Senora Tentacion - Ramon Illan Bacca Linares

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Los cuentos de Ramón Illán Bacca eran más nombrados que conocidos.

Estaban dispersos en colecciones perdidas de suplementos literarios, en


ediciones recogidas o embargadas por falta de pago del editor, o en ediciones
tan limitadas que se agotaban los ejemplares en el coctel de lanzamiento.
Ahora se recogen en este libro doce de sus cuentos. Alguno tal como
«Marihuana para Goering», adaptado para el teatro y traducido al francés,
otro «Si no fuera por la zona caramba» traducido al eslovaco y adaptado a un
dramatizado radial en Checoslovaquia y otros como «No hay canciones para
Osiris Magué» y «Sueño con Kennedy a bordo» ganadores de concursos de
cuentos, (El regional del Diario del Caribe, 1981 y el tercer concurso de
cuentos del Magdalena, 1979). «Señora Tentación» ,«Fantasma entre las
flores», «Rosas sobre su toga», «Faltan dos patas para el trípode» han sido
mencionados en los concursos nacionales en que han participado. Con «En la
guerra no hay manzanas» obtuvo un premio en México, pero ese cuento había
sido firmado y cuidado por un amigo. Son cuentos con anécdotas pero que
ahora reunidos permiten ver el universo, la «Terra Nostra» del autor. En casi
todos hay una evocación, una nostalgia por tiempos idos más felices y que la
memoria trata de recuperar. En casi todos hay la alusión a una melodía, a una
vieja película o a la preparación de un coctel que traen una «atmósfera», un
algo indecible que está detrás de las palabras y que se roza con la poesía o con
la música. Cuentos para ser leídos, o algo mejor, para ser releídos.

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Ramón Illán Bacca Linares

Señora Tentación
ePub r1.0
Titivillus 24.12.2023

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Título original: Señora Tentación
Ramón Illán Bacca Linares, 1994

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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EL PRÍNCIPE DE LA BARAJA

He venido a visitarte por tu cumpleaños. Dudé mucho al principio, pero, al


fin, decidí hacerlo. ¡Me quisiste tanto cuando niño! Algunos de esos
recuerdos amables me acompañan mientras espero responder al sonido
discreto y apagado que da el timbre.

Al fin aparece la prima Piedad Ceralda, quien hace un gesto de sorpresa al


verme, pero después reacciona y me da un beso cariñoso de bienvenida. “Tú
aquí, me parece mentira…” Mientras la beso en las mejillas, me parece
sentirle el vaho del alcohol que el “Zen-Zen” que mastica no logra disipar.
Hablamos un poco de ti. “Está cada vez peor: ahora no sale casi nunca de su
pieza; todo el tiempo se la pasa oyendo discos viejos de Tino Rossi y Charles
Trenet”. Tengo un pequeño despunte en la memoria y silbo suavecito
“Mademoiselle de París”. Piedad se levanta para avisarte mi llegada pero dice
estar convencida de que no me recibirás.

Cuando la veo caminar, pienso… ¡qué lejos está esa mujer enjuta y de rasgos
anodinos, de aquella chiquilla preciosa cuyo parecido con Shirley Temple era
el tema de todas las visitas!

Desde el cómodo y viejo sofá reviso la decoración que me es familiar. En las


esquinas de la sala siguen las materas de cobre con las argollas de caras de
leones. En la pared, presidiéndolo todo, sigue tu retrato! Cuántas veces no te
vi frente a él, orgullosa y ufana, mientras decías: “Ustedes saben, el secreto de
este pintor es adelgazar los cuerpos y engordar las joyas…”.

Me levanto y empiezo a mirar los adornos de cerca. Aquí está todavía la


figura de ébano que representa a Josephine Baker. En su base se haya una
fecha: “1934”. Imperceptible está la línea de aquella vez que la quebré y que
me valió una muenda feroz.

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Sonrío con un rintintín nostálgico al fondo. De golpe recuerdo que Rito
Alfonso me contó la historia del día que te acompañó a una presentación de la
Baker, en Bruselas. Ante su asombro, te saliste en mitad de la función y, al
pedirte explicaciones, le contestaste con un: “es el mismo espectáculo de
negros que ya estaba cansada de ver; uno no cruza el océano para encontrarse
con esto…”.

Rito Alfonso (Rito por Santa Rita de Casia y Alfonso por el rey de España,
como siempre recalca en las presentaciones), es otro de los que no pueden
pisar tu casa. El motivo se pierde un poco en la penumbra. Parece que alguna
vez no te quiso llevar al hipódromo en Bruselas. (“Voy a ver a mi novia y no
voy a perder el tiempo paseando a primas provincianas y ridículas”, fue su
frase maldita que lo condenó para siempre contigo).

Pero él se venga hablando. Aquella vez que robé tres fotografías <del
escaparate, una de Clark Gable, otra donde aparecías en un estadio de Berlín
durante las Olimpíadas (lo sorpresivo de la toma te mostraba muy joven, pero
con un extraño gesto adusto) y aquella, la última, donde aparecías en la mesa
de un café con las mano entrelazadas con un hombre a quien le habías
rasgado la cabeza, me valió otra muenda feroz. Ahora, en análisis
retrospectivo, con su eterno vaso de whisky a medio llenar y su vestido de
lino blanco que lo hace lucir tan anacrónico, Rito Alfonso afirma:
“Necesitaba la foto de Clark Gable para masturbarse con el vibrador “sitra”
que mantiene bajo la almohada“. Me indignó. Nadie te ensucia y menos
delante de mí. Rito cambia de voz, me pide disculpas y me dice que te quiere,
pero que no te comprende. “Además añade, ¿para qué se tienen los parientes
millonarios sino para hablar mal de ellos?”. Me amansa y sigo escuchándolo.

Ahora se viene con la enésima versión sobre el Príncipe Ygor. Ocurrió en el


París de la entreguerra, en un hotel muy caro. El portero, un hombre apuesto y
que resultó ser un Príncipe ruso blanco, te trastornó, lo mismo que a tu
compañera de viaje, Tallulah Pérez. “Era desvergonzada la forma como lo
perseguían”, dice Rito en una indignación extemporánea, ayudada por el
Whisky. El asunto es que el Príncipe era muy obsequioso. Llevaba el
paraguas para que no te mojaras mientras llegaba el taxi y se inclinaba
respetuosamente, cuando tú, que nunca te has caracterizado por ser pródiga, le
dabas una espléndida propina. Pero esa noche (y aquí Rito Alfonso pone una
entonación cómplice) en que fueron los tres, incluyendo a Tallulah, al “So
different”, se encontraron con que casi todas las mesas estaban ocupadas por

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exiliados rusos. Sólo una espléndida propina les permitió conseguir mesa. A
lo lejos estaba el Príncipe con un vestido un tanto “passé”, pero muy elegante;
a su lado estaban otros jóvenes de aspecto también muy distinguido. A pesar
de tus constantes saludos (ostentosos y de mucha agitada de mano), no hubo
ni una mirada de respuesta. De repente, se oyeron unos excitados cuchicheos
y todas las miradas se dirigieron a una mesa donde estaba una mujer con un
vestido vaporoso.

En un instante, ella se levantó, dirigió unas palabras al director de la orquesta


y enseguida se oyó el tema de “La muerte del cisne”. Durante cinco minutos,
la mujer estuvo flotando como un espectro en el espacio, por último se dejó
caer, arqueando fuertemente todo el cuerpo sobre las baldosa. Estalló una
ovación, pero la mujer rogó silencio con un gesto de sus encantadores brazos
y regresó a su mesa. Nadie volvió a mirar en esa dirección. “Nunca supe
quién era —dice Rito— todos hablaban en ruso”.

Al día siguiente, cuando le reclamaste por el saludo al Principe (que de nuevo


había regresado a su condición de ceniciento portero), éste te respondió, al
mismo tiempo que te daba una mirada congeladora: “Lo siento,
mademoiselle, pero en ese momento yo no era portero, sino el Príncipe Ygor,
y yo sólo trato de igual a los de mi clase…”

De nada valió la queja iracunda que le diste al gerente del hotel, quién se
limitó a mirarte irónicamente con sus ojillos porcinos y responderte con un
vago “tomaremos nota de su queja madame…”.

“Era un vividor —remata Rito Alfonso—. En Berlín era entrenador de tennis


para viejas adineradas, y en París era un danseur professionel, en resumen: un
gigoló”.

Pero la cosa no terminó ahí. Al comenzar la guerra, regresó Tallulah, y, al


descender del barco de la flota blanca, traía del brazo a su flamante marido,
“je” que no era otro sino el Príncipe ruso.

Sorpresivamente cuando todo el mundo creyó que no ibas a determinar a


Tallulah y a su Príncipe tornasolado, diste un giro total y te desviviste en
atenciones a la pareja. La fiesta que diste hizo época; a mí me tocó estar de
adorno infantil para ser besado por todas las señoras.

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Pero, en el fondo, todos estábamos pendientes de la entrada del Príncipe. Su
llegada fue una de mis primeras frustraciones infantiles: ¡“Siempre me lo
había imaginado vestido como uno de los Príncipes de la baraja”!. Después
fue una figura habitual dentro de la casa, con su eterno vaso de cócteles que tú
le preparabas, mientras jugaba poker con los señorones más ricos de aquí. Yo
tenía sentimientos muy confusos, porque aunque estaba celoso de su
presencia, también me gustaban sus propinas cuando me enviaba a comprarle
pastillas de bromural.

Pero, de repente, algo pasó, porque no volvió a visitar más la casa. Cuando te
encontrabas con la pareja en las calles, deliberadamente cruzabas hacia la otra
acera, negándoles el saludo, aunque él siempre se quitaba cortésmente el
sombrero. Cualquier día estalló la bomba, cuando el Príncipe se esfumó,
dejando una montaña de deudas del poker. Y ahí fue cuando, para sorpresa de
todos, tu apareciste como dueña de todos los pagarés que había firmado. Sin
ningún pudor, le remataste todas las casas a Tallulah, a pesar de la penosa
escena que alcancé a percibir, escondido detrás de un biombo, cuando ella,
con lágrimas y abrazada a tus rodillas, te imploraba piedad.

El día que adquiriste esta casa, bailaste, delante de mí y de Piedad, aquel


swing de letra picante que decía:

Somos finos, señoritas,


Sin embargo, con música es mejor.
No bien la aguja puesta adentro,
Usted ya sabe se oye un lamento…

“Que falta de clase”, opina Rito Alfonso. “Ay!, (suspira) siempre he creído
que hubiera sido mejor estar muerto en París, que vivo aquí”. Pero ni tú, ni
Piedad, ni Rito Alfonso sospechan que yo tengo la carta escondida de esta
historia. Desde siempre supe que el Príncipe y la persona con quien tenías
entrelazadas las manos en la fotografía, eran la misma persona. ¡Lo supe
porque usaban el mismo anillo con esa inconfundible águila imperial dentro
del zafiro!.

Ahora Piedad regresa y me dice que tu jaqueca te impide recibirme. Sigues


representando tu papel de “vieja-tía-millonaria-desalmada”, pero yo sé que de
verdad no eres más sino una pobre mujer enamorada rumiando una larga
historia de amor, celos y venganza.

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(1979)

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NO HAY CANCIONES PARA OSIRIS MAGUÉ

Todo comenzó cuando vio la fotografía. Osiris Magué, profesor de teoría


musical y piano, terminó temprano sus clases del viernes en el conservatorio,
luego se quedó un rato tocando, y aunque empezó con composiciones muy
serias, al rato interpretaba los temas ligeros de algunas películas. No podía
faltar, por supuesto, el tema de “Casablanca”, que le había servido como
marco musical a su romance con la profesora de canto. (Lástima sí, que el
final no había sido del todo feliz ya que el matrimonio no había resistido ni
los tres meses).

Cansado, pero satisfecho, se encaminó más tarde al parqueadero a recoger su


Topolino. Al entrar al vehículo se dio cuenta de que algo anormal ocurría. La
puerta estaba abierta y las partituras colocadas en la parte de atrás estaban
revueltas aunque, eso sí, ninguna faltaba. Encendió la radio y en

lugar de la música suave y asordinada de su emisora preferida, retumbó una


música estrepitosa y bullanguera. Alguien había movido la aguja del dial, por
lo tanto tuvo que secarse con el pañuelo la sangre que había empezado a
salirle del oído.

Preocupado, dirigió el vehículo a la calle ciega donde el vendedor de revistas


tenía su puesto. Recordó ansioso que estaba atrasado dos números en la serie
sobre la segunda guerra mundial. Pensó, qué difícil era comunicarle a sus
amigos lo dulce que es para el coleccionista, la espera semanal. De pronto se
acordó que había separado unos discos en el almacén del Centro y que debía
bajar a recogerlos, pero la intensidad del tráfico lo disuadió de hacerlo. Eso
fue otro motivo de intranquilidad; ya que en su vida de hombre metódico,
cuarentón, el culto a su discoteca, obra de tres generaciones que arrancaba del
abuelo italiano, era una religión.

Al llegar encontró que Pablo, el viejo vendedor de revistas, ya le tenía


preparado un paquete con los números sobre la segunda guerra mundial, los

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de cine y algunas revistas de actualidad.

Sacó los cigarrillos y le ofreció uno al vendedor. Como de costumbre pensó


en dialogar con el viejo un rato ya que siempre había admirado el buen
criterio que éste tenía para analizar los hechos políticos.

Esta vez, sin embargo, el viejo Pablo no le aceptó la invitación a conversar,


sino que lo despidió con un: “Hasta luego don Osiris, ahora hay que cuidarse
de lo que uno dice: estamos viviendo tiempos muy peligrosos…”.

Esa noche Osiris, preocupado, tenso e inquieto, aprovechó el leve resfriado


para meterse en la cama. Las revistas sobre la mesa de noche, la música de
cámara que sonaba en la grabadora y el olor del mentolatum que se había
colocado en el pecho y la espalda le daban esa suave lasitud que tanto
necesitaba.

Miró la fotografía. Roma 1930. El gentío apiñado aclama a Mussolini. Trató


de seguir leyendo pero le asaltó una inquietud. ¿En el sector no cubierto por la
fotografía, no estaba un balcón decorado con una Victoria alada y unos Eros
con unas trompetas? Se levantó y trajo a la cama dos gruesos volúmenes de su
colección de revistas viejas. Sí; allí estaba la foto con el perfil del dictador
italiano en un primer plano y algo que podría tomarse como una Victoria
alada al fondo.

Como en un vértigo, la fotografía desapareció delante de sus ojos y ahora es


él quien se encuentra debajo de ese balcón en la Victoria alada. Ha dado un
grito hostil al dictador y lanzado unas hojas volantes. Corre mientras
resuenan, detrás suyo, los pasos de los “camisas negras” que lo persiguen con
las porras levantadas. Entra en una callejuela estrecha y tropieza con un
hidrante.

Los golpes resuenan sordamente en su cabeza.

Las letras de la revista volvieron a tomar forma ante sus ojos. ¿Qué había
pasado? ¿Un pequeño sueño? ¿La influencia de la última película? ¿El
inconsciente que había sacado a flote los relatos del abuelo sobre su juventud?
Se rió nerviosamente. ¡Qué buen tema para la próxima sesión donde el
psicoanalista!

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Mientras colocaba los dos gruesos volúmenes en el estante de la biblioteca,
una fuerte sensación de desagrado, siempre en ascenso, empezó a embargarlo.
Al cabo de un momento pudo relacionarlo con el vallenato monocorde que se
oía a distancia, posiblemente de la habitación del portero del edificio.

No, —pensó—, definitivamente no lo soportaba y hundiendo el botón de la


grabadora, la voz del tenor que cantaba “Nessum dorma” colocó una muralla
musical.

Al principio casi no oyó los golpes de la puerta, pero éstos se hicieron cada
vez más fuertes. Exasperado, se asomó por el espacio que dejaba entreabierto
la cadena protectora. En la puerta estaban dos hombres de gabardina y
borsalinos que parecían salidos de una serie policiaca de los treinta. El más
bajito sacó una placa de la policía y le ordenó seguirles.

Aterrorizado logró, sin embargo, formularles algunas preguntas: “¿Era una


orden de captura? ¿De qué le acusaban? ¿Si era una simple declaración, por
qué no esperaban las horas de la mañana?” El otro hombre, el alto, se limitó a
sacar el revolver y encañonándolo le dijo: “Venga…”.

Iba a protestar de nuevo cuando de una patada volaron la cadenita de la


puerta. Lo sacaron a empellones, rodó por las escaleras, se levantó con una
brecha sangrante en la frente. Pero ¿por qué esa escalera oscura, de piedra
húmeda y no la amplia de granito que daba hacia un gigantesco ventanal?

Lo agarraron por los brazos y lo arrastraron por el zaguán oscuro que no había
visto antes, sacándolo a la calle. Montaron en un Fiat de modelo antiguo y
recorrieron calles desconocidas. Nevaba (nieve aquí?) Al entrar al edificio
marmóreo le colocaron una capucha negra.

La intensa luz del reflector le cegó cuando le quitaron la venda. Un mulato


fornido le atenazaba la cabeza impidiéndole que la agachara. Las preguntas se
repetían insistentemente.

“¿Y la carta protestando por la intervención de la Universidad? ¿Y el apoyo a


la formación del sindicato de profesores? ¿Acaso no son opiniones políticas,
cabrón?”.

Osiris contestaba lo mismo. El tan solo era un profesor de música sin ninguna
inquietud política; había firmado esas cartas colectivas para no quedar mal

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con los otros profesores.

“Sí, ¿Y qué me dice de su amistad con Pablo Montegranario?”

Tuvo que reflexionar algunos instantes antes de relacionar a “Pablo


Montegranario” con el viejo del puesto de revistas.

“¿No sabías que Don Pablo es el jefe de la guerrilla urbana? ¿Y tus


entrevistas con él los viernes?”

De nada valieron sus explicaciones de que él tan sólo era un cliente. Cuando
el mulato empezó a pegarle, el interrogador, un hombre impasible con cara de
ídolo Chibcha, lo detuvo diciéndole:

“¿Para qué le pega?, pierde su tiempo…”

Osiris se conturbó. ¿Sería posible que ellos supieran que por una deformación
en el tallo cerebral era inmune al dolor? No resistió la revelación y se
desmayó.

Al recobrarse no estaba en el galpón con ese calor infernal, ni tenía enfrente al


ídolo Chibcha. Ahora estaba sentado en una silla de estilo barroco frente a un
escritorio elegante donde un hombre alto, de lentes redondos y chiverita
puntiaguda lo miraba atentamente. Detrás de la ventana caían los copos de
nieve. Un retrato del Duce presidía el salón. El hombre agitó un expediente
ante su rostro.

“Aquí tenemos toda su vida”. También su historia clínica (Bajó la voz y dijo
en forma cómplice). “Es divertida…”.

Se acercó al objeto con una funda, del que Osiris se había preguntado qué
sería. Con cuidado quitó la tela y apareció un flamante gramófono. Un
temblor recorrió todo el cuerpo de Osiris. Sabía que eso iba a suceder, pero no
esperaba que fuera tan pronto. Estaba descubierto en su punto vulnerable. ¡Su
exagerada sensibilidad auditiva!.

Una versión espantosa, una canción irrepetible y que el tenía en su discoteca


como una curiosidad. Frescura Damelsí, alumna latinoamericana cantaba en
italiano un “Que no, que no”. Se llevó las manos a los oídos, pero alguien
brutalmente se las hizo retirar y las amarró. Ahora una soprano (¿tal vez

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Conchita Supervía?) cantaba una versión operática de un corrido mejicano de
la revolución, (¿sería posible que “eso” fuera la Cucaracha?) y de pronto lo
inenarrable, una versión melodramática y en italiano de “Se va el Caimán…”.

Bañado en sudor y temblando, Osiris contempló cuando el hombre de lentes


redondos desconectó el gramófono y dijo con voz muy dulce:

“Adesso parlami di Paolo…”

Cuando cesó el vértigo, Osiris se encontró de nuevo en el galpón. Su


curiosidad por saber qué contenía el maletín colocado en la desvencijada
mesa, fue recompensada. El ídolo Chibcha sacó, casi misteriosamente, una
flamante grabadora. Con brusquedad le colocaron el par de audífonos.

No, no podía soportarlo. Ima Sumac con sus cuatro registros cantaba una
versión intolerable del “Mambo de las cinco botellas”. Siguió un “Danubio
Azul” interpretado por Waldo de los Ríos. Aulló. Ahora siguieron en cadena,
“Flores Negras” por Olimpo Cárdenas, “Infarto a gó gó” de Pablus
Gallinazus, la millonésima versión de “Ay Manizales del Alma…” y por
último, en cascada, todas las canciones del último “Festival del recuerdo”.

Pensó que iba a morir. Pero esto no les molestaba, casi a rastras lo sacaron a
la calle. Los oídos le sangraban copiosamente. A la fuerza lo entraron en una
buseta repleta donde quedó atrancado al pie del torniquete. Eran las doce del
día, hacía un calor infernal y adentro, por lo menos, cinco grabadoras y un
radioperiódico retumbaban.

Osiris observó la gente a su alrededor. Todos eran indiferentes al ruido; aún


más, algunos movían acompasadamente la cabeza. Fue entonces cuando
Osiris Mague adquirió conciencia de su profunda anormalidad,
incomunicación y soledad… y no pudo soportarlo.

Los vigilantes que estaban a su lado se preocuparon cuando lo vieron en los


espasmos del ataque.

“Se nos fue la mano…” dijeron.

“Más bien la música…” precisó el ídolo Chibcha.

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Pero ahora Osiris está dando rápidos giros en el inmenso salón de baile de
cuyo techo penden, y de un hilo, gigantescos pianos de cola que buscan cómo
aplastarlo. Sale huyendo al desierto circundante en cuyo centro se encuentra
una inmensa clepsidra. Absorto contempla como los granos de arena le
representan todos los días, años, vidas y muertes que le esperan. Y ya Osiris
Magué está en la galaxia profunda flotando en la cápsula espacial adonde ha
sido condenado por piratería interplanetaria. El insondable silencio es
perturbado cuando la cinta grabada en el casco de la nave anuncia unos cantos
folklóricos de la zona norte de la región anteriormente denominada
Suramérica, en el planeta Tierra.

Los instrumentos musicales empleados, puntualiza el narrador, sólo se


conservan en los museos de Samarkanda y Taganga.

Los primeros compases del acordeón se confundieron con el terrible,


escalofriante alarido que dio Osiris Magué.

Una inmensa ola que arrancaba más allá del génesis de toda conciencia, le
envolvió. Y allí está Osiris dentro de su alcoba, gritando histéricamente,
mientras trata de darle todo el volumen posible a la grabadora para que la voz
de Pavarotti acalle ese vallenato que viene desde la portería.

Fuertes golpes resuenan en la puerta. Entreabre manteniendo la cadena de


seguridad puesta. Un par de rostros siniestros lo esperan…

(1979)

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MARIHUANA PARA GOERING

AHÍ VA ESO…

Trató de darse ánimo silbando bajito. La frase musical salió confundida. “No,
ese es el tema de otro concierto”. En ese instante el caballo resbaló y dio paso
a pensamientos menos melódicos.

“Como jinete soy un fracaso… tal vez como todo. ¿Qué carajo hago aquí en
medio de la Guajira buscando un cultivo de marihuana y esperando un tiro, si
mi lugar está en el “Cisne” hablando sobre marxismo, el cine de Bergman o la
liberación sexual?”

El caballo dio un respingo y se paró. A pesar de hincarle las espuelas y de


mover las bridas, la bestia permaneció clavada al suelo inconmovible.

¿Y ahora qué hago? ¿pero dónde diablos se metieron mi secretario y la


policía? No puedo gritar, daría la alarma y vendría la gente de Durán, y
entonces sí soy un muerto seguro. ¿Por qué me pasarán a mí estas vainas? Y
ahí dejamos a nuestro juez montado en su cabalgadura díscola, desconcertado,
despelucado, sudoroso, con un sombrero desproporcionadamente alón que lo
hace ver más pequeño, mientras el miedo va ascendiendo y llenando todos sus
sentidos.
HAGAMOS UN FLASH BACK PARA EXPLICAR PORQUE ESTA EN LA GUAJIRA UN
JUEZ QUE AMA A BRAHMS.

El bus arrancó rápidamente bañándolo de polvo. Escupió varias veces para no


tragarse la arena de los labios y limpió los lentes redondos a lo John Lennon,
con el dorso de la camisa. Y ahí quedaba. Gordito, bajito, rosadito, con un
sombrero de fieltro blanco que la fuerte brisa pugnaba por arrancar. A sus
pies, su maleta de cuero flamante, distinguida, una caja de libros y dos
cuadros. Un libro gordo bajo el brazo, “La Montaña Mágica”, y un parpadeo
nervioso mientras se ajustaba los lentes a la nariz y leía el aviso:

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HOTEL RAQUELITA
Atenciones de primera
Precios de tercera

El muchacho morocho que contrató para que le ayudara con el equipaje


protestó por el peso de la caja de libros.“¿Qué lleva ahí, piedras? ”No, libros"
respondió. “Es que la cultura pesa”, se dijo para sus adentros. El vestíbulo,
lleno de mecedores vieneses, mesitas esquineras y dos grandes espejos de
cristal de roca estaba solo. Después de dar varios golpes en el pesado
escritorio colocado al fondo del corredor, apareció una anciana, blanca,
delgada, con cierta elegancia a la antigua que el collar largo de perlas
artificiales acentuaba. Su acento extranjero le indicó al joven que ella era
Doña Raquel, la dueña del nombre y del hotel. Tomó el libro de color
indefinido y se dispuso a tomarle los datos.

—¿Nombre?
—Goering Bermúdez Díaz Granados.

Dejó caer la estilográfica, sobresaltada y exclamó:

—¡Vaya nombre el que usted tiene!

Sintió la irritación sorda de siempre en estos casos y pensó: “Sí, ya sé, usted
lo que quiere es que le explique que tengo este nombre en honor de un gordo
nazi, de quien mi padre tenía un inmenso retrato. Porque en el 30 iban de aquí
a estudiar aviación en Alemania y mi padre fue uno de esos, ¿Debo decir
privilegiados?; de allí regresó con el gusto por los uniformes, la música de
Brahms, las trenzas en las mujeres y el uso del monóculo”.

El joven, sin embargo, tan sólo contestó:

—Ese nombre no lo escogí yo.

La anciana contestó, entre cordial e irónica:

—Me alegra oírle eso. Mi nombre es Raquel Zaracuchaski. Y añadió:


Venga conmigo, le daré la mejor habitación disponible.

Pero Goering no alcanzó a comprender del todo la frase que soltó la vieja
señora mientras el colgaba en las paredes el retrato de su padre, con el
uniforme de la Scadta, y otro de Ava Gardner en “La condesa descalza”.

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—“Usted es un inocente… como yo”, dijo entre dientes.

Mientras se bañaba en la alberca del patio con una totuma, el joven rumió la
frase sin entenderla del todo.

Cuando más tarde salió a conocer el lugar, sólo vio un pueblo raquítico, con
ceibas frondosas a lo largo de la carretera y un disparatado tráfico de buses
multicolores rumbo al norte, al contrabando y a la aventura.

“Hola soledad…”, la voz de Rolando Laserie le indicó que la casa de la


esquina, donde una tablilla decía “De un pecado me acusan”, era la cantina.

“Animo”, se dijo, mientras se acomodaba en una mesa. Esto es el exilio,


paciencia, pues, y una cerveza.

DE COMO ENTRA PASTORA EN ESTA HISTORIA Y EN LA VIDA DEL JUEZ.

Cuando ella entró, alta, gruesa, moreda cerrada, con un cuerpo pesado y
cargado en las nalgas, pensó que parecía salida de una película de cabaret
mejicana. El atuendo, vestido morado —tono momposino en cuaresma—
turbante y medias —¡“medias en este infierno”!, exclamó—, tuvo su
explicación cuando ella, en un tono broncíneo que superó a las trompetas de
la Sonora Matancera, le gritó algo sobre un velorio a un hombrecillo
insignificante, caricaturesco, que estaba detrás del mostrador.

Al divisarle, la mujer se le acercó sinuosamente bordeando otras mesas en la


típica estrategia envolvente.

—¿El señor es agente viajero?, pregunta.

No responde claramente, sino decide juguetear, hacerse el interesante, adivine


el personaje, quién es quién, ju is júi, quí e quí. ¿Eres un ingeniero del Incora?
¿un agente del Das? ¿un cura echando una cana al aire? Es imaginativa, le
dice, pero ella contesta que no tiene un macho que la comprenda.

¿No es ese tu marido?, pero ella dice que a sus treinta y ocho años no ha
conocido el placer, pues ese hombrecito lo único que sabe es hacer hijos.

“Freud, a ti lo que te faltó fue trópico”, piensa divertido. Ella le comenta que
él es demasiado diferente y eso allí es peligroso. El le revela que él es la ley,
el nuevo juez. Sensación en todo el bar. He ahí un motivo para una gran

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parranda. Al que a buen palo se arrima, le dan el mejor whisky de
contrabando. La gente empieza a corear: “Allá en el monte donde brilla la
luna entre cardos y tunas suena un acordeón…”

Goering se sorprende en un momento dado tocando la guacharaca. Después,


casi al amanecer, y cuando quedan los dos solos bailando estrechamente
abrazados “Magia Blanca”, el bolero de la temporada, ella le susurra: “Esto es
divino”. “Tu eres mi angel del desierto, mi gran útero primitivo, necesito
hacer de este lugar pavoroso mi propio cielo guajiro contigo”, le contesta él.

En la oscuridad, un par de ojos observan… es el marido.

Y AHORA APARECE JOSÉ DURAN, A QUIEN NO HAY QUE CONFUNDIR CON


JOSSERAND.

Los demás días siguieron con su carga rutinaria. Empezaban con inmensos
desayunos compartidos con “el repórter Esso”, como apodaban a Delfina, la
comadrona del pueblo. Después iba al juzgado, donde su secretario, un
fanático de las radionovelas y de los sumarios, tenía las manos libres para
despachar toda la justicia que quisiera.,

“A mí, déjame leer, voy aprovechar este exilio…”

Se acumularon sobre su escritorio libros gordos. Desde “La guerra y la paz”


hasta “A la búsqueda del tiempo perdido”. Leyó sobre el gótico tardío
mientras en el bar de la esquina resonaba “La pollera colorá”. Por la noche, en
su tocadiscos portátil y mientras el pueblo dormía, colocaba algo de Brahms,
generalmente dulce y melancólico. Sentada en una mecedora de la terraza,
doña Raquel también escuchaba. Pero en el pueblo se desató el rumor:

¡El Juez está loquito, se la pasa oyendo música fúnebre, y eso que no estamos
en Semana Santa!

Una noche, cuando veía en el cine a Arturo Córdova y a Rosita Quintana


bailar en el balcón de un hotel de Acapulco y mientras tarareaba “Bésame
mucho…”, el secretario le interrumpió:

—Es urgente, hubo un lance con dos muertos, le dice:

—¿Qué fue exactamente, secretario?

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—Bueno, pues oficialmente no sé nada, pero dicen que fue José
Duran, usted sabe, cosas de marihuana, un mal reparto tal vez…

Con el libro de prácticas al lado, efectuó el levantamiento de los cadáveres. Al


lado de uno de ellos se encontró un sombrero con las iniciales de José Durán
al dorso. “Que se tome como indicio necesario”, ordenó. “No se lo
recomiendo”, le aconsejó el secretario. Esto sólo logró enfurecerlo. “Haga lo
que le digo”. Así se hizo, no sin que antes el secretario arqueara las cejas y
mirara en forma dubitativa a los policías acompañantes.

Prosiguió con bríos el sumario. Era su primer gran caso y por primera vez
decidió tomar las riendas del juzgado y aprender. Estaba poseído del espíritu
de la investigación. Goering versus marihuana. Ante la reticencia de su
secretario, él mismo, de su puño y letra, firmó la orden de comparecencia a
José Durán.

La comadrona le aconsejó maternalmente: “no hagas eso. Haz como el


anterior juez, échale tierra al asunto. Durán es capaz de matarte”.

No hubo fuerza en el mundo capaz de disuadirlo, ni aún con morbo, como el


día que a escondidas de doña Raquel, Pastora entró a su pieza y empezó a
tironearle de los dedos del pie, refinamiento oriental aprendido en
“Selecciones”. (Memorias de un marinero gringo, de apellido Butterfly, en el
Japón).

Cualquier tarde, y cuando estaba sentado en un taburete contra la pared,


leyendo el periódico del día anterior, oyó el alboroto. Alguien preguntaba por
él a grito pelado. Pronto tuvo enfrente a un hombre alto, moreno,
malencarado, con un sombrero colosal y dos “magnum” a los lados.

—Yo soy José Durán y usted me mandó esto, le gritó mientras agitaba
la orden frente a su cara.

“Ciertamente”, contestó Goering con un hilo de voz, mientras que con la


mirada buscaba desesperadamente a un policía. Ni rastros de ellos. Se
sobrepuso, sin embargo, y le dijo:

—Pase a mi despacho que necesito formularle algunas preguntas.

Página 20
Para su sorpresa, el hombre accedió sin protestar. El secretario, con las manos
temblorosas, no podía entrar el papel en la máquina de escribir..

“Pero antes se quita el sombrero” le ordenó. No sabía de dónde estaba


sacando tanta fortaleza, pero se sentía representando toda la majestad de la
justicia.

En su declaración José Durán explicaba el por qué del sombrero al lado del
muerto: “Yo tengo centenares, de pronto se lo regalé”. No se explicaba el por
qué había un sembrado de marihuana en su finca. ¿A pesar de que ella ocupa
la tercera parte?. Ante la insistencia en la pregunta, contrapreguntó: “Aquí se
contrabandea, y ahora se cultiva la yerba porque no hay otra forma de vivir.
¿O es que usted cree que generación tras generación nos íbamos a quedar
pastoreando cabras?”. Goering formuló un “Yo no vine a estudiar sociología
de la región, sino a aplicar la ley”. El matón repreguntó con un “cómo lo va a
hacer con su secretario y su máquina vieja de escribir?. Al final se despidió
con un ominoso “me da la impresión de que quiere jubilarse demasiado
pronto señor juez”.

Quedó frío. Por último, la cantaleta del secretario que repetía un “ese hombre
es más peligroso de lo que usted se imagina, había que ser más flexible”, le
indignó. “¿De qué lado está usted?, le preguntó mirándolo de hito en hito”.

Más tarde, al verlo pasar cerca del bar, José Durán le gritó:

—Ajá, señor juez, ¿y cómo van esos sumarios…?

Sintió arder el rostro de rabia e impotencia. Alcanzó a ver, de reojo, que


Durán conversaba con el marido de Pastora y sintió que daba el salto de la
angustia al miedo.
DONDE SE DEMUESTRA QUE, QUIEN UNO MENOS CREE, LE CITA A SHAKESPEARE.

A su segundo grito sintió voces que le contestaban. Pronto se topó con su


secretario y los dos policías que regresaban buscándolo. Con ellos arrastraban
a un campesino. “Suéltenme —gritaba— yo no sé nada”. Un policía le
contestó con un golpe en la cara. El protestó. “Yo sé como tratar a la gente”
fue la respuesta del agente del orden. No respondió. “Es curioso —pensó—,
cinco años leyendo a Marx y termina uno conduciendo un pelotón de policía”.

Página 21
Decidió apartar los malos pensamientos, pero era imposible. La noche
anterior había discutido con Pastora cuando, en la cita clandestina en la casa
de la comadrona y después de un gran momento amoroso, ella le había
confesado que había ido a hablar con Durán. Ante sus insistentes preguntas
ella le dijo que había ido a saber qué tramaba. “Me ofreció plata para que le
echaras tierra al asunto”. Bramó de la ira. “Podrías hacer ese viaje a París o
irnos los dos a vivir a Barranquilla”, insistió la mujer. Se sintió trascendente.
“Tengo veinticinco años y estoy viviendo una década decisiva, ¿crees tú que
voy a ser inferior al momento histórico?” No impresionó, sino que recibió un
aplauso irónico mientras ella le decía: “el discurso estuvo precioso, pero no
vale el tiro que te van a dar…”.

No lo disuadieron, y allí estaba practicando la diligencia. No alcanzó a ser


interrumpido en sus pensamientos porque el disparo fue certero. Al principio
fue un lejanísimo grito. Después el abandono total… caer, caer mientras en su
entorno escuchaba un enjambre de voces murmurantes. Después el grito se
repitió con una intensidad que paraliza el resto del universo y Goering
Bermúdez Díaz Granados soñó que estaba muerto.

En el pueblo se comentó: “Pobrecito, mataron al juez loquito, nunca supo


donde estaba parado…”. En “De un pecado me acusan”, todos oyeron cuando
Pastora le gritó al marido: “Tú no eres más que una pila de mierda, pero el
juez, ese sí —la madre—, ese era verdaderamente todo un hombre”.

(1975 -1991)

Página 22
SUEÑO CON KENNEDY A BORDO

El joven está parado en la esquina del bulevar con el camellón. Apenas lo


veo, lo reconozco. Esta mañana precisamente ha salido su foto en “El
Sesquiplano”.

“¿No es un motivo de orgullo —decía el periódico— que un miembro de la


familia Kennedy visite nuestra pequeña ciudad?” Sin embargo, en este
instante, salvo yo, nadie ha reconocido en ese joven gringo, mugroso, de pelo
largo y ojos aguachentos, a uno de la dinastía.

Prosigo mi paseo vespertino. La bahía ensaya sus mejores arreboles, pero no


estoy para paisajes. Mis pensamientos giran alrededor de cómo pagar las
cuotas vencidas de la casa.

Al final del camellón doy la vuelta alrededor de un surtidor dañado y que el


ingenio popular ha bautizado como el “bidé de la gorda Zoraya”; al otro
extremo del paseo sigue parado, impasible, el joven gringo. Sostiene ahora un
cigarrillo entre el índice y el pulgar mientras aspira profundo. ¡Hum, eso aquí
es todo un indicio! Apuesto que es de “la mona” de la Sierra Nevada. Lo
mismo deben pensar los dos policías de la esquina, porque uno de ellos le da
un golpe en el hombro al otro, mientras le señala al joven.

Siento un leve cosquilleo. “Estaré ante el gran caso de mi vida? Susana


siempre me reprocha el no ver las oportunidades que me pasan delante de la
nariz. ¿Será esta una de ellas? ¿La mayor, quizás? “Eres el éxito de todos los
fracasos” me gritó al despedirme esta mañana.

Los policías, igualitos a los cocodrilos en las películas de Tarzán, se deslizan


hacia la presa.

¿Cómo se dice en inglés: déjeme hablar por usted, soy abogado? ¡Carajo! ¡si
le hubiera prestado más atención a las clases del profesor Melville!

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Me acerco lentamente para darme la oportunidad de hacer memoria. El
hombrecito está conversando animadamente con los policías en el lenguaje
universal de las señales. Ahora le da golpecitos amistosos al más morocho de
ellos. Al fin se me enciende el bombillo. “I am a lawyer. Don’t answer before
tell me”. ¿Será así? Por lo menos creo que tiene sentido. Con que me diga
O. K. basta. Si lo llevan a la permanente le pediré al comisario le señale el
hotel por cárcel; con un billetón que se pase, eso ya está hecho. No creo que
haya problemas de plata, esta gente es supermillonaria, pero en lo que sí debo
ser muy cuidadoso es en mis declaraciones. Lo que diga será trasmitido por la
UPI o la France Press y le dará la vuelta al mundo.

¿Quién lo hubiera pensado, cómo me iba a imaginar esta mañana que al


terminar el día sería el abogado de los Kennedy?. ¿Y si la cosa se crece y
tenga que venir Jacqueline? No joda, erda, yo caminando por el camellón con
Jacquie de mi brazo; ¡lo máximo!, bueno, y ¿si me toca ir a los yunaites?
Tendría a todos los paparazzi a mi alrededor fotografiándome; no, no es así,
los paparazzi son en Italia; bueno los fotógrafos, la prensa, la televisión,
cuando me baje del Jumbo. De pronto, y por qué no, una portada en el “Time”
como abogado del año. Esto tal vez es exagerado, pero mañana sí salgo en la
prensa mundial. A propósito ¿dónde me pondría Susana la guayabera filipina
que compré en San Andresito?.

Cuando menos lo espero, estoy dentro del circuito cerrado. Todos me miran
con caras de asombro. Farfullo un ¿May I help you?. No joda, ¿por qué se me
tuvo que ir la voz en ese instante? El joven me proporciona una de esas
sonrisas mágicas que tantos votos le ha dado a su familia y me dice un: “No,
thank you”. Después, en un español atropellado pero comprensible, agrega:
“No preocuparse señor que yo saber cómo deber actuar…” Sigo mi camino,
quiero creer que en forma imperturbable, pero las piernas me flaquean. De
reojo veo cuando los policías se embolsillan unos rollitos de dólares. Dios
mío ¿cuánto fue el precio de mi inmortalidad? Silbo pasito, como para mí
mismo. Sólo al cabo de un instante me doy cuenta que la tonada es aquel
viejo tango llamado “El bulevard de los sueños rotos”. ¿Con qué el éxito de
todos los fracasados, eh?

(1979)

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FANTASMA ENTRE LAS FLORES

El viejo y metódico profesor de historia, Clímaco Ayala, leía con profunda


atención el recorte amarillento del periódico de provincia.

Podría ser que al final encontrara, ahora, en el nuevo aniversario de la muerte


del caudillo, algo distinto a los consabidos testimonios de sus acompañantes
en el momento en que el homicida disparó sorpresivamente, o a las imágenes
del rostro cadavérico y a las tomas del linchamiento del frágil y macilento
hombrecillo que se reputaba como el asesino.

Pero el autor de la crónica, un antiguo escultor que en su tiempo había


adquirido cierta notoriedad por sus rotundos desnudos, parecía haber
empleado el cincel para escribir como pensaba el viejo historiador mientras
avanzaba en la lectura.

A pesar del pedestre estilo, en un momento dado el lector pudo materializar


esa mañana primaveral en que Francesca Bertini, la gran dama del cine mudo,
solicitó la presencia de dos investigadores de “Occhi & Orecchi”, la agencia
privada de detectives de mejor reputación en esa Roma de los primeros años
de la década del veinte. La bella con un deshabillé blanco de encajes, el
mismo que había lucido en “La dama de las camelias”, y que tantos suspiros
había desatado en la asistencia masculina del “Olimpia” ahora insistía en sus
llamadas telefónicas a la agencia, pero en ese mismo instante el sonido
discreto y apagado del timbre de la puerta indicó que Carlo Volpone y Pietro
Gaddini los dos ases de la firma habían llegado.

“Qué rápido me entendieron la idea”, pensó la diva después de haberles


planteado el problema. Un misterioso admirador le enviaba todos los días,
incluyendo los domingos, un ramo de flores a su camerino. ¿Pero es que no
entendía ese estúpido que por esas flores peligraba su matrimonio con el
conde Cartier? Si por una mirada de soslayo a un joven cadete le había

Página 25
formado aquel tremendo escándalo en la vía Venetto, ¿qué no pasaría si
supiera lo del ramillete?.

Las instrucciones eran simples. Encontrar al impertinente y disuadirlo de


volver a molestarla, aunque se tuviera que emplear el aceite de ricino, cosa
que los fascistas estaban poniendo de moda. Pagaría lo que fuera necesario.

El joven Gaddini habló de algunas dificultades que se solucionarían con más


plata, el maduro Volpone pensó, mientras lo veía convencer a la diva, en la
extraña pareja de sabuesos que conformaban: Mientras sus deducciones más
lógicas se habían estrellado muchas veces frente al caso concreto, las
corazonadas de Gaddini repetidas veces habían resultado acertadas.

“¿Podría ver alguno de esos ramos?”, preguntó Volpone. “Todos los arrojé a
la basura apenas los recibí”, contestó la diva. Pero en ese instante Allida Di
Stefano, la asistenta de la estrella, una madura y elegante mujer que durante
toda la conversación no había dejado de lanzar miradas aterciopeladas al
joven Gaddini, intervino para decir que el último ramo todavía estaba en el
camerino. “Me sentí incapaz de botar esas maravillosas orquídeas”, explicó al
ver la expresión feroz de la diva. Volpone examinó con atención el ramillete.
Palpó el tejido artesanal con que estaban amarradas las flores, y juzgó las
combinaciones de colores y plantas silvestres que completaban el arreglo.

“Tienen cierto toque tropical”, dijo después de un largo y meditado silencio.


Nada quiso añadir a pesar de las varias preguntas de la diva, trasformada en
una simple y curiosa mujer.

“Era de muy buen ver”, se dijo el anciano profesor mientras, por segundos^
recordó aquellas sesiones del “Olimpia”, donde por mitad del precio, se veía
la película en el revés del telón colocado en la mitad. Allí fue donde el líder
—en esa época tan sólo un antipático pariente mayor—, le demostró su
habilidad para leer los letreros cuando entraban a galería.

“Su admiración hacia la Bertini fue de los pocos detalles humanos que tuvo,
todo lo demás era solemnidad”, siguió recordando.

“Me pareció menos bella que en la pantalla”, le comentó Volpone a su


compañero cuando ganaron la calle. “Sí, —asintió Gaddini—, y añadió

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después de una pausa: ”es muy saludable y tendrá una larga vida“. Volpone le
miró extrañado y parándose en la mitad de la acera le indagó: ”¿Por qué lo
sabes? Gaddini contestó con un suave pero contundente: “Porque lo vi en la
palma de su mano”. Volpone pateó con furia una lata vacía.

La policía colaboró en darles todos los datos sobre los latinoamericanos


residentes en la ciudad. Volpone decidió, en principio, excluir a los ganaderos
argentinos, a los estudiantes chilenos, a los exiliados venezolanos y a los
cónsules brasileños. A las constantes preguntas de Gaddini, contestó con un
tajante “la cuerda del ramo es de artesanía indígena, primero agotaremos esa
pista interrogando a los residentes de los países andinos”.

Las investigaciones sobre los embajadores de los países escogidos no


arrojaron nada en claro. Todos, sin excepción, resultaron ser viejos generales
de las guerras civiles casados con ex-coristas dominantes y posesivas.

“Creo que debemos prestar más atención al hecho de que las flores fueran
orquídeas”, sugirió Gaddini. Pero la pista también se frustró porque Allida Di
Stefano les comentó que tan sólo en una ocasión habían llegado esas flores, y
que en las demás ocasiones, los ramilletes eran de precios módicos, “como
para la novia de un estudiante…”, terminó diciendo. “Ecco”, exclamó
Volpone, y desde ese día empezaron a rondar las floristerías situadas en las
callejuelas cerca a la Piazza Navona. Gaddini asedió a la joven y desgarbada
dependiente de la floristería “Paolo e Francesca”, hasta que ésta entregó la
dirección del peruano que todos los días encargaba flores y las recogía
personalmente.

Cuando llegaron al pequeño apartamento, los detectives encontraron las


huellas de una presencia femenina: jarrones con flores en las mesas y
luminosas y recién estrenadas cortinas en la ventanas.

El inquilino, un joven magro, de constitución débil y color cobrizo, los recibió


con la ceremoniosa cortesía heredada de una antigua cultura. Sin embargo, al
saber el motivo de la visita dio paso a una profunda indignación.

¿Cómo venían a fastidiarle con una historia de esas durante su luna de miel?
Si esa puttana napolitana era celosa, su mujer Annuccia, que era romana,
tampoco se le quedaba atrás. ¿Es que acaso querían destruir su matrimonio?.

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Los investigadores dieron explicaciones y a lo último, confundidos y dando
excusas, se fueron no sin que antes Gaddini tropezara con la mesita recargada
de bibelos y rompiera el más caro.

Desde la ventana el joven de piel cobriza contempló las mutuas


recriminaciones que se lanzaban el joven Gaddini y el maduro Volpone.

El viejo profesor Ayala recordó en ese instante haber leído un ataque


furibundo de Mariátegui contra Francesca Bertini. ¿Tendría algo que ver con
lo que estaba leyendo?.

Pero ahora los investigadores estaban tras la pista de un escultor. ¿Peruano?,


no podrían precisarlo; de todos modos suramericano. Pero ¡ah“, al llegar se
toparon sólo con un estudio vacío pues, como les dijo la conserje, una señora
gorda con muchas ganas de conversar, el artista había partido de regreso a su
país. “Va a hacer unos trabajos de muchas liras” añadió mientras les
entregaba unos bosquejos que había dejado. Volpone los examinó. Ante los
esbozos de unos bustos de próceres no pudo menos de pensar que esas
jóvenes naciones de pobres historias tenían demasiados héroes. Una diosa
empuñando una bandera le valió el calificativo de mediocre, pues él cultivaba
algunas inquietudes artísticas.

Al parecer, habían llegado a un punto muerto. Pero curiosamente fue para esa
fecha cuando dejaron de llegar los ramos a la diva. Francesca Bertini pudo, al
fin, respirar aliviada y pasearse de nuevo con su celoso prometido sin tener
nada que ocultarle.

Ahora podría realizar su profundo anhelo de ser tan sólo la madre feliz de un
sinnúmero de bambinos. Sin embargo, el día que los periódicos sacaron
ediciones extraordinarias con el relato de la boda de “la Estrella y el Noble”,
Volpone y Gaddini, todavía sin órdenes de suspender el caso, le hicieron una
visita al estudiante de derecho. ¿Boliviano o colombiano?

Nunca pudieron precisarlo. Pero después de una búsqueda por antiguas y


retorcidas callejuelas, hallaron la calle ciega con una fuente dañada y
decorada con tritones al fondo.

En una de las casas vecinas estaba la portezuela que daba a la habitación del
universitario, un hombre bajo, de pelo lacio y muchos dientes. Los recibió con
una andanada de citas legales. Volpone no pudo menos de admirar el italiano

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fluido que empleaba, aunque también notó su tendencia a italianizar vocablos
españoles.

El anciano profesor hizo a un lado la lectura.

“Pierdo mi tiempo —se dijo—, faltaban aún algunos años para que el líder
viajara a Roma”, y apretando el recorte hasta volverlo una bola, lo lanzó al
cesto de papeles en el rincón.

Un impulso repentino, no obstante, le obligó a mirar la vieja fotografía bajo el


vidrio del escritorio. La imagen del surtidor seco y los tritones descascarados
le daban al lugar un aire fantasmal.

Y entonces, por primera vez en su vida, el anciano historiador no buscó la


exactitud del dato sino que pensó en un Gaddini aterrorizado que le decía a su
compañero haber tenido una visión.

“Vi a un tipo de gabardina sucia y ojos enloquecidos dispararle a ese joven,


ya un hombre maduro, y matarlo. Todo ocurre en una ciudad brumosa, fea y
fría situada en los Andes, que nunca he visto antes. Después veo incendios y
muchos muertos”.

“Estas jugando demasiado al Tarot”, le contestó un sosegado Volpone.

Con un ademán el viejo hizo desaparecer esos pensamientos, pero


inmediatamente se le superpuso la imagen de la diva Bertini esperando detrás
de una ventana de hierro labrado la llegada de un nuevo ramo de flores,
porque ahora, después de un matrimonio tormentoso y sin futuro, ella
empezaba a conocer varias cosas, entre otras, tal vez, la ensoñación.

(1988)

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EN LA GUERRA NO HAY MANZANAS

Abandonó una de las ventanas que daban al presunto jardín (un surtidor sin
usar por lo menos una década, un palo de grosella, el árbol pipón y algunas
trinitarias y cayenas recostadas a algo que debió ser columna, no lograban
darle ese nombre), y decidió pasar al comedor en una incursión prohibida a la
alacena donde escondían el pan, pero cuando su mirada topó el bodegón
colgado en la pared, no pudo reprimirse y, mostrando al enemigo su posición
al descubierto, preguntó:

Abuela, ¿Por qué no me das manzanas…?

Fue un violento regreso a la realidad para ella, que en ese momento odiaba al
primer ministro inglés, porque se opuso al matrimonio de Wallis con el Rey, y
precisamente ahora, cuando los amantes lograban escaparse de la oscuridad
pública para ir a bañarse en las playas de Yugoeslavia, aparece esta pregunta
impertinente y mil veces respondida.

Cerró la revista “Para Ti”, y con un tono de voz donde la rabia se deslizaba, le
dijo: “Cuántas veces lo he dicho, estamos en guerra, y en la guerra no hay
manzanas; ¿Acaso hablo en inglés…?”

Y volvió Eduardo de Windsor a agarrarse de manos con Wallis Simpson, pero


ya no era lo mismo, se había puesto furiosa por la interrupción y esa no es la
mejor forma para leer una historia de amor.

Benjamín comprendió que había cometido un grave error, ahora quedaría bajo
la mirada permanente de la abuela, todo por su estúpida pregunta.

La verdad es que las cosas se le presentaban muy confusas. Al principio, la


guerra fue la aparición del dirigible. Lento, como un cigarro enorme, casi
silencioso, apareció un viernes sobre la bahía. Todos corrieron a la playa,
dándole una interpretación distinta al hecho. Por último, prevaleció la

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explicación del tío Nicolás: “Busca submarinos nazis, sale del Canal de
Panamá y llega hasta el Cabo de la Vela…” Era una explicación tan
geográfica que nadie discutió más.

Ahora, todos los viernes se modificaba el paisaje con la presencia de un


dirigible sobrevolando la bahía, ante la total indiferencia del público.

Después fueron las reuniones por la noche para oír la radio. Empezaban con
el tañido de una campana y después las noticias sobre alemanes que
avanzaban y franceses que retrocedían. Siempre venían Gastón y Olga, los
franceses dueños del hotel “Entre-nous”. Al principio era formidable. Era un
inmenso plato compuesto por delikatessen de la abuela, chistes de Gastón y el
rumor sobre la última excentricidad de Deborah. “Sale en bata del baño hasta
la playa, pasa delante del Palacio Arzobispal, generalmente cuando ‘Nos
Joaquín’ está rezando el breviario, usa un vestido de baño de dos piezas, se
besa en público con un teniente…” ¡Horror! Benjamín esperaba con
impaciencia la llegada de la noche, pero todo cambió cuando madame Olga
empezó a llorar por las noticias, desmayándose en una ocasión. Eso era
demasiado, pero no protestó, ni le hizo ningún comentario a la abuela;
después de todo, Gastón era formidable, a pesar de haberlo puesto en ridículo
el día que repitió su comentario de que el pito de la fábrica de licores sonaba
mejor que la campana del Big Ben.

Sin embargo, lo que siempre permaneció incomprensible para él, guerra o no


guerra, fue lo de Benedetto. Sólo era pronunciar su nombre para que el tío
Nicolás hiciera un guiño y una especie de ruido, que podría tomarse como
obsceno, con la boca. Pero el dueño del único cine del pueblo y de la mejor
tienda era alguien de importancia, porque al preguntarle a la abuela quién era,
ella contestaba con una amenaza de muenda si lo veía hablándole alguna vez.
Mayor fue el misterio cuando, indagado Gastón, dijo que era alguien entre
barroco y chévere, palabras que ayudaron a envolver el misterio en un
enigma.

Por eso, el día que la abuela lo mandó a comprar un carreto de hilo, no sin
antes hacerle la expresa advertencia de no estarse más tiempo del
estrictamente necesario y de no —“óyeme bien, te lo prohíbo, ¿eh?”—
meterle conversación, salió el nuevo Magallanes hasta la esquina. Detrás del
mostrador se agitaba el monstruo, hombre de edad mediana, robusto y de cara
amable, con la camisa de flores más bella que hubiera visto en esa tierra de

Página 31
uniformidad, —donde el pantalocito de caqui y la camisa blanca eran de rigor
—, no bastándole eso al pionero, avanzadilla de la civilización, sino que un
embriagador perfume emanaba de su cuerpo otra ruptura de moldes, para
alguien cuya abuela había dicho en el monte Sinai “Los hombres sólo deben
oler a ron, tabaco y pólvora…”

Posiblemente la contemplación era un silencio mudo, porque Benedetto tuvo


que preguntarle varias veces qué quería, hasta decirle a lo último "pero es que
el ratoncito Pérez te ha comido la lengua?. Esto dio origen a la risa con
grandes aspavientos de un grupo de muchachos que tomaban cerveza en un
rincón. Desde ese instante la curiosidad se convirtió en odio, pese a las
arranca-muelas de ñapa que le encimó sobre la compra. Por eso, no tuvo
ningún reparo en mentir y decirle al tío Nicolás que sí, que era el italiano
quien le había enseñado el saludo nazi, cuando éste lo encontró ensayándolo
frente al espejo. Nunca pensó que la cosa haría tanto ruido, pero su tío
absolutamente iracundo lo agarró de la oreja y, a rastras, lo llevó hasta la
esquina, no sin que antes un montón de gente se le sumara, a lo que ya era un
principio de manifestación. En ese instante Benedetto pegaba un afiche donde
Bette Davis sonreía sardónicamente, en su papel de Jezabel, mientras al
mismo tiempo, y con la pierna, impedía a una gallina el acceso al salón de
cine a pesar de su clamorosa protesta.

Alguna vez pensó, años después, que nunca había visto una cara tan de
sorpresa como la de Benedetto en ese instante, lo que no le impidió, y con su
mejor acento, preguntar que cosa había hecho el “ragazzo” para arrastrarle así
y allí. Pero no era el momento de las explicaciones sino de la victoria, y el tío
le asestó un golpe mientras gritaba “Fascista inmundo, corruptor…”, mientras
el gentío formaba de inmediato un ring humano y movible.

Pero una cosa es gritar y otra hacer; mal la hubiera pasado el tío, si no llega
Gastón a separarlos ante la protesta de la gente por la ruptura del espectáculo.

Todo concluyó en un ojo amoratado, el triunfo de las fuerzas del mal sobre las
del bien, el desprestigio de nuestra raza crisol donde se funden las otras y las
burlas que le hacía Gastón al maltrecho tío.

Al día siguiente, después de un cuchicheo con la abuela y un comentario de


“no seas canalla”, salió el tío, cosa curiosa, con el vestido y el bastón ocultos
en la cómoda, —monumento permanente al viaje a Bruselas, porque

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“nosotros también estuvimos en Europa, usted lo sabe no”?—. Así ataviado,
la estatua viviente encaminó sus pasos a la alcaldía.

Esa misma tarde, cuando veía azul y crepuscular, a través de las gafas oscuras
del tío, el rostro hondamente caviloso de una lagartija, pasó raudo y veloz un
camión atestado de soldados hacia la esquina.

Su carrera, que veía llegar el retrasado viento, quedó frenada en el instante


que un feroz grito de la abuela hizo imposible su récord.

Una rabia feroz entre las paredes de su pieza por “no pierdas el tiempo, hay
que hacer las tareas” cuando él sabía una y mil veces que ese desmedido afán
por su éxito en la escuela no era sino un pretexto para que no supiera lo que
ocurría. No hubo nada que hacer, y después ante la tienda y el cine cerrados,
encontró un mutismo total en la abuela y un rictus nervioso en el rostro del
tío. Sólo Gastón dijo unas frases enigmáticas como “Fusagasugá” y “Campo
de concentración”.

El misterio nunca fue revelado, pero en cualquier momento llegó feliz y


jacarandoso el tío, con un par de llaves enormes, que no eran las de San
Pedro, ni las del paraíso, pero para los efectos, eran lo mismo. Las llaves
estaban diciendo que el tío era, ahora, el nuevo propietario del cine Rex.

Al principio Gastón dudaba sobre sus conocimientos en historia, pero al final


tuvo que reconocer que el exceso de imaginación de Benjamín era
extraordinario. Con sólo dejarlo hablar, una larga estela de personajes se hacía
presente. Los tres mosqueteros mataban al fundador de la ciudad en una pelea
de espadas, que sospechosamente se parecía a la última película de Errol
Flynn. “Aquí fue”, y para confirmar su historia señalaba los escalones del
castillo derruido frente al mar. “¿Se enredó en su capa?” pedía aclaración
Gastón, quien ya decidía navegar en el proceloso mar del escepticismo y
concluir que con este niño era inútil hablar de la decadencia de la mentira.

Para la abuela, sin embargo, todo esto revestía características de drama. “Se la
pasa en el cine y leyendo, con la vista tan mala que tiene…” Un rotundo
verboten a todas esas actividades fue instaurado. En cualquier momento un
auto de fe quemó docenas de “Pif paf” y “Penecas” en el patio, mientras
Benjamín se sobrecogía de impotencia y rabia.

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Entonces arrecia la lucha en la clandestinidad, y la abuela hubiera perecido de
un trauma síquico y una embolia cerebral si hubiera visto al niño por las
noches revoloteando por los techos en una secuencia que ya envidiaría Lon
Chaney en el “Jorobado de Nuestra Señora” antes de llegar al gallinero del
teatro. Después se pasa a la ofensiva, y la represalia se manifiesta cuando
desaparece el “Para Ti” extraordinario con las fotos del matrimonio de
Eduardo y Wallis y un mutismo total se cierne a la pregunta ritual “¿Pero
alguien ha visto esa revista…?”

Mientras tanto, en su refugio del castillo, Benjamín encuentra que la brecha


generacional existe y que el mundo del adulto no le roza, pues “¿es una
historia de amor la que produce tanto alboroto a la abuela y madame Olga?”.
Bajo la piedra saliente que da hacia el acantilado se encuentran las joyas de la
corona. No importa que el arcón sea simplemente una cajita de acero en cuya
tapa se lee “Caja de Ahorros”, al abrirla salen monedas antiguas, francos
nuevos, algunas medallas con la cara de Petain y que Gastón ha botado a un
chiquero, pero que él ha recogido sigilosamente; fotos de Oliver y Hardy, un
pedazo de pipa con la cara de Popeye, algunos suplementos dominicales de la
“Prensa” y el máximo tesoro (hay que desdoblarlo con cuidado para que no se
dañe) ¡un cartel del “Angel Azul”!

Ahora, la pregunta proviene del tío Nicolás: “¿Bueno, y el afiche que tenía en
el escaparate?”. Silencio absoluto, acompañado de una mirada cómplice de
Gastón.

Pero Marlene, a pesar del tiempo, la distancia y la exótica geografía, todavía


hace estragos. Benjamín ha encontrado, mientras la contempla, esa sensación
deliciosa de frotarse, hasta que irrumpe el abandono confundido con el mejor
arrebol o con el romper de la ola sobre la gran piedra del Este.

Su pasión fue atemperada cuando se acentuó el escozor en el ojo izquierdo y


los graves doctores decidieron que su operación era impostergable. Y allí está,
enfundado e indefenso, con el olor del éter invadiéndolo todo y con.esa ácida
y fría punta metálica que le oprime el ojo, hasta que las estrellitas rojizas dan
paso al desfile interminable de los monjes azules con capuchas que cubren sus
rostros de fuego. Cuando volvió en sí todo estaba negro. La abuela
cariñosamente le quitó las manos de la venda, que quería arrancarse. “No, no
puedes hacerlo. Quédate quieto para que puedas curarte…” Ahora hay una
reconciliación total y la abuela le complace en todos sus deseos. Pasan horas

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silenciosas en donde él siente su presencia solícita. Aprende a diferenciar los
distintos chasquidos orgánicos de los muebles y disfruta con el golpear de un
pequeño cucarrón en el vidrio de la ventana. A veces interrumpe el silencio
cuando con acento consentido le pide: “abuela, léeme otra vez el cuento del
Príncipe Feliz…”

Un día cuando, entre todas las visitas que llenaban el cuarto, se acercó
Deborah a besarlo, sintió la misma vibración que en sus tardes con Marlene.
Por eso no le importó que le dijeran montuno mientras permanecía sumergido
con la cabeza debajo de la almohada. Sólo regresó cuando el perfume de
Deborah se fue con el olor de su deseo en la brisa.

La convalecencia le hace visitar a menudo el refugio. Ahora todo le era más


pleno. La tibieza de la arena, los colores del crepúsculo o la suave brisa del
atardecer. Cualquier tarde castellana, cuando las alas del ángel de la noche
arrastraban las últimas horas del día, pasó arrastrado por la corriente un
inmenso piano de cola. Gritó para llamar la atención de una lancha cabotaje
que se hallaba en las cercanías, pero sólo encontró como respuesta el cordial
saludo de los pasajeros. Esa noche, cuando relató el suceso en la reunión para
oír las noticias de la BBC nadie le creyó, sólo el comentario de Gastón
fatigaría para siempre los surcos de su memoria: “A lo mejor es el piano del
Titanic…”

Absolutamente ofendido, decidió guardar inviolables sus impresiones


crepusculares. Por eso no dijo nada cuando el periscopio le hizo identificar al
submarino nazi, y sólo cuando la alerta se hizo general, comentó su presencia.
El tío Nicolás volvió a ser la sibila del lugar, ya que al preguntársele por una
explicación racional a la presencia de un submarino por el contorno, afirmó
dogmático “Cosas de esos degenerados, deben estar buscando Marihuana para
Goering…”

Cualquier tarde gris, Benjamín, desde su testimonio inverosímil, contempló la


llegada de la dama de negro con su inmenso sombrero y un largo velo que le
cubría el rostro. Decidió que su presencia sería su más profundo secreto, y así
contempló, casi que sin respirar, todos los actos de la bella desconocida.

Ella, la única, lanzó unas piedrecillas al mar mientras exclamaba con voz
grave: “Oh! que mar tan histriónico…”.

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Aunque no pudo distinguirla con precisión, supo desde ese momento que era
¡Greta Garbo!.

Los años pasaron reiterativos e iguales. El dirigible era una presencia


infaltable los viernes. En el hogar, el armisticio logrado con la abuela siempre
estaba al borde de la ruptura, y en puerto, los cabrestantes enrollados
manifestaban la ausencia de los embarques.

En las calles, las gentes iban y venían comentando Gualdacanal. En la radio,


los primeros compases de la quinta sinfonía de Beethoven indicaban los
triunfos cada vez más frecuentes de los aliados.

En la puerta del cine, el tío Nicolás colocó un inmenso cartel donde San
Jorge, parado sobre el cadáver del vampiro nazi, hacia frente al pulpo japonés.

Para Benjamín, sin embargo, nada de ésto tiene importancia. Ahora su última
ansiedad es esperar la presencia de Deborah por el camellón en el atardecer.
Para su total desaliento, nunca anda sola. Con frecuencia está con las
Chuchay tarareando, mientras pasean agarradas de la mano, la última canción
de moda. De tanto oírlas, ya Benjamín diferencia “Temptation” de “Stormy
Weather”, aunque más fácil le resulta acompañarlas cuando cantan en español
“Solamente una vez” o “Vereda tropical”.

A veces las acompañan algunos gringos del Prado, y así Benjamín logra
conocer los celos antes que el amor. Deborah alimenta su pasión, ya que a
veces, cuando la ansiedad de su mirada se hace más ostensible, se separa del
resto del grupo y dándole un beso le dice: “Cuando cumplas los veintiuno
hablamos, buen mozo…”

Al fin se impone la cordura y Benjamín termina mandándole esquelas a Riña,


la hija de Lino, un italiano garibaldino y Chola, una princesa guajira.

Esa tarde espera impaciente al fondo del jardín de las monjas, mientras relee
la cartica “Te espero a las seis cerca a la puerta de escape”.

Pero la felicidad es esquiva y no puede conformarse con la breve caricia y un


leve beso que le de Riña, antes de reunirse con sus compañeras guardianas
cercanas de la moral. Después, lo de siempre, el que menos ama, ese impone
sus condiciones. Riña exige: nada de encuentros personales, sólo el puente

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telefónico y la esquela diaria y prolija que demuestran su devoción al género
epistolar.

El desastre se generalizó cuando el tío Nicolás puso en duda la fidelidad


exigida: “Yo no sé que es lo que pasa, pero me parece que el hijo del turco te
está haciendo el cajón…”

La frase lo enfermó. Llama por teléfono y en un “si, quiero que me aclares


algo, léeme la última carta que te envié, tenemos que discutirla…”.

Corre las cinco cuadras que los separan y allí, baldón eterno para la memoria,
pegado a los barrotes de la ventana perdió la fe en el género humano cuando
contempló como la moderna Mesalina, le leía melifluamente a su
no-presencia al otro lado de la línea, la carta pedida. Mientras, (imagen
indeleble) Solimán el Magnífico la arrullaba entre sus protervos brazos.

Corrió toda la noche por la playa. El cielo era una sábana de doradas
llamaradas que se extendían borrosamente al nublarse la vista por las
lágrimas. El alba lo encontró al pie del castillo donde veía estallar la luz, con
matices violáceos, sobre la bahía. Todo eso fue sorprendido dolorosamente
por los cohetes que rompieron con luces de color y alegría su soledad y su
distancia.

Emprendió lentamente el regreso. Al llegar al camellón se encontró que una


multitud cantaba y reía. Por un alto parlante la emisora transmitía el porro del
momento:
Ya la guerra se acabó
Ya por fin llegó la paz
Ya el Japón se rindió
Con dos bombas nada más…

Se tropezó con Gastón, quién al verlo, le abrazó feliz mientras exclamaba:


“Ganamos la guerra, ganamos la guerra…”.

Una manifestación encabezada por el tío Nicolás se dirigió al hotel dónde


Madame Olga izó la bandera colombiana y después la francesa; la gente rugió
un “alons sanfán de la patri, le yur de gluar etá arrivé…”.

Gastón a su lado comentaba: “que pronunciación, qué gallos…”

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Lo que era sólo un guión en el horizonte, se convirtió en un pequeño
aeroplano que sobrevoló al camellón. Gran confusión dentro de la multitud.
Los más precavidos corrieron a esconderse, mientras que los optimistas
sacaron los pañuelos y vitorearon. El aparato empezó a dar círculos y escribió
con humo “Tome píldoras de vida del Doctor Ross”, después en unas largas
subidas y hondos descensos, trazó varias “V” de la Victoria.

Siguió la fiesta con el ruido ensordecedor de los cohetes. Los gringos salieron
de su reducto en el Prado dando vueltas al camellón en sus automóviles,
mientras con las bocinas tocaban el tá-tá-tá de la victoria. En algún momento,
la emoción hizo que se revolvieran democráticamente con los nativos
llegando, en su exceso de confraternidad, a tomar whisky a pico de botella
“ver para creer —dijo Gastón— ojalá se les peguen unas cuantas amebas”.

De repente, el horizonte fue interrumpido de nuevo por la silueta de un barco.


Todos corrieron a la playa en una alegría casi rayana al paroxismo.

Después fue que todos recordaron, como en un presentimiento, habían


enmudecido antes de que se produjera el estallido, el estruendo, el profundo
torbellino y el intenso oleaje.

El estupor pobló todas las miradas, “¿fue una mina?” “¿sería un submarino
nazi?” “Miren”, gritó Benjamín cuando las primeras manzanas empezaron a
llegar cerca de la playa. Con una alegre carcajada se zambulló y recogió la
fruta.

Le dio un mordisco hondo para disfrutar del placer largamente diferido. El


sabor pulposo y fresco de la fruta le embriagó todos los sentidos. Respiró
hondo, y en ese instante, tuvo conciencia plena del momento vivido. “Sí —
pensó— definitivamente la guerra ha terminado”.

Una espinita penetró en su pensamiento revelándole que también había


terminado su infancia.

(1976)

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ROSAS SOBRE SU TOGA

¿Cómo crees que pueda escribir este artículo si lo primero que me piden es
comedimiento? Mira este memorándum del director: “Se le ruega una gran
discreción; confío en su buen criterio” ¿Qué tal? En medio de este lío tengo
que escribir algo que no rompa ni manche nada. Estos son los momentos en
que te preguntas por qué carajo trabajas en esto y, sobre todo, para éstas
personas.

¿El también fue profesor tuyo de “Romano”?

Me parece verlo todavía en esa primera clase, cuando entró con su vestido de
lino blanco (más bien color marfil), con ese atildamiento en el vestir y ese aire
de distinción que le era tan propio. Alto y sonrosado, no tenía el tipo costeño.
¿Recuerdas cómo se peinaba con el cabello hacia adelante en un vano intento
de taparse la calva? Con esa presencia, ese hombre y esa ambigua reputación,
ya desde su entrada —y aún sin pronunciar palabra—, había creado una gran
expectativa sobre sus clases.

A mi me parece que ese nombre lo marcó demasiado. Pienso que si se hubiera


llamado Juan, Jacinto o José todo hubiera sido más fácil para él. Pero
supongamos, en gracia de discusión, que lo hubieran bautizado con uno de
esos nombres del calendario cristiano o el martirológico romano, —a que eran
tan afectos nuestros abuelos—, seguramente se hubiera llamado Lino, Cleto,
Clemente, Sixto, Cornelio, Cipriano, Crisóstomo, Pablo, Cosme o Damián.
Pero no, le colocaron un “Catón” que fue decisivo. Ya averigüé que el
nombrecito no se lo pusieron por ese par de moralistas aguafiestas de la
antigüedad, sino por el abuelo, un lambón de la “Yunai” a quien ésta, después
de la huelga, premió con una cantidad de tierras y concesiones. Por eso era
millonario y pudo estudiar, desde el bachillerato, en Europa, donde aprendió
como seis lenguas —entre vivas y muertas y… dormidas—.

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Cuando yo oí su nombre por primera vez lo asocié enseguida con togas y
laureles. Me pareció ver a Nerón echándose agua en las mejillas con su
lacrimatorio, a las carreras de caballos en “Ben Hur”, a Marlon Brando frente
al cadáver de César, (“Romanos, ciudadanos, escuchadme con atención…”),
“¡como ves, mi cultura romana es ‘made in Hollywood’”!

Aquí tengo este arrume de fotos que, sin embargo, no puedo utilizar, pero
¿sabes lo que voy a hacer?, mañana se las llevo al forense. Yo creo que algo
aportan a la investigación. No le diré nada al jefe porque con toda seguridad
me lo prohíbe. Pero no hablemos de ratas, hablemos de leones, aunque sean
de color rosa…

Pero fíjate cómo es la vida. Mi primera impresión de Catón fue deplorable.


Había una fiesta en la universidad por la iniciación de los cursos. Cuando
llegué, tarde como de costumbre, ya nuestro hombre estaba borracho,
desencuadernado, con las gafitas rodándole por la nariz y farfullando
insistentemente un verso en latín, ya que el resto del poema se le había
olvidado. De inmediato me di cuenta de que había cierto deleite en muchos de
los asistentes en ver el derrumbe. En un momento un joven, aprovechando
esta tácita complicidad y tratando de lucirse, empezó a zarandearlo mientras
le decía: “Quosque tandem abuture Catalina!, cómo es profe?”. Agarré al tipo
por el cuello y le dije: “No abuses de que el profesor no puede defenderse,
métete conmigo a ver como te va?”. Si hubieras visto cómo se puso de
mansito; tú sabes, a veces hay que sacarle partido a estos Uno con Noventa y
al kilaje que me gasto.

A partir de ésto, y posiblemente por lo mismo, Catón siempre fue muy


condescendiente conmigo. “Profesor, ¿Sexto Pomponio significa que había
cinco Pomponios antes?” preguntaba con expresión torpe, consciente de que
iba a despertar un coro de risitas a mi alrededor. Pero él me contestaba con
mucha calma y paciencia. “No, en absoluto. Sextus era un nombre propio
como decir Marcus, Caius, Petronius”. Ahora sé que muchas de sus
respuestas candorosas eran tan sólo aparentes, como la vez que pregunté, bajo
una tempestad de carcajadas, quién era “la mamá de Gayo”. El me contestó,
en forma imperturbable, que ese dato no aparecía en los libros. Una vez me
propasé inducido por mi tío que había sido su condiscípulo en la Sorbona,
preguntándole que significaba “pellexlava”. Me dirigió una mirada como la
de un pretor condenando a alguien y me contestó con la frase en latín: “Paula

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maxima canemus”, que después supe por el diccionario Larousse en sus
paginitas rosadas, que significaba: “hable de cosas más altas”.

Y fíjate, no tomó represalias, más aún, cuando fue nombrado magistrado y


dejó las clases, una vez detuvo su limosina, ancha, negra e imperial, y me
hizo la carrera. Todavía me parece verlo recitar a Virgilio frente a los
semáforos para no exasperarse, como me explicó.

Ya para esa época se había hecho notar por lo estricto en su cargo. No


permitió más a los “marimberos” tomar las clínicas por cárceles.

A pesar de los tiros que le hicieron, permaneció firme en ese punto.


Precisamente por esos días fue cuando lo vi salir por los lados de la “Gardenia
Azul”. Espérate y te cuento desde el principio. Yo estaba en la funeraria “Quo
vadis” en un velorio, Je! cuando veo salir a Catón por la trocha acompañado
por un joven morocho vestido con una sudadera. Le sentí perturbado al
saludarme. Sentí la resistencia en su voz. Ahí fue cuando confirmé el run-run
que siempre lo acompañaba.

Ese era el lado débil y la gente lo sabía. Por eso cuando le abrió un expediente
al Senador y se formó aquel escandaloso trepequesube, una de las primeras
cosas que vinieron a mostrarme fue a “la Quintopatio”, un travestí que dizque
hacía restallar el látigo en las espaldas de nuestro hombre.

Me indignó el procedimiento, pero tomé nota de que sus enemigos estaban


dispuestos a emplear cualquier arma contra él.

En estas vacaciones de Semana Santa la tormenta se aplacó un poco y como


estaba cubriendo el caso, aproveché el respiro para casarme con Omaira. Una
tarde, cuando ella y yo íbamos camino por la playa, entrelazados, sentimos la
mirada dura y desaprobadora de una señora gorda, de sombrero de ala ancha y
collar de perlas.

Al acercarnos vimos a su lado a Catón en un bañador de mucho corte y con


una expresión filial que

no dejaba ninguna duda sobre quién era la gran madre arquetípica.


Conversamos un rato, y no sé por qué, pero algo me dijo que no debía tocar el
asunto candente delante de la madre. No pude explicarme por qué estuvo tan
taciturna todo el tiempo, pero el mismo Catón se encargó de informarme esa

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noche de que la madre odiaba todo lo relacionado con este periódico. "A un
descendiente de Catalino Noguera no se le menciona sino para felicitarlo;
¿Qué son esos sobrentendidos que husmeo en las crónicas? le decía.

Un poco más tarde, y cuando estábamos descubriendo el crepúsculo de los


recién casados, se nos ha acercado Catón y nos ha invitado a un “Popea’s
coctail”, creación suya como nos explicó.

El apartamento estaba lleno de cosas, pero no había distinción; no te lo puedo


explicar, pero tu sabes lo que quiero decir. Había estantes llenos de libros de
derecho, con pastas de cuero rojo y títulos dorados; las paredes se caían de la
cantidad de diplomas y fotografías donde aparecía Catón al lado de alguno de
esos monumentos archiconocidos. Eso sí, siempre con su madre al lado.

Una repisa llena de porcelanas francesas hizo las delicias de Omaira, mientras
que yo quedé sorprendido de la audacia de ciertas poses eróticas de unas
cerámicas tayronas. Presidiéndolo todo estaba un inmenso retrato de madre
joven (ojeras, collar de perlas, peinado a lo “garzón”). No recuerdo al
retratista, pero es de esos nombres que sonaban.

En el momento que Omaira estaba entretenida con Lucho Gatica y Felino


Fellini, un par de gatos grises de mejor familia que tú y yo, Catón ha abierto
una vitrina de vidrios corrugados y me ha empezado a mostrar lo que ha
llamado sus “pornocómicos”. Todavía no me he recuperado de la sorpresa.
Todo era de una obscenidad cruda, vulgar, ramplona, algo que no podía
relacionarlo con Catón y su refinamiento. Sin embargo, éste se reía feliz de mi
azoramiento. “Definitivamente el psicoanálisis no es mi fuerte…”.

La fiesta, llamémosla así, terminó en una borrachera total. Catón resultó un


anfitrión de locura y el mejor coctelero del mundo, “Alfonso el destronado”,
“libación de Teresa la alcahueta”, “Aspid para la teta izquierda de Cleopatra”
son algunos de los detonantes nombres de que me acuerdo. Con el alcohol
vinieron las confidencias. Hubo una historia de una bella desconocida con un
vestido rojo-zapote, que en una cava existencialista en el París de la
postguerra, se le acercó y le pidió fuego. —En ese momento Sidney Bechet
hacía llorar el saxofón—. Ella le dijo “vámonos de aquí que ese sax me está
matando”. No le comenté como la historia se parecía sospechosamente a una
película vieja con Ava Gardner y que hacía poco había visto en el cine-club.

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Al final, y casi en la madrugada, estábamos cantando a todo dar aquel paseo,
—no se si lo recuerdas—, que dice:

“Que es lo que le estará pasando al pobre Migue que hace tiempo que no
sale…”.

Del fondo se sintió como un bramido de incomodidad que deduzco era la


opinión de “madre”. Nos quedamos a dormir en la sala y claro, Omaira y yo
aprovechamos la ocasión para “camasutrear”. De repente Omaira me dice
señalando un cuadro gigantesco de Savonarola: “los ojos del fraile se
mueven”. Lo miré y era cierto, los ojos del fraile estaban parpadeando. Me
deslicé al piso y arrastrándome llegué al baño, ¿Y sabes lo que vi?: A Catón
desnudo con el pequeño sexo esponjoso erecto, pelle lavándose.

Me dio profunda lástima y por eso decidí ser un poco cómplice. Después de
todo era poco lo que pedía… así que he vuelto a la cama a desplegar una
técnica imaginativa que Omaira, en un principio sorprendida pero después
muy cooperativa, ayudó a realizar.

No lo volví a ver más, vivo. El senador completamente atrapado inicio contra


él un debate llamándole “el magistrado de las uñas pintadas” y que desató
toda una campaña infame en las paredes.

Mira, por cierto, desde esta ventana se alcanza a ver un letrero… ¿Cómo se te
hace?. Imagínate estos insultos mil veces repetidos y coreados frente al
tribunal, ante la sonrisa cómplice de la policía… Sin embargo, cuando le
llamé por teléfono para darle el pésame, me contestó la voz de un hombre
firme y reposado.

Pero ayer, cómo quedé de impresionado. Allí estaba tirado en la bañera


repleta de sangre. El piso estaba cubierto de flores sanguinolentas, pastillas de
nembutal y frascos rotos cuyas esencias habían enrarecido el ambiente de un
olor rancio insoportable. La cara, con una expresión de inmensa tristeza, tenía
una ridícula florecita bamboleándose sobre su calva.

El tasageo, muy superficial, en el brazo demostraba que todo lo decidió


compulsivamente antes de que llegara la duda…

Pero no sé, te digo francamente que hay algo que no encaja en esa versión
coralibe de una muerte pagana. Mira, hay también dos detalles siniestros,

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inexplicables, como son el par de gatos degollados en la cocina y el tremendo
golpe en la nuca. La sola caída en la bañera no lo explica.

¡Mira estas fotografías! Terribles, ¿verdad? No, no, esa que me muestras la
encontré en un álbum editado por allá en los treinta y titulado “libro de oro de
la ciudad”. En la sección “Nuestras beldades”, llena de mujeres llenitas y de
profundas ojeras hallé esta foto. Esa joven y robusta mujer con el niño sobre
sus hombros es “madre”.

Cuando ella murió, hace escasamente dos meses, Catón le llevaba todos los
días orquídeas al cementerio. Viniendo al periódico reconocí varias veces su
carro.

Sí, el suicidio es muy explicable al parecer y esa es la versión que debo dar.
“Muertos madre e hijo, esa familia se acabó, ya no cuenta” me dijo esta
mañana la asistente del gerente. Me provocó escupirla, pero ella —después de
todo— no hace sino repetir lo que se piensa aquí.

¿Qué mire esa foto con más atención? ¿La de los gatos degollados? Es cierto.
No había reparado en la media de seda sobre el lavamanos. Oiga compañero,
creo que encontramos algo gordo, ésto le puede dar un vuelco completo a la
investigación. Por lo pronto, esta cosa idiota de: “cuando nada lo hacía prever
falleció de manera subjetiva el jurisconsulto y miembro de una de las más.
esclarecidas y tradicionales familias de la ciudad, el doctor Catón Nonato
Noguera…”. Esto se va a la basura, y ahora, aunque me boten, voy a
denunciar este asesinato y empezaré con un “Rosas sobre tu toga Catón…”.

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EN EL MAR LA VIDA ES MAS SABROSA

En el mar la vida es más sabrosa


en el mar te quiero mucho más
con el sol, la luna y las estrellas
en el mar todo es felicidad
(cha-cha-chá)

Todo el mundo comentó en la pequeña ciudad el espectáculo insólito que


daban las lanchas de la aduana y los cúter del resguardo cargados hasta el
tope de árboles, palmeras y otras plantas procedentes de la sierra. Ese mismo
día enfilaron en dirección del “Ombligo de la Perla”, como se denominaba la
playa que estaba en la otra bahía cercana, pero que una serie de colinas
separaba de la ciudad. Durante los días siguientes continuó la misma
operación en total silencio por parte de las autoridades, que no soltaron
prenda, a pesar de lo acucioso que estuvo el reportero del “Sesquiplano”. A la
nota medio guasona que publicó el periódico (malogrado su humor por el
exceso de alusiones mitológicas a que era tan aficionado su director Momo
del Carril), se contestó con un fulminante cierre por el gobierno militar. Días
después toda la ciudad se enteró que donde antes sólo crecían los trupillos,
cactus y pringamosas, y correteaban las lagartijas, serpientes y demás
alimañas de monte; en las tierras que abusivamente había cercado Febo
Piedrasanta, florecía un lujurioso jardín tropical.

El misterio siguió envuelto en un enigma hasta la llegada de una comisión de


la capital que, previa inspección y tres días de borrachera de ron blanco con
coco, adjudicó a Febo todos los terrenos sobre la bahía por “la intensa
explotación económica” como decía el decreto de adjudicación.

De nada valieron los encendidos editoriales que, levantada la censura, publicó


el “Sesquiplano”. El mismo Gobernador General en un discurso oficial el día
del Escudo, en otro el día de la Bandera y otro el día del Himno, y reafirmado
en el de los tres Símbolos Patrios, confirmó el dominio de Piedrasanta sobre
esas tierras.

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En las sobremesas de las casas de los Notables se comentaba cómo ese tipo
había llegado hacía algunos años como fotógrafo ambulante a la ciudad, y
cómo después se había establecido en el caserío palenquera que quedaba
cerca a la bahía. Cómo ese “cachaco” se había podido entender con estos
descendientes de los negros cimarrones era un misterio, pero lo que sí era
claro fue que después de su matrimonio con Perlamona, una beldad de ébano
con unos inmensos y rotundos glúteos, él fue quién empezó a mandar en el
caserío. Cuando montó el aserradero, el palenque le proporcionó trabajadores
fieles y baratos. Más tarde, y ya con los militares mandando, la mayor parte
de los policías los surtió el palenque donde vivía y de allí surgió esa gran
amistad con el Gobernador General.

Nadie pensó que esta amistad sería tan rentable hasta cuando vieron que en un
tiempo récord se construyó la carretera sobre las colinas que comunicó a “El
Ombligo de la Perla” con la ciudad. Por este hecho Febo Piedrasanta pasó a
ser uno de los hombres más ricos del país. Qué estaba en la plata lo demostró
en el bautizo de su hijo Apolo, cuando hizo traer de Cuba a la Sonora
Matancera y el buffet se lo mandaron por avión de la “Tour d’Argent”.

“¿Qué encubre ese parentesco espiritual?” preguntó a grandes titulares “El


Sesquiplano”. Tampoco hubo respuesta oficial, pero sí una segunda clausura.
La oposición que se empezó a aglutinar alrededor del Momo del Carril fue
inteligentemente deshecha por el Gobernador, quien en una reunión secreta
con los Notables de la ciudad, y después de haberles oído sus quejas y
rencores, solucionó el problema repartiéndoles unos lotes de reserva.

Qué la alianza se había consolidado la dio el hecho de que al fin los


Piedrasantas fueron admitidos en el Centro Social, y a la fiesta de fin de año
entraron bellos y majestuosos. Perlamona en esa ocasión estaba especialmente
radiante, con un vestido exclusivo de Dior traído de París que resaltaba su
color. En medio del run run de todos los asistentes, el Gobernador bailó un
vals con ella, mientras los maridos aplaudían y las señoras guardaban un
hosco silencio.

Al día siguiente, bajo el título “Se oscureció el recinto”, “El Sesquiplano”


hizo un recuento de la fiesta. En las páginas culturales sacó una inmensa foto
de “La Venus Calopigia”, y aunque no dio explicaciones, todo el mundo supo
de qué se trataba. El periódico fue nuevamente clausurado, y en esta ocasión

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Momo del Carril fue a parar unos días en la cárcel, sin que ninguna voz se
levantara en su favor.

Ninguno de los juicios entablados posteriormente, cuando la dictadura militar


hubo terminado, tuvo éxito. Ni siquiera el iniciado por Ifigenia Pérez, quien
alegaba —con toda razón—, que ella ocupaba unos terrenos donde tenía sus
ventas de huevas de pescado desde antes de que se oyera hablar de los
Piedrasanta. Esta santona combinaba el pago de las fiestas de la Virgen del
Carmen, que corrían todas por su cuenta, con el rito de ponerle huevos de
iguana todos los días a las tumbas del cementerio para que los muertos se las
comieran en su viaje. Ni siquiera la prohibición de su director espiritual, que
todos los días en la confesión le imponía una penitencia de 13 rosarios, pudo
acabar con esa práctica ovípara.

De todos modos, con la intervención de la esposa de un ex-presidente, al fin


se le adjudicó un terreno en la playa, pero el día que le iban a entregar el
documento en la Gobernación, se negó a recibirlo porque alegó que había
soñado que ese lugar estaba llamado a sufrir grandes calamidades y que ya no
tenía ningún interés. Mucha gente se burló de ella, y el marido aprovechó la
oportunidad para abandonarla y refugiarse en el pecado con una bella
morocha. “Abandono el Vaticano en que esa santurrona ha convertido mi
hogar”, fue la explicación que dio a quienes quisieron oírle. Ifigenia, a su vez,
dio miles de declaraciones que fueron reproducidas por el diario “Flecha en el
Azul”, de reciente fundación. Pero este periódico suspendió el tema cuando
Ifigenia se dedicó a culpar de todos los males que ocurrirían a Juan XXIII,
porque — según ella—, desde que se había permitido a los curas andar sin
sotana, ya no había a quién creerle.

“Ombligo de la Perla” empezó a crecer vertiginosamente. Los rascacielos se


sucedieron uno a otro en una larga fila que sombreó la playa. La gente del
interior del país vino en grandes tours promovidos por los Piedrasanta, ahora
convertidos en magnates del turismo. Apolo, muerto su padre y de regreso de
la Sorbona donde había estudiado Hotelería y Alta Cocina, lanzó una
campaña con grandes vallas que mostraban una perla gigantesca en un diseño
que le valió muchos aplausos.

Nada descuidó en su campaña, pues también logró, después de hacer circular


mucho dinero, que le autorizaran montar una serie de casinos de juego para
atraer la clientela internacional. No faltó ni el más mínimo detalle, pues

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también construyó a sus expensas Mezquitas para el turismo árabe, trayendo
previamente a un Ayatolá para que consagrara los sitios. Todo estuvo, sin
embargo, a punto de fracasar cuando en su afán de utilizar todo el terreno, los
arquitectos empezaron a construir al borde mismo del mar, robándose la
playa. Sólo una acción enérgica del gobierno evitó que se siguieran esas
construcciones, pero ya más de la mitad de la playa había quedado copada.

De pronto, el alcantarillado empezó a devolver sus aguas negras. La cuestión,


sin embargo, sólo adquirió características de escándalo cuando el Ministro de
Salud se topó con una masa gigantesca de excrementos a pocos metros de la
playa, mientras nadaba distraídamente. De la impresión tuvo que ser recluido
en un manicomio, donde su tema permanente era hablar sobre los olores,
colores y sabores de la mierda.

Pero aún así el gobierno sólo intervino en el asunto cuando rebaños de


tiburones empezaron a rondar alrededor de la masa hedionda y el turismo casi
desaparece. Costó millones enderezar el entuerto, pero Apolo recuperó en los
casinos el costo de las obras. Cuando se pensó que ya todo se iba a
normalizar, se presentó la invasión de ratas que salían de todas las ranuras.

Aunque Apolo, siguiendo el consejo del profesor Anselmo Sonata, hizo


instalar altoparlantes en todas las colinas para atraerlas con música, las ratas
hicieron caso omiso de la leyenda y nada sucedió por más que las emisoras
transmitieron seguido los doce conciertos para flauta de Hamelín. Sólo
cuando los fumigadores traídos de Norteamérica (que recorrieron el sitio con
sus trajes de plástico y escafandras que los hacían parecer unos astronautas)
acabaron con su trabajo, fue cuando desapareció la peste. La víctima más
importante de este insuceso fue el propio Apolo, que cayó fulminado de un
ataque al corazón cuando veía por la T. V. “Ben, la rata asesina”.

Poco después todo se normalizó en tal forma que a la gente le parecía


imposible. En el “Sesquiplano” alguien escribió sobre “la calma que precede
las tempestades”, pero en esta ocasión lo único que ganó Momo del Carril fue
que muchos amigos le negaran el saludo y que la gente se alegrara cuando su
hija resultó casada con un travestista que adoraba ponerse trajes del período
Isabelino, guardainfante incluido.

La circulación del periódico disminuyó casi totalmente, y sólo empezó a


recuperarse cuando utilizó el material que le proporcionaba los escándalos de

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Diana Artemisa, la única hija de Febo Piedrasanta, quien en su insaciable
apetito por los hombres rubios, desfilaba por la playa en unos bikinis que
parecían estallar sobre sus gigantescas nalgas mientras dirigía, bajo la
escarcha que se echaba en los ojos, intensas miradas lúbricas a todos los
hombres dorados. En cualquier ocasión el diario sacó una foto a todo color
donde aparecía Diana Artemisa abrazando al teutón de turno mientras la
leyenda decía simplemente “Bu-bú, bú-bú, el corno de Sigfrido”.

El periódico fue condenado a una fuerte multa por difamación.

*********

Andrajosos, con el pelo largo y revuelto, descalzos y los ojos alucinados, se


fueron presentando los consumidores de la yerba maldita. Llegaban y subían
casi enseguida a la montaña que quedaba detrás de la ciudad, en busca de la
que se producía en forma silvestre. Después bajaban hilarantes o ensoñadores
a ocupar la playa mientras tocaban en las guitarras las canciones de Jimmi
Hendrix o Janis Joplin. Luego se habló de comunas que se habían instalado en
la montaña. Aviones repletos descargaban a los Soñadores, y pronto no
dejaron espacio disponible en la playa. “El Sesquiplano” empezó una
campaña pertinaz contra ellos. “¿Qué nos dejan, además de la basura?”
preguntaba. Las autoridades empezaron a hacerles la vida imposible, pero aún
así seguían llegando. De nada valió arrestarlos masivamente. Cuando se
descubrió el primer cadáver hubo una total conmoción; era tan extraño que
ocurriera algo así en la pequeña ciudad, que el inspector José Sosiego tuvo
que llevar el libro de prácticas para saber cómo debía actuar. Después, cuando
los cadáveres de los Soñadores eran cuestión de toda hora, Sosiego no tuvo
necesidad de dar más leídas al libro, sino que se aprendió de memoria todo el
procedimiento.

La alarma no duró, sin embargo, mucho: lentamente fue mermando la llegada


de los Soñadores. Uno de los últimos en aparecer fue el familiar de un
Presidente de Norteamérica, que causó revuelo en la ciudad cuando fue
apresado, pero la eficaz intervención de Máximo Oportuno logró que todo se
arreglara. En esos días “El Sesquiplano” obtuvo los mayores récords de venta
de toda su historia.

Margarita Vencedora no pensó, la primera vez que acompañó a Odin


Melquisedec a venderle yerba a los marineros del “Poseidon”, que daba paso

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a la bonanza económica más importante que haya tenido la región. “Pensé que
era importante que todo el mundo se sintiera chévere”, confesó años más
tarde cuando se convirtió en la columnista estrella del “Sesquiplano”. Pero los
dueños de las tierras, que se dieron cuenta del tesoro descubierto, no les
interesó la felicidad de la gente sino el río de plata que sobrevino
inmediatamente.

Pronto los productores compraron casi todas las edificaciones del “Ombligo
de la Perla” y con sus lanchas (no de placer sino de embarque) saturaron la
bahía.

En un principio, sin embargo, la vida siguió su ritmo ordinario, sólo roto por
el nuevo desplante de Diana Artemisa que, ahora envejecida, con la pasión
por el juego en todo su furor y habiendo vendido por sumas ridículas casi
todo lo que tenía, pretendió casarse con un muchacho de ascendencia árabe.
Aunque él le porfiaba que ya no tenía nada que ver con el Islam, sino que era
tan nativo como cualquier otro, Diana Artemisa decidió que debían unirse en
una ceremonia en la Mezquita.

Con Mosiú Rocoquino, su decorador de bolsillo, estudió horas enteras en su


Betamax las películas de María Montes y Sabú para que la fiesta resultara de
las Mil y Una Noches.

El día de la ceremonia, en que Diana Artemisa llegó en su palanquín, rodeada


de una multitud uniformada de túnicas y turbantes de color fucsia, el novio,
considerando mejor las cosas, puso Jet de por medio y nunca se supo
exactamente a dónde fue a parar.

Para Diana Artemisa esto fue demasiado, y con los nervios destrozados,
desapareció del lugar. Unos sostenían que estaba en una clínica de reposo en
Suiza, otros que sí, que en una clínica de reposo pero en la Capital porque ya
no tenía plata, y los menos dijeron que simplemente se había refugiado en
cualquiera de los pocos apartamentos que le quedaban. Las conjeturas se
disolvieron con el tiempo porque la Saga de los Piedrasanta dejó de interesar
a todos.

Ahora el tema era la defensa de Sátiro Vivaz, acusado de haber violado a


catorce personas entre niñas, mujeres maduras, ancianas y alguno que otro
joven. El argumento de que había obrado así en estado de extrema necesidad,
picado por la “machaca”, causó hondo revuelo. Los entendidos alegaban que

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ese animalito sólo se daba en la selva y otros, que su hábitat era el ambiente
húmedo así que era imposible su presencia en la región. La controversia
adquirió dimensiones internacionales cuando el juez encontró legales las
razones y lo absolvió. “El Sesquiplano” insinuó que el fallo no era del todo
ajeno a que Sátiro fuera el hijo de uno de los más poderosos productores de la
yerba, pero después de que en una sola noche estallaron dos bombas en sus
oficinas, silenció el tema. Los otros dos jóvenes que violaron a dos turistas y
que sacaron a relucir la misma defensa fueron sentenciados a largos años de
prisión.

Los Productores, ahora dueños absolutos del lugar, dinamitaron


construcciones para ampliar las calles y poder correr en sus rechinantes
camionetas. Construyeron dos grandes edificios, desproporcionados, que
curiosamente siempre estaban llenos de gringos con apellidos italianos.
Anastasia, Capone y Luciano se repetían con frecuencia.

Como cosa curiosa, el lugar también se llenó de cabras, las que arrasaron
primero con todas las plantas y arbustos que había en las colinas vecinas y,
después, con todas las del entorno. Ante las protestas de la ciudad, Gran Perla,
la esposa de Melquisedec, importó una gran cantidad de plantas plásticas que
fueron “sembradas” en una gran fiesta que motivó el que fuera bautizada
como “Perla Emblemática de la Ciudad”.

Pronto muchas de las colinas fueron achatadas para construir helipuertos, y


nadie se extrañó cuando en una de ellas fue posible ver un “concorde”
dañado, que Odín compró para que su pequeño hijo, Thor, jugara con sus
amiguitos.

Todo estaba tan cambiado que cuando Segismundo, el hijo mayor de Odin,
fue nombrado Gobernador, “El Sesquiplano” tan sólo se limitó a editorializar
sobre los peligros de la leche en polvo.

El día en que la patrona de la ciudad fue coronada ante dos cardenales y cien
obispos como Reina, hubo sonrisas complacidas de todos cuando dos
gigantescos bombarderos remanentes de la Segunda Guerra Mundial y de los
que se sabía servían para el transporte de la yerba, sobrevolaron el estadio y
arrojaron millares de orquídeas negras, regalo de Odín Melquisedec. Pero no
todo eras sonrisas. Entre la tala indiscriminada y las cabras, el desierto
avanzaba sobre la bahía. Cristino Abella dio las voces de alarma en una serie

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de artículos en “El Sesquiplano”, pero lo único que logró fue que en
publicaciones pagadas en “Flecha en el Azul” se le tildara de “Casandra”.

Cualquier mañana, mientras tomaba tinto en la “Media Papaya” y corregía su


artículo sobre Borges (qüe ahora celebraba su natalicio estudiando la poesía
lituana del siglo doce) mataron a Cristino con una ráfaga desde una veloz
camioneta.

No se habían apagado los ecos del escándalo que produjo su muerte, cuando
se desplomó la casa colgante, que contra todo consejo, había construido Odín
Melquisedec en una de las colinas de la bahía, y en cuya caída murieron el
dueño de la casa y casi todos los centenares de invitados al matrimonio de su
hija. El día del entierro, declarado de “duelo nacional” por el gobierno, la
multitud rompió las barreras y se agolpó al lado del féretro mientras lo tocaba
con billetes y exclamaba “Odín, dame plata”. “Flecha en el Azul” editorializó
bajo el título “Odín subió al Walhalá”.

El vientecillo de arena que, en un principio —en aquellos lejanos tiempos de


Ifigenia Pérez, y que ya eran consideradas como una edad dorada— tan sólo
golpeaba en forma amistosa los cuerpos de los bañistas, poco a poco se
convirtió en un huracán de arena que todo lo invadía. De nada valieron los
anjeos, las lonas, canceles y vidrios colocados a puertas y ventanas. La arena
seguía llenándolo todo. “Es la venganza del mar”, dijo el poeta Torraca en un
poema muy gustado pero que le valió una paliza que le dejó medio muerto.

Pero la arena seguía creciendo y llegó un momento en que para salir de los
edificios había que palear como si fuera una nevada.

En eso estaban, cuando llegó la noticia. Las semillas que uno de los
Soñadores se había llevado de contrabando hacia el Norte, prendió allá. Había
tierra abundante, maravillosa técnica, todo el mercado y policía complaciente.
No se podía esperar más. No se podía esperar más. Los Productores
contestaron con una ofensiva publicitaria diciendo que como la yerba nuestra
no había dos, es “la más maldita de todas” “Malditísssssima” decía un aviso
mientras una bella chica aspiraba un cigarro. Pero ni por esas; cada vez los
embarques eran menores, hasta que al fin llegaron a escasear del todo. Esto
motivó una guerra total en el “Ombligo de la Perla”. Se empezaron a cobrar
las deudas atrasadas, pero nadie tenía con qué pagar. Los cadáveres
empezaron a llenarlo todo. En los joles de los hoteles, en los restaurantes, en

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las mezquitas se oían detonaciones y alguien que caía. Los policías del puesto
en la playa oían el ruido con indiferencia, mientras seguían jugando dominó.
A veces alguno suspendía, paraba el oído y decía: “apuesto a que esa
entró…”. Por las noches el servicio de aseo recogía los muertos, los llevaba al
final de la playa y le prendía fuego a los túmulos de cuerpos. El olor a carne
asada se volvió insoportable.

Todo terminó cuando se marchó la última camioneta rechinante, dejando una


larga estela de arena como despedida. En el “Ombligo de la Perla” no
quedaban sino los descendientes de los negros palenqueros que protegían las
mezquitas porque ahora eran musulmanes.

Cuando al año, el petróleo que pasaba por una ruta cercana se incendió, el
mar ardió durante meses. Sólo los que vinieron desde la pequeña ciudad
presenciaron la catástrofe. En el resto del lugar no había persona alguna. La
noticia dio la vuelta al mundo, y “Le Nouvel Observateur” sacó en su portada
una foto del barco ardiendo con una pregunta: “¿Un nuevo mar muerto?” En
el sitio, la arena seguía creciendo.

*********

Grünewald, el joven periodista, llegó al sitio en su búsqueda de temas de


interés. Anteriormente había intentado hacer un buen reportaje con Ufemia
Pompidú, una anciana más que centenaria que había llegado a prestar sus
servicios de virtud complaciente en aquellos tiempos en que la ciudad era tan
sólo un puerto cafetero. Alguien había dicho que esta mujer era en realidad
pariente del actual Presidente de Francia. “La Guacamaya Enjaulada”
consideró que de pronto de ahí salía una picante y deliciosa historia, y envió a
su reportero estrella, pero Grünewald sólo pudo arrancarle pequeños
estertores ensalivados a ese ente vestido de seda con que se encontró. “Esta
historia me la invento” pensó, consolándose.

Pero esa tarde, mientras caminaba por entre los túmulos de arena que le daban
al sitio un aspecto casi lunar, pensó que el lugar era siniestro.

Cuando a lo lejos divisó los últimos pisos que sobresalían sobre la arena, de lo
que antes había sido un rascacielos, Grünewald recordó un cuadro de Frank
Frazzetta.

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Frente a la torre que arrojaba sombras ominosas sobre la playa, mientras el
mar aullaba rencoroso y distante, pensó iniciar su crónica relatando el fin de
“El planeta de los simios”, donde el único sobreviviente de la tierra, al
regresar miles de años después de su viaje espacial, encuentra que todo ha
sido arrasado por el holocausto nuclear y grita frente a las ruinas de lo que fue
alguna vez la Estatua de la Libertad: “lo lograron, lo lograron”. Pero, “¿quién
recordaría una película tan vieja?” se dijo.

Fue interrumpido en sus pensamientos cuando en la ventana que caía sobre su


cabeza, apareció algo extraño. Repuesto del susto, y mientras enfocaba con su
lámpara, contempló a la vieja desdentada, vestida en forma elegante pero
anacrónica, con largos collares de perlas y escarcha en los ojos que, con una
expresión muy lujuriosa en la mirada, le hacía señales de que la siguiera.
Dudó un instante, pero al fin pudo más su curiosidad y caminó por un largo
corredor (que más bien parecía un socavón) tras la vieja que, hachón en mano,
se contoneaba. Nunca se supo más nada del joven Grünewald.

(1979)

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SI NO FUERA POR LA ZONA CARAMBA…

Santa Marta, Santa Marta


tiene tren, Santa Marta
tiene tren pero no tiene
tranvía, si no fuera por
la Zona Caramba, Santa Marta
moriría (PORRO)

Para la Mona Navarro fue casi un reto cuando supo que, en vez de decorar el
Centro Social (flamante, con una decoración Art-Decó verdaderamente
preciosa), tenía que arreglar el viejo caserón donde estaba situado el cuartel,
de espaldas al mar. El mismo General había elegido el sitio por razones de
seguridad, así que no había forma de contradecir el punto. Armada de
optimismo y suficiencia, esas dos semanas previas a la fiesta, la Mona se
dedicó a maquillar el casino de oficiales. El día señalado, y aunque los
resultados no eran del todo logrados, la Mona podía respirar satisfecha. Sobre
las paredes había colgado Gobelinos que tapaban el horrible color
verde-cuartel que tenían, al pie de las columnas descascaradas había colocado
macetas con algunas raquíticas palmeras, que sólo alguien con mucha
imaginación podría tomar como símbolo de nuestra lujuriante vegetación
tropical. En el techo habían colocado las arañas venecianas que había
prestado, no sin muchas súplicas, Serafina Noguera. En las largas mesas de
patas genuflexas, y prestadas por la curia, colocó hortensias, anturios y
astromelias en los floreros lapislázuli prestados por los Monte.

Así, sólo la memoria podía relacionar ese sitio con el mismo donde se había
seguido consejo de guerra a los cabecillas, de los que por decreto, se
designaba como “Cuadrilla de Malhechores”.

Pero este tema no se iba a mencionar. Al que lo toque lo saco de la fiesta, —


ya verás—. Le había dicho toda decidida Serafina a la Mona.

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De todos modos, la lista de invitados fue examinada cuidadosamente para
evitar que gente impertinente se colara. (¿Invitamos a los Olmos? Sí, al final
de cuentas ellos están con nosotros).

El único forcejeo fue con la música. Mona era partidaria de ritmos


internacionales, (los recién llegados de Bruselas y Londres quieren lucirse
bailando el Charleston, démosle la oportunidad), mientras que Serafina era
propensa a la música recatada y llorona del interior del país. Al final
decidieron alternar unos aires con otros. En lo que sí se mostraron inflexibles
fue en no permitir que la banda tocara porros o cumbias (Eso está bien para
los salones burreros, pero no aquí donde está la gente bien).
El Secretario desmintió a la prensa “no se ha dicho en ningún momento que los
soldados costeños deben ser reemplazados, ya que vacilarían en caso de tener que
tomar una actitud decisiva”. “Eso es falso. Infundios de la prensa”.

Aquiles Olmos se perturbó un poco cuando comprobó que era uno de los
primeros en llegar a la fiesta. Días antes, cuando rasgó el sobre malva que
contenía la invitación, le había preguntado a su tío Enrique:

—Esta gente está loca, ¿no? ¿Cómo se les ocurre hacerle un homenaje a un
carnicero de éstos?

Pero su tío, y dueño del único periódico de oposición, el “Fiat Lux” no le


acompañó en la indignación, sino que con voz tranquila le respondió:

—Te entiendo perfectamente, pero tenemos que ir.

Al principio creyó que había oído mal. ¿No era su tío quien había escrito los
editoriales más vehementes defendiendo la justicia de la huelga? ¿No era él
quien decía que este país se compondría cuando colgaran el último fraile
balanceándose de la última tripa del último militar? ¿Y no era él quien le
había hecho aprender de memoria los discursos de todos los oradores del
Olimpo Radical?

—Si vamos al homenaje, ¿cómo vamos a explicar el cambio de posición a


nuestros lectores? —le dijo.

—Cuando apoyamos la huelga era otro momento. A los comerciantes nos


interesaba que desaparecieran los comisariatos. Pero después que pasó, las
cosas han cambiado. —Y añadió:

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“Recuerda que lo que nos da de vivir es el almacén, no el periódico”.

Aquiles trató de lanzarse en una larga exposición sobre las banderas del viejo
y glorioso partido liberal, pero el tío lo detuvo diciéndole:

Ahora no nos vamos a poner en la mirilla del General, ¡no seamos tan
pendejos!

Por eso, al final de cuentas, ahí estaba bajo el almendro del patio, incómodo
en su frac —que le quedaba ligeramente estrecho—, mirando a través de los
ventanales cómo todos iban llegando. (“Vendrán todos los que son; el que no
está es porque no es”).

En ese instante el centro de la atención era Mr. Thomas, quien sentado en un


canapé con su esposa al lado, recibía con cierta displicencia virreinal el saludo
de los invitados.

Sólo cuando se le acercó Demetrio Rosales salió de su indiferencia y se puso


a hablar animadamente con él.

¿De qué hablaban? No era muy difícil adivinarlo después del papel tan
decisivo que había tenido Demetrio en el desarrollo de los acontecimientos.
Era él quien había disuadido al gobernador de ir a entrevistarse con los
huelguistas presentándole como un hecho cumplido una emboscada en la
línea carrilera. También él era quién había cursado repetidos telegramas al
Ministro de Guerra, su viejo condiscípulo, informándole y agrandándole los
pasos de la huelga. (Si la compañía aumenta los salarios, también nos tocará
hacerlo a los productores particulares. Nos arruinaremos los bananeros. Nos
oponemos a ese arreglo). Sólo cuando se declaró la región en estado de
emergencia y se le nombró como Jefe con atribuciones de Procónsul al
General, respiró Demetrio satisfecho.
En el periódico salió con titulares a ocho columnas: “En la bahía no hay ningún
crucero, sino un buque mercante para refugio de los norteamericanos en caso de
emergencia”.

Como de costumbre, los hombres hicieron corrillos donde se hablaba de


política y las mujeres otros, donde se hablaba de los últimos escándalos de
Germania del Pavor. También estaba sobre el tapete el próximo baile de
carnaval.

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Por eso cuando entró Germania acompañada de su hija Amparo, un gran
rumor recorrió la sala. El murmullo ascendió cuando se reparó en los vestidos
que llevaban las dos mujeres. Ceñidos, sin mangas y con anchos tajones con
motivos egipcios; Germania portaba el último grito de París. Para completar
su atuendo, un peinado de estilo faraónico remataba en su cabeza. (“Que
digan lo que quieran esas envidiosas, pero lo que en las demás es ridículo, en
ella es sencillamente soberbio”).

¿Y éstas? Se adelantaron al baile de disfraces, ¿Nadie les dijo que era el


sábado, no hoy?

La voz de Serafina quería sonar irónica, pero el tono dejaba adivinar la rabia.

Germania y su hija siguieron imperturbables hasta el sitio donde estaba la


esposa del Gerente y empezaron a conversar en inglés. Pronto, para total ira
de Serafina, estaban rodeadas de las señoras ávidas de conocer las últimas
novedades que en París sacaba Patou, Coty y Arden.

¿No te parece que Germania necesita una peluca? Esa frentona es señal de
que la calva avanza. —Dijo una de las integrantes de la corte de Serafina.

¿Peluca dices? —chilló Serafina— ella no necesita realmente una peluca, ella
lo que necesita es una máscara, sí, ¡una máscara!

Sólo un arqueo de cejas reveló que Germania estaba escuchando. Pero


Serafina no saltaba tan fácilmente su presa y remató en un timbre que rebasó
la orquesta.

No sé cómo hay gente a quién no se le cae la cara de vergüenza (“Esto está


para alquilar balcones”).

Desde el canapé, Germania dijo algo sobre la gente provinciana, de modales


bruscos y falta de clase.

Las escaramuzas fueron interrumpidas por la llegada del obispo. Los


invitados se agolparon a su alrededor para besarle el anillo. Cuando le tocó el
turno a Enrique Olmos y se inclinó, el prelado le dijo:

“Veo que la luz se está haciendo en su mente, espero que también en su


corazón”.

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No supo que contestar, y confundido se dedicó a buscar a Aquiles. Cuando le
divisó en el patio, la orquesta que para incomodidad de la Mona se había
dedicado a tocar el porro “El Helado de Leche”, pasó a tocar las graves notas
del Himno Nacional.

El oficial, menudo, enjuto, ágil dentro de su uniforme sobrio, y un poco


rengo, tenía muy poco en común con el hombre grandulón de largos
mostachos y tremenda espalda con que caricaturizaban al general en el “Fiat
Lux”; pero como le había dicho el tío Enrique a Aquiles en la redacción del
periódico: “Los malos no tienen necesariamente cara de malos, salvo en las
caricaturas”.

El General lentamente pudo avanzar hasta la mesa de honor, mientras


estrechaba la mano de los hombres y besaba la de las mujeres. Grandes
aplausos y vítores ahogaron las notas del himno.

Nemesio Correa, frenético en su uno con noventa, comentaba a Germania que


estaba a su lado:

— No es tan sólo un hombre de armas, es también un hombre de letras. Todo


un historiador, además, —esto lo dice con voz que pretende ser cómplice—
no sólo escribe la historia… sino que también la hace… Germania, con un
ademán muy sofisticado, añadió:

“Y además, lo Cortés no quita lo valiente…”

Nemesio festejó con grandes aplausos el calambur.

Alguien pretendió echar un discurso pero fue sacado de en medio por la Mona
y Serafina ante la mirada desconcertada del General. Para sortear la situación,
Mr. Thomas le ofreció su esposa al General para que abriera el baile con un
“Sobre las Olas” que la “Tairona Jazz Band” interpretaba a ritmo de galope.

Posiblemente el General pensó que era preferible recorrer la Zona


persiguiendo “malhechores” que seguir en los sálticos y tropezones de ese
interminable vals. Cuando al fin terminó, se sentó entre el magro Gobernador
y el Obispo, cuyo abdomen impuso se le cambiase la silla de mimbre por una
de cuero.

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“Tú crees que el Obispo pudo realmente huir de México hasta Panamá
acuclillado en. una caja de mercancías?” —le preguntó el Tío Enrique a su
sobrino cuando le encontró en el patio.

“Pues no sé si pudo escapar o no de Plutarco Elias Calles —le contestó


Aquiles—, pero lo que si sé es que no pudo escapar de tus besos”.

El tío resintió el golpe, sin embargo rió condescendiente y dijo:

“No seas tan inflexible, cuando llegues a mi edad comprenderás que a veces
es más inteligente ceder…” —Luego, agarrándole del brazo añadió:

“Entra al salón y diviértete. Deja de estar rumiando ideas tristes. Baila con la
hija de Germania, esa chiquilla preciosa que acaba de regresar de Europa” —
Y con un guiño cómplice terminó:

“Practica tu francés. No olvides que a pesar de su mamá, ella es un estupendo


partido”.

No pudo bailar, sin embargo, porque Amparo prefirió no hacerlo cuando el


público impuso el porro “Óyeme Lorenza”.

Con una voz donde la erre gutural sonaba deliciosa, Amparo le dijo: “Lo
siento, pero no sé bailar esos ritmos tropicales”.

Ya para ese instante Aquiles no tenía ojos sino para la espléndida belleza de
Amparo (“que diablos hacemos aquí, abandonemos esta gente espantosa y
corretiemos sobre campos alfombrados de cosquillante césped”).

Agarrados de la mano, los jóvenes entraban al paraíso sin importarles lo que


ocurría a su alrededor.

“¿Cómo se llama ese perfume que me embriaga todos los sentidos?” —Le
preguntó Aquiles.

“—Se llama (mohín coquetísimo) N’aimez que moi”— Respondió Amparo.

Aquiles pensó que ademanes como ese bastaban para que uno se enamorara
de alguien desesperadamente y para siempre.

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Pero ya la serpiente quería entrar al Edén, y Nemesio Correa trago en mano y
aliento sulfuroso se acercó a ellos mientras decía en un tono tan alto que todo
el mundo oyó:

Bueno, ¿pero ustedes creen que la muerte de ocho negritos merece tanto
escándalo?

El padre prestó atención a los ruidos que venían de la estación del ferrocarril “Son
disparos, pensó, y después de aguzar el oído se dijo: ”Las balas son Dum Dum“, en el
cuarto vecino la niña empezó a llorar: ”¿Llueve papá, llueve?" El padre le acarició
mientras le decía: “Si hija, llueve y llueve duro, pero no temas, yo estoy contigo”. Esa
noche Rosita Marrero soñó con cristianos devorados por leones.

Antes de que Aquiles diera una respuesta feroz e imprudente, Germania salió
al quite llevándose a Nemesio. Después, arrastrando al centro del salón a
Amparo, pidió silencio.

Desde esa distancia Aquiles entendió confusamente, a pesar del acento


gutural de Germania, que Amparo cantaría algo en honor del General.

La orquesta empezó a tocar el aire de la “Momia de Tuntakamón” y Amparo,


con los brazos echados hacia adelante, los ojos entrecerrados y la boquita
fruncida, daba pasitos forzados como los que daría la momia faraónica al salir
del sarcófago. Pero la orquesta no estuvo muy precisa en la melodía y a
Amparo le tocó suplir con gracia lo que al conjunto le faltaba en armonía.

Los aplausos murieron al nacer. (Bella niña pero sin porvenir en el canto).
Amparo sin embargo tampoco se rendía fácilmente y después de cuchichear
con el director de la orquesta volvió al ruedo y empezó un pujante “Tóqueme
el trigémino” (el coro respondía: tóquemelo usted"). La melodía pegó y
pronto el público acompañaba con palmas el ritmo, a pesar del rostro feroz
que puso el obispo.

Amparo acompañaba el canto con su contoneo. En un momento el vestido


revoloteó alrededor de su cuerpo y flotó con evoluciones de bailarina. Al final
se dejó caer en una silla extenuada pero feliz. El General aplaudió con
vehemencia.
La columna compuesta por veteranos y reclutas desembocó por la calle estrecha y entró
en la estación, algunos se despertaron y gritaron “no queremos militares vendidos”.
Otros dijeron “Viva el Ejército”, los tambores redoblaron por cinco minutos.

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La Mona pidió silencio y anunció que la fábrica de cerveza recién inaugurada
se asociaba al homenaje.

“—Hay toda la cerveza que quieran, el único límite es la que puedan tomar
—”.

En el patio empezaron a entregar las “Nevadas”. Algunas fueron puestas en la


mesa principal donde el General empezó a escanciarlas ávidamente.

Al rato ya se discutía a voz en cuello si esta “Nevada” era o no superior a las


alemanas. (Quédate con tu cervecita criolla, me lo vas a decir a mí que estuve
tomando la cerveza que producen en la montaña sagrada de Andechs, ésa sí es
cerveza).

De pronto el General con el rostro descompuesto se levantó y abandonó a


grandes zancadas el salón. Desconcierto seguido de un refrescante “se fue al
baño”, pero todo volvió a ensombrecerse cuando soldados armados ocuparon
todas las puertas.

Un oficial bajo, acuerpado, con fuerte acento nasal, llegó al centro del salón y
dijo con voz dura:

“Parece que han intentado envenenar a mi General. Nadie sale de aquí hasta
nueva orden”.

La misma voz gritó por los altavoces. “Señores, si no desocupan dentro de cinco
minutos la plaza, haré fuego”. Murmullos coléricos, una voz dentro de la multitud gritó:
“le regalamos el minuto que falta…”. El General gritó: ¡fuego! Dos de las tres
ametralladoras empezaron a disparar. La tercera se atascó.

“Esto es un atropello y una falta de respeto”. Bramó encendida la voz de


Serafina. Expresiones como “chafarote” y “cachaco inmundo” empezaron a
oírse por todo el salón mientras el oficial y los soldados permanecían en
actitud impasible.

El médico De Vivo fue autorizado a ir a la habitación donde estaba el


General.

Sólo después y en su celda, Aquiles pudo recomponer los momentos en que


ciego de ira por el atropello, empezó a gritar en medio del salón la oración mil
veces repetida en el baño.

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“Oh Patria mía, Oh Patria infortunada, en esta tempestad de lodo que ha
nublado tu cielo antes brillante”

Un sordo golpe le derribó. El silencio casi se podía tocar. Momentos después


regresó el doctor De Vivo con una sonrisita irónica.

El oficial, confundido, empezó a explicar a los asistentes que todo se debía a


un mal entendido, que el General tan sólo había sufrido un ataque de
amibiasis debido seguramente por la cerveza. Hubo algunos chiflidos. De
todos modos el homenaje estaba herido de muerte.

Ante la desesperación de la Mona todos fueron buscando la salida. Para


colmo de desgracias, la orquesta empezó a tocar “El tambor de la Alegría”, el
mismo aire que había servido de himno a los huelguistas.

La última conversación que Aquiles alcanzó a oír, antes de ser conducido al


calabozo, fue la de Serafina y Germania reconciliadas en el susto.

“Esto está invivible para la gente de bien. Huelgas, matanzas y faltas de


respeto —decía Serafina— No hay nada como vivir en Europa”.

“Sí mija, —le contestó Germania—, tienes toda la razón. Por eso Amparo y
yo nos iremos la próxima semana. En verano nos iremos a Cap D’Antibes,
nos veremos allá cherie, ¿n’est-ce pas?

Aquiles en ese momento dejó de vivir a la sombra de innumerables


perplejidades y comprendió claramente lo que era la “mala conciencia”

(1979)

Página 63
FALTAN DOS PATAS PARA EL TRÍPODE

Miró la foto bajo el vidrio del escritorio y le pareció más irónica.

Allí estaba él, sonriente, mientras a su lado y abrazándolo, gordo y beatífico,


se veía a Fray José Mojica. Alrededor todo el seminario menor en una escala
de sobrepellices, bonetes y sonrisas. Una fecha al pie…

“Han pasado 24 años pero según el viejo Sigmund…”

Apretó el timbre y preguntó: ¿está acordada la cita con el médico? La


fastidiosa voz de la secretaria contestó un “no he logrado comunicarme”

En una ola volvió el recuerdo de la noche anterior. Margarita pedía algo a qué
agarrarse en el furor de la tormenta y él salía con un botoncito celestial, con la
bellotica caída de la canasta de caperucita en el bosque…

“Dulcísimo recuerdo de mi vida bendice a los que vamos a partir Oh Virgen


del recuerdo dolorida recibe tú mi adiós de despedida y acuérdate de mí…”

De un tirón finalizó los versos, sacados de “Pequeñeces” del Padre Coloma.


Ovación. Los mayoristas lo felicitaron. Las tías en un cloqueo santo lo
bañaron de besos. Sus compañeros del menor, no fueron tan unánimes.
Mientras unos lo felicitaron, otros le hacían el signo de estar cepillando y
decían en voz asordinada pero audible “claro como es un birichini de Jesús
Antonio…”

Empujando pudo llegar al centro del salón donde el invitado de honor, Fray
Mojica, se levantó y le dió un beso purísimo en la frente. Esta fue demasiada
felicidad para las tías, quienes decidieron que ese instante mágico quedara
registrado para la eternidad. De allí venía la foto. Testimonio relievante de su
hora más gloriosa.

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Al terminar la sesión, empezaron los adioses. El prefecto Jesús Antonio, su
confesor, director espiritual y émulo de Don Bosco, le entregó un libro de
despedida.

Su título: “Pilatillos” del P. Coloma.

Estuvo tocando las cuerdas, incitando las maderas, golpeando la percusión de


la orquesta de Falopio, toda la editorial Galante puesta a prueba, el
Kamasutra, Tabú y la posada del falo circunciso, convocadas en su ayuda.
Reemplazó la zanahoria de Miller por un vibrador, tomó “papitos”, Margarita
también, subió la potra de nácar, efectuó todas las combinaciones que le
faltaron computar a una calculadora… Estos Favio, Ay dolor ¡Sursum
Corda… Hum! Más fácil hacer llover con un ritual indio. El bello Antonio era
un Babe Ruth al lado de su pobre bandera tendida en el lodo.

Las vacaciones eran mar, fútbol, comunión diaria, jefatura de monaguillos en


la catedral y juego de naipes con las tías.

A veces una mirada cansada a “Pilatillos”.

Érase una vez, un joven purísimo internado en un colegio jesuíta de España.


Joven, purísimo y marqués. Con su corbata celeste y sus ojos orientales
parecía un arcángel de tránsito por la tierra. Pero el prefecto le decía: “tú serás
un Pilatillos, traicionarás y te lavarás las manos”.

Una tarde nefanda es llevado por sus amigos a los baños de María, y allí al
fondo de un patio, un baño o una pieza, no entendió, estaban unas mujercitas
agazapadas.

El capítulo se acaba aquí discretamente. Al siguiente, Pilatillos va corriendo a


donde su confesor, pero éste le dice de pie en el confesionario “te lo dije, lo
supe siempre, tú eres un pilatillos”… El héroe llora, llora tanto que Benjamín
lo asoció con Libertad Lamarque en “Soledad”, el estreno de la semana.

Tiró el libro. Es mejor correr como Di Stéfano y meterle un gol a Pepe del
Mar que se cree Chonto Gaviria.

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“Vete donde el médico sin falta, hazlo mi amor”.

Dar un alarido, sentirse redescubriendo la sinfonía inconclusa.

“Este tipo es un pendejo, con esa hembra enfrente se levanta hasta un


muerto”, había dicho refiriéndose a la Condesa Descalza. Pero, Ava Gardner
o no Ava, con Margarita, Lázaro no salió de su tumba.

Clara se le hizo odiosa al principio. La encontró remedándolo cuando él salía


a misa.

“A dónde vas Benjamín. ¿A salvar almas?”.

“¡No! —gritó—, el que sea seminarista no significa (titubeó) que sea


floripondio”.

Esa noche, como reconciliación, jugaron al escondido. “A que te cojo ratón”.


“A que no gato bribón”. Silencio. Caliente, frío, caliente, aquí. Tropezó el
cuerpo extendido en la cama. Tocó tímidamente, después siguió tocando,
empezó a mordisquearle los pechos. Desde la oscuridad ella dijo “Si
Benjamín quiere teta, pues se le da teta..”

No supo que hacer. Domingo Savio, si hubiera sabido. El no. Chupó. Cuatro
años sin cometer pecado mortal. La sangre que derramó en la tablita para
escribir el pensamiento de Domingo Savio. “Dios mío, la muerte antes que el
pecado, aún el pecado venial”. “La infección que se le desató en el brazo. Las
peleas con las tías porque se bañaba con pantalón para no mirarse. El ejemplo
de San Francisco de Sales, que se cambiaba las ropas sin darse cuenta que era
observado por una cortesana. Al acabar, la cortesana exclamó: ¡”Este hombre
es un santo"! y se convirtió.

Todo se había perdido, al terminar de sacarse el último saladito que le


quedaba en los labios.

Relación de cuentas:

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Benjamín Oliverio debe a la Librería Nacional:

La mujer frígida.

Todo lo que usted debe saber sobre el sexo.

La mujer sensual.

Enciclopedia sexual, colección Luz, Sexual Behavior.

Fue una confesión prolija. Monseñor Isidoro hizo preguntas directas.


“¿Buscabas el placer? ¿Lo disfrutaste? ¿Mientras efectuabas el acto te diste
cuenta que cometías un pecado mortal? Una semana misa y comunión”.

Su confesor Jesús Antonio fue más prolijo: “Una materia grave, sí. ¿Plena
advertencia? No. ¿Pleno consentimiento? No. Faltan dos columnas para el
trípode que constituye el pecado mortal”.

¡Aleluya! ¡Aleluya! Música de Mozart en el aire. La pureza de su alma seguía


intacta.

Pero el confesor estaba imprecatorio. Se alzó del confesionario y gritó


histéricamente: “Y pensar que no tuviste madre, para que llegaras a chupar de
esa teta mil veces maldita…”

No supo si reír o llorar. Pilatillos lloró. El dudó. Desde ese instante estuvo
perdido para las fuerzas del bien.

La voz impersonal del citófono: “Su cita con el médico es a las cuatro”. La
balandra Isabel llega a las cuatro con Arturo de Córdoba. Fugaz asociación
mental.

Y no vino siempre el Camarón Azul. Que se hunda el Titanic y estalle el


Zeppellin, pero esta noche, no, no lo intentemos Margarita quiero saber que
hay detrás del recuerdo

(1974)

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POETA MUERTO EN LETRAS ROJAS

Estaba sentado en una banca del parque. Absorto, era indiferente a la tibia,
impaciente e inquieta mañana de ese mes de agosto. Nada le decían las
espléndidas flores de Resurrección, ni los gajos de corozo, ni las flores de la
Habana. Los gritos de los niños y sus nodrizas no le rozaban. De pronto, una
pelota cayó a sus pies y Fernando De la Rosa y Amador, que así se llamaba
ese joven triste, se dispuso a darle un furioso puntapié. Un “me excusa señor”
le detuvo, y entonces contempló el par de ojos azules más bellos que había
visto en su vida. Con gentileza se inclinó y entregó el balón a la niña de largas
trenzas doradas que sonreía. Un niño vestido del mismo color verde, y rubio
como ella, esperaba unos pasos atrás. Eran un par de seres tan especialmente
hermosos, que no pudo menos de pensar cómo la naturaleza detenía a veces
su producción uniforme y se recreaba formando rostros perfectos como los
que en ese instante enfrentaba. Vuelto a su banca contempló largo rato las
inútiles tentativas del niño por quitarle la pelota a la que, dedujo, era su
hermanita mientras ésta feliz, reía. Sólo cuando ambos se perdieron al otro
extremo del parque, volvió a sumergirse en sus pensamientos.

Parecía que hubiesen pasado mil años desde esa mañana, cuando tarareando
la melodía que siempre cantaba su vecina en el lavadero, subió de dos en dos
los escalones de la redacción.

“Oye, lo tuyo fue amor de película, mira, lo mío fue una escena nada más…”
Cuando se inclinó a seguirle cantando bajito a la odiosa secretaria, cuya
antipatía no había logrado vencer, la respuesta fue un gélido “hace rato lo
espera el Director… está impaciente”.

Lleno de aprensión abrió la puerta del despacho. Sólo más tarde pudo pensar
con calma sobre cuál de los dos había quedado más sorprendido, si él o el
Director descubierto en su más inviolable secreto: ¡El momento de colocarse
el peluquín en la secretísima calva! Un tonante “¡Fueeera!” lo devolvió a la

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sala de recibo. Se rió y lo siguió haciendo, aunque tenía conciencia de que no
debía insistir. No le importaron las miradas rencorosas de la secretaria. Cada
vez que recordaba la brillante calva, de quien siempre había hecho alarde de
sus largos cabellos y sienes plateadas, la risa se acentuaba.

El intercomunicador empezó a encenderse y la secretaria después de estar un


rato con el Director, regresó. Con una sonrisa beatifica le entregó una carta:
estaba despedido.

Ahora sentado en el parque, mientras relée la carta: “Abuso en sus


funciones”, piensa cómo la gente mediocre reduce a cuatro palabras lo que
podía haber sido una bella historia de humor.

Todo comenzó en “La Media Papaya”, cuando alrededor de unos sifones


gloriosos, en una mañana igual a está, los otros redactores empezaron a
zarandearlo con el tema: “Con esos apellidos deberías ser galán de cine
mejicano o un poeta bohemio”. No; para qué iba a decirles nada, él era un
poeta; siempre lo había sido. En sus otras vidas había sido el lector de un
sultán, el narrador de historias en alguna corte oriental, un abate de los
madrigales que haría reír a las condesitas tontas en la corte de los Luises, o el
cantor épico cuyos versos incendiarios arrastraron a los pueblos. Pero ¿cómo
decirles a esos muchachos que sólo saben de “chivas” y de fútbol, todo ésto?
Sólo toca reír largo y sentir el tirón helado de la cerveza en la garganta.

Pero la idea le sonó, y después en todos los casos de sangre que le tocaba
redactar siempre aparecía el occiso con los versos de Fernando De la Rosa y
Amador entre sus bolsillos. Al principio casi era un

chiste privado entre él y los otros redactores, pero sin duda se le fue la mano
cuando le puso sus versos al cónsul gringo muerto por los secuestradores. El
Director lo tomó a lo trágico: “¿quiere usted que nos tomen como un
periódico más de provincia? Aquí somos serios y eficientes”, y vino el
ultimátum Otro error y sería despedido de inmediato. Sentado en ese
momento dudaba si era por el peluquín o por la leyenda que puso a la foto del
gobernador cuando éste, con sus manos en alto, arengaba a unos campesinos.
“Y ahora todos vamos a bailar Zorba el Griego”, escribió. “Te van a echar”, le
dijo el diagramador. Debía ser un profeta porque ahí estaba estrujando la carta
de despido.

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“¿En qué momento me empecé a equivocar?”. Tal vez cuando se sintió líder
en la Universidad. La culpa fue de aquella voz de tenor y la facilidad de
colocar una palabra tras otra. “Ciudadanos de Roma, escuchadme todos con
atención…”, se ladeó la toga mientras descendía las gradas del Foro. Vagas
voces ancestrales o el simple recuerdo del film “Julio César”. Y así actuó todo
el tiempo. Después fue la larga cadena humana que presidió enfundado en su
mameluco para demostrar la unidad obrero-estudiantil, mientras todos
gritaban: “Con Fidel seguro, a los yanquis dales duro…” El porrazo que
recibió de la policía montada

lo ascendió a la categoría de mártir y dirigente. Habló y habló. Al saboteador


que querían linchar los manifestantes lo salvó con un displicente: “descuiden
compañeros, que a ése lo cambiamos por un tractor…”

En la soledad de su habitación llena de afiches y pancartas, pensó que sabroso


sería poder decir: “perdonen compañeros que me baje un momento de la
carroza de la historia, pero es que quiero dar una vueltecita por ahí…”. Nada
de eso fue posible y su vida se convirtió en una larga sucesión del mitin, del
grito, de la cárcel, de las reseñas en los departamentos de seguridad y de
allanamientos a su pieza. (“Aquí hay algo comprometedor, mi teniente” y
zass, dos días de cárcel por tener en su estante “Las memorias de Pancho
Villa” y la encuadernación en rojo del “Mago de Oz”. ¡Y pensar que con este
último libro adquirió una alarmante certidumbre de lo que era!). Sólo tuvo
una pequeña compensación con el viaje al Norte de África, escala en Europa.
Y ahí fue cuando bailó con ritmo de mapalé sobre un puente del Sena, ante la
mirada divertida y fascinada de los transeúntes, mientras gritaba: “Estoy en
París, no joda, al fin estoy en París”.

La aventura terminó con un sabor amargo. El Congreso no se efectuó por un


Golpe de Estado. Después de huéspedes de honor pasaron a ser mirados como
agentes de una potencia extranjera, y todo esto ocurre cuando sólo puede
darse a entender con un francés de bachillerato y un desierto de por medio,
antes de la más próxima delegación de su país. El regreso —con incontables
anécdotas— sólo pudo ser posible por la eficacia internacional que demostró
el escándalo por la prensa, pero después de esto sobre él planeó el infinito
cansancio de todas las causas.

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Se cansó de estar sentado y sin saber por que, entró en la iglesia de enfrente.
La penumbra, el chisporroteo de los cirios, el órgano tocando la fuga de Bach,
le trajeron esa paz perdida que recordaba haber tenido en la niñez. Aquellos
lejanos días del secreto y el escondite, de las revelaciones en el confesionario,
de los momentos de terror y éxtasis frente a la imagen de la Virgen, mientras
los pies estaban lacerados por las piedrecitas puestas dentro de los zapatos,
mortificación ofrecida por la salvación de Rusia.

Mecánicamente encendió un cigarrillo; sólo cuando percibió la mirada de


reprobación de la vieja, que con brazos en cruz, rezaba ante el Jesús de la
Buena Esperanza, se dio cuenta de lo impropio de su gesto. Antes de que
pudiera apagarlo, la anciana con un estentóreo “sacrilegio”, había movilizado
en su contra a las viejas vestidas de negro que, como un ejército de
cucarachas, se abalanzaron contra él. Las dirigía el sacristán armado de un
inmenso cirio.

Salió y atravesó el parque corriendo. Sólo cuando estuvo al otro lado de la


calle, acezante, se le hizo presente la mirada de extrañeza con que los niños
dorados lo miraron al pasar.

“Deben haber pensado que soy un loco o un ladrón…” y este pensamiento lo


sumergió en una depresión total.

En el bar de la esquina, Daniel Santos daba por millonésima vez un adiós a


los muchachos. Empezó a canturrear bajito y sólo ante la puerta del bar se dio
cuenta de que estaba cantando a todo pulmón. La mirada divertida de la
mesera lo decidió a entrar.

Pidió una cerveza que lo alivió, mientras el picó seguía en su festival del
recuerdo a cargo de la Sonora Matancera.

“Se está bien aquí”, pensó. Y por un instante una felicidad pequeña, rosadita,
lo abrazó fugazmente.

La mesera se le acercó sinuosa en su traje estrechísimo. “Debió haberse


metido con un calzador dentro de ese vestido”, pensó divertido. La mujer
tenía, sin embargo, una sonrisa tan cordial que le simpatizó al instante.

Pidió otra cerveza, papel y lápiz. Desde su ángulo contempló al cantinero que
discutía, mientras ella porfiaba el préstamos del lápiz. Al final, triunfante,

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regresó con el señorío que correspondía a una protectora de las artes.

“Sólo me falta que se llame Gertrude”. Pero no, resultó ser una prosaica
Gladys. Se apoyó a la mesa mostrando toda la turgencia de sus senos, al
mismo tiempo que preguntaba, no sin cierto candor, si él escribía versos.

“Si reina, y los que escriba serán para ti”, le contestó pensando al mismo
tiempo los extraños caminos que tenía la bondad para manifestarse.

El primer verso fue un interrogante.

“¿Para qué fueron creadas las mujeres?”. La respuesta vino instantánea.

“Para la profanación, para la noche del amante”.

Sintió el papirotazo de la bola de papel conque la niña de la tercera banca a la


izquierda le hacía saber que ella estaba allí y que lo estaba mirando. El
profesor Melvine seguía con la lectura del verso: “For the desecration and the
lovers night”.

“¿De quién era ese poema, entonces?” Era de él, cuando su yo era un bardo
Irlandés, (con cuello de pajarita y corbata de lazo, lentes sin aro y atados a su
abrigo con una cinta de seda), que agitando su capa recitaba ante la catedral
de Dublin. Pero allí en la cantina, la poesía queda trunca ante la imposibilidad
de ser continuada con el verso prestado.

De repente, al sitio llegó la violencia cuando en la mesa vecina empezaron a


tornarse agrias las voces. Resolvió ser prudente y se encaminó a la salida, no
sin antes darle una buena propina a la mesera.

No alcanzó a llegar a la puerta. Un golpe sordo. Después un torbellino lo


hundió en las profundidades de la caverna donde, como un papel, choca
contra las paredes de interminables corredores. Al final, viene hacia él
bamboleante y pesada, la gran piedra del fracaso. Lo cubre totalmente con el
logro definitivo de la totalidad sobre el caos.

En el periódico salió su foto en forma destacada. Debajo de ella y en letras


rojas se tituló: Poeta muerto.

Seguía una reseña de los hechos, con una protesta por la inseguridad reinante
que tomaba víctimas inocentes. Al final se decía cómo a Fernando De la Rosa

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y Amador se le había encontrado poemas suyos en un papel que agarraba
fuertemente en su mano izquierda.

El niño rubio pisó con indiferencia el periódico donde aparecía la foto del
poeta. Detrás de las trinitarias y las cayenas, su hermanita le hacía señas de
que no era capaz de alcanzarla.

(1979)

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SEÑORA TENTACIÓN

Tenía conciencia de que ese retorno al lugar era como una peregrinación.
Todo sin embargo había cambiado. Ya no estaba en el pueblón alegre y
confiado de su adolescencia, sino en un sitio donde el peligro agazapado y
permanente podía aparecer en cualquier momento. Aún así, como en la letra
del viejo tango, decidió volver al antiguo Club Campestre, el escenario de su
humillación; sin embargo, cometió la imprudencia de no tomar la carretera
sino el viejo camino sombreado.

El paisaje le era brumosamente familiar; por eso, se detuvo un instante ante la


amplia casa de madera en cuyo frontis estaba tallado el nombre “Saudade”.
Ocultos, entre las trinitarias y las astromelias, estaban los restos del
alambique, fuente ilegal de la antigua riqueza. Recordó al dueño, Don
Anacreonte de Souza, un portugués de impecables vestidos de lino blanco,
chaleco y guantes incluidos: un desafío permanente a la opinión y al clima.
¿Qué haría de su insólita colección de viejos zapatos blancos, algunos con
polainas, que mantenía en exhibición en las vitrinas que se repartían por toda
la casa? Una molesta sensación de ser observado desde un balcón le hizo
seguir el camino apresurando el paso. Al devolverse y mirar de reojo le
pareció ver relampaguear el cañón de un arma de fuego.

En una vuelta estaba la vieja construcción buscada.

¿Qué tenía que ver esa casa grande de colores chillones y arquitectura
mezquina con sus recuerdos? ¿Qué, ese patio encementado con aquella
gloriosa pista de baile cubierto por una ceiba legendaria? ¿Qué, ese montón
de piedras dispersas, con la tarima donde aquella noche se presentó la más
famosa de las orquestas de la Habana?

Se sentó en un tronco y aspiró profundo el cercano olor de ese mar sin lluvias.
Cerró los ojos y aspiró de nuevo el perfume de “La Señora Tentación”, como

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habían bautizado los compañeros del seminario a la joven viuda que vivía
enfrente.

Mucho más tarde, y ya entre caricias, supo que el nombre de la fragancia era
“Chanel Five”.

“—¿No te habías dado cuenta del insomnio colectivo que desataste en el


internado? ¿Ni de la pérdida de tantas vocaciones, entre ellas, la mía?—”, le
había preguntado.

Sólo obtuvo como respuesta una risa baja, cálida y cómplice. Después él le
contó cómo una noche había saltado las tapias, atravesado la carretera y le
había dejado en la saliente de la ventana que daba a la terraza sus poemas de
amor.

—“Lo único que logré fue que no volvieras los demás domingos y que el
padre rector, un francés, nos previniera en el comedor, contra ‘Les poètes
maudits’”.

En ese instante ella lloraba de la risa.

— “Empecé a odiar el internado, no soporté más los rezos, los misereres y las
meditaciones matinales en las que el prefecto insistía en la efímera belleza de
las mujeres y el triunfo definitivo de la muerte”.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la presencia de tres muchachos


trotando en la playa. Todos llevaban cuchillos de caza. Se inquietó.

“Al pelao hay que avisparlo”, fue la frase de su padre el día que decidió
sacarlo del seminario y matricularlo en el Liceo Nacional, ante la
escandalizada oposición de su madre.

Y el mundo, el demonio y la carne vinieron, no en tropel, sino en fila y


primero en forma de libros. Es así, como pronto dio con el “El Mercurio”, una
librería, pequeña, escondida, discreta, que vendía a precios bajísimos toda la
colección “Galante”. El dueño —que también ejercía la quiromancia y la
consultoría sentimental— propiciaba como un relajante para sus clientes ese
tipo de lecturas. Fue entonces cuando una tarde, y en el instante en que ella
pagaba el ejemplar de “Perfecta, la de las ganas bajas”, el dueño los presentó.

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Meses después, y cuando desde el lecho oían el golpe monótono de la lluvia
sobre el cristal de la ventana, ella le dijo: “Supe al verte que eras mi poeta de
la media noche”. “Pues te demoraste en hacérmelo saber” fue su respuesta
mientras recordaba el juego a que fue sometido, en el que ella le
intercambiaba libros en los que subrayaba las partes más picantes, y después,
cuando se encontraban, ni mencionaba el tema sino que, con aires de matrona
emblemática, le invitaba a su terraza a tomar café árabe con pepitas de
cardamomo, en medio de largos silencios y tosecillas irónicas de una tía
chaperona.

Una tarde, al fin, todo le fue propicio: la enfermedad de la tía, el permiso al


jardinero y el asueto por el cumpleaños de la mujer del rector. O tal vez la de
las ganas era ella; el asunto fue que todo ocurrió de prisa. Las imágenes son
rápidas. Un cambio a café cargado de coñac “Como lo hace María Félix;
recuerdas?”. ¿Cómo olvidarlo, si una escena de la película vista esa semana
en “La Morita” terminaba con la actriz desgarrándose la blusa mientras le
decía al galán, “Ahora, cóbrese”?. El mejoró la escena con un beso de gran
arqueada y desparramada de los cabellos de ella sobre el piano de semicola
que desató un arpegio ronco de las cuerdas…

Pasado el primer momento decidieron ser más discretos, y en vez del café
árabe de los jueves, el encuentro fue en “La viuda negra” un motel mudo.
Pero alguien habló; él, por supuesto. Por juventud, inexperiencia, machismo o
porque las conquistas son para alardear de ellas, la cuestión fue que ante un
grupo de amigos boquiabiertos habló de sus amores. “Y para que vean que no
miento —dijo ufanándose—, la obligaré a que me lleve de parejo al baile en
el Club Campestre este fin de año”.

La frase hizo carrera y rivalizó en expectativa con el otro evento, con la


invitación que Anacreonte de Souza, el presidente del Club, había hecho a
Marvel Primera, reina del carnaval de Barranquilla, quien en un avión
especialmente contratado aterrizaría en la “Ye” y de allí, con todas las
princesas, más los miembros del comité de recepción y toda la juventud
dorada de la localidad, se trasladarían al hotel Tobiexe. Ni siquiera el hecho
que la orquesta Aragón hubiera llegado en vuelo directo desde La Habana con
las “Dolly Sisters” incluidas, interesó tanto.

Y llegado a ese punto, la memoria le es infiel porque sólo recuerda


fragmentos, y así se vé, con su flamante smoking tropical, frente a la puerta

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enrejada del club (la percepción retrospectiva arroja luz sobre el detalle de ser
las rejas del más puro estilo “Art Nouveau”), y se contempla rogándole, con
una angustia creciente, al portero para que le dé una explicación del (“porqué
esa prohibición de dejarlo entrar al club… del porqué haberle cancelado su
pase de atención para entrar a esta fiesta y a todas las demás…, que le diga
quién dio esa orden…”.

Por un instante le pareció divisarla allá, en el fondo, luciendo un estraples


negro a lo “Gilda”, bailando un bolero arrullador con el hijo de Anacreonte…

Corrió para alejarse del lugar. Se vio de nuevo, estupefacto, sentado en las
bancas de hierro forjado del parque, mientras a su lado una putica triste
recitaba “los sonetos a Laura”, y su protector, un joven poeta vicioso, le
hablaba de la “tria insatiabilia: mare, infernum et vulva”

El recuerdo se desvaneció entre unas lágrimas humilladas. Ruidos de pasos y


unos visajes al fondo del camino le revelaron que su vida peligraba. Su viaje
nostálgico se habría transformado en una aventura mortal. Se sintió como en
una película donde hubieran cambiado el argumento en la mitad de la
proyección… No tenía alternativa, y empezó a desandar el camino silbando
quedo un viejo bolero. “Soy un viejo sentimental” —se dijo—. El mismo
pensamiento fue compartido por los hombres agazapados que lo aguardaban
en el camino.

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RAMÓN ILLÁN BACCA LINARES (Santa Marta, Colombia, 21 de enero
de 1938-Barranquilla, Colombia, 17 de enero de 2021) escritor, periodista,
abogado y profesor universitario colombiano.
Ha publicado los libros de cuentos Marihuana para Göering (1980), Tres
para una mesa (1991), Señora tentación (1994), El espía inglés (2001) y
Cómo llegar a ser japonés (2010). Es autor de las novelas Deborah Kruel
(1990), Maracas en la ópera (Espasa, 1999), que fue Premio Nacional de
Novela Cámara de Comercio de Medellín, 1995; Disfrázate como quieras
(Seix Barral, 2002) y La mujer del defenestrado (2008). Publicó la Antología
de cuentos barranquilleros (2000) y la recopilación de artículos Crónicas
históricas (2007). Dirigió el Proyecto Voces 1917-1920, edición íntegra
(2003), y con el prólogo de ese libro obtuvo el Premio Simón Bolívar 2004 en
la categoría de mejor artículo cultural. Publica quincenalmente la columna
“Puntos de Bizca” en El Heraldo de Barranquilla.

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