ABOUT, Edmond-La Nariz de Un Notario
ABOUT, Edmond-La Nariz de Un Notario
ABOUT, Edmond-La Nariz de Un Notario
París, 16 de Enero de 1885), fue un escritor, dramaturgo, miembro de la Academia Francesa, crítico
de arte y periodista anticlerical. Pese a que sus obras han quedado anticuadas, está considerado uno
de los clásicos franceses del siglo XIX.
About era hijo de un pequeño comerciante que murió dejando huérfanos a Edmond, que contaba con
sólo seis años, y sus seis hermanos. Sus primeros estudios los realizó en el seminario de Dieuze (del
que fue expulsado) y más tarde en el Liceo Carlomagno de París, donde demostró ser un alumno
brillante: ganó un premio de honor en un concurso de filosofía; como más adelante obtuvo el
segundo puesto en la competición anual para ser admitido en la Escuela Normal Superior francesa
(Hippolyte Taine consiguió la primera posición), en la que ingresa en 1848,el año en el que se
produjeron las Revoluciones de 1848. En 1851 fue nombrado miembro de la Escuela francesa de
Atenas, donde estudió arqueología y permaneció dos años. De regreso a Francia, se casa (tendría un
total de ocho hijos) y se dedica exclusivamente a la literatura y al periodismo.
Entre 1867-68 estuvo en Egipto. Asimismo realizó el viaje inaugural del tren de lujo Orient Express en
el año 1883 desde París hasta Estambul.
En el año 1871, crea el periódico Le XIX Siècle, del que será director, además de colaborar en
periódicos importantes como Le Constitucionel, L'Opinion Nationale, Le Soir o Le Figaro, donde
publicó su obra Lettres d'un bon jeune homme à sa cousine Madeleine (Letras de un joven buen
hombre a su prima Madeleine). Candidato a la Academia Francesa dos veces, murió antes de poder
pronunciarr su discurso de ingreso.
Tras descargar su fervor anticlerical y denunciar el poder temporal y la influencia de la Iglesia en el
Estado en su ensayo La question romaine (La cuestión romana), publicada en el año 1859, empezaría
a ser comparado con Voltaire. Si bien, , no siempre será tenido por polémico: su libro Le roman du
brave homme (La historia de un gran hombre, 1880) sería una obra recomendada para la juventud
durante la Tercera República. Positivista, anticlerical, liberal y, políticamente, defensor del Segundo
Imperio de Napoléon III primero y republicano después (varias de sus obras teatrales fueron
boicoteadas por los jóvenes republicanos, cuando él apoyaba el Imperio, pero, después de la caída de
éste, About se convierte en un republicano convencido, apoyando la política del primer presidente de
la Tercera República , Adolphe Thiers); lo mismo que pasó de ser un defensor de la unificación de
Alemania, en La Prusse (Prusia) de 1860, y al socaire de los enfrentamientos de su patria con los
alemanes en la Guerra Franco-prusiana, a defender la anexión de Alsacia en la obra del mismo
nombre que publica en 1872. Pero siempre se mantuvo positivista, progresista y anticlerical: estuvo
presente en todas las luchas a favor del liberalismo y su anticlericalismo se ve plasmado en su
austrofobia, por ser Austria el Estado organizador del tratado de Viena y adalid del clericalismo y la
iglesia católica.
Edmond creó situaciones imaginarias en las que seculariza la inmortalidad como desarrollo de la
humanidad a través del progreso científico, en libros que llegaron a ser tan populares como El
hombre de la oreja cortada (L'homme à l'oreille cassée). En varias de sus obras cultivó un enfoque
cómico e irónico, y siempre polémico y, aunque en un principio se ganó la reputación de ser un mal
dramaturgo (algunas de sus piezas de teatro no llegaron a representarse más de tres veces), años más
tarde escribiría obras - como Bodas de París (Les Mariages de Paris) - con las que obtendría un éxito
notable.
About, cómico, irónico, dramático; nunca dejó de ser un polemista. Llegó a recibir muy malas críticas
a causa de sus ataques a la corte imperial con las obras Guillery y Gaëtana. Incluso fue encarcelado un
corto período durante su viaje a Alsacia en 1870, por ultraje al emperador de Alemania. Además, se
atrevió a escribir una parodia de la célebre obra de Chateaubriand Itinéraire de Paris à Jerusalem, a la
que tituló De Pontoise à Stamboul.
En Le Roi des montagnes (El rey de las montañas) ridiculiza el mito romántico de pallikare, el héroe
guerrillero de la Guerra de independencia de Grecia. L'homme à l'oreille cassée narra las aventuras de
1
un coronel francés que fue congelado por un científico alemán y después de varios años vuelve a la
vida, creyéndose todavía en guerra y en el año en que fue congelado.
Es cierto que ha decaído en el gusto literario desde hace muchos años, pero está en el panteón de los
clásicos del XIX francés. Se considera Tolla (aunque fue tachada de plagio de la novela italiana Vittoria
Savorelli, traducida al francés) como su mejor novela. En los cuentos y novelas mezcló el humor con
elementos ético-sociales, destacando al respecto La nariz de un notario (1862) y la ya citada La
historia de un gran hombre.
La nariz de un notario
Índice
Maese Alfredo L'Ambert, antes de recibir el golpe fatal que le obligó a cambiar de narices, era,
sin duda alguna, el notario más notable de Francia. En la época aquella contaba treinta y dos
años; era de elevada estatura, y poseía unos ojos grandes y rasgados, una frente despejada y
olímpica, y su barba
y sus cabellos eran de un rubio admirable. Su nariz (la parte más prominente de su cuerpo), se
retorcía majestuosa en forma de pico de águila. Aunque alguno no me crea, su nítida corbata
blanca le sentaba a maravilla. ¿Era debido esto a que la usaba desde su más tierna infancia, o
porque se surtía de ellas en alguna tienda afamada? Yo opino que eran ambas razones a un
tiempo.
Una cosa es atarse en torno del cuello un pañuelo de bolsillo blanco, hecho una torcida, y otra
muy distinta formar, con arte y perfección, un espléndido nudo de inmaculada batista, cuyas
puntas iguales, almidonadas sin exceso, se dirigen simétricamente a derecha e izquierda. Una
corbata blanca elegida con acierto y anudada con esmero no es un adorno sin gracia; todas las
mujeres os dirán lo mismo que yo. Pero no basta anudársela con maestría y con primor; es
preciso, además, saberla llevar; esto es cuestión de práctica. ¿Por qué parecen los obreros tan
torpes y desmañados el día que se casan? Porque suelen colocarse para el acto de la boda una
corbata blanca sin previa preparación.
2
Se acostumbra uno en seguida a llevar los más exorbitantes tocados: una corona por ejemplo.
El soldado Bonaparte recogió una que el rey de Francia había dejado caer en la plaza de Luis
XV: colocósela él mismo, sin que nadie le hubiese dado lecciones, y Europa declaró que aquel
tocado no le sentaba muy mal. Animado por el éxito, no tardó en introducir la moda de las
coronas en el círculo de su familia y de sus íntimos. Todos los que le rodeaban se la
encasquetaron, o así lo pretendieron por lo menos. Pero este hombre extraordinario no pasó
nunca de ser un porta-corbatas mediocre. El vizconde de C***, autor de varios poemas en
prosa, había estudiado bien la diplomacia, o sea el arte de ponerse la corbata con fruto.
Asistió, en 1815, a la revista de nuestro último ejército, algunos días antes de la campaña de
Waterloo; y, ¿sabéis lo que más llamó su atención en aquella fiesta heroica en que se desbordó
el entusiasmo desesperado de un gran pueblo? Que la corbata de Napoleón no estaba bien
anudada.
Pocos hombres, en este terreno pacífico, hubieran podido medirse con maese Alfredo
L'Ambert. Se firmaba L'Ambert, y no Lambert, en virtud de un acuerdo del Consejo de
Estado. El señorito L'Ambert, sucesor de su padre, ejercía de notario por derecho de herencia.
Hacía más de dos siglos que esta ilustre familia se transmitía, de varón en varón, el estudio de
la calle de Verneuil con la más elevada clientela del faubourg Saint-Germain.
El cargo no había sido cotizado, toda vez que jamás había salido de la familia; pero, a juzgar
por los beneficios de los cinco últimos años, no era posible evaluarlo en menos de trescientos
mil escudos. Es decir, que producía un promedio anual de unas noventa mil libras. Desde
hacía más de dos siglos todos los primogénitos de la familia habían sabido llevar la corbata
blanca con tanta desenvoltura como llevan los cuervos sus mejores plumas negras, los
borrachos su amoratada nariz, o los poetas sus raídas vestimentas. Heredero legítimo de un
nombre y de una fortuna, el joven Alfredo había mamado en los pechos de su madre la
elegancia y distinción, al par que los buenos principios. Despreciaba tanto como se merecen
las innovaciones políticas introducidas en Francia a partir de la catástrofe de 1879. A su juicio,
la nación francesa componíase de tres clases: el clero, la nobleza y el estado llano. Opinión
respetable y compartida aún hoy por un reducido número de senadores. Se colocaba
modestamente a sí mismo en uno de los primeros puestos del estado llano, no sin sustentar
ciertas pretensiones secretas de formar con la nobleza. Sentía un profundo desprecio hacia el
grueso de la nación francesa, ese hacinamiento de obreros y campesinos que recibe el nombre
de pueblo, o de vil plebe. Procuraba rozarse con él lo menos posible, por respeto a su amable
persona, a quien cuidaba y quería con pasión. Sano, esbelto y vigoroso como un sollo de río,
estaba convencido de que aquella gentuza era una especie de morralla creada por la
Providencia expresamente para nutrir a los señores sollos [esturión].
Hombre, por lo demás, agradable, como todos los egoístas; estimado en el Palacio, en el
círculo, en la cámara de notarios, en las conferencias de San Vicente de Paúl y en la sala de
armas; buen tirador de punta y de contrapunta; excelente bebedor y amante generoso, mientras
tenía el corazón interesado; amigo fiel de los hombres de su rango; acreedor bondadoso,
mientras cobraba los intereses de su capital; delicado en sus gustos, atildado en el vestir,
limpio como un Luis de nuevo cuño, y asiduo concurrente los domingos a los oficios de Santo
Tomás de Aquino, y los lunes, miércoles y viernes a la Opera: hubiera sido el más perfecto
gentleman de su época, así en lo físico como en lo moral, a no ser por una deplorable miopía
que le condenaba a usar gafas. ¿Será necesario agregar que sus gafas eran de oro y las más
finas, ligeras y elegantes que salieron jamás de los talleres del célebre Mateo Luna, del muelle
de los Plateros?
No las llevaba siempre puestas, colocándoselas tan sólo en su despacho, o en casa de sus
clientes, cuando tenía que leer alguna escritura. No es necesario decir que los lunes, miércoles
y viernes, al entrar en el templo de la danza, tenía muy buen cuidado de desenmascarar sus
bellos ojos. Ningún cristal bicóncavo velaba en semejantes ocasiones, el brillo encantador de
3
sus pupilas. Es muy cierto que no veía gota, y que saludaba a veces a una figuranta tomándola
por una estrella; pero marchaba siempre con el aire resuelto de un Alejandro al entrar en
Babilonia. Por eso las muchachas del cuerpo de baile, que se complacen en poner remoquetes
a las personas, lo habían bautizado con el sobrenombre de Vencedor. Un turco muy grueso,
secretario de la embajada de su país, era conocido entre ellas por el mote de Tranquilo; un
consejero de Estado se llamaba Melancólico; un secretario general del ministerio de***, muy
vivo y bullidor, era conocido por M. Turlu, y por eso Elisita Champagne, conocida también
por Champagne II, recibió el nombre de Turlurette cuando salió de los corifeos para elevarse
al rango de sujeto.
El párrafo precedente va a dar mucho que pensar a mis lectores de provincias (si es que tengo
la suerte de que este relato traspase alguna vez las fortificaciones de París). Oyendo estoy
desde aquí las miles de preguntas que dirigen al autor mentalmente. «¿Qué se entiende por el
templo de la danza? ¿Y por cuerpo de baile? ¿Y por estrellas de la Opera? ¿Y por corifeos? ¿Y
por sujetos? ¿Y por figurantas? ¿Qué secretarios generales son esos que se codean con tales
gentes, a trueque de que les pongan remoquetes? Y, en fin, ¿por qué extraño azar un hombre
de posición y sólidos principios, como el señorito Alfredo L'Ambert, asistía tres veces por
semana al templo de la danza?»
¡Bah, queridos amigos! precisamente porque era un hombre de posición y de sólidos
principios. El templo de la danza era, en aquellos tiempos, un amplio salón cuadrado, rodeado
de viejas banquetas de terciopelo rojo, en el que se daban cita los hombres más distinguidos de
París. A él concurrían no solamente los banqueros, los secretarios generales y los consejeros
de Estado, sino hasta duques y príncipes, diputados y prefectos, y los senadores más
partidarios del poder temporal del Papa; sólo faltaban los prelados. Veíanse en él ministros
casados, y hasta los más casados de todos los ministros. Al decir que se veían no quiero
significar que los he visto yo mismo; desde luego comprenderéis que los pobres periodistas no
entraban en aquel lugar como en el molino. Un ministro tenía en sus manos las llaves de aquel
salón de las Hespéridos, y nadie podía penetrar en él sin la venia de Su Excelencia. ¡Por eso
tenían que ver las rivalidades, los celos y las intrigas! ¡Cuántos gabinetes han sido derribados
bajo los más diversos pretextos, pero, en el fondo, porque todos los hombres de Estado tenían
la pretensión de reinar en el templo de la danza! ¡No os imaginéis, sin embargo, que todos
estos personajes acudían a aquel lugar atraídos por el cebo de los placeres ilícitos! Su
intención se limitaba a fomentar un arte eminentemente aristocrático y político.
El transcurso de los años es posible que haya hecho cambiar todo esto, porque las aventuras
del señorito L'Ambert no datan de la semana pasada. No quiere decir esto, sin embargo, que se
remonten a ninguna época antediluviana; pero razones de alta conveniencia impídenme
precisar la fecha exacta en que este funcionario ministerial cambió su nariz aguileña por una
nariz recta. Por eso he dicho en aquellos tiempos, hablando de una manera vaga como los
fabulistas. Contentaos con saber que la acción tiene lugar en cierta época de los anales del
mundo, comprendida entre el incendio de Troya por los griegos y el del palacio de estío, de
Pekín, por el ejército inglés: dos memorables etapas de la civilización europea.
Un contemporáneo y cliente del señorito L'Ambert, el marqués de Ombremule, decía en el
Café Inglés cierta noche:
—Lo que nos distingue del común de los hombres es el fanatismo que sentimos por el baile.
La canalla se desvive por la música. Se cansa de aplaudir cuando escucha las óperas de
Rossini, de Donizetti y de Auber: diríase que un millón de notas, revueltas en sabrosa
ensalada, tiene un no sé qué que halaga los oídos de esas gentes. Llevan su ridiculez hasta el
extremo de cantar ellos mismos, con sus roncas y estridentes voces, y la policía les permite
que se reúnan en ciertos anfiteatros para destrozar algunas arias. ¡Buen provecho les haga! En
cuanto a mí, jamás me detengo a escuchar una ópera; me contento con mirarla; voy a ver la
parte plástica, que es la única que me divierte, y me marcho después. Mi respetable abuela me
4
ha contado que todas las damas encopetadas de su tiempo sólo iban a la Opera atraídas por el
baile, y no regateaban sus aplausos a los bailadores. Nosotros, a nuestra vez, protegemos a las
bailarinas: ¡maldito él que piense mal!
La duquesita de Biétry, joven, linda y olvidada, tuvo la debilidad de reprochar a su esposo los
hábitos que había aprendido en la Opera:
—¿No os da vergüenza de abandonarme en un palco, con todos vuestros amigos, para correr
no sé adónde?
—Señora—respondiole él—cuando se tienen fundadas esperanzas de lograr una embajada,
¿no es lo más natural que estudiemos la política?
—Convenido; pero creo que habrá en París mejores escuelas para ello.
—Ninguna. Aprended, querida mía, que la danza y la política son hermanas gemelas. El tratar
de agradar constantemente, el cortejar al público, y tener siempre el ojo fijo sobre el director
de orquesta, y refrenar su propio semblante, y cambiar a cada instante de traje y de color, y
saltar de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y volverse con rapidez, y caer
nuevamente de pie, y sonreír, en fin, con los ojos llenos de lágrimas, ¿no es, acaso, dicho en
pocas palabras, el programa del baile y la política?
La duquesa sonrió, perdonó y se echó un amante.
Los grandes señores, como el duque de Biétry, los hombres de Estado como el barón de F...,
los grandes millonarios como el diminuto señor St..., y los simples notarios como el héroe de
esta historia, codeábanse en el templo de la danza y entre los bastidores del teatro. Ante la
sencillez e ignorancia de estas ochenta ingenuas que componen el cuerpo de baile, son iguales
todos ellos. Se les conoce con el nombre de abonados, se les sonríe gratuitamente, se
cuchichea con ellos en los rincones, se aceptan sus confites, y hasta sus diamantes, como
galanterías sin consecuencias y que a nada comprometen a las que los reciben. La gente se
imagina sin razón que es la Opera un mercado de placeres y una escuela de libertinaje. Nada
de eso: se encuentran allí virtudes en mayor número que en ningún otro teatro de París. ¿Por
qué? porque la virtud es allí más apreciada que en ninguna otra parte.
¿No es cosa interesante el estudiar de cerca este pequeño pueblo de jóvenes, casi todas ellas de
humildísima procedencia, y a quienes el talento o la belleza pueden elevar en un momento a
las más encumbradas esferas del arte? Muchachitas de catorce a diez y seis años de edad, la
mayor parte de ellas alimentadas con pan seco y con manzanas verdes en una buhardilla de
obreros o en la garita de un portero, vienen al teatro con vestidos de tartán y con zapatos
viejos, y su primer cuidado es correr a mudarse de traje, sin que nadie pueda notarlo. Un
cuarto de hora después, bajan al templo de la danza esplendorosas, radiantes, cubiertas de
seda, de gasas y de flores, todo a costa del Estado, y más brillantes que los ángeles, las hadas y
las huríes de nuestros sueños. Los ministros y los príncipes les besan las manos y se manchan
sus irreprochables trajes negros con el albayalde que ellas llevan en los brazos. Se recitan a sus
oídos madrigales nuevos y viejos que sólo a veces comprenden. Algunas suelen tener talento
natural y da gusto hablar con ellas. Estas no duran allí mucho tiempo.
Un campanillazo indiscreto llama a las hadas al teatro; la muchedumbre de abonados las
acompaña la entrada del escenario, las retiene y entretiene detrás de los bastidores móviles.
Hay virtuoso de estos que desafía la caída las decoraciones, las manchas de petróleo los
quinqués y los más diversos miasmas por el placer de oír murmurar a una vocecita ronca estas
encantadoras palabras:
—¡Demonio! ¿Cómo me duelen los pies!
Levántase el telón y las ochenta reinas efímeras mariposean gozosas bajo las ardientes miradas
de un público entusiasmado. Cada una de ellas ve, o cree adivinar, dos, tres, diez adoradores
más o menos conocidos. ¡Cuánto disfrutan mientras permanece levantado el telón! Se
5
consideran hermosas, están ataviadas ricamente, ven todos los gemelos fijos en sus personas,
sienten la admiración que producen y no tienen que temer los silbidos ni la crítica.
Por fin suenan las doce de la noche y cambia la decoración como en los cuentos de hadas. La
Cenicienta sube con su hermana mayor, o con su madre, hacia las económicas cumbres de
Batignolles o de Montmartre. ¡La pobre cojea un poquito! El lodo inmundo salpica sus medias
grises. La excelente madre de familia que ha cifrado sus esperanzas todas en esta querida hija,
no cesa, durante el camino, de inculcarle sabias máximas de moderación y moral.
—Marcha siempre derecha por el camino de la vida, hija mía—le dice,—¡cuidado con
tropezar! Mas si el implacable destino te tiene deparada esa desgracia, ¡cuida mucho de caer
sobre un lecho de rosas!
No siempre son escuchados estos prudentes consejos. A veces el corazón puede más que la
cabeza, y se han visto bailarinas casadas con bailadores. Se dan casos de jóvenes, bellas como
la Venus Anadyomene, de renunciar a cien mil francos en joyas por unirse ante el altar con un
empleado de dos mil. Otras abandonan a la suerte el cuidado de su porvenir y labran la
desesperación de sus familias. Unas esperan a que llegue el 10 de abril para disponer de su
corazón, porque se han jurado a sí mismas a ser juiciosas hasta los diez y siete años. Otras
encuentran un protector de su gusto y no se atreven a confesárselo: temen la venganza de un
consejero refrendario que ha jurado matarla, y suicidarse en seguida, si ama a otro que no sea
él. Claro que lo ha dicho en broma, como podréis comprender; pero en este mundo especial se
toman las palabras en serio. ¡Qué supina ignorancia y sencillez es la de estas muchachas! Hay
quien ha oído disputar a dos jóvenes de diez y seis años sobre la nobleza de su origen y la
categoría social de sus respectivas familias.
—¡Miren la impertinente!—decía la mayor de ellas;—¡los aretes de su madre son de plata y
los de mi padre de oro!
Maese Alfredo L'Ambert, después de haber andado mariposeando mucho tiempo de la morena
a la rubia, había acabado por prendarse de una linda trigueña de ojos azules. La señorita
Victorina Tompain era honesta, como se es generalmente en la Opera, hasta que se deja de
serlo. Excelentemente educada, por otra parte, era incapaz de adoptar una resolución extrema
sin antes consultar a sus padres. De unos seis meses acá, se veía constantemente asediada muy
de cerca por el apuesto notario y por Ayvaz-Bey, el corpulento turco de veinticinco años de
edad, a quien hemos dicho que designaban con el remoquete de Tranquilo. Ambos le habían
espetado muy razonados discursos, en los que su porvenir jugaba papel importante. La
respetable señora Tompain había logrado, sin embargo, que su hija se conservase en un justo
medio, esperando que uno de los rivales se decidiese a plantear el asunto en forma de negocio.
El turco era un buen muchacho, honrado, decente y tímido. Esto no obstante, habló al fin, y
fue escuchado.
Todo el mundo tuvo noticia en seguida de este pequeño acontecimiento, excepto el señorito
L'Ambert, que había marchado al Poitou, con objeto de asistir al entierro de un tío suyo.
Cuando volvió a la Opera, la señorita Victorina Tompain poseía un brazalete de brillantes,
unas dormilonas de brillantes, y un corazón también de brillantes, pendiente de su cuello a
manera de araña de salón. Ya hemos dicho al principio que el notario era miope; así es que no
pudo ver nada de lo que debía haber notado en seguida, ni aun siquiera las sonrisas picarescas
con que fue acogido a su entrada. Anduvo dando vueltas de un lado para otro, charlando sin
cesar alegremente, y deslumbrando a todo el mundo, como siempre, con su proverbial
elegancia, esperando con impaciencia la terminación del baile y la salida de las jóvenes.
Habíanse cumplido sus cálculos: el porvenir de la señorita Victorina se hallaba asegurado,
gracias a su excelente tío de Poitiers, que había tenido la inmejorable idea de morirse en el
momento más oportuno.
6
Lo que se conoce en París con el nombre de pasaje de la Opera es una red de galerías más o
menos estrechas, más o menos alumbradas, de muy diversos niveles, que unen el bulevar, y las
calles Lepeletier, Drouot y Rossini. Un largo corredor, descubierto en su mayor parte, se
extiende, desde la calle Drouot a la calle Le Peletier, normalmente a las galerías del Barómetro
y del Reloj. En su parte más baja, a dos pasos de la calle Drouot, ábrese la puerta falsa del
teatro, la entrada nocturna de los artistas. Cada dos días, a eso de la media noche, una oleada
de trescientas o cuatrocientas personas pasa tumultuosa ante los ojos vivarachos del digno
papá Monge, conserje de este paraíso. Maquinistas, comparsas, figurantas, coristas, bailarines
y bailarinas, tenores y sopranos, autores, compositores, administradores y abonados salen
juntos a la calle en confuso torbellino. Los unos bajan hacia la calle Drouot, los otros suben la
escalera que conduce, por una galería descubierta, a la calle Le Peletier.
A mitad del pasaje descubierto, al extremo de la galería del Barómetro, Alfredo L'Ambert
esperaba fumando un cigarrillo. Diez pasos más allá, un hombrecillo redondo, con un fez
escarlata, aspiraba a intervalos iguales el humo de un cigarrillo de tabaco turco, del grueso de
un dedo. Alrededor de ellos, más de veinte pisaverdes, unos paseando nerviosos, otros, con
más calma, a pie firme, esperaban igualmente cada uno por su lado. Y los cantantes
atravesaban tarareando, y las sílfides, arrastrando un poco el pie, pasaban cojeando, y, de
minuto en minuto, una sombra femenina, negra, parda o marrón, deslizábase entre los escasos
mecheros de gas, desconocida para todos, excepto para los ojos del amor.
Las parejas se reconocen, se abordan y se marchan sin despedirse de los otros. Pero, ¿qué
ocurre? he aquí un ruido extraño y un tumulto inusitado. Dos sombras han pasado veloces, dos
hombres han corrido, dos fuegos de cigarro se han aproximado uno a otro; se han oído dos
voces exaltadas y el estruendo de una rápida querella. Los paseantes se han amontonado en un
punto; mas no han encontrado a nadie. Maese Alfredo L'Ambert se dirige, completamente
solo, hacia su carruaje, que le aguarda en el bulevar; y a la luz de un farol lee, encogiéndose de
hombros, esta tarjeta de visita, salpicada de sangre:
AYVAZ-BEY
SECRETARIO DE LA EMBAJADA OTOMANA
Calle de Granelle Saint-Germain, 100.
Escuchad lo que iba diciendo entre dientes el atildado notario de la calle de Verneuil:
—¡Maldita aventura! ¡Que me lleve el diablo si sospechaba siquiera que le hubiese dado
derechos a este animal de turco!... porque, ¡vaya si lo es!... Pero, ¿por qué no me habré puesto
las gafas?... Parece que le he pegado un puñetazo en la nariz... Sí, sin duda: su tarjeta está
manchada de sangre, y mi mano lo está también. Heme aquí frente a un turco por una
imperdonable torpeza; porque yo no tengo motivos para querer mal a ese pobre muchacho...
La chica, por otra parte, me es del todo indiferente... ¡Que se la quede en buen hora!
¡Degollarse dos personas decentes por la señorita Victorina Tompain!... El maldito puñetazo
es lo que no tiene arreglo...
Esto decía entre dientes, entre sus treinta y dos dientes más blancos y afilados que los de un
lobo. Ordenó a su cochero que se retirase a casa, y se dirigió, a paso lento, hacia el círculo de
los Caminos de Hierro. Allí encontró dos amigos y les refirió su aventura. El anciano marqués
de Villemaurin, antiguo capitán de la Guardia Real, y el joven Enrique Steimbourg, agente de
cambio, juzgaron unánimemente que el puñetazo lo echaba a perder todo.
7
II. LA CAZA DEL GATO
9
y traído a mal traer al Bearnés. Realista convencido y católico austero, era tan implacable en
sus odios como apasionado en sus afecciones. Su valor, su lealtad, su rectitud, y su
caballerosidad hasta cierto punto exagerada, causaban la admiración de la juventud
inconsciente de hoy. Nada le causaba risa, no le gustaban las bromas y le ofendían los chistes
por juzgarlos una falta de respeto. Era el menos tolerante, el menos amable y el más honrado
de todos los ancianos. Había acompañado a Escocia a Carlos X, después de las jornadas de
julio; pero se alejó de Holy-Rood, al cabo de quince días, escandalizado de ver que la corte de
Francia no tomaba muy en serio su desgracia. Solicitó la absoluta, y se cortó para siempre los
bigotes, que conservó en una especie de joyero, con la siguiente inscripción: Mis bigotes de la
Guardia Real. Sus subordinados todos, oficiales y soldados, sentían por él gran estima, pero
también gran terror. Referíase en secreto que este hombre inflexible había metido en el
calabozo a su hijo único, joven militar de veintidós años de edad, por un acto de
insubordinación. El muchacho, digno hijo de tal padre, negose resueltamente a ceder, cayó
enfermo y murió en el calabozo. Este nuevo Bruto lloró a su hijo, erigiole una tumba suntuosa,
y lo visitó con inconcebible regularidad diez veces por semana, sin olvidar este deber en
ninguna época ni edad; pero no se encorvó bajo el peso de sus remordimientos. Marchaba
derecho, erguido; ni la edad ni el dolor habían logrado doblar sus anchas y robustas espaldas.
Era un hombrecillo rechoncho, vigoroso, fiel a todos los ejercicios de su juventud, que tenía
más fe en el juego de pelota que en los médicos, para conservar imperturbable salud. A los
setenta años habíase casado, en segundas nupcias, con una joven noble y pobre, que le había
hecho padre dos veces, y no perdía la esperanza de verse abuelo bien pronto. El amor a la vida,
tan poderoso en los viejos de esta edad, sólo medianamente preocupábale, a pesar de ser
dichoso en la tierra. Había tenido su último lance de honor a los setenta y dos años, con un
bravo coronel de cinco pies y seis pulgadas de estatura, a consecuencia de una cuestión
política, según unos, y de celos conyugales, según otros. Cuando un hombre de su rango y su
carácter abrazaba la causa de M. L'Ambert, declarando que un duelo entre el notario y Ayvaz-
Bey sería inútil, comprometedor y ordinario, la paz parecía firmada de antemano.
Tal fue el parecer de M. Enrique Steimbourg, que no era ni lo bastante joven, ni lo
suficientemente curioso para desear a toda costa el espectáculo de un duelo; y los dos turcos,
hombres de buen sentido, aceptaron, de un modo provisional, la reparación que se les ofrecía,
pero pidieron que se les autorizara para ir a consultar con Ayvaz. Los otros dos, entretanto,
esperaron allí mismo que regresasen de la embajada. Eran las cuatro de la madrugada; pero el
marqués no quiso dormir, pues no se lo permitía su conciencia; estaba decidido a dejarlo todo
arreglado antes de meterse en la cama.
Empero el terrible Ayvaz, al escuchar las primeras palabras de conciliación de sus amigos,
sufrió un terrible acceso de cólera verdaderamente turca.
—¡Ni que estuviera yo loco!—exclamó, blandiendo el chibuquí de jazmín que le hiciera
compañía,—¿Pretenderéis persuadirme de que he sido yo quien con la nariz ha dado un golpe
en el puño a M. L'Ambert? Él fue quien me agredió, y la prueba es que se ofrece a presentarme
sus excusas. ¿Pero a qué tanto hablar? ¿no es suficiente prueba la sangre que he derramado?
¿Puedo acaso olvidar que Victorina y su madre han sido testigos de mi afrenta?... ¡Oh, amigos
míos! ¿no me queda otro remedio que morir, si no le corto hoy mismo la nariz a mi ofensor!
De mejor o peor grado, fue preciso reanudar las negociaciones sobre esta base algo ridícula.
Ahmed y el intérprete tenían el espíritu lo bastante razonable para vituperar a su amigo, pero
poseían también un corazón demasiado caballeresco para abandonarle en la mitad del camino.
Si el embajador, Hamza-Bajá, se hubiese encontrado en París, hubiera zanjado la cuestión sin
duda alguna, imponiendo su autoridad; pero, desgraciadamente, desempeñaba al mismo
tiempo las embajadas de Francia y de Inglaterra, y se hallaba entonces en Londres. Los
testigos del bueno de Ayvaz anduvieron yendo y viniendo, entre la calle de Granelle y la de
10
Verneuil, sin lograr que el asunto avanzase lo debido, hasta las siete de la mañana. A esta hora,
perdió L'Ambert la paciencia y les dijo a sus testigos:
—¡Ya me está cargando este turco! ¡No contento con haberme birlado a la Tompain, se
complace en hacerme pasar la noche en claro! ¡Pues bien, marchemos! Tal vez pudiera creer
que tengo miedo de cruzar con él mi acero. Pero marchemos de prisa, si os parece, y tratemos
de dejar zanjado el asunto esta misma mañana. Haré enganchar el carruaje en diez minutos, y
nos marcharemos a dos leguas de París. Aplicaré a mi turco el correctivo merecido, en menos
tiempo del que se tarda en contarlo, y antes que los periodicuchos que viven del escándalo se
den cuenta del lance, estaremos de vuelta en mi despacho.
Todavía trató el marqués de oponer una o dos objeciones; pero acabó por confesar que M.
L'Ambert se veía obligado a batirse. La insistencia de Ayvaz-Bey era de pésimo gusto, y
merecía una severa lección. Nadie dudaba de que el belicoso notario, conocido en todos los
salones de armas, era la persona elegida por el destino para enseñar a aquel osmanlí la cortesía
francesa.
—Amigo mío—decía el anciano Villemaurin a su cliente, dándole palmaditas sobre el
hombro,—nuestra situación es excelente, toda vez que tenemos de nuestra parte el derecho.
¡El resto, Dios lo hará! El resultado no es dudoso: poseéis un corazón animoso, y una mano
firme y rápida. Acordaos tan sólo de que no debemos tirarnos nunca a fondo; porque el duelo
se ha hecho para corregir a los necios, mas no para destruirlos. Sólo los torpes matan a sus
adversarios so pretexto de enseñarles a vivir.
La elección de armas correspondía en buen derecho al excelente Ayvaz; pero el notario y sus
testigos pusieron mala cara al enterarse de que había escogido el sable.
—Es el arma predilecta de los militares—dijo el marqués,—o el arma de los burgueses que no
quieren batirse. Pero, en fin, ¡vaya, si os empeñáis, por el sable!
Los testigos de Ayvaz-Bey mostráronse conformes. Se trajeron dos sables del cuartel del
muelle de Orsay, y quedaron citados para las diez de la mañana en la pequeña aldea de
Parthenay, situada en el antiguo camino de Sceaux. Eran las ocho y media.
Todos los parisienses conocen este lindo grupo de doscientas casas cuyos habitantes son más
ricos, más limpios y más instruidos que la generalidad de los aldeanos. Cultivan la tierra como
jardineros, y no como campesinos, y los campos de su término parecen en primavera un
pequeño paraíso terrenal. Un prado de fresas floridas se extiende, cual manto argentado, entre
un prado de frambuesas y otro de grosellas. Por todas partes se huele el perfume penetrante de
la acacia, tan agradable al olfato de los porteros. París adquiere a peso de oro la cosecha de
Parthenay, y los bravos campesinos, a quienes veis caminar a paso lento, con una regadera en
cada mano, son casi todos pequeños capitalistas.
Comen carne dos veces al día, desprecian la gallina del puchero, y prefieren el pollo asado.
Pagan el sueldo de un instituidor y un médico comunal, construyen, sin necesidad de levantar
empréstitos, un ayuntamiento y una iglesia, y votan a mi espiritual amigo el doctor Veron, en
las elecciones municipales. Sus muchachas son preciosas, si no me es infiel la memoria. El
sabio arqueólogo Cubaudet, archivero de la subprefectura de Sceaux, asegura que Parthenay es
una colonia griega, y que su nombre se deriva de la palabra Parthemos, virgen o mujer joven
(expresiones sinónimas entre los pueblos cultos). Pero esta digresión nos aleja del bueno de
Ayvaz.
Llegó el primero al lugar de la cita, todavía encolerizado. ¡Con qué furor paseaba por la plaza
de la aldea, esperando al enemigo! Ocultaba bajo sus vestidos dos formidable yataganes, de
finísimas hojas de Damasco. ¿Qué digo de Damasco? Dos hojas japonesas, de esas que cortan
una barra de hierro con igual facilidad que si se tratase de un espárrago, con tal de que sean
manejadas por un brazo vigoroso. Ahmed-Bey y el fiel intérprete seguían a su amigo y le
11
daban los más sabios consejos: atacar con prudencia, descubrirse lo menos posible, comenzar
la partida con un salto, en fin, cuantas recomendaciones pueden hacerse a un novicio que se
presenta por primera vez en la liza, sin haber aprendido a tirar.
—Gracias por vuestros consejos—respondía el obstinado;—pero no necesito tantos requisitos
para cortarle las narices a un notario.
El objetivo de su venganza no tardó en aparecer entre dos cristales de gafas, a la puerta de un
carruaje. Pero M. L'Ambert no descendió, limitándose a saludar. El marqués echó pie a tierra,
y vino a decir a Ahmed-Bey:
—Conozco un sitio excelente, a veinte minutos de aquí; tened la amabilidad de subir
nuevamente al carruaje, con vuestros amigos, y seguirnos.
Tomaron los beligerantes un camino transversal, y descendieron a un kilómetro del caserío.
—Señores—dijo el marqués,—podemos ir a pie hasta aquel bosquecillo que allí veis. Los
cocheros pueden esperarnos aquí. Nos hemos olvidado de traer con nosotros un médico; pero
el lacayo, que he dejado en Parthenay, tiene encargo de traernos el de la localidad.
El cochero del turco era uno de esos merodeadores parisienses que circulan después de media
noche bajo un número de contrabando. Ayvaz lo había tomado a la puerta de la señorita
Tompain, y no lo había vuelto a dejar. El muy truhán sonrió maliciosamente cuando vio que le
mandaban detenerse en medio del campo, y que llevaban sables debajo de las mantas.
—¡Buena suerte, caballero!—le dijo al valiente Ayvaz.—Nada tenéis que temer, porque yo
doy la suerte a mis clientes. Aun no hace un año llevé en mi coche a uno que había muerto a
su adversario. Por cierto que me dio veinticinco francos de propina, ¡como os lo estoy
refiriendo!
—Yo te daré cincuenta—respondiole Ayvaz,—si quiere Dios que realice la venganza que
medito.
M. L'Ambert tiraba perfectamente, pero era demasiado conocido en las salas de esgrima de
París para haber tenido jamás ninguna ocasión de batirse. Por eso, en el verdadero terreno del
honor, era tan nuevo como Ayvaz: se comprende, por lo tanto, que aunque hubiese vencido en
diferentes asaltos a los maestros y prebostes de varios regimientos de caballería,
experimentase una sorda trepidación, que no era miedo, pero que producía efectos análogos a
éste. La conversación durante el camino había sido animada: había hecho gala ante sus amigos
de una alegría sincera, aunque un poco febril. Había encendido tres o cuatro cigarros, y
arrojándolos al poco de empezados. Cuando todos descendieron del coche, marchó él con paso
firme, demasiado firme tal vez. En el fondo de su alma sentía cierta aprensión completamente
viril, completamente francesa: desconfiaba de su sistema nervioso, y temía no parecer todo lo
valiente que era.
Parece que las facultades del alma se multiplican en los momentos críticos de la vida. Por eso
a M. L'Ambert, a pesar de hallarse preocupado en grado sumo con el pequeño drama en que
iba a representar tan importante papel, los objetos más insignificantes del mundo exterior, los
que hubieran pasado completamente inadvertidos para él en circunstancias ordinarias, atraían
y retenían su atención con un poder irresistible. A sus ojos, la naturaleza se hallaba iluminada
por una nueva luz, más clara, más transparente, más límpida, más cruda que la luz apagada del
sol. Su preocupación subrayaba, por decirlo así, todo lo que sus ojos veían. En una revuelta del
sendero, descubrió un gato que caminaba a paso lento por entre dos hileras de grosellas: uno
de esos gatos tan comunes en las aldeas, largo, flaco, de piel blanca llena de manchas rojizas;
uno de esos animales medio salvajes que a favor de los cuales hacen renuncia sus amos, con
una esplendidez nada común, de todos los ratones que atrapan. El que atrajo la atención de
L'Ambert había visto, sin duda, que la morada de su dueño no ofrecía ya bastante caza, y
buscaba en plena campiña un suplemento a su pitanza. Los ojos del señorito L'Ambert,
12
después de haber errado algún tiempo a la ventura, sintiéronse atraídos y como fascinados por
el gesto de aquel gato. Observolo atentamente, admiró la flexibilidad de sus músculos, el
vigoroso perfil de sus mandíbulas, y creyó hacer un descubrimiento trascendental, digno de un
naturalista, observando que el gato es un tigre en miniatura.
—¿Qué diablo miráis en ese punto?—preguntole el marqués, dándole, con cariño, una
palmada en el hombro.
Volvió el notario a la realidad de la vida, y respondió con el tono más desenvuelto del mundo:
—Ese estúpido animal me ha distraído. No podéis imaginaros, marqués, los estragos que estas
bestias ocasionan en la caza. Se comen más nidadas que perdigones tiramos nosotros. ¡Si
tuviese una escopeta!...
Y acompañando el gesto a la palabra, hizo ademán de echarse la escopeta a la cara, señalando
al animal con el dedo. El gato comprendió la intención, dio un salto atrás y fugose, para
reaparecer doscientos pasos más lejos, lavándose la cara, entre unas matas de colza, como si
aguardase a los parisienses.
—¿Te has propuesto seguirnos?—exclamó el notario repitiendo la amenaza. La prudentísima
bestia huyó de nuevo; pero reapareció a la entrada del claro del bosque donde iban a batirse.
M. L'Ambert, con la superstición del jugador que va a exponer una suma importante, quiso
ahuyentar aquella bestia maléfica, y le arrojó una piedra; mas, como errase el golpe, el gato
trepó a un árbol, y allí se estuvo quedo.
Entretanto, los testigos habían elegido el terreno y echado a suerte los puestos. El mejor tocó a
M. L'Ambert. La suerte quiso también que se empleasen sus armas, y no los yataganes
japoneses, que tal vez le hubiesen impuesto.
A Ayvaz todo le tenía sin cuidado: cualquier arma era buena para él. Contemplaba la nariz de
su enemigo como mira el pescador una trucha apetitosa suspendida del extremo de su caña.
Despojose vivamente de la ropa que no consideró indispensable, arrojó sobre la hierba su fez
rojo y su levita verde, y se arremangó hasta el codo las mangas de la camisa. Es de suponer
que los turcos más dormidos se despierten al tintineo de las armas. Aquel grueso muchachote,
cuya fisonomía no tenía nada de paternal, pareció transfigurarse. Su rostro se iluminó, sus ojos
lanzaron rayos. Tomó un sable de manos del marqués, retrocedió dos pasos, y entonó en
idioma turco una improvisación poética que su amigo Osmán-Bey tuvo la amabilidad de
anotar y traducirnos:
—Armado estoy para el combate; ¡Dios confunda al malvado que me ofende! La sangre se
lava con sangre. Me heriste con la mano, yo te heriré con el sable. Tu rostro mutilado hará reír
a las mujeres hermosas: Schelosser y Mercier, Thibert y Savile, te volverán la espalda con
desprecio. Perderás para siempre el perfume de las rosas de Izmir. ¡Que Mahoma me dé
fuerzas, que el valor no tengo que pedírselo a nadie! ¡Hurra! ¡que armado estoy para el
combate!
Dicho esto, lanzose sobre su adversario, atacándole en tercia o en cuarta, pues no entiendo una
palabra de estas andanzas, ni él, ni su adversario, ni los testigos tampoco. Pero una oleada de
sangre brotó de la punta del sable, unas gafas rodaron por el suelo, y el notario sintió aligerada
su cabeza del peso de su nariz. Quedábale aún de ella una parte para muestra, mas, tan
insignificante, que no merece la pena de que la mencionemos siquiera.
M. L'Ambert se dejó caer de espaldas, y se levantó otra vez en seguida para echar a correr, con
la cabeza agachada, como un ciego o como un loco. En aquel preciso momento, un cuerpo
opaco cayó desde lo alto de una encina. Un minuto después, presentose un hombrecillo enteco,
con el sombrero en la mano, seguido de un lacayo de gran librea. Era M. Triquet, médico
municipal de Parthenay.
13
—¡Bien venido seáis, digno señor Triquet! Un ilustre notario de París precisa vuestros
servicios con urgencia. Colocaos nuevamente vuestro grasiento sombrero sobre vuestro cráneo
pelado, enjugaos las gotas de sudor que brillan sobre vuestros rojos carrillos, como el rocío
sobre dos peonías en flor, y haceos quitar cuanto antes las manchas relucientes de vuestro
respetable traje negro!
Pero el buen hombre estaba demasiado emocionado para entrar en funciones sin demora.
Hablaba a tontas y a locas, con voz temblorosa y jadeante.
—¡Bondad divina!...—decía.—Dios os guarde, señores; reconózcanme como un nuevo
servidor. ¿Acaso está permitido ponerse de esta manera? ¡Esto es una mutilación, demasiado
bien lo veo! Decididamente, ya es tarde para tratar de reconciliaros: el mal no tiene remedio,
ya está hecho. ¡Ah, señores, señores! ¡la juventud jamás dejará de ser joven! Yo también
estuve a punto de dejarme arrastrar por el criminal deseo de mutilar o destruir a un semejante.
Fue en 1820. ¿Y qué hice, señores míos? Pues darle toda clase de excusas. De excusas, sí, y
me jacto mucho de ello, y con tanto más motivo cuanto que toda la razón estaba de mi parte.
¿No habéis leído, por ventura, las admirables páginas de Rousseau contra el duelo? Son
verdaderamente irrefutables: un trozo admirable de crestomatía moral y literaria. Y observad
que Rousseau no dijo todavía en este asunto la última palabra. Si hubiese estudiado el cuerpo
humano, esta obra maestra de la creación, esta imagen admirable de Dios sobre la tierra,
habría demostrado, sin duda, que es gran pecado destruir un conjunto tan perfecto. Y no lo
digo, en verdad, por la persona que ha recibido el golpe. ¡Dios me libre de tal cosa! ¡Tendría,
sin duda, razones poderosas que respeto! ¡Pero si se supiese cuánto trabajo nos cuesta a los
pobrecitos médicos el curar la más insignificante herida! Cierto que de eso vivimos, y de las
enfermedades; pero, a pesar de todo, preferiría privarme de muchas cosas y no comer nada
más que una tajada de tocino y un trozo de pan moreno, a tener que ser testigo de los
sufrimientos del prójimo.
El marqués interrumpió sus clamores.
—Vaya, doctor—le dijo,—que la ocasión no es la más oportuna para filosofar. Este hombre se
desangra como un buey, y es preciso, ante todo, tratar de contener la hemorragia.
—Sí, señor—replicó vivamente el medicucho,—¡la hemorragia! esa es la verdadera palabra.
Felizmente, todo lo tengo previsto. He aquí un frasco de agua hemostática, preparada según la
fórmula de Brocchieri; yo la prefiero a la de Lechelle.
Y se dirigió, con el frasco en la mano, hacia M. L'Ambert, que se había sentado al pie de un
árbol y sangraba con tristeza.
—Caballero—le dijo entre profundas reverencias,—podéis creerme que lamento sinceramente
el no haber tenido el honor de conoceros con ocasión de un acontecimiento menos
desagradable que este.
Levantó melancólicamente la cabeza el señorito L'Ambert, y contestole con acento dolorido:
—Doctor, ¿perderé la nariz?
—No, señor, no la perderéis. ¡Válgame Dios, caballero! ¿cómo podríais perderla de nuevo, si
la habéis perdido ya?
Y mientras se expresaba de esta suerte, vertía el agua de Brocchieri sobre una compresa.
—¡Cielos!—exclamó de repente,—tengo una idea, caballero. Puedo responderos del órgano
tan útil como agradable que acabáis de perder.
—¡Hablad pronto, por favor! Mi fortuna será entera para vos. ¡Ah, doctor! antes que vivir
desfigurado de esta suerte, es preferible morir.
14
—Eso suele decirse... ¡pero vamos a ver! ¿dónde está el trozo de nariz que os han cortado? No
soy yo un cirujano de los vuelos de M. Velpeau, o de M. Huguier; pero trataré de hacer volver
las cosas a su primitivo estado.
El señorito L'Ambert levantose precipitadamente, y corrió al lugar de la lucha, seguido del
marqués y de M. Steimbourg. Los turcos, que se paseaban juntos y cariacontecidos, porque el
fuego de Ayvaz-Bey habíase extinguido en un segundo, aproximáronse también a sus antiguos
enemigos. Hallose sin trabajo el lugar donde los combatientes habían pisoteado la fresca y
naciente hierba; recuperáronse las gafas de oro, pero las narices del notario no hubo forma de
encontrarlas. En cambio, vieron un gato, el horrible gato blanco con manchas rojizas, que se
relamía con placer los labios ensangrentados.
—¡Maldición!—exclamó el marqués, señalando al animal.
Todo el mundo comprendió el gesto y la exclamación.
—¿Será tiempo todavía?—preguntó el notario.
—Tal vez—contestó el médico.
Y todos corrieron hacia el gato. Pero el astuto animal no estaba por dejarse cazar, y corrió a su
vez como alma que lleva el diablo a sus talones.
Jamás había visto el pequeño bosque de Parthenay, ni volverá a ver tampoco, una caza
semejante. Un marqués, un agente de cambio, tres diplomáticos, un médico de aldea, un
lacayo con gran librea y un notario sangrando en su pañuelo, lanzáronse a carrera abierta tras
un miserable gato. Corriendo, gritando, arrojándole piedras, ramas secas, y cuantos objetos
encontraban al alcance de sus manos, atravesaron los caminos y los claros, y se internaron,
bajando la cabeza, en los sitios más espesos del bosque. Ya agrupados, ya dispersos; unas
veces escalonados sobre una línea recta, y otras formando círculo alrededor de la bestia;
apaleando las malezas, sacudiendo los arbustos, trepando a los árboles, destrozándose el
calzado con las raíces y troncos, y dejándose jirones de ropa entre las ramas de los arbustos,
arrollábanlo todo como una tempestad; pero el gato endiablado corría más que el viento. En
dos ocasiones lograron encerrarlo en un círculo, y otras tantas logró escapar, forzando el cerco.
Un momento pareció como rendido de fatiga y de dolor, al caer de costado por querer saltar de
un árbol a otro, siguiendo el camino de las ardillas. El lacayo de M. L'Ambert lanzose veloz
sobre él, alcanzolo en pocos saltos y lo agarró por la cola. Pero el tigre en miniatura conquistó
su libertad mediante un terrible zarpazo, y escapó fuera del bosque.
Entonces comenzó la persecución a través de la llanura. Si largo era el camino que llevaban ya
recorrido, inmensa era la planicie que, en forma de tablero de ajedrez, se extendía delante de
los cazadores y de su codiciada presa.
El calor era sofocante; gruesos nubarrones negros se amontonaban por occidente; el sudor
corría copioso por todas las frentes; pero nada fue capaz de detener el furor de aquellos ocho
hombres.
M. L'Ambert, lleno todo de sangre, no cesaba de animar a sus compañeros con el gesto y con
la voz. Los que nunca han visto a un notario corriendo tras sus narices no podrán hacerse
cargo de su ardor. ¡Adiós frambuesas y fresas! Por dondequiera que pasaba el alud, quedaba la
cosecha apabullada, destruida, aniquilada; todo eran flores mustias, brotes rotos, ramas
tronchadas, tallos pisoteados. Sorprendidos los campesinos por la invasión de aquel azote
nunca visto, arrojaban las regaderas, llamaban a sus vecinos, reclamaban el auxilio de los
guardias rurales, exigían que les indemnizasen los daños y perjuicios, y lanzábanse en
persecución de los cazadores.
¡Victoria! ¡el gato ya está preso! Hase arrojado a un pozo. ¡Cubos! ¡cuerdas! ¡escalas! Todos
abrigan la esperanza, la casi seguridad de recuperar las narices del señorito L'Ambert intactas
o poco menos. Mas ¡ay! que este pozo no es un pozo como todos los demás. Es la boca de una
15
cantera abandonada cuyas galerías forman una vasta red de más de diez leguas, y se extienden
en todas direcciones, hallándose en comunicación con las catacumbas de París.
Se pagan sus honorarios a M. Triquet; se abonan a los campesinos las indemnizaciones que
exigen, y se emprende el regreso a Parthenay, bajo una lluvia torrencial.
Antes de subir al carruaje, Ayvaz-Bey, mojado como un pato, y ya recuperada la calma por
completo, vino a ofrecer su mano a M. L'Ambert.
—Caballero—le dijo,—lamento sinceramente que mi obstinación haya llevado las cosas hasta
este extremo. La Tompain no vale una gota siquiera de la sangre vertida por su culpa, y hoy
mismo rompo con ella, pues no podría verla sin pensar en la desgracia que ha causado. Sois
testigo de que he hecho cuanto me ha sido posible, como asimismo estos señores, por
devolveros lo perdido. Ahora, permitidme esperar que este accidente no sea del todo
irreparable. El médico de esta aldea nos ha recordado que existen en París cirujanos más
hábiles que él; creo haber oído decir que la cirugía moderna poseía secretos infalibles para
restaurar las partes del cuerpo humano mutiladas o perdidas. M. L'Ambert aceptó, con el
humor que pueda suponerse cualquiera, la mano que le tendía su rival, y se hizo conducir al
faubourg Saint-Germain en compañía de sus dos amigos.
El cochero de Ayvaz-Bey era un hombre dichoso si los hay. Aquel bribón empedernido fue
menos sensible a la propina de cincuenta francos que al placer de haber conducido a su cliente
a la victoria.
—¡En verdad que me agrada la manera que tenéis de arreglar a las personas!—le dijo al bueno
de Ayvaz.—Bueno es saber cómo las gastáis. Si alguna vez os piso un pie, me apresuraré a
pediros mil perdones en el acto. Ese pobre señor se verá negro si quiere tomar rapé. ¡Vamos,
vamos! si alguien vuelve alguna vez a sostener ante mí que los turcos son unos torpes, ya
sabré qué responderle. ¿No os dije que os daría buena suerte? Eso me sucede siempre.
Conozco, en cambio, un viejo que le ocurre lo contrario: da siempre la mala pata a sus
clientes. Ni por casualidad conduce una vez sola al terreno del honor a nadie que salga ileso...
¡Arre, pajarita! ¡vamos, que conduces a un héroe! ¡Hoy te envidiarían los caballos de los
césares de Roma!
Estas burlas crueles no lograron desarrugar el entrecejo de los turcos, y el cochero, en vista de
que sus palabras no hacían gracia, adoptó el prudente partido de callarse.
En otro carruaje infinitamente más elegante y mucho mejor entroncado, lamentábase el notario
en presencia de sus dos amigos.
—Todo concluyó para mí—les decía;—soy hombre muerto; no me queda otro recurso que
saltarme la tapa de los sesos. ¿Cómo presentarme de nuevo en sociedad, en la Opera, ni en
ningún otro teatro? ¿Queréis que comparezca ante el mundo con esta cara grotesca y
lamentable, que excitará en unos la risa y en otros la compasión?
—¡Bah!—respondiole el marqués,—la gente se acostumbra a todo. Y, en último caso, si el
mundo nos causa espanto, permanecemos en casa.
—¡Permanecer siempre en casa! ¡bonito porvenir! ¿Imagináis, por ventura, que han de venir
las mujeres a buscarme a domicilio, en el estado en que me encuentro?
—¡Os casaréis! He conocido a un teniente de coraceros que había perdido un brazo, una pierna
y un ojo. Cierto que no era el terror de los maridos, ni el ídolo de las mujeres; pero se casó con
16
una buena muchacha, ni fea ni bonita, que lo quiso con toda su alma, y lo hizo dichoso por
completo.
No debió de parecerle al notario demasiado consoladora semejante perspectiva, porque
exclamó con acento desesperado:
—¡Oh, las mujeres! ¡las mujeres! ¡las mujeres!
—¡Demontre!—exclamó el marqués,—¡qué importancia concedéis a las mujeres! ¡Ni que
ellas lo fuesen todo! Hay en el mundo otras cosas agradables. ¡Se dedica uno a mirar por su
salud, qué diablo! A encarrilar su alma, a cultivar su espíritu, a hacer bien a su prójimo, a
llenar los deberes de su estado. ¡No es preciso poseer una nariz prominente para ser buen
cristiano, buen padre de familia y buen notario!
—¡Notario!—replicó él con amargura poco disimulada,—¡notario! En efecto, eso aún lo soy.
Ayer era un hombre de mundo, un verdadero gentleman, y, hasta puedo decirlo prescindiendo
de falsas modestias, un caballero cuyo trato se disputaban todos. Hoy sólo soy un notario. ¿Y
quién sabe si lo seguiré siendo mañana? Una indiscreción del lacayo bastaría para divulgar
esta estúpida aventura. Con dos palabras que diga cualquier periódico, la justicia se verá
obligada a perseguir a mi adversario, y a sus testigos, y a vosotros mismos, señores. Y heme
entonces aquí conducido ante el tribunal correccional, y teniéndole que referir dónde, cuándo y
por qué he perseguido a la señorita Victorina Tompain. Suponed un escándalo semejante, y
decidme si el notario podrá sobrevivirle.
—Amigo mío—le dijo el marqués,—os asustáis de peligros imaginarios. Las gentes de nuestro
mundo, de este mundo a que vos pertenecéis también, poseen el derecho de rebanarse el cuello
impunemente. El ministerio público cierra los ojos cuando se trata de nuestras querellas, y no
hay justicia que valga. Comprendo que se metan un poco con los periodistas, los artistas y
otros seres de condición inferior cuando se permiten tirar de la espada: conviene recordar a
esas gentes que tienen puños para batirse, y que basta con creces esta arma para vengar la
clase de honor que poseen. Pero porque un caballero se conduzca y proceda como tal, la
justicia no tiene nada que decir, y nada dice. Yo he tenido unos quince o veinte lances desde
que dejé el servicio, y algunos, en verdad, bien desgraciados para mis adversarios; y, sin
embargo, ¿habéis leído mi nombre alguna vez en la Gaceta de los Tribunales?
M. Steimbourg hallábase menos ligado con M. L'Ambert que el marqués de Villemaurin; no
tenía, como éste, todos sus títulos de propiedad en el estudio de la calle de Varneuil desde
hacía cuatro o cinco generaciones. No conocía a aquellos dos caballeros más que del círculo y
de la partida de whist, y tal vez también por algunos corretajes que le habían hecho ganar. Pero
era un buen muchacho y hombre de bastante talento, e hizo, a su vez, algunos razonamientos
acertados al notario, para consolarle en su aflicción. A su entender, M. de Villemaurin ponía
las cosas peor de lo que ya estaban: existían otros recursos. Decir a M. L'Ambert que quedaría
desfigurado para toda su vida, era desesperar demasiado pronto de la ciencia.
—¿De qué nos serviría haber nacido en el siglo xix, si el menor accidente hubiera de ser, como
antaño, un mal irreparable? ¿Qué superioridad tendríamos entonces sobre los hombres de la
Edad de Oro? No blasfememos del nombre sacrosanto del progreso. La cirugía operatoria se
halla, gracias a Dios, más floreciente que nunca en la patria de Ambrosio Paré. El buen doctor
de Parthenay nos ha citado los nombres de ciertos ilustres maestros que descuellan por la
habilidad con que reparan con éxito las injurias que sufre el cuerpo humano. Ya estamos a las
puertas de París; enviaremos a preguntar a la farmacia más próxima, y en ella nos darán la
dirección de Velpeau o de Huguier; vuestro lacayo irá a buscar en seguida a cualquiera de
estas dos eminencias, y os lo traerá a vuestra casa. Tengo la seguridad de haber oído decir que
los cirujanos rehacen un labio, un párpado o una oreja: ¿es acaso más difícil restaurar una
nariz?
17
Por muy vaga que fuese esta esperanza, reanimó, sin embargo, al infeliz notario, que había
dejado de sangrar hacía ya media hora. La idea de volver a ser lo que era y de reanudar el
curso normal de su vida, prodújole una especie de delirio. ¡Qué verdad es que nadie sabe
apreciar la dicha de estar completo hasta que no la ha perdido!
—¡Ah, amigos míos!—exclamó frotándose las manos de esperanza,—mi fortuna pertenece al
hombre que me cure. Por grandes que sean los tormentos que me esperen, los sufriré gustoso
si me garantizan el éxito. ¡Ni el dolor ni los gastos me harán retroceder!
Animado de estos sentimientos llegó el notario a su casa de la calle de Verneuil, mientras
buscaba su lacayo la dirección de los cirujanos más célebres. El marqués y Steimbourg le
condujeron a su cuarto, y se despidieron de él, el uno para ir a tranquilizar a su mujer y a sus
hijas, que no le habían vuelto a ver desde la víspera, y el otro para correr a la Bolsa.
Solo consigo mismo, ante un espejo de Venecia que le mostraba sin piedad su nueva imagen,
cayó Alfredo L'Ambert en un abatimiento profundo. Aquel hombre fuerte, que no lloraba
jamás en el teatro por ser cosa propia de las gentes del pueblo; aquel gentleman de frente
bronceada, que había enterrado a sus padres con la impasibilidad más serena, lloró la
mutilación de su bella persona, y se bañó en lágrimas de egoísmo.
Su lacayo vino a arrancarle de su amargo dolor prometiéndole la visita de M. Bernier, cirujano
del Hospital, miembro de la Sociedad de Cirugía y de la Academia de Medicina, profesor de
clínica, etc., etc. El criado había ido a buscar al más próximo, y no anduvo desacertado,
porque M. Bernier, si bien no estaba a la altura de los Velpeau, los Manee y los Huguier,
ocupaba un lugar muy honroso inmediatamente después de ellos.
—¡Que venga!—exclamó M. L'Ambert.—¿Por qué no está aquí ya? ¿Creen, por ventura, que
me encuentro en situación de esperar?
Y se echó a llorar de nuevo. ¡Llorar en presencia de sus domésticos! ¿Es posible que un
sablazo modifique en tales términos las costumbres de un hombre? Seguramente era preciso
que el arma del buen Ayvaz, al cortar el canal nasal, hubiese conmovido el saco lagrimal y los
tubérculos mismos.
Enjugose el notario los ojos para leer un grueso volumen en 12º, que le habían traído con
urgencia de parte de M. Steimbourg. Era la Cirugía operatoria, de Ringuet, excelente manual
enriquecido con unos trescientos grabados. M. Steimbourg había comprado el libro, al
dirigirse a la Bolsa, y se lo enviaba a su cliente para tranquilizarle sin duda.
Pero el efecto que le produjo su lectura fue muy otro de lo que se había supuesto. Cuando
hubo hojeado el notario las primeras doscientas páginas, y visto desfilar ante sus ojos la serie
lamentable de ligaduras, amputaciones, resecciones y cauterizaciones, dejó caer el libro y se
echó en una butaca, apretando los ojos con horror. Mas esta precaución no evitole seguir
viendo pieles seccionadas, músculos separados por pinzas, miembros seccionados a grandes
tajos, huesos aserrados por manos de operadores invisibles. Los rostros de los operados que se
ven en los dibujos anatómicos, parecíanle tranquilos, resignados, insensibles al dolor, y
preguntábase si tal dosis de valor podía ser compatible con la naturaleza de las almas
humanas. Seguía viendo, sobre todo, al cirujano de la página 89, todo vestido de negro, con un
cuello de terciopelo en su levita. Este fantástico ser tiene la cabeza redonda y algo grande, la
frente despejada, y asierra con esmero y seriedad los dos huesos de una pierna viva.
—¡Monstruo!—exclamó, sin poder contenerse, M. L'Ambert.
Y en aquel mismo instante, vio entrar al monstruo en persona, y el criado anunció a M.
Bernier.
El notario retrocedió, reculando, hasta el rincón más oscuro de su cuarto, con los ojos
desmesuradamente abiertos, la mirada extraviada, y extendiendo hacia adelante los brazos,
18
como para rechazar a un enemigo. Castañeteando los dientes, murmuró con voz sofocada,
como en las novelas de Javier de Montepin:
—¡Él! ¡él! ¡él!
—Caballero—dijo el doctor,—siento haberos hecho aguardar, y os suplico que os calméis. Ya
conozco el accidente de que acabáis de ser víctima, y me atrevo a esperar que el mal tenga
remedio. Pero nada podremos hacer si tenéis miedo de mí.
La palabra miedo tiene siempre un sonido desagradable para los oídos franceses. M. L'Ambert
descargó con el pie un fuerte golpe sobre el suelo, avanzó decididamente hacia el doctor, y le
dijo con una risita demasiado nerviosa para ser natural.
—¡Vamos, doctor! tenéis, al parecer, ganas de broma. ¿Tengo cara, por ventura, de cobarde?
Si lo fuese, no me hubiera puesto en el trance esta mañana de que me descompletasen mi
pobre humanidad. Pero, mientras os estaba esperando, he hojeado un libro de cirugía, y
acababa en este momento de ver en él la figura de un cirujano que tiene cierto parecido con
vos, cuando, al entrar, me habéis hecho el efecto de un aparecido. Añadid a esta sorpresa las
emociones sufridas esta mañana, y quién sabe si acaso también algún movimiento febril, y me
perdonaréis lo que de raro hayáis notado en la acogida que os hice.
—¡En hora buena!—dijo M. Bernier, recogiendo el libro del suelo.—¡Ah! ¡leíais a Ringuet!
Es muy amigo mío. Recuerdo, efectivamente, que me hizo representar en un grabado, con
arreglo a un croquis de Leveillé. Pero sentaos, por favor.
Calmose un poco el notario y refirió al doctor los acontecimientos de la jornada, sin echar en
olvido el incidente del gato que, por decirlo así, habíale hecho perder por segunda vez su tan
llorada nariz.
—Es una gran desgracia—observó el cirujano,—pero es posible repararla en el término de un
mes. Supuesto que tenéis en vuestro poder el libro de Ringuet, poseeréis seguramente algunas
nociones de cirugía.
M. L'Ambert confesó que no había llegado aún a ese capítulo.
—Pues bien—replicó M. Bernier,—voy a condensároslo en cuatro palabras. La rinoplastia es
el arte de rehacer la nariz a los imprudentes que la han perdido.
—¿Pero es de veras, doctor?... ¿es posible ese milagro?... ¿Ha encontrado la cirugía la manera
de...?
—Ha encontrado tres sistemas nada menos. Descartemos el método francés, pues no lo
considero aplicable al caso vuestro. Si la pérdida de sustancia fuese menos considerable,
podría despegar los bordes de la herida, avivarlos, ponerlos en contacto y unirlos de primera
intención. Mas no hay que pensar en esto.
—De lo que me alegro infinito—contestole el notario.—No podéis imaginaros, doctor, hasta
qué punto la idea de heridas avivadas y de bordes suturados me descomponen los nervios.
¡Examinemos otros medios más suaves, yo os lo ruego!
—La cirugía raramente procede con dulzura; pero, en fin, os queda la elección entre el sistema
indio y el italiano. El primero consiste en cortar en la piel de vuestra frente una especie de
triángulo, con el vértice hacia abajo y la base hacia arriba, con el cual se fabrica la nueva nariz.
Se despega este trozo de piel en toda su extensión, salvo el vértice inferior que debe
permanecer adherido. Se le hace girar sobre este vértice, a fin de que me quede siempre hacia
fuera la epidermis, se le rebate hacia abajo y se cosen sus bordes a los de la herida. En otros
términos, puedo haceros otra nariz bastante presentable a expensas de vuestra frente. El éxito
de la operación es casi cierto; pero siempre conservaréis en la frente una extensa cicatriz.
19
—No quiero cicatrices, doctor; no las quiero a ningún precio. Os digo más, doctor (y
perdonadme esta debilidad), desearía que, a ser posible, no me hicieseis ninguna operación.
Acabo de sufrir una hace poco, de manos de ese turco condenado, y, para prueba, ya basta. Se
me hiela la sangre al recordar la sensación solamente. Tengo tanto valor como cualquier otro
hombre, mas tengo nervios también. La muerte no me asusta, pero el sufrimiento me aterra.
Matadme, si queréis, pero, ¡por Dios no me cortéis más nada!
—Caballero—replicole el doctor, con cierto dejo de ironía,—si tal prevención sentís contra las
operaciones, hubierais debido llamar a un médico homeópata en vez de hacer venir a un
cirujano.
—No os burléis de mí, doctor. No he sabido reprimirme ante la idea de la operación india. Los
indios son salvajes y tienen una cirugía digna de ellos. ¿No habéis hablado también de un
sistema italiano? No me agradan los italianos por su política. Son un pueblo ingrato, que ha
observado la conducta más negra con sus legítimos amos; pero, en materia de ciencia, no
siento ninguna prevención contra esos bribones.
—Muy bien—respondió el doctor,—optad, si os place, por el método italiano. Da a veces
resultados excelentes, pero exige una inmovilidad y paciencia de la que tal vez no seáis capaz.
—Si sólo se trata de inmovilidad y paciencia, os respondo en absoluto de mí.
—¿Sois capaz de permanecer, por espacio de treinta días, en una posición extremadamente
molesta?
—Sí.
—¿Con la nariz cosida al brazo derecho?
—Sí.
—En ese caso, os cortaré del brazo un trozo triangular de piel, de quince o diez y seis
centímetros de longitud, por diez u once de anchura...
—¿Que me cortaréis a mí ese trozo de piel?
—Sin duda.
—¡Pero eso es espantoso, doctor! ¡desollarme vivo! ¡sacarme el pellejo a tiras! ¡eso es
bárbaro, inhumano, propio de la Edad Media, digno sólo de Shiloock, el judío de Venecia!
—Lo de menos es la herida del brazo. Lo difícil es permanecer cosido a sí mismo por espacio
de treinta días.
—A mí sólo me horroriza el corte del escalpelo. Cuando se ha sentido ya el frío de la hoja de
acero al penetrar en la carne viva, se horripila uno al pensarlo. Una vez, y nada más, mi
querido doctor.
—Siendo así, caballero, no hay nada que aquí exija mi presencia: Os quedaréis sin nariz para
toda vuestra vida.
Esta especie de condena sumió al pobre notario en profunda consternación, que le hizo
recorrer la estancia a grandes pasos, mesándose los cabellos de su hermosa y rubia cabellera
como un loco.
—¡Mutilado!—exclamaba, llorando;—¡mutilado para siempre! ¡No hay remedio para mí! ¡Si
existiese alguna droga, algún tópico misterioso cuya virtud devolviera la nariz a los que la han
perdido, lo compraría a peso de oro! ¡Lo enviaría a buscar al fin del mundo! Hasta sería capaz
de fletar para ello un buque si no hubiera otro remedio. ¡Pero nada! ¿de qué me sirve ser rico?
¿de qué sirve que seáis un cirujano ilustre, si toda vuestra habilidad y todos mis sacrificios no
sirven absolutamente para nada? ¡Riqueza, ciencia! ¡he aquí dos palabras hueras!
20
Pero M. Bernier le respondía de vez en cuando, con imperturbable calma:
—Permitidme que os corte un trozo de piel del brazo, y os reconstruiré la nariz.
M. L'Ambert pareció decidirse un instante. Quitose la levita y arremangose la manga de la
camisa; pero cuando vio abierto el estuche del cirujano, y brillaron ante sus aterrados ojos las
hojas relumbrantes de treinta instrumentos de suplicio, palideció intensamente y se desplomó,
desmayado, sobre una butaca. Algunas gotas de agua con vinagre le devolvieron el
conocimiento, mas no la resolución.
—No pensemos más en esto—dijo recuperando la calma.—Nuestra generación posee toda
clase de valores, mas se arredra ante el dolor. Es culpa de nuestros padres que nos han criado
envueltos entre nubes de algodón en rama.
Pocos instantes después, aquel joven, que profesaba los más religiosos principios, púsose a
blasfemar de la Providencia.
—En realidad—exclamó,—el mundo es una gran trapisonda, ¡bendigamos por ello al Creador!
Con mis doscientos mil francos de renta, me quedaré para el resto de mi vida tan chato como
una calavera; en tanto que mi portero, que no tiene jamás en el bolsillo diez escudos, lucirá la
nariz de un Apolo de Beldevere. ¡La Suprema Sabiduría, que tantas cosas ha previsto, no
acertó a prever que un turco me cortaría la cabeza por saludar a la señorita Victorina Tompain!
Hay en Francia tres millones de pordioseros, todos los cuales juntos no valen medio franco, ¡y
no puedo yo comprar a peso de oro la nariz de cualquiera de esos miserables!... Y, después de
todo, ¿por qué?
Su rostro iluminose por un rayo de esperanza, y añadió, con tono más dulce:
—Mi anciano tío de Poitiers, en su última enfermedad, se hizo inyectar cien gramos de sangre
bretona en la vena cefálica mediana: un antiguo servidor prestose a suministrársela. Mi bella
tía Giromagny, cuando aún conservaba su belleza, hizo arrancar un incisivo a una de sus
doncellas más hermosas para reemplazar un diente que acababa de perder. Este expediente dio
un resultado magnífico, y no costó arriba de tres luises. Doctor, vos me habéis dicho que, a no
ser por la trastada de ese maldito gato, hubierais podido colocarme nuevamente la nariz en su
sitio, cosiéndomela con cuidado. ¿Me lo habéis dicho, o no?
—Sin duda, y os lo repito.
—Y si lograse comprar la nariz de algún pobre diablo, ¿podríais también colocármela en
reemplazo de la mía?
—Claro está que podría...
—¡Oh, magnífico!
—Pero no me prestaría a hacerlo, ni ninguno de mis colegas tampoco.
—¿Y por qué, queréis decirme?
—Porque mutilar a un hombre sano es un crimen, por muy estúpido que sea, o muy
hambriento que se halle el paciente para consentir en ello.
—A la verdad, doctor, que confundís mis nociones relativas a lo justo y a lo injusto. Yo me
hice reemplazar, cuando fui llamado a filas, mediante un centenar de luises, por una especie de
alsaciano, de pelo alazán tostado. A mi hombre (porque era bien mío) hubo de llevarle la
cabeza una bala de cañón, el 30 de abril de 1849. Y como dicha bala me estaba destinada a mí
por la suerte, puedo decir con verdad que el alsaciano en cuestión vendiome su cabeza y toda
su persona entera por un centenar de luises, o algo más. El Estado no sólo toleró, sino que
aprobó esta combinación; vos tampoco tendréis nada que objetar; es muy posible que vos
mismo hayáis comprado también al mismo precio un hombre entero, que se haya matado por
21
vos. ¡Y sois capaz de escandalizaros porque ofrezco doble precio, al primer bribón que se
presente, por sólo la punta de la nariz!
El doctor detúvose un momento a meditar una respuesta lógica. Pero, como no la encontrase,
dijo al señorito L'Ambert:
—Si bien no permite mi conciencia desfigurar a otro hombre en beneficio vuestro, creo que
podría, sin escrúpulo, cortar del brazo de cualquier perillán los pocos centímetros cuadrados de
piel que os hacen falta.
—¡Vaya, doctor! ¡tomadlos de dónde mejor os plazca, con tal de que reparéis este estúpido
accidente! Busquemos en seguida un hombre de buena voluntad, y ¡viva el método italiano!
—Os prevengo de nuevo, sin embargo, que tendréis que permanecer un mes entero en una
situación bien molesta.
—¡Qué me importan todas las molestias del mundo, si al cabo de ese mes puedo presentarme
de nuevo en el foyer de la Opera!
—Convenido. ¿Habéis pensado ya en alguien? ¿Acaso ese portero de quien ahora poco
hablabais...?
—¡Me parece muy bien! Será fácil comprarlo, con su mujer y sus hijos, por un centenar de
escudos. Cuando Barberau, su antecesor, se retiró no sé adónde, para vivir de sus rentas, un
cliente recomendome a este, que se estaba literalmente muriendo de hambre.
Llamó M. L'Ambert, y ordenó al ayuda de cámara, que se presentó al instante, que hiciera
subir a Singuet, el nuevo portero.
Acudió el hombre, y lanzó un grito de espanto al contemplar el rostro de su amo.
Era el verdadero tipo del pobre diablo parisiense, que es el más pobre de todos los diablos: un
hombrecillo de treinta y cinco años de edad, al cual todos le hubieran echado sesenta, a juzgar
por su aspecto flaco, amarillo y desmirriado.
M. Bernier examinolo atentamente y le mandó volver otra vez a la portería.
—La piel de este hombre—dijo—no sirve para nada. Acordaos que los jardineros toman las
varas, para efectuar sus injertos, de los árboles más sanos y rollizos. Elegidme a un mozo
fuerte y rebosando salud entre vuestra servidumbre; de sobra los tendréis.
—Sí, pero no será empresa fácil convencerlos. Mis criados son todos caballeros, que poseen
capitales y valores en cartera, y especulan al alza y a la baja, como todos los criados de casa
grande. No creo que haya ninguno entre ellos que quiera comprar con el precio de su sangre
un dinero que se gana tan fácilmente en la Bolsa.
—Pero tal vez halléis alguno que por abnegación y cariño...
—¿Abnegación y cariño entre estas gentes? ¡Creo que os burláis, doctor! Nuestros padres
tenían servidores abnegados: nosotros sólo poseemos unos grandísimos pillos que medran a
nuestra costa, y, en el fondo, tal vez salgamos ganando. Nuestros padres, que se veían amados
por estas gentes, creíanse obligados a pagarles en la misma moneda. Sufrían sus defectos,
asistíanlos en sus enfermedades, alimentábanlos en su vejez: esto era insoportable. Yo pago a
mis criados para que me sirvan bien, y, cuando no estoy satisfecho de ellos, los despido, sin
meterme a averiguar si es falta de voluntad, vejez o indisposición lo que motiva su mal
comportamiento.
—Entonces no encontraremos en vuestra casa el hombre que precisamos. ¿Tenéis alguno a la
vista?
—¿Yo? Ninguno. Pero es igual; el primer advenedizo, el mozo de cordel de la esquina, el
aguador que grita en este momento en la calle.
22
Sacó del bolsillo las gafas, levantó ligeramente la cortina, examinó, a través de aquéllas, la
calle de Beaune, y dijo al doctor:
—He ahí a un muchacho que no tiene mala cara. Tened la bondad de hacerle señas, porque yo
no me atrevo a mostrar a los transeúntes mi rostro.
M. Bernier abrió la ventana en el momento en que la víctima elegida gritaba a plenos
pulmones:
—¡Agua muy fresca!
—¡Muchacho!—gritole el doctor,—dejad vuestro tonel y subid por la calle de Verneuil, si
queréis ganar un buen puñado de luises.
Llamábase Romagné, por su padre. Sus padrinos le habían puesto, al bautizarle, Sebastián;
pero, como era natural de Frognac-les-Mauriac, departamento de Cantal, invocaba a su patrón
bajo el nombre de Chan Chebachtián. Todo hace presumir que había escrito su nombre con ch;
pero, afortunadamente, no sabía escribir. Este hijo de la Auvernia contaba veinticuatro o
veinticinco años de edad, y poseía la constitución de un verdadero Hércules: alto, grueso,
rechoncho, colorado; fuerte como un buey de labor, dulce y fácil de conducir como un
corderillo blanco. Imaginaos un hombre fabricado de la pasta mejor, al par que la más grosera.
Era el mayor de diez hijos, entre mujercitas y varones, que tragaban y bullían bajo el techo
paternal. Su padre poseía una cabaña, un pedazo de tierra, algunos castaños en el monte, media
docena de cerdos, y dos brazos para cavar el terreno. La madre hilaba cáñamo; los varones
ayudaban al padre; las mujercitas arreglaban la casa y se cuidaban las unas a las otras,
haciendo la mayor de niñera de la más pequeña, y así todas las otras, hasta terminar la escala.
El joven Sebastián jamás brilló por su inteligencia, ni por su memoria, ni por ningún don
intelectual; pero, en cambio, poseía un corazón excelente. Le habían enseñado algunos
capítulos del catecismo como se enseña a los mirlos a silbar cualquier tonadilla; pero siempre
profesó los sentimientos más cristianos. Jamás abusó de sus fuerzas contra las personas ni
contra los animales; evitaba las querellas y recibía con frecuencia coscorrones, sin devolverlos
jamás. Si el subprefecto de Mauriac hubiese querido conceder una medalla de plata, no
hubiera tenido más que escribir a París, porque Sebastián había salvado a muchas personas,
con grave exposición de su propia vida, y en especial a dos gendarmes que estaban a punto de
ahogarse, con sus caballos, en el torrente del Saumaise. Pero a todo el mundo le parecían sus
actos meritorios la cosa más natural, ya que los ejecutaba por instinto, y a nadie se le ocurría
concederle una recompensa, considerándolo casi como a un perro de Terranova.
A la edad de veinte años entró en quintas y obtuvo un número alto, gracias a una novena que
hizo, en unión de su familia. Después de esto, resolvió marcharse a París, siguiendo los usos y
costumbres de la Auvernia, para ahorrar algunos centenares de francos, y volver después a
ayudar a sus padres. Le dieron un traje de pana y veinte francos, que en Mauriac constituyen
una cantidad importante, y aprovechó la ocasión de marchar un camarada que conocía el
camino de la capital. Hizo el camino a pie, invirtiendo en él diez jornadas, y llegó fresco y
dispuesto a trabajar, con catorce francos y medio en el bolsillo, y los zapatos sin estrenar, en la
mano.
Dos días más tarde, rodaba un tonel por el faubourg de Saint-Germain, en compañía de otro
camarada que no podía ya subir las escaleras, porque se había relajado. En pago de sus
23
servicios, recibió alojamiento, cama, manutención y ropa limpia, a razón de una camisa cada
mes, sin contar el franco y medio semanal que le daba su patrón para sus gastos de soltero.
Con sus economías, compró, al cabo del año, un tonel de lance, y se estableció por su cuenta.
El éxito que obtuvo fue asombroso, y superior a cuanto pudo esperarse. Su ingenua cortesía,
su incansable amabilidad y su intachable honradez, captáronle la simpatía y protección de todo
el barrio. De dos mil escalones que solía subir al principio, llegó a siete mil gradualmente. Por
eso enviaba hasta sesenta francos mensuales a las buenas gentes de Frognac. La familia
bendecía su nombre y lo encomendaba a Dios con fervor, mañana y tarde, en sus plegarias; sus
hermanos menores tenían pantalones nuevos, y se pensaba nada menos que enviar a los dos
más pequeños a la escuela.
Su vida, sin embargo, a pesar de soplarle la fortuna, en nada había cambiado: acostábase al
lado de su tonel, en un mal bodegón, y renovaba la paja de su lecho sólo dos veces al mes. Su
traje de pana estaba más remendado que el vestido de un arlequín. La verdad es que en vestir
habría gastado bien poco, a no ser por los malditos zapatos que consumían cada mes un
kilogramo de clavos. En el comer era donde no escatimaba lo más mínimo. Adquiría, sin
regatear, diariamente cuatro libras de pan, y hasta, a veces, solía regalarse el estómago con un
trozo de queso o de cebolla, o con media docena de manzanas, compradas en el puente nuevo.
Los domingos y días festivos permitíase el lujo de comer sopa y carne, y el resto de la semana
se chupaba los dedos recordándolo. Pero era demasiado buen hijo y buen hermano para
permitirse jamás el despilfarro de tomar un vaso de vino. «El vino, el amor y el tabaco» eran
para él artículos fabulosos, que sólo conocía de oídas. Con mucha mayor razón ignoraba los
placeres del teatro, tan caros para los obreros de París. Nuestro hombre prefería acostarse a las
siete, sin que le costara un céntimo, a aplaudir a M. Dumaine por medio franco.
Tal era, en lo moral y en lo físico, el hombre a quien M. Bernier llamó, en la calle de Beaune,
para que cediese un buen trozo de su piel a M. L'Ambert.
Advertidos los criados, hiciéronle pasar en seguida.
Avanzó tímidamente, con el sombrero en la mano, levantando los pies cuanto podía, y no
atreviéndose a sentarlos sobre la alfombra. La tormenta de aquella mañana lo había salpicado
de lodo hasta las axilas.
—Si me llaman para que suministre agua a la casa—dijo saludando al doctor, y convirtiendo
en ches cuantas eses tenía que pronunciar,—le...
M. Bernier cortole la palabra.
—No, amigo mío; no se trata de nada relacionado con vuestro comercio.
—¿De qué se trata, pues?
—De otra cosa completamente distinta. Al señor le han cortado la nariz esta mañana.
—¡Ah, demontre! ¡pobre hombre! ¿Quién ha hecho esa villanía?
—Un turco; pero esto es lo de menos.
—¡Un salvaje! Sabía ya de referencia que los turcos eran salvajes; pero no creí que les dejasen
venir a París. Esperad un momento, que voy a avisar a un gendarme.
M. Bernier contuvo este alarde de celo del buen auvernés, y explicole, en pocas palabras, la
clase de servicio que se pretendía que prestase. Creyó, al principio, que se burlaban de él,
porque se puede ser un excelente aguador sin tener la más pequeña noción de rinoplastia.
Hízole comprender el doctor que se deseaba tenerle embargado durante un mes, y comprarle
unos ciento cincuenta centímetros cuadrados de su piel.
24
—La operación no es nada en sí—le dijo,—y os garantizo que os hará sufrir bien poco; pero
os advierto, en cambio, que tendréis que tener una paciencia enorme para permanecer un mes
inmóvil, con el brazo cosido a la nariz del señor.
—Paciencia no me falta—respondió nuestro hombre;—para algo soy auvernés. Pero para que
yo pase un mes en esta casa prestando a este señor un importante servicio, será necesario que
me abonen los jornales de esos días.
—Desde luego. ¿Cuánto exigís? Sebastián meditó unos instantes.
—En conciencia—dijo al fin,—ese trabajo bien vale cuatro francos diarios.
—No, amigo mío—respondiole el notario;—ese trabajo vale mil francos al mes, o sea, treinta
y tres francos diarios.
—No—replicó el doctor, con acento autoritario;—eso vale dos mil francos.
L'Ambert inclinó la cabeza, y no se atrevió a objetar.
Romagné pidió permiso para terminar aquel día su trabajo, dejar en el bodegón su tonel y
buscar quien le reemplazase durante el mes.
—Por otra parte—dijo,—no vale la pena de comenzar hoy mismo, para sólo medio día.
Demostráronle que el caso era urgente, y tomó, en vista de ello, sus medidas. Mandaron a
buscar a uno de sus amigos, el cual prometió reemplazarle por espacio de un mes.
—Tú me traerás el pan todas las noches—le dijo Romagné.
Pero se apresuraron a decirle que la precaución era inútil, pues le darían de comer en la casa.
—Eso dependerá de lo que me cueste—observó él.
—M. L'Ambert os dará de comer gratis.
—¡Gratis! eso ya es distinto. He aquí mi piel. Cortádmela cuanto antes.
Romagné soportó la operación como un valiente, sin pestañear siquiera.
—Esto es un placer—decía.—Me han contado de un auvernés de mi país que se hacía
petrificar en una fuente mediante un franco por hora. Prefiero dejarme cortar a pedazos. No es
tan molesto, y produce mucho más.
M. Bernier cosiole el brazo izquierdo al rostro del notario, y ambos hombres permanecieron,
por espacio de un mes, encadenados uno al otro. Los dos hermanos siameses que excitaron un
día la curiosidad de toda Europa no estaban tan indisolublemente unidos. Pero aquéllos eran
hermanos, acostumbrados a soportarse mutuamente desde la más tierna infancia, y habían
recibido la misma educación. Si uno hubiese sido aguador y el otro notario, tal vez no
hubiesen dado el espectáculo de una amistad tan fraternal.
Romagné jamás se quejaba de nada, por muy extraña que la nueva situación le pareciese.
Obedecía como un esclavo, o, por mejor decir, como un buen cristiano, todos los mandatos del
hombre que le comprara su piel. Se levantaba, se sentaba, se acostaba, se volvía hacia la
derecha o la izquierda, según el capricho de su señor. No obedece con tanta sumisión al Polo
Norte la aguja imantada, como Romagné a M. L'Ambert.
Esta heroica mansedumbre enterneció el corazón del notario, que, a decir verdad, nada tenía de
blando. Sintió por espacio de tres días una especie de gratitud por los buenos cuidados que le
prodigaba su víctima; mas no tardó en cobrarle antipatía y hasta horror.
Un hombre joven, activo y lleno de salud, no se acostumbra nunca, sin trabajo, a la
inmovilidad absoluta. ¿Qué no será cuando se trate de permanecer inmóvil al lado mismo de
un ser inferior, sucio y sin educación? Pero lo había querido así la suerte. Era preciso vivir sin
25
nariz o soportar al auvernés con todas sus consecuencias: comer con él, dormir con él, llenar al
lado suyo, y en la situación más incómoda, todas las funciones de la vida animal.
Era Romagné un digno y excelente joven; pero roncaba como un órgano. Adoraba a su familia
y amaba a su prójimo; pero jamás se había bañado en su vida por temor de malgastar el agua,
objeto de su comercio. Poseía los sentimientos más delicados del mundo; pero no sabía
imponerse los sacrificios más elementales que la civilización recomienda. ¡Pobre M.
L'Ambert! ¡y pobre Romagné asimismo! ¡qué noches y qué días! ¡qué lluvia de puntapiés!
Inútil es decir que Romagné los recibía sin quejarse, temeroso de que un falso movimiento
diese al traste con el experimento del doctor Bernier.
El notario recibía buen número de visitas. Vinieron a verle todos sus compañeros de aventuras,
que se burlaban del auvernés. Enseñáronle a fumar cigarrillos, y a beber vino y aguardiente. El
pobre diablo se entregaba a estos placeres con la ingenuidad de un piel roja. Lo
emborracharon, lo ahitaron de manjares, le hicieron descender todos los escalones que separan
al hombre de la bestia. Era preciso educarle nuevamente, y aquellos buenos señores
acometieron esta difícil tarea con placer mefistofélico. ¿No era, por ventura, una cosa divertida
y agradable la empresa de desmoralizar al auvernés?
Cierto día le preguntaron en qué pensaba emplear los cien luises de M. L'Ambert cuando
acabase de ganarlos.
—Los emplearé en papel del cinco por ciento, y me producirán cien francos de renta—
contestoles.
—¿Y después?—preguntole un emperejilado millonario de veinticinco años de edad.—¿Serás
más rico con eso? ¿serás más dichoso acaso? ¡Tendrás treinta céntimos de renta diaria! Si te
casas, lo cual es inevitable, pues eres de la madera de que se fabrican los imbéciles, tendrás
doce hijos al menos.
—¡Es posible!—replicó el auvernés, riendo de buena gana.
—Y, en virtud del Código civil, linda invención del Imperio, le dejarás a cada uno de ellos un
par de céntimos al día. En tanto que, con dos mil francos, puedes vivir un mes lo menos como
un rico, conocer los placeres de la vida y elevarte muy por encima de tus semejantes.
Romagné se defendía como un gato panza arriba contra estas tentativas de corrupción; pero
hubieron de descargar tantos golpes sobre su espeso cráneo, que acabaron por abrir en él un
pequeño orificio por donde penetraron las ideas falsas, y se fueron apoderando de su cerebro.
También acudieron las damas, de las cuales conocía L'Ambert muchísimas en todas las capas
sociales. Romagné presenció las escenas más diversas; escuchó numerosas protestas de amor y
fidelidad que carecían de verosimilitud. M. L'Ambert no sólo no se recataba de mentir como
un bellaco en su presencia, sino que, en ocasiones, se complacía, en la intimidad, en mostrarle
todas las falsedades que forman, por decirlo así, el cañamazo donde se borda la vida elegante.
¡Y el mundo de los negocios! Romagné creyó descubrirlo, como Cristóbal Colón, porque no
tenía de él noción alguna. Los clientes del notario no se recataban de él para tratar las mayores
enormidades: hablaban en su presencia como pudieran hacerlo delante de una docena de
ostras. Vio padres de familia que buscaban el modo de despojar a sus hijos en provecho de una
amante o de alguna obra piadosa; jóvenes que estudiaban la manera de robar la dote a su futura
esposa por medio de un contrato; prestamistas que exigen el diez por ciento sobre primeras
hipotecas y prestatarios que hipotecaban fincas imaginarias.
Carecía de talento y su inteligencia no era muy superior a la de cualquier perro de aguas; pero
su conciencia se le reveló.
—Vos no poseéis mi estima—le dijo un día al notario, creyendo hacerle un gran bien.
Y la repugnancia que L'Ambert sentía por él trocose en odio mortal.
26
En los últimos ocho días de su forzada intimidad sucediéronse las tempestades casi sin
interrupción.
Al fin adquirió Bernier la plena convicción de que el trozo de piel había arraigado en la cara
del notario, a pesar de los innumerables tirones que sufriera. Desunió a los dos enemigos, y
modeló una nariz a L'Ambert con el trozo de piel que había cesado ya de pertenecer al
auvernés. Y el acicalado millonario de la calle de Verneuil, arrojó dos billetes de a mil francos
al rostro de su esclavo, diciéndole:
—¡Toma, infame! El dinero es lo de menos; pero me has hecho gastar lo menos cien mil
escudos de paciencia. Vete ahora mismo de aquí; sal de mi casa para siempre, y haz de modo
que nunca jamás, en mi vida, vuelva a oír pronunciar tu nombre.
Romagné diole las gracias, con gesto no desprovisto de altivez, se bebió una botella de vino en
la cocina, tomó un par de copitas con Singuet, y marchó tambaleándose hacia su antiguo
domicilio.
V. GRANDEZA Y DECADENCIA
M. L'Ambert volvió a entrar en el mundo con éxito; casi podría decirse que con gloria. Sus
testigos le hicieron la más estricta justicia diciendo que se había batido como un león. Los
viejos notarios sentíanse rejuvenecidos por su valor.
—¡Ved ahí—decían,—lo que somos cuando se nos pone en ciertos trances! ¡Los notarios son
tan hombres como cualquier otro! La suerte de las armas hizo traición a maese L'Ambert; pero
supo adoptar al caer un bello gesto: ha sido un Waterloo. ¡Aunque digan lo que quieran, somos
gentes decididas!
De esta manera se expresaban el respetable maese Clopineau, y el digno maese Labrique, y el
untuoso maese Bontoux, y todos los nestores del notariado. Los jóvenes hablaban en parecidos
términos, con ciertas variantes inspiradas por los celos.
—No queremos renegar—decían,—de maese L'Ambert: ciertamente que nos honra, aun
cuando nos compromete un poco; pero cada uno de nosotros hubiera procedido con el mismo
valor, y quién sabe si con menos torpeza. Un funcionario público no debe dar estos
escándalos. No se debiera ir nunca al terreno del honor más que por causas confesables. Si yo
fuese padre de familia, preferiría confiar mis asuntos a un hombre prudente, y no a un héroe de
aventuras dudosas, etc., etc.
Pero la opinión del bello sexo, que es la que prevalece, habíase declarado en favor del héroe de
Parthenay. Tal vez no hubiera contado con tan rara unanimidad si se hubiese conocido el
episodio del gato; quizás también ese sexo tan encantador como injusto habría condenado a
L'Ambert si hubiese tenido la avilantez de reaparecer ante el mundo sin nariz. Pero todos los
testigos habían guardado la mayor discreción acerca del ridículo incidente del gato, y M.
L'Ambert, lejos de estar desfigurado, parecía haber ganado en el cambio.
Una baronesa observó que su fisonomía era más dulce desde que llevaba la nariz recta. Una
vieja canonesa, dechado de malicia, preguntó al príncipe de B... si no haría bien en buscarle
querella al turco. El aguileño príncipe gozaba de una reputación hiperbólica.
Alguno preguntará cómo las damas del gran mundo podían interesarse en peligros que no
habían sido corridos por ellas. Los hábitos de maese L'Ambert eran bien conocidos, y se sabía
que una gran parte de su corazón y de su tiempo los empleaba en la Opera. Pero el mundo
perdona fácilmente estas distracciones a los hombres que no se entregan a ellas por completo.
27
Representa el papel del fuego, y se contenta con lo poco que le dan. Se agradecía a M.
L'Ambert que no estuviese perdido más que a medias, cuando tantos, a su edad, están perdidos
del todo. No dejaba de frecuentar las casas honradas, conversaba con las viudas, bailaba con
las solteras y tocaba en ocasiones el piano de una manera aceptable; no hablaba, en fin, de
caballos a la moda. Estos méritos, bastante raros por cierto entre los jóvenes millonarios del
faubourg, le conciliaban la benevolencia de las damas. Una linda devota, la señora de L...,
habíale demostrado durante tres meses que los placeres más vivos no consisten en la
disipación y el escándalo.
No se crea por eso que había roto en absoluto con el cuerpo de baile; la severa lección recibida
no le había hecho concebir el menor horror hacia aquella hidra de cien encantadoras cabezas.
Una de sus primeras visitas fue para el templo donde brillaba la señorita Victorina Tompain.
¡Allí sí que se le tributó un recibimiento entusiasta! ¡Con qué amistosa curiosidad corrió todo
el mundo a su encuentro! ¡Qué dulcísimos dictados! ¡qué apretones de manos tan cordiales!
¡Cuántos labios hechiceros se alargaron hacia él, en forma de tentador hocico, para recibir un
beso amistoso, sin la menor consecuencia! El notario estaba radiante. Todos sus amigos de los
días pares, todos los altos dignatarios de la francmasonería del placer, le dieron la enhorabuena
por su curación milagrosa. Reinó durante todo un entreacto en aquel reino envidiable. Le
hicieron referir su aventura y explicar el tratamiento del doctor Bernier, admirando todos la
habilidad con que estaban dados los puntos de sutura, que apenas se distinguían.
—Imaginaos que ese excelente Bernier ha completado mi persona con la piel de un auvernés.
¡Y qué auvernés, Dios mío! ¡El más estúpido y sucio de la Auvernia! Nadie lo diría al ver el
trozo de piel que me ha vendido. ¡Qué horas tan desagradables me ha hecho pasar el muy
burro!... Los mozos de cordel que veis por las esquinas son petimetres al lado suyo. Pero,
gracias al cielo, ya me veo libre de él. El día en que le pagué sus servicios y lo puse de patitas
en la calle, se me quitó de encima un peso inmenso. Se llama Romagné, ¡bonito nombre!
Jamás lo pronunciéis en mi presencia. ¡Si queréis que viva largos años, no me habléis jamás de
Romagné!
La señorita Victorina Tompain no fue, por cierto, la última en cumplimentar al héroe. Ayvaz-
Bey la había abandonado indignamente, dejándole cuatro veces más dinero del que valía ella.
El magnánimo L'Ambert hubo de mostrarse con ella dulce y clemente.
—No os guardo rencor—le dijo,—ni a ese bravo turco tampoco. Sólo tengo un enemigo en el
mundo: un auvernés llamado Romagné.
Y pronunciaba su nombre con una entonación cómica que hizo gracia a todo el mundo. Creo
que aun hoy día la mayor parte de aquellas señoritas dicen: «Mi Romagné, cuando hablan de
su aguador.»
De esta suerte transcurrieron los tres meses de estío. La estación fue deliciosa y casi todas las
familias se ausentaron de París. La Opera viose invadida por provincianos y extranjeros. M.
L'Ambert frecuentola bastante menos que otras veces.
Casi todos los días, al sonar las seis de la tarde, despojábase de la gravedad del notario y partía
para Maisons-Lafitte, donde había alquilado un chalet, y adonde acudían a verle sus amigos y
hasta sus amiguitas. Jugaban en el jardín a toda clase de juegos campestres, y os garantizo que
el columpio nunca holgaba.
Uno de los más asiduos y animados concurrentes era el agente de cambios, M. Steimbourg. La
aventura de Parthenay habíale ligado a L'Ambert con lazos más estrechos. M. Steimbourg
pertenecía a una buena familia de israelitas convertidos; su cargo valía dos millones y poseía
una fortuna de medio millón, de suerte que ya se podía trabar amistad con él. Las amantes de
los dos amigos se llevaban bastante bien, lo cual equivale a decir que sólo se peleaban una vez
por semana. ¡Qué bello es contemplar cuatro corazones que laten al unísono! Los hombres
28
montaban a caballo, leían el Fígaro, o comentaban los chismes de la ciudad; las damas se
echaban mutuamente las cartas, con gracia sin igual: ¡una edad de oro en miniatura!
M. Steimbourg creyó un deber presentar a su amigo a su familia. Condújole a Bieville, donde
su padre se había hecho construir un chalet. M. L'Ambert fue recibido en él por un viejo muy
verde, una señora de cincuenta años, que no había abdicado aún, y dos jovencitas
extremadamente coquetas; y a primera vista advirtió que no entraba en una casa de fósiles. Por
el contrario: tratábase de una familia moderna y perfeccionada. Padre e hijo eran dos buenos
compañeros que se daban mutuas bromas acerca de sus calaveradas. Las muchachas habían
visto cuanto se representaba en el teatro, y leído cuanto se ha escrito. Pocas personas conocían
mejor que ellas la crónica elegante de París; les habían sido mostradas, en el teatro y en el
bosque de Boloña, las más celebradas bellezas de todas las clases sociales; las habían llevado a
presenciar las ventas de los mobiliarios más ricos, y disertaban de la manera más agradable
sobre las esmeraldas de la señorita X... y las perlas de la señorita Z... La mayor, la señorita
Irma Steimbourg, copiaba con verdadera pasión los trajes y sombreros de la señorita Fargueil;
la menor, había enviado a uno de sus amigos a casa de la señorita Figeac para que le pidiese la
dirección de su modista. Una y otra eran ricas y poseían buena dote. Irma le gustó más a
L'Ambert. El apuesto notario pensaba de vez en cuando que medio millón de dote y una mujer
que sabe llevar un traje no son cosas despreciables. Viéronse con frecuencia, casi una vez por
semana, hasta que llegaron las primeras heladas de noviembre.
Tras un otoño dulce y brillante, cayó como una teja el invierno. Es un hecho bastante conocido
en nuestros climas, pero la nariz de L'Ambert dio pruebas, en esta ocasión, de una sensibilidad
extraordinaria. Enrojeciose un poco al principio, después mucho; fuese hinchando por grados
hasta tornarse deforme. Después de una partida de caza alegrada por el viento Norte,
experimentó el notario intolerable comezón. Mirose en el espejo de un mesón, y desagradole
en extremo el color de su nariz. A decir verdad, parecía un sabañón mal colocado.
Consolose pensando que un buen fuego le devolvería su figura natural, y, en efecto, el calor se
la descongestionó y rebajó su color durante algunos momentos. Pero, al siguiente día, la
comezón presentose nuevamente, los tejidos se inflamaron mucho más, y apareciose de nuevo
la coloración rojiza, acompañada de ciertos tintes violáceos. Ocho días sin salir de su casa,
sentado delante del hogar, borraron tan fatales matices; pero reaparecieron, a pesar de las
pieles de zorra azul, a la primera salida.
Muerto de susto L'Ambert, envió a buscar en seguida al doctor Bernier. Este acudió a toda
prisa; diagnosticó una ligera inflamación y prescribió unas compresas de agua helada. Sin
embargo, la nariz no tuvo alivio, a pesar de la refrigeración, y el doctor no salía de su asombro
al ver la persistencia del mal.
—Tal vez tenga razón Dieffembach—dijo al notario,—al asegurar que la piel puede morir por
un exceso de sangre, y recomendar que se le apliquen sanguijuelas. ¡Ensayemos!
Aplicose a L'Ambert una sanguijuela en la punta de la nariz, y, cuando se desprendió, harta de
sangre, reemplazósela por otra, y así sucesivamente, dos días y dos noches. La hinchazón y la
coloración desaparecieron por algún tiempo; mas sus efectos no fueron de larga duración. Fue
preciso recurrir a otro expediente. Pidió M. Bernier veinticuatro horas para reflexionar, y se
tomó cuarenta y ocho.
Cuando volvió al hotel de M. L'Ambert, estaba preocupado y daba muestras de una timidez
excesiva, y tuvo que realizar sobre sí mismo un gran esfuerzo para decidirse a hablar.
—La medicina—dijo al fin,—no explica satisfactoriamente todos los fenómenos naturales, y
vengo a someteros una teoría que carece de todo fundamento científico. Mis colegas se
burlarían de mí si les dijese que un pedazo de piel arrancada del cuerpo de un hombre puede
permanecer sometida a la influencia de su primitivo poseedor. No cabe duda alguna de que es
vuestra propia sangre, puesta en circulación por vuestro corazón, bajo la acción del cerebro, la
29
que afluye a vuestra nariz; y, sin embargo, tentado estoy de creer que ese imbécil de auvernés
no es extraño a estos sucesos.
M. L'Ambert lanzó una exclamación de disgusto y de sorpresa. ¡Decir que un vil mercenario, a
quien había religiosamente pagado su servicio, podía ejercer una influencia oculta sobre la
nariz de un funcionario público, era una impertinencia!
—Es mucho peor aún—replicó el doctor,—es un absurdo. Y, sin embargo, os pido
autorización para buscar a Romagné. Tengo necesidad de verle hoy mismo, aunque no sea más
que para convencerme de mi error. ¿Habéis conservado sus señas?
—¡No lo permita Dios!
—Pues bien, yo trataré de averiguarlas. Tened paciencia, no salgáis para nada de vuestra
habitación, y suspended entre tanto toda medicación.
Buscó en vano durante quince días. Recurrió a la policía, que le tuvo despistado por espacio de
tres semanas. Un agente sutil y lleno de experiencia descubrió todos los Romagnés de París,
excepto el que se buscaba. Encontró un inválido, un tratante en pieles de conejo, un abogado,
un ladrón, un corredor del ramo de mercería, un gendarme y un millonario, todos de este
mismo apellido. M. L'Ambert se abrasaba de impaciencia al lado del hogar, y contemplaba con
desesperación su nariz color de escarlata. Por fin se dio con el domicilio del aguador, pero éste
ya no vivía en él. Los vecinos refirieron que había hecho fortuna y vendido su tonel para gozar
de la vida.
M. Bernier dio una terrible batida por las tabernas y demás lugares de placer, en tanto que su
enfermo permanecía sumido en la mayor melancolía.
El 2 de febrero, a las diez de la mañana, el atildado notario calentábase tristemente los pies y
contemplaba horrorizado aquella peonía florida en medio de su rostro, cuando un alegre
tumulto conmovió toda la casa. Abriéronse las puertas con estrépito, de los pechos de todos los
criados escapáronse gritos de alegría, y se vio aparecer al doctor, trayendo de la mano a
Romagné.
Era el verdadero Romagné; pero, ¡cuán cambiado estaba! Sucio, embrutecido, feo, con la
mirada apagada, el aliento mal oliente, apestando a vino y tabaco, rojo de la cabeza a los pies
como un cangrejo cocido, era el prototipo del erisipelatoso.
—¡Monstruo!—le dijo M. Bernier,—se te debería caer la cara de vergüenza. Has descendido a
un nivel más bajo que el de los brutos. Conservas todavía la cara del hombre, pero no su color.
¡En qué has empleado la fortunita que te proporcionamos? Te has revolcado en el cieno de
todos los vicios, y te he encontrado en las afueras de París, tirado como un cerdo en el suelo de
la taberna más inmunda.
El auvernés elevó hasta el doctor su mirada, y le dijo con su amable acento, embellecido con
este dejo propio del pueblo bajo parisiense:
—¡Y bien, qué! Que he empinado un poco el codo. ¿Es acaso una razón para decirme esa sarta
de necedades?
—¿A qué llamas necedades, majadero? Te reprocho tus torpezas. ¿Por qué no colocaste tu
dinero a interés en vez de bebértelo?
—¡Fue el señor quien me dijo que me divirtiese!
—¡Tunante!—exclamó el notario,—¿fui yo quien te aconsejó que te fueses a emborrachar
fuera de las fortificaciones, con aguardiente y vino tinto?
—Cada uno se divierte como puede... He estado con mis camaradas.
30
—¡Vaya unos camaradas!—dijo el médico, no pudiendo reprimir un movimiento de cólera.—
¿De manera, truhán, que llevo a cabo una cura maravillosa, que me llena de gloria y esparce
por París mi bien ganada fama, y que acabará por abrirme las puertas del Instituto, y tú, en
unión de unos cuantos borrachos de tu misma calaña, vais a hacer zozobrar la más divina de
mi obras? ¡Si sólo se tratase de ti, grandísimo bellaco, te dejaríamos obrar como quisieses! Es
un verdadero suicidio físico y moral; pero un auvernés más o menos poco importa a la
sociedad. ¡Pero se trata de un hombre de mundo, de un rico, de tu bienhechor, de mi cliente!
Tú lo has comprometido, desfigurado, asesinado con tu mala conducta. ¡Mira bien en qué
estado lamentable has puesto al señor el rostro! El infeliz contempló la nariz que había
contribuido a formar, y rompió en amargo llanto.
—Es una verdadera desgracia, señor Bernier; pero pongo a Dios por testigo de que no he
tenido yo la culpa. Esa nariz se ha deteriorado ella sola. Yo soy un hombre honrado, y os juro
que no he puesto mi mano en ella.
—¡Imbécil!—tronó M. L'Ambert,—jamás comprendes las cosas... por más que, en realidad,
no es menester que comprendas. Se trata únicamente de que digas sin rodeos si quieres
cambiar de conducta y renunciar a esa vida de crápula que me mata de rechazo. Te prevengo
que tengo el brazo muy largo, y que, si persistes en tus vicios, sabré ponerte pronto a buen
recaudo.
—¿Preso?
—Preso.
—¿Preso entre los criminales? ¡Gracias, señor L'Ambert! ¡Eso sería la deshonra de mi familia!
—¡Seguirás bebiendo, o no?
—¡Ah, Dios mío! ¿cómo beber cuando no se tiene dinero? Todo lo he gastado ya, señor
L'Ambert. Me he bebido los dos mil francos íntegros; me he bebido mi tonel y cuánto poseía,
y no hay un alma en la tierra que ya quiera abrirme crédito.
—Me alegro, perillán; hacen todos muy bien.
—Tendré que ser juicioso a la fuerza. La miseria me amenaza, señor L'Ambert.
—¡Te repito que me alegro!
—¡Señor L'Ambert!
—¿Qué?
—Si tuvieseis la bondad de comprarme un tonel nuevo para ganarme la vida honradamente, os
juro que volvería a ser un buen sujeto.
—¡Buena fuera! Lo venderías al día siguiente para emborracharte.
—No, señor L'Ambert, ¡os lo juro por mi honor!—Esos son juramentos de borracho.
—¿Queréis entonces que me muera de hambre y sed? ¡Un centenar de francos, mi buen señor
L'Ambert!
—¡Ni un solo céntimo! La Providencia te puso en mi camino para devolver a mi rostro su
aspecto natural. Bebe agua, come pan seco, prívate de lo más necesario, muérete de hambre, si
puedes; sólo a ese precio podré recobrar mis facciones y volveré a ser el mismo.
Romagné inclinó la cabeza y retirose arrastrando los pies y saludando a los presentes.
El notario recuperó su alegría y el médico sus ensueños de gloria.
—No quiero alabarme a mí mismo—decía modestamente M. Bernier,—pero Leverrier
descubriendo un planeta por la fuerza del cálculo, no ha realizado un milagro tan grande como
yo. Adivinar, por el aspecto de vuestra nariz, que un auvernés ausente y perdido en la
31
baraúnda de un París, se halla entregado a la crápula, es remontarse desde el efecto a la causa
por caminos que la audacia del hombre no había intentado aún. En cuanto al tratamiento de
vuestra enfermedad, se halla indicado por las circunstancias. La dieta aplicada a Romagné es
el único remedio que puede curaros. La suerte ha venido a servirnos de un modo maravilloso,
puesto que este animal se ha comido hasta su último céntimo. Habéis hecho perfectamente en
negarle el socorro que os pedía: todos los esfuerzos del arte serán vanos mientras tenga que
beber ese hombre.
—Pero, doctor—le interrumpió L'Ambert,—¿y si no fuera ese el origen de mi mal? ¿y si sólo
se tratase de una coincidencia fortuita? ¿No habéis dicho vos mismo que a veces la teoría...?
—He dicho, y lo repito, que en el estado actual de los conocimientos humanos, vuestro caso
no admite ninguna explicación lógica. Es un hecho cuya ley se desconoce. La relación que hoy
hallamos entre vuestra nariz y la conducta de este auvernés, nos abre una perspectiva,
engañosa tal vez, mas, sin duda alguna, inmensa. Esperemos algunos días: si vuestra nariz se
cura a medida que Romagné se enmienda, se verá reforzada mi teoría por una nueva
probabilidad. No respondo de nada; pero presiento una ley fisiológica, hasta aquí desconocida,
y que me consideraré muy feliz si puedo formularla. El mundo de las ciencias se halla lleno de
fenómenos visibles producidos por causas desconocidas. ¿Por qué la señora de L..., a quien
conocéis como yo, tiene en el hombro izquierdo una cereza perfectamente pintada? ¿Es, acaso,
como dicen, porque, hallándose encinta su madre, sintió ésta grandes deseos, que no pudo
satisfacer, de comerse una cesta de cerezas expuestas en el escaparate de Chevet? ¿Qué artista
invisible ha dibujado esta fruta sobre el cuerpo de un feto de seis semanas, del tamaño de un
langostino mediano? ¿Cómo explicar esta acción especial de lo moral sobre lo físico? ¿Y por
qué la cereza de la señora de L... adquiere cierta tumefacción y sensibilidad en el mes de abril
de cada año, cuando están flor los cerezos? He aquí unos hechos ciertos, evidentes, palpables,
y tan inexplicables como la hinchazón y rubicundez de vuestra nariz. ¡Pero tengamos
paciencia!
Dos días después la hinchazón la nariz del notario cedía de un modo visible, pero su color rojo
persistía. Al final de la semana, su volumen habíase reducido más de una tercera parte. Al
cabo de quince días, perdió por completo la piel, crió enseguida otra nueva, y recuperó su
forma y color primitivos.
El triunfo del doctor era evidente.
—Mi único sentimiento—decía,—es que no hayamos guardado a Romagné en una jaula, para
observar en él, al mismo tiempo que en vos, los efectos del tratamiento. Estoy seguro que ha
estado, durante siete u ocho días, cubierto de escamas como un pez.
—¡Que el diablo cargue con él!—observó cristianamente el notario.
Este, a partir de aquel día reanudó su vida ordinaria: salió carruaje, a caballo, a pie; danzó los
bailes del faubourg, y embelleció con su presencia el foyer de la Opera. Todas las mujeres lo
acogieron perfectamente, en el mundo y fuera de él. Una de las que más tiernamente le
felicitaron por su curación fue la hermana mayor de su amigo Steimbourg.
Esta amabilísima joven, que tenía costumbre de mirar a los hombres cara a cara, observó que
M. L'Ambert había salido de la última crisis más hermoso que nunca. Y en realidad, parecía
como si aquellos dos o tres meses de enfermedad hubiesen dado a su rostro un no sé qué de
perfecto. La nariz, sobre todo, aquella nariz recta, que acababa de recuperar sus ordinarias
dimensiones después de una dilatación excesiva, parecía más fina, más blanca y más
aristocrática que nunca.
Esta era también la opinión del acicalado notario, que se contemplaba en todos los espejos con
una creciente admiración de su persona. ¡Había que verlo frente a frente de su imagen,
sonriendo, endiosado, a su propia nariz!
32
Pero a la vuelta de la primavera, en la segunda quincena de marzo, mientras la generosa savia
hacía retoñar las lilas, llegó a creer M. L'Ambert que sólo a su nariz le eran negados los
beneficios de la estación y las bondades de la naturaleza. En medio del renacimiento general
de todas las cosas, palidecía como una hoja de otoño. Sus alas, adelgazadas y como desecadas
por el viento del desierto, adosábanse cada vez más a su tabique central.
—¡Demontre!—decía el notario, haciéndole una mueca al espejo,—la distinción es cosa bella,
lo mismo que la virtud; pero esto ya es demasiado. Mi nariz va adquiriendo una elegancia
inquietante, y, si no trato de darle alguna fuerza y color, muy pronto no será que una sombra.
Diose en ella un poco de colorete; pero sólo logró hacer resaltar más aun finura increíble de
aquella línea recta y sin espesor que dividía su rostro en dos mitades. La fantástica nariz del
desesperado notario hacía recordar la varilla de hierro que proyecta su cortante sombra sobre
la esfera de los relojes de sol.
En vano sometiose a un régimen más alimenticio el indignado millonario de la calle de
Verneuil. Considerando que una buena alimentación, digerida por un estómago sólido,
aprovecha por igual a todas las partes del cuerpo, se impuso la dulce ley de embaularse sendas
tazas de caldo, sendos tajos de carne ensangrentada, regados con los más generosos vinos.
Decir que estos manjares elegidos no le hicieron efecto, sería negar la evidencia y blasfemar
de las comidas regaladas. M. L'Ambert adquirió en poco tiempo hermosos mofletes rojos, un
pescuezo muy digno de cualquier ternero apoplético y una respetable panza. Pero la nariz
parecía una especie de socio negligente o desinteresado, que no se ocupa en cobrar sus
dividendos.
Cuando un enfermo no puede comer ni beber, se le sostiene a veces por medio de baños
alimenticios, que penetran a través de los poros de la piel hasta los centros vitales. M.
L'Ambert trató a su nariz como a un enfermo a quien es preciso alimentar por separado a
cualquier precio. Adquirió una bañera de plata sobredorada, y, seis veces al día, introducíala
en ella y la mantenía pacientemente sumergida en sendos baños de leche, de vino de Borgoña,
de caldo substancioso y hasta de salsa de tomates. ¡Trabajo perdido! la enferma salía del baño
tan pálida y delgada y en estado tan deplorable como estaba antes de entrar.
Todas las esperanzas parecían ya perdidas, cuando un día M. Bernier diose un golpe en la
frente y exclamó:
—¡Pero si hemos cometido una falta imperdonable! ¡un error digno de colegiales! ¡y he sido
yo! ¡yo mismo, cuando este hecho constituye una confirmación aplastante de mi teoría...! No
lo dudéis, caballero: el auvernés está enfermo, y es preciso curarle a él para que sanéis vos.
El desdichado L'Ambert mesose los cabellos. ¡Cuánto se arrepintió de haber plantado a
Romagné de patitas a la calle, y de haberse negado a socorrerle, y olvidado el quedarse con sus
señas! Representábase al pobre diablo consumiéndose sobre un camastro, sin pan, sin rosbif y
sin vino de Châteaux-Margaux. Esta idea destrozaba su corazón. Asociábase a los dolores del
infeliz mercenario. Por primera vez en su vida compadeciose de los sufrimientos del prójimo.
—¡Doctor, querido doctor!—exclamó, estrechando la mano de Bernier,—¡daría toda mi
fortuna por salvar a ese valiente muchacho!
Cinco días después, el mal había avanzado más aún. La nariz no era más que una película
flexible, que se plegaba bajo el peso de las gafas, cuando M. Bernier vino a decirle que había
encontrado al auvernés.
—¡Victoria!—exclamó entusiasmado el notario.
El cirujano encogiose de hombros y contestó que la victoria parecíale dudosa por lo menos.
33
—Mi teoría—añadió,—está plenamente confirmada, y, como fisiólogo, tengo que declararme
satisfecho; pero, como médico, quisiera ante todo curaros, y el estado en que he visto a ese
infeliz no me inspira demasiadas esperanzas.
—¡Vos le salvaréis, doctor!
—Por lo pronto, no me pertenece actualmente: se encuentra al servicio de un colega mío que
le estudia con cierta curiosidad.
—Ya lograréis que os lo ceda. ¡Lo compraremos, si es preciso!
—¡No soñéis siquiera en eso! Un médico no vende nunca a sus enfermos. Los mata algunas
veces, en interés de la ciencia, para ver qué tienen dentro; pero traficar con ellos... ¡jamás! Mi
amigo Fogatier me cederá, tal vez, vuestro auvernés; pero el pobre está muy enfermo, y, para
colmo de desgracia, se halla tan aburrido de la vida, que quiere a todo trance morirse. Rechaza
las medicinas, y, en cuanto a los alimentos, tan pronto se queja de no tener suficiente, y
reclama a grandes voces su ración entera, como rechaza cuanto le dan, y trata de matarse por
hambre.
—¡Pero eso es un crimen! ¡Yo le hablaré! ¡yo le haré oír el lenguaje de la religión y la moral!
¿Dónde se encuentra?
—En el hospital, sala de San Pablo, número 10.
—¿Tenéis vuestro carruaje a la puerta?
—Sí.
—Pues partamos. ¡Ah, infame! ¡quiere morirse! ¿Ignora por ventura que todos los hombres
son hermanos?
Jamás predicador alguno, jamás Bossuet ni Fenelón, jamás Massillon ni Fléchier, jamás el
mismo Mermilliod, desplegaron desde su sagrada cátedra una elocuencia más persuasiva y
untuosa que la empleada por M. Alfredo L'Ambert ante el lecho de Romagné. Dirigiose
primero a la razón, después a la conciencia, y por último al corazón del enfermo. Recurrió a lo
profano y lo sagrado, citó textos de filósofos y santos. Mostrose fuerte y benigno, severo y
paternal, lógico, acariciador y hasta complaciente. Demostrole que el suicidio es el más
bochornoso de los crímenes, y que era menester ser bien cobarde para afrontar
voluntariamente la muerte. Hasta se atrevió a emplear una metáfora tan nueva como atrevida,
comparando el suicida, al desertor que abandona su puesto sin permiso de su cabo.
El auvernés, que no había tomado nada en las últimas veinticuatro horas, parecía bien aferrado
a su idea. Permanecía inmóvil y terco ante la muerte, como un asno ante un puente. A los
argumentos más hábiles, respondía con impasible dolor:
—No vale la pena, señor L'Ambert; hay demasiada miseria en este mundo.
—¡Bah, amigo mío! la miseria fue instituida por Dios, que la creó para excitar la caridad de
los ricos y la resignación de los pobres.
—¿Los ricos? He pedido trabajo a todo el mundo, y me ha sido negado en todas partes. ¡He
pedido limosna y me han amenazado con la policía!
—¿Por qué no os dirigisteis a vuestros amigos? ¡A mí, por ejemplo! ¡a mí, que tanto os debo!
¡a mí, que tan agradecido os estoy! ¡a mí, que por mis venas corre vuestra propia sangre!
34
—¡En seguida! ¡para que me hicieseis poner nuevamente de patitas en la calle!
—¡Mis puertas estarán siempre abiertas para vos, lo mismo que mi bolsillo, igual que mi
corazón!
—¡Si siquiera me hubieseis dado cincuenta francos para comprarme un tonel de ocasión!
—¡Pero, animal!... animal querido, quiero decir... ¡permíteme que te maltrate un poco, como
en los tiempos en que compartía contigo mi mesa y mi lecho! no son ya cincuenta francos los
que pienso darte, sino mil, dos mil, tres mil... ¡diez mil! mi fortuna entera deseo compartirla
contigo... a prorrateo, naturalmente, de nuestras necesidades respectivas. ¡Es preciso que
vivas! ¡es menester que seas feliz! He aquí la primavera que vuelve, con su cortejo de flores y
la dulce melodía de las aves que trinan en la enramada. ¿Serás capaz de abandonar todo esto?
¡Piensa en el inmenso dolor que ocasionarías a tus infelices padres, que te aguardan en tu país!
¡piensa en tus pobres hermanos! ¡en tu madre, sobre todo, amigo mío, que no podría
sobrevivirte! ¡Volverás a verlos a todos! O, mejor dicho, no: permanecerás en París bajo mi
protección, conviviendo conmigo en la intimidad más estrecha. Quiero verte dichoso, casado
con una mujer bonita y hacendosa, padre de dos o tres hermosas criaturas. ¡Sonríe, hombre,
sonríe! ¡Toma este plato de sopas!
—¡Gracias, señor L'Ambert. Guardaos esas sopas; ¿para qué las he de tomar? ¡Hay tanta
miseria en el mundo!
—Pero, hombre, ¿no te juro que se han acabado ya tus malos días para siempre? ¿que me
encargo de tu porvenir, bajo mi fe de notario? Si accedes a vivir, se acabarán tus sufrimientos,
no volverás a trabajar, ¡tus años constarán de trescientos sesenta y cinco domingos!
—¿Sin lunes?
—Y de lunes también, si lo prefieres. Comerás, beberás, fumarás buenos habanos. Serás mi
comensal, mi amigo inseparable, mi otro yo. ¿Quieres vivir, Romagné, para ser un segundo
yo?
—No, no; ya que he comenzado a morir, lo mejor es acabar cuanto antes.
—¡Ah, pedazo de alcornoque! ¡Voy a contarte, animal, el destino que te aguarda! No se trata
ya solamente de las penas eternales que en tu obstinación endiablada acercas más a ti cada
minuto; en este mundo, aquí mismo, mañana, quizás hoy, antes de ir a pudrirte a la fosa
común, te llevarán al anfiteatro. Te tenderán sobre una mesa de piedra, y partirán tu cuerpo en
pedazos. Uno henderá, a fuerza de hachazos, tu abultada cabeza de mulo; otro te abrirá el
pecho en canal para ver si es posible que exista un corazón dentro de tan estúpida envuelta;
otro...
—¡Por favor, señor L'Ambert, que no quiero que me corten a pedazos! ¡prefiero comer las
sopas!
Tres días de sopas y su robusta constitución arrancáronle de aquel amargo trance, y fue posible
transportarle en carruaje al hotel de la calle de Verneuil. El mismo M. L'Ambert lo instaló con
solicitud maternal. Alojolo en la habitación de su propio ayuda de cámara, para tenerle más
cerca. Por espacio de un mes ejerció con verdadera abnegación las funciones de enfermero,
pasando bastantes noches en claro, a la cabecera de su lecho.
Estas fatigas, lejos de alterar su salud, devolvieron a su rostro su frescura y lozanía habituales.
Cuanta mayor asiduidad desplegaba en el cuidado de su enfermo, más lozana y vigorosa
tornábase su nariz. Repartía su vida entre el estudio, el auvernés y el espejo. En este período
fue cuando escribió, distraídamente, sobre el borrador de una escritura de venta: «¡Qué dulce
es hacer bien a su prójimo!» Máxima un poco vieja en sí misma, pero nueva en absoluto para
él.
35
Cuando entró Romagné en el período de franca convalecencia, su huésped y salvador, que
tantas veces le había trozado el pan y partido los biftecs, le dijo:
—A partir de este momento, comeremos siempre juntos. Sin embargo, si prefieres comer en la
cocina, también serás allí perfectamente alimentado, y es posible, tal vez, que te encuentres
más a gusto.
Romagné, a fuer de hombre juicioso, optó por la cocina.
Supo conducirse en ella de tal suerte, que se captó la simpatía y el aprecio de todos. Lejos de
prevalerse de la amistad que le unía con el amo, mostrose más humilde y más modesto que el
último marmitón. Era un criado que M. L'Ambert había puesto a sus servidores. Todo el
mundo utilizaba sus servicios, se burlaba de su acento y le daba palmadas amistosas a la
espalda, sin que a nadie se le ocurriese darle nunca una propina. M. L'Ambert lo sorprendió
varias veces sacando agua, cambiando de sitio los muebles más pesados, encerando los pisos
de madera. En tales ocasiones le tiraba de la oreja aquel amo ideal, y le decía:
—Entretente, si quieres, no hay en ello inconveniente por mi parte; pero no te fatigues
demasiado.
El infeliz muchacho, confundido por tantas bondades, se escondía en su habitación y lloraba
de ternura.
Pero no pudo conservar por mucho tiempo aquel cuarto tan cómodo y aseado, contiguo a las
habitaciones del amo. M. L'Ambert le hizo saber, de un modo delicado, que echaba mucho de
menos la vecindad de su ayuda de cámara, y el mismo Romagné solicitó autorización para
alojarse en las buhardillas, adjudicándosele entonces un cuartucho que las fregantinas no
habían querido nunca.
«¡Dichosos los pueblos que no tienen historia!» ha dicho un sabio. Sebastián Romagné fue
dichoso por espacio de tres meses; pero, al comenzar el verano, empezó a tener historia. Su
corazón, largo tiempo invulnerable, fue herido por las flechas del amor. El antiguo aguador
entregose, atado de pies y manos, al dios que perdió a Troya. Advirtió, mientras preparaba las
legumbres, que la cocinera tenía unos ojillos grises muy bonitos, y unos mofletes rojos muy
hermosos. Un suspiro, capaz de echar a rodar las mesas, fue la primera manifestación de su
mal. Quiso explicarse, pero ahogó la emoción en su garganta las palabras. Apenas si, en su
excesiva timidez, se atrevió a aprisionar a su Dulcinea por el talle, y a besarle los labios con
pasión.
Esto bastó, sin embargo, para que lo comprendieran. Era la cocinera una persona capaz, que le
llevaba a él siete u ocho años, y ya bastante ducha en las lides del amor.
—Ya me hago cargo—le dijo ella;—deseáis casaros conmigo. Perfectamente, amigo mío;
podremos entendernos si traéis algo por delante.
Él respondió ingenuamente que traía por delante todo lo que puede exigirse a un hombre, es
decir: dos brazos vigorosos y acostumbrados al trabajo. La señorita Juanita riósele en sus
barbas y habló con más claridad; el a su vez soltó la carcajada, y le dijo, con la más amable
confianza:
—¿Pero es dinero lo que deseáis? Deberíais haberlo dicho desde luego. ¡Tengo más dinero que
peso! ¿Cuánto deseáis? Fijad vos misma la suma. ¿Os contentaríais, por ejemplo, con la mitad
de la fortuna del señor L'Ambert?
—¿La mitad de la fortuna del amo?
—Ciertamente. Me lo ha dicho más de cien veces. Yo poseo la mitad de su fortuna; pero no
hemos repartido el dinero todavía: me tiene guardada mi parte.
—¡Qué gran majadería!
36
—¿Majadería? Esperad, que ahora entra él. Voy a pedirle mi cuenta y os traeré a la cocina
todo mi capital.
¡Pobre inocente! sólo obtuvo de su amo una buena lección de gramática parda. M. L'Ambert le
enseñó que prometer y dar no son palabras sinónimas; dignose explicarle (porque estaba de
buen humor) los méritos y peligros de la figura llamada hipérbole; y le dijo, por último, con,
tono dulce, es verdad, pero tan firme que no admitía réplica:
—Romagné, he hecho mucho por vos, pero quiero hacer más todavía al alejaros de este hotel.
El simple buen sentido os dice que no os halláis en él en calidad de dueño; quiero llevar mi
bondad hasta el extremo de admitir que estéis en él como un ayuda de cámara; en fin, me
parece que os haría un gran perjuicio manteniéndoos en una situación mal definida que
pervertiría vuestros hábitos y falsearía vuestro espíritu. Llevando un año más esa vida
parasitaria y ociosa, perderíais por completo el amor al trabajo. Os convertiríais en un vago, y
los vagos, permitidme que os lo diga, son el azote de nuestra época. Poneos la mano sobre
vuestra conciencia, y decidme si os agrada semejante perspectiva. ¡Pobre Romagné! ¿No
habéis echado de menos muchas veces el título de obrero, que es vuestro más noble blasón?
Porque vos sois de aquellos seres que la Providencia ha creado para ennoblecerse con el sudor
de su frente; pertenecéis a la aristocracia del trabajo. Trabajad, pues; no ya como otras veces,
entre privaciones y dudas, sino con una seguridad que yo garantizo y una abundancia
proporcionada a vuestras modestas necesidades. Yo saldré a los gastos de la primera
instalación; yo os procuraré trabajo. Si, lo que no considero posible, os faltasen los medios de
existencia, acudid a mí en seguida, que siempre os acogeré con afecto paternal. Pero renunciad
al absurdo proyecto de casaros con mi cocinera, porque no debéis enlazar vuestra suerte a la de
una simple criada, y no quiero, por otra parte, chiquillos en mi casa.
El infeliz lloró copiosamente y se deshizo en protestas de sincero agradecimiento. Debo decir,
en descargo de M. L'Ambert, que hizo las cosas con bastante generosidad. Vistió de pies a
cabeza a Romagné, amueblole un quinto piso, en la calle del Cherche-Midi, y le dio quinientos
francos para que fuese viviendo mientras le encontraba trabajo. Aún no habían transcurrido
ocho días, cuando le hizo entrar, como peón de albañil, en una fábrica de espejos de la calle de
Sèvres.
Transcurrió mucho tiempo, seis meses por lo menos, sin que la nariz del notario sufriese la
menor novedad digna de especial mención. Pero un día en que nuestro funcionario descifraba,
en compañía de su oficial mayor, los pergaminos de una noble y rica familia, rompiéronsele
por la mitad las gafas, y cayeron sobre la mesa.
Este pequeño accidente no le causó grandes molestias. Púsose provisionalmente unos
quevedos con resorte de acero, e hizo cambiar el armazón de sus gafas en el muelle de los
Plateros. Su óptico, M. Luna, apresurose a pedirle mil perdones, enviándole unas gafas nuevas,
que se rompieron también por igual sitio antes de transcurrir veinticuatro horas.
Otras terceras sufrieron la misma suerte; trajeron por cuarta vez otras nuevas, y les ocurrió en
seguida otro tanto. El óptico no sabía ya cómo excusarse. En el fondo de su alma, hallábase
persuadido de que M. L'Ambert tenía la culpa de todo.
—Este señor no es razonable—decía a su mujer, mostrándole los estragos de los cuatro
últimos días;—usa gafas del número 4, que son forzosamente muy pesadas; quiere por
coquetería una montura muy liviana, y tengo la seguridad de que trata a sus gafas como si
fueran de hierro forjado. Si le hago la menor observación se enfadará; lo mejor será que le
envíe otras nuevas con la montura más recia, sin decirle una palabra.
La señora de Luna encontró la idea excelente; pero las quintas gafas corrieron la misma suerte
que las cuatro precedentes. Esta vez, M. L'Ambert montó en cólera, a pesar de no habérsele
hecho ninguna observación, y mandó a buscar otras gafas a un establecimiento rival.
37
Pero hubiérase dicho que todos los ópticos de París se habían puesto de acuerdo para que se
rompiesen sus gafas en la nariz del pobre millonario. Nada menos que doce sufrieron igual
suerte, unas tras otras. Y lo más maravilloso del caso era que los lentes de resorte de acero,
que reemplazaban a las gafas durante los interregnos, manteníanse vigorosos y firmes.
Ya sabéis que la paciencia no era la virtud favorita de M. Alfredo L'Ambert. Hallábase un día
furioso, pateando sobre unas gafas, haciéndolas pedazos con sus tacones, cuando le anunciaron
la visita del doctor Bernier.
—¡Demontre! llegáis a tiempo—exclamó el notario, colérico.—¡Estoy, por lo visto,
hechizado! ¡el diablo ha tomado posesión de mi persona!
Las miradas del doctor fijáronse en seguida en la nariz de su cliente; pero encontrándola, al
parecer, sana, de buen aspecto, y fresca como una rosa.
—Me parece—observó,—que marcha todo muy bien.
—De salud, sí, en efecto: me encuentro perfectamente; pero estas gafas endiabladas no hay
forma de que se mantengan enteras.
Y refirió al doctor toda la historia.
Este se quedó pensativo, y dijo al cabo de un rato:
—El auvernés anda por medio. ¿Tenéis aquí alguna de las monturas rotas?
—Debajo de mis pies tengo la última.
Recogiola M. Bernier, examinola con una lente, y le pareció que el oro estaba como argentado
en los alrededores del sitio de la rotura.
—¡Diablo!—exclamó.—¿Habrá hecho Romagné alguna calaverada?
—¿Qué calaveradas queréis que haya hecho?
—¿Le tenéis todavía en vuestra casa?
—No; el pillo me ha abandonado. Trabaja en la ciudad.
—Espero, sin embargo, que esta vez habréis conservado sus señas.
—Sin duda. ¿Queréis verle?
—Cuanto antes.
—¿Hay algún peligro tal vez? ¡Yo me hallo perfectamente!
—Vamos, por lo pronto, a casa de Romagné.
Un cuarto de hora después nuestros dos personajes descendían a la puerta de los señores
Taillade y Compañía, en la calle de Sèvres. Una amplia muestra, fabricada con trozos de
cristal azogado, indicaba claramente el género de industria a que se dedicaba la casa.
—Henos aquí—dijo el notario.
—¡Cómo! ¿está empleado el auvernés en este establecimiento?
—Sin duda alguna: yo mismo le he buscado esta colocación.
—Vamos, el mal no es tan grande como llegué a suponer. Pero, de todas maneras, habéis
cometido una imprudencia imperdonable.
—¿Qué queréis decir?
—Entremos.
La primera persona que encontraron en el interior del edificio fue al auvernés, en mangas de
camisa, los puños arremangados, azogando la luna de un espejo.
38
—¡Hola!—exclamó el doctor,—lo que yo había previsto.
—¿Pero qué?
—Que se azogan las lunas con una capa de mercurio aprisionada bajo una hoja de estaño,
¿comprendéis?
—Todavía no.
—Vuestro animal tiene los brazos embadurnados de mercurio hasta los codos; ¿qué digo?
hasta las axilas.
—Mas no veo la relación...
—¿No veis que, siendo vuestra nariz una fracción de su brazo, y poseyendo el oro una
deplorable tendencia a amalgamarse con el mercurio, jamás podréis evitar que se os rompan
vuestras gafas?
—¡Demontre!
—Tenéis, sin embargo, el recurso de usar gafas con montura de acero.
—Me es lo mismo.
—En ese caso, no corréis peligro alguno, salvo, quizás, algunos accidentes mercuriales.
—¡Ah, no! Prefiero que Romagné trabaje en otra cosa. ¡Ven, Romagné! Deja lo que estás
haciendo y vente con nosotros al instante. ¿Quieres acabar de una vez, pedazo de zopenco?
¿No sabes a lo que me expones?
Habiendo acudido el dueño del taller al escuchar el rumor de la conversación, dio el notario su
nombre, con tono bastante infatuado, y recordó que él había recomendado a aquel hombre por
mediación de su tapicero. M. Taillade respondió que lo recordaba muy bien, y explicole que,
para hacerse agradable a M. L'Ambert, y captarse su benevolencia, había promovido al
auvernés de peón de albañil a azogador.
—¿Hace quince días de eso?—preguntole el notario.
—Sí, señor, ¿lo sabíais ya?
—¡Demasiado, por desgracia! ¡Ah, señor! ¿cómo puede jugarse con cosas tan sagradas?
-¿Yo...?
—No, nada. Pero por mí, por vos, por la sociedad toda entera, ponedle nuevamente a trabajar
de albañil; pero no, mejor será que me lo devolváis; me lo llevaré conmigo. Pagaré lo que sea
necesario, pero el tiempo apremia. ¡Prescripción facultativa!... Romagné, amigo mío, es
preciso que me sigáis. Habéis hecho vuestra fortuna; ¡cuanto tengo os pertenece!... ¡No! pero
venid de todos modos; ¡os juro que no quedaréis descontento de mí!
Y sin dejarle apenas tiempo para cambiarse de traje, llevóselo como arrebata el ave de rapiña a
su presa. M. Taillade y sus obreros tomáronle por un loco. El bueno de Romagné levantaba los
ojos al cielo, y se preguntaba qué querrían de él otra vez.
Su destino fue decidido durante el camino, mientras él cazaba moscas al lado del cochero.
—Mi querido cliente—decía el doctor al millonario,—es preciso que no perdáis nunca de vista
a ese muchacho. Comprendo que le hayáis arrojado de vuestra casa, porque, a decir verdad, su
trato no debe ser muy agradable; pero no debisteis alejarle tanto, ni pasar tanto tiempo sin
procuraros noticias de él. Alojadle en la calle de Beaune, o en la de la Universidad, próximo a
vuestro hotel. Dedicadle a un oficio menos peligroso para vos, o mejor, si queréis, pasadle una
pequeña pensión sin darle ningún oficio: si trabaja, se fatiga y se expone. No conozco oficio
alguno en que el hombre no exponga su piel ¡es tan fácil, por desgracia, un accidente! Dadle lo
suficiente para que pueda vivir sin hacer nada. ¡Guardaos bien, sin embargo, de tenerle en la
39
abundancia! Volvería a beber, y ya sabéis las consecuencias fatales que os reporta a vos ese
vicio. Con cien francos al mes, y la casa pagada, creo que tendrá suficiente.
—Tal vez sea demasiado... no porque me parezca la cantidad excesiva, sino porque preferiría
darle de comer sin que pudiera emplear un solo céntimo en vino.
—Dadle, pues, cuatro luises, pagados en cuatro plazos: los martes de cada semana.
Ofrecieron a Romagné una pensión de ochenta francos mensuales, pero el auvernés respondió
con desprecio, rascándose la oreja:
—¿Ochenta francos nada menos? ¡Para eso no valía la pena que me arrancaseis de la calle de
Sèvres! Allí ganaba tres francos y medio diarios y enviaba dinero a mi familia. Dejadme
trabajar en los espejos, o dadme tres francos y medio.
Y no hubo más remedio que acceder, puesto que era el dueño de la situación.
Pronto comprendió el notario que había adoptado el partido más prudente. El año transcurrió
sin accidente alguno. Se pagaba a Romagné todas las semanas, y se le vigilaba diariamente.
Vivía honradamente, llevando una existencia tranquila, sin más pasión que el juego de bolos.
Y los hermosos ojos de la señorita Irma Steimbourg se posaban con visible complacencia
sobre la rosada nariz del dichoso millonario.
Los dos jóvenes bailaron juntos todos los cotillones del invierno; por eso el mundo daba ya
por descontada su boda. Una noche, a la salida del Teatro Italiano, el anciano marqués de
Villemaurin detuvo en el peristilo a L'Ambert.
—Y bien, amigo mío—le dijo,—¿cuándo celebráis vuestras bodas?
—Pero, señor marqués, si es la primera noticia que tengo sobre ese particular.
—¿Esperáis, por ventura, que os pidan vuestra mano? ¡Al hombre toca hablar, qué demontre!
El joven duque de Lignant, un verdadero caballero y un excelente muchacho, no ha esperado a
que yo le ofreciese mi hija: ha venido, ha agradado, y se acabó. De hoy en ocho días
firmaremos el contrato. Ya sabéis, querido amigo, que es asunto que os atañe. Permitidme que
acompañe a esas señoras hasta el coche, y nos acercaremos al círculo. Por el camino
hablaremos. Pero cubríos, ¡qué diablo! No había visto que permanecíais con el sombrero en la
mano. ¡Cuando menos se piensa se atrapa un resfriado!
El anciano y el joven caminaron del brazo hasta el bulevar, uno hablando y el otro prestándole
atención. Y L'Ambert entró en su casa dispuesto a redactar el contrato de matrimonio de la
señorita Carlota Augusta de Villemaurin. Pero había pillado un terrible constipado, que no le
permitió hacer nada. El acta fue redactada por su oficial mayor, revisada por los encargados de
los negocios de ambas familias, y transcrita, por último, en un elegante cuaderno de papel
timbrado, en el que no faltaban más que las firmas.
Llegado el día, M. L'Ambert, esclavo de sus deberes, trasladose en persona al hotel de
Villemaurin, a pesar de una persistente coriza que amenazaba saltarle los ojos de sus órbitas.
Sonose las narices por última vez en la antecámara, y los lacayos temblaron en sus asientos
cual si hubiesen oído la trompeta del juicio final.
Un criado anunció a M. L'Ambert. Llevaba puestas sus costosas gafas de oro, y sonreía
gravemente, cual convenía en semejantes circunstancias.
Con su historiada corbata, sus guantes impecables, sus zapatos de baile, el sombrero debajo
del brazo izquierdo, y el contrato en la mano derecha, fue a presentar sus respetos a la
marquesa, atravesó con modestia el círculo formado por los que la rodeaban, inclinose ante
ella, y le dijo:
—Cheñora marquecha, aquí teneich el contrato de boda de vuechtra cheñorita hija.
40
La señora de Villemaurin fijó en él sus ojos espantados. Un ligero murmullo elevose entre los
circunstantes. M. L'Ambert saludó de nuevo, y añadió:
—¡Dioch mío! cheñora marquecha, que día tan felich va a cher echte para todoch!
Una mano vigorosa asiole por el brazo izquierdo, haciéndole girar sobre sí mismo. Volviose, y
reconoció al marqués.
—Mi querido notario—le dijo éste, arrastrándole hasta un rincón,—el carnaval permite
indudablemente muchas cosas; pero recordad quien sois, y cambiad de tono si os place.
—Pero, cheñor marquech...
—¡Otra vez!... Ya veis que soy paciente, pero os ruego no abuséis. Excusaos ante la marquesa,
leednos el contrato de boda, y buenas noches.
—¿Pero de qué he de echcucharme, y por qué echach buenach nochech? ¡Cualquiera diría que
he cometido una torpecha, cheñor mío!
El marqués no le respondió una palabra; pero hizo señas a los criados que circulaban por el
salón. Entreabriose la puerta, y escuchose una voz que gritaba en la antecámara:
—¡La servidumbre del señor L'Ambert! Aturdido, confuso, fuera de sí, el pobre millonario
salió haciendo reverencias en todas direcciones y no tardó en encontrarse en su carruaje, sin
saber por qué ni cómo. Se golpeaba la frente, se arrancaba los cabellos y se pegaba pellizcos
en los brazos para despertarse a sí mismo, por si, como creía, era juguete de un sueño. Pero no;
no dormía; veía la hora que marcaba su reloj, leía los nombres de las calles, a la claridad de las
luces del gas, y reconocía las muestras de los establecimientos. ¿Qué había dicho? ¿Qué había
hecho? ¿Qué conveniencias había violado? ¿Qué inconveniencia o qué majadería suya podía
haber dado lugar a que le tratasen de aquel modo? Porque, en fin, la duda no era posible: en la
casa del señor de Villemaurin lo habían puesto de patitas en la calle. ¡Y el contrato de
matrimonio estaba allí, en su mano! ¡aquel contrato redactado con tan singular esmero, en tan
brillante estilo, y cuya lectura no había sido escuchada!
Sin haber podido dar con la solución a aquel problema, encontrose en el patio de su hotel. El
rostro de su portero inspirole una idea luminosa.
—¡Chinguet!—gritó.
El escuálido Singuet no se hizo llamar otra vez.
—Chinguet, te daré chien francoch chi me dichech la verdad; y chien puntapiech chi me
ocultach alguna cocha.
Singuet le miró con sorpresa, y sonrió con timidez.
—¡Chonríech, dechalmado! ¿por qué? ¡Contechta encheguida!
—¡Dios mío!—dijo el pobre diablo;—el señor dispensará... que me haya permitido... pero el
señor imita perfectamente el acento de Romagné.
—¡El achento de Romagné! ¿quién? ¡yo! ¿Hablo como un auvernech?
—Demasiado lo sabe el señor. Hace ya ocho días de esto.
—¿Pero qué echtach dichiendo, pollino? ¿cómo he de chaber yo una cocha chemejante?
Singuet elevó los ojos al cielo, pensando que su amo se había vuelto loco; pero M. L'Ambert,
aparte de aquel maldito acento, gozaba de la plenitud de todas sus facultades. Interrogó por
separado a toda su servidumbre, y se persuadió de su desgracia.
—¡Ah, infame aguador!—exclamaba,—¡ah, criminal! Echtoy cheguro de que habrá hecho
alguna majadería. Que vayan a buchcarle; pero no, que voy a buchcarle yo michmo.
41
Corrió a pie hasta la casa de su protegido, subió a saltos hasta el quinto piso, llamó sin lograr
despertarle, y, enfurecido y colérico, no encontrando otro expediente, forzó a empujones la
puerta de la habitación.
—¡Cheñor L'Ambert!—exclamó Romagné.
—¡Tunante de auvernech!—respondiole el notario.
—¡Cheñor mío!
—¡Chinvergüencha!
Ya eran dos a destrozar el idioma.
La discusión prolongose por espacio de más de un cuarto de hora, en medio de la mayor
algarabía, sin que se aclarase el misterio. El uno se quejaba amargamente, como víctima; el
otro se defendía diciendo que era inocente.
—Echpérame aquí—dijo, para acabar M. L'Ambert.—M. Bernier, el médico, me dirá echta
noche michma lo que hach hecho.
Despertó a M. Bernier, y le refirió, con la consabida che, cuanto le había ocurrido aquella
noche.
—Mucho ruido y pocas nueces—le contestó el doctor, riendo de buena gana.
—Romagné es inocente; la culpa es toda vuestra. Permanecisteis con la cabeza descubierta a la
salida de los italianos: de ahí procede todo el mal. Padecéis un fuerte ataque de coriza, y
habláis por la nariz: por eso os expresáis en auvernés. Esto es muy lógico. Volved a vuestra
casa, aspirad bastante acónito, conservad los pies calientes y la cabeza abrigada y, en lo
sucesivo, adoptad toda clase de precauciones contra los constipados, pues ya sabéis cuáles han
de ser para vos sus consecuencias.
El desdichado notario regresó a su hotel maldiciendo como un condenado.
—De manera—pensaba;—que mis precauciones resultan infructuosas. Por mucho que me
esmere en mantener y vigilar a ese bellaco de aguador, me jugará constantes trastadas, y seré
siempre su víctima, sin poderle acusar nunca de nada; ¿a qué entonces, tantos gastos? Se
acabó: ya estoy cansado: economizaré su pensión.
Y dicho y hecho. Al día siguiente, cuando el pobre Romagné vino, todavía aturdido, a cobrar
la pensión de la semana, lo echó a la calle Singuet, y anunciole que no harían nada por él en lo
sucesivo. Encogiose de hombros el auvernés, a fuer de hombre que, sin haber leído las
epístolas de Horacio, practica el nil admirari por instinto. Singuet, que lo quería bien,
preguntole a qué pensaba dedicarse, contestándole él que buscaría trabajo. Al fin y al cabo,
aquella forzada ociosidad le aburría demasiado.
M. L'Ambert sanó de su coriza y alegrose de haber borrado de su presupuesto la partida
correspondiente a Romagné. Ningún otro accidente vino a interrumpir después el curso de su
dicha. Hizo las paces con el marqués de Villemaurin y con toda su clientela del faubourg, a la
que había escandalizado bastante. Libre de toda inquietud, pudo abandonarse, feliz, por la
dulce pendiente que le conducía, sobre rosas, hacia la dote de la señorita Steimbourg.
¡Afortunado L'Ambert! le abrió su corazón de par en par, y mostrole los sentimientos
legítimos y puros que lo llenaban por completo. La bella y avisada muchacha tendiole la mano
a la inglesa, y le dijo con desparpajo:
—Negocio concluido. Mis padres están de acuerdo conmigo; ya os daré mis instrucciones para
la canastilla de boda. Procuremos abreviar todas las formalidades para poder marcharnos a
Italia antes de que termine el invierno.
42
El amor prestole sus alas. Compró, sin regatear, la canastilla, encomendó a los tapiceros la
tarea de alhajar el cuarto de su señora, encargó un coche nuevo, eligió dos caballos alazanes de
la más rara belleza, y aligeró la publicación de las amonestaciones. El banquete de despedida
de soltero que ofreció a sus camaradas, inscrito está con letras de oro en los fastos del Café
Inglés. Sus amantes recibieron su postrer adiós, y sus correspondientes brazaletes, con mal
contenida emoción.
Los partes de casamiento anunciaban que la bendición nupcial tendría efecto el día 3 de
marzo, a la una en punto, en la iglesia de Santo Tomás de Aquino. Inútil parece advertir que se
había colgado el altar y se había engalanado el templo como en las bodas de primera categoría.
El día 3 de marzo, a las ocho de la mañana, despertose espontáneamente L'Ambert, sonrió
satisfecho a los primeros rayos del sol que penetraron alegres por su entreabierta ventana,
tomó el pañuelo de debajo de la almohada, y se lo llevó a la nariz a fin de esclarecer sus ideas.
Pero el pañuelo de batista sólo encontró el vacío: la nariz ya no existía.
El notario fue de un salto a mirarse en el espejo. ¡Horror y maldición! como dicen en las
novelas de la antigua escuela. Se vio tan desfigurado como el día que volvió de Parthenay.
Correr a su lecho, registrar cobertores y sábanas, mirar por detrás de la cama, sondar los
colchones y el somier, sacudir los muebles próximos, y poner patas arriba cuanta cosa había en
el cuarto, fue obra de pocos instantes.
¡Pero nada! ¡nada! ¡nada!
Colgose del cordón de la campanilla, pidió auxilio a sus criados y juró echarlos a todos, como
a perros, si no encontraban la nariz. ¡Inútil amenaza! La nariz era más imposible de encontrar
que la Cámara de 1816.
Dos horas transcurrieron en medio de la agitación, el desorden y el ruido.
Y entretanto, el señor de Steimbourg se vestía su levita gris con botones de oro; la señora de
Steimbourg, en traje de gran gala, dirigía a dos doncellas y tres modistas, que iban y venían y
giraban sin cesar en torno de la bella Irma. La blanca novia, embadurnada en polvos de arroz,
como un pez antes de ser introducido en la sartén, temblaba de impaciencia y maltrataba a
todo el mundo con admirable imparcialidad. Y el alcalde del distrito décimo, con su faja
reglamentaria, paseábase por un gran salón vacío preparando una improvisación. Y los
mendigos privilegiados de Santo Tomás de Aquino expulsaban a cajas destempladas a dos o
tres intrigantes, llegados de no sé dónde, con objeto de disputarles sus limosnas. Y M. Enrique
Steimbourg, que mascaba un cigarro, hacía ya media hora, en el fumador de su padre,
extrañábase de que su querido Alfredo no hubiese llegado aún.
Por fin perdió la paciencia, corrió a la calle de Sartine, y encontró a su futuro cuñado lleno de
desesperación y de lágrimas. ¿Qué podía decirle, para consolarle, de semejante desgracia?
Paseose largo rato en torno suyo, repitiendo sin cesar:
—¡Demonio! ¡demonio! ¡demonio!
Se hizo referir dos veces el fatal acontecimiento, e intercaló en la conversación algunas
sentencias filosóficas.
¡Y el maldito cirujano sin venir! Habían ido a avisarle con urgencia, a su casa, al hospital, a
todas partes. Llegó por fin, y comprendió a primera vista que Romagné había muerto.
—Lo sospechaba—exclamó el notario, llorando con mayor amargura, si es posible.—¡Bestia
de Romagné! ¡Criminal!
Esta fue la oración fúnebre del desdichado auvernés.
—Y ahora, doctor, ¿qué haremos?
43
—Buscar otro Romagné, y repetir la operación; pero ya habéis experimentado los
inconvenientes de este sistema, y, si queréis creerme, será mucho mejor que recurramos al
método indio.
—¿A cortarme la piel de la frente? ¡eso jamás! Prefiero mandarme hacer una nariz de plata.
—Hoy día se fabrican bien elegantes, por cierto—dijo el doctor.
—Resta saber si la señorita Irma consentiría en dar su mano a un inválido con la nariz de plata.
Enrique, amigo mío, ¿qué os parece?
Agachó Enrique Steimbourg la cabeza, y nada respondió. Fuese a comunicar la noticia a su
familia y a recibir órdenes de su hermana. Irma adoptó un gesto heroico al saber la desgracia
de su prometido.
—¿Os imagináis—exclamó,—que me caso con el notario por su cara? ¡Para eso me hubiera
casado con mi primo Rodrigo, que, aunque menos rico, es mucho más guapo que él! Doy mi
mano a M. L'Ambert porque es un hombre galante, que ocupa una posición envidiable en el
gran mundo; por su carácter, sus caballos, su hotel, su talento, su sastre; todo en él me agrada
y me encanta. Por otra parte, ya estoy vestida de novia, y, de no verificarse el matrimonio,
padecería mi reputación. Corramos a su casa, madre mía; ¡lo aceptaré tal cual es!
Pero cuando se halló presencia del mutilado, cesaron sus entusiasmos. Desplomose
desmayada, y, cuando recobró el conocimiento, rompió a llorar copiosamente.
En medio de sus sollozos, oyose un grito que parecía partir de lo más profundo del alma:
—¡Oh, Rodrigo!—exclamó,—¡que injusta he sido contigo!
M. L'Ambert permaneció soltero. Hízose fabricar una nariz de plata esmaltada, cedió su bufete
a su oficial mayor, y compró una casita, de modesta apariencia, cerca de los Inválidos.
Algunos buenos amigos alegraron su morada. Proveyose de una bodega abundante y bien
surtida, y se consoló como pudo. Las botellas más preciadas de Château-Yquen, y las mejores
cosechas de la hacienda Vougeot son para él.
—Poseo un privilegio sobre todos los demás hombres—suele decir a veces, bromeando;—
¡puedo beber cuanto me venga en gana sin que se me enrojezca la nariz!
Ha permanecido fiel siempre a sus principios políticos: lee los buenos periódicos, y hace votos
por el triunfo de Chiavone; pero no le envía dinero. El placer de amontonar luises le produce
una dicha incalculable. Vive entre dos vinos y entre dos millones.
Una noche de la semana pasada, en que caminaba despacio, con el bastón en la mano, por una
de las aceras de la calle de Eblé, lanzó inopinadamente un grito de sorpresa. ¡La sombra de
Romagné, vestido de pana azul, habíase erguido ante él!
¿Era realmente su sombra? Las sombras no llevan nada, y ésta llevaba una cesta en la
extremidad de un palo.
—¡Romagné!—gritole el notario.
El otro levantó la mirada, y respondió con su voz reposada y tranquila:
—¡Buenach nochech, cheñor L'Ambert!
—¡Hablas, luego vives!—dijo éste.
—Chiertamente que vivo.
—¡Miserable!... ¿qué has hecho de mi nariz?
Y, mientras se expresaba de este modo, habíale agarrado por el cuello, y lo sacudía
bruscamente.
44
El auvernés desasiose con trabajo, y le dijo:
—¡Dejadme, por piedad, que no puedo defenderme! ¿No obchervaich que choy manco?
Cuando me chuprimichteich la penchión, coloquéme en el taller de un mecánico, y hube de
dejarme el brazo tomado en un engranaje!
FIN
45