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1.

Finalidad y perspectivas diferentes

En su regulación del comportamiento humano, Derecho y Moral contemplan las


acciones humanas desde perspectivas diferentes. El Derecho lo hace desde el punto de vista
de su importancia y trascendencia social, mientras que la Moral lo hace atendiendo a su
significado, valor y dimensión individual y personal1. De ahí que tradicionalmente se haya
afirmado que el Derecho persigue exclusivamente fines sociales temporales (el bienestar, la
justicia o la seguridad), mientras la Moral tiene como fines todo lo relacionado con la
perfección personal e individual. Pero una versión revisada de este criterio niega que los fines
sociales competan sólo al Derecho y los individuales sólo a la moral.

No obstante, hay quienes sostienen que la moral no es sólo individual ni se desentiende


de los fines sociales y temporales del hombre (pensemos por ejemplo en la gran proyección
social que tiene casi todas las religiones que promueven una determinada moral social). Aun
así, una coherente relación entre ambos órdenes debería mantener la distinción, afirmando el
diferente punto de vista desde el cual contemplan las acciones humanas uno y otro (según
habíamos visto). La importancia de esta diferenciación radica hoy, fundamentalmente, en
establecer los límites del Derecho (no tanto los de la Moral); o sea, en evidenciar que hay
materias en las que el Derecho no puede ni debe entrar porque pertenecen al ámbito de la
conciencia personal; es decir, de la moral individual (he ahí la notoria polémica suscitada en
España por los contenidos morales de la asignatura Educación para la ciudadanía).

2. Heteronomía del Derecho y autonomía de la Moral

Se dice de la Moral que es autónoma porque no es producto de una voluntad externa al


sujeto, sino del fuero interno del propio sujeto que conscientemente hace suya la norma moral
y se vincula internamente a ella (Kant habla en ese sentido del imperativo categórico de la
conciencia). Sin embargo, el Derecho es heterónomo, ya que las normas jurídicas proceden de
una voluntad exterior al sujeto (una autoridad investida de poder) que es ajena al destinatario
y que se la impone sin requerirle ningún tipo de asentimiento o vinculación interna.

Este criterio diferencial, aun pudiendo ser mantenido, necesita de una matización. Si
bien es cierto que las normas morales son reflejo de la conciencia moral individual, autónoma
y libre, no debemos perder de vista que en su formación y conformación juega un papel
fundamental la moral social2. Y, en sentido contrario, si bien es cierto que las normas
jurídicas avalan la heteronomía del Derecho, no podemos negar la existencia actualmente de
mecanismos políticos y jurídicos que debilitan esta tesis e introducen en el Derecho un grado
mucho mayor de autonomía (las normas son producto de amplios consensos sociales, basados
en mecanismos de participación ciudadana, que recogen, por tanto, en buena parte, las
convicciones morales de los individuos). Se trata del ideal al que tienden los actuales sistemas
políticos: la denominada democracia real o deliberativa (tan de moda en nuestro país en esta
última época a través del Movimiento 15-M). Con todo, la validez y la vigencia de las
normas jurídicas siguen partiendo del presupuesto de la heteronomía, puesto que no necesita
de la aceptación sus destinatarios.

1
3. La imperatividad–atributividad del Derecho

Suele afirmarse que el Derecho es imperativo–atributivo, mientras que la Moral es sólo


imperativa. ¿Qué significa esto? Pues que la Moral se limita a imponer deberes u
obligaciones; en cambio el Derecho no sólo impone deberes sino que también atribuye
derechos subjetivos como correlato a los deberes. En efecto, todo deber jurídico impuesto a
una persona implica la existencia de un correlativo derecho de otra persona para exigir su
cumplimiento. En esto consiste una nota esencial del Derecho que se denomina reciprocidad;
es decir, las relaciones jurídicas interpersonales se configuran bajo la conjunción de derechos
y deberes recíprocos.

4. Derecho y coacción

Señala E. Fernández que el criterio básico diferenciador ente la Moral y el Derecho


estriba en la coacción (o posibilidad de coacción) que el Derecho puede ejercer sobre el sujeto
para obligarle al cumplimiento de la norma. Muchos autores (y sobre todo los positivistas)
entienden que la coacción es la dimensión esencial del Derecho y, lógicamente, su distintivo
fundamental frente a cualquier otro orden normativo.

Ciertamente, el Derecho puede ser impuesto (en última instancia incluso utilizando la
fuerza física) y, ciertamente, el cumplimiento de las normas morales no puede ser impuesto
recurriendo a la coacción física porque se trata de conductas libremente aceptadas y realizadas
(aunque las normas morales sí están provistas de coactividad o ‘presión social’ para impulsar
a su cumplimiento). No obstante, identificar Derecho con un mero ‘orden jurídico coactivo’
suscita graves problemas teóricos: ¿todas aquellas normas que un Estado puede imponer por
la fuerza son Derecho? ¿Puede subsistir un orden coactivo que resulta mayoritariamente
contestado como moralmente injusto por los individuos? ¿Sólo la fuerza puede sustentar un
sistema jurídico? Analizaremos más adelante estos dilemas.

A) Conexiones entre Derecho y Moral

Una vez establecidas las diferencias, nos corresponde ahora analizar brevemente las
estrechas conexiones existentes entre el Derecho y la Moral, fundamentalmente relativas al
contenido:

1. El contenido de las normas morales y el de las normas jurídicas coinciden


frecuentemente en cuanto a los comportamientos prescritos tanto en unas como en otras. Por
ejemplo, la prohibición de matar constituye el contenido tanto de una norma jurídica como de
una norma moral.

2. Por otra parte, resulta fundamental la influencia de la Moral en el contenido del


Derecho a través de los procesos de creación e interpretación del mismo. De este modo, en el
momento de la creación del Derecho, los valores y normas morales vigentes en una sociedad,
en un determinado momento histórico, quedan plasmados en él. El ordenamiento jurídico, en
efecto, está inspirado en ciertos valores morales (y no sólo morales) como la libertad, la

2
igualdad, la seguridad, la certeza, etc. Ya dijimos que el Derecho, en mayor o menor medida,
es la expresión de la moral social predominante3.

3. Un tercer ámbito de conexión entre Derecho y Moral, por razón del contenido, está
constituido por las referencias explicitas que las normas jurídicas hacen a la moral. Por
ejemplo, tanto en el Código Civil (art. 1.275, etc.) como en el Código Penal (arts. 186, 449,
450, etc.) se contienen muchos preceptos con alusiones expresas a “la moral y las buenas
costumbres”. Por otra parte, las actividades tradicionales de beneficencia constituyen hoy el
contenido propio de derechos y deberes prestacionales y asistenciales (en el ámbito sanitario,
laboral, educativo, etc.) dentro del llamado Estado Social.

1. Concepciones fundamentales del Derecho: iusnaturalismo y positivismo jurídico

Las conexiones relativas al contenido común del Derecho y la Moral no acaban en el


clásico esquema dogmático que acabamos de reproducir en el apartado anterior. Por el
contrario, van mucho más allá. Hasta el punto de dar lugar a las dos concepciones del
Derecho que han marcado la historia del pensamiento jurídico y han determinado el sentido
de la ciencia y la filosofía del Derecho: el iusnaturalismo y el positivismo jurídico, cuyas tesis
principales se articulan precisamente en torno al problema de la conexión entre Derecho y
Moral. Además, directamente conectado con los planteamientos de estas dos tradiciones
jurídicas se suscita otro de los grandes problemas de la filosofía jurídica: la obediencia al
Derecho y cómo enfocar los supuestos de desobediencia moral al Derecho; en particular, los
supuestos de objeción de conciencia y desobediencia civil4.

Como hemos apuntado, en la historia del pensamiento jurídico existen dos grandes
concepciones o modos básicos de entender el Derecho: el positivismo jurídico y el
iusnaturalismo. Se trata de dos grandes tradiciones o escuelas de pensamiento, cada una con
diferentes matices y posiciones entre los autores que las componen y en función de las épocas
históricas en las que se han ido forjando, pero cada una de ellas con un tronco de doctrina
común que las identifica y define.

A) Para los iusnaturalistas el Derecho sólo puede calificarse de tal (es decir, sólo
merece ser obedecido) si respeta una serie de exigencias o principios éticos o morales que
permiten calificarlo como “justo”. El iusnaturalismo no se ha presentado históricamente como
una doctrina unitaria, ha habido distintas escuelas iusnaturalistas. Pero por encima de los
matices, el iusnaturalismo comparte dos principios básicos: en primer lugar, que existe una
naturaleza humana común a todos los seres humanos, de la cual pueden deducirse los
principios básicos de justicia que deben regir las relaciones humanas. El conjunto de estos
principios básicos de justicia constituye el denominado Derecho natural. En segundo lugar,
los principios del Derecho natural deben informar y ser acogidos por el Derecho positivo para
que éste pueda considerarse justo. Si éste no los recoge o los vulnera, entonces las normas,
aunque sean coactivamente impuestas, ya no tienen el carácter de Derecho y, por tanto, no
obligarían a su cumplimiento.

3
En algún momento (en la época del iusnaturalismo llamado racionalista, que se
desarrolló en los siglos XVII y XVIII) se entendió que esos principios éticos o morales que el
Derecho positivo debe respetar y asumir para ser obedecido, tenían un carácter inmutable y
universal. Desafortunadamente, el iusracionalismo contribuyó a desacreditar la doctrina del
iusnaturalismo clásico (que sólo hablaba de principios), al plantear la posibilidad de formular
un Derecho positivo perfecto, racional y universalmente válido para todo tiempo y lugar (esa
fue la inspiración de la codificación y, en especial del Code Napoleón de 1804, máximo
exponente del racionalismo europeo, que consagró el principio de que fuera del Código no
existe el Derecho). Su éxito fue el germen de su fracaso y desaparición (con la irrupción del
idealismo alemán y la Escuela Histórica del Derecho de Savigny).

En la actualidad, los autores iusnaturalistas hablan nuevamente de principios morales


que, si bien no son arbitrarios y subjetivos, si son flexibles y abiertos a la historia y la cultura,
en cuanto que se adaptan a las circunstancias de cada lugar y momento, salvando el contenido
moral esencial de esos principios.

B) El positivismo jurídico se consolidó a partir del siglo XVIII como la concepción


hegemónica del Derecho, desplazando al iusnaturalismo y defendiendo la absoluta separación
entre Derecho y Moral. Entienden los autores de esta tradición que el Derecho deber ser
definido sólo en virtud de criterios formales (respeto a los órganos y procedimientos
establecidos para promulgar leyes) y no por su contenido material. Y es que, en efecto, desde
que John Austin (1790-1852), iniciador del positivismo jurídico anglosajón, dejó escrita su
conocida máxima: “la existencia del derecho es una cosa, su mérito o demérito, otra”; esa
distinción constituye la seña de identidad de la concepción positivista, la escisión entre ser y
debe ser. Las normas válidas son Derecho y el juicio moral que aquellas puedan mercer es
algo que no pertenece a lo jurídico (es puramente ideológico).

El positivismo nace del esfuerzo de transformar el estudio del Derecho en una ciencia
exacta al estilo de la física, la matemática o las ciencias naturales, y para ello es
imprescindible excluir de él todo elemento no sometible a los criterios de racionalidad propios
de la modernidad; es decir, todo lo que no pueda ser objeto de una demostración (como la
matemática) o de una comprobación experimental (como la física). De ahí que la nota esencial
que determinará el concepto de Derecho formulado por el positivismo es la avaloratividad, la
asepsia valorativa, esto es: la exclusión de todo ‘juicio de valor’ y la exclusiva aceptación de
los ‘juicios de hecho’, como los únicos válidos para situar el estudio del Derecho en el terreno
de lo científico.

Ello conduce a plantear una separación radical entre el derecho que es y el derecho que
debe ser, o lo que es lo mismo: entre el Derecho y la Moral. Este aspecto ha sido y sigue
siendo hoy capital para delimitar el concepto positivista de derecho. Así lo ha reconocido
Herbert Hart (1907-1992), máximo exponente contemporáneo del positivismo jurídico, en su
obra más emblemática El concepto de Derecho. La independencia respecto del valor –la
“asepsia valorativa” o Wertfreheit, según la expresión de Max Weber (1864-1920)-, abre el
camino a los siguientes aspectos definitorios de la concepción positivista del Derecho:

1. Imperativismo (voluntarismo)

4
El Derecho es el producto de la voluntad del que tiene poder. Esta es la primera
consecuencia importante de la Wertfreiheit positivista: el Derecho deja de tener un referente
ético, prudencial y experiencial, para pasar a concebirse como un mandato. Por otra parte, al
prescindir de toda dimensión axiológica (que es una dimensión universal) se produce
necesariamente un trascendental reduccionismo: la identificación del Derecho con el
ordenamiento jurídico positivo del Estado nacional. Con ello se consagra la primacía y
exclusividad de la Ley como fuente de derecho. O lo que es lo mismo: la identificación del
Derecho con la Ley. El Estado se convierte, pues, en el “señor del Derecho”, monopolizando
los mecanismos de producción legislativa.

La vinculación entre carácter estatal del Derecho y la concepción imperativista del


mismo aparece ya subrayada en Thomas Hobbes, cuando indica que "es manifiesto que el
Derecho en general no es consejo sino mandato, y no un mandato de un hombre cualquiera a
cualquier hombre, sino solamente de aquél cuyo mandato está dirigido a alguno previamente
obligado a obedecerlo" (Leviathan XXVIII). Idéntica definición aparece también en J. Austin,
el padre de la concepción imperativista en el ámbito anglosajón: “el derecho es algo
establecido por los superiores políticos a los inferiores políticos” (Lectures on Jurisprudence,
I). El Derecho es puro mandato del que tiene poder (voluntad del superior).

La reducción del Derecho a una herramienta al servicio del poder del Estado es
igualmente visible en otras construcciones doctrinales, como las del realismo jurídico,
también de corte anglosajón. En este sentido, el famoso juez norteamericano Oliver Wendell
Holmes (1841-1935), el jurista más influyente de su época, definía el derecho como “una
simple técnica de control social” (La senda del Derecho). En ese mismo sentido se pronunció
el también famoso juez y jurista estadounidense Roscoe Pound (1870-1964), fundador de la
escuela sociológica del derecho, definiendo el derecho como "ingeniería social", algo que no
guarda ninguna relación con los fines, sino exclusivamente con la eficiencia de los medios
(Filosofía del Derecho). Una definición del mayor agrado para cualquier gobierno (como
afirmó M. Villey).

2. Formalismo

Intrínsecamente ligada a la concepción imperativista se desarrolla la visión formalista


del Derecho, a partir de la cual el contenido de las normas ya no es decisivo para determinar
su juridicidad. El Derecho viene determinado por su sometimiento a unas condiciones
procedimentales en los órganos de producción legislativa: toda norma que cumple con esos
requisitos es jurídica y obliga, con independencia de su contenido. Se consagra la prevalencia
exclusiva de la nota formal de validez a través del principio de legalidad (Derecho válido =
legalidad) y desaparece el criterio material y último de justicia (Derecho justo remite a una
instancia ética extrajurídica). La obediencia al derecho (coactividad) no deriva de su justicia
sino de su validez; de ahí que su cumplimiento se imponga mediante la coacción (amenaza de
sanción).

Así aparece expuesto en la obra de Hans Kelsen (1881-1973), el famoso jurista checo,
impulsor de la Escuela de Viena. En efecto, sus rotundas palabras no dejan lugar a dudas:
“Las normas jurídicas pueden tener cualquier tipo de contenido” (Teoría General del Derecho
y del Estado). Dicho de otro modo: cualquier proposición puede ser jurídica mientras posea
las condiciones formalmente exigidas al efecto. Una formulación muy coherente con la
reducción del derecho a pura y simple técnica. Así lo afirma también Kelsen en otro momento

5
de su obra: “El derecho es la técnica social que consiste en obtener la conducta social deseada
de los hombres, mediante la amenaza de un medida de fuerza a aplicar en caso de ejercicio de
una conducta contraria” (Teoría General del Derecho y del Estado).

3. La coacción

El carácter exclusivamente técnico, instrumental, del derecho propicia la potenciación


del elemento coactivo (imposición de una sanción) como distintivo de lo jurídico. Así lo puso
de manifiesto una de las obras más decisivas de la filosofía jurídica del positivismo: El fin del
Derecho, de Rudolf Ihering (1818-1892). En el capítulo 10 del libro I de esta obra escribe:
“Para el jurista cuidadoso de pisar sobre un terreno sólido, el ‘único criterio del derecho’
reside en la sanción del poder público. Si la sumisión de hecho a ciertas reglas de las acciones
humanas por todos, bastase para imprimir a éstas el carácter de derecho (como así se ha
intentado en el derecho de la iglesia), ese carácter se uniría a la moral y a las costumbres y
acabaría por desaparecer toda distinción entre estos tres órdenes normativos. La coacción
ejercida por el Estado constituye el criterio absoluto del Derecho”. Ihering concluye así: “Una
regla de derecho desprovista de coacción jurídica es un contrasentido; es un fuego que no
quema, una antorcha que no alumbra”.

A partir de este planteamiento el Derecho queda consagrado como un sistema de


coacción: “El Estado es el único detentador de la coacción y, por tanto, es el único creador de
Derecho” (Ihering). Como consecuencia, se niega el carácter de jurídicos a aquellos órdenes
normativos que, aun prescribiendo conductas, no tienen capacidad de imponer una sanción de
naturaleza jurídica: el ejemplo paradigmático es el Derecho Internacional.

Como ya vimos, resulta imprescindible distinguir entre coactividad y coacción. La


coactividad es un elemento distintivo de órdenes normativos como la moral, que prescriben
pautas de comportamiento pero que no recurren a la coacción (la fuerza) para imponer sus
preceptos. La coacción implica la utilización, incluso en el extremo de la fuerza física, para
imponer la conducta prescrita.

Cuando el Derecho se reduce a técnica instrumental y la coacción es su elemento


esencial, a las “normas primarias” (aquellas que regulan el comportamiento social básico de
las personas: no debes dañar a otro, debes cumplir tus pactos, etc.) no se les atribuye el
carácter de verdaderas normas jurídicas porque se introducen en el terreno de la Moral. Este
carácter sólo viene atribuido, en sentido estricto, a las denominadas “normas secundarias”
(las que van dirigidas a los operadores jurídicos y órganos del Estado), que son aquellas cuyo
fin es sancionar las conductas contrarias a lo establecido. Lo relevante para el derecho ya no
es el principio de conducta prescrito sino la sanción impuesta por su incumplimiento5.

5
La compenetración entre las nociones de Derecho, coacción y Estado viene subrayada también en la
obra que puede considerarse más representativa de la sociología jurídica del positivismo formalista: Economía y
sociedad de Max Weber (1864-1920). En esta obra póstuma afirma Weber que “lo decisivo en el concepto del
derecho es la existencia de un poder coactivo”. La diferencia entre el derecho y la convención radica en “la
probabilidad de la coacción” y en la existencia de “un cuadro de individuos instituidos con la misión de obligar a
la observancia de ese orden y castigar su transgresión (jueces, fiscales, funcionarios administrativos…)”.
Análogamente al planteamiento de Ihering, el Estado aparece en Weber como la fuente única de derecho; ya que
lo define como “aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio, reclama para sí el
monopolio del ejercicio de la violencia física legítima” (El político y el científico). Lo específico de nuestro

6
La tesis positivista, que identifica al Derecho por la nota de la coacción y que cuenta
con el respaldo de los órganos del Estado, ha encontrado una variante en la obra de Hans
Kelsen (Teoría pura del derecho). En su concepción, la fuerza pasa de ser el instrumento a
ser el objeto mismo regulado por el derecho. De ahí que para el jurista checo “el problema de
la coerción no es el problema de asegurar la eficacia de las reglas, sino el problema mismo del
contenido de las normas”. El derecho, por tanto, quedaría reducido exclusivamente a la
regulación del uso de la fuerza. Como señaló Norberto Bobbio (1909-2004), no hace sino
describir la vieja teoría del “Estado gendarme” (Estado policía).

Pero quizá el autor en que ha llevado más lejos la visión coactiva del Derecho ha sido el
realista danés Alf Ross (1899-1979). Su libro Sobre el derecho y la justicia asume como
presupuesto la línea de pensamiento ya mencionada, que va de Ihering a Kelsen, y que
sintetiza en esta máxima: “Un orden jurídico nacional es el conjunto de reglas para el
establecimiento y funcionamiento del aparato de fuerza del Estado”. Pero las implicaciones
más profundas de esta identificación entre Derecho, coacción y Estado, que los autores
anteriores no se habían planteado, aparecen ahora en la obra de Ross con toda radicalidad:
“Desde un punto de vista cognoscitivo-descriptivo, y tal tiene que ser el punto de vista de la
filosofía del derecho como actividad teorética, es imposible, distinguir entre un ‘orden
jurídico’ y un ‘régimen de violencia’, por cuanto la cualidad de validez que serviría para
caracterizar al derecho no es una cualidad objetiva del orden mismo, sino sólo una expresión
de la manera en que éste es experimentado por un individuo. El mismo orden puede ser un
orden jurídico para una persona y un régimen de violencia para otra”. La formulación de Ross
permite ver cuál es el resultado al que se llega sosteniendo la tesis atomista y nominalista que
niega el carácter objetivo de lo cualitativo.

En la actualidad las posiciones radicales del positivismo jurídico se han matizado


bastante y reconocen la existencia de ciertas conexiones entre Derecho y Moral. De tal modo
que el Derecho no deja de serlo porque asuma algunos principios éticos o morales básicos a
los que se refieren los iusnaturalistas. Esto se ve con claridad en la obra de Hart6 Aunque
para este autor el Derecho formalmente vigente es válido independientemente de que su
contenido sea o no contrario a la moral, sea justo o injusto, sin embargo, admite la crítica al
Derecho desde el punto de vista de la Moral, y llega a admitir la desobediencia al Derecho por
razones morales.

Por otra parte, Hart reconoce la influencia de la Moral en el Derecho y la posibilidad de


que los jueces recurran a valoraciones éticas o morales a la hora de interpretar y aplicar el
Derecho, y también señala que hay ciertas características del funcionamiento normal del
Derecho que por sí mismas implican la realización de un mínimo de justicia. En definitiva, el
neopositivismo crítico actual, representado por Hart, admite que el Derecho positivo no puede
tener cualquier contenido. En ese sentido, admite la necesidad de un “contenido mínimo de
Derecho natural” que todo ordenamiento positivo deber respetar, sin el cual no sería posible
la vida en sociedad. ¿En qué consiste ese contenido mínimo?:

- prohibición de la violencia sobre las personas y sobre las cosas

tiempo es que a todas las demás asociaciones o individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en
la medida en que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del “derecho a la violencia”.

7
- exigencia del respeto a las promesas
- necesidad de las sanciones.

4. La obediencia al Derecho

Desde los orígenes de la historia del pensamiento jurídico ha estado muy presente el
problema de la obediencia al derecho y, en consonancia con ella, si tal obediencia es sólo
jurídica o lo es también moral y política. La obligación de obedecer al Derecho, como ha
destacado Prieto7, es en la actualidad más vigorosa que nunca, por la incorporación de
contenidos sustantivos y morales tanto a las normas jurídicas como al proceso de
razonamiento jurídico, a través de las actuales constituciones democráticas.

En efecto, en las actuales sociedades democráticas, en las que los ciudadanos participan en el
proceso de elaboración de las normas y se acepta de manera general la legitimidad del poder
político, la cuestión de la obediencia al Derecho plantea muchos menos problemas que en
otros momentos históricos en el contexto de sociedades no democráticas. Sin embargo,
precisamente en este modelo actual de sociedad y de Derecho, y precisamente por
componente democrático y la asunción de la justicia como valor superior de todo el sistema,
se observa un auge de los fenómenos de desobediencia al Derecho.

La razón se halla en que el Derecho, además de reconocer y garantizar derechos,


impone también deberes y obligaciones, algunos de los cuales suponen la realización de
prestaciones personales cuyo desempeño puede afectar o chocar directamente con valores
morales que radican en la conciencia moral de los individuos. Los ejemplos más conocidos en
nuestro ordenamiento los constituyeron las negativas a prestar el servicio militar obligatorio
(hoy día superado por la abolición de esta prestación) y las negativas de los profesionales de
la medicina a practicar abortos en los supuestos despenalizados por la ley de 1983. Este
segundo supuesto, con la última reforma de la Ley 2/2010 de salud sexual y reproductiva y de
la IVE, que legaliza el aborto no causal por la petición de la mujer dentro de las 14 primeras
semanas, ha agudizado profundamente la polémica del sector sanitario y gran parte de la
sociedad (aun reconociendo el derecho de objeción de conciencia en su art. 14).

En la actual coyuntura socio política; es decir, en el seno de los Estados constitucionales


se señalan tres razones de tipo moral que justificarían la obediencia al Derecho:

1. Los contenidos de justicia del Derecho. El Derecho positivo tiene una presunción de
justicia que debe mover a su cumplimiento espontáneo.
2. La concepción de que el Derecho recoge los contenidos básicos de la moral social
vigente expresada en el desarrollo de los principios y derechos constitucionales (base
de la justificación moral de obediencia al Derecho).
3. La legitimidad democrática del poder político que justifica formalmente la voluntad
de obedecer las disposiciones del legislador.

Tradicionalmente se han señalado también otro tipo de razones (no morales) que
compelen a obedecer las normas jurídicas: la coacción (posibilidad del uso de la fuerza); la
necesidad de una convivencia pacífica; la seguridad; el interés o el bien particular, así como el

8
interés o el bien común. Es evidente que el temor a las consecuencias desagradables, esto es
las penas y sanciones jurídicas que comporta la infracción de las normas, resulta el
mecanismo de convicción más eficaz para la obediencia al Derecho.

Vemos, por tanto, que se aducen un conjunto de razones jurídicas y morales para
justificar la obediencia al Derecho. Pero no todos comparten la existencia de esta obligación.
En la doctrina española, el trabajo de GONZALEZ VICÉN titulado “La obediencia al
Derecho” adquirió notoriedad debido a su conocida afirmación de que “mientras que no hay
fundamento ético para la obediencia al Derecho, sí hay un fundamento ético absoluto par su
desobediencia”8. Tal afirmación abrió un intenso debate doctrinal en el que han participado
fundamentalmente E. Díaz, J. Mugerza, M. Atienza y E. Fernández. Podríamos resumirlo del
siguiente modo9.

La postura de González Vicén, como hemos apuntado, avala la existencia de razones


éticas para la desobediencia al Derecho, pero niega que haya un fundamento ético para la
obediencia. Atienza argumenta que tal afirmación sólo sería sostenible “si se niega a la ética
toda dimensión social y, por tanto, se elimina la posibilidad de que exista un campo de
coincidencia entre el Derecho y la ética (lo que no es fácil de aceptar). Para Elías Díaz sí
puede haber en determinados supuestos un fundamento ético para desobedecer al Derecho,
pero también puede haber un fundamento ético “lo mismo –y el mismo– para obedecerlo”.

Muguerza muestra simpatía por la tesis de González Vicén basándose en el imperativo


kantiano según el cual el hombre debe ser tratado siempre como un fin y nunca como medio.
Sostiene que la dignidad humana y la conciencia individual son límites a la soberanía popular
expresada por el criterio de las mayorías. Esto legitima al individuo para desobedecer
cualquier acuerdo o decisión de la mayoría que atente contra su conciencia, dado que el
imperativo kantiano reviste un carácter primordialmente negativo, cuyo cometido es autorizar
a desobedecer cualquier regla que el individuo crea en conciencia que contradice aquel
principio. Frente al argumento de Muguerza, Eusebio Fernández objeta, entre otras cosas, que
en aquellos casos en los que el Derecho reconozca y garantice la afirmación kantiana de que
“el hombre existe como un fin en sí mismo y no tan sólo como medio”, el aludido imperativo
kantiano actuará como fundamentador de la obligación moral de obedecer a ese Derecho
suficientemente justo10.

La Desobediencia al Derecho y sus formas

Como hemos visto, el problema de la obediencia al Derecho en las sociedades


democráticas lleva aparejado como el reverso de la moneda: si existe la posibilidad de
justificar una desobediencia al Derecho amparándose en razones morales. Como ha señalado
Hart, la validez formal de una norma no implica que exista la obligación moral de obedecerla,
de ahí que la posibilidad de desobedecerla se plantea cuando el contenido de la norma puede
considerarse injusto o moralmente inicuo. Aquí radica el punto más delicado de la cuestión:

9
¿cuándo un precepto jurídicamente obligatorio puede considerarse injusto? ¿quién está
legitimado para formular ese juicio?

Los estudiosos distinguen dos formas principales de desobediencia al Derecho: la


objeción de conciencia y la desobediencia civil. Conceptualmente son difíciles de distinguir,
porque en ambos casos se produce el incumplimiento de una o varias normas jurídicas, si bien
tanto el desobediente como el objetor aceptan la validez y legitimidad del ordenamiento
jurídico en su conjunto (en ello se diferenciarían ambas de la rebelión o revolución, puesto
que los rebeldes o revolucionarios se oponen al sistema en su totalidad). Por otra parte, la no
violencia sería también una característica común a las dos formas de desobediencia al
Derecho.

Sin embargo, ambas se pueden distinguir por su distinto planteamiento: “la


desobediencia civil es una situación de hecho que afecta al Derecho; la objeción de
conciencia, con todo lo que ello implica, es un derecho, una inmunidad que los particulares
pueden esgrimir frente a obligaciones jurídicas determinadas”11. Veámoslas más
detenidamente.

A) Denominamos objeción de conciencia a aquel supuesto en el que un ciudadano se


niega a obedecer una norma jurídica que pretende imponerle una determinada prestación
personal que contradice sus principios o convicciones morales o religiosas.

El objetor de conciencia, con su rechazo a cumplir la norma, no pretende alcanzar el fin


político como la modificación o derogación de dicha norma, la rechaza en tanto que le afecta
personalmente, en tanto que le impone una prestación contraria a su conciencia, pero respeta
la legalidad y legitimidad de dicha norma. De ahí que su pretensión sea la de no ser castigado
por el incumplimiento, sino simplemente eximido del cumplimiento del deber jurídico que la
norma le impone sin que eso le acarre ninguna consecuencia. Y esa pretensión se lleva a cabo
pacíficamente, utilizando los recursos habitualmente establecidos a tal efecto.

En conclusión, la no violencia y la dimensión estrictamente personal y moral, son las


características más destacadas de la objeción de conciencia. Sin olvidar que también se trata
de un derecho subjetivo, frente a la consideración meramente fáctica de la desobediencia civil.
En nuestro ordenamiento, además, viene configurada como un derecho fundamental,
implícitamente recogido en el art. 16.1 de la Constitución (que consagra el derecho a la
libertad ideológica y de culto), y así fue establecido por la STC 53/1985. Esto significa que
podría invocarse en cualquier momento, ante cualquier norma y por cualquier sujeto sin
necesidad de procedimiento o legislación que lo prevea. No obstante, la doctrina
constitucional ha sido algo contradictoria con respecto a la cuestión y la STC 121/1987
matizó esta doctrina estableciendo que fuera de la mención expresa del art. 30.2 CE (relativa
al servicio militar) cada supuesto de objeción de conciencia debería ser expresamente
contemplado por la ley.

Hasta hace unos años los ejemplos más destacados de objeción de conciencia en el
ordenamiento español estuvieron relacionados, como dijimos, con el servicio militar
obligatorio y la atención médica para la práctica del aborto. Sin embargo, debido a los

10
derroteros tomados por nuestro legislador en los últimos años, los supuestos se han
multiplicado en la actualidad, extendiéndose al ámbito de la educación (objeción a la
asignatura EpC), de la bioética (intervención en determinadas prácticas genéticas,
diagnósticos prenatales, etc.), de la judicatura (celebrar matrimonios de personas del mismo
sexo) o de la libertad religiosa (guerra del crucifijo, del velo en la escuela, etc.)12.

b) La desobediencia civil consiste en el incumplimiento de una o varias normas


jurídicas (algunos autores hablan de una oposición a todo o parte de un determinado
Derecho), sin utilizar el recurso a la violencia y con el objetivo de conseguir la modificación
de esa norma o normas (o de otras), porque se consideran injustas o inmorales.

La desobediencia civil tiene siempre una finalidad política, razón por la cual debe ser
siempre pública y manifiesta. No se trata, como ha señalado la doctrina, de un derecho
subjetivo sino de una situación fáctica, que pretende llamar la atención tanto del poder, como
de la opinión pública sobre la injusticia de determinadas normas. Conviene señalar, no
obstante, que los motivos que mueven a los desobedientes no son sólo morales, normalmente
convergen también otro tipo de motivos políticos o jurídicos.

También es importante destacar que el desobediente civil acepta las consecuencias


jurídicas previstas por el ordenamiento para el caso de incumplimiento, es decir acepta las
sanciones y las penas. Este sería el rasgo más destacado de la figura. Con ello el desobediente
pretende mover a la opinión pública y a otros ciudadanos y mover la actitud de los poderes
públicos con respecto a su causa, dado que en su situación quedan manifiestamente patentes
los efectos injustos de la norma que denuncia.

A lo largo de la historia han sido memorables las actitudes de grandes personajes


considerados como prototipo de la desobediencia civil y que se han convertido en paradigmas
de la lucha por la justicia y la libertad: Sócrates, Thomas Moro, Ghandi o Lüther King serían
los ejemplos más célebres. En el caso de las dictaduras, la desobediencia civil encuentra una
clara justificación; es más, lo que resultaría difícil es justificar la obediencia aun sistema
autoritario, sin embargo en los sistemas democráticos es más difícil hallar es justificación.
Con todo, esta posibilidad no se puede descartar absolutamente, puesto que siempre cabe la
posibilidad de que surjan situaciones de hecho en las que puedan ser vulnerados los
principios, los valores superiores o los derechos fundamentales consagrados en las
Constituciones. Situaciones cuya depuración los propios sistemas democráticos prevén, pero
que pueden darse de modo más o menos encubierto o sutil.

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