
comprometidas en una autotransformación ideológica. Los carteles definen importantes espacios
públicos. Así, la amplia Plaza de la Revolución, que puede albergar a un millón de personas, está
suficientemente delimitada por enormes carteles multicolores colocados a los lados de los altos
edificios que bordean la plaza. Los carteles señalan también importantes eventos políticos. A cada
año, a partir de la Revolución, se le da en enero un nombre (1969 era "El Año del Esfuerzo
decisivo", refiriéndose a la cosecha del azúcar), y se difunde por toda la Isla un cartel. Los carteles
sustituyen a toda una serie de comentarios visuales sobre los acontecimientos políticos principales a
lo largo del año: ellos anuncian los días de solidaridad con las luchas extranjeras, reuniones y
congresos internacionales; conmemoran aniversarios históricos, y así sucesivamente. Pero pese a la
plétora de funciones que deben llenar, los carteles tienen una gracia digna de ser destacada. Al
menos, algunos carteles políticos representan un pasmoso grado de existencia independiente como
objetos decorativos. Tan a menudo como transmiten un mensaje determinado, otras tantas veces
expresan simplemente —a través de ser hermosos— el placer de ciertas ideas, de ciertas actitudes
morales, y ennoblecen las referencias históricas. Sólo como un ejemplo, véase el cartel número 15
titulado "Cien Años de Lucha: 1868-1968". La sobriedad y el rehusamiento a lanzar una declaración
que observamos en ese cartel es bastante típico de lo que han hecho los cubanos. Por supuesto,
también el breve texto de un cartel puede transmitir un análisis; no sólo un eslogan sino un
auténtico fragmento de un análisis político, a la manera de los carteles parisinos de mayo
previniendo a la gente contra los venenos ideológicos de la prensa, la radio y la televisión (un cartel
mostraba el dibujo descarnado de un aparato de televisión y sobre el dibujo estaba escrito:
"¡Intox!"). Los carteles cubanos son mucho menos analíticos que los carteles de la reciente
revolución francesa. Ya se sabe que Cuba carece de una tradición de análisis intelectual comparable
a la francesa. Aquéllos educan en forma indirecta, emocional, de un modo gráficamente sensorial.
Son raros los carteles políticos cubanos que no impliquen alguna dosis de adulación moral para su
público. Los carteles cubanos halagan los sentidos. Los carteles políticos cubanos resultan más
majestuosos, más dignificados que los carteles franceses de mayo del 68, los cuales cultivaron, por
razones de exigencias prácticas no menos que por motivos ideológicos, un aspecto áspero, ingenuo,
improvisado y juvenil.
Que carteles con esta deliberada intención estética aparezcan con frecuencia en Cuba, hasta el
hecho que se hagan, difícilmente podría ser dado por supuesto. La mira que buscan los carteles
cubanos, y generalmente logran, requiere además de artistas bien dotados, un cuidadoso trabajo
técnico, buen papel y otras conveniencias costosas. Acaso resulta incomprensible que un país
bastante cargado de penurias económicas pueda gastar tanto tiempo y dinero, y su escaso papel, en
hacer carteles políticos además de otras formas de gráficos políticos, como el formato de la revista
TRICONTINENTAL, obra de Alfredo Rostgaard, quien hace la mayoría de los carteles de la
OSPAAAL. Pero el importante papel educativo de los gráficos políticos en Cuba difícilmente
explica por sí sólo el alto nivel, los medios dispendiosos de su arte cartelista. Porque el cartel
cubano no es exclusivamente político, desde luego; pero ni siquiera lo es principalmente (como
ocurre con la producción total de carteles en Vietnam). Muchos de ellos carecen totalmente de
contenido político. Tal vez los carteles más caros y los más cuidadosamente elaborados están
hechos para anunciar películas. Anunciar eventos culturales, es el objetivo de la mayoría de los
carteles totalmente apolíticos. Apelando a imágenes y tipografía bromistas, esos carteles, a veces
caprichosos y otras veces dramáticos, anuncian películas, obras de teatro, la visita del Ballet
Bolshoi, el contexto de una canción nacional, una galería de arte y otras cosas semejantes. De este
modo los carteles cubanos perpetúan, en apariencia, uno de los géneros de cartel más primitivos y
perdurables: el cartel teatral. Pero con una importante diferencia. Los cubanos hacen carteles para
anunciar cultura en una sociedad que busca no dar cultura como un conjunto de comodidades —
acontecimientos y objetos diseñados, conscientemente o no, para la explotación comercial. De ahí
que el verdadero proyecto de un anuncio cultural se convierte en algo paradójico, y aun acaso
gratuito. Y en realidad, muchos de esos carteles no sirven a ninguna necesidad utilitaria. Por
ejemplo, un hermoso cartel hecho para exhibir una película menor de Alain Jessua, de la cual cada
representación se venderá de cualquier modo (porque los cines son uno de los pocos espectáculos
de que se dispone), es un artículo de lujo, algo realizado a fin de cuentas por el propio gusto de
hacerlo. Las más de las veces, un cartel de Tony Reboiro o Eduardo Bachs para la ICAIC equivale a
la creación de un nuevo trabajo artístico, suplementario respecto a la película, más bien que para un
anuncio cultural en el sentido corriente de esta expresión.
El vigor y la suficiencia estética de los carteles cubanos nos llaman más la atención, si
consideramos que en Cuba el cartel es una nueva forma de arte. Antes del triunfo de la Revolución,
los únicos carteles que podían verse en Cuba eran del tipo más vulgar de las carteleras de anuncios.
La verdad es que muchos de los carteles anteriores a 1959 llevaban en La Habana textos en inglés,
dirigidos no a los cubanos sino directamente a los turistas norteamericanos, cuyos dólares
representaban una fuente principal de las ganancias en Cuba, y a los residentes norteamericanos, la
mayoría de los cuales eran hombres de negocios que controlaban y explotaban la economía cubana.
Como la mayor parte de los otros países latinoamericanos —apenas con la excepción de México,
Brasil y Argentina—, Cuba carecía de una tradición propia del cartel. Ahora, los mejores cartelistas
que hay en toda Latinoamérica proceden de Cuba. (Sin embargo, el florecimiento del arte del cartel
cubano durante estos años es muy poco conocido, a causa del aislamiento de Cuba respecto al
mundo no comunista impuesto por la política norteamericana. Todavía escribiendo en 1969,
Hutchison no exceptúa a Cuba cuando descarta a Latinoamérica como lugar donde hayan brotado
carteles de alta calidad.) ¿A qué se debe esa extraordinaria explosión de talento y vigor en la forma
particular de arte que venimos comentando? Resulta superfluo decir que se practican con gran
dignidad otras artes además del cartel, en la actualidad en Cuba; especialmente prosa literaria,
poesía, con prósperas tradiciones pre-revolucionarias, y cine, que carecía absolutamente de raíces lo
mismo que la confección de carteles. Pero quizá el cartel nos ofrece, mejor que cualquier otra
manifestación contemporánea, un medio ideal para reconciliar (o al menos integrar) dos enfoques
artísticos potencialmente antagónicos. Por una parte, el arte expresa y explora una sensibilidad
individual. Por otra, el arte sirve a fines sociopolíticos o éticos. Para el buen crédito de la revolución
cubana, la antítesis de estos dos puntos de vista sobre el arte no ha sido resuelta. Y en el ínterim, la
forma del cartel es una en que el choque no resulta tan agudo.
Los carteles cubanos los ejecutan artistas individuales, la mayoría de ellos relativamente jóvenes
(nacidos entre fines de 1930 y principios de 1940); varios de ellos (especialmente Raúl Martínez y
Umberto Peña) fueron originalmente pintores. Parece no haber impulso para hacer carteles
colectivos, tal como ocurre en China (entre otras formas artísticas, incluyendo la poesía), o como
ocurrió entre los estudiantes revolucionarios de la Escuela de Bellas Artes de París durante mayo de
1968. Pero si bien los carteles, firmados o no firmados, responden al trabajo individual, en cambio
la mayoría de esos artistas utilizan diversidad de estilos individuales. El eclecticismo estilístico
constituye tal vez una salida del dilema latente, para el artista dentro de una sociedad revolucionaria
y que necesite una firma individual. No resulta fácil identificar la obra de cada uno de los
principales cartelistas cubanos: Beltrán, Peña, Rostgaard, Azcuy, Martínez y Bachs. Cuando un
artista va y viene para diseñar esta semana un cartel político para la OSPAAAL y la semana
siguiente un cartel cinematográfico para el ICAIC, su estilo puede cambiar repentinamente. Y es ese
eclecticismo dentro de la obra individual de los artistas del cartel lo que caracteriza, aún más
llamativamente, el conjunto de los carteles hechos en Cuba. Ellos muestran un amplio abanico de
influencias, desde la influencia extranjera que toca incluso a los estilos fuertemente personales de
los cartelistas norteamericanos, como Saúl Bass y Milton Glaser, hasta el estilo de los carteles
cinematográficos checos de los 60, hechos por Josef Flejšar y Zdeněk Chotěnovský, pasando por el
estilo ingenuo de las imágenes de Épinal, el neo-Art Nouveau popularizado por los carteles del
Fillmore y el Avalon a mediados de 1960 y el estilo "Pop Art", parasitario a su vez de los estéticos
carteles comerciales, de Andy Warhol, Roy Lichtenstein y Tom Wesselman.
Los cartelistas gozan, por supuesto, de una situación más fácil que otros artistas en Cuba. Ellos no
están sujetos a la carga heredada por la literatura, en que la búsqueda de la excelencia artística está
parcialmente definida en términos de una restricción del público. Durante siglos, desde que dejó de
ser un arte principalmente oral y en consecuencia público, la literatura fue incesantemente
identificándose con S un acto solitario (leer), con una retirada al interior de sí mismo. La buena
literatura puede, y así ocurre a veces, que sólo atraiga a una minoría educada. Los buenos carteles
no pueden ser objeto de consumo para una élite. (Eso que llamamos propiamente un buen cartel
implica cierto contexto de producción y distribución que excluye la obra, como en el caso de los
seudo-carteles de Warhol, producidos directamente para el mercado de bellas artes.) El espacio
dentro del cual se exhibe un cartel genuino no es elitista, sino un espacio público, comunitario. Tal
como lo atestiguan en numerosas entrevistas, los artistas cubanos del cartel están muy conscientes
de que el cartel es un arte público, dirigido a una indiferenciada masa de gente y en pro de algo
público (trátese de una idea política o de un espectáculo cultural). Los artistas gráficos que viven
dentro de una sociedad revolucionaria no tienen el problema del poeta, cuando el poeta usa la voz
singular, el lírico "Yo": el problema de quién está hablando y hablando para quién.
Con todo, más allá de cierto punto, el lugar del artista dentro de una sociedad revolucionaria —no
importa cuál sea su forma artística— es siempre problemático. El punto de vista moderno sobre el
artista radica en la ideología de la burguesa sociedad capitalista, con su concepto altamente
elaborado de la individualidad personal y su presunción de que existe un antagonismo esencial,
último, entre el individuo y la sociedad. Y llevando lo más lejos posible la manipulación del
concepto de individuo, se llega a la aguda polarización entre lo individual y lo social. El artista ha
sido por más de una centuria justamente el caso extremo —ejemplar— del "individuo aislado". El
artista es, conforme al mito moderno, espontáneo, libre, automotivado, y frecuentemente dado al
papel de crítico, o foráneo, o un despegado no-participante. Así, ha parecido evidente en sí al
liderazgo de cada gobierno o de cada movimiento revolucionario moderno que la definición del
artista tenga que cambiarse en un orden social radicalmente reconstruido. Lo cierto es que muchos
artistas dentro de la sociedad burguesa han denunciado el confinamiento del arte a una pequeña élite
y el intimismo egoísta de la vida de muchos artistas (William Morris dijo: "No quiero arte para
pocos, como tampoco educación para pocos o libertad para pocos"). El proyecto resulta fácil de
concordar en principio, pero difícil de llevarlo a la práctica. Primeramente, la mayoría de los artistas
serios están bastante apegados al papel "culturalmente revolucionario" que ellos representan dentro
de las sociedades que caminan —así lo esperan ellos— hacia una situación revolucionaria, aunque
no hayan entrado aún en ella. En una situación prerevolucionaria, la revolución cultural consiste
principalmente en crear modos de experiencia y sensibilidad negativas. Ello significa crear roturas,
rechazos. Este papel es difícil de dejar una vez que alguien lo ha dominado. Otro aspecto
particularmente intransigente de la identidad del artista es el grado en que el arte serio se ha
apropiado para sí la retórica de la revolución. La obra que combate la frontera de la negatividad no
sólo se ha definido, a través de la historia moderna de las artes, como válida, sino que necesaria. Se
la ha definido también como revolucionaria, aunque contrariamente al patrón con el que se mide el
mérito de los actos políticamente revolucionarios —su reclamo popular—, los actos de la
vanguardia artística han tendido a confinar el público para el arte a los socialmente privilegiados, a
los amaestrados consumidores de la cultura. Semejante co-opción de la idea de revolución por
medio de las artes ha introducido ciertas confusiones peligrosas y alimentado esperanzas
equivocadas.
Es natural que el artista —tan a menudo crítico de su sociedad— piense, cuando se ha puesto al
paso del movimiento revolucionario en su país, que lo que él considera revolucionario en arte está
ligado a la revolución política en marcha, y crea que él puede poner su arte al servicio de la
revolución. Pero hasta ahora se ha dado, a lo sumo, una unión difícil entre las ideas artísticas
revolucionarias y las ideas políticas revolucionarias. Prácticamente todos los líderes de las grandes
revoluciones políticas han fallado en encontrar relación alguna, y realmente han sentido muy pronto
el arte revolucionario (modernista) como una forma desagradable de actividad opositiva. La política
revolucionaria de Lenin coexistió junto a un gusto literario claramente retrógrado. A él le gustaban
Pushkin y Turgueniev. Detestó a los futuristas rusos y encontró en la vida bohemia y en la poesía
experimental de Mayakovsky un agravio a los altos ideales morales de la revolución y al espíritu
del- sacrificio colectivo. Incluso Trotsky, mucho más sofisticado acerca de las artes que Lenin,
escribió (en 1923) que los futuristas perma- Héctor Villaverde, 1967 necían al margen de la
revolución, si bien él creía que podían ser integrados. Como todo el mundo sabe, la carrera del arte
revolucionario tuvo una vida extremadamente corta en la Unión Soviética. La última tentativa de la
pintura "formalista" en la Rusia post-revolucionaria fue la exposición colectiva en Moscú " 5 x 5 =
25" (1921). El paso decisivo alejándose del arte no-representativo se dio aquel mismo año. A
medida que avanzaba la década, la situación fue de mal en peor. El gobierno proscribió a los artistas
futuristas. A unos pocos de la gran vanguardia genial de los 20 se les permitió seguir trabajando,
pero en condiciones que propiciaron la vulgarización de sus talentos (como en el caso de Eisenstein
y Djiga Vertov). Muchos fueron intimidados hasta el silencio; otros eligieron el suicidio o el exilio;
algunos (como Mandelstam, Babel y Meyerhold) acabaron siendo enviados a la muerte en los
campos de concentración.
En el contexto de todos estos problemas y desastrosos precedentes históricos, los cubanos han
tomado una modesta dirección. El debate sobre el arte gráfico cubano que aparece en el número de
julio de 1969 de CUBA INTERNACIONAL (lo menciona en este libro Dugald Stermer) va más allá
de problemas tradicionales surgidos de la tarea de reconsiderar el arte dentro de una sociedad
revolucionaria, de determinar las legítimas libertades y responsabilidades del artista. Se condenan
los posturas extremas: el puro utilitarismo no menos que el puro esteticismo, la frivolidad de las
abstracciones auto-indulgentes tanto como la pobreza estética del realismo banal. Se expresan las
condescendencias civilizadas: el deseo de evitar el propagandismo bruto, pero mantener lo relevante
y comprensible. Es la misma vieja cuestión de siempre. (Para una discusión más amplia, y referida a
todas las artes, véase la impresión No. 4, diciembre de 1967, de UNION, la revista que publica la
Unión de Escritores y Artistas.) El análisis no resulta singularmente original. Lo impresionante, y
animoso, es la solución cubana: no llegar a ninguna solución específica, no presionar mucho al
artista. El debate prosigue, y ahí tenemos la alta calidad de los carteles cubanos. La comparación
con el arte cartelero de la Unión Soviética a lo largo de cuarenta años —y en realidad con el arte
propagandístico de todos los países del Este Europeo— evidencia casi con monótona luz favorable
los logros del gobierno cubano al resistirse a un tratamiento ético y estéticamente filisteo de sus
artistas. El trato cubano para con los artistas es pragmático y ampliamente respetuoso.
Ha de reconocerse que uno no puede tomar la relación relativamente feliz de los cartelistas con la
revolución como uniformemente típica de la situación de los artistas en Cuba. Los cartelistas tienen,
entre todos los artistas cubanos, una ventaja para integrar su identidad como artistas con las
exigencias y reclamos de la revolución. Toda sociedad metida en las congojas revolucionarias pone
una pesada exigencia sobre el arte para que tenga alguna conexión con los valores públicos. El
cartelista no encuentra dificultades esenciales en atender a tal demanda, siendo el cartel una forma
de arte y también un medio absolutamente adecuado para crear valores. Después del cartel, la forma
artística que parece casi tan cómodamente situada frente a esa demanda es el cine como lo evidencia
la notable obra de Santiago Álvarez y los jóvenes directores de películas de largo metraje. La
situación es menos inequívoca tratándose de otras formas de arte. Tan relativamente permisiva
como lo es la revolución cubana, más voces individuales (incluso entre los artistas cuyo
compromiso con la revolución no ofrece dudas) han encontrado oposición. El año pasado se
desataron presiones repugnantes a propósito de Hubert Padilla, probablemente el mejor de los
poetas jóvenes. Debe señalarse que durante la penosa prueba de Padilla, que incluyó el ser atacado
por la prensa, la pérdida temporal de su trabajo en el gobierno, y el que su libro, luego de haber
recibido un premio de la Casa de las Américas, fuese editado con un prefacio que criticaba el que se
le hubiese adjudicado el premio, nunca se planteó el caso de prohibir la impresión de su libro, ni de
censurar su poesía —y menos de encarcelarlo a él—. Uno espera, y con buenas razones para
creerlo, que el caso Padilla sea una excepción; aunque quizá deba preocuparnos el hecho de que
Padilla no fue totalmente reivindicado, ni volvió a tener su trabajo, hasta que intervino
personalmente Castro en el asunto. La poesía lírica, la más intima de las artes, / es acaso la más
vulnerable dentro de una sociedad revolucionaria, así como el arte del cartel resulta ser el más
adaptable. Pero es difícil afirmar que sólo los poetas pueden estar frustrados en Cuba. El conflicto
entre lo estético y lo puramente utilitario ha provocado problemas prácticos, más aún que
ideológicos, también en otras artes públicas, como la arquitectura. Lo probable es que Cuba no
pueda proporcionar, simplemente, edificios como la Escuela de Bellas Artes en los suburbios de La
Habana (hecha por Ricardo Porro en 1965), que es una de las más hermosas estructuras modernas
del mundo. Por ejemplo, la prioridad concedida al diseño de casas prefabricadas de bajo costo
(estéticamente banales) sobre la construcción de otros edificios (originales; llamativos y caros) no
resulta nada incomprensible. Pero el conflicto de utilidad y "razonabilidad económica" versus
belleza no parece haber afectado a la política hacia los carteles —quizá porque la producción de
carteles representa mucho menor dispendio, y parece más obviamente útil; y porque la
"individualidad" es, tradicionalmente, una norma menos importante en la estética del cartel que lo
es en la literatura, el cine y la arquitectura modernos.
Con su belleza, su elegancia y su trascendencia tanto con respecto a lo meramente útil como a la
pura propaganda, los carteles cubanos evidencian la presencia de una sociedad revolucionaria que
no es ni represiva ni filistea. Los carteles demuestran que Cuba posee una cultura viva,
internacional en su orientación y relativamente libre de esa clase de interferencia burocrática que ha
frustrado las artes prácticamente en todos los países donde ha llegado al poder la revolución
comunista. Ni siquiera puede uno interpretar automáticamente esos atractivos aspectos de la
revolución cubana como una parte orgánica de la ideología y la práctica revolucionarias. Podría
argüirse que el grado relativamente alto de libertad gozado por los artistas cubanos, aunque
admirable, no forma parte de una redefinición revolucionaria del artista, sino que no hace más que
perpetuar uno de los valores más altamente proclamados para el artista en la sociedad burguesa. Y,
más en general, la vivacidad y apertura de la cultura cubana no significa que Cuba posea
necesariamente una cultura revolucionaria. Los carteles cubanos reflejan, por supuesto, la
revolucionaria ética comunista de Cuba en un aspecto obvio. Cada sociedad revolucionaria trata de
limitar el tipo, si no el contenido, de las señales públicas (aunque actualmente no asuma un control
centralizado sobre ellas); una limitación que sigue lógicamente al rechazo de la sociedad de
consumo, con su seudo-libre elección entre los bienes clamoreados para su adquisición y las
diversiones que exigen ser probadas. Pero en un sentido más profundo ¿son "revolucionarios" los
carteles cubanos? Como ya se habrá advertido, no son revolucionarios en la acepción de esta
palabra dentro del movimiento moderno en las artes. Por buenos que sean los carteles cubanos no
son artísticamente radicales o revolucionarios. Son demasiado eclécticos para eso. (Aunque quizá
ningún cartel es revolucionario, dado el tradicional parasitismo que caracteriza a los carteles de
cualquier género.) Ni siquiera pueden ser considerados como manifestaciones de un revolucionario
concepto político del arte, fuera del hecho de que muchos de los carteles —aunque no todos—
ilustran ideas, recuerdos políticos y esperanzas de la revolución.
Cuba no ha resuelto el problema de crear un arte nuevo, revolucionario para una sociedad nueva,
revolucionaria —supuesto que una sociedad revolucionaria necesite su propia clase de arte—.
Algunos radicales piensan, por supuesto, que no es así; que resulta erróneo creer que una sociedad
revolucionaria tenga necesidad de un arte revolucionario (a la manera que la sociedad burguesa ha
tenido su arte burgués). Según este punto de vista, la revolución no lo necesita, ni debería rechazar
la cultura burguesa en cuanto tal cultura, en las artes lo mismo que en las ciencias, ya que de hecho
es la suprema forma de cultura. Todo lo que la revolución debería hacer con la cultura burguesa es
democratizarla, haciéndola accesible a todos y no justamente a una minoría socialmente
privilegiada. Se trata de un razonamiento atractivo, pero por desgracia demasiado anti-histórico para
ser convincente. No hay duda de que existen muchos elementos culturales en la sociedad burguesa
que podrían mantenerse e incorporarse dentro de una sociedad revolucionaria. Sólo que uno no
puede ignorar las raíces sociológicas y la función ideológica de tal cultura. Conforme a una
perspectiva histórica parece mucho más aceptable el que, precisamente porque la sociedad burguesa
ha logrado su notable "hegemonía" a través de las espléndidas conquistas de la cultura burguesa,
una sociedad revolucionaria debe establecer nuevas, no menos persuasivas, y complejas formas
culturales. En verdad, y según el gran marxista italiano Antonio Gramsci (el más distinguido
exponente de este enfoque), no debemos esperar el verdadero derrocamiento del estado burgués
hasta que primero se dé una revolución no-violenta en la sociedad civil. La cultura, más aún que las
instituciones estrictamente políticas y económicas del Estado, es el medio de esa necesaria
revolución civil. Y ésta consiste, antes que nada, en un cambio en las percepciones de la gente
acerca de sí misma; y este cambio lo realiza la cultura.
Para Gramsci es absolutamente obvio que la revolución exige una nueva cultura. Los cartelistas
cubanos no encarnan nuevos valores radicales, conforme al sentido que concede Gramsci al cambio
de cultura. Los valores representados en los carteles son el internacionalismo, el eclecticismo, la
seriedad moral, el compromiso con la excelencia artística, la sensualidad —esencia positiva de
Cuba— y el rechazo del filisteísmo o el burdo utilitarismo. Son éstos valores principalmente
críticos, logrados mediante el rechazo de dos modelos opuestos: el vulgar comercialismo del arte
del cartel americano (y sus imitaciones en las carteleras que pululan a través del Oeste Europeo y de
Latinoamérica), por un lado; y por otro la monótona fealdad del realismo socialista de los soviéticos
y la folklórica y agiográfíca ingenuidad de los grabados políticos chinos. Sin embargo, el hecho de
que ésos sean valores críticos — los que corresponden a una sociedad en transición— no significa
que no puedan ser, en un contexto más fuerte o especial, también valores revolucionarios.
Hablar de los valores revolucionarios en abstracto, sin atenernos a especificaciones históricas,
resulta superficial. En Cuba, uno de los valores revolucionarios más poderosos es el
internacionalismo. La promoción de la conciencia internacionalista juega en Cuba un papel tan
grande como la promoción de la conciencia nacionalista en la mayoría de las sociedades de
izquierda revolucionaria (como Vietnam del Norte, Corea del Norte y China) y de movimientos
insurgentes. La fuerza revolucionaria de Cuba está profundamente enraizada en no conformarse con
los logros de una revolución nacional, sino en estar apasionadamente comprometida con la causa de
la revolución a escala mundial. Así, Cuba probablemente es el único país comunista en todo el
mundo donde la gente se preocupa realmente por Vietnam. Sus ciudadanos ordinarios, tanto como
sus funcionarios públicos, acostumbran desdeñar un poco la dureza de su propia batalla y de sus
penalidades, en comparación con las soportadas durante décadas por los vietnamitas. Entre los
carteles gigantescos que dominan la gran Plaza de la Revolución en La Habana se concede igual
prominencia al cartel del Che, al cartel en honor de la batalla del pueblo de Vietnam y al cartel en
que se ensalza la meta de los diez millones de toneladas de azúcar para la zafra de 1970. Hasta los
carteles que ilustran la propia historia revolucionaria de Cuba no intentan simplemente inspirar
sentimientos patrióticos, sino que hacen ver el eslabón cubano dentro de la batalla internacional. En
el calendario público se da la misma importancia a los días conmemorativos de los mártires de la
propia historia cubana como a los días de solidaridad con otros pueblos, para cada uno de los cuales
se ha diseñado un cartel. (En este libro tenemos ejemplos de carteles para los días de solidaridad
con el pueblo de Zimbawe, con la población negra de Estados Unidos, con Latinoamérica y
Vietnam.) En medida inversa a este tema de solidaridad, tenemos el hecho de que pocas veces los
carteles políticos cubanos dividen al mundo en blanco y negro, en amigos y enemigos, a la manera
del cartel y estandarte exhortando al "Amor por la patria" en Alemania Oriental, o las imágenes de
los carteles vietnamitas sobre el "agresor pirata" norteamericano. Las imágenes de los carteles
cubanos son casi siempre afirmativas, sin ser sentimentales. Prácticamente no hay carteles
dedicados a la invectiva o la caricatura. Así como son pocos los que recurren a la exhortación
demasiado obvia, no hay prácticamente ninguno sometido a una polarización ética maniqueísta.
Así, incluso el gran eclecticismo de los artistas cubanos del cartel adquiere una dimensión política,
en cuanto que reafirma vigorosamente su característico rechazo del chovinismo, nacional. La
denuncia de la perspectiva nacionalista versus la perspectiva internacionalista constituye tal vez la
nota dominante del arte cubano actual. En casi todas las artes existe una punzante división de
criterios sobre ese extremo, que tiende a proseguir – como tantos conflictos contemporáneos - a lo
largo de las líneas generacionales. La regla parece estar en que, sea cual fuere la forma artística, la
generación más vieja tiende a ser nacionalista, es decir, folklórica, más "realista", mientras que la
generación más joven se orienta hacia el internacionalismo, la vanguardia y la "abstracción". Por
ejemplo, la grieta resulta particularmente tajante en la música. Los compositores más jóvenes se
acercan a Boulez y Henze, mientras que los viejos compositores insisten en una música
específicamente cubana, basada en los ritmos e instrumentación afro-cubanos y en el danzón
tradicional. Pero apenas existe semejante brecha en el cartel, como tampoco en el cine; y este hecho
puede haber ayudado a convertir a esas formas artísticas en algo particularmente distintivo de la
actualidad cubana. No hay nadie de la vieja generación que esté haciendo películas, porque las
únicas que se hacían antes de 1959 eran "exclusivas para hombres" (Cuba era el principal proveedor
de los Estados Unidos). En menos de una década, la nueva industria del cine cubano ha producido
ya un amplio número de películas, así como "cortos" y documentales impresionantes. Todas las
películas cubanas reflejan diversas dosis de influencias extranjeras, tanto del arte cinematográfico
europeo como del cine "subterráneo" norteamericano. También todo el arte cubano del cartel,
igualmente falto de toda raíz anterior a la Revolución e igualmente libre de un conflicto entre los
artistas de la vieja y nueva generación, denota una influencia internacional.
Contrariamente a lo que alegan los viejos artistas de Cuba, es el internacionalismo —no el
nacionalismo— del arte lo que sirve mejor a la causa de la Revolución, incluso en su tarea
secundaria de formar un sentido propio del orgullo nacional. Cuba padece profundamente de un
complejo de subdesarrollo, tal como lo ha expresado el novelista Edmundo Desnoes. No es que se
trate de una neurosis nacional, pero sí es un hecho histórico real. Uno no puede sobreestimar el
daño infligido a Cuba por el imperialismo cultural norteamericano, no menos que por el económico.
Ahora, aunque aislada y sitiada por los Estados Unidos, Cuba está abierta al mundo entero. El
internacionalismo es la respuesta más efectiva y más liberadora al problema del retraso cultural
cubano. El hecho de que los teatros cubanos representen a Albee tanto como a Brecht no es un signo
de que los cubanos estén aun obsesionados por el arte burgués ni un síntoma de indulgencia
revisionista (también existe una política aparentemente similar en el orden de la cultura en la no-
militante Yugoslavia). Para Cuba se trata, en este momento histórico, de un acto revolucionario
cuando continúa acomodando obras de la cultura burguesa universal y supera los estilos estéticos
perfeccionados por la cultura burguesa. Tal acomodación no significa que los cubanos no deseen
una revolución cultural; sólo que están persiguiendo esa meta con sus propias limitaciones y
conforme a sus propias experiencias y necesidades. Puede que no sea una fórmula universal para la
revolución cultural. Y al determinar lo que significaría una revolución cultural para un país
concreto, uno debe tomar en cuenta especialmente los recursos aprovechables de su pasado
nacional. La revolución cultural en China, con su espléndida cultura prolongándose por milenios de
historia, tiene por fuerza que seguir normas diferentes que una revolución cultural en Cuba. Aparte
de fuertes sobrevivencias de Yoruba y otras culturas tribales africanas, Cuba sólo posee los
bastardeados remanentes culturales de los opresores —primero los españoles y luego los
norteamericanos—. Cuba carece de una larga, orgullosa historia como para mirar hacia atrás, tal
cual lo hacen los vietnamitas. La historia del país se reduce a la historia de cien años de batalla,
desde Martí y Maceo a Fidel y el Che. Hacerse internacional es, pues, la senda cubana hacia la
revolución cultural.
Esta idea de la revolución cultural no es, por supuesto, la usual. Comúnmente el punto de vista que
se asigna al arte, dentro de una sociedad revolucionaria es la de purificar, renovar y glorificar la
cultura. Lo que se exige del arte en el programa de la mayoría de los regímenes fascistas, desde la
Alemania y la Italia de los años 30 hasta los coroneles griegos de hoy en día, y también de la Rusia
Soviética durante cuarenta años es un papel conocido. En su forma abiertamente fascista, semejante
proyecto se concibe dentro de líneas fuertemente nacionalistas. Revolución cultural significa
purificación nacional: eliminar lo inasimilable, lo disonante artístico del pasado cultural nacional y
las corrupciones foráneas del lenguaje del país. Eso significa auto-renovación nacional, es decir,
remodelar el pasado de la nación para que apoyen las nuevas metas propuestas por la revolución.
Tal programa de revolución cultural critica siempre la vieja cultura burguesa de la sociedad pre-
revolucionaria por haber sido minoritaria y esencialmente vacía, efímera o formalista. Semejante
cultura debe ser purgada. Se convoca a una nueva cultura para sustituir a la otra; una cultura que
todos los ciudadanos sean capaces de apreciar, cuya misión sea la de incrementar la identificación
del individuo con la nación, simplificar la conciencia con la esperanza de reducir el despego íntimo
(mediante la reducción de la discordancia de ideas, caracteres y estilos dentro del país) y promover
la virtud cívica1.
Dicha noción de revolución cultural, acaso la más común, representa la política no sólo de las
revoluciones fascistas, sino a menudo también la de las sociedades que han promovido revoluciones
desde la izquierda. Pero las sociedades y movimientos revolucionarios de izquierda tienen, o
deberían tener, una idea totalmente diferente de revolución cultural. La meta propia de una
revolución cultural de izquierda no es incrementar el orgullo nacional, sino trascenderlo. Tal
revolución buscaría, no revivir sistemáticamente las viejas formas culturales (ni practicar una
censura selectiva del pasado), sino inventar nuevas formas. Su propósito no sería el de renovar o
purificar la conciencia, sino cambiarla: elevar o educar a la gente para una nueva conciencia.
Conforme al punto de vista de algunos radicales, las únicas formas auténticas del arte
revolucionario son las producidas (o experimentadas) colectivamente; o al menos, según se piensa,
las formas artísticas revolucionarias no deben provenir totalmente de la obra de un individuo
singular. Según eso, la organización de espectáculos colectivos sería la forma quintaesenciada del
arte revolucionario —desde los espectáculos celebrados para ensalzar a la Diosa Razón divinizada
por Jacques-Louis David durante la Revolución Francesa, hasta el largo film épico de la China a
comienzos de 1960, THE EAST IS RED (El Oriente Es Rojo). Pero el ejemplo de Cuba, que tanto
rechaza la organización de espectáculos como una forma válida de actividad revolucionaria, permite
poner en tela de juicio tal punto de vista. Los cubanos dan por sobreentendido que el espectáculo,
esa forma de arte favorita de la mayoría de las sociedades revolucionarias, sean de derecha o de
izquierda, es implícitamente represivo. Para sustituir a la función del espectáculo revolucionario
está la fascinación por la escenificación de la acción revo- The East Is Red, 1965 lucionaria. Puede
tratarse de la escenificación de un gran proyecto público, como la campaña contra el analfabetismo
en 1960, la colonización de la Isla de los Pinos (obra de la juventud militante) o la meta actual de la
zafra. (El conjunto de la población participa, en lo posible, en tales proyectos, pero no como en algo
visto o en algo organizado para los ojos de un contemplador.) O puede ser la escenificación de la
lucha ejemplar de un individuo, dentro de la historia de la liberación de Cuba, o bien de un
movimiento extranjero con cuya batalla se identifican los cubanos y con cuya victoria se sienten
moral-mente confortados. Lo que interesa a los cubanos, como fuente de inspiración para el arte
político, es el aspecto dramáticamente ejemplar de la acción radical. Un espectáculo
dramáticamente válido puede ser la vida y muerte del Che, o la lucha de los vietnamitas, o la penosa
prueba de Bobby Seale. La acción radical puede acontecer en cualquier lado, por todas partes —y
no precisamente dentro de Cuba—. Tal es el combustible fundamentalmente emocional que
alimenta su internacionalismo.
1
Un ejemplo concreto, y poco conocido, de esta idea de revolución cultural es el discurso de Pirandello
pronunciado en Roma en octubre de 1935, en presencia de Mussolini y con motivo de la inauguración de la
nueva temporada teatral en el Teatro Argentina. Puede leerse en Tulane Drama Review pag. 44. Una forma
menos enfáticamente nacionalista de esa concepción derechista de la revolución cultural la utilizan los
conservadores, como André Malraux durante su gerencia
como Ministro de Cultura bajo De Gaulle. Para un análisis devastador de cómo concibe Malraux el
ofrecimiento de la cultura minoritaria a las masas y sobre los propósitos ideológicos de la conservadora
política cultural degolista, véase el ensayo de Violette Morin, "La culture majuscule: André Malraux", en
Communications pag. 14, 1969.
En esta concepción política, el arte del cartel tiene un papel particularmente útil y compacto. Los
carteles políticos cubanos ofrecen un lenguaje a escenificaciones importantes que están llevándose a
cabo ahora: la lucha de los negros en Estados Unidos, el movimiento guerrillero en Mozambique,
Vietnam y otros más, proporcionan una larga lista. Los temas retrospectivos de los carteles cubanos
tienen una orientación no menos internacional. Un cartel pidiendo a la gente que recuerde a las
víctimas de Hiroshima tiene esencialmente el mismo propósito que otro cartel recordando a los
mártires del asalto al Moneada en 1956 (que inició la revolución cubana). Los carteles políticos
cubanos actúan como amplificadores de la conciencia espiritual, como unificadores del sentido de
responsabilidad moral ante un número creciente de motivos. Tamaña empresa puede ser juzgada
como impráctica, gratuita, incluso quijotesca para una pequeña y agobiada isla de siete millones de
personas que se las van arreglando duramente para subsistir bajo el asedio norteamericano. El
mismo espíritu de gratuidad se manifiesta, dentro de un caso específico, en la decisión de
confeccionar hermosos carteles anunciando eventos culturales que todos desean ver y a los que
asistirán de cualquier modo. Uno sólo espera que pueda ser mantenido, que no disminuirá el genio
cubano para las compensaciones limitadas, en apariencia arbitrarias e incluso extravagantes de los
sentidos —desde los carteles hasta las "neverías Copelia". Justamente, tal gusto por lo gratuito da a
la vida en Cuba su sentimiento de espaciosidad, pese a todas las severas restricciones interiores y
exteriores; y otorga a la revolución cubana, más que a cualquier otra revolución comunista en
activo, sus cualidades de inventiva, juventud, humor y extravagancia.
III
Si la misión de una revolución cultural y de una concepción del papel políticamente revolucionario
aparece llena de dificultades y contradicciones dentro del contexto de una política revolucionaria en
desarrollo, las perspectivas de una genuina revolución cultural más allá (o antes) I de una cultura
política resultan aun más problemáticas. Es poco alentadora la historia de prácticamente todos los
movimientos ostensiblemente revolucionarios en el arte y la cultura que han surgido en las
sociedades no revolucionarias o prerevolucionarias. Más o menos, consiste simplemente en la
historia de la co-opción. El hado del movimiento Bauhaus sólo constituye un ejemplo, entre otros,
de cómo las formas culturales revolucionarias surgidas dentro de la sociedad burguesa son
primeramente atacadas, luego neutralizadas y finalmente absorbidas por esa misma sociedad. El
capitalismo transforma todos los objetos, incluyendo el arte, en comodidades. Y por cierto el cartel
— incluyendo el cartel revolucionario— no está exento de esa férrea regla de la co-opción. En
nuestro tiempo, el arte del cartel está en período de renacimiento. Los carteles han venido a ser
considerados como objetos culturales, misteriosos, cuya índole plana y literal sólo aumenta su
resonancia. En años recientes la mirada de los productores de cine se ha dirigido más hacia los
carteles. Aparecen como referencias misteriosas, parcialmente opacas; piénsese en el uso de los
carteles como objetos claves en casi todas las películas de Goddard. A veces son usados como
inagotables emblemas sociológicos; tenemos un ejemplo reciente en el recorrido de Antonioni por
las fantasiosas carteleras de Los Angeles, en la primera parte de ZABRISKIE POINT. Este nuevo y
enriquecido papel del cartel en la iconología del cine a partir de los 60 tiene muy poco que ver con
el uso tradicional del cartel en el cinema narrativo —dicho brevemente, proporciona cierta
inevitable información—, iniciado con el lanzamiento del cartel de "Irma Vep", interpretado por
Musidora, en LES VAMPIRES (1915) de Feuillade. Pero la extensión de las imágenes de cartel y.
su incorporación dentro de otras artes, sólo es un índice —medianamente específico— de su interés.
Los carteles han venido aumentando incesantemente de interés, no sólo como puntos de referencia,
sino como objetos en sí. Los carteles se han convertido en una de las clases más omnipresentes de
objetos culturales, estimados en parte porque son baratos, sin pretensiones, un arte "popular". El
renacimiento contemporáneo del arte del cartel deriva su fuerza menos en algún tipo más original
de producción o en un uso público más intensivo de los carteles, que en el auge sorprendente del
interés por coleccionar carteles, domesticándolos.
Este interés actual difiere en varios aspectos de aquella primera ola de coleccionistas de carteles que
se produjo dos décadas después de que comenzaran a aparecer. En primer lugar porque,
simplemente, se da en escala mucho mayor, cual conviene a un estado posterior y más avanzado en
la era de la producción mecánica. Pudo haber sido cosa de moda coleccionar carteles en 1890; pero
no fue, como lo es ahora, una afición masiva. En segundo lugar, se están coleccionando una
cantidad mucho mayor de carteles. Las colecciones de 1890 tendían a ser del propio país. Hoy en
día las colecciones tienden a ser ostentosamente internacionales. Y no es puro azar que el comienzo
de la manía de coleccionar carteles, hacia mediados de 1950, coincida con la marea creciente del
turismo norteamericano de la posguerra en Europa; turismo que ha convertido los cruceros a través
del Atlántico en una prerrogativa de la clase media tan banal como lo fueron anteriormente las
vacaciones en los balnearios americanos. Este arquetípico objeto público, primeramente
coleccionado por sólo una pequeña banda de conocedores, ha venido ahora a ser un objeto
estandarizado e íntimo en las salas de estar, en las recámaras, baños y cocinas de los jóvenes de la
burguesía europea y norteamericana. En tales colecciones, el cartel ya no es simplemente —como lo
fue una vez— una nueva y exótica especie de objeto artístico. Tiene una función más específica. Así
como el arte del cartel es por sí mismo parasitario de otras formas artísticas, así también la nueva
moda de coleccionar carteles constituye una meta-parasitismo —del mundo mismo, o una imagen
altamente estilizada de él. Los carteles nos dan una visión portátil del mundo. Un cartel es como la
miniatura de un acontecimiento: un trofeo cultural, una cita —de la vida, o del buen arte—. El
moderno coleccionismo de carteles está relacionado con otro fenómeno sintomático de los años
recientes: el turismo en masa. Tal como se colecciona actualmente, el cartel viene a ser el recuerdo
de un acontecimiento. Pero hay una importante diferencia entre el cartel de El Cordobés o la gran
retrospectiva de Rembrandt que cuelgan de la pared y las fotografías tomadas por un turista de la
clase media durante su vacación veraniega en Italia y colocadas en un álbum. Alguien tuvo que
estar allí para tomar las fotografías; nadie tuvo que ir a Sevilla o Ámsterdam para comprar el cartel.
En los más de los casos, los poseedores de carteles nunca han visitado realmente la exposición
artística, ni asistido a la corrida de toros anunciada en los carteles que tiene en la pared. Los carteles
no pueden, frecuentemente, compararse con el record fotográfico personal del turista, en cuanto a
experiencia se refiere. Ellos son, más bien, un sustituto de la experiencia. Como en el caso de las
fotografías tomadas por un turista, la función del cartel es recordar un acontecimiento; pero en el
caso de los carteles el acontecimiento ha tenido lugar en el pasado y el poseedor del cartel lo conoce
al adquirirlo. Ya que los carteles ilustrados no forman parte de la historia personal del coleccionista,
la colección viene a ser, en vez de eso, una serie de recuerdos de experiencias imaginarias.
Los espectáculos, acontecimientos y personas que uno elige para colgar en forma miniaturizada de
una pared no representan meramente una fácil manera de hacer experiencia vicaria. Se trata,
claramente, de una forma de homenaje. Por medio de carteles, cada quien puede seleccionar fácil y
rápidamente un panteón personal; no importa que no pueda decir que él lo ha creado, ya que la
mayoría de los compradores de carteles están obligados a elegir entre una variedad numéricamente
limitada, incluso seleccionada entre los carteles masivamente producidos y ofrecidos en venta. Los
carteles elegidos por la gente para clavarlos en su sala de estar indican, no menos claramente que la
elección de un cuadro en el pasado, el gusto de los propietarios de un espacio privado. Se trata, a
veces, de una forma de ostentación cultural: un ejemplo particularmente barato del uso al que
tradicional-mente se ha sometido a la cultura en todas las clases sociales: indicar o afirmar o
proclamar su derecho a un estado social determinado. A menudo el propósito es más indiferente, no
es tan agresivo. Como trofeo cultural, la exhibición de un cartel dentro del espacio privado es,
cuando menos, un medio claro de propia identificación para las visitas; un código (para uso de los
interesados) por el que los varios miembros de un subgrupo cultural se anuncian unos a otros entre
sí y se reconocen mutuamente. La exhibición de buen gusto en el viejo sentido burgués ha permitido
la exhibición de una especie de mal gusto deliberado -que viene a ser un signo de buen gusto
cuando va de acuerdo o un poco adelante de la moda-. No necesariamente uno presta su aprobación
a los temas representados en los carteles que cuelgan de sus paredes. Basta con que se indique
verbalmente una anuencia, con ciertas matizaciones, a tales temas. En este complejo sentido, los
carteles se convierten, una vez coleccionados, en trofeo cultural. Lejos de denotar una pura
aprobación o identificación con el tema, la variedad de los carteles exhibidos en el espacio privado
de alguien puede significar únicamente una forma de lenguaje nostálgico o irónico.
Como es de esperar, también en la historia relativamente corta del moderno renacimiento de las
colecciones de carteles la elección de una clase de carteles para colgar está sujeta a marcados
cambios de moda. El cartel de una corrida de toros y los carteles de las exposiciones artísticas de
París —casi omnipresentes hace una década— evidencian ahora un gusto de retaguardia. Hace
algún tiempo ya fueron superados por los carteles de Mucha y por los viejos carteles
cinematográficos (los mejores eran los más viejos; los carteles de Saúl Bass —1950— son muy
recientes). Luego vino la boga de los carteles anunciadores de las exposiciones, no ya de los artistas
europeos sino de los americanos (por ejemplo, los famosos carteles de Warhol, Johns, Rauschenberg
y Lichtenstein). Más tarde vinieron los carteles de las salas de baile rock, a los cuales siguieron los
carteles para ver mejor durante los "viajes". A partir de los últimos años de 1960, la mayoría de los
coleccionistas interesados han cambiado a los carteles políticos radicales. Parece extraño, de
momento, que el cartel político radical tenga usos aparentemente tan diversos. Atraen a las
poblaciones de sociedades económicamente subdesarrolladas y ex- coloniales, muchas de las cuales
apenas saben leer. Y atraen también a la mayoría de la juventud instruida en Estados Unidos, la
nación industrialmente más avanzada, que ha desafiado la preeminencia discursiva en pro de formas
de expresión más emotivas y no-verbales.
Es raro que, al correr de las modas referentes al cartel, un tipo de cartel desplace a otro. Más bien el
interés por un nuevo tema de cartel se agrega al interés ya existente hacia los otros. Así el público
va en aumento. Cada gran ciudad de América y la mayoría de las ciudades europeas tienen ahora
numerosos lugares donde pueden comprarse carteles. Las tiendas "hippies" son un buen abastecedor
en los Estados Unidos; su distintiva, aunque limitada, mezcla de artículos incluye —junto a los
carteles— papel para cigarrillos, pipas, pinzas para colillas, luces sicodélicas, bisutería con
símbolos de la paz, y "botones" con eslóganes satíricos, insolentes u obscenos. Ahora se venden
carteles en las trastiendas de las librerías de descuento y en algunas droguerías metropolitanas.
Tiendas como el "Posters Original Unlimited" de Nueva York sólo almacenan carteles para los
coleccionistas más serios o, al menos, más acomodados; los carteles vienen de todo el mundo. Sin
embargo, y pese a que sirven a la
misma función, recientemente las impresiones masivas de grandes ampliaciones fotográficas han
mermado un tanto el mercado del cartel. Estas fotografías tamaño cartel resultan todavía más
baratas, y por lo tanto se venden más ampliamente que la serie de carteles impresos y reproducidos
masivamente. Quizá la fotografía tamaño cartel es también de suyo más atractiva que un cartel, para
muchos de los jóvenes —miembros de una generación marcada por sus profundas experiencias de
estados síquicos no verbales, especialmente a través de la música y las drogas—, porque es una
imagen pura: directa y frontal. Los carteles fotográficos son más neutrales, más apagados
(simplemente por ser siempre en blanco y negro) que los carteles de color. Los carteles guardan aún
ciertas huellas residuales de su origen —que es el cuadro— y sus influencias del buen arte. En
cambio, la gran ampliación fotográfica de la gente famosa, que ahora está colgada de la pared y es
el cartel de moda, es tan neutral e impersonal como pueda serlo cualquier imagen (aunque la
imagen sea de una persona), y no denota el más mínimo estigma del arte.
No parece haber ningún riesgo de indigestión cultural en coleccionar carteles. Igual que en las
repletas y abigarradas colocaciones del espacio público para el que fueron originalmente diseñados
los carteles, en el casual espacio del coleccionista cada cartel nada tiene que ver con su vecino. La
impresión de un cartel de la Revolución Rusa, comprada en una librería Marboro, puede colocarse
junto al cartel anunciando la exposición de Magritte adquirido unos años antes en el Museo de Arte
Moderno. El uso de las fotografías tamaño cartel denota el mismo eclecticismo, el mismo desdén
hacia cualquier concepto de compatibilidad. Aquéllas son casi siempre fotografías de celebridades,
una categoría dentro de la cual encaja Huey Newton tan fácilmente como Greta Garbo. Los líderes
políticos radicales tienen el mismo estado que las estrellas cinematográficas. Aunque uno provenga
del mundo político y otro del mundo de la diversión, ambos son celebridades; ambos son hermosos.
Tal estándar, de popularidad o de fuerza seductora, por el que se seleccionan las fotografías para ser
reproducidas en tamaño cartel y vendidas, se refleja también en su uso. El cartel es un - icono; así
ocurre en Cuba, donde prácticamente cada casa y cada edificio tiene cuando menos un cartel del
Che. Pero dentro del estilo contemporáneo de coleccionar carteles (y fotografías tamaño cartel) —
casa uniforme a través del mundo capitalista—, los iconos representan muchas formas de
admiración. Ciertas yuxtaposiciones, como cuando Ho Chi Min aparece en el baño y Bogart en el
dormitorio, mientras que W. C. Fields cuelga junto a Marx sobre la mesa del comedor, producen
una especie de vértigo espiritual. Semejantes 'collages', espiritualmente asombrosos, denotan una
muy particular manera de ver el mundo, una manera ahora endémica entre la juventud burguesa de
América y de Europa Occidental que es en parte sentimentalismo, en parte ironía y en parte
despego.
Según eso, el coleccionar carteles tiene que ver con el turismo en un aspecto diferente del
mencionado. Puede describirse el turismo moderno como un medio de apropiarse simbólicamente
de otras culturas, que se realiza en corto tiempo y conducido en un estado de enajenación funcional
(o no-participación) respecto a la vida del país visitado. Los países son reducidos a lugares de
'interés' y estos lugares van poniéndose en la lista de los libros-guía y recibiendo una calificación. El
procedimiento permite al turista, una vez que ha puesto el pie en los lugares principales, sentir que
ha entablado contacto real con el país visitado. Este modo específicamente moderno (en realidad de
la Segunda posguerra) de viajar que es el masivo turismo moderno es algo bastante diferente del
viaje al extranjero tal como se entendía en los períodos iniciales de la cultura burguesa. A diferencia
del viaje en sus formas tradicionales, el turismo moderno ha hecho del viajar más bien algo así
como comprar. El viajero acumula países visitados como acumula bienes de consumo. El proceso
no implica compromiso alguno, y una experiencia jamás contradice o excluye o modifica de verdad
a la que se tuvo antes o se tendrá más tarde. Esta es exactamente la forma de la moderna avidez por
los carteles. Coleccionar carteles es una especie de turismo emocional y espiritual. El gusto de ello
excluye, o al menos contradice, un serio compromiso político. El coleccionar carteles es una manera
de antologizar el mundo, de tal modo que una emoción o lealtad tiende a cancelar la otra. Sucesos y
seres humanos representados en un cartel están miniaturizados o rebajados en un sentido más fuerte
que el literal: el gráfico. El deseo de miniaturizar sucesos y gentes, deseo entrañado en la boga
actual de coleccionar, por parte de la sociedad burguesa, es un deseo de rebajar el mundo mismo,
singularmente lo que en él hay de seductor o de perturbador.
En el caso de los carteles políticos radicales, tal miniaturización de los sucesos o personas
encarnados en la recolección de carteles representa una forma —sutil o no sutil— de co-opción. El
cartel, originalmente un medio de vender una comodidad, se ha vuelto a su vez en una comodidad.
El mismo proceso está teniendo lugar en la publicación de este libro, que implica una doble
reproducción (y miniaturización) de los carteles cubanos. Primeramente, se hace una antología de
los carteles cubanos disponibles. Luego, los que se han elegido son reproducidos en tamaño
reducido. Este grupo de carteles se transforma después en un medio nuevo, un libro, que se prologa,
se viste tipográficamente, se imprime, se distribuye y se vende. Este uso actual que se da a los
carteles cubanos está, así, cuando menos algunos pasos más allá de su uso originario, e implica una
tácita traición a tal uso. Porque, sean cuales fueren sus definitivos valores artísticos y políticos, los
carteles cubanos nacen de la situación genuina de un pueblo que sufre un profundo cambio
revolucionario. Quienes producen este libro, como la mayoría de la gente que lo comprará y leerá,
viven en sociedades contrarrevolucionarias, sociedades con instinto de arrancar cualquier objeto
fuera de contexto y de transformarlo en un objeto de consumo. Según eso, no sería totalmente justo
alabar a quienes han producido este libro. Especialmente los amigos extranjeros de Cuba, así como
quienes simplemente se inclinan hacia una mirada favorable para con la revolución cubana, no
deberían sentirse del todo cómodos al mirar a su través. Este mismo libro es un buen ejemplo de
cómo todas las cosas se vuelven comodidades en esta sociedad, en formas de espectáculo
(generalmente) miniaturizado y en objetos de consumo. No es posible, por ejemplo, mirar los
"contenidos" de este libro con simpatía, porque la idea de que son los carteles cubanos los que
forman el contenido de este libro es realmente una idea espuria. Por tanto que los que han hecho
este libro pueden querer pensar de él como presentar el arte del cartel cubano a un público más
amplio aún que antes; el hecho sigue siendo que los carteles cubanos reproducidos en este libro han
sido así convertidos en otra cosa de lo que son —o al menos de lo que quisieron ser. Han venido a
ser un artículo más en los sobreabundantes banquetes culturales de la acomodada sociedad
burguesa. Semejante festín ofusca eventualmente toda capacidad de un compromiso real, al mismo
tiempo que la burguesía de izquierda-liberal de tales países se arrulla pensando que eso es aprender
algo, que eso es tener sus amplios compromisos y simpatías.
No hay forma de escapar de la trampa, ya se sabe, mientras nosotros —con nuestros ilimitados
recursos para el derroche, para la destrucción y para la reproducción mecánica— estemos aquí y los
cubanos estén allá. No hay salida posible mientras nosotros seamos curiosos, mientras nosotros
permanezcamos intoxicados con bienes culturales, mientras nosotros vivamos dentro de nuestras
sensibilidades inquietas y negativas. La corrupción entrañada en este libro es sutil, muy poco
singular, y en la suma total quizá insignificante. Pero no deja de ser una corrupción real. Caveat
emptor. ¡Viva Fidel!
Susan Sontag
New York, Mayo de 1970
—Publicado en «El arte en la revolución: Cuba y Castro, 1959-1970» por Dugald Stermer. Estudio
Crítico de
Susan Sontag (pp. 5-22) McGraw-Hill, New York, 1970 - 141 páginas.