ROFFÉ, Reina

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REINA ROFFÉ (Ciudad de Buenos Aires, Argentina, 4 de Noviembre de 1951), novelista y narradora,

ensayista y articulista sobre temas de cultura y literatura en numerosos medios escritos de Argentina y
España, donde reside largas temporadas desde finales de la década de 1980, pues coordina los talleres
de lectura y escritura creativa del Centro Cultural Pablo Iglesias de Alcobendas (Madrid). Publicada en
Argentina, Chile, México, España y Estados Unidos; tiene obra traducida al inglés, italiano, francés y
alemán. Su debut literario con la novela Llamado al Puf (1973), obtuvo el Premio Bienal Pondal Ríos al
Mejor Libro de Autor Joven otorgado por la Fundación Odol de Buenos Aires en 1975; luego vendrían:
en 1986 el Premio Bienal Internacional de Novela Breve para obras en castellano otorgado por la Muni-
cipalidad de San Francisco (Córdoba) a su novela de “compromiso” político y feminista La rompiente,
editada simultáneamente en Argentina y México y objeto de varias tesis y estudios americanos y euro-
peos; y reconocimientos como una Beca Fulbright para escritores extranjeros, que obtuvo en 1981; o la
Beca Antorchas de Literatura que recibió de la bonaerense Fundación Antorchas en 1993.
Su segunda novela, Monte de Venus (1976), publicada poco antes de la instauración de la Dictadura
militar argentina, e inmediatamente prohibida y quitada de circulación, está considerada el «texto inau-
gural» de la literatura lésbica argentina: ambientada en 1973, relata las vivencias lésbicanas de una
joven estudiante de Secundaria del turno nocturno de un liceo femenino; además de hacerse eco de la
politización del momento, comienza con una frase tan fuertemente rupturista para la época: «Esa tarde
se había cortado todo el vello de su sexo».
La novela La rompiente (1987), comprometida con la causa del feminismo y denuncia del último autori-
tarismo político en que cayó su país, gira en torno a dos ejes: un viaje y una novela inconclusa; la pri -
mera persona es protagonista única, pero esa primera persona se vale de un interlocutor que la secun-
da a manera de narrador omnisciente, el cual investiga, interroga, fuerza las situaciones y se regocija
sacando a relucir el pasado, de suerte que parecería que ese “yo” mujer queda con frecuencia a merced
de los designios verbales de ese otro interlocutor-narrador que contempla y relata la historia desde el
exterior: es así como esa voz femenina que se configura como una “otredad” que la narra, constituye la
transposición estético-narrativa del problema de las dificultades con que se topa en el mundo la bús-
queda por las mujeres de su identidad femenina.
Su inicio como escritora se remonta a la adolescencia, cuando todavía cursaba estudios de Secundaria:
ya por entonces, además de sentirse atraída por la lectura, dedicaba sus ratos libres a practicar ejerci-
cios narrativos que se fueron convirtiendo en cuentos o relatos. Estudió Periodismo en el Instituto Su-
perior Mariano Moreno y Literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires: antes de finali-
zar sus estudios comenzó a realizar colaboraciones en diarios y revistas de la capital argentina, publi -
cando artículos y entrevistas a escritores en los diarios Clarín y La Opinión y en el semanario Siete días,
así como cuentos en revistas como La bella gente. Durante la primera mitad de la década de 1970 desa-
rrolló una intensa actividad: fue jefa de prensa en Editorial Planeta Argentina, prologó libros para Edi-
ciones Corregidor y desempeñó el cargo de Secretaria de Redacción de la revista de Letras y Artes Lati -
noamericana, donde apareció por primera vez la compilación testimonial que realizó sobre la vida y la
obra del escritor mexicano Juan Rulfo, la cual publicaría más adelante en forma de libro con el título
Juan Rulfo, Autobiografía armada (1973).
Tras obtener en 1981 la beca Fulbright para escritores extranjeros, vivió en Estados Unidos entre 1981 y
1984: durante el semestre que estuvo becada en el International Writing Program de la Universidad de
Iowa realizó lecturas, participó en paneles con otros escritores y dio charlas sobre literatura rioplaten-
se; después realizó diferentes proyectos para Ediciones del Norte de Nuevo Hampshire, incluidos los
reportajes en video dedicados a Jorge Luis Borges y Manuel Puig, que forman parte de una serie de
diálogos con escritores latinoamericanos recogidos finalmente en el libro Espejo de Escritores (1984).
A finales de ese último año, restaurada la democracia en la Argentina, regresó: ingresó en la redacción
de La Razón para trabajar en el nuevo Suplemento Cultural de este diario, escribió artículos para el Su-
plemento de la mujer del diario Tiempo Argentino, publicó entrevistas y cuentos en la revista Crisis, y

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formó parte del comité asesor de la editorial Per Abbat, que de 1985 a 1987 dio a conocer a nuevos
narradores argentinos; simultáneamente coordinó los Talleres de Lectura y Escritura de la Biblioteca
Alfonsina Storni de la Municipalidad de Buenos Aires.
En 1987 su viaje a Europa, invitada por el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Católi-
ca de Eichstätt para participar en un congreso sobre la literatura argentina post-Dictadura, se extendió
a varias ciudades del Continente, llevándole de Múnich a Zúrich, Roma, Barcelona y Madrid, ciudad esta
última donde le ofrecieron coordinar los Talleres de Producción Literaria auspiciados por la librería Bi-
blos, ofrecimiento que aceptó, trasladándose a vivir en España: en el transcurso de los primeros años,
coordinó talleres literarios y colaboró con artículos de actualidad en las revistas Marie Claire y Cambio
16, y con artículos sobre literatura en la revista Quimera, paralelamente ejerció de corresponsal en
Madrid de la revista argentina Puro cuento de 1988 a 1992 y publicó artículos en los suplementos de
cultura de los diarios bonaerenses Página 12 y Clarín. Desde 1997 ha sido una firma habitual en la revis-
ta oficial española Cuadernos Hispanoamericanos, y ha colaborado asimismo en otros medios, académi-
cos como Insula y Revista de Occidente y en diarios españoles como ABC, El Mundo y La Razón, además
de los diarios argentinos ya mencionados.

RELATOS: Tríptico (p.2). MINI/MICRO-RELATOS (p.6).

TRÍPTICO (en antología plural “DESPLAZAMIENTOS. Viajes, exilios y Dictadura”;


EDULP, edit. Univ. Nac. de La Plata, Provincia de Buenos Aires, 2015)

I. Arriba y abajo
Empequeñecidas, doña Inés y sus dos hijas adolescentes colocaban sobre una mesa ramilletes de
flores que ellas mismas habían preparado abasteciéndose de las glicinas y nomeolvides que cre-
cían en el patio de la pensión. Había velas nuevas, cirios aún no encendidos. Hacia el fondo, en
la zona oscura de la pieza, se adivinaba un altar, imágenes: la Virgen de Luján, ¡cuándo no! y el
retrato de la Señora.
Duelo en la casa de abajo, exaltación de fiesta en la de arriba. Arriba, se descorchaban botellas
para festejar el fallecimiento de la Señora, pero discretamente, con cierto sigilo por el miedo de
provocar chivatazos, la ira o la venganza, por ejemplo, de doña Inés, que adoraba a esa chirusa,
a esa mierdita que empezaban a llamar –ya era, y sería para siempre, más que abanderada o be-
nefactora o jefa espiritual o patrona o mártir o santa–, la más grande.
Habían descorchado botellas en casa de su abuela. Los hombres, vestidos de etiqueta, ironizaban
acerca de lo mal que acababan las minas baratas venidas a más. Las mujeres, con sus vestidos
de organza, simulaban una sonrisa, fingían celebrar la crueldad de los sarcasmos. Un temor la -
tente de padecer la enfermedad que había consumido en poco tiempo a la Primera Dama, creaba
una barrera natural en ellas, ponía tope al odio.
Es un recuerdo falso, una escena que alguien le contó a Davina, que ella misma fue armando
con otros recuerdos suyos y memorias ajenas. Cuando esto sucedió, si sucedió así, ella todavía
no había nacido, estaba en el vientre de su madre. Los trajes de etiqueta y vestidos vaporosos de
organza pertenecen a las fotos de una boda, la del tío Mario, en la que toda la familia se vio obli-
gada a ser elegante.
Que celebraron la muerte de Evita, de eso se ufanaron durante muchos años. Pero su padre, que
detestaba a la Señora, debió llevar luto, brazalete o lazo negro en la solapa para que en su local
los otros tenderos no lo miraran mal o lo denunciaran.

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Por entonces, las hijas de doña Inés serían apenas unas crías. Si las recuerda adolescentes es
debido a la imagen última que guardó de ellas. No dejó un solo día de espiarlas a través de los
cristales rotos del vitral, que tenía dos zonas de mira: una, por donde se veían los cuartos de los
pensionistas y la pieza grande de doña Inés y sus hijas; otra, por la que podía observar la cocina
y el patio, este con un espacio de tierra que fue, primero, gallinero y, después, jardín.
Todo revuelto y cambiante en la pensión de doña Inés, joven viuda, de buen ver, decían los tíos
con malicia. Por las mañanas, lavaba a mano sábanas, toallas, camisas de los huéspedes peregri-
nos que alojaba, todos hombres, todos de provincias, y las ponía a secar entre la higuera y la
parra; luego, limpiaba las cinco piezas alquiladas, el día se le iba fregando. Pero a veces, por la
noche, aceptaba alguna caricia en la cama ocasional que ella misma había tendido.
Lloraba mucho a solas, a escondidas, a la hora de la siesta, mientras planchaba, pero también
reía demasiado en las cenas, tenía el vino alegre, comentaban las tías.
Lloró sin llanto cuando la Señora pasó a la inmortalidad. Había tanto silencio abajo. Arriba, de
alguna manera, también.
Celebración callada, temerosa. La abuela, los tíos, su padre, todos ellos complacidos murmura-
ban, humedecían sus labios con vino espumante. Su madre, en cambio, bebía por el gusto de
beber, triste, olvidada por todos, incluso por ella que estaba en brazos de alguna de las tías, sen-
tada en el sillón de mimbre del pasillo. Su madre, como doña Inés, adoraba a la Señora, una ado-
ración visceral, sin fe, sin ideología, solo por identificación. Ella también había sido, era, se sen-
tía, la hacían sentir una mierdita.
Pero Davina no estaba en brazos de nadie, esa es una mentira, sino en las dulces tinieblas del
vientre materno. ¿Serían dulces o convulsionadas? Me temo que esto último.
En el sillón de mimbre se hallaba años después hasta que alguien, por precaución inútil, hizo
que una de las tías y ella entraran en la habitación más protegida de la casa, donde las balas no
podían penetrar. Se oía el tiroteo en la calle, el ruido metálico, rodante, de las pesadas cadenas
de los tanques del ejército avanzando hacia Plaza de Mayo. Davina oía, creía oír todavía la res-
piración fuerte de su abuela, algún comentario untado de victoria, mientras los semblantes iban
perdiendo su palidez, las puertas se abrían nuevamente, las noticias en la radio anunciaban el
triunfo de lo que se dio en llamar Revolución Libertadora.
Había caído Perón. La noticia alegró a la familia, a la mitad del país, regocijado porque la otra
mitad, la enfurecida, embravecida, feroz otra mitad no había salido a defenderlo. Rápidamente,
en apenas cuatro días, casi sin luchar, un general retirado había derrocado al General, que daba
la casualidad era todavía presidente electo.
¿Y los tanques pasaban cerca de su calle? ¿Se sentía el ruido de los tanques, la acechanza del
tiroteo, los disturbios? Es la fantasía de un recuerdo, espejo deformante, un recuerdo confuso
que, no obstante, le parece tan vívido, tan real y fresco como el vino espumante de las celebra -
ciones.
En el brindis de 1955, Davina ya era una presencia en la casa, digamos que una presencia chi-
quita. Por eso, no le resulta extraño guardar memoria de aquel momento, de esos años, incluso
de los días en que aún no existía: lo que marcará para siempre se intuye, se entiende por ósmo -
sis, abre una grieta y se queda, se afianza aun distorsionado, levanta montañas y también genera
su propio derrumbe.

II. Prohibido llorar

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La habitación es pequeña, sus paredes desconchadas. Ve capas de pintura de distintos colores.
Sinuosos mapas de yeso mugriento, úlceras oscuras que tachonan el muro que tiene enfrente.
Hay un cuadro con la imagen de una enfermera que pide silencio. Está colgado con alambre de
un clavo gordo y oxidado. Detiene su mirada en el cuadro y no se interna en la habitación. Su
madre la empuja suavemente hacia adentro.
—Dale un beso a la abuela —le dice.
La abuela se está muriendo de cáncer y yace en una menesterosa cama de hospital. Hay un olor
particular en la habitación, que no distingue, el de la anestesia que, por entonces, despedían los
cuerpos durante días. La habían operado y, no obstante, se estaba muriendo.
La abuela sonrió al verla. Tierna y, a la vez, dolorosamente dijo:
—Ah, es la pingüinita.
Sus abuelos maternos, cuando ella y su hermano iban de visita, los llamaban pingüinos. Ahí
vienen los pingüinos, exclamaban desde la puerta de calle no bien los veían llegar. Y eso parecía
ser una alegría. Los pingüinos debían de hacerles mucha gracia y ellos también. Guarda escasos
recuerdos de esos abuelos, ambos fallecieron cuando ella tenía unos nueve años.
La abuela apenas puede levantar un poco la cabeza. Le da un beso y sus labios chocan con el
hueso del pómulo. Una cara descarnada, amarilla y ese olor fuerte que impregna el cuarto se
mete en su nariz, le revuelve el estómago.
—¿Viste qué bien está la abuela ahora? —dice su madre, y añade—: Unos días más de reposo y
los médicos le darán el alta para que vuelva a su casa.
No se lo decía a ella, no era a ella a quien quería animar engañosamente.
Respira hondo, tiene náuseas, pero no quiere vomitar allí ni pedirle a sui madre que la lleve al
baño, porque está colocándole las almohadas a la abuela para que tenga una posición más cómo-
da en esa cama fea y triste. Al moverle las almohadas, la abuela se queja; su quejido es un pro-
fundo suspiro entrecortado, como si viniera del fondo del dolor y escapara a su voluntad.
Parece muerta en esa cama grande que ocupa casi toda la habitación, en ese cuarto asfixiante,
sin ventanas, en el que permanece de pie; no hay donde sentarse, nada donde poner el ojo, solo
el cuadro de la enfermera regañona y la pared descascarada y sucia. Respira hondo otra vez y
retuerce en el bolsillo del tapado, el abrigo azul y rojo de salir, el pañuelo que tiene un manchón
enorme de tinta seca, no sabe cómo ocurrió eso. Entonces, piensa que es domingo, domingo por
la tarde y todavía no hizo los deberes, la redacción que pidió la señorita, composición-tema-los
sentimientos. Ramón, su compañero del colegio, había dicho que los sentimientos eran cosas de
chicas, que él iba a escribir sobre el coraje.
Se agacha para levantarse las medias tres cuartos y su madre da un tremendo respingo, le dice
que no se le ocurra sentarse en el suelo ni tocar nada. Se incorpora rápidamente y deja una me -
dia más baja que la otra. De cualquier forma, no llegan a cubrirle las rodillas y lo que tiene hela -
das son las rodillas.
Su abuela la mira sin mirarla, tiene como una pátina en los ojos. Da la impresión de estar ya en
el otro mundo.
Piensa en la paloma muerta que un día encontró en la terraza; en el pollito que le regalaron en
Reyes y quedó tieso sin motivo alguno al día siguiente de estar tan vivo. También en las cucara-
chas que su hermano aplasta de un pisotón; en el perro que murió atropellado por un auto en la
esquina de su casa. Sus dueños lo lloraron, comentaba el barrio, con mucho sentimiento.

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Sabe lo que es la muerte. No ver más a los que quieres, perderlos para siempre, dicen las voces.
Ella pedía cada noche a Dios, que estaba en el techo de la habitación donde dormía, como si el
techo de la habitación fuera el cielo, con enorme fe y convicción, que nadie de todos a quienes
quería se murieran, que todos, pedía, y cada uno de los que formaban parte de su familia estu -
vieran sanos y salvos por siempre jamás. Hasta los doce años le suplicó a Dios. No rezaba, no
sabía hacerlo, solo le pedía a Dios cada noche, sin olvidarse, aunque la venciera el sueño, por la
salud y el bienestar de los suyos.
—Saludá a la abuela que ya nos vamos —dijo su mamá.
Y ella se acercó a darle otro beso en su cara flaca, amarilla y angulosa, pero no pudo. Empezó a
llorar en silencio, copiosamente, cosa de que se viera bien que eran lágrimas abundantes las que
expresaban su pena. Quería comunicarle lo mucho que la apenaría su muerte.
Su madre la sacó inmediatamente de la habitación. Si entró a empujones suaves, salió de allí a
empujones violentos.
—Cómo se te ocurre —dijo su mamá a gritos, histérica, cuando estuvieron fuera del hospital—
ponerte a llorar delante de la abuela.
No recuerda si la llamó tonta o algo peor. La miraba con desprecio, con rabia. Habían ido a con -
solar a la abuela, a tranquilizarla, no a refregarle en la cara su muerte inminente. Su madre, por
supuesto, no habló de muerte. Era ella quien oyó comentar en su casa que la abuela se moría.
Los mayores hablan delante de los chicos y los chicos registran, arman su cuadro. ¿El que se
muere no debe saber que se muere, hay que reír en vez de llorar?, dicen las voces con perpleji-
dad.
A partir de entonces, ya no fue trigo limpio para su madre. Había querido demostrarle sus bue-
nos sentimientos, su pena, y no resultó. Tal vez sea mejor esconder los sentimientos. Son cosas
de chicas, había dicho Ramón. Evidentemente, de chicas tontas. De chicas malas.
Ahora, cuando alguna lágrima asoma, respira hondo, la contiene, como si retuviera un vómito.

III. Lo que queda


¿A quién habían ido a visitar en aquel edificio con ascensor? Empezaba el verano. La madre
llevaba un vestido azul con vivos blancos, de media estación, que usó hasta lo indecible, le hacía
tan buena figura. El padre iba perfumado, olía a lavanda y a cigarrillo rubio. ¿También fumaba
Saratoga, como el tío David, o Chesterfield? Su padre siempre se dio a sí mismo lo mejor o lo
más caro, seguro que fumaba cigarrillos de importación, dice la voz. El hermano también entra
en escena con ese corte de pelo asesino que convertía sus orejas de infante en las de Dumbo; su
cara menuda, pálida, asustadiza. ¿De qué estaba asustado permanentemente? ¿De lo que ya ha-
bía y quedaba por revelar?
Al fin se marcharon de la casa visitada. Su hermano Rubén, su papá, su mamá, el tío David (en-
gominadísimo) y ella, que tendría unos cinco o seis años. De la puerta del ascensor colgaba un
cartelito.
Advertía, con las debidas disculpas por las incomodidades que se pudieran ocasionar, que el
ascensor estaba siendo reparado y, hasta que la obra no finalizara, solo admitía el peso de tres
personas. Tío David dijo que él bajaba por las escaleras. Ellos entraron en la cabina.
—Papi –dijo—, no podemos bajar todos, somos cuatro.
Su padre, mientras cerraba la puerta, la mandó callar. Ella insistió:
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—Uno, dos, tres, cuatro. Somos cuatro, papi.
—Es que vos no contás –le respondió él con un tono neutro en el que no se podía reconocer si
bromeaba o hablaba en serio, si era chiste o regaño—, vos no sos nada.
Cuando llegaron al hall, corrió a los brazos de tío David con los ojos anegados en lágrimas.
—¿Qué le pasa a mi gatita mimosa, por qué llora?
Más mal que bien, le contó.
—Lo que ocurre es que dos niños apenas suman el peso de un adulto —dijo el tío para consolar-
la—. Eran cuatro, pero el peso correspondía al de tres personas.
Más bien que mal, entendió, pero en ella se fue afianzando una tristeza que conspira.

MINI/MICRO-RELATOS: de “PLAN DE LECTURA: Reina Joffé”, Ministerio de Educación


de Argentina, Ciudad de Buenos Aires, 2009)

Despertar

Alguien me acariciaba. Entreabrí los ojos y, después de unos segundos, pude ver en la penumbra
del cuarto a mi madre sentada en el borde de la cama. “Hoy es tu primer día de clase”, me dijo.
Yo tenía seis años y la certeza de que algo importante iba a ocurrirme. Cuando salimos a la ca -
lle, creí otra vez estar flotando en el éxtasis del sueño. El barrio entero parecía haber huido o
estar oculto detrás de los vapores espesos descolgados del cielo que convertían la ciudad en una
lejanía. Los edificios existían solo en fragmentos o aristas; el resto permanecía cubierto por una
pátina entre blanca y grisácea que extremaba la sensación de melancolía. La ausencia de color y
de luz, la inestabilidad de todo lo corpóreo en las calles, producía vértigo, la extrañeza de andar
suspendida en la atmósfera. Cada esquina irrumpía y se manifestaba en tanto nuestros pasos
avanzaran, para perderse de inmediato, como se perdían las bocinas de los coches que intuía
deslizarse por las calzadas, ya que también los sonidos se habían apagado.
No sé cuánto anduvimos hacia un horizonte borroso, fugitivo. Quizás yo aún no tenía noción del
tiempo, pero tampoco importaba demasiado, se había disuelto en la nebulosa de aquella mañana.
Sin embargo, debió de ser una caminata de apenas veinte minutos, aunque para mí el día comen-
zó a desperezarse muy lentamente, hasta que, por fin, con la claridad todavía indecisa del sol, la
ciudad recobró su fisonomía. Fue la primera vez en mi vida que vi la niebla en Buenos Aires.

El paro

Era el Gobierno más eficaz de la historia. Había solucionado uno de los problemas endémicos
del país: el desempleo. Con un decreto, aumentó los festivos, favoreció los puentes, triplicó las
vacaciones anuales. Con otro, bajó el impuesto a los automotores y el precio de los vehículos.
Fomentó el turismo nacional y liberó la velocidad máxima permitida en autopistas, carreteras y
vías urbanas. La mortalidad por accidente creció tanto que la población quedó reducida a su
cuarta parte. Hoy, hay un superávit de ofertas de trabajo que no se pueden satisfacer.

La histeria del tiempo

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Un día como hoy es dádiva y alimento para los que siempre hablan, o peor, escriben del tiempo:
por la mañana, lluvia torrencial; al mediodía, muchas nubes en el cielo disipadas rápidamente
por un fuerte viento que todo se lleva por delante; quietud y sol radiante a primera hora de la
tarde; nuevas nubes al atardecer; aguanieve por la noche; tormenta eléctrica de madrugada. Un
día como hoy es fuente, y simiente, de todas las indecisiones.

Mujer en consulta
Se me va de los dedos la caricia sin causa,
se me va de los dedos... En el viento, al pasar,
la caricia que vaga sin destino ni objeto,
la caricia perdida ¿quién la recogerá?
ALFONSINA STORNI: La caricia perdida.

Tres veces al día, y no dos, me ocupo de aliviar mi enfermedad.


El oftalmólogo me había dicho: “Por la mañana y por la noche límpiese los ojos, párpado supe -
rior e inferior”. Antes de irme, le pregunté: ¿De dónde es usted?, ya que él no me preguntaba de
dónde era yo; “De Siria”, respondió con su acento árabe en la España ya babélica en la que vivi -
mos extranjeros de diferentes procedencias. Y me diagnosticó conjuntivitis crónica. Todo lo que
ahora tengo es crónico: gastritis crónica, conjuntivitis crónica... soy una clónica del dolor y la
enfermedad.
“La higiene ocular es muy importante. Cada día se limpia usted los párpados y pestañas para
quitar cualquier resto de legañas con toallitas especiales. Aquí le pongo el nombre”, y anotó. “O
bien”, dijo, “puede usar un gel que también es para lo mismo. Pongo todo en la receta. Hasta
aquí instrucciones sobre la higiene ocular externa. Para la interna, se echa en cada ojo solución
fisiológica. Esto que le digo, siempre. Y para evitar orzuelos se aplica, durante una semana, esta
pomada que le indico aquí“.
Él aprendió a decir “legaña”, le fue más fácil que a mí, precisamente porque su lengua nativa no
es el castellano; yo no me acostumbro. Espontáneamente me sale lagaña, como lo he dicho toda
mi vida en la Argentina de mi infancia.
Eso había dicho el oculista, con sus tropiezos y su acento voluptuoso como salido de las Mil y
una noches de amor: Para siempre, todos los días, varias veces al día, cuidar mucho la higiene
de los ojos. Palabras como maceradas en una bola de hierbas aromáticas, sonaban envolventes,
arrulladoras. Pero, inmediatamente, volvió a mis oídos esa fea palabra, crónica, que no se refe-
ría a un relato de sucesos ni de testimonios, sino a lo que me he ido convirtiendo: una mujer que
padece enfermedades de larga duración y las arrastra de década en década, un lastre crónico.
Ayer tenía arena en los ojos, muy rojo por dentro, una gran molestia y leía cualquier cosa. Cual-
quier cosa leo desde que tengo presbicia; “Para que entienda”, me había dicho otro oculista
como si yo no fuera capaz de entender, “lo que usted tiene es vista cansada”. Y problemas de
visión: de cerca, de media, de larga distancia. Ahora ya de todas las distancias. Al pasar por el
quiosco de periódicos, leí un titular: “Temporada de insectos aplastados en el paraíso”. Quedé
perpleja. Volví sobre mis pasos. Decía: “Témpora de insectos aplastados en el parabrisas”. Me
reí como una loca. Mamá también se reía sola, a veces. Tendría mi edad, quizás incluso algunos
años menos que yo ahora, cuando empezó a tener estas irregularidades o faltas. En nosotras,
todo se transforma en irregular y deriva en faltas o fallos. No le alcanzaban los brazos para ale-
jar la revista y siempre recurría a quien tuviera más a mano, con la finalidad de que le prestara el
servicio de sus ojos y le leyera la letra pequeña, fuese en los envases de productos alimenticios o
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en prospectos, esas cosas aberrantes para la vista cansada. A mí me fastidiaba verla abrir los
ojos, como si por abrirlos, pudiera ampliar su visión. Tantas cosas que critiqué en ella. Casi las
mismas criticables en mí ahora. No escupas al cielo, te caerá en la cara.
Tres veces, no dos, me limpio los ojos. Ya no siento la arena del desierto en ellos, y parece que,
por esta vez, el orzuelo no brotará. Y la caricia perdida, rodará... rodará... Pues mañana, señor
oculista sirio, esto habrá pasado un poco, nunca del todo porque es crónico, ya sabemos, y no
tendré que volver a su consulta. La caricia sazonada con hierbas aromáticas de sus palabras,
¿quién la recogerá?

Pasaje sin retorno

No bien llegó a la playa que tanto recomendaban, se echó a andar con los pies descalzos donde
la arena húmeda le permitía desplazarse sin esfuerzo. Le habían dicho que el lugar tenía mucho
encanto, lo cual no significaba nada. Sin embargo, reconoció que era encantador, especialmente
porque no había nadie en ninguna dirección y entre cielo y mar, y esto creaba una atmósfera
anómala, mágica, suscitando un sentimiento de extrañeza y, a la vez, de placidez, de soledad
dichosa.
Observó que no había ser vivo o muerto elevándose, tampoco llovían mariposas ni revoloteaban
gaviotas ni rebuznaban burritos pequeños, peludos y suaves, esos que parecían de algodón. Era
un alivio.
El agua estaba limpia de sirenas, algas y medusas. Sobre la playa, ningún castillo de arena ni
mensajes en botellas. El aire era, en esencia, puro, como si un filtro inteligente lo hubiese pre -
servado del olor de las resacas y también de las comidas elaboradas con recetarios exóticos, he-
rencia de alguna abuela de corazón grande que cultivaban en tierra y en mar mujeres y marine -
ros.
De oírse algo, sólo se oía el romper de las olas. Ecos, risas, llantos, griterío, discusiones viejas
de antiguos tertulianos era lo que el viento se llevó de allí.
Que se supiera, desde aquel rincón de la costa jamás se había visto naufragar un trasatlántico,
hundirse la barca de inmigrantes ilegales o que arribaran a él piratas o traficantes con alijo de
cocaína.
La historia había ignorado la existencia de este lugar o el mismo lugar se había opuesto a entrar
en ella resistiéndose a servir de escenario, ya sea de insignes batallas como de peleas entre espa-
dachines y malandras. Nada de héroes en sus páginas ni de reyes depuestos. Tampoco consigna-
ban desgracias personales o ecológicas. Ni una palabra sobre cuerpos de ahogados. Ninguna
crónica sobre animales contaminados o muertos por vertidos tóxicos en sus aguas. Ni una man-
cha de aceite ni un tiznón de petróleo de la orilla al horizonte. La naturaleza, además, le había
ahorrado tempestades y maremotos.
Las revistas de chismes no habían registrado hasta ahora la presencia de príncipes, magnates y
famosos bajo el sol discreto de esa playa. Ningún film había dado cuenta de su peculiar belleza
ni se rodaron jamás idilios de verano o escenas pasionales.
El lugar era como un libro en blanco. ¿Qué otra cosa podía ser ese sitio vacío de contenidos y
efluvios, despojado de personas, personajes y fantasmas, esa especie de isla de nada y de nadie?
Podía ser, y era, el paraíso.

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FIN

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