Senora Tentacion - Ramon Illan Bacca Linares
Senora Tentacion - Ramon Illan Bacca Linares
Senora Tentacion - Ramon Illan Bacca Linares
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Ramón Illán Bacca Linares
Señora Tentación
ePub r1.0
Titivillus 24.12.2023
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Título original: Señora Tentación
Ramón Illán Bacca Linares, 1994
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EL PRÍNCIPE DE LA BARAJA
Cuando la veo caminar, pienso… ¡qué lejos está esa mujer enjuta y de rasgos
anodinos, de aquella chiquilla preciosa cuyo parecido con Shirley Temple era
el tema de todas las visitas!
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Sonrío con un rintintín nostálgico al fondo. De golpe recuerdo que Rito
Alfonso me contó la historia del día que te acompañó a una presentación de la
Baker, en Bruselas. Ante su asombro, te saliste en mitad de la función y, al
pedirte explicaciones, le contestaste con un: “es el mismo espectáculo de
negros que ya estaba cansada de ver; uno no cruza el océano para encontrarse
con esto…”.
Rito Alfonso (Rito por Santa Rita de Casia y Alfonso por el rey de España,
como siempre recalca en las presentaciones), es otro de los que no pueden
pisar tu casa. El motivo se pierde un poco en la penumbra. Parece que alguna
vez no te quiso llevar al hipódromo en Bruselas. (“Voy a ver a mi novia y no
voy a perder el tiempo paseando a primas provincianas y ridículas”, fue su
frase maldita que lo condenó para siempre contigo).
Pero él se venga hablando. Aquella vez que robé tres fotografías <del
escaparate, una de Clark Gable, otra donde aparecías en un estadio de Berlín
durante las Olimpíadas (lo sorpresivo de la toma te mostraba muy joven, pero
con un extraño gesto adusto) y aquella, la última, donde aparecías en la mesa
de un café con las mano entrelazadas con un hombre a quien le habías
rasgado la cabeza, me valió otra muenda feroz. Ahora, en análisis
retrospectivo, con su eterno vaso de whisky a medio llenar y su vestido de
lino blanco que lo hace lucir tan anacrónico, Rito Alfonso afirma:
“Necesitaba la foto de Clark Gable para masturbarse con el vibrador “sitra”
que mantiene bajo la almohada“. Me indignó. Nadie te ensucia y menos
delante de mí. Rito cambia de voz, me pide disculpas y me dice que te quiere,
pero que no te comprende. “Además añade, ¿para qué se tienen los parientes
millonarios sino para hablar mal de ellos?”. Me amansa y sigo escuchándolo.
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exiliados rusos. Sólo una espléndida propina les permitió conseguir mesa. A
lo lejos estaba el Príncipe con un vestido un tanto “passé”, pero muy elegante;
a su lado estaban otros jóvenes de aspecto también muy distinguido. A pesar
de tus constantes saludos (ostentosos y de mucha agitada de mano), no hubo
ni una mirada de respuesta. De repente, se oyeron unos excitados cuchicheos
y todas las miradas se dirigieron a una mesa donde estaba una mujer con un
vestido vaporoso.
De nada valió la queja iracunda que le diste al gerente del hotel, quién se
limitó a mirarte irónicamente con sus ojillos porcinos y responderte con un
vago “tomaremos nota de su queja madame…”.
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Pero, en el fondo, todos estábamos pendientes de la entrada del Príncipe. Su
llegada fue una de mis primeras frustraciones infantiles: ¡“Siempre me lo
había imaginado vestido como uno de los Príncipes de la baraja”!. Después
fue una figura habitual dentro de la casa, con su eterno vaso de cócteles que tú
le preparabas, mientras jugaba poker con los señorones más ricos de aquí. Yo
tenía sentimientos muy confusos, porque aunque estaba celoso de su
presencia, también me gustaban sus propinas cuando me enviaba a comprarle
pastillas de bromural.
Pero, de repente, algo pasó, porque no volvió a visitar más la casa. Cuando te
encontrabas con la pareja en las calles, deliberadamente cruzabas hacia la otra
acera, negándoles el saludo, aunque él siempre se quitaba cortésmente el
sombrero. Cualquier día estalló la bomba, cuando el Príncipe se esfumó,
dejando una montaña de deudas del poker. Y ahí fue cuando, para sorpresa de
todos, tu apareciste como dueña de todos los pagarés que había firmado. Sin
ningún pudor, le remataste todas las casas a Tallulah, a pesar de la penosa
escena que alcancé a percibir, escondido detrás de un biombo, cuando ella,
con lágrimas y abrazada a tus rodillas, te imploraba piedad.
“Que falta de clase”, opina Rito Alfonso. “Ay!, (suspira) siempre he creído
que hubiera sido mejor estar muerto en París, que vivo aquí”. Pero ni tú, ni
Piedad, ni Rito Alfonso sospechan que yo tengo la carta escondida de esta
historia. Desde siempre supe que el Príncipe y la persona con quien tenías
entrelazadas las manos en la fotografía, eran la misma persona. ¡Lo supe
porque usaban el mismo anillo con esa inconfundible águila imperial dentro
del zafiro!.
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(1979)
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NO HAY CANCIONES PARA OSIRIS MAGUÉ
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de cine y algunas revistas de actualidad.
Las letras de la revista volvieron a tomar forma ante sus ojos. ¿Qué había
pasado? ¿Un pequeño sueño? ¿La influencia de la última película? ¿El
inconsciente que había sacado a flote los relatos del abuelo sobre su juventud?
Se rió nerviosamente. ¡Qué buen tema para la próxima sesión donde el
psicoanalista!
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Mientras colocaba los dos gruesos volúmenes en el estante de la biblioteca,
una fuerte sensación de desagrado, siempre en ascenso, empezó a embargarlo.
Al cabo de un momento pudo relacionarlo con el vallenato monocorde que se
oía a distancia, posiblemente de la habitación del portero del edificio.
Al principio casi no oyó los golpes de la puerta, pero éstos se hicieron cada
vez más fuertes. Exasperado, se asomó por el espacio que dejaba entreabierto
la cadena protectora. En la puerta estaban dos hombres de gabardina y
borsalinos que parecían salidos de una serie policiaca de los treinta. El más
bajito sacó una placa de la policía y le ordenó seguirles.
Lo agarraron por los brazos y lo arrastraron por el zaguán oscuro que no había
visto antes, sacándolo a la calle. Montaron en un Fiat de modelo antiguo y
recorrieron calles desconocidas. Nevaba (nieve aquí?) Al entrar al edificio
marmóreo le colocaron una capucha negra.
Osiris contestaba lo mismo. El tan solo era un profesor de música sin ninguna
inquietud política; había firmado esas cartas colectivas para no quedar mal
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con los otros profesores.
De nada valieron sus explicaciones de que él tan sólo era un cliente. Cuando
el mulato empezó a pegarle, el interrogador, un hombre impasible con cara de
ídolo Chibcha, lo detuvo diciéndole:
Osiris se conturbó. ¿Sería posible que ellos supieran que por una deformación
en el tallo cerebral era inmune al dolor? No resistió la revelación y se
desmayó.
“Aquí tenemos toda su vida”. También su historia clínica (Bajó la voz y dijo
en forma cómplice). “Es divertida…”.
Se acercó al objeto con una funda, del que Osiris se había preguntado qué
sería. Con cuidado quitó la tela y apareció un flamante gramófono. Un
temblor recorrió todo el cuerpo de Osiris. Sabía que eso iba a suceder, pero no
esperaba que fuera tan pronto. Estaba descubierto en su punto vulnerable. ¡Su
exagerada sensibilidad auditiva!.
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Conchita Supervía?) cantaba una versión operática de un corrido mejicano de
la revolución, (¿sería posible que “eso” fuera la Cucaracha?) y de pronto lo
inenarrable, una versión melodramática y en italiano de “Se va el Caimán…”.
No, no podía soportarlo. Ima Sumac con sus cuatro registros cantaba una
versión intolerable del “Mambo de las cinco botellas”. Siguió un “Danubio
Azul” interpretado por Waldo de los Ríos. Aulló. Ahora siguieron en cadena,
“Flores Negras” por Olimpo Cárdenas, “Infarto a gó gó” de Pablus
Gallinazus, la millonésima versión de “Ay Manizales del Alma…” y por
último, en cascada, todas las canciones del último “Festival del recuerdo”.
Pensó que iba a morir. Pero esto no les molestaba, casi a rastras lo sacaron a
la calle. Los oídos le sangraban copiosamente. A la fuerza lo entraron en una
buseta repleta donde quedó atrancado al pie del torniquete. Eran las doce del
día, hacía un calor infernal y adentro, por lo menos, cinco grabadoras y un
radioperiódico retumbaban.
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Pero ahora Osiris está dando rápidos giros en el inmenso salón de baile de
cuyo techo penden, y de un hilo, gigantescos pianos de cola que buscan cómo
aplastarlo. Sale huyendo al desierto circundante en cuyo centro se encuentra
una inmensa clepsidra. Absorto contempla como los granos de arena le
representan todos los días, años, vidas y muertes que le esperan. Y ya Osiris
Magué está en la galaxia profunda flotando en la cápsula espacial adonde ha
sido condenado por piratería interplanetaria. El insondable silencio es
perturbado cuando la cinta grabada en el casco de la nave anuncia unos cantos
folklóricos de la zona norte de la región anteriormente denominada
Suramérica, en el planeta Tierra.
Una inmensa ola que arrancaba más allá del génesis de toda conciencia, le
envolvió. Y allí está Osiris dentro de su alcoba, gritando histéricamente,
mientras trata de darle todo el volumen posible a la grabadora para que la voz
de Pavarotti acalle ese vallenato que viene desde la portería.
(1979)
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MARIHUANA PARA GOERING
AHÍ VA ESO…
Trató de darse ánimo silbando bajito. La frase musical salió confundida. “No,
ese es el tema de otro concierto”. En ese instante el caballo resbaló y dio paso
a pensamientos menos melódicos.
“Como jinete soy un fracaso… tal vez como todo. ¿Qué carajo hago aquí en
medio de la Guajira buscando un cultivo de marihuana y esperando un tiro, si
mi lugar está en el “Cisne” hablando sobre marxismo, el cine de Bergman o la
liberación sexual?”
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HOTEL RAQUELITA
Atenciones de primera
Precios de tercera
—¿Nombre?
—Goering Bermúdez Díaz Granados.
Sintió la irritación sorda de siempre en estos casos y pensó: “Sí, ya sé, usted
lo que quiere es que le explique que tengo este nombre en honor de un gordo
nazi, de quien mi padre tenía un inmenso retrato. Porque en el 30 iban de aquí
a estudiar aviación en Alemania y mi padre fue uno de esos, ¿Debo decir
privilegiados?; de allí regresó con el gusto por los uniformes, la música de
Brahms, las trenzas en las mujeres y el uso del monóculo”.
Pero Goering no alcanzó a comprender del todo la frase que soltó la vieja
señora mientras el colgaba en las paredes el retrato de su padre, con el
uniforme de la Scadta, y otro de Ava Gardner en “La condesa descalza”.
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—“Usted es un inocente… como yo”, dijo entre dientes.
Mientras se bañaba en la alberca del patio con una totuma, el joven rumió la
frase sin entenderla del todo.
Cuando más tarde salió a conocer el lugar, sólo vio un pueblo raquítico, con
ceibas frondosas a lo largo de la carretera y un disparatado tráfico de buses
multicolores rumbo al norte, al contrabando y a la aventura.
Cuando ella entró, alta, gruesa, moreda cerrada, con un cuerpo pesado y
cargado en las nalgas, pensó que parecía salida de una película de cabaret
mejicana. El atuendo, vestido morado —tono momposino en cuaresma—
turbante y medias —¡“medias en este infierno”!, exclamó—, tuvo su
explicación cuando ella, en un tono broncíneo que superó a las trompetas de
la Sonora Matancera, le gritó algo sobre un velorio a un hombrecillo
insignificante, caricaturesco, que estaba detrás del mostrador.
¿No es ese tu marido?, pero ella dice que a sus treinta y ocho años no ha
conocido el placer, pues ese hombrecito lo único que sabe es hacer hijos.
“Freud, a ti lo que te faltó fue trópico”, piensa divertido. Ella le comenta que
él es demasiado diferente y eso allí es peligroso. El le revela que él es la ley,
el nuevo juez. Sensación en todo el bar. He ahí un motivo para una gran
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parranda. Al que a buen palo se arrima, le dan el mejor whisky de
contrabando. La gente empieza a corear: “Allá en el monte donde brilla la
luna entre cardos y tunas suena un acordeón…”
Los demás días siguieron con su carga rutinaria. Empezaban con inmensos
desayunos compartidos con “el repórter Esso”, como apodaban a Delfina, la
comadrona del pueblo. Después iba al juzgado, donde su secretario, un
fanático de las radionovelas y de los sumarios, tenía las manos libres para
despachar toda la justicia que quisiera.,
¡El Juez está loquito, se la pasa oyendo música fúnebre, y eso que no estamos
en Semana Santa!
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—Bueno, pues oficialmente no sé nada, pero dicen que fue José
Duran, usted sabe, cosas de marihuana, un mal reparto tal vez…
Prosiguió con bríos el sumario. Era su primer gran caso y por primera vez
decidió tomar las riendas del juzgado y aprender. Estaba poseído del espíritu
de la investigación. Goering versus marihuana. Ante la reticencia de su
secretario, él mismo, de su puño y letra, firmó la orden de comparecencia a
José Durán.
—Yo soy José Durán y usted me mandó esto, le gritó mientras agitaba
la orden frente a su cara.
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Para su sorpresa, el hombre accedió sin protestar. El secretario, con las manos
temblorosas, no podía entrar el papel en la máquina de escribir..
En su declaración José Durán explicaba el por qué del sombrero al lado del
muerto: “Yo tengo centenares, de pronto se lo regalé”. No se explicaba el por
qué había un sembrado de marihuana en su finca. ¿A pesar de que ella ocupa
la tercera parte?. Ante la insistencia en la pregunta, contrapreguntó: “Aquí se
contrabandea, y ahora se cultiva la yerba porque no hay otra forma de vivir.
¿O es que usted cree que generación tras generación nos íbamos a quedar
pastoreando cabras?”. Goering formuló un “Yo no vine a estudiar sociología
de la región, sino a aplicar la ley”. El matón repreguntó con un “cómo lo va a
hacer con su secretario y su máquina vieja de escribir?. Al final se despidió
con un ominoso “me da la impresión de que quiere jubilarse demasiado
pronto señor juez”.
Quedó frío. Por último, la cantaleta del secretario que repetía un “ese hombre
es más peligroso de lo que usted se imagina, había que ser más flexible”, le
indignó. “¿De qué lado está usted?, le preguntó mirándolo de hito en hito”.
Más tarde, al verlo pasar cerca del bar, José Durán le gritó:
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Decidió apartar los malos pensamientos, pero era imposible. La noche
anterior había discutido con Pastora cuando, en la cita clandestina en la casa
de la comadrona y después de un gran momento amoroso, ella le había
confesado que había ido a hablar con Durán. Ante sus insistentes preguntas
ella le dijo que había ido a saber qué tramaba. “Me ofreció plata para que le
echaras tierra al asunto”. Bramó de la ira. “Podrías hacer ese viaje a París o
irnos los dos a vivir a Barranquilla”, insistió la mujer. Se sintió trascendente.
“Tengo veinticinco años y estoy viviendo una década decisiva, ¿crees tú que
voy a ser inferior al momento histórico?” No impresionó, sino que recibió un
aplauso irónico mientras ella le decía: “el discurso estuvo precioso, pero no
vale el tiro que te van a dar…”.
(1975 -1991)
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SUEÑO CON KENNEDY A BORDO
¿Cómo se dice en inglés: déjeme hablar por usted, soy abogado? ¡Carajo! ¡si
le hubiera prestado más atención a las clases del profesor Melville!
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Me acerco lentamente para darme la oportunidad de hacer memoria. El
hombrecito está conversando animadamente con los policías en el lenguaje
universal de las señales. Ahora le da golpecitos amistosos al más morocho de
ellos. Al fin se me enciende el bombillo. “I am a lawyer. Don’t answer before
tell me”. ¿Será así? Por lo menos creo que tiene sentido. Con que me diga
O. K. basta. Si lo llevan a la permanente le pediré al comisario le señale el
hotel por cárcel; con un billetón que se pase, eso ya está hecho. No creo que
haya problemas de plata, esta gente es supermillonaria, pero en lo que sí debo
ser muy cuidadoso es en mis declaraciones. Lo que diga será trasmitido por la
UPI o la France Press y le dará la vuelta al mundo.
Cuando menos lo espero, estoy dentro del circuito cerrado. Todos me miran
con caras de asombro. Farfullo un ¿May I help you?. No joda, ¿por qué se me
tuvo que ir la voz en ese instante? El joven me proporciona una de esas
sonrisas mágicas que tantos votos le ha dado a su familia y me dice un: “No,
thank you”. Después, en un español atropellado pero comprensible, agrega:
“No preocuparse señor que yo saber cómo deber actuar…” Sigo mi camino,
quiero creer que en forma imperturbable, pero las piernas me flaquean. De
reojo veo cuando los policías se embolsillan unos rollitos de dólares. Dios
mío ¿cuánto fue el precio de mi inmortalidad? Silbo pasito, como para mí
mismo. Sólo al cabo de un instante me doy cuenta que la tonada es aquel
viejo tango llamado “El bulevard de los sueños rotos”. ¿Con qué el éxito de
todos los fracasados, eh?
(1979)
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FANTASMA ENTRE LAS FLORES
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formado aquel tremendo escándalo en la vía Venetto, ¿qué no pasaría si
supiera lo del ramillete?.
“¿Podría ver alguno de esos ramos?”, preguntó Volpone. “Todos los arrojé a
la basura apenas los recibí”, contestó la diva. Pero en ese instante Allida Di
Stefano, la asistenta de la estrella, una madura y elegante mujer que durante
toda la conversación no había dejado de lanzar miradas aterciopeladas al
joven Gaddini, intervino para decir que el último ramo todavía estaba en el
camerino. “Me sentí incapaz de botar esas maravillosas orquídeas”, explicó al
ver la expresión feroz de la diva. Volpone examinó con atención el ramillete.
Palpó el tejido artesanal con que estaban amarradas las flores, y juzgó las
combinaciones de colores y plantas silvestres que completaban el arreglo.
“Era de muy buen ver”, se dijo el anciano profesor mientras, por segundos^
recordó aquellas sesiones del “Olimpia”, donde por mitad del precio, se veía
la película en el revés del telón colocado en la mitad. Allí fue donde el líder
—en esa época tan sólo un antipático pariente mayor—, le demostró su
habilidad para leer los letreros cuando entraban a galería.
“Su admiración hacia la Bertini fue de los pocos detalles humanos que tuvo,
todo lo demás era solemnidad”, siguió recordando.
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después de una pausa: ”es muy saludable y tendrá una larga vida“. Volpone le
miró extrañado y parándose en la mitad de la acera le indagó: ”¿Por qué lo
sabes? Gaddini contestó con un suave pero contundente: “Porque lo vi en la
palma de su mano”. Volpone pateó con furia una lata vacía.
“Creo que debemos prestar más atención al hecho de que las flores fueran
orquídeas”, sugirió Gaddini. Pero la pista también se frustró porque Allida Di
Stefano les comentó que tan sólo en una ocasión habían llegado esas flores, y
que en las demás ocasiones, los ramilletes eran de precios módicos, “como
para la novia de un estudiante…”, terminó diciendo. “Ecco”, exclamó
Volpone, y desde ese día empezaron a rondar las floristerías situadas en las
callejuelas cerca a la Piazza Navona. Gaddini asedió a la joven y desgarbada
dependiente de la floristería “Paolo e Francesca”, hasta que ésta entregó la
dirección del peruano que todos los días encargaba flores y las recogía
personalmente.
¿Cómo venían a fastidiarle con una historia de esas durante su luna de miel?
Si esa puttana napolitana era celosa, su mujer Annuccia, que era romana,
tampoco se le quedaba atrás. ¿Es que acaso querían destruir su matrimonio?.
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Los investigadores dieron explicaciones y a lo último, confundidos y dando
excusas, se fueron no sin que antes Gaddini tropezara con la mesita recargada
de bibelos y rompiera el más caro.
Al parecer, habían llegado a un punto muerto. Pero curiosamente fue para esa
fecha cuando dejaron de llegar los ramos a la diva. Francesca Bertini pudo, al
fin, respirar aliviada y pasearse de nuevo con su celoso prometido sin tener
nada que ocultarle.
Ahora podría realizar su profundo anhelo de ser tan sólo la madre feliz de un
sinnúmero de bambinos. Sin embargo, el día que los periódicos sacaron
ediciones extraordinarias con el relato de la boda de “la Estrella y el Noble”,
Volpone y Gaddini, todavía sin órdenes de suspender el caso, le hicieron una
visita al estudiante de derecho. ¿Boliviano o colombiano?
En una de las casas vecinas estaba la portezuela que daba a la habitación del
universitario, un hombre bajo, de pelo lacio y muchos dientes. Los recibió con
una andanada de citas legales. Volpone no pudo menos de admirar el italiano
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fluido que empleaba, aunque también notó su tendencia a italianizar vocablos
españoles.
“Pierdo mi tiempo —se dijo—, faltaban aún algunos años para que el líder
viajara a Roma”, y apretando el recorte hasta volverlo una bola, lo lanzó al
cesto de papeles en el rincón.
(1988)
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EN LA GUERRA NO HAY MANZANAS
Abandonó una de las ventanas que daban al presunto jardín (un surtidor sin
usar por lo menos una década, un palo de grosella, el árbol pipón y algunas
trinitarias y cayenas recostadas a algo que debió ser columna, no lograban
darle ese nombre), y decidió pasar al comedor en una incursión prohibida a la
alacena donde escondían el pan, pero cuando su mirada topó el bodegón
colgado en la pared, no pudo reprimirse y, mostrando al enemigo su posición
al descubierto, preguntó:
Fue un violento regreso a la realidad para ella, que en ese momento odiaba al
primer ministro inglés, porque se opuso al matrimonio de Wallis con el Rey, y
precisamente ahora, cuando los amantes lograban escaparse de la oscuridad
pública para ir a bañarse en las playas de Yugoeslavia, aparece esta pregunta
impertinente y mil veces respondida.
Cerró la revista “Para Ti”, y con un tono de voz donde la rabia se deslizaba, le
dijo: “Cuántas veces lo he dicho, estamos en guerra, y en la guerra no hay
manzanas; ¿Acaso hablo en inglés…?”
Benjamín comprendió que había cometido un grave error, ahora quedaría bajo
la mirada permanente de la abuela, todo por su estúpida pregunta.
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explicación del tío Nicolás: “Busca submarinos nazis, sale del Canal de
Panamá y llega hasta el Cabo de la Vela…” Era una explicación tan
geográfica que nadie discutió más.
Después fueron las reuniones por la noche para oír la radio. Empezaban con
el tañido de una campana y después las noticias sobre alemanes que
avanzaban y franceses que retrocedían. Siempre venían Gastón y Olga, los
franceses dueños del hotel “Entre-nous”. Al principio era formidable. Era un
inmenso plato compuesto por delikatessen de la abuela, chistes de Gastón y el
rumor sobre la última excentricidad de Deborah. “Sale en bata del baño hasta
la playa, pasa delante del Palacio Arzobispal, generalmente cuando ‘Nos
Joaquín’ está rezando el breviario, usa un vestido de baño de dos piezas, se
besa en público con un teniente…” ¡Horror! Benjamín esperaba con
impaciencia la llegada de la noche, pero todo cambió cuando madame Olga
empezó a llorar por las noticias, desmayándose en una ocasión. Eso era
demasiado, pero no protestó, ni le hizo ningún comentario a la abuela;
después de todo, Gastón era formidable, a pesar de haberlo puesto en ridículo
el día que repitió su comentario de que el pito de la fábrica de licores sonaba
mejor que la campana del Big Ben.
Por eso, el día que la abuela lo mandó a comprar un carreto de hilo, no sin
antes hacerle la expresa advertencia de no estarse más tiempo del
estrictamente necesario y de no —“óyeme bien, te lo prohíbo, ¿eh?”—
meterle conversación, salió el nuevo Magallanes hasta la esquina. Detrás del
mostrador se agitaba el monstruo, hombre de edad mediana, robusto y de cara
amable, con la camisa de flores más bella que hubiera visto en esa tierra de
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uniformidad, —donde el pantalocito de caqui y la camisa blanca eran de rigor
—, no bastándole eso al pionero, avanzadilla de la civilización, sino que un
embriagador perfume emanaba de su cuerpo otra ruptura de moldes, para
alguien cuya abuela había dicho en el monte Sinai “Los hombres sólo deben
oler a ron, tabaco y pólvora…”
Alguna vez pensó, años después, que nunca había visto una cara tan de
sorpresa como la de Benedetto en ese instante, lo que no le impidió, y con su
mejor acento, preguntar que cosa había hecho el “ragazzo” para arrastrarle así
y allí. Pero no era el momento de las explicaciones sino de la victoria, y el tío
le asestó un golpe mientras gritaba “Fascista inmundo, corruptor…”, mientras
el gentío formaba de inmediato un ring humano y movible.
Pero una cosa es gritar y otra hacer; mal la hubiera pasado el tío, si no llega
Gastón a separarlos ante la protesta de la gente por la ruptura del espectáculo.
Todo concluyó en un ojo amoratado, el triunfo de las fuerzas del mal sobre las
del bien, el desprestigio de nuestra raza crisol donde se funden las otras y las
burlas que le hacía Gastón al maltrecho tío.
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“nosotros también estuvimos en Europa, usted lo sabe no”?—. Así ataviado,
la estatua viviente encaminó sus pasos a la alcaldía.
Esa misma tarde, cuando veía azul y crepuscular, a través de las gafas oscuras
del tío, el rostro hondamente caviloso de una lagartija, pasó raudo y veloz un
camión atestado de soldados hacia la esquina.
Una rabia feroz entre las paredes de su pieza por “no pierdas el tiempo, hay
que hacer las tareas” cuando él sabía una y mil veces que ese desmedido afán
por su éxito en la escuela no era sino un pretexto para que no supiera lo que
ocurría. No hubo nada que hacer, y después ante la tienda y el cine cerrados,
encontró un mutismo total en la abuela y un rictus nervioso en el rostro del
tío. Sólo Gastón dijo unas frases enigmáticas como “Fusagasugá” y “Campo
de concentración”.
Para la abuela, sin embargo, todo esto revestía características de drama. “Se la
pasa en el cine y leyendo, con la vista tan mala que tiene…” Un rotundo
verboten a todas esas actividades fue instaurado. En cualquier momento un
auto de fe quemó docenas de “Pif paf” y “Penecas” en el patio, mientras
Benjamín se sobrecogía de impotencia y rabia.
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Entonces arrecia la lucha en la clandestinidad, y la abuela hubiera perecido de
un trauma síquico y una embolia cerebral si hubiera visto al niño por las
noches revoloteando por los techos en una secuencia que ya envidiaría Lon
Chaney en el “Jorobado de Nuestra Señora” antes de llegar al gallinero del
teatro. Después se pasa a la ofensiva, y la represalia se manifiesta cuando
desaparece el “Para Ti” extraordinario con las fotos del matrimonio de
Eduardo y Wallis y un mutismo total se cierne a la pregunta ritual “¿Pero
alguien ha visto esa revista…?”
Ahora, la pregunta proviene del tío Nicolás: “¿Bueno, y el afiche que tenía en
el escaparate?”. Silencio absoluto, acompañado de una mirada cómplice de
Gastón.
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silenciosas en donde él siente su presencia solícita. Aprende a diferenciar los
distintos chasquidos orgánicos de los muebles y disfruta con el golpear de un
pequeño cucarrón en el vidrio de la ventana. A veces interrumpe el silencio
cuando con acento consentido le pide: “abuela, léeme otra vez el cuento del
Príncipe Feliz…”
Un día cuando, entre todas las visitas que llenaban el cuarto, se acercó
Deborah a besarlo, sintió la misma vibración que en sus tardes con Marlene.
Por eso no le importó que le dijeran montuno mientras permanecía sumergido
con la cabeza debajo de la almohada. Sólo regresó cuando el perfume de
Deborah se fue con el olor de su deseo en la brisa.
Ella, la única, lanzó unas piedrecillas al mar mientras exclamaba con voz
grave: “Oh! que mar tan histriónico…”.
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Aunque no pudo distinguirla con precisión, supo desde ese momento que era
¡Greta Garbo!.
En la puerta del cine, el tío Nicolás colocó un inmenso cartel donde San
Jorge, parado sobre el cadáver del vampiro nazi, hacia frente al pulpo japonés.
Para Benjamín, sin embargo, nada de ésto tiene importancia. Ahora su última
ansiedad es esperar la presencia de Deborah por el camellón en el atardecer.
Para su total desaliento, nunca anda sola. Con frecuencia está con las
Chuchay tarareando, mientras pasean agarradas de la mano, la última canción
de moda. De tanto oírlas, ya Benjamín diferencia “Temptation” de “Stormy
Weather”, aunque más fácil le resulta acompañarlas cuando cantan en español
“Solamente una vez” o “Vereda tropical”.
A veces las acompañan algunos gringos del Prado, y así Benjamín logra
conocer los celos antes que el amor. Deborah alimenta su pasión, ya que a
veces, cuando la ansiedad de su mirada se hace más ostensible, se separa del
resto del grupo y dándole un beso le dice: “Cuando cumplas los veintiuno
hablamos, buen mozo…”
Esa tarde espera impaciente al fondo del jardín de las monjas, mientras relee
la cartica “Te espero a las seis cerca a la puerta de escape”.
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telefónico y la esquela diaria y prolija que demuestran su devoción al género
epistolar.
Corre las cinco cuadras que los separan y allí, baldón eterno para la memoria,
pegado a los barrotes de la ventana perdió la fe en el género humano cuando
contempló como la moderna Mesalina, le leía melifluamente a su
no-presencia al otro lado de la línea, la carta pedida. Mientras, (imagen
indeleble) Solimán el Magnífico la arrullaba entre sus protervos brazos.
Corrió toda la noche por la playa. El cielo era una sábana de doradas
llamaradas que se extendían borrosamente al nublarse la vista por las
lágrimas. El alba lo encontró al pie del castillo donde veía estallar la luz, con
matices violáceos, sobre la bahía. Todo eso fue sorprendido dolorosamente
por los cohetes que rompieron con luces de color y alegría su soledad y su
distancia.
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Lo que era sólo un guión en el horizonte, se convirtió en un pequeño
aeroplano que sobrevoló al camellón. Gran confusión dentro de la multitud.
Los más precavidos corrieron a esconderse, mientras que los optimistas
sacaron los pañuelos y vitorearon. El aparato empezó a dar círculos y escribió
con humo “Tome píldoras de vida del Doctor Ross”, después en unas largas
subidas y hondos descensos, trazó varias “V” de la Victoria.
Siguió la fiesta con el ruido ensordecedor de los cohetes. Los gringos salieron
de su reducto en el Prado dando vueltas al camellón en sus automóviles,
mientras con las bocinas tocaban el tá-tá-tá de la victoria. En algún momento,
la emoción hizo que se revolvieran democráticamente con los nativos
llegando, en su exceso de confraternidad, a tomar whisky a pico de botella
“ver para creer —dijo Gastón— ojalá se les peguen unas cuantas amebas”.
El estupor pobló todas las miradas, “¿fue una mina?” “¿sería un submarino
nazi?” “Miren”, gritó Benjamín cuando las primeras manzanas empezaron a
llegar cerca de la playa. Con una alegre carcajada se zambulló y recogió la
fruta.
(1976)
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ROSAS SOBRE SU TOGA
¿Cómo crees que pueda escribir este artículo si lo primero que me piden es
comedimiento? Mira este memorándum del director: “Se le ruega una gran
discreción; confío en su buen criterio” ¿Qué tal? En medio de este lío tengo
que escribir algo que no rompa ni manche nada. Estos son los momentos en
que te preguntas por qué carajo trabajas en esto y, sobre todo, para éstas
personas.
Me parece verlo todavía en esa primera clase, cuando entró con su vestido de
lino blanco (más bien color marfil), con ese atildamiento en el vestir y ese aire
de distinción que le era tan propio. Alto y sonrosado, no tenía el tipo costeño.
¿Recuerdas cómo se peinaba con el cabello hacia adelante en un vano intento
de taparse la calva? Con esa presencia, ese hombre y esa ambigua reputación,
ya desde su entrada —y aún sin pronunciar palabra—, había creado una gran
expectativa sobre sus clases.
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Cuando yo oí su nombre por primera vez lo asocié enseguida con togas y
laureles. Me pareció ver a Nerón echándose agua en las mejillas con su
lacrimatorio, a las carreras de caballos en “Ben Hur”, a Marlon Brando frente
al cadáver de César, (“Romanos, ciudadanos, escuchadme con atención…”),
“¡como ves, mi cultura romana es ‘made in Hollywood’”!
Aquí tengo este arrume de fotos que, sin embargo, no puedo utilizar, pero
¿sabes lo que voy a hacer?, mañana se las llevo al forense. Yo creo que algo
aportan a la investigación. No le diré nada al jefe porque con toda seguridad
me lo prohíbe. Pero no hablemos de ratas, hablemos de leones, aunque sean
de color rosa…
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maxima canemus”, que después supe por el diccionario Larousse en sus
paginitas rosadas, que significaba: “hable de cosas más altas”.
Ese era el lado débil y la gente lo sabía. Por eso cuando le abrió un expediente
al Senador y se formó aquel escandaloso trepequesube, una de las primeras
cosas que vinieron a mostrarme fue a “la Quintopatio”, un travestí que dizque
hacía restallar el látigo en las espaldas de nuestro hombre.
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noche de que la madre odiaba todo lo relacionado con este periódico. "A un
descendiente de Catalino Noguera no se le menciona sino para felicitarlo;
¿Qué son esos sobrentendidos que husmeo en las crónicas? le decía.
Una repisa llena de porcelanas francesas hizo las delicias de Omaira, mientras
que yo quedé sorprendido de la audacia de ciertas poses eróticas de unas
cerámicas tayronas. Presidiéndolo todo estaba un inmenso retrato de madre
joven (ojeras, collar de perlas, peinado a lo “garzón”). No recuerdo al
retratista, pero es de esos nombres que sonaban.
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Al final, y casi en la madrugada, estábamos cantando a todo dar aquel paseo,
—no se si lo recuerdas—, que dice:
“Que es lo que le estará pasando al pobre Migue que hace tiempo que no
sale…”.
Me dio profunda lástima y por eso decidí ser un poco cómplice. Después de
todo era poco lo que pedía… así que he vuelto a la cama a desplegar una
técnica imaginativa que Omaira, en un principio sorprendida pero después
muy cooperativa, ayudó a realizar.
Mira, por cierto, desde esta ventana se alcanza a ver un letrero… ¿Cómo se te
hace?. Imagínate estos insultos mil veces repetidos y coreados frente al
tribunal, ante la sonrisa cómplice de la policía… Sin embargo, cuando le
llamé por teléfono para darle el pésame, me contestó la voz de un hombre
firme y reposado.
Pero no sé, te digo francamente que hay algo que no encaja en esa versión
coralibe de una muerte pagana. Mira, hay también dos detalles siniestros,
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inexplicables, como son el par de gatos degollados en la cocina y el tremendo
golpe en la nuca. La sola caída en la bañera no lo explica.
¡Mira estas fotografías! Terribles, ¿verdad? No, no, esa que me muestras la
encontré en un álbum editado por allá en los treinta y titulado “libro de oro de
la ciudad”. En la sección “Nuestras beldades”, llena de mujeres llenitas y de
profundas ojeras hallé esta foto. Esa joven y robusta mujer con el niño sobre
sus hombros es “madre”.
Cuando ella murió, hace escasamente dos meses, Catón le llevaba todos los
días orquídeas al cementerio. Viniendo al periódico reconocí varias veces su
carro.
Sí, el suicidio es muy explicable al parecer y esa es la versión que debo dar.
“Muertos madre e hijo, esa familia se acabó, ya no cuenta” me dijo esta
mañana la asistente del gerente. Me provocó escupirla, pero ella —después de
todo— no hace sino repetir lo que se piensa aquí.
¿Qué mire esa foto con más atención? ¿La de los gatos degollados? Es cierto.
No había reparado en la media de seda sobre el lavamanos. Oiga compañero,
creo que encontramos algo gordo, ésto le puede dar un vuelco completo a la
investigación. Por lo pronto, esta cosa idiota de: “cuando nada lo hacía prever
falleció de manera subjetiva el jurisconsulto y miembro de una de las más.
esclarecidas y tradicionales familias de la ciudad, el doctor Catón Nonato
Noguera…”. Esto se va a la basura, y ahora, aunque me boten, voy a
denunciar este asesinato y empezaré con un “Rosas sobre tu toga Catón…”.
Página 44
EN EL MAR LA VIDA ES MAS SABROSA
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En las sobremesas de las casas de los Notables se comentaba cómo ese tipo
había llegado hacía algunos años como fotógrafo ambulante a la ciudad, y
cómo después se había establecido en el caserío palenquera que quedaba
cerca a la bahía. Cómo ese “cachaco” se había podido entender con estos
descendientes de los negros cimarrones era un misterio, pero lo que sí era
claro fue que después de su matrimonio con Perlamona, una beldad de ébano
con unos inmensos y rotundos glúteos, él fue quién empezó a mandar en el
caserío. Cuando montó el aserradero, el palenque le proporcionó trabajadores
fieles y baratos. Más tarde, y ya con los militares mandando, la mayor parte
de los policías los surtió el palenque donde vivía y de allí surgió esa gran
amistad con el Gobernador General.
Nadie pensó que esta amistad sería tan rentable hasta cuando vieron que en un
tiempo récord se construyó la carretera sobre las colinas que comunicó a “El
Ombligo de la Perla” con la ciudad. Por este hecho Febo Piedrasanta pasó a
ser uno de los hombres más ricos del país. Qué estaba en la plata lo demostró
en el bautizo de su hijo Apolo, cuando hizo traer de Cuba a la Sonora
Matancera y el buffet se lo mandaron por avión de la “Tour d’Argent”.
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Momo del Carril fue a parar unos días en la cárcel, sin que ninguna voz se
levantara en su favor.
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también construyó a sus expensas Mezquitas para el turismo árabe, trayendo
previamente a un Ayatolá para que consagrara los sitios. Todo estuvo, sin
embargo, a punto de fracasar cuando en su afán de utilizar todo el terreno, los
arquitectos empezaron a construir al borde mismo del mar, robándose la
playa. Sólo una acción enérgica del gobierno evitó que se siguieran esas
construcciones, pero ya más de la mitad de la playa había quedado copada.
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Diana Artemisa, la única hija de Febo Piedrasanta, quien en su insaciable
apetito por los hombres rubios, desfilaba por la playa en unos bikinis que
parecían estallar sobre sus gigantescas nalgas mientras dirigía, bajo la
escarcha que se echaba en los ojos, intensas miradas lúbricas a todos los
hombres dorados. En cualquier ocasión el diario sacó una foto a todo color
donde aparecía Diana Artemisa abrazando al teutón de turno mientras la
leyenda decía simplemente “Bu-bú, bú-bú, el corno de Sigfrido”.
*********
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a la bonanza económica más importante que haya tenido la región. “Pensé que
era importante que todo el mundo se sintiera chévere”, confesó años más
tarde cuando se convirtió en la columnista estrella del “Sesquiplano”. Pero los
dueños de las tierras, que se dieron cuenta del tesoro descubierto, no les
interesó la felicidad de la gente sino el río de plata que sobrevino
inmediatamente.
Pronto los productores compraron casi todas las edificaciones del “Ombligo
de la Perla” y con sus lanchas (no de placer sino de embarque) saturaron la
bahía.
En un principio, sin embargo, la vida siguió su ritmo ordinario, sólo roto por
el nuevo desplante de Diana Artemisa que, ahora envejecida, con la pasión
por el juego en todo su furor y habiendo vendido por sumas ridículas casi
todo lo que tenía, pretendió casarse con un muchacho de ascendencia árabe.
Aunque él le porfiaba que ya no tenía nada que ver con el Islam, sino que era
tan nativo como cualquier otro, Diana Artemisa decidió que debían unirse en
una ceremonia en la Mezquita.
Para Diana Artemisa esto fue demasiado, y con los nervios destrozados,
desapareció del lugar. Unos sostenían que estaba en una clínica de reposo en
Suiza, otros que sí, que en una clínica de reposo pero en la Capital porque ya
no tenía plata, y los menos dijeron que simplemente se había refugiado en
cualquiera de los pocos apartamentos que le quedaban. Las conjeturas se
disolvieron con el tiempo porque la Saga de los Piedrasanta dejó de interesar
a todos.
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ese animalito sólo se daba en la selva y otros, que su hábitat era el ambiente
húmedo así que era imposible su presencia en la región. La controversia
adquirió dimensiones internacionales cuando el juez encontró legales las
razones y lo absolvió. “El Sesquiplano” insinuó que el fallo no era del todo
ajeno a que Sátiro fuera el hijo de uno de los más poderosos productores de la
yerba, pero después de que en una sola noche estallaron dos bombas en sus
oficinas, silenció el tema. Los otros dos jóvenes que violaron a dos turistas y
que sacaron a relucir la misma defensa fueron sentenciados a largos años de
prisión.
Como cosa curiosa, el lugar también se llenó de cabras, las que arrasaron
primero con todas las plantas y arbustos que había en las colinas vecinas y,
después, con todas las del entorno. Ante las protestas de la ciudad, Gran Perla,
la esposa de Melquisedec, importó una gran cantidad de plantas plásticas que
fueron “sembradas” en una gran fiesta que motivó el que fuera bautizada
como “Perla Emblemática de la Ciudad”.
Todo estaba tan cambiado que cuando Segismundo, el hijo mayor de Odin,
fue nombrado Gobernador, “El Sesquiplano” tan sólo se limitó a editorializar
sobre los peligros de la leche en polvo.
El día en que la patrona de la ciudad fue coronada ante dos cardenales y cien
obispos como Reina, hubo sonrisas complacidas de todos cuando dos
gigantescos bombarderos remanentes de la Segunda Guerra Mundial y de los
que se sabía servían para el transporte de la yerba, sobrevolaron el estadio y
arrojaron millares de orquídeas negras, regalo de Odín Melquisedec. Pero no
todo eras sonrisas. Entre la tala indiscriminada y las cabras, el desierto
avanzaba sobre la bahía. Cristino Abella dio las voces de alarma en una serie
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de artículos en “El Sesquiplano”, pero lo único que logró fue que en
publicaciones pagadas en “Flecha en el Azul” se le tildara de “Casandra”.
No se habían apagado los ecos del escándalo que produjo su muerte, cuando
se desplomó la casa colgante, que contra todo consejo, había construido Odín
Melquisedec en una de las colinas de la bahía, y en cuya caída murieron el
dueño de la casa y casi todos los centenares de invitados al matrimonio de su
hija. El día del entierro, declarado de “duelo nacional” por el gobierno, la
multitud rompió las barreras y se agolpó al lado del féretro mientras lo tocaba
con billetes y exclamaba “Odín, dame plata”. “Flecha en el Azul” editorializó
bajo el título “Odín subió al Walhalá”.
Pero la arena seguía creciendo y llegó un momento en que para salir de los
edificios había que palear como si fuera una nevada.
En eso estaban, cuando llegó la noticia. Las semillas que uno de los
Soñadores se había llevado de contrabando hacia el Norte, prendió allá. Había
tierra abundante, maravillosa técnica, todo el mercado y policía complaciente.
No se podía esperar más. No se podía esperar más. Los Productores
contestaron con una ofensiva publicitaria diciendo que como la yerba nuestra
no había dos, es “la más maldita de todas” “Malditísssssima” decía un aviso
mientras una bella chica aspiraba un cigarro. Pero ni por esas; cada vez los
embarques eran menores, hasta que al fin llegaron a escasear del todo. Esto
motivó una guerra total en el “Ombligo de la Perla”. Se empezaron a cobrar
las deudas atrasadas, pero nadie tenía con qué pagar. Los cadáveres
empezaron a llenarlo todo. En los joles de los hoteles, en los restaurantes, en
Página 52
las mezquitas se oían detonaciones y alguien que caía. Los policías del puesto
en la playa oían el ruido con indiferencia, mientras seguían jugando dominó.
A veces alguno suspendía, paraba el oído y decía: “apuesto a que esa
entró…”. Por las noches el servicio de aseo recogía los muertos, los llevaba al
final de la playa y le prendía fuego a los túmulos de cuerpos. El olor a carne
asada se volvió insoportable.
Cuando al año, el petróleo que pasaba por una ruta cercana se incendió, el
mar ardió durante meses. Sólo los que vinieron desde la pequeña ciudad
presenciaron la catástrofe. En el resto del lugar no había persona alguna. La
noticia dio la vuelta al mundo, y “Le Nouvel Observateur” sacó en su portada
una foto del barco ardiendo con una pregunta: “¿Un nuevo mar muerto?” En
el sitio, la arena seguía creciendo.
*********
Pero esa tarde, mientras caminaba por entre los túmulos de arena que le daban
al sitio un aspecto casi lunar, pensó que el lugar era siniestro.
Cuando a lo lejos divisó los últimos pisos que sobresalían sobre la arena, de lo
que antes había sido un rascacielos, Grünewald recordó un cuadro de Frank
Frazzetta.
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Frente a la torre que arrojaba sombras ominosas sobre la playa, mientras el
mar aullaba rencoroso y distante, pensó iniciar su crónica relatando el fin de
“El planeta de los simios”, donde el único sobreviviente de la tierra, al
regresar miles de años después de su viaje espacial, encuentra que todo ha
sido arrasado por el holocausto nuclear y grita frente a las ruinas de lo que fue
alguna vez la Estatua de la Libertad: “lo lograron, lo lograron”. Pero, “¿quién
recordaría una película tan vieja?” se dijo.
(1979)
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SI NO FUERA POR LA ZONA CARAMBA…
Para la Mona Navarro fue casi un reto cuando supo que, en vez de decorar el
Centro Social (flamante, con una decoración Art-Decó verdaderamente
preciosa), tenía que arreglar el viejo caserón donde estaba situado el cuartel,
de espaldas al mar. El mismo General había elegido el sitio por razones de
seguridad, así que no había forma de contradecir el punto. Armada de
optimismo y suficiencia, esas dos semanas previas a la fiesta, la Mona se
dedicó a maquillar el casino de oficiales. El día señalado, y aunque los
resultados no eran del todo logrados, la Mona podía respirar satisfecha. Sobre
las paredes había colgado Gobelinos que tapaban el horrible color
verde-cuartel que tenían, al pie de las columnas descascaradas había colocado
macetas con algunas raquíticas palmeras, que sólo alguien con mucha
imaginación podría tomar como símbolo de nuestra lujuriante vegetación
tropical. En el techo habían colocado las arañas venecianas que había
prestado, no sin muchas súplicas, Serafina Noguera. En las largas mesas de
patas genuflexas, y prestadas por la curia, colocó hortensias, anturios y
astromelias en los floreros lapislázuli prestados por los Monte.
Así, sólo la memoria podía relacionar ese sitio con el mismo donde se había
seguido consejo de guerra a los cabecillas, de los que por decreto, se
designaba como “Cuadrilla de Malhechores”.
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De todos modos, la lista de invitados fue examinada cuidadosamente para
evitar que gente impertinente se colara. (¿Invitamos a los Olmos? Sí, al final
de cuentas ellos están con nosotros).
Aquiles Olmos se perturbó un poco cuando comprobó que era uno de los
primeros en llegar a la fiesta. Días antes, cuando rasgó el sobre malva que
contenía la invitación, le había preguntado a su tío Enrique:
—Esta gente está loca, ¿no? ¿Cómo se les ocurre hacerle un homenaje a un
carnicero de éstos?
Al principio creyó que había oído mal. ¿No era su tío quien había escrito los
editoriales más vehementes defendiendo la justicia de la huelga? ¿No era él
quien decía que este país se compondría cuando colgaran el último fraile
balanceándose de la última tripa del último militar? ¿Y no era él quien le
había hecho aprender de memoria los discursos de todos los oradores del
Olimpo Radical?
Página 56
“Recuerda que lo que nos da de vivir es el almacén, no el periódico”.
Aquiles trató de lanzarse en una larga exposición sobre las banderas del viejo
y glorioso partido liberal, pero el tío lo detuvo diciéndole:
Ahora no nos vamos a poner en la mirilla del General, ¡no seamos tan
pendejos!
Por eso, al final de cuentas, ahí estaba bajo el almendro del patio, incómodo
en su frac —que le quedaba ligeramente estrecho—, mirando a través de los
ventanales cómo todos iban llegando. (“Vendrán todos los que son; el que no
está es porque no es”).
¿De qué hablaban? No era muy difícil adivinarlo después del papel tan
decisivo que había tenido Demetrio en el desarrollo de los acontecimientos.
Era él quien había disuadido al gobernador de ir a entrevistarse con los
huelguistas presentándole como un hecho cumplido una emboscada en la
línea carrilera. También él era quién había cursado repetidos telegramas al
Ministro de Guerra, su viejo condiscípulo, informándole y agrandándole los
pasos de la huelga. (Si la compañía aumenta los salarios, también nos tocará
hacerlo a los productores particulares. Nos arruinaremos los bananeros. Nos
oponemos a ese arreglo). Sólo cuando se declaró la región en estado de
emergencia y se le nombró como Jefe con atribuciones de Procónsul al
General, respiró Demetrio satisfecho.
En el periódico salió con titulares a ocho columnas: “En la bahía no hay ningún
crucero, sino un buque mercante para refugio de los norteamericanos en caso de
emergencia”.
Página 57
Por eso cuando entró Germania acompañada de su hija Amparo, un gran
rumor recorrió la sala. El murmullo ascendió cuando se reparó en los vestidos
que llevaban las dos mujeres. Ceñidos, sin mangas y con anchos tajones con
motivos egipcios; Germania portaba el último grito de París. Para completar
su atuendo, un peinado de estilo faraónico remataba en su cabeza. (“Que
digan lo que quieran esas envidiosas, pero lo que en las demás es ridículo, en
ella es sencillamente soberbio”).
La voz de Serafina quería sonar irónica, pero el tono dejaba adivinar la rabia.
¿No te parece que Germania necesita una peluca? Esa frentona es señal de
que la calva avanza. —Dijo una de las integrantes de la corte de Serafina.
¿Peluca dices? —chilló Serafina— ella no necesita realmente una peluca, ella
lo que necesita es una máscara, sí, ¡una máscara!
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No supo que contestar, y confundido se dedicó a buscar a Aquiles. Cuando le
divisó en el patio, la orquesta que para incomodidad de la Mona se había
dedicado a tocar el porro “El Helado de Leche”, pasó a tocar las graves notas
del Himno Nacional.
Alguien pretendió echar un discurso pero fue sacado de en medio por la Mona
y Serafina ante la mirada desconcertada del General. Para sortear la situación,
Mr. Thomas le ofreció su esposa al General para que abriera el baile con un
“Sobre las Olas” que la “Tairona Jazz Band” interpretaba a ritmo de galope.
Página 59
“Tú crees que el Obispo pudo realmente huir de México hasta Panamá
acuclillado en. una caja de mercancías?” —le preguntó el Tío Enrique a su
sobrino cuando le encontró en el patio.
“No seas tan inflexible, cuando llegues a mi edad comprenderás que a veces
es más inteligente ceder…” —Luego, agarrándole del brazo añadió:
“Entra al salón y diviértete. Deja de estar rumiando ideas tristes. Baila con la
hija de Germania, esa chiquilla preciosa que acaba de regresar de Europa” —
Y con un guiño cómplice terminó:
Con una voz donde la erre gutural sonaba deliciosa, Amparo le dijo: “Lo
siento, pero no sé bailar esos ritmos tropicales”.
Ya para ese instante Aquiles no tenía ojos sino para la espléndida belleza de
Amparo (“que diablos hacemos aquí, abandonemos esta gente espantosa y
corretiemos sobre campos alfombrados de cosquillante césped”).
“¿Cómo se llama ese perfume que me embriaga todos los sentidos?” —Le
preguntó Aquiles.
Aquiles pensó que ademanes como ese bastaban para que uno se enamorara
de alguien desesperadamente y para siempre.
Página 60
Pero ya la serpiente quería entrar al Edén, y Nemesio Correa trago en mano y
aliento sulfuroso se acercó a ellos mientras decía en un tono tan alto que todo
el mundo oyó:
Bueno, ¿pero ustedes creen que la muerte de ocho negritos merece tanto
escándalo?
El padre prestó atención a los ruidos que venían de la estación del ferrocarril “Son
disparos, pensó, y después de aguzar el oído se dijo: ”Las balas son Dum Dum“, en el
cuarto vecino la niña empezó a llorar: ”¿Llueve papá, llueve?" El padre le acarició
mientras le decía: “Si hija, llueve y llueve duro, pero no temas, yo estoy contigo”. Esa
noche Rosita Marrero soñó con cristianos devorados por leones.
Antes de que Aquiles diera una respuesta feroz e imprudente, Germania salió
al quite llevándose a Nemesio. Después, arrastrando al centro del salón a
Amparo, pidió silencio.
Los aplausos murieron al nacer. (Bella niña pero sin porvenir en el canto).
Amparo sin embargo tampoco se rendía fácilmente y después de cuchichear
con el director de la orquesta volvió al ruedo y empezó un pujante “Tóqueme
el trigémino” (el coro respondía: tóquemelo usted"). La melodía pegó y
pronto el público acompañaba con palmas el ritmo, a pesar del rostro feroz
que puso el obispo.
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La Mona pidió silencio y anunció que la fábrica de cerveza recién inaugurada
se asociaba al homenaje.
“—Hay toda la cerveza que quieran, el único límite es la que puedan tomar
—”.
Un oficial bajo, acuerpado, con fuerte acento nasal, llegó al centro del salón y
dijo con voz dura:
“Parece que han intentado envenenar a mi General. Nadie sale de aquí hasta
nueva orden”.
La misma voz gritó por los altavoces. “Señores, si no desocupan dentro de cinco
minutos la plaza, haré fuego”. Murmullos coléricos, una voz dentro de la multitud gritó:
“le regalamos el minuto que falta…”. El General gritó: ¡fuego! Dos de las tres
ametralladoras empezaron a disparar. La tercera se atascó.
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“Oh Patria mía, Oh Patria infortunada, en esta tempestad de lodo que ha
nublado tu cielo antes brillante”
“Sí mija, —le contestó Germania—, tienes toda la razón. Por eso Amparo y
yo nos iremos la próxima semana. En verano nos iremos a Cap D’Antibes,
nos veremos allá cherie, ¿n’est-ce pas?
(1979)
Página 63
FALTAN DOS PATAS PARA EL TRÍPODE
En una ola volvió el recuerdo de la noche anterior. Margarita pedía algo a qué
agarrarse en el furor de la tormenta y él salía con un botoncito celestial, con la
bellotica caída de la canasta de caperucita en el bosque…
Empujando pudo llegar al centro del salón donde el invitado de honor, Fray
Mojica, se levantó y le dió un beso purísimo en la frente. Esta fue demasiada
felicidad para las tías, quienes decidieron que ese instante mágico quedara
registrado para la eternidad. De allí venía la foto. Testimonio relievante de su
hora más gloriosa.
Página 64
Al terminar la sesión, empezaron los adioses. El prefecto Jesús Antonio, su
confesor, director espiritual y émulo de Don Bosco, le entregó un libro de
despedida.
Una tarde nefanda es llevado por sus amigos a los baños de María, y allí al
fondo de un patio, un baño o una pieza, no entendió, estaban unas mujercitas
agazapadas.
Tiró el libro. Es mejor correr como Di Stéfano y meterle un gol a Pepe del
Mar que se cree Chonto Gaviria.
Página 65
“Vete donde el médico sin falta, hazlo mi amor”.
No supo que hacer. Domingo Savio, si hubiera sabido. El no. Chupó. Cuatro
años sin cometer pecado mortal. La sangre que derramó en la tablita para
escribir el pensamiento de Domingo Savio. “Dios mío, la muerte antes que el
pecado, aún el pecado venial”. “La infección que se le desató en el brazo. Las
peleas con las tías porque se bañaba con pantalón para no mirarse. El ejemplo
de San Francisco de Sales, que se cambiaba las ropas sin darse cuenta que era
observado por una cortesana. Al acabar, la cortesana exclamó: ¡”Este hombre
es un santo"! y se convirtió.
Relación de cuentas:
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Benjamín Oliverio debe a la Librería Nacional:
La mujer frígida.
La mujer sensual.
Su confesor Jesús Antonio fue más prolijo: “Una materia grave, sí. ¿Plena
advertencia? No. ¿Pleno consentimiento? No. Faltan dos columnas para el
trípode que constituye el pecado mortal”.
No supo si reír o llorar. Pilatillos lloró. El dudó. Desde ese instante estuvo
perdido para las fuerzas del bien.
La voz impersonal del citófono: “Su cita con el médico es a las cuatro”. La
balandra Isabel llega a las cuatro con Arturo de Córdoba. Fugaz asociación
mental.
(1974)
Página 67
POETA MUERTO EN LETRAS ROJAS
Estaba sentado en una banca del parque. Absorto, era indiferente a la tibia,
impaciente e inquieta mañana de ese mes de agosto. Nada le decían las
espléndidas flores de Resurrección, ni los gajos de corozo, ni las flores de la
Habana. Los gritos de los niños y sus nodrizas no le rozaban. De pronto, una
pelota cayó a sus pies y Fernando De la Rosa y Amador, que así se llamaba
ese joven triste, se dispuso a darle un furioso puntapié. Un “me excusa señor”
le detuvo, y entonces contempló el par de ojos azules más bellos que había
visto en su vida. Con gentileza se inclinó y entregó el balón a la niña de largas
trenzas doradas que sonreía. Un niño vestido del mismo color verde, y rubio
como ella, esperaba unos pasos atrás. Eran un par de seres tan especialmente
hermosos, que no pudo menos de pensar cómo la naturaleza detenía a veces
su producción uniforme y se recreaba formando rostros perfectos como los
que en ese instante enfrentaba. Vuelto a su banca contempló largo rato las
inútiles tentativas del niño por quitarle la pelota a la que, dedujo, era su
hermanita mientras ésta feliz, reía. Sólo cuando ambos se perdieron al otro
extremo del parque, volvió a sumergirse en sus pensamientos.
Parecía que hubiesen pasado mil años desde esa mañana, cuando tarareando
la melodía que siempre cantaba su vecina en el lavadero, subió de dos en dos
los escalones de la redacción.
“Oye, lo tuyo fue amor de película, mira, lo mío fue una escena nada más…”
Cuando se inclinó a seguirle cantando bajito a la odiosa secretaria, cuya
antipatía no había logrado vencer, la respuesta fue un gélido “hace rato lo
espera el Director… está impaciente”.
Lleno de aprensión abrió la puerta del despacho. Sólo más tarde pudo pensar
con calma sobre cuál de los dos había quedado más sorprendido, si él o el
Director descubierto en su más inviolable secreto: ¡El momento de colocarse
el peluquín en la secretísima calva! Un tonante “¡Fueeera!” lo devolvió a la
Página 68
sala de recibo. Se rió y lo siguió haciendo, aunque tenía conciencia de que no
debía insistir. No le importaron las miradas rencorosas de la secretaria. Cada
vez que recordaba la brillante calva, de quien siempre había hecho alarde de
sus largos cabellos y sienes plateadas, la risa se acentuaba.
Pero la idea le sonó, y después en todos los casos de sangre que le tocaba
redactar siempre aparecía el occiso con los versos de Fernando De la Rosa y
Amador entre sus bolsillos. Al principio casi era un
chiste privado entre él y los otros redactores, pero sin duda se le fue la mano
cuando le puso sus versos al cónsul gringo muerto por los secuestradores. El
Director lo tomó a lo trágico: “¿quiere usted que nos tomen como un
periódico más de provincia? Aquí somos serios y eficientes”, y vino el
ultimátum Otro error y sería despedido de inmediato. Sentado en ese
momento dudaba si era por el peluquín o por la leyenda que puso a la foto del
gobernador cuando éste, con sus manos en alto, arengaba a unos campesinos.
“Y ahora todos vamos a bailar Zorba el Griego”, escribió. “Te van a echar”, le
dijo el diagramador. Debía ser un profeta porque ahí estaba estrujando la carta
de despido.
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“¿En qué momento me empecé a equivocar?”. Tal vez cuando se sintió líder
en la Universidad. La culpa fue de aquella voz de tenor y la facilidad de
colocar una palabra tras otra. “Ciudadanos de Roma, escuchadme todos con
atención…”, se ladeó la toga mientras descendía las gradas del Foro. Vagas
voces ancestrales o el simple recuerdo del film “Julio César”. Y así actuó todo
el tiempo. Después fue la larga cadena humana que presidió enfundado en su
mameluco para demostrar la unidad obrero-estudiantil, mientras todos
gritaban: “Con Fidel seguro, a los yanquis dales duro…” El porrazo que
recibió de la policía montada
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Se cansó de estar sentado y sin saber por que, entró en la iglesia de enfrente.
La penumbra, el chisporroteo de los cirios, el órgano tocando la fuga de Bach,
le trajeron esa paz perdida que recordaba haber tenido en la niñez. Aquellos
lejanos días del secreto y el escondite, de las revelaciones en el confesionario,
de los momentos de terror y éxtasis frente a la imagen de la Virgen, mientras
los pies estaban lacerados por las piedrecitas puestas dentro de los zapatos,
mortificación ofrecida por la salvación de Rusia.
Pidió una cerveza que lo alivió, mientras el picó seguía en su festival del
recuerdo a cargo de la Sonora Matancera.
“Se está bien aquí”, pensó. Y por un instante una felicidad pequeña, rosadita,
lo abrazó fugazmente.
Pidió otra cerveza, papel y lápiz. Desde su ángulo contempló al cantinero que
discutía, mientras ella porfiaba el préstamos del lápiz. Al final, triunfante,
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regresó con el señorío que correspondía a una protectora de las artes.
“Sólo me falta que se llame Gertrude”. Pero no, resultó ser una prosaica
Gladys. Se apoyó a la mesa mostrando toda la turgencia de sus senos, al
mismo tiempo que preguntaba, no sin cierto candor, si él escribía versos.
“Si reina, y los que escriba serán para ti”, le contestó pensando al mismo
tiempo los extraños caminos que tenía la bondad para manifestarse.
“¿De quién era ese poema, entonces?” Era de él, cuando su yo era un bardo
Irlandés, (con cuello de pajarita y corbata de lazo, lentes sin aro y atados a su
abrigo con una cinta de seda), que agitando su capa recitaba ante la catedral
de Dublin. Pero allí en la cantina, la poesía queda trunca ante la imposibilidad
de ser continuada con el verso prestado.
Seguía una reseña de los hechos, con una protesta por la inseguridad reinante
que tomaba víctimas inocentes. Al final se decía cómo a Fernando De la Rosa
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y Amador se le había encontrado poemas suyos en un papel que agarraba
fuertemente en su mano izquierda.
El niño rubio pisó con indiferencia el periódico donde aparecía la foto del
poeta. Detrás de las trinitarias y las cayenas, su hermanita le hacía señas de
que no era capaz de alcanzarla.
(1979)
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SEÑORA TENTACIÓN
Tenía conciencia de que ese retorno al lugar era como una peregrinación.
Todo sin embargo había cambiado. Ya no estaba en el pueblón alegre y
confiado de su adolescencia, sino en un sitio donde el peligro agazapado y
permanente podía aparecer en cualquier momento. Aún así, como en la letra
del viejo tango, decidió volver al antiguo Club Campestre, el escenario de su
humillación; sin embargo, cometió la imprudencia de no tomar la carretera
sino el viejo camino sombreado.
¿Qué tenía que ver esa casa grande de colores chillones y arquitectura
mezquina con sus recuerdos? ¿Qué, ese patio encementado con aquella
gloriosa pista de baile cubierto por una ceiba legendaria? ¿Qué, ese montón
de piedras dispersas, con la tarima donde aquella noche se presentó la más
famosa de las orquestas de la Habana?
Se sentó en un tronco y aspiró profundo el cercano olor de ese mar sin lluvias.
Cerró los ojos y aspiró de nuevo el perfume de “La Señora Tentación”, como
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habían bautizado los compañeros del seminario a la joven viuda que vivía
enfrente.
Mucho más tarde, y ya entre caricias, supo que el nombre de la fragancia era
“Chanel Five”.
Sólo obtuvo como respuesta una risa baja, cálida y cómplice. Después él le
contó cómo una noche había saltado las tapias, atravesado la carretera y le
había dejado en la saliente de la ventana que daba a la terraza sus poemas de
amor.
—“Lo único que logré fue que no volvieras los demás domingos y que el
padre rector, un francés, nos previniera en el comedor, contra ‘Les poètes
maudits’”.
— “Empecé a odiar el internado, no soporté más los rezos, los misereres y las
meditaciones matinales en las que el prefecto insistía en la efímera belleza de
las mujeres y el triunfo definitivo de la muerte”.
“Al pelao hay que avisparlo”, fue la frase de su padre el día que decidió
sacarlo del seminario y matricularlo en el Liceo Nacional, ante la
escandalizada oposición de su madre.
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Meses después, y cuando desde el lecho oían el golpe monótono de la lluvia
sobre el cristal de la ventana, ella le dijo: “Supe al verte que eras mi poeta de
la media noche”. “Pues te demoraste en hacérmelo saber” fue su respuesta
mientras recordaba el juego a que fue sometido, en el que ella le
intercambiaba libros en los que subrayaba las partes más picantes, y después,
cuando se encontraban, ni mencionaba el tema sino que, con aires de matrona
emblemática, le invitaba a su terraza a tomar café árabe con pepitas de
cardamomo, en medio de largos silencios y tosecillas irónicas de una tía
chaperona.
Pasado el primer momento decidieron ser más discretos, y en vez del café
árabe de los jueves, el encuentro fue en “La viuda negra” un motel mudo.
Pero alguien habló; él, por supuesto. Por juventud, inexperiencia, machismo o
porque las conquistas son para alardear de ellas, la cuestión fue que ante un
grupo de amigos boquiabiertos habló de sus amores. “Y para que vean que no
miento —dijo ufanándose—, la obligaré a que me lleve de parejo al baile en
el Club Campestre este fin de año”.
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enrejada del club (la percepción retrospectiva arroja luz sobre el detalle de ser
las rejas del más puro estilo “Art Nouveau”), y se contempla rogándole, con
una angustia creciente, al portero para que le dé una explicación del (“porqué
esa prohibición de dejarlo entrar al club… del porqué haberle cancelado su
pase de atención para entrar a esta fiesta y a todas las demás…, que le diga
quién dio esa orden…”.
Corrió para alejarse del lugar. Se vio de nuevo, estupefacto, sentado en las
bancas de hierro forjado del parque, mientras a su lado una putica triste
recitaba “los sonetos a Laura”, y su protector, un joven poeta vicioso, le
hablaba de la “tria insatiabilia: mare, infernum et vulva”
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RAMÓN ILLÁN BACCA LINARES (Santa Marta, Colombia, 21 de enero
de 1938-Barranquilla, Colombia, 17 de enero de 2021) escritor, periodista,
abogado y profesor universitario colombiano.
Ha publicado los libros de cuentos Marihuana para Göering (1980), Tres
para una mesa (1991), Señora tentación (1994), El espía inglés (2001) y
Cómo llegar a ser japonés (2010). Es autor de las novelas Deborah Kruel
(1990), Maracas en la ópera (Espasa, 1999), que fue Premio Nacional de
Novela Cámara de Comercio de Medellín, 1995; Disfrázate como quieras
(Seix Barral, 2002) y La mujer del defenestrado (2008). Publicó la Antología
de cuentos barranquilleros (2000) y la recopilación de artículos Crónicas
históricas (2007). Dirigió el Proyecto Voces 1917-1920, edición íntegra
(2003), y con el prólogo de ese libro obtuvo el Premio Simón Bolívar 2004 en
la categoría de mejor artículo cultural. Publica quincenalmente la columna
“Puntos de Bizca” en El Heraldo de Barranquilla.
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